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Capítulo IV

LOS PADRES APOSTOGISTAS GRIEGOS

I. El nacimiento de la apologética cristiana


La oposición al cristianismo tuvo sus inicios en el
mismo entorno judío que lo vio nacer, pero, sobre
todo, será el mundo pagano el que presente una
mayor hostilidad. Por ello no es raro encontrar
elementos apologéticos ya en los escritos
neotestamentarios. A título de ejemplo baste
recordar aquí el discurso de san Pablo en el
Areópago de Atenas (Act 17,19-34). Pero será en
el siglo II cuando se pondrá en marcha un tipo de
respuesta a estos ataques, que dará origen a una especialidad literaria denominada
apologética, por el uso de un género literario llamado «apología» (defensa). En
consecuencia, se reconocen como «apologistas griegos» a los primeros autores
cristianos de la segunda mitad del siglo II, que escribieron apologías.
La polémica antijudía, que nada tiene que ver con el antisemitismo, puesto
que no se trata de la raza, sino de la fe, como bien ha señalado Drobner, perseguía
un doble objetivo: 1. Deslindar el cristianismo del judaísmo, en cuyo seno nace. Lo
que lleva consigo el reconocimiento de Jesús como Mesías y la interpretación del
Antiguo Testamento como un anuncio, que tendrá su plena realización en el
Nuevo. 2. Pero, además, quiere convertir a los judíos argumentando sobre la base
del Antiguo Testamento, que afirma el auténtico mesianismo de Jesús. De todas
maneras, hay que reconocer esta producción literaria una extensión más bien
reducida, por ser también pequeño el número de sus adversarios.
En cambio, la oposición pagana al cristianismo tendrá una mayor entidad,
debido especialmente a las persecuciones de los emperadores romanos. No
obstante, conviene recordar que no todas las persecuciones fueron iguales en
intensidad y extensión, como ya hemos señalado, cuando hablábamos de la política
religiosa de los emperadores romanos. Así la persecución de Nerón se circunscribió
al ámbito de la ciudad de Roma, mientras que las de Decio y Diocleciano se
extendieron a toda la «oikumene». La acusación de mayor relieve, que esgrimían
contra los cristianos era la del ateísmo, que abarcaba dos crímenes: el desprecio
contra los dioses (irreligiositas, sacrilegium), un crimen de lesa majestad, y el
rechazo del culto imperial, que suponía una deslealtad contra quien estaba en el
vértice del poder político y se entendía como un crimen maiestatis.

DOMINGO RAMOS-LISSÓN, Patrología, Eunsa, Pamplona 2005, 105-125


Domingo Ramos-Lissón

Al lado de esta formidable acción de los emperadores romanos hay que


colocar también la hostilidad de la sociedad pagana, que proyecta en la opinión
pública de los tres primeros siglos una serie de acusaciones y calumnias contra los
cristianos, achacándoles delitos y torpezas infamantes, como la antropofagia y las
relaciones incestuosas. No habrá que olvidar tampoco a un grupo de intelectuales
(filósofos y literatos) que atacaban denodadamente a los cristianos. Podemos
recordar algunos nombres, como el rétor Frontón de Cirta, maestro de Marco
Aurelio y autor de un Discurso contra los cristianos. Luciano de Samosata, rétor
como el anterior y escritor satírico, en su obra La muerte de Peregrino (Perí tés
Peregrínou teleutés) ridiculiza la vida de los cristianos. El filósofo platónico Celso
compuso alrededor del año 178 el Discurso Verdadero (Aléthés lógos), que supuso
un fuerte ataque intelectual contra el cristianismo y requirió en el siglo III una
contundente réplica por parte de Orígenes en su Contra Celso.
La tarea de los apologistas hubo de salir al paso de todas esas acusaciones,
tratando de mostrar su falsead y a la vez señalar la verdad de la vida cristiana. En la
polémica antijudía se suelen emplear, más bien, escritos de índole dialógica, como
el Diálogo con Trifón de Justino.
La línea argumental de la apologética cristiana tendía a aclarar los equívocos
y falsedades propaladas en el seno de la sociedad greco-latina de los primeros
siglos cristianos. El contenido de esta apologética trataba de presentar al
cristianismo como una religión no solo compatible con el bien político del
Imperium, sino que promueve la realización de ese bien político, por cuanto las
exigencias morales cristianas facilitan la consecución de dicho objetivo. Pero la
finalidad última era hacer comprensible el carácter racional y superior de la fe
cristiana. Los no cristianos pertenecientes a la elite intelectual y con formación
filosófica no creían ya en los mitos de los dioses y tenían una visión más
trascendente de Dios. La apologética encontró ahí un adecuado punto de partida
para la defensa de la doctrina cristiana.

II. Cuadrato
Es el primero de quien tenemos noticia a través de Eusebio de Cesarea (HE,
IV,3,2), y sabemos que dirigió una Apología al emperador Adriano (117-138) hacia
el año 125. De este escrito solo se ha conservado un pequeño fragmento en el que
se habla de las personas que fueron curadas por el Señor. No han resultado
convincentes las tentativas de Andriessen de atribuir a Cuadrato la autoría de la
Epístola a Diogneto, que sería una parte de la Apología de dicho autor.

III. Arístides
Tenemos escasas noticias de este filósofo cristiano. Según nos dice Eusebio
(HE, IV,3,3), Arístides escribió una Apología al emperador Adriano (117-138),
aunque en un manuscrito siríaco de esta obra aparece dirigida a Antonino Pío (138-

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161). Este escrito ha llegado hasta nosotros a través de un fragmento armenio (cc. I
y II), descubierto por los Mechitaristi de Venecia en 18878. Más tarde, en 1889, fue
encontrada la totalidad del texto en una versión siríaca. Y con posteridad, J. A.
Robinson halló un texto escrito en griego de esta obra.
El contenido de la Apología nos revela unos buenos conocimientos de su
autor acerca de la cultura helénica. Así, casi ya desde los comienzos, en la primera
parte Arístides recurre a las pruebas que aducen Aristóteles y los estoicos sobre la
existencia de Dios (I, IV). Conceptualiza a Dios como Ser eterno, inmortal, suficiente
por sí mismo y autor de la creación. De ese concepto de Dios deduce que la
verdadera idea del Creador no la tuvieron los bárbaros, ni los griegos, ni siquiera
los hebreos, sino solo los cristianos por la revelación de Jesucristo. En la segunda
parte presente la vida de los cristianos, mostrando la coherencia entre la doctrina y
la ejemplaridad de su conducta:

Y éstos [los cristianos] son los que, entre todas las naciones de la tierra, han
hallado la verdad, pues conocer a Dios creador y artífice del universo en su Hijo
Unigénito y en el Espíritu Santo, y no adoran a otro Dios fuera de éste. Los
mandamientos del mismo Señor Jesucristo los tienen grabados en sus corazones y
ésos guardan esperando la resurrección de los muertos y la vida del siglo por venir.
No adulteran, no fornican, no levantan falso testimonio, no codician los bienes
ajenos, honran al padre y a la madre, aman a su prójimo y juzgan con justicia. Lo
que no quieren se les haga a ellos no lo hacen a otros. A los que los agravian, los
exhortan y tratan de hacérselos amigos, ponen empeño en hacer bien a sus
enemigos, son mansos y modestos […] No desprecian a la viuda, no contristan al
huérfano; el que tiene suministra abundantemente al que no tiene. Si ven a un
forastero, lo acogen bajo su techo y se alegran con él como con un verdadero
hermano. Porque no se llaman hermanos según la carne, sino según el alma.
Apenas también alguno de los pobres pasa de este mundo, y alguno de ellos lo ve,
se encarga, según sus fuerzas, de darle sepultura; y si se enteran que alguno de
ellos está encarcelado o es oprimido por causa del nombre de Cristo, todos están
solícitos de su necesidad y, si es posible liberarlo, lo liberan. Y si entre ellos hay
alguno que sea pobre o necesitado y ellos no tienen abundancia de medios,
ayunan dos o tres días para satisfacer la falta de sustento necesario en los
necesitados (Apol., XV,1-7).

Aunque su teología no es muy rica, tiene, sin embargo, algunos rasgos más
destacados, como sucede con su cristología, especialmente por lo que se refiere a
la encarnación, al nacimiento virginal de Cristo y a todo el misterio pascual.

IV. San Justino


Este apologista es, sin duda, el más importante del siglo II, tanto por la
calidad de sus escritos, como por el vigor de su personalidad. Nació en Flavia

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Neápolis (antigua Siquem, hoy Nablus), ciudad de Palestina. Él mismo nos cuenta el
itinerario de su búsqueda de la verdad a través de diferentes escuelas filosóficas,
que florecían en aquella época: estoicos, peripatéticos, pitagóricos y los seguidores
del platonismo medio; hasta que un día, mientras paseaba por la orilla del mar, un
anciano le dio a conocer el cristianismo, «la única filosofía cierta y digna» (Dial.,
3,8). El diálogo que precede a esta conclusión nos podría indicar una figura
literaria. Probablemente su conversión debió de tener lugar en Éfeso, hacia el año
130. Se dedicó a difundir el cristianismo de un modo itinerante, como hacían otros
cristianos. En Roma fundó una escuela, durante el reinado de Antonino Pío (138-
161), contando entre sus discípulos a Taciano, que sería también apologista. En
esta ciudad tuvo que enfrentarse al filósofo cínico Crescencio, quien, más tarde, lo
denunciaría por cristiano ante el prefecto Junio Rústico. Su muerte se describe en
el relato del Martyrium san Iustini et sociorum. Según este documento, Justino y
seis de sus discípulos murieron decapitados en el año 165, como nos atestigua
también el Chronicon Paschale.
De su producción literario solo han llegado hasta nosotros tres obras: dos
Apologiae contra los paganos y el Dialogus cum Tryphone Iudaeo, que es una
apología contra el judaísmo. Tenemos también noticia de otras obras perdidas y de
algunas espurias que se le han atribuido. Eusebio nos ha transmitido un catálogo
de sus obras (HE, IV,18,2-6).
La I Apología debió de escribirla entre los años 145 y 155. Está dirigida a
Antonino Pío y a sus corregentes Marco Aurelio y Lucio Vero, al Señado y al Pueblo
Romano. Los capítulos 1-29 son una defensa de los cristianos frente a la acusación
de ateísmo, y en ellos muestra que los seguidores de Jesús adoran al único Dios
verdadero. Señala, incluso, la extravagancia jurídica que supone semejante sistema
procesal: «Si uno de los acusados niega de palabra ser cristiano, lo dejáis libre por
no tener ningún delito de qué acusarlo. Pero si confiesa serlo, lo castigáis por esa
confesión» (I Apol., 4,6). Los capítulos 30-60 aportan la prueba de la Escritura
veterotestamentaria en favor de la divinidad de Jesús. Los capítulos 61-67 nos
describen la celebración de la liturgia bautismal y eucarística. El capítulo 68 es una
conclusión, que reproduce al final un rescripto del emperador Adriano.
La II Apología fue compuesta poco después de la primera. Al comienzo de
este escrito, Justino alude a la inicua actuación de Urbico, prefecto de Roma, que
había hecho decapitar a tres personas por el único delito de haber confesado que
eran cristianos. Justino hace un llamamiento a la opinión pública contra esa
manera tan injusta de proceder y sale al paso de las falsas imputaciones que se
hacían contra los cristianos. También afirmará que las persecuciones son instigadas
por el demonio, y son permitidas por Dios, como una gran ocasión, para hacer
patente la superioridad de la fe cristiana frente al paganismo. Justino apela, por
último, al emperador para que se juzgue a los cristianos según criterios de justicia y
de verdad.

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El Dialogus cum Tryphone Iudaeo es un escrito contra el judaísmo. Debió de


redactarse hacia el año 160. El Dialogus recoge un debate anterior con un judío
culto, llamado Trifón, que pudo celebrarse en Éfeso, poco después del año 132. La
obra no ha llegado completa hasta nosotros. Se han perdido la introducción y un
fragmento considerable del capítulo 74. Está compuesta por 142 capítulos. Al
principio, Justino nos ofrece una serie de datos autobiográficos sobre su formación
filosófica y su conversión (cc. 2-8). Dedica, después, una primera parte (cc. 9-47) a
una interpretación del Antiguo Testamento desde una perspectiva cristiana. La Ley
de Moisés aparece a los ojos de Justino con una validez limitada en el tiempo,
mientras que el cristianismo es la Nueva Ley que no tiene limitación temporal y se
extiende a toda la humanidad. La segunda parte (cc. 48-108) presenta diversos
argumentos que muestran la divinidad de Jesucristo. La tercera (cc. 109-142) es un
alegato en favor del nuevo Israel, que es el verdadero pueblo elegido de Dios. De
toda esta obra subrayaríamos especialmente el relato de su conversión, después
de narrar su experiencia de frecuentar el trato con distintos filósofos:

Determiné un día henchirme de abundante soledad y evitar toda huella de


hombres, por lo que marché a cierto paraje no lejano del mar. Cerca ya del sitio, en
que había de encontrarme a mis anchas, me iba siguiendo, a poca distancia, un
anciano, de aspecto no despreciable, que daba señas de poseer un carácter blando
y venerable. Me volví, me paré y clavé fijamente en él mis miradas. Y él entonces,
me dijo:
¿Es que me conoces? Le contesté que no.
¿Por qué, pues —me dijo— me miras de esa manera? Estoy maravillado —le
contesté— de que hayas venido a parar a donde yo, cuando no esperaba hallar
aquí a hombre viviente. Ando preocupado —repuso él— por unos familiares míos
que están de viaje. Vengo, pues, yo mismo a mirar si aparecen por alguna parte. Y
a ti —concluyó— ¿qué te trae por acá?
Me gusta —le dije— pasar así el rato, pues puedo, sin estorbo, conversar conmigo
mismo. Y además, para quien ama la meditación, no hay parajes tan propios como
éstos […] Existieron hace mucho tiempo —me contestó el viejo— unos hombres
más antiguos que todos estos tenidos por filósofos, hombres bienaventurados,
justos y amigos de Dios, los cuales hablaron inspirados del Espíritu divino, y
divinamente inspirados predijeron lo porvenir, aquello justamente que se está
cumpliendo ahora; son los que se llaman profetas. Éstos son los únicos que vieron
y anunciaron la verdad a los hombres, sin temer ni adular a nadie […].
Dicho esto y muchas otras cosas que no hay por qué referir ahora, se marchó el
viejo, después de exhortarme a seguir sus consejos, y yo no le volví a ver más. Pero
inmediatamente sentí que se encendía un fuego en mi alma y se apoderaba de mí
el amor a los profetas y a aquellos hombres que son amigos de Cristo, y
reflexionando conmigo mismo sobre los razonamientos del anciano, hallé que solo
ésta es la filosofía segura y provechosa. De este modo, pues, y por estos motivos

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soy yo filósofo, y quisiera que todos los hombres, poniendo el mismo fervor que
yo, siguieran las doctrinas del Salvador (Dial., III,I-VIII,2).

Al examinar el conjunto de los escritos de Justino llama la atención su


recurso al Antiguo Testamento, en cuanto manifiesta una serie de anuncios
proféticos, que tendrán su realización plena en Cristo. Se sirve para ello de una
exégesis alegórica, que enlaza con la tradición platónica y con la rabínica. Las
llamadas «Memorias de los Apóstoles» le darán la evidencia histórica de la verdad
contenida en las profecías. Conviene anotar también que, además de las Escrituras
canónicas, emplea igualmente la tradición apócrifa. Así lo podemos comprobar
cuando describe el nacimiento del Señor en una cueva (Dial., 78,3), que coincide
con el Proto Evangelio de Santiago. En ocasiones, Justino menciona sus fuentes
apócrifas, como hace en I Apol., 48,3 con las Actas de Pilato.
El pensamiento filosófico de Justino va a encontrar en los textos bíblicos una
rica cantera de formulaciones teológicas. El tema central de su doctrina en la
identificación del logos con Jesús. Su premisa básica es considerar la razón humana
(logos) como una participación del Logos divino. Como mediador en la creación, ha
sembrado en todos los hombres la semilla de la verdad (Logos spermatikós). De ahí
que considere a los filósofos precristianos, que vivieron de acuerdo con el Logos,
como auténticos cristianos. Entre ellos citará a Sócrates y a Heráclito (I Apol., 46,2-
3). Se puede decir que Justino compendia en Cristo, toda la historia del
pensamiento humano, e incluso la supera, cuando escribe:

Lo nuestro se muestra más excelso que toda enseñanza humana porque la entera
racionalidad es el Cristo manifestado en favor nuestro al llegar a ser cuerpo, razón
y alma. Porque siempre cuanto de bueno profesaron o hallaron los que filosofaban
o legislaban, fue logrado por ellos mediante la investigación y la contemplación,
conforme a su participación del Logos. Pero al no haber conocido la totalidad del
Logos, que es Cristo, que es Cristo, muchas veces dijeron cosas contradictorias
entre sí. Y los que antes de Cristo intentaron, conforme a las fuerzas humanas,
investigar y demostrar las cosas por la razón, fueron llevado a los tribunales como
impíos y amigos de novedades. Y el que más empeño puso en ellos, Sócrates, fue
acusado de los mismos crímenes que nosotros, pues decían que introducía nuevos
«démones» y que no reconocía a los que la ciudad tenía por dioses (II Apol., 10,1-
5).

Por lo que respecta a las relaciones entre el Logos y el Padre, algunos


autores sostienen que Justino podría adolecer de cierto subordinacionismo. Justino
fue, en cierto modo, pionero en relación con algunos planteamientos teológicos.
Así sucede, por ejemplo, en sus reflexiones soteriológicas sobre el binomio Eva–
María (Dial., 100,4,6), que luego desarrollará más ampliamente Ireneo.

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Justino será también un testigo cualificado de la administración, sin solución


de continuidad, de los sacramentos de la iniciación cristiana. Concretamente nos
describirá, con precisión, cómo se celebraba el bautismo y la eucaristía en la Iglesia
del siglo II:

Luego son conducidos por nosotros allí donde está el agua y son regenerados con
el mismo rito de regeneración por el que también nosotros fuimos regenerados.
Pues entonces se bañan en el agua en el nombre de Dios Padre y Soberano del
universo y de nuestro Salvador Jesucristo y del Espíritu Santo.
Acabadas las oraciones, nos saludamos mutuamente con un beso. Luego se le
ofrece, al que preside a los hermanos, pan y una copa de agua y vino. Él,
tomándolos, tributa alabanza y gloria al Padre del universo por el Nombre del Hijo
y del Espíritu Santo y hace una larga acción de gracias por habernos concedido esos
dones de su parte. Concluidas las oraciones y la acción de gracias, todo el pueblo
presente aclama: ¡Amén! Amén en hebreo significa así sea. Hecha la acción de
gracias por el presidente, y tras la aclamación de todo el pueblo, los que entre
nosotros son llamados diáconos dan a cada uno de los presentes su parte del pan y
del vino y del agua sobre los que se dijo la acción de gracias y lo llevan a los
ausentes (I Apol., 65,3-5).

Como acabamos de ver, Justino se refiere con enorme claridad al


sacramento del altar, lo que nos hace pensar en la vigencia de la llamada
«disciplina del arcano», que en siglos posteriores celaría estas descripciones
eucarísticas a los paganos. También se evidencia, en el mismo escrito, la fe de
Justino y de la comunidad cristiana en la presencia real de Jesús en la eucaristía ( I
Apol., 66,2).
En otro punto, Justino nos habla de la virginidad cristiana como un
argumento apologético, frente a las costumbres disolutas de los paganos (I Apol.,
15,1-8).
Su escatología subraya la segunda venida de Cristo. Acuña la expresión
«segunda parusía» (I Apol., 52,3), y toda la historia humana se orienta hacia esa
«parusía», siguiendo un orden: primero vendrá la resurrección de los santos; luego
tendrá lugar la instalación del «milenio», es decir, el reino de los santos durante mil
años en Jerusalén. Al término del milenio acontecerá la resurrección de los
malvados, seguida del juicio final (Dial., 80,5; 81,4).

V. Taciano el sirio
Sobre la vida de este autor tenemos pocas referencias cronológicas.

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