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Otro documental necesario para esta discusió n es Ciro y yo (2017). Su director, Miguel
Salazar, se acerca a la historia de Ciro Galindo, un hombre que, segú n la equívoca frase
promocional de la película, “resume la historia de Colombia”, como si estuviéramos
encapsulados en la violencia o esta fuera nuestro destino. A lo largo de la película Ciro
hace muchas cosas, entre ellas recorrer oficinas estatales a donde acude para que lo
reconozcan como víctima. El personaje se vuelve un objeto de lá stima, un sentimiento
que el director explota a satisfacció n dejá ndolo llorar ante nuestros ojos varias veces.
El documental incurre en una aproximació n miserabilista; muestra a Ciro como un
héroe lastimado e ineficaz que incorporó la humillació n de su propia condició n y al
que han despojado de las fuerzas de la vida. Al miserabilismo, forma consumada de
pornomiseria, se suma la actitud paternalista del director, que llega hasta incluir su
primera persona en el título del documental. Aunque haya dicho que ese “yo” de Ciro y
yo es lo que conectaría a cualquier espectador con la desventura de su personaje, lo
que vemos en el documental es el desarrollo inconsciente del mecanismo de la
indolencia: “pobrecito Ciro, siquiera eso no me pasó a mí”.
Pizarro y Ciro yo aíslan a quienes sufrieron la violencia en una excepcionalidad que los
revictimiza; estos relatos deben ser cuestionados por su ineficacia estética y política.
Para no hacerlo de manera abstracta propongo dos caminos alternativos: películas en
las cuales las personas victimizadas (una expresió n mucho má s compleja que parte de
reconocer que una persona no puede ser definida, de forma monolítica, por la
experiencia de la violencia) aparecen con mucho má s volumen. El primero es, como
tanto cine colombiano, una promesa fallida: el documental La mujer de los 7 nombres
de Daniela Castro y Nicolá s Ordoñ ez. En su magnífico comienzo vemos a Yineth, su
protagonista, en una puesta en escena de su personalidad cambiante y mú ltiple: una
identidad astillada por una guerra que la ha obligado a ejercer muchos papeles, tanto
de víctima como de victimaria. Allí hay un cuestionamiento, que se desarrolla poco,
sobre la supuesta unicidad de la víctima. Esa “razó n del sujeto victimizado” no puede
convertirse en inexpugnable: merece consideració n pero no puede ser un territorio
blindado a preguntas y dudas. Es justo lo que hace Prividera en M. al remover, con el
grupo de amigos de su madre, las zonas grises de los tiempos de la dictadura.
El otro trabajo que debería volverse paradigmá tico de un nuevo lugar de la víctima en
el cine colombiano es un corto donde lo ú nico colombiano es su director. La Bouche de
Camilo Restrepo: una fá bula filmada en París con una comunidad negra, sobre una
joven asesinada y el tribunal de hermanos que, a través del baile y las canciones, le
devuelve al padre las armas para reparar la injusticia. En este filme hay un
esclarecedor debate sobre la venganza y la justicia que tiene ecos mítico-poéticos. Sí,
el padre llora, pero su llanto no es capitulació n. Es su conciencia que le recuerda que
tiene boca y dientes para morder, y manos para tocar un tambor. En suma, que
ninguna historia de despojo le ha quitado su dignidad.