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Poéticas de la narración

Nicolás Rodríguez Sanabria


Espejos

La leyenda sostiene que cuando los conquistadores llegaron a América ofrecieron


espejos a cambio de oro, un trueque que los nativos aceptaron maravillados por la
magia de ese instrumento que lo reflejaba todo. Cierto o no, es fácil creerlo: los
espejos han sido siempre un objeto de misterio, en especial en el arte, eso que usamos
para tratar de contestar las preguntas que no tienen respuesta. ¿Qué hay al otro lado
del espejo? ¿quién es el que me mira del otro lado? ¿para qué los espejos?
La lista de personajes que han decidido inmiscuirse en estos asuntos es tan larga como
la profundidad de un espejo (llega a la mente la Alicia de Lewis Carroll, las inquietudes
de Borges, el escudo de Perseo), entre ellos Carlos Fuentes, que lo hace en Aura con
algo de disimulo: el único espejo físico que habita este cuento largo, y que se nombra
un solo par de veces, es el ovalado del armario de nogal que Felipe usa para acicalarse.
Existe una referencia más: cuando se sugiere que Aura habita la casa de Consuelo
Llorente para hacer de espejo y perpetuar el delirio de juventud de la vieja.
Fuentes habla de los espejos como contenedores de una ilusión ajena a ellos y propia
de lo intangible, de la luz. Los recuerda junto al génesis de Aura: una vieja conocida
que aparece ante sus ojos 14 años después de la última vez, una que entra al cuarto
donde Fuentes la espera y parece cruzar un umbral que la envejece. Pero, como un
rayo de luz que viaja transformándose hasta iluminarnos, la muchacha es la misma, es
al mismo tiempo la de ahora y la de antes.
Se me ocurre entonces que Carlos Fuentes compartía con William Faulkner algo más
que una semejanza física, una inquietud que el escritor norteamericano explica con la
célebre frase: “El pasado nunca muere, ni siquiera es pasado”. Aura es precisamente
eso: el pasado de que no ha muerto. Para mostrarlo, el escritor mexicano toma la idea
de su amigo Luis Buñuel que se imaginaba un umbral que se pudiera atravesar para
recobrar la juventud: viejos de un lado, jóvenes del otro. En efecto, Aura es el espejo
de la viuda Llorente, el reflejo de un pasado que cohabita con el presente.
Hay, sin embargo, más espejos en Aura. Uno casi evidente es Felipe. Yo soy Felipe
cuando leo. Lo es usted cuando lee. El cuento refleja a quien lo mire, a quien lo lea. La
primera frase, “lees ese anuncio”, no es un imperativo, es el presente inmediato que
ahora transcurre frente a nosotros tal como lo hace en los espejos. Harto se habla de
la capacidad que tiene Aura de atrapar al lector, la misma que tiene su personaje
homónimo para atrapar a Felipe, y la razón es evidente: le es fácil capturarnos porque
es un espejo.
Un espejo más, en realidad cinco en concreto e incontables en potencia: las brujas que
parieron a Aura. El relato de Fuentes es la variación de una historia ya contada: la
vieja, la joven y el mozo; entre ellos un secreto. El autor cita sin pudor las cinco
referencias principales que lo impulsaron a escribir Aura: Henry James, Charles
Dickens, Aleksandr Pushkin, Jules Michelet y la mitología griega con Circe. Consuelo
Llorente y Aura salen de un espejo que refleja estas fuentes.
Pero en realidad son más, son tantos los surtidores de Aura que el escritor no gasta
alientos en encontrarlos. Sabe que es imposible encontrar la fuente última del cuento,
que Aura es sólo un relato más de una larga descendencia que él acogió desde un
principio. No le interesa la originalidad, lo sentencia contundentemente: la
imaginación no puede reinar sobre la nada. Él usa su imaginación, de nuevo, como un
espejo, éste cóncavo, quizás convexo, nos devuelve una historia ya contada de una
manera única porque sólo hay un espejo como Carlos Fuentes. Al final todo escritor es
eso: un espejo, nunca plano y uniforme, de la realidad.
Tal vez haya un espejo más en Aura, uno más difícil de explicar. Si está, será en los ojos
de Aura: “esos ojos fluyen, se transforman, como si te ofrecieran un paisaje que solo tu
puedes adivinar y desear”. La descripción que Fuentes utiliza le cae igual de bien a
cualquier espejo físico y encima refuerza el uso de la segunda persona del singular
como espejo literario. Felipe (el lector, usted, yo) se pierde en esos ojos, el deseo, que
a la vez es su perdición, surge de allí: ojos verdes, color de los espejos si tienen uno.
Quién sabe si en efecto sea un espejo más. ¿Qué significará si lo es? Tendrá que ver
con eso que dice Fuentes cuando dice que “ningún deseo es inocente, no sólo
deseamos sino deseamos transformar aquello que deseamos una vez lo hacemos
nuestro”. Después de todo el espejo contiene al deseo: más que mostrar lo que somos
parece mostrarnos lo que nos hace falta y deseamos, ahí nuestra perdición.

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