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LA IMAGEN

PROHIBIDA

ALAIN
BESANÇON

BIBLIOTECA DE ENSAYO SIRUELA


BIBLIOTECA LUIS ANGEL ARANGO - B DE LA R

2 9004 01685649 3

¿Por q u ér en el apogeo del arte griego, los


filósofos p ro p o n en razones para despreciarlo?
¿Por qué la prohibición bíblica de la im agen ha
sido in terp retad a de m odo tan distinto por judíos,
m usulm anes y cristianos? ¿Por qué la querella
de las im ágenes cobró tal gravedad en O riente
y en O ccidente hizo caso om iso y m ultiplicó
1 las im ágenes sagradas y profanas?
Este libro resp o n d e a estas preguntas y plantea
otras. Se interroga sobre la nueva iconoclasia
que se desarrolla en O ccidente -C alvino que
expulsa la im agen del tem plo, los jansenistas
que la desdeñan, K ant que la juzga inútil, H egel
an ticu ad a- y la transform ación que estas corrientes
im ponen al arte europeo.
Alain Besançon desvela en esta historia el >
desarrollo de una lógica espiritual enem iga
de la im agen, que se consum a de siglo en siglo
hasta llegar al nuestro. D estaca los m om entos clave
siguiendo el hilo que recorre la reflexión estética
desde Platón hasta M alevich. E in terp reta en la
explosión del arte abstracto, el eco de antiguas
concepciones iconoclastas. Toda su faceta del arte
contem poráneo se ve ilum inada por esta larga
investigación sobre la im agen divina, aunque la
nueva iconoclasia olvide a m enudo los argum entos
de la antigua.
Alain Besançon
La imagen prohibida
Una historia intelectual
de la iconoclasia
Traducción de Encarna Castejón

"pH Sg':

E d icio n e s S iru ela


Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación
puede ser reproducida, alm acenada o transm itida en m anera alguna
ni por ningún medio, ya sea eléctrico, quím ico, m ecánico, óptico,
de grabación o de fotocopia, sin perm iso previo del editor.

Título original: L’im age Ínter dite.


Une histoire intellectuelle de l ’iconoclasm e
Colección dirigida por Jacobo Stuart
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© Librairie Arthéme Fayard, 1994
© De la traducción, Encarna Castejón
© Ediciones Siruela, S. A., 2003
Plaza de Manuel Becerra, 15. «El Pabellón»
28028 Madrid. Tels.: 91 355 57 20 / 91 355 22 02
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índice

In trod ucción 11
LA IMAGEN PRO HIBIDA
I PARTE. LA ICO NO CLASIA:
EL CICLO A N TIG U O 25
C apítulo 1. La crítica filo só fic a de la im agen 27
I. P re lim in ares: la « teo lo g ía civil» 27
II. La p rim e ra filo so fía 33
Antes de Platón 33
Platón 41
Aristóteles 55
III. La filo so fía ta rd ía 61
Cicerón 61
Plotino 66
IV. S u b sisten cia de la im ag en p ag a n a 73
El dios cósmico 74
Teúrgia y magia 76
El dios político 79
C apítulo 2. La p roh ib ición b íblica *87
I. La p ro h ib ic ió n de la T o rah 87
Los textos 87
El concepto de idolatría 89
La idolatría en Israel 91
La polémica 93
El sentido 94

7
II. La in te rp re ta c ió n ju d ía
y la in te rp re ta c ió n m u su lm an a 99
La interpretación judía 99
El islam 103
III. A im agen y sem ejan za 109
Filón 109
Pablo 111
IV. La im agen de Dios: c u a tro P ad res 114
Ireneo: la imagen corporal 114*
Orígenes: la imagen invisible 121
Gregorio de Nisa: la imagen evanescente 125
Agustín: la inspiración del poeta 131
C apítulo 3. La querella de las im ágenes 141
I. La p ro d u c c ió n de las im ág en es cristia n as 141
II. El i c o n o y el d o g m a 147
III. La ico n o clasia: pro et contra 158
Los argumentos iconoclastas 158
Las respuestas ortodoxas 161
IV. El ico n o 167
Las pretensiones del icono 167
Examen de las pretensiones 177
II PARTE. LA PAZ ROMANA
DE LA IMAGEN 187
C apítulo 4. Edad M edia 191
I. La c a rta a S eren o 191
II. Los lib ro s c a ro lin o s 193
III. Las re liq u ia s 195
IV. B e rn a rd o y D io nisio 195
V. B u e n a v e n tu ra 197
VI. Tom ás de A qu in o 201
El arte y su moral 202 .

8
Lo bello: placer y dantas 203
Sobre una observación de Umberto Eco 205
Precariedad del tomismo 207
El culto a las imágenes 207

C apítulo 5. R enacim iento y barroco 211


I. A firm ació n del a rte y del a rtista 211
II. El re fu e rz o de los a n tig u o s dioses 215
III. En to rn o a T re n to 219
IV. El caso C rescen cia 221
V. La fiesta de la im ag en 225

III PARTE. LA ICO NO CLASIA:


EL CICLO M OD ERNO 231
C apítulo 6. La nueva teo lo g ía de la im agen 233
I. Tres ico n o c lasta s 233
Calvino 233
Pascal 239
Kant 243
II. H egel: la n o sta lg ia de la im agen 255
Dios en el centro 256
La imagen de lo divino 258
La imagen del dios 263
La imagen de Dios 266
Agotamiento de la imagen divina y fin del arte 269
A la sombra de Kant y de Hegel 276

C apítulo 7. El trabajo de la nueva teo lo g ía 283


I. La e x c e p ció n fran c e sa en el siglo XIX 283
La estabilidad del arte francés 283
Tres ideas de lo sublime 287
Delacroix 291
La estética francesa 293

9
Baudelaire 297
Fromentin 303
La primera generación impresionista 305
La lenta desaparición de la excepción francesa 311
II. El a rte relig io so en el siglo XIX 319
¿Qué significa «arte religioso»? 319
En Francia 328
En Inglaterra 340
En Alemania 350
III. La re lig io sid a d sim b o lista 361
Schopenhauer 363
El horror del mundo 372
C apítulo 8. La revolu ción rusa 391
I. La e d u c a c ió n e sté tic a de R usia 391
Cézanne como cripto-abstracto 391
La bifurcación surrealista del simbolismo 395
El extrarradio ruso 397
II. E sp iritu a l: K andinsky 404
La carrera de Kandinsky 404
«Miradas al pasado» (1913) 410
«De lo espiritual en el arte» 415
La hybris y la impotencia 430
III. S uprem o: M alevich 436
Hacia el suprematismo 436
El Cuadrado negro y el Cuadrado blanco 442
Una gnosis estética 446
Postscriptum 455
C onclusión 461
N otas 467
ín d ic e o n o m ástico 489
Ilustracion es 501

10
In trod ucción

Como este ensayo ha acabado siendo más extenso de lo que ha­


bía previsto, quiero esbozar aquí el argumento y las tesis principales.
Mi propósito era escribir una historia de la representación de lo
divino. Mi investigación se limitaba a la civilización europea. No te­
nía intención de abordar la historia plástica de las representaciones,
que pertenece al ámbito de la historia del arte. Sólo quería narrar la
historia de las doctrinas e ideas que influían en esa representación y
que, más concretamente, la permitían o la prohibían.
A mi entender, esta historia se ordenaba de la siguiente manera:
Partimos, en Grecia, de una situación de inocencia. Grecia, co­
mo antes que ella Egipto y Mesopotamia, dotaba de rostro a sus dio­
ses. Ahora bien, en el mismo momento en que el arte religioso se
afirma, se desarrolla y se aproxima a la perfección, una fracción
igualmente religiosa del helenismo, la filosofía, comienza a refle­
xionar sobre esa representación, mide su acuerdo o su desacuerdo
con la noción cívica de lo divino y las formas admitidas de su re­
presentación. Se inaugura así, a partir de la filosofía, un ciclo al que
su continuación caracterizaría como «iconoclasta». Los presocráti­
cos tienen una concepción de lo divino que no coincide con la mi­
tología, ni siquiera reformada por Homero. Platón le da al tema
una importancia y una profundidad tales, que sus ecos siguen sien­
do perceptibles en la actualidad. Su posteridad revelaría dos exi­
gencias opuestas, dos postulados incoercibles de nuestra naturale­
za: que la mirada debe dirigirse hacia lo divino y que sólo esto
merece la pena contemplarse; que representarlo es vano, sacrilego,
inconcebible.
Un pensamiento tan poderoso podría haber llevado a la des­
trucción de las imágenes. Pero no fue así. La filosofía, un movi­
miento selecto, no tenía influencia en la vida de la ciudad, que se­
guía multiplicando las imágenes; aunque la llama inicial, que había
engendrado y metamorfoseado las formas durante el siglo de oro,
pareció enfriarse con bastante rapidez. Pero tampoco la propia fi­
losofía era unánime. Aristóteles incluía el trabsyo artístico en un

11
marco cósmico donde compartía cierta dignidad divina. El movi­
miento estoico, al que no le preocupaba en absoluto romper con las
fuerzas espirituales de la ciudad, aceptaba una interpretación mo­
ral de las imágenes tal que su doctrina no se oponía a la religión cí­
vica ni a sus manifestaciones plásticas. La espiritualidad, impregna­
da de magia y menos alejada de las concepciones populares de
cierto bajo platonismo, establece también algunos acuerdos con la
imagen. Y finalmente, el culto imperial impone, a partir de una ima­
gen divina viva -la del emperador-, su ubicuidad cultural obligato­
ria en toda la ecumene. El pensamiento religioso y la religión cívi­
ca fueron convocados imperativa y conjuntamente al pie del altar
donde se erige la imagen del dios político imperial.
En este punto, hay que cambiar de mundo y dirigirse a Israel.
Dos temas contradictorios se desarrollan en contrapunto en el An­
tiguo Testamento: la prohibición absoluta de las imágenes; la afir­
mación de que existen imágenes de Dios. Analizo los principales
textos bíblicos, y describo la interpretación judía y la interpretación
musulmana. Aunque están de acuerdo en la abolición de las imá­
genes, el motivo de esta abolición me parece opuesto en el judais­
mo y en el islam, puesto que para éste es la distancia infranqueable
y para aquél la intimidad familiar con Dios lo que hace imposible la
creación de una imagen digna de su objeto.
Los dos mundos se encuentran gracias al acontecimiento mesiá-
nico en Israel y la conquista del Imperio, más tarde el Estado ro­
mano, por la religión cristiana. Esta hereda algunas afirmaciones bí­
blicas referentes a la invisibilidad de la naturaleza divina. Pero
también la afirmación de que el hombre ha sido creado a imagen
de Dios. Esta última llega a ser fundamental, porque Cristo, que es
Dios, es un hombre visible y declara: «Quien me ha visto, ha visto al
Padre». Y así se establecen in nuce, pero para siempre, los puntos de
referencia donde, entre las ideas helénicas que conllevaba el voca­
bulario griego de los Setenta, el judaismo helenizado de los últimos
libros bíblicos, el Evangelio de Juan y las Epístolas de Pablo, em­
pieza a elaborarse la teoría de la imagen.
Teología: todavía no se trata de arte. Pero, antes de cualquier
imagen todavía por hacer, la teología de los Padres de la Iglesia se­
ñala las condiciones de posibilidad o de imposibilidad de la imagen
divina de la obra material en la que se imprime, o simplemente de
la modificación que le impone al alma contemplativa. De la inmen­
sa literatura patrística, sólo examino cuatro autores; dos «primiti­
vos», Ireneo y Orígenes, y dos «clásicos», Gregorio de Nisa y Agus­

12
tín. No concuerdan. Unos indican las razones de una iconoclasia fu­
tura, otros sientan las bases no sólo de la iconofilia, sino de una me­
tafísica del arte sagrado y profano.
Sin embargo, muy por encima y bien alejado de estas especula­
ciones, el arte cristiano se desarrolla lentamente. Abandonando la
época de la pintura mural, y ya con la conversión constantiniana,
la imagen cristiana se multiplica, en intercambio constante con la
imagen imperial. Constantino, en efecto, consintió en abolir todas
las imágenes paganas salvo una, la imagen del emperador, me­
diante un disposición eclesiástica que le seguía exaltando.
Pero el arte cristiano se sigue alimentando de sus propios fondos
religiosos: la mística de los «cielos abiertos» y un sentido muy fuer­
te de la persona, del individuo irreductible, que le permite dar un
nuevo impulso y un nuevo sentido al retrato romano, a las efigies
funerarias de El Fayum, antepasado de este icono fuertemente car­
nal e individualizado del que tan pocos ejemplos subsisten tras la
crisis iconoclasta.
Describo las apuestas teológicas de esta crisis durante la cual, por
primera vez, las imágenes divinas fueron realmente destruidas: los
presupuestos del dogma; los argumentos de la iconoclasia, y espe­
cialmente el que expuso Constantino Coprónimo, tan fuerte y en­
gañoso que para vencerlose necesitó el esfuerzo de dos generacio­
nes de teólogos; y finalmente, el triunfo de la iconofilia. Mi tesis es
que este triunfo es ambiguo. Que se resuelve en un compromiso
inestable, siempre a punto de caer en sus opuestos, la iconoclasia y
la iconolatría; que la solución teológica del problema, que pasa por
una reafirmación de la Encarnación, no basta para garantizar que
la imagen expresa, y de hecho hace realidad, esta ambición de en­
carnación. Los argumentos iconoclastas se apoyaban a la vez en la
prohibición bíblica y en la crítica filosófica griega. Y queda lo bas­
tante de ambas, incluso entre los iconófilos, para que el estatuto de
la imagen padezca, en la práctica, cierta precariedad. Así acaba, no
en 843, fiesta de la victoria del icono, sino más bien con la extinción
progresiva del arte icónico, un primer ciclo iconoclasta; y también
la primera parte de mi ensayo.
Al alba de los tiempos modernos se inaugura un segundo ciclo.
Observo, de paso, esta paradoja: el arte tarda mucho tiempo en dar­
se cuenta de ello. La iconoclasia antigua se constituyó en teoría,
más o menos, cuando el arte griego estaba produciendo sus más
hermosas y convincentes imágenes divinas. La iconoclasia moderna
nace contemporánea de la época más espléndida de la historia del

13
arte, y nunca se crearon tantas imágenes sagradas como cuando ya
se habían desarrollado todas las razones para despreciarlas.
No obstante, en la Europa latina y católica, hubo un largo perío­
do durante el cual estas imágenes fueron producidas con la mayor
despreocupación y sin oposición seria. Esta época coincide con la
Edad Media, y se prolonga localmente en el mundo en el que se
aprobó el Concilio de Trento, e incluso más allá. En una breve se­
gunda parte, me he preguntado por qué. Esta espontaneidad ino­
cente de la imagen sagrada (igual a la de las imágenes paganas en
otros tiempos y en otros lugares) arroja cierta luz sobre las causas
de la iconoclasia anterior y, sobre todo, posterior. Mi tesis principal
es que esta paz se basa en el hecho de que la Iglesia latina se negó
a considerar la imagen desde el mismo ángulo metafísico que la
Iglesia griega, y que la situó principalmente en el terreno de la re­
tórica. Así, la apuesta teológica de la representación plástica de lo
divino perdía mucha importancia y gravedad. Pero la Iglesia (y en
primer lugar los papas) también veía las ventajas para los objetivos
pastorales, las posibilidades que ofrecía la imagen para educar e in­
flamar la piedad. Además, el refuerzo de las mitologías antiguas pa­
recía añadir algo a la catolicidad de la Iglesia. Sin embargo, algunas
miradas severas sospechaban una instrumentalización, un olvido de
la majestad divina, una deriva pagana de la imagen, un desvío idó­
latra.
El segundo ciclo iconoclasta, anunciado por algunos signos pre­
cursores, comenzó de manera brillante con el ataque de Calvino.
Con este gran autor no abandonamos el terreno clásico de la ico­
noclasia cristiana, cuyos argumentos recogió enérgicamente. Pero,
tras él, el ciclo moderno toma otros caminos y no reproduce el ci­
clo antiguo. En lugar de encerrarse en el tema teológico, comparte
plenamente el nuevo clima facilitado por la ciencia, el ocaso de la
retórica, la impugnación de la filosofía antigua, la nueva visión del
mundo, una nueva sociedad, una religión diferente. No es que los
motivos religiosos desaparezcan, sino que se ocultan y se olvidan, o
bien escapan del marco tradicional. A la larga, esta historia cobra
una complejidad que impide la narración continuada. Hay que ele­
gir y proceder por fogonazos, dejando en la sombra muchas pre­
guntas, muchos acontecimientos.
En primer lugar, hablo de tres autores que podríamos poner en
fila, porque se superponen de manera parcial, pero cuya diversidad
expresa la distancia entre sus objetivos respectivos, su siglo y su en­
torno. Los capítulos de La institución cristiana, clara y serenamente

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inconoclastas, no presentan dificultades para el análisis. Pero ya en
Calvino la teología pura va unida a un horror moderno por el «fá-
rrago» medieval y el oscuro mantillo que nutre las imágenes y la su­
perstición. En este punto, el jansenismo hace frente común con el
protestantismo. Pascal añade unas intuiciones extraordinariamente
profundas que incitan al paralelismo con Kant. La Crítica del juicio
entraña una espiritualidad enemiga de las imágenes. Entraña asi­
mismo una estética nueva que aún influye en nuestro siglo, que si­
gue soportando el pesado yugo de los dos fatales imperativos: lo su­
blime y el genio.
Después de estos tres coherentes y decididos iconoclastas, era
inevitable, en mi opinión, hablar de Hegel. En primer lugar, por­
que recapitula con autoridad y sagacidad incomparables toda la his­
toria de la imagen divina desde sus orígenes, y la sitúa en el centro
de cualquier reflexión sobre la historia del arte y sobre la estética fi­
losófica; en resumen, que enuncia antes que yo e infinitamente me­
jor la esencia de mi tema. En segundo lugar, porque augura con
una lucidez asombrosa lo que va a ocurrir después en el campo de
la imagen divina y del arte. Y, finalmente, porque su veredicto sobre
el fin del arte y su eventual sustitución por la (o su) filosofía sigue
* siendo equivalente a una especie de iconoclasia nostálgica.
A partir de ese momento, la tarea parecía consistir en observar
el trabajo de la nueva estética en el arte moderno y en el destino de
la imagen sagrada. Pero me esperaban algunas sorpresas. Primero,
que Francia es una excepción. Por muchas razones, la más precoz
de las cuales es probablemente la Revolución Francesa, que definió
el paisaje estético y lo aisló de los efluvios del romanticismo euro­
peo durante los años cruciales. La pintura francesa siguió siendo
sorprendentemente fiel a la estética clásica. La noción (reciente)
de «vanguardia» se ha aplicado retrospectivamente al conjunto de
* la pintura francesa del siglo XIX. Pero no es verdad, según la tesis
que yo veía con claridad. La gloria de esa escuela no tiene nada que
ver (excepto a contrario) con ningún «avance» estético. Y eso vale
) tanto para Delacroix como para David, tanto para Manet o Degas
como para Courbet y Corot. Y también vale para Baudelaire, que
coloco de buena gana junto a Diderot, por no decir junto a Boileau.
La demostración es todavía más fácil cuando se trata de Matisse o
* de Picasso, constructores de una «línea Maginot» estética que resis­
tió hasta la guerra y que sólo cedió cuando lo hizo la otra.
A pesar de que a la escuela francesa le preocupe poco la religión
) y nada el problema de la imagen divina, su producción de imáge­

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nes es no obstante «ortodoxa», en un sentido que se puede definir
con precisión. Por lo menos en lo concerniente a las imágenes pro­
fanas, porque las imágenes sagradas, desde este punto de vista, son
menos seguras. Así que donde podemos ver manos a la obra las nue­
vas tendencias es en el arte religioso del siglo XIX. Un poco en Fran­
cia; mucho más claramente en Inglaterra y en Alemania. Al hablar
de este último país, me he concentrado en Friedrich, gran pintor
«kantiano». Tras la rápida disolución de la Hermandad Prerrafae-
lista, la devoción inglesa se deja invadir, en pintura, por un erotis­
mo consciente o, peor, inconsciente, que la lleva, muy por delante
de Francia pero no de Alemania, al umbral del simbolismo.
Llegamos a la década de 1890, es decir, muy poco antes de que la
iconoclasia consiga sus primeros triunfos. Los acontecimientos se .
precipitan y se entremezclan sus consecuencias. La más importante
es el «resurgimiento religioso» que rodea al simbolismo, el «segun­
do romanticismo», que suplanta al positivismo, el realismo, el cien-
tifismo que habían dominado a mediados del siglo. La novedad es
que esta religiosidad ya no es cristiana, aunque a veces se declare tal
en la voluntad sincrética que es uno de sus componentes. Esta reli­
giosidad afecta a los artistas, que ya no se conforman con los juegos
del impresionismo, que consideran «formales» y «superficiales». La
generación simbolista ha sido la más «pensante», la más sincera­
mente atormentada por la religión que se haya visto en mucho
tiempo. ¿Pero cómo definir un sentimiento tan confuso y unas doc­
trinas tan mezcladas, que no obstante pretenden expresarse como
tales en la producción artística?
Es raro que no se distinga en el fondo la influencia, directa o in­
directa, de Schopenhauer. Está en todas partes, en literatura, en
música, en pintura, y sus avatares nietzscheano y freudiano siguen
prolongando y extendiendo esa pervasiveness. Tienta al artista en su
hybris de vidente y de iniciado. Lo dirige hacia un sentido de lo sa­
grado (sexual, satánico, nihilista), eterno enemigo del mundo, que
es su marca religiosa particular.
El esoterismo de finales de siglo da forma a la religiosidad sim­
bolista. Es bien sabido que ésta impregnaba a los fundadores de la
abstracción: Mondrian, Kandinsky, Malevich. He hecho el esfuerzo,
que no es poco, de asomarme a esa lamentable literatura para saber
lo que Steiner, Madame Blavatsky, Edouard Schuré, Péladan, Ous-
penski, etc., tenían en común. Sí que hay cierta unidad de doctrina,
de un tipo gnóstico bastante vulgar, pero lo bastante caracterizada
como para tener consecuencias que podemos comparar, sin riesgo

16
de abuso, con las gnosis herméticas de la Baja Antigüedad, de las
que por otra parte se valía el esoterismo.
Sin embargo, coinciden poco más o menos a la vez la delicues­
cencia de las volutas de color malva, la sopa boba mística y el «pri­
mitivismo» brutal. Y se espera encontrar en la máscara negra o en
el tótem polinesio las mismas energías religiosas que las doctrinas
secretas prometían por otro lado. Hegel lo había previsto.
Así que el arte «abstracto» se elabora en el seno de un movi­
miento religioso, y más exactamente, místico. No había ninguna fa­
talidad que obligase a la religiosidad simbolista a desembocar, a
través de la abstracción, en los caminos de la iconoclasia. Fueron
necesarias ciertas circunstancias. La primera es el encuentro de la
nueva estética paneuropea con el arte francés. La excepción cons­
tituida por éste se desvanece un poco en torno a 1890. Podemos ele­
gir a Gauguin como punto de inflexión. Mi tesis es que la estética
europea se apoderó de los inventos estilísticos de la escuela france­
sa, elaborados dentro de una estética completamente distinta, para
adaptarlos a su objetivo, a su pathos, a su Gefühl,, a su Kunstwollen par­
ticular. El mundo germánico y eslavo cree que Gauguin, Van Gogh
o Cézanne ofrecen las formas que convienen a esta nueva sensibili­
dad, considera que son los vectores pictóricos apropiados para el
impulso religioso que la atormenta. En términos spenglerianos, se
trata de un caso notable de «pseudomorfosis».
¿En qué crisol observar la alquimia misteriosa que en pocos años
llevó del simbolismo, el primitivismo, el cubismo o el futurismo a la
abstracción? He elegido el crisol ruso, ya que lo conozco mejor, y
me he detenido muy poco, cosa que lamento, en el caso Mondrian,
que no me parece muy alejado del caso Kandinsky y del caso Male-
vich. Rusia, último extrarradio de Occidente, recibe bastante tarde
la influencia de éste, en forma de colisión o de choque frontal de
experiencias. El trabajo de varias generaciones se encuentra com­
primido y expresado en una rápida sucesión de fogonazos, que el
público ruso debe captar rápidamente, puesto que llegan al merca­
do de manera casi simultánea. Kandinsky parte del simbolismo y (de­
sarrolla su sistema en Alemania. Malevich desarrolla el suyo en Ru­
sia, en el contexto revolucionario que precede y sigue a 1917.
Ambos han dejado una abundante obra escrita, teórica y justificati­
va: la he analizado con cierta minucia. Llegué a aburrirme un poco,
de tan compacta y enmarañada que era. Peor para mí; era necesa­
rio, porque en sus obras plásticas y escritas se encuentran las prue­
bas del carácter religioso de su iconoclasia. Iconoclasia nueva, si

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consideramos que el abandono de la referencia a los «objetos» y a
la naturaleza no proviene de un temor a lo divino, sino de la ambi­
ción mística de ofrecer de él, por fin, una imagen digna.
Creo que éste es el esquema global que ordena esta historia. No
lo veía de antemano, y se impuso a medida que llevaba a cabo la in­
vestigación. Como muchos esquemas, es valioso por los detalles que
entraña. Por eso no he querido cortar demasiado las citas y los de­
sarrollos, que podrían parecer excursos o digresiones. Y es que me
ha parecido que toda esta historia está llena de cosas maravillosas,
de esplendores filosóficos y teológicos, como si el tema de la ima­
gen divina los atrajese y llevara al espectador de cima en cima por
un camino cortado a pico. Me gustaría que el lector se sintiera tan
fascinado como yo por la magnificencia del paisaje que atraviesa.
Puedo decir, como Montesquieu, que «me he dejado llevar por la
majestad de mi tema».
Varias circunstancias me empujaron a emprender este trabajo.
Un seminario que organicé en la Ecole des Hautes Etudes sobre la
vanguardia rusa despertó la intuición de que Malevitch y Kandinsky,
al negar que la figura pudiera abarcar el absoluto, reanudaban sin
darse cuenta el argumento clásico de la iconoclasia.
Otra señal fue la visita al Museo Bizantino de Atenas. Sabemos
que la tesis iconófila se basa en la realidad de la Encarnación. Aho­
ra bien, los antiguos griegos (en el vecino Museo de la Acrópolis),
que no habían sido testigos de la Encarnación, habían sido sus in­
térpretes con más seguridad que los pintores de iconos, a pesar de
toda su teología. Entre una estela funeraria antigua y esas imágenes
crispadas y brillantes como coleópteros, ¿quién había representado
mejor lo divino habitando los cuerpos?
Otra señal -esta vez de mal augurio- fue la visita a la sección con­
temporánea del Museo del Vaticano, que sigue a las colecciones an­
tiguas y a las colecciones de pinturas reunidas por los primeros pa­
pas. Ante esos mamarrachos, a uno le embarga un espanto que va
más allá del juicio artístico. En ninguna otra parte aparece bajo una
luz tan cruda -una luz de hospital- el desamparo del cristianismo
moderno. Delante de esas pobres cosas agresivas (¡hay que llegar
hasta Bernard Buffet!) uno intenta encontrar el más efímero refle­
jo de la majestad que Rafael transmitía de lo divino y a lo divino en
las vecinas Logias.
Finalmente, una experiencia que todos hemos tenido. Fue en la
Bienal de París. Recorríamos salas caprichosamente llenas de dese-

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chos, de montoncitos de arena, de zumbidos de máquinas. En las
paredes, objetos calcinados, restos macabros de algún campo de ex­
terminio, artefactos de obstetricia que hacen que el corazón nos dé
un vuelco, un tubo de neón en un rincón. Podría comenzar a en­
tonar el canto fúnebre de la muerte del arte, ponerme del lado del
guardián huraño y abrumado, sentado en un rincón de la sala. Des­
confiemos. El tema de la decadencia del arte es tan antiguo como 4'
el arte mismo; Platón ya se quejaba, y este ardiente gemido resuena
de siglo en siglo hasta nuestro umbral. Podría ser que esta vez fue­
ra la buena. Pero no me arriesgaría a decirlo, aunque, como todo
el mundo, a veces lo pienso*.
Los artistas de la Bienal, al fin y al cabo, afrontaban grandes te­
mas fundamentales, la muerte, el sexo, el vacío, el miedo. Los tra­
taban con la extrema seriedad y la desgarradora angustia de los ar­
tistas del siglo XX. Pero, aunque nos reservemos el derecho al
llanto, podemos intentar comprender. Las experiencias de las que
acabo de hablar, en Atenas, en Roma, en París, coinciden entre sí,
tienen raíces comunes y pertenecen al mismo orden de fenómenos.
He escrito este ensayo para aclararlos, para explicarlos a partir de
sus causas. Al menos de sus causas religiosas.
Aunque he tenido que barajar mucha filosofía y teología, como
exigía el tema y para mi gran satisfacción, este ensayo pertenece al
género histórico. Pero no a la historia del arte, que posee su objeti­
vo y sus disciplinas, de las que no he tenido que servirme salvo de
manera auxiliar. Me he abstenido sistemáticamente de calificar las
obras mediante juicios de gusto. Me he limitado al género histórico
*Muchos libros recientes reflejan una preocupación semejante e intentan re­
solver las mismas dudas. Quiero citar aquí, aunque pertenezcan a géneros muy di­
ferentes, los siguientes: Jean Clair, Considérations sur Vétat des beaux-arts, París, Ga-
llimard, 1983; Antoine Compagnon, Les Cinq Paradoxes de la modemité, París, Seuil,
1990; Luc Ferry, Homo aestheticus, París, Grasset, 1990; Jean-Marie Schaeffer, L ’Áge de
Varí modeme, París, Gallimard, 1992; las reflexiones de Jean-Luc Marión; el número
de Esprit correspondiente a febrero de 1992 sobre «la crisis del arte contemporá­
neo», etc. Quiero también recordar a un amigo desaparecido, Vladimir Weidlé, y
su bello y melancólico libro Les Abeilles d’Aristée, París, Gallimard, 1954. Este euro­
peo vio desaparecer Petersburgo, su ciudad natal, Viena y Berlín, y vio caer el cre­
púsculo sobre Londres y París. Pero, por profundo que resulte su diagnóstico, se
halla marcado por su época, la preguerra, y la evolución de la fortuna crítica ha he­
cho que sus juicios se queden desfasados. Por eso he querido evitar la peligrosa lau-
datio acti temporis y el no menos peligroso lamento por el tiempo presente.

19
general, una especie de historia de la civilización, departamento de
historia religiosa.
No hay que exagerar el grado de erudición en el que se apoyan
estos capítulos. Cada uno me exigía leer bibliotecas enteras, y el ma­
terial de un solo párrafo ha ocupado la vida entera de generaciones
de expertos. A decir verdad, cada capítulo abría perspectivas infini­
tas, y la dificultad era más bien ceñirse al tema y no perder el hilo.
Propongo cierto número de tesis: espero convencer de que son
ciertas, o al menos plausibles. En este grado de generalidad, hay
que ponerse bajo la protección del adagio: Verum index sui.
Sin embargo, debo reconocer que he dependido de algunos li­
bros más que de otros, y que si esos libros no hubieran existido o yo
no hubiese tropezado con ellos, me habría quedado corto en mis -
desarrollos. No me las podría haber arreglado sin Jaeger, Puech,
Goldschmidt, Gilson, Schônborn, De Bruyne, Foucart, Menozzi,
Seznec y tantos otros. También debo dar las gracias a todos aquellos
con los que he ensayado mi texto, en forma de lecciones o confe­
rencias, que me han escuchado con atención y que me han plan­
teado sus críticas, de las que he tomado todo lo que he podido en­
tender**.
Debo dar las gracias especialmente a Pierre Manent, que me ha
ayudado en mi tarea de principio a fin, al padre François Rouleau,
a Philippe Raynaud y a Antoine Schnapper, primeros lectores de mi
manuscrito.

**La amplitud del tema hacía imposible una bibliografía exhaustiva. Una bi­
bliografía selectiva seguiría resultando desmesurada, y entrañaría riesgos añadidos.
He leído más libros de los que cito. Sólo cito aquellos a los que me refiero explí­
citamente en el texto. Sus autores se encuentran en el Indice onomástico.

20
La imagen prohibida
Hace mucho tiempo que el pensamiento dejó de asignar al arte
la función de representación sensible de lo divino.
Hegel
I Parte
La iconoclasia: el ciclo antiguo
C apítulo 1
La crítica filo só fic a de la im agen

I. Prelim inares: la «teología civil»


La representación plástica de los dioses depende de la concep­
ción que de ellos se hace la ciudad. Esta teología fue establecida por
Homero y Hesíodo, que atribuyeron a los dioses sus características,
distribuyendo entre ellos los honores y las competencias y sugirien­
do sus formas. Homero, ajuicio de Rostas Papaioannou, es el gran
reformador religioso de Grecia1. Limpió el mundo griego de dioses
amorfos, zoomorfos o monstruosos, lo pobló de hombres «divinos»
y de dioses semejantes a los hombres.
No fue Dios quien creó el mundo. Fue el mundo el que engen­
dró a los dioses. Hesíodo: «De Vacío nacieron Oscuridad y Noche
negra, y de Noche nacieron Luz y Día, sus hijos concebidos tras
amorosa unión con Oscuridad»2. Los dioses nacen, engendran,
proliferan y, generación tras generación, descienden de Physis:
Zeus, Poseidón, Heracles, así como Crimen, Hambruna y otros hi­
jos de Eris, treinta mil ninfas, las Gorgonas, la Aurora, el Sol. La
Physis, la Moira, el orden impersonal e indiferente, están por en­
cima de los dioses. Ellas dan a los dioses su ser, su figura y sus po­
deres.
Entre las especies vivas, los dioses disfrutan de un privilegio: son
los que «viven sin esfuerzo». Son puros seres vivos, absolutamente
ajenos a la muerte. Píndaro define la distancia y la proximidad que
hay entre los dioses y los hombres:
Por una parte está la estirpe de los hombres, por otra está la estirpe de
los dioses. Tanto los unos como los otros debemos la respiración a la mis­
ma madre; pero un foso nos separa a causa del poder que nos ha sido atri­
buido, pues el hombre es vacío mientras que los dioses siempre tienen el
cielo de bronce por inquebrantable morada. Empero tenemos cierta rela­
ción con los inmortales a través de lo que el espíritu tiene de sublime, así
como a través de nuestro ser físico, aunque ignoremos el camino que día
y noche nos traza el destino3.

27
Proximidad y distancia permiten la oración. Ulises reza conti­
nuamente, más para pedir que para adorar. Y su petición es escu­
chada, pues Atenea lo mantiene sano y salvo en medio de los peo­
res peligros. Hay dioses buenos y malos, y no siempre sé llevan bien.
Pero incluso los peores tienen algo bueno: que son y forman parte
del orden del mundo, que es bueno. Los dioses son felices: a veces
se les pide que intervengan para restablecer la justicia en la tierra.
Pero su naturaleza no les obliga a hacerlo. Su naturaleza sólo les in­
duce a contemplar, con más facilidad que los hombres, la perfec­
ción del cosmos, su realidad inteligible.
Los dioses de la ciudad son más activos, están más cerca de las
preocupaciones de los ciudadanos, tienden a intervenir con más
frecuencia en los asuntos humanos. Pero lo hacen «sin esfuerzo»,
en virtud de su ser inmóvil. Junto con los hombres, forman una fa­
milia, o más bien una ciudad. Guían a los hombres en su esfuerzo
de contemplación. En efecto, según Aristóteles, el hombre no debe
limitar su pensamiento a las cosas humanas. Debe «tender a lo que
es inmortal». Así puede participar en la dicha divina imitando la ac­
tividad divina, que es contemplación4.
El mundo no tiene objetivo: le basta con ser, está infinitamente
por encima de los hombres. No obstante el Ser, que es asimismo el
Bien, sólo subsiste en nuestro mundo sublunar de manera precaria,
como reflejos de los que los fenómenos de la tierra heredan lo que
tienen de real y de bueno. Al hombre le queda «contemplar para
asemejarse al objeto de su contemplación», «adecuarse al cosmos y
llegar a ser tan divino como permite la naturaleza humana»5.
Aquí nos encontramos en una encrucijada. La contemplación
definida así por la filosofía puede prescindir de imágenes y renun­
ciar finalmente a la imagen. Y sin embargo la idea de theoria, del va­
lor de la contemplación, no pertenece únicamente a los filósofos,
sino también a los poetas, a los artistas, a todos los testigos de la ci­
vilización griega. Es un elemento fundamental de su patrimonio.
Lo cierto es que el dios griego fue representado, y que fue el más
representado de todos los dioses, hasta el punto de que no es posi­
ble distinguirlo realmente de su representación. La mediación que
opera el dios contemplando el cosmos es una sola con el acto me­
diador de la representación, que es la contemplación del dios por
parte del artista. Por eso Hegel veía en el artista al verdadero teólo­
go de la religión griega.
El arte es público, y se expone públicamente. El Estado hace los
encargos y dispone de las obras para gloria de la ciudad, porque cá-

28
si no hay grandes residencias privadas. Artistas y público estaban de
acuerdo sobre los cánones y sobre los géneros. Al artista no se le
ocurría alterarlos o crearlos. Sólo tenía derecho a perfeccionarlos,
a modificarlos; porque la tradición sirve para enriquecerse con aña­
didos y soluciones nuevas. La actitud del artista, incluso del más fa­
moso, del más «divino» de cara a su arte, era «semejante a la del sa­
cerdote ante las costumbres sagradas». Uno y otro celebran una
liturgia divina, y no mezclan en ella sus estados de ánimo. «Los pro­
pios géneros artísticos eran las formas sagradas de una tradición sa­
grada»: y por eso se mantienen hasta el fin de la Antigüedad, y mu­
cho más allá de la muerte de la ciudad6.
Leyendo a los autores tardíos, nos damos cuenta de que el «pro­
greso» de este arte sigue el progreso de la exactitud. La regla de la
mimesis -el arte debe imitar y representar la naturaleza- se inter­
preta como un perfeccionamiento de las técnicas de la ilusión. Se­
gún Plinio, el pintor Polignoto fue el primero en representar per­
sonajes que abren la boca y cuyos dientes son visibles; el escultor
Pitágoras fue el primero en indicar el trazado de los músculos y de
las venas; el pintor Nicias captó por primera vez los contornos de las
sombras y de la luz7. Mediante este progreso técnico se introduce el
primer historicismo en la crítica de arte, el primer «ya» y el primer
«todavía no». Pitágoras ya reproduce el cabello, pero todavía no tan
bien como Lisipo. Así se pierde de vista ese vínculo directo e in­
temporal con el cosmos eterno que postulaba la theoria. La técnica
artística, valorada por sí misma, proporciona un criterio que per­
mite -y ha permitido durante siglos, hasta llegar al nuestro- clasifi­
car la producción artística griega en «arcaica» y «clásica».
Pero estas consideraciones no deben velar otra periodización cu­
yo principio no es estilístico, sino espiritual. La vida religiosa y la vi­
da cívica (confundidas) permitieron, desde el siglo VI hasta princi­
pios del siglo IV (hasta la guerra del Peloponeso), la representación
de dioses vivos, unos dioses que los ciudadanos sentían la necesidad
de alabar o a los que podían estar agradecidos. Tras Salamina y Pla­
tea, Temístocles declaró: «No somos nosotros quienes hemos lleva­
do a cabo estas hazañas, sino los dioses y los héroes»8. En Delfos, en
Olimpia, sobre la Acrópolis, los dioses obtuvieron su recompensa.
En los tiempos de Plinio y de los coleccionistas romanos, esos mis­
mos dioses no eran más que los motivos canónicos de las obras de
arte. Entonces la evolución estilística cobra sentido: sirve para
guiarse en un ámbito estético. Pero ya no se trata, propiamente ha­
blando, de representar a un dios. Puede que éste presida de forma

29
simbólica su estatua -por eso los romanos no se cansaban de re­
producir los modelos clásicos de Afrodita-, pero la piedad del co­
leccionista no sólo se dirigía a los dioses, sino a Praxíteles, a Scopas
y a Lisipo.
La «reforma» del panteón que Homero llevó a cabo dejó sobre­
vivir algunos monstruos. Ulises paga tributo a la divina Caribdis y a
la divina Escila. Los griegos reconocían el lado oscuro. Pero estos
dioses oscuros están a punto de ser derrotados. En el frontón del
templo de Artemisa en Corcira, un joven Zeus sin barba lucha con­
tra los Gigantes y, en el centro, la Gorgona aparece por última vez:
a partir de ese momento será desterrada a las acróteras, con la ca­
beza cortada. Los Lapitas vencen a los Centauros. Desde finales del
siglo VII se afirma el «antropoteomorfismo» clásico. Toda Grecia, 1
durante el siglo VI, erige kouros y korés. No existe una frontera pre­
cisa entre la representación del atleta, del luchador, del hombre y
del dios. Todos sonríen. Todos son igualmente jóvenes. Todos son
perfectos.
La perfección se extiende a todos los seres9. El rasgo dominante
es la concentración en la figura humana, preferentemente masculi­
na. La única representación digna del dios es el cuerpo del hombre.
Y cuando éste -ya sea héroe o atleta- alcanza la belleza perfecta, la
energía divina entra en él. ¿Dónde está el lado divino del gran dios
de bronce de Histiaea, Poseidón o Zeus? Su misma desnudez es más
divina que, por ejemplo, la del efebo de Critios (480) o la del Dori­
foro (c. 450). Cierto que no hay nada en la anatomía que sustente es­
ta impresión. El canon es semejante: el torso es de una elegancia
atlética, la unión con las piernas está señalada por el anillo muscu­
lar de la ingle y los costados, la verga es pequeña y, tanto en el dios
como en el Doriforo, está rodeada de un vello hecho de rizos escalo­
nados.
Observemos la cabeza. Quizás sea el tratamiento del cabello y de
la barba lo que señala la diferencia de rango. La barba tiene dos hi­
leras de mechas onduladas, profundamente cinceladas, a veces
vueltas y rizadas en los extremos. Bajo el labio inferior, dos peque­
ños mechones forman dos rizos simétricos, de una simetría «natu­
ral», no geométrica. En cuanto al cabello, está ceñido por una tren­
za fina, hundida en la masa de pelo, que da una doble vuelta. Por
debajo de la trenza, el cabello desciende sobre la frente -pero deja
al descubierto las orejas- en mechones parecidos a los de la barba,
cincelados de manera semejante e individualizados uno por uno. El
dios es realmente un dios. Pero habita el mismo cosmos que los

30
hombres, y comparte con ellos su perfección. Uno se siente tenta­
do de establecer una conexión entre las palabras de Píndaro: «Te­
nemos cierta relación con los inmortales a través de lo que el espí­
ritu tiene de sublime, así como a través de nuestro ser físico», y las
de los Salmos: «Tú nos has hecho apenas inferiores a los ángeles».
Pero el «tú» bíblico se dirige a un Dios que está más allá del cosmos.
Querubines y serafines reciben su dignidad -su extrañeza- del Dios
incognoscible y del mensaje que transmiten: se hallan lejos de los
hombres, aunque les hablen. Mientras que las grandes figuras del
arte partenónico poseen en sí mismas su sobrehumana y no obs­
tante humana majestad. No necesitan hablar, no tienen ningún
mensaje que transmitir. Su «aseidad» es silenciosa y evidente. Por
mucho que hayan sido mutiladas, que hayan perdido su rostro co­
mo las grandes diosas del Partenón, la nobleza impregna sus divinas
rodillas.
El arte griego logró plasmar de forma única al dios que se en­
carna en la forma humana, o que más bien la habita. La represen­
tación del hombre es teomórfica, y la del dios, antropomórfica. Por
eso el propio Schiller llegó a escribir: «Cuando los dioses todavía
eran más humanos, los hombres eran más divinos»10. El cuerpo ha­
bitado supone que el artista es el mediador -el sacerdote y el teólo­
go-, que la obra es el sacramento de esta mediación, que el dios
comparte con los hombres un mismo cosmos y que el artista es el
instrumento de la ciudad. Dadas todas estas condiciones, en el dios
figurado se concentra el macrocosmos, y se corresponde plena­
mente con el microcosmos de la ciudad o con el microcosmos cons­
tituido por el cuerpo del ciudadano.
Este momento perfecto que ha suscitado la nostalgia de todas las
épocas no duró mucho. De hecho, el arte partenónico empezó a
enfriarse ya en el siglo IV, y aunque fue repetido y copiado una y
otra vez en todo el mundo helenístico y romano, la savia ya sólo
fluía en casos excepcionales. Crisis de la ciudad, evidentemente, pe­
ro también crisis espiritual vinculada a la idea del cuerpo.
El cuerpo del hombre está sometido a la muerte, a la decrepitud,
al cansancio, al sueño; este cuerpo perecedero no es un verdadero
cuerpo. Los dioses, de raza inmortal, sí que poseen un cuerpo aca­
bado, íntegro, definitivo. Si sangra, la vida no se le escapa a través
de la herida. Si come, es ambrosía, y si se sienta a la mesa, es por
placer. «El cuerpo del hombre», escribe Vernant, «remite al mode­
lo divino como fuente inagotable de una energía vital cuyo res­
plandor, cuando brilla por un instante en una criatura mortal, la

31
ilumina con un fugitivo reflejo y le presta un poco de ese esplendor
que reviste el cuerpo de los dioses». Los dioses no son antropomor­
fos; son los hombres los que, de vez en cuando, llegan a ser teo-
morfos11.
Cuando el héroe humano muere o envejece, la naturaleza le
abandona. Quedan de él el nombre y la gloria que le confiere la ciu­
dad. El cuerpo de los dioses, por su parte, posee por naturaleza una
constante de belleza y de gloria. Y también un nombre y una forma.
Este cuerpo tiene atributos que lo separan de la raza de los hom­
bres, y que a veces lo sitúan al límite de lo que entendemos por
cuerpo. Es más grande y más fuerte. Puede hacerse invisible a ojos
de los hombres, tomar la forma de la bruma, o bien una forma es­
trictamente humana y no obstante engañosa. Al ocultarse de las mi-,
radas de los mortales, los protege. Porque para los griegos, como en
la Biblia, ver a los dioses cara a cara puede resultar mortal. Por ha­
ber visto a Artemisa bañándose, Acteón fue metamorfoseado en
ciervo, y luego devorado por sus perros. Por haber visto a Atenea,
Tiresias perdió la vista. El esplendor divino ciega. Estos cuerpos tie­
nen su morada (el mar para Poseidón, el infierno para Hades, los
bosques para Artemisa), y sin embargo pueden aparecerse en todas
partes, y se desplazan con la rapidez del pensamiento.
Pero entonces, ¿por qué dotar a lo divino de una forma corpo­
ral? Según Vernant, por la siguiente razón: los dioses forman una
sociedad organizada, con su propia jerarquía. Necesitan un nombre
y un cuerpo, es decir, rasgos característicos que los diferencien. Por
eso la teogonia ortodoxa de Hesíodo proporciona un fundamento
teológico a la naturaleza corporal de los dioses. Si estos han surgi­
do en su plenitud, su perfección, su inalterabilidad, es porque han
acompañado el surgimiento de un cosmos estable, organizado,
donde cada ser -sobre todo divino- tiene una individualidad clara­
mente establecida.
Eso es lo que discuten las sectas marginales y los filósofos: el ori­
gen del mal en el mundo es la individuación y la pluralidad de los
seres. La perfección sólo pertenece al Uno, al ser unificado. Así que
los dioses deben renunciar a su forma individuada para reunirse
con el Uno divino del cosmos.
De Anaximandro a Pío tino no deja de abordarse la cuestión de
la imagen divina: a propósito de la naturaleza de los dioses, del cos­
mos, del alma humana, del estatuto de la materia, del arte. La ino­
cencia de la representación directa, tal y como el arte de la ciudad
la había engendrado, se ha perdido. La reflexión, si todavía enten­

32
demos por ella la gloria y la grandeza de lo divino, y por lo tanto la
gravedad de la apuesta, ya no encuentra -salvo excepciones- nin­
gún camino practicable hacia una imagen que lo divino pueda ha­
bitar dignamente, o que pueda sostener dignamente su objeto.

II. La prim era filo so fía


Antes de Platón
San Agustín, según Varron, distingue tres clases de teología, es
decir, de «ciencia racional de los dioses»; la teología «mítica», que
encontramos sobre todo en los poetas; la teología «civil», que es la
de los pueblos; y la teología «natural», que corresponde a los filó­
sofos12. La primera, siempre según Varron, «contiene muchas fic­
ciones contrarias a la dignidad y a la naturaleza de los seres inmor­
tales». Encontramos aquí a un dios surgido de una cabeza, allí a
dioses que roban o cometen adulterio. La segunda es la que «en las
ciudades, los ciudadanos y sobre todo los sacerdotes deben conocer
y poner en práctica. Nos enseña a qué dioses debe honrar oficial­
mente cada cual, mediante qué ritos y con qué sacrificios».
La primera es adecuada para el teatro, la segunda para la ciudad.
Pero, como señala Agustín, el teatro es una institución de la ciu­
dad. La teología civil se identifica así con la teología mítica, cuyas
obscenidades comparte. De hecho, sólo hay dos teologías: por un
lado la civil y mítica, impura e indigna de Dios; por otro, la teología
natural, o filosófica. Todas las imágenes de lo divino que nos ofrece
el arte pertenecen al primer tipo de teología. ¿Qué imágenes en­
traña la segunda?
La teología mítica y política, según Agustín, es totalmente artifi­
cial; es una convención derivada de la imaginación humana. La
otra, por el contrario, intenta penetrar, mediante la physis, en la na­
turaleza misma de las cosas. La teología natural procede por abs­
tracción. Y ésta no es favorable a la imagen.
Según Agustín -seguido en este punto por Werner Jaeger-, la
teología filosófica no empieza con Platón, sino con los comienzos
mismos de la filosofía, con los presocráticos13. Filósofos de la «natu­
raleza», «físicos», están de acuerdo con los sacerdotes y los poetas
sobre el estatuto fundamental de lo divino: se halla dentro del mun­
do. Como Hesíodo, piensan que los dioses han surgido -o proce­
den- del cielo y de la tierra, las partes más nobles y más incluyentes

33
del cosmos. Los dioses son engendrados por la fuerza generadora
primordial que forma parte de las estructuras del mundo: Eros. Por
lo tanto están sometidos a la ley natural, y el objetivo de la física es
descubrirla. No hay que confundir esta física con la física moderna,
positiva por naturaleza y agnóstica en el terreno religioso. Habla­
mos de una física religiosa, como prueba el apotegma de Tales, el
más antiguo de los filósofos: «Todo está lleno de dioses»14.
En Anaximandro encontramos el primer sistema del mundo que
engloba toda la realidad y que se funda en una deducción natural
capaz de explicar todos los fenómenos. En este sistema no hay sitio
para los antiguos dioses, aunque persistan sus nombres y sus cultos.
En el origen del mundo hay un principio, una arkhé, que no puede
confundirse con ninguna realidad limitada de este mundo -por.
ejemplo con el agua, como proponía Tales-y que no obstante es ca­
paz de engendrar todo lo que existe. Su característica es la ausencia
de límites. Anaximandro le da el nombre de apeiron. Es un depósi­
to infinito, inagotable, del que se alimenta todo devenir. Pero el
apeiron no tiene contornos, ni rostro. Anaximandro es el primero en
sustantivar el adjetivo y decir «lo divino»15. Se aproxima a la sustan­
cia divina en ese mismo movimiento que la hace no representable.
Jenófanes era un artista: recitaba en persona sus propios poe­
mas. Pero su teología le obligó a atacar a Homero como responsa­
ble de la educación religiosa de Grecia y de haberle enseñado el an­
tropomorfismo. El Dios de Jenófanes es «totalmente otro».
Un solo Dios, el más grande entre los dioses y los hombres, y que en
ningún caso se asemeja a los mortales, ni por su actitud [su figura] ni por
su pensamiento16»
Es la primera fórmula de teología negativa que nos ofrece la his­
toria. Significa que la forma humana (y la forma del espíritu hu­
mano) es incapaz de acoger la totalidad de ese principio que la fi­
losofía reconoce en el origen de todas las cosas. Jenófanes niega
que Dios tenga una forma, lo cual, para un griego, tal vez sea difícil
de concebir. Tampoco reduce a Dios a la forma del mundo. Pero re­
chaza positivamente la idea de que tenga cualquier forma humana.
Sin embargo, este Dios supremo y único no es el único dios: se
halla «entre los dioses y los hombres». A su lado hay sitio tanto pa­
ra los hombres como para los demás dioses. Está dotado -según Jae-
ger- de conciencia y de personalidad, lo que le distingue de lo «di­
vino» impersonal de Anaximandro17. No se desplaza, no desciende

34
entre los hombres. «Sin esfuerzo, y sólo gracias a la fuerza del espí­
ritu, pone en movimiento todas las cosas»18. «Reside donde está,
siempre en el mismo lugar, sin moverse en absoluto; no le agrada
apostarse primero en un sitio, luego en otro»19.
La crítica del antropomorfismo pasa por la afirmación de la uni­
versalidad de Dios. Sólo un dios no emparentado con la especie hu­
mana, con tal raza o tal pueblo, es digno de ser Dios. Jenófanes lo
demuestra mediante la prueba del absurdo:
[...] si los bueyes, los caballos y los leones tuvieran manos, y si con las
manos supieran dibujar y modelar las obras a las que sólo los hombres dan
forma con su arte, los caballos foijarían dioses equinos, y los bueyes darían
a los dioses forma bovina: cada cual daría a su dios la apariencia y la acti­
tud de su propio cuerpo20.
Y lo mismo haría cada pueblo: «Piel negra y nariz chata: así re­
presentarían a sus dioses los etíopes, mientras que los tracios les da­
rían ojos garzos y cabellos de fuego»21.
Este Dios, por encima de cualquier figura particular que los
hombres puedan imaginar y de la más hermosa de todas, la del
hombre, debe poseer también una dignidad ética que Homero y
Hesíodo no respetaron:
Homero y Hesíodo acusan a los dioses de todo lo que en nosotros es
vergonzoso y censurable: los vemos entregarse al robo, al adulterio, y de­
dicarse entre sí a la mentira engañosa22.
Estas cosas son incompatibles con la grandeza moral de lo divi­
no. Así, Jenófanes introduce la noción de conveniencia, cuyo alcan­
ce, hasta nuestros días, resulta incalculable. Nada que provenga del
hombre, apariencia, forma, ropas -pero también pasiones o cos­
tumbres-, conviene a la naturaleza divina. Eurípides, Platón o Cice­
rón volvieron a plantear la cuestión de lo que conviene o no con­
viene a Dios. El concepto teológico de «lo que conviene a, la
naturaleza divina» (theopreprés) fue heredado por los Padres de la
Iglesia, que lo convirtieron en pilar de la teología cristiana. La ico­
noclasia se funda en el hecho de que toda figura, y en particular
una figura humana, y una figura hecha por la mano del hombre, es
una inconveniencia y una blasfemia. Este sentimiento se acentúa
aún más si la teología, por su parte, se declara incapaz de una de­
terminación positiva de Dios y se refugia sistemáticamente en for­

35
mulaciones negativas. Ahora bien, Jenófanes, como hemos visto, es
el primero en proponer una fórmula semejante en el ámbito griego.
«La filosofía», escribe Jaeger, «es la muerte de los dioses anti­
guos; sin embargo es una religión en sí misma»23. Por eso la muerte
de los dioses antiguos duró tanto tiempo. Desde el siglo IV, su alma
empezó a huir de ellos. Pero otra alma entró en sus cuerpos, que si­
guieron animados hasta la victoria, nunca total, del cristianismo. La
religión filosófica les insufló esta alma. Ambas religiones cohabita­
ron y se fusionaron hasta cierto punto. La religión cívica no equili­
bró el alma filosófica, sino que apeló, como veremos, a cierta forma
de religión popular interiorizada, el culto a los misterios, la religión
iniciática.
La capacidad griega para imaginar nuevas teogonias y cosmogo-*
nías sufrió, en el movimiento orfico, una desviación. Desde la épo­
ca de Hesíodo aparecen, junto a los dioses populares, personifica­
ciones morales: Diké, Eumonía, Irené. Ferecides de Siros (siglo VI)
procede a una reinterpretación general de los dioses. Crea divini­
dades alegóricas que representan ciertas fuerzas cósmicas, y esta­
blece equivalencias entre los nombres de los dioses antiguos y las
fuerzas naturales de la nueva cosmología. Este proceso transforma
a los personajes divinos de la religión popular en potencias divinas
y culmina en la naturaleza divina, de la que se ocupan los filósofos
y los teólogos. Por ello la imagen de Zeus, o de Hera, que había si­
do concebida como parte de la personalidad propia de ese dios,
que era su retrato, se convierte en una representación convencio­
nal, tan sólo consagrada por la costumbre, de fuerzas que no tienen
naturalmente rostro.
Una nueva doctrina del alma se une a este mismo movimiento.
En Homero existía una distinción entre el alma como principio vi­
tal (psukhé), que abandona el cuerpo tras la muerte pero que ni
piensa ni siente, y el alma consciente (thumos), íntegramente vincu­
lada a los órganos corporales. En la nueva concepción, el alma se
convierte en el yo espiritual y moral, separable del cuerpo y lo más
incorpórea posible. Por lo tanto, cada cual se convierte en respon­
sable del destino futuro de su alma en el más allá. Proveniente de
un medio más elevado y más divino, el alma sólo es un huésped
transitorio en la casa del cuerpo. La teoría orfica del alma anuncia
directamente las ideas de Platón sobre la naturaleza divina del al­
ma: un alma desde ahora despojada de cualquier rasgo material, y
que a través de la experiencia interior, sin imágenes, llega al cono­
cimiento de lo divino. Sócrates invita a cuidar el alma, lo más im-

36
portante que hay en el hombre. Y por lo tanto, un arte que no tu­
viera en cuenta el alma no podría satisfacerle.
Los corredores, los luchadores, los boxeadores y los pancratiastas que
haces son hermosos, Cleitón [dice al escultor]; [...] ¿pero cómo otorgas
esa apariencia de vida que constituye, para un espectador, su mayor en­
canto? ¿No hay que [...] hacer asomar la venganza en los ojos de los com­
batientes y la alegría en el rostro de los vencedores? -Ciertamente. [...]
-Así pues -reanudó Sócrates-, el escultor debe representar mediante las for­
mas la actividad del almcfr*.
Puesto que la verdadera esencia del hombre está en su alma in­
material, al artista le toca en suerte una nueva tarea: dar una forma
a lo que no la tiene, procurarle a lo informal una equivalencia for­
mal. El trasmundo se separa del mundo, y hay que representarlo.
Parménides propone, en términos proféticos, una «vía» que «con­
duzca íntegramente sano y salvo al hombre que sabe». Se trata por
tanto de una vía de salvación, y de una salvación a través del conoci­
miento, que es un don de origen divino: una gnosis. Los jonios ha­
bían tomado como punto de partida, en lugar de las tradiciones y las
ficciones, los datos empíricos: ta onta. Pero el Ser de Parménides no
puede ser plural. Es único: to on. En efecto, la razón, el logos, nos in­
dica un ser que no puede no ser, así como los sentidos nos lo indican
múltiple y en movimiento. Por un lado está la apariencia y por el otro
la verdad, por un lado la physis y por el otro la metafísica. Sin em­
bargo, Parménides no propone, como hará Aristóteles, que el ser y
el modelo sean dos aspectos del mismo mundo y se hallen al mismo
nivel. Para él, el devenir es pura apariencia, y el mundo del ser es la
verdad misma. Eleva al Ser por encima del reino de la experiencia
sensible e inmediata. Extrae un «misterio del Ser»25. No identifica a
este Ser con Dios. Pero la experiencia religiosa de este misterio radi­
ca en la manera en que el hombre se ve involucrado en él y en la op­
ción decisiva que adopta frente a la alternativa verdad-apariencia.
La única figura que Parménides se digna ofrecer del Ser es la .es­
fera:
Por todas partes está limitado y acabado, como una pelota bien redon­
deada, en perfecto equilibrio desde el centro hasta los bordes26.
La forma adecuada y perfecta es la más intercambiable e imper­
sonal.

37
Esta esfera estable se halla en las antípodas del Dios de Herácli-
to. A este Dios, realidad única que sin embargo se afirma en la lucha
y en el cambio, pareja de contrarios que siempre reviste un nuevo
rostro, le corresponden como figuras irrepresentables la paradoja y
la guerra. Es enigma: «La invisible armonía supera lo visible». Los
diferentes símbolos no lo ocultan ni lo definen, sino que lo «indi­
can»27, como para guiar una intuición profunda, pero que sigue
siendo inefable. En el fondo, Heráclito encuentra la unidad del
mundo en el cambio incesante en sí mismo: en la ley del cambio. La
idea de unidad no se encarna en un principio, sólo es objeto de una
comprensión mística. Por eso Heráclito ni ataca ni defiende la reli­
gión popular. Esta no tiene importancia:
Sólo lo Uno, que es sabiduría, se niega a ser llamado y consiente en ser
llamado con el nombre de Zeus28.
Cierto, toda representación de Zeus es absolutamente inadecua­
da: «Dios considera al hombre un chiquillo, al igual que un adulto
considera un niño»29 y «el hombre más apuesto, comparado con
Dios, tiene el aspecto de un simio»30. No obstante, este Zeus apofá-
tico, radicalmente distinto de toda figura humana, tiene un nom­
bre, y este nombre es aceptable porque concuerda con su intuición.
Este nombre, y solamente este nombre, hace las veces de icono y de
realidad inefable.
De Empédocles deberíamos citar, de entrada, dos fragmentos:
No podemos aproximarnos a la divinidad y contemplarla con la vista o
tocarla con la mano, que es la mejor vía de acceso para que el convenci­
miento llegue al corazón del hombre31.
Dios no posee un cuerpo provisto de cabeza humana; no tiene espalda
de la que nazcan, como dos ramas, los brazos; no tiene ni pies, ni ágiles ro­
dillas, ni miembro viril cubierto de vello. Es únicamente un espíritu augus­
to de poder inexpresable cuyo rápido pensamiento recorre el universo32.
En el comienzo, las partes y los elementos del mundo se entre­
cruzan en el amor para formar una total armonía, el Sphairos: «El
Sphairos, en forma de bola, se alegra de la soledad que reina en tor­
no a él». Igual a sí mismo por todas partes, ilimitado, el Sphairos es­
tá ahí, «perfectamente redondo, feliz e inmóvil»33. Pero este reposo
sólo dura una determinada fase cósmica. El odio, cobrando toda su

38
fuerza, actúa como principio de disociación, deshace el Sphairos, ini­
cia el cambio. Del mismo modo, el alma del hombre tiene una his­
toria. Empédocles le asigna una vida anterior que se prolonga de
eón en eón. El alma recuerda su alta patria, la primitiva edad de
oro, y sufre al haber sido relegada a las tinieblas del mundo terres­
tre. Temporalmente. Pues al final, el bien y la perfección vencen a
la discordia y restablecen el estado estable y definitivo de las fuerzas
cósmicas.
Y así se le da una solución al problema de la forma de lo divino.
Una forma que no es única, sino multiforme, y que adopta tres as­
pectos: en primer lugar las formas primitivas y estables de la exis­
tencia corporal, luego el mundo en movimiento agitado por el
amor y el odio, y finalmente el estado definitivo. El interior mismo
del hombre, su alma, percibe todo esto como el daimon que lleva
dentro y le muestra que la vida del alma está dirigida por las mismas
fuerzas divinas y eternas a las que obedecen la naturaleza, el amor,
la discordia, y sus leyes. Esa idea de lo divino no da cabida a una ico­
nografía antropomórfica.
Nos queda por considerar el entorno ateniense. En esos años en
que nace y madura el arte clásico, Anaxágoras lleva aún más lejos la
abstracción del concepto de lo divino. El nous divino es una fuerza
organizadora. Es la inteligencia que rige, en el mecanismo vertigi­
noso del mundo, los procesos concretos, la mezcla, la separación, la
individuación. Lo ordena todo según un plan preestablecido, uni­
versal, previsible. Este espíritu, ya sea grande o pequeño, es idénti­
co a sí mismo. Es de la misma naturaleza y sustancia tanto en el dios
como en el hombre: nuestro espíritu constituye lo divino que hay
en nosotros, y mediante la razón podemos alcanzar lo divino, que
es razón.
En cuanto a los sofistas, su originalidad consiste en interrogarse
sobre el fenómeno religioso en sí mismo, sobre el hecho de la
creencia universal en Dios. Su solución fue considerar la religión
como producto de la naturaleza humana, y por lo tanto como fe­
nómeno natural. El dios griego siempre había sido un hecho de la
naturaleza: ahora es, específicamente, un hecho de la naturaleza
humana. En las palabras que Platón pone en labios de Protágoras,
vemos que los dioses encargan a Epimeteo que conceda a cada es­
pecie las cualidades y aptitudes necesarias para su supervivencia: a
unas la rapidez, a otras la fuerza, a cada una el tipo de alimento ade­
cuado. Llegado el turno de la especie humana, Epimeteo duda, in­
deciso, sobre sus necesidades. Y entonces Prometeo, viendo que el

39
hombre está desnudo y sin protección, busca en el taller divino de
Hefeistos y de Atenea las artes de éstos, a fin de que el hombre dis­
ponga de medios para sobrevivir.
Desde ese momento, el hombre fue afín a la condición de los dioses,
en primer lugar porque fue el único entre las criaturas que, gracias a este
parentesco divino, comprendió que existían dioses y comenzó a erigirles
altares y estatuas34.
Así pues, sólo el hombre conoce la religión y el culto debido a
los dioses. Encontramos de nuevo esta afirmación en el discurso so­
bre la providencia que Jenofonte, en Memorables, pone en labios de
Sócrates:
¿Qué otro animal tiene un alma capaz de reconocer la existencia de los
dioses? [...] ¿Qué otra especie, además de la de los hombres, rinde culto a
los dioses?35
Son ideas casi innatas, consagradas por la tradición. ¿Pero cómo
llegaron hasta los hombres? Demócrito (según Cicerón36) piensa
que llegan a él en forma de imágenes (eidola), de manera parecida
a los sueños:
A veces cree que el universo encierra imágenes dotadas de carácter di­
vino, a veces llama dioses a los principios del intelecto que residen en el
universo, a veces piensa que se trata de imágenes animadas que acostum­
bran a sernos ya sea útiles ya sea peijudiciales, a veces que son imágenes
inmensas, tan grandes que abarcan la totalidad del universo37.
Vemos aquí la raíz de una explicación psicológica de la religión:
la imagen primitiva de lo divino se reduce a un fantasma que apa­
rece -¿bajo presión divina?- en la mente de los hombres.
Pero sobre lo que son los dioses, y si existen, Protágoras confie­
sa un agnosticismo tal que por él fue, según Eusebio, acusado de
ateísmo38. Su tratado Sobre los dioses empieza así:
En lo tocante a los dioses, no estoy en condiciones de saber si existen,
o si no existen, ni tampoco lo que son en cuanto a su aspecto [su forma].
Demasiadas cosas nos impiden saberlo: su invisibilidad y la brevedad de la
vida humana.

40
La existencia de los dioses pertenece al orden del nomos (de la
«convención humana») más que al orden de la physis. Y su forma, si
existen, es desconocida. Para la mentalidad griega, contemplar a
Dios o contemplar la naturaleza es todo uno. Los dioses manifies­
tan la grandeza del cosmos, y el cosmos revela en la contemplación
su carácter divino. Lo divino es tan evidente que nunca es necesa­
rio buscar pruebas de la existencia de Dios.
Pero la religión filosófica decidió contemplar el cosmos a la luz
unificadora de la razón. La perfección atribuida a los personajes di­
vinos, heredada de la tradición, de Homero y de Hesíodo, del cul­
to a la ciudad, se hallaba sintetizada y atribuida a un principio pri­
mero, a una potencia por encima de cualquier existencia, y que por
lo tanto parecía ser la única capaz de asumir los atributos de lo di­
vino y de darle un cuerpo. La idea del Todo (holon, pan) nubla el
rostro de la divinidad, puesto que ya no podemos considerar divina
ninguna forma limitada y definida.
Aun así, el combate de la religión filosófica contra la religión cí­
vica y popular no es un combate dogma contra dogma. A uno y otro
lado proliferan los mitos, múltiples, y se valen los unos de los otros.
Por eso el Zeus del arte y de las estatuas puede recibir, por metem-
psicosis, un alma filosófica. Eso es lo que los filósofos respondían a
los cristianos que los acusaban de idolatría. Porque la filosofía no se
niega en absoluto a tomar prestadas del arte sus metáforas e imáge­
nes. Heráclito dice también que lo divino «se niega a ser llamado y
consiente en ser llamado con el nombre de Zeus». De hecho, los fi­
lósofos, en su búsqueda del principio unificador, el apáron, el nous,
encuentran al padre y maestro de los dioses: lo reconocen como la
figura que más se asemeja a su concepción de lo divino, simplemen­
te llevada a un nivel superior, a un grado más elevado. Y así se va de
Zeus a Zeus, lo cual autoriza un retomo de las imágenes. Y, de hecho,
estas imágenes ya no cambian exteriormente, aunque son cada vez
más simbólicas, hasta el fin de la Antigüedad. Portadoras de los mis­
mos símbolos, resucitan con cada renacimiento en el occidente eu­
ropeo. Incluso pueden, en los comienzos del arte cristiano, bajo la
forma de Hermes o Hércules, representar al Verbo encamado.

Platón
Puesto que el tema es la imagen de lo divino, la primera cuestión
debe tratar sobre la noción platónica de lo divino. Después, para

41
abordar la dificultad paso a paso, voy a buscar el sentido de la ima­
gen, del arte y, por fin, de la imagen de lo divino.
A. Lo divino
«Dios es la medida de todas las cosas»39. Pero él mismo no tiene
medida.
Platón no se plantea a Dios en ningún diálogo. Y sin embargo to­
das las cosas son pensadas a través de las formas, y las formas son
pensadas en Dios, pero él está más allá de la Forma. Detrás de los
prisioneros de la caverna, está la luz que «viene de un fuego que ar­
de tras ellos, lejos y hacia lo alto»40. Pero esta luz no se puede mirar,
porque deslumbra: si un prisionero se ve «súbitamente obligado a ·
mirar hacia la luz [...], a causa del deslumbramiento será incapaz de
mirar los objetos». «Los ojos del alma vulgar no son apropiados pa­
ra mantener la mirada fija en lo divino»41.
En Platón, muchas cosas merecen el epíteto de «divino»: el Bien,
las Formas, el demiurgo, el alma, el universo, los cuerpos astrales,
los héroes, los dioses42. Pero lo divino por excelencia es el Bien, has­
ta el punto de que tal vez se identifique con Dios. Salvo en Las leyes,
Platón habla con más facilidad de lo «divino» que de «Dios»43. Los
dioses dependen de lo divino.
El mundo material es una «gran huella» en la que nacen, viven
y desaparecen oscuras imágenes enviadas por las Formas. Si excla­
mamos ante un retrato: «¡Es Pedro!», queremos decir que esta tela,
con su pintura y sus sombras, representa a Pedro, y sólo podemos
decirlo porque sabemos de antemano quién es Pedro. Atribuimos a
la copia un nombre, el nombre del modelo. La copia nunca es per­
fecta. La Forma no se extrae, ni se abstrae, del objeto sensible. Es
éste el que se esfuerza -pero sin conseguirlo- en reproducir el res­
plandor de la Forma; la Forma es eterna, la copia es un haz de cua­
lidades sensibles que el devenir deshace rápidamente44.
En el mundo inteligible, las Formas constituyen un conjunto or­
ganizado. En la cúspide de este conjunto se halla la Forma del Bien.
Ella comunica esencia y existencia a todas las Formas. Pero ella mis­
ma está «más allá de la esencia, sobrepasando a ésta en dignidad y
poder»45. El Bien se halla por encima de toda definición, de toda re­
presentación formal. Sólo las metáforas pueden sugerirlo: «El po­
deroso e inmortal Atlas que sostiene todas las cosas», «la parte más
luminosa del ser», «el perfecto Ser»46.
Todo procede del Bien, incluido el conocimiento del Bien. La

42
dialéctica reproduce, en el orden del conocimiento, el movimiento
intemporal de la procesión. Pero la investigación dialéctica carece
de oraciones e invocaciones solemnes, porque en los momentos de
indecisión es necesaria la ayuda divina. La dialéctica prepara una
intuición, una visión. Es necesaria para cada Forma. Cada una debe
ser objeto de una intuición pura, de una visión; acto seguido, de un
razonamiento y, finalmente, en el orden de la acción, de una imita­
ción. La visión de la Idea Suprema, la del Bien, tarda en llegar y só­
lo se consigue con esfuerzo. El fuego, el sol que ilumina la caverna,
significa
en el confín extremo de la región del conocimiento, la naturaleza del
Bien, que cuesta ver, pero que una vez vista aparece al razonamiento, en
definitiva, como la causa universal de toda rectitud y toda belleza; en el
mundo visible, generadora de la luz y del soberano de la luz, es en sí mis­
ma soberana en lo inteligible, dispensadora de verdad y de inteligencia; a
lo cual debo añadir que hay que haberla visto si uno desea obrar sabia­
mente, ya sea en la vida privada o en la vida pública47.
De hecho, es inaccesible en las condiciones de la vida mortal.
Platón reclama una «definición de la Forma del Bien». Pero re­
nuncia a ella. Ningún diálogo lleva a cabo el intento. La dialéctica,
a la luz del Bien, se encarga de definir tal o cual forma particular,
pero se detiene en el umbral del Bien mismo. Cada diálogo vuelve
a empezar «desde cero» y en su búsqueda se eleva hacia el Bien.
Ninguno se instala en el Bien para deducir, dogmática o escolásti­
camente, el sistema de las Formas que procede de él.
La «iniciación perfecta» de la que habla Diótima es propia del
futuro. Sólo el alma separada del cuerpo puede ver las Formas.
[...] si deseamos alcanzar un puro conocimiento de cualquier cosa, de­
bemos separamos [de nuestro cuerpo] y, con el alma en sí, contemplar las
cosas en sí. Parece que en ese momento será nuestro lo que deseamos, ese
objeto del que nos declaramos enamorados48.
Para ver «lo que no tiene mezcla», hay que ser puro, estar «se­
parado de la locura del cuerpo»49. Así pues, la visión de Dios no es­
tá al alcance del hombre. Dios tampoco es objeto de un acto de fe:
se halla al principio de la búsqueda, como al principio de la con­
versión que toma nota de la poca realidad de las cosas sensibles. El
hombre de buen temperamento y buena voluntad lo acepta de an­

43
temano como punto de partida. En efecto, la evidencia de lo divino
es tan fuerte para Platón como para el hombre más humilde, pero
de buen carácter, que pertenezca a la civilización griega.
Las Formas, en palabras de Aristóteles, son causas formales. El
carpintero que construye un lecho, teniendo presente la Forma del
lecho, le «imprime» esa Forma a la materia. Se vale de la astucia pa­
ra sortear los obstáculos que presenta la materia, pero no usa de ar­
dides con la Forma, ni con los procedimientos de imitación que és­
ta le dicta, al menos mientras esté decidido a ser fiel a la Forma y
obedecerla. Sócrates permanece en prisión porque ha visto el Bien
y no puede conocerlo sin imitarlo, aunque ese Bien consista en per­
manecer en prisión.
La materia sigue, como decimos que sigue una consecuencia. La.
imitación de la Forma se impone a la materia y ella se somete en la
medida de lo posible. El universo visible, en su estado primitivo, es
desorden absoluto: se aprovecha del orden que le imponen progre­
sivamente las Formas. Quien ordena no es todopoderoso, porque el
ser no es lo bastante fuerte como para reabsorber por completo el no
ser de la materia desordenada. La materia opone una resistencia re­
sidual invencible, un límite a la acción ordenadora de la Forma.
Entre el Bien y la materia interviene el alma, o el demiurgo, o el
artesano. Hace falta el alma de Sócrates para dar a conocer el Bien,
y el artesano para imponerle a la madera la forma del lecho. El alma
se compromete con las Formas y las apoya fielmente. El alma es, pa­
ra los Antiguos, «el principio del movimiento», ya se trate de su pro­
pio movimiento o del movimiento de los cuerpos. Pero este movi­
miento está determinado por el objeto conocido. El movimiento
sólo se concibe asociado a la comprensión del objeto. Con la mira­
da puesta en las Formas, el alma inteligente prolonga hacia la mate­
ria la bondad de las Formas y difunde el Bien. Por eso nuestro mun­
do sensible tiene cierto valor. El mal no es una fuerza activa, un alma
maligna. Tampoco puede identificarse con la materia. La materia no
es maligna: es solamente desorden, ausencia de Dios, ignorancia del
Bien. La falta puede alojarse en el hombre: si vuelve a caer en la ig­
norancia, si olvida las Formas. La falta, para Platón, es el olvido.
B. La imagen
En la tradición de la Academia y del Pórtico, la idea de imagen
es más sugerente que lo que nosotros entendemos por esa palabra.
Implica, más que una semejanza con el modelo, un parentesco. El

44
vínculo con el modelo es una operación religiosa y casi mágica.
Aquí nos acercamos a las especulaciones pitagóricas y a las religio­
nes de misterios.
Platón emplea la palabra ákon. Está ligada a la teoría de las Formas
(Ideas), puesto que los objetos sensibles son las imágenes de esos mo­
delos eternos. Al final de Timeo, es el mundo sensible lo que resulta
ser una imagen del Dios inteligible, es decir, del lugar de las Ideas:
Y esta vez hemos llegado al fin de nuestro discurso sobre el Universo;
ahora podemos decir que hemos llegado. Los vivos, mortales e inmortales,
han sido acogidos en él, y así ha logrado su plena perfección el Mundo en
el que estamos: realidad viva y visible que envuelve a quienes son visibles,
imagen de quien es inteligible, Dios accesible a los sentidos [...]50.
La imagen indica una afinidad con el modelo, pero disminuida,
pues nunca puede reducirse del todo la resistencia de la materia. La
imagen no iguala al modelo. No ha sido creada por el modelo, sino
que procede de éste por irradiación de la Forma, que penetra en la
materia y la organiza. El eíkon siempre es sensible. Platón no dice
nunca que una realidad espiritual pueda ser la imagen de otra rea­
lidad espiritual. El eikon es al paradigma lo que lo sensible es a lo in­
teligible. Al alma nunca se la llama «imagen de Dios», al contrario
de lo que hará el platonismo posterior.
La noción de imagen se ve enriquecida por la idea de parentes­
co: oikeiosis o suggeneia, un parentesco que une con el mundo divi­
no. Este parentesco se deriva de un principio fundamental de la
teoría del conocimiento -sólo lo semejante conoce a lo semejante-,
principio al que será fiel toda la posteridad pagana o cristiana de
Platón. El alma es capaz de intelección y de sensación, porque está
emparentada con los mundos de lo inteligible y de lo sensible. Este
parentesco se deriva también de la religión astral. Entre el mundo
invisible de las Ideas y el cosmos sensible se encuentra el mundo ce­
leste de los astros divinos, que viven en la contemplación de las For­
mas e imitan su movimiento. El alma inmortal del hombre, creada
por el demiurgo, es de la misma naturaleza que las almas siderales.
Antes de descender a un cuerpo, estaba asociada a un astro dios y a
su visión de las Formas. Al descender al mundo sensible, el alma hu­
mana conserva la nostalgia del mundo superior. De hecho, una pro­
piedad natural de la imagen es volver por sí misma al contacto con
el modelo. Quiere reunirse con el astro y recuperar la íntima con­
templación de las Ideas. Entonces alcanza su objetivo: la homoiosis

45
Theoi, la «integración en Dios», la restitución de la similitud con el
dios. Por eso tiene que liberarse del cuerpo y de cualquier apego al
mundo material. Platón llama huida, lejos de este mundo de im­
perfección, a la integración en Dios. También hay que imitar posi­
tivamente el movimiento regular y razonable de las estrellas, lo cual
se lleva a cabo practicando la justicia y la virtud.
La huida consiste en la integración en Dios en la medida de lo posible:
esta integración consiste en llegar a ser justo y piadoso en compañía del
pensamiento51.
La imagen sensible, hecha por la mano del hombre, es limitada
por naturaleza y no puede alcanzar la plena similitud. O bien dejaría .
de ser una imagen. Sócrates argumenta en Crátilo que si prestamos a
un cuadro «todos los colores y las formas adecuados», haremos un
buen cuadro o una buena imagen. Sin embargo, no conviene repro­
ducir en una imagen «todos los rasgos del objeto imitado».
¿Habría dos objetos, Crátilo y la imagen de Crátilo, si una divinidad, no
contenta con imitar tu color y tu forma, como los pintores, reprodujese
además todo el interior de tu persona tal y como es, le diera la misma no­
bleza y el mismo calor, le prestase el movimiento, el arte y el pensamiento
tal y como están en ti y, en una palabra, colocara a tu lado un doble de to­
das tus cualidades? ¿Habría, en ese caso, un Crátilo y una imagen de Crá­
tilo, o dos Crátilos?52
Un número 10, explica Sócrates, es exactamente el número 10: si
le sumamos o le sustraemos algo, se convierte de inmediato en un
número distinto. Sin embargo, para la imagen hay que buscar «otro
tipo de exactitud» y «no pretender por fuerza que la imagen deje
de serlo si le quitamos o le añadimos algún detalle». Por lo tanto, la
imagen está condenada a cierta superficialidad. No es lo que está
representado en ella. Lo cual significa que este ajuste permite cier­
to juego, que el artista es libre «de añadir o de quitar» para que la
imagen signifique con más exactitud, sin perder la distancia nece­
saria con el objeto representado.
C. El arte
Sócrates, es decir, Platón, respeta al artista. Y, sobre todo, a Ho­
mero. Y aun así, lo proscribe53.

46
Platón tiene gustos artísticos54. Son, como era de esperar, delibe­
radamente conservadores. No le gusta la evolución contemporánea
de las artes hacia el trampantojo y la ilusión. La pintura de su épo­
ca había tomado prestados los recursos de los decorados teatrales.
Apolodoro Skiagraphos había descubierto algunas reglas de la pers­
pectiva. Reproducía sobre superficies el mundo exterior, creando la
ilusión de un espacio escalonado, con profundidad. A Platón no le
gustaba eso:
[...] cuando uno se aleja, el conjunto ofrece una apariencia de unidad,
la apariencia de tener lo idéntico por atributo y de ser semejante [...]. Pe­
ro si uno se acerca, el todo se vuelve múltiple y se diferencia [...]55.
En materia de gusto, Platón va a la zaga de su época. Aprobaba
el arte de las korés, la majestuosa rigidez del estilo severo. Sin em­
bargo, conocía a Fidias y a Zeuxis.
Ni en arte ni en política le gustaban los cambios56. En una ciudad
bien ordenada el arte debe estar vigilado, y el legislador debe dese­
char las novedades. El arte agita profundamente las pasiones: por lo
tanto es algo demasiado serio como para dejarlo en manos de los
artistas. A este respecto, el modelo es Egipto. Platón admira el hie-
ratismo del arte egipcio. El arte saíta, del que tenía ejemplos casi
contemporáneos, se inspiraba conscientemente en el arte del Anti­
guo Imperio, un milenio antes.
[...] Ni a los pintores, ni a ninguno de los que tienen por oficio repro­
ducir actitudes o cosa semejante, les estaba permitido apartarse de esos mo­
delos para abrir nuevas vías, ni imaginar nada que pudiese diferir de las re­
presentaciones tradicionales. Y ahora tampoco está permitido, ni en las
representaciones figuradas ni en la música en su conjunto. Por otra parte, si
examinamos las pinturas y esculturas hechas en ese país hace diez mil años
(y cuando hablo de diez mil años no es una forma de hablar, sino un hecho),
nos daremos cuenta de que, comparadas con las de los artistas del presente,
no son ni más bellas ni más feas, sino que responden a la misma técnica57.
En la ciudad bien administrada está presente el arte, pero no
cualquier arte. Habrá buena música, buenos himnos, buenas esta­
tuas. Subsistirán las viejas representaciones: tienen a su favor la an­
tigüedad. Por otro lado, Platón no siempre se opone con tanta rigi­
dez a la innovación. Se opone a que el legislador dicte al artista sus
leyes: el arte debe «regularse a sí mismo».

47
Es evidente que todas las artes desaparecerían y no renacerían nunca si
una ley prohibiese la investigación; y la vida, que ya es tan dura en nues­
tros días, se volvería absolutamente insoportable58.
Condena expresamente el arte estatal a la manera soviética.
Y sin embargo este gran artista, como más tarde Tolstoi (y por las
mismas razones, que este último expresó con menos sutileza), hace
recaer sobre el arte una condena fundamental. A veces esboza una
crítica utilitarista de tipo tolstoiano: «Siempre tendremos razón al
afirmar que lo útil es bello»59 (a propósito de las mujeres que andan
desnudas por la ciudad ideal, ya que la virtud les sirve de ropaje).
Para nuestro provecho, con vistas a la utilidad, recurriremos al poeta y
al narrador más austeros y menos agradables, que imitarán para nosotros
el tono del hombre honesto y cuyo lenguaje se ajustará a las reglas que ha­
bremos establecido desde el principio, cuando emprendamos la educa­
ción de nuestros guerreros60.
Si es verdad que el arte actúa sobre los hombres, y si deseamos
que sean honrados, sólo se puede admitir en la ciudad cierto tipo
de arte, y confiarlo a artistas de «buena cuna».
Pero estas consideraciones se limitan a la práctica. Las verdade­
ras apuestas son «teóricas». El arte se mide mediante el criterio de
verdad, y Platón le encuentra fallos. Los dos textos esenciales están
en El sofista y, aún más concretamente, en La República.
El sofista propone un análisis guiado por el método de las dico­
tomías61. El arte de la imitación forma parte del arte de la produc­
ción. Este arte de producir debe dividirse en dos partes: divina y hu­
mana. Divina es la producción de las cosas naturales, animales,
plantas, semillas. Humanos son los productos fabricados. Pero esta
primera división puede ser dividida según otra divergencia, que
afecta tanto a la producción divina como a la humana: la produc­
ción de realidades y la producción de simulacros (eidolon). Los dio­
ses producen simulacros: se trata de nuestros sueños, nuestras vi­
siones, las sombras que proyectan, en cierta medida, los reflejos
engañosos. Los hombres también producen simulacros: la casa que
el pintor reproduce es a la casa construida por el arquitecto «como
un sueño de humana creación respecto a los hombres despiertos».
Dos dicotomías más, y Platón llega a la definición del impostor, que
imita al sabio sin poseer sus conocimientos, que inventa «ilusiones»
engañosas: el sofista. En esta línea, el artista sólo está a un grado de

48
distancia del sofista y del tirano: sus obras poseen una falsa belleza
de la que ni siquiera puede decirse que es o que no es, objetos no
de ciencia, sino de opinión.
El libro X y último de La República define las condiciones de ver­
dad del arte con relación al conjunto de la metafísica platónica62. El
obrero produce el objeto, por ejemplo un lecho, volviendo la mira­
da hacia la Forma, porque «a la Forma misma no la moldea ningún
obrero». Pero imaginemos un obrero capaz no sólo de producir to­
da clase de muebles, sino todo lo que crece sobre la tierra, todos los
seres vivos, el cielo, los dioses, el Hades. Ahora bien, basta con co­
ger un espejo y presentarlo en todas direcciones para «hacer» de
inmediato y sin la menor dificultad el sol, la tierra y a uno mismo.
El pintor puede ser comparado a este artesano con su espejo. Si
pinta el lecho del carpintero, en cierto modo «hace» un lecho y no
lo hace. «No hace el objeto real, sino un objeto que se asemeja a es­
te último sin poseer su realidad.» Así pues, hay tres clases de lechos:
uno existe en la naturaleza de las cosas, y su autor es Dios. Otro es
el del carpintero, y el tercero el del pintor. Dios ha creado un lecho
único. El carpintero lo ha fabricado, y el pintor ha «imitado» a los
dos primeros. Por lo tanto, al pintor «lo separan tres grados de la
naturaleza».
Esta imitación es ilusión. Está lejos de lo verdadero. Sólo pinta la
apariencia y por lo tanto, sobre la superficie, una pequeña parte del
objeto, una sombra del objeto. Esta imitación engaña a los niños y
a los hombres privados de razón. Es capaz de representarlo todo,
pero esa capacidad universal sólo es charlatanería y no convence si­
no a quienes son incapaces de distinguir ciencia, ignorancia e imi­
tación63. El artista es un tramposo. También es un ignorante. El fa­
bricante de flautas trata con quienes tocan la flauta, conoce el
instrumento y su uso, su perfección y su imperfección, porque tra­
ta con quien sabe: el flautista que se sirve del instrumento. Pero el
imitador no está sometido a esta prueba de verdad. No está obliga­
do a poseer ningún conocimiento real de aquello que imita. Su ar­
te no es más que «un juego infantil carente de seriedad». Los pro­
cedimientos mismos del pintor delatan su verdadera naturaleza: los
mismos objetos parecen cóncavos o convexos según la ilusión visual
producida por los colores. «La pintura sombreada emplea todos los
recursos de la magia, al igual que el arte del charlatán.»
Homero nos proporciona placer. Pero el placer no es un funda­
mento admisible de los juicios de gusto. El placer es subjetivo: un ni­
ño prefiere a cualquier otro espectáculo el teatro de marionetas, un

49
adolescente la comedia, una mujer la tragedia. «El juicio que con­
cierne a cualquier imitación no es en absoluto de la incumbencia del
placer, ni de una opinión carente de verdad.» Lo que importa es la
relación con la verdad. Si un artista aspira a cierta estima, tiene que
cumplir tres condiciones: conocer la realidad imitada, saber de qué
manera será correcta esa imitación (proporciones justas, colores
adecuados) y, finalmente, saber lo que hace que esa realidad sea
buena y útil64.
Si el placer fuera el criterio de verdad, si reinase la «Musa vo­
luptuosa», Homero sería el más grande de los poetas y el «educador
de Grecia». Pero entonces el placer y el dolor serían los reyes de la
ciudad, sustituyendo a la ley y a «ese principio que siempre hemos
considerado el mejor, la razón»65. La verdadera utilidad, la verdar
dera bondad consisten en conocer la verdad. Y en eso, Homero no
es un guía seguro. El arte de la imitación ejerce su fascinación. Pe­
ro -es la conclusión- «sería impío traicionar aquello que conside­
ramos la verdad»66.
D. La imagen de lo divino
Nos hemos aproximado al tema siguiendo las direcciones indi­
cadas en su enunciado: lo divino, la imagen, el arte. Pero todavía no
lo hemos abordado directamente. Era fundamental esbozar las di­
versas posturas platónicas antes de hablar de ésta, que las reúne a
todas ellas.
Los textos pertinentes se cuentan, precisamente, entre los más
famosos de los diálogos, los que más han contribuido a crear la
imagen de Platón: el mito del demiurgo en Timeo, del viaje del al­
ma en Fedón y Fedro, el discurso de Diótima en El banquete. Estos tex­
tos, que no hacen referencia directa a la representación plástica de
lo divino, expresan no obstante el espíritu del platonismo en rela­
ción con el tema en su conjunto, y son los gérmenes de su posteri­
dad.
Después de haber rogado a los dioses y a las diosas que inspiren
correctamente sus palabras, Timeo se atreve a hablar del origen del
mundo67. Este mundo ha tenido un comienzo: no porque haya sido
creado, sino porque ha sido organizado. Su «nacimiento» es una or­
denación, y este orden constituye su belleza. «Si este mundo es be­
llo y su autor excelente, es evidente que se ha inspirado en un mo­
delo eterno.» Este mundo «es la más hermosa de las cosas que
hayan nacido, y su autor es la mejor de las causas». El mundo ha si­

50
do formado según un modelo eterno, que el razonamiento y la in­
teligencia han comprendido.
El demiurgo está «exento de envidia». Ha querido que todas las
cosas fueran, en la medida de lo posible, semejantes a él.
Al mejor [el demiurgo] no le era posible hacer una cosa que no fuese
la más bella [...]. Y por lo tanto puso la inteligencia en el alma, y el alma
en el cuerpo, y construyó el universo de manera que resultase ser, natu­
ralmente, la obra más bella y la mejor.
Sea cual sea la suerte del arte, Platón enuncia el principio teoló­
gico fundamental en el que se basa cualquier arte: que el mundo es
bueno. Poco importa si ha sido creado o no; el principio de la be­
lleza del mundo es su bondad. La posición de la Biblia es idéntica.
Así que, por una parte, Platón rechaza al artista, porque no es
capaz de alcanzar lo verdadero -y en consecuencia tampoco la ver­
dadera belleza, ni el Bien-, y, por otra, viéndose obligado a recurrir
a una imagen para representar al Dios incognoscible, admite a un
artista: un creador de imágenes que imita un modelo eterno, que
plasma y aplica la Idea como si se tratara de un molde. El mundo es
una obra de arte, ha sido modelado por una sustancia inteligente,
ordenadora. Este Dios es como un buen obrero y lo hace todo con
cuidado, hasta las pequeñas cosas68. Cuida los detalles, da a cada co­
sa su forma, a la Tierra la de un balón de fútbol (el balón tiene do­
ce fragmentos de piel, está formado por pentágonos), a los dioses
astrales la forma redonda, tallada en una materia compuesta casi en
su totalidad de fuego69.
El demiurgo es el verdadero artista, el artista por excelencia. Pe­
ro no puede ser imitado por el artista humano, prisionero del mun­
do sensible. En última instancia, su belleza no pertenece al orden
sensible. Es de orden intelectual. Es la aprehensión intelectual de la
justa medida, de la armonía. El valor de los simulacros (eidolon) que
produce el arte se limita a despertar en el espectador un deseo de
aprehensión de la belleza, que no es sensible, sino inteligible. Y
cuando seguimos este camino, las formas sensibles se desvanecen.
Es lo que describe el viaje del alma en Fedón y Pedro.
Desde nuestra tierra, creemos ver el cielo. Pero somos como los
peces que viven en el océano y confunden la superficie del agua
con el cielo. Nosotros tomamos el aire por el cielo. Nuestra debili­
dad y nuestra lentitud nos impiden elevamos hasta el límite del aire:

51
Si alguien pudiese elevarse en el aire o volar con unas alas, sería como
nuestros peces, que al sacar la cabeza del agua ven nuestro mundo; podría
también, levantando la cabeza, contemplar el mundo superior, y si la na­
turaleza le hubiera otorgado la fuerza necesaria como para resistir esa con­
templación, reconocería que allí están el verdadero cielo, la verdadera luz
y la verdadera tierra70.
Pero el alma sólo puede ver este espectáculo, para lo que debe
romper por completo con todas sus representaciones y toda su ima­
ginación, mediante la purificación y la liberación del cuerpo.
El mito de Pedro concreta la visión de la «auténtica luz»71. Las al­
mas divinas se elevan «sin esfuerzo», porque su carro siempre está
en equilibrio y es fácil dirigirlo. Las almas humanas trepan penosa-i
mente, porque uno de los caballos que tiran de su carro es pesado,
indócil, está mal domado.
¿Qué contemplan los dioses? El espacio que se extiende por en­
cima del cielo, más allá de toda descripción. «Ninguno de los poe­
tas de esta tierra lo ha cantado todavía, y ninguno lo cantará jamás
dignamente.» Es indescriptible porque la esencia que reside en ese
lugar, y que existe de verdad, es algo «sin color, sin forma, impalpa­
ble, tan sólo perceptible para el guía del alma, que es la inteligen­
cia». Por lo tanto, el alma contempla la justicia en sí, la sabiduría en
sí, la ciencia que tiene por objeto «lo que es realmente una reali­
dad»72. Nada de todo esto se presta a un tratamiento plástico. La pu­
rificación de la inteligencia la aleja de lo sensible y la vuelve capaz,
según sus fuerzas, de contemplar las Formas puras, que son invisi­
bles. El arte de lo bello no es el conjunto de las artes, sino la dia­
léctica, que no intenta producir cosas bellas y placenteras, sino pu­
rificar el placer y sustituirlo por la aprehensión intelectual de las
Esencias. El arte supremo, la dialéctica, vuelve la espalda a las bellas
artes. Las artes nos invitan a quedarnos en el mundo sensible que
reproducen. Son un obstáculo en la búsqueda de la belleza.
Pero la última palabra la tiene Diótima en El banquete73. La ver­
dadera naturaleza del amor es algo establecido de antemano. No se
trata de un dios bello y bueno en sí mismo. El amor es deseo insa-
I tisfecho. «Lo que no tenemos, lo que no somos, aquello de lo que
I carecemos es objeto del deseo y del amor.» Pero no todos son ca­
paces de desear lo que es realmente deseable, el Bien: sólo pode­
dnos llamar enamorados a los que son capaces de hacerlo. No po­
demos decir que los que persiguen el dinero, las proezas deportivas
o incluso la filosofía amen de verdad. Y la meta del amor tampoco

52
es lo bello. Lo bello sólo acompaña y estimula la búsqueda. Es el
medio en el que la búsqueda se lleva a cabo de manera fértil. La ver­
dadera meta es la inmortalidad, que en las condiciones de la vida
humana se consigue mediante la generación y, especialmente, el
alumbramiento espiritual. Por lo tanto, el amor es un deseo de imi­
tar a Dios, de tomar parte en el atributo esencial de la naturaleza di­
vina, la inmortalidad. Deseo razonable, puesto que está dentro de
los límites de la naturaleza humana y de la fracción de inmortalidad
que garantiza la generación carnal o, más aún, la generación espi­
ritual.
Esta búsqueda sigue un itinerario iniciático, cuyos grados están
definidos por las sucesivas visiones de la belleza. En primer lugar, la
pasión amorosa por un cuerpo bello y concreto. Después, gracias a
la relajación de ese amor violento por un solo cuerpo, la visión se
extiende a la belleza común de todos los cuerpos dotados de belle­
za. Después se aprehende la belleza de las almas, de las acciones, de
las leyes, de las ciencias: el iniciado contempla todo un océano de
belleza. Esta fértil contemplación engendra en él una gran abun­
dancia de discursos magníficos y sabios pensamientos hasta que su
espíritu, fortificado y crecido, llega al umbral del conocimiento de
la belleza absoluta. De repente tiene la visión de una belleza «de na­
turaleza maravillosa», una belleza eterna, ajena a la generación y a
la corrupción, al aumento y a la disminución, absolutamente bella;
belleza simple y eterna a la que todas las demás cosas bellas son afi­
nes, del tal modo que ni el nacimiento ni la muerte le causan au­
mento o disminución o alteración alguna.
Platón condena el arte en la medida en que es incapaz de alcan­
zar la verdad y, más grave aún, en la medida en que aparta de la ver­
dad. Si queremos alcanzar la verdadera imagen de lo divino no de­
bemos proceder por esta vía, sino mediante la ascesis del cuerpo,
del alma y de la inteligencia.
Al mismo tiempo, lo divino es «lo bello en sí», la belleza absolu­
ta, y atrae irresistiblemente el amor humano74. Por lo tanto, el eros
empuja a los hombres, de modo inevitable, por el camino de la be­
lleza, y éstos la encuentran con su cuerpo, con su impureza, a lo lar­
go de toda la escala ascendente. El eros se dirige espontáneamente
al cuerpo humano: eso justifica provisionalmente las imágenes, en
especial el desnudo, los cuerpos desnudos de los dioses y de los hé­
roes. Por razones «políticas», estas imágenes deben ser honradas
conforme a la tradición. En esta fase sólo se condenan las imágenes
falsas, que responden a una estética del trampantojo o a un patetis­

53
mo fuera de lugar; un arte doblemente superficial por agravar de
modo artificial su superficialidad fundamental. La imagen no es
más que una imagen, y nunca puede ser cosa; si no, se convertiría
en el doble del objeto representado. Pero al menos debemos con­
seguir que sea lo más fiel y aproximada posible. Esto exige que el
artista conozca su tema a fondo, y que su espíritu sea noble: que sea
de «buena cuna».
Pero el eros atrae al hombre hacia lo alto, donde concibe la be­
lleza de las ciencias, las leyes, las acciones virtuosas: estructuras del
mundo de las que los cuerpos geométricos (icosaedro, cubo, etc.)
son un equivalente sensible. Y, al fin, el amor pone al hombre fren­
te a la belleza maravillosa, inefable. Ella es lo divino mismo que el
alma del hombre contempló antes de su vida terrestre y que re·1·
cuerda confusamente75.
Por lo tanto, la naturaleza de lo divino hace que la imagen de lo
divino sea imposible. El arte tiene un techo: se limita a la zona te­
rrestre, donde cumple una función propedéutica, educativa, cívica.
El mismo entraña su propia disolución. El enamorado de la belleza
se apoya en el arte para dar los primeros pasos, y luego lo abando­
na. Podemos decir, en este sentido, que Platón es el padre de la ico­
noclasia. Tarde o temprano, todos los enemigos de la imagen recu­
rren a los argumentos platónicos. Hegel, que no es iconoclasta,
sigue también a Platón cuando asigna a la filosofía la tarea, que al
arte se le ha escapado de las manos, de representar lo divino.
Pero, al mismo tiempo, Platón es el padre de los iconófilos, por­
que hace justicia al deseo del hombre de contemplar la belleza divi­
na. En la ascensión religiosa que conduce al hombre hasta lo divino,
la búsqueda de lo bello y la piedad reverencial no están separadas,
ni en la teoría ni en la práctica. El éxtasis inefable y trascendente de
toda definición o trascripción verbal o plástica es, de manera inse­
parable, un éxtasis estético que se alimenta de poesía y de entusias­
mo. Así, Platón confiere al artista, por no decir al arte, la dignidad
más alta. Magnifica sus aspiraciones. Las más humildes siguen mi­
rando hacia lo alto, y siempre son susceptibles de una elevación in­
definida. En el espíritu del platonismo, el dinamismo erótico que
empuja al hombre hacia la imagen de lo divino tiene lo divino por
origen; tanto es así, que la dinámica del arte resulta santificada de
principio a fin.
| Según Kant, las ideas metafísicas son ilusorias, pero necesarias.
!«Ni el más sabio de todos los hombres puede librarse de ellas.» La
tarea de la crítica es impedir que la ilusión nos engañe: no puede

54
I hacerla desaparecer. Lo mismo ocurre con la representación de lo
divino en Platón. Fuera de la filosofía y de la dialéctica, que definen
sus condiciones y sus límites, se convierte en error. Por eso Platón
sitúa al artista junto al sofista. Pero el deseo de representar lo divi­
no forma parte de la naturaleza del hombre. Empujado por el eros,
se ve obligado a desearlo, salvo si le da la espalda deliberadamente
al Bien. En este sentido, su esfuerzo no es el de un sofista. No im­
porta lo que logre representar; él querría representar el bien divi­
no, y esta voluntad no es sacrilega.

A ristóteles
Aparentemente, Aristóteles tiene poco que decirnos sobre la
imagen de lo divino. No escribió nada sobre las artes plásticas. Su
definición de lo bello (que se basa en el orden, la medida, la di­
mensión) parece semejante a la de Platón y el pensamiento griego
hasta Plotinó76. A primera vista, su teología excluye la imagen de \
Dios. El Primer Motor inmóvil que, mediante el amor y el deseo, po- j i
ne en movimiento el mundo material y el mundo espiritual es un /
pensamiento puro, directo, que se intuye a sí mismo. Es su propio
objeto de pensamiento, y resulta dudoso que conozca algo aparte
de sí mismo. Es un principio teleológico inmanente, una meta a la
que la naturaleza apunta de manera inconsciente, mientras que el
hombre la busca conscientemente.
En efecto, el ejercicio de la mejor parte del hombre, que es su
razón, debe aplicarse a los mejores objetos, los que son eternos e in­
mutables77. Por lo tanto, la actividad propia de la razón virtuosa es I
la contemplación. Aporta una felicidad estable, autónoma, a dife­
rencia de la virtud moral, que necesita a los demás para ser ejercí- |
da.
La vida contemplativa pura está reservada a los dioses. El hom- j
bre, lastrado por un cuerpo y un alma irracional, sólo puede tomar í
parte en la vida contemplativa a través de la porción divina que le
ha sido concedida, la razón. Pero tiene el deber de tomar parte en
ella tanto como le sea posible. Aquí, Aristóteles no difiere de Pía- v .
ton: ¡
Si, respecto al hombre, el espíritu es un atributo divino, una existencia
conforme al espíritu será, respecto a la vida humana, verdaderamente di­
vina. Por eso no debemos escuchar a quienes nos aconsejan, so pretexto

55
de que somos hombres, que pensemos tan sólo en las cosas humanas y, so
pretexto de que somos mortales, que renunciemos a las cosas inmortales.
Pero, en la medida de lo posible, debemos volvernos inmortales y hacer lo
que sea necesario para vivir conforme a la mejor parte de nosotros mis­
mos. Pues el principio divino, aunque sea débil por sus dimensiones, pri­
ma sobre cualquier otra cosa por su fuerza y su valor78.
Quien así vive la vida del espíritu es el hombre «más feliz». La fe­
licidad que proporciona la vida moral práctica sólo viene en segun­
do lugar, y sirve, sobre todo, para preparar la felicidad teorética de
la contemplación. Pero ¿en qué consiste esa vida contemplativa? No
parece que se trate de una contemplación estética. En la Poética,
donde se habla de esa forma particular de experiencia estética que.
es la tragedia, Aristóteles basa su valor en su efecto medicinal79. La
contemplación es la contemplación de la verdad en dos o tres ám­
bitos: las matemáticas, tal vez la física, y sobre todo la teología; la vi­
da ideal, vida religiosa puramente intelectual, es «el culto y la con­
templación de Dios»80.
El hombre debe mirar hacia Dios: el precepto es tan fuerte en
Aristóteles como en Platón. Pero en Platón hay una esperanza de vi­
sión. Aristóteles parece haber abandonado esa esperanza. La con­
templación se reduce a una mística abstracta, puramente concep­
tual; para la vista, el Primer Motor es una especie de agujero negro.
Sin embargo, en comparación con el platonismo, Aristóteles in­
troduce dos novedades que entreabren el terreno del arte a la ima­
gen de lo divino, aunque Aristóteles mismo no se moleste en entrar.
Estas nuevas ideas dependen del fondo mismo de su filosofía. Pero
sólo podrán dar frutos estéticos y justificar filosóficamente la ima­
gen de lo divino en un marco diferente al del mundo antiguo. Mar­
co que se abre gracias a la Encarnación, al cristianismo: las innova­
ciones de Aristóteles darán sus frutos en el Occidente medieval.
1. Aristóteles establece la dignidad de las cosas sensibles, de las
cosas materiales. El universo está compuesto de sustancias, es decir,
de entidades individuales que unifican sus propiedades y sus cuali­
dades en torno a un sustrato que el filósofo llama «materia». El
mundo es una jerarquía de sustancias, las más elevadas de las cua­
les son inmateriales, mientras que todas las cosas que existen real­
mente son seres complejos donde la forma está inscrita en capas de
materias diversas; o, también, seres en los cuales la materia se pre­
senta moldeada en formas cada vez más complejas.
En ningún lugar existe la materia primera de manera separada.

56
Está presente, asociada a la forma, en la naturaleza de todos los ob­
jetos individuales concretos. Hay cuerpos simples, por ejemplo la
tierra o el agua, y cuerpos compuestos, por ejemplo los órganos del
cuerpo. Los cuerpos vivos son aún más complejos, es decir, que for­
man unidades más «fundamentadas». El hombre recibe una forma
añadida, el intelecto agente. Y finalmente existen sustancias puras,
inteligencias que mueven las esferas planetarias, y la más alta, que
es Dios.
La materia no es lo que se opone a la plena realidad, que sería
la idea trascendente; no tiene una realidad menor. Es el compo­
nente necesario que, asociado a la forma inmanente, hace que ca­
da cosa nazca al ser y le asegure su individualidad. La esencia o for­
ma, principio de estructura inmaterial, transforma la materia en
cosa determinada. Las cosas materiales son tan reales como las co­
sas inmateriales, las sensibles tanto como las inteligibles.
La materia tampoco es el mal. Todo deviene, es decir, pasa de la
potencia al acto, mediante la acción de algo que existe. (Que el ac­
to es anterior a la potencia es un teorema aristotélico fundamen­
tal.) El hombre engendra al hombre: el hombre existente produce
al hombre en potencia, el germen del hombre. Cuanto más subi­
mos en la jerarquía de los seres, menos potencia encontramos. Dios
es, siempre ha sido y siempre será lo que es, no hay en él un solo
elemento de potencia no cumplida: es acto puro. La forma también
es perfectamente activa. Lo que es eternamente activo no puede
presentar esa contradicción interna que es el mal. Para Aristóteles,
el principio del mal no existe81.
Sin embargo, el mal puede surgir de lo que está en potencia: en
efecto, la potencia entraña opuestos y puede producirse una bifur­
cación que impida al ser en potencia alcanzar su perfección accesi­
ble. La materia o la necesidad pueden poner obstáculos al esfuerzo
de las cosas individuales para acercarse tanto como les sea posible a
la vida divina, «para llegar a ser inmortales en la medida de lo posi­
ble»82. Sin embargo, la materia y la necesidad no son principios ma­
lignos, aunque a veces provoquen accidentes en el proceso cósmi­
co. En la Física, Aristóteles presta a la materia misma una aspiración
espontánea a la forma, es decir, al bien: «la materia llama a la for­
ma como complemento, de la misma manera que la hembra llama
al macho»83.
2. Aristóteles establece la dignidad del arte mimètico y del artis­
ta que lleva a cabo la imitación. Para Platón, el arte es imitación, pe­
ro de una realidad separada por varios grados de la realidad verda-

57
j dera, que es la Idea trascendente. Es imitación de una imitación. Pa-
| ra Aristóteles, al contrario, el artista imita la realidad, pero una rea-
\ lidad que está ahí, materia impregnada por la forma que la consti­
tuye como realidad. Se guía por esa forma en acto, esa estructura
anterior que actúa como causa final, que el artista tiene presente en
el espíritu y a la que apunta como causa eficiente particular. Por lo
tanto, tiene la misma relación con la realidad y con las cosas que el
demiurgo de Timeo. Por eso Aristóteles sitúa al mismo nivel, en la
producción de las cosas, el proceso natural y el proceso artístico.
Son diferentes, pero con relación a lo real están en el mismo plano.
De todos modos, Aristóteles no afirma que la obra humana igua­
le en dignidad la obra de la naturaleza. Al contrario, la obra huma­
na sólo adquiere forma, inteligibilidad y valor en la medida en que
se integra en la productividad organizadora de la naturaleza y ma­
nifiesta la teleología que es inmanente a ella84. Estamos lejos de la
artificialidad moderna -o de la de los sofistas-, donde las produc­
ciones del hombre no encuentran su fundamento en el cosmos y só­
lo tienen relación consigo mismas o con el artista.
Volvamos al paralelismo entre el arte y la naturaleza: «Entre las
j cosas que devienen, algunas son producciones de la naturaleza,
otras del arte (tekhné), y otras, finalmente, del azar»85. La naturaleza:
por ejemplo, un animal. El arte: una casa, una estatua. El azar: la sa­
lud. En las producciones naturales, el agente es la naturaleza, y el
modelo que sigue su producción es también la naturaleza. En las
producciones del arte, «la forma se halla en el espíritu del artista»86.
Por lo tanto, el principio de la acción no es el artesano, sino el pro­
pio arte. «La casa proviene de la casa.» «La causa eficiente, el prin­
cipio motor, es la forma que se halla en el espíritu»87. Dicho de otro
modo, la deliberación que tiene lugar en la mente del artesano no
es esencial: si pudiera operar fuera del artesano, el arte actuaría sin
deliberación, como la propia naturaleza. O también: la causa de la
obra no es tanto el intelecto como lo inteligible, la deliberación só­
lo es un accidente de la causalidad. El logos está en el origen de to­
da producción. En la producción natural, se identifica con la natu­
raleza. En la producción de artefactos, está en el artesano, presente
en una conciencia:
Si una casa fuera una cosa engendrada por la naturaleza, sería produ­
cida de la forma en que el arte la fabrica en realidad; al contrario, si las co­
sas naturales no sólo fueran producidas en la naturaleza sino también en
el arte, sería producidas de la misma forma que lo son en la naturaleza88.

58
Por lo tanto, el paralelismo arte-naturaleza es perfecto. La natu­
raleza actúa de la misma manera que un artesano cósmico, que es­
boza, fabrica y ordena armoniosamente. Podemos pasar de los pro­
cedimientos de uno a los procedimientos de la otra, y viceversa. La
simetría explica la duplicación de los órganos: la simetría es un
principio del arte y un principio de la naturaleza. En la generación,
«el germen desempeña el papel del artista. Pues contiene en po­
tencia la forma y, en cierta medida, el origen del germen es el ho­
mónimo del ser engendrado»89.
A su vez, el arte actúa imitando a la naturaleza. Actúa en dos eta­
pas: en primer lugar una etapa mental (noesis), y después una etapa
de realización externa (poiesis) gobernada por la primera. Las obras
de arte difieren de las obras naturales en que carecen de dinamis­
mo interno. No tienen «ninguna tendencia al cambio», porque no
poseen en sí mismas el principio del movimiento90. Si un lecho cam­
bia no es porque sea un lecho, sino porque es de madera, y la ma­
dera se deteriora. El principio activo de la obra de arte es exterior
a ella: ív
*

Todo arte tiene por objetivo dar nacimiento a una obra, y busca los me­
dios técnicos y teóricos para crear una cosa que pertenezca a la categoría j
de lo posible, cuyo principio resida en la persona que ejecuta y no en la
obra ejecutada91.
Aristóteles afirma que en este sentido el artista, dirigido por el
logos, no sólo es actor, sino creador. No debemos entender la crea­
ción en su connotación cristiana. Significa, simplemente, un resul­
tado exterior; la «acción» se considera, sobre todo, desde un punto i
de vista subjetivo. De todos modos, que Aristóteles hable de crea­
ción tiene su importancia: «Todo arte es una disposición acompa­
ñada de razón y orientada a la creación»92.
Todo esto se aplica al arte en el sentido general de tekhné. Las be­
llas artes (no hay una palabra especial para designarlas) son una es-
pecialización de la tekhné. Su objetivo es el adorno, el placer (edoné),
el solaz (diatribe), el descanso, la educación (paideia). Su principio si­
gue siendo la imitación. Sólo difieren entre sí por el modo de imi­
tación: «O imitan por medios diferentes, o imitan cosas diferentes,
o imitan de una manera diferente y no de la misma manera»93.
El arte tiene por meta lo bello, es decir, la armonía; según Aris­
tóteles, esto nos lleva a «idealizar». Aconseja al actor trágico que si­
ga el ejemplo de los «buenos retratistas», que «para captar la forma

59
particular del original, pintan retratos que se asemejan a él y a la vez
lo embellecen»94. Se podría decir que el artista suple la carencia de
la materia, que no recibe de modo infalible la forma perfecta. Por
eso la imitación artística es fuente de placer y de admiración.
Así son las imitaciones, como las de la pintura, la escultura, la poesía y,
en general, todas las buenas imitaciones, incluso cuando el original no es
agradable en sí; pues no es el original lo que complace; pero deducimos
que la imitación representa el original, y en el proceso aprendemos algo95.
Y aprender siempre es agradable.
Un pasaje análogo de la Poética añade otro matiz: si nos compla­
ce contemplar la imagen, por ejemplo, de animales viles y cadáver
res, no es sólo porque el hombre, el mayor imitador de todos los
animales, se complazca en las imitaciones, sino también porque ad­
mira el quehacer mismo del artista, su oficio: «La obra ya no agra­
dará como imitación^ sino por la ejecución, el color o algo por el es­
tilo»96. De algún modo, la admiración rebota en la obra y alcanza al
artista.
En su reflexión sobre la mano, Aristóteles plasma con más in­
tensidad que en ningún otro sitio la dignidad del hombre, del arte­
sano, como «colaborador» de la naturaleza. Anaxágoras afirmaba
que el hombre es el más inteligente de todos los animales precisa­
mente por tener manos. «Lo racional, más bien», escribe Aristóte­
les, «es decir que tiene manos porque es el más inteligente. Pues la
mano es una herramienta [y, añade Aristóteles, una herramienta
universal]; y la naturaleza, como lo haría un hombre sabio, siempre
atribuye cada órgano a quien es capaz de servirse de él»97. La natu­
raleza, artista, ha creído conveniente hacer del hombre un artista.
Puesto que él es capaz de logos, también es capaz de imprimir forma.
Platón consideraba que el arte es inferior por ser mimético. Aris­
tóteles lo justifica por la misma razón. Platón adivinó que la verda­
dera aspiración del arte era representar lo divino mediante una
imagen. Pero esta imagen carece de realidad. Aristóteles, al contra­
rio, coloca esa imagen al mismo nivel que todas las realidades exis­
tentes en este mundo, porque son producidas fundamentalmente
de la misma manera. Porque se basan en un logos, porque se ajus­
tan al orden cósmico, porque son sensibles a la atracción del Primer
Motor. El artista -por no decir la obra de arte- no imita lo divino,
sino la acción divina. Platón dejará a su posteridad pagana y cristia­
na la aporía de la imagen divina: tentadora, ni evitable ni practica­

60
ble. Aristóteles deja a sus sucesores la eminente dignidad de la ima­
gen y de quien la hace, que opera como la naturaleza divina, pero
que no puede elevarse en la categoría de los seres por encima del
lugar que ocupa: más arriba, la naturaleza sigue produciendo cosas
que le superan por completo. En La Escuela de Atenas, Rafael en­
contró el gesto que resume, sintetiza y simboliza. Aristóteles y Pla­
tón son igualmente majestuosos, igualmente divinos y terrestres.
Platón señala el cielo con un solo dedo; Aristóteles extiende su ge­
nerosa mano hacia la tierra. Frente a ambos, rodeándolos y justifi­
cándolos a los dos, se extiende La disputa del Santo Sacramento.
Es comprensible que los descendientes de ambos fundadores no
siempre hayan encontrado el justo equilibrio; de hecho, era inevi­
table que lo perdieran. Los que no confían en el arte consideran a
Platón una autoridad. Los que hacen de la representación de las co­
sas su plaza fuerte, los que evitan afrontar directamente lo divino,
los que se conforman con el arte, con el oficio de pintor, con el
buen gusto, pueden apelar a Aristóteles, aunque sea de modo abu­
sivo. Cuando se hable de lo sublime, habrá que recurrir a Platón.
Cuando se hable del artista «creador» y semejante a los dioses, po­
demos hablar de Aristóteles, aunque él nunca habría aprobado una
hybris tan insensata.

III. La filo so fía tardía


C icerón
A Cicerón no se le presentó muy a menudo la ocasión de abor­
dar el tema de las imágenes divinas. En su tratado De natura deorum
da la palabra al estoico Babus, que expone la doctrina de la secta
inspirándose en Panecio, Posidonio y a veces Zenón y Cleanto.
Lo propio del arte es crear y engendrar, y lo que la mano humana ha­
ce en nuestras obras de arte, lo hace la naturaleza con mucho más arte
aún; la naturaleza, es decir, un puro artista, maestro en las demás artes; y
de esta manera toda la naturaleza es artista, puesto que sigue un camino y
unos principios.
La naturaleza no sólo está hecha con arte, sino que «es un artis­
ta que vela y se ocupa de la utilidad y el provecho de todas las co­
sas». La naturaleza, o el alma del mundo, es artista, y al velar por el

61
bien y por el orden, es a la vez providencia98. Por supuesto, el arte
de la naturaleza es superior al arte humano: por encima de los hom­
bres actúa «una multitud de dioses cuya acción no se detiene nun­
ca y que no realizan sus obras a costa de un trabajo agotador y fas­
tidioso; no están limitados por las venas, los músculos y los huesos».
«Dotados de la forma más bella, y situados en la región más pura del
cielo», velan por la conservación de las cosas99.
Según Diógenes Laercio, Zenón afirmaba que «llamamos bello
al bien perfecto porque en él se recoge la totalidad de lo que orde­
na la naturaleza, y porque está perfectamente proporcionado». En
la visión estoica, la fuerza cósmica divina crea obras gracias al fuego
artista o principio ígneo que lo modela todo. El artista humano no
puede igualarlo, pero al esforzarse por hacerlo se modela a sí mis-,
mo, artifex sui. El artista se convierte en artista de sí mismo, mode­
lándose según la estructura divina del mundo. Se trata de un caso
ejemplar del precepto fundamental del Pórtico: vivir de acuerdo
con la naturaleza. La imagen divina no es imagen de un dios, sino
de la totalidad de lo divino repartida en la naturaleza. En una con­
cepción semejante no cabe recusar las imágenes populares, acredi­
tadas por la ciudad. Al contrario, el estoicismo acoge favorable­
mente la teología popular. Simplemente interpreta estas imágenes
y les otorga un sentido purificado. Las fábulas más «impías» -como
la de Saturno mutilando a su padre, Caelus- entrañan una doctrina
«física», es decir, espiritual, a saber: que la naturaleza del cielo, com­
puesta de éter y del fuego que todo lo engendra, no necesita un ór­
gano corporal para engendrar100. El culto corriente a los dioses es
aceptable, pero es mejor venerarlos con un alma y con palabras pu­
ras y sinceras. La religión se distingue y siempre se ha distinguido
de la superstición. Una misma razón mueve al arte y a la naturale­
za. Si Posidonio y Arquímedes han sido capaces de construir un pla­
netario que reproduce todos los movimientos celestes, ¿cómo se
puede dudar que una misma razón gobierna el planetario y el cie­
lo? El único error sería pensar que ambos son iguales101.
Un planetario puede ser una imagen de lo divino. Pero también
cualquiera de las estatuas que adornan un foro; su valor radica en
la conformidad con el bien moral, que es la figura más alta de lo be­
llo. Por lo tanto, la representación de lo divino está gobernada por
el tacto, el gusto, la conveniencia, el quod decet, que establece la jus­
ta proporción. Por eso no es bueno escuchar a Homero cuando nos
cuenta la historia de Ganímedes: antes que imputar a los dioses los
atributos de los hombres, «habría preferido que hubiese prestado a

62
los hombres los atributos de los dioses». «Lo bello es la flor del
bien.» «El decorum es la forma del honestum»102.
El estoicismo no es iconoclasta en absoluto. Dios está en todas
partes y en ninguna. La filosofía adopta, ante las imágenes, una ac­
titud de respeto, de reserva, de escepticismo reverencial. Renán
capta espontáneamente este estado de ánimo: acoge los testimonios
de la piedad popular, porque son la expresión de lo mejor que hay
en el alma humana. Pero no se pueden tomar al pie de la letra: se
trata de imágenes imperfectas y simbólicas de realidades superiores
que sólo la filosofía es capaz de aprehender y de restituir. Están in­
finitamente lejos de Dios, y no obstante son buenas porque enno­
blecen a quienes las hacen o a quienes las contemplan con un alma
pura, sincera e ingenua. Favorecen el buen equilibrio de las cos­
tumbres.
Cicerón, que no siempre estaba de acuerdo con el Pórtico, se
consideraba vinculado a la Academia. En este tono, escribió un tex­
to al que Panofsky atribuye una gran importancia y que ha explica­
do de forma magistral103. El texto pertenece a El orador.
A mi parecer, en ninguna parte existe algo tan bello como para que el
original del que ha sido copiado no sea más bello aún, como es el caso de
un rostro con relación a su retrato; pero no podemos aprehender este
nuevo objeto ni con la vista ni con el oído ni con ningún otro sentido; al
contrario, sólo lo conocemos en espíritu y pensamiento; y por eso, más allá
de las esculturas de Fidias, las mejor realizadas que hemos visto, o de las
pinturas que ya he citado [obras de Protogenes, Apeles, Fidias y Polícleto],
podemos imaginar algo más bello; cuando Fidias trabajaba en su Zeus o en
su Atenea no se estaba inspirando en un hombre cualquiera, es decir, real­
mente existente, ni lo estaba imitando, sino que en su espíritu residía la re­
presentación suprema de la belleza; lo que le inspiraba, lo que miraba, lo
que le absorbía, el modelo que dirigía su arte era ella. Así como el domi­
nio de las artes plásticas propone algo perfecto y excelente (excellens), de lo
cual existe una forma puramente pensada, y con esta forma están empa­
rentados, a través de la reproducción que el arte hace de ellos, los objetos
que como tales son inaccesibles a la percepción sensible (es decir, seres di­
vinos que hay que representar), sólo contemplamos la forma de la perfec­
ta elocuencia en espíritu, y lo que intentamos captar con el oído es única­
mente su copia. Platón, profesor y maestro, en quien se alian las fuerzas
del pensamiento y de la expresión, designa estas formas de las cosas con el
nombre de ideas. Niega que sean perecederas, afirma que su existencia es
eterna y que la razón y el pensamiento sólo las contienen. En cuanto al res-

63
to de las cosas, surgirían y desaparecerían, pasarían y se desvanecerían; en
resumen, que no subsistirían mucho tiempo en un mismo y único esta­
do104.
El esquema parece ser el siguiente: la naturaleza lo hace mejor
que el artista; pero en el artista existe un modelo superior a la ima­
gen que plasma y a toda imagen plasmada; esta forma es un puro
pensamiento, que no proviene de la reflexión sobre las cosas sensi­
bles; esta forma mental es la Idea de Platón, eterna, imperecedera,
inteligible. Así, la Idea platónica se rebela contra la condena plató­
nica del arte. El artista no es un imitador impotente y trivial que hu­
ye de la realidad: es aquel cuyo espíritu encierra el modelo de la be­
lleza hacia el que puede volver su mirada interior para obrar como
un verdadero creador.
Semejante inversión se explica, en parte, por la promoción del
artista en el mundo grecorromano. El gran pintor o el gran escul­
tor son considerados como personalidades superiores, favorecidas
por los dioses. Séneca se niega a clasificar la pintura y la estatuaria
entre las artes liberales105. Pero Plinio las acepta106. A la aristocracia
romana le apasionan las colecciones. Si alguien está dispuesto a pa­
gar un precio muy alto por una obra de arte, el artista se considera
aún más honrado, y se eleva el estatuto de la obra de arte. El colec­
cionista se convierte en un experto. Las obras de pintura adquieren
autonomía respecto a las apariencias e imperfecciones de la reali­
dad. Filóstrato afirma: «Quien no ama la pintura, insulta al sa­
ber»107. Nadie duda de que la obra de arte sea inferior a la natura­
leza. Pero también se sabe (aunque se trate de una contradicción)
que la obra de arte corrige a la naturaleza, borrando los «defectos»
de los objetos naturales representados para componer una imagen
más perfecta que la que la naturaleza nos ofrece. De ahí la anécdo­
ta tantas veces citada sobre Zeuxis: éste, para representar a Helena,
llamó a las cinco muchachas más bellas de Cretona y plasmó en su
cuadro las perfecciones de cada una108.
Pero la inversión de Cicerón se traduce también en una fuerte
inyección de aristotelismo en la Academia, o mejor aún, en la bús­
queda de un compromiso entre las posturas de Platón y las de Aris­
tóteles, que negaba la descalificación del arte. El estatuto de esen­
cia metafísica de la Idea platónica empieza a convertirse en el de un
simple concepto. La Idea abandona su lugar supraceleste para resi­
dir en el espíritu del artista, puesto que, según Aristóteles, la única
diferencia entre las producciones de la naturaleza y las obras de ar-

64
te consiste en que en estas últimas la Forma, antes de impregnar la
materia, reside en el alma humana. La Idea que existe en la mente
de Fidias cuando crea su Zeus «es una especie de formación híbrida
entre la “forma interna” de Aristóteles, con la que comparte la pro­
piedad de ser una representación inmanente a la consciencia, y la
Idea platónica, cuya absoluta perfección, característica de lo que es
a la vez perfectum et excellens, posee»109.
Y así el artista, humillado por Platón y restablecido en su digni­
dad por Aristóteles -con la capacidad de cualquier artesano-, se ve
exaltado muy por encima del común de los mortales: pues ni el za­
patero ni el carpintero abrigarán jamás las «Ideas del pensamiento»
que colocan a Fidias o a Zeuxis entre los héroes divinos. Una pro­
moción que no sería olvidada ni en el Renacimiento, ni en el ro­
manticismo, ni en la época contemporánea.
Pero ahora está claro que, si tenemos que hablar de la imagen
de lo divino, debemos buscarla en el espíritu del artista, en la Idea
de su pensamiento. La obra de arte sólo es su imperfecto reflejo, o
su traducción simbólica. Es lo que sugiere un rétor, un predicador
cínico y estoico de la época imperial, Dion Crisostomo110.
En su Discurso olímpico, Dion se pregunta cómo se ha formado y
desarrollado la noción de lo divino. Ve cuatro fuentes: el espec­
táculo de la naturaleza, las invenciones de los poetas, las leyes de los
legisladores y, finalmente, las imágenes producidas por los grandes
artistas y los discursos de los filósofos. Pone un discurso en boca de
Fidias. Fidias no ha inventado la Idea de Júpiter. Esta idea es inna­
ta, necesaria para la inteligencia. Su causa es el parentesco del hom­
bre con la naturaleza divina. Aquí, Dion sigue la doctrina estoica de
las «prenociones» innatas, coni (nidos inmanentes de la conciencia
que preceden a la experiencia (lo cual ya era una subjetivización de
la Idea platónica). La Idea existe antes que el artista, y éste es sola­
mente su intérprete. No obstante*, la Idea es invisible: nada puede
representarla de manera sensible. Así que el método del que Fidias
se sirve es utilizar el cuerpo, como si se tratara de un símbolo me­
diante el cual lo invisible se vuelve visible y lo espiritual se transfpr-
ma en material:
Recurrimos al cuerpo, en el que representamos con toda certeza la pre­
sencia de un espíritu. Vertimos la inteligencia divina en una forma huma­
na como si ésta fuera un recipiente de inteligencia y de razón; a falta de
un modelo, intentamos expresar mediante una materia visible y sensible al
ser invisible e inasequible.

65
No fue Dion quien elaboró estas fórmulas, que tampoco tuvie­
ron un eco inmediato. Pero las estéticas posteriores adoptaron ca­
da una de sus palabras. La tarea del icono sería introducir el espíri­
tu en una forma humana. El objetivo de los románticos fue expresar
lo invisible en lo visible.

Plotino
La imagen interior de la que habla Cicerón ¿es sólo una Idea del
pensamiento? La perfección de ía que el artista la cree dotada ¿es
una verdadera perfección? Plotino responde que es la única per­
fección, y que tiene un derecho metafísico a merecer el rango de
«modelo perfecto y supremo».
El cosmos de Plotino puede compararse a una esfera luminosa,
transparente, homogénea y no obstante centrada.
Pensad en la imagen luminosa de una esfera, imagen que lo contiene
todo en ella [...]. Conservad bien esta imagen en la mente, y suprimid la
masa; suprimid también la extensión y la materia que tenéis en la imagi­
nación: no intentéis imaginar otra esfera de masa más pequeña; invocad al
dios que ha creado la esfera que estáis imaginando y rogadle que descien­
da hasta vosotros. Y aquí llega, trayendo su propio mundo con todos los
dioses que hay en él: es único y es todos [...]; cada cual se halla en reposo
en un punto indivisible, puesto que no posee forma sensible [...]m.
El mundo también puede compararse a «una Vida que se ex­
tiende en línea recta; cada Uno de los sucesivos puntos de la línea
es diferente; pero la línea entera es continua. Tiene puntos dife­
rentes cada vez; pero el punto anterior no muere en el que le si­
gue»112. También es comparable a la luz del sol, a una emanación
eterna de luz indivisible. O a la fuerza de la mano que se extiende
indivisiblemente a todos los cuerpos que puede sostener y mo­
ver113. Este mundo, aunque es homogéneo, también está jerarqui­
zado. En el centro está el Uno, el principio primero, y de él surgen
la inteligencia y el alma, porque la sobreabundancia del Uno se di­
funde a la manera de una irradiación espontánea, continua, eter­
na, y a medida que decrece, se desarrolla en multiplicidad, como
un surtidor que se derrama: multiplicidad unificada y condensada
en la inteligencia, más diluida en el alma, y que se extingue en
contacto con la materia. Pero esta jerarquía forma un continuum.

66
Es una misma y única realidad dinámica, percibida a sucesivos ni­
veles114.
En el centro, en el principio, se halla el Uno: más allá del ser,
más allá de la esencia. Lo lleva todo al ser, pero no es el ser. Es más
que un dios, más que la inteligencia. Es la autosuficiencia en primer
grado. «[...] la sustancia lo necesita para ser una; pero él no se ne­
cesita a sí mismo, pues no es otra cosa que sí mismo»115. Recibe el
nombre de Bien, pero no es un atributo: es en sí mismo el bien. No
ocupa el bien. No tiene ni pensamiento ni movimiento, pues es an­
terior a ambos. «[...] ningún nombre es adecuado para él; sin em­
bargo, puesto que hay que nombrarlo, conviene llamarlo el Uno,
pero no porque sea una cosa que tenga el atributo de lo uno»116. «Ni
siquiera consiente en ser bello»117.
Como los gnósticos, y como sus contemporáneos los cristianos,
Plotino propone una salvación. La salvación es posible porque, co­
mo piensan los gnósticos, el hombre es superior a su destino en tan­
to que es capaz de percibirse a sí mismo como caído. Esta caída des­
de el «allá arriba» de la patria original es, al mismo tiempo, la clave
de la conversión y del retorno al mundo trascendente. Plotino pro­
pone un itinerario del alma, cuyo modelo mítico es el del regreso
de Ulises a su patria, una anábasis interior118. Pero este viaje da la es­
palda al viaje gnóstico, que desea liberarse de un mundo maligno y
se concibe como una historia de decadencia, lucha y redención fi­
nal que se desarrolla en el tiempo. Para Plotino, al contrario, el
mundo es bueno, incluso perfecto. Además es eterno, y «el tiempo
no hace mella en él». La salvación está a nuestro alcance en todo
momento, en el cosmos tal y como es119.
A menudo huyo de mi cuerpo y despierto a mí mismo; ajeno a cual­
quier otra cosa, en la intimidad de mí mismo, veo una belleza tan maravi­
llosa como posible. Estoy seguro, sobre todo en esos momentos, de tener
un destino superior; mi actividad es el grado más alto de la vida; estoy uni­
do al ser divino y, al haber alcanzado esta actividad, me instalo en él, por
encima de los demás seres inteligibles. Pero tras este descanso en el ser di­
vino, al descender desde la inteligencia al pensamiento reflexivo, me pre­
gunto cómo efectúo en realidad ese descenso, y cómo pudo nunca el alma
entrar en los cuerpos, siendo tal y como se me ha aparecido, aunque esté
dentro de un cuerpo120.
Vemos, por lo tanto, dónde está la salvación: ni en el bien su-
pracósmico del que nos separan los espacios celestes, como piensan

67
los gnósticos, ni en el retorno a un estado perdido al que sólo la gra­
cia divina puede devolvemos, como creen los cristianos. La salva­
ción está en nosotros: en las profundidades de nuestro yo. Basta con
regresar a nosotros mismos.
A causa de la continuidad del mundo, que se extiende desde la
primera hipóstasis a la última hasta llegar a la materia, nuestra alma
-no importa dónde esté- pertenece al pensamiento divino en vir­
tud de una porción de sí misma. Es «capaz del Uno». Es necesario
y suficiente modificar la atención: «[...] hay que dejar de mirar y, ce­
rrando los ojos, cambiar esa manera de ver por otra, y despertar esa
facultad que todo el mundo posee, pero que pocos usan»121. Cosa
que sólo puede lograrse si el alma se ha purificado. En tiempos de
Plotino, la vida filosófica era semejante a la de una comunidad reli­
giosa, marcada por ejercicios espirituales en el seno de un constan­
te esfuerzo de ascesis.
Según Porfirio, Plotino «se avergonzaba de tener un cuerpo». La
contemplación sólo es posible si el «espejo interior» ofrece una su­
perficie pulida y tranquila donde la inteligencia y el Uno puedan
reflejarse. No sufrimos por tener un cuerpo -pues el cuerpo en sí
forma parte del cosmos, que es bueno-, sino por los cuidados que
le prodigamos. «Es bueno sustraerse a las preocupaciones de los
hombres. En consecuencia, también es necesario sustraerse al re­
cuerdo de estos recuerdos»122. Mediante un progresivo despoja-
miento, repudiando lo sensible, el discurso dialéctico, la ciencia, la
intuición intelectual e incluso la contemplación de lo bello, el alma
llega a ser una sola con el Uno.
En nuestra situación actual, una parte de nosotros mismos se ve rete­
nida por el cuerpo (como si tuviéramos los pies en el agua y el resto del
cuerpo fuera); elevándonos por encima del cuerpo con la parte de noso­
tros mismos que no se anega en él, nuestro centro se une al centro uni­
versal, al igual que los centros de los grandes círculos de una esfera coin­
ciden con el centro de la esfera que los contiene, y en ese centro universal
hallamos el descanso123.
No hay relación analógica entre las bellezas sensibles y la belleza
del Uno: las primeras sólo son el reflejo infinitamente diluido del
segundo. No pueden servirnos de medio para alcanzarlo. No hay
que detenerse en ellas, en ningún caso. El alma que posee el amor
del Bien «no espera advertencias de las bellezas de esta tierra».

68
Al querer elevarse hacia él, desprecia las bellezas de aquí. Sí, ve las be­
llezas del universo sensible y las desprecia, porque ve que esas bellezas es­
tán encarnadas en cuerpos, mancillados por su estancia aquí abajo124.
La única imagen de lo divino es la que se plasma en el alma pu­
rificada cuando se convierte en ese perfecto espejo de superficie li­
sa y tranquila. Aunque habría que precisar que no se trata de una
imagen. La contemplación no es otra cosa que la reanudación, en
sentido contrario, del movimiento de la emanación. Movida por el
deseo, el alma se manifiesta a Dios, y Dios se manifiesta al alma. El
objeto que ve el hombre
no lo ve como si lo distinguiera de sí y se representara un sujeto y un ob­
jeto; el hombre se ha convertido en otro; ya no es él mismo en esta tierra,
y nada de sí mismo contribuye a la contemplación; se entrega completa­
mente a su objeto y es uno con él, como si hubiera hecho coincidir su cen­
tro con el centro universal125.
En el éxtasis, el alma no es la imagen de Dios: Dios está omni­
presente en ella, y ella omnipresente en Dios. Para Plotino, la visión
consiste en un contacto de la luz interior del ojo con la luz exterior.
En esto Plotino está de acuerdo con Platón y en desacuerdo con
Aristóteles, que pensaba que el ojo es pasivo, que su naturaleza per­
tenece al mundo del agua y no del fuego. Pero la conclusión de Plo­
tino es que, cuando la visión se vuelve espiritual, ya no hay distin­
ción entre luz interior y luz exterior. «La visión es luz, la luz es
visión. Existe una especie de autovisión de la luz, que es como trans­
parente para sí misma»126.
Esta es, para Plotino, la vía de la salvación: una contemplación
identificativa. El alma, que se prepara «volviéndose tan bella y tan
semejante [a lo divino] como le es posible»127, espera esta salvación
en una actitud pasiva. Entonces puede recibir la visita del dios. Es el
éxtasis, la presencia sensible y «teopática» de lo divino, desvela­
miento en un instante de una realidad eterna que Plotino, por su
parte, experimentó cuatro veces en esta vida.
Si el alma se libera del mundo material y de las bellezas sensibles,
es porque busca su salvación. Con relación a ella y a su destino, el
mundo es ilusión. Pero eso no quiere decir que el mundo sea malo
o feo en sí. Sólo lo es por su capacidad de encerrar al alma en el es­
tablo de Circe. Su belleza proviene, por emanación y procesión, del
trabajo del alma que organiza esa pura nada que es la materia y le

69
da una apariencia de forma. Sólo es malo como tentación: puede
engañar al alma que, volviéndose hacia él, se aparta del lugar más
alto que la espera. Creyendo enriquecerse, se empobrece. Pero el
alma convertida y en camino hacia el Uno ya no tiene nada que te­
mer del mundo, y no lo desprecia. Autopurificada de la materia que
la retenía, el alma la contempla desde lo alto, pero sin repugnancia.
Hay que aceptar el mundo sensible en la medida en que manifiesta
el mundo de las Formas:
La doctrina de los gnósticos nos hace huir del cuerpo, y odiarlo. Pero
es como si dos hombres vivieran en una hermosa casa. Uno critica la cons­
trucción, y sin embargo no se va. El otro no la critica. Llega incluso a de­
cir que el arquitecto la ha construido con mucho arte; y espera el mo-,
mentó de irse, el momento en que ya no necesitará una casa128.
En un mundo jerárquico y homogéneo, todo tiene su sitio: «No
hay que insultar a los seres porque sean inferiores a los primeros: hay
que aceptar con dulzura la naturaleza de todos los seres».
Mirar las cosas es prolongar la visión del ojo mediante una visión
del espíritu. Por eso Plotino invitaba a «mirar la tierra, el mar y a to­
dos los seres vivos como si estuvieran en una esfera transparente
que permite verlo todo»129. Eso es lo que llamaba «método de Lin­
ceo», «que veía incluso lo que había en el interior de la tierra». Ver
cómo se escalonan los planos sucesivos desde la primera apariencia
hasta la profundidad infinita es el ideal mismo de la visión artística,
al menos en la época moderna.
¿Y cuál sería entonces la situación del arte? Entre el alma que
se salva liberándose de las apariencias y de la materia y esa misma
materia, vagamente impregnada -pues no puede serlo más- por
la inteligencia y por el alma, el arte podría ser una salvación cola­
teral de la materia o una actividad subsidiaria relacionada con la
salvación del hombre. Platón invitaba al filósofo a ir directamen­
te -dialécticamente- por delante de la realidad. En comparación,
el arte no es más que una mimesis degradada de las cosas. Pero
Plotino le da la vuelta por completo a este punto de vista. El cri­
terio de la obra de arte no consiste en la verdad teórica discursi­
va, sino en la cercanía que alcanza respecto al punto en que la ver­
dad se revela metafísicamente unida a la belleza. En la amplia
circulación espiritual del mundo plotiniano, en ese movimiento
de procesión y de reintegración, de exitus y de reditus, el arte se en­
cuentra en el punto en que las cosas vuelven sobre sus pasos, re-

70
gresan hacia el Uno y dan comienzo al movimiento de reintegra­
ción.
Pero este movimiento sucede, antes que en ningún otro lugar,
en el alma del artista. La materia sigue como puede a la idea inte­
rior. Tomemos, dice Plotino, dos masas de piedra. Una es piedra
bruta. La otra, entre las manos del artista, se ha transformado en la
estatua de un dios o de un hombre, que el arte ha creado combi­
nando todo lo que ha encontrado de bello. Esta piedra ha llegado
a ser bella gracias a la forma que el arte le ha dado. «Esta fuente es­
taba en la mente del artista antes de llegar a la piedra; y no estaba
en el artista porque éste tenga ojos o manos, sino porque es afín al
arte»130. Por lo tanto, Plotino recusa formalmente a Platón:
Si despreciamos las artes porque sólo crean imágenes de la naturaleza,
pensemos, en primer lugar, que también las cosas naturales son imitacio­
nes; y en segundo, que las artes no imitan directamente los objetos visibles,
sino que se remontan a las razones (logoi) de las que surgió el objeto natu­
ral; pensemos que además hacen muchas cosas por sí mismas: poseen la
belleza, y por lo tanto añaden aquello de lo que la naturaleza carece: Fi-
dias hizo su Zeus sin inspirarse en ningún modelo sensible; lo imaginó tal
y como sería si consintiera en aparecer ante nuestros ojos.
Fidias no hace una representación degradada de Zeus: lo que tie­
ne en la mente es la esencia de Zeus, una visitación de Zeus. Para
Plotino, la inteligencia engendra las ideas directamente a partir de
sí misma, mientras que el demiurgo platónico se guía por ella para
fabricarlas. La belleza de las cosas consiste en una irradiación de la
idea a través de la materia, en la medida en que la segunda es capaz
de ser modelada por la primera. Entre las bellezas de «allí» y las de
«aquí» hay una semejanza: la de formar parte de una idea. Del mis­
mo modo, el artista es capaz de introducir una idea en la materia y
se esfuerza por darle vida131.
Plotino refuta a Platón porque recupera parte del punto de vis­
ta aristotélico: el artista, como la naturaleza, da forma a la materia.
Pero Aristóteles se detenía en el objeto formado, que ya era una rea­
lidad suficiente; fundaba una estática de la obra y no desacreditaba
a la materia, porque ésta siempre es capaz de revestir una forma e
incluso exige la forma. Plotino, al contrario, considera que la ma­
teria es el mal, la absoluta falta de ser. La idea artística libera a la
materia de su nada y la conduce, hasta donde es capaz de llegar, por
el camino del Uno.

71
Por eso Plotino rechaza formalmente la convención estoica que
ve la belleza en la simetría, la medida y la disposición armoniosa de
las partes y de los bellos colores. De hecho, lo bello no es la com­
posición de las partes. Cada parte está iluminada por un principio
unificador trascendente que es su participación en la Idea132. Lo que
aquí se invierte es todo el clasicismo grecorromano de la armonía
de las partes con respecto al todo.
En un célebre artículo, André Grabar ha demostrado que la ma­
nera de pensar de Plotino (porque es difícil documentar una in­
fluencia directa) modificó el arte del Bajo Imperio. Se trabaja la ma­
teria para transmitir el nous, única realidad y «única razón de ser de
la obra de arte»133. Y de ahí Grabar deduce muchos procedimientos
y características de estilo que el arte bizantino enumera y desarrolla..
Pero ese mismo espíritu renace en la estética surgida de Hegel y
de Schelling. El tema de lo bello sigue obsesionando al arte mo­
derno. La religión de Plotino no tiene rito, ni culto, ni relación con
la ciudad, y el artista, como el filósofo, es el solitario sacerdote de
esta religión. El también «se libera de las cosas terrenales, que le dis­
gustan, y huye solo hacia lo único»134. Le abre camino al artista mo­
derno, asocial y rebelde. Pero este artista es desgraciado, pues no
puede llevar la materia «más allá»; no tanto como desearía. El pro­
yecto del artista siempre es superior a la ejecución, a causa de la re­
sistencia y, finalmente, de la existencia de la materia:
Pues la belleza inmanente al arte no penetra por sí misma en la piedra,
sino que se queda inmóvil en sí misma; lo que penetra en la piedra es una
belleza inferior, derivada de la primera, que no conserva la pureza que el
artista quería otorgarle, y esta belleza se manifiesta en la obediencia de la
piedra al arte135.
Cuanto más penetra la belleza en la materia, más se desvanece
respecto a la Belleza en sí. El proyecto se estanca y se agota. Como
escribe Panofsky, los pensamientos de Rafael, privado de manos,
son más valiosos que las pinturas de Rafael en carne y hueso136. Plo­
tino autoriza el orgullo del artista impotente.
Toda obra de arte hace penetrar lo divino en la imagen: Plotino,
aún más que Platón, incita e incluso inflama al iconófilo. Pero lo de­
sanima de inmediato, porque la empresa es vana. Y se vuelve com­
pletamente absurda cuando se trata de constituir un icono de lo di­
vino: el iconoclasta puede apelar a Plotino más aún que a Platón.
En su estética no hay «obras». La empresa no sólo es absurda a cau-

72
sa de la incapacidad de la materia; cuando se trata de lo divino, es
absurda a causa de la incapacidad de la forma misma. Cuanto más
elevada sea la idea del artista, más afín será al Uno, y más lejos lle­
gará en la región donde ni siquiera las formas existen. La verdade­
ra belleza es la unidad, que trasciende la composición de las partes,
la forma de algo que supera la forma.
Cuando decimos belleza, tenemos que evitar pensar en una forma de­
terminada y colocarla ante nuestros ojos, para no caer desde la belleza mis­
ma hasta las cosas que llamamos bellas por ser oscuramente afines a la be­
lleza. La esencia sin forma es bella [...], aún más por estar desprovista de
toda forma [...]. Para la inteligencia, pensar en un ser particular es un me­
noscabo [...]. Así pues, si lo amable no es la materia sino el ser impregna­
do por la forma; si la forma que está en la materia proviene del alma; si el
alma es forma en mayor grado y es más deseable; y si la inteligencia es de­
seable y es forma en un grado aún mayor, hay que admitir que la natura­
leza primera de lo Bello no tiene forma137.
Puech resume todo esto perfectamente, constatando que la vi­
sión de Plotino, en la que el «amante» persigue obstinadamente la
«imagen invisible», es a fin de cuentas una «estética de lo informe».
El arte abstracto contemporáneo puede calificarse a sí mismo de
plotiniano138.
Por eso, por desprecio a un cuerpo sometido al devenir y a la co­
rrupción, Plotino se negaba a considerar obra de arte la reproduc­
ción iconologica de un ser particular, «ídolo de un ídolo», y nunca
quiso que hicieran su retrato. ¿Qué habría pensado de la loca em­
presa de los cristianos, que quisieron representar al propio Verbo
divino imitando el estilo de los retratos funerarios de El-Fayum y de
las personae romanas?

IV. S ub sistencia de la im agen pagana


La crítica filosófica introducía una concepción trascendente, y
por eso mismo irrepresentable, de lo divino. Podría haber sustenta­
do un movimiento iconoclasta. Pero no fue así. Esta crítica, como la
que aparecerá más tarde en un entorno cristiano, era culta y elitis­
ta. Y por ser demasiado culta y elitista, no disponía de los interme­
diarios sociales que podrían haber conducido a una destrucción de
las imágenes.

73
La representación siguió su curso. Los modelos canónicos se vol­
vieron a copiar indefinidamente. Puede que su valor religioso se de­
bilitara. Pero esto tampoco es seguro, porque en el mundo antiguo
cualquier imagen, incluso las que no pretendían representar a un
dios, estaban dotadas de divinidad. Un mosaico como los que se en­
cuentran en abundancia en las villas de Túnez o de Aquitania pue­
de mostrar peces, pámpanos, signos del zodíaco: todas esas imáge­
nes elevan el alma, la sitúan en presencia de lo sagrado, o al menos
en un clima religioso. Hay un vínculo continuo entre la cesta de fru­
ta, los tritones y los grandes dioses bajo un cielo que los impregna
de divinidad, porque él mismo es divino. Así, a medida que el ico­
no se vuelve imposible con relación a Dios en cuanto tal, se llena de
divinidad representando las cosas de la tierra. No debemos olvidar
esta otra tradición. Más adelante veremos que entraña uno de los
secretos del arte occidental.
Si bien los dioses de la ciudad pierden progresivamente su «te­
nor religioso», nuevas formas de religión toman el relevo, y a me­
dida que nos acercamos a la transformación cristiana, la religiosi­
dad gana en intensidad, trae a la mente nuevas imágenes, y la nueva
teología justifica las antiguas.

El dios cósm ico


El Epinomis se propone «dar de los dioses una imagen más bella
y más exacta de lo que hasta ahora se ha hecho»139. Basta con alzar
los ojos al cielo para descubrir la divina raza de los astros, formada
de fuego, viva, inteligente y visible. Siendo visibles, o bien se trata de
dioses, o bien de sus imágenes, «estatuas santas de las que los pro­
pios dioses han sido los artífices [...]. Nunca se verán imágenes san­
tas más bellas, más compartidas por toda la humanidad ni erigidas
en lugares más nobles»140. Si, como es probable, los astros son imá­
genes y no dioses, se trata de iconos naturales, que no ha hecho la
mano del hombre. Pero coronan lajerarquía de los vivos, envuelven
y dignifican a los antiguos dioses, subordinados a ellos. Todo acto,
y en particular todo acto de representación, si está inspirado por es­
ta piedad, favorece la ascensión del alma y se beneficia de esta as­
censión.
El poeta Manilio (siglo I a. C.), al principio de su poema Astro­
nómica, no sólo va al Helicón para invocar a las Musas; va al «Tem­
plo del Mundo». Manilio es su sacerdote, y en torno a él gira y re-

74
suena el orbe inmenso del universo (immenso vatem circumstrepit or­
be)1*1. Que el mundo sea un templo se convierte en un lugar común.
Dion Crisóstomo afirma que ofrece una iniciación que no obliga a
encerrarse en la exigua capilla en la que suelen celebrarse los mis­
terios142. Y Plutarco: «Este mundo es un templo muy santo, y de una
majestad totalmente divina»143.
Este sentimiento recorre todo el estoicismo. No es que el propio
Dios sea irrepresentable, sino que toda representación es natural­
mente portadora de divinidad, de la misma manera que un acto de
pensamiento o de virtud, con tal de que el alma esté dispuesta ha­
cia lo alto, con tal de que sienta su parentesco con las figuras su­
premas del cosmos. Sea cual sea la distancia que el sabio se cuide de
establecer entre Dios, las imágenes producidas por la mano misma
de los dioses (los astros) y las imágenes imperfectas de la industria
humana, éstas son respetables. Dentro de los límites que les corres­
ponden, alcanzan su objetivo. No venerarlas es una impiedad.
Ver a Dios cara a cara es el deseo común. Justino buscaba al ver­
dadero Dios. Se había dirigido a los filósofos porque, como él mis­
mo escribe, «eso es lo propio de la filosofía: interrogarse sobre lo
divino». Pasa de los estoicos a los peripatéticos y luego a los pitagó­
ricos, siempre defraudado. Y al fin sigue a los platónicos, porque ver
a Dios cara a cara, «tal es la finalidad de la filosofía de Platón». Hu­
yendo de los hombres, se refugia a orillas del mar para meditar con
toda tranquilidad. Y allí es donde encuentra al hombre que le con­
ducirá a Cristo144.
Uno de los testimonios más importantes de esta búsqueda reli­
giosa es el Corpus hermeticum. Refleja la piedad cósmica común a Ci­
cerón, a Séneca, a Filón, a Epícteto, y trata tanto la religión popu­
lar como la teosofía gnóstica. ¿Cómo ver a Dios? El Tratado V
responde: Dios se hace visible en la bella organización del universo
y por otra parte en el hombre, todas cuyas partes han sido creadas
con una finalidad bella y buena por el macrocosmos y el microcos­
mos.
Por lo tanto, si quieres ver a Dios, considera el sol, considera el curso
de la luna, considera el orden de los astros [...], considera cómo se forma
el hombre en el vientre materno [...] y aprende a conocer quién da for­
ma a esa divina imagen que es el hombre145.
El Tratado XI reanuda de manera espléndida la misma lección:

75
No hay nada invisible, ni siquiera entre los incorpóreos. El intelecto se
hace visible en el acto de pensar, Dios en el acto de crear146.
El pensamiento del hermetismo, bastante confuso, no decide en­
tre varias posturas religiosas. La primera parece estar en consonan­
cia con el paganismo más antiguo, la animación universal, la difusa
sacralidad de Homero y Hesíodo. Pero está contaminada por la re­
ligión filosófica, que tiende a poner lo divino por encima del mun­
do. El Tratado XI presenta a Dios como una forma incorpórea, algo
«incircunscrito» que sólo contiene a los seres como pensamientos,
a los cuales sólo es posible asemejarse dándole al propio pensa­
miento una extensión similar147. Estamos, comenta Festugiére, en la
confluencia de dos corrientes:
una corriente idealista con un Dios trascendente, puro intelecto amorphos
que sólo se alcanza a través del nous, y una corriente pan teísta con un Dios
inmanente, por no decir idéntico al mundo, que se alcanza directamente
a través de la contemplación del mundo148.
Si bien estas dos posiciones son compatibles con las imágenes,
hay una tercera que no lo es, el gnosticismo, del que encontramos
algunos fragmentos en el Corpus herméticas. En la visión gnóstica, el
mundo es malvado, Dios no lo ha formado, Dios está infinitamente
lejos. La contemplación del mundo no lleva a Dios. Dios es agnostos,
y nosotros sólo podemos conocerlo en nuestro fuero interno, en
nuestra alma, que es una parcela de Dios extraviada aquí abajo. Me­
diante la oración y la ascesis se puede conseguir, gracias a un favor
excepcional, la visión «aütóptica»149.

Teúrgia y m agia
Encontramos también otra actitud en el movimiento hermético:
la magia. Esta vez se trata de que la energía del dios descienda a la
imagen que de él se ha hecho. Aquí también se mezclan la religión
popular y la religión filosófica.
Podemos atribuir a la religión popular las fórmulas halladas en
los papiros mágicos griegos, que van del siglo IV a. C. hasta el siglo
VII d. C., y que se encuentran con mayor abundancia en los siglos II,
III y IV de nuestra era150. Y, filosóficamente, el Asclepios declara:

76
Del mismo modo que el Padre Nuestro Señor o, para darle su título su­
premo, Dios, ha creado a los dioses del cielo, el hombre ha dado forma a
los dioses que están en los templos, satisfechos de la vecindad de los hom­
bres.
Y también:
«¿Hablas de estatuas, oh Trimegisto?» Y él responde: «Sí, de ellas hablo,
Asclepios [...], pero de estatuas provistas de alma, llenas de espíritu y de
hálito vital, que llevan a cabo cosas tan grandes y bellas»151.
Agustín, que cita el Asclepios en la traducción latina, conoce estas
prácticas. Para Hermes, dice,
los ídolos visibles y tangibles son de alguna manera los cuerpos de los dio­
ses. Algunos espíritus, invitados a alojarse en ellos, toman posesión con
cierto poder [...]. Dominar el arte de unir esos espíritus invisibles a obje­
tos visibles hechos de materia corporal, para transformarlos como un cuer­
po animado en ídolos consagrados y sumisos a esos espíritus: esto es lo que
Hermes llama «hacer dioses»; algunos hombres han recibido el magno y
extraño poder de hacer dioses152.
Francés Yates observa que el gnosticismo tiene necesidad de la
magia153. La gnosis pesimista necesita conocer las fórmulas que per­
mitan al alma, en el momento de su ascensión a través de las esfe­
ras, alejar el poder maléfico de la materia. La gnosis optimista pan­
teista intenta atraer hacia las cosas los poderes de un universo que,
a sus ojos, es benéfico. Por eso la filosofía más quintaesenciada no
teme comparar estas prácticas mágicas con las operaciones teúrgi-
cas. Dice Jámblico:
Los dioses totalmente incorpóreos están unidos a los dioses sensibles
que poseen un cuerpo [...], y los dioses inteligibles, a consecuencia de su
infinita unidad, envuelven a esos dioses visibles, y los unos y los otros están
vinculados de la misma manera por una unidad común y un solo acto154.
Aun así, Jámblico, fiel a lajerarquía platónica, se distancia un po­
co y no considera que el foijador de imágenes sea capaz del arte de­
miùrgico:
La foija de imágenes se halla a una distancia de muchos grados del ar-

77
te del creador de realidades verdaderas: ni siquiera guarda una analogía
con la creación divina.
Si un alma considera a esas imágenes como dioses, el abuso no puede
ni expresarse en palabras ni tolerarse de hecho. Sobre un alma así nunca
resplandecerá la luz divina155.
Proclo practicaba la teúrgia. Quería ser el «hierofante del mun­
do entero»156. No desdeñaba a ningún dios, ni antiguo ni nuevo. Los
invocaba y los evocaba. Recibía sus visitas en sueños: los veía. Y así
eran posibles las imágenes divinas, porque nada impedía que el vi­
sitado reprodujera esas imágenes, del mismo modo que se difundió
una imagen de la Virgen siguiendo las indicaciones de Bernardette
de Lourdes. Pero Proclo, a quien su sentido de lo maravilloso no
impedía ser un pensador extremadamente abstracto, tiene una teo­
ría que da cuenta de la visibilidad y la invisibilidad divina. Los dio­
ses son incorpóreos, y por lo tanto invisibles. La visibilidad procede
de nosotros, de nuestros cuerpos. Ellos son mediaciones luminosas
entre nuestras almas, adecuadamente purificadas por la ascesis y la
teúrgia, y nuestros cuerpos terrestres, que integran el alma en el
cosmos. Las almas se otorgan a sí mismas lo que reciben de los dio­
ses, suscitando en sí mismas las figuras que les ayudan a visualizar a
las potencias invisibles. Esta figuración es obra de la imaginación
(de la phantasia).
La phantasia es una sensibilidad interna, que elabora activamen­
te los esquemas y las figuras, y que se distingue de la sensibilidad
que procede del exterior, pasivamente, y se divide según los órga­
nos del cuerpo. Proclo resume su postura de forma lapidaria:
Ningún dios posee figura. Pues la figura no está en él, sino que parte
de él porque el observador es incapaz de ver sin figura lo que carece de
ella (amorphoton), y por lo tanto lo ve a través de una figura (morphotikos),
como corresponde a su naturaleza de observador.
Como decía Kant, no vemos al «dios en sí». Imponemos al fenó­
meno la forma de nuestro entendimiento157.
A finales de la Antigüedad, constatamos a través de múltiples ca­
nales una aspiración a restablecer los vínculos con lo divino. La in­
mediata familiaridad del arte clásico, cuando los dioses de la ciudad
habitaban espontáneamente con los hombres, se había perdido
desde hacía varios siglos. El trabajo de la filosofía había contribuido
mucho a este alejamiento. Tanto las prácticas más dudosas de la

78
brujería popular como las especulaciones de la filosofía neoplató-
nica se esforzaban por renovar el vínculo. Y también ese movimien­
to intermedio, ni muy seguro ni muy coherente, del que da testi­
monio el Corpus hermeticum. Según los Padres, esto formaba parte de
la preparatio evangélica del mundo pagano. El arte lo atestiguaba,
mostrándonos a Mitra, Attis, Isis, la Artemis de Efeso y los hiero-
fantes de todas las escuelas. Las miradas convergían en el especta­
dor y brillaban con el reflejo de los misterios y las visiones iniciáti-
cas. Las posturas eran propias de la contemplación.
En el momento del redescubrimiento de esta literatura y de este
arte, durante el primer Renacimiento, se establecería la conexión
entre el dios cósmico y el arte occidental. Las energías naturales
que se consideraban benéficas, canalizadas mágicamente, serían
captadas no ya por el filósofo y el teólogo (aunque Ficino y Pico
practicaban con discreción la magia natural), sino por el artista. Las
imágenes de los dioses, que se conservaron en formas bárbaras du­
rante toda la Edad Media, fueron reinvestidas con nuevos poderes.
El duque Borso de Este, en el palacio de Schifanoia, hizo pintar en
la franja inferior de las paredes de una sala una serie de escenas ani­
madas de la corte de Ferrara, pero por encima, dominándolas y or­
denándolas, pintó a los treinta y seis decanos escalonados a lo largo
del zodíaco: estas grandes y extrañas figuras, con sus ropajes mo­
dernos, son los dioses herméticos identificados como demonios por
san Agustín. Ajuicio de Frances Yates, «los magos operativos del Re­
nacimiento fueron los artistas como Donatello y Miguel Angel, que
gracias a su arte supieron impregnar sus estatuas de vida divina»158.

El dios político
Los atenienses cantaban en 290 a. C., en honor de Demetrio Po­
liorcetes, el siguiente himno:
Los demás dioses están lejos o no tienen oídos, o no existen, o no pres­
tan ninguna atención a nuestras necesidades; a ti, Demetrio, te vemos
aquí, no de madera o de piedra, sino realmente presente159.
Al finales del Imperio romano, hay en todas sus ciudades un ico­
no que encarna indiscutible y oficialmente a un dios: la estatua del
emperador. Su rostro no es simbólico: en él se reproducen los ras­
gos individuales del dios. Lo que está presente en esa imagen re­

79
vestida de sus poderes es su persona. Del mismo modo que el pre­
fecto era el representante del Estado en la administración napoleó­
nica, y que el sacerdote representa a Cristo en la liturgia, la estatua,
representante legal del emperador, recibe en su lugar los honores
divinos. El divino Augusto está presente en la estatua ante la que el
súbdito del Imperio hace sus sacrificios.
En Egipto, desde hace milenios, el rey era considerado Dios; en
Mesopotamia era su vicario. En Grecia, la introducción del culto
real es anterior a Alejandro. Clearco instauró una tiranía greco-bár­
bara en Heraclea Pontica. Se proclamó hijo de Zeus, se rodeó de un
ceremonial litúrgico, exigió de sus súbditos la proskinesis, la postra­
ción. Filipo II, en una procesión, hizo llevar su estatua tras las de los
doce dioses. Alejandro fundó el culto. Gracias al oráculo de Siwahy
tenía la certeza de ser hijo de Zeus Amón. Comparó su marcha
triunfante en Asia con la de Dionisos. Adaptó el ceremonial casi di­
vino de los aqueménidas e impuso a sus compañeros la proskinesis.
En Grecia existía la infraestructura teológica, que podía desa­
rrollarse a voluntad del soberano: la idea del daimon, de la tukhe
(fortuna), del hálito divino que inspiraba y protegía a cada indivi­
duo; el culto a los muertos, a las imágenes ancestrales; el culto al hé­
roe, que ha llevado a cabo hazañas sobrehumanas y tras su muerte
ha sido admitido entre los dioses, y especialmente el culto al héroe
fundador, es decir, creador de un nuevo grupo humano, de una
nueva ciudad.
En las monarquías helenísticas existía una jerarquía no griega, a
menudo mayor y más fácilmente explotable. En Egipto, el rey lági-
da fue el sucesor del faraón, y los indígenas le rendían culto según
los ritos tradicionales. Pero nuevos cultos vinieron a imponerse a to­
dos los súbditos, incluso los griegos; cultos celebrados en lengua
griega por los que velaba la administración. Ptolomeo II organizó
en Alejandría el culto a Alejandro. Añadió el culto a su padre Soter
(el Salvador), y a su hermana-esposa Arsinoe. Esta fue divinizada
tras su muerte. Tenía un templo en el nomo arsinoíta, en Crocodi-
lópolis, donde su paredro era Adonis, para quien se cultivaban las
flores que le eran caras a este dios de la vegetación.
Los soberanos lágidas tomaron los nombres de Soter, Evergetes,
Epifanes, Theos. Cuando Cleopatra se reunió en Tarso con Anto­
nio, era Afrodita la que iba a festejar a casa de Dionisos. El triunvi­
ro tomó el nombre de Nuevo Dionisos y entró en Alejandría coro­
nado de hiedra y llevando un tirso. En la víspera de su derrota, en
mitad de la noche, se oyó pasar por el cielo el cortejo báquico, con

80
el canto de Evoé, el ruido de las pezuñas de los sátiros y el sonido
de toda clase de instrumentos. Luego, el estruendo se acalló de re­
pente. «Quienes reflexionaron sobre este presagio», cuenta Plutar­
co, «concluyeron que Antonio había sido abandonado por el dios
al que había intentado compararse y asemejarse durante toda su vi­
da»160.
Los seléucidas superpusieron sobre una gran variedad de cultos
prehelénicos un culto de Estado uniforme, con circunscripciones
calcadas sobre las circunscripciones administrativas y un clero espe­
cial.
En Roma, el iniciador fue Augusto. Instruido por la experiencia
de César y sobre todo de Antonio, procedió con prudencia. Como
sacerdote, pontifex maximus, el emperador era el maestro de la vida
religiosa, el intermediario entre el Estado y los dioses. Su nombre
-Augusto-, tomado del antiguo vocabulario religioso, garantizaba
su piedad, que aseguraba al pueblo romano la benevolencia del cie­
lo. Victorioso y predestinado a la victoria, la divinizó como Victoria
Augusti, e hizo que se transmitiera de un emperador a otro. Sus vir­
tudes también entraron en la esfera de la veneración religiosa: pius,
justus, clemens, conservator (del Estado), pater patriae, felix. «Cuando
tu rostro», escribió Horacio a Augusto, «como el de la primavera,
irradie sobre el pueblo, los días serán más dulces y mejores los so­
les».
Augusto trataba con tino las susceptibilidades romanas. Mientras
que en Oriente rendían culto al emperador directamente en cali­
dad de dios, en las provincias occidentales se establecía una distin­
ción entre la persona física del príncipe y su genius, y la devoción de
los súbditos se dirigía a este último. Estas distinciones fueron desa­
pareciendo progresivamente. Calígula pretendió la deificación en
vida. Domiciano se hizo llamar dominus y deus; Aureliano, deus y do-
minus natus, lo cual implicaba rendir un culto personal al dios vivo.
El movimiento se aceleró hasta el Bajo Imperio.
Al mismo tiempo, se construyó una teología imperial: el empe­
rador es el delegado del Dios supremo, más exactamente una ré­
plica terrestre del sol, que por encima de todos los demás astros y
mediante ellos rige el universo físico. En las monedas, a Nerón se le
representaba ceñido por la corona radiada, que expresa esta con-
sustancialidad con el sol. Adriano y Cómodo hicieron lo mismo. El
emperador tenía todos los poderes. Era el nomos empsukhos, la «ley
viva». Todo lo suyo es sacer. su palacio, sus aposentos, sus ropas. En
las imágenes, un nimbo rodea su cabeza. Ante él se practica la ado-

81
ratio. Sostiene en su mano el globo, símbolo del poder cósmico. To­
do esto, con una mínima adaptación, pasó al emperador cristiano.
Se suprimió la paternidad divina demasiado precisa. Pero Constan­
tino siguió siendo el elegido de Dios, su lugarteniente, el beneficia­
rio de sus energías y de sus revelaciones. Tanto antes como después
de su conversión se dio el título de divus.
El culto imperial modifica en profundidad el universo de la an­
tigua religión. Primero, introduce un elemento de unificación y
obligación en un mundo diversificado y libre. Desde ese momento,
existe una religión de Estado. En segundo lugar, modifica las re­
presentaciones religiosas y reorganiza en un nuevo plan las que le
han servido para erigirse y en las que basa su legitimidad. El mun­
do divino se representa siguiendo el modelo de la monarquía im-,
perial. El poder real es el mediador entre los dioses y los hombres.
El emperador es el segundo Dios, que el Dios trascendente utiliza
para gobernar el mundo. Según los panegiristas, es el demiurgo pla­
tónico que irradia sobre el mundo las leyes que contempla en el
modelo divino. El paganismo se sistematiza bajo la influencia de la
teología imperial: un Dios trascendente, más allá de todos los dio­
ses; un segundo Dios organizador; y finalmente un poder divino
que asegura de principio a fin la continuidad de lo divino y vincula
a todos los intermediarios entre sí. La lógica monárquica induce y
sigue una lógica monoteísta. Está en consonancia con la teología de
Plotino: el Uno, dios trascendente; el Pensamiento, dios mediador;
el Alma, que propaga lo divino a través de todos los grados de la rea­
lidad. También está en consonancia con la teología cristiana de Orí­
genes y Eusebio: el Dios Padre, trascendente; el Logos, que crea y
rige el mundo a través del Espíritu.
El cristianismo, consistente en el advenimiento sobre la tierra
del Mesías real, no podía evitar el choque contra el culto imperial.
Consideró a los emperadores romanos, alternativamente, como re­
presentantes de Dios sobre la tierra y como ligios de Satán o Anti­
cristos. Por una parte, los primeros cristianos rezan por el empera-
dor,j3orque todo poder viene de Dios y el emperador, ya sea Nerón
o Calígula, es el conservador de la ciudad. Por otra, se niegan a ha­
cer sacrificios ante su imagen, cosa escandalosa e inadmisible. Cel­
so observa que los cristianos, aunque dicen ser ajenos al mundo, vi­
ven en este mundo y se benefician del orden social y político, por
lo cual deben pagar un justo tributo de honor a los emperadores
que velan por ese orden.

82
Los cristianos deben cumplir todos los deberes de la vida hasta que
sean liberados de los lazos que los atan a ella; de otro modo serían singu­
larmente ingratos con esos seres superiores, pues es injusto compartir los
bienes que otorgan y no rendirles, en compensación, ningún homenaje161.
La estatua imperial, que concentra autoritariamente la religión
popular y la religión filosófica en torno al dios terrestre, que encar­
na el orden del mundo estoico, el demiurgo o el nous platónico, no
puede ser recusada sin atentar contra las normas antiguas sobre las
que descansaba el universo, sin una subversión del «verdadero lo­
gos», de la verdadera tradición, como dice también Celso.
Todo ello lleva a los cristianos a alejarse aún más del mundo. Re­
chazan el rito imperial, que para los paganos es un rito de puro ci­
vismo, porque ven en él la voluntad del emperador, voluntad de
acaparar un terreno que sólo corresponde a Cristo, único Señor
de la Creación162. Por eso el emperador es el Antimesías por exce­
lencia, según la apocalíptica cristiana. Que coincide fácilmente con
la apocalíptica judía, con la diferencia de que, en esta última, la
oposición se establece entre el enemigo presente de Jehová y el Me­
sías por venir, mientras que los cristianos enfrentan al Mesías ya ad­
venido y al falso mesías diabólico que intenta ocupar su lugar.
Ciertamente, ambos personajes comparten los mismos nombres:
Señor, Salvador. Por lo tanto la teología debe precisar lo que es de
este mundo y lo que es del otro, la diferencia entre la sotena terres­
tre, en la que el seductor corrompe en su propio beneficio la eco­
nomía divina, y la sotena de Cristo, verdadero Salvador y único Se­
ñor. Aunque los apologistas se esfuercen en demostrar, con sólidos
argumentos, que los cristianos son buenos ciudadanos, la apocalíp­
tica cristiana, siguiendo los pasos de la judía, sitúa al emperador en­
tre los príncipes de este mundo. El dios terrestre, por ser enemigo
visible del Mesías y compendiar el panteón pagano, arrastra a todo
este panteón al terreno de los demonios.
Ahora bien, a principios del siglo IV, el emperador se convirtió al
cristianismo. Constantino esperaba obtener una serie de ventajas
políticas con esta conversión. Quería refundar la unidad espiritual
del Imperio sobre una religión cuyo dinamismo parecía irresistible.
Y así imitaba a su principal rival, el emperador sasánida, que había
instituido el mazdeísmo como religión nacional. Desde luego, no
tenía intención de renunciar a la más mínima parte de su poder. Si­
gue siendo divus: simplemente cambia de patronazgo divino. Man­
tiene el ceremonial de corte heredado de Diocleciano y adapta la

83
ideología imperial. Se convierte en la réplica del Mesías triunfante.
Cristo es concebido como un emperador trascendente rodeado por
la corte celestial y mediador entre Dios y los hombres, mientras que
el emperador es otro Cristo, encarnación del Logos. La jerarquía
y el hieratismo neoplatónicos a la manera de Proclo impregnan la
teología política cristiana y resurgen con el Aeropagita. La nueva re­
ligión imperial, que guarda continuidad con la doctrina, también
guarda continuidad con la práctica forzada del antiguo culto impe­
rial: el emperador tiene el deber de imponer la religión. Ya era res­
ponsable de la salud temporal de sus súbditos; desde ese momento
también lo es de su salud espiritual. Los teólogos de su corte llegan
a atribuirle una especie de poder episcopal que se extiende por to­
do el Imperio. Toma la iniciativa de los concilios, plantea los pro-.
blemas dogmáticos que deben tratarse en ellos, ayuda a establecer
la unanimidad, opina como teólogo. La Iglesia no ve inconvenien­
te en conservar para él las fórmulas del culto imperial163.
La súbita sumisión del Anticristo al Cristo, la promoción del em­
perador «al rango de los apóstoles» (isapostolos) representan para la
Iglesia, además de una victoria providencial, un peligro del que
pronto toma conciencia, pero que tardará siglos en conjurar. Cuan­
do derribó las antiguas imágenes de los dioses en todo el Imperio
(incluida la antigua estatua de la Victoria en el senado), se vio obli­
gada a vivir con la estatua colosal del emperador, única imagen sub­
sistente de la Antigüedad pagana. Esta imagen era ambigua, porque
nunca fue purgada de su prestigio pagano y porque se parecía de
un modo perturbador a la de Cristo. Era una imagen más «indivi­
duada», «prosópica» e «hipostática» (personal) que ninguna imagen
divina. Estaba más cerca de su prototipo que la imagen de Cristo,
cuyo modelo físico se había perdido. El emperador, en su preten­
sión de convertirse en el vicario de Cristo, se convierte en su ima­
gen viviente, más cerca del modelo que cualquier otro retrato y, co­
mo decía el antiguo himno ateniense, «aquí, no de madera o de
piedra, sino realmente presente». El conflicto, cuando estalló, fue
mortal. La imagen del emperador volvió a desdoblarse y la bestia de
Babilonia, el Anticristo, se perfiló tras el vicario de Cristo.
Las formas de supervivencia de la imagen pagana divina -pan-
teístas, mágicas, políticas- tuvieron, bajo el régimen cristiano, una
fortuna desigual. El dios político fue desapareciendo a medida que
agonizaba la idea de Imperio. Las exaltaciones barrocas del prínci­
pe se inspiraban en la imagen imperial, pero ya no se tomaban al
pie de la letra: la metáfora, la alusión retrospectiva o la diferencia

84
de naturaleza se reconocían como tales. La teúrgia y la magia tu­
vieron su momento de gloria en el Alto Renacimiento, pero do­
mesticadas por el juego, la alusión erudita, la reducción a su valor
de arte. Renacen con más seriedad en la época contemporánea, en
el simbolismo, el surrealismo y otras escuelas. Se benefician del ol­
vido de las disciplinas y del dogma cristiano. Por el contrario, la
idea de que Dios es visible por todas partes en el mundo porque es­
tá en todas partes pasó íntegramente a gran parte del ámbito y de
la era cristianos. Cosa que se llevó a cabo mediante una transposi­
ción teológica muy compleja que voy a describir a continuación. Es­
ta idea establece la continuidad entre el arte sagrado pagano y el
cristiano, además del arte profano, y logra que, al menos para Oc­
cidente, no haya más que un solo arte.

85
C apítulo 2
La p roh ib ición bíblica

I. La p rohib ición
de la Torah
Los textos
En el Antiguo Testamento se entrelazan dos temas: la prohibi­
ción absoluta de las imágenes y la afirmación de que existen imá­
genes de Dios. La afirmación aparece en el texto bíblico (en el pri­
mer capítulo del Génesis) incluso antes de la interdicción del
Exodo y del Deuteronomio.
Empecemos por la prohibición y citemos la más solemne:
No te harás imagen, ninguna semejanza de cosa, que esté arriba en el
cielo, ni abajo en la tierra [...]. No te inclinarás ante ellas, ni las honrarás;
porque yo soyjehová, tu Dios fuerte, celoso, que visito la maldad de los pa­
dres sobre los hijos, sobre los terceros y sobre los cuartos, a los que me abo­
rrecen; y que hago misericordia en millares a los que me aman y guardan
mis mandamientos (Exodo, XX, 4-6).
Tal es la segunda de las «diez palabras» de la Alianza propuesta
a Israel. Podemos analizarla así: Dios es un Dios celoso y no tolera
que su pueblo «tenga otros dioses delante de él», y por lo tanto pro­
híbe sus imágenes y su culto. Y así proscribe toda representación, ya
sea de lo que está en el cielo -los dioses- o de lo que está en la tie­
rra. Incluso las imágenes casuales son inaceptables: «Si me hicieres
altar de piedras, no las labres de cantería; pues si alzares tu pico.so­
bre él, tú lo ensuciarás»164.
Apenas se había sellado la Alianza cuando el pueblo la rompió,
quebrantando precisamente ese artículo. El pueblo le pidió a Aa-
rón: «Haznos dioses que vayan delante de nosotros». Entonces
todo el pueblo apartó los zarcillos de oro que tenían en sus orejas, y trajé-
ronlos a Aarón. El cual los tomó de las manos de ellos y formólo con bu­

87
ril, y hizo de ello un becerro de fundición, y dijeron; Israel, éstos son tus
dioses que te sacaron de tierra de Egipto165.
Como podemos ver, el pueblo no había apostasiado ni cambiado
de Dios, en realidad. Sólo quería poseer una imagen que hiciera a
ese Dios visible y comprensible. No obstante, Dios considera una
apostasia este dominio sobre El que es la forja de una imagen. Se
dispone a exterminar a su pueblo y a preparar a otro. Pero escucha
la intercesión de Moisés, y acepta el restablecimiento de la Alianza,
no sin que una parte importante de la comunidad -tres mil perso­
nas en un solo día- perezcan por la espada166.
En el Levítico, al enumerar las condiciones de las bendiciones
que va a repartir sobre Israel, Dios estipula en primer lugar:
No haréis para vosotros ídolos ni esculturas, ni os levantaréis título, ni
pondréis en vuestra tierra piedra pintada para inclinaros a ella, porque yo,
Jehová, soy vuestro Dios167.
El Deuteronomio, por boca de Moisés, precisa:
Guardad, pues, mucho vuestras almas, porque ninguna figura visteis el
día que Jehová habló con vosotros en Horeb de enmedio del fuego. Que
no corrompáis y hagáis para vosotros escultura, imagen de alguna seme­
janza, figura de macho o de hembra; figura de ningún animal que sea en
la tierra, figura de ninguna ave que vuele por el aire, figura de ningún ani­
mal que vaya arrastrando por la tierra, figura de ningún pez que esté en el
agua debajo de la tierra168.
La precaución contra la idolatría va más allá de las imágenes ar­
tificiales y alcanza a las imágenes naturales. Los griegos considera­
ban que la adoración de los astros era más pura, porque eran divi­
nos o estaban muy cerca de la divinidad. Pero Moisés dice:
Y porque no alces tus ojos al cielo y veas el sol y la luna y las estrellas y
todo el ejército del cielo, y seas impelido y te inclines a ellos, y les sirvas,
porque Jehová tu Dios los ha concedido a todos los pueblos debzyo de to­
dos los cielos; empero a vosotros Jehová os tomó y os sacó del horno de
hierro, de Egipto, para que seáis a él por pueblo de heredad, como pare­
ce en este día169.
El mandamiento vuelve a ser recordado en el Deuteronomio, V, 8,

88
y su violación en IX, 12. Poco antes de morir, Moisés instruye a los
jefes de las tribus: cuando crucen el Jordán y entren en la Tierra
Prometida, que la Ley sea grabada en grandes piedras del monte
Ebal. Más tarde, sobre ese mismo monte, Rubén, Gad, Aser, Zabu­
lón, Dan y Neftalí pronunciarían algunas maldiciones. La primera,
dicha en voz alta a todo Israel, fue formulada así:
Maldito el varón que hiciere escultura y vaciadizo, abominación a Je-
hová, obra de mano de artífice, y la pusiere en oculto. Y todo el pueblo res­
ponderá y dirá: Amén170.
La prohibición se extiende a las imágenes de las naciones de cu­
yos territorios se apoderan los judíos:
No te inclinarás a sus dioses ni los servirás ni harás como ellos hacen,
antes los destruirás del todo y quebrantarás del todo sus imágenes171.
Guárdate que no hagas alianza con los moradores de la tierra donde
has de entrar, porque no sean por tropezadero en medio de ti; mas derri­
baréis sus altares y quebraréis sus imágenes [...] porque no te inclinarás a
Dios ajeno, que Jehová, cuyo nombre es celoso, Dios celoso es172.

El concepto de id o latría
El objetivo de estas disposiciones de la Ley es proteger contra la
idolatría al pueblo que Dios ha elegido. La palabra idolatría exige
ciertas aclaraciones que serán válidas de ahora en adelante, porque
para la tradición grecolatina se trata de una palabra sin sentido. Ei-
dolon latreia: «culto a los ídolos». ¿Qué debemos entender por «cul­
to» y por «ídolo»? Con la palabra «culto», los autores profanos -de
Platón a Luciano-, las Escrituras y los Padres designan el servicio
del dios. La palabra «latría» hace referencia tanto al homenaje del
culto rendido a los ídolos como al homenaje soberano y absoluto
rendido al único Dios verdadero. Pero la palabra compuesta, «ido­
latría», sólo se encuentra en el Nuevo Testamento173.
La definición de «ídolo» (eidolon) está menos clara. La palabra
griega (en la versión de los Setenta) traduce treinta nombres he­
breos diferentes. El sentido literal de estos nombres aclara el senti­
do que los judíos le otorgaban: a ven, «vanidad», «nada», «mentira»,
«iniquidad»; gil-lulim, que puede interpretarse como «troncos de ár­
boles» o «cantos rodados» y, según los rabinos, como «inmundicias»

89
y «excrementos»; hevel, «aliento», «cosa vana»; kezavim, «mentiras»;
to-evah, «abominación». Hay otra serie de nombres más vinculada a
la descripción material del ídolo que a su aspecto moral: terafim,
«amuletos colgantes» (prohibidos por la Ley); tavnit, «imágenes de
seres vivos» (igualmente prohibidas); semel, «estatua», «objeto es­
culpido»; massekah, «metal fundido».
La Biblia no concede una naturaleza divina a ninguno de estos
objetos, e Isaías subraya que los dioses de las naciones no son dio­
ses, sino «obra de manos de hombre, madero y piedra»174. Sin em­
bargo, el uso ha otorgado a la palabra «ídolo» una definición esta­
ble y precisa: es la imagen, la estatua o el símbolo de una falsa
divinidad. Hay que insistir en el adjetivo «falsa», porque si no el
término pierde su especificidad y significa simplemente imagen. Y
entonces sería sinónimo de eikon, de omoioma, de semeion, de imago,
de species. En sentido estricto, «ídolo» implica la representación de
una falsa divinidad a la que se rinde el culto reservado al verdadero
Dios. Así lo entienden los Padres de la Iglesia. Para Gregorio de Na-
cianzo, se trata de «trasladar a la criatura el honor debido al crea­
dor». Orígenes es aún más preciso. Distingue entre la «imagen» (ei­
kon), representación verídica de una cosa existente, y el «ídolo»
(eidolon), representación falsa de algo que no existe175.
Los textos bíblicos hablan directamente de la idolatría popular,
que confunde al dios y al ídolo. La imagen se llevaba a los campos
de batalla y compartía la suerte del ejército. Pausanias cuenta el ca­
so de imágenes encadenadas para retener al dios, y de imágenes
maltratadas cuando había que castigarlas176. Sin embargo, los teólo­
gos del paganismo no caen en esta confusión: el ídolo sólo es la ima­
gen, la representación de la divinidad. La defienden diciendo que
el culto y los honores no se dirigen a la imagen, sino a la divinidad
que representa (argumento que recuperan los iconódulos cristia­
nos). Sin embargo, admiten que los dioses se alojan en las estatuas
gracias al pneuma y que esta habitación las hace venerables y bené­
ficas. Como dice Plotino:
Creo que los antiguos sabios, que quisieron hacer presentes a los dio­
ses construyendo templos y estatuas, comprendieron la naturaleza del uni­
verso; vieron que siempre es fácil atraer al alma universal, pero que es mu­
cho más fácil retenerla construyendo un objeto dispuesto a aceptar su
influencia y a formar parte de ella. Ahora bien, la representación de una
cosa siempre está dispuesta a aceptar la influencia de su modelo, es como
un espejo capaz de captar su apariencia177.

90
Las imágenes de la naturaleza guardan continuidad con las «ra­
zones» superiores, al igual que las imágenes hechas por los hom­
bres.
Los cristianos respondieron a este alegato de la teología pagana.
Santo Tomás, que en este tema seguía La Ciudad de Dios, resumió su
opinión con esta cita de Agustín:
Es supersticioso [i. e. idólatra] todo lo que los hombres han instituido
en lo concerniente a la fabricación y al culto de los ídolos, o con la inten­
ción de honrar como a Dios a la criatura, o a una parte cualquiera de la
creación178.
Y más adelante, precisa:
Por lo general, los paganos tenían costumbre de utilizar las imágenes
en el culto que rendían a las criaturas. Y por eso el nombre de idolatría ha
llegado a designar todo culto a una criatura, incluso si no dispusiera de
imágenes179.
Los cristianos, aunque acogían favorablemente las distinciones
de Varrón entre teología mitológica, natural y civil, imputaron a la
idolatría las formas eruditas y simbólicas de los cultos paganos. Pun­
to en el cual respetaban la Torah, que por su parte no llegaba a ha­
cer esas distinciones. Para la Torah es idólatra cualquier culto que
no se dirija al único Dios verdadero, al Dios celoso.

La id o latría en Israel
A partir de las prohibiciones, la historia de Israel está jalonada
de transgresiones. Pocas semanas después de la Alianza del Sinaí, el
becerro de oro. Cuarenta años más tarde, al dejar atrás el desierto,
el pueblo vuelve a cometer una traición: Israel, instigada por las hi­
jas de Moab, «comió e inclináronse a sus dioses»; «y allegóse el pue­
blo a Beel-Pegor y el furor de Jehová se encendió contra Israel». Fue
castigado: «Y Jehová dijo a Moisés: Toma todos los príncipes del
pueblo y ahórcalos a Jehová delante del sol y la ira del furor de Je­
hová se apartará de Israel». Un sacerdote llamado Finees atraviesa
con su lanza a un judío y una madianita que se entregan a él. Dios
perdona a Israel gracias a ese sacerdote «celando mi celo». Pero ya
habían perecido veinticuatro mil hombres y mujeres180.

91
En la época de los Jueces, nuevas prosternaciones ante los Baa-
lim y los Astaroth, y nuevas condenas. Salomón, siguiendo la cos­
tumbre de sus esposas, «sirve» a Astarté, diosa de los sidonios, y a
Moloch, ídolo de los ammonitas. Para castigar estos crímenes, Dios
decide la división del reino. En el reino de Judá la idolatría reapa­
rece sin cesar, tolerada e incluso introducida por los reyes. Lo mis­
mo ocurre en el reino de Israel, donde culmina con el impío
Achab, que permite el establecimiento de un culto oficial a Baal
con todo un clero, al que Elias acaba degollando en el torrente del
Cisón. Repetidas veces se sacrificaron niños a Moloch. En realidad,
no podemos decir que el culto al verdadero Dios fuera repudiado
formalmente, sino que los cultos idólatras se mezclaron con él. Je-
hová siguió siendo el Dios legítimo de Israel. Pero se le unieron, por
costumbre o interés, otros dioses. Entre los nombres teóforos ju­
díos, no hay mención de divinidades extranjeras. Incluso el impío
Achab dio a sus hijos nombres en cuya composición entraba el
nombre de Jehová.
El cautiverio parece purificar a Israel definitivamente. Ni Esdras,
ni Aggeo, ni Nehemías, ni Malaquías, pronuncian nombres de ído­
los. Las prohibiciones se aplican con todo rigor: queda severamen­
te proscrita cualquier imagen de un ser vivo, incluso un simple mo­
tivo ornamental. Está prohibido inclinarse ante una estatua pagana
para beber, para recoger un objeto caído, para arrancarse una espi­
na del pie.
Tras la conquista de Alejandro vuelve la tentación, esta vez en
forma de atracción por la civilización helénica. Jasón, que había
comprado a Antíoco Epífano las funciones de gran sacerdote, hizo
lo que estaba en su mano para helenizar a sus compatriotas. Fue la
época en la que los judíos se entregaron, desnudos, a los juegos de
la palestra. En el año 145 a. C. se erigió un altar pagano, dedicado
a Júpiter Olímpico, en el propio Templo. Entonces estalló la re­
vuelta de los macabeos. Pero entre los propios soldados de Judas
Macabeo hubo algunos, caídos en la batalla de Odollam, que lleva­
ban bajo la túnica «algunas cosas (terajim) de las ofrendas de los ído­
los que estaban en Jamnia, las cuales la Ley veda a los judíos, de
donde a todos fue manifiesto que por aquella causa habían sido
muertos»181.
El rey Heredes, protegido de los romanos, mandó construir en
las ciudades judías templos consagrados al culto del emperador. Y
reconstruyó esplédidamente el Templo. «Los devotos», escribe
Mommsen, «reprocharon a Heredes con mucha más acritud haber

92
añadido al monumento un águila de oro que haber masacrado a
tanta gente; estalló una revuelta popular que acabó con el águila,
pero que también costó la vida a los judíos que la arrancaron»182.

La polém ica
Siguiendo esta misma historia, los profetas flagelan las practicas
idólatras. Sólo voy a citar el último testimonio bíblico, el deutero-
canónico Libro de la Sabiduría. Su interés consiste en ser obra de
un judío helenizado que vivía en Alejandría, quizás a mediados del
siglo I antes de nuestra era, y que conocía tanto la filosofía como los
últimos desarrollos de la religión antigua. Escribía en griego. Los
pasees sobre la idolatría se integran en una larga antítesis entre la
suerte que Dios reserva a Israel y la que reserva a Egipto. Los egip­
cios, idólatras, adoraban «reptiles sin razón y bestias miserables»:
cocodrilos y escarabajos. Dios les envió otras bestias sin razón (lan­
gostas, ranas) «para enseñarles que el pecado entraña su castigo».
Los hombres «no han sido capaces de reconocer a Aquel que es,
y en las obras no han reconocido al Artesano». Aquí el autor hace
resonar una nota griega: hasta este momento, la Biblia celebraba la
grandeza y el poder de Dios en su creación, pero no la belleza de
ésta, considerada como una obra de arte.
¡Dioses dueños del mundo creyeron a la bóveda estrellada, la onda im­
petuosa o las antorchas del Cielo! Si, maravillados por su belleza, los cre­
yeron dioses, que sepan cuán superior es su Señor, autor de la belleza que
los creó.
Y así son condenados los cultos astrales y el dios cósmico. Los de­
votos de estos cultos no fueron más allá de las criaturas, no fueron
capaces de contemplar «por analogía» a su autor. El texto ridiculi­
za igualmente las imágenes fabricadas: un leñador esculpe un pe­
dazo de madera que no sirve para nada. Lo pinta, lo añade a su vi­
vienda para que ésta no se caiga, «no es más que una imagen,
precisa ayuda». No se sonroja por dirigir la palabra a ese objeto sin
vida: «En vez de la salud invoca la debilidad, en vez de a la vida im­
plora a la muerte, en vez del auxilio suplica la impotencia».
También el culto imperial es inútil: «De aquellos que no podían
ser honrados en persona, [...] trajeron presente la lejana figura, ha­
ciendo del rey venerado una imagen visible [...]». La invención de

93
los ídolos ha sido el origen de la fornicación (en el sentido de infi­
delidad religiosa), su descubrimiento ha corrompido la vida. Las
consecuencias han sido el crimen, la traición, el perjurio, las inicia­
ciones, los infanticidios, el misterio, el secreto, la deshonra, el adul­
terio, la inversión sexual, el desenfreno. Sólo Israel ha sido protegi­
da por su fe:
No, no nos han sido ahorrados los inventos humanos de un arte per­
verso, ni las obras estériles de los pintores, las figuras embadurnadas de co­
lores dispares que despiertan la pasión de los insensatos.
Y la serpiente de bronce que Moisés erigió en el desierto y que
curaba a los israelitas de la mordedura de las serpientes, ¿no era un .
ídolo? No, sólo era «un signo de salvación que les recordaba el man­
damiento de tu Ley, y quien se tomaba hacia él no se salvaba por lo
que veían sus ojos, sino por ti, el Salvador universal».
El Libro de la Sabiduría recapitula fielmente la polémica de los
profetas. Vanidad de los ídolos, objetos de madera o de arcilla, des­
provistos de poder divino. Fuente de prostitución, de abominación,
de odio al Eterno. Desprecio que descarría el culto y la adoración,
dirigiéndolos a la criatura y apartándolos del Creador. Orgullo de
Israel, que conoce y ama al verdadero Dios.

El sentido
Por sumaria que sea nuestra lectura de los textos bíblicos, no po­
demos eludir el tema del sentido de esa pedagogía divina tan im­
periosa, tan severa, reservada al pueblo judío. Podemos relacionar­
la con las leyes de la pureza. La historia de la Biblia es lá historia de
un pueblo que Dios «elige» y pone aparte del resto de las naciones.
Entre ellas y él se eleva el seto de la Torah. Esta prohíbe la mezcla.
Al igual que las leyes de la pureza discriminan cuidadosamente lo
puro y lo impuro, rechazan a las bestias híbridas e imprecisas, pro­
híben guisar al cabrito en la leche de su madre, cualquier contami­
nación del culto a Jehová por parte de un culto extranjero lo con­
tamina por completo y convierte en condena lo que estaba previsto
para la salvación.
Esto bastaría para explicar la condena absoluta de las imágenes
que Israel podía encontrar en otras naciones, pero no la de las imá­
genes de su propio Dios. Pero la primera y más grave de todas las

94
transgresiones no fue una prosternación ante cualquier Baal, sino
la foija de una imagen destinada precisamente a representar al Dios
de la Alianza, a caminar con el pueblo, a encabezar la marcha. Así
que tenemos que apelar a otro tipo de consideraciones, concer­
nientes a la naturaleza o al modo de ser de ese Dios.
Que la trascendencia divina sea la causa de la prohibición no pa­
rece una explicación satisfactoria. Cierto que ese Dios creador del
cielo y de la tierra «a partir de la nada» es filosóficamente trascen­
dente, pero para determinarlo hace falta una elaboración filosófica,
y los redactores de la Ley no se preocuparon de tal cosa. Una vez
admitida, esta elaboración no implicaría la imposibilidad de las
imágenes. El Dios de la filosofía, el Bien, el Uno supraesencial, el
Acto puro no son menos trascendentes. Pero se podría concebir
una jerarquía descendente a partir de este principio inaccesible que
llevara a imágenes representativas, debido a su participación en es­
ta jerarquía. El mundo del dios cósmico y político, que reconoce al
Dios trascendente, veía por todas partes la imagen afín, hasta en los
últimos y más humildes elementos de la realidad. La iconofobia bí­
blica no es filosófica. Nada impedía medir la proporción y la des­
proporción de la imagen respecto a su prototipo supremo. El Libro
de la Sabiduría, considerando que el cielo y el cosmos abren «por
analogía» una vía hacia el Creador, daba ejemplo de una imagen se­
mejante. ¿Qué impedía al hombre concebir y llevar a cabo a su vez
otra imagen, igualmente proporcionada?
Como hemos visto, es el propio Dios quien da esta orden expre­
sa, que en la Alianza se convierte en una disposición, podríamos de­
cir, constitucional. Dios no es irrepresentable en virtud de su natu­
raleza, sino a causa de la relación que desea mantener con su
pueblo. No es irrepresentable por el carácter impersonal de lo divi­
no, sino por la relación de persona a persona, o de persona a pue­
blo. Los designios -impenetrables- de Dios para este pueblo justifi­
can la prohibición.
Hay epifanías divinas. Las Alianzas dan lugar a ciertos «signos»:
el arcoiris para la Alianza de Noé; el fuego que pasa entre las mita­
des de los animales que Abraham corta en dos; la zarza ardiente; los
relámpagos y la tormenta del Sinaí; la columna de nubes y la co­
lumna de fuego que guían al pueblo por el desierto. Estas epifanías
son signo de una Presencia, pero no son la Presencia misma. Abra­
ham y Moisés saben que el Eterno esta ahí, ocultan su rostro y es­
cuchan. Los signos epifánicos son variados e inesperados. No se re­
piten. Elias, de camino hacia el Horeb, recibe la advertencia de que

95
Jehová va a manifestarse. Hay un huracán terrible, «mas Jehová no
estaba en el viento». Un temblor de tierra, «mas Jehová no estaba en
el temblor». Y después un fuego. Finalmente, una ligera brisa: en­
tonces Elias le oyó y «cubrió su rostro con su manto»183. Los signos
teofánicos son todo lo contrario de los que tuvieron por testigo a
Moisés. Pero el gesto de velarse el rostro es el mismo, «porque tuvo
miedo de mirar a Dios»184.
Todas estas teofanías son perfectamente representables: han ali­
mentado la iconografía cristiana. En el medio bíblico, ninguna ima­
gen las conmemora o las duplica. Sin embargo este Dios tiene una
morada, cuya construcción se describe con minucia y gran lujo de
detalles. Pero la parte más santa del Templo, su naos, es un cubo
perfecto que abriga solamente el Arca y que, cuando ésta se pierde,,
se queda absolutamente vacío en los Templos de Salomón y de He­
redes. Vere, tu es Deus absconditus: «Verdaderamente tú eres Dios que
te encubres: Dios de Israel, que salvas»185.
En las catedrales cristianas, la Sinagoga, situada frente a la Igle­
sia, cuyos ojos están bien abiertos, se representa con una venda so­
bre los ojos. Esto significa que no ha reconocido al Mesías. Pero
también -y el elogio compensa la acusación- que se ha negado a di­
rigir su mirada hacia los ídolos. Lo cual significa, a fin de cuentas,
que su intimidad con Dios no pasa por la vista, sino por el oído: Pi­
des ex auditu.
«¡Escucha, Israel!...» Hay un contraste llamativo entre la majes­
tad fulminante e imprecisa de las teofanías, y la familiaridad sin
equívocos de la palabra. Los signos visibles son poco frecuentes:
por lo general, preceden o anuncian las palabras. Cuando los ve, el
profeta escucha. El diálogo con Dios llena la vida de Abraham, de
Moisés, de los profetas. Se consulta a Dios constantemente, y él res­
ponde sin cesar. Esta palabra se solidifica en la Ley, que se impone
en forma de documento escrito. En todas las edades judías, sólo
existen dos «encarnaciones» del Eterno: en primer lugar la Ley,
siempre estudiada y escrutada, porque no sólo es la regla de vida,
sino la detallada descripción del modo de ser divino y la única
imagen lícita que podemos hacernos de él; y en segundo lugar el
pueblo, «portador» de la Ley que, gracias a meditarla a través del
estudio, a «murmurarla día y noche», se impregna de ella. Cierto
que este estudio no podría interrumpirse por haber alcanzado su
objetivo: «El que es» es tan inaccesible al conocimiento como el
Uno de la filosofía. Sigue siendo lo «completamente diferente», y
la hermenéutica tropieza de manera inevitable con el límite plan­

96
teado por Isaías: «[...] mis pensamientos no son como vuestros
pensamientos [...]»186.
¿Quiere esto decir que se abandona el vínculo, reconocido por
los filósofos, entre lo divino y lo bello? No, pero queda circunscrito
al ámbito de la palabra y de la escritura. Muchos libros bíblicos
adoptan la forma poética, y otros tampoco carecen de belleza. En el
Tratado de lo sublime, entre dos citas de Homero, Longino escribe so­
bre Moisés:
El legislador de los judíos, que no era un hombre corriente, habiendo
concebido muy correctamente la grandeza y el poder de Dios, los expresó
en toda su dignidad al comienzo de sus Leyes con estas palabras: «Dios di­
jo hágase la luz, y la luz se hizo»187.
En la estilística bíblica abundan las metáforas, las imágenes y to­
das las figuras de la retórica. La belleza divina autoriza por sí misma
un reflejo literario.
Esta limitación al oído, a la escritura, a la lectura, al estudio me­
ditado, aunque procura una intimidad más estrecha con lo divino
que la que ningún filósofo pagano se habría atrevido a imaginar, o
quizás por eso mismo, no agota el deseo de «ver» a Dios. Para cali­
brar este deseo, basta con seguir el tema del rostro en las Escrituras.
Se dice de Adán y Eva después de haber pecado:
Y fueron abiertos los ojos de ellos ambos y conocieron que estaban des­
nudos; entonces cosieron hojas de higuera e hiciéronse delantales. Y oye­
ron la voz de Jehová Dios que se paseaba en el huerto al aire del día, y es­
condióse el hombre y su mujer de delante de Jehová Dios entre los árboles
del huerto188.
Este pasaje yuxtapone el momento en que los ojos de Adán se
abren (primero, a su humana desnudez), el momento en el que oye
la voz divina y el momento en el que huye de la confrontación con
Dios. Parece que el nuevo conocimiento que el hombre ha adqui­
rido le impida la visión cara a cara.
En el vado de Yabboq, Jacob lucha toda la noche con un «hom­
bre» que tal vez sea un ángel o tal vez el mismo Dios. «Y llamó Ja­
cob el nombre de aquel lugar Peniel, “porque vi a Dios cara a cara
y mi ánima fue librada”»189.
«Y hablaba Jehová a Moisés cara a cara, como habla cualquiera a
su amigo»190. Cosa que siguió siendo el insigne privilegio de Moisés.

97
Y sin embargo, unos versículos más adelante, cuando Moisés le di­
ce: «Ruégote que me muestres tu gloria», Dios le contesta:
No podrás ver mi faz, porque no me verá hombre y vivirá [...]; y será
que, cuando pasare mi gloria, yo te pondré en un resquicio de la peña y te
cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado; después yo apartaré mi
mano y verás mis espaldas, mas mis faces no se verán191.
Lo cual se interpreta tradicionalmente como que el ser mismo
de Dios es incognoscible mientras el hombre siga vivo sobre la tie­
rra, pero que es posible verlo de espaldas, cuando ya ha pasado, es
decir, constatar los efectos de su «gloria» en la historia y en la crea­
ción. Delante de Dios, el hombre cae «de bruces en tierra» o «vela
su rostro».
El salmista ora para que Dios no aparte su rostro sino que lo ha­
ga «brillar», «resplandecer». La nostalgia del rostro embarga la sú­
plica: «Mi corazón ha dicho de ti: Buscad mi rostro. Tu rostro, oh
Jehová, buscaré. No escondas tu rostro de mí [,..]»192.
De todos modos, la visión cara a cara sólo es posible para aquel
que, a través de la muerte, entra en un nuevo eón, o bien sucede en
el culmen de la visión profètica, cuando «los cielos están abiertos».
Así fue como Moisés, después de que la Alianza y la Ley fueran acep­
tadas, siguió las órdenes de Dios y subió al Sinai con Aaron, Nadab,
Abiú y setenta ancianos: «Y vieron al Dios de Israel, y había debajo
de sus pies como la hechura de un ladrillo de safiro y como el ser
del cielo sereno». Excepcionalmente, esta visión única no es mor­
tal: «mas no extendió su mano sobre los príncipes de los hijos de Is­
rael; y vieron a Dios y comieron y bebieron»193. Y así también Eze-
quiel, en un «transporte» que le arroja momentáneamente fuera de
su condición terrestre, se ve favorecido por la visión del carro, que
no dejará de alimentar tanto la mística judía y cristiana como la es­
peculación esotérica. La «gloria» parece estar en un «trono» y, más
arriba, «había una semejanza que parecía de hombre, sobre él en­
cima»194.
De este modo volvemos a la afirmación del Génesis, en la que
Dios crea al hombre «a su imagen y semejanza», como si en la cús­
pide de la visión mística esta afirmación encontrara, de modo mis­
terioso, su contrario, es decir, un Dios a imagen del hombre. Vere­
mos el provecho que saca de todo esto la interpretación cristiana.

98
II. La in terpretación ju día
y la interp retación m usulm ana
La in terp retació n ju d ía
Tras las prohibiciones y maldiciones sin apelación de la Torah,
podríamos esperar que el mundo judío hubiera sido un desierto
plástico. No fue así. El propio texto de las Escrituras contiene nota­
bles excepciones. Casi sin transición tras el capítulo XX del Éxodo,
que enuncia la segunda de las diez palabras, sigue, en el capítulo
XXV (18-20), la descripción de los objetos de culto:

Harás también dos querubines de oro; hacerlos has de martillo, a los


dos cabos de la cubierta. [...] Y los dos querubines extenderán por encima
las dos alas, cubriendo con sus alas la cubierta, las faces de ellos la una en­
frente de la otra [...].
La morada de la Chekhinah divina se halla entre estos dos queru­
bines: «Yde allí me testificaré y hablaré contigo [...]». Aquí tenemos
unas imágenes sobre el Arca de la Alianza, justo encima de los ro­
llos de la Ley que las prohíbe. No son, en ningún caso, la imagen
de Dios: delimitan un espacio vacío, y este vacío es el lugar de la Pre­
sencia. Los querubines desempeñan el papel de guardianes delan­
te de esta Presencia invisible.
En el desierto, cuando Dios, para castigar una falta, envió contra
el pueblo «serpientes ardientes», Moisés intercedió. Y fue el Señor
quien le ordenó entonces:
Hazte una serpiente ardiente y ponía sobre la bandera y será que, cual­
quiera que fuere mordido y mirare a ella, vivirá195.
Y eso se hizo. La serpiente enroscada en una vara no debía de ser
muy distinta de la serpiente de Esculapio y del caduceo. Pero Dios
desea expresamente la imagen y, tal como lo interpreta el Libr.o de
la Sabiduría, es él quien cura, no la serpiente. Sin embargo, los ju­
díos la adoraron con el nombre de Nehustán, y por eso Ezequías
mandó destruirla196.
Para construir el Templo, Salomón recurrió a arquitectos y arte­
sanos extranjeros. No se describe el aspecto de los querubines, sino
sus dimensiones: son gigantescos, y sus alas, que tienen una enver­
gadura de veinte codos (diez metros), tocan las paredes del sancta­

99
sanctórum, cubiertas de pan de oro. Los capiteles de las altas co­
lumnas del vestíbulo están adornados con almocárabes de grana­
das y flores de lis. El mar de bronce tiene coloquíntidas a lo largo
de todo su perímetro, y descansa sobre doce bueyes197. Salomón,
más tarde culpado por diferentes motivos, el primero por haber
servido a falsos dioses, no tuvo que escuchar ningún reproche por
parte del señor de esos ornamentos figurativos del Templo. Tam­
poco la tradición rabínica protestó por ello. Hubo que esperar a
Flavio Josefo198.
Si dejamos a un lado las Escrituras y examinamos los testimonios
de la historia y de la arqueología, observamos una práctica fluc-
tuante. En las épocas en las que los judíos participan intensamente
en la civilización que los rodea, siguen, con cierta distancia, la co-·
rriente general. En las épocas de separación, de repliegue o de fer­
vor, lo que prevalece es el rigor y la obediencia literal al segundo
mandamiento. Tras el exilio o durante las guerras romanas, por
ejemplo, no hay ni escultura ni pintura de ninguna clase. Tácito di­
ce: «No soportan ninguna efigie en sus ciudades, y menos aún en
sus templos»199.
En otras épocas existen imágenes, lo cual obliga a una casuística
en la que se distingue el arte, que está permitido, de la idolatría,
con la que no se puede transigir. Como ya no hay que temer a la
idolatría y los ídolos son objetos de irrisión, al artesano judío le es­
tá incluso permitido fabricar ídolos para los gentiles y sacar prove­
cho de ello. El propio Rabbi Aqiba lo autorizaba, a condición de
que el artesano judío no los adorase200. Se dice que él poseía una co­
pa decorada con la imagen de la diosa Fortuna: el agua que caía so­
bre ella destruía su aura sagrada. Otros doctores llegaban a admitir
la representación del rostro humano y de los ángeles, exceptuando
a los ángeles superiores. Por el contrario, el culto imperial no dejó
de estar proscrito201.
La Jerusalén de Herodes es una ciudad helenística que a primera
vista parece seguir el modelo común. La gigantesca comisa del Tem­
plo, que obedece, a grandes rasgos, a los cánones arquitectónicos
grecorromanos, está adornada por una parra de oro de donde pen­
den racimos del tamaño de un hombre. El apogeo de la iconografía
judía se sitúa en los primeros siglos de la era cristiana, en las sinago­
gas. Esta institución, aunque dedicada a la enseñanza, no se privó de
los recursos didácticos de la imagen. La decoración animada apare­
ce a partir del siglo IV. En medio del mosaico de la sinagoga de Beth
Alpha, un panel contiene un doble círculo dividido en doce com-

100
partimentos reservados a los signos del zodíaco; en el centro apare­
ce Helios en su cuadriga, sosteniendo el globo en una mano y levan­
tando la otra como si hiciera el saludo imperial. En las mochetas,
unas figuras femeninas sostienen los atributos de las estaciones. En
la parte delantera, en otro panel, el Arca está flanqueada por cande­
labros y animales. En la parte de atrás, Abraham sujeta a Isaac y le­
vanta el cuchillo delante del altar donde arde el fuego.
En la disputada frontera entre el Imperio Romano y el Imperio
Sasánida se encontró, en 1921, el mayor conjunto iconográfico bí­
blico conocido: la sinagoga de Doura Europos. Data de mediados
del siglo III. Toda la sala de oraciones estaba pintada. Gran parte de
estas pinturas ilustran escenas bíblicas: el sacrificio de Abraham; un
personaje tocado con el gorro frigio tocando la flauta y rodeado de
animales (en otro lugar, se trataría de Orfeo hechizando a los ani­
males, pero una inscripción atribuye el motivo órfico a David); Moi­
sés con una toga corta, al estilo romano, hace surgir el agua del po­
zo, que se derrama en arroyuelos hacia las doce tribus. Debajo, un
Elias imberbe, con bellos ropajes antiguos, resucita gracias al poder
divino -representado por una mano- al hijo de la viuda, vestida y
peinada como una matrona romana. Todo el conjunto obedece a
un programa teológico preciso, basado en la liturgia202.
Este laxismo iconográfico desaparece a partir de finales del siglo
V, no sólo bajo la presión de una corriente iconófoba dentro del ju­
daismo, sino también de los comienzos de la iconofobia cristiana, y
poco después del triunfo de la iconofobia musulmana. En tierras
musulmanas -con la excepción de algunos libros de miniaturas-, el
arte judío, cuyos logros, por otra parte, no dejan de ser modestos, ya
no bromea con el segundo mandamiento. En tierras cristianas, los
judíos, rodeados de imágenes, se permiten los manuscritos con fi­
guras. Cuando le preguntaron sobre ello, el rabino Meir de Rothen-
burg (fallecido en 1293) contestó:
Creo que no es útil introducir tales adornos en un libro de oraciones,
pues distraen la concentración en Nuestro Padre que está en los cielos. -Pe­
ro tampoco están sujetos a la prohibición del segundo mandamiento, por­
que se trata de colores que no tienen nada de material. E incluso los ju­
díos pueden pintar figuras semejantes203.
En esta sentencia se entremezclan el desprecio absoluto por el
ídolo material y la distinción entre la imagen didáctica o incluso es­
tética, tolerada, y la imagen de culto, prohibida.

101
Hemos hablado del mandamiento en su forma positiva, en su
elaboración jurídica o casuística. Pero el pensamiento judío tam­
bién lo elaboró filosóficamente. Filón de Alejandría repite las con­
sideraciones abstencionistas de Platón. Scholem observa que el
nombre que Dios se dio a sí mismo, el tetragrama, se sustrae poco
a poco a la voz humana. El gran sacerdote lo pronunciaba una vez
al año en el sanctasanctórum, el día de Kippur. Tras la destrucción
del Templo, se vuelve impronunciable204. Para Maimónides, ningún
discurso sobre Dios es realmente posible. Los atributos divinos que
utilizamos al hablar de él no lo califican, no le añaden nada. Los
contiene todos de un modo supraesencial: «Existe, pero no por la
existencia, vive, pero no por la vida, puede, pero no por el poder,
sabe, pero no por la ciencia», e igualmente es uno, «pero no por la.
unidad»205. «Toda similitud entre Dios y nosotros es inadmisible», se
titula el capítulo LVI de la primera parte de la Guía de los extraviados,
y por similitud debemos entender cualquier tipo de relación. In­
cluso la palabra «existente», aunque se aplica a Dios y a todo lo que
está fuera de él, sólo tiene un valor de simple homonimia. Maimó­
nides respeta la autoridad del salmista: «Por ti, el silencio es ala­
banza»206.
Tomás de Aquino acoge favorablemente la teología negativa del
«Rabino Moisés», ya propuesta por la tradición neoplatónica, pero
admitirá una vía positiva que pasa por la analogía. Maimónides re­
chaza esta vía, tanto para la palabra humana como, incluso, para el
pensamiento. Y mucho más para la imagen material, antropomórfi-
ca, para colmo sospechosa de idolatría.
Más que un arte judío, ha habido artistas judíos. En nuestros
días, los artistas que se han revelado en la «emancipación», o bien,
como Chagall, a menudo han tomado prestados elementos de la
iconografía cristiana, o bien, como Rothko, han seguido la vía de la
abstracción. Pero el judaismo, disociando desde el principio el arte
-tolerado, quizás- y la representación de lo divino -inadmisible-,
ha aceptado que su arte permanezca en los confines del mundo in­
manente. Y eso es imponerle un límite, si admitimos, con Platón,
que aunque la imagen divina sea inaccesible, el artista aspira a ella
y ella es la que le arrastra hacia lo alto. Esta aspiración se pone de
manifiesto en la literatura, naturalmente mística, del judaismo. Pe­
ro su arte se ha visto casi aplastado por la oposición metafísica, por­
que a ella se añadieron desde el primer día la advertencia religiosa
y la autoridad del mandamiento positivo de la Ley.
A menos -y nada impide a un artista judío dar este paso- que la

102
frase «Por ti, el silencio es alabanza» se aplique precisamente a la
alabanza silenciosa que constituye la obra de arte, que entonces re­
viste un poco de Presencia divina. Pero este paso es más fácil de dar
en otra teología.
N. B. No obstante, existe una tradición judaica que roza el an­
tropomorfismo. En el Zohar, a partir del Ein-Sof indeterminado y
absolutamente trascendente, Dios comienza un proceso de mani­
festación externa e impregna las nueve sefiroth. Pero como la forma
humana es la forma perfecta, el macrocosmos, primera manifesta­
ción completa de Dios, es el Adán cósmico, el Adán Kadmon207. Las
sefiroth se localizan en cada uno de sus miembros. Así, la figura hu­
mana es a imagen de la totalidad del mundo sefirótico, de la misma
manera que el conjunto de las sefiroth constituye la totalidad del
hombre superior, el Adán Kadmon. Scholem escribe:
Este Dios que se desvela en el mundo de las Sephiroth representa pre­
cisamente al hombre en su forma más pura, el Adán Kadmon, el hombre
original. El Dios al que el hombre puede aspirar se presenta, justamente,
como el hombre original. El gran nombre de Dios en su desarrollo crea­
dor es precisamente Adán, como dicen los cabalistas basándose en una ge-
matria asombrosa208.
(En efecto, las cuatro letras del tetragrama tienen un valor nu­
mérico de 45, como la palabra «Adán».)

El islam
Más que un arte judío, hay artistas judíos. Pero podríamos decir,
por el contrario, que más que artistas musulmanes hay un arte mu­
sulmán. Este arte imponente, que adopta las formas más variadas
desde la India a Marruecos, lleva la marca distintiva del islam en to­
da la extensión de sus dominios. En los reinos del norte de la India
florece, en el siglo XVIII, una gran variedad de escuelas de miniatu­
ra. Se distinguen a primera vista las que dependen del hinduismo y
las que obedecen al islam. En estas últimas hay un despojamiento,
un espacio entre los personajes, zonas vacías, una imperiosa geo­
metría que las relaciona con un universo artístico que se deshace de
toda figuración a medida que nos acercamos al oeste magrebí, pe­
ro que sin embargo responde, del Ganges al Atlántico, a cierta uni­

103
dad de estilo. Lo único común a todas estas regiones es el Dios del
islam.
La Torah multiplica las prohibiciones más expresas de la figura­
ción. El Corán, al contrario, casi no dice nada. La surata V, 90 de­
clara:
¡Oh creyentes!
El vino, los juegos de azar, las piedras erigidas
y las flechas adivinatorias
son una abominación, obra del Demonio.
Evitadlos...
Tal vez así seáis dichosos209.
Se trata de las piedras erigidas de la Arabia preislámica, que sin
duda eran ídolos, pero que no parecen haber sido figurativos. Aquí
no se habla de la figuración como tal. Parece disociada de la idola­
tría, que sigue siendo la abominación suprema. Debemos observar
que las piedras erigidas se mezclan con el vino, los juegos de azar y
la mántica (a través del disparo de flechas), prácticas condenadas
todas ellas, pero de naturaleza heterogénea y que no se relacionan
de la misma manera con la idolatría. El otro versículo del Corán
(surata LIX, 24) que sirve de referencia a los iconófobos más estric­
tos dice así:
¡Él es Dios!
El Creador;
el que da comienzo a toda cosa;
el que modela.
Suyos son los Nombres más hermosos.
Los Nombres, es decir, los atributos (increados) de Dios, «el To­
dopoderoso», «el Omnisciente»... (noventa y nueve en total), a tra­
vés de los cuales el ser humano aprehende al ser divino.
Necesitamos una exégesis teológica para deducir de este ver­
sículo la prohibición de la figuración. La razón es capaz de com­
prender la existencia de Dios, si consiente en reflexionar correcta­
mente sobre los «signos del universo». Así pues, la reflexión humana
también puede alcanzar la existencia de la mayoría de los noventa
y nueve atributos que los Nombres designan. Pero se mantiene cla­
ramente la inaccesibilidad separadora de la naturaleza divina210. Es­

104
ta naturaleza sólo puede conocerse a través de su Palabra, los Nom­
bres y los actos que Dios mismo revela. En este aspecto, el Dios del
Corán parece lejano en comparación con el Dios de los judíos, que
vive con su pueblo, que habla con él por medio de los profetas, y
que deja que los pensamientos de éstos elaboren sus pensamientos.
El Corán, por su parte, es increado, y Mahoma es su vehículo pasi­
vo, como si se tratara de un ángel. El judaismo siempre parece es­
tar al borde de la Encarnación. Por eso el pueblo judío necesita
mandamientos de su Dios, para resistir a la tentación de foijar o for­
jarse una imagen de él. En el islam la imagen se vuelve inconcebi­
ble a causa de la noción metafísica de Dios. Basta un acto de sumi­
sión (islam) a ese Dios para que la asociación (shirk) a Dios de
cualquier noción exterior a su esencia, de cualquier persona (como
para los cristianos), a fortiori de cualquier materia, se entienda, con
horror, como un atentado a la unidad, un regreso al politeísmo.
La idea misma de Dios descarta su representación, idea conteni­
da en la surata CXII, confesión de fe por excelencia del islam:
Di:
«¡El, Dios, es Uno!
¡Dios!
¡El Impenetrable!
No engendra,
no ha sido engendrado;
¡nadie es igual a él!».
«Impenetrable» significa, entre otras cosas, «que no tiene hue­
cos», negación de toda mezcla y de toda división en partes, «denso»,
opaco, como un acantilado sin grietas. Dios es para el musulmán lo
que el propio islam es para el no creyente: una fortaleza sin puertas
ni ventanas211. Por lo tanto, no hay necesidad de mandamientos: la
sumisión a Dios descarta cualquier veleidad de reproducir, men-
diante la mano humana, su calcinante trascendencia.
No obstante, hay algunos textos religiosos de la Antigüedad islá­
mica que desaconsejan expresamente la representación. No tienen
la autoridad del Corán. Un hadith hace decir al Profeta: «Los án­
geles no entrarán en una morada donde haya una imagen». Sed con­
tra, la crónica más antigua, la de Al-Azraqi, cuenta que el Profeta, al
volver victorioso a La Meca y encontrar la Kaaba cubierta de frescos,
ordenó que se borraran, pero hizo una excepción con uno de ellos,
ejecutado sobre una columna, que representaba a María y a Jesús212.

105
Sea como fuere, la arqueología establece que los palacios sirios
de los primeros califas omeyas estaban profusamente adornados
con esculturas, frescos y mosaicos claramente figurativos. Incluso
había mujeres con los senos desnudos en relieve y toda una icono­
grafía imperial aplicada a los califas. El arte figurativo en todas sus
formas, frescos, pintura de manuscritos, objetos de bronce, ha sido
cultivado durante siete siglos, tanto en tierras iraníes como árabes.
En esta última zona hay cierto agotamiento hacia finales del siglo
XIV, pero relevado por un magnífico auge de la pintura en Irán, el
Imperio Otomano y los reinos musulmanes de la India. Cierto que
en ninguna parte se habla de imagen divina213.
Sin embargo, así como la mezquita y la oración se orientan ha­
cia La Meca, así como, a través de la peregrinación, el musulmán
anticipa el retorno a Dios que le espera a su muerte, cualquier arte,
incluso el de una simple alfombra, parece orientado hacia la tras­
cendencia inaccesible y destinado a concentrar la atención en ella.
Un maestro sufí declara: «Nunca he visto cosa alguna sin ver a Dios
en ella». Y otro: «Nunca he visto otra cosa que a Dios»214. Se diría
que la invisibilidad de Dios implica la invisibilidad de las cosas he­
chas para ser vistas, de las cosas terrestres, salvo cuando se las ve del
mismo modo que la invisibilidad divina. En el arte bizantino posti­
conoclasta ya no hay otro arte que el de lo sagrado, y lo que se vuel­
ve irrepresentable, o al menos no se representa, es lo profano. En
el arte musulmán, el arte sacro sólo existe oculto bajo un arte pro­
fano, que de hecho ha sido despojado de su condición profana: dos
iniciativas opuestas, y secretamente equivalentes. En un caso se su­
prime lo terrestre, y en el otro, se transmuta en el crisol de la con­
templación divina.
Cualquier signo gráfico, cualquier obra de arte remite a Dios,
mira en su dirección sin esperar llegar a reunirse con él. No obs­
tante, existen signos más específicos y directos. El primero surge del
versículo 35 de la surata XXIV:
¡Dios es la luz de los cielos y de la tierra!
Su luz es comparable a un nicho
donde hay una lámpara.
La lámpara está dentro de un cristal;
el cristal se asemeja a una estrella brillante.
Esta lámpara está encendida en un árbol bendito:
el olivo que no proviene
ni de Oriente ni de Occidente

106
y cuyo aceite alumbra
sin que el fuego lo toque.
Sólo podemos comprender esta luz analógicamente. En el arco
del mirhab, es decir, en el nicho que orienta la mezquita hacia La
Meca, encontramos a menudo la lámpara, esculpida en bajorrelie­
ve. Como señala Melikian, no debemos considerar esta «luminaria
en un objeto de cristal» como una imagen divina, sino como «una
representación del término de comparación coránica empleado
para ofrecerle al espíritu humano una metáfora de la idea de Dios».
Se trata, añade, de una iconografía de la metáfora, no de la realidad
espiritual que evoca215.
Sin embargo, de todas las artes musulmanas, la que exhorta más
directamente al creyente a dirigirse a Dios es la arquitectura de la
mezquita. Que es estrictamente anicónica. Pero, por su grandiosa
vaciedad, simboliza la esencia del mensaje coránico. Ahora bien, a
partir del siglo X, poco más o menos, este mensaje se inscribe en el
propio muro. La palabra revelada, caligrafiada o pintada, esculpida
en piedra o estuco, puntúa las articulaciones esenciales del monu­
mento. En los siglos XIII y XIV, especialmente en tierras iraníes, la
bella escritura cúfica, trazada en adobe e integrada en el propio
muro, proclama el Nombre y el de su mensajero. En el tambor que
sujeta la «cúpula de turquesa», símbolo del cosmos, se lee, por
ejemplo, el versículo 255 de la surata II: «No hay más Dios que él: ¡el
Existente [...]! ¡Todo lo que hay en los cielos y en la tierra le perte­
nece!». La palabra, o más bien la escritura, se proyecta en el espa­
cio arquitectónico (cosa que los judíos nunca hiceron con la To-
rah), espacio que se convierte en el icono sin rostro, autorizado por
los dos grados que lo separan de lo divino y de su belleza «más allá
del concepto»216.
En el judaismo, el arte está confinado a un modesto rango, por­
que Israel espera, y la visión «cara a cara» que procuraría el arte se­
ría una ilusión o, en otras palabras, una idolatría. En el islam no es
así. No hay espera, sino un eterno presente bajo la luz deslumbran­
te de la revelación.
Tal vez podríamos establecer una analogía con la teoría del inte­
lecto agente único217. Es cierto que tiene su origen en la filosofía he­
lénica, pero está tácitamente de acuerdo con el espíritu del islam.
Según Al-Farabi, la revelación profètica se explica racionalmente
no ya por una libre intervención divina, sino por la irradiación del
intelecto aislado que tiene lugar necesariamente cuando se en-

107
cuentran dos intelectos humanos, capaces, por naturaleza, de reci­
birla. Para Avicena, el conocimiento humano es una iluminación
del intelecto posible individual por parte del intelecto agente aisla­
do. El intelecto humano no se une al intelecto único, como pensa­
ba Al-Farabi: es su lugar, su receptáculo y, cuando se purifica, el es­
pejo en el que se refleja la luz.
En esta versión islámica del platonismo, el hombre no está real­
mente a cargo de la búsqueda de la Verdad y del Bien. Sólo tiene
que abrirse pasivamente a lo verdadero y a lo bueno, ya sea me­
diante la vía filosófica y racional del encuentro con el intelecto
agente único, ya sea mediante la vía religiosa de la sumisión (islam)
a la revelación del Profeta. Por eso santo Tomás luchará contra Ave-
rroes, para establecer la presencia individual en cada hombre del .
intelecto agente, haciendo de este hombre un centro de conoci­
miento y pensamiento que toma parte activa, de modo analógico,
en el poder iluminador de Dios.
Lo cual puede trasponerse al ámbito estético: el artista islámico
no se refrena ascéticamente como el artista judío, no toma parte ac­
tiva en el poder creativo primordial como el artista cristiano. Se
abre a la belleza trascendente -bella «más allá del concepto»- e in­
tenta construir una forma -la cúpula, el mirhab o el iwan- donde la
belleza divina pueda captarse metafóricamente, a través de varias
mediaciones, y reflejarse, en silencio, en el alma.
La iconoclasia judía es producto de la Alianza. Dios, en el pacto
que hace con su pueblo, le prohíbe expresamente tener otras imá­
genes ante él, porque es un Dios celoso. La iconoclasia musulmana,
por el contrario, es consecuencia de la ausencia de Alianza. Por eso
el Corán no se toma el trabajo de prohibir expresamente la imagen.
Y es que la noción de Dios, tal y como la concibe el musulmán a tra­
vés del Corán, es lo bastante trascendente para descartar la imagen
de raíz. En el judaismo, Dios se reserva el derecho de proponer sus
propias imágenes: figuras antropomórficas de sí mismo, como el
ángel del Señor o la visión de Ezequiel. Para los cristianos, Cristo se­
rá la conclusión de esas sucesivas iniciativas divinas. En resumen,
ninguna imagen forjada por la mano del hombre «se sostiene» an­
te el Dios judío, que está demasiado cerca, ni ante el Dios musul­
mán, que está demasiado lejano.

108
III. A im agen y sem ejanza
El acontecimiento cristiano reorganiza la mayor parte de los da­
tos que hemos analizado hasta ahora.
1. La religión cristiana hereda afirmaciones del Antiguo Testa­
mento sobre la naturaleza divina y su invisibilidad. San Juan: «Na­
die ha visto nunca a Dios». Y san Pablo: «Ningún hombre le ha vis­
to ni puede verle». Agustín comenta: «Ver la divinidad con ojos
humanos es absolutamente imposible, sólo se la puede ver con ojos
que ya no son de hombres, sino de superhombres (ultra homines)»218.
2. Sin embargo, está escrito que el hombre fue creado «a imagen
de Dios»219.
3. Cristo es Dios, y es también un hombre visible. «Dícele Felipe:
Señor, muéstranos al Padre, y bástanos. Jesús le dice: [...] El que me
ha visto, ha visto al Padre [...]»22°.
De estas tres afirmaciones tan poco conciliables se deriva una in­
finidad de temas que el dogma cristiano ha desarrollado a lo largo
de toda su historia y que a veces se enmarañan, dando lugar a gran­
des crisis que hacen temblar todo el edificio. Para asegurar nuestros
cimientos, debemos aclarar el significado exacto de la palabra «ima­
gen» en la expresión: «la imagen de Dios que está en el hombre».
El texto fundamental es Génesis I, 26-27: «Y dijo Dios: Hagamos al
hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza [...]. Y
crió Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo crió, macho
y hembra los crió». La palabra hebrea para «imagen» es selem, y pa­
ra «semejanza», demut. Selem, explican los filólogos, tiene el sentido,
muy concreto, de imagen plástica. Demut también, pero en una
acepción más tenue e imprecisa, sin duda para evitar una peligrosa
concesión al antropomorfismo221.

Filón
Este texto no suscitó muchos ecos en la Biblia hebraica, más
preocupada por exaltar la absoluta trascendencia divina. Sin em­
bargo, el Salmo VIII no olvida la dignidad del hombre, que la «se­
mejanza» le confiere: «E hicístelo poco menor que Elohim»; los Se­
tenta y la Vulgata traducen «poco menor que los ángeles».
Los Padres de la Iglesia leen la Biblia en la versión de los Seten­
ta, donde el texto sagrado entra en contacto, a través del idioma,
con el helenismo. Así, selem y demut se traducen por eikon, homoiosis

109
e idea, es decir, por palabras cargadas de una historia filosófica aje­
na a la Biblia. Además, las palabras «a» y «conforme» (en hebreo be
y ke) se traducen por kata. Ahora bien, este kata sugiere a los oídos
filosóficos griegos una imagen intermediaria, un modelo que está
fuera de Dios, o en él, o junto a él, pero que no es él, y al que el
hombre se asemeja para llegar a ser, en suma, la imagen de esta ima­
gen. El Libro de la Sabiduría griego presenta una personificación
de la sabiduría divina que sugiere esta imagen intermediaria, bas­
tante parecida a la segunda hipostasis del platonismo medio.
Los rabinos explotan poco el tema de la imagen. Pero la rama
helenizante del judaismo especuló sobre él. El Dios de Filón reúne
la trascendencia del dios helénico y la del Dios bíblico. Entre el
mundo y él proliferan los intermediarios hipostásicos: la sabiduría, .
el Logos, el Espíritu, los ángeles, las potencias. El Logos se extien­
de por el mundo como una semilla que logra la unidad del cosmos:
es la concepción estoica. Mantiene igualmente en el mundo las di­
visiones y las oposiciones: es el Logos divisor (tomeus) de Heráclito.
Es el dios de las Ideas, al estilo platónico. Es la palabra del Dios bí­
blico. Y, finalmente, es el mediador entre Dios y el mundo, el cami­
no por el que el hombre se dirige a Dios.
El Logos es llamado imagen de Dios, lo cual implica un desfase
entre Dios y su imagen degradada. En el De opificio mundi, el Logos
(o mundo inteligible) se llama Theia eíkon, y el mundo sensible mi-
mema Theias eikonosm. Es el· sello que imprime su forma a cada ser,
el hijo pequeño de Dios. El hombre es imagen de Dios, sí, pero a
través del Logos. Por lo tanto es imagen de una imagen, y aquí Fi­
lón invoca el kata de los Setenta.
No hay nada surgido de la tierra que se parezca más a Dios que el hom­
bre. Pero que nadie se represente esta semejanza por los rasgos del cuer­
po: Dios no tiene figura humana, y el cuerpo humano no tiene la forma
de Dios. La imagen se aplica al intelecto, la guía del alma. El intelecto de
cada hombre ha sido copiado de ese intelecto único y universal, como de
un arquetipo223.
Por lo tanto, para Filón -y esta concepción se transmitirá al pla­
tonismo posterior-, la imagen sólo se aloja en el alma. Y eso lo lle­
va a oponer el hombre «genérico» de Génesis I, 26-27, al hombre
modelado a partir de la tierra de Génesis II, 7:
El hombre modelado es sensible; comparte la cualidad; está compuesto

110
de cuerpo y de alma; es varón o mujer, mortal por naturaleza. El hombre
hecho a imagen de Dios es una idea, un género o un sello; es inteligible, in­
corpóreo, no es macho ni hembra, es incorruptible por naturaleza224.
Al cuerpo se le niega el carácter de imagen: sólo es el santuario
de la imagen, y será abandonado cuando la imagen logre su per­
fección.
No toda el alma es imagen de Dios, sino sólo su parte superior,
el nous. Filón afirma que si bien el hombre recibe la imagen al na­
cer, ésta ha perdido la perfección que tenía la del primer hombre.
Por lo tanto, hay que perfeccionarla. La imagen es el punto de par­
tida, pero sobre todo es el objetivo de la vida humana. Se trata de
conseguir la homoiosis. Filón, en este punto, heleniza. Sin embargo,
considera que el hombre no puede llegar hasta Dios por sus propias
fuerzas: Dios tiene que revelarse a él a través de la gracia. En este
punto, Filón deja de ser griego para hablar como un judío.
Y quizás éste fuera el momento para acercarse a la posibilidad de
una imagen divina que a Filón, como filósofo griego yjudío, no se le
ocurrió. Que un Dios trascendente, invisible e inaccesible desee que
el hombre le contemple a través de la gracia y le tienda un espejo a
su medida es una posibilidad que germinará en el ámbito cristiano.

Pablo
El corpus pauliniano reúne la casi totalidad de los textos con­
cernientes a la imagen del Nuevo Testamento. Distingamos los que
se refieren a Cristo y los que se refieren al hombre.
1. Hay que citar los dos grandes himnos que encabezan toda la
cristología, la Epístola a los Filipenses II, 6-11, y la Epístola a los Co-
losenses I, 15-20:
[...] que, siendo en forma (morphe) de Dios, no tuvo por rapiña ser igual
a Dios; mas agotóse a sí mismo tomando forma de siervo, hecho semejan­
te a los hombres, y hallado como hombre en la condición se humilló a sí
mismo hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual,
Dios también lo ensalzó y le dio nombre que es sobre todo nombre: que
al nombre de Jesús toda rodilla de lo celestial, de lo terrenal y de lo infer­
nal se doble; y que todo lenguaje confiese: Que el Señor Jesús el Cristo es­
tá en la gloria de Dios Padre.

111
El cual [el Hijo] es la imagen del Dios invisible, primogénito de toda
criatura. Porque por él son criadas todas las cosas que están en los cielos y
que están en la tierra, visibles e invisibles: sean tronos, sean señoríos, sean
principados, sean potestades: todo fue criado por él y en él. [...] Y él es la
cabeza del cuerpo de la Iglesia, principio y primogénito de los muertos,
para que en todo tenga el primado. Por cuanto agradó al Padre que en él
habitase toda plenitud. Y por él reconciliar todas las cosas a sí, pacificando
por la sangre de su cruz así lo que está en la tierra como lo que está en los
cielos.
La idea directriz es que sólo Cristo es imagen de Dios, infinita­
mente superior a los ángeles y a todos los demás intermediarios en­
tre el hombre y Dios. Según la exégesis, morphe theou, «la forma de
Dios», significa «la cualidad divina»; y la mención to einai isa theo
afirma una igualdad de honor y de tratamiento que supone una
igualdad de esencia.
Por lo tanto, hay una ruptura tanto con el Logos de Filón como
con la segunda hipóstasis de los platónicos. Cristo no es la copia
menguada de Dios. Es «la imagen del Dios invisible», título vincu­
lado a su cualidad de primer nacido. Esta afirmación se repite al
principio de la Epístola a los Hebreos: «El cual [el Hijo], siendo el
resplandor de su gloria y la imagen de su sustancia [...]». «Resplan­
dor» (apaugasma) está tomado del Libro de la Sabiduría. «La ima­
gen de su sustancia»: kharakter tes hupostaseos auton. Kharakter desig­
na el molde que proporciona una reproducción exacta del objeto.
Aquí, la hipóstasis es la sustancia o la esencia que se oculta bajo las
apariencias (la palabra no tiene todavía la acepción definitiva de
«persona» que tomará tras la crisis arriana)225.
2. Respecto al hombre, hay que distinguir entre la parte de ima­
gen que le ha sido otorgada por naturaleza y la que constituye para
él un objetivo con el que ha de identificarse. Sólo un texto atribuye
la imagen al hombre como un don natural. En la Primera Epístola
a los Corintios (XI, 7), Pablo recomienda al hombre que rece con la
cabeza descubierta y a la mujer con la cabeza cubierta, «porque [el
varón] es imagen y gloria de Dios, mas la mujer es gloria del varón».
La intención del Apóstol era afirmar la autoridad del marido sobre
la esposa.
En los demás textos, la imagen se refiere a la segunda creación
más que a la primera: se trata de revestir o de perfeccionar dentro
de sí la imagen de Dios o de Cristo. La Epístola a los Romanos, VIII,
29, habla de aquellos a los que Dios «predestinó para que fuesen he­

112
chos conformes (summorphous) a la imagen de su Hijo, para que sea
el primogénito entre muchos hermanos». La Primera Epístola a los
Corintios, XV, 49, dice: «Y como trajimos la imagen del terreno, trai­
gamos también la imagen del celestial». Se trata de los dos Adanes:
el primero, el Adán terrestre, es el modelo de nuestra condición
corporal presente; el segundo, el celestial, es decir Cristo, es el tipo
de nuestra condición futura de resucitados. Así se esboza la reno­
vación que Cristo lleva a cabo en la creación. Por primera vez hay
una alternativa a la ascensión espiritual: no el adiós al mundo sen­
sible para dirigirse hacia el inteligible, no el abandono del cuerpo
y del universo material, sino la redención de la creación para que la
creación nueva mantenga con la antigua la misma relación que
Cristo, el Adán celestial resucitado, mantiene con el Adán terrestre
y con nosotros mismos. Y así se abre una nueva perspectiva para el
arte, que será reconocida ulteriormente: en principio, existe una re­
lación de semejanza entre la imagen terrestre y la imagen celestial,
y una relación temporal entre el presente y el mañana, relaciones
reguladas por las virtudes de la fe y la esperanza. El artista puede
pensar que su obra es un anticipo, las arras de la resurrección futu­
ra, en la que todo será compensado y devuelto. Coloca tanto su
obra como su cuerpo en la esperanza de la resurrección gloriosa.
Así pues, en la doctrina pauliniana no encontramos la espiritua­
lización griega, ni siquiera la de Filón. El Apóstol suele preferir a la
distinción helénica entre el alma y el cuerpo la distinción del cuer­
po (gobernado por el Espíritu) y de la carne como dos polos o pos­
tulados ofrecidos a la libertad del hombre, con o sin la gracia. El pa­
so de la carne al cuerpo se lleva a cabo en la incorporación a Cristo:
«despojándoos del viejo hombre con sus hechos y vistiéndoos del
nuevo, el cual por el conocimiento es renovado conforme a la ima­
gen del que lo crió» (Colosenses, III, 9-10). Ahora bien, la imagen
de Cristo a la que el hombre debe asemejarse no está sólo en su con­
dición de Dios: está también en su humanidad gloriosa de resucita­
do, en su alma tanto como en su cuerpo.
Hay un último pasaje que depende de la interpretación que, le
demos a la palabra katoptrizomenoi Está en la Segunda Epístola a los
Corintios, III, 18:
Por tanto, nosotros todos, puestos los ojos como en un espejo en la glo­
ria del Señor con cara descubierta, somos transformados de gloria en gloria
en la misma semejanza, como por el Espíritu del Señor.

113
En este caso debemos remitirnos al tema helénico de la visión
transformadora. Pero si consideramos que el contexto se refiere al
velo de Moisés, este pasaje cobra otro sentido. Moisés se alzaba el ve­
lo ante Dios, y entonces la gloria del Señor se reflejaba en su rostro.
Volvía a cubrirse cuando descendía hacia los hebreos, pues éstos no
habrían podido soportar la luz que irradiaba su rostro. Este velo es
el que se rasga cuando nos volvemos hacia Cristo: entonces, descu­
biertos, reflejamos como Moisés la gloria del Señor. Así que habría
que traducir, tomando la palabra en un sentido pasivo: «nosotros
todos, reflejando (como en un espejo) la gloria del Señor con cara
descubierta, somos transformados de gloria en gloria en la misma
semejanza, como por el Espíritu del Señor». Este reflejo divinizan­
te no se consigue gracias al esfuerzo filosófico, sino mediante la gra-<
cia que proviene del Hijo, que con la Cruz reconcilia a Dios con el
hombre y, de ahí, con sus obras y con todo el cosmos. Por lo tanto,
mediante el don divino, a través de la gracia, puede desaparecer esa
impotencia del arte que consignaba la filosofía.

IV. La im agen de D ios: cuatro Padres


Ante el alto muro de la patrística, ante los casi cuatrocientos vo­
lúmenes, en dos columnas, de la patrología griega y latina de Mig-
ne, uno siente cierto temor, sobre todo porque cada uno de los au­
tores ha dado pie, durante quince siglos, a bibliotecas enteras de
comentarios eruditos.
Pero no tengo otra elección. ¿A qué Padres consultar? No voy a
preguntar a Melitón de Sardes, a Metodio de Olimpo o a Efrem de
Nisibis lo que piensan de la imagen divina. Me limitaré a dos Padres
«primitivos» (siglos II y III), Ireneo y Orígenes, y a dos Padres de la
edad de oro, Gregorio de Nisa y Agustín. ¿Se adivina ya la delgada
fisura que irá ensanchándose y, mucho más tarde, llegará a separar
a Oriente y a Occidente?

Ireneo: la im agen corporal


El gran enemigo de Ireneo es «la gnosis de nombre engañoso».
Valentín, su principal adversario, introduce en su sistema el anti­
materialismo griego, pero lo lleva a un anticosmismo que horrori­
zaba a Plotino. Para Plotino, el mundo sensible depende del mun­

114
do inteligible y por lo tanto recibe de él cierta dignidad: «Guarda
en él la imagen de lo inteligible»226. Valentín introduce una ruptu­
ra. El mundo sensible, obra del demiurgo, está separado del mun­
do superior porque pertenece a otra creación y a otro creador. Va­
lentín opone la semejanza y la imagen. La semejanza se produce
por generación, por las parejas de eones (suzugia) que provienen
del Dios supremo y aislado, el Pleroma. La imagen, por su parte, se
concibe siguiendo el modelo de la producción artística. El demiur­
go foija inconscientemente, en sueños, bajo la influencia de un ser
superior al que no conoce (la Madre, Sabiduría Achamoth), imá­
genes de los eones.
Por lo tanto, el hombre no está hecho a imagen y semejanza de
Dios. Incluso pierde su unidad, y obedece a varias naturalezas. El
demiurgo foijó con arcilla al hombre hylico, a su imagen. Luego le
insufló el hombre psíquico, hecho a su semejanza. Pero Achamoth
mezcló a ese soplo, sin que él lo supiera, las simientes que a ella le
eran consustanciales, que había engendrado contemplando a los
ángeles que acompañan al Salvador, el eón al que ella se unirá: es­
tas simientes produjeron al hombre pneumático, consustancial a la
divinidad.
De ello se deriva que el hombre carece de libre albedrío. Es el ju­
guete de fuerzas externas que le hacen hylico, psíquico o pneumá­
tico, y sólo en este último caso es digno de salvación. Sólo el inicia­
do a la gnosis, el miembro de la secta, es pneumático, y que lo sea
no es consecuencia de su libertad, sino de que germinen en él los
principios espirituales sembrados.
Valentín introduce a la fuerza este esquema mítico en el marco
cristiano. El demiurgo es el Dios del Antiguo Testamento, el Dios de
los judíos, excluido del Pleroma, foijador de las imágenes hylicas.
Jesús, Dios cristiano superior, emana del Pleroma de un modo que
sólo el gnóstico tiene el privilegio de conocer.
Ireneo (que nació en torno a 130 y falleció poco después de 200)
rechaza esta doctrina, contraria tanto a la Biblia como a la filosofía.
En efecto, se opone al primero de los dogmas, enunciado y repeti­
do en cada fase de la creación desde el primer capítulo del Géne­
sis: «Y vio Dios que era bueno». Valentín afirma, por el contrario,
que es malo. Su doctrina se opone a la historia, al significado con­
creto de los acontecimientos sucesivos e individuados. Desvaloriza
estos acontecimientos en beneficio de un esquema intemporal que
se encarga de significar por ellos, y los reduce a signos alegóricos de
este esquema. Se opone a la virtud, puesto que los hombres son pri­

115
sioneros de fuerzas externas y se ven despojados de su libre albe­
drío.
El siguiente pasaje es un buen resumen para comprender las
ideas de Ireneo:
¿Cómo vas a ser dios, cuando todavía no te han hecho hombre? ¿Có­
mo vas a ser perfecto, cuando apenas acaban de crearte? ¿Cómo vas a ser
inmortal cuando, con tu naturaleza mortal, no has obedecido a tu Crea­
dor? Porque primero debes conservar tu rango de hombre, y sólo después
recibir la gloria de Dios que te corresponde: pues tú no foijas a Dios, si­
no que es Dios quien te foija. Por lo tanto, si eres obra de Dios, espera
con paciencia la Mano de tu Artista, que hace todas las cosas en el mo­
mento oportuno; oportuno en relación contigo, que has sido foijado..
Muéstrale un corazón maleable y dócil, y conserva la forma que te ha da­
do este Artista, puesto que en ti se halla el Agua que proviene de él y sin
la cual te endurecerías y no conservarías la huella de sus dedos. Si con­
servas esta forma te elevarás hasta la perfección, porque el arte de Dios
ocultará la arcilla que hay en ti. Su Mano ha creado tu sustancia; ella te
revestirá de oro puro por dentro y por fuera, y te adornará de tal manera
que hasta el mismo Rey se prendará de tu belleza. Pero si te endureces,
rechazas su arte y te muestras descontento de que te haya hecho hombre,
por tu ingratitud con Dios habrás rechazado tanto su arte como la vida:
porque foijar es propio de la bondad de Dios, y ser forjado.es propio de
la naturaleza del hombre. Por lo tanto, si le entregas lo que es tuyo, es de­
cir, la fe en él y la sumisión, recibirás el beneficio de su arte y serás la per­
fecta obra de Dios. Si, por el contrario, te resistes y huyes de sus Manos,
la causa de tu inacabamiento estará en ti, que no has obedecido, no en él,
que te ha llamado227.
En este texto encontramos un compendio de las enseñanzas de
Ireneo. Hay un solo Dios, unus et ídem: esto se repite mil veces. Opo­
ner al Creador y al Salvador, al demiurgo y al Pleroma es una blas­
femia. El Dios creador es el mismo que el Dios salvador. Por eso ha
hecho una creación bella, y la ha hecho para el hombre228. No ha
necesitado a los ángeles y a los eones intermediarios de los gnósti­
cos para crear: ha creado el mundo directamente, «ayudado por
quienes son a la vez su progenitura y sus Manos, es decir, el Hijo y
el Espíritu, el Verbo y la Sabiduría, a cuyo servicio y bajo cuya Ma­
no están los Angeles». Ireneo utiliza muchas veces la metáfora de las
manos del Padre, el Hijo y el Espíritu, modelando el mundo. Dios
es el Artista.

116
Ireneo rehúsa también la segunda blasfemia gnóstica, el rechazo
apasionado y desdeñoso de la naturaleza, y en primer lugar de la na­
turaleza humana. Rehabilita el cuerpo y la carne, y no se cansa de
coleccionar los textos bíblicos que prueban la dignidad de la hu­
manidad y de la salvación que le espera. Los gnósticos se apoyaban
en las palabras del Apóstol: «La carne y la sangre no pueden here­
dar el reino de Dios». Así es, replica Ireneo en una larga exégesis,
pero el reino de Dios heredará la carne y la sangre cuando éstas ha­
yan sido transformadas por obra del Espíritu229.
Finalmente, Ireneo refuta la tercera blasfemia gnóstica: la preten­
sión de llegar, e incluso de pertenecer por derecho, al reino divino,
que no sólo trasciende el mundo de la materia y de la carne, sino que
no tiene relación con él; la pretensión de apoderarse de la salvación
por el solo hecho de que, mediante la iluminación de la gnosis, el
hombre vuelve a ser consciente de su ser verdadero, del yo pneumá­
tico, sin relación con el yo hylico y psíquico, y a través del cual nunca
ha dejado de pertenecer al mundo divino. La ortodoxia, al contrario,
afirma que la salvación es fruto de una penosa lucha, de la obedien­
cia al mandamiento divino, de la conformidad con el modelo desti­
nado a garantizar el dominio del Espíritu y a preparar el cuerpo pa­
ra «recibir la gloria de Dios que te corresponde».
Así se rehabilita la historia: la salvación no consiste en abando­
nar el tiempo para acceder a la eternidad o a la intemporalidad que
procura la iluminación. La salvación ocurre en la historia, en la
«historia santa», cuya recapitulación es Cristo. No hay experiencia
humana, ya sea física y moral o histórica, que Cristo, en la Encar­
nación, no haya recapitulado e incorporado de algún modo, y esta
incorporación es precisamente el instrumento de la salvación.
Igualmente, cada hombre, tomando conciencia de su inacaba­
miento, pide al tiempo el plazo indispensable para alcanzar su per­
fección según los benévolos designios del Dios creador y salvador a
la vez. Esta labor de perfeccionamiento es una obra conjunta de
Dios y del hombre: consiste en hacer del hombre la imagen de Dios.
Sólo Dios -y no los ángeles inferiores- puede hacer una imagen de
Dios. Para eso utiliza sus dos manos, el Hijo y el Espíritu.
Dios Hijo, por lo tanto, es colaborador y modelo a la vez. No so­
lamente en su calidad de Logos preexistente, sino como verbo en­
carnado: «La imagen de Dios es el Hijo, a cuya semejanza fue hecho
el hombre. Y por ello el Hijo ha aparecido al final de los tiempos,
para mostrar que su imagen se le asemeja»230. En efecto, el verbo se
manifestó cuando se hizo hombre, haciéndose semejante al hom­

117
bre, y haciendo al hombre semejante a él para que, por su seme­
janza con el Hijo, el hombre fuera grato al Padre:
En los siglos precedentes decían que el hombre había sido hecho a
imagen de Dios, pero no mostraban a aquel a cuya imagen el hombre ha­
bía sido hecho, pues el Verbo seguía siendo invisible; y así la semejanza no
tardó en perderse. Pero cuando el Verbo de Dios se hizo carne, restable­
ció la una y la otra (la imagen y la semejanza), pues mostró la imagen en
toda su verdad, habiéndose convertido en lo que había sido hecho a su
imagen (habiéndose convertido en hombre), e imprimió profundamente
la semejanza haciendo al hombre semejante al Padre invisible a través del
Verbo visible231.
Por lo tanto, la imagen de Dios en el hombre es como una placa
fotográfica impresionada, pero no revelada, que la encarnación del
Verbo va a «revelar». Pues, como subraya Ireneo, Cristo es lo visible
del Padre, y el Padre lo invisible de Cristo.
Pero lo que así se revela inmediatamente es la imagen, y no la se­
mejanza. La imagen es natural, es la naturaleza humana, cuerpo y
alma, y no puede perderse. Pero la semejanza se perdió hace tiem­
po. El abismo entre la imagen y la semejanza, ambas otorgadas en
Cristo, sólo puede cerrarse por obra del Espíritu. Es la presencia del
Espíritu, su morada en el hombre, lo que otorga la semejanza, la
conformidad con Cristo. El cuerpo y el alma, en otras palabras lo
hylico y lo psíquico, forman la imagen. El espíritu, o lo pneumáti­
co, es la sede de la semejanza.
El Espíritu impregna al hombre para restituirlo a su verdadera
esencia. Es un largo proceso, que no acaba en esta tierra. La afini­
dad con Dios o, lo que viene a ser lo mismo, la visión de Dios cara
a cara, que trae consigo la gloria, la incorruptibilidad y la inmorta­
lidad, sólo tiene lugar en el mundo de los resucitados. Entonces el
hombre estará acabado, será perfecto y semejante al Padre por me­
diación del Hijo.
El cuerpo no está excluido de esta conformidad con Dios:
[...] pues mediante las Manos del Padre, es decir, mediante el Hijo y el
Espíritu, todo el hombre y no sólo una parte llega a ser a imagen y seme­
janza de Dios. Ahora bien, el alma y el espíritu pueden ser una parte del
hombre, pero no son todo el hombre: el hombre perfecto es la mezcla y la
unión del alma, que ha recibido el Espíritu del Padre y que ha sido mez­
clada a la carne modelada según la imagen de Dios [...]. La carne mode­

118
lada por sí sola no es, por lo tanto, el hombre perfecto: sólo es el cuerpo
del hombre, y por lo tanto una parte del hombre. El alma por sí sola tam­
poco es el hombre: sólo es el alma del hombre, y por lo tanto una parte
del hombre. El Espíritu tampoco es el hombre, se le da el nombre de Es­
píritu, no de hombre. Lo que constituye al hombre perfecto es la mezcla
y la unión de todas estas cosas232.
Ante el gnosticismo -ese helenismo descarriado que al cristiani­
zarse se descarría más aún- Ireneo sólo encuentra terreno sólido en
la meditación de las Escrituras. Otros Padres intentarán la aventura
de la síntesis filosófica: en la peligrosa posición en la que se en­
cuentra, el obispo de Lyon sólo puede oponer el sed contra de la ci­
ta oportuna.
Con Ireneo, aparentemente, estamos muy lejos de una estética.
Pero vemos la manera en que una estética podría asentarse, o más
bien cómo podría desarrollarse un artista en un medio acorde con
las ideas de Ireneo. El mundo ireneano es un mundo concreto, car­
nal. En él, el plasma ocupa el lugar que le corresponde. Su Creador,
que no obstante conserva todos los atributos de la trascendencia, es
conocido y, por así decir, familiar. Es al mundo lo que Noé a su ar­
ca: vela por él, lo guarda, lo conserva con vistas a un designio. Este
Dios es paternal y benévolo. Sólo crea al hombre para derramar sus
dones sobre alguien, especialmente el don del Espíritu, que confi­
gura al hombre a imagen del Hijo y lo eleva a la comunión con el
Padre. Ireneo nos da una idea de lo que es la intimidad con un Dios
que vive con su pueblo y que sólo encontramos en los libros bíbli­
cos. El Dios de Ireneo es el de Abraham, Samuel, David, los Salmos.
En este clima, el artista está invitado a la confianza: confianza en
el mundo que se ofrece a la contemplación y que, tal como es, «re­
vela a Dios»233. Abandona sin pesar a los «vanos ídolos que tomaba
por dioses» y aprende a honrar «al verdadero Dios que ha consti­
tuido y hecho a toda la raza humana y que con su creación la ali­
menta, la multiplica, la fortalece y le da sustento»234. Este artista será
paciente. Se dejará modelar por las «Manos» divinas. Esperará con
calma el advenimiento y la labor del Espíritu en su interior. Acep­
tará su condición de hombre como una condición infantil, dis­
puesto a dejarse nutrir y enseñar por la creación y el Creador. Su
obra será una alabanza. No será desesperada, porque la cumbre del
arte, la imagen divina, no está fuera de alcance. El mundo es una
imagen, el hombre es una imagen. Basta la gracia para alcanzar
también la semejanza, y no hay razón para pensar que la gracia va­

119
ya a ser negada. Si las cosas se representan fielmente, lo divino, que
nunca está lejos, se incorporará ala obra del artista. Este deja que las
cosas hablen y confía en ellas para que transmitan su impresión o
su expresión. No lejos de él, el mundo contiene los medios de su
propia transfiguración.
Pero, a contrario, Ireneo nos hace intuir otra clase de artista, el ar­
tista gnóstico. Este se rebelará contra las apariencias del mundo y se
creerá ciudadano de otra patria. La creación como tal le oprime, le
subleva. Esperará la iluminación que le conduzca a su esencia su-
prahumana, sin relación con la humanidad común, cosa que lla­
mará, mucho más tarde, su naturaleza de artista. Se esforzará por
comunicarse con el Pleroma, con ese Dios tan aislado como él mis­
mo. Se declarará pneumático y salvado por derecho, por el desa- -
rrollo en él de las divinas simientes que le revelan la nada de este
mundo, su diferencia radical, su pertenencia a lo ideal. Está inicia­
do en el gran secreto, que su arte oculta y desvela a la vez. Pero tra­
baja con gran riesgo y bajo la amenaza de la desesperación. El Pie-
roma es inefable, y él no puede estar seguro de pertenecer al
pequeño círculo de los elegidos. Se sentirá desgarrado entre su in­
tuición sublime y la pobreza de los medios de que dispone para co­
municarla a la humanidad común. Además, ¿vale la pena hacer ese
esfuerzo? ¿No hay que reservar la iniciación para aquellos que son
dignos de ella? A fin de cuentas, ¿no es el silencio un signo preferi­
ble a la palabra condenada a perderse? Como buen expresionista,
obligará a las cosas a transmitir lo que él quiere decir, hacer sentir
o hacer ver. Rasgará el velo de este mundo y forzará al trasmundo a
aparecer.
No hay motivos para pensar que este artista sea menos impor­
tante que el otro. Pero forman una pareja, y tal vez la historia del
arte nos proporciona ejemplos ilustrativos. Sin prejuzgar lo que ca­
da cual pensaba o creía, podríamos oponer así a Memling y Altdor­
fer, Bellini y Crivelli, Zurbarán y El Greco, Corot y Friedrich, Monet
y Redon, Matisse y Malevich. Pero quizás ésta sea una visión dema­
siado general. Si entramos en detalles, esa oposición no se sostiene,
y puede que el pintor clasificado en la primera columna encajara
mejor en la segunda por algún otro aspecto de su obra. Aunque no
cabe duda de que hablar de dos razas es una exageración, tal vez
no lo sea tanto distinguir dos actitudes en relación con el mundo,
o por lo menos dos direcciones de la mirada.

120
O rígenes: la im agen invisible
Interpretar a Orígenes es asunto delicado. En primer lugar a
causa de su personalidad, en fuerte contraste con la del obispo de
Lyon, tan serena. Orígenes es un niño prodigio, un entusiasta, un
sistemático, un místico. En segundo lugar, a causa también de su
formación filosófica, cuya complejidad sigue instigando la discusión
erudita: Filón, Platón, el platonismo medio, el estoicismo y el mis­
terioso Ammonio Saccas, su maestro, influyeron en él. Tal vez, con
este último filósofo (del que se discute si fue o si siguió siendo cris­
tiano), fuera condiscípulo de Plotino... A menos que se trate de
otro Orígenes... Y, por último, a causa del mal estado de su obra.
Gran parte se ha perdido. De la mayoría de los textos conservados,
sólo disponemos de la traducción latina de Rufino, a veces impre­
cisa, a veces tendenciosa.
El conjunto de su teología fue condenado tres siglos después de
su muerte. Pero Henri Crouzel, que sienta cátedra, objeta que el va­
lor histórico de esta condena «es casi nulo en lo concerniente a Orí­
genes, pues en realidad apunta a los origenistas de la época, llama­
dos isocristos»235. Si bien notables eruditos como Faye o Koch llegan
a expulsar a Orígenes del cuerpo del pensamiento cristiano, otros
(como Henri Crouzel) vuelven a integrarlo sustancialmente en la
ortodoxia. No tenemos criterios suficientes para decidir.
Platón escribió:
[El mal] ronda necesariamente a lá naturaleza mortal, y ronda por el
mundo de aquí abajo [...]. Ahora bien, la huida consiste en asemejarse a
la divinidad, en la medida de lo posible; y asemejarse a ella es llegar a ser
justo y piadoso, en compañía del pensamiento236.
Este famoso pasaje del Teeteto indica que ya para los griegos el ob­
jetivo de la vida humana era la semejanza, la homoiosis, con Dios. A
través de Filón y de todo un linaje de filósofos y de Padres, Oríge­
nes hereda una tradición. Según Orígenes, ésta se concilla con san
Pablo, para quien Cristo es «la imagen del Dios invisible»237. Pero si
bien sólo Cristo es, en sentido estricto, la imagen perfecta de Dios,
lo es solamente gracias a su divinidad. Por lo tanto, Cristo es la ima­
gen invisible del Dios invisible, porque Dios, que es incorpóreo, só­
lo puede tener una imagen incorpórea. El hombre, por su parte,
fue creado «según la imagen de Dios», es decir, del Verbo, a la vez
modelo y agente de la creación del hombre. Así, para Orígenes, no

121
se puede decir que el hombre esté hecho a imagen de Dios (privi­
legio del Hijo), sino sólo según la imagen o «a imagen de la ima­
gen»238.
Por lo tanto, Orígenes no incluye la humanidad de Cristo en la
imagen de Dios; ésta es solamente, como en todos los hombres,
una imagen de la imagen. Sin embargo, desempeña un papel pre­
eminente como imagen intermediaria (tras el Verbo) y como mo­
delo inmediato de nuestra imitación. Es también «la sombra de
Cristo Nuestro Señor», bajo la cual vivimos.
El «según la imagen» no concierne al cuerpo, pues en tal caso
habría que suponer que Dios es corpóreo. Concierne al alma, o más
bien a su elemento superior «hegemónico»: la inteligencia, el logos.
El «según la imagen» procura la afinidad con el Padre, con «El que .
es», según las palabras que Moisés oye en la zarza ardiente. Las cria­
turas dotadas de razón reciben por obra del Hijo la divinización y
se perfeccionan en ella hasta que el «según la imagen» se convierte
en una semejanza perfecta. La imagen, en efecto, tiende natural­
mente a unirse al modelo y a reproducirlo. El «según la imagen» es
también una afinidad con el Hijo, según lo que Orígenes llama sus
denominaciones (epinoiai), que corresponden a los atributos que re­
viste el Hijo en relación con nosotros: la cualidad de Hijo adoptivo
del Padre, de Ungido, de Sabiduría, de Verdad, de Vida, de Luz. En
su calidad de Logos, el Hijo nos convierte en logika. Pero si, a ins­
tancias de los demonios, nos apartamos de Dios, nos convertimos
en aloga,, animales privados de razón, bestias espirituales. El «según
la imagen» nos define. Es el fondo de nuestra naturaleza, nuestra
«principal sustancia». El «según la imagen» hace que encontremos
a Dios en el fondo de nuestro ser, puesto que, según el principio de
la filosofía griega, «sólo lo semejante conoce a lo semejante»239.
El pecado no puede destruir el «según la imagen». Este sigue
siendo puro bajo las imágenes diabólicas o bestiales que lo recu­
bren, como el agua en el pozo de Abraham, que los filisteos habían
llenado de fango. Pintado por el Hijo, es «indeleble». Pero es el
propio Hijo encarnado quien, como Isaac, limpiará el pozo del al­
ma de las inmundicias acumuladas y revelará el agua viva.
El pintor de esta imagen es el Hijo de Dios. Pintura de tal calidad y po­
der que su imagen puede verse oscurecida por la negligencia, pero no des­
truida por la malicia. La imagen de Dios siempre subsiste en ti, incluso
cuando le superpones la imagen de lo terrestre. De este último cuadro, tú
eres el pintor. ¿La lujuria te ciega? Es que has aplicado un color terrestre.

122
¿Ardes de concupiscencia? Has mezclado otro color [...]. Así pues, con va­
rias especies de malicia y con la combinación de varios colores tú mismo
pintas esa imagen de lo terrestre (imaginem terreni). El hombre pinta su
imagen con la paleta de sus pecados240.
Al término del argumento dinámico del «según la imagen» se
encuentra por fin -pero no en este mundo- la semejanza. La ho-
moiosis coincide con el conocimiento de Dios cara a cara, del mismo
modo que el «según la imagen» coincide con el principio del co­
nocimiento. Y así se alcanza el objetivo que Platón establecía para la
vida humana, a través de la redención de Cristo.
Orígenes provocó un estallido teológico, cuyo espíritu y conse­
cuencias se extendieron en todos sentidos y han llegado hasta la ac­
tualidad. En particular, se halla en el origen de una corriente clara­
mente diferenciada que podemos llamar origenismo y que empuja
el tema de la imagen divina por un camino que lo llevará a la ico­
noclasia. El sistema de Orígenes y la cosmología origeneana hacen
que la representación plástica de lo divino se vuelva problemática.
Hay dos puntos decisivos en esta cosmología sistemática. El prime­
ro es la cristología. Orígenes escribe:
El Señor es llamado «verdadero» por oposición a la sombra, la figura y
la imagen; pues así es el Verbo en el cielo abierto: y no está en la tierra co­
mo está en el cielo, porque al hacerse carne se expresa por medio de som­
bras, figuras e imágenes. La multitud de los supuestos creyentes aprende
de la sombra del Verbo y no del verdadero Verbo de Dios, que está en el
«cielo abierto»241.
Por lo tanto, Orígenes, que no obstante es hostil a los gnósticos,
parece esbozar la oposición entre el exoterismo, el de los simples y
los ignorantes que se limitan a la humanidad de Cristo, y el esote­
rismo, como mínimo un conocimiento superior, que alcanza la con­
templación del Verbo tal y como es «en los cielos abiertos». La En­
carnación se concibe como una adaptación pedagógica por la que
Dios se pliega a las capacidades humanas. Indica el camino espiri­
tual mediante el que la flaqueza humana avanza y deja atrás esa En­
carnación para llegar al conocimiento del Verbo en sí. Los hechos
de la vida de Cristo, incluida su Pasión, son los grados inferiores de
una iniciación elemental. La Encarnación aparece como un paso
provisional, puesto que el Verbo regresa, en la Resurrección, a su
estado primitivo. El objetivo del conocimiento es contemplar al

123
«Logos desnudo», despojado de su ropaje de carne. El cuerpo de Je­
sús es «la imagen terrena» de las «realidades superiores»242. Por lo
tanto, hay una separación entre el Verbo y el hombre Jesús. Este es
el instrumento, la manifestación del Verbo: no es el objeto revelado
en sí mismo. Desde este punto de vista, la representación de Cristo
sólo puede ser la imagen de la imagen de una Imagen.
El segundo punto, que de hecho domina al primero, es su an­
tropología. Los gnósticos se preguntaban cómo un Dios bueno y
justo había podido crear un mundo lleno de desigualdades, que van
del ángel al hombre. ¿Cómo había podido dar nacimiento a un
hombre entre los hebreos, junto a la ley divina, o entre los griegos,
junto a la sabiduría, y luego entre los negros caníbales o entre los
escitas parricidas?
Orígenes, para defender la justicia de Dios y la libertad contra el
pesimismo y el fatalismo gnósticos, sugiere la teoría de la preexis­
tencia: en el origen, los espíritus son creados iguales, semejantes y
libres. La libertad supone la mutabilidad: «La libertad empuja a ca­
da cual, ya sea a perfeccionarse mediante la imitación de Dios, ya
sea a degradarse por negligencia»243. Si el espíritu no se aparta de
Dios, constantemente recibe algo de Dios. Sea lo que sea, lo es por
obra de la gracia. La condición de la naturaleza, en Orígenes, es
problemática. Pero si el espíritu se aparta de Dios, si se detiene por
cansancio o temor al esfuerzo, se convierte en una physis, una natu­
raleza determinada. Orígenes dice que estos espíritus se han «en­
friado». Ahora bien, todos los espíritus -excepto el alma preexis­
tente de Cristo- cayeron en su día. Según la magnitud de la caída,
se convirtieron en jerarquías angélicas, cuerpos celestes y razas hu­
manas. El pecado de cada cual determinó su suerte. Algunas almas
no habían pecado tanto como para caer hasta el rango de los de­
monios, ni eran lo bastante leves como para quedarse con los án­
geles: Dios hizo para ellas el mundo que conocemos, y las unió a los
cuerpos para castigarlas. Así se explica la jerarquía cósmica de los
caelestia (ángeles y astros), de los terrestriay de los demonios.
Estas tres clases de seres espirituales no están separadas en com­
partimentos estancos. El amor de Dios y el libre albedrío siguen
siendo inamisibles, y en consecuencia, haciendo el bien o el mal, ca­
da cual puede elevarse o caer más bajo todavía.
¿Cuál es la condición del cuerpo en el mundo de los bgíka caí­
dos? El cuerpo no forma parte de la naturaleza de ningún ser, pues­
to que no hay naturaleza; ésta depende absolutamente de Dios y de
los dones de su gracia. En el origen, todos los espíritus son incor-

124
póreos. Pero, en la caída, todos asumen un cuerpo. ¿Podemos de­
cir que el cuerpo sea un mal, como pretenden los platónicos y los
gnósticos? No es un mal en sí, puesto que ha sido creado por Dios.
Pero es un castigo, y para Orígenes un castigo es también un medio
de curación. La apocatástasis, la reintegración de todos, es un re­
greso a la pura espiritualidad. No se niega la resurrección de los
cuerpos, pero se trata sólo de una etapa en ese regreso: el cuerpo
glorioso es un grado intermedio entre el cuerpo terrestre y animal,
y el estado de espíritu puro.
De lo cual deducimos que el hombre es su alma. Sólo es corpó­
reo por accidente, y en realidad su corporeidad no forma parte del
designio creador de Dios. Por eso Orígenes opone a las imágenes
muertas de los paganos las verdaderas imágenes de Dios: los cristia­
nos que llevan en su alma la belleza de las virtudes divinas. Puesto
que sólo el alma es a imagen de la imagen de Dios («imagen de la
que el Hijo es el pintor»244), el único culto conveniente es el que se
celebra en las almas cristianas, y las únicas estatuas e imágenes que
hay que erigir son las de las virtudes que moldean el alma a imagen
de Dios.
Estamos convencidos de que a través de tales imágenes debemos hon­
rar al prototipo de todas las imágenes, la imagen del Dios invisible, el Dios
monogeno (el Hijo)245.
En lugar del término «ver», demasiado corporal, Orígenes pre­
fiere «contemplar» (theorein), más intelectual. Orígenes e Ireneo pa­
recen protagonizar una bifurcación en los inicios cristianos. Del la­
do de Ireneo se encuentra la confianza en la materia y en el cuerpo,
cuyo estatuto ontologico queda garantizado, englobado en el de­
signio divino, capaz de Dios. Si hay un arte origeneano, se tratará
de un arte con el punto de mira en lo espiritual, lo invisible, lo in­
terior, el alma. Con Ireneo hallaremos la pintura que no teme ni el
desnudo ni la familiaridad con las cosas divinas: Veronés, Rubens.
Con Orígenes veremos la aproximación oblicua, indirecta y alusiva
a las cosas santas: los simbolistas, en todo caso los músicos.

G regorio de Nisa: la im agen evanescente


Para Gregorio, la imagen no equivale a la analogía desnivelada
del mundo sensible respecto al mundo inteligible, como pensaba

125
Platón. Sino, siguiendo a Filón, una afinidad, una comunidad de
naturaleza. Cuando se trata del Logos divino, imagen del Padre, la
igualdad de naturaleza es perfecta. Cuando se trata del hombre, la se­
mejanza es directa, por desigual que sea. Filón situaba al cosmos co­
mo imagen intermediaria. Gregorio le reserva este privilegio sólo al
hombre: «El cielo no fue hecho imagen [icono] de Dios, ni la luna,
ni el sol, ni nada de lo que fue hecho en la Creación»246. La simili­
tud es completa. «Lo que ha sido creado a imagen de Dios posee
una completa similitud con su arquetipo. Es espiritual como él, in­
corpóreo como él.» La imagen significa una participación sobrena­
tural en la santidad de Dios. Por eso Gregorio compara a Dios con
«un pintor que hace florecer su imagen, la transforma en su propia
belleza y revela en ella su propia excelencia»247. La imagen concier­
ne a la vida intelectual (nous) y a la vida espiritual (pneuma), que
componen la naturaleza (phusis) del hombre en el estado en que
fue creado. La vida animal, psíquica o somática, es un accidente so­
breañadido. Observemos de pasada que en la teología occidental,
muy al contrario, la naturaleza abarca la vida animal y la vida inte­
lectual, y el sobreañadido es la vida espiritual sobrenatural.
La naturaleza humana, en su estado de creación, es inmortal y
asexuada. La creación «hombre y mujer» es una segunda etapa de
la creación, en previsión del fracaso de la primera: Dios, previendo
que la libertad del hombre no se inclinaría hacia el bien, y para dar­
le una oportunidad de volver a su lado, le arrebató al hombre el mo­
do angélico de propagación y le dio otro, de naturaleza animal. Por
lo tanto, la sexualidad es el resultado de una degradación. Y, por
dar cobijo a las pasiones, es también fuente de otras degradaciones.
En la teología occidental hay una naturaleza humana, a la que se
sobreañade la gracia, que perfecciona la semejanza. Para Gregorio,
lo primitivo es la vida del hombre según la imagen. El hombre na­
tural positivo viene después. La vida en la tierra no es ni estable ni
real: el verdadero lugar del hombre es el paraíso. En el origen, el
hombre poseyó la beatitud. Era el entorno adaptado a su naturale­
za, donde el hombre vivía sin pasión, sin sexo, incorruptible. Cristo
«restablece en su beatitud original a quien fue exilado del Paraíso y
sumido en el abismo de la vida terrestre»248.
¿Pero dónde está el hombre conforme a su naturaleza? No le ve­
mos, porque ha revestido las «túnicas de piel», es decir, la existen­
cia biológica y la afinidad con la vida animal. «Estas cosas sobrea­
ñadidas a nuestra verdadera naturaleza son la unión de los cuerpos,
el parto, la lactancia, la alimentación, el deseo, la adolescencia, la

126
madurez, la vejez, la enfermedad, la muerte»249. Todas estas cosas
que Gregorio devaluó llegaron a ser radicalmente maléficas para el
gnosticismo. La ortodoxia de Ireneo sólo consideraba la enferme­
dad y la muerte como consecuencias de la caída, incompatibles con
la naturaleza del hombre. La unión de los cuerpos, los actos de en­
gendrar o de alimentarse eran, al contrario, una bendición.
Las túnicas de piel representan el conjunto de la vida animal, to­
do lo que el hombre y los animales tienen en común. Sin embargo,
el cuerpo puede conocer estados más elevados. En lugar de las tú­
nicas de piel, el hombre puede revestir lo que, en La vida de Moisés,
Gregorio llama «la túnica del Gran Sacerdote»250. Para Filón, ésta
era símbolo del cosmos, y era azul. Para Gregorio, representa el ca­
rácter celestial de la vida purificada. Es una túnica ligera, aérea, que
corresponde al cuerpo pneumático. En resumen, despojado de las
túnicas de piel mediante la ascesis, el hombre recupera un cuerpo
adecuado a su naturaleza. No está incluido en la imagen de Dios,
porque sólo el alma es afín a ella. Pero la dignidad del alma se re­
fleja en el cuerpo. El cuerpo depende del alma, como ésta de Dios.
Es espejo de espejo, imagen de imagen. Así, el cuerpo «refleja» la
gloria de Dios del mismo modo que el Salmo nos dice que el cos­
mos refleja la gloria de Dios. Gregorio, siguiendo al estoicismo me­
dio y «El sueño de Escipión», ve en el cuerpo un microcosmos251.
Por lo tanto, si el universo entero es como una armonía musical cuyo
autor e intérprete es Dios, si el hombre es un universo reducido y a la vez
es la réplica de quien ordena el universo, es natural que lo que la razón
descubre en el gran cosmos lo vea también en el pequeño, pues la parte
es de la misma naturaleza que el todo252.
El cuerpo ha sido hecho a imagen del mundo, y (sólo) el alma
es la imagen de Dios.
Las túnicas de piel, es decir, el cuerpo en su condición mortal -se­
xuada-, son una carga y un remedio a la vez. Fueron otorgadas al
hombre para que el mal no guíe su elección, que Dios preveía erró­
nea y que, de haber sido el hombre un espíritu puro, lo habría con­
denado para siempre al mal. A través de la vía purgativa, de la asce­
sis, el hombre se despoja de las túnicas de piel. Regresa por etapas al
paraíso, a la primitiva beatitud. Renunciando a las pasiones e incluso
al matrimonio «abandona las ropas, la carne». Al final de los tiempos
dejará de compartir la condición animal. La humanidad alcanzará su
Pleroma y será restablecida en la vida angélica de los orígenes253.

127
Tal es la condición inferior, precaria y pastera del cuerpo en su
estado actual. La Encarnación divina no la ha modificado realmen­
te. En este punto, Gregorio hereda el esplritualismo, o al menos el
antihylismo, el antisomatismo de Platón, Filón, Plotino y Orígenes.
Si hay un lugar donde se refleja la imagen divina, es el alma virtuo­
sa, purificada, «apática».
Si llevas una vida correcta y lavas el barro que te ensucia el corazón, la
belleza deiforme brillará de nuevo en ti. Pues lo que se asemeja al bien es
bueno. Así el corazón, viéndose a sí mismo, verá en sí a aquel a quien bus­
ca. Y así, el que es puro de corazón merece que le llamen bienaventurado,
puesto que al mirar su propia belleza ve en ella al modelo. Al igual que
quien mira el sol en un espejo, aunque no mire directamente al cielo, ve el
sol en la claridad del espejo, así vosotros, aunque vuestros ojos no puedan
percibir la luz, tenéis en vuestro interior lo que deseáis; si regresáis a la gra­
cia de la imagen (kharis tes eikonos) que os fue inculcada al comienzo254.
No estamos lejos de la doctrina del Fedón, donde lo puro se une
a lo puro; de la doctrina de Plotino, donde se compara la purifica­
ción al desbaste de una estatua. Sin embargo, hay una diferencia. El
alma se convierte en el espejo donde se refleja la belleza divina me­
diante algo más que un esfuerzo de purificación. De hecho, lo que
permite la purificación es la Presencia divina, la santidad divina. Pu­
reza y Presencia son idénticas, y no es sorprendente que el alma,
contemplando su pureza, vea a Dios, puesto que Dios está en ella y
es su fundamento. Dios no es intrínseco al alma -como en Plotino-,
pero el alma posee una libertad que puede inclinarse hacia Dios, y
Dios, entonces, le insufla vida.
Los rayos de la verdadera y divina virtud, reflejados en una vida purifi­
cada por la apatheia que emana de ella, reflejan el sol en nuestro espejo,
hacen visible lo invisible y comprensible lo inaccesible255.
Así que el hombre sólo encuentra a Dios dentro de sí porque
Dios entra en él. El alma no posee una naturaleza divina cuya con­
templación equivalga a contemplar a Dios. Sólo es divina por la gra­
cia de una deificación extrínseca. Pero ¿es realmente posible con­
templar la imagen divina? Gregorio propone una vía que debe
recorrerse en etapas sucesivas. El hombre regresa al paraíso y a su
condición primitiva mediante la purgación y el bautismo. Luego
mediante la lucha contra las pasiones, hasta llegar al total desapego

128
de la apatheia. Luego mediante la contemplación intelectual: la theo-
ria. Pero ésta conduce al éxtasis, en el que la visión desaparece. La
imagen divina se disuelve en la tiniebla mística que explica la teo­
logía negativa.
Para entrar en este movimiento, sigamos el último tratado de
Gregorio, La vida de Moisés. Gregorio confiere un sentido alegórico
a cada episodio de la vida del profeta. Y así vemos a Moisés, en el Si-
naí, entrando en la tiniebla:
El texto nos enseña que el conocimiento (gnosis) religioso, en primer
lugar, es luz para quienes lo reciben [...]. Pero a medida que el espíritu
avanza [...] y se acerca a la contemplación, ve que la naturaleza divina es
invisible [...]. Y en esto consiste el verdadero conocimiento de aquel a
quien busca y su verdadera visión, en el hecho de no ver256.
Por lo tanto:
Todo concepto formado por el entendimiento para intentar compren­
der y definir la naturaleza divina sólo sirve para modelar un ídolo (eidolon)
de Dios, no para conocerlo257.
Moisés desea ver a Dios cara a cara. Dios consiente, pero a la vez
le explica que «lo que desea excede la capacidad humana». Y por lo
tanto, afirma Gregorio, empuja a Moisés a la «desesperación»258.
Moisés debe comprender que la voz divina «le concede lo que pide
precisamente porque se lo niega». La visión de Dios se limita al de­
seo de la visión, aún más, se identifica con él: «[...] pues en esto con­
siste la verdadera visión de Dios, en el hecho de que quien alza los
ojos hacia él no deja nunca de desearla»259.
Por lo tanto, hay que desechar la esperanza de poseer un icono
estable de lo divino, porque «el deseo de lo Bello que empuja a es­
ta ascensión no deja de aumentar a medida que se avanza hacia lo
Bello»260. El hombre sólo encuentra su estabilidad en este movi­
miento indefinido. Su estabilidad es «como un ala en su viaje a las
alturas»261. El icono se disuelve a medida que nos acercamos a él; y
el único icono verdadero es esa disolución.
En Gregorio de Nisa se entremezclan la Biblia, Platón, Filón y
Orígenes. Es posible considerarlo parte de la ortodoxia, como ha­
cen Daniélou y Leys, o leerlo, como Urs von Balthasar, desde su pro­
pia filosofía, y no voy a entrar en discusiones con los eruditos que
lo han estudiado de cerca. Pero si observamos el destino del arte

129
cristiano de Oriente, ya se trate de oleadas iconoclastas o del hiera-
tismo que define los límites del icono, hay que reconocer que el ca-
padocio es uno de los que lo empujaron, en sus inicios, a tomar la
dirección que tomo. La radical imperfección del cuerpo, el impul­
so de abandonarlo, el concepto de cuerpo pneumático -que rena­
cerá como cuerpo astral para los esoteristas, en una versión adulte­
rada-, el descrédito de la sexualidad como tal -que en su caso
sorprende, puesto que fue uno de los pocos Padres de la Iglesia que
conoció el matrimonio (a menos que éste fuera precisamente el
motivo de su rechazo)- forman uno de los polos de su pensamien­
to. El deseo de Dios, deseo «insatisfecho» y aguzado por la «deses­
peración», la dialéctica sin fin de la epectase, la búsqueda de una ima­
gen divina que se hunde en la oscuridad a medida que uno se
acerca a ella, la reducción de la satisfacción al deseo y de la visión a
la tiniebla forman el otro polo. Si sólo hubiera existido Gregorio de
Nisa (y Orígenes), y si no hubiera habido arte cristiano, sería natu­
ral pensar que lo segundo explica lo primero.
En Gregorio hay una estética, pero excluye las obras y las repre­
sentaciones de modo aún más radical que Plotino, hasta el punto de
que las obras que a pesar de todo consiguen nacer en ese clima na­
cen atormentadas por su propia negación.
Orígenes y Gregorio son amantes de la belleza y a la vez desespe­
ran de la obra. En La creación del hombre, encontramos este pasaje:
Puesto que lo divino es la belleza suprema y el mayor de los bienes, ha­
cia el que se inclina todo lo que desea lo bello, decimos que el espíritu
(nous), formado a imagen de la más alta belleza, sigue estando en lo bello
en la medida en que participa en la semejanza del arquetipo, en la medi­
da en que es capaz de ella, pero que se ve privado de la belleza en cuanto,
de un modo u otro, abandona este dominio [...]. Mientras los grados de­
penden unos de otros, la participación en la verdadera belleza se comuni­
ca por analogía a través de todos los grados, el grado superior hace bello
al inferior, que depende de él. Pero si en esta cohesión se produce una
ruptura y si, contrariamente al orden, lo superior va en pos de lo inferior,
se revela la deformidad de la materia abandonada por la naturaleza (pues
la materia en sí misma es informe y sin arte alguno) y esta deformidad des­
truye la belleza de la naturaleza, que por su parte recibía su belleza del es­
píritu. Así, la fealdad de la materia penetra, a través de la naturaleza, has­
ta el mismo espíritu, y hace que desaparezca de su estructura la imagen de
Dios262.

130
Si un artista se aplica este texto, se dará cuenta de que lo que im­
porta no es hacer -pues hacer supone cierta conversión a la mate­
ria-, sino volverse hacia la fuente de la belleza. Por lo tanto, la obra
verdadera será la actitud interior que adopte el artista, la pura vo­
luntad artística de la que su persona sea ejemplo. Y para dar a co­
nocer el nuevo estado de su alma -la única obra de arte- presenta­
rá testimonios que podrán ser actos de odio o actos de destrucción
o actos de parodia de lo que no es esa actitud interna, es decir, de
lo que vulgarmente, hylicamente, se considera obra de arte. Una de
las corrientes del arte, a partir del dadaísmo y de Duchamp, es li­
brarse de la obra de arte para esculpir mejor la estatua interior, y, pa­
ra conseguirlo, derribar cualquier estatua exterior, cualquier obra
pasada y presente, despreciar el arte para exaltar al artista. Quemar,
lacerar un lienzo, mancharlo de excrementos, ser violentamente sá­
dicos con la pintura, para después procurarle al objeto así surgido
los mayores cuidados y vigilar celosamente su presentación en una
bienal: este contraste, que divertía a Robert Klein, se explica fácil­
mente263. Lo que el artista crea y después protege es un testimonio
visible, de probada autenticidad, de una actitud interior invisible, la
de la aspiración o el apego a la fuente divina de la belleza.

A gustín: la inspiración del poeta


Leyendo a Agustín, el europeo occidental tiene la impresión de
regresar al hogar. No sólo porque el agustinismo está tejido con el
hilo de nuestras tradiciones, hasta el punto de que lo hallamos en
mayor o menor grado en casi todas nuestras obras. Aunque no hu­
biera sido uno de los arquitectos de nuestra casa, y aunque esta ca­
sa hubiera sido construida con materiales más antiguos que los su­
yos -como de hecho ha ocurrido-, seguiríamos considerándolo un
anfitrión amistoso que nos invita a habitarla. Se dice que su teolo­
gía es severa y sombría, pero no nos resulta ajena. Nos «repatria». Y
sin embargo, cuando buscamos en Agustín los temas correspon­
dientes a Gregorio u Orígenes, vemos que adopta posiciones simi­
lares. Pero lo que resulta significativo son las diferencias.
La doctrina agustiniana de la imagen está en la línea del orige-
nismo, porque no sitúa la imagen de Dios en el cuerpo del hombre,
sino en su alma, y concretamente en su mens. La superioridad sobre
los animales es indicio de ello, porque el alma animal no posee la
vatio o la mens, que es la sede de la imagen.

131
El alma es imagen gracias a su capacidad de conocer a Dios. Dios
la crea en dos momentos ontológicos. En el primero, el alma se ca­
racteriza por su ausencia de determinación y de forma. Es la fase de
la materia spiritualis o de la informitas. Pero, en tanto que espíritu y
capaz de conocimiento, el alma se unifica mediante un movimien­
to de conversión hacia Dios, en virtud del cual recibe su forma y ac­
cede al conocimiento de Dios y de sí. Es la fase de la formatio. La
constitución del espíritu creado (ya sea ángel u hombre) «coincide
con la iluminación intelectual mediante la que ese espíritu conoce
el Verbo de Dios y se conoce en él, sin dejar de distinguirse de él»
(Gilson).
Esta primera luz fue creada de manera que en ella se produjo el cono- ·
cimiento del Verbo de Dios por el que fue creada, y este conocimiento
consistió en que ella, a partir de su informidad, se inclinó hacia Dios, que
la formaba, y así fue creada y formada264.
Esta conversión que funda el conocimiento de Dios y de sí no es
posterior a la creación del espíritu, sino que forma parte de su cons­
titución. Sin embargo, es libre. La criatura debe confirmar su con­
versión mediante un acto de libertad en virtud del cual sigue vol­
viéndose hacia Dios. Aquí entra enjuego, tanto para el ángel como
para el hombre, la posibilidad del pecado.
Por lo tanto, la esencia del alma humana es conocer a Dios: Prin­
cipóle mentís humanae quo novit Deum vel potest noss#65. El conoci­
miento sólo llega a ser perfecto al final del camino, cuando el alma
vea a Dios tal como es y haya superado el oscurecimiento debido al
pecado. La naturaleza del hombre, a diferencia de la del ángel, cu­
ya elección es inmediata y definitiva, permite que la elección se lle­
ve a cabo y se desarrolle en el tiempo. Es un ser histórico, pues cons­
tantemente se apela a su libertad. Incluso con el pecado, la imagen
es inamisible:
La imagen puede desgastarse hasta casi desaparecer, puede oscurecer­
se y desfigurarse o puede ser clara y bella, pero no deja de ser (semper estf66.
En esta doctrina vemos la huella de Plotino, que distingue un
movimiento de dispersión a partir del Uno y un movimiento de re­
torno al Uno mediante el cual lo múltiple se convierte en ser y en
inteligencia. Pero Agustín introduce una relación de persona a per­
sona entre Dios y su criatura, plantea de una y de otra parte un ac-

132
to de libertad, y sitúa este exitus-reditus en el tiempo histórico indi­
vidual y cósmico.
Si nos remitimos a su concepción del cuerpo, descubrimos que
Agustín es mucho menos etéreo que sus compañeros de platonis­
mo. Mantiene la igualdad de dignidad de «hombre y mujer» de la
creación (la mujer también posee una mens) y se basa en el fecit eos
et benedixit eos para excluir la idea de la creación de un ser andrógi­
no267. Sobre si el cuerpo del primer hombre era animal o espiritual,
afirma, contra Gregorio de Nisa, que puesto que el primer hombre
fue un hombre terrestre, su cuerpo sólo podía ser animal268. Más
concretamente, y de nuevo contra Gregorio, considera que no exis­
te ninguna razón válida para negar, desde la vida paradisíaca, la mul­
tiplicación de la especie humana mediante la sexualidad. Como má­
ximo, la libido no tendrá parte en la unión sexual, para la que basta
con solo piae caritatis affectu. Lo que Agustín le reprocha a la libido
en la actividad sexual y en la condición pecadora es que escapa al ar-
bitrium de la voluntad: «El hombre, que desobedeció a Dios, siente
la desobediencia de sus propios miembros». La sexualidad en sí no
es una degradación. El cuerpo del hombre es un bien, e incluso, pa­
ra cada cual en particular, un gran bien. El alma se vale de él269.
Pero la originalidad de Agustín no está en la inflexión que dio a
los temas teológicos y filosóficos heredados de los platónicos cris­
tianos, sino en el giro, prodigiosamente personal, que le dio a la
idea de contemplación. Agustín buscaba sus fuentes en Plotino y
leía en la obra de éste sus propias ideas, creyendo reconocer al Pa­
dre en el Uno, y al Verbo en la Inteligencia y en la creación. Pero
Plotino se resiste a esta anexión270. La relación con lo divino y con
el mundo no puede ser igual si la relación de Dios con el mundo es
la generación y la emanación o si es la creación. En el plotinismo,
sólo existen relaciones de generación y de emanación. Por lo tanto,
hay un continuum desde el Uno hasta los confines del mundo: todo
es divino, aunque cada vez menos. Para Agustín, que es cristiano,
un abismo ontologico separa radicalmente al Creador y a la criatu­
ra. En la doctrina de Plotino se puede llegar mucho más allá del pri­
mer principio sin abandonar lo divino. En el reino divino de lo in­
teligible, el alma está en su elemento. Y encuentra en sí misma la
luz que la ilumina, porque ella misma es esa luz. Para volver a la «pa­
tria», basta con que el hombre tome conciencia de su verdadera na­
turaleza.
Para Agustín, esto no es posible. El alma agustiniana no puede
contar consigo misma para recibir la luz divina, luz que no posee.

133
Debe recibirla de Dios, y esta luz ha sido creada, como el alma. Por
lo tanto, la iluminación presupone la creación.
Entre el retorno in situ del alma plodniana hacia su luz y su principio
propios, y la elevación progresiva del pensamiento agustiniano hacia la
causa trascendente de su verdad, no sólo hay una diferencia de grado, si­
no también de naturaleza271.
De lo cual se deduce que la contemplación agustiniana no pue­
de huir simplemente hacia el interior, rompiendo los lazos con el
mundo exterior. Necesita una mediación. Incapaz de alcanzar a
Dios en sí mismo (salvo, quizás, en el caso excepcional del éxtasis),
debe considerarlo en sus obras, es decir, en el mundo de los cuer- .
pos, del que el hombre forma parte, y a continuación en el alma,
que es su imagen más clara. «Contemplar es prestar a las cosas una
atención continua, que constituye la pregunta cuya respuesta es la
visión misma de esas cosas»272. Esta dialéctica se resume en una fa­
mosa frase:
Pues los hombres pueden evocar las cosas mediante los signos que son
las palabras, pero quien enseña, el verdadero Maestro, es la Verdad inco­
rruptible, el único maestro interior que ha llegado a ser también maestro
exterior [el Verbo encarnado] para llevarnos desde el exterior hacia el in­
terior273.
Esta concepción otorga consistencia a tres elementos: el Verbo
que enseña; el mundo que contiene las «razones causales», las «ra­
zones fundamentales» qué el Verbo ha introducido en él y gracias a
las cuales ha sido creado; y el discípulo que, discerniéndolas en sí
mismo y a su alrededor, se eleva bajo la luz del maestro hacia su
Creador. Agustín recupera, en una doctrina diferente, la antigua in­
tuición que permitía la creación de las obras gracias a la inspiración
demónica de los dioses, pues las obras forman parte de esa presen­
cia de sí en el mundo a la que el hiperespiritualismo de Orígenes y
de Gregorio no se resignaba.
Por ello Agustín, en su obra propiamente estética, De música, re­
curre a Varron, a Posidonio, a la tradición estoica. Al contrario que
Plotino, restaura la unidad, la armonía, la igualdad y el número co-\
mo «fuente de la belleza»274. Dios no está celoso de las bellezas tem­
porales. Basta con jerarquizar correctamente los tipos de belleza,
no desdeñar los superiores, no ser prisionero de los inferiores. Ca­

134
da «número» es bello en su género y debe ser amado por su orden,
ya sea el de la tierra (progresión de 1 a 4; el centro, la longitud, la
anchura y la profundidad: cuerpo completo), el del agua, el del ai­
re o el del cielo, que es el más puro y perfecto. Pero aún más arri­
ba se hallan las armonías racionales de las almas santas y biena­
venturadas, e infinitamente más arriba se halla Dios, que lo
gobierna todo. En cada grado hay que regocijarse en proporción,
«pues el deleite es como un peso del alma» y la ordena de forma
natural275.
Agustín cartografía este itinerario del alma que va desde las co­
sas hasta Dios -y viceversa- para formar un cosmos lleno de la ima­
gen divina, y un Dios lleno de imágenes cósmicas, que son sus Ideas.
Tal vez ahí exista, como sugiere Gilson, una imposibilidad debida a
un bloqueo de la Biblia por parte del plotinismo:
El problema de la relación mutua de una pluralidad de dioses, todos
ellos contenidos en el orden de lo múltiple, no corresponde en absoluto
al problema de la relación de una multiplicidad de seres, ninguno de los
cuales es un dios, con el único Ser que es Dios [...]. Agustín hizo una ten­
tativa, sin duda imposible, de interpretar la creación en términos de par­
ticipación276.
Un error, quizás, pero también felix culpa, porque conduce a la
más grandiosa y fascinante de las poéticas.
No cabe duda de que el Dios de Agustín es el Dios de Abraham,
de Isaac y de Jacob, que creó el cielo y la tierra. Pero, al crear la ma­
teria, ¿creó algo más? Sí, pues el acto creador causa el ser, y la Biblia
nos obliga a creerlo. Pero Agustín también hereda la noción plató­
nica de la materia, concebida como un casi no ser. Agustín, cuya fi­
losofía es esencialista, dice que el acto creador afecta a la materia y
a la forma; la materia, que es aquello de lo que está hecha la creación,
y su síntesis con la forma, que es lo que ha sido hecho. Una criatura
es un compuesto de materia y de forma, un concreatum cuya causa co­
mo ser total es Dios. Y así evita la participación platónica277.
Dios crea la materia «informe». Ya es algo. Al darle forma, «hace
y perfecciona». Hace: conduce al ser, a la unidad, aquello que era
un ser en potencia, una pura capacidad de recibir la forma. Pero a
la vez perfecciona: el Verbo creador imprime a la materia, que ten­
día a la nada, un movimiento de conversión hacia sí, que imita la
cohesión del propio Verbo con su Padre.

135
Al igual que el Verbo es la perfecta imagen del Padre en virtud de su
perfecta adhesión a él, la materia se convierte en una imagen imperfecta
del Verbo y de sus Ideas gracias a su conversión hacia él; crear es producir
lo informe y, de manera indivisible, conducirlo hacia sí para formarlo278.
De todo esto se deduce que el mundo se asemeja a Dios, y que
esta semejanza fundamenta su inteligibilidad e incluso su existen­
cia. Todo lo que es, sólo es por participación en las Ideas de Dios.
Las almas son castas por participación en la Castidad en sí, sabias
por participación en la Sabiduría, bellas por participación en la Be­
lleza. Pero sólo se asemejan las unas a las otras y a Dios por partici­
pación en la Semejanza en sí, que no es otra que el Verbo, imagen
perfecta del Padre. El mundo está compuesto de imágenes que só­
lo son tales a causa de las Ideas que representan, y porque existe
una Imagen en sí gracias a la cual todo lo que es puede asemejarse
a Dios.
Para que una semejanza sea una imagen, tiene que tratarse de
la semejanza de un ser engendrado con aquel que lo engendró. Un
espejo en el que un hombre se mira produce una imagen, porque
el hombre la ha engendrado. El Verbo es la imagen de Dios por­
que el Padre lo engendró a su semejanza. Esta relación de Dios
consigo mismo es la fuente de todas las relaciones que permiten a
las criaturas llegar a ser y continuar siendo.
La semejanza es un sustituto de la unidad perfecta, que corres­
ponde a Dios. Ser, es ser uno. Dios es absolutamente porque sólo él
es absolutamente uno. Una pluralidad absoluta tendería a la nada.
La semejanza es un término medio entre la unidad absoluta y la
multiplicidad pura. Hace posible la existencia de las cosas creadas;
éstas, sin ser unas, tienen gracias a ella suficiente unidad para sub­
sistir. Un cuerpo material es divisible: por lo tanto, no es realmente
uno. Pero la semejanza le confiere suficiente unidad para alcanzar
cierto grado de ser. El agua se compone de partes de agua. Un ár­
bol o un hombre sólo son árbol u hombre porque entran en un gé­
nero y una especie gracias a la semejanza de los especímenes entre
sí El alma sólo es una si está en posesión de sus habitus y se aseme­
ja a sí misma en el tiempo. La amistad se basa en la semejanza de
las costumbres, etc.
La relación del Verbo con el Padre, que es el origen del Ser y del
Uno, es también el origen de lo bello. Cuando una imagen iguala a
su modelo, entre ambos se establece la simetría, la igualdad, la pro­
porción, es decir, la belleza. Esto es aplicable a los cuerpos natura­

136
les, que son bellos en la medida en que sus elementos constitutivos
se disponen según relaciones idénticas o emparentadas entre sí, de
tal manera que, por semejanza, se remiten a la unidad creadora. Un
arco es más bello si en el lado opuesto del edificio hay otro arco,
porque entre ellos existe una correspondencia. Pero ¿por qué es
agradable esta simetría, que el constructor establece por instinto?
Porque cumple la unidad de una armonía y porque la vemos con
los ojos del espíritu279.
El mundo de Agustín es una imagen que no sólo se basa en el
Uno, sino en el Uno y en el Tres, es decir, en las relaciones trascen­
dentes de las Personas divinas entre sí. Las relaciones intradivinas
de semejanza y de imagen son la fuente de las semejanzas y de las
imágenes que participan vivamente en Dios. Así se compone un
mundo más dinámico, más emocional y más personal que el de la
progresión plotiniana. Porque el mundo es la obra voluntaria de un
Dios cuyo motivo para crear es el amor:
Que nadie piense que en el origen de las obras de Dios hay un amor
que nace de la necesidad, porque ese amor nace, sobre todo, de la sobre­
abundancia de su benevolencia280.
Poros -la Indigencia- no tiene nada que ver con la creación.
Gracias a ese amor, el mundo puede participar en el Ser, en el Uno,
en lo bello, en lo verdadero, y todo lo que existe en el mundo tie­
ne su razón suficiente en el amor de Dios. Pero si el mundo, que
en última instancia es una imagen, sólo se explica mediante Dios,
también debe informarnos sobre la naturaleza de su autor. Por lo
tanto, debemos hallar en la naturaleza las huellas o vestigios que
Dios ha dejado en ella para convertirnos a él y hacernos participar
en su beatitud. Dios es trinidad: si hay vestigios de Dios en la natu­
raleza, deben dar testimonio tanto de su trinidad como de su uni­
dad.
Las analogías que señala Agustín son muy imperfectas. Ninguna
puede expresar la unidad sin excluir la multiplicidad, ni la multi­
plicidad sin alterar la unidad. Las más imperfectas se encuentran en
la naturaleza. Agustín propone toda una serie: mensura, numerus,
pondus; unitas, species, ordo, etc. Prefiere las analogías tomadas de la
esfera del conocimiento o de la sensación. En el orden de la vista,
distingue la cosa vista, la visión de esa cosa, la atención del espíritu
que mantiene la vista fija en el objeto. Si nos limitamos al hombre
interior, encontramos una analogía mejor: el recuerdo, la visión in­

137
tenor de ese recuerdo, la voluntad que los une volviéndose hacia la
visión para contemplarla de nuevo281.
Aunque algo en la naturaleza, que es buena, lleve en sí en cier­
to grado la imagen del Dios trino, la dignidad de imagen corres­
ponde al hombre, en el hombre a su alma, en su alma al pensa­
miento (mens), que es la parte superior del hombre y la más
cercana a Dios. Agustín busca en este ámbito las analogías menos
traicioneras. Entre todas, prefiere estas tres: mens, notitia, amor, me­
moria sui, inielligentia, voluntas; memoria Dei, intelligentia, amor. Esta
última es la más elevada, porque no sólo proporciona la imagen
de las relaciones interiores del alma, sino también de las relacio­
nes del alma con el Dios del que es la imagen. Aquí estamos muy
cerca, y a la vez infinitamente lejos, del consejo trinitario. Para
captar la distancia infinita que separa a la imagen del modelo, bas­
ta con contemplar la perfecta simplicidad de Dios. El alma huma­
na no es ninguna de esas trinidades residuales que Agustín distin­
gue en ella. Son esas trinidades las que están en el alma. Por el
contrario, la Trinidad no está en Dios: es Dios. Al llegar a este pun­
to, el espíritu humano, habiendo reconocido la unidad y las tres
Personas, debe detenerse en el umbral del misterio: no puede ir
más allá.
La poética agustiniana recapitula la Antigüedad y la proyecta, re­
novada, en los siglos posteriores. Como Platón y su escuela —a la que
pertenece-, Agustín vincula lo sensible a lo inteligible, pero esta­
blece pasos y puentes entre ambos mundos. Agustín no abandona
nunca la imagen divina, a la que el filósofo debe renunciar, y toda
la tierra le invita a la contemplación, porque contiene los signos
inagotables de su Creador y porque el Creador puso el alma huma­
na en un cuerpo y le hizo habitar la tierra. Cuando Aristóteles con­
cede a la materia misma una aspiración espontánea a la forma, es
decir, al Bien, está de acuerdo con Agustín, que considera la crea­
ción de las formas una iniciativa de Dios para atraer hacia sí el mun­
do material y hacerlo participar en su gloria.
Agustín no nos priva de la imagen de Dios, puesto que ésta apa­
rece en todas las cosas en cuanto la luz interior nos hace capaces de
ver las cosas tal y como son. La imagen es oscura, pero el maestro
nos enseña a reconocerla poco a poco, en un intercambio entre lo
que vemos en el exterior, lo que vemos dentro de nosotros mismos
y lo que vemos en él. El universo se multiplica entre estos espejos.
Esta progresión hacia la Imagen a partir de las imágenes está go­
bernada por el Verbo, que es la Imagen en sí y generador de regor

138
cijo. Porque se trata de una progresión en estado de gracia hacia la
verdad y la consolidación del ser, o de la naturaleza.
El artista busca, precisamente, esta progresión. Agustín, más que
una teoría del arte, nos ofrece una metafísica del artista. Esta ex­
ploración combinada del mundo y de sí, siguiendo la atracción de
las cosas elevadas que llamamos «inspiración», es la vida misma del
artista. En el cuadro de Poussin que representa la inspiración del
poeta, éste escribe al dictado de Apolo: alza los ojos al cielo, que es
la causa tanto del dictado de Apolo como de la capacidad del poe­
ta para transcribirlo. El artista agustiniano halla su dicha en la tie­
rra, su tiempo aquí abajo, su esperanza en el propio Dios.
Al vincular la contemplación del mundo y la de Dios, Agustín re­
pite la afirmación inaugural de Tales -«Todo está lleno de dioses»-,
pero en singular: todo está lleno de Dios. Gracias a lo cual, la vida
artística como intuición del Ser en lo existente (o cualquier otra
fórmula equivalente a ésta, que viene de Heidegger) está plena­
mente justificada.
La prolongación de la meditación agustiniana en una medita­
ción sobre el artista se impone con tanta fuerza que a Bossuet, des­
pués de desarrollar en sus Elevaciones sobre los misterios las analogías
trinitarias siguiendo estrechamente el De Trinitate, se le escapa una
analogía de su propia cosecha que titula «Fertilidad de las artes».
En el alma del artista entregado a su trabajo descubre la analogía
más expresiva:
Soy un pintor, un escultor, un arquitecto [...]. Tengo mi arte, tengo mis
reglas y mis principios, que reduzco, en la medida de lo posible, a un pri­
mer principio que es uno, y por ello soy fértil. Con esta regla primera y es­
te principio fértil que conforman mi arte, doy a luz en mi interior un cua­
dro, una estatua, un edificio, que en su simplicidad es la forma, el original,
el modelo inmaterial de lo que ejecutaré en piedra, en mármol, en made­
ra, en la tela sobre la que dispondré todos mis colores. Me gusta este dise­
ño, esta idea, hijos de mi espíritu fértil y de mi arte inventivo. Y todo ello
hace de mí un solo pintor, un solo escultor, un solo arquitecto; [...] y.to­
do ello, en el fondo, es mi espíritu mismo, y no tiene ninguna otra sus­
tancia; y todo ello es igual e inseparable.
Bossuet recoge la teoría aristotélica de las causas (reconocemos
la formal, la material, la final, la eficiente) a la luz agustiniana, que
las vincula a la causa trascendente y las conduce a la unidad.

139
El arte, que es como el padre, no es más bello que la idea, que es el hi­
jo del espíritu; y el amor que nos empuja a amar ese bello producto es tan
bello como él; gracias a su mutua relación, cada uno posee la belleza de
los tres. Y cuando haya que llevar a cabo esa pintura o ese edificio, el arte,
la idea y el amor participarán por igual en la ejecución, en una perfecta
unidad [...]282.

140
C apítulo 3
La querella de las im ágenes

I. La p rodu cción de las im ágenes cristianas


No estoy escribiendo una historia del arte. Pero para que mi in­
vestigación no pierda todos sus vínculos con el arte, del que ha par­
tido y al que debe regresar, debo recordar algunos puntos:
1. La lentitud y la extrema modestia del desarrollo del arte pro­
piamente cristiano durante los primeros siglos. En las paredes de las
catacumbas hay pintadas, esbozos, signos, símbolos para iniciados.
Suelen ser símbolos paganos con un nuevo significado. El jardín, la
palmera o el pavo real designan el paraíso terrestre. La nave, sím­
bolo de la prosperidad y de una feliz travesía de la vida, se convier­
te en la Iglesia. El tema erótico de Amor y Psique significa la sed del
alma y el amor de Dios en Jesucristo. Hermes, símbolo de la huma­
nidad, representa al Buen Pastor. Endimión dormido: Jonás bajo el
follaje. También encontramos muchas escenas del Antiguo Testa­
mento: Daniel en el foso, los tres niños en el horno, Adán y Eva.
Sólo a finales del siglo II aparecen los símbolos propiamente cris­
tianos: la multiplicación de los panes (que remite al banquete eu-
carístico), la adoración de los magos (la entrada de los paganos en la
Alianza), la resurrección de Lázaro. Encontramos, finalmente, los
símbolos según el arcano, que sólo una minoría podía comprender:
la viña, y sobre todo el pez, el i.kh.th.u.s., acrónimo de Cristo. Estos
signos se encuentran, sin cambio de estilo ni de tema, de España a
Asia Menor, de Africa al Rin. Se trata de pinturas esquemáticas:
unos pocos trazos en una restringida gama de colores. No son imá­
genes de culto. La Iglesia no impone ningún programa. Son re­
cuerdos, evocaciones de Cristo o de la Virgen, pero no sus retratos. ^
Los artistas de oficio no participan en esta producción, que to­
davía no es un arte. De hecho, los artistas trabajan para el mundo
pagano y foijan las imágenes ante las cuales condenan a los márti­
res. Tertuliano les recomienda que, si quieren convertirse, cambien
de oficio, e Hipólito declara: «Quien sea escultor o pintor, ha de sa­
ber que no debe hacer ídolos, y, si no se corrige, será expulsado»283.

141
2. Con la paz de la Iglesia y la conversión constantiniana da co­
mienzo el arte propiamente dicho, cuyas bases van a determinar los
siglos posteriores. Los grandes exigen un arte elevado, a la altura de
su connoisseurship, y ahora los artistas trabajan sin obstáculos, exal­
tando la nueva fe.
Había un arte pagano imperial: una ligera inflexión basta para
hacer de él un arte cristiano. El filósofo se convierte en Cristo, en
apóstol o en profeta. El tema de la apoteosis imperial se traduce
en la Ascensión de Cristo. A la ofrenda de los presentes correspon­
de la adoración de los magos; al adventus (entrada triunfal del so­
berano), la entrada de Cristo en Jerusalén. El ritual de la corte pro­
porciona un armazón al arte cristiano. Como al emperador y a la
emperatriz se los representaba en sus tronos y rodeados de su sé­
quito, a Cristo y a la Virgen se los representa entre los ángeles y los
santos. En Santa María Maggiore, la Virgen está representada como
Augusta. Una de las primeras pinturas cristianas (de la primera mi­
» ■ *Y

tad del siglo VI), que se conserva en Santa María Antiqua, nos mués-
tra a la Virgen como Basilissa, llevando la diadema imperial, los ro-
pajes y las joyas de sus funciones.
Hay constantes intercambios entre la imagen cristiana y la ima-
\igen imperial. La segunda transmite su fuerza a la primera. En el
mundo imperial, es evidente que la imagen del emperador puede
ser un sustituto jurídico de la presencia del propio emperador. Ha­
ce las veces de su persona. Si el retrato del emperador está presen­
te en el tribunal, el juez decide de modo soberano, como César en
persona. Esta eficacia jurídica y religiosa de la imagen se traslada
con toda naturalidad a las imágenes cristianas. El icono la hereda.
3. La representación por excelencia de Dios, la figura de Cristo,
se estableció de forma muy progresiva. Al principio, evocada por
monogramas o metáforas (Orfeo en los Infiernos, en el cemente­
rio de San Calixto, en Roma; el Hermes-Buen Pastor en el cemen­
terio de Priscila); desde el siglo II aparece en forma de joven im­
:Y berbe, con el pelo rizado, descalzo y vestido con túnica y pallium
(catacumba de San Pretexto), o bien en forma de orador antiguo.
A partir del siglo V, esta diversidad se resuelve en dos modelos: el
adolescente imberbe, envuelto en el himation, derivado del arte he­
lenístico (San Apolinario de Rávena), y el personaje barbudo, con
I el pelo largo, el aspecto majestuoso, severo y melancólico. Este mo­
delo prevalece en Oriente a partir del siglo VI y evoluciona hacia el
Pantocrator del arte bizantino, más imperial que real, hasta llegar a
la imagen abrumadora y feroz de la cúpula central de Daphni (siglo

142
XI-XIl) . En Occidente, Cristo suele seguir siendo imberbe hasta el si­
glo XII; después, la barba hace que se asemeje al modelo oriental284.
Este modelo, según la tradición, está relacionado con la imagen
que el propio Cristo envió al rey Agbar, príncipe de Osroena, rey de
Edessa. La Iglesia de Oriente celebra esta transposición de la ima­
gen no hecha por mano de hombre (aqueiropoieta) el 16 de agosto.
Un fragmento del último tono de las vísperas dice:
Habiendo representado tu purísimo rostro, lo enviaste al fiel Agbar,
que deseaba verte, a Ti, que por Tu Divinidad eres invisible para los que­
rubines285.
Éste fue el origen de los iconos llamados de la Santa Faz y, en Oc­
cidente, del velo de la Verónica.
Este establecimiento de la imagen divina concluye una antigua
controversia sobre la belleza o la fealdad de Cristo. Justino, Cle­
mente de Alejandría, Tertuliano, Cirilo de Alejandría e Ireneo afir­
maban que Cristo era feo a causa de su kenosis, siguiendo a Isaías
-«No tenía ni belleza ni resplandor que atrajera las miradas»286- y a
san Pablo: «Agotóse a sí mismo tomando forma de siervo»287. Al con­
trario, Ambrosio, Jerónimo, Gregorio de Nisa y Juan Crisòstomo
afirman que era hermoso, sobre todo a causa del Salmo XLV: «Eres
el más hermoso de los hijos del hombre». Observemos que esta con­
troversia no se refiere directamente al aspecto físico de Jesucristo.
Se trata de defender la idea de una belleza espiritual capaz de tras­
lucir bajo una fealdad externa, o bien de afirmar la compatibilidad
de esta belleza con la noción antigua de belleza, que recibe de ella
un esplendor añadido288. Por eso Juan Damasceno, al contar la his­
toria de Agbar, rey de Edessa, escribe que el pintor que había en­
viado a ver a Cristo no conseguía hacer su retrato
porque su rostro brillaba con un resplandor insoportable; el Señor se cu­
brió el divino rostro con su manto y allí quedó reproducido, y se lo envió
a Agbar, que lo había pedido289. ■
El icono aqueiropoieta hizo su entrada en la historia bizantina
cuando sirvió de salvaguardia al imperio durante la Guerra de los
Cien Años contra los persas. En esta guerra, que enfrentó a dos re­
ligiones universales, la cristiana y la zoroastriana, y en la que estaba
en juego la dominación mundial (hasta que los árabes pusieron a
todo el mundo de acuerdo, arrebatando el monto de la apuesta),

143
los emperadores confiaron su suerte a imágenes de Cristo y de la
Virgen: así pues, la imagen aqueiropoieta fue lo que el labarum había
sido en tiempos de Constantino, dos siglos antes. Multiplicada has­
ta el infinito, canonizó el modelo del aspecto de Cristo290.
4. Las imágenes cristianas comparten el clima general del arte,
que entre los siglos II y IV experimentó una profunda reorientación.
La arquitectura del domo y la cúpula afirma su simbolismo sagrado
frente a la arquitectura en franja plana, serena y terrestre, del clasi­
cismo grecorromano. A la sencillez de la decoración antigua se su­
perponen la ornamentación exuberante, los efectos pictóricos que,
con la técnica del taladro, llegan incluso a la escultura. La antigua
antítesis entre el cosmos y el caos, el orden y el desorden, deriva ha­
cia una antítesis de la luz y las tinieblas, neoplatónica, bíblica y zo- .
roastriana a la vez. Al mismo tiempo, la noción de alma se enrique­
ce. Ya no está encerrada en su relación con el cuerpo, puede abrirse
a las influencias divinas. El hombre tiene cuerpo, puede vivir según
las exigencias de su alma, pero ésta puede recibir al Espíritu, el soplo
pneumático que lo convierte en «hombre nuevo», para emplear las
palabras de san Pablo, que con esta idea responde a una preocupa­
ción común de la filosofía y del movimiento religioso universal291.
El arte griego ignora voluntariamente la subjetividad, la angus­
tia, el misterio, la esperanza, la intimidad personal. Se diría que sus
figuras más hermosas comparten la impersonalidad del cosmos:
Los ojos, a la vez abiertos y cerrados como los del animal, tan indife­
rentes a la esperanza y a la desesperación como los latidos del pulso y el
curso de los astros, excluyen resueltamente cualquier posibilidad de ex­
presión personal292.
Sin embargo, el retrato romano, de gran fuerza individual, el ar­
te de El Fayún y de Palmira, que se centra en la intensidad de la mi­
rada y no en la glorificación del cuerpo, anuncia la interioridad
pneumática de los iconos y mosaicos bizantinos.
En esta espiritualidad, el altorrelieve y el relieve sobrecargarían
la figura y la encerrarían en la materia. En el mosaico bizantino, los
cuerpos, representados sobre una superficie lisa, ya no tienen ni vo­
lumen ni peso y no son parte del muro, sino que flotan en un es­
pacio espiritual magnificado por el color, impregnado a su vez de
luz. Los mármoles opacos y las piedras duras de la época flaviana
dejan paso a la pasta de vidrio y a los cubos de esmalte, cuya luz do­
rada o azul oscuro ya no es de este mundo.

144
Las amables figuras helenísticas pueden entrar al fin, transfiguradas, en
esa esfera transparente con la que soñaba Plotino y en la que Bizancio alo­
jará sus cortejos imperiales y sus imágenes sagradas293.
5. Esta aspiración a la «visión» tiene, para el cristianismo, un sen­
tido concreto: consiste en ver «los cielos abiertos» -como dicen que
ocurrió durante el bautismo de Cristo-, es decir, en penetrar en la
intimidad del misterio divino294. La apertura de los cielos, señalada
también por la voz del Padre, voz que desciende del cielo para ren­
dir homenaje al Hijo, escande la vida de Jesús: la Transfiguración y
la Pascua. El mártir, es decir, el testigo, puede dar testimonio por­
que ha visto. Esteban, el primer mártir, exclama: «Veo los cielos
abiertos y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios». Carpo,
quemado vivo durante el reinado de Marco Aurelio, sonreía. Cuan­
do le preguntaron por qué, contestó: «He visto la gloria del Señor,
y me llena de alegría».
Cuando, pasada la época de las persecuciones, el arte cristiano
abandona la alegoría iniciática y se convierte en epifanía, sitúa el
misterio en la visión apocalíptica que provoca el martirio. En la ca-
tacumba de los santos Pedro y Marcelino, casi contemporánea de
Constantino, los mártires aclaman al cordero del que brotan los ma­
nantiales de agua viva, mientras que, más arriba, Cristo reina en to­
da su gloria, rodeado por Pedro y Pablo. Sólo a los mártires y a los
apóstoles se les concede ver la gloria celestial. Pero la iconografía
apocalíptica va más lejos todavía cuando se atreve a presentar el tro­
no celeste desde el que reina el Anónimo, es decir, el Padre invisi­
ble, innombrable e irrepresentable. Pero sobre este trono vacío es­
tán la Cruz gloriosa (Santa María la Mayor, siglo V) o el Libro, para
recordar que Cristo, al abrir sus sellos, revela a los hombres el mis­
terio de Dios. En Fundí, desde el siglo V, la visión se convierte en tri­
nitaria: el cordero yace al pie del trono vacío, sobre el que se eleva
la Cruz en mitad de las nubes del cielo, mientras que desde arriba
desciende la paloma del Espíritu y, en la cumbre de la escena, la ma­
no del Padre invisible tiende la corona de la victoria pascual.
La visión de los cielos abiertos no se alcanza ni mediante una educa­
ción de la mirada ni mediante un arte de la representación y de la imagen,
sino que se otorga a los que consienten en el misterio de la cruz.
Por eso, escribe san Gregorio de Nisa, «era necesario que el Hi­
jo del hombre, en lugar de morir simplemente, fuese crucificado, y

145
que así la cruz llegara a ser “teológica” para los que ven a través de
ella»295. «Teológica», en la acepción de los Padres griegos, significa
que abre la vía a la Trinidad.
6. En los siglos VI y VII, el icono y el culto al icono tienen una ex­
traordinaria difusión. La imagen portátil cristiana se remonta a mu­
cho tiempo atrás. En una Vida apócrifa del apóstol san Juan (datada
en el siglo II), se habla de un retrato del apóstol conservado en casa
de un discípulo, colocado en una mesa y flanqueado por dos cirios
encendidos296. Así eran veneradas las imágenes imperiales. El culto a
los emperadores había generado la costumbre de considerar como
algo sagrado no sólo sus imágenes, sino también todo lo que había
estado en contacto físico con ellos: palacios, insignias, escritos. El
culto a las reliquias sigue las mismas pautas. Desde el siglo V, los re­
licarios se decoran con imágenes religiosas. El contacto con Cristo
permite el culto al icono aqueiropoieta, y el contacto con la Madre de
Dios, el culto al llamado icono de san Lucas. A partir del siglo VI, los
( emperadores toleran la multiplicación del icono, y se sirven de él pa­
ra sus devociones personales. Más aún, ellos mismos comienzan a
aparecer en los iconos. Desde finales del siglo V se habla de una ima­
gen de la Virgen reinante, en tomo a la cual se agrupaban el empe­
rador León I, su mujer, su hija y su hijo heredero. Estaba en el con­
vento de Blachernes, el lugar de culto a la Virgen más importante de
Constantinopla297. A finales del siglo VI, los emperadores tío sólo fo­
mentan una veneración de las imágenes religiosas semejante a la de
las imágenes imperiales, sino que permiten que Cristo y la Virgen se
instalen en lugar de sus imágenes y se les rinda el culto abiertamen­
te pagano que el pueblo siempre había rendido a sus imágenes.
La moda de los iconos tiene múltiples causas. Peter Brown la re­
laciona con la necesidad de intercesión propia del cristianismo
-por oposición al cielo musulmán, vacío de intercesor- y con la es­
tructura del Imperio Griego, que sigue siendo una colección de
ciudades: el santo intercesor lleva a cabo también un patronazgo cí­
vico y municipal298. Añadamos a ello los peligros y terrores de esa
Edad Media bizantina de las guerras persas, el ataque árabe, las in­
vasiones eslavas, búlgaras y avaras. Los iconos presiden los juegos
del hipódromo, marchan a las batallas a la cabeza de los ejércitos.
Heraclio, en sus expediciones, lleva consigo la imagen no hecha
por mano de hombre. Tesalónica, que fue a menudo sitiada por los
eslavos, agradeció muchas veces su salvación a la intervención mila­
grosa de san Demetrio. Durante el gran sitio de 626, el patriarca Ser­
gio, seguido por el senado, llevó en procesión a lo largo de las mu-

146
rallas las imágenes de Cristo y de la Virgen, y los bárbaros volvían la
cabeza para no enfrentarse a la visión del Theotokos invencible. Ha­
bía iconos en las alcobas, las tiendas, los mercados, los libros, las ro­
pas, los utensilios de cocina, las joyas, los jarrones, las murallas, los
sellos; la gente los llevaba en sus viajes, creía que hablaban, sangra­
ban, cruzaban los mares, volaban por los aires, se aparecían en sue­
ños. Los sacerdotes raspaban los iconos -pero era una costumbre
condenada- para que algunas partículas cayeran en los vasos sagra­
dos y se mezclaran con las especies eucarísticas, como para reforzar
la Presencia real gracias a la presencia milagrosa del icono.
La crisis iconoclasta estalla en este contexto. Sus causas son tan
complejas que desafían la perspicacia del historiador. Es cierto que
el dogma se halla en el fondo del problema. Pero también hay que
tener en cuenta la política agraria del basileo, dirigida contra los
monasterios, que eran grandes propietarios, grandes productores
de imágenes y grandes beneficiarios de su veneración; su política
centralista, opuesta a la estructura municipal del Imperio y consa­
grada por los santos protectores; su política religiosa, en lo tocante
a las relaciones entre iglesia y Estado, entre Constantinopla y Roma;
su política exterior, y en primer lugar el problema del islam.
En 721, el califa Yezid II había ordenado destruir todas las imá­
genes en los santuarios y hogares de las provincias ocupadas. El
enérgico emperador León III el Isauriano, originario de las provin­
cias orientales, donde el monofisismo era fuerte, y cabeza de un
ejército donde esta misma tendencia estaba viva, tomó la iniciativa
de la crisis. En 725 publica, con el apoyo de algunos obispos, los pri­
meros decretos. En 730 ordena destruir una imagen venerada de
Cristo que se hallaba sobre la Puerta de Bronce del palacio impe­
rial. Eso provocó una guerra civil que, con altos y bajos, duró hasta
843; inmensas ruinas; incontables mártires; la destrucción de la casi
totalidad de los iconos (se salvaron, sobre todo, los que se encon­
traban en territorio musulmán y pudieron escapar a la ira destruc­
tora, que allí fue más débil, como los de Santa Catalina del Sinaí);
y, finalmente, el más profundo debate de teología estética. Y de ella
tenemos que hablar ahora.

II. El icon o y la im agen


«Es la imagen del Dios invisible», dice san Pablo refiriéndose a
Cristo. Con ello entramos en litigios sin fin, herejías, restableci-

147
mientos que dan lugar a nuevas herejías y luego a un triunfo final,
aunque otra vez precario, de la ortodoxia. Hay que seguir estos
complicados caminos, sabiendo que la brújula que guía a los teólo­
gos más sutiles sólo puede ser la simplicidad de la fe, tal y como se
encuentra entre los fieles más ignorantes. En este terreno, más cla­
ramente aún que en los demás, el saber va de lo complejo a lo sim­
ple y, al término de una maraña de razonamientos, llega al límite in­
quebrantable de la simplicidad divina.
Voy a dejar de lado muchos desarrollos que contienen otros tan­
tos errores y verdades, unos y otras igualmente profundos. Mi segu­
ro guía en este laberinto ha sido la obra magistral de Christoph von
Schónbom. Se concentra en un solo icono, el de Cristo, que legiti­
ma todos los demás299.
Los iconoclastas afirmaban que pintar un icono de Cristo signifi­
caba circunscribir (abarcar) la inasequible divinidad de Cristo. A lo
cual los iconódulos respondían que de hecho el Verbo, al hacerse
carne, se había circunscrito a sí mismo en una forma comprensible
y visible a nuestros ojos humanos. Para comprender este debate, hay
que entrar en el dogma trinitario, y a continuación en el dogma cris-
tológico. Lo cual, por otro lado, sigue de cerca la cronología.
Ario, aunque confesaba un Dios no engendrado y sin comienzo,
no admitía que el Hijo, engendrado, pudiera ser la imagen perfec­
ta del Padre, puesto que entre ambos existía toda la distancia infi­
nita que separa a lo creado de lo increado. Por lo tanto, el Dios úni­
co estaba separado radicalmente del Hijo, y también del mundo,
puesto que éste, en lugar de ser obra directa de Dios, era producto
de un poder intermedio, el Verbo creado.
A lo cual Atanasio responde que Dios engendra a la manera de
Dios, y no a la manera del hombre.
Porque no es Dios quien imita al hombre; al contrario, a causa de Dios,
que es soberana, única y verdaderamente Padre de su propio Hijo, han si­
do los hombres llamados a su vez padres de sus hijos300.
Por lo tanto, si Dios es Dios, y si es Padre, lo es por toda la eter­
nidad, y su Hijo es igualmente eterno. La relación entre Dios y el
Verbo no es la del Uno plotiniano con su primera emanación. Nos
hallamos, por tanto, ante la paradoja de una identidad sin confu­
sión entre Padre e Hijo. Pues el Hijo no sólo es semejante: es Dios.
En la naturaleza absolutamente simple de Dios, imagen y modelo
son uno. Atanasio le da la vuelta al argumento de Ario: la simplici-

148
dad divina no excluye el Verbo de la naturaleza divina, sino que lo
incluye. Resulta llamativo que la imagen de la que se vale Atanasio
para sustentar este punto sea la imagen del emperador, tan exten­
dida entonces por todo el Imperio, con la familiar asimilación jurí­
dica de esta imagen y la presencia imperial:
«Yo [la imagen] y el emperador somos uno. [...]» Por lo tanto, quien
venera el icono, venera en él al emperador: pues el icono es su forma y su
aspecto301.
Pero entonces se plantea una nueva pregunta: ¿cómo seguir dis­
tinguiendo a las Personas divinas en la unidad divina y la perfección
de la imagen? ¿Cómo una persona, en su singularidad, puede ser la
imagen perfecta de otra persona? Aquí es Gregorio de Nisa el que
propone la solución, si es que él fue el autor de la famosa «Carta 38
de san Basilio a su hermano Gregorio». El primer paso es distinguir
la naturaleza y la hipóstasis. La naturaleza (ousia) es lo que hay en
común. La hipóstasis está «debajo» (hupo), y designa una realidad
que representa lo singular, a este lado de la naturaleza común. «El
hombre» designa una ousia, pero «¿ste hombre», con su nombre, se­
parado o delimitado de esa naturaleza común, es una hipóstasis.
Por lo tanto, la hipóstasis debe dibujar el contorno (perigraphe) de
esa realidad que la noción común de sustancia (o de naturaleza)
deja en la imprecisión (aperigraphon). La hipóstasis se distingue de
la naturaleza común por todo lo que la descripción de una persona
incluye, los rasgos característicos que hay que mencionar para no
confundirla con otra persona. Aquí, «característica» hace referen­
cia a la idea de sello, de retrato grabado, de marca impresa, de «ca­
rácter» en el sentido más estricto de la palabra.
Ahora bien, ¿en qué se distinguen las Personas divinas, qué tie­
nen de singular en la unidad de naturaleza y la íntima comunidad
que las vinculan? No hay otra distinción que su modo de obrar, que
en Dios se confunde con su ser, pues Dios obra como es. La singu­
laridad del Espíritu, tal y como aparece en el obrar divino revelado,
es proceder del Padre y ser conocido gracias al Hijo; el Hijo tiene
de singular haber sido engendrado por el Padre y dar a conocer al
Espíritu. En cuanto al Padre, el carácter de su hipóstasis es ser el Pa­
dre y no subsistir por efecto de causa alguna. Por lo tanto, lo pro­
pio de cada hipóstasis es su modo de relacionarse con las demás. Lo
propio de las hipóstasis divinas es manifestarse unas en otras, pues­
to que una es expresión de otra.

149
Así pues, ¿en qué sentido debemos entender que el Hijo es la ima­
gen del Padre? Gregorio observa que «la imagen es lo mismo que el
prototipo, aunque sea otra cosa». La belleza de la imagen es la mis­
ma que la del prototipo, porque sin ello se perdería la noción de ima­
gen. Pero no se trata de una simple identidad, o la noción de imagen
se perdería igualmente. Esto recuerda el argumento de Platón: si una
imagen fuera idéntica, sería el prototipo. Así, la belleza de Cristo es
la belleza del Padre (la única belleza divina), pero está en el Padre de
forma no engendrada y en el Hijo de forma engendrada.
Por eso la hipostasis del Hijo llega a ser la forma y el rostro del conoci­
miento perfecto del Padre, y la hipos tasis del Padre se conoce perfecta­
mente en la forma del Hijo, aunque para poder distinguir claramente la$
hipóstasis se conserven las particularidades que consideramos en ellos302.
Y sin embargo, ¿qué hacer con las palabras de Cristo: «El Padre
es más grande que yo», y con todos los pasajes que muestran la hu­
millación y la obediencia de Cristo? Lo que ocurre es que la obe­
diencia de Cristo no es en absoluto obligación y subordinación. Los
actos de Cristo, engendrado eternamente sin ser inferior al Padre,
son igualmente divinos. Lo que los arianos interpretan como obli­
gación e instrumentalidad es, para la ortodoxia, la imagen del Pa­
dre, puesto que el Hijo asume la voluntad paterna hasta el punto de
ser divinamente esa voluntad. Pero la asume de manera singular, se­
gún su modo de ser como Hijo. Su modo de existir como Hijo obe­
diente nos hace visible la bondad paterna. Nos hace visible, dice san
Basilio, no ya la figura o la forma del Padre, sino «la bondad de su
voluntad». Resumiendo, la obediencia en Dios del Hijo eterno es
idéntica a la libertad. Dice Basilio:
La impronta (kharakter) nos conduce a la gloria de aquel a quien per­
tenecen por igual la impronta [el Padre] y la forma [el Hijo y el Espíritu
Santo]303.
Queda establecido que, en la Trinidad, el Hijo es la imagen per­
fecta del Padre. Pero necesitamos un lugar donde esta imagen del
Dios invisible deje de ser invisible. ¿Es la Encarnación ese lugar? En
su degradación, en la kenosis, en su «forma de siervo», ¿sigue siendo
el Verbo la imagen perfecta, o bien la forma de siervo oculta al Ver­
bo, y por lo tanto al Padre? ¿En qué medida el retrato de Cristo en­
carnado es un retrato de Dios, una imagen divina?

150
En el entorno cristiano que rodeaba a Constantino el Grande, es
decir, varios siglos antes de que estallase la gran querella, hubo una
respuesta a esta pregunta; una respuesta coherente, precisa, que si­
gue siendo una especie de carta magna de la iconoclasia: la carta de
Eusebio de Cesárea a Constancia, hermana del emperador:
¿Qué imagen de Cristo estás buscando? ¿Es la verdadera e inmutable,
la que posee por naturaleza sus características propias, o la que (Cristo)
asumió para nosotros cuando revistió la figura (skhema) de la forma de sier­
vo?... Porque él posee las dos formas (morphon), pero no concibo que tú pi­
das una imagen de la forma divina; porque Cristo mismo te enseñó que
nadie conoce al Padre, sino el Hijo, y que nadie ha sido digno de conocer
al Hijo, salvo el Padre que lo engendró; así pues, debo pensar que lo que
pides es (la imagen) de la forma de siervo y de la carne que asumió para
nosotros. Ahora bien, de ésta aprendimos que se mezcló con la gloria de
la divinidad y que la vida sepultó lo mortal304.
Por lo tanto, Eusebio no sólo no admitía el retrato de Cristo, si­
no que negaba su posibilidad. Lo divino de Cristo es invisible, como
todos admiten. Pero, para Eusebio, la vida divina tras la Resurrec­
ción y la Ascensión «sepultó» lo humano, la «forma humana». Por
lo tanto, «¿cómo podría nadie pintar la imagen de la forma maravi­
llosa e incomprensible [e insoportable para la mirada humana], si
es que aún podemos llamar “forma” a la esencia divina e inteligi­
ble?».
La visión de Eusebio está teñida de arianismo. El Hijo es secun­
dario con relación al Padre, que es «Dios más allá de todo», del mis­
mo modo que, para Plotino, el nous es secundario con relación al
Uno. Considera la imagen una especie de primera emanación, se­
mejante al prototipo, sí, pero a pesar de todo inferior. En la crea­
ción del mundo, el Hijo es el Logos intermediario que anima el cos­
mos, lo impregna y lo ordena, a la manera del Logos estoico más
que del Logos de Juan. Es el instrumento que adapta el insoporta­
ble poder divino a la debilidad de los seres mutables. Estos, profe­
tas, justos y filósofos, ya han tenido a lo largo de la historia la visión
del Logos: la Encarnación sólo es la última, y la más completa, de
estas teofanías. El cuerpo de Cristo es un medio pedagógico «se­
mejante a un músico que manifiesta su sabiduría a través de la lira»,
es decir, un instrumento capaz de conducir al hombre a una gnosis
superior en la que ya no necesitará el instrumento (la «lira»), por­
que habrá alcanzado la realidad. Para Eusebio, Dios nunca se con­

151
vierte realmente en hombre: sólo aparece. La humanidad no que­
da liberada de la muerte: al contrarió, «la muerte es lo que libera el
alma, haciéndola salir del cuerpo» y permitiéndole alcanzar el ver­
dadero conocimiento de Dios. «En el camino que lleva a esta gno-
sis verdadera, un icono de la carne mortal del Logos sólo supondría
un obstáculo»305.
En el hombre, según Eusebio, sólo el alma es a imagen de Dios.
Ahora bien, el alma no tiene ni forma ni figura. Si representarla re­
sulta insensato, ¡cuánto más no lo será representar a Dios! El cuer­
po de Cristo es el templo del Logos, mientras que los ídolos lo son
de los demonios: es su única dignidad, pero quienquiera que co­
brase apego a esta imagen corporal se convertiría en idólatra, por
haberse inclinado hacia lo sensible. El alma puede conocer lo inte­
ligible, pero la carne sólo conoce la carne. El icono, imagen sensi­
ble de la carne temporal y pedagógicamente asumida por el Verbo,
nos encierra en aquello de lo que ha venido a liberarnos, la prisión
de la carne.
La «Carta a Constancia» de Eusebio ha sido para los iconoclastas
un testimonio patrístico muy valioso y constantemente invocado.
Pertenece a la tradición de Orígenes, maestro de Eusebio. Hemos
visto que Orígenes ya concebía la Encarnación como una adapta­
ción pedagógica de la divinidad a las capacidades humanas, y que
el objetivo del conocimiento es contemplar el Logos «desnudo»,
despojado de su ropaje carnal.
La pregunta se plantea de inmediato: el Verbo encarnado ¿sigue
siendo la imagen de Dios? ¿Cuál debe ser la relación entre las dos
naturalezas de Cristo para que la expresión del Hijo de Dios se con­
serve íntegra en la Encarnación? La escuela teológica de Antioquía,
que desembocaría en el nestorianismo, diferenciaba cada vez más
al Verbo del «hombre asumido», por no decir del hombre Jesús,
simplemente «adoptado». Cirilo de Alejandría, como dijo perfecta­
mente Newman, «no aceptaría que juzgaran su santidad por sus ac­
tos»306. Se trata, efectivamente, de un personaje espantoso. Pero lo
que fue Atanasio al defender la consustancialidad del Hijo contra la
herejía trinitaria, lo fue Cirilo al defender, contra la herejía cristo-
lógica, la unión real del Verbo con la carne.
La carne no es un «ropaje ajeno», sino «la propia carne del Ver­
bo». Cristo es un solo y mismo ser. El Logos «no ha habitado en el
hombre, sino que se ha convertido en hombre». La fe no consiste
únicamente en creer en el Verbo «desnudo», como proponía Orí­
genes, sino en creer en Jesucristo, que es uno, de forma indivisible,

152
Dios y hombre. La carne no es un velo, sino que es carne de Dios y,
en cierto modo, el Verbo. El Verbo no ha venido a liberar a las al­
mas de la prisión del cuerpo, sino a salvar a los cuerpos que han caí­
do en la muerte a causa del pecado. Sólo en Jesucristo se convierte
la naturaleza humana en la del Hijo de Dios por naturaleza. Y noso­
tros, a través de esta naturaleza, podemos a nuestra vez convertirnos
en hijos por la gracia.
«Quien me ha visto, ha visto al Padre» no significa que la carne
de Cristo se haya convertido en la imagen de Dios invisible. Pero es
su persona -Dios hecho carne-, y no su naturaleza que, humana o di­
vina, no puede ser una imagen, lo que se ofrece a nuestra vista. Cris­
to es la imagen de Dios invisible, no por su carne, sino porque se hi­
zo carne para nuestra salvación, para revelar a Dios en sus obras.
Conocer al Hijo de Dios no consiste en dejar atrás la humanidad de
Cristo para verlo «desnudo», sino en penetrar en el misterio de su
kenosis para allí descubrir la maravillosa grandeza del amor de Dios.
Al afirmar que el Verbo se ha unido a la carne «según la hipós-
tasis», Cirilo demuestra que lo que se ha encarnado es la hipóstasis
del Hijo, y que la carne se ha transformado en la de la segunda Per­
sona de la Trinidad. Por lo tanto, rechaza la idea origenista de un
cuerpo instrumental sobreañadido al alma a causa del pecado. La
carne, en su acepción bíblica de ser concreto y vivo, está llamada en
Cristo a la incorruptibilidad divina. Así pues, el hombre entero, en
cuerpo y alma, está hecho «a imagen» de Dios. Separando al hom­
bre Jesús del Verbo, el nestorianismo hace que su icono sea impo­
sible; un icono que, según Cirilo, sólo es concebible si se afirma cla­
ramente la identidad personal de la humanidad de Jesús y la del Hijo
de Dios.
La construcción de Cirilo dejaba sin respuesta una pregunta im­
portante, en la que irían a caer nuevas herejías. ¿Cuál es el modo de
participación, la relación entre la carne y el Verbo? Si la carne se
convierte en el lugar de la revelación del Hijo, ¿puede conservar su
propia naturaleza, o se transforma en Dios? En este último caso, la
vivificante energía divina ¿no priva a la carne del modo de obrar
que le es propio? El monoenergismo, el monofisismo y el monote-
lismo proponen entonces sus sistemas. Hay una tendencia evidente
a entender la Encarnación como una primacía natural de lo divino
sobre lo humano. En ese momento, fue Máximo quien confesó la
fe ortodoxa. En el hombre, la unión hipostática del cuerpo y del al­
ma no suprime la naturaleza propia de cada una de las dos partes.
Con mayor motivo, en la Encarnación, en la que la unión hipostá-

153
tica es libre y no se halla sometida a ninguna ley natural, la natura­
leza propia de la humanidad está a salvo y sigue siendo infinita­
mente diferente de la naturaleza divina. Es la fórmula calcedonia:
«Sin separación, sin confusión, sin mezcla».
De la misma manera, afirma Máximo, que en la Trinidad las Per­
sonas divinas no están unidas, sino que son libres en la intercomu­
nicación de su don, también en la Encarnación el Hijo asume libre
y voluntariamente la unión hipostática con la humanidad: «Se con­
virtió en hombre por deseo filantrópico, y asumió un cuerpo de for­
ma voluntaria». Y Máximo concluye, en una fórmula tan concisa co­
mo misteriosa: «Cristo no es otra cosa que (las naturalezas) a partir
de las cuales, en las cuales y las cuales es». Cristo es Dios y hombre,
y lo seguirá siendo siempre. No hombre en general, sino ese hom- ·
bre individualizado con relación a todos los demás y cuyo icono re­
presenta sus rasgos personales: sólo que el origen de la existencia
de ese rostro no se halla en otra existencia humana, sino en la se­
gunda de las Personas divinas.
El motivo de la Encarnación es el benevolente deseo de Dios de
conducir a su creación a su verdadero fin. La caridad es el medio
en el que Dios se hace visible a nuestros ojos y perfecciona nuestra
semejanza con él. Cristo es el icono de esa caridad, el modelo de esa
imagen de Dios que es el hombre gracias a su vocación. Por eso Má­
ximo, en su denso y oscuro lenguaje, escribe:
Idéntico a nosotros por su aspecto, se ha convertido en modelo y sím­
bolo de sí mismo. El mismo se ha mostrado como símbolo a partir de sí
mismo: ha llevado de la mano a toda la creación a través de sí mismo, ma­
nifestado a ojos de sí mismo y totalmente oculto, como no mostrándose307.
«Manifestado»: se trata de su rostro humano. «Oculto»: se trata
de ese mismo rostro, pues nunca habrá otro rostro que no sea el
del Verbo definitivamente hecho carne, pero esta vez se contempla
en la oscuridad y luego en la gloria de la Pascua, a la que nos con­
duce, y donde al contemplar como en un espejo, según dice san
Pablo, la gloria del Señor, «seremos transformados en esa misma
imagen, de gloria en gloria»308.
Para Orígenes, el rostro de Cristo era lo que debíamos dejar
atrás para alcanzar lo divino. Máximo afirma que ese rostro es lo di­
vino mismo, asequible tan sólo para la caridad, inseparablemente
manifiesto y oculto, y que de abismo en abismo conduce «de sí mis­
mo a sí mismo». Máximo se mueve en las regiones más sublimes de

154
la mística. En las regiones donde se mueve el artista, es posible una
transposición. Porque Máximo, en suma, recomienda ver lo tras­
cendente en lo inmanente, y afirma que no hay que buscar ni más
arriba ni a mayor profundidad que lo que el rostro de Cristo, se­
mejante al nuestro, ofrece a la contemplación: ahí está lo divino.
Cuando el artista busca en las cosas las cosas mismas, dotadas de
más realidad de lo que la vulgaridad discierne en ellas, y reflejando
en su superficie toda la profundidad del mundo, sigue, en su terre­
no, el método maximiniano309.
Comparada con estas doctas controversias, la legislación magis­
tral de la Iglesia es de una enorme sobriedad. La Iglesia vincula la
imagen a la Encarnación. Lo que autoriza la imagen en la Nueva
Alianza es precisamente su prohibición en la Antigua. La imagen
cristiana, al menos en el derecho, no se deriva del ídolo pagano, si­
no, como observa Ouspensky, de la ausencia de imagen directa y
concreta en la Antigua Alianza310. Es a la vez ruptura y cumplimien­
to: Aufhebung.
Existen dos notables intervenciones canónicas, la del concilio
Quinisexto, en 692, y la del segundo concilio de Nicea, en 787. El
concilio Quinisexto es un complemento disciplinario de los conci­
lios ecuménicos quinto y sexto, que tuvieron un carácter principal­
mente dogmático. Tuvo lugar en el palacio imperial, y también re­
cibe el nombre de concilio «in Trullo». Hay tres cánones que nos
interesan. La regla 73 hace referencia al uso de la cruz. Prohíbe que
se trace en el suelo, porque podría ser pisoteada. La regla 82 exige
la sustitución de los símbolos por figuras:
En algunas pinturas vemos el dedo del Precursor señalando al Corde­
ro; este cordero aparece en ellas como modelo de la gracia, y nos hace ver
de antemano, mediante la Ley, al verdadero Cordero, Cristo nuestro Dios.
Sin dejar de honrar a las figuras y a las sombras como símbolos de la ver­
dad y esbozos dedicados a la Iglesia, preferimos la gracia y la verdad, y
aprobamos esta verdad porque es el cumplimiento de la Ley. Así pues de­
cidimos que desde ahora este cumplimiento sea visible para todos en las
pinturas, y que en lugar del antiguo cordero, aparezca en los iconos, según
su aspecto humano (anthropinon kharaktera) aquel que expió el pecado del
mundo, Cristo nuestro Dios.
Por lo tanto, la Iglesia considera que la época de los símbolos ha
quedado atrás e invita a representar directamente lo que los sím­
bolos prefiguraban. Puesto que el Verbo se hizo carne y habitó en­

155
tre nosotros, la imagen debe mostrar lo que sucedió en el tiempo y
se volvió visible.
Finalmente, la regla 100 es de inspiración ascética:
Prescribimos que las imágenes engañosas expuestas a la mirada y que
corrompen la inteligencia y excitan los placeres vergonzosos -ya se trate
de cuadros o de cosa parecida- no se representen en modo alguno, y que
si alguien las hiciera, sea excomulgado.
La Iglesia moraliza, impone la decencia, empresa peligrosa pues­
to que la corrección de los abusos favorece otros abusos en sentido
contrario. Como podemos imaginar -y eso es lo que ocurrirá-, cual­
quier arte profano «corrompe la inteligencia y excita los placeres
vergonzosos».
El horos del segundo concilio de Nicea es del 13 de octubre de
787. Por lo tanto, esta definición corresponde plenamente a la cri­
sis iconoclasta, que ya dura cincuenta años. Estos son los principa­
les pasajes311:
Cristo nuestro Dios, que nos otorgó la luz de su conocimiento y nos ale­
jó de la tenebrosa locura de la idolatría [...]. Algunos, como si ese don no
contase para ellos, excitados por el engañoso enemigo, se alejaron de los
rectos razonamientos para oponerse a la tradición de la Iglesia católica,
pues se atrevieron a rechazar el ornamento [la eukosmia] que conviene a
los templos sagrados de Dios [...]. Ya no distinguen entre lo sagrado y lo
profano, y llaman con el mismo nombre [de ídolo] al icono del Señor y de
sus santos y a las imágenes de madera de los ídolos satánicos [...].
Resumiendo, conservamos sin alteraciones todas las tradiciones de la
Iglesia que la ley nos ha dado a través de la escritura o aun en su ausencia:
una de ellas es la impresión, por medio del icono, del modelo representa­
do, siempre que siga al pie de la letra la predicación evangélica y sirva pa­
ra la confirmación de la Encarnación, real y no imaginaria, del Verbo de
Dios, y que nos procure igual beneficio, pues remiten la una a la otra tan­
to en lo que manifiestan como en lo que, sin ambigüedad, significan. [...]
[...] por lo tanto definimos, con enteros rigor y justicia:
-que, al igual que el modelo de la Cruz, venerable y vivificante, las ve­
nerables y santas imágenes son imágenes consagradas: hechas de colores,
de mosaicos o de cualquier materia apropiada, en las santas iglesias de
Dios, en los vasos y los hábitos sagrados, en las paredes y en los techos, en
las casas y en las calles, tanto el icono de Nuestro Señor Dios y Salvador Je­
sucristo como el de Nuestra Señora inmaculada, la santa Theotokos, así có­

156
mo los de los honorables ángeles y todos los hombres santos y santificados.
Quienes contemplan los iconos, mediante la impresión en el icono, se ven
empujados durante el tiempo de la contemplación al recuerdo y al anhe­
lo de los prototipos;
-atribuir a los iconos el beso y la prosternación de honor: no la verda­
dera adoración según nuestra fe, que sólo conviene a la naturaleza divina,
sino según el modo adecuado al signo de la Cruz honorable y vivificante,
a los Santos Evangelios y los demás objetos de culto sagrados;
-llevarles incienso y luces, según la piadosa costumbre de los antiguos.
Pues los honores rendidos al icono llegan al prototipo, y quien se proster­
na delante del icono se prosterna ante la hipóstasis de quien está inscrito
en él.
Por lo tanto, los argumentos del horos de 787 son los siguientes:
1. La fabricación de los iconos y su culto son tradicionales. La
iconoclasia pretende regresar a la verdadera tradición, adulterada
por la práctica idólatra de los iconódulos. Sin embargo, es la ico­
noclasia la que está «innovando».
2. No fueron los iconoclastas los que nos alejaron de la idolatría,
sino solamente Cristo. No podemos comparar su icono con los ído­
los, que son satánicos.
3. El objetivo del icono es la predicación evangélica: palabra e
imagen son equivalentes, pues hablan de lo mismo, el misterio de
Cristo. Así pues, son también equivalentes la vista y el oído.
4. Veneramos, en el icono, a la persona (la hipóstasis) represen­
tada: lo cual, como veremos, es la solución a las objeciones icono­
clastas.
5. El icono pertenece al mundo de las cosas sagradas, junto con
la Cruz, los Evangelios, los vasos. El concilio adopta la distinción de
san Juan Damasceno entre adoración (latvia) y proskinesis (proster­
nación, veneración): el culto exterior que se rinde al icono es el
mismo que el de la veneración debida a los objetos sagrados, nada
más.
La definición del concilio es minimalista: no se dice nada sobre
el estatuto filosófico de la imagen, sobre la santidad propia del ico­
no o sobre las aportas cristológicas formuladas por los iconoclastas.
Y lo cierto es que éstas exigen nuevos desarrollos especulativos.

157
III. La icon oclasia: p ro e t co n tra
Los argum entos iconoclastas
La destrucción en 726 del Cristo de la Chalke, imagen protecto­
ra de Constantinopla colocada encima de la Puerta de Bronce del
palacio imperial, puede compararse a la exposición de las tesis de
Lutero en el portal de la iglesia de Wittenberg: tiene el valor de una
reforma. La iconoclasia se consideraba a sí misma una purificación
de la Iglesia, un regreso a la verdadera tradición, corrompida por la
iconolatría. Esta era la convicción de los emperadores, que se to­
maban en serio su título de «igual a los apóstoles». El horos del sí­
nodo iconoclasta de 754 declara que el diablo,
b¿yo la apariencia del cristianismo, ha llevado subrepticiamente a la hu­
manidad hacia la idolatría, ha convencido con sus sofismas a los que alza­
ban los ojos hacia él para que no se apartaran de la criatura e incluso la ve­
nerasen y la adorasen, y para que consideraran Dios a esa obra nombrada
con el nombre de Cristo [el icono].
A los iconoclastas no les costaba mucho fustigar los abusos de la
religión popular. ¿No acababan de desenmascarar un icono truca­
do de la Virgen, del que manaba leche «milagrosamente»?
Pero el culto a los iconos era aún más inadmisible que la exis­
tencia de éstos. Para el pueblo, acostumbrado a besar a los iconos,
a prosternarse ante ellos como hacía en otra época ante los ídolos
paganos, la distinción entre el culto de dulza y el culto de latvia (la
adoración propiamente dicha) no siempre estaba demasiado clara.
«No foijarás imagen alguna.» La prohibición bíblica no deja lugar
a dudas, y para los cristianos era una vergüenza que los judíos y los
musulmanes tuvieran que recordársela. Como cualquier movimien­
to de reforma, la iconoclasia se ve apoyada por un fervor belicoso,
y el grito de reunión es de lo más natural: abajo los ídolos, al fuego
con las imágenes.
Sólo esas imágenes. Porque la iconoclasia no proscribe el arte.
Las decoraciones destruidas suelen sustituirse por motivos florales
o animales, de los que había admirables ejemplos en los palacios
omeyas. Porque estas imágenes no incitan al culto. Por lo tanto, jun­
to al arte sagrado podría haberse desarrollado un arte profano, pe­
ro el destino de Bizancio fue oponerlos y prohibir uno mientras se
cultivaba el otro. En cualquier caso, se mantiene una categoría de

158
imágenes: las que hacen referencia al emperador. En ellas, la figu­
ra humana recobra sus derechos. Constantino V Coprónimo (es de­
cir, «llamado la Mierda») mandó sustituir la famosa representación
de los seis concilios ecuménicos en el Milion de Constantinopla por
los juegos del hipódromo, donde figuraba en un lugar de honor su
auriga favorito312. No sólo subsistieron sus imágenes, sino que los
emperadores exigieron para ellas el culto tradicional. Sobrestiman-
do su soberanía a expensas de la de Cristo, sustituyeron en las mo­
nedas la cruz tradicional por su retrato, que desde entonces ocupó
el anverso y el reverso313. La prohibición bíblica, tomada al pie de la
letra, no habría consentido esas imágenes. Pero la iconoclasia se va­
lía de argumentos más detallados y selectivos.
El lugar dejado por el Cristo de la Chalke encima de la Puerta de
Bronce no se quedó vacío; León III puso allí una cruz, y sobre ella
esta inscripción:
El Señor no soporta que se haga de Cristo un retrato sin voz, privado
de aliento, hecho de materia terrestre, despreciado en las Escrituras. Así
pues León, con su hijo el nuevo Constantino, graba en las puertas de los
reyes el modelo bienaventurado de la cruz, la gloria de los fieles.
Aquí hay dos temas que merecen nuestro comentario; materia y
retrato (eidos). El culto a la materia muerta e inanimada se opone al
culto en espíritu y verdad. Aquí, el tema evangélico se mezcla con el
tema helenístico del desprecio hacia lo material. Para la iconoclasia,
la imagen debe ser el reflejo exacto del original. Pero el icono de un
santo o de Cristo sólo es un reflejo material y muerto. Entre la gran­
deza del modelo y la bajeza de los medios de representación, hay un
contraste que el arte profano puede mantener, pero que en el arte
sagrado se vuelve insoportable.
Constantino V escribe: «[...] es preciso que [una imagen] sea con­
sustancial al (modelo) figurado para salvaguardar el todo, porque si
no, no se trata de una imagen»314. Si la imagen debe ser así, no es po­
sible ningún icono. Ninguna imagen hecha a mano puede ser con­
sustancial (homoousios) a Dios, ni a ningún ser vivo. Esta noción de
imagen se aleja de la noción griega clásica, que la concebía en tér­
minos de participación deficiente y que por lo tanto insistía en la se­
mejanza con el modelo. Pero se corresponde con la práctica de la
imagen imperial, que expresa con fuerza jurídica la presencia del po­
der. Por eso Constantino sólo admite una imagen de Cristo, la espe­
cie eucarística en la que su cuerpo está sustancialmente presente.

159
Existe un platonismo de los iconódulos. Pero también hay uno,
aunque enunciado de otro modo, de los iconoclastas. Estos insisten
en la distancia inconmensurable entre la «materia abyecta y muer­
ta» de los colores y las planchas de madera, y la condición celestial
y gloriosa de los santos modelos. La presencia no existe, pero la se­
mejanza tampoco. El mundo material no puede reflejar la gloria
del mundo inteligible. Plotino avisaba del peligro de conformarse
con las bellezas terrenas:
Si vemos bellezas corpóreas, no hay que correr hacia ellas, sino saber
que se trata de imágenes, huellas y sombras; hay que huir hacia la belleza
de la que son reflejo315.
También para Eusebio, Epifanio y Evagrio la imagen es lo que
hay que superar. Por eso los iconoclastas oponen al culto de las imá­
genes el de la cruz, símbolo puro, no mancillado por ninguna des­
proporcionada ambición de representación.
Constantino V era un teólogo tan hábil como buen jefe militar.
Su estrategia era poner de su parte a los obispos y a los teólogos pre­
sentando la iconodulia como una herejía en contradicción con los
grandes concilios, y foijó un razonamiento teológico tan bien cons­
truido que hizo falta el trabajo de toda una generación de teólogos
para demolerlo. Es el siguiente, en forma silogística: el prosopon o hi-
póstasis de Cristo es inseparable de las dos naturalezas; ahora bien,
una de las dos naturalezas, la divina, no puede dibujarse, es incir­
cunscrita; por consiguiente, es imposible pintar el prosopon de Cris­
to. Así pues, los iconódulos pueden elegir entre dos herejías. O
bien mantienen la unidad de Cristo, y entonces deben admitir que
han «circunscrito el Verbo con la carne», que han confundido las
naturalezas, lo cual es caer en el monofisismo, o bien admiten que
sólo han pintado (circunscrito) la naturaleza humana, y que esta
naturaleza tiene un prosopon propio, y «entonces hacen de Cristo
una simple criatura y la separan del Verbo divino que está unido a
ella», lo cual es caer en el nestorianismo. Todos los obispos sin ex­
cepción, reunidos para discutir estas propuestas, las aprobaron.
Añadieron que la carne de Cristo es tanto más incircunscribible por
haber sido divinizada.
¿Dónde está el fallo? En la idea de la inseparabilidad de las dos na­
turalezas en el prosopon. En este caso, el prosopon equivale a una natu­
raleza única tercia, y fue Constantino quien, sin darse cuenta, cayó en
el monofisismo. El rostro pintado no «circunscribe» la naturaleza di­

160
vina, ni siquiera la naturaleza humana: circunscribe la hipóstasis com­
puesta del Verbo encamado. Pero hicieron falta tiempo, lágrimas y
sangre para que se descubriera el error y se confesara la verdad.
La idea iconoclasta es que lo divino está demasiado alto y dema­
siado lejos para que la representación traduzca en lo más mínimo
una presencia, ni siquiera una semejanza. Pero, dogmatizando so­
bre esta impotencia, termina por desalentar cualquier representa­
ción. Al considerar lo que debería ser idealmente una imagen, in­
cluso de un hombre o de un ser vivo, el artista renuncia. Compone
decorados, decoraciones. Como si, resignado a dejar de representar
el cielo, tuviera que resignarse a dejar de representar la tierra.

Las respuestas ortodoxas


La convicción común de los iconódulos -tal y como la expresa
en primer lugar el patriarca Germano al principio de la crisis, en
725- es que rechazar los iconos es también rechazar la Encarnación.
Se niegan en redondo a asimilar los ídolos a la imagen de Cristo,
que libró a los hombres de la idolatría. La prohibición del Horeb
dejó de tener sentido en el momento en que Dios se manifestó en
la carne, y por lo tanto se volvió sensible no sólo al oído, sino a la
vista. Desde entonces, Dios tiene un «carácter» visible, una «im­
pronta tallada» en una materia, su carne.
«¡Anatema sobre Mansur, de mala reputación, que piensa como
los sarracenos!» Así habla el concilio iconoclasta de 754. Mansur,
consejero en la corte del califa de Damasco, es Juan Damasceno, el
autor de la primera síntesis teológica del icono. Escribe tres Discur­
sos contra quienes rechazan las imágenes en torno a 730: por lo tanto, es­
tá relacionado con la iconoclasia primitiva, anterior a la sutil cons­
trucción del Coprónimo316.
En su tercer discurso, el Damasceno distingue seis categorías de
imágenes, de la más perfecta a la menos perfecta: la imagen con­
sustancial, como el Hijo, icono del Padre, y el Espíritu, icono del .Hi­
jo; «el pensamiento en Dios de las cosas que serán por él», es decir,
su consejo eterno, son las Ideas divinas; el hombre, «que procede
de Dios por imitación»; «la Escritura, llena de figuras de la forma
de las cosas invisibles e incorpóreas». Reúne las cosas visibles, «que
son las imágenes de cosas invisibles y sin figura, para que al figurar­
las de modo corpóreo, tengamos de ellas un conocimiento velado».
Juan Damasceno, siguiendo al seudo Dionisio, considera que nece­

161
sitamos las cosas corpóreas como intermediarias, para que nos con­
duzcan a las cosas inteligibles. Así, el icono de la Santa Trinidad es
el sol, su luz y sus rayos, o el rosal, la rosa y su perfume. En la quin­
ta categoría se hallan las imágenes de las cosas que vendrán más tar­
de: el matorral ardiendo para la Virgen, la serpiente de bronce pa­
ra la Cruz. Y finalmente se hallan las imágenes de las cosas pasadas
que queremos recordar. Las hay de dos clases, las que la palabra ins­
cribe en los libros y las que se dibujan en los cuadros para mostrar­
los a la mirada pública: los iconos propiamente dichos.
Vemos que para el Damasceno la imagen está jerarquizada según
el grado de participación, más o menos completa e intensa, en el
prototipo. Por lo tanto, el icono se halla en la base. El Damasceno
no distingue entre imagen natural, que goza de cierta participación-
sustancial en el prototipo, e imagen artificial, cuyo único vínculo
con el modelo es la semejanza ficticia.
El Damasceno busca la justificación del icono -tanto de su culto
como de su existencia- en el marco de esta teoría de la imagen. En
lo tocante al culto, desarrolla sistemáticamente la distinción entre
el culto de latría,, que se rinde a Dios, y el culto de proskinesis, que se
rinde a las cosas sagradas. Las palabras de Cristo «Dad al César lo
que es del César y a Dios lo que es de Dios» le sugieren esta inter­
pretación: «Puesto que tenemos la imagen de César, ésta es de Cé­
sar. Pero cuando se trate del icono de Cristo, dad a Cristo, porque
es de Cristo». ¡Siempre la metáfora de la imagen imperial! Por otra
parte, en lo referente a la existencia y la fabricación del icono, Juan
intenta demostrar que la materia es capaz de conducirnos a las rea­
lidades inteligibles. Su argumento consiste en hacer extensibles a la
materia las virtudes de la Encarnación:
No venero la materia, sino al creador de la materia que se hizo materia
por mí y que se dignó habitar en la materia y ganar mi salvación median­
te la materia. No dejaré de venerar la materia gracias a la cual he ganado
la salvación.
Hasta este punto del razonamiento, la materia de la que habla
Juan es el cuerpo de Cristo. Pero amplía el concepto:
Pero también venero la materia gracias a la cual he ganado la salvación
porque está llena de gracia y de energía divina. ¿No es materia la madera
de la Cruz? [...] ¿No son materia la tinta y el sagrado libro de los Evange­
lios?

162
Al igual que los vasos sagrados, los cuadros y, sobre todo, las es­
pecies eucarísticas.
Hay aquí una desviación inquietante. El cuerpo de Cristo no es
materia en el mismo sentido unívoco que una plancha de madera
pintada. Se diría que para el Damasceno hay una especie de comu­
nicación difusora de la santidad del cuerpo de Cristo a las demás
materias, de la misma manera -y el ejemplo es significativo- que el
manto imperial, sin valor en sí, es digno de todos los honores cuan­
do toca al emperador. Dicho de otro modo, lo que el icono comu­
nica no es tanto el rostro, la identidad de la Persona divina, como
su energía, transmitida a través de la materia del icono como lo ha­
ría un sacramento. No hay nada en la teología de Juan Damasceno
que parezca oponerse a la práctica supersticiosa, y además conde­
nada, de raspar la pintura del icono para que las partículas caigan
en los vasos eucarísticos y se mezclen con el pan y el vino. El Da­
masceno justifica el icono por sus virtudes hierúrgica y teófora. La
materia nos conduce al Dios inmaterial, nos hace remontar la co­
rriente descendente por la que pasó la energía divina. Juan está ple­
namente con la devoción popular, y por eso la tradición ortodoxa
lo exalta como el defensor por excelencia del icono. Pero da pábu­
lo a la crítica iconoclasta e incluso a la crítica ortodoxa, que erra­
rían al convertir el icono en otro sacramento.
La inmensa reforma iconoclasta se extiende y se hace más pro­
funda tras el Damasceno, que escribió veinticinco años antes del de­
cisivo sínodo de 754. Intelectualmente, el argumento iconoclasta
parecía haber triunfado. Pero había una resistencia popular. Se con­
centraba, bajo la ocupación árabe, entre los monjes de Palestina, le­
jos del alcance de las persecuciones imperiales, que se conforma­
ban con repetir las viejas tesis del Damasceno. El círculo mágico
trazado por el Coprónimo que paralizó las mentes sólo se rompió
sesenta años más tarde, en torno a 820, gracias a Nicéforo, patriar­
ca de Constantinopla, y a Teodoro, abad del gran monasterio de
Studion.
La originalidad de Nicéforo es romper con una tradición ,de la
imagen muy antigua, que la consideraba «consustancial» al prototi­
po o, al menos, que captaba casi mágicamente sus fuerzas y su pre­
sencia317. El punto estratégico sobre el que lanzó su ataque fue el
concepto de aperigraphos, «incircunscrito». Desde Eusebio, la co­
rriente iconoclasta sostenía que la carne humana, la «forma de sier­
vo», se había transformado completamente en la forma divina. Me­
diante la unión de las naturalezas, la carne del Verbo habría

163
alcanzado la calidad de «incircunscrita», y por lo tanto no era cues­
tión de encerrar su forma en el contorno de un dibujo.
Dices -escribía Constantino V- que circunscribes a Cristo antes de su
Pasión y su Resurrección. Pero ¿qué dices tras la Resurrección? [...] ¿Dón­
de queda entonces lo que es circunscribible? ¿Cómo puede dejarse cir­
cunscribir quien atravesó las puertas cerradas para reunirse con sus discí­
pulos?
Nicéforo, tomando un caso extremo, pregunta si podemos pin­
tar a los ángeles incorpóreos. Claro que no, responden los icono­
clastas, porque son incircunscribibles. Pero Nicéforo observa que
«el problema no es saber si circunscribimos o no a los ángeles, sino
si los dibujamos y los representamos en imagen». Dibujar no es cir­
cunscribir.
La pintura está relacionada con la semejanza [...]; es pintura del ar­
quetipo pero está separada de él, subsiste aparte y en un momento dado
[...]. La pintura consiste en la aprehensión sensible [en la aisthesis], en la
custodia, en la circunscripción; pertenece, sobre todo, al ámbito de las no­
taciones.
Un cuerpo puede ser circunscrito según el modo que le es pro­
pio, porque tiene un contenido. Pero la pintura de este cuerpo no
circunscribe el cuerpo: circunscribe lo que la inteligencia, el cono­
cimiento y el sentido comprenden, únicamente según el modo de
la semejanza. El icono no es una imagen natural del prototipo, por­
que entonces los iconoclastas tendrían razón al decir que es impo­
sible. Se trata de una imagen artificial, que no es de la misma natu­
raleza que el prototipo: sólo lo imita.
En la concepción iconoclasta de la imagen como participación
entitativa, había que elegir entre iconoclasia e idolatría. Los icono­
clastas no concebían una imagen que no estuviera cargada de ma­
na. Pero como no podía ni debía estarlo... Por el contrario, Nicéfo­
ro devalúa profundamente la imagen. Su única relación con el
prototipo es el lazo nocional de la semejanza. No es perigraphe, sino
simple graphe.
Volvamos a Cristo. ¿Posee un aspecto visible que pueda repre­
sentarse? Sí, contesta Nicéforo, pues el cuerpo divinizado no deja
de ser un cuerpo. Aquí, Nicéforo rompe con la tradición origenia-
na y con el viejo poso platónico: el cuerpo (y la circunscribilidad)

164
no es una consecuencia del pecado. La pareja bíblica creado-increa-
do no equivale a la pareja platónica material-espiritual. Nicéforo ra­
zona según Aristóteles: la transformación gloriosa del cuerpo en la
Resurrección ¿es accidental o sustancial? Si es accidental, entonces
no es total, como pretende Eusebio. Si es sustancial, ¡habría que
pensar que la humanidad de Cristo ha desaparecido! En este caso,
somos monofisistas. La naturaleza humana de Cristo no cambió en
la Transfiguración. Se «renovó», pero no se transformó. Por lo tan­
to, hay que admitir que la carne corruptible, mortal, circunscrita, es
capaz de un «modo de ser» divino. Y así volvemos al terreno sólido
del concilio de Calcedonia: la unión de las dos naturalezas, sin con­
fusión y sin separación. Pero ¿qué ocurre entonces con la naturale­
za divina? Si es irrepresentable, ¿vemos a Cristo en el icono, o sólo
su naturaleza humana?
Teodoro Studita responde que, en Cristo, «lo invisible se hace vi­
sible»318. Lo que vemos en el icono es su persona misma. Dicho de
otro modo, su hipóstasis y no su naturaleza. Esta es la clave del pro­
blema del icono.
¿Qué representa un icono? A alguien.
No a un hombre en cuanto ser razonable, mortal, dotado de inteligen­
cia: pues eso no sólo define a Pedro, sino también a Pablo, a Juan y a to­
dos los de ía misma especie. Pero lo pintamos en cuanto poseedor, además
de la definición común, de ciertos rasgos, como la nariz ganchuda o res­
pingona, o el cabello rizado, etc.
Al hablar así, Teodoro respondía a una opinión de los icono­
clastas, según la cual Cristo había asumido una carne sin particula­
ridades, la del hombre en general. El Studita, sobre este punto no­
minalista y antiplatónico, mantiene que el verdadero hombre no es
la idea de hombre, sino el individuo existente. El icono pinta lo es­
pecífico de tal individuo. La Encarnación no forjó al hombre gené­
rico, sino a un hombre concreto, el hombre de Nazaret.
La iniciativa del Studita es maximalista, al contrario que la de
Nicéforo. Está en completo acuerdo con las razones de Constanti­
no V, contando con que lo que es inconcebible según la naturale­
za es concebible -en los límites del misterio- según la hipóstasis.
Sí, el icono circunscribe al Verbo de Dios, pero Dios se circunscri­
bió a sí mismo al hacerse hombre, y aún más, individuo. Pues no
sólo se halla circunscrito como naturaleza creada, sino como por­
tador de rasgos distintivos. Y son esos rasgos los que expresan no ya

165
la naturaleza (que no tiene rasgos), sino a la persona, la hipóstasis.
Así pues, Teodoro se lo concede todo al icono en relación con la
hipóstasis, y se lo niega todo en relación con la naturaleza. Cuando
un icono no posee el «carácter», es decir, los rasgos distintivos del
modelo, sólo sirve para arrojarlo al fuego. Al contrario que el Da-
masceno, el Studita niega que la naturaleza del icono sea capaz de
transmitir la Presencia y la energía. Recordemos que los iconoclas­
tas sostenían que sólo existía un icono acorde con la dignidad de
Cristo, la Eucaristía. A lo cual los iconódulos llevaban mucho tiem­
po respondiendo que el pan eucarístico no podía ser la imagen de
Cristo, porque es Cristo mismo. El icono no es un sacramento. Por
el contrario, en el orden de la hipóstasis, el Studita roza los límites.
No duda en afirmar que la hipóstasis está realmente en la imagen, ·
que el icono posee la «misma hipóstasis» que Cristo. Incluso exige
que no se inscriba en el icono «imagen de Cristo», sino simple­
mente «Cristo»:
Una cosa es Cristo y otra el icono de Cristo, considerados según la na­
turaleza. Pero hay identidad en cuanto a la denominación, que es indivi­
sa. Y cuando se considera la naturaleza del icono, no llamaríamos «Cristo»,
ni siquiera «imagen de Cristo», a lo que vemos. Lo llamaríamos «madera»,
«colores», «oro», «plata» o cualquier otra cosa entre las distintas materias.
Pero cuando contemplamos la semejanza con el arquetipo representado,
lo llamamos «Cristo».
Sí, al contemplar el icono contemplamos a Cristo. De Platón a
Dionisio, pasando por Orígenes y Eusebio, la imagen conduce al in­
telecto, como una escala, desde lo sensible a lo inteligible, y sólo al
alcanzar lo inteligible podemos abandonarla. Para Teodoro, la con­
templación mediante la inteligencia conduce a lo mismo que la
contemplación mediante los sentidos: se trata siempre de lo que el
icono hace visible, Cristo encarnado. Lo que rebasa la visión que
proporciona el icono es la visión de la realidad de Cristo resucitado
en toda su gloria. No hay nada que supere la visión corpórea, y el
fiel contemplará la gloria del Señor en la gloria de su cuerpo resu­
citado. Los sentidos desempeñan un papel inalienable -puesto que
nuestra naturaleza es la misma aquí en la tierra y en el más allá- en
el camino del conocimiento. «Si la contemplación según el intelec­
to [según la “teoría”] fuera suficiente por sí misma, habría bastado
que el Verbo viniera a nosotros únicamente de tal manera.» Sin em­
bargo, se hizo carne. La raíz de la iconoclasia, ya sea cristiana o ju­

166
día, es la abrumadora idea de la trascendencia divina. La vía que el
abad de Studion propone después de Máximo lleva a reconocer
una trascendencia aún más elevada, aunque paradójica, en la keno-
sis de un Dios que se «vacía», se derrama hacia su criatura: «Se ha­
ce materia, es decir, carne, él, que creó el universo. Y no se aver­
güenza de convertirse en lo que ha asumido, hasta el punto de ser
llamado así». Lo divino no se avergüenza de circunscribirse en la
humanidad, en el seno de una Virgen, al igual que no debemos
avergonzarnos de circunscribirlo en el icono: «Si Cristo se hizo po­
bre por nosotros, ¿cómo no iban a hallarse en él las marcas de la po­
breza, tales como el color, el tacto, el cuerpo, por las cuales y en las
cuales se dejó circunscribir?».

IV. El icon o
Las p reten sio nes del icono
En 842, a la muerte del emperador Teófilo, el poder cayó en ma­
nos de Teodora y de su hijo Miguel. Durante la persecución, Teo­
dora veneraba secretamente los iconos. La victoria teológica de la
iconofilia había quedado establecida. Tras un año de preparación
política (el ejército y una parte del clero se inclinaban aún por la
iconoclasia), Teodora depuso al patriarca Juan, sustituyéndolo por
el higumeno Metodio:
Con los labios mutilados por el hierro de los iconoclastas, obligado, en
los oficios públicos, a sostenerse las mandíbulas con vendas blancas que
para sus sucesores se convirtieron en las insignias y ornatos de su pontifi­
cado, conservaba la locuacidad y la voz suficientes para dictar sus himnos
y discursos, siempre temibles para los enemigos de las imágenes319.
Se convocó un concilio. El primer domingo de Cuaresma, el 11
de marzo de 843, se celebró por primera vez la fiesta del restableci­
miento de la ortodoxia, que en adelante sería anual. En maitines se
cantaba:
Pintamos las imágenes, la de Cristo y las de los santos, las veneramos
con nuestra boca, con nuestro corazón y con nuestra voluntad. El honor y
la veneración a la imagen llegan hasta el modelo: es la doctrina de los Pa­
dres inspirados por Dios.

167
Así terminaba un siglo de luchas feroces y concluía el gran ciclo
de las herejías trinitarias y cristológicas. Aunque el islam había apro­
vechado las fisuras abiertas por el monofisismo y el nestorianismo
para apartar del cristianismo a toda Africa y todo el Oriente Medio,
cuando llegó a los Balcanes y a Rusia no pudo proceder a las con­
versiones masivas de sus inicios. La ortodoxia, purgada de herejías
con la iconoclasia, que las resumía todas, siguió firme en su fe.
Porque, como hemos visto, la crisis fue una oportunidad para
«revisar» y profundizar los delicados equilibrios intelectuales que
rodean el misterio de la Encarnación. Sobre este punto teológico, y
con total indiferencia por las cuestiones estéticas, se basó la discu­
sión sobre la validez, la legitimidad y el valor de la imagen divina
foijada por la mano del hombre.
El restablecimiento del icono y de su culto se llevó a cabo sin
que fuera necesario decidir entre los diferentes sistemas inventados
para defenderlo. Porque todos convergían en el icono, aunque di­
vergieran entre sí. San Juan Damasceno valoraba, en nombre de la
Encarnación, los aspectos materiales del icono. San Nicéforo des­
dramatizaba el hecho de representar lo divino, asignándole a la
imagen un estatuto menos ambicioso que el que alarmaba a la ico­
noclasia. San Teodoro, al contrario que el Damasceno, desvaloriza­
ba por completo la madera y los colores, pero para exaltar de ma­
nera casi hiperbólica la identidad del «carácter» del icono y la
Persona del Verbo encarnado. En la práctica del culto restaurado
no hubo distinción, sino yuxtaposición. Como casi todos los iconos
habían sido destruidos, un nuevo arte bizantino surgió durante la
dinastía de los Comnenos, resurgió en el renacimiento paleólogo y
brilló hasta la caída de Constantinopla. El icono siguió prosperan­
do incluso bajo dominio turco, en Grecia, en Bulgaria, en Serbia.
En Rusia alcanzó su apogeo a principios del siglo XV, dando naci­
miento a diversas escuelas en Moscú, en Pskov, en Novgorod y has­
ta en el Gran Norte, todas ellas capaces de notables obras maestras.
Después, durante los siglos XVI y XVII, el icono degeneró, incorpo­
rando con torpeza los procedimientos importados del arte occi­
dental. En el siglo XIX, dejando aparte los pequeños iconos portá­
tiles de cobre y de bronce fabricados en masa en los talleres rusos,
el género había pasado a mejor vida. Lo cual no impidió que el ico­
no siguiera siendo un objeto de culto, presente en todos los hoga­
res, honrado con lámparas y ante el cual la gente reza, se inclina o
se santigua, venerado en todas las iglesias, llevado en procesión pú­
blica, marchando a la cabeza de los ejércitos y fuente (al menos en

168
lo que respecta a algunas imágenes) de deslumbrantes milagros.
La entrada del arte moderno occidental en Rusia vuelve a fo­
mentar la contemplación estética del icono. Este movimiento de re­
cuperación se anuncia en la transición del siglo XIX al XX. Los mo­
tivos de este nuevo interés son múltiples. El más influyente es el
nacionalismo. En el siglo XIX, en todas partes, el nacionalismo se
apoya en el arte. Es el caso por excelencia del nacionalismo alemán.
Pero los ingleses y los franceses no van a la zaga. Los rusos, sobre to­
do Tretiakov, coleccionan los iconos como testimonios del arte na­
cional. Sin embargo, la vanguardia europea se interesa en este arte
por motivos puramente plásticos. Matisse, invitado a Rusia por su
cliente, el gran coleccionista Schukin, encuentra en los colores pla­
nos y en la organización de la página afinidades con sus propias
preocupaciones y las justificaciones de su pintura. Se retiraron de
los iconos los riza de metal que los ocultaban, y empezaron a res­
taurarse activamente. Una restauración a veces tan brutal y com­
pleta que muchos perdieron su autenticidad. Es el caso, por ejem­
plo, del icono más famoso, La Trinidad de Rublev. Sea como fuere,
el sentimiento nacional ruso, que se alimentaba de la gloriosa lite­
ratura del siglo XIX y que sufría profundamente por no haber pro­
ducido más que un arte provinciano y de segundo orden, se vio do­
tado a principios del siglo XX de un gran arte, tan antiguo como el
italiano y reconocido por todo aquel que tenía algo que decir en el
mundo artístico occidental. Una divina sorpresa.
Divina, porque el nacionalismo ruso, desde sus comienzos, ape­
ló a la religión. Rusia no podía producir ni una sociedad ni una vi­
da política capaces de suscitar admiración. A principios del siglo
XIX, cuando nació la eslavofilia, todavía no podía valerse de ningu­
na obra de civilización. Pero contaba con la ortodoxia, con su pre­
tensión de conservar la verdadera fe, libre de cualquier adultera­
ción católica y protestante. Y de pronto, los occidentales ilustres se
inclinan ante el icono, que en gran parte es ruso, antiguo y atesti­
gua esa fe ortodoxa de la que Rusia había producido pocos testi­
monios literarios presentables. Lo cual sirvió para azuzar a la vez el
orgullo nacional y el orgullo religioso, puesto que en la Rusia del si­
glo XIX se daba constantemente valor religioso a todo lo nacional y
valor nacional a todo lo religioso320.
En la abundante obra escrita que los rusos han dedicado al ico­
no, de Trubetzkoi a Weidle, Bobrinskoy, Meyendorff, Ouspensky,
Evdokimov, etc., encontramos desarrollos históricos y eruditos de
gran riqueza. Y también un sentimiento de superioridad, indistin­

169
tamente nacional y religioso, a la hora de comparar el icono con el
arte occidental, ya sea como arte religioso o simplemente como ar­
te. Se extraen argumentos de la crítica que Occidente no deja de di­
rigirse a sí mismo, repitiendo dignamente un esquema inventado
en los primeros años del siglo XIX. Todos estos libros aprovechan la
insatisfacción occidental con las fórmulas artísticas establecidas, so­
bre todo las referentes al arte sacro, las preocupaciones centenarias
de Europa sobre el destino del arte, el diagnóstico de crisis general
que ofrece periódicamente, para proponer de modo triunfal el ico­
no como lo que ha salvado a Rusia de esos terribles males y como
único remedio a esa crisis general que la ortodoxia considera aún
más fatal porque es la única en discernir, especialmente con ayuda
del icono, los motivos lejanos y las razones profundas. Pero esta crí­
tica eslavófila está destinada a ser bien acogida en Europa, que la re­
cibe como un eco de su propia autocrítica y como su confirmación
objetiva. De ahí la moda actual de los iconos, que se infiltran en
nuestras iglesias ocupando los lugares de honor, hasta el punto de
que ciertas reproducciones mediocres y dudosas de iconos llegan a
expulsar de los altares no sólo la producción de las «santerías» san-
sulpicianas, sino buenos cuadros de un siglo XIX sincero, cuando no
soberbios lienzos de siglos precedentes.
Antes de examinar las pretensiones de esta literatura contempo­
ránea (porque a la antigua ni se le ocurría tenerlas), tenemos que
observar objetivamente el icono, tal como es y se presenta ante no­
sotros321. Tras una oración apropiada, el iconógrafo pega una tela
sobre una plancha de madera y extiende sobre ella un preparado
blanco (leukos; que en ruso se ha convertido en lekvas) de alabastro
o de creta. Para el dibujo, se guía por las compilaciones de «mode­
los» (en ruso podlinnik, «auténtico»), porque el iconógrafo debe se­
guir la tradición, aunque se deje una parte a su interpretación per­
sonal. Luego extiende el oro y los colores, perfecciona los tonos y
la luminosidad, incluye trazos de pintura clara o de oro, cuida es­
pecialmente la carnación del rostro y de las manos y finalmente da
nombre al icono en una inscripción. Gracias a este nombre la pin­
tura se convierte en icono y establece un vínculo hipostático (o sus­
tancial, según se siga una u otra teología) con su prototipo. De
hecho, no se dice «pintar» un icono, sino «escribir» un icono: la es­
critura no sólo remite a la inscripción del nombre, sino a toda la en­
señanza del icono, comparable a la de las Escrituras.
El icono, a pesar de los desarrollos teológicos en sentido contra­
rio, sigue estando impregnado de espíritu platónico. Es un instru­

170
mentó de contemplación mediante el cual el alma se aleja del mun­
do sensible y entra en el mundo de la iluminación divina.
Nos alimentamos por necesidad, intentando que nuestra vida conserve
sus fuerzas para la contemplación, porque a decir verdad hemos nacido
para ella (Nicéforo Blemmides)322.
Los primeros iconos no son de Cristo, sino de los estilitas que,
aislados en lo alto de una columna, eran «formas terrestres de los
ángeles».
El icono imita al prototipo. Pero no conocemos el origen histó­
rico de este prototipo. Es cierto que san Pedro no está representa­
do igual que san Pablo: tiene sus propios rasgos, pero no sabemos
de dónde provienen. Aunque, de hecho, provienen de la idea teo­
lógica que los define, y que encontramos tanto en los libros litúrgi­
cos como en las compilaciones de los pintores. El carácter indivi­
dual se diluye en la esencia teológica que expresa su existencia.
El cuerpo tiene poca importancia. Disminuido por la ascesis, ra­
ra vez aparece desnudo, como en el bautismo de Cristo. Por lo ge­
neral, desaparece bajo la ropa. La cabeza, o más bien el rostro, don­
de trasluce el Espíritu, se halla en el centro de la representación. La
carnación rosada de la Antigüedad ha dejado paso al ocre, pero so­
bre ese tono terroso brilla la luz, señalada por finos trazos que su­
gieren una vida intensa. Juan Mauropous (hacia 1555) decía que el
buen artista no sólo debe representar el cuerpo, sino el alma, repi­
tiendo así las palabras de Sócrates que recoge Jenofonte323. Toda la
atención se centra en la mirada de unos ojos a veces inmensos que
miran al espectador, subrayados por los arcos ciliares y las cejas y
por ese punto del entrecejo donde parece concentrarse el Espíritu.
La frente es alta y abombada, sede de la sabiduría y de la inteligen­
cia. La nariz es larga, delgada, grave, noble, las aletas parecen tem­
blorosas. Las mejillas de los ascetas y de los monjes hablan de ayu­
nos y de velas. La boca, muy fina, siempre está cerrada, porque en
el mundo de la gloria todo es visión y silencio. No hay ángeles can­
tando a voz en cuello, como en Fra Angélico y Della Robbia. La bar­
ba es majestuosa gracias al ritmo vigoroso de las mechas.
La naturaleza está estilizada, de manera que ni árboles, ni rocas
ni casas están sujetos a la gravedad. Las diversas arquitecturas no es­
tán sometidas a un espacio de perspectiva unificada: cada cual flota
en su propia perspectiva. Los colores tienen valor simbólico. La luz
no arroja sombras. En general, la perspectiva se halla invertida; la lí­

171
nea de fuerza va del interior del icono al ojo del espectador. A tra­
vés del icono, las verdades de la fe irradian hacia quien lo contem­
pla. Por lo tanto, el punto de fuga se traslada a este último.
La luz es el alma del icono. Según los antiguos, el ojo y el objeto
emiten una luz semejante, y la visión se produce cuando entre el ojo
y el objeto se forma un medio luminoso homogéneo. Pero con Pla­
tón, y sobre todo con Plotíno, la luz comunica a las cosas belleza y
bondad. Por eso la oposición luz-tinieblas sustituye a la oposición
clásica del orden y el caos. La luz aparta a la materia de su natura­
leza tenebrosa. Pero la luz material, natural y creada, se convierte
en tinieblas si la comparamos con la luz inteligible y la luz increada
que irradian del Dios incognoscible. Esta transposición de la luz
creada en tinieblas supraluminosas se hace explícita en los iconos
de la Transfiguración. Cristo se halla en el centro de una aureola de
tres círculos concéntricos. La luz más deslumbrante es la del círcu­
lo exterior. A medida que nos acercamos al centro divino, el azul
claro se oscurece y se convierte en azul noche, atravesado por rayos
de oro, hasta que finalmente encontramos el blanco puro de la tú­
nica de Cristo.
El oro no es un color. Es irradiación, luz activa. En los manuales
de iconografía eslava, lo llaman svet («luz»). En los antiguos iconos,
el oro se utilizaba con discreción. Pero tras la crisis iconoclasta se
extiende generosamente. La luz no sirve para modelar el contorno
y los relieves, no se encarga de sugerir la ilusión. Irradia desde la
imagen misma hacia el espectador. Los cuerpos del icono no están
bañados por una iluminación de origen exterior. Tienen una luz
propia que emana de ellos. Esta luz refleja las ideas eternas que sub­
yacen a esos cuerpos. Traduce la energía divina -cuya visión es la luz
increada del Tabor- que sostiene a los seres distintos y los dirige ha­
cia la deificación. La idea icónica de la luz desciende casi directa­
mente del seudo Dionisio, relevado más tarde por el hesicasmo y el
palamismo.
El icono es una escritura. Toma prestados sus temas de la Biblia,
los apócrifos, la liturgia, la hagiografía, los sermones de los Padres.
Se ajusta a los géneros literarios. El panegírico adapta la vida del
santo al modelo ejemplar. Los estilos épico y dramático dan a las es­
cenas su color particular. Pero a medida que nos acercamos a los
tiempos modernos, la enseñanza teológica pasa a primer plano. El
topos teológico -no ya la presencia hipostática del prototipo- se
convierte en el objeto mismo de la representación. El icono ya no
representa personas, sino que ilustra tratados. La visita de los tres

172
hombres a Abraham y la hospitalidad (philoxenia) que éste les mues­
tra estaban representadas en el siglo IV de forma bastante «natura­
lista», o por lo menos histórica, en Santa María la Mayor y en Ráve-
na, aunque los Padres ya vieran en ellas una epifanía de la Trinidad.
En el famoso icono de Rublev, la intención dogmática reabsorbe los
detalles, por decirlo de algún modo, en el esquema teológico do­
minante. Abraham ha desaparecido y la mesa se convierte en altar
que sostiene la copa eucaristica. Quedan los tres ángeles -o las tres
Personas divinas- frente a frente, en silencio. La roca, la encina de
Mambre y la morada de Abraham han sido reducidos a símbolos re­
siduales. Todo el pathos emana del juego de los colores y, sobre to­
do, de la estructura geométrica circular, que transmite la interpre­
tación teológica del misterio. El espíritu de la Escritura, o al menos
el sistema interpretativo, hace que la letra se diluya. En el siglo XVI,
en Rusia, se multiplican los iconos dogmáticos, cuyos títulos indican
su carácter especulativo: Verbo, Hijo único; Nuestro Padrer, En ti se rego­
cijan todas las criatura,s324.
Los autores rusos, apenas enterados de la existencia del icono,
que llevaba mucho tiempo confinado en un entorno social (popu­
lar, de viejos creyentes o eclesiástico) muy alejado del medio en
que se movían los intelectuales, se dieron cuenta de inmediato de
la ganga que representaba para la conciencia nacional. Porque
aquel arte, tan antiguo como nuestro arte medieval, hundía sus raí­
ces en una historia todavía más antigua. El trasfondo de la cultura
rusa, tan cruelmente reciente a ojos del siglo XIX, cubría varios si­
glos, y no sólo en términos mitológicos. Por motivos mucho más se­
rios que las aproximativas reconstrucciones eslavófilas, la cultura
rusa, al menos la artística, gozaba de una verdadera y gloriosa tra­
dición.
La pintura de iconos -escribió Trubetzkoi en 1915- expresa lo más
profundo de la cultura de la Antigua Rusia. Además, estos iconos se en­
cuentran entre los más eminentes tesoros del arte religioso universal. Sin
embargo, hasta una época reciente, el ruso culto los encontraba incpm-
prensibles. Y apenas si les echaba una mirada distraída325.
¡Ésta era la revelación que todos los grandes escritores del siglo
XIX habían esperado con tanta im paciencia!
Dostoievski dijo: «La belleza salvará al mundo». Soloviev, desarrollando
el mismo tema, proclamó el ideal del «arte teùrgico». Cuando se pronun­

173
ciaron estas palabras, Rusia todavía no conocía sus propios tesoros artisti-
eos. Ya teníamos un arte teùrgico326.
El nacionalismo de Trubetzkoi, exacerbado por la Primera Gue­
rra Mundial, ve en los iconos la salvaguardia de la nación y su ex­
presión suprema. En los iconos de Cristo, su «mirada atenta» reco­
noce, espiritualizados, «los rasgos típicos de un rostro ruso».
Así, no sólo lo universal humano, sino también su dimensión nacional,
entran en la paz inmutable de Dios y se conservan en una forma glorifica­
da por la cumbre del arte religioso.
«Una nación capaz de alumbrar semejantes luminarias ya no ne­
cesitaba maestros extranjeros»327, dice también Trubetzkoi, que se
enorgullece de que en el siglo XV la iconografía rusa se independi­
zara de la griega. «Esta nación era capaz de iluminar el mundo por
sí sola»328.
El nacionalismo artístico de Trubetzkoi no tiene nada de excep­
cional. Al fin y al cabo, el descubrimiento del arte gótico había da­
do a los alemanes, y luego a los franceses y a los ingleses, motivos de
fe patriótica que los rusos sólo tenían que imitar. Pero a causa de la
naturaleza de este arte y de los antiguos hábitos del nacionalismo
ruso, nuestros autores insisten en el punto de que la grandeza y, fi­
nalmente, la superioridad estética del icono sobre el arte occidental
provienen de la superioridad religiosa de la ortodoxia sobre la lati­
nidad.
Podemos reagrupar los temas principales de esta literatura en
tres capítulos:
1. El icono es más que arte, pues es en sí mismo un medio eficaz
de salvación. Bobrinskoy, por ejemplo, siguiendo en este aspecto la
teología del Damasceno, restituye al icono un «estatuto sacramen­
tal»329. Dice que desde que la carne de Cristo y, con ella, la materia,
fueron transfiguradas en la Resurrección, elevadas a la participa­
ción en la vida divina gracias a la Ascensión, la criatura es capaz de
alcanzar en Cristo la semejanza divina y perfeccionarla. El arte hu­
mano, «bautizado en la Iglesia», puede llegar a ser capaz, en el fue­
go del Espíritu, de traducir la Presencia de la divina Trinidad a
nuestros sentidos y a nuestra inteligencia. Entre el prototipo exter­
no (Cristo) y el prototipo interno (la imagen de Cristo grabada en
el corazón humano) se opera un intercambio salvifico y una pro­
gresiva fusión. El icono es el vehículo de la Presencia santificadora

174
de Dios y, en el sentido opuesto, de la oración. Ciertos iconos tie­
nen incluso la propiedad de «capitalizar» la Presencia de Dios y la
oración de la Iglesia, y por lo tanto son especialmente venerados. Fi­
nalmente, «llegados al Reino del que el icono es una de las mani­
festaciones sacramentales aquí en la tierra, habrá una epifanía, el
hombre entero se convertirá en icono transparente y fiel»330.
Lo que Plotino esperaba conseguir, ilusoriamente, de la ascesis
contemplativa -lo que los modernos han exigido, más ilusoriamen­
te aún, del arte puro-, es decir, la salvación, llega a todos a través
del icono, que es igual a las Escrituras y a los sacramentos. El icono
abre una vía de acceso a Dios, de quien desciende la energía deifi-
cadora. Estamos mucho más allá del arte. De hecho, estamos a las
puertas del Reino, en el umbral. A través del icono podemos parti­
cipar de antemano en la vida trinitaria.
2. En cuanto arte, el icono es capaz de hacer visibles cosas más
elevadas que ninguna otra forma artística. No hay duda de que en
todo arte existe la ambición de hacer visible lo invisible. Y eso, úni­
camente eso, es lo que hace el icono.
Lo que el icono representa, personajes o acontecimientos sagrados, al
principio sólo está presente en el espíritu —escribe Weidle—; el icono
muestra siempre lo invisible. No es abstracto en modo alguno, no renun­
cia en absoluto a la figuración y menos aún a la semejanza, pero los me­
dios con los que busca la semejanza no son de este mundo y no se pueden
alcanzar mediante la reproducción de los objetos que lo constituyen o la
sumisión a las leyes que lo rigen331.
En otras palabras, el iconógrafo, como el pintor impresionista,
pinta «siguiendo el motivo», pero el motivo es trascendente: se tra­
ta del mundo transfigurado. El icono es una ventana. Pero no para
que el espectador contemple un espectáculo: al contrario, revela
una presencia que actúa sobre el que la acoge pasivamente. Es una
visión congelada. Por eso es conveniente una perspectiva invertida
que dirija las fuerzas a la diana, el ojo del orante contemplativo.,
El arte del icono, resume Olivier Clément, rebasa la oposición
subrayada por André Malraux entre las artes orientales no cristia­
nas, «testigos de una eternidad impersonal», y las artes del Occi­
dente moderno, «condenado a la angustia, a la búsqueda, al secre­
to del individuo». El icono trasciende la oposición entre el arte
figurativo y el no figurativo para crear un «arte transfigurativo».

175
[El icono] abstrae, pero para extraer de la carne corruptible (en el sen­
tido pauliniano) la corporeidad pneumática asumida e iluminada por la
hipóstasis. Así, la abstracción desemboca en la realidad más elevada, la fi­
guración se abre al más allá de la figuración332.
3. El arte occidental, especialmente el religioso, no puede rivali­
zar con una consecución tan sublime. Desde sus comienzos está im­
pregnado de influencias paganas helenísticas que, según Ouspensky,
«rebajan» la revelación, «deforman» la enseñanza evangélica. A par­
tir del «Renacimiento» italiano (las comillas son de Ouspensky), ele­
mentos «carnales» y «engañosos» se introducen en el arte sacro y co­
rrompen su pureza. Tras la crisis iconoclasta, bajo la vigilante mirada
de la Iglesia, estos elementos extraños fueron eliminados radical-·
mente del icono. ¡Desafortunadamente regresaron en masa a partir
del siglo XVII, sobre todo bajo la influencia de Vladimirov, que se
atrevía a admirar el arte occidental, y causaron la decadencia del ar­
te sacro ortodoxo!333.
Ouspensky compara dos imágenes de la Virgen prácticamente
contemporáneas, la Madonna del Gran Duque de Rafael y un icono
moscovita. Por la pose y los pliegues del manto sabemos que res­
ponden a la misma iconografía. Y sin embargo:
La imagen de Rafael sólo es humana; es carnal y sentimental. El tema
sacro sólo es un pretexto para la expresión de los sentimientos e ideas del
pintor. Todo lo que esta imagen nos dice de la Madre de Dios es que era
una mujer, y del Niño divino, que era un niño al que nada distinguía de
los demás niños. Por el contrario, el icono nos transmite con su simbolis­
mo la enseñanza de la Iglesia sobre la Encarnación de Dios y la Materni­
dad divina. En él, el Niño no es un niño como los demás; su pose majes­
tuosa, su nimbo, el rollo en la mano, su bendición, el tratamiento de sus
ropajes, todo eso nos revela la Sabiduría divina hecha carne334.
Por lo tanto, la razón de que el arte religioso occidental se atas­
case en las vías muertas del naturalismo y el psicologismo es que Ro­
ma se separó de la verdadera Iglesia. Ya en 692, Roma no estuvo ple­
namente de acuerdo con las decisiones del concilio Quinisexto. Así,
comenta Ouspensky, «la Iglesia de Roma se excluyó del proceso de
elaboración del lenguaje artístico y espiritual, [...] cuyo protagonis­
mo pasó, de modo providencial, a la Iglesia de Constantinopla».
Más tarde, la mala recepción del segundo concilio de Nicea «enve­
nenó las fuentes del arte occidental». Pero el golpe de gracia fue la

176
separación de ambas Iglesias en el siglo XI, cuando la ortodoxia en­
tró «en un período pneumatológico». Por eso el impulso creador
del arte romano «sólo fue una llamarada fugaz» y el arte sagrado oc­
cidental, del gótico a los tiempos modernos, de traición en traición,
perdió su sentido, su destino y su razón de ser335.
La decadencia del arte latino empezó a causa de una desviación,
y no sólo de un enfriamiento de la fe. El icono representa a un ser
humano que entraña una naturaleza restablecida a su ser primero,
en vías de deificación. En cambio, la doctrina latina, como la com­
prende Ouspensky, no contempla la posibilidad de deificación. La
caída no alteró la naturaleza humana, pero la privó de los dones de
la gracia. La Encarnación devuelve estos dones, pero la gracia es al­
go creado y añadido a la naturaleza humana. Para Roma, la natura­
leza humana sigue siendo la naturaleza humana. Así pues, se corri­
gen sus acciones, pero no se le impone un cambio ontologico. Por
eso el santo se representa como uno de nosotros, a imagen del Adán
terrestre y en su forma corruptible. Muy distinto es el arte transfigu­
rativo de la verdadera Iglesia, donde el santo se ve realmente deifi­
cado. Por lo tanto, concluye Ouspensky, hay que expulsar del tem­
plo las imágenes que corresponden a esa teología descarriada336.

Exam en de las preten sio nes


En 843, esa fecha que señala más o menos la mitad de nuestra in­
vestigación, parece cerrarse un interminable proceso. ¿Es posible,
es lícito representar a Dios? Tras larguísimos considerandos, la res­
puesta a estas dos preguntas ya apuntadas por Anaxágoras, Parmé-
nides y Platón es afirmativa.
Si es cierto -y Platón nos incitó a creerlo- que la meta del arte,
la más alta, la que da su valor a todas las demás posibles metas y ha­
ce que todas dependan de ella, es producir una imagen auténtica y
visible del mundo divino, el icono vino a cumplir un deseo acari­
ciado durante mucho tiempo. El Verbo encarnado puede ser «cir­
cunscrito» en una plancha de madera pintada y es realmente Dios,
la única visión concebible de Dios. Su presencia en la madera le
otorga a la materia una dignidad que no posee en sí misma, y la pro­
piedad de convertirse realmente en conductora de una parte de los
poderes divinos. Su rostro, especificado por una serie de rasgos in­
dividuales, es el rostro de la Persona divina, en la cual convergen sin
confusión ni separación las dos naturalezas.

177
Además, la imagen no cae caprichosamente del cielo. Forma
parte de una historia sagrada y autentificada por ella. No es algo aje­
no o exterior respecto a la religión, no es una redundancia ni un
excitante psicológico de la piedad, de los que un culto en espíritu y
verdad podría prescindir. Está dentro de la religión, forma parte de
su explicitación teológica. Está integrada en la liturgia. Su garantía
y su vida se derivan tanto de la una como de la otra: el icono desve­
la en la luz de la fe lo que se supone que debe representar. Quien
no tenga esta fe, no verá nada. Mediante la oración, y a través de la
imagen, se produce el contacto deificador con el prototipo.
El caso es que toda esta superioridad por principio del icono pue­
de dar lugar a una hybris que impida verlo como es en realidad. La
literatura sobre el icono se convierte en una ideología del icono, un
fanatismo del icono que impide calibrar sus límites naturales. Si
Cristo, «circunscrito» en el icono, puede ser objeto de una con­
templación indefinida, el icono, producto del arte, está circunscri­
to en un sentido más estricto. Por profundo que sea su ámbito, se
trata de un ámbito limitado. Esta forma de arte nació -pues antes
de su elaboración teológica, sus pretensiones no eran firmes- en
torno al siglo XI. Murió durante los siglos XVI y XVII. Floreció en el
territorio ruso-bizantino, y casi nunca traspasó sus fronteras. Pero
más allá de esas fronteras también se hacían esfuerzos para repre­
sentar lo divino.
Los medios del icono (el alcance simbólico de los colores, el geo-
metrismo que organiza la imagen, etc.) no garantizan en lo más mí­
nimo la consecución del objetivo. No basta con alargar desmesura­
damente el cuerpo (hasta diez cabezas de longitud) para que éste
se convierta, como dice Olivier Clément, en «una llama con rostro,
un concentrado hipostásico del ser, un ekstasis de la persona»337. No
basta con sustituir la carnación rosada por el color pardo en el ros­
tro y en el cuerpo para afirmar que ese color es el de la «tierra trans­
figurada». La espiritualización ascética, la frente dilatada, los labios
finos y apretados, las mejillas demacradas, la mirada atenta y grave
no deben tomarse como una equivalencia evidente de la deifica­
ción. Son traducciones simbólicas cuya eficacia no depende ni de la
exactitud ni de la sublimidad de la teología subyacente.
Limitado a un área de la civilización y a una era histórica, el ico­
no también se halla limitado por su vocabulario y por su gramática.
El icono reproduce cánones. De hecho, presume de ello. Se apoya
en el segundo concilio de Nicea, que condena a los «herejes maldi­
tos» que violan la tradición de la Iglesia, inventan novedades, atro­

178
pellan de forma tortuosa y engañosa las tradiciones legales de la
Iglesia universal. En consecuencia condena a los católicos romanos,
«que han emprendido el camino de las innovaciones». Es necesa­
rio, comenta Olivier Clément, que el artista, mediante una verda­
dera superación de su subjetividad cerrada, se someta a ciertos cá­
nones que permitan a la obra ser fiel a su objeto. «Una sumisión
liberadora: el genio no pierde nada con ella; el chivo expiatorio es
el narcisismo.» Espléndidas palabras, pero no por ello hay que per­
der de vista ese carácter permanente del icono, que el gusto occi­
dental rechaza y que incluso el gusto oriental soporta mal -razón
por la que terminó alejándose del icono-, la extrema monotonía de
las formas y la repetición de los modelos. Es cierto que la anarquía
del arte moderno ha despertado la nostalgia por un arte tan rígida­
mente regulado. Pero ese rasgo sigue existiendo.
Ese rasgo es responsable de una paradoja: que el icono, al pare­
cer inseparable tanto de la vida espiritual del iconógrafo como del
espectador, sea de todas las formas de arte la que mejor se adapta a
la producción mecánica e industrial (los talleres de iconografía tra­
bajan siguiendo los podlinniki, se reparten las tareas, producen en
serie indefinida). También es responsable de otra paradoja: que el
icono, auténtico fruto de la oración más personal, sea extraordina­
riamente fácil de falsificar. Los museos y los coleccionistas occiden­
tales poseen un número infinito de iconos perfectos fabricados en
los talleres de falsificaciones establecidos por el poder soviético pa­
ra conseguir divisas. Hay falsificaciones por todas partes, porque el
icono, a causa de la rigidez casi ritual de sus procedimientos de fa­
bricación, presenta para el falsificador menos dificultades que la
pintura occidental, en la que el pulso individual del artista cuenta
claramente en la realización de una obra lograda. El icono no paga
un precio muy alto por la reproducción, esa discreta forma de fal­
sificación. Mientras que entre un Monet o un Tiziano y sus fotogra­
fías hay una distancia enorme, no hay tanta entre la Virgen de Vla-
dimir o de Kazan y las innumerables reproducciones que vemos
actualmente en las capillas católicas.
¿Cuáles son los motivos de que la literatura sobre el icono se nie­
gue generalmente a reconocer estas limitaciones evidentes y en ab­
soluto insignificantes, salvo para adjudicarse un poco más de gloria?
Parece mantenerse la perpetua confusión entre el orden teológico
y el orden artístico. ¿Cómo expresarla? Podemos recurrir a una
comparación. En una novela de Huxley titulada Antic Hay, hay un
personaje descrito con mucha agudeza, un pintor moderno con el

179
que todos nos hemos encontrado alguna vez en la vida. Este pintor
tiene las teorías más profundas y auténticas que imaginarse pueda
sobre el arte. Ante cualquier obra, detalla con una perspicacia ini­
gualable méritos y flaquezas, y señala lo que el autor tendría que ha­
ber hecho para que el cuadro tuviera vida, verdad y belleza. Pero la
joven que contempla sus cuadros le escucha con el corazón en un
puño, porque el discurso hace aún más evidente lo que falta en los
cuadros del pintor en cuestión: la vida, la belleza, la verdad.
Aquí no se trata de teoría estética, sino de la más alta teología.
Sin embargo, no basta para garantizar que el icono haya alcanzado
los objetivos que, según esta misma teología, estaban a su alcance.
Pero a veces la teología actúa como un incienso embriagador que
obnubila la visión positiva del icono tal y como es y sume al alma en 1
la admiración, que debería ser condicional, pero que se vuelve au­
tomática y ciega cuando se confunde con la siempre debida vene­
ración.
Vamos un poco más lejos. La existencia de una teología icónica
aceptada y ratificada por la Iglesia, cuya elaboración fue tan larga y
delicada, tampoco garantiza que la práctica iconográfica le obedez­
ca regularmente. Esta teología se constituyó en oposición a los erro­
res sistemáticos de la iconolatría y de la iconoclasia. Pero hace falta
un considerable esfuerzo para mantenerse en la precaria cima del
término medio y no caer por las pendientes de los dos errores
opuestos. A veces, cuando ya no se está arriba, aún se cree estarlo.
Sólo que, en lugar del equilibrio iconófilo, hay una mezcla o una
yuxtaposición inestable de iconolatría e iconoclasia.
De iconolatría: No vamos a hablar aquí de la devoción popular.
Por supuesto, hubo desviaciones tanto antes de la crisis como des­
pués. Existen proyecciones impregnadas de magia sobre imágenes
milagrosas en todo el conjunto del mundo cristiano, salvo cuando,
como en tierras calvinistas, prevaleció la iconoclasia. Estas desvia­
ciones son inevitables. Rara vez son graves. Yo no condenaría a na­
die por haber visto al Espíritu Santo en un loro disecado.
Más sutil y difícil de distinguir es la iconolatría, no ya del icono
ni del prototipo presente en el icono, sino de la teología del icono o
del ámbito religioso delimitado por el icono. Ya he hablado de la
evolución del icono hacia el esquema teológico. El peligro es que al
exaltar una teología particular, el honor debido al icono, en lugar
de repercutir en el prototipo, repercute en el sistema, que de hecho
es lo único representado. El rostro se convierte en un pretexto pa­
ra alegrarse de ser discípulo de san Gregorio Palamas y no de Agus­

180
tín, de ser ortodoxo y no católico o protestante. Un mal icono, in­
capaz de transmitir la energía o la hipóstasis, transmite siempre el
esquema. ¡Yencima hay que alegrarse si el repliegue sectario no va
unido a la exaltación nacionalista!
Para no caer en la desesperación -escribe Trubetzkoi- y para combatir
hasta el final, debemos llevar ante nosotros el estandarte en el que se dan la
mano la belleza del Cielo y el rostro solar y glorioso de la Santa Rusia338.
Así pues, el icono se convierte en enseña de un terreno atrin­
cherado, de un mundo cerrado donde sólo cobra sentido, para los
doctos, en una teología iniciática, o, para los simples, en la magia.
Pero también se convierte en enseña de un mundo imperialista,
donde indica los avances y retrocesos de la recta doctrina. Esta ico­
nolatría, como cualquier idolatría, es un culto a sí misma: en lugar
de exaltar a Cristo, exalta la ortodoxia. Siguiendo este camino, el
icono se vacía hasta transformarse en pura nada. Pero, desde esa na­
da, fulmina todo lo que está más allá de sus fronteras. He citado la
comparación de Ouspensky entre una Virgen de Rafael y una Vir­
gen moscovita, comparación que horroriza a cualquiera que haya
visto ambas obras.
De iconoclasia: Los iconos cambian de estilo después de la crisis.
En los pocos iconos primitivos que subsisten, en su mayoría prove­
nientes de Egipto (como Cristo y el abad Mena del Louvre), Cristo o
los santos tienen una forma achaparrada, rechoncha, vigorosa, ex­
tremadamente carnal. El realismo, un tanto denso, de las figuras de
El Fayún se trasladó a esas robustas efigies. Pero, tras la crisis, las for­
mas se estiran, los rostros se descarnan. Aunque la victoria de la or­
todoxia, en 843, sea la de la Encarnación, los iconos que deberían
atestiguar esa victoria tienden a lo etéreo, el símbolo, el geometris-
mo, la ascesis hiperbólica. A menudo parece que el estilo adoptado
por los artistas traduce un compromiso entre la visión plena de la
humanidad de Cristo y las abstracciones simbólicas que toleraba la
iconoclasia. Un compromiso justificado por el lugar que el icono
decide representar, que ni es del todo la tierra ni es del todo el cie­
lo, sino el interregno místicamente contemplado de la Transfigura­
ción.
Pero donde encontramos la huella más auténtica e irremediable
del espíritu iconoclasta es en la incapacidad del icono para pintar
también el mundo profano. Aunque este mundo refleje igualmen­
te la gloria divina, como lo ha demostrado con tanta frecuencia el

181
arte occidental, está ausente del arte casi exclusivamente religioso
del Bizancio tardío, de los Balcanes y de la Rusia prepetroviana. El
arte íntegramente sacro y dedicado al culto le hace el vacío.
Este es el límite del icono: suprimir la mayor parte de la crea­
ción. La iconoclasia encubierta -entreverada además de iconolatría
a la hora de pronunciar el anatema sobre el arte occidental- oculta
un anticosmismo que ni siquiera todos los discursos sobre la Encar­
nación consiguen disimular del todo. Escuchemos a Trubetzkoi ha­
blándonos de su visita a los Rubens del Ermitage:
La náusea que sentí al ver las bacanales de Rubens me hizo compren­
der de inmediato la propiedad de los iconos en la que estaba pensando.
La bacanal es la forma extrema de la vida que el icono rechaza. La carne
repleta y temblorosa que se deleita en sí misma, se atiborra de carne y tie­
ne que matar para atiborrarse, todo eso es lo que rechazan los dedos que
nos bendicen [...]. Mientras nos seduzcan los deleites de la carne, el icono
no nos hablará339.
El horror neoplatónico del cuerpo y el orgullo nacionalista reli­
gioso se alian para componer una iconoclasia práctica que es capaz,
en principio, de arrojar a la hoguera casi todas las imágenes forja­
das por los hombres: todas las imágenes profanas, cuyo mérito a la
hora de expresar las gracias divinas no es examinado; y todas las
imágenes religiosas, porque no llevan la marca de fábrica de la teo­
logía correcta.
Pero hay un motivo más grave para esta eliminación de un arte
no religioso y de un arte religioso no icónico. Proviene de la íntima
convicción de que en el icono tenemos realmente la imagen divina,
y que no merece la pena representar nada más. Dios, su gloria, el
mundo transfigurado, el cuerpo resucitado, el Reino: tras esta com­
pleta visión, que colma cualquier espera y requiere todas las ora­
ciones, ¿para qué reblarse al mundo ordinario, qué motivo hay pa­
ra condescender a contemplar espectáculos inferiores?
Aquí tropezamos con la hybris del icono, que forma parte de la
hybris del bizantinismo. Soloviev reprochaba a Bizancio el lamenta­
ble contraste entre la ortodoxia puntillosa que es pura fachada y la
ortodoxia práctica. Por eso la teología del icono lleva lo más lejos
posible la elucidación de la Encarnación, mientras que el icono mis­
mo cae a menudo en el error. Pero el aplomo teológico rechaza el
laxismo práctico: puesto que la imagen divina es posible, se cree,
imprudentemente, que existe. También rechaza las imágenes divi­

182
ñas de los demás mundos, porque por el hecho de depender de una
teología diferente o, peor aún, por ser independientes de la teolo­
gía, son tachadas a priori de incapacidad.
De todos modos, no hay que adoptar con el icono la actitud que
sus turiferarios adoptan con todo lo que no es un icono. El arte oc­
cidental moderno abrió los ojos de los rusos al interés estético de
los antiguos iconos. A su vez éstos, mejor comprendidos, abren los
nuestros a todo lo que nuestro arte religioso ha tenido de iconico.
Sin necesidad de someterse a las formas canónicas, nuestro arte
propone (de Fra Angélico a Memling y Van Eyck, por mencionar a
los contemporáneos de los grandes iconógrafos bizantinos y rusos)
la misma gravedad interior, la misma presencia silenciosa, el mismo
espíritu de misterio y de contemplación. Por añadidura, percibimos
regularidades de tipo iconico en la vestimenta y la postura de los
personajes sagrados. El modelo de la Theotokos llamada Hodigi-
tria, «que señala el camino», es decir, su Hijo, se reconoce sin ape­
nas alteraciones en las madonas de Rafael. Tras el caravaggismo, es
decir, tras una revolución estética que condujo a las antípodas del
modo iconico de pintar, en pleno siglo XVII, cuando el icono lleva­
ba mucho tiempo dormido, surgieron las imágenes acaso más per­
fectamente acordes con el espíritu del icono que haya producido el
arte europeo. Basta citar a Georges de La Tour y su Natividad en
Rennes, o a Zurbarán y su Casa de Nazaret en el museo de Cleveland.
Dejo a otros que decidan quién, Zurbarán o Feofan el Griego, es
más fiel a la teología de Teodoro Studita y quién ha reproducido
con mayor percepción el misterio de la Encarnación.
Llenos de agradecimiento, contemplemos el icono con ojos be­
névolos, sin ceder a la menor tentación iconoclasta o iconólatra, in­
cluso si nos sentimos provocados por los indiscretos ríos de tinta
que ha hecho correr.
Salta a la vista un primer hecho: el escaso número de grandes
iconos, el escaso número de grandes obras de arte entre los iconos.
Es cierto que las destrucciones fueron inmensas. ¿Cuántos iconos de
Rublev quedan? Pero tampoco quedan muchos más cuadros de pou-
quet. Sin embargo, y éste es el segundo hecho que debemos seña­
lar, son esos iconos los que atestiguan la validez del género. Toda la
teología del icono se habría esfumado si no hubieran existido ico­
nos capaces de transmitirle al corazón la Presencia divina. No obs­
tante son pocos, y pertenecen a un breve período. Nuestro gusto
actual distingue las grandes obras maestras. Parecen ser contempo­
ráneas del movimiento hesicasta, que, trasladado al mundo del ar­

183
te, le aporta una penetrante dulzura, semejante -pero no idéntica-
a la que aportaron a Occidente los movimientos franciscano y do­
minicano. Las encontramos en Constantinopla y en Moscú. Nuestro
gusto destaca a la vez los brillantes colores, la deslumbrante lisura
de las escuelas de Pskov, Novgorod y el mar Blanco. En estas her­
mosas imágenes, la seducción formal prima sobre la profundidad
del sentimiento. Pero podemos inclinarnos ante las pretensiones de
los grandes iconos, que a fin de cuentas son muy escasos. Sí, de
acuerdo, son imágenes divinas. Sí, son epifánicas. Pero son divinas
porque el arte las ha hecho tales. No lo son en sí; hay que tener en
cuenta la experiencia, el saber, el trabajo y el misterioso talento del
artista.
Los iconos sólo son iguales cuando se usan para el culto. Cual- ·
quier torpe garabato vale como instrumento de oración. En ese as­
pecto no hay diferencias entre la Madonna Sixtina y una Virgen de
Lourdes de escayola, pintada de blanco y azul. El contrasentido es
deducir la validez estética de la imagen divina, que nada garantiza,
de su validez teórica, que la teología asegura. Ahí volvemos a en­
contrar la distancia bizantina, comentada por Soloviev, entre la per­
fección de principio y la imperfección de hecho. Para que el obje­
to alcance la altura de un principio, es precisa la inmensa tarea del
arte. Confiarse a la teología para subir al cielo es ponerse las alas de
Icaro y correr el riesgo de caer incluso por debajo de la tierra.
Pero entonces ¿para qué sirve ese gran esfuerzo especulativo
provocado por el celo reformista de León el Isauriano y el ingenio
impío de Constantino Coprónimo? Para construir una casa -aun­
que existen otras- donde el iconógrafo se sienta a gusto y seguro
sobre lo que debe hacer. Todos los pintores de iconos han sacado
provecho de ella. Los más humildes porque sus obras, apoyadas por
los cánones, se salvaron de ciertas flaquezas. Todas las producciones
del arte bizantino, ajuicio de Beckwith, tienen esa impronta:
Una expresión serena y austera del dogma religioso y del poder impe­
rial, un concepto de lo divino nunca vulgar, sentimental o de oropel, un
decidido amor por la magnificencia, el esplendor, lo grande, y los rayos de
la Belleza concebidos y aprehendidos por el Espíritu a través de los senti­
dos340.
También los grandes iconógrafos sacaron provecho, aunque a la
vez, en parte -porque podían ir hasta los límites de ese arte o de esa
casa, pero no más allá-, sufrieran las consecuencias. Porque, final­

184
mente, en el magnífico andamiaje teológico, el artista iconógrafo
está solo. A la altura en la que trabaja, cuando tiene que aumentar
la garantía teológica mediante el logro estético y así sellar la validez
ontologica del icono, reaparece la desigualdad de las imágenes, y él
es el único responsable de que el icono sea un logro o un fracaso
entre las imágenes divinas o profanas.

185
7
IIParte
La paz romana de la imagen
En 843 se cerró un ciclo iconoclasta, al menos en teoría. La ela­
boración teológica, que tanto esfuerzo había costado, se estaba con­
virtiendo en un marco opresivo para la imagen341. En el siglo XVI se
anuncia en Occidente otro ciclo iconoclasta. Va a adoptar formas
cuya base religiosa intentaremos desentrañar, y alcanza su primer
apogeo a principios del siglo XX.
Pero durante este amplio intervalo, en medio de una paz de la
mente y el corazón rara vez perturbada, Occidente produce un nú­
mero prodigioso de imágenes. La variedad de las obras, la invención
de las formas y los temas son incomparablemente más abundantes
que en las antiguas civilizaciones paganas o en las civilizaciones
orientales cristianas. Hay imágenes tanto sacras como profanas, y lo
más corriente es que se trate de una mezcla de ambas. En este vasto
período que separa el renacimiento carolingio de la Primera Guerra
Mundial se halla el terreno principal de la historia del arte.
No podríamos adentrarnos en él sin extraviarnos. Pero, al menos,
podemos plantear esta pregunta: ¿cómo pudo el Occidente cristiano
ahuyentar durante tantos siglos los tormentos y escrúpulos de la ico­
noclasia? No podemos estudiar todas las respuestas. A pesar de todo,
limitándonos a las razones religiosas, podemos proponer algunas ex­
plicaciones. Tendremos en cuenta la iconoclasia anterior a este pe­
ríodo venturoso y, sobre todo, la iconoclasia posterior: la ausencia de
causas tanto de la una como de la otra constituye la fortuna plástica
de tal período.
El primer punto que debemos considerar es el siguiente: en Oc­
cidente nunca ha habido un debate sobre la imagen divina compa­
rable en profundidad, amplitud, precisión y violencia al que ocupó
durante tanto tiempo a Oriente. Entre la Iglesia latina y la griega,
sobre el tema de la imagen, hubo algunas divergencias dogmáticas
superficiales, algunos malentendidos y un paralelismo básico. Pero
siempre ha existido una gran diferencia de intensidad. Occidente
ha sido bastante ortodoxo con la imagen, pero nunca la ha consi­
derado una apuesta teológica fundamental.

189
C apítulo 4
Edad M edia

I. La carta a Sereno
Si buscamos un texto fundador que vaya a ser citado constante­
mente como autoridad, capaz de llevar la voz cantante de la Iglesia
latina sobre el problema, lo encontraremos en la carta del papa
Gregorio el Grande a Sereno, en torno al año 600342. Sereno, obispo
de Marsella, había ordenado destruir todas las imágenes de su ciu­
dad episcopal. El papa le dirigió esta amonestación:
Una cosa es adorar una pintura, y otra muy distinta aprender median­
te una escena representada en pintura qué es lo que debemos adorar. Por­
que lo que un escrito procura a quienes lo leen, la pintura lo ofrece a los
analfabetos (idiotis) que la miran, para que estos ignorantes vean lo que de­
ben imitar; las pinturas son la lectura de quienes no conocen el alfabeto,
de modo que hacen las veces de lectura, sobre todo entre los paganos.
Así pues, para Gregorio, la imagen tiene una función pedagógi­
ca: aedificatio, instructio, especialmente para los iletrados, es decir,
para quienes, no siendo clérigos, pocas veces tienen acceso a la Es­
critura. In ipsa legunt qui litteras nesciunt. En segundo lugar, la ima­
gen se dirige a la memoria, pues se trata de una historia que puede
ser representada. Remite al pasado, a la vida de los santos mártires,
a la vida de Cristo: res gestae. Gracias a esta historia, los paganos
aprenden a adorar únicamente a Dios, a «transportarse en la sola
adoración de Dios». Finalmente, la visión de la imagen suscita un
sentimiento de «ardiente compunción»: Ex visione rei gestae ardorem
componctionis percipiant. Por «compunción», Gregorio entiende un
sentimiento que es mezcla de humildad y de arrepentimiento del
alma que se reconoce pecadora.
Gregorio rio entra en el problema cristológico. Su propósito es
pedagógico y pastoral. Se preocupa por los paganos. Sereno ha es­
candalizado tanto a sus fieles que «la mayoría» ha roto con él. «¿Có­
mo conducirás a las ovejas descarriadas al redil del Señor, si ni si­

191
quiera eres capaz de conservar a las que tienes?» La Iglesia latina
siempre tendrá miedo de disgustar y escandalizar, y no pedirá a las
almas, cuya fidelidad le parece frágil, que abandonen sus costum­
bres, por lo menos mientras tenga la esperanza de influir en ellas y
revelarles un sentido nuevo.
Basilio el Grande había escrito: «Lo que el relato dice al oído, el
cuadro lo revela silenciosamente, por imitación». Y Gregorio de Ni-
sa: «La imagen es un libro portador de lenguaje»343. Pero el papa
Gregorio, como latino que era, también podía recordar a Horacio:
Ut pictura poesisJ44. La imagen fortifica, edifica al fiel, llega a su inte­
ligencia, a su afectividad (la componctió) y a su memoria, es decir, en
el sentido de los Antiguos, a su yo. Persuade, instruye, conmueve,
complace. Aconseja (género deliberativo), acusa o defiende (géne- ·
ro judicial), alaba o censura (género epidíctico): las categorías de
la retórica ciceroniana se aplican perfectamente al programa de
Gregorio. La imagen provoca en el espectador una disposición fa­
vorable. Orienta sus pasiones hacia la virtud. Inflama su piedad.
Gregorio deduce de ello tres consecuencias fundamentales. Se­
gún el espíritu de esta carta, la imagen, aunque se acerque en dig­
nidad a lo escrito, y especialmente a la Escritura, se aleja de la con­
dición de objeto sagrado. Desde luego, la teología que afirma que
el prototipo está presente en la imagen, que la imagen constituye
un grado en la escala que permite al alma pasar de la esfera mate­
rial a la esfera espiritual, que es depositaría, como un trazo de
unión, de una perpetua presencia de lo divino, no iba a poder de­
sarrollarse hasta la llegada de la doctrina del seudo Dionisio345. Pe­
ro la autoridad, siempre invocada, de uno de los cuatro Padres de
la Iglesia latina, contribuyó a mantener la posibilidad de un estatu­
to simplemente retórico de la imagen, y por lo tanto a desdramati­
zarla y a apagar el fuego de las controversias cristológicas que de­
vastarían Oriente. En su aspecto retórico, la imagen no demuestra
una tesis, sino que se limita a defender una causa.
Por otra parte, puesto que la imagen sirve para persuadir a los
paganos de aceptar la fe y no abandonarla, se conserva un vínculo
formal con las imágenes a las que antes se rendía un culto idólatra.
Al convertirse en cristiano, no hay ninguna razón para «cambiar de
arte». Todos los logros en materia de belleza, de habilidad técnica
o de reflexión sobre lo bello son acogidos y encuentran su sitio en
la nueva economía. Se coloca úna piedra en el muro, en espera de
futuros «renacimientos».
Finalmente, puesto que la imagen como tal ocupa un lugar mo­

192
desto entre los medios de santificación, puede cumplir con la ma­
yor eficacia posible, en compensación, el papel que le corresponde.
Reducida a objeto material, nadie le exige que se acomode dema­
siado estrechamente a una verdad teológica que está muy por enci­
ma de ella. No es necesario que obedezca, como los iconos, a es­
quemas fijos. Al contrario, perdería capacidad de convicción si se
privase de todos los recursos que ofrece la retórica aplicada a la ima­
gen, en primer lugar la diversidad, la invención, la sorpresa, la va­
riedad de medios, desde la escultura en altor relieve hasta los efec­
tos de color, de perspectiva, de luz (la vidriera), que son los más
adecuados para conmover, complacer, instruir.

II. Los lib ros carolin os


No voy a entrar en el complicado asunto de la recepción en Oc­
cidente del segundo concilio de Nicea, ni voy a hablar de las con­
secuencias y repercusiones de la crisis iconoclasta oriental en el
mundo carolingio346.
El papa Adriano I había enviado a Carlomagno una versión de­
fectuosa de las actas del segundo concilio de Nicea. El emperador
ordenó que Alcuino o Teodulfo de Orleans preparasen una refuta­
ción. En este texto hay dos puntos relacionados con nuestro pro­
pósito. El primero, que se apoya en la carta a Sereno, sostiene la vir­
tud didáctica de las imágenes sagradas, lo cual supone un rechazo
tanto a la tesis iconoclasta de la destrucción como a la tesis iconófi-
la de la veneración: tal es el «sendero moderado de un recto cami­
no» que la Iglesia franca se propone seguir347. Sólo debemos adorar
a Dios. Como mucho podemos, «por cortesía» y en un gesto inspi­
rado por la humildad, prosternarnos delante de un hombre, por­
que Dios amó a la raza humana y la creó a su imagen y semejanza.
Pero en lo tocante a las imágenes, semejante actitud es «supersti­
ciosa y superflua».
Así, permitimos que haya imágenes en las basílicas de los santos, no pa­
ra que sean adoradas, sino para recordar sus actos y embellecer los muros.
Por lo tanto, a la noción de memoria se suma la de ornamentum,
que en Occidente prometía tener un brillante futuro.
Las imágenes no son venerables «por lo que son», sino «por lo
que sugieren». De ello se deduce que no hay por qué tener en cuen­

193
ta las disposiciones íntimas del pintor. El iconógrafo oriental se pre­
para para su tarea mediante una oración purificadora. Los libros ca-
rolinos consideran que el acto de pintar, en sí, no es ni piadoso ni
impío. ¿Por qué habría de ser más piadoso el arte de los pintores
que el de los carpinteros o los demás obreros? «Los profesionales
ejercen todas esas artes, que sólo se dominan mediante el aprendi­
zaje, tanto en la piedad como en la impiedad.» El pintor pinta in­
distintamente actos píos o crímenes. «Y si bien no es impío pintar
escenas abominables, tampoco es pío representar las vidas de hom­
bres de bien.» Esta actitud de neutralidad moral en relación con el
arte como tal es beneficiosa para la libertad del artista, cuya mora­
lidad personal no se ve comprometida ni vigilada en el ejercicio de
su oficio. La Iglesia puede hacer encargos sin temor a Sodoma o a ,
Caravaggio. Lo único que le importa es la obra final.
El segundo punto es que estas posiciones sólo son aceptables si la
pintura ocupa un lugar dentro del mismo contexto que los demás
medios de que dispone la vida espiritual. Los obispos carolingios re­
chazan la idea de un transitus, del paso entre una forma material y el
prototipo divino, de naturaleza totalmente diferente. El transitus, si
es concebible, debe pasar por una materia santa. Ahora bien, ¿cuál
es la jerarquía de los objetos sagrados? En primer lugar las santas es­
pecies; después la cruz, no como objeto sino como mystenum y em­
blema de Cristo; después las Escrituras; después los vasos sagrados; fi­
nalmente las reliquias de los santos348. Las imágenes no figuran en la
lista. No son adecuadas para el transitus. Así que podría decirse que
la imagen sagrada sigue teniendo un pie en lo profano. Es, por na­
turaleza, algo que ha llegado a ser laico o que puede llegar a serlo.
¿Qué acuerdo podría existir entre ellos [los pintores] y las Escrituras,
puesto que éstas son verídicas y aquéllos, la mayoría de las veces, foijan
mentiras?
Sin embargo, aunque no convenga tomarse demasiado en serio
las imágenes, la Iglesia debe velar por que no contravengan ni la
verdad ni la moral. Lo cual pone de manifiesto una vez más la con­
formidad de la imagen con la ética de la retórica, que partiendo de
lo probable conduce a lo verdadero y al bien a quien, por sus pro­
pias fuerzas, no habría podido alcanzar ni lo uno ni el otro. La au­
toridad de la Iglesia sobre el artista, o más bien sobre su obra, es
simplemente disciplinaria. Vela por que en el templo se respeten de­
corum y honestum.

194
III. Las reliqu ias
No es que en Occidente las tendencias idólatras fueran más dé­
biles o tuvieran menos ocasiones de salir a la luz que en Oriente. Pe­
ro, a causa de la categoría inferior de la imagen, la idolatría se vio
en parte desviada hacia la categoría inmediatamente superior del
cuerpo de los santos. En principio, las oposiciones teológicas entre
latinos y orientales se atenúan en el sínodo convocado en 863 por el
papa Nicolás I, que «aprueba», sin decirlo con toda claridad, las
conclusiones del segundo concilio de Nicea. De hecho, va más lejos
que la tradición gregoriana. Proclama que, a través de los colores de
las pinturas, el hombre se eleva a la contemplación de Cristo; que
quien no haya visto la figura sensible de Cristo en la tierra no podrá
verla en la gloria celestial. Pero aunque el culto a las imágenes (en
primer lugar el crucifijo) se extiende, la piedad asigna a las reli­
quias una virtud sacra muy superior.
Aunque la imagen se forma espontáneamente en torno a la reli­
quia, es ésta la que le comunica la virtud. Las estatuas relicarias se
multiplican a partir del siglo IX. La de Saín te Foy de Conques es ob­
jeto de peregrinaje y fuente de riqueza para la abadía. Los enfermos
curados le llevan ofrendas. Los monjes la pasean por los terrenos
del monasterio para asegurar sus límites y defenderlos contra las
pretensiones de los señores vecinos. Se aparece en sueños y multi­
plica los prodigios. El poder mágico de la reliquia ha pasado, por
contagio, a la imagen. El fundamento sigue siendo la reliquia, aun­
que ésta se haya olvidado; un fundamento material y que no se de­
riva, como el icono, de la representación como tal, de la relación es­
piritual que mantiene con el prototipo349.

IV. B ernardo y D ion isio


No podemos hablar de una iconoclasia cisterciense propiamen­
te dicha. San Bernardo protesta contra el lujo -y por lo tanto con­
tra el ornamento- por motivos sociales. La Iglesia debe dedicar sus
riquezas al alivio de los pobres, y no a la vanidad de los pastores:
Miradlos avanzar, cubiertos de adornos resplandecientes, de sedosas te­
las [...]. Los propios pastores del rebaño degüellan a las ovejas para ali­
mentarse.

195
Este escrúpulo en gastar para adornar regresará a menudo en el
curso de la historia y asolará las iglesias de Francia.
Sin embargo, san Bernardo apunta otro argumento. Rechaza el
ornamento porque considera que el goce sensible no casa con la vi­
da monástica, que debe dedicarse solamente a Dios. La desnudez
de la iglesia cisterciense traduce el voto de pobreza entendido co­
mo una mortificación de los sentidos que favorece el perfecciona­
miento de la contemplación. San Bernardo propone a los monjes,
y sólo a ellos, una piedad intelectualizada basada en la meditación
de la ley divina, más allá de los sentidos. Por lo tanto no se trata de
iconoclasia, sino de una regla ascética, y sólo para quienes han ele­
gido la vía de la perfección. Regula un arte que se aparta de la cu­
riositas y se conforma con la necessitas, enemigo de lo superfluo y1
conforme, según Bernardo, a la razón. Por el contrario, admite las
imágenes que instigan a la devoción en las catedrales, visitadas por
la gente sencilla350.
Esta reacción se explica fácilmente si tenemos en cuenta lo que
ocurría al otro lado de los muros de Clairvaux y de Citeaux. La ex­
pansión económica de Europa, el nacimiento de una sociedad com­
pleja, multiforme, con abundantes invenciones institucionales, des­
centralizada, se traduce plásticamente en una proliferación sin par
de imágenes y estilos. Los nuevos poderes se sirven de la imagen,
profana y sagrada, para forjar emblemas, signos de pertenencia co­
munitaria, salvaguardias. La imagen devota (sobre todo el crucifijo)
se convierte en el soporte de una experiencia psicológica afectiva
que desde ese momento cobra importancia en la experiencia reli­
giosa. El papado sanciona esta evolución. En 1216, Inocencio III lle­
vaba en procesión un «velo de Verónica», es decir, la imagen aquei-
ropoieta del rostro de Cristo. De pronto, el velo se dio la vuelta y el
rostro quedó boca abajo. Aterrado, el papa compuso en honor de
la efigie una hermosa oración y concedió una indulgencia de diez
días a quienes la recitaran351. Este ascenso social de la imagen se apo­
ya en la creciente influencia del Areopagita desde el centro de di­
fusión de la abadía de san Dionisio y su abad, Suger.
Lo que aporta Dionisio, más claramente aún que Agustín o Boe­
cio, es la visión de un universo «escalar» que va del Ser supremo, el
Uno supremo, a la materia informe. Esta escala es una cascada de
luz que no supone una simple iluminación de los seres, sino su ser
mismo352. Todo lo que existe, de las almas a las piedras, es una cris­
talización de la efusión iluminadora del Bien353. Las imágenes tie­
nen un papel santificador, «nos elevan espiritualmente de lo sensi-

196
ble a lo inteligible, y de las imágenes sagradas y simbólicas a las cum­
bres de las jerarquías celestiales»354.
Pero lo que los oídos latinos oyen es lo siguiente: Dionisio no só­
lo propone una distancia sino una diferencia entre las imágenes y
sus modelos. Las imágenes (y entre ellas incluye las metáforas de las
Escrituras) son una enseñanza sometida a la disciplina del arcano;
mantienen los misterios fuera del alcance de los indignos. Otra ra­
zón para que las imágenes no posean «semejanza» es que si tuvie­
ran una relación más estrecha con el objeto representado, llevarían
al error idólatra355. Deben ser pobres e insuficientes para que nadie
las confunda con las esencias celestiales y supracelestiales. Dionisio
defiende los derechos de la teología negativa. Pero si bien esta teo­
logía, por una parte, reconciliaba las ideas latinas y las griegas, por
otra, en un sentido gregoriano, prescribía para el arte cierta mo­
destia de objetivos. Así pues, la imagen quedaba protegida de la hy-
bris oriental, que la querella de los iconos había exacerbado. Cuan­
to más pobre y material sea, menos engañará. Por eso santo Tomás
recoge la argumentación de Dionisio al principio de la Suma: al pre-
ferir que las cosas divinas lleguen a nosotros en forma de cuerpos í
viles, nos protegemos del error, mayor es nuestra armonía con el
grado de conocimiento de Dios que nos corresponde (porque no
sabemos lo que es, sino más bien lo que no es), y las cosas divinas
quedan fuera del alcance de los indignos356.
Sin embargo, lo que prevalece en esta época no es la sobriedad,
sino el lujo y todo tipo de desviaciones iconólatras, que provocan
contracorrientes iconófobas igualmente heréticas. Además, la con­
troversia entre judíos y cristianos (en los tiempos de Rupert de
Deutz, por ejemplo) obliga a revisar el problema. Esta vez, la filo­
sofía pone su granito de arena. Entre toda esta literatura, que des­
borda el problema teológico de la imagen y llega a convertirse en
una estética filosófica completamente elaborada, vamos a elegir a
dos autores: san Buenaventura y santo Tomás.

V. B uenaventura
Tanto en la obra de Buenaventura como en la de Tomás hay que
distinguir entre la cuestión estética y la cuestión de las imágenes. Es­
ta distinción es aún más necesaria que en los autores antiguos por­
que, a partir de la escolástica clásica, la estética empieza a indepen­
dizarse, junto con la epistemología y la ética, para convertirse en

I 197
uno de los tres modos de aproximación al ser; y, al mismo tiempo,
en las disputas judías y maniqueas o las polémicas internas del cris­
tianismo, la legitimidad de la imagen sigue siendo objeto de vivas
controversias. Pero como el problema de la imagen se plantea en el
contexto de esta estética, debemos empezar diciendo unas palabras
sobre ella.
Buenaventura comparte el «espíritu de la filosofía medieval», cu­
ya unidad fundamental ha demostrado Gilson en su obra del mis­
mo título. El principio primero, que la filosofía había llamado in­
distintamente Bien, Primer Motor o Uno, es desde ahora el Dios
bíblico creador del cielo y de la tierra. La creación de un Dios bue­
no tiene que ser bella. Esta belleza se extiende al universo sensible
a lo largo de toda la jerarquía de las cosas, desde el cuerpo del hom­
bre, obra maestra de lo sensible, hasta la última partícula de barro.
La estética medieval podría haber hecho suyas estas palabras de
Constable: «Nunca he visto nada feo». El mundo se presenta como
un decorum simulacrum de Dios, según las palabras de san Pablo:
[...] porque las perfecciones invisibles de Dios, como su eterna poten­
cia y su divinidad, se hacen visibles, desde la creación del mundo, en las
cosas que han sido creadas (Romanos, I, 20).
Así se deja atrás la depreciación griega de lo sensible en relación
con lo inteligible, y se refuta el odio gnóstico a la materia. Los grie­
gos habían celebrado la belleza del mundo. Platón, Aristóteles, el
Pórtico y Plotino habían explicado sus razones para hacerlo. Pero,
como observa Sherringham, para los griegos lo que es bello es el to­
do, mientras que para los cristianos todo es bello, siempre que lo
más insignificante exista y participe en el ser gracias a la amorosa
voluntad de Dios357. Como ésta se reconoce en todas partes, las co­
sas poseen una doble belleza: como existentes en sí, en cuanto cria­
turas, y como signos en los que se descifra la belleza absoluta del
Creador. La estética medieval es simultáneamente realista y simbo­
lista, y cualquier cosa puede ser considerada como cosa creada y co­
mo alegoría de lo divino.
En cuanto a lo bello en sí mismo, la Edad Media busca su defi­
nición en el Libro de la Sabiduría (XI, 2 0 ) : «Dios lo ordenó todo por
medida, número y peso»358. Agustín transpone o aclara esta fórmu­
la bíblica: mensura se transforma en modus, es decir, la manera de ser
propia de cada sustancia en función del lugar que ocupa; numerus
se transforma en species, el principio matemático de la forma, y pon-

198
dus en ordo, la estabilidad que permite a la cosa contribuir al orden
del mundo. Por lo tanto, la belleza consiste en la armonía. El Libro
de la Sabiduría, lejos de contradecir esta idea antigua, la refrenda.
De igual modo, la especulación sobre la luz -otra rama de investi­
gación sobre la naturaleza de lo bello- reconcilia a Platón, Plotino,
Dionisio (que habla de la irradiación del sol sensible e inteligible)
y san Juan (que llama al Verbo «la luz del mundo»).
En este terreno común, Buenaventura está de parte de Agustín.
Nada es bello si no tiene «número, medida y peso», interpretado
del modo agustiniano: «modo, forma y orden». Por lo tanto, el aná­
lisis del placer estético que lleva a cabo Buenaventura se incorpora
al eudemonismo agustiniano. El hombre posee cinco sentidos, que
son «como las cinco puertas por las que el conocimiento de todos
los seres sensibles penetra en el alma»359. La percepción de un ob­
jeto adecuado conlleva el placer. Ahora bien, todo placer se deriva
de una relación de proporción (vatio proportionalitatisf60. El placer
de la vista se produce si la imagen guarda proporción con el mode­
lo, con nuestra sensibilidad y consigo misma. En términos de for­
ma, la proporción se llama belleza, que Buenaventura define me­
diante dos citas de Agustín: aequalitas numerosa («ecuación del
número» o «igualdad de las magnitudes numerables») y «equilibrio
de las partes unido a la suavidad del colorido». En términos de in­
tensidad, conviene que la excitación que procura la imagen esté en
proporción con nuestra sensibilidad. Así el sujeto experimenta una
dulce satisfacción, justo medio entre dos excesos, que Buenaventu­
ra llama suavitas. Sensus tristatur in extremis et in mediis delectatur*61.
Nos hallamos muy lejos de Burke y del delight atribuido a lo subli­
me. Finalmente, la suavidad es benéfica, «colma» nuestro organis­
mo y lo conduce al equilibrio: salubritas.
Una obra es bella cuando iguala a su modelo. Pero la conformatio
expressa no es tan sólo la imitación de la cosa, sino la fiel expresión
del yo del artista, la conformidad con su ideal interior. Para pintar
un retrato, el pintor hace que el modelo ascienda hasta su concep­
ción y su imaginación, y luego lo hace descender hasta la obra. Por
lo tanto, la imagen imita y expresa: Dicitur imago quod alterum expri-
mit et imitatuf562. Dios crea, la naturaleza procrea. El arte es más mo­
desto. Aprovecha el mármol, ya hecho por Dios y por la naturaleza,
para darle la forma de una estatua o una casa. Sólo adapta una ma­
teria preexistente. La voluntad creadora del artista es limitada, pe­
ro se asemeja tanto a la voluntad creadora de la naturaleza como a
la de Dios. De ellas recibe su dignidad.

199
Lo que alimenta la actividad del artista es la contemplación de
Dios, percibido en el mundo y en el alma. Buenaventura adopta la
dialéctica agustiniana en su totalidad: «Entre los seres creados, unos
son vestigios y otros son imágenes de Dios»363. La mirada del hombre,
al recorrer la extensión del universo, fortificada por la fe y la razón,
descubre en todas partes el peso, el número y la medida. «Quien no
se reconozca iluminado por tanto esplendor creado, es ciego»364.
Quien se niegue a reconocer a Dios en el universo sensible, que es­
tá lleno de «vestigios» suyos, no tiene excusa.
Pero aunque el mundo sea bello no conviene detenerse en él,
porque seguir el camino del Bien significa ascender más allá del
mundo. Para eso sirven las «imágenes» que la Trinidad ha deposi­
tado en nuestra alma: memoria, conocimiento, amor. Estas imáge­
nes naturales alcanzan un grado mayor de semejanza mediante los
dones de la gracia. Entonces, el espíritu se vuelve capaz de contem­
plar la unidad divina en su primer nombre, el Ser, y la bienaventu­
rada Trinidad en su nombre, el Bien. Al completar su viaje, el alma
contempla la «imagen expresiva» del Dios invisible en Jesucristo,
donde convergen primero y último, circunferencia y centro, alfa y
omega, Creador y criatura. «Ya sólo tiene que desear el día de des­
canso en el que el éxtasis calmará la curiosidad del espíritu y le ali­
viará de todos sus esfuerzos»365.
La jerarquía de Buenaventura no difiere de la del seudo Dioni­
sio. Sin embargo, se abstiene de diluir la imagen en el deslumbra­
miento luminoso del éxtasis interior. Las imágenes acompañan el
itinerario del espíritu a lo largo de toda la escala, y la imagen últi­
ma es Cristo encarnado,
la unión del Primer Principio, Dios, con el hombre, formado el sexto
día, [...] la unión del Eterno con una criatura temporal, nacida de una
Virgen, [...] la unión del Uno supremo con un individuo compuesto y
distinto de todos los demás366.
Por lo tanto, al final, la contemplación no se pierde en la nube
«supraluminosa» sino que se detiene en una imagen circunscrita y
concreta. A lo largo de toda la escala, disfruta del placer que pro­
curan el número, el peso y la medida, reconocibles hasta en sus más
humildes vestigios. El artista puede aumentar este placer imitando
y expresándose, puesto que en esta doble acción establece una re­
lación entre el vestigio interior y la imagen que él mismo es. Así, en
lugar de hundirse en el interior, el arte emerge y conduce por-sí

200
mismo a la ascensión espiritual, deleitando al artista con el espec­
táculo de la belleza (species), colmándolo con la suavitas y fortificán­
dolo con la salubritas.
Después de asignar a la imagen (y a la producción de la imagen)
su lugar exacto en la vida espiritual, Buenaventura define el culto
que debe rendírsele en el templo. Reafirma la justificación de Gre­
gorio, integrada en el Decreto de Graciano, que se había convertido
en normativa. Las imágenes fueron introducidas en las iglesias, con
toda la razón, a causa de «la incultura de los simples, de la tibieza
de los sentimientos, de la fugacidad de la memoria»367. Sin embar­
go, a causa de su inquietud pedagógica, Buenaventura va más allá
de la equivalencia gregoriana entre la Escritura y la imagen, porque
la segunda tiene mayor potencial que la primera.
Aunque la noción de aequalitas numerosa, fundamental en su es­
tética, proviene de la obra De musica de san Agustín y se basa en el
ritmo, Buenaventura suele buscar sus ejemplos en el terreno de las
artes plásticas368. Porque la vista es el más «convincente» de los sen­
tidos. Hay muchos que no se sienten inclinados a la devoción al es­
cuchar la palabra, pero que se sienten, al menos, aludidos, cuando
contemplan con los ojos del cuerpo los actos de Cristo, «presentes,
por así decir, en las efigies y en las pinturas». Cita, para apoyar esta
afirmación, unos versos del Arte poética de Horacio: «Lo que se
transmite al oído afecta menos a las almas que lo que se somete a
los ojos, que no engañan [...]».
Finalmente, apoyándose no tanto en las Escrituras, que son mu­
das, sino en la tradición no escrita de los apóstoles (en la historia de
Agbar y el icono no hecho por la mano del hombre, en el retrato
de la Virgen pintado por san Lucas), Buenaventura define la jerar­
quía del culto: «dulía» para los santos, «hiperdulía» para la Virgen,
y «latría» solamente para Cristo.

VI. Tomás de Aquino


En la estética tomista, analizada diversa y profundamente en los
trabajos de Gilson, Maritain, Edgar de Bruyne, Eco y muchos otros,
sólo voy a subrayar lo que valora la imagen en general y autoriza la
imagen sagrada369.

201
El arte y su m oral
En el fondo de la iconofilia de Buenaventura encontramos la ac­
titud benévola de Agustín ante el mundo. Tomás la asocia con la
actitud benévola de Aristóteles ante el arte y los artistas. La natura­
leza es la obra maestra de Dios, que sólo necesita su pensamiento
para representarla y crearla. A su vez, la naturaleza prolonga el in­
flujo creador divino, que le transmite el ser y la acción. El artista,
como la naturaleza y como el mismo Dios, obra con miras a un fin
y ordena los elementos en función del objetivo. La naturaleza hace
de forma sustancial, el artista de forma accidental y contingente: en
este sentido, el artista es inferior a la naturaleza. Por el contrario, la
naturaleza está sometida a una razón inconsciente, mientras que el
arte es una actividad de la inteligencia consciente.
El arte (en el sentido general de tekhné, que abarca también, por
ejemplo, el arte de gobernar y el arte militar) es comparable a la vir­
tud intelectual de la prudencia. La prudencia es la recta ratio agibi-
lium, la «recta norma» de las obras por hacer, una disposición esta­
ble (habitus) que permite al hombre concebir los principios
racionales del hacer y la manera de aplicarlos a un problema parti­
cular370. Todo esto también se aplica al arte. Pero hay una diferen­
cia: la prudencia rige la acción; el arte, las cosas por hacer. La pru­
dencia se halla en el interior del prudente, porque se trata de una
virtud moral. El arte sólo puede verificarse en las obras, y por eso
«no presupone el recto sentimiento».
En el arte, no se exige del artesano que se comporte bien, sino que ha­
ga una buena obra. Sería más bien a la obra misma a quien habría que exi­
girle un buen comportamiento, como le pediríamos a un cuchillo que cor­
te bien o a una sierra que aserrase bien, si tuvieran capacidad para obrar
y no para ser utilizados, puesto que no tienen control sobre sus actos. Por
eso el artesano no necesita el arte para vivir bien, sino para hacer una bue­
na obra y conservarla371.
Vemos que la ética del arte de Tomás es una ética de la «obra be­
lla», una característica muy occidental. El artista debe reflexionar
sobre la manera de ejecutar la obra, sobre el material que va a uti­
lizar, sobre el acabado y la perfección que van a constituirla: el fin
último del arte es la obra de arte. Si malogra la obra, el artista pue­
de pecar contra el arte, pero no contra la moral. Pero también
puede pecar contra la moral sin pecar contra el arte: entonces no

202
se habrá descarriado como artista, sino como ser humano, en rela­
ción con la finalidad -de orden más elevado- de su condición de
hombre.
Sin embargo, puede haber obras inmorales por su sola existen­
cia, como las estatuas de los ídolos. Pero
en el caso de un arte cuyos productos puedan ser utilizados bien o mal por
parte del hombre, como las espadas o las flechas, la práctica de este arte
no es un pecado. Este arte merece su nombre.
Por el contrario, si un arte «no contribuye a sustentar nuestra vi­
da», es un arte falso372.
La obra de arte ejecutada simplemente por placer tampoco es
condenable. El juego otorga al alma el descanso que ésta necesita:
podemos servirnos de él siguiendo las conveniencias dictadas por la
razón, por la virtud que Aristóteles llama «eutrapelia», es decir, la
jovialidad, y por la razón superior de la templanza373. Por lo tanto,
al cristiano se le recomienda la diversión jovial. Tomás aprueba a
Aristóteles, que considera que «la ausencia de juego es un vicio». En
la Suma encuentran justificación las necesidades de reposo y diver­
sión del alma, el noble otium que Castiglione considera parte de la
vida de la corte y que exige al artista que incluya zonas para el jue­
go y el honesto recreo hasta en los palacios de los papas.

Lo bello: placer y claritas


La revolución del tomismo en relación con lo bello requiere una
interpretación más delicada. Sus predecesores (el más cercano, Al­
berto el Grande) determinaban lo bello en relación con el objeto,
y Tomás lo determina también en relación con la conciencia374. Hay
razones objetivas para considerar bello un objeto, pero sólo es be­
llo si provoca deleite en el espíritu de quien lo contempla. Lo bello
y el bien son idénticos, pero el bien colma el deseo del hombre me­
diante la posesión afectiva del objeto, y lo bello mediante el cono­
cimiento, o más exactamente la aprehensión, de su forma. La com­
prensión intuitiva del objeto es la fuente del placer375.
Por lo tanto, hay dos aspectos a considerar en el sentimiento de
lo bello: uno intelectual (aprehensio, visto), el otro afectivo (quodpla-
cet, delectat). Están unidos. La aprehensio puede definirse como una
forma de ver que pasa por la mediación de los sentidos (la vista y el

203
oído), que es de orden cognitivo, es desinteresada y provoca cierto
tipo de placer376. El sentimiento estético sólo existe en la medida en
que el conocimiento mismo nos sosiega gracias a sus cualidades de
pura intuición: Id cujus ipsa aprehensio placef7.
Cierto tipo de placer, pero ¿cuál? Un placer humano. El animal
sólo experimenta placer con la alimentación y con la sexualidad.
«Sólo el hombre siente placer ante las bellezas sensibles, conside­
radas en sí mismas», a lo cual le impelen su posición erguida y su
rostro alzado378. En el animal, el conocimiento está sometido a los
instintos de conservación y de reproducción. Por su parte, el hom­
bre es capaz de desinterés, puede contemplar las cosas en su es­
tructura y en su armonía propias y disfrutar de esta contemplación.
Entre el puro placer biológico del animal y el puro placer estético,
Tomás introduce un grado intermedio: pulchritudo et ornatus femi-
nae, en el que el hombre se deleita en las formas femeninas pero
con miras a la posesión carnal, mostrándose animal y espiritual a la
vez.
Hay una analogía entre el placer estético y el juego. Ambos son
«deleitables». Ambos son gratuitos, y no se someten a un orden que
no sea el suyo propio. Sabemos que el placer lúdico es útil y salu­
dable, aunque pueda dar lugar a una búsqueda desordenada. Lo
mismo ocurre con el placer estético379.
Para que exista la belleza, el objeto debe estar presente en la
conciencia. Además, el objeto debe ser bello en sí. Lo bello no es
un estado de conciencia. Es objetivo. Tomás enuncia los criterios de
belleza a propósito del misterio de la Trinidad, criterios que atribu­
ye a la belleza del Hijo. La belleza requiere tres condiciones: en pri­
mer lugar la integridad (integrítas), pues las cosas truncadas son fe­
as por esta misma razón; en segundo lugar las debidas proporciones
(debita proportio) en armonía (consonantia); y finalmente el resplan­
dor (dantas), pues «decimos que las cosas de colores brillantes son
bellas»380. Estos tres criterios son tres vías de aproximación a las for­
mas como constituyentes de un todo. Parece que la dantas designa
el momento en que el objeto se percibe en su mayor y más com­
pleta unidad de sustancia, en su esencia y en la relación de ésta con
la belleza ideal de la especie y con la fuente de toda belleza, la divi­
nidad del Hijo. La dantas es el resplandor de la forma concreta e
individual, pero remitido a la norma de la especie, restablecida en
su perfección mediante la gracia. En el hombre, la belleza del cuer­
po bien constituido manifiesta la integrítas y la debita proportio. Pero
la dantas, ya perceptible en el cuerpo, está en relación con la irra-

204
diación de las virtudes y el resplandor del alma hecha a imagen y re­
hecha a semejanza de Dios.
El atributo de la belleza pertenece especialmente al Hijo. La in­
tegritas y la perfectio encuentran su analogía «en la propiedad del Hi­
jo de poseer verdadera y perfectamente la naturaleza del Padre». La
debita proportio pertenece al Hijo porque éste es «la imagen expresa
del Padre», y porque se considera bello «todo retrato que repre­
sente perfectamente al modelo, aunque éste sea feo». La claritas ar­
moniza con otra propiedad del Hijo: «Verbo perfecto, luz y esplen­
dor de la inteligencia»381.

Sobre una observación de U m berto Eco


Umberto Eco señala una «aporía central» en la estética tomista382.
Dice que el sistema afirma, por una parte, que todas las formas, te­
rrestres o celestiales, naturales o artísticas, pueden ser objeto de
una experiencia estética. Es lo que él llama el «pancalismo» de To­
más: es bello todo lo que es. Por otra parte, las sustancias naturales
son ontologicamente superiores a las formas artificiales, y la crea­
ción divina es superior a las producciones humanas, cuya belleza es,
por lo tanto, superficial. Pero Eco replica que, para que una cosa
sea considerada bella, debe ser objeto de un juicio de conocimien­
to. Sin embargo, las cosas naturales son impenetrables, salvo para
un «saber sustancial» que sólo el Creador posee. Solamente Dios
puede verlas sub specie pulchri. Por el contrario, las producciones del
hombre están al alcance de su espíritu, y por lo tanto puede ver su
belleza. La naturaleza se manifiesta en su perfección gracias a la cla-
ritas. Pero el sistema tomista sitúa la claritas fuera de nuestro al­
cance.
El placer estético provocado por las formas artificiales es imposible en
teoría; pero, en función de la misma teoría, es el único placer que la teo­
ría contempla como una posibilidad práctica.
Lo cual, en mi opinión, es olvidar la relación teologal con Dios y
la eficacia de la gracia. El hombre ocupa un lugar en relación con
Dios. Siguiendo la cadena de las imágenes (de las obras humanas,
de la naturaleza y de las imágenes divinas que le procura la con­
templación del Verbo), asciende por la cadena de las afinidades
que, por el Verbo mismo, descienden hacia la naturaleza creada y

205
hacia el hombre. Esta cadena es doble: intelectual y amorosa. Todo
lo que es, todo lo que se hace y es, en consecuencia, bello, sólo es y
se hace con miras a la belleza y al bien. El deseo amoroso, que es un
don de la gracia, es el motor de toda la cadena, de la naturaleza ar­
tista y del artista humano, y Dios es su finalidad última. Una vez al­
canzada, es inevitable que adopte el punto de vista de Dios. Tanto
en el espíritu del tomismo como del agustinismo hay una transpo­
sición estética de los mandamientos de amar a Dios y amar al próji­
mo. Esto último sólo es posible «desde el punto de vista de Dios»: el
mismo punto de vista que permite mirar al mundo natural y huma­
no con un «amor caritativo», que revela su orden y su belleza.
Y tal vez esto corresponda a la experiencia estética más fuerte y
más auténtica. Cuando contemplamos un espectáculo natural, del .
mismo modo que cuando leemos, en Homero, la despedida de
Héctor o el diálogo entre Aquiles y Príamo, tenemos a veces la im­
presión de que adoptamos «el punto de vista de Dios», que vemos
el mundo y la condición humana como realmente son, es decir,
«simples» y dignos de una mirada caritativa. Cosa que no está en
santo Tomás, aunque su lenguaje corresponde a esta experiencia.
Podemos establecer una analogía entre la mirada artística que al­
canza esa intensa lucidez y la mirada de la verdadera caridad.
Es cierto que el hombre no puede ver la naturaleza con el «saber
sustancial» de quien la ha creado; pero, gracias a una participación
(por deficiente que sea, incluso con ayuda de la gracia) en ese sa­
ber, la ve en su orden real, el orden del mundo, y en su superiori­
dad ontologica sobre las obras de los hombres. En cuanto a las
obras de los hombres, es justo decir que las ve con mayor claridad y
precisión «a primera vista». Pero si profundiza en su visión, descu­
brirá al artista en su naturaleza humana, que es tan impenetrable
como cualquier otra producción de la naturaleza. En este artista
distinguirá el «a imagen», ya bastante misterioso, y el «a semejanza»,
producto de una gracia incomprensible. Así pues, el conocimiento
y el placer estéticos están relacionados con la visión en Dios, que en
el espíritu del tomismo es análoga a la visión de Dios, es decir, la vi­
sión que Dios tiene. Esto es lo que expresa, más allá de la perfec­
ción de la forma (integritas, proportio), la dantas, el resplandor que,
en suma, es la oscura claridad de un misterio.
Las obras de arte pueden ser más poderosas y persuasivas que las
obras de la naturaleza. Pero no por ser artificiales en lugar de na­
turales, sino porque en ellas la naturaleza se halla en cierto modo
concentrada, presentada como tal a través de la imitación, y repre-

206
r

sentada por una contemplación inteligente, posiblemente con ayu­


da de cierta gracia de la visión. El placer que procuran se ve acre­
centado por el placer de hacer, similar al de jugar, hasta el punto de
que en la obra no admiramos tanto el objeto imitado como el acier­
to de la imitación, no tanto el modelo, que puede ser feo, como la
semejanza con el modelo, que traduce el bello trabajo y la profun­
da moralidad del arte, y que constituye el arte mismo.

P recariedad del tom ism o


El equilibrio tomista es frágil. Su visión estética es totalizadora y
se halla jerárquicamente ordenada. A partir de la cosa se eleva has­
ta la especie, el género, las leyes del mundo, la ley divina. Hay que
mantenerse en esa altura, en la misma cumbre. Para Duns Escoto,
la excelencia de una cosa no rebasa los límites de esa cosa. Muy al
contrario, lo que le otorga valor es su carácter absolutamente indi­
vidual, único, su «haeccidad». Para Guillermo de Ockham o Nico­
lás de Autrecourt ya no existe un orden estable del mundo, ya no
existen jerarquías: en una cosa no hay nada más que la suma de sus
partes, en el universo no hay nada más que cosas diferentes que nin­
guna jerarquía reúne en un todo augusto y sagrado383. Esta vez, la vi­
sión en Dios pierde su sentido, y la visión «desde el punto de vista
de Dios» es simplemente inconcebible. ¿Qué queda entonces del
tomismo, arruinado en este nuevo clima? Su elogio del arte, del
placer que procura, de su capacidad de convicción, de la satisfac­
ción del trabajo bien hecho. El arte, separado de su centro divino,
de su objetividad natural, vuelve a centrarse en el sujeto, en el afi­
cionado que disfruta de él, en el artista que ejecuta la obra y final­
mente en sí mismo, como arte por el arte.

El culto a las im ágenes


La doctrina de Tomás que hace referencia al culto a las imáge­
nes parece independiente de su estética, pues se conforma con se­
guir la tradición de los Padres, sobre todo Agustín y el Damasceno,
aunque no el segundo concilio de Nicea, del que se diría que hace
caso omiso. Tomás define el sentido formal de la palabra «imagen»
hablando otra vez de la Trinidad384.
Para que haya imagen tiene que haber similitud, más concreta-

207
mente una similitud en la naturaleza específica, un signo caracte­
rístico de la especie. En el mundo corpóreo, por lo general, este sig­
no es la figura. A continuación tiene que haber una «idea de ori­
gen». Por eso un huevo no es la imagen de otro huevo, porque no
proviene de él. Finalmente, la imagen tiene que distinguirse del ori­
ginal; en caso contrario, se desvanecería en éste.
Podemos encontrar la imagen en un ser de la misma naturaleza
(por ejemplo, la imagen de un rey en su hijo) o en un ser de natu­
raleza diferente (como la imagen de un rey en una moneda). En el
primer caso, el Hijo es la imagen del Padre, en el segundo, el hom­
bre es (solamente) a imagen de Dios385.
Una última distinción, tomada de Aristóteles, sirve de apoyo a la
siguiente doctrina. Hay un doble movimiento del alma hacia la ima- ·
gen; uno conduce a la imagen como realidad, el otro conduce a la
imagen como imagen de otra cosa. El segundo, que conduce a la ima­
gen como imagen, es idéntico al que conduce a la realidad repre­
sentada.
Así pues, no debemos veneración alguna a la imagen de Cristo como
cosa de madera tallada o pintada, porque sólo debemos veneración a la
criatura razonable. Pero podemos manifestarle veneración solamente co­
mo imagen. Y de ello se desprende que debemos la misma veneración a la
imagen de Cristo y al propio Cristo. Por lo tanto, puesto que adoramos a
Cristo con una adoración de latría, es lógico que adoremos su imagen de
la misma manera386.
Esto es perfectamente válido para la Cruz de Cristo, «porque en
ella ponemos la esperanza de nuestra salvación»387. A la madre de
Cristo le debemos el culto de hiperdulía, y a las «reliquias» de los
santos (Tomás no habla de imágenes) el culto de dulía, «por el al­
ma que estuvo unida a ellas»388.
Una doctrina semejante podía ser discutida o exagerada. La opo­
sición vino del nominalismo. Durand de Saint-Pourgain, a princi­
pios del siglo XIV, observaba que si la imagen es un signo arbitrario
sin relación con el prototipo divino, no puede ser objeto de latría;
y que si la imagen material tiene alguna relación con dicho proto­
tipo, el culto de la imagen se transforma en idolatría389. Por el con­
trario, la doctrina según la cual el movimiento hacia la imagen es el
mismo que el movimiento hacia el prototipo se presta a excesos. Se­
gún el mismo principio, ¿por qué no pueden ser objeto de latría los
vasos sagrados? Ya que en todas las cosas encontramos un reflejo del

208
ser divino, ¿por qué no podemos adorar a todas las cosas? Los to­
mistas del siglo XVI, los Salmanticenses, Vásquez, Cayetano, se incli­
nan en esta dirección. Vásquez: Res omnes inanimes et irrationales rite
adoran posse, vera sententia est. Creen que es posible, teórica y meta-
físicamente, pero que no hay que hablar de ello, y menos aún acon­
sejárselo a la multitud. Se trata de una afirmación asombrosa, y Be-
larmino se ve obligado a corregirla diciendo (esta vez apoyándose
en el segundo concilio de Nicea) que las imágenes no tienen dere­
cho al mismo culto de latría que el objeto representado390.
En los textos consultados, Tomás no cita la carta de Gregorio391y
aborda el problema de la imagen desde un punto de vista más me-
tafísico que retórico. Pero esta metafísica, que otorga una confian­
za tan extraordinaria al hombre y a la naturaleza, no concluye que
la imagen sea vana o imposible. Conduce, siguiendo el espíritu de
Agustín, a pensar que el mundo es una infinidad de imágenes que
se corresponden entre sí, en correcto orden e iluminadas por la
misma luz, y a considerar al hombre, cuyo deseo e intelecto se diri­
gen hacia la belleza divina y por lo tanto hacia todas las cosas, como
un ser capaz de ver las imágenes, de hacerlas y de disfrutar con
ellas.

209
C apítulo 5
R enacim iento y barroco

I. Afirmación del arte y del artista


«Lo que vemos suscita nuestras emociones más que lo que oí­
mos.» Se diría que Buenaventura sugiere que, si bien la fe entra por
el oído, el fervor entra por los ojos392. En el camino de predicación
y conquista de los corazones propio de las órdenes mendicantes, la
imagen, ayudada por una ejecución artística perfeccionada, fo­
menta una retórica de la emoción. Podemos seguirla en un mode­
lo extremo de la iconografía cristiana: el crucifijo.
Un crucifijo es la representación de Cristo en la Cruz: Cristo de­
be ser visible, pues una cruz desnuda no es un crucifijo, pero tam­
poco hay crucifijo sin ella393. Si se cumplen estas condiciones nos en­
contramos ante la imagen divina por excelencia, aunque a la vez se
trate de la imagen más paradójica producida por la religión cristia­
na. Porque en ella se representan dos cosas contradictorias: la de­
rrota y la victoria, la humanidad y la divinidad. Si falta una de ellas,
la ortodoxia de la imagen se resiente. Conseguir que una imagen
resista este oxímoron es la prueba más difícil a la que pueda en­
frentarse un artista: roza los límites, y es muy raro encontrar puntos
de equilibrio.
Durante mucho tiempo bastó con una cruz que llevase un sím­
bolo cristiano cualquiera: las letras «I. C.», la corona, la inscripción
«Nika» para indicar la victoria, el cordero en la intersección de am­
bos maderos. Pero esta situación se volvió insostenible cuando la
herejía monofisista, que sólo reconocía en Cristo una única natura­
leza divina, se negó en redondo a representar a Cristo en la Cruz.
Así que el concilio in Trullo de 692 ordenó que se representara «la
realidad». Juan Crisostomo escribió:
En la Cruz todo lo hizo con sosiego: hablar de su madre al discípulo,
cumplir las profecías, darle esperanza al ladrón. Y sin embargo, antes de
ser crucificado estaba cubierto de sudor, aterrado, angustiado. ¿Qué ocu­
rrió? Está muy claro: en un momento vemos la debilidad de la naturaleza,

211
en el otro, la plenitud del poder. Puesto que todo estaba en su mano, el
fin llegó cuando él así lo quiso, y lo quiso cuando todo se hubo cumplido
[...]. Así demostró el evangelista que era maestro en todo394.
El crucifijo oscila, en el curso del tiempo, entre el teomorfismo
y el antropomorfismo, entre el triunfo y el dolor. O bien Cristo es­
tá desnudo y coronado de espinas, o bien vestido como un rey y co­
ronado como un emperador.
El crucifijo carolingio pertenece al tipo glorioso. Carlomagno
pone sobre la frente de Cristo la diadema imperial con la que el pa­
pa le ha coronado. El crucificado está erguido. Ni los brazos ni la
cabeza flaquean. La Resurrección y la Ascensión, e incluso el Se­
gundo Advenimiento, enmarcan la escena de la Pasión tanto en el·
evangelario de Augsburgo como en el marfil carolingio de Cluny. A
partir del siglo XII, el crucifijo evoluciona hacia lo humano y sirve
para emocionar más que para instruir. El Santo Volto de Lucques
-un modelo de abundante descendencia- está vestido hasta los pies
con una túnica escotada. Los ojos almendrados miran hacia abajo.
Ya no es triunfal, pero todavía no es digno de lástima. Está vivo, se­
reno. Como el magnífico Cristo «de Courajod» en el Louvre, o el de
Saint Flour.
Pero a medida que nos acercamos al siglo XV, a los crucifijos re­
nanos, a Grünewald, al Cristo devoto de Perpiñán, a los crucifijos cata­
lanes y españoles, se multiplican las imágenes violentas y dramáti­
cas, los cuerpos torturados y desfigurados, las terribles agonías. O
bien se ha ocultado la divinidad -y la ortodoxia de la imagen se ha
distorsionado-, o bien nos enfrentamos a una idea sublime de lo re­
ligioso, que el romanticismo especulativo va a utilizar para sus pro­
pios propósitos.
Por una parte, el cuerpo terrestre y la frágil naturaleza humana se ven
realzados y santificados por el hecho de que es el propio Dios quien se ma­
nifiesta a través de ese cuerpo y esa naturaleza; pero, por otra parte, ese
cuerpo y esa naturaleza aparecen como objeto de negación y sólo se ma­
nifiestan a través del sufrimiento -escribirá Hegel395.
Hegel concibe el crucifijo siguiendo el modelo naturalista y car­
gado de pathos de las escuelas del Norte y de la devotio moderna. Sin
embargo, a san Francisco le sobrecogió la emoción delante de un
crucifijo todavía completamente bizantino, en el que Cristo tenía
un rostro sereno y una mirada contemplativa -y que estaba corona­

212
do por la Ascensión-, hasta el punto de que «la compasión por el
crucificado embargó su alma», que «no pudo retener las lágrimas y
lloró en voz alta por la Pasión de Cristo como si fuera testigo de lo
sucedido» y que «entonces las heridas de su cuerpo manifestaron el
amor que había en su corazón»396. La devoción sensible requiere el
pathos de la imagen, que debe multiplicarse para responder a una
devoción más afectiva y popular. Hasta la brutal y reactiva interrup­
ción de la Reforma.
A medida que avanzamos hacia los tiempos modernos en la eva­
luación de las imágenes divinas, de renacimiento en renacimiento,
un valor cobra autonomía y pasa a primer plano: el valor de arte. La
propia reflexión teológica conducía a él. El desarrollo de la retóri­
ca sagrada y la búsqueda de un pathos incitaban a diversificar los me­
dios y a reflexionar sobre su eficacia. La teofilosofía medieval (en
este punto, Tomás está cerca de Alberto el Grande y de Buenaven­
tura) desemboca en un «paniconismo»: en términos de belleza, to­
do es afín al Ser divino.
De ello se derivan dos consecuencias. La fidelidad de esta afini­
dad, el reflejo exacto de lo divino, alcanzará un grado superior si el
artista, guiado por la virtud de la prudencia, concibe y ejecuta la
obra con rectitud artística. La calidad teológica de una obra de­
pende orgánicamente de su calidad plástica. ¿Es cierto lo contrario?
Una obra plenamente lograda, ¿entraña de igual modo lo divino?
Se acerca la época en la que se hablará del «divino» Miguel Angel y
del «divino» Rafael. No hay motivos para pensar que Buenaventura
o Tomás sean responsables de esta evolución: todas las fuerzas sur­
gidas en Europa tras los grandes cambios del siglo XII llevaban a
ello. Pero sí que teorizaron sobre ella; y cuando hubo necesidad de
justificaciones, se apeló a su autoridad.
Puede que la segunda consecuencia sea aún más importante. Es­
ta metafísica tiende a borrar la frontera entre la imagen sagrada y
la imagen profana. Desde el punto de vista artístico, la imagen sa­
grada entraña una parte profana; desde el punto de vista teológico,
la imagen profana habla de lo sagrado. Desaparece la alternativa
que la iconoclasia establece entre lo sagrado y lo profano, que le ha­
ce prohibir la imagen sagrada y permitir la profana o que, cuando
autoriza la primera bajo ciertas condiciones estrictas, hace que la se­
gunda decaiga. Así pues, el artista va a responder sin el menor con­
flicto interior a los encargos sociales tanto de sus patronos eclesiás­
ticos como de sus patronos laicos. Aprovechará en un terreno la
experiencia adquirida en el otro. Lo que aprenda sobre las mujeres

213
lo utilizará en santa Magdalena y en santa Catalina, y lo que apren­
da de la Virgen mientras la pinta con la piedad de san Lucas le ser­
virá para realzar la belleza de las damas que retrata cuando son dig­
nas de su pincel.
Otra consecuencia es que las expectativas sobre la imagen sagra­
da se basan cada vez más en la personalidad individual del artista.
Volviendo al ejemplo de esa imagen divina extrema que es el cruci­
fijo, vemos que deja de existir un modelo canónico. Hay un Cru­
cifijo de Giotto, de Fra Angélico, de Donatello, de Rafael, de Miguel
Angel, de Velázquez, de Zurbarán, de Rubens... Estas imágenes de­
penden de la meditación personal del artista, de la síntesis estética
y religiosa que lleva a cabo en cada ocasión. Esto sigue siendo así
hasta el Cristo amarillo de Gauguin y los Calvarios de Nolde o de
Beckmann. Es el pintor quien decide acentuar en su efigie lo hu­
mano o lo divino, mostrar la muerte o hacer que se presienta la re­
surrección, pintar el cuerpo ya glorioso o aún en agonía. Ya no hay
unidad de modelo: en el mismo siglo, en la misma ciudad, el inge­
nium particular de los pintores elabora los diversos sentidos posibles
de esta imagen, sin que la Iglesia intervenga salvo para mantener
cierta decencia, y sólo cuando tiene poder para hacerlo.
Ya en el siglo XV, el autor (quizá Gerson) del Tractatus pro devotis
simplicibus teme que las representaciones lascivas e incluso la des­
nudez del crucificado puedan suscitar en los fieles pensamientos
vergonzosos397. El poder de representación, ilusión y emoción de las
nuevas técnicas pictóricas no podía compararse con el de los anti­
guos iconos, y la fuerza, la presencia de las nuevas imágenes eran ta­
les que uno podía preguntarse si el homenaje de los fieles, en lugar
de dirigirse al modelo, se dirigía sólo a ellas.
Pero esto también aumentaba el prestigio del artista, que se con­
vierte en mediador de las devociones. A partir de ese momento, su
nombre es célebre. Se emancipa de las corporaciones y del mundo
de los artesanos. El pintor, que también es matemático gracias al es­
tudio de la perspectiva -al menos desde Leonardo- exige que su ar­
te ocupe un lugar entre las artes liberales398. Se sienta al lado de los
poetas y de los grandes. Crea academias. La gloria de la imagen, la
del artista, la demanda de los coleccionistas y patrones se apoyan
mutuamente y garantizan el triunfo social de la iconofilia.
En realidad -escribe Leonardo- la pintura es una ciencia, y la verda­
dera hija de la naturaleza. Para expresarme con más exactitud, la llamaré
«nieta de la naturaleza», porque la naturaleza ha alumbrado todas las* co­

214
sas visibles, de las que ha nacido la pintura. Así que podemos llamarla nie­
ta de la naturaleza y pariente del mismo Dios399.

II. El refu erzo de los antiguos d io ses


En algunos iconos del bautismo de Cristo se atisba al genio del
Jordán aventurándose hasta la orilla. En los santos iconos, por regla
general, los antiguos dioses han desaparecido. Pero en Occidente
nunca mueren. El evheremismo, que al principio ayudó a los apo­
logistas cristianos a eliminarlos, terminó salvándolos. Porque al ser
de origen humano, se los puede venerar sin idolatría por haber si­
do portadores de la sabiduría pagana, e incluso, como en el caso de
las sibilas o de Virgilio (a quien el evheremismo permite divinizar),
por haber intuido el advenimiento de Cristo400.
Los primeros apologistas habían atribuido sus poderes mágicos
a los demonios. Para Isidoro de Sevilla y sus epígonos, sin embargo,
se trata de magos buenos, de hechiceros benéficos. Como el Troya-
no Franco, padre de los franceses, son los antepasados de las na­
ciones. Alejandro VI Borgia manda pintar en las bóvedas de sus apo­
sentos la historia de Isis, de Osiris y de Apis, de sus ascendientes
familiares. Crearon la civilización: Minerva inventó el arte de hilar
la lana, Quirón la medicina, Hermes Trimegisto la astronomía401. La
religión astral se desarrolla durante toda la Edad Media y florece en
el Renacimiento. El zodíaco, las constelaciones y los planetas figu­
ran en las paredes y en los techos, en el Salone de Padua, en el pa­
lacio Schifanoia de Ferrara, en la capilla de los Pazzi y hasta en el
Vaticano, en la Sala de los Pontífices que León X mandó decorar.
En la bóveda, los nombres de los sucesores de Pedro están rodeados
de símbolos402: «Encima de Bonifacio IX, el Cisne levanta el vuelo
entre los Peces y el Escorpión; Marte yJúpiter pasan en sus carros a
cada lado de los medallones».
El método alegórico, que los Padres de los primeros siglos ha­
bían tomado de la exégesis pagana para interpretar la Escritura, re­
gresa a los textos antiguos para devolverles la moralidad. La Mitolo­
gía de Fulgencio (en el siglo VI) explica que las tres diosas entré las
que París eligió simbolizan la vida activa, la vida contemplativa y la
vida amorosa. A partir del siglo XII, la exégesis alegórica de la mito­
logía se generaliza. Juan de Salisbury medita sobre la religión paga­
na «no por respeto hacia sus falsas divinidades, sino porque ocultan
enseñanzas secretas, inaccesibles para el vulgo». Las Metamorfosis de

215
Ovidio se convierten en el gran tesoro de las santas verdades. En el
Purgatorio, Dante trata con reverencia a los dioses, y parece aceptar
su realidad histórica. Se dividen en superi, que en forma velada
anuncian al verdadero Dios, e inferi, como Caronte, Plutón o Minos,
que obran con los peores demonios403. La abadesa Juana de Plaisan-
ce pide al Correggio que pinte en las paredes de su convento de Par­
ma las figuras de las vestales, escenas de libación y de sacrificio, la
Fortuna, la Tranquilidad, la Abundancia, Juno desnuda y colgada
por las muñecas por haber perseguido a Hércules. Estas «bellezas es­
pirituales» sirven para enseñar a sus novicias la seriedad de sus de­
beres, las ventajas de su condición, el castigo de las faltas404.
En el humanismo, a veces se va demasiado lejos. Platón con­
cuerda con Moisés, Sócrates confirma a Jesucristo. Erasmo:
Tal vez saquemos más provecho leyendo la Fábula en sentido alegórico
que las Sagradas Escrituras en sentido literal405.
Aun así, el equilibrio nunca llega a romperse. En la cámara de la
Signatura, La escuela de Atenas está frente a La disputa del Santo Sa­
cramento. Platón señala el cielo con el dedo, Aristóteles extiende la
mano sobre la tierra, lo que significa que toda proposición racional
de Aristóteles puede convertirse en una proposición de Platón, y vi­
ceversa, a condición de situarla en el registro del entusiasmo poéti­
co. Pero la ciencia y la filosofía son inferiores al conocimiento de las
cosas divinas: enfrente, los doctores y los santos, serenamente orde­
nados, contemplan sobre el altar su evidencia oculta y silenciosa.
Aquí, Rafael restablece el orden de la alta escolástica, que llevaba
dos siglos degradándose. ¿Habría podido hacerlo si el cosmos no
hubiera recuperado su forma con ayuda de los antiguos dioses?
En la Edad Media, los dioses habían perdido su forma clásica. La
recuperaron lentamente. Hércules llevaba pantalones bombachos y
turbante; había perdido su piel de león y trocado la maza por una
cimitarra. Durerò le devuelve la desnudez, la piel de león, la maza
y, sobre todo, el canon hercúleo. En tiempos más antiguos, las
ideas y las formas paganas se disociaron, y a menudo las ideas cris­
tianas se alojaron en esas formas secularizadas: Cristo aparecía co­
mo un emperador romano o como Orfeo, el Padre como Saturno,
Júpiter era un evangelista y Perseo un san Jorge. El Renacimiento
devolvió a los dioses su forma de dioses406.
Todo esto no ocurrió sin levantar protestas, y vamos a hablar de
ello. Pero consideremos el auxilio que prestaron los dioses al desti­

216
no de la imagen en Occidente. Conviene apreciarlo a partir de la
teología clásica del siglo XIII. Ésta siempre había afirmado que, en
el orden sensible, la morada última de la belleza era el cuerpo hu­
mano. La reintegración de los modelos antiguos, que los manuales
codifican y difunden por toda Europa, el dominio que adquiere el
arte para representar, para asimilar las técnicas de la Antigüedad,
restauran un canon de belleza del cuerpo que confirma plenamen­
te lo que habían afirmado Buenaventura, Tomás y Duns Escoto, y
que el expresionismo posterior del gótico tardío, según los teóricos
humanistas, había desfigurado.
El «pancalismo» o «paniconismo» medieval suponía un conti-
nuum entre la imagen sagrada y la imagen profana, y no sólo todos
los grados intermedios, sino una íntima compenetración entre am­
bas. Este intervalo está poblado por los dioses. Más grandes que los
hombres, dotados con el prestigio de la memoria, la moral y el sa­
ber, otorgan a la representación una nobleza que eleva el alma y la
conduce, propedéuticamente, hacia las verdades aún más elevadas
de la religión.
Hay que añadir que la presencia de los dioses subraya el carácter
no sacro, o más exactamente no sacramental, de la imagen occi­
dental. Esta se sitúa a media altura, de modo que el verdadero Dios
no corre el peligro de convertirse en objeto de idolatría en su re­
presentación. A fortiori, el pueblo de los dioses se libra completa­
mente de su pertenencia al mundo demoníaco, que La Ciudad de
Dios había enfatizado con tanta severidad, y se coloca beyo la pro­
tección de Cristo.
Por el contrario, la entrada de la fábula antigua enriquece enor­
memente los recursos retóricos de la enseñanza cristiana. Virgilio u
Ovidio, fomentados por la erudición mitológica, ofrecen un reper­
torio inagotable de historias acabadas para edificar, enseñar o con­
mover. Y también* simplemente, para gustar. Santo Tomás había
unido el arte, el descanso y el juego. Las historias, las hazañas e in­
cluso los amores de los dioses llenan y entretienen el otium de las al­
mas bien nacidas. Sin abandonar su palacio, el cardenal Farn^se
descansa, se distrae y se recrea en las habitaciones decoradas por los
Carracci cuando va del estudio en el que trabaja al oratorio donde
reza.
Por lo tanto, entre la imagen totalmente sagrada y la imagen to­
talmente profana (suponiendo que existan) se intercala la imagen
ennoblecedora y educativa de los antiguos dioses. Por desgracia,
tendrían que morir por segunda vez cuando el siglo de Descartes

217
prefirió el razonamiento exacto y la demostración evidente a la per­
suasión retórica y la sugerencia poética. Al perder su fuerza, los dio­
ses mitológicos dejaron solas y peligrosamente aisladas las imágenes
divinas, en torno a las cuales habían terminado formando una no­
ble escolta y una corte. Se marchitaron hasta que -como las «figu­
ras» de la retórica escolar- sólo sirvieron como temas de ejercicio
para los premios de Roma. Aún así, debemos elogiarlos por haber
conservado en la pintura del siglo XVIII un lugar para el registro del
juego amable, la apología maliciosa y la viva sensualidad a los que
su rango confería decencia. Algo se perdió: un paraíso antiguo y
elegiaco cuyo progresivo alejamiento llenó de melancolía el arte de
Poussin: Et in Arcadia ego407...
Y sin embargo regresaron una vez más, surgieron de la tierra ba-.
jo los picos de los excavadores de Herculano y Pompeya. Entonces
resultó evidente que la Italia de los dioses, exhumada a mediados
del siglo XVIII, siempre había estado ahí. Italia no había olvidado a
esas mujeres tranquilas y nobles, esa sensualidad melancólica y no
obstante serena, esas escenas de bodas o funerales, y cuando las re­
cuperó pudo sentirse orgullosa de lo que había hecho durante el
sueño subterráneo de los dioses y reconocer su inspiración. Pero sa­
lir al aire libre reseca, y la renovación pompeyana se desvaneció rá­
pidamente en la arqueología y la erudición. Aunque al menos ayu­
dó a la formación de un estilo.
Esta marea de novedades, este torrente de imágenes suscita reac­
ciones inquietas. Wycliffe no duda en darle la vuelta al argumento
de Gregorio: los simples están expuestos a caer en la idolatría de las
imágenes precisamente por el hecho de ser simples. «Adoran lite­
ralmente a las imágenes, por las que sienten especial apego.» Por
eso ni Cristo ni los apóstoles ni sus escritos ponían imágenes como
ejemplo. Sería más sensato destruirlas, «como se hacía bajo la anti­
gua ley»408.
Podía temerse que durante la invasión mitológica del siglo XV se
estableciera una religión rival. La Iglesia, a través de los clérigos y
los pontífices, censuraba de vez en cuando a los «paganos». Pío II
reprochó a Sigismundo Malatesta que hubiera transformado la igle­
sia de San Francisco de Rimini en un templo de gentiles. Se acer­
caban los tiempos en que Pío V, con el pánico de la Reforma, ex­
pulsaría a los «ídolos» del Vaticano; en que Sixto Quinto los
arrojaría desde lo alto del Capitolio; en que los predicadores tro­
narían contra la desviación pagana. Savonarola predicaba una «re­
forma artística» (Menozzi), que consistía en una renuncia a las imá­

218
genes deshonestas y el fomento de un arte simple, directo, capaz de
transmitir el verdadero sentido del Evangelio. Exigía que en la ima­
gen sacra se viera al modelo y no el arte con el que estaba repre­
sentado.
Mira todo el artificio con el que hoy se hacen las figuras para las igle­
sias, tan adornadas y afectadas que malogran la luz de Dios y la verdadera
contemplación; en esas figuras no se considera a Dios, sino el artificio que
hay en ellas.
Y, adelantándose a Calvino: «Vestís a la Virgen con ropas de cor­
tesana». «Dejáis entrar en las iglesias todas las vanidades»409. Savo­
narola las arroja todas a la hoguera.
El escrúpulo no perdona a los artistas. Botticelli se dejó ganar
por él. Y el viejo Miguel Angel:
A un pintor no le basta con imitar en parte la imagen venerable de
Nuestro Señor para convertirse en un maestro lleno de ciencia y sagaci­
dad. Creo que además debe ser un hombre de vida irreprochable, y si es
posible santa, para que el Espíritu Santo pueda inspirar su entendi­
miento410.
Se trata de una exigencia de la Iglesia griega que se derivaba de
su sistema icónico, pero nunca antes la había planteado la Iglesia la­
tina. Su vigilancia se limitaba a la moralidad de la imagen y a la con­
formidad de ésta con sus enseñanzas, dejando amplios márgenes y
espacio para la interpretación.

III. En torno a Trento


En conjunto, la Iglesia defiende con constancia la imagen, todas
las imágenes, ya sean sacras, mitológicas o profanas, siempre que se
respeten ciertas reglas de disciplina. Este es el principio. Ya a .me­
diados del siglo XV, san Antonio, arzobispo de Florencia, reconocía
en su Suma teológica la dignidad del artifex. Reconoce la validez de
los contratos entre el artista y su patrón, quiere que en ellos se con­
temple el valor artístico, la habilidad particular del pintor. Sola­
mente pide que éste no incite a la lujuria y que sus imágenes no va­
yan en contra de la fe. Por ejemplo, no se puede admitir una
representación de la Trinidad como una criatura de tres cabezas, o,

219
en una Anunciación, un pequeño Niño Jesús completamente for­
mado en el seno de María (como si no se hubiera formado de su
carne), o la presencia de unas comadronas en el parto de la Virgen.
Con este control superficial, todas las técnicas del arte, por ejemplo
la perspectiva, resultan perfectamente aceptables y son honorables
para el artista.
En las mismas fechas, el papa Nicolás V justifica en su testamen­
to la magnificencia de sus construcciones valiéndose de los argu­
mentos de Gregorio: hay que «emocionar con espectáculos fuera de
lo común» a las masas incultas e ignorantes, pues su aprobación fla­
quea y se diluye con el tiempo hasta desvanecerse por completo. Pe­
ro cuando la opinión del vulgo, apoyándose en la de los doctos, se
ve confirmada y continuamente inculcada por los grandes edificios, *
«recuerdos permanentes y casi eternos, como si los hubiera hecho
el mismo Dios», las ideas se conservan, se reafirman y se aceptan
con «admirable devoción». La gloria de Roma recae sobre el honor
de la Iglesia y de la sede apostólica. La belleza de las imágenes re­
fleja la creatividad divina, genera la aprobación del pueblo y su re­
verencia hacia quienes han hecho posible este reflejo411.
Hablemos ahora del decreto de Trento. La Iglesia ya había refu­
tado la crítica ardiente pero vacilante de Lutero -destinada a resur­
gir-, que a fin de cuentas era bastante tolerante, e hizo lo mismo con
la temible ofensiva de Calvino, prolongada de inmediato por una
destrucción general de imágenes en la Inglaterra de Eduardo VI,
que la reina Isabel prosiguió a su vez. Esta pedía a los «visitantes» que
comprobaran
si se habían destruido todos los tabernáculos y ornamentos de tabernácu­
los, todos los altares, candelabros, relicarios y velas, pinturas, cuadros y to­
dos los demás monumentos a falsos milagros, peregrinajes, idolatrías y su­
persticiones, para que no subsista la menor huella de los mismos en las
paredes, en los cristales de las ventanas o en cualquier otro lugar dentro
de las iglesias y de las casas412.
Incluso tendrán que comprobar si el decreto se ha aplicado en
las casas particulares, poniéndose aún más duros que el propio Cal-
vino, que sólo pensaba en la pureza del templo.
El saqueo hugonote se extendía por Francia, y por eso el carde­
nal de Guise pidió al concilio reunido en Trento que tomara posi­
ción solemnemente. Cosa que el concilio hizo durante la sesión del
3 de diciembre de 1562. El decreto es sobrio413. Se dirige a los obis­

220
pos, pues a ellos, y no a los poderes civiles, se les daba poder juris­
diccional en este ámbito. Las imágenes forman parte del deber
episcopal de instrucción. Es bueno rogar a los santos para que in­
tercedan ante Dios por medio de su Hijo, único Redentor y Salva­
dor. Es bueno venerar sus santos cuerpos y sus reliquias. «Además
hay que tener y conservar, sobre todo en las iglesias, imágenes de
Cristo, de la Virgen madre de Dios y de los santos.» No porque se
crea que hay algo divino o alguna «virtud» en ellas, sino porque «el
honor que se les rinde alcanza a los modelos originales», como ha­
bía dictado el segundo concilio de Nicea.
Después viene la disciplina: no se permiten imágenes que incli­
nen a una falsa doctrina. Nada de superstición: hay que especificar
a los simples de espíritu que las imágenes no representan la divini­
dad «como si ésta pudiera percibirse con los ojos del cuerpo o ex­
presarse en colores y formas»; que las imágenes no sean «de una
belleza profana provocadora»; que no haya en ellas nada «desorde­
nado, intempestivo, tumultuoso, deshonesto», porque «lo que con­
viene (decet) a la casa de Dios es la santidad». Así pues, nada nuevo
bajo el sol de Roma. Nada de teología, nada de estética, simple­
mente una jurisprudencia de la imagen delegada en la autoridad
del obispo, que el pontífice romano se reserva el derecho de exa­
minar.
El papado ya no cambió de opinión en ninguno de estos aspec­
tos, y sus intervenciones fueron puntuales y poco frecuentes, res­
pondiendo tan sólo a los abusos más escandalosos. Urbano VIII, en
1642, endureció un poco la disciplina en la carta Sacrosancta, con­
minando a que las imágenes se adecuaran «a lo que la Iglesia cató­
lica admite desde los tiempos más antiguos». Prohíbe, en concreto,
que se vista a los santos o a Cristo «con el hábito particular de una
orden regular», impidiendo así un ruin procedimiento para atraer
novicios414.

IV. El caso C rescencia


Una religiosa de la orden de Augsburgo, Crescencia de Kauf-
beuren, había tenido una visión del Espíritu Santo, que presentaba
la apariencia de un hermoso joven. Con esta apariencia lo mandó
pintar, y distribuyó pequeñas estampas. El obispo, turbado, consul­
tó al papa. Benito XIV respondió en una larga carta publicada en
1746, Sollicitudini Nostrae. Se trata de una consulta grave, porque

221
concierne a la iconografía de la Trinidad y de la más inimaginable
de las Personas divinas, el Espíritu Santo. Benito XIV responde a
fondo, cita ampliamente a los autores de la tradición y despliega
una erudición y una ciencia teológica igualmente profundas.
François Boespflug ha comentado sabiamente este texto415. Antes de
reseñar las conclusiones del papa, vamos a resumir las posiciones
enfrentadas en este caso.
Siempre se había mantenido una viva reserva respecto a las imá­
genes trinitarias, incluso en la ortodoxia católica. Entre los autores
citados por el papa, uno, Durand de Saint Pourçain, niega directa­
mente la legitimidad de estas imágenes, y otro, Hessel, doctor en
Lovaina, duda de que sean oportunas. Esta oposición ortodoxa,
persistente entre los siglos XIII y XVII, recurre a los mismos argu­
mentos: la mayoría de las imágenes constituyen «novedades» res­
pecto al pensamiento de los Padres y a la disciplina de la antigua
Iglesia. Estas imágenes no representan ni a Dios ni la Trinidad, sino
sólo la forma de su aparición. Sólo son metafóricas. Pero como la
imagen es muda, no puede avisar al fiel de este hecho. Por lo tanto
resultan peligrosas para sus destinatarios, los simples, precisamente
porque son simples.
Cayetano, comentando la famosa pregunta 25 de la parte III de
la Suma, dividía las imágenes de Dios en tres apartados: unas son in­
genuamente realistas, es decir, sugieren que Dios tiene cuerpo hu­
mano; otras traducen en imágenes lo que la narración bíblica dice
en palabras; y algunas, mediante similitudes inspiradas en las apari­
ciones bíblicas, permiten representar de manera visible la majestad
de Dios. Las primeras son sacrilegas: se trata de antropomorfismo.
Las otras dos, las bíblicas y las metafóricas, son lícitas. Por eso Ca­
yetano tolera las imágenes de la Trinidad en las que se ve a un an­
ciano que sostiene el crucifijo y, entre ambos, la paloma. Porque las
partes de esta imagen provienen de las Escrituras (el anciano es «el
Anciano de Días» del Libro de Daniel). Sin embargo, añade,
más valdría pintar a Dios como irrepresentable, mediante algún aura so­
bre una nube de la que surgiera la creación, para enseñar al pueblo que
Dios no es un ser representable416.
De todos modos, el papa prefiere a Suárez, que no tiene los es­
crúpulos de Cayetano. El sabio jesuíta considera que la Iglesia cató­
lica siempre ha permitido la imagen de Dios. Y puesto que ha ad­
mitido la imagen metafórica de Cristo en forma de cordero, y del

222
Espíritu Santo en forma de paloma, la misma razón vale para la ima­
gen de Dios, que debe ser metafórica. Trento permitió las imágenes
de Dios. Pero es artículo de fe que no se puede representar a Dios
formaliter. No obstante podemos pintarlo metafóricamente, como se
pintan las virtudes. La prueba es que Dios se manifestó a menudo
b¿yo apariencia sensible, como nos enseñan las Escrituras. Las imá­
genes tienen numerosas «utilidades» para reavivar el recuerdo de
Dios y la piedad. Basta con que estén pintadas según el modo ade­
cuado y que el pueblo esté suficientemente instruido417.
Benito XIV concluye con los argumentos siguientes:
1. «Sería un error impío y sacrilego, e indigno de la naturaleza
divina, pensar que se puede representar al Altísimo tal como es en
Sí mismo.»
2. «No obstante, Dios está representado de la manera y bajo el as­
pecto con los que se dignó aparecerse a los mortales, según nos di­
cen las Escrituras.» Este punto es importante: la naturaleza divina
no es representable. A pesar de ello, se ha dignado mostrarse. Por lo
tanto, la posibilidad de la imagen se deriva, en última instancia, de
la condescendencia y la bondad de Dios.
3. El concilio de Trento, el catecismo romano, el decreto datado
del 7 de diciembre de 1690 del papa Alejandro VIII, el padre Pe-
teau, Suárez, Belarmino y otros autores (incluido el cardenal Ri-
chelieu) opinan en el mismo sentido: «Puesto que en las Sagradas
Escrituras leemos que Dios se mostró a los hombres en tal o cual
forma, ¿por qué no iba a estar permitido pintarlo en esas mismas
formas?».
4. Por lo tanto podemos pintar la imagen del Espíritu Santo en
forma de paloma o de lenguas de fuego, pero no como un joven,
porque las Escrituras no dicen que se dignara hacerse visible con
ese aspecto.
En Rusia, en el siglo XV, se habían difundido las imágenes trini­
tarias a consecuencia de una evolución que, en aquella época, in­
clinaba al icono hacia el tratado teológico. Por ejemplo, el icono
llamado «La Paternidad» (Novgorod), que fue rechazado por .el
concilio de Moscú, y sobre todo el icono llamado «La filoxenia de
Abraham» (el más famoso es de Rublev). Ahora bien, Benito XIV
manifiesta las mayores reservas hacia las imágenes de ese tipo, que
también existían en Occidente. La llegada de los tres ángeles a la
casa de Abraham (Génesis, XVIII) ¿es o no es una teofanía trinitaria?
La Iglesia no lo ha decidido, y por lo tanto la validez de este icono
está supeditada al desenlace del debate exegético, que todavía no se

223
ha cerrado. Si los tres ángeles representan la Trinidad, esto no au­
toriza a separar a uno de ellos y convertirlo en figura del Espíritu
Santo: se volvería a caer en el «hermoso joven» de Crescencia de
Kaufbeuren.
Así se pronunció el magisterio católico sobre el más delicado de
los problemas relacionados con la imagen: la imagen de Dios mis­
mo, irrepresentable por naturaleza. Lo hizo en pleno siglo XVIII, es
decir, en la gran final de los fuegos artificiales de la imagen sagra­
da, que se centró en la Baviera de la monja de Augsburgo. Como
siempre, Roma habló sobre el acontecimiento con un prudente re­
traso, y obligada por la urgencia de dictar sentencia.
Una vez más, el papado hace prevalecer su preocupación pasto­
ral -espontáneamente favorable a la imagen- y su misión de articu­
lar la ley: lo que se puede y no se puede hacer en tal materia. A pe­
sar de su amplia cultura, el papa evita tocar el punto central de la
teología de la imagen, que es, como Oriente había afirmado con to­
da razón, la Encarnación. Las teofanías del Antiguo Testamento va­
len por sí mismas, y no parecen depender del advenimiento de Cris­
to, que se considera una teofanía entre otras tantas y no el
fundamento de toda teofanía y de toda iconografía de Dios. La En­
carnación, dice Boespflug criticando a Benito XIV, ve reducido su
alcance «a una fecha a partir de la cual ya no se aplica una prohibi­
ción»418.
Este mismo autor hace una segunda crítica: si no se puede re­
presentar a Dios en su naturaleza divina, cosa que el papa plantea
como principio, y si la noción de imagen conlleva la idea de seme­
janza o de conformidad con lo que se intenta representar, o bien lo
que la imagen representa no es Dios, o bien la imagen no es una
verdadera imagen. Por lo tanto, hay que renunciar a la expresión
equívoca de «imagen de Dios»419.
Semejante punto de vista nos lleva de nuevo a Bizancio, a la gran
querella, a los clamores y maldiciones de la ortodoxia moderna. Pe­
ro sabemos que Roma, precisamente, prefirió mantenerse apartada
de todo eso. No porque tuviera objeciones contra las soluciones de
Juan Damasceno, Teodoro Studita y el segundo concilio de Nicea,
sino porque decidió dejar aparte el ámbito teológico y encomendar
a la prudencia «política» la pastoral de la imagen, permitiendo así
que esta última se desarrollara en completa libertad a nivel retóri­
co. No le impuso a la imagen el yugo de la teología; además, su pro­
pia teología admitía, mediante la noción de «diferencia» que To­
más había recogido de Dionisio, una distancia indeterminada, pero

224
tan amplia como se quisiera, entre el prototipo y la imagen vincu­
lada a éste a través de una cadena de analogías. De todos modos, es­
ta imagen merece su calificativo de «imagen de Dios», a condición
de que no se tome en sentido estricto o demasiado literal. En cuan­
to a la Encarnación, a Roma le pareció peligroso erigirla en un prin­
cipio tan trascendente que se olvidara o se prohibiera prolongarlo
y cumplirlo en el mundo real y social: Roma nunca se conformó
con una Encarnación desencarnada, en la que veía un vicio bizantino.
De ahí la explosión de imágenes contemporánea del decreto de
Trento.

V. La fiesta de la im agen
Los arzobispos y los obispos inspeccionarán personalmente a los pin­
tores a los que han confiado la inspección [de otros pintores] y los con­
trolarán con todo rigor [...]. Los prelados, cada cual en su diócesis, vela­
rán con cuidado y atención incansables por que los buenos pintores de
iconos reproduzcan los modelos antiguos, se abstengan de cualquier fan­
tasía y no representen a Dios al azar420.
Así lo dispone el concilio llamado «de los cien capítulos» que tu­
vo lugar en Moscú durante el gobierno de Iván el Terrible, en 1551,
mientras celebraba sesión el concilio de Trento. El icono, que con­
duce directamente a la contemplación de lo divino y participa de
una realidad inmutable, debe ser, como ella, invariable, y estar a sal­
vo de las invenciones individuales del artista. Por lo tanto, a éste se
le vigila estrechamente. ¿Qué ocurre con él en Occidente?
Según Anthony Blunt, el concilio de Trento dejó caer una pesa­
da losa sobre el arte421. Nada más falso. Basta considerar la literatu­
ra que nace en torno al concilio y los autores más autorizados, co­
mo Giglio da Fabriano, Molano o Paleotti. Molano, doctor en
Lovaina, intenta establecer de modo erudito la iconografía correc­
ta de cada santo y de los misterios. Su regla es que «lo que está
prohibido en los libros está igualmente prohibido en las pinturas».
En los casos en los que las Escrituras no dicen nada, podemos ele­
gir el camino más probable guiándonos por la decencia y la piedad.
Por ejemplo, no se sabe si en el momento de la Anunciación la Vir­
gen estaba de pie, sentada o arrodillada. Como esta última postura
es la más conveniente, es deseable que se adopte. También conde­
na las prácticas mágicas, como la que consiste en sumergir en agua

225
las imágenes de san Pablo y de san Urbano cuando llueve en el día
de su fiesta422.
Paleotti, arzobispo de Bolonia, es más riguroso. Desconfía de las
metáforas. Quiere que todo se ciña lo más posible al texto bíblico.
Admite que para «conmover el sentimiento y enternecer el cora­
zón» se adornen un poco algunas circunstancias, pero a condición
de guardar el debido respeto «a la dignidad de las personas o a la
probabilidad o verosimilitud de los hechos». Teme, sobre todo, que
los pintores tomen la iniciativa y planteen novedades en materia de
fe, que sean «temerarios», «insólitos» e «imprudentes» en sus re­
presentaciones del Juicio Final, del infierno, de las vestiduras de la
Virgen o de Cristo. ¿Acaso no se cuenta que a un pintor, «cuando
intentó representar a Nuestro Señor con el aspecto de Júpiter y ves­
tido como éste, se le consumió la mano en el acto»? Pero aunque
Paleotti quiere «restringir la ingeniosa fantasía de los pintores», se
cuida de añadir que no es en absoluto enemigo de las cosas nuevas.
Sin embargo, deseaba que el papa interviniera y definiese una ico­
nografía válida para toda la Iglesia, que habría desempeñado el pa­
pel de un segundo índice. El papa se guardó muy mucho de se­
guirle por ese camino423.
Pero veamos lo que dice un pintor. Pacheco, suegro de Veláz-
quez, se enorgullecía de ser un hombre de la Inquisición:
La Inquisición me ha hecho el honor de concederme un permiso es­
pecial, que consiste en advertir de las faltas cometidas en pinturas seme­
jantes por ignorancia o malicia de los artistas424.
Pero el caso es que no hay nada más anodino, suave y benigno
que la temible censura de Pacheco. Su mayor preocupación es que
no se desnude de modo indebido a las figuras santas, especialmen­
te que el Niño Jesús no aparezca desnudo entre María y José vesti­
dos: esta visión hace sufrir, porque se diría que va a coger frío425.
En conclusión, la actitud general de la Iglesia (con raras excep­
ciones) , compuesta de una completa abstención en materia estéti­
ca, de moderación en materia teológica, de regulación indulgente
y preocupación por la convenienza en materia iconográfica, ha pro­
tegido a la imagen divina, y en consecuencia ha favorecido al arte
en su conjunto, tanto profano como sacro.
Quizá podamos calibrar la vitalidad de la imagen observando la
actitud de la Compañía de Jesús, no como causa, sino como foco de
las fuerzas enjuego dentro del mundo católico.

226
La alta Iglesia está demasiado apegada al humanismo como pa­
ra que la imagen más impregnada de paganismo corra un serio
riesgo. Las decoraciones paganas más importantes se deben a los
cardenales. El jesuíta Ottonelli, apoyándose en Paleotti, no consi­
dera que la pintura fomente el culto a los dioses426. Porque la su­
perstición ha desaparecido del mundo, y recordarlos no constituye
un peligro. Ottonelli recoge un tópico de la defensa católica de las
imágenes, que confía en la educación recibida por los fieles, un po­
co por la misma razón que entre los judíos, en tiempos de Aqiba, se
relajaba el rigor del segundo mandamiento. Por otra parte, afirma
Ottonelli, los artistas no tienen elección. Tienen que cumplir los
encargos que les hacen, y se les dictan escenas mitológicas porque
sólo ellas permiten que el pintor despliegue toda la variedad y la
erudición de su talento. Además, no se abandona en absoluto la in­
terpretación alegórica, que permite otorgar un significado moral a
las escenas, incluso escabrosas, inspiradas en Ovidio. Los Carracci
colocaron pequeños emblemas en el ángulo de sus famosas gale­
rías. Estos putti son los dos Eros que simbolizan la lucha entre el
amor sagrado y el amor profano. La Compañía fomenta la moda de
los emblemas. Utiliza la iconografía pagana para ilustrar las verda­
des de la fe. El padre Menestrier lo aprueba: «Las figuras de la his­
toria profana e incluso de la fábula pueden servir para hacer emble­
mas sacros»427. Y así vemos a Cupido, provisto de aureola, convertirse
en Niño Jesús. Nadie entra en la Compañía sin haber estudiado hu­
manidades428.
En sus escuelas, los padres fundan su pedagogía en la educación
del gusto, ayudando al niño a reconocer lo verdadero en todo su es­
plendor. Por eso el programa se basa en la asimilación de las letras
antiguas, donde la mitología ocupa un lugar de honor. La retórica
ocupa un lugar aún más elevado y no prescinde de los ornamentos,
entre los cuales «no se puede hacer caso omiso sin vergüenza» de
los que nos proporciona la fábula. Para enseñar a sus alumnos a de­
ducir la moraleja edificante que se oculta en el cuento, los padres
les enseñan emblemática, porque, como dice Richeome en su.Pm-
tura espiritual,
nada deleita más ni hace que las cosas se deslicen tan suavemente en el al­
ma ni las graba tan profundamente en la memoria como la pintura429.
¡Siempre la superioridad persuasiva de la vista sobre el oído!
Como, según el espíritu de la Compañía, el alma del niño es tie­

227
rra de misión, al igual que el bárbaro a quien Gregorio el Grande
quería convertir a la fe de Cristo, los preceptos para la instrucción
de los «ignorantes» se inspiran en el mismo argumento en ambos
casos.
Pero la imagen constituye el centro y el germen de la espiritua­
lidad jesuíta, los Ejercicios. El primer ejercicio de la primera Semana
empieza por: «Composición: ver el lugar», es decir, hay que for­
marse una imagen interna.
En la contemplación de las cosas invisibles, por ejemplo en la contem­
plación de Cristo Nuestro Señor, que es visible, la composición consistirá
en ver con los ojos de la imaginación el lugar material donde se encuen­
tra lo que quiero contemplar. Por ejemplo, un templo o una montaña
donde se hallen Jesucristo o Nuestra Señora, según lo que se quiera con­
templar.
Pero también se invita al alumno a «imaginar» lo invisible, a ver
«con los ojos de la imaginación» su alma encerrada en su cuerpo, y
al alma y al cuerpo exilados en un valle entre los animales irracio­
nales. La segunda Semana empieza por una composición de lugar:
«Ver con los ojos de la imaginación las sinagogas, los burgos o las al­
deas donde predicaba Cristo Nuestro Señor». Y más adelante: «La
longitud, la anchura, la profundidad del infierno»430.
El método de san Ignacio no es el único que recurre a la com­
posición de la imagen interna. El dominicano Luis de Granada se
inspira en Juan de Avila, en Ignacio y en Harpio para recomendar
que la oración se construya «considerando» un acto de la vida de
Cristo.
La lista de los ejercicios propuestos por Luis de Granada —escribe Fu-
maroli- consiste en una completa galería de cuadros interiores que el
orante debe «considerar» y «meditar» metódicamente, día y noche. Esta
galería abarca todo el repertorio de motivos de la pintura religiosa relati­
va a Cristo431.
Por eso la rhetorica divina no cae, ni siquiera en los peores mo­
mentos, en la simple declamación y la pura propaganda religiosa.
La oratio interior de quien sigue estos métodos espirituales tiene, ob­
serva Fumaroli, «un parentesco esencial con el arte mudo de los pin­
tores». La costumbre de preparar la oración con un ejercicio metó­
dico de la imaginación conduce a un cuadro completo que la

228
mirada interior establece y escruta, que la memoria retiene y re­
cuerda; lo cual permite contemplar los cuadros «exteriores» por
comparación e intercambio constante con «el interior» de manera
infinitamente más viva e intensa que la de quienes los visitan ac­
tualmente en los museos. Estos larguísimos «rollos» religiosos que a
veces nos parecen tan vacíos estaban entonces llenos de sentido, y
la frontera que separa hoy el objeto de culto y la creación estética
no era tan rigurosa.
¿Qué quería decir la Iglesia cuando respondía al desafío protes­
tante, al saqueo de Roma, mediante la inflación flamígera de la re­
tórica de las imágenes? Existen razones teológicas de fondo bajo los
motivos que ya he señalado.
La acusación calvinista se refería a la idolatría y a la gracia. Pero,
mediante las «obras», la Iglesia intentaba evitar una ruptura en otro
terreno. El biblismo protestante levanta una barrera entre la reve­
lación de las Escrituras y la sabiduría antigua. Sospecha en la mez­
cla de ambas, a menudo con razón, una sombra de «marcionismo»,
de rechazo al Antiguo Testamento, de olvido del Dios de Abraham,
Isaac y Jacob.
Pero, por su parte, la Iglesia sospecha en el rechazo al humanis­
mo una especie de «marcionismo» al revés que la apartaría de su vo­
cación católica. Por «católico» entiende la reunión en su seno de lo
que proviene de los judíos y lo que proviene de los gentiles, para
formar un único’pueblo. En la íntima vecindad de los antiguos dio­
ses y de las figuras realmente santas no ve un retorno a la idolatría,
sino el triunfo de la verdadera religión, capaz de abarcarlo todo y
presentarle al Padre un reino entero. Le concede a la Reforma la so­
la gratia -el concilio de Trento lo confirma-, pero le reprocha que
no crea lo bastante en ella, que sea ciega a su eficacia, a sus efectos
en las obras. La prodigiosa abundancia de tales obras en el terreno
del arte es, a sus ojos, la prueba visible del influjo inagotable de la
gracia, que levanta los cortinajes, infunde a los patriarcas más gra­
ves, los Padres de la Iglesia, un alborozo lleno de ímpetu y baña has­
ta los más espantosos suplicios de los mártires con rayos de alegre
luz. Sigue siendo esta fe en la gracia lo que inspira confianza en la
educación del cristiano, al que se considera capaz de discernimien­
to y lo bastante alejado de la tentación idólatra; confianza en la vir­
tud educativa, edificante y coadyuvante en la salvación de la retóri­
ca divina, de la imagen infinitamente multiplicada; y, finalmente,
confianza en el artista, cuya moralidad e incluso fe personales pue-

229
den dejarse de lado si no peca en su arte. Cuando Miguel Ángel, en
el Juicio Final, se inclinó hacia la desesperanza luterana y una simi­
litud demasiado humanista entre Cristo y Hércules, el papa se con­
formó con imponer unos pocos retoques, respetando el formidable
testimonio de las facultades del hombre y del arte, en las que se re­
fleja la gloria divina432.
¿Cómo habría respondido la Iglesia romana a las Iglesias orto­
doxas, que en esa época no estaban en condiciones de protestar, pe­
ro cuyas vehementes críticas se alzan en nuestro siglo? A la acusa­
ción de olvidar la Encarnación podría haber contestado señalando
Roma, Sevilla, Venecia, Nápoles, Praga y mil lugares más donde la
presencia de lo divino encarnado trasluce, se impone y resplandece
casi «a simple vista», diciendo sencillamente ante todas esas imáge-,
nes: ¡Mirad!

230
Ili Parte
La iconoclasia: el ciclo moderno
!
Capítulo 6
La nueva tecnología de la imagen

I. Tres icon oclastas


Calvino
Los cristianos, tertium genus, surgen de los paganos. Han hereda­
do de manera más natural, más legal que los judíos -que los «arre­
bataron»- algunos «despojos de los egipcios»433: el saber, el derecho,
la filosofía, el arte, las imágenes. Han enganchado sus dioses al ca­
rro triunfante de Cristo: los dioses están encadenados, y sin embar­
go están presentes. Pueblan las imágenes. Pero otro movimiento
impulsa a los cristianos a cortar su raíz pagana. Quieren acercarse
de este modo al secundum genus, invadidos por un celo impaciente
de encerrarse en el Antiguo y el Nuevo Testamento: se trata de Cal-
vino.
Calvino, aun aspirando al mismo tiempo al cristianismo puro, es
un moderno. Participa anticipadamente en la gran reorganización
del siglo XVII, en la gran limpieza, en la eliminación del fárrago. El
es sobrio y claro. Piensa que es posible poner orden en la tradición,
reconstruirla a partir de la reserva necesaria y suficiente que es la
Escritura.
Entremos en el vestíbulo del convento que hoy ocupa la Acade­
mia en Venecia: es como entrar en una pajarera de ángeles. Los hay
por todas partes, en las paredes y en el techo. Del mismo modo, re­
vestían el cosmos y llenaban todos sus intersticios. ¿No habían cal­
culado los Padres que eran infinitamente más numerosos que los se­
res humanos? Por eso en las iglesias de Baviera, de Bohemia y de
Austria se arraciman sobre el más mínimo confesionario; de las cor­
nisas, saliendo del drapeado de sus túnicas, cuelgan sus hermosas y
tiernas piernas. No hay mártir -y es justo, pues Esteban, el primero
de ellos, los veía afluir en medio de las piedras que le arrojaban- cu­
ya corona y cuya palma no estén en manos de niñitos felices y re­
gordetes, de alitas vigorosas, que se disputan el honor de llevarlas.
Pero la aguda mirada de Calvino no ve nada de eso cuando abre

233
el Libro. En efecto, se dice muy poco al respecto. Los ángeles exis­
ten, sea. Están, y así está escrito, al servicio de Dios. Están «velando
por nuestra salvación». «Los ángeles del Señor están alrededor de
aquellos que le temen», y Calvino trae a colación, desde el Génesis
hasta el Apocalipsis, todos los textos importantes434. Los ángeles cus­
todios existen. Los ángeles no tienen forma: sin embargo,
la Escritura, teniendo en cuenta nuestra capacidad y rudeza, y no sin cau­
sa, nos pinta Angeles con alas llamados querubín y serafín [...]. Querer sa­
ber más de ellos es indagar sobre los secretos cuya plena revelación está
aplazada hasta el último día. En consecuencia, que nos recuerde que he­
mos de guardarnos en este punto tanto de la curiosidad superflua al in­
quirir las cosas que no nos corresponde saber, como de la audacia al ha- ,
blar de lo que no sabemos.
Se ha especulado demasiado.
Nadie negará que quien escribió la La jerarquía celestial, que se titula de
san Dionisio [reparemos en la duda respecto a la atribución], no dis­
cutía ahí acerca de muchas cosas con gran sutileza; pero si alguien espul­
ga con más detenimiento las materias, encontrará que en su mayor parte
no hay sino puro balbuceo.
La reserva de Calvino tiene su origen en que no desea un cosmos
jerarquizado en el que la cadena de ángeles se interponga y una
gradualmente al hombre con Dios. Exige una relación inmediata.
Los ángeles
nos apartan de Dios, si no nos llevan derecho a él como de la mano, para
que le miremos y le invoquemos a él solo en nuestra ayuda, reconociendo
que todo viene de él; [...] y si finalmente no nos conducen a Jesucristo y
no nos mantienen en él, para que le tengamos por único Mediador, de­
pendiendo por completo de él.
Dios y yo: en el cosmos limpio y vacío, Dios no permite que «re­
partamos nuestra confianza entre ellos y él. Por eso
hemos de rechazar esa filosofía de Platón, que enseña a llegar a Dios por
medio de los Angeles, y a honrarlos para que estén más dispuestos a ayu­
darnos a alcanzarlo. Pues es una opinión falsa y malévola.

234
Todo esto es perfectamente compatible con la ortodoxia católi­
ca. Lo que cambia con Calvino no es la idea de Dios, sino la idea del
mundo. Este se des-diviniza. Antes incluso de que se plantee la cues­
tión de las imágenes, no es posible ver de antemano cómo un ele­
mento del mundo creado que no fuera el alma humana, que cono­
ce a Dios por «viva experiencia», podría servir de soporte a una
imagen divina. El cielo y la tierra, en lugar de narrar su gloria divi­
na, son un teatro desierto y neutro en cuyo escenario el sujeto in­
dividual puede, mediante la gracia, sentir por experiencia a Dios
«tal como se declara mediante su Palabra»435.
Por lo tanto, Calvino recupera en un contexto casi cartesiano, en
el capítulo XI del libro primero de La institución cristiana, la antigua
carpeta de imágenes. El argumento iconoclasta parece calcado de
Eusebio de Cesárea, pero debe leerse sobre el fondo de este nuevo
cosmos transparente y purgado, en materia religiosa, de todo lo que
no sea Dios y el hombre. «Sólo Dios es testigo suficiente de sí.» Lue­
go, «todas las veces que se representa a Dios en imagen, su gloria es­
tá falsa y malvadamente corrompida». Por eso Dios nos dio el man­
damiento «No harás imagen o estatua o talla alguna»; por eso
reprueba sin excepción «todas las estatuas, pinturas y otras figuras
que han hecho creer a los idólatras que él estaba cerca de ellos».
¿Los querubines del Arca? Su papel era ocultar:
Haciendo sombra para cubrir el propiciatorio, [estas imágenes] tenían
el cometido de excluir no sólo la vista, sino todo sentido humano con el
fin de corregir por este medio toda temeridad.
Las imágenes no enseñan nada acerca de Dios. Si hubiera esta­
do «mejor enseñado», el papa san Gregorio no habría escrito nun­
ca que las imágenes son «los libros de los idiotas» (de los ignoran­
tes) . Los profetas condenan «lo que los papistas tienen por máxima
infalible, a saber que las imágenes sirven de libros: pues ponen to­
dos los simulacros en oposición a Dios». Calvino habla de todas las
autoridades de las que se valían los iconoclastas: Lactancio, Euse­
bio, el concilio de Elvira, algunos pasajes de Agustín. Rechaza con
desprecio (apoyándose en los libros carolinos) el concilio de Nicea
y barre de un revés los argumentos de san Teodoro Studita. «Sien­
to una vergüenza tan grande de contar tales villanías, que me incli­
no a pasarlo por alto.» Todos los obispos iconófilos son «mirones y
soñadores [...], que tratan de manera pueril la Escritura, o la des­
garran de forma demasiado malvada y detestable».

235
Dios no se enseña mediante simulacros, sino mediante su propia
palabra. Afirmar que las imágenes le sirven de libros al ignorante
revela la abdicación de la Iglesia encargada de transmitir esa pala­
bra: «[...] los prelados de la Iglesia no han tenido otra razón para
dejar a los ídolos el oficio de enseñar, sino que estaban mudos».
Por lo que se refiere al origen de las imágenes, expresa una pro­
pensión del espíritu humano: «[...] el espíritu del hombre es un ta­
ller perpetuo donde forjar ídolos». Apenas el mundo había sido
purgado por el diluvio y ya los hombres inventaban dioses a su an­
tojo. Enseguida, con sus manos, expresaban las locuras que habían
concebido en relación con Dios. «Los hombres no creen que Dios
esté cerca de ellos a menos que lo tengan presente de una manera
nueva.» ¿No quiso el propio pueblo de Israel verlo en un becerro
de oro? Es que no se fiaba de la inmediatez divina: «[...] querían te­
ner alguna imagen que les llevase a Dios». En todas las épocas, pa­
ra «obedecer a esta codicia insensata», los hombres han fabricado
signos y figuras «porque pensaban que Dios se les manifestaría en
ellas».
El rechazo de la mediación se extiende al símbolo. Los paganos
alegaban que no creían que los ídolos fuesen dioses, sino que sólo
habitaba en ellos una virtud divina. O bien, de modo aún más sutil,
que no adoraban ni al ídolo ni al espíritu representado por él, «si­
no que bajo esa figura corporal, había sólo un signo de lo que de­
bían adorar». Pero el argumento no tiene validez alguna: «no con­
tentarse» con conocer a Dios espiritualmente y «desear conocerlo a
través de la imagen» sigue siendo un abuso.
Los papistas se comportan como paganos cuando van en pere­
grinación a visitar tal o cual imagen venerada «para ver un moni­
gote cuyo semejante tienen a la puerta» o cuando combaten con tal
furia por sus «ídolos» que preferirían que la majestad divina fuese
abolida antes que «sufrir sus templos vacíos de tal fárrago».
Calvino no proscribe la imagen, siempre que ésta renuncie a su
pretensión de representar lo divino:
No soy tan escrupuloso como para juzgar que no se deba aguantar y su­
frir imagen alguna; pero puesto que el arte de pintar y tallar son dones de
Dios, exijo que su uso se conserve puro.
Los artistas pueden ejercer su gran talento en la historia, el pai­
saje o el retrato: esto es útil y en todo caso agradable.
Pero en el templo, nada:

236
[...] que la majestad de Dios, que es demasiado alta para la vista huma­
na, no sea corrompida por fantasmas que no tienen concordancia alguna
con ella.
Durante cinco siglos, los primeros de la Iglesia, los templos de
los cristianos estuvieron «limpios y libres de toda mancha». Si los
primeros Padres hubieran considerado que las imágenes eran útiles
para las almas, ¿las habrían privado de ellas? Así pues, que no se
pongan en los templos «otras imágenes que las que Dios ha consa­
grado con su Palabra: el bautismo y la Santa Cena del Señor». Que
la Eucaristía fuese la única imagen digna, proposición iconoclasta
por excelencia, era algo que había rechazado la fe común, según la
cual las santas especies no eran la imagen, sino la realidad misma de
Dios: Calvino, al no tener una fe tan incondicional en la Presencia
real, puede asignarle un estatuto de imagen, esta vez en el sentido
más fuerte y casi icónico.
Parece ser que en Calvino confluyen dos corrientes. La primera,
antigua, se remonta a Orígenes y a los primeros Padres y sepulta la
imagen divina en lo infinitamente lejano -el más allá del cosmos- y
en lo infinitamente profundo: el corazón más íntimo del espíritu
mismo, donde habita y trabaja el Espíritu incognoscible. La segun­
da, moderna, es la de la reordenación a la luz de la razón, la elimi­
nación de lo inútil, de lo superfluo heredado; la de la construcción
de un templo espiritual más limpio, más exactamente conforme al
principio puro del cristianismo deducible, more geométrico, de la Es­
critura tomada como axioma. Mística y razón, lejos de excluirse, se
asocian y se refuerzan mutuamente, y consideran juntas con horror
la acumulación de blasfemia e idolatría que colma el templo papis­
ta.
Porque a la luz pura y fría de la Reforma, todo lo que contiene
cobra una forma repugnante y obscena:
Todos pueden ver con qué disfraces monstruosos visten a Dios. Cuan­
do se trata de pinturas, o de otras remembranzas que dedican a los santos,
¿qué son sino modelos de pompa disoluta, e incluso de infamia? Quien
quisiera imitarlos, merecería el látigo. Las putas estarán ataviadas con más
modestia en sus burdeles de lo que están pintadas las imágenes de las Vír­
genes en los templos de los papistas [...]436.
Calvino condena las imágenes divinas, pero en absoluto el arte:
«[...] el arte de pintar y tallar son dones de Dios [..]». Requiere úni­

237
camente que «su uso se conserve puro y legítimo, con el fin de que
lo que Dios ha dado a los hombres para su gloria y para su bien no
sea pervertido y contaminado por abuso desordenado»437. Por lo
tanto se puede pintar, pues es ejercer una facultad o un talento que
Dios otorga al hombre. Pero ¿pintar qué y por qué?
[...] las representaciones históricas sirven para guardar memoria; en
ellas puede haber figuras, o medallas de animales, o ciudades, o países.
Pueden servir de advertencia o de recordatorio; en cuanto al resto, no veo
de qué serviría, sino para el placer.
Otra vez se pone al arte en su lugar, que es subalterno: expulsa­
do de las altas esferas, de las regiones divinas, de la vida de la Igle- .
sia, del esfuerzo personal de santificación, el arte encuentra su equi­
librio en el ornamento, la ilustración, la honesta recreación. En la
mansión calvinista, la bendición divina se traduce en sólida y de­
cente arquitectura, y se derrama también sobre los muros donde el
probo oficio del pintor se ha esmerado en representar paisajes, na­
turalezas muertas y el rostro de los señores de la casa.
Este parece ser el programa de la pintura holandesa. Pero, por
un extraño viraje, este arte consagrado a lo profano sufrió, en la re­
presentación misma de las cosas terrenales, una especie de ascenso
de lo sagrado subyacente. Las mesas cargadas de frutas, de botellas,
de vasos, de limones pelados se convierten en una especie de alta­
res consagrados a la contemplación que conminan al alma a una
adoración perpetua. Es el «pequeño lienzo de pared amarillo» an­
te el cual Bergotte muere en éxtasis. Hegel lo había dicho antes que
Proust:
Las obras de la arquitectura, las vistas de iglesias, de calles, de ríos, de
montañas siguen teniendo una base religiosa, están, por decirlo así, im­
pregnadas de espíritu religioso438.
El espíritu calvinista, al tiempo que impone la iconoclasia, deja
que la luz icónica bañe las imágenes seculares, que tolera, o más
bien autoriza, debido a su preocupación por dejar que se extienda
y se cumpla el trabajo del hombre, santificando y ejerciéndose «so­
lamente para gloria de Dios». Esta luz divina es una protesta de la
naturaleza separada de su creador, que aspira a unirse con él. Pero
sólo brilla porque el artista individual se la ha conferido. De nuevo
Hegel:

238
[Los holandeses] se esmeran, por una parte, en traducir de manera
cada vez más adecuada la profundidad de los sentimientos y la indepen­
dencia subjetiva del alma, y, por otra parte, añaden a esta intimidad de la
fe la particularidad más acusada del carácter individual, que no se mani­
fiesta sólo en preocupaciones limitadas a los intereses de la fe y a la salva­
ción del alma, sino que muestra también cómo los individuos representa­
dos se comportan en la vida profana, pugnan con las preocupaciones de
la vida y adquieren, en ese duro y penoso trabajo, virtudes profanas: fide­
lidad, constancia, rectitud, firmeza caballeresca y solidez cívica439.
Por lo tanto, lo divino en la obra ya no procede de lo represen­
tado, sino de quien representa: el artista. Como el sujeto de la obra
no remite ya a la fe, lo divino de la obra, que ya no se especifica, no
tiene su origen en la fe del artista, sino en la chispa divina que po­
see, no como cristiano, sino como artista. La vía calvinista también
abre una puerta hacia la divinización del artista. Inesperadamente,
la luz sobrenatural sigue brillando sobre el arte desacralizado y ali­
menta una idolatría distinta de la que Calvino habría querido arran­
car de cuajo, pero que le hubiera horrorizado aún más.

Pascal
A partir de Calvino, escasean los textos que tratan directamente
de la representación de lo divino. Se encuentran todavía algunos en
el mundo barroco mediterráneo. Pero allí donde de hecho se cons­
tituye el pensamiento moderno, el problema parece desaparecer.
Deja de ser tratado. Es cierto que sigue vivo en un lugar subterrá­
neo, como el viejo topo que reaparece de tarde en tarde. En el
mundo clásico, ya no es un centro de pensamiento.
Leamos a Pascal:
¡Qué vanidad la de la pintura, que suscita admiración por la semejan­
za de las cosas cuyos originales no se admiran!440
El topos es clásico: se remonta a Platón. Pascal no cree que la na­
turaleza -y menos aún su imitación- hable de Dios:
[...] esas personas destituidas de fe y de gracia, que buscan con todas
sus luces todo lo que en la naturaleza pueda llevarlas a ese conocimiento
[de Dios], no encuentran sino oscuridad y tinieblas t·..]441.

239
Darles como prueba el curso de la luna y de los planetas, es dar­
les motivo para creer que «las pruebas de nuestra religión son muy
flojas» y «provocar su desprecio». Y, contradiciendo extrañamente
al salmista y a san Pablo, Pascal afirma que la evidencia de Dios no
está en la naturaleza: «[...] ningún autor canónico se ha servido ja­
más de la naturaleza para demostrar la existencia de Dios»442.
Pascal va más lejos que Calvino, que coincide en un punto con
Aristóteles: la colaboración del artista con la obra de la naturaleza,
que bíblicamente autoriza la recreación y la diversión como una es­
pecie de descanso sabático después del trabajo santificador. No hay
lugar para el descanso en el rechazo pascaliano de la diversión, y es
imposible que soporte en las paredes de su cuarto la frivolidad de
un cuadro443.
Pero tanto para Pascal como para Calvino, la verdadera imagen
de Dios es la Palabra, y la figura autorizada de la Palabra encarnada
es otra palabra. El Antiguo Testamento está lleno de «figuras», to­
das las cuales se refieren a Jesucristo. La fe y las profecías son su re­
trato anticipado, el único concebible. Es un retrato «cifrado» que
sólo puede leerse con ayuda de la gracia, pues el Dios oculto sólo se
muestra a sus elegidos. Un retrato que colma y frustra, pues «un re­
trato entraña ausencia y presencia, placer y desagrado». La Ley y los
sacrificios atestiguan la Promesa, y por tanto la Presencia; agudizan
la espera, y por tanto la ausencia del Dios prometido. El cual, cuan­
do llega en «realidad», excluye ausencia y desagrado444.
La naturaleza no habla directamente de Dios. Tiene «perfeccio­
nes para mostrar que es la imagen de Dios, y defectos, para mostrar
que no es más que su imagen»445. La corrupción de la naturaleza
aparta de la idolatría, pero para Pascal la naturaleza «en su alta y
plena majestad» lleva a Dios, no mediante la consideración de la
forma acabada, sino por aquello en que supera toda aprehensión y
medida en su infinitud: la tierra es un punto. La órbita que descri­
be es «un diminuto agujero comparada con la que describen los as­
tros que ruedan por el firmamento». Pero
que la imaginación vaya más allá; antes se cansará ella de concebir que la
naturaleza de suministrar. [...] Podemos dilatar cuanto queramos nuestras
concepciones allende los espacios imaginables, no alumbraremos sino áto­
mos, a costa de la realidad de las cosas. [...] Finalmente, es la más grande
nota sensible de la omnipotencia divina el que nuestra imaginación se
pierda en este pensamiento446.

240
Este célebre texto tiende un puente entre lo más antiguo y lo
más moderno. Lo más antiguo: en esta búsqueda vertiginosa de
Dios en la que el alma se lanza de espacios infinitos a espacios infi­
nitos encontramos el impulso de Orígenes y la epectasis de Gregorio
de Nisa, y también el neoplatonismo, al que remite la metáfora de
la esfera cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia no
está en ninguna. Lo más moderno: nos encontramos ya en lo subli­
me kantiano.
La debilidad de la imaginación, afirma Kant, unida a la capaci­
dad del pensamiento para apreciar la distancia entre nuestra «pre­
tensión de la totalidad absoluta como de una idea real» y nuestra
«capacidad de evaluar las grandezas de los objetos sensibles», «des­
pierta en nosotros el sentimiento de una facultad suprasensible pre­
sente en nosotros»447. En Pascal, este mismo sentimiento no se tra­
duce en la admiración del espíritu humano por sí mismo, sino en
la adoración de la omnipotencia de Dios. El abismo donde se pier­
de la imaginación, su debilidad en suma, es en efecto «su más gran­
de carácter sensible».
Pero en el inmenso arco que Pascal traza desde los Padres grie­
gos hasta lo sublime moderno, no hay lugar para la imagen. Al
contrario, Dios, mediante una inversión muy pascaliana, se vuelve
«sensible» por la imposibilidad en que se halla la imaginación de
formarse una imagen de él. El gran vacío cósmico es el que desve­
la la ciencia moderna. El telescopio da una idea de lo infinita­
mente grande, el microscopio de lo infinitamente pequeño: son
infinitos espaciales, sin materia intersticial y llenos de un silencio
espantoso.
La palabra «ángel» no aparece más que en dos ocasiones en los
Pensamientos, y no para hablar de un ser intermedio, sino para alu­
dir a una simple referencia que sitúa al hombre en alguna parte en­
tre él y la bestia, con motivo de una cita de Montaigne448. Calvino
otorgaba a los ángeles un papel más activo, porque le obligaba su
biblismo. Pascal no se habría dignado alterar los dogmas católicos y
no habría tocado las decisiones del segundo concilio de Nicea. Pe­
ro, sabio prenewtoniano en su visión del cosmos, lleva a término la
eliminación de toda analogía entre las figuras del mundo natural y
la idea de Dios. Mucho más, esta idea concuerda mejor con la gran
apertura del vacío intersideral e interatómico.
¿Acaso el Dios oculto se pierde de vista definitivamente? No,
pues tenemos a Jesucristo sensible en el corazón, al Jesús de la his­
toria, al que la imaginación, aunque impedida, es capaz de repre­

241
sentarse: «Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los
filósofos y de los sabios». A causa del cual, el lunes 23 de noviembre
de 1654, «desde más o menos las diez y media de la noche hasta más
o menos las doce y media», Blaise Pascal fue gratificado no con una
visión de Cristo, sino tal vez con una idea (¿una intuición?) de Dios,
en la misma forma en que le vio y no le vio Moisés en la zarza ar­
diendo: «Fuego». No es una imagen, sino lo que, en la literatura es­
piritual, se llamaba «consolación sensible».
El jansenismo, en las devociones populares, los exvotos, las pe­
regrinaciones, sospecha la superstición; en las formas exteriores de
la religión, un defecto de vida interior; en los adornos de la iglesia,
todo eso, y aun un insulto a los pobres y dinero mal empleado; en
la búsqueda de la belleza, el gusto por el lujo, cierta lascivia del al-·
ma, una complacencia por este mundo, un rechazo de las mortifi­
caciones, una facilidad jesuítica. Además, es moderno, racionalista,
abierto a la ciencia. Es pues enemigo de la retórica, que maquilla el
discurso. No concede al arte el papel de mejora de la vida y de ex­
presión natural de los talentos que Dios ha dado al hombre, con lo
cual ha perdido esa confianza en la vida humana tocada por la gra­
cia que poseía todavía el calvinismo. Por eso traslada a las mansio­
nes particulares la desnudez que Calvino sólo ordenaba para los
templos.
En efecto, el catolicismo puntilloso del jansenismo le impide de­
clararse iconoclasta. Pero, a partir del siglo XVII, da a las iglesias
francesas ese tono de desnudez, de pobreza, de monotonía, que las
distingue entre las iglesias católicas de Europa y de América. En el
siglo XVIII, los curas jansenistas las despojan sistemáticamente. Su
piadoso vandalismo anuncia el vandalismo revolucionario, cuyos
autores, por otra parte, procedían a menudo de sus filas.
Los jansenistas, nunca iconoclastas por principio, lo son por ins­
tinto, temperamento y práctica. La pintura religiosa se agota. El es­
píritu iconófilo subsiste en la pintura profana y triunfa en los pin­
tores que no pensaban en él: Chardin, Boucher, Fragonard. Este es,
en Francia, el verdadero retoño del arte católico. Nuestro arte pro­
fano se une a veces al arte sagrado y lo produce: pero entonces se
cree obligado a cambiar de tono, a adquirir un espíritu serio, un ai­
re de compunción triste y taciturno. En el siglo XX, la tradición jan­
senista se reconoce en el miserabilismo intencionado de los santua­
rios, o en el raspado salvaje de los viejos muros.

242
Kant
No hay que esperar de Kant que legisle sobre la cuestión de la
imagen divina. No la plantea, y no se ve cómo habría podido plan­
teársela en el espíritu del sistema. Pero si se la planteamos e inte­
rrogamos en relación con este punto la Crítica deljuicio, ésta parece
impregnada por ella y de vez en cuando nos preguntamos si no ilu­
mina algunas oscuridades del texto, como ciertos cuerpos oscuros
se vuelven transparentes cuando se proyecta sobre ellos una luz de
una longitud de onda distinta.
A la luz natural, la tercera Crítica se lee en el sentido que el pro­
pio Kant quiso darle. Para hacerle adoptar otra figura -bien cons­
ciente de que se trata de un artificio que fuerza a Kant-, propongo
considerar el juicio de gusto como una experiencia espiritual. ¿Es
posible extraer de la tercera Crítica una teología de la imagen? Has­
ta cierto punto, si esta Crítica es con más claridad que la primera y
que la segunda un balance de la experiencia religiosa -como siem­
pre discreta- de Kant, filósofo y hombre.
La experiencia estética es una experiencia subjetiva. Se desarro­
lla en su totalidad en el espíritu, que experimenta «un sentimiento
de placer y de dolor que no designa nada que pertenezca al obje­
to»449. La representación, la sensación tienen el poder de desenca­
denar en el sujeto un «sentimiento vital», placer o dolor, que no
aporta nada al conocimiento. Es una experiencia desinteresada, li­
berada del deseo. El juicio que une la naturaleza del objeto con el
sentimiento íntimo de placer es «puramente contemplativo». Con­
templación muda, que «no está regulada según los conceptos» y
que no es un juicio de conocimiento450. Los animales son capaces de
gozar: pueden sentir lo agradable. Los seres celestiales razonables
permanecen interesados en el bien, pero el goce les es ajeno. Sin
embargo, el placer estético (la belleza) «no cuenta más que para los
hombres, seres que tienen algo de animal (y por tanto sienten pla­
cer) y están sin embargo dotados de razón»451. Placer gratuito, in­
terno, desinteresado:
[...] es lo que yo hago de la representación en mí mismo, y no aquello
en lo que dependo de la existencia del objeto, lo que importa para decir
que es bello452.
Traduzcamos a un contexto distinto, que Kant, alimentado en el
pietismo, no ignoraba: es el lenguaje feneloniano del puro amor. La

243
experiencia estética representa la fruitio desinteresada y «seca» que
Fénelon recomienda a sus discípulos. «El gusto seguirá siendo bár­
baro», escribe Kant, «en tanto requiera para satisfacerse incentivos
y emociones»453. Por eso desconfía del color:
Los colores que iluminan el dibujo son incentivos que pueden animar
el objeto para la sensación pero no hacerle bello y digno de ser contem­
plado.
Pueden ser útiles para llamar la atención sobre lo que sólo es for­
ma: «Lo esencial es el dibujo». Todo lo demás es marco, artificio pa­
ra fijar la atención, adorno, «embellecimiento» que perjudica a la
verdadera belleza.
Al igual que en presencia de una verdad de la fe, en presencia de
lo bello el sujeto percibe una evidencia que juzga, con todo dere­
cho, deber ser percibida por todos los hombres, pero sin que pue­
da dar cuenta de ella mediante un discurso demostrativo. Es lo que
Kant expresa mediante la famosa fórmula de lo «universal sin con­
cepto». El sujeto, «cuando da una cosa por bella, pretende encon­
trar la misma satisfacción en el prójimo; no juzga sólo por él sino
por todos»454. Pero, al contrario que una verdad científica, no pue­
de imponer esta evidencia a quien no la siente: «Cien voces pueden
alabar la cosa a la cual niega su asentimiento interior, no podrían
arrancárselo». En este terreno -y lo mismo puede decirse de la exis­
tencia de Dios-, no hay prueba empírica y «menos aún prueba a
priori que pueda determinar conforme a reglas definidas el juicio
sobre la belleza»455. La experiencia muestra que de hecho la mayo­
ría de los hombres coinciden respecto de lo agradable: mayorita-
riamente, les gusta el caviar y el foie-gras, pero les concedemos que
no les guste. La misma experiencia demuestra que la coincidencia
no es tan perfecta en relación con lo bello: ahora bien, «cosa sor­
prendente, forma parte de la pretensión del juicio de lo bello exi­
gir la adhesión universal»456.
Así, un creyente se considera con derecho a compartir su certe­
za, aunque sepa que no cuenta con medios para ello. Los autores
«clásicos» se encuentran entonces en la situación de los testigos y
apóstoles de la Revelación: no se los imita, sino que se los sigue.
Muestran «el camino a seguir»457. Enseñan a «beber de las mismas
fuentes». Sin esta «educación» en el sentido más estricto, no saldría­
mos de la barbarie o de la indiferencia.
Por lo tanto, lo bello se halla en la perspectiva en que está situa­

244
do Dios para el creyente: una certeza, pero de la que no se puede
decir nada, salvo que es. Es lo que debe ser, pero no se sabe lo que
debe ser. El placer ligado a lo bello «no me hace conocer nada del
objeto». No es una propiedad del objeto. Aquí, Kant está en las an­
típodas de la exploración del mundo mediante la pintura tal como
la entendía el quattrocento italiano. Para Leonardo, lo bello surgía de
la idea, y ésta era extraída de las cosas por el arte del pintor. En el
espíritu del icono, son las verdades divinas las que, por intermedio
de la imagen, invaden el alma del orante. La experiencia se vuelve
más limitada y más severa: sólo de su alma aprende algo en contac­
to con la belleza.
[...] la representación no se refiere entonces al objeto sino sólo al suje­
to, y el placer no puede expresar nada más que la concordancia del objeto
con las facultades de conocimiento que están enjuego en el juicio reflexi­
vo458.
La finalidad de lo bello, la famosa «finalidad sin fin», no es ni el
conocimiento (como pensaba el primer Renacimiento) ni el bien
(al que desde Platón se equiparaba lo bello), sino lo que Kant defi­
ne en una frase de una densidad casi insoportable:
La mera forma de la finalidad en la representación, mediante la cual
un objeto nos es dado, en la medida en que somos conscientes de ella, pue­
de constituir la satisfacción que juzgamos, sin concepto, como universal­
mente comunicable [...]459.
Kant rompe con las definiciones antiguas de lo bello en térmi­
nos de placer, utilidad, simetría o perfección. Lo bello no reside en
el placer de los «bellos colores», de los «adornos variados». Eso es el
encanto, y no el placer estético. No está en lo útil, que permitía a Só­
crates asumir la defensa de la cuchara de madera de higuera, adap­
tada a su función («con ella no se corre el riesgo de romper la
olla»460). Tampoco está en la simetría ni en la armonía de las partes.
Una pared torcida, un jardín descuidado desagradan porque son
contrarios a los fines de esas cosas: esto es que se sigue obedecien­
do a la presión de un concepto superfluo.
El juicio de gusto es puro, «une la satisfacción a la simple consi­
deración del objeto, sin respeto a ningún uso ni a ningún fin». Kant
prefiere sin embargo los jardines ingleses o los muebles barrocos,
porque el gusto, «liberado de la obligación de las reglas y aplicán­

245
dose a las fantasías de la imaginación, puede mostrar toda su per­
fección»461.
Lo bello, finalmente, no está en la perfección, en la conformidad
del objeto con su telos o su idea. La «finalidad objetiva interna», se­
ñala Kant, requiere el concepto de lo que la cosa debe ser y la cons­
tatación del acuerdo de los diversos elementos de esa cosa con su
concepto; ahora bien, el juicio de gusto es estético, y por lo tanto
subjetivo, y excluyente de todo concepto objetivo. «No nos indica
ninguna propiedad del objeto, sino sólo la forma, llena de finali­
dad, de las facultades representativas que se ejercen sobre él»462. El
alma siente, gracias a la expansión que le procura el juicio de gusto
(reflexivo), si no la voluptuosidad, que no va con el estilo kantiano,
al menos el respeto admirativo de sí misma.
Pero ¿tiene relación el gusto con el bien? Hay dos respuestas a es­
ta pregunta. La primera es negativa, si se considera que el juicio de
gusto carece de concepto, y que el concepto de bien, si se combina
con el juicio, altera su pureza. Por eso Kant distingue la belleza libre
y la belleza adherente. En la segunda se supone el concepto del ob­
jeto y la perfección del objeto conforme a ese concepto. Así, la be­
lleza de una mujer o de un palacio implica un concepto que deter­
mina lo que el objeto debe ser. Este concepto refrena la
imaginación. Impide, por ejemplo, adornar el rostro humano «con
toda suerte de fiorituras y de rasaos ligeros pero regulares como lo
hacen los neozelandeses con sus tatuajes»463. Pero, a propósito de la
belleza libre, Kant esboza una teoría de lo que en nuestro siglo lla­
maríamos el «arte abstracto». Seres naturales improbables, papaga­
yos, colibríes, aves del paraíso, son «bellezas en sí que no pertenecen
a ningún objeto cuya finalidad esté determinada por conceptos» y
que «gustan libremente». Del mismo modo, «los dibujos a la mane­
ra griega, la hojarasca para marcos o papeles pintados, etc., no sig­
nifican nada en sí mismos». «No representan nada, ningún objeto
de un concepto determinado, y son bellezas libres.» Ante ellos, la
imaginación así liberada «retoza, por así decir, en la contemplación
de la forma»464.
Pero existe también, a la pregunta de las relaciones de lo bello
con el bien, una respuesta positiva. Para comprenderla, hay que
cambiar de punto de vista y considerar la relación de lo bello con
Dios. La mediación se obtiene a través del genio, lo sublime y el «sím­
bolo» de la ley moral Digo «mediación», aunque Dios, que se encuen­
tra al término de esta mediación, permanece innombrado, incog­
noscible y sólo «postulado»: sin rostro.

246
El genio es un medio natural en el que se depositan las «reglas»
de la naturaleza. Estas reglas son estructuras ocultas, secretos de
creación, matrices que hacen pensar en las misteriosas «madres»
del segundo Fausto. Si el medio del genio falta, el arte es imposible.
La naturaleza debe imponer su regla al arte en el sujeto mismo (y eso
mediante la armonía de sus facultades), es decir, que las bellas artes sólo
son posibles como producción del genio465.
El genio no se aprende: es «una disposición innata del espíritu».
Por lo tanto es siempre original, en la comunicación directa que
mantiene con el más allá de lo visible. Es inconsciente y supracons-
ciente:
El genio no puede exponer científicamente cómo realiza su obra, sino
que impone su regla en cuanto naturaleza y de este modo el autor de una
obra que debe a su genio no sabe cómo han llegado hasta él las ideas, y
tampoco está en su poder formar a voluntad y metódicamente otras simi­
lares, ni comunicar a los demás los preceptos que les permitan producir
reglas semejantes468.
Estamos en el camino que lleva a la concepción romántica del ge­
nio, a la poesía sentimentalisch de Schiller, al artista que habita en el
mundo nouménico de las Ideas que propone Schopenhauer. Pero
este camino se origina en un lugar más antiguo que Kant: el estado
genial corresponde al estado místico que se describe en la literatura
espiritual de los siglos XVII y XVIII. El estado místico es algo dado, es
el producto de una gracia especial que no se concede a todos, ni con­
tinuamente. El místico conoce la precariedad y la intermitencia de
sus transportes, y los intervalos de sequía, los «estados de rigor», que
los separan. Sin embargo, la revelación mística, a semejanza del ge­
nio, que puede ser «original hasta la extravagancia», debe ser al mis­
mo tiempo un «modelo ejemplar» y servir de medida y de regla de
apreciación. Pero como no se conoce su origen, el tratado místico no
contiene la fórmula de la regla ni del precepto. «La regla debe abs­
traerse del hecho, es decir, de la obra.» De este modo, a partir de Bé-
rulle, de Madame Guyon, de Spener, se forman escuelas místicas co­
mo hay escuelas de pintura, en las que los discípulos se sirven de la
obra del maestro como de un «modelo a imitar y no a copiar», y las
ideas del artista «despiertan ideas semejantes en su discípulo si la na­
turaleza le ha dotado de facultades en proporciones semejantes»467.

247
Esta conjunción entre el estado genial y el estado místico es re­
conocida por la tradición clásica. Tanto la inspiración del poeta co­
mo la del profeta se han considerado siempre divinas. Virgilio pasa
por reunir las dos inspiraciones En el cuadro de Poussin, el poeta,
que dirige su mirada hacia el cielo, escribe al dictado de Apolo. Sin
embargo, Kant no habría aceptado esta relación inmediata con lo
divino. La habría tachado de «iluminismo», que es una «demen­
cia», un estado de «sueño hueco y ridículo»468.
El genio tiene su lugar en la producción de lo bello, a la que tam­
bién puede imponer sus reglas. Pero es evidente, aunque Kant no lo
precise, que tiene más afinidad con lo sublime. Lo bello y lo sublime
son dos grados de la experiencia estética. Aunque pertenezcan a dos
órdenes distintos y estén separados por una diferencia de especie,:
no están menos jerarquizados. Lo bello está en relación con las ide­
as del entendimiento, lo sublime con las ideas de la razón469. Es mu­
cho más elevado. La experiencia de lo sublime es una experiencia
de lo divino dentro de los límites de la religión kantiana.
Para convencerse de ello, basta con leer -sin preocuparse en ex­
ceso por el sistema- la descripción de lo sublime. El sentimiento de
lo sublime es ante todo una elevación. Los espíritus que experi­
mentan este sentimiento
son llevados insensiblemente hacia los sentimientos elevados de la amis­
tad, del desprecio del mundo, de la eternidad, por la calma y el silencio de
una noche de verano, mientras que la luz temblorosa de las estrellas
-agrega Kant en un raro exceso de sobrio lirismo- horada las som­
bras y la noche, y la luna solitaria aparece en el horizonte470.
Lo sublime se encuentra en el apeiron, en la «ausencia de lími­
tes», si bien con la condición de que se conciba además su totalidad:
objeto que supera toda forma, pero sin embargo inteligible, como
es la Idea divina. Lo bello «exalta la vida», lo sublime en cambio co­
mienza por aniquilarla para después hacerla brotar con mayor fuer­
za aún. No da lugar, como lo bello, a un juego: es más grave, es «una
ocupación seria de la imaginación»471. No suscita el encanto, pues
repele al mismo tiempo que atrae. La satisfacción que procura es el
«placer negativo» de la admiración y del respeto.
La definición de lo sublime coincide con un nombre divino:
Es lo que es grande absolutamente, es una grandeza que sólo es igual
a sí misma, que no encuentra medida fuera de sí sino sólo en sí misma472.

248
Hay una notable equivalencia entre lo sublime kantiano y la ex­
periencia pascaliana de los dos infinitos. El telescopio por un lado,
el microscopio por otro, «nos proponen una materia superabun­
dante». Lo infinitamente grande según los sentidos puede ser re­
bajado hasta lo infinitamente pequeño, y recíprocamente, pues
«nada es tan pequeño que no pueda, en relación con unidades de
medida aún más pequeñas, desplegarse en nuestra imaginación
hasta el tamaño de un mundo»473. Pascal:
[...] que la imaginación vaya más allá; antes se cansará ella de concebir
que la naturaleza de suministrar [...]. Podemos dilatar cuanto queramos
nuestras concepciones allende los espacios imaginables, no alumbraremos
sino átomos, a costa de la realidad de las cosas.
Esto vale para lo infinitamente grande y, en lo infinitamente pe­
queño, Pascal hace «ver un abismo nuevo»474. Los dos infinitos per­
tenecen a lo que Kant llama en su lenguaje lo «sublime matemáti­
co». No hay un máximo para la «estimación matemática de la
grandeza», pero sí para la estimación estética: y es esa superación
del máximo y de toda medida concebible lo que conlleva la idea de
lo sublime y produce la emoción. Pascal diría que «la imaginación
se pierde»475.
Pero Kant plantea otro sublime, al que califica de «dinámico».
Parte del miedo que la naturaleza puede inspirar, presentando ob­
jetos temibles, «rocas audazmente suspendidas», nubes de tormen­
ta, truenos, rayos, volcanes, el océano sublevado por la tempestad,
etc. Entonces,
la imposibilidad de resistir a su potencia [de la naturaleza] nos hace reco­
nocer nuestra debilidad, en tanto que seres de la naturaleza, pero nos re­
vela al mismo tiempo un poder por el cual nos juzgamos independientes
de ella, y una superioridad sobre la naturaleza [...]; pues la humanidad en
nuestra persona permanece indemne a todo menoscabo, aun cuando el
hombre deba someterse a su dominio. [...] Aquí sólo decimos que la na­
turaleza es sublime porque la imaginación la eleva hasta convertirla en una
presentación de esos casos en que el espíritu puede volverse sensible a la
sublimidad propia de su destino, que lo eleva incluso por encima de la na­
turaleza476.
¿Cómo no cotejar este texto de los Pensamientos?:

249
El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza; pe­
ro es una caña pensante. [...] Pero aun cuando el universo le aplastara, el
hombre sería todavía más noble que lo que le mata, porque sabe que
muere, mientras que el universo no sabe nada de la ventaja que tiene so­
bre él. Toda nuestra dignidad consiste en el pensamiento. Es ahí donde
debemos elevarnos y no en el espacio o la duración, que no podemos lle­
nar477.
Sin embargo, aquí se separan Pascal y Kant. Ante lo sublime de
los dos infinitos, Pascal se asusta. «¿Qué es un hombre en el infini­
to?» Entonces recurre a Jesucristo, que, como hombre (y al igual
que el hombre), ocupa un punto «medio», y, como Dios, sitúa exac­
tamente al hombre en su grandeza y su miseria, le aleja de la «de­
sesperación eterna» de no conocer ni su principio ni su fin. Kant,
por su parte, no se asusta; antes al contrario, pues la dignidad del
pensamiento le quita todo temor y lleva en sí un cúmulo de satis­
facción que es propiamente lo sublime.
Lo sublime no está pues en ningún objeto de la naturaleza sino sólo en
nuestro espíritu, en cuanto podemos adquirir conciencia de ser superio­
res a la naturaleza dentro de nosotros y por ello también a la naturaleza
fuera de nosotros478.
Pascal, ante la inmensidad de la naturaleza, abrazaba un icono
interno, oscuro pero representable, distinto sin embargo del alma,
el de Cristo. Para Kant, el icono sin ninguna representación vincu­
lada es el alma misma, la «razón», cuyo desbordamiento, cuya su­
peración, prueban una vocación superior, «se vuelve sensible la su­
blimidad propia de su destino que la eleva incluso por encima de la
naturaleza»479.
Esta vocación superior consiste en una tensión del espíritu hacia
lo «suprasensible», lo nouménico inaccesible.
Lo infinito es grande absolutamente. Pero el solo poder de concebirlo
como un todo revela una facultad del alma que supera toda medida sensi­
ble480.
Poseemos pues una «facultad suprasensible» capaz al menos de
«concebir lo infinito sin contradicción». Así, el espíritu, al gozar de
su propio sublime (lo sublime no debe buscarse fuera, sino dentro
del espíritu), «se siente elevado en su propia estima».

250
Pero ¿se quedan las cosas ahí, en ese límite que el espíritu sabe
que no puede franquear, y que sin embargo se alegra íntimamen­
te de alcanzar porque siente que tiende aún más allá? La imagi­
nación percibe que es superada, pues las ideas de la razón van más
lejos que ella (por ejemplo: la «estimación matemática» de los
grandes pensadores supera a la «estimación estética»), y de ahí na­
ce una penosa frustración compensada por un sentimiento de pla­
cer, que se nutre de una aquiescencia leal a esa inadecuación de
la potencia sensible a las ideas, «en tanto que es para nosotros una
ley tender de todos modos a esas ideas»481. El sentimiento que re­
sulta de ello se llama respeto. Es un respeto inmanente al espíritu
al que el juicio reflexivo habrá inculcado su propio funciona­
miento, un respeto en el que los ojos sensibles y la mirada inteli­
gente no tienen nada que hacer, un respeto en lo abstracto y en la
oscuridad.
¿Es eso todo? En absoluto. Si se mantiene que la experiencia de
lo bello y de lo sublime es una experiencia espiritual o religiosa,
se concederá importancia a la delgada fisura que Kant practica en
el muro ciego del respeto. En un primer momento, al principio de
la Crítica, Kant separa cuidadosamente lo bello y el bien. El pri­
mero es objeto de una satisfacción libre (una especie de juego),
mientras que una ley de la razón nos obliga a desear el segundo
por puro deber, que excluye cualquier inclinación, recompensa e
incluso intención de alcanzar un objetivo. Pero en un segundo
momento, al final de la Crítica, los relaciona»482. El estrecho puen­
te es la noción de símbolo y de analogía. Es necesario, dice Kant,
apoyar nuestros conceptos con intuiciones, los conceptos empíri­
cos con ejemplos, los conceptos del entendimiento con esquemas.
Ahora bien, para los conceptos de la «razón», es decir, para las
«ideas», carecemos de intuición. Existe sin embargo para estas úl­
timas otra forma de «presentación», el símbolo; es decir, una in­
tuición tal que el «procedimiento de la facultad de juzgar», la ope­
ración del pensamiento, es análogo no por el contenido sino por
la «forma de la reflexión» al concepto en cuestión.
En este caso, el pensamiento procede aúna doble operación. En
primer lugar, «aplica el concepto al objeto de una intuición sensi­
ble», por ejemplo, la imagen de un ser animado en un Estado mo­
nárquico y de una máquina en un Estado despótico. Después, «apli­
ca la regla de la reflexión a un objeto muy diferente del que el
primero no es más que un símbolo»; pues si bien no hay semejanza
entre un Estado despótico y una máquina, «la hay entre las reglas

251
de reflexión sobre las dos cosas y sobre su causalidad». Así, el sím­
bolo analógico es la «transferencia de la reflexión sobre un objeto
de la intuición a un concepto muy distinto al que nunca puede co­
rresponder directamente una intuición».
En este sentido, lo bello es el símbolo del bien moral. El abismo
entre lo bello y el bien no se ha cerrado. Pero desde el punto de vis­
ta del sujeto, la experiencia de lo bello es una propedéutica del
bien. En contacto con lo bello, el espíritu adquiere conscientemen­
te «cierta nobleza» que lo eleva por encima del simple encanto sen­
sible, que «eleva su mirada hacia lo inteligible», agrega Kant en una
fórmula muy platónica. Lo bello gusta como símbolo del bien mo­
ral, y aun únicamente en este sentido. Como él, es desinteresado y
revela al sujeto esa forma superior de la libertad que es la autono-,
mía, el poder de imponerse una ley.
Sin embargo, hay una gran distancia del símbolo a la imagen.
Aunque Kant encuentra un uso aristotélico o tomista de la analogía,
ésta sólo es válida entre el símbolo y la cosa, y no podría pasar del ca­
rácter abstracto de la metáfora al carácter concreto y palpable de la
imagen.
Todo nuestro conocimiento de Dios es puramente simbólico, y aquel
que lo toma por esquemático con los atributos (entendimiento, voluntad)
cuya realidad objetiva sólo se puede demostrar para los seres de este mun­
do cae en el antropomorfismo483.
Si esto es así para los atributos, ¿qué será para el cuerpo, para la
estatua, para el rostro y el icono?
Incluso, y sobre todo, en la experiencia de lo sublime, donde se
exaspera la tensión hacia el más allá de lo sensible, sería vano su­
perar la «presentación» austera de la ley moral, pues supondría caer
en el iluminismo y en la ilusión de «ver algo más allá de los límites
de la sensibilidad»484. La visión sublime de la bóveda estrellada no
podría pretender un respeto de otra clase que el que procura el
sentimiento de la ley moral: remiten el uno al otro. Cuando se per­
cibe de verdad la idea de moralidad,
más bien sería necesario moderar el ímpetu de una imaginación sin lími­
tes para impedirle elevarse hasta el entusiasmo, antes que temer que a tal
idea le falte fuerza y recurrir a imágenes y a un pueril aparato.
Lo sublime se produce cuando la imaginación, transportada

252
más allá de lo sensible, pierde sus apoyos, y «se siente ilimitada
precisamente porque le quitan sus límites»; presentación «abs­
tracta» del infinito, puramente negativa, pero que sin embargo
«ensancha el alma». Lo sublime verdadero descarta la imagen. Por
ello, Kant, sacando la conclusión de su iconoclasia filosófica, pue­
de escribir:
Tal vez no haya un pasaje más sublime, en el libro de las leyes de los ju­
díos, que este mandamiento: «No harás imagen tallada, ni figura alguna,
ni de lo que está arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni bajo la tierra,
etc.». Este precepto por sí solo puede explicar el entusiasmo que el pueblo
judío, en sus buenos tiempos, sentía por su religión, cuando se compara­
ba con otros pueblos, o el orgullo que inspira el mahometismo485.

Al situar a Kant a continuación de Calvino y de Pascal, parece


que se aprecian con más claridad algunos de los motivos perma­
nentes de la iconoclasia moderna. Están en la confluencia de un
movimiento intelectual, de una corriente «social» y finalmente de
una actitud religiosa.
El movimiento intelectual se confunde con el cambio de univer­
so efectuado por la ciencia moderna. Basta con hacer alusión al
gran paso de Galileo que conduce en un siglo, hablando como Koy-
ré, «del mundo cerrado al universo infinito». El mundo cerrado era
también un mundo lleno y jerarquizado: el mundo «escalar» del
seudo Dionisio y de santo Tomás. Cada elemento formaba un puen­
te entre lo inferior y lo superior, desde la piedra hasta Dios, pasan­
do por el hombre y los ángeles. Cada cual tenía sus propiedades, sus
cualidades, sus fuerzas, que se respondían analógicamente, diferían
y se asemejaban gradualmente, de un extremo a otro de la cadena.
Cada elemento era elocuente, hablaba de Dios y reflejaba un as­
pecto de su gloria. No se puede decir lo mismo cuando el mundo
se reduce a la extensión o cuando se percibe como un polvo de gra­
nos imperceptibles perdidos en el vacío de un espacio infinito y mu­
do. La última huella de lo divino es la fuerza organizadora que lo
mantiene todo unido -es decir, un pensamiento- y que el pensa­
miento humano se ha vuelto capaz de comprender en parte adqui­
riendo mediante el cálculo matemático, o por la gracia, una nueva
dignidad. El pensamiento descubre entonces en Dios una majestad
más abstracta que descalifica toda representación.
Este trabajo de purificación que acompaña a la disipación de los

253
errores, de los prejuicios y de las supersticiones exige una audacia
de la que no todos son capaces. Renunciar a la tutela de las autori­
dades, superar las evidencias de los sentidos, sustituir las causas por
las leyes, hacer frente al infinito y al vacío, contentarse con las cer­
tezas limitadas que ofrece la ciencia, concebir a Dios en las alturas
en las que se halla exige virtudes que sólo posee una élite. Es decir,
que al lado de las grandezas del sistema van a afirmarse las grande­
zas naturales del geómetra y del sabio, la nueva élite de las Luces,
de aquellos que «se atreven a saber» y se reconocen entre sí.
Por lo que se refiere a la corriente religiosa que corresponde a
este doble movimiento, encuentra fiadores en la historia del cristia­
nismo. Pues la idea cristiana de un culto en espíritu y en verdad se
ha visto ya, asociada a un aristocratismo social e intelectual. Desde·
Eusebio y los medios eruditos de la corte imperial, siempre ha sen­
tido repugnancia por los desbordamientos de la piedad popular y
horror por las devociones idólatras, que eran también pruebas de
ignorancia y de barbarie.
En todos los casos (ya con Eusebio), ha estado asociada con la
iconoclasia. Esto aparece con claridad en Calvino, que expulsa a los
ídolos del templo, no reconoce como imagen más que la Palabra in­
material o las especies eucarísticas no transubstanciadas que sólo al­
bergan la Presencia en la asamblea y bajo el acto de fe. El jansenis­
mo se cuida de contravenir los dogmas de la Iglesia, y se indigna
con las acusaciones de desprecio por las imágenes. Pero su elitismo
religioso, su rigorismo limitan su uso y, aunque no las desprecia,
tampoco son de su agrado. Pascal las arroja al fuego consumidor de
su ascetismo. Las imágenes ofrecen demasiado a los sentidos, la ver­
dadera piedad ya no pasa por ellas.
En la Crítica del juicio se desvela también con toda claridad el es­
píritu religioso de Kant. De principio a fin, el juicio de gusto siente
el encanto, la atracción por el bien, por lo suprasensible, por Dios.
Esto se aprecia de vez en cuando hasta en el léxico del que Kant se
sirve a propósito del genio, incluso en esa fórmula tan platónica so­
bre la mirada que «se eleva hacia lo inteligible». Pero esta atracción
es rechazada como una tentación. Pues es por la moral religiosa por
lo que Kant se niega a dejarse llevar al Schwärmerei, al desenfreno
iluminista de las representaciones sensibles. Es por honestidad por
lo que recusa el misticismo y sus facilidades. Honestidad intelectual,
pues las exigencias del sistema impiden perforar una puerta en el
muro que rodea al fenómeno, pero también por una honestidad re­
ligiosa, cuyo premio es la seriedad, la contención, la lucidez, que

254
confina a la mística. Mística negativa, que consiste en el esfuerzo
obstinado de negar todo valor a cualquier mística positiva (o uniti­
va): «placer negativo»486; «presentación del infinito que no podría
ser nunca otra cosa que negativo pero que sin embargo ensancha el
alma»487. Vamos hacia una noche de las imágenes, pues si el día es
bello, señala Kant, la noche es sublime488.

II. Hegel: La nostalgia de la imagen


No es conveniente considerar la Estética de Hegel sólo como un
momento histórico o como una etapa del pensamiento. Desde lue­
go que es eso, y Hegel es el gran exponente de lo que llamamos «la
estética romántica». Situando lo bello en el arte, y excluyéndolo de
la naturaleza, lo somete a un proceso histórico, que es también un
proceso de desmaterialización (desde la más pesada arquitectura
hasta la poesía totalmente espiritual) y de subjetivización progresi­
vas. Una vez señalados estos rasgos, y todos los demás relacionados
con ellos, no es menos cierto que la Estética es un edificio que aplas­
ta todo el paisaje de la reflexión sobre el arte. No veo ningún gran
pensamiento, de Platón a los Padres de la Iglesia y a Kant, que no
se encuentre repetido, sintetizado, sistematizado, «superado» y so­
beranamente orquestado. Los análisis de detalle son de una mara­
villosa riqueza y, aun cuando el sistema parezca forzado y siempre
dependiente del gran sistema general, no podemos por menos de
sentir en cada instante que rozamos una verdad. ¿Es porque no he­
mos dejado atrás su sombra? ¿O bien porque realmente, como en
Platón y Aristóteles, algo verdadero parece haber sido captado para
siempre?
En cualquier caso, es fácil establecer un hecho. Hegel es el úni­
co, desde la querella iconoclasta, que sitúa en un lugar central el te­
ma de la imagen de Dios. Entre la Edad Media y nuestros días, su
posición a este respecto es dominante y solitaria. Y es que, efectiva­
mente, el arte no tiene otro objetivo posible que representar a Dios,
se le llame como se le llame o tenga la forma que tenga -el Dios de
Hegel, es cierto, en devenir y en advenimiento dialéctico-, pero
que, en su historia, recapitula todas las figuras de lo divino y dirige
todas las representaciones que cataloga la historia del arte, no sólo
pasadas, sino, como veremos, futuras.

255
Dios en el centro
«Damos su plena significación a las palabras de Platón: “No se
deben considerar los objetos particulares, calificados de bellos, sino
lo Bello”.» Hegel «comienza por la Idea», lo «bello como tal» que
es «Uno». La naturaleza exterior es inanimada e inerte. El arte, por
su parte, ha «brotado del espíritu y ha sido engendrado por él». «El
espíritu sólo se encuentra a sí mismo en los productos del arte»489.
La obra de arte es una «alienación del concepto hacia el exte­
rior». El espíritu se reconoce como tal en esta alienación y «se apre­
hende en este otro sí mismo». Pero este concepto y este espíritu es­
tán en continuidad con lo divino. Ahora bien, si lo divino no quiere
seguir siendo una abstracción y aun cuando tenga una existencia ·
aparte de la apariencia, «debe aparecer». Epifanía engañosa, en efec­
to: el arte es en cierto sentido una ilusión. Pero en este mismo sen­
tido el mundo exterior también es ilusorio (Hegel remite aquí tan­
to a Kant como a Platón), y «lo que llamamos realidad es una
ilusión más fuerte, una apariencia más engañosa que la apariencia
del arte»490.
En esta ocasión, parece que se contradice a Platón, pues la imi­
tación artística, en lugar de hallarse dos grados por debajo de la
Idea, se encuentra a su lado y remite la realidad exterior al tercer
rango. Pero la lógica del platonismo se mantiene:
El arte abre un abismo entre la apariencia y la ilusión de este mundo
malo y perecedero, por una parte, y el contenido verdadero de los acon­
tecimientos, por otra, para revestir esos acontecimientos y fenómenos de
una realidad más alta, nacida del espíritu.
El arte tiene «una existencia más verdadera que la realidad ordi­
naria». En él buscamos, como en el pensamiento, la verdad491.
Pero ¿qué es la verdad sino el desvelamiento de lo divino? El ob­
jeto sólo se convierte en obra de arte «en tanto que espiritualidad,
en tanto que ha recibido el bautismo del espíritu», que la hace «in­
finitamente superior a todo producto de la naturaleza». La natura­
leza se ve impregnada también por lo divino, pero como un «medio
exterior», inferior a la conciencia: «En la obra de arte, lo divino es
engendrado por un medio infinitamente superior»492. Así, el destino
del arte es común al de la religión y la filosofía. «Como éstas, es un
modo de expresión de lo divino.» Es una epifanía sensible493.
Esa epifanía es imperfecta por eso mismo, porque una esfera de

256
la idea «no se presta ya a la expresión sensible»: la que constituye el
contenido de la cultura y de la religión.
En la jerarquía de los medios que sirven para expresar lo absoluto, la
religión y la cultura surgida de la razón [i. e., la filosofía] ocupan el grado
más elevado, muy superior al del arte.
Una excepción: el momento griego en que el arte y la religión
coinciden. Pero en el cristianismo, «lo más alto de la cumbre esca­
pa por completo a la expresión sensible»494.
Así pues, el arte según Hegel está cerca del icono: lo sensible se
eleva hacia lo divino, y «no entra en el arte más que en e;stado de
idealidad, de sensible abstracto». Así pues, el arte «ocupa el centro
entre lo sensible puro y el pensamiento puro». La materia sobre la
que se ejerce es lo «sensible espiritualizado o lo espiritual sensibili­
zado»495.
Las definiciones hegelianas del arte pueden ser diversas, pero
son equivalentes. «Revelar la verdad», «representar de forma con­
creta y figurada lo que se agita en el alma humana»496y ofrecer «la
representación sensible de lo bello» constituyen un mismo objetivo.
El arte no es un medio en relación con un fin: el fin y el medio se
confunden en él. En este sentido, Hegel podría inaugurar una ten­
tación hacia el error iconólatra, que convierte la imagen en una
emancipación directa de su modelo divino (el arte es una «emana­
ción de la idea absoluta») si no mantiene con firmeza la separación:
«La tarea del arte consiste en conciliar, formando una totalidad li­
bre, estos dos lados: la idea y su representación sensible». Por eso el
arte no puede ser abstracto, sino sensible y concreto, no sólo por
oposición a lo inteligible, sino «por oposición a lo abstracto y a lo
simple en sí». Cuando decimos de Dios que es uno, o que es el ser
supremo, no hacemos más que enunciar que es una abstracción
muerta y que no aportará al arte ningún contenido. «Por eso los ju­
díos y los turcos, cuyo Dios no es más que una abstracción seme­
jante del entendimiento, no lo han representado nunca en el arte
de manera positiva, como los cristianos a su Dios»497.
La idea, el espíritu, el alma, lo absoluto, lo divino, lo bello, la ver­
dad son otras tantas realidades comunicantes. Forman un mundo
del que el mundo del arte es el reflejo y la realización sensible.
Mundo diversificado en artes particulares, pero cuyo espíritu abso­
luto -es decir, Dios- constituye el centro.

257
Esta esfera de la verdad divina que el arte ofrece a la contemplación in­
tuitiva y al sentimiento constituye el centro de todo el mundo del arte, cen­
tro representado por la figura divina, libre e independiente, que se ha asi­
milado por completo a todas las caras exteriores de la forma y de los
materiales, forjando la perfecta manifestación de sí misma.
Sí, afirma Hegel con solemnidad, «es Dios, es el ideal el que
constituye el centro». No existe lo bello o el arte verdadero que no
se manifieste en una adecuación de lo sensible a la verdad divina. Y
cuando ya no es posible, como es el caso en nuestros días, ya no
existe el arte498.

La im agen de lo divino
Cuando el artista intenta representar a Dios, extrae de él, me­
diante la escisión y abstracción de una parte de su actividad inte­
lectual, una imagen que, surgida del espíritu, será por ello una ima­
gen divina. La primera obra de arte, la imagen plástica del dios, es
«abstracta».
El primer modo en que el espíritu artístico aleja todo lo posible su fi­
gura (plástica) y su conciencia activa es el modo inmediato, es decir que
esta figura es allí como cosa en general499.
En cuanto el espíritu se objetiva en la obra, lo divino aparece. Pe­
ro la transformación histórica de las imágenes -la historia del arte-
no se separa de la transformación de lo divino: historia de lo divi­
no, odisea del espíritu. Hegel divide esta doble historia en tres mo­
mentos, «simbólico», «clásico» y «romántico». En el principio es la
representación de lo absoluto, de Dios, como tal, en su independencia ab­
soluta, que no se ha desarrollado todavía en el movimiento y la diferencia
[...], sino que está encerrado en sí mismo, en un reposo, una calma divi­
nos, llenos de majestad.
Viene después la vuelta al «mundo exterior que debe ser foijado
de una manera que sea conforme a lo absoluto», la naturaleza físi­
ca propiamente dicha, en el aparato de sus formas exteriores, capaz
de expresar lo espiritual de una manera alusiva, «como su teatro
transformado en cosa bella». Está por último el momento de la «in­

258
terioridad subjetiva», del «alma humana» como el elemento donde
reside y se manifiesta lo absoluto. A lo que corresponde un sistema
de las artes concretas: la arquitectura la primera, y después la es­
cultura. Esta hace visible «la apariencia corporal inmanente al espí­
ritu». Toma como elemento la materia aletargada, en sus tres di­
mensiones. En tercer lugar vienen las artes que representan el alma
«en su concentración interior y subjetiva». Da comienzo a esta serie
la pintura, que abandona la dimensión de la profundidad y se re­
duce a la superficie, con el fin de ofrecer a las miradas una apa­
riencia visible «interior», y que extrae de sí la luz, «la claridad y la
oscuridad». Después, en la misma esfera, aparece la música, cuyo
«elemento propio es el interior, el sentimiento invisible o sin for­
ma». En el lugar culminante se halla el arte que se expresa me­
diante la palabra, la poesía en general, «verdadero arte del espíri­
tu», la más fértil de todas las artes, pero la menos sensible, llenada
por el pensamiento, determinada, impregnada por la idea500.
Quiere decir que la imagen plástica de Dios aparece en tres es­
tados principales: informe, monstruoso a veces, en la arquitectura
y la escultura simbólicas; perfectamente formada y antropomorfa
en la escultura griega; interiorizada y espiritualizada en la pintura
«romántica», es decir, cristiana.
El símbolo es un signo en el que la relación con el significado ya
está implicada en cierto modo en el significante. El león es un sím­
bolo natural de la magnanimidad, el zorro de la astucia, el triángu­
lo de Dios, «cuando la religión concibe sus atributos en términos de
número». Pero el símbolo no tiene por qué ser una representación
perfecta de lo simbolizado: envuelve un sinfín de propiedades dis­
tintas que no tienen nada en común con la idea: el león no es sólo
fuerte, ni el zorro astuto, y todos los atributos de Dios no pueden
ser expresados por el número. Hay una separación libre entre la co­
sa y su símbolo: varios símbolos posibles por cada cosa, varias cosas
posibles por cada símbolo. Ni la idea (la cosa) ni la forma (el sím­
bolo posible) se nombran expresamente, y su relación no se define
expresamente. Si es así, no tenemos ya que ver con un símbolo: el
objeto sensible se convierte en una imagen, y la relación con lo re­
presentado atañe a la «comparación». Los dos términos, la idea y la
imagen, presentes pero claramente separados, se prestan a un jui­
cio de semejanza501.
Esta separación y esta presencia simultáneas en el espíritu exigen
un desarrollo espiritual de los que carece el arte simbólico. Este es
fundamentalmente equívoco. En el círculo de los iniciados, la am­

259
bigüedad del símbolo tiende a borrarse, porque la asociación de los
dos términos se convierte en una costumbre o una convención. Fue­
ra de este círculo, el espectador, ante la representación sensible in­
mediata, no sabe, al principio, qué ideas relacionar con él. Ante un
triángulo, hay que ser cristiano y aun de cierta época para asociar­
lo con la idea de Dios. Toda figura simbólica se presenta pues como
un problema. Nos invita a superarla, nos obliga a buscar oscura­
mente su sentido. Nos coloca en la situación en que se encuentra el
espectador ante la obra de arte contemporánea, o más bien es ésta,
como veremos, la que le coloca en la situación del primitivo ante la
estatua de un dios desconocido cuya mitología ignora502.
Así pues, el arte simbólico alberga una discordancia entre el fon­
do -todavía vago e indeterminado- y la forma, que no son homo­
géneos. El símbolo no puede ir «hasta la concepción de la idea en
sí misma, independiente de toda forma exterior». Se sirve pues de
formas concretas, tomadas de la naturaleza, y después «extiende sus
sentidos», hasta dejar entrever «ideas profundas». Ahora bien, se
trata de ideas religiosas:
Por su lado objetivo el arte se halla en relación íntima con la religión.
Las primeras obras de arte son representaciones mitológicas. En la reli­
gión es lo absoluto en general, por muy abstractas y pobres que sean sus
determinaciones, lo que se ofrece a la conciencia.
Las formas humanas naturales, en su deformación, son incapa­
ces de manifestar el principio divino como presente y visible. Deben
conformarse con hacer alusión a él. Osiris es el sol, pero también es
el hombre, incluso el juez de los muertos, lo que le libera de la na­
turaleza y le conduce a un desarrollo en el que se convierte en el
símbolo de la vida cósmica. La esfinge egipcia, cuerpo de animal
con cabeza de hombre -como si el espíritu humano luchase por sa­
lir de la forma estúpida del animal, pero sin lograr captar su propia
imagen perfecta-, es un «símbolo del simbolismo». Se convierte en
un enigma, el que descifran el mito griego y Edipo: el enigma del
hombre. La imaginación hindú oscila entre un idealismo exaspera­
do, en el que el pensamiento sólo se une a la divinidad hundién­
dose en el vacío, y un sensualismo desenfrenado, en el que la fuer­
za generadora (el órgano sexual), considerada como una actividad
divina, «es reproducida en múltiples representaciones, de manera
totalmente física». Para resolver la contradicción entre la forma ma­
terial y la idea general abstracta, el arte simbólico desemboca en la

260
desmesura. «Las figuras para alcanzar lo universal y expresarlo se
pierden en lo colosal o caen en lo grotesco»503.
Lo simbólico es una de las tres etapas en la vida del arte (o de lo
absoluto), pero hay tres etapas en lo simbólico. En la primera, la lu­
cha entre el fondo ideal y la forma inadecuada no se percibe: su
identidad sólo se atisba, la «unidad todavía indivisa en el seno de la
cual fermenta la discordia entre los dos principios contradictorios,
esa unidad enigmática de la idea y de su expresión simbólica vana­
mente buscada». La etapa final comienza cuando el progreso del es­
píritu pone fin a la confusión:
[...] el trabajo de la imaginación que producía el símbolo da lugar a la
separación reflexiva de la idea claramente percibida y de la imagen sensi­
ble que ofrecía de la afinidad con ella.
Entonces interviene la comparación, y lo simbólico inconsciente
o «irreflexivo» cierra su ciclo y se convierte en simbólico «reflexi­
vo»: su manifestación, dice Hegel, es «rebajada al rango de una sim­
ple imagen»504.
Pero entre los dos se sitúa una etapa intermedia, la de lo subli­
me. Es un momento de deslumbramiento. La representación -la
obra- aparece como un objeto exterior al ser universal, al espíritu
que tiene conciencia dé sí mismo y se sabe pura nada con respec­
to a él, sin otro fin que manifestarlo y servirle. La obra «debe apa­
recer como algo débil o despreciable aunque lo absoluto no tenga
otro medio, para manifestarse, que este mundo que no es más que
la nada y le es ajeno». De este contraste nace el deslumbramiento,
«ese esplendor de lo sublime» que precede a la «comparación»
propiamente dicha que exige la imagen. Antes de que la imagen
pueda formarse, el apoyo del símbolo parece aniquilado por la re­
velación global y desconcertante de lo absoluto inaccesible. Sólo
más tarde, cuando lo sublime del símbolo se haya enfriado en cier­
to modo, el arte podrá elegir entre los objetos del mundo sensible
y distinguir «aquellos que tienen afinidad con la idea» (en lo. suce­
sivo clara y casi domesticada), «pero que no son sino su imagen ex­
terior»505.
En el momento sublime del simbolismo, el espíritu capta extáti­
camente «la unidad substancial y absoluta que, como pensamiento
puro, no existe más que para el pensamiento puro». En esta repen­
tina y apabullante intuición del Uno, todo anclaje en una repre­
sentación tomada del mundo exterior se vuelve irrisorio. El símbo-

261
lo ya no funciona, y lo simbólico propiamente dicho desaparece506.
O bien el principio supremo entrevisto se revela y se manifiesta
en todos los seres, y entonces mantiene con ellos una relación po­
sitiva, o bien el principio se eleva tan alto por encima de las exis­
tencias particulares que éstas sólo son la nada ante él; entonces, la
relación se vuelve negativa. El primer caso es el del panteísmo, y el
segundo el del monoteísmo.
Lo sublime no es otra cosa que la aniquilación de la manifesta­
ción sensible por el ser que representa, de tal suerte que «la expre­
sión de la idea se manifiesta como una supresión de la expresión»507.
Hegel, en igual medida que Kant, plantea la incompatibilidad de
lo sublime y de la imagen. Pero historiza lo sublime y establece las
condiciones de su aparición. Como ha señalado Marc Sherringham,
distribuye las dos formas de lo sublime kantiano en dos momentos de
la historia. Lo «sublime matemático», la paralización ante el «gran»
absoluto -y la afasia que es su consecuencia-, se sitúa en el momen­
to de lo simbólico. Lo «sublime dinámico», la aprehensión interna
por parte de la conciencia de su propia grandeza ante el mismo
«gran», es rechazado en los tiempos del arte romántico, es decir, cris­
tiano. Lo sublime aparece en un momento preciso del desarrollo de
la conciencia (y por lo tanto del arte), como continuación del surgi­
miento del Todo, de lo Perfecto todavía abstracto. En el modo posi­
tivo del panteísmo puro, el Todo «no admite ninguna representación
plástica». Mucho menos aún en el modo negativo del monoteísmo ju­
dío508.
En efecto, por primera vez, Dios aparece «como espíritu, como
el ser invisible en contraste con el mundo y su naturaleza». Frente
a Dios,
la idea se filtra a través de la realidad exterior de la que es en cierto modo
el alma, de suerte que los dos elementos parecen perfectamente confor­
mes el uno con el otro y se impregnan recíprocamente; en lo sublime, en
cambio, la realidad exterior en que se manifiesta la sustancia infinita se ve
menoscabada en su presencia [...].
Todo arte simbólico es sagrado, pues aspira a representar a Dios,
pero cuando alcanza lo sublime es el arte sagrado por excelencia,
porque lo celebra de modo más puro, a costa, bien es verdad, de su
desaparición como arte plástico, pues «es imposible encontrar una
imagen visible digna de Dios». Queda entonces la poesía, la palabra
sagrada. Longino no puso en vano como ejemplo perfecto de lo su­

262
blime la frase bíblica «¡Hágase la luz!», y tampoco es vano que la
gloria divina, opuesta a la nada de toda cosa, forme el fondo de los
Salmos, «ejemplos clásicos de lo sublime verdadero»509.
Pero en este punto, el simbolismo entra en crisis y vuelve a caer.
Cuando se hace «consciente» y «reflexiva», la relación entre los dos
términos (idea y forma), en lugar de imponerse como derivada de
la naturaleza de las cosas, se convierte en
el resultado de una combinación accidental que depende de la subjetivi­
dad del poeta, de la profundidad de su espíritu, de la elocuencia de su
imaginación y, en general, de su genio inventivo.
La gravedad de lo simbólico, que se debía a la fuerza «objetiva»
de la relación entre los términos, se debilita cuando esta relación se
vuelve manipulable y objeto de un juego del espíritu. «Se cae en lo
finito.» Al lugar de lo divino, representable sólo por alusión o total­
mente ir represen table, llega el dios que es uno con su representa­
ción510.

La im agen del dios


En el arte simbólico el espíritu no estaba claro por sí mismo: su mani­
festación exterior no se mostraba como si fuera la suya propia planteada
por sí y en sí.
Pero llega un momento en que la relación entre el significado y
la forma encuentra su equilibrio «clásico». La forma significa por sí
misma el espíritu porque es la forma humana, «la única que es ca­
paz de manifestar el espíritu de manera sensible». El cuerpo huma­
no perfecto, animado y espiritualizado por el espíritu, forma con él
una unidad. A través de él, «el espíritu se comprende como espíri­
tu» y «todo se vuelve estable, claro y preciso»511.
La idealización del cuerpo, que desemboca en el perfil griego,
«imagen de la feliz y fácil fusión», de «bella armonía» entre la par­
te superior y la parte inferior del rostro, pertenece a la belleza ab­
soluta, «porque la expresión del espíritu rechaza por completo el
elemento físico en un plano inferior». El cuerpo humano perfecto
es la forma hallada finalmente y la imagen adecuada del dios. Pues
el cometido de la escultura clásica es

263
ofrecer a las miradas la imagen de la naturaleza divina en la calma de la fe­
licidad, bastándose a sí misma, libre de luchas, [...] en una duración tran­
quila, siempre la misma512.
El escultor debe mostrar un dios impasible, un rostro que no es­
té marcado «por la particularidad inconsistente de las inclinaciones
y de los caprichos» subjetivos, pero no impersonal, pues el espíritu,
por muy objetivo que sea, «no existe más que como sujeto». «Esta
existencia del espíritu no particularizada, inalterable, es lo que lla­
mamos lo divino», y el escultor debe
representar lo divino en sí, en su tranquilo infinito y su sublimidad, in­
temporal, inmóvil, sin personalidad totalmente subjetiva, sin desacuerdo'
entre acción y situación.
Son sin embargo individuos, pero completos, perfectos en sí, en
el reposo, liberados de toda influencia extraña, en una luz de eter­
nidad. El dios con forma humana, a diferencia de los hombres, es­
tá concentrado en sí mismo, elevado por encima de la existencia fi­
nita, eternamente feliz, tranquilo y joven. La estatua griega emplea
la forma humana: en contraste con las representaciones simbólicas,
que sólo hacen alusión a ella, representa «la existencia real del es­
píritu». Pero no del espíritu en acción: se cuida mucho 4e entrar en
la subjetividad y el conflicto. Por ello, al hacer ver el espíritu absor­
bido en la forma corporal destinada a manifestarlo «mediante su
conjunto», evita «el punto esencial en que se concentra la expre­
sión del alma como alma, la mirada del ojo»513.
La escultura griega es ante todo un acto religioso. Produce sin
cesar nuevas imágenes, porque
esta creación y esta invención artísticas son un verdadero culto, un medio
por el cual se satisface el sentimiento religioso. [...] la visión de estas obras
no es para un pueblo un simple espectáculo, forma parte de la religión y
de la vida514.
Fue en Grecia, y sólo en Grecia, donde el arte encontró el
acuerdo perfecto con lo religioso; más exactamente, donde la ima­
gen divina encontró su única realización satisfactoria a la vez des­
de el punto de vista teológico y desde el punto de vista artístico, co­
mo imagen exacta del dios y como obra bella. El arte griego está
situado a idéntica distancia del Oriente antiguo, donde el indivi­

264
dúo es aniquilado ante la «sustancia universal», y el Occidente mo­
derno, donde «el hombre se concentra en sí mismo, se separa del
todo» y aspira a retirarse a un reino puramente espiritual. Esta fe­
liz mediocridad suena en la hora propicia en que la belleza «esta­
blece su realeza serena». Fue un momento muy breve, pero consu­
mado: «El arte alcanzó el punto culminante de la belleza en forma
de individualidad plástica». Durante algunos años fugaces, lo abso­
luto se manifestó a los hombres en forma de lo bello; el arte y la re­
ligión eran sólo uno, pues «la religión griega es la religión del ar­
te». Mientras que más tarde, con el cristianismo, el arte (romántico)
no puede bastarse para su tarea, al estar encargado de expresar
«una conciencia demasiado alta para que el arte pueda represen­
tarla»515.
Este arte perfecto es un arte de lo bello, y no de lo sublime. El
dios griego goza de una «individualidad espiritual y al mismo tiem­
po inmutable y sustancial». Es el espíritu con forma humana tran­
quila y serena «que sólo conviene al espíritu». Así pues, es bello, y
no sublime; pues el ser universal es abstracto, lo que niega lo parti­
cular, «y en consecuencia toda encarnación», ofrece sólo el espec­
táculo de lo sublime. La estatua del dios griego es la imagen, el ico­
no perfecto del «dios inmortal que se mezcla con los hombres
mortales»516.
Pero esta maravillosa apoteosis no puede durar indefinidamen­
te. El arte clásico griego contiene los gérmenes de su propia muer­
te. Una melancolía, un soplo de tristeza se mezcla con la grandeza
tranquila de la imagen del dios. Sereno, no puede dejarse llevar por
la alegría, por el goce, por el contento interior, que son el privile­
gio de las existencias finitas. La paz se convierte en frialdad, indife­
rencia por lo que es mortal, sufriente. Individuado, el dios no es
aún en absoluto una persona, y a la larga no puede, sin contradic­
ción, ser feliz y tener un cuerpo. La pluralidad de los dioses, las re­
laciones en las que se ven envueltos los unos con respecto a los
otros, contradicen la plenitud divina y comprometen su grandeza,
su dignidad, y finalmente su belleza. La tristeza silenciosa, la frial­
dad, la falta de vida de la imagen de los dioses son el signo de que
un destino planea sobre ellos; «que algo más elevado que ellos pe­
sa sobre sus cabezas, y que todas esas individualidades deben dejar
paso a una unidad general que las absorberá a todas». Ahora bien,
ese destino es impenetrable para ellos, y sólo pueden abandonarse
a él. Por un desorden inherente al lado particular e individual de su
naturaleza, se dejan arrastrar a los accidentes exteriores de lá vida

265
humana, a las imperfecciones del antropomorfismo, a estados con­
trarios a la idea de Dios y su plenitud divina517.
Poco a poco, el panteón clásico se corrompe, se vuelve gesticu­
lante o, peor aún, artificial y vacío. La fe en la belleza encarnada se
disipa de modo más completo aún, ya que la religión de lo bello no
es capaz de satisfacer al alma humana en su totalidad. Por muy con­
creto que sea, el dios todavía sigue siendo abstracto para el alma,
porque ésta no encuentra en él nada que corresponda a su expe­
riencia de la desdicha, del sufrimiento, el cual sin embargo, y ella lo
sabe, no la priva, antes al contrario, de su dignidad. Poco a poco, el
alma sospecha, detrás del bello rostro impasible del dios, el vacío
del ídolo. El arte clásico se disuelve, y la asamblea de los dioses se
dispersa para siempre.

La im agen de Dios
En lo que atañe al principio de la representación del Dios cris­
tiano, que es del mismo modo el Dios que la filosofía ratifica, Hegel
se muestra de una ortodoxia rigurosa: lo que hace posible la ima­
gen plástica de Dios es la encarnación. Cuando desciende a los de­
talles y a la historia de esta representación, es tributario del gusto de
la época. Es romántico, y tiene una visión de la Edad Media centra­
da en el pathos de la devotio moderna de los siglos XIV y XV, en el gó­
tico de los países del norte, coloreado además por el sentimentalis­
mo luterano.
El espíritu absoluto «se concilla consigo mismo» cuando Dios
aparece en la tierra. La realidad absoluta se une con la individuali­
dad humana y subjetiva. «Un hombre entre los hombres es Dios, y
Dios es un hombre real.» Cuando Dios se hace carne, el fin del pen­
samiento divino, que es el hombre, y el destino del hombre, que es
la unión con Dios, se realizan. No es ya un ideal abstracto, un fin,
sino un hecho: un hombre real y vivo. En el modelo de Cristo, «ca­
da individuo debe encontrar la imagen de su unión con Dios, que
no es sólo posible, sino real». Hegel parece aquí mucho más orto­
doxo que Kant, para quien Cristo no es Dios hecho hombre, sino el
maestro, el ideal de un hombre divino cuya voluntad sólo está guia­
da por el respeto a la ley. Si hay heterodoxia, está en otra parte, en
el espíritu del sistema, pero no en una declaración sobre la que Teo­
doro Studita no encontraría nada que decir. Es en la persona don­
de yace la «conciliación» de las dos naturalezas, y es eso lo que per­

266
mite una representación individuada de lo divino. De lo divino cor­
poral518.
Lo que el «arte romántico» representa es la historia de un hom­
bre que sufre y muere,
pero que, por otra parte, debido a los sufrimientos de la muerte, triunfa
sobre la muerte, resucita como el dios glorificado, como el espíritu real
que ha revestido, es cierto, la forma de la existencia individual, pero no es
verdaderamente dios como espíritu, más que en su Iglesia.
Esto puede leerse de buena fe luterana, pero también como una
asunción final de lo divino en la comunidad, lo que inaugura una
pendiente hacia las ateologías ulteriores, hacia la muerte de Dios y
la Resurrección como hecho simbólico y subjetivo.
Encontramos la misma ambigüedad en la relación entre este ar­
te y la fe. Pues si la historia de Cristo es el tema del arte romántico,
el arte es secundario y separable de la fe, que reside en lo más ínti­
mo del alma. «Si lo esencial es la conciencia de la verdad, la belle­
za de la representación sensible ya no es más que una cosa acceso­
ria e indiferente.» La verdad es independiente del arte: Hegel se
aleja así de la iconofilia de tipo oriental -para la cual el icono es una
epifanía simultánea de verdad y de belleza- y se conciliaria mejor
con el programa moderado de la Iglesia latina (y luterana), que
asigna al arte un papel pedagógico, ilustrativo, estimulador de la
memoria y de la piedad519.
Si el arte griego se confunde con la religión griega, el arte cris­
tiano no es la religión cristiana. Sin embargo, según Hegel, nece­
sita del arte. Cristiano, éste impulsa el antropomorfismo a un gra­
do más alto que el arte griego, y de modo más legítimo, ya que la
Encarnación es real y ya no tiene nada de abstracto o de ideal, co­
mo sucedía con la estatua del dios. Lo representado es una perso­
na, y no la idea de una naturaleza divina: «[...] lo divino debe ser
representado en su individualidad inseparable de las condiciones
inherentes a la vida terrenal y del carácter finito [“circunscrito”,
habría dicho Bizancio] de la manifestación». El arte ofrece el es­
pectáculo de «una forma particular y real; reproduce, en un cua­
dro, los rasgos exteriores de la vida de Cristo, las circunstancias
que acompañaron su vida». Así, sólo gracias al arte la fugitiva ma­
nifestación real de Dios «adquiere una duración que se renueva
sin cesar»520.
El arte cristiano, al querer representar los rasgos de tal hombre,

267
se ve asaltado por todos los accidentes y todas las particularidades
del mundo exterior, de los que la belleza del arte clásico se había li­
berado. El rostro de Cristo no puede ser un «bello ideal», ya que de­
be expresar una personalidad subjetiva e individuada. En el mejor
de los casos, ocupa el «medio» entre lo particular natural y la be­
lleza ideal. En cierto modo, la forma exterior es indiferente. El pro­
blema es expresar, a través de los materiales corrientes, la profun­
didad, insuflar a las figuras una vida espiritual y «aprehender
mediante la intuición sensible la espiritualidad pura»521.
La cumbre de la vida de Dios es la Pasión, «donde deja de ser ese
hombre determinado». Cristo golpeado, coronado de espinas, cru­
cificado, las figuras repugnantes de sus enemigos niegan toda idea
de lo bello en el sentido griego: «Lo no bello aparece como un mo- -
mento necesario». Pero lo feo se transfigura mediante la santidad
que rodea esta escena, mediante «el grado infinito del sufrimiento
que es soportado con una serenidad divina por la que se manifies­
ta la eternidad del espíritu»522.
Para el artista es difícil hacer visible la «fusión» de lo divino y lo
humano en la muerte. La Resurrección es, asegura extrañamente
Hegel, un tema más favorable, si bien precisamente la iconografía
oriental se niega a representarla. Debido sin duda a la gravedad me­
tafísica del icono, semejante acontecimiento es propiamente irre-
presentable, pues se llega a una peligrosa cercanía con los invisibi­
lia de Dios. Pero, al no hallarse esta gravedad en el arte, según
Hegel, sino en la fe interior o en el pensamiento conceptual, el ar­
tista tiene derecho a sugerir, con todos sus medios técnicos y todo
su ingenio, la «idealidad» de tal escena523.
El arte cristiano quiere dar al espíritu una existencia espiritual
que no es sólo «idea pura», sino accesible a la percepción sensible.
Debe encontrar el medio de expresar mediante la forma la interio­
ridad del espíritu, y la única que «corresponde al concepto del es­
píritu libre» es el amor, «el regreso apaciguado hacia sí mismo, a
partir de lo que es “otro” que sí». Lo absoluto es amor: el espíritu
sólo se encuentra satisfecho «cuando llega a saberse y a quererse co­
mo lo Absoluto en otro espíritu»524.
Dios es amor. Cristo es Dios encarnado. Pero el amor de Cristo
tiene dos objetos, Dios y la humanidad a la que se ha de redimir.
También, estima Hegel, representa el amor en su universalidad, en­
carna la idea del amor, pero nó puede representar «la fusión de un
sujeto con otro sujeto». Por ello el exponente más accesible de este
amor divino es María. En este punto se sitúa una efusión de una ter­

268
nura muy luterana sobre la maternidad de María, cuyo amor es na­
tural y sobrenatural a la vez.
[...] un olvido de sí mismo, una renuncia total a sí mismo, pero un ol­
vido y una renuncia que hacen que se encuentre y se reconozca en el ob­
jeto de su amor y que se sienta por esta fusión una satisfacción infinita. Si
el amor materno, esta imagen, por decirlo así, del espíritu, aparece con es­
te aspecto tan bello en el arte romántico, en el lugar del espíritu mismo,
es porque el espíritu sólo se deja aprehender por el arte en la forma de
sentimiento y porque el sentimiento de unión individual con Dios sólo
existe, en su forma más primitiva, más real, más viva, en el amor materno
de la Virgen525.
Por eso esta imagen es radicalmente distinta de las dos imáge­
nes que el arte simbólico y el arte clásico proponen de temas apa­
rentemente semejantes: Isis, con Horüs en sus rodillas, no mues­
tra ningún sentimiento interior visible; Níobe, tras perder a sus
hijos, conserva la inalterable grandeza y belleza de la existencia
pura. Su dolor individual y su belleza están «petrificados», mien­
tras que el dolor de María expresa no que ella tiene amor, sino que
«el amor es ella»526.

A gotam iento de la im agen divina y fin del arte


El arte cristiano se desvanece, afirma Hegel, al mismo tiempo
que la fe, y no sólo la fe personal del artista, sino la de la época, la
del siglo, la del pueblo.
Mientras el artista se encuentra en contacto íntimo con la religión de
su pueblo y de su época, y cree firmemente en ella, trata conprofundase-
riedad el contenido y su representación, en el sentido de que el conteni­
do se presenta a su conciencia como lo Infinito y lo Verdadero.
Pero a nosotros los modernos, cuando queremos representar a
un dios griego o, cristianos protestantes, a una Virgen,
nos es imposible tratar estos temas con verdadera seriedad. Lo que nos fal­
ta es la fe íntima, si bien, aun en las épocas de fe ferviente, no es en abso­
luto necesario que el artista sea siempre un hombre piadoso.

269
La obra de arte verdadera sólo puede brotar de la interioridad,
de la sinceridad subjetiva del artista, que cree en su objeto, que es
uno con él y lo produce como una fuerza natural. Fuera de eso, no
hay más que artificialidad527.
Es evidente que Hegel estima que la fe, tal como existía en la
época «romántica» y que produjo la imagen de Dios, ha pasado a
mejor vida, y que es inútil resucitarla. Hoy no sería más que una fal­
sa fe cuya inautenticidad es denunciada ante el tribunal de la histo­
ria, y que no engendraría más que un falso arte528.
Para Hegel, debía ser así. Sin contradicción, a su juicio, empleó
el lenguaje religioso más tradicional y entró también fácilmente en
las razones dogmáticas que justifican el icono de Cristo. Su ortodo­
xia luterana, que siempre confesó, no le cuesta caro, pues se sitúa
en un plano superior desde donde consiente en hablar ese lengua­
je, como se entra en las razones y las formas de hablar de los niños.
O más bien como el historiador sociológico que no quiere caer en
anacronismo y que entra a fondo, pero sin comprometerse, en la
«mentalidad» de la época. Mejor aún, diría él, al encerrar las reli­
giones un presentimiento de la verdad, que el análisis descubre in­
cluso en los grados inferiores de la vida religiosa, el filósofo debe
adoptar a ese respecto una actitud benevolente. No despreciará ni
siquiera los cultos populares más groseros. Hegel ofrece así el mo­
delo de esta simpatía escéptica que profesa, con Sainte-Beuve, Re­
nán, Anatole France, la antirreligión ilustrada a la francesa.
Según Hegel, las religiones constituyen momentos del desarrollo
de la religión. Pero esta evolución tiene un término: el cristianismo.
Es la religión perfecta, absoluta, «manifiesta». Es la revelación del
espíritu, de su .movimiento ternario, que tiene su expresión en el
dogma de la Trinidad, de su fusión divino-humano que se expresa
en la Encarnación. No hay que esperar una religión más perfecta
que el cristianismo. Hegel no espera una nueva revelación, y recha­
za la religión dentro de los límites de la razón tan querida a la
Aufklárung. Es protestante: Lutero restauró la «vieja interioridad del
pueblo germánico» contra el catolicismo, que representa un esta­
dio superado de «exterioridad». Pero no se debe esperar una supe­
ración religiosa del cristianismo. La única superación imaginable,
que será obra sólo de una élite, es el advenimiento de la razón. El
cristianismo colabora, con la capacidad que le es propia, en la cons­
trucción de una sociedad muy ordenada de hombres libres y racio­
nales529.
El cristianismo es la forma exotérica más respetable del esoteris-

270
mo hegeliano. Por eso Hegel no tiene ningún problema en ser más
ortodoxo, exteriormente, que Kant: éste profesaba, con reservas,
esta religión, mientras que Hegel la toma prestada con más pleni­
tud aún por no profesarla. Hegel sólo pertenece a su sistema. Co­
mo a los antiguos gnósticos, es imposible cogerle en falta, ya que no
duda en recuperar las más rectas confesiones de fe, a condición de
darles un sentido distinto del sentido común. Así sucede con los
dogmas. Sin embargo, la piedra de toque es Cristo. Ahora bien, és­
te, si leemos a Hegel, no puede ser el Dios definitivo. En conse­
cuencia, su imagen tampoco es la imagen divina adecuada.
De Cristo, Hegel conoce principalmente la Pasión. El cristianis­
mo es, en el movimiento dialéctico, y después del dios griego, el
momento de lo negativo, de la ruptura con el mundo. Después de
la imagen de Cristo, después de la imagen de la Virgen, se presen­
ta la imagen de los mártires.
Este lado negativo del dolor se vuelve en el martirio un fin en sí, y el
grado de transfiguración se mide por el grado de las atrocidades y de los
sufrimientos que el hombre ha soportado. En el hombre que no ha desa­
rrollado todavía toda su interioridad, lo primero que debe ser apartado de
este mundo y santificado es su existencia natural, su vida, la satisfacción de
sus necesidades más urgentes, más vitales530.
El cristianismo es dolorista, según Hegel, porque Cristo es im­
potente. Es una figura de la idealidad, sin asidero real en el mundo.
En grado alguno es el Señor, el amo de la historia, el Pantocrátor.
No salva. Hegel ve la Cruz, que durante tanto tiempo ha sido un
símbolo de victoria, como la horca de una derrota, que invita a la
imitación sufriente y rechaza toda esperanza en la otra vida. El Cris­
to de Hegel es una de las primeras figuras del Cristo romántico, cu­
yas imágenes subsiguientes serán el idiota de Dostoievski, el Parsifal
de Wagner, el «crucificado» que sublevaba a Nietzsche. Es también
una especie de Raspar Hauser, caído en este mundo y desaparecido
sin dejar rastro: Cristo gnóstico, emanación fugitiva del Dios bueno
y su mensajero en un mundo malvado531.
No es en la Estética donde hay que buscar la idea íntima que He­
gel se hace de Cristo, aunque ésta gobierne directamente su visión
del «arte romántico», sino en los escritos teológicos de juventud, El
espíritu del cristianismo y su destino (1796-1799). Cristo aparece en ellos
como el «alma buena» por excelencia. Sólo quiero citar un pasaje,
por su gran belleza y porque establece un paralelo entre la decep­
ción que suscita la insuficiencia del dios griego y la que provoca la
insuficiencia del Dios cristiano. Se trata de una estatua mutilada de
Apolo y de la Ultima Cena eucarística:
Ante el Apolo reducido a polvo, sólo podemos meditar, pero la medi­
tación no puede dirigirse al polvo [...]. Después de la comida, los discípu­
los se preocuparon a causa de la pérdida inminente de su maestro; pero
un acto auténticamente religioso deja el alma entera satisfecha; después
de la participación en la Cena nace en los cristianos de nuestros días un
asombro piadoso sin serenidad, o mezclado con una serenidad melancóli­
ca, pues el sentimiento y el entendimiento esperaban cada uno por su la­
do, el recogimiento era imperfecto; al fiel se le había prometido una rea­
lidad divina que se ha disuelto en su boca532.
No puede haber una imagen definitiva de Dios, porque Dios
nunca es definitivo. Es un logos, un concepto, un Begriff en desa­
rrollo. Se daba por sentado que todas las imágenes auténticas de lo
divino en su infinita variedad guardaban relación con un Dios uno
y mismo para toda la eternidad. Hegel ordena estas imágenes de
acuerdo con el orden cronológico de la historia humana, que coin­
cide con la cronología de Dios. Todas son justificables, ninguna es
verdadera. Si son verdaderas, no es respecto a Dios, sino al artista
que las concibe como su época le permite y cuya concepción, den­
tro de estos límites, es «verdadera».
Este prejuicio teológico determina la composición del museo he-
geliano. A diferencia de Kant, de quien cabe preguntarse si alguna
vez vio un cuadro, y que, por otra parte, en Königsberg no tenía
ocasión de ver muchos, Hégel conocía la historia del arte. Sus esta­
tuas griegas blancas y sin mirada salen de Winckelmann y de las
gliptotecas contemporáneas. Lo que llama «arte romántico» es el
arte medieval, y principalmente su rama alemana tardía, renana y
flamenca, que en su época se consideraba el tronco primitivo. El gó­
tico «clásico» de Reims o de Amiens tal vez le habría puesto en un
aprieto, pues sus tranquilas y serenas figuras no concuerdan con el
sistema. Mucho más sorprendente aún es la omisión casi completa
del arte italiano, que sólo ocupa algunas páginas en la voluminosa
obra. Hegel lo caracteriza rápidamente como un compromiso lo­
grado entre el arte clásico y el arte romántico, entre lo «bello natu­
ral» y la «interioridad alimentada por la religión, por la espirituali­
dad de una piedad más o menos profunda». Este arte no ofrece un
modelo puro capaz de sostener la meditación del filósofo. El acuer-

272
do entre la interioridad y el sentido de la vida corporal le parece
loable, pero desviado de la corriente principal. A propósito de Leo­
nardo, de Rafael -donde el equilibrio encuentra su perfección-, de
Correggio, de Tiziano, Hegel se conforma con una crítica de arte a
grandes rasgos y no profundiza533.
Protestante, concibe un cristianismo que supone una oposición
radical al paganismo. No hay asunción al modo católico, sino eli­
minación completa. Filósofo, acentúa todavía la contradicción y el
momento de lo negativo. La convivencia, tan feliz, de los dioses an­
tiguos y Cristo tal como la pinta Rafael, o de las sibilas y los profetas
en el techo de la capilla Sixtina, le parece un sincretismo sin interés
o una insuficiencia de la idea cristiana. En esta línea se aclaran las
dos decisiones a priori que dominan la estética hegeliana: la de atri­
buir ío bello al arte, excluyendo a la naturaleza, y la de la subjetivi-
zación progresiva. A medida que el arte se desmaterializa, que la ar­
quitectura cede su lugar a la escultura, después a la pintura,
después a la música y a la poesía, el foco de la imagen se hunde ca­
da vez más en las profundidades del alma humana. Al final, la ima- ¡J
gen lograda de Dios es el concepto, el Begriff que se despliega en el \
espíritu del filósofo y que se vuelve idéntico al despliegue de lo ab­
soluto. La estética de Hegel se une a la de Plotino en el desvaneci­
miento de la obra. Pero se preocupa de situar este logro en la his­
toria. Es aquí y ahora, en el momento en que Hegel habla, cuando
se puede decir: «El Arte sigue siendo para nosotros, en cuanto a su
supremo destino, una cosa del pasado»534.
Cuando un ciclo de arte llega a su fin, es decir, cuando el «con­
tenido» no se ve apoyado por una seriedad suficiente de la creencia
y de la fe, la poesía se evapora y deja al artista ante un mundo pro­
saico. Al final del arte antiguo surge la sátira: el artista se aísla de un
mundo que ya no le conviene, «se retira en sí mismo», se condena
a una existencia libre, pero limitada y finita.
Ante él hay una realidad igualmente finita que, también por su parte,
se vuelve libre: pero precisamente la verdadera espiritualidad se ha retira­
do de ella; se ha vuelto interior, no puede ni quiere regresar, en conse­
cuencia esta realidad aparece como un mundo sin dioses, una existencia
corrompida.
Entonces el artista denuncia en vano la corrupción de la época:
«drama sin solución» que le obliga a entrar antes en la prosa535.
La caída del arte griego vive paralelamente el nacimiento de la

273
novela. Esta epopeya moderna supone una sociedad prosaicamente
organizada en la que el autor intenta en vano devolver a la poesía
sus derechos perdidos. Por eso su tema es a menudo «el conflicto
entre la poesía del corazón y la prosa de las relaciones sociales». El
desacuerdo se resuelve unas veces trágicamente, otras cómicamen­
te. Al menos, a falta de poesía, la realidad supera la mediocridad de
la prosa y, en cuanto real, encuentra el camino de la belleza y del
arte536.
Hegel, sin embargo, no se conforma con imputar a un nuevo cli­
ma social, ni siquiera al agotamiento de la fe cristiana, el fin del ar­
te. Se pregunta cómo la desaparición de la imagen de Dios entraña
para todo el arte plástico una conmoción. La respuesta se halla en
el proceso de subjetivización que él mismo ha planteado como un
desarrollo necesario de la imagen y del arte. El enterramiento de la
Idea de Dios en el alma humana, la reducción progresiva de esta
imagen al concepto, después la pulverización historicista del con­
cepto hacen que en el alma del artista no quede más que su propia
interioridad. Del paso por ella de la Idea divina queda una huella y,
para emplear un término freudiano, una «desinversión» del mun­
do exterior. Este, en el marco del ciclo clásico, era organizado y es­
tabilizado por lo divino, estaba «lleno de dioses» (Tales). Era, dice
Hegel, «la forma de la interioridad» y componía con ella un mismo
mundo sólido e interdependiente. Pero, al haberse retirado tam­
bién el alma cristiana, «todo lo que encierra el mundo exterior con­
sigue el derecho a desarrollarse separadamente, a mantenerse en su
existencia propia y particular». El mundo abandonado por lo divi­
no prolifera anárquicamente en objetos diversos. Por otra parte, la
necesidad de representación persiste, pero su fin es ahora «mani­
festar la interioridad subjetiva concentrada en sí misma», y poco im­
portan los objetos exteriores a los que se apegará y que serán sus
apoyos. Lo que se vuelve interesante es lo único que el artista quie­
re hacer resaltar, «es su aspecto subjetivo, su forma de ser y de cap­
tar, y no una idea objetiva, un principio general y absoluto». No im­
porta qué se convierte en objeto de arte. En la pintura de la
Natividad, la paja del pesebre, el asno y el buey pasan a ser parte
esencial del cuadro, tanto como el Niño y su Madre. «Es en este do­
minio de lo accidental donde se declara la ruina del arte románti­
co»537.
Pero el arte cae más bajo todavía cuando ya no es el artista, sino
sólo sus medios, lo que se convierte en un fin y mantiene el interés.
Su habilidad, sus medios técnicos pretenden elevarse al rango de

274
obra de arte. El artista se limita a exponer su talento, y cuando se
toma esta habilidad superficial por el fondo de la representación, el
arte cae en el ámbito del humor y del capricho. Subjetivización y se­
cularización convergen así hacia una crisis general del arte:
El espíritu sólo trabaja sobre los objetos durante el tiempo que sigan
conservando un lado misterioso y no revelado, es decir, durante el tiempo
que el contenido es parte integrante del yo.
A partir de entonces, «todo está agotado, todo ha perdido su
misterio y su oscuridad». Entonces, el artista «liberado» adopta una
actitud de oposición a estos contenidos abandonados del mismo
modo que Luciano se volvía contra el pasado griego y Cervantes
contra la caballería. Se vuelve revolucionario y, se dirá más tarde, de
vanguardia.
El espíritu crítico y la libertad de pensamiento se han apoderado de los
artistas y les obligan a hacer, por así decir, tabla rasa en lo referente a los
temas y a las formas538.
Todo contenido y toda forma tradicionales son para el artista
moderno algo del pasado, y él se siente libre de hacer uso o no de
ellos. «Está por encima de las formas y de las figuraciones consa­
gradas [...], no tiene preferencia por ningún motivo, siempre que
se preste a un tratamiento artístico.» Se sirve a su gusto de la reser­
va de formas que le ofrece el museo, que «relativiza» todo asunto o
todo estilo a «la ley formal que exige que sea bello»539. A su costa, y
desafiando todos los peligros, el artista liberado de las reglas y de la
creencia las considera materiales, «simples momentos»; a él le toca
«recrearlos, por así decir, dándoles un contenido más elevado». Di­
cho de otro modo, al haber perdido su referencia, la imagen de
Dios, está obligado a recrearlo todo, reglas y valores; está condena­
do a ser, en el sentido kantiano, un genio.
Sin embargo, Hegel, siempre preocupado por no dejar escapar
ningún aspecto de la realidad, no puede por menos de tener en
cuenta otro género de arte y de pintura que, pese a no estar some­
tido al sistema, sigue existiendo. ¿Es éste un gran arte? Esta pintura
es lo que es la novela con respecto a la epopeya: vale por lo que
transmite de la «realidad».
Esta pintura no se nutre ya de objetos religiosos sino de los ob­
jetos físicos de la naturaleza exterior que tienen afinidad con el es-

275
píritu. «Es la libre vitalidad de la naturaleza lo que aparece y lo que
produce cierta armonía con el alma humana como si estuviera vi­
va.» Son paisajes, escenas de género que expresan «la vitalidad y la
alegría de la existencia libre». La pintura que abandona los grandes
temas puede recuperarse, en cierto modo, al ser buena pintura.
«Emplea su perfección en fijar en el lienzo los cambios más fugaces
del cielo a las diferentes horas del día.» La pintura pasa aquí «del
ideal a la realidad», sin que se rebaje al nivel de una simple habili­
dad mecánica, pues es «una actividad propiamente espiritual que
acaba cada particularidad por sí misma y sin embargo mantiene las
partes del todo en sus relaciones y su fusión íntimas; lo que exige el
arte más grande»540.
La pintura holandesa ha explorado este camino mejor que cual- .
quier otra. Ese país feliz y libre ha querido «gozar una segunda vez
mediante la pintura del espectáculo de esa existencia tan fuerte co­
mo honesta, satisfecha y alegre». «El momento ideal consiste en ese
abandono, esa despreocupación. Es el domingo de la vida que todo
lo iguala y que aleja toda idea del mal.» En esa pintura, añade He-
gel, «el hombre muestra que es hombre»541.
Pero ¿no muestra por ello a Dios? Hegel no piensa así. La rela­
ción en que se concibe la imagen divina es entre el alma y Dios. He­
gel sigue en la línea de Plotino o de Orígenes, al final de la cual la
imagen se abandona y se confunde con el concepto o con el éxta­
sis. Rechaza el tercer punto, que es el mundo -el mundo que pro­
clama a voz en grito la gloria del Creador- y que, desde Agustín, ci­
mentaba el triángulo de la representación en cuya área descansa y
se renueva sin cesar el arte de Europa.

A la som bra de Kant y de H egel


Era necesario detenerse en Kant y Hegel, porque estos dos filó­
sofos de inmensa estatura refundaron, con una fortuna insigne, la
filosofía del arte y determinaron en el interior de ésta el lugar de la
imagen de Dios. ¿Determinaron también la dirección que tomó el
arte en el siglo XIX?
No es fácil analizar el modo de actuar de los grandes filósofos. Se
puede imaginar que concentran en ellos el espíritu de la época. Es
una forma de ver hegeliana. O bien que nos dan las claves para pen­
sar lo que ocurre en torno a ellos y después de ellos. O bien que in­
fluyen mediante su pensamiento, a través de quienes toman el rele-

276
vo o de sus discípulos más o menos inferiores y lejanos, los artistas.
Estas tres explicaciones se enfrentan a fuertes objeciones: ha habi­
do, en torno a Kant y a Hegel, otros filósofos que pensaban de ma­
nera distinta. No es obligatorio referirse a Hegel y a Kant para com­
prender el arte moderno. Los intermediarios son infieles, y los
artistas no se preocupaban de ellos: Taine había leído a Hegel («To­
da obra de arte pertenece a una época, a un pueblo, a un medio»,
escribió Hegel542), pero ¿de qué impresionista podrá decirse que es
«tainiano»? Schiller y Schopenhauer fueron mucho más leídos que
la Crítica deljuicio y la Estética, poco accesibles.
Dejaremos la cuestión pendiente. Pero podemos preguntarnos
en qué se convierte el arte (y la imagen de Dios), si se sitúa, de una
manera o de otra, bajo los principios kantianos y hegelianos. Desde
el punto de vista de la teología ortodoxa, Kant y Hegel son icono­
clastas en diversos aspectos, uno por principio y otro a regañadien­
tes. Kant lo es formalmente. Opone al segundo concilio de Nicea
un rechazo frontal, calvinista de espíritu, y por ende «herético» (la
imagen es indigna de la majestad divina). Hegel lo es práctica y
«gnósticamente». La imagen de Dios ha podido existir en el pasa­
do, pero no se sabe exactamente si era de Dios de quien existía una
imagen, y si esta imagen era imagen o Dios. De todos modos, para
Hegel, el problema ha terminado: Dios escapa a la imagen y la ima­
gen se nos escapa a nosotros. Tanto para uno como para otro, no
hay ninguna imagen divina, pasada o presente, cuya licitud y validez
pueda afirmar filosóficamente el espectador de nuestros días.
Pero si estos dos grandes hombres ejercieron una influencia ico­
noclasta no fue mediante la prohibición o la descalificación direc­
ta. Gon mucha más profundidad, orientan el arte de tal manera que
la representación de Dios, desde luego, pero también de toda cosa,
se vuelve cada vez más aleatoria, hasta el punto de que el arte (o al
menos la figuración) queda reducido a una búsqueda febril y de­
sesperada del medio para escapar a la aniquilación.
Sin haberlo querido en absoluto -pues no estableció dogmática­
mente su supremacía absoluta-, Kant ha dejado al artista una doble
conminación: el genio y lo sublime. El genio había sido requerido
siempre, pero en el marco de las reglas era una facilidad de obe­
diencia y de ejecución superiores y una facultad de llevarlas a su
perfección. Pero el genio kantiano no busca las reglas, las impone.
Cada genio vuelve a iniciar el arte a partir de los cimientos.
El genio es el talento para producir lo que no obedece a una regla de-

277
terminada, y no la habilidad, aptitud para lograr lo que se puede aprender
siguiendo algunas reglas: en consecuencia, la originalidad debe ser su pri­
mer carácter543.
Kant añadía que la obra genial es ejemplar y debe ser propuesta
para la imitación del prójimo. Pero ningún artista que tenga una
gran ambición querrá imitar, si hay semejante diferencia de valor
entre el talento y el genio. Ya no vale la pena ser artista. Nace una
cultura de la genialidad. Esta obliga al artista a inventar su estilo, su
retórica, su técnica de tal manera que de su arte puedan derivarse
nuevas reglas. Habrá un didactismo necesario en la pintura, refor­
zado por manifiestos o por la formación de escuelas militantes y de
movimientos que constituirán tantos sistemas distintos. Así pues, la ·
era de los «ismos» tendría una raíz en el kantismo. Crear las reglas
y, para cada artista, tener que reinventarlo todo hace pesar sobre él
el agotamiento y moviliza gran parte de sus energías creadoras an­
tes incluso de que haya podido crear.
La transmisión del oficio de pintor se vuelve arriesgada, pues el
aprendizaje sirve ante todo para crear un medio favorable en el que
pueda producirse eventualmente la repentina deflagración del ge­
nio. Obliga también al artista a dotarse de las apariencias del genio
como por apropiación, es decir, a mostrarse tempestuoso, imprevi­
sible, desdeñoso de la urbanidad y de las convenciones sociales, en­
fermo, desdichado: versión secularizada de la excentricidad del san­
to. Es lo que el público, que participa en la cultura de la genialidad,
espera de él.
Hasta aquí el sujeto artista, y es más que suficiente. Pero del lado
de su objeto, la exigencia es aún más abrumadora. Porque la catego­
ría de lo sublime conduce inevitablemente a devaluar la de lo bello.
Un espíritu capaz de lo bello no puede medirse con otro capaz de
lo sublime, apto para aprehender «lo que es grande absolutamen­
te». Desde estas alturas, este último contemplará con desdén a las ti­
bias, a las limitadas, las insulsas regiones de lo bello, que no abren
ninguna ventana a lo infinito del mundo ni a lo infinito del cora­
zón. El artista debe bajar de categoría gran parte de su museo. No
puede guiarse por la inmensa mayoría de las obras que contiene,
que, aunque acabadas y logradas, no llevan la marca del genio ni es­
tán iluminadas por los amplios relámpagos de un espíritu sublime.
De este modo el siglo XIX, aun siendo coleccionista y creador de
grandes museos, engendró una raza de artistas que sólo podían
consentir en admirar absolutamente los poco numerosos «faros» y

278
sus escasos y ardientes sollozos «que resuenan de época en época»
y van a morir al borde de la eternidad divina.
Y pare usted de contar. Si subimos más alto, y si por la vía de lo
sublime y de la genialidad nos acercamos a las experiencias espiri­
tuales últimas, el pincel se cae de las manos. Pues lo sublime según
Kant, pero también según Hegel, excluye la imagen y se resuelve en
una actitud mística de pura contemplación negativa. Es lo que le su­
cede a Frenhofer, el pintor balzaquiano de La obra maestra desconoci­
da. Cuando al final se descubre el cuadro absoluto en el que ha tra­
bajado durante toda su vida, ya no representa nada. Ha dejado de
ser una imagen.
Si el mismo artista, doblegándose ante el peso del kantismo, se
vuelve hacia Hegel, no encontrará en él mucho consuelo. Pues por
mucho que resplandezca su genio y albergue los sentimientos más
sublimes, ¿de qué sirve si la época le condena y si el gran arte es una
cosa del pasado? Es la Presencia divina lo que permite el arte. Desde
la muerte de los dioses antiguos, ha abandonado la naturaleza, y en
su forma cristiana ha separado al hombre del mundo y le ha ence­
rrado en su interioridad. Por añadidura, a medida que se manifiesta,
revela la insuficiencia de la representación y descalifica la imagen. Lo
bello natural es excluido, lo bello divino -que gobierna lo bello ar­
tístico- inaccesible. Por último, hemos entrado en un mundo de pro­
sa, en el que el misterio, reventado, ha perdido su fecunda oscuri­
dad, en el que la fe se ha enfriado definitivamente. Las tareas que
requieren a la humanidad no comprenden ya el arte, que pertenece
al pasado. La nostalgia de la imagen que penetra el hegelianismo es
aún más desgarradora porque nunca el arte ni el artista se habían
puesto en semejante pedestal, del que ahora hay que descender.
En la teología bizantina, el podeny la eficacia del icono venían
de Dios, cuyas energías animaban la madera y los colores a través de
la oración y del arte de la iconografía. En el caso de Hegel, es la mis­
ma energía divina, pero emana directamente del alma del artista.
En el curso de los tres grandes ciclos del arte, el artista ha sido más
que el sacerdote de lo divino, han sido, él y su obra, su epifanía vi­
va. El arte es la expresión de Dios, pero como Dios es devenir, en­
tre el modelo y su fijación en la imagen hay un «movimiento» (co­
mo se diría en fotografía), y lo que queda de ese estado de lo divino
es la sucesión de las imágenes. La historia de Dios sólo puede cap­
tarse a partir de la historia del arte, al menos hasta el momento en
que Dios desaparece y arrastra consigo el arte. Durante todo este
tiempo, el artista tenía algo de divino, con una culminación en la

279
época clásica, en la que era el inventor y el depositario de la reli­
gión. De esa época queda el museo, último lugar religioso del mun­
do moderno, donde el hombre acude a recargarse de lo sagrado de­
positado en las imágenes y al que la filosofía le da un último acceso.
Hegel pensó, pues, en cerrar el capítulo del arte al mismo tiem­
po que ponía punto final a la filosofía. Pero al tiempo que consta­
taba la defunción, definió con una perspicacia prodigiosa todos los
caminos que el arte del siglo XIX iba a recorrer, con la esperanza,
casi siempre vana, de existir.
1. El primer camino es resucitar la muerte y continuar el arte
cristiano. Es lo que intentan, desde la época de Hegel, los nazare­
nos, más tarde los prerrafaelistas y, a su manera, los simbolistas. Pe­
ro, dice Hegel,
de nada sirve apropiarse, por así decir, sustancialmente de las concepcio­
nes del mundo de épocas pasadas, convirtiéndose, por ejemplo, al catoli­
cismo como muchos lo han hecho en nuestros días en el nombre del arte,
para fijar sus sentimientos y para imponerse como una necesidad una li­
mitación de sus representaciones.
Fabricarán un falso arte romántico, un falso arte sagrado544.
2. El segundo es volver al arte «simbólico». En Hegel, el arte sim­
bólico es el arte preclásico de los egipcios y de los indios. Los pro­
gresos de la museografía han añadido el arte mesopotámico, chino,
precolombino, africano, y de manera general el conjunto de las ar­
tes llamadas primitivas. Lo que caracteriza a este arte, según Hegel,
es la oscuridad del contenido unida, en el artista, a un sentido muy
vivo de lo sagrado. Este sobrevive al agotamiento de la fe cristiana.
Este sagrado en bruto, que dispensa al artista de una definición de­
masiado precisa de su teología, le devuelve el acceso al gran arte, a
una Presencia divina palpable, mediante una regresión drástica de
la conciencia religiosa. La obra de arte primitiva, según Hegel, iba
por delante del contenido todavía confuso de la religión. La obra
de arte moderna (surrealista, por ejemplo) se ofrece como un ob­
jeto religioso en busca de un contenido enigmático. Es una estela
del dios desconocido. La fama, en el siglo XX, de las artes negras,
del icono (cuyo estatuto exacto se ignora), del primitivismo en to­
das sus formas encuentra aquí su explicación. Del mismo modo, la
imitación formal del artista primitivo, con la esperanza de captar,
mediante la violencia del procedimiento, la energía del dios desco­
nocido, explica algunos aspectos del expresionismo.

280
3. El tercero, que no está separado forzosamente del segundo, es
el camino por excelencia del artista moderno postcristiano:
Un artista no debe tratar de ponerse en paz con su conciencia, ni velar
por la salvación de su alma; sino que su alma, grande y libre, debe saber,
aun antes de abordar la producción, dónde está, debe estar segura de sí
misma y confiada en sí misma; y el gran artista de nuestros días necesita so­
bre todo un florecimiento libre del espíritu, gracias al cual todos los pre­
juicios, todas las supersticiones y creencias que podrían atarle a concep­
ciones y a formas determinadas se convertirían en simples aspectos y
momentos en donde el libre espíritu pudiera hacerse maestro, negándo­
les el valor de condiciones consagradas e intangibles a las que debe some­
terse, pero recreándolas, por así decir, revalorizándolas mediante un con­
tenido más elevado. De este modo todo tema y toda forma están hoy a
disposición del artista [...]545.
El artista genial se convierte en un demiurgo, señor de las formas
y de los contenidos, «creador de los valores» pictóricos. Vamos por
este camino de Kant a Nietzsche. En este tercer camino, como por lo
demás en el segundo, el artista se arriesga a chocar con el tope de lo
sublime, con todos los riesgos de afasia, de apraxia que conlleva el
encuentro con lo inefable. Además, a la maldición kantiana se suma
una maldición hegeliana. Pues lo absoluto, que se ha entregado en­
tre las manos del artista como expresión de su interior genial, debe
inscribirse sin embargo como momento de la historia del arte y del de­
sarrollo de la Idea. Así, el artista no sólo debe crear sus valores (al
mismo tiempo que su manera y su estilo), sinó que debe crearlos a
tiempo. Debe ocupar su lugar en el proceso histórico implacable del
ya y del todavía no, no perder el momento del ya y anticiparse, si le
es posible, al todavía no. ¿Quién fue el primero que inventó el cu­
bismo? ¿Quién el arte abstracto? ¿Quién el pop art?
4. Queda un cuarto camino, que Hegel no podía ignorar ya que
constituye las repercusiones del arte «romántico» y la pintura ho­
landesa lo ha ejemplificado ya. Social, consagrada a las cosas de la
vida, y en especial a las buenas cosas de una sociedad libre, existe
pues, postromántica o postcristiana, desde el siglo XVII. Pero no des­
provista sin embargo (Hegel lo señala como con pesar) de cierta es­
piritualidad. El mundo exterior se impone aquí: paisajes, naturale­
zas muertas y escenas de género. Al margen del sistema, este
camino permanece abierto para la pintura del siglo XX, para la pin­
tura feliz del «domingo de la vida».

281
C a p ítu lo 7
El tra b a jo d e la n u ev a te o lo g ía

I. La excepción francesa en el siglo XIX


La estabilidad del arte francés
No voy a adentrarme en el ámbito infinito de la historia del ar­
te. Pero debemos hacernos una idea global del arte europeo en el
siglo XIX.
Durante mucho tiempo se nos ha hablado de una especie de au­
topista que, en territorio francés, llevaba «de David a Delacroix», de
«Delacroix a Courbet», de «Courbet a Manet», «de Manet a Cézan-
ne». Las carreteras secundarias y comarcales conducían al arte in­
glés, alemán, escandinavo, italiano, etc., que se suponían domina­
dos por la abrumadora influencia de la escuela francesa. Un simple
paseo por los museos no franceses acaba con ese prejuicio. En Mu­
nich, en Moscú o en Oslo vemos desarrollarse escuelas nacionales
de las que los libros franceses (pero no los alemanes) hacen bien
poco caso, y que sin embargo son vigorosas, poseen gran abundan­
cia de cuadros y corrientes variadas, y en apariencia están muy se­
guras de sí mismas. Mientras no las hayamos integrado en una vi­
sión histórica unitaria, no conoceremos realmente el siglo XIX, más
complejo que el XVIII, más extendido geográficamente y que cubre,
por decirlo así, mayor superficie pictórica.
La perplejidad aumenta ante los caprichos de la fortuna crítica.
Seguimos pagando, en primer lugar, la exclusión del movimiento
impresionista por parte del arte oficial, y luego la exclusión del ar­
te «moderno» por parte del arte «académico», «pompier», «oficial».
Mi generación ha crecido despreciando a este último, y se queda
pasmada cuando ve las pinturas de la Opera o del Hotel de Ville de
París elevándose en el cielo estético con la irresistible majestad de
un globo aerostático.
¿Cómo orientarse? Para empezar, es útil distinguir tres nociones
que tienden naturalmente a mezclarse. La primera es el valor. El jui­
cio estético, tal y como Kant lo estableció, aspira a la universalidad.

283
Este juicio nos asegura que el cuadro es bueno o malo, y tiene que
apoyarse en argumentos. La segunda es el éxito. Se trata de una no­
ción histórica: Bonnat, Meissonier, Monet, Munch o Klimt han te­
nido éxito, ya fuera en su época o más tarde. Es un hecho que, pa­
ra la opinión mundial, la escuela francesa del siglo XIX tuvo más
«éxito» en su época, e incluso en la nuestra (pero ¿durará siem­
pre?), que la pintura alemana o norteamericana. La tercera es la
vanguardia: una noción reciente, con fecha histórica. Supone un
desarrollo ordenado de las formas, una cronología establecida de
su aparición. En esta tabla, un cuadro se clasifica como «adelanta­
do» o como «retrasado». Pero aquí volvemos a encontrarnos con la
fortuna crítica, porque cada movimiento, al pretender situarse en la
vanguardia, determina retrospectivamente su propia tabla clasifica-
toria. Por eso, en 1860, a Delacroix se le consideraba «adelantado»
con respecto a Ingres -pero Picasso, en 1910, pensaba lo contrario-;
o, en 1930, se pensaba que Monet estaba «retrasado» con respecto
a Cézanne, pero en Nueva York, en 1950, a Pollock le parecía que el
primero superaba al segundo.
Hemos adoptado un punto de vista: la imagen de Dios y su rela­
ción con los orígenes de la iconoclasia moderna. Con su ayuda in­
tentamos orientarnos en el bosque artístico del siglo XIX europeo.
Desde ese mismo punto de vista nos parece percibir una especie de
división de las aguas. A un lado estaría el arte francés; alotro, el ar­
te alemán, el inglés, el escandinavo, el eslavo. Apresurémonos a se­
ñalar que semejante división sólo es válida a grandes rasgos, que
existen multitud de excepciones, y que a finales de siglo todo se
vuelve aún más enmarañado.
Esta idea de que el arte francés es único parece coincidir con la
visión nacionalista francesa que he rechazado más arriba y que fa­
vorecía a un eje, el arte francés, que articulaba el valor, el éxito y la
vanguardia. Sobre el valor no voy a pronunciarme. Tampoco sobre
el éxito, porque el mercado del arte está sometido a impulsos alcis­
tas y bajistas más que caprichosos. Schiele y Klimt se han visto cata­
pultados recientemente a unas alturas que pocos pintores franceses
contemporáneos logran alcanzar. Pero niego que la noción de van­
guardia pueda aplicarse al arte francés durante la mayor parte del
siglo.
Hagamos dos listas, separando las generaciones según las divi­
siones que Thibaudet estableció en literatura.

284
1. Generación de 1789
David 1748-1825 Goya 1746-1828
Prud’hon 1758-1823 Friedrich 1774-1840
Gérard 1770-1837 Runge 1777-1810
Gros 1771-1835 Blake 1757-1827
Guérin 1774-1833 Füssli 1741-1825
Girodet 1767-1824 Koch 1768-1839
2. Generación de 1820
Ingres 1780-1867 Constable 1776-1837
Géricault 1791-1824 Turner 1775-1851
Delacroix 1798-1863 Overbeck 1789-1869
Cornelius 1783-1867
3. Generación de m o
Corot 1796-1875 Millais 1829-1896
Daumier 1808-1879 Burne-Jones 1833-1898
Couture 1815-1879 Rossetti 1828-1882
Courbet 1819-1877 Marées 1837-1887
Millet 1814-1875
Manet 1832-1883
4. Generación de 1885
Monet 1840-1926 Böcklin 1827-1901
Degas 1834-1917 Stuck 1863-1928
Cézanne 1839-1906 Klimt 1862-1918
Gauguin 1848-1903 Leibi 1844-1900
Moreau 1826-1898 Van Gogh 1853-1890
Redon 1840-1916 Munch 1863-1944
No hay que exagerar el valor de este esquema. Podríamos haber
situado a algunos pintores en otra generación, pero eso no cambia­
ría nada. La elección de los pintores presentes es más arbitraria. De
todos modos, estas dos listas gemelas parecen honestas, en la medi­
da en que incluyen a los pintores «clásicos», los que forman parte
del canon general de la historia del siglo XIX a causa de su celebri­
dad o de su «importancia» en la vida de las formas.

285
Sin embargo, de la inspección de ambas listas se deduce una
única observación. El impacto de la nueva estética, tal y como la ex­
pusieron Hegel y Kant, parece incomparablemente más fuerte en la
lista de la derecha que en la de la izquierda. Francia parece haber­
se rebelado contra la idea de genio, de lo sublime, o al menos -si la
comparamos con el clima de la pintura inglesa, alemana, escandi­
nava, belga o rusa- no está inscrita en la corriente filosófico-reli-
giosa romántica. En conjunto, no parece haber roto muy violenta­
mente con la tradición. Se trata de un hecho tanto más notable
cuanto que no se observa ni en la literatura ni en las corrientes de
pensamiento. En Inglaterra, la filosofía continúa la obra de Hume,
la literatura continúa la de Fielding, y las grandes rupturas se hallan
en la pintura. En Alemania todo parece ir al mismo ritmo, y apenas
se formuló la nueva estética, apareció Friedrich para ilustrarla con
una grandiosa sinceridad546.
El contraste entre la escuela francesa y el movimiento general de
la pintura europea es más notable en las primeras generaciones que
en las siguientes. Sin intentar agotar las razones, parece que debe­
mos tener en cuenta tanto la historia política como la historia inte­
lectual.
La Revolución Francesa: es un lugar común que este vasto acon­
tecimiento «no alteró la evolución de la pintura francesa, en la que
desde mediados de siglo habían aparecido progresivamente todos
los rasgos de lo que se llamaría neoclasicismo»547. David pintó sus
manifiestos pictóricos antes de 1789. La Revolución desencadenó
una violenta crisis en la vida cotidiana del arte. Destruyó la Acade­
mia, trastornó los Salones y el mercado del arte. Pero también es
responsable del inmovilismo del pensamiento.
En David no vemos esas revoluciones internas que, en la lejana
España, agitan el arte de Goya. Sigue cómodamente instalado den­
tro de un marco cuyos límites ya habían fijado las obras El juramen­
to de los Horacios (1784), Los amores de París y Helena (1788) y el Re­
trato de Lavoisier (1788). La Revolución Francesa, como más tarde la
Revolución Rusa, impedía que los efluvios externos deshelaran un
paisaje que ella misma había congelado en sus inicios. Ambas fue­
ron un conservatorio de las formas, por no decir de las fórmulas.
En Francia, el romanticismo dio comienzo cuando en Alemania y
en Inglaterra ya casi había acabado. Goethe y Hoffmann fueron
más contemporáneos de Flaubert y de Baudelaire que de Lamarti­
ne o de Stendhal.
Ingres se considera clásico. Delacroix o Géricault, románticos y

286
clásicos. David es ¿geno al debate. Y sin embargo en El juramento de
los Horacios, Marat, La Balsa de la Medusa o La muerte de Sardanápalo
hay una tensión, una terribilità, una manifestación de emociones ex­
tremas, de objetos «no bellos», como cadáveres, que conducen a la
idea de lo sublime.

Tres ideas de lo sublim e


La idea tiene un largo pasado, y su sentido se ha diversificado.
Para nuestro propósito, basta con distinguir lo sublime retórico, lo
sublime psicológico y lo sublime místico. La república de las letras,
representada por Boileau, sometió a examen al primero en 1674.
Boileau decidió publicar una traducción anotada del retórico Lon-
gino, al que se creía del siglo III. Boileau, según lo que entendía de
Longino, separó cuidadosamente el estilo sublime (que puede lin­
dar con el ampuloso y con el enfático) de lo sublime propiamente
dicho. Este es «algo extraordinario y maravilloso en el discurso que
hace que una obra nos impresione, nos arrebate, nos fascine». El es­
tilo sublime siempre busca palabras grandilocuentes, pero lo subli­
me puede hallarse en un solo pensamiento, una sola figura, un so­
lo giro548. De hecho, para Boileau, lo sublime -«algo maravilloso y
sorprendente en el discurso»- rara vez se halla en el estilo sublime.
Mucho más a menudo surge de una concisión y de una sencillez
que traducen con «ingenuidad» el movimiento natural de un alma
acuciada por lo extraordinario de la circunstancia. Al famoso ejem­
plo de Longino -«¡Hágase la luz!» («giro de expresión extraordi­
nario»)- añade la frase del viejo Horacio en la obra de Corneille:
«Que muriese».
Son palabras muy modestas. Sin embargo todo el mundo siente la gran­
deza heroica encerrada en ellas. Que muriese es tanto más sublime por ser
simple y natural, y eso nos transmite que el viejo héroe habla con el cora­
zón y con una ira realmente romana.
Trasladada a estilo sublime (por ejemplo, «que sacrificara su vi­
da en aras del interés y de la gloria de su país»), la frase habría per­
dido su fuerza. «Por lo tanto, la sencillez misma de esa frase consti­
tuye su grandeza»549. Diderot dirá más tarde: «Pintar tal y como se
hablaba en Esparta'»550.
Pero esta sencillez es algo que se aprende. Hay un arte de lo su­

287
blime. No es algo que se produzca espontáneamente; la naturaleza
no produce obras sublimes por sí misma. Cierto que «nunca se
muestra tan libre como en los discursos sublimes», pero esta libertad
no es una casualidad y, como ocurre con cualquier producción esté­
tica, «no es enemiga del arte y de las reglas». La naturaleza conduce
a lo elevado, «pero si el arte no se ocupa de guiarla, es una ciega que
no sabe dónde va». Por lo tanto, existe un método para alcanzar lo
sublime, que consiste en «lastrar» el espíritu, «otorgarle carga y pe­
so». En la escuela de los Antiguos hay que aprender la elevación, la
emoción, la nobleza de la expresión, la composición y el orden de
las palabras «en toda su magnificencia y dignidad». La misma disci­
plina espiritual se aplica a lo bello y a lo sublime. Ambos forman un
territorio continuo. Aunque lo sublime se halle de este lado de los,
límites, sigue siendo un género literario y un modo retórico. Es un
modo de lo bello y, lejos de oponerse a éste, es su superlativo551.
No obstante, según Baldine Saint-Girons, Boileau, en su erudita
controversia con Huet, obispo de Avranches, concedía que lo ver­
daderamente sublime sólo está en Dios y que las palabras siempre
serán insuficientes para expresar su grandeza. Así que, por una par­
te, habría algo inmenso, y, por otra, el imitador que se esfuerza en
expresarlo: una sublimidad de las palabras junto a una sublimidad
de las cosas que tiende a lo indecible y a lo irrepresentable. Tam­
bién Fénelon remite poco a poco su afición a la retórica a un Dios
incognoscible e indecible. Desde ese momento, «lo bello que sólo
es bello, es decir, brillante, no es bello sino a medias» y palidece an­
te lo sublime552.
Pero hay que elegir otra vía para alcanzar el segundo tipo de lo
sublime, que he llamado (sin duda no con mucha propiedad) «psi­
cológico». Un camino que se anuncia en el siglo XVIII con autores
como Du Bos, Shaftesbury, Addison, Young o Rousseau. Y que en­
cuentra su expresión canónica en la Investigación filosófica sobre el ori­
gen de nuestras ideas de lo sublime y de lo bello, publicada por Burke en
1757553.
Esta vía pasa por una reflexión sobre la psicología de la emoción
artística. El abate Du Bos escribía ya en 1719:
Todos los días vemos que los versos y los cuadros procuran un placer
sensible; pero no por ello nos es más fácil explicar en qué consiste ese pla­
cer, que a menudo se asemeja a la aflicción y cuyos síntomas son a veces
los mismos que los del más vivo dolor. El arte y la poesía nunca son tan
aplaudidos como cuando logran afligirnos554.

288
Así pues, en la apreciación, lo cualitativo -el gusto- cede el pues­
to a lo cuantitativo: la intensidad de la emoción. Al mismo tiempo,
aunque el placer y el dolor representen polos opuestos, se acercan
el uno al otro para formar un solo polo que se opone al grado cero
de la intensidad emocional.
Este es el punto de partida de Burke. Distingue el placer, asocia­
do a lo bello, que se basa en el amor, la comunicación social, la fa­
cilidad de relación, y el deleite, asociado a lo sublime, que es una pa­
sión con un grado de intensidad superior. El placer es positivo, el
deleite es «relativo» o negativo: es la sensación que acompaña el ale­
jamiento del dolor y del peligro. El deleite se basa en el terror.
Todo lo que suscita de uno u otro modo las ideas de dolor y de peligro,
es decir, todo lo que de una u otra manera es terrible, trata de objetos te­
rribles o actúa de forma análoga al terror, es fuente de lo sublime, es de­
cir, puede producir la emoción más fuerte que el espíritu es capaz de sen­
tir555.
Por lo tanto, lo sublime nace del temor y de la conciencia si­
multánea de que no se corre peligro. Siguiendo la línea del psico-
logismo, podríamos decir que se trata de una especie de juego sa-
domasoquista al servicio de la excitación máxima. Porque «las ideas
de dolor son mucho más poderosas que las de placer», y la idea de
la muerte es más poderosa todavía. Por asociación, lo sublime tam­
bién se asocia a lo vasto, al infinito, a la oscuridad y a muchas otras
cosas de las que no hay que temer ningún peligro, pero que «tienen
un efecto semejante porque actúan de modo semejante»556.
En el ámbito del gusto, lo sublime burkeano indica un divorcio
del buen gusto a la manera francesa. Racine, Voltaire o Pope dejan
paso a licores más fuertes, como Shakespeare o Milton. En un re­
gistro más vulgar, este tipo de lo sublime permite alabar obras cuyo
principal mérito es provocar el miedo, ya se trate de la novela «gó­
tica» o, más tarde, de su legítima descendiente, la tough novel norte­
americana. Lo sublime psicológico, al romper todos sus lazos con el
gusto, también los rompe con la moral. Puede convertirse en pura
búsqueda del deleite, es decir, de ese matiz que cobra el placer
cuando está entremezclado de horror.
El tercer tipo de lo sublime, el de Kant y el que Hegel conservó
del kantismo, es religioso, o mejor, místico. Corresponde a una ex­
periencia espiritual en la que el sujeto, al enfrentarse a lo absoluta­
mente grande, se deshace de todo salvo de la experiencia misma, vi­

289
vida en el interior del alma. Lo sublime retórico está de acuerdo
con la moral, porque ésta obedece a la regla de la razón y obtiene
de la experiencia espiritual un aumento de pureza y de sencillez.
Sin embargo es autónomo respecto a la moral, puesto que su terre­
no es la obra de arte. Lo sublime psicológico, atento únicamente a
la fuerza del sentimiento y complaciéndose en el «miedo», es exte­
rior a la moral. Pero lo sublime religioso es un bloque que reúne to­
das las facultades y todos los dominios de la experiencia del hom­
bre. Este se deshace de la imagen y de la obra de arte, que le
parecen insuficientes. También se deshace de la moral común, que
se le antoja una simple propedéutica hacia una moral más alta que
puede ser lo opuesto a la primera; de la fe común, cuyas declara­
ciones canónicas resultan triviales comparadas con lo inefable; de la
política común, descalificada por la revelación. Si el artista moder­
no sigue este modelo de lo sublime, se ve empujado al margen de
la sociedad en la medida en que toma conciencia de su vocación de
artista. Se convierte en el equivalente moderno del estilita, aislado
en lo alto de su columna erigida en pleno desierto, rodeado por el
vulgo que llega en peregrinaje y que ya no se atreve a preguntarle
qué está haciendo. Lo sublime religioso es una sublimidad total, y
por eso le interesa a la gran filosofía. Quien se adentra en este tipo
de lo sublime es simultánea o indistintamente artista, moralista,
santo o cabecilla de un pueblo: Tolstoi, que fundó una religión tras
haber renunciado al arte y fue el guía moral de Rusia, es un ejem­
plo perfecto.
La imagen no está amenazada por los dos primeros tipos de lo
sublime. Sólo se ve empujada al despojamiento expresivo y a la ve­
hemencia afectiva. Lo sublime retórico puede combinarse fácil­
mente con lo sublime psicológico. La energía del alma, que retiene
su cualidad natural y se desarrolla metódicamente según las reglas,
se expresa entonces en una imagen que arrebata y que, como diría
Boileau, «lo trastorna todo, como la caída de un rayo». Desde el
punto de vista del experto, lo sublime burkeano sigue sometido, si
no a la regla moral, al menos, cuando quiere, a la regla del gusto.
No obstante Turner, que se inclina por Burke más que por Boileau,
escribe citando a Tom Paine que
a menudo lo sublime y lo ridículo están tan íntimamente relacionados que
es difícil separarlos. A un paso de lo sublime encontramos lo ridículo, y a
un paso de lo ridículo volvemos a encontrar lo sublime557.

290
D elacroix
Delacroix es la prueba de la compatibilidad de estos dos prime­
ros tipos de lo sublime. Taine lo ve así:

Buscaba en todas partes la más alta tragedia humana; en Byron, Dante,


Tasso y Shakespeare; en Oriente y en Grecia; a nuestro alrededor, en el
sueño y en la historia. Conseguía que la piedad, la desesperación, la ter­
nura o cualquier otra emoción desgarradora o maravillosa emanasen de
sus extraños tonos violáceos, de sus nubes color vino veteadas de humo de
carbón, de sus mares y de sus cielos lívidos como la tez febril de un enfer­
mo, [...] de sus carnes temblorosas y sensitivas donde trasluce la tormenta
interior, de sus cuerpos retorcidos o tensos por el placer o el espasmo [...]
deja atrás a los antiguos pintores para revelar un nuevo mundo e inter­
pretar la época en la que vivimos558.
Sí, pero Baudelaire corrige este retrato. Su Delacroix es
una curiosa mezcla de escepticismo, cortesía, dandismo, despotismo [...].
Escéptico y aristócrata, sólo conocía la pasión y lo sobrenatural gracias a su
familiaridad forzada con el sueño. Odiaba las multitudes, y apenas las con­
sideraba otra cosa que destructoras de imágenes [...] los signos heredita­
rios que el siglo XVIII había dejado en su naturaleza parecían propios de
esa raza tan alejada de los utopistas como de los airados, la raza de los es­
cépticos educados, vencedores y supervivientes que, por lo general, tenían
más de Voltaire que de Jean-Jacques559.
El Delacroix del Diario parece responder a la imagen de Baude­
laire. Era un hombre de mundo que leía a los clásicos franceses,
que admiraba por encima de todo a Rubens, Veronés, Tiziano,
Poussin, la antigüedad clásica. Su vida, ordenada y laboriosa, es bas­
tante solitaria, pero se impone una vida social del mejor tono. Ce­
na y charla en casa de Thiers o de la princesa Mathilde, adoptando,
según Baudelaire, la vestimenta y las maneras de Mérimée, «la mis­
ma frialdad aparente, ligeramente afectada, el mismo manto de hie­
lo cubriendo una púdica sensibilidad y una ardiente pasión por el
bien y por lo bello».
Delacroix explicó su idea de lo bello en dos ensayos, «Cuestiones
sobre lo bello» y «Variaciones sobre lo bello». Los dos trasmiten un
pensamiento sereno que, lejos de romper con el espíritu clásico, lo

291
restituyen contra la deformación y las rigideces del academicismo.
En resumen, lo bello aparece en épocas benditas y en los hombres
elegidos que saben comprenderlo y producirlo. Una idea que no se
halla muy lejos del buen sentido de Voltaire y de su visión histórica
de los siglos privilegiados. Lo bello es común, pero hay que volver a
descubrirlo cada vez que se encarna en un gran artista:
Se dice de un hombre, para alabarlo, que es único. ¿No podemos afir­
mar, sin temor a la paradoja, que esa singularidad, esa personalidad que
nos fascinan en un gran poeta o un gran artista, que ese rostro nuevo de
las cosas que él nos revela nos asombra y nos encanta, y que despierta en
nuestra alma el sentimiento de lo bello, con independencia de las demás
revelaciones de lo bello que se han convertido en el patrimonio de los· es­
píritus de todos los tiempos y que han sido consagradas por una admira­
ción duradera?560
Esto es digno del mejor y más puro Boileau, que a propósito de
los antiguos clásicos concluía:
La antigüedad de un escritor no es un signo claro de su mérito; pero la
duradera y constante admiración que siempre han despertado sus obras es
una prueba segura e infalible de que son admirables561.
Si hay un movimiento en la obra de Delacroix, podríamos des­
cribirlo como un retorno meditado a los clásicos. No como si pasara
de Burke a Boileau, evidentemente; más bien como si, librándose de
las modas de la época, ocupara tranquilamente su lugar en la gale­
ría de los grandes maestros que más admiraba: Rubens, Veronés,
Poussin. En las obras de juventud, el puñal del oriental siempre está
a punto de hundirse en el seno tierno y desnudo de la mujer pros­
ternada y pasiva. En el fondo de esta idea de lo sublime, propia de
su época, hay una vena sádica. La energía davidiana se traslada a las
dramáticas escenas de caza en las que los hombres se enfrentan a los
leones. En el Luxembourg, en el Hotel de Ville, en la biblioteca del
palacio Bourbon, comprobamos que Delacroix busca sus temas en el
repertorio humanista de las grandes galerías del seicento, cuyo des­
crédito lamenta. En el palacio Bourbon, la Teología ocupa una cú­
pula entre la Filosofía, la Legislación y la Poesía. Esta pintura se en­
camina a una síntesis trascendente y sosegada, en la que él escéptico
voltaireano y el «apasionado por la pasión» (Baudelaire) acogen y
unifican toda la herencia: Virgilio y Trajano, Oriente y la Biblia.

292
En su testamento pictórico, en la capilla de los Santos Ángeles de
Saint-Sulpice, Delacroix logra esta síntesis y realiza una obra maes­
tra. El espíritu prometeico -o fáustico, o napoleónico- de la lucha
anima a Jacob, hinchiendo su heroico torso. Pero el ángel soñador,
que toca ligeramente el suelo sin apenas pesar sobre él, le vence
«sin esfuerzo», como un dios griego, del que ha heredado la armo­
nía y el perfil pero no la cabellera espesa, rizada, rubia y larga, que
corresponde a la de un ángel florentino. Al fondo hay tres árboles
enormes y contemplativos que parecen surgidos de las Estaciones de
Poussin, aunque con una frondosidad que recuerda a Constable y
un efecto de torsión propio de Delacroix. En la parte inferior de­
recha, hay una naturaleza muerta en la que apreciamos el estilo «fi­
broso» y hasta el sombrero de paja de Van Gogh. El cuadro -como
toda obra maestra- desborda las clasificaciones hegelianas. El tema
y el motivo se remiten, es cierto, a lo «romántico» cristiano. Pero la
impasibilidad serena del ángel responde al más puro arte «clásico».
Para terminar, los tres gigantescos árboles significan algo -pero
¿qué?- e introducen esa discordancia misteriosa entre la «forma» y
el «contenido», inaccesible, objeto de intuición y no de pensa­
miento, que según Hegel caracteriza la «simbólica» primitiva.

La estética francesa
En materia de reflexión sobre el arte y lo bello, el siglo XVIII
constituye un intermedio entre dos épocas metafísicas. La doctrina
clásica de lo bello, dependiente del idealismo platónico, se debilita
en Francia y en Inglaterra, o simplemente sigue dando vueltas so­
bre sus propios pasos. Conserva mayor vitalidad en la Alemania eru­
dita, donde la vieja filosofía universitaria sigue dominando el terre­
no. Será esta Alemania la que elabore, sobre las ruinas aún en pie
de la antigua estética y sobre las nuevas corrientes, una nueva esté­
tica igualmente metafísica. Me gustaría hacer hincapié en el carác­
ter no metafísico de la estética de la Ilustración francesa, porque lo
encontramos tanto en el espíritu de la crítica como en el del públi­
co francés del siglo XIX, tanto en Baudelaire como en Fromentin562.
No es que en el siglo XVIII no hubiera tentativas, en Francia y en
Inglaterra, de cimentar la idea de lo bello en principios filosóficos
estables que no dependiesen de las variaciones del gusto y de la sub­
jetividad del placer. El padre André, por ejemplo, llama «bello» en
una obra del espíritu

293
no a lo que gusta a primera vista a la imaginación en ciertas disposiciones
del alma o de los órganos del cuerpo, sino a lo que tiene el derecho de gustar
a la razón y a la reflexión por su propia excelencia.
El padre André no sitúa en el cuerpo lo que él llama lo «bello
esencial», sino en lo que dentro del cuerpo recuerda o imita «a esa
unidad original, soberana, eterna y perfecta» de la que las obras de
arte no son sino una sombra. Aquí, el padre André sigue fielmente
a Agustín. Lo bello tiene «derecho a gustar», con independencia de
las convenciones, porque es anterior y superior por derecho a las
reglas que lo codifican. Está relacionado con la sustancia divina y,
en última instancia, se confunde con ella, que confiere simultánea­
mente al objeto el ser, la unidad y la belleza563.
Pero tal afirmación no puede por menos de venirse abajo frente
al empirismo que domina el siglo. «Nuestras ideas», escribe Locke,
«no son otra cosa que percepciones actuales de nuestro espíritu, y
dejan de existir cuando ya no las percibimos». Lo bello ya no está
ni en las cosas ni en Dios, sino en el hombre. Hume insiste en ello:
La belleza no es una cualidad intrínseca de los objetos en sí mismos; só­
lo existe en el espíritu que los contempla y cada espíritu percibe una be­
lleza diferente.
Por lo tanto, no hay más realidad cognoscible que la del indivi­
duo sensible. Quedan por estudiar experimentalmente, es decir, a
salvo de los prejuicios metafísicos y de las ambigüedades de la in­
trospección, los procesos reales mediante los cuales el individuo
sensible logra construir sus nociones, y especialmente las de forma,
simetría, relieve y belleza.
Cuando Diderot estudia a un ciego de nacimiento, opera según
las condiciones de la experiencia. El resultado al que llega difiere
sensiblemente del empirismo puro. Es cierto que las nociones en
las que se basa la idea de lo bello dependen del correcto funciona­
miento del sentido de la vista. Por lo tanto, son relativas. Sin em­
bargo, el ciego de nacimiento que toca una esfera y un cubo los re­
conoce perfectamente en cuanto le operan de cataratas. Lo cual
prueba que los sentidos comunican, se transmiten instrucciones y
reciben también las instrucciones del razonamiento. El hombre po­
see una aptitud para la organización, para la coordinación de los
datos sensoriales, que le permite conocer y utilizar la realidad564.
No obstante, aquí ocurre algo que no tiene una lógica filosófica.

294
Todos los elementos de la revolución lockeana -el abandono de la
ontología, la ruptura tanto entre el objeto y el ser como entre el ar­
tista y el ser, el empirismo que reduce lo real a la sensación y lo be­
llo a la subjetividad caprichosa e inestable del sujeto individual-
tendrían que haber conducido a una dramática pérdida del sentido
del arte, la misma que diagnosticaba Hegel cuando anunciaba su
fin. Pero si observamos a Diderot y seguimos su mirada, vemos que
gana a la vez que pierde. Se ausenta de la metafísica, se despide de
lo divino, pero sólo para apropiarse del mundo exterior, de la na­
turaleza natural y de la naturaleza social. Lo que sigue despertando
simpatías en el materialismo a la manera de Marx y Engels es pre­
cisamente su fidelidad al espíritu de Diderot: el amor a la «materia»
o a la naturaleza, la confianza en las posibilidades del hombre, su
dueño y señor. En la época de la Enciclopedia, esta ambición con­
quistadora está en todo su esplendor y todavía no ha degenerado en
un «metamaterialismo» megalomaníaco. Todavía puede interpre­
tarse como humanismo, incluso relacionarse con la tradición más
aristotélica del arte -de las bellas artes y de las artes mecánicas- co­
mo imitación de la natura naturans, emulación entre los procesos
creativos de la naturaleza y los del hombre.
Puede que el artista haya perdido uno de sus puntos de referen­
cia -Dios-, pero la conciencia de su actividad organizadora le de­
vuelve la dignidad de sujeto que el empirismo estricto tendía a di­
solver, y por lo tanto le devuelve su alma. Por otra parte, liberado de
las trabas y de la espiritualidad acartonada del academicismo, se di­
rige jubilosamente a la naturaleza para observarla e inventariarla.
Esta operación le provoca una alegría que se extiende a todo el ar­
te de la Ilustración, una espiritualidad luminosa que sigue siendo
religiosa, sobre todo en las tierras fieles al cristianismo (Baviera,
Austria, Bohemia), pero que tiene el mismo cariz en la Francia fe­
liz y laica de Luis XV y Luis XVI. Si recordamos que, en este país, el
jansenismo tardío -seco, sombrío, subversivo- encadena lo que
queda de catolicismo oficial, podemos considerar que el espíritu ca­
tólico vive no tanto en las iglesias despojadas, donde se rompen has­
ta las vidrieras, sino en el arte no religioso de Watteau, Boucher,
Chardin o Fragonard. Ya no se busca la imagen de Dios, al menos
no en reproducciones directas; aunque el arte religioso sigue go­
zando de buena salud incluso en Francia (y volveré sobre este te­
ma). Pero el reflejo de esa imagen -a través de los dioses de la fá­
bula- ilumina el arte profano, otorga al mundo un bienestar, una
dicha de ser que es también una alabanza a su Creador. A veces, es­

295
ta alabanza se expresa directamente en esas «glorias» de estuco y de
mármol que se multiplican en nuestras catedrales, a la fría luz de las
vidrieras transparentes. Indirectamente, ilumina las escenas de caza
de Oudry, los «platos de jamón», los «platos de ostras», las nalgas de
miss O’Murphy, la Fiesta en Saint-Cloud, y acaricia con delicadeza los
calderos íntimamente recogidos de Chardin.
El inventario del mundo al que procede la Enciclopedia encuen­
tra su equivalente en las series exploratorias de Redouté y Audu-
bon. Pero ía empresa de Diderot tiene otra faceta: la promoción del
artesano y del artista. El Renacimiento había intentado disociarlos,
pero Diderot los reúne bajo la categoría común del hacer. Las artes
liberales tienen el mismo origen que las artes mecánicas, y sólo se
distinguen porque unas son «más obra del espíritu que de la mano»,
y otras «más obra de la mano que del espíritu». Un buen zapatero
es un artesano. Un buen relojero puede ser un gran artista. Entre
ambos no hay ruptura, sino que se encuentran todos los grados. In­
cluso en el grado más bajo están presentes la inspiración y esa ca­
pacidad de adivinación que forma parte del genio.
La larga costumbre de la experiencia otorga a quienes se dedican a las
operaciones más burdas un presentimiento que se asemeja a la inspira­
ción565.
A fin de cuentas, la inteligencia también está en la mano. El
ateísmo de Diderot, que transfiere la sustancia divina a la naturale­
za o a la mano o a la cabeza del artesano y del artista, es tan huma­
nista que uno duda en tomarlo completamente en serio. Ante la
muerte de Dios, no sería él quien gritase, como Nietzsche: «¡El de­
sierto crece!». Al contrario, pensaría que nunca había estado tan
verde.
Junto con el hacer, la otra gran categoría de la estética francesa
es el ver. Siguiendo a Horacio y a Du Bos, el clasicismo repetía que
la poesía es como la pintura. Batteux reducía las bellas artes a «la
imitación de la bella naturaleza». La vista es el primero de los sen­
tidos. Diderot: «La pintura muestra el objeto mismo, la poesía lo
describe, la música suscita apenas una idea de él»566. Por lo tanto, el
primer paso del aprendizaje estético es aprender a ver. Y, para los
pintores, aprender a ver la naturaleza. En la Academia se aprendía
a dibujar copiando a los grandes maestros. Coypel -que cita a Di­
derot con aprobación- dice a los artistas:

296
Hagamos, si es posible, que las figuras de nuestros cuadros sean mode­
los vivos de las estatuas antiguas, que estas estatuas sean los originales de los
modelos que pintamos567.
De la bella naturaleza vista a través del prisma de los maestros se
pasa gradualmente a la imitación de la «verdadera» naturaleza.
El pintor mira la pintura en su relación con la naturaleza, pero
el público, educado por el pintor, aprende también a mirarla. Este
siglo es la escuela del connaisseur. El público se educa con ayuda de
viajes, críticas de exposiciones, salones; a la vez, el mercado del ar­
te se amplía y se perfecciona. Si leemos uno tras otro a Félibien, De
Piles, Montesquieu, De Brosses y Diderot, vemos enriquecerse el vo­
cabulario crítico, que empieza a incluir términos técnicos. Nace un
lenguaje pictórico. Diderot perfecciona su noción de lo «bello real»
en la escuela de Chardin. Las visitas a los talleres y la intimidad con
los artistas va a seguir siendo una característica estable de la crítica
francesa, que quiere saber cómo se hace un cuadro, distinguir -co­
mo dice Diderot- el «hacer» y la «magia», conocer las cocinas de los
fondos y las veladuras. Quiere adentrarse en los problemas que el
pintor se plantea.
Conversión a las cosas, aprecio por el artesano, curiosidad por el
oficio de pintor, costumbre de considerar un cuadro por su valor
pictórico, de juzgarlo por la probidad del hacer: éste va a ser el to­
no de la crítica francesa hasta Zola, los Goncourt, Fénéon. Lo cual
contribuye a mantenerla alejada de las consideraciones religiosas,
morales, patrióticas o filosóficas de las que se nutre el juicio estéti­
co fuera de las fronteras francesas. Parafraseando a Maurice Denis:
antes de saber lo que significa una pintura, hay que saber si es una
«buena pintura», porque si no, no es. Cuando Diderot escribe:
«¿Quién ha visto a Dios? Rafael, Guido Reni. ¿Quién ha visto a Moi­
sés? Miguel Angel»568, quiere decir que para verlos hay que pintar
como ellos, que sólo los ven porque los pintan bien y logran que los
veamos por la misma razón.

B audelaire
En el ámbito estético hay dos Baudelaire. Uno anuncia el sim­
bolismo y a veces, a su manera, roza la estética de lo sublime, em­
pero sin detenerse en ella. Así es el crítico musical. Escribe a Wag­
ner:

297
El rasgo que más me ha impresionado es la grandeza. La representa e
incita a ella. En sus obras he encontrado por todas partes la solemnidad de
los grandes ruidos, de los grandes aspectos de la Naturaleza, la solemnidad
de las grandes pasiones del hombre. Uno se siente inmediatamente eleva­
do y subyugado569.
Al contacto con el gran alemán, entra de lleno, con la intuición
de un poeta, en la estética alemana. Describiendo su impresión de
Tannháuser, dice sentirse «arrebatado de la tierra», «liberado de los
lazos de la gravedad», experimentar «la extraordinaria voluptuosi­
dad que impregna los altos lugares».
Entonces concebí plenamente la idea de un alma que se mueve en un,
medio luminoso, de un éxtasis hecho de voluptuosidad y de conocimiento que
planea por encima y muy lejos del mundo natural570.
Palabras que describen una experiencia mística en los términos
románticos que nos son familiares: «la beatitud espiritual y física»,
«el aislamiento», la contemplación de algo «infinitamente grande e
infinitamente bello» y, finalmente, «la sensación del espacio exten­
dido hasta los últimos límites concebibles». Entonces, Baudelaire
introduce el famoso tema de la correspondencia «de los perfumes,
de los colores y de los sonidos». Existe una «analogía recíproca» de
las cosas «desde el día en que Dios pronunció el mundo como com­
pleja e indivisible totalidad»571.
La Naturaleza es un templo cuyos pilares vivientes
Dejan en ocasiones escapar palabras confusas;
El hombre atraviesa esos bosques de símbolos
Que lo observan con miradas familiares.
Aquí estamos al borde de lo sublime «dinámico»: la visión unita­
ria se apodera interiormente del artista, junto con la imposibilidad
de pensarla y de comunicarla.
En una tenebrosa y profunda unidad
Vasta como la noche, como la claridad.
Las flores del mal contiene muchos pasajes que concuerdan con
esa intuición de los límites que el espectáculo wagneriano había sus­
citado en el poeta. Y siempre, en el culmen de la emoción, se pre­

298
senta la imagen o la Idea de Dios. Dios también está asociado al ho­
rror del mundo y a la náusea misantrópica. Es el refugio en el que
el poeta se halla al fin fuera del alcance de lo vulgar, lo mezquino,
lo malvado.
Al cielo, donde sus ojos ven un trono fúlgido,
Alza el Poeta sereno sus brazos piadosos,
Y los grandes relámpagos de su espíritu lúcido
Le ocultan la visión de los pueblos furiosos.
Baudelaire pertenece a una tradición católica francesa que va de
Joseph de Maistre (al que tan a menudo se refiere) a Claudel, en
quien la altanera reivindicación de adhesión al dogma más severo
es también un medio para despreciar a la masa impía de los estúpi­
dos.
¡No me confundáis con los Voltaire y los Renán y los Michelet y los Hu­
go y todos los demás infames! Sus almas están con los perros muertos y sus
libros en el muladar572.
La imprecación de Claudel es baudelaireana por el orgullo, el
sentimiento de superioridad que le otorga la certeza de que él está
en lo cierto -cosa que le llena de júbilo- y los demás equivocados.
Pero, en Baudelaire, la idea de Dios no da lugar al júbilo del triun­
fo; surge del exceso de sufrimiento a guisa de compensación.
Sé que le reserváis un lugar al Poeta
En las filas dichosas de las santas Legiones,
Y que vais a invitarlo a la fiesta perpetua
de Tronos, de Virtudes y de Dominaciones.
Sé que el dolor es la única nobleza [...].
Hablemos ahora de Baudelaire como crítico de arte. El cambio
de tono es considerable. En lugar de abrir caminos desconocidos
hacia la modernidad, más bien prolonga las vías abiertas en el siglo
XVIII y se acoge, con plena conciencia además, al patrocinio de Di-
derot. Rechaza categóricamente el «arte filosófico». Por éste en­
tiende a Chenavardy, de manera explícita, a la «escuela alemana»,
sin reconocer el clima que esta escuela de pintura comparte con la
música wagneriana. El «arte filosófico» pretende sustituir el libro y

299
enseñar historia, moral, filosofía. A ojos de Baudelaire, esto es una
monstruosidad. Es un retorno a la imaginería, al «jeroglífico infan­
til». Overbeck sólo estudia lo bello en el pasado para enseñar reli­
gión. Cornelius y Kaulbach, para enseñar historia y filosofía. Pero
eso es un extravío con respecto a la meta del arte, que es «crear una
magia sugerente que abarque a la vez el objeto y el sujeto, el mun­
do exterior al artista y al artista mismo». Esta creación obliga a usar
solamente medios plásticos, los únicos con tal capacidad de suge­
rencia. Chenavard, siguiendo a los alemanes, «desprecia lo que no­
sotros entendemos por pintura». Desprecia «el atractivo y el ador­
no» del arte»573.
El Salón de 1845 no puede ser más tradicional. Lo forman una
serie de viñetas clasificadas por géneros: cuadros de historia, retra­
tos, cuadros de costumbres, paisajes. La Academia llevaba dos siglos
imponiendo esta jerarquía. Baudelaire, cuyo padre era un distin­
guido artista aficionado que dibujaba bastante bien, juzga como ex­
perto. Lo que le llama la atención es «buena pintura»; lo que le re­
pugna es malo.
El Salón de 1846 va por temas: el romanticismo, Delacroix, el co­
lor, la elegancia... El de 1859 se despliega en toda su fértil y libre am­
plitud. Sin embargo, la crítica sigue siendo ajena al espíritu de sis­
tema y a cualquier dogmatismo. Conocemos los gustos de
Baudelaire porque él no los oculta y basa su crítica en ellos. Se di­
rigen espontáneamente a lo grande. «Prefiero», dice, «las cosas
grandes». Pero por «grande» entiende la nobleza, la belleza gene­
rosa del gesto o de la pose, la armonía de los colores, la altura poé­
tica de la imaginación. Lo grande se opone a lo mezquino, a lo se­
co, a lo minucioso. A un lado están Géróme y Meissonier, y al otro
Daumier, Corot, Ingres (sí, Ingres) y Delacroix, porque éstos pro­
ducen una pintura de alta calidad que revela el alma de buena cu­
na y la imaginación ricamente adornada. Lo sublime baudelaireano
no se opone en absoluto a lo bello, sino a lo vulgar. En eso también
sigue a Boileau, como lo seguía -lo decía él mismo- su modelo, De­
lacroix.
El gusto por las cosas elevadas hace que Baudelaire preste siem­
pre una respetuosa atención a la pintura religiosa. Admira a Legros
y a Armand Gautier, no por haber expuesto la fe de la Iglesia, sino
«por haber tenido la fe suficiente con vistas a su objeto. Han de­
mostrado que incluso en el siglo XIX el artista puede producir un
buen cuadro religioso, siempre que su imaginación sea capaz de
elevarse a esas alturas». Comenta con profundidad -pero siempre

300
como un crítico de arte que compara a Veronés con Tiziano- el Cris­
to bajado a la tumba de Delacroix, Heliodoro expulsado del Templo o la
Lucha deJacob con el ángel Pero reconoce la misma nobleza, si anima
la mano y el alma del artista, en un paisaje de Corot, un grabado de
Manet o de Meryon o un esbozo de Guys574.
El texto sobre Constantin Guys no es en absoluto un elogio exa­
gerado del pintor575. Al contrario, anuncia en la introducción que
Rafael y Racine no deben ocultar todo el horizonte del arte, y que
los poetae minores tienen cosas buenas, sólidas y deleitables. No sólo
existen los «faros» y los «genios» sobrehumanos. Del mismo modo,
no sólo existe la «belleza general», y es un error descuidar «la be­
lleza particular, la belleza de circunstancia y el rasgo costumbrista».
Según Baudelaire, todo está hecho para ser contemplado, y el ojo
entrenado y sensible del artista transmite esa savia a la página o al
lienzo. Incluidos los rasgos más efímeros de la vida moderna. «La
modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente.» Es decir
el traje, el maquillaje, la dama elegante, el dandy, el militar y «ese
ser terrible e incomunicable como Dios», la mujer. En cuanto a la
forma, podrían ser los esbozos, la «mirada sintética y abreviadora».
Constantin Guys, comparado con Moreau, Saint-Aubin, Lamí o Ga-
varni, se cuenta entre esos «artistas exquisitos que no por haber pin­
tado únicamente lo familiar y lo bonito dejan de ser historiadores
serios».
El interés de la pintura no está forzosamente en la grandeza del
tema ni en la profundidad del genio, sino en una justa relación con
el mundo y con el yo; con el mundo, para verlo en su diversidad y
para extraer del menor espectáculo toda la belleza nueva y poco fre­
cuente que contenga; con el yo, para adquirir la sensibilidad en to­
do su frescor, la inteligencia que selecciona, elimina, sintetiza, re­
flexiona, la cultura y la habilidad que confieren al lienzo la sólida
calidad de una obra acabada. En este caso, el arte no es «una imi­
tación estéril de la naturaleza» sino, volviendo una vez más a lo me­
jor de la tradición clásica, una relación de emulación que transfor­
ma la materia en una obra comparable a la que la naturaleza habría
producido, y al artista en un demiurgo rival de esa naturaleza en el
proceso creador.
Por lo tanto, lo más importante es la percepción. Y en ella radi­
ca la facultad de genio. Se encuentra en la fuerza, en el choque, en
la crudeza excepcional de la percepción tal y como la sienten natu­
ralmente los niños:

301
El niño lo ve todo como una novedad; siempre está embriagado. Nada
se parece más a lo que llamamos inspiración que la alegría con la que el
niño absorbe la forma y el color. Me atreveré a ir más lejos: afirmo que
cualquier pensamiento sublime llega acompañado por una sacudida ner­
viosa más o menos fuerte que resuena hasta en el cerebelo. El hombre de
genio tiene nervios sólidos; los del niño son débiles. En el primero, la ra­
zón ha llegado a ocupar un lugar considerable; en el segundo, la sensibi­
lidad ocupa casi todo el ser. Pero el genio sólo es la infancia recuperada a
voluntad.
Este célebre pasaje condensa maravillosamente el credo estético
de Baudelaire. Esta intuición del genio y de lo sublime está tan le­
jos de Burke como de Kant, y tampoco es del todo propia de Boi-
leau. La intensidad del sentimiento no proviene en absoluto, como
en Burke, de un añadido de miedo y horror, sino simplemente del
retorno a la edad en que la impresión es naturalmente más fuerte
y se graba más profundamente en el alma y en la memoria. El ver­
de paraíso de los amores infantiles es también el momento en que
la magia de las cosas se imprime espontáneamente en el alma vir­
gen del niño. Pero el «pensamiento sublime» tampoco es la ocasión
de tomar conciencia con orgullo de la propia inmensidad y de su
proporción-desproporción con el absoluto. Al contrario, es esa hu­
milde disposición del niño -y del hombre, si posee el genio- para
recibir como un don la verdad cándida de las cosas, sin que el mal,
la costumbre, el prejuicio, «la estupidez, el error, el pecado, la ta­
cañería» le nublen la vista y le obstruyan el espíritu. La frescura de
la impresión, la ingenuidad de la mirada provienen de esa inocen­
te humildad de la infancia recuperada a voluntad. Es lo mismo que
nos transmiten tantos poemas en verso y en prosa, tantos fragmen­
tos de Mi corazón al desnudo, tantas páginas de la correspondencia:
el vínculo entre la videncia y la pureza mantenida del niño desdi­
chado, aunque maravillado y «embriagado», con «la mirada fija y
extática de un animal delante de lo nuevo». Es evidente que Baude­
laire recuerda la frase evangélica: «Si no os volvéis como niños, no
entraréis en el Reino de los Cielos». Y no seréis capaces de ver ni el
cielo, ni la tierra, ni a Dios, ni sus imágenes, ni sus reflejos.
Con la sencillez realmente genial del niño, Baudelaire recupera
el principio de modestia que ha fecundado el arte occidental desde
que un papa le impuso un programa limitado y secundario, que
contrasta claramente tanto con la hybris del icono oriental como
con la hybris estética que cultiva el romanticismo. Esto le permite a

302
Baudelaire ver lo excelente y lo perfecto por todas partes, en parti­
cular entre los artistas que sabe menores y a veces humillados -por
ejemplo, Meryon-, con los que se siente unido por lazos fraterna­
les.
Vemos, a la vez, cómo hay que entender el tema baudelaireano
de la modernidad: no como una superioridad esencial ni tampoco
como una superación cronológica, sino simplemente como un pre­
sente. El genio infantil no se vuelve ni prisionero del pasado «cul­
tural» ni esclavo del futuro imaginario. Tan sólo disfruta de la hora
presente, de las cosas presentes. Agustín ponía límites a la distentio
del alma, que le permite desbordar en ambas direcciones el punto
indivisible y fugitivo del instante presente, extenderse hacia el pa­
sado a través de la memoria y hacia el futuro a través de la espera
(intentio, attentiof76. Pero estos límites son más flexibles en el niño,
el presente dura más y no se halla aplastado de forma tan implaca­
ble entre un pasado y un futuro igualmente inminentes. El instan­
te se alarga y lo llena todo. Y si se une a la oración, a la visión divi­
na, puede llegar a ser intuición del presente eterno. El éxtasis
poético en el que Tannhäuser sume a Baudelaire no está tan lejos del
éxtasis de Ostie, y nutre esas oraciones y «elevaciones» que jalonan
Las flores del mal Más prosaicamente moderno es el mundo en el
que se encuentra el artista, su lugar móvil lleno de sorpresas «nue­
vas» que tiene que percibir y a partir del cual elabora su obra. «Mo­
derno» no tiene nada que ver, en ningún caso, con esa noción tan
ajena a Baudelaire, y además posterior a él, de «vanguardia». «El
progreso: ¡horror!»577.

From entin
Hegel caracterizaba la pintura holandesa por lo que ésta repre­
sentaba: escenas costumbristas, naturalezas muertas, paisajes. Pero
a Fromentin apenas le preocupan los temas. Lo que admira es la
ejecución. Se dirige a los pintores como pintor; no para procurar­
les recetas y técnicas, sino para corregirlos e impedir lo que consi­
dera una decadencia del oficio.
Se diría que el arte de pintar es desde hace tiempo un secreto perdido
y que los últimos maestros experimentados que lo practicaron se llevaron
la llave a la tumba578.

303
Hasta ese momento, nadie había hablado de pintura con tal gra­
do de competencia, con una práctica tan completa de los procedi­
mientos, por no decir de las «cocinas», en un libro sin duda desti­
nado a exhortar a los colegas, pero también a educar al público y,
como precisa el autor, a la «gente de sociedad». Fromentin sigue
siendo un clásico de la estética a la manera francesa: educación de
la mirada, arte de juzgar la pintura por su «calidad», formación del
gusto, guía del experto.
El tema ya no cuenta, porque la calidad puede hallarse en cual­
quier tema. A pesar de su «pasadismo», Fromentin, a quien actual­
mente se considera un hombre tímido y encerrado en su cultura
-hasta el punto de que colocaba sus caravanas argelinas bajo el cie­
lo aborregado de Zélande y la luz de Ruysdael-, es tan «formalista»·
y tan desdeñoso con lo representado como Maurice Denis o André
Lhote. Así describe el Martirio de san Livino de Rubens:
Olviden que se trata de un crimen innoble y salvaje, de un santo obispo
a quien acaban de arrancarle la lengua, que vomita sangre y se retuerce
entre atroces convulsiones; olviden los tres verdugos que lo martirizan, uno
con el cuchillo ensangrentado entre los dientes, el otro con sus pesadas te­
nazas, tendiendo un repugnante jirón de carne a unos perros; miren sola­
mente el caballo blanco que se encabrita contra un cielo blanco, la capa
dorada del obispo, su estola blanca, los perros moteados de blanco y ne­
gro, los cuatro o cinco negros, los dos gorros rojos, los rostros ardientes,
los cabellos pelirrojos, y alrededor, en el vasto terreno del lienzo, el deli­
cioso concierto de grises, azules, plateados claros y oscuros; y sólo verán
una radiante armonía579...
Fromentin todavía percibe un contraste expresivo, una antítesis
poética buscada por Rubens en este cuadro «furibundo y celestial,
horrible y risueño». Pero adivinamos que esta pareja antitética está
a punto de disolverse, que la pintura pura está a punto de librarse
del impedimentum de lo representado, que está al borde de reple­
garse en sí misma con completa autonomía. Los maestros de antaño
marca el principio del camino que va a conducir a la pintura fran­
cesa, según una lógica totalmente opuesta a aquella que llevará a la
abstracción de Kandinsky y de Malevich, a un arte abstracto de otro
tipo, pero aun así abstracto -profano y agnóstico, en contraste con
el misticismo del otro- y que resulta difícil distinguir si no tenemos
en cuenta las intenciones y los motivos de ambos. La abstracción
graciosa y armoniosa que caracteriza a la escuela de París en tomo

304
a 1950 tiene que ver, por una parte, con el hechizo del «delicioso
concierto de grises, azules, plateados», que se disfruta en sí mismo
y basta para todo. Por este camino, la estética del hacer y del ver
conduce, a su manera, a una nueva actitud hacia la imagen, que re­
sultaría dudoso atribuir a la iconoclasia y que tal vez sería una for­
ma de iconofilia, incluso de iconolatría, que mediante la disolución
de lo representado actúa en provecho de una exaltación hiperbóli­
ca de las formas y de los colores, que a veces se reduce hasta con­
vertirse en adoración del esquema geométrico de la composición.
Por eso, al hablar de una imagen de Dios -El descenso de la Cruz,
también de Rubens-, Fromentin omite pura y simplemente lo divino:
El Cristo es una de las figuras más elegantes que Rubens haya imagina­
do a la hora de pintar a Dios. Tiene una especie de gracia alargada, flexi­
ble y casi afilada que le otorga toda la delicadeza de la naturaleza y toda la
distinción de un hermoso estudio académico580.
Y detalla «el cuerpo grande y un poco derrengado», «la cabeza
pequeña, delgada, delicada» e incluso «el pie azulado y estigmati­
zado» que roza el hombro de María Magdalena, en lo cual Fro­
mentin cree ver una alusión conmovedora. Lo divino se reduce a lo
humano, pero lo humano puede volatilizarse a su vez en la pintura
pura, en el espacio que separa el lienzo de calidad de la mirada si­
barita del experto, atento a la pincelada, a los tonos, a los valores.

La prim era generación im presionista


Vamos a hablar ahora de la mayor explosión pictórica desde la
que tuvo por escenario los Países Bajos en el siglo XVTI. Desde el en­
cuentro del enmarcador Eugène Boudin y el colegial Claude Monet
en las calles de Le Havre en torno a 1855, no pasa un solo año sin
un acontecimiento memorable o un milagro, y esto dura al menos
hasta finales de siglo. Siete grandes pintores -Manet, Monet, Degas,
Cézanne, Seurat, Van Gogh y Gauguin- viven casi juntos, se obser­
van entre sí, hacen de trampolín los unos para los otros. Y en torno
a ellos Renoir, Pissarro, Toulouse-Lautrec, Bernard, Caillebotte y
otros diez forman una corona, una segunda línea que habría basta­
do para la gloria de una época no tan excepcionalmente fecunda.
Entre estos hombres, ninguno de los cuales llevó una vida mezqui­
na, sino siempre ennoblecida por rasgos de valor y a veces de he­

305
roísmo, hubo pocos odios, desprecios, celos; a menudo los unió la
amistad y una total generosidad. Esta pandilla de jóvenes valientes,
que se apoyaban mutuamente en los momentos difíciles, baña los
comienzos del impresionismo en la misma luz alegre y tónica que
ilumina Los tres mosqueteros. Tienen un aire conquistador, pero fran­
co y jubiloso; un «¡París es nuestro!» con un fondo optimista.
París, o al menos una parte de París, estaba dispuesto a recibir­
los. «Pintura de demócratas, de hombres que no cambian la ropa
de cama», decía el conde Nieuwerkerke. Sí, pero París era la única
ciudad democrática de Europa, aunque no fuese la más limpia. Ni
siquiera el Estado era muy feroz. Al fin y al cabo, fue su majestad el
emperador quien, «para que el público juzgue por sí mismo la le­
gitimidad de estas declaraciones [es decir, las protestas contra los
rechazos del Salón], ha decidido que las obras de arte rechazadas
sean expuestas en otra parte del Palacio de la Industria»581. La Re­
pública no fue tan buena hija. Pero por lo menos dejó que los ar­
tistas se las apañasen sin intervenir, sin prohibir, sin subvencionar.
Huysmans recuerda las palabras de Courier: «Lo que el Estado fo­
menta, languidece; lo que protege, muere»582. Los pintores impre­
sionistas rara vez le tienden la mano al Estado, cosa que habría sido
en vano.
En cuanto a la sociedad, era lo bastante variopinta para ofrecer­
le un hogar o una oportunidad a cada cual. Manet era rico; Degas,
Cézanne y Seurat vivíañ sin estrecheces. Los más pobres, Van Gogh,
Monet y Pissarro, encontraban en el seno de la pequeña burguesía
de los artesanos y los comerciantes a algunos hombres cordiales que
los sacaban de apuros. Y, durante esos años, en conjunto, la litera­
tura francesa fue inferior a la pintura. Pero la primera tomó parti­
do por la segunda -tanto Mallarmé como Zola, Duranty y Fénéon,
Mirbeau y Huysmans- con un discernimiento desigual pero con sin­
cero entusiasmo, y si alguno -como Zola- fallaba, los demás aguan­
taban el tirón. Es cierto que el establishment de los ministros, los sa­
lones y Bellas Artes era hostil. Pero ese obstáculo, que en Alemania
o en Inglaterra habría sido fatal para este tipo de pintura, en Fran­
cia era poroso y dejaba pasar grupos de burgueses cultos, guasones
e independientes y a una multitud del pueblo llano anarquizante, a
quienes les gustaban esos pintores cuya extravagancia podía remi­
tirse a la «bohemia» (que ya estaba firmemente asentada desde ha­
cía generaciones) y que tenían suficiente olfato para adivinar, cuan­
do se daba el caso, la calidad del trabajo. Alrededor de estos artistas
a los que llaman malditos -quizá con excepción de Cézanne, el

306
gran solitario- siempre hubo un entorno comprensivo. Incluso en
el caso de Van Gogh.
La novedad de su arte, la dificultad de hacer que se entendiera
dictó a Pissarro y a Monet algunas palabras de cariz revolucionario.
Pissarro declaró en muchas ocasiones que había que quemar el
Louvre, cosa que por otra parte bien podría haber ocurrido si al­
gunos guardianes no hubieran apagado el fuego que los comune­
ros prendieron en las Tullerías583. Monet escribía a Bazille en 1868:
«Cuanto más lejos llego, más lamento lo poco que sé; eso es lo que
más me molesta»584. No hay que tomar estas palabras en el sentido
nihilista e iconoclasta propio de algunas declaraciones parecidas de
los futuristas italianos y rusos. Expresaban solamente la exaspera­
ción ante las fórmulas académicas que pretendían apoyarse en la
autoridad del museo, cuando no la impaciencia de un joven talen­
to que intenta abrirse camino. No hace falta insistir en lo que nos
enseñan todas las historias del movimiento: la amplia cultura, la in­
teligente meditación sobre los maestros y especialmente sobre los
maestros cercanos, como Delacroix, Ingres, Corot, los españoles de
la colección de Luis Felipe, los paisajistas ingleses descubiertos en
Londres. Los impresionistas rechazan cierta modernidad: la que es­
tá vinculada a las formas mezquinas de la sensibilidad de su época,
el erotismo un poco guarro de los pompiers, la sensiblería a veces re­
pugnante de Bouguereau o Cabanel, la elegancia huera de Helleu,
la minucia a menudo vana de Meissonier. Degas critica justamente
todo el catálogo de sus victoriosos competidores. Dejando de lado
esta pintura a la moda, que ellos consideran indigna y contraria al
honor de la pintura, vuelven la mirada hacia los maestros, Poussin,
Velázquez, Rubens, se comparan y se miden con ellos. Cézanne as­
pira al museo.
La estética de las obras sobrepasa ampliamente la estética de las
ideas. Lo que los impresionistas dicen de sus concepciones es cu­
riosamente breve y conciso comparado con la reflexión de las ge­
neraciones siguientes. La razón más probable es que no tenían ne­
cesidad de elaborar sus ideas. Querían hacer una buena pintura,
por oposición a la pintura que veían a su alrededor y que les pare­
cía mala. No tenían la pretensión intelectual de la innovación.
Manet nunca entendió del todo por qué los lienzos de los impresio­
nistas no lograban el reconocimiento social que, en su opinión, me­
recían tanto como las obras de los demás. Todos sufrían el ostracis­
mo de que eran objeto, pero sin espíritu rebelde ni revolucionario.
Sufrían inocentemente, porque creían obrar bien. Tenían concien­

307
cia de seguir una tradición, aunque ésta fuera desde hacía tiempo
un sendero estrecho e incómodo. Hablamos de la tradición de Bau-
delaire sobre la nobleza del artista, lo que se debe a sí mismo, su
postura ante una sociedad que puede ser sórdida y hostil. Pero tam­
bién de la tradición de Diderot, y asimismo de Baudelaire, acerca
de ia primacía del ver y el hacer sobre el pensar, y acerca de la rela­
ción con la «naturaleza».
Se trata de una relación feliz. «Les ruego que crean que, si no me
divirtiera, no pintaría», dice Renoir585. YMonet: «Todos los días des­
cubro cosas aún más bellas; me entran tales ganas de hacerlo todo
que es para volverse loco: ¡la cabeza me estalla!»586. Están todos po­
seídos por la rabia de la pintura. Pensemos en sus últimos años: Ma-
net, torturado por la ataxia, pintando La barra del Folies-Bergére; De­
gas, casi ciego, trabajando en pinturas al pastel que ya ni siquiera se
le ocurre enseñar a nadie; Monet, con los ojos nublados por las ca­
taratas, transportando frenéticamente su jardín a lienzos gigantes­
cos; Cézanne, enganchando todos los días su coche para detenerse
ante la Santa Victoria hasta que el ataque lo fulmine; Van Gogh...
Los descubrimientos estrictamente pictóricos de los impresio­
nistas sobre la luz, el juego de tonos, surgen de la contemplación
maravillada del mundo, de un arte de la visión capaz de transfigu­
rar cualquier espectáculo.
He visto —escribe Duranty—un gran movimiento de grupos formado
por las relaciones de la gente cuando se encuentra en los diferentes terre­
nos de la vida: en la iglesia, en el comedor, en el salón, en el cementerio,
en el campo de maniobras, en el taller, en el dormitorio, en todas partes.
Las diferencias de vestuario desempeñaban un papel importante y com­
petían con las diferencias de fisonomía, de ritmo, de sentimiento y de ac­
ción. Todo me parecía dispuesto como si el mundo hubiera sido creado
únicamente para deleite de los pintores, para alegrar la vista587.
Los avances técnicos, es decir, la adaptación de los procedimien­
tos a su arte, son en sí mismos un motivo de alegría que a veces se
expresa en términos casi místicos:
El descubrimiento consiste concretamente en haber reconocido que la
plena luz decolora los tonos, que el sol reflejado por los objetos tiende, a
fuerza de claridad, a hacerlos converger en esa unidad luminosa que fun­
de los siete rayos del prisma en un solo resplandor incoloro que es la luz»
(Duranty)588.

308
No habría que modificar mucho estas palabras para atribuírselas
a Pío tino o al seudo Dionisio.
Aun así, no hay que ir demasiado lejos, no hay que alejarse del
universo simple y casi artesanal -en el sentido más noble- en el que
vivían, por su naturaleza social y su modestia intelectual, los prime­
ros impresionistas. El viejo Pissarro, que por su bondad, por su hu­
mor dulce y pacífico, fue el hogar afectivo y el eje del grupo, daba
en torno a 1896 al pintor Louis Le Bail los consejos siguientes, que
contienen el credo estético de esta generación:
Hay que buscar la naturaleza que conviene al propio temperamento
[esto es de Zola: «la naturaleza vista a través de un temperamento»],
contemplar el motivo más por la forma y el color que por el dibujo [...].
No hay que definir demasiado el contorno de las cosas; lo que nos da el di­
bujo es la mancha justa de valor y de color. En una masa, lo más difícil no
es detallar el contorno, sino crear lo que hay dentro. Pintar el carácter
esencial de las cosas, intentar plasmarlo por cualquier medio, sin preocu­
parse del oficio. Al pintar hay que elegir un motivo, ver lo que hay a la iz­
quierda y a la derecha, trabajarlo todo simultáneamente. No hay que pro­
ceder fragmento por fragmento, sino a la vez [...]. El ojo no debe
concentrarse en un punto particular, sino verlo todo y, al mismo tiempo,
observar el reflejo de los colores en lo que los rodea [...]. No proceder si­
guiendo reglas y principios, sino pintar lo que uno observa y siente. Hay
que pintar generosamente y sin vacilación, porque es preferible no dejar
escapar la primera impresión. Ante la naturaleza no hay que ser tímido:
hay que atreverse, a riesgo de equivocarse y de cometer errores. Sólo hay
que tener un maestro, la naturaleza: a ella es a quien siempre debemos
consultar589.
El objeto de la contemplación es la naturaleza. El respeto por las
reglas académicas nos aleja de ella. El dibujo demasiado preciso de
los contornos nos impide ver su corazón, su pleno «estar ahí», su to­
talidad inmediata. Ese dibujo divide, relega a la periferia lo que hay
que percibir desde el centro, en el continuum simultáneo del obje­
to. Hay que captarla «a la vez», «simultáneamente». No hay que te­
ner miedo sino proceder con intrepidez -en el siglo XVII se habría
dicho con generosidad-, y no preocuparse por los errores. Enton­
ces, del éxtasis de la mirada pasamos a una obra que la contempla
y la refleja como un equivalente analógico de la naturaleza. Natura
sive Deus: en este punto, es difícil determinar a dónde lleva esta as­
censión espiritual. Boudin ya decía que hay que «conducir a los bur­

309
gueses a la luz»590. El deseo de comunicación directa es tan fuerte
que incluso el quid est ante el objeto, el juicio que lo nombra, pare­
ce otro obstáculo para la fusión. En 1889, Monet explicaba al pintor
norteamericano Cabot Perry que le habría gustado nacer ciego y
luego (como el ciego de Diderot) recibir de repente el don de la vis­
ta. Porque entonces habría empezado a pintar sin saber cuáles eran
los objetos que veía ante sí591.
Esto hace posible una inversión. El acto del puro ver, que recha­
za las mediaciones del juicio, que niega cualquier identidad a los
objetos salvo la de ser un punto local en el continuum del espacio co­
loreado, desemboca en el equivalente del no ver. Por eso cuando
Monet, enfermo de cataratas, ya no «distingue» claramente las co­
sas, lejos de dejar los pinceles, pinta más que nunca, en un estado·
de fusión con la naturaleza en el que el mero hecho de pintar hace
las veces de pintura. En el museo Marmottan hay un largo rectán­
gulo horizontal donde sólo subsisten pinceladas de pintura sobre
un lienzo en parte sin cubrir, sin la menor referencia a un espec­
táculo que el espectador pueda imaginar, y que parece una especie
de caligrafía mística a la manera zen. Un paso más y se habría roto
el lazo con el mundo exterior, sólo quedaría transcribir mediante el
gesto los tormentos de la interioridad; Pollock, dándole vueltas a
Monet, llegará a un lenguaje plástico cercano partiendo del no ver.
Pero Monet no da ese paso.
No hay unidad estilística en los primeros impresionistas. Degas,
Manet, Renoir o Cézanne probaron el estilo inventado por Monet
y sus amigos, y después desarrollaron su propio idioma. Pero hay
entre ellos una unidad filosófica cuyo punto esencial -junto con la
exigencia moral de «buena pintura»- es el apasionado interés por
el mundo exterior, por las cosas, la luz, la vida y, como ellos decían,
la naturaleza. Y seguirán siendo fieles a este interés mientras les
quede vida, cuando ya el movimiento impresionista como tal se ha­
ya acallado o dispersado.
Al repasar esta época tan fértil que parece producir cada año un
acontecimiento capital en la historia de la pintura, debemos con­
centrarnos en el período 1886-1890, que ve florecer a Gauguin y a
Van Gogh, artistas con tanto talento como los primeros, que hablan
un lenguaje pictórico capaz de comunicar con el mundo artístico
creado por sus mayores, cuyos pasos creían seguir. Para la crítica
hostil y poco comprensiva eran del mismo pelo, pero su filosofía
profunda difiere claramente de la de sus predecesores.
Monet y Cézanne apreciaban la pintura de Gauguin, que surge

310
de la suya y cuya calidad responde a los criterios de excelencia que
ellos habían establecido. Pero la «voluntad artística», la Kunstwollen,
por hablar como Riegl y Worringer, no puede ser más opuesta. Lo
atestigua esta declaración de Gauguin a Schuffenecker (1888):
No copie demasiado de la naturaleza, el arte es una abstracción; sá-
quelo de la naturaleza soñando ante ella y piense más en la creación que
en el resultado592.
La imitación de la naturaleza -el punto de anclaje del impresio­
nismo en la tradición clásica- empieza a alejarse. La naturaleza só­
lo es la ocasión de un «ensueño», en el cual se elabora lo que Gau­
guin llama «síntesis» o «abstracción» (en un sentido que pronto va
a recoger toda una escuela de pintura) y que, al término de una al­
quimia interior, constituye la «creación» del artista.

La lenta desaparición de la excepción francesa


Con tales temas, dejamos la excepción francesa y nos adentra­
mos en la corriente dominante en la historia artística europea. Se
llama simbolismo. Hacía falta un artista tan grande como Gauguin
-y como Van Gogh- para dar el empujón definitivo y modificar el
movimiento particular de la estética francesa, que a través del ro­
manticismo, el realismo, el naturalismo y el impresionismo (sin ol­
vidar el academicismo) había permanecido en la órbita clásica. Pe­
ro no del todo. El giro que le dio Gauguin volvió a situar en un
lugar central obras notables que, aunque admiradas por todos, se
habían dejado momentáneamente de lado: por ejemplo, las obras
de Puvis o de Moreau. En los últimos años del siglo, la excepción
francesa ya no resulta tan impresionante, y es más exacto reducirla
a una escuela particular en la pintura paneuropea. La escuela fran­
cesa se reúne con Europa, pero una Europa ya transformada por
ella, que a su vez empieza a acordarse de las influencias recibidas de
Inglaterra y Alemania. Volveremos sobre el tema.
¿Podemos decir con propiedad que la excepción francesa -que
duraba desde la violenta separación de 1789- toca a su fin? Desde
luego que no. Bajo los diversos lenguajes plásticos que coexisten o
se suceden en París sobrevive un tono, una capacidad de resistencia
a la estética general europea que dura hasta la Segunda Guerra
Mundial. Degas, Renoir, Monet y Cézanne disfrutan de una larga ve­

311
jez. Mueren rodeados de gloria y de veneración, grand oíd men de
pelo cano, todavía fértiles. La breve carrera de Seurat se desarrolla
en gran parte en el marco que ellos trazaron. En su obra volvemos
a encontrar el sentido de los grandes maestros (a través de Leh-
mann es nieto de Ingres, admira a Millet, el ejemplo de Puvis se lee
en Bañistas en Asnières e incluso en La GrandeJatte) junto con la ob­
servación apasionada de la naturaleza y de la luz, como datos obje­
tivos que entran en la mente a través de los sentidos y con los cua­
les hay que medirse.
Bonnard formaba parte del grupo de los nabis, pero se separa de
ellos para volver a su propio impresionismo, que está singularmen­
te en consonancia, por la originalidad de su estilo, con el espíritu
de la década de 1870593. Y así sigue estando, no anticuado, sino dis­
puesto a cualquier experimentación, incluidas las suyas, hasta su
muerte. Otros, como Marquet, Derain o Dufy, que no aspiran al pri­
mer puesto pero que destacan en el lugar que ocupan, conservan el
cariz francés. Aquí ya no encontramos un análisis de las condicio­
nes de la visión, método -aunque no filosofía- de los impresionis­
tas. Pero conservan íntegramente y defienden con humor la filoso­
fía del estar en el mundo con asombro y placer, de la dicha de
pintar y la felicidad que debe procurar la pintura.
Más aún, esta filosofía rebasa ampliamente el círculo de sus
adeptos y no deja de impregnar la obra de sus adversarios. Gauguin
no es Bôcklin, Sérusier no es Khnopff y ni siquiera Van Gogh es
Munch594. Hay algo amable, concretamente un verdadero amor por
la naturaleza, que separa a los primeros de los segundos. Sea cual
sea el peso de las ideas, sentimientos o símbolos que después le im­
pongan a la tela, ésta surge de antemano de la confrontación con
una realidad observada por sí misma, que subsiste bajo el «conteni­
do» ideal y le da vida.
Para convencerse de ello, basta reflexionar sobre la obra de dos
pintores que han dominado la escena francesa en el siglo XX, Ma­
tisse y Picasso.
Sueño con un arte equilibrado, puro y tranquilo, sin temas inquietan­
tes o preocupantes, que sea para cualquier trabajador mental -tanto para
el hombre de negocios como para el hombre de letras, por ejemplo- un
calmante cerebral, algo parecido a un buen sillón donde poder olvidar las
fatigas físicas595.
No se puede uno despedir con más fina ironía de la estética de

312
lo profundo, de lo sublime, del genio atormentado. Matisse raya
con Valéry en la afirmación de un clasicismo inteligente e indife­
rente. «Lo más profundo que tenemos es la piel», decía poco más o
menos el segundo. En pintura, diría Matisse, es la superficie. Esta
debe deleitarnos.
Un cuadro debe estar tranquilo en la pared. No debe introducir en el
espectador un elemento de confusión e inquietud [...]. Un cuadro debe
procurar una satisfacción profunda, el descanso y el placer más puros del
espíritu satisfecho596.
Oh, diga a los norteamericanos que soy un hombre normal; que soy un
padre y un marido devoto, que tengo tres hermosos hijos, que voy al tea­
tro y practico la equitación, que tengo una casa cómoda y un bello jardín
que adoro, que tengo flores y todo lo demás, exactamente como todo el
mundo597.
Las vestimentas de mago de Péladan le hacen reír: si el genio es
eso...
En cuando a los comentarios sobre el arte de la pintura, podrían
ser de Poussin o Félibien. Matisse no se conforma con las «sensa­
ciones delicadas y fugitivas» de los impresionistas. «Prefiero arries­
garme a perder el encanto y lograr más estabilidad»598. Como Cé-
zanne. Matisse cree que Cézanne, como los clásicos, pinta siempre
el mismo cuadro; el mismo, aunque distinto. Lo considera su maes­
tro porque de toda esa generación es el que mejor sabía «poner or­
den en su cabeza». Para él es una especie de «buen Dios de la pin­
tura». Matisse se educa copiando. En Saint-Quentin, el adolescente
copia al humilde pintor local, alumno de Bouguereau. En el Lou-
vre copia a Rafael, Poussin, los Carracci, Champaigne, los flamen­
cos. Los copia como pintor, sin servilismo. Busca su camino. El fau-
vismo es un breve alto que corresponde a la pregunta: «¿Qué es lo
que quiero?»599. El cubismo (que «tuvo una función esencial en la
lucha contra la decadencia del impresionismo») le aporta la preci­
sión del dibujo600.
En Rusia descubre iconos «que igualan a los primitivos france­
ses»601. Eso en cuanto a los maestros, que estudia con cuidado, con
espíritu de libertad pero también con la docilidad de un alumno
sincero y sin orgullo. La relación con la naturaleza es tan serena­
mente clásica como la relación con los maestros. El pintor «debe
poseer esa simplicidad de espíritu que le induzca a pensar que ha
pintado solamente lo que ha visto». Le gustan estas palabras de

313
Chardin: «Añado color hasta que logro el parecido». Y estas otras de
Cézanne: «Quiero crear la imagen». Y las de Rodin: «Copie la na­
turaleza». Leonardo decía: «Quien sabe copiar sabe crear».
La gente que convierte las ideas preconcebidas en estilo y se aparta vo­
luntariamente de la naturaleza pasa junto a la verdad sin verla. Un artista,
cuando razona, debe darse cuenta de que su cuadro es artificial, pero cuan­
do pinta debe tener la impresión de que copia la naturaleza. E incluso
cuando se aparta de ella debe estar convencido de que sólo lo ha hecho pa­
ra reproducirla aún mejor602.
No está claro que la obra de Matisse pueda deducirse de sus de­
claraciones. Es posible que éstas oculten cierta ironía, o que sean el
contrapunto o la compensación de una audacia pictórica con la que
no quería confundir al espectador. Pero esta voluntad de clasicis­
mo, de orden, de devoción a la figura, al desnudo femenino, este
instinto de claridad, de moderación, de alegría se encuentran tam­
bién en los últimos collages, en la capilla de Vence, y en los comen­
tarios con los que el viejo pintor los acompaña. Se trata, en pleno
siglo XX, de una brillante afirmación de la estética de lo bello.
Situar a Picasso junto a Matisse puede parecer paradójico. En
1900, cuando Picasso se inicia en el oficio, Barcelona es wagneriana,
prerrafaelista, jugendstil. Adora a Munch y a Beardsley, se siente mu­
cho más cerca de Munich y de Londres que de París603. Por tempe­
ramento, Picasso no es de los que recurren humildemente a la natu­
raleza, la luz o el paisaje, ni de los que reproducen escrupulosamente
las apariencias. Sus primeros cuadros (épocas azul y rosa) siguen
dependiendo del simbolismo: melancolía, spleen, cuerpos lánguidos
y estirados, rostros soñadores, enigma del sentido. No debe gran co­
sa a los franceses, salvo quizás a Puvis y a Gauguin. Y cuando llega a
París, lo que hace es multiplicar los golpes de címbalo e incluso los
golpes de Estado. «Sorpréndeme», decía Diaghilev a Cocteau. A Pi­
casso no hace falta que se lo pidan. Las señoritas de Avignon; el cu­
bismo; Parade, Las bañistas; Guernica...: hace las veces de revolucio­
nario institucional. Para el francés medio, él solo representa todo el
modernismo pictórico: resume su carácter desconcertante, contra­
rio al buen sentido, sistemáticamente deformante, discordante, ex­
traño, idealista. Añadamos que vive como un rey, que el reconoci­
miento universal de su genialidad lo exime de todas las reglas y lo
pone por encima de todas las leyes. Es venerado, adulado, fotogra­
fiado, filmado en sus castillos, entre sus mujeres y sus ilustres ami­

314
gos. Es el artista superhombre por excelencia y disfruta de un esta­
tuto con el que ni Velázquez ni Leonardo ni Rubens habrían soña­
do. Ni Hitler ni Stalin se atreven a tocarlo. Es inmensamente rico.
Su «genio», en el sentido más kantiano de la palabra, es eviden­
te. Impone sus reglas al arte, aunque resulta tan abrumador que ni
siquiera puede decirse que tenga alumnos. No se sabe, y él tampo­
co lo sabe, de dónde viene su estilo, pero es reconocible en el me­
nor garabato, en un fragmento de grabado o de lienzo: es Picasso y
eso no puede confundirse con nada ni con nadie. Es, más que nin­
gún otro, el artista mundial. Es español y vive en Francia, pero las
fronteras de su mercado se extienden de California a Japón. Y sin
embargo, si situamos la carrera de Picasso en el marco de la pintu­
ra europea del siglo XX, podemos sostener que el más universal de
los pintores es uno de los que más han contribuido a mantener la
excepción francesa, el carácter particular, marginal y arcaico que el
arte francés conservaba con relación a la estética europea domi­
nante y que lo vinculaba tenazmente a la tradición clásica.
Es inútil comentar, después de tantos otros, los cambios que el
descubrimiento de Lautrec, Gauguin y del gran estabilizador, Cé-
zanne, provocaron en el estilo de Picasso. Pero, por haberle «dado
la vuelta» a Cézanne, el artista catalán le abrió camino durante al­
gunos años a la vanguardia. Desde ahora, tenemos que emplear es­
ta palabra. Desde este momento, se impone como actitud cons­
ciente. Se manifiesta en los efectos teatrales del «primitivismo»
negro y del cubismo.
Confieso que yo no entiendo gran cosa de este último movi­
miento604. Si creemos a los autores -más concretamente a Braque,
que habla de ello tardíamente, cuando ya no es cubista-, se trataría
de acercarse al objeto, de reproducir su esencia. En este punto, el
cubismo se apoya en Cézanne, que renuncia poco a poco a la pers­
pectiva, invita, por así decir, a los objetos de la naturaleza muerta a
colocarse al alcance de la mano del espectador, y finalmente los
geometriza en cilindros, cubos y esferas. El pintor cubista asegura
que despliega el objeto para presentar simultáneamente todas sus
facetas, que se esfuerza en suprimir las soluciones de continuidad
entre los objetos, o como mínimo por dotar a los intervalos «de tan­
ta energía como poseen las figuras que los determinan» (André
Masson). Como escribe Fermigier, «se desmaterializa en cierto mo­
do el objeto cortándolo en planos abiertos, y se materializa el espa­
cio condensándolo en planos análogos»605.
Me pregunto si hay que creer una sola palabra de las explicacio­

315
nes de estos pintores, hasta tal punto sus obras cubistas parecen
contradecirlos. Para empezar, los objetos pierden el color, que no
obstante es, para un pintor, el atributo principal de su ser; después,
rápidamente, pierden la forma y el volumen, aunque adopten las
del cubo o el cilindro. En el breve período llamado «analítico», ya
apenas hay diferencia formal entre una pintura abstracta y una pin­
tura cubista, y por eso los primeros abstractos rusos suplicaban a los
cubistas que hicieran un último esfuerzo y se unieran a ellos. Y es
cierto que no estaban muy lejos. Cuando Braque escribía (más tar­
de) : «No hay que imitar lo que se quiere crear» y que la función del
pintor no es «reconstituir una anécdota, sino constituir un hecho
pictórico», ya no se trataba de partir de la realidad para pintar un
cuadro, sino de inventar, de crear una nueva realidad606. Ut pictura ·
música: el pintor organiza libremente las formas, de la misma ma­
nera que un músico (o eso piensa el pintor) procede con los soni­
dos. Un paso más y encontramos a Kandinsky y a Malevich.
Un paso que Picasso no dio. Por prudentes que seamos con las
declaraciones cézanneanas e hiperrealistas de los cubistas, hay que
reconocer que éstas afirmaban al menos la «buena intención» de
no romper con la realidad de buenas a primeras. Por otra parte, Pi­
casso no se atuvo mucho tiempo a esta pintura gris, austera, severa.
El cubismo de los collages que realizó durante la guerra demuestra
que guardaba sus distancias, a su manera cómica, mañosa y lúdica.
Se relajaba y se divertía. En torno a ese mismo momento y hasta el
final de su larga vida, Picasso se despide de la vanguardia. Continúa
encarnándola para el gran público, al que no deja de tener en sus­
penso con sus resonantes «épocas», en las que despliega todas sus
facetas. Pero aunque triunfa gracias a sus grandes recursos artísticos
y conserva el primer puesto, los verdaderos vanguardistas no se en­
gañan: ya no forma parte de su mundo.
He citado a Valéry junto a Picasso. Habría que citar el entorno
de Diaghilev, Cocteau, los Beaumont, los Noailles, el ambiente tea­
tral y mundano en el que Picasso, en la década de 1920, es todo un
personaje. El neoclasicismo francés, reacción de supervivencia tras
la hecatombe, intenta anexionarse a Picasso -qunto con Giraudoux,
Valéry, Maillol y Derain-, que le da algunas prendas, más tarde pa­
gadas con unas cuantas malas sorpresas607. Pero observemos, siem­
pre a vuelapluma, el segundo aspecto de la obra de Picasso. ¿Cuáles
son sus temas? Retratos, desnudos, mujeres, niños. No sólo no hay
enemistad entre la mujer y él (salvo peleas de pareja), esa enemis­
tad o ese pesimismo schopenhaueriano que son una constante del

316
simbolismo y del expresionismo, por no hablar de la abstracción; al
contrario, hay un vivo deseo que revive de lienzo en lienzo, de Ol­
ga en Dora, de Françoise en Jacqueline, sin olvidar a Sylvette y a to­
das las demás. En el desnudo -siempre sensual, siempre cómodo,
nunca obsceno ni asqueado-, Picasso da la mano a los pintores del
sur católico de Europa, en las antípodas de Dix o de Schiele. Para
él, la relación más sana, más directa y más completa con el mundo
es el cuerpo desnudo de la mujer, a menudo amado, siempre de­
seado. El cuadro más famoso de Picasso, el Guernica, es un cuadro
histórico repleto de referencias a los maestros, al Incendio del Borgo
de Rafael, a La Justicia y la Venganza divinas persiguiendo al Crimen de
Prud’hon608.
Observemos el otoño de Picasso, esa larga postguerra que va de
1945 hasta su muerte. Olvidemos la parte de la obra minada por la
ideología, las Palomas de la paz, las Masacres de Corea, porque nadie
es comunista impunemente, ni siquiera Picasso. El viejo pintor, ad-
dict a la pintura, al dibujo, al grabado, a la escultura, workoolic, se ve
reducido en ocasiones a volver al catálogo de su obra. Pero también
recurre a sus fuentes más abiertamente de lo que nunca lo ha he­
cho. Especialmente al arte «popular» antiguo -vasos griegos, espe­
jos etruscos, estatuas helenísticas y romanas-, que nunca ha perdi­
do de vista. A Velâzquez, Manet o Delacroix, a los que copia, parodia
y metaboliza. A retratos y autorretratos donde se expresa no ya una
desesperanza metafísica, sino la tristeza de un hombre viejo al que
la vida abandona. No a Beethoven o Brahms, sino a esos adagios de
Vivaldi donde la melancolía ocupa su justo lugar, entre la alegría
del comienzo y la valiente espontaneidad del allegro final.
Salvo con el cubismo -del que, en parte, fue inventor-, Picasso
nunca se comprometió a fondo con los «ismos» de su siglo. Guardó
una distancia y una proximidad igualmente irónicas con el fauvis-
mo, el surrealismo o el neoclasicismo, a los que sus amigos querían
arrastrarlo. Es el lado humorista de Picasso. Podemos aplicarle lo
que decía Hegel: que, mediante el humor, el artista
se introduce en cierto modo en el objeto y consagra su principal actividad
a disociar y descomponer -mediante hallazgos sucesivos, rasgos de ingenio
inesperados e ideas sorprendentes- todo lo que tiende a objetivarse y a
adoptar una forma concreta y estable609.
El espíritu paródico y la violencia anarquista conducen a veces a
la autodestrucción y a la chapucería. Pero, al menos, Picasso nunca

317
se tomó tan en serio o careció de tal modo de confianza en sus fa­
cultades -ni siquiera en el Guefnica- como para abandonarse a la
angustia muda, a la crispación, a la apraxia que conlleva la estética
de lo sublime. Cuando, ante una mujer, un niño o un toro, supera
el demonio de la «pulla», de la versatilidad y de la parodia, multi­
plica sin esfuerzo los logros en el seno dichoso de la estética de lo
bello. Algunos retratos de Dora Maar recuerdan de inmediato a Ra­
fael o a Goya: plasman la idea de la belleza.
Picasso, Matisse, Bonnard, Dufy y Marquet mueren después de la
guerra. Pero si hubiera que citar una fecha para indicar el final de
la excepción francesa, me arriesgaría a proponer 1940. Ese año se
cruzó una segunda línea Maginot. Aunque hacía tiempo que la ex­
cepción había empezado a perder sus contornos y a desdibujarse. ·
Muchas y muy diversas corrientes influyen en la pintura france­
sa. Algunos artistas se expatrían o buscan un público distinto al
francés, que esté más de acuerdo con sus intenciones y más dis­
puesto a acoger su arte. Marcel Duchamp se establece en Nueva
York. Delaunay trabaja con un pie en Alemania. Kandinsky, Male-
vich y Mondrian tienen discípulos en París. Pero la historia mundial
pesa, en ese momento, más que la lógica interna de la historia del
arte. Francia es derrotada, y las lamentables condiciones de la de­
rrota repercuten en todo lo francés, tanto en literatura como en
pintura. Nueva York está impaciente por recoger la antorcha que le
tiende la caída de París.
Sin embargo, en pintura, Norteamérica nunca ha sido un satéli­
te de Francia. Su propio genio y la naturaleza del país la empujaban
más bien al naturalismo grandioso, al simbolismo, a lo sublime, del
que podía encontrar ejemplos en el norte, el centro y el este de Eu­
ropa. De estas regiones afluyen los inmigrantes -aficionados, ex­
pertos, coleccionistas- que forman el gusto y crean el mercado. Y
también los artistas. Alemanes expulsados por Hider y rusos cuya
obra ya no «encaja» se establecen en la costa este y forman escuela.
Tras la guerra, los pintores franceses, a los que los nuevos dueños
del mercado miran por encima del hombro -ay de los vencidos-, se
ven obligados en ocasiones a trabajar adoptando las formas nortea­
mericanas, no sin domeñarlas, adornarlas y suavizarlas mediante el
elegante oficio y los colores delicados que prefiere el gusto parisi­
no. Pero esto resultaba insulso y ya no parecía estar de acuerdo con
una época tan complaciente con su propio drama. Era artificial, co­
mo si dos estéticas diferentes pudieran subsistir en la misma forma.
La crítica internacional diagnosticó que la abstracción parisina, a

318
pesar de los méritos que tal vez un día se le reconozcan con agra­
decimiento, no era más que una corriente subsidiaria.

II. El arte relig io so en el siglo XIX


¿Qué significa «arte religioso»?
En nuestro excurso sobre la estética francesa, todavía no hemos
encontrado reflexiones ordenadas sobre el arte sagrado o la imagen
divina. De hecho parecen muy alejadas -salvo quizá en el caso de
Baudelaire- de las preocupaciones de los pintores y críticos france­
ses. Sin embargo, son totalmente decisivas en muchas grandes co­
rrientes alemanas, inglesas, eslavas: nazarenos, prerrafaelistas, simbo­
listas, expresionistas y abstractos les otorgan un papel protagonista.
Antes de examinarlas, debemos hacer algunas distinciones.
A. La pintura destinada al culto
Se trata, por lo general, de encargos realizados por las institu­
ciones eclesiásticas con fines de culto. La cantidad es enorme. Re­
cordemos que el siglo XIX es, después de la Edad Media, la época
en la que más iglesias se construyen en Francia. Lo mismo ocurre
en el norte de Europa, aunque sólo sea a causa del crecimiento de
las ciudades. En las iglesias tiene que haber ornamentos. En Fran­
cia, al menos en el seno del clero, el jansenismo y el galicanismo
jansenizante ya están de capa caída, y vuelve el gusto por la exube­
rancia postridentina. Hasta el siglo XX no se volverá a la piedra des­
nuda, el muro visto, el santuario vacío, sin estatuas ni cuadros.
Tanto el clero como las fábricas proceden normalmente según la
costumbre de la Iglesia católica, que quería que la ilustración de los
temas cristianos fuera elocuente y bella. Cuando se pedía a Simón
Vouet o a Restout que pintaran una Virgen con Niño o una alego­
ría de la Caridad, no se les pedía que plasmaran en ellas un «senti­
miento» personal. Pintaban un cuadro tan hermoso como podían,
le otorgaban a la Virgen toda la gracia y la decencia que hacía al ca­
so, pero no tenían ninguna razón para transmitir un «mensaje» per­
sonal. Si había algún tipo de mensaje, se hallaba contenido en el
motivo de la obra. El dogma no era asunto del pintor, sino de la
Iglesia. Esta velaba simplemente por que las imágenes no se aparta­
ran de la piedad o de la honestidad.

319
En 1786, el obispo de Pistoia, Ricci, bajo la influencia del janse­
nismo y de la corriente erudita representada por Muratori, había
intentado reaccionar contra los excesos del barroco. Recomendaba
prohibir las representaciones de la Trinidad, del «corazón de Je­
sús», quitar los «manteletes» que velaban algunos cuadros, «arran­
car de raíz la perniciosa costumbre de distinguir ciertas imágenes,
sobre todo las de la Virgen, con títulos y nombres particulares, por
lo general vanos y pueriles». El pueblo se rebeló, y el papa Pío VI le
dio la razón, condenando estas prescripciones por «temerarias, per­
niciosas, injuriosas para con las piadosas costumbres seguidas en la
Iglesia» (1794)610. Dado el limitado papel de la imagen, el magiste­
rio no iba a contrariar las inocentes preferencias del pueblo: lo ha­
bría escandalizado y habría concedido a las imágenes más impor­
tancia de la debida.
También hay que tener en cuenta una particularidad del catoli­
cismo moderno. El católico puede estar tranquilo. No necesita leer
la Biblia; para su salvación, ni siquiera necesita tener una vida inte­
rior o preocuparse seriamente por su fe. Son requisitos deseables,
pero no obligatorios. Para su salvación, dispone de la asistencia a
misa y de una práctica sacramental ligera, y sólo debe añadir a la ob­
servancia de los mandamientos divinos la de los mandamientos de
la Iglesia, que son de una benignidad ejemplar.
En conjunto, el mundo católico es poco ferviente porque está sa­
tisfecho. Por eso le parece casi pagano al espíritu protestante, que,
de reinstauración en reinstauración, se anima en el siglo XIX con el
más inquieto fervor. El protestante multiplica las obras para con­
vencerse de la fecundidad de la gracia. El católico, sin quemarse la
sangre y sin tomarse el trabajo de pensarlo, cree todavía más que el
protestante en la salvación mediante la gracia, se encomienda con­
fiadamente a ella y no pone en las obras más celo del que la gracia
le aconseja.
De lo cual resulta que la Iglesia católica, en principio, no recla­
ma del artista un compromiso personal. No le pregunta si tiene fe.
Le pide que haga una pintura buena y piadosa, y no que también él
sea bueno y piadoso611. De lo cual resulta a su vez que la Iglesia no
impone al artista una doctrina estética o un estilo particular. No
obstante, fiel a su programa retórico de persuasión, narración y
emoción, se complace en las técnicas ilusionistas de la pintura mo­
derna. Está a favor de la reconstrucción del espectáculo, la puesta
en escena emotiva tal como la practicaba la pintura boloñesa y la si­
gue practicando la Academia. La mirada de los fieles se ha acos-

320
r
I

tumbrado a esta pintura, y la Iglesia no tiene ningún motivo para


cambiar las costumbres. En resumen, el principio parece ser la ob­
jetividad, en dos sentidos: no hay que considerar la subjetividad del
artista; no hay que subvertir los modos de representación que apun­
tan a esa objetividad, es decir, la reconstrucción óptica de la escena
que se debe representar.
B. La pintura de las almas religiosas
En este caso, la subjetividad del artista se manifiesta consciente­
mente. A menudo, el sentimiento religioso existe en el artista en es­
tado natural y se expresa en su obra, o a veces como obra. Pero aquí
también hay que distinguir:
1. El arte religioso de los artistas cristianos
Gleyre, Flandrin y Maurice Denis, por citar sólo a los franceses,
eran católicos y devotos. Confesaban su fe religiosa en los temas sa­
cros. También la expresaban en los temas profanos -retratos, reu­
niones de familia-, a los que asimismo dan un matiz religioso.
Estos artistas se beneficiaron de los encargos eclesiásticos junto
con otros que no presumían de tener convicciones tan profundas
(Delacroix, Ingres, Amaury-Duval), y la fe impregna su obra. Su
condición de cristianos se reconoce públicamente y, por así decir,
llega a ser oficial. Ni siquiera los propios artistas dudan de ella.
2. El arte cristiano de los artistas no cristianos
Se trata del arte espontáneamente religioso y de contenido sus­
tancialmente cristiano propio de artistas que no profesan esta fe.
No está muy claro si eran conscientes de lo que hacían o de lo que
creemos ver en sus cuadros. Tales cuadros no fueron pintados para
la Iglesia y no estaban sometidos a su disciplina.
Si examinamos la producción del siglo XIX, nos asombrará el nú­
mero de cuadros que entran en esta categoría. Los museos están lle­
nos, aunque no les prestamos atención. Dos artistas pueden servir­
nos de ejemplo.
Théophile Gautier exclamó ante el Injertador de Millet: «Parece
un hombre que cumple con el rito de una ceremonia mística, el sa­
cerdote oscuro de una divinidad campestre»612. ¿Una religiosidad
pagana? No tenemos la certeza. La pintura estrictamente cristiana

321
de Millet no es una prueba contra tal afirmación. Aunque esa pin­
tura cristiana existe. Citemos Tobías, cuyo relato bíblico se traslada
al ambiente rústico de la campiña normanda. Citemos también la
Lapidación de san Esteban, el trágico Agar e Ismael, los hermosos di­
bujos de Cristo en la Cruz inspirados en Miguel Angel. La víspera
de su muerte aceptó el encargo de una serie sobre la vida de santa
Genoveva destinada al Panteón.
Pero el sentimiento religioso de Millet aflora con muchísima
más fuerza en sus pinturas profanas, quizá porque no intentaban
ser expresamente religiosas. A propósito de las Espigadoras, Ed-
mond About escribe: «El cuadro atrae de lejos por su aire de gran­
deza y de serenidad. Casi diría que se presenta como pintura reli­
giosa»613. Y ante El nacimiento del ternero Castagnary observa: «Se ha ,
dicho que los dos campesinos andan con demasiada solemnidad,
como si en lugar de un ternero llevaran el Santo Sacramento»614. Mi­
llet empezó a pintar un Ruth y Booz. Cuando acabó el cuadro, le dio
por título El almuerzo de los segadores, como si el aura solemne del
misterio fuera más perceptible al no ser nombrada. Y de hecho, en
el Salón de 1844, la crítica vio en Pastora sentada haciendo punto a una
mujer rezando, cuando en realidad no tiene las manos unidas y lo
único que hace es tricotar. Es propio de Millet introducir una gra­
vedad bíblica en la vida cotidiana. Una mujer metiendo el pan en
el horno, otra que bate la leche para hacer mantequilla u otra que
lava ropa parecen llevar a cabo sus tareas ordinarias bajo la atenta
mirada de su Creador, que las envuelve en un designio augusto y be­
névolo. La Campesina volviendo del pozo parece estar esperando, co­
mo Rebeca, el regreso de los camellos para abrevarlos. La Costurera
junto a la lámpara está iluminada por una luz tan apacible y sus ojos
bajos reflejan una meditación tan tranquila y modesta, que se diría
que un ángel del Altísimo anda por los alrededores.
De todos los pintores del siglo XIX -quizá habría que añadir «y
del siglo precedente»-, Millet es el único que pinta al hombre co­
mo criatura de un Dios «en quien hallamos la vida, el movimiento
y el ser», como dice san Pablo, de tal modo que, rodeado por esa
grandeza e impregnado por esa laboriosa inocencia que Millet le
atribuye, el hombre es el vivo icono del Dios invisible. Millet era lec­
tor de la Biblia, pero no practicante; vivía en concubinato, no era
en absoluto clerical y sin embargo Castagnary lo describe «severo
como un patriarca, bueno como un hombre justo e ingenuo como
un niño». Millet es el Rembrandt francés, el pintor religioso y afec­
tivo, familiar y discreto que conviene a su siglo, dotado por añadi­

322
dura del talento de Víctor Hugo para hacer que «el augusto gesto
del sembrador» abarque las estrellas.
El otro gran artista es, por supuesto, Van Gogh, y la veneración
que éste sentía por Millet se basaba, probablemente, en una reli­
giosidad común. La de Van Gogh es menos explícita, tanto de pa­
labra como de obra. Van Gogh es un espíritu evangélico a la mane­
ra de los Países Bajos, es decir, más directamente místico, de un
misticismo confesado, cultivado y a veces exaltado. «Me benefician
las cosas difíciles», escribe a Théo en 1888. «Aunque no por ello de­
jo de tener una terrible necesidad de -¿diré la palabra?- de reli­
gión. Así que de noche salgo a pintar las estrellas»615.
Cierto que el tierno Vincent se sentía embargado de una caridad
activa e incluso efusiva hacia los hombres. Su aventura con Sien,
prostituta y alcohólica, provoca una mezcla de admiración y males­
tar, como una novela de Dostoievsky o de Léon Bloy. De todos mo­
dos, Van Gogh tiene un corazón más puro que estos dos autores. La
amistad sincera con el padre Tanguy, el doctor Gachet, el cartero,
el zuavo o la cafetera de Arles anima los retratos, que aun así no po­
seen esa interioridad que distingue a Millet e incluso a Degas. Más
que el alma, Van Gogh traduce la vida, pero si pensamos lo que los
simbolistas contemporáneos entendían por la palabra «alma», no
hay motivos para lamentarse.
Decididamente, el misticismo de Van Gogh es más bien cósmico.
Las once formidables estrellas que brillan como soles sobre un ci­
prés en forma de llama (La noche estrellada) lo retratan a la perfec­
ción. «Y sin embargo sentir claramente las estrellas y el infinito allá
arriba. Ah, los que no creen en el sol de estas tierras son unos im­
píos»616.
A este misticismo cósmico se une, en mi opinión, una percep­
ción muy intensa del otro mundo. Lo adivina, por ejemplo, en los
ojos de un niño en la cuna, que le obligan a darse cuenta de su pro­
pia ignorancia y le hacen comparar nuestra vida con «un simple tra­
yecto en ferrocarril»: «Vamos deprisa, no vemos nada de cerca y, so­
bre todo, no vemos la locomotora»617. Cosa que, unida al vitalismo,
o mejor, a esa vida tan poderosa, tan intensa que tienen hasta las
más pequeñas pinceladas de Van Gogh -que con tres trazos de plu­
ma de caña nos descubre un inmenso paisaje-, hace que su intensa
religiosidad carezca de objeto y de determinación. Ante los últimos
cuadros, ante Los cuervos, nos sentimos embargados por la omnipo­
tencia de una presencia. Pero ¿de qué? ¿De quién? Hegel podría de­
cir:

323
El punto de partida es lo real, las formas concretas de la naturaleza y
del mundo moral. Luego expande sus sentidos, haciendo que expresen
ideas generales mediante analogías cuyo alcance natural es, en sí mismo,
muy restringido. Y así crea una obra del espíritu que, expuesta a los senti­
dos, revela a la conciencia la idea universal en un fenómeno particular. Es­
tas representaciones, por su carácter simbólico, aún no son la forma ade­
cuada que conviene realmente al espíritu, porque no hablamos de un
pensamiento claro ni de un espíritu libre618.
¿Quién diría que Van Gogh, en Auvers, era un espíritu «libre»?
Por lo tanto, hay en Van Gogh un simbolismo instintivo, bruto, es­
pontáneo, elaborado lejos de las doctrinas literarias o teosóficas de
la época, y en que él no desea profundizar619. La noche estrellada, con
sus astros apocalípticos, ha sido objeto de muchas exégesis. Pero
Van Gogh se conforma con escribir que esta obra está cerca, por el
sentimiento, de las obras de Gauguin y de Bernard. Inventa su pro­
pio simbolismo del color como expresión de las emociones íntimas.
No define su religiosidad. A propósito del Segador en un campo de tri­
go, escribe a su hermano:
Veo en este segador [...] la imagen de la muerte, en el sentido de que
la humanidad sería el trigo que él siega [...], pero en esa muerte no hay la
menor tristeza, porque sucede a plena luz, bajo un sol que lo baña todo en
una luz de oro fino [...], es una imagen de la muerte tal como de ella nos
habla el gran libro de la naturaleza; pero lo que yo he intentado plasmar
es lo casi risueño620.
¿Sería sensato definir la religiosidad de Van Gogh por él? Podría
parecer emparentada con la de los simbolistas y los expresionistas,
que invocaban su nombre. Sin embargo, existe una diferencia que lo
acerca a los estoicos, a los griegos y también a los cristianos: «[...] lo
que yo he intentado plasmar es lo casi risueño». Por lo tanto, no un
amorfati, sino un amor mundi, un respeto por la naturaleza como tal:
Los pintores comprenden la naturaleza y la aman, nos enseñan a «mi­
rarla». Date cuenta de que, por otra parte, hay pintores que siempre pin­
tan buenos cuadros, que no sabrían pintar cuadros malos, al igual que en
la turba humana hay hombres que sólo saben hacer una cosa: el bien621.
Es su propio retrato.

324
3. El arte religioso no cristiano
Dejo para el capítulo siguiente el examen de esta categoría de
pintura, tal vez la más abundante. Es la guía del simbolismo, el ex­
presionismo, el futurismo, el surrealismo, el arte abstracto. Esta re­
ligiosidad, sin duda más intensa y ferviente que la cristiana, produ­
ce también más escuelas y más corrientes pictóricas. Pero no hay
que suponer una frontera clara entre estas formas de religiosidad y
el cristianismo. Muchos de los artistas en cuestión se consideraban
cristianos y se declaraban como tales, sin darse cuenta de que ya no
lo eran, y otros, al contrario, eran más cristianos de lo que pensa­
ban. La mayoría, a este respecto, estaba sumida en una gran confu­
sión. Cosa que acentuaba aún más el tormento y la búsqueda reli­
giosos, que se reflejan en los lienzos con más patetismo que la
religión sosegada o tibia de los profesionales católicos de la pintura
sacra.
En cuanto al contenido de esta religiosidad diferente, debemos
decir que carece de unidad. Aunque puede aparecer cierta unidad
si oponemos ese contenido a una última categoría.
C. El contenido religioso de la pintura profana
La paradoja de esta última categoría obliga a precisar qué se en­
tiende por «arte cristiano». Es una expresión equívoca, por lo que
debemos distinguir los aspectos siguientes:
-El arte de la Iglesia; es decir, el arte de las iglesias y de los obje­
tos de culto que no están localizados en las iglesias. Se puede reser­
var para esta clase de objetos el nombre de «arte cristiano». Hay que
añadir sin embargo la pintura cristiana de inspiración calvinista,
que no tiene su lugar en el templo, pero que no por ello deja de ser
un instrumento de edificación o de ilustración piadosa, coadyuvan­
te y ancilar de la Palabra.
-El arte de los cristianos. También en este caso, las fronteras son
imprecisas. Tengo en mis manos un librito titulado El artejudío*22>en
el que se relacionan los ciclos iconográficos de las sinagogas anti­
guas, los manuscritos iluminados de la Edad Media alemana, Pissa-
rro, Modigliani, Chagall... Este contraste, que sin duda pulveriza la
noción de arte judío, también pulveriza la de arte cristiano. Hay ar­
tistas judíos, y hay artistas cristianos.
Pero ¿qué es ser judío o cristiano? ¿Debe entenderse la pertenen­
cia formal (la madre judía para el judío, el bautismo para un cristia-

325
no) o hay que exigir una conciencia clara de pertenencia, que ade­
más varía hasta el infinito y puede que sea poco o nada religiosa?
-El arte producido en las áreas históricamente cristianas. Las
fronteras se amplían aquí al máximo. Pero existen. Basta con pen­
sar que están bordeadas por otras zonas claramente heterogéneas:
musulmana, persa, asiática, africana, etc. El modo del arte en el ca­
so del cristianismo, aunque presenta en relación con los demás mo­
dos una unidad, ve cómo esta unidad se fragmenta en bloques, que
después se subdividen: el cristiano oriental, el cristiano latino, que
a su vez presenta las facetas católica, protestante, incluso la españo­
la, italiana, francesa, inglesa o germánica, y después las regionales,
que vuelven a diversificarse en su evolución respectiva, y así sucesi­
vamente.
Pensemos en una característica del arte producido en el área de
la cristiandad europea occidental: la división de este arte en arte sa­
grado y arte profano. En la zona occidental, el arte sagrado y el ar­
te profano tienen su estatuto y su derecho establecido de existencia.
Uno y otro están permitidos. No es frecuente que los artistas prac­
tiquen exclusivamente uno u otro. Las más de las veces practican los
dos, en proporciones que dependen de los encargos o de su tem­
peramento. Si el poder espiritual ha autorizado el arte profano,
quiere decirse que es compatible con la norma teológica. Esta, en
efecto, asigna a la naturaleza en cuanto tal una estabilidad, una dig­
nidad eminente, que es la de la creación. Esto significa que el arte
profano sigue siendo tributario de un juicio teológico de ortodoxia.
El arte sagrado está sometido a la disciplina, en la medida en que
la Iglesia debe velar por la salvación de las almas, que puede verse
comprometida o favorecida por la imagen. El arte profano, en cam­
bio, no está sometido a disciplina alguna. Si se aparta de forma des­
medida de la honestidad, es al magistrado civil a quien correspon­
de intervenir. Pero nada impide pronunciar sobre este arte, una vez
constituido, un juicio objetivo relacionado con su compatibilidad
con los puntos fundamentales de la doctrina cristiana, al menos con
aquellos que se ven afectados por él.
Estos puntos pueden reducirse, por lo que parece, a uno solo: la
creación como algo bueno. El hecho de que tanto lo que es visible
como la visibilidad misma sean obra de Dios, y que remitan a él co­
mo fuente, pone al artista en situación de obrar mediante la gracia,
sin que por ello sea necesariamente cristiano. Esta disposición, que
puede no ser consciente, será calificada de «ortodoxa». Los griegos
de la antigüedad la tenían, los paganos de diversas religiones la tie­

326
nen. Matisse lo expresa de forma excelente a la manera moderna
cuando responde a la pregunta: «¿Que si creo en Dios?».
Sí, cuando trabajo. Cuando soy sumiso y modesto, me siento totalmen­
te apoyado por alguien que me impulsa a hacer cosas que me superan. Pe­
ro no siento hacia él reconocimiento alguno, porque es como si estuviese
ante un prestidigitador cuyos trucos no consigo descubrir. Me veo enton­
ces privado del beneficio de la experiencia que debía ser la recompensa de
mi esfuerzo. Soy ingrato sin remordimiento623.
La segunda parte de esta declaración nos hace suponer que Ma­
tisse no se sentía personalmente cristiano, en todo caso no en su vi­
da cotidiana. Pero la primera garantiza la ortodoxia de su «trabajo».
Este dogma puede no estar formulado. Es común a los paganos
y a las religiones bíblicas, aunque entre los primeros no está rela­
cionado con el dogma de la creación. Si Dios es inmanente al mun­
do, esto no supone una diferencia para el artista. En el área cristia­
na se presta una atención especial al cuerpo del hombre, sin que
ese cuerpo, para ser bello, tenga que ser idealizado (a la manera
griega) y estilizado (a la manera asiática, africana o centroamerica­
na) . Se trata, como ya observó Hegel, del dogma propiamente cris­
tiano de la Encarnación, apoyado en la reflexión multisecular sobre
la noción de persona. La individualidad irrepetible y subsistente del
sujeto humano, la presencia en él de un alma personal anima el re­
trato tal como se ha practicado en Europa desde la Edad Media.
Otras civilizaciones, sin embargo, pueden haber tenido una intui­
ción análoga: hay retratos de hombres manifiestamente portadores
de un alma individual que son obra de escultores romanos, japone­
ses o de los misteriosos broncistas de He. Pero toda la visión del
mundo depende también de un juicio de belleza: el paisaje; la so­
ciedad tal como se presenta en la pintura de género; los objetos na­
turales o artificiales que nos ofrece la naturaleza muerta; y todas las
producciones del hombre.
Existe pues una continuidad entre el arte del paganismo y eji ar­
te del cristianismo. Si se excluye el arte propiamente religioso, la
continuidad es perfecta, aun cuando, por lo que hace al retrato o al
desnudo individualizado, se observen ligeras modificaciones impu­
tables a esta religión. En el fondo, sucede con el arte lo mismo que
con la moral. No hay moral cristiana,, sólo moral común. Del mismo
modo, no hay arte cristiano, sino un arte común, que la religión no
pretende impulsar más lejos ni llevar más alto que las artes paganas.

327
Cuando se trata de la representación del Dios verdadero, la supe­
rioridad que el cristianismo reivindica no es del orden del arte (de
lo bello), sino del orden de lo verdadero.
Así, en esta concepción, la noción de arte cristiano pierde sus
fronteras. En cambio, todo arte, de cualquier época o civilización,
puede ser por parte de los cristianos objeto de un juicio de ortodo­
xia, cuyo criterio doctrinal guarda relación con la creación. El cri­
terio práctico será el amor y el respeto a la naturaleza, la fidelidad
y la conformidad (mediante las transposiciones del arte) a la natu­
raleza. Este juicio es objetivo. No tiene en cuenta la subjetividad del
artista. Tal artista puede ser fervientemente piadoso y producir una
pintura heterodoxa. Tal otro, que nunca ha oído hablar de Dios ni
de sus ángeles, puede atenerse en su obra a la recta doctrina.
Se observa por último que, en la tradición occidental, la relación
entre el arte profano y el arte sagrado reproduce la relación entre
la naturaleza y la gracia. La naturaleza tiene su consistencia y su es­
tabilidad, aunque para un espíritu contemplativo aparezca como
una creación, un milagro perpetuo y finalmente una gracia. La gra­
cia propiamente dicha, también creada, se suma a la naturaleza sin
destruirla. Acaba, por así decir, de construirla. Por lo tanto el arte
sagrado supone el pedestal del arte profano, a la manera en que la
Disputa del sacramento supone en la otra pared de la estancia La es­
cuela de Atenas. La primera perdería toda inteligibilidad si no se apo­
yase y tomase impulso en la segunda, y la segunda sólo puede des­
plegar todo su sentido a la luz de la primera.
Una vez efectuadas estas distinciones, examinemos el arte reli­
gioso del siglo XIX.

En Francia
A. El arte religioso en el siglo XIX
El arte religioso en Francia ha sido objeto de un estudio pione­
ro que puede servirnos de base. Bruno Foucart descubrió un con­
tinente perdido, pues durante casi un siglo se nos ha acostumbrado
a ignorar esta pintura o a despreciarla624.
El primer hecho que salta a la vista es su abundancia. No sólo
porque la Iglesia construye y decora, sino porque el Estado también
hace encargos de gran envergadura, porque el público está ávido
de comprar esta pintura y los artistas de producirla. En el Salón de

328
1781, más o menos el 5% de las obras expuestas tenían un motivo
bíblico. El 10% en el Salón de 1819, el 12% en el de 1827. Casi el
14% en el Salón de 1842. La proporción, que era del 0,5% en el Sa­
lón de 1801, descendió extrañamente después de la Restauración
por debajo del 5%, alcanzando un máximo en la década de 1840.
Superaba todavía el 10% en el Salón de 1855. Es cierto que el mer­
cado absorbe con mayor facilidad los retratos, los paisajes, las esce­
nas de género. Pero los «grandes géneros», fomentados por los po­
deres públicos, siguen siendo abundantes, y el cuadro religioso no
hace sino avanzar a costa del cuadro histórico. Se ha convertido en
el «gran género» por excelencia, y en ese sentido responde a la am­
bición más elevada de los artistas.
Sin embargo, durante este período de auge, la pintura religiosa
comienza a apartarse de los caminos tradicionales. O mejor dicho,
si bien continúa siguiéndolos, junto a éstos se abren otros que in­
corporan otro espíritu. Chateaubriand expone mejor que nadie,
aunque con ambigüedad, cómo habría podido ser el camino clási­
co. A saber, que
la religión cristiana, al ser de naturaleza espiritual y mística, proporciona
a la pintura un bello ideal más perfecto y más divino que el que nace de
un culto material; que, al corregir la fealdad de las pasiones o al comba­
tirlas con fuerza, da tonos más sublimes a la figura humana, y hace sentir
mejor el alma en los músculos y los lazos de la materia; por último, que ha
proporcionado a las artes motivos más bellos, más ricos, más dramáticos,
más conmovedores que los temas mitológicos625.
Es más o menos lo que habría dicho, si no Bossuet -que habría
relacionado la perfección de lo bello ideal, no con el misticismo, si­
no con la verdad de una religión que puede arreglárselas sin el mis­
ticismo-, al menos Fénelon. En todo caso, Chateaubriand no recla­
ma otra pintura, otro estilo, ni una conversión obligatoria del
pintor.
La preocupación de la Iglesia, en un país como Francia, es mi­
sionera, y la «reconquista» católica del siglo XIX no repara en me­
dios. En lo tocante a los artistas, no se priva de ninguna buena vo­
luntad, y en cuanto al arte, de ningún estilo. Por lo tanto será, como
lo es el siglo, naturalmente ecléctica. Quiere emocionar y agradar,
suele aceptar, a veces busca lo sentimental y lo remilgado. Bruno
Foucart señala que esa fórmula es igualmente adecuada para la pin­
tura postridentina, también de reconquista. La aventura de la pintu­

329
ra religiosa en el siglo XIX, a su juicio, está cerca de la del siglo XVII,
de Carracci a Sassoferrato, y por las mismas razones626.
La santería sulpiciana difunde este arte con medios industriales.
Sin embargo, la Iglesia procura -pues no siempre dispone de me­
dios- ejercer cierta vigilancia iconográfica. Refina incluso, de acuer­
do con el espíritu historicista y erudito del siglo, el viejo lenguaje
simbólico. El abad Auber publica en 1871 una Historia y teoría del sim­
bolismo religioso, exhumación de las antigüedades cristianas total­
mente paralela al movimiento de Oxford. Los seis volúmenes del ar­
queólogo Grimouard de Saint-Laurent (Guía del arte cristiano,
publicada a partir de 1872) se sirven con profusión del tesoro his­
tórico. En resumidas cuentas: en honor a los pintores, la Iglesia am­
plía el registro de temas mucho más de lo que los restringe o los de-,
pura627.
La fe no siempre se exige. Si así fuera, acabaría con el arte reli­
gioso, habida cuenta de la escasez de la alianza entre la piedad y el
talento. Así pues, Ingres, Vernet, Delacroix, Amaury-Duval, aun
siendo bastante descreídos, se ven solicitados. El instinto católico de
Baudelaire concuerda con la práctica. La ausencia de fe no es en
modo alguno, dice, la causa de la decadencia, ya que la historia de
la pintura abunda en «artistas impíos y ateos que han producido ex­
celentes obras religiosas». Le basta con estar animada por una ima­
ginación noble, con ser «inspirada»628. Pero el Espíritu sopla donde
quiere.
La pintura religiosa —escribe Foucart- es tan abundante, los que la
practican tan numerosos y tan diferentes, que sus más poderosos y casi ex­
clusivos comanditarios, la Iglesia católica y las fábricas, aceptan más que di­
rigen una producción pictórica en la que se dan cita todas las búsquedas
contemporáneas629.
Este juicio nos presenta, pues, una Iglesia liberal por tradición o
porque no puede actuar de otro modo. La disparidad, las corrien­
tes que van en contra de la tradición y la doctrina, las corrientes sec­
tarias e integristas vienen también de todas partes, tanto del interior
como del exterior de la Iglesia. El arte religioso no presenta en es­
te siglo una unidad real. Sin embargo, para nuestro propósito de­
bemos localizar los elementos nuevos que hicieron estallar poco a
poco esta unidad y llevaron a las metamorfosis contemporáneas de
la imagen divina.
El primero es el medievalismo. Fue en París donde August Wil-

330
helm von Schlegel publicó, en 1817, su reseña sobre La coronación de
la Virgen de Fra Angélico. La idea rectora -que es también la de He-
gel- es una ruptura esencial entre el arte antiguo y el arte medieval:
«El arte de los antiguos y el de los modernos no sólo son diferentes,
sino que son incluso totalmente opuestos en su esencia íntima»630.
Para los «nazarenos», como Overbeck, hay un arte específica­
mente cristiano, que encontró su estilo definitivo en la Edad Media,
estilo cuya validad está garantizada por la verdad de la religión. Los
temas inspirados en la Biblia son intrínsecamente superiores a los
tomados de Homero, y la Edad Media, Fra Angélico y, sobre todo,
el germánico Van Eyck les dieron el tratamiento adecuado al que
los pintores de hoy deben volver. Estas ideas se abren camino en
Francia con una generación de retraso.
El crítico Rio, de formación alemana, profundamente influido
por Schelling, por sus encuentros con los nazarenos en Roma y por
sus conversaciones con Rumohr en Munich, introdujo en Francia
los principios de la nueva estética. El quattrocento es la edad de oro
del arte, porque es a la vez «sabio y católico». Su lección es sufi­
ciente. Del mismo modo que el neoclasicismo había rechazado la
inmoralidad y la ligereza de Boucher, Rio rechaza, en beneficio de
Fra Angélico, el arte del Renacimiento, incluidos Rafael y Miguel
Angel. En otro crítico católico, Cartier, encontramos el mismo anti-
rrafaelismo, pero radicalizado. Rafael no fue cristiano ni en su vida
ni en sus obras. ¿Alguien ha podido rezar alguna vez ante la Virgen
del velo del Louvre? Esta corriente medievalista supone pues una
edad de oro del cristianismo, concebido como una utopía retros­
pectiva a la que hay que regresar. Plantea el catolicismo como siste­
ma, imagina una cristiandad mítica completa, con su sociedad, su
creencia unánime, su arte. Revela también la deriva de la religión
católica hacia la ideología católica, reacción -explicable- a la pre­
caria situación que dejaron la Revolución Francesa y la conmoción
moderna de la fe631.
Curiosamente, vemos formarse en Francia un movimiento aná­
logo al que nació en Rusia hacia 1910, a partir del descubrimiento y
la rehabilitación de los iconos. No observamos un nacionalismo tan
desarrollado -aunque también existe-, pero reconocemos la misma
crítica, que llega a la iconoclasia, del arte del Renacimiento y de la
reforma postridentina. Como veremos, el movimiento de L ’Art sacre,
en tan viva oposición contra el siglo XIX, recuperará hacia 1950, ra­
dicalizándola, la misma iconoclasia. Desde otro ángulo, el medieva-
lismo puede percibirse también como una de las formas más pre­

331
coces del primitivismo. Puesto que el ojo del público estaba educa­
do para las fórmulas de la representación postrenacentista, las de la
Edad Media, que ignoran la perspectiva y el claroscuro, surtían el
mismo efecto de choque que el arte negro en la época de Apolli­
naire. Se trata de un retorno a lo que Hegel llamaba lo «simbólico»,
de lo que se espera obtener un aumento de expresividad asociado
a un sentido de lo sagrado, pero cristiano. En una palabra, de una
alianza, siempre en el sentido de Hegel, entre lo «simbólico» y lo
«romántico».
Desde luego, el medievalismo francés tiene consecuencias artís­
ticas menos impresionantes que en Inglaterra y en Alemania. La
ofensiva neogotica arquitectónica en París se limita a Sainte Clotil­
de, cuando en las mismas fechas se erigían la Trinité, Saint François
Xavier y tantas otras iglesias que a veces reciben el nombre de ro­
mano-bizantinas, en realidad fieles al espíritu del barroco, versión
Segundo Imperio. En los países del norte, la moda medieval se re­
lacionaba más con el nacionalismo o con la búsqueda de un estilo
nacional, y menos que en Francia con el utopismo pasadista.
Otro elemento, que al igual que el primero no es dominante, pe­
ro que, como él, contribuye al arte religioso, es el imperativo insis­
tente del compromiso personal.
[...] los únicos artistas -leem os en la enciclopedia de M igne- que
obtienen algún éxito como pintores cristianos son aquellos que empiezan
como el bienaventurado Fra Angélico de Fiesole, haciendo la señal de la
cruz y pidiendo inspiración a las alturas632.
El artista está llamado a convertirse. Tiene vocación de perfec­
ción y santidad. En Roma, bajo el patrocinio de Lacordaire y del An­
gélico, se funda en 1839 la cofradía de San Juan. La ambición es aún
más elevada que la de los nazarenos, pues se llega a definir una re­
gla de vida. Su fin es la «santificación del arte y de los artistas me­
diante la fe católica y la propagación de la fe católica mediante el
arte y los artistas». Pero si se examina la actividad de la cofradía, se
comprueba que trabaja por la santificación individual y que no pro­
mueve una estética especial.
Montalembert escribió en 1837:
Si tuviéramos el honor de ser obispos o curas, nunca confiaríamos por
nuestra propia cuenta obras de arte religioso a un artista cualquiera sin es­
tar seguros no sólo de su talento, sino de su fe y de su ciencia en materia

332
de religión; [...] le diríamos: ¿Creéis en el símbolo que vais a representar,
en el hecho que vais a reproducir?633.
Semejante exigencia abruma al artista, sobrecarga el programa y
agota el reclutamiento. Obliga al artista a adherirse a la religión en
una parte de su persona distinta de aquella donde se elabora el cua­
dro religioso.
Ahora bien -y es un tercer elemento-, aunque el artista obedez­
ca a este imperativo, no va a situarse en la religión católica, sino más
bien en una religiosidad de la que nadie le explicará que es hete­
rodoxa. El esplritualismo es claramente el estado de alma que sus­
tituye a la espiritualidad católica. La teoría llega a través de Víctor
Cousin y de su discípulo estético, el abad Jouve. Cousin:
La verdadera belleza es la belleza ideal, y la belleza ideal es un reflejo
del infinito. Así, el arte es por sí mismo esencialmente moral y religioso.
Y el abad Jouve encarece:
Lo propio de la belleza no es irritar y encender el deseo, sino depurar
y ennoblecer [...], Que un artista se complazca en la reproducción de las
formas voluptuosas; al agradar a los sentidos, perturba en nuestro interior
la idea casta de la belleza634.
Con estas citas es suficiente. El esplritualismo es en primer lugar
una profesión de desagrado por la materia, que se extiende al cuer­
po, a la naturaleza y aun a la vida social. Esto conduce a una sepa­
ración entre la pintura profana y la pintura sagrada que va más allá
de lo que exige el género. En los siglos anteriores, la pintura reli­
giosa no hacía ascos a «agradar a los sentidos». La Virgen y los san­
tos iban ataviados con vestiduras que no destacaban entre las de los
demás personajes del cuadro, ni siquiera entre las de los especta­
dores. La belleza de sus rostros y de sus cuerpos era de este mundo.
En el esplritualismo, el desgarramiento del mundo es preceptivo.
La pintura profana obliga a admitir el deseo. Pero la pintura reli­
giosa espiritualista proporciona el medio para una «elevación» ha­
cia el infinito, hacia lo etéreo, hacia lo que está por encima de las
cosas, en el reino impreciso de la «casta belleza».
La mayor parte del tiempo, la extenuación de toda materia, re­
presentada por la insustancialidad del dibujo, la timidez del color o
la afectación del sentimiento, embarga la pintura religiosa de una

333
atmósfera de aburrimiento insuperable. Debemos añadir que la
pintura religiosa, con el régimen del Concordato, se desarrolla no
tanto en un medio de fe como en un medio administrativo: el del
Ministerio de Cultos. Una burocracia de la Iglesia o del Estado es
suficiente para enfriar la pintura más fervorosa.
Pero la materia se venga, y los sentidos aburridos se rebelan. En­
tonces la pintura religiosa transpira un sentimentalismo que linda
con la histeria y, en consecuencia, con una suerte de erotismo fran­
camente molesto. Esto sucede a menudo cuando lo sobrenatural
corta sus amarras con lo natural.
Puede haber otros matices cuando el esplritualismo del siglo se
transforma en evolucionismo humanitario y en socialismo milena-
rista. En La educación sentimental, Flaubert introduce al pintor Pelle-
rin. En el caos intelectual de la revolución de 1848, Pellerin pinta un
cuadro: «Representaba a la República, o al Progreso, o a la Civiliza­
ción, en la figura de Jesucristo conduciendo una locomotora a tra­
vés de una selva virgen»635. Flaubert, en una frase, esboza una cari­
catura que le iría de perlas a Chenavard, el «sacerdote-pintor». «A
mi modo de ver, toda religión», exclama éste, «no es más que la
plástica de las ideas». Esas ideas son las de una palingenesia social
situada en un lugar indeterminado entre Ballanche y Quinet. Para
el fondo de la nave del Panteón, que se pensaba devolver al culto
católico, Chenavard preparó un Sermón de la montaña al que asistían
Jan Hus, Lutero, Fénelon, Swedenborg, Rousseau, Saint-Simon y
Fourier. ¡Había motivos para preocupar a monseñor Sibour!636. En
el Salón de 1837, Ary Scheffer expuso un Cristo consolador. El crítico
Piel explicó:
[...] Cristo [...] rompe las cadenas de la Polonia agonizante [...] al fon­
do el esclavo antiguo contempla con amor al salvador y maestro [...] viene
después el siervo de la Edad Media [...] un negro tiende hacia Cristo sus
brazos cargados de cadenas [...] a la derecha tres creaciones suaves y deli­
cadas que representan las angustias del corazón, los dolores del alma en
las tres edades de la mujer637.
Sería temerario pronunciar un juicio global sobre la pintura re­
ligiosa en Francia. Las observaciones que anteceden sólo tienen
que ver con sus pretensiones de hacerse pasar por cristiana. Pero
del mismo modo que la ortodoxia no garantiza una buena pintura,
la heterodoxia no la impide. El arte religioso goza de la considera­
ción de «gran género», el género serio por excelencia. Requiere

334
pues la más alta ambición de los artistas, que multiplican las expe­
riencias, y éstas desbordan las categorías habituales de la historia
del arte. No todas se dejan encuadrar en las «tres escuelas», clásica,
romántica y naturalista. La escisión exagerada entre lo sagrado y lo
profano, la efusión sentimental, la búsqueda de lo puro, de lo ele­
vado, de lo desencarnado, de lo asexuado, el precio del esplritua­
lismo, las derivas humanitarias o socialistas ejercen un peso bastan­
te firme sobre esta producción. El verdadero espíritu religioso
aparece no obstante en numerosos cuadros, a menudo fuera de las
iglesias, nunca más elevado, para mi gusto, que en Millet, y sin du­
da hubo muchos otros logros. Al fin y al cabo, el conjunto del Sacré
Coeur ha salido recientemente del infierno estético en el que había
estado relegado durante mucho tiempo. No deseo una rehabilita­
ción en un futuro próximo de la basílica de Fourrière, pero nunca
se sabe.
Del mismo modo, a pesar de las grandes y defendibles realiza­
ciones, debemos señalar un inmenso residuo, al que con tanta fre­
cuencia se asocia el nombre de Saint Sulpice que no podemos por
menos de dar cuenta de este fenómeno.
B. Saint Sulpice y L ’Art sacré
Para el fiel practicante, la imagen divina se limita a menudo a las
figuras de escayola coloreada que ocupan un lugar preminente
dentro del santuario. Son, por la misma razón que los iconos en los
países ortodoxos, objetos de culto que despiertan la piedad y pro­
porcionan a la oración un motivo y un soporte. No están en el pri­
mer grado de las obras de arte. Si se insiste en analizarlas, aparecen
como la última oleada del arte que deseaba el concilio de Trento,
pedagógico, comprensible, afectivo, como un lejano eco de la es­
cuela boloñesa.
Aunque, en su ámbito, y para lo que se esperaba de él, el arte
sansulpiciano haya sido satisfactorio, también ha sido objeto de ata­
ques extremadamente virulentos desde principios del siglo XX, que
culminaron con la revista UArt sacré. No son ya los artistas, sino el
clero, guiado por el padre Couturier y el padre Regamey, el que no
tolera la separación entre la corriente de las bellas artes que se con­
sidera viva -desde el impresionismo y todo lo que ahora se clasifica
como «vanguardia»- y el arte sulpiciano, considerado una vergon­
zosa secuela del más degenerado de los academicismos.
La revista LArt sacré fue el foco de una tentativa de reconcilia­

335
ción entre el «arte moderno» y la Iglesia de Francia. Publicada en
dos épocas, antes y después de la Segunda Guerra Mundial, y diri­
gida entre 1937 y 1954 por dos dominicos, Regamey y Couturier, fue
el alma de algunos logros de envergadura: las iglesias y capillas de
Assy, Vence, Audincourt y Ronchamp. En 1950, debido sobre todo
al crucifijo de Germaine Richier colgado en la iglesia de Assy, salie­
ron a la luz resistencias muy agresivas. «Dentro de cincuenta años»,
afirmaba un panfleto, «¿quién se acordará del reverendo padre Re­
gamey y del reverendo padre Couturier, de todas sus admiraciones
beatíficas e ingenuas por horribles producciones barrocas, burles­
cas, monstruosas o satánicas?»638. A partir de 1947, la encíclica Me-
diatorDei, de Pío XII, se muestra favorable a la renovación de las for­
mas del arte, pero aconseja prudencia y apela a las «lentitudes» ·
exigidas por el culto y las necesidades de los fieles. La Iglesia siempre
había tomado partido por la masa de los fieles en contra de las ini­
ciativas demasiado directas y escandalosas de los artistas o de las éli­
tes puristas. Una instrucción del Santo Oficio, de 30 de junio de
1952, recuerda que la función del arte sacro es contribuir al «deco­
ro» (decorum, en latín, es decir, «conveniencia» y «dignidad») de la
casa de Dios y fomentar la fe y la piedad de los fieles. Esto era re­
cordar la tradición más constante. La misma instrucción recomien­
da admitir sólo a los católicos en los encargos de arte sagrado, pero
se cuida de «excluir apriori a los no creyentes de los trabajos para la
iglesia» en lo que se refiere, no a la «apreciación de su convenien­
cia», sino a su «ejecución». Tradición, una vez más. El padre Cou­
turier murió en 1954, y el padre Regamey abandonó la dirección de
la revista.
El pensamiento de los dos directores no es idéntico. Las teorías
del padre Regamey están cerca de Maritain, es decir, son neotomis-
tas. La «integridad», la «proporción», la «brillantez» o el esplendor
son los atributos de la belleza. El arte cristiano es «el arte de la hu­
manidad redimida». Celebra el misterio del sabbat «imitando la En­
carnación del Verbo y la espiritualización de la carne» según los
medios humanos del artista. La tradición, la liturgia y las bienaven­
turanzas son las tres fuentes en las que bebe el artista cristiano. Pe­
ro ¿qué es la tradición? No lo sabemos a ciencia cierta, pues el pa­
dre Regamey, al tiempo que interviene a su favor, se proclama
también solidario de una reacción en contra de toda la tradición re­
ciente. Confía en el artista para superar esta contradicción. Pero
tampoco le autoriza a dotarse de una autonomía y de un poder
creador desmesurados. Teme que se apodere de él una mística pro-

336
meteica «en que la religión de la Encarnación se mude lentamente
en religión de la desencarnación». Por el momento, el peor peligro,
considera, es «el reino del dinero»639.
El padre Couturier es infinitamente más radical y, aunque to­
mista, se abandona por completo a la doctrina romántica del genio.
Hay que «apostar siempre por el genio», dice citando a Delacroix.
Ahora bien, según su teoría, el genio es suficiente en el arte cristia­
no. En la crisis actual, puede e incluso debe sustituir a la fe. El arte
cristiano ha muerto, señala el padre Couturier, así que es necesario
ir en busca de la vida allí donde esté, es decir, fuera de la Iglesia. Es
más seguro «recurrir a genios sin fe que a creyentes sin talento»640.
Esta postura puede defenderse, efectivamente, pero ¿se le puede se­
guir cuando afirma que «la obra de genio es una forma vicaria de
lo sagrado»? ¿Que los dones naturales de los grandes artistas obran
de la misma manera en que los dones del Espíritu Santo obran so­
bre los santos? ¿Que «los maestros trabajan como los santos»? ¿Y
que Nuestro Señor no sólo es el Verbo encarnado, sino que es un
«hombre de genio»? Ni Kant ni Hegel, a quienes sin embargo hay
que referir unas declaraciones tan asombrosas, habrían osado afir­
mar con tanta ingenuidad la «genialidad» de Jesucristo641.
Pero las doctrinas de estos dos dominicos tienen menos impor­
tancia que sus gustos. Mediante éstos, ejercieron su influencia más
allá del círculo de lectores atentos de la revista. Su odio se dirige al
«academicismo». El padre Regamey le concede a esta noción un
crédito inmenso. El academicismo nace en Italia a partir del Rena­
cimiento. Se afirma con la academia boloñesa, se consolida con el
clasicismo francoitaliano del siglo XVII, se paraliza con David y con
Ingres. Y después no hay más que «vulgaridad», «indigencia», «in­
cultura», «necedad». La condena recae sobre todo el siglo XIX. El
rechazo se extiende a los nazarenos, a los prerrafaelistas y a los «imi­
tadores» del arte cristiano. Curiosamente, el padre Regamey les re­
procha su búsqueda de una estética cristiana, pues según él, como
buen tomista, la Iglesia no puede imponer un sistema estético. Pe­
ro ¿se da cuenta de que su exclusión es precisamente el fruto de un
sistema estético? No aprueba a Viollet-le-Duc. Para éste, en efecto,
el estilo gótico no era sólo un arte completo, racional, lógico y na­
cional, sino también el arte religioso por excelencia. El padre Re­
gamey sustituye el gótico por el románico: ahí está la fuente rege­
neradora. L ’Art sacré acompaña así esa amplia moda del románico,
del cisterciense depurado, del fresco estilizado del siglo XI, del ca­
pitel simbólico, que domina la postguerra. Regamey está ciego an­

337
te la belleza del barroco, al que equipara con el academicismo. En
pintura, a semejanza de Rio y de Montalembert, propone como mo­
delo sin par a Fra Angélico. La revista L’Art sacréfomenta así un am­
plio rechazo iconoclasta a todo el arte occidental desde el alto Re­
nacimiento. En este punto es equiparable a las condenas de la
Iglesia ortodoxa o de los estetas y teólogos rusos del siglo XX. Lo
que corresponde al gusto clerical de esta generación es un santua­
rio románico depurado hasta el hueso, donde cuelga una repro­
ducción de un icono oriental a la luz de una vidriera abstracta, de­
corado con un vía crucis violentamente expresionista. Más allá del
siglo XIX, tan exuberante, este gusto se une al viejo espíritu janse-
nizante que ya había despojado las iglesias de Francia, preparándo­
las para la completa mudanza de los años que siguieron al concilio
Vaticano II.
Pero ¿dónde está el arte vivo? L ’Art sacré, como los monumentos
que patrocina, lo designa: es el arte de Maurice Denis, de Rouault,
de Desvalliéres, de Germaine Richier, de Bazaine, de Manessier. Se
trata en todos los casos de almas religiosas, y a menudo de almas ca­
tólicas. En cuanto a la pertenencia estética, se ve que provienen del
simbolismo a través de Gustave Moreau y Bernard, y que los más jó­
venes se dirigen hacia el expresionismo o la abstracción. Este es el
recorrido tipo del arte religioso en los siglos XIX y XX, así como del
que practican fuera de la Iglesia las almas religiosas, cristianas o no.
También hemos visto nacer en el seno del arte oficialmente católi­
co esta sensibilidad simbolista, espiritualista, incluso embargada de
un expresionismo todavía rechazado, que impregna todo el género,
oficial o no, de la pintura religiosa. La nota de heterodoxia se re­
fuerza sólo cuando el movimiento de L ’Art sacré reintegra violenta­
mente en la Iglesia este arte que ha escapado de su control.
Es cierto que el arte católico presentaba signos de agotamiento.
Pero el arte que se va a buscar para vivificarlo conlleva los gérmenes
de otro agotamiento. En resumen, el arte de Saint Sulpice decía al
fiel, aunque con voz muy débil, lo que había aprendido de su fe y
quería escuchar. El arte de Desvalliéres o de Rouault, mucho más
sentimental aún, y en el fondo igualmente remilgado a pesar de su
apariencia más enérgica, le dice cosas diferentes en las que no de­
sea creer. La oposición instintiva de la masa católica sólo se ve de­
sarmada al final por el triunfo -en la vidriera, principalmente- de
la abstracción, que en un Bazaine o un Manessier, pintores devotos,
se basa en una mística de la luz, de la que esa misma masa católica
no comprende nada. Aunque ante esas vidrieras, que le parecen

338
neutras, termina prefiriendo al patetismo simbolista o expresionis­
ta -que la afecta y trastorna su fe- lo que interpreta como una no-
imagen, un aniconismo a la manera musulmana. El sulpicismo y el
sulpicismo invertido y modernista del padre Couturier se anulan fi­
nalmente en lo no figurativo.
C. La ortodoxia profana
Las notas precedentes son demasiado fragmentarias para permi­
tir un juicio estético. Pero son suficientes para orientar un juicio
teológico. A saber, que la ortodoxia -en el sentido de conformidad
de espíritu con el cristianismo y, en el caso de Francia, con el cato­
licismo- no parece alojarse tranquilamente en la pintura sacra, sino
mucho más en la pintura profana, producida por artistas que no se
preocupan de hacerse llamar cristianos. Si fuera posible medir el
contenido religioso y la pureza teológica, la pintura profana fran­
cesa ocuparía un puesto más elevado que la pintura religiosa, sobre
todo la producida en y por la Iglesia. Lo que motivó el éxito mun­
dial de la pintura francesa del último tercio del siglo XIX no fue só­
lo su valor estético entendido en sentido estricto, sino la riqueza es­
piritual que dispensaba y en la que se basaba su capacidad para
agradar.
El criterio principal -y tal vez único- que determina la ortodoxia
del arte es la actitud benevolente que adopta hacia la creación, que
implica numerosos corolarios relativos a la fe, la verdad, la búsque­
da de la belleza, la relación con las cosas. Ahora bien, ¿qué pintor
religioso contemporáneo explica el significado espiritual de la luz
tan bien como Monet, el del cuerpo femenino y el del placer so­
cial tan bien como Renoir, la verdad de las personas y de las cosas
tan bien como Degas, su inagotable presencia tan bien como Manet
o Cézanne? Lamentablemente, y a pesar de sus méritos, ni Amaury-
Duval ni Chenavard, Lehmann, Lazerges, Cibot, Lafon, Signol, Jan-
mot o Ziegler.
Pero, en el mejor de los casos, Monet, Renoir, Manet y Cézanne
eran indiferentes en asuntos religiosos, y sin duda de un firme an­
ticlericalismo642. Debemos añadir que la posible religiosidad de Mo­
net no era en absoluto cristiana. Su éxtasis naturalista se relaciona
espontáneamente con las místicas panteístas orientales. Sus admi­
radores japoneses no se equivocan en este punto, y tampoco los abs-
traccionistas líricos norteamericanos. Pero, al menos, su relación
con lo divino en la naturaleza constituye un terreno común con la

339
religión en la que había nacido, además de ser fiel a lo mejor de sí
mismo. La fidelidad estaba mucho menos asegurada en aquellos
que, como Rossetti, Burne-Jones o Kandinsky, le reprochaban su fal­
ta de ideal, su alejamiento de los altos pensamientos y de los senti­
mientos elevados. La crítica simbolista, espiritualista y abstraccio-
nista del impresionismo coincidía con la crítica católica. Pero es
porque ésta, al contrario de lo que se creía, ya no era realmente ca­
tólica.

En Inglaterra
A. La devoción prerrafaelista
Desde los grandes reviváis de finales del siglo XVIII, el grado de
fervor de Inglaterra ha sido elevado, probablemente más que en
Francia (si nos está permitido juzgar), y de todos modos será cul­
pable hasta finales del siglo XIX de desplegar sentimientos encon­
trados. Este revival, nacido en primer lugar en el dissent, afecta tam­
bién a la Iglesia establecida y, a través de la disidencia en el seno de
ésta, beneficia a la Iglesia católica. La seriedad religiosa de Inglate­
rra va al mismo paso que la afirmación de la middle class. Las formas
románticas de la rebelión libertina deben buscar asilo en los casti­
llos o en el exilio voluntario de los aristócratas disidentes. Parece ser
que apenas se encuentra en el continente el equivalente de las fi­
guras a la vez piadosas y socialmente eminentes que son los grandes
Victorianos: Keble, Gladstone, el doctor Arnold, Florence Nightin-
gale. El Imperio Británico, si pensamos en su intenso esfuerzo mi­
sionero, se muestra cristiano. La religión, que por esta causa se in­
clina al conformismo, se convierte en un elemento de la conciencia
nacionalista inglesa; por eso Inglaterra se distingue ventajosamente
de la Francia «impía», de la «supersticiosa» Italia y de la «fanática»
España. Por lo tanto, el arte religioso es más importante en Ingla­
terra que en Francia. En todas sus formas: ilustraciones de la Biblia,
imágenes divinas -de Cristo e incluso de Dios Padre-, imágenes ho-
miléticas y moralizantes, visiones sobrenaturales.
Este arte no ha sufrido por parte del público, al contrario de lo
que sucedió en Francia, ni desafecto ni desclasamiento. No hay en
el arte inglés una ruptura revolucionaria. La Hermandad Prerrafae­
lista se impuso con fuerza, pero no cambió la mirada de los ingle­
ses sobre su tradición pictórica. Y cuando este movimiento también

340
perdió la inspiración, cuando cambió de orientación, cuando cedió
su lugar, el público le siguió siendo fiel. Incluso cuando la crítica,
ganada por los criterios franceses, le manifestó escasa considera­
ción, las imágenes que había producido siguieron siendo popula­
res. Y es que la englishness que en ellas se expresa, el tipo tan insular
de los rostros, de los motivos, de los paisajes, del color, de toda la
factura de estos cuadros han continuado despertando un senti­
miento de complicidad enternecida. Esta misma ternura afectuosa,
mezclada con humor y cierta dosis de burla, ha ganado en el conti­
nente el corazón de aquellos que, a través de estos cuadros a veces
«imposibles», reconocen el mundo inglés.
El arte religioso más sorprendente de Inglaterra surge de un ca­
so único: Blake. El poeta iluminado inventa una mitología en la que
personajes llamados Urizen, Los, Enitharmon u Or intervienen en
el combate de los orígenes. Hacia 1795 surgen las más poderosas
imágenes de la Creación, del Libro de Daniel, que se derivan de la
Biblia, de Milton, de su propia gnosis heterodoxa y, en el lenguaje
plástico, de Miguel Angel, filtrado por Flaxman. La casa de la muer­
te, Dios juzgando a Adán, Newton oNabucodonosor nos sumergen en un
universo donde la tierra fértil no existe todavía, donde Dios Padre,
representado como «el Anciano de Días», ordena su destino a esos
cuerpos desnudos heroicos, barbudos, melenudos y terribles como
él.
En un registro análogo de la imaginación -no, desde luego, de
la pintura, y menos aún del mérito-, podemos citar a John Martin.
Toma sus recursos de lo sublime burkeano, de cuyas recetas técni­
cas se valió para los efectos de panorama, y del ejemplo estético de
las obras más dramáticas de Turner. Sus inmensas composiciones
despliegan catástrofes y cataclismos en «pantalla grande». La caída
de Nínive, El diluvio, El juicio final nos instalan con eficacia en una vi­
sión cósmica, lejos de la tierra habitada, capaz de despertar en no­
sotros un temor saludable que puede conducir al arrepentimiento.
En suma, Martin participa del revival en su forma más popular y
más sincera, el terror actual y la conversión urgente.
Pero el gran arte inglés no está en estas visiones miltonianas del
más allá, sino más bien en el paisaje captado por la acuarela o fija­
do en el lienzo. Es indudable que en la imaginación inglesa hay una
huida hacia arriba, una elevación de naturaleza religiosa. Pero esto
desborda el marco de una investigación sobre el arte religioso pro­
piamente dicho. Es más bien después de Cozens, Turner, Palmer o
Constable, es decir, después de que haya pasado el punto más alto

341
del genio de esta escuela, cuando se manifiestan intenciones preci­
sas y fines determinados.
La Pre-Raphaelite Brotherhood (P. R. B., Hermandad Prerrafae-
lista) fue fundada en el otoño de 1848 como sociedad secreta. Los
fundadores fueron Dante Gabriel Rossetti, W. H. Hunt y J. E. Mi-
llais. Después acogió a J. Collinson, F. G. Stephens, al escultor Th.
Woolner y, a título de secretario y analista, a W. M. Rossetti, el her­
mano del pintor. Su fin era ambicioso (reformar y recuperar la pin­
tura inglesa) y bastante poco definido. No sabían muy bien hacia
qué orientarse ni dónde situarse dentro de las numerosas corrien­
tes de la vida europea. Pero se inclinaban en dos direcciones, que
no cesaron de mezclarse y de inmiscuirse la una en la otra. La pri­
mera es el retorno a la naturaleza, a una visión naturalista de las co­
sas, aspecto en el que se oponían al academicismo que dominaba,
desde Reynolds, el establishment de la Royal Academy. La segunda,
opuesta al mismo academicismo, consistía en encontrar el enfoque
piadoso y «natural» que caracterizaba a los antiguos maestros de los
siglos XIV y XV. Después de cuatro o cinco años, los ideales y los
miembros de la P. R. B. comenzaron a dispersarse. William Holman
Hunt se quedó prácticamente solo para cuidar la casa, o al menos
ése es el honor que reivindicó.
La P. R. B. puede pasar por una rama tardía del movimiento ro­
mántico. Los barbudos del taller de David, los nazarenos, Jos habían
precedido en medio siglo. En las memorias que redactó más ade­
lante sobre los comienzos del movimiento, Hunt asegura que había
propuesto para la hermandad el nombre de Early Christian, pero
que se había preferido el otro nombre porque el primero habría so­
nado desagradablemente pro papist643. De hecho, los prerrafaelistas
no querían que se los acusara de militar en el bando equivocado en
la disputa que continuaba enfrentando a la Iglesia de Inglaterra
con los tractarianos y el movimiento de Oxford. Con el concurso de
Ruskin, lo que hay de religioso en el movimiento tiene que ver más
bien con la low Church. Pero el naturalismo tiene en sí un valor reli­
gioso si pretende dar testimonio de la creación divina, y ésa fue, ba­
jo la influencia de Ruskin, la interpretación de los pintores nortea­
mericanos que se esforzaron en plasmar religiosamente la
grandiosa sublimidad de los paisajes del Hudson Valley, de las pra­
deras o de los desiertos del Oeste.
Uno de los primeros cuadros del «compañero de viaje» Ford Ma-
dox Brown nos muestra a Wycliffe leyendo la traducción del Nuevo Tes­
tamento a Juan de Gantém. El motivo, radicalmente anticatólico (re­

342
forzado por una efigie muy sombría de la Iglesia papista en la rin­
conera de la izquierda), está documentado arqueológicamente, en
cuanto a la vestimenta y el mobiliario, mediante una cuidadosa in­
vestigación con ayuda de especialistas. Pero aquí tenemos dos obras
directamente religiosas, ambas pintadas en 1848-1849. Rossetti no
era, a lo que parece, muy inclinado a la piedad. Siempre fue un mu­
jeriego, hasta el punto de que sus amigos interpretaban las famosas
iniciales P. R. B. como Penis RatherBetter645. Pero su Infancia de la Vir­
gen María, pintada bajo la influencia de Ford Madox Brown y bajo
la supervisión de Hunt, es un manifiesto de arte cristiano. A la esti­
lización quattrocentista se unen numerosos símbolos, que el artista
explica en los sonetos que escribió acerca del cuadro. Hay azucenas,
que representan la inocencia; libros apilados, las virtudes; una pal­
ma de siete ramas, un brezo de siete espinas, que expresan «la gran
pena y las grandes recompensas»... Y sin embargo el tratamiento del
cuadro es de estilo naturalista. El de Millais - Cristo en la casa de sus
padres- es de mayor calidad. El también rodea los símbolos de deta­
lles naturalistas, que sitúan al espectador simultáneamente en el
Nazaret evangélico (ovejas, taparrabos, turbantes) y en un taller in­
glés tal como George Eliot podría haberlo descrito. Pero lo más
«moderno» es el aspecto tan inglés de la Virgen, agotada y doloro-
sa, de san José, un robusto carpintero calvo, y del Niño Jesús, un
querubín británico de cabello pelirrojo. Esto indignó a Dickens, a
quien le parecía repugnante el niño en camisón, y su madre «so ho­
rrible in her ugliness que destacaría como un monstruo en el más vil
cabaret de Francia»646.
El fervor religioso, unido al gusto por la iconografía cuattrocen-
tista, podía conducir al grupo a rozar las supersticiones papistas. Se
sospechó incluso que Ford Madox Brown había pensado en la Vir­
gen al pintar El lindo corderíto (1852). ¿No se ve en el cuadro una mu­
jer joven que sostiene a un niño y acoge a unos simpáticos corde­
ros? Pero el autor protestó. Sólo quería pintar, dijo, «una mujer, un
niño, dos corderos, una criada y un poco de hierba». Más sospe­
choso era Pensamientos del convento, de Collinson. Que además no
tardó en convertirse al catolicismo, solicitó las órdenes sagradas y se
perdió para la pintura.
Pero tal vez el más característico de todos sea La luz del mundo,
de William Holman Hunt. En la capilla del Keble College de Ox­
ford, donde se conserva, hay siempre ante este lienzo una pequeña
multitud recogida. La piedad inglesa se reconoce en él. El cuadro
se interpreta mejor gracias a su compañero: El despertar de la con­

343
ciencia. Hunt lo había concebido mientras leía a Dickens, hablando
con las mujeres caídas que adornaban los barrios pobres de Lon­
dres. En un interior horriblemente atestado (¡oh!, ¡el reloj sobre el
piano y el globo sobre el reloj!), una mujer todo lo desvestida que
puede estarlo, es decir, con una bata que, aunque floja, la tapa des­
de el cuello hasta más abajo de los pies, se zafa de los brazos de su
amante. Une las manos. Entreabre los labios. Sus ojos se abren. La
luz de la gracia y de la inminente conversión ilumina el rostro de la
mujer adúltera, mientras que la más espesa vulgaridad caracteriza el
rostro de su acompañante, hundido en el pecado. Hunt ya había
tratado este tema en El mal pastor (1851) y, de manera más alegóri­
ca, en La oveja descarriada (1852). Muchos detalles de El despertar de
la conciencia enriquecen el sentido moral del cuadro: sobre el piano -
se adivina un cuadro de la mujer adúltera evangélica; en la alfom­
bra, un gato mata un pájaro; el papel de la pared está cargado de
símbolos.
Pero el sentido espiritual viene dado por La luz del mundo. En un
paisaje nocturno, una casa cerrada, cuya puerta oxidada, obstruida
por las malas hierbas, invadida por la hiedra y otras plantas estéri­
les, nunca ha sido abierta. Un murciélago revolotea. Así es el alma
humana, sumida en la ignorancia, y rebelde a las enseñanzas de
Cristo. El Señor, con la corona de espinas ciñendo su cabeza, un
manto real sobre los hombros y en la mano un farol que es a la vez
la conciencia y la gracia, llama a la puerta.
Con estos cuadros, el arte religioso inglés del siglo XIX alcanzó
su apogeo. En él se dan cita el evangelismo moralizador caracterís­
tico de los reviváis ingleses, la observación y la reproducción minu­
ciosa de los detalles -hasta la última brizna de hierba-, la preocu­
pación arqueológica (véase, por ejemplo, El chivo expiatorio de
Hunt), la sobrecarga simbolista, todavía moderada. La fe de Hunt
está fuera de duda, y no hay en ella lugar para la duda.
Para Rossetti -escribe Ruskin [que, en este caso, da en el blanco]-
el Antiguo y el Nuevo Testamento sólo eran esos grandes poemas que co­
nocía. Pintó escenas inspiradas en ellos sin creer en su relación con la vi­
da actual y la industria de los hombres más de lo que lo hizo en La muerte
de Arturo y en La vita nuova. Pero para Holman Hunt, cuando su espíritu
se concentró del todo, la historia del Nuevo Testamento se convirtió en lo
que hubiera sido para un viejo puritano o un viejo católico, no sólo una
Realidad, no sólo la más grande de las Realidades, sino la única Realidad.
De tal modo que no hay nada sobre la tierra que no le hable de ella, ni hay

344
flujo de pensamiento o fuerza de factura alguna que no brote de ella y no
acabe en ella647.
B. Agonía de la P. R. B.
En la segunda mitad del siglo, los temas religiosos se vuelven más
escasos. Desde luego debemos citar a Watts, que no fue prerrafae-
lista, pero que como ellos se inspiró en Italia (la de Tintoretto y Mi­
guel Angel) y se sirvió de la pintura para impartir una enseñanza
moral o suscitar una meditación metafísica. Fue más allá de los pre-
rrafaelistas para recuperar el sentimiento cósmico, extraterrestre,
que había arrastrado a John Martin y a Blake. La esperanza muestra
a una mujer sentada en una postura atormentada sobre un globo
terráqueo perdido en el espacio intersideral. El otro cuadro que le
valió la celebridad es El sembrador de los sistemas. El Creador aparece
de espaldas, tal vez según la frase bíblica que pone en guardia a
Moisés contra la visión cara a cara. Así pues, una forma verde a lo
Veronés con un drapeado y un impulso a lo Miguel Angel se hunde
en las tinieblas infinitas, pero al contacto con sus manos y sus pies
brotan y germinan las nebulosas de oro.
Pero hace tiempo que un cuadro semejante resulta excepcional.
La fe se enfría. Las corrientes estéticas que entran en Inglaterra y el
público que las sigue tienen tan poca afición por las obras predican­
tes que ni siquiera Hunt se atreve apenas a abordarlas. La Grosvenor
Gallery expone a Tissot, Whistler, Burne-Jones. Aubrey Beardsley ya
no está lejos. Millais, tal vez el más dotado de su generación, se reba­
ja al kitsch más vilmente comercial.
En 1858, según sus propias palabras, Ruskin se «desconvirtió»
(unconverted) del evangelismo militante que había inspirado al gru­
po. Se vuelve hacia la Antigüedad griega, la Venecia de Tiziano y de
Tintoretto. Se acerca al bello ideal y al formalismo «pagano» del Re­
nacimiento, cosas de las que abominaba el prerrafaelismo inicial.
Entre las fuerzas que subvirtieron el espíritu del movimiento, dis­
tingo dos de desigual importancia. La primera podría ser el socia­
lismo, entendido .en el sentido inglés del término. Lo encontramos
en William Morris, mezclado con el antiindustrialismo, y domina es­
te neoartesanado, finalmente industrializado, que se lanza a través
de la Firm fundada por Morris, Faulkner, P. P. Marshall (un amigo
de Ford Madox Brown) y que, con la colaboración de Liberty, creó
tejidos, vidrieras, muebles y todo un arte decorativo todavía vivo.
También encontramos el socialismo en una exaltación del trabajo

345
(Trabajo, de Ford Madox Brown, 1865; El picapedrero, de John Brett).
Mediante esta atención ennoblecedora a la Inglaterra laboriosa,
adopta la forma de pintura histórica. Su obra maestra, que se eleva
a lo universal, podría muy bien ser (del mismo Ford Madox Brown)
Lo último de Inglaterra, inolvidable monumento a aquel aconteci­
miento inmenso y heroico que fue la emigración británica.
La segunda fuerza que conlleva no un debilitamiento de la pin­
tura -antes al contrario- sino una corrupción irremediable de su
calidad religiosa es, debemos confesarlo, el erotismo. O mejor di­
cho cierto tipo de lust mal controlado, tal vez medio inconsciente,
cuidadosamente disimulado y por eso mismo aún más manifiesto e
irreprimible. Los prerrafaelistas habían debilitado los velos de la
convención que protegían la pintura académica contra tales emo­
ciones. Aspiraban a situar escenas santas en el marco de lo cotidia­
no, a la manera de los antiguos pintores anteriores a Rafael, a lo
que conducía también su inconformismo político. Querían, como
escribe Hilton, a democratization of bolines^48. Pero, en este espacio fa­
miliar y secularizado, las emociones se transparentan bajo una luz
bastante violenta.
Nunca más violenta que en Rossetti. Ya su Anunciación de 1850
(Ecce Ancilla Domini) había provocado cierto malestar. La muchacha
soñadora, en camisón, acurrucada en una cama, con el cabello des­
peinado, la boca sinuosa y la mirada perdida, había sumido al pú­
blico en una confusión que la aureola que rodea la cabeza virginal
era totalmente incapaz de disipar. En cierto modo, las pinturas de
Rossetti se vuelven más «puras» a medida que se excluye de ellas el
elemento religioso. Tal vez fuera mejor decir: a medida que el gé­
nero religioso es eliminado y que la obsesión sexual se muestra has­
ta tal punto avasalladora que se introduce en ellas cierta especie de
sacralismo -esta vez, nada cristiano-; a medida que la obsesión se
vuelve más franca.
La unión de Rossetti y Elizabeth (Lizzy) Siddal no podía ser ca­
lificada de feliz. El no se ocupaba debidamente de ella, la engaña­
ba, le daba poco dinero. Una noche se la encontró muerta, con un
frasco de láudano vacío a su lado. El pintó entonces, a modo de mo­
numento funerario, Beata Beatrix. Beatriz, con los rasgos de Lizzy,
desfallece en éxtasis; un éxtasis más bien sexual que místico, tal y
como se decía, desde Hume y para burlarse de ella, de la Santa Te­
resa de Bernini. Detrás de Beatriz se distinguen las sombras de Dan­
te y del Amor. Un pájaro escarlata deposita en las manos de la joven
una flor de adormidera, símbolo de la pasión, del sueño y del opio

346
del que acaba de morir. Rossetti encuentra aquí un tono de lujuria
sagrada que será la nota del simbolismo. Pero esta misma nota es or­
questada hasta la obsesión en la serie de lienzos que representan a
Jane Bürden. Esta joven, de un medio social claramente inferior al
de Rossetti, se había casado con su protegido, William Morris. El
hermano de Rossetti la describe así:
Su rostro era a la vez trágico, místico, apasionado, sosegado, bello y gra­
cioso, un rostro para un escultor y un rostro para un pintor, un rostro úni­
co en Inglaterra y en absoluto el de una mujer inglesa sino más bien el de
una griega jónica [...]. Su tez era oscura; ella era pálida, sus ojos de un gris
penetrante y profundo, su cabellera espesa y opulenta, magníficamente
ondulada y tendiendo al negro, no sin un resplandor profundo y sutil649.
Con esta mujer fatal, del género explorado por Mario Praz, Ro­
ssetti sufrió la romantic agonfa. Su relación se caracterizaba por el
agobio y la intensidad especial que proporciona el adulterio cuan­
do se practica entre íntimos amigos. Todo el mundo conocía -pues
tuvieron el don de la popularidad- los lánguidos retratos de la «Be­
lla Dama sin piedad» que se inclina bajo el peso de un secreto de­
masiado pesado: La damisela bendita, Monna Vanna, El prado de la en­
ramada. Es una «pintura de amor», del mismo modo que se habla
de una poesía de amor, género del que Rossetti fue tal vez el inicia­
dor y cuya atmósfera embriagadora recuperó Klimt en los retratos
de Adèle Bloch-Bauer y de Emilie Flöge: eros y tánatos se mezclan
a partes iguales. Rossetti, dado al clorai, a la morfina, al láudano,
aunque sin descuidar el whisky, el burdeos y el coñac, que absorbía
en cantidades indeterminadas, empeñado en rebajarse, no tardó en
morir de ello. Pero no sin haber plasmado en el lienzo la más sin­
cera de las imágenes divinas, aquella a la que había ofrecido el sa­
crificio más completo: Jane Bürden en Astarte Siríaca, temible diosa.
La pintura pompier francesa nos parece hoy bastante inclinada a
desafiar la decencia. Algunos desnudos de Cabanel, de Rochegro-
sse, de Lecomte du Noüy pertenecen, lamentablemente, a una es­
tética de burdel, un burdel ciertamente ennoblecido y aseptizado
por las escenificaciones del academicismo, que lo vuelven más re­
comendable y le permiten figurar de forma permanente en las pa­
redes de un salón. El burdel idealizado que sugiere La esclava blan­
ca tiene desde luego poca relación con el burdel real del salón de
la rue des Moulins tal como lo pintó Lautrec. Pero Lautrec pinta el
lugar sin la fantasía, y Lecomte de Noüy la fantasía sin el lugar. Aho­

347
ra bien, en el mismo género de emoción, hay algo más refinado y
eficaz: llevar la idealización hasta el punto de que la intención libi­
dinosa no pueda ser percibida como tal ni por el espectador ni por
el pintor, que la sufren aún más profundamente, sin que el arte la
elabore o la sublime. Este es, creo, el caso de Burne-Jones.
Burne-Jones y William Morris se habían conocido en Oxford y se
habían deleitado juntos con la Edad Media artúrica y caballeresca
tal como Tennyson la había poetizado. Los dos soñaban con ingre­
sar en la carrera eclesiástica y habían proyectado incluso fundar
una orden monástica consagrada a sir Galahad. Burne-Jones, al
contrario que Morris, no abandonó la pintura y eligió como guía a
Rossetti, a quien al principio imitó muy de cerca. Pero, hacia 1863
-tenía entonces treinta años-, se emancipó, encontró su estilo, que ·
a partir de entonces ya no varió ni sufrió ninguna evolución hasta
su muerte, hasta el punto de que la cronología de su obra resulta
casi indiferente651. ¿Cómo caracterizarlo? Esta misma inmovilidad
plantea interrogantes. Burne-Jones, una vez en posesión de su len­
guaje, de su técnica, reproduce indefinidamente la misma nota
emocional, en una gama muy restringida en la que resuena con una
cautivadora monotonía. Su pintura parece surgida de una obsesión
interna, y no de una explicación de (o con) la realidad.
La gramática pictórica de Burne-Jones está tomada de Botticelli
(la morbidezza de los rostros, el drapeado transparente, la«s posturas
inclinadas, la ondulación al andar), de Miguel Angel (la anatomía),
a veces de Füssli, y finalmente de Rossetti, al que nunca abandonó
del todo. Pero lo que es suyo es la atmósfera lánguida, la lentitud de
los gestos, el cansancio que hace colgar los brazos, la luz lunar, la
ausencia de aire, los colores inciertos entre los que domina el azu­
lado, y por todas partes la pesadez del sueño, el adormecimiento, el
ensueño, ese género de sueño pesadamente erótico del que se te­
me despertar.
Prácticamente no hay más que una sola mujer y una sola expre­
sión femenina en la pintura de Burnejones. Los hombres, por muy
musculosos que sean, están más que feminizados: son mujeres, con
un rostro y un cuerpo femeninos que se transparentan irresistible­
mente bajo la viril anatomía prestada. Todos y todas son jóvenes. En
La seducción de Merlin: Merlin tiene el rostro de Viviana, pero está
casi caracterizado para parecer un poco más viejo y respetar la con­
vención de la historia. En La escalera dorada, dieciocho mujeres jó­
venes, rigurosamente semejantes, se escalonan en posturas gracio­
sas. En El espejo de Venus diez mujeres jóvenes e idénticas se inclinan

348
sobre el espejo de un charco de agua, envueltas en el mismo dra-
peado de mil pliegues, que moldea sus bellos pechos y sus piernas
rotundas.
¿Mujeres jóvenes o muchachas? ¡Ah! ¿Cómo saberlo? Examine­
mos su aspecto. Examinemos la beggar maid que contempla al rey
Cophetua. Es uno de sus cuadros más célebres, y Julien Gracq se
enamoró de él. Ella está sentada ante nosotros, de frente. Un vesti­
do deja adivinar el vientre con el hueco del ombligo, y un bolero
abierto cubre y revela los pechos. El rostro es de una gran pureza.
La frente esconde un secreto. Los ojos abiertos de par en par miran
fijamente en otra dirección. En Burne-Jones, los ojos de las mujeres
no miran ni al espectador ni al personae que está frente a ellas: la
mirada siempre se desvía hacia otro lugar. Creemos adivinar un su­
frimiento de fondo, una insatisfacción, una nostalgia incurable, pe­
ro la tristeza, presente hasta en la semisonrisa soñadora, no pertur­
ba la tranquila serenidad de los rasgos. Es una actitud de espera.
Pues el aspecto de las mujeres de Burne-Jones significa la explosión
todavía silenciosa del amor naciente. Van a hacer el amor, tal vez
acaban de hacer el amor; o bien saben ya que es imposible y que les
aguarda una eterna y dolorosa separación.
Todo esto lleva a la cumbre un erotismo infinitamente más pe­
netrante que los francos y carnales deseos que los pompiers franceses
intentaban suscitar. Pero en Burne-Jones nunca llega tan lejos como
en sus escasos desnudos. El desnudo, que nunca se había cultivado
con facilidad, estaba prácticamente proscrito de la pintura inglesa
desde la viudedad de la reina Victoria. Los desnudos de Burne-
Jones (Pan y Psique, Perseo matando a la serpiente marina, Las profundi­
dades del mar) son de una exquisitez especial. Nada es tan sensual e
inaccesible. La lengua inglesa distingue y opone nude y naked, des­
nudo y desnudado. Pues bien, Burne-Jones encuentra el medio de
fusionarlos: sus desnudos tienen la idealidad demasiado perfecta
del desnudo académico, pero unida a una sensibilidad epidérmica
extrema, como si esas mujeres ideales acabaran de desvestirse por
primera vez y se les fuera a poner carne de gallina con el frescor hú­
medo que cubre de rocío los brezos y las azucenas.
El eros, ese eros, es el fondo de la religiosidad de Burne-Jones,
lo que le une a Rossetti, pero sin asentarse en un objeto exterior.
Todo para su sueño, todo para su arte, todo para la Venus celeste:
no se ha encontrado con Jane Burden. Las vidrieras que multiplica
en las iglesias (en la Christ Church de Oxford, sobre todo) trans­
miten la misma nostalgia, simplemente enfriada y «dignificada», co­

349
mo conviene al lugar. Comprendemos que una sensualidad subte­
rránea tan incandescente no espérase más que una fisura del terre­
no para surgir con fuerza volcánica. Y fue Aubrey Beardsley, adora­
dor de Burne-Jones, quien, en algunas imágenes cuya obscenidad
tiene algo que alivia y purifica, dio el golpe de bisturí liberador y, al
revelar la verdad del movimiento prerrafaelista, le privó brusca­
mente de su razón de ser.

En A lem ania
A. Los nazarenos
En 1810, varios artistas se instalan en el convento de San Isidoro,
en Roma, para llevar allí una vida piadosa y consagrarse a la pintu­
ra. Pertenecen a la rama más religiosa del romanticismo. Es decir
que, a diferencia de los franceses y de los ingleses, están seriamen­
te iniciados en la filosofía. Conocen a Tieck y a Schlegel, que ha­
bían mostrado el camino de los primitivos. Se alzan contra Win-
ckelmann y el academicismo, contrarios, a su juicio, al patriotismo
y a la religión. La erudita obra de Riepenhausen (Historia de la pin­
tura en Italia) dio a conocer a Cimabue, Giotto y Perugino al joven
Overbeck (tenía quince años) y decidió su vocación de pintor.
Overbeck y Pforr llegan de Viena, Wáchter de Suabia (no sin un
rodeo por París, donde fue alumno de Regnault), Vogel y Hottin-
guer de Suiza. Viven de acuerdo con una regla que conlleva tam­
bién reunirse para criticar mutuamente sus obras. El 10 de julio de
1809, juran permanecer fieles a la verdad, combatir el academicis­
mo, hacer renacer el arte hundido en la decadencia. Así, medio si­
glo antes de la Pre-Raphaelite Brotherhood, nació la primera aso­
ciación de pintores de la época moderna. Tomó el nombre de san
Lucas, el pintor de la Virgen. Gracias al director de la Academia de
Francia, estos jóvenes se instalaron en un convento abandonado de
franciscanos irlandeses. Pronto se los llamó Fratelli de Santo Isido­
ro. Cada cual en su celda. Comían juntos. Posaban unos para otros,
pues se negaban a pintar a las mujeres del natural (Overbeck, mu­
cho más tarde, terminó por utilizar a la suya). Sus temas no se ins­
piraban ni en la mitología ni en la vida contemporánea, sino en el
Antiguo y el Nuevo Testamento. Pintar era para ellos una oración y
un sacerdocio. Overbeck, después de la muerte de Pforr, se convir­
tió al catolicismo, lo que espantó a Suiza: Vogel y Hottinguer tuvie­

350
ron que regresar al país. Pero el grupo recibió como refuerzo a Cor-
nelius, que tenía una fuerte personalidad.
En 1815, para prestarles ayuda, pues vivían muy pobremente, el
cónsul de Prusia, Bartholdy, les encargó la decoración de una sala
de su residencia; al fresco, pues, según Cornelius, sólo así podría
salvarse el arte alemán. La historia de José de la casa Bartholdy tuvo
una gran resonancia. Más de quinientos artistas alemanes llegaron
a Roma y visitaron la casa Bartholdy, así como otro gran logro del
grupo, los frescos del casino Massimo, donde Cornelius se inspiró
en el Paraíso de Dante, Overbeck en la Jerusalén liberaday Schnorr en
el Orlando furioso. Schlegel defendió la obra de los nazarenos, sobre
todo contra las críticas de Goethe. Luis I de Baviera se apasionó por
ellos e intentó, no sin éxito, atraerlos. Cornelius se vio abrumado de
encargos y aceptó la dirección de la Academia de Düsseldorf, pri­
mero, y de Munich después. Fue en Alemania donde la influencia
de los nazarenos alcanzó mayor intensidad, pero también los admi­
ró Minardi en Italia; Chenavard y Flandrin -que estuvieron en rela­
ción con ellos- en Francia; Ingres, que los conoció en Roma cuan­
do dirigía la Academia de Francia; Hunt y Rossetti, que tomaron
ejemplo de ellos, en Inglaterra.
Fue pues un movimiento de pintura religiosa, animado por cris­
tianos devotos y públicos, que volvió a situar la pintura alemana en
el centro de la atención europea, después de muchos siglos. Pero
cuando se contemplan las obras, no se ve que transmitan del todo
la sinceridad de aquellos jóvenes tan entusiastas y graves. Se obser­
va más bien la ingeniosidad formal de la imitación (unas veces de
Fra Angélico, otras de Durero...), la sólida calidad del dibujo, la
franqueza de los colores claros. Estos pintores, que habían jurado
odiar el academicismo y que, según Schlegel, debían ser «como los
primitivos, fieles de corazón, inocentes, sensibles, reflexivos y sin
habilidad aparente en la ejecución de sus obras», eran tal vez fieles,
pero de ninguna manera inocentes, y seguro que de una temible
habilidad. Me temo que trasladaron a Perugino y a Fra Angélico el
respeto académico que sus mayores profesaban por Rafael y por los
boloñeses. Tenían la misma obsesión por los maestros. Focillon es­
cribe con una severidad un poco injusta, pero no exenta de preci­
sión:
La funesta inclinación por la imitación estalla [...] en esta estética con­
cienzuda, sometida a la pedagogía, inflexiblemente aplicada por un pue­
blo docto, disciplinado, paciente [...]. Tal vez lo que caracteriza a la Ale-

351
manía moderna no sea más que un aspecto de esta fe en la omnipotencia
de los métodos en materia de arte: por la ciencia, por la reflexión, por la
práctica de la virtud, en suma, desde el exterior, ha creído que era posible
recuperar a los grandes artistas y apropiarse de sus dones. Es el rasgo de
todos los academicismos, pero, con estos temibles convencidos, adquiere
su mayor peso y su máxima evidencia, y desemboca a veces en la carga más
penosa. Exacerbado por ese eterno simbolismo, por esa necesidad de sig­
nificar un «contenido», va aún más lejos de lo fáctico y de lo académico,
porque un arte como el de Cornelius no se relaja nunca. Ni está vivo ni es
alegre652.
En Alemania también lo dicen. Goethe escribe a Sulpice Boisse-
rée: «Es la primera vez en la historia del arte que vemos a distin­
guidos talentos como Overbeck y Cornelius disfrutar de andar ha­
cia atrás»653. En cuanto a Hegel, hemos visto que su historicismo
condena de antemano la tentativa de reavivar el arte cristiano, cuya
época ha pasado. Pero no es en los nazarenos donde encontramos
el brote vivo de la estética romántica, sino en Friedrich.
B. La otra patria: Friedrich
La fortuna crítica de Caspar David Friedrich (1774-1840) es ins­
tructiva. Los nazarenos, algunos años más jóvenes que él, y después
la amable pintura Biedermeier, le habían hecho pasar bastante de
moda. En 1824 no consiguió la cátedra de paisaje en la Academia de
Dresde. En 1927, Focillon todavía le sitúa junto al intimista Kersting,
para alabar «su estudio modesto y sentido de la naturaleza y de la
vida»654. Sin embargo, en su apogeo, Friedrich había sido compren­
dido, y no por cualquiera: Goethe, Brentano, Kleist, Tieck. El rey de
Prusia le compraba, al igual que la corte de Rusia655.
En nuestros días, después de un largo eclipse, su gloria vuelve a
brillar. Casi toda su obra estaba en Alemania, en Rusia, en Norue­
ga. La National Gallery y el Louvre están ahora orgullosos de expo­
nerlo. Una gran retrospectiva en París le ha consagrado. Y ahora se
le considera un igual de Constable y de Turner, aunque la compa­
ración parezca coja, porque Friedrich no es «paisajista» en el mis­
mo sentido que los otros dos.
Las fechas de Friedrich son más o menos las de Hegel. «Flore­
ció» entre 1808 (el Retablo de Tetschen) y 1835 (ataque de la enfer­
medad): abarca el apogeo del romanticismo alemán. Comparte su
suerte y, después de haber sufrido las contracorrientes del realismo,

352
vuelve con el triunfo, sustentado por todo el arte moderno, de la es­
tética romántica.
Conforme al espíritu de ésta, Friedrich tiene grandes ambicio­
nes, de antemano inalcanzables. «El hombre no es el modelo abso­
luto para el hombre», escribe; «lo Divino, el Infinito es su fin». Aho­
ra bien, «el Arte es infinito, el conocimiento y la destreza de todos
los artistas son finitos». Para aportar lo divino, el artista debe ha­
cerse «profundo»656. El romanticismo alemán sitúa la verdad en un
punto de fuga. En la profundidad no busca tanto lo verdadero co­
mo el camino de lo verdadero. En Friedrich, como señala Zerner,
la profundidad no está escondida, como podría estarlo en Consta­
ble o en los impresionistas; es ostentosa657. También es ardiente­
mente religiosa. Lo divino se alcanza en el interior y en el exterior.
En el interior:
Preserva en ti el espíritu puro de la infancia y obedece absolutamente
a tu voz interior; pues ella es lo divino en nosotros y no nos extravía. Ten­
drás por sagrado todo movimiento puro de tu alma; respetarás como sa­
grado todo presentimiento religioso; ¡pues es el arte en nosotros!658
En el exterior: Friedrich es casi exclusivamente un pintor de pai­
sajes. El paisaje es una imagen divina, y esta convicción cimenta la
originalidad y la grandeza de Friedrich. En este aspecto, se inscribe
en un movimiento. Más allá del culto a la naturaleza iniciado por
Jean-Jacques, el romanticismo busca una expresión inmediata, no
discursiva y, puesto que escapa a la convención, universalmente in­
teligible. Ahora bien, el lenguaje va unido a la convención. Tal vez
hubo una edad de oro en la que todavía no existía la Babel de las
lenguas y en la que el lenguaje estaba unido a la danza, la poesía y
la música. Esta última ha conservado el privilegio de actuar direc­
tamente y sin mediación sobre el alma. El arte, para significar, ha
necesitado símbolos y alegorías. Pero también la alegoría necesita la
convención para ser comprendida. La pintura paisajística se libera
de ella. Establece un contacto con la naturaleza pura. Puede expre­
sar no sólo su apariencia, sino el misterio oculto, lo infinito detrás
de las cosas. De este modo, la pintura de paisaje hace penetrar en
las profundidades de lo divino.
Para encontrar la prueba, hay que recurrir a Carus. Natürphilo-
sophe, geólogo, médico, con un poco de mago y mucho de pintor,
fue el amigo y el discípulo de Friedrich y a menudo da la impresión
de haber escrito a instancia suya. Escribió sobre el Friedrich paisa­

353
jista. Atestigua que «pintar era para él una especie de llamada divi­
na. Cuando pintaba el cielo, nadie podía entrar en su taller»659. En
1831 publicó sus Nueve cartas sobre la pintura de paisaje, en las que tra­
bajaba desde 1813. Seleccionando y pasando por alto ciertas repeti­
ciones de este texto, que está impregnado de un constante entu­
siasmo, se pueden distinguir los temas, los leitmotiv más bien, de la
naturaleza, del arte, del espíritu del artista. Pasaré por alto las con­
sideraciones «científicas» y las «correspondencias de los órdenes»
que siguen el espíritu de Goethe y de Schelling.
La naturaleza es una revelación de lo divino: «Todo estudio de la
naturaleza no puede sino conducir al hombre hasta el umbral de
los misterios superiores»660.
Todo fenómeno de la naturaleza es la revelación de una divinidad úni­
ca, infinitamente sublime [...]. También debemos reconocer esta divinidad
en la totalidad del mundo [...]. El hombre debe reconocer la divinidad de
la naturaleza entendida como la revelación corporal propiamente dicha o,
para expresarnos en términos humanos, de la naturaleza entendida como
lenguaje de Dios661.
Para ello, añade Carus, es necesario «cierto grado de formación
filosófica». El instinto no es suficiente, ni la destreza artesanal. Hay
que pensar. El «paisaje artístico» presupone claramente «una cultu­
ra superior y cierta experiencia».
El paisaje se entiende como un Dasein de lo divino. Pero lo divi­
no se halla igualmente en el alma del artista.
El Altísimo se nos revela en la razón y en la naturaleza como interiori­
dad y exterioridad; pero tenemos la impresión de que nosotros mismos so­
mos parte de esta revelación, [...] experimentamos el sentimiento de nues­
tra divinidad662.
Ante la naturaleza, el hombre se siente «como Dios», en el ar­
te siente a «Dios en él». O también: «Si el sentimiento de una in­
corporación verdadera e inmediata de la esencia divina nos eleva
en la naturaleza», en el arte, en cambio, percibimos «la divinidad
del espíritu humano»663. En esta doble comunión con el exterior
(el paisaje) y con el interior (el alma del artista), se alcanza la be­
lleza.
Lo bello es todo lo que expresa puramente una esencia divina en las

354
cosas naturales o todo aquello en lo que la naturaleza se revela conforme
a su esencia más íntima664.
Dios, la naturaleza, el alma: ¿no es la doctrina clásica, el espa­
cioso triángulo que estructuraba, desde Agustín, la metafísica del
artista? Y sin embargo lo hemos dejado atrás sin que Carus se dé
cuenta. Se adentra en el camino del gnosticismo. Lo espera todo de
una iniciación o de un ejercicio mediante el cual el alma toma con­
ciencia de su naturaleza divina y se instala, lejos del mundo apa­
rente, en el secreto mismo de Dios. La naturaleza, dice en una fra­
se magnífica, es «misteriosa a plena luz del día»665. Pero cuando el
artista se haya purificado, cuando haya renunciado a los bienes te­
rrenales, cuando se haya liberado de las convenciones y de las téc­
nicas del arte, cuando se haya convertido en un santo, como la Igle­
sia es santa,
el alma del artista será por fin, verdadera y absolutamente, un vaso sagra­
do, listo para acoger el rayo luminoso de las alturas. Entonces surgirán
cuadros de la vida en la tierra de un género nuevo y superior, que eleva­
rán al mismo contemplador hacia una visión superior de la naturaleza,
cuadros a los que en este sentido se podrá llamar místicos y órficos; en­
tonces el arte de la representación de la vida en la tierra habrá alcanzado
su apogeo666.
Como lo que hay que representar está más allá de las cosas, Frie-
drich recurre al símbolo y a la alegoría. No intenta crear una sim­
bólica nueva y completa. Se sirve de símbolos muy simples que ya
forman parte de los hábitos del espectador: el color oscuro asocia­
do a la tristeza, la Cruz de Cristo, el ancla de la esperanza, el barco,
símbolo del destino y del vi¿ye a través de la vida. Pero procura que
el símbolo no parezca sobreañadido al paisaje, sino, al contrario,
que forme parte de él, como si estuviera allí naturalmente y desde
siempre, aunque el simbolismo no parezca provenir de la voluntad
del artista, sino del lenguaje mismo de la naturaleza. Se diría que es­
ta naturaleza siempre está a punto de revelar un secreto. A Frie-
drich le gustan los contraluces porque expresan una trascendencia,
porque la luz que viene del fondo del cuadro parece venir de mu­
cho más lejos. Un contraluz de Claude Lorrain sitúa al espectador
en el corazón de su patria ideal. Un contraluz de Friedrich (El coto
grande) le hace sentir que su verdadera patria está más allá y, en lu­
gar de saciarle, le llena de insatisfacción y de nostalgia.

355
Debemos analizar ahora algunos cuadros de Friedrich. El Retablo
de Tetschen fue encargado para una capilla de pescadores de la isla
de Rügen, donde al pintor le gustaba pasar una temporada. Lo
compró enseguida el conde von Thun Hohenstein, que lo colgó en
su dormitorio de su castillo de Tetschen. La composición es senci­
lla. Un cielo nublado, iluminado por tres rayos del sol que se pone
tras la cumbre de una colina. En la cumbre hay algunos peñascos
de gran tamaño, una pradera oscura y unos abetos en sombras -pi­
ceas representadas de forma exacta y naturalista- que se recortan
contra el cielo luminoso. En medio de los árboles, un calvario: una
gran cruz con su Cristo por la que trepa la hiedra.
El Retablo de Tetschen despertó una inmediata admiración y seña­
ló el comienzo de la notoriedad de Friedrich. Pero también fue cri- ·
ticado. El crítico de arte Friedrich Wilhelm von Ramdohr, en 1809,
censuró severamente al pintor por haber «izado un paisaje sobre un
altar». Es cierto que eso era contrario a la tradición. Dar un valor es­
piritual tan fuerte al paisaje se explica por las consideraciones que
hemos anotado más arriba. Pero escuchemos la defensa de Frie­
drich:
Jesucristo clavado en la cruz se vuelve aquí hacia el sol poniente, ima­
gen del Padre eterno. Con Jesús muere un viejo mundo, la época en que
Dios Padre está omnipresente sobre la tierra. Este sol se ha puesto y la tie­
rra no está ya en condiciones de recibir su luz declinante. Entonces, en la
luz dorada de poniente, el Salvador resplandece en la cruz como el metal
más puro y más noble, reflejando sobre el mundo un resplandor más sua­
ve. La cruz está erigida en la cumbre de un peñasco inamovible, a imagen
de nuestra fe en Jesucristo. Los abetos eternamente verdes y la cruz sim­
bolizan la esperanza que los hombres han depositado en el Crucificado667.
Este texto despierta un eco: el Sueño de Jean-Paul, en la trans­
cripción de Nerval. Dios ha muerto. O bien Dios se ha retirado in­
finitamente lejos de la creación, a la que ha abandonado. Jesucris­
to es el garante de una esperanza ciega que permite soportar el
exilio de este mundo y fomentar el deseo de una reunión con ese
más allá que es la verdadera patria.
En Monje a la orilla del mar (1809) no se ve más que el cielo, claro
arriba, oscuro abajo, que ocupa las cuatro quintas partes del cua­
dro; después una franja de mar negra con algunos puntos de espu­
ma blanca y por último un arenal amarillo, donde el minúsculo
monje, con el cabello pelirrojo (como el propio Friedrich), se en-

356
frenta, de pie, a la inmensidad. Este cuadro, que se hizo célebre, fue
comentado por Kleist:
Qué maravilloso contemplar este infinito desierto de agua de los are­
nales del norte, en una soledad perfecta y bajo un cielo gris. Pero como
uno ya ha ido allí y ha vuelto, le invade el deseo de regresar, imposible de
satisfacer en ese instante, aunque siga siendo tan necesario para la vida
[...]. Esta es la exigencia que mi corazón formulaba al cuadro, esta abrup­
ta negación [...] que la naturaleza despierta en nosotros668.
Una abrupta negación: el cuadro está hecho para despertar en
el alma un extrañamiento y hacer sentir la imposibilidad radical de
habitar en una naturaleza que representa un obstáculo, una barre­
ra, una frontera, y nos separa del país interior. Sólo el cielo inmenso,
que nos impone nuestra mediocridad y nuestra impotencia, teatro
de una lucha entre la sombra y la luz, contiene tal vez una precaria
promesa de salvación.
Entre el más allá y el más acá, Friedrich multiplica los signos in­
termedios, las balizas de la búsqueda gnóstica. Nos ofrece una pin­
tura codificada, cuyo sentido debemos descifrar mediante la lectu­
ra de los símbolos. Hay que saber que una luna llena -o una media
luna- representa a Cristo, que la ventana representa la visión del
más allá, que los árboles verdes o desnudos representan los estados
de la vida espiritual, que los navios aluden al viaje hacia el otro
mundo, que los peñascos representan la fe, el Riesengebirge el
mundo divino, la alta cima del Rosenberg a Dios Padre. La verda­
dera patria está representada por la montaña, por el bosque o por
la catedral fantástica y desmesurada que aparece detrás de una cor­
tina de abetos siempre verdes.
Veamos cómo analiza un comentarista uno de los cuadros más
bellos y más célebres de Friedrich, Mujer en la ventana. A primera vis­
ta, una mujer joven con un vestido verde plisado, que es la esposa
del pintor, se acoda en la ventana del taller y mira una hilera de ála­
mos. A primera vista; pero, si miramos un poco mejor:
[...] el espacio interior estrecho y relativamente oscuro simboliza la pe-
queñez de nuestro universo humano, que sólo recibe su luz a través de esa
ventana abierta al más allá; la mujer que se asoma ligeramente a la venta­
na contempla esa orilla opuesta, símbolo del paraíso; el rí¿, invisible aquí,
es la muerte, y su presencia se nos revela gracias al'mástil de un navio ama­
rrado en las proximidades y a otro mástil de un navio amarrado en la otra

357
orilla. Se trata sin duda de una travesía: aquí resurge el antiguo tema del
río de los Infiernos que Caronte cruzaba en su barca, pero en un sentido
cristiano. Los álamos de esbelta silueta, erguidos hacia el cielo, expresan
la aspiración a la muerte [...].
Hasta la hoja de la ventana, el ligero balanceo de los mástiles y la
inclinación de la mujer son significativos: «Estas sutilezas no tienen
nada que ver con un juego estético; significan que en nuestro uni­
verso nada es estable»669.
La mayoría de los cuadros de Friedrich pueden descifrarse así. Pi­
den ser juzgados en este registro, y no en el orden del arte pictóri­
co. El pintor despreciaba el virtuosismo y el aspecto sensual del arte.
Al lado de un Turner, de un Constable, incluso de un Boilly, su pin­
tura parece despojada y pobre. Ante un grabado inglés cuya factura
admira, exclama: «Un alemán, a Dios gracias, no podría hacerlo
igual». El oficio es depurado, muy sobrio, sometido por completo a
la figuración. Friedrich quiere ser un pintor del «contenido», del
«tema», del sentido religioso, moral y espiritual de la representa­
ción.
Este pintor del trasmundo es sin embargo extraordinariamente
cuidadoso en la reproducción exacta de las cosas. Detalla minucio­
samente las ramas, las hojas, las nubes, la forma de los montes. Más
aún, su exactitud rebasa el realismo. Lo exacerba hasta el malestar
y la alucinación. Señalemos este rasgo, que tendrá una larga poste­
ridad. El hiperrealismo sigue siendo un medio para devaluar la rea­
lidad. Al mirar con excesiva atención una cosa se revela su extrañe-
za, su ausencia de relación con nosotros, y descubrimos que nuestro
mundo habitado es inhabitable. El hiperrealismo es un procedi­
miento de desrealización. Friedrich, sin embargo, no lo lleva a lo
monstruoso -como se hizo en la época del pop art- hasta el punto
de volver repugnante un cuerpo de mujer u obscena una mesa dis­
puesta. Su gnosticismo le aparta del mundo, pero su dulce alma no
quiere destruirlo.
Aunque conocemos su humor, solitario y melancólico, sus opi­
niones de patriota alemán durante el reinado de Napoleón y sus
creencias, ardientemente luteranas, no podemos relacionarlos di­
rectamente con su mensaje artístico. Pero sus contemporáneos per­
cibieron ese mensaje con mucha claridad. O. H. von Loeben escri­
bió en 1817:
Vemos los paisajes volverse contemplación de la vida interior [...]. Su

358
significado profundo no es ni la alegría ni el contento, sino más bien la
nostalgia y la gravedad íntima. Parecen decir: en otro tiempo floreció el ar­
te, y el hombre con él; nosotros pasamos deprisa, y morimos, y la mirada
de un adiós transfigurado desvela el misterio de la vida que hemos vivido
y la esperanza que renace en nosotros; la Muerte huirá pronto, cruzamos
el laberinto y la patria no está lejos. En los paisajes, la visión del infinito,
del aire o del mar, por ejemplo, despierta un sentimiento de melancolía
apacible; los límites marcados por las montañas, los árboles, los peñascos,
los objetos cercanos despiertan en cambio una turbación misteriosa. Esta
sensación de perderse en el infinito donde el arte nos sumerge va prece­
dida siempre de un deseo de morir y de una muerte interior670.
Friedrich me parece crucial en mi investigación. Intentemos de­
sentrañar las razones.
-La estética inaugurada por Kant, transformada y desarrollada
por Hegel, no ha encontrado hasta ahora un pintor que responda
a ella, o más bien -puesto que eso no se le puede exigir a un pin­
tor- que pueda servir para ilustrarla. No podemos decir que Frie­
drich ejemplifique la genialidad en el sistema kantiano. No impuso
sus reglas al arte, y su impacto fue discreto. Su manera de pintar era
modesta y no pretenclía innovar a partir de la técnica paisajística he­
redada de los holandeses. Su originalidad es grande, pero está ocul­
ta, y para comprender esta pintura iniciática hay que poseer de an­
temano su clave.
En cambio, lo sublime -el otro imperativo kantiano- sí está pre­
sente. Es visible gracias a los temas: bancos de hielo, naufragios, in­
mensidad de las montañas, vertiginosos acantilados de roca caliza
de la isla de Rügen, puestas de sol grandiosas, cielos tempestuosos.
Todo eso responde bastante bien a lo «sublime matemático». El pai­
saje, escribe Carus, y las leyes de la naturaleza que impone nos obli­
gan a «volver nuestras miradas hacia un gran círculo, un círculo in­
menso de acontecimientos naturales. [Estas leyes] nos separan de
nosotros mismos, inculcándonos el sentimiento de nuestra peque-
ñez y de nuestra fragilidad». «Olvidas tu yo, Dios es todo»671. Pero el
clima de Friedrich es lo sublime invisible de la persona, lo «sublime
dinámico», hasta el punto de que los paisajes más terribles no son
ni más mágicos, ni más espantosos, ni más «sublimes» que las pin­
turas más íntimas, porque tanto ésos como éstas están impregnados
esencialmente de la misma sublimidad interior de la conciencia.
Ante ella, dilatada por el pensamiento, el jardín al sol y el huracán
sobre el mar son equivalentes.

359
Hoy, por primera vez, este paisaje tan espléndido en otros tiempos me
recuerda la precariedad y la muerte, cuando normalmente me presentaba
la alegría y la vida. El cielo es gris y agitado por la tempestad, y hoy, por
primera vez, cubre las montañas y los colores de los campos con su manto
de invierno monocolor. Toda la naturaleza se extiende ante mí, empali­
decida672.
La relación con Hegel es más difícil de definir. Si existe, pode­
mos situarla en el registro del pathos más que en el del concepto: en
el sentimiento trágico. David d’Angers decía que Friedrich había
sentido la «tragedia del paisaje». Y tal vez haya algo más en común
entre la gnosis triunfante y finalmente optimista de Hegel y la gno-
sis melancólica y nostálgica de Friedrich: para uno y para otro, los
dioses se han ido y lo divino está lejos. Pero para Friedrich, que tie­
ne fe, no es cosa de resignarse a ello, y la rosa de la razón no está
en la cruz del presente.
-Dios no se representa, porque si el paisaje nos habla de él y él
está en todas partes, no está en ninguna parte y no tiene rostro. El
panteísmo incierto de Friedrich y de Carus linda con una suerte de
ateísmo místico. Sólo Cristo, en este luteranismo extremo, es obje­
to de una fe y de una esperanza ardientes, pero precarias. Su icono
es reducido a una luna pálida y menguante: símbolo y vestigio de la
«luz del mundo». Hunt, por su parte, sigue representando a Dios
como persona.
Esta pintura, en la que Tieck leía un «ardor religioso que vivifi­
ca, de nuevo, nuestro mundo alemán»673, incapaz de representar el
rostro divino, parece también incapaz de representar el rostro hu­
mano. El único retrato de Friedrich es de sí mismo: dos dibujos,
uno de 1800 y otro de 1810, donde se pinta un tanto azorado, con la
mirada fija, y vestido con una suerte de hábito monacal. En todas
las demás obras, el hombre está de espaldas (como mucho de per­
fil) . Se comporta como un doble del pintor: está contemplando el
paisaje, en muchos casos con los brazos cruzados, vuelto hacia la le­
janía, silueta negra y minúscula perdida en el infinito.
El misticismo pictórico de Friedrich, a pesar de su ardiente lute­
ranismo, se aparta del cristianismo al perder el sentido de la En­
carnación. Su Cristo «extrínseco» es un mensajero fantasmal de la
patria inaccesible. El mundo mismo es obstáculo para regresar a
ella. El cuerpo-tumba del platonismo se ha extendido hasta alcan­
zar las dimensiones del universo, del paisaje inmenso y sin consis­
tencia, sin naturaleza propia, sin estabilidad, suspendido como un

360
velo de Maya, de apariencia, entre el alma y el trasmundo. Por eso
la muerte está presente en todas partes como deseo y como libera­
ción. «Sus paisajes», escribe Schopenhauer, «tienen una religiosi­
dad melancólica y misteriosa. Impresionan el alma más que la mi­
rada»674. Esto no podía por menos de agradar al filósofo enemigo de
la voluntad de vivir.
La realidad es menos real que el símbolo, pues el símbolo, la co­
lección de símbolos, conduce hacia otra realidad, la única verdade­
ra. Si eliminamos a Cristo, o lo sustituimos por un símbolo, o por
símbolos de símbolos, aún más indirectos, entramos en una pintu­
ra religiosa de otro tipo, que triunfa a finales de siglo y que se llama
simbolismo.

III. La religiosid ad sim bolista


A mediados de la década de 1880, tiende a restablecerse una con­
tinuidad en la pintura europea. La excepción francesa ya no está
tan clara, pues la estética que se ha propagado por Europa se acli­
mata en Francia, e incluso encuentra precursores (Puvis de Cha-
vannes, Gustave Moreau) que se incorporan con toda naturalidad a
la corriente general. Por otra parte, esta misma corriente encuen­
tra en Francia una rica reserva de formas, colores y estilos y los so­
mete a su propia estética.
Por necesidades de la argumentación, sin duda he exagerado la
excepción francesa. Varias escuelas europeas se atienen a la moda de
París, al ver, al hacer y a la celebración del espectáculo del mundo.
Es cierto que florecen más bien a comienzos de siglo. Es el caso de
gran parte de la pintura inglesa; al menos hasta Turner (incluido).
Lo mismo ocurre con la pintura de género Biedermeier, modesta,
sentimental. Y con la encantadora pintura danesa de la «edad de
oro». Pero no olvidemos que Eckersberg había pasado por el taller
de David y que tiene, con Boilly, Drolling o Corot, hermanos fran­
ceses. En Italia, el grupo de los macchiaioli mezcló tardíamente una
reacción antiacadémica y una reacción antirromántica: hacia 1855 se
unió al naturalismo francés, no sin haberlo estudiado en el curso de
viajes a París o en los cuadros barbizonianos de la colección Demi-
dov, en Florencia.
El volumen aparente de los objetos representados en un lienzo -de­
cían los pintores del café florentino Michelangelo- se obtiene indi­

361
cando simplemente la relación entre los claros y las sombras, y sólo es po­
sible representar esta relación en su justo valor mediante manchas o pin­
celadas que la capten con exactitud675.
Es una discusión entre Fattori, Lega y sus amigos que podía ha­
berse mantenido, en el mismo momento, en el café Guerbois.
Pero cabía esperar que tales preocupaciones no fuesen capaces
de satisfacer las expectativas de muchos pintores. A su juicio, el
realismo y el naturalismo adolecen de una irremediable superficia­
lidad. O curvae in terram animae et celestium inanes! Esta pintura, que
es superficial, puede parecer también frívola, grosera, impía, bur­
guesa, populachera. Incluso en Francia (Planche, Huysmans) estas
cuestiones fomentan una polémica que puede, con razón o sin ella,
apelar a Delacroix, Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé. Si salimos de
Francia, nos encontramos con la reprobación prerrafaelista y la de
la «pintura-pensamiento» de los alemanes. Basta con pasearse por
los museos escandinavos para calibrar hasta qué punto el clima es
ajeno a la despreocupación parisina. En Oslo, en particular, se re­
pite un tema obsesivo: el lecho de muerte. Todo el siglo XIX no­
ruego meditó ante esas habitaciones amuebladas con sencillez don­
de muere un niño, una muchacha, la madre, el padre, y reflexionó
sobre la gravedad religiosa de los familiares y del pastor que rodean
al moribundo. Este mundo severo, atormentado, tiene su religión,
que es interior y oscura, y su pintura la refleja adecuadamente. No
tiene por objeto escenificar la naturaleza, sino descubrir el sentido
y los signos de la vida profunda. La necesidad se deja sentir hasta en
Francia. Focillon lo enuncia con elocuencia:
Junto al arte del fenómeno se desarrolla el arte del pensamiento y del
símbolo; junto a la pintura clara y tornasolada y la pincelada dividida, el
arte de las profundidades sombrías. A la embriaguez de lo que brilla, pa­
sa y muere en la relumbrante superficie del mundo le sucede la necesi­
dad de los acordes meditados; a la filosofía de la movilidad, la filosofía de
la permanencia; a la impresión cálida y repentina, la continuidad de la vi­
da interior676.
Este punto de vista supone negar el valor espiritual de la otra
pintura, poner a Monet o Degas del lado del «fenómeno» y tener
«el arte de las profundidades» por más profundo. No se trata de al­
go evidente, pero se intuyen las razones que impulsan a creerlo.
Una de ellas podría ser la supervivencia de la jerarquía de los gé-

362
ñeros. El paisaje, la naturaleza muerta, la escena de género no fi­
guraban entre los más elevados. Tuvo que consumarse la revolución
pictórica para que se tomase igualmente en serio y sin hacer dife­
rencias -porque los criterios era muy distintos- a una mujercita de
Renoir y a un fresco histórico de Puvis. Pero la jerarquía de los gé­
neros, que se justifica mediante la tradición, y tal vez mediante la
naturaleza y la razón, resistió durante mucho tiempo y continuó
añadiendo valor a las obras en las que convergieran la imaginación,
la grandeza del motivo, la altura del pensamiento, la emulación de
los antiguos y una noble ambición. Pero, como hemos visto, el gran
género está cada vez más ligado a la pintura religiosa, que en el cur­
so del siglo XIX rivaliza en rango con la pintura histórica.
Al margen de esta consideración, el siglo XIX, como todos los de­
más, vive una aspiración religiosa, que se considera insatisfecha en la
pintura llamada naturalista. Por eso en Inglaterra, en Alemania y en
Escandinavia el naturalismo hubo de combinarse con un sentimien­
to religioso claramente afirmado, abiertamente expresado, Y como el
academicismo, en un país protestante, estaba menos arraigado que
en Francia o en Italia, el pintor era libre de acudir a otras formas, co­
mo el realismo y el naturalismo, pidiéndoles que transmitieran un
mensaje de religiosidad. De esta «adecuación» nace el simbolismo.
La religiosidad simbolista, muy intensa -en este aspecto, el «se­
gundo romanticismo» es más directa y universalmente religioso que
el primero-, se separa, salvo excepciones (Maurice Denis...), del
cristianismo ortodoxo. Que no por eso deja de ser un marco de re­
ferencia filosófico y teológico. La cultura de los pintores clásicos e
incluso románticos era la de las gentes honradas. Delacroix, ante el
caballete, pedía que le leyeran a Tasso. Corot, Courbet, Manet o De­
gas habían recibido la instrucción general que correspondía a sus
respectivos entornos. No se les ocurría leer para pintar. Su saber se
hacía más profundo con el conocimiento del oficio, pero no se
adentraban en las doctrinas para después introducirlas en su arte.
Los pintores del fin de siglo deseaban unificar de manera más sis­
temática que antes su vida intelectual y espiritual. Su idea de la pin­
tura dependía en parte de su concepción del mundo.

S chopenhauer
En la formación de esta concepción del mundo, hay que conce­
der un lugar fundamental a Schopenhauer. No lo comparemos con

363
Kant y con Hegel, que pertenecen a la gran filosofía y respiran un
aire más elevado y más puro. Los pintores no los habían leído, o só­
lo los habían inhalado en el aire de la época. Schopenhauer inau­
gura una línea inferior, que cuenta asimismo con Marx, Nietzsche
y Freud. Nietzsche reconocía a Schopenhauer como maestro, y se le
puede leer como a un Schopenhauer al revés, con todas sus tesis in­
vertidas677. Freud, que no se distingue precisamente por citar a sus
maestros, hizo una excepción con éste. Podemos describir a Freud
como un Schopenhauer psiquiatrizado, hasta tal punto la estructu­
ra de sus sistemas es análoga. El misántropo de Frankfurt había im­
putado ya la mayoría de los atributos del inconsciente a «la volun­
tad de vivir». Esta filosofía es atractiva. Está redactada en términos
claros, con un estilo elocuente. Todos pueden leerla. Y todos la leen,
pues se basa en experiencias de vida familiares, cercanas a lo vivido,
a la Erlebnis.
A partir de la década de 1870, Schopenhauer fue la gran inspira­
ción de los creadores. Aunque Schopenhauer se negase a ir más allá
de Rossini y pensase que Wagner, aun afiliado a su doctrina, «debía
colgar su música de un clavo», domina la interpretación europea
del wagnerismo. Tolstoi quiso dejarlo todo para traducirle al ruso:
Europa ha atribuido al «misticismo ruso» el refrito tolstoiano de la
«simpatía», piedra angular de la ética de Schopenhauer. La posteri­
dad inconfesada es innumerable y se mezcla con la posteridad re­
conocida. Así Proust, puro Schopenhauer, imitará La muerte de Iván
Ilich, texto schopenhaueriano de Tosltoi, en La muerte de Baldassare
Silvande. Strindberg, Wedekind, Maupassant, Gide, Céline o Cen-
drars serán lectores de El mundo como voluntad y representación, y más
aún de Parerga y Paralipomena, obras más fáciles que inauguraron,
después de cuarenta años de silencio, el éxito mundial de la doctri­
na. ¿En Inglaterra? Hardy, Joyce, Conrad, y después, a través de és­
te, al otro lado del canal de la Mancha, Simenon. ¿En Italia? D’An-
nunzio, Pirandello, Svevo. ¿En pintura? Munch, Klimt, Schiele,
Bócklin, Rubín678.
A. El arte y el genio
La filosofía -o más bien el mensaje- de Schopenhauer es senci­
llo, como subrayaba él mismo, y para los detalles técnicos me remi­
to a los comentaristas cualificados, como Philonenko, Rosset, Henry,
Sans o Raymond. Sólo voy a preguntarme, después de Anne Hen­
ry, quién dio con la clave schopenhaueriana del paisaje literario eu­

364
ropeo, qué tenía esta doctrina de atractivo para el artista en cuanto
tal, y en qué medida orientaba su inspiración.
Schopenhauer tomó de Kant, para hipostasiarla, la distinción
entre noúmeno y fenómeno. Tras la apariencia múltiple de las co­
sas existe una realidad fundamental, sustrato de toda realidad fí­
sica o humana aprehensible; una realidad oscura, situada fuera
del espacio y del tiempo, y por ello incognoscible. Esta realidad es
inconsciente, pero determina el pensamiento consciente, que no
sabe que es paciente y pasivo cuando cree ser agente y activo. A es­
ta realidad -que desborda por todas partes la cosa en sí kantiana-
Schopenhauer la llama «Voluntad» (aunque no «quiera» nada),
que ejerce un empuje ciego y repetitivo. Es la suma de todas las
fuerzas inconscientes o conscientes (éstas movidas por aquéllas)
del universo. Este más allá, al que otros pensadores posteriores lla­
marán «vida», «voluntad de poder», «duración», «ello», es el lugar
del Ser y constituye su gran secreto. Es inefable, imperceptible,
impenetrable, pero sólo él vale la pena ser dicho, percibido, pe­
netrado.
Pero ante el gran secreto, la humanidad se divide. Como en to­
do sistema gnóstico, la humanidad se divide en durmientes y des­
piertos, en ignorantes e iniciados o, como dice Schopenhauer, en
«hombres ordinarios» y «genios». El hombre ordinario, «ese pro­
ducto industrial que la naturaleza fabrica a razón de varios miles al
día», es incapaz de contemplación. Sólo ve aquello que tiene rela­
ción con él. No se entretiene, «no busca más que su camino en la
vida». Prisionero del espacio y del tiempo, sólo percibe el «fenóme­
no», el lado vano y vacío de la existencia. Es el juguete, la eterna víc­
tima de la Voluntad679.
Pero el genio, dotado de imaginación, posee un círculo de vi­
sión, un horizonte, infinitamente más amplio. La facultad de cono­
cer, en lugar de ser el simple instrumento por el cual la Voluntad as­
pira a su realización, es con respecto a ésta un instrumento de
emancipación. El genio se olvida de considerar su camino en la vi­
da, y las más de las veces se conduce en ella de manera torpe. .
Para el hombre ordinario, la facultad de conocer es el faro que ilumi­
na el camino; para el hombre de genio, es el sol que revela el mundo680.
Esta diferencia de actitud se manifiesta incluso físicamente: la
mirada viva, firme, del hombre de genio solitario desentona entre
los millones de miradas inexpresivas de los hombres ordinarios. El

365
genio es como «un actor que viviera entre las marionetas del Picó­
lo de Milán».
La Voluntad sólo concede a los hombres ordinarios el intelecto
necesario para ejecutar la tarea que les indica vagamente. El genio,
que dispone de un excedente de intelecto, lo aplica sin preocupar­
se de destinos ni de fines prácticos para concebir la esencia objeti­
va de las cosas. Esto lo expone a peligros, a excesos melancólicos, a
la soledad, a la locura.
[...] a causa de esta desigualdad en la marcha del espíritu, no será ap­
to para pensar en común, es decir, para entrar en comunicación con los
demás. Los demás, abrumados por su superioridad, encontrarán tan poco
placer en su compañía como él en la de ellos681.
Sus alas de gigante le impiden andar. El genio está solo y es con­
denado por su tiempo. No contribuye al desarrollo de la civilización
existente, sino que, «semejante al emperador romano que, enco­
mendándose a la muerte, lanzaba su venablo contra las filas enemi­
gas, arroja sus obras a gran distancia en el camino donde sólo el
tiempo vendrá a recogerlas»682.
Schopenhauer acentúa aún más la diferencia, ya kantiana y fun­
damentalmente romántica, entre talento y genio.
El talento es el tirador que alcanza un blanco que los demás no pueden
alcanzar; el genio es aquel que alcanza un blanco que los demás no pue­
den ni siquiera ver.
Pero esta videncia es la que pone aparte al hombre de genio y
devuelve al que tiene talento a la humanidad ordinaria.
Schopenhauer afirmó la relación entre la infancia y el genio an­
tes que Baudelaire. Pero mientras que el niño baudelairiano es
genial por su facultad de percibir con el máximo de ingenuidad,
candor e inocencia la maravillosa belleza del mundo, el niño scho-
penhaueriano es genial principalmente por su intelecto, todavía li­
bre y predominante entre sus facultades, porque la pubertad no ha
acarreado todavía el «instinto sexual», vehículo de la Voluntad, que
pronto va a inundarlo. El niño de Baudelaire es un sensual, el niño
schopenhaueriano un intelectual puro que no ha sido educado y
uncido todavía a la vida práctica impuesta por la Voluntad683.
El genio es capaz de liberarse de la Voluntad porque adivina su
gran secreto. «Considera las cosas con independencia de su rela­

366
ción con la Voluntad, es decir, de manera desinteresada.» Schopen-
hauer toma de Kant la idea feneloniana del «puro amor» desinte­
resado, que no define sólo la satisfacción estética, sino un camino
de liberación con respecto a la «opresión de la Voluntad». «Nuestra
rueda de Ixión ya no gira»684.
Esta liberación del conocimiento nos aparta de la confusión de una
manera tan perfecta, tan completa como el dormir y el soñar; dicha y des­
dicha se desvanecen, el individuo se olvida; no somos ya el individuo, so­
mos puro sujeto cognoscente: somos simplemente el ojo único del mundo
J 685

Una especie de éxtasis gnóstico permite al iniciado genial alcan­


zar «la esencia del mundo, el verdadero sustrato de los fenómenos».
Pero este éxtasis es lo propio del artista, del artista genial. «Este mo­
do de conocimiento es el arte, es el artista de genio.» El arte es la
contemplación independiente del principio de razón, es decir, del
entendimiento o de la experiencia, prisioneros de la Voluntad. Es
una «línea perpendicular» que corta facultativamente la línea hori­
zontal del conocimiento racional y que llega por intuición directa a
los esquemas, a las estructuras, a lo que Schopenhauer llama, si­
guiendo a Platón, las «Ideas»686. Así pues, Schopenhauer sitúa al ar­
tista en la misma categoría que al filósofo, e incluso que al filósofo
schopenhaueriano. Uno y otro son igualmente aptos para «captar
la esencia verdadera de las cosas, de la vida, de la existencia». El ar­
tista responde a la pregunta: «¿Qué es la vida?». Responde en «la
lengua ingenua e infantil de la intuición», y no en el lenguaje abs­
tracto y serio de la reflexión687.
El artista desgarra el velo de Maya que disimula la esencia íntima
de toda existencia. Ofrece de ella una imagen visible que dice a los
demás: «Mira, esto es la vida»688. Sin embargo, la imagen que atesti­
gua el desciframiento del mundo exige a su vez ser descifrada. «A
decir verdad, las obras de las artes plásticas contienen toda sabidu­
ría, pero sólo en estado virtual o implícito.» Por ello debemos si­
tuarnos ante un cuadro «como ante un príncipe, y esperar a que
tenga a bien hablarnos». La superioridad del genio que ve sigue es­
tando junto a aquellos a los que hace ver. Porque los hombres or­
dinarios, si quieren tomarse la molestia, pueden participar modes­
ta e incompletamente en la revelación: el artista les «presta sus
ojos»689. De este modo el artista se eleva al rango de mediador: con
su genio y con su capacidad de expresarse y de comunicar su cono­

367
cimiento, guarda la llave, y abre y cierra a su albedrío el acceso de
los «hombres ordinarios» al universo.
B. Lo sublime, lo bonito y la muerte del motivo
En el orden estético, hay en El mundo como voluntad y representa­
ción dos puntos que tienen que ver con nuestro propósito. En pri­
mer lugar, una modificación de la concepción kantiana de lo subli­
me, que conduce, después de ésta, de la de Burke y de la de
Boileau, a una cuarta clase de lo sublime, tal vez la más influyente
en la época moderna690.
Mientras la naturaleza se limita a ofrecer su riqueza de significa­
do, y nos deja acceder a las Formas rectoras, a las Ideas individuali- ·
zadas, no hacemos sino elevarnos, del conocimiento esclavizado a la
Voluntad, hasta la contemplación desinteresada; suspendemos por
un instante nuestra esclavitud, nos ponemos entre paréntesis en
cuanto sujeto cognoscente exento de Voluntad: hemos llegado a lo
bello. Pero si este sujeto se enfrenta en el curso de su contempla­
ción con objetos temibles para la Voluntad y supera el conflicto con
serenidad, «se eleva de hecho por encima de sí mismo, por encima
de su Voluntad, por encima de toda Voluntad». En este caso, es lo
sublime lo que le llena. Pero si, en este combate, la Voluntad se re­
cupera, lo sublime se disuelve, y es la angustíalo que lo sustituye, el
esfuerzo del individuo para salir adelante obnubila todo pensa­
miento. En Kant, lo que pone de relieve -adoptando la forma de lo
sublime- el contraste entre la debilidad del sujeto cognoscente y su
objeto es la grandeza infinita de la razón. En Schopenhauer, es la
grandeza del dístanciamiento691. En el primero, hay una diferencia
de naturaleza entre el sentimiento de lo bello y el de lo sublime. En
el segundo, una diferencia de grado, puesto que todo objeto, para
ser contemplado, exige un esfuerzo para superar a la Voluntad, más
débil en lo bello, más heroico en lo sublime. Es en la tragedia, o
más bien ante la tragedia, donde lo sublime alcanza su cumbre y
donde el sujeto, absorto en la contemplación de las Ideas, se vuelve
«libre, independiente de toda volición y de toda miseria».
Corolario: mientras que en Kant hay todavía continuidad entre
lo bonito y lo bello, en Schopenhauer hay ruptura entre lo bonito
y lo bello; es una añagaza de la Voluntad y hace que se degrade la
contemplación. Este punto es fuente de una estética de la fealdad,
pues la fealdad exhibida es un medio de romper públicamente con
lo «bonito» de los hombres ordinarios, de manifestar la pertenen­

368
cia al reino de lo bello y de lo sublime que pueblan los hombres de
genio, de ingresar en la Genialen-Republik?92.
La segunda innovación de Schopenhauer es quitar toda impor­
tancia, en la pintura, al motivo693. En una imagen, conviene distin­
guir el «significado nominal» -el motivo en el sentido convencional
o, como se suele decir, la anécdota- y el «significado real», que con­
siste en «una fuerza particular de la Idea de la humanidad que se
vuelve, por medio del cuadro, aprehensible para la intuición». Lo
que cuenta no es la objetividad del espectáculo representado por el
pintor, sino la «profundidad de las visiones» de éste a propósito de
cualquier escena, por muy trivial y cotidiana que sea. Desde el pun­
to de vista del «significado interior», «es del todo indiferente que
sean ministros que se juegan la suerte de los países y de los pueblos
sobre un mapa, o campesinos sentados en torno a una mesa en una
taberna que compiten a las cartas o a los dados». Toda imagen pue­
de ser un ojo de cerradura a través del cual el hombre ordinario, in­
vitado por el genio, comparte la visión de éste.
Este punto de vista destruye la jerarquía de los géneros. Los ju­
gadores de cartas de Cézanne se sitúa potencialmente en la misma ca­
tegoría que Las lanzas de Velázquez, no porque, en el orden propio
de la pintura, esté «tan bien pintado», sino porque lo que hay que
ver, que contemplar, se encuentra al otro lado del cuadro, en el al­
ma vidente del artista que lo ha creado, donde se refleja el infinito.
En este aspecto, el arte -por una vez, Schopenhauer está de acuer­
do con Hegel- es superior a la naturaleza. Sintetiza. Le añade una
«incomparable profundidad de reflexión».
[...] apenas ha entrevisto la Idea en las cosas concretas, tan pronto co­
mo comprende la naturaleza sin necesidad de palabras; expresa de inme­
diato de manera definitiva lo que ella no había hecho más que balbucear.
Lleva a las vetas del mármol esta belleza de la forma que después de mil
tentativas la naturaleza no podía alcanzar; la coloca ante la naturaleza, a la
que parece decir: «¡Vaya! Ahí está lo que querías expresar». «Sí, eso es»,
responde una voz que resuena en la conciencia del espectador694.
Pero no se sabe ya si es la naturaleza lo que se contempla o la «in­
comparable profundidad de reflexión» del artista. El único motivo
es el artista.
He dejado de lado deliberadamente la maquinaria filosófica, la
relación con Kant, el «principio de razón», para tratar de reconstruir
lo que podría ser una «lectura artística» de Schopenhauer, ya que en

369
todo caso su posteridad ha estado más poblada de artistas que de fi­
lósofos; al menos los primeros han reconocido su deuda con mayor
franqueza que los segundos. El artista se ve reconfortado en su am­
bición profunda (su elección espiritual, genio, videncia, mediación)
y consolado de las miserias sociales y psicológicas de la vida. Añada­
mos un rasgo más: es una filosofía que, en lugar de valerse de las su­
perioridades dialécticas y de raciocinio, las devalúa ante la intuición
directa e inmediata tal y como el artista, el más torpe argumentando
y demostrando, la experimenta en sí y es capaz, piensa, de expresar­
la en forma de obra de arte. Schopenhauer no sólo es accesible, ya
que su doctrina es resumible y pretende aclararlo todo a partir de un
núcleo explicativo reducido, ampliamente desarrollado, repetido y
amplificado por la límpida retórica de su autor, sino que también su­
giere al artista que ni siquiera necesita estudiarla y comprenderla,
pues todo lo que produce, como artista, contiene implícitamente las
conclusiones y los descubrimientos de los filósofos. Sigue a Scho­
penhauer sin saberlo, y lo demuestra con el ejemplo. La doctrina de
El mundo como voluntad y representación es un premio a la facilidad, a
la pereza y a las aproximaciones del «espíritu artístico».
C. Un gnosticismo para el artista
Las conclusiones de Schopenhauer, que llenan la cuarta parte de
El mundo como voluntad y representación, dan la impresión de cierta fa­
miliaridad con el gnosticismo, al menos en los puntos siguientes.
-El mundo es malo, y conviene alejarse de él. La Voluntad escla­
viza a los hombres, y a través de sus voluntades concretas halla su de­
terminación y termina queriendo conscientemente lo que quiere.
La Voluntad no tiene un fin último, pero desea siempre: «El deseo
es todo su ser». Ahora bien, este pensamiento se apodera de la ma­
teria, y cada parte de la materia invadida de este modo lucha con
todas las demás y consigo misma para obedecer a la Voluntad de­
seante. «Vemos el deseo en todas partes interceptado, en todas par­
tes en lucha, siempre en estado de sufrimiento», y el dolor no se in­
terrumpe nunca. Cuando más se eleva la conciencia, más vivo es el
dolor, y «aquel en quien reside el genio es el que más sufre»695.
La Voluntad se equipara con el Dios maligno de los mitos gnós­
ticos. El hombre es capturado, arrojado sobre la tierra, esclavizado,
«abandonado a sí mismo, inseguro de todo, excepto de sus necesi­
dades y de su miseria», ocupado en sobrevivir, «oscilando entre el
sufrimiento y el aburrimiento»696.

370
-El término, el símbolo, el icono de la decadencia del hombre
es la sexualidad. Es «la clave del enigma» del mundo, el lugar don­
de se ilumina su esencia íntima. El acto sexual es «la médula, el re­
sumen, la quintaesencia del mundo» porque es la expresión de la
Voluntad. Está en todas partes, porque está en el fondo de toda pa­
sión. Es el ejemplo tipo del extravío del espíritu, porque la Volun­
tad sólo puede alcanzar su fin haciendo nacer en el hombre (no ini­
ciado) «cierta ilusión a cuya luz considera una ventaja personal lo
que en realidad no lo es más que para la especie». El amor es men­
tira, ilusión, esclavitud. Se confunde con la muerte697.
-La salvación -el alejamiento de este mundo- se consigue me­
diante el conocimiento y después mediante la ascesis dictada por
ese conocimiento. Lo que hay que vencer es nuestro apego a este
mundo, que atestigua nuestra esclavitud inconsciente de la Volun­
tad, lo que Schopenhauer llama «la voluntad de vivir». La prime­
ra etapa consiste en captar la esencia de las cosas, en conocer la
omnipotencia de la Voluntad. El conocimiento del mundo permi­
te al hombre llegar a conocer su verdadera situación y descubrir
el camino de su liberación. La segunda etapa es un ejercicio vo­
luntario al término del cual se renuncia a la voluntad de vivir. «La
castidad voluntaria es el primer paso en el camino del ascetismo o
de la negación de la voluntad de vivir.» Schopenhauer predica el
encratismo. De este modo se llega a ser lo que en el gnosticismo
se denomina un hombre «perfecto» y Schopenhauer llama un
«santo»698.
Debemos señalar que el artista es una especie de imitador del
santo y que no logra alcanzar una verdadera salvación. Todo lo con­
trario.
Este lado puramente cognoscible del mundo, su reproducción me­
diante el arte en una forma cualquiera, es la materia sobre la que trabaja
el artista. Este se halla fascinado por la contemplación de la Voluntad en
su objetivación; se detiene ante este espectáculo, no se cansa de admirar­
lo y de reproducirlo, pero, durante este tiempo, es él mismo quien esjtá pa­
gando la representación; en otras palabras, es él mismo esa Voluntad que
se objetiva y que se queda sola con su eterno dolor.
El artista deja en suspenso la voluntad de vivir, pero sólo por
unos instantes. El arte es un «calmante de la Voluntad», un sedan­
te, una consolación provisional. El santo sí que es «serio»699.
-Schopenhauer, como en general el gnosticismo, adapta el dog­

371
ma cristiano al sistema. El pecado original es «evidentemente» el
placer de la carne.
[...] el cristianismo ve en todo individuo, en primer lugar, su identidad
con Adán, con el representante de la afirmación de la vida, [...] de ahí su
participación en el pecado (en el pecado original), y por ello en el dolor
y en la muerte; también, gracias a la Idea que aquí se ilustra, la identidad
de este individuo con el Salvador, el representante de la negación del ape­
go a la vida, de ahí su participación en el sacrificio y en los méritos del Sal­
vador, y su liberación de las cadenas del pecado y de la muerte, es decir,
del mundo700.
En el Evangelio, «el mundo y el mal se toman casi como térmi- ,
nos sinónimos». Schopenhauer puede introducir en su sistema
-una vez más a la manera gnóstica- un sincretismo religioso.
La esencia íntima y el espíritu del cristianismo son idénticos a los del
brahmanismo y el budismo: todos enseñan que el género humano arras­
tra una pesada culpabilidad por el hecho mismo de su existencia701.
Poco importan los dogmas: son equivalentes, y Schopenhauer
los reúne todos, pues no significan otra cosa que lo que él enseña.

El h o rro r del m undo


Nos hemos detenido en Schopenhauer, y es cierto que su in­
fluencia directa en la literatura y en el arte (más que en la filosofía,
aunque sea necesario contar con los intermediarios nietzscheanos y
freudianos) ha sido impresionante. ¿Podemos considerarle una es­
pecie de Fantomas cuyas alas de murciélago cubren algunos dece­
nios de la historia europea? Por supuesto que no. Pero da coheren­
cia y forma filosófica a una conciencia que se instala progresivamente
y que tiene numerosas ilustraciones. Fue leído y despertó adhesio­
nes porque sus lectores y sus entusiastas habían sido preparados por
otras lecturas, otras admiraciones y experiencias vitales análogas.
En Francia -y sin duda podría decirse lo mismo de muchos in­
gleses y alemanes-, Baudelaire y Flaubert no habían necesitado leer
a Schopenhauer para sentir el desencanto, la tentación de la nada,
el orgullo del artista constituido en especie diferenciada de lo «bur­
gués», la búsqueda de una salvación -o de un salvamento- a través

372
del arte. Bénichou ha señalado que la postura de la amargura y la
soledad, que en la segunda mitad del romanticismo es el carácter
dominante de la alta literatura, no es tanto la consecuencia de un
infortunio sufrido como de una elección voluntaria que heredará la
generación simbolista702.
El barniz catolizante a la manera de Chateaubriand se descon­
cha con rapidez en la generación de 1820, la de Hugo y Lamartine.
El gran romanticismo feliz ve al poeta a la cabeza de la ciudad, nue­
va autoridad espiritual, y guiándola hacia el progreso: Bossuet re­
conciliado con Condorcet. Pero este deísmo heredero de la Ilustra­
ción no sobrevivió mucho tiempo en el clima cargado del final de
la monarquía de julio, ni en el ambiente ridículo y odioso que se
formó en 1848. Ya no se creía en el porvenir providencial, en la hu­
manidad ascendente, en el progreso («idea belga», según Baude-
laire): la providencia cedía su lugar a la «nada inmensa y negra».
El Mago [romántico] recibe su luz de Dios, y la comunica a la Huma­
nidad [...]. El Poeta maldito, entre un Ideal parco en comunicación y un
auditorio sordo, vive sumido en el fracaso; pero es soberano en su soledad;
puede desdeñar lo que se le niega de ambas partes; encarna una inspira­
ción infinita, que vive de sí misma. En este sentido, mucho más que a tra­
vés de la religión vana del arte, en la que se refugia de buen grado, el se­
gundo romanticismo puede dar la impresión de reproducir, en un grado
más puro y auténtico, la esencia del primero703.
En este segundo siglo XIX de conciencia insatisfecha y radical­
mente desdichada, la descalificación de la humanidad, la amargu­
ra, el sentido de lo grotesco y de lo absurdo del mundo se convier­
ten en signo de la excelencia artística y marca de la modernidad.
Pero en esta negación universal, el artista se excluye de la necedad
general y conserva su privilegio espiritual. Por lo tanto, está madu­
ro para leer a Schopenhauer, que le confirma en su privilegio. El so­
litario de Frankfurt conoce entonces la gloria -que saborea además
de forma muy poco schopenhaueriana- y entra, con las puertas
abiertas de par en par, en el Zeitgeist.
Esta es también la razón de que, en la pintura, los temas pro­
piamente schopenhauerianos se mezclen con muchos otros, pro­
cedentes de otras regiones del espíritu de la época. Sólo quiero se­
ñalar uno de ellos, el de la sexualidad perniciosa y la mujer
maléfica. En este aspecto, las imágenes se acumulan. Mujeres ani­
males que se disponen a devorar: Gustave Moreau, Edipo y la Esfin­

373
ge (1864); Khnopff, El arte, o Las caricias, o La esfinge (la multiplici­
dad de títulos es significativa), una mujer pantera de mentón enor­
me que reproduce los rasgos de la hermana del artista y que éste
pinta en numerosos cuadros. La presencia obsesiva de un tipo úni­
co de mujer en toda la carrera del artista es característica de esta
pintura (Burne-Jones, Rossetti, Khnopff, Moreau).
Mujeres que cortan cabezas: Kíimt,Judit /(1901) y JuditlI (1909).
Moreau: La aparición (1856), Salomé en la columna (1885), Muchacha
tracia llevando la cabeza de Orfeo (1865). Beardsley: Salomé (1895).
Stuck: Salomé (1906). Klinger: Salomé (1909). En este caso, la pintura
lleva hasta sus últimas consecuencias el simbolismo (o la desimboli­
zación) de estilo schopenhaueriano-freudiano, pues Salomé, acom­
pañada de una pantera, representación de la lujuria, no exhibe la ·
cabeza cortada, sino los órganos sexuales del santo.
Cabezas de Medusa: Burne-Jones, La cabeza maléfica (1886-1887).
Khnopff: Cabeza de Medusa (1900). Mujeres que asocian la lujuria, la
corrupción y la muerte: Rops, La iniciación sentimental (frontispicio
para una novela de Péladan, 1887), La muerte en el baile (1863), Por-
nócrates (1896). Alfred Kubin: La novia de la muerte (1900). Schwabe:
La muerte del sepulturero (1893-1900). Malczewski: Tánatos (1898).
Wiertz: La bella Rosine (1847). Vedder: La copa de la muerte. Stuck: El
pecado (1893), un torso de mujer desnuda, con los pechos ilumina­
dos, el rostro en sombra -donde sin embargo brillan los ojos-, vi­
ciosamente abrazada por una enorme serpiente que clava su mirada
en el espectador. El mismo artista pintó también La inocencia (1889),
donde se nota que la muchacha, aunque sostiene una azucena, no
está a salvo, lamentablemente, de las peores tentaciones. En este gé­
nero, un cuadro del pintor nizardo Gustav-Adolf Mossa, Ella (1903),
lleva el schopenhauerismo sexual y macabro hasta la parodia: una
mujer joven -con rostro de muñeca pero pechos voluminosos-, cu­
yo complicado tocado está sujeto por tres calaveras, domina como
un gigante un montón de cadáveres ensangrentados. Citemos tam­
bién a Munch: La muerte y la doncella (1893), El vampiro (1895), etc.
El motivo de la mujer fatal tiene antecedentes muy antiguos en
la literatura. No hace falta remontarse a Clitemnestra ni a Medea.
Las bellas damas sin piedad se encuentran en la gothic novel, en Mé-
rimée, Flaubert, Keats, Swinburne, Baudelaire, Gautier... Pero, en
pintura, el tipo es bastante nuevo704. La vena cruel recorre todas las
épocas, desde luego, y nunca nos han faltado, desde el siglo XVI, Ju-
dits, Salomés, Lucrecias o santas Catalinas seguidas de todas las már­
tires. Pero la mujer simbolista tiene un acento propio. Pelirroja de

374
ojos verdes, lánguida, soñadora, siempre lasciva, es menos sensual
que sexual. En lugar de ser el vehículo de la beatitud, la imagen de
la morada feliz de esta tierra, en lugar de representar el rostro más
amable y benéfico de la naturaleza (así son todavía los desnudos de
la escuela francesa, de Delacroix -incluso en Sardanápalo- a Bon-
nard y Matisse), introduce a la tristeza, al dolor, a la muerte. Una
providencia maligna, una ley implacable del mundo (Schopen-
hauer, Darwin, Haeckel, Freud) da a la mujer un sesgo fatal. Pero
mientras que las representaciones antiguas de la mujer asociada al
esqueleto, a la tumba, a la corrupción del cadáver invitaban a libe­
rarse de la carne y dedicar el amor a objetos más altos y duraderos,
la representación moderna está vivamente erotizada. La muerte es
sexual, y el suplicio promete el orgasmo. El deseo y el placer, incli­
nados hacia abajo, aspiran a la nada. La señorita Bisturí, como en el
poema en prosa de Baudelaire, atrae irresistiblemente hacia el jar­
dín de los suplicios y de las delicias. Pero la mujer fatal se convierte
de este modo en una representación de lo sagrado. El deseo mortí­
fero se convierte en la condición previa de un sacrificio oscuro en
el que la mujer es sacerdotisa y mistagoga. Así sucede, abiertamen­
te, en Toorop: Fatalidad (1893) o Las tres novias (1893).
A. ¿Qué idea de lo sagrado?
En la esfera estética del simbolismo, ¿qué clase de imagen divina
puede concebirse? En el sistema schopenhaueriano, la pregunta no
tiene mucho sentido. En primer lugar, Dios no existe. Se puede
imaginar una religión de la muerte de Dios -de hecho, la hay-, pe­
ro es más difícil imaginar una representación figurada de esta au­
sencia. Lo que contempla el genio artístico es la realidad, alias la Vo­
luntad, a través de las ideas. Prescinde de este intermediario la
música, que tiene acceso directo a lo real: «Nunca expresa el fenó­
meno sino la esencia íntima, el interior del fenómeno, incluso la
Voluntad». No expresa por mediación del arte o de las ideas, de la
alegría o del dolor: es la alegría y el dolor, de manera que «podría
decirse que el mundo es una encarnación de la música tanto como
una encarnación de la Voluntad». Pero la música es «abstracta».
Schopenhauer introduce una exigencia nueva para el pintor: con­
cebir una pintura que pueda rivalizar con la música en inmediatez
y en aprehensión de la realidad última. Este sueño acosa al simbo­
lismo y lleva a la invención de una pintura tan cifrada y «abstracta»
como una partitura musical. Ut pictura música705.

375
Porque sigue siendo cierto que la pintura figurativa tiende, por
definición, a encerrarse en el fenómeno. Pero como el espíritu ge­
nial del artista lo trasciende, sigue habiendo una diferencia entre el
representante (la imagen) y el representador (el pintor), y el pro­
blema que debe resolver este último es representar el espíritu del
representador a través del representante del objeto. Es lo que lo­
graron los pintores holandeses,
que contemplaron de forma tan objetiva los objetos más insignificantes y
que nos dejaron sus cuadros de interiores como prueba imperecedera de
su objetividad, de su serenidad de espíritu706.
A través de esas mesas servidas, de esas ropas discretas, expusie­
ron su alma liberada por el conocimiento de la Voluntad. Pero ¿no
se puede prescindir de esa mediación e ir directamente a las for­
mas, a los colores, a los ritmos primordiales, que son depositarios,
como se cree cada vez más, de la eficacia de la pintura?
Debemos admitir que la muerte de Dios no es una noticia satis­
factoria para un artista, porque, entre otras consideraciones, le pri­
va de la imagen última. Así lo experimenta Nerval, al traducir El sue-
ño de Jean-Paul:
Busqué el ojo de Dios y sólo vi una órbita
inmensa, negra y sin fondo, desde donde la noche que la habita
irradia sobre el mundo y sigue oscureciéndose.
No es que el artista no pueda representar el mundo. El retrato
divino no impide en absoluto que las imágenes se multipliquen. Se
inclinan de buen grado hacia un lado trágico de nueva factura -la
tragedia en la que Schopenhauer sitúa lo sublime-, pero esto no im­
pide, puede que incluso todo lo contrario, infundir un nuevo alien­
to al espíritu creador. Qué se le va a hacer si, como en el verso de
Baudelaire, «la Angustia atroz, despótica, sobre mi cráneo inclina­
do planta su bandera negra», a condición de que no me esterilice y
de que se convierta en obra de arte.
Pero hay pocos artistas (si los hay) en los que el espíritu de la na­
da y de la ausencia radical de lo divino esté exento de elementos re­
ligiosos. El schopenhauerismo puro se presenta como una cosmo­
logía gnóstica, es decir, como un «saber profundo» de las leyes que
gobiernan el mundo físico. Es una metafísica inmanente que se ba­
sa en una realidad única, ubicua, original: la Voluntad. Declarando

376
basarse únicamente en la experiencia, rechazando el idealismo es­
peculativo de los «tres grandes sofistas» (Fichte, Schelling, Hegel),
Schopenhauer propone una suerte de «positivismo místico»: positi­
vismo, pues no se abandona el mundo y se rechazan la teología na­
tural, el idealismo y el materialismo por estar fuera del alcance de
la experiencia; místico, pues mediante la intuición, la contempla­
ción, la ascesis, el abandono heroico de sí (de la voluntad de vivir),
captamos la esencia íntima de las cosas y nos dirigimos hacia la sal­
vación. Por eso a la sombra negra de Schopenhauer nacen grandes
obras literarias, musicales y pictóricas, con un tono único de deses­
peración metafísica y de gravedad religiosa. La contemplación de la
nada, incluso de ese demiurgo maligno que maneja los hilos de la hu­
manidad, no puede ser exclusivamente profana. Cuando este de­
miurgo adopta la figura del diablo -ya conocemos la impresionan­
te oleada de satanismo que se produjo a finales del siglo-, el horror
conlleva un estremecimiento sagrado.
Sin embargo, el artista del siglo XIX apoya raras veces la muerte
de Dios, si es que llega a pensar en ella. En Francia dominaba una
alegre indiferencia en materia de religión, pero ésta se beneficiaba
del capital acumulado de bienestar general que había dejado la re­
ligión católica. En un país protestante, el problema de Dios se plan­
tea de manera más personal y desgarradora. Y se plantea también
en Francia cuando las almas, impulsadas por la inquietud de fin de
siglo, emprenden la búsqueda de una creencia.
Es muy poco frecuente que los pintores encuentren o reencuen­
tren la ortodoxia cristiana. El itinerario espiritual es aleatorio y
siempre enmarañado. No es que se abandone por completo la ico­
nografía cristiana. Al fin y al cabo, de Gauguin a Kirchner, el arte
simbolista y expresionista ha multiplicado los motivos cristianos:
Natividad, Pasión, Crucifixión. Pero parece ser que estos motivos,
salvo excepciones (Maurice Denis), no representan el centro de la
religiosidad simbolista; son eflorescencias que crecen, entre otras,
sobre un fondo religioso que no está asentado en el cristianismo.
Éste sólo se encuentra en el marco de un sincretismo que maneja
muchos otros componentes. Por lo tanto, observamos la reviviscen­
cia de una tradición romántica. Nerval, el más germanizante de la
escuela francesa, esperaba el retorno de los «antiguos dioses» y se
inició en el esoterismo.
Novalis y Hölderlin habían sentido esa nostalgia. No la encon­
tramos en la pintura francesa contemporánea de estos poetas, que
no se interesa por el arcano y que recurre a la mitología clásica con

377
un espíritu distinto del helenismo mágico de los alemanes. Pero
cuando, a finales de siglo, se adhiere a la corriente general de Eu­
ropa, se impregna de esoterismo. Y el retorno a los antiguos dioses
inventa una forma plástica que se impondrá en la pintura europea.
La llamaremos, siguiendo a Goldwater, «primitivismo». La relación
entre primitivismo y esoterismo es caprichosa. Pueden separarse.
Moreau, Stuck, Bócklin, Watts, Redon, todos ellos pintores en los
que se sospecha un segundo plano esotérico más o menos sistema­
tizado, no son primitivistas en su estilo707. Por otra parte, el primiti­
vismo que exhiben los fauvistas parece totalmente ajeno a la bús­
queda de las profundidades ocultas. Pero cuando los dos se unen,
nos acercamos a una crisis del simbolismo que conducirá a la abs­
tracción, así como a una crisis general de la imagen. Kandinsky y
Malevich son ejemplos perfectos de este dramático «cortocircuito».
B. El primitivismo
Debemos señalar un aspecto: la extrema rareza de la influencia
directa del arte primitivo708. Algunos grabados sobre madera de
Gauguin, algunos lienzos de Der Blaue Reiter, la «época negra» de
Picasso, y eso es casi todo. Es decir, la referencia a los primitivos no
es de la misma naturaleza que la referencia a los «grandes maes­
tros» tal como la practicaban Delacroix o Ingres. No hay préstamo
inmediato basado en una admiración plástica. Más bien alusiones y
sugerencias. No se imitan tanto las obras como la actitud que se le
supone al artista primitivo.
Por eso no hay que estar muy versado en este arte para captar su
espíritu. Los alemanes dispusieron desde muy pronto de museos
científicos, los franceses sólo de colecciones heteróclitas, de gabi­
netes de curiosidades negras y de Oceanía.
Debemos distinguir el primitivismo del exotismo. El mundo tur­
co (Decamps), el mundo magrebí (Delacroix, Fromentin) y las ori­
llas del mar Muerto (Hunt, Vernet) proporcionan un decorado que
enriquece el valor dramático o arqueológico del cuadro, amplía la
gama de paisajes, pero no interviene en el estilo. En cambio, el te­
ma campesino y populista desempeña un papel preparador. Se tra­
ta, como dice un héroe populista de Turguenev, de «simplificarse».
La idea de que el hombre del pueblo está a salvo de los tormentos
y de las complicaciones que afligen al intelectual, de que está en re­
lación inmediata con la verdad del mundo y los datos fundamenta­
les de la vida avanza a medida que el siglo XIX se tambalea bajo el

378
peso de su propia cultura. Prospera en literatura -Tolstoi...- y, tam­
bién en Rusia, con la pintura narodnik de los ambulantes. Pero de­
bemos hablar sólo de un exotismo social, pues el lenguaje sigue es­
tando dentro de los límites del procedimiento académico.
Sin embargo, Millet aprovecha el tema campesino para pintar
una humanidad bíblica. Van Gogh, que lo admira, querría que su
propio arte contuviera «algo más conciso, más sencillo, más serio»,
que «tuviera más alma, más amor, más corazón» y fuera «verdade­
ro» como el de Millet o como el de Israels709. Hodler, los pintores
del Brücke, los pintores escandinavos, polacos o rusos contemporá­
neos sienten la misma preocupación.
El iniciador más completo es sin duda Gauguin. Su primitivismo
se nutre de una rebelión consciente contra el mundo y la sociedad.
«¡Huir! ¡Huir lejos de aquí! Siento que los pájaros están ebrios...»
No aspira al lujo y al refinamiento que el primer romanticismo atri­
buía a Oriente, sino a la sencillez y la naturalidad anteriores a la ci­
vilización. Sus modelos son muy eclécticos: en el marco del primiti­
vismo incluye Persia, Egipto, incluso el friso del Partenón (en el que
se inspira para sus jinetes tahitianos), Borobudur, India, la isla de
Pascua y los objetos de las islas Marquesas y Tahití, que califica con
naturalidad de «maoríes». En Bretaña, su primitivismo atravesó una
fase «campesina». Tanto en Bretaña como en Oceanía está presen­
te el motivo religioso.
Gauguin encuentra plenamente su estilo y rompe con el impre­
sionismo en La visión después del sermón (1888). Jacob y el ángel lu­
chan en una pradera roja. Pissarro adivina la ruptura. Reprocha a
Gauguin que haya «robado a los japoneses y a los pintores bizanti­
nos», y sobre todo que rechace «nuestra filosofía moderna, que es
absolutamente social, antiautoritaria y antimística». Pissarro lo in­
terpreta como un paso atrás, un regreso al esplritualismo, una con­
cesión al simbolismo, un guiño a los prerrafaelistas. Tiene razón.
Pero Gauguin, al dar un paso decisivo hacia la espiritualidad que
domina fuera de las fronteras francesas, le añade el dinamismo for­
mal que conmociona la pintura francesa desde hace una genera­
ción. Toma de los japoneses, de las imágenes de Epinal, de los cal­
varios bretones y de los dibujos infantiles todo aquello que necesita
para crear su lenguaje pictórico; como hicieron, a su manera, los
amigos de los que se separó.
El tema cristiano es ocasional. Se mezclará más tarde con otros
componentes religiosos. La Orana María, pintado en Tahití en 1891,
traslada la oración a los mares del sur. Los rostros, incluido el de la

379
Virgen, son indígenas. En El ídolo (1897), combina lo pagano y lo
cristiano, y sitúa la última cena detrás de una figura de piedra ne­
gra que preside con Cristo el acontecimiento. Aunque Gauguin fue­
se muy hostil a la Iglesia establecida y a cualquier clero, y opusiera
a ellos la sencilla piedad bretona o la de los primeros conversos,
aunque proclamase, mezclando a los dioses, la equivalencia de las
religiones, dejaba abierto el contraste entre el espíritu apacible de
su iconografía cristiana y el horror inquietante de los dioses del Pa­
cífico. Transmite a los ídolos una cualidad amenazadora, incluso
aterradora, que le conduce «hasta el centro misterioso del univer­
so»710.
El primitivismo de Gauguin está vinculado a su esplritualismo. A
Fénéon le inquietaba verlo derivar hacia los «escritorzuelos»711. Te­
mía un acercamiento a la pintura «rosacruz», que impulsaría el sim­
bolismo hacia la mística y la iniciación esotérica. Gauguin no se de­
jó enrolar en las disciplinas del grupo, aunque esto no le impidió
leer con asiduidad, en las playas de Tahití, a Joséphin Péladan, el
mago parisiense de los rosacruces. ¿No había escrito Swedenborg
-que cita a menudo a Gauguin-:
Lo Bello resume la síntesis verdadera de todas las verdades espirituales
que la Iglesia de la Nueva Jerusalén tiene la misión de popularizar en el
mundo a través de la lengua de las correspondencias, es decir, de su sim-
bología?712.
Gauguin aceptaba la misión profètica y redentora del artista.
«Artista, eres sacerdote» (Péladan).
La obra de Gauguin se sitúa en el punto de encuentro de la tra­
dición formal francesa -porque, a pesar del asombro de Pissarro y
de sus amigos, forma parte de su mundo- con el esplritualismo sim­
bolista: el carácter de su primitivismo resulta de este encuentro. Los
fauvistas son la prueba de que la síntesis es inestable. Vlaminck, De­
rain o Matisse admiran los objetos africanos, que coleccionan al
azar, porque les agradan, porque los encuentran bellos. Sus inno­
vaciones técnicas -el ensanchamiento de la línea, la aplicación del
color tal como sale del tubo, los colores planos y sin matices, la ne­
gligencia ostentosa (un guiño al dibujo infantil)- responden a una
preocupación estética que en apariencia no debe nada a la religio­
sidad simbolista.
En cambio, está muy presente en los pintores del Brücke. Los ale­
manes, a diferencia de los franceses, disponen de museos que les

380
permiten considerar los objetos africanos y de Oceania, no como
curiosidades, sino como muestras de un arte acabado pertenecien­
te a una estética completa, aunque distinta. En este arte admiran, ci­
tando a Nolde, «el absoluto primitivismo, la expresión intensa, a me­
nudo grotesca, de fuerzas y de vida en las formas más sencillas»713. Si
los paisajes del norte de Alemania, pintados por Nolde, Schmidt-
Rottluff o Pechstein, están tan violentamente coloreados que pare­
cen «tropicalizados», no es por exotismo, sino porque esos pintores
intentan expresar la emoción y la pasión, y siempre tienen en men­
te «los problemas fundamentales de la vida humana y del destino».
El paisaje está impregnado de un simbolismo espiritualmente aná­
logo, pese a su violencia, al paisaje de Friedrich y de Cams.
La misma sobrecarga «metafísica» (a falta de un término mejor)
grava también las escenas de género. Cuando Toulouse-Lautrec
pinta una prostituta, recurre a su ironía para mostrar en ella un ser
humano como los demás y merecedor por este solo hecho, y no en
virtud de su oficio, de simpatía y consideración, sin enternecimien­
to ni sentimentalismo indecoroso. Las prostitutas de Kirchner o de
Grosz están rodeadas, en cambio, de un aura sagrada y testifican
contra el horror, no de su mundo, sino del mundo en general, que
su situación concreta revela como algo común a todos los hombres
si están dispuestos a tomar una conciencia schopenhaueriana de
ello. Por eso no existe diferencia de tono ni de género entre el pai­
saje de Brandeburgo o las escenas de cabaret y las pasiones, santos
entierros, últimas cenas y danzas del becerro de oro que Nolde mul­
tiplica. La composición recargada, los rostros gesticulantes, la vio­
lencia de la emoción dominante pueden remitirse a una cristiandad
«primitiva», a un medievalismo, a una predicación que parecen
continuar los nazarenos. Sin embargo, el pudor académico de éstos
es desgarrado, y lo «primitivo», donde se mezclan íntimamente la
emoción religiosa y la energía sexual, revela el lodo abrumador del
universo.
C. El esoterismo
Gauguin leyó Los grandes iniciados de Schuré al regresar de Bre­
taña, y en Tahití las obras del «Sár», alias Joséphin Péladan. Los tres
fundadores de la abstracción, Mondrian, Kandinsky y Malevich, co­
nocían los libros de Schuré, Madame Blavatsky, Steiner y Ouspens-
ki, y a menudo a sus autores. Salvo en el caso de Mondrian, teósofo
confeso durante toda su vida, es difícil establecer hasta qué punto

381
los afectó el esoterismo. Sin embargo, hay razones para no darles
mucho crédito cuando niegan cualquier influencia, como hizo Kan-
dinsky a edad avanzada.
Participaron, como pintores, en el nuevo clima religioso. El ar­
tículo pionero de Aurier, «El simbolismo en la pintura: Paul Gau-
guin» (1891), es ante todo una crítica espiritualista de la pintura
francesa714.
El impresionismo es y sólo puede ser una variedad del realismo, un rea­
lismo refinado, espiritualizado, diletantizado, pero siempre realismo. El
fin al que aspira sigue siendo la imitación de la materia.
La indiferencia religiosa tranquila, sobre fondo católico, de los
pintores franceses permitía la atención apasionada y amorosa a los
objetos naturales. Nos habría asombrado ver a Monet, plantado an­
te las ninfeas bajo la luz, suponiendo una dicotomía materia-espíri­
tu. Precisamente bajo la luz, materia y espíritu son una misma cosa.
Pero el impulso religioso del fin de siglo busca el trasmundo. Hay
que abrir a ese otro mundo, dice Aurier, «el ojo interior del hom­
bre» del que habla Swedenborg: «El arte ideísta aparece más puro
y elevado, con toda la pureza y toda la elevación que separa la ma­
teria de la idea». El artista «expresa los Seres absolutos». El fin de la
pintura es «expresar las ideas, traduciéndolas a un lenguaje espe­
cial». Los objetos no pueden tener valor en cuanto objetos. «Sólo
pueden aparecer como signos. Son las letras de un inmenso alfabe­
to que sólo el hombre de genio puede deletrear.» Aquí Aurier pide
a Baudelaire -los «vivos pilares», los «bosques de símbolos»- que dé
forma a esa exaltación neoplatónica.
Merece la pena señalar la consecuencia formal que Aurier de­
duce de esta posición: se eliminan las exigencias de la representa­
ción, de la fidelidad y de la semejanza de la imagen con el objeto.
«Para guardarse de los peligros de la verdad concreta», el artista de­
be huir del análisis.
En realidad, cada detalle sólo es un símbolo parcial que la mayoría de
las veces resulta inútil para el significado total del objeto. El estricto deber
del pintor ideísta es, en consecuencia, efectuar una selección razonada en­
tre los múltiples elementos combinados con objetividad, no utilizar en su
obra más que las líneas, las formas, los colores generales y distintivos que
sirvan para escribir con claridad el significado ideico del objeto, más los es­
casos símbolos parciales que corroboren el símbolo general.

382
Ésta es la lección que Aurier extrae de Gauguin. ¿La habría rati­
ficado Gauguin? No es seguro, pues su obra conserva aún numero­
sos elementos «materiales» y «concretos». Pero indica esa orienta­
ción. Es, concluye Aurier, «ideísta», «simbolista», «sintética» (como
si «escribiera las formas, los signos conforme a un modo de com­
prensión general»), «subjetiva» («pues el objeto nunca es conside­
rado como objeto sino como signo de la idea percibida por el suje­
to») y «decorativa». La pintura decorativa, la que comprendieron y
practicaron los egipcios, los griegos y los primitivos, es todo eso.
«Es, hablando con propiedad, la verdadera pintura.»
Así pues, Gauguin da con la fórmula de un «arte sencillo, es­
pontáneo, primordial». Aurier muere a los veintisiete años, en 1892.
Pero, partiendo de Gauguin, tira de un hilo que se devanará du­
rante un siglo. Se anticipa a un movimiento masivo cuyo comienzo
presintió. Lo que él enuncia en 1891 se aplica a Kandinsky de mo­
do mucho más exacto que a Gauguin. En De lo espiritual en el arte,
publicado veinte años después (1910), Kandinsky no hace más que
desarrollar su lección.
El impulso religioso del fin de siglo afectó a la imagen, minán­
dola desde el interior. Se trataba de un impulso religioso místico, de
un tipo de misticismo no cristiano. Los historiadores señalan sus
fuentes: Schuré, Blavatsky, Steiner, etc., pero no se preocupan de
examinar en serio esta literatura. Es comprensible. Sin embargo,
debemos tomarnos la molestia de preguntarnos qué atractivo ejer­
cían estas doctrinas sobre los artistas como tales.
Estas doctrinas, que afirmaban ser tradicionales (Egipto, Her-
mes, Orfeo, la cábala...), presentan una unidad real. El esoterismo
que nos ocupa, que tiene sus raíces en la masonería y en las demás
místicas heterodoxas del siglo XVIII, reavivado por el movimiento
martinista y swedenborgiano, cristaliza a mediados del siglo XIX.
Los nombres importantes son Éliphas Lévi, alias Alphonse Charles
Constant (Dogma y ritual de la alta magia, 1856); Papus, alias doctor
Gérard d’Encausse, autor de doscientos sesenta títulos; Steiner, cu­
yas conferencias se han reunido en trescientos volúmenes; Madame
Blavatsky; Ouspenski, cuya obra sobre Gurdjieff (Fragmento de una
enseñanza desconocida) sigue siendo hoy un «clásico»; Édouard Schu­
ré, cuyo libro Los grandes iniciados, historia secreta de las religiones,
reimpresa constantemente, andaba en 1960 por su nonagésima pri­
mera edición. Esta literatura presenta un aspecto exterior recono­
cible. Es inmensamente farragosa y repetitiva, porque explica todos
los aspectos de lo real y ofrece una solución a todos los enigmas del

383
hombre y del universo. El clima cientifista de la época es responsa­
ble de un tono positivista y de evidencia demostrativa.
La ciencia oculta —declara Steiner—se expresa a propósito de las rea­
lidades suprasensibles del mismo modo que el naturalista cuando habla de
las cosas sensibles. Conserva la actitud mental del método científico en el
que se inspira. Por lo tanto, es justo calificarla de ciencia715.
De hecho, se trata de una cadena de conexiones que se apoyan
en un uso desvergonzado de la analogía, la alegoría, la metáfora y
el mito. La ficción más desenfrenada se invoca con una seguridad,
un aplomo que nos asombraría si olvidásemos que el autor habla a
partir de un núcleo de certeza que sabe incomunicable, salvo al lec­
tor que ha alcanzado el mismo grado de iniciación y de convicción
inquebrantable.
Cuando la marea esoterista cubre Europa, hace tiempo que la
ortodoxia cristiana ha perdido su autoridad entre escritores y pin­
tores. Incluso poco después de la Revolución, cuando tantos hom­
bres de letras se declaran católicos, es raro que su religión pase con
éxito la criba de la censura eclesiástica, que los envía desordenada­
mente a engrosar las listas del Index junto con Hugo, Lamartine,
Balzac, etc. La religión más ferviente se basa en doctrinas más o me­
nos conscientemente gnósticas, de un gnosticismo optimista here­
dado de la Ilustración o dramatizado por el romanticismo. Por eso,
como hemos visto, la pintura más auténticamente católica es la que
no intenta serlo, hecha por pintores para quienes el catolicismo es
una cuestión de costumbres heredadas, de una forma de ver el
mundo cuyo origen han olvidado, pero no de convicción meditada
ni de piedad pública.
Sin embargo, la gnosis da un giro en el curso del siglo y se con­
vierte en ideología. Es decir, el sistema de creencias que tenía su nú­
cleo en un mito central, a partir del cual irradiaban las explicacio­
nes consideradas racionales acerca del universo, tampoco relaciona
este núcleo con una intuición mística de naturaleza todavía religio­
sa, sino con esta o aquella doctrina científica acerca de la certeza es­
tablecida en la que se arraiga y se garantiza la creencia. Haeckel,
Darwin, Ricardo y otros proporcionarán el punto de anclaje del so­
cialismo científico, del racismo científico, del psicoanálisis científico.
El esoterismo puede ser asignado al grado intermedio que separa el
gnosticismo de la ideología. Es una forma límite del gnosticismo en
un medio cientifista, y a menudo una reacción contra el cientifismo

384
dominante. Pero subsiste el fondo gnóstico, con su visión central
que todo lo explica.
A veces, el esotérico cruza la frontera y se adentra en país ideo­
lógico. La conmoción del futurismo, del vanguardismo y sobre to­
do de la guerra y de la revolución precipitan la travesía. Uno de los
primeros directores de la Bauhaus, a la sazón presidida por Gro-
pius, fue Johannes Itten. Era un antroposofista disidente que había
seguido las enseñanzas de Steiner y había optado después por una
versión del «mazdeísmo» elaborada por un tipógrafo que se hacía
llamar doctor O. Z. A. Ha’nisch. Itten se paseaba por las calles de
Weimar con el cráneo rapado, vestido con un amplio sayal. Pensa­
ba que todos sus alumnos poseían el don de la creatividad y que su
«mazdeísmo» haría aflorar ese don. Con otros profetas, como Gus-
tav Nagel, convirtió a muchos estudiantes, a los que hacía ingerir
una papilla macrobiótica a base de ajo.
Pero en 1923, Itten fue sustituido por Moholy-Nagy. Este húnga­
ro había militado con Béla Kun en el soviet de Budapest. Era co­
munista, y pensaba que el arte era una producción en serie, como
la concebida por un ingeniero, y que la creatividad individual del
artista no contaba comparada con la idea genérica y el concepto
productivo, lo que en la práctica reforzaba la posición de Itten: si
nadie es artista, todo el mundo lo es, y viceversa. La indumentaria
habitual de Moholy-Nagy era opuesta a la de Itten, pero de la mis­
ma naturaleza, porque también era un disfraz. El húngaro vestía el
mono de trabajo y la cazadora de los obreros industriales, y sus ga­
fas con montura de acero tenían la misión de otorgarle el aspecto
frío y sobrio de un hombre enemigo del sentimentalismo y de la
trascendencia, cómodo en el mundo «constructivista» del maqui-
nismo moderno. La inesperada sustitución del mago iniciado por el
ingeniero bolchevizante resume un capítulo de la historia espiritual
moderna de la imagen716.
El arcano, inseparable del esoterismo, es un factor atractivo pa­
ra el artista. Vivimos el fin de una larga preponderancia intelectual
del positivismo y del cientifismo. Este clima intelectual que a mu­
chos les parece pesado lo es especialmente para el medio artístico,
cuya religiosidad natural, tal vez más fuerte que en el común de los
mortales, se ha visto humillada durante mucho tiempo. Ahora se
respira una religiosidad que divide a los hombres en ignorantes e
iniciados, en ordinarios y superiores, en inconscientes y conscien­
tes. Ahora bien, esta división es precisamente la que la estética ro­
mántica y postromántica planteó entre el artista y los demás (los fi-

385
lísteos, los «burgueses», etc.)· Al concebirse la vida artística como
iniciática, es natural que la religiosidad del artista se moldee de for­
ma análoga. El artista es aquel que se eleva por encima de las apa­
riencias, por encima de los fenómenos, para alcanzar la realidad:
eso es lo que promete el esoterismo.
Estos dos puntos -el arcano y el saber superior- están bien resu­
midos en el texto siguiente de Papus:
Mientras que la Ciencia, tal y como la conciben los eruditos contem­
poráneos, estudia sobre todo los fenómenos físicos y la parte abordable y
visible de la Naturaleza y del Hombre, la Ciencia oculta, gracias a su mé­
todo preferido, la Analogía, se esfuerza, partiendo de los hechos físicos,
por elevarse hasta el estudio de la parte invisible, oculta, de la Naturaleza y
del Hombre: de ahí su primera característica de «ciencia de lo escondido»,
Scientia occultati. Mientras que la Ciencia contemporánea difunde, a través
de los periódicos, experiencias públicas, descubrimientos y prácticas, la
Ciencia oculta divide sus investigaciones en dos categorías: una parte que
puede ser publicada para ayudar al avance de la humanidad; y una parte
que debe reservarse para un grupo selecto de hombres [...]: Scientia occul-
tata717.
Con tal fin, y para que no se haga mal uso del alto saber, todos
los libros relacionados con la parte reservada están escritos confor­
me a un «método simbólico especial», Scientia occultans.
El narcisismo o la inquietud del artista resultan apaciguados por­
que el esoterismo lo pone, o así lo espera, en comunicación con una
reserva infinita de fuerzas. «Al hombre le es posible penetrar en el
mundo si desarrolla ciertas facultades que están latentes en él»718. Le
basta con cultivar «un modo de conocimiento distinto» del que da
acceso al mundo sensible. En este punto se despliega la más invero­
símil pero impresionante mitología esotérica. En Steiner, comienza
por una antropología: el ser humano se compone de su cuerpo físi­
co, su «cuerpo etéreo», su «cuerpo astral», su «yo». Esto significa que
cada cual está en comunicación, esfera tras esfera, con el conjunto
del universo y, mediante un ejercicio apropiado, puede captar sus
fuerzas misteriosas. Toda una cosmología despliega sus anillos fan­
tásticos desde la tierra hacia la divinidad suprema, desde las poten­
cias materiales hacia las potencias espirituales. Una vez reconocida,
esta jerarquía cósmica ayuda también activamente a la formación de
los «órganos de percepción espiritual» o «suprasensorial». Quiere
decirse que el iniciado está dotado de poderes sobrehumanos. En el

386
esoterismo, muchas cosas son «supra» y fomentan en el iniciado un
sentimiento de omnipotencia y de control absoluto de sí.
Cuando se adentra en estas vías, el iniciado no tiene conciencia
de cambiar de religión, en el supuesto de que ya tenga una. Estas
doctrinas se proclaman en pleno acuerdo con las religiones estable­
cidas, aunque tengan que darles un sentido diferente, que se consi­
derará el sentido verdadero. El libro de Schuré, que tuvo en Francia
un éxito tan duradero, cita a Rama, Krishna, Hermes, Moisés, Orfeo,
Pitágoras, Platón yJesús, portadores sucesivos de una revelación sus­
tancialmente única, cuyo sentido oculto es más alto y más profundo
que las enseñanzas exotéricas de estos sabios. El «Sár» Péladan no
desaprovecha la ocasión de proclamarse católico719.
Sumergido en corrientes ni del todo materiales ni del todo espi­
rituales, sino «corporales» (cuerpo astral, fuego secreto, energía
cósmica, etc.), el esotérico prueba su ciencia y su poder a través de
la magia. Ahora bien, esa magia se asemeja a muchos procedimien­
tos del arte, y en particular del arte de finales del siglo XIX. El mé­
todo propio del esoterismo es el recurso sistemático a la analogía y
a las correspondencias, algo que también hace el artista, pero con
una «seriedad» que convierte la poética en ontologia.
La ciencia de las correspondencias es la ciencia angélica —escribe Swe­
denborg-. [...] Todo el Mundo natural corresponde al Mundo espiritual
[...]. Por eso cada cosa que existe en el Mundo natural conforme a una co­
sa espiritual se llama correspondiente720.
La analogía ontologica impregna la naturaleza, la convierte en
un todo, un Pleroma, un organismo uno y diverso cuyas partes es­
tán unidas por la solidaridad, la semejanza y una relación de pro­
porción. Lo más pequeño es como lo más grande, lo más grande co­
mo lo más pequeño. Todo el universo se contempla en la gota de
agua. El microcosmos (el hombre) y el macrocosmos están presen­
tes el uno en el otro y en cada punto. De ello se deriva una aritmo-
sofía. Se asigna un sentido mágico a todos los números y al orden
en que están situados. El número áureo, del que se sirven los pin­
tores, está dotado de poderes sobrenaturales. Los esotéricos lo en­
cuentran en el reino mineral (las seis direcciones de exfoliado en la
blenda), en el vegetal (la disposición de los granos en la flor del gi­
rasol), en el animal (la espiral logarítmica del ammonites), en el
hombre (el hombre pentagramático de Cornelio Agrippa), en el cie­
lo, que, considerando las distancias de los planetas entre sí, es co­

387
mo un gran diapasón análogo a los intervalos de la gama diatóni­
ca721. De este modo aparecen las afinidades que ocultan, bajo la sim­
ple semejanza, una relación de conformidad -entre el feto, por
ejemplo, y la oreja-, de la que los esotéricos deducen una práctica
médica, o más bien mágica: se actúa sobre un elemento para obte­
ner un efecto sobre otro elemento mayor, que está en correspon­
dencia con el primero.
Los colores en sí poseen virtudes y poderes. Según Steiner,
el mundo del espíritu tiene cierta analogía con el de los sentidos. Por
ejemplo, del mismo modo que, en este último, se ve un color cuando tal o
cual objeto produce una impresión en el ojo, el Yo recibe una impresión
de color cuando el ser actúa sobre él en el mundo de los espíritus [...]. No
es como si la luz entrase desde el exterior en el ser humano, sino más bien
como si otro ser actuase directamente sobre el Yo y le incitase a represen­
tarse el efecto producido como una imagen coloreada. Así, todos los seres
del entorno espiritual del Yo encuentran su expresión en un mundo ra­
diante de colores722.
Los pintores tienen motivos para alarmarse ante estas doctrinas.
En su oficio, desde siempre, tienen que habérselas con la analogía,
con la correspondencia, con la afinidad. Las formas y los colores
son para ellos más elocuentes, están más cargados de significado
que para el común de los hombres. Desde Baudelaire y Wagner,
existe una estética que se ha dedicado a precisar su importancia y
su papel en la elaboración de la obra de arte. Pero estas doctrinas
los impulsan a radicalizar sus descubrimientos. Gracias al proceso
artístico, presienten el proceso mágico y quieren apropiarse de él.
Desde hace un siglo, las filosofías los invitan a considerarse viden­
tes. Son los únicos hombres que tienen acceso a la realidad pro­
funda. En un clima en el que se mezclan religión, gnosis e inicia­
ción, el esoterismo los invita a actuar mágicamente sobre esa
realidad, a «evocarla» en el sentido estricto. Se convierten en teúr-
gos. Ya no se limitan a representar lo divino: lo invocan, lo mani­
pulan, lo producen al presentar imágenes cuya fuerza es, a su mo­
do de ver, infinitamente superior a las impuras efigies que
encerraban la chispa divina en el cuerpo de las mujeres desnudas,
en los paisajes, en la imitación de los objetos. Son químicos que des­
tilan el principio activo diluido en los cuerpos naturales, o más bien
alquimistas que extraen la quintaesencia de esos cuerpos en los cri­
soles donde se calcinan, se consumen, se reducen.

388
Por lo tanto, podríamos atribuir la atracción por el esoterismo a
esa hybris a la que todo el siglo XIX empuja al artista. El prurito má­
gico permite también tender un puente entre dos actitudes en apa­
riencia diametralmente opuestas: por una parte el refinamiento
«decadente», la languidez de las volutas, la delicuescencia de los co­
loridos y, por otra parte, la violencia primitivista de los contornos
duros y del color puro. Ambas son casi contemporáneas. El artista,
por caminos opuestos, intenta asegurarse de sus nuevos poderes.
Apela -sin hacer distinciones- al orfismo esotérico, la máscara mao-
rí, las artes ocultas que se encomiendan a Pitágoras, a Hermes Tris­
megisto, a la cábala, a treinta siglos de tradición y a la magia «pri­
mitiva», ingenua y espontánea del pescador de Oceanía, para
captar parte del poder secreto que supuestamente entrañan.

389
Capítulo 8
La revolución rusa

I. La educación estética de Rusia


Este libro va a cerrarse con Cuadrado blanco sobrefondo blanco, que
Malevich expuso en 1918. Debemos reconocer por qué caminos he­
mos llegado a la desaparición de la imagen representativa. Hay va­
rios. Voy a examinar con más detenimiento los motivos religiosos,
implícitos o explícitos, que permiten asociar el nacimiento del arte
llamado abstracto a una oleada iconoclasta, en el sentido estricto e
histórico del término.
He sugerido que este episodio se produjo en virtud de una es­
pecie de colisión entre las formas elaboradas por la pintura france­
sa en el marco de una determinada estética y las exigencias espiri­
tuales de artistas por lo general ajenos a Francia y portadores de
una estética totalmente diferente. Las primeras fueron muy conve­
nientes para las segundas, que se alojaron en ellas como un can­
grejo ermitaño en una concha.

C ézanne como cripto-abstracto


Lo que complica las cosas es que la pintura francesa, siguiendo
su camino, se estaba alejando por sí misma de la representación.
Dora Vallier lo resume muy bien:
Durante todo el siglo XIX, bayo la influencia del romanticismo, la co­
rriente principal del arte (sobre todo en Francia) evoluciona hacia una ex­
presión cada vez más subjetiva y más libre, que la aleja de la tradición; sin
embargo persiste la conciencia de una forma soberana, absoluta y oscura­
mente tradicional, que se manifestará a finales de siglo. Tras las desviacio­
nes subjetivas del impresionismo y también del realismo (el propio Zola, a
pesar de su credo, ¿no le pide a la obra de arte que le revele, ante todo, la
personalidad del artista?), se produce un regreso al orden. Esta vez el or­
den es, sin ambages, el de la forma en sí, ya sea Seurat o Cézanne o Gau-

391
guin quien lo reclame, o incluso Maurice Denis, que en 1890 escribió la cé­
lebre frase: «Debemos recordar que un cuadro, antes de ser un caballo de
batalla, una mujer desnuda u otra anécdota cualquiera, es esencialmente
una superficie plana cubierta de colores reunidos en cierto orden». En ese
momento, virtualmente, nació el arte abstracto723.
Sólo virtualmente, porque el llamado arte abstracto vendrá de
otro lugar. En Francia, la lógica del arte moderno conduce, en oca­
siones, muy cerca de él. La propensión del siglo imponía que los úl­
timos guardianes intransigentes de la tradición, de los géneros y, so­
bre todo, de las técnicas objetivas de la representación (perspectiva,
modelado, contorno, anatomía) fueran pintores menores. Pompiers,
academicistas o mundanos pueden volver a seducirnos a causa de,
las ruinas que cubren el otro lado de la pintura; pero aun así era en
ese otro lado donde se hallaban las grandes exigencias, el desinte­
rés, el puro y simple espíritu de la pintura y, en general, Ja calidad
de las obras. Es normal que, en sus heroicos itinerarios, los impre­
sionistas dejaran en manos de los pompiers todo cuanto enorgullecía
a estos últimos y que los primeros, poco a poco, se veían forzados a
descuidar y despreciar. Las palabras de Degas («el Watteau de va­
por» [juego de palabras entre Watteau y «bateau», en francés «bar­
co», N. de la T] «lo pinta todo de hierro salvo las armaduras», etc.)
no se pronunciaron en contra de un sistema, sino de cierta bajeza
de alma -y por lo tanto de pintura- que se refugiaba de modo ile­
gítimo bajo el manto cada vez más delgado de la tradición, y que
esos pintores cubiertos de honores estaban deshonrando. Sin em­
bargo, aunque se rechazara el manto y las técnicas de representa­
ción pasaran a ocupar un puesto subordinado, la intención aún era
la misma -representar-, y más ardiente que nunca. Aunque el espí­
ritu de abstracción sigue siendo ajeno a este arte -incluso en sus
momentos de mayor libertad- y aunque a veces «no se vea gran co­
sa» en ciertos lienzos de Monet o de Braque, sigue existiendo una
distancia asintótica donde se mantiene la referencia al orden natu­
ral, contemplado de manera espontánea y natural.
Pensemos en Cézanne. Nunca dejó de pintar del natural. Hasta
el día de su muerte, su coche lo llevó fielmente delante del Jas-de-
Bouffant, el Château-Noir, la Santa Victoria. «Pinto como veo, y ten­
go sensaciones muy fuertes»724. La frase no está muy lejos de la fór­
mula de Zola. ¿Quiere situar el impresionismo en el seno de la gran
tradición, en el «museo»? Declara que desea «vivificar a Poussin a
partir de la naturaleza», es decir, guiar, siguiendo a este ilustre mo-

392
délo, la emoción y las sensaciones que le produce el espectáculo de
la naturaleza, cuya riqueza ya no espera restituir. El año de su muer­
te, escribe a su hijo:
Aquí, al borde del río, los motivos se multiplican; el mismo motivo visto
desde un ángulo diferente se convierte en tema de estudio del mayor inte­
rés, y tan variado que creo que podría trabajar durante meses sin cambiar
de sitio, unas veces inclinándome más a la derecha y otras a la izquierda725.
Se trata empero del mismo hombre que, en las últimas Santa Vic­
toria, cubre el lienzo con un mosaico cristalino que en la parte que
representa el suelo ya no deja ver ni la vegetación ni la tierra ni las
casas, el mismo hombre que pone pinceladas verdes en el cielo, pin­
celadas que no tienen nada que ver ni con el aire ni con las ramas
de los pinos: sí, la «armonía» sigue siendo «paralela a la naturale­
za», como siempre había deseado, pero no hay duda de que las lí­
neas paralelas se separan entre sí. En ese momento, su obra cobra
otro sentido para sus admiradores. Recordemos su carta a Émile
Bernard, a la que tanta atención se presta en los años cubistas: «Tra­
te la naturaleza a través del cilindro, la esfera y el cono»... En 1943,
Picasso dice a Brassai: «Cézanne era mi único maestro. Pasé años es­
tudiando sus cuadros [...]. Cézanne era como un padre para todos
nosotros»726. Sérusier:
Ha demostrado que la única meta es depositar en una superficie de­
terminada las líneas y los colores de manera que hechicen la mirada, ha­
blen al espíritu y a fin de cuentas logren crear, con medios puramente
plásticos, un lenguaje727.
Lo cual es repetir, en 1905, la fórmula de Maurice Denis. YKlee
escribe en 1909: «Para mí es el maestro por excelencia, alguien de
quien puedo aprender más que de Van Gogh»728. Pero no sabemos
qué habría dicho el maestro ante esta anotación del mismo año:
La naturaleza vuelve a aburrirme. Las perspectivas me hacen bostezar.
¿Tendré que empezar a distorsionarla (cosa que ya he intentado hacer
«mecánicamente») ?729.
El puente que Cézanne podría haber construido habría ido del
exterior al interior.
La interpretación de Malevich, como era de esperar, es mucho

393
más radical: Cézanne no es primitivista; ya es cubista. Se separa de
la naturaleza.
En el arte, la evolución y la revolución tienen un único objetivo: de­
sembocar tan sólo en la creación -la composición de los signos- en lugar
de limitarse a repetir la naturaleza. Podemos referirnos a los lienzos de Cé­
zanne como ejemplo de este brillante movimiento. Cézanne, hombre
consciente y sin par, comprendió el motivo de la geometrización y de esa
manera perfectamente consciente nos mostró el cono, el cubo y la esfera,
considerados como las variedades características de los principios sobre los
que había que construir la naturaleza, es decir, reduciendo el objeto a sus
simples expresiones geométricas. [...] con él se acaba el arte que mantenía
nuestra voluntad atada a la trailla del arte figurativo objetivo, el arte que,
nos obliga a ir a la zaga de las formas creativas de la vida730.
Según Malevich, Cézanne fue el Moisés que vio de lejos la Tierra
Prometida y la libertad fáustica del hombre como creador cósmico.
Pero no las alcanzó:
No fue capaz de expresar a fondo las construcciones plásticas y pictóri­
cas sin fundamento objetivo; no obstante, formuló una orientación llama­
da a desarrollarse en el movimiento cubista.
Como contrapunto, podemos citar esta observación de Bonnard:
A menudo se calentaba al sol como un lagarto, sin tocar los pinceles.
Podía esperar a que las cosas se transformaran lo suficiente como para en­
trar en su composición. Era el pintor que tenía las armas más poderosas
frente a la naturaleza, el más puro, el más sincero731.
Pero nosotros no tenemos que decidir entre Bonnard y Male­
vich. Es un hecho que los cubistas, y después los abstractos, apela­
ron a Cézanne como los jacobinos a Rousseau. Por lo tanto, en el
marco de una estética que seguía siendo mimesis, exploración mi­
nuciosa y fiel del motivo, admiración humilde del milagro natural,
se desarrollaban formas acordes con una estética resueltamente ob­
jetiva que situaba a la creación pictórica en un orgulloso cara a ca­
ra con la creación: parafraseando a Freud, la pintura debe llegar a
donde se halla la naturaleza. A la objeción de que Cézanne no as­
piraba a eso, Malevich habría contestado que lo había hecho.

394
La bifurcación su rrealista del sim bolism o
La conjunción de la que surgió el arte abstracto no era en abso­
luto inevitable. Al convertirse en surrealismo, una fracción del sim­
bolismo siguió otro camino. A primera vista, el surrealismo en pin­
tura parece un simbolismo de izquierda, laico, más alegre, más
abiertamente erótico -aunque menos eficazmente, pues le falta la
mezcla baudelaireana «de galantería y devoción»-. Mirando con un
poco más de atención, vemos que el movimiento es más contradic­
torio y se bifurca en varias direcciones.
Si aceptamos como punto de partida el dadaísmo, el surrealismo
es, de entrada, una revolución. Contra la guerra de 1914-1918, con­
tra la sociedad que es responsable de ella, contra el establishment ar­
tístico, que ya no estaba constituido por los pompiers, sino por los re­
cién llegados, y especialmente contra el «regreso al orden» que se
observa en la pintura francesa durante la década de 1920732. Cuan­
do la revuelta va más lejos, se enfrenta al arte, a la obra e incluso a
la vida, si incluimos el suicidio entre los diversos «manifiestos» del
surrealismo.
El surrealismo es también un irracionalismo y, por lo tanto, es
poco favorable al intelectualismo que, de Seurat a Matisse, domina­
ba en Francia. Este es su aspecto neorromántico: lo profundo y lo
real están más allá de las apariencias, y la razón no los puede al­
canzar; en la versión psicológica y de cariz freudiano, hay que bus­
carlos en el lugar que ocupan el sueño y el inconsciente733. El humor
es un «valor» surrealista, aunque raras veces se alcance. Magritte, en
sus cuadros, ilustra esas fábulas pictóricas que son Esto no es una pi­
pa o El imperio de las luces. Sin embargo, lo normal es que prime la
seriedad, que iguala los lienzos surrealistas y los lienzos prerrafae-
listas más lúgubres, cuya meticulosa ejecución solemos encontrar
en los primeros. Eso cuando el humor no se degrada hasta caer en
la burla colegial.
Deben interesarnos dos aspectos del surrealismo: su actitud reli­
giosa y el estatuto de la representación. El surrealismo se distingue
del simbolismo por un decidido anticristianismo. Esto ha quedado
tan firmemente establecido que, cuando Dalí hizo algunas obras
sansulpicianas y equívocas -que por otra parte la Iglesia, e incluso
el Papa, acogieron con gratitud-, tuvo que valerse de otro giro del
surrealismo. En conjunto, prevalece el tono blasfematorio. Basta
con citar la famosa Virgen Santa de Picabia (1920); o, de Max Ernst,
La Virgen María corrigiendo [léase «azotando»] al Niño Jesús delante de

395
tres testigos, A. Bretón, P. Eluardy el autor (1926); o las chocarrerías de
Clovis Trouille.
Eso no impide que el surrealismo sea devoto. Lo es por su espí­
ritu sectario, sus rituales, su jerarquía, sus excomuniones. Lo es por
su culto a la mujer, semejante al de Moreau, Rossetti, Khnopff o
Stuck. Delvaux, Labisse, Bellmer o Léonor Fini exaltan el voluptuo­
so terror que rodea a la mujer divinizada, magnífica y maléfica. El
paisaje surrealista sugiere una visión del otro mundo: unas veces de
una exuberancia más que tropical, otras veces desértico, un ensue­
ño -siempre a punto de transformarse en pesadilla- donde se dan
cita el Aduanero Rousseau, Patinir y Altdorfer. Tanguy decía:
Un horizonte al principio bastante nítido, después borroso, separa el
cielo gris de una llanura desértica donde proliferan seres con formas bio­
lógicas de palpos, pedúnculos, trócleas, pseudópodos, tentáculos óseos734.
¿Paraíso o infierno? El uno o el otro, pero jamás la Tierra.
Sin embargo, la religiosidad surrealista suele cruzar la puerta
primitivista para foijar ídolos mágicos. Este es el efecto que buscan
Ernst, Dalí o Seligmann. También es la ambición esencial de Brau-
ner, el hombre de la alquimia, de la iniciación esotérica: se sirve de
los misterios de Egipto, de los jeroglíficos, para producir seres mul-
tisexuados, polimorfos, quiméricos, que aspiran a poseer el poder
de los tótems.
Por otra parte, la representación. En La conquista de lo irracional
(1935), Dalí escribe:
Toda mi ambición en el terreno pictórico consiste en materializar con
la rabia más imperialista de la precisión las imágenes de la irracionalidad
concreta.
Por lo tanto, se trataría de traducir de manera pasiva, de calcar
las imágenes que surgen del inconsciente, del sueño, puertas de
marfil o de cuerno que dan a la realidad superior, a la «surreali-
dad». Según Dalí, el artista surrealista procede como el pintor de
iconos: pinta siguiendo un motivo, pero lo que pinta no es de este
mundo.
Pero al iconógrafo le guiaban la fe, los dogmas, la tradición, los
modelos iconográficos. No pretendía «sentir» las imágenes, experi­
mentarlas en su interior: las recibía y las transmitía. El surrealista
pretende transcribir las imágenes que le sugieren ciertos estados

396
psicológicos. Pero esto no es cierto; si es pintor, las construye. Ya sea
a partir de elementos de la realidad sometidos a una deformación
que los transfigure, ya sea imaginando con todo detalle formas y en­
samblajes sin relación con la realidad visible. Por eso, al desrealizar
las cosas, al intentar comunicar el trasmundo sin pasar por la me­
diación del espacio, de la luz natural, de los objetos, la pintura su­
rrealista no tarda mucho en converger hacia la pintura abstracta.
Miró, Arp, e incluso algunas épocas de Masson y de Ernst, pueden
considerarse igualmente representaciones de lo surreal, imágenes
de algo, formas autónomas que se bastan a sí mismas, imágenes del
otro mundo, o ese mismo más allá.

El ex trarrad io ruso
En la historia general del arte, las periferias suelen ser la sede de
dos fenómenos contradictorios. Por una parte, el provincianismo,
el epigonismo y todo lo que hace que el arte de las periferias sea un
débil y tímido reflejo de las producciones que triunfan en el centro.
Por otra parte, un potencial de innovación y de ruptura, porque las
reglas pierden fuerza en los confines y la mera sensación de estar
apartado puede llevar a rivalidades y concentrar en la ruptura y la
originalidad las incipientes energías de esas alejadas regiones; más
aún cuando reciben las influencias externas de forma simultánea y
no en su sucesión natural.
Rusia había ocupado una posición marginal con relación a dos
centros sucesivos, Bizancio y Occidente. Los iconos rusos, compa­
rados con su modelo bizantino, pierden nobleza y ganan sabor. Pe­
ro el género ya estaba moribundo cuando la revolución petroviana
constituyó en Rusia otro centro civilizador. El icono sobrevivió, si no
como género vivo al menos físicamente, en los medios que se resis­
tían con todas sus fuerzas a esa revolución; una parte del clero, el
raskol, incluso en las provincias más alejadas de Petersburgo.
Una primera periferia -Prusia, Suecia, Polonia- separaba a Ru­
sia del nuevo centro, el Occidente europeo. De estos países eran la
mayoría de los artesanos y artistas que llegaban en respuesta a los
encargos de la aristocracia y de la corte, y que transmitían a los ru­
sos técnicas y oficios. Italia, Francia e Inglaterra eran lo bastante ri­
cas para enviar allí a algunos grandes arquitectos y pintores de se­
gunda fila. La corte y los grandes, desde finales del siglo XVIII, se
encontraron en condiciones de coleccionar. Se sabe que algunas fa­

397
mosas colecciones francesas y alemanas acabaron en el Ermitage, a
petición de Catalina la Grande. La enseñanza artística se remató
con la Academia de Bellas Artes, cuyos estatutos, aprobados por Ca­
talina en 1764, son una copia de los de la Académie Royal de París.
La Academia fue el centro de la incipiente pintura rusa, bajo la di­
rección de maestros franceses, italianos y alemanes. Los primeros
pasos fueron afortunados. Los retratos y escenas costumbristas de
Levitski, Venetsianov o Fedotov tienen un encanto ingenuo, fresco,
y humorístico que, con su discreta nota de exotismo, no desmere­
cen de la producción contemporánea en Escandinavia o Alemania.
Las cosas empezaron a ir mal cuando Rusia, consciente de su po­
tencial, se atrevió con los grandes géneros. Al contrario de lo que
esperaba, la búsqueda de una afirmación propia aumentó su de­
pendencia. El provincianismo se volvió más penoso a medida que el
arte, en un intento de superarlo, perdió su mordacidad y su inge­
nuidad. La pintura rusa «alcanzó y adelantó» a Occidente en el gé­
nero de la gran maquinaria histórica (El último día de Pompeya, de
Brullov), en el género nazareno (La aparición de Cristo ante el pueblo,
de Ivanov) y en el género épico nacional (Vasnetsov).
En 1863, trece alumnos de la Academia se negaron a tratar el te­
ma que ésta había propuesto -el festín de los dioses en el Walhalla-
y fundaron un artel Esta reinvención de las fraternidades artísticas
alemanas e inglesas se encomendó a las comunidades artesanales
de la Rusia tradicional. El artel-que pronto tomó el nombre de So­
ciedad de Exposiciones Ambulantes- dominó la vida artística hasta
finales de siglo.
La pintura de los ambulantes (peredvijniki) está estrechamente
vinculada al movimiento literario de la época. Como suele decirse
en los campus norteamericanos, apunta a la relevance. No sólo quie­
re reflejar los males reales de la sociedad rusa -pobreza, explota­
ción, embriaguez, vicios clericales, penoso destino de los prisione­
ros o los estudiantes-, sino lograr su curación siguiendo las líneas
de la política y la moral populistas. Los géneros se conservan: gran
pintura histórica, unas veces de exaltación nacionalista, otras dra­
matizando algunos espisodios del pasado a una luz protestataria
(Repin, Surikov); pintura costumbrista que autoriza la sátira (Perov,
Makovski, Iarochenko...); retratistas en ocasiones vigorosos, como
Kramskoi; y finalmente, pintura religiosa. Esta propone un pathos
bastante semejante al de Tolstoi y Dostoievski. En los cuadros de
Gay (discípulo religioso de David Strauss y Tolstoi) lo sublime de
Cristo -más hombre que Dios- proviene de su impotencia, de su

398
dulzura sin violencia, de su fracaso. Quien muere en la cruz, con los
pies al nivel del suelo, es un miserable príncipe Mishkin sacado de
El idiota de Dostoïevski (Crucifixión).
Los ambulantes fueron los educadores estéticos de la Rusia pro­
funda735. «Se dirigían al pueblo», es decir, a las nuevas capas de la in­
telligentsia, los periodistas, los profesores, los pequeños círculos pro­
gresistas de provincias. Ilustraban los intensos sentimientos de la
época. La conciencia social, nacional y nacional-religiosa de Rusia
se reconoce en esta pintura. Tanto la literatura como la pintura de­
bían predicar, ser un instrumento de toma de conciencia y un fac­
tor de cambio. Lección que reanudaron, a expensas de otros, los
cubo-futuristas y los constructivistas de la década de 1920.
De todos modos, ya fuera porque el azar les privara de un gran
talento, ya porque la militancia y el deber moral impidiesen su apa­
rición, el movimiento no engendró a nadie que pudiera comparar­
se con Tolstoï o Dostoïevski, ni siquiera con Chedrin o Chéjov. Fue
incapaz de la menor innovación artística y probablemente ni soñó
con ella, ya que el programa le dispensaba de sentir semejante ne­
cesidad. En el ámbito estético, y con el retraso de difusión típico de
Rusia, reprodujo las ideas alemanas, del idealismo al realismo. En
pintura, el horizonte no rebasó Düsseldorf.
Con esta nueva escuela inner oriented, el orgullo ruso, que a prin­
cipios de siglo aspiraba a una pintura capaz de «competir» con la de
Occidente, prefirió transfigurar su aislacionismo, convirtiéndolo en
principio de superioridad: la seriedad de los ambulantes ponía en
solfa la futilidad formalista occidental, y especialmente la frivolidad
parisina. Esta pintura de izquierda, que repudia la «reacción» esla-
vófiia, conserva el razonamiento fundamental de la eslavofilia: no
somos inferiores, sino diferentes. Y puesto que Occidente no se re­
conoce decadente, nosotros somos mejores y tenemos las llaves del
futuro. A partir de ese momento, el futuro es el socialismo en su ver­
sión autóctona (el populismo) o internacional (marxista). Por eso
la pintura de los ambulantes fue la matriz plástica e ideológica del
realismo socialista.
La losa que pesó durante treinta años empezó a resquebrajarse
a principios del siglo XX. Levantada la censura socialista, la vida ar­
tística renació con ferviente diversidad. Con razón se data este re­
nacimiento en 1898, fecha en la que Alexandre Benois y Serge Dia­
ghilev fundaron la revista El Mundo del Arte en San Petersburgo736.
Pero el renacimiento había tenido un foco más antiguo. El princi­
pal mecenas de los ambulantes fue un marchand moscovita y viejo

399
creyente, Tretiakov, que se dedicó a crear una colección estricta­
mente nacional. Sin embargo, una rama un tanto divergente de los
ambulantes buscó otro mecenas, más moderno por su mentalidad
e incluso por el origen de su fortuna (los ferrocarriles, la metalur­
gia) : Mamontov. Su mujer, muy piadosa, convirtió sus terrenos de
Abramtsevo en una colonia artística. Allí mandó construir una ca­
pilla, que señaló el retorno a las olvidadas fuentes religiosas del ar­
te ruso: y fue entonces, en 1880, cuando se empezó a mirar a los ico­
nos con otros ojos.
Mamontov se interesaba por el teatro y la ópera: animó a sus ami­
gos pintores (sobre todo a Vasnetsov) a diseñar esos decorados de
estilo «boyardo» que tanta sensación causaron cuando las obras de
Mussorgsky y de Rimski-Korsakov llegaron a los escenarios occiden­
tales. Mamontov apoyó la breve carrera de Vrubel (1856-1910). Vru-
bel fue, sin duda, el primer artista ruso capaz de impresionar a Oc­
cidente. Siendo muy joven, ayudó a la restauración de los frescos
medievales de San Cirilo, en Kiev. Pero no se encerró en el arraiga­
miento voluntario en una tradición recién redescubierta. Descubrió
Venecia y el color, y su cultura clásica no le impidió sumirse en el es­
plritualismo ruso-alemán hasta situarse en el confín más extremo
de la Kamchatka simbolista. Sus distintas versiones del Demonio
(inspiradas en Lermontov) son un puente hacia el romanticismo
ruso en su versión más byroniana, pero partiendo del esoterismo de
finales de siglo. Su demonio es un ángel -una criatura andrógina-
enfermo, afligido, muy joven, muy hermoso, muy solo, cuyo rostro
desesperado es capaz de inspirar una compasión no completamen­
te exenta de atracción sexual. Es una versión rusificada, «dostoievs-
kizada», de El pecado de Stuck, siguiendo el espíritu de Péladan. Tras
acabar un ciclo sobre este tema, en 1902, Vrubel entró en un sana­
torio para enfermos mentales y nunca volvió a salir de él.
A partir del momento en que Alexandre Benois y Serge Diaghi-
lev fundaron El Mundo del Arte (1898), el mundo artístico ruso se
transformó a una velocidad que no dejó de aumentar hasta la revo­
lución. No vamos a adentrarnos en esa historia tumultuosa, ya co­
nocida y bien documentada. Para nuestro propósito, basta con al­
gunas observaciones.
Cambia el medio social del arte. En lugar de Moscú, es Peters-
burgo el que marca la pauta. En lugar de la intelligentsia, aferrada a
sus costumbres y a sus opiniones canónicas, es una «sociedad» más
culta, rica, informada y diversa la que compra, discute y ayuda a la
nueva pintura.

400
El objetivo de Benois, de Diaghilev y de sus amigos era convertir
Petersburgo en uno de los grandes centros europeos, comparable a
París o Munich. Para ello, rompen con el proteccionismo del últi­
mo medio siglo. Como quieren rivalizar con París, organizan expo­
siciones de pintura francesa. Los contactos con Alemania son aún
más estrechos.
De todos modos, Diaghilev presenta en París sus exposiciones y
espectáculos más resonantes. En el Salón de Otoño de 1906 presen­
tó todo el arte ruso (salvo a los ambulantes, que ya eran objeto de
burla y vergüenza), incluidos algunos iconos. No pudo llevar más
porque hasta 1913 no acabó la labor de limpieza de la mugre que
los cubría y la brutal restauración que les confirió su aspecto actual.
En 1909, Diaghilev inauguró en el Châtelet la serie triunfal de los
ballets rusos. El público parisino, convocado para comprobar hasta
qué punto el arte ruso, del que no tenía la menor idea, había en­
trado a formar parte de la koiné europea, pensó todo lo contrario.
Por ejemplo, en los decorados de Bakst, judío petersburgués de re­
finadísima cultura que había asistido a la escuela de Bellas Artes en
París, vio un «esplendor bárbaro, asiático, escita» que a su vez nu­
trió el primitivismo y el exotismo del arte francés. Intercambios fe­
cundos y fértiles equívocos.
Podemos decir que, en estas fechas, la pintura rusa está «al co­
rriente», «al día», y que se provee de cuanto necesita en el gran
mercado paneuropeo de los «ismos». Borissov-Mussatov, por ejem­
plo, estudió con Gustave Moreau, aprendió de las obras de Puvis de
Chavannes y pintó abundantes paisajes delicados en gris verde y
azul suave, tonos simbolistas por excelencia, además de exaltar la
Rusia distinguida y moderna de los miriñaques y de las blancas re­
sidencias con columnas estilo Imperio. Zarskoe Selo y Peterhof, en
sus obras, al igual que Benois, Serov y Somov en las suyas, manifies­
tan una exigencia de aristocratismo: así se conjura el sordo temor
que inspira el mundo de abajo, la semi intelligentsia, los intelectua­
les proletaroides que empiezan a agitar y a organizar; y, más abajo
todavía, la muchedumbre campesina y obrera; se conjura el miedo
al mañana, la amenaza de la inevitable crisis política que iba a rom­
per los diques, a desencadenar la irrupción del pueblo, a barrer el
frágil islote de civilización.
El arte contemporáneo entra en Rusia a través de las obras. Las
dos enormes colecciones de Morozov (ciento treinta y cinco cua­
dros impresionistas y nabis) y de Schukin (doscientos veintiún im­
presionistas y postimpresionistas, incluidos cincuenta lienzos de

401
Matisse y de Picasso) forman un doble museo, abierto a los artistas
y a menudo al público, del que no existe ningún equivalente en Oc­
cidente.
Otras revistas lujosas, como El Vellocino de Oro y Apolo, continúan
y diversifican la acción de El Mundo del Arte. Se cultivan con brillan­
tez todos los géneros: la pintura de caballete (que se vende muy
bien a unos aficionados cada vez más numerosos), el retrato mun­
dano (un Serov cuesta tanto como un Sargent o un Jacques-Emile
Blanche), la decoración teatral -deslumbrante cuando está a cargo
de Bakst o de Benois-, la ilustración de ediciones de lujo. Se cum­
plen los objetivos de El Mundo del Arte. Rusia se ha convertido en un
gran centro artístico.
Las ideas estéticas reflejan todos los estratos del pensamiento ru­
so. Si hurgamos en la base, encontramos a Schelling y a Hegel, que
fueron los primeros pedagogos de la estética rusa, antes de que hu­
biera pintura. Luego viene el realismo populista, que no está muer­
to, puesto que su teórico, el viejo Stasov, sigue vivo y tronando, jun­
to con Plejanov, contra el «formalismo» de la nueva pintura. Luego,
la llamada filosofía del renacimiento religioso: Soloviev, Filosofov,
Berdiaev, Merejkovski, Hippius, Florenski, etc. Esta filosofía, muy
mezclada, intenta amalgamar el idealismo alemán, el iluminismo
internacional, la tradición ortodoxa y el mesianismo ruso. Impreg­
na el arte ruso de la época. Filósofos, pintores, poetas, escritores,
músicos y universitarios forman parte de un mismo medio. Compa­
rada con la cultura de la intelligentsia, de cariz marxista, se trata de
una contracultura resueltamente espiritualista. Los músicos son
amigos de los pintores, que ponen en escena óperas cuyos libretos
encargan a los poetas. En ninguna parte se cultiva de manera tan
evidente y con tanto fervor el ideal simbolista de comunicación en­
tre las artes, de correspondencia de los sonidos, los colores y las pa­
labras. Scriabin construye una especie de piano cuyas notas gene­
ran directamente proyecciones coloreadas.
Finalmente, como ocurre en toda Europa, el movimiento artísti­
co engendra en su seno escisiones, secesiones, revueltas y carreras
hacia la vanguardia. Desde ese momento, el tejido ruso es lo bas­
tante espeso, extenso y variado como para poder desgarrarse.
La rebelión estalló en torno a 1905 y el blanco fue El Mundo del
Arte, que sin embargo sólo llevaba cinco años publicándose. La re­
vista El Vellocino de Oro se hizo eco del caso: la joven generación pro­
testaba contra la erudición, las alusiones históricas, la tendencia a la
elegancia un poco esnob y elitista de Bakst, Benois o Lanceray/Esta

402
joven generación adoptó como emblema la Rosa Azul. Estaba for­
mada por alumnos de Borissov-Mussatov (es decir, del más simbo­
lista de sus maestros, cuyos cuadros recuerdan a veces a Le Sidaner
y a Levy Dhurmer), entre los que destacaban Kuznetsov, Sarian, La-
rionov y Goncharova. El Vellocino de Oro organizó exposiciones en
París y en Moscú (1908 y 1909). En el intervalo de un solo año, estos
pintores fueron presentados a los nabis (Bonnard, Vuillard, Séru-
sier, y sobre todo Maurice Denis), y luego a los precubistas y a los
fauvistas (Braque, Matisse, Vlaminck, Rouault). Se trata de un fac­
tor a tener en cuenta: la abrupta concentración de obras hizo que
un trabajo pictórico que se extendía a lo largo de una o dos gene­
raciones fuese recibido de forma simultánea, como la explosión de
un ramillete multicolor de fuegos artificiales dispersándose a la vez
en todas direcciones. Cosa no muy propicia para poner calma y or­
den en la evolución del arte ruso. Larionov, que iba y venía entre
París y Moscú, pasó en unos pocos meses del casi impresionismo de
Rito de primavera (1905) al fauvismo más que neoimpresionista de Pe­
ces (1906).
Esta rebelión puede tomarse también por una reacción «antibur­
guesa». Pues estos jóvenes pintores adoptaban fácilmente la moral de
los artistas y las costumbres de los «pintores aficionados», y aunque
estaban alejados de las falanges populistas y pertenecían a una socie­
dad más libre -o precisamente por pertenecer a ella-, no tenían la
menor intención de dejarse alistar en la mundanidad petersburgue-
sa. La rebelión también puede interpretarse como una reacción mos­
covita antipetersburguesa. Y, por lo tanto, como una reacción nacio­
nalista.
De hecho, el nacionalismo estaba en todas partes. Por ejemplo
en Petersburgo, donde querían demostrar que no eran menos que
nadie. Y también en Moscú, en este caso porque se sentían diferen­
tes, porque pensaban que el cosmopolitismo pictórico no satisfacía
el alma rusa, que ésta ya había encontrado sus formas de expresión
y que era cuestión de recuperarlas y desarrollarlas. Lo cierto es que
1909 estuvo marcado por una inundación de arte francés, pero la
tercera exposición de El Vellocino de Oro, celebrada ese mismo año,
lo excluyó casi por completo. Larionov y Goncharova ocupaban ca­
si todo el terreno. La evicción física del arte francés no conllevó su
eliminación plástica. Porque la forma que adoptó la reacción na­
cionalista fue la misma por la que ya había pasado toda la pintura
occidental: el primitivismo.
Aun así, con una gran diferencia. En Occidente, el primitivismo

403
era algo que venía de fuera. En Rusia, viene de dentro. No aleja de
la patria, sino que enraíza. No huye de las «tradiciones», sino que
las recupera o las reinventa. En Rusia había dos tradiciones, y poco
más: el icono y las imágenes populares, los grabados sobre madera
llamados lubki Estas «imágenes de Epinal» existían desde el siglo
XVIII, y los folcloristas patriotas las habían reunido y editado cuida­
dosamente.
Entre 1909 y 1911, este primitivismo vivió sus mejores años. Gon-
charova pintó iconos simplificados, que se apartaban subrepticia­
mente de Moscú para inspirarse en Etiopía (Virgen con Niño, 1911,
Huida a Egipto, 1909), porque incluso el icono vivió el primitivismo.
Larionov pintó historias de soldados y otros temas a los que no du­
dó en incorporar textos e inscripciones, a la manera de los lubki:
Los hermanos Burliuk, amigos de la pareja, contribuyeron a incli­
nar la pintura hacia lo «salvaje», el vitalismo entusiasta o el dibujo
infantil, hasta lindar deliberadamente con el bad painting (Lario­
nov: Primavera, 1912). Pero todo esto se proclamaba nacional, y por
lo tanto conforme a las intenciones patrióticas de la colonia de
Abramtsevo.
Los cuadros franceses, antes tan numerosos, se vuelven poco fre­
cuentes. En las exposiciones de la Sota de Diamantes -un grupo la­
teral que seguía las ideas de Cézanne en su evolución hacia el cubis­
mo- todavía aparecen los minores (Lhote, Gleizes, Le Fauconnier),
pero Picasso y Matisse ya no envían nada.
Y es que el arte francés ya había cumplido su papel: había dado
forma a las aspiraciones propiamente rusas. Es cierto que, a prime­
ra vista, podríamos relacionar a Larionov, Goncharova o Mashkov
con una especie de fauvismo o de paracubismo internacional. Pero
sólo se trata de una conjunción precaria de horizontes estéticos
opuestos. La conjunción se acaba antes de la guerra. Y ahora vamos
a hablar de Kandinsky y de Malevich.

II. Espiritual: Kandinsky


La carrera de Kandinsky
No hemos hablado antes de Kandinsky porque se mantuvo ale­
jado de las principales corrientes. Hacia 1910, los diversos grupús-
culos de la pintura en Moscú, en Petersburgo, en Kiev o en Odessa
se articularon en torno a la Sota de Diamantes y la Unión de la Ju­

404
ventud. Esta última, financiada por otro rico marchand,, está im­
pregnada de espíritu futurista, que cultiva el disfraz estrafalario, las
declaraciones estrepitosas y la burla a los simbolistas por su gusto
distinguido y delicado. Sin embargo, bajo los auspicios de esta
Unión se celebró en Odessa una exposición que presentaba a la es­
cuela de Munich, y especialmente al núcleo del futuro Blaue Reiter.
En esa ocasión, Kandinsky expuso en Rusia por primera vez y co­
noció tanto a los hermanos Burliuk como a la pareja Larionov-Gon-
charova. Estos últimos pensaban que Kandinsky no estaba al día.
Todavía pertenecía a El Mundo del Arte.
Vamos a seguir a Kandinsky a través de sus textos. Pero antes va­
mos a presentarlo brevemente como hombre y como pintor. Se tra­
ta de un artista relativamente tardío. Nace en 1866, doce años antes
que Malevich, cuatro antes que Alexandre Benois. Es mayor que
Matisse o Picasso. Nacido en una familia de la buena sociedad, vive
en su infancia la época ilustrada de Alejandro II. Nunca se sentirá
atraído por la radicalización política posterior, y nunca renegará de
su fidelidad a la Iglesia ortodoxa. Estudió derecho en Moscú, obtu­
vo calificaciones brillantes y tenía ante sí una buena carrera univer­
sitaria. Ya era doctor y agregado en la universidad moscovita cuan­
do dos acontecimientos cambiaron su vida: el descubrimiento de
los impresionistas franceses (la revelación fue El almiar de Monet) y
después, en el teatro de la corte, Lohengrin. Esta última emoción lle­
gó acompañada de una experiencia sinestésica: los sonidos genera­
ron la percepción de colores. «Veía mentalmente todos mis colores,
estaban ante mis ojos. Líneas salvajes, casi enloquecidas, se dibuja­
ban frente a mí»737. Había nacido la vocación artística. En 1896 aban­
donó Moscú y se trasladó a Munich. Estudió pintura en la Acade­
mia, con Stuck.
Kandinsky era un hombre reservado, culto, con una gran pre­
sencia. Su personalidad impresionaba. Su primera mujer siguió
siendo amiga suya; a la segunda (o, más precisamente, a su compa­
ñera) , Gabriele Münter, le costó mucho superar la separación; y la
tercera lo veneraba738. Le rodearon amigos fieles, hombres tan no­
tables como Franz Marc y Paul Klee. Nunca tuvo nada de artista
maldito. Escribir, como Michel Henry, que, «en sus inicios, [su ar­
te] sólo suscitó pullas, cuando no furia y escupitajos»739, es una exa­
geración. Siempre había un medio, tal vez reducido pero de gran
distinción intelectual y social, que le apoyaba y le honraba. Cézan-
ne no podría decir lo mismo.
Si aceptamos provisionalmente una clasificación superficial, es

405
fácil dividir en épocas la carrera artística de Kandinsky. La primera
época es la de los comienzos, hasta que se establece en Murnau en
1909. En las primeras obras (Pareja dejinetes, 1906; Domingo, 1904; La
vida en colores, 1907) no se aleja del estilo general de la pintura rusa
de su tiempo. Comparado con el colorido de la pintura alemana,
que tiende a la estridencia, el colorido ruso es amable y gracioso.
Recordemos la exposición París-Moscú (Centro Pompidou, 1979) y,
al año siguiente, la exposición París-Berlín, mucho más dura -hard
core- para el visitante. El colorido del joven Kandinsky mezcla con
delicadeza el rosa y el azul, y se anima, en el lugar preciso, con un
toque de rojo o de naranja. En cuanto al tema, puesto que lo hay,
suele ser «nacional-popular». En 1889, Kandinsky había viajado al
norte por encargo de una sociedad de antropología, para investigar'
las costumbres relativas al derecho campesino y los restos de paga­
nismo en los ritos cristianos. Se impregnó de lo que se daba en lla­
mar «cultura campesina» y conservó una profunda atracción por las
ropas tornasoladas y las cúpulas ortodoxas. Moscú, sobre todo, si­
guió siendo para él el foco del sentimiento nacional-religioso que le
vinculaba a Rusia. «No he hecho otra cosa que pintar Moscú du­
rante toda mi vida», diría más tarde. En sus cuadros de esta época
encontramos múltiples referencias a los pintores enamorados de
esa misma «cultura campesina» y del pasado ruso. La vida en colores,
por ejemplo, es una evocación de la Rusia legendaria (popes, una
mujer con kokochnik, monjes barbudos, viejos peregrinos, bulbos de
iglesia y murallas blancas) y tiene mucho en común con las ilustra­
ciones que Bilibin hacía en esas mismas fechas para los cuentos de
Pushkin.
Pero Kandinsky se había instalado en Munich, la ciudad de Len-
bach, Stuck, Corinth, la «Secesión». Buscaba su camino. Un graba­
do de 1903, La cantante, podría atribuirse a Munch. Otro, de 1907,
Dos pájaros, a Beardsley (quitando el erotismo). Casetas en la playa en
Holanda, de 1904, con sus pinceladas de colores espesos entre las
que aparece la tela preparada, tiene en cuenta la técnica de los
neoimpresionistas, pero el efecto es simbolista o expresionista, otra
vez a la manera de Munch.
En Munich, Kandinsky se encuentra con algunos compatriotas,
como Jawlensky o Marianne von Werefkin, que han estado en París
y conocen mejor que él la pintura francesa. Con ellos y con algunos
artistas alemanes funda una asociación vanguardista: Phalanx. Las
primeras exposiciones del grupo llevan la marca del art nouveau:
Kandinsky veía en este estilo un potencial de formas abstractas sus-

406
ceptibies de un uso distinto del decorativo. Con su compañera, la
pintora Gabriele Münter, viaja y conoce París, a Matisse, a los fau-
vistas, a los cubistas. En 1909 se establece en Murnau. Para entonces
ya sabe lo que piensa, y su estilo ha alcanzado su plena autonomía.
Durante esta segunda época, Kandinsky ocupa el lugar que le re­
conocemos en la corriente expresionista. Ni ha olvidado Rusia ni
descuida Francia (nabis, Matisse, fauvistas), pero su pintura es ale­
mana. Incluso la inspiración folclórica proviene de las pinturas po­
pulares bávaras. Kandinsky forma parte de los grupos alemanes, el
N. K. V. (Neue Künstlervereíningung München) y, poco después, El
Jinete Azul. La originalidad personal no impide un aire de familia
con Schmidt-Rottluff, Kirchner, Pechstein -parientes en segundo
grado del Brücke- o con Marc, Macke y Jawlensky, parientes cerca­
nos de El Jinete Azul. Compone sus cuadros con bloques masivos,
con colores puros y luminosos, con intensos contrastes claro-oscuro
y cálido-frío. El tornasol de los colores no es incompatible con la
alegría y la armonía, una característica rusa (Gründgasse en Murnau,
1909; Mi comedor; 1909). No obstante, Kandinsky lee la teosofía de
Helena Blavatsky, estudia a Steiner y mantiene correspondencia
con Schónberg740.
Entonces da comienzo el lento y poderoso camino hacia la abs­
tracción: las famosas series de las Impresiones, que todavía hacen re­
ferencia a la representación de los objetos; de las Improvisaciones,
que traducen los movimientos espontáneos del alma; y, finalmente,
de las Composiciones, que se dirigen conscientemente a lo abstracto.
Todas ellas constituyen los niveles y etapas de una brecha heroica,
que el público alemán no entendió bien. Hubo protestas naciona­
listas contra este arte considerado «extranjero», es decir, francés y
ruso. En 1911, el N. K. V. rechazó la Composición V, El grupo se divi­
dió de inmediato y dejó de existir. A partir de ese momento, Kan­
dinsky busca apoyo en El Jinete Azul. La legendaria exposición de
diciembre de 1911, junto con Marc, Macke, Münter, el Aduanero
Rousseau, Delaunay y los hermanos Burliuk, presenta Composición V.
El título alude a la música. Las formas luminosas rodeadas de un au­
ra deben algo al clásico de la teosofía Las formas del pensamiento, de
Annie Besant. Se ha cruzado el umbral. La pintura abstracta ha si­
do concebida, pensada como tal, fundada. Sin embargo, ya sea por­
que el pintor conserve el pathos de sus últimos cuadros figurativos,
ya sea porque sus compañeros se vean empujados, junto con él, en
la misma dirección, Kandinsky no abandona los límites del expre­
sionismo. Veremos en qué sentido.

407
La tercera época de Kandinsky se inicia con su enseñanza en la
Bauhaus, a partir de 1922. Entre 1914 y esta última fecha hay un in­
termedio menos afortunado, más titubeante y lleno de vacilaciones:
el regreso a Rusia. Kandinsky nunca había roto con su país natal. Se­
guía enviando reseñas a las revistas simbolistas El Mundo del Arte y
Apolo. Se había interesado por el «piano de colores» de Scriabin y
por el pintor lituano Ciurlionis, que intentaba traducir la música a
cuadros abstractos. Participaba en las exposiciones de La Rosa Azul,
que había hecho grandes progresos en la exploración simbolista de
la relación entre el color y el sonido. En 1914 presentó la versión ru­
sa de De lo espiritual en el arte. Publicó poemas inspirados por Mae­
terlinck, que le gustaba mucho. Pero tropezó con los jóvenes aira­
dos de la nueva vanguardia: Kliune, Lissitski, Rodchenko, Malevich.
El crítico Punin escribió:
Los logros artísticos de Kandinsky son insignificantes. Cuando su obra
se limita a las esferas del espiritualismo puro, comunica ciertas sensacio­
nes, pero en cuanto empieza a hablar el idioma de las cosas, no sólo se
convierte en un mal artesano (dibujante, pintor), sino en un artista vulgar
y completamente mediocre741.
En Moscú, en vísperas de la revolución, están hartos del simbo­
lismo.
Así pues, la guerra obliga a Kandinsky a regresar a Rusia. Se ca­
sa de nuevo. Pinta cuadros que vuelven un poco hacia la figuración
enternecida de Rusia (Moscú I), con cúpulas, edificios modernos y
colores naïfs. Y también otros que perseveran en la abstracción, in­
corporando a ésta las formas geométricas que exigía el clima «cons­
tructivis ta» y «suprematista» de la vanguardia moscovita. Estas osci­
laciones hacen que se eche de menos el espíritu decidido de los
años muniqueses.
Aunque poco politizado -o quizá por eso mismo=, Kandinsky
acepta diversos cargos en el narkompros de Lunacharski. Dio clases
en vagos institutos improvisados, donde enseñó las teorías sobre el
color y la forma que ya había consignado en De lo espiritual en el ar­
te. En esos mismos institutos, Rodchenko, Stepanova y Popova de­
sarrollaban un programa opuesto, exaltando la impersonalidad del
ingeniero y el racionalismo de corte bolchevique. Kandinsky logró
huir en 1921.
En esas fechas, en Berlín reinaban la neue Sachlichkeit, el expre­
sionismo, el dadaísmo; cualquier cosa menos la abstracción. Macke,

408
y sobre todo Marc, íntimo amigo suyo, habían caído en el frente.
Gropius le introduce en la Bauhaus, junto a Klee, Feininger, Itten y
los demás. Kandinsky reanuda sus enseñanzas moscovitas, siempre
espiritualista, siempre enamorado de la simbología de los colores,
inspirada en Goethe y en la tradición ocultista. Con la marcha de
Itten y la llegada de Moholy-Nagy, el constructivismo de corte bol­
chevique y la estética industrial se imponen en la Bauhaus. Bajo la
dirección de Hannes Mayer, la escuela de Dessau se inclina decidi­
damente por el diseño y la arquitectura. Kandinsky conserva sus
ideas pero se adapta al nuevo entorno, como demuestra su evolu­
ción hacia el geometrismo, el juego de las formas angulares y cir­
culares, el empleo menos instintivo, más «científico», del color
(Composición VIII, 1925; Algunos círculos, 1926). Marginado, pero apo­
yado por la amistad de Klee, traduce en términos simbólico-místi-
cos el arte total y colectivo que preconizan sus colegas. En 1928,
vuelve a ilustrar con juegos de luz y de formas móviles los Cuadros
de una exposición de Mussorgsky. Es su versión personal del «arte sin­
tético». Kandinsky se retira poco a poco. Cuando los nazis atacan la
escuela, se refugia en París.
En 1934, Kandinsky tiene sesenta y ocho años. Pero la renovación
del viejo artista es tan profunda como inesperada. El Moscú revolu­
cionario no había afectado en nada su pintura, salvo para asfixiarla.
Pero París parece liberarlo de sus propias fórmulas. Aun así, está
bastante aislado. La pintura francesa, en las décadas de 1920 y 1930,
se había rodeado de una muralla inexpugnable para resistir los em­
bates del expresionismo y de la abstracción. El amigo más antiguo
que le quedaba a Kandinsky era Delaunay, cuya carrera era tan ale­
mana como francesa, y que estaba casado con una rusa. Sus únicos
nuevos amigos eran Miró, Arp y Magnelli. No se trataba con Mon-
drian. Y entonces, en su pequeño y ordenado taller de Neuilly, pro­
duce imágenes completamente nuevas, maravillosas, con delicados
colores. Por ejemplo, Azul cielo (1940): unas figurillas flotan por se­
parado sobre un fondo azul, pintado con gran delicadeza. Digo «fi­
gurillas» y no «formas» porque guardan cierta semejanza con seres
biológicos (son compactas, con contornos definidos) tal y como se
ven a través de la lente de un microscopio: plancton, protozoos, or­
ganismos vermiculares, medusas, acáridos, todos ellos evocados de
modo alusivo, despojados del aspecto monstruoso que les confiere
el microscopio y coloreados alegremente, como caramelos o ilus­
traciones infantiles.
Esta abstracción biomorfa, ¿sigue siendo abstracción? Al pintar

409
animáculos marinos, Kandinsky se inspiraba abiertamente en los
manuales de biología, en Formas artísticas de la naturaleza de Ernst
Haeckel, en la colección de fotografías de Karl Blossfeldt Formas pri­
mitivas de la naturaleza:742. También tenía en cuenta las formas bio-
morfas de Arp, así como los signos de exclamación, comas y otros
signos que utilizaban Miró y sobre todo Klee, su amigo de siempre.
Breton, que había entrado a formar parte de su círculo, le animaba
a la figuración. Para distinguirse de los abstractos, los surrealistas o
los geométricos, que no le gustaban mucho, Kandinsky prefiere uti­
lizar, desde ese momento, el término «arte concreto». Escribe:
De este modo, el arte abstracto erige junto al mundo «real» un nuevo
mundo que, exteriormente, no tiene nada que ver con la «realidad». Im
teriormente, está sometido a las leyes generales del «mundo cósmico». Si­
tuamos un «mundo natural» junto al «mundo artificial», un mundo igual­
mente real, un mundo concreto. Por eso, personalmente, prefiero hablar
de «arte concreto» y no de arte abstracto743.
Muere en Neuilly-sur-Seine en 1944, a la edad de 78 años.

«M iradas al pasado» (1913)


La oposición interior-exterior es tan importante en el caso de
Kandinsky que tras esta presentación, deliberadamente superficial
y «desde fuera», conviene cederle la palabra para escuchar cómo,
según él, se formó «desde el interior». Abramos su autobiografía:
Miradas al pasado744.
Encontramos al principio, de nacimiento o casi, la fascinación
por los colores, que le hablan como seres vivos: el verde claro, el
blanco, el rojo carmesí. Luego, la «gigantesca orquesta» de los co­
lores de Moscú. En una etapa precoz, siente dentro de sí la duali­
dad de la naturaleza y el arte. Siente también, con penosa confu­
sión, esa «verdad» a la que llega más tarde: que
los objetivos (y por lo tanto también los medios) de la naturaleza y del ar­
te se diferencian de modo esencial y orgánico, además de por las leyes mis­
mas del mundo; y que son igualmente elevados, y por lo tanto igualmente
poderosos745.
Esto quiere decir que la misma fuerza cósmica que anima la na­

410
turaleza anima el alma del artista, y que, por lo tanto, el interior
subjetivo es tan «poderoso» como el exterior objetivo. Así pues, «los
dos elementos del mundo», lo subjetivo artístico y lo objetivo natu­
ral, son separables y tienen una relación mística: unas veces están de
acuerdo entre sí, otras son opuestos y rivales.
Kandinsky contempla las cosas que le rodean en un estado de
panteísmo místico. Tal y como predican las doctrinas ocultistas, to­
do tiene alma, todo está vivo: «Todo lo “muerto” se estremecía». In­
cluso el botón de un pantalón blanco en un charco de agua, el pe-
dacito de corteza que arrastra una hormiga, «todo eso me mostraba
su rostro, su ser interior, el alma secreta que suele callar en lugar de
hablar»746. Esto también despierta la íntima convicción de que es
posible el arte «que es llamado “abstracto” por oposición al “arte fi­
gurativo”». A propósito de sus estudios jurídicos, Kandinsky obser­
va que el derecho del campesino ruso basa sus veredictos «no en el
aspecto exterior del acto, sino en la calidad de su fuente interior, el
alma del detenido»747. «¡Qué cerca se halla esto de los fundamentos
del arte!», añade Kandinsky, como si el arte se formara y se juzgase
en el alma del artista, como si existiera antes que la obra y siguiera
siendo independiente o separable de ella.
Vamos a hablar de los dos acontecimientos que le trastornaron
«en lo más profundo» de sí mismo y «marcaron» su vida entera748.
En primer lugar El almiar de Monet. Hasta ese momento, Kandinsky
conocía sobre todo a Répine, al que había estudiado con mucha
atención. Lo más importante es que, en El almiar, Kandinsky no re­
conoce un almiar. Se entera del motivo gracias al catálogo. Y preci­
samente porque «el objeto faltaba en el cuadro», el cuadro se apo­
dera de él e «imprime en la conciencia una marca indeleble»749. Lo
que surge es «la fuerza insospechada de la paleta». «Otorga a la pin­
tura una fuerza y un resplandor magníficos. Pero, inconsciente­
mente, se ha desacreditado el objeto como elemento indispensable
del cuadro.» En efecto, «el problema “luz y aire”» del impresionis­
mo no le interesa: no tiene relación con la pintura. Más dignas de
interés son las especulaciones neoimpresionistas sobre la acciói} de
los colores como tales, que «dejan el aire en paz». Y después llegó
Lohengrin, con la experiencia sinestésica que ya se ha mencionado.
[...] vi con gran claridad que efarte en general poseía una fuerza mu­
cho mayor de lo que me había parecido en un principio, y por otra parte
que la pintura podía desplegar las mismas fuerzas que la música.

411
Este artículo de fe simbolista forma parte del credo de Kan­
dinsky.
¿Deberíamos añadir un tercer elemento, a saber, sus lecturas de
física moderna? Se trata más bien de una experiencia espiritual, tal
vez provocada por la lectura de Ouspenski (que en tal caso sería
una fuente que Kandinsky habría compartido con Malevich): la sen­
sación de una pérdida de consistencia y de realidad del mundo ex­
terior.
La desintegración del átomo equivalía, en mi alma, a la desintegración
del mundo entero. De repente, los muros más gruesos se derrumbaban.
Todo se volvía precario, inestable, desvaído. No me habría sorprendido
ver una piedra desvanecerse en el aire y volverse invisible750.
Se diría que el astil de la balanza entre el mundo exterior y el
mundo interior se inclina hacia el interior, como si éste fuera más
pesado y consistente. Kandinsky, que había estado fascinado duran­
te mucho tiempo por el espectáculo de la naturaleza y que era un
hombre dotado de una memoria visual excepcional, se da cuenta
de que ésta se reduce y que la atención que le presta al mundo dis­
minuye.
[...] más tarde comprendí que las fuerzas que me permitían observar
de manera continua habían empezado a dirigirse en otra dirección [...].
Esta capacidad de absorberme en la vida interior del arte (y por lo tanto
de mi alma) aumentó tanto que a menudo pasaba por delante de los fe­
nómenos exteriores sin verlos [...]751.
Este progresivo acosmismo, este desinterés por los objetos llega
a su culmen, como era de esperar, en su actitud hacia ese interme­
diario inmemorial entre el artista y la belleza del mundo: el cuerpo
femenino. En Munich, en el taller donde aprende pintura, el des­
nudo le asquea. «En muchas posiciones, las líneas de algunos cuer­
pos me resultan repelentes.» En el mismo momento, Paul Klee es­
cribe en su Diario:
Una mujer fea de carnes esponjosas, senos hinchados como odres y
una pelambrera repugnante, eso es lo que tengo que dibujar ahora con la
punta del lápiz752.
Es comprensible que en este estado de ánimo de indiferencia ha­

412
cia el exterior continuase «desarrollándose la capacidad para no te­
ner en cuenta el objeto en el cuadro». Esto ocurre a partir del efec­
to «inconscientemente intencionado que produce la pintura en el
objeto pintado, que puede disolverse en el acto mismo de pintar­
lo»753. Esta frase es importante: el producto del acto de pintar -el
cuadro, la forma y el color en el cuadro- adquiere una autonomía
tan completa con relación a lo que haya podido ser el objeto exte­
rior desencadenante de la inspiración, que el objeto se vuelve inú­
til e incluso nocivo, porque se interpone entre el alma del artista y
su acto creador. Esto es lo que Kandinsky descubre bruscamente
mediante una cuarta experiencia decisiva. Al entrar en su taller a la
caída de la noche, absorto en sus pensamientos, ve de repente un
cuadro de una belleza indescriptible. «[...] era uno de mis cuadros,
que estaba apoyado de lado en una de las paredes.» «Entonces me
di cuenta claramente de que el objeto era perjudicial para mis cua­
dros»754.
Sin embargo, las disposiciones idiosincráticas del pintor no son
suficientes para explicar esta decisión fundamental. De hecho, ésta
se apoya en consideraciones religiosas. Kandinsky está convencido
de inaugurar una nueva era en la historia del arte. No una anula­
ción de lo que le ha precedido, sino, para emplear su propia com­
paración, una bifurcación, una rama nueva que brota del viejo tron­
co. Se expresa con un vocabulario místico. El arte, escribe, tiene
muchos puntos en común con la religión. No evoluciona gracias a
nuevos descubrimientos que anulan las antiguas verdades. Se trata
de una evolución compuesta de «súbitos resplandores semejantes a
relámpagos, a explosiones» que son, en suma, el «desarrollo orgá­
nico» de la sabiduría anterior. «Esta rama nueva no hace que el
tronco del árbol pierda su utilidad: es el tronco lo que permite exis­
tir a la rama.» Lo que él ha iniciado es «una ramificación del Arbol
original», una «división primordial, de notable importancia, del vie­
jo tronco único en dos ramas principales, ramificación indispensa­
ble para la formación del Arbol Verde»755.
Kandinsky es un profeta, porque esta «revolución» se anuncia en
el mundo entero como una nueva era. Nuestra época se halla en el
umbral de la «tercera Revelación». Con un lenguaje tomado de Joa­
chim de Flore -transmitido por las lecturas teosóficas-, tras la era
de Cristo llega la era del Espíritu. Para Kandinsky es una liberación.
Mientras estaba sometido a los objetos, era «como un escarabajo
que alguien sujeta boca arriba» y que agita desesperadamente las
patas. «¡Cuántas veces no habré sentido esa mano en la espalda,

413
mientras otra me tapaba los ojos y me sumía en la oscuridad cuan­
do brillaba el sol!»756.
Por lo tanto, la «supresión del objeto en la pintura» es como un
salto de fe: la salvación del alma que abre los ojos, que comprende
al fin, después de tantas tribulaciones, el sentido profundo del arte;
que alcanza la libertad espiritual y la libertad artística (de modo in­
separable). Y todo esto porque ha triunfado la exigencia de una vi­
da interior en la obra. Pero esta concepción del arte, por ser parale­
la a la moral interiorizada que exige el Evangelio, también es, según
él, cristiana. Y a la vez entraña los elementos indispensables para sa­
ludar la «tercera Revelación, la Revelación del Espíritu»757.
La supresión del objeto en la pintura somete tanto al pintor co­
mo al espectador a «enormes exigencias». Hay que aprender a amar
«toda forma nacida necesariamente del Espíritu, creada por el Es­
píritu», y odiar toda forma que no provenga de él. Kandinsky con­
cluye:
Creo que la filosofía futura, además de la Esencia de las cosas, también
estudiará el Espíritu de éstas con extrema atención. Así se creará la at­
mósfera capaz de hacer que todos los hombres puedan sentir el espíritu de
las cosas, de vivir este espíritu, incluso con total inconsciencia, del mismo
modo que todos los hombres siguen viviendo actualmente la apariencia de
las cosas de forma inconsciente, lo cual explica lo mucho que al público le
gusta el arte figurativo. Pero ésta es la condición para que todos los hom­
bres experimenten lo Espiritual en las cosas materiales, y después en las
cosas abstractas. Y gracias a esta nueva capacidad, que estará guiada por el
«Espíritu», llegaremos a disfrutar del arte abstracto, es decir, absoluto758.
¿En qué contexto se sitúan estas declaraciones? Podemos pensar
en Hegel. Según éste, en el arte romántico, es decir, cristiano,
la pintura, bajo el aspecto de los objetos exteriores, representa el interior;
pero su verdadero contenido es la subjetividad sensible. [...] lo que forma
el núcleo de la representación no son los objetos en sí mismos, sino la vi­
talidad y la animación de la concepción y la ejecución personales, el alma
del artista que se refleja en su obra y que no sólo muestra una simple re­
producción de los objetos exteriores, sino al propio artista y sus íntimos
pensamientos {Estética, «La pintura», I, a).
No sabemos si Kandinsky pensaba en este pasaje o en otros simi­
lares, pero la idea está en consonancia con la koiné de la estética ro­

414
mántica, en la que se estableció definitivamente. Pasar de la edad
de Cristo a la edad del Espíritu tampoco es una idea ajena a Hegel.
Es probable que las aportaciones románticas que habían constitui­
do desde hacía un siglo la educación estética de Rusia se reanuda­
sen y se filtrasen en la recuperación romántica del simbolismo. En
esos años, el horror del «materialismo» era especialmente intenso
en Rusia, que había sufrido su yugo de manera brutal y primitiva.
Pisarev, Chernychevski, Plejanov y Lenin ejercen sobre Kandinsky
un efecto repulsivo que lo empuja hacia el extremo opuesto, don­
de no sólo le espera el romanticismo, no sólo Maeterlinck y Péla-
dan, sino también Annie Besant, Steiner y Madame Blavatsky.
A lo cual hay que añadir -porque este libro fue escrito en víspe­
ras de la guerra- el nacionalismo a la manera rusa. El libro se cierra
con un himno a Moscú, impregnado de un acento nostálgico seme­
jante, según señala el propio Kandinsky, al de Las tres hermanas de
Chéjov: «[...] considero este Moscú, a la vez interior y exterior, la
fuente de mis aspiraciones artísticas. Es mi diapasón de pintor»759. Es­
te nacionalismo un poco mesiánico es contagioso, y Kandinsky se
complace reconociendo en Alemania, Suecia o Suiza la «fe en Ru­
sia» y la «fe firme en la salvación venida del este». Moscú va a ser el
centro de la nueva era inminente. Porque este mesianismo tiene
también un toque milenarista, y por lo tanto revolucionario. Kan­
dinsky evoca, en términos nietzscheanos, la «futura transmutación
de los valores» que está en la raíz de la interiorización del arte «en
nuestra época y de forma intensamente revolucionaria». Esto, unido
a su apego a Rusia, explica que Kandinsky, gracias a un completo
malentendido, pudiera recorrer un tramo del camino con el poder
bolchevique: suele darse una breve conexión entre la gnosis mística
y la ideología, que convergen en un común odio hacia este mundo
y una impaciente expectación ante el mundo que ha de llegar.

«De lo espiritual en el arte»


Si Miradas al pasado permite entender la génesis del pensamien­
to y de la personalidad de Kandinsky, De lo espiritual en el arte consti­
tuye su texto doctrinal. Fue escrito en 1910, al cabo de la intensa
búsqueda que desembocó en la primera acuarela «abstracta». Es po­
co frecuente que un artista refuerce su obra plástica con una obra
teórica tan densa y ambiciosa. Kandinsky afirma que sus preocupa­
ciones, su oficio y su estilo pictórico son la consecuencia y la prue­

415
ba de una concepción filosófico-religiosa. De lo espiritual en el arte es
un manifiesto, y Kandinsky, qüe escribió muchos hasta el fin de su
vida, nunca se desdijo de él.
Para presentar este texto, más vale no seguirlo paso a paso: los te­
mas están tan entrelazados, la trama es tan apretada y densa que aca­
baríamos resumiéndolo o copiándolo, y el resultado sería más confu­
so que el propio texto. Basta con apuntar dos directrices principales,
en torno a las cuales el libro se organiza con bastante facilidad.
La primera es un juicio sobre el mundo actual y una profecía so­
bre el nuevo. La segunda desarrolla la necesidad de desprenderse,
con vistas a la nueva era, de la representación de las formas natura­
les, y demuestra la posibilidad de un arte «abstracto».
A. La aurora de la «gran espiritualidad»
«Empezamos a librarnos del aplastante dominio de las doctrinas
materialistas.» Esta opinión corresponde a la verdad histórica. En
efecto, esas doctrinas fueron más brutales y se extendieron con más
fanatismo en Rusia que en cualquier otro lugar. Lo cual también ex­
plica la exuberancia desmelenada que adoptó por contraste el sim­
bolismo en ese país.
Hay que representarse la vida espiritual de la humanidad como
un gran triángulo que avanza y se alza lentamente, de manera que
«la parte más cercana a la cima ocupará mañana el lugar donde hoy
está la cima». En la cumbre sólo hay un hombre «completamente
solo»760. La visión de este hombre iguala su infinita tristeza. Está so­
lo, muy lejos, mucho más arriba que los demás. Como Moisés. Co­
mo Beethoven. Eri todas partes del triángulo hay artistas, pero sólo
el que se halla en la cima es un «profeta para su tiempo» y es capaz
de «mirar más allá de los límites». Abajo, la muchedumbre está
hambrienta del pan espiritual que necesita. «Este pan es lo que los
artistas le tienden, y de este pan se alimentará a su vez la capa si­
guiente cuando mañana, a su vez, sustituya a la anterior»761. Nos ha­
llamos, por lo tanto, ante una visión romántica del progreso, cuyo
motor inspirado y a la vez blanco de ultrajes es el artista salvador. El
artista querría «librarse de ese don sublime», de esa «pesada cruz».
No puede, y a pesar del odio se deja uncir al «pesado carro de la hu­
manidad» y tira de él762.
¿Qué vemos en la base del triángulo? El credo materialista. Cris­
tianos yjudíos son ateos. Dios ha muerto. En política, la gente es re­
publicana y demócrata. En economía, socialista. En ciencia, pósiti-

416
vista, porque sólo se reconoce lo que puede ser medido y pesado.
¿Y en arte? Naturalista. O bien el supuesto artista pretende «una
simple imitación de la naturaleza», que sirve a fines prácticos, o
bien una interpretación -el impresionismo-, o bien el Stimmung, los
estados de ánimo disimulados bajo formas naturales763. La muche­
dumbre va al museo con un libro en la mano para intentar com­
prender lo que ve, contempla mujeres desnudas, retratos de perso­
najes y gente de sociedad, un Cristo en la Cruz representado por un
pintor que no cree en Cristo, y sale de allí decepcionada, tan pobre
como había entrado. La muchedumbre se arrastra de sala en sala,
los lienzos le parecen «bonitos» o «sublimes». Es lo que llamamos
«el arte por el arte», y las almas hambrientas se quedan hambrien­
tas. En cuanto al artista, no ha hecho sino satisfacer su ambición y
su codicia en ese vacío moral764.
Sin embargo, el triángulo espiritual sigue alzándose, y cerca de
la cumbre ocurren cosas nuevas. Pasada una fase de confusión y
otra de angustia, llegamos al estrato superior. La angustia se ha di­
sipado y empieza el trabajo. ¿Quiénes son los habitantes de la ciu­
dad nueva, los nuevos intercesores que anuncian la revolución es­
piritual? En religión, Madame Helena Blavatsky, que está en el
origen del «gran movimiento espiritual cuya forma visible actual­
mente es la Sociedad Teosofica». Esta sociedad cree haber estable­
cido una «verdad imperecedera» y nuevas formas de lenguaje para
hacer que la humanidad las escuche. Predice que el siglo XXI será
un paraíso en comparación con lo que los hombres han conocido
hasta ahora. También hay que mencionar al doctor Steiner, y sobre
todo su artículo «El sendero del conocimiento» en La gnosis de Lu­
cifer765. En literatura encontramos a Maeterlinck, que describe a «las
almas que buscan entre la niebla y que corren el peligro de aho­
garse en la niebla». Maeterlinck es el profeta que anuncia el «de­
rrumbamiento» de nuestro mundo. Sabe hacer que la palabra ex­
prese, bajo su sentido exterior, el sentido «interior», el «sonido
puro» que proporciona al alma una emoción «más sobrenatural»
que el sonido de una campana o de una cuerda vibrante. En músi­
ca encontramos a Wagner, con su leitmotiv que rodea al héroe de un
«resplandor invisible» (Kandinsky piensa aquí, sin duda, en el
«cuerpo astral»); a Debussy, cuyo objetivo, «más allá de la nota, es
la utilización integral del valor interior de su impresión»; a Mu­
ssorgsky y a Scriabin, maestros de la belleza interior, es decir, de la
belleza «a la que nos empuja una necesidad interior cuando hemos
renunciado a las formas convencionales de lo Bello». Esta renuncia

417
lleva a «considerar sagrados todos los procedimientos que permiten
manifestar la personalidad». Finalmente encontramos a Schónberg,
amigo de Kandinsky, con quien nos adentramos en un reino nuevo
«en el que las emociones musicales ya no sólo son auditivas sino, so­
bre todo, interiores».
En pintura, el realismo ya ha dejado paso al impresionismo, que
sigue siendo naturalista. Pero el neoimpresionismo «linda ya con lo
abstracto». Kandinsky no invoca, como podríamos esperar, el cien-
tifismo de Seurat, la utopía del efecto automático de las formas y de
los colores que el pintor ruso recogerá de modo tan sistemático en
sus cursos de la Bauhaus766. Se refiere a Signac para definir muy va­
gamente el impresionismo como una tentativa de «mostrarnos en el
lienzo la naturaleza entera, en toda su magnificencia y todo su .es­
plendor», y no sólo un fragmento de naturaleza elegido al azar767.
Pero -y se trata de un punto notable- Kandinsky no cree en ab­
soluto que la escuela francesa represente, como ésta empieza a pen­
sar, la «vanguardia» obligada e indispensable, porque cita al mismo
nivel tres escuelas plenamente simbolistas: los prerrafaelistas, con
Rossetti y Burne-Jones; Bócklin y Stuck; y, finalmente, Segantini. Se­
gún Kandinsky, Rossetti «intentó revivir las formas abstractas» del
quattrocento. Bócklin «revistió sus figuras abstractas de formas cor­
póreas exuberantemente materiales». Segantini, con sus minucio­
sas reproducciones de cadenas montañosas, supo crear, a pesar de
las apariencias realistas, imágenes abstractas. Son pintores del tras­
mundo, que Kandinsky alaba porque, a pesar de su aparente «rea­
lismo», lo que cuenta es su contenido interior, el pathos profundo
que recubren las formas realistas, que él considera abstractas por­
que hablan de algo que se halla en el fondo del alma y no tiene ros­
tro. Por el contrario, perdona el naturalismo de los impresionistas
porque da lugar a formas no imitativas. Y por lo tanto el falso natu­
ralismo de los impresionistas es equiparable al falso realismo de los
simbolistas: el primero crea una forma exterior abstracta y el se­
gundo una forma interior.
De ese modo se produce el cortocircuito, ya comentado, entre la
forma francesa y el pathos del centro y el este de Europa; o, para em­
plear las palabras de Kandinsky, entre la forma exterior y el conte­
nido interior. Por ejemplo, Kandinsky dice de Cézanne:
ha convertido una taza de té en un ser dotado de alma [...]. Ha elevado la
naturaleza muerta a la dignidad de objeto exteriormente muerto e inte­
riormente vivo [...]. Lo que Cézanne quiere representar no es ni una man­

418
zana ni un árbol; se sirve de todo eso para crear una cosa pintada que pro­
duce un sonido totalmente interior y que se llama imagen768.
Dice de Henri Matisse: «El también pinta imágenes, intenta re­
producir lo divino». ¡Sorprendente afirmación! Matisse, en 1910, se
interesaba por los iconos, y más tarde afirmó que cuando trabajaba
creía en Dios. Pero no lo decía, y era muy difícil adivinarlo. Cierto
que lo «divino» de Kandinsky no tiene por qué ser lo «divino» de
Matisse. En cuanto a Picasso, que por aquel entonces era cubista,
Kandinsky ve en él una especie de pitagorismo numérico.
Pero antes de adentrarnos en la estética propiamente pictórica
de Kandinsky, hay que citar la conclusión del libro, en la que en­
tremezcla dos temas: el carcácter consciente, deliberado e incluso
científico del arte del mañana, y la nueva era futura.
Al final quisiera añadir que nos acercamos cada vez más a la época de
la composición consciente y racional, que pronto el pintor estará orgullo­
so de explicar sus obras analizando su construcción (a diferencia de los
impresionistas, que se enorgullecían de no poder explicar nada), que crear
llegará a ser una operación consciente y que este nuevo espíritu de la pin­
tura está orgánica y directamente asociado al advenimiento del nuevo Rei­
no del Espíritu que ya se anuncia ante nuestros ojos, porque ese Espíritu
será el alma de la época de la Gran Espiritualidad769.
Esta declaración es contemporánea del leninismo, que iba a sus­
tituir las fuerzas ciegas de la economía y de la historia por la guía
racional iluminada por la ciencia. También es contemporánea del
freudismo: «Donde estaba el ello, debe situarse el yo». Se trata, en
vísperas de la guerra, de ejercer el control en todos los terrenos con
ayuda de una doctrina todavía secreta, todavía combatida, pero se­
gura de sí misma, garantizada por un saber superior que sólo algu­
nos poseen.
B. Necesidad interior y arte abstracto
Se da por sentado que «el arte es superior a la naturaleza» por­
que es el fruto del espíritu del artista, «fecundado por una inspira­
ción divina». Goethe lo dijo y Oscar Wilde lo confirmó. El objetivo
del arte es «desarrollar y afinar el alma humana», y por lo tanto ayu­
dar a que se alce el triángulo espiritual. El alma encuentra en el ar­
te, en la única forma que puede asimilar, el «pan de cada día» que

419
necesita770. Por lo tanto, el artista tiene una misión suprema. Debe
hacer que su talento fructifique. Sus actos y sus pensamientos cons­
tituyen la atmósfera espiritual que transfiguran o corrompen. «Se­
gún las palabras de Sár Péladan, [el artista] no sólo es rey por su po­
der, sino por la grandeza de su deber.» También es sacerdote, y, si
añadimos su videncia y su vocación, profeta. Por lo tanto posee, aun­
que Kandinsky no lo subraye, los tres títulos de Cristo. Como él, nos
trae la salvación771.
En el corazón del artista tiene lugar la maravillosa alquimia que
después éste debe transcribir y trasladar al exterior. Su primer de­
ber es obedecer a esta vocación. Kandinsky lo llama «necesidad in­
terior». La noción reaparece en el libro con la frecuencia de un
leitmotiv, el mismo que en Wagner «rodea la aparición del héroe de
un resplandor invisible»:
El artista es la mano que, tocando aquí o allá, provoca en el alma hu­
mana la vibración requerida. Por lo tanto es evidente que la armonía de
las formas debe basarse en el principio del contacto eficaz con el alma hu­
mana. Este principio recibe aquí el nombre de Principio de Necesidad In­
terior772.
«Tres necesidades místicas constituyen esta Necesidad Interior:
1) cada artista, como creador, debe expresar lo que le es propio;
2) cada artista [...] debe expresar lo propio de su época; 3) cada ar­
tista, como servidor del Arte, debe expresar lo que es propio del ar­
te en general»: es decir, el elemento de arte puro y eterno que se
encuentra siempre en todas partes, en todos los pueblos, y que no
obedece a «ninguna ley espacial o temporal»773.
El efecto de la Necesidad Interior, y por lo tanto el desarrollo del arte,
consiste en una exteriorización progresiva de lo eterno-objetivo en lo tem­
poral-subjetivo774.
Palabras que remiten a Platón (las Formas) y a Hegel (la objeti­
vación del absoluto). Finalmente, la famosa frase que tantas veces se
ha citado: «Es bello lo que procede de una necesidad interior del
alma. Es bello lo que es interiormente bello»775.
Por sí mismas y tomadas al pie de la letra, estas declaraciones no
tienen nada de asombroso. Pueden significar, y de hecho así es, que
el artista debe ser fiel a su inspiración, a su propio genio; que debe
ser completamente sincero y tener en cuenta su impulso interior

420
antes que los dictados sociales, las modas o los prejuicios de su épo­
ca. Tolstoi predicaba a los jóvenes escritores la misma moral. Es la
del romanticismo. Kandinsky va un paso más allá al deducir de ella
que el artista debe liberarse de las reglas: «El artista puede utilizar
cualquier forma para expresarse». Una vez más, esto puede sonar a
una de esas declaraciones antiacademicistas que salpicaron el siglo
XIX. Pero el punto crucial es la relación con la naturaleza. El subje­
tivismo se radicaliza precisamente ahí. Todo culmina en la relación
con la naturaleza.
Kandinsky piensa que las cosas naturales actúan mediante las
formas y los colores. Y las formas y los colores -y aquí radica la de­
cisión fundamental- actúan con independencia de las cosas natu­
rales, que son sus accidentes y sus signos fenoménicos. Este descu­
brimiento marca lo que él llama el «giro espiritual» que se produce
en su época. «Ya estamos viendo apuntar la tendencia a lo “no rea­
lista”, la tendencia a lo abstracto, a la esencia interior»776. En este
sentido convergen la pintura y la música, en una época en la que to­
das las artes convergen. Las formas y los colores, como formas sus­
tanciales (a la manera de los ángeles, o de las almas separadas de
sus cuerpos), actúan directamente sobre el alma, al igual que las no­
tas y las melodías. La música, que tiene la ventaja de la duración, se
ve entonces igualada por la pintura, que tiene la ventaja del «efec­
to masivo e instantáneo del contenido de una obra».
El ojo siente el color. Pero «cuanto más cultivado es el espíritu,
más profunda es la emoción que esta acción elemental provoca en
el alma». El color provoca en el alma una «vibración psíquica»; el
rojo, por ejemplo, provoca una vibración semejante a la de una lla­
ma. El color tiene «sabor», «aroma», «sonoridad». También actúa
sobre los cuerpos y sus enfermedades. Existe una cromoterapia. Lo
mismo sucede con las formas: el triángulo, el círculo, la línea que­
brada o recta. «Por lo tanto, cada forma posee también un conte­
nido interior»777.
Sus enseñanzas en la Bauhaus, recogidas en el libro Punto y línea
sobre el plano, consisten en un minucioso análisis del efecto autóno­
mo de las formas en el alma, del valor intrínseco de los ángulos, los
puntos y las superficies, de su capacidad para combinarse entre sí,
de la modificación que el color efectúa en ellos y que ellos efectúan
en el color.
El trabajo de composición consiste en combinar formas y colores
hasta convertirlos en una «gran y única forma». La tarea del artista
es lograr el «cuadro total», una composición formal «vinculada a las

421
exigencias imperativas de su propia tonalidad interna». Se trata de
un trabajo de abstracción:
Así, poco a poco, vemos pasar a primer plano el elemento abstracto
que hasta ayer, temiendo mostrarse, se ocultaba tras ciertas tendencias
meramente materialistas778.
Ésta es la «culminación final de lo abstracto». Según el principio
de la necesidad interior, y para que la composición esté más en con­
sonancia con su coherencia formal, por una parte, y por otra parte
con el «sonido fundamental interior», el artista puede cambiar el
objeto, sustituirlo por un objeto más adecuado. El artista constata
que la naturaleza cambia sin cesar, que toca de modo confuso y a
menudo incoherente las cuerdas del alma. Entonces interviene y,
soberanamente libre, se cierra a su influencia. En lugar de la natu­
raleza, él es quien organiza y dispone el color, la forma y el objeto,
es decir, la composición misma del cuadro. Renuncia por completo
a la representación, e incluso a la utilización de las formas y de los
colores que le presenta la naturaleza, «para conservar tan sólo, des­
pojado, puro y desnudo, el elemento abstracto»779. Privarse de los
medios -sean cuales sean- de provocar la «vibración» resulta en un
empobrecimiento de los medios de expresión. Es cuestión de valor:
el arte se libera y, una vez dado el paso, comienza «una serie infini­
ta de creaciones artísticas»780.
«El artista puede utilizar cualquier forma para expresarse.»
El camino que ya hemos emprendido, para mayor fortuna de nuestra
época, es el de liberarnos del exterior y sustituir esta base por una base
opuesta, la de la necesidad interior781.
En una especie de esfuerzo fichteano, el yo del artista se dedica
a reabsorber el elemento heterogéneo que presentan las formas na­
turales, construyendo con él un universo adaptado a su estructura
propia. Para Kandinsky (¿leería realmente a Fichte?) no hay otras
realidades que el Espíritu o una voluntad capaces de proponerse,
de producirse a sí mismos y, por lo tanto, de crear. Mediante el avan­
ce indefinido del yo y del triángulo espiritual que crece con él, se
alcanza el reino del Espíritu.
Kandinsky se siente liberado al no tener que volver a someterse
al yugo de la naturaleza, al adueñarse de las formas que extrae de
su propio interior. No obstante, estas formas y estos colores impo­

422
nen los límites de sus propias leyes. Pero como son más fáciles de
circunscribir que los objetos naturales, pueden formar parte de dis­
positivos calculados y eficaces. Los colores presentan dos grandes
oposiciones, cálido-frío y claro-oscuro, que pueden combinarse de
diversas maneras.
El amarillo, el azul, el verde, etc. tienen sus propiedades. Puede
que Kandinsky, aquí, recupere la idea de «arte-ciencia», tradición
que subsistía desde el quattrocento y que había renacido en el siglo
XIX. Seurat, apoyándose en los trabajos de óptica de Rood, Helm­
holtz, Chevreul y Charles Henry, creía que era posible deducir de
las ciencias exactas una ciencia cierta de la pintura782. Pero Kan­
dinsky, en lugar de basar su ciencia en la fisiología o en el abanico
de las pasiones humanas, basa su tratado de los colores en una cos-
mosofía intensamente impregnada de esoterismo. El amarillo es te­
rrestre. El azul es celeste. El blanco es ausencia, silencio absoluto.
El negro es una «nada». El círculo cromático que utilizaban los im­
presionistas se transforma, gracias a la pluma de Kandinsky, en una
figura llena de magia.
Los seis colores que, por pares, forman tres grandes contrastes, forman
un inmenso círculo, una serpiente que se muerde la cola (símbolo del in­
finito y de la eternidad)783.
El esquema que ilustra estas palabras tiene el aspecto de un ár­
bol sefirótico. Las potencias del alma corresponden a las potencias
cósmicas invisibles -traducibles tan sólo en términos abstractos-
que se ocultan tras las formas naturales.
Según Kandinsky, es prematuro pasar inmediata y definitivamen­
te al arte abstracto. La época no está preparada. Todavía no está aca­
bada la teoría que será «la creación de una base continua de la pin­
tura»784. Apenas ha empezado la emancipación. Si rompemos todos
los lazos con la naturaleza, podríamos caer en el ornamentalismo
puro, que a primera vista no se distinguiría de una corbata o de una
alfombra. Así que debemos seguir extrayendo -aunque con toda li­
bertad- las formas de la naturaleza durante cierto tiempo. Pero ya
estamos muy cerca, sin la menor duda, de la composición pura785.
Una reflexión sobre el lenguaje puede ayudar a que nos familia­
ricemos con el paso a lo abstracto: la distinción entre el sonido pro­
ducido por el cuerpo y el sonido producido por el espíritu. El arte
abstracto es una comunicación de sentido y considera que los me­
dios físicos son secundarios, accesorios y fortuitos786.

423
Antes de volvernos directamente sensibles a la «acción pura de
los colores», debemos pasar por un aprendizaje y tomar prestado tal
o cual objeto natural, siempre con la condición de que en ningún
caso «pueda exteriorizarse en una narración». En este punto, Kan­
dinsky declara -desde una filosofía completamente diferente- lo
que afirmaba al mismo tiempo toda la pintura contemporánea, y en
primer lugar la pintura francesa: que el contenido del cuadro no es
el tema. Pero Maurice Denis, cuya famosa frase se refería a una «ca­
lidad» pictórica que, desde luego, no podía reducirse al tema, nun­
ca habría dicho que el contenido del cuadro es «la composición
oculta que se desprende insensiblemente de la imagen y que, por lo
tanto, está destinada al alma más que a los ojos»787. Y habría suscri­
to menos aún esta afirmación pitagórica: «La expresión abstracta y
última de cualquier arte es el número». Porque si seguimos esta lí­
nea, la iconoclasia de Kandinsky, que tolera el arte siempre que no
sea una imagen, llegaría a ese grado extremo en el que el cuadro,
incluso abstracto, perdería su razón de ser.
C. La interpretación de Michel Henry
He evitado en la medida de lo posible formular juicios de gusto
sobre Kandinsky, como sobre todos los demás artistas de los que ha­
bla este libro. Mi objetivo no es valorar a los pintores, sino exami­
nar su relación con la imagen divina. De todos modos, la exaltación
de Kandinsky, convencido de haber abierto un camino real para la
pintura y para el arte en general (porque también tiene ideas sobre
ballet, música o arquitectura y aspira a un arte total o, como él di­
ce, «monumental»), me obliga a comparar la teoría con los resulta­
dos, cosa que sólo puedo hacer con ayuda de un juicio de gusto.
En la magnífica exposición sobre el expresionismo alemán de
1905 a 1914 (los años gloriosos) que tuvo lugar en París en otoño de
1992, Kandinsky estaba abundantemente representado y rodeado
por sus compañeros. No hay motivos para que los criterios de juicio
sobre los lienzos que aún no se han adentrado en la abstracción
sean distintos de los que se aplican a Macke, Mare, Heckel o Kirch-
ner. Kandinsky no era superior a ellos. Cuando se pasa a la abstrac­
ción, ¿reconocemos esa liberación jubilatoria, esa llegada a la Tie­
rra Prometida que experimentaba Kandinsky? No. O bien, en este
caso, debemos utilizar nuevas claves. Y entonces la obra forma par­
te de las que sólo pueden entenderse después de aceptarlas, como
ocurre con el marxismo-leninismo o con el freudismo. A menos

424
que creamos en ella, no podemos aceptar la pertinencia de comen­
tarios como éste, que habla del cuadro Mancha roja II (1921). Sólo
cito fragmentos:
Un corchete compuesto de diversas secciones de colores contrastados
rodea la mancha y se une a ella en la parte de arriba. Desde la dirección
opuesta, en la parte de absyo, avanzan dos cuernos puntiagudos. Los cru­
zan diferentes formas curvas y lanceoladas. El cuerno más grande, de co­
lor naranja, parece aplastar un círculo forzado. El nuevo elemento formal
que representa el círculo aparece por primera vez en este cuadro, en di­
versas variantes [...]. Para Kandinsky, el círculo constituye un signo nuevo
e importante en su vocabulario analítico básico. Por otra parte, los distin­
tos tamaños y posiciones de los círculos generan una estructura espacial
indefinible, tal vez un símbolo de la enigmática «cuarta dimensión», de la
comprensión del espacio y del tiempo que muchos artistas modernos, cu­
bistas y futuristas, intentaban plasmar en sus obras [...]788.
Este comentario, preciso y pertinente en el marco de la doctrina
«kandinskista», no pertenece a la categoría de la crítica de arte. Más
bien es la iniciación a un sistema. O quizás la descripción exacta de
las intenciones del pintor. En cuyo caso se trataría de una especie
de «iconología» encargada de sacar a la luz los significados ocultos,
como Panofsky hacía con Durero.
Pero ésta no es la interpretación de Michel Henry. Este filósofo
ha dedicado a Kandinsky un libro contundente en el que otorga a
este pintor un lugar sobresaliente tanto en la historia del arte como
en la espiritualidad del siglo XX. Citemos el comienzo:
Kandinsky es el inventor de la pintura abstracta, que trastocaría las con­
cepciones tradicionales de la representación estética y definiría en este
mismo terreno una nueva era: la de la modernidad. A este respecto es, se­
gún palabras de Tinguely, el «Artífice», el «Superpionero»789.
Todos los grandes nombres que parecen definir el arte moder­
no, todos los movimientos -impresionismo, cubismo, Cézanne, Pi­
casso, e incluso los no figurativos, Mondrian, Malevich, el propio
Klee con sus signos mágicos- «llevan a cabo su obra dentro de los
límites de la tradición pictórica de Occidente, al margen del terre­
no abierto por las suposiciones radicalmente innovadoras de Kan­
dinsky». Este es el tono entusiasta que recorre todo el libro.
Henry radicaliza a Kandinsky. Da por sentado el triunfo de la re­

425
volución pictórica que Kandinsky proyectaba. Cree que esta revolu­
ción ha descalificado todo lo que, abusivamente, se consideraba ar­
te (y la limpieza llega muy lejos); que ha obligado a una nueva mi­
rada hacia el arte del pasado, a partir de los principios del arte
abstracto; que se trataba de una revolución necesaria, porque las
crisis de los siglos XIX y XX la requerían, y que fue suficiente, por­
que en adelante el arte puede desarrollarse con toda libertad y fe­
cundidad en el terreno que ha liberado, y sólo en este terreno.
[...] a pesar de su carácter revolucionario, la pintura abstracta nos lle­
va de nuevo a la fuente de toda pintura; más aún, sólo ella nos permite
comprender la posibilidad de la pintura, porque es la revelación de tal po­
sibilidad790.
Al arte se le exige «un conocimiento verdadero, “metafísico”, ca­
paz de ir más allá de la apariencia exterior de los fenómenos para
desvelarnos su esencia íntima». Sí, me atrevo a decir que es una exi­
gencia clásicamente romántica. Pero la tesis de Michel Henry es
que este conocimiento metafísico pasa por el «interior» en el senti­
do kandinskiano. Que opera una ruptura con la representación de
las cosas exteriores, con la representación de lo visible, en provecho
de una pintura de lo invisible. Más radicalmente aún: mediante una
doble abstracción, hay que entender los medios pictóricos utiliza­
dos en esta representación de lo invisible interior -colores, formas,
líneas, etc.- «como “interiores” en su significado y como “invisibles”
en su realidad verdadera»791.
Según Henry, Kandinsky no se conforma con extraer de la reali­
dad sensible natural esquemas «abstractos» de construcción o re­
construcción geométrica del mundo, como hacen los cubistas más
«abstractos». Estos siguen aún encerrados en el proyecto figurativo.
Se refieren al exterior. Son herederos de Galileo y Descartes, que re­
dujeron las cosas a su extensión y a su expresión matemática. En­
tonces, ¿qué representa Kandinsky? Representa la vida: «[...] ese
“contenido abstracto” es la vida invisible en su incansable toma de
conciencia». Y sigue Henry:
Kandinsky nos ha demostrado que el punto de partida de la pintura es
una emoción, un modo más intenso de la vida. El contenido del arte es es­
ta emoción. [...] El conocimiento del arte se desarrolla siempre en la vida,
es el propio movimiento de ésta, su tendencia a crecer y a experimentarse
a sí misma con más intensidad792.

426
Michel Henry ve en Kandinsky su propia filosofía, su espejo pic­
tórico, la prueba plástica de sus concepciones más profundas y per­
sonales. Por eso lo toma at face value y sopesa con la mayor seriedad
la más mínima de sus palabras, porque prefiguran las suyas. Henry
comenta -cosa que yo no voy a hacer- los cursos de la Bauhaus y las
largas consideraciones de Kandinsky sobre el valor del punto, el
poder de los ángulos, las líneas quebradas y curvas o el círculo, las
propiedades psicodélicas de los colores. Todo el sistema de Kan­
dinsky, que Michel Henry desarrolla aún más, se basa en la capaci­
dad intrínseca de esos «pictoramas» y de sus combinaciones para ac­
tuar sobre el «interior» y sus emociones. Esta profunda comunión
con Kandinsky ha llevado a Michel Henry a aislarlo como si se tra­
tara de un caso único en la historia del arte, especialmente del arte
moderno. Sin embargo, yo creo que si situamos a Kandinsky en su
contexto -el brote espiritualista y antinaturalista que inaugura el
simbolismo-, el pintor pierde en leyenda, pero gana en verdad. El
pathos de Aurier (que Henry no cita) es, con veinte años de ade­
lanto, el mismo que el de De lo espiritual en el arte.
Henry dedica poco espacio a la enorme nebulosa teosofica que
rodea a Kandinsky, así como a la mayor parte de artistas contempo­
ráneos que éste admira y cita como ejemplos. No voy a discutir sus
fuentes estéticas modernas. Pongamos por caso a Worringer, en
quien encontramos declaraciones similares: «Disfrutar estéticamen­
te significa disfrutar de sí mismo en un objeto sensible, distinto de
sí; sentirse en Einfühlungcon él»; «Lo decisivo no es tanto la tonali­
dad del sentimiento como el sentimiento mismo, es decir, el movi­
miento interior, la vida interior, la autoactividad interior»; «El goce
estético es goce objetivado de sí»793. Cierto que Worringer no dedu­
ce de esta interioridad subjetiva la necesidad de la abstracción, y no
hay pruebas de que Kandinsky lo estudiara. Según Dora Vallier,
Kandinsky se refiere más bien a una de las fuentes de Worringer, el
esteta Lipp. Éste desarrolla un sistema de la omnipotencia de la in­
terioridad psicológica, desprecia el naturalismo, distingue la repre­
sentación del mundo exterior y la representación del mundo inte­
rior, temas que son otros tantos leitmotiv kandinskianos794.
Las investigaciones propiamente plásticas de Kandinsky tienen
su paralelo. Su amigo Franz Marc también se apoyaba en una teoría
mística de los colores, que no coincide con la de Kandinsky, pero
que es del mismo estilo: «Azul es el principio masculino, rudo y es­
piritual. Amarillo es el principio femenino, dulce, alegre, sen­
sual...»795.

427
Por el contrario, Michel Henry analiza perfectamente la in­
fluencia de Schopenhauer. Muestra que su teoría de la música de­
sempeña un papel decisivo en la génesis del concepto de abstrac­
ción. La música es inmaterial. Es indiferente al mundo exterior de
la percepción ordinaria. Constituye un conocimiento metafísico in­
mediato de la Voluntad nocturna, sin necesidad de objetivación, de
la mediación de la apariencia visible. Por lo tanto nos pone en con­
tacto con el subsuelo nouménico del mundo, con la vida; la vida vis­
ta bajo una luz muy negra, pero que puede dirigirse de otro modo,
ya que Nietzsche (y, siguiendo sus pasos, Michel Henry) da un giro
optimista y se inclina confiadamente hacia la voluntad de vivir. En
cualquier caso, Michel Henry señala que
¿no basta con hacer extensible a la pintura esta perfecta indiferencia de la
música «respecto a toda la parte material de los acontecimientos», de to­
dos los hechos tanto naturales como sociales, para encontrarse en presen­
cia de la pintura abstracta?
Es cierto que en Kandinsky descubrimos otros aspectos scho-
penhauerianos. En primer lugar el privilegio del artista que sabe y
conoce, privilegio confirmado tanto por la tradición romántica co­
mo por la literatura esotérica.
No obstante, Michel Henry acentúa aún más el carácter revolu­
cionario del paso a lo abstracto, del que Kandinsky era consciente.
Otorga a ese paso un valor de urgencia y de necesidad porque -se­
gún Henry más que según Kandinsky-, en el momento en que esta
revolución se produce, el arte está muerto. Kandinsky, escribe
Henry, rechaza el «materialismo» del siglo XIX, que debe entender­
se como la tentativa de basar el arte en un apoyo «exterior», en el
mundo material:
El completo fracaso de esta tentativa -visible en el realismo, el natura­
lismo, el academicismo y el pompierismo, pero también en el impresio­
nismo, el cubismo, etc.- implica [...] la sustitución como principio de crea­
ción estética del universo material por la vida invisible.
El arte, continúa Henry, «apenas propone más que obras débiles
a partir del siglo XVIII, tras la desaparición del sentimiento religio­
so796. De hecho, en el arte cristiano, «lo que se representa no es el
mundo, sino explícita, deliberada e incansablemente la vida: la vida
invisible»797. Hay que observar que lo que Michel Henry adopta y da

428
por sentado es el juicio de Hegel sobre la muerte del arte. Pero él
condena de modo más absoluto que Kandinsky el arte del siglo XIX,
al que el pintor ruso se lo debía todo, como sabía muy bien. Inclu­
so ciega el estrecho tragaluz por el que podía pasar, como indicaba
Hegel, el arte moderno, la contemplación dichosa, en un sentido
religioso, de las cosas reales en el seno de una sociedad libre. Por
eso en el terreno artístico, según la interpretación de Michel
Henry, hay que elegir entre Kandinsky o nada.
Pero este terreno se extiende mucho más allá del arte, porque
en él está enjuego la salvación de la humanidad.
Puesto que el arte nos revela la realidad invisible con absoluta certeza,
representa la salvación; y en una sociedad como la nuestra, que se aparta
de la vida [...], es la única salvación posible798.
En este punto, Henry eleva al cuadrado la abstracción de Kan­
dinsky. Según él, éste «expresaría» la Vida. Tras haber deshauciado
el mundo de las cosas, la pintura abstracta simularía, a semejanza de
la música, «el único mundo que verdaderamente importa, el mun­
do invisible del Deseo»799. Pero, en tal caso, lo único que hacemos
es cambiar de referente, colocar el interior en el lugar que ocupa­
ba el exterior. Este arte sería, como el otro, la expresión de una rea­
lidad ajena a sí misma; y, por lo tanto, seguiría siendo un medio. Sin
embargo, no es así. El arte de Kandinsky no es una mimesis inútil y
redundante de la vida, como tampoco es una mimesis -igualmente
inútil- de la naturaleza. Sencillamente, la vida está presente en lo
que sentimos gracias al cuadro: los grafismos y los colores generan
un pathos que es la vida, creciendo y desarrollándose en nosotros a
medida que nos adentramos en la pintura y a medida que ésta acre­
cienta e intensifica nuestra vida, nos devuelve la visión y aumenta
nuestras fuerzas. Por su parte, Henry concluye que, ante las formas
biomorfas de los últimos cuadros de Kandinsky,
se alzan en nosotros las fuerzas del cosmos, nos arrastran, más allá ,del
tiempo, a la ronda de su júbilo, y ya no nos sueltan [...]. El arte es la resu­
rrección de la vida eterna800.
No es la primera vez que encontramos un éxtasis así, puesto que
de éxtasis se trata. Palpita en Plotino y en su inmensa descendencia.
El arte provoca un movimiento del alma, un reditus, que la hace
huir del mundo exterior hacia el interior de sí misma, atravesar las

429
estructuras invisibles y trascendentes del mundo, y alcanzar ese mo­
mento místico en el que se siente en comunión con el Uno y la eter­
nidad. El arte de Kandinsky es el médium de esta experiencia espi­
ritual donde todo se abandona finalmente a lo invisible, incluida, si
no me equivoco, la propia pintura de Kandinsky. Del mismo modo
que hay estados que rebasan el pensamiento y hacen que incluso el
místico olvide el tratado espiritual que ha guiado su elevación, po­
demos concebir una inefabilidad pictórica que sería el término úl­
timo de la abstracción y que, mediante ésta, conduce a la misma re­
gión del alma. Y allí el cuadro, con sus formas y sus colores, se
hunde en la tiniebla espiritual.

La hybris y la im potencia
Volvamos a poner los pies en la tierra. ¿Qué pensar del camino
que abrió Kandinsky y han seguido tantos otros? En mi opinión, el
análisis de Michel Henry corresponde a las intenciones del pintor,
por lo menos a la dirección principal de sus esfuerzos. No debemos
reprocharle que los intensifique, los prolongue, los sistematice y
nos ofrezca de ellos una versión en cierto modo hiperbólica. Siste­
matizar es propio de un filósofo, como lo es entusiasmarse cuando
encuentra un compañero de filosofía.
Concedámosle a Kandinsky su exigencia espiritual. Admitamos,
con él, que el arte proporciona un acceso al mundo espiritual; que
este mundo contiene, con relación a la superficie fenoménica de las
cosas, un añadido de verdad, de realidad, de belleza. Cosa que, se­
gún parece, se ha percibido más o menos confusamente desde que
hay artistas y hombres capaces de reflexionar y hablar sobre el arte.
¿Pero dónde está la necesidad de deducir de esta exigencia el des-
haucio de las cosas, de la naturaleza, de su representación? La pin­
tura figurativa siempre ha colmado, en la medida de lo posible, to­
das las ambiciones de la pintura abstracta, por elevadas que las
considere Michel Henry. «Toda pintura es abstracta», afirma. Lo
cual quiere decir que toda pintura digna de tal nombre es capaxDei,
como pretende serlo una composición de Kandinsky.
La pintura ya ha proporcionado infinidad de veces todo lo que
Michel Henry exige de ella. El arrebato místico que sólo le parece
posible abandonando la realidad exterior -arrebato que por lo de­
más no es en absoluto necesario para aprehender la obra de arte, pe­
ro que se produce a menudo y sin duda mucho antes del romanti­

430
cismo- se ha apoderado de papas, reyes y coleccionistas celosos de­
lante de Correggio, Rafael o Claudio de Lorena. Este arrebato, sin
duda alguna favorecido, por no decir permitido, por el orden de las
formas y la proporción de los colores, se refería entonces a la belle­
za de lo representado, a una mujer, a un paisaje, a la Virgen con el
Niño, a una realidad a la vez representada, imitada, descubierta e in­
ventada por el artista. Ante la mirada maravillada del espectador,
cualquier imagen se convertía en invención y transfiguración, a seme­
janza de las imágenes cuyo tema era la Invención de la Cruz o la
Transfiguración de Cristo. Cualquier imagen, hasta la naturaleza
muerta más humilde -un melón de Zurbarán, un cesto de fresas de
Chardin, un rincón en las afueras de Monet- a condición de perte­
necer al ámbito de la creación, participaba por derecho en lo divino
o, si se prefiere, en el Ser. Aunque no había que aspirar directamen­
te a éste, sino someterse a la sabiduría de las mediaciones: las cosas
exteriores y las reglas del oficio. Por lo tanto, podemos darle la vuel­
ta a la afirmación de Henry y decir que toda pintura es concreta801.
¿Es abstracto Kandinsky? Muestra ciertas cosas: rectángulos de
lienzo cubiertos de colores y de líneas reunidos en cierto orden. Es­
tas cosas no están dispuestas de modo que podamos remitirlas a ob­
jetos naturales. El cuadro afirma su artificialidad: es el artista quien
extrae de la naturaleza colores y formas, y foija otro mundo parale­
lo y distinto del mundo ordinario, acorde solamente con el impul­
so meditado de la «necesidad interior». No pinta sus fantasías, ni las
figuras oníricas que tanto gustaban a los surrealistas. Compone una
obra de arte no sólo guiándose por la «necesidad interior», sino
también, sencillamente, por la conveniencia que le dictan sus ojos, la
coincidencia -lentamente lograda- de su lienzo y su proyecto, a tra­
vés de toda clase de arrepentimientos y correcciones, es decir, a tra­
vés de un trabajo. Muestra algo visible.
Pero ¿muestra también lo invisible, como afirma Michel Henry?
A riesgo de disgustar a alguien, yo diría: desgraciadamente, no. Mien­
tras estaba en contacto con las cosas, Kandinsky no se distinguía de
sus contemporáneos, tanto o más dotados que él. Para él, la ruptu­
ra con lo «exterior» y lo «material» supuso la desaparición de un
obstáculo. Todo se volvió fácil, el entusiasmo inspiraba la pintura, el
artista demiurgo creaba libremente su mundo. A partir de ese mo­
mento, ya no podemos compararlo con nadie. Avanza solo. Cree es­
tar mostrando el otro lado de las cosas, un despliegue gnóstico de
las estructuras últimas.
¿Y si todo esto fuera una ilusión? ¿Y si la facilidad con la que a

431
partir de ese momento se descifran los secretos del mundo fuese el
equivalente, en pintura, de los grandes sistemas omniexplicativos
de la época, como el marxismo o el freudismo? Lo que todos estos
sistemas tienen en común es que, una vez deducidas de la realidad
las leyes últimas que la gobiernan, estamos condenados a no ver de
la realidad otra cosa que esas leyes, o más bien lo que se adapta a la
plantilla de lectura que superponemos a la realidad. De ésta ya só­
lo percibimos el esquema que le impone el pensamiento y que re­
fleja el pensamiento como un espejo, sin que el pensamiento se dé
cuenta de que no está aprehendiendo la realidad, sino su propio re­
flejo. Pero este pensamiento, que ya no se mide con relación a la
realidad, que ha roto todos los instrumentos de medida, gira en el
vacío con una maravillosa celeridad. El núcleo del sistema que da
acceso a la totalidad -recompensa de un largo esfuerzo preliminar­
es, para su autor, un «eureka» a partir del cual se encadenan solas
todas las operaciones del pensamiento y se descifra definitivamente
el mundo. Se encadenan sin esfuerzo, porque la realidad no opone
ninguna resistencia, ninguna fuerza de fricción. Ese don divino de
pensar y de hacer sin esfuerzo sella la ilusión y le otorga un carác­
ter definitivo.
Kandinsky ya no lucha con lo real para hacerlo entrar en su cua­
dro. Lucha consigo mismo para pintar un buen cuadro. Pero como
se impone sus propias reglas, la lucha es más fácil (él lo reconoce y
atribuye esta facilidad a su «eureka» decisivo), porque las cosas ya
no están ahí para oponer su opacidad, para ocultar obstinadamen­
te su secreto y su misterio. El misterio se conoce de antemano -lo
revela el saber iniciático- y trasciende las cosas para describirlas con
más comodidad. Pero un cuadro no se deduce de una doctrina. El
arte de Kandinsky no puede compararse con el «realismo socialis­
ta», que intenta hacer creer con ayuda de los medios más figurati­
vos que la realidad exterior obedece a los cánones que el marxismo-
leninismo ha previsto para ella y que pretende «cumplidos».
Kandinsky, sirviéndose de medios no figurativos, impone la creen­
cia de que la realidad interior se ha «cumplido» en el lienzo.
Aún así, éste no se presta al juicio de gusto. Semejante juicio su­
pone que cualquiera que sienta el menor placer ante un cuadro de
Kandinsky «debe fundamentarlo en algo que también puede supo­
ner en cualquier otra cosa; en consecuencia, debe creer que tiene
derecho a exigir de todo y de todos una satisfacción semejante»802.
Lo cierto es que la pintura abstracta, que carece de referencia di­
recta al mundo común de los hombres, remite solamente al artista.

432
Éste crea su manera y su estilo, cuya idiosincrasia es su primera y
única característica. Ante un lienzo así, es difícil hacer comentarios.
«El juicio de gusto exige la adhesión de todos, y quien declara que
una cosa es bella pretende que cada cual deba darle su aprobación
y declararla bella a su vez»803.
Pero, para formar su juicio, el criticó disponía de una referencia:
la naturaleza, su experiencia cotidiana de las cosas exteriores, de los
rostros y los cuerpos humanos, de las escenas dramáticas, sensuales
o cómicas, de las devociones y de las fiestas. Podía medir el talento
del artista comparando el tipo de emoción que le provocaban esos
espectáculos con el espectáculo del cuadro. Disponía de una trian­
gulación: su yo, su memoria y el cuadro. Y de pronto se encuentra
cara a cara sólo con el artista. Si entra en el sistema del artista, pue­
de sentir una emoción. No tengo ningún motivo para dudar de la
sinceridad de Michel Henry cuando se declara profundamente con­
movido por una Composición o una Improvisación. Pero no tiene más
argumentos para convencerme que explicarme el proyecto y las in­
tenciones del pintor. En cuanto al cuadro mismo, que es algo «sin
concepto», no puede ser comentado, como muestra gran parte de
la crítica contemporánea con una exclamación única -«¡Me gusta!»
«¡No me gusta!»- que llega a ser objeto de numerosas variaciones.
De*ese modo se produce un contacto entre el espectador y el pin­
tor: éste ha mostrado su alma de artista a través del cuadro, y aquél,
al mirarlo, descubre al unísono el lado artista de su alma. Como de­
cía Schopenhauer, el espectador se vuelve genial por inducción o
procuración temporal.
En realidad el espectador no es prisionero de ese cara a cara,
porque aun así dispone de un elemento de comparación: los demás
pintores. Cosa que siempre había sido un factor esencial en la for­
mación del juicio de gusto. ¿Pero cómo comparar a un pintor abs­
tracto con otro pintor abstracto, puesto que no se relacionan entre
sí mediante una lucha común con las cosas exteriores? De hecho, lo
que suele ocurrir es que luchen uno contra otro para distinguirse.
No hay que considerar esta competencia como consecuencia del es­
nobismo o la vanidad: lo que necesitan destacar es realmente la uni­
cidad de su alma de artista, porque esa unicidad es lo que les con­
fiere un valor. Tanto entre los que contemplan un Jasper Jones, un
Twombly o un Soulages como entre los que contemplan un Kan-
dinsky sólo pueden existir afinidades o una indiferencia que, cuan­
do se mezcla con la decepción, puede convertirse fácilmente en
aversión: «Me gusta mucho», «No me gusta nada».

433
Pero ¿muestra realmente el pintor abstracto su alma de artista?
En este caso, mostraría de hecho algo invisible (como han hecho to­
dos los pintores, aunque sirviéndose de las cosas). Pero no es así,
porque su sistema de signos sólo es legible para quienes lo han
adoptado de antemano. Los demás no ven nada. Al final de su Con­
ferencia de Colonia (1914), que recoge de manera anhelante y crípti­
ca los temas que ya conocemos, Kandinsky hace una especie de de­
claración de «pintura negativa», en el sentido en que hablamos de
«teología negativa». Declara: «Quiero definirme negativamente». Y
continúa: «No quiero pintar música. No quiero pintar estados de
ánimo. No quiero pintar ni con colores ni sin colores»... Pero si és­
ta era su ambición, mil veces proferida... ¿Por qué esta negación, si­
no porque se da cuenta de las dificultades del camino que ha ele­
gido y que sigue siendo, en el fondo de su corazón, la ambición
normal de un pintor? «[...] sólo quiero pintar buenos cuadros, ne­
cesarios y vivos, que algunas personas puedan sentir de verdad»804.
Y puede que al final de su vida viera realizada esa ambición nor­
mal, y por el camino corriente. En París, en esa época «biomorfa»
en la que crea, a partir de imágenes extraídas de la naturaleza (aun­
que se trate de seres microscópicos y unicelulares), formas delica­
das con colores refinados, parece abandonar la estética «apofática»
que, en el ambiente muniqués, era una manera de llevar al extremo
la estética de lo sublime, de llevar a cabo una gigantesca y secular
empresa, de coronar una torre de Babel cuyas primeras piedras ha­
bían colocado los grandes filósofos alemanes cien años antes (torre
cuya cima se pierde entre las nubes) y, finalmente, de replegarse ha­
cia la tierra, hacia lo bello. En ese momento empieza a jugar con las
formas vivas - «un libre juego de las facultades representativas»- y
«el gusto, liberado de la coacción de las reglas [sobre todo de las su­
yas, sistematizadas en la Bauhaus], se aplica a las fantasías de la ima­
ginación y puede mostrar toda su perfección»805.
La iconoclasia de Kandinsky tiene una lejana relación con la ico­
noclasia antigua y medieval y otra, más próxima pero que debemos
precisar, con la iconoclasia moderna. Esta relación se basa en la ac­
titud general del artista hacia su obra. Está marcada por un espíri­
tu de gravedad y seriedad. Lo que él le reprocha en primer lugar a
la pintura del siglo XIX, realista o naturalista, es su futilidad. Pintar
este mundo no merece ni una hora de esfuerzo. Lo único que me­
rece la pena representar es el absoluto.
Cosa que parece ser lo contrario de la iconoclasia, porque ésta
renuncia a la figuración de lo divino porque atenta contra su .ma-

434
j estad, pero admite la representación de las cosas como honesta re­
creación e incluso, indirectamente (en Calvino, por ejemplo), co­
mo alabanza al Creador mediante el homenaje a sus criaturas y a
través del trabajo del hombre. Kandinsky pretende plasmar, con los
medios de la abstracción -que es, en sí, una forma de separarse de
la apariencia y de acercarse a la esencia-, la estructura íntima del
mundo. Supone que, sumiéndose en su yo, guiado por la «necesi­
dad interior», alcanza realmente los ritmos fundamentales, la pul­
sión misma del cosmos, con el que el yo está en mística sincronía.
En este sentido, Kandinsky es un perfecto iconódulo, un iconógra­
fo en el más riguroso de los sentidos. Pero este mismo rigor le im­
pide recurrir a una figura «circunscrita». No recurre ni a la figura
canónica del Verbo encarnado ni a esa presencia divina que mora
en las cosas creadas que el artista es capaz de captar y plasmar, siem­
pre que las «circunscriba» de alguna manera. Esta Presencia divina
sólo habita el alma del artista, y es éste quien transmite gnóstica-
mente a la parte no iniciada de la humanidad los secretos que ésta
es capaz -o incapaz- de comprender. Quien garantiza la obra re­
dentora no es lo divino, que la obra del artista honra, agradece y
alaba, sino el artista mismo, que debe hacer surgir el «triángulo es­
piritual» de la humanidad, en cuya cima se sitúa el propio artista en
soberbio y peligroso aislamiento. Y aquí llegamos al límite en el que
la iconodulia se agota y se pierde.
Kandinsky deja de representar las cosas -cuyo contenido divino
ha olvidado-, porque ya sólo quiere representar al propio Dios. Lo
mismo ocurrió, como hemos visto, tras la crisis iconoclasta: el arte
profano desapareció porque, siendo al fin lícito representar a Dios,
ya no valía la pena representar otra cosa. Pero como Kandinsky no
se apoya en el perigraptos canónico de la Persona, carece también de
la representación visible de lo divino invisible tal y como el común
de los mortales puede recibirla (a no ser que adopte su sistema). Ni
las cosas ni Dios; así que tal vez ya sólo quede en el lienzo un con­
junto arbitrariamente ordenado de formas y colores. Balzac escribe
que en el cuadro de Frenhofer, tras diez años de trabajo encarniza­
do, ya sólo podía distinguirse un pie femenino, milagrosamente sal­
vado del naufragio de la imagen:
[...] la punta de un pie desnudo que surgía de aquel caos de colores,
de tonos, de matices indecisos, de aquella especie de niebla informe; ¡pe­
ro un pie delicioso, un pie vivo!

435
Pero como no hay ni el menor rastro de pie vivo en ningún cua­
dro abstracto que pueda servir de referencia, tampoco hay princi­
pio de discernimiento que permita juzgar con certeza y de modo
«universal» si algo debe «gustarnos» o no, porque no sabemos si es­
tamos ante el Todo o ante nada.

III. Supremo: Malevich


¿Es necesario repetir en relación con Malevich lo que acabamos
de decir sobre Kandinsky? Al igual que éste, Malevich encuentra un
camino hacia la abstracción en virtud de una «necesidad interior»
de la que es capaz de dar cuenta por medio de abundantes escritos
teóricos y justificativos. Tanto el uno como el otro tienen una idea
extraordinariamente elevada de la actividad pictórica, como un ca­
mino hacia el absoluto y un medio para foijar de nuevo el univer­
so. Malevich, con una franqueza muy superior a la de Kandinsky,
vuelve -bien es cierto que en circunstancias muy distintas- a la fi­
guración. Estos dos pintores han alcanzado por fin, en estos últimos
años, la cima del panteón de las artes. Ocupan un lugar central en
la reflexión estética desde hace más de una generación, lo ocupan
juntos y casi en exclusiva. Sólo Mondrian, Klee y muy pocos más tie­
nen el honor de unirse a ellos en ocasiones.
Desde otro ángulo, el contraste entre estos dos artistas es total.
Kandinsky tiene el aspecto de un profesor, es una figura pulida, co­
rrecta, distinguida y fría. Procede de la vieja intelligentsia. Reside en
el extranjero durante la parte fundamental de su vida de pintor. Po­
see una cultura multilingüe que se nutre del fondo común del ro­
manticismo y el simbolismo europeos. Es conservador en política y
en religión. A todo ello se opone el rostro rudo y picado de viruela
de Malevich; su oscura infancia provinciana, semiextranjera; su cul­
tura de autodidacto; su reclusión en Rusia, salvo un breve viaje a
edad avanzada; su decidido compromiso con la revolución bolche­
vique; su distanciamiento de la religión establecida, etc. Unico pun­
to en común: el gusto por las doctrinas teosóficas o esotéricas, aun­
que no sean exactamente las mismas.

H acia el suprem atism o


Malevich, polaco, como indica su nombre de pila (Kazimir), na­

436
ció en Kiev en 1878806. Su padre, Seweryn, era patriota polaco y cató­
lico, y su madre, Ludwiga, más culta de lo que se ha dicho. Su tío
abuelo, sacerdote católico en Kiev, había sido ahorcado para dar
ejemplo durante el levantamiento polaco de 1863. Su familia quería
que Kazimir fuera sacerdote. El prefirió la pintura, en la que ingresó
con la seriedad de una vocación religiosa. El padre era empleado en
la industria azucarera, por lo que estaba en contacto con el mundo
campesino e industrial de Ucrania. La alegría abigarrada del campo
ucraniano está presente en toda su obra. Aprende a pintar por afi­
ción, y hasta más o menos 1905 no entra en un taller profesional, a la
sazón instalado en Moscú. Tiene talento, pero todavía no posee un
estilo propio. Oscila entre el impresionismo, el art nouveauy el sim­
bolismo, y en estos registros diferentes produce lienzos carentes de
toda relación entre sí, a no ser un buen temperamento de artista.
Sólo puedo exponer una opinión que sería necesario argumen­
tar ante las propias obras: hay en Malevich madera de gran pintor,
sin duda superior a Kandinsky. Era un gran pintor antes de su épo­
ca abstracta, y lo fue después, aún más, cuando volvió a la figura­
ción. Para juzgar la época intermedia se requieren unos criterios
distintos de los criterios al uso.
En Moscú, Malevich se casa de nuevo y entra en aquel medio tan
efervescente, dominado todavía en pintura por la pareja Larionov y
los hermanos Burliuk. Descubre, como todo el mundo, los iconos,
el arte popular y el neoprimitivismo. En cuatro años, de 1911 a 1915
(año del salto a lo no figurativo), multiplica las experiencias y, co­
mo imponía la época, las clasifica en «ismos», a saber, sucesivamen­
te (o simultáneamente, pues hay superposiciones): neoprimitivis­
mo, cézannismo, cubismo-futurismo, realismo transmental, cubismo
analítico, alogismo. En 1913, Malevich hace los decorados de una
ópera futurista (Victoria sobre el sol, con Matiuchin, Jlebnikov, Jru-
schenij), en la que los historiadores ven el anuncio de la decaden­
cia de los objetos y la presencia del «cuadrángulo». A finales de
1915, con Cuadrado negro, tiene lugar el gran salto, al que da un sen­
tido distinto del que en los mismos años Mondrian y Kandinsky.da-
ban a su adiós a la figuración. Entre Cuadrado negro (1915) y Cua­
drado blanco sobre fondo blanco (1917) se sitúa el apogeo de la
aventura suprematista.
Tras la revolución, abandona durante bastante tiempo la pintu­
ra por la escritura y la enseñanza. Se une al grupo de artistas de iz­
quierda y es elegido para el soviet. En 1919, enseña en Vitebsk, en
la escuela dirigida por Chagall, un hombre amable que no aguantó

437
durante mucho tiempo la brutalidad artístico-revolucionaria de Ma-
levich. Vanguardista de choque, crea el Unovis («Afirmación de lo
nuevo»), y llama Una a su primera hija. Ejerce cargos. Es director
del Museo de la Cultura Artística de Petrogrado, al que transforma
en Instituto Nacional de la Cultura Artística (Ginjuk) y que com­
prende cinco secciones, Formal Teórica, cuya dirección asume, Cul­
tura Orgánica (Matiuchin), Cultura Material (Tatlin), Experimen­
tal (Mansurov), Metodología (Filonov). Pero en 1926 es destituido
y el Ginjuk liquidado: comienza la era del realismo socialista.
En 1927, Málevich viaja por primera vez al extranjero: una etapa
en Varsovia, otra en Berlín, y por último en Dessau, donde tiene su
sede la Bauhaus. Deja allí una parte de su obra, como quien lanza
una botella al mar. De regreso en la URSS, es marginado, detenido',
liberado, pero consigue de vez en cuando una komandirovka (remo­
delación del Teatro Rojo, dirección del laboratorio experimental
del Museo Ruso...). Vuelve a pintar intensamente y expone en el
marco de la Unión de Artistas, es decir, de la organización que agru­
pará a todos los movimientos bajo la tutela única del Partido. Estos
cuadros, que nada tienen ya de abstractos y que son de una gran be­
lleza, se exponen en las muestras oficiales al lado de los mamarra­
chos del realismo socialista. A su muerte, dejarán de exhibirse. Ha­
brá que esperar a 1962 para que el mundo tome conciencia de esta
parte de su obra. Camilla Gray, sin embargo tan bien informada, no
sabía nada de ella. Enfermo de cáncer, Málevich muere en 1935. Su
cuerpo es depositado, previa cremación, en un ataúd pintado en un
estilo «suprematista». Se le erige un monumento en un cementerio
de Moscú, un cubo blanco con un cuadrado negro. Este monu­
mento fue destruido. Málevich murió con la convicción de que su
obra, abandonada en Berlín o confiscada en Moscú, había sido to­
talmente destruida.
No tengo la pretensión de explicar a Málevich, ni de pronunciar
un juicio razonado acerca de su obra. Varios autores lo han inten­
tado ya (Marcadé, Martineau, Nakov), y la literatura sobre él se en­
riquece cada día. Nos concentraremos en el episodio suprematista,
intentando distinguir aquello que, de Cuadrado negro a Cuadrado
blanco, puede guardar relación con la iconoclasia como actitud reli­
giosa.
A partir de 1910, Málevich entra de verdad en la vanguardia ru­
sa. Forma parte entonces del grupo modernista Sota de Diamantes,
que gravita en torno a Larionov. Siguiendo su ejemplo, Málevich se
inspira en el primitivismo, en el folklore campesino, en la imagen

438
popular: siega, leñadores, procesiones campesinas. Conoce bien, a
través de la colección Schukin, lo que se hace en París. Es fauvista,
es expresionista, admira apasionadamente a Cézanne y a Matisse.
En 1912 -se ha distanciado ya de Larionov-, se inclina hacia una geo-
metrización, una descomposición de los planos que le acerca al cu­
bismo parisiense, y más exactamente a las «formas contrastadas» de
Léger. Léger había expuesto en 1912 en el Sota de Diamantes, y
mantenía buenas relaciones con la colonia rusa de París, pero no
está demostrado que Malevich se hallara entonces bajo su influen­
cia. Alfred Barr piensa, en cambio, que Mujer con baldes, de 1912, «es
mucho más avanzada que las obras de Léger situadas en la misma
línea evolutiva»807.
En la misma época, otra corriente espiritual y pictórica confluye
en la pintura de Malevich: el futurismo italiano. El futurismo es un
clima que, con la velocidad que él mismo exaltaba, había llegado a
Rusia y reinaba en Moscú desde 1911. Marinetti:
Los elementos esenciales de nuestra poesía serán el valor, la audacia y
la rebeldía. [...] queremos exaltar el movimiento agresivo, el insomnio fe­
bril [...]. Declaramos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con
una belleza nueva: la belleza de la velocidad. [...] un automóvil rugiente,
que parece correr sobre metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia.
[...] Queremos cantar al hombre que va al volante [...]. Queremos demo­
ler los museos, las bibliotecas [...]. Cantaremos a las grandes masas agita­
das por el trabajo, el placer o la rebelión; las resacas multicolores y polifó­
nicas de las revoluciones en las capitales modernas; la vibración nocturna
de los arsenales y de los astilleros bajo sus violentas lunas eléctricas; [...] las
locomotoras de amplio pecho [...] y el vuelo deslizante de los aeroplanos
[...]808 (1909).
Recorriendo los manifiestos futuristas, podemos encontrar, mez­
clados, a Nietzsche, el fascismo, el anarquismo, un modernismo an-
tipasadista y antiacadémico, un modernismo maquinista y tecnicis-
ta, un izquierdismo revolucionario.
El futurismo, según Marinetti (que escribe en 1924), abarca es­
pecialmente:
Arte-vida explosivo, antimuseo, antilógica, estética de la máquina, he­
roísmo y payasada en el arte y en la vida, dinamismo plástico, pintura abs­
tracta, simultaneidad de tiempo-espacio...

439
y añade el dadaísmo, el rayonismo y el cubismo-futurismo rusos, y
por último el suprematismo de Malevich809. El futurismo se adecúa
a la Rusia prerrevolucionaria, en plena conmoción económica y
moral, que vive en la espera apocalíptica, y sobre todo al estado de
ánimo de los jóvenes airados que forman la vanguardia y saben có­
mo se apresura lo que más desean, la gran catástrofe liberadora. La
exuberancia provocadora de estos grupos, productores en cadena
de escándalos calculados, encuentra en el futurismo justificación,
temas y forma.
El futurismo es también una pintura, que ilustran Boccioni,
Carra, Baila o Severini. En el manifiesto de los pintores futuristas
(1910), leemos:
El gesto que queremos reproducir en el lienzo no será ya un instante fijo
del dinamismo universal. Será simplemente la propia* sensación dinámica810.
Cubismo francés y futurismo italiano, una vez trasladados a Mos­
cú, pueden mezclarse: el producto se llama «cubo-futurismo». Y por
eso Larionov, Goncharova y también Malevich, en 1912, aceptan es­
ta denominación. La desmultiplicación del movimiento, al estilo de
Boccioni o Baila, se plasma en El afilador (1912). Malevich no se de­
tendrá en la fórmula, pero conservará el ideal de un dinamismo to­
tal, mientras que los elementos figurativos desaparecen; un dina­
mismo que en él no guarda relación con la cinética de las
máquinas, ni con la velocidad de los nuevos medios de transporte,
sino con una cosmosofía esotérica.
En diciembre de 1915, en la última exposición futurista de Pe-
trogrado, Malevich presentó por primera vez sus obras suprematis-
tas, y en particular su famoso Cuadrado negro. Durante todo el año
había permanecido enclaustrado, pintando varias decenas de lien­
zos «sin objeto», y nadie sabía qué pasaba en su taller. El escándalo
fue considerable.
Durante tres años, la pintura suprematista de Malevich presenta
las formas siguientes: en general, sobre fondo blanco, cuadrados
negros o rojos, rectángulos negros, rojos, amarillos, verdes, cruces
formadas por dos rectángulos, cruces sobre círculos y óvalos, trián­
gulos. En unas ocasiones, la composición es estática -con una o dos
de estas formas bien superpuestas-, en otras dinámica: las formas se
multiplican, los rectángulos se alargan y forman franjas en disposi­
ción oblicua. En 1917 aparecen los cuadros de blanco sobre blanco.
Malevich comenta así en 1920 el período de los cuadrados:

440
El cuadrado blanco es el movimiento puramente económico de la for­
ma que personifica toda la nueva estructura blanca del mundo; da además
impulso a favor del fundamento de la estructura del mundo, como «acción
pura», como conocimiento de sí en la perfección puramente utilitaria del
«hombre total». En la comunidad, estos cuadrados han recibido otro sig­
nificado: el cuadrado negro es el signo de la economía, el rojo la señal de
la revolución y el blanco simboliza la acción pura811.
La reproducción, en contra de lo que pudiera pensarse, no da una
idea fiel del lienzo. Se pierde la vibración, la vitalidad. Por otra par­
te, una apariencia de pobreza emana de estos cuadros agrietados, de
la desastrosa calidad del lienzo y de los colores: huelen a miseria.
Queda por interpretar la producción a la que Malevich asocia el
nombre de «suprematismo» (el término no existe en ruso, pero fi­
gura en los diccionarios de la lengua polaca). Para ello, debemos re­
mitirnos a los voluminosos escritos de Malevich e interpretarlos a su
vez. Dura prueba. Malevich escribe en el estilo futurista que estaba
en boga por aquel entonces en Rusia, que se caracteriza por la fra­
se asestada como un puñetazo, el deshilvanamiento de la palabra,
el paroxismo continuo. Se adivina por debajo todo un mundo de
alusiones difícilmente localizables, de doctrinas secretas y perfecta­
mente olvidadas. A esto se añade la exaltación propia del autor, y su
probable confusión. Y sin embargo, se percibe una especie de sin­
ceridad desesperada, un enorme esfuerzo del pensamiento que sa­
be sostener algo, que intenta violentamente horadar un muro y co­
municar. Los textos filosóficos rusos suelen parecer hechos de lava
oscura y ardiente: más si cabe los de Malevich, que intoxican el ce­
rebro y dejan a un espíritu racional sumido en la perplejidad, sin sa­
ber a ciencia cierta si se encuentra ante una gran filosofía (como
piensan Marcadé o Martineau) o ante un fárrago inextricable812.
Suele decirse, y no sin razón, que no hay que tomar demasiado
en serio los escritos de los pintores, que su pintura los juzga y con­
tiene su propia interpretación. Pero debemos remitirnos a los es­
critos de Malevich para interpretar el episodio suprematista de su
carrera, pues el Cuadrado negro o el blanco no pueden ser por sí mis­
mos sus propios intérpretes. Menos aún cuando Malevich, que te­
nía una concepción predicadora de su sistema y que pretendía sal­
var el mundo, pensaba que, desde este punto de vista, había una
equivalencia entre su pintura y sus escritos, entre la forma y la pa­
labra, y se apoyaba en teorías lingüísticas que surgían en la misma
vanguardia (en la de Jacobson, en particular).

441
El Cuadrado negro y el Cuadrado blanco
El Cuadrado negro había escandalizado a Alexandre Benois, viejo
representante del estilo ballet ruso y del simbolismo petersburgués
más civilizado:
Ya no es el futurismo lo que tenemos ante nosotros, sino el nuevo ico­
no del cuadrado. Todo lo que teníamos de santo y de sagrado, todo lo que
amábamos y que era nuestra razón de vivir ha desaparecido813.
Malevich le responde en el estilo jadeante del futurismo: «El fu­
turismo ha abofeteado su gusto y ha subido la máquina al pedestal.
[...] ¡Pero los dioses han muerto y no resucitarán!». El, Malevich, va
a dar a la nueva era sus verdaderos frutos artísticos: «Yo también soy
un escalón». Benois y los suyos no hacen más que «ilustrar anécdo­
tas».
De mi época, sólo tengo un icono desnudo [...]. Pero la posibilidad de
no parecerme a vosotros me da fuerzas para adentrarme cada vez más en
la desnudez de los desiertos. Pues ahí está la transfiguración814.
El tono futurista oculta el pathos más antiguo del nihilismo de la
década de 1860, formulado por Bakunin: «El espíritu de destruc­
ción es lo mismo que el espíritu de creación». Es la versión salvaje
de la dialéctica hegeliana, con la que se arroparon tres generacio­
nes de la intelligentsia revolucionaria. Primero destruir, la creación
vendrá dada por añadidura. Este nihilismo tiene además una ver­
sión religiosa, que será desarrollada largamente por Dostoievski en
un sentimiento mezclado con horror, porque supone la destruc­
ción de Rusia, y con fascinación, porque entraña la afirmación de
la misión rusa de destruir el mundo antiguo, el mundo burgués y
satisfecho de Occidente. Malevich escribe:
Mi filosofía: destruir cada cincuenta años las ciudades y aldeas antiguas,
desterrar la naturaleza de los límites del arte, suprimir el amor y la since­
ridad en el arte, pero en ningún caso agotar la fuente viva del hombre (la
guerra)815.
La versión religiosa se erige en una especie de teología mística de
la muerte de Dios, también percibida y cultivada por Dostoievski, que
no estaba seguro de creer en Dios tanto como creía en Cristo-Rusia.

442
Pero Malevich añade a este pathos la nota esotérica:
En la Antigüedad, los tres Reyes Magos tenían su estrella (búsqueda del
universo). ¿Tenéis vuestro guía [...]? ¿No pasaréis, como el judío, al lado
de Cristo? Quien sabe, tal vez nos cruzamos con esos hombres nuevos mil
veces, en un callejón cualquiera.
Es probable que esto sea una alusión a Ouspenski.
En ese mismo año 1916, Malevich publica un folleto-manifiesto
(escrito en 1915) del que los textos posteriores suelen ser una rap­
sodia: Del cubismo y delfuturismo al suprematism&16. Procuremos poner
en orden este texto jaculatorio. Desentrañamos en él los temas si­
guientes, mezclados en el mayor desorden.
1. Una crítica de la pintura figurativa. Esta comienza con el pri­
mer graffiti del salvaje que, con un punto y cinco palotes, intentó
representar a su semejante. Inventó el «arte de la repetición», que
se complicó constantemente en la Antigüedad y el Renacimiento, al
tiempo que seguía dentro de los mismos límites: «el reflejo, como
en un espejo, del modelo en el lienzo». Es un proyecto que se pue­
de pulir indefinidamente hasta desembocar en las idealizaciones,
que siguen siendo inferiores a la reproducción. La Venus de Milo es
una parodia, el David dé Miguel Angel una monstruosidad. Como
debe conformarse con reproducir, el realismo del siglo XIX es «mu­
cho más grande» que la idealización griega o renacentista. Pero si­
gue siendo una «idea de salvaje»: el deseo de reproducir y no de
crear una forma nueva.
2. Una crítica del futurismo. Este ha revelado la novedad de la vi­
da moderna, la belleza de la velocidad. Los futuristas han prohibi­
do, les cabe ese honor, «pintar muslos de mujer (los jamones feme­
ninos), retratos y guitarras al claro de luna»817. «Han repudiado la
carne y glorificado la máquina.» Tenían razón, pero se equivocaban
al seguir a la máquina como sus predecesores seguían a la carne.
Han «seguido la forma de las cosas». Han sustituido una imitación
por otra. Por eso, Malevich puede exclamar: «Estamos orgullosos de
escupiros encima».
3. Una crítica medianamente oscura del cubismo. Los pintores
cubistas se han esforzado en una reproducción integral de las cosas,
aspirando a su esencia y creyendo que la esencia «se traslucía en la
tosquedad o la simplificación de las líneas». Han pintado las cosas
con aspectos diferentes, integrando los elementos temporales que
residen en ellas, o los elementos anatómicos (la estratificación de la

443
madera, por ejemplo), y se han servido de ellos como «medios de
construcción» de sus cuadros, usando el efecto de sorpresa y de di­
sonancia provocado por el encuentro de dos formas. Pero si el cua­
dro es construido, la cosa, su significado, su vocación, su esencia de­
saparecen. Para el pintor cubista, lo importante es el valor gráfico.
El color se pierde, y con él la «labor pictórica». Han hecho lo con­
trario que Gauguin, que encontró la libertad del color pero perdió
la forma, porque no creía posible pintar otra cosa que la naturale­
za.
En resumen, el realismo del siglo XIX (el de la crítica social an­
tiacadémica de los ambulantes, en Rusia), el futurismo y el cubismo
«son casi equivalentes desde el punto de vista pictórico». Queda un
paso por dar, y es el suprematismo.
4. El programa suprematista. Viene dado desde el principio:
Cuando la conciencia haya perdido la costumbre de ver en un cuadro
la representación de rincones de la naturaleza, de madonas y de Venus im­
púdicas, veremos la obra puramente pictórica. Me he metamorfoseado en cero
de las formas [...].
Del surgimiento deshilvanado de las frases, parece posible ex­
traer tres temas. El primero es la idea de una creación pura, ex nihi-
lo. «El pintor sólo conquistará sus derechos en la creación absolu­
ta.» Esta creación procede de lo más recóndito de la intuición, del
subconsciente. Los futuristas lo han proclamado ya, pero no han si­
do fieles a su programa. Han seguido la «razón utilitaria». Ahora
bien, «la forma intuitiva debe salir de la nada». Dios crea las formas
a partir de la nada. Ordena a los cristales que sean lo que son, y es
un milagro. «También debe haber milagro en la creación artística.»
«Las formas saldrán de las masas pictóricas, es decir, nacerán de la
misma manera que nacen las formas utilitarias (es decir, las formas
naturales).»
Sin embargo, lo que era subconsciente debe volverse consciente,
y «el pintor debe saber ahora qué sucede en sus cuadros y por qué».
«El sentimiento intuitivo pasa ahora por la conciencia, ya no es sub­
consciente.» El pintor creador debe dar cuenta de lo que hace y ex­
presar la razón íntima que guía su intuición. Iluminado por su sa­
ber interno, está en condiciones de controlar a la perfección la
ejecución de sus obras. «Soy pintor y debo decir por qué las figuras
de los personajes están pintadas en verde y en rojo.» En otros tiem­
pos no se sabía, porque los colores estaban dominados por el «buen

444
sentido», es decir, por la necesidad de la representación. Los colo­
res, «oprimidos», se derramaban pese a todo sobre «la forma abo­
rrecida de las cosas reales». Pero la victoria sobre el «buen sentido»
sólo había sido una victoria a medias. Ahora, el suprematismo, libe­
rado del «buen sentido», construye las formas a partir de la nada.
Hace que la «voluntad creadora» entre en la vida independiente de
las formas que ha creado.
La tercera idea, que funda realmente el suprematismo y lo con­
vierte en una «superación» decisiva del futurismo y del cubismo, es
el «sin objeto». La creación absoluta sólo es posible suprimiendo la
idea «pequeñoburguesa» del tema. La naturaleza es una prima ma­
teria, de la que se pueden extraer libremente «formas que nada tie­
nen que ver con el modelo». Para llegar a la «esencia pictórica», a
la «superficie-plano pictórica» (factura y color), hay que suprimir
los objetos. Un pentágono o un hexágono tallado es una forma pu­
ra muy superior a la Venus de Milo o al David de Miguel Angel.
«Los pintores deben rechazar los temas y los objetos si quieren
ser pintores puros.» Hasta aquí, Malevich se limita a radicalizar la li­
beración de la figuración, como había hecho ya Kandinsky. Este ha­
bía llegado a ella a través de su propia experiencia con el simbolis­
mo y el expresionismo, en tanto que Malevich partía del cubismo y
del futurismo: es decir, que se produce una notable convergencia
de dos corrientes nacidas en fuentes alejadas, pero reunidas lógica­
mente en virtud del clima especial de la Rusia prerrevolucionaria.
Pero esta convergencia no es perfecta. Empleando una termino­
logía que no les resultaba desconocida a nuestros dos pintores, Kan­
dinsky sigue, en lo que se refiere a las formas, un «camino positivo»:
piensa que las líneas, los ángulos, las superficies y los colores poseen
una energía propia y que «reflejan» suficientemente las realidades
invisibles que el pintor intenta alcanzar. Malevich sigue un «camino
negativo». Según Malevich, la fuerza expresiva radica a contrario en
el carácter elemental, básico y mínimo de las formas. En este senti­
do, sigue un «camino negativo» hacia lo absoluto. De ahí esta de­
claración de tonalidad netamente mística:
Me he metamorfoseado en cero de las formas, he llegado más allá del
cero en la creación, es decir, al suprematismo, nuevo realismo pictórico,
creación no objetiva.
«Cero»: es la negación de los objetos o de los temas, es el medio
para salir del «cero de la creación» que supone la esclavitud de la fi-

445
guración. «Más allá del cero» comienza el reino de la creación au­
tónoma: porque el suprematismo es un «realismo pictórico», es de­
cir, la construcción de una nueva realidad. El «salvaje» y el «mono»,
es decir, el imitador de las formas, «han sido derrotados». Pero la
forma mínima que manifiesta el cuadrado manifiesta también una
victoria de la «razón intuitiva» sobre el sentimentalismo de la pin­
tura antigua o sobre el subconsciente de los precursores futuristas.
Acaba de surgir un hombre nuevo, «el rostro del arte nuevo», y por
ende una «nueva civilización». Es una revolución cósmica. Ha naci­
do la superficie-plano. «Cada forma es un mundo.»

U na gnosis estética
Después de este texto inaugural, Malevich publica otros dos fo­
lletos importantes: De los nuevos sistemas en el arte, escrito en Vitebsk
en 1919, y Dios no ha caído. El Arte, la Iglesia, la Fábrica (1920). Desci­
frarlos no es tarea fácil. Tal vez el sentido sea más claro si nos remi­
timos a un tratado de Ouspenski que se adivina en segundo plano.
Ouspenski fue durante mucho tiempo colaborador de Gurdjieff, so­
bre el que escribió una voluminosa obra (Fragmento de una enseñan­
za desconocida). En 1911, publicó su propio tratado, al que dio el mo­
desto título de Tertium Organum, una clave de los principales enigmas
del universcP18 y que no desentona entre las obras contemporáneas
del mismo género. Se remite a las autoridades gnósticas clásicas
(Plotino, Boehme, Lao Tse, los sufíes) y a las de su época: Madame
Blavatsky, Max Müller, Lodijenski. Sin embargo, prefiere apoyarse
en «la ciencia». Busca pruebas en los estados de conciencia induci­
dos por el cloroformo y la epilepsia. Pero sobre todo en considera­
ciones de índole físico-matemática basadas en los recientes descu­
brimientos de la relatividad y de los quanta.
El sistema consiste principalmente en un desarrollo de la con­
ciencia a medida que el universo se percibe según una, dos, tres o
cuatro dimensiones. La primera dimensión corresponde a la vida
vegetativa, la segunda a la vida animal, la tercera a la vida humana.
En esta última, cuyo final ve acercarse Ouspenski, el pensamiento
está regulado por la lógica aristotélica y la matemática euclidiana; la
moral, por la distinción clara entre el bien y el mal, y por la sumi­
sión a los imperativos del grupo; el conocimiento, por la incomu­
nicabilidad de las cuatro formas del saber (la religión, la filosofía, la
ciencia y el arte); la antropología, por la lucha entre la carne y el es­

446
píritu, y por la falta de armonía interior. Pero estamos en vísperas
de una mutación decisiva, aportada por la toma de conciencia de la
cuarta dimensión. El pensamiento se enriquece con nuevas sensa­
ciones, con un enfoque directo del universo, con una comprensión
del simbolismo, con un sentido cósmico. En la nueva lógica, A es a
la vez A y no A, la parte puede ser tan grande como el todo. La mo­
ral se libera de la regla exterior. El éxtasis, el saber místico dan acce­
so al infinito, a la irrealidad del fenómeno, a la realidad inmediata­
mente percibida del noúmeno. Los cuatro saberes se coordinan y
forman uno solo. El espíritu religioso capta la unidad de Dios y el
cosmos, del ocultismo y las ciencias exactas, del karma y las leyes de
la relatividad. El universo se percibe como un ser vivo y consciente.
Ha llegado el momento de la aparición de un nuevo tipo de hom­
bre, suprapersonal, cósmico, inmortal.
¿Qué comprende el hombre de la cuarta dimensión? Capta que
el tiempo es espacial; que la derecha, la izquierda, lo grande o lo pe­
queño carecen de significado; que nada está muerto ni es incons­
ciente; que todo es infinito y cada cosa está en todo; que la realidad
del mundo es también su irrealidad, etc. Pero ¿qué es exactamente
la cuarta dimensión? Pues bien, podemos intuirla practicando cier­
tos ejercicios espirituales asociados a la meditación de los números
transfinitos, de la geometría no euclidiana, de la relatividad.
Para concluir, Ouspenski propone una gnosis del tipo común,
pero aderezada con el barniz científico del autor, escrita en un es­
tilo bastante claro, movida por una convicción contagiosa. Esta gno­
sis aparece tal cual en repetidos fragmentos de Malevich, y se adivi­
na que impregna su pensamiento.
«Sigo u-l-l-u-l-t-k mi nuevo camino. Que la inversión del viejo
mundo de las artes se dibuje en la palma de vuestras manos.» Este
es el exergo de tono dadaísta del texto de 1919, De los nuevos sistemas
en el arte. ¿Qué tesis deducir de la confusión vaticinadora en la que
nos sume Malevich? El cosmos está en movimiento y en progreso.
El hombre, que forma parte del cosmos, forma parte de ese proce­
so, y sobre todo participa en la actividad estética de la naturaleza.
La naturaleza embellece las formas, el hombre también. Como la
naturaleza, el hombre aspira a la sencillez de medios. «El pensa­
miento creador huye de las fiorituras y los adornos calados y em­
brollados», y se vuelve «hacia la expresión económica simple de la
acción producida por la energía». Cubismo, futurismo y suprema-
tismo se basan en esta acción.
La naturaleza produce campos, montañas, mares, insectos. Esta-

447
blece «una gradación de las formas» en su superficie creadora. Así
obra el pintor creador. Ordena las fuerzas fluidas de la energía pic­
tórica y de la energía coloreada en formas, líneas, superficies-pla­
nos, y con estos elementos «separados de sus signos» llega a «la uni­
dad de las contradicciones en la superficie pictórica». De este modo
contribuye a la «progresión infinita». No podemos detenernos en la
belleza, porque la naturaleza avanza sin reparar en obstáculos y no­
sotros somos naturaleza. El arte se mueve. A medida que avanza, de­
be abjurar del pasado. El hombre crea seres mecánicos análogos a
los seres naturales. Transforma el mundo y al transformarlo se
transforma. Empezó representando exactamente las cosas. Es algo
que ya hacían muy bien los griegos y los romanos. Pero después he­
mos aprendido un sinfín de cosas. Hacer arte naturalista sería como
quedarse en las formas antiguas de la vida social. «La vida nueva da
a luz un arte nuevo.»
A partir del dinamismo generalizado, Malevich juzga el arte mo­
derno situándolo en el vector del progreso. Cézanne, por ejemplo,
captó de modo más consciente que sus contemporáneos el princi­
pio de la geometrización. Pero «no fue capaz de expresar a fondo
las construcciones plásticas y pictóricas sin fundamento objetivo».
En efecto, el fin es hacer, sin contar con las formas naturales, un
«cuadro vivo» que se convierta a su vez en «miembro real del con­
junto del mundo vivo». No se debe imitar a la naturaleza, sino «de­
sembocar exclusivamente en la creación». Interpretaciones: hasta
aquí los pintores han imitado a la naturaleza, la naturaleza dada, la
naturaleza «naturada». Ahora hay que tomar parte en el trabajo de
la naturaleza, de la naturaleza «naturante», crear como ella.
Los cubistas representan un enorme progreso sobre Cézanne.
Han «puesto en evidencia la pintura». Por «pintura» debe enten­
derse una creación pura, un ser nuevo, surgido «del cráneo, centro
creador único». Malevich dice en este mismo sentido, en una fór­
mula sorprendente, que Monet no se había esforzado en plasmar la
luz que iluminaba los muros de su catedral, sino que «cultivaba la
pintura que crecía sobre los muros de la catedral», y que «extraía lo
pictórico como se extrae la perla de la ostra».
El cubismo está bien, pero el suprematismo va aún más lejos.
Ante la no objetividad, debemos construir la nueva forma pictórica sin
imitar las formas dispuestas de antemano; de esta manera, desembocamos
en la ruta directa de la creación [...].

448
¿Por qué el «ismo» de suprematismo? «Porque nada, en el mun­
do pictórico, surge fuera de un sistema.»
En este punto, Malevich se abandona a una especie de milena-
rismo cósmico. La revolución pictórica se prolonga en revolución
económica y social. Las civilizaciones estallan unas tras otras como
pompas de jabón. El motor está en el «cráneo del hombre», y el glo­
bo terráqueo es una pompa psíquica, una «pompa de sabiduría que
debe flotar por los caminos del infinito» y cuyo eje es el psiquismo
del artista iniciado. El arte avanza con la revolución, movido por la
misma energía, hacia el infinito. Este infinito es la dimensión su­
plementaria (la cuarta, e incluso la quinta) hacia la cual se lanza el
arte «sin objeto» (bespredmetnost) suprematista, después de haber «li­
quidado todas las artes del viejo mundo».
Debemos tratar ahora de extraer un sentido plausible del texto
«teórico» más importante de Malevich -publicado en 1922 en Vi-
tebsk, pero escrito quizás en 1920 (según Nakov)-, Dios no ha caído.
El Arte, la Iglesia, la Fábrica. Para Marcadé, es «uno de los textos fi­
losóficos más importantes del siglo XX»819. Y quizás lo sea desde el
punto de vista histórico, si tenemos en cuenta la importancia de Ma­
levich y el movimiento artístico que preside. Pero en cuanto tal, es
una elucubración extraordinariamente confusa.
Según Marcadé, el texto responde a un ensayo del crítico y filó­
sofo Guerchenzon: La imagen ternaria de la perfección. Es un ataque
de estilo irracionalista contra la cultura técnica, que ha desperso­
nalizado el mundo, ha arrancado al hombre de sus raíces, le ha pri­
vado de su unidad original, de «la existencia de la persona en sí», y
supone un obstáculo para su reconciliación en el amor. Guerchen­
zon recupera el viejo motivo eslavófilo del conocimiento integral en
el amor, y lo añade a las críticas contemporáneas de la modernidad,
abundantes tanto en Rusia (Berdiaev, Ivanov) como en Alemania
(Heidegger).
Para ser más exactos, el folleto de Malevich se inscribe en una co­
rriente semidisidente del bolchevismo, la de los Constructores de
Dios (Bogostroiteli). Bogdanov, Lunacharski, Gorki pensaban que el
hombre necesita un ideal religioso y que, al crearlo, crea a Dios: es
una religión de la humanidad entendida en su progreso material y
simultáneamente espiritual. En este sentido, el marxismo es la últi­
ma religión que sucede a las religiones bíblicas, y la revolución so­
cialista debe señalar su advenimiento. Hay en los Constructores de
Dios ideas heredadas de Feuerbach (Dios como proyección ideal
del hombre), con las que se mezclan, siguiendo el mismo espíritu

449
de la época, ideas tomadas de Mach y de Avenarius, de la reflexión
sobre las condiciones del conocimiento científico, del positivismo
neokantiano, del «empiriocriticismo». Lenin detestaba todo esto y
lo refutaba sin ser capaz de comprenderlo. Malevich lo adopta, sin
que tampoco su bagaje intelectual le permita captar lo que está en
juego. Pero ahí se inspira su vocabulario.
El misticismo en bruto, la enmarañada aspiración religiosa de
Malevich se alimenta finalmente del esoterismo de Ouspenski, lo
que sin duda añade un punto más de opacidad críptica al texto que
debemos descifrar. En el comienzo está la Vida -pues el universo
entero está vivo-, cuyo principio y causa es la excitación. Esta obede­
ce, tan pronto como se manifiesta, a un ritmo primordial. El segun­
do principio de la Vida es el pensamiento20. Pero en su despliegue, la
Vida primordial se pulveriza, se exterioriza, el pensamiento está
obligado a salir del Interior para medir el Exterior a partir de leyes
convencionales y de figuras: de forma un tanto parecida a como los
niños construyen y destruyen ciudades o fortalezas, siguiendo las
reglas del juego. Lo que no tiene rostro, lo primordial, lo infinito,
se dispersa así en la figura acabada y muerta.
«La excitación es una llama cósmica que vive de lo no figurati­
vo.» Sólo en la «audacia del pensamiento», y debido a las necesi­
dades prácticas, se enfría en forma de figuras. Pero el hombre in­
tenta volver a un tiempo anterior a lo figurativo, donde se
encuentran lo infinito y la absoluta pureza de la excitación. Quie­
re volver al lugar en que nada está separado (en figuras), donde to­
do está unido, y donde en consecuencia no puede existir ni obs­
táculo, ni superficie, ni volumen, ni, en general, objeto821. Cada
figura, cada objeto natural es un signo indescifrable de la excita­
ción que es la materia del universo. Representarse algo es una li­
mitación. Para el hombre, «la vida y el infinito radican en el hecho
de que no puede representarse nada, pues todo lo que es repre­
sentable es igualmente incomprensible como todo en su infini­
to»822. Cabe pensar aquí en un lejano eco de Spinoza: Omnis deter­
minatio est negatio, que, aplicado a la pintura, proscribe delimitar un
objeto, ya que el objeto, una vez construido, deja fuera la realidad
y la infinitud del mundo, que es la vida del artista. O pensemos
también en el noúmeno kantiano reconceptualizado por Scho­
penhauer y reducido a una metáfora:
Lo que llamamos Realidad es el infinito que no tiene ni peso, ni medi­
da, ni tiempo, ni espacio, ni absoluto, ni relativo, y que nunca se ha ence­

450
rrado en el trazo de una forma. La Realidad no puede ser ni representada
ni cognoscible823.
Por lo tanto, la misión del hombre consiste en liberarse del fe­
nómeno, de lo figurativo, y hundirse en el misterio del universo. El
universo, considerado como perfección, es Dios: «Penetrar en Dios
o penetrar en el universo se ha convertido en su tarea primor­
dial»824. Pero el universo -dicho de otro modo, Dios- no piensa. Só­
lo el hombre piensa, y a través del pensamiento va a identificarse
con el universo, a saber, con Dios.
A través de todas sus producciones, tiene la esperanza de llegar a Dios,
o a la perfección; se dispone a llegar al trono del pensamiento como fin
absoluto sobre el que no actuará ya como hombre sino como Dios, pues se
ha encarnado en él.
A través del hombre, pero por cuenta del universo, se produce
una epifanía de la verdad, que está por encima de los hombres y
piensa por ellos. La humanidad se mueve hacia el pensamiento ab­
soluto a través de sus producciones. Y, al cabo, Dios es «construido»
como fin de la vida825.
El universo carece de límites, es perfecto y sin pecado. No co­
noce el sistema familiar, ni las leyes, ni las fronteras, ni lo prohibi­
do. El hombre es limitado e imperfecto, y peca al transgredir los ta­
búes. Dios ha dejado caer sobre él todo el peso del mundo. El
hombre lleva esa carga con esfuerzo y trata de liberarse, de dejar
atrás esa zona agobiante de los crímenes y los castigos, para unirse
con lo divino. Quiere «llegar al estado de ingravidez, es decir, en­
trar en Dios»826.
Así pues, el hombre produce, y sus producciones aspiran a
«construir a Dios como perfección absoluta». Produce figuras, ob­
jetos en los que ve indicios de lo divino. Construye a Dios por dos
caminos, el de los sistemas religiosos y el de los sistemas técnicos.
Pero los dos caminos tropiezan con un límite «más allá del cual es­
tá Dios, en el que ya no hay sentido». «Dios no es el sentido, sino el
no sentido.» Aquí Malevich (¿a través de qué lecturas y de qué in­
tuiciones personales?) se une al motivo de la teología negativa: Dios
es a la vez sentido y no sentido, ser y no ser, figura y «no figurativo».
En este punto se encuentran y se anulan simultáneamente los dos
caminos de los sistemas religiosos y de los sistemas técnicos827.
Cada sistema puede convertirse en el otro. Uno busca la perfec­

451
ción espiritual, otro la perfección de los cuerpos. Pero el espíritu no
puede vivir sin la materia, ni la materia sin el espíritu. Además, la
materia no existe, pues la física moderna la ha volatilizado: entre
la materia y el espíritu sólo hay una diferencia de densidad. Tanto
el materialista (el hombre tecnológico) como el espiritualista (el
hombre religioso), tanto el que se alimenta de la máquina como
el que piensa que se alimenta de Dios, crean figuras a su alcance,
donde ellos mismos se consumen. Sin embargo, más allá de estos
objetos transitorios, más allá de estas dos comprensiones insatisfac­
torias del mundo «está lo no figurativo». Todas nuestras concepcio­
nes prácticas, razonables, «se estrellan contra su Verdad no figura­
tiva o simplemente contra la no figuración sin ninguna clase de
Verdad». El Todo escapa a nuestro dominio, el universo es infinito*:
¿se puede «calcular toda esta incalculabilidad»? La religión ve a
Dios como ser, y «entonces toda cosa es también ser pues cada cosa
posee en sí a Dios, una parcela de la perfección». Malevich rechaza
el tipo de teología que había permitido el arte, la que identifica a
Dios con el ser y ve en todas las cosas, en cuanto poseedoras del ser,
un vestigio o una huella de lo divino. Malevich, en su oscura especu­
lación, ve en Dios un más allá del ser radicalmente separado de las
cosas, que en su figuración no pueden remitir más que a la nada828.
Como Ouspenski señalaba y reprochaba al mundo anterior a la
«cuarta dimensión», el hombre, al haber dividido su vida en tres ca­
minos, religioso, científico y artístico, se ha dividido también. En lu­
gar de una «única unidad», ha construido tres «unidades de ver­
dad» que pugnan entre sí829. La religión hace que el alma entre en
el reino celestial. La «fábrica» libera el cuerpo del trabajo. Las dos
aspiran a lo mismo, una cambiando el alma, otra el cuerpo. Me­
diante el pensamiento, conducen a Dios, que es reposo y es no pen­
samiento. En tanto no llegue ahí, el hombre trabaja a imagen y se­
mejanza del Dios que imagina. Pero Dios está más allá, y con él el
hombre que ha llegado a él, uno y otro como «nada», como no fi­
guración. En ese más allá, las cosas cambian de aspecto, la materia
se resuelve en energía, lo visible desaparece, pero no el ser, que no
puede ser aniquilado. Y como el ser es Dios, «Dios no ha caído»830.
Tal vez sepamos ya suficiente acerca de Malevich. Remito a los es­
pecialistas en la obra plástica y a los entusiastas de la obra escrita al
análisis estético y filosófico de los textos menos centrales, que no
modifican en nada, a mi juicio, la imagen de esta gran personali­
dad. Malevich llegó al mismo tiempo que Kandinsky al rechazo de
la representación, pero por caminos tan diferentes que cabe dudar

452
que hubieran estado de acuerdo en la convergencia de sus itinera­
rios. No habrían admitido que Cuadrado negro y Composición TVper­
tenecen a la misma estética y obedecen a la misma intención, y en
este punto debemos creerles. Su medio los separa. Su destino polí­
tico los opone. Malevich abrazaba ardientemente su siglo de furor
técnico, de modernismo vanguardista, de aspiración revoluciona­
ria. Kandinsky guardaba ante todo eso la reserva de un hombre de
más edad, educado en el romanticismo y el esplritualismo simbolis­
ta llevado al repliegue elitista. Nada es más ajeno a su carácter que
la provocación futurista o los proyectos de reeducación estética de
las masas, aunque por un instante pareciera que participaba en
ellos. Para Malevich, la promesa de salvación pictórica se dirige a la
humanidad entera.
Estos dos pintores escribieron mucho y ofrecieron abundantes
justificaciones de sus decisiones pictóricas. Lo que importa subrayar
es que las de Malevich son tan religiosas como las de Kandinsky. La
elección iconoclasta se explica claramente a través de la idea de lo
divino.
El revoltijo de nociones, la mezcla de escatología revolucionaria
y ensoñaciones sobre la ciencia y la técnica, las lecturas desordena­
das conducen a un sistema gnóstico cuyas grandes líneas aparecen
con bastante claridad si nos tomamos la molestia de escrutar sus de­
claraciones nebulosas. Hay una evolución del mundo y del arte que,
progreso tras progreso, destrucción tras destrucción, llega a un
punto último, que es «Dios». Ese Dios rebasa toda representación y
sólo es posible acercarse a él a través del camino negativo de lo sin
objeto, de lo no figurativo. Ese Dios más allá de Dios, en cuya natu­
raleza participa el alma del artista, es intuido como vacío perfecto,
como nada, como ser-no ser, y toda figuración -tanto la de los ob­
jetos como también la de este absoluto- aparece, a esta negra luz,
como un ídolo. Por eso Malevich colgó su Cuadrado negro a bastan­
te altura en un rincón de la sala de exposición, lo que, para todo ru­
so, significaba que lo había colocado en el «rincón rojo», el lugar
reservado a los santos iconos.
¿Estaríamos aventurando una interpretación abusiva (aunque
no más, me atrevo a asegurar, que muchas glosas inspiradas por Ma­
levich) al suponer que el Cuadrado negro tiene alguna relación con
lo divino que Moisés sólo puede «ver» de espaldas, y el Cuadrado
blanco con la visión cara a cara? De todos modos, no se puede ver
nada. La idea extraordinariamente elevada y ambiciosa que Male­
vich tenía de la pintura, de la misión del pintor, de la salvación tras-

453
cendente que promete es apropiada para hacer desistir de la figu­
ra, para descalificar la imitación. Dignidad infinita del objeto que se
pinta, indignidad de los medios de la figuración, éxtasis místico e
intuición directa de lo divino en el punto extremo de la conciencia:
reconocemos en estos folletos compactos, ingratos, opacos, escritos
en estado febril por un espíritu autodidacto y poderoso, las cons­
tantes de la iconoclasia.
Queda mucho por saber acerca de Malevich. Nuevos cuadros, di­
bujos y textos vuelven a ver la luz tras una reclusión de la obra que
ha durado más de cincuenta años. ¿Qué sucedió exactamente en los
quince días que pasó en la «gran casa», en el otoño de 1930? ¿Qué
le preguntó la GPU? ¿Qué contenían sus archivos, que sus amigos
se apresuraron a destruir? ¿En qué pensaba cuando pintó algunos
lienzos dentro del género del «realismo socialista»?
El realismo socialista puede colocarse en oposición simétrica
con la abstracción. Esta rechaza la evidencia de los sentidos para
hacer que aparezca una realidad invisible. Aquél niega también la
evidencia de los sentidos al participar en el rechazo de la realidad
común y visible, prohibida por el régimen. Pone en su lugar una
falsa visibilidad, a saber, la utopía hecha realidad (obreros y cam­
pesinos radiantes en un mundo técnicamente desarrollado...). Ne­
cesita todos los recursos de la ilusión, perspectiva, técnica panorá­
mica, etc. Además, la abstracción dice estar en ruptura total con
el arte del pasado. El realismo socialista pretende, en cambio, que
es su culminación natural. Por eso recupera íntegramente el esti­
lo de los ambulantes, ascendido a la categoría de cumbre del arte.
Los escasos lienzos que Malevich debió pintar en este género son
curiosa del arte.
Después de este choque, volvió a los estilos que había practicado
antes del suprematismo, pero con una luz y una austeridad nuevas.
¿Qué significan exactamente esas siluetas de campesinos sin rostro,
pero no sin barba, a veces sin brazos, con blusón ruso, a menudo di­
vididas en dos colores, cortadas a mitad del cuerpo por el horizon­
te mientras detrás resplandece el cielo azul de los veranos ucrania­
nos? ¿Por qué esos cuadros extremadamente alegres y rutilantes
sobre el fondo de la inmensa matanza del campesinado que Stalin
realizaba por las mismas fechas, hasta el punto de que emanan a
contrario una especie de tragedia? No sabemos lo suficiente al res­
pecto.
Pero sabemos mucho menos, pese a todas las explicaciones del
artista, sobre la relación que existe (al menos en la mente del pin­

454
tor) entre la mística suprematista declarada de los años 1914-1920 y
esos cuadrados, esos rectángulos, esas grandes cruces que flotan y
parecen moverse en él espacio inimaginable de la «cuarta dimen­
sión».
Sigue habiendo una diferencia insalvable entre la teoría y lo más
hondo del espíritu del artista, entre esas profundidades y su miste­
riosa transcripción al papel y al lienzo. Y entre la obra suprematista
y el eco mundial que obtiene ante el público y los pintores que, a su
vez, intentan descifrar el enigma. Pero la monotonía, que es el pre­
cio que se ha de pagar por el misticismo subjetivo -y que hay que
comparar con la monotonía del icono paralizado por sus cánones y
por el compromiso posticonoclasta-, se vuelve a la larga insoporta­
ble, y lo «sin objeto», que debía ser el punto final de la historia del
arte, fue una fórmula inestable a la que el mundo, y en primer lu­
gar el propio Malevich, no pudo recurrir durante mucho tiempo.

Postscriptum
No decir nada sobre Mondrian sería exponerse a desequilibrar
mi propósito, permitir que se piense que toda la pintura abstracta
sale de Rusia, cuando todo el mundo sabe que un tercer fundador
no le debe nada a esta nación.
Sólo quiero indicar qué etapas comparte el camino de Piet Mon­
drian, a pesar de las diferencias de medio, con el de Kandinsky y
Malevich. Y qué etapas no comparte.
En sus primeros cuadros, Mondrian se somete dócilmente al es­
tilo de sus maestros, que continuaban la tradición holandesa: Mau-
ve, Maris, Israels. En relación con sus contemporáneos rusos, ad­
quiere también una formación clásica más sólida y más regular. De
la que se emancipa rápidamente, hacia 1900, en virtud de dos in­
fluencias que él conjuga de manera aún más íntima (pues ya esta­
ban mezcladas): la teosofía y el simbolismo pictórico.
La teosofía es fundamental. Mondrian leyó a Madame Blavatsky
(una fotografía de esta señora adornó durante mucho tiempo las
paredes tan desnudas de su taller), Schuré, Steiner, Annie Besant, y
fue íntimo de un ex sacerdote católico convertido en teósofo, H. J.
Schoenmakers, parte de cuyo vocabulario recogió en sus escritos
teóricos. La teosofía lo ayudó probablemente a apaciguar algunos
tormentos interiores. Las relaciones con su padre, hombre autori­
tario y calvinista muy estricto, no habían sido fáciles. Mondrian ha­

455
bía pensado en ser predicador; su vocación de pintor no había sido
bien aceptada por su padre, y él mismo tenía remordimientos. La
teosofía le proporciona un marco religioso más cómodo: garantiza
el acceso a las estructuras profundas del universo; promete un ca­
mino de perfeccionamiento espiritual a cuyo término el espíritu
iniciado se ve dotado de grandes poderes. Considerada desde el
punto de vista de Calvino, la teosofía es un pelagianismo extremo,
pues el sujeto construye su propia salvación a través de la ascesis, la
meditación, el conocimiento iluminativo, y por otra parte colma el
abismo insondable que separa a Dios del alma humana proponien­
do un cosmos lleno de lo divino, continuum evolutivo de materia y
espíritu en el que la materia se espiritualiza cada vez más hasta ser
«vida autónoma del espíritu consciente de sí mismo»831.
Bajo la dependencia de estas doctrinas, los paisajes de Mondrian
se cargan de intenciones misteriosas, y su estilo se acerca unas veces
al del Brücke, con algo más de calma y de «limpieza» (Cerca del Gein,
árboles con la luna saliendo, 1902; La nube roja,, 1908), otras a Hodler,
con mayor frecuencia a Munch {Devoción, 1908; El crisantemo mori­
bundo, El girasol moribundo, 1908). La serie de las torres-campanarios
y el comienzo de la serie Arboles obedecen al mismo registro patéti­
co, aunque Mondrian se ejercita a veces en las técnicas llegadas de
París. Se había hecho amigo de Toorop, simbolista de los más «ini­
ciados», pero que no desdeñaba, hacia 1908, algo de puntillismo.
Esto alegra un poco Torre de la iglesia de Zoutelande, sobre todo si la
comparamos con Iglesia de Domburg. Llegamos así a la catástrofe, fe­
lizmente única en su obra, del tríptico Evolución (1910-1911). Tres
mujeres desnudas, estilizadas, de formas rígidas. La primera tiene
los ojos cerrados, la segunda abiertos de par en par, la tercera de
nuevo cerrados. Si se mira con detenimiento, se observa que los pe­
chos y el ombligo de la primera están representados por minúsculos
triángulos que apuntan hacia abajo (hacia la Tierra), los de la se­
gunda por los mismos triángulos vueltos hacia arriba (hacia el Cie­
lo), y los de la tercera por pequeños rectángulos o rombos: síntesis
de la Tierra y el Cielo, de la Naturaleza y el Espíritu. Seuphor inter­
preta con verosimilitud: sueño de la carne, despertar del espíritu, vi­
sión interior. Y Dora Vallier: «Los triángulos encuentran su equili­
brio en el rectángulo. ¿Cómo no ver ahí -en germen- todo el futuro
de la obra de Mondrian?»832. En germen solamente, porque el cua­
dro podría servir de rótulo para una tienda donde se vendieran pen­
táculos, mandalas, tarots, varillas de incienso y La doctrina secreta de
Madame Blavatsky. Pero en 1911, Mondrian desembarca en París.

456
El fárrago simbolista no tarda en desaparecer. Considerando nu­
lo y sin valor todo lo que ha hecho hasta entonces, cambiando brus­
camente de estilo, Mondrian se pasa al cubismo. Cézanne, a quien
Toorop le presentó, le había preparado para dar el paso. En unos
meses, entra a fondo en el cubismo y lo abandona por completo pa­
ra entregarse a la abstracción. El cubismo no es para él, como lo era
para Picasso y Braque, un momento en un largo trabajo, sino un sis­
tema de formas, en ruptura con el suyo, que había dejado de con­
vencerlo y que, dato estereotipado, respondía mejor a sus intuicio­
nes profundas. Las cuales, al adentrarse en el cubismo, lo hicieron
estallar rápidamente. Continúa la serie Árboles en París, pero to­
mando el tema como un medio para dividir el espacio del lienzo,
de tal suerte que la estructura rítmica se convierta con rapidez en
el verdadero «tema». A partir de entonces Mondrian prosigue su
evolución lógica con la obstinación tranquila e inflexible propia de
su carácter. La teosofía sigue estado presente para justificar la elec­
ción de ciertas formas matriciales: el óvalo (la energía cósmica ori­
ginal) , la T (la terminación), el cuadrado (el mundo en su unidad),
la oposición de la horizontal y la vertical (unidad de los principios
universales de lo masculino y lo femenino, de lo espiritual y lo ma­
terial), etc. El milagro es que a partir de elementos mínimos, la
composición ortogonal (se peleó con Van Doesburg porque éste ha­
bía querido introducir la diagonal...), el empleo exclusivo de los
tres colores primarios, azul, amarillo, rojo, y de los dos «no colores»,
el blanco y el negro, creó una obra coherente, viva, capaz de reno­
varse hasta su muerte (1944) y que, por su nitidez, su calma medi­
tada, puede inscribirse en la mejor tradición holandesa.
Mondrian vivía a la manera de su compatriota Spinoza: celoso de
su independencia, de su soledad, ganándose la vida sólo lo estricta­
mente necesario, casto, reservado, correcto en el vestir y en el len­
guaje, aun así cortés y razonablemente social. Su taller -sin como­
didades, minuciosamente ordenado- sólo hacía una concesión a la
forma natural: un tulipán artificial que había pintado de blanco.
Mondrian no tiene en común con Kandinsky y Malevich ni la
«raza» ni el «medio», como diría Taine. Pero sí el «momento». Co­
mo ellos, está embargado por una religiosidad mística intensamen­
te impregnada del esoterismo de fin de siglo. Como Kandinsky, pa­
sa por el simbolismo, y como Malevich, por el cubismo, para llegar
a una no figuración sin concesiones que mantendrá (a diferencia
de los otros dos) hasta el fin, sin vuelta atrás. También para él Fran­
cia (donde sin embargo vivió por predilección) fue no una lección

457
de pintura, sino el catalizador que precipita una expresión artística
cuyos valedores estéticos, filosóficos y teológicos tienen sus raíces en
lugares distintos de su París de adopción.
Por último, a semejanza de los dos pintores rusos, Mondrian ha­
ce de su innovación pictórica el manifiesto de una cosmosofía y de
una historiosofía, que en él, además, es mucho menos ambiciosa y
mesiánica. «La vida del hombre se aparta hoy poco a poco de las co­
sas naturales para ser cada vez más una vida abstracta.» «La aten­
ción vital se fija en las cosas interiores.» «Como pura representación
del espíritu humano, el arte se expresará en una forma purificada,
es decir, abstracta»833. El «neoplasticismo» (nombre que Mondrian
dio a su sistema) aspira a un «equilibrio» que «aniquila a los indivi­
duos como personalidades particulares y crea la sociedad futura co- ·
mo verdadera unidad» (1926). Se trata de construir una «cultura-
hacia-el-equilibrio» dando la espalda a la «noche» del pasado. La
vida humana «no estará siempre dominada por la naturaleza». A la
luz del gran día del futuro, el hombre puede crear una realidad
nueva, una superrealidad. «En virtud de la influencia de esta superre-
alidad, la vida humana, hasta ahora más bien natural, cambiará con
mayor rapidez para convertirse en una vida verdaderamente huma­
na» {Círculoy cuadrado, 15 de abril de 1930).
Llevar el paralelismo un paso más lejos nos expondría a graves
contrasentidos. Mondrian, pese al sistematismo de su lenguaje plás­
tico, a sus quimeras blavatskianas, se sitúa con más modestia que
nuestros rusos dentro de los límites del oficio de pintor. Presenta la
abstracción como la pintura que conviene a los «tiempos nuevos»,
pero esto no implica una condena de la pintura antigua que co­
rresponde a los tiempos antiguos. El hombre contemporáneo, es un
hecho, se separa de la naturaleza: la pintura debe tener en cuenta
esta realidad. Cuando, siendo todavía un poco cubista, Mondrian se
refería a la realidad, hablaba de los «grandes inmuebles» del barrio
de Montparnasse y de los andamios que los cubrían. Del mismo mo­
do, le interesa el jazz como un ritmo significativamente contempo­
ráneo y trasladable a la pintura (Broadway Boogie Woogie, 1943). De lo
que llama «la representación exacta de las solas relaciones», o bien
«la relación estética representada con precisión», extrae progresi­
vamente formas y colores naturales, y espera que «toda la vida mo­
derna pueda reflejarse puramente en un cuadro». La tarea que
Mondrian considera fundamental es, en suma, la tarea primera, ini­
cial, de toda pintura: vlakverdeling, es decir, «división de la superfi­
cie plana». Si la pintura de Mondrian, desbordando los límites del

458
bastidor, ha invadido nuestras calles y nuestras ciudades es porque
con sus medios voluntariamente minimalistas ha tocado, como él
creía, alguna estructura esencial de nuestro estado presente.
Es posible que a medida que encuentra su camino, digamos ha­
cia 1920, la pintura se vuelva más fuerte en él que la teosofía, que és­
ta se ponga al servicio de las necesidades personales del pintor y no
a la inversa. La correlación de fuerzas, tan desfavorable al comien­
zo de su carrera y que había conducido a la desastrosa Evolución, se
ha invertido. Si Mondrian ha tenido tal influencia en nuestro mun­
do (fasta o nefasta, no seré yo quien lo juzgue) es porque este ho­
landés que trabajó en París, en Amsterdam, en Nueva York, es de­
cir, en el centro del mundo, nunca dejó de pertenecer a él.
Mondrian quería «abstraer» las formas de la naturaleza. Debe­
mos recordar que la pintura francesa se afanaba desde hacía medio
siglo en esta búsqueda de lo esencial, en este trabajo de escrutinio,
de organización cuidadosa del lienzo, de repliegue en la pintura co­
mo en una realidad autónoma. Mondrian podía apropiarse sin que
fuera un abuso de la famosa frase sobre la «superficie plana cubier­
ta de colores reunidos en cierto orden», y lo que había tomado de
Cézanne, al fin y al cabo, también estaba contenido en Cézanne. Era
la inclinación ininterrumpida, propiamente francesa, hacia la abs­
tracción, y si Mondrian dio el paso ante el cual los franceses retro­
cedieron fue sin duda porque éstos no pensaban, como el holan­
dés, que la naturaleza era «trágica» o insoportable, como repetía a
menudo, y que había que darle la espalda. Sólo por este punto, úni­
co pero decisivo, Mondrian abrazó la iconoclasia.

459
C onclusión

Los regímenes religiosos son desigualmente favorables a la ima­


gen. Lo divino pagano, inmanente al mundo, habita todas las cosas
producidas por la naturaleza o hechas por la mano del hombre. Su
variedad plástica es infinita: incluye una fuente, una piedra o, con
el mismo derecho, una máscara monstruosa y la Atenea de Fidias. La
filosofía critica esta ubicuidad en nombre del concepto. Pero suce­
de que el concepto de lo divino arrastra la imagen hacia la interio­
ridad del espíritu donde se forma, y arrastra el alma hacia un más
allá de ella misma donde la imagen se desvanece.
El Dios bíblico, trascendente, invisible e inimaginable por esen­
cia, es sin embargo el autor benevolente del mundo, que contiene
sus «vestigios» y, en el caso del hombre, su «imagen». El servidor de
este Dios venera con tanta piedad como Hesíodo o Virgilio el refle­
jo de la gloria divina sobre todas las cosas del cielo y de la tierra.
Si es cristiano, cree además en un hombre que Dios no habitó, si­
no en el que se «encarnó». Este culmen de la benevolencia divina au­
menta más si cabe la dignidad de la creación, pero deja ver tras ella
un mundo más bello, aún más deseable y que en consecuencia, a ins­
tancias de la filosofía, reduce su valor. Por otra parte, ¿qué culto ha
de rendirse y qué estatuto ha de atribuirse a la imagen de Cristo, que,
mediante su Ascensión, es ahora -con su cuerpo «circunscrito» y re-
presentable- Uno con la Trinidad misteriosa, incognoscible, irre-
presentable en sí misma?
Se entiende que semejante dispositivo teológico, mucho más
problemático que el judaismo clásico y el islam, sea un nido de di­
ficultades. En cuanto el más mínimo desequilibrio afecta al lugar
del Verbo en la Trinidad o a la unión de las naturalezas en la per­
sona de Cristo, ya no hay imagen o ya no hay más que un ídolo. Se
vuelve entonces al aniconismo filosófico, que se basa en el segundo
mandamiento bíblico. Así, según la lógica de la teología, en el régi­
men cristiano la imagen se halla en situación inestable, y la historia
presenta alternancias de gloria y extinción.
Como el hombre y el pueblo tienden a la idolatría, es en la élite,

461
entre los instruidos, donde suele nacer la protesta contra la degra­
dación idolátrica de la imagen, y después contra la propia imagen.
Esta protesta puede tener una intención ortodoxa. Pues ¿qué otra
cosa dice Calvino, con san Pablo, sino que «Dios habita en una luz
inaccesible», y con Isaías, que no habita en «una casa hecha por la
mano del hombre»? En la misma época, san Juan de la Cruz se ne­
gaba a confundir a Dios con la más religiosa de las imágenes, ni si­
quiera con su concepto, ni aun con la experiencia mística más ver­
dadera: todo eso debía ser abandonado a la «noche del alma».
A pesar de estos obstáculos, como comprueba el historiador, ha
sido en el seno del cristianismo y de una ortodoxia cristiana (inclu­
so olvidada) donde la imagen divina ha prosperado con el mayor vi­
gor, la diversidad más exuberante, aprobada por el vulgo, los doc- ·
tos, los santos, fomentada por el magisterio de la Iglesia.
Pero para ello han sido necesarias, además de la reflexión teoló­
gica, unas circunstancias que sólo se han dado de forma duradera
-aunque no siempre- en el Occidente latino de Europa. La primera
consistió en la actitud adoptada con respecto a las cosas, el no consi­
derarlas ni como divinas ni como totalmente abandonadas por lo di­
vino: a ello contribuyeron de manera conjunta, aunque distinta, la
herencia antigua y la adhesión al cristianismo. Esto ha permitido los
fecundos intercambios entre la imagen divina y la imagen profana,
que en el curso de las épocas han sido como vasos comunicantes.
La ciencia moderna tiende a romper esta bienaventurada rela­
ción. Cuando no se percibe lo divino en la naturaleza, el impresio­
nante silencio del mundo abandonado realza la majestad de la Idea
divina, vaciada ahora de toda atadura antropomórfica o cosmomór-
fica. A partir de Pascal y de Kant, y hasta Heisenberg, reviven en la
ciencia, cuando ésta no se conforma con el simple positivismo, el es­
píritu y la mística de la antigua iconoclasia. ¿Vale la pena contemplar
la naturaleza si se la puede analizar? El arte se convierte decidida­
mente, como lo vio Hegel, en «una cosa del pasado». Sin embargo,
a ojos del artista, la materia no se reduce a la extensión ni la luz a los
corpúsculos y las ondas. El artista no puede representar las cosas, ni
siquiera de la manera más naturalista, ni siquiera fotografiándolas,
sin que aparézca un excedente, aunque no se sepa bien si viene de
las cosas, del artista o de Dios, pero que conduce a la admiración y
la alabanza. Por eso, cuando el arte religioso fallaba, lo sagrado en­
contraba refugio en el arte profano, y la ortodoxia encontraba su
vindicación en los pintores que menos pensaban en ella, pero que
sabían mirar el «fenómeno» como había que hacerlo.

462
La segunda circunstancia ha consistido en una concepción me­
surada y moderada de la imagen, que el Occidente latino no consi­
deró ni igual al prototipo ni desprovista de toda afinidad con éste.
De este modo, la imagen no se expone ni a la crítica platónica de
ser una añagaza ni a la crítica iconoclasta de ser un ídolo. Ni tam­
poco a la crítica de ser una reproducción estéril, vana e inútil. Pero
el equilibrio puede romperse -como vemos en la época moderna-
cuando la imagen, al emanciparse del prototipo, se convierte a su
vez en prototipo.
Liberada del deber de explicarse con la naturaleza -o con lo di­
vino-, la imagen absoluta, figurativa o no, pero que no tiene en
cuenta su función de representación, se aísla y se erige en rival de
lo creado. Se propone como objeto de culto, celebrado en el museo
donde se acude a consumir místicamente la carne y la sangre del ar­
tista, mediador, salvador, teúrgo, en las especies de su obra.
La tercera circunstancia es la feliz situación moral y social del ar­
tista. Es bueno para la vitalidad de la imagen que el artista tenga su­
ficiente autonomía respecto a la autoridad espiritual. Ahora bien, en
los países latinos, ésta le exige principalmente la excelencia en su ofi­
cio. No le carga con el deber casi sacerdotal de comunicarse con lo
divino. De eso se encarga ella misma, y no se pregunta si el artista,
simple fiel, es personalmente capaz de hacerlo. Si bien la sociedad oc­
cidental somete al artista a la corporación o al mercado, le deja mar­
gen. Le da a cambio el estímulo de un encargo, de una crítica, la for­
mación a cargo de maestros, le proporciona un marco retórico y un
estilo que no tiene que reinventar partiendo de cero. En la época mo­
derna, el rescate del artista de la condición de artesano, la conquista
del nombre, de la firma, la admisión de la pintura en la categoría de
las artes liberales son batallas ganadas. Pero en este momento feliz en
que el artista ha obtenido todo lo que puede razonablemente espe­
rar, el equilibrio se ve amenazado por la estética de la genialidad.
La genialidad es una actitud espiritual que aísla por sí misma. Es
propia del artista: los genios políticos, militares, científicos se cuelan
ahora en el molde del artista. La genialidad separa al artista de la so­
ciedad. A partir de ese momento no tiene maestro, es el único res­
ponsable de su estilo y de su «originalidad». Lo que cuenta no es tan­
to la obra sino, como señala Nietzsche, «el espectáculo de esta fuerza
que un genio emplea no en sus obras, sino en el desarrollo de sí mismo
como obra»*. La conquista del estatuto, legítima por cuanto el artista
* Nietzsche, Aurora, par. 548.

463
quería ser reconocido por lo que hacía, supera su fin cuando exige
la proskinesis y la obtiene no por lo que hace, sino por lo que es.
Estos desequilibrios, que no son exactamente contemporáneos,
se acumulan, minan poco a poco la imagen y la empujan hacia una
crisis. Del mismo modo que ha habido una «consagración del es­
critor», ha habido una consagración del artista. El genio y lo subli­
me, antes de convertirse en una carga, han galvanizado al artista,
han exaltado su misión de ser el intérprete de lo divino y de trans­
mitir su fuego. Como lo divino no era ya visible en las cosas, ha si­
do necesario presionarlas, forzarlas y deformar sus formas para que
representen una presencia que las rehuía, hasta que algunos artis­
tas dan el paso y deciden prescindir por completo de ellas.
La instauración de la «abstracción» no puede considerarse una
fórmula o un camino pictórico entre otros, del mismo modo que el
puntillismo, el fauvismo o el cubismo. Sus fundadores la entendie­
ron como una revolución, más aún, como una mutación total, y no
sólo de la pintura. Les doy la razón. Para explicarlo, he tenido que
recurrir a toda la historia, analizar una posición espiritual recu­
rrente desde los tiempos más antiguos, que conlleva algo muy dis­
tinto a un estilo o a un sistema plástico.
De hecho, si se piensa en lo que ha sucedido después, el atenta­
do contra la figura y la ruptura con el «objeto» han determinado
eficazmente un corte cuya cicatrización no se vislumbra cercana.
Hasta tal punto que toda la sucesión contemporánea de formas pa­
rece reorganizada por el acontecimiento, como si impresionismo,
simbolismo, expresionismo, cubismo y todos los «ismos» fueran
arrastrados cada vez más deprisa, a su pesar, hacia ese punto de rup­
tura como hacia una catarata sin fondo.
El movimiento ha sido mundial, pero la victoria final se ha lo­
grado en Estados Unidos. Este país estaba consagrado casi por na­
turaleza a lo sublime: sus pintores, en el siglo XIX, se atrevieron a
plasmar sus paisajes, que en el valle del Hudson o en el Oeste son,
en efecto, «absolutamente grandes». La emigración europea sem­
bró semillas que germinaron impetuosamente en esa tierra fértil:
alemanes que huían del nazismo, rusos que huían del bolchevismo,
Mondrian, Duchamp (que se sentía a disgusto en el clima artístico
nacional y era el tipo casi puro del artista absoluto, es decir, sin
obra). Sus principios, su mística, fueron adoptados con entusiasmo,
reformulados por Rothko, aplicados por Pollock, Kline y los demás
con tal fuerza que Estados Unidos se estremeció de orgullo ante la

464
translatio artis de París a Nueva York. En el «expresionismo abstrac­
to», y no en las figuras angustiadas de Hopper o desbordantes de
amabilidad de Norman Rockwell, ha situado hasta hoy (aunque es­
to puede cambiar) su gran arte.
Sin embargo, la figura intenta regresar. La encontramos en la
pintura para el gran público, el surrealismo para señoras, los ver­
daderos y falsos naïfs, los cómics o el amplio mundo de la fotogra­
fía, cuya extensión compensa la abdicación de la imagen pintada.
Sale de las catacumbas -¡pero en qué estado!- con pintores de en­
vergadura: poderosamente monstruosa en Bacon, paródica en Bo­
tero, «bruta» en Dubuffet... Sólo diré unas palabras acerca del hi-
per realismo.
En esta corriente, los objetos están dotados de una inquietud ex­
traña. La imitatio llevada hasta el límite adquiere el carácter de una
alucinación y la minuciosidad de lo representado acentúa la impre­
sión de irrealidad. Al desaparecer la «diferencia» con el modelo,
que Platón y el Areopagita habían considerado necesaria, el hipe-
rrealismo produce una versión «Madame Tussaud» de nuestro
mundo; pero espantosa, porque la naturaleza vuelve como el espec­
tro de un asesinado. El pathos tan eficaz de esta pintura reside en la
exhibición del absurdo de las formas naturales, cuya obsesiva feal­
dad o cuyo vacío -los desnudos insisten en detallar lo que nunca se
había mostrado en el desnudo- no llaman a la alabanza ni suponen
la obra de la gracia. De hecho, la gracia parece haberse retirado pa­
ra siempre.
Y sin embargo, a pesar de lo que Hegel dice al respecto, no hay
fatalidad en la muerte de la imagen. Quizá ya esté volviendo a la vi­
da a nuestras espaldas, en lugares desconocidos, en formas que no
sospechamos. Mensura, numerus, pondus pueden volver para regular
lo sagrado y lo profano en su mutua relación, para proponer imá­
genes divinas que den vida a las cosas e imágenes profanas que den
cuerpo a lo divino. Sabemos que ambos tipos de imagen sólo pros­
peran de forma duradera si están juntos, alimentándose entre sí, co­
mo atestiguó durante algunos siglos el occidente europeo.
El siglo XX ha vivido grandes revoluciones. Tras ellas, el derecho,
la propiedad y otras instituciones que durante mucho tiempo se
consideraron sagradas han tenido muchas dificultades para volver a
asentarse. ¿Puede sorprendernos que la imagen, a la que otra revo­
lución contemporánea se ha atrevido a atacar, tarde algún tiempo
en restablecerse?

465
Notas

*Ver Rostas P apaioannou, L ’A rt grec,


París, M azenod, 1972, p. 48.
2H esíodo, Théogonie [Teogonia],
v. 121.
3Píndaro, Néméennes [Nemeas], VI,w . 1-13; citado p o r K. Papaioannou, ,L ’A rt grec
op. cit., p. 57.
4V er Aristóteles, Ethique à Nicomaque [Etica a Nicómaco], 1177 b.
5Platón, Timée [Timeo], 90 d, La République [La República], VI, 500 c-d.
6V er K. P apaioannou, L ’A rt grec
, op. cit., p. 114.
7V er Lionello Venturi, Histoire de la critique d ’art,
París, Flam m arion, 1969, p. 42.
8 Citado p o r M. P. Nilsson, Les Croyances religieuses de la Grèce antique,
Paris, Pa­
yot, 1955, p. 79. C om p arar co n el Non nobis Domine en ton ado p o r Enrique V tras la
victoria de A zincourt (S h akespeare).
9K P apaioannou observa que «existe u na d em ocracia de los seres», puesto que
caballos, tem ero s o perros son tratados com o form as perfectas, arquetípicas.
10Citado p or H egel, Esthétique [Estética],
«El arte clásico», cap. III, II, b.
11V er Jean -P ierre V ernant, L ’Individu, la Mort, l’Amour,
París, Gallimard, 1989,
«Mortels et im m ortels: le corps divin», pp. 7-39.
12 San Agustín, La Cité de Dieu [La Ciudad de Dios], VI, v-vi.
13V er W ern er Ja e g e r, La Naissance de la théologie, Essai sur les présocratiques, Paris,
Éd. du Cerf, 1966. Me apoyo am pliam ente en esta obra.
14Tales, A XXII.R ecogido en Platon, Les Lois [Las leyes],
899 b.
15V er W ern er Ja e g e r, La Naissance de la théologie
, op. cit., p. 38.
16Jen ófan es, B XXII.
17V er W ern er Ja e g e r, La Naissance de la théologie, op. cit., p. 51.
18Jen ófan es, B x x v .
19Id., B xxv i.
20Id., B xv.
21Id., B xvi.
22Id., B xi.
La Naissance de la théologie,
23V er W ern er Ja e g e r, op. cit., p. 79.
24Jen o fo n te,Mémorables [Memorables], III, x, 6-8.
La Naissance de la théologie,
25V er W ern er Ja e g e r, op. cit., p. 116.
26Parm énides, B Vin. Observem os que el Ser posee un límite y un co n torn o, a
diferencia del apeiron milesiano. L a querella de las im ágenes se basa en averiguar
si Dios puede ser circunscrito en un icono. V er, pp. 158 y ss.
27H eráclito, B XCIII.
28Id., B XXXII.
29Id., B LXXIX.
30Id., B l x x x i i i .
31 Em pédocles, B c x x x m .

467
32Id., B c x x x iv .
33Id., B xxviii.
34Platón, Protagoras [Protágoras], 321 a.
Memorables,
35Jen o fo n te, I, rv, 13.
36V er C icerón, De lanature des dieux [De la naturaleza de los dioses], I, xii .
37D em ócrito, A LXXIV.
“ Ver Eusebio de Cesárea, Préparation évangélique [Preparación evangélica], XIV, ni, 7.
39Platón, Las Leyes, rv, 716 c.
40Platón, La República, Vil, 514 b.
41Platón, Le Sophiste [El sofista], 254 a-b.
42V er Auguste Diès, Autour de Platon , Paris, Les Belles L ettres, 1972, p. 555.
43Sed contra Phèdre [Fedro],
: ver Platon, 249 c.
44V er V ictor Goldschmidt, Platonisme et pensée contemporaine, Paris, Aubier-M on­
taigne, 1970, pp. 37 y ss.
45Platon, La República , VI, 509 b. V er V. Goldschm idt, Platonisme et pensée contem­
poraine , op. cit., p. 39.
46Platon, La República , VII, 518 c; El sofista , 248 e.
47Platon, La República, 517 b-c.
48Platon, Phédon [Fedón], 66 e.
49Id., 67 a.
50Platon, Timeo, 92 c.
51Platon, Théétète [Teeteto], 176 b.
52Platon, Cratyle [Crâtilo], 431-432.
53Platon, La República, X, 595 b.
54V er Pierre-M axim e Schuhl, Platon et Vart de son temps, Paris, A lcan, 1933.
55Platon, Parménide [Parménides], 165 c-d.
56V er Platon, Las leyes, vn, 797 d-e.
57Id., 656 e-657 a.
58Platon, Le Politique [El político],
299 e.
59Platon, La República,
V, 457 b.
60Id., 398 a-b.
61V er Platon, El sofista,
265-268.
62V er Platon, La República,X, 595-596.
63V er Platon, El sofista,
234 d: el h om b re capaz de p roducirlo todo sólo fabrica
«hom ónim os» de la realidad. Se con d en a el «sim ulacro».
64V er Platón, Las leyes,
II, 667 e-669 b.
65Platón, La República,
X, 607.
66Id., 607 c.
67V er Platón, Timeo,
27-29.
68V er Platón, Las leyes,
X, 902 e-903 a.
69V er Platón, Phédon [Fedón], 110.
70Id., 109 c-d.
71Platón, Fedro,
247.
72Id., 247 c.
73V er Platón, Le Banquet [El banquete], 201-212.
74Id., 211 d.
75V er Platón, Fedro,
248-249.
76Sobre la relación en tre lo bello y la m edida, ver Aristóteles, Poétique [Poética],
1450 b; Politique [Política],
1326 a-b.

468
77Ver Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1178 b.
78Id., 1177-1178 a.
Poética,
79V er Aristóteles, , 1449 b. ^
Ethique à Eudème [Etica a Eudemo],
80Aristóteles, 1249 b.
Ver Aristóteles, Métaphysique [Metafísica],
81 1051 a.
Ética a Nicómaco,
82Aristóteles, 1026 a.
Physique [Física],
83Aristóteles, 192 a.
84V er K. P apaioannou, L'Art grec, op. cit., p. 104.
Metafísica,
85A ristó teles, 1032 a.
86Id., 1032 b.
87Id.
88Aristóteles, Física, 199 a.
89Aristóteles, Metafísica, 1034 b.
90V er Aristóteles, Física, 192 b.
91Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1140 a.
92Id.
"A ristóteles, Poética, 1447 a.
94Id., 1454 b.
"A ristóteles, Rhétorique [Retórica], 1371 b.
"A ristóteles, Poética, 1448 b. Santo Tom ás recoge este pasaje y lo convierte en
u n a de las claves de su estética. V er pp. 191 y ss.
97Aristóteles, Les Parties des animaux [Las partes de los animales],687 a.
98V er C icerón, De la naturaleza de los dioses, II, .xxii
II, xxm.
" I d .,
II,
100V er id., xxrv.
id., II,
101V er -
xxxii xxxv .
Cicerón, Les Tusculanes [Tusculanas],
102 I, 26.
103V er Erwin Panofsky, Idea, París, Gallimard, 1983.
L'Orateur [El orador], II,
104C icerón, 7.
105V er S éneca,Lettres à Lucilius [Cartas a Lucilio], LXXXVIII, 18.
Plinio, Histoire naturelle [Historia natural], XXXV, 17.
106V er
107Filóstrato,La Galerie de tableaux [La galería de cuadros], Prólogo.
108Ver Plinio, Historia natural, XXXV, 64. Ver también Cicerón, De l'invention [De
la invención], II, i, 1.
109E. Panofsky, Idea, op. cit., p. 36.
110V er Dion Crisostom o, Discours olympique [Discurso olímpico].
111Plotino, Ennéades [Enéadas], V, 8, 9.
112Id.,V, 2, 2.
113V er id.,VI, 4, 7.
114V er Henri-Charles P uech , En quête de la gnose,
París, Gallimard, 1978, vol. i,
«Position spirituelle et signification de Plotin», p. 68.
115Plotino, Enéadas, VI,9, 6.
116Id.,VI, 9, 5.
117Id.,V, 8, 8.
118Id., I, 6, 8.
119V er H.-Ch. P uech, En quête de la gnose,
op. cit., vol. I, p. 65.
120Plotino, Enéadas, IV, 8, 1.
121Id., I, 6, 8.
122Id., I, 4, 10.

469
123Id., VI, 9, 8.
124Id., VI, 7, 31.
125Id., VI, 9, 10.
126Pierre H adot, «La fin du paganism e», en H enri-Charles P uech (d ir.), Histoi­
re des religions , Paris, Gallimard, «Encyclopédie de la Pléiade», vol. il, 1972, p. 82.
127Plotino, Enéadas VI, 7, 34.
,
128Id., Il, 9, 18.
129Id., V, 8, 9.
130Id., V, 8, 1.
131Id., I, 6, 2, V, 8, 1.
132Id., I, 6, 1. V er E. Panofsky, Idea, op. cit., pp. 44 y 191.
133A ndré Grabar, «Plotin et les origines de l’esthétique m édiévale», recogido en
Les Origines de Vesthétique médiévale, Paris, M acula, 1992, p. 33. G rabar relacion a con
el neoplatonism o ciertas características del arte bizantino: el alargam iento de los
m iem bros, la frontalización de los volúm enes, el descarnam iento de las figuras, e l ,
hieratism o de las poses, etc.
134Plotino, Enéadas , VI, 9, 10.
l35Plotino, Enéadas; citado p o r E. Panofsky, Idea , op. cit., p. 46.
136V er E. Panofsky, Idea, op. cit., p. 46.
137Plotino, Enéadas , VI, 7, 32.
138V er H.-Ch. P uech , En quête de la gnose, I,
op. cit., vol. p. 79. V er tam bién Ploti-
no, Enéadas , VI, 7, 33.
m Epinomis, 980 a. Se discute que este apéndice a Las leyes sea de Platón. Trans­
mite lo que creía la p rim era gen eración de discípulos, en el seno de la A cadem ia.
Festugiére lo califica de «evangelio de una nueva religión», porque p rop on e nue­
vos dioses.
140Id., 984 a.
141Citado p o r A.-J. Festugiére, La Révélation d ’Hermès Trismégiste, París, Les Belles
Lettres, 1950-1953, vol. II,p. 233.
142V er id., p. 234.
143Plutarco, De la tranquilité de l’âme [De la tranquilidad del alma], c, 20.
144V er Justino,Dialogue avec Tryphon [Diálogo con Trifón], III; citado p o r A.-J. Fes­
tugiére, La Révélation, I,
op. cit., vol. p. 11.
145H erm es Trim egisto, Traité V [Tratado v], 2-6.
146Tratado XI, 22.
147V erTratado XI, 19.
148A.-J. Festugiére,La Révélation, op. cit., vol. n, p. 63.
149V er H erm es Trim egisto, Tratado xii.
La Révélation,
150V er A.-J. Festugiére, I,
op. cit., vol. pp. 283 y ss.
151H erm es Trim egisto,Asclepius [Asclépios], 23-24.
152Agustín, La Ciudad de Dios, VIII, XXIII.
153V er Francés Yates,Giordano Bruno, París, Dervy-Livres, 1988, p. 65.
154Jám blico,Les Mystères d ’Egipte [Los misterios de Egipto], I, 19-20.
155Id.,III, 28 y 29.
156Vie deProclus [Vida deProclo]; citado p o r Je a n Trouillard, La Mystagogie de Pro-
clos, París, Les Belles Lettres, 1982, p. 34.
157V er Proclo, In rem publicam, I, 40, 1-4; citado p o r J . Trouillard, La Mystagogie,
op. cit., p. 42.
158F. Yates, Giordano Bruno, op. cit., p. 132.

470
159Citado p or P ierre Levêque, Le Monde hellénistique, Paris, A rm and Colin, 1969,
p. 169.
160Plutarco, Vie d'Antoine [Vida de Antonio], LXXV.
161 Celso, Contre les chrétiens [Contra los cristianos], 66.
162V er R. M innerath, Les Chrétiens et le Monde, Paris, Gabalda, 1973, p. 204.
163V er H enri-Irénée M arrou, Nouvelle Histoire de l'Église, Paris, Ed. du Seuil, 1963,
vol. I, p. 104.
164E xo d o , x x , 25. Biblia del Oso. Alfaguara, M adrid, 1987.
165É xo d o , x x x ii, 1-4.
166V er É xod o, x x x i i , 28.
167Levítico, x x v i, 1.
168D eu teronom io, IV, 15-18.
169D euteronom io, rv, 19-20.
170D eu teronom io, XXVII, 15.
171É xo d o , xxiii, 24.
172 É xo d o , XXXIV, 12-14.
Dictionnaire de théologie catholique,
173V er «idolatría».
174Isaías, x x x v ii, 19.
175V er O rígenes, Homélies sur l'Exode [Homilías sobre el Éxodo], 8.
176E n el gran tem plo de Taipei he visto estatuas en p enitencia, vueltas de ca ra
a la pared p or lo d ecepcion ante que había sido su eficacia.
177Plotino, Enéadas, ni, 3, 11.
178Tom ás de Aquino, Somme théologique [Suma teológica], lia Ilae, q. 94, art. 1.
179Id.
180V er N úm eros, XXV, 1-13.
181M acabeos, x n , 40.
182T h eo d o r M om m sen, Histoire romaine, París, R obert Laffont, col. Bouquins,
1985, vol. II, p. 854.
183Reyes, XIX, 9-13.
184É xo d o , III, 6.
185Isaías, XLV, 15.
Isaías,
186 LV, 8.
187L ongino, Traité du sublime [Tratado de lo sublime],
cap. VII.
188Génesis, m, 7-8
189Génesis, x x x i i , 30.
190É xo d o ,xxxm, 11.
191É xo d o , x x x m , 18-23.
192Salmos, x x v n , 8.
193É xo d o , XXIV, 9-11.
194Ezequiel, I, 26.
195N úm eros, XXI, 8.
196V er II Reyes , xv iii , 4.
197V er il C rónicas, iii-iv.
198V er Flavio Josefo, Antiquités judaïques [Antigüedades judaicas],
VIII, vu, 15.
199T ácito, Histoires [Historias],
V, 5.
200V er el Talm ud de Jerusalén, Abodah Zarah, TV,
4; citado p o r Gabrielle Sed-Raj-
na, «L ’argu m en t de l’iconophobie juive», en François Boespflug y Nicolas Lossky
Nicéell,
(e d .), Paris, Éd. du Cerf, 1987, p. 85.
201Id.

471
202V er M arcel Simon, La Civilisation de VAntiquité et le Christianisme, Paris, Ar-
thaud, 1972, p. 366. V er tam bién Gabrielle Sed-Rajna, L'Art juif,
París, P. U. F., 1985,
pp. 31 y 66.
203G. Sed-Rajna, L'Art ju if
op. cit., p. 86.
204V er G ershom Scholem , Le nom et les symboles de Dieu dans la mystique juive,
Pa­
ris, Éd. du Cerf, 1983, p. 61.
205V er M aimónides, Guide des égarés [Guía de los extraviados],
I, 57.
206Salmos, LXV, 2. E n la tradu cción de M aimónides.
207V er Roland Goetschell, La Kabbale,Paris, P. U. F., 1985, p. 105.
208Gershom Scholem , La Kabbale et sa symbolique
, Paris, Payot, 1966, p. 122.
209El C orán, según la tradu cción de D. Masson.
210V er Louis G ardet, L'Islam,
Paris, Desclée de Brouw er, 1970, p. 63.
211V er la n ota de D. Masson sobre la surata CXli.
212V er Assadullah Souren Melikian-Chirvani, «L ’islam, le verbe et l’im age», en
Fr. Boespflug y N. Lossky, Nicée
II, op. cit., p. 92.
213V er R ichard Etdnghausen y O leg G rabar, The Art and Architecture of Islam,
Pé­
lican History o f A rt, 1987, pp. 45 y ss.
214Citado p o r A. S. M elikian-Chirvani, « L ’islam, le verbe et l’im age», art. cit.,
p. 114.
215V er id., pp. 99 y 109.
216Firdousi.
217V er L. G ardet,L'Islam, op. cit., pp. 219-221.
218Agustín, La Trinité [La Trinidad], I, 11.
219Génesis, I, 27.
XIV, 8-9.
220Ju a n ,
221V er H en ri Crouzel, Théologie de l'image de Dieu chez Origène,
Paris, Lethielleux,
1956, p. 47.
222Filón, De opificio mundi, par. 25.
223Id., par. 69.
224Id., par. 134.
225 P arece que San Ju a n con sid era que la palabra «im agen» es insuficiente p ara
exp resar la com unidad de las dos Personas. Cristo n o es solam ente eikon,
tam bién
es theos.
226 Plotino, Enéadas, il, 9.
227 Ireneo, Contre les hérésies [Contra las herejías], IV, 39, 2-3.
228 V er id., il, 2, 1, y rv, 7, 4.
229 V er id., V, 9, 14.
230 Iren eo, Démonstration de la prédication apostolique [Demostración de la predicación
apostólica], 22.
231 Iren eo, Contra las herejías, v, 16, 2.
232 Id., V, 6, 1.
233 Id., il, 9, 1.
234 Id., m, 5, 3.
235 H en ri Crouzel, Origène, Paris, L ethielleux, 1985, p. 8.
236 Platon, Teeteto, 176 a-b.
237 Colosenses, I, 15.
238 O rígenes, Traité des principes [Tratado de los principios], I, 4.2,
239 O rígenes, Comentaire surJean [Comentario sobreJuan], XX, 22.
240 O rígenes, Homélies sur la Genèse [Homilías sobre el Génesis], XIII, 4.

472
241 O rígenes, Comentario sobreJuan , II, 16.
242 Id., VI, 34.
243 O rígenes, Tratado de los principios, II, 9, 6.
244 O rígenes, Contre Celse [Contra Celso] , Vffl, 18.
245 Id., VIH, 17.
246 Citado p o r J e a n Daniélou, Platonisme et Théologie mystique, Paris, Aubier, 1944,
p. 49.
247 G regorio de Nisa, La Création de l'homme [La creación del hombre], V.
248 Citado p o r J e a n Daniélou,Platonisme et Théologie mystique, op. cit., p. 55.
249 Id.
250 G regorio de Nisa,La Vie de Moïse [La vida de Moisés], 189 y ss.
251 V er R. Leys, Limage de Dieu chez saint Grégoire de Nysse, París y Bruselas, 1951,
pp. 50-51.
252 G regorio de Nisa, Traité sur les Psaumes [Tratado sobre los Salmos], XLIV, 441 c.
253 V er R. Leys, Limage de Dieu, op. cit., p. 109.
254 G regorio de Nisa, Homélie sur la quatrième Béatitude [Homilía sobre la cuarta bie­
naventuranza]', Platonisme et Théologie mystique,
citado p o r J . Daniélou, op. cit., p. 211.
Platonisme et Théologie mystique,
255 Citado p o r Je a n Daniélou, op. cit., p. 222.
256 G regorio de Nisa, La vida de Moisés, 162-163.
257 Id, 166.
258 Id., 220.
259 Id., 233.
260 Id., 238.
261 Id., 244.
262 G regorio de Nisa, La creación del hombre, 161 c-164 a; citado p or H ans Urs von
Balthasar, Présence et Pensée, París, B eauch esn e, 1988, pp. 48-49.
263 V er R obert Klein, La Forme et l'intelligible, Paris, Gallimard, 1970, « L ’éclipse de
l’œuvre d ’art», pp. 403 y ss.
264 Agustín, La Genèse au sens littéral [El Génesis en sentido literal], III, 20, 31.
265 Agustín, La Trinidad, XIV, 8, 11.
266 Id., XIV, 4, 6.
267 V er Agustín, El Génesis en sentido literal, ni, 22, 34.
288 y er ? yj? 30.
269 V er E tien n e Gilson, Introduction à l'étude de saint Augustin, Paris, Vrin, 1987,
p. 219.
270 V er id., p. 261.
271 Id., p. 146.
272 Id., p. 244.
273 Agustín, Contre l'Epître du fondement [Contra la epístola del fundamento], 36, 41.
274 Agustín, La Musique [La música], VI, 17, 56.
275 V er id., VI, 11, 29.
276 E. Gilson, Introduction à l'étude de saint Augustin, op. cit., p. 263.
277 V er Agustín, El Génesis en sentido literal, I, 15, 29. V er tam bién E. Gilson, Intro­
duction à l'étude de saint Augustin, op. cit., p. 263.
278 É. Gilson, Introduction à l'étude de saint Augustin, op. cit., pp. 267-268.
279 Agustín, La Vraie Religion [La verdadera religion], XXXIII, 59-60.
280 Agustín, El Génesis en sentido literal, I, 7, 13.
281 Agustín, La Trinidad, XI, 2, 5, y XI, 4, 7.
282 Bossuet, Élévation sur les mystères, il1 Sem aine, VIIe Élévation.

473
283 Citado p or Egon Sendler, L ’Icône,
París, Desclée de Brouwer, 1981, p. 17.
284V er M arcel Pacaut, L ’Iconographie chrétienne,
París, P. U. F., 1962, pp. 58-61.
285 C itado p o r L eonid Ouspensky, Essai sur la théologie de l’icône,
París, Ed. de
l’E x a rch a t P atriarcal, 1960.
286Isaías, Lili, 2.
287Filipenses, II,
7.
288L a filosofía ya había reflexionado sobre la fealdad de Sócrates.
289Ju a n D am asceno, La Foi orthodoxe [La fe ortodoxa], IV, 16.
290V er A ndré G rabar, L ’Iconoclasme byzantin, París, Flam m arion, 1984, pp. 33-38.
291V er Rostas Papaioann ou , La Peinture byzantine et russe, Lausana, R en con tre,
p. 12.
292Id., p. 14.
293Id., p. 15. V er tam bién A ndré G rabar, «Plotin e t les origines de l’esthétique
m édiévale», art. cit., y, del mismo autor, Les Voies de la création en iconographie chré­
tienne, Paris, Flam m arion, 1979.
294V er, con relación a este párrafo, Ju a n Miguel Garrigues, «Voir les d e u x ou­
verts», Vie spirituelle,
n9 597, 1973.
295Citado en id., p. 538.
296V er A. Grabar, L ’Iconoclasme byzantin,
op. cit., p. 18.
297V er id., p. 29.
298V er P eter Brown, La Société et le sacré dans l’A ntiquité tardive,
Paris, Ed. du Seuil,
1985, «Aspects de la controverse iconoclaste».
299V er Christoph von S chônborn, L ’Icône du Christ,
Friburgo, Ed. Universitaires,
1976. Ver tam bién, del mismo au tor, «L ’Icôn e du V erbe in carn é», Sources,
n 9 14,
1988.
300Citado p o r Christoph von S chônborn, L ’Icône du Christ,
op. cit., p. 26.
301Id., p. 29.
302G regorio de Nisa, «Lettre 38 de saint Basile à son frère G régoire» [«C arta 38
de san Basilio a su h erm an o G regorio»], 8, 19-30; citado p or Christoph von Schôn­
born, L ’Icône du Christ, op. cit., p. 42.
303Basilio el G rande, Du Saint-Esprit [Del Espíritu Santo], 26; citado p o r Christoph
von Schônborn, L ’Icône du Christ, op. cit., p. 53.
304Citado p or Christoph von S chônborn, L ’Icône du Christ, op. cit., p. 56.
305Id., p. 70.
306Citado por H . Cam penhausen, Les Pères grecs,
Paris, Éd. du Seuil, 1972, p. 210.
307 M áxim o el Confesor, Ambigua,
10; citado p o r Christoph von Schônborn,
L ’Icône du Christ, op. cit., p. 132.
308II Corintios, III,
18.
309Nietzsche escribió: «profundo a fuerza de ser superficial». Y Valéry: «Lo más
profundo que tenem os es nuestra piel».
310V er L. Ouspensky, Essai sur la théologie,
op. cit., p. 49.
311T exto en F. Boespflug y N. Lossky, Nicéell,
op. cit., pp. 33-35.
312V er A. Grabar, L ’Iconoclasme byzantin,
op. cit., p. 177.
313V er id., p. 135.
314Citado p or C. von Schônborn, L ’Icône du Christ,
op. cit., p. 161.
315Plotino, Enéadas,I, 6, 8.
316Sobre Ju an D am asceno, ver C. von Schônborn, L ’Icône du Christ, op. cit., pp.
191-200.
317Sobre N icéforo, ver id., pp. 203-207. Debem os subrayar que N icéforo está de

474
acu erd o co n la posición latina: desdram atizar el problem a de la im agen, situarlo
en un plano retó rico e ilustrativo.
318Sobre T eo d o ro Studita, ver id., pp. 217-234. T eo d o ro p rop on e la solución teo­
lógica más elegante y acabada, p ero tam bién la más extrem a y propicia a la sacra-
lización y petrificación del icono. Se halla ju stam ente en las antípodas de los lati­
nos. Ver pp. 191 y ss.
319Citado p or E . Sendler, L ’Icône, op. cit., p. 36.
320Debo esta lú cid a observación a P. Rouleau, S. J .
321L a exposición más fiable y com p eten te de este tem a es la de E. Sendler, L ’Icô­
ne , op. cit.
322C itado p or E . Sendler, id., p. 57.
323 Memorables
V er Je n o fo n te , , I, 4, 13.
324V er E . Sendler, L ’Icône, op. cit., p. 72.
325E ugèn e T rubetzkoi, Trois Études sur l’icône, París, Y. M. C. A. Press-L’oeil, 1986,
p. 22.
326Id., p. 49.
327Id., p. 30.
328Id., p. 16.
329V er Boris Bobrinskoy, «L ’icôn e, sacrem en t du Royaum e», en F. Boespflug y
N. Lossky, Nicéell, op . cit., pp. 367 y ss.
330Id., p. 373.
331Vladimir W eidle, Les Icônes byzantines et russes, Milán, E lectra, 1962, p. 5.
332Olivier C lém en t, «Bible et icôn e, de la parole au x im ages», Les Quatre Fleuves,
n Q4, 1975, p. 121.
333V er L. Ouspensky, Essai sur la théologie,
op. cit., pp. 124 y 201.
334Id., p. 216.
335V er id., p. 177.
336V er id., pp. 212-213.
337O. Clém ent, «Bible et icône», art. cit., p. 121.
338E. Trubetzkoi, Trois Études sur l’icône,
op. cit., p. 97.
339Id., p. 35. N o hay iconos de las bodas de Caná, de la com ida en casa de Levi
o de Sim ón, ni, en gen eral, de lo que tiene relación más estrecha con la condición
h um ana co rp ó rea de Cristo. L a propensión iconoclasta acen tú a la propensión m o-
nofisista.
340Jo h n Beckwith, Early Christian and Byzantine Art,T h e Pélican History of Art,
1970, p. 346.
341E n su form a sagrada, viviendo bajo vigilancia y m inada p o r la sacralización,
la im agen se agota. L a im agen profana, cuyo principio está devaluado, no logra d e­
sarrollarse.
342V er G regorio el G rande, Epístola XIII. Ad Serenum Massiliensem episcopumx pa­
trología de M igne, t. LXXVII,
col. 1128-1130. T exto traducido en Daniel Menozzi, Les
Images, l’Église et les Arts visuels,
Paris, Ed. du Cerf, 1991.
Esta antología, juiciosa­
m ente com en tad a, reco g e los principales textos magistrales sobre el p roblem a de
las im ágenes.
343Citado p or A idan Nichols, Le Christ et l’A rt divin,
París, Téqui, 1988, p. 67.
344H oracio, Art poétique [Arte poética],
v. 361. Sobre el destino hum anista de este
verso y su inversion de sentido, ver Rensselaer W. L ee, Ut pictura poesis,
Paris, Ma­
cula, 1991.
345V er D. M enozzi, Les Images, l’Église et les Arts visuels,
op. cit., p. 26.

475
346 V er Jean-C laude Schm itt, «L ’O cciden t, N icée il e t les images du v n r au XIIIe
siècle», en François Boespflug y Nicolas Lossky (e d .), Nicée II, Paris, Éd. du Cerf,
1987, pp. 271-301.
^ T e x to s en D. Menozzi, Les Images, l’Église et les Arts visuels,op. cit., pp. 104 y ss.
348V er Jean-C laude Schm itt, «L ’O cciden t, N icée il e t les images du VIIIe au x m e
siècle», art. cit., p. 274.
349V er id.
350T exto en D. Menozzi, Les Images, VEglise et les Arts visuels, op. cit., p. 121.
351V er id., p. 128.
352V er Étienne Gilson, La Philosophie au Moyen Âge , Paris, Payot, 1962, pp. 88 y ss.
Ver Dionisio el Areopagita, Les Noms divins [Los Nombres Divinos],
353 697 c.
Dionisio el Areopagita, Hiérarchie céleste [Jerarquía celestial], a.
354 125
355V er id., 140 b.
356V er Tom ás de Aquino, Suma teológica, la, q. 1, art. 9.
Ver Marc Sherringham, Introduction à la philosophie esthétique Paris, Payot,
357 , ,
1992, p. 113.
358V er id., p. 108. V er tam bién E d gar de Brüyne, Études d'esthétique médiévale , Bru­
jas, De T em pel, 1946, t. III, cap. VI, «Saint B onaventure», pp. 189-226.
359Buenaventura, Itinéraire de l'esprit vers Dieu [Itinerario del espíritu hacia Dios], II, 3.
360Id., II, 5.
361 Id.
362Citado p o r E. de Bruyne, Études d'esthétique médiévale, III,
op. cit. t. p. 211.
Buenaventura, Itinerario del espíritu hacia Dios, 2.
363 I,
364Id., I, 15.
365Id., vil, 7.
366Id., VII, 5.
367Buenaventura, Liber sententiarum, m, ix, art. I, q. 2; citado p o r D Menozzi, Les
Images, l'Église et les Arts visuels, op. cit., p. 132.
368V er E. de Bruyne, Études d'esthétique médiévale, op. cit., t. III, p. 213.
369V er É tienne Gilson, Le Tomisme, Paris, Vrin, 1965, y Peinture et Réalité, Paris,
Vrin, 1958; Jacq u es Maritain, Art et Scolastique, Paris, 1928; E dgar de Bruyne, Études
d'esthétique médiévale, op. cit.; U m b erto E co, The Aesthetics of Thomas Aquinas, Cam­
bridge (M ass.), Harvard University Press, 1988.
370V er Tom ás de Aquino, Suma teológica, la, Ilae, q. 57, art. 4.
371 Id., art. 5.
372Ver id., lia, Ilae, q. 169, art. 2.
373V er id., q. 168, art. 2.
374V er E. de Bruyne, Études d'esthétique médiévale, op. cit., t. m, pp. 281 y ss.
375V er Tom ás de Aquino, Suma teológica, la, q. 5, art. 4.
376V er U . E co ,The Aesthetics of Thomas Aquinas, op. cit., p. 58.
377V er E. de Bruyne, Études d'esthétique médiévale, op. cit. t. m, p. 286.
378V er Tom ás de Aquino, Suma teológica, la, q. 91, art. 3.
379V er E. de Bruyne, Études d'esthétique médiévale, op. cit. p. 295.
380V er Tom ás de Aquino, Suma teológica, la, q. 39, art. 8.
381 Id.
382Ver U. Eco, The Aesthetics of Thomas Aquinas, op. cit., pp. 202 y ss.
383V er id., p. 206.
384V er Tom ás de Aquino, Suma teológica, la, q. 35, art. 1.
385V er id., art. 2.

476
386Id ., Illa, q. 25, art. 3.
387Id. art. 4.
388Id ., art. 8.
389V er D. M enozzi, Les Images, l’Eglise et les Arts visuels, op. cit., p. 34.
390V erDictionnaire de théologie catholique, «culte des im ages», t. vn, 1, col. 826.
391 Salvo p or alusión.
392V er D. Menozzi, Les Images, l’Église et les Arts visuels,
op. cit., p. 132.
393V er abbé Broussole, «Le crucifix», en G. B ardyy A. T rico t (d ir.), Le Christ,
Pa­
ris, B lou d et Gay, 1946, pp. 977-1048.
394C itado en id., p. 987.
395H egel, Estética, «El arte rom ántico», cap. I, i, c.
396T o m ás de Celano, Vie de saint François;
citado p o r D. Menozzi, Les Images, l’É ­
glise et les Arts visuels, op. cit., p. 129.
Les Images, l’Église et les Arts visuels,
397V er D. Menozzi, op. cit., p. 36.
La Théorie des arts en Italie,
398V er A nthony Blunt, 1956,
Paris, Julliard, IV.
cap.
399Leonardo Da Vinci, Les Carnets [Cuadernos], Paris, Gallimard, 1942, vol. Il, p. 228.
400VerJean Seznec, La Survivance des dieux antiques, Paris, Flammarion, 1980, p. 21.
401V er id., p. 29.
402V er id., pp. 70-73.
403V er id., p. 85.
404V er id., p. 106.
405 E rasm o , Enchiridion [Enquiridion]; citado p or Je a n Seznec, La Survivance des
dieux antiques, op. cit., p. 93.
406V er J e a n Seznec, La Survivance des dieux antiques, op. cit., pp. 170 y 193.
407A ludo al ju stam ente fam oso artículo de Erwin Panofsky, «Poussin and the
E legiac T rad ition», en Meaningin the Visual Arts,
Nueva York, Double Day, 1955, pp.
295-321.
408Wycliffe, Sermon, XIII (1375); texto en D. Menozzi, Les Images, l’Église et les Arts
visuels, op . cit., p. 148.
409Savonarola, Sermon sur les Psaumes [Sermon sobre los Salmos] (1494); texto en D.
M enozzi, Les Images, l’Église et les Arts visuels, op. cit., p. 156.
410 C itado p o r A. Blunt, La Théorie des arts, op. cit., p. 103.
411V er D. Menozzi, Les Images, l’Église et les Arts visuels, op. cit., pp. 152-155.
412D ecreto de Edu ard o VI p ara la diócesis de Canterbury (1547); am pliado p o r
Isabel a tod o el reino en 1559; textos en D. Menozzi, Les Images, l’Église et les Arts vi­
suels, op. cit., p. 183.
413T e x to en D. Menozzi, Les Images, l’Église et les Arts visuels, op. cit., p. 189.
414T e x to en D. Menozzi, Les Images, l’Église et les Arts visuels, op. cit., p. 206.
415V er François Boespflug, Dieu dans l’Art, Paris, Éd. du Cerf, 1984.
416 C itado en id., p. 253.
417V er id., p. 255.
418Id., p. 259.
419V er id., p. 222.
420El Stoglav, cap. x l iii . Respuesta de la asamblea sobre los pintores de iconos y
los icon os verdaderos.
421V er A. Blunt, La Théorie des arts, op. c i t , cap. VIH, «Le concile de T ren te et
l’art religieux», pp. 143 y ss.
422T exto s en D. Menozzi, Les Images, l’Église et les Arts visuels,
op. cit., p. 194.
423V er A ndré Chastel, «Le concile de N icée et les théologiens de la réform e ca­

477
tholique», en F. Boespflug y N. Lossky, Nicée II, op. cit., pp. 333-354. T exto del Dis­
cursode 1594 en D. Menozzi, Les Imagés, VEglise et les Arts visuels, op. cit., pp. 198 y ss.
424 Francisco Pacheco, L Art de la Peinture [El arte de la pintura], Paris, Klincksieck,
1986, p. 242.
425V er id., p. 243.
426V er J . Seznec, La Survivance des dieux païens,
op. cit., p. 237.
427Citado en id., p. 281.
428V er las Constituciones de la C om pañía de Jesús, par. 518.
429Citado p o r J . Seznec, La Survivance des dieux païens, op. cit., p. 244.
430Cada Sem ana de los Ejercicios
em pieza p o r u n a com posición de lugar.
431M arc Fum aroli, Utpictura rhetorica divina,
con feren cia inédita, W arburg Insti-
tute, 1993.
432Los retoques del «Braghettone» sólo corrigen las faltas a la d ecen cia y no al­
teran ni la teología ni la estética del fresco.
433 E xodo, XII, 36.
Este texto del E xod o, en el que los judíos, al partir de Egipto,,
se llevan todo lo que pueden en m ateria de «despojos», ha sido objeto de una abun­
dante exégesis alegórica ju d ía y cristiana. El sentido es siem pre que el pueblo de
Dios (los judíos, y después los cristianos) recibe legítim am ente la h eren cia pagana.
434V er Calvino, LInstitution chrétienne [La institución cristiana], libro I, cap. XIV,
pars. 3-12.
435Id., cap. XI, par. 4. Todas las citas que siguen están tom adas de este capítulo.
436Id., par. 7.
437Id., par. 12.
438H egel, Estética, «La pintura», m, c (“L a pintura holandesa y alem ana”).
439Id.
440 Pascal, Pensées [Pensamientos], edición de L éo n Brunschvicg, n Q 134. Pascal
vuelve aquí la espalda a Aristóteles y a santo Tom ás, p ara quienes no es el original
lo que adm iram os en la pintura, sino más exactam en te la sem ejanza con el origi­
nal, p o r muy feo que sea. V er Aristóteles, Poética,
1448 b, Retórica, 1371 b, y Tom ás
de Aquino, Suma teológica, la Ilae, q. 32, art. 8.
441 Pascal, Pensamientos, op. cit., n 9 242.
442Id., n 9 243.
443Según la XI Provincial, los jesuítas atribuían «calum niosam ente» a las religio­
sas de Port-Royal el desprecio p o r las im ágenes.
444V er Pascal, Pensamientos,
op. cit., n 9 678.
445Id., n 9 580.
446Id., n 9 72.
447Kan t, Critique de la faculté de juger [Crítica del juicio], par. 25.
448 « [...] n o es ni ángel ni bestia, sino hom bre» (Pascal, Pensamientos, op. cit., n 9
140).
449Kan t, Crítica del juicio, par. 1.
450V er id., par. 5.
451 Id.
452Id., par. 2.
453Id., par. 14.
454Id., par. 7.
455Id., par. 33.
456Id., par. 8.
457Id., par. 32.

478
458Id., In trodu cción , vn.
459Id., par. 11.
460Platón, Hippias mayor, e. Ver lean Lacoste, L ’Idée de beau, París, Bordas,
290
1986, p. 20.
461Kant, Crítica del juicio «Nota general al libro I».
,
462Id., par. 15.
463Id., par. 16.
464Id.
465Id., par. 46.
466Id.
467Id., par. 47.
468Id., «Nota general a la exposición de los juicios estéticos reflexivos».
469V er id., par. 26.
470 Kant, Remarques sur le beau et le sublime [Observaciones acerca del sentimiento de lo
bello y de lo sublime].
471Kant, Crítica del juicio, par. 23.
472Id., par. 25.
473Id.
474Pascal, Pensamientos , op. cit., n Q72.
475Kant, Crítica del juicio,par. 26.
476Id., par. 28.
477Pascal, Pensamientos, op. cit., n Q347.
478Kant, Crítica del juicio,par. 28.
479Id.
480Id., par. 26.
481 Id., par. 27.
482V er id., par. 59. V er tam bién J. L acoste, L ’Idée de beau, op. cit., pp. 37-40.
483Kant, Crítica del juicio,
par. 59.
484Id., «Nota general a la exposición de los juicios estéticos reflexivos».
485Id.
486Id., par. 23.
487Id., «Nota general a la exposición de los juicios estéticos reflexivos».
488V er Kant, Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y délo sublime.
489H egel, Estética,
«In trodu cción a la estética», cap. i, i, 3.
490Id.
491V er id.
492Id., In trodu cción , cap. II, i, 3.
493V er id., In trod u cción , cap. i, i, 3.
494Id.
495Id., In trodu cción , cap. II, i, 3.
496Id., In trodu cción , cap. II, n, 3.
497Id., In trodu cción , cap. III, «Esbozo del plan general de la obra».
498V er id.
499H egel, Phénoménologie de l’esprit [Fenomenología del espíritu], Vil, B, a.
5°°Hegel, Estética,«La arquitectura», Introducción.
501V er id., «El arte sim bólico», Introdu cción .
502V er id.
503Id., «El arte sim bólico», cap . I, n, c.
504Id., «El arte sim bólico», In tro d u cció n , 2.

479
505Id.
506V er id.
507Id., «El arte sim bólico», cap. II, Introdu cción .
508V er id., «El arte sim bólico», cap. II, i, Introdu cción .
509Id., «El arte sim bólico», cap. II, ii.
510V er id., «El arte sim bólico», cap. ni, In trodu cción .
511 Id., «El arte clásico», In trodu cción , 1.
512Id., «La escultura», cap. II, i, a.
513Id., «La escultura», In trodu cción .
514Id., «La escultura», cap. II, ra, c.
515Id., «El arte clásico», In trodu cción , 2.
516Id., «El arte clásico», cap. II, i, b.
517V er id.
518V er id., «El arte rom ántico», cap. I, i, principio.
519V er id., «El arte rom ántico», cap. I, i, a. ,
520Id., «El arte sim bólico», cap. I, i, b.
521Id., «El arte rom ántico», cap. I, i, c.
522Id.
523V er id.
524Id., «El arte rom ántico», cap. I, n, a.
525Id., «El arte rom ántico», cap. I, u, c.
526Id., «El a rte ro m á n tic o » , ca p . I, ii, a.
527V er id., «El arte rom ántico», cap. m, ni, c.
528V er id.
529V er Raym ond V an cou rt, La Pensée religieuse de Hegel,
París, P. U . F., 1971, pp.
128-129.
53°R eg el, Estética,
«El arte rom ántico», cap. i, m, a.
531 Es tam bién el Cristo de Friedrich.
532H egel, L Esprit du christianisme et son destin [El espmtu del cristianismo y su desti­
no], Paris, Vrin, 1971, p. 75.
533H egel, Estética,
«La pintura», III, b. Diez páginas en total y p ara todo.
534Id., «Introducción a la Estética», cap. I, ιι, 3, in fine.
535Id., «El arte clásico», cap. ni, m, b.
536Id., «La poesía», cap. m, n, c.
537Id ., «El a rte ro m á n tic o » , ca p . III, m, a-c.
538Id., «El arte rom ántico», cap. m, m, c.
539Id.
Id., «El a rte ro m á n tic o » , ca p . I, m, c.
541 Id.
542Id., «Introducción a la Estética», cap. II, π, 1.
543Kan t, Crítica del juicio, par. 47.
544V er H egel, Estética, «El arte rom ántico», cap. III, m, c.
545Id.
546Bien es verdad que ju n to a él en contram os u n a m ultitud de pintores Bieder-
m eier que se m antienen apartados, sin pretensiones, de am biciones mayores. Qui­
zá H egel pensaba en ellos cuando veía acercarse el fin del arte.
547A ntoine Schnapper, «La peinture française de 1774 a 1830», en el catálogo De
David à Delacroix, Paris, R. Μ. N., 1974, p. 101. V er tam bién del mismo au tor David,
París, Bibliothèque des Arts, 1980.

480
548 Boileau, Traité du sublime,
en Œuvres complètes
, Paris, Gallimard, «Bibliothè­
que de la Pléiade», 1966, Prefacio, p. 338.
549Id., p. 340.
550D iderot, Pensées détachées sur la peinture
, en Œuvres esthétiques,
Paris, Garnier,
1988, p. 794.
551V er Jacq u es Chouillet, L'Esthétique des Lumières,
Paris, P. U . F., 1974, p. 173.
552 V er Baldine Saint-Girons, Prefacio a E dm und Burke, Recherche philosophique
sur l'origine de nos idées du sublime et du beau,
Paris, Vrin, 1990, p. 28. Ver tam bién de
la misma au tora Fiat lux. Line philosophie du sublime,
Pau, Quai Voltaire, 1993.
553V er E. Burke, Recherche philosophique sur l'origine de nos idées du sublime et du be­
au, op. cit.
554 Citado p o r B. Saint-Girons, Prefacio a Edm und Burke, Recherche philosophi­
que..., op. cit., p. 32.
555E. Burke, Recherche philosophique..., op. cit., pp. 78 y 80.
556Id., p. 173.
557 Escrito en 1809 en un cu aderno de dibujo; citado p o r L. Gowing, «T urner
and the Sublime», Times Literary Supplément,
10 de julio de 1991, p. 783.
558T aine, L'Ecole des beaux-arts et les beaux-arts en France,
en Essais de critique et d'­
histoire,1874.
559Baudelaire, L'Œuvre et la vie d'Eugène Delacroix.
560D elacroix, «Des variations sur le beau», Conclusion, en Ecrits sur l'art.
561 Boileau, Réflexions critiques sur quelques passages du rhéteur Longin, Œuvres
en
complètes, op. cit., R eflexión vin, p. 527.
562Y tam bién porque con cu erd a con el espíritu n o metafísico, sino retórico y
«técnico», de la estética medieval y de la teología latina. V er pp. 191 y ss.
563E n Essai sur le beau,
citado p o r J . Chouillet, L'Esthétique des Lumières,
op. cit.,
p. 141. V er tam bién Agustín, La verdadera religión, XXX, XXXI, XXXII.
564V er J . Chouillet, L'Esthétique des Lumières,
op. cit., pp. 65 y 66.
565Id., p. 81.
566Diderot, Lettre sur les sourds et les muets à l'usage de ceux qui entendent et qui parlent.
567D iderot, Pensées détachées sur la peinture,
op. cit., p. 816.
568Id., p. 820.
569Baudelaire, Lettre à Richard Wagner,1860.
570Baudelaire, Richard Wagner et Tannhàuser à Paris.
571Id.
572Claudel, Cinq Grandes Odes.
573Baudelaire, L'Art philosophique.
574V er Baudelaire, Salon de 1859.
575V er Baudelaire, Le Peintre de la vie moderne.
576V er Agustín, Confesiones, XI, xxvui, 3.
577Baudelaire, Mon coeur mis à nu.
578From en tin , Les Maîtres d'autrefois, Paris, L e Livre de P o ch e, 1965, p. 235.
579Id., p. 47.
580Id., p. 106.
581 Citado en Jo h n Rewald, Histoire de l'impressionnisme, Paris, L e Livre de P och e,
I,
1971, vol. p. 113.
582Joris-Karl Huysmans, «L ’exposition des Indépendants»; citado por Denys Riout,
Les Écrivains devant l'impressionnisme,
Paris, M acula, 1989, p. 296.
583 V er J . Rewald, Histoire de l'impressionnisme,
op. cit., vol. I, p. 44.

481
584Citado en id., p. 236.
585 Citado en id., p. 199.
586Citado en id., p. 150.
587 Citado en id., vol. II,
p. 40.
588Citado en id., p. 41.
589 Citado en id., p. 116.
590Citado en id., p. 166.
id., vol. II,
591V er p. 1203.
592 Citado en, id., p. 199.
593 ¡Q ué rápidam ente evolucionaron los nabisl
Em pujados p o r Sérusier y A urier
a em p ren d er el cam ino de la interioridad espiritualista, Vuillard y B onn ard prefi­
rieron la pintura de interiores
a la pintura del interior.
594El paso de M unch p o r Fran cia conlleva una larga «escam pada» en su obra.
595Matisse,Écrits et propos sur Vari, Paris, H erm an n , 1972, p. 50.
596Id.
597Id., p. 53.
598Id., p. 45.
599Id., p. 116.
600V er id., p. 120.
601 Id., p. 57.
602Id., p. 51.
603V er A ndré Ferm igier, Picasso
, París, Le Livre de P oche, 1968, p. 16.
604L a obra de Jo h n Golding, Le Cubisme, no m e h a ayudado.
605A. Ferm igier, Picasso, op. cit., p. 94.
606V er id., p. 68.
607V er id., p. 261.
608V er id.
609Hegel, Estética, «El arte rom ántico», cap. ni, m, b.
610T extos en Daniele Menozzi, Les Images, l’Église et les Arts visuels,
op. cit., pp. 222
y ss.
611 Sobre este tem a, ver la Segunda Parte. No siem pre es así. Tam bién en el m e­
dio católico francés hay residuos de inquietud y de tinieblas. Los terrores co n cer­
nientes a los asuntos de la carn e suelen estar presentes en los colegios y en otras
partes. L a muy p recaria situación del catolicism o en la vida política francesa fo­
m enta una corrien te de desesperanza, de pensam iento apocalíptico, cuando no un
refugio espiritualista. Estos torm entos se reflejan y se con cen tran en la pintura re­
ligiosa.
612 Citado p or André Ferm igier, Millet,
Ginebra, Skira, 1987, p. 73.
613 Citado en id., p. 92.
614 Citado p or Bruno Fou cart, Le Renouveau de la peinture religieuse en France, Pa­
rís, A rthena, 1987, p. 297.
615Van Gogh, Lettres Théo,
à carta 543 F.
616Id., carta 520 F.
617Id., carta 518 F.
Estética,
618H egel, «El arte sim bólico», cap. I, m.
619V er Pierre-Louis M athieu, La Génération symboliste, Ginebra, Skira, 1990, p. 80.
620 Citado en id., p. 81.
621Van Gogh, Lettres Théo,
à carta 13.
622V er Gabrielle Sed-Rajna, L ’A rt juif,
Paris, P. U . F., 1985.

482
623H. Matisse, Écrits et propos sur l’art,
op. cit., p. 238.
624V er B. F o u cart, Le Renouveau de la peinture religieuse en France,
op. cit.
625C hateaubriand, Génie du christianisme,
p arte III, libro I, cap. III.
626V er B. F o u cart, Le Renouveau de la peinture religieuse en France,
op. cit., p. 103.
627V er id., p. 69.
628V er Baudelaire, Salon de 1859.
629B. F ou cart, Le Renouveau de la peinture religieuse en France,
op. cit., p. 336.
630Citado en id., p. 27.
631V er id., p. 39.
632 Citado en id., p. 43.
633Citado en id., p. 336.
634Citado en id., pp. 17-18.
635Flaubert, L ’Education sentimentale [La educación sentimental],
parte III, cap. 1.
636V er B. F ou cart, Le Renouveau de la peinture religieuse en France,
op. cit., p. 266.
637Citado en id., p. 133.
638Citado p or Sabine de Lavergne, Art sacré et Modernité,
Paris, Culture et V érité,
1992, p. 134.
639Citado en id., p. 196.
640Citado en id.
641V er id., p. 199.
^ C é z a n n e , en su vejez, volvió a ir a misa...
643Ver Steven Adams, The Art of the Pre-Raphaelites,
Londres, Apple Press, 1988, p. 18.
644Pintado hacia 1847-1848.
645V er Tim othy H ilton, The Pre-Raphaelites,
Londres, Tham es and H udson, 1970,
p. 35.
646Citado p or S. Adams, The Art of the Pre-Raphaelites, op. cit., p. 35.
647 Ruskin, Des écoles realistes en peinture, texto en G érard-Georges L em aire, Les
Préraphaélites entre l’enfer et le ciel, Paris, Christian Bourgois, 1989, p. 337.
648T. H ilton, The Pre-Raphaelites, op. cit., p. 59.
649Citado p o r G.-G. Lem aire, Les Préraphaélites, op. cit., p. 322.
650Es el título inglés de la fam osa obra de Mario Praz, La Came, la Morte e il Dia-
volo nella litteratura romántica (1966).
651T. H ilton, en The Pre-Raphaelites, op. cit., p. 189 y ss., habla de standstill
652H en ri Focillon, La Peinture au X IX siècle, Paris, Flam m arion, 1991, vol. I, p. 362.
633V er Dictionnaire des courants picturaux, Paris, Larousse, 1990, «nazaréens».
654H . Focillon, La Peinture au X IX siècle, op. cit., vol. I, p. 101.
655El poeta-diplom ático ruso Jukovsky estaba destinado en Berlín y adm iraba a
Friedrich. L o reco m en d ó a Alejandro I y a Nicolás I.
656Cari Gustav Carus y Caspar David Friedrich, De la peinture de paysage dans l’A ­
llemagne romantique, Paris, Klincksieck, 1983, p. 155.
657V er H enri Z ern er y H elm ut Bôrsch-Supan, Caspar David Friedrich,
Paris, Flam ­
m arion, 1976, p. 5.
638C. G. Carus y C. D. Friedrich, De la peinture de paysage dans l’Allemagne roman­
tique, op. cit., p. 154.
659Id., p. 12.
660Id., p. 59.
661 Id., p. 91.
662Id., p. 67.
663Id., p. 80.

483
664Id., p. 123.
665Id., p. 131.
666Id., p. 128.
667 Citado p o r H elm ut Bórsch-Supan, Gaspar David Friedrich, París, Adam Biro,
1989, p. 80.
668Citado en id., pp. 82-83.
669Id., p. 134.
670Citado p or H. Z ern er y H. Bórsch-Supan, Caspar David Friedrich, op. cit., p. 12.
671C. G. Carus y C. D. Friedrich, De la peinture de paysage dans l 'Allemagne roman­
tique, op. cit.., p. 149.
672Citado p o r H. Z ern er y H. Bôrsch-Supan, Caspar David Friedrich,
op. cit., p. 12.
673Citado en id.
674Citado en id.
Dictionnaire des courants picturaux,
675 op. cit., «m acchiaioli».
676H. Focillon, La peinture au XIX , op. cit., vol. Il, p. 251.
677 Sobre la relación de Nietzsche con S chopenhauer, Philippe Raynaud,
«Nietzsche, la philosophie et les philosophes», artículo inédito.
678V er A nne H enry (e d .), Schopenhauer et la création littéraire en Europe,
Paris,
Klincksieck, 1989, pp. 17 y ss.
Ver Schopenhauer, Le Monde comme Volonté et comme représentation [El mundo
679
como voluntad y representación], Paris, P. 1966, III, par. 36, p. 242.
U. F.,
680Id., p. 243.
681Id., Suplemento al libro III, cap. XXXI, p. 1120.
682Id., p. 1121.
683V er id., pp. 1126 y ss.
684Id., III, par. 38, p. 253.
685Id., p. 255.
686V er id., par. 36, p. 239.
687V er id., Suplem ento al libro m , cap. XXXIV, p. 1138.
688Id., p. 1139.
689Id., III, par. 37, p. 251.
690V er id., par. 39, pp. 258-267.
691V er C lém ent Rosset, L ’Esthétique de Schopenhauer,
Paris, P. U. F., 1989, p. 51.
692V er S chopenhauer, El mundo como voluntad y representación,
op. cit., III,
par. 40,
pp. 267-268.
693V er id., par. 48, pp. 397 y ss.
694Id., par. 45, p. 286.
695Id., IV, par. 56, pp. 390-392.
696Id., p. 395.
697V er id., Suplem ento al libro IV,
cap. XLIV,
pp. 1285-1320.
698V er id., IV, par.68, 478.
p.
52,
699Id., III, p a r. 340-342.
pp.
700Id., IV, par. 58, p. 415.
701Id., Suplem ento al libro rv, cap. XLVIII,
p. 1371.
702V er Paul B énichou, L ’École du désenchantement,
Paris, Gallimard, 1992, p. 578.
703Id., p. 584.
Ver Mario Praz, La Chair, la Mort, le Diable, le Romantisme noir, Paris, Denoël,
704
1966, cap. rv.
705S chopenhauer, El mundo como voluntad y representación,
op. cit., III, par. 52, p.

484
334. No he entrado en el paralelism o en tre el cam ino que siguió la m úsica y el que
siguió la pintura d urante la transición del siglo XIX
al siglo XX.
III, par. 38, p. 254.
706Id.,
707Aunque el en can tad or y delicado diario de R edon no deje traslucir nada de
eso. V er Odilon Redon, A soi-même, Journal,
París, Jo sé C orti, 1961.
Ver Robert Goldwater, Le Primitivisme dans Varí moderne París, P.
708 , U . F., 1988.
709V er id., p. 74.
710Id., p. 90.
Ver Françoise Cachin, Gauguin, París, Hachette,
711 1989, p. 129.
712Citado en id., p. 198.
713R. Goldwater, Le Primitivisme dans l’art moderne,op. cit., p. 109.
714V er Georges-Albert A urier, Le Symbolisme en peinture,Paris, L ’E ch op p e, 1991.
715R udolf Steiner, La Science de l’occulte,
Paris, C entre Triades, 1988, p. 11.
716V er Frank W hitford, The Bauhaus,
Lond res, T ham es and H udson, 1989, p. 52.
717Papus, Qu’est-ce que l’occultisme?,
Paris, Leym arie, 1989, pp. 17-18.
718R. Steiner, La Science de l’occulte,
op. cit., p. 16.
719V er Sâr M érodack Péladan, Comment on devient artiste, Esthétique (1894).
720 Citado p o r Pierre Riffard, L ’Ésotérisme,
Paris, R ob ert Laffont, col. Bouquins,
1990, p. 336.
721V er id., p. 339.
722R. Steiner, La Science de l’occulte,
op. cit., pp. 93-94.
723D ora Vallier, L ’A rt abstrait,
Paris, Le livre de P o ch e, 198Ô, pp. 14-15.
724Citado p or M ichel H oog, Cézanne,
Paris, Gallimard, 1989, p. 66.
725Citado en id., p. 117.
726Citado en id., p. 154.
727Citado en id.
728Paul Klee, Journal,Paris, Grasset, 1959, p. 234.
729Id., p. 226.
730Kazimir Malevich, Des nouveaux systèmes dans l’art,
en Ecrits
(près. A ndrei Na-
kov, trad. A ndrée R obel), Paris, G érard Lebovici, 1986, p. 336.
731 C itado p or M. H oog, Cézanne,op. cit., p. 156.
732V er K enneth Silver, Vers le retour à l’ordre, l’Avant-garde parisienne et la Première
Guerre mondiale, Paris, Flam m arion, 1991.
733Alquié ha relacion ado, no sin audacia, la duda cartesiana y el discurso de B re­
ton sobre la «poca realidad» (ver F erdinand Alquié, Philosophie du surréalisme,
Paris,
Flam m arion, 1977).
734Citado p o r René Passeron, Histoire de la peinture surréaliste, Paris, L e Livre d e
P oche, 1968, p. 125.
735Hay m uchos libros sobre los am bulantes. U n o de los más asequibles es el de
Elizabeth Valkenier, Russian Realist Art,
A nn H arbor, Ardis, 1977.
736El m ejor libro sobre la historia de la pintura rusa después de los am bulantes
sigue siendo el de Camilla Gray, The Russian Experiment in Art,
L ondres, Tham es
and H udson, 1962.
737 Citado p o r Hajo D üchting, Vassili Kandinsky, C olonia, Benedikt T aschen ,
1990, p. 10.
738V er Nina Kandinsky, Kandinsky et moi,
París, Flam m arion, 1978.
739M ichel H enry, Voir l’invisible. Sur Kandinsky,
Paris, François Bourin, p. 9.
740Aunque D ora Vallier lo niega, puede que tam bién leyese Abstraktion undEin-
fühlung, la tesis de W orringer.

485
741 Citado p or H. Düchting, Vassili Kandinsky, op. cit., p. 58.
742V er id., p. 80.
743Citado en id., p. 86.
744V er Vassili Kandinsky, Regards sur le passé et autres textes, 1912-1922,ed. de Jean -
Paul Bouillon, Paris, H erm an n, 1974.
745Id., p. 92.
746Id., p. 93.
747Id., p. 95.
748V er id., p. 96.
749Id., p. 97.
750Id., p. 99.
751Id., p. 113.
752Paul Klee, Journal, op. cit., p. 24.
753V. Kandinsky, Regards sur le passé..., op. cit., p. 109.
754Id.
755Id., p. 126.
756Id., p. 124.
757Id., p. 127.
758Id., p. 129.
759Id., p. 132.
760Vassili Kandinsky, Du spirituel dans l'art, Paris, Médiations, 1969, p. 43.
761Id., p. 44.
762V er id., p. 38.
763V er id., p. 54.
764V er id., p. 35.
763V er id., pp. 57 y ss.
766V er Françoise Cachin, Seurat, le rêve de l'art-science, Paris, Gallimard, 1991.
767V er V. Kandinsky, Du spirituel dans l'art, op. cit., p. 68.
768Id., p. 69.
769Id., p. 183.
770V er id., pp. 163 y 172.
771V er id., p. 174.
772Id., p. 98.
773Id., p. 109.
774Id., p. 112.
775Id., p. 175.
776Id., p. 41.
777Id., pp. 78, 85 y 97.
778Id., p. 101.
779Id., p. 104.
780Id., p. 108.
781Id., p. 116.
782V er F. Cachin, Seurat, op. cit., pp. 58 y ss.
783V. Kandinsky, Du spirituel dans l'art, op. cit., p. 135.
784Id., p. 147.
785V er id., p. 149.
786V er id., p. 156.
787Id., p. 165.
788H. Düchting, Vassili Kandinsky, op. cit., p. 92.

486
789M ichel Henry, Voir Vinvisible,
Paris, François Bourin, 1988, p. 9.
790Id., p. 12.
791 Id., pp. 13-14 y 23.
792Id., pp. 33 y 37.
793W ilhelm W orringer, Abstraction et Einfühlung,
Paris, Klincksieck, 1978, p. 41.
794Ver D ora Vallier, prefacio a W. W orringer, Abstraction et Einfühlung,
op. cit. p. 24.
795Franz M arc, carta a Macke del 12 de diciem bre de 1910. V er el catálogo L ’Ex-
pressionisme en Allemagne, 1905-1914 , Paris, M usée d ’art m od ern e de la Ville de Paris,
p. 358.
796M. Henry, Voir Vinvisible,
op. cit., p. 228.
797Id., p. 219.
798Id., p. 41.
799Id., p. 203.
800Id., p. 244.
801Al ser con creta, al establecer lazos co n el m undo a través de las cosas, u n a
pintura se vuelve inagotable, porque el artista siem pre en co n trará en ella más de
lo que h a puesto. El efecto «creativo» no es u n a creación , sino más bien una p ro­
creación , que a su vez motiva la gracia cread o ra que se añade a la obra cuando és­
ta, con ayuda de aquélla, se da p o r acabada. Matisse decía que «creía en Dios»
cuando trabajaba p recisam ente p o r este sentim iento de colaboración co n las fuer­
zas creadoras del m undo. P ero el artista abstracto, sin estas m ediaciones y priván­
dose del m undo, se arriesga a en co n trar en su cuadro tan sólo lo que h a puesto en
él. En tal caso, en tre el lienzo abstracto y el o tro hay la m isma diferencia que se­
ñalaba el cu ento de A ndersen en tre el ruiseñor artificial del em p erad or de China,
h ech o de m ateriales preciosos y colores rutilantes, y el hum ilde ruiseñor de carn e
y hueso, que no obstante cantaba tan maravillosam ente.
802Kan t, Crítica del juicio,
par. 6.
803Id., par, 19.
V.
804 Kandinsky, Conférence de Cologne,en Regards sur le passé,
op. cit., pp. 199-211.
805Kant, Crítica del juicio,
«Observación final del libro I».
806Para estas indicaciones biográficas, m e he basado principalm ente (pero no
exclusivam ente) en Jean-C laude M arcadé, Malevitch,
París, Casterm an, 1990, y en la
p resentación de A ndrei Nakov a K. Malevich, Écrits,
op. cit. Estos dos autores, que
no p arecen sentir gran estima el u no p or el otro, no siem pre coinciden. Es cierto
y
que m uchos puntos de la vida la ob ra de Malevich continúan siendo oscuros.
807V er Alfred B arr, Cubism and Abstract Art,1936, citado p or A. Nakov en K. Ma­
levich, Écrits,
op. cit., p. 133.
808 T exto en la recopilación de Giovanni Lista, Futurisme, Documents, proclama­
tions, Lausana, L ’Age d ’hom m e, 1973, p. 87.
809V er id., p. 98.
810Id., p. 163.
811 K. Malevich, Écrits,
op. cit., p. 237.
812V er Em m anuel M artineau, Malevitch et la philosophie,
Lausana, L ’Age d ’h om ­
m e, 1977. Lam en tab lem en te, no he podido sacar nada de esta exégesis heidegge­
riana de los escritos de Malevich. M arcadé se fia de M artineau.
813Citado p o r A. Nakov en K. Malevich, Écrits,
op. cit., pp. 135-136.
814Id., «Lettre à A lexandre Benois», mayo de 1916, pp. 161-166.
815Id., p. 164.
816 P ara los escritos de Malevich, m e sirvo en general de la traducción de A ndrée

487
Robel, no sin recu rrir a la muy cuidadosa tradu cción de J.-Cl. M arcadé (K Male­
vich,Ecrits, Lausana, L ’Age d ’h om m e, vol. I, 1974; vol. Il, 1977).
817Doy un valor de prueba a este odio hacia el desnudo fem enino que hem os
en contrad o ya en Klee y Kandinsky. P rueba de la relación con el m undo y con la
creación en general.
818Cito según la edición inglesa: Piotr Ouspenski, Tertium Organum, a Key to the
Enigmas of the World, Lond res y Nueva York, 1922.
819J.-C1. M arcadé, Malevitch, op. cit., p. 199.
820V er K. Malevich, Dieu n'est pas déchu..., pars. 1 y 2.
821V er id., par. 5.
822Id., par. 9.
823Id., par. 11.
824Id., par. 13.
825V er id., pars. 13 y 14.
826Id., par. 16.
827V er id., par. 18.
828V er id., pars. 23 y 26.
829V er id., pars. 27-31.
830Id., par. 33.
831Piet M ondrian, De Stijl, nQ1 (1917-1918).
832D ora Vallier,L'Art abstrait, op. cit., p. 100.
833P. M ondrian, De Stijl, n fi 1.

488
índice onomástico

A aron (h erm an o de M oisés), 87, 98 Aqiba (rab í), 100, 227


About, Edm ond , 322 Ario, 148
A braham , 95-96, 101, 119, 122, 135, 173, Aristóteles, 11, 28, 37, 44, 55-61, 64-65,
223, 229 69, 71, 138, 165, 198, 202-203, 208,
A chab, 92 216, 240, 255; nn. 4, 76-83, 85-97, 440
Adams, Steven, nn. 643, 646 Arp, H ans, 397, 409-410
Addison, Josep h , 288 A rquím edes, 62
Adriano (em p erad o r), 81 Arsinoe, 80
A driano I (p ap a), 193 Atanasio (san ), 148-149, 152
Agbar, 143, 201 Auber (ab ad ), 330
Aggeo, 92 A udubon, Jo h n Jam es, 296
Agustín (san), 12, 33, 77, 79, 91, 109, Augusto, 80-81
114, 131-140, 180, 196, 198-199, 201- A urébano, 81
202, 207, 209, 235, 276, 294, 303, 354; A urier, Georges Albert, 382-383, 427;
nn. 12, 152, 218, 264-268, 273-275, nn. 593, 714
277, 279-281, 563, 576 A u trecourt, Nicolás de, 207
Alberto el G rande, 203, 213 Avenarius, Richard, 450
A lcuino, 193 Averroes, 108
Alejandro, 80, 92 Avicena, 108
Alejandro I, n. 655
Alejandro VI Borgia (p ap a), 215 Bacon, Francis, 465
A lejandro VIII (p ap a), 223 Bakst, Léon, 401-402
Alquié, Ferdinand, n. 733 Bakunin, Mijail, 442
Altdorfer, A lbrecht, 120, 396 Balia, Giacomo, 440
Amaury-Duval, 321, 330, 339 Ballanche, Pierre-Sim on, 334
Am brosio (san ), 143 Balzac, H onoré de, 279, 384, 435
A m m onio Saccas, 121 Bardy, G., nn. 393-394
A naxágoras, 39, 60, 177 Barr, Alfred, 439; n. 807
A naxim andro, 32, 34 Basilio el G rande (san), 149-150, 192; n.
A ndersen, Hans Christian, n. 801 303
A ndré, 293-294 B atteu x (ab ad ), 296
A ngélico, Fra, 171, 183, 214, 331-332, Baudelaire, Charles, 15, 286, 291-293,
338, 351 297-303, 308, 319, 330, 362, 366, 372-
A n tíoco Epífano, 92 376, 382, 388; nn. 559, 569-571, 573-
A ntonio, 80-81 575, 577, 628
A ntonio de Florencia (san ), 219 Bazaine, Je a n , 338
Apollinaire, Guillaume, 332 Bazille, F réd éric, 307
A polodoro Skiagraphos, 47 Beardsley, Aubrey, 314, 345, 350, 374,
Apeles, 63 406

489
B eaum ont, Francis, 316 Boucher, François, 242, 295, 331
Beckm ann, M ax, 214 Bouillon, Jean-Paul, n. 744
Beckwith, Jo h n , 184; n. 340 B oudin, Eugène, 305, 309
Beethoven, Ludwig van, 317, 416 B ouguereau, W illiam, 307, 313
Bellini, Giovanni, 120 Brahms, Johannes, 317
Bellm er, Hans, 396 Braque, Georges, 315-316, 392, 403, 457
Bénichou, Paul, 372; nn. 702-703 Brassai, 393
Benito X IV (p ap a), 221-224 B rauner, Victor, 396
Benois, A lexandre, 399-402, 405, 442; B rentano, Clem ens, 352
n. 814 B reton, A ndré, 410; n. 733
Berdiaev, Nicolas, 402, 449 Brett, Jo hn , 346
B ernard, Émile, 305, 324, 338, 393 Broussoie (abad), nn. 393-394
B ernardo de Clairvaux (san), 195-196 Brown, Ford M adox, 342-343, 345-346
Bernini, Gian Lorenzo, 346 Brown, Peter, 146; n. 298
Bérulle, Pierre de, 247 Brullov, Charles, 398
Besant, A nnie, 407, 415, 455 Bruno, G iordano, n. 158
Bilibin, Ivan,406 Brunschvicg, Léon, n. 440
Blake, William, 341, 345 Bruyne, Edgar de, 20, 201; nn. 358, 362,
Blanche, Jacques-Émile, 402 368-369, 374, 377, 379
Blavatsky, H elena, 16, 381, 383, 407, B uenaventura (san), 197-202, 211, 213,
415, 417, 446, 455-456 217; nn. 359-361, 363-367
Blossfeldt, Karl, 410 Buffet, B ernard, 18
Bloy, L éo n , 323 B urden, Jane, 347, 349
Blunt, A nthony, nn.
225; 398, 410, 421 Burke, E dm und, 199, 288-290, 292, 302,
Bobrinskoy, Boris, 169, 174; nn. 329-330 368; nn. 552-556
Boccioni, U m berto, 440 Burliuk, David y Vladim ir, 404-405, 407,
Böcklin, A rnold, 312, 378, 418 437
Boecio, 196 Burne-Jones, sir Edward, 340, 345, 348-
Boehm e, Jacob, 446 350, 374, 418
Boespflug, François, nn.
222, 224; 200- Byron, L o rd , 291
201, 212, 311, 329-330, 346, 415-419,
423 Cabanel, A lexandre, 307, 347
Bogdanov, A lexandre, 449 C abot Perry, 310
Boileau, Nicolas, 15, 287-288, 290, 292, C achin, Françoise, nn. 711-712, 766, 782
300, 302, 368; nn. 548-549, 561 Caillebotte, Gustave, 305
Boilly, Louis-Léopold, 358, 361 Caligula, 81-82
Boisserée, Sulpice, 352 Calvino, Juan, 14-15, 219-220, 233-242,
Bonifacio IX , 215 nn.
253-254, 435, 456, 462; 434-437
B onn ard , Pierre, 312, 318, 375, 394, 403; C am penhausen, n.
H ., 306
n. 593 Caravaggio, 194
Bonnat, Léon, 284 C arlom agno, 193, 212
Bórissov-Mussatov, Victor, 401, 403 Carrà, Carlo, 440
Börsch-Supan, H elm ut, nn. 657, 667- Carracci, Ludovico Agostino,
y 217,
670, 672-674 227, 313, 330
Borso de Este (d u qu e), 79 Cartier, Étienne, 331
Bossuet, Jacq u es Bénigne, 139, 329, C am s, Carl Gustav, 353-355, 359-360,
373; n. 282 381; nn. 656, 658-666, 671
B otero, Fern an do, 465 Castagnary, Jules A ntoine, 322
Botticcelli, Sandro, 219, 348 Castiglione, Baltasar de, 203

490
Catalina II, 398 Constantino, 13, 82-83, 144-145, 151
Cayetano, Tom m aso, 209, 222 C onstantino V C oprónim o, 13, 159-161,
Céline, Louis Ferdinand, 364 163-165, 184
Celso, 82-83; n. 161 C orneille, Pierre, 287
Cendrars, Biaise, 364 Cornelio Agrippa, 387
César, 81 Cornelius, P eter von, 300, 351-352
Cézanne, Paul, 17, 283-284, 305-308, 310- C orot, Camille, 15, 120, 300-301, 307,
311, 313-315, 339, 369, 391-394, 404- 361, 363
405, 418, 425, 439, 448, 457, 459; nn. C orreggio, 216, 273, 431
642, 724-727 Courbet, Gustave, 15, 283, 363
Chagall, Marc, 102, 325, 437 Cousin, V ictor, 333
Cham paigne, Jean Baptiste Philippe
y Couturier, M. A., 335-337, 339
de, 313 Coypel, Charles A ntoine, 296
Cervantes, M iguel de, 275 Cozens, Jo h n R obert, 341
C hardin, Jean Sim éon, 242, 295-297, C rescencia de Kaufbeuren, 221, 224
314, 431 Crivelli, Carlo, 120
Chastel, A ndré, n. 423 Crouzel, H enri, 121; nn. 221, 235
C hateaubriand, François René de, 329,
373;n. 625 Dali, Salvador, 395-396
C hedrin (Mijail Saltykov), 399 Daniel, 141
Chéjov, A nton, 399, 415 Daniélou, Je a n , 129; nn. 246, 248-249,
Chenavard, Paul, 299-300, 334, 339, 351 254-255
Chernychevski, Nicolai, 415 D ’Annunzio, Gabriel, 364
Chevreul, E ugène, 423 Dante Alighieri, 216, 291, 346, 351
Chouillet, Jacq u es, nn. 551, 563-565 Darwin, Charles, 375, 384
Cibot, François-Barthélem y, 339 Daum ier, H o n o ré, 300
C icerón, 35, 40, 61-66, 75; n n. 36, 98- David (rey), 119
102, 104, 107 David, Louis, 15, 283, 286-287, 337, 342,
Cim abue, Giovanni, 350 361
Cirilo de Alejandría (san ), 143, 152-153 David d ’Angers (Pierre-Jean David), 360
Ciurlionis, M. K., 408 Debussy, Claude, 417
Clair, Je a n , 19 D ecam ps, A lexandre, 378
Claudel, Paul, 299; n. 572 Degas, Edgar, 15, 305-308, 310-311, 323,
Claudio de L o ren a, 431 339, 362-363, 392
Cleanto, 61 D elacroix, E ugèn e, 15, 283-284, 286,
C learco, 80 291-297, 300-301, 307, 317, 321, 330,
Cleitón, 37 337, 362-363, 375, 378; n. 560
C lém ent, nn.
175, 178-179; 332, 337 Delaunay, R obert, 318, 407, 409
C lem ente de A lejandría (san), 143 Delvaux, Paul, 396
Cleopatra, 80 D em etrio Poliorcetes, 79
Cocteau, Jean, 314, 316 D em ocrito, 40; n. 37
Collinson, Jam es, 342-343 Denis, M aurice, 297, 304, 321, 338, 363,
Cóm odo, 81 377, 392-393, 403, 424
C om pagnon, A ntoine, 19 Derain, A ndré, 312, 316, 380
C o n d o rcet (m arqués d e ), 373 Descartes, R ené, 217, 426
C onrad, Josep h , 364 Desvallières, Georges, 338
Constable, Jo h n , 198, 293, 341, 352-353, D hurm er, Levy, 403
358 Diaghilev, Serge, 314, 316, 399-401
C onstancia, 151-152 Dickens, Charles, 343-344

491
D iderot, Denis, 15, 287, 294-297, 299, Farnese (card en al), 217
308, 310; nn. 550, 566-568 Fattori, Giovanni, 362
Dies, Auguste, n. 42 Feininger, Lyonel 409
D iocleciano, 83 Félibien, 297, 313
D iogenes Laercio, 62 Fén elon , François, 244, 288, 329, 334
D ion Crisöstom o, 65-66, 75; n. 110 Fén éon , Félix, 297, 306, 380
Dionisio el A reopagita (san), 84, 161, Feofan el Griego, 183
166, 172, 192, 195-197, 199-200, 224, Ferecides de Siros, 36
nn.
253, 309, 465; 353-355 Ferm igier, A ndré, 315; nn. 603, 605-608,
Dix, O tto, 317 612-613
D om iciano, 81 Ferry, L u c, 19
D onatello, 79, 214 Festugière, A.-J., 76; nn. 139, 141-142,
Dostoievski, Fedor, 173, 271, 323, 398- 144, 148, 150
399, 442 Feu erb ach, Ludwig, 449
Du Bos, Jean-Baptiste (abad), 288, 296 Fichte, Jo h a n n Gottlieb, 377, 422
Dubuffet, Jean, 465 Ficino, Marsilio, 79
D ucham p, M arcel, 131, 318, 464 Fidias, 47, 63, 65, 71, 461
D üchting, Hajo, nn. 737, 741, 788 Fielding, H enry, 286.
Dufy, Raoul, 312, 318 Filipo II, 80
D urand de Saint-Pourgain, 208, 222 Filón de Alejandría, 75, 102, 109-113,
Duranty, Edm ond, 306, 308 121, 126-129; nn. 222-224
D urero, Alberto, 216, 351, 425 Filonov, Pavel N., 438
Filóstrato, 64; n. 107
Eckersberg, Christoffer W ilhelm, 361 Finees, 91
E co , U m berto, 201, 205; nn. 369, 376, Fini, L éo n o r, 396
382-383 Firdousi, n. 216
E duardo VI, n.
220; 412 Flandrin, Hippolyte, 321, 351
Elias, 92, 95-96, 101 Flaubert, Gustave, 286, 334, 372, 374;
Eliot, George, 343 n. 635
Eliphas Levi (Alphonse Charles Flavio Josefo, n.
100; 198
C onstant) , 383 Flaxm an, Jo h n , 341
Em pedocles, 38-39; nn. 31-33 Flore, Joachim de, 413
Engels, Friedrich, 295 Florenski, Paul, 402
E nrique V, n. 8 Focillon, H enri, nn.
351-352, 362; 652,
Epicteto, 75 654, 676
Epifanio, 160 Foucart, B runo, nn.
20, 328-330; 614,
Erasm o de R otterdam , 216; n. 405 624, 626-627, 629-634, 636-637
Ernst, M ax, 395-397 Fouquet, Jean, 183
E scoto, Duns, 207, 217 Fourier, Charles, 334
Esdras, 92 Fragonard, Jean H onoré, 242, 295
E ttinghausen, Richard, n. 213 France, A natole, 270
Euripides, 35 Francisco de Asís (san), 212
Eusebio de Cesarea, 40, 82, 151-152, Freud, Sigm und, 364, 375, 394
160, 163, 165-166, 235, 254; n.
38 Friedrich, Gaspar David, 16, 120, 286,
Evagrio Pöntico, 160 352-361, 381; nn. 531, 655-674
Evdokimov, Paul, 169 From entin, Eugène, 293, 303-305, 378;
Ezequias, 99 nn. 578-580
Ezequiel, 98, 108;n. 194 Fulgencio, 215
Farabi, A bu Al-,107-108 Fum aroli, M arc, 228; n. 431

492
Füssli, Jo h a n n H einrich , 348 Gropius, W alter, 385, 409
Grosz, G eorges, 381
Galileo, 253, 426 Grünewald, Matthias, 212
G ardet, Louis, nn. 210, 217 Gurdjieff, G. I., 383, 446
Garrigues, Ju a n M iguel, nn. 294-295 .Guyon, M m e., 247
G auguin, Paul, 17, 214, 305, 310-312, Guys, Constantin, 301
314-315, 324, 377-383, 391, 444;
nn. 711-712 H adot, Pierre, n. 126
G autier, A rm and, 300 H aeckel, Ernst, 375, 384, 410,
G autier, T héophile, 321, 374 Hardy, Thom as, 364
Gavarni, Paul, 301 H arpio, 228
Gay, Nicolas, 398 H auser, Kaspar, 271
Géricault, T héodore, 286 Heckei, Erich, 424
G erm ano (patriarca), 161 H egel, Friedrich, 15, 17, 23, 28, 54, 72,
G érôm e, Jean Léon, 300 212, 238, 255-281, 286, 289, 293, 295,
Gerson, Jean C harlier de, 214 303, 317, 323, 327, 331-332, 337, 352,
Gide, A ndré, 364 359-360, 364, 369, 377, 402, 414-415,
Giglio da Fabriano, 225 420, 429, 462, 465; nn. 10, 395, 438-
Gilson, É tienne, 20, 132, 135, 198, 201; 439, 489-528, 530, 532-542, 544-546,
nn. 269-272, 276-278, 352, 369 609, 618
Giotto, 214, 350 H eidegger, M artin,
139, 449
G iraudoux, Je a n , 316 H eisenberg, W erner,462,
Gleyre, C harles, 321 H elm holtz, H erm ann von, 423
G oethe, Jo h a n n W olfgang von, 286, H elleu, Paul César,
307
351-352, 354, 409, 419 H enry, A nne,
364; n.
678
Goetschell, Roland, n. 207 H enry, Charles,
423
Golding, Jo h n , n. 604 H enry, M ichel,
405, 424-431, 433;
Goldschm idt, Victor, 20; nn. 44-45 nn.
739, 789-792, 796-800
Goldwater, R obert, 378; nn. 708-710, 713 H eraclio (em perador), 146
G oncharova, Natalia, 403-405, 440 H eráclito,
38, 41, 110; nn.27-30
G oncourt, E d m o n d y Jules de, 297 H erm es Trim egisto,
77, 389;nn. 145-
Gorki, M axim , 449 147, 149, 151
Gowing, L ., n. 557 H erodes,
92, 96, 100
Goya, Fran cisco de, 286, 318 Hesiodo, n.
27, 32-33, 35-36, 41, 76, 461; 2
Grabar, A n d ré, 72; nn. 133, 290, 293, H ilton, Tim othy,
346; nn.645, 648, 651
296-297, 312-313 H ippius, Zinaida,
402
Grabar, O leg, n. 213 H ipólito,
141
G raciano, 201 H itler, Adolf,
315, 318
Gracq, Ju lien , 349 H odler, Ferdinand, 379, 456
Gray, Camilla, 438; n. 736 H offm ann, E rnst T heodor Amadeus,
G reco (E l), 120 286
G regorio de N acianzo (san ), 90 H ölderlin, Friedrich, 377
G regorio de Nisa (san ), 12, 114, 125- H om ero, 11, 27, 30, 34-36, 41, 46, 49-50,
131, 133-134, 143, 145, 149-150, 192, 62, 76, 97, 206, 331
241; n n. 247, 250, 252, 254, 256-262, H oog, M ichel, nn. 724-727, 731
302 H opper, Edward, 465
G regorio el G rande (papa), 191-192, H oracio, 81, 192, 201, 296; n. 344
201, 209, 218, 220, 228, 235; n.
342 H u et (obispo), 288
G regorio Palam as (san), 180 H ugo, Victor, 299, 323, 373, 384

493
H um e, David, 286, 294, 346 Ju a n Evangelista (san), 12, 109, 199;
H unt, William H olm an, 342-345, 351, nn. 220, 225
360, 378 Ju a n a de Plaisance, 216
Hus, Ja n , 334 Judas M acabeo, 92
Huxley, Aldous, 179 Jukovsky, Vasili, n. 655
Huysmans, Joris-Karl, 306, 362; n. 582 Ju stino (san ), 75, 143; n. 144

Iarochenko, N. A., 398 Kandinsky, Nina, n. 738


Ignacio de Loyola (san ), 228 Kandinsky, Vasili, 16-18, 304, 316, 318,
Ingres, Je a n Auguste, 284, 286, 300, 307, 340, 378, 381-383, 404-437, 445, 452-
312, 321, 330, 337, 351, 378 453, 455, 457; nn. 737-739
In ocen cio III (p ap a), 196 Kant, Em m anuel, 15, 54, 78, 241, 243-256,
Ireneo (s a n ),12, 114-120, 125, 127, 143; 262, 266, 271-272, 276-279, 281, 283,
nn. 227-234 286, 289, 302, 337, 359, 364-365, 367-
Isaac, 101, 135, 229 369, 462; nn. 447, 449-459, 461-473,
Isabel I, 220; n. 412 475-476, 478-488, 543, 802-803, 805
Isaías, 90, 97, 143, 462; nn. 174, 185-186, Kaulbach, W ilhelm von, 300
286 Keats, Jo h n , 374
Isidoro de Sevilla, 215 Kersting, G eorg Friedrich, 352
Israels, Jozef, 379, 455 Khnopff, Fern an d, 312, 374, 396
Itten, Joh an n es, 385, 409 K irchner, Ern st Ludwig, 377, 381, 407,
Iván el Terrible, 225 424
Ivanov, A lexandre, 449 Klee, Paul, 393, 405, 408, 410, 412, 436;
nn. 728-729, 752, 817
Jaco b , 97, 135, 229, 293 Klein, Robert, 131;n. 263
Jacob son , R onan, 441 Kleist, H einrich von, 352, 357
Jaeg er, W ern er, 20, 33-34, 36; nn. 13, Klimt, Gustav, 284, 347, 364, 374
15, 17, 23, 25 Kline, Franz, 464
Jám blico, 77; nn. 154-155 Klinger, Julius, 374
Jan m o t, Jean-Louis, 339 Kliune, Iván, 408
Jawlensky, Alexei von, 406-407 Koch, Joseph A nton, 121
Jean-Paul, 356, 376 Koyré, A lexandre, 253
Jen ófan es, 34-36; nn. 16, 18-22 Kramskoi, Iván, 398
Jen o fo n te, 40, 171; nn. 24, 35, 323 Kubin, Alfred, 374
Jeró n im o (san), 143 Kuznetsov, Pavel, 403
Jlebnikov, Victor, 437
Jo n ás, 141 L a T our, Georges de, 183
Jo n es, Jasp er, 433 Labisse, Félix, 396
Jou ve, Esprit Gustave, 333 L acord aire, H enri, 332
Jo y ce, Jam es, 364 Lacoste, Jean, nn. 460, 482
Jruschenij, Alexei, 437 L actan cio, 235
Ju a n (p atriarca), 167 Lafon, Jacques-Ém ile, 339
Ju a n Crisostom o (san ), 143, 211 L am artine, Alphonse de, 286, 373, 384
Ju an D am asceno (san ), 143, 157, 161- Lam í, Eugèn e, 301
163, 166, 168, 174, 207, 224; nn. 289, Lanceray, Evgeny, 402
316 Lao Tse, 446
Ju a n de Ávila, 228 Larionov, Mijail, 403-405, 437-440
Ju an de la Cruz (san ), 462 Lavergne, Sabine de, nn. 638-641
Ju an de Salisbury, 215 Lazerges, Hippolyte, 339

494
L e Bail, Louis, 309 Malczewski, Jacek , 374
L e Sidaner, H enri, 403 Malevich, Kazimir, 16-18, 120, 304, 316,
L eco m te du Noüy, 347 318, 378, 381, 391, 393-394, 404-405,
L ee, Rensselaer W ., n. 344 408, 412, 425, 436-455, 457; nn. 730,
L ega, Silvestro, 362 . 806-807, 811-816, 819-830
L éger, Fern an d, 439 M allarmé, Stéphane, 306, 362
Legros, Alphonse, 300 M alraux, A ndré, 175
L ehm ann, H enri, 312, 339 M amontov, Savva, 400
Lem aire, G érard-Georges, nn. 647, 649 M anent, Pierre, 20
L enb ach , Franz von, 406 Manessier, Alfred, 338
Lenin, 415, 450 M anet, Edou ard , 15, 283, 301, 305-308,
I
L eó n (em p erad o r), 146 310, 317, 339, 363
León III el Isauriano, 147, 159, 184 Manilio, 74
L éo n X , 215 Mansurov, Pavel A., 438
L eo n ard o da Vinci, 214, 245, 273, 314- Marc, Franz, 405, 407, 409, 424, 427; n. 795
315; n. 399. M arcadé, Jean-C laude, 438, 441, 449;
L érm ontov, Mijaíl Yúrievich, 400 nn.
806, 812, 816, 819
Levêque, Pierre, n. 159 M arinetti, Filippo Tom m aso, 439
Levitski, Dimitri, 398 M arion, Jean-Luc,19
Leys, R., 129; nn. 251, 253 Maris, Jacob,
455
L hote, A ndré, 304 M aritain, Jacques,
201, 336; n. 369
Lipp, 427 M arquet, Albert,312, 318
Lisipo, 29, 30 M arrou, H enri-Irénée, n. 163
Lissitski, Lazare, 408 M artin, Jo hn ,
341, 345
Lista, Giovanni, nn. 808-810 M artineau, Em m anuel, 438, 441; n. 812
Locke, Jo h n , 294 Marx, Karl,
295, 364
L oeben , O. H. von, 358 Mashkov, Ilia,
404
Longino, 97, 262, 287; n. 187 Masson, A ndré,315, 397
L orrain, Claude, 355 Masson, Denise, nn. 209, 211
Lossky, Nicolas, nn. 200-201, 212, 311, M athieu, Pierre-Louis, nn. 619-620
329-330, 346, 423 M atiuchin, Mijail,
437-438
Lucian o, 89, 275 Matisse, H enri,
15, 120, 169, 312-314,
Luis XV, 295 318, 327, 375, 380, 395, 402-405, 407,
Luis XVI, 295 419, 439; nn. 595-602, 623, 801
Luis de G ranada (san ), 228 M aupassant, Guy de, 364
Lunacharski, Anatoli, 449 M auropous, Ju an , 171
L utero, M artin, 158, 220, 270, 334 Mauve, A nton, 455
Máximo el Confesor, n.
153-155, 167; 307
M aar, D ora, 318 Mayer, H annes, 409
M ach, Ernst, 450 M eir de R othenburg (rabí), 101
Macke, August, 407-408, 424;n. 795 M eissonier, Ernest,284, 300, 307
M aeterlinck, M aurice, 408, 415, 417 M elikian-Chirvani, Assadullah Souren,
M agnelli, Alberto, 409 107; nn. 212, 214-215
M agritte, René, 395 M emling, Hans, 120, 183
Maillol, Aristide, 316 M enestrier, François, 227
M aim ónides, Moisés, 102;nn. 205-206 Menozzi, Daniele, 20, 218; nn. 342, 345,
M aistre, Joseph de, 299 347, 350-351, 367, 389, 392, 396-397,
Makovski, Sergei, 398 408-409, 411-414, 422-423, 610
M alaquias, 92 Merejkovski, Dimitri, 402

495
M érim ée, Prosper, 291, 374 Nerval, G érard de, 356, 376-377
M eryon, Charles, 301, 303 Newman, Jo h n Henry, 152
M etodio (higum eno), 167 N icéforo Blem m ides, 171
MeyendorfF, Jean, 169 N icéforo de C onstantinopla (san ), 163-
M ichelet, Jules, 299 165, 168; n. 317
M iguel, 167 Nichols, Aidan, n. 343
Miguel Angel, 79, 213-214, 219, 230, 297, Nicias, 29
322, 331, 341, 345, 348, 443, 445 Nicolás I (em p erad or de R usia), n. 655
Migne, Jacq u es Paul, 114, 332 Nicolás I (p ap a), 195
Millais, Jo h n Everett, 342-343, 345 Nicolás V (p ap a), 220
Millet, Jean -François, 312, 321-323, 335, Nietzsche, Friedrich, 271, 281, 296, 364,
379 428, 439, 463; nn. 309, 677
M ilton, Jo hn , 289, 341 Nieuwerkerke (co n d e ), 306
M inardi, Tom m aso, 351 Nilsson, M . P., n. 8
M innerath, n. R., 162 Noailles (fam ilia), 316
M irbeau, Octave, 306 N oé, 95
M iro, Joan, 397, 409-410 N olde, Em il, 214, 381
M odigliani, A m edeo, 325 Novalis, Friedrich, 377
Moholy-Nagy, Laszlo, 385, 409
Moisés, 88-89, 91, 94-99, 101-102, 114, O ckham , Guillerm o de, 207
122, 129, 216, 242, 297, 345, 416, 453 O rígenes, 12, 82, 90, 114, 121-125, 128-
M olano, 225 131, 134, 152, 154, 166, 237, 241, 276;
M om m sen, T h eo d o r, 92; n. 182 nn. 175, 238-245
M ondrian, Piet, 16-17, 318, 381, 409, 425, O ttonelli, S. J ., 227
436-437, 455-459, 464; nn. 831, 833 Ouspenski, Piotr, 16, 381, 383, 412, 443,
M onet, Claude, 120, 179, 284, 305-308, 446-447, 450, 452; n. 818
310-311, 339, 362, 382, 392, 405, 411, Ouspensky, Leonid, 155, 169, 176-177,
431, 448 181; nn. 285, 310, 333-336
M ontaigne, M. Eyquem de, 241 Overbeck, Friedrich, 300, 331, 350-352
M ontalem bert (Charles Forbes, conde Ovidio, 216-217, 227
de), 332, 338
M ontesquieu, 18, 297 Pablo (san ), 12, 109, 111-114, 121, 143,
M oreau, Gustave, 301, 311, 338, 361, 147, 154, 198, 240, 322, 462
373-374, 378, 396, 401 Pacaut, M arcel, n. 284
Morozov, Ivan, 401 P ach eco, Francisco, 226; nn. 424-425
M orris, W illiam, 345, 347-348 Paine, Torn, 290
Mossa, Gustav-Adolf, 374 Paleotti, Gabriele, 225-227
M üller, Max, 446 Palm er, Samuel, 341
M unch, Edvard, 284, 312, 314, 364, 374, Panecio, 61
406, 456; n. 594 Panofsky, Erwin, 63, 72, 425; nn. 103,
M ünter, Gabriele, 405, 407 109, 132, 135-136, 407
M uratori, Lodovico A ntonio, 320 Papaioannou, Rostas, 27; nn. 1, 3, 6, 9,
Mussorgsky, M odest Petrovich, 400, 84, 291-293
409, 417 Papus (G érard d ’E ncau sse), 383, 386;
n. 717
Nakov, A ndrei, 438, 449; nn. 730, 806- Parm énides, 37, 177; n. 26
807, 813 Pascal, Biaise, 15, 239-242, 249-250, 253-
N ehem ias, 92 254, 462; nn. 440-442, 444-446, 448,
N erón, 81-82 474, 477

496
Passeron, René, n. 734 Punin, Nicolas, 408
Patinir, Jo ach im , 396 Poussin, Nicolas, 139, 218, 248, 291-293,
Pausanias, 90 307, 313, 392; n. 407
Pechstein, Max, 381, 407 Praxiteles, 30
Péladan, Josép h in , 16, 313, 374, 380-381, Praz, M ario, 347; nn. 650, 704
387, 400, 415, 420; n. 719 P rocio, 78, 84; nn. 156-157
Perov, Vasili, 398 P rotogenes, 63
Peruggino, 350-351 Protagoras, 39, 40
Pforr, Franz, 350 Proust, M arcel, 238, 364
Philonenko, Alexis, 364 P ru d ’h on, Pierre Paul, 317
Picabia, Francis, 395 P tolom eo II, 80
Picasso, Pablo, 15, 284, 312, 314-318, P uech , Henri-Charles, 20, 73; nn. 114,
378, 393, 402, 404-405, 419, 425, 457; 119, 126, 138
nn. 603, 605 Pushkin, A. S., 406
Pico de la M irándola, 79 Puvis de Chavannes, P ierre, 311-312,
Piel, Louis A lexandre, 334 314, 361, 363, 401
Piles, R oger de, 297
Pindaro, 27, 31; n. 3 Q uinet, E dgar, 334
Pío II, 218
Pío V, 218 Racine, Je a n , 289, 301
Pío VI, 320 Rafael, 18, 61, 72, 176, 181, 183, 213-214,
Pío XII, 336 216, 273, 297, 301, 313, 317-318, 331,
Pirandello, Luigi, 364 346, 351, 431
Pisarev, Dimitri, 415 R am dohr, Friedrich W ilhelm von, 356
Pissarro, Camille, 305-307, 309, 325, 379- Raym ond, Didier, 364
380 Raynaud, Philippe, 20; n. 677
Pitágoras (escu ltor), 29 R edon, O dilon, 120, 378; n. 707
Pitágoras (filósofo), 387, 389 R edouté, P ierre Josep h , 296
Platón, 11, 19, 33, 35-36, 39, 41-57, 60-61, Regamey, R., 335-337
63-65, 69-72, 75, 89, 102, 121, 123, Régnault, Jean-Baptiste, 350
126, 128-129, 138, 150, 166, 172, 177, R em brandt, 322
198-199, 216, 234, 239, 245, 255-256, R enan, E rnest, 63, 270, 299
367, 387, 420, 465; nn. 5, 14, 34, 39- Reni, Guido, 297
41, 43, 45-53, 55-75, 139-140, 236, 460 R enoir, Auguste, 305, 308, 310-311, 339,
Plejanov, Georges, 402, 415 363
Plinio, 29, 64; nn. 106, 108 Repin, Ilia, 398, 411
Plotino, 32, 55, 66-73, 82, 90, 114, 121, Restout, Je a n , 319
128, 130, 132-134, 145, 151, 160, 172, Rewald, Jo h n , nn. 581, 583-592
175, 198-199, 273, 276, 309, 429, 446; Reynolds, sir Josh u a, 342
nn. 111-113, 115-118, 120-125, 127- Ricardo, David, 384
132, 134-135, 137-138, 177, 226, 315 Ricci (ob isp o), 319
P lutarco, 75, 81; nn. 143, 160 Richelieu (carden al d e ), 223
Polícleto, 63 R icheom e (S. J .) , 227
Polignoto, 29 R ichier, G erm aine, 336, 338
Pollock, Jack son , 284, 310, 464 Riegl, Alois, 311
P ope, A lexander, 289 Riffard, Pierre A., n n. 720-721
Popova, Liubov, 408 Rimbaud, A rthur, 362
Porfirio, 68 Rimski-Korsakov, N. A., 400
Posidonio, 61-62, 134 Rio, François-Alexis, 331, 338

497
Riout, Denys, n. 582 Schnapper, A ntoine, 20; n. 547
Robbia, L u ca della, 171 S chnorr, Julius, 351
Robel, A ndrée, n. 730 Schoenm akers, H. J ., 455
Rochegrosse, Georges Antoine, 347 Scholem , Gershom , 102-103; nn. 204,
Rockwell, N orm an, 465 208
R odchenko, A lexandre, 408 Schönberg, Arnold, 407, 418
Rodin, Auguste, 314 Schönborn, Christoph von, 20, 148; nn.
Rood, Nicholas O gden, 423 299-305, 307, 314, 316-318
Rops, Félicien, 374 Schopenhauer, A rthur, 16, 247, 277,
Rosset, Clém ent, 364; n. 691 361, 363-373, 375-377, 428, 433, 450;
Rossetti, Dante Gabriel, 340, 342-344, nn. 677-701, 705-706
346-349, 351, 374, 396, 418 Schuffenecker, Claude-Emile, 311
Rossetti, W. M., 342 Schuhl, Pierre-M axim e, n. 54
Rossini, G. A., 364 Schukin, Serge, 169, 401, 439
Rothko, Mark, 102, 464 Schuré, E douard, 16, 381, 383, 387, 455
Rouault, Georges, 338, 403 Schwabe, Çarlos, 374
Rouleau, François, 20; n. 320 Scopas, 30
Rousseau, H enri (el A d u an ero), 396, Scriabin, A lexandre, 402, 408, 417
407 Sed-Rajna, Gabrielle, nn. 200-203, 622
Rousseau, Jean-Jacques, 288, 291, 334, Segantini, Giovanni, 418
353, 394 Seligm ann, Kurt, 396
Rubens, Peter Paul, 125, 182, 214, 291- Sendler, E gon, nn. 283, 319, 321-322,
292, 304-305, 307, 315 324
Rublev, Andrei, 169, 173, 183, 223 Séneca, 64, 75; n. 105
R upert Deutz,
de 197 Sereno (obispo), 191, 193
Ruskin, John, 342, 344-345; n.647 Sergio (p atriarca), 146
Serov, Valentin, 401-402
Saint-Aubin, Gabriel de, 301 Sérusier, Paul, 312, 393, 403; n. 593
Saint-Girons, Baldine, 288; nn. 552, 554 Seuphor, M ichel, 456
Saint-Laurent, Grim ouard de, 330 Seurat, Georges, 305-306, 312, 391, 395,
Saint-Simon (con d e d e), 334 418, 423; nn. 766, 782
Sainte-Beuve, Charles Augustin, 270 Severini, Gino, 440
Salomon, 92, 96, 99, 100 Seznec, Je a n , 20; nn. 400-406, 426-427,
Samuel, 119 429
Sans, Edouard, 364 Shaftesbury (conde de), 288
Sargent, Jo h n Singer, 402 Shakespeare, W illiam, n.
289, 291; 8
Sarian, Martyros, 403 Sherringham , Marc, nn.
198, 262; 357-
Sassoferrato, 330 358
Savonarola, Girolamo 218-219; n. 409 Siddal, Elizabeth, 346
Schaeffer, Jean-M arie, 19 Sigismundo Malatesta, 218
Scheffer, Ary, 334 Signac, Paul, 418
Schelling, Friedrich, 72, 331, 354, 377, Signol, Em ile, 339
402 Silver, Kenneth, n. 732
Schiele, Egon, 284, 317, 364 Sim enon, Georges, 364
Schiller, Friedrich von, 31, 247, 277 Simon, M arcel, n. 202
Schlegel, August Wilhelm von, 331, Sixto Quinto, 218
350-351 Socrates, 36-37, 40, 44, 46, 171, 216, 245;
Schmidt-Rottluff, Karl, 381, 407 n. 288
Schm itt, Jean-C laude, nn. 346, 348-349 Sodom a (Giovanni A ntonio Bazzi), 194

498
Soloviev, Vladimir, 173, 182, 184, 402 197, 201-209, 213, 217, 224, 253; nn.
Somov, Konstantin, 401 96, 178-179, 356, 370-373, 375, 378,
Soulages, Pierre, 433 380-381, 384-388, 440
Spener, Philip Ja co b , 247 Tom ás de Celano, n. 396
Spinoza, B aruch, 450, 457 T oorop, Jan, 375, 456-457
Stalin, Josep h , 315, 454 Toulouse-Lautrec, H enri de, 305, 315,
Stasov, Vladimir, 402 347, 381
Steiner, Rudolf, 16, 381, 383-386, 388, Trajano, 292
407, 415, 417, 455; nn. 715, 718, 722 Tretiakov Pavel, 169, 400
Stendhal, 286 Tricot, A., nn. 393-394
Stepanova, Varvara, 408 Trouillard, Jean, nn. 156-157
Stephens, F. G., 342 Trouille, Clovis, 396
Strauss, David, 398 Trubetzkoi, Eugène, 169, 173-174, 181-
Strindberg, August, 364 182; nn. 325-328, 338-339
Stuck, Franz von, 374, 378, 396, 400, Turguéniev, I.S ., 378
405-406, 418 T urner, W illiam, 290, 341, 352, 358, 361;
Suárez, François, 222-223 n. 557
Suger (ab ad ), 196 Twombly, Cy, 433
Surikov, Vasili, 398
Svevo, Italo, 364 U rbano VIII (papa), 221
Swedenborg, Em anuel, 334, 380, 382, Urs von Balthasar, Hans, 129; n. 262
387
Swinburne, Algernon Charles, 374 Valentin, 114-115
Valéry, Paul, 316; n. 309
T ácito, 100; n. 199 Valkenier, Elizabeth, n. 735
Taine, Hippolyte, 277, 291, 457; n. 558 Vallier, D ora, 391, 427, 456; nn. 723,
Tales, 34, 139, 274; n. 14 740, 794, 832
Tanguy, Yves, 396 Van Doesburg, T h éo, 457
Tasso, T orq uato, 291, 363 Van Eyck, Ian, 183, 331.
Tatlin, Vladimir, 438 Van Gogh, V incent, 17, 293, 305-308,
Tem istocles, 29 310-312, 323-324, 379, 393; nn. 615-
Tennyson, Alfred, 348 617, 621
T ertuliano, 141, 143 V ancourt, Raym ond, n. 529
T eod ora, 167 V arrón,33, 91, 134
T eo d o ro Studita (san ), 163, 165-166, Vasnetsov, Victor, 398, 400
168, 183, 224, 235, 266; n. 318 Vásquez, Gabriel, 209
Teodulfo de O rleans, 193 V edder, Eliu, 374
Teófilo, 167 Velázquez, Diego, 214, 226, 307, 315,
Thibaudet, Albert, 284 317, 369
Thiers, A dolphe, 291 Venetsianov, Alexei, 398
Thun H ohenstein (con d e von ), 356 V enturi, Lionello, n. 7
Tieck, Ludwig, 350, 352, 360 V ernant, Jean-Pierre, 31-32;n. 11
Tinguely, Jean , 425 V ernet, H orace, 330, 378
T in torettto, 345 V eronese, 125, 291-292, 301, 345
Tissot, Jo h n Jam es, 345 Viollet-le-Duc, Eugène, 337
Tiziano, 179, 273, 291, 301, 345 Virgilio,215, 217, 248, 292, 461
Tolstoi, L éon, 48, 290, 364, 379, 398-399, Vivaldi, A ntonio, 317
421 Vladimirov, 176
Tom ás de Aquino (san to), 91, 102, 108, Vlaminck, M aurice de, 380, 403

499
Voltaire, 289, 291-292, 299 Winckelmann, Jo h an n Joachim , 272, 350
V ouet, Simon, 319 W ooln er, T h ., 342
Vrubel, Mijail, 400 W orrin ger, W ilhelm, 311, 427; nn. 740,
Vuillard, Édou ard , 403; n. 593 793-794
Wycliffe, Jo h n , 218; n. 408
W agner, R ichard, 271, 297, 364, 388,
417, 420 Yates, Fran ces, 77, 79; nn. 153, 158
W atteau, A ntoine, 295, 392 Yezid II (califa), 147
Watts, G eorge, 345, 378 Young, Edward, 288
W edekind, Frank, 364
W eidle, Vladimir, 19, 169, 175; n. 331 Zenon, 61-62
W erefkin, M arianne Von, 406 Z ern er, H en ri, 353; nn. 670, 672-674
W histler, Jam es Abbott McNeill, 345 Zeuxis, 47, 64-65
W hitford, Frank, n. 716 Zola, Em ile, 297, 306, 309, 391-392
W iertz, A ntoine, 374 Zurbaran, Francisco de, 120, 183, 214,
W ilde, Oscar, 419 431

500
Zeus o Poseidón,
bronce griego, en torno a 460.
(Derechos reservados, D. R.)
E m p era d or tr iu n fa n te y C risto
(detalle), marfil, Constantinopla
siglo vi. (Doc. Giraudon)
C risto y el a b a d M e n a , monasterio
de Bauit, Egipto, pintura sobre madera
siglos VI-VII. (D. R.)
L a T ra n sfig u ra c ió n , icono ruso
de la escuela de Feofran Grek,
en torno a 1400. (D. R.)
Andrei Rublev, L a filo x e n ia de A b ra h a m ,
llamada L a T rin id a d , icono ruso, principios
del siglo XV. (Doc. Giraudon)
C ru cifijo llamado de san Francisco de Asis,
Italia, siglo x n . (D. R.)
C ru cifijo llamado de Courajod,
Francia, siglo x n . (D. R.)
Grünewald, C ru c ifix ió n , detalle del retablo
de Isenheim, 1512-1516. (Doc. Giraudon)
Rafael, L a d isp u ta
del S a n to S acram en to, 1509,
Cámara de la Signatura, Vaticano.
(Doc. Alinari-Viollet)
Rafael, L a E scu ela de A te n a s
(detalle), 1509-1510,
Cámara de la Signatura, Vaticano.
(Doc. Giraudon)
Millet, P a sto ra se n ta d a h acien do p u n to ,
1858-1860. (Doc. Giraudon)
Van Gogh, L a noche estre lla d a , 1889. (D. R.)
Rossetti, Ecce A n c illa
D o m in i ,
1849. (D. R.)
I
I Hunt, L a lu z d el m u n d o ,
1853-1856. (D. R.)
Burne-Jones, E l ja r d ín ,
1871-1890. (D. R.)
Beardsley, H e besado tu boca,
Y o k an a á n , 1892. (D. R.)
Rossetti, A s ta r té S iría c a , 1877. (D. R.)
Friedrich, M u je r en
la v e n ta n a , 1822. (D. R.)

Friedrich, E l retablo
de T etschen, 1807-1808. (D. R.)
Friedrich, L a n ieb la cu brien do
el R iesen gebirge, 1820. (D. R.)

Gauguin, E l C risto a m a rillo , 1889. (D. R.)


K l i n g e r , S a lo m é ( d e t a l l e ) , 1 9 0 9 . (D . R .)

Klimt, J u d it II, 1909. (D. R.)


Toorop, L a s tres n o v ia s , 1893. (D. R.)
Stuck, E l p eca d o (detalle), 1893. (D. R.)
Kandinsky, L a v id a en colores (detalle),
1907. © ADAGP. París, 1994.

i
I

Kandinsky, M a n c h a ro ja //,
1921. © ADAGP. Paris, 1994.
I

/
Malevich, C u a d rá n g u lo , llamado
C u a d ra d o negro, 1915. (D. R.)

Malevich, B la n co sobre blanco,


llamado C u a d ra d o blan co, 1917. (D. R.)
Malevich, P resen tim ien to com plejo,
en torno a 1930. (D. R.)
I

Mondrian, E v o lu c ió n , 1910-1911. (D. R.)


Mondrian, C om posición
en negro y a zu l, 1926. (D. R.)
IT
B IB L IO T E C A
D E EN SAYO

Serie menor

T a n iz a k i
El elogio de la sombra
T rad ucción de Ju lia E scobar

S lo te rd ijk
En el mismo barco
T rad ucción de M anuel Fon tán del Ju n co

Z a m b ran o
Séneca

N o o te b o o m
Cómo ser europeos
T rad ucción de A nne-H élène Suárez Girard

Z a m b ran o
La confesión: género literario

O c t a v io P az
Chuang-Tzu

A b a te D i n o u a r t
El arte de callar
T rad ucción de M auro A rm iño

J a m e s H i llm a n
El pensamiento del corazón
T rad ucción de Fern an d o Borrajo

B e rg a m ín
La importancia del Demonio
O s c a r W ild e
La decadencia de la mentira
T rad ucción de M aría Luisa Balseiro

S lo te rd ijk
Normas para el parque humano
T rad ucción de T eresa R ocha B arco

G e o rg e S te in e r
Nostalgia del Absoluto
T rad ucción de M aría Tabuyo y Agustín López

G o e th e
Goethe y la ciencia
T rad ucción de Carlos Fo rtea y E sther de A rpe

P lu ta rc o
Cómo sacar provecho de los enemigos
T raducciones de C oncep ción Morales O tal y Jo sé G arcía López

Ig n a c io G ó m ez de L ia ñ o
Sobre el fundamento

C r i s t ó b a l S e r r a ( e d .)
Apocalipsis
T rad ucción de Cipriano de V alera

Am os Oz
Contra el fanatismo
T rad ucción de Daniel Sarasola

Ju an B en et
La construcción de la torre de Babel

Serie Mayor

C o lli
Filosofía de la expresión
T rad ucción de Miguel M orey
Z a m b ra n o
Persona y democracia

S a c k s , K e v le s , L e w o n t i n , G o u ld y M il le r
Historias de la ciencia y del olvido
T rad ucción de Catalina M artínez Muñoz

H e id e g g e r
Estudios sobre mística medieval
T rad ucción de Ja co b o M uñoz

G e o rg e S te in e r
Pasión intacta
T rad ucción de M enchu Gutiérrez y E n carn a Cas tejón
F ra n ç o is Ju llie n
Elogio de lo insípido
T rad ucción de A nne-H élène Suárez Girard

Ig n a c io G óm ez de L ia ñ o
El círculo de la Sabiduría (vols. I y Ii)

J a m e s H i llm a n
Re-imaginar la psicología
T rad ucción de Fern an d o Borrajo

M a r ía Z a m b r a n o
Los sueños y el tiempo

F ra n ç o is Ju llie n
Tratado de la eficacia
T rad ucción de A nne-H élène Suárez Girard

A le s s a n d ro B a r ic c o
El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin
T rad ucción de R om ana B aena Bradaschia

H a ra ld W e in ric h
Leteo
T rad ucción de Carlos Fo rtea
Ig n a c io G ó m ez de L ia ñ o
Filósofos griegos, videntes judíos

J a m e s H i llm a n
El mito del análisis
T rad ucción de Angel González de Pablo

F ra n ç o is Ju llie n
Un sabio no tiene ideas
T rad ucción de A nne-H élène Suárez Girard

Ig n a c io G ó m ez de L ia ñ o
Iluminaciones filosóficas

G e o rg e S te in e r
Gramáticas de la creación
T rad ucción de A ndoni Alonso y C arm en Galán

F r ie d r ic h N ie tz s c h e
Nietzsche contra Wagner
T rad ucción de Jo sé Luis A rántegui

G e o rg e S te in e r
Tolstoi o Dostoïevski
T rad u cción de Agustí B artra

G e o rg e S te in e r
Extraterritorial
T rad ucción de Edgardo Russo

P a t r i c i a C o x M il le r
Los sueños en la antigüedad tardía
T r a d u c c i ó n d e M a r í a T a b u y o y A g u s tín L o p e

P e te r S lo te rd ijk
Crítica de la razón cínica
T rad ucción de Miguel Angel Vega

P e te r S lo te rd ijk
Esferas I (Burbujas)
T rad ucción de Isidoro R eguera
Is id o ro R e g u e ra
Jacob Bóhme

F r i e d r i c h N i e tz s c h e
El paseante y su sombra
T rad ucción de Jo sé Luis A rántegui

A la in B e s a n ç o n
La imagen prohibida
T rad ucción de E n carn a Cas tejón

B e n e d e tta C rav eri


La cultura de la conversación
T rad ucción de C ésar Palm a

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