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FINES DEL MATRIMONIO, 1

La expresión “fines del matrimonio” no indica cualquier finalidad


que pudieran proponerse una mujer y un varón que deciden unir o
compartir sus vidas, sino aquellas a las que está ordenada la unión
marital por su propia naturaleza.

El consorcio de toda la vida que establecen los cónyuges por la


alianza matrimonial está “ordenado por su propia índole natural
al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole”
(CIC 1055, 1), fines que se dan íntimamente relacionados y coor-
dinados entre sí, sin que sea posible separarlos.
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No habría plena entrega y aceptación mutua en


la dimensión conyugal si se excluye al otro
como consorte (aquel a quien está unida la pro-
pia suerte, y a quien se debe en justicia el amor
conyugal), o si se le rechaza en su potencial
paternidad o maternidad, que son dimensión
natural primaria de la complementariedad sexual.

“La dimensión natural esencial [del matrimonio] implica por exigen-


cia intrínseca la fidelidad, la indisolubilidad, la paternidad y
maternidad potenciales, como bienes que integran una relación de
justicia” (Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 2001, 7).
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Juan Pablo II aclaró que, aunque la Constitución


Gaudium et spes y la Encíclica Humanae Vitae,
de Pablo VI, no utilicen la terminología tradicional
(fin primario-fin secundario), “sin embargo, tratan
de aquello mismo a lo que se refieren las expresio-
nes tradicionales” (Juan Pablo II, Alocución,
10.X.1984, 3).

La generación y educación de los hijos sólo se realiza de modo ple-


namente personal integrada en el bien de los cónyuges; y éste no
se obtiene auténticamente si se prescinde de su ordenación objeti-
va a la generación y educación de los hijos. Ambos fines tienen
consistencia y dignidad propias, y nunca pueden separarse.
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“La ordenación a los fines naturales del matrimonio –el bien de los
esposos y la generación y educación de la prole- está intrínseca-
mente presente en la masculinidad y en la feminidad (...). El ma-
trimonio y la familia son inseparables, porque la masculinidad y la
feminidad de las personas casadas están constitutivamente abiertas
al don de los hijos. Sin esta apertura ni siquiera podría existir un
bien de los esposos digno de este nombre” (Juan Pablo II,
Discurso a la Rota Romana 2001, 5).

Para contraer matrimonio válidamente no se requiere la obtención


efectiva de los fines (que sólo se puede dar después de estar ya ca-
sados), sino que los contrayentes no excluyan positivamente, con
un acto de voluntad, ninguno de ellos al prestar el consentimiento,
es decir, que quieran contraer verdadero matrimonio aceptando su
intrínseca ordenación natural.
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El amor no es sólo, ni principalmente, algo pasivo, padecido (“mal


de amores”). Es fundamentalmente obra de la voluntad libre: la
persona no es sólo víctima, sino sobre todo protagonista de su amor
(y de su desamor). Por eso no sólo no hay contradicción entre deber
y amor, sino que el amor, al madurar, busca transformarse en deber,
como manera humana de obligarse a durar para siempre.

Del “deseo ser tu esposo o tu esposa


porque te quiero” se pasa al “te
quiero, y te querré siempre, porque
eres mi esposo o mi esposa”.
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Las obras del amor deben provenir lo más inmediatamente posi-


ble del amor mismo, antes que del mero sentido del deber. Una
vez iniciada la vida conyugal, el amor debe ser el motor de los
actos y conductas de los esposos en los acontecimientos coti-
dianos.

La criatura puede –por fragilidad- no


poner en práctica las obras debidas. La
grandeza del amor conyugal reside en
que, con la ayuda de Dios, los esposos
pueden hacerlo realidad. Los esposos pue-
den fallar, si bien este hecho no destruye
la unión conyugal y por eso pueden res-
taurar el amor que su debilidad deterioró.

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