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La madre, ese espejo retrovisor

Dónde estará la vida que no recuerdo, Beatriz Vanegas Athías, Tusquets Ediciones, 2022
Por Pedro Adrián Zuluaga
Caer, volar, vivir. Alguno de estos tres verbos encabeza como título −en una sucesión que
solo se altera al final− cada capítulo de Dónde estará la vida que no recuerdo. En ese
orden dispuesto por la autora −cuyo sentido es abierto e incita la atención y la conjetura−
transcurre la vida de tres generaciones de mujeres. Una abuela a la que la novela se
resiste a nombrar, la hija (María Martínez) y la nieta (Adriana). Entre las tres mujeres
circulan heridas enconadas, reproches dichos o callados, cuidados dados y recibidos.
Circulan también, o se intercambian, los papeles previstos o asignados Como en cualquier
familia, la hija puede convertirse en madre de su madre.
Aunque las mujeres de la novela están atrapadas en la cadena de las genealogías y las
repeticiones, también buscan diferenciarse. Siempre está la acechanza del gesto
mecánico, pero también la posibilidad de la revuelta consciente. Quizá la abuela carece de
nombre porque se resignó a ser sombra. Tal vez María Martínez es el centro magnético de
la novela porque es la madre observada (por la autora-narradora) y la intersección entre la
abuela y la nieta.
La lucha de estas mujeres, enlazada con la historia más grande de Colombia, consiste en
buscar un nombre propio, tener −al menos− una razón sobre su lugar en mundo, ganarle
unas mínimas batallas a la fatalidad que domina el espíritu de la novela que es, entre otras
cosas, un aprendizaje de la desilusión. "Nadie te da nada y eso está bien", dice Adriana, la
nieta, casi al final del recorrido. Como si esa aceptación del desdén del mundo fuera la
única meta posible.
Dónde estará la vida que no recuerdo es la primera novela que publica Beatriz Vanegas
Athías (Majagual, Sucre, 1970). Desde el principio hasta la última línea de la novela Beatriz
se empeña en moldear cada frase como la poeta que es y hemos leído, consciente del olor
y el sabor de las palabras, de su poder evocador y su peso histórico. Además de que
traslada a la prosa el acento de lo lírico, la novela no esconde las huellas de una geografía
particular. Es un libro caldeado en el Caribe colombiano, en sus casas bajas de patios
amplios, de entrecuartos rumorosos, de escasez de espacio íntimo y murmullos gritados a
los cuatro vientos.
Tiene la novela pues ese tono particular −tan reconocible − de la vida allí. Se respira, por
virtud de la autora, un Caribe múltiple y plural, al mismo tiempo provinciano y abierto al
comercio de las ideas, las personas y las mercaderías. Una región en la que convive el
vallenato de la parranda popular, la telenovela que transmite la televisión o las novelas de
Proust y Virginia Woolf leídas por la nieta, allí o en sus fugas del espacio primigenio de la
casa a la que, no obstante, siempre se vuelve.
La autora nos entrega su versión de una región no violenta −como la describiría Orlando
Fals Borda−, reconciliada con o resignada a su destino (y sin embargo ambivalente entre el
mito y la historia). El Caribe es el marco que contiene la novela y la salida de ese mundo
hacia otros lugares quizá es también otra forma de la caída. Pero caer es ser plenamente
humano. Caer es vivir, vivir es volar… para caer.
El pueblo llamado Sacramento −invención de la autora −está rodeado por pueblos y
ciudades “reales” de Colombia, como cuando García Márquez se sacó a Macondo de su
caldero de las maravillas para inscribirlo en un entorno perfectamente reconocible. Ese
pueblo y el ethos no violento que lo define, va a ser transformado por la huella también
reconocible del conflicto armado cuando este se desmadró por la reacción paramilitar a la
violencia guerrillera (a su vez reacción a la anterior violencia paraestatal). Si las mujeres de
la novela están atrapadas en el nudo ciego de las repeticiones, al país le pasa lo mismo. La
nación −fracturada− es el espejo de la casa −en ruinas−, y viceversa.
La debacle de la guerra, con su insistencia, aparece como accesoria −innecesaria− en una
trama tan bien urdida, tan precisa y bien apretada en sus patrones y motivos La guerra de
la novela es algo ya visto, despachado con generalidades; en cambio, cuando las palabras
se emplean para nombrar lo cotidiano o para la descripción de la cultura material, cuando
a las páginas del libro se asoma el árbol, la fruta, el producto que se vende en las tienda de
María o de la madre de María, el dato local e intercambiable, ahí es cuando la narración
evoca: nos hace ver; en esos momentos, los lectores somos arrojados al magma de
nuestros recuerdos o enriquecidos por los recuerdos ajenos. La vida plena, en su
transcurrir porque sí, es superior a la vida dañada.
La mayor virtud de la novela de Beatriz es, sin embargo, su arquitectura narrativa. Cada
capítulo se va sumando como las paredes y cuartos de una casa hasta conformar un
universo en el que cada pieza encaja. Es una novela rompecabezas, que adelanta y atrasa
el tiempo, que se somete al vaivén caprichoso de la memoria. Pero donde la autora tiene
el control de los hilos: el ovillo se desenreda hasta que podemos ver el tejido completo.   
Entonces es posible, si se quiere, reconstruir el desarrollo lineal (matrilineal) de los
personajes y los acontecimientos. Y el paso paulatino del sometimiento de las mujeres a
una emancipación aún incompleta pero en marcha. La narración, al final de la novela, pasa
de la tercera a la primera persona. Es Adriana la que habla. Nos damos cuenta de que
hemos asistido a la conversión de una testigo en autora. Una que, con dificultad y muy
consciente de las pequeñas rebeliones que la anteceden, toma el control de su propia
vida, aunque lo pague con el ardor de la culpa. Dónde estará la vida que no recuerdo es
una novela sobre la madre, sobre ser madre, y acerca de esa sacudida cósmica que debe
ser perderla, verla morir, no poder arrancar de la muerte a quien nos dio la vida. 
La novela de Beatriz es una celebración del placer y el dolor de vivir, de reconocernos en
las vidas propias y ajenas, del gusto por el cine, el milagro de las canciones y el feliz letargo
de las telenovelas. Y también es un alegato indignado contra la institución médica y la
salud convertida en mezquino negocio, contra la charlatanería en cualquiera de sus
formas y el horror de las ideologías políticas que sirven como disculpa para apretar el
gatillo. Es un canto al misterio de la generosidad. El acto gratuito que María Martínez
repitió una y otra vez, dar porque sí, porque quién sabe, porque algún día, la convierte en
uno de los más gratos y mejor delineados personajes de la narrativa reciente escrita en
Colombia o, para ser más humildes, de la que he leído.

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