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LOS PADRES APOSTÓLICOS

Se entiende por Padres apostólicos aquellos autores cristianos del siglo I o principios del siglo II
que, verdadera o supuestamente, estuvieron en relación con los Apóstoles. Los escritos de los
Padres apostólicos, por su contenido y expresión, muestran íntimas relaciones con la Sagrada
Escritura y, sobre todo, con las cartas de los Apóstoles. Están redactados en griego, revelan una
tendencia práctica de carácter parenético y tienen, en general, forma epistolar. Por eso pueden
clasificarse bajo la denominación general de literatura pastoral de la Iglesia primitiva. Se suele
incluir entre los Padres apostólicos a: San Clemente Romano (tercer sucesor de San Pedro en la
Sede de Roma); San Ignacio de Antioquía (f hacia el 110); San Policarpo de Esmirna (f 156); Papías
de Hierápolis (discípulo de San Juan Evangelista y compañero de Policarpo); y algunos escritos de
autor desconocido (la Didajé y la Epístola de Bernabé). Las obras de los autores citados tienen un
valor extraordinario para los cristianos, por ser los documentos más antiguos de la Tradición en
materia de fe, pero tienen escaso interés desde el punto de vista filosófico y teológico-
especulativo 5.

§ 10. Los apologistas del siglo II

Durante el siglo II, y a medida que arreciaban las calumnias contra la primitiva Iglesia (acusaciones
de comidas tiesteas y de reuniones edipeas), los creyentes sintieron la necesidad de defenderse
con escritos apologéticos. Estos textos del siglo II fueron redactados generalmente en forma de
diálogo o discurso, según las reglas de la retórica griega, y destinados a los paganos (muchas veces
a los emperadores romanos). En ellos rechazaban las acusaciones de ateísmo, y defendían el
monoteísmo cristiano y el dogma de la resurrección. Asimismo se afirmaba la fidelidad de los
cristianos al Imperio Romano y se hacía profesión pública de vida moralmente intachable. Los
apologistas se dividen en griegos y latinos:

a) Entre los apologistas griegos6 destacó especialmente Justino (t hacia el 165), filósofo de
profesión antes de convertirse al cristianismo y mártir. Nació en Palestina y murió en
Roma. De él se conservan dos apologías, una dirigida al emperador Antonino Pío (138-161)
y otra a su sucesor Antonino Vero (161-169), y el famoso Diálogo con Trifón. San Justino se
nos presenta como un hombre apasionado por el saber filosófico, que encontró en el
cristianismo la solución de todos los problemas que tenía planteados. Enseñó que Dios
había conducido providentemente al Pueblo de Israel por medio de la Revelación
sobrenatural contenida en el Antiguo Testamento. A los demás hombres, en cambio, los
había guiado por medio de la luz de la razón natural, permitiéndoles alcanzar verdades
filosóficas para prepararlos y ponerlos en condiciones de recibir a Jesucristo. En
consecuencia, "todo lo que se ha dicho de verdadero, por quien quiera que haya sido, nos
pertenece a los cristianos"7 . De este modo, San Justino dio cabida para siempre a la
filosofía dentro del cristianismo.

Discípulo de San Justino fue el sirio Taciano, converso primero y después, al final de su
vida, apóstata del cristianismo, que mantuvo una actitud negativa frente a la filosofía. En
su Discurso contra los griegos (caps. 6 y 13) afirmó algunas doctrinas incompatibles con la
ortodoxia cristiana, al menos en su tenor literal, sobre todo en temas como la
inmortalidad del alma y la resurrección de los cuerpos.
Más benévola con respecto a la filosofía fue la actitud de Atenágoras (finales del siglo II),
filósofo cristiano en Atenas: "Nosotros [los cristianos] obedecemos a la razón y no le
hacemos violencia"8 . Intentó probar el carácter razonable de la doctrina de la
resurrección de los cuerpos, convencido, contra la opinión de Platón, de que el cuerpo
pertenece a la integridad del hombre, es decir, de que el hombre no es simplemente un
alma que utiliza un cuerpo.

b) Los apologistas latinos florecieron del 170 al 250. Entre ellos destacaron Minucio Félix, abogado
romano y autor del Dialogus Octavius; y Tertuliano, fallecido en el 230 en la secta montañista, a la
que se había pasado en el 207. Tertuliano fue también abogado del foro romano. Desplegó una
increíble actividad en favor de la Iglesia de Cristo antes de abandonarla, pero insistió en la crítica y
rechazo de la filosofía pagana: "¿Qué tienen en común Atenas y Jerusalén?"9 . Y también son
suyas las siguientes palabras: "Porque la filosofía es el objeto de la sabiduría mundana intérprete
temeraria del ser y de los designios de Dios. Todas las herejías en último término tienen su origen
en la filosofía"10. Conviene destacar, no obstante, que fue inspirador -en su carta Contra Praxeas-
de muchas fórmulas técnicas trinitarias, que después pasaron al Símbolo de la fe definido en Nicea
y a los escritos de San Agustín. En cambio, sostuvo el error traducionista y, por consiguiente, la
opinión de que el alma era corpórea en algún sentido, porque procedía, en el niño engendrado,
del alma de sus padres por vía generativa (cfr. De anima). Las dudas tertulianas sobre la naturaleza
del alma habrían de extenderse a muchos de los escritos patrísticos, de tal forma que ni el mismo
San Agustín pudo sustraerse a las doctrinas traducionistas y anduvo toda su vida dudando entre la
doctrina de la pura espiritualidad del alma y la tesis de su materialidad etérea".

Minucio Félix mantuvo una actitud más conciliadora que su contemporáneo Tertuliano respecto a
la verdadera filosofía, al extremo de afirmar que todos los cristianos son de hecho filósofos o,
mejor dicho, que los filósofos son cristianos, en algún sentido, por el puro hecho de ser verdaderos
filósofos. También rechazó el escepticismo del Bajo Imperio, por no considerarlo una actitud
filosófica verdadera. En resumen: la posición de Minucio frente a la civilización clásica fue benigna,
como también lo fue su actitud frente a los bienes materiales y al matrimonio, muy lejos de las
erróneas exageraciones pseudomísticas de Tertuliano.

4. Los APOLOGISTAS GRIEGOS Y LA PRIMERA ELABORACIÓN FILOSÓFICA DEL c r is t i a n is m o :

l a e s c u e l a c a t e q u é t ic a d e A l e j a n d r í a

4.1. Los apologistas griegos del siglo II: Aristides, Justino, Taciano La primera Apología del
cristianismo que ha llegado hasta nosotros —y que fue descubierta en el siglo pasado— es la de
Marciano Aristides, en la época del emperador Antonino Pío, a mediados del siglo n. Aristides
afirma que sólo los cristianos poseen la verdadera filosofía, porque han hallado la verdad acerca
de Dios en mayor medida que todos los demás y, debido a la pureza de su vida, ofrecen un
adecuado testimonio de la verdad en que creen. Sin embargo, la figura de mayor relieve fue el
mártir Justino, nacido en Flavia Neápolis (Palestina) y autor de dos Apologías y un Diálogo con
Trifón. Una ferviente búsqueda de la verdad lo condujo desde Platón hasta Cristo. Para su
conversión, no obstante, fue decisivo el testimonio de los mártires. Éstas son sus palabras al
respecto: «Cuando aún era discípulo de Platón, escuchaba las acusaciones que se formulaban
contra los cristianos, pero al verlos llenos de intrepidez ante la muerte y ante lo que más temen los
hombres, comprendí que era imposible que viviesen en el mal...»

El siguiente pasaje de su Segunda Apología resume a la perfección su postura de cristiano ante la


filosofía:

«Soy cristiano, me glorío de ello y, lo confieso, deseo que se me reconozca como tal. La doctrina de
Platón no es incompatible con la de Cristo, pero no se ajusta exactamente a ella, no más que la de
los otros, los estoicos, los poetas y los escritores. Cada uno de éstos ha visto, en el Verbo divino
diseminado por el mundo, lo que estaba en relación con su naturaleza y ha podido así expresar una
verdad parcial: pero puesto que se contradicen en los puntos fundamentales, manifiestan no
hallarse en posesión de una ciencia infalible y de un conocimiento irrefutable. Todo lo que han
enseñado de modo veraz nos pertenece a nosotros, los cristianos. En efecto, después de Dios
nosotros adoramos y amamos al Logos nacido de Dios, eterno e inefable, porque se hizo hombre
por nosotros, para curarnos de nuestros males tomándolos sobre sí. Los escritores han podido ver
la verdad de un modo obscuro, gracias a la semilla de Logos que ha sido depositada en ellos. Pero
una cosa es poseer una semilla y una semejanza proporcional a la propia facultad, y otra distinta
es el Logos mismo, cuya imitación y participación procede de la Gracia que de El proviene.»

Entre sus doctrinas específicas cabe señalar la que versa sobre la relación entre el Logos-Hijo y
Dios-Padre, que se interpreta mediante una acertada utilización del concepto estoico de «Logos
proferido», que Filón ya había empleado, y de otros conceptos destinados a tener una gran
resonancia posterior: «Como principio, antes de todas las criaturas, Dios engendró de sí mismo
una cierta potencia racional (loghike), que el Espíritu Santo llama “Gloria del Señor”, “Sabiduría”,
“Ángel”, “Dios”, “Señor” y “Logos” (Verbo, Palabra)... y lleva todos los nombres, porque lleva a
cabo la voluntad del Padre y nació por la voluntad del Padre. Vemos así algunas cosas que suceden
entre nosotros: al proferir una palabra {logosy verbum), engendramos una palabra (logos), pero no
se da una división y una disminución del logos (palabra, pensamiento) que existe dentro de
nosotros. Vemos asimismo que un fuego enciende otro fuego, sin que haya menguado el fuego
que enciende: permanece igual, y el fuego nuevo que se ha encendido perdura sin disminuir a
aquel que lo había encendido.»

El platónico Justino, buen conocedor de la doctrina del alma que aparece en el Fedón, comprende
que hay que reformarla estructuralmente. El alma no puede ser eterna y tampoco incorruptible
por naturaleza. Escribe: «Todo lo que existe, excepto Dios... es corruptible por naturaleza, puede
desaparecer y dejar de ser. Sólo Dios no ha sido engendrado y es incorruptible, y precisamente por
esto es Dios, mientras que todo lo que viene después de él es generado y corruptible. Por esto las
almas mueren y son castigadas; si no fuesen corruptibles, no pecarían...» Tampoco cabe pensar
que existan diferentes tipos de realidades incorruptibles, porque no se vería en qué habrían de
diferir. Esto es lo que Platón y Pitágoras no comprendieron. Sostiene Justino: «El alma vive, pero
ella no es la vida, sino que participa de la vida. Ahora bien, lo que participa es distinto a lo
participado. El alma participa, pues, de la vida, porque Dios quiere que exista.» El hombre no es
eterno y el cuerpo no está perennemente unido al alma; cuando se quiebra esta armonía, el alma
abandona al cuerpo y el hombre deja de existir. «Cuando el alma deja de existir, el espíritu de vida
la abandona: el alma ya no existe y regresa a su origen.» De este modo, Justino justifica la doctrina
de la resurrección. El testimonio de los mártires había convertido a Justino. A su vez él dio
testimonio de Cristo hasta el final, una vez que hubo abrazado su fe. Murió decapitado en el 165,
condenado por el prefecto de Roma, debido a su profesión de cristianismo.

En el siglo II hay otros apologistas de una cierta importancia: Taciano el Asirio, Atenágoras de
Atenas, Teófilo de Antioquía y el anónimo autor de una Carta a Diogneto, que es un documento
muy significativo. Taciano fue discípulo de Justino, quien asimismo lo había convertido. En su
Discurso a los griegos manifiesta una acentuada aversión por la filosofía y la cultura griega, al
contrario de su maestro, y se vanagloria polémicamente de ser un bárbaro y de haber hallado la
verdad y la salvación en escritos bárbaros (la Biblia). Pone de relieve que ninguna de las cosas
creadas, incluida el alma, es eterna. El alma no es inmortal por naturaleza. Dios la resucita junto
con el cuerpo. Hay que notar la reaparición de la triple división del hombre —presente tanto en
Pablo como en Filón— en 1) cuerpo, 2) alma y 3) espíritu. El Espíritu, bastante superior al alma, es
lo que hay en nosotros como imagen y semejanza de Dios. Y es el Espíritu, y sólo Él, quien vuelve
inmortal al hombre, que es mortal por naturaleza.

Atenágoras de Atenas es autor de una Súplica por los cristianos, redactada durante la segunda
mitad del siglo n, en la que refuta las acusaciones formuladas contra los cristianos y, en especial, la
acusación de ateísmo, ofreciendo la primera prueba racional en favor de la unicidad de Dios y
tratando de aclarar en estos términos la noción de Trinidad: «El Hijo de Dios, que es mente (nous),
es el primer brote del Padre; no fue creado, porque desde el principio Dios tenía en sí mismo el
Logos, y estaba eternamente unido al Logos.» El Hijo, el Logos, procede del Padre con el propósito
de ser Idea y actividad productora de todas las cosas. El Espíritu Santo fluye de Dios... y en él entra
como un rayo de sol. En el otro escrito suyo que poseemos, Sobre la resurrección de los muertos,
proporciona una serie de pruebas a favor de la resurrección. Su antropología, sin embargo, posee
rasgos platonizantes. El hombre es cuerpo y alma. Aquél es mortal, mientras que ésta es creada —
al igual que el cuerpo— pero no mortal. Cuando resucita el cuerpo, se reúne con el alma que había
permanecido como en un estado de sopor, y se reconstituye aquella unidad característica del
verdadero hombre, el hombre integral.

Teófilo de Antioquía es autor de tres libros A Autólico, escritos durante la segunda mitad del siglo
II. Ofrece una hermosa respuesta al desafío que le lanza Autólico, diciéndole que le muestre a su
Dios, el Dios de los cristianos. Teófilo responde: «Muéstrame tu hombre, y yo te mostraré mi
Dios.» Lo cual significa: dime qué tipo de hombre eres, y yo te diré si puedes ver a Dios y qué tipo
de Dios puedes ver. «El hombre —dice Teófilo— debe poseer un alma pura como un espejo
inmaculado. Si la herrumbre corrompe el espejo, ya no es posible ver allí reflejado el rostro
humano. Análogamente, si en el hombre hay una culpa, no le es posible ver a Dios.» Teófilo reitera
y profundiza el esclarecimiento de la Trinidad (Trias) en términos de Logos inmanente o interno a
Dios (Logos endiathetos) y Logos proferido o pronunciado (Logos prophorikos), prosiguiendo la
senda abierta por Justino. El alma por sí misma no es ni mortal ni inmortal, pero es susceptible de
mortalidad y de inmortalidad. La inmortalidad es el premio que Dios concede a quien observa sus
leyes.

Por último, se remonta al siglo II una breve Carta dirigida A Diogneto, en la que se establece con
una claridad y una coherencia extraordinarias la identidad de los cristianos en el mundo y en
contraposición a él: «Los cristianos... no se diferencian de los demás hombres ni por el territorio ni
por la lengua ni por los vestidos. No habitan en ciudades propias, ni hablan un lenguaje inusitado;
la vida que llevan no tiene nada de extraño. Su doctrina no es fruto de consideraciones y de
lucubraciones de personas curiosas; tampoco se dedican, como algunos, a promover una teoría
humana... Viven en su propia patria, pero como forasteros, participan en todo como ciudadanos y
todo lo soportan como forasteros; cualquier tierra extranjera es su patria y toda patria es para
ellos una tierra extranjera... Habitan en la tierra, pero son ciudadanos del cielo.»

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