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Anny Cordié

UN NIÑO
PSICOTICO

Ediciones Nueva Visión


Buenos Aires
Título del original en francés:
Un enfant psychotique
© Éditions du Seuil, 1993

La primera edición de esta obra


fue publicada por Navarin en 1987
con el título de Un enfant deüient psychotique

Traducción de Horacio Pons


La traducción fue revisada por la autora

I.S.B.N. 950-602-315-8
© 1994 por Ediciones Nueva Visión SAIC
Tucumán 3748, (1189) Buenos Aires, República Argentina
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en la Argentina / Printed in Argentina
LA HISTORIA DE SYLVIE

Sylvie tiene tres años cuando sus padres me la tra e n por


prim era vez. El com portam iento de e sta linda n iñ ita denota
de e n tra d a trastornos profundos. La angustia y el te rro r
parecen habitarla: eso es lo que llam a la atención en los
prim eros contactos y en las palab ras de los padres.
No tolera ningún contacto que provenga del otro; lav arla
o peinarla es casi imposible, tan to es lo que grita. No soporta
e sta r desnuda. No obstante, se calm a cuando la tom an en
brazos, si está cubierta con ropa m uy ceñida, de preferencia
los delantales de su m adre. Cuando la veo, aú n no cam ina ni
habla. La queja de sus padres se refiere sobre todo al
problem a de la alim entación. Sylvie “se reh ú sa” (según su
expresión) a comer sola y “exige”, p a ra alim entarse, u n a
serie de conductas invariables: el adulto debe sostenerla
a p retad a en tre sus rodillas, hacerle a b rir la boca a la fuerza
y, con u n a cucharita, “zam parle” la comida -exclusivam ente
líquida, ya que cualquier partícula sólida le provoca reflejos
de ahogo- m anifestando ira.
Sylvie “se reh ú sa” tam bién a defecar en la escupidera. Su
m adre la pone v arias veces al día, produciendo escenas de
enfrentam iento en las que la n iña recibe chirlos pero no hace
nada: “exige” hacer en los pañales y g u ard ar con ella sus
excrementos; verlos desaparecer la hunde en u n a an g u stia
insostenible.
Pero lo m ás penoso p ara todos son los gritos, que profiere
h a sta el agotam iento. A p esar de haberla aislado en u n ala
de la gran casa, sus aullidos aún pertu rb an el sueño de toda
la familia. Son éstos los que desencadenan las mayores
reacciones: “Ya no puedo escucharlos, dice la m adre, me
vuelven loca, me dan ganas de m a ta rla ”.
Pero la angustia de Sylvie es provocada tam bién por los
objetos, de los que muchos la aterrorizan: la voz que sale del
tocadiscos, la m asa de ta rta que m anipula su m adre, ciertos
anim ales de peluche, tam bién el agua. No obstante, conserva
junto a sí una gaviota de celuloide. Desde la prim era sesión
descubro el terror que le provocan los objetos esféricos: la
vista de u n a pelota en el cajón de juguetes desencadenó una
crisis de angustia con conducta autodestructiva. Sylvie gri­
taba y se debatía golpéandose la cabeza contra el embaldo­
sado, yo no lograba calm arla. Fue preciso, por lo tanto, que
sacara de mi consultorio todos los objetos redondos.
Parece siem pre a la defensiva, como si todo acercam iento
del otro constituyera u n a violencia penetrante, destructora.
Perm anece inmóvil, no utilizando sus manos m ás que en un
movimiento estereotipado que consiste en golpetear con la
punta del dedo m ayor de la derecha u n pedazo de m aterial
plástico que sostiene entre el pulgar y el índice de esa m ism a
mano. A continuación extenderá ese golpeteo a las personas
y a diferentes objetos que le interesan, como u n signo de
exploración, ta l vez de reconocimiento. Por o tra parte, rechi­
n a los dientes. Ella, que nunca se lleva n ad a a la boca, que
no tiene ninguna pulsión oral activa de succión o de m orde­
dura, no deja de m order la nada. Llegará con ello a desgastar
com pletam ente su prim era dentición, a punto tal que las
encías estarán casi desnudas cuando aparezcan los dientes
definitivos.
Cuando sus padres me la traen, ya h a n consultado a
num erosos especialistas. La n iña sufrió m últiples exám enes
neurológicos y psicológicos. Si los prim eros no perm itieron
detectar ninguna anom alía, los tests psicológicos, en cambio,
se revelaron “catastróficos”. El cuerpo médico es unánim e: se
tra ta de un grave retraso del desarrollo, que necesita u n a
atención “de por vida” en un hospital psiquiátrico. Los
padres, sin embargo, no renuncian a toda esperanza. H an
oído h ab lar de u n a psicoanalista parisina que tra ta con éxito
a niños gravem ente enfermos, van a consultarla y ésta me los
deriva, con un nuevo informe b a sta n te pesim ista.
D urante la prim era consulta, los padres me participan su
inquietud, cada uno a su m anera. El padre es u n hom bre de
apariencia sólida, de espíritu pragm ático. P lan tea la cues­
tión en estos térm inos: “U sted es nuestro últim o recurso,
debe decirnos si ella es idiota o no tiene nada, si es blanco o
negro”. La pregunta de la m adre es un poco diferente: “Debe
decirnos si tiene u n a lesión cerebral o un carácter malo”. De
entrada observo que la niña tiene reacciones de retraim iento
cuando su m adre se le acerca, y que parece preferir el
contacto del padre, ju n to al cual se apacigua. Bajo una
aparente desenvoltura, percibo en la señora H* un gran
m alestar. Confunde todas las fechas relacionadas con la
prim era infancia de Sylvie y se m u estra al mismo tiempo
muy anim ada y ausente. Después de este prim er contacto
con los padres, me quedo sola con la niña. E n mis brazos,
grita y me golpea. Si me siento y la pongo sobre mis rodillas,
se inclina y me a ra ñ a las piernas. A pesar de todo, consigo
hablarle de su miedo, que ta l vez algún día podrá mencionar.
Le digo mi nom bre y que soy un médico que cura con
palabras, no con pinchazos o enem as. No creo que sea idiota,
como dijeron algunos, sino, al contrario, m uy inteligente. Sé
que hay en ella algo que hace daño, pero será cosa suya tra ta r
de curarse. Por mi parte, estaré allí p ara escuchar lo que
pueda decir de las cosas que pasan por su cabeza y en su
cuerpo.
A continuación me reúno con los padres p ara decirles,
siem pre en presencia de Sylvie, que no puedo responder a sus
preguntas diagnósticas pero que, dado que están “dispuestos
a jugarse la últim a carta ”, estoy lista p ara volver a verlos, así
como a su hija, d u ra n te algunas sesiones, antes de decidir
em prender o no un psicoanálisis. El padre es m uy reticente
con esta modalidad de tratam iento, no cree en él pero,
después de todo, “como no puede hacerle m al, ¿por qué no
probar?” Cuando el señor H* compruebe los progresos de
Sylvie, y sobre todo la aparición del lenguaje, será menos
negativo con respecto al psicoanálisis, y su confianza en mí
no dism inuirá con el paso de los años, pese a algunos difíciles
cuestionam ientos.
A la segunda consulta, la señora H* viene sin su marido.
El tono que adopta esta vez es com pletam ente diferente;
expresa sin rodeos su deseo de no ver m ás a Sylvie: ya no
puede escuchar sus aullidos, ya no puede llevar esa vida.
Profiere e sta exclamación dolorosa: “¡Esto no puede d u ra r
más, es ella o yo!”, u n a de las dos debe desaparecer. Se
preocupa por saber si, d u ran te el tratam iento, no podría
tener a la niña junto a mí.
Pasado el momento de sorpresa, me sentí perpleja y
m olesta ante la expresión de u n a violencia sem ejante en esa
pareja de m adre e hija. Tuve dudas acerca de si to m ar a mi
cargo, al m argen de toda institución, u n caso ta n pesado.
Pero, por otra parte, no podía creer en el diagnóstico de “gran
atraso m ental”, y la perspectiva de una “internación de por
vida” para esta niña tra sto rn a d a me hacía mal. Me digo que
es preciso comenzar de inm ediato un trabajo, y dejar p ara
m ás adelante la ta re a de encontrar una institución.
Algunos elem entos me parecían de buen augurio: la m adre
ten ía un lenguaje directo frente a su hija, sus pulsiones no
estaban disfrazadas y, si bien su enfrentam iento era a veces
intolerable, era preferible a lo no dicho. E sta relación me
parecía m ás cercana a lo que Lacan llam a el “odienam ora-
m iento” que a una en la que predom inaran las pulsiones de
m uerte. H asta el momento en que la n iñ a ingresó a un
hospital de día en París, a los siete años, y vivió con su abuela
paterna, la señora H* la acompañó regularm ente todas las
sem anas, desde su lejana provincia, a la sesión. En prim er
lugar yo la recibía en presencia de la n iñ a y la escuchaba
desgranar sus quejas sin hacer ningún comentario: Sylvie
era m ala, u n a comediante, un carácter malo, no hacía m ás
que provocarla... un tirano... un déspota. Pero ya no se
tra ta b a de separación ni de colocación. Cuando, d u ran te la
sem ana, las cosas iban dem asiado lejos en la angustia o la
agresión, decían: “¡Dentro de cuatro días (o de dos) verem os
a Cordié!” ¡Fue así como Sylvie, poco a poco, adquirió la
noción de tiempo!
E n los prim eros tiem pos del análisis, cuando me quedaba
sola con ella, sostenía en m is brazos u n a pequeña bola
aullante. Pero m uy pronto encontré un a m an era de calm ar­
la: la a p retab a muy fuerte contra m í y, paseándom e con ella
por las habitaciones del departam ento donde está mi consul­
torio, le nom braba al p a sa r los objetos con que nos topába­
mos. Observé que se desviaba cuando pasábam os an te el
espejo. Le hablaba de ella, de mí. Como tenía entonces niños
muy pequeños, se me ocurrió la idea de cantarle lo que quería
decirle. Me di cuenta de que la melodía la apaciguaba: ponía
entonces su cabeza ju n to a la m ía y parecía muy aten ta. Le
cantaba lo que se me pasaba por la cabeza variando los
ritm os. Solía reto m ar las palabras de la m adre. Por ejemplo,
canturreaba: “U na m am á dijo: «mi n iñ ita es mala», pero yo
he visto a la n iñ ita que m iraba a su m am á, pensaba cosas con
su cabeza; ¿qué pensaba e sta niñita? Yo veía que sus ojos
querían decir algo, querían responder a su m am á”, etcétera.
Luego le cantaba tam bién canciones infantiles en las que se
designan las p artes del cuerpo tocándolas: frente am plia,
bonitos ojos, boca florida, etc., u o tras como E l bello bebé:

- Veo señora
Que tiene usted un bello bebé.
- Pero sí, señora,
Estoy arrullándolo.
Tire lan boulé, tire lan boulaine,
¡Oh!, qué trabajo cuesta
Tire lan boulaine, tire lan boulé,
Criar a un bebé.
[con sus variantes: “Estoy lavándolo”, “Estoy dándole de
comer”, etcétera.]
D urante varias sesiones proseguimos esta m archa explo­
ratoria. Cuando am agaba detenerm e, Sylvie volvía a au llar
y a arañarm e. Por fin, aceptó que me se n ta ra a la m esa de
juegos teniéndola en las rodillas, rechazó todo lo que había
en ella, lápices, plastilina, cuya visión no soportaba y, una
vez calm ada, se puso a golpetear en el borde de la mesa. Yo
in ten tab a identificar un ritm o en sus golpes y respondía a él,
ya fuera con el mismo, ya con uno alternado, introduciendo
palabras: “Uno dos, uno dos tres, iremos a ver un pez”,
etcétera. C uando accedió a sentarse a m i lado en ángulo rec­
to, el trabajo se facilitó. E sta disposición me parecía preferi­
ble: nu estras m iradas no se cruzaban forzosam ente, como
estando frente a frente, y ella no estaba obligada a d a r vuelta
la cara para verme, como cuando uno se sienta al lado del
otro. Los juegos de reconocimiento del cuerpo se repitieron
entonces con otra modalidad. Sylvie pudo tom arm e la mano
y, sosteniéndola firm em ente, explorar las cosas a trav és de
ella. Me la llevaba a mis cabellos, luego a los suyos, a su boca
y la mía, a diferentes partes del cuerpo o a los objetos.
A través de estos juegos en espejo, Sylvie tom aba poco a
poco posesión de su cuerpo, por interm edio de mi m ano en
prim er lugar, después, y progresivam ente, con la p u n ta de
sus dedos. Luego de la cabellera, que siem pre ejerció una
gran fascinación sobre ella, exploró mi boca y después mis
dientes. Yo le mencionaba su felicidad al m am ar, cuando era
una beba muy pequeña, luego su rechazo cuando su m am á
se iba; su boca bien abierta para g ritar, y que volvía a
cerrarse para m order “nada en absoluto” y d esg astar sus
dientes; la boca p ara hablar, la boca para cantar, etc. Ponía
entonces su mano sobre mi g arganta p a ra sen tir las vibracio­
nes. Pero todo nuevo avance la angustiaba: retom aba de
inm ediato sus frenéticos estereotipos, o se tap ab a los oídos,
cerraba los ojos y rechinaba los dientes.
Un día, vi que la mano de Sylvie avanzaba hacia mi pecho,
se encontraba en un estado que no le conocía, como fascinada
y aterrorizada a la vez; con la boca abierta, m uda, señalaba
mi pecho con el índice extendido. Al principio no dije nada,
luego le recordé que ella había sido u n a beba que m am aba del
pecho de su m adre. Reanudó sus acercam ientos en las
sesiones siguientes y, un día, logró desprenderm e u n botón
de la blusa -lo que p ara ella era u n a h a z a ñ a - y me tocó el
pecho con la p u n ta de los dedos. Su terro r a los objetos
redondos se atenuó pero, en ese momento, yo no había hecho
la comparación con las secuencias que acababan de desarro­
llarse. Me dejaba llevar por lo que Sylvie tra ía dé nuevo en
cada encuentro, improvisando, día a día, nuevas m an eras de
abordar el m aterial de las sesiones, dejando p ara m ás
adelante el momento de la reflexión. P a ra ello, escribía lo que
sucedía du ran te la sesión y anotaba igualm ente lo que me
decía la señora H ‘. Le explicaba a Sylvie que así reg istrab a
su historia y el trabajo que ella hacía conmigo, que todo eso
quedaba en el legajo que guardaba en un arm ario cerrado.
Cuando me dejó, a los once años, me dijo que u n día volvería
a verm e p ara buscarlo, y se lo m o straría a sus hijos.
Alrededor de siete meses después del comienzo del análisis
se produjo un acontecim iento im portante. Desde hacía algún
tiem po los padres me señalaban un principio de lenguaje.
Sylvie pronunciaba algunas palabras: “papá salió”, “m am á”,
“g arg an ta”, “pies Cordié”. Yo h ab ía olvidado esta ú ltim a
locución, que no recordé sino recientem ente, al releer el
legajo. Ahora bien, algún tiem po después de la aparición de
estos prim eros vocablos, con Sylvie sen tad a en m is rodillas,
le dibujé el m ar, u n a casa, barcos -v iv ía en u n a ciudad
costera. Golpetée con el lápiz, como lo hacía ella m ism a, p ara
rep resen tar los granos de aren a de la playa. Se volvió
entonces hacia m í y pronunció la palabra “a ren a”, que repitió
incansablem ente con gran júbilo. E sa palabra era la prim era
que pronunciaba en mi presencia. Me sorprendió que fuera
ju stam en te ésa: “¿Qué pasó en la playa? ¿Te g u sta la arena?
Si quieres, vamos a h a b lar de eso con tu m adre”. Después de
la sesión, le pregunté a la señora H* si a su hija le gustaba la
playa. Me enteré de ese modo de que le ten ía mucho miedo
al m ar y se negaba obstinadam ente a salir del auto cuando
la fam ilia iba a la playa; se quedaba gritando, arrinconada
en tre los asientos. Sin embargo, me dijo la m adre, hubo un
tiempo en que a Sylvie le gustaba mucho ju g a r en la arena.
La señora H* recordó entonces que un día en que chapoteaba
com pletam ente vestida a orillas de las olas y se había
ensuciado, ella, furiosa por te n er que cam biarla, la había
agarrado con brutalid ad y le h ab ía dado u n a bu en a paliza.
La niña, que en esa época daba sus prim eros pasos, se había
“rehusado” luego a sostenerse sobre sus piernas. Al principio
a rra stró u n a d u ran te un tiempo y luego no caminó en
absoluto.
E n la sesión siguiente vuelvo a h a b la r con Sylvie de lo que
me había contado su m adre y le digo, u n poco al azar: “Tal
vez, al h undirte en la arena, creiste que h ab ías perdido los
pies, por el hecho de que tu m adre se enojó tan to y te pegó”.
Sylvie me hace entender que quiere descalzarse, y la ayudo
a hacerlo. C uando se ve con los pies desnudos, quiere que yo,
a mi vez, me saque los zapatos; obedezco. Luego la pongo de
pie, sosteniéndola, con sus pies tocando los míos, y comento
la situación; sus pequeños pies ju n to a los grandes de Cordié.
Da entonces sus prim eros pasos. A continuación, la m archa
llegó con b a sta n te rapidez. Mucho m ás ad elan te volvió a
h ab lar de este incidente de la playa, diciendo: “Las olas
querían comerme”. Así, a p a rtir de esa p rim era palabra,
“aren a”, el lenguaje se desarrolló rápidam ente.
Cuando Sylvie progresaba por un lado, retrocedía por el
otro. C ada adquisición se “pagaba” con u n recrudecim iento
de la angustia y, por lo tanto, de los síntom as. E n este período
de adquisición de la m archa y el lenguaje, se rehusó au n m ás
obstinadam ente a e n tra r en contacto con el agua, llegando
incluso a no querer e n tra r m ás al baño. Ya no aceptaba
b añ arse sino con la condición de hacerlo vestida. Es probable
que este comportamiento, así como la renquera, que reap a­
reció d u ra n te algún tiempo, tuvieran relación con el episodio
traum ático antes mencionado.
La evolución de Sylvie se produjo de m anera desconcertan­
te. Su lenguaje se hacía cada vez m ás elaborado. D aba
testim onio de u n a agudeza de observación y, a veces, de u n a
capacidad de razonam iento cuya lógica era sorprendente.
Iba a u n a escuela cercana a su casa, u n a hora y m edia a la
m añana y otra hora y m edia a la tarde. E n ella perm anecía
“tran q u ila”. Pero, paralelam ente a e sta mejoría, estaba
siem pre angustiada por todo lo tocante a su cuerpo y sus
oriñcios corporales, y expresaba cada vez m ás ruidosam ente
sus angustias. Se ahogaba al comer. No sólo rechazaba la
escupidera sino que “tenía miedo a sus excrem entos”, gritaba
d u ran te la noche, en ocasiones lloraba todo el día, ta n to m ás
angustiada por el hecho de que “ahora m iraba e in terp retab a
todo, m ientras que an tes no m iraba n ad a”, decía la m adre.
E sta ausencia de estructuración de la im agen del cuerpo era
p atente en el análisis (Sylvie recién se reconoció en el espejo
a los cinco años). D urante e sta evolución, la m adre estaba
cada vez m ás convencida de que la n iñ a hacía teatro, y de que
sus exigencias eran de orden caracterial. El enfrentam iento
m adre-hija tomó un cariz de relación sadom asoquista que
analizarem os m ás adelante. D esdichadam ente, la opinión
de la m adre era com partida por las instituciones: “No en ten ­
demos por qué Sylvie tiene ta n ta s dificultades, cuando h ab la
ta n bien”, decían.
En el análisis, su trabajo y su evolución eran progresivos
y regulares, no asum ían el aspecto caótico de progresos
fulm inantes y retrocesos espectaculares que se observaban
en el exterior. De u n a sesión a la otra, Sylvie retom aba el hilo
interrum pido. Llegó el tiempo de las sesiones frente al espejo,
de los juegos de las escondidas. Hubo acercam ientos agresi­
vos de nuestros cuerpos, cuyo lado lúdicro ella percibía:
¡podíamos entonces atropellarnos o darnos p alm adas “p ara
reírnos”! P a ra mi gran sorpresa, un día me persiguió por el
departam ento diciéndome: “Soy el lobo, te como”. E sta pe­
queña frase representaba un paso considerable hacia la
superación de sus angustias de devoración. Luego hubo la
exploración de su respiración. En lo que llam aban sus
bronquitis asm atiform es, aparecidas a continuación del tra u ­
m atism o de la alim entación, Sylvie bloqueaba la respiración,
se ahogaba. En análisis, tomó conciencia de su respiración y
de su aliento al resp irar junto a mi cara y luego soplando
sobre mí, lo que a mi vez yo hacía sobre su m ejilla o su m ano.
Después, soplando junto con ella la llam a de u n a vela, yo
intentaba m aterializar ese aliento, siendo esos juegos conmi­
go la oportunidad de intercam bios, de diálogos sobre los
descubrim ientos que im plicaban: el calor, el frío, el viento, el
agua que apaga el fuego, otros tantos elem entos an terio r­
m ente experim entados como peligrosos.
D urante mucho tiempo se negó a tocar la p lastilina, si bien
aceptaba atrib u ir roles a los personajes que yo modelaba
bastam ente. E sta repugnancia obedecía, me parece, al con­
tacto y a los cambios de forma, así como no soportaba v er a su
m adre m anipulando la m asa de ta rta . Poco a poco, llegó a po­
n er su m ano sobre la m ía cuando yo m odelaba y, por fin, co­
menzó a hacerlo ella misma, al mismo tiempo que em prendía
el dibujo. Yo advertía que, paralelam ente, las angustias con­
cernientes a la pérdida de sus excrementos se atenuaban. A
continuación se introdujeron los juegos con la m uñequita, en
los que pudo expresar sus angustias m ás arcaicas y luego to­
da la problem ática de la relación con su m adre, en argum en­
tos en los que no dejaba de hacerm e desem peñar un papel.
A los siete años, después de un episodio agudo de desper­
sonalización con alucinaciones, Sylvie debió concurrir tres
veces por sem ana (m artes, miércoles y jueves) a u n hospital
de día en París. Esos días era recogida por su abuela p atern a,
y regresaba a la casa de sus padres el fin de sem ana. A los
nueve años ingresó a otra institución, a la que concurría toda
la sem ana, siendo re tira d a tam bién de allí por su abuela
todas las tardes.
Cuando llegó a los once años y entró en la fase prepuberal,
el concurso de diversas circunstancias cristalizó la inquietud
de sus padres con respecto a su futuro. Yo asistía a una
repetición de lo que había pasado ocho años an tes pero, esta
vez, el padre parecía el m ás preocupado y tam bién el m ás
decepcionado, en la m edida en que, sin duda, había esperado
u n a total normalización. He aquí lo que me dijo en el
transcurso de uno de nuestros últim os encuentros:
—Nos hace la vida imposible, esto no puede seguir más...
Nadie ha comprendido a esta chiquilla salvo usted. La
necesita más a usted pero, en el plano afectivo, usted y su
abuela no bastan. En el plano educativo, en la institución
hicieron de ella una niña bien formada, dentro de su psicosis.
Sólo una psicoterapia intensiva la sacará.

A las palabras del padre, la m adre agregó:

—Estamos preparándole un paraíso terrenal.

En efecto, Sylvie partió al extranjero, a una institución


apreciada por su trabajo con los psicóticos, y dem asiado
distante p ara que yo tuviera la oportunidad de volver a verla.
Recién volvió a F rancia a los veinte años. E s con su acuerdo
que presento este trabajo, del que “espera que sea útil a
quienes tienen a su cargo niños como ella”. Que aquí sea
calurosam ente agradecida por ello.

¿Bajo qué constelación hace Sylvie su e n tra d a en este m un­


do? Constelación fam iliar, se entiende, aquella donde el
sujeto se inscribe mucho antes de su nacim iento. ¿Qué lugar
ocupó en la red compleja de lazos de parentesco, en el linaje?
¿Qué m arcas va a recibir de las pulsiones, de los deseos de sus
progenitores? Cuando se habla de los “antecedentes”, es
grande la tentación de quedarse en lo descriptivo y lo
anecdótico. Por motivos de discreción, en prim er lugar, y
porque no todo debe ponerse en el mismo plano cuando se
tra ta de identificación y estructura, no retendré sino lo que
me pareció significativo en el desarrollo de su historia.
La m adre de Sylvie es la tercera de cinco hijos. Ocupa por
lo tan to el mismo lugar que aquélla en la fratría.
Su herm ano mayor m urió a causa de u n a m eningitis a los
catorce años, cuando ella ten ía nueve. Se le había hecho u n a
trepanación cuatro años antes, luego de un accidente. Es
posible que ése sea el origen de las preocupaciones de la
señora H* en cuanto a u n a eventual “lesión cerebral” de su
hija. Su fam ilia sufrió v arias m uertes violentas o acciden­
tales.
El padre ue la señora H* es un personaje im portante. Ella
lo describe como “muy autoritario... no perm ite la indepen­
dencia de sus hijos. Todo debe p asar por él. Con mi padre, uno
nunca es un adulto”; agrega: “Adoraba a mi padre, era un
tirano”.
El intervendrá de m anera m uy precisa en el destino de
Sylvie. La señora H* habla de ello en estos térm inos: “No
soporta que los niños lo fastidien. U n niño debe obedecer.
R espetar la voluntad de un niño es im pensable”. Si uno de
ellos tiene m al carácter, es preciso m eterlo en vereda. H abla
mucho con frases hechas, por ejemplo: “H ay que alejar el
problem a que nos fastidia”, “Suiza es el lu g ar donde se educa
bien a los niños”. C onsidera a su hija como u n a m adre
ejem plar, u n a santa, que se sacrifica por sus hijos. Incluso le
explica a Sylvie todo el reconocimiento que debe sen tir hacia
u n a m adre sem ejante, pero desaprueba la actitud m atern al
y piensa que la niña debería ir a u n a institución especializa­
da en el extranjero, por ejemplo en Suiza. E s ta presión se
ejerce a través de cuestiones de dinero.
La m adre de la señora H* es u n a figura desdibujada. Su
hija la describe como “etern a víctim a y etern a niña. Necesi­
tab a a sus hijos para vivir, y los tom aba como testigos en los
conflictos que pertu rb ab an a su pareja”. E stá totalm ente
ausente del discurso de la señora H \ y me e n teraré de su
m uerte de m anera incidental, a causa de la falta a u n a
sesión, en el transcurso del segundo año del tratam ien to de
Sylvie.
A la señora H* no le gu sta h a b lar de sí m ism a n i de su
pasado, no conversa conmigo m ás que de sus relaciones con
Sylvie, y entonces la anim a la pasión. No la veré sola m ás que
una vez, al comienzo del análisis de la niña, y me en teraré de
que en la adolescencia, entre los doce y los dieciocho añOB, fue
bulímica (¿se declaró esta bulim ia luego de la m uerte de b u
hermano?). A los dieciocho años decidió adelgazar, se encerró
en su cuarto, Mno alim entándose m ás que con café y cigarri­
llos”, y perdió, dice, 35 kilos en dos meses. N unca recuperó el
peso, pero siguió siendo u n a gran fum adora. H ay en ello u n a
fijación oral que no puede dejar de ponerse en relación con las
dificultades alim entarias de Sylvie. D espués del bachillerato
y de vagos estudios p ara los que se sentía poco m otivada, se
casa y, luego de algunos años sin hijos, tra e al m undo “tre s
niñas en tre in ta y tre s m eses”, siendo Sylvie la tercera.
¿Qué dice la señora H* de esos em barazos ta n seguidos? El
prim er hijo es, p ara ella, una cosa m aravillosa a la que no
deja de “contem plar, de fotografiar”, habla de “arrobam ien­
to”, “adm iración” y dirá tam bién: “era mi posesión”. Cinco
meses después del parto vuelve a quedar encinta, y tra e al
mundo otra niña. La señora H* e stá “decepcionada”. Ni bien
repuesta, se inicia un tercer em barazo, que al principio
rechaza: no quiere ese tercer hijo, pero, ¿qué hacer? Los
médicos de su región “se ponen rojos de furia cuando se les
habla de control de la natalidad, y en esa época ni se
mencionaba la IVG [interrupción voluntaria del embarazo] ”.
H abla de ese período con una aceptación sorprendentem ente
pasiva de la situación, u n a asom brosa actitud de resigna­
ción. Vivió ese tercer em barazo en medio de u n a “herm osa
indiferencia”. P arecía ignorarlo, y cuando se presentó en la
clínica, un poco antes de la fecha prevista p ara el parto, “se
rehusó a participar en el nacim iento”: “No quería hacer el
esfuerzo”, dice. S acarán a la n iña con fórceps. E s ta actitud
evoca un estado depresivo subyacente.
Después del nacim iento de Sylvie, rechazará con vigor
todo nuevo em barazo, y tom ará ella m ism a las decisiones
que se imponen p ara no tener m ás hijos.
E l niño nace. U na vez m ás un a niña. P a ra ella, es grande
la decepción por no haberle dado un hijo a su marido. H ay que
encontrarle u n nombre a la niña. U n día en que le hice u n a
pregunta sobre la elección de ese nombre, me dio esta
respuesta sorprendente: había escogido los nom bres de sus
hijas tom ando p a ra cada uno dos letras del suyo, la e y la i.
Si ella se hubiera llam ado Jasm ine, por ejemplo, la m ayor
habría sido Valérie, la segunda Amélie y la m enor M argue-
rite. E sta m adre sentía que tenía que hacer de sus hijas algo
idéntico, “parecido”. Si hubiera tenido varones, “h ab ría sido
diferente, se llam arían Stéphane o B ertran d ”.
Sylvie nació un I ode mayo. Remarco que, cuando la señora
H* evoca su nacim iento, agrega infamablemente: “No hubo
sustitución de niños”. A menudo expresa su inquietud sobre
la vida y el porvenir de sus tre s hijas. Teme el rapto. Tiene
miedo de que se hag an violar, que se queden em barazadas a
los catorce años, que ella m ism a m uera de cáncer y las deje
solas. Estos tem as vuelven de m anera repetitiva, sin que los
elabore m ás en profundidad, y su sentido seguirá siendo
misterioso.
Menciono aquí esos tem ores fantasm áticos porque se
refieren sobre todo al período preadolescencia-adolescencia
de las niñas, período d u ran te el cual la m ism a séñora H*
conoció dificultades. Los tem as de la separación y la m uerte
son predom inantes en él. Cuando Sylvie llegue a esta edad,
las m anifestaciones un poco desordenadas del inicio de la
pubertad reavivarán las angustias de la señora H* y p lan tea­
rán en la realidad la cuestión de la separación.
De regreso en su casa después del parto, la señora H* se
vale de un personal que la ayuda en las ta re a s dom ésticas y
los cuidados que deben brindarse a los niños. Repite con
frecuencia que, no habiéndole enseñado nadie a criar a sus
hijas, se sentía perdida a causa de los consejos contradicto­
rios que recibía. N unca menciona a su m adre al respecto.
Sylvie es puesta a m am ar y lo hace bien. La señora H*
descansa y piensa iniciar un tratam ien to p ara curarse de los
trastornos circulatorios que le provocaron sus em barazos. Si
hubiera habido observadores que film aran a e sta m adre
am am antando a su hija, sin duda no hab rían podido v er nada
que atrajera su atención. D urante seis sem anas, en efecto,
todo transcurrió norm alm ente, la beba se desarrolló sin
problemas. La señora H* debía p ensar que hacía lo que habla
que hacer, alim en tar a la niña y verificar que los cuidados se
efectuaran con “higiene y competencia”. Pero, ¿qué ocurría
con el placer? Sin duda experim entaba el placer llam ado
“animal” de toda m ujer que am am anta, placer del cuerpo que
prolonga el vínculo de vida, de dependencia del niño con
respecto a su m adre. Pero estaba cansada, su p erad a y a por
los gritos de esos tre s bebés y agobiada por la responsabilidad
que creía debía asu m ir sin conocer sus reglas. H ab ría queri­
do recuperar u n a vida de pareja sin hijos (reite ra rá este
anhelo cuando Sylvie tenga once años). Pero Sylvie te n ía seis
sem anas. Decidió por lo tanto destetarla e ir a h acer u n
tratam iento. El am am antam iento se interrum pió, se pasó a
la m am adera y la beba fue confiada a su abuela p a tern a
quien, viviendo en P arís, la llevó a su casa d u ran te todo el
mes de julio.
Sylvie pierde a la m adre y el pecho, es un período de
m alestar: llantos, insomnio, rechazo de la m am adera, a
pesar de la voluntad de la abuela. Pierde tam bién las señales
visuales de su am biente, su cuarto, su cam a y los rostros
habituales. M anifiesta el sufrim iento de la ru p tu ra en el
lugar m ás investido de su cuerpo, la boca, y se niega a
alim entarse. No puede conciliar el sueño.
No obstante, n a d a dem asiado grave: no h a perdido peso.
Su m adre regresa. E stam os en agosto.
La señora H* vuelve descansada, dispuesta a retom ar su
rol de m adre d u ra n te un mes. Sylvie se revela u n a beba
difícil, pone m ala cara frente a la m am adera; la m adre
prueba sin éxito con la cucharita, vuelve a la m am adera.
¡Esta n iña comienza a irrita rla , al rechazar así lo que se le
ofrece! En el análisis, Sylvie introducirá recuerdos de ese
período, especie de recuerdos-pantalla en los que, como en un
m ontaje su rrealista, encontram os un bebé, un as nalgas, u n a
galería, un tocadiscos, un delantal... E ste ensam blaje asum i­
rá la forma de u n a escena petrificada como la que precedió al
adormecim iento de la Bella D urm iente del Bosque, dado que
todo va a quedar en suspenso. Apenas de regreso, la m adre
va a volver a p artir.
La señora H* se va de vacaciones con su marido, dejando
la casa al servicio doméstico y las niñas a las niñeras. Sylvie
va a ser confiada a u n a m uchacha de dieciocho años, que llega
apenas unas horas antes de la p artid a de los padres. E sta
m uchacha agrada en seguida a la señora H*, puesto que p re­
tende saber ocuparse de los niños, sobre todo de los difíciles.
Parece enérgica y segura de sí; su competencia y su autoridad
tranquilizan a la señora H*, que p a rte sin inquietud.
Georgette va a decidir in terru m p ir las m am aderas y hacer
comer a Sylvie con la cucharita. Pero la pequeña se rehúsa.
Georgette insiste, y va a obligar a la niña. La abuela p atern a,
que h ab ía ido a v isita r a sus nietas, observó la escena y la
cuenta así:

Escuché unos aullidos espantosos, Sylvie estaba atrapada


sobre las rodillas de esa muchacha, que le apretaba la nariz
para hacerle abrir la boca y hundirle en ella la cuchara de
papilla. La pequeña se sofocaba, trataba de debatirse. Fue
claramente a partir de ese momento cuando la beba cambió,
se puso triste... va a apagarse, va a quedarse horas en el suelo
golpeteando los flecos de la alfombra... ya no sonríe y no se
lleva nada a la boca... tiene una mirada gris, habríase dicho
que ya no tenía ganas de vivir...

E s cierto que las fotos tom adas antes y después de este


período m uestran un cambio radical; de u n a beba sonriente
y tónica, Sylvie pasó a ser u n a cosita blanda e inexpresiva.
E ste episodio traum ático me parece determ inante en la
eclosión de la psicosis.
M ientras Sylvie se encuentra en ese estado de estupefac­
ción, su m adre regresa. Lo que ocurre entonces v a a acarrear
cierto modo de relación en tre ellas dos y a com prom eter todo
el futuro de la niña, dado que el com portam iento de ésta
asum irá de inm ediato, p ara su m adre, u n sentido m uy
preciso, que le dicta su propia e stru ctu ra inconsciente, y
sobre el cual casi no volverá. Veamos los hechos.
Bstam os en noviembre, Sylvie tiene por lo tan to seis
meses. La señora H* tra ta de volver a darle la m am adera, la
n iñ a la rechaza. F ren te a esa beba que g rita y se niega a
alim entarse, la señora H* se siente en seguida interpelada.
E sta es la forma en que expresa las cosas en las prim eras
entrevistas conmigo:

Desde muy pequeña tiene mal carácter, querría manejarme


a su antojo, yo no puedo ceder, hace falta autoridad. Desde los
nueve meses (es un error, se trata de los seis) siempre
rechazó la mamadera, hacía huelga de hambre... Es como si
yo hubiera hecho todo para quebrarla, pero no se puede
ceder, es malo tener en cuenta las manías de los niños. Es
como ahora con la escupidera, le doy hasta quince chirlos por
día, pero no me rindo.

Si transcribo estas palabras, es porque no quedaron aisla­


das. Reflejan la m an era en que la señora H* se situó siem pre
en relación con su hija.
Desde este encuentro, Sylvie va a te n e r su lu g ar en el
corazón de la vida pulsional y fantasm ática y de las figuras
edípicas del deseo de su m adre. E ste lugar designado va a
revelarse inm utable, sin escapatoria, m arcado por u n a v er­
dad absoluta, que la señora H ' hered a de su padre y ta l vez
de la generación que lo precede. Con Sylvie va a reto m ar u n a
partid a jugada con su propio padre, en u n a relación que
excluía toda intervención de terceros. Si bien las relaciones
m adre-hija evolucionaron con el análisis, las convicciones de
la señora H* sobre el lugar del poder en el sistem a de educación
casi no se modificaron. Sin embargo, había cierto hum or,
cuyos rasgos podemos poner de relieve en las p alab ras de
Sylvie.
E n la relación con su marido, la señora H ’ no experim enta
estos torm entos. Aprecia la solidez, el buen sentido de este
hom bre que le ofrece u n a vida social agradable y u n a relación
de pareja que la satisface. Por ello, quiere p reserv ar a
cualquier costo e sta arm onía. ¿Porqué, entonces, m olestarlo
con las niñas? Ella guarda para sí esta preocupación. Incluso
suele tom ar sola decisiones im portantes p ara sus hijas, como
poner pupilas a las grandes. Las niñas son asunto suyo', en
todo el resto, descansa en su m arido, en quien tiene toda la
confianza.
El padre de Sylvie es veterinario en las provincias, recorre
el campo p ara tra ta r a los anim ales de g ranja y está “m uy
atrapado por su trabajo”. E ste hom bre realista no se carga
con consideraciones psicológicas, las que por lo dem ás no
necesita en su profesión. P a ra él, los niños, la casa, son
“asunto de su m ujer”. Hijo único, su padre m urió cuando él
tenía ocho años, y la m adre volvió a casarse dos años después,
con un hombre al que siem pre consideró, dice, como su padre.
Parece que en esa pareja existe u n a especie de consenso
acerca de la repartición de los roles paterno y m aterno. El
señor H* se siente poco implicado en su papel de padre, poco
interesado en las “historias de las chiquillas”: en el lím ite, no
quiere saber nada. ¿Se debe esto a su propia situación edípica
de hijo único de una m adre viuda, luego v uelta a casar, una
m adre m uy cercana y muy cariñosa, que sin duda asum ió
sola la educación de su hijo?
A unque la señora H* haya sufrido estando sola, por ejem­
plo durante sus em barazos o frente a las dificultades de su
tarea, su discurso dem uestra que no hace ningún caso de la
palabra p atern a en lo que se refiere a los hijos, p ara los cuales
no se rem ite m ás que a las reglas de educación que le inculcó
su propio padre.
Si, por motivos difíciles de delim itar, esta situación parece
no ten er consecuencias im portantes en las hijas m ayores, no
ocurre lo mismo con Sylvie, que va a cristalizar sobre su
persona los complejos de su padre y su m adre, y a en carn ar
por sí sola el retorno de lo reprim ido de varias generaciones.
Cuando el señor H* -q u e me había formulado la pregunta:
¿es idiota o no tiene n a d a? - comprobó que Sylvie estaba lejos
de ser idiota, se tranquilizó. Siendo la niña sana, su compor­
tam iento y sus síntom as fueron reducidos a u n a lógica
irrem ediable. Decía, por ejemplo, con respecto a los proble­
m as alim entarios: “Es preciso que se la obligue p ara que sea
libre. Si no se la obliga, es como si se le im pidiera alim en tar­
se” (!). Llam aba tics a sus movimientos estereotipados, y los
im itaba p ara hacer que cesaran, reforzando con ello la
angustia de la niña. P a ra él, Sylvie tenía algunas pequeñas
dificultades que se le p asarían al crecer, pero sobre todo “un a
vocación de jorobar a su m adre”. Salvo ese pequeño detalle,
era u n a linda niñita, a veces extraña, que decía p alab ras
curiosas, un poco a la m anera de Alicia en el País de las
M aravillas, pero todo eso se arreglaría. E ste hermoso opti­
mismo y la trivialización de los trastornos me parecieron
d u ra n te mucho tiem po tranquilizadores en comparación con
las palabras dram áticas de la m adre, por el hecho de que
Sylvie am aba a su padre y ju n to a él parecía feliz y apacigua­
da. No vi lo que esta actitud podía im plicar de anulación del
ser mismo de la niña, de desconocimiento de su singularidad.
Uno podía ser optim ista y confiar en el futuro de Sylvie, sin
n eg ar no obstante sus trastornos, sus angustias, su sufri­
m iento. No reconocer su fragilidad podía, en efecto, provocar
com portam ientos traum atizantes.
Cuando Sylvie escuchaba a su padre decir que “los proble­
m as de los niños eran asunto de su m ujer”, en su interroga­
ción sobre el deseo paterno encontraba a los anim ales.
Hojeaba con pasión las revistas v eterinarias, y yo la escuché
c an tu rrear: “Sylvie es un pato, el m artes es un redondel, el
miércoles u n a dam a y el jueves u n a gruesa lengua de
te rn era, u n a gruesa lengua que hace pedos (ruidos con la
boca), me pone nerviosa, tengo ganas de m atarla”. Cuando
apareció la cuestión de su apellido, se llamó a sí m ism a
“Sylvie V eterinaria”.
Cuando fue al hospital de día en P arís, vivía en lo de su
abuela paterna. Me di cuenta m uy pronto de que esta abuela
repetía las palabras de su hijo: “Sylvie tiene dificultades,
decía, pero con am or y paciencia se sald rá ”. Es cierto que, por
instinto, supo encontrar actitudes de cuidado m aterno que
perm itieron que la n iña progresara. Su am or y su dedicación
fueron u n a ayuda considerable en el tratam iento.
Pero la abuela cayó enferma: Sylvie era agotadora. La
institución habló de u n a fam ilia de acogida, lo que ulceró a
los padres. Sylvie abandonaba la infancia y parece que, por
motivos particulares de cada uno, la angu stia por el porvenir
se había apoderado de todos. Fue en ese momento cuando se
decidió la separación y la partid a de la n iñ a al extranjero.
P a ra su abuela eso fue un desgarram iento, pero sufrió
tam bién por haber fracasado allí donde pensaba te n e r éxito:
cu rar a la niña que le h abía confiado su hijo, ser esa buena
m adre-grande,* que, protegiendo y am ando a Sylvie, borra­
ría todas sus “pequeñas dificultades”, como decía. Pero la
ta re a superaba sus fuerzas y puso en peligro no sólo su salud
sino tam bién la tranquilidad de su pareja ¡tan invasora era
Sylvie!
Parece que en el linaje paterno la n iña ocupaba u n lugar
un poco sim étrico al que tenía en el linaje m aterno: por un
lado, hija im aginaria de la pareja m adre-abuelo m aterno,
por el otro hija im aginaria de la pareja padre-abuela p a te r­
na. Sin embargo, los fantasm as y los deseos a ella referidos
eran radicalm ente diferentes en los dos linajes.
Muchos analistas, con el pretexto de que u n niño es un
analizante de pleno derecho - y lo e s-, no quieren considerar
m ás que el m aterial de la sesión, sin ten er en cuenta ni la
existencia ni el discurso de los padres. Si h ay u n a regla que
me parece que no tolera excepciones, es que p ara com enzar
un trabajo analítico con un niño pequeño, que aún vive bajo
la dependencia de su fam ilia, es indispensable la luz verde de
los dos padres, aunque éstos estén exentos de toda obligación
financiera, como se ve en las instituciones. E ste acuerdo de
los padres significa p ara el niño que su síntom a le pertenece
en propiedad, y que tiene derecho a abandonarlo sin sentirse
culpable por el hecho de poner en peligro el equilibrio de la
fam ilia o el de uno de sus integrantes. Lacan nos lo recuerda
en su carta a J. Aubry:1

*En el original, mére-grand, inversión de grand-mére, abuela (N.


del T.).
El síntoma del niño está en condiciones de responder a lo que
hay de sintomático en la estructura familiar. El síntoma [...]
se define en ese contexto como representante de la verdad.
Puede representar la verdad de la pareja familiar. Este es el
caso más complejo, pero también el más abierto a nuestras
intervenciones.

E sta apelación a un tercero que es la dem anda de análisis


de los padres p ara su hijo, cualesquiera sean las motivacio­
nes p a ra ello, subtiende el renunciam iento a su om nipoten­
cia y cobra, p ara el niño, valor de castración. No considerar
m ás al hijo como objeto de goce im plica la aceptación de que
se ap arte de uno y que busque por sí mismo la verdad de su
deseo, rum bo cargado de sentido porque es u n a m arca de
amor: “El am or [...] puede postularse sólo en este m ás allá
donde, en prim er lugar, renuncia a su objeto”, nos dice
Lacan.2
Si este consenso no se logra al comienzo, la m archa
analítica se pervierte y se m ultiplican los pasajes al acto.
Estos son frecuentes en las instituciones, donde los padres
son m antenidos a distancia. Por ejemplo, el niño “no e n tra ”
en análisis, hace “como si”, y pueden verse encuentros
psicoterapéuticos que d u ran años, con u n a m odalidad lú d i­
cra estéril, sin que suceda nada esencial porque en la
transferencia falta la dim ensión sujeto del supuesto saber.
¿No son los padres mismos quienes atribuyen este lu g ar al
niño, cuando lo “confían” a alguien que tiene un saber que
ellos no poseen?
¿Cómo e sta r autorizado a “h ab lar de los padres, a criticar­
los a sus espaldas”? ¿No es u n a traición? Es así como lo
expresan algunos niños. Entonces se habla “a un lado”, de
cosas sin im portancia, se juega ju n to con ellos, el psicotera-
p eu ta se convierte en un buen compinche al que se tiene la
dicha de reencontrar cada sem ana.
Por el lado de los padres se observan fantasm as de rapto,
“se les h a tomado a su hijo, ¿con qué derecho?” Se sienten
despojados, culpables: ¿por qué no quieren escucharlos? E n
ocasiones reaccionan con violencia, pero las m ás de las veces
ponen fin brutalm ente al análisis o cam bian al niño de
institución.
Si el contacto con los padres o con quienes crían al niño
(nodriza, padrastros) es necesario antes de com enzar el
análisis, escucharlos en el transcurso de éste no es, en
cambio, una regla h abitual sino un paso que sigue ligado a
m últiples consideraciones: en prim erísim o lu g ar la edad del
niño, dado que el trabajo analítico con un bebé o u n niño muy
pequeño no es seguram ente el mismo que el que se realiza con
un preadolescente o un adolescente; el deseo del niño que,
m uy pronto, sabe si tiene o no ganas de que sus padres hablen
delante de él. Se tra ta de su análisis y, desde el principio, se
entiende que es él quien decide. Es frecuente ver, en el
transcurso del análisis de algunos niños m ás grandes, una
dem anda hecha al an alista para que éste se encuentre con los
padres cuando, por ejemplo, las tensiones se vuelven dem a­
siado fuertes en el seno de la familia; la e stru ctu ra del niño,
por último, y el niño psicótico encarna, m ás que cualquier
otro, el objeto a en lo real. ¿Qué lu g ar tiene en la e stru ctu ra
fam iliar? ¿De qué no dicho es portador? ¿De qué es el
revelador? En ese nivel, el discurso de los padres perm ite un
prim er señalam iento. ¿No confirma el mismo Lacan

la observación pertinente que hizo el doctor Cooper, en el


sentido de que para obtener un niño psicótico se precisa, al
menos, el trabajo de dos generaciones, siendo él mismo el
fruto de la tercera?3

Escuchar a los padres es un acto que suscita m uchas reservas


en los analistas, disfrazándose a menudo su resistencia tra s
consideraciones teóricas tales como la pureza del análisis, la
imposibilidad de controlar la transferencia, etcétera. Algu­
nos analistas jóvenes tem en el encuentro con im ágenes
paternas aún dom inantes o reactualizadas por su propio
análisis en curso.
Las dificultades, me parece, obedecen al hecho de que es
preciso m an ten er con firm eza ciertas reglas, que los padres
intentan por todos los medios tran sg red ir o hacer tran sg red ir
al analista. Puede suceder, por ejemplo, que acepten a
regañadientes h ab lar delante de su hijo, sabiendo que lo que
digan podrá ser retom ado y comentado en la sesión que sigue,
m ientras que lo que el niño diga en ella cae en la esfera del
secreto profesional y nunca les será revelado, salvo voluntad
expresa de aquél. Desde luego, esto puede p restarse a malos
entendidos, no dejando el niño de m ezclar las cartas, por
ejemplo inform ando a los padres de palabras que h a dicho
atribuyéndolas al analista, o m anifestando an te ellos u n a
reticencia a a sistir que en realidad no siente, lo que puede ser
su m anera de recordarles su apego y su fidelidad. ¡No hay
más que ver la evidente satisfacción con que la m adre
informa al an alista el poco entusiasm o que pone el niño p ara
concurrir a la sesión! Todo esto form a parte del juego y pue­
de ser retom ado en la sesión que sigue.
La regla de la neutralidad del an alista es igualm ente difícil
de m antener con los padres. Es fuerte la tentación pedagógi­
ca ante la dem anda aprem iante de consejos, de opiniones
sobre la conducta a sostener. Pero, al m argen de algunas
respuestas de sentido común, dejarse llevar puede hacer que
se salga peligrosam ente del m arco del análisis y de su ética.
E m itir un juicio de valor y, en el peor de los casos, desvalo­
rizar la conducta de los padres puede e n tra ñ a r consecuencias
desastrosas p a ra el niño. Por eso, ¿no debería decírsele a éste,
al comienzo, que son sus padres, que seguirán siendo lo que
son y que debe “contar con ello”?
E ste problema del abordaje de las relaciones padres-niño
plantea cuestiones esenciales, que m erecerían que uno se
dem orase en ellas. No h aré aquí m ás que recordar que la idea
preconcebida de la psicogénesis y la organogénesis provoca
u na tom a de posición ética. E n efecto, si la psicosis del niño
está inscripta en los genes, de ello re su lta que los p adres no
tienen nada que ver, que ellos mismos son víctim as de esa
fatalidad. Y si la psicosis tiene causas relaciónales, los padres
son responsables, por lo tan to “culpables”. Ahora bien, un
anatem a sem ejante - la m ala m adre tiene las espaldas
an ch a s- puede te n er efectos extrem adam ente nocivos sobre
el tratam iento de estos niños. E s cierto que este cuestiona-
miento de la responsabilidad de los padres implica u n a
am bigüedad fundam ental, dado que esta cuestión apela a
otras dos, estructurales, la de la causalidad del sujeto y la de
la libertad.
Ser responsable, ser capaz de inducir la locura en el otro,
supone que las conductas h um anas son el reñejo de una
elección deliberada, con lain ten ció n d ep erju d icary d estru ir.
S er irresponsable, no saber lo que se hace, im plica que esas
m ism as conductas excluyen toda libertad, son fundam ental­
m ente “alienadas”. Antiguo dilema: ¿libertad?, ¿destino inal­
terable? El hombre no h a cesado de exam inar esta problem á­
tica. Recordemos lo que decía Lacan en 1946, en un Congreso
sobre “La psicogénesis” organizado por H enry E y: “El ser del
hom bre no sólo no puede ser comprendido sin la locura, sino
que no sería el ser del hom bre si no llevara en él a la locura
como lím ite a su libertad”.4
P a ra nosotros, analistas, el concepto de inconsciente sigue
siendo el corazón de la cuestión, el sujeto no puede ser m ás
que sujeto barrado, í , y su causación se hace en los procesos
de alienación y separación que Lacan articuló.5 ¡Pero el
inconsciente pertu rb a siem pre otro tanto, y a los an alistas les
gustaría tam bién olvidar el escándalo que pone de relieve en
la concepción del sujeto! ¿Recuerda Lacan su costado subver­
sivo? Se le reprocha su pesimismo, incluso se lo llega a
calificar de “ahum ano”.6 Sin embargo, cuando abordamos a
los padres, es preciso que, a la m anera del dedo que indica
u n a dirección, les hagam os perceptible esta dimensión: el
niño es revelador de una verdad que ellos ignoran. E sta
verdad no es abordable de en trad a, pero el an alista puede
h acerla surgir, y cada uno puede sorprenderla y sorprender­
se. E n los efectos de transm isión y repetición que se observan
en ella, el sentido puede entonces bascular.
Cuando los padres evocan, por ejemplo, su propia infancia
y los problem as con que se toparon a la edad de ese niño que
ostá allí, que escucha, nos sorprendem os de la c a ta ra ta de
reacciones que desencadenan sus palabras.
Me acuerdo de un varón de once años, Eric, que concurría
por un grave fracaso escolar surgido b a sta n te bruscam ente.
Le pregunté a su padre, que ese día lo acom pañaba: “¿Y
usted, cómo la pasó a esa edad?” E n la resp u esta que dio
ustaba la respuesta a la cuestión del hijo: ambos procuraban
por ese medio escapar a u n a m adre profesora, cuyas exigen­
cias escolares y su obsesividad los agobiaban. El padre había
encontrado u n a escapatoria a la influencia m a tern a gracias
a una enferm edad grave e invalidante de su propio padre,
que había desviado la atención de la m adre. ¡Era p ag ar cara
su liberación! E n la descripción que hacía de su m adre, uno
creía ver y escuchar a su m ujer, la m adre de Eric, a ta l punto
que ni uno ni otro pudieron dejar de tom ar conciencia de ello.
Se lanzaron entonces u n a m irada cómplice y no pudieron
abstenerse de reír... El p adre dijo: “¡Sin embargo, tú no vas
n hacer las m ism as boludeces que yo! ¡Todo el trabajo que me
costó salir, luego!” Eric, empero, no se convirtió en el acto en
el primero de la clase, pero el trabajo del análisis, sobre las
identificaciones edípicas en especial, podía comenzar. Dos
años después, renunció por fin a su síntom a... m ien tras su
madre em pezaba un psicoanálisis.
Si a menudo me ocurre que no vuelvo a ver a los padres
cuando el análisis del niño ya se inició, o si los veo episódica­
mente en ciertos momentos cruciales del desarrollo de la
cura, es raro que con un niño psicótico, como paciente
privado, la cosa sea posible. El estatu to del niño o del ado­
lescente psicótico es, en efecto, com pletam ente singular, y
requiere que se tome en consideración la dinám ica fam iliar
y el lugar del niño en la economía libidinal de los p adres. El
niño psicótico está, m ás que cualquier otro, prisionero de u n a
palabra que da fe y es ley, palabra única, discurso a u n a sola
voz, la de u n a m adre o un padre. A trapado en el sitio de las
conminaciones repetitivas que retom a en eco, e stá “preso en
su totalidad en u n a cadena significante prim itiva que prohí­
be la a p ertu ra dialéctica”.7
Así, veamos a Sylvie, en posición de objeto aniquilado por
la angustia, sufrir, desde los prim eros m eses de su vida y de
m anera repetida, los im perativos m aternos, e inscribirse de
e n trad a en una problem ática determ inada. ¿No da la señora
H ’ un sentido definitivo a toda m anifestación de la niña
retom ando un enunciado en el cual quedó fijado su ser
mismo? Esos enunciados superyoicos en forma de aforismos,
que le legó su padre, no son retom ados por ninguna tercera
palabra, tienen fuerza de ley, de una ley pervertida dado que
se inscriben en un a relación dual, incestuosa, que perd u ra y
se repite sin que se inscriban en ella ni la escena p rim aria ni
la sucesión de las generaciones. ¿Dónde está el Nombre-del-
Padre? Recordemos esta afirmación de Lacan con respecto a
la forclusión:

No es únicamente la manera en que la madre se adapta a la


persona del padre de la que convendría ocuparse, sino del
caso que hace a su palabra, digámoslo, a su autoridad; dicho;
de otra manera al lugar que reserva al Nombre-del-Padre en
la promoción de la ley.8

Cuando la señora H* dice: “Soy yo quien debe hacer las


reacciones de m is hijos”, el sujeto de la enunciación está
claram ente en ese “hacer” que nos designa la identidad de la
m adre y la hija: ella soy yo, yo soy ella, la tram p a se cierra.
Sentimos asom arse un enfrentam iento im aginario mortal:
“Es ella o yo”.
A hora bien, cuando la señora H* me habla, cuando viene
a contarm e su angustia, su fracaso en lo que se juega con su
hija, se introduce ya un corte entre ellas dos, aunque sea al
nivel de la m irada y la voz. Sylvie no se encuentra ya en el
cara a cara en el que no conoce m ás que u na m irada
im perativa y una voz colérica. Puesto que cuando la señora
H* habla a los dem ás, a sus hijas m ayores, a su marido, su voz
es diferente, pero en esos momentos Sylvie no está allí, eso
no le incumbe, el lazo entre las dos está interrum pido. Y
cuando la señora H* me habla de Sylvie, ésta está muy
presente, se tra ta de ella, pero el tono de la voz ya no es el
mismo, y la m adre me m ira. Entonces, es la niña quien la
íwcruta y se asom bra de que esa voz terrible exprese ahora
aflicción y pida ayuda. Sylvie, como todo niño psicótico, en el
Hometimiento en que se encuentra no puede im aginar una
madre desam parada que pregunte: “¿Qué pasa? ¿Qué hay?
Usted que sabe, dígamelo”. Escuchar esas palab ras puede
conducir a un prim er cuestionam iento sobre la castración
materna: “¿Entonces no lo sabe todo? ¿Entonces no lo puede
todo? ¿No es completa?” E ste puede ser tam bién un principio
de interrogación sobre el deseo del Otro. “Ella h a dicho esto,
pero, ¿qué quiere?” E ste rumbo puede constituir asim ism o el
prim er paso p ara salir del estatu to de puro objeto entregado
al goce del Otro, y comenzar un recorrido de sujeto.
El an alista introduce en efecto esta tercera posición, que
es vicaria del Nombre-del-Padre, sobre todo cuando la m adre
hace caso a su p alab ra en lo que corresponde a su hijo. “Es en
los intervalos del discurso del O tro donde surge esto p a ra el
niño: me dice eso pero, ¿qué es lo que quiere?”.9 Aquí, es a
t r avés del discurso de los padres dirigido al a n alista en
presencia del niño que puede hacerse un señalam iento del
Che vuoi? Lo que corresponde al lu g ar de Sylvie en el deseo
inconsciente de la m adre y el padre aparece en los intervalos
del discurso de éstos. E sta palabra puede ser repetida luego
por el niño en la sesión y le perm ite reencontrar un vínculo,
dar un sentido a sus recuerdos inmovilizados, al mismo
tiempo que deslindarse de la historia del Otro y to m ar la
distancia necesaria p a ra hab lar en su propio nombre. Ese
trabajo de desconexión y conexión es infinitam ente más
rápido en esta s condiciones que cuando se deja que la
repetición se instale en la transferencia. Dado que en el niño
psicótico la repetición está hecha de ritu ales que adormecen
la vigilancia del terap eu ta, cuando no provocan su cansancio
y su desaliento. Introducir el corte al mismo tiem po que
restablecer u n a cadena significante resum e el trabajo de
análisis con estos niños.
E n su Sem inario del 21 de mayo de 1969, Lacan afirm aba:
Damos por sentado que las relaciones infantiles tensionales
que se establecen en tomo a cierto número de términos,
padre, madre, nacimiento de las hermanas, etc., no cobran
ese peso de sentido más que a causa del lugar que ocupan con
respecto al saber, al goce y a cierto objeto, que es en relación
con ellos que van a ordenarse las relaciones primordiales con
el deseo. Explorar la modalidad de presencia con la cual cada
uno de los tres términos ha sido ofrecido al sujeto, es efecti­
vamente ahí donde reside la elección de la neurosis.10

E sta exploración es igualm ente valedera p a ra la psicosis


pero, no habiendo salido el sujeto de su som etim iento al Otro,
a veces pasa por la palabra de este Otro.
¿No es el saber inconsciente que hemos señalado al p asar
del síntom a del niño a la palabra del gran Otro y a la inversa?
E ra claro que el goce estaba tam bién en el corazón de la
relación en su inserción en el fantasm a y la pulsión. E n
cuanto al objeto, dejam os su estudio p ara m ás adelante.

Vamos a dejar a Sylvie por un tiempo. Estuvo ausente


d u ra n te varios años y no trabajé sobre su caso, sino que éste
me trabajaba; pensaba en ella, en el desarrollo de su historia,
y poco a poco los momentos cruciales de su análisis cobraban
sentido para mí, al mismo tiem po que lo daban a lo que
escuchaba de mis pacientes psicóticos adultos. Lo que me
había enseñado aportaba u n a nueva luz a ciertas nociones
tales como la represión, la e stru ctu ra del fantasm a, la
natu raleza del objeto a. En ella creí sorprender esas form a­
ciones en estado naciente, a m enudo con distorsiones percep­
tibles de entrada.
Pasó todo un tiempo de m aduración antes de que retom ara
el legajo; “tiempo de m editación”u , decía Lacan. Pero ese
largo desvío me perm itió confrontar m i observación de los
niños que no son psicóticos con la de los a u tistas o los es­
quizofrénicos. C aptar la diferencia fundam ental que los
separa, y los puntos de ru p tu ra e n tre unos y otros me parece
el único rum bo posible p a ra abordar la psicosis.
¿Se puede, en efecto, ingresar sin dificultad en el m undo de
la locura, donde reinan el desorden y la paradoja? El riesgo
es quedarse pegado en él, abandonando todo rum bo lógico
(hacerse el loco con los locos), o privilegiar ta l o cual aspecto
de un caso y, m ediante un recorte neto y decisivo, aplicarle
tal o cual construcción teórica ta n seductora como convincen­
te para que la ju g a rre ta funcione.
N uestro paso será m ás lento y menos espectacular. Consis­
tirá en acercarse a la psicosis m ediante pequeños avances,
teniendo en m ente a la vez la complejidad, la m ultiplicidad
de los abordajes posibles y lo que se dice es u n a “evolución
normal” en n u estra cultura, p ara retom ar los puntos de
balanceo de u n a e stru ctu ra a la otra. Así, evocaremos en
prim er lu g ar al niño al que se gusta observar, con el que es
un placer vivir, luego a aquel que se nos “confía” p ara que
viva mejor. Ese me parece un rodeo obligado a n tes de
reexam inar la psicosis de Sylvie.

Notas

1. J. LACAN, textos dirigidos a J. AUBRY, op. cit.


2. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 247 [El Seminario de
Jacques Lacan. Libro XI. Las psicosis, Buenos Aires, Paidós,
1993].
3. Discurso de clausura de las Jornadas sobre el psicoanálisis en
el niño, 1967.
4. J. LACAN, Ecrits, pág. 176.
5. J. LACAN, Ecrits, “Position de l’inconscient”, pág. 830 y sig.
[“Posición del inconsciente”, en Escritos, II, México, Siglo
XXI, 1978].
6. J. LACAN, Ecrits, pág. 827.
7. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 215
8. J. LACAN, Ecrits, pág. 579.
9. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 194.
10. J. LACAN, Séminaire XVI, “D’un autre á l’Autre” (inédito).
11. J. LACAN, Ecrits, pág. 205.
NACIMIENTO DEL SUJETO

El deseo del hombre es el deseo del Otro, es decií1 ¡lp Í| tu


cuanto Otro que desea (lo que demuestra el
alcance de la pasión humana).1

Si el gran Otro designa el lugar del tesoro de los significantes,


es tam bién el lu g ar a p a rtir del cual se origina el deseo del
sujeto, “sitio ocupado en general por la M adre”,2dice Lacan.
Tres puntos siguen siendo predom inantes en la dimensión de
este Otro, “su dem anda, su goce y, bajo u n a forma que se
m antiene en concepto de signo de interrogación, su deseo”.3
En este advenim iento del sujeto deseante al corazón del
Otro, el goce sigue siendo la apuesta perm anente, y el objeto
a está en el centro de la partida. La problem ática del objeto a
será abordada m ás precisam ente después de que hayam os
enfocado en un prim er momento, según u n a modalidad
pluridim ensional, las relaciones precoces m adre-lactante.
Lo que el niño debe construir de su im agen inconsciente del
cuerpo -e n el sentido de ser, de prim era representación
del cuerpo, m uy an terio r a la im agen especular-, lo hace en
referencia al cuerpo del Otro, a sus pulsiones, a sus fa n ta s­
mas, a su deseo.
Lacan no deja de escandir esta evidencia, y nosotros de
olvidarla, a ta l punto estam os captados por el ser de la
palabra:
Ese lugar del Otro no debe tomarse en otra parte que en el
cuerpo, no es intersubjetividad sino cicatrices sobre el cuerpo
tegumentario, pedúnculos a conectar en sus orificios para
que hagan en ellos las veces de asideros, artífices ancestrales
y técnicos que lo carcomen.4

Los autores que estudiaron la psicosis del niño son u n á n i­


mes en el reconocimiento de u n a distorsión de la relación
madre-hijo, pero sus constataciones a m enudo siguen siendo
vagas, y los acontecimientos informados aproximativos; se
tra ta en general de depresión grave de la m adre en el
momento del nacim iento (depresión del post partum ), de
separación bru tal con ru p tu ra del lazo afectivo m adre-
lactante o de cualquier otro traum atism o de los prim eros
m eses o años de vida. El relato de loa mismos es pobre,
p uram ente descriptivo y anecdótico. P a ra ceñir de m ás cerca
lo que es determ inante en esta fase p o stn atal del niño que va
a volverse psicótico, es preciso adem ás ten er alguna noción
de lo que ocurre con una evolución llam ada norm al.
Lo que sucede en los prim eros m eses de vida de u n niño
sigue siendo impreciso. H a sta u n a época reciente, los únicos
testim onios que teníam os de ello nos los proporcionaban los
padres o los pediatras. Ahora bien, el relato que hacen
los padres del parto y de las prim eras relaciones con el recién
nacido parece a la vez confuso y estereotipado; es difícil
obtener precisiones en cuanto a las fechas de las separacio­
nes, hospitalizaciones, enferm edades, que el olvido h a recu­
bierto, y a n u estras preguntas las m adres responden mos­
trándonos la libreta san itaria del niño, como p ara excusarse
por no h ab er conservado recuerdos. E stá, por otra p arte, la
historia de la llegada del niño, reconstituida a la m an era de
la elaboración de un mito; se suceden los “flashes”, a m enudo
inconexos y sin vínculo aparente, pero es esta historia la que
se repite incansablem ente: circunstancias que rodearon al
parto, comodidad de la clínica, recepción del personal, “b ru ­
talidad” o “gentileza” del médico o de la p artera, dolor o
facilidad del dar a luz, atribuidos por o tra p arte la m ayoría
de las veces al niño. “No quería salir”, “Me desgarró”, “Estuvo
a punto de m atarm e”. Las palabras.escuchadas en esos
instantes pueden cobrar valor de oráculo: “Salió bien p ara
hacer sufrir a su m adre”, “Es pequeño pero quiere vivir”, “Es
el vivo retrato de su abuelo”, etcétera.
El discurso que se construye alrededor del niño, y que
variará poco, viene a ocultar un no dicho extrem adam ente
complejo, en el cual se bañan las prim eras relaciones. Lo que
no puede decirse en el trastocam iento emocional que rodea
al nacim iento va a elaborarse y a e stru c tu ra r la relación con
el niño, no reapareciendo el contenido de este período p ost­
natal m ás que bajo la form a de u n a elaboración secundaria,
como retom o de lo reprim ido.
Es sorprendente que un a u to r como K anner, que h a
inventado el concepto de “autism o precoz”, haga principiar
los síntom as en el sexto mes de vida, y ubique la diferencia
entre el autism o y la esquizofrenia infantil en el hecho de que
el prim ero se m anifiesta desde el inicio del segundo sem estre,
en tanto la segunda principiaría después de dos años de
desarrollo norm al. De este modo, sobreentiende que no
podría descubrirse n ad a antes de los seis m eses o que
d urante este período no p asa n ad a esencial.5 A hora bien,
veremos que en Sylvie todo parece haberse jugado en tre los
cuatro y los seis m eses. Los estudios recientes sobre el recién
nacido nos aportan, por lo dem ás, la certeza de que, lejos de
ser u n a no m an’s land, los prim eros m eses de vida son
determ inantes p a ra el futuro del sujeto. De resu ltas de ello,
¿por qué ese ocultam iento de todo lo que corresponde a este
período, de lo que se anuda de fundam ental para el sujeto en
esos prim eros momentos? ¿Por qué esa represión m asiva de
lo que se denom ina lo arcaico? ¿Y por qué todo discurso que
intente levantar u n a p u n ta del velo que cubre los orígenes
encuentra ta n ta resistencia?
E n un a prim era aproximación, diría que el niño está en el
corazón de la problem ática inconsciente de su padre y su
m adre. E n cuanto objeto a, viene a revelar, sin develar su
sentido, la e stru ctu ra inconsciente del sujeto puesto que
tom a ubicación en las pulsiones, los fantasm as, los deseos y
despierta las identificaciones m ás prim itivas de quienes lo
reciben. Ahora bien, el inconsciente es siem pre perturbador,
y en la relación con el niño las formaciones del inconsciente
no siem pre son de un orden tan sutil como pueden serlo los
lapsus y los chistes, y aparecen en las palabras, las conduc­
tas, las obras m asivam ente repetitivas y ciegas. Tal vez esta
característica sea la que exija u n a represión tan to m ás
intensa y sostenida en el tiempo. Si se exceptúa el discurso
analítico pronunciado sobre el niño -d iscu rso subversivo
desde el principio, dado que Freud barrió con la pretendida
inocencia infantil desde los Tres ensayos sobre una teoría
sexual-, si se omite el enfoque que de la infancia hacen poe­
ta s y novelistas, a menudo con un acento de verdad que no
se encuentra en otras partes, lo que re sta son diversos
discursos sobre la m aternidad, el nacim iento, el recién
nacido: ¿cuáles?
C am bian con las épocas, y no hay m ás que leer la lite ra ­
tu ra reciente (Ph. Ariés y E. B adinter, por ejemplo)6 p ara
darse cuenta de su variación a lo largo del tiempo. Me
consagraré a dem ostrar el giro discordante que h an asum ido
en las últim as décadas, ocultando el discurso médico un
saber ancestral transm itido de generación en generación. No
será sino después de esta evocación que podremos p la n te ar
la cuestión de los orígenes del sujeto y de los tropiezos de su
devenir en la psicosis, apoyándonos por una p a rte en la
enseñanza de Lacan y por la otra en investigaciones referi­
das al desarrollo sensorial del recién nacido y a las in terac­
ciones precoces m adre-lactante.
Esos trabajos, em prendidos desde hace unos veinte años
en varios países, sobre todo anglosajones, aportan nuevos
elem entos que se integran perfectam ente a la enseñanza de
J. Lacan de quien, u n a vez m ás, puede ponderarse cuán
adelantado estaba a su tiempo.
Discurso común
y discurso médico

En prim er lugar, un saber popular intuitivo sobre el em ba­


razo y la m aternidad, con todas las costum bres asociadas a
ellos, es transm itido oralm ente por las m ujeres que, guardia-
nas de la vida y la m uerte, desde siem pre h an “asistido” a las
p artu rien tas y los agonizantes; ese saber se refiere tan to a
los fantasm as de la m ujer encinta como al com portam iento
del recién nacido. Los hom bres escuchan esos relatos con oído
indulgente, incluso divertido, pero los parteros se m antienen
las m ás de las veces incrédulos, cuando no los condenan
abiertam ente calificando de oscurantistas las p alab ras de
las m adres sobre sus recién nacidos. Fueron necesarios los
descubrimientos recientes p ara confirm arla veracidad de las
intuiciones m atern as cuando atribuyen a sus lactan tes g ran ­
des capacidades perceptivas y un m isterioso saber sobre el
mundo que los rodea.
Por otra parte, todas las sociedades establecieron reglas
para recibir al niño, quien desde su llegada al m undo ocupa
un lugar definido en el cuerpo social. Los ritos dan testim onio
de esta pertenencia y subrayan la ru p tu ra con el cuerpo
m aterno, introduciéndolo desde el principio en el orden
simbólico (fiestas, padrinazgo, “presentación” del niño en
todas las formas rituales, etcétera). El padre puede p artici­
par en el nacim iento a través de ciertas costum bres como la
covada, o muy sim plem ente asistiendo al parto y asegurando
los prim eros cuidados del bebé, como se hace hoy en día. Los
mitos dan cuenta igualm ente de la gran riqueza del im agina­
rio desplegado en torno a la llegada de un niño. Ritos y m itos
están en general de acuerdo con el discurso de las m adres, y
lo retom an en un contexto que tiene fuerza de ley. E n sus
obras, B ernard This supo restituirnos la verdad inconsciente
contenida en esas costum bres y esos mitos. Se inspira en ellos
para tra b a jar en pro de la hum anización de las condiciones
del parto y de un m ayor respeto al recién nacido y al niño.7
En oposición a este discurso tradicional se constituyó el
discurso científico, cuyo impacto se h a convertido en prepon­
derante por lo mucho que trastocó los datos adm itidos desde
hace siglos: los principios de higiene y los progresos de la
medicina hicieron retroceder a la m uerte que hacía estragos
en tre las jóvenes m adres y los niños m uy pequeños; tre s o
cuatro generaciones a ntes de la nu estra, u n a m ujer de cada
diez moría al parir, y sólo un niño de cada dos superaba los
prim eros años de vida.
¿Cómo no venerar, a causa de ello, ese saber todopoderoso
que hace retroceder a la m uerte en sem ejante proporción? En
lo sucesivo, el destino de una m ujer ya no es p asarse la vida
dando a luz: ¿no hacía falta, en efecto, ten er al menos diez
hijos para que tre s o cuatro llegaran a la edad adulta,
asegurando con ello el linaje? Con frecuencia, al cabo de esos
em barazos incesantes estaba la m uerte, ya f u e T a por agota­
miento, ya a causa de u n a complicación en el parto. El niño
mismo ya no es ese ser de destino incierto, acechado por un
Dios cruel que se rodeaba de cohortes de ángeles; en lo
sucesivo es precioso, ya no m ás consagrado al azül y al
blanco* si escapa a la m uerte, sino entregado al saber
pediátrico.8 Su cuerpo se vuelve un mecanismo complejo que
necesita exám enes profundos y cuidados sum inistrados en
un medio aséptico y altam ente especializado. Ese cuerpo
esencialm ente biológico puede, a p a rtir de ello, ser sometido
a u n a estricta programación: horario del am am antam iento,
alim ento calculado, vacunaciones, etc. ¿Se atreven las m a­
dres a d ar su opinión o a tran sg red ir u n a prescripción? Son
condenadas en el acto, calificadas de m alas, peligrosas,
a trasadas.
La discordancia de estos discursos se acentuó h a sta hacer
desaparecer casi com pletam ente al prim ero. Fue entonces
cuando los médicos y los parteros reaccionaron; se levanta-

*Promesa hecha a la Virgen de vestir al niño con esos colores si le


concedía la supervivencia (N. del T.).
ron contra lo que había de inhum ano, por no decir de sádico,
en la m anera de tr a ta r a las m ujeres, m ujeres a las que se
castigaba por ab o rtar negándoles, por ejemplo, la anestesia
en el momento de u n a revisación u terin a, o a quienes se les
imponía u n a m an era determ inada de d ar a luz a sus hijos. Se
produjeron los prim eros intentos de reconsiderar la cuestión,
y el “parto sin dolor” de la década de 1950 representó u n a
inm ensa esperanza p ara ellas. Poco a poco, las m entalidades
evolucionaron, pero hechos recientes dem ostraron h a sta qué
punto era difícil hacer vacilar al poder médico: el “parto sin
violencia” desencadenó las pasiones, y hemos visto a los
partidarios del “a favor” y del “en contra” enfrentarse con u n a
agresividad inaudita, como si la m ujer estuviera en el centro
de una apuesta ideológica en torno a la vida y la m uerte. En
esta disputa, parece que se la quiere colocar an te u n a elec­
ción: o arriesgarse a m orir si escoge d ar a luz con alegría, o
sufrir la indiferencia y la soledad en un lugar de elevada
tecnificación médica. E sta dram atización, estas elecciones
insensatas, evocan un tiempo no ta n lejano en el que, en caso
de parto difícil, se planteaba la cuestión de saber si había que
salvar a la m ujer o al niño. ¡Espantoso dilem a p ara quien
debía responder! Aquí, era el padre quien debía elegir en tre
la vida de su m ujer o la de su hijo.

Otro discurso, psicológico

En la década de 1950 un americano, Spitz, reaccionó contra


los excesos del discurso médico enunciando algunas v erd a­
des que pasaron por novedades, cuando el buen sentido
popular h ab ría podido enunciarlas desde mucho tiempo
a trá s si no hubiera estado subyugado y reducido al silencio
por el poder médico. Spitz describía el “hospitalism o”, 9
síndrom e ligado a la carencia afectiva: los niños privados de
sus m adres en el prim er mes se volvían “lloriqueantes”; en el
segundo mes, esos llantos se transform aban en gritos; en el
tercero, se observaba un rechazo del contacto que podía
llegar h a sta el “m arasm o” y la “letargía” si la situación se
m antenía. Spitz comunica la observación de 91 lactantes
criados por sus m adres d u ran te los tre s prim eros meses y
luego confiados al orfelinato, donde “recibían cuidados per­
fectos, alim entación, alojamiento, higiene, etc.”; estando
cada enferm era encargada de diez niños, éstos “no recibían
por lo tanto m ás que la décima p arte de las provisiones
afectivas m aternales” (!). Después de hab er pasado “por los
estadios antes descriptos”, m anifestaban un atraso motor
evidente y yacían inertes en sus camas, con la expresión
idiotizada y u n a deficiente coordinación ocular. A fines del
segundo año, estos niños alcanzaban un 45% en las pruebas,
nivel de la idiotez. A los cuatro años, muchos de ellos no
sabían cam inar, ponerse de pie ni hablar. U n 37% m urió en
dos años. Al compararlos con un grupo de 220 niños criados
por sus m adres, de los cuales “no m urió ni uno”, Spitz
concluyó que “la depresión anaclítica y el hospitalism o nos
dem uestran que la ausencia de toda relación objetal provo­
cada por la carencia afectiva interrum pe todo desarrollo en
todos los sectores de la personalidad”.
¿Cómo pudieron estas observaciones considerarse como
una revelación, cuando no hacían sino confirm ar el saber
ancestral que decía que, p ara vivir, un recién nacido tiene
ta n ta necesidad de calor y am or como de alim ento, si no es
porque ese saber había sido anestesiado por la evolución
fulm inante de la medicina? Sin embargo, y en contra de la
evidencia, la organización médica se ad ap ta m al a estas
consideraciones psicológicas. Algunos servicios pediátricos
sienten aún repugnancia a considerar en el mismo nivel la
salud m ental y la salud física de sus pequeños enfermos,
siendo que, en el niño, una no puede ir sin la otra.
Si bien la noción de hospitalism o sacudió los espíritus y
provocó reacciones saludables, las concepciones de Spitz
sobre el desarrollo del niño parecen en la actualidad absolu­
tam ente erróneas. No obstante, siguen considerándose como
una verdad y sirven aún de referencia en los medios médicos,
pediátricos e incluso pedopsiquiátricos. Las recuerdo aquí a
causa del poder de impacto que conservan, a fin de situ a r
mejor la posición psicoanalítica actual sobre esta cuestión.
Ferviente adm irador de Freud, el doctor Spitz pretende
sin embargo su p erar a su m aestro por medio de la “observa­
ción directa”. He aquí lo que dice A nna Freud, que prologa el
libro de su amigo, E l prim er año de vida del niño, en 1958:
El doctor Spitz se vale de la observación directa y de
los métodos de la psicología experimental, a diferencia de los
otros autores psicoanalíticos que prefieren confiar única­
mente en la reconstrucción de los procesos de desarrollo a
partir del análisis en períodos ulteriores [...]. Spitz se opone
a los autores analistas que pretenden encontrar en el lactan­
te, muy poco después del nacimiento, una vida mental
complicada.
¡Vemos a qué rival hace alusión aquí A. Freud! Spitz
sostiene, en consecuencia, como la m ayoría de los analistas,
que el estado inicial es perfectam ente indiferenciado. N ada
de proceso intrapsíquico desde el nacim iento, todo es cosa de
“m aduración”. Esto es lo que escribe:
En razón de su umbral de percepción extremadamente
elevado, el recién nacido no percibe el mundo exterior. Este
umbral elevado sigue protegiendo al niño durante las prime­
ras semanas, incluso durante los primeros meses, contra las
percepciones que provienen del entorno. Durante este perío­
do, hay fundamentos para decir que el mundo exterior es
inexistente para el recién nacido’, lo que percibe, lo percibe en
función del sistema interoceptor.
Y m ás adelante:
En ese estadio primitivo, el niño no está en condiciones de
distinguir el objeto; y por objeto entiendo no sólo el objeto
libidinal sino todas las cosas que lo rodean. En la hipótesis
más favorable, las respuestas del recién nacido son de la
naturaleza del reflejo condicionado.10
A Spitz no parece incomodarle la contradicción im plícita
entre sus observaciones y su teoría. ¿Cómo puede u n niño
sufrir y m orir por la ausencia de su m adre si no la distingue
del mundo que lo rodea? E s cierto, debía m antener, como ta n ­
tos otros m ás adelante, la creencia en el narcisism o prim ario
de Freud, el recién nacido indiferenciado del m undo exterior.
E sta noción, siem pre vigente, es u n a v en taja p ara muchos
autores, que llegan incluso a h a b lar de “autism o norm al”,
como lo hace M argaret M ahler. Lacan siem pre se alzó contra
esta concepción, no temiendo aportar un desm entido a Freud.
A propósito de la pulsión y el autoerotism o, nos dice:
Los analistas concluyeron de ello que -como eso debía situar­
se en alguna parte en lo que se llama desarrollo, y dado que
la palabra de Freud es la palabra del evangelio- el lactante
debe tener a todas las cosas que lo rodean por indiferentes.
Uno se pregunta cómo pueden sostenerse las cosas, en un
campo de observadores para quienes los artículos de fe
tienen, en relación con la observación, un valor tan abruma­
dor. Dado que, en fin, si hay algo de lo que el lactante no da
la idea, es de desinteresarse de lo que entra en su campo
de percepción.11
Si el discurso psicologizante de Spitz aparecía como reac­
ción a un discurso médico que hace del ser hum ano u n objeto
robotizado, surgía tam bién en oposición a cierto discurso
analítico que provocaba sospechas y resistencias: la b uena
lógica cartesian a no podía sino desconñar de los enfoques un
poco locos del universo infantil que realizaban M elanie Klein
y otros. ¡Con esta “trip e ra genial”, como la calificaba Lacan,
lo arcaico tom aba u n aspecto dem asiado repelente!
E n cuanto a la “vivencia infantil” revisada y corregida por
la neurosis de transferencia en el análisis del adulto, suscita
aún m uchas reservas. No obstante, fue a través de las
modificaciones, de las reorganizaciones secundarias como
Freud se abrió un camino que le perm itió rem o n tar h a sta la
sexualidad infantil, puesto que nunca tomó directam ente en
análisis a un niño, no hablándole Ju an ito sino por interm edio
de su padre.
La dificultad de abordar los orígenes, el desconocimiento
de los procesos en discusión y la represión asociada a los
mismos hacen que quienes se preocupan por ellos se im pli­
quen sin saberlo, y m arquen con su deseo inconsciente sus
elaboraciones teóricas.
Los psicoanalistas de niños tienen un aire de descubrido­
res que fascina a las m ultitudes; ¿van a revelar el m isterio de
la vida, de sus prim eros momentos? Su pasión se ve reforzada
por lo desconocido que seguirá rodeando a los orígenes y sus
convicciones no son por ello sino m ás afirm adas y se acom pa­
ñan con frecuencia de anatem as contra los que no las
com parten. Lacan subraya con hum or que en cada enfoque
teórico es posible señalar lo que corresponde al deseo del
an alista y, agregaría yo, a su fan tasm a fundam ental. Dice:
La contribución que cada uno aporta a la transferencia, ¿no
es, aparte de Freud, algo donde su deseo es perfectamente
legible? Les haré el análisis de Abraham a partir, simplemen­
te, de su teoría de los objetos parciales [...] podría también
entretenerme puntuando los márgenes de la teoría de Feren-
czi con una célebre canción de Georgius, Soy hijo-padre.12
La cosa es aún m ás evidente p a ra los an alistas de niños.
Sabemos sobre qué experiencia personal fundó B ettelheim
su práctica, y h a sta qué punto la noción de “bu en a m adre”
sostuvo el edificio teórico de W innicott.

Del niño objeto a


al objeto a del niño

D espués de este prim er señalam iento de los discursos soste­


nidos con respecto a la m aternidad, el nacim iento y el niño
recién nacido, prosigamos la exploración de la diada m adre-
hijo a p a rtir del axioma lacaniano: el niño está en posición de
objeto a.
El niño realiza la presencia del objeto a en el fantasma [...].
El niño, en la relación dual con la madre, le da, inmediata­
mente accesible, lo que falta en el sujeto masculino: apare­
ciendo en lo real el objeto mismo de su existencia.13

Partiendo de e sta posición de objeto a debe constituirse ser


de deseo, es decir construir sus propios objetos. E n esta
posición de a está en prim er lugar obligado a vivir, a desear,
a gozar exclusivam ente en los lím ites de deseo y de goce del
Otro. ¿Cómo pasa del ser anterior a la palabra al ser de deseo?
¿Cómo se produce esta operación de “recubrim iento”? Es
difícil sorprender su desarrollo pues se elabora al m argen del
discurso, en el intervalo de los significantes.

Es en cuanto su deseo está más allá o más acá de lo que ella


dice, de lo que intima, de lo que hace surgir como sentido, es
en cuanto su deseo es desconocido, es en ese punto de falta
donde se constituye el deseo del sujeto.14

El niño está al acecho de todos los indicios que, al repetirse,


le hacen señas: en la presencia del Otro, es su voz tiern a o
dura, su mímica, su sonrisa, los gestos m ás o menos a d a p ta ­
dos a su comodidad, es tam bién la palab ra que acom paña
todo eso, y los significantes repetitivos alrededor de su
persona. R egistra todo, deja de lado ciertos signos m isterio­
sos, ciertas asociaciones incongruentes que algún día podrán
reaparecer. No puede orientarse en el discurso ($) m ás que
a m edida de lo que construye de su cuerpo a trav és de la
dem anda y el deseo del Otro.
¿Qué partid a se juega entre el Otro (A) y el niño en posición
de objeto para que éste logre elaborar sus propios objetos?
Retom aré p a ra este estudio las estru ctu ras en las que se
encuentra este objeto: objeto de la pulsión É 0 D; preso en el
fantasm a $ 0 a; causa del deseo.
Será necesario apreciar en estas tre s dim ensiones lo que
se anuda entre el Otro y el niño en posición de a. El
denom inador común de los tres -pulsión, fantasm a, deseo-,
y que obedece a la presencia del objeto, es el goce. Este
concepto lacaniano, retom ado de “M ás allá del principio del
placer”, de Freud, es el que debemos ten er presente en las
páginas que siguen.
U tilizaré el orden cronológico p a ra señalar en cada etap a
de la vida del niño el impacto que tienen sobre él las
pulsiones, los fantasm as y el deseo de quienes están encar­
gados de criarlo, no designando forzosam ente a los progeni­
tores los térm inos padre y m adre em pleados en este texto. Si
decidí tom ar en cuenta la tem poralidad, es porque los víncu­
los se modifican con el tiempo: a su m anera, el niño se vuelve
creador de los roles parentales, a la vez que ve que su estatu to
de objeto se transform a y tiende a borrarse. El in terés
libidinal que se pone en un bebé recién nacido o en u n niño
pequeño que no tiene todavía el habla no tiene nad a que ver
con el que se pone en un niño m ás grande o en un adolescente
que se debate en sus identificaciones edípicas. ¡Al escuchar
a los padres, uno a veces se p regunta si hab lan del mismo
niño!

El deseo del niño

Tal vez el em barazo y la m aternidad sean, con el mismo título


que la fem ineidad, ese continente negro del que hablaba
Freud. ¿Qué quiere u n a m ujer cuando dice querer u n hijo?
Un deseo de em barazo no es el deseo de tra e r un niño al
mundo, y esto parece desconcertar a los médicos, a los
legisladores, a los hom bres en general, aunque sean futuros
padres. U na m ujer puede “caer” encinta después de algún
“acto fallido”, por ejemplo el olvido de la píldora, y seguir
ignorando el sentido de ese pasaje al acto, que a m enudo se
salda con u n aborto. ¿Qué desea? ¿Asegurarse en su cuerpo
de que es verdaderam ente una m ujer? Las razones que da de
sus actos son las m ás de las veces ajenas al sentido que puede
encontrar en ellos si se analiza. U na m ujer puede desear un
hijo con pasión, sometiéndose por ejemplo a todas las m oles­
tias de un tratam iento contra la esterilidad, y algún tiempo
después rechazar con el mismo encarnizam iento otro em ba­
razo y correr riesgos m ortales p a ra suprim ir al niño. Que el
deseo de d ar vida esté ta n entrem ezclado con el de suprim irla
arriesgando la propia me perturbaba profundam ente cuan­
do era u n a joven médica y la interrupción v oluntaria del
em barazo no existía. E stá la violencia ejercida contra el
cuerpo en una especie de confusión en tre el cuerpo propio y
el del niño, que depende de identificaciones profundam ente
reprim idas.
E n esta antinom ia entre el deseo de em barazo y el de d ar
a luz un niño h ay toda la distancia que separa de un lado
u n a experiencia de vivir en el cuerpo d u ran te nueve meses
experiencia ligada a u n a problem ática fantasm ática actual,
un vínculo amoroso, por ejemplo, o edípico, cómo hacerle un
hijo al padre o a la m adre, y del otro la realidad de un niño
al que habrá que conducir a la edad ad u lta con todas las
cargas personales que eso implica; “sacrificios, abnegación”,
decían n u estras m adres, para quienes la m aternidad estaba
menos idealizada y asum ía m uy a m enudo la m áscara del
“deber”. H acer niños, tra n sm itir la vida que les h ab ía sido
dada, correspondía a una deuda a pagar, deuda que introdu­
cía desde el principio en el orden simbólico. Con frecuencia es
esta tom a de conciencia, ese sentim iento de que criar a un
niño es “superior a sus fuerzas”, es decir a su capacidad de
don actual, lo que precipita a las m ujeres en la interrupción
voluntaria del embarazo. A m enudo vi a jóvenes psicóticas
desear con fuerza un em barazo y m anifestar esta reacción de
retroceso ante la inm inencia de un hijo en lo real, borrándose
el goce prom etido de te n er un niño para sí frente a la
evidencia de que un niño existe en sí y no es propiedad de
nadie.
£1 embarazo

El niño por llegar está presente en el im aginario de la m ujer,


es objeto de ensoñaciones, de proyectos, fuente de angustia.
Alrededor de él se hace todo un trabajo de elaboración, como
lo observamos en el análisis de las m ujeres em barazadas.
Pero, presente en el im aginario, tiene sobre todo esa presen­
cia real en el cuerpo, quizá tan to m ás re a l por el hecho de que
actualm ente es posible verlo en la ecografía desde el inicio del
embarazo, e identificar su sexo an tes del nacim iento. Lo que
ocurre en los intercam bios de esos dos cuerpos vivientes aún
sigue siendo misterioso. La m ujer experim enta como incon*
trolable el crecim iento del cuerpo del niño que se produce en
lo m ás recóndito de su propio cuerpo. E sto puede darle un
sentim iento de plenitud fálica: e sta r por fin en tera, colmada;
en oposición, puede sentirse p arasitad a, vam pirizada por un
huésped que lleva ya su propia vida. E sta s posiciones ex tre­
m as van a condicionar la acogida dada al niño, pero en los dos
casos se p lan tea el problem a de a seg u rar el anudam iento de
lo real, lo simbólico y lo im aginario a trav és de lo real del
cuerpo del niño. En Roma, en 1974, decía Lacan:

¿Por qué escribí en el plano del círculo de lo real la palabra


“vida”? Es que indiscutiblemente de la vida, después de ese
término vago que consiste en enunciar el “gozar de la vida”,
de la vida no sabemos ninguna otra cosa y todo a lo que nos
induce la ciencia es a ver que no hay nada más real, lo que
quiere decir nada más imposible.15

El niño in útero es ese real imposible de la vida que


prolifera, pero está tam bién m isteriosam ente ligado a la
tra m a im aginaria y simbólica del inconsciente m aterno. De
la m adre del esquizofrénico decía Lacan en el Sem inario
sobre la angustia: “El niño en su vientre no es ninguna otra
cosa que un cuerpo cam biantem ente cómodo o molesto, es
decir la subjetivación de a como puro re a l”.16 Si ese lazo no
im aginarizado, no simbolizado con el niño in útero existe, no
será patógeno, m e parece, m ás que si se m antiene después
del nacim iento. Cuando el niño sigue siendo p a ra la m adre
un fragm ento de su propio cuerpo separado de ella, fragm en­
to viviente cuyas necesidades fisiológicas es preciso satisfa­
cer ante todo p ara asegurar su buen funcionam iento, cuando
el im aginario m aterno es estéril y lo simbólico está ausente,
debe tem erse lo peor en cuanto al futuro de un sujeto tal.
C iertas técnicas (la haptonom ía)17que incitan a los padres
a a n u d ar un lazo afectivo con el niño in útero, en especial
m ediante el tacto y la voz, tienen por efecto facilitar desde
antes del nacim iento la inscripción de lo real del cuerpo del
niño en el orden im aginario y simbólico. De este modo, la
m adre puede poner en m archa, d u ran te el em barazo, un
proceso de reconocimiento del niño por llegar como distinto
de su propio cuerpo y referirlo a un tercero, en p articu lar al
padre. E sta preparación p ara la llegada de un hijo, con el
trabajo de elaboración significante que se opera en ella, es
realizada por la pareja en presencia de u na persona con la
cual se establece un vínculo transferencial. E s ta práctica
m uestra h a sta qué punto el útero es un órgano “histerizable”,
afirmación evidentem ente tautológica si se hace referencia
a la etimología. M ediante las contracciones parciales o to ta ­
les del músculo, así como por su relajam iento, que condicio­
nan el movimiento del feto, el útero y su contenido van a
responder, en consecuencia, a la dem anda y al deseo del Otro
por interm edio de la voz y el tacto. ¿El deseo no está allí en su
connotación de am or m anifestado al niño? La persona del
m onitor interviene como m ediador del deseo, su p alab ra
induce un efecto inm ediato sobre el estado emocional de la
pareja, y por ello sobre el funcionamiento del cuerpo m aterno
y su contenido.
El c aso d e la s e ñ o r a B*

Pude verificar en u n a m ujer joven en análisis que u na


fractura en el vínculo simbólico con el niño podía ocasionar
su m uerte real. La señora B', em barazada de cinco o seis
meses, hablaba del niño que esperaba diciendo que debía ser
“forzosamente un varón”. E sta creencia se inscribía en un
contexto que no re la taré aquí (era, en particular, la ú ltim a
de u na serie de mujeres). E n ese momento de su em barazo,
después de u n a ecografía, el obstetra le anuncia u n a niña. Su
marido está decepcionado, su suegra le dice: “Mi pobre
m uchacha, no tiene m ás que volver a empezar”, su propia
m adre la compadece. ¿Pero no estaba ésta secretam ente
satisfecha de esta decepción que conoció ta n ta s veces? E n la
sesión, la señora B* se queja de contracciones, el obstetra al
que acaba de ver quiere in te rn a rla pues tem e un parto
prem aturo. Le pregunto si la n iña es viable, me dice que no.
La invito entonces a sen tarse frente a m í p ara que hablem os
de esa niñita. Pensó en un nombre, por lo que voy a poder
nom brarla en la conversación. ¿Cómo im agina a Virginie?
¿Qué piensa Virginie de sus abuelas? ¿Y de su m adre que la
echa? Yo “utilizaba” la transferencia; al contradecir a las
abuelas, le m ostraba mi deseo, que reveló ser tam bién el
suyo, de que esa n iñ ita viniera al m undo. M ás aún, al actu ar
así yo daba una existencia real, concreta a la niña y a su deseo
supuesto de vivir, m ientras que para la m adre la inscripción
de ese futuro hijo en el linaje no parecía poder hacerse.
Después de esta intervención, las contracciones cesaron, la
señora B* dio alu z a térm ino y Virginie fue muy bien recibida.
Verificamos allí el impacto directo de lo im aginario sobre
el desarrollo del em barazo. El útero, por la m ism a razón que
cualquier otro órgano, puede ser el asiento de fenómenos
histéricos, em barazo “nervioso” (del que B reuer bien se
h ab ría abstenido), esterilidad “psíquica”, desconocimiento
del estado de em barazo h a sta el mom ento del parto, etc. Pero
cuando eso toca directam ente al desarrollo del niño, por
ejemplo cuando se interrum pe su crecimiento, o cuando
m uere, la cuestión se plantea de m anera diferente: entram os
en contacto con fenómenos vinculados m ás directam ente con
la psicosomática, con su cortejo de lesiones orgánicas.

Niños hipotróficos

Anne Raoul-Duval h a realizado, en el servicio del Profesor


Papiernik en el H ospital Béclére de C lam art, u n estudio
sobre “la relación en tre el deseo de un hijo y la aparición de
niños hipotróficos”. E studió 42 casos de m adres que dieron a
luz niños hipotróficos. Se tra ta de niños nacidos en térm ino
pero cuyo crecimiento se lentificó o interrum pió in útero, sin
ninguna razón somática. En todas estas m adres se encuen­
tra n algunas constantes: u n a indiferencia total frente al
em barazo y una “no representación im aginaria del niño por
llegar”. La fu tu ra m adre no reconoce las modificaciones de su
cuerpo, continúa con su modo de vida an terio r sin hacer
proyectos p ara el parto y la acogida del niño. En general no
tiene leche y nunca se observa la depresión post p a rtu m , lo
que es comprensible dado que no tiene que hacer el duelo por
lo que no existió: el niño im aginario. La pulsión de m uerte
parece en acción en estos em barazos que, por o tra parte,
pueden saldarse con la m uerte del niño in útero. Los antece­
dentes de las m adres son a m enudo “pesados” y difícilm ente
delim itables en un estudio de este tipo. L a au to ra piensa que
siem pre tuvo lugar un “fracaso inicial en la relación con la
m adre” y algo así como u n a profunda depresión, “com pensa­
da m ediante u n a sobrecarga intelectual o social”. La au sen ­
cia total de deseo, la ausencia de representación en torno al
em barazo están m ás allá de lo que puede parecer como un
rechazo del niño. ¿No se percibe en ello algo del orden de la
forclusión? El hecho de que esta situación provoque una
detención del crecimiento o la m uerte del niño m erece que
uno se interrogue sobre las vías de transm isión de lo psíquico
a lo somático, interesando aquí el efecto mortífero no a u n
órgano del cuerpo sino a un ser viviente que h ab ita ese
cuerpo.

Nacimiento y conocim iento

El niño está allí en lo real, es u n tiem po de suspensión antes


de que los ritm os de la vida se reanuden. El cuerpo de la
m adre se distiende después de la tem pestad del parto y el
niño, si no h a sufrido, está asom brosam ente presente y como
atento a lo que sucede. Estos prim eros in sta n tes después del
nacim iento son un período sensible p a ra la creación del lazo
madre-hijo. En los anim ales, en e sta fase postnatal tiene
lugar un proceso de apego; si el anim al, el cabrito por ejemplo,
es separado de su m adre al nacer, d u ra n te al menos una
hora, aquélla ya no lo quiere cuando se lo devuelven. Si al
nacer se lo deja cinco m inutos p a ra luego sacárselo du ran te
u na hora, acepta retom arlo y alim entarlo. ¿Existe un factor
biológico que determ ine tam bién u n período sensible en los
seres hum anos? Lo ignoramos. Pensam os, en cambio, que
una m ujer que h a vivido d u ran te nueve m eses con u n a
presencia fam iliar en el interior de su cuerpo necesita que esa
presencia in te rn a se concrete en un contacto externo de piel
a piel, que ese peso en el interior de su vientre se convierta
en este peso, e sta m asa inquieta sobre su vientre. H ay de este
modo continuidad de la presencia y aceptación de la realidad
del niño.
U n niño que desaparece al nacer, al que la m adre no ve ni
toca, puede perm anecer sin existencia real p ara ella, como
si no hubiera nacido, como ya m uerto. En general, no se le
m u estra el recién nacido a una m adre que desea hacerlo
adoptar. Los servicios de prem aturos sufren enorm es dificul­
tades en el momento de re stitu ir los niños a unas m adres que
no establecieron ningún lazo con su lactante al nacer. C uan­
do el parto se realiza en un servicio lindante con el de
neonatología donde tom an a su cargo al prem aturo, cuando
la m adre puede verlo, cuando puede controlar directam ente
lo que sucede y h ab lar con el equipo, se crea y se p erp etú a un
lazo en el tiempo de la internación, y el regreso al hogar se
hace menos problemático. La ausencia de ese prim er vínculo
en los prem aturos ta l vez explique el hecho de que es en esta
categoría donde se encuentra el m ayor porcentaje de niños
m altratados.
Cuando las m adres se atreven a h ab lar, dicen, por ejem ­
plo: “Necesité algunos días para darm e cuenta de que era su
m adre, no es evidente”, “No lo veía así”, “No me enganché en
seguida con él”, etcétera.
Es extrem adam ente difícil poner en evidencia lo que
ocurre en los intercam bios precoces m adre-lactante. Si ap a­
recen desórdenes, se culpa a la m adre o al niño. Un autor
como Soulé,18siguiendo a K anner, piensa que u n niño a u tista
puede volver loca a su m adre. Cuando la psicosis aparece más
tardíam ente, es corriente pensar que es la m adre quien
provocó el trastorno. Esto es sim plificar dem asiado el proble­
ma. Recordemos lo que nos dice Lacan. H abla del “sujeto
definido como el efecto del significante” y prosigue:
Aquí, por cierto, los procesos deben articularse como circula­
res entre el sujeto y el Otro: del sujeto llamado al Otro, al
sujeto de lo que él mismo ha visto aparecer en el campo del
Otro, volviendo allí desde el Otro. Ese proceso es circular
pero, a causa de su naturaleza, sin reciprocidad. Para ser
circular, es disimétrico.19
Es la “relación circular pero no obstante no recíproca”20que
Lacan menciona no sólo con respecto a la cadena significante
(proceso de alienación) sino tam bién cuando se tra ta de la
separación, que es la pérdida original del objeto. Aquí in ten ­
tarem os poner en evidencia ese proceso complejo de circula-
ridad entre la m adre y el niño en el cual aquélla no es sólo el
Otro del significante sino tam bién el Otro deseante. Estos
intercam bios circulares aparecen en lo que yo digo es un
conocimiento, puesto que el niño y la m adre crean e n tre ellos
una relación que seguirá siendo siem pre única, singular. Un
recién nacido no es un ser viviente indiferenciado, llega con
un capital genético y un pasado. Su singularidad va a con­
dicionar en p arte las respuestas m aternas, las que a su vez
inducirán otras respuestas en el niño, que a su turno,
etcétera. E stas idas y vueltas son difíciles de captar, dado que
escapan a la conciencia y no se aprehenden m ás que en sus
efectos: los síntom as del niño las m ás de las veces. Pero, en
esa relación circular, el Otro sigue siendo el que contiene “el
fantasm a de la omnipotencia”, es “lo dicho prim ero que
decreta, legisla, aforiza, es oráculo”,21y el niño debe p a sa r por
este som etim iento p ara llegar a ser él mismo sujeto.
Pero, ¿qué ocurre con el ser del niño al nacer?

El capital del niño

E stá constituido por las características físicas y por todo lo


que, en el devenir, e stá ligado a la herencia, a los genes. En
un prim er momento, es la apariencia física la que cobra
im portancia: ¿el niño parece sano?, ¿entero? “¿No le falta
nada?”, preguntan las m adres. ¿Es lindo?, ¿“bien proporcio­
nado”? ¿El sexo responde o no a lo que esperaban los padres?
Si es un lindo niño, con un buen peso, ya satisface a su gente y
se le está agradecido. Si está m al formado, si es pequeño, s u r­
ge de inm ediato la pregunta: “¿De quién es la culpa?”“No fui
capaz de hacer un niño normal, hay algo malo en m í”, piensa
la m adre. “¿Por qué pasó esto, piensa el padre, yo no tengo
nada que ver?” “¿Hay casos sem ejantes en una de las dos fa­
milias? ¿No sería mejor que m uriera?”, etcétera. Las reac­
ciones van a precipitarse y a poner en m archa unos compor­
tam ientos en cadena: rechazo, sobreprotección, angustia,
que provocan m uy pronto m anifestaciones som áticas en el
niño, manifestaciones que, a su vez, refuerzan las conductas
de los padres (circularidad). Señalemos aquí la im portancia de
la intervención médica que puede, en estos casos, ser ráp id a­
m ente benéfica o totalm ente desestructu ran te, tom ando la
palabra del médico, en esos momentos de desconcierto, un
valor de verdad absoluta, a m enudo con una connotación
profética.
El niño llega ¡?I m undo con una experiencia vivida, no es
una arcilla informe, sorda, ciega, anim ada únicam ente por
una vida vegetativa. Desde el sexto mes de gestación22
escucha los sonidos, sobre todo las frecuencias graves (¿la voz
del padre?), distingue los sonidos del lenguaje de los no
lingüísticos, percibe la voz de la m adre paralelam ente a los
ruidos internos: respiración, gorgoteos intestinales. Puede
ya chuparse el pulgar y tra g a r el líquido amniótico. H ay un
ritm o de vigilia y de sueño y sensaciones cenestésicas en sus
movimientos y desplazam ientos. Es acunado por el ritm o de
los latidos cardíacos de la m adre y se agita si éstos se
aceleran. Si su m adre está estresada, tam bién él sufre las
descargas de adrenalina, un gran ruido lo hace sobresaltar
y acelera su ritm o cardíaco.
H ay observaciones que m u estran que las experiencias que
pudo sufrir en su vida in tra u te rin a son susceptibles de dejar
m arcas al nacer. He aquí dos ejemplos, de los que puedo d ar
testim onio personalm ente.

De los sufrimientos
antes del nacimiento

El padre de u n a joven em barazada estaba internado en un


estado m uy grave, que dejaba pocas esperanzas de supervi­
vencia. Al final de su em barazo, ella se sentía especialm ente
angustiada, esperando a la vez la llegada del niño y el an u n ­
ció de un agravam iento del estado de su padre, tal v u IU
m uerte. El parto tran scu rre bien, pero la niñ ita parecía pooo
dispuesta a vivir; se encontraba aparentem ente en un estado
letárgico, durm iendo día y noche, no aceptando el alim ento
m ás que dos o tres veces cada 24 horas; a causa de ello, la
leche de la m adre se agotaba, por lo que em pezaron a darle
m am aderas. Sin embargo, todos los exám enes e ran norm a­
les. La m adre pensaba que la niña había sufrido a causa de
su propio sufrim iento, que había en ella vida pero tam bién no
vida. La pediatra, que conocía las cualidades de e sta m adre,
tuvo u n a actitud de confianza y sostén, y no intervino
m édicam ente sino que se contentó con vigilar a la recién
nacida sin m anifestar dem asiada inquietud. Aconsejó a la
m adre que re sp eta ra esa actitud de “regresión”, pero que
aprovechara los raros momentos de vigilia p ara alim en tar a
la n iñ a y p a ra hab larle mucho. D espués de dos o tre s m eses
la beba salió de ese estado de estancam iento y se desarrolló
de una m anera com pletam ente norm al. C ontrariam ente a
todo lo que cabía esperar, el abuelo se curó. ¡Siente por esta
n ieta u n a te rn u ra particular y pretende, provocando la risa
de la niña, que fue ella quien le salvó la vida!
Si al nacer la n iñ ita no hubiera encontrado u n a acogida
p articularm ente cálida y el deseo de que viviera, deseo de la
m adre pero tam bién del padre y de las dos fam ilias, ¿no se
h ab ría dejado deslizar hacia la m uerte? ¿Qué consecuencias
h ab ría tenido u n a internación, con lo que implica de aisla­
m iento, de m ultiplicación de los exám enes, de alim en tarla
probablem ente a la fuerza? ¿H abría salido entonces de su
torpor? ¿No h a b ría ingresado en el autism o?
U n perjuicio físico con sufrim iento in útero puede m arcar
a un sujeto con ta n ta m ás fuerza por el hecho de que n ad a de
ello aparecerá en la cadena significante.
Es el caso de Pierre, quien, en su infancia, sufría de
terrores nocturnos, en el transcurso de los cuales g ritaba
comprimiéndose la g arganta con las dos manos. Su angustia
era ta l que era preciso despertarlo con la m ayor pro n titu d
p ara hacer que cesara esa pesadilla, de la cual sin embargo
nada podía decir al despertar. La m adre, que se analizaba,
relacionó esta angustia de estrangulam iento y el hecho de
que Pierre hubiera nacido con un doble círculo del cordón y
un nudo en éste, nudo que había hecho al evolucionar en un
exceso de líquido amniótico (hidram nios). Al final del em ba­
razo el niño ya no se movía, y la m adre lo hab ía creído muerto.
De hecho, con cada movimiento el cordón um bilical no sólo le
apretaba el cuello sino que el estrecham iento del nudo
provocaba una anoxia por paro circulatorio, de donde la
angustia de una m uerte real. La m adre participó a P ierre de
este descubrimiento; esto disminuyó en mucho el aspecto
aterrorizador de sus pesadillas, la angustia se atenuó, pero
aun en la edad ad ulta subsiste una fragilidad en el nivel de
la garganta, con algunas preocupaciones hipocondríacas
referidas a esta zona corporal.
No hay por lo tanto u n a ru p tu ra ta n fundam ental como se
creía entre las percepciones in útero y las que siguen al
nacimiento; al m argen de la visión, se com prueba en ellas
cierta continuidad.

Los primeros días

El recién nacido está aquí; nena o varón, con pelo o sin él,
rubio o morocho, silencioso o ya gritón, con los ojos abiertos
o cerrados; ¡la m adre descubre por fin a ese huésped que la
habitaba desde hacía meses! En general, después de un
prim er contacto “pegajoso” sobre su vientre, no siem pre
apreciado, m ientras el cordón aún no está cortado, cuando la
m adre puede estrechar contra sí al niño desnudo lo acaricia
con la p u n ta de los dedos, le da el pecho que lam e o del que
a veces m am a desde el prim er momento; al abrazarlo,
percibe su olor. Al octavo día, el 80% de las m adres reconocen
por el olor la b a tita de su bebé.
También el recién nacido h a emprendido un trabajo de
reconocimiento: a los seis días se vuelve hacia el hisopo
im pregnado con el olor de la m adre, desechando los otros. La
comodidad de la forma de tran sp o rtarlo y u na te m p e ratu ra
am biente adaptada son im portantes, dado que el niño h a
perdido el contacto envolvente del líquido amniótico. Un
recién nacido al que se pone desnudo en u na habitación fría
m anifiesta signos de desazón evidentes, grita y se debate
echando los brazos hacia atrás.
E n tre los prim eros signos de reconocimiento, citemos la
voz: la m adre habla a su recién nacido. ¿Reconoce éste la voz
que percibió in útero? Después de algunos días de vida,
reacciona ante la voz de su madre de una manera particular,
y esto en ausencia de toda otra fuente de información aparte
de la puramente auditiva... A los cinco días, se chupa más el
pulgar si escucha la voz de su madre que si se trata de una
voz extraña.23
Pero el signo m ás im portante de reconocimiento en tre la
m adre y el recién nacido es la m irada. A ntaño se creía que los
recién nacidos eran ciegos; cuando las m adres afirm aban que
los niños las m iraban fijam ente desde el nacim iento, estas
observaciones eran puestas en la cuenta del “enceguecimien-
to” del am or m aterno. Las investigaciones recientes dem ues­
tra n que en el recién nacido existe la visión:
Hay una fijación rudimentaria desde el primer día de vida,
que se hace estable al quinto [...]. Un recién nacido puede
seguir con los ojos un estímulo a lo largo de un arco de 90°,
acompañar esta búsqueda ocular con una rotación conjunta
de la cabeza [...] y suspender sus movimientos corporales.24
En consecuencia, la visión es posible, pero la m irada es u n a
actividad de relación que sobreviene en grados diversos
según las m adres y los niños. A lgunas dicen hab er experi­
m entado el prim er im pulso de am or hacia su hijo cuando éste
las miró con una atención sostenida.
U na m adre siem pre está orgullosa de sorprender la m ira­
da de su recién nacido fija en ella; en efecto, su rostro es lo m ás
atractivo que hay para el lactante: e stá cerca de él (el recién
nacido no se adapta a la lejanía), se mueve (un objeto en
movimiento a tra e m uy especialm ente su atención), em ite
estim ulaciones sonoras. Cuando la m adre cree sorprender
esa m irada sobre ella, la in te rp re ta como un signo de recono­
cimiento, sobre todo si está acom pañada por u n a sonrisa.
M ultiplica entonces los comentarios. Se siente reconocida
como m adre y esto refuerza su vínculo con el niño. A causa
de ello, enriquece sus intercam bios con él en los juegos y las
verbalizaciones, otras ta n ta s conductas que estim ulan las
reacciones interesadas del niño, las que, a su vez, son
retom adas por la madre.
Del mismo modo, puede haber evitación de la m irada. Un
investigador am ericano, Daniel S tern ,26 filmó a u n a m adre
atendiendo a sus dos gemelos, de los cuales uno ten ía
perturbaciones en el desarrollo. Observó que en tre ella y este
últim o la m irada era sistem áticam ente evitada, sin poder
descubrir cuál de los dos inducía esta evitación, a sí como los
movimientos de re tira d a que la seguían. Pero el análisis del
film im agen por im agen m ostró que, las m ás de las veces, era
la m adre quien iniciaba el movimiento de retirad a, sólo un
cuarto de segundo antes que el bebé. Otro au to r am ericano26
hizo poco m ás o menos la m ism a observación en unos
mellizos, de los cuales uno se volvió au tista. E ste no in te r­
cam biaba ninguna m irada con su m adre a los tre s m eses de
edad, momento de la observación.
El interés, al que podría llam arse innato, del lactan te por
el rostro hum ano es sorprendente cuando se lo puede poner
en evidencia, como lo hizo Brazelton. En ciertas condiciones,
el recién nacido puede reproducir las mímicas del rostro que
tiene frente a él. En sus films, Brazelton e n tra en contacto
con un bebé, le habla, le saca la lengua, lo que el niño repite
en el acto. Estam os lejos de las observaciones de Spitz, p ara
quien el rostro hum ano era percibido hacia los tres meses
(sonrisa del tercer mes) y el m aterno reconocido a los ocho,
proviniendo la angustia del octavo mes de e sta discrim ina­
ción entre un rostro extraño y el de la m adre.27
En el mom ento de este prim er encuentro del niño con «1
mundo y con su m adre, todas las ab ertu ras de su cuerpo
están listas p ara recibir las informaciones, la nariz para
husm ear los olores, la boca p ara tom ar el pezón, los oídos
abiertos a los ruidos y a la voz, la m irada a tra íd a por el rostro
que se inclina sobre él. E n cuanto a la m adre, m anifiesta
paralelam ente u n a prim era apropiación del cuerpo de su hijo
en el tacto, el olfateo, los besos, el acunam iento, la contem ­
plación. E ste encuentro puede producirse en el placer o el
displacer y tam bién puede no ocurrir en absoluto, por recha­
zo masivo de la m adre o a causa de u n a im posibilidad médica,
prem aturidad, malformación, enferm edad de la m adre o del
bebé, por ejemplo.
Luego ese tiem po de descanso term ina, las exigencias de
la vida se reanudan, el niño debe ser alim entado.

Alimentarse

Los descubrim ientos de los últim os años sobre la extrem a


precocidad de las capacidades de percepción y de a le rta del
lactante han cambiado la aprehensión que se te n ía del
m undo de la infancia; el bebé ya no es únicam ente u n tubo
digestivo, sino “u n a persona”. A causa de ello, la oralidad, si
bien conserva toda su im portancia, debe ser reconsiderada
en sus relaciones con otras funciones.
La pulsión oral se inscribe de e n tra d a en el nivel de la
necesidad, ser alim entado. Si el ham bre no se sacia, llegan el
sufrim iento y la m uerte. Allí, el niño se en cu en tra en u n a
impotencia absoluta, en un estado de to tal dependencia del
Otro que asegura su supervivencia. E s ta dependencia existe
tam bién en el plano motor; el pequeño hum ano tiene necesi­
dad del adulto p a ra sus desplazam ientos, aunque sean
mínimos. Si bien puede g irar la cabeza, sin la asistencia del
otro no puede mover el cuerpo p ara encontrar u n a posición
confortable. E sta incapacidad motriz se debe a lo inacabado
de su sistem a nervioso motor. La desproporción entre la
inm adurez del sistem a nervioso de relación y el desarrollo
extrem adam ente agudo de las capacidades perceptivas es
sorprendente, y merece una reflexión. Aunque al principio de
la vida los períodos de vigilia sean cortos, el recién nacido
registra en esos momentos una increíble cantidad de infor­
maciones. Volveremos a ello.
Si está claro que el bebé hum ano es, por lo tanto, un ser
débil, desprovisto, que va a perm anecer largo tiem po como
tributario del Otro p ara satisfacer sus necesidades vitales,
tam bién es un ser al acecho de todo lo que pasa a su alrededor,
que no se pierde nada de las idas y venidas de su entorno, que
escucha todo, los gritos, las disputas, las p alab ras intercam ­
biadas, las que le dirigen los adultos. Sufre su m anipulación
y observa las expresiones de sus rostros. Si no tuviera esas
solicitaciones a su alrededor, sería idiota. El Otro se convier­
te de por sí en el lugar prim ordial donde se incorpora la vida,
la dem anda se impone sobre la necesidad y el deseo va a
anudarse en él en la palabra. Los lugares, los agujeros de su
cuerpo en donde se originan la necesidad y la dem anda, boca,
ano, ojos, oídos, en lo sucesivo no funcionan m ás que en
relación con los significantes del Otro. El cuerpo es atrapado
de e n trad a en la red relacional con el Otro, hecha de signos
y significantes a descifrar. No hay que olvidar que la pulsión,
si bien conserva su rostro silencioso, se expresa m ediante la
dem anda, por lo tanto m ediante significantes: $ 0 D. ¿De qué
m anera se hace esta recuperación significante del cuerpo?

De la necesidad al deseo

Desde el nacim iento hay u n a ru p tu ra en el cuerpo del recién


nacido, cuya central vital relacional, h a sta entonces situada
en medio del abdomen, en la zona umbilical, se desplaza
hacia la región torácica y la encrucijada aerodigestiva. La
prim era percepción es el ham bre y la prim era expresión el
grito. En el in sta n te en que el ham bre lo atenaza, ¿el niño no
es m ás que un vacío doloroso, un grito? Pero llega el alimento,
y es el placer: placer de la succión y placer interno del h a r­
tazgo. En ese momento, el niño es esto: boca-pecho y plenitud
interna.
Recordemos rápidam ente el esquem a neurológico del re ­
cién nacido (esquem a corporal). Su sistem a nervioso motor
central y periférico es aún m uy inm aduro, los m ovimientos
voluntarios extrem adam ente lim itados. Las sensibilidades
están m uy disociadas, es decir que, en las exteroceptivas, el
contacto es anterior al calor y al dolor (para la sensibilidad
cutánea existen tre s haces diferentes: contacto, dolor y
calor). En cuanto al sistem a sensitivo interno, es predom i­
nante la sensibilidad interoceptiva, ligada al funcionam ien­
to interno, digestivo, cardíaco, respiratorio, m ientras que la
sensibilidad profunda, músculos, huesos, postura, equili­
brio, no se desarrollará sino mucho m ás adelante. Es im por­
ta n te su brayar e sta predom inancia de la sensibilidad in te r­
na, que ulteriorm ente va a borrarse.
Después de la tensión del ham bre viene el apaciguam ien­
to, tiem po de calm a y de bienestar, en el que el niño debe
percibir su repleción gástrica, los movimientos intestinales
de la digestión, asociados a sus latidos cardíacos y a la
respiración. Ese cuerpo ahíto, seguro en los brazos de la
m adre o próximo al sueño, ¿perm anece en la m em oria como
recuerdo de plenitud, de bienestar..., de felicidad? ¿No es este
estado cercano al nirvana el que procura recuperar el toxicó-
m ano en la droga? Pero el “principio del nirvana expresa la
tendencia de la pulsión de m uerte”, nos dice Freud en “El
problema económico del masoquismo” (1924), y el narcisism o
prim ario, que sería “anobjetal”, corresponde ta l vez a ese
estado mítico de completud perdido p a ra siem pre.
No hay goce puro del funcionamiento de la vida. Si el recién
nacido parece p a sa r la mayor parte de su tiempo en un sueño
reparador al que uno im agina m uy dichoso, es porque
afronta sim ultáneam ente dos actividades agotadoras: en­
gordar (aum enta 1/100 de su peso por día) y vincular,
in te g ra rla s informaciones que se atropellan, se superponen,
las provenientes del interior del cuerpo y las venidas del
exterior. Como la experiencia de satisfacción de la alim en ta­
ción es concomitante de la presencia del Otro, lo que el recién
nacido advierte desde el prim er día, todo sentim iento interno
de displacer, ham bre, dolor, espasm os intestinales, etc., será
en un prim er momento igualm ente atribuido a este Otro; el
Otro nutricio, bienhechor, tu te la r, es al mismo tiempo el Otro
malo, peligroso. El recién nacido ten d rá que descifrar e sta
m adeja de datos m últiples y contradictorios p ara construir
sus objetos y su im agen del cuerpo propio.
Continuemos tam bién nosotros n u estra exploración de la
diada madre-hijo, con las idas y vueltas obligadas de uno a
otro. Sería ten tad o r captarla como un todo, pero eso signifi­
caría olvidar que, por m ás circulares que sean, esas relacio­
nes siguen siendo perfectam ente disim étricas.
E n los estudios anglosajones referidos a las interacciones
precoces, las m adres que am am antan o juegan con sus hijos
son largam ente observadas, film adas, registradas. E stas
películas son interesantes, pero dejan la curiosa im presión
de ser “anteriores al sonoro”, no sólo por ser m udas sino
porque les falta algo del orden de la palabra. La relación del
niño con el lenguaje, en efecto, no está hecha únicam ente de
intercam bios de onomatopeyas con la m adre. E l niño está
sum ergido en un universo de discursos. “Ello h ab la de él”,
como dice Lacan, ello habla mucho de él alrededor de él, y no
sólo el personaje nutricio; padre, herm anos, herm anas, abue­
los están interesados en el recién llegado, y los com entarios
van a buen paso. Tam bién se puede olvidar su presencia y
decirlo todo delante de él: “Es ta n pequeño, no puede en ten ­
der”. Entonces se habla de todo, incluso de cosas que m ás
tard e se le ocultarán. Es así como, en el análisis de los niños,
se encuentran con claridad en los dibujos, en los síntom as,
esos secretos de fam ilia que, “es seguro, nunca le fueron
develados”. Observé a dos niños a quienes se les había
ocultado la adopción. Se presentaban como débiles m entales
que no podían aprender nada (no saber nada). Ahora bien, el
prim er dibujo, en la prim era sesión, dem ostró que su incons­
ciente sí sabía.
Por otra parte, ¿puede subestim arse, como lo hacen los
autores, el rol del observador, aun cuando tra te de hacerse
olvidar lo m ás posible? En esta simulación, aparece un poco
como un voyeur que in te n ta p e n etrar algún secreto, a la
m anera del periodista de la película Blow up28que no dej a de
escrutar unas fotos tom adas por casualidad, para encontrar
en ellas un indicio que se su strae sin cesar. ¡También aquí
subsisten misterios! ¿Por qué, se preguntan esos investiga­
dores con un asombro un poco ingenuo, el mismo com porta­
miento observado en varias m adres puede engendrar resu l­
tados ta n desem ejantes en los niños? Algunos de ellos, m ás
sagaces, evocan entonces la dim ensión del inconsciente
materno: inconsciente, “capacidad de ensoñación” de la madre,
otros tantos elem entos que escapan al ojo de la cám ara.

Presencia del Otro

Si hablo de presencia, es claro que se tr a ta de presencia real.


Si el niño e stá inscripto de en trad a en un sistem a significan­
te, si ello habla de él antes de que nazca, no es puro
significante, y tampoco puro cuerpo biológico. Procuram os
aquí delim itar la articulación de los dos. ¿Cómo se postula el
Otro como presencia real y lugar del significante?
Volvamos a p a rtir arb itrariam en te del punto de v ista de
nuestro lactante. Tiene ham bre. G rita. Ese grito hace ap a­
recer a la m adre y el alim ento. Pronto cobra p ara el niño, por
lo tanto, valor de llamado, se vuelve significante. Pero ese
significante está en manos del Otro, que da sentido al
llamado: “¿Tienes frío? ¿Tienes ham bre? ¿Quieres venir a
mis brazos?... Eres m ala”, le dice la señora H* a Sylvie. En
esta interpretación se trasluce el deseo inconsciente de la
m adre. “Es del im aginario de la m adre que va a depender la
estru ctu ra subjetiva del niño”,29dijo Lacan en 1966. Y en otra
parte: “El sujeto, in initio, comienza en el lugar del Otro, en
cuanto allí surge el prim er significante”.30
El niño tiene una gran capacidad de adaptación a la
voluntad del Otro; se aviene a todo, a los horarios aberrantes,
a los ritm os im puestos, al dem asiado o dem asiado poco
alimento. Sin embargo, si la interpretación de sus necesida­
des está dem asiado distorsionada, si su satisfacción no es
suficientem ente relevada por la función simbólica, m anifes­
ta rá su intolerancia con el arm a que tiene a su disposición:
su cuerpo. Trastornos intestinales, regurgitaciones, tra sto r­
nos cutáneos, etc., serán su respuesta. Si es desbordado por
la incoherencia y la perversión del Otro o es víctim a de su
indiferencia, su respuesta podrá ser el autism o o la psicosis.
Si las necesidades del cuerpo y la actividad fisiológica
están atrap ad as desde el principio en los significantes del
Otro, ¿cómo percibe el recién nacido los signos de la presencia
de ese Otro? ¿Cómo integra signos y significantes en la
construcción de su propia im agen del cuerpo?
El niño, en los brazos de su m adre en el momento de
m am ar, no quita los ojos del rostro m aterno, sobre todo si
aquélla lo m ira. Al mes, este contacto visual alcanza un
100%; dism inuye después de los tres meses, dirigiendo
entonces el niño su m irada a quien pasa a su alrededor.
En los brazos m aternos, en el momento del placer intenso
de la succión y la deglución, el recién nacido percibe, con el
gusto de la leche, el olor de la m adre. Gusto y olor son
concomitantes, y se sitú an en la zona bucal y en la encruci­
jad a aerodigestiva. E ste reconocimiento del olor de la m adre
se logra m uy pronto: adquirido desde el sexto día de vida,
desde entonces está ligado a la presencia m atern a y al placer
de m am ar. Pero no olvidemos que a él se asocia la percepción
de la saciedad gástrica. En efecto, la sensibilidad visceral es
m uy viva en el recién nacido, y esto tal vez constituya un
toque de atención para toda la patología de esta edad:
vómitos, anorexia, cólicos, diarreas, etcétera. El mericismo
del niño es un síntom a que explica claram ente esta carga de
la mucosa digestiva. El niño regurgita los alim entos absor­
bidos pero sin vom itarlos, los guarda en la boca, los m astica
y vuelve a tragarlos. Puede suceder que vomite una parte, lo
que plan tea problem as de desnutrición. E sta especie de
rum ia se produce cuando está solo, y el componente “autoeró-
tico” que se m enciona a este respecto m u estra con claridad
que el objeto puede ser tanto el pulgar que se chupa, que
interesa únicam ente a la zona bucal, como el bolo alim enti­
cio, que pasa y vuelve a p asar de la boca al estómago.
El placer oral está acompañado tam bién por la voz de la
m adre, que el recién nacido reconoce al cabo del quinto día.
La mímica y la m irada que acom pañan a las palabras
tam bién están presentes para sostenerlo en esta posición de
interlocutor privilegiado.
El lactante identifica muy pronto otros signos de la presen­
cia del personaje nutricio y de su perm anencia, por ejemplo
la m anera en que la m adre lo sostiene. Conocí a un bebé que
no aceptaba tom ar la m am adera m ás que si deslizaba un
brazo por la espalda del adulto que lo tenía. Su m adre lo
había colocado así cuando le daba el pecho, y esta postura se
le había hecho necesaria para alim entarse.
Lo que el recién nacido percibe como presencia del Otro
ligado a sus actividades fisiológicas puede asum ir un carác­
te r insólito. Puede ser, por ejemplo, la m áquina o el tubo por
donde pasa su alim ento, puede ser el equipo de asistencia
resp irato ria del que el niño ya no puede prescindir. A lgunas
observaciones de prem aturos ponen en evidencia este fenó­
meno. Cuando el prem aturo perm anece mucho tiempo con
asistencia respiratoria, se hace m uy difícil suprim ir el tubo
cuando la respiración podría ser norm al. A nte las ten tativ as
de extubación, el niño reacciona m ediante un com portam ien­
to de angustia: agitación, braquicardia (lentificación cardía­
ca), hipoxem ia (se pone cianótico); le re su lta imposible g ritar
debido al aplastam iento de las cuerdas vocales por el tubo. Si
entonces se repone la intubación sin conectar la ventilación
asistida, todo puede volver a e sta r en orden. La sola p resen ­
cia del tubo basta para tranquilizar al niño y perm itirle una
respiración normal. La m áquina, en ese caso, ¿no se coloca en
el lugar de u n a parte de su cuerpo, con un mínimo de
inscripción en el Otro, pedazo de cuerpo a la vez separado y
“conectado” con el Otro?

Corentin, el prematuro

La observación de un niño m uy prem aturo31 nos lo dem ues­


tra. Corentin nació a los seis m eses de em barazo, con un peso
de 900 gramos. Por ello, su supervivencia dependía del buen
funcionamiento de un equipo complicado y de los cuidados
intensivos de un personal altam ente caliñcado. Sus padres
atravesaban fases de esperanza y de desaliento, temiendo,
en especial, eventuales secuelas neurológicas de esta prem a-
turidad. Cuando C orentin adquirió un desarrollo suficiente
y la autonom ía de sus funciones vitales, el equipo que lo
asistía advirtió que era imposible suprim ir el aparato. C ada
ten tativ a de extubación, que provocaba los trastornos vitales
que mencioné antes, term inaba en un fracaso, lo que tuvo por
efecto “desm otivar” a las personas que se ocupaban de él.
E stas interpretaban la actitud de C orentin como u na n ega­
tiva a vivir, y respondían a ello m ediante un “abandono”.
Los mismos padres iban cada vez menos a verlo. C orentin
parecía m antenerse vivo exclusivam ente a trav és de las
m áquinas, a la m anera de un ser robotizado. Fue entonces
cuando el médico jefe del servicio pensó que la situación no
podía seguir así. Convocó a los padres p a ra exponerles el
problema; contem plaba la posibilidad de practicar u n a tra-
queotomía para introducir u n a asistencia resp irato ria p er­
m anente, operación que perm itiría al niño llevar u n a vida
m ás norm al y que la crianza fuera posible. Corentin podría
salir de la cama, ser alim entado, acunado, m anipulado como
un lactan te norm al. La perspectiva de esta operación tra s ­
tornó a los padres, la m ism a significaba sin duda que el niño
debía vivir, y sin una m aquinaria dem asiado pesada, pero les
costaba aceptar esa intervención m utiladora. Tal vez advir­
tieron el rol decisivo que tenían que desem peñar en lo
sucesivo. L a m adre empezó a ir todos los días a atenderlo y
pidió que la operación de traqueotom ía se difiriera. Se
planteó todo un trabajo de reconocimiento m utuo, e incluso
descubrió u n a m an era de sostener al niño contra sí m ism a,
con la espalda bien calzada en su pecho, lo que aliviaba a
C orentin en el momento en que se le sacaba el tubo resp ira­
torio. Al principio, el m alestar del niño era intenso, pero poco
a poco su sufrim iento se atenuó y se transform ó en cólera, lo
que subyugó a su m adre. Seis sem anas después, pudo vivir
sin m áquina... y sin traqueotom ía: el Otro estaba allí y su
cuerpo podía por fin inscribirse en ese Otro. Las p artes de su
cuerpo que no tenían ex-sistencia m ás que en lo real de la
m áquina pudieron ser recuperadas en la relación significan­
te con la m adre y en su deseo. Lo real pudo borrarse an te un
m undo simbólico que se abría ante él.
La cuestión del borrado de lo real ligado al nacim iento del
objeto y el sujeto será retom ada cuando abordemos la psico­
sis. La historia de C orentin y su tubo puede evocar otros casos
en los que el cuerpo no simbolizable encuentra su existencia
en u n a m áquina. Ya en 1919 Tausk escribía .De la génesis del
“aparato de influir” en el curso de la esquizofrenia32 y, m ás
recientem ente, B. B ettelheim , con el caso de Joe, nos da un
ejemplo típico de lo que es el cuerpo m áquina en la psicosis.33
A ntes de exam inar m ás precisam ente el impacto del
significante sobre el cuerpo del niño, demorémonos un poco
m ás en la problem ática de los objetos, en el sentido de objetos
a de Lacan: pecho, heces, voz, m irada, etc. (Lacan menciona
otros con respecto a la pulsión).34Se im ponen observaciones,
y sigue habiendo preguntas en cuanto al vínculo que se
establece m uy pronto entre varios de esos objetos. Desde
hace mucho tiem po Frangoise Dolto hizo hincapié sobre las
im ágenes del cuerpo a las que llam a olfativa, táctil, oral,
anal, etc. Ella fue la prim era en com unicar observaciones de
recién nacidos que sorprendieron mucho en su momento: por
ejemplo, la de un lactante que se dejaba m orir de ham bre
después de la partida de su m adre. F. Dolto aconsejó entonces
envolver las m am aderas con ropa interior de la m adre, y el
niño volvió a alim entarse. Concluyó de ello que

el narcisismo fundamental del sujeto está enraizado en las


primeras relaciones repetitivas que acompañan al mismo
tiempo a la respiración, la satisfacción de las necesidades
nutritivas y la satisfacción de deseos parciales olfativos,
auditivos, visuales, táctiles, que ilustran la comunicación de
psiquismo a psiquismo del sujeto-bebé con el sujeto-su-
madre.35

A los cinco días, sin embargo, es difícil p en sar que el Otro


tenga una existencia muy establecida: los vínculos “de psi­
quismo a psiquismo” no están sino débilmente constituidos. El
comportamiento del recién nacido hace aparecer como mucho
m ás notable la necesidad prim era de u n a asociación, de un
doble punto de referencia, y la im portancia p ara el niño de
encontrar los mismos signos: proceso, por lo tanto, de co­
nexión y repetición. El vínculo que se constituye en tre por lo
menos dos percepciones y la necesidad de verificar su p erm a­
nencia, ¿conforman el mínimo indispensable p ara fu n d ar la
existencia del Otro y, por eso mismo, la del sujeto? El hecho
de que la necesidad oral no pueda satisfacerse sino retom ada,
ya desplazada, asociada a otros indicios de la presencia del
Otro, m uestra que el ciclo de las sustituciones y los despla­
zam ientos se in sta u ra desde el nacim iento. ¿Esta conexión
inicial alrededor de la oralidad vendría a tap o n ar desde el
principio el acto de devoración, como si el prim er objeto, el
objeto oral, estuviera ya perdido antes de existir? Pero no
hay objeto primero, hay, desde el origen, unos objetos, que se
organizan en red o en serie a p a rtir del cuerpo de la m adre,
indicios de su presencia, exponentes de su deseo. La hetero­
geneidad de esos objetos y el azar de su conexión tal vez den
cuenta del “m ontaje de la pulsión [...] en el sentido en que se
habla de m ontaje en un collage su rre alista ”.36
La experiencia prim ordial de satisfacción, por lo tanto, no
queda aislada, e stá ligada a otras percepciones, y se introdu­
ce u n a red que se fija de m anera definitiva. M am ar es un acto
que se repite de cinco a siete veces por día d u ran te los
prim eros meses, pero no representa la experiencia relacional
exclusiva del lactante. Los períodos de vigilia se hacen cada
vez m ás largos y se m ultiplican las oportunidades de in te r­
cambios con el entorno, aseos, cam biadas, juegos, en el curso
de los cuales circula la palabra.
Es con respecto a estas actividades de cuidado m aterno
que vamos a ver cómo la m adre im prim e en el cuerpo de su
hijo la m arca de su deseo y cómo, a p a rtir de esas m arcas, el
niño va a desprenderse de su estatu to de objeto librado al
goce del Otro y, m ediante cortes sucesivos, a construir sus
propios objetos. En consecuencia, volvamos una vez m ás a la
m adre.

El niño en la economía pulsional


del Otro

No hay ninguna necesidad de ir muy lejos en un análisis de


adultos, basta con ser médico de niños para conocer ese
elemento que da peso clínico a cada uno de los casos que
tenemos que manejar y que se llama pulsión.37

En el Sem inario X I, Lacan retom a el concepto freudiano de


pulsión (nos m antenem os en el marco de las pulsiones
parciales) con sus cuatro térm inos: Drang, el empuje, Quelle,
la fuente, Objekt, el objeto, y Ziel, la m eta. Los articula
poniendo al frente su disyunción y el lugar del objeto, p a ra él
el objeto a: “La pulsión d a la vuelta, lo que debe tom arse aquí
con la am bigüedad que le da la lengua francesa, a la vez turn,
lím ite alrededor del cual se gira, y trick, juego de escamo­
teo”.38 Lacan insiste mucho sobre el carácter circular del
recorrido de la pulsión y sobre “la ida y v uelta donde se
e stru ctu ra ”.39 La fuente es la zona erógena sobre la cual
se riza el circuito. En resum en,

esta estructura fundamental [...] es algo que sale de un borde,


que duplica su estructura cerrada, siguiendo un trayecto que
dala vuelta y cuya consistencia no asegura ninguna otra cosa
sino el objeto, en calidad de algo que debe ser rodeado.40

E s este objeto el que nos in teresa m ás particularm ente


aquí, este objeto que

de hecho no es más que la presencia de un hueco, de un vacío


cuya instancia no conocemos sino bajo la forma del objeto a.
El objeto a no es el origen de la pulsión oral. No es introducido
en calidad del primitivo alimento, lo es por el hecho de que
ningún alimento satisfará nunca la pulsión oral, si no es
rodeando el objeto eternamente faltante.41

El objeto a, objeto perdido, faltante, es aquello alrededor de


lo cual gira la pulsión.
¿De qué m anera llega el niño a este lugar? E n la pulsión,
Trieb, estam os lo m ás cerca del cuerpo; los térm inos mismos
de zona erógena, empuje, satisfacción dan cuenta de ello.
Ahora bien, “Que haya algo que funda el ser, y será segura­
m ente el cuerpo”.42Las dos tópicas freudianas, con la d istin ­
ción del inconsciente y el ello, son retom adas por Lacan, que
acentúa su disparidad postulando en un prim er momento:
“El inconsciente está estructurado como un lenguaje” y
haciendo del sujeto el $ de la cadena significante, m ientras
que, en la continuación de su enseñanza, pone m ás el acento
sobre la dialéctica del deseo y hace del objeto a u n a referencia
esencial. E ste objeto condensa lo que h ay del goce, concepto
que debe entenderse en oposición al placer, éste siem pre
ligado a lo prohibido y a la ley. Con la pulsión estam os lo m ás
cerca del cuerpo, puesto que las zonas erógenas son el borde
de donde parte el circuito que envuelve al objeto a p ara volver
a form ar su rizo sobre ese mismo borde, y esto en un goce que
no puede m encionarse. E n efecto, si bien la pulsión se
articula sobre la dem anda $ 0 D , por lo ta n to sobre la palabra,
conserva su cara silenciosa. ¿No h ab la Freud del silencio de
las pulsiones?
En los prim eros contactos m adre-lactante, hemos visto la
im portancia de la relación de los cuerpos. ¿No sería esta
prevalencia pulsional responsable del silencio que rodea los
prim eros in stan tes, y de la incapacidad de dar cu en ta de él
con palabras? F reud fue el prim ero en atreverse a evocar en
térm inos claros el placer que la m adre experim enta en los
cuidados que da a su hijo:
Las relaciones del niño con las personas que lo cuidan son
para él una fuente continua de excitaciones y satisfacciones
sexuales que parten de las zonas erógenas. Y ello tanto más
por el hecho de que la persona encargada de los cuidados (en
general la madre) testimonia al niño sentimientos que deri­
van de su propia vida sexual, lo abraza, lo acuna, lo considera
sin duda alguna como el sustituto de un objeto sexual
completo [...]. La pulsión sexual, lo sabemos, no es desperta­
da solamente por la excitación de la zona genital.43
El cuerpo del niño in útero puede ser sentido como frag­
m ento del cuerpo propio de la m adre con el mismo derecho
que uno de sus órganos. Las m anifestaciones histéricas y
psicosomáticas del em barazo lo atestiguan. Separado del
cuerpo de la m adre, “resto” de un encuentro sexual, su
impotencia, su indigencia hacen de él el modelo del objeto
m ás próximo narcisisticam ente, al menos por un tiempo.
En la im agen del niño prendido al pecho, Freud lo subraya,
la voluptuosidad está, en general, del lado del niño:
Cuando se ha visto al niño saciado abandonar el pecho, volver
a caer en brazos de su madre y, con las mejillas rojas y una
sonrisa dichosa, dormirse, no se puede dejar de decir que esta
imagen sigue siendo el modelo y la expresión de la satisfac­
ción sexual que conocerá más adelante.44
La voluptuosidad de la m adre ra ra vez se menciona. Es
cierto que p ara una m adre es difícil h ab lar de ese algo
p erturbador que experim enta en la comunicación de cuerpo
a cuerpo con el niño. U na de ellas me decía que siem pre la
sorprendía sentir una subida de la leche cuando escuchaba
los gritos de su lactante. El pezón es u n a zona fuertem ente
erógena y la succión del bebé puede procurar un placer
intenso, que a veces llega h a sta el orgasmo. ¿Es “confesable”?
En prim er lugar, la m adre puede sentirse sorprendida, luego
inquieta o culpable; en todos los casos, se g uarda bien de
h ab lar de ello. En ocasiones interrum pe el am am antam iento
p ara poner fin a esta incongruencia. E n tre u n hom bre que
quiere retom ar la vida sexual y gozar de su cuerpo y un bebé
que se alim enta de la m ism a fuente, puede sentirse presio­
nada a hacer una elección.
¿Cómo está atrapado el niño en este bucle de las pulsiones
m aternas? Recordemos que en todo ser h ab lan te existe, por
estructura, una pulsión preponderante -d e la que la psicolo­
gía dedujo los tipos de carácter oral, anal, narcisista, fálico,
e tc .- y que esta pulsión dom inante e n tra en la composición
del fantasm a fundam ental.

La pulsión oral
y la pulsión anal del Otro

Vayamos a la pulsión oral. ¿Qué es? Se habla de los fantas­


mas de devoración, hacerse manducar. En efecto, cada uno
lo sabe, está verdaderamente allí, confinando con todas las
resonancias del masoquismo, el término otrificado de la
pulsión oral. ¿Pero por qué no poner las cosas entre la espada
y la pared? Puesto que nos referimos al lactante ante el
pecho, y como la crianza es la succión, digamos que la pulsión
oral es el hacerse chupar, es el vampiro”.46
A la m adre, con su recién nacido, no puede no incum birle
directam ente la pulsión oral: e sta boca ávida que, de cinco a
siete veces por día, la conmina a dar el alim ento puede darle
el sentim iento de ser acaparada, absorbida, de “hacerse
m anducar” por ese pequeño vampiro. Pero al vam piro mismo
le concierne de otra m anera la devoración: se defiende todo lo
que puede de creer que se come a su m adre -e l objeto a
separador es el g aran te de ello-, pero no por eso la angustia
de devoración está siem pre menos pronta a su rg ir con los
fantasm as que la acompañan.
E sas bocas que se tienden hacia él para “devorarlo” a besos
no son forzosam ente tranquilizadoras. Los pintores que h an
representado a la Virgen con el niño a m enudo m ostraron la
actitud de re tira d a de éste, la distancia que in ten ta poner con
respecto al cuerpo m aterno, como si se defendiera de u na
proxim idad dem asiado grande.
La pulsión oral es tam bién ese placer, esa excitación que
el niño percibe cuando se p resta a los juegos de acercam iento
y re tira d a en los que el Otro sim ula devorarlo. La expresión
de su rostro, su mohín, m uestran que está entonces a medio
camino entre las lágrim as y la risa; si se ríe, es porque pudo
su p erar su angustia. Los niños m ás grandes sienten gran
placer ante el juego del “¿Lobo estás?”, con la espera excitan­
te de la aparición del lobo que va a arrojarse sobre ellos p ara
comerlos. Por otra parte, muchos cuentos infantiles retom an
estos tem as de la devoración.
Las secuencias de juego erotizado con el adulto velan lo
real de la devoración, y lo reintroducen en lo pulsional p ara
hacer de ello goce. Los relatos para niños vuelven a colocar
las pulsiones en un im aginario colectivo y, tam bién allí,
hacen surgir un goce que a m enudo se m antiene m uy
próximo a la angustia. El lenguaje aporta a ello u n a dim en­
sión com plem entaria: perm ite el develam iento pulsional al
mismo tiempo que lo contiene gracias a la ritualización del
relato m ediante el empleo de locuciones tales como “E rase
una vez”, la utilización del pretérito indefinido, poco usado en
la vida corriente, etcétera.
A p a rtir de la pu ra necesidad vital de alim entarse, el niño
va a construir, por lo tanto, un m undo im aginario, donde se
reencuentran las huellas de la carga pulsional de la m adre.
P ara la señora H*, las dificultades alim entarias de Sylvie
adquirieron de en trad a una connotación peyorativa en re la ­
ción con su propia problem ática oral, dado que su bulim ia de
adolescente seguida de una descarga b ru ta l y m asiva del
alim ento no son sino graves m anifestaciones de an g u stia de
expresión oral. Y revivió e sta fijación oral con Sylvie.
Cada m adre, por lo tanto, va a d a r a sus cuidados m aternos
un estilo en relación con su propia dom inante pulsional y los
fantasm as que la acompañan. U na m adre que pone en
prim er plano la relación de alim entación, por ejemplo, e sta rá
particularm ente ansiosa si tiene un bebé que come poco.
F rente a las m am aderas tom adas por la m itad se sen tirá u n a
m ala m adre nutricia; inquieta, m ultiplicará las comidas, lo
que aum enta las regurgitaciones, las que, a su vez, van a
reforzar su angustia y a provocar actitudes de atiborram ien-
to. F ren te a un niño menudo, sin apetito, que “v erd ad era­
m ente no le hace honor”, ten d rá conductas de rechazo, no
entenderá: “¿Por qué hace eso?” Y a p a rtir del “Come,
entojices... p ara darm e el gusto, un bocado p ara papá, m am á,
etc.”, el niño se volverá anoréxico y soñará con alim entarse
de la nada.
A la inversa, algunos niños glotones, bulímicos, insacia­
bles, pueden an g u stiar a una m adre “poco dada a la comida”,
m ás a tra íd a por los intercam bios lúdicros o de lenguaje con
su lactante, que a causa de ello experim entará u n a decep­
ción: “No piensa m ás que en comer. ¿Qué es lo que le falta
p ara que reclam e todo el tiempo? ¿Hay que ponerlo a racio­
nam iento?” E stas m adres, a m enudo ex anoréxicas, rep ri­
m en a veces sádicam ente la succión del pulgar.
Con frecuencia, las m adres perciben un peligro en dejarse
llevar por sus apreciaciones personales p ara alim en tar al
niño, por lo que se rem iten al saber médico y dejan que el
p ediatra decida por ellas. Cuando los médicos daban regím e­
nes uniformes p ara las diferentes edades del niño, los riesgos
de trastornos alim entarios eran tanto m ás grandes cuando
las m adres tom aban esas prescripciones al pie de la letra. E n
la actualidad, la alim entación se hace m ás bien a la carta,
según el peso, el gusto y el apetito del niño.
Cuando se tr a ta de los m ás pequeños, es raro que la m adre
exija un control de la función de excreción, si bien aú n se las
ve poner a sus lactantes en la escupidera a horas regulares.
La zona anal es u n a p a rte del cuerpo del bebé m uy investida
por la m adre; ésta se preocupa del núm ero y la cantidad de
las deposiciones, del estado de las nalgas, y las cam biadas
que siguen al am am antam iento son la ocasión de m an ip u la­
ciones del cuerpo: se lo lava, entalca, perfum a, viste. No
faltan los com entarios. (Este interés se reen cu en tra en la
abundancia de avisos publicitarios sobre m arcas de p a ñ a ­
les.) La preponderancia de la pulsión anal en la m adre
provoca una erogenización de la función de excreción del
niño. Ahora bien, el recorrido del bolo alimenticio es m ás
percibido en el lactante que en el adulto. Por ello, toda carga
privilegiada del O tro sobre esta zona inducirá u n a resp u esta
anatóm ica y fisiológica directa. Pude comprobar la inm edia­
tez de e sta resp u esta en un intercam bio entre u n a m adre y
su hija de tres años. E sta no dejaba de reclam ar chocolate, lo
que le ocasionó esta observación: “Ya b asta, si comes dem a­
siado te dolerá la panza y no podrás hacer m ás caca”. T ras lo
cual la niña se precipitó a la escupidera y volvió con la m ism a
rapidez a llevársela a su m adre, m ostrando en su interior un
lindo excremento.
Tuve en análisis a u n a niña de diez años que p resentaba
graves trastornos del tránsito intestinal. H abía sufrido v a ­
ria s resecciones del colon, luego de episodios oclusivos que se
atrib u ían a u n a longitud excesiva del mismo. Me la había
enviado el cirujano, que se negaba a intervenir en lo sucesivo.
En efecto, periódicam ente la niña era llevada con urgencia a
su servicio a causa de “episodios oclusivos” extrem adam ente
dram atizados. La puesta en observación demostró que no se
tra ta b a m ás que de un estreñim iento pertinaz. E stas crisis
de bloqueo del tránsito intestinal daban lugar a grandes
escenas fam iliares: niña que aullaba de dolor, padre y m adre
en vela toda la noche practicando baños calientes y otras
m anipulaciones para que “¡la caca salga de una vez!” En
análisis, el síntom a de la n iña reveló ser u na pu esta al día
de la estru ctu ra de la m adre, gran obsesiva preocupada,
desde el nacim iento de su hija, por esa caca “que ya no quería
entregar. Supositorios, term óm etro en el trasero, ¡todo era
inútil!” En sus dibujos, la niña representab a sus intestinos
como un cordón umbilical que la unía a la m adre. Con el
análisis, los síntom as orgánicos desaparecieron con b astan te
rapidez, pero el trabajo de readecuación estru ctu ral fue
largo, tanto por el lado de la m adre como por el de la niña.
Cuando la m adre presta un interés particu lar a una parte
del cuerpo del niño con el goce asociado a él, m arca p ara
siem pre con su sello esa zona corporal. Así, Lacan nos
recuerda que la noción de cuerpo fragm entado designa antes
que nada u n a fragm entación libidinal:

El psicoanálisis implica, desde luego, lo real del cuerpo y de


lo imaginario de su esquema mental. Pero, para reconocer en
él su alcance en la perspectiva que se funda en el desarrollo,
en primer lugar es preciso reparar en que las integraciones
más o menos parcelarias que parecen constituir su ordena­
miento funcionan allí, antes que nada, como los elementos de
una heráldica, de un blasón del cuerpo. Como queda confir­
mado en el uso que se hace de ello para leer los dibujos
infantiles.46

En los prim eros dibujos se encuentra a menudo, en una


forma identificable, la zona corporal particularm ente inves­
tida y erotizada en la relación con el Otro.
En el caso antes mencionado, los intestinos estaban in s­
criptos de en trad a como el vínculo que unía a la niña con su
m adre. Tam bién he visto a la cabellera rep resen tar ese
mismo papel de enlace con el Otro, en los dibujos de una niña
que exhibía una alopecia que producía calvicie. E sta niña,
que ten ía una cabeza perfectam ente calva, se representaba
con u n a bella cabellera retorcida que constituía un puente
entre ella y su m adre.
He aquí otra observación. Lucie había nacido con una luxa­
ción congénita de la cadera. E sta malform ación requirió una
internación de 18 días a la edad de cinco meses, en las
condiciones de incomodidad que le son inherentes: cuerpo
inmovilizado sobre la espalda, piernas separadas, m an ten i­
das en tracción. La m adre estuvo m uy a te n ta a que la niña
no sufriera a causa de la internación: se quedaba ju n to a ella
prácticam ente d u ran te todo el día, garantizando los cuida­
dos y la alim entación y jugando con ella para distraerla de
esa inmovilidad obligada. El tratam ien to se prolongó d u ra n ­
te cuatro meses m ediante un yeso que iba desde la cin tu ra a
los pies y luego con un entablillado noche y día, por otros dos.
Cuando éste se suprim ió d u ran te el día p ara volver a
ponérselo a la noche, la actitud de Lucie sorprendió mucho a
sus allegados. Si bien parecía feliz de mover las piernas y de
p a talea r librem ente de día, cuando, en el m omento de
acostarse, su m adre llegaba con el entablillado en la mano,
m anifestaba una alegría extrem a y se ponía de inm ediato en
posición de ser atad a e inmovilizada. Cuando Lucie veía
aparecer a su m adre con el objeto que, d u ran te meses, había
simbolizado las m arcas del am or que ésta le había prodigado,
no podía sino m anifestar alegría y u n a excitación feliz ante
ese reencuentro. Ese objeto bárbaro, pero objeto m ediador
en tre las dos, investido de toda u n a experiencia vivida en
conjunto, perdió poco a poco su interés frente a las m últiples
solicitaciones del mundo exterior.
Por lo dem ás, algunos pequeños hechos anexos vienen a
ap u n ta la r esta observación.
La h erm ana de Lucie, dos años m ayor que ella, tuvo
d u ran te el período de cuidados dados a su herm an ita “proble­
m as” m uy dolorosos en sus pies: ¿eczema, micosis? El diag­
nóstico fue vago. E sas lesiones desaparecieron cuando Lucie
no tuvo que recibir m ás cuidados. S ucedía que esta h erm an a
dibujaba niños con grandes cabezas, cuerpos m inúsculos y
sin piernas. A nte el asombro que suscitaban estas rep resen ­
taciones, respondía: “P ara las m am ás es mucho mejor ten er
hijos sin piernas”. En cuanto a Lucie, a los tres años conserva
un interés com pletam ente específico por los zapatos de los
adultos. P asea en su cochecito de m uñecas las botas de su
padre o las chinelas de su m adre, usando en sus pies los
zapatas de sus herm anas mayores.
E stas observaciones, que pueden parecer triviales, m ues­
tra n en qué medida el interés privilegiado que la m adre
prestó a una p arte del cuerpo del niño, aquí las piernas, lo
m arca de m anera indeleble. De esta carga corporal el niño
puede hacer que nazca un objeto que va a in g resar en un ciclo
de desplazam ientos y sustituciones. La im agen inconsciente
del cuerpo libidinal se m antiene relativam ente estable,
m ientras que el objeto prosigue su camino, vistiéndose de
fantasm a, deslizándose en el deseo. Los zapatos, aquí, po­
drían ser el preludio a un objeto fetiche. P a ra Lucie, sus
piernas, sus pies son lo que tiene de m ás precioso, los rodea
con pulseras, collares, se complace en hacerlos desaparecer
en las botas de su padre. Corre y se mueve con m ucha
agilidad, habida cuenta de sus antecedentes. Si, m ás adelan­
te, se convirtiera en bailarina, bien podría ser que ignorara
el porqué de su vocación.

La voz y la mirada del Otro

A los gritos del niño responde la voz de la m adre, voz que


habla, voz que canta, portadora de significantes. Pero los
significantes no van a cobrar sentido m ás que con posterio­
ridad. E sta retroacción caracteriza precisam ente a la cadena
significante. Sería abusivo pensar que el recién nacido “com­
prende” lo que se le dice. Si bien es cierto que las p alab ras se
inscriben en su m em oria desde el prim er in sta n te de la vida,
no obstante no escucha m ás que un tono de voz: colérico y
rugiente lo hace llorar, dulce y “acariciador” lo tranquiliza y
adormece. Agreguemos que los lactantes captan perfecta­
m ente la diferencia entre la voz fem enina y la m asculina.
Voz y m irada, nos dice Lacan, son los dos objetos que
atañ en m ás específicamente al deseo, estando el pecho y las
heces im plicados m ás bien en la dem anda. ¿Es este orden
m ás elevado el que hace que la voz de por sí pueda ser puro
goce? Los añcionados al canto y a la ópera carecen de
palabras p a ra h ab lar de su pasión. Tomé nota, en u n a rev ista
de m úsica, de u n a entrevista a la actriz M arie-C hristine
B arrau lt, que expresa así este goce:

Mis grandes emociones en la ópera son las voces de las


mujeres. Creo que en la voz hay algo femenino, algo profun­
damente carnal, sensual, algo de un abandono que corres­
ponde al goce femenino. Es lo que a menudo me procura la
sensación de experimentar una ópera más que de escucharla,
es decir no sólo entenderla con la cabeza sino también con los
oídos, con la piel, con los pies, como si fuera porosa, como si
me abriera por todas partes, en un estado de goce completa­
mente físico que inunda el cuerpo entero. Es allí donde la
escucha se reúne con el acto de cantar, en esta apertura a un
flujo, a un transmitir, a un experimentar [...].47

E sta voz, que penetra por el oído sin que uno pueda
protegerse de ella, puede convertirse en persecutoria. De
hecho, las alucinaciones auditivas son m ás frecuentes que
las visuales o cenestésicas. Los psicóticos, que en su m ayor
p arte hoy en día reciben quim ioterapia, hablan poco de sus
alucinaciones. Sin embargo, es posible deducirlas de ciertas
actitudes de escucha, la mano sobre el oído, labios que se
mueven. A nte la pregunta: “¿Qué escucha allí?”, sucede que
el paciente responde con el relato de fenómenos alucinato-
rios, que oculta habitualm ente a sus allegados y a m enudo
al psiquiatra.
Sylvie era perseguida por las voces que salían de los
aparatos de radio, de televisión, etc. D espués de haber estado
aterrorizada, anonadada por la voz colérica del adulto que le
ordenaba que comiera, exigía volver a experim entar la
sensación de penetración: “Ponte furiosa, le decía a su m adre,
con una verdadera furia, m ás fuerte”. E n otros momentos, in­
te n ta b a protegerse de la intrusión del mundo exterior ta p á n ­
dose los oídos, cerrando los ojos y apretando las m andíbulas.
Si de por sí la voz puede ser objeto de goce, la m irada, en
cuanto objeto de la pulsión escópica, e n tra en general en las
estru ctu ras m ás complejas, tales como el fantasm a, el reco­
nocimiento en el espejo, con el narcisism o y las identificacio­
nes yoicas que se derivan de ello. L a m irada nos conduce
tam bién al camino del goce estético.
E stas cuestiones serán abordadas en un capítulo ulterior,
pero informaremos aquí de u n a observación en la que la
pulsión escópica de la m adre va a m arcar directam ente el
cuerpo del niño, bajo la forma de una enferm edad de la piel.

Paul-Marie y su eczema

Este chico de ocho años me había sido derivado por un


dermatólogo a causa de un eczema im portante, tratad o sin
grandes resultados desde hacía años. Hijo único, Paul-M arie
sabía que seguiría siéndolo: em barazo tardío, deseado ap a­
sionadam ente por la m adre que estuvo paralizada por u n a
ciática desde el prim er mes, em barazo rechazado por el
padre, poco dispuesto por razones personales a cargar con un
rol paterno. P a ra no m olestar a su m arido con este bebé que
m anifestaba su presencia un poco dem asiado ruidosam ente,
la m ujer “lo escamoteó” (es su expresión) lo m ejor que pudo,
disimulándolo lo m ás posible ante un padre que ten ía interés
en conservar su tranquilidad. Si Paul-M arie estaba disim u­
lado a la m irada paterna, la m adre, en cambio, no se cansaba
de contemplarlo, de adm irarlo. La m ayoría de las veces lo
ten ía junto a ella, p ara “aprovecharlo al máximo”. El eczema
justificó un interés renovado en ese cuerpo “precioso” al que
la m adre, varias veces por día, u n tab a con pom adas de
diversos colores.
Desde las prim eras sesiones del análisis Paul-M arie se
puso a dibujar, en un estado de gran excitación, volcanes
cuyos chorros de lava multicolor se difundían en tom o. Lo
apasionaban las “erupciones” volcánicas, de las que no
ignoraba nada. E staba tam bién fascinado por las piedras
preciosas y contaba la historia de personas que, a la noche,
ocultaban sus joyas en la casa y las exponían sobre el techo
d u ra n te el día, ¡para m ostrar cuán ricas eran! La m ayoría de
las veces se tra ta b a de rubíes y esm eraldas. Yo pensaba
entonces en las placas eruptivas coloradas de su rostro y su
cuello, que exhibía con un placer evidente. El eczema se borró
desde la tercera sesión, cuando decidió (no daré aquí los
detalles de esa decisión) que de ahí en m ás él mismo se
u n ta ría con la pom ada, cosa pensable porque se la aplicaba
a su h ám ster, curiosam ente tam bién atacado de eczema. La
m adre sufrió mucho por ser inútil en lo sucesivo: “¿Entonces
ahora me toca a m í escam otearm e?”, me dijo, e hizo u n a
ciática que la inmovilizó d u ran te algunas sem anas, exacta­
m ente igual que en los comienzos de su embarazo. Paul-
M arie y su padre se ocuparon de las ta re as de la casa con u n a
alegría y una complicidad que asom braron a la m adre. Pero
la calidad de ésta fue el factor que perm itió al niño rev isar su
posición libidinal y perder su síntom a. Desde las prim eras
sesiones se había iniciado en ella un trabajo de duelo, y fue
en su cuerpo mismo donde vivió esta castración. Al m ostrarle
a su hijo que renunciaba a guardarlo como su objeto, su
“piedra preciosa”, supo designarle la vía de su deseo.
La pulsión escópica, el goce del ver en la m adre, h ab ían
inducido en el niño, en lugar de a, un hacer ver y u n hacer
tocar, el eczema. M irada y tacto estaban asociados, por lo
dem ás, en u n a pesadilla repetitiva:

Un pulpo gigante, enorme, sobre el techo de la casa de en


frente... con ojos grandes como un placará (!). Tiene ocho
brazos, ocho tentáculos, dos hileras de ventosas para atrapar
a las presas, en sus “dedos” hay veneno y hasta puede
pellizcar... ese veneno se libera en el mar para hacer minús­
culas mareas negras...

Esos brazos venenosos que a tra p an a su presa y la pellizcan


dejan huellas. En cuanto a los ojos, Paul-M arie se vaciará
uno: un accidente, dijo la m adre. T ranquilam ente sentado
ju n to a ella en un sillón, puso con la m ism a calm a el cañón
de un revólver de juguete sobre su ojo y disparó. Conserva de
ello una cicatriz blanca y u n a pérdida casi completa de la
agudeza visual de ese lado.
Cuando el síntom a se borró, advertí en su análisis una
gran eflorescencia fantasm ática. El objeto m irada estaba
siem pre allí, pero velado en argum entos en los que venía a
colocarse el significante fálico, como aquel en el que un
fantasm a negro con ojos fosforescentes se lleva a su bienam a­
da después de m últiples peripecias. Paul-M arie fabricó un
fantasm a de yeso que saca de su bolsillo: en las fosas
orbiculares aparece y desaparece la luz de u n a bom bita
eléctrica que puso en el interior. El cuchillo con el cual
cortaba las rocas que tenían piedras preciosas se va a
convertir en “mágico” y servirá p a ra m últiples usos, como
cortar en dos una m ariposa que se revelará macho de un lado
y hem bra del otro (su doble nom bre de pila). U na bola de
plastilina y el cuchillo van a ser los protagonistas de av en tu ­
ras increíbles, por ejemplo: “La bola se m anduca a los
fantasm as glotones para no dejar m ás que sus ojos. Se hace
«cortar» por el cuchillo, lo que sin embargo no la descorazo­
n a ”, etcétera. El femenino y el m asculino b ailan su ronda.
A través de los relatos que Paul-M arie introduce en el
análisis, se produce toda u n a revisión fan tasm ática de los
elem entos prim itivos, en un m ontaje que Lacan califica de
surrealista. Pero, paralelam ente, puede apreciarse el impac­
to de lo pulsional sobre las funciones yoicas. Paul-M arie se
interesa apasionadam ente por los grandes descubrim ientos
sobre los orígenes de las rocas, de la m ateria. Su yo ideal se
dibuja, será vulcanólogo, químico o micólogo, p a ra e stu d iar
los hongos venenosos, pero, me dice, “no me sentiré apasio­
nado por ser «ginecologista»”. A m i pregunta sobre ese
“ginecologista”, contesta: “son los que buscan saber si uno
tiene eczema, saber si uno es ansioso y sentim ental”. ¿Es u n a
alusión al ideal del yo del analista? En ese “ginecologista”
escuché la contracción de ginecólogo y psicoanalista, pero no
dijo nad a m ás sobre ello. En cambio, ¿no coincide su defini­
ción del an alista con la del sujeto supuesto saber, el que
“busca saber si uno tiene eczema, saber si uno es sentim en­
ta l”? ¿Y no hace falta sentir pasión por este oficio p ara
desem peñarlo? ¿Qué deseo sostiene u n a pasión sem ejante?

La pulsión sadomasoquista
del Otro

El sadomasoquismo es un térm ino comodín que recubre


varias realidades y del que se apoderó el lenguaje corriente,
contribuyendo a la confusión.
H abría motivos p ara distinguir lo que corresponde a la
p u lsió n , al fantasm a y a la perversión sadom asoquistas. En
su Sem inario sobre “La angustia”, Lacan subraya el carácter
absolutam ente “heterogéneo” del masoquismo y, a este
respecto, habla de “masoquismo femenino, m asoquismo
erógeno y masoquismo m oral”.48
En la relación del adulto con el niño, ciñámonos por el
momento a la pulsión y al fantasm a, reservando p a ra m ás
adelante una reflexión sobre la perversión a propósito de
Sylvie.
La pulsión propiam ente dicha, con su carácter “acéfalo”,
está, en el caso del sadomasoquism o, m ás cerca del actu ar
perverso que el fantasm a, en el cual se encuentran im plica­
dos no sólo el objeto sino el sujeto en cuanto SÍ. E sta pulsión
in teresa en el m ás alto grado a la configuración que enuncié
al principio, la del niño en posición de objeto a p a ra el Otro,
dado que en toda posición sadom asoquista el objeto está
siempre en prim er plano. Dice Lacan en el Sem inario X I.49

El sujeto asumiendo el rol del objeto, es exactamente esto lo


que sostiene la realidad de la situación de lo que se denomina
pulsión sadomasoquista, y que no está más que en un solo
punto en la situación masoquista misma. Es por el hecho de
que el sujeto se hace objeto de una voluntad otra que no sólo
se clausura sino que se constituye la pulsión sadomaso­
quista.

En esta posición m asoquista, el sujeto se hace objeto,


“siendo esta encarnación de sí mismo como objeto la m eta
declarada”.50 Lo que parece menos evidente, y que Lacan
pone de relieve, es que en el deseo sádico el sujeto ocupa
tam bién este lugar del objeto, “sin saberlo, en beneficio de
otro”.51 “Procura realizarse, hacerse aparecer como puro
objeto, fetiche negro”.52
El niño, en su estatuto n a tu ra l de objeto, es altam ente
susceptible de inducir en el Otro una posición sádica. ¿Existe,
en efecto, relación hum ana ta n disim étrica y com plem enta­
ria como aquella en que un sujeto posee la omnipotencia, el
poder implícito de vida y m uerte sobre otro cuya existencia
y devenir están com pletam ente a su merced? Estos sen ti­
m ientos de omnipotencia, de poder absoluto pueden ser
experim entados h a sta el vértigo en ciertos seres, ellos m is­
mos en posición de debilidad en su vida relacional, quienes
se viven en este lugar de objeto a la vez con delicia y
humillación. Los pasajes al acto sádicos sobre el niño son una
recuperación en espejo de la posición m asoquista que conoce
el sujeto. Se tra ta allí de un fracaso de la inscripción del niño
en lo simbólico, y esta violencia corresponde al orden del
enfrentam iento imaginario.
Todo adulto que se interesa en el niño está atrapado en la
tentación de m odelarlo a su imagen, de im ponerle su visión
de las cosas, de someterlo a su voluntad. ¿Son los proyectos
educativos y pedagógicos algo distinto a eso? E n esta pasión
que los hombres ponen en educar y en señ ar (¡y cuántas
d isputas ideológicas que despierta!), el poder bascula con
m ucha facilidad hacia su abuso y se vuelven vagos los lím ites
entre el punto en que se detiene el goce de uno y comienza la
libertad del otro. Las conductas sádicas en la educación de los
niños se perpetúan gracias a las buenas intenciones de las
que alardean. Con la ley de la repetición y la inversión
pulsional, se tra n sm ite n de u n a generación a la o tra (cf. R.
Q ueneau, Zazie dans le métro). Como cada uno guarda en la
m em oria de su cuerpo el recuerdo de u n a situación sadoma-
soquista infantil (“Pegan a un niño” es un fantasm a trivial),
la perversión sádica con el niño no tiene el aspecto especta­
cular y escandaloso de la perversión sádica sexual. Es cierto
que, en las conductas sádicas con el niño, no se encuentran
ta n netam ente el ritual, el ceremonial, la puesta en escena,
y el dolor no es buscado abiertam ente como m eta. No
obstante, si dolor, m arcas en el cuerpo, sufrim iento, angustia
no aparecen como objetivo directo, no por ello se encuentran
menos en el corazón de la relación cuando se repite y se
in sta u ra como tal.
E sta perversión que no dice su nombre ta l vez sea, p ara la
m ujer con el niño, el equivalente de la perversión sexual en
el hombre. H abrem os de volver a esta cuestión a propósito de
la evolución de Sylvie y de las relaciones del niño psicótico con
su entorno.
A ntes de exam inar las consecuencias sobre el niño de las
pulsiones y las conductas sádicas del adulto, en especial de
la m adre, distinguirem os otras dos problem áticas.
A unque a menudo se la asocie, esta perversión sádica es en
efecto d istinta de lo que corresponde a los deseos de m uerte
m ás o menos conscientes de los padres hacia el niño. A esos
anhelos de m uerte éste responde en lo real m ediante pasajes
al acto m últiples: accidentes, fractura de miembros, intoxi­
caciones con los productos domésticos, etc. Estos niños, bien
conocidos en los servicios pediátricos, no siem pre son recono­
cidos como en peligro de m uerte, ta n m asivas son las resis­
tencias cuando se tr a ta de poner en duda un am or p aren tal
universal. El asesinato del niño debe ser silenciado. Sin
embargo, uno sabe señalarlo en otras sociedades y en otros
tiempos, pero nunca en la propia casa.53
También es preciso diferenciarlas agresiones al cuerpo del
niño de lo que corresponde a la am bivalencia del amor
m aternal. Lacan subraya la demarcación que debe hacerse
en tre la reversibilidad de la pulsión y las v arian tes del amor:

La reversión de la pulsión es ahí algo totalmente distinto a la


variación de ambivalencia que hace pasar al objeto del campo
del odio al del amor y a la inversa, según que sea provechosa
o no para el bienestar del sujeto”.64

E n otra parte habla de “odienam oram iento”.


El am or no siem pre está en el lugar de la cita a la llegada
del niño; tampoco el odio, por lo demás. El no deseo de su
presencia, “el anhelo de que no exista”, como dice B ettelheim
con respecto a los padres del niño a u tista, seguram ente es
peor que cierta violencia. La depresión m atern a en el mo­
m ento del nacim iento, con la indiferencia que la acompaña,
el vacío relacional, el desinterés por el niño son ta l vez lo m ás
d eterm inante en la producción de la psicosis, puesto que aquí
se tra ta de la puesta enjuego m asiva de la pulsión de m uerte:
sí, pulsión de muerte y no deseo de m uerte, que son dos
conceptos que no hay que confundir. En Sylvie, la carga
m atern a estaba constituida por una gran violencia, pero esta
m ism a violencia era fuerza de vida e iba a m antenerse como
un elem ento dinámico en el transcurso del análisis.
Las variaciones del amor que uno m anifiesta a su hijo son
adem ás u n a de esas evidencias que m ás vale callar, tan to se
idealiza en n u estras sociedades ese amor. W innicott, que sin
embargo valoró los cuidados m aternales y exaltó el am or que
u n a m adre debe m anifestar a su hijo, tuvo palabras m uy
d u ras para describir el odio que se mezcla con este amor. Su
artículo de 1947, “El odio en la contratransferencia”, comien­
za así: “La m adre odia a su niño desde el principio [...]”. Sigue
la enum eración de todos los buenos motivos de este odio: el
niño es dem asiado invasor; acabada la tranquilidad, nos
acapara, nos “quita el aire”; dem anda todo sin d a r nada a
cambio; cuanto m ás se le da, m ás exige, con rab ietas por
añadidura; etcétera.
El odio puede ser prim ario y definitivo, cuando el niño es
el fruto de un encuentro deshonroso. E n u n a película de los
herm anos Taviani, Kaos (1984), sobre novelas cortas de
Pirandello, u n a m adre no puede soportar la v ista de su hijo
m ien tras que, en la m irada de éste, se adivina todo el am or
que siente por ella y como u n a súplica punzante. Ella desvía
la cabeza y se aleja. El espectador sabe cuál es el horror que
la visión de su hijo le despierta cada vez: el rostro del hom bre
que la violó después de h ab er decapitado a su marido.
E n las fam ilias con varios hijos, la m ayoría de las veces uno
solo parece rep resen tar todo el “m al” que cada uno lleva
consigo, chivo expiatorio detestado pero indispensable. P u e­
de suceder que sea discapacitado o psicótico. Pero dejemos
por el momento el “odienam oram iento” p ara volver a la
pulsión.
La pulsión sadom asoquista es la que m arca con m ás
fuerza el cuerpo libidinal del sujeto infans, e induce con la
m ayor determ inación sus fantasm as y su deseo. La violencia
ejercida sobre el cuerpo, el dolor im puesto son signos fácil­
m ente identificables del goce y el deseo del Otro. El niño
m altratad o es el que se siente cómodo en lo m ás profundo de
la intim idad del padre que m a ltrata, en perfecta identifica­
ción con él vía el objeto. La m oral, la actitud de reprobación
escandalizada de la opinión pública, el horror que engendran
tales situaciones hacen olvidar que el vínculo entre la vícti­
m a y su verdugo es a menudo m ás fuerte que todos los lazos
de am or y ternura. La película Portero de noche,55 que
abordaba con m ucha verdad esta cuestión, no tuvo sino un
éxito escandaloso. R ecientem ente, en el tran scu rso de
u n proceso, un adolescente pidió volver a vivir con su m adre,
que sin embargo le había hecho sufrir sevicias d u ran te varios
años, en p articular encerrándolo en u n placará. E sta actitud
fue in terp retad a como: “La h a perdonado”. Ahora bien, lo
poco que se conoce de la vida de la m adre hace pensar que este
hijo era lo que tenía de m ás cercano, aquel cuyo destino era
reproducir su propia suerte: el de una n iñ a sin padre,
golpeada y rechazada por una m adre a la que adoraba.
El niño m altratado cuyo cuerpo está marcado de cicatrices
ra ra vez va a “p resen tar u n a denuncia”, aun cuando esté en
edad de hacerlo. Esas m arcas son u n a señal de pertenencia,
y el goce que se asocia a las m arcas y al dolor refuerza el
vínculo que lo une al otro que lo m altrata. Si se sep ara
b rutalm ente a estos niños de su medio y de su verdugo,
aparecen bruscam ente graves trastornos, tales como desper­
sonalización o ingreso en la psicosis.56Con frecuencia caen en
la delincuencia, llevando u n a vida escandida por la violencia.
Si quieren ten er hijos es, dicen, p a ra “re p a ra r” todo el m al
que recibieron, para dar el am or que no tuvieron. Pero el hijo
que vendría a garan tizar la im agen de buenos padres que
quieren ser se revela, en la realidad, decepcionante y m uy
pronto se convierte en perseguidor, volviendo a dar inicio al
ciclo de la represión sádica.

Lugar del niño


en los fantasmas parentales

Desde antes de nacer el niño tiene su lugar en los fantasm as


de los padres, en sus ensoñaciones, en los proyectos que
hacen en torno a su llegada. El niño real provoca la em ergen­
cia de u n a nueva organización y modifica ciertas determ ina­
ciones preexistentes. A través de lo que evocamos de la
pulsión en los casos que expusimos brevem ente, es posible
señalar las estru ctu ras m ás elaboradas del fantasm a. Por
ejemplo, p ara la m adre de Paul-M arie, desde la concepción
parece haberse construido un fantasm a del tipo “Escam o­
tean a un niño”, fantasm a que ya puede señalarse en su
historia edípica.
Tanto en las pulsiones como en los fantasm as prevalece el
orden imaginario, a causa del predominio del objeto y la
im agen del cuerpo. Pero el niño experim enta la captación en
el fantasm a del Otro a través del lenguaje, aquí el lenguaje
mínimo de la dem anda: “Es imposible [...] p a sa r por alto el
hecho de que no hay dem anda que no pase por alguna razón
por los desfiladeros del significante”,57 escribe Lacan. Desde
el principio mismo de su vida, el niño está inscripto en el
significante. El anudam iento de lo simbólico y lo im aginario
se hace mucho antes de que el sujeto hable, y el corte con el
objeto es concomitante de la recuperación en el lenguaje. En
el Fort-Da, el objeto carretel y su m anipulación, presencia-
ausencia, son connotados por los significantes fort y da. En
la psicosis, veremos que esas operaciones de anudam iento no
están ta n bien coordinadas.
A m edida que el niño adquiere un mejor dominio de su
cuerpo y del lenguaje, por asunción de su im agen especular
y su ingreso en la palabra, las identificaciones cam bian de
registro; la identificación con el objeto “a ” tiende a borrarse,
ingresa en la problem ática edípica y el trazo unario se vuelve
entonces una referencia identificatoria esencial.
Es en los tropiezos del discurso del Otro, en los no dichos,
en todo lo que hace del Otro el sujeto de la enunciación
inconsciente, donde el niño señala la falta de ser y el signifi­
cante de un a falta en el Otro, S (A).58E s de esta falta que va
a hacer el cauce de su propio deseo, “dos faltas que se
recubren”, dice Lacan. De este recubrim iento (la operación
de separación, la intersección), escribe: “E sta función se
modifica aquí por u n a p arte tom ada de la falta a la falta, por
lo cual el sujeto llega a encontrar en el deseo del Otro su
equivalencia con lo que él es como sujeto del inconsciente”.59
E sta operación de inconsciente a inconsciente, ¿no podría
d ar cuenta del diálogo de sordos que se in sta u ra entre padres
e hijos, diálogo de sordos entre buenos entendedores, donde
cada uno es llevado, sin saberlo, a rev elar la verdad del otro?
He aquí algunas preguntas que revelan esta búsqueda del
saber sobre el deseo del Otro, el Che vuoi?, que ilu stra n la
mezcla de los géneros y el deslizam iento que puede efectuar­
se de un plano al otro, de la pulsión al deseo, de lo im aginario
a lo simbólico:

¿Qué soy p ara el Otro?


¿Quién soy p ara el Otro?
¿Qué quiere ese Otro de mí? ¿Que lo haga feliz? ¿Que lo
colme? ¿Cómo? ¿Sólo yo? ¿Que borre las heridas de su vida?
¿Qué ve mi m adre en mí? ¿La m irada de su madre? ¿El
rostro de su padre? ¿La m aldad de su herm ano?
¿A quién am a ella a través de mí? ¿A su padre? ¿A su
h erm ana menor? ¿A ella, bebé en los brazos de su m adre?
¿Con quién sueña ella cuando me mira? ¿Con el niño
maravilloso de sus sueños? ¿Con la n iña que h a sido? ¿Con el
hombre que ama?
¿Porqué me hicieron? ¿Por azar? ¿V oluntariam ente? ¿Qui­
sieron u n a niña o u n varón?
¿Para quién me hizo ella? ¿P ara el hom bre que es mi
padre? ¿Pensando en ese otro hom bre al que tan to adm ira,
su ídolo? ¿P ara su propio padre? ¿Para darm e a su m adre?
¿Como regalo?
Y m i padre, ¿por qué le hizo un hijo a esta m ujer? ¿Por qué
a ella y no a otra? ¿Por qué dejárm ela en los brazos? ¿Por
qué e stá ta n celoso de mí? ¿Por qué no se interesa en mí?
¿Por qué me dio el nombre de pila de su padre? ¿Por qué dice
que no tengo nada de él?

El niño entiende lo que se dice m ás allá de las p alabras, lee


en tre líneas en la saga fam iliar. En lo que es, en lo que se
convierte, revela la verdad oculta del Otro, y su propio
destino, que él cree único y singular, está ya inscripto en la
historia de quienes lo precedieron, lo que no le im pide creer
en su libertad. El psicoanálisis es sensible por n a tu ra lez a a
los signos de este som etim iento y a las resp u estas que el
sujeto le aporta. He aquí algunas.
“Seré esa Michéle nacida y m uerta an tes de mí, cuyo
recuerdo e stá m ás vivo p ara mis padres que mi presencia”,
parece decir ese transexual que de Michel se convirtió en
Michéle.
“Si es preciso ser débil p ara ser am ado, lo seré”, parece
p ensar el herm ano m ayor de un niño mogólico. Y deja de
com prender y pensar. Fracaso escolar y regresión.
“¿Hay que e sta r m uerto p a ra ser am ado? ¿Ya lo estoy?
¿Quién soy?”, se pregunta Lucien, que se convierte en algo así
como u n m uerto vivo cuando lee su nom bre en u n a tum ba, la
del herm ano bienam ado de la m adre, cuyo nom bre lleva
(nombre de pila y apellido).

Sylvie en el corazón
de la red libidinal
de toda una familia

M ientras que la identificación con el objeto tiende a borrarse


y en el pasaje del se r al ten er ese objeto se construye progre­
sivam ente, el niño psicótico está en posición de no dejar de
“revelar la verdad de este objeto”. Le falta la “mediación
p a tern a ”, que le perm itiría renunciar a e sta función y e n tra r
en la significancia fálica. Notemos el carácter de fijeza de esta
posición. ¿Acaso no escribe Lacan que “L a distancia en tre la
identificación con el ideal del yo y la p a rte tom ada del deseo
de la m adre, si no tiene mediación (la que norm alm ente
asegura la función del padre), deja al niño abierto a todas las
tom as fantasm áticas. Se convierte en el «objeto» de la m adre
y ya no tiene o tra función que revelar la verdad de este
objeto”?60
M ás adelante intentarem os u n a reconstrucción im agina­
ria de la vivencia de la beba Sylvie frente al traum atism o y
a los reencuentros fallidos con su m adre. Pero procuremos en
este mom ento señ alar el lugar que ella ocupa en la economía
libidinal de esta m adre, de la pareja de los padres y de la
fam ilia am pliada.
En un prim er momento dom ina la indiferencia, el d esin te­
rés de la m adre ante una lactante con la cual no puede
establecer m ás que un contacto de cuerpo a cuerpo en el
placer compartido del am am antam iento. Sin embargo, rom ­
pe ese vínculo después de seis sem anas y deja a la niña, a la
que no reencontrará sino a la edad de seis m eses, excepción
hecha del interm edio a los tres meses. A su regreso, la actitud
negativa de Sylvie va a hacer el papel de un revelador y a fij ar
a la niña en su posición de objeto de identificación y de goce a
la vez, en una relación sadom asoquista.
A la luz de lo que sabemos de la a lerta precoz del recién
nacido y de la im portancia de los intercam bios relaciónales
en este período, form ularem os algunas observaciones e hipó­
tesis sobre las particularidades del período de cuidados
m aternos para Sylvie.
D urante seis sem anas va a conocer u n a satisfacción total
de la necesidad; su ham bre es calm ada de inm ediato en un
clima de dulce calor, de contacto estrecho de piel a piel en los
brazos de la m adre y con su olor. E n la m ism a etapa, tiene la
percepción de la saciedad y la repleción gástrica, así como de
los movimientos de su peristaltism o intestinal, m uy vivo en
el niño prendido al pecho, que en general hace sus deposicio­
nes en el momento de m am ar.
E sta prim era red de percepciones podría constituir un
principio de construcción del cuerpo: pezón en la boca, gusto
de la leche, olor de la m adre con su contacto envolvente,
sensaciones internas y percepción de la zona anal al evacuar
las deposiciones, en un momento de placer intenso. La
necesidad que te n d rá m ás adelante de ser envuelta en los
delantales de la m adre p a ra p aliar su ausencia de lím ites
corporales, ¿no tiene su origen en este período de la crianza,
cuando podía esconderse en unos brazos acogedores? E stas
percepciones son concomitantes, y su representación forma
un conjunto soldado, inmóvil tal vez, pero que se m antiene
aislado. En efecto, cuando term ina de m am ar, Sylvie es
retom ada por brazos extraños. N iñeras o em pleadas domés­
ticas se suceden y se encargan de los cuidados debidos a los
niños, cam biadas, baños, etc., en un clima que puede supo­
nerse de indiferencia afectiva. Sylvie no conoce las m iradas
intercam biadas d u ran te el am am antam iento, el placer de
los juegos que siguen a la alim entación, los diálogos con la
m adre, toda esa red significante que se constituye alrededor
del objeto y a la que J.-A. M iller h a llam ado ta n bellam ente
la “ch arlita del deseo”. E n su Sem inario de 1956-1957, “La
relación de objeto”, Lacan es m uy claro acerca de la prepon­
derancia que conserva el objeto cuando nada viene a su sti­
tuirlo.

Es por el hecho de que la madre falta al niño que la llama que


éste se engancha a su pecho y que hace de ello algo más
significativo mientras la tiene en la boca, mientras se satis­
face con ella y no puede ser separado.61

Es lo que parece p asarle a Sylvie. La carga de las conduc­


ta s orales, que nada llega a relevar, es m asiva; el goce de esos
in sta n tes es “compensación a la frustración del am or”. U n
poco m ás adelante en su Seminario, Lacan agrega: “El niño
aplasta la insaciabilidad fundam ental de la relación en la
captación oral con la cual adormece el juego”62(juego en torno
a la presencia-ausencia).
La boca y la encrucijada aerodigestiva -n o olvidemos el
olor de la m adre ligado al placer de la succión y al gusto de
la lech e- son para Sylvie una zona del cuerpo sobreinvestida,
lu g ar de satisfacción casi exclusivo. Cuando llega Georgette,
se inicia su cuarto m es de vida. No tuvo tiempo para consti­
tu ir una red de vínculos sustitutivos de esa m adre perdida,
reencontrada, de nuevo perdida. Por o tra parte, el vacío
libidinal y afectivo y la poca solicitación en la relación la
dejaron sin sostén, desam parada, sin las prim eras rep resen ­
taciones del cuerpo que se constituyen en torno a los in te r­
cambios de los cuidados m aternales. Parece no ten er m ás que
la succión del pulgar como lugar de reencuentro de la
presencia m aterna. A hora bien, lo que sucede con la llegada
de Georgette cobra p a ra este ser ya frágil el aspecto de un
cataclismo: el placer de la succión es brutalm en te in te rru m ­
pido, el único lu g ar de goce que la u nía a la m adre es violado,
destruido, y se convierte en lugar de sufrim iento; dolor,
asfixia, alaridos: Sylvie ya no es m ás que esto. Sum ergida,
anonadada, no percibe m ás que la voz colérica y el contacto
corporal de ese otro que la ap rieta en tre sus piernas. ¿Cómo
sobrevivir a este desborde de la excitación, a este m arem oto,
si no haciéndose la m uerta, cerrándose al mundo? ¿No
constituye entonces la re tira d a autística la única p arada
posible?
Los gritos y el rechazo del alim ento son interpretados
inm ediatam ente por la señora H’ como: esta n iñ a quiere
hacer que me vaya, me hace frente, me provoca, hace u n a
“huelga de ham bre”. Es u n a guerra declarada. Ante mi
pregunta acerca de si no había pensado que en u n a beba de
seis m eses esos síntom as podían ser causados por un sufri­
m iento real, me responde que nadie se lo dijo. ¡Que Sylvie
m anifiesta m ediante los gritos su descontento por el abando­
no de su m adre no deja lugar a dudas! Todo niño que se
reencuentra con sus padres después de u n a ausencia m ás o
menos prolongada les hace pagar, m ediante su com porta­
m iento agresivo o reivindicativo, el pesar que le provocó e sta r
separado de ellos.
De en trad a, la señora H* va a recordar el vocabulario
paterno p a ra calificar la situación: “Es malo dejarse m anejar
por los niños; hay que m eterlos en vereda”, etcétera. M ás
adelante, cuando la situación evolucione, los significantes
que sirvieron p ara calificar a su padre -d ésp o ta, tira n o -
serán retom ados p ara Sylvie.
¿Pueden las categorías lacanianas ap o rtar alguna ilum i­
nación a esta situación?
E n su carta a Jen n y Aubry,63 Lacan escribe: “El niño
realiza la presencia del objeto a en el fantasm a. Sustituyendo
a este objeto satu ra la m odalidad de falta en la que se
especifica el deseo (de la madre), cualquiera sea su estru ctu ­
ra especial: neurótica, perversa o psicótica”. ¿Qué objeto
realiza Sylvie en el fantasm a de e sta m adre? Yo respondería:
el que la m adre m ism a h a sido y que continúa siendo en el
fantasm a de su padre, el objeto en la posición m asoquista (cf.
supra). Puesto que, en la relación con su padre, la señora H*
había tomado claram ente el partido de “hacerse objeto de
u n a voluntad otra” en la altern ativ a de som eterse o d esapa­
recer: “Convertirse en adulto e ra imposible”, dice, ese pasaje
podía ser fatal p a ra quien se a rriesg ara en él. A unque
reconozca te n er con su padre relaciones torm entosas, el
vínculo entre ellos sigue siendo m uy fuerte: “E ra un tirano,
yo lo adoraba”. ¿Cómo pudo la señora H* inscribir a Sylvie en
este m ism o lugar de objeto que ella ocupaba p ara su propio
padre?
E n la relación con él, probablem ente se había constituido
u n fantasm a inconsciente que se form ularía de este modo:
“F uerzan a un niño”. E ste fantasm a pudo ser to talm ente
reprim ido con las dos prim eras hijas, que se presentaron
como bebas tran q u ilas, adap tad as al ritm o impuesto. E n el
tercer embarazo, la señora H* parece asom brosam ente p asi­
va y sometida: al cuerpo médico que condena la regulación de
los nacim ientos, a su marido, a los principios, a lan a tu ra le z a ,
etc. Lo que se desencadena cuando reencuentra a Sylvie a los
seis meses contrasta con la indiferencia que le m anifestaba
h a sta entonces. A 3u regreso de las vacaciones, ve lo que
sucede entre G eorgette y la niña. H ay colusión en tre un
fan tasm a inconsciente y la realidad de un acto. Y de e n tra d a
tiene la convicción -p o r otra parte, o tra lo descubrió an tes
que e lla - de que “Sylvie tiene m al carácter”. Va entonces a
retom ar las conductas de atiborram iento sádico con u n a
total buena conciencia, por el bien de la niña. El discurso que
se in sta u ra en torno a ese fantasm a y a su pasaje al acto va
a volverse muy rico, las astucias de los perseguidos-persegui­
dores son innum erables. A nalizarem os m ás adelante el
devenir de esta relación.
En este modo de actuar, Sylvie es verdaderam ente el
objeto de un a pulsión que yo calificaría de sadom asoquista.
Si la prim era hija era el objeto de la contemplación, donde
prevalecía, por lo tanto, la pulsión escópica, pero tam bién
estaba en posición de falo para la m adre, Sylvie se encuentra
en u n a posición de bisagra, en la que es a la vez la perseguida
y el objeto perseguidor. La señora H* se convierte en la
perseguidora cuando se identifica con su padre todopoderoso
y destructor, y en la perseguida cuando Sylvie invierte la
situación y la tiraniza. ¿No son su propia im agen y su propio
destino los que asigna a su hija? Se comprende por ello de qué
m anera esta lucha a m uerte en tre m adre e hija se engancha
con el goce -goce que, recordémoslo, im plica un inm enso
sufrim iento de u n a y otra parte. ¿No afirm a Lacan que el niño
psicótico pasa a ser, en su posición de objeto, un “condensador
p ara el goce”?64
Algunos años después del comienzo del análisis de su hija,
la señora H* me dirá:

Sylvie era una niña demasiado precoz, es así que tuve esa
actitud con ella, no respetaba su personalidad. Era yo quien
debía hacer (sic) todas las reacciones de mis hijas, si se
oponían era preciso que las hiciera cambiar de opinión. La
mayor era mi posesión, con la segunda la cosa se agravó y con
la tercera estalló. Si no hubiera tenido a Sylvie, también las
habría quebrantado.

C iertam ente, la señora H* hace estas reflexiones con


posterioridad, en u n a especie de retorno al pasado, con la
parte de reconstitución que eso implica. Pero resu en a en
ellas esta “precocidad”, en eco a la tira n ía de su padre -con
él, era “imposible”, sin correr riesgos “fatales”, convertirse en
ad u lto - y el “hacer todas las reacciones de mis h ijas”, donde
sella su deseo de hacer de ellas réplicas de sí m ism a, pero
donde se perfila tam bién el obrar intrincado en la pulsión.
Así, en posición de objeto de la pulsión, objeto en torno al
cual se construye el fantasm a, Sylvie se sitúa, en el deseo de
sus padres, en la encrucijada de los dos linajes -como lo
hemos visto en el capítulo I-, en un lugar que no in teresa al
deseo de la pareja parental sino al de cada uno de los dos
padres en su propia posición edípica. E lla refuerza el vínculo
m adre-abuelo m aterno, ese abuelo que va a decidir su
p artid a y a subvenir a los gastos de su estad a en el e x tra n ­
jero. Es por o tra p a rte el hijo que el padre da a su propia
m adre, a quien parece decirle: ám ala, m ejórala, tú que eres
u n a buena m adre.
E sta problem ática edípica, pervertida en los dos linajes en
grados diversos, deja entrever uno de los niveles en los que
puede señalarse la forclusión de la m etáfora paterna.

Notas

1. Jacques LACAN, Écrits, pág. 814.


2. Ibid., pág. 813.
3. J. LACAN, Seminario sobre “La angustia” (inédito), clase del 12
de diciembre de 1962.
4. Ornicar?, n° 29, pág. 17.
5. Gérard BERQUEZ, L ’autisme infantile - Introduction á une
clinique relationnelle selon Kanner, PUF, 1983.
6. Philippe ARIÉS, Essai sur l’histoire de la mort en Occident, du
Moyen-Age á nos jours, Seuil, “Histoire”, 1975 [La muerte en
Occidente, Barcelona, Argos Vergara, 1982]; Mourir autrefois,
Archives Gallimard Julliard; Elisabeth BADINTER, L’amour
en plus, Flammarion.
7. Bemard THIS, Nattre, Aubier; Naitre et sourire, Aubier; Le
Pére, acte de naissance, Seuil [El padre, acto de nacimiento,
Buenos Aires, Paidós]; La requéte des enfants á naitre.
8. Philippe ARIÉS, L ’enfant et la vie familiale sous l’Ancien
Régime, Seuil, “Histoire”, 1973 [El niño y la vida familiar en el
Antiguo Régimen, Madrid, Taurus],
9. René A. SPITZ, Lapremiére année de la vie de l’enfant, prefacio
de Anna Freud, PUF, 1958 y 1963 [El primer año de vida del
niño, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica].
10. Subrayado nuestro.
11. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 174.
12. Ibid,., pág. 145.
13. J. LACAN, “Notes á Jenny Aubry”, publicadas en anexo a
Enfance abandonée, Scarabée, 1983, y en Ornicar?, n° 37,
pág. 13.
14. J. LACAN, Ornicar?, n° 37, pág. 13,Le Séminaire, libro XI, pág.
199.
15. J. LACAN, Lettre de l’École freudienne, n° 16, pág. 201.
16. J. LACAN, Seminario sobre “La angustia”, clase del 23 de
enero de 1963.
17. Documento de trabajo editado por Le Coq Héron, n° 9,
“L’Haptonomie”, 112 boulevard Saint-Germain, 75006 París.
18. SOULE, Essai de compréhension de la mére d’un enfant
autistique, comunicación al Congreso de psicoanalistas de len­
guas romances, París, mayo de 1977.
19. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 188 (subrayado
nuestro).
20. J. LACAN, Écrits, pág. 840.
21. Ibid., pp. 808 y 814.
22. Todas las informaciones sobre las percepciones del recién
nacido son extraídas de los Cahiers du nouveau-né, n° 5, “L’aube
des sens”, obra colectiva sobre las percepciones sensoriales
fetales y neonatales, bajo la dirección de Etienne Herbinet y
Marie-Claire Busnel, Stock, 1983.
23. J. MEHLER y colab., Infant Recognition of Mother’s Voice
Perception, 1978.
24. Cahiers du nouveau-né, n° 5, op. cit.
25. Daniel STERN, Mére-enfant, les premiéres relations, Pierre
Mardaga éditeur, 1977.
26. L. F. KUBICEK, High-Risk Infans and Children, Adult and
Peer Interactions, Academic Press, 1980.
27. R. A. SPITZ, La Premiére année de la vie de l’enfant, op. cit.
28. En la película de Antonioni, de 1967.
29. J. LACAN, Seminario sobre “La lógica del fantasma” (inédito),
clase del 16 de noviembre de 1966.
30. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 180.
31. Observaciones comunicadas por Christine BARDEY. Tesis de
maestría de psicología clínica y patológica (no publicada),
defendida en la Universidad París VIII Saint-Denis, junio de
1985. Residencia efectuada en el servicio de neonatología del
Hospital de Pontoise, servicio del doctor Leraillez.
32. V. TAUSK, La Psychanalyse, n° 4, “Les psychoses”, PUF, 1958.
33. B. BETTELHEIM, La Forteresse vide, Gallimard, 1967 [La
fortaleza vacía, Barcelona, Laia].
34. J. LACAN, Écrits, pág. 817.
35. F. DOLTO, L ’Image inconsciente du corps, Seuil, 1984, pág. 67
[La imagen inconsciente del cuerpo, Buenos Aires, Paidós].
36. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 154.
37. Ibid.
38. Ibid., pág. 153.
39. Ibid.
40. Ibid., pág. 165.
41. Ibid., pág. 164.
42. J. LACAN, Le Séminaire, libro XX, pág. 100 [El seminario de
Jacques Lacan. Libro XX. Aún, Buenos Aires, Paidós].
43. S. FREUD, Trois essais sur la théorie de la sexualité, Galli­
mard, “Idées”, 1962 [“Tres ensayos sobre una teoría sexual”, en
Obras Completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1968].
44. Ibid.
45. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 178.
46. J. LACAN, Ecrits, pág. 804.
47. Entrevista a Marie-Christine BARRAULT, “La voix du corps”,
Cahiers du Festival, n° 1, junio de 1985, Festival de Aix-en-
Provence.
48. J. LACAN, Seminario sobre “La angustia”.
49. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 168.
50. J. LACAN, Seminario sobre “La angustia", clase del 16 de
enero de 1963.
51. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 169.
52. J. LACAN, Écrits, pág. 773, y Seminario sobre “La angustia”,
clase del 16 de enero de 1963.
53. Documento, “Les enfants perdus de Khomeiny”, L ’Evénement
du jeudi del 30 de mayo al 5 de junio de 1985.
54. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 187.
55. De Liliana Cavani, 1980.
56. Trabajo realizado en la institución “Le Reíais”, en Ivry.
57. J. LACAN, Écrits, pág. 811.
58. J. LACAN, Écrits, pág. 818.
59. Ibid., pp. 842-843.
60. J. LACAN, Notes h Jenny Aubry, op. cit.
61. J. LACAN, Seminario sobre “La relación de objeto” (inédito),
clase del 6 de enero de 1957. Subrayado nuestro.
62. Ibid., clase del 22 de febrero de 1957. Subrayado nuestro.
63. J. LACAN, Notes á Jenny Aubry, op. cit.
64. Discurso de clausura de las Jomadas sobre el psicoanálisis de
niños, 1967, Recherches especial, “Enfance alienée”, II.
III
CLINICA DEL OBJETO

¿Cómo, de la posición de ser ese objeto, el niño llega a la


situación de tenerlo?
Objeto a abandonado en las m anos del Otro pero con todos
los sentidos alerta, está atrapado en el centro de u n a v a sta
red de signos y significantes que se corresponden y a los que
debe descifrar. Por caminos que aú n siguen siendo m isterio­
sos, identifica los indicios del goce del Otro, sus objetos
privilegiados, sus significantes amos, otros tan to s m a te ria ­
les que utiliza p ara construir su cuerpo libidinal. E ste prim er
cuerpo, fragm entado por las diferentes funciones fisiológi­
cas, especie de cuerpo rom pecabezas, no sostiene su comien­
zo de unificación m ás que en la perm anencia del Otro, en el
retorno asegurado de su presencia, en la repetición de las
m ism as satisfacciones, en los ritm os que se suceden: vigilia-
sueño, am am antam iento-cam biadas-juegos con la m adre,
excitación-reposo, desaparición y reaparición de las m ism as
personas en momentos identificables en función de los ritm os
biológicos, por ejemplo el padre presente al despertarse y en
el momento del sueño, etcétera. La continuidad de los
cuidados, el retorno de lo idéntico, la repetición de los mismos
indicios son indispensables para a seg u rar la cohesión de este
prim er sujeto, y perm itir la introducción de lo que serán sus
cimientos, es decir sus objetos a, objetos sobre los cuales se
apoya el prim er encadenam iento significante, la prim era
inscripción simbólica. Si esa red asociativa precoz de percep-
dones y de construcción de los objetos en tom o de la presencia
del gran Otro no puede constituirse, ninguna “reunión” es
posible, el cuerpo sigue siendo un real estallado y, sobre sus
fragm entos no totalizables, va a incorporarse u n lenguaje a
la m edida de esta dispersión. E n el niño psicótico, esto va
de la ecolalia a la incoherencia verbal total.
P a ra Sylvie, cuyo cuerpo se m antiene sin lím ites, piel con
orificios cuyas funciones nunca son identificables, el lengua­
je será a la im agen de ese cuerpo, caótico, desarticulado. La
constitución de los objetos a asegura al sujeto que puede
h a b ita r su cuerpo, d a r lugar a la inscripción significante y,
por ello, sostener su identidad.
Con su concepto de objeto a, Lacan enriqueció su enfoque
del sujeto, e hizo salir al psicoanálisis de los callejones sin
salida donde lo m antenía u n a interpretación dem asiado
rígida y reductora del pensam iento freudiano, puesto que
esta noción de objeto puede d a r lugar a m últiples desliza­
mientos de sentido. Ahora bien, aunque para Freud el objeto
siguió siendo en esencia el de la pulsión, extendió progresi­
vam ente el concepto de ésta (pulsiones de vida, pulsiones de
m uerte) y la noción de objeto se volvió m ás flexible.
Cuando F reud habla de pulsiones del yo o de autoconser-
vación, el objeto de la satisfacción corresponde al objeto
llam ado “parcial”, el pecho p a ra la pulsión oral, el excrem en­
to p a ra la anal, por ejemplo. Pero sobre esas pulsiones
parciales “se apoya” la pulsión sexual y el objeto p asa a ser
u na persona: “Llamamos objeto sexual a la persona que
ejerce la atracción sexual y m eta sexual a la acción a la cual
em puja la pulsión”,1 escribe. Cuando habla de elección de
objeto, entiende tam bién objeto de amor, y en su artículo
“Introducción al narcisism o” aísla dos de ellas: la elección
narcisista y la elección anaclítica. Pero sin em bargo deja
ab ierta la cuestión: la distinción entre pulsiones del yo y
pulsiones sexuales “es u n a m era contradicción auxiliar, que
sólo conservarem os m ientras se revele útil”.2
El objeto que designa al mismo tiempo el objeto de la
pulsión y el de am or se convierte por lo tan to en un concepto
híbrido entregado a todas las readecuaciones. E sta am bigüe­
dad está en el origen de la corriente an alítica que hizo de la
“relación de objeto” u n a concepción psicologizante, convir­
tiéndose el objeto en el componente de u n a personalidad m ás
o menos acabada y siendo el objetivo confeso de un psicoaná­
lisis transform ar un objeto “pregenital” en objeto “genital”.
Lacan se rebeló contra sem ejante interpretación del pensa­
m iento freudiano, que hacía que la ética analítica se desliza­
ra hacia unas perspectivas de terap ia adaptativa.
En su Sem inario sobre “La relación de objeto” (1956-
1957), in te n ta d a r coherencia y rigor a este concepto. Reto­
m ando la teoría kleiniana del objeto, subraya sus am bigüe­
dades:
Insisto sobre la bipolaridad o la oposición que hay entre el
objeto real, en la medida en que el niño puede estar frustrado
en él, y, por otra parte, la madre en cuanto está en posición
de acordar o no este objeto real. Ello supone una distinción
entre el pecho y la madre. Es de lo que habla la señora
Melanie Klein cuando habla de objetos parciales y, para la
madre, de objeto total. Lo que se estudia, en esta posición, es
que esos dos objetos no son de la misma naturaleza. Ya se los
distinga o no, se mantiene que la madre en cuanto agente es
instituida por la función de la llamada. Es tomada como
objeto marcado y connotado por una posibilidad de más o de
menos en cuanto presencia-ausencia, en cuanto la frustra­
ción realizada por cualquier cosa que se relacione con la
madre como tal es frustración del amor, en cuanto lo que
proviene de la madre como respuesta a esa llamada es algo
que es un don, es decir distinto al objeto.

E n su b rillante simplicidad, esta larg a cita nos recuerda


un punto fundam ental del psicoanálisis de niños, a sab er la
introducción de lo simbólico a p a rtir del objeto y la preponde­
rancia de este orden en el nacim iento del sujeto. A causa de
ello, Lacan denuncia la reducción abusiva a lo im aginario de
todo enfoque del sujeto, ta l como lo im aginan los kleinianos.
E sta preponderancia im aginaria es au n perceptible en la
práctica kleiniana, donde la m adre, incluso objeto total, es el
receptáculo de producciones fantasm áticas que se refieren a
este objeto parcial, bueno, malo, perseguidor, etc., sin que se
sepa nunca “qué lugar reserva esta m adre al Nombre-del-
P adre en la promoción de la ley”.3
La necesidad de retom ar la cuestión del objeto, por lo
tanto, se impuso m uy pronto a Lacan. O currirá lo mismo con
el afecto, cuya utilización era tam bién vaga y abusiva. Pero
objeto y afecto están ligados, y Lacan se p a sa rá el año del
Seminario sobre “La angustia” (1962-1963) tratan d o de esta­
blecer las relaciones del obj eto con la angustia y algunos otros
afectos como la conmoción, la emoción, etc., y con el goce.
Quienes le reprocharon haber hecho poco caso del afecto,
¿habían entendido todo lo que, año tra s año, elaboraba en
torno a este objeto?
En su Sem inario sobre “La E tica” nos había hablado de las
relaciones del goce con la cosa, das Ding. El objeto a perm itía
un enfoque m ás operatorio de este goce, u n a disyunción
fundam ental en tre goce y placer, ilustrando, con ello, la
n atu raleza del síntom a, la reacción terapéu tica negativa,
ciertos aspectos de la perversión, etcétera. Al asociar goce y
angustia en el momento de em ergencia del objeto a (en
especial en su Sem inario sobre “La angustia”) nos procuraba
u na herram ienta que nos perm ite un mejor abordaje de la
psicosis. En mi práctica de psicoanalista de niños, el Sem ina­
rio sobre “La relación de objeto” y el de “La an g u stia” han
estado entre los que me resultaron m ás útiles (¿no decía
Lacan: “¡Lo que les digo, es preciso que les sirva!”?), y tuve la
oportunidad de lam entarm e de que no hubiera vuelto a hacer
un seminario sobre las psicosis después de su descubrim iento
del objeto a.
La insistencia que puso en sub ray ar la im portancia de este
objeto en ía causación del sujeto no siem pre fue entendida.
E n tre los miembros de su Escuela, sobre todo los m ás
antiguos, muchos se quedaron en el aporte inicial de su
enseñanza, a saber la prim acía del lenguaje en la estru ctu ra
del sujeto. Es verdad que el alboroto provocado por este
enfoque lingüístico de los fenómenos inconscientes tardó
mucho tiempo en apaciguarse; quienes escuchaban a Lacan
sin entenderlo siem pre continuaban actuando en pro del
triunfo de esta verdad, m ientras que él proseguía su camino
y diversificaba su búsqueda, no vacilando en volver a poner
en cuestión algunos puntos de su enseñanza. Al releer los
sem inarios a los cuales asistim os, se pondera el efecto de
fascinación que ejercían ciertas formulaciones lacanianas
que en el acto se convertían en em blem as con los cuales
algunos procuraban adornarse y que otros m anejaban con
desenvoltura y a veces arrogancia, lo que, de todas m aneras,
ten ía como resultado enm ascarar lo esencial de su p en sa­
miento.
Rindamos aquí homemaje a Jacques-A lain Miller, que
supo captar, en la enseñanza de Lacan, los m om entos claves,
las nuevas propuestas, y re stitu irla s en su continuidad,
poniendo de relieve la evolución de un pensam iento vivo, con
sus vacilaciones, sus cuestionam ientos, sus tropiezos, sus
escorias. Volvió a ubicar ciertas formulaciones en la actu ali­
dad de la época, y recordó que Lacan debía defenderse sin
cesar contra los salvajes ataques del medio analítico, lo que
da un tono polémico a muchos de sus textos. Pero el aporte
esencial de esta nueva lectura es la valoración de la comple-
m entariedad lógica de los dos enfoques del sujeto hechos por
Lacan: por u n a parte, el sujeto de la cadena significante, el
§Sde la alienación y, por la otra, el ser del sujeto, cuya causa
se refiere al deseo del Otro, al objeto a, resto de la operación
de separación. “No es cuestión de que el sujeto se lance hacia
la alienación si ésta no se complementa con la ganancia de ser
que e n tra ñ a la separación. Se tra ta aquí de u n a articulación
al mínimo entre el significante y el objeto”, afirm aba en su
curso titulado “Del síntom a al fantasm a, y v u elta” (1982-
1983, inédito).
Si Freud tuvo la inquietud de elaborar u n a segunda tópica,
parece que Lacan sintió la necesidad de in sistir, en la
segunda parte de su enseñanza, sobre la cuestión del objeto,
como lo subraya M iller en su artículo “D’un au tre Lacan”
0O rnicar?, n° 28): “El discurso analítico [...] es lo producido
por la articulación de estos dos pares: S^Sg, M ás a trás,
escribe:

El sujeto del significante está siempre deslocalizado, y carece


de ser. No está ahí más que en el obj eto que viste al fantasma.
El pseudo-Casem del sujeto es el objeto, llamado a.

En el segundo momento de su enseñanza, Lacan examinó


por lo tan to la cuestión del objeto y lo real. H asta el final de
su vida se preocupó por ello, procurando, m ediante el rodeo
de la topología, rep resen tar ese “irrepresentable”, delim itar
ese resto “insoslayable" (cf. los sem inarios “RSI” y “El sínto­
m a”, publicados en Ornicar?).
E n m i enfoque de la psicosis del niño, seguiré u n camino
inverso al de Lacan, partiendo del objeto p ara abordar, en un
segundo momento, los fenómenos del lenguaje. E n efecto, la
separación del objeto parece ser necesaria p ara que el niño
pueda sacar adelante el proceso de alienación significante
con la represión vinculada a él. A unque estas dos operaciones
de causación del sujeto -alienación, separación- vayan a la
par, las alteraciones de la lengua en el psicótico no pueden
com prenderse m ás que si se las vuelve a situ a r en lo im po­
sible de la separación del objeto. E ste imposible es tam bién
el estatu to de lo real en el cual se m antiene el objeto.
Precisemos aquí que nuestro enfoque no se supone en
modo alguno exhaustivo, y no pretende d ar cuenta de la
teoría lacaniana. Sim plem ente querem os d a r testim onio de
la ‘ im portancia que tuvo en n u e stra práctica, en la que
siem pre fue indisociable de la experiencia clínica. Puesto
que lo que comprendí y retuve de la enseñanza de Lacan y de
los controles que hice con él estuvo siem pre ligado a lo que
escuchaba todos los días de la boca de mis pacientes. A la
inversa, mi práctica de la psiquiatría y del psicoanálisis fue
m arcada profundam ente por su pensam iento y su aporte
teórico.
¿De qué naturaleza
es el objeto a?

E l objeto a es un hilo conductor, una pieza m aestra en la


elaboración lacaniana del ser del sujeto. A trapado en la ope­
ración de hendidura del sujeto (/chspaltung), encuentra su
lu g ar en el fantasm a, la transferencia, el síntom a, e in sp ira­
rá a Lacan las fórm ulas de la sexuación en el Sem inario A ú n .
Pero, ¿cuáles son sus orígenes? Con toda lógica, la cuestión
de la em ergencia del objeto se le planteó desde los prim eros
tiem pos de su elaboración. El Sem inario sobre “La an g u stia”
es indiscutiblem ente el m ás rico en enseñanzas sobre lo que
nos ocupa aquí: el nacim iento del sujeto y el surgim iento del
objeto. Puesto que, si bien su concepto del objeto a se modificó
con el correr de los años, Lacan nunca volvió sobre algunas
de sus características propuestas en aquel momento; si
abandonó algunas de sus formulaciones, m antuvo otras a lo
largo de toda su enseñanza. Es sobre estas últim as que me
apoyaré.
El mismo dice que su concepción del objeto a tuvo como
pu n to de p artid a u n a reflexión de W innicott sobre el objeto
transicional. E n 1951, éste produjo u n a comunicación titu la ­
d a “Objetos transicionales y fenómenos transicio nales”.4
P a rtía de u n a observación trivial que todas las m adres co­
nocen, la existencia en muchos niños de un objeto privilegia­
do del que no pueden prescindir. C ada uno pudo ser testigo
del dram a, de la angustia y los llantos que puede provocar la
pérdida de este objeto, por ejemplo en el momento de dor­
mirse.
Lo que parece h ab er atraído el interés de Lacan en este
texto de W innicott es la noción de “zona interm edia” en tre la
m adre y el niño, donde se sitú an a la vez el objeto y la
“ilusión”. Esto es lo que dice W innicott:

La zona intermedia separa lo subjetivo de lo que es percibido


objetivamente. El objeto es a la vez realidad interior y
exterior [...] primera posesión no-yo [...]. Esta zona interme­
dia es una zona de ilusión donde el niño crea y recrea el pecho
a partir de su capacidad de amar.5
Lacan entrevé la significación que puede asum ir un objeto
sem ejante en la teoría del sujeto, y com pletará su alcance con
su concepción del gran Otro, a pesar de que W innicott seguirá
otro camino: según sea la m adre “suficientem ente bu en a” o
“no suficientem ente buena”, inducirá en el niño, a trav és del
objeto, un “verdadero s e l f o un “falso s e lf’. Al mismo tiempo
que efectúa estos escapes teóricos a las antípodas de las
posiciones lacanianas, destaquem os que W innicott conti­
n u ará a pesar de todo defendiendo su concepción del “espacio
potencial” que habitan el fantasm a, la creación y la im agina­
ción.6 Es in teresante n o tar que en ese artículo W innicott
diferencia claram ente su objeto transicional del objeto in te r­
no de M elanie Klein:
El objeto transicional -dice- no es un objeto interno sino una
posesión, y no es tampoco un objeto externo. El niño puede
utilizar un objeto transicional cuando el objeto interno es
viviente, real y suficientemente bueno. Puede por lo tanto
representar el pecho externo pero indirectamente, teniendo
en cuenta el pecho “interno”.
A dvirtam os aquí la confusión que rein a en torno a este
pecho. ¿Qué representa? ¿El objeto de satisfacción de la
necesidad? ¿A la m adre? ¿El am or de la m adre? ¿Sus “buenos
cuidados”? ¿Un objeto alucinado?
Lacan in te n ta aportarle un poco de coherencia y rigor a
esta cacofonía. En su Sem inario sobre “La relación de obje­
to”, hace u n a especie de llam ada al orden referida al orden
simbólico (véase la cita m ás atrás) y retom a los conceptos de
privación, frustración y castración que articula en el agente
y el objeto: la privación es u n a falta real, un agujero, el objeto
es simbólico en ella; la frustración, un daño im aginario p ara
un objeto real; la castración, u n a deuda simbólica en relación
con un objeto imaginario.
El lugar del corte

Lacan postula que la separación no se realiza, como existe la


costum bre de decir, entre la m adre y el niño, porque u n a y
otro están desde siem pre a la vez separados y unidos por un
objeto interm ediario, que no pertenece en propiedad ni a una
ni al otro, la placenta, “objeto pegado que da al niño, en el
interior del cuerpo de la m adre, su carácter de nidación
p a ra sita ria ”.7
El pecho tam bién es un órgano “pegado”: “Es entre el pecho
y la m adre por donde pasa el plano de separación que hace
del pecho el objeto perdido que está en causa en el deseo”.8
E n su Sem inario sobre “La an gustia”, no deja de su b ray ar
el carácter “amboceptor” del objeto. El pecho no es la m adre,
tampoco se confunde con el niño, pertenece a los dos y va a
convertirse en el objeto en torno al cual se anuda el encuen­
tro. Lacan lo expresa así en aquel mom ento (1962):

Falta al objeto primero, el pecho, para funcionar auténtica­


mente como ruptura del vínculo con el Otro, le falta su pleno
vínculo con el Otro. Es por eso que hice hincapié en que no es
el vínculo que hay que romper con el Otro, es a lo sumo el
primer signo de ese vínculo.

D urante ese año tam bién insiste sobre el carácter de


cesibilidad del objeto: “Los puntos de fijación de la libido se
hallan siem pre alrededor de algunos de esos momentos de
cesión subjetiva”. H acía alusión aquí a la “conmoción a n al”
(emisión de u n a deposición) del Hom bre de los Lobos, que
sobrevenía a la v ista de la escena traum ática. Es así como
todos los objetos: heces, voz, m irada, etc., pueden “e n tra r en
el campo de la realización del sujeto”.
El carácter de exterioridad del objeto es fundam ental p ara
com prender su devenir, la m anera en que “e n tra en el campo
de realización del sujeto”,9 fantasm as, síntom as, deseo, sin
olvidar la angustia vinculada a este mismo corte.
En aquel momento, Lacan ponía el acento sobre la reali­
dad corporal del objeto, pedazo de cuerpo separado que iba a
desem peñar su papel en la constitución del sujeto, en cuanto
causa oculta, dado que, p ara convertirse en operante, este
objeto deberá ocultarse, velarse cada vez más. Más adelante
in sistirá m ás sobre los fenómenos de borde, sobre el “trazo del
corte”.
El 8 de mayo de 1963 decía esto:

Es el pedazo camal, como tal arrancado a nosotros mismos,


el que circula en el formalismo lógico tal como fue ya
elaborado por nuestro trabajo para uso del significante. Es
este objeto como perdido en los diferentes niveles de la
experiencia corporal donde se produce el corte el que es el
apoyo, el sustrato auténtico de toda función como tal de la
causa.

Prosigue: “La causa está ya alojada en la trip a ”, y h ab la de


“trip a causal”.
No olvidemos que este objeto está tam bién prendido al
cuerpo del Otro, m ás particularm ente cuando se tra ta del
pecho, de la m irada, de la voz.

Este objeto a es el acceso al Otro: el goce no conocerá al Otro


si no es mediante este resto, a.

Se tra ta del resto de una operación de corte, y no obligato­


riam ente desecho, como se dice con dem asiada frecuencia.
Ese resto es el de un encuentro y u n a separación. “La función
del resto [...] es irreductible, sobrevive a toda la experiencia
del encuentro con el significante”, dice Lacan en 1963. En
consecuencia, a es lo que cae de la relación con el Otro, y un
“resto” en el encuentro con el significante. E ste resto, h e te ­
rogéneo a la cadena significante, no simbolizable, está por lo
tan to claram ente del lado de lo real.
El objeto como perdido

¿Por qué se lo llam a perdido? P erder consiste en “e sta r


privado provisoria o definitivam ente de la posesión o de la
disposición de algo”;10 ¿este objeto ya no está entonces en
posesión del sujeto, o a su disposición? Se le dice perdido y sin
embargo corre por todas partes; se lo entrevé en las esquinas
de todas las calles, en las encrucijadas de las “ru ta s naciona­
les” o de los “pequeños caminos”.11
Si uno cree haberlo perdido, es porque piensa haberlo
poseído. Ahora bien, nada es menos seguro. Siendo el destino
del hom bre pensarse Uno a p a rtir de u n a existencia fundada
sobre las ru p tu ra s y las separaciones, no puede sino soñar
con una unidad prim itiva. Los mitos acerca de la completi-
tud, de “la esfericidad del Hombre prim ordial”,12de la unidad
quebrada y la búsqueda eterna de su m itad o de su comple­
m ento pertenecen a todos los tiem pos y todas las culturas. A
esos m itos responden otros mitos o relatos sobre fragm entos
de cuerpos perdidos, desaparecidos, irrecuperables, tal como
el del cuerpo de O siris descuartizado en catorce partes, de las
cuales nunca se encontrará el pene. Lacan evoca tam bién al
Shylock de E l mercader de Venecia y su libra de carne y a
S an ta A gata llevando sus pechos en un plato de estaño.13
En el sem inario del 30 de enero de 1963 dice:

Me gustaría enunciar esta fórmula: desde que ello se sabe,


que algo real viene al saber, hay algo perdido, y la manera
más segura de enfocar ese algo perdido es concebirlo como un
fragmento de cuerpo.

Lo que está perdido está claram ente del lado de lo real, del
lado de lo no simbolizable, de lo no dialectizable, del lado de
este irreductible, en el corazón de la construcción del sujeto,
es lo “no sabido original” de que h ab la Lacan en el sem inario
sobre “La angustia”.
A la im agen de un hombre esférico, entero, va a su stitu irla
la de un ser agujereado; pero, sobre esta m ism a hiancia, el
sujeto construye un órgano irreal. “E ste órgano, con ser
llam ado irreal, está en contacto directo con lo re a l”.14 Lacan
hace del corte anatómico que m arca la huella de la pérdida
del objeto el borde erógeno donde va a fijarse el órgano que
figura la libido, órgano que denom ina “lam inilla”. E n el
Sem inario X I la define así:

La laminilla tiene un borde y va a insertarse en la zona


erógena, es decir en uno de los orificios del cuerpo en cuanto
estos orificios -toda nuestra experiencia lo demuestra- están
ligados a la apertura-cierre de la hiancia del inconsciente.15

El hecho de que el sujeto funde su existencia sobre u n a


pérdida y que establezca su continuidad de ser a p a rtir de
ru p tu ras y de separaciones, ¿no constituye u n a paradoja?
Lacan lo expresa así:

El interés que el sujeto presta a su propia esquizia está ligado


a lo que lo determina, a saber un objeto privilegiado, surgido
de alguna separación primitiva, de alguna automutilación
provocada por la aproximación misma de lo real, cuyo nom­
bre en nuestra álgebra es objeto a .16

¿Cómo va a servir el objeto, perdido en el origen, en un


segundo momento p ara restablecer la continuidad am en aza­
da de ru p tu ra, bajo la forma de otros objetos, cuyo tipo mismo
es el objeto transicional?
El objeto a está perdido, pero alrededor de ese lu g ar que
quedó vacío horm iguean los elem entos m ás heteróclitos,
que no dem oran en reagruparse para d ar cuerpo al sujeto.
E n este lugar se forma toda la cadena de los objetos de
sustitución, objetos m arcados por el rótulo del Otro, objetos
que pueblan el im aginario pero en los que tam bién se an u d a
la relación con lo simbólico, porque todos ellos pasan por los
desfiladeros de la dem anda y el deseo. En el Sem inario
“A ún”, Jacques Lacan dice:
Lo simbólico, al dirigirse hacia lo real, nos demuestra la
verdadera naturaleza del objeto a [...] a fin de cuentas no se
resuelve más que por su fracaso, por no poder sostenerse en
el abordaje de lo real.17

Por lo tanto, es verdaderam ente en posición de objeto


perdido en cuanto a lo real como el objeto a se convierte en el
lugar mismo del nacim iento del ser y el sujeto, es el “separare,
aquí se parere, engendrarse a sí m ismo”.18 Este objeto es por
lo tan to el sostén de la libido; es “semblante de ser”19... soporte
del ser; es lo que perm ite el acceso al Otro: “Es en cuanto
su stitu tos del Otro que esos objetos son reclam ados y se hace
de ellos causas del deseo”.20
Y de este lugar viene la dem anda, que introduce lo sim ­
bólico:

El objeto a es lo que supone un vacío de demanda, de la que


no es sino al situarla por la metonimia [...] que podemos
imaginar lo que puede suceder con un deseo que ningún ser
soporta.21

La historia de Paul-M arie (cf. capítulo II de la presente


obra) ilu stra con claridad este conjunto de funciones. A trap a­
do como objeto en la pulsión escópica y el fantasm a m aterno,
responde a ello elaborando su propio goce en un hacer ver con
su eczema, e identificándose con ese objeto, cuando es piedra
preciosa, pasa del interior al exterior de la casa (cuerpo
m aterno). E sta construcción es tra sto rn a d a por el análisis: la
modifica; la piedra preciosa está ahora oculta en el cuerpo de
la m ujer, al que corta en dos con el cuchillo mágico que se alza
en el cuerpo del hombre. Ingresa así en la problem ática
fálica. En el mismo momento, los contenidos fantasm áticos
se diversifican, haciendo intervenir otros objetos, oral y anal
en particular. El objeto oral asum e u n a connotación persecu­
to ria vinculada con la m adre (anorexia, vómitos precoces). El
objeto escópico, del que podría captarse el acercam iento a lo
real m ediante la m utilación que se inflige al vaciarse el ojo
con su revólver de juguete, está ahora en el corazón de una
elaboración simbólica en torno al deseo de saber. Ya m uy
dotado, es ahora el prim ero en el conocimiento de los volca­
nes, y lo apasiona la geología. Será un gran sabio. Se ve aquí
asom ar el ideal del yo y el trazo unario de identificación con
un padre que es tam bién un gran m aestro en un saber.
En la pequeña Lucie (cf. nuestro capítulo II), el objeto se
articula de m anera diferente. Es un pedazo de cuerpo a tra ­
pado en lo real de una malformación, objeto de cuidados, de
preocupaciones, elem ento significante m ayor en el discurso
del Otro que se relaciona con ella. P a ra ella sus piernas se
convierten en la causa del am or m aternal (causa, sin em bar­
go, no exclusiva, porque en ese caso sería psicótica). E sta
interpretación es retom ada por la herm an a m ayor que,
teniendo problemas en sus pies y deseando niños sin piernas,
designa de qué lado está el goce m aterno y tal vez la m arca
de su amor.
Es en torno a este lugar, a este sitio donde lo real está en
cuestión, que Lucie va por lo tanto a ju g a r y fantasm izar. En
la cadena de los objetos que se articu lan en e sta zona
corporal, los zapatos son los primeros. El calzado no es aquí
un objeto transicional: Lucie posee un osito que cumple esta
función. Los zapatos parecer ser m ás bien el componente de
u n a producción fantasm ática, los utiliza en sus juegos', se la
ve contarse historias cuando se pasea con los de su padre o
su m adre. Puede tam bién servirse de ellos en unos compor­
tam ientos cuyo sentido sigue siendo enigmático: en la g u ar­
dería, por ejemplo, tuvo la oportunidad de mezclar y esconder
los zapatos de todos los niños, y esto en un tiempo récord, sin
que nadie se diera cuenta, lo que tuvo por efecto crear u n
desorden indescriptible a la llegada de las m am ás y un asom ­
bro combinado con inquietud en la m aestra.
E n este caso preciso, el objeto no e n tra en las categorías
clásicas de Lacan -pecho, heces, m irada, voz-, no es verd a­
deram ente cesible, siéndolo al mismo tiempo, sin embargo,
con respecto a la vivencia corporal de esta niña. Sus piernas
inm ovilizadas, sustraídas a la dinám ica corporal d u ran te
varios meses, percibidas y vistas como objetos inanim ados
(recubiertas de yeso o de entablilladas) tienen claram ente el
valor de objeto caído, a la vez exterior al sujeto y rep resen ­
tándolo.
A ntes de exam inar cómo se constituye el objeto a en el
momento princeps de la separación, hemos intentado aquí
definir su función. Objeto perdido, siem pre “eludido, velado”
en las estru ctu ras en que se m anifiesta, tales como el
fan tasm a y el deseo, hiancia que constituye punto de llam a­
da al goce, escapa a la significantización, como la vida y la
muerte. Si es un punto ciego en el corazón del ser, es tam bién
piedra angular sobre la cual se erige el sujeto. Sobre él se
apoya la función fálica, función siem pre faltan te en el psicó­
tico. J.-A. M iller lo recordaba en M ontpellier, en 1983:

En las neurosis, es el fantasma el que ocupa ese punto de falta


(significación fálica). El objeto a no tiene allí más valor que
el de contener la función de la castración. En las psicosis, el
objeto a de que se trata es puro real -en cuanto no está
incluido en él el (-<p) de la castración imaginaria- y, por ello,
no funciona “naturalmente” como causa del deseo.

El destino del objeto a es por lo ta n to introducirse en las


formaciones del inconsciente y desaparecer en las construc­
ciones cada vez m ás complejas que sostiene: en el fantasm a,
el deseo, el síntom a, la im agen narcisista i(a), la histe ria (a
oral), la obsesión (a anal). “B usquen el objeto en cuanto
sincopado”, dice Lacan. Es preciso releer, en el Libro XI de su
Sem inario, la fábula del m enú redactado en chino p ara
com prender h a sta qué punto el objeto puede ocultarse d etrás
de los significantes, sin perder por ello su peso de presencia
en la causación del sujeto y su deseo.
A causa de su natu raleza cesible, este objeto a deducido del
cuerpo, m ediador en u n a dialéctica que se inicia con el Otro,
va a servir de modelo a otros objetos que form an p arte del
m undo exterior. ¿El prim ero de ellos no es la m am adera?
Viene a continuación el objeto transicional. Lacan lo presen­
ta así:
Este carácter de cesión del objeto se traduce por la aparición
en la cadena de objetos cesibles que pueden ser sus equiva­
lentes [...] tengo la intención de incorporarle la función del
objeto transicional.

A continuación hace referencia a los objetos que constitu­


yen u n a serie a p a rtir del objeto a:
El sujeto se realiza en los objetos que son de la misma serie,
que son del mismo lugar, digamos en esa misma matriz que
la función de la a minúscula [...] es lo que, desde hace tiempo,
se denomina las obras.

H abría mucho p ara decir sobre la necesidad que tiene el


hom bre de producir objetos, sobre su pasión de crear. Pero
están tam bién todos los objetos que se m ultiplican en el
m undo actual y que debe poseer. E n su momento, Lacan
había tomado uno de ellos, el automóvil, p ara una pequeña
demostración sobre el yo ideal y el ideal del yo. Algunos
objetos asum en un lugar considerable en la dinám ica del
sujeto -n o hay m ás que pensar en los objetos del coleccionista
o en los dejados en herencia en las familias.
Abordemos ahora el proceso de separación. Su fracaso en
la psicosis debería com pararse con lo que es la forclusión en
el nivel significante.
Me parece que es en el Seminario sobre “La an g u stia”
donde Lacan ciñe de m ás cerca el mecanismo de la separación
y nos da los elem entos que perm iten que, a nuestro turno, nos
interroguem os sobre ese momento determ inante.

Goce y angustia

En este Seminario, Lacan se interroga sobre el comienzo del


objeto, lo que a nosotros, interesados como estam os en los
niños neuróticos o psicóticos, nos preocupa particularm ente.
P a rtirá de lo que entonces llam a la división significante del
sujeto.

A S Goce

a A ngustia

S Deseo

Según el esquem a que conserva, apenas con algunas


v arian tes, a lo largo de todo el año, coloca arriba, de un lado,
al O tro no barrado y del otro al S no barrado, connotando en
ese nivel al goce. Uno puede sorprenderse de encontrar u n a
A y u n a S no barradas. Lacan lo explica en dos ocasiones: “Ese
sujeto que escribo S podría ser, en este nivel, mítico, previo
a todo el juego de la operación [...] lo llam arem os m íticam ente
el sujeto del goce”.22M ás adelante hace alusión a la Cosa. En
su Sem inario sobre La ética, la Cosa designa claram ente ese
“antes de que se formen las categorías”, que podría figurar
allí.
La angustia aparece, nos dice, en el segundo tiempo, en el
momento de la separación del objeto a. Lacan comenta así
e sta operación: “El sujeto debe constituirse en el Otro y a
aparece como resto de la operación. El nivel de la angustia es
constitutivo de la aparición de la función a, y es en tercer
térm ino que aparece el $ como sujeto del deseo”.23
Ese pasaje del segundo al tercer térm ino es indiscutible­
m ente problemático en el psicótico. La historia de Sylvie nos
enseña que es la angustia la que subsiste a llí donde debería
aparecer el objeto, pareciendo excluido todo proceso de sepa­
ración. El objeto a que, por definición, es un objeto perdido y,
por ese hecho mismo, causa del deseo indestructible, ese
objeto, aquí, no puede perderse, no ofreciendo el Otro al
sujeto las condiciones favorables para asum ir y com pensar
esa pérdida. En Sylvie puede verse el fracaso del proceso de
corte en su cuerpo y en el cuerpo del Otro, fracaso que no
perm ite advenir al objeto a; por ser a sí no cesible, el objeto se
m antiene como puro real.
Pero esta reflexión sobre la angustia en la que Lacan
persistió d u ran te un año entero debe ser retom ada aquí en
u n a perspectiva m ás precisa, la de la clínica del objeto en la
psicosis. ¿Qué ocurre en ese tiempo de separación, en ese
tiempo de la angustia en que el se r queda en suspenso? En
ese punto reside uno de los enigm as de la psicosis.
Si d u ran te ese año Lacan no se interesa específicamente
en la angustia del psicótico, la aborda sin embargo a través
de los fenómenos del doble, de la despersonalización, del
Unheimliche, y el estudio que realiza sobre la angustia, lo
real y el objeto nos proporciona una m asa de informaciones
acerca de las cuales reflexionar y trab ajar.
Ya hemos subrayado que el objeto revelaba su presencia
allí donde había goce. E n la psicosis, el goce tiene u n m atiz
específico, se le dice “desbocado”, no obstruido por la ley, no
sometido al principio de realidad; podría situ arse en lo. alto
del esquem a, al lado de la Cosa. E sto nos rem ite a ciertas
observaciones de Lacan sobre lo imposible del am or p a ra el
psicótico, lo que tiene como corolario que puede ser el único
en conocer a La m ujer.
E n él, angustia y goce e stá n estrecham ente mezclados, y
nada es m ás sorprendente que verlo m etam orfosear sus
terrores en goce. Sylvie h a rá de sus angustias de devoración
u n im perativo de goce, forzando al O tro a forzarla, dem an­
dando así la repetición de un ritu a l sádico.
Tanto en la angustia como en el goce existe un imposible
de decir que se expresa m ediante el obrar, pasajes al acto
agresivos o suicidas, retraim iento autístico, fenómenos so­
máticos, agitación, postración, etcétera. Sin embargo, el
sujeto puede hacer el relato de ello con posterioridad. ¿No se
habla de las “form as de la angustia”? Lacan les pasa revista
en este Sem inario e identifica tam bién sus m odalidades en
las diferentes estru ctu ras -p o r ejemplo, en la neurosis obse­
siva y en la relación sadom asoquista-, y se dem ora en los
fenómenos del doble y la despersonalización que me parecen
m ás situados sobre la vertiente psicótica.
Em pero, la angustia psicótica, la del esquizofrénico en
particular, tiene un carácter com pletam ente específico que
la diferencia de las otras, la del neurótico por ejemplo, o la que
conoce cualquier hijo de vecino (angustia existencial). Lo
cual no quiere decir que los puntos de referencia fundam en­
tales que nos dejó Lacan, a saber el a y lo real, no sean
operatorios en todas las e stru ctu ras donde se m anifiesta la
angustia: neurosis, psicosis o perversión.

La angustia psicótica

Si bien hay este indecible de la angustia, el psicótico la g rita


por todo su ser e in te n ta vencerla con todos los medios que
quedan a su disposición: retraim iento autístico, creación
artística o delirante, pasajes al acto, proyecciones paranoi­
cas, etcétera.
Fenomenológicamente, no puede negarse la especificidad
de e sta angustia, que es casi palpable. P rontam ente identi-
ficable en la relación con estos pacientes, a rra s tra al otro al
desam paro y puede suscitar actitudes reactivas en el te ra ­
peuta: multiplicación de las interpretaciones, ejercicio de u n
poder represivo...
E sta angustia es sufrim iento indecible. Schreber nos dice
cómo la domestica. O tros autores, como A ntonin A rtaud, la
hab lan sin cesar, en una profusión verbal que a veces repele
al lector por sus repeticiones, sus contradicciones, su incohe­
rencia. Es sufrim iento del alm a, pero tam bién sufrim iento en
el cuerpo que se dispersa, sufrim iento de persecución porque
todo se convierte en agresión hacia un ser eternam ente
“supliciado, crucificado”.24
A. A rtaud se rebela contra los que la im itan, los que hacen
de la locura un esteticismo. A dhiere al grupo surrealista, del
que será excluido en 1926. En E l ombligo de los limbos
escribe esto:
[...] Tristan Tzara, André Bretón, Pierre Reverdy... su alma
no está fisiológicamente atacada, no lo está en su sustancia,
lo está en todos los puntos donde se une con otra cosa, no lo
est afuera del pensamiento [...] Ellos no sufren y yo sí, no sólo
en el espíritu sino en la carne y en mi alma día tras día.
Tam bién acusa al poeta de ju g a r con el lenguaje, de sacar
placer de él, m ientras que las palabras llevan su peso de real
y el sinsentido o el deslizam iento de sentido son p ara él
sufrim iento del ser. Cuando tiene que trad u cir Jabberwocky
de Lewis Carroll, he aquí lo que dice:
No hice la traducción de Jabberwocky. Traté de traducir un
fragmento pero me aburrió. Nunca me gustó este poema que
me parece de un infantilismo afectado [...] No me gustan los
poemas o las lenguas de superficie que respiran ocios felices
y logros del intelecto, en los que éste se apoya sobre el ano
pero sin poner en él el alma y el corazón. El ano es siempre
error, y no admito que se pierda un excremento sin desgarrar­
se por perder con él también el alma, y no hay alma en
Jabberwocky [...].26
La angustia del esquizofrénico es sufrim iento del cuerpo, un
cuerpo del que algunas p artes se m antienen en un real
imposible: “El ano es siem pre te rro r”.
E sta angustia puede hacer h u ir a los que e stá n sanos. A.
A rtaud tuvo la experiencia de ello du ran te u n a velada
m em orable en el Vieux-Colombier, el 13 de enero de 1947.
Debía hacer allí su “reaparición parisina” luego de una
estadía en el asilo. Su com portam iento grotesco sobre el
escenario despertó al principio protestas, luego la an g u stia
creció y sumergió a los espectadores, aunque “Gide y Adamov
hayan subido al escenario p ara ab razar al autor”, intentando
así poner fin a una “tensión insostenible”... “Velada espanto­
sa, inútil, vergonzosa”,27 dijo J.-L. B arrault.
La antipsiquiatría de la década de 1960 quería hacer de la
locura una “experiencia trascendental” de la mism a calidad
que la “experiencia m ística”. Así escribía R. D. Laing en
1969:
La locura no es necesariamente un hundimiento (break-
down), puede ser una brecha (break-through). Puede ser
liberación y renovación del mismo modo que esclavitud y
muerte existencial.28
Sem ejante concepción de la locura, al excluir la dim ensión
del sufrim iento y la angustia, se topó con el callejón sin salida
creado por esta m ism a denegación. Las grandes experiencias
liberadoras al parecer no liberaron m ás que a los histéricos,
m ien tras que muchos psicóticos se reintegraban al medio
psiquiátrico tradicional, medio que, sin embargo, iba a
evolucionar bajo la influencia de esas nuevas ideas.
Todos los autores que se dedicaron a la psicosis buscaron
calificativos p ara esta angustia. F reud la llamó “an g u stia de
fin del mundo, angustia de catástrofe”, W innicott “an g u stia
psíquica”, Schreber, que sabe de qué habla, “asesinato del
alm a”; se le dice tam bién angustia de anonadam iento, de
fragm entación, de desintegración, de desencarnación, h u n ­
dimiento. M eltzer utiliza, para el autism o infantil, el térm ino
inglés dism antling (traducido por desm antelam iento).30
Tanto en la angustia como en el goce el cuerpo está en
prim era línea; en la angustia psicótica se encuentra en el
punto m ás alto. A. A rtaud no deja de g ritar esta an g u stia
-su frim iento que desde el cuerpo contam ina el esp íritu -,
“dolor plantado en m í como una cuña en el centro de mi
realidad m ás p u ra ”. H abla tam bién “de arrancam iento, de
desm oronam iento corporal”. P a ra su cuerpo ya m uerto la
m uerte no existe. Dice: “Estoy estigm atizado por una m uerte
acuciante en la que la m uerte verdadera no es un terro r p ara
mí”, y en otra parte: “Estoy m uerto desde hace tiempo, estoy
ya suicidado. Me suicidaron”. Describe tam bién la an g u stia
que envenena su vida y que sólo la m orfina calma:

Hay un mal contra el que el opio es soberano; ese mal se llama


Angustia, en su forma mental, médica, fisiológica, lógica o
farmacéutica, como ustedes quieran.
La Angustia que hace a los locos, la Angustia que hace a los
suicidas, la Angustia que hace a los condenados, la Angustia
que hiere a la vida...31

Y algunos pintores, en especial Francis Bacon, nos dan una


visión de lo que podría ser el cuerpo sufriente del esquizo­
frénico.
Retomemos el Seminario sobre “La ang u stia” p a ra dete­
nernos en la operación de separación, a la vez punto de
angustia y lugar donde se tra m a el goce.
Ese año (1962-1963), Lacan no dejaba de escandir dos
proposiciones enigm áticas; en efecto, a m enudo comenzaba
sus sem inarios recordando que la angustia “no es sin objeto
y es lo que no engaña”. Dice el 9 de enero de 1963:

Tal es exactamente la fórmula donde debe suspenderse esa


relación de la angustia con un objeto [...] En ese “no sin” [pos
sans] ustedes reconocen la fórmula que ya tomé con referen­
cia a la relación del sujeto con el falo, “no es sin tenerlo” [...]
Ese “no sin” es cierto tipo de conexión condicional que une el
ser y el tener en una especie de alternancia.

Por lo tanto, el objeto está allí cuando hay angustia, sin


que pueda determ inarse con precisión la n a tu ra lez a del
mismo y su modo de presencia: “La angustia sostiene esa
relación de no ser sin objeto, aunque no se sepa de qué objeto
se tra ta ”.
¿En qué momento, en qué condiciones el objeto que debe
asegurar los cimientos del sujeto y su goce puede engendrar
la angustia? La respuesta a esta p regunta no se m anifiesta
sino después de haber tomado en consideración el segundo
aforismo.
Si el significante engendra intrínsecam ente el engaño, lo
real no engaña, y la angustia es el signo de la inm inencia de
ese real. Desde el comienzo de este Sem inario, Lacan postula
lo real como “hilo conductor” de su reflexión:
Un modo irreductible según el cual ese real se presenta en la
experiencia, tal es por lo tanto eso de lo que la angustia es la
señal, tal es ese punto donde nos encontramos, la guía, el hilo
conductor al cual les pido que se sujeten.

Retom a aquí la señal que Freud atrib u ía a la angustia


p a ra designar un dispositivo que el yo pone en acción an te un
peligro, pero relacionando esa señal con la inm inencia de lo
real. Agrega:

Sólo la noción de real, cuya función es aquella de la que parto


para oponerle la del significante, noB permite decir que este
Etwas frente al cual la angustia opera como señal es del
orden de lo irreductible de ese real. Es en ese sentido que me
atreví a presentarles la fórmula de que la angustia es, entre
todas laB señales, la que no engaña.

A hora bien, lo re a l es verdaderam ente la cuestión clave en


el enfoque de la psicosis.
Desde 1953-1954, Lacan lanzó esta formulación:

Lo que no llegó a la luz de lo simbólico aparece en lo real [...]


lo real en cuanto es el dominio de lo que subsiste al margen
de la simbolización.32

No dirá otra cosa veinte años m ás tarde, en su Sem inario


“R.S.I.”: “Lo real es lo expulsado del sentido. E s lo imposible
como tal, es la aversión del sentido”.33E n seguida, m enciona­
rá la angustia en estos térm inos: “Lo sim bólicam ente real, o
sea lo que de lo re a l se connota en el interior de lo simbólico,
es la angustia”.34 Por último, Lacan retom ará esta cuestión
de lo real en “El atolondradicho”, pareciéndole entonces que
la topología es “el único acceso concebible a ese real”.35
La angustia es, por lo tanto, el acercam iento a aquello que
de lo real escapa a toda recuperación simbólica, siendo el
sujeto lo que de lo re a l llega a la significación. Por otra
parte, en su curso de 1983-1984, “De las respuestas de lo
real”, J.-A. M iller había retom ado esta frase de “El atolon-
dradicho”: “El sujeto como efecto de significación es respues­
ta de lo real”. E ste efecto de significación no puede su rg ir m ás
que proveniente del Otro a p a rtir de lo real del cuerpo del
sujeto gracias a lo que se separa de éste, ese pedazo tomado
sobre el cuerpo que va a volverse dialectizable a trav és de la
dem anda, luego el deseo.
Es en ese punto del proceso donde las cosas se “ag arro tan ”
en el psicótico.

Volvamos a hablar de Sylvie

¿Pero cómo se presenta, en la clínica, ese imposible de la


separación en el cuerpo? ¿Cómo, en el lugar donde debería
producirse el anudam iento con lo simbólico, se m antienen lo
real y la angustia? Hemos visto en los capítulos I y II la
m anera en que se presentaban las cosas en Sylvie, para
quien toda separación es vivida en u n a an g u stia loca, un
te rro r que pasa a sus aullidos y sus conductas autodestruc-
tivas. Ciertos comportamientos, tales como gestos estereoti­
pados, balanceos, golpeteos, rechinar de los dientes, etc.,
parecen destinados a obstruir en p arte esta angustia. El
adulto psicótico puede ten er a su disposición m aniobras m ás
eficaces para prevenirse de ella, siendo la brecha ab ierta en
su ser menos cataclísm ica que en el niño, puesto que pudie­
ron introducirse ciertas estru ctu ras como el reconocimiento
de la im agen especular. E n Sylvie, por lo tanto, el corte es
imposible en todos los niveles.
Al m argen de la presencia del adulto, Sylvie no sostiene su
existencia m ás que con el grito. La m adre expresa las cosas
en estos térm inos: “Cuando no hay alguien no hay nadie”.
Aquí, ninguna vocalización, ninguna oposición significante
comparable al Fort-Da del nieto de Freud, sino un grito
continuo, especie de llamado desesperado. N ingún carretel,
tampoco, nada que se parezca a un objeto sustitutivo. En
ausencia de constitución del objeto a, el psicótico no puede
sostener solo su existencia de sujeto. Sólo la presencia del
Otro tiene peso. “Cuando no hay alguien, no hay nadie”.
Sylvie no es entonces m ás que u n a boca ab ierta de donde se
escapa el grito. Si este grito es a pesar de todo existencia, si
es ta l vez llam ada, la respuesta no es significante en n a d a y
no puede volverse estru ctu ran te pues a esta llam ada le falta
la falta, a saber ese mínimo de construcción im aginaria y
simbólica que se apoya sobre la ausencia. En su Sem inario
sobre “La angustia”, Lacan afirm a que

La angustia no es la señal de una falta sino de algo que


ustedes deben concebir como la carencia de este apoyo de la
falta. ¿Qué es lo que provoca la angustia? No es, contraria­
mente a lo que se dice, la alternancia de la presencia-
ausencia de la madre, cosa que prueba el hecho de que el niño
se complazca en renovar el juego presencia-ausencia: esta
posibilidad de la ausencia, eso es la seguridad de la presencia.
Lo más angustiante para el niño es que, justamente, la
relación sobre la cual se instituye la falta que lo hace deseo
es perturbada cuando no hay posibilidad de falta, cuando la
madre le está todo el tiempo encima y en especial limpiándole
el culo, modelo de la demanda que no podría desfallecer.36

E sta m adre hiperpresente, que satisface todas las dem an­


das incluso antes de que se expresen, que no deja ningún
lu g ar a la em ergencia de un deseo propio en el niño, que corta
de raíz toda elaboración fantasm ática m ediante u n a satis­
facción dem asiado grande en lo real, esta m adre es bien
conocida por sus efectos patógenos, cuyo ejemplo tipo es la
anorexia m ental. Pero, en la psicosis, la falta de la falta es
u n a carencia m ás estructural: no pudiendo el objeto a libe­
rarse, desprenderse, no hay ninguna posibilidad de fantas-
mización y de recuperación simbólica en torno de la presencia
del Otro; es el anonadam iento, la desaparición absoluta, el
agujero en lo real. ¿Y cómo podría el niño e s ta r seguro en su
soledad, si no construyó nada con el Otro y si no posee ningún
objeto puesto en circulación a p a rtir de él? Su sentim iento de
identidad corporal obedece, en efecto, a un prim er cuerpo
fantasm izado, tejido por u n a red m ínim a de vínculos entre
los objetos a y las prim eras parejas significantes provenien­
tes del Otro. Ya irigresó en el m undo simbólico y, a causa de
ello, conoce la falta, esa falta a p a rtir de la cual prosigue la
conquista de su ser de deseo. Si este prim er anudam iento
imaginario-simbólico no se ancla en lo real “organísmico”, el
sujeto perm anece en un vacío insostenible, un fading, u na
ausencia radical, con la angustia vinculada a ella. Y ese
vacío, ese agujero no tiene nada que ver con el “sentim iento
de vacío” del que se queja el neurótico. El psicótico adulto se
dice m ás bien un m uerto vivo.
Ya he subrayado la precocidad de estas prim eras conexio­
nes que hacen de lo real biológico u n a entidad nunca pura,
estando lo viviente, desde el origen, preso en el sistem a
significante del Otro. Puede b a rru n ta rse en el bebé m ás
pequeño una actividad fantasm ática precoz, mucho an tes de
que vuelva a rep resen tar con un carretel la experiencia de la
separación, que se m anifiesta por u n a actitud corporal
inducida por la m adre, chupeteo del pulgar, gorjeos y otros
signos o significantes que m antienen su vínculo con el Otro
y su continuidad de sujeto en ausencia de este Otro.
P a ra Sylvie, no existe nada de todo ello; no pudo elaborar
ningún im aginario sólido alrededor déla presencia m aterna,
los prim eros vínculos parecen h ab er sido barridos por el
traum a, siendo la prim era red asociativa tanto m ás frágil por
e sta r esencialm ente vuelta hacia la satisfacción de la nece­
sidad oral. A Sylvie le hace falta la presencia de alguien junto
a ella p a ra aseg u rar que existe, como únicam ente la percep­
ción de la p u n ta del pecho en la boca le aseguraba que el Otro
estaba allí. Poco im porta, por lo dem ás, quién es este otro.
C ontrariam ente a los niños de e sta edad que reclam an al
personaje alim entador, p a ra Sylvie no im porta de quién se
trate: deja de g ritar cuando está en brazos de u n adulto, bien
envuelta por ropa que da un lím ite a su cuerpo. No puede
quedarse sola en u n a habitación y sus gritos, a la noche,
conmocionan a todos los h ab itan tes de la casa.
H ay u n a a p aren te contradicción entré la intolerancia a la
ausencia y e sta especie de ausencia donde se confína el niño
au tista. Sylvie pareee sum ergida en este ap aren te dilem a,
requiriendo la presencia del otro y al mismo tiempo recha­
zándola. E xperim enta la necesidad de asegurarse de que el
otro está verdaderam ente allí m ediante la m irada y peque­
ños golpeteos que da con la p u n ta de los dedos sobre las
personas. Sin embargo, no tolera ningún movimiento de
acercam iento del otro, p ara ella todo es agresión: cortarle el
pelo o las uñas, lavarle los dientes o las orejas, d esn u d arla se
transform an en u n a prueba de fuerza a la cual sus allegados
a veces renuncian. En cuanto a las inyecciones, desencade­
n an u n terro r indescriptible.
Él ser del niño psicótico sin ex-sistencia im aginaria y
simbólica parece enganchado a lo real de la percepción: ésta
puede ser la vista del otro o su contacto (presencia real); a
veces, el objeto frío o cortante apretado en su mano, el
remolino indefinido sobre sí mismo a la m an era de un
trompo, el gesto repetido tienen peso de existencia. Pero
estos puntos de referencia son frágiles, y todo lo que am enaza
rom per este conjunto perceptivo y los rituales que lo acom­
pañan desencadena la angustia y el enloquecimiento.
K anner puso el acento sobre e sta intolerancia del psicótico
a los cambios, de la que hace el síntom a prim ero del autism o
al que denominó “inm utabilidad”. E s cierto que los cambios
de lugar, de personas, las modificaciones de horarios, los
progresos realizados, los im previstos de la vida, todo lo que
es nuevo precipita al niño psicótico en la a n g u stia y la
regresión.
P a ra cualquier niño, la repetición es e stru ctu ran te e
incluye lo simbólico: en el juego del Fort-Da “el orden de la
significancia va a ponerse en perspectiva”,37 dice Lacan. No
ocurre lo mismo con el ritu al psicótico, que exige un retorno
de lo mismo, u n a repetición que recuerda los ritm os fisioló­
gicos: agitación-calma, violencia-pasividad, etc., tendiendo
el todo a u n a mecanización tranquilizante.
Sylvie está dividida entre la preocupación por m an ten er
un aislam iento autístico p ara protegerse de la intrusión del
mundo exterior, y el deseo de quedarse pegada a ese otro, de
verificar constantem ente su presencia. A los nueve años, me
dirá en sesión:

No quiero ir a la escuela, los chicos me golpean, quiero


quedarme pegada contra mí.

En las sesiones de análisis, cuando una interpretación de


mi parte, un progreso en ella o cualquier otro acontecimiento
llegaban a sorprenderla, in ten tab a abstraerse: se tap ab a los
oídos p a ra no escucharm e m ás, cerraba m uy fuertem ente los
ojos y rechinaba los dientes. En ciertos períodos de su vida,
cuando surgía una dificultad, por ejemplo u n a internación de
su m adre, retom aba los com portam ientos autísticos de sus
prim eros meses: postrada en el suelo entre dos sillones, podía
pasarse días enteros gimiendo y ham acándose.
Pero la m ayoría de las veces reclam aba la presencia del
otro; en prim er lugar, cuando era u n a beba, m ediante sus
gritos, y luego esta exigencia se convirtió en el rasgo dom i­
n an te de su comportamiento, h a sta asum ir la forma de una
organización paranoica. Su reivindicación con respecto al
otro era perm anente, acusaba a sus allegados de q u erer su
m uerte cuando no se satisfacían sus dem andas: “O cúpate de
mí, protégem e...”, “Cuando algo me m olesta, son ustedes
quienes tienen que ocuparse y librarm e de eso”, les decía a
sus padres. E sta dificultad p ara sentirse “ser” en ausencia
del otro se traslucía en su lenguaje. A los diez u once años, en
sesiones donde im aginaba juegos con la m uñequita, me
decía: “Tú eres la m am á y yo no existo”; “tú eres la m aestra
y yo no existo” o “E res tú la m aestra y yo existo, son alum nos
tran sp aren tes, yo no existiré, estoy en lugar de los alum nos”.
“¿Se necesita a alguien a los once años? ¿Tu m arido te
protege? ¿Proteges a tus hijos?” Pero, en el análisis, no fue
sino después de un largo trabajo de reconocimiento de su
cuerpo y del mío que se presentó en las sesiones la cuestión
de la alternancia presencia-ausencia.
De muy pequeño, mucho antes de hablar, el niño se
ejercita en dom inar la ausencia del Otro de una m anera
lúdicra, por ejemplo a través de los juegos de las escondidas
con el adulto o con los niños de su entorno. Ese “cucú-me fui,
cucú-aquí estoy”, aparición-desaparición, lo pone alegre, a
menudo con u n a p u n ta de angustia que se trasluce en las
risas cuando la desaparición se prolonga. N ada de ello es
posible con Sylvie. Si me voy a otra habitación em pujando la
p u erta, se pone a aullar. Por lo dem ás, las p u ertas seguirán
siendo su “pesadilla” y h a sta u n a edad avanzada le re su ltará
imposible tocarlas y menos aun ab rirlas y cerrarlas. A los
nueve años me dirá:

Hay cosas que no me gustan, comer y abrir las puertas. Nací


así, una niña a la que no le gustan las puertas, esta puerta no
me agrada, estoy en mi derecho, la cosa existe, los bebitos, no
es libre...

Tardíam ente, por lo tanto, hacia los cinco años, la cuestión


de la presencia-ausencia se presentó en el análisis.
E n el transcurso de u n a entrevista con su m adre, estando
las tres en mi consultorio, se puso a ju g a r con el cortinado de
u n a p u e rta ven tan a que da a un balcón. Reanudó el juego
sola conmigo en las sesiones siguientes. Iba a esconderse
d etrás de la cortina, desde donde, sin embargo, podía verme.
Jugando al juego de su ausencia, yo la llam aba: “¿Dónde
estás?”, m anteniendo así mi presencia m ediante la voz. En
seguida se atrevió a p a sa r un breve in sta n te y luego cada vez
m ás tiempo detrás del doble cortinado, desde donde ya no me
veía. Al principio, yo seguía hablándole e incluso llegué a
tocarla a través de la colgadura, después toleró el silencio y
el aislam iento. Repitió ese juego d u ra n te varios meses, pero
no pudo ju g a r verdaderam ente a las escondidas sino m uy
tarde: rem itiéndola la reaparición del compañero a su tem or
de ser agredida o devorada, el pánico la clavaba en su sitio.
Pero esos juegos en el análisis le perm itieron sostener u n a
prim era identificación de su cuerpo. Podía desaparecer de mi
vista y yo de la suya sin que por eso ella dejara de existir. Se
hizo posible un principio de reconocimiento en el espejo. Tal
vez su historia de los niños “tra n sp aren te s” tuviera que v er
con la cortina tran sp aren te de la v e n tan a d etrás de la cual
había comenzado a ocultarse.

E l c u e rp o
y s u r e p r e s e n ta c ió n

El cuerpo de Sylvie aparece sin lím ite de piel. Sus dibujos


perm iten seguir la evolución de su representación.
En uno de los prim eros que hizo, hacia los seis años de
edad, se ven dos personajes de aspecto casi fetal, enterrados
a medias; sólo el m ás grande tiene un esbozo de piernas. Con
referencia a ellos, Sylvie evoca el episodio de la playa en el
que, habiéndose encolerizado su m adre m ientras ella jugaba
en la a ren a mojada, había perdido el uso de las piernas.
E n otro dibujo un poco m ás adelante la m ism a rep resen ­
tación del cuerpo se depura, pero sin modificarse verd ad era­
mente; la m ism a forma se cubre de ropa pero sin que el cuerpo
asum a un modelado m ás preciso. El rostro, en cambio, se
diferencia y conserva un aspecto un poco inmóvil, a sem ejan­
za de su m uñeca Barbie, que en esa época no la abandona. La
cabellera, que siem pre tuvo m ucha im portancia p ara Sylvie,
pasa a ser el elem ento esencial. A un m ás adelante, la ropa
cobrará a veces una am plitud ta l que llegará a ahogar a la
persona.
E n muchos dibujos figura una im agen de doble, con
intrincación de dos personas. Esto se acerca a lo que postu­
lábam os an tes con respecto a la ausencia: Sylvie es el otro,
existe por el otro. En los momentos de gran regresión, su
m adre dice: “La cosa va m uy m al, ya no sabe si es ella o yo”.
P a ra Sylvie, la representación tipo de su im agen del
cuerpo es uno sin exterior ni interior, prolongado por piernas
Tres representaciones del cuerpo de Sylvie
De arriba hacia abajo: a los seis, a los ocho y a los nueve años
que no lo son; la cabeza es ese guisante en tre dos enorm es
orejas y los brazos sin m anos se parecen m ás bien a alas.
Siempre hay algo “malvado, malo” en esta im agen. La
“m alvada bestia” es tanto ella como su m adre, o medio
mundo. H ablando de los niños de su escuela, dirá, por
ejemplo:

Rémi es mi ángel, Marc mi enemigo... yo me voy a volver un


asesino con los malos, seré un asesino que mate a los malos,
defenderé a los buenos, seré una “asesiana”...

A esos cuerpos informes donde se confunden interior y


exterior in te n ta construirles un lím ite gracias a la envoltura
facticia que rep resen ta la ropa. Quiere ser envuelta, e sta r
m uy ap retad a entre los delantales de su m adre; en la
guardería pide que la aten con lazos a su silla. E sta conten­
ción, que p ara cualquier niño sería insoportable, parece
brindarle cierta calm a y seguridad. De la m ism a forma, p ara
alim entarse, es decir p ara que su boca pueda abrirse y
dejarse p e n etrar por la cuchara y el alim ento líquido, le
resu lta preciso sen tir el cuerpo apretado, protegido por las
piernas del adulto.
La piel que delim ita el adentro del afuera, el continente del
contenido, es a la vez órgano de contacto con el Otro y zona
de separación. En la formación de la im agen del cuerpo, es
probablem ente el elem ento perceptivo m ás prim itivo. El
niño in útero ta l vez sienta sobre la piel el contacto del líquido
amniótico y el tacto es lo que, desde el nacim iento, lo acerca
m ás a la m adre, pero tam bién m arca el lím ite de la sep ara­
ción. En “El yo y el ello” Freud escribe:

El cuerpo propio, y sobre todo su superficie, es un lugar del


que pueden provenir simultáneamente percepciones exter­
nas e internas. Es visto como un objeto extraño, pero al
mismo tiempo libra al tacto sensaciones de dos especies, de
las que una puede asimilarse a una percepción interna.
E n una nota de 1927, agrega:

El yo se deriva en definitiva de las sensaciones corporales,


principalmente de las que tienen su fuente en la superficie
del cuerpo. De este modo, puede ser considerado como una
proyección mental de la superficie del cuerpo.38

Con el estadio del espejo y la im agen especular Lacan


com pletará esta concepción freudiana de la im agen del
cuerpo que ponía el acento sobre la prevalencia de las
percepciones, en particu lar del tacto. La envoltura corporal
es la que va a constituir u n a b a rre ra protectora contra la
intrusión del Otro y el m undo exterior, es la g aran te de cierta
integridad corporal, de u n a intim idad preservada. E l recién
nacido y el niño están abiertos al Otro y al mundo por todas
las v entanas que son los orificios sensoriales, ojos, oídos,
boca, ano. Ahora conocemos qué trabajo de integración
subjetiva se hace a p a rtir de los objetos salidos de esos
orificios, y cuán problemático puede revelarse ese trabajo en
la psicosis.
E n este caso, el lím ite que constituye la envoltura piel se
hace esencial para el m antenim iento de un sem blante [sern-
blant] de cohesión del sujeto. El psicótico adulto a menudo
hace alusión a ello. No puede h a b ita r esa caparazón abierta
a todos los vientos y, frente al espejo, m ira perplejo a ese otro
que ta l vez sería él mismo, sin reconocerlo com pletam ente:
“Estoy perdiéndom e de v ista”, me decía u n a joven esquizo­
frénica que escrutaba su rostro en el espejo. Otro joven
psicótico, que ya había hecho varios intentos de suicidio, me
decía en sesión:

Sé que podría matarme, eso debería sucederme, sería fácil,


después la cosa iría mejor... habría una gran calma, una
calma plena y no una calma vacía... como un cubo. Yo sería
una forma y no una extensión, una masa y no un líquido, una
capa de gas o no sé qué... es más satisfactorio, sería yo quien
fuera eso, quien existiera, quien se convirtiera en algo
definitivo. En lugar de ser adulto, estaría muerto, es la
misma cosa. Soy cualquier cosa según los momentos, no
existo, mientras que los muertos ganan, no tienen que hacer
esfuerzos para ser ellos mismos... quiero ser respetado en
cuanto yo, en mi identidad... que no se me imponga nada, que
ya no tenga que luchar...

El cuerpo m uerto, en cuanto form a definitiva, viene aquí


a g aran tizar por fin la existencia del sujeto. E ste dem anda
que ya no se lo obligue a vivir, que se lo deje poner fin a u n a
existencia de vacío o de “cualquier cosa”. H ablando de su
identidad reencontrada en la m uerte, h a rá m ás adelante
alusión a su nombre inscripto en la tum ba.
Si la representación del cuerpo puede se r “proyección
m ental de superficie”, como dice Freud, tam bién es volumen,
forma en el espacio. E sta noción de espesor del cuerpo a
m enudo es problem ática en el psicótico que se vive en dos
dimensiones. Parece que es a p a rtir de los desplazam ientos
del cuerpo del recién nacido en el espacio, asociados al
contacto de la m adre m ientras lo tran sp o rta, que se elabora
esta noción de espacio y volumen del cuerpo.
El lactante debe percibir los cambios del am biente d u ran te
las idas y vueltas de la m adre cuando está en sus brazos, al
mismo tiempo que se desarrolla la percepción cinestésica
cuyo centro se encuentra en el oído interno. Las posturas y
los desplazam ientos de su cuerpo están estrecham ente liga­
dos al modo de presencia del Otro. El gusto de los niños por
las m úsicas ritm adas, que retom an espontáneam ente gol­
peando las manos, o el placer de la danza, ¿no tien en sus
raíces en este prim er cuerpo en movimiento? E sta prim era
representación inconsciente del cuerpo será retom ada e
integrada m ás adelante en la im agen especular. En un
próximo capítulo estudiarem os el trabajo de reconocimiento
en el espejo que se realizó en el transcurso del análisis de
Sylvie.
El cuerpo cobra por lo tanto forma y sentido no sólo a través
de los objetos a que se originan en los orificios n atu rales, sino
tam bién en lo que se m arca y recorta en la superficie de ese
cuerpo al capricho del deseo del Otro. Las caricias de la
m adre, los besos, los m asajes del cuerpo del bebé que se
practican en algunas poblaciones, la India por ejemplo, las
expresiones de placer, los intercam bios de p alabras, las risas
que acom pañan los contactos y las m anipulaciones, son o tras
ta n ta s piedras aportadas a la edificación del cuerpo erógeno.
Las zonas erógenas de la superficie corporal form an u n a
heráldica secreta p ara cada uno, y las caricias dadas y
recibidas son u n placer del am or que m erece algo mejor que
el calificativo de “prelim inar”. Del mismo modo, la calidad de
u n a piel, su textura, su brillo, un lunar, ¿no son el pequeño
detalle que va a “inflam ar” el deseo?
P a ra el niño psicótico, la piel que dibuja los contornos del
cuerpo no adquirió esa función de objeto a , g aran te de la
subjetivación del ser, no adquirió su función de continente,
de lím ite en lo im aginario; como los otros objetos a , sigue
siendo un puro real. La m adre de Sylvie había comprendido
lo que había de imposible en la dem anda de su h ija de ser
envuelta apretadam ente en sus delantales, y decía: “H abría
que envolverla con palab ras”. ¡La palabra, desdichadam en­
te, no había pasado al principio en tre ellas dos!
En muchos niños psicóticos, la piel es un lugar privilegiado
de mutilación: raspones profundos, m ordeduras de los a n te ­
brazos, arrancam iento de los pelos, etcétera. ¿No serían el
dolor y las huellas dejadas en el cuerpo los únicos puntos de
referencia identificatorios del sujeto, de la m ism a m an era
que el niño psicótico es el objeto oral en su tem or de ser
devorado, o el objeto an al cuando se ve desaparecer con sus
heces por el agujero del inodoro?
El adulto psicótico busca tam bién h a lla r los lím ites de su
cuerpo por medios a m enudo inesperados. U na joven psicó­
tica a la que yo analizaba en u n a clínica psiquiátrica había
debido ser ubicada en un servicio cerrado a causa de pasajes
al acto agresivos contra los médicos, los internos y el personal
asistente. Su violencia era extrem a y cada acercam iento
resu ltab a en u n cuerpo a cuerpo espectacular con el interlo­
cutor. A pesar de las advertencias del personal, p a ra su
sesión la recibí sola en un consultorio, habiendo llevado
conmigo únicam ente papel y p in tu ra porque la creía en un
estado de confusión paranoide y pensaba que no podría
h ablar pero que aceptaría p in ta r o dibujar.
No fue ése el caso, la encontré m uy calm a y le hablé de mi
asombro. Le pregunté si tenía la intención de agredirm e y si
podía decir algo de su comportamiento. Me respondió que no
ten ía ganas de echarse encima de m í pues conmigo “no era
igual”; cuando se peleaba con alguien, decía que encontraba
la presencia de su cuerpo y sus lím ites, “¡existía por fin!”
Riendo, había agregado: “Además, usted, usted no m e tiene
miedo”, lo que revelaba el doble aspecto de su goce, el del
cuerpo a cuerpo con el otro y el que te n ía al provocar p ara
sorprender la angustia en su interlocutor.
Si Sylvie pide al otro que garantice su identidad corporal
(“Protégem e”), tem e, al mismo tiempo, todo acercam iento
porque debe ser forzosam ente agresivo. Conoció, sin em b ar­
go, el contacto y el calor del cuerpo m aterno d u ra n te las seis
prim eras sem anas de su vida, pero parece que esos prim eros
objetos, contacto, olor, desaparecieron bajo el efecto del
traum atism o y que todo su ser fue contam inado por el miedo
a ser destruida, aniquilada por el otro. E ste te rro r a la
agresión perduró h a sta su adolescencia, lo que complicó las
tareas de las instituciones y la fam ilia, ya que se quejaba sin
cesar de los “ataques” de los niños y hacía que sus allegados
com partieran su “delirio” de persecución.
E n el análisis, su relación conmigo se estableció m uy
pronto m ediante el contacto, la voz y el movimiento. Yo la
llevaba en los brazos y me paseaba así, hablándole. E vitaba
todo lo que sabía que era angustiante p ara ella y le dejaba la
iniciativa del contacto; ella exploraba mi rostro con la p u n ta
de los dedos, llegando h a sta m eter la m ano en mi boca, tocaba
los objetos por interm edio de mi mano, sobre la cual ponía la
suya cuando yo, por ejemplo, m anipulaba la plastilina.
Cuando yo la tocaba, lo hacía con la p u n ta de los dedos, con
una caricia ligera como la que ella hacía con sus golpeteos.
Poco a poco, se sirvió de los objetos. Uno de sus prim eros
juegos fue hacer rodar hacia m í autitos que yo le devolvía,
luego pudo em pujarm e, atropellarm e, cosa que yo volví a
hacer con ella y que le pareció un juego por prim era vez. Todo
eso ocurría en el marco del análisis, pero Sylvie conservaba
en el exterior su miedo a la agresión y se construyó con el paso
de los años un sistem a paranoico en el que de un lado estaban
los “buenos” y del otro los “m alos”.

El objeto oral

D etengámonos ahora en el objeto oral, que parece haber


estado en el origen de la psicosis de Sylvie, siguiendo siem pre
la orientación lacaniana, que hace de esta operación de corte
a la vez el punto de angustia y el lugar en el que se origina
el deseo. En el Sem inario sobre “La an g u stia”, Lacan señala:

El punto de angustia está más allá del lugar donde se detiene


el fantasma en su relación con el objeto [...]. Es la zona que
separa goce y deseo la falla donde se produce la angustia [...].
La angustia es este mismo corte sin el cual la presencia del
significante, su funcionamiento, su entrada en lo real son
impensables.

Es difícil h a b lar de esta prim era an gustia oral de separación


del objeto, no siendo el corte mismo, ta l vez, m ás que un
momento mítico. Tratem os, a pesar de todo, de hacer u n a
reconstitución im aginaria, perm aneciendo lo m ás cerca po­
sible de la clínica. Lo que comprobamos, tan to en Sylvie como
en cualquier niño psicótico, es claram ente esto: que la
angustia subsiste en lugar del objeto que h ab ría debido
producirse.
Recordemos que el prim er corte, en tre la m adre y el hijo,
al que se creía radical, no es sino relativo ya que siem pre hay
u n objeto en tre los dos, la placenta o el pecho, que no
pertenecen com pletam ente ni a u n a ni a otro. E n Cuentos
orientales,39M arguerite Y ourcenar re la ta la leyenda de una
m adre m uerta por em paredam iento, cuyos pechos, que son
lo único que emerge de la piedra, continúan produciendo
leche, fuente a la cual va a alim entarse cada día su niño. E sta
figuración del objeto como ta l es b a sta n te alucinante. Ya
antes de m am ar por prim era vez, hem os visto al recién
nacido tom ar conocimiento del m undo que lo rodea, y supo­
nemos que “sabe” m uy pronto que no es a la m adre a quien
come.
¿Qué es lo que nos perm ite pensar que hay separación
precoz entre el objeto y el Otro?
A p a rtir de nuestros conocimientos actuales sobre la
precocidad del desarrollo del ap arato sensorial, podemos
subsum ir el papel de las percepciones en el conjunto del
desarrollo del sujeto.
La boca del recién nacido es la zona prim era. En un reflejo
arcaico, se dirige hacia el lado en el que puede recibir el
sustento; basta con rozar uno de los costados del rostro p ara
que el lactante gire la cabeza hacia ese lado, con la boca
abierta y» lista a prenderse del pezón. Pero esta boca llena
con la pu n ta del pecho o con la tetina, anim ada por movimien­
tos de succión, lugar de u n a satisfacción intensa que invade
el interior del cuerpo, no se m antiene como lugar exclusivo
del placer; a ella van a asociarse o tras percepciones, tales
como el olor de la m adre, el contacto corporal, la voz, a veces
el dolor, cuando el recién nacido tiene espasm os gástricos
debidos, por ejemplo, a una estenosis del píloro. Además, van
a asociarse al placer de la boca el componente del am biente,
los objetos que rodean al niño, los ruidos, los colores, las
palabras que circulan entre las personas que h a b ita n en el
lugar. Sylvie desgranará así los objetos que estab an allí en
el momento en que su m adre volvió a atenderla d u ran te un
mes, cuando ella tenía tres: sillón, galería, bebé, delantal,
tocadiscos. Se advierte aquí la presencia del significante, que
reaparece con posterioridad en un sem blante de discurso.
Los indicios aparecen en cierta contigüidad de espacio y de
tiempo. Su proxim idad es real: los atributos del cuerpo de la
m adre tales como olor, contacto, dolor, etc... son percibidos de
m an era seguida y reaparecen regularm ente en el tiempo.
O tros elem entos m ás exteriores tam bién pueden asociarse
por vínculos de vecindad: lugares, personas, objetos del
medio am biente. E n tre todos estos elem entos parece crearse
u n a red asociativa, h a sta form ar u n a especie de tram a. Pero,
p ara ello, es necesario que haya a la vez continuidad de la
experiencia y discontinuidad.
La continuidad e stá hecha del retorno regular del mismo
conjunto perceptivo y significante, de los mismos puntos de
referencia exteriores asociados al placer de la boca.
La discontinuidad es la cesación, la detención, la desapa­
rición de esos elem entos en un momento dado. Pero allí no
todo está perdido, la ausencia no es el vacío, es el momento
en que el recién nacido va a “evocar” - ¿ “alucinar”, “fantasm i-
zar”, qué térm ino u tiliz a r? - su placer oral gracias a uno o
varios indicios que se vinculan con él (el pulgar p ara chupar,
por ejemplo) y, a causa de ello, a encontrar en sí mismo la
presencia del Otro.
Algunos niños m uy pequeños dejan de an g u stiarse e
in terru m pen sus llantos cuando se les proporcionan uno
o varios elem entos de esta prim era organización: u n a pren ­
da interior de su m adre que conservó su olor, un pequeño
objeto que vio sobre ella, una m úsica que conoce, algunas
palabras que ella suele decirle, etcétera.
Así, la presencia de uno o varios de estos signos deducidos
en el cuerpo del sujeto o en el del Otro (cuando no es el objeto
transicional mismo) desem peña el papel de agrupadora p a ra
u n a elaboración fantasm ática a la que podría calificarse de
identificación originaria.
¿Cómo se crean las relaciones entre los diversos objetos a?
¿Cómo se anudan los lazos que los reagrupan p ara constituir
lo que sería la prim era introducción del “ello”?
El goce es el factor común a la formación del objeto y a su
devenir, “el goce, m atriz de n u e stra presencia en el m undo”,
decía J.-A. M iller en su curso del 21 de noviembre de 1984.
Goce del Otro que deja su huella sobre el cuerpo-objeto del
niño y contam ina los objetos a que éste va a producir. Tal
objeto va a convertirse en preponderante p a ra el niño si éste
lo señala como objeto pulsional fundam ental del Otro, inclu­
so en su fantasm a originario. E ste objeto se vuelve entonces
precioso, m arcado por un “plus” agálmico o por un “plus”
invertido que puede hacer de él un objeto fóbico.
Pero un objeto a no desem peña solo su papel, siem pre
exige otro. Su asociación se hace al capricho de m isteriosas
correspondencias, como si hubiera transferencia de goce de
uno a otro.
Lacan nos da una im agen de estos reagrupam ientos
incongruentes, donde el significante rep resen ta su papel,
cuando habla del m ontaje de la pulsión. (De igual modo,
ciertas puestas en escena perversas recurren a objetos
triviales asociados de m anera curiosa a la cadena significan­
te que enuncia el fantasm a.)

El montaje de la pulsión es un montaje que, en primer lugar,


se presenta como si no tuviera ni pies ni cabeza, en el sentido
en que se habla de montaje en un collage surrealista. La
imagen que se nos ocurre mostraría el funcionamiento de
una dínamo conectada a la toma de gas, saliendo de ella una
pluma de pavo real que va a hacer cosquillas en el vientre de
una linda mujer, que permanece allí para hacer más bella la
cosa. Un mecanismo parecido puede invertirse. Se desenro­
llan los hilos, son éstos los que se convierten en la pluma de
pavo real, la toma de gas pasa a la boca de la dama y una
rabadilla sale en medio.40

En los análisis de niños, puede captarse en vivo este género


de metamorfosis. Paul-M arie, después de la desaparición de
su síntom a, jugaba a redistribuir sus objetos a a capricho de
su fantasía. Los ojos fosforescentes (m irada) del fan tasm a
negro paralizan a la dam a blanca, aquél la ra p ta y la lleva
al bosque, donde am anitas faloides gigantes (los hongos
están asociados a su eczema) em piezan a ag ran d arse y a
transform arse en volcanes. El volcán se resquebraja y se ve
que se abren unas hendiduras que d an origen a cosas
diversas, morcillas, piedras preciosas, am an itas faloides, así
como unos “objetos no identificados”. Paul-M arie despliega
u n a actividad fantasm ática desbordante, donde se encuen­
tra n sus objetos privilegiados, la m irada, el objeto oral, el
objeto anal, retom ados en u n a problem ática sexual, las
am an itas faloides, las hendiduras de la m ontaña que da a
luz, etcétera. Todo eso está en plena efervescencia, a n tes de
que la represión venga a b o rrar y red istrib u ir las cartas.
Lacan precisó con claridad que sería falaz creer que esos
objetos hacen su aparición en perfecto orden. Recusa la
sucesión de los estadios. Dice:
La descripción de los estadios formadores de la libido no debe
referirse a una pseudomaduración natural, que se mantiene
siempre opaca. [...] No hay ninguna relación de engendra­
miento de una de las pulsiones parciales con respecto a la
siguiente.41
Es cierto que la espera oral es prim itiva, pronto se convier­
te en dem anda al Otro; luego viene la dem anda del Otro, que
se fija en el objeto an al que debe producirse, estando la
m irada y la voz m ás directam ente ligadas al deseo, al don, al
amor. Pero ningún objeto se borra cuando aparece el otro, se
cruzan, se unen, interfieren h a sta “organizarse en torno a la
an g ustia de castración”.42 El objeto a e stá entonces incluido
en el (-(p) de la castración im aginaria, siendo esta últim a
operación problem ática en la psicosis.

La estructura del ello

Al principio de su enseñanza, Lacan postulaba que “el ello


h ab la”. En 1967 vuelve a esta fórmula: “E ra un error”. Eric
L au ren t lo recordaba en las Jo rn ad as de la ECF (École de la
C ause Freudienne) de octubre de 1984:
En el Seminario sobre “Lalógica del fantasma”, Lacan separa
el sujeto del inconsciente y el ello, y hace aparecer a estos dos
valores como desunidos [...]. En el ello reina el silencio de las
pulsiones [...] ese silencio es perfectamente compatible con
una estructura gramatical.43
Es difícil h ab lar del ello sin desnaturalizarlo; como el goce,
escape orden del discurso. Lacan escribe:
El goce está prohibido como tal a quien habla, o al menos [no
puede] ser dicho más que entre líneas para quienquiera sea
sujeto de la Ley, puesto que la Ley se funda en esta misma
prohibición”.44
Ciertos autores, sin embargo, nos hacen acercar a trav és
de las m etáforas poéticas a lo que puede ser este goce
vinculado a los objetos a y las figuras de placer que éstos
organizan. Todos recuerdan el gusto de la m agdalena de
P roust y toda la nostalgia del paraíso de la infancia que
despierta en él. En Las flores del m al, B audelaire in ten ta
tam bién decir este goce de “la infancia recuperada [...] ese
niño queve todo como novedad, que está siem pre ebrio”. ¿Qué
ebriedad encontró en el cuerpo m aterno, cuyo recuerdo
parece buscar en los perfumes? H abla de la preponderancia
de ese objeto a p ara él, objeto pivote del fantasm a originario:
Cuando con los ojos cerrados, en una tarde cálida de otoño,
Respiro el olor de tu pecho caluroso
Veo extenderse orillas felices
Que deslumbran los fuegos de un sol monótono.
(.Perfume exótico)
La m irada se excluye aquí p ara d a r todo su lugar al
perfum e que viene a despertar la voluptuosidad.
Como otros espíritus bogan en la música
El mío, ¡oh mi amor! nada en tu perfume.
(La cabellera)
Allí es lo escuchado, la m úsica, la que, en un sem blante de
borradura, presentifica el objeto perfum e. Si B audelaire
h ab la de la prevalencia de este objeto, de su poder de
evocación o, como diríam os nosotros, de su lu g ar de a en el
(§5 0 a) del fantasm a, subraya tam bién los lazos que lo unen
a los otros objetos:

[...] Los perfumes, los colores y los sonidos se responden.


Hay perfumes frescos como la piel de los niños,
Dulces como el oboe, verdes como las praderas,
Y otros, corruptos, ricos y triunfantes,
Que tienen la expansión de las cosas infinitas,
Como el ámbar, el almizcle, el benjuí y el incienso,
Que cantan los transportes del espíritu y los sentidos.
('Correspondencias)

Ciertos a rtista s tienen el genio de cap tar las secretas


correspondencias en tre los diferentes objetos a. La danza es
u n ejemplo de ello. Al decir de M aurice B éjart, es “movimien­
tos, formas, ritm os, es el espacio, la m úsica, el cuerpo
hum ano”. E n un espectáculo coreográfico, en efecto, están
reunidos varios acercam ientos al goce: en prim er lu g ar la voz
que, con el canto, puede constituir su único sostén, luego la
música, en la que predom ina ya la melodía, ya el ritm o. El
cuerpo está presente en lo que hace ver (pulsión escópica) de
perfecto en sus form as, en su belleza plástica, pero tam bién
en sus actitudes y su movimiento. Algunos coreógrafos
privilegian la postura, como Nicolai, cuya danza rem ite a
im ágenes m uy arcaicas del cuerpo, o Caroline Carlson que
nos m uestra un cuerpo disimétrico y disociado, cada uno de
cuyos segmentos parece b ailar su propia danza. O tros prefie­
ren el cuerpo en movimiento en coincidencia con el ritm o
musical, cuerpo que se eleva, rebota, escapa a la m ate­
rialidad.
E l espectador olvida entonces su propio cuerp' se convier­
te en el ser leve y aéreo que lo cautiva. Vi a u n a n iñ a de ocho
años que no podía quedarse quieta en un espectáculo de
ballet, se agitaba, esbozaba gestos; atra p ad a sin saberlo en
u n a identificación especular que no podía controlar. El
argum ento del ballet, con el sentido que el coreógrafo procura
tran sm itir, sentido sobre el cual cada uno borda a su antojo,
viene a perfeccionarla dicha de un encuentro consumado. El
sujeto puede entonces franquear los lím ites de lo real y
dejarse llevar a la escena. ¡Una escena que bien podría ser “la
O tra escena”!
Tam bién Shakespeare supo hablar, en u n a lengua llena
de im ágenes, de esta secreta correspondencia en tre los
sentidos. H abiendo recién asesinado a Polonio, oculto d etrás
de las colgaduras de la cám ara de la reina, H am let acusa a
su m adre en estos térm inos:
¿Tenéis ojos? No llaméis a esto amor, porque a vuestra edad
el tiempo del ardor ha pasado, la sangre se calma y puede
escuchar a la razón... Sentidos tenéis, sin duda... pero esos
sentidos, dadlo por seguro, se han perdido... ¿Qué demonio,
entonces, puede engañaros así? Ojos sin tacto, un tacto sin
miradas, un oído sin visión ni tacto, un olfato sin nada más
que un enfermizo residuo de sentido no podrían errar más
U 45
¿Sería eso lo que se denom ina “desorden de los sentidos”?
Lo que aquí aparece como desorganización, disyunción de las
percepciones, no está lejos de p a sa r por un signo de desorden
m ental.
Es difícil aven turarse en el dominio del “ello” donde rein a
“el silencio de las pulsiones”, un silencio de m uerte; difícil
h ab lar del goce y la angustia, dado que se m antienen al
m argen de la simbolización. No obstante, la e stru ctu ra
psicótica nos rem ite sin cesar a u n a organización cercana a
la del ello. M ientras que la m etáfora fálica y la forclusión del
Nombre-del-Padre son m ás fáciles de aprehender a causa de
nuestro mejor conocimiento de las leyes del lenguaje, la
n atu raleza del ello y su articulación con la cadena significan­
te siguen siendo problemáticas.
El troquel que, en la escritura del fantasm a, reúne y
desune a la vez el $ y el a, no reveló aú n todas sus posibili­
dades de lectura. Volveremos m ás adelante a la estru ctu ra
del ello en relación con lo real, cuando hayam os avanzado en
el conocimiento del objeto a del psicótico. Pero desde ahora
podemos adm itir que a p a rtir de un real fisiológico como el
ham bre, tensión prim ordial si las hay, se produce u n a
satisfacción cuyo agente es el Otro. En la p a rtid a que se libra,
el Otro se m antiene en un prim er momento como el conductor
del juego. De esta p artid a va a salir un sujeto, con la condición
de que se respeten ciertas reglas.

Condiciones mínimas
para que se produzca un sujeto

P a ra que se anuden lo real, lo simbólico y lo im aginario, p ara


que los objetos a ocupen el lugar que les corresponde en la
geografía del cuerpo, una boca p a ra comer, oídos p a ra
escuchar, ojos p ara ver, etc., tomado todo en la dim ensión
ta n to im aginaria como m etafórica, p a ra que u n a conexión
significante se apoye sobre estos objetos, es preciso que se
cum plan ciertas condiciones.
Debe m antenerse u n a coyuntura ta l que el desarrollo del
sujeto infans se produzca sin dem asiados riesgos. He aquí
sus elem entos esenciales:

• 1. Los cuidados dados al niño deben llevarse a cabo con


un mínimo de perm anencia y regularidad, p ara re sp eta r los
ritm os vitales.
Con respecto a la pulsión, dice Lacan en el Libro XI del
Sem inario: “La constancia del em puje prohíbe toda asim ila­
ción de la pulsión a u n a función biológica, la que siem pre
tiene un ritm o”.46 Sin embargo, es a p a rtir de los ritm os
biológicos como se construye la pulsión; se tr a ta v erd ad era­
m ente de construcción, pues el objeto de la pulsión no es en
n ad a el objeto de la necesidad. El objeto pulsional es el objeto
a. Si lo real es “lo que siem pre vuelve al mismo lu g ar”,47es en
prim er lugar lo real orgánico, con sus ritm os funcionales, lo
que recorta el tiempo: digestión-apetito, vigilia-sueño, ciclo
que se articula pronto en la noche y el día.
Ese real es alternancia. Desde luego, no se tr a ta aquí de la
oposición significante Sx-S?pero, ¿no puede pensarse que las
prim eras oposiciones significantes se apoyan sobre ese real
donde rein a ya un orden de sucesión? Sí el Otro no resp eta
este orden n atu ral, si las cadencias fisiológicas del niño son
tra sto rn a d as m ás allá de un cierto um bral de tolerancia,
pueden aparecer perturbaciones graves. U na ciencia nueva,
la cronobiología, pone de relieve la im portancia de ciertos
ciclos biológicos desconocidos h a s ta hoy.
• 2. El recién nacido tam bién tiene necesidad de repetición,
de un a repetición que le viene en lo real, Digamos que tiene
sus costum bres, y que las aprecia. Aveces se piensa que debe
h aber un solo personaje alim entador d u ran te los prim eros
m eses, lo que no es verdad m ás que en parte. Si el recién
nacido reconoce muy pronto a su m adre, acepta tam bién que
o tras personas se ocupen de él, con la condición de te n er
tiempo p ara identificarlas y que los momentos en que perm a­
nece con ellas tengan u n a duración lim itada. Parece ap re­
hender perfectam ente el tiem po que pasa, sin duda en
relación con su “reloj” biológico, y puede así prever el retom o
de las cosas. E n las guarderías, los lactantes se ag itan y
dirigen sus m iradas hacia la p u e rta cuando se acerca la hora
en que las m adres van a buscarlos.
Si los personajes alim entadores cam bian sin cesar, si las
costum bres de vida son constantem ente perturbadas, el niño
no puede elaborar ninguna perspectiva significante, lo que
puede constituir u n a p u erta abierta a la regresión o a la
psicosis. El desorden y la incoherencia en que se sum erge se
convierten en el caos mismo de su ser. Todo esto se observa
corrientem ente en los niños confiados a la D.D.A.S.S, [Direc­
ción de Asuntos Sociales y Sanitarios] que pasan de nodriza
en nodriza. Sabemos en qué estado llegan a los centros de
cuidado, cuando no es la cárcel la que los recibe m ás adelante,
• 3. P ara que el recién nacido pueda establecer una prim era
red de comunicación entre los diversos objetos a y vincularlos
a los prim eros significantes, es preciso proporcionarle los
m ateriales necesarios, lo que en el discurso pedopsiquiátrico
se llam a la estimulación. U n niño abandonado a su soledad,
incluso bien alim entado y limpio, e sta rá forzosam ente m a r­
cado por la debilidad. Estem os reconocidos a Spitz por h ab er
proclam ado en voz m uy a lta los estragos del hospitalism o.
H abría motivos p a ra distinguir los modos en que se
p resen ta e sta insuficiencia del O tro y p ara no generalizar
apresuradam ente, so pena de hacer psicología de bazar.
Estos modos van de la pobreza intelectual del medio nutricio,
con rarefacción de los intercam bios de lenguaje, a la incon­
sistencia de u n a m adre depresiva h a b ita d a por pulsiones de
m uerte. E n todos estos casos, re su lta de ello u n a insuficien­
cia de las prim eras elaboraciones subjetivas. Los recién
nacidos que sobreviven a ese desierto afectivo son seres a
m erced del m enor a v ata r existencial.
Con frecuencia uno se asom bra de la brutalid ad con la que
u n niño puede e n tra r en la psicosis, y se p reg u n ta sobre lo
bien fundado de observaciones tales como la del que se vuelve
psicótico después de u n a estadía h ospitalaria de corta d u ra ­
ción, o la del otro a quien su m adre, a su vuelta de la clínica
obstétrica, encuentra mudo. Sin em bargo, este tipo de casos
jalo n a la lite ra tu ra analítica. Pero las observaciones de un
desencadenam iento aparentem ente b ru ta l de la psicosis no
tien en en cuenta el estado del niño en el m om ento del
“m inidram a”. Los niños m ás profundam ente perturbados no
son los que presentan la sintom atología m ás ruidosa. Q uie­
nes se volverán psicóticos son la m ayoría de las veces niños
“sin problemas... ta n buenos y obedientes”, perfectos en su
papel de objeto a que colma a la m adre.
Hace falta mucho tiempo p a ra consolidar estru ctu ras frá­
giles al principio, y en niños de alto riesgo un trau m a, au n de
apariencia m ínim a, puede desencadenar un estado psicótico.
No obstante, seam os prudentes en cuanto al térm ino de
psicosis. Si en ocasiones se habla de “pre-psicosis” con respec­
to a los niños, es ta l vez p a ra reserv ar u n diagnóstico siem pre
difícil de form ular y un pronóstico que a m enudo ap o rta
sorpresas, m anifestándose reversibles, contra todo lo que
cabía esperar, ciertas sintom atologías pesadas.
• 4. La ru p tu ra de las prim eras relaciones puede producir­
se por un desborde pulsional. El niño no puede resistirse a la
violencia de ciertos traum as, y tiene lugar el hundim iento. Se
constituye un vacío definitivo sobre el cual no puede cons­
tru irse nada sólido. El térm ino de forclusión da cuenta con
claridad de esta pérdida irreparable en el corazón del sujeto.
Podemos referirnos aquí a la historia de Sylvie. ¿Qué pasó
con ella?
Hemos puesto en evidencia la violencia del tra u m a sobre
u n a organización fragilizada por una satisfacción dem asiado
grande de la necesidad, aparejada a u n a ausencia de in te r­
cambios significantes con la m adre. En el texto de los
Escritos, “La significación del falo”, Lacan insiste sobre este
m ás acá de las necesidades y de la dem anda que es el don, don
de lo que no se tiene y que se llam a amor. Puede suceder que
la satisfacción de la necesidad sea rebajada a “no ser ya sino
el aplastam iento de la dem anda de am or”.48 El térm ino de
“aplastam iento”, que em plea a m enudo en su Sem inario
sobre “La relación de objeto”, da cuenta de lo que ocurre
cuando un exceso de satisfacción pone fin a toda ap ertu ra
sobre la dem anda y por ello sobre el deseo. El térm ino evoca
al niño ahíto dormido sobre el pecho de su m adre, sin otra
perspectiva p ara los dos que esa dicha inm ediata. Pero se
m antiene la cuestión de esa “dem asiada satisfacción de la
necesidad” y de la “frustración de am or”. La dem asiada satis­
facción se vuelve m ás patógena por el hecho de interrum pirse
en un momento dado. El tra u m a puede ser provocado por la
cesación brusca del goce de un niño colmado, sobre todo
cuando ese goce es antes que n ad a satisfacción de la necesi­
dad, pues el sujeto se queda sin posibilidades de m etabolizar
la pérdida. La prim era p artid a de la m adre de Sylvie, cuando
no tenía m ás de seis sem anas, ya constituiría por lo tan to un
traum a. Muchos niños frustrados y m altratad o s desde el
nacim iento no hacen una psicosis, m ientras que aquellos a
los que “no les falta nada” en el plano de las necesidades
corren el riesgo de descom pensarse m ás fácilmente.
E n Sylvie, la prim era construcción va a ser b arrid a por el
impacto de un real insoslayable, el atiborram iento sádico
que, por su violencia, pone térm ino a toda “resp u esta”. Es
posible im aginar que, en circunstancias un poco diferentes,
la n iñ a h ab ría producido un síntom a: vómitos, enferm edad,
etcétera. Pero Sylvie no responde, se borra en u na especie de
inexistencia en la que no sobrevive m ás que u n a actividad
estereotipada de golpeteos, ni siquiera se chupa ya el pulgar,
es el autism o. E n lugar de la em ergencia del objeto subsiste
lo puro real, la angustia.
Un episodio sobrevenido en análisis nos perm ite com pren­
der mejor qué ocurre con lo real de este objeto.

¡Come, Sylvie!

Cuando tenía alrededor de cinco años, en el transcurso de


u n a sesión Sylvie me dice que tiene ham bre. Le pregunto qué
quiere comer. Un yogur, me responde. Los padres se quejan
sin cesar de lo que p a ra ellos ten ía de obligatorio la p u esta en
escena de cada comida, pero yo m ism a nunca había sido
testigo de esas sesiones de forcing. Sabía que en la institución
que frecuentaba se pasaba el día sin comer, sin o rin ar ni ir
al retrete, pues el equipo se negaba a obligarla. Ese día,
entonces, le llevo un yogur que pongo en un plato con azúcar,
y le doy u n a cuchara. Yo m ism a lo pruebo y le digo: “Aquí
tienes, puedes comer, está rico”. Me retruca: “Oblígame”. Le
contesto que ella sabe muy bien que no la obligaría nunca,
que pienso que puede comer sola o, al menos, tra ta r. En el
mom ento en que va a llevarse a la boca la prim era cucharada,
rechaza el plato con violencia, se levanta de la silla, visible­
m ente m uy angustiada, y se pone a gritar: “¡No comer Sylvie,
no comer Sylvie!”
No comprendí en el acto el sentido de este ataque de
pánico, pero m ás ta rd e creí captarlo.
La conminación “¡Come, Sylvie!” fue pronunciada en p ri­
m er lugar por la m adre, pero sobre todo por Georgette. E sta
frase le atravesaba los oídos, al mismo tiem po que todo su
cuerpo estaba sometido a la agresión del Otro. Pero los oídos
son los únicos oriñcios del cuerpo que no pueden clausurarse,
por lo que Sylvie cerraba la boca, ap retab a los dientes al
punto de desgastarlos, se cubría los ojos, no evacuaba sus
deposiciones... pero no podía taponarse las orejas. Por lo
dem ás, en sus dibujos éstas son desm esuradam ente g ran ­
des, m ientras que el resto del cuerpo es casi inexistente.
El “¡Come, Sylvie!” gritado en sus oídos estab a asociado a
u n a angustia de m uerte que, me parece, se vinculaba sobre
todo con la asfixia (durante toda su infancia h a rá bronquitis
asm atiform es). Sobrevivía desapareciendo en cuanto sujeto
en el acto mismo de la devoración. E n el “¡Come, Sylvie!”,
Sylvie comía a Sylvie, pero si comer era comerse a sí m ism a
tam bién era comer al otro, ser comida por el otro. Habiendo
sucedido que la criada (conservo el significante utilizado por
la familia) quedara encinta, Sylvie preguntó “por qué se
había comido a su bebé”.
P a ra cualquier niño, p ara cualquier adulto, en u n segundo
plano tra s el fantasm a subsiste la angustia de devoración,
que puede m anifestarse m ediante producciones im aginarias
(como las historias de vam piros) o en procesos m ás elabora­
dos como la incorporación, ligada a la oralidad, pero donde el
objeto se m antiene siem pre velado. Aquí el objeto es puro real
y la angustia está indefectiblem ente asociada a él.
E ste te rro r de Sylvie frente al alim ento que ni siquiera se
atrevía a tocar, como si el pedazo de pan fuera a m orderla, me
hacía p ensar en el cuadro de Goya, Saturno devorando a sus
hijos. E ste cuadro, evocado con frecuencia en el discurso de
los analizantes, rem ite a las angustias arcaicas ligadas al
canibalismo. E n su sem inario del 15 de mayo de 1963, Lacan
evocaba este m ás acá del objeto del fantasm a anclado en lo
real y la angustia.
El punto de angustia está más allá del lugar en el que se
detiene el fantasma en b u relación esencial con el objeto
parcial, es lo que aparece en la prolongación del fantasma,
que permanece subyacente a cierto modo de la relación oral
y que se expresa bajo la imagen de la función llamada del
vampirismo Es preciso distinguirla realidad del funcio­
namiento organísmico de lo que de éste se esboza más allá,
eso es lo que nos permite distinguir el punto de angustia y el
punto del deseo.

Sylvie apenas comerá sola a los siete años. Me d irá


entonces: “Ahora como sola. Hago como G eorgette, me meto
a la fuerza la cuchara en la boca”. E s la voz del superyó la que
se hace escuchar y que ella repite, identiñcándose sin duda
con el perseguidor que m anipula u n cuerpo m áquina.
Pude ver u n a película film ada un día de fiesta en la
institución que ella frecuentaba en esa época. H abía u n a
m esa cubierta de repostería, a la que Sylvie se acercaba y de
la que luego se alejaba, perdida en la m asa de los otros niños.
Repitió varias veces esta m aniobra, luego fue a tocar las
m asas, tomó una, luego o tra y, viendo que nadie le p restaba
atención, se las llevó a la boca. E ste fue el comienzo de la
constitución del objeto oral, que prosiguió a trav és de
la relación con su abuela. E sta, al mismo tiempo que le daba
de comer, aceptaba que ella la alim entara en un a especie de
com portam iento en espejo.
E n el análisis, los juegos m aternales continuaron h a sta
u n a edad m uy avanzada. D urante mucho tiempo, la alim en­
tación se m antuvo ligada a actos mortíferos: el bebé era
aplastado, pinchado, reventado, m uerto, cortado, explota­
ban bombas, cosas todas que me pedía que yo ejecutara dado
que ella estaba dem asiado aterrorizada p ara tocar por sí
m ism a a la m uñequita.
Yo retom aba con frecuencia su palabra interpelándola
sobre el lugar del bebé: “¿Qué es lo que tiene, que grita? ¡No
quiero que me pinchen! ¡Por qué no me tom as en tu s brazos?,
etcétera.” T ratab a de p erm u tar los papeles. No fue sino m uy
tard e, cuando te n ía alrededor de diez años, cuando la vi por
prim era vez tom ar la m uñequita, acunarla y decirle palabras
tiernas.
E sta angustia ligada al exceso de real del objeto puede, en
el discurso de los psicóticos, extenderse a sus cuerpos. El
objeto oral está en el centro de los fenómenos de anorexia y
bulim ia, que la m ayoría de las veces están asociados en el
mismo sujeto con u n a sucesión en el tiempo, sucediendo los
períodos de bulim ia a las fases de anorexia. Es in teresan te
señ alar que la angustia sólo se m anifiesta cuando el sujeto
es bulímico. U na gran experiencia con estos casos, en pacien­
tes jóvenes de instituciones psiquiátricas, me llevó a distin ­
guir dos discursos m uy diferentes según la e stru ctu ra en la
cual se inscriben. U na joven anoréxica de e stru ctu ra h isté ­
rica no habla de su cuerpo y de la comida en los mismos
térm inos que una psicótica.
U na joven psicótica que presentaba crisis de bulim ia en el
transcurso de las cuales podía comer cantidades inverosím i­
les de m asas, me decía:
Para mí, mi cuerpo es un enemigo, es él el que come, que
engorda, que es feo [...]. Le tenía horror a la leche. Mi madre
me alimentó hasta los seis meses. Yo hacía teatro para tragar
todo lo que teñí a leche. De pequeña, no tenía este sentimiento
de disociación entre mi cuerpo y yo [...]. Les muestro algo que
es feo, ¿cómo podría la gente saber que amo lo bello en este
cuerpo feo, cómo podría saber que tengo mal gusto?
E sta m ism a joven, que alternaba períodos de anorexia y de
bulim ia puntuados por intentos de suicidio, tam bién decía:
“Desde la m uerte de mi m adre ya no puedo comer carne,
tengo miedo de comer a mi m adre”. O tra joven anoréxica,
pero histérica, decía: “No puedo tra g a r a m am á con todos los
cuentos que prueba p ara hacerm e engullir”.
E n la prim era se m anifiesta la angustia de u n cuerpo
consumible que tiene m al gusto, con la recuperación signifi­
cante y aberrante del cuerpo feo,* así como el riesgo de

* En francés las voces laid (feo) y lait (leche) son homófonas, circuns­
tancia que la autora señala escribiendo laid(t). (N. del T.)
absorción, en lo real, del cuerpo de u n a m adre m uerta. E n la
segunda, se identifica la dim ensión m etafórica, “tra g a rse los
cuentos”. P ara ella, toda la historia de la anorexia podía
articularse con su problem ática edípica.
Si un analizante de larga d ata puede expresar, con tono re­
signado, los lím ites del análisis: “Cuando uno está en el cuer­
po, no puede decir n a d a más. ¿Qué puede atra p arse en e sta
m asa de carne?”, el psicótico vive esta im posibilidad m ism a.
E n u n a clínica psiquiátrica p ara estudiantes psicóticos,
las m aterias m ás difíciles de enseñar no son ni las m atem á­
ticas ni la física sino la biología. O curren en ese curso
fenómenos difíciles de dom inar por el profesor. El encuentro,
por p arte del psicótico, de lo real de u n cuerpo m uerto, por
ejemplo en las disecciones, va a redoblar la an g u stia de su
propio cuerpo, al que a m enudo califica de m uerto vivo. La
presencia de pedazos de cuerpos etiquetados, catalogados, lo
rem ite a su propio cuerpo fragm entado. El profesor se
en fren ta con com portam ientos curiosos, cuando no asiste a
u n desencadenam iento delirante. C itaré algunos.49
V ania ingiere, d u ra n te un a clase de trabajos prácticos, el
encéfalo en formol de un carnero y dice: “No me h a rá nada,
no sentiré nada porque está en formol”. Las nociones de
división celular y de reproducción plantean problem as a
menudo insuperables. Dominique quería saber por qué, en
los diferentes estadios de la gam etogénesis, las células
“cam biaban de sexo como si no supieran en qué querían
convertirse”; en efecto, la m ism a célula m asculina se deno­
m ina sucesivam ente un esperm atocito, una esperm átide,
m ien tras que la célula fem enina es un óvulo.
“Lo real es asim ism o la anatom ía”,50 dice Lacan. P a ra
Dominique, la diferenciación sexual sigue siendo confusa
porque está directam ente pegada al género, m asculino o
femenino, de la célula sexual m ism a. La ausencia de la
castración simbólica no perm itió la represión de lo real
anatómico. La no superación de ese real despierta la angustia,
que el sujeto in ten ta reducir m ediante una interpretación de
apariencia lógica.
¿Y el objeto anal en Sylvie?

Como el objeto oral, el objeto an al no puede ser escindido.


Sylvie se niega a que le saquen los pañales y quiere conservar
los excrementos directam ente sobre la piel. La pérdida de sus
m aterias fecales parece equivaler a su propia desaparición.
E sta angustia se amplificó aun m ás a causa de las exigencias
excesivas de la m adre, que pone a la n iña “h a sta quince veces
por día en la escupidera” y sanciona cada “negativa” con una
paliza.
E n cierta m edida, todo niño se identifica con el objeto. “Lo
que está allí en esa prim era relación con la dem anda del Otro
es a la vez él y eso no debe ser él”,51 dice Lacan en referencia
al objeto anal. E sta identificación es siem pre subyacente e
inherente a la estru ctu ra m ism a del sujeto. Hemos hablado
largam ente del camino que conducía de la posición de ser ese
objeto a la que consistía en tenerlo, en construirlo, proceso de
separación que se lleva a cabo conjuntam ente con el de la
alienación en el lenguaje. P a ra el psicótico, el objeto conserva
su estatuto de real y no puede, en muchos casos, ser recupe­
rado en la actividad fantasm ática ni b orrarse en las estru c­
tu ra s simbólicas del deseo. En lugar de poner en m archa el
proceso de castración, de perm itir la en trad a en el orden
significante, su pérdida equivale a u n a pérdida real, una
m utilación. En la m edida en que el objeto no está incluido en
la dialéctica con el Otro, el niño sigue siendo ese mismo objeto
y se ve sufrir la m ism a suerte, la desaparición, el anonada*
miento. Hemos visto las angustias de devoración que suscita
el objeto oral. De igual modo, el objeto an al conserva un poder
de destrucción en el niño psicótico. Muchos autores ponen de
relieve esta problemática. M.Klein hizo hincapié sobre la vio­
lencia destructora que se asocia a las heces; recordemos ta m ­
bién el caso de Joe, estudiado por B. B ettelheim , y todos sus
ritu ales de defecación: “Tocar la pared con u n a mano ap re­
tando las lám paras, con la o tra su jetar el pene”,52 etcéteía.
M arcia que, como Sylvie, h ab ía sufrido la prueba de los
enem as, “no sabía con certeza cuál de los dos orificios (boca,
ano) ingería y cuál elim inaba, y no controlaba ni uno ni otro,
de donde sus com portam ientos de defecación ritualizados”.53
En cualquier niño hay inquietud y perplejidad al d a r al
Otro lo que éste pide, sobre todo cuando ese algo proviene del
interior de su cuerpo. La paradoja de esta situación fue
subrayada por Freud. Lacan com enta en estos térm inos el
texto freudiano:
Esta demanda de la madre: “guárdalo - dalo”, si lo doy,
¿adónde va eso? [...] Ese montoncito de mierda es obtenido a
la demanda, se lo admira: “¡Qué linda caca!”, pero por lo
mismo esta demanda implica también que sea desaprobado,
porque a pesar de todo se le enseña que no hay que guardar
demasiadas relaciones con esa linda caca, como no sean
satisfacciones sublimatorias; si se lo embadurna, evidente­
mente, todos saben que es con eso que se hace54.
A veces el niño tiene dificultades p ara hacer frente a esta
situación. La dem anda cada vez m ás acuciante del Otro
puede llevarlo a negarse a d a r ese objeto ta n codiciado, p a ra
experim entar su prim er sentim iento de autonom ía, de domi­
nio de su cuerpo. Puede tam bién cuestionarse sobre lo que
oculta esa dem anda (Che i>uoi?). La negativa del niño es a
m enudo proporcional al encarnizam iento con que su m adre
tra ta de obtener el objeto. ¿No revela esta dem anda el deseo
subyacente de conservar el dominio del cuerpo de su vástago,
al que ella m ism a no quiere “soltar”?
E ste objeto anal e n tra en los cuidados y las preocupaciones
m atern as desde el nacim iento y luego, llegado el momento,
se vuelve algo de lo que puede sacar partido. El Otro pide al
niño que lo presente como regalo, pero p a ra desem barazarse
de él en el acto. A unque haya equivalentes sublím atenos,
este objeto conserva un peso de real que no tienen los otros
objetos: por ejemplo, cuando el niño comienza a ir solo al
baño, se vuelve loco si no ve sus excrementos an tes de dejar
correr el agua. Las preocupaciones acerca de la defecación
form an p arte de las inquietudes cotidianas de los adultos,
que cristalizan en esta función m últiples fantasm as relacio­
nados con el funcionam iento de sus cuerpos: b uena salud si
hay regularidad en las excreciones, “deposiciones de buen
aspecto”, o fantasm as de podredum bre intern a, angustias de
m uerte ligadas al bloqueo de la función.
El objeto anal es por lo tan to fuente de un interés que
jam ás se agota, siem pre en la encrucijada de la angustia y el
goce. Las brom as escatológicas son las prim eras en aparecer
en los niños; los “sorete-caca” y otras palabrotas los llenan de
alegría y, en general, son retom adas por los niños m ayores
de la fam ilia, que hacen de ellas sus delicias h a sta u n a edad
avanzada. Si bien la acogida de los padres es a menudo
am bigua, algunos grupos sociales como los cam pesinos con­
servaron el gusto por este lenguaje un poco crudo, que
em plean con naturalidad, “sin ofender”.55
Sylvie se angustiaba especialm ente con todo lo que tocaba
a esa p arte del cuerpo. En las sesiones con la m uñequita,
sim ulaba penetrarle el ano con u n lápiz y decía: “No puede
hacer caca, tiene un a pielcita, no puede, no puede”. Como la
boca que había que abrirle a la fuerza, el orificio an al debía
quedar cerrado, tanto horror encubría la perspectiva de
penetración. C ualquier intervención en ese nivel, term óm e­
tro, supositorios, enem as, era vivida de m an era dram ática y
podía h u ndirla en un estado de to tal desam paro. R elataré
aquí un acontecimiento que se produjo cuando ten ía alrede­
dor de seis años.
La evacuación de las deposiciones provocaba u n a angustia
tal que Sylvie las retenía lo m ás posible. Un día, después de
u n a sem ana de retención, el médico consultado, tem iendo
u n a oclusión intestinal, le adm inistró un enema. Fue u n a
experiencia de la que la niña no se repuso d u ran te mucho
tiempo, por el hecho de que ese médico murió, lo mismo que
la abuela m aterna que a veces lo consultaba. Se desarrolló
entonces en ella una serie de asociaciones en torno del
trasero, la m uerte, el médico y el padre que era doctor de las
vacas. He aquí lo que me dijo en u n a sesión: “Cuando se está
m uerto, arreglan el trasero, ponen pomada en el trasero.
Después de la m uerte una se vuelve la abuela, las señoras en
lo del doctor que pone pomada, ella tam bién está m uerta;
papá pone pom ada en el trasero de las vacas. ¿Sylvie está
m uerta?”
Después de esta nueva agresión al cuerpo y de las circuns­
tancias que la rodean, a las cuales Sylvie da un sentido casi
delirante, se inicia un período crítico del análisis. Ya no tengo
ningún contacto con ella; parece no verm e m ás, su rostro ya
no tiene expresión, se presenta como u n a niña au tista. Tiene
tam bién fenómenos alucinatorios, habla de m anera incom­
prensible a alguien que sería su doble, y esto con las en to n a­
ciones de voz de su m adre, quien me dice:

La cosa va muy mal en casa, se acabó, ya no sabe si es ella o


yo, llama mamá a sus hermanas y a su padre... quiere que su
voluntad venga de otra parte, son siempre las mismas
preguntas: “¿Tengo frío? ¿Cómo me llamo?”, etcétera.

Es en esta época cuando se pensará en u n a separación con


respecto al medio fam iliar. Irá a vivir a lo de su abuela
p atern a y p a sa rá el día en una institución especializada.
La intervención en lo real sobre el orificio anal destruyó la
prim era elaboración de la im agen del cuerpo que se iniciaba
en la transferencia. Como después del tra u m a oral, Sylvie se
vuelve au tista. De hecho, el trabajo analítico va a ser
retom ado progresivam ente y me daré cuenta de que lo
adquirido conmigo no se ha perdido sino únicam ente conge­
lado d u ran te un tiempo. Veremos, con referencia al lenguaje,
el sentido que Sylvie dio a esta intervención del médico.

Sobre la voz

La voz es portadora de palabras, “en cuanto im perativo, en


cuanto reclam a obediencia o convicción, no se sitú a en
relación con la m úsica sino en relación con la palabra”,56dice
Lacan. P a ra Sylvie, estaba la voz im perativa del Otro:
“¡Come!”, “¡Haz caca!”, pero tam bién los sonidos que salían
del tocadiscos cuando su m adre la atendía. ¿Qué sucedió para
que el objeto voz se pusiera a existir de por sí, de m anera
aislada, y tom ara esa connotación no sólo superyoica sino
persecutoria? Sylvie, en efecto, se sen tía aterrorizada por la
voz que salía del tocadiscos. E n u n a inversión de la situación
que caracteriza la evolución de su psicosis, exigirá que su
m adre ponga una voz gruesa, u n a voz colérica p ara poder
llevar a cabo ciertos actos, como comer, orinar, defecar, etc.
E n su Sem inario sobre “La an gustia”, Lacan in ten ta
d eterm inar lo que constituye el carácter an g u stian te del
objeto y su lado persecutorio. No son los pechos o los ojos sobre
u n a bandeja los que provocan el m alestar, pero cuando esos
ojos lo m iran a uno, cuando la m uñeca se anim a, comienza
a asom ar la inquietud. En referencia a Edipo vaciándose los
ojos, Lacan se pregunta:

¿Es eso la angustia, la posibilidad que tiene el hombre de


mutilarse? No, es propiamente lo que por medio de esta
imagen me esfiierzo por designarles, es que una imposible
vista los amenaza con sus propios ojos por el suelo.57

Cuando el objeto parcial se pone a te n er vida propia, el


universo bascula: se dejan escuchar voces que la mayor parte
de las veces dicen injurias y “porquerías”, los m uertos vuel­
ven, las m iradas de la gente en la calle son acusadoras, las
p u ertas se abren solas, etcétera. Estos fenómenos que en las
películas fantásticas nos dan miedo “de m en tira”, son vividos
por el psicótico en u n a gran proximidad: no puede d esp ertar­
se y reencontrar, cuando lo desee, la realidad tran q u ilizan te
de su cuerpo unificado y un m undo en que los objetos son
verdaderam ente inanim ados, tienen su lugar y no am ena­
zan a los hombres.
Esto nos lleva a h a b lar de un objeto que no es el objeto a,
que no es un trivial objeto del mundo exterior, sino que ocupa
u n a situación de privilegio en tre los dos: el “objeto tran si-
cional”.58

El pseudo-objeto transicional
del psicótico

Se tra ta de un objeto tomado del am biente fam iliar del niño,


pedacito de tejido, viejo objeto de peluche que h a estado en
contacto prolongado con su cuerpo y conserva su olor. E ste
objeto está ligado a las esferas oral y respiratoria. El niño, en
las m anipulaciones más o menos complejas, lo chupa y lo
respira: puede, por ejemplo, enroscar un mechón de su pelo
al mismo tiempo que chupa el objeto o uno de sus dedos,
chuparse el pulgar haciéndose cosquillas en la nariz con un
extrem o de la m anta, etcétera. C ada niño encuentra rá p id a ­
m ente u n modo específico de utilización de este objeto y no lo
cambia nunca. Algunos lactantes se chupan el pulgar desde el
nacim iento, costum bre que pudieron contraer in útero, como
lo dem uestran las ecografías. El niño reclam a este objeto en
los momentos de so13dad, cuando se ab u rre o procura dorm ir­
se. Su utilización frecuente y prolongada puede ser un signo
de sufrim iento, de tristeza, a veces de regresión.
E ste objeto no es el objeto a , el que e stá atrapado en el
cuerpo mismo, del que es un derivado y que se presenta como
prolongación del objeto oral y del respiratorio. E n su Sem i­
nario sobre “La angustia”, Lacan h ab la de él de esta forma:
Este objeto al que (Winnicott) llama transicional es verdade­
ramente el que yo llamo un objeto cesible, trocito arrancado
a algo, la mayoría de las veces unas mantillas. Se ve con
claridad el soporte que el sujeto encuentra en él. No se
disuelve en él, se conforta en su función de sujeto en relación
con la confrontación significante. No hay carga de a, hay, por
decirlo así, investidura, existe en la relación de a algo que
reaparece después de su desaparición.59
Por lo tanto, Lacan es muy claro, el objeto transícional no
es el a, aparece cuando a e stá perdido, “después de su
desaparición”. Conforta al sujeto que debe afro n tar el mundo
del lenguaje, e n tra r en el “juego simbólico”, según dice
tam bién. Se presenta en continuidad con el objeto oral, pero
está ya encargado de todas las rem iniscencias de la relación
con el cuerpo de la m adre y con lo percibido del cuerpo propio
del niño. Es el objeto interm ediario “marcado por la prim itiva
sustitución”.
Sin ninguna duda, este objeto viene a sostener u n fa n ta s­
m a en torno a la relación de cuidado m aternales. Es evocador
del vínculo con el Otro, y el niño conforta en él su identidad.
El nombre dado a este objeto va a confirm ar su doble
pertenencia, se tra ta a m enudo de un significante que el niño
escucha en los intercam bios que tiene con su m adre. U n chico
lo llam aba “to tin”. De hecho, ese significante derivaba de la
palabra “coquin” [“pillo”]: la persona que lo atendía, m ien­
tra s lo cuidaba, cam biaba y jugaba con él, solía tra ta rlo de
“pequeño pillo”. Captam os allí en vivo la intrincación de las
dos operaciones: la aparición del objeto con la serie que se
introduce y la inscripción significante que se hace en el
mismo momento. Ese significante, “totin”, secundariam ente
reprimido, podrá reaparecer en u n a cadena significante don­
de será totalm ente irreconocible. Veremos ejemplos de este
tipo de represión cuando abordemos los problem as de len­
guaje en la psicosis.
El objeto que utiliza el niño psicótico no tiene esta función
de objeto transicional. Sus características son com pletam en­
te distintas.
R ara vez se tra ta de un objeto suave al tacto. La m ayoría
de las veces es duro y frío, en ocasiones cortante: autito,
botella vacía, etc. El niño psicótico busca, con este objeto, una
sensación a veces en el lím ite del sufrim iento cuando, por
ejemplo, lo aprieta en su mano o se acuesta sobre él en la
cama. Advirtam os este rasgo particular: si en el momento de
acostarse no se encuentra el objeto transicional, p ara cual­
quier niño es un dram a, nada puede reem plazarlo; pero si un
niño psicótico pierde su manojo de llaves o su pequeño auto,
se le puede d a r otra cosa m ás o menos semej ante y se quedará
contento, dado que no está apegado “sentim entalm ente” a él.
A propósito de M arcia, quien en algunos aspectos se parece
mucho a Sylvie, Bruno B ettelheim nos habla del “m anoseo”,
traducción del verbo to tw iddle y de tw iddling. E stas activi­
dades estereotipadas son p ara él “no sólo autohipnosis sino
com portam iento de descarga”. Dice tam bién:
Los estímulos exteriores están oscurecidos y “ahogados” en
las sensaciones que el niño provoca en sí mismo. Su propio
comportamiento transforma su estado de ‘Vigilia” en una
atención todopoderosa frente a sí mismo y anula realmente
la percepción de la realidad.
Considera que es preciso re sp eta r estas actividades que
“protegen de un m undo intrusivo y espantoso, al mismo
tiem po que aportan u n a satisfacción alucinatoria a los
deseos”.60
El ritu al de M arcia, que necesitaba tap arse los oídos y las
n a rin a s p ara poder comer con los dedos, hace p ensar en el de
Sylvie, que no podía alim entarse m ás que con el cuerpo
fuertem ente ceñido por las piernas del adulto.
E n M arcia el ritu al fue perfeccionado por las educadoras,
“que le taparon los oídos por ella, lo que liberó algunos de sus
dedos p a ra comer”. Su “m anoseo” se producía cerca de la
boca, pero en el niño psicótico es raro que esté ligado a
actividades de succión. Sylvie m anoseaba indefinidam ente
en tre los dedos un pedazo de m aterial plástico, pero no se
llevaba nada a la boca. Sin embargo, no dejaba de rech in ar
los dientes.
He relatado el caso de M arcia porque a m enudo me
pregunté sobre el sentido de esas prácticas y la m an era de
abordarlas en la clínica. No me parece que la n atu raleza de
las soluciones de B. B ettelheim pueda hacer desaparecer
esos interrogantes. Es cierto que, en su institución, la tom a
en g uarda perm anente del niño se produce a lo largo de
muchos años. No deja de m encionar la im portancia del
tiempo y el confort del medio am biente p ara tra ta r las
psicosis. El enfoque analítico me parece de otro orden.
Sin tem or a equivocarnos, podemos afirm ar aquí que a la
inversa del objeto transicional, que perm ite al niño sostener
un fantasm a alrededor de la relación con el Otro y de la falta
creada por su ausencia, el niño psicótico utiliza el objeto en
una m aniobra que renueva p ara perderse en ella, p ara
“disolverse”. Los ritu ales vienen a llenar un vacío, un agujero
en lo real, el objeto es proveedor de sensaciones y no nuevo
im pulso para lo imaginario. El gesto estereotipado, la repe­
tición de lenguaje, ecolalia o estribillo, son otras ta n ta s
actividades que tranquilizan por su retorno asegurado. Así
como el lactante “aplasta el juego simbólico” en la actividad
de succión, el niño m ás grande se pierde en un acto que
reproduce indefinidam ente. Sylvie, retom ando sin duda una
expresión fam iliar, llam aba a sus trozos de plástico sus
“pequeñas drogas”.
Estos ritu ales psicóticos son aquello sobre lo que se apoya
el análisis. Con ellos, el niño refuerza su autism o y su
aislam iento del mundo, y los intentos por sacarlo re su ltan en
cóleras clásticas y redoblam iento de la angustia.
Sylvie renunció progresivamente a estos estereotipos cuan­
do, después de un largo trabajo analítico, pudo servirse de
sus m anos p a ra modelar, recortar, dibujar. Esto demandó
años, y aquéllos nunca desaparecieron totalm ente. En el
análisis me apoyé desde el principio en esas actividades, que
eran las únicas que realizaba. Al utilizar ritm os y asociarlos
a la palabra y al canto, pude a tra e r su atención y establecer
m uy pronto un contacto con ella. A p esar de que rechazaba
todo acercam iento, pude comenzar a tocarla, haciéndolo con
la levedad que ella m ism a ponía al rozar con sus golpeteos el
cuerpo de los otros o los objetos.
N o ta s

1. FREUD, Trois essais sur la sexualité, Idées, Gallimard.


2. FREUD, “Pulsions et destín des pulsions”, Métapsychologie,
Idées, Gallimard.
3. J. LACAN, Ecrits, pág. 579.
4. D. WINNICOTT, Psychiatrie de l’enfant.
5. D. WINNICOTT, De la pédiatrie á la psychanalyse, “Objets
transitionnels et phénoménes transitionnels”, pág. 109, Payot,
1969 [Escritos de pediatría y psicoanálisis, Barcelona, Laia].
6. D. WINNICOTT, Jeu et réalité. L’espace potentiel, Gallimard,
1971 [Realidad y juego, Buenos Aires, Gedisa].
7. J: LACAN, Seminario sobre “La angustia” (inédito).
8. J. LACAN, Écrits, pág. 848.
9. J. LACAN, Seminario sobre “La angustia”.
10. Petit Robert.
11. J. LACAN, Séminaire III, Les Psychoses, pág. 520 [El Semina­
rio de Jacques Lacan. Libro 3. Las psicosis, Buenos Aires,
Paidós, 1993].
12. J. LACAN, Écrits, pág. 845.
13. J. LACAN, Seminario sobre “La angustia”.
14. J. LACAN, Ecrits, pág. 847.
15. J. LACAN, Séminaire XI, pág. 181.
16. J. LACAN, Seminario sobre “La angustia”.
17. Ibid.
18. J. LACAN, Ecrits, pág. 843.
19. J. LACAN, Séminaire XX. Encoré, pág. 87.
20. Ibid., pág. 114.
21. Ibid., pág. 144.
22. J. LACAN, Seminario sobre “La angustia”.
23. Ibid.
24. Europe, revista literaria mensual, noviembre-diciembre de
1984.
25. A. ARTAUD, L’Ombilic des limbes, Poésie, Gallimard, pág. 39.
26. A. ARTAUD, Lettres de Rodez, GLM, 1946 [Cartas desde
Rodez, Madrid, Fundamentos].
27. Palabras transmitidas en la revista Obliques n° 10-11, “Ar-
taud”, Editions Borderie.
28. R. D. LAING, La Politique de l’expérience, Essai, Stock, 1969
[La política de la experiencia, Barcelona, Crítica].
29. Léanse, a este respecto, M. BARNES y J. BERKE, Mary
Barnes, un voyage á travers la folie, Seuil, 1971.
30. D. MELTZER, Explorations dans le monde de l’autisme,
Payot, 1980 [Explorando el autismo, Buenos Aires, Paidós],
31. A. ARTAUD, L’Ombilic des limbes.
32. J. LACAN, Ecrits, pág. 388.
33. Ornicar?, n° 5, pág. 20.
34. “Vers un signifiant nouveau”, Ornicar?, n° 17-18, pág. 9.
35. Scilicet, n° 4, pág. 42.
36. J. LACAN, Seminario sobre “La angustia”, clase del 5 de
diciembre de 1962.
37. J. LACAN, Séminaire XI, pág. 60.
38. FREUD, Essais de psychanalyse, Petite Bibliothéque Payot,
pág. 230.
39. Marguerite YOURCENAR, Nouvelles orientales, Gallimard
[Cuentos orientales, Madrid, Alfaguara].
40. J. LACAN, Séminaire XI, pág. 154.
41. Ibid., pág. 62, pág. 164.
42. Ibid., pág. 62.
43. Actes de l’ECF, n° 7.
44. J. LACAN, Ecrits, pág. 821.
45. W. SHAKESPEARE, Hamlet, acto III, escena IV, Gallimard,
La Pléiade, pág. 667 [Hamlet, en Teatro completo, 3 volúmenes,
Buenos Aires, El Ateneo, 1948].
46. J. LACAN, Séminaire XI, pág. 150.
47. Ibid., pág. 49.
48. J. LACAN, Écrits, pág. 691.
49. Michelle CLAQUIN, Mémoire D.E.S.S., 1974, Psychoclinique,
no publicada.
50. Scilicet, n° 7-8.
51. J. LACAN, Seminario sobre “La angustia”.
52. B. BETTELHEIM, La Forteresse vide, pág. 337.
53. Ibid., pág. 270.
54. J. LACAN, Seminario sobre “La angustia”.
55. Y. VERBIER, Faqons de dire, faqons de faire, Gallimard,
“Sciences humaines”, 1980.
56. J. LACAN, Seminario sobre “La angustia”.
57. Ibid.
58. Cf. WINNICOTT, De la pédiatrie á la psychanalyse.
59. J. LACAN, Seminario sobre “La angustia”.
60. B. BETTELHEIM, La Forteresse vide, pág. 212 y sig.
IV
EL ESPEJO CIEGO

El espejo, “encrucijada e stru ctu ral”, decía L acan.1 ¿Puede


ayudarnos el com portam iento de Sylvie frente al espejo a
e n tra r m ás profundam ente en el m undo de la psicosis?
A ntes de abordar esta cuestión, precisemos algunos p un­
tos que nos p erm itirán salir de los lím ites b a sta n te estrechos
donde aún se encierra con dem asiada frecuencia al “estadio
del espejo”. Si su “invención”,2que d a ta de 1936, comienza a
ag itar al m undo psicoanalítico, conviene releer los textos que
Lacan le consagra en sus Escritos reubicándolos en su época,
teniendo en la m em oria el aporte ulterior del pensam iento
lacaniano, en especial su trabajo sobre la lengua y el objeto
a. El propio Lacan lo subraya en el momento de la redacción
de los Escritos, en 1966, en el texto titulado “De nuestros
antecedentes”:
Nos encontramos con que volvemos a colocar estos textos en
un futuro anterior: se habrán adelantado a nuestra inserción
del inconsciente en el lenguaje.
No olvidemos que en aquel tiem po el combate que libraba
contra un bastardeo del psicoanálisis daba a sus artículos un
tono altam ente polémico.
E n 1959, diez años después de “El estadio del espejo”, en
el mismo esp íritu de un retorno a Freud, responde a la
comunicación de D. Lagache, “Psicoanálisis y e stru ctu ra de
la personalidad”, en su artículo “Observación sobre el infor­
me de Daniel Lagache”, donde encontram os la continuación
del “estadio del espejo”.
Lo que Lacan describía en 1949 como “prim era captación
por la im agen donde se dibuja el prim er momento de la
dialéctica de las identificaciones”,3 va a desarrollarlo diez
años después sirviéndose aún del espejo pero, esta vez, en el
modo “analógico”, p ara precisarnos la natu raleza de las
identificaciones. M ediante juegos de espejos (esféricos, pla­
nos), figura las instancias del yo, del yo ideal y del ideal del
yo. De este modelo óptico dirá lo siguiente:
Los nexos que van a aparecer en modo analógico se refieren
claramente a unas estructuras (intra)subjetivas como tales,
representando en ellas la relación con el otro y permitiendo
distinguir la doble incidencia de lo imaginario y lo simbólico.4
Entrevem os allí lo que anunciaba en 1949 al h a b lar de la
asunción de la im agen especular como de u na “m atriz
simbólica en la que el yo \je] se precipita en u n a forma
prim ordial”.5En ese texto de 1959 aparece la complejidad de
las identificaciones, a las que ya no se puede reducir á
formaciones puram ente im aginarias (imagos). E n efecto, se
precisa la naturaleza simbólica del ideal del yo: “El ideal del
yo es u n a formación que viene a este lugar simbólico. Y es en
lo que corresponde a las coordenadas inconscientes del yo”.6
El lugar y la im portancia del gran Otro son destacados:
Nos equivocaríamos si creyéramos que el gran Otro del
discurso puede estar ausente de ninguna distancia tomada
por el sujeto en su relación con el otro, que se opone a aquél
como el pequeño, por ser el de la diada imaginaria.
Prueba de ello es “el gesto por el cual el niño an te el espejo
[...] se vuelve hacia quien lo lleva”.7El objeto a ya está allí en
la representación de las flores, o sea “los objetos mismos
donde se apoya la acomodación que perm ite al sujeto percibir
la im agen i(a)”.a En la continuación de su enseñanza, Lacan
va a precisar la im portancia de este objeto a, ya aprehendido
aquí bajo la forma de i(a). E ste es la clave de bóveda
indispensable p ara todo reconocimiento especular. La acti­
tu d de Sylvie frente al espejo nos aclarará este punto.
Así pues, la etap a del espejo es verdaderam ente la “encru­
cijada e stru ctu ral” donde se cruzan y se in trin can los regis­
tros de lo real, lo simbólico y lo im aginario, m anteniéndose,
sin embargo, este último como prevalente. E ste anudam ien­
to incluye tam bién al obj eto a , y verem os cómo la carencia de
uno de estos parám etros compromete en el niño psicótico el
reconocimiento de su imagen.
A ntes de considerar la angustia del psicótico frente al
espejo, veamos qué ocurre con el descubrim iento dichoso que
hace un niño “norm al” de su im agen. Lacan sitú a esta etap a
en tre los seis y los dieciocho meses. E n el momento en que
escribe “El estadio del espejo”, en la década de 1950, insiste
sobre la “prem aturidad n a tal fisiológica”, sobre “el desam pa­
ro original del recién nacido”. No obstante, subraya igual­
m ente la precocidad del reconocimiento del Otro, “la percep­
ción m uy precoz en el niño de la form a hum ana, [...] desde los
prim eros m eses e incluso, en cuanto al rostro hum ano, desde
el décimo día”.9
Lacan nunca creyó en el aislam iento del recién nacido y
siem pre criticó violentam ente la interpretación que dan los
an alistas del concepto freudiano de autoerotism o.10Su insis­
tencia sobre la inm adurez del pequeño hum ano, sobre su
estado de indiferenciación, podría hacer p en sar que el descu­
brim iento de su im agen en el espejo tendría valor de revela­
ción, de momento mítico de identificación por nueva reunión
de los fragm entos del cuerpo. Pero esto sería sim plificar
dem asiado las cosas y deform ar el pensam iento de Lacan.
¿Qué ve el niño de seis m eses en el espejo? U n bebé, y en
prim er lugar piensa que allí hay otro niño, lo señala con el
dedo, lo interpela en su jerigonza, tra ta de tocarlo..., se
enfrenta al frío del espejo. Como a esta edad aún e stá en
brazos de su m adre, en su contacto, en su olor, y la ve,
perplejo, frente a él, se vuelve hacia ella. La m adre, en
general, com enta la situación: lo nom bra, le habla, ríe, acerca
la cabeza a la suya, etcétera. Al crecer, el niño va a m ultipli­
car los juegos frente al espejo, con el júbilo del que h ab la
Lacan: agita las m anos, hace m uecas, acerca la boca al
cristal, se divierte apareciendo y desapareciendo en él, etc.
E sta serie de com portam ientos va a perm itirle identificar
esta im agen como suya: el niño que ve es verdaderam ente él.
¿Puede decirse, sin embargo, que el niño se “reconoce” en
el espejo? No, dado que no sabe de en trad a que lo que ve es
una ilusión, un reflejo, que no es otro él mismo, su doble, el
que está frente a él. Testimonio de ello es el com portam iento
observado h a sta los tre in ta meses: el niño, a pesar de e sta r
habituado a verse, a reconocerse en el espejo, e incluso a
designar con su propio nombre su im agen, de vez en cuando
va a m irar a trá s en busca del personaje reflejado. Si su m adre
se coloca a su espalda y el niño la ve en el espejo dándole
bombones, en vez de volverse hacia ella p ara tom arlos tiende
la mano hacia su reflejo. La m adre de un gemelo al que yo
analizaba me contaba que el niño había comprendido muy
tard e qué era su im agen en el espejo dado que veía lo mismo
que lo que ten ía frente a él habitualm ente, a saber su
herm ano mellizo.
El reconocimiento de la im agen en cuanto tal, es decir como
reflejo, ilusión, está ligado a la construcción del cuerpo
im aginario. Veremos las consecuencias de su fracaso en la
psicosis.
Así, pues, este momento del espejo es verdaderam ente una
etapa pivote en la estructuración del sujeto, puesto que es a
la vez punto de llegada y punto de partida.
Ya hemos mencionado el trabajo de estructuración del
cuerpo que se lleva a cabo durante los prim eros m eses de
vida, en relación con la dem anda y el deseo del Otro. La
im portancia de esta prim era vivencia corporal es ta n grande
que el niño de seis m eses posee ya una conciencia de su
cuerpo, el sentim iento de su autonom ía, a pesar de la
insuficiencia de su desarrollo motor y la inm adurez de su
sistem a nervioso (esquema corporal). E sta construcción del
cuerpo se hace gracias a la introducción del objeto a ligado a
las funciones orgánicas, objeto que viene a ocupar su lugar en
los fantasm as referidos al cuerpo propio (es la a de i$ O a),
estando representada la recuperación del cuerpo biológico en
la red significante por la $ del fantasm a. Los fan tasm as de
los que nuestro cuerpo es el componente principal form an
p arte de n u e stra existencia m ás íntim a, y fundan n uestro ser
de goce, “goce del cuerpo en cuanto es goce de la vida”, dice
Lacan.12De este modo, nuestro cuerpo, construido con todas
las m arcas que le im prim e el Otro, se nos escapa, h ab la sin
que lo sepamos (psicosomática), nos traiciona y lo “h a b ita ­
mos” con m ayor o m enor comodidad. Lacan nos lo recuerda
en la clase del 11 de mayo de 1976 de su Sem inario:13

Tener relación con el propio cuerpo como extraño es una


posibilidad. Es verdaderamente lo que expresa el uso del
verbo tener: uno tiene su cuerpo, no lo es en ninguna medida,
y es eso lo que hace creer en el alma, luego de lo cual se llega
a pensar que se tiene una, lo que es el colmo.

Así, pues, en un mom ento esta prim era organización del


cuerpo se va a en fren tar a u n a im agen, la del espejo. El
pasaje de u n a a la otra, que no se produce sin perplejidad,
implica una conmoción fundam ental. En cierta form a, la
im agen especular viene a recubrir la prim era construcción
cuyo proceso de borrado se acelera a p a rtir de entonces. En
1948, Lacan hablaba de “ru p tu ra de plano, de discordan­
cia”12entre lo que en esa época llam aba ü m w elt e Innenw elt.
Se esboza entonces un trabajo de fusión, de reunión de lo que
el sujeto percibía de su ser y de lo que en lo sucesivo sabe “d ar
a ver” de éste. En 1966, retom ando aposteriori “El estadio del
espejo”, subraya el punto capital de este cambio de registro,
el intercam bio de las m iradas:

Lo que se manipula en el triunfo de la asunción de la imagen


del cuerpo en el espejo es el objeto más evanescente que sólo
debe aparecer al margen: el intercambio de las miradas,
manifiesto en el hecho de que el niño se vuelve hacia quien
de algún modo lo asiste, aunque sólo sea por asistir a su
juego.13
El intercambio de las miradas

En un prim er momento, el niño, en este intercam bio de


m iradas que va de la m adre real, cuyo contacto percibe, a la
que ve en el espejo, quiere asegurarse de que lo que ve ju n to
al rostro fam iliar es verdaderam ente el suyo propio. H asta
entonces, si bien pudo contem plar y ju g a r con sus m anos, sus
pies y su cuerpo, no vio nunca su cara. P a ra él, tiene la de su
m adre. W innicott lo subraya: “El prim er espejo es el rostro
de la m adre”. El niño va a hacer el descubrim iento de un
rostro, el suyo, que coexiste con u n a m asa corporal a la que
identificará como suya, y eso en un acercam iento cinético:
ad elan tar la mano, re tira rla , acercarse y alejarse, volverse
regularm ente hacia su m adre. De este modo va a apropiarse
poco a poco de esta im agen en movimiento, constituyendo el
vínculo entre su experiencia corporal (sensaciones a n e s té s i­
cas, en particular) y la im agen que de ella capta en el espejo.
Lo que describo da cuenta, antes que nada, de la visión. Las
m iradas intercam biadas con la m adre son de otro orden,
corresponden a lo que e stá “m ás allá de las apariencias”,1*y
se refieren sobre todo al deseo del Otro, pues en este in te r­
cambio se tran sm ite todo el conocimiento, todo el am or que
sienten uno por el otro, todo lo tejido entre ellos desde el
prim er día.
Retom arem os esta cuestión de la m irada y la visión a
propósito de Sylvie.
El punto de llegada en el que el niño puede reconocerse en
su forma es tam bién un punto de partida. E n efecto, lo que
está descubriendo es que la m irada que en lo sucesivo fija
sobre sí mismo es la m irada del otro. Se ve desde el lu g ar del
otro, en lo que “da a ver” en su “ser en el m undo”, punto de
p artida de todas las identificaciones yoicas. De ahí en m ás lo
h ab ita la “pasión im aginaria”,

cuya naturaleza ya era entrevista por el linaje de los mora­


listas en lo que se llamaba el amor propio, pero cuya dinámica
sólo la investigación psicoanalítica supo analizar en su
relación con la imagen del cuerpo propio. Esta pasión aporta
a toda relación con esta imagen, constantemente representa­
da por mi semejante, una significación que me interesa tanto,
es decir que me hace estar en una dependencia tan grande de
esta imagen, que viene a conectar con el deseo del otro todos
los objetos de mis deseos, más estrechamente que con el deseo
que ellos suscitan en mí.15

El espejo está, por lo tanto, en la encrucijada estru ctu ral


de las instancias de lo real, lo simbólico, lo im aginario y el
objeto. Es u n a plataform a g iratoria en el trabajo de estru c­
turación del sujeto, punto bisagra donde se reúnen el cuerpo
fantasm izado ligado a la relación con el gran Otro y la im agen
especular que determ ina la relación con los pequeños otros.
El com portam iento de Sylvie delante de él viene a confirm ar­
lo a contrario.

Sylvie y el espejo

A la en trad a de mi consultorio hay un gran espejo. H a sta los


cuatro años, Sylvie se desviaba al acercarse y, si yo me
detenía con ella delante de él, parecía presa del miedo e
in ten tab a huir.
U n día, ante mi sorpresa, se p la n ta adelante y hace con los
brazos gestos como de nadadora. D urante las sesiones si­
guientes vuelve a acercarse, se m ira y luego se aleja sin que
esto parezca angustiarla. D espués de este período de expec­
tativ a, me pide que me siente en el suelo a dos o tres m etros
del espejo (de este modo estoy poco m ás o menos a su altu ra)
y em prende idas y vueltas entre él y la analista, yo inmóvil
y ella apresurándose mucho. Pone su cabeza jun to a la m ía,
con nuestros cabellos tocándose (la cabellera tiene u n a gran
im portancia p ara ella), “nos” m ira en el espejo y luego,
dejándome en mi inmovilidad, se acerca lentam ente a su
imagen. Vuelve en seguida, me toca el pecho, después mi
boca y la suya y repentinam ente se arroja sobre mí, me
golpea, sim ula comerme gritando “¡Mala, m ala!” D urante
todo este tiempo comento lo que sucede, m ientras me nombro
y la nombro.
E ste prim er acercam iento al espejo será seguido por un
período de regresión y de agravam iento de los síntom as: hace
una otitis; pierde sus adquisiciones y ya no hace nada sola;
no duerm e y g rita d u ran te la noche; no va m ás al re tre te y se
niega a que llam en al médico. “Rechazo aun m ás feroz de la
escupidera”, dice la m adre.
En las sesiones está muy angustiada. Se golpea el pecho
gritando “¡Vientre de leche!” y se pega en el vientre diciendo
“caca ahí”. La m adre se queja de que Sylvie pide que la
mimen, lo que ella se niega a hacer pretextando “que es preciso
que comprenda que es grande y que ser m im ada es una locu­
ra ”. En sesión, quiere quedarse en mis brazos, sobre mis rodi­
llas, a sí puede m irarm e y no deja de decir, con un tono calmo
y una sonrisa: “Buenos días, Cordié”, a lo que respondo: “Bue­
nos días, Sylvie”. En la casa “la cosa va siem pre m uy m al, se
puso agresiva, arran ca las flores del jardín, destruye todo, ya
no quiere salir del auto, se queja de que le duele la ropa, los
zapatos. En la guardería hace que la aten a la silla”. En se­
sión, renueva su dem anda de quedarse en mis brazos, pero
su discurso gira repetitivam ente alrededor de los significan­
tes “solapa”, “pliegue”, “blusa”, “delan tal”. Evita el espejo.
No es sino tre s meses después de este prim er intento cuan­
do vuelve a acercarse a él. Me hace sen ta r en el suelo, pero
esta vez hace que doble las piernas y ponga la frente sobre las
rodillas, de modo tal que no pueda ver lo que pasa (lo que no
me impide echar u n a m irada a la pantom im a que se desarro­
lla, al mismo tiempo que respeto la consigna que me parece
consiste en no cruzar mi m irada con la suya en el espejo).
A p a rtir de entonces, y du ran te num erosas sesiones, va a
in te n ta r aprehender su im agen en referencia a mi cuerpo.
Acerca su cabeza a la m ía y toca mis cabellos y luego los
suyos, m irando esta escena en el espejo donde de mi cabeza
sólo ve la cabellera. Se oculta detrás de mí y se levanta
vigilando la reaparición progresiva de su imagen. Me levanta
un brazo y se acerca al espejo con un brazo en alto, etcétera.
Le digo: “se diría que es preciso que yo esté como m u erta p ara
que te veas y te sientas, Sylvie, com pleta y bien viva”. Dice
entonces, pegando su vientre contra m í e hinchándolo:
“Tengo un bebé ahí adentro”.
M ás adelante exigió que las dos estuviéram os de pie frente
al espejo y que yo la hiciese s a lta r sosteniéndola por las
manos. Se acercaba a su reflejo y se m iraba hacer m uecas, al
mismo tiem po que dialogaba conmigo; muy a m enudo se
levantaba la pollera y tra ta b a de v er en el espejo la im agen
de sus nalgas. Todos esos juegos cesaron poco a poco, si bien
hubo oportunidad de retom arlos algunos in stan tes al final de
la sesión. Fueron seguidos por u n a serie de com portam ientos
que en ese momento me intrigaron y, es preciso decirlo,
im pacientaron: exigía de los otros que asum ieran la m ism a
actitud que ella en espejo, lo que llam aba “lecciones de
gim nasia”: levanta los brazos, baja la cabeza, abre la boca,
cierra los ojos... lo hacía con sus herm an as y su m aestra e
intentó repetirlo conmigo. Me negué con b astan te prontitud,
lo que desencadenó su cólera: “La quiero m ás a M ireille
porque hace igual que yo”.
En el tiem po que siguió a este reconocimiento en el espejo,
yo había anotado:

Comienzo de un período en que establece conmigo juegos


agresivos, como atropellarme, cosa que a mi vez hago con
ella. Así puede por fin vivir el contacto de un modo lúdicro,
y se ríe acarcajadas por primera vez. Retoma losjuegos délas
escondidas. Puede comenzar a tocar la plastilina. Los padres
me dicen que en su casa se puso a recortar imágenes diciendo:
“Es Cordié”, y que “así cree que me hace mal”.

Fue a los cinco años, alrededor de un año después del prim er


acercam iento al espejo, cuando empezó a utilizar el “yo” .
E sta lenta aproximación al espejo no debe considerarse
como un avance terapéutico. Si el com portam iento de Sylvie
es sem ejante a todas las otras m anifestaciones de la psicosis,
puede sin. embargo ilustrarnos sobre la m anera en que el
niño psicótico aprehende su cuerpo. Pues la capacidad de
Sylvie p ara expresarse con palabras, m ientras vive en un
gran desam paro, nos perm ite, en particular, situ a r el objeto
m irada en la psicosis. Retomemos los hechos tal como los
advertí en esa época.
¿Por qué esa evitación, esa angustia h a sta los cuatro años,
cuando entrevé furtivam ente su imagen? ¿Qué es lo que la
espanta de tal forma? Lo ignoro, y no puedo m ás que señ alar
que lo que capta su m irada por prim era vez y que perm ite un
principio de reconocimiento de su im agen es su cuerpo en
movimiento, tanto mejor identificado por ser ta n am pulosos
sus gestos “de nadadora”. Pero se queda perpleja an te lo que
percibe como doble reduplicación: Cordié aquí, Cordié allá, y
esa o tra que sería ella, a la vez aquí y allá. Vuelve entonces
a hacer frente al espejo los gestos que hizo conmigo desde el
comienzo del análisis, los que la llevaron al reconocimiento
de su existencia propia en relación con el cuerpo del an alista,
secuencias de acercam iento y alejam iento, trabajo de aproxi­
mación y separación en la relación de transferencia. Pero lo
que ve allí no responde a lo que yo llam aría, a falta de algo
mejor, el “sentim iento de existencia” que adquirió poco a poco
en sus intercam bios conmigo; allí, delante del espejo, se
enfrenta con la im agen que tan to le costó aprehender, a saber
la separación de su cuerpo y el mío, y a la vez lo que constituye
su reunión, la pareja m adre-hija. Lo que ve en ese tiempo
prim ero no es su rostro, así como tampoco intercam bia
conmigo m iradas de reconocimiento: se queda fascinada por
la im agen de una boca y un pecho, visión insostenible que
reaviva el traum a. De nuevo reina la confusión en tre ella y
el Otro -com er, ser com ida- pues se desencadena la cólera
que es ta l vez el esbozo de u n a tom a de distancia: me da
golpes y me tra ta de m ala. La violencia, en efecto, desem peña
un papel de prim er nivel en la psicosis, los pasajes al acto
agresivos indiscutiblem ente alivian a ese sujeto inm oviliza­
do, m aniatado, bloqueado en su im potencia y sus contradic­
ciones.16
E ste prim er acercam iento al espejo va a ocasionar una
regresión y un redoblam iento de la angustia. Siem pre sucede
así en los niños psicóticos (en el adulto puede asu m ir otras
formas): u n a nueva adquisición, un progreso en la relación
con el otro, u n a e tap a franqueada desencadenan el pánico y
un reforzam iento de los sistem as de protección.
P or lo tanto, después de este prim er descubrim iento del
espejo Sylvie se repliega. Sus oídos se taponan con u n a otitis
dolorosa, sus m anos ya no tocan nada, ya no “quiere” (no
puede) evacuar sus deposiciones. E n las sesiones me h ab la de
su cuerpo, en un intento de señalización de su continente,
de u n a localización de su superficie y su contenido, donde
rein a la confusión: vientre de leche, caca, bebé. ¿Es ella
m adre, leche, bebé, caca? Esos objetos que no se h a n despren­
dido délo real perm anecen como no identificables, no utiliza-
bles, no pueden te n e rla función de agujero alrededor del cual
se construye el fantasm a y se fundan la dem anda y el deseo.
E n su Sem inario sobre “El objeto del psicoanálisis” (1965-
1966), Lacan retom a las figuras del cross-cap y el toro, que
h ab ía introducido en 1962 en el Sem inario sobre “La identi­
ficación”, a fin de d ar cuenta con m ás precisión de la m anera
en que, a p a rtir de la dem anda, el sujeto llega a desear, y
cómo esta dialéctica se articula con la problem ática del objeto
y de la cadena significante. El agujero, en estas figuras,
rep resenta un lugar vacío, punto de falta y punto de apoyo del
sujeto. E l 30 de m arzo de 1966 Lacan subrayaba, por lo
dem ás, que ese agujero representa el lugar del objeto a,
“m antenim iento-m ontura sostén de la hendidura del su ­
jeto”.17
E n Sylvie, la n atu raleza de este objeto no perm ite sostener
el ser del sujeto; a causa de ello, todo “recubrim iento”18por la
im agen especular sólo puede ser nulo y no producido, o
irrisorio.
E n el transcurso de este período de angustia y regresión,
Sylvie in ten ta recom enzar su vida desde el inicio, reencon­
tra r conmigo la envoltura corporal que constituían los brazos
de su m adre, im agen lejana, apaciguadora: “M ímame”. Pero
entonces, esto tam bién significa decir “Amame”, a lo que su
m adre da la m ism a respuesta: “No”.
¿Por qué, se p reguntarán, no recurrió esta an alista al
utensilio indispensable que es la m am adera? E sta p reg u n ta
está lejos de ser desdeñable, im plica el progreso psicoanalí-
tico mismo y la ética del psicoanálisis. E n efecto, ¿hay que
responder en ese punto en lo real? Si bien no hay, por cierto,
razón p ara in stitu ir u n a reglas inm utables del psicoanálisis
con los psicóticos, no por ello alim ento y heces e n tra n menos
en el ciclo de la dem anda, dem anda que ya no se apoya sobre
la necesidad en un niño de cuatro años, cualquiera sea su
estructura. No ocurre lo mismo con la m irada y la voz,
portadora de significantes, que pertenecen al registro del
deseo y lo simbólico, que incumbe en el m ás alto grado al
psicoanálisis que se pretende “lacaniano”.
Si un niño psicótico en análisis con una kleiniana la recibe
diciéndole: “Buenos días, señora pene”,19 palab ra retom ada
de inm ediato e in te rp re ta d a abundantem ente por la an alis­
ta, Sylvie asum ía con respecto a mí un tono com pletam ente
distinto: “Contigo, siempre hay que hacerse preguntas, estoy
h a rta . La abuela no hace preguntas, hace lo que yo quiero”,
donde se ve cómo un niño identifica... ¡a qué escuela perten e­
ce su analista!
La escuela de Lacan es la del rigor. El nos enseñó que el
lugar del an alista no está del lado de lo im aginario, que no
debe rep resen tar un papel ni proponerse como modelo de
identificación. E stá en el lugar del m uerto y, en la tran sferen ­
cia, es el sujeto supuesto saber. ¿En razón de qué debería
ocupar otro lugar el psicoanalista de niños? ¿Por qué debe­
ría ser la buena m adre que ofrece la m am adera o el padre que
refunfuña? Por cierto, un niño psicótico reclam a u n a p resen ­
cia de cuerpo y de palabra mucho m ás im portante que
cualquier otro analizante, pero las reglas fundam entales se
m antienen, aun cuando a veces sea necesario read ecu ar la
técnica. Así, al “M ímame” de Sylvie respondí ofreciéndole el
consuelo de brazos envolventes que volvían a d ar form a y
lím ites a su cuerpo, suscitando al mismo tiempo u n intercam ­
bio de m iradas y palabras que expresaban el reconocimiento:
“Buenos días, Cordié”, “Buenos días, Sylvie”.
E n el tiempo que sigue a este prim er acercam iento al
espejo, Sylvie se queja de que le duele la ropa, le duelen los
zapatos. Se hace a ta r a la silla. Su discurso está de nuevo
parasitado por los significantes referidos a la vestim enta.
¿Qué pensar de u n a actitud sem ejante?
Vemos en ella la prueba de que la asunción de la im agen
especular sólo es posible si el niño ya h abita su cuerpo. No
puede reconocerse en el espejo m ás que si ya h a construido
u n a representación de sí mismo a través de la red asociativa
cen trada en las ab ertu ras de su cuerpo en relación con el
cuerpo, las dem andas y el deseo del gran Otro. E sta prim era
identificación, profundam ente reprim ida, es el cim iento de
n u estro ser m ás íntim o, lo que Lacan, llegado el caso,
expresaba así: “El hom bre está, a pesar de todo, m ás próximo
a sí mismo en su ser que en su im agen en el espejo”.20 Si ese
p rim er paso no se da, si el cuerpo queda en suspenso, la
im agen del espejo se m antendrá inhabitada, envoltura v a ­
cía, m arioneta, bolsa de piel o peor, como p a ra Sylvie, bolsa
de ropa. Puede suceder incluso que no haya ningún recono­
cimiento en el espejo. Vi a u n a n iña psicótica acercarse sola
a éste y señ alar su im agen con el dedo diciendo: “M am á”.
E sta niña no se reconocía u n a existencia propia, era el cuerpo
de su m adre, y el rostro entrevisto en el espejo no podía ser
sino el de ésta.
E n el caso de Sylvie, la v u elta a las sesiones frente al
espejo, tre s m eses después de la prim era experiencia, nos
perm itió cap tar este imposible del cuerpo en la psicosis,
donde lo real, lo simbólico y lo im aginario no logran hacer
nudo.
D urante mucho tiem po me pregunté por qué exigía que yo
ocultara mi m irada p ara poder em prender su trabajo de
exploración de su im agen especular. Puesto que poco tiem po
an tes había solicitado el intercam bio de m iradas cuando
estaba en mis brazos, procurando asegurarse de que era
reconocida, aceptada, tal vez am ada. ¿Por qué, entonces,
debía excluirse esa m irada frente al espejo? Esa preg u n ta me
taladró en la cabeza d u ra n te varios años, h a sta que un
pasaje del Sem inario sobre “La angustia” atrajo mi atención:

La despersonalización comienza con el no reconocimiento de


la imagen especular [...]. De hecho, es porque lo que se ve en
el espejo es angustiante que no puede proponerse al recono­
cimiento del Otro. [...] Si se establece entonces una relación
especular tal que el niño pueda dar vuelta la cabeza, relación
de la que está demasiado cautivo21para que ese movimiento
sea posible, entonces la relación dual desposee21 al sujeto de
su relación con el gran Otro. Este sentimiento de desposesión
se verifica en la psicosis.22

El hecho de que el sujeto se convierta en “cautivo” de u na


relación especular angustiante que lo “desposee” de la rela­
ción con el gran Otro es m ás flagrante en la psicosis del
adulto, en la que ese fenómeno de fascinación tiene como
corolario, en los momentos agudos, unas experiencias de
doble, de despersonalización y de “inquietante extrañeza”
delante del espejo.

Los puntos de referencia del conocimiento especular son para


nosotros llamados de una semiología que va de la más sutil
despersonalización a la alucinación del doble.23

Pero para e sta r “desposeído” aun es preciso h ab er estado


en posesión de la cosa. Ahora bien, el niño psicótico no conoció
nunca una relación satisfactoria con el gran Otro que funda­
ra su ser prim ero, por lo que no encuentra entonces m ás que
un espejo ciego, reflejo vacío de significación que no lo m ira
en absoluto.
Cuando el nexo en tre cuerpo fantasm izado e im agen
especular no está roto sino parcialm ente, el sujeto puede
experim entar un sentim iento de extrañeza frente a su im a­
gen - “Estoy perdiéndom e de vista”, decía u n a joven esquizo­
frénica delante del espejo- o creer en la aparición de un doble.
Puede suceder tam bién que, por su efecto de falsa estru ctu ­
ración, la im agen especular se vuelva prevalente y a rra stre
al sujeto a una fascinación mórbida.
Si m i m irada pudo ser apaciguadora p a ra Sylvie cuando
estab a en mis brazos, el cruce de n u e stras m iradas en el
espejo se vuelve angustiante.
¿Qué im plica una m irada? “¿Cómo s itu a r el campo escópi-
co? [...] es deseo en el Otro, a p ertu ra, aspiración por el Otro
[...] ¿el objeto de la m irada? Engancharlo [...]”.24A hora bien,
la m irada que siem pre conoció Sylvie es la de la m adre,
m irada que se desvía, que elude la interrogación de la n i­
ña, m irada cargada de cólera, asociada a u n a voz que g rita
im perativos, m irada que fascina y aterroriza a la vez. La
im agen de la pareja que formamos ella y yo en el espejo, ¿no
es por ello la réplica de la otra, la que forma con su m adre?
La agresión a mi cuerpo sería la prueba. E n ese momento, mi
m irada se vuelve em barazosa, y ta l vez Sylvie se pierda
en ella.
Por lo tanto, sin mi m irada pero en presencia de m i cuerpo
in erte Sylvie va a hacer la experiencia de su autonom ía, en
cuanto cuerpo en movimiento. Ya no es la n iñ ita de seis
m eses im potente y lim itada en su m otricidad, su esquem a
corporal está consumado. Toma conocimiento de todas las
p artes visibles de su cuerpo en relación con el mío, y veriñca
que ella m ism a comanda sus m ovimientos. E xperim enta la
perm anencia de su ser desapareciendo y reapareciendo
d etrás de mí (estos juegos de presencia-ausencia van a
p e rd u ra r en el análisis y a hacer avanzar considerablem ente
el trabajo).
El gesto que hace p ara in te n ta r ver qué pasa por el lado de
la zona anal, p arte del cuerpo ta n problem ática en ella, evoca
la anécdota contada por Lacan “de un a niña que se en fren ta
desnuda al espejo: su mano como un relám pago, cruzando
con un torpe través la falta fálica”.25 Pero con Sylvie, ¿llega­
rem os alguna vez a la falta fálica?
Lo que va a seguir del descubrim iento de su forma corporal
en movimiento corresponde claram ente a esta “captación” de
la que habla Lacan. La forma superficie-vestim enta y la
función de dominio dinámico, que experim enta y vuelve a
representar con júbilo, van a volverse prim ordiales en su vida.
E sta función, que h a sta entonces delegaba en su m adre,
haciendo eco en esto al deseo m aterno - “Soy yo quien debe
hacer las reacciones de mis hijas”- , va a ejercerla en lo
sucesivo sobre su propio cuerpo. Pero, en lugar de ser el punto
de partida de las identificaiones yoicas, va a cobrar un
aspecto superyoico. Su cuerpo se m antend rá como una espe­
cie de m ecánica articulada a la cual da órdenes, a la que
m aneja como un doble. Asimismo, cuando coma sola dirá:
“Ahora, hago como Georgette, me meto a la fuerza la cuchara
en la boca”, donde se ve cómo

[...] en el eslabón roto de la cadena simbólica [...] sube de lo


imaginario esta figura obscena y feroz donde es preciso ver
la significación verdadera del superyó.26

Sylvie va a in te n ta r ejercer este dominio sobre el otro en


espejo, dando órdenes a las que califica de “lecciones de
gim nasia”. Rechazaré m uy pronto ese juego repetitivo y
estéril.

La visión y la mirada
en la psicosis

Que Sylvie se quejara de que le dolían la ropa o los zapatos


me había dejado perpleja. Que me identificara con las
im ágenes que recortaba de las revistas me había asom brado
igualm ente. Pero en la psicosis se encuentra con frecuencia
esta visión bidim ensional. Sylvie se ve y se siente plana como
u n a imagen. Tam bién la representación de los otros y del
mundo carece de espesor. Más adelante, cuando se exprese
bien, tendrá la oportunidad de decir: “Cuando m am á es
m ala, el m undo es plano, ya no tiene relieve”. M eltzer señala
el mismo fenómeno en un pequeño paciente:
Durante varios meses un niño había dibujado puertas y
portales, generalmente con cancelas complicadas [...]. Un
día, dibujó con esfuerzo sobre un costado de la página una
casa decorada vista de frente, mientras que en el otro dibujó
un pub de atrás. De este modo el niño demostraba su
experiencia de un objeto en dos dimensiones: cuando uno
entra por la puerta de adelante, sale simultáneamente por la
puerta de atrás de un objeto diferente, es efectivamente un
objeto sin interior.27
Todos los esquizofrénicos, cuando hablan con posteriori­
dad de los episodios agudos de sus psicosis, dan testim onio de
la extrañeza del mundo, de lo que rezum a entonces de
angustia y pesadilla. El relato de Renée, la paciente de M. A.
Sechehaye, describe un m undo que de un solo golpe pierde su
aspecto fam iliar, en el que las cosas pierden todo sentido,
toda conexión en tre ellas. Es lo que llam a “realid ad ”:
Los ruidos se recortan en la inmovilidad, separados de su
objeto y sin ninguna significación [...]. Había perdido el
sentido de la perspectiva [...]. Todo me parecía artificial, una
mecánica eléctrica [...] encontraba una casa de cartón, her­
manos y hermanas robots [...].28
E sta “irrealidad” engendra una angustia ta l que un sujeto
no puede sobrevivir a ella, y a m enudo el delirio perm ite la
nueva puesta en orden o el repoblam iento de ese mundo:
Es sólo mediante las articulaciones simbólicas que la entre­
lazan a todo un mundo como la percepción cobra su carácter
de realidad.29
C hristian, uno de m is pacientes esquizofrénicos, describía
así su percepción del mundo, antes de repoblarlo, tam bién él,
con su delirio:
—Tengo una angustia en el plano de los objetos, estoy como
encerrado en los objetos, estoy aprisionado adentro, no veo
más que las cosas insignificantes. En esos momentos estoy
desconcertado, tengo la impresión de ya no ser más que una
mirada. Veo mi mirada en el cristal, no puedo desviarla de los
objetos. Me gustaría ver cosas que no veo, creería en ellas más
fácilmente.

—¿Hizo ya pinturas, dibujos?


—Si los hiciera, dibujaría un universo hiperrealista, un
cenicero, colillas. No me gusta este universo, es la naturaleza
oculta... Tengo un sentimiento curioso en el plano de la
mirada, una fascinación mórbida por la superficie de las
cosas. Tengo la impresión de que mi mirada se vuelve
viscosa, que se pega a los objetos, en los objetos veo esencial­
mente las manchas, en lugar de ver al otro no veo más que la
superficie de sus ojos.

C hristian nos describe aquí un mundo pleno de objetos que


se pegan al ojo, que lo envuelven como una tram pa. Lo que
llam a m irada es, de hecho, visión sin m irada, reflejo plano de
u n m undo reducido a su superficie y, en el otro, sólo encuen­
tra un ojo ciego, sin vida.
¿Cómo entenderlo que nos dicen estos pacientes?¿D e qué
se tra ta en lo que Freud pone en prim er plano en la psicosis,
a saber la “pérdida de la realidad”? Lacan nos perm ite ver un
poco m ás claro.
En “De u n a cuestión prelim inar a todo tratam ien to posible
de la psicosis”, con referencia a las alucinaciones verbales,
retom a la distinciónpercipiens-perceptum, “la diferencia de
las subjetividades interesadas en la m ira del perceptum ”.30
E n el Sem inario sobre “El objeto del psicoanálisis” nos
recuerda “la im pureza del perceptum escópico”, a causa del
hecho de que el percipiens está “m arcado por el significante”
al mismo tiempo que por “efectos de la pulsión”.31Así, con el
paso de los años, Lacan retom ará su interrogación alrededor
de la m irada en cuanto objeto a , abordándola por diferentes
rodeos, m ultiplicando los enfoques, pues este objeto, que
tiene un e sta tu to particular, no es ta n fácil de delim itar como
los objetos oral o anal.
Cuando dicta su sem inario de Los cuatro conceptos fu n d a ­
m entales del psicoanálisis, la m uerte de M erleau-Ponty y la
publicación de la últim a obra de éste, Lo visible y lo invisible,
son p ara él el punto de partida de u n a reflexión sobre el “m ás
allá de las apariencias” que implica la m irada. E ste sem ina­
rio es de u n a gran riqueza de reflexión sobre la esquizia de la
m irada y la visión con las visiones del sueño, el d esp ertar del
soñador, la estructuración del espacio, el cuadro, el m ontaje
de la pulsión, etcétera.
A p a rtir de esos textos y de n u e stra experiencia clínica,
veam os cómo se presenta la esquizia de la visión y la m irada.
El ojo no es, evidentem ente, una simple placa fotográfica.
La visión no puede ser sino m irada dirigida al mundo. ¿No se
habla del “m undo del esquizofrénico”, del “m undo visto con
ojos de niño”?

En nuestra relación con las cosas, tal como está constituida


por el camino de la visión y ordenada en las figuras de la
representación, algo se desliza, pasa, se transmite de nivel en
nivel, para estar siempre allí en alguna medida elidido,32 es
eso lo que se llama la mirada.33

Lacan vuelve a esta elisión en v arias ocasiones. Nos dice:

El origen, la base, la estructura de la función del deseo como


tal es [...] este objeto central, a, en cuanto está no sólo
separado sino elidido, siempre en un lugar distinto a aquel
en que el deseo lo sostiene y sin embargo en relación profunda
con él. Este carácter de elisión no es en ninguna parte más
manifiesto que en el plano de la función del ojo, y es en ello
que el sostén más satisfactorio de la función del deseo, el
fantasma, está siempre marcado por un parentesco con los
modos visuales [...].34

La m irada tiene por lo tanto la particularidad de ser un


elem ento predom inante en los fantasm as y, en contacto
directo con el deseo, no es trib u ta ria de la necesidad y la
dem anda, como el objeto oral o el anal, siendo su relación con
el goce completamente privilegiada. Así, pues, esta elisión de
la m irada preside la estructuración del fan tasm a y las
manifestaciones del ello. Lacan dirá tam bién:
La mirada en cuanto objeto a, [...] y por ser un objeto a
reducido, a causa de su naturaleza, a una función puntifor-
me, evanescente, deja al sujeto en la ignorancia de lo que hay
más allá de la apariencia [...].35

Las visiones del sueño ofrecen una idea general de este


m ás allá de la apariencia. En las im ágenes oníricas que el
sujeto crea, en el argum ento, en las p alabras pronunciadas,
se entrevé ese otro lugar donde se desliza el sujeto del
inconsciente. Las asociaciones no lev an tarán m ás que un
pequeño borde del velo sobre esta “otra escena” que el sujeto,
al despertar, a menudo se niega a reconocer como suya: “E ste
sueño no tiene ningún sentido, es idiota, no soy yo...”.
S ila esquizia de la m irada es patente en el sueño, es menos
evidente en el estado de vigilia, donde

hay elisión de la mirada, elisión de lo que no sólo ello mira,


sino que ello muestra. En el campo del sueño, al contrario, lo
que caracteriza a las imágenes es que ello muestra,36

Si, en el sueño, “ello m u estra”, si las im ágenes del sueño


no pueden ser m ás parlantes, el espectáculo del m undo en el
estado de vigilia, ello nos mira: “El espectáculo del mundo se
nos aparece como omnivoyeur”, dice Lacan, y adem ás: “No
veo m ás que desde un punto, pero en mi existencia soy
mirado de todas p artes”.37Si, en el estado de vigilia, yo no creo
las im ágenes, el espectáculo del mundo me incum be por el
hecho de que lo interpreto sin saberlo. Si el m undo me es
fam iliar, es porque lo he hecho mío sin saberlo, y es en el
desconocimiento de este m ás allá de las apariencias donde se
funda mi ser.
El goce estético frente al cuadro, esa “tram p a p a ra la
m irada”, según la expresión de Lacan, nos hace en trev er ese
m ás allá, ese m ensaje venido del inconsciente. E n la contem ­
plación, la emoción estética designa ese lugar, a la vez lu g ar
de ausencia y de plenitud, a propósito del cual podríamos
evocar la proxim idad de la Cosa.
En la psicosis, la m irada no llega a hacor “agujero” y a
sostener la visión. No pudo advenir algo de la pérdida, que
h ab ría perm itido la constitución del objeto a m irada en la
erogenización de la relación con el Otro. La percepción
perm anece entonces como visión sin m irada.
El mundo, en C hristian, está pegado a su ojo sin distancia-
miento y, en el otro, no ve m ás que un ojo ciego que perdió su
m irada. Si tra ta de fijar un punto p ara escapar a esta
influencia de los objetos, ese punto se m antiene como m an ­
cha fascinante de la que no puede extraerse, donde se pierde,
donde desaparece sin que pueda hablarse aquí de algo del
orden de la contemplación y el goce. La realidad no puede
despegarse de un real invasor, ese real que J.-C. M ilner
define como “un agregado donde no se establece ningún
vínculo, ninguna propiedad, ninguna sim ilitud”.38 Del en­
cuentro con ese real surge la angustia; así puede com pren­
derse el sentido de estas palabras de C hristian, que d u ra n te
mucho tiempo me parecieron enigm áticas: “Me g u staría ver
cosas que no veo, creería en ellas m ás fácilm ente”. Cuando no
hay nada m ás allá de las apariencias, cuando el universo está
irrem ediablem ente vacío, con un vacío m ás allá de la m uerte,
C hristian in te n ta suicidarse p ara reunirse con “su mundo
propio” (su delirio) donde “los niños de luz” lo esperan desde
toda la eternidad.
Tiene tam bién la oportunidad de volver a d ar sentido a los
fenómenos, cuando la palabra se su strae y las m atem áticas
son im potentes p a ra dar cuenta del orden del m undo (C hris­
tian es investigador en m atem áticas). He aquí lo que dice:
“Cuando ya no hago m atem áticas, pienso en la comunicación
no verbal. Me b a sta con tom ar el m etro y comienzo a sen tir
la presencia de los otros en el plano de la m irada, es
demasiado fuerte, es peligroso, las ondas relaciónales que
circulan entre los individuos”. Un día, me acusa de hipnoti­
zarlo d u ran te la sesión, y otra ver m e dice:

Estaba muy angustiado al salir de su casa, esa angustia no


provenía de mí, estaba atrapado en un juego con sus otros
pacientes, por su intermedio, me hice comunicar la angustia
de alguien que viene a su casa.

Interpretaciones delirantes alrededor de la m irada, que


pueden inscribirse en la transferencia. Cuando la comunica­
ción verbal se le escapa, la m irada se pone a funcionar en sí,
p a ra sí, y a d ar sentido. Se convierte en “ondas relaciónales”,
“peligrosas” (es el m al de ojo), fascinum , m irada del an alista
que lo hipnotiza, lo hace desaparecer y puede tam bién
tran sm itirle la angustia de los otros. El m undo se pone a
h ab lar en torno a la m irada.
En un libro muy bello, E l hombre ja zm ín ,39Unica Zürn nos
habla de un universo que le hace signos por todas partes. Sus
alucinaciones visuales se parecen a im ágenes de sueños, y
sentim os h a sta qué punto, en la psicosis, sueño, delirio,
percepción de la realidad se mezclan íntim am ente, sin que se
encuentre en ellos la ru p tu ra que in sta u ra el fenómeno del
despertar. E l objeto escópico, la m irada, ya no asegura la
esquizia de la visión, de donde el retorno con fuerza de lo real
y el repoblam iento im aginario resultante.
O curre lo mismo con la esquizia que separa al sujeto que
duerm e y sueña del que acaba de despertarse y recupera la
conciencia. E sta b a rre ra m ism a puede ser borrada. En
C hristian, los procesos del sueño se mezclan con la realidad
y, como en el sueño, las im ágenes se ponen a hablar, a
“m ostrar”.
¿Qué lugar, qué im portancia puede atribu irse a la m irada
en el trabajo de construcción del sujeto?
Al nacer, el recién nacido abre los ojos y parece sorprendi­
do, asombrado, ya interrogador an te lo que se le presenta.
E n cuentra en prim er lugar la luz, luego formas y colores aún
indiferenciados; pero hay una forma que va a volver, dt
m anera ritm ada y repetitiva, con el placer de la succión y ti
apaciguam iento del ham bre, el rostro y la m irada de la
m adre, asociados a su voz m odulada, donde identifica m uy
rápidam ente algunos fonemas. Estos prim eros intercam bios
están cargados de significaciones por venir.
La m irada, nos dice Lacan, en cuanto obj eto a retom ado en
el circuito pulsional, tiene la particularidad de e sta r de
entrada ligada al deseo, no se apoya en ninguna necesidad,
en ninguna dem anda vital, y son ta l vez esta “inconsisten­
cia”, esta “evanescencia” las que aseguran de m an era privi­
legiada su inserción en el fantasm a y su enganche con el goce.
Las perversiones exhibicionista y voyeurista atestig u an lo
que puede ser este goce centrado en la pulsión escópica.

¿Qué puede leerse


en una mirada?

Lacan, en el transcurso de su Sem inario, da u n a serie de


connotaciones de apariencia contradictoria. (Pero, ¿por qué
debería el deseo ser unívoco?)
E n el Libro XI del Sem inario hace referencia al m al de ojo:
“H ay en quien m ira un apetito del ojo, el ojo pleno de
voracidad es el m al de ojo”, y de esa m irada m ala puede
provenir la desdicha. “A petito”, “voracidad”, estam os m uy
cerca de la pulsión oral. Y en los Escritos, al citar a San
A gustín que describe “al niño m irando con u n a m irada
envenenada a su herm ano de leche”, nos recuerda la violen­
cia de la invidia en esta contemplación a la que califica de
“absorción espectacular”.40
Pero la m irada no es sólo eso, tam bién puede ser apacigua­
dora:

Es [...] en el nivel del deseo escópico donde, si la estructura


dol deseo está lo más plenamente desarrollada en su aliena­
ción fundamental, también el objeto a está más enmascarado
y donde con él el sujeto está, en cuanto a la angustia, más
seguro.*1

En las angustias muy arcaicas en torno a la pulsión oral


caníbal, la m irada, viniendo a desm entir lo real de la devo-
ración, puede en efecto tener ese resultado apaciguador.
En el Sem inario sobre “La angustia”, Lacan subraya otro
carácter del objeto a escópico:

En el nivel escópico que es propiamente el del fantasma,


aquello con lo que nos relacionamos [...] es la potencia en el
Otro [...] que es el espejismo del deseo humano [...] la forma
dominante, fundamental de toda posesión, la posesión con­
templativa [...].42

P a ra el niño, el vozarrón \grosse voix], el “gesto adusto”


[“gros yeux"] son en efecto las insignias de la potencia del
Otro, y es sobre ellas que se apoya el superyó.
El fascinum tiene por efecto m atar literalm ente a la vida:
“el fascinum es precisam ente una de las dim ensiones en las
que se ejerce directam ente la potencia d é la m irada”.43Por su
definición, el fascinum es “encanto, maleficio”. Fascinar es
“dom inar, inmovilizar por la sola potencia de la m irada” Si
p ara cualquier hijo de vecino fascinar tiene el sentido, un
poco bastardeado, de seducir, cautivar, encantar, veremos
que en la psicosis conservó el sentido fuerte de reducir al otro
a la nada por la potencia de la m irada, hay b o rrad u ra del
sujeto bajo la m irada del Otro.
Volvamos ahora al caso de Sylvie. ¿Qué hipótesis puede
form ularse sobre el lugar a dar a la m irada en la aparición
de su psicosis? Y, en prim er lugar, ¿qué m irada dirigía la
señora H* a sus hijas?
Lo que dice de ello es significativo. La m ayor h ab ía sido
p ara ella un “objeto de adoración, de contem plación”. Se
pasaba el tiempo m irándola, fotografiándola. Cuando llega
Sylvie, ya no está en la m ism a disposición, sale de un estado
de embarazo que duró tre in ta y tres meses. “¡Tres em barazos
en tre in ta y tres meses!”, repite, agobiada. ¿Qué m ujer joven
que com enzara su vida en pareja no e sta ría m arcada por
sem ejante acontecimiento? La señora H* lo está h a sta el
asco. Se siente m olesta frente a la m irada pedigüeña de esa
beba: “E sta n iña era dem asiado precoz, me m iraba con un
aire extraño, no podía soportarla”.
En un prim er momento, sintiendo im potencia p ara re s­
ponder a lo que percibe confusam ente como dem anda de
amor, probablem ente desvía los ojos, se au sen ta ante la
m irada-llam ada de su hija. La sobrecarga de la zona oral y
la ausencia de comunicación por la m irada y la palabra
seguram ente fueron aquí condiciones favorables p ara la
eclosión de la psicosis.
En un segundo momento, Sylvie va a encontrar una
m irada hostil, plena de cólera y furor. M ás tarde, exigirá ser
obligada para in te n ta r recuperar en el goce m asoquista la
m irada y la voz de cólera de la m adre.
¿Cómo va a d eterm inar esa m irada dirigida a ella la
n aturaleza de la que ella m ism a dirigirá a las cosas? Si “el
mundo es sim étrico del sujeto”, si es “el equivalente, la
im agen espejo del pensam iento” (Lacan), el mundo de Sylvie
será a la im agen de la m irada m aterna, hostil, inquietante.
Además de los objetos esféricos, recordatorio del “m al” pecho,
todo es peligro: las olas del m ar van a comerle los pies, los
anim ales la aterrorizan, el mundo se volvió perseguidor, por
igual razón que ella m ism a era para su m adre un objeto
perseguido-perseguidor.

N o ta s

1. J. LACAN, Écrits, pág. 113.


2. Ibid., pág. 67.
3. Ibid., pág. 112.
4. Ibid., pág. 674.
5. Ibid., pág. 94.
6. Ibid., pág. 677.
7. /¿id., pág. 678.
8. Ibid., pág. 676.
9. Ibid., pág. 112.
10. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 174.
11. J. LACAN, “Le Sinthome”, Ornicar?, n° 11, pág. 7.
12. J. LACAN, Ecrits, pág. 111.
13. Ibid., pág. 70.
14. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 74 y ss.
15. J. LACAN, Ecrits, pág. 427.
16. Cf. por ejemplo A. ARTAUD, “Le théátre de la cruauté”, Le
Théátre et son double, Gallimard [El teatro y su doble, Buenos
Aires, Sudamericana].
17. Seminario inédito, notas personales.
18. Informe del Seminario sobre “El objeto del psicoanálisis”,
Ornicar?, n° 29, pág. 13.
19. D. MELTZER, Le Monde de l’autisme, Payot.
20. J. LACAN, “La troisiéme”, intervenciones en el VII Congreso
de la Ecole Freudienne de Paris, Roma, 1974, Lettres de l’Ecole
Freudienne, n° 16 [“La tercera”, en Intervenciones y textos, I,
Buenos Aires, Manantial].
21. Subrayado nuestro.
22. J. LACAN, Seminario sobre “La angustia”, clase del 23 de
enero de 1963.
23. J. LACAN, Écrits, pág. 71.
24. J. LACAN, Seminario sobre “El objeto del psicoanálisis”, clase
del Io de junio de 1966.
25. J. LACAN, Écrits, pág. 70.
26. Ibid., pág. 434.
27. D. MELTZER, Le Monde de l’autisme.
28. M. A. SECHEHAYE, Journal d ’une schizophréne, PUF, 1950
[La realización simbólica. Diario de una esquizofrénica, Méxi­
co, Fondo de Cultura Económica].
29. J. LACAN, Ecrits, 392.
30. Ibid., pág. 533.
31. Ornicar?, n° 29, pág. 13.
32. Subrayado nuestro.
33. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 70.
34. J. LACAN, Seminario sobre “La angustia”, clase del 22 de mayo
de 1963.
35. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 73.
36. Ibid., pág. 72.
.'17. Ibid., pp. 71 y 69 respectivamente.
38. J. C. MILNER, Les Noms indistincts, Seuil, 1983.
39. Unica ZÜEN, L ’Homme jasmin, Gallimard, 1970 [El hombre
jazmín, Barcelona, Seix Barral].
40. J. LACAN, Ecrits, pág. 114.
41. J. LACAN, Seminario sobre “La angustia”, clase del 3 de julio
de 1963 (subrayado nuestro).
42. Ibid., 12 de junio de 1963 (subrayado nuestro).
43. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 107.
44. Petit Robert.
K L L E N G U A JE LOCO

El lenguaje apareció b astan te ta rd e en Sylvie, pero muy


pronto si se considera la gravedad de su psicosis.
Las prim eras palabras pronunciadas en sesión (cf. capítu­
lo I) fueron "arena” y “pies Cordié”. “P apá” y “m am á” ya
formaban p arte de su vocabulario. Pero comenzó a h ab lar
sólo después de siete meses de análisis, cuando ten ía tres
años y siete meses, e hizo rápidos progresos.
El lenguaje aparecido en una n iñ a cuyo cuerpo estab a tan
a-estructurado, ta n fragm entado, tiene algo de sorprendente
y nos enseña lo que ocurre con los procesos de separación y
alienación, así como con su articulación.
Veremos cómo sectores completos del discurso p erm ane­
cen en una desorganización total, forclusión ligada m ás
específicamente en Sylvie a todo lo que se refiere al cuerpo.
Recordemos que hablaba desde hacía tiempo cuando empezó
a reconocerse en el espejo (cinco años).
H ay en ella -com o en todos los psicóticos, lo que se olvida
dem asiado a m enudo- coexistencia y superposición de varios
discursos. Uno queda sorprendido por la inteligencia de
algunos de ellos, por su capacidad de reflexión, y en ese
momento surge siem pre una pregunta: “¿Está usted bien
seguro de que es psicótico (o psicótica)?” Me la form ularon con
frecuencia cuando hablaba de Sylvie. Esto equivale a p re­
gu n tarse si era psicótica cuando deliraba y ya no cuando
hablaba “norm alm ente”. ¿Ya no será psicótica ahora, que
puede vivir sola y ten er una profesión? ¿Lo será todavía? Si
ya no hay síntom a en lo social, ¿hay aún “enferm edad”? E sta
cuestión implica de por sí una concepción reductora de la
enferm edad m ental, de la que la clasificación am ericana (el
D .S.M .) es uno de sus representantes.
Por cierto, no hay “pruebas” de la psicosis -como tampoco
virus ni m adre esquizofrenógena-, hay una estructura psicó­
tica, m ás o menos identificable, que puede revelarse o no. Es
sobre esta estru ctu ra que Lacan nos enseñó a interrogam os.
Sylvie era por lo tan to una n iña que podía p a sa r por
“norm al” en ciertos momentos y a los ojos de algunos, lo que
no dejaba de desencadenar fenómenos de intolerancia y
rechazo cuando aparecía alguna rareza en su conducta,
especialm ente en los medios institucionales que frecuenta­
ba. Podía, en efecto, sostener un discurso elaborado, coheren­
te, crítico, y a m enudo juzgaba a las personas y las situacio­
nes con m ucha agudeza. E ra “protestona”, “gruñona”, sin
que el interlocutor com prendiera siem pre qué angustias se
escondían d etrás de sus exigencias y reivindicaciones. Así,
pues, pasaba por histérica y se h ablaba de su mal carácter.
El aspecto de “herm osa niña, inteligente, un poco ra ra , que
p resenta algunas dificultades y tica que se a rreg larán con el
tiempo y mucho am or” era puesto en prim er plano, sobre todo
por su abuela p a tern a y su padre.
Los psicóticos adultos pueden sentirse au n m ás molestos
que los niños en el discurso común, y p ara un observador es
a menudo difícil descubrir la falla que signa la psicosis. Lacan
lo recuerda en el libro III del Sem inario, L as psicosis:

Quienes asisten a mi presentación de enfermos saben que la


última vez presenté una psicótica muy evidente, y recorda­
rán el tiempo que tardé en extraer el signo, el estigma que
probaran que se trataba claramente de una delirante y no
meramente de una persona de carácter difícil que se pelea
con los que la rodean.
El interrogatorio superó largamente la hora y media antes de
que se manifestase con claridad que en el límite de ese
lenguaje del cual no había forma de hacerla salir había otro.1

Y prosigue con el significante “galopinar”, que en e sta


paciente llegó a revelar en un momento el desorden psicótico.
En Sylvie, habida cuenta de su edad, el lenguaje “loco”
asum e form as m últiples, no forzosam ente delirantes. Por
ejemplo, pronuncia frases en eco, las que escucha y repite a
propósito. E sta ecolalia se identifica con prontitud. Yo no
dejaba de p reguntarle cada vez: “¿Quién dice eso? ¿Dónde
escuchaste pronunciar esas palabras?”
¿Quién no se h a sentido im presionado por esos niños que
“charlan como personas mayores” y disertan sobre los proble­
m as de la hora con una soltura aparente? Los padres a
menudo se enorgullecen de escuchar de boca de su vástago el
eco de su propia voz, sin darse cuenta de qué vacío cubre ese
discurso. Algunos jóvenes esquizofrénicos tienen de este
modo la apariencia de superdotados, ta n grandes son su
memoria y su agilidad p ara m anipular cifras y p alabras.
Hemos mencionado los momentos de gran regresión en
Sylvie, en los que vuelve a h undirse en el autism o, como el
que siguió al traum atism o anal. Parece entonces alucinada.
Dirigiéndose a alguien que sería su doble, pronuncia frases
sin orden. En los pocos momentos de lucidez que le quedan,
formula la pregunta “¿Estoy m uerta?”.

L a in v a s ió n
d e l s ig n ific a n te “d e la n ta l”

E n el lenguaje psicótico, aparecen ciertos significantes que se


repiten e invaden todo el campo psíquico. En el libro III del
Sem inario, Lacan plantea la cuestión de esta repetición
insensata:
¿Cuál es la significación de esta invasión del significante que
llega hasta a vaciarse de significado a medida que ocupa más
lugar en la relación libidinal, e inviste todos los momentos,
todos los deseos del sujeto?2
Veamos algunos ejemplos de este fenómeno en el caso de
Sylvie. C iertas palabras volvían con insistencia d u ran te un
largo período. Alrededor de los diez años, sólo habla de
“delantal”: quería ser envuelta en los delantales de su madre;
cuando llega a mi casa, se precipita sobre la em pleada
doméstica para levantarle el delantal; me pregunta por qué
no tengo uno, ¿mis hijos sí? Golpetea su pedazo de m aterial
plástico llamándolo “d elantal”... E ste tipo de síntom a es
desesperante p ara el an alista porque da la im presión de que
todo se detiene, que todo está fij ado en esta m ism a repetición.
El trabajo ya no avanza, el niño está absorbido en su ritu al
y en el significante que hace las veces de él, significante que
no representa al sujeto p ara otro significante, pues la cadena
parece rota, pero en el cual el sujeto se identifica y se pierde:
La significación de esas palabras tiene por propiedad remitir
esencialmente a la significación como tal. Es una significa­
ción que en lo fundamental no remite a otra cosa que sí
misma, que se mantiene irreductible. El propio enfermo
subraya que la palabra tiene peso en sí misma (J. Lacan, El
Seminario. Libro III).
En este período, d u ran te la sesión, yo fabricaba con la
plastilina unos monigotes bastan te sum arios y le pedía que
im aginara una historia. Todavía no tocaba el m aterial, pero
aceptaba verm e m anipularlo. Ese día hice dos personajes,
uno grande y otro pequeño, y le pregunté qué podía pasar
verdaderam ente entre ellos. Me contó entonces una historia
de la que no entendí nada, pero en la que advertía la
aparición de ciertos significantes inhabituales en ella. Se
tra ta b a de una galería, un sillón, una m am á, un bebé, de
m úsica, de un delantal para su nalgas. Prosiguió en seguida
con sus relatos habituales: el bebé es malo, lo cortan, lo
pinchan, le ponen un enem a, etcétera.
La palabra galería, que nunca h ab ía escuchado de su boca,
asociada con “un delantal p ara su nalgas”, me intrigaba.
Intenté hacerla asociar: “¿Qué galería?”, “¿Las nalgas del
bebé estaba contra el delantal?” Pero no pudo decirm e n ad a
más. Le propuse que preguntáram os a su m adre, después de
la sesión, qué pensaba de esta galería.
Al principio, la señora H* se m uestra m uy asom brada:
¿una galería? En efecto, la casa que ocupaban cuando Sylvie
ura una beba tenía una. Luego em pieza a recordar: vivían en
esa casa cuando ella volvió de su tratam iento, y había
recuperado a Sylvie que estaba en lo de su suegra (la pequeña
tenía por lo tanto tres meses). ¡Pero es imposible que se
acuerde de eso! D urante un mes, antes de su segunda
partida, la señora H* se había ocupado de sus hijas. E ra
verano y, en efecto, se había instalado en la galería, donde
había puesto sillones y un tocadiscos. En cuanto al delantal,
me explica que, “por higiene”, usaba uno grande, especial
para cuidar a las niñas. Cuando cam biaba a Sylvie, la
acostaba sobre él. Le gustaba escuchar m úsica m ien tras se
ocupaba de las hijas. H abía olvidado todo eso, y repite que es
imposible que su hija se acuerde de cosas ta n antiguas. Yo
tam bién me lo pregunto. Pero otro hecho vendrá a confirm ar
la precocidad de la fijación de ciertos significantes que
escapan a la represión, que por lo tan to no son ni sustituibles
ni movilizables y reaparecen, como lo veremos, en lo real.
En los comienzos del tratam iento, yo in ten tab a h a lla r
algunos puntos de referencia cronológicos en la historia de
Sylvie, em presa difícil porque la señora H ’ se equivocaba con
las fechas y m ezclaba los períodos. Le pregunté el nom bre de
la niñera que se había ocupado de Sylvie cuando ella se
ausentó, la que h abía obligado a la niña a comer. Ya no se
acordaba, ¡había tenido tantas! La sem ana siguiente, en el
momento de despedirse, m ientras Sylvie estaba sobre sus
rodillas, me dijo: “Recordé el nombre de esa m uchacha, se
llam aba Georgette”. En ese preciso instante, Sylvie, presa de
terror, se lanzó hacia a trá s y cayó de las rodillas de su m adre.
Quedamos estupefactas tanto una como la otra. Sin ninguna
duda el nombre de Georgette había desencadenado este
ataque de pánico, cuando probablem ente no había sido
pronunciado desde la época del traum a. E ra evidente que ese
significante había conservado todo su impacto an g u stian te
a través del tiempo.
N unca olvidé esos dos episodios. No obstante, me parecie­
ron ta n extraordinarios que llegué a preguntarm e si no los
había soñado, si no me había equivocado. ¿N ohabía in terp re­
tado con dem asiada rapidez las reacciones de Sylvie? Esos
significantes, delantal, nalgas, galería, señalados en un
discurso incoherente, ¿verdaderam ente eran ta n im portan­
tes? La prosecución del tratam ien to dem ostró que no se
tra ta b a de significantes ordinarios. El prim er p ar S^S,,,
delantal-nalgas, perm ite salir del callejón sin salida en que
se m antenía Sylvie. Y el nom bre de Georgette le perm ite
asociar a p a rtir de su angustia de devoración.
C ualquier niño “norm al” h abría reconocido el delantal
como uno de los atributos de la m adre, un objeto deducido de
su cuerpo que habría entrado en u n a prim era cadena asocia­
tiva en torno a la relación m aternal. H abría podido servir
p ara la fabricación de un objeto transicional, pedazo de trapo
que recordara el contacto o el color de ese delantal envolven­
te, cercano a la vez al cuerpo de la m adre y al del niño. Ese
objeto transicional se h abría llam ado “delantal” o un signi­
ficante de consonancia cercana como saben inventarlos los
niños, e a t a l o a t a l... Sylvie había registrado ese
significante prim ordial pues su m adre debía pronunciarlo a
m enudo delante de ella: “Espera, me voy a poner mi delantal”
o “De nuevo me ensuciaste el delantal”. Pero debería haber
sido reprim ido y perm anecido en estado de huellas incons­
cientes. Es posible im aginar que hubiera dejado, en el sujeto
ya adulto, un gusto por cierto color, por el contacto de cierta
tela, sin que éste pudiera descubrir el origen de esa atracción.
¿Qué ocurre en Sylvie con el objeto y el significante?
El pedazo de m aterial plástico que golpetea incansable­
m ente llamándolo “delantal” no es para ella en absoluto un
objeto transicional. Como lo expresa Lacan, se “disuelve” en
él, se pierde en el ritu a l m anipulatorio en lugar de h a lla r
consuelo. El mismo objeto-delantal vuelve en u n real fijado,
invasor; búsqueda de un delantal en las personas, necesidad
de ser envuelta en los delantales de su m adre como vicarios
de la envoltura corporal. Significante y objeto tienen la
mism a función. Freud había exam inado esta cuestión de la
representación del objeto y la cosa en el esquizofrénico, en su
Metapsicología.3
El significante tiene aquí el mismo estatu to que el objeto,
no rem ite a otro en u n a cadena sino que constituye un
significante de confección que tiene un papel de enganche, de
detención p a ra el sujeto. E n Sylvie, las palab ras que se
repiten, las “fórm ulas que se re ite ra n ” se refieren siem pre al
cuerpo o, al menos, a lo que hace las veces de éste p a ra ella:
la envoltura vestim enta.
En el Sem inarioX I Lacan menciona este fenómeno: “C uan­
do no hay intervalo entre St y S„, cuando la prim era pareja
de significantes se solidifica, se nolofrasea [...] esta solidez,
esta tom a en conjunto de la cadena significante prim itiva es
lo que prohíbe la a p ertu ra dialéctica”.4
Estos fenómenos de detención, esta m uerte de las palabras
evocan la m uerte psíquica y se encuentran siem pre en los
psicóticos.
Aún hace falta precisar lo que de específico tiene en la
psicosis este tipo de interrupción, de suspensión, de m ortifi­
cación del pensam iento. En efecto, en el neurótico ciertas
formaciones psíquicas tiene en p a rte ese carácter de fijeza,
así el recuerdo-pantalla o el fantasm a. ¿No podría decirse,
por ejemplo, que esta escena: “u n niño en los brazos de su
m adre, contra su delantal floreado, en una galería colm ada
de m úsica” sería un recuerdo-pantalla? ¿O que evocaría un
fantasm a del tipo “Un niño hace sus necesidades en el
delantal de su m adre, que se enfurece”?
Consideremos estas dos hipótesis.
¿Se trata de un recuerdo-pantalla?

El recuerdo-pantalla es una formación que tom a en cuenta


toda la trayectoria de un sujeto; como el síntom a, está del
lado de la m etáfora, y resu lta del trabajo de olvido, represión
y revisiones que p u n tú a el devenir del sujeto. Hace p an talla
a lo reprimido, pero es tam bién retorno de lo reprim ido.
Freud se interesa en él desde 1899. En su artículo “Über
des E rinnerungen”5 analiza uno de sus propios recuerdos de
infancia, cuando, con su primo, a los dos o tres años, había
arrancado de las manos de su prim a un ram o de cardillos.
G racias a todas las asociaciones que cunden alrededor de
este recuerdo, Freud subraya su carácter complejo: “D etrás
del carácter anodino (de estos recuerdos) se oculta por lo
corriente u n a profusión insospechada de significaciones”.
Llega a asim ilar la n atu raleza de los recuerdos-pantalla a la
formación del síntoma:

El proceso que encontramos aquí: conflicto, represión, susti­


tución con formación de compromiso, vuelve en todos los
síntomas psiconeuróticos y brinda la clave para comprender
la formación del síntoma.

D estaca igualm ente el parentesco del recuerdo-pantalla


con el fantasm a.
En 1914, pasa al contenido del sueño, con todos los efectos
de desplazam iento y condensación que descubre:

Estos últimos [los recuerdos-pantalla] contienen no sólo


algunos elementos esenciales de la vida infantil, sino incluso
todo lo esencial. Representan los años olvidados de la infan­
cia exactamente del mismo modo que el contenido de los
sueños representa sus pensamientos [,..].6

En un artículo de 1914 aparecido en Psicopatología de la


vida cotidiana, “Recuerdos de infancia y recuerdos de cober­
tu ra ” (traducción de la época), Freud se interesa por la
naturaleza de la tem poralidad que interviene en los recuer­
dos-pantalla:

Deben su conservación no a su propio contenido, sino a una


relación de asociación entre ese contenido y otro reprimido.

Puede tra ta rs e de un desplazam iento retrógrado. El re­


cuerdo de infancia surge, en efecto, en u n a época posterior de
la vida. Freud cita el caso de un hombre joven que se
acordaba de su dificultad para diferenciar la m y la n cuando,
a los cinco años, aprendía a leer, dificultad que vinculaba con
su deseo de conocer “la diferencia entre los varones y las
niñas”. M ás adelante h abría querido que la tía que le hab ía
enseñado a leer lo inform ara sobré estas cuestiones: “Fue en
la época en que adquirió este conocimiento cuando se desper­
tó en él el recuerdo de la lección del abecedario”, escribe. En
este caso, un recuerdo de infancia surge en ocasión de un
acontecimiento contem poráneo significativo.
Puede suceder tam bién que

una impresión indiferente de una época posterior se instale


en la memoria en concepto de recuerdo-pantalla, porque se
conecta con un acontecimiento anterior cuya reproducción
directa es obstaculizada por ciertas resistencias.

El análisis perm ite a menudo el descifram iento de este tipo


de recuerdos.
El recuerdo-pantalla puede tam bién ocultar otro que le es
contiguo en el tiempo, “contem poráneo o sim ultáneo”, dice
Freud. De un acontecimiento traum ático, el sujeto no conser­
v ará m ás que el recuerdo de un detalle anodino inadvertido
por todos.
La noción de “a posteriori” [“aprés-coup”] (N achtraglich)
de Freud es esencial para captar qué ocurre con el traum a.
El Hombre de los Lobos sólo comprende a posteriori, m edian­
te el análisis de su sueño, la escena trau m ática que había
observado cuando tenía dieciocho meses. La im agen estab a
allí, lo real estaba allí, pero el sentido sólo pudo surgir con la
aparición de la cadena significante.
Lacan va a am pliar la cuestión de la tem poralidad y los
av atares de la m em oria desde 1945, en “El tiempo lógico y el
aserto de certidum bre anticipada”7 y luego, algunos años
m ás tarde, en “Función y campo de la palabra y el lenguaje”:

Lo que se realiza en mi historia no es el pasado definido de lo


que fue puesto que ya no es, ni siquiera el perfecto de lo que
ha sido en lo que soy, sino el futuro anterior de lo que habré
sido para lo que estoy en trance de devenir.8

En “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo”, en


referencia al vector retrógrado del grafo, precisa:

Efecto de retroversión por el cual el sujeto se convierte en


cada etapa en lo que era como antes y no se anuncia -él habrá
sido- sino en futuro anterior.9

Ahora bien, el diccionario nos enseña que “el futuro anterior


expresa la anterioridad en relación con otro momento del
porvenir” y que retroactivo significa “que ejerce una acción
sobre lo que es anterior, sobre el pasado”.
La subjetividad implica por lo tanto lo seguido del sujeto
en el tiempo en que el presente está preñado de un pasado
modificado a m edida que se elabora el futuro. Ese surgim ien­
to de un sujeto, contem poráneo de su borrado en la cadena
significante, es puesto de relieve en el parágrafo de “Posición
del inconsciente” en el que Lacan precisa el sentido del
concepto de alienación:

“El registro del significante se instituye por el hecho de que


un significante representa a un sujeto para otro significante.
[...] Produciéndose el significante en lugar del Otro aún no
identificado, hace surgir allí al sujeto del ser que no tiene
todavía la palabra, pero al precio de fijarla. Lo que había allí
pronto a hablar -esto en los dos sentidos que el imperfecto del
francés da a había, ponerlo en el instante anterior: estaba allí
y ya no lo está, pero también en el instante posterior: un poco
más, y estaba por haber podido estar-, lo que había allí,
desaparece por no ser más que un significante.10

¿Cómo “sabe” un sujeto que es verdaderam ente el que h a sido


y el que será? ¿Qué relación entre él y el niño cuyos hechos y
gestos se le cuentan, entre él y el adolescente cuyo re tra to
y cuyos actos le parecen los de un extraño? Ese saber que no
en trañ a ningún conocimiento es el del inconsciente y el ello:
comanda nuestros actos, nuestros sueños, nuestros fan tas­
mas, y asegura la perm anencia de nuestro ser y la perenni­
dad de nuestro deseo.
Paradójicam ente, para que haya sentim iento de continui­
dad en la vida del sujeto debe haber necesariam ente ru p tu ra.
P ara que el sujeto “sepa” que es quien h a sido y quien
deviene, debe ser cortado irrem ediablem ente de esa p arte de
sí mismo que lo hace vivir, pensar y actuar, de ese “punto
de extim idad” del que habla Lacan.
Dicho de otra m anera, “las dos operaciones fundam entales
en que conviene form ular la causación del sujeto, separación
y alienación”, deben llevarse a cabo: cierre del inconsciente
con la represión, separación del objeto con la constitución del
objeto o, lo que Lacan, retom ando el Ichspaltung de Freud,
llam a “hendidura del sujeto”.11
El hecho de que los recuerdos-pantalla y los fantasm as
del psicótico no tengan la te x tu ra que se les conoce en el
neurótico o en el sujeto llam ado norm al obedece al m al
desarrollo de estos procesos: la separación, ya lo hemos visto,
es siem pre problem ática, la pérdida del objeto nunca cum pli­
da; el objeto a, m anteniéndose puro real, no puede desem pe­
ñ a r su función. La alienación m ism a está perturbada, como
lo comprobamos en lo que es la lengua en Sylvie. La elección
del vel de la alienación con la represión que se une a ella es
imposible.
En Sylvie, lo que podría ser un recuerdo-pantalla, la
escena que puede resum irse así: “U na m adre sen tad a en un
sillón en una galería sostiene a su hija contra sí, sobre su
delantal, m ientras escucha m úsica”, no implica a p aren te ­
m ente elaboración secundaria, está allí fijada como un
relám pago, sin que sea posible señ alar en ella u n trabajo
cualquiera de desplazam iento, de condensación, de rep re­
sión. De los elem entos que se yuxtaponen a ella, Sylvie
retiene el delantal (próximo al objeto anal) y la voz.
Los pedazos verbales (significantes) y los pedazos de cosas
(objetos) cohabitan en su m ultiplicidad y conservan su proxi­
midad, se m antienen como fragm entos imposibles de in te ­
g rar en u n a continuidad histórica, no se borran en los
av atares de la relación con el Otro y los encuentros de la vida,
se resisten a toda transform ación y no e n tra n en cadenas
asociativas que los h a ría n desaparecer bajo la b a rra de lo
reprim idoy eternizarse así en el inconsciente. Si reaparecen,
es en estado bruto, sin ninguna modificación, no pueden
conducir al ello y al inconsciente porque jam ás en traro n en
ellos. Así el sentim iento de perm anencia del ser, que asegura
la sólida presencia de la O tra escena, falta en el psicótico.
Los elem entos de la escena re la tad a por Sylvie (extrem a­
dam ente precoz, tenía tres meses) están allí ta l como debie­
ron ser percibidos en el origen, en u n a contigüidad fijada
p ara siem pre, inm utables, inutilizables. No reconocidos, no
reunidos, no integrados con posterioridad (nachtráglich) en
una cadena asociativa, no pudieron e n tra r en la constitución
de un recuerdo-pantalla o un fantasm a. No pueden d ar lugar
a un trabajo de descifram iento como el de un sueño dado que
carecen de m isterio. R epresentan, sin embargo, el último
recuerdo, el único vestigio que Sylvie conservará de su m adre
antes de su desaparición, poco antes de que, a su tu m o , el
trau m a llegue a anonadarla.
P ara ilu stra r esta noción de continuidad, este sentim iento
que hace que nos reconozcamos en nuestros pensam ientos,
nuestros actos, nuestros sueños pasados, presentes y fu tu ­
ros, aun cuando nos sorprendan en el m ás alto grado,
evocaremos la película de Orson Welles, E l ciudadano [Citi­
zen Kane].
La historia del héroe ilu stra la complejidad de los elemen-
los que, haciendo nudo y cadena, aseguran la osam enta de
un sujeto y m antienen su identidad en el tiempo. Se id en ti­
fica en ella lo que podría ser un recuerdo-pantalla y la
m anera en que éste se inscribe en el destino del personaje.
En las prim eras im ágenes de la película asistim os a la
muerte de Kane. Con su último suspiro, pronuncia la palabra
Rosebud, al mismo tiempo que deja escapar de su mano u na
bola de vidrio que contiene copos de nieve artificial. El
misterio de ese significante, Rosebud, se m anten d rá h a sta la
últim a imagen. El mismo intriga a los periodistas, que se
preguntan sobre su significación: ¿Es el nom bre de u n a
mujer? ¿El de un gran amor? El film constituye el intento de
penetrar el m isterio de este hombre. Desfila su vida con todas
sus am bigüedades y sus compromisos. Sólo descubrirem os el
sentido de Rosebud al final: es el nombre inscripto en un
trineo con el cual Kane jugaba cuando era niño. Habíam os
visto ese trineo en una escena capital del comienzo de la
película.
E sta escena clave de la historia de su vida podría ser un
recuerdo-pantalla, tiene la e stru ctu ra de éste. Se ve en ella
a un niño de unos diez años que vuelve de una excursión en
trineo por el campo nevado. Al llegar ju n to a la casa, ve a su
m adre con un desconocido. A quélla le anuncia que debe ir a
la ciudad con el hombre, quien se encargará de su instrucción
y educación. El niño recibe un tan to m al al intruso, que viene
a arrancarlo de sus juegos, de su fam ilia, de su infancia y, con
rabia, le arroja el trineo sobre las piernas.
E sta escena, a la m anera de un recuerdo-pantalla, contie­
ne todo el destino del sujeto, y sin duda Kane lo h ab ría
descubierto si hubiera hecho un análisis. Pero el genio de
Welles nos lo da a entender sin subrayarlo nunca. De un solo
vistazo se identifica en ella el lugar del dinero y el poder en
el deseo m aterno, la insignificancia del padre real, la rebelión
del niño que llega a agredir físicam ente, con su trineo, al
hom bre que viene a separarlo de su m adre y que rep resen ta
u n a figura p atern a temible.
El trineo está asociado a los juegos de la infancia, a una
cierta felicidad, así como al in stan te fatal en que deberá
perderlos. Este objeto será olvidado y te rm in ará en el fondo
de un granero, pero el significante asociado a él, Rosebud,
está siem pre vivo en el sujeto y se adherirá a otro objeto, la
bolita de vidrio que, cuando se la sacude, hace que aparezca
la nieve. E sta es la que constituye el nexo entre el trineo y
este irrisorio pequeño objeto.
El anciano, al m orir, no pide volver a ver el trineo de su
infancia, estrecha en su m ano la bola de vidrio pronunciando
la palabra Rosebud. A través de este significante y este
objeto, reencuentra lo que siem pre h a sido, su ser m ás íntimo
que nadie sospechó detrás de las m últiples im ágenes que dio
a ver a sus contemporáneos. E n el momento de e n tra r en la
m uerte, se reúne con lo que era allí, en el comienzo de su vida
adulta, en el in stan te que m arcaba ya el pasaje de la infancia
perdida a la edad m adura. Borrado desde mucho tiempo
a trá s de la memoria, el objeto original desapareció en tre las
llam as, con todos los residuos de una vida que uno deja tra s
de sí, en los sótanos y los graneros, m ientras que el signifi­
cante referido a ese objeto subsiste cambiando de cadena:
represión, sustitución, desplazam iento están en acción, pero
el afecto y la emoción despertados por este significante
perduran, y un objeto, que reem plazó al prim ero, signa el
reencuentro del sujeto consigo mismo.
Desde la prim era lección de su Sem inario sobre “La
angustia” Lacan sitúa lo que ocurre con el afecto en su
relación con el significante: “Lo que dije del afecto es que no
está reprim ido, y ello, Freud lo dice, está fuera de lugar, va
a la deriva. Se lo reencuentra, desplazado, loco, invertido,
metabolizado, pero no e stá reprimido. Los que sí lo están son
los significantes que lo a m arra n ”.
Por lo tanto, los cortes y las modificaciones no afectan en
nada al sujeto sino que, muy por el contrario, lo confortan en
su identidad, con la condición de que el inconsciente haga su
trabajo, lo que no es el caso en la psicosis.
¿Pero por qué en Sylvie la escena de la galería no tiene la
e stru ctu ra de un fantasm a?
¿Se trata de un fantasma?

También aquí es preciso m atizar n u estras palabras.


Del mismo modo que el psicótico puede em itir un discurso
perfectam ente adaptado y llevar u n a vida corriente, tiene
fantasm as como cualquier hijo de vecino. Si en el neurótico
en análisis los fantasm as son difícilm ente accesibles y “con-
fesables”, las cosas son un poco diferentes en el psicótico. E ste
puede evocar con u n a crudeza in audita algunas de sug
elucubraciones im aginarias y callar lo que constituye el
punto crucial de su psicosis; no le resu lta posible decir
“el fondo de su pensam iento”. Lo que oculta al p siq u iatra, al
analista, a los allegados, constituye su verdad m ás íntim a;
la m ayoría de las veces se tra ta de una formación que oscila
entre el delirio y el fantasm a, un fantasm a al que podría
llam arse fundam ental.
La frecuentación de los adolescentes y los adultos psicóti­
cos nos enseña m ás sobre la n a tu ra lez a de los fantasm as en
la psicosis que la clínica del niño psicótico, en especial la
práctica del psicodram a analítico individual en institucio­
nes, donde el trabajo se hace a p a rtir de la puesta en escena
de los fantasm as, seguida de la interpretación del juego
dram ático y del discurso producido.
En las psicosis del adolescente o del adulto joven puede
m anifestarse un tipo de actividad fantasm ática que me
parece específica de la e stru ctu ra psicótica. He aquí un
ejemplo.
La señorita C' ingresa a la clínica en ocasión de un episodio
agudo prontam ente resuelto. Sale y retom a sus estudios
como externa en esta m ism a clínica universitaria. H abía
interrum pido toda actividad desde hacía alrededor de dos
años, tiempo d u ran te el cual había perm anecido en clau stra­
da en su casa, sin que sus allegados se inquietaran especial­
m ente por ello. E n el transcurso de su estada en la clínica
siem pre rechazó los medicam entos y todo acercam iento
psicoterapéutico, deseo que fue respetado. La veré a su
pedido en unas entrevistas prelim inares, aproxim adam ente
un año después de que retom ara sus estudios. Comienza
entonces un análisis conmigo, análisis dos veces in terru m p i­
do y retomado.
Se queja de sus dificultades de contacto, de sus dificultades
escolares, el m enor fracaso la hace dud ar de sí m ism a y de
todo (de hecho, es u n a brillante alum na, la mejor de su clase).
Conmigo se queda las m ás de las veces silenciosa, concluyen­
do secam ente la sesión con un “No sirve p ara nada que venga
a verla”. Poco a poco se pone a evocar, con m uchas reticen­
cias, unas ensoñaciones que giran alrededor del tenis, y que
podrían form ularse así: “U na joven cam pesina se convierte
en campeona internacional de tenis”. En la realidad, juega
verdaderam ente un poco, pero sin más; en cambio, su espí­
ritu está acaparado por todo lo que se refiere a ese deporte,
sigue todos los torneos en los courts o en televisión, se ve
llegar a la cum bre de u n a carrera brillante. G racias a este
logro puede por fin conocer gente, tener “intercam bios” con
los otros. Cuando está sola, conversa en voz alta con su
supuesto entrenador, lo que a pesar de todo inquieta un poco
a su m adre.
E ra difícil apreciar qué grado de creencia acordaba a estas
producciones im aginarias. Sabía claram ente que “tener éxi­
to sería duro, tal vez imposible, pero eso la ayudaba a vivir”.
D urante mucho tiempo pensé que se tra ta b a de uno de los
fenómenos propios de la e stru ctu ra histérica que se encuen­
tra en la adolescencia, donde las identificaciones con un yo
ideal son preponderantes y absorben a un sujeto preso en la
angustia de castración y las transform aciones que ésta
engendra.
Habiendo aprobado brillantem ente sus exámenes, no
pudo sin embargo adaptarse a la vida universitaria. Sufre a
causa de la separación con respecto a su fam ilia y no tiene
ningún contacto con los jóvenes de su edad, no sintiendo
“ningún punto en común con ellos”. Vuelve por lo tan to a vivir
en su casa y se encierra de nuevo en su habitación. No
obstante, toma el tre n todas las sem anas p ara venir a París,
donde prosigue su análisis conmigo. Si ahora se presenta con
su vertiente depresiva, es porque su “delirio” h a evoluciona­
do: ahora sabe que nunca será una estrella del tenis. A p a rtir
de entonces, el resto es “irrisorio, la vida no tiene interés, la
nada está en ella”, m ás vale la m uerte. Sin embargo, conti­
núa “soñando despierta” todo el día con el tenis. A mi
pregunta: “¿Le causa placer pensar en todo eso?”, me res­
ponde:

Me causa placer porque no es la realidad, pero es desgarra­


dor, eso vuelve sin cesar, como si el argumento estuviera ya
muerto. Cuando una piensa algo, después, está pensado, lo
olvida, pero allí pienso en eso todo el tiempo, es el hecho de
pensar todo el tiempo y cuando estoy adentro, cuando lo
pienso, es como si ya estuviera muerta, estoy adentro un día
y luego otro, después del día, no hay temor del después
[transcribí textualmente sus palabras].

E sta formulación nos aclara el carácter del fan tasm a


psicótico. Em pleam os aquí el térm ino de fan tasm a con
algunas reservas, pues el delirio no está lejos, aunque toda
convicción en cuanto a la realidad de los hechos haya ahora
desaparecido. La señorita C* dice: “No es la realidad”, la
realidad le da miedo; hablar, conocer gente la aterrorizan,
siente que el m undo a su alrededor le es hostil.
El fantasm a ya no es aquí una actividad m arcada con el
sello del inconsciente, ya no tiene ese doble carácter de
movimiento y fijeza debido al hecho de que el sujeto se
encuentra en todos los lugares del argum ento. Por otra parte,
es a pesar y gracias a esta fluidez, a esta vacilación, que el
sujeto puede confortar en él a su ser.
En el caso de la señorita C* se vuelve invasor: “Pienso en
eso todo el tiempo, estoy adentro”. Ya no hay entonces una
función de “sostén del deseo”, sino m ás bien de detención, de
protección contra la angustia del anonadam iento, con la
m ism a calidad que todos los rituales que utiliza el psicótico:
estereotipos, estribillos, etc. El goce está en el m achacar.
Podrían señalarse m últiples sentidos. No obstante, no se
tra ta aquí de retorno de lo reprim ido a la m an era del
síntom a, sino m ás bien de u n a construcción hecha de cual­
quier modo, que hace las veces de prótesis im aginaria a un
sujeto que no pudo recorrer su itinerario simbólico. En lugar
de ser reactivación del deseo, el fantasm a se m antiene como
un fin en sí mismo. Su preponderancia puede entonces
volverse ta n fuerte que rompe las barreras de lo im aginario
y procura realizarse en pasajes al acto.
En la fascinación por el tenis e n tra n num erosos elem en­
tos, que se dibujan con el paso de las sesiones. El césped de
Wimbledon, donde vio por prim era vez evolucionar a una
joven de blanco, es ta n verde como las praderas de su
comarca nativa, y la jugadora que intercam bia sin falta
pelotas comp se intercam bian palabras h a b ría podido ser
ella. E stas im ágenes vistas en televisión tuvieron un efecto
revelador y fueron el punto de partid a de su pasión por el
tenis. E ste tipo de producción no exige ninguna interpreta^
ción, perm anece allí m ientras el sujeto la necesita y el
an alista es únicam ente testigo de su existencia.
Recordemos aquí el m aterna lacaniano $ 0 a , a fin de
com prender mejor lo que constituye la especificidad del
fantasm a psicótico.
En el fantasm a, a está siem pre elidida, velada; ahora bien,
hemos visto que en la psicosis el obj eto a no se desprende sino
en parte de su e statu to de real, siendo esta proxim idad de lo
real perceptible en todas las producciones psicóticas. Por
ejemplo, la frase: “Me m iran por la calle” no te n d rá el mismo
contenido en u n a histérica o en un esquizofrénico, p ara quien
las m iradas ten d rán u n a connotación persecutoria. P a ra
C hristian, las m iradas eran portadoras de “ondas relacióna­
les” y representaban un peligro real. Se salvaba, se escondía
en los cafés donde hacía m atem áticas para recobrar el ánimo,
pero tam bién podía e sta r listo p ara co n traatacar si ten ía con
él algún instrum ento p ara defenderse. U na histérica gozará
con esas m iradas que la desvisten sin que ten g a que hacerlo
realm ente, o desarrollará u n a fobia (agorafobia) que signa su
deseo, con la represión que le está asociada. La a contiene
aquí, con toda evidencia, el (—cp) de la castración, la significa­
ción fálica e stá presente.
La $ del fan tasm a recuerda que el sujeto está sometido,
desde el prim er in stan te de su vida, al proceso de alienación
y de represión originaria. Este proceso tam bién está falseado
en la psicosis. P ervertidas las leyes del lenguaje, lo que
debería articularse de la cadena significante en el fan tasm a
en relación con a se hace en el desorden.
Supongamos un fantasm a alrededor del objeto oral, que se
enunciaría “Comen a un niño”, fan tasm a siem pre m ás o
menos presente en el niño así como en num erosos mitos,
cuentos y relatos. En Sylvie, p a ra quien el objeto oral
conserva su im pacto de real con lo que e n tra ñ a de tem ores de
devoración, el lenguaje mismo está subvertido, y el im pera­
tivo “¡Come, Sylvie!” se convierte en “Come a Sylvie”, cómete
tú misma.
En el Sem inario X I Lacan dice:

El fantasma es el sostén del deseo, no es el objeto el sostén del


deseo. El sujeto se sostiene como deseante en relación con un
conjunto significante siempre mucho más complejo. Esto se
ve bastante en la forma de argumento que asume, donde el
sujeto, más o menos reconocible, está en alguna parte,
esquizado, dividido, habitualmente doble, en su relación con
ese objeto que la mayoría de las veces no muestra su verda­
dera figura.12

En la psicosis el fantasm a ya no tiene la función de “sostén


del deseo”.
El sujeto psicótico se detiene en el fantasm a y no puede ir
m ás lejos, a causa del fracaso de la castración simbólica. “El
deseo es la Ley”, nos repite Lacan, pero e sta Ley es inacce­
sible al psicótico. Se m antiene entonces en el goce del
desarrollo im aginario, que es su sem blante de ser de él, el
argum ento gira en el vacío (ya está m uerto, dice la señorita
C*). A veces puede procurar realizarlo, como lo hace Chris-
tian, p ara experim entar su consistencia, o hacerlo bascular
com pletam ente del lado del delirio.
E sta escena de un niño sobre las rodillas de su m adre no
tiene por lo tanto la e stru ctu ra de un fantasm a, a lo sumo es
la últim a im agen de la presencia m aterna. El objeto delantal
asociado al orificio anal y el significante que le corresponde
reto rn an en lo real.
E ntre los siete y los ocho años señalé en el análisis el que
sería el fantasm a fundam ental de Sylvie, y que podría
enunciarse “M altratan a un niño”. E ste fan tasm a se consti­
tuyó en relación con una realidad trau m ática y no pudo
consolidarse m ás que en referencia a los fantasm as m ater­
nos. En su evolución, Sylvie tenderá a realizarlo con su
m adre, h a sta establecer con ella u n a relación sadomaso-
quista.
He aquí algunos extractos de las sesiones de su octavo año:

Tendrías hijos dañinos, Rose sería la más gentil, Alain el más


irritante.
Vamos a hacer los malos padres que abandonan a su hijo, tú
les dirías insultos.
Doudonne el conejo. Georgette dice: “Estás castigada”. “El”le
tenía miedo a los conejos, yo cuando era chica. Simulan lo que
será la guerra. Las bombas van a caer sobre el bebé, llora,
Georgette tenía bombas que caían en la cabeza, el señor le va
a pegar a Georgette, la bomba cae, el señor atacó al bebito.
Una señora con un niño todo desnudo, le pone los pañales,
pisa a su bebito, es una malvada señora que quiere aplastar
a su bebé para castigarlo.

P ara concluir mi exposición sobre la natu raleza del fan tas­


m a en la psicosis, citaré esta anécdota: una joven psicótica
me decía, al final de su análisis: “sé que no estoy curada pero
ahora ya no tengo miedo a m is fantasm a s”. Sus fantasm as
asesinos, siem pre en el lím ite de alguna realización, ya no la
espantaban porque los había reconocido como tales.
Retomemos la evolución del lenguaje en Sylvie.
Otros significantes tuvieron la m ism a suerte que la pala­
bra “d elantal”, entre ellos la palabra “solapas”. En cierto
período, toda su actividad de pensam iento giraba alrededor
de este térm ino: se pasaba días hojeando revistas p ara
buscar solapas en los vestidos de los figurines de modas y los
p in tarrajeaba con los lápices de colores. Preguntaba: “¿Por
qué no tienes un vestido con solapas?” o “Quiero un vestido
con solapas”, etcétera.
Los padres estaban superados. Yo tam bién, dado que en
esos períodos Sylvie estaba totalm ente ausente de lo que
ocurría a su alrededor, com pletam ente absorbida por su
“obsesión”, según el térm ino empleado por la familia. Yo
m ism a había agotado todas mis asociaciones sobre esa
“solapa” [revers], había vuelto a las prim eras im ágenes del
cuerpo, sitio, reverso, la envoltura vestido, así como a la
imagen en el espejo, sin olvidar todos los juegos de palabras
posibles alrededor del significante mismo: de v uelta hacia
[reuenu vers], el verde [le vert], etcétera.
Ahora bien, un día que su padre la habí a llevado a la sesión
y me hablaba de ella, Sylvie se puso a girar alrededor de él,
se alejaba, volvía, lo golpeteaba como solía hacer con los
adultos a los que quería. Después se le acercó, puso la cabeza
sobre las solapas de su saco, me miró y dijo con u n aire
extático: “Papá - solapas”. De ese modo designaba las
solapas como un atributo del padre -p o r la m ism a razón que
la blusa, los pliegues, el delantal eran los de la m a d re - y
planteaba la cuestión de la diferencia sexual en función de
una particularidad de la vestim enta. Pero esto está muy lejos
de cualquier acercam iento edípico, de cualquier significación
fálica: Sylvie perm anece en la confusión m ás total. He aquí
lo que dirá a los siete años:

Yo defenderé a mi marido, no quiero un marido herido,


quiero un hombre que se deje pegar encima, que tenga
hermosas solapas, así, así será mi muñeca. Me casaré de
blanco.
¿Qué hacer con los significantes
del sujeto en el análisis?

En el caso del delantal intenté, m ediante el juego, introducir


ese significante en el análisis. Le pedía a Sylvie que inven­
ta ra una historia donde hubiera u n a m am á que aten d iera a
su bebé en u n a galería, por ejemplo. Muy a m enudo ella me
exigía que fuera la m adre de la m uñequita, debía pincharla,
“forzarla”, etc. Yo no aceptaba repetir d u ran te mucho tiempo
la m ism a cosa, introducía variantes, cambios de papeles. Al
principio Sylvie tenía miedo, luego se dejaba a tra p a r por el
juego. Yo le decía: “Si tú fueras la m am á y yo el bebé, ¿qué
dirías? ¿Y si yo fuera otra mam á?”, etcétera. El juego se
am pliaba, se diversificaba. Llegó u n mom ento en que ya no
habló del delantal.
Ese significante había sido resituado por la m adre en su
propia historia y, por ello, en la de Sylvie. ¿E ra eso lo que
había perm itido un principio de movilización? Parecía que
después de haberse detenido en u n a im agen, la película
hubiera vuelto a correr, aun cuando el guión no e ra el
previsto al comienzo, pues las cosas se ju g ab an ahora en la
transferencia. Con el paso de los años, trocó sus viejos
recuerdos por los del análisis. Me decía: “¿Te acuerdas de
cuando yo era chica y me llevabas en brazos? No quisiste
forzarme a comer el yogur” (este episodio nos había m arcado
mucho a las dos). P ara mi gran sorpresa, u n día pudo tom ar
al bebé en sus brazos y acunarlo con palabras tiern as.
El trabajo analítico perm itió sin duda la ru p tu ra de
bloques asociativos fijados en u n a repetición estéril. El
objeto retom aba su lugar de objeto corriente y el significante
se borraba, se hundía por completo y liberaba a la cadena
significante, como si por fin se produjera la represión. Esto
no significa decir que los pocos significantes referidos a la
im agen del cuerpo no conservaran siem pre u n estatu to
especial en la medida en que servían de vicarios de la
diferenciación sexual.
El lenguaje “delirante” en Sylvie

A los siete años, Sylvie llega un día a la sesión ex trem ada­


m ente angustiada. Su m adre me dice que e stá m uy m al, que
retom a sus com portam ientos regresivos (aislam iento, este­
reotipos, etc.), m ientras en los últim os tiempos estaba mucho
mejor, alegre, dinám ica. He aquí el texto integral de esa
sesión, que reproduje en ese mismo momento.

—¿Loe hombres son ricos para comer? ¿Al papá le sale sangre
cuando mete la semilla en el trasero? ¿Pone un delantal o un
saco para meter la semilla? ¿Las mamás sangran en la clínica
de maternidad [clinique d'accouchement]? ¿Y cuando no hay
bebé? Clínica de maternidad, clínica de maternidad (lo repite
varias veces)... me gusta esa palabra.
—¿Por qué te gusta esa palabra?
—Termina en “ment” como lavement [enema], adoro la
palabra “clínica de maternidad”.

Yo sospechaba que un acontecim iento traum ático la había


trastornado. El contexto evocaba un aborto [avortement] (“no
hay bebé... clínica de m aternidad”), pero, ¿qué h ab ría en
torno a los hom bres y la sangre?
Después de la sesión de Sylvie, que ese día no dijo casi nada
más de ta n postrada que estaba, le pregunté a su m adre qué
había pasado en esos últim os días. Me enteré de que el señor
H* llevaba a su hija con él cuando hacía sus visitas v eterin a­
rias y que Sylvie h ab ía estado presente en el parto m anual
de u n a vaca, practicado por su padre.
¿Qué puede entenderse en ese discurso, incoherente a
prim era vista? Retomémoslo frase por frase.
“¿Los hombres son ricos para comer?” Creo que cuando
habla de los hom bres Sylvie lo entiende en oposición a las
m ujeres y no en el sentido de seres hum anos, de especie
hum ana. P a ra ella comer tiene la connotación de devoración,
como lo subrayé en el “no comer Sylvie”. Comer es de igual
modo ser comido, comer al otro y autodevorarse. Pero esta
operación está vinculada exclusivam ente con las m ujeres,
son la niñera y luego la m adre las que agreden, las que
fuerzan el orificio oral. Aquí, hace la pregunta: ¿y los hom­
bres?
¿Por qué la hace? Sin duda, después de ver desaparecer el
brazo de su padre en el agujero de la vaca. ¿Pero qué agujero?
H ay en ella una confusión tal en el plano de los orificios que
tal vez pensó que el padre iba a desaparecer en su totalidad,
como lo hace el alim ento en el agujero de la boca.
E stas escenas de absorción por la boca o el ano tienen
m últiples representaciones en el arte, del Saturno devoran­
do a sus hijos (¡visión m onstruosa que Goya h ab ía expuesto
en su comedor!) a las de cuerpos perforados, m utilados,
grotescos en la obra de Jerónim o Bosch. En la catedral de
Bolonia, un cuadro titulado E l Juicio Final m u estra al diablo
absorbiendo a los pecadores por el ano.
C iertas creencias religiosas pueden d esp ertar estas a n ­
gustias arcaicas. Vi a un joven psicótico ponerse a delirar
después de las lecciones de catecismo, donde había escucha­
do decir que en la comunión los fieles absorbían el cuerpo y
la sangre de Cristo. Si una absorción sem ejante es “de verdad
verdadera”, como dicen los niños y a veces los esquizofréni­
cos, hay motivos para experim entar alguna inquietud, cierta
perplejidad y h a sta terror, suscitados por una suerte tal.
Sylvie plantea las preguntas que atestig u an esta inquie­
tud: ¿la criada se comió a su bebé?
“¿Al papá le sale sangre cuando mete la sem illa en el
trasero?” H a visto claram ente sangre, vio la m ano en san ­
grentada del padre. En cuanto a la semilla, se tra ta verosí­
m ilm ente de la “sem illa del papá”. En la escuela y en otras
partes Sylvie escucha h ab lar de la fecundación y el nacim ien­
to - la educación sexual obliga. Ese m achacar se les propina
tanto m ás a los niños psicóticos por creer que así se los puede
devolver a la “realidad”, pues “¡Dios sabe lo que van a
buscar!” Aquí, el padre m uy bien puede m eter la famosa
semilla, por el hecho de que es posible que en Sylvie se
produzca una asociación entre la fecundación, la sangre y los
bebés, o la ausencia de bebé, no ocultando la señora H ' su
negativa a tener m ás hijos y la necesidad en que entonces se
encuentra de ingresar a una clínica para una interrupción
voluntaria del embarazo. Por lo dem ás, dice: “Es suficiente
con Sylvie”.
La niña asiste por lo tanto a una especie de escena
prim aria pesadillesca, en la que su padre m ete una sem illa
en el trasero de una vaca, con el peligro de hacerse absorber
en él, y todo con m ucha sangre.
“¿Pone un delantal o un saco para m eterla semilla?”Hemos
visto qué insignias m arcaban la diferencia sexual. Las
mujeres tenían delantales, blusas, pliegues; los hom bres,
sacos, solapas. A hora bien, aquí el padre debió ponerse un
gran delantal para operar, un gran delantal blanco m ancha­
do de sangre. Se advierte la confusión de Sylvie: ¿el padre - u n
hombre, con su saco y sus so lap as- se convierte en m ujer
cuando se cubre con un delantal p ara m eter la sem illa? El
débil enganche de Sylvie a los signos de la diferenciación
sexual ya no resiste.
“¿Las m am ás sangran en la clínica m aternidad1? ¿Ycuan­
do no hay bebé?”Sylvie vuelve con su m adre después de h ab er
visto que su padre no sacaba un bebé ternero, como debería
haber hecho, sino u n a cosa sanguinolenta (la placenta). ¿Le
pasa lo mismo a su m adre cuando va a la m aternidad y no hay
bebé? Ya mencioné en qué estado de regresión se h u n d ía
cuando la m adre se ausentaba por este motivo.
El morfema “m ent”, en accouchemení [parto] y lavem ent
[enema], viene a constituir un vínculo entre dos orificios
corporales que parece confundir.
De este modo, podemos im aginarnos qué angustia llegó a
reavivar la m anipulación del padre con la vaca, cuando se
recuerda lo que Sylvie había dicho a propósito del enem a
infligido por el médico y la penetración forzada que había
sufrido. Recuerdo esta secuencia anterior:

Cuando se está muerto, arreglan el trasero, ponen pomada


en el trasero. Después de la muerte una se vuelve la abuela,
las señoras en lo del doctor que pone pomada, ella también
está muerta; papá pone pomada en el trasero de las vacas.
¿Sylvie está muerta?

En esa época yo ignoraba que Sylvie acom pañaba a su


padre en las visitas. El acto del médico seguram ente ya
estaba vinculado a la im agen del padre metiendo pomada en
el trasero de las vacas. L a m uerte aparecía en e sta cadena
asociativa a causa de la m uerte del médico y la abuela. De
donde la pregunta: ¿las señoras que van al doctor están
m uertas?, y yo, Sylvie, ¿estoy m uerta?
Así, pues, para ella el cuerpo está constituido por múltiples
agujeros expuestos a la penetración del Otro. Todos los
orificios son equivalentes, no habiéndose podido establecer
ninguna estructuración, ningún ordenam iento. La introduc­
ción de los objetos a en la relación con el Otro, de la que h ab ría
debido re su ltar la geografía de su cuerpo, no se h a producido.
Los intercam bios verbales con la m adre com pletan el
conocimiento del cuerpo pues los prim eros significantes se
refieren a los orificios y a su función. El niño identifica muy
pronto esos significantes, “sabe” que se come con la boca, que
los sonidos salen de ella, que la evacuación de las deposicio­
nes se hace por el otro extremo del cuerpo, y reconoce su olor.
Así como m ás adelante ju g a rá con los significantes, juega con
la perm utación de los orificios. Si la cuchara de la comida
aterriza en su ojo o en su nariz, lo considera m uy gracioso y
se ríe a carcajadas. M uchas rim as y canciones retom an la
enum eración de las partes del cuerpo y el rostro, y los niños
no se cansan de escucharlas y repetirlas, al principio m edian­
te el gesto y luego por la palabra: “F ren te am plia, hermosos
ojos”, etcétera. Al principio el niño las m uestra, luego retom a
la canción desde el momento en que puede hacerlo.
E n el análisis, al explorar m i rostro y mi cuerpo, Sylvie
rehizo conmigo ese camino (cf. capítulo I), pero ese trabajo de
construcción de su cuerpo en referencia al mío no pudo borrar
com pletam ente el desorden prim ordial. En la secuencia
antes mencionada, vemos de qué m anera el trau m a viene a
reavivar la angustia de la desorganización prim itiva con la
irrupción, u n a vez m ás, de un real imposible. Es sorprenden­
te constatar aquí que la incoherencia del discurso responde
a la a-estructuración del cuerpo.
Hablando con propiedad, este discurso no es delirante,
pues Sylvie no reconstruye nada alrededor de su cuerpo
disociado. (El síndrom e de C ottard es un ejemplo típico de
lu recuperación d elirante de un cuerpo esquizofrénico.) En
(;lla la confusión sigue siendo total, aunque el discurso sea
correcto en el plano sintagm ático.
En cierta época, se volvió m uy “opositora”. Como su m adre
110 dejaba de quejarse ante mí, decidí abordar la cuestión en
sesión.

—¿En este momento siempre dices no?


—Es mi nombre, tengo derecho a decirlo.
—Desde luego, pero tu nombre, ¿cuál es?
— E s Cordié.
—Cordié soy yo, ¿y tú?
—Sylvie veterinaria.

Este pequeño diálogo confirma la ausencia de inscripción


en lo simbólico. E n efecto, debemos guardarnos de confundir
el “no” de la denegación con el “no” del rechazo; ahora bien,
uquí se tra ta de un “no” de impugnación. Sylvie se reh ú sa a
obedecer ante la intim ación del Otro, procura m an ten er un
estatuto de personita independiente y, por qué no, a u to rita ­
ria y de “m al carácter”, pues ésta es u n a etiqueta que le
pegaron desde su m ás tie rn a infancia. Pero el trabajo de
elaboración que conduce al niño del “no” del rechazo a la
conciencia de su identidad, cuyo significante insoslayable es
el nombre, está aquí parasitado por la homofonía. Sylvie no
recorre el trayecto lógico de uno a otro. P a ra ella, su p a tro ­
nímico no está vinculado en nada a la filiación y la sucesión
de las generaciones, no es Sylvie H*, hija del señor y la señora
H*, sino Sylvie Cordié en la transferencia, o Sylvie v eterin a­
ria. El padre im aginario es, para ella, un padre “anim al”; me
atrevo a u sar esta expresión para destacar qué significante
amo se une a la persona del padre, significante que la niña
señala como referido al deseo y cuyo impacto se encuentra en
num erosos síntom as.

Las palabras de niño

C ontrariam ente a lo que podía esperarse, los progresos del


lenguaje no contribuyeron a apaciguar a Sylvie. Si bien todo
el trabajo de análisis había sido facilitado por una palabra
precoz que le perm itía em itir un discurso común relativ a­
m ente adaptado, la lengua seguía estando p a ra ella repleta
de tram pas. Olvidamos h a sta qué punto la lengua se aleja a
cada momento de la literalidad p a ra servirse de tropos por
sustitución, de los que los m ás corrientes son la m etáfora y
la metonimia. Al niño pequeño no parecen m olestarlo m ás de
la cuenta las figuras de estilo en las que un gato ya no es un
gato: deja la cuestión en suspenso h a sta u n esclarecim iento
ulterior. No ocurría lo mismo con Sylvie, toda m etáfora o
m etonim ia referente al cuerpo la hundía en la angustia y la
perplejidad. Sólo citaré algunos ejemplos.
Escuchando decir a su m adre, en relación con u n a compra:
“Me costó un ojo de la cara”, se preocupa por los ojos de
aquélla y por los suyos, sum ergida de nuevo en angustias de
mutilación.
Hubo un tiempo en que jugaba en sesión con un pincel que
se m etía en los ojos con el riesgo de lastim arse. No comprendí
inm ediatam ente el sentido de esta actitud. Más adelante
descubrí que estaba en relación con la expresión “Me entró
por los ojos”. “No tiene pelos en la lengua” era entendida, de
igual modo, en prim er grado.
Todo lo que correspondía al cuerpo perm anecía en ella en
un real insuperable. En esa época hice la comparación con un
niño mucho m ás pequeño que Sylvie quien, viendo en televi-
fiión a una n iñ a con los ojos desorbitados de sorpresa frente
a un acontecimiento que acababa de producirse, me dijo:
“¡Bueno, se puede decir que no cree en sus propios ojos!” Yo
pensaba que la expresión “no creer en los propios ojos” exigía,
para ser em pleada oportunam ente, un dominio del lenguaje
que iba a la p a r con una buena im agen del cuerpo. La
posibilidad de escape metafórico, aquí m ás bien metonímico,
sólo puede realizarse si el cuerpo erógeno está construido y,
a causa de ello, puesto entre paréntesis. Recordemos que el
trabajo de corte con el objeto a se cumple paralelam ente a la
introducción sintáctica: “Es con las im ágenes que cautivan a
su eros de individuo viviente como el sujeto viene a atender
a su implicación en la secuencia significante”.13
B asta con p re sta r oídos atentos al decir del niño p ara
ubicar el momento de tom a en el lenguaje. Lo que los adultos
califican ya de “to n terías” cuando no captan su sentido, ya de
“palabras de niño” cuando los divierte, puede enseñarnos
mucho sobre la función del inconsciente. Al in terro g ar a las
palabras infantiles, los orígenes del lenguaje nos parecen
menos m isteriosos. He aquí algunos ejemplos, cuya m ism a
trivialidad es el mejor garante del fabuloso trabajo que debe
hacer el niño p a ra descifrar el lenguaje y apropiárselo. Es la
m anera en que el sujeto va a llevar a cabo esta operación lo
que constituirá la diferencia entre el neurótico y el psicótico:
“Si el neurótico h a b ita el lenguaje, el psicótico e stá habitado,
poseído por el lenguaje”,14 decía Lacan.
U na m adre se esfuerza por calzar a su hija de dieciséis
meses, que le tiende un pie: “Ese no es el pie bueno”, dice la
madre, a lo que la n iña responde: “Pin-pon, pin-pon”. E n “pie
bueno” [“bonpied”] había entendido “bombero” [“pom pier”],
significante asociado a un ruido que conocía bien.
U na niña de alrededor de un año me m ira b a tir huevos. Le
digo: “Ves, hago una om elette”. A gita entonces las m anos
como le habían enseñado a hacer p ara rem edar la canción
A insi font les petites marionettes [Así hacen las pequeñas
m arionetas]. H ay que suponer aquí u n a doble conexión, la
consonancia del sufijo ette en omelette y marioneííe (tam bién
se encuentra el sonido o) y el gesto de ag itar las manos que
acom paña a las dos. Estos dos significantes, que se vincula­
ron por el azar (o podría decirse por lo arbitrario) de la
homofonía y lo gestual, van a separarse y a adquirir su
significación cuando la niña los encuentre en otro contexto,
por ejemplo “Come tu om elette”. Van a establecerse entonces
nuevas conexiones, que perm itirán su separación y su u tili­
zación posible en otras cadenas de discurso, pero las prim e­
ras asociaciones reprim idas dejan sus huellas en el incons­
ciente: es lo que Lacan llam a “lalengua”.
U n niño muy pequeño habla de la torre “escalera” refirién­
dose a la torre Eiffel. Hizo una asociación perfectam ente
lógica entre el monum ento y una g ran escalera p lan tad a en
París. E ste mismo chico, que habló muy precozmente, dice
tam bién “lecciones de elástica” [“élastique”] por lecciones de
gim nasia [“gym nastique”].
O tra niña, de tre s o cuatro años, pasó algunos días de
vacaciones con una fam ilia católica, m ientras que sus padres
son agnósticos. A su vuelta, com enta así la oración de la
noche: “H acían en el nombre del padre, del hijo y del
dentífrico”. El “dentífrico” es aquí un significante que cons­
tituye un vínculo entre los ritos de ir a la cam a en su casa y
nuevos ritos que le parecen m uy extraños.
El niño está sumergido en un baño de lenguaje en el que
identifica la aparición de algunos significantes que se repi­
ten, en asociación con otros. La significación, es decir la
posibilidad de utilizar esos significantes “correctam ente” en
la lengua común, es precedida por u n a larga fase de expec­
tativa, donde debe hacer un trabajo de conexión y desco­
nexión.

El mecanismo lingüístico se mueve en su totalidad sobre


identidades y diferencias, no siendo éstas más que la contra­
partida de aquéllas15

dice F. de Saussure. Este trabajo de señalam iento, que


comienza desde los prim eros días de vida, perm ite al niño el
acceso a un lenguaje cada vez m ás apto p a ra responder a los
imperativos de la comunicación, en tan to que los errores del
trayecto y las falsas asociaciones serán reprim idos.
En la comunicación, el niño se aplica, cuando no se hace el
tonto o el bebé, a re sp eta r la sintaxis y el uso corriente del
vocabulario. Un error de su parte (una palabra de niño) lo
entristece, está avergonzado, molesto, y la risa del adulto lo
humilla. E n cambio, si tra ta de ju g a r librem ente con los
signiñcantes, m anifestando así su dominio de la lengua, se
m uestra ingenioso a su m anera, inventa palab ras nuevas,
deforma las que conoce o transgrede su sentido. Se ejercita
solo, habla “al foro” o con sus compañeros de juego, y si dirige
sus brom as al adulto se m uestra decepcionado si éste no se
regocija con ellas. He aquí lo que dice Lacan a este respecto:

¿Cómo no lamentar aquí que el interés por el niño demostra­


do por el análisis del desarrollo no se detenga en ese momen­
to, en la linde misma del uso de la palabra, donde el niño, que
designa mediante un babau lo que en ciertos casos uno se
aplicó a no mencionarle sino con el nombre de perro, reñere
ese babau aproximadamente a cualquier cosa, y luego en el
momento ulterior en que declara que el gato hace guau y el
perro miau, mostrando con sus sollozos, si se pretende
corregir su juego, que en todo caso ese juego no es gratuito?18

Algunos significantes son m ás aptos que otros p a ra m an ­


tener cierto grado de confusión y de asociaciones descabella­
das. Daré un ejemplo. Todos los niños conocen el TGV, el tre n
de gran velocidad que ejerce u n a especie de fascinación sobre
ellos. Pero este significante TGV está próximo a m uchas
otras siglas, por lo que pude n o tar su perplejidad cuando, en
la conversación, creen escuchar TGV siendo que los adultos
hablan de BCG, PDG o IVG. Pienso en u n a n iñ a que,
cantando un estribillo de moda, “El es play-boy o PDG”,
traducía “El es play-boy o TGV”: su padre tom aba reg u lar­
m ente el TGV cuando volvía a casa.
Podemos im aginarnos la confusión de un niño cuya m adre
va a la clínica para una IVG (interrupción vo lu n taria del
embarazo) o cuando llevan a la h erm an ita al médico a
ponerle la BCG. La emoción o la angustia provocadas por
estas situaciones, ausencia de la m adre, gritos de la h erm a­
nita, pueden sum arse al trastorno debido a la confusión de
los significantes e inducir un síntom a, por ejemplo una fobia,
por qué no la fobia a los trenes o a las estaciones, o una
angustia de partida.
Algunos reprocharon a Lacan que ju g a ra con la homofonía
y que alim entara el barroquism o de su escritura, pero, ¿no
quería destacar con ello la intrusión constante del incons­
ciente en el discurso, lo que con ju s ta razón denom ina “el lado
irrem ediablem ente descabellado que el inconsciente alim en­
ta por sus raíces lingüísticas”?17
En general, al niño no parecen m olestarle las zonas de
sombra que subsisten en el discurso, se mueve con soltura en
los “aproxim adam ente” y h a sta puede ju g a r con ellos, a su ­
miendo a veces los blancos de la cadena incluso el papel de
relevos p ara lo im aginario. ¿No se debe el éxito de los Pitufos
en gran parte a la libertad de asociación que hace del
significante pitufo y de sus derivados -p itu fa r, p itu fita -
palabras comodines en un discurso perfectam ente estru ctu ­
rado en el plano sintáctico y en el ordenam iento del relato?
Estos significantes, en forma de onomatopeya, desencade­
n an la risa, como si el lenguaje de los gnomitos azules,
atiborrado de estos significantes sin significado, tuviera
alguna relación con lo que el niño escucha en torno a sí, un
discurso fragm entado, entrecortado de palabras que no
conoce y cuya significación necesita adivinar. Pero, cuando
escucha h ab lar a los Pitufos, puede burlarse de la significa­
ción pues en ellos el sentido no subsiste menos, sostenido por
la im agen y completado en su fantasía.
Lacan evoca un equivalente de este proceder en “La
instancia de la le tra ”, a propósito de la obra te a tra l de J.
Tardieu, Un mot pour un autre [Una palabra por otra]. Si
bien el orden sintagm ático se respeta, la sustitución repetida
de los significantes provoca un efecto de “em briaguez”, dice,
y de risa. He aquí un breve extracto:
M adame (saliendo al encuentro de su amiga). —¡Querida,
queridísima Peluche! ¡Desde hace cuántos agujeros, cuántos
guijarros no tenía el aprendiz de azucararla!
M adame d e P erlem inouze (con mucha afectación). —¡Ay!
¡Querida! ¡Yo misma estaba muy, muy vidriosa! M is tres
hogazas más jóvenes tuvieron limonada, una tras otra.
Durante todo el principio del corsario, no hice más que anidar
los molinos, correr a lo del ludión o a lo del taburete, pasé
pozos vigilando su carburo, dándoles garras y monzones. En
síntesis, no tuve una migaja para mí.
M adame . -¡Pobre querida! ¡Y yo que no me rascaba nada!

Notamos que la sustitución puede hacerse en el nivel de un


Hintagma; por ejemplo, “el aprendiz de azucararla” [“le
rnitron de vous sucrer”] evoca, en el contexto, lo que subtiende
d e oralidad al beso, de lo que la expresión popular “chuparse
la je ta ” [“se sucerla poire”] da cuenta con claridad.
Cuando se hace la sustitución de u n significante por otro,
(>1de sustitución tiene siem pre u n a relación con el significan­
te original, pero esa relación es de n atu raleza m uy diversa:
puede ser un vínculo homofónico del significante en su
totalidad o en u n a de sus partes, por ejemplo peluche por
¡¡e.rruche [cotorra], la m de “no tengo u n a m igaja p a ra m í”
(por minuto), el aba de “yo que no me rasca&a (por figuraba)
nada”, etcétera.
La pu esta en evidencia de estos deslizam ientos y su efecto
llevado h a sta el absurdo constituyen el resorte mismo de lo
cómico en algunos artistas, como Raymond Devos. E sta
corrupción del lenguaje, si bien provoca risa cuando es
i ntencional y controlada, es fuente de angustia en el psicótico
que la vive en lo m ás profundo de su ser (cf. A. A rtaud).
El Sem inario de Lacan sobre Las psicosis no es m ás que un
largo análisis de la relación del psicótico con el lenguaje.
Como el adulto psicótico (habría que exam inar el discurso
del maníaco, menos extraño de lo que parece), el niño
psicótico no tiene u n a relación lúdicra con la lengua. Decirle
que el perro hace m iau h aría vacilar su mundo ya frágil. Toda
metonimia, toda m etáfora que se refieran al cuerpo le son
inaccesibles o desencadenan u n a angustia de despedaza­
miento.
P a ra llevar m ás lejos n u estra investigación sobre el naci­
m iento del sujeto parlante, es decir del sujeto barrado por la
represión originaria, represión siem pre problem ática en la
psicosis, tomaremos dos ejemplos, el de Sylvie con sus
hom bres-solapas y el de la pequeña Sophie, de tre s años, que
dibujaba en u n a m esa con su herm an a mayor, de cinco. Yo
m ism a me dedicaba a m is ocupaciones y las n iñ as no tom a­
ban en cuenta mi presencia. La m ayor dice a su herm ana: “Yo
hago el azul y el rojo”. Sophie responde: “Yo no hago m ás que
el verde [vert], mi papá hace el gusano [ver], a mí me g u sta el
verde”. E sta conversación atrajo m i atención sobre el signi­
ficante gusano, que se refería al padre y que se em pleaba
aquí en una significación subvertida: el padre era ingeniero
y hacía investigaciones con el cristal [verre]. Algún tiempo
después les compré cartucheras y Sophie me pidió u n a verde,
porque, me dijo, “es el color que prefiero”.
Dejemos por un momento a Sylvie, Sophie y las otras p ara
hacer un desvío por la lingüística, y ver cómo puede ay u d ar­
nos esta ciencia a llevar m ás lejos n u e stra investigación
sobre el lenguaje psicótico.
P a ra desenm arañar los orígenes del lenguaje, las circuns­
tancias de aparición de la palabra y el hecho de que el
psicótico contravenga las leyes del discurso, es preciso in te ­
rrogarse sobre la natu raleza m ism a de la lengua: “U n día, me
di cuenta de que era difícil no ingresar en la lingüística a
p a rtir del momento en que se descubrió el inconsciente”,18
dice Lacan. La lingüística que tom a en cuenta el inconsciente
será denom inada por él “lingüistería”. Prosigue: “Lo que
digo, que el inconsciente está estructurado como un lenguaje,
no pertenece al campo de la lingüística [...]” y, anunciando su
texto “El atolondradicho”, añade: “Que digan queda olvidado
d etrás de lo que es dicho en lo que se entiende”. En “El
atolondradicho” acentuará el doble registro del decir y lo
dicho:
El “significado” del decir no es nada más que ex-sistencia en
lo dicho (aquí en el dicho de que no todo puede decirse). O sea:
que no es el sujeto, el cual es efecto de dicho.19
La lingüística es cosa del decir, la lingüistería se interroga
Hobre lo dicho.
Lacan repensó los conceptos freudianos a la luz de las
leorías lingüísticas de las que hizo una herram ien ta de
trabajo increíblem ente fecunda, al mismo tiempo que su b ra ­
yaba constantem ente sus lím ites. Conocía todo el aporte de
la lingüística, desde San A gustín a los lingüistas modernos,
Saussure, Benveniste, K arl B ühler, Chomsky, Jakobson. Su
trabajo sobre la lengua lo colocó en la encrucijada de dos
ciencias, la lingüística y el psicoanálisis, y es e sta situación
bisagra la que reivindica en su artículo “Subversión del
sujeto y dialéctica del deseo”. H e aquí lo que dice de su
posición:
El inconsciente, a partir de Freud, es una cadena de signifi­
cantes que en alguna parte (en otra escena, escribe) se repite
e insiste para interferir en los cortes que le ofrece el discurso
efectivo y la cogitación a la que informa.
En esta fórmula, que no es nuestra sino por estar de acuerdo
tanto con el texto freudiano como con la experiencia que éste
ha abierto, el término crucial es el significante, reanimado de
la retórica antigua por la lingüística moderna, en una doctri­
na cuyas etapas no podemos señalar aquí, pero de la que los
nombres de Ferdinand de Saussure y Román Jakobson
indicarán la aurora y la culminación actual [...).20

Lingüística y lingüistería

¿Dónde se detiene la lingüística, dónde comienza la lingüis­


tería? Vamos a in te n ta r precisarlo dado que es en el desliza­
miento de la una a la o tra donde buscamos la clave del
lenguaje psicótico.
La lingüística se pretende ciencia cada vez m ás exacta,
define las reglas de una lengua que es u n in stru m en to al
servicio del pensam iento, “tom a por objeto la realidad in trín ­
seca de la lengua y ap u n ta a constituirse como ciencia formal,
rigurosa, sistem ática”, dice B enveniste.21
Todas las teorías lingüísticas están subtendidas por la
idea de dominio, ya se tra te del sujeto siem pre amo de su
palabra y en su totalidad en su discurso, o de la lengua
m isma, a la que el lingüista in ten ta dom inar codificándola al
extremo. El título mismo de la obra de Noam Chomsky, La
lingüística cartesiana, y su subtítulo, Un capítulo de la
historia del pensam iento racionalista, dicen mucho sobre
esta idea general.
Un m undo separa al sujeto tal como lo concibe el lingüista,
sujeto al que dirigen un pensam iento lógico y la razón, y al
sujeto en el sentido freudiano, sujeto del inconsciente, sujeto
barrado, $, sometido al lenguaje y portador de u n saber que
ignora.
Si las teorías lingüísticas in te n ta n rep erto riar, clasificar y
definir lo m ás exactam ente posible las leyes que rigen la
lengua, todas distinguen dos dominios en esta búsqueda, dos
enfoques que van a m anifestarse cada vez m ás divergentes.
Saussure fue uno de los prim eros en m arcar la dualidad
entre la lengua y el habla. Dice:

Una parte de la lengua es social en Su conjunto e indepen­


diente del individuo, la otra, secundaria, tiene por objeto la
parte individual del lenguaje, es decir el habla [...].

Agrega, sin embargo, que hay “interdependencia de la


lengua y el h ab la”.22
E sta distinción se traduce de m anera diferente según los
autores: lengua y habla, dice Saussure; otros hablan de la
forma y el sentido, del esquem a y el uso, de código y mensaje.
E n cuanto a Benveniste, separa semiótica y sem ántica.
Define en prim er lugar a la lengua en cuanto e stru ctu ra y
luego considera el sentido:
La lengua forma un sistema [...] De la base a la cumbre, desde
los sonidos a las formas de expresión más complejas, la
lengua es una disposición sistemática de partes. Se compone
de elementos formales articulados en combinaciones varia­
bles, de acuerdo con ciertos principios de estructura.23

En cuanto al sentido, esto es lo que plantea:

Postulo que hay dos dominios o dos modalidades de sentido,


que distingo respectivamente como semiótica y semántica.
El signo saussuriano es en realidad la unidad semiótica, es
decir la unidad provista de sentido [...] Mientras que la
semántica es el «sentido» resultante del encadenamiento, del
ajuste a la circunstancia y de la adaptación de los diferentes
signos entre sí. Eso es absolutamente imprevisible,24

Benveniste confiesa cuán em barazoso es este im previsible


para el lingüista:

He aquí que surge el problema que atormenta a toda la


lingüística moderna, la relación forma-sentido que varios
lingüistas querrían reducir a la sola noción de la forma, pero
sin lograr librarse de su correlato, el sentido. ¿Qué no se ha
intentado para evitar, ignorar o expulsar al sentido? Por más
que se haga, esta cabeza de Medusa está siempre allí, en el
centro de la lengua, fascinando a quienes la contemplan.25

Más cerca de nosotros, el lingüista C laude Hagége, en u n a


obra cuyo éxito público fue b astan te inesperado, L ’H om m e de
paroles (1985), enum era lo que constituye el estudio de la
forma, por lo tan to el objeto mismo de la lingüística: la
fonología estudia los sistem as de sonidos; el léxico es el
repertorio de las palab ras de una lengua; la sintaxis, n u e stra
gram ática; la morfología perm ite identificar las palabras
unas en relación con las otras. “Los signos, dice, son lo que
circula, lo que es común a todos los usuarios, su disposición
os un asunto personal”. Aquí, Claude Hagége plan tea a su
turno la cuestión del sentido, em presa tem eraria tam bién
para él.
Y, para analizar lo m ás cercanam ente posible este fenóme­
no, vuelve a m ultiplicar las categorías. R eagrupa en tre s
zopas a los componentes del sentido: la zona A , el sentido
como representación, comprende el significado de los signos,
la sem ántica de la sintaxis, etc.; la zona B, el sentido como
efecto, con la aptitud cultural, el grado de conocimiento de los
enunciantes, etc.; y la zona C, llam ada significancias incons­
cientes, sin m ás precisión. E s significativo que esta zona C
esté plantada allí, sin correspondencia aparente con las otras
categorías, apéndice inclasificable, siem pre igualm ente em­
barazosa.
En la teoría sau ssu rian a del signo en cuanto producto de
la relación significante sobre significado, a prim era v ista
puede pensarse que la significación va de suyo. Ahora bien,
Lacan, retom ando el algoritmo saussuriano p a ra destacar a
la vez su alcance y sus lím ites, escribe lo siguiente en “La
instancia de la le tra ”:

En efecto, la temática de esta ciencia está desde ese momento


suspendida en la posición primordial del significante y el
significado, como órdenes distintos y separados inicialmente
por una barrera resistente a la significación [...].

En ese texto, Lacan insiste sobre la prioridad a dar al


significante. “Sólo las correlaciones del significante con el
significante dan el patrón de toda búsqueda de significación”,
escribe. Y m ás adelante:

Puede decirse que es en la cadena del significante donde el


sentido insiste, pero que ninguno de los elementos de la
cadena consiste en la significación de que es capaz en el
momento mismo. La noción de un deslizamiento incesante
del significado bajo el significante se impone, por lo tanto

Si el sentido no puede ser delim itado y escapa a toda


formalización, los lingüistas acosan a la significación, a la
que esperan cada vez m ás despojada, como si, al em pujar el
estudio de la lengua h a sta su extremo, fueran por fin a
penetrar sus secretos y a alcanzar u n a claridad en el decir
que excluyera todo m alentendido, toda am bigüedad, “un
fantasm a de lo perfecto de la lengua”, como dice C. Hagége,
Gérard M iller evoca ese fantasm a en un artículo sobre “El
lapsus y el psicótico”;27

Si el lenguaje fuera un instrumento, si ese instrumento


sirviera a la comunicación, si la comunicación fuera la
refracción de los pensamientos, podría entonces deplorarse
la inadecuación del lenguaje y soñar con un intercambio sin
pérdida entre los sujetos que hablan, un intercambio trans­
parente, incluso no de lenguaje [...] Pero los seres parlantes
están justamente atravesados por una experiencia estricta­
mente contraria, de lo que da testimonio la pBicosis. Son
atravesados por significantes que no quieren decir nada,
significantes desconectados. Más hablan, más difunden el
malentendido, sin ninguna esperanza de armonía, sin nin­
guna posibilidad de que termine por coincidir: las palabras
siempre hilan al lado. La significación es imaginaria, y es por
eso que la comprensión siempre es loca. Decir con Lacan que
el hombre está enfermo del significante tiene esta consecuen­
cia: es insoportable que el significante quede siempre fuera
de nuestro alcance, inaccesible, imposible de reabsorber.

La lingüística se convierte por lo ta n to en u n a ciencia de


conceptos cada vez m ás eruditos, de expresión cada vez m ás
esotérica. Con el mismo título que la filosofía, interroga al
hombre en su especificidad, la palabra. La lite ra tu ra contem ­
poránea refleja esta preocupación: D errida, B arthes, K riste-
va y m uchos otros exam inan el fenómeno del lenguaje y la
escritura. De América nos vienen teorías sobre la comunica­
ción inspiradas en la cibernética, que dieron origen a la
corriente terapéutica llam ada sistém ica.
N uestra ambición como psicoanalistas es a la vez m odesta
y m ás arriesgada: procuram os p e n etrar el m isterio que
subsiste cuando las teorías sobre la lengua h an dicho su
últim a palabra.
Así, pues, interrogam os a este indecible, este resto inepto
para la codificación, lo que “de la verdad se hace escuchar
entre líneas”28y que dem anda un enfoque original que Lacan
califica de “lingüistería”.
El abordaje de la psicosis le planteó, de m an era aguda, el
problem a de los lím ites de la lingüística. Así, su Sem inario
sobre Las psicosis es una larga reflexión sobre lo que la
psicosis revela de un no ordenam iento del sujeto en la cadena
significante. No obstante, es preciso su b ray ar que el paso de
Lacan se apoyó siem pre sobre un conocimiento profundo de
las leyes de la lingüística, a la que por o tra p arte él mismo
define como “el estudio de las lenguas existentes en su
estructura y en las leyes que se revelan en ella”.29
¿Cómo se dice el inconsciente en un sistem a regido por un
código estricto? ¿Cuál es la e stru ctu ra del inconsciente en
relación con la estru ctu ra de concatenación de la cadena
significante? ¿Qué relación sostiene el psicótico con la len ­
gua, él que parece hacer poco caso de las leyes del discurso
que enuncia la lingüística? P reguntas cruciales si las hay, y
que Lacan no deja de retom ar desde que pronunció su
aforismo “el inconsciente está estructurado como un lengua­
je ”, variando sus formulaciones.
Retomando en prim er lugar los conceptos freudianos de
condensación y desplazam iento, planteó las figuras de la
m etáfora y la m etonim ia donde el inconsciente se dice. En el
grafo del deseo, m u estra la intricación del objeto y el discurso
del Otro en la constitución del sujeto.
De Jakobson tom ará prestados los térm inos de enunciado
y enunciación p a ra destacar, en la enunciación, el lugar del
sujeto del inconsciente (el ne expletivo). Su texto “El atolon-
dradicho” m arca u n a vez m ás el corte en tre el decir y lo dicho.
En cuanto al concepto de “lalengua” y el de “alienación”,
constituyen otras ta n ta s avanzadas en el trabajo de elucida­
ción que prosigue sin descanso. A dvirtam os sin embargo que
su búsqueda no produce un saber cerrado y consumado: lo
modifica sin cesar y nos lo trasm ite p a ra que prosigamos la
tarea.
Es lo que h a hecho recientem ente N athalie C harraud en
un ensayo de esclarecimiento y de síntesis sobre la cuestión
del “saber inconsciente”. En un artículo notable,30 pone en
evidencia la convergencia de las tesis de Freud, Saussure y
Lacan sobre la lengua, perm itiéndole su formación de m ate­
mática aportar una piedra más a este edificio. Su m an era de
abordar la cuestión del lenguaje extrayendo sus parám etros
fundam entales y volviéndolos a colocar en la p u n ta de la
búsqueda lacaniana, da un nuevo impulso a la discusión,
plantea nuevos interrogantes y le aporta u n a respuesta
perfectam ente operacional, en particu lar en la psicosis.
Pero, ¿qué es lo que perm ite a N athalie C harraud sostener
que las tesis de Freud, Saussure y Lacan se reúnen y se
completan y de qué manera ese punto de convergencia da
inicio a una nueva reflexión?
He aquí lo que se desprende de su texto.

Freud, Saussure, Lacan

Desde La interpretación de los sueños, Freud descubre el


lenguaje del inconsciente, poniendo en evidencia la n a tu ra ­
leza de las asociaciones de significantes y sus combinaciones
posibles, en p a rtic u la r la condensación y el desplazam iento.
Descubre así que el inconsciente tiene un lenguaje propio,
con su e structura, su sintaxis y su lógica: “En el análisis del
sueño, Freud no pretende darnos otra cosa que las leyes del
inconsciente en su extensión más general”, escribe L acan ,31
y hace esta observación:
Desde el origen se ha desconocido el papel constituyente del
significante en el estatuto que Freud asignaba de entrada al
inconsciente y en los modos formales más precisos. [...]
formalización [...] muy por delante de las de la lingüística a
las que podría demostrarse sin duda que aquélla, por su peso
de verdad, ha abierto el camino.32
Demasiado por delante, sin duda, pues algunos sólo re tu ­
vieron del descubrim iento freudiano el carácter simbólico del
sueño. E sta interpretación exclusiva dio lugar a utilizaciones
dudosas, como las que hicieron los su rrealistas (A. Bretón),
las que Freud, por lo dem ás, apenas apreció.
E n el E ntw urf, Freud in ten ta topologizar esas asociacio­
nes tom ando como modelo la red neurológica, lo que no está
ta n lejos como se cree de las investigaciones actuales sobre
el funcionam iento del sistem a nervioso central. Si bien no
conocía las sinapsis, era como si presin tiera su descubri­
miento.
N athalie C harraud hace n o tar que en ese texto Freud
distingue los “complejos fijos y las cargas cam biantes”,
siendo los prim eros el asiento de los procesos prim arios y
correspondiendo las segundas a los procesos secundarios:
“E sta lucha entre los tractos fyos y las cargas cam biantes
caracteriza al proceso secundario del pensam iento”, escribe.
E sta distinción en tre el lenguaje del sueño -d onde rein a el
proceso prim ario con sus deslizam ientos de sentido, sus
mecanismos de desplazam iento y condensación en estado
casi p u ro - y el proceso secundario -se d e de un pensam iento
vigil, ordenado, controlado-vuelve a encontrarse en S aussu­
re, quien señala m uy claram ente la antinom ia de los dos
registros.
Si se conoce bien la teoría sau ssu rian a del signo, no se
conoce ta n bien el capítulo V de su Curso de lingüística
general, titulado “Relaciones sintagm áticas y relaciones
asociativas”. C uriosam ente, e sta comunicación de u n a im­
portancia capital fue olvidada y sólo ra ra vez retom ada por
los lingüistas. ¿E staba tam bién él dem asiado adelantado a
su tiempo? ¿Se escapaba del marco dem asiado bien definido
de la lingüística? Reproducimos casi íntegram ente el pasaje
que atestigua el punto de convergencia con el pensam iento
freudiano:

Las relaciones y las diferencias entre términos lingüísticos se


despliegan en dos esferas distintas, de las que cada una es
generadora de un cierto orden de valores; la oposición entre
estos dos órdenes nos hace comprender mejor la naturaleza
de cada uno de ellos. Los mismos corresponden a dos formas
de nuestra actividad mental.
Por una parte, en el discurso y en virtud de su encadenamien­
to, las palabras contraen entre sí relaciones fundadas sobre
el carácter lineal de la lengua, que excluye la posibilidad de
pronunciar dos elementos a la vez. Estos se alinean uno tras
otro en la cadena del habla. Estas combinaciones que tienen
por soporte la extensión pueden denominarse sintagmas. De
modo que el sintagma se compone siempre de dos o más
unidades consecutivas [...] Colocado en un sintagma, un
término sólo adquiere su valor porque se opone al que lo
precede o al que lo sigue, o a ambos.
Por otra parte, al margen del discurso, las palabras que
ofrecen algo de común se asocian en la memoria, y se forman
así grupos en el seno de los cuales reinan relaciones muy
diversas. De este modo, la palabra «enseñanza» hará surgir
inconscientemente en el espíritu una multitud de otras
palabras (enseñar, reseñar, etc., o bien esperanza, holganza,
etc., o bien educación, aprendizaje); por uno u otro lado, todas
tienen algo de común entre sí.
Ya se ve que estas coordinaciones son de muy distinta especie
que las primeras. No tienen por soporte la extensión; su
asiento está en el cerebro; forman parte del tesoro interior
que constituye la lengua en cada individuo. Las llamaremos
relaciones asociativas.
La relación sintagmática es in praesentia: descansa sobre
dos o más términos igualmente presentes en una serie
efectiva. Al contrario, la relación asociativa une los términos
in absentia en una serie mnemónica virtual [...]
Mientras que un sintagma evoca en seguida la idea de un
orden de sucesión y un número determinado de elementos,
los términos de una familia asociativa no se presentan ni en
número definido ni en un orden determinado.

Aquí, S aussure m arca con claridad “la oposición de los dos


órdenes”, la diferencia fundam ental de los dos registros de la
lengua, la cadena del discurso con su carácter lineal, su orden
de sucesión y el otro, in absentia, donde dom inan las relacio­
nes asociativas, donde la palabra hace surgir “inconsciente­
m ente una m ultitud de otras palabras”. Saussure era lin ­
güista y, por ello, no podía sacar todas las consecuencias de
su descubrim iento de las “fam ilias asociativas”. Como los
demás lingüistas, se detiene allí donde comienza el dominio
del inconsciente (sin embargo, la palabra proviene de su
pluma).
N athalie C harraud retom a este concepto de fam ilias aso­
ciativas para volver a darle su lugar en lo que va a redefínir
como la estru ctu ra topológica del inconsciente. Puesto que
Lacan dirige su crítica esencialm ente al algoritmo saussu-
riano, m ostrando la suprem acía del significante, pero no
m enciona el concepto de “fam ilia asociativa”, si bien comple­
ta ese algoritmo con un comentario que se parece mucho a la
relación in absentia de Saussure.
P ara hacerlo, retom a la palabra “árbol” utilizada por
aquél en su demostración del signo y despliega asociaciones
alrededor de este significante. Subraya sus implicaciones
subyacentes, desarrollando lo que Saussure ejemplificaba
con el térm ino de “enseñanza”: “B asta con escuchar poesía
[...] p ara que en ella se haga oír u n a polifonía y p ara que todo
discurso dem uestre alinearse en los diversos pentagram as
de una p artitu ra.

Ninguna cadena significante, en efecto, que sostenga como


colgado de la puntuación de cada una de sus unidades todo
lo que se articula de contextos atestiguados, en la vertical, si
puede decirse así, de ese punto.33

Lacan hablará de diacronía en cuanto a lo que se refiere a


la cadena significante, y de sincronía en cuanto a lo que se
articula en la vertical. Es preciso señalar, p ara evitar toda
confusión, que Saussure utiliza estos térm inos con una
acepción diferente.
P ara él -lo cito-,

es sincrónico todo lo que se relaciona con el aspecto estático


de nuestra ciencia, diacrónico todo lo que se refiere a las
evoluciones. [...] De igual modo, sincronía y diacronía desig­
narán respectivamente un estado de la lengua y una fase de
evolución. [...]

mientras que para Lacan, la diacronía interesa a la sucesión


en el tiempo de la cadena significante, de la que la frase
constituye el modelo, y y a no a la evolución de la lengua en su
conjunto.
La sincronía no tiene una e stru ctu ra lineal, rein a en ella
un gran desorden, al que sólo el orden diacrónico vendrá a
corregir.
Lacan opone los dos órdenes en estos térm inos:

No hay nada en el mundo salvo el significante que pueda


soportar una coexistencia -que el desorden constituye (en la
sincronía)- de elementos en los que subsiste el orden más
indestructible al desplegarse (en la diacronía): fundándose
este rigor del que es capaz, asociativo, en la segunda dimen­
sión, incluso en la conmutatividad que muestra al ser inter­
cambiable en la primera.34

Diacronía y sincronía

Con el paso de los años, Lacan va a acentuar la dicotomía


entre esos dos registros. Como lo recuerda N athalie Cha-
rraud,

por razones de estructura, el inconsciente ex-siste en el


lenguaje en el sentido de la lingüística. Ex-sistiría también
en el habla si ésta no manifestara, mediante tropiezos y
juegos de palabras, que algo distinto se dice en el enunciado
que profiere.35

Si el inconsciente es lo “dicho” en el “decir”, veamos cómo


se presenta este decir.
La cadena significante tiene una e stru ctu ra de concatena­
ción,

anillos cuyo collar se sella en el anillo de otro collar hecho


de anillos. Tales son las condiciones de estructura que deter­
minan -como gramática- el orden de las progresiones cons­
tituyentes del significante hasta la unidad inmediatamente
superior a la frase [...].38

Reconocemos allí las leyes de la lingüística. La cadena


obedece a la tem poralidad, hay desenvolvimiento en el
tiempo, orden de sucesión (Pierre pega a Paul), núm ero
determ inado de elem entos.
E n su curso del 19 de diciembre de 1984, J.-A. M iller ponía
el acento sobre la orientación del grafo de Lacan, represen­
tando la flecha la sucesión lineal de la cadena significante y
correspondiendo el otro vector al querer decir, a la intención
de significación. E sta dim ensión tem poral, que subtiende al
concepto de ordenam iento subjetivo, se opone a lo que e stá en
montón, en el desorden de la e stru ctu ra sincrónica. Lacan
em plea la im agen de la lotería para ilu stra r la inorganiza-
ción de lo “cardinal” que se opone a la sucesión de lo
“ordinal”.37 Pero el equilibrio entre los dos registros no se
alcanzará precisam ente en la psicosis.
P a ra calificar la e stru ctu ra sincrónica que coexiste con la
e stru ctu ra diacrónica del habla (estru ctu ra sincrónica que
parece invasora y no contenida en el psicótico), Lacan em plea
en un momento de su enseñanza el térm ino de “saber
inconsciente”: “El inconsciente es el testim onio de un saber
en cuanto que en gran parte escapa al ser p a rlan te”.38 ¿De
qué naturaleza es este saber inconsciente? Lacan habla
entonces de “e stru ctu ra topológica en el sentido m atem ático
del térm ino”.

Se trata de encontrar, en las leyes que rigen esta otra escena


[...] a la que Freud, en referencia a los sueños, designa como
la del inconsciente, los efectos que se descubren en el nivel
de la cadena de elementos materialmente inestables que
constituyen el lenguaje: efectos determinados por el doble
juego de la combinación y la sustitución en el significante,
según las dos vertientes generadoras del significado que
constituyen la metonimia y la metáfora; efectos determinan­
tes para la institución del sujeto. En esta prueba aparece una
topología, en el sentido matemático del término, sin la cual se
advierte al instante que es imposible notar solamente la
estructura de un síntoma en el sentido analítico del tér­
mino.39

N athalie C harraud va a dem orarse sobre esta e stru ctu ra


topológica y a precisarnos sus particularidades: la m ism a no
induce ni un orden n i una m étrica; los significantes, en el
inconsciente, no están ordenados (cf. la lotería); “no tienen u n
orden determ inado, no se los puede alinear en una cadena,
ni siquiera en el espacio [...] no están en número definido, es
decir que su conj unto es un conjunto abierto cuyos elem entos
no pueden enum erarse exhaustivam ente [...]”, lo que implica
que, “en el nivel propiam ente asociativo y topológico, los
significantes no tienen lugares definidos”(contrariam ente a
la cadena en la que no puede invertirse: P ierre pega a Paul).40

La noción de agrupamientos asociativos [o familia asociati­


va] [...] abre el camino a la estructura topológica de vecindad.
Un agrupamiento asociativo es una vecindad en el sentido de
que introduce una «unidad» de orden superior: ya no nos
ocupamos de un elemento en su relación eventual con otro
sino de una familia de elementos que será significativa en
cuanto tal.41

El modelo que m ás se acerca nos es dado en el sueño. Al


dormir, el sujeto experim enta su libertad de asociación, ya no
está sometido al im perativo de q u erer decir, de la intencio­
nalidad, de la comunicación. Los significantes se ag ru p an al
capricho de su deseo, no obstante con cierta censura. Se
asocian según una lógica propia que Freud calificó de proceso
primario.
Condensación, desplazamiento,
asociación

Un significante o un sintagm a del sueño se encuentran en el


centro de u n a red asociativa, que puede ser m uy extensa.
Freud destaca cuán pobre es el contenido manifiesto compa­
rado con el latente:

Cuando se compara el contenido del sueño y los pensamien­


tos del mismo, se advierte en primer lugar que hay allí un
enorme trabajo de condensación. El sueño es breve, pobre,
lacónico comparado con la amplitud y la riqueza de los
pensamientos del mismo.42

A propósito de su sueño de la monografía botánica sobre la


cual nos trasm ite num erosas asociaciones, escribe:
Los elementos “botánica” y “monografía” son encrucijadas
donde los pensamientos del sueño pudieron encontrarse en
gran número porque ofrecían a la interpretación numerosos
sentidos. Puede decirse [...] que cada uno de esos elementos
está sobredeterminado, representa varios pensamientos del
sueño.
Llam a “condensación” a este reagrupam iento.
Si el signo C ^ representa la noción de vecindad,
la condensación podría representarse así:

Pero no puede considerarse la condensación sin asociarle


otro mecanismo, el desplazam iento.
E ste reviste m últiples formas, un significante puede ocu­
par el lugar de otro porque está próximo a él por homofonía
o por cualquier otra forma de vecindad, sim ilitud, asonancia,
etcétera. Saussure, en la fam ilia asociativa alrededor de la
palabra enseignement [enseñanza], ponía, al lado do lo*
sinónimos, el significante “arm em ent” [“armamento”! lo quti
debía parecer por lo menos incongruente a sus contemporá­
neos. “El significante es tonto”, decía Lacan, y agregaba:
Es con estas tonterías que vamos a hacer el análisis y quo
entramos en el nuevo sujeto que es el del inconsciente.43
Las conexiones entre los significantes que hemos sorpren­
dido en el niño son del mismo orden que las del sueño an tes
de que el proceso secundario haya establecido un principio de
significación.
En el sueño, puede haber deslizam iento de un orden a otro,
haciendo la im agen las veces del significante oculto (el sueño
es un jeroglífico). Tal paciente sueña que está acostada con
su m arido y ve p a sa r un alce [élan] por debajo del lecho
conyugal. E ste anim al se asociará, entre otras cosas, al
marido im potente, que no siente ningún “im pulso” [“élan”]
hacia ella. La im agen del anim al viene a figurar aquí el
significante con sus m últiples implicaciones.
Las relaciones de vecindad en el sueño deberán explorarse
m ediante la asociación libre.
Si el saber inconsciente se desencadena en el sueño,
procura decirse en unas formaciones que conocemos bien,
síntom a, chiste, lapsus, figuras de estilo, poesía, etc. Pero es
en el sueño donde la estructura del inconsciente se m uestra en
el estado m ás puro, con las asociaciones inesperadas, las
puestas en escena que encuentran su eco en el fantasm a.
Cuidémonos, sin embargo, de poner en el mismo plano el
lenguaje del sueño y el del niño, el poeta y el loco. La
diferencia reside en la zona de pasaje, en el modo de su p era­
ción de lo diacrónico a lo sincrónico y a la inversa. En el punto
de ru p tu ra de una e stru ctu ra con la otra se sitú a el proceso
de represión y, cuando se tra ta del sueño, el fenómeno del
despertar.
Hemos sorprendido en el niño el nacim iento de esas
familias asociativas. Vimos que en torno al significante TGV
puede agrupar m últiples asociaciones de vecindad, y que
para Sylvie la IVG de m am á estaba asociada a los térm inos
“sin bebé”, “clínica m aternidad”, “aborto”.
No todas las conexiones de esas fam ilias son equivalentes.
Veremos que ciertos significantes amos, que tienen una
relación estrecha con el deseo del O tro y e stá n en conexión
íntim a con el objeto a, conocen u n a su erte particular: van a
volver en organizaciones en el corazón de las cuales el goce
dirige el juego, tales como el síntom a, el fantasm a, la
conducta sexual, el deseo.
Estos significantes privilegiados van a suscitar nuevas
conexiones, ya que la particularidad de esos conjuntos es la
de perm anecer abiertos (contrariam ente a algunos otros
que, en el psicótico, se cierran).
Freud señaló en el Hom bre de los Lobos44 la atracción que
ejercen significantes prim ordiales referidos al goce sexual.
La V que indica la quinta hora es tam bién la V de las piernas
abiertas de la m ujer, la V de la m ariposa listad a de am arillo
como la pera llam ada Grouscha (el nom bre de la joven
criada), las alas de la Wespe, la avispa con rayas am arillas
a quien le arranca las alas en el sueño al mismo tiem po que
suprim e la prim era le tra de su patroním ico, una W.
E n el sueño de la monografía botánica, existen varios
estratos en las asociaciones, de los cuales uno, m ás antiguo,
podría referirse a un recuerdo de infancia, recuerdo-pantalla
relatado en o tra parte, del “libro de im ágenes desgarrado”.
A propósito del Hombre de los Lobos, dice Lacan:

En cada etapa de la vida del sujeto, algo ha llegado, en cada


instante, a modificar el valor del indicio determinante que
constituye ese significante original [...] el sujeto como X no
se constituye más que por la Urverdrángung, por la caída
necesaria de ese significante primero [...] pero no puede
subsistir allí como tal. [...] En ese X que está ahí debemos
considerar dos caras, el momento constituyente en el que cae
la significancia, que articulamos en un lugar en su función en
el nivel del inconsciente, pero también el efecto de retomo,
que se opera por esta relación que puede concebirse a partir
de la fracción.45
“En cada etapa de la vida del sujeto”, la fam ilia se agranda
tanto más porque se tra ta de significantes amos. Se agranda
tam bién, pero de otra m anera, a causa de significantes a los
que llam aría neutros, cuando el sujeto perfecciona su ap ren ­
dizaje de una lengua, por ejemplo. Vemos psicóticos que
m anejan perfectam ente la lengua y que sólo deliran en torno
a ciertos complejos muy precisos.
P a ra que el niño acceda al lenguaje, y luego al habla, debe
hacer en cada momento un trabajo de conexión y desconexión
de los significantes, trabajo siem pre influido por la n a tu ra ­
leza del deseo del Otro.
Tomemos significantes relativam ente neutros, como “ome­
lette” y “m arioneta”. El sinsentido de su conexión v a a
m anifestársele m uy pronto al niño que va a separarlos, a
captar su significación común y a utilizarlos ulteriorm ente
en el habla.
Saussure nos dice que un térm ino dado es “como el centro
de una constelación, el punto donde convergen otros térm i­
nos coordinados cuya sum a es indefinida”.46A lrededor de la
palabra enseñanza, nos tran sm ite sus asociaciones p er­
sonales:

enseñanza
[ienseignement]
\
/ \
/ \
/ \
enseñar aprendizaje cambio clemente
enseñamos educación [changement] [clément]
etc. etc. armamento justamente
[armement] [justement]
etc. etc.

En estas asociaciones pueden discernirse dos tipos de


conexión.
1. “Aprendizaje-educación” tienen significaciones vecinas
que el sujeto va a diferenciar poco a poco. N. C h arraud
com enta así la cosa: “La significación de una palabra descan­
sa sobre la cuadrícula de las vecindades alrededor de la
m ism a [...] pero tam bién en el hecho de que cada u n a de esas
palabras pertenece a vecindades que no se recubren.”
Aquí es preciso recordar que “un significante tom a su
significación de las vecindades en que entra, y de la diferen­
cia que existe entre ese significante y los otros significantes
vecinos”. El “hablar bien” implica una diferenciación cada
vez m ás fina entre significantes vecinos.

2. Pero Saussure hace, en torno al significante “enseigne-


m ent”, otro tipo de conexión, que me parece in teresan te
destacar, con las palabras “ju ste m en t”, “clém ent”, “arm e-
m ent”. E stas asociaciones están sin duda en relación con la
singularidad del sujeto y su inscripción en su historia. E sta
serie, en la que la aproximación por consonancia está en
prim er plano, se ubica adem ás del lado de lo que Lacan llam a
“lalengua”. Estos significantes form an parte de un stock m ás
o menos reprim ido que va a alim entar la reserva inconscien­
te. Podrían volver a la superficie en un sueño, por ejemplo,
o en un delirio si el sujeto se vuelve psicótico. En A ú n , dice lo
siguiente:
Lalengua sirve a muy otras cosas que la comunicación. Es lo
que la experiencia del inconsciente nos ha mostrado, en
cuanto éste está hecho de lalengua, esta lalengua de la que
ustedes saben que la escribo en una sola palabra, para
designar lo que es cosa de cada cual, lalengua llamada
materna, y no por nada llamada así.47
La lengua m aterna no se elabora en la indiferencia, se
im pregna de los afectos que subrayan el m ensaje del gran
Otro. La exacerbación de la relación psicótica con la m adre
en el esquizofrénico Wolfson está ah í p ara recordárnoslo.48
“Desde el origen, dice Lacan, hay una relación con «lalen­
gua» que merece llam arse con ju s ta razón m atern a porque es
por la m adre que el niño la recibe. No la aprende”.49 Encon­
tram os aquí el anudam iento de la lengua y el objeto en el
surgim iento de un sujeto.
En el prim er capítulo comentamos largam ente la im poten­
cia y la dependencia absoluta del pequeño hum ano con
respecto a las buenas intenciones del O tro, así como su a lerta
precoz a la relación con el Otro y el m undo qne lo rodea. Todos
los significantes de este Otro del que dependen la conserva­
ción de su vida y su bienestar van a tom ar, por lo tanto, la
connotación de goce o de displacer que este O tro le dé. Lacan,
que insistió tanto sobre la e stru c tu ra del lenguaje y del
inconsciente, no la disoció nunca de la cuestión del deseo y
el objeto.
De este modo, ciertos significantes presos en el deseo del
Otro van a te n er u n gran peso en la constitución del ser del
sujeto. D esem peñan un papel preponderante en el corazón
de las fam ilias asociativas, en p articu lar en la estructuración
del fantasm a (# 0 a) que da sus cim ientos al ser.

Ejemplos clínicos

Hemos visto en un chico al significante “coquin” [“pillo”]


transform arse en “to tin ” para designar su objeto transicio-
nal, y al Rosebud del héroe de Orson Welles hacer su
reaparición en otra cadena, cargada de afectos.
Retomemos el significante v e r [gusano] de Sophie. U na
n iñ a de tre s años que h a hablado pronto conoce m últiples
acepciones de e sta palabra. Sabe qué es un ver [lombriz] de
tierra, utiliza la preposición vers [hacia], el verse de “Sírveme
[verse-moi] el chocolate”; tal vez escuchó h a b lar de los vers
[versos] de la poesía que aprende su h erm an a mayor. Conoce
el verre [vaso] en que bebe, ¿pero sabe que es de uerre [vidrio]?
Sabe cuál es el color vert [verde], porque empezó a colorear
m uy pronto. ¿Por qué, entonces, al escuchar a su padre
hablar, m uy animado, de sus experiencias con el “verre”
[“cristal”], entendió “v ert”? No lo sabrem os nunca pero, en lo
sucesivo, el verde se asociará a un m isterioso objeto del deseo
del padre.
Com prenderá m uy pronto (si no lo hizo antes) que no es
“verde” lo que su padre fabrica; poco im porta, el “padre
verde” reprimido continuará obrando en el inconsciente, y tal
vez dirija algunas de sus elecciones ulteriores.
Analizaremos m ás adelante la diferencia en tre este “padre
verde” y el “padre solapa” de Sylvie, que fija al sujeto en una
identificación sin salida, pues estos significantes bloquean la
a p ertu ra de la fam ilia asociativa y represen tan al sujeto no
por otros significantes, sino en su fijeza m ortal.
Podríam os m ultiplicar los ejemplos del tipo “padre verde”,
en los cuales el sinsentido de lo reprim ido originario hace
irrupción en el análisis bajo la forma de enunciación de un
síntom a o un fantasm a. Se tra ta allí claram ente del signifi­
cante prim ordial de la alienación significante (S2), “sig­
nificante unario surgido en el campo del O tro”.60
He aquí algunos ejemplos.
Un paciente homosexual “pagaba” con un grave ataque
corporal toda realización efectiva de su homosexualidad:
perforaba una úlcera gástrica, ten ía un grave accidente de
auto, desencadenaba u n a enferm edad som ática, etcétera.
E n su análisis reaparecía a m enudo el significante “n a tu ra l”;
decía, por ejemplo, que la hom osexualidad no era un compor­
tam iento “n a tu ra l”, se aplicaba a resp etar u na alim entación
“n a tu ra l” que habría debido protegerlo de la úlcera, etcétera.
Un día, lo interrogué sobre ese significante repetitivo. Recibí
entonces u n a respuesta inm ediata, que me sorprendió m u­
cho: “¿Olvidó pues que soy un hijo n atu ral?” E ste paciente no
h ab ía conocido nunca a su padTe, y h ab ía sido criado en una
gran intim idad en cuerpo y pensam iento por u n a m adre sola.
E sta no había tenido (según lo que decía) m ás que u n a sola
relación sexual en su existencia, con un hom bre al que
apenas conocía, m ientras estaba de cam pam ento (¡en la
naturaleza!) y dorm ía “sola en u n a carpa”.
“Hijo n a tu ra l” era verdaderam ente el significante prim or­
dial que, desde su concepción, h ab ía designado al sujeto por
llegar. Ese significante reprim ido en su acepción prim era, y
luego reaparecido en el análisis, se había transform ado en
una bola de nieve y marcado de m últiples m aneras el destino
del sujeto.
La colusión del significante y el objeto del deseo del Otro
(alienación-separación) funda no sólo el ser del sujeto sino
que decide su orientación sexual. U n caso informado por Paul
Lemoine con el título de “El hom bre de la Bic”61 es significa­
tivo en este sentido. Se tra ta de un hombre que no puede
ten er u n a relación sexual sino con la condición de m arcar el
cuerpo de su partenaire con un bolígrafo Bic, con trazos que
denom ina “ta tu a jes”. E ste rito tiene por origen u n as p ala­
b ras de su m adre: “Si yo perdiera a uno de mis hijos en la
muchedum bre, lo reconocería por un lu n a r en el brazo”.
Ahora bien, aunque todos sus herm anos tienen u n lu n a r, él
no. E se día estaban en la feria y él se encontró perdido entre
los autitos chocadores [autos-tam ponneuses]. En la adoles­
cencia, m arcará su propio cuerpo con tatu ajes practicados
con las alm ohadillas [tam pons] de oficina de la fábrica
paterna. G racias a esta inscripción sobre su cuerpo, podrá
m astu rbarse y tenderá tam bién a exhibirse. En la adultez
será el cuerpo del otro el que m arcará, esta vez con el
bolígrafo Bic.
Aquí, la intricación del significante y el objeto viene a
articu lar un fantasm a voyeurista-exhibicionista que se es­
tru c tu ra en la adolescencia en el modo de la perversión
fetichista.
La palabra m a tern a asocia el reconocimiento de sus hijos
a una m arca en el cuerpo que a él le falta. E sta ausencia de
etiqueta lo condena a “e sta r perdido”. Ahora bien, el día en
que escucha esta palabra, se siente perdido en la m uchedum ­
bre en medio de los autitos chocadores.
Es probable que, con posterioridad [apr'es-coup], en el
transcurso del estirón de la pubertad, la vista de la alm oha­
dilla sobre el escritorio paterno haya despertado u n a co­
nexión reprim ida alrededor del trau m a inicial, en una espe­
cie de momento de revelación. En el trau m a en forma de
recuerdo-pantalla, la m arca que falta sobre el cuerpo y cobra
valor de objeto causa del deseo m aterno está asociada a la
angustia, angustia de no tenerla, por lo tan to de no ser
reconocido por la m adre. E sta angustia esencial ligada a la
pérdida de la m adre se asocia a una angustia creada por una
situación real, la m uchedum bre y los autitos chocadores. En
ese complejo emocional de pérdida del objeto se encontró
atrapado el significante tampon, tamponneuses, tamponner.
E ste significante, sin duda reprim ido d u ran te varios años (el
análisis podría confirmarlo), vuelve a la superficie (retorno
de lo reprimido) a la v ista de las alm ohadillas (tam pons)
paternas, en el momento en que el muchacho debe afirm ar
su virilidad. Va entonces a m arcarse el cuerpo con el sello
paterno, la alm ohadilla que identifica las producciones del
padre, m ientras que el sello m aterno le faltó. ¿No restablece
de este modo una pertenencia al lado paterno, inscribiendo
literalm ente sobre su cuerpo el nombre de su padre, que
exhibe y que lo hace gozar? El doble origen m aterno y paterno
de este acto fetichista debía subrayarse. Sin embargo, este
enfoque no es exhaustivo y no da cuenta enteram ente de la
complejidad de la posición edípica de este muchacho, ni de las
conexiones inconscientes a p a rtir del significante “tam pon”
¿Qué hacer en el análisis con este significante tapón?
Lacan nos dice que

la interpretación no apunta tanto al sentido como a reducir


a los significantes en su sinsentido para que podamos encon­
trar los determinantes de toda la conducta del sujeto.52

Aquí, la prevalencia concedida al objeto a (la m arca sobre


la piel) es ta l que la movilización de ese significante en el
análisis no modificaría, sin duda, la economía libidinal del
sujeto. El goce tomado en esta organización pulsional en
torno a un objeto muy preciso parece poco susceptible de ser
desplazado por la liberación en el análisis del significante en
cuestión. Queda, en la transferencia, el trabajo alrededor del
objeto a.
U na paciente se quejaba de síntom as referidos a la p érd i­
da, por ejemplo el miedo a perderse, no reen co n trar el
camino, tem or que d u ran te mucho tiempo había atribuido a
una ausencia del sentido de la orientación. En sus sueños,
perdía su auto, perdía a sus hijos en la m ultitud, perdía sus
documentos de identidad. Toda su angustia de castración se
centraba en ese significante “perdido”, que el análisis reveló
ligado a la m uerte. En su infancia provinciana, las palabras
“m uerte” o “deceso” estaban excluidas del vocabulario co­
rriente cuando se tra ta b a de personas. Si el gato o el perro
podían e sta r m uertos, por otra p a rte escuchaba decir: “H an
perdido a su abuelo”, “H an perdido un hijo”, lo que la
angustiaba tanto m ás por el hecho de que las personas así
perdidas no eran ni buscadas ni encontradas. En torno a este
significante se había tejido u n a fam ilia asociativa m uy rica:
por ejemplo, cuando se había “perdido a alguien”, éste se
convertía en “pobre”. ¿No se dice, hablando de los m uertos,
“el pobre Fulano”?
El significante tabú “m uerto” fue sustituido por el signifi­
cante “perdido”, m etáfora que la n iña no pudo entender como
tal, ta n cargada de angustia estaba. Al reprim ir ese sentido
y conservar el literal de “perdido”, la angustia subsiste y
contam ina toda la fam ilia asociativa en torno a ese signifi­
cante S2.
Puede concebirse aquí la dificultad de la niña p ara sep arar
ciertos significantes cargados de afectos o cuyo empleo e sta ­
ba prohibido. La conexión prim ordial se m antiene en el
inconsciente, atrayendo a ella otros elem entos p ara form ar
“tractos fijos sin ser inm utables”. E sta niña aprendió m uy
rápidam ente a servirse de los significantes “perdido” y “po­
bre”, que no estaban en absoluto bloqueados como en la
psicosis, pero los mismos continuaron obrando en el incons­
ciente y siguieron siendo p ara siem pre portadores de la
angustia de castración.
Los reagrupam ientos de significantes en fam ilias se pro­
ducen por analogía, consonancia, sim ultaneidad de registro.
Cuando un niño empieza a hablar m uy precozmente en un
medio fam iliar que sabe escuchar, es posible sorprender a
cada in stan te ese trabajo de conexión y desconexión de los
falsos nexos, que se producen al capricho de la historia de
cada cual y constituyen la tra m a de lo que Lacan llam a
lalengua. Algunas asociaciones significantes son comunes a
los usuarios de u n a lengua dada (lo que, por o tra parte, hace
ta n difícil la traducción poética): en francés, por ejemplo,
“m er” [“m ar”] y “m ére” [“m adre”]. No hay m ás que evocar los
recuerdos de las canciones de la infancia o de las plegarias
aprendidas de m em oria p ara recuperar esos encuentros
incongruentes.
U na niña preguntaba a su madre: “¿Qué es, m am á, la bella
«que»?” Perplejidad de la m adre: “Sí, ya sabes, «la bella que
hela ahí» [«la belle que voilá»]”. E n efecto, en la canción “Los
laureles están cortados” la nota se dem ora en el “que”.
E n u n a plegaria, un niño escuchaba “...sibenito es el fruto
de tu vientre, Jesú s” Ese “sibenito” perm aneció du ran te
mucho tiempo como u n a palabra cargada de m isterio (esta
plegaria, es cierto, evoca el m isterio del alum bram iento).
Las conexiones inesperadas jalonan el discurso de los
niños, que nos revelan su contenido m ediante las preguntas
que hacen a lo largo del día cuando saben que ten d rán una
respuesta del adulto. ¿Por qué? ¿Qué es? ¿Qué quiere decir?,
p regunta el niño p a ra facilitar su trabajo de señalam iento,
que es sobre todo un trabajo de separación de los significan­
tes, ligados la m ayoría de las veces según el modo homofóni-
co. “El cielo está nublado”. El niño: “¿Porqué tiene un tapado?”
“Tomen ese carro”. El niño: “¿Por qué es Carlos?” “E ste
niño es un m alcriado”. El niño: “¿Qué le van a hacer si está
mariado?”
E s este tipo de asociación el que vuelve a salir a la
superficie en el discurso psicótico. A propósito de Schreber, y
del vocablo que designa a los “pájaros milagrosos, pájaros
que h ablan” que Freud traduce “gansas blancas”, Lacan
añade: estas m anifestaciones
son para nosotros mucho más representativas que el efecto
de sorpresa que provocan en ellas la semejanza de los
vocablos y las equivalencias puramente homofónicas en que
confían para su empleo (Santiago = Carthago, Chinesen-
thum = Jesum Christum, etc., S. 210-XV).53

El eco de esos prim eros m alentendidos subsiste, sin plan­


tear problemas, en el h abla del adulto analfabeto en el que
la escritura, la ortografía y el estudio de la gram ática no h an
llegado a corregir los prim eros errores.
Cuando A lbert Cohén hace hab lar a M ariette, la dom ésti­
ca de Bella del Señor,54utiliza ese lenguaje popular, en el que
las faltas de sintaxis son vecinas a las deformaciones de
palabras.
He tomado nota de algunas de esta s expresiones en una
persona que sólo conocía el lenguaje oral. Decía H unda” de
alm ohada en vez de funda; la p in tu ra está “descuajada” en
vez de descascarada; “extracán”en vez de astracán; “decapa­
do”por discapacitado;"porlita”por borlita; “inadaptado” por
inadaptado, donde se ve lo que la lengua tiene de arb itrario
con respecto a la utilización lógica que de ella pueden hacer
los analfabetos y los niños, asociaciones a las cuales deben
renunciar cuando la escritura impone sus leyes.
Las contraposiciones de letras constituyen, p ara quien
domina la lengua, una m anera de subvertirla invirtiendo o
deformando letras, significantes o sintagm as. En esta m ani­
pulación, el jugador, buscando la revelación de un sentido
oculto, en general picaresco, detrás de otro, reencu en tra algo
del placer del niño que escruta el h ab la del adulto p ara
apropiársela y dem olerla en seguida en u n a carcajada.
Pero el placer que procura la corrupción de la lengua sólo
puede sobrevenir en un sujeto que está ya inscripto en ella
y que conoce las leyes del discurso, dado que no puede h ab er
transgresión m ás que si hay ley y prohibición. En una
palabra, es preciso que se haya producido la represión y que
los dos órdenes del discurso estén en su lugar.
Vamos ahora a in te n ta r definir qué es e sta b a rre ra de la
represión que el sujeto franquea alegrem ente en m últiples
formas, chiste, poesía, figuras de estilo, etc., y que el psicótico
no podría superar porque en él es casi inexistente. P a ra él, la
subversión de la lengua no es un juego, es fractu ra de su ser
mismo, como lo expresaba A. A rtaud cuando se veía en la
imposibilidad de traducir a Lewis Carroll.

N o ta s

1. J. LACAN, Le Séminaire, libro III, Les Psychoses, pág. 42.


2. Ibid., pág. 247.
3. S. FREUD, “L’inconscient”, Métapsychologie, Idées, Gallimard.
4. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 215.
5. S. FREUD, Névrose, Psychose et Perversión, PUF, 1973, pág.
113 y ss.
6. S. FREUD, “Remémoration, répetition, élaboration”, la Techni-
que psychanalytique, PUF.
7. J. LACAN, Écrits, pág. 197.
8. Ibid., pág. 300.
9. Ibid., pág. 808.
10. Ibid., pág. 840.
11. Ibid., pág. 842.
12. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 168.
13. J. LACAN, Écrits, pág. 710.
14. J. LACAN, Le Séminaire, libro III, pág. 284.
15. Ferdinand de SAUSSURE, Cours de linguistique générale,
pág. 151, Payot, Bibliothéque Scientifique, 1964 [Curso de
lingüística general, Buenos Aires, Losada, 1978].
16. J. LACAN, Ecrits, pág. 708.
17. Ibid., pág. 811.
18. J. LACAN, Le Séminaire, libro XX, pág. 19.
19. J. LACAN, “L’étourdit”, Scilicet, n° 4, pág. 29.
20. J. LACAN, Écrits, pág. 799.
21. Emile BENVENISTE, Problémes de linguistique générale,
Gallimard, 1966,1.1, pág. 20 [Problemas de lingüística general,
México, Siglo XXI, 2 volúmenes].
22. F. de SAUSSURE, op. cit., pág. 112.
23. E. BENVENISTE, op. cit., 1.1, pág. 21.
24. Ibid., t. II, pág. 21.
25. Ibid., t. I.
26. J. LACAN, Écrits, pág. 502.
27. Gérard MILLER, Ornicar?, n° 32, pág. 160.
28. J. LACAN, Écrits, pág. 505.
29. Ibid., pág. 496.
30. N. CHARRAUD, “La topologie freudienne”, Ornicar?, n° 36,
pág. 21.
31. J. LACAN, Écrits, pág. 514.
32. Ibid., pág. 512.
33. Ibid., pág. 503.
34. Ibid., pág. 658.
35. N. CHARRAUD, op. cit.
36. J. LACAN, Écrits, pág. 502.
37. Ibid., pág. 658.
38. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pp. 126-127.
39. J. LACAN, Écrits, pág. 689 (subrayado nuestro).
40. N. CHARRAUD, op. cit., pág. 26 (subrayado nuestro).
41. Ibid., pp. 23-24.
42. S. FRÉUD, La Science des reves, cap. VI [La interpretación de
los sueños, en Obras completas, Madrid, Biblioteca Nueva,
1968],
43. J. LACAN, Le Séminaire, libro XX, pág. 22.
44. S. FREUD, Cinq psychanalyses, PUF, 1954, pág. 397; J.
LACAN, Ecrits, pág. 664.
45. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 227 (subrayado
nuestro).
46. F. de SAUSSURE, op. cit.
47. J. LACAN, Le Séminaire, libro XX, pág. 126.
48. Louis WOLFSON, Le Schizo et les langues, Gallimard, Con-
naissance de l’inconscient, 1970.
49. Scilicet, n° 6-7, pág. 42.
50. J. LACAN, Le Séminaire, libro II, pp. 92 y 213 [El Seminario
de Jacques Lacan. Libro 2. El yo en la teoría de Freud y en la
técnica psicoanalítica, Buenos Aires, Paidós],
51. Ornicar?, n° 28, pág. 207.
52. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 192.
53. J. LACAN, Écrits, pág. 562.
54. Albert COHEN, Belle du Seigneur, Gallimard, pág. 681 [Bella
del Señor, Barcelona: Anagrama].
REPRESION O FORCLUSION

Desde que hay un inicio de cadena significante, hay rep re­


sión: juicio (B ejahung) y represión van a la par: “¿Qué falta
hace que Freud agregue a su indicación que u n juicio debe
ocupar el lugar de la represión, si no es porque la represión
está ya en el lugar del juicio?”,1 dice Lacan.
“Es el significante el que es reprim ido, puesto que no se
puede d a r otro sentido en estos textos [freudianos] a la
palabra: Vorstellungsreprásentanz”} E n cuanto a los afectos,
Lacan, después de Freud, plantea expresam ente que no son
reprimidos sino únicam ente desplazados.
Represión del significante, por lo tanto, y desplazam iento
del afecto. Así como h ay represión del significante y form a­
ción del inconsciente, hay desplazam iento del afecto e in s ta u ­
ración del ello.

Naturaleza de la represión

Al poner el acento sobre la heterogeneidad fundam ental de


los órdenes sincrónico y diacrónico, mencionamos a la rep re­
sión. El mecanismo de la represión no obedece a ninguna otra
cosa que a la disparidad fundam ental de esas dos estru ctu ras
y su imposibilidad de coexistir en una sola expresión. El
habla es de concatenación, obedece a un orden lógico, tem po­
ral. Así pues, las relaciones topológicas inconscientes, las de
lalengua, no podrían decirse m ás que en los cortes de la
cadena. Dice N athalie C harraud:

La represión no es por lo tanto de orden cuantitativo ni


cualitativo sino de estructura: los significantes tienen un
nivel de organización propia, el cual constituye el inconscien­
te que no puede transcribirse tal cual en el lenguaje.3

Todos los ejemplos que cité ponen en evidencia el trabajo


de represión perm anente que el sujeto debe llevar a cabo p ara
m antener su presencia en el discurso y hacer escuchar su
palabra. Puesto que para ello debe resp etar las leyes que
rigen el código, la lógica, un sentido supuesto comunicable,
y dejar correr el “discurso latente”,4evitando que se m anifies­
te demasiado.
En la época del Sem inario sobre L as psicosis, Lacan llam a
discurso “latente” al que no es un discurso en sentido estricto,
sino m ás bien las asociaciones inconscientes que acom pañan
al discurso m anifiesto, y que el sujeto psicótico puede cap tar
como provenientes del exterior.
U na joven psicótica, Florence, que sufre de autom atism o
m ental, me dice:

Escucho a los otros que repiten y se burlan de lo que pienso,


ya no me atrevo a pensar, he perdido mi libertad. Escucho
voces que me aconsejan bien o mal, estoy segura de que esas
voces no provienen de mí... la gente dice en su conversación
frases que corresponden justamente a lo que pienso en ese
momento, me contradicen, tienen opiniones diferentes.

La diferencia fundam ental de las estru ctu ras del conscien­


te y el inconsciente implica por lo tan to el fenómeno de la
represión, la b arra de la §5correspondiente a la separación de
esos dos órdenes; lo que existe en montón en lo cardinal sólo
puede decirse en lo ordinal. El corte entre los dos es el lugar
donde la verdad del sujeto se oculta y a la vez se revela en
unas alternancias de develam iento fulgurante y cierre. L a­
can lo subraya:

Es en las dimensiones de una sincronía donde se debe situar


el inconsciente [...] en el nivel del sujeto de la enunciación en
cuanto que, según las frases, según los modos, se pierde tanto
como se reencuentra y que, en una inteijección, en un
imperativo, en una invocación, incluso en un desfallecimien­
to, es siempre él quien les plantea su enigma [,..].6

Si bien hay lugar para distinguir una represión p rim aria


y una represión secundaria, el proceso en sí sigue siendo el
mismo. En su curso del Io de diciembre de 1982, J.-A. M iller
decía que

la represión originaria no es otra cosa que esta sustitución


significante primera a la que el sujeto no vuelve sino para
vehiculizarla bajo los significantes. [...] Si la represión origi­
naria como tal es, por definición, inaccesible, el fantasma
fundamentales accesible. [...] El fantasma fundamental es el
que responde a la represión originaria.

La represión secundaria es m ás fácil de aprehender.


Hemos dado num erosos ejemplos de ella. Cuando analiza el
olvido del nom bre Signorelli, F reud se rem onta en sus
asociaciones h a sta el nudo significante reprimido: el signor,
el Herr, la m uerte desaparecida.
Freud, al introducir la función de la denegación, nos indica
su naturaleza. El térm ino A ufhebung “que significa a la vez
negar, suprim ir y conservar”,6 es evocador de este m ecanis­
mo. M ediante la denegación, el sujeto reconoce el contenido
de un saber inconsciente que niega; “p resen tar lo que se es
en el modo del no serlo” consiste claram ente en revelar un
saber inconsciente que no podría confesarse so pena de
tra sto rn a r la coherencia del yo.
El an alista siem pre se sorprende al ver h a sta qué punto el
sujeto puede perm anecer ignorante de las groseras astucias
del inconsciente. Incluso los “viejos analizantes” que “ya no
se la creen” conservan una ingenuidad conmovedora en su
denegación. La señora X, que se queja sin cesar de las a te n ­
ciones que su m arido dirige a su hija adolescente, puede decir
sin pestañear: “No es que esté celosa de Virginie, pero...”
El psicótico está atrapado en la contradicción m ism a. Es a
la vez esto y no esto. P a ra salir de ella, acusa al otro de
enviarle malos pensam ientos. Al h ab lar de sus voces, Floren-
ce dice: “Tienen opiniones diferentes”.

La métáfora y el sujeto

La represión no puede ser distinguida del retorno de lo


reprimido por el que aquello de lo que el sujeto no puede
hablar lo grita por todos los poros de su ser.7

Desde el principio de su enseñanza, Lacan v a a hacer de


la m etáfora y la m etonim ia los equivalentes de la condensa­
ción y el desplazam iento, mecanismos que F reud descubrió
en el sueño. Pero lo que Lacan dice en ese momento no agota
la cuestión que retom am os hoy a la luz de los datos topo-
lógicos.
La m etáfora perm ite cap tar lo que puede ser la b a rre ra de
la represión, y de qué natu raleza es el borde que participa
de las dos estructuras. La m anera en que se realiza el p asa­
je de u n a a otra, esta especie de juego de escamoteo es casi
imposible p ara el psicótico, en quien algunos dominios se
m antienen prohibidos a la m etáfora. En Sylvie, es todo lo que
se refiere al cuerpo; en los psicóticos adultos, es el imposible
falo. La representación topológica de la m etáfora perm ite
cap tar cuál es la dificultad p articu lar con que tropieza el
psicótico cuando se enfrenta con esas figuras retóricas.
Russell Grigg, en un artículo reciente a propósito de
“Jakobson y Lacan - Sobre la m etáfora y la m etonim ia”, 8
dem uestra qué difícil es d a r u n a definición exhaustiva de
estos tropos, a los que cada autor considera según «1 aistsmn
lingüístico al que se reñere. P a ra nosotros, la distinción
fundada que hacemos entre las fam ilias asociativas y la
cadena del discurso aclara el m ecanism o de esas figuras
donde algo de la sincronía inconsciente se dice en la diacronía
del habla.
Lacan escribe:
La chispa creadora de la metáfora no brota de la puesta en
presencia de dos imágenes, es decir de dos significantes
igualmente actualizados. Brota entre dos significantes de los
cuales uno sustituyó al otro ocupando su lugar en la cadena
significante, manteniéndose el oculto presente en su co­
nexión (metonímica) con el resto de la cadena.9
E n la producción de la m etáfora, es im portante su b ray ar
la conexión m etoním ica, que im plica que la sustitución se
hace en prim er lugar en el interior de u n a vecindad y que en
seguida otro significante ocupa el lu g ar del que tiene una
relación con el resto de la frase. N athalie C h arrau d lo
com enta así:
Mientras que la metonimia adhiere a la estructura de vecin­
dad, la metáfora la complica. La metáfora brota de la confron­
tación de dos metonimias: la que existe entre la palabra
excluida y el resto de la frase (metonimia reprimida) y la que
es creada por la frase misma [..J.
La autora rep resen ta de esta form a esas figuras:

metonimia metáfora frase


Tomando el ejemplo de “No lloréis m ás, triste s fontanas”,
Russell Grigg escribe (op. cit.):

Es remitiendo o aplicándose al significante latente más bien


que al manifiesto que ha ocupado su lugar (metonimia) como
los significantes vinculados por contigüidad engendran la
metáfora [...] Aquí los elementos no metafóricos remiten al
término latente “ojos” y no al manifiesto «fontanas», mien­
tras que el efecto metafórico es producido por la manera
completamente particular en que los términos latente y
manifiesto son evocados simultáneamente.

Yo agregaría: en el enunciado mismo de la frase, y en


especial a causa de la n atu raleza del verbo llorar.
R. Grigg subraya que “las m etáforas no se apoyan sistem á­
ticam ente sobre una sim ilitud en tre los térm inos: algunas
dependen m ás de u n a «colisión» que de u n a «colusión» de
im ágenes”. (¡Ya sabemos qué asociaciones extravagantes
reinan en las fam ilias asociativas!)
Si conservamos en la mem oria la doble sustitución que se
produce en el discurso metafórico, podremos m edir la dificul­
tad del psicótico para inscribirse en él. Pues esta doble
sustitución - la prim era en el interior de la fam ilia asociativa,
la segunda en relación con la concatenación significante-
implica que la separación de los significantes se h a llevado a
cabo, pero que subsisten vínculos en el interior de las familias
asociativas cuyo contenido es compartido supuestam ente
con los usuarios de la m ism a lengua (ciertas m etáforas
surrealistas, por ejemplo, pueden m antenerse absolutam en­
te herm éticas a sujetos no psicóticos, incluso m uy cultos). Así
pues, necesidad de tractos fijos pero no inm utables en tre los
significantes: la fam ilia se m antiene abierta y h a sta puede
in teg rar a otros miembros.
E sta prim era sustitución se in jerta sobre la linealidad de
la cadena significante a fin de producir sentido en el sinsen­
tido, operación que pone enjuego el discurso manifiesto.
E stas operaciones de sustitución im plican que el sujeto ha
adquirido una gran libertad de m anipulación de los signifi­
cantes, que pasan así de uno a otro lado de la b a rre ra de la
represión, lugar de separación de los dos órdenes del lengua­
je. A p a rtir de ello, el sinsentido que caracteriza a las
asociaciones inconscientes va a venir a revelar al sujeto su
verdad en el corte mismo que lo funda.

Lo que descubre esta estructura de la cadena significante es


la posibilidad que, justamente en la medida en que la lengua
me es común con otros sujetos, tengo [...] de servirme de ella
para significar una cosa completamente distinta a lo que dice
(Lacan).

Los m últiples sentidos que, gracias a las figuras de estilo,


se dicen sin decirse al decirse, confortan al sujeto en su
división m ism a y son p a ra él un recurso perm anente. Aqué­
llas implican que la represión ha funcionado, que la c a stra ­
ción simbólica está cumplida, a saber que no todo puede
decirse, que “la P alabra puede m entir, es decir postularse
como V erdad”.10
Ahora bien, en el psicótico la división estru ctu ral que
m antiene separados los dos órdenes no pudo llevarse a cabo,
el proceso prim ario es invasor y se verá que el sinsentido es
la locura m ism a, dado que este sinsentido no puede m an te­
nerse fuera del discurso, en la “reserva inconsciente”, tiende
a m anifestarse de m anera perm anente, a p a ra sita r el habla,
lo que justifica que haya podido decirse del psicótico que
presenta “un inconsciente a cielo abierto”.

¿De qué manera la metáfora


incumbe al sujeto?

I’or su forma m ism a, el h ab la rem ite por lo tanto sin cesar a


un m aterial reprim ido, que el propio sujeto percibe confusa­
m ente o ignora, que el interlocutor escucha o no escucha y
que el psicoanalista tom a en cuenta en la transferencia.
E sta dimensión sincrónica del habla, que corre por detrás
del discurso manifiesto, incumbe al sujeto por diversos
motivos. E ste está implicado en ella de m anera diferente
según el lugar que ocupe en la producción de esas figuras.
E l sujeto se devela en ella sin saberlo: es el caso de los
lapsus, olvidos, tropiezos del habla, neologismos, etcétera.
Estos pueden ser fuentes de m olestia para el sujeto cuando
son demasiado reveladores de un pensam iento o un deseo
que quiere callar. E n nuestros días, el lapsus ra ra vez es
inocente y no pasa inadvertido: hay quienes no vacilan en
fundarse en la c u ltu ra psicoanalítica am biente p ara perm i­
tirse una interpretación “salvaje”.
El sujeto puede procurar traducir ese doble lenguaje: hay
entonces intencionalidad m anifiesta. M ediante su progreso
a través de u n a lengua voluntariam ente subvertida, in ten ta
comunicar al otro lo que lo horada desde su mundo interior,
a la vez “extraño y fam iliar”.

De la poesía a las palabras-valijas

La poesía es violencia hecha al lenguaje. P a ra Jakobson,


constituye “la organización m ism a de esta violencia”. En la
óptica que nos in te re sa , diríam os que el sinsentido o
la am bigüedad organizada del lenguaje poético es intento de
transcripción de la e stru ctu ra topológica del inconsciente en
la cadena del discurso. La m etáfora poética es a la vez
transgresión y p u esta en evidencia de las leyes del habla,
participa de los dos sistem as. Haciendo alusión a Saussure,
que hacia el final de su vida se había interesado en los
anagram as poéticos, Jakobson escribe:

El anagrama poético franquea las dos leyes fundamentales


del habla humana proclamadas por Saussure, la del vínculo
codificado entre el significante y el significado y la de la
linealidad de los significantes.11
La "puesta en sordina” de todo sentido dado lo lleva al
infinito del sentido, la emancipación del sentido conduce a la
extensión m áxim a de la significación.
La expresión poética, "ese sacrificio del que las palabras
son víctimas", según Georges B ataille, es una corrupción
voluntaria del lenguaje. P ara producirse y ser entendida,
implica que se conocen las leyes que rigen el discurso y el
sentido de las palabras en su trivialidad, condición absoluta
de la transgresión y la em ergencia de un sentido nuevo,
Lacan, en el libro 3 del Seminario, m ultiplica las variaciones
alrededor de la expresión “la paz del atardecer". D estaca los
diferentes im pactos que puede te n er sobre un sujeto y las
asociaciones que sugiere, y añade:
Pasa algo diferente si somos nosotros quienes hemos llamado
a esa paz del atardecer, si hemos preparado esta formulación
antes de exponerla o si sorprende, si nos interrumpe, apaci­
guando el movimiento de las agitaciones que nos habitan.12

E stas m etáforas jalonan n u estra vida íntim a, no siem pre


sabemos de dónde vienen, las retom am os como en eco,
cuando el poeta las crea. El psicótico desconfía de ellas cuan­
do tocan a su ser: p a ra él, sinsentido y sentido e stá n dem a­
siado entrem ezclados para que un encuentro ta l pueda ser
portador de un sentido nuevo.
La poesía, como toda m anifestación del arte, puede perm a­
necer como le tra m uerta.
P a ra ser sensible a ella, el sujeto debe ten er capacidades
de rem isión a un m aterial inconsciente rico y relativam ente
abierto; la b a rre ra de la censura debe ser flexible, y las
fam ilias asociativas e sta r bien provistas. Pero la tra n sg re ­
sión es fuente de placer cuando el sujeto h a adquirido un
buen dominio de la lengua y cuando p ara él las palabras
siguen estando cargadas de todos los afectos de los que
nacieron (inclusión del objeto a). Puede entonces ju g a r con
ellas, gozarlas sin riesgo, lo que le está prohibido al psicótico.
El mismo tipo de salto de la b a rre ra de la represión se
encuentra en la producción del chiste, voluntad de acerca­
m iento al otro en un placer compartido, “ser entendido m ás
allá de lo que digo puesto que lo que digo verdaderam ente no
puede hacerse entender”.13Aún es preciso, p ara ser entendi­
do, “form ar parte de la parroquia”.
“Los aristocuadros”, ¡es “deporm idable”! La práctica del
neologismo, del juego de palabras y de la palabra-valija se
convirtió en un fenómeno de sociedad. Recurriendo a la
duplicidad del significante, el slogan publicitario acentúa su
impacto. “Dubo... Dubon... D ubonnet” había despertado
sorpresa, a p a rtir de entonces estam os acostum brados a los
juegos de palabras y enigm as que p lan tean los anuncios
publicitarios, los títulos de Liberation o los del Canard
enchainé. Concisos, rápidos, dicen mucho en pocas palabras
y poco tiempo, hacen sonreír, causan placer: ¿no está dispues­
to el lector a creer que podría haberlos inventado, dado que
los entiende?

¿Hay represión en la psicosis?

Sí y no.
Sí, el proceso de represión está en acción en el psicótico que
es, él tam bién, u n a 8. ¿Cómo podría ser de otra forma p ara
alguien que vive, h ab ita y se comunica m al que bien con sus
sem ejantes? Tam bién él h a hecho un trabajo de aprendizaje
de la lengua, para adquirir a veces un dominio indiscutible
de la misma: tanto las Memorias del Presidente Schreber
como los escritos de muchos autores a los cuales hemos hecho
referencia (A. A rtaud, U. Zürn, etc.) lo atestiguan.
No, pues ese trabajo sufre fracasos, ru p tu ra s fundam en­
tales que precisam ente ponen en dificultades toda la cons­
trucción del sujeto. Hay agrupam ientos enteros de signifi­
cantes que no pueden plegarse al orden del discurso, no
pudieron ser ni liberados (separación de los significantes) ni
metabolizados. Estos significantes no entraron en el ciclo que
Lacan llam a la simbolización. Van a perm anecer como una
herida abierta en el corazón del ser del sujeto y a poner en
juego su existencia misma. Se m antienen agrupados según
procedimientos a b erran tes (que intentarem os precisar), que
prohíben su norm al puesta en circulación y form an el “núcleo
de inercia dialéctica”14 del que habla Lacan en el libro 3 del
Seminario.
Estos significantes forcluidos gravitan en torno a lo que
constituye el fundam ento del ser, a saber su cuerpo, sus
orígenes, la vida, la m uerte, el sexo. Si esa falta de inscripción
es estructural, debemos encontrarla tanto en el autism o
infantil como en la psicosis adulta, con esta diferencia: que,
en el adulto, el delirio viene en ocasiones a cam uflar ese vacío
existencial. El mismo enfoque debería en consecuencia apor­
ta r luz tanto a la psicosis de Sylvie como a la de C hristian,
m atem ático de renom bre cuyo caso ya he mencionado.
¿Cómo es que el proceso de corte, por lo tanto de represión,
puede ser inexistente en la psicosis, haciendo de esos pacien­
tes unos “m ártires del inconsciente”?15
P ara “com prender” esa ausencia, nos referirem os al con­
cepto de alienación, que completaremos m ediante un enfo­
que lingüístico.
El recién nacido llega a un m undo lleno de ruidos pero,
entre ellos, está el de las palabras: hablan a su alrededor,
hablan de todo, hablan de él, le hablan. Y entre esos vocablos
que le llegan en desorden, poco a poco va a identificar aso­
ciaciones de palabras, repeticiones, y lo que las acom paña
habitualm ente: sonrisas, acunam iento, contacto, dolor, etcé­
tera. Todo se registra y deberá ser descifrado m ediante un
trabajo de reagrupam iento y recorte de los significantes, de
conexiones y desconexiones sucesivas, de nuevas asociacio­
nes, h a sta que em eija un sentido. Ese trabajo implica u na
elección, el vel de la alienación que Lacan represen ta así (Le
Sém inaire, libro XI, pág. 192):
Esto es lo que dice de ello en “Posición del inconsciente”:16

la alienación es cosa del sujeto. En un campo de objetos, no


es concebible ninguna relación que engendre alienación
salvo la del significante. [...] Un sujeto no se impone en éste
sino porque hay en el mundo significantes que no quieren
decir nada y que deben descifrarse. [...] La alienación reside
en la división del sujeto al que acabamos de designar en su
causa. [...] Esta estructura es la de un vel [...] es preciso [...]
derivarlo de lo que se denomina, en la lógica llamada mate­
mática, una reunión [...].

E n el Libro XI del Sem inario precisa lo que im plica esa


elección: “El sentido sólo subsiste am putado de esa p arte de
sinsentido que es, hablando propiam ente, lo que constituye,
en la realización del sujeto, el inconsciente”.17 Refiere esa
elección del significante al concepto freudiano de Vorste­
llungsreprasentanz:

Podemos localizar este Vorstellungsreprasentanz en nuestro


esquema de los mecanismos originales de la alienación, en el
primer acoplamiento significante que nos permite concebir
que el sujeto aparece en primer lugar en el Otro, en tanto que
el primer significante, el significante imario, surge en el
campo del Otro y representa al sujeto para otro significante,
otro significante que tiene por efecto la aphanisis del sujeto.
De donde división del sujeto: cuando éste aparece en alguna
parte como sentido, en otra se manifiesta como fading, como
desaparición [...] El Vorstellungsreprasentanz es el signifi­
cante binario.18

P ara que haya represión, es preciso por lo tanto que haya


conexión entre Sj y S2. Comprobamos en Sylvie la represión
del significante en el nexo “Padre-verde”. E sta conexión v a a
m antenerse fija pero no inm utable, puesto que si la represión
sobrevino en el significante verde asociado al padre, ese
significante queda libre y va a poder ser utilizado en el
lenguaje del niño. No obstante, ese S2de la conexión reprim i­
da va a a tra e r a él (punto de atracción) o tras asociaciones y
a m antenerse activo en el ello y el inconsciente.
A propósito del Vorstellungsreprasentanz, Lacan agrega:

Ese significante viene a constituir el punto central de la


Urverdr&ngung, de lo que, al pasar al inconsciente, será,
como Freud lo indica en su teoría, el punto áeAnziehung, el
punto de atracción, por el que serán posibles todas las otras
represiones, todos los otros pasajes similares al lugar de la
Unterdrückt, de lo que ha pasado por debajo como signifi­
cante.19

En el caso de Sophie, el corte significante, en su aspecto de


sinsentido, no implica en absoluto alguna petrificación del
sujeto, no es m ás que una piedrita en el camino identificato-
rio que el niño recorre en la configuración edípica. El verde
puede quedar en el inconsciente como un atributo del padre,
no por ello éste tiene menos su lugar en el orden del deseo y
la ley. Pero no ocurre lo mismo p ara Sylvie con su “padre-
solapas”.
En la psicosis, esta alienación, en cuanto elección a hacer
p ara que el significante se estabilice en el orden del discurso
y por otra p arte se borre (sentido y sinsentido), no se produce.
O bien hay detención sobre u n a conexión alrededor de un
sinsentido prim itivo que norm alm ente “pasa por debajo”; se
ven así significantes que se quedan agrupados, pegados
podría decirse, en el desorden de u n a prim era registración
constituida por ejemplo en torno a un trau m a, una gran
emoción o un objeto sobreinvestido. O bien, a la inversa de
esta pseudoelección exclusiva, la ausencia de elección (au­
sencia de vel alienante) provoca un deslizam iento indefinido
de los significantes. A sí pues, puede haber en la psicosis
demasiado o dem asiado poco tracto entre los significantes.
E n el fenómeno de la holofrase, “la prim era pareja de
significantes [S.-S,] se solidifica [...j E sta solidez, e sta tom a
en su totalidad de la cadena significante prim itiva, es lo que
prohíbe la ap ertu ra dialéctica”,20 el efecto de aphanisis -d e
“eclipse del sujeto”, dice tam bién L acan - no puede producir­
se dado que el significante no está libre en su conexión con el
otro (no hay represión).

El bloqueo significante

Está la forma que asume la significación cuando ya no remite


a nada. Es la fórmula que se repite, que se reitera, que se
machaca con una insistencia estereotipada. Es lo que pode­
mos llamar, en oposición a la palabra, el estribillo.21

Hemos visto el ejemplo típico de ello con los significantes


“delan tal” y “solapas” de Sylvie. La “m adre-delantal” y el
“padre-solapas” no se am plían m ás que a “m ujer-delantal”,
“hom bre-solapas”. El significante, repetido incansablem en­
te en cualquier circunstancia, parece desem peñar el mismo
papel que el objeto cortante que el niño ap rieta en sus m anos,
o que los gestos estereotipados que Sylvie ejecuta con los
dedos; colma un vacío insoportable, la ausencia de sí mismo
que el psicótico no puede tolerar cuando se enfrenta al mundo
o a la dem anda del Otro. A ntes que afrontar la an g u stia de
vivir, el niño a u tista se abandona com pletam ente a ese vacío
existencial.
Hemos señalado en una secuencia del análisis de Sylvie el
momento de fijación del significante “delantal”; éste se
agrupó, en el origen, con otros significantes que lo fechan:
“nalgas bebé”, “galería”, “m úsica”, “sillón”. Ese agrupam ien-
to se hace alrededor del personaje m aterno no evocado por la
niña. E sta fam ilia asociativa se constituye, advirtám oslo,
por contigüidad de percepción. Si el niño asoció bien las
palabras con las cosas, en ese momento o con posterioridad,
las palabras quedaron inseparables de un recuerdo que las
fija para siem pre p ara re p re se n ta r al sujeto. Sylvie está
enteram ente absorbida por la repetición del significante
“delantal” que, apartado de su contexto, se convierte en el
signo de su existencia corporal, y luego de la existencia de las
m ujeres en general. Pero no hay ningún escape simbólico que
dé a ese delantal el poder evocador de una escena de reen ­
cuentros con la m adre, por ejemplo. Es lo opuesto del fort-da.
Cuando Sylvie ve a su padre ex traer los restos de la
placenta de la vaca, la angustia de su cuerpo abierto sin
lím ites se reaviva. Todo su “saber” sobre el cuerpo, los
orificios, la sexualidad, vuelve a aflorar de una m an era
interrogativa. Encontram os allí el desorden de las conexio­
nes inconscientes en las fam ilias asociativas: m an, m anger
[comer], m am an [mamá], lavem ent [enema], accouchemení
[parto]. Las m ujeres-delantal y los hom bres-solapas ya no
son garan tes de ningún orden, cualquiera sea. La violación
del orificio que ella cree anal la rem ite a los otros tra u m a tis­
mos: violación de la boca (comer Sylvie) y del ano (el enem a
infligido por el médico).
El objeto, que no pudo borrarse de lo real, se m antiene
indefectiblem ente adherido a un significante, significante
imposible de m ovilizar y por lo tan to de reprim ir. Esos
complejos inmóviles son el equivalente de la m uerte del
sujeto.
En la cura, todo intento de interpretación, es decir de
introducción de un nuevo sentido que abra el complejo
inmóvil, es absolutam ente in ú til. La niña se aferra al “delan­
ta l” o a las “solapas” como a un salvavidas. Sólo m uy pro­
gresivam ente, gracias al trabajo en la transferencia, veré a
esos significantes desaparecer, reaparecer en la circulación
y por lo tanto volver a ser dialectizables. El objeto volvió a ser
un objeto corriente y el significante, trivial.
¿Puede hablarse en ese momento de represión? Tal vez,
dado que no reaparecerán en esta coyuntura y cuando Sylvie
em prenda una formación profesional en el oficio de la moda
quizá podamos descubrir allí un retorno de lo reprimido.
Esos significantes-estribillos no son en absoluto u n a con­
densación, a la m anera de los significantes clave que se
encuentran en los sueños, en la encrucijada de varias fam i­
lias asociativas (cf. el sueño freudiano de la monografía
botánica). El delantal o las solapas no rem iten a nad a m ás
que sí mismos.
Tampoco son metafóricos. Así como se h ab la de mujer-
niña, de mujer-flor, la m ujer-delantal podría m uy bien
rep resen tar el papel de m etáfora. Pero eso supondría que los
significantes delantal y m ujer están separados, y por lo tan to
son integrables en u n a infinidad de cadenas. Dado que si un
vínculo metafórico puede deshacerse tal como se hace, aquí
ello no es posible. Los significantes m ujer y hom bre quedan
ligados a la diferenciación de la envoltura vestim enta. ¡Esta­
mos a años luz del complejo de castración!
Por lo demás, es asombroso leer, d éla plum a de num erosos
autores, que el lenguaje del esquizofrénico es esencialm ente
metafórico. Se tr a ta de u n contrasentido. Asimismo, me
parece que el térm ino simbólico utilizado p a ra calificar las
producciones esquizofrénicas debe ser m atizado: se tr a ta de
una simbólica, pero en ningún caso del orden simbólico en el
sentido de Lacan.
El vínculo metonímico tampoco es evidente. El d elan tal no
representa a la m adre ni a la m ujer, en el sentido de una
sustitución significante. U na niña puede ju g a r a que es la
m am á o u n a señora poniéndose los zapatos o el delantal de
su m adre; son ésos juegos identificatorios en los que un objeto
tomado en el cuerpo del Otro viene a d a r sentido. Por lo
dem ás, la niña emplea, en la frase que propone el juego, el
potencial de suposición: “Yo sería la m am á”. E n ese caso, el
vínculo entre el objeto delantal y los dos significantes “delan­
ta l” y “m ujer” no sería ni exclusivo ni inm óvil, podría sostener
u n fantasm a y cobrar m ás o menos im portancia en la vida del
sujeto, sin poner enjuego, de todas m aneras, su identidad.
La psicosis del adulto no está exenta del mecanismo de
contracción significante. Así C hristian (el m atem ático), en
los momentos de despersonalización intensa, se procura
puntos de referencia. Puede entonces sum ergirse en la
investigación m atem ática, pero en el hospital, donde se
sentía “zozobrar”, ya no te n ía ese recurso; se convertía en el
que leía Le M onde y fum aba cigarros “H abanos”, lo que
trad ucía de esta forma: “E ra ese personaje, el señor M ondá­
banos”. Su nom bre estaba “grillado”, decía, su sentim iento
de existencia no descansaba entonces m ás que sobre esta
nueva alianza significante que repetía incansablem ente,
h a sta encontrar u n a energía nueva p ara construir un delirio.

Eco y memoria

El niño puede restablecer el discurso del Otro en su in teg ri­


dad sin cam biarle nada, del simple sintagm a a monólogos
enteros. Es difícil saber qué “comprendió” de él. A m enudo
son los im perativos del otro y los com entarios sobre él mismo
los que repite, haciendo así revelaciones a veces asom brosas
sobre su medio fam iliar.
Sylvie, en sus momentos regresivos, “e ra ” su m adre diri­
giéndose a ella: la m ism a voz, las m ism as palabras. Cuando
regurgita así las conversaciones del adulto, el niño puede, en
un prim er momento, parecer notablem ente inteligente.
E stas observaciones nos sugieren dos advertencias.
La palabra es intención de comunicación, im plica un
trabajo sobre la lengua, es decir una profunda implicación del
sujeto, en la elección permanente que tiene que efectuar en tre
los significantes p ara hacerlos e n tra r en el orden lineal del
discurso. Pero este orden es tam bién el del pensam iento, que
es un querer decir y debe, p a ra hacerse entender, abandonar
las asociaciones inconscientes que lo doblan (represión per­
m anente). En el discurso psicótico, al no realizarse ese
trabajo de elección, el sujeto puede retom ar por su cuenta, sin
participación personal, el m ensaje del otro: no hay mensaje
invertido.
Mi otra advertencia va en el mismo sentido. Se refiere a la
natu raleza específica de la memoria en el psicótico. Al releer
el texto de Freud (carta n° 52 a Fliess) y el comentario que del
mismo hace Lacan en el Libro III del Sem inario,22 puede
ponderarse h a sta qué punto la m em oria está ligada a la
organización inconsciente de los significantes y al principio
del placer.
El recién nacido y luego el niño hacen esta selección en
todas las circunstancias de la vida, a fin de no ser sumergidos
en la m asa de las percepciones que em anan del exterior o del
interior de sí mismos, o en el flujo de los discursos que los
atraviesan. Este fenómeno se parece al proceso de “acostum-
bram iento” puesto en evidencia por los neurólogos. El “acos-
tum bram iento” es la adaptación gradual a una estimulación.
E n las células nerviosas se indica por un cese o u n a reducción
de la producción de influjos nerviosos. E ste proceso implica
que el sistem a nervioso tiene un papel activo, inhibidor,
sobre la difusión de las excitaciones. Al cabo de cierto tiempo,
el bebé ya no reaccionará ante la repetición del mismo
estím ulo visual, auditivo o de otra clase. Parece que, desde
el momento en que lo reconoce, su sistem a nervioso lo
neutraliza. Esto es muy sem ejante al concepto de paraexci-
tación de Freud.
Es m ediante esta selección perm anente como se construye
la historia del sujeto. Siempre resu lta sorprendente escuchar
a los propios hijos re la ta r sus recuerdos de infancia. D etalles
percibidos como sin im portancia por el adulto pueden cobrar
un relieve considerable en la m em oria de aquéllos y, a la
inversa, verdaderos dram as vividos por sus allegados no
dejan en apariencia ninguna huella. En los relatos de recuer­
dos de infancia, el lugar central es ocupado por el afecto,
alrededor del objeto vienen a fijarse los significantes y
conjuntam ente construyen la m em oria del sujeto.
Si bien parece que todo está registrado, pocos elem entos
van a ser susceptibles de form ar la tra m a de los recuerdos,
y menos aún de resu rg ir por un levantam iento de la rep re­
sión en el análisis.
El olvido de los recuerdos de infancia es cosa trivial. Es por
eso que el retorno de ciertos recuerdos extrem adam ente
precoces en los niños psicóticos (a los dos m eses en Sylvie)
parece ta n poco creíble. Sin embargo, el hecho es ése. E sta
resurgencia es, en m i opinión, la prueba de la existencia de
una m em oria integral que duerm e en el fondo de nuestro ser.
En el sujeto norm al, lo poco que em erge de esta memoria
en terrad a sufrió las transform aciones y las represiones que
impone la vida; en el niño psicótico, al contrario, las escenas
aparecen con u n a crudeza hiperrealista, como sobre u n clisé
fotográfico fijado p a ra siem pre. E sta “prodigiosa m em oria de
los psicóticos” (M. M ahler) sigue siendo un fenómeno p e rtu r­
bador. Transform ación y represión, sin duda, no desem peña­
ron su papel de borrado de las huellas.
C iertas experiencias patológicas ponen en evidencia el
hecho extraordinario que es n u estra m em oria inconsciente.
Ignoramos que llevamos en nosotros, inscriptas sin que lo
sepamos en nuestro espíritu y n u estras células, todas nues­
tra s experiencias vividas, todas las palabras escuchadas.
Bajo la hipnosis, por ejemplo, u n sujeto puede ponerse a
hablar u n a lengua “desconocida”. La investigación podrá
reconocer en ella la lengua en que le hablaba su nodriza en
la prim era infancia. M uchas experiencias llam adas “para-
psicológicas” no son m ás que retornos velados de esta “memo­
ria perdida”.
Fui testigo de un hecho sim ilar. En el transcu rso de un
psicodrama, un joven psicótico cuyos orígenes m aternos eran
chinos deseó, en u n a escena, rep resen tar el papel de su
m adre. Se puso entonces a hablar, con m ucha excitación, una
lengua que se parecía mucho al chino, con sus ru p tu ra s de
tono y sus acentos ta n característicos. Sin embargo, decía no
te n e r m ás que u n vago recuerdo de hab er escuchado a su
m adre expresarse en esta lengua, ta l vez cuando, siendo
pequeño, lo llevaba a v isita r a sus com patriotas a escondidas
del padre. Pensam os que esta m adre se dirigía a su s niños de
pecho en su lengua m aterna. La reaparición inopinada de ese
lenguaje que nuestro paciente decía ignorar ten ía algo de
alucinante p ara nosotros, y él mismo se sintió m uy per­
turbado.
El niño psicótico parece incapaz de hacer u n a selección de
las informaciones que lo asaltan. E l trau m a, en todas sus
formas, parece la m ayoría de las veces responsable de este
impedimento, pero son concebibles otras causas; el niño es
entonces como u n a m ateria pasiva que reg istra todo sin
discernim iento. De e sta ausencia de elección re su lta el caos,
el objeto se pone a re p re se n ta r solo su p a rte y se vuelve feroz,
y las palabras, por su lado, no aferrándose a nada, declam an
en el vacío.

El discurso desencadenado

A la inversa de las conexiones significantes inmóviles, puede


haber desencadenam iento de los significantes, funciona*
m iento desbocado de las fam ilias asociativas, rem itiendo de
inm ediato un significante a u n a m ultitu d de otros. El siste*
m a topológico funciona con prioridad, y nada llega a detener
esta deriva. Ya no hay “puntos de alm ohadillado” p ara
“detener el deslizam iento indefinido de la significación”.23
Ese lenguaje descarnado puede volver a aflorar en la
psicosis bajo form as singulares. E n los momentos psicóticos
agudos -accesos delirantes o estados confusionales, por
ejem plo-, el sujeto puede re stitu ir este tipo de registro antes
de que un delirio organizado llegue a aportarle alguna
coherencia. E stas m anifestaciones nos dan una idea de lo que
puede ser el flujo de lenguaje en el cual el sujeto infans está
inm erso antes de que se introduzca el orden del discurso y del
“buen sentido”.
Antaño, en los asilos donde perm anecían la vida en tera,
los enferm os m entales, en su ociosidad, em borronaban tone­
ladas de papel. D irigían esta correspondencia a personajes
de los cuales esperaban un auxilio -n o encontrando, por lo
dem ás, ningún o casi ningún oído complaciente que los
escuchara-, al Procurador de la República, al médico jefe del
establecim iento, aveces a los amigos, raram en te a la fam ilia
(cf. las Cartas de Rodez de A. A rtaud o las Cartas de Cam ille
Claudel).
Algunos de esos escritos fueron recogidos y publicados con
el títu lo de Ecrits B ruts.24 Se encuentra en ellos lo que
constituye la esencia m ism a del pensam iento y el lenguaje
psicóticos. Las asociaciones topológicas, que caracterizan al
orden inconsciente, form an aquí la tra m a desordenada del
discurso y le hacen perder toda continuidad lógica: despropó­
sitos, desorganización de la frase, distorsión de las palabras,
repeticiones provocan en el interlocutor o el lector un sen ti­
m iento de m alestar, de incomprensión, de cansancio y, a
veces, de rechazo. He aquí algunos extractos.

Carta dirigida al señor Presidente de la República, Vincent


Auriol, en 1948, por Henri Bes, interno.* “Et cet anden
PROFESSEUR DE MATHEMATIQUES, Point, Vincent,
(points vains, sans; poins, vain sans,: poings vains, sang;
poins, VINCENT AURIOL; POINT vint, sans partí pris, en
1932, m ’annoncer la nouvelle de la morí de notre anden
PRESIDENT PAUL DOUMER, l'ayant apprise par radio-
phonie; Usessaud;) Et cet anden PROFESSEUR DE MA-
THEMATIQUES, POINT VINCENT, anden MA1RE de la

*Reproducimos en primer lugar el texto francés, repleto de juegos de


palabras, en especial por homofonía; a continuación, una traducción
completamente provisional que intenta dar una lejana idea de cómo
suena el original (N. del T.).
commune de Chapaize, (et par CORPS m ’atteint; hep art,
corps mat, hein!; et parque «or» mat, hein! et parque «or»,
matin; aie pare, orme atteins; et par COR, m’atteint; haie par
corps, mats, hein; et part, corps mat, hein; épars, corps mats,
hein; et pare corps mats, hein; et par CORPS, MATE, HEIN!;
aie part, corps mat, hein; E T PARQUE, HORS M’A TTEINT;
et pare, Cormatin”.
[“Y este ex PROFESOR DE MATEMATICAS, Punto, Vin-
cent, (puntos ven, san; puños, van san,; puños van santo;
puños, VINCENT AURIOL; PUNTO viene, sin tomar parti­
do, en 1932, a anunciarme la noticia de la muerte de nuestro
ex PRESIDENTE PAUL DOUMER, habiéndose enterado
por radiofonía; Usessaud;)Y este ex PROFESOR DE MATE­
MATICAS, PUNTO VINCENT, ex ALCALDE de la comuna
de Chapaize, (y parte del CUERPO me ataca; epa arte,
cuerpo mat, ¡acá! y par “te” cuero, me ata; y parque, huero
ataca; y par CUERNO, me ataca; imparte cuerpo, mat, aca;
y parte, cuerpo mat, aca; inarte, cuerpo mata, aca; y para-
cuerpo mata, aca; y par CUERPO, MEATA, ¡CA!; hay aparte,
cuerpo mat, aca; Y PARQUE, FUERO ME ATACA; y pare,
Cueromata”.]

C arta dirigida al director de un establecim iento por Sa­


muel D.:

Descriptest-Descripción de mi mutismo.: Bola de papel apre­


tada en las esquinas, manos, arrojada entravés de la habita­
ción: Representa la Absolvanamuere. ... Me hace falta un
alojamiento oficial, ofitial pararaspirar, rasprirar; raspirlar,
rasprirlar como Realizador, Realizador, veracítico, simple,
Weracítico doble... Quiero estar solo, muy solo... Demando
Mando salir de este Piedraje, abandonarlo;... no quiero que
se lo perpetúe.... me opongo a que se me conduzca, que se me
encerradura de nuevo, en, dentro de un Hospicio; no quiero,
uno no está en sea casa. Y el tiempo fue espantamiento... No
quiero que me borren de la circulatoda, circulación que todos,
todas, todo tienen derecho.

Registro de las palabras pronunciadas por Jacqueline


ante el médico que la recibe (habla de su compañero):
El señor Beril me persigue en mis gustos porque tengo mojor
gusto que él que quiere siempre interceptar etcétera que
ahora es de improviso que no puedo decir las cosas como «on
que quince años con el señor Beril o catorce eso no se §abo
remunerar en una hora y en una hora y o no soy Nostradamus
dice pero su entonación me cae en el corazón que yo soy como
tú que no sé responderte en seguida dice que hablas muy bajo
ahora y que ya no quieres hablar bien alto por qué kelaneles-
tikosti postiramaisi policía secreta de los locos policía secreta
también constatar que los makalam de prokalamam proka-
lastarrokalarlemsbrokelelaisstormmakalaisto... ayer fue
verdaderamente la persecución pero aquí con todo estamos
en lo de los locos que dice Jacqueline por qué hablas todo el
tiempo de otra cosa cuando te respondo y bien señor helo aquí
porque mi pregunta era la buena Cyrano de Bergerac.

E n estas producciones encontram os la incoherencia, la


huida de las ideas descripta por los psiquiatras, las conexio­
nes homofónicas, la desarticulación de los significantes en
favor de juegos de palabras que no lo son, las confusiones de
personas y palabras: ¿quién habla?, ¿a quién?, ¿para decir
qué? El proceso psicótico se m u estra aquí en una expresión
exacerbada, que tiende a desaparecer con el empleo de la
quim ioterapia.
E ste mismo tipo de intrusión del proceso prim ario puede
observarse en estado naciente, podría decirse, en el niño. Los
observadores pudieron registrarlo en jóvenes psicóticos en
las instituciones:25

L a educadora —Yves, tienes las manos llenas de cola.


Y ves — L a c o la , e l a lc o h o l... e l a m ig o q u e t e d e s e a e l m a l
( d iv is a a n t ia lc o h ó lic a e s c u c h a d a e n l a TV ).
C. (escuchando pronunciar el nombre “Emilio”) —San Emi­
lio, San Emilión, ¿veinte millones es mucho?
V éro n iq u e —Un huevo “á la coque” [pasado por agua], a la
toca [toque]... ¡tocado!
L a educadora (dirigiéndose a Yves) —¡Sopla, Yves!
Y v es —Sopla, soplaflor, coliflor. ¡No me gustan las coliflores!
Y von (que tiene una rabieta) —Tengo una crisis de cólera,
una crisis petrolera y muy pronto todo el mundo va a ir en
carroza o a pie (alusión a la crisis petrolera).

No se tra ta , desde luego, de juegos de palabras que el niño


h a ría a sabiendas, sino de un habla p arasitad a por asociacio­
nes en rueda libre que la hacen in epta p ara la comunicación.

“Un aprendizaje externo”

E n contrapunto con ese lenguaje desbocado, retom arem os el


caso de C hristian, quien puede d elirar pero de igual modo
h ablar de su delirio, que puede m antenerse en u n difícil
equilibrio entre dos m undos, el de la locura y el otro, siem pre
listo a p asar de uno al otro, pero comentando los dos. T ran sita
así del sueño al fantasm a, del fantasm a al delirio y del delirio
al pasaje al acto.
Soportó varias internaciones en un hospital psiquiátrico
en el transcurso de episodios extrem adam ente agudos, y
sabe h a b lar mejor que nadie del dram a de la psicosis. El
retorno a sí mismo que hace en tre las crisis, la distancia que
tom a con respecto a sus síntom as, se ven m uy facilitados por
el tratam iento neuroléptico que tomó el compromiso formal
de seguir regularm ente: le im puse esta condición p ara em­
prender con él el trabajo analítico.
En las sesiones habla de su delirio, de los momentos de
extrem o goce que este estado le procuraba y de los dolorosos
despertares que lo seguían: retom o a u n m undo in quietante
(contaminación por la m irada, portadora de ondas m aléfi­
cas), pero sobre todo incapacidad de comunicarse. Su proble­
m a es, en efecto, de comunicación. ¿No es la queja principal
que nos plantean todos los psicóticos? ¿Cómo comunicarse?
¿Qué quiere decir hablar? C hristian expresa este imposible
m ediante la frase siguiente: “A prendí a hablar, pero fue un
aprendizaje externo”, lo que coincide con lo dicho por Lacan:
“Si el neurótico h ab ita el lenguaje, el psicótico e stá habitado,
poseído por el lenguaje [...] la relación de exterioridad del
sujeto con el significante es aobrecogedora”.26
C hristian ataca ese problema con todos los recursos de su
saber m atem ático y su excepcional inteligencia. Dice:
Para comunicarme, debo comprender el sistema de pensa­
miento de la gente, debo mirarme con ese sistema, pero éste
es sistemáticamente minado por la mentalidad campesina,
su manera de hablar alusiva... yo consideraba como idiotas
los discursos usuales, no me daba cuenta de que es a través
de ese discurso como la gente se comunica, las personas son
animales extraños.
Evoca allí su dificultad para tom ar en cuenta el m ás allá
de la palabra, lo que se dice entre líneas. Oscila en tre dos
imposibles: ora el significante no rem ite m ás que a sí mismo,
ora rem ite a todos los dem ás (topología discreta, topología
grosera)27. Lo expresa así:
En trn momento, cuando me hablaban de un gato [chat]
entendía CHA-CHA, ahora tengo la deformación inversa, pro­
curo saber quién es el gato, qué gato, por qué el gato.
Puede así detener su pensam iento sobre dos significantes,
ta l como M ondábanos, o in te rp re ta r h a sta el infinito ciertos
discursos.
Las interpretaciones m últiples lo hunden en an g u stias de
despersonalización. En efecto, ¿dónde está la verdad cuando
todas las verdades son posibles? Por ejemplo, luego de u n a
velada en la que es invitado por un científico que debe ju zg ar
su trabajo de investigación, va a recordar y analizar todo lo
que dijo esa persona. Si le habló de los rascacielos de N ueva
York de los que se rom pían los cristales de los últim os pisos,
quiso significarle que su trabajo era dem asiado ambicioso y
que por querer subir demasiado alto uno se arriesgaba a
rom perse la cara. Al hablarle de un instrum ento de m úsica
que no sostenía la nota, tam bién lo ponía en guarda. Toda la
conversación era así analizada como puram ente alusiva e
interp retad a en un sentido que podía parecer plausible. A
medida que C hristian m ultiplicaba las interpretaciones, yo
m ism a me preguntaba sobre lo bien fundado de sus observa­
ciones: ¿no había advertido en ese hom bre alguna perpleji­
dad que hacía eco a sus propias dudas sobre la validez de su
trabajo?
Resultándole el sistem a de pensam iento de la gente im pe­
netrable o demasiado rico de significaciones, C h ristian va a
in te n ta r descubrir sus leyes gracias a la lógica m atem ática.
Lo dice con m ucha claridad: “Mi idea es la com prensión de la
circulación de información” y, hablando del lenguaje: “H ay
dos m aneras de ver las cosas, o son fenómenos aleatorios o es
preciso atribuirles un sentido. Con las m atem áticas, está el
cálculo de las probabilidades para hacer el nexo en tre las dos
cosas, se tra ta de descifrar el azar”.
Va a consagrarse solo a sus investigaciones p a ra h allar el
“objeto m atem ático” que dé cuenta del funcionam iento de]
pensam iento, gracias al cálculo de las probabilidades y al es­
tudio de los fenómenos cuánticos. E ste objeto matem ático
debería responder tanto del discurso psicótico como de]
usual, ¡perturbadora coincidencia con lo que intentam os
hacer!

Me enfrenté a un mundo que los objetos matemáticos que


conocía no describían (alude aquí a su delirio místico extre­
madamente rico). Procuro fabricar un objeto que correspon­
da a ese mundo. La experiencia de ese mundo me da la
certeza de que ese objeto existe; entre el logos y el cosmos hay
una relación dialéctica [...] Concebí un monstruo matemático
que permitiría mostrar que la razón es un proceso como
cualquier otro para dirigirse, el sistema de las Pitias no es
más aberrante que un proceso racional. Era preciso un marco
en el que entraran esas cosas, las posibilidades semánticas
están en la realidad objetiva [...].

De un lado las Pitias, del otro la razón: la coexistencia


dolorosa de los dos órdenes es patente en él. Preso en esa
contradicción, prefiere la “verdadera” vida, la que tiene en su
delirio, pero é sta implica el encierro. Llega el momento en
que ya no lo soporta. Hace entonces u n a dem anda de análisis
para encontrar el remedio a su locura, con la esperanza de
que la “grilla” analítica sea m ás eficaz que la “grilla” m ate­
m ática para la comprensión.

El imposible anudamiento

No hemos “desm enuzado” el lenguaje de la psicosis sino


después de una larga m archa que pormenorizó el nacim iento
del objeto. Ahora nos es preciso volver a él p ara in te n ta r
cap tar lo que, en el psicótico, es un imposible anudam iento
de los dos. Puesto que el no ordenam iento del significante que
acabamos de m encionar no puede considerarse en sí, es
función de la presencia m ás o menos efectiva de esos objetos
que modelan el cuerpo erógeno.
De por sí, el lenguaje no puede participar en el ordena­
miento del mundo, le hace falta el Otro, el Otro del discurso,
desde luego, pero tam bién el Otro del deseo. Henos aquí en
el punto m ás difícil de nu estra búsqueda, en el corazón de la
problem ática del sujeto, que se ubica en la articulación de su
doble causación.
En “Posición del inconsciente”, Lacan define “las dos
operaciones fundam entales [alienación, separación] en que
conviene form ular la causación del sujeto”. E n tre el sujeto y
el Otro, “el inconsciente es corte en acto”, dice, y este corte
“comanda las dos operaciones”.28
E sta operación de alienación significante con el vel al que
el psicótico no vuelve, sólo puede concebirse asociada a otra
operación, la de la separación del objeto donde se forma la
causación del sujeto. Lacan la define así:

[...] estructura del borde en su función de límite, pero


también en la torsión que motiva la intrusión del inconscien­
te [...] Reconoceremos allí lo que Freud llama Ichspaltung o
hendidura del sujeto, y captaremos por qué [...] la funda en
una hendidura no del sujeto sino del objeto (fálico especial­
mente).29

E sta operación de separación concierne por lo tan to al


objeto, la alienación es cosa del significante, la separación es
la pérdida del objeto que Lacan, en este texto, presentifica
bajo la forma de la lam inilla.
Ese término de separación no debe prestarse a confusión, no
se tra ta aquí de la separación de los significantes en tre sí
sobre la cual hemos insistido para analizar la operación
de alienación significante, sino de la separación del objeto
que comentamos en la prim era p arte de este trabajo.
La com plem entariedad de esas operaciones se revela en el
punto de torsión que nos interroga: “No es cuestión de que el
sujeto se lance a la alienación si ésta no se com plem enta con
la ganancia de ser que e n tra ñ a la separación”, dice J.-A.
M iller el 9 de m arzo de 1983.
¿Qué ocurre con esta “torsión para la cual la separación
representa el retorno de la alienación”?30 “¿Cómo puede el
sujeto reconocerse en o tra parte que en el significante cuando
el Otro del significante no hace m ás que ocultar la presencia
del deseo?”, se preguntaba J.-A. M iller en 1983.
Hemos visto al psicótico bamboleándose en la lengua,
oscilando de la perplejidad a la creencia absoluta, nunca
seguro de lo que enuncia, sin poder elegir en tre u n sí y un no,
un “ser” o un “no ser”, lo que lo hace d u d ar de su palab ra y
de la del Otro, pero tam bién declararla p u ra verdad.
¿No puede atribuirse esta ausencia de tom a de lenguaje,
en el sentido de tom a de palabra, a un defecto dé constitución
del objeto? ¿El punto de alm ohadillado no sería el peso m ismo
que el objeto asegura al ser, especie de identificación prim era
que se constituye al mismo tiempo que se fijan los prim eros
significantes? Hemos mencionado, en los capítulos preceden­
tes, la fuerza de impregnación del deseo del Otro sobre el
sujeto en formación. Si ese deseo es exageradam ente perver­
tido, por ausencia o por exceso de goce, por ejemplo, el proceso
de separación del objeto es interrum pido y el trabajo de
metabolización de los significantes se detiene.
Cuando Sylvie es violada en su cavidad bucal y resp irato ­
ria, no hay separación posible del objeto oral y el “¡Come,
Sylvie!” que atrav iesa sus oídos no será entendido en el
sentido que le da el discurso común, sino comprendido como
un im perativo de autodevoración.
El tono de cólera que acom paña a esas palabras no puede
sino redoblar el horror del acto sádico. El significante “come”
queda entonces ligado exclusivam ente al acto de devoración.
No hay aquí construcción posible de un fantasm a. P a ra ello,
h ab ría sido preciso que el objeto oral fuera apartado y
asociado a m últiples combinaciones significantes surgidas
de la relación con el Otro (tom ar la rica leche caliente, comer
la papilla preparada por m am á) como con otros tan to s
significantes susceptibles de constituir fam ilias asociativas
a p a rtir de las cuales el sujeto elaboraría su fantasm a. E n
Sylvie, el objeto no está liberado, la angustia subsiste, no
puede form arse ninguna asociación significante. Sólo será
exigida la repetición del trau m a, en cuanto la m ism a repro­
duce indefinidam ente el horror del encuentro con el Otro,
cuerpo a cuerpo que se convierte en goce obligado.
P a ra que se produzca el sujeto, es preciso por lo tan to que
haya habido elisión del objeto (real) según las m odalidades
que le impone el deseo del O tro (cf. capítulos III y IV). E sta
pérdida va a efectuarse al mismo tiempo que la registración
de los significantes que deben descifrarse. Se introducen
familias asociativas alrededor del objeto a, y es sobre estos
agrupam ientos de significantes que el niño va a hacer el
trabajo de señalam iento (conexión-desconexión) que condu­
ce a la introducción de las dos estru ctu ras de lenguaje:
estru ctu ra topológica del inconsciente y estru ctu ra de conca­
tenación de la cadena del discurso, con la represión que esto
implica. En el fantasm a, esas operaciones h an sido llevadas
a cabo, el objeto está separado, fundido en la e stru ctu ra
sincrónica y en la cadena del discurso.
El fantasm a se enuncia, en efecto, bajo la forma de una
frase (cadena), por ejemplo “Comen a un niño”. En ella el
objeto no es real, el niño no es un bife; si lo comen, es porque
comer tiene m últiples connotaciones significantes (familias
asociativas) ligadas al deseo del Otro.
El fantasm a realiza el anudam iento del objeto y el signi­
ficante, im plica que el sujeto sea pasado por las dos operacio­
nes de alienación y separación, que rem atan su división y
confortan su posición de extim idad. El fantasm a realiza el
saber inconsciente, claveteado al cuerpo, que el sujeto desco­
noce pero que asegura su identidad prim era: el sujeto puede
estar en él en todos los lugares, sólo por ello ex-siste mejor.
Pero no hay nada de eso en la psicosis: conservando el
objeto u n a p a rte dem asiado grande de real, no puede d a r sus
cimientos al sujeto. N ada llega a poner lím ite al cuerpo y
n ad a detiene el devanar indefinido de los significantes. Si el
niño, desde que habla, transgrede sin vergüenza las leyes del
lenguaje porque construyó m uy tem pranam ente su “otra
escena”, garante de su estabilidad y su seguridad, el niño
psicótico, abierto a todos los vientos, tem e el poder mortífero
de las palabras y las cosas. No posee la “levedad del ser” que
confiere el derecho a burlarse de las reglas del bien decir y del
buen sentido.

Figuras de la forclusión

Lo que acabamos de enunciar como imposible en el psicótico


-im posible separación de significantes en tre sí, de donde el
acceso difícil a la m etáfora, imposible borrado del objeto- nos
lleva n aturalm ente a la cuestión de la forclusión.
Cuando Lacan se interroga, siguiendo a Freud, sobre la
castración y la represión en el “Hombre de los Lobos”, va a
traducir Verwerfung, ese “no quiere saber nada en el sentido
de represión”, por “cercenam iento”;31el térm ino de forclusión
es m ás tardío. Y cuando dicta su Sem inario sobre las psicosis
no posee aún el concepto del objeto a.
Lo que ra stre a, entonces, es “la no integración del sujeto
psicótico al registro del significante”, ese “algo que falta en la
relación con el significante en la prim era introducción en los
significantes fundam entales”.32 H abla de “desposesión p ri­
m itiva del significante”33 y se interroga sobre “la falta de un
significante que lleve al sujeto a volver a poner en causa el
conjunto de los significantes”.
Es en el texto de los Escritos, “De u n a cuestión prelim inar
a todo tratam ien to posible de la psicosis”, donde parecerá
más evidente la cuestión del deseo. A p a rtir de ese momento,
si la forclusión concierne al significante, interesa al deseo.
He aquí u n a de las fórmulas que Lacan propone en ese
texto:

La Verwerfung será pues tenida por forclusión del significan­


te. En el punto donde, ya veremos cómo, es llamado el
Nombre-del-Padre, puede por lo tanto responder en el Otro
un puro y simple agujero, el cual por la carencia del efecto
metafórico provocará un agujero correspondiente en el lugar
de la significación fálica.34

En la escritura de la m etáfora, el Nom bre-del-Padre viene


a su stitu ir al deseo de la madre.
Así, pues, el Nombre-del-Padre in teresa a la vez a la ley del
significante y a la ley del deseo:

Para ir ahora al principio de la forclusión (Verwerfung) del


Nombre-del-Padre, es preciso admitir que el Nombre-del-
Padre redobla en el lugar del Otro el significante mismo del
ternario simbólico, en cuanto constituye la ley del signifi­
cante.35

Otro del discurso, Otro del deseo. Ley del significante, ley
del deseo: estos dos aspectos de la ley signan la castración
simbólica.
El significante se nos resbala en tre los dedos y nunca lo
dice todo, la m adre está prohibida, el sujeto debe renunciar
a poseerla. En los dos casos, el corte libera al significante y
el objeto. La ley es respetada, ley que es por lo tan to a la vez
la del discurso y la del deseo. ¿No es el Nombre-del-Padre el
doble corte en acto y “el falo el significante privilegiado de
esta m arca donde la parte del logos se conjuga con el
advenim iento del deseo”?36 E sta conjunción de la que habla
Lacan es la esencia misma de la m etáfora p atern a, que
anuda el logos, es decir el significante, al deseo del que el
objeto a es la causa.
La forclusión del Nombre-del-Padre es el defecto prim or­
dial que hace que un sujeto no pueda acceder n i a la ley del
significante ni a la ley del deseo. La forclusión corresponde
a la vez al m antenim iento del sujeto en una posición de objeto
librado al goce del Otro sin que la prohibición del incesto
pueda ten er fuerza de ley, y a la detención del trabajo
significante (doble inscripción, represión) que es p ara él
detención de m uerte. En esta configuración no hay u na
referencia tercera ni surgim iento fálico.
Al querer buscar dem asiado la forclusión de la m etáfora
patern a por el lado de u n a realidad cualquiera del padre, se
corre el riesgo de extraviarse. E sta imposible integración de
la ley no puede, en efecto, buscarse en el solo desfallecimiento
del elem ento tercero que b a rra el deseo m aterno. No obstan­
te, quienes se interrogan sobre la forclusión de la m etáfora
p atern a en la perspectiva lacaniana tienen a veces la tenden­
cia a com prom eter esta interpretación sim plista, olvidando
que Lacan habló m ás adelante de los nom bres del padre.
E sta imposible castración simbólica que signa la psicosis
tiene repercusiones diferentes según la edad en la que se
m anifiesta. En el sujeto infans, in te re sa rá m ás específica­
m ente al cuerpo. El psicótico adulto puede h a b er salvado, sin
dem asiados estragos, la prim era estructuración del cuerpo,
y asum ir m al que bien su imagen especular. La problem ática
psicótica g ravitará entonces en torno a las cuestiones de la
vida, la m uerte, la identidad sexual, con la an g u stia que
puede d espertar la inscripción en el linaje, por ejemplo el
acceso a la m aternidad o la paternidad.
He aquí algunos casos que ahora nos son fam iliares.
Schreber era el objeto a de un padre paranoico, h a sta
identificarse con u n a m ujer p a ra satisfacer a ese Padre-Dios
y encontrar así su propio goce. E sta posición inconsciente,
que se m antuvo forcluida d u ra n te mucho tiempo, va a
aparecer cuando construya su delirio con elem entos extrai-
dos de los significantes amos de ese padre. Lacan, en una
nota agregada en 1966 a su “C uestión prelim inar [...]”,
recuerda la im portancia de la identificación de Schreber con
el objeto a:
Lo que el análisis descubre [...] es el ser mismo del hombre
que viene a tomar su lugar entre los desechos donde sus
primeros retozos encontraron su cortejo, por cuanto la ley de
la simbolización en la que debe comprometerse su deseo lo
atrapa en su red por la posición de objeto parcial donde se
ofrece al venir al mundo, a un mundo en el que el deseo del
Otro hace la ley.37

Sylvie, a causa de un tra u m a del que no se repondrá, no


podrá ten er nunca un cuerpo viviente, con esa vida que va de
suyo, en la cual no se piensa. Su cuerpo seguirá siendo a
im agen de sus m uñecas Barbie, que cam bian de identidad al
cam biar de ropa.
P a ra C hristian, es la muerte la que está en cuestión, no la
verdadera m uerte, que para él no existe, sino una m uerte que
es angustia de la nada y que lo h ab ita desde la infancia:
El primer sentimiento extraño que tuve de niño fue el miedo
a la muerte, no concebía la muerte, era el miedo a la nada,
una angustia, la impresión de percibir mi propia nada.
Soñaba con que iba a encontrar la vacuna de la inmortalidad,
una vacuna contra esa muerte, era un enfoque científico del
problema. No concebía lo que era la búsqueda de la dicha,
pero debía comprender por qué muero. Fue por eso que elegí
dedicarme a las matemáticas. Era preciso que luchara contra
la muerte como Pasteur contra la rabia.
C hristian se convertirá en un gran m atem ático para
vencer esta angustia psicótica.
La m ism a falla, el mismo dram a se reencuentran en todos
estos pacientes. La fractu ra está donde se funda el ser, m ás
o menos velada por estru ctu ras que la recubren y que
perm iten al sujeto vivir, a pesar de todo, en tre sus sem e­
jantes.

¿Por qué, cómo, la psicosis?

¿Por qué esta detención súbita de las operaciones de vida,


esta interrupción b ru tal del proceso de simbolización en
ciertas zonas de m enor resistencia? Si hubiera u n a respuesta
a este porqué, no podría ser unívoca, tendría que tom ar en
cuenta los fenómenos psíquicos y el funcionam iento del
sistem a nervioso central. Pero atengám onos, por el mpmen-
to, a lo que nos m u estra con toda evidencia la clínica: la
im portancia del traum a.
El trau m a es lo que hiere, provoca u n a ru p tu ra, lo que
rompe. Puede ser la ru p tu ra b ru tal del lazo vital con el Otro.
Hemos explorado algunas figuras de este tipo, del hospitalis-
mo de Spitz -con las experiencias de separación de los
lactantes, que m ueren o quedan id io ta s- a las ru p tu ra s m ás
sutiles, de efectos menos espectaculares pero igualm ente
destructores.
El trau m a puede re su lta r tam bién de la perversión del
Otro, que bloquea el proceso de integración del niño m an te­
niéndolo a la fuerza en u n a posición de objeto. El niño sufre
entonces, sin ningún distanciam iento posible, los asaltos de
ese Otro y se encuentra entram pado p ara siem pre; la res­
puesta a esta violencia es en ocasiones el “anonadam iento”,
como dice C hristian.
El tra u m a puede ser igualm ente u n a resp u esta al desbor­
dam iento de las excitaciones provenientes del exterior al
interior, a la agresión insoportable de las percepciones:
dem asiado ruido, demasiados gritos, privación de sueño, de
alim ento, exceso de dolor físico, asfixia y angustia resp irato ­
ria. E sta m arejada incontrolable desencadena un efecto de
estupefacción del organismo, de detención de los procesos
evolutivos.
El tra u m a puede ser considerado tam bién según u n modo
negativo. Provendría entonces de la ausencia de estim u la­
ción, de la ausencia de interés afectivo hacia un niño preso de
un medio am biente deshum anizado.
Pero todas estas justificaciones de la aparición de u n a
psicosis no deben hacernos olvidar que nuestras experien­
cias vividas se inscriben en las células nerviosas de nuestro
cerebro.
Freud, en su “Proyecto”, in ten tab a construir su modelo
psíquico sobre la e stru ctu ra neuronal del cerebro. Jakobson
trató de descifrar las m odalidades del habla y el lenguaje
estudiando las diversas afasias y en la clínica encontram os
casos de psicosis en los que no podemos descubrir ningún
trau m a. El niño pertenece a una fratría en apariencia
indem ne, ha sido deseado, acogido como los otros; la e stru c ­
tu ra de los padres no parece particularm ente patógena, al
menos por lo que se puede descubrir en las en trev istas con
ellos en oportunidad de tom ar a cargo al niño p a ra un
tratam ien to psicoterapéutico.
Amélie en tra en esta categoría. Su m adre cuenta que a la
inversa de los otros hijos no se movía mucho en su vientre. Al
nacer, la niña se presen ta como u n a gran hipotónica, u n a
“m uñeca con sonido”, un “trapo blando”. El retardo psicomo-
to r fue tomado en consideración desde el principio, por lo que
es seguida en el plano psicológico y motor. No se descubrió
ninguna anom alía cromosómica o de otro tipo. Amélie es
inteligente, pero se presenta como u n a psicótica tra ta d a
desde siem pre, afectivam ente m uy dependiente de su fam i­
lia, de carácter difícil. Los momentos de angustia psicótica se
traducen por com portam ientos repetitivos: las m ism as de­
m andas, las m ism as preguntas, las m ism as enunciaciones
repetidas incansablem ente. La problem ática del cuerpo frag­
m entado se agravó a causa de m últiples intervenciones
quirúrgicas (trasplantes en la colum na v erteb ral p a ra corre­
gir las deformaciones debidas a la hipotonía), con los largos
períodos de inmovilización que implican.
E ste tipo de psicosis evoca el papel que podría desem peñar
un defecto de la organización biológica. El debate acerca del
origen “orgánico” de las psicosis sigue abierto y no podemos
eludirlo, de la m ism a m anera que no podemos desconocer la
im portancia de los tratam ien to s neurolépticos que, cuando
son bien llevados, aportan un bienestar evidente a algunos
pacientes. C hristian no h ab ría podido salir del hospital y
em prender su análisis si no hubiera aceptado paralelam ente
ser tratad o así. No será sino algunos años m ás tard e cuando
pueda dejar de tom ar medicamentos.
P a ra abordar e sta cuestión, me referiré a un artículo de
André Bourguignon titulado “Fundam entos neurobiológicos
p ara u n a teoría de la psicopatología. U n nuevo modelo”.38

La estabilización selectiva
de las sinapsis

Cuando se habla de psicosis no pueden silenciarse los descu­


brim ientos de las tre s últim as décadas sobre el funciona­
miento del sistem a nervioso central (SNC). La teoría de la
ESS (Estabilización Selectiva de las Sinapsis) nos interesa
en el m ás alto grado, si bien subsiste m ucha oscuridad en sus
enunciados. Intentem os poner de relieve sus grandes líneas.
La sinapsis de que se tr a ta es la unión en tre las neuronas.
E n su nivel, la transm isión es eléctrica o química, y se realiza i
entonces m ediante los neurotransm isores.
E sta teoría pone en evidencia la interacción recíproca de
lo innato y lo adquirido, de lo biológico y lo psíquico.
La ESS es el proceso m ediante el cual la actividad de :
algunas sinapsis se fija, y ello bajo el efecto de estim ulaciones
in ternas pero tam bién externas. Dicho de o tra m anera, la
ESS sería la memorización, la fijación de los efectos e n tre ­
mezclados de la doble programación genética (lo innato) y
epigenética (lo adquirido), así como de la autoorganización.
La evolución neuronal, el desarrollo del SNC del que forma
parte la estabilización sináptica, está ligada a la epigénesis,
es decir a las experiencias que vive el recién nacido en el
medio intrau terin o y luego el niño en su medio fam iliar y
social.
A. Bourguignon recuerda que el “Proyecto de un a psicolo­
gía p ara neurólogos” (Entw urf) de Freud prefiguraba la
teoría de la ESS. F reud no habla de sinapsis sino de “b a rre ra
de contacto” y supone que, en el sistem a de neuronas afecta­
das a la memoria, las b arreras de contacto se modifican de
m anera perdurable por la repetición de las excitaciones que
crea en su nivel un estado de “tracto”. “Ahora es en el nivel
de las sinapsis donde se busca la explicación del proceso de
aprendizaje y m em oria”.
Las sinapsis existirían en estado lábil o estable.

La sinapsis conserva su competencia si tiene un mínimo de


actividad; si la red no funciona, el programa genético no
puede realizarse y las sinapsis degeneran.

Sin e n tra r en los detalles de esta teoría, vemos ya que


todas las experiencias vividas por el niño, todas las estim u ­
laciones venidas del am biente, de cualquier n atu raleza, ya
sean perceptivas, emocionales, cognitivas, crean conexiones
sinápticas definitivas o lábiles y e stru ctu ran así el SNC. De
modo que h abría un a memoria inscripta en la red neuronal.
“E sta doble program ación genética y epigenética e sta ría en
el origen de la profunda tendencia a la repetición que es lo
propio de casi todos nuestros com portam ientos”, dice el
autor.

Los circuitos neuronales son sucesivamente inscriptos (esta­


bilizados) y luego borrados (retomo al estado lábil) para ser
reinscriptos en conjuntos cada vez más complejos. Todo
ocurre como si toda nueva adquisición entrañara una reorga­
nización general del conjunto. Se trata por lo tanto de
autoorganización.

El acostumbramiento (mencionado m ás atrás) que perm i­


te al organismo aprender y no responder a u n estímulo
repetitivo que ha perdido su significación, es u n ejemplo de
autoorganización.
E sta se apoya, por lo tanto, sobre el zócalo neurobiológico
determ inado por el genoma (capital genético) y la epigénesis,
p a ra aum entar la complejidad del sistem a.
Sin extrapolar desm esuradam ente, se im ponen algunas
reflexiones:
Es evidente que una gran deficiencia del genoma no
perm itirá el desenvolvimiento norm al de la program ación
epigenética, a fortiori el trabajo de autoorganización (psico­
sis y debilidad por insuficiencia del capital genético, por
ejemplo lesiones neonatales del SNC).
E stá claro que un trau m a puede bloquear las conexiones
sinápticas por desbordam iento e incapacidad del sistem a
p ara tra ta r un gran núm ero de datos a la vez. La plasticidad
del SNC tiene límites, y la program ación genética es re la ti­
vam ente estable y lim itada.
¿Qué ocurre entonces en el nivel de las sinapsis libres y
móviles? ¿Existe u n a relación en tre esta cuestión y la de las
imposibles conexiones significantes de la psicosis?
Los avatares de la epigénesis, m ala calidad o insuficiencia
del aporte relacional con la m adre y el medio am biente ponen
en peligro el desarrollo m ismo del SN C , su estru ctu ra fisico­
química y la actividad de las células, lo que podría explicar
la irreversibilidad de ciertos trastornos precoces. En efecto,
¿alguna vez se curó una psicosis?
El proceso de autoorganización de la e stru ctu ra neuronal
con el fenómeno de acostum bram iento, ¿no recuerdan ex tra­
ñam ente el mecanismo de la represión?...
¿Se pensó que si la quim ioterapia interviene de m anera
ciega y m asiva sobre la regulación química de las conexiones
sinápticas, el psicoanálisis tiene tam bién un efecto físico-
químico sobre las redes neuronales? Se sabe lo que el
psicoanálisis aporta al tratam iento de las enferm edades
psicosomáticas graves, de la rectolitis hem orrágica a la
epilepsia.
Como lo dice H enri Atlan:

Al ritmo de los descubrimientos, cuanto más respuestas hay


más preguntas se manifiestan...39

¿Hay psicosis
antes de la psicosis?

El defecto psicótico inherente al ser puede no m anifestarse


d u ran te mucho tiempo.
En el caso de los niños, la psicosis puede revelarse en
oportunidad de un acontecimiento en apariencia anodino,
pequeña intervención quirúrgica, nacim iento de un herm a­
no, etc., habiendo podido la e stru ctu ra psicótica p a sa r in ad ­
v ertida h a sta entonces (niños colmados, a los que les falta la
falta). La aparición de la psicosis en un niño puede ser
reveladora de la psicosis laten te de uno o de los dos padres.
Es un caso de m anifestación extrem adam ente frecuente.
Cuando el niño es tratado, se asiste entonces a la eclosión de
u n a psicosis en uno de los padres.
En el adulto, la psicosis puede declararse en un momento
en que el sistem a protector que el sujeto ha introducido se
derrum ba. Esos momentos intensos son aquellos en los que
evoluciona la cuestión de su estatuto de sujeto: adolescencia,
paternidad, m aternidad, etc., pero tam bién aquellos en los
que debe “tom ar la palabra” cuando, por ejemplo, tiene que
m anifestarse abiertam ente y revelar su verdad oculta detrás
de las identificaciones yoicas. “Tom arla palabra, dice Lacan,
entiendo la suya, todo lo contrario de decir sí, sí, s í a la del
vecino”,40 ya que decir sí, sí, sí al vecino, vivir “en u n capullo
como u n a polilla” es algo en lo que muchos psicóticos no
declarados se destacan.
¿De qué está hecho él sistem a protectorfD e la perm anencia,
de la estabilidad y la tolerancia del am biente, de la poca
exigencia de los allegados frente a un sujeto al que se siente
retraído y frágil, pero sobre todo de lo que este mismo sujeto
ha. construido, digamos la palabra poco apreciada por los
analistas, de su personalidad. (“Recordemos que la persona
es una m áscara”, dice Lacan.)41

El yo en la psicosis

Hemos hablado poco del papel de la e stru ctu ra yoica en el


psicótico, que constituye sin embargo uno de los debates
esenciales de la lite ra tu ra analítica: ¿qué ocurre con el yo, el
superyó, el ideal del yo, la fuerza del yo, las defensas del yo,
el derrum bam iento del yo en la psicosis?
Hemos seguido la orientación lacaniana, que privilegia el
estudio del sujeto. Las estru ctu ras yoicas, sin embargo, van
a desem peñar un papel en el momento de eclosión de la
psicosis, la forma que ésta asum irá y su cicatrización.
La identificación con el ideal del yo es im portante en el
psicótico. Eventualm ente, éste encontrará u n modelo identi-
ficatorio en el ideal del yo del analista, a saber la teoría. Pues
el trabajo analítico perm ite tam bién “re p a ra r” los estragos
causados por el estallido del sujeto, por ejemplo en el tra n s ­
curso de un episodio agudo. Así, algunos psicóticos, luego de
muchos años de tratam iento psicoterapéutico, se vuelven
im batibles en cuanto a la teoría analítica, h a sta llegar a d ar
la im presión de que el conocimiento que tienen puede hacer
en ellos economía de una organización delirante. Se les ve
in te rp re ta r su conducta, ser ellos mismos sus propios te ra ­
peutas, al punto de no recurrir al verdadero - a aquel que
sigue siendo su principal “testigo”, su “punto fij o”, como decía
C h ristia n - m ás que cuando lo juzgan indispensable.
U na “vieja” psicótica, después de m ás de diez años de
tratam iento, me decía, en referencia al saber que había
adquirido sobre su psicosis y que se negaba a revelar a cada
nuevo médico del dispensario: “Com préndam e, es in ú til
contarles todo a esos jóvenes que no entienden nada, ahora
sé a qué sostenerme, a qué atenerm e”. El lapsus decía la
verdad.
P a ra ilu stra r la im portancia de las estru ctu ras yoicas en
la psicosis, retom aré el caso de C hristian. D u ran te veinticin­
co años vivió como cualquier hijo de vecino, ocultando sin
embargo a sus allegados sus an g u stias y sus preocupaciones
m etafísicas (la m uerte, el anonadam iento), así como unos
esbozos de delirio de persecución. Describe m uy bien el
“personaje” que se había fabricado: siem pre se aplicó a
rep resen tar el papel de “brom ista genial” que h ab ía endosa­
do desde la infancia, y se dice perdido “si sale de ese
personaje”, Así es como habla de ello:

En el internado, necesitaba a los compañeros para escapar a


la depresión, tenía el papel de bromista genial, eso me
gustaba, es un papel que siempre procuré volver a desempe­
ñar. Estoy muy apegado a la imagen de mí vista desde el
exterior, estaba cortado y atento a esta imagen de mí. [...] Me
siento diferente a los demás y debo tratar de ser como ellos,
lo que me obliga a hacer un ejercicio de estilo.

¿Se puede expresar mejor la im portancia y la fuerza de las


identificaciones im aginarias al mismo tiempo que su fragili­
dad? C hristian dice a menudo cuán atento estaba a m an te­
n er esa im agen de sí m ientras que estaba cortado de ella,
como a distancia, callando sus angustias y sus tem ores casi
delirantes, en especial en el plano de la m irada. La función
e stru ctu ran te del ideal del yo, que había reservado a las
m atem áticas, lo sostuvo d u ran te muchos años, pero ese ideal
estaba minado desde el principio, pues llevaba en su seno el
germ en de su fracaso: no se hace m atem áticas p ara vencer
a la m uerte. Cuando apareció el proyecto de “hacer una
em presa de conocimiento total”, hizo “explotar” el sistem a (es
el térm ino empleado por él).
El acontecimiento se produjo cuando debió “tom ar la
p alab ra”, es decir defender su trabaj o de investigación frente
a un personaje que iba a juzgarlo (¿encuentro de Un-padre?).
Perdía al mismo tiempo a su amigo de siem pre, “su doble”,
como decía, quien se negó a seguirlo en el camino en que se
internaba, a saber hacer de las m atem áticas esa “em presa de
conocimiento total”. Tuvo el “vértigo del éxito” del que habla
Lacan en Las psicosis. C hristian, en efecto, lo había logrado
todo h a sta ese momento, “era y seguiría siendo el prim ero,
decía, el mundo le pertenecía”.
E n tra entonces en una psicosis aguda que d u ra rá tres
años, du ran te los cuales vivió u n a experiencia delirante con
tem as místicos y m atem áticos. En ese delirio ten ía por fin su
lugar en un mundo que cobraba sentido: “Como Pitágoras,
dice, yo había reunido los elem entos irracionales místicos y
la razón”.
En el Sem inario de las psicosis,42 Lacan insiste sobre la
relación im aginaria dual que se m antiene en el psicótico, a
falta de mediación simbólica. E sa relación dual im plica la
violencia del enfrentam iento especular o la fascinación de la
captura im aginaria. E stas posiciones son siem pre prevale­
cientes en la psicosis y van a m arcar con su sello la natu raleza
de la transferencia.
La cuestión del superyó será evocada en referencia a
Sylvie.
Notas

1. J. LACAN, Écrits, pág. 670.


2. pág. 714.
3. N. CHARRAUD, Ornicar?, n° 36.
4. J. LACAN, Le Séminaire, libro III, pág. 236.
5. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 28.
6. J. LACAN, Écrits, pág. 881.
7. Ibid., pág. 386.
8. Russell GRIGG, Ornicar?, n° 35.
9. J. LACAN, Écrits, pág. 507.
10. Ibid,., pág. 807.
11. R. JAKOBSON, Questions de poétique, Editions du Seuil,
“Poétique”, 1973, pág. 137.
12. J. LACAN, Le Séminaire, libro III, pág. 156.
13. J. LACAN, Séminaire sur “Les formations de l’inconscient”
(1958), Bulletin de Psychologie, n° 154, 155, 156.
14. J. LACAN, Le Séminaire, libro III, pág. 32.
15. Ibid., pág. 149.
16. J. LACAN, Écrits, pp. 840-841.
17. J. LACAN, Le Séminaire, libro XI, pág. 192.
18. Ibid., pág. 199.
19. Ibid.
20. Ibid., pág. 215.
21. J. LACAN, Le Séminaire, libro III, pp. 43-44.
22. Ibid., pág. 172.
23. J. LACAN, Écrits, pág. 805.
24. Écrits Bruts, textos presentados por Michel Thévox, PUF,
Perspectives Critiques, 1979.
25. Alfred y Frangoise BRAUNER, L ’Expression poétique chez
l’enfant, PUF, 1978.
26. J. LACAN, Le Séminaire, libro III, pág. 284.
27. N. CHARRAUD, op. cit., pp. 36-37.
28. J. LACAN, Ecrits, respectivamente pp. 828-829 y 828.
29. Ibid., pág. 842 (“torsión” subrayado por nosotros).
30. Ibid., pág. 844.
31. Ibid., pág. 386.
32. J. LACAN, Le Séminaire, libro III, pp. 285-286.
33. Ibid., pág. 229.
34. J. LACAN, Écrits, pág. 558.
35. Ibid., pág. 578.
36. Ibid., pág. 692 (“conjuga” subrayado por nosotros).
37. Ibid. t pág. 582.
38. André BOURGUIGNON, en La Psychiatrie de l’enfant, vol.
XXIV, 2/1981, pág. 445 y ss., PUF. Todas las citas están
extraídas de este artículo.
39. Henri ATLAN, A tort et á raison. Intercritique de la Science et
du mythe, Seuil, 1986.
40. J. LACAN, Le Séminaire, libro 111, pág. 285.
41. J. LACAN, Ecrita, pág. 671.
42. J. LACAN, Le Séminaire, libro III, pp. 101 y 230.
VII
¿CURAR LA PSICOSIS?

La pregunta no deja de planteárseles a quienes tienen un


supuesto saber sobre ella: ¿C urar qué? ¿C urar a quién?
Los síntom as ya no son lo que eran, y la concepción del
sujeto cambió mucho. La evolución de las costum bres hizo
desaparecer de nuestros consultorios a las bellas histéricas
que conocieron Freud y Charcot; la quim ioterapia h a modi­
ficado las m anifestaciones de la locura; el tratam ien to pre­
coz, psicoterapéutico e institucional de las psicosis infantiles
transform ó su devenir. Algunos de los niños a los que antaño
se decía retrasados m entales se convirtieron en adultos que
presentan u n a sintom atología desconcertante, aú n m al co­
nocida.
A causa de e sta evolución, la nosología, el pronóstico y las
perspectivas de la psicosis se h a n modificado profundam en­
te, el térm ino cu rar se vuelve obsoleto y em ergen otros
significantes: cicatrización, estabilización, neurotización,
reinserción, etcétera.
¿Qué ocurrió con Sylvie? La dejam os al salir de la infancia.
Tiene once años, frecuenta un externado du ran te la sem ana,
en la que vive en lo de su abuela, y vuelve con su fam ilia los
fines de sem ana. Los padres hacen entonces gestiones p ara
que ingrese en una institución rep u tad a por ser la única del
mundo capaz de com prender a los niños psicóticos y de saber
tratarlos: “Le preparan un paraíso te rre n a l”, dicen. ¿Cómo
llegaron a esa decisión?
La evolución de Sylvie en el análisis nos ayudará a
com prender mejor ese desenlace.

De la psicosis a la perversión

E n nuestro prim er capítulo hemos analizado el lugar que


ocupaba Sylvie p ara su m adre. F rente a un padre todopode­
roso al que adoraba, la señora H* se había callado, som etién­
dose al orden paterno, e iba a exigir que Sylvie lo hiciera a su
vez. A su vuelta, cuando la niña tiene seis meses, la señora
H* está fascinada por la escena salvaje de atiborram iento, y
la evidencia estalla: la beba tiene mal carácter, es preciso
“ponerla en vereda”. Lo que fue decisivo en la aparición de la
psicosis es que un com portam iento trau m atizan te haya sido
retom ado por el gran Otro, que iba a darle un sentido y a
vincularlo a su problem ática inconsciente. No todos los niños
m altratados en el plano corporal se vuelven psicóticos; es
evidente que hace falta o tra cosa.
Se libra entonces una lucha a m uerte en tre perseguido y
perseguidor. Las dos viven en un círculo en el que nadie
penetra, lo mismo el padre que los demás, con la excepción del
an alista que va a quebrarlo. El padre de Sylvie es cómplice
de esta situación: ¿quién le hab ría m andado m eterse en este
lío?; por otra parte, los hijos son asunto de las m ujeres y
Sylvie es asunto de su m adre... de las m adres, la suya y la
de Sylvie.
E n la cura, esta relación de enfrentam iento especular va
a evolucionar. Sylvie no está com pletam ente “ro ta”, rean u d a
su vida y va a m anifestarlo. M ultiplica las “escenas” con su
m adre, al mismo tiem po que está m ás calm a fuera de su
presencia e incluso puede frecuentar el jard ín de infantes. En
el análisis, escucha a su m adre y descubre a la vez la
pregunta -¿qué espera de m í?- y la respuesta -q u e siga
siendo su objeto de goce-. La prosecución del análisis le va a
p erm itir descentrarse de su posición de objeto librado al goce
del Otro, retomando por su cuenta esta identificación para
hacer de ella un imperativo de goce.
E n el análisis, construye poco a poco, con dificultades, sus
objetos a. Su cuerpo tom a forma, se ve por fin en el espejo y
ya no se siente anonadada por la angustia. Va entonces a
ju g a r una p artida cautelosa con su m adre. Va a exigir la
realización de lo que aparecía como un fantasm a m aterno.
De “Ponen en vereda a un niño” se pasa a “¡Quiero que me
pongas en vereda, fuérzame, grita aun m ás fuerte, oblígame
a comer!”
Escuchó que su m adre decía: “Soy yo quien debe hacer
todas las reacciones de mis hijas”. Escuchó tam bién estas
terribles palabras: “No puedo m ás, no sé de qué soy capaz, es
ella oyó”. Sylvie las tom a al pie de la le tra y lanza u n a especie
de desafío al orden m aterno en el que los niños deben
som eterse o desaparecer. Le dice: goza, sé mi amo, me pongo
(literalm ente) en tus manos, hazm e vivir o m átam e si te
atreves, me hago el objeto de tu goce.
E ste objeto está separado del fantasm a, dice Lacan, quien
habla así de la perversión:

Acentúa apenas la función del deseo en el hombre, en cuanto


éste instituye la dominación, en el lugar privilegiado del
goce, del objeto a del fantasma por el que sustituye el $ [...]
Sólo nuestra fórmula del fantasma permite poner de mani­
fiesto que el sujeto aquí se hace el instrumento del goce del
Otro (Ecrits, pág. 823).

Al hacer de su cuerpo un objeto fetiche p ara el goce del


Otro, impone así su ley a cambio. Ya no desaparece en la
identificación con el objeto a sino que, al contrario, la reiv in ­
dica de m anera provocadora.
Del tra u m a inicial que perm aneció inscripto en su cuerpo
de niña psicótica hace u n a exigencia de violencia, reclam a
una repetición, bajo la forma del desafío. E sta violencia se
parece cada vez m ás a esos ritu ales m asoquistas en los que
los participantes saben h a sta dónde llegar para que no ir
dem asiado lejos. El sufrim iento, el dolor, sí, pero no la
m uerte. Sylvie instituye u n a especie de contrato tácito.
Q uiere ser obligada, pero sólo con ciertas cosas, en ciertas
condiciones y con ciertas personas: en prim er lugar su m adre,
luego sus educadores; en cuanto a los demás, no deben
tocarla, al menor contacto grita que la violan o la persiguen.
E sta m anera de ser que se vuelve cada vez m ás insoportable
p ara sus allegados es, de hecho, su m anera de buscar la
“comunicación” (cf. C hristian). A mi pregunta: “¿Porqué eres
ta n «jodida con tu madre»?” (leitmotiv del padre), responde:
“¿Tendré alguna vez a mi m am á si no la busco?”
E sta exigencia pone al otro, sobre todo a la m adre, en una
posición insostenible. Si acepta la violencia sobre el cuerpo de
Sylvie, incluso si in ten ta hacerlo con hum or, es el engranaje
sádico y el acaparam iento total. (¡Sylvie se convierte en un
tirano mucho m ás tiránico que el verdadero, el padre de la
señora H*!) Si se rehúsa a prestarse a ese juego, es la m uerte,
pues Sylvie detiene todas sus funciones ñsiológicas: alim en­
tarse, beber, ir al baño, etcétera. A hora es ella quien escruta
la angustia en el rostro del Otro.
Si bien esta problem ática puede te n er u na forma perversa,
no se tr a ta aquí de perversión en sentido estricto. A ntes bien,
estam os en un proceso de redisposición de la e stru ctu ra
psicótica, en una ten ta tiv a de salir del túnel.
Es en la relación con la Ley donde la diferencia es m anifies­
ta. Si el perverso plantea un desafío a la Ley -L acan insiste
en ello- es porque no ignora nada de esta Ley. E stá perfec­
tam ente inscripto en la problem ática edípica, m ien tras que,
en Sylvie, todo acercam iento a la castración simbólica es
impensable. En ella no hay Ley que constituya una b a rra al
gran Otro. La Ley es para ella el superyó materno, con sus
im perativos feroces, heredados de un abuelo m andón, siem ­
pre allí para im poner sus opiniones. De hecho, Sylvie y su
m adre son las hijas pervertidas de un m aestro de aforismos,
cuyo poder es tam bién el del dinero, y realizan bajo su m irada
un juego m inado de antem ano,
D espués de varios años de ese juego, el anhelo expresado
al principio por el abuelo, “A estas niñas hay que m andarlas
a Suiza”, va a realizarse.
La e stru ctu ra subyacente a esta posición pseudoperversa
se revela en la angustia que subsiste a través de la relación
de Sylvie con el mundo y los dem ás. F undam entalm ente
tiene miedo y pide ser protegida: miedo a la violencia de los
niños en el colegio, miedo a los objetos que se ponen a vivir,
miedo a los anim ales, miedo a la noche, al día, miedo a las
palabras. E sta aparente contradicción le vale m olestias,
dado que, en buena lógica, ¡no se puede te n er miedo cuando
se m anifiesta ta n ta exigencia, reivindicaciones y agresi­
vidad!
E sta posición va aparejada con el reordenam iento del
m undo que va a operar: de un lado los buenos, del otro los
malos, especie de esbozo de delirio paranoico que logra hacer
com partir a su fam ilia. La institución, con sus educadores y
sus niños, se convierte en u n a guarida de malvados que la
atacan y persiguen. Los educadores son incapaces, cómplices
de e sta violencia. ¿Acaso no hablan de buscarle u n a fam ilia
de acogida, ante el desfallecimiento de la abuela, agotada por
las exigencias de su nieta? La an alista m ism a se vuelve
sospechosa: si la abuela desfallece, ya no soy “suficiente”,
h a ría falta que me ocupara de ella todo el tiempo y, cuando
pido u n poco m ás de reflexión o de preparación p a ra esa
p artid a que me parece muy precipitada, se in terp reta esto
como u n a hostilidad de mi p arte a ese proyecto.

La partida de Sylvie

De modo que la obsesión de Sylvie es ser “protegida”. No deja


de hacerm e preguntas a ese respecto: “¿Proteges a tu s
hijos?”, “¿Tu marido te protege?”, “¿Por qué m is padres no me
protegen?”
La protección que reclam a va a encontrarla en la Escuela
de X, que es un verdadero asilo contra la agresión del mundo,
un sitio al abrigo de la violencia, un lugar donde el precepto
fundam ental es el respeto a los niños, principio que los padres
ponen en prim er plano en oposición a lo que sucede en las
instituciones francesas.
Sylvie h a rá con sus padres uno o dos viajes a X, p ara tom ar
contacto con la Escuela. Se perturba, se inquieta, me pregun­
ta si es un país de forzados (creo que se tra ta de ser “forzada”
o no) y me declara que allí se va a m orir de ham bre. Luego
todo el m undo se pone de acuerdo en la admisión, incluida
ella. E sta decisión fue facilitada por el hecho de que u n a joven
educadora, que habla francés, va a iniciar a Sylvie en la
lengua del país. Lise es bilingüe y aprendió francés cuando
era muy chica con u n a m adre de este origen. De en trad a, se
siente a traíd a por Sylvie y m uy dispuesta a ocuparse de ella.
Sylvie asombra, intriga, no se parece a los otros niños de
la Escuela de X. Las cartas me dicen que allí prosiguen “el
notable trabajo” que hizo conmigo, que sigo presente en su
“discurso interior” y en el pensam iento de los educadores.
De esta forma, Sylvie va a ten er lo que siem pre había
soñado, u n a presencia constante ju n to a ella. Lise, su educa­
dora, está ahí casi todo el día y a m enudo a la noche, es de u na
dedicación ejem plar y la am a “como a la niña de sus ojos”. Le
enseña la lengua del país, que Sylvie h ab lará luego de sólo
ocho meses de estadía. En cuanto a la comida, Lise va a ju g a r
con ella a forzarse u n a a otra, pues en la institución no
fuerzan a los niños, se “influye” sobre ellos. Se ocupa tam bién
del cuerpo de la niña, que vuelve a aprender a cam inar bien
con unas plantillas especiales; su cintura cobra flexibilidad
y ya no se desplaza como u n a sonám bula. Lise se quedará
varios años junto a Sylvie y prolongará un año su trabajo en
la Escuela de X para no abandonarla dem asiado pronto.
D urante el prim er año la niña no verá a ningún miembro
de su fam ilia, las visitas e stá n prohibidas. Los siguientes,
sus padres pasan algunos días de vacaciones en la ciudad de
X, cerca de la Escuela; luego ella p a sa rá u n a cortas estadías
en Francia. Perm anecerá diez años en la institución X.
Regresa, y su m adre sigue ta n inquieta como siem pre por
lo que puede pasar. Los psiquiatras consultados en Francia
hablaron de u n a fam ilia de acogida (como hace diez años)
p a ra que la m uchacha pueda llevar u n a vida m ás autónom a,
reaprender el francés y ta l vez iniciar u n a formación profe­
sional. Pero la vida es difícil cuando ya n ad a te protege.
“H abría que encontrar otra Lise que se quedara ju n to a ella”,
dicen.
La historia de Sylvie es singular. E sta niñ ita de tre s años,
que p resenta un a psicosis grave, es tra ta d a en prim er lugar
por el psicoanálisis, luego ingresa en unos externados m édi­
co-pedagógicos al mismo tiempo que prosigue el trabajo
analítico. A los once años es ap artad a de la m añ an a a la
noche de su medio, de su familia, y se va a vivir diez años en
un internado m uy lejos de su país de origen.
A su vuelta, se p resenta un poco como esos adultos jóvenes
que han declarado u n a psicosis en el momento de la adoles­
cencia. Conservan u n a especie de fragilidad, con identifica­
ciones yoicas que pueden d ar ilusiones, pero corren el peligro
de hundirse ante los incidentes de la existencia. No por ello
el resultado es menos alentador p ara u n a psicosis infantil
m uy precoz con m anifestaciones de autism o.

La experiencia de otra institución

La experiencia de Sylvie me lleva a valerm e de u n a experien­


cia realizada desde hace tre in ta años ju n to a jóvenes psicó­
ticos en u n a institución que tiene la m ism a estru ctu ra que la
escuela donde ella estuvo. La sobrevaloración del trabajo
hecho en el extranjero me incita a h a b lar de esta realización
p a ra destacar su originalidad e interés. Esto nos llevará a
com parar dos enfoques diferentes de la psicosis con sus
consecuencias prácticas en cuanto al tratam ien to del joven
psicótico.
La Escuela de X está asociada a la U niversidad. E l director
y los educadores son profesores o alum nos de ésta en procura
de la obtención de un diploma. Los niños que no están
dem asiado aquejados tienen la posibilidad de seguir cursos
en los locales mismos de la Escuela. Si bien la teoría psicoa-
nalítica está presente en el enfoque que tienen allí de la
enferm edad m ental, no hay tratam ien to psicoanalítico de los
niños, siendo el trabajo an tes que n ad a pedagógico.
La idea del fundador era que el com portam iento psicótico
e ra una respuesta a un mundo de frustración y violencia; si
el mundo cambia, el comportamiento desaparece, de donde el
proyecto de no ocuparse m ás que del niño, de separarlo de su
medio fam iliar y brindarle un am biente acogedor, permisivo
y tranquilizante.
El niño puede rep etir indefinidam ente sus síntom as, éstos
son tolerados e incluso alentados, pues se supone que lo
protegen de un te rro r dem asiado grande. N adie lo urge a
renunciar a ellos, el tiem po no cuenta.
E sta nueva experiencia de vida debe llevar a un nuevo
nacim iento. El fan tasm a de “renacim iento” im plica que el
prim ero se borre, que el pasado desaparezca. Es preciso por
lo tanto que el niño sea radicalm ente apartado de sus padres.
D urante el prim er año, la separación es total; no obstante, los
padres recibirán informes sobre el comportam iento de su hijo
(no olvidemos que ellos envían el dinero de la pensión, que es
mucho).
Cuando el niño desea asum ir esta separación (se supone
que Sylvie lo hizo a su llegada), esto se in terp reta como una
dem anda de curación, y se dice de él que es valeroso y está
listo al sacrificio. Escuché un com entario m uy despreciativo
del Director sobre un niño que lloraba y reclam aba a sus
padres. La educadora que relatab a la cosa escuchó que le
respondía: “Es porque usted no lo am a lo suficiente”. En esta
actitud subyace u n a condena im plícita de los padres. Sylvie
conoció en la Escuela X u n a época en la que todo lo que había
sido su vida anterior era lo “malo” que ten ía que olvidar.
¿Es posible dejar desarrollar im punem ente y estim u lar
ese proyecto? ¿V erdaderam ente es posible p en sar que unos
buenos padres-educadores van a re p a ra r los estragos come­
tidos por los “malos padres” y a p erm itir que el niño vuelva
a em pezar de cero?
E sta posición me parece puram ente im aginaria y no tiene
en cuenta en absoluto lo que nos enseñó el psicoanálisis sobre
el complejo de castración y el trabajo de identificación que se
opera en él.
Las clínicas de la “Fondation S anté des E tu d ian ts de
France” están asociadas, como la Escuela X, a la U niversi­
dad. Existen varias, en P arís y en las provincias. Aquella
donde trabajo desde hace veinte años tom a a su cargo, en
internado o en hospital de día, a estudiantes afectados por
trastornos psicológicos, neurosis graves o psicosis. Incluye
u n departam ento de estudios, con profesores que tra b a jan
p ara ad ap ta r su enseñanza a este tipo de alum nos. Muchos
tienen una formación psicoanalítica e in ten tan , en colabora­
ción con los asistentes, llevar a buen puerto ese difícil trabajo
de aprendizaje escolar o universitario p a ra sujetos profunda­
m ente perturbados. En colaboración con los trabajadores
sociales, se esfuerzan a continuación por facilitar la form a­
ción profesional y la inserción social de los pacientes.
Los pensionados son repartidos en varios servicios, com­
puestos por el médico institucional de tiem po completo (la
gran m ayoría son psiquiatras de formación analítica), in te r­
nos y el equipo asistente, enferm eros, enferm eras, psicólo­
gos, asistentes sociales, especialistas en psicom otricidad,
etcétera.
Un poco aparte, el grupo de los médicos psicoterapeutas
-todos psicoanalistas- tom a en tratam ien to a los pacientes
que les derivan los médicos institucionales. Los pacientes
pueden comenzar el tratam iento d u ra n te su hospitalización,
continuarlo después de su salida o d u ran te su estad ía en el
hospital de día. Los analistas los atienden cara a cara cuando
se tra ta de psicoterapia analítica o echados si hacen un
análisis. Algunos de ellos practican el “psicodram a analítico
individual”, en el que el paciente aporta u n a idea, un fan tas­
ma, un tem a que pone en escena y rep resen ta con un equipo
de terap eu tas psicoanalistas.
El enfoque terapéutico es por lo tanto m uy diversificado y
la perspectiva totalm ente diferente a la de la Escuela X.
Puesto que si la regresión psicótica es aceptada y com pren­
dida, sin embargo no es favorecida. Existe un pequeño
servicio cerrado para “poner al abrigo” en caso de crisis, pero
no se hace nada p ara p erp etu ar los síntom as, sino todo lo
contrario.
El tiempo es precioso en un período de gran actividad
psíquica como la adolescencia, de donde un apoyo m uy activo
en los estudios y la existencia de ayuda psicológica bajo
form as diversificadas.

La familia

Si bien hay separación de la fam ilia para el joven que ingresa


a la clínica, no hay corte, todo lo contrario. Puede volver a su
casa d u ran te el fin de sem ana, y va a hacerse un im portante
trabajo para liberar las identificaciones m ortíferas en las que
perm anece entram pado.
Ese trabajo se realiza con el médico institucional, asistido
por otros miembros del equipo que reciben al paciente con su
familia. E ste enfoque de la fam ilia es conducido según
modalidades propias de cada uno pero que, con poco m ás de
una excepción, no tienen el carácter de terap ias sistémicas.
El paciente elabora en general u n a prim era tom a de concien­
cia (así como lo hizo Sylvie al escuchar a su m adre hablándo­
me) de su posición de objeto atrapado en la constelación
fam iliar. E stas entrevistas van a redistrib u ir las cartas,
desplazar las cargas y d escentrar al paciente del lugar que
ocupaba en el seno de un grupo cuya cohesión reforzaba, al
mismo tiempo que su propio encierro. Podrá entonces hacer
u n a dem anda personal de psicoterapia, dem anda ta n proble­
m ática en el psicótico.
Puede suceder que esos pacientes vuelvan a re p re se n ta r
en el psicodram a las conversaciones fam iliares, ocupando
sucesivam ente el lugar de todos los protagonistas, lo que les
perm ite evaluar las identificaciones im aginarias que los
sostienen. El juego tiene un efecto revelador, con sus quid pro
quo, sus falsos reconocimientos, sus lapsus, sus silencios, sus
actos fallidos, sus expresiones emocionales. Lo im portante es
que todo eso se hable y luego se retom e en el cara a cara con
el an alista director del juego. Se tra ta claram ente de un
trabajo analítico, el pasaje alternado del juego escénico al
discurso asociativo con el an alista perm ite al sujeto un
señalam iento simbólico, que se apoya sobre un im aginario
que se rehace al mismo tiempo que se deshace.
Sim ultáneam ente, se tra ta de un trabajo psicoanalítico en
esos jóvenes pacientes que van a retom ar con posterioridad,
en la cura analítica, los elem entos de un episodio delirante,
a la m anera del análisis de un sueño. Pues con m ucha
frecuencia es después de un acceso delirante, y a veces
después del paso por un hospital psiquiátrico, cuando ingre­
san a la clínica.
No hay nada de eso en la concepción de la Escuela X. Si bien
tenem os en cuenta la im portancia de las identificaciones
yoicas en cuanto “m uletas” p ara el psicótico, las considera­
mos necesarias pero no suficientes, y n u estra m eta no es
reforzarlas a cualquier costo sino in te n ta r un anudam iento
con el orden simbólico.
La diferencia estru ctu ral que m antenem os en tre el gran
Otro y el pequeño otro nos perm ite discernir, en el análisis del
psicótico, lo que se refiere a su relación con el gran O tro y lo
que corresponde al orden im aginario, identificación especu­
la r con el pequeño otro en particular (cf. C hristian y su doble).
C ontar únicam ente con la segunda, “enseñar al psicótico a
reprim ir”, a reforzar sus identificaciones im aginarias, como
Sylvie con Lise (“hacer parecido”, decía Sylvie), equivale a
consolidar una construcción artificial p ara ocultar u n a alie­
nación tanto m ás grave por el hecho de que nunca sald ra a
la luz.
E sta apuesta de tom ar a los psicóticos en análisis, en la
institución y luego de su partida, se realiza desde hace
tre in ta años. No h a ré estadísticas p ara apreciar los re su lta ­
dos. Pero no hablemos de “curación”, como se ja ctan algunos.
M ás bien de e sta r mejor, de vivir mejor, de una vida no
exenta de sufrim iento pero a la que pueden m anejar por sí
mismos, que perm ite qué ocupen su lugar en la sociedad y ya
no en el asilo.

Las paradojas de la psicosis

U na “paradoja” (de para, contra, y doxa, opinión), opinión


“contraria a la opinión común”, según dice el diccionario, es
u n a formación que une lo inconciliable, lo contradictorio.
H ay siem pre paradojas en lo que se denom ina am bivalencia,
am bigüedad, antinom ia, discordancia. N umerosos au to res1
hacen de este funcionam iento m ental y de este modo de
comunicación u n a característica esencial de la psicosis.
Algunos llegan h a sta prescribirla p ara sacar al esquizofréni­
co de su propio funcionam iento paradójico.2
Después del viaje alrededor de la psicosis que acabam os de
realizar, intentem os enunciar algunas de estas paradojas.
El esquizofrénico no está esquizado m ás que porque no h a
llevado a cabo su esquizia, el psicótico se siente dividido sólo
porque no lo está y el sujeto sano no cree h ab er escapado a
la alienación sino porque h a logrado la suya.
Lacan no dejaba de recordar la paradoja, a la cual nos
en frenta el psicótico, que es el funcionam iento mismo del
inconsciente. En 1976 decía lo siguiente:
¿Cómo no sentir todos que las palabras de las que depende­
mos nos son de algún modo impuestas? Es claramente en eso
en lo cual aquel al que se llama enfermo va a veces más lejos
que quien se denomina hombre normal. La palabra es un
parásito. La palabra es un enchapado. La palabra es la forma
de cáncer de la que está aquejado el ser humano. ¿Por qué un
hombre llamado normal no se da cuenta de eso?3

La locura puede concebirse entonces como verdad del


hombre, verdad de un saber que cada uno lleva en sí sin
saberlo y que lo conduce ciegam ente hacia su destino, ese
saber que Lacan evocaba con estas palabras terribles:

Un saber que no entraña el menor conocimiento, en el hecho


de que está inscripto en un discurso del que, como el esclavo-
mensajero de la costumbre antigua, el sujeto que lleva bajo
su cabellera el codicilo que lo condena a muerte no sabe ni su
sentido ni su texto, ni en qué lengua está escrito y ni siquiera
que se lo tatuaron en su cuero cabelludo afeitado mientras
dormía.4

El sujeto tiende a ignorar la división que lo funda, m ien­


tra s que el psicótico no puede desconocerla, pues vive su
alienación a cada in stan te en lo que tiene de imposible p ara
él. El es ese saber mismo del inconsciente que lo m antiene en
la contradicción, y a veces en la disociación.
Al no poder desconocer su alienación, ¿sería el loco, por lo
tanto, el único hom bre libre? “Los hom bres libres, los v erd a­
deros, son los locos [...] es por eso que en su presencia ustedes
se sienten con ju s ta razón angustiados”. Al sostener esa
paradoja frente a una asam blea de psiquiatras poco p rep a­
rados a escuchar un discurso semej ante, Lacan no podía, a su
turno, ap o rtar sino m olestia y angustia.
Si el psicótico desvaría, es verdaderam ente porque nos
rem ite a n u estra propia locura, que es la verdad que llevamos
en nosotros y que no dejam os de m antener a distancia
m ediante la represión. La m en tira que alim entam os signa
n u estra norm alidad y nos perm ite la comunicación con
nuestros sem ejantes: “El hombre que en el acto de palabra
corta con su sem ejante el pan de la verdad com parte la
m entira”,5 decía Lacan.
Sólo el bufón* del rey puede decir la verdad, pero esta
verdad no la revela sino bajo el aspecto de chistes, farsas y
payasadas, que son otras ta n ta s formas caricaturescas de la
locura.
Al hombre sano no le gustan las paradojas m ás que en la
m edida en que se burla de ellas o las dom ina m ediante
la inteligencia: sofismas, contraverdades, mistificaciones,
hum or son otras ta n ta s m aneras de escapar a la significación
profunda que encubren.
La frecuentación de los psicóticos es una confrontación
perm anente con un pensam iento am asado con paradojas. Al
abolir las leyes de la lógica, al salir del sistem a de codificación
que perm ite la comunicación, el psicótico se postula como
representante viviente del inconsciente. Si bien no in te rp re ­
ta como el analista, entrevé qué contradicciones h ab itan a
ese otro que le habla, y cuando las revela salvajem ente se
a tra e las peores dificultades. De donde esos intercam bios
insensatos en las fam ilias de los psicóticos, en los que ya no
se sabe quién está loco y quién vuelve loco al otro.
E sta lucidez del psicótico, este don de “doble visión”, podría
decirse, puede p a sa r por u n a provocación. Si el entorno del
paciente es el prim ero al que le incumbe, el an alista no
escapa a ello.
Tradicionalm ente, el análisis se hace con los neuróticos,
puesto que el trabajo que se opera en ellos concierne a la
represión. Ahora bien, el psicótico, en quien el problem a es
precisam ente la ausencia de la b a rre ra de la represión,
subvierte la regla y corrompe a quien quiere seguir aplicán­
dola en todo su rigor. El an alista corre entonces el riesgo de
convertirse en el analizante de su propio analizante, y ser
reducido a la impotencia.

* Fou [loco], una de cuyas acepciones es bufón. (N. del T.)


Si Freud pensaba que los psicóticos no eran analizables,
Lacan escribió “De una cuestión prelim inar a todo tratam ien­
to posible de la psicosis” a fin de postular sus fundam entos
estructurales, al mismo tiempo que se reservaba la res­
puesta.
Pero, como tom am os a los psicóticos en análisis, sería
conveniente interrogarnos sobre ciertos puntos cruciales:
¿Qué trabajo se opera con los pacientes, que no es el levan­
tam iento de la represión? ¿Qué adecuaciones ap o rtar a la
cura de los psicóticos? ¿No nos encontram os en la necesidad
de rep ensar ciertos conceptos, como la transferencia?
La paradoja del psicótico no está sólo en la expresión del
lenguaje, se refiere tam bién al e statu to del objeto y puede
ten er consecuencias por lo menos sorprendentes.
De la identificación con el objeto en el inconsciente, Lacan
decía:

Estos objetos parciales o no [...] el sujeto sin duda los gana o


los pierde, es destruido por ellos o los preserva, pero sobre
todo es esos objetos, según el lugar en que funcionan en su
fantasma fundamental [,..].6

En cuanto al psicótico, se queda en la identificación con un


objeto que no se fundió en el fantasm a fundam ental, con
un objeto próximo a lo real. Es carne, excremento, pero de
igual modo objeto del mundo real, m esa, m áquina, robot,
etcétera. Cuando el objeto ya no es parte recipiente del
fantasm a y causa oculta del deseo, vuelve del exterior a la
m anera de esos ojos dirigidos al suelo que fijan al sujeto por
su m irada inquietante.
No retom ado en una organización im aginaria y significan­
te, el cuerpo del niño psicótico sigue siendo yuxtaposición,
ensam blaje, ajuste de fragm entos (cf. el caso de Florence, en
el Epílogo). P a ra encontrar alguna coherencia y u n poco de
realidad, lo identificará con una m áquina sobre la cual pueda
ejercer cierto dominio (cf. la m áquina de influir de Tausk, el
niño Joe de Bettelheim ), m áquina cuyo funcionam iento
podrá confiar a un Otro todopoderoso, como lo hacía Sylvie
con su “Fuérzam e, hazme vivir o m orir”.
U na tarde de 1967, en el hospital Sainte-Anne, dirigiéndo­
se a una asam blea de psiquiatras con un tono particularm en­
te provocador, según parece destinado a sorprender y p e rtu r­
b a r su confort, por no decir su conformismo, Lacan enunció
u n a serie de paradojas de las que la m ás llam ativa fue para
m í u n a reflexión sobre el objeto a en la psicosis. P a ra m arcar
la ausencia de esquizia de este objeto, dijo:

El loco no tiene demanda de a, él tiene su pequeña a, es por


ejemplo lo que llama sus voces. [...] No se sostiene en el lugar
del gran Otro por el objeto a, lo tiene a su disposición. [...] El
loco es verdaderamente el hombre libre, digamos que tiene su
causa en el bolsillo, es causa de sí, es por eso que está loco. [...]

La confusión entre lo viviente


y lo inanimado

Ese defecto estru ctu ral que es la no separación del objeto


e n tra ñ a u n a paradoja subyacente en toda organización
psicótica: la confusión entre lo viviente y lo inanim ado.
En general, un sujeto se sabe vivo sin que haya que
dem ostrárselo, m ientras que p ara el psicótico la vida no va
de suyo. Sylvie preguntaba por qué sus m uñecas no crecían,
y por otra parte hacía la pregunta: ¿Estoy m uerta? Muchos
psicóticos adultos llegan a ese punto, se dicen m uertos vivos,
y los enfermos catatónicos que se veían an tañ o doblados en
posición fetal, en un extrem o de su cam a de hospital, d u ran te
años enteros (lo que Schreber conoció), no estaban lejos de
figurar e sta m uerte.
Las personas vivas del entorno del psicótico pueden existir
a la m anera de los objetos inanim ados.
Sylvie, que había visto a su m adre lim piar u n a m esa
“oxidada” y quejarse ulteriorm ente de e sta r “oxidada” a
causa de su reum atism o, hizo u n a am algam a grotesca entre
los dos significantes y la identidad de los cuerpos y los objetos
- s u m adre bien podía ser u n a m esa oxidada o un “secapla-
tos”, objeto y significante a los que estaba ta n aficionada
como a “delan tal”- porque ella m ism a era un enredo de
tuberías ocultas bajo hermosos ropajes.
El sujeto puede de igual modo p en sar que ya está m uerto,
pero que los objetos están vivos y van a atacarlo. Sylvie no se
atrevía a tocar el alim entp con los dedos, como si el pedazo de
pan fuera a m orderla o devorarla.
En cuanto a la m uerte, para estos pacientes no es obliga­
toriam ente el final de la vida, puede p resentarse en num ero­
sas figuras paradójicas. El sujeto puede darse m uerte cre­
yendo m a ta r a algún otro. Por lo dem ás, frente a todo suicidio
de psicótico se plantea una pregunta: ¿quién m ata a quién?
Tam bién puede m atarse para existir por fin, ser al no ser
más: ser un cadáver, ser un nom bre sobre u n a tum ba.
C hristian in ten tab a suicidarse p ara unirse a la “congrega­
ción de los N iños Anónimos” que lo esperaba desde toda la
eternidad.
El suicidio mismo tiene a m enudo algo de irreal en su
realización, o m ás exactam ente de surreal, ta n descalificada
está en él la realidad: tal esquizofrénico se abre el v ien tre y
esconde sus intestinos abajo de la cam a; tal otro, privado de
todo instrum ento contundente, se frota el pecho con cortezas
de pan h a sta llegar al corazón y m orir a causa de ello.
El psicótico m itiga esta incertidum bre fundam ental en
cuanto a la vida y la m uerte m ediante construcciones m ás o
menos a stu ta s que le aportan alguna estabilización. Lo que
no pudo realizar de la Spaltung prim ordial, in te n ta restab le­
cerlo de otra m anera: es del exterior que le viene lo que no se
inscribió en “la o tra escena”: el diablo actúa en él, el anim ador
de televisión le habla personalm ente y le envía ondas,
etcétera. Inventa sistem as complejos que hacen sostenerse
al mundo, program a su vida y la de los dem ás, evacúa la
duplicidad que lo h abita en el delirio.
He aquí lo que me decía Thibaut, un joven psicótico que,
a pesar de un alto nivel de estudios en m atem áticas, no
lograba integrarse en una profesión por la cantidad de
problemas que le planteaban las relaciones hum anas:

En las reuniones estoy inmóvil, ya no tengo armas. Soy capaz


de analizar los problemas intelectualmente pero incapaz de
integrarlos en el plano afectivo -no estoy informado afectiva­
mente-, Me imagino a los seres vivos funcionando como los
mecánicos, el cerebro y el corazón funcionan como máquinas.
Debo preparar mi vida de antemano como con las piezas de
ajedrez, un ajedrez y no una ruleta, debo reducir el lugar del
azar. Tengo miedo a las reacciones de los demás, no compren­
do su comportamiento, sus gestos, sus actitudes, estoy sin
armas con el mismo título que un muchacho que no compren­
diera el lenguaje de la gente y rompiera la TV y quemara los
libros. Lo que le pido a las personas es que sean objetos
benévolos que tengan siempre el mismo papel, la misma
función. Necesito que se ordenen en una pirámide, en esca­
lera más bien, debo saber en qué lugar están.

Lo que se destaca en la escucha de los psicóticos es la


perm anencia del discurso paradójico, “coexistencia de Pitias
y la razón”, decía C hristian, coexistencia del sí y el no, de lo
verdadero y lo falso, de lo bueno y lo malo, de lo alegre y lo
triste, del am or y el odio, confusión que traduce bien esa
ausencia de contradicción que reina en el inconsciente y el
ello:

Los procesos que se desarrollan en el ello no obedecen a las


leyes lógicas del pensamiento; para ellos, el principio de
contradicción es nulo. En él subsisten emociones contradic­
torias sin contrariarse, sin sustraerse las unas a las otras. [...]
En el ello, nada que pueda compararse a la negación [...] nada
que corresponda al concepto de tiempo. [...] Los deseos que no
surgieron nunca fuera del ello, así como las impresiones que
permanecieron enterradas en él como consecuencia de la
represión, son virtualmente imperecederos.7
El psicótico desvaría, suscita en su interlocutor pero
tam bién en su an alista reacciones a menudo paradójicas.
Puede a rra s tra r al otro a la confusión, la angustia y el
desam paro, que dan como corolario reacciones secundarias
de defensa, agresividad, rechazo, acom pañadas a m enudo
por el sentim iento de ten er que “salv ar el pellejo”.
El interlocutor puede tam bién a n u la r u n a p arte del m en­
saje, como si tuviera que restablecer la coherencia del
discurso m ediante un trabajo de represión perm anente, no
entiende entonces m ás que lo que quiere entender, lo que
tiene un efecto despreciativo sobre quien quiere expresarse.
(Sylvie no era sino agradablem ente e x tra ñ a a los ojos de su
padre.) Sintiéndose incomprendido, el paciente re ite ra su
dem anda, que provoca la m ism a respuesta, diálogo de sordos
infinito en tre el psicótico y el otro. El psicótico puede así
m in ar al a n alista poniéndolo en vilo en su teoría o su
práctica.
Sujeto supuesto saber, el a n alista no siem pre puede serlo
p ara el psicótico, que piensa que el O tro sabe y no sabe, pero
tam bién que sabe todo o no sabe nada.
Si el a n alista se atiene a la regla de la atención “flotante”,
corre el riesgo de flotar cada vez m ás, de dejarse a rra s tra r al
abandono, la locura o el adorm ecim iento (¡para Searles, el
paciente se convertía en el “te ra p eu ta simbiótico”!).8
Si su atención es dem asiado sostenida, te n d rá tendencia
a restablecer la coherencia del discurso borrando sus co n tra­
dicciones in tern as, y en devolución escuchará que le repro*
chan “ser como los dem ás”: “U sted quiere que yo sea norm al
pero no me da los medios. No me indica un método”.
E n cuanto a la “n eutralidad benévola”, el psicótico puede
ten er a la n eutralidad por indiferencia absoluta, ausencia
real, vacío, y a la benevolencia por am or total capaz de
in v ertirse en m alevolencia persecutoria. Por lo dem ás, este
sentim iento persecutorio no siem pre carece de fundam entos,
¡tan exasperantes pueden volverse estos pacientes!
Double bind

Bateson, en 1956, establece la teoría del double bin d , tra d u ­


cido como “doble vínculo” o “doble coacción” (llamado ta m ­
bién traba, callejón sin salida, control). E sta teoría tuvo, y
conserva aún, num erosas implicaciones teóricas y terap éu ­
ticas del otro lado del Atlántico.
La fam ilia sería la responsable de la locura de uno de sus
miembros debido a un modo de comunicación de tipo paradó­
jico. El enfermo presunto ilu stra ría así las paradojas fam ilia­
res de la comunicación. La m adre, en particular, sería
“esquizofrenógena” a causa de los m ensajes contradictorios
que transm ite a su hijo.
W atzlawick describe así este double b in d :
Se em ite un m ensaje que, a) afirma algo, b) afirm a algo sobre
su propia afirmación, c) estas dos afirm aciones se excluyen.
[...] Si el m ensaje es una conminación, es preciso desobede­
cerla para obedecerla [...] el sentido del m ensaje es por lo
tanto indecidible. El receptor del mismo es puesto en la
imposibilidad de salir del marco fijado por el m ensaje.9

Todos los ejemplos citados ponen el acento sobre la am bi­


güedad del m ensaje emitido. La observación princeps de
Bateson sigue siendo valedera. Se tra ta de la m adre de un
joven esquizofrénico que va a ver a su hijo al hospital. El
enfermo parece feliz de volver a verla, la recibe con esponta­
neidad y le pasa el brazo alrededor de los hombros. La m adre
da de inmediato la impresión de retroceder. El enfermo retira
el brazo. La m adre le dice: “¿Así que no me quieres más?” El
enfermo se ruboriza y ella agrega: “Querido, tu s sentim ien­
tos no deberían avergonzarte y asu sta rte con ta n ta facili­
dad”. El enfermo la deja en el acto y, poco después, se excita
y agrede a un enfermero.
En este ejemplo, es evidente que la m adre m anifiesta un
poco ruidosam ente su m olestia ante el contacto físico de su
hijo m ediante su actitud de retroceso cuando éste la abraza,
actitud que, como buen conocedor del inconsciente, el hijo
percibe en seguida y a la cual responde en espejo retirando el
brazo. El movimiento de re tira d a es percibido por la m adre
como proveniente de su hijo, su propio retroceso se m antuvo
sin duda inconsciente. Va entonces a hacer recaer en él la
responsabilidad por la am bivalencia que preside su relación,
por su “yo te amo, yo tampoco”, odienam oram iento que
excluye tanto el acercam iento (peligroso p ara la m adre) como
la distancia, pues el “Querido, tu s sentim ientos no deberían
avergonzarte y a su sta rte ” se aplica sin duda de igual modo
a ella misma. La agresión al enferm ero no es m ás que un
desplazam iento, es a su m adre a quien el paciente ten d ría
que m a ta r para no perderse.
¿No reencontram os aquí, caricaturizado, lo que dijimos
acerca de las m anifestaciones del inconsciente y el ello, la m a­
n era en que el sujeto se traiciona en su palabra y sus actos
con los que deja adivinar, sin saberlo, la am bivalencia de sus
pulsiones y su deseo? Nos encontram os ante una ap aren te
contradicción entre el decir y el hacer, aparente pues las p ala­
bras no desm ienten del todo a los actos. De hecho, parece
hab er un error sobre la persona. La m adre acusa a su hijo por
la am bivalencia de su vínculo, desconociendo que es suya.
E sta acusación: “No me quieres m ás. Me quieres dem asiado,
tienes vergüenza de tu s sentim ientos” es a la vez verdadera
y falsa.
Es verdadera en cuanto expresa la verdad del paciente,
errónea cuando esos sentim ientos son atribuidos únicamente
a él. La m adre descalifica a su hijo negando lo que éste recibió
perfectam ente del doble m ensaje que le dirige, pero él no
puede poner en cuestión este m ensaje ni sospecharlo ni
reprim irlo dado que es esquizofrénico, por lo tan to preso en
su totalidad de sus contradicciones y subyugado por una
m adre todopoderosa cuyo objeto sometido sigue siendo.
Todos los niños están sometidos a las conminaciones
paradójicas de los adultos, de las que el prototipo mencionado
por W atzlawick es “Sean espontáneos”: “Posición insosteni­
ble, dice el autor, pues, para obedecer, ten d ría que ser
espontáneo por obediencia, por lo tanto sin espontaneidad”.
Pero este tipo de conminación es m uy trivial, y dudo que
por sí sola pueda volver esquizofrénico a u n niño. ¡Hemos
comprobado con cuántas dificultades nos topamos al querer
encontrarle causas a la psicosis!
F rente al absurdo de u n a orden, el buen sentido popular
aconseja “tener en cuenta las cosas”, “dejarlo correr” o decir,
como Zazie: “Charlas, charlas”. C harla siem pre. E s lo que
hace el niño cuando percibe la am bigüedad del m ensaje.
Pues, ¿qué m adre no deja adivinar perm anentem ente su
am bivalencia frente a un ser que nunca responderá perfec­
tam ente a su expectativa?
Si la am bigüedad es inherente a todo m ensaje y la am bi­
valencia a todo sentim iento, son indiscutiblem ente prepon­
derantes en los padres del psicótico: los deseos de m uerte
están apenas velados y las pulsiones son ta n violentas que
exigen comportamientos de compensación que acentúan a su
turno la discordancia de la relación: hiperprotección, pala­
b ras alm ibaradas desm entidas por el tono de la voz y el gesto,
etcétera. El niño, en ese caso, no va a la zaga y responde a la
vez a los votos conscientes e inconscientes de los padres por
el desorden de su discurso y de su conducta.
E n este tipo de intercam bios, uno puede preguntarse
quién vuelve loco a quién.
H. Searles, en L ’Effort pour rendre l ’autre fo u ,10 se pierde
en los comienzos. Después de h a b er dicho:

De acuerdo con mi experiencia clínica, el individuo se con­


vierte en esquizofrénico en parte a causa de un esfuerzo
continuo -amplia y totalmente inconsciente- de la o las
personas importantes de su entorno para volverlo loco,

curiosam ente re la ta u n a experiencia en que es su paciente


quien lo enloquece, en este caso una joven esquizofrénica
p articularm ente seductora; es cierto que es difícil conservar
la sangre fría delante de u n a m uchacha “m uy atractiva
físicam ente” que habla de política y filosofía m ientras “deam ­
bula frente a uno vestida con un traje de baile con u n a pollera
ultracorta, en u n a actitud provocativa” y lo acusa de ten er
“deseos lúbricos”... ¡“Las interacciones de esos dos niveles sin
relación uno con el otro estuvieron a punto de hacerm e perder
la razón”, escribe Searles!
De m anera general, el niño no reacciona como un robot a
las conminaciones del adulto, no las toma al pie de la letra.
O curre con las conminaciones paradójicas como con todas las
dem andas del Otro, comenzando por la dem anda anal. El
niño escucha la dem anda, responde o no a ella, pero se
plantea m ás o menos abiertam ente la cuestión del deseo. “Me
dice eso pero, ¿cuál es su deseo? ¿Qué sentido tiene eso?”
Todo sentido debe te n er en cuenta el contexto. La conmi­
nación paradójica: “¡Parte! E res libre” puede su scitar las
asociaciones “Al sep a ra rte de mí, me m a ta s”, “Te quiero
tan to como p ara pedirte que me dejes a pesar de mi pena”,
“No te preocupes si lloro, pero si a ti tam bién te da pena sabré
que me quieres”, etcétera. Me parece entonces que la pregun­
ta esencial es: ¿qué hace cada uno con sus propias paradojas
y con las paradojas del otro?
Nos encontram os allí en el punto de partid a de la consti­
tución del sujeto. Si los dos sistem as, consciente e inconscien­
te, están en su lugar, si el objeto está separado y cumple su
función, la paradoja no molesta en absoluto al sujeto porque
constituye la esencia m ism a de su estructura, a saber la
división que lo funda. La paradoja sólo se vuelve insoportable
si pierde ese esta tu to e invade la escena, la de lo consciente.

De la contraparadoj a

Los psiquiatras no son del parecer de Zazie. H an declarado


la guerra a la paradoja e in ten tan circunscribirlay reducirla.
Lo que el psicótico no puede realizar con sus pobres medios,
por ejemplo al identificarse con una m áquina, van a hacerlo
los científicos identificando su trabajo con lo que ocurre en la
cibernética: es la teoría sistémica.
U na vez más, al inconsciente le van a hacer m arcar el paso.
Es preciso poner fin a esta cabeza de M edusa, a esta hidra
irrita n te que renace sin cesar. La elección que el sujeto no
puede hacer, van a ayudarlo a llevarla a cabo.
Los procedimientos utilizados no carecen ni de im agina­
ción ni de eficacia, pero, cualesquiera sean sus formas, hace
falta un Am o. El terap eu ta ya no debe ser pasivo y silencioso,
tiene que participar activam ente en la lucha que el paciente
libra contra sus tendencias opuestas.
En la terapia sistémica, el inconsciente, aunque se reco­
nozca su existencia, será dejado a un lado, el terap eu ta
ayudará al paciente en su lucha atacando el m al m ediante el
mal, lo que es la prescripción paradójica.
He aquí lo que dice W atzlawick:11

P rescribir el síntom a no es más que una forma posible de las


m últiples y diferentes intervenciones paradójicas que pue­
den subsum irse en la expresión “dobles coacciones terapéu­
ticas”; dobles coacciones que no son sino una im agen en
espejo de una doble coacción patógena [...] se formula una
conminación cuya estructura es tal que refuerza el compor­
tam iento que el paciente espera ver cambiar, aquélla crea
con eso una paradoja puesto que se le pide que cambie
m anteniéndose sin cambiar. [...] E ste reforzamiento es el
vehículo del cambio.

Con ello, al obligar al paciente a hacer lo que no quiere


(síntoma), se lo obliga a renunciar a él... ¡La elección se hace
entonces de la mano del amo!
O tras técnicas vuelven a conceder el honor a la hipnosis.
M ilton H. Erickson la em plea en sus terapias. Bajo el efecto
de la misma, el paciente se vuelve m ás receptivo, colabora
mejor y está m ás dispuesto a salir de sus conflictos y a aceptar
el cambio.
Tales intervenciones h an dem ostrado su eficacia, por lo
menos inm ediata, sobre los síntom as. ¡Quién de nosotros no
se sen tiría feliz, en su m iseria neurótica, de agradecer por su
curación a un personaje que posee el Saber, que le d em uestra
un interés evidente y que está anim ado por un deseo ta n
grande de verlo cambiar! Freud, que había curado m ás
rápidam ente a las histéricas imponiéndoles las m anos o
practicando la hipnosis que dejándolas asociar librem ente, lo
sabía. Pero, ¿a largo plazo?

Notas

1. P. C. RACAMIER, “Les paradoxes du schizophréne”, 38e Con-


grés des psychanalystes de langues romanes, Revue frangaise
de psychanalyse, 5-6 de diciembre de 1978.
2. P. WATZLAWICK, J. WEAKLAND y R. FISCH, Changements,
Paradoxes et Psychothérapie, Seuil, 1975 [Cambio, Barcelona,
Herder].
3. J. LACAN, Seminario “El síntoma”, clase del 17 de febrero de
1976, Ornicar?, n° 8, pág. 15.
4. J. LACAN, Écrits, pág. 803.
5. Ibid., pág. 379.
6. Ibid., pág. 614.
7. S. FREUD, Nouvelles conférences sur la psychanalyse, Galli-
mard, pp. 103-104.
8. Haroíd SEARLES, Le Contre-transfert, Gallimard, Connais-
sance de l’inconscient, 1981.
9. P. WATZLAWICK, J. HELMICK-BEAVIN y D. JACKSON,
Une logique de la communication, Seuil, 1972.
10. Harold SEARLES, L ’Effortpour rendre l’autre fou, Gallimard,
Connaissance de l’inconscient, 1977.
11. G. BATESON, BIRDWHISTELL, GOFFMAN, HALL, JACK­
SON, SCHEFLEN, SIGMAN y WATZLAWICK, La Nouvelle
Communication, Seuil, 1981 [La nueva comunicación, Barcelo­
na, Kayrós]; M. SELVINI PALAZZOLI, L. BOSCOLO, G.
CECCHIN y G. PRATA, Paradoxe et Contre-paradoxe. Un
nouveau mode thérapeutique face aux familles á transaction
schizophrénique, ESF, 1978 [Paradoja y contraparadoja, Bue­
nos Aires, Paidós].
EPILOGO

Dejemos aquí a esas nuevas terapias que quieren hacernos


olvidar a ese viejo recalcitrante del inconsciente, y cedamos
las palabras finales a Florence, que dirá, con sus pro­
pias palabras, lo que hemos intentado traducir en lenguaje
erudito.
Esta joven presenta trastornos importantes que oculta
cuidadosamente a sus allegados, lo que le permite cierta vida
social. He aquí cómo se expresa en sesión:
Estoy completamente dispersa, ya no siento los límites ni de
mi cara ni de mi cuerpo, siento los hombros y las nalgas... Soy
una idea, no un cuerpo, no me gusta que me toquen, no me
gusta que me entren en los otros [s¿c]. Ayer, tenía la impre­
sión de ser muy pequeña, un óvalo, un cuerpo sin brazos, la
cabeza, sin límite, sólo un óvalo. No tengo fronteras en mis
pensamientos, no puedo enmarcarme, no logro delimitar las
formas de mi cara, cuando se interesan en mí, mis brazos se
agitan, los pies se elevan, un profe me miró, bailé, cuando
desapareció la cosa se detuvo... Me siento como un hombre en
la parte bega de la espalda, no siento más que los huesos, no
tengo voluptuosidad, soy como un robot... trato de mirarme
en el espejo, trato de sentir, pero el espejo me devuelve una
imagen tonta...
Veo que soy al revés de los demás. En los demás, hay comu­
nicaciones secretas, intercambios que no capto en absoluto,
carezco totalmente de espíritu, soy esquizofrénica.
L a analista —¿Qué quiere decir “esquizofrénica”?
F lorence —Quiere decir que no recibo afecto de los demás.
Cuando digo algo, no veo todo el sentido que eso puede tener,
para mí es de tierra a tierra, cómo tomar conciencia con mi
pensamiento, veo cosas, las siento por mi cuerpo, no puedo
expresarlas, querría ser un baldío pero estoy cortada, la vida,
no es así de fácil.
Pongo mis sentidos en el exterior de mí misma para ir hacia
la gente, trato de exteriorizarme, me digo: ¿cómo hacen para
pensar eso? No tengo nada en el corazón, no puedo hacerme
una opinión personal, no recibo las cosas como un don sino
como un aguante (sic).
Pienso todo el tiempo en mi ano, pongo los labios como culo
de pollo, no entendí qué era la sexualidad, mis padres me
dieron una mala educación.
Hay cosas que no entiendo: “veintidós los canas”, “eso me
hace una hermosa pierna”. Me llevo bien, no sé llevarme, no
sé cómo hacer.
Tengo en mí una fuerza atractiva polarizante que me des­
orienta, una fuerza como dos imanes que se rechazan, de eso
saqué la conclusión de que me hago el amor a mí misma, debo
ser feliz pero no me doy cuenta.
La gente no para de transformarse, C. (su profesor de
guitarra) perdió veinte kilos en unos días, cuando llegan a
transformarse así, ¡eso es tranquilizador!
Renaud dijo en la radio: hay gente que me detesta, otros que
me adoran, yo no formo parte ni de un campo ni del otro, lo
detesto y lo adoro.
Estoy obligada a tener reacciones, no vienen espontánea­
mente, para no tener un aspecto muerto es preciso que
invente, eso me reduce al esqueleto, hay vacíos en mí, no
formo un todo enganchado, para hablar me hace falta cerrar
diferentes partes de mí.
El tiempo avanza retrocediendo como si el tiempo empujara
mis pensamientos y yo avanzara hacia ellos. No tengo para
nada nariz, si tuviera una nariz sabría conducirme.
Escucho voces en el metro, corría más lentamente que de
costumbre, en treinta segundos, yo había llegado a París,
estoy en otra parte, alguien me manipula en mis actos y mis
pensamientos, es alguien que provoca mi curación, soy
dependiente de alguien, no vale la pena que haga esfuerzos
si me manipulan.
Voy a suicidarme, ¿qué vale una vida? De todas maneras, no
conozco la vida.
La a n a l i s t a —Suicidarse, ¿qué es?
F lorence —Actuar sobre mí misma para tener un resultado
por fin, que lo sienta, tengo ganas de partir, de dejar mi lugar
como recuerdo porque no es más que eso, yo, recuerdos de mí.
INDICE

I. La historia de Sylvie.........................................................7

II. Nacimiento del sujeto....................................................37


Discurso común y discurso médico.................................... 41
Otro discurso, psicológico...................................................43
Del niño objeto a al objeto a del niño................................ 47
El deseo del niño................................................................. 49
El embarazo........................................................................ 51
El caso de la señora B*.......................................................53
Niños hipotróficos...............................................................54
Nacimiento y conocimiento............................................... 55
El capital del n iñ o..............................................................57
De los sufrimientos antes del nacimiento.........................58
Los primeros d ía s...............................................................60
Alimentarse........................................................................ 63
De la necesidad al deseo.................................................... 64
Presencia del Otro..............................................................67
Corentin, el prematuro.......................................................70
El niño en la economía pulsional del Otro........................73
La pulsión oral y la pulsión anal del Otro........................76
La historia de Lucie...........................................................81
La voz y la mirada del Otro.............................................. 82
Paul-Marie y su eczema.................................................... 84
La pulsión sadomasoquista del Otro................................87
Lugar del niño en los fantasmas parentales...................... 92
Sylvie en el corazón de la red libidinal
de toda una fam ilia..............................................................95

III. Clínica del objeto........................................................... 105


De qué naturaleza es el objeto a ..........................................111
El lugar del corte.................................................................... 113
El objeto como perdido.......................................................... 115
Goce y angu stia...................................................................... 120
La angustia psicótica............................................................ 123
Volvamos a hablar de Sylvie................................................128
El cuerpo y su representación............................................. 134
El objeto o r a l...........................................................................141
La estructura del e llo ............................................................ 145
Condiciones mínimas
para que se produzca un sujeto..................................... 149
¡Come, Sylvie!..........................................................................153
¿Y el objeto anal en Sylvie?..................................................158
Sobre la v o z ............................................................................. 161
El pseudo-objeto transicional del psicótico....................... 163

IV. E l espejo ciego..................................................................169


El intercambio de las m iradas............................................ 174
Sylvie y el espejo....................................................................175
La visión y la mirada en la psicosis................................... 184
¿Qué puede leerse en una mirada?.................................... 191

V. E l lenguaje loco...............................................................197
La invasión del significante “delantal” ............................. 199
¿Se trata de un recuerdo-pantalla?....................................204
¿Se trata de un fantasm a?.................. ................................211
¿Qué hacer con los significantes del sujeto
en el análisis?.................................................................... 218
El lenguaje “delirante” en S ylvie....................................... 219
Las palabras de n iñ o............................................................ 224
Lingüística y lingüistería.....................................................231
Freud, Saussure, L acan.......................................................237
Diacronía y sincronía........................................................... 241
Condensación, desplazamiento, asociación...................... 244
Ejemplos clín icos................................................................... 249

VI. Represión o forclusión.................................................. 259


Naturaleza de la represión.................................................. 259
La metáfora y el sujeto ........................................................262
¿De qué manera la metáfora incumbe al sujeto?...........265
De la poesía a las palabras-valijas................................... 266
¿Hay represión en la psicosis?.............................................268
El bloqueo significante.........................................................272
Eco y m emoria....................................................................... 275
El discurso desencadenado.................................................. 278
“Un aprendizaje externo” .................................................... 282
El imposible anudam iento.................................................. 285
Figuras de la forclusión....................................................... 288
¿Por qué, cómo la psicosis?.................................................. 292
La estabilización selectiva de las sinapsis....................... 294
¿Hay psicosis antes de la psicosis?.................................... 297
El yo en la psicosis.................................................................298

VII. ¿Curar la psicosis? ....................................................... 303


De la psicosis a la perversión............................................. 304
La partida de S ylvie............................................................. 307
La experiencia de otrainstitución..................................... 309
La fa m ilia ............................................................................... 312
Las paradojas de la psicosis............................................... 314
La confusión entre lo viviente y lo inanimado................ 318
Double b in d ............................................................................322
De la contraparadoja............................................................324

E pílogo.................................................................................... 329
Este libro se terminó de imprimir en el mes de marzo de 1995
en Impresione* SUD AMERICA - Andrés Ferreyra 3767/69. Capital

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