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REPORTE DE LECTURA #2

El texto de David Freedberg1 aborda el problema del poder, la destrucción y la


idolatría de las imágenes, a través de diferentes casos en la historia, partiendo desde el
siglo XVI hasta el siglo XX. En primer lugar, el autor considera dos cuadros de La
adoración del becerro de oro, el primero realizado por Lucas van Leyden en 1530, y el
segundo por Nicolas Poussin en 1634, para ilustrar el tema de la idolatría. En estos se
plantea explícitamente la adoración de una falsa imagen de una deidad y se pone de
relieve “las nociones de realismo y provocación de los sentidos”2, marcando así la
estrecha relación entre la sensualidad y la idolatría desaforada3, que va a ser justamente
el tema que desata la furia destructiva. Otro elemento que resalta el autor sobre estos
cuadros es la forma como se evidencia la condición perniciosa de la mirada dirigida tanto
a recrear la vista, como admirar o adorar a los ídolos materiales4. En el caso particular de
la obra de Leyden, la misma ilustra según Freedberg, “uno de los mayores episodios de
iconoclasia de la historia de Occidente: la ola iconoclasta firme y violenta que asoló casi
todas las ciudades y pueblos de los Países Bajos durante el extraordinariamente intenso
trimestre de 1566”5. El autor refiere que estos violentos acontecimientos tuvieron como
objeto el uso y validez de las imágenes, dentro y fuera de las iglesias. La destrucción se
centró en aquellas imágenes consideradas como ídolos o vinculadas con algún tipo de
idolatría6.
Freedberg contextualiza el episodio ocurrido en los Países Bajos ubicando entre sus
antecedentes a las ideas de la Antigüedad, las cuales convergieron con el neoplatonismo,
las corrientes judeo-cristianas y los acontecimientos iconoclastas en Bizancio durante las
épocas en las cuales “el pensamiento islámico sobre iconografía se incorporaba al caudal
siempre en expansión”7. Asimismo, es mencionada la inquietud por las imágenes durante
la Edad Media, estimulada por las ideas de pensadores como Santo Tomás de Aquino y
San Bernardo de Claraval. Freedberg resalta las posturas de cada uno sobre los peligros
de las emociones que pueden ser suscitadas a través de las imágenes; para Santo
Tomás la imagen es un medio por el cual los iletrados e incultos pueden ser educados,

1
David Freedberg. “Idolatría e iconoclasia”, en: El poder de las imágenes. Estudios sobre la historia y la
teoría de la respuesta. Madrid: Cátedra, 1992, pp. 423-474.
2
Ibídem, p.425.
3
Ibídem, p.429.
4
Ibídem, p.429.
5
Ibídem, p.430.
6
Ibídem, p.430.
7
Ibídem, p.432.
2

mientras que San Bernardo mantiene una posición crítica, en la que las imágenes son
sumamente irrelevantes y generan distracción8.
Además de los acontecimientos iconoclastas sucedidos a partir de la Reforma en el
siglo XVI -en los cuales después de un período de relativa tranquilidad ocurre un
resurgimiento de las ideas medievalistas en lo relativo al problema de las imágenes-, el
autor menciona otros contextos donde ocurrieron hechos similares, como la Inglaterra del
siglo XVII bajo el mandato del rey Carlos; la destrucción y deposición de la iconografía
religiosa por figuras de la Antigüedad Clásica durante la Revolución Francesa; la
sustitución de las imágenes de los zares por las figuras representativas de la Revolución
Rusa; y la destrucción artística en la Alemania nazi, donde se consideraba como
degenerado a cualquier arte que no respondiera a la perfección de la “criatura aria ideal”9.
Aunque en su análisis el autor decide hacer caso omiso a los fenómenos iconoclastas
sucedidos en Egipto (destrucción de nombres y rostros de individuos para privarlos de la
vida después de la muerte), Grecia (destrucción de estatuas y mutilación de monumentos
de dirigentes), Roma (la damnatio memoriae), China (eliminación de figuras religiosas
para desmantelar la fe) o en los espacios islámicos (supresión de los ídolos preislámicos
por Mahoma), encuentra que la justificación de las cuestiones ocurridas en ellos son las
mismas encontradas en Occidente.
Freedberg insiste en que existe una paradoja iconoclasta que permite establecer el
poder de la imagen y el arte, en la medida en que son a la vez amados y odiados,
apreciados y temidos, y cuya respuesta ante estos puede ser de carácter destructivo o
redentor. Para el autor es posible encontrar el origen de los actos iconoclastas “en una
inquietud generalizada por la naturaleza y la condición de las imágenes, por su ontología
y su función”10, siendo en este sentido la motivación más evidente –además de la más
antigua pero la más vigente en la actualidad- aquella de índole política. La finalidad de
estos actos es suprimir los elementos o “vestigios negativos”11 que simbolizan o recuerdan
al orden antiguo, usualmente represivo, y sustituirlos por otros mejores y novedosos. Sin
embargo, para Freedberg, eliminar las imágenes de un régimen repudiado o autoritario
“significa hacer tabla rasa e inaugurar la promesa de la utopía” 12. Aunado a lo anterior, el
autor afirma que en las formas de destrucción y violencia sobre las imágenes, los

8
Ibídem, p.432.
9
Ibídem, p.433.
10
Ibídem, p.435.
11
Ibídem, p.435.
12
Ibídem, p.435.
3

aspectos psicológicos de la cuestión iconoclasta y el acto político se encuentran unidos


con aquellos idiosincrásicos y neuróticos.
Sobre la destrucción de imágenes de figuras políticas o religiosas, se señala que
estas eran colocadas por doquier para simbolizar que la autoridad estaba presente a
través ellas, y que destruir su imagen era el acto más eficaz para despojarlas de su poder.
En este sentido, se pensaba que en la imagen se encontraba la idea y la forma del
representado: en cuanto que la imagen sea semejante al original es idéntica e igual a
éste, y por lo tanto, era percibida como algo viviente13 y real. Freedberg refiere que la
frecuente destrucción de los ojos constituye la indicación más explícita de la vitalidad de la
figura en la imagen, por lo que al destruir los ojos desaparecen los signos de vida14.
Estos argumentos, que tendrán importantes repercusiones en la historia y sobre la
naturaleza de la iconografía figurativa, son tomados en cuenta por defensores de las
imágenes como Juan Damasceno para confirmar la doctrina de San Pablo, en la cual se
debate si la figura de Cristo era la imagen de Dios. En esta doctrina el interés apunta a
aclarar la distinción entre el honor a Dios como adoración y el honor a las imágenes como
veneración, siendo además esta diferenciación fundamental porque permite “rebatir la
objeción iconoclasta de que al adorar las imágenes no adorábamos a Dios, a Cristo ni a
sus santos, sino únicamente bloques de madera o de piedra”15. En correspondencia, esta
objeción era rebatida por las nociones de San Basilio que indican que el honor que se
rinde a una imagen es transmitido a su prototipo.
Freedberg propone que las metáforas y símiles de las cuales se valieron los primeros
discursos cristianos y bizantinos “siguen siendo las mismas expresiones ontológicas en
las que se inspiran las respuestas que desembocaron en la iconoclasia, tanto colectiva
como individual”16. En este sentido, la creación de imágenes artísticas debe ser entendida
como una metáfora que permite expresar los aspectos divinos de la naturaleza humana17.
Por esto, puntualiza el autor, que la imagen representa lo que está ausente y es
incognoscible, y que a través de ella es posible conocer: esta sería justamente “la
distinción entre la representación por imágenes y el significado referencial conciso y
condensado de los símbolos”18. Asimismo, Freedberg destaca que para que una imagen
sea exacta y auténtica debe respetar los valores de la verosimilitud y las características

13
Ibídem, p.452.
14
Ibídem, p.463.
15
Ibídem, p.439.
16
Ibídem, p.440.
17
Ibídem, p.440.
18
Ibídem, p.450.
4

del modelo original. La idea en la que se sustenta la defensa de los adoradores de las
imágenes es que, para garantizar estas cualidades, la imagen debe haber sido realizada
por una voluntad divina o ser una “impresión directa del cuerpo o del rostro de Cristo”.
Entre los poderes atribuidos a las imágenes, Freedberg destaca el elemento milagroso
o producción de efectos sobrenaturales, los cuales justificaban el culto a las mismas,
asunto que desconcertaba a los teólogos y permitió que en el Concilio de Nicea (787) no
se debatieran las complejas cuestiones teóricas que implicaba esa atribución de
propiedades idolátricas y mágico-religiosas a figuras y objetos. Autores como Lutero
reprobaban la adoración popular de imágenes milagrosas o de culto, aunque estas
significaran el eje central de la religiosidad común. Los argumentos iconoclastas
encuentran precedentes en los antiguos cristianos, quienes recelaban del arte que
identificaban la antigüedad pagana; además de la animadversión hacia la creatividad y la
belleza que pretendía imitar el poder de Dios, seducir y corromper a los sentidos y
“usurpar su función a lo espiritual y a lo intelectual”19. Por el contrario, el patriarca Nicéforo
defendió el uso de las imágenes como portadoras de una percepción más eficaz de lo
sagrado, debido a que era más fácil malinterpretar un sermón que una imagen sagrada20.
Al igual que ocurre con las imágenes de gobernantes, “el objeto milagroso actúa como si
el cuerpo original estuviera presente”21.
Freedberg advierte que los historiadores de la iconoclasia deben distinguir y
especificar las relaciones entre “el comportamiento organizado y los actos individuales y
espontáneos”, y entre “sus implicaciones psicológicas y cognoscitivas”22. Para el autor, los
movimientos iconoclastas suelen estar motivados por razones políticas o religiosas,
mientras que en los casos aislados de particulares que atentan contra una imagen se trata
de motivos idiosincrásicos o psicopatológicos. Sin embargo, también podrían existir
episodios en los que las motivaciones propias de la psicología individual se enmarquen en
un movimiento iconoclasta colectivo, y de esta forma grupal se legitime a impulsos que
normalmente no se manifestarían23. Sobre los actos iconoclastas individuales ocurridos en
el siglo XX, se señala que estos son aparentemente espontáneos o enajenados, pero
también pueden estar marcados por un carácter mesiánico, en el cual los iconoclastas
justifican sus acciones como una misión de salvar al mundo de las atrocidades de la

19
Ibídem, p.443.
20
Ibídem, p.447.
21
Ibídem, p.448
22
Ibídem, p.431.
23
Ibídem, p.463.
5

imagen que atacan24. Además, Freedberg propone que existen múltiples casos
iconoclastas de apariencia irreflexiva o accidental, pero que en realidad son metódicos,
planificados y sistemáticos.
Para el autor es de importancia resaltar que en el siglo XX las obras de arte están
plenamente convertidas en objetos de adoración, veneración y fetichismo por el hecho de
estar colocadas en un museo o en espacios de difusión masiva. Asimismo, destaca que
todos los iconoclastas son conscientes del impacto mediático y valor financiero, cultural y
simbólico que tendrán sus atentados. También en esto recae la idea de que muchas
organizaciones activistas o políticas escriban sus consignas en las obras, puesto que la
publicidad de este tipo de actos tiene mayores alcances que si se realizaran en cualquier
otra superficie sin valor “totémico”25. Por otra parte, se debe considerar que en estos actos
operan frustraciones o decepciones personales, y casos donde el acto es cometido por
mismos artistas, donde la violencia responde a un sentimiento de envidia hacia obras de
mayor éxito de otros creadores. Aunque se asume que los ataques ocurren sólo en
imágenes figurativas, es sumamente significativo resaltar aquellos perpetrados en obras
abstractas, cuyas motivaciones responden a criterios diversos, tales como la
incomprensión de la pieza por no encontrar un sentido figurativo, la convicción de que no
es arte o de que el objeto se pudo haber hecho mejor, entre otros. Freedberg concluye
con la afirmación de que tanto para los iconoclastas como para los iconólatras, las
imágenes son necesarias y ambos reconocen su éxito y su fracaso, y sobre todo su poder
-al tiempo que también aspiran a controlarlo26-.

BIBLIOGRAFÍA

FREEDBERG, David. “Idolatría e iconoclasia”, en: El poder de las imágenes.


Estudios sobre la historia y la teoría de la respuesta. Madrid: Cátedra, 1992, pp.
423-474.

24
Ibídem, p.455.
25
Ibídem, p.457.
26
Ibídem, p.473.

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