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En pocas semanas, Colombia enfrentará una –o dos– jornadas electorales donde todo
indica que serán protagonistas dos extremos de la balanza política. Una derecha algo
aturdida y vergonzante que carga el peso de un gobierno como el de Duque, de un
incierto legado, y la inmensa deuda histórica de su larga hegemonía en el poder, y una
izquierda enardecida que sabe que de esta tormenta perfecta ella puede resultar
beneficiaria, para por fin hacerse con ese poder que le ha sido esquivo.
Cada extremo tiene sus narrativas, basadas –no hay nada raro en ello–, en verdades a
medias, algunas evidencias y un despliegue emocional muy eficaz dependiendo de a qué
sectores de la sociedad se les hable. Las encuestas, instrumento también cuestionado por
muchos debido a sus dosis de incertidumbre, parecen confirmar la efectividad de tales
relatos extremos: dominan en ellas –si fuéramos a simplificarlo– el miedo a que todo siga
igual y el miedo al cambio.
Desde otro extremo, que también es vociferante en el ámbito de la opinión política, así no
se refleje en las encuestas, se lamenta esa supuesta polarización y se hace campaña
contra ella, con llamados a la sensatez, el aplomo, el cambio tranquilo. Estas han sido las
banderas de Sergio Fajardo, candidato de la Coalición Centro Esperanza, un proyecto
político que en su inestable andadura ha recibido críticas por la escasa visibilidad que le ha
dado a las mujeres y por hablar con un tono ilustrado y tecnócrata que muchos
consideran rancio y que, ante la realidad de las cifras, está demostrando su desconexión
con los intereses y las emociones de las mayorías.
La llamada polarización está lejos de ser una realidad exclusiva de Colombia. Los
antagonismos radicales son el paisaje electoral en la mayor parte del mundo (con
excepciones como Francia o Alemania) y sin duda en Latinoamérica. Quizá, en vez de
proscribirlos, como hace con frecuencia el centro político, convendría entenderlos,
detenerse a pensar las tramas históricas que constituyen su materia. Para hacerlo, un
primer paso sería dejar de mirar con recelo las emociones, y entender a estas no solo
como centrales a toda vida sino, por supuesto, a toda decisión política.
No me interesa detenerme, sin embargo, en el lugar, más o menos claro, de los afectos
dentro de los relatos de la derecha y la izquierda, sino tratar de entender un espacio
mucho más opaco: el del centro político, una ideología que, al menos en Colombia, se ha
construido estigmatizando la emotividad. Distintos sectores de la izquierda han suscrito la
idea de que el centro no existe, o que es una fachada embellecida de la derecha. Pero más
que negar su existencia, algo que bloquearía la comprensión de los procesos y sentidos
que allí se expresan, habría que detenerse a observar los pliegues del discurso centrista.
“El engaño, pues, es múltiple: primero, porque hacen creer que el miedo y la venganza
son, en sí mismos, dos extremos, y que, en sí mismos, por ser extremos y por sonar feo,
están mal; segundo, por hacer creer que el miedo y la venganza conducen a lo mismo (¿al
apocalipsis?) y, en últimas, son lo mismo, que no lo son; y tercero, por hacer creer que la
esperanza excluye tanto el miedo como la venganza, y que sería esencialmente opuesta a
esas otras emociones perversas. Esa visión infantilizante y superficial de las emociones y
de las motivaciones parece ser el fundamento de la campaña de Fajardo”. 1
“Hay dos caminos. Hay el camino de la transparencia y la legalidad, donde nadie tiene
precio. Y está el camino de la corrupción y la oscuridad, donde los corruptos al que tiene
precio se lo encuentran. Esa es la diferencia. Usted tiene precio o tiene principios. Escoge
un camino o escojo el otro. No es que yo pueda hacer un poquito aquí un poquito acá. Es
una decisión que uno toma con respecto a cómo se enfrenta la política y a lo público”. 2
Aunque un discurso de ese talante puede sonar necesario o pertinente en un país agotado
por la corrupción, también tiene el problema de convertir la corrupción en algo gaseoso y
abstracto, y como tal imposible de enfrentar en su raíz heterogénea y compleja. Y al
corrupto en un personaje fuertemente individualizado, como si no actuara amparado en
redes extensas, o como si la corrupción no fuera relacional, es decir, sujeta a contextos,
situada y concreta. La corrupción es más un síntoma que la enfermedad en sí. Síntoma,
ante todo, de un deterioro absoluto de la confianza en lo público, de una crisis de la
relación del Estado con los ciudadanos que lleva a estos últimos –que nos lleva– a
considerarlo también como una entidad abstracta, de nadie, o, en el peor de los casos,
como un enemigo. Y a organizarse para saquearlo.
1
Ver: https://www.elespectador.com/opinion/columnistas/columnista-invitado-ee/fajardo-y-la-educacion-
sentimental-column-744577/
2
Ver: https://twitter.com/Pfrobledo/status/1519352584640901120?s=20&t=kQ4nKUKMaKTtC5gL5F7vIw
Tanto si es de nadie como si se trata de un enemigo, ese Estado se puede defraudar sin
que eso represente mayor culpa. Un discurso político que expone la corrupción como un
problema moral no avanza en indagar situaciones específicas ni proponer soluciones
viables; al plantear la corrupción como una decisión individual, por otro lado, se ignoran
(¿deliberadamente?) las estructuras mafiosas en las que la corrupción se despliega, sus
tentáculos y su eficacia para capturar los recursos públicos.
Al no señalar ni atacar causas específicas de la corrupción, por ejemplo los vínculos entre
rentas legales e ilegales, la presencia muy desigual del Estado o la hostilidad estructural
con que este se relaciona con los ciudadanos, el centro y una de sus banderas que es la
lucha anticorrupción, se vuelven inanes. Fajardo cae en un discurso populista (aunque sin
mucho arraigo popular) y demagógico, puesto que moralizar la política ya parece haber
probado su ineficacia para reducir la corrupción, en tanto es una lucha que todos
suscriben pero que, más allá de algunos buenos resultados locales o regionales, es una
práctica lejos de ser erradicada a nivel nacional.
Así como la lucha anticorrupción hay otra amplia gama de temas que el centro no ha
sabido comunicar bien, por ejemplo, qué tanto el modelo económico que defiende se
distancia del de la derecha; entonces, da la impresión de que el centro está quemando sus
cartuchos en un único terreno: autopercibirse como garante de una excepcionalidad
moral, y no del cambio que una mayoría de votantes nos está diciendo que anhela con
urgencia.
Para terminar, aclaro que no he hablado aquí de la viabilidad de los programas de cada
candidato, sino de la construcción de discursos y relatos. Las voces ilustradas del centro
dirán que hay que leer los programas o estudiarlos a fondo, en tanto eso es lo más
importante. A ellos les respondería que la percepción y la intuición también son formas de
conocimiento, y que la política, como ciencia de gobernar para buscar el buscar el bien
común, no solo se manifiesta en instituciones sino en los cuerpos, en las relaciones entre
ellos, en los vínculos sentimentales que suscite o prometa. Y que una campaña que hoy no
entienda eso está abocada al fracaso. Quizá la de la Coalición Centro Esperanza, diseñada
por hombres tan parecidos entre sí, y donde lo femenino o lo social y racialmente diverso
entró más como una cuota que como una convicción, no fue capaz de medirle el pulso a
un país que, en efecto, ya cambió.