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Agnès Varda: una ola en sí misma

Por Pedro Adrián Zuluaga

“Si se abriera a la gente veríamos paisajes. Si me abrieran a mí, encontrarían playas.” Esta frase,
que aparece en Las playas de Agnès (Les Plages d'Agnès, 2008), lleva inscrita no solo una clave
autobiográfica más para entrar en la vida de su directora, la francesa Agnès Varda, sino una poética
y una ética: el interés por los otros y la atención de sí, el deseo de explorar la naturaleza de la
gente para ver lo que contiene o de lo que está hecha, pero partiendo de una pregunta por ella
misma, la idea de encuadre y control (o sea de mirada) que supone todo paisaje y el desorden de
las playas y las olas. Este cine, a partir de lo íntimo, ensaya nuevas formas de abrirse y conocer el
mundo.

El trabajo artístico de Varda creció en paralelo con la eclosión de la Nouvelle Vague, el movimiento
de cineastas “parisinos” y hombres que cambiaron la historia del cine de su país; pero Varda, si
bien comparte un tiempo y algunas preocupaciones estéticas con los directores mayores y
menores de la Ola, es también una ola en sí misma, singularidad generosa pero en últimas
inatrapable. Una ligera gravedad es la paradójica cualidad de sus películas y su presencia vital. Ante
ellas estamos como frente a los niños cuando juegan (“el cine es un juego”, ha dicho Varda),
maravillados ante lo concentrado de su atención y la seriedad del empeño que ponen en lo que
hacen y a la vez tocados por el convencimiento de que solo una suerte de gracia lo sostiene.

Una obra que se despliega

Con su primer largometraje, La Punta Corta (La Pointe Courte, 1955), Agnès Varda anticipó muchos
de los temas y maneras que en la célebre Nouvelle Vague encontrarían “definición” e “identidad”:
la relación hombre-mujer en un periodo de intensas transformaciones y reacomodos, la inserción
de un fuerte componente documental –o por lo menos de registro– en la narrativa de ficción y un
cierto intelectualismo, muy distinto eso sí al de la tradición de qualité denunciada por
François Truffaut en “Una cierta tendencia del cine francés”, su célebre artículo de los años
cincuenta.

En La Pointe Courte, la relación de una pareja (Silvia Monfort y un imberbe Philippe Noiret) se
resquebraja y se recompone frente al paisaje geográfico y moral de un pequeño pueblo de
pescadores, y frente al público espectador. En ese testamento cinematográfico que es Las playas
de Agnès , Varda dice, sin ninguna arrogancia anti-cinéfila, que en el momento de realizar su opera
prima había visto muy pocas películas (aunque en La Pointe Courte hay el aliento de Rossellini en
sus filmes con Ingrid Bergman). Lo suyo, el medio que había estudiado y en el cual buscaba
expresarse inicialmente, era la fotografía, una vocación que nunca abandonó.

Pero la joven Varda era ya dueña de una intensa curiosidad vital e intelectual, que desbordó
completamente su pertenencia al gueto de la Nueva Ola. En los años sesenta la encontramos
metida de lleno en el ambiente contracultural de California, filmando la lucha de las Panteras
Negras, la naciente Cuba de Fidel o la resistencia contra la guerra de Vietnam, en cortometrajes
llenos de la vibración del presente.

Desde sus primeros trabajos, Varda delineó las coordenadas de esa forma artística que teóricos
como Antonio Weinrichter y Arlindo Machado han llamado filme-ensayo. Un tipo de película
híbrida, libre y experimental, sin escrúpulos a la hora de combinar géneros, formatos y técnicas –
ficción, documental, animación, fotografía, etc– y sin falsos pudores para expresar una postura
personal o hacer un guiño autobiográfico. Se trata, desde otra vertiente teórica, de lo que Bill
Nichols definió en La representación de la realidad como filmes performativos.

“El filme performativo –escribe el colega ecuatoriano Christian León en su excelente blog Vía
visual–, tiene un alto valor imaginario, testimonial y autobiográfico a partir del cual se filtran los
hechos reales. Apela a libertades poéticas (flashbakcs, imágenes congeladas, planos fragmentarios,
partituras musicales) y a formatos poco convencionales altamente subjetivados (el diario íntimo, la
confesión, el testimonio). En este sentido se parece al cine experimental y de vanguardia, pero a
diferencia de estos desconfía de la autonomía fílmica y plantea una reinserción de la obra en su
contexto social y cultural”. Reflexión útil, aunque Varda está lejos de quedar atrapada en esa
definición.

Al contrario, la obra de Varda, abundante como su curiosidad intelectual, se fuga en distintas


direcciones, abriendo cauces nuevos en cada una de ellas. Lo ensayístico define no sólo sus filmes
cortos “prototipos en los que hay que inventar al mismo tiempo la forma, que es única, y el tema
que va a adoptar dicha forma una vez esté en sus redes, como si fuera un pez vivo”, como los
definió el catálogo del Festival de Cine Francés en Colombia, que le rindió un homenaje en 2010.
Un temprano largo de ficción como Cleo de 5 a 7 (1962), es plenamente una película ensayística y
plenamente un filme de la Nueva Ola, con un rodaje en exteriores fluido y ligero y una admirable
capacidad para darle cuerpo al ethos de la época: es la crónica de un verano no menos etnográfica
que la emprendida por Rouch y Morin, y filmada casi al mismo tiempo, aunque sin sus
pretensiones vérité.

Otro de sus filmes de esa década convulsa es La felicidad (La Bonheur, 1965), donde Varda
demuestra que no hay contradicción alguna entre experimentar con las posibilidades del color y el
montaje y mantener una atención compasiva a aquello que ocurre dentro del triángulo amoroso al
que la película nos arroja como testigos. Esta película de colores luminosos y con escenas de sexo
filmadas de forma inspirada (una íntima cordialidad siempre a punto de quebrarse), es también,
contrario a la promesa de su título, una disección sobre lo caprichoso de la pasión y la sensualidad.
Al iluminar el erotismo de tal manera, está paradojicamente sugiriendo sus sombras.

Vivir y filmar con los otros

La relación amorosa que compartió con Jacques Demy, otro director tocado por la gracia y
responsable de títulos inolvidables como Los paraguas de Cherburgo, Las señoritas de Rochefort,
Lola y Piel de asno, no pareció afectar el personalísimo estilo de Varda; años después ella se
consagrará a filmar la infancia de Demy, mientras él agoniza de sida. El resultado: Jacquot de
Nantes (1991).

La desolación, el enfado y el sentimiento irreparable de pérdida que le produce esta muerte


sobrevuela el cine más reciente de Varda. Pero en vez de blindarse en una subjetividad adolorida,
su arte –y me refiero no sólo a sus películas sino a su ingente producción de instalaciones o de cine
expandido– se abre al reconocimiento de nuevos vínculos sociales. En los sesenta Varda había
celebrado la apuesta contracultural por un nuevo orden de relaciones –íntimas, políticas– que se
planteaba de forma utópica.

En los setenta luchó en la orilla del feminismo (su documental Respuesta de mujeres –1975–
intenta una reinvención colectiva de lo femenino y de paso le planta cara a la sutil misoginia de la
Nueva Ola) y firmó el célebre Manifiesto de las 343 putas, redactado por Simone de Beauvoir y con
el apoyo de personalidades como Catherine Deneuve, Jeanne Moreau o Marguerite Duras, quienes
reconocían haber tenido un aborto y estar listas para pelear por su causa en los estrados judiciales.
En los ochenta denunció el brutal individualismo y el desconcierto de la nueva juventud en Sin
techo ni ley (Sans toit ni loi, 1985) con una hermosísima Sandrine Bonnaire. En los últimos años
estuvo a la caza de nuevas resistencias, justo aquellas que se dan en lugares inesperados como
entre los recicladores de basura, descendientes modernos de los espigadores pintados por Millet,
con los cuales filma Los espigadores y la espigadora (Les Glaneurs et la glaneuse, 2000).

Las playas de Agnès, además de testamento y autobiografía es, sobre todo, una soberana
afirmación de libertad creativa, con sus puestas en escena, su investigación en la memoria, su
frescura y espontaneidad. Allí vemos, tal como sugiere Hugo Chaparro Valderrama en el catálogo
del Festival de Cine Francés, a una niña de ochenta años de edad. Mucho de esa flexibilidad se
conserva en Rostros y lugares (Visages, Villages, 2017), un trabajo en colaboración con el artista
gráfico JR. Allí vemos a Varda lozana en su infatigable interés por el mundo, y haciendo lo que
mejor sabe hacer: viajar, conocer, preguntar. La vemos reir y llorar y enfurecerse con las patanerías
de un tal Jean-Luc Godard, una rabia en la que no deja de reconocer la grandeza del maestro que
con un desplante (que también es un gesto de amor) la devuelve a la experiencia compartida con
Demy.

En Varda par Agnès (2019), el que terminó siendo su último trabajo, la voz de la realizadora vuelve
a guiarnos por los entresijos de una vida inseparable de su trabajo artístico. Mezcla de charla TED y
master class, este último momento de intimidad que tuvimos con la directora nos recuerda que las
imágenes están vivas en tanto continúan en las palabras. Que imágenes y palabras son ensayos
hacia una búsqueda de sentido y nunca el sentido en sí. Que las imágenes tal vez no se bastan a sí
mismas sino que, como siempre lo hizo en su cine, necesitan ser comentadas y, así, compartidas,
entregadas a los otros para que entre el cine, lo sujetos que las cámaras filman y los espectadores
que observan se establezca una especie de comunidad de destino. El cine de Varda es un gesto
todo de gratitud por el mundo, una gratitud capaz de abrazar la rabia y la indignación y de darle un
lugar a la pérdida. Este año fue a ella a quien perdemos. Pero su legado está vivísimo en nuevos
artistas y activistas. Ojalá seamos dignos de permanecer en esa continuidad.

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