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EDICIONES PAULINAS - SANTIAGO-CHILE

HACIA EL MATRIMONIO
RAUL PLUS

HACIA
EL MATRIMONIO

$
EDICIONES FAULINAS
Es p r o p i e d a d

E D I C I O N E S P A U L I N A S
Avda. Bdo. O'Higgins, 1626 — Casilla 3746 — Santiago-Chile

CON LAS DEBIDAS LICENCIAS

Se terminó de imprimir el 4 de marzo de 1959


en los Talleres de la Sociedad de San Pablo
Avda. V. Mackenna 10777 — Santiago de Chile
INTRODUCCION

Para prepararse bien a tomar estado, es preci-


so tener, antes t que nada, una visión clara de las
obligaciones que nos aguardan.
De ahí la primera parte de este libro: CONOCER
N U E S T R O S DEBERES.

Pero no basta conocer, hace jaita querer. Y


por eso sigue la segunda parte: C O M O NOS DISPONDRE-
M O S , C A B A L M E N T E , PARA RESPONDER DE U N A M A N E R A
INTEGRAL a las exigencias de la nueva vida, cuando
llegue el momento de arrostrarlas.
Recomienda Su Santidad el Papa Pío XI, en
su Encíclica de 31 de diciembre de 1930, sobre el
Matrimonio, que se dé adecuada instrucción sobre
la materia a los que han de fundar un hogar.
Inspirándonos en este consejo, nos hemos pro-
puesto comentar un punto de su doctrina, y faci-
litar a los jóvenes y a las jóvenes que no son ya
niños, unas indicaciones concretas, a plena luz,
con toda claridad, con toda entereza, con toda ca-
ridad, sobre la grandiosa obra de la función del
hogar futuro.
El matrimonio establece un doble or-
den de obligaciones. En primer lugar, las
que los dos cónyuges han de cumplir, a
la vez y conjuntamente, con respecto a
su progenie (junción de la generación,
función de la educación) (1). Y luego,
las que cada uno de ellos, por separado,
ha de observar con relación al otro con-
sorte (unicidad de amor, fidelidad).

(1) Omitiremos en el presente trabajo lo referente al deber


de la edacación, consecuencia normal del deber de la procrea-
ción, para limitarnos exclusivamente a este último.
p r i m e r a PARTE

CONOCER
Deberes que han de cumplir a la vez
y conjuntamente los dos cónyuges
(Relativos a la procreación)

Los derechos

Dios ha dispuesto que haya en el género hu-


mano un sexo masculino y un sexo femenino. Y
ha querido que se estableciese entre ellos una mu-
tua atracción. Y ha creado esa realidad misteriosa
que se llama amor. El amor tiende a la unión: es
el matrimonio. La unión trae como consecuencia
al hijo.
Amor, unión, procreación.
Aparece, pues, claro el designio de Dios: ase-
gurar, por la íntima unión del hombre y la mujer,
la continuidad de la especie humana. Este es el
fin primordial. Y he aquí, además, otro: propor-
cionar a los dos cónyuges, en su amor recíproco,
gozo y aliento bastantes para cumplir juntos su
destino al mismo tiempo que secundan el divino
plan de la procreación.
En realidad y de un modo concreto, "en el
amor verdadero y perfecto, que es la donación que
de sí mismos se hacen dos seres, el uno al otro,
y que presupone la determinación de dos volunta-
des de aceptar todas las consecuencias de su afec-
to recíproco, desaparece toda distinción entre el
— 9 —
fin esencial y el fin secundario del matrimonio.
Los dos seres que se aman saben que su amor, nor-
malmente, debe dar frutos" (1), puesto que no
ignoran que, aun cuando son ellos dos solos, no
están destinados a permanecer en su soledad, sino
que de su unión ha de brotar un tercer ser, toda
una serie de "terceros".
Es lo que se expresa bien en esta feliz concre-
ción: "En el mismo preciso instante en que dos
seres creen realizar por su recíproca donación la
unidad que buscaban, es cuando esta unidad se
desvanece. Ya no son dos: son tres. Al final del
amor está el hijo. Orientado hacia la familia, el
amor deja paso a una tendencia trascendente que
lo supera y va más allá de él mismo" (2).
Quizás parezca que estas verdades, tan claras
como la luz del día, se olvidan, frecuentemente, en
la hora actual del mundo. Quizás no se quiera ver
en el matrimonio más que el acercamiento, egoís-
tamente concebido, del hombre y la mujer, en que
el fruto normal de la unión sólo se acepta como
un "aguafiestas" molesto. Hasta quizás no se esté
muy lejos de acusar a la Iglesia como de salirse de
lo que le compete y de exigir cosas imposibles,
cuando recuerda esta doctrina.
No obstante, quede esto bien sentado.
La Iglesia, al hablar como habla, no hace más
que sancionar las exigencias —ya de por sí sobe-
ranas e inquebrantables— de la ley natural. No
pretende innovaciones. No añade nada a aquello
que ya la razón sana, de por sí reclama de la mo-

(1) R. P. Viollet: "Les devoirs du mariage" (Los deberes


del matrimonio)! pág. 10.
(2) P. Alb. Yalensin, en la Semana Social de Nancy, del
año 1927. "C. R.", pág. 156.
— 10 —
ral conyugal. Se limita a dignificar con su divina
autoridad aquello que el mismo espíritu del hom-
bre, no extraviado por la pasión, quiere y exige.
Por lo demás, si la obra de la procreación se
considera como el fin primordial del matrimonio,
no se dice que éste sea el único.
Si el fin exclusivo del matrimonio hubiese sido
el de la procreación, no era menester que Dios, al
darle compañera al hombre, la dotase de inteligen-
cia y de sentimiento. Hubiera bastado con que le
hubiese proporcionado un cuerpo suficientemente
apto para la reproducción.
¿Por qué le niegan los mahometanos a la mu-
jer un alma inmortal? Simplemente porque, se-
gún su credo, habiéndosela creado con el fin único
de perpetuar la especie, no se puede considerar es-
piritualmente comparable al hombre.
Doctrina errónea. Dios creó a la mujer, dice el
Génesis, para darle a Adán "una ayuda semejante
a él mismo". No es sólo la generación venidera la
que Dios tiene en cuenta para enriquecerla y acre-
centarla con nuevos seres vivientes suplementarios;
es también la generación presente la que quiere
completar y perfeccionar. Al hombre en soledad de
sí, le falta algo. Ya reza eso el texto de la Escritu-
ra: "No es bueno, dijo Dios, que siga solo". Y diole
a Eva, para que, una vez juntos los dos, hallase el
uno en el otro el suplemento de valores humanos
que como individuos aislados no poseen.
Todavía hay más: siendo así que Adán había
sido formado de la materia bruta, al tratarse de la
mujer, se tomó materia viviente, del cuerpo mismo
del primer hombre, "os ex ossibus". ¿No hay en
este punto mismo de origen una indicación, sim-
bólica pero precisa, de que la mujer espiritualmen-
te y en cuanto a las riquezas del alma, no sólo será
capaz de engendrar progenie, sino de aportar al
— 11 —
marido para compartirlas y gozarlas con él, alegría
ayuda y plenitud de vida? *
Antes, pues, de penetrar en la minucia y espe-
cificación de los deberes de los cónyuges, señale-
mos exactamente, desde el principio —una vez co-
nocido claramente el plan de Dios—, la extensión
de sus derechos.
Derecho estricto, en primer término, al trato
y relación conyugal.
Es lícito, y no sólo lícito sino loable y de toda
nobleza y dignidad, sin que tenga nada de inde-
cente o indelicado, el íntimo enlace y conjunción
con que se unen, el uno con el otro, los dos consor-
tes. Todo amor arrebata hacia el deseo del abraza
estrecho, de la fusión de los dos seres, si esta fu-
sión resultara posible. Ejemplo: el de la misma
madre acariciando a su hijo. ¿No la habéis visto
"comérselo a besos", según la expresión popular?
Quisiera ella no hacer más que una persona con
aquel ser chiquito y tierno nacido de ella, salido
de sus propias entrañas, carne suya pero que ya
no es ella misma. ¡De 1¡al naturaleza ha hecho
Dios el corazón de las madres!
Y parecidamente ha formado el de los esposos
y el de las esposas. "La atracción recíproca y la
felicidad de poseerse por entero arrebatan a los
"unidos en el matrimonio y les lanzan a fundirse
estrechamente, como, a la madre con su hijo. Qui-
sieran poder transfundirse el uno en el otro, para
no hacer de los dos más que uno (1).
Los esposos no sólo tienen el derecho estricto
a las relaciones conyugales y a todo aquello que
(1) Hardy Schilgen, S. I. (Traductor Honoré): "Un livre
sur le mariage pour les fiancés et les époux chrétiens" (Un
libro sobre el matrimonio para los novios y los esposos cristia-
nos). Casterman, página 30. Esta obrita es algo' perfectamente
logrado.
— 12 —
las inicia o las completa, sino que pueden, aun en
los casos en que no se trate de eso, testimoniarse
su afecto y la atracción mutua, con toda suerte de
manifestaciones de cariño que les resulten gratas
y placenteras; con una sola condición, y es: que
no sean de tal naturaleza que puedan poner en
peligro próximo la continencia, o, dicho de otro
modo, en riesgo de excitación sexual completa.
La Encíclica de Pío XI contiene un párrafo
que resume muy bien toda la cuestión: "Tanto en
el matrimonio, considerado en sí mismo, como en
el uso del derecho matrimonial, hay fines secunda-
rios: como son la ayuda mutua, el mantenimiento
y entretenimiento del amor recíproco y el remedio
de la concupiscencia, que no hay por qué dejarlos
de tener en cuenta, en modo alguno, con tal que
quede salvaguardada la naturaleza intrínseca de
estos actos y salvaguardada igualmente su subor-
dinación al fin primordial".
Añadamos unas cuantas líneas al tema de los
derechos de los cónyuges por lo que se refiere, no
a los actos, sino a las intenciones: "Los pensamien-
tos que tienen por objeto la relación permitida en-
tre casados, no son culpables entre los esposos. El
sexto mandamiento no,prohibe, en efecto, más que
la satisfacción del instinto sexual fuera de los tér-
minos regulares y legítimos" (1).

(1) Hardy Schilgren, S. I. Libro citado anteriormente. Pá-


gina 36 de la traducción de Honoré al francés.

— 13 —
II

Deberes

A) L o s PRINCIPIOS
Nos proponemos resumir toda la doctrina ne-
cesaria en cinco proposiciones escuetas, añadiendo
algunas observaciones para aquellos puntos que
reclamen una explicación.

I.—Nada obliga a los casados a tener tal o cual nú-


mero de hijos. En este respecto, plena libertad.

Hagamos las debidas observaciones:


a) Decimos "nada obliga", en el bien entendi-
do de que nada obliga por el hecho de la ley del
matrimonio.
Si los esposos, de común acuerdo, deciden omi-
tir por un tiempo más o menos prolongado, el trato
y relación sexual pueden hacerlo. Y, de igual mo-
do, si, al contraer matrimonio, resuelven abstener-
se enteramente y de un modo definitivo, lo pue-
den hacer. Tenemos, entre otros ejemplos, el de
San Enrique, que hubo de casarse por razones de
Estado con Santa Cunegunda y decidió, con la
anuencia de su noble esposa, hacer vida de her-
mano y hermana.
Añadamos, de todos modos, algo necesario: Si
los esposos, fieles, según suponemos, a la conti-
nencia exigida por su resolución, renuncian a te-
— 14 —
npr hiios por falta de confianza en Dios o por una
razón de egoísmo, pueden faltar por estos motivos
a la virtud de la esperanza o a la fortaleza y valor
nue deben tener los cristianos. Lo que ellos no vio-
lan por esto es la ley de procreación en el ma-
trimonio. .
b) La ley de procreación en el matrimonio rige
estrictamente para esto: cuando uno de los dos
cónyuges solicita al otro para realizar juntos el
acto generador de la vida, no tiene facultad el
solicitado a negarse, sin una razón grave. El com-
promiso fundamental del matrimonio, el contrato
aue se cierra en él (y empleamos esta palabra en
el más alto sentido y no para designar las disposi-
ciones legales que acompañan la unión, la cuantía
de la dote, etc.), recae justamente en esto, a saber:
en que cada uno de los cónyuges pierde el derecho
a disponer de sí mismo y se compromete, ante la
voluntad del otro, a consentir en el acto conyugal
cuando éste se lo reclame.
Claro está que cualquiera de los dos cónyuges
puede pedir y obtener por la amabilidad, amiga-
blemente, que el otro no urja y apremie en la exi-
gencia de su derecho, sobre todo en determinadas
circunstancias. Pero si, de hecho, el otro insiste,
debe atendérsele y rendir su débito, a menos que
la petición sea hecha en condiciones reputadas ile-
gítimas. A esto es a lo que propiamente se com-
prometen los cónyuges al concertar el matrimonio.
c) Las condiciones reputadas ilegítimas, de las
que acabo de hacer mención, se dan: 1.9 en caso
de adulterio formal; 2.9 en la hipótesis seriamen-
te motivada de un riesgo, ajeno a la condición ma-
trimonial (1), que amenace, según el dictamen de

(1) El caso, desde luego raro, que puede acaecer por parte
de la mujer, de no poder dar a luz sin peligro de muerte, la

— 15 —
un médico honorable, la vida del consorte, como,
por ejemplo, una enfermedad contagiosa caracte-
rizada.
d) Se habla por ciertas gentes de lo que han
dado en llamar ''la familia normal", que es aqué-
lla en que se cierra el ciclo de la procreación al
llegar a los tres hijos. Esta expresión de "familia
normal" tiene más bien aire y estilo de doctrina
economista: en moral no significa nada. En puro
y mero orden de economía equivale a este racio-
cinio: toda familia en que no hay por lo menos
dos hijos para reemplazar al padre y a la madre,
más un tercero "de repuesto", es una familia que
contribuye a la despoblación del país y que, por
consiguiente, está por debajo de la tasa normal de
rendimiento que exige la nación para no ir a la
bancarrota. Consideración, claro está, de orden me-
ramente material. La moral se sitúa, desde luego,
en otro plano distinto, para su punto de vista. No
reclama, como ya hemos visto, de los cónyuges uno,
o dos, o diez hijos: no se trata de eso; lo que exige
únicamente, pero esto de un modo imperioso, como
veremos, es que, una vez realizado el acto de la
generación, no se oponga nada al fruto que este
acto por su naturaleza puede producir.
e) Se nos ocurre formular esta pregunta: ¿No
es precisamente a las familias que tienen la firme
consideran varios moralistas como motivo suficiente para re-
husar el débito conyugal. Algunos, contrariamente, objetan a
esto que el esposo se pone en peligro grande de incontinencia.
Pero, desde luego, en este caso la esposa no tiene el deber de
evitar el pecado de su marido a costa de su propia vida. A él
le toca dominarse y, por caridad para con la mujer, evitarle
una desdicha. Véase sobre esta delicada cuestión el opúsculo
de la Asociación del Matrimonio Cristiano Pour les prétres, de
noviembre - diciembre de 1930. Resulta que algunos médicos se
Inclinan a exagerar el riesgo y, si no son cristianos, dan diag-
nósticos complacientes. Suponemos en todos absoluta lealtad.

— 16 —
voluntad de educar cristianamente a sus hijos a
las que corresponde hacer un gran esfuerzo, aun
a costa de los mayores sacrificios, para lograr una
progenie numerosa?
Es de una evidencia desconsoladora el hecho
de que, en muchos lugares, muy pocas familias,
relativamente, cumplan de un modo cabal con su
deber. En Francia, por cada cien hogares, encon-
tramos este índice desolador:
23 sin hijos,
25 con un hijo único,
22 con sólo dos hijos.
Así resulta que el 70% de las familias son en-
teramente estériles o por lo menos insuficientes
para dejar tras ellas un acrecentamiento de po-
blación. Quedan sólo un 30 % de familias que cuen-
tan con tres hijos como mínimo. En cuanto a las
de verdad numerosas, aquellas que pueden enorgu-
llecerse de tener siete hijos por lo menos, apenas
si llegan a un 3% del total.
De todos modos, no hay que sacar como con-
secuencia de esta estadística el que los esposos
cristianos contraigan, a más de las obligaciones
generales de la ley común del matrimonio, un de-
ber estricto de practicar el trato y relación conyu-
gal con mayor frecuencia que los demás. Si desean
vivir en continencia, tienen derecho a hacerlo. No
hace falta aumentar indebidamente las obligacio-
nes, ya de suyo pesadas, que lleva consigo tal
estado.

II.—En lo que los cónyuges no pueden dejarse lle-


var de su antojo sino que deben respetar el plan de Dios,
«s en esto: desde el momento en que se consuma el acto
generador de la vida, no hay derecho a atentar contra

— 17 —
2.
la existencia del nuevo viviente en germen; sino que es
preciso dejar que la naturaleza siga su curso.

Añadamos unas observaciones. La conjunción


de los sexos, según el plan divino, tiene como fin
primordial la multiplicación de la vida.
Dios hubiera podido proveer al acrecentamien-
to del número de los vivientes por el camino de la
creación directa, es decir, sin servirse como inter-
mediarios de sus criaturas. En realidad, prescinde
de todo intermediario cuando se trata de crear las
almas; cuando un niño viene al mundo, sus pa-
dres son requeridos para darle cuerpo al nuevo
ser; pero Dios se reserva para sí el alojar en este
cuerpecito un alma inmortal. En esto, nada de in-
termediarios. Lo que hace con las almas pudo sin
duda hacerlo de igual modo con los cuerpos y des-
deñar cualquier intervención de las criaturas.
Pero no lo quiso así: y en esto consiste el su-
premo honor de la paternidad y de la maternidad.
Dios llama a los padres a procrear con El. Ningún
ser humano vendrá al mundo sin que ellos se dig-
nen prestar su concurso a Dios, sin que el Creador,
el solo soberano Señor de la vida, el solo Ser en
posesión de la facultad de crear, les haya conferi-
do algo de su potencia engendradora.
De ahí la grandeza sublime del matrimonio,
y, en el matrimonio, de la "obra de la carne", para
aquellos que saben mirar con ojos limpios y recti-
tud de espíritu. "Es siempre santo aquello que une,
según Dios, a las criaturas de Dios. Dos seres no
podrán unirse entre ellos, según Dios, sin unirse
más y más al mismo Dios" (1).
No hay cosa más aborrecible y vil que ver en
la unión de los sexos, únicamente la atracción

(1) Monseñor Gay.


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irracional, la satisfacción egoísta; o no concebir
el amor más que en la medida en que la carne se
interesa. El amor es una realidad inefable, una
maravillosa invención de Dios para llevar a sus
jcriaturas a realizar obra de vida. Por eso todo
aquello que interesa al amor, todo lo atrae y con-
duce a la función creadora de la vida, a la obra
de la carne; todo lo que es término final del amor
entre seres unidos por el matrimonio, es sagrado.
Y hay que proscribir y anatematizar como a viles
artífices de perversión, como a cerebros extravia-
dos y -corazones perdidos, a aquellos que no com-
prenden en su auténtica verdad la unión de los
sexos tal como Dios la exige y la espera del ma-
trimonio rectamente vivido.
Pero no basta descubrir las bellezas magnífi-
cas del matrimonio, sino que es preciso, además,
darse cuenta de sus responsabilidades, realmente
formidables. Helas aquí:

III.— Reservarse sólo el placer que va unido al acto


generador de la vida y rechazar las cargas que son su
natural consecuencia, a saber, las que trae aparejadas
el advenimiento eventual de un nuevo infante, es violar
el plan de Dios.

Consignemos unas observaciones.


El acto conyugal es por su naturaleza un acto
engendrador. Ha sido dispuesto en el pensamien-
to de Dios y en el curso normal de las cosas, para
crear vida nueva.
Y está claro que esta función de crear, de en-
riquecer el hogar con otro viviente, con más vi-
vientes sucesivos, no puede realizarse sin cargas,
aunque llevaderas, pesadas.
Cargas para la madre: los dolores y sufrimien-
tos del parto; los cuidados y molestias de la lac-
— 19 —
tancia; las zozobras y miedos que trae consigo lo
delicado del ser infantil; y todo lo demás. Cargas
para el padre: las que se deducen de este hecho:
a medida que se aumentan en un hogar los hijos,
es natural que quien los sostiene tenga que tra-
bajar, sobre todo en ciertos medios de vida mo-
desta, con verdadera diligencia y sin descuido, si
ha de alimentar y atender a todos.
Por eso Dios, que es la Suma Bondad, no ha
querido exigir, en un acto necesario a todas luces
para la conservación de la especie (ya que, si los
casados no engendrasen nuevos hijos, el género hu-
mano se iría extinguiendo), algo que fuese exclu-
sivamente penoso, gravoso, molesto. Por eso ha dis-
puesto que el acto conyugal vaya acompañado de
un goce intenso, de un placer grande. Si no se hu-
biese ofrecido a los humanos más que como acto
totalmente desagradable, pocos hubieran sido los
que se hubiesen querido someter a él. Pero como
en realizarlo hallan gusto y deleite proporcionado
a las cargas que van anejas a su cumplimiento,
hay inclinación natural a consentir en su consu-
mación y aun tendencia a procurarlo.
Un acto que lo esclarece: Es un deber —en
este caso, no para la especie, sino para el indivi-
duo— el mantenerse en la vida. Pues bien: el acto
material de comer, necesario e indispensable para
nuestra manutención, y que por su naturaleza re-
sulta más que nada fastidioso y poco elegante (lle-
varse a la boca porciones informes de animales
muertos, yerbas cocidas o vegetales crudos), va
acompañado de una peculiar satisfacción, de algo
que nos resulta grato. ¿Quién toleraría, de otro
modo, aquella materialidad grosera que acabamos
de indicar, sobre todo con temperamento de artis-
ta, con cierto refinamiento de espíritu, con buen

— 20 —
gusto natural, si fuera sólo una función fatigosa
y no tuviera nada agradable?
Hallar placer razonable en la mesa, cuando
hay necesidad, o utilidad en el uso de los manja-
res no constituye en modo alguno acción repro-
qhable: y no habrá quien se acuse, en la confe-
sión o delante de su conciencia, de haber gustado
un bocado sabroso (1). ¿Cuándo habrá falta, des-
orden moral? Cuando se busque por sí mismo el
placer del gusto, sin necesidad o utilidad alguna
en alimentarse. Alguien, por ejemplo, comió y se
dispuso a abandonar la mesa: ya satisfizo su ham-
bre; apagó el apetito; y, de pronto, le ofrecen ante
los ojos un surtido abundante de golosinas. Se pre-
cipita a comer de nuevo y engulle, por sólo el gusto
de paladearlas con exclusión absoluta de toda otra
intención (2), una cantidad, supongamos que no-
table, de estas bagatelas. Se advierte claramente
que aquí hay violación del orden establecido por
Dios, falta contra su plan providente.
Pues lo que vale cuando se trata del mante-
nimiento del individuo en la vida, vale igualmen-
te cuando se trata del mantenimiento de la espe-
cie en la existencia: en ambos casos el acto a que
nos referimos lleva consigo placer y cargas. Cuan-
do las dos cosas van unidas: el deleite y el traba-
jo, entonces el acto es moral. ¿Cuándo hay des-
orden? Cuando se quiere separar el gozo de las
cargas, siendo así que si Dios quiso lo uno fue
para hacer llevadero lo otro.

(1) Podrá carecer de suficiente pureza de intención, pero


eso no es gula.
(2) Así se ha interpretado siempre la proposición conde-
nada por Alejandro VII "propter solam voluptatem".
— 21 —
IV.— En el acto conyugal, el buscar sólo el placer
por sí mismo, rehuyendo su consecuencia normal, la pro-
ducción de la vida, constituye "materia grave".

Formulemos unas observaciones.

1.3 Cuando se trata de la manutención, la


falta contra el plan de Dios no suele llegar a cons-
tituir materia grave, salvo el caso, más peligroso,
de la bebida. Hay una razón, ajena al orden mo-
ral, y es que con frecuencia el estómago protesta
del conato de abuso antes que la glotonería haya
traspasado los límites del pecado ''venial".
En cambio, cuando se trata de la "obra de la
carne", la falta a lo ordenado por Dios resulta de
suyo materia grave. ¿Por qué? Porque el fin de
este acto, en la intención divina, es la procreación
de un ser viviente; y no hay derecho a jugar con
una obra que tiene tal trascendencia, por mero
capricho personal.
Un ejemplo: Soy, por ventura, aficionado al
deporte del tiro al blanco. Pero, en vez de conten-
tarme con ejercitar mi puntería contra muñecos
de cartón, pretendo utilizar trágicamente los pe-
chos palpitantes de auténticos seres humanos.
¿Puede concedérseme facultad para satisfacer se-
mejante antojo? No, de ningún modo. Yo no pue-
do, por mi simple diversión personal, realizar un
acto que me pone en riésgo de destruir la vida de
mis semejantes. ¿Quién no ve esto claro? Pues la
regla es la misma en el caso que comentamos.
2 3 Se advierte evidentemente por lo dicho que
faltar al deber en este punto es perpetrar un cri-
men que se parece al asesinato. Y no son palabras
excesivamente fuertes.
Así lo expresa con energía el P. Sertillanges,
— 22 —
en su libro sobre el amor cristiano (1): "Querer
volver atrás la corriente del río de la vida que an-
sia seguir su curso; modificar hasta el mensaje
que baja del cielo; y, en fin, contra las palabras
que trae al nuevo ser en expectativa: ¡Tú vivirás!,
escribir, de autoridad privada, estas otras terribles:
¡Tú morirás! ( 2 ) . . . es un crimen".
En la novela de René Bazin, La Barrière,
cuando los esposos Limerei, después del matrimo-
nio fracasado de su hijo único (fracasado porque,
según la novia, no habían sabido dar al mucha-
cho la debida robustez de carácter), comentan el
caso en un diálogo desolador, lamentándose am-
bos de no haber tenido más que una religión su-
perficial, "de fachada", una religión para "durante
el día", de la cual no se acordaban "por la noche";
—Hemos sido gravemente culpables — con-
cluye la esposa.
Y el marido replica:
—¡Los hijos! ¿Quién era la que no los quería
y, así me lo hacía saber? Yo soy cómplice, desde
luego; ésta es la verdad; pero la más-culpable eres
tú. Veo alzarse coaligadas contra nosotros las al-
mas de los que pudieron nacer y no han nacido...
Protestan contra nosotros, acusadores, los deshe-
chos cuerpos que hubieran podido lograr alma, vi-
da, luz de inmortalidad. Si me dijeran que somos
reos de asesinato, que hay algunas muertes entre
nosotros, no sabría qué responder. Hemos disiñi-
nuido voluntariamente el número de los santos de
Dios, y el Señor castiga..."
¿Quién sería capaz de hacer un censo comple-
to de los non-natos, de los seres frustrados que ya
(1) La conferencia que en él se contiene sobre el Amor
Conyugal debería leerse íntegra.
(2) O más exactamente: "Tú no vivirás de ningún modo".
— 23 —
nunca vendrán al mundo? Con el talento peculiar
que posee para la "puesta en escena" el sacerdote
P. Loutil, que firma sus escritos con el seudónimo
de Pierre L'Ermite, imagina la arribada definitiva
al "más allá", tras el juicio, que sigue a la muerte,,
del alma de una madre que fue infiel a su deber
de procreación... De pronto se ve rodeada como
de unos ángeles chiquitos, fantasmales, pero de
formas claras y distintas; y le parece que todos la
llaman a la vez: "¡Madre! ¡Madrecita!"
"Eran los hijos que según el plan divino le
estaban destinados, desde toda la eternidad; los que
debiera haber llevado en sus entrañas; los que
debió mecer en su regazo y a los que su agrio
egoísmo había borrado, sin discusión, de las sen-
das de la vida... Parecían estar asfixiándose en el
sepulcro de la casi nada, donde esperaban la acep-
tación de la voluntad humana. Sentían que la po-
sibilidad de ser les había rozado... Y, luego, aque-
lla que debiera haber sido su madre, ella misma,
en persona, les había respondido: ¡No!"
Lo que el poeta pudo decir del fruto deseado
de su espíritu, ante una concepción, a su pesar
abortada:
Quédate allá en el reino sin nombre del posible,
¡oh, mi hijo, el más amado, que nunca has de
nacer! (1),
esta madre lo había repetido, pero no con las mis-
mas palabras... ¿Podía pronunciar esas de "el
más amado"?
Cuando el mismo Pierre L'Ermite era vicario
en la parroquia de Saint - Roch, recibió, un día,
la visita de una joven dama que acudía a expo-
nerle un caso de conciencia. Se trataba de retorcer
o acomodar arbitrariamente la ley del matrimo-
(1) Sully Prudhomme (El voto).
— 24 —
nio, o, para hablar con más claridad, de tomar sólo
el placer del acto de la procreación, disponiéndolo
de tal modo que se pudiese substraer a las cargas
que son su consecuencia: todo esto, además, si era
posible, sin ofensa de Dios. El sacerdote, cumplien-
do con su misión, le recordó las exigencias inque-
brantables de la moral.
—Pero, ¿qué dirá mi marido?
—Que diga lo que quiera.
—¿Y si no tenemos bastante dinero para los
gastos que los hijos imponen?
—Dios proveerá.
—¿Y si yo cayera?
—Usted cumplirá con su deber. Y tenga en
cuenta que arriesga menos sometiéndose a la ley,
que intentando burlarla.
La pobrecilla, buena cristiana, salió reconfor-
tada; más aún, resuelta y decidida. Veinte años
después se había desencadenado la guerra. De nue-
vo una sacristía, como lugar de la escena, y otra
visita; pero esta vez eran tres los que se acercaban
al sacerdote: el padre, la madre y un guapo mozo
en cuyo pecho resplandecían unas insignias de
gloria.
—¡Es mi hijo! — presentó con noble orgullo
la madre, mientras fijaba la mirada en los ojos
del sacerdote, como queriéndole decir: "¿Se acuer-
da Ud. de hace veinte años?"
"Sí; yo me acuerdo bien, señora, escribe Pierre
L'Ermite. Yo me acuerdo de aquello que estuviste
a punto de perpetrar, pobre mujer. Ya ves... Pero
¡ay! por una que se levanta a . la altura de su
función augusta de madre, ¡cuántas otras sucum-
ben a la abominable tentación! Y más allá de la
figura de su hijo", no puede menos que concluir
el sacerdote, "yo veía el ejército espléndido que
quedó en el fondo de las cunas vacías".
— 25 —
V.— He aquí lo que se impone: o el acto conyugal
como Dios manda, es decir, respetando las leyes de la
vida, o la continencia, de momento.

Formulemos las observaciones oportunas.


Contradicen a las leyes de la procreación los
esposos, en estos dos casos:
—si antes del acto o de la serie eventual de
actos, existe la voluntad de llegar al placer com-
pleto, pero de modo que se evite a toda costa la
fecundación;
—si en el curso del acto, y aun sin haber te-
nido voluntad perversa antes de iniciarlo, se rehu-
ye consumarlo normalmente, a pesar del placer
que se supone logrado por completo.
Del primer caso da triste ejemplo la protago-
nista Pierrette de la novela de Redier, en su pri-
mera etapa. La noche misma de sus desposorios,
declara a su novio que ella no concibió la vida más
que como una partida de placer; y se niega por
adelantado a cumplir con los deberes de la ma-
ternidad (1).
A propósito del segundo caso, no se pretende
que ya desde antes del comienzo del acto conyugal
tengan los cónyuges explícitamente el pensamien-
to de oponerse a la fecundación y, por consiguiente,
al advenimiento eventual dé una nueva vida. Se
dice sólo que habiendo llegado, por ventura, en la
intimidad del acercamiento de los esposos a la rea-
lización del acto conyugal completo, existe la obli-
gación estricta e ineludible de no hacer nada, por
artificio buscado, para oponerse a la fecundación.

(1) Por fortuna hay una Pierrette de otro aspecto más no-
ble. El muchacho, ante los dictados de su conciencia, devuelve
la palabra de compromiso a su prometida; y ésta, muy pron-
to, conquistada por la belleza moral de su futuro, se decide a
aceptar plenamente su misión de esposa digna y de madre.

_ 26 —
III

Deberes

B) ACLARACIONES SUPLEMENTARIAS

Para precisar y concretar lo más posible so-


bre ciertos puntos de vista prácticos, dejaremos
aquí consignadas las respuestas adecuadas a al-
gunas preguntas:
I.— Por razones de peso, como de pobreza extrema,
o una enfermedad, o simplemente, por dejar mayor es-
pacio entre los nacimientos eventuales de nuevos hijos,
para no agotar demasiado a la madre, ¿pueden los es-
posos buscar el deleite y satisfacción propia, en el cum-
plimiento incompleto o simulado del acto conyugal?

Respuesta: Si por "incompleto" se entiende a


la verdad el acto conyugal no realizado del todo,
pero con deleite completo; y si por "simulado" se
entiende este mismo deleite completo obtenido sin
realizar el acto de un modo normal, NO; los espo-
sos no pueden consumar esa abominación.

II.— Si no pueden considerar "eso" lícito y en ello


hay pecado, ¿cuál es su gravedad? ¿es venial o mortal?

Respuesta: De süyo constituye "materia gra-


ve". ¿Por qué? Porque, como ya se dijo anterior-
mente, se trata nada menos que de una vida, de
— 27 —
un nuevo ser. No hay derecho, por sólo la satisfac-
ción egoísta de un gusto, a procurarse un placer
que trae como consecuencia normal el advenimien-
to de otro ser viviente, suprimiendo a éste en su
causa misma ("pecado de onanismo"); del mismo
modo que no se le puede suprimir entre su concep-
ción y su alumbramiento ("pecado de aborto vo-
luntario"); ni menos, una vez que ha nacido (''pe-
cado de homicidio"), propiamente dicho.
III.— Si uno de los cónyuges, por no creer en la gra-
vedad del pecado, o aun conociéndola, por sucumbir a la
tentación, persiste en su mal deseo, ¿puede el otro con-
sorte, después de hacer todo lo posible por disuadirle, ac-
ceder a su propósito, por temor a que busque la satisfac-
ción de sus sentidos fuera del hogar conyugal?
Respuesta: Sí, según la teoría del mal menor,
con tal que cumpla de veras estos dos requisitos:
a) Realizar cuanto esté en su mano para ob-
tener del consorte la fidelidad a su deber;
b) No prestarse más que de "modo pasivo" a
lo que se le exige indebidamente y desaprobando
en su conciencia el acto así realizado (1).
IV.— ¿Les está permitido a los esposos, aun sin razón
de peso, elegir, para el cumplimiento del acto conyugal,
aquellos momentos en que suponen hay menos riesgo de
concebir y por lo tanto de tener hijos?
Respuesta: Desde luego, esto no está prohibi-
do. Son libres de realizar el acto conyugal en el
(1) En la Encíclica de Su Santidad Pío XI sobre el Ma-
trimonio, se dice textualmente: "No es raro que uno de los
cónyuges soporte más que cometa el pecado, cuando por una
razón, realmente grave, deja que se produzca una perversión
del orden que, desde luego, él no quiere. Premanece, entonces,
inocente, con tal que se acuerde de la ley de caridad y no des-
cuide ningún medio para disuadir a su consorte y alejarlo del
pecado".

— 28 —
momento que prefieran. Al escoger el tiempo en
que tal vez sea menos probable la fecundación, no
hacen nada por desviar o torcer artificialmente la
naturaleza, "que es lo prohibido", sino que la apro-
vechan, según uno de sus modos de funcionamien-
to normal (1).
V.— ¿Los esposos que por egoísmo quisieran limitar
su familia a uno o dos hijos, ¿cumplirán con su deber,
si guardasen la necesaria continencia?

Respuesta: Faltarían, desde luego, a la con-


fianza en Dios y carecerían del valor que deben
tener los cristianos ante la vida; pero "no" viola-
rían por ese hecho las exigencias estrictas del deber
de procreación. Una cosa es omitir la práctica de
ciertas virtudes en el matrimonio, y otra distinta,
pecar contra aquella ley.
VI.—¿Se puede dejar en la ignorancia de sus deberes
a aquellos cónyuges que serian incapaces de cumplirlos
en caso de conocerlos? En su ignorancia no resultan cul-
pables y, por lo menos, no ofenden a Dios de este1 modo.

Respuesta: Omitamos tal o cual caso particu-


lar, en que quizás valga más el silencio. Desde
luego, a los sacerdotes toca, según las normas es-
tablecidas, y considerando los graves peligros que
acarrea la ignorancia, ilustrar e informar debida-
mente. Los intereses de todos están por encima de
tal o cual marido, de tal o cual esposa, que, de
hecho, en cuanto cese en su ignorancia, corre el
riesgo de caer en pecado.
(1) Del mismo modo pueden los esposos, aun después de
transcurrida la edad de la fecundación, practicar el acto con-
yugal, aunque ya no se suponga que pueda haber progenie.
Gozan de un derecho que les pertenece. Si no hay generación,
no es por artificio de ellos, sino por el juego normal de la
naturaleza.
— 29 —
VII— Si los esposos, conocidos por su fidelidad a las
leyes cristianas, están algún tiempo sin tener hijos, ¿no
se podrá decir que comienzan a abandonarse y a enti-
biarse en su fervor y que andan con regateos respecto a
los mandatos de Dios, ya que la mayor parte de las gen-
tes no pueden imaginarse que se deje de procrear sin
caer por ello en pecado?

Respuesta: Poco importa lo que los demás pue-


dan pensar. No hay obligación, cuando no existen
motivos razonables como los que aquí se presupo-
nen, para preocuparse por el escándalo de los
flacos.
VIII.— En caso de determinarse a guardar continen-
cia, ¿es preciso abstenerse de las demostraciones de afec-
to de carácter íntimo, o de las demasiado prolongadas,
por miedo a ir más allá de lo conveniente?

Respuesta: Ya habíafnos previsto esta dificul-


tad cuando hablábamos más arriba de los derechos
de los esposos. Recordemos lo esencial.
El matrimonio tiene una doble finalidad: la
ayuda mutua y la procreación. Teniendo en cuenta
lo primero^y con el objeto de prestarse recíproca-
mente los esposos esa ayuda a que tienen derecho
(y que están, además, en el deber de no rehusar-
se), pueden desde luego, recurrir a toda suerte de
manifestaciones de afecto, incluso íntimas y pro-
longadas, cuantas estimen útiles y a propósito para
sus deseos, con tal de exceptuar todo aquello1 que
por su naturaleza tenga como consecuencia la ob-
tención del placer completo (1). Y si, inesperada-

(1) El P. Perroy escribe: "Si la experiencia ha demostrado


o hecho creer a los esposos que pueden permitirse tal o cual
intimidad sin peligro de que se siga el último efecto, no tie-
nen por qué privarse de ella; y en el caso de que ese última
— 30 —
mente, sin quererlo ni procurarlo, ocurriese que los
sentidos fuesen más aprisa de lo que rectamente
podían suponer y uno cualquiera de los cónyuges,
o los dos quizás, experimentasen el placer comple-
to, sépase que no habría pecado. Lo que importa,
en absoluto, es obrar con lealtad. Ahí está la cues-
tión. La prudencia cristiana que debe regir nuestra
conducta en estas materias, no debe trocarse en
una febril inquietud que tenga a los cónyuges en
continua zozobra. A lo que deben estar decididos
es a cumplir cabalmente con su deber; y, en este
estado de ánimo, obrar, como en todas las demás
cosas, con señorío de la voluntad.
IX.— ¿No ha de haber cabida —de modo obligado—
para el pudor y la templanza, en el goce de los deleites
que hallan los esposos en sus relaciones íntimas?

Respuesta: Debe haber moderación y tem-


planza en el ejercicio de los derechos del matri-
monio, como en la persecución y goce de cualquier
otro placer, sea del género que sea. Sin pretender
fijar concretamente los límites, digamos que los
cuerpos, lo mismo que las almas, no pueden dejar
de ganar con una prudente moderación. Por lo
que respecta a las almas, son muy de recordar las
palabras de San Pablo: "No os privéis el uno del
otro, a no ser por acuerdo mutuo y por un espacio
de tiempo, para dedicaros a la oración" (o bien,
como podemos completar nosotros: por algún mo-
tivo que sea suficientemente razonable). De todos
modos, hay que estar sobre aviso para no caer en
el riesgo de inclinarse a satisfacer los sentidos en
efecto se produjese no habiéndolo procurado directamente, de-
berá considerarse como algo accidental". Cana de Galilée. Aux
fiancés et aux époux chrétiens (Caná de Galilea. A los novios
y a los esposos cristianos), pág. 19.
— 31 —
alguna senda extraviada y de modo indebido. Por
eso mismo el Apóstol añade: "Volved pronto el
uno al lado del otro, no sea que, por la dificultad
que se os pudiera ofrecer de permanecer en cas-
tidad, se le ocurra a Satanás asaltaros en la ten-
tación" (1).
Por lo que respecta al pudor, bien se echa
de ver que los seres humanos, santificados por el
sacramento del bautismo, templos vivos de Dios,
cuanta más conciencia adquieran de su grandeza
y dignidad, menos se olvidarán, en el ejercicio de
sus derechos conyugales, del ideal de delicadeza y
respeto a que están obligados en su comportamien-
to. En lo mismo en que el cuerpo halla legítima
satisfacción, ha de mostrar el espíritu su natural
y noble señorío. La carne y los sentidos, el cuerpo,
tienen derecho al amor; pero no está en ellos todo
el amor, ni siquiera lo principal del amor. Jamás
su intervención debe dañar ni matar el amor. Por
lo demás, ¿cómo amar de veras, por entero, con
todo amor, a alguien a quien no se respete total-
mente y del que se sospeche cierta falta demasia-
do evidente de delicadeza, aun en aquello que está
permitido?
De todos modos, se imponen dos observaciones
que hay que tener en cuenta. La primera es que
no se debe confundir, de ningún modo, lo que es
de derecho real con lo que resulta ideal más o me-
nos deseable o apetecible; o, si se quiere dicho en
otros términos, no hay que plantear la cuestión
^'pecado" como término opuesto a la cuestión "per-
fección". Todas aquellas intimidades que ayudan
a preparar o completar el acto conyugal, realizado
como es debido, sin atentar contra el fruto legíti-
(1) Carta a los Corintios, capítulo VII, versículos 3 y
siguientes.

— 32 —
mo, están permitidas sin falta alguna. Esto es lo
de derecho. Ahora bien, el que por delicadeza y
respeto recíproco cada uno de los cónyuges evite
en las relaciones de la intimidad aquello que no
es estrictamente útil a la finalidad del acto, se ha
de tener, evidentemente, por más perfecto (1).
Pero, de todas suertes, y esto es lo que consti-
tuye la segunda observación, aun teniendo una
idea exacta de las cosas, conociendo el camino vul-
gar y el otro de mayor perfección, será preciso
evitar siempre el excederse en el sentido de la re-
serva, por huir del peligro de una disminución en
la intimidad confiada y conveniente de uno y otro,
pues esto sería ir contra el deber del estado ma-
trimonial, sabiamente comprendido e íntegramen-
te realizado.
X.— ¿No es un deber1 abstenerse de la procreación,
cuando no se tiene vigorosa salud?
Respuesta: Podrá llegar a ser, en determina-
dos casos, un deber más o menos grave, de cari-
dad; pero no es, desde luego, un deber derivado de
las obligaciones conyugales.
Por razones de interés social, ciertos higienis-

(1) Aún cabe más alteza de miras: "Se dan casos en que
los dos esposos, animados del mismo deseo de complacer a
Dios lo que más puedan, se obligan por un compromiso bila-
teral a renunciar, en todo o en parte, a aquello que les está
permitido en el matrimonio. Otros no se permitirán acerca-
miento alguno carnal más que con cuanto se trate directa-
mente de la procreación, y, una vez lograda la fecundación,
se abstendrán totalmente de las relaciones conyugales. No es
de precepto este grado tan elevado de continencia, que señala
una virtud relevante, y no se puede llegar a él más que cuando
los dos esposos sienten al unísono y aspiran por igual a tal
elevación. Si uno de los dos no consiente, el otro debe prestarse
a los deseos del cónyuge" (Schilgen-Honoré, pág. 47).

— 33 —
2.
tas, en nombre de una eugenesia de tendencia ma-
terialista, proclaman, en nuestros tiempos, que
sólo debe permitirse la venida al mundo de seres
perfectamente seleccionados, de una completa sa-
nidad; y condenan, por el mismo caso, toda posi-
bilidad de engendrar y dar a luz hijos enclenques
o enfermizos. Es, naturalmente, de desear que un
conocimiento, cada vez más generalizado entre los
que deben ser esposos, de los peligros de las trans-
misiones morbosas hereditarias, y una acción más
vigorosa de los poderes públicos (lucha contra la
tuberculosis, saneamiento de habitaciones, medidas
de profilaxis generales), limiten, de día en día, a
menor número, los nacimientos de seres endebles.
Pero no se debe prohibir a los padres desprovistos
de una salud vigorosa, que tengan hijos; desde
luego, no se puede hacer esto en nombre de la
moral. Tienen derecho estricto a usar de las liber-
tades conyugales. Por lo que hace a los hijos, es
evidente que, aun cuando no logren más que una
salud comprometida, más les vale ser que no ser,
sobre todo si se considera el problema desde el
punto de vista de su destino, no meramente hu-
mano, sino sobrenatural y eterno. No es necesario
ser un atleta físicamente para entrar en el cielo;
en un cuerpo enfermo y desmedrado puede ence-
rrarse un alma de gigante.
El Estado tiene razón, si invita a los ciudada-
nos a someterse a un examen médico prenupcial.
Pero iría más allá de sus derechos y facultades si
estableciese eso como una obligación indeclinable.
Y sobre todo cometería un desafuero, si prohibiese
a los individuos mal constituidos el matrimonio y
la procreación. La Encíclica del Papa Pío XI no
deja lugar a dudas sobre este último punto: "Los
poderes públicos no tienen derecho a prohibir el
matrimonio a aquellos que, por razón de herencia,
— 34 —
parece que no han de engendrar más que hijos
defectuosos, si se trata al menos de sujetos aptos
personalmente para tal unión. No deben ser incul-
pados de falta grave, por contraer matrimonio,
aquellos hombres que, teniendo suficiente capaci-
dad para él, den, no obstante, lugar, tras un de-
tenido examen, a conjeturar que no engendrarán
más que hijos defectuosos; aunque, con frecuencia,
se les deba aconsejar que renuncien a tal esta-
do" (1).

(1) Para mejor documentarse puédese leer a E. Jordan


"Eugénisme et Moral (Eugenesia y Moral), cuaderno XIX de
la Nouvelle Journée", capítulos VI y VII; lo mismo t¡ue la
obra "L'Eglise et l'Eugénisme" (La Iglesia y la Eugenesia), pu-
blicada por la Asociación del Matrimonio Cristiano; y si se
quiere algo "novelesco" y literario, el hecho descrito por P.
Bourget en su "De petits faits vrais" (Minúsculos sucesos
reales), en el primer relato del volumen.
— 35 —
Deberes de los esposos entre sí

Llegar "intactos" a! matrimonio

Parece, a primera vista, que ni siquiera debie-


ra recordarse este deber: ¡de tal modo se impone!
Y, esto no obstante...
Es que, para ciertas gentes desprovistas de los
más elementales fundamentos de educación cris-
tiana, el hecho de no aprovechar la juventud para
divertirse, sobre todo tratándose de muchachos, re-
sulta una grandísima tontería. Se apoyan, desde
luego, en razones más o menos especiosas y sofís-
ticas. Dicen que la continencia viene a ser punto
menos que imposible para un adulto. Es falso de
toda falsedad. No dejaremos de reconocer que las
exigencias de la castidad ofrecen sus dificultades;
concederemos de buen grado que hacen falta áni-
mo y valor constantes para permanecer fieles en
todo momento; sí, se requiere una acrisolada leal-
tad; pero no hay que olvidar nunca que, si la ley
moral exige mucho, el dogma y la doctrina sacra-
mental provee sobreabundantemente de los medios
necesarios para las obligadas generosidades. Dios
vive en todo cristiano que permanece fiel a su bau-
tismo. ¿Y qué mayor fuerza que esta presencia ín-
tima, continua, activa, de la Santísima Trinidad,
en el fondo del alma? Y, luego, ¿no vale nada la
oración? ¿No son fuentes perennes de gracia y de
— 36 —
virtud las devociones, sobre todo, a la Virgen San-
tísima y a la Eucaristía? Se nos presenta con de-
masiada frecuencia a la moral como un bloque
enorme que gravita sobre nosotros con todos sus
rigores, sin señalar al mismo tiempo la providen-
cia con que el Señor ha puesto junto a la ley todos
aquellos medios necesarios para cumplirla. Mire-
mos, pues, la religión en un sublime conjunto, y
no nos detengamos a escudriñar, con corta mirada
de miopes, sólo las exigencias de la castidad.
Pero en los mismos casos en que no causa es-
tragos ese prejuicio de los morbosamente compla-
cientes, ¿no existe todavía la flaqueza propia de
nuestra naturaleza? ¿No acecha la atracción del
mal, para los muchachos, en los favores interesa-
dos de las mujeres fáciles, y, para las jóvenes, en
los arrebatos frecuentes de los sentidos, que las
alucinan a veces, en los instantes más imprevistos,
gracias a la facilidad con que se dejan llevar de
su corazón?
Por otra parte, el ambiente de paganismo que
nos rodea, ¿no ensancha la manga y hace que se
miren cada vez con mayor indulgencia las calave-
radas de antes del matrimonio? Más aún: ¿acaso
no las favorece por ciertas complacencias indignas
y ultrajantes para la honestidad, y por la glorifi-
cación en el teatro, en el cine y en la novela, de
todo aquello que el derecho natural y la Iglesia
condenan bajo el nombre de fornicación?
Todavía se agrava el peligro por el hecho de
que ciertos teorizantes manidos propagan, como
reformas sociales de utilidad práctica, las uniones
maritales antes del matrimonio. Se las llamará,
con torpe eufemismo, "matrimonio de ensayo", o
se les dará otro nombre para encubrir su fondo
inmoral. Se trata de que se asocien los enamora-
dos para vivir conyugalmente antes del casamien-
— 37 —
to definitivo; de modo que logren conocer por ex-
periencia si pueden pasar más adelante y si tienen
realmente lo que uno puede exigir del otro para
permanecer juntos indefinidamente (1).
Bajo una forma u otra, con unos u otros pre-
textos, disfrazadas con vestidos de frases más o me-
nos bellas, más o menos elegantes, estas ideas in-
morales y perniciosas encuentran plumas a su ser-
vicio, de escritores americanos y europeos, de escri-
tores, ¡ay!, de nuestro país. El propio jefe del so-
cialismo francés, León Blum, de la S. F. I. O., en
un libro que dedica con maravillosa candidez a su
propia esposa ("Permítaseme hacer pública la de-
dicatoria de este libro a mi mujer, para dar a en-
tender que en la concepción dé la obra no entra
para nada la decepción ni el rencoroso afán de
desquite, sino, por el contrario, un sentimiento de
gratitud dichosa, ya que lo escribe un hombre fe-
liz"), preconiza la vida de aventuras como preám-
bulo, no sólo lícito y permisible, sino deseable y
digno de ser vivido, ya que —se afirma— los cón-
yuges, antes de llegar a la edad de sentar el en-
tendimiento, se ven en una absoluta imposibilidad
fisiológica de contenerse en los límites justos de
un hogar respetable y permanente: "La vida de
aventuras —son sus palabras— debe preceder a la
vida del matrimonio; la vida del instinto ha de ser
anterior a la vida de la razón". Y todavía añade:
"Parece necesario que incluso la mujer debe seguir
este camino y vivir su vida de ''muchacho", su

(1) Para permitir con mayor facilidad la separación de los


interesados, en caso de no llegar al completo acuerdo, se esta-
blece que durante este estado de unión temporal será obliga-
toria la "anticoncepción", lo que hace que al pecado de impu-
reza se añada otro que conduce, como hemos demostrado, al
homicidio, al verdadero asesinato.
— 38 —
vida de pasión y de libertades (antes del matri-
monio) (1).
¡Quién no ve el error y la inmoralidad de se-
mejantes teorías! (2). Parten del principio egoísta
que considera el matrimonio sólo como un estado
para .el placer, y para el placer del cuerpo única-
mente, lo que es ir derecho contra la ley divina
con relación a la unión de los sexos. Olvidan que,
aun cuando pueda resultar penoso en ciertos mo-
mentos, tanto dentro del matrimonio como fuera
de él, la contradicción y doma de los sentidos, la
religión, acudiendo en auxilio de la moral, ofrece
en la oración, en la Eucaristía, en el culto y de-
vociones saludables por amor de Dios, el apoyo y la
fuerza necesarios. Son teorías, en fin, que envile-
cen y brutalizan el matrimonio, al aceptar que se
(1) ¿Acaso no proponía ya, en el reinado de Luis XV, Mau-
ricio de Sajonia, el vencedor de Pontenoy, que no se permitie-
ran las uniones definitivas, sin haberlas precedido una sucesión
de estados preparatorios? Tras la primera situación de cinco
años, si no había nacido un hijo, debía ser disuelto, automáti-
ca y ' obligatoriamente, el matrimonio. Si había ya "pro-
genie, los cónyuges podían reanudar su unión por otros dos
períodos quinquenales. El matrimonio no sería definitivo sino
después de tres renovaciones. ¡Bravo soldado el mariscal! Pero
detestable y absurdo moralista...
(2) Junto con el matrimonio temporal y. el llamado de
"ensayo", el Papa Pío XI estigmatiza y condena igualmente el
matrimonio "amistoso", es decir, sin indisolubilidad, pero con
evitación buscada de la procreación. La ley divina no admite
estas concepciones de la vida conyugal: y aun el simple de-
recho natural las rechaza; o, dicho de otro modo: no es ne-
cesaria la moral revelada para proscribir estas formas odiosas
de la vida matrimonial; la sana razón las condena. Esto es lo
que hay que contestar a los que juzgan demasiado duras las
doctrinas recordadas por el Papa; no son propiamente del
Papa y de la Iglesia (salvo las que se refieren al matrimonio
como sacramento); son la expresión pura y simple de la ley
natural que está inscrita en el corazón del hombre. El hom-
bre sano y recto no puede pensar de otro modo que la Encíclica.

— 39 —
pueda ofrecer al cónyuge un cuerpo ya usado y
marchito, un corazón cuyo más puro aroma se ha
evaporado. Volveremos a insistir en este punto
cuando lleguemos, más adelante, a la condenación
del "amor libre".
Aunque importándoles poco el erigir en teorías
de apariencia más o menos social las prácticas pro-
pugnadas por León Blum, Lindsey y otros mora-
listas, algunos, arrastrados por la pasión y sin ener-
gía para poner freno a los sentidos cuando no se
encuentran en situación de poder contraer matri-
monio a su gusto, se dejan ir, ¡desdicha grande!,
a frecuentaciones absolutamente culpables. ¿Y no
hay muchos que tienen que adelantar la fecha de
la boda, porque amenaza tal vez su situación el
anuncio de un nacimiento prematuro? Si no es
jque, añadiendo la canallada a la incontinencia,
ciertos hombres sin escrúpulos abandonen fríamen-
te, junto con el hijo que les ha nacido, a la mu-
chacha demasiado crédula que fue cómplice de su
pecado. O a menos que, ante los temores de una
posible maternidad, no hayan buscado, por proce-
dimientos homicidas, desembarazarse del fruto de-
masiado comprometedor de una unión ilegítima.
La regla moral, íntegramente aceptada con
todas sus consecuencias, exige que los cónyuges,
tanto el uno como el otro, lleguen vírgenes al ma-
trimonio. Esto vale para los dos; conviene repe-
tirlo. No hay una moral para los jóvenes y otra
más rigurosa y exigente, para las muchachas. Ca-
da uno debe dar al otro la totalidad de sí mismo.
Sería trato de gitanos en un mercado de super-
cherías, exigir de una de las partes contratantes
la más perfecta virginidad, si la otra parte no ofre-
ciese una virginidad igualmente intacta. Lo expre-
só primorosamente el moralista Amiel: "Dar lo
más misterioso del propio ser y de la propia per-
— 40 —
sonalidad, a un precio menor que la reciprocidad
más absoluta, ¿no es una profanación?"
¿Es esto decir que si un muchacho o una jo-
ven han hecho alguna calaverada o caído en algún
desliz antes del matrimonio, deben por el mismo
caso renunciar a la vida conyugal?
No pretendemos sostener tal cosa. Pero pre-
guntamos: ¿y no sería más digno y honesto, en
caso de haber sostenido relaciones culpables con
un tercero, prevenir lealmente al cónyuge eventual?
Los moralistas no afirman que sea un deber es-
tricto; porque pueden existir razones prudentes y
atendibles para guardar silencio. No obligan a de-
cirlo más que cuando el desliz o la calaverada ha-
yan tenido consecuencias —un hijo, una enferme-
dad contagiosa—, y esto por los riesgos y peligros
que puedan seguirse o por las cargas que deban
sostenerse.
Pero, de ese modo, se nos objetará, el matri-
monio no se llevará adelante. Estamos de acuerdo;
y si la gente joven supiese mejor la extensión que
alcanzan muchas veces sus ligerezas y los incon-
venientes a que se exponen, tal vez se guardarían
mejor de sus antojos y se librarían de caer en cier-
tas relaciones. Aceptar el matrimonio teniendo en
su pasivo una virginidad perdida y en un activo
una mentira cínicamente propuesta sobre el valor
de aquello que se ofrece, podrá resultar una ope-
ración de egoísmo llevada a término con la mayor
fortuna, pero de todas las ignominias y vergüen-
zas sería la más vil.
Se dice: "Felizmente, en la práctica de cada
día, los interesados, cuando han de tratar ya con-
cretamente de la boda, tienen el buen gusto de
contentarse, durante las conversaciones prelimina-
res, con respuestas vagas; y se guardan muy bien
de profundizar ahincadamente en las investigacio-
— 41 —
nes. El contrato resulta legítimo, porque la otra
parte se conforma tácitamente con lo que haya
podido haber hasta entonces, y prefiere cerrar los
ojos antes que romper".
¿Y qué? ¿No está aquí, precisamente, la ex-
plicación de tantos Matrimonios desgraciados?
De todos modos, añadamos una observación
importante: si antes de la consumación del ma-
trimonio es conveniente, bajo pena de engañar al
otro de un modo cruel, la confesión de cualquier
desliz anterior en perjuicio del cónyuge, una vez
realizada la boda será de sabia prudencia callarse
en absoluto sobre cualquier hecho condenable de
la vida pasada. Antes, debería haberse hablado;
después, es preciso el silencio, a cualquier precio.
¡Y qué cruz tan pesada tener que confesarse per-
petuamente a lo largo de una vida en común: Hay
tal o cual zona de mi existencia sobre la que "la
mitad de mí mismo" no sabrá nunca nada!
Si ya es bastante dura de suyo la necesidad
que impone la naturaleza humana, en toda unión,
aun en la más estricta e íntima, de que cada uno
permanezca siendo él mismo, y aun, a pesar de los
mayores esfuerzos, resulte con frecuencia para el
otro un desconocido en muchas cosas (1), pues el
intercambio total y el don mutuo pleno y absoluto
supondrían, no dos naturalezas distintas, sino dos
amores sin límites, transfundidos, fusionados;
¡cuál no sería la tristeza y pesadumbre que ha-
brá de sentirse, cuando uno de los dos, voluntaria-
mente, tenga que hacer lo posible porque su con-
sorte ignore alguna cosa —y de la importancia
(1) Se ha dicho con mucha delicadeza y elegancia: "Uno
de los deberes de los esposos es perdonarse mutuamente por
lio haberse dado hasta el infinito, después de haberlo casi
prometido". P. Thouvignon, "L'áme féminine" (El alma feme-
nina). Editor: Lethielleux, 1930. Página 164.
— 42 —
que se supone— sobre su pasado y sobre su vida!
Y, con todo, es un deber guardarse el secreto
para uno mismo. Una vez que se ha firmado el
contrato matrimonial, cuando se ha contraído el
compromiso solemne, ya emprendida la vida en
común, no se debe decir nada que pueda hacer des-
truir la estima recíproca y amenguar el mutuo
amor conyugal. ¡La moral exige que la sinceridad
sobre tal o cual punto en entredicho sea inmolada
en aras de una necesidad más poderosa: la posi-
bilidad, ya que se han unido por toda la vida, de
continuar viviendo juntos, siempre! Pero, ¡qué mar-
tirio tan horrible, esta necesidad de un engaño
perenne, para un alma que —hemos de suponer-
lo— es, en el fondo, buena y noble! (1)
Pocas palabras más hemos de añadir. Si por
gloriosa ventura no ha caído uno tan bajo, antes
del matrimonio, que haya llegado a entregarse a
otro, pero, a pesar de guardar la virginidad esen-
cial del cuerpo, no ha sabido preservar enteramen-
te sus sentidos o su corazón, o su fantasía, y no
ha sido como debiera, ¿cuál ha de ser su conducta,
cuando se trata ya de formalizar la boda?
Claro está que si ha llevado una vida dudosa
y no se ha librado uno de los riesgos graves más
que a fuerza de esguinces, sorteando con funam-
bulismos lo irreparable, no está en las mejores con-
diciones para atraer la bendición de Dios sobre un
hogar. De todos modos, según esa hipótesis, no se
puede decir que haya faltado gravemente a la jus-
ticia con respecto al otro cónyuge, a menos que
por las faltas cometidas haya disminuido de tal
modo su valor moral que se ha convertido en un
(1) ¡Qué gozo, por el contrario, cuando cada uno de los
cónyuges puede dar a leer su vida toda entera al otro y des-
cubrir su alma por completo al ser con quien se ha unido!
Más adelante citaremos un texto muy bello de Paul Lerolle.

— 43 —
ser tarado y degenerado, con exigencias y apetitos
sensuales tan incoercibles que con la vida conyu-
gal no los pueda mitigar y no sepa atender a los
deberes del estado y permanecer leal a su consorte;
caso verdaderamente excepcional, como queremos
creer.
Hay que tener bien entendido que una cosa es
la medida que no se puede transgredir sin faltar
a la justicia, y otra cosa el ideal que conviene guar-
dar intacto, si se quiere responder a los designios
de Dios en el matrimonio, a los íntimos deseos del
ser que ha querido unir su vida a la de uno, y, en
fin, a las garantías de felicidad completa en el
estado conyugal.

— 44 —
II

En el matrimonio

Se exigen dos obligaciones:


—la de un amor exclusivo, único;
—la de un amor inquebrantable (1).

I . — A M O R EXCLUSIVO, ÚNICO

Dios lo ha precisado, de un modo rotundo:


"'Serán dos en una sola carne". Y: "El hombre se
consagrará a su esposa".
"Una sola carne", dice. "Su" y no "sus" es-
posas. La indicación es formal. Como el matrimo-
nio, en la época de Nuestro Señor Jesucristo, ha-
"bía decaído de su rigor primitivo, uno de los fines
que se propuso el divino Salvador del mundo, al
convertirlo en sacramento, fue restablecerlo preci-
samente en su integridad originaria.
Quedan, pues, prohibidos:
a) la unión libre,
b) el adulterio.
(1) Para una ampliación más profunda de lo que pueden
ofrecer estas páginas, forzosamente breves, léase al P. Casti-
llon, "Autour du mariage" (En torno al matrimonio), editado
por Beauchesne; o al mismo moralista en el artículo "Maria-
ge" (Matrimonio), del "Dictionnaire Apologétique de la Foi
Catholique" (Diccionario Apologético de la Fe Católica), del
mismo editor.

— 45 —
a) La unión libre
Hay quien razona de este modo: la estabilidad
de la unión conyugal resulta odiosa y absurda. Hay
que conceder una independencia absoluta a la so-
beranía del amor. Libremente lleva el amor a la
unión; libremente la continúa; libremente la da
por terminada cuando encuentra otro objeto más
enamorador.
Contra tal razonamiento cabe afirmar que se
levantan cuatro argumentos auténticos que con-
denan el amor libre: en primer lugar, porque sólo
tiende a juntar los cuerpos, para el placer, cuando
no hay quien niegue que el matrimonio es algo
más; en segundo lugar, porque no se preocupa del
fruto de la unión, y como no es más que un egoís-
mo de dos, unidos temporalmente, su término ló-
gico es la anticoncepción o el abandono de los hi-
jos al Estado, si por casualidad llegan a nacer; en
tercer lugar, porque suprime las posibilidades de
la educación; y, finalmente y sobre todo, porque
empequeñece y bestializa la pasión y envilece y de-
grada a la mujer.
Como las tres primeras razones no necesitan
demostración, de tan evidente como son, bastará
que proyectemos un poco de luz sobre la última y
principal.
La naturaleza misma y la dignidad del amor
exigen el exclusivismo o la unicidad en el matri-
monio: un hombre, una mujer; una mujer, un
hombre... Si hay una exigencia realmente inven-
cible en todo amor verdadero, es esta de pretender
el exclusivismo: quien ama, ama totalmente, úni-
camente, sin simultanear, sin concebir siquiera
que se simultanee, hablando, claro está, de aquel
amor que incluye las intimidades del matrimonio.
Declarar a alguien que se le ama, con el amor to-
— 46 —
tal que ofrece y exige la donación completa del
cuerpo y del alma, y al mismo tiempo dejar entre-
ver que se piensa beneficiar paralelamente a otros,
¿no es acaso fallar por adelantado contra la causa
que se pretende ganar y merecer, como consecuen-
cia, la más rotunda negativa?
Hablemos de la dignidad de la mujer. Compá-
rese de buena fe el régimen de unicidad del amor
cristiano con la situación en los harenes. En el
uno, los mismos derechos para los dos cónyuges;
eií la otra, la mujer reducida al estado de bestia
en un rebaño humano; a simple carne de deleite
sensual. Y ¡qué tragedias de celos, cuando una se
ve repudiada! ¡Qué astucias e indignidades para no
dejar de agradar! (1).
b) El adulterio
El adulterio consiste en las relaciones conyu-
gales, fuera del matrimonio, cuando uno de los
dos, o ambos, están ya casados.
Además de las razones aducidas, que valen,
convenientemente adaptadas, para el caso presente,
se añade el motivo de injusticia grave para con
el cónyuge burlado, a quien se le dio a entender
que se le hacía una donación total y sin reservas.
Este problema va unido estrechamente con el
tema de la indisolubilidad del vínculo matrimo-
nial, sobre el que vamos a escribir unas palabras.
(1) Es la mujer, sin duda, la gran víctima, cuando se
atenta contra las leyes del matrimonio. El hombre siempre lo-
gra salir adelante. Está bien pertrechado, según la frase cínica,
para "rehacerse una virginidad". La mujer seducida y luego
abandonada ha perdido el ciento por ciento de su valor. Y si
la unión le ha dado un hijo ¿qué hacer? ¿Es que va a supri-
mirlo? Sería un- crimen. ¿Lo criará y educará? Y ¿qué hom-
bre la querrá así, cargada con el inocente que a él le resultará
oneroso? Perdón por este triste lenguaje, que es ¡ay! el del
amor libre. ¿No basta esto sólo para juzgarlo tal cual es?

— 47 —
II.—AMOR INQUEBRANTABLE

La unión conyugal, una vez legitimada, es in-


disoluble: sólo la muerte de uno ae los cónyuges
permite al otro un segundo matrimonio. "Quien
eche de sí a su mujer —dijo Nuestro Señor Jesu-
cristo— y se case con otra, será reo de adulterio.
Toda mujer que abandone a su marido y tiene otro,
es adúltera".
El matrimonio contraído con validez tiene
como propiedad esencial la indisolubilidad (1). Si
se trata del matrimonio entre católicos, esa propie-
dad de su unión, que emana del derecho natural,
adquiere mayor firmeza por la gracia del sacra-
mento.
La Iglesia puede autorizar la separación de
bienes y aun la separación de cuerpos (es decir,
la no obligación de cohabitar), en caso de incom-
patibilidad absoluta de caracteres; pero jamás au-
torizará á uno o a los dos cónyuges para contraer
nueva unión, lo que sería ya el divorcio (1).
¿Por qué? Porque, como ya hemos apuntado
en otro lugar, a propósito del amor libre, esta prác-
tica del divorcio va derechamente contra tres co-
(1) Si se trata del matrimonio entre esposos no bautizados,
resulta igualmente válido e inquebrantable desde el momento
en que se contrae según la ley natural, ley que exige el con-
sentimiento mutuo, otorgado con pleno conocimiento, en plena
libertad y sin restricción alguna que lo anule. Este matrimonio
no es un sacramento, evidentemente, pero no por eso es menos
indisoluble. De todos modos podría ser anulado por especial
dispensa del Papa, en la hipótesis de que uno de los dos cón-
yuges paganos se convirtiese y el otro no le dejase practicar
la religión cristiana.
(1) Es verdad que muchos llaman divorcio a la simple
separación de los dos esposos. Lo que está estrictamente pro-
hibido es ese apartamiento con el sobreentendido de permi-
tirse un nuevo matrimonio. Este recasarse otra vez no tendría
valor alguno. No sería unión legítima, sino otra cosa.

— 48 —
S as sagradas: contra la dignidad del amor (el amor
no dice solamente: "Yo solo para ti solo", "El uno
para el otro", sino "¡Por siempre!"); contra la dig-
nidad y la dicha de la mujer; y, en fin, contra el
interés soberano de los hijos (la novela de Paul
Bourget, Un divorcio, pone de relieve esta triste
verdad).
Se opone como objeción: "¿No es condenar a
intolerable martirio a los esposos que no saben
vivir en concordia?"
No: es obligar a los jóvenes y a las muchachas
a reflexionar, a mirar con seriedad un acto real-
mente trascendental, y a escoger mejor. Por aña-
didura, la gracia del sacramento les ayudaría a lo
largo de su vida en común, para que lleven más
ligeramente la cruz respectiva. Y, sobre todo, hay
que tener en cuenta que siempre el daño, la pena
y el mal que puede haber en un caso particular
(realmente grande, algunas veces, y quizás no im-
putable a los desdichados que lo padecen) no debe
anteponerse al bien general evidente, es decir, al
mantenimiento de la estabilidad en todos los ho-
gares, que debe procurarse a toda costa, bajo pena,
en caso contrario, de la disgregación rápida y
generalizada de las familias que son la base de
la sociedad.
"Pero —insisten algunos— ¿por qué no han de
tolerarse, aunque raras, si se quiere, las excepcio-
nes que sean necesarias?
Porque acabarían con la ley. En realidad, ¿no
ocurre ya eso, por desgracia, desde que se institu-
yó el divorcio civil? Cierto es que Naquet, al de-
fender la proposición de ley en la Cámara de los
diputados, se atrevía a afirmar: "Si llegáis a de-
mostrarme que el día que se establezca el divorcio
aumentaremos el número de familias que se dis-
greguen, yo os autorizo para que os levantéis con-
— 49 —
2.
tra mi"; pero los hechos están a la vista de todos*
mientras que la población de Francia se ha esta
cionádo, sin aumento perceptible, el número de los
divorcios, es decir, de las desuniones, de las dis
gregaciones, se ha cuadruplicado, desde los día?s
de Naquet (1).

(1) ¿Será preciso recordar que sólo el matrimonio religioso


es el que realmente resulta válido para los que han sido bau-
tizados? No porque sea el sacerdote, el que administre el sa-
cramento; bien sabido es que son los mismos contrayentes los
ministros sagrados del matrimonio; pero es indispensáble la
presencia del delegado del Señor, de su sacerdote, o, en caso
de imposibilidad, la de dos testigos. El matrimonio civil no es
de ningún modo "matrimonio", sino una homologación, a título
legal, de la unión contraída o a punto de contraer en la Igle-
sia. Permítasenos reproducir, en esta nota, un texto del nove-
lista Dumas (hijo), que, por cierto, no estuvo tan bien inspi-
rado en otras ocasiones:
"¿Qué me exigís vosotros para que mi felicidad quede au-
torizada y permitida, para que pueda yo decir al mundo en-
tero; "He aquí a mi esposa, única, la bien querida, la amada
de mi alma, carne de mi carne y hueso de mis huesos?...
¿Que en una sala silenciosa y fría, ante un hombre igual que
yo y en todo parecido a mí, entre cuatro testigos vestidos de
negro, firme en un registro, parecido a un libro comercial, el
compromiso a tomar a una virgen por esposa, y recibirla en
mi hogar y protegerla y serle leal? ¡Ya está! ¿Y después? No
hay más. Eso es todo... ¿Y creéis que voy a contentarme con
este compromiso material que la muerte ha de romper? Yo
quiero un compromiso que dure eternamente, que ni siquiera la
muerte deshaga. ¿Dónde está mi Dios? ¿Dónde su casa en la
tierra?... ¡Vamos, presto, a la iglesia!
"Es allí donde, si yo muero, mi mujer amada podrá en-
contrar al Esposo divino que me reemplace; es allí donde, si
ella muere, mis hijos hallarán una segunda madre, siempre
joven y siempre en plenitud de vida, que es la única que puede
reemplazarla".

— 50 —
SEGUNDA PARTE

FORMACION DEL CORAZON


Preparación remota

Puesto que más tarde, en el matrimonio, se


habrá de cumplir una doble misión: la de aten-
der a la obra procreadora y la de prestar al cón-
yuge la ayuda preciosa que hemos indicado, es pre-
ciso prepararse ya de lejos para llenar uno y otro
papel, realmente magníficos y de una auténtica
grandeza.

La preparación requerida en consideración


a la obra procreadora

No hace falta reflexionar mucho para com-


prender que estarán mejor preparados para cum-
plir plenamente sus graves deberes matrimoniales,
cuando llegue la hora, aquellos esposos, que con
más esmero hayan sabido hacerse:
una perfecta educación de respeto al amor;
una sólida educación de la castidad.

E L RESPETO AL AMOR

Para el joven quiere decir no hablar nunca del


matrimonio, ni de la esposa o de la novia, más
que en términos de exquisita delicadeza y de ri-
gurosa honestidad. El historiador de San Francis-
— 53 —
co de Asís, Johannes Joergensen, después de haber
puesto de manifiesto la castidad viril de su héroe
añade estas palabras: "Como todos los que poseen
un corazón noble y puro, siempre y durante toda
su vida guardó el más profundo respeto hacia el
misterio de la generación". ¡Ojalá tódos los jóve-
nes pudiesen merecer tan bello elogio!
Se ha ido formando y existe, por desgracia
todo un vocabulario, verdaderamente degradante'
para hablar de las cosas del amor, que debería es-
tar prohibido en absoluto a todo joven que se pre-
ciase de nobleza de alma. Aquello de "Nec nomi-
netur in vobis" (Ni se mencione entre vosotros)
debería ser la sola regla cristiana que prevalecie-
se, no sólo respecto al "argot" encanallado, len-
guaje propio de granujas, sino incluso a las reti-
cencias, alusiones o palabras de doble sentido que
puedan tener aire picante o cierto color ambiguo.
Es preciso que los jóvenes sepan ver en el amor
algo más que el acercamiento y relación de los
sexos; pues no es eso lo principal: hay otra cosa
superior y más trascendente.
El joven no suele guardar al amor todo el res-
peto debido, porque no ve en él más que los atrac-
tivos sensuales. La dificultad para las muchachas
está en otro orden de cosas, es bastante distinta;
será preciso que muchas veces hagan un esfuerzo
para comprender que la unión de los cuerpos me-
rece respeto y constituye algo santo.
Con verdadera sutileza y finura de espíritu,
una educadora avisada ha hecho notar: "Con fre-
cuencia nos encontramos entre las muchachas, en
la edad en que se debe comenzar a prepararlas
para el matrimonio, con un error (o, más exacta-
mente expresado, con una ilusión) sobre la natu-
raleza y el sentido del amor. Vamos a abordar un
tema realmente delicado. La mayor parte de las
— 54 —
yeces, la idea del amor, la realidad del amor, toma
cuerpo en la vida de las muchachas más discretas
cotno una suerte de amistad apasionada. Y ¿cómo
podría ser de otro modo? La idea que una joven
dieciséis años se forma del amor es, normal-
mente, muy casta. Su imaginación se lo figura de
acuerdo con la ley de su propia sensibilidad: como
u n sentimiento maravilloso que produce la más
a lta exaltación de todo el ser humano, cuando lo
experimenta en sí, y viene a hacerle la revelación
de un mundo nuevo. Cree el corazón femenino ju-
venil que este sentimiento tiene su fin en sí mismo,
y que tiende sólo a absorber en uno, dos seres ena-
morados, y a procurar de este modo la más per-
fecta felicidad. Sería un intento desdichado, de re-
sultados ineficaces, el querer despoetizar el amor a
los ojos de las muchachas. En pura regla de edu-
cación hay que tender a dirigir las inclinaciones,
más que a suprimirlas. Es preciso, con todo, darles
a conocer la verdad; demostrarles que el amor, tal
como ellas lo conciben, es el egoísmo de dos; que
el otro, el verdadero, es un sentimiento todavía más
alto y trascendente de lo que suponen; que no
acaba en sí mismo, sino que tiene más dilatados
fines; y no es enteramente bello más que cuando
llega a ser fecundo. El amor está ordenado como
principio y fundamento de la familia. Esta es la
verdad básica. Él amor prepara la familia, la crea,
la sostiene, y da sabor a todos sus grandes y aun
minúsculos deberes. Fuera de la familia no es más
que error, desorden, arbitrariedad, y, finalmente,
sufrimientos" (1).
¡Cómo decir de un modo más perfecto, que la

(1) Madame Daniélou, Discurso en el Congreso de la Na-


talidad, en Clermont - Ferrand.
— 55 —
unión de los cuerpos no atenta en lo más mínimo
a la santidad de la vida conyugal! Dios la ha que„
rido; y sería ver deformada la realidad, el preten-
der darla de lado, el evitar la obra de la carne, p 0 r
una concepción falsa del amor, o el considerarla
como algo desprovisto de nobleza y empequeñece-
dor. Recuérdese, si es preciso, las primeras pági-
nas de esta obra.
Y volviendo a nuestro tema de ahora, si el
amor de Jos dos cónyuges debe estar animado y
acompañado por el más profundo respeto, no es
únicamente porque todo lo que contribuye a la
obra de la procreación es de suyo cosa noble, sino
por otra razón todavía más excelsa: porque el ma-
trimonio presupone dos almas en gracia. ¿Y qué
es un alma en estado de gracia? ¡Un alma en la
que vive Dios! Cuando, pues, los dos cónyuges se
unen, no son sólo los cuerpos los que se juntan,
sino las almas las que se funden, y Dios, presenté
en una, se reúne, por así decirlo, con Dios vivo y
presente en la otra.
¡Qué respeto augusto, qué sublimidad de res-
peto, cuando cada uno de los esposos sabe descu-
brir en el otro, con quien no hace más que un solo
ser, esta presencia divina —misteriosa pero real—
que da a su unión en el tiempo valor de eternidad,
que trueca su acto puramente humano en una
acción en que interviene, profundamente unido a
ambos, el mismo Dios! No se trata de juntar sim-
plemente dos cuerpos, ni siquiera de fundir dos
almas; se trata de unir dos estados de gracia, de
conjugar en una penetrante intimidad la vida una
de la Trinidad Santísima, viva en los dos y en cada
uno de los esposos.
¿Misticismo?, dirá alguien. Tal vez, pero del
mejor y más auténtico.
' ¿Hará falta añadir que, según algunos Docto-
— 56 —
res, una de las más sublimes grandezas del matri-
monio cristiano está en su valor de expresión sim-
bólica? La unión de ambos cónyuges entre sí es la
imagen —muy distanciada, pero expresiva— de
otra unión más alta: la que Dios se digna contraer
con las almas por el estado de gracia. Y algún
Santo Padre no vacila, después de nombrar con
vocablo masculino al Espíritu Santo, Spiritus Sanc-
ius, en apellidar con el femenino de tan augusto
nombre al alma en gracia, Spirita Sancta, para
señalar así el incomparable esplendor de la unión
de ambos y la imperiosa necesidad de su presen-
cia divina para la fecundación sobrenatural de
toda vida.
San Pablo ve en la unión conyugal el símbolo
de otra unión que se realiza invisible a nuestros
ojos corporales: no precisamente la unión de cada
alma con Dios, por la gracia, sino la unión de Cris-
to Nuestro Señor con todas las almas redimidas,
en la unidad de un solo Cuerpo, su Cuerpo Místico,
o, dicho de otro modo, su Iglesia. El divino Salva-
dor es el Esposo; el conjunto de todas las almas
fieles, la Iglesia, es la Esposa. Su unión conyugal
es' la más sublime de todas, y nuestros matrimo-
nios terrenales no son más que su símbolo leja-
no. .. (1).
Pues bien: del mismo modo que Cristo es para
la Iglesia y la Iglesia para Cristo, cosa sagrada; el
esposo y la esposa, el uno para el otro, deben ser
cosa, o mejor dicho, persona sagrada.
¿Dónde hallar una doctrina que convierta al
matrimonio en realidad más alta y que exija para
el mismo más profundo respeto? ¡Y qué pena que
tantos cristianos y cristianas lleguen hasta el

(1) Epístola a los Efesios, capítulo V, versículo 21-23.


— 57 —
"Gran Sacramento" (1) sin haber penetrado en lo
sublime de su grandeza y sin conocer la magnifi-
cencia del estado a que aspiran!

L A EDUCACION DE LA CASTIDAD

Después de cuanto llevamos dicho acerca de


la verdadera naturaleza y de las legítimas exigen-
cias de la obra de procreación, se deducirá de modo
destacado, que tan alta vocación requiere almas
fuertes, enteras, cabales, que sepan dominar y re-
gir sus pasiones y adaptarse a losjplanes de Dios,
a las leyes de la vida.
¿Quién será tan necio que caiga en la temeri-
dad de suponer que basta que una persona se sitúe
de repente en un estado determinado para que ad-
quiera en un instante y como por arte de magia
las virtudes necesarias para responder a todos los
deberes que en él se exijan? Tal o cual joven que
se prepare para el matrimonio dando rienda suelta
a sus antojos y dejando desbridados sus apetitos,
no puede esperar, sin muestras de necedad insig-
ne, que todas sus pasiones se sujeten a regla, por
el mero hecho de casarse. La virtud exige una pre-
paración cuidadosa desde mucho tiempo antes; y
en realidad debe pasarse una suerte de noviciado
como disposición para la vida integralmente cris-
tiana del matrimonio. Tendrá mayor número de
posibilidades para seguir siendo casto en la vida
del hogar aquel que mejor haya logrado adquirir
un perfecto dominio sobre su carne antes de la
unión conyugal. No hay nada más ridículo, más
bajo, más estúpido, más vilmente interesado, que
la pretensión de ciertos libertinos que osan afir-
(1) Del mismo San Pablo, en la misma epístola.
— 58 —
jnar que resultará marido más ideal, aquel que
más descansadamente haya sabido "correrla", de
soltero, como se dice en su lenguaje. No se aprende
a permanecer en la limpieza y castidad más que
esforzándose por vivir castamente. Todo otro me-
dio que se preconice no es más que embuste im-
prudente. Conviene que lo tengan presente las que
han de elegir marido.
¡Cuántos futuros esposos, sobre todo entre la
gente moza, llegan al matrimonio sin haber apren-
dido a vencerse! ¿Cuál va a ser su fuerza de resis-
tencia ante las llamadas agrias y fieras del egoís-
mo? Puede conjeturarse sin dificultad. Claro está
que la gracia del sacramento vendrá en su ayuda;
pero ¡cuántos rehusarán ese auxilio y se resistirán
a dejarse llevar de él!
¡Oh, desdicha! Si es cierto que la educación
del carácter es la más útil y la más necesaria de
todas cuantas se puedan dar o recibir, no es me-
nos cierto, y hay que confesarlo con tristeza, que
resulta siempre la más difícil, no sólo porque a
nuestra flaca naturaleza repugna cualquier esfuerzo
indefectiblemente, sino porque las dificultades del
futuro estado apenas se vislumbran en la alegre
inconsciencia de la juventud. ¿Cómo prepararse a
unas dificultades que apenas se barruntan? Se en-
seña a los hijos a dominarse y vencerse, pero ¿fren-
te a qué riesgos? En el fondo toda la cuestión está
aquí: en enseñarles a dominarse cuando se vean
impedidos y arrebatados por la pasión y especial-
mente por pasión semejante. Aun resulta más im-
posible decirles, cuando se despiertan los apetitos
y antojos, a qué les expondrán ellos más tarde. Hay
que prepararles contra unos peligros de los que
todavía no se les puede hablar crudamente. Y esta
es, a nuestro entender, la más grave dificultad de
la educación de la pureza. Por eso mismo nos de-
— 59 —
claramos partidarios, ¡no de ciertas aclaraciones e
insinuaciones prematuras!, sino de una informa-
ción y enseñanza progresiva, de cuidadosa discre-
ción, según el desarrollo de los hijos y el desenvol-
vimiento de sus facultades.
Pero si resulta claro que el conocimiento, en
sazón oportuna y en momento elegido, del miste-
rio de la vida según el plan de Dios, puede ayudar
a conservarse puro, no resulta menos evidente que
con frecuencia será un medio harto débil, si al
mismo tiempo no se procura con tesón, y tomán-
dolo con tiempo, fortalecer el alma y darle un gran
temple. Vanamente sabrá uno lo que debe hacer;
si no aprende con tiempo a quererlo y no ejercita
su voluntad en aplicarse a realizarlo, de bien poco
le servirá; tanto más cuanto que en esta materia
cualquier conocimiento y enseñanza, aun recibidos
castamente en un principio, pueden después, ex-
plotados por la concupiscencia malsana, siempre
susceptible de arrastrar, hasta a los temperamen-
tos m᧠nobles, a peligrosas experiencias, conver-
tirse en verdaderos y positivos daños. De suyo y
sanamente recibidos por una naturaleza generosa,
pueden servir de preventivos —y esto legitima nues-
tro trabajo y la publicación de esta obra—; pero
cabe afirmar que ellos solos no bastan, por regla
general, si no van acompañados de una formación
profunda y enérgica del carácter.
Resta que cada uno se la procure, si no la
tiene; y, si por fortuna ya la ha ido adquiriendo,
que la amplíe hasta el máximo (1).
(1) No entra en nuestro propósito ofrecer aquí un com-
pendio sobre la educación del carácter; y no podemos hacer
otra cosa que remitir al lector a buen número de libros muy
bien escritos sobre esta materia: T. Toth, El joven de carácter:
J. Baeteman, Formación del joven; Guillaume, Para llegar a
ser hombre. (Editorial Difusión).
— 60 —
n

La preparación requerida para la vida


en común de los dos cónyuges

No sólo aguardan a los esposos en la vida ma-


trimonial deberes que obligan a ambos conjunta-
mente con relación a la progenie que ha de nacer
o ya ha nacido —procreación, educación—, sino
que todavía les quedan los que han de cumplir
entre sí el uno para con el otro, ya indicados por
nosotros anteriormente y sin duda presentes en la
memoria de los lectores. ¿Cómo prepararse para
ellos?
a) Procurando eliminar del propio carácter y
suprimir de la propia personalidad todo aquello
que puede hacer penosa la vida en común de los
dos.
b) Esforzándose por perfeccionarse y mejorar-
se cada vez más, para hacer más agradable y feliz
esa vida en Común al otro cónyuge, que ya se co-
noce o por lo menos se presiente y se ama por ade-
lantado.
a) Corregirse, eliminar defectos
Una joven acude a su director espiritual para
anunciarle su próxima boda: muchacha de carác-
ter difícil, de espíritu indómito; generosa por na-
turaleza, pero incapaz de doblegar su ánimo, de
obedecer, de plegarse y transigir, acostumbrada a
— 61 —
vivir a su antojo, inclinada a un egoísmo casi in-
consciente pero vivo en el fondo de su alma. Como
el bueno del director, después de las naturales pa-
labras de enhorabuena, creyese poder animarla a
hacer un último esfuerzo con que modificarse y
prepararse para la hora sagrada del matrimonio
en la mitad de su exhortación se queda sorprendido'
con la desenvoltura de esta salida: ''¡Bah! ¡bah!
¡El me tomará tal cual soy!"
"El", no hay que decirlo, era el novio, el futu-
ro marido. Y cierto, la tomaría tal cual era, pues-
to que la pedía en matrimonio; pero la habría to-
mado con mucha mayor complacencia tal cual de-
biera haber sido. ¡Natural! ¿Es amar verdadera-
mente, negarse a realizar cualquier esfuerzo para
no disgustar en nada al cónyuge al cual hay que
darse por entero?
Nos permitimos recordar, a las muchachas que
aspiran al dulce nombre de novias y al más sagra-
do de esposas, cierta leyenda de los hindúes sobre
la creación de la mujer. Fluye de la antiquísima
fábula de sabor filosófico una natural invitación a
meditar sobre el carácter femenino y a modificar-
lo en lo que es justo; y a buen seguro que discre-
tamente, pero con eficacia, moverá a la oportuna
resolución. He aquí la propia narración pintoresca,
sin añadir punto ni coma, del cuentista de allá
lejos:
"Dios tomó la redondez de la luna y la ondu-
lación de la serpiente, el abrazo apretado de la
planta trepadora y la soltura temblorosa del césped,
la esbeltez del junco y la belleza de la rosa, la li-
gereza de la hoja volandera y el vello aterciopelado
del albaricoque, el tierno mirar del corzo y la in-
constancia del céfiro, las dulces lágrimas de la
nube y el alborozo del rayo del sol, la timidez de
la liebre y la pomposa vanidad del pavo real, la
— 62 —
blandura del plumoncillo que adorna la garganta
de los pájaros y la rudeza del diamante, la dulzu-
ra azucarada de la miel y la crueldad del tigre, la
frialdad de la nieve y el calor del fuego, el grito
del arrendajo de bello moño en el copete y el arru-
llo de la tórtola enternecida... Tomó todas estas
cosas, las mezcló maravillosamente, y formó a la
mujer.
"Y la mujer salió graciosa y seductora. Y ha-
biéndola Dios contemplado, la halló más bella que
el ibis o qué la gacela; y, orgulloso de su obra, la
admiró; y de ella hizo presente al hombre.
"Pasados ocho días, el hombre, algo corridillo
y confuso, se fue en busca del divino Hacedor; y
dijo: "Señor, la criatura de que me has hecho don,
envenena mi existencia. Parlotea sin tregua; se
lamenta y se queja por cosillas de nonada; ríe y
llora a la vez, sin ton ni son; vaga inquieta de un
lado para otro; es exigente; enreda y alborota; me
abruma sin cesar; no me deja en sosiego un ins-
tante; anda siempre tras de mí; me pesa; me quita
el reposo... Yo te ruego, Señor, ¡vuelve a tomar-
la, porque no puedo vivir con ella!"
"Y Dios, paternal, recogió a la mujer. Pero,
al cabo de ocho días, el hombre volvió a la pre-
sencia divina para tornar a lamentarse de este
modo: "Señor, mi vida me pesa demasiado en la
soledad, desde que te he devuelto a esa criatura.
Mientras estaba en mi compañía cantaba y baila-
ba delante de mí. ¡Y qué dulzura de expresión
cuando miraba, sin volver la cabeza, por el rabillo
del ojo! ¡Jugábamos juntos; y no hay en los ár-
boles Un fruto que me resulte tan sabroso como
sus caricias! Yo te ruego, Señor, ¡devuélvemela! Ya
no puedo vivir sin ella". Y Dios le volvió a hacer
presente de la mujer.
"Todavía transcurrieron ocho días más después
— 63 —
de esto; y Dios frunció el ceño, al ver que el hom-
bre retornaba ante El con la mujer y, poniéndo-
sela delante, le decía: "Señor, no sé cómo puede
ocurrir, pero lo cierto es que esta criatura me pro-
porciona más- enojo que agrado. Ya no la quiero
más. Vuelve a quitármela".
"Al oir tales palabras, Dios montó en cólera:
"Hombre, vuelve a tu choza con tu compañera, y
acostúmbrate a soportarla. Si ahora volviera a que-
darme con ella y la retuviera, dentro de otros ocho
días me importunarías de nuevo por volverla a ver".
Y el hombre, resignado, se retiró... "¡Desdichado
de mí! ¡Malaventurado yo! ¡Dos veces infortuna-
do: porque no puedo vivir con ella, y tampoco pue-
do vivir sin ella!"
Del mismo modo que a las muchachas, o con
mayor motivo aún, toca a los jóvenes examinarse
y, sobre todo, corregirse. Dos cuestiones se ofrecen
particularmente a cada uno: ¿Vigilas suficiente-
mente tu fe para no perderla? ¿Te vigilas bastante
sobre tu moralidad?
¡Qué lección, en este diálogo memorable de la
novela La Barrière! He aquí lo que declara María
Limerei al joven que intriga y apremia por llegar
a ser su prometido:
—Lo que más deseo, por encima de todo, es
que entre mi esposo y yo no haya siquiera pensa-
mientos que puedan establecer distancias o sepa-
ración: es que él y yo no tengamos más que un
alma.
—¡Ay! Ya estamos en el punto crítico. Tiem-
blo, María, de que me exijas que me parezca a ti
demasiado.
—¿Eres t ú todavía lo que se llama un verda-
dero cristiano? ¿Tenemos los dos la misma fe?
Comprende bien lo que te quiero decir... Yo sé
que continúas yendo a Misa y que acompañarás a
— 64 —
ella a tu mujer; creo que por tradición de familia
sigues guardando, provisoriamente, respeto a la idea
católica, a las ceremonias, a las costumbres... Pero
mostrarse sólo respetuoso, amigo mío, no me pa-
rece bastante; eso no es vivir intensamente la vida
de fe que yo quiero vivir. Sufro con tener que ha-
blarte como lo hago; he de ser dura conmigo mis-
ma. Pero ¡es que padecería tal -desilusión, si mi
marido no rezase y orase conmigo, si, a mi lado
no recibiese a Dios en el sacramento, si no se ins-
pirase, incluso en los actos más pequeños, en esa
fe que es verdaderamente toda yo misma!... ¡Veo,
por otra parte, tantas ruinas en que se derrumban
tantos hogares! Siento que con la mayor parte de
los hombres de ahora yo no haría otra cosa que
aventurar mi felicidad y arriesgar la dicha de mi
alma... Quisiera —y no te burles de mí— que mi
matrimonio tuviera algo de eternidad. Creo que
son hombres mediocres aquellos que no tienen ta-
lla para la constancia y firmeza sin fin. Pienso que
una familia que se constituye para la vida cristia-
na tiene en cierto modo trascendencia infinita,
antes y después de su fundación... Quisiera, en
fin, ser la madre cabal y entera de una raza santa.
% &

Tanto como las faltas, que tan lamentables


son siempre, por lo que se refiere a la fe, debe pro-
hibirse, el joven que aspira al matrimonio y quiere
realizar plenamente el ideal de belleza soberana,
los menores extravíos por lo que se refiere a la
pureza: aquellos extravíos, evidentemente, que, por
mucho que se escondan, han de suponerle mezclado
con otras personas; y, del mismo modo, aquellos
otros, puramente interiores, que no habrían de te-
ner otro testigo que su propia conciencia.
— 65 —
2.
Si los jóvenes se determinasen a reflexionar al-
gunas veces —¡pero seriamente!— sobre lo que re-
claman de ellos las muchachas cuya mano pedi-
rán un día, así como el corazón y el alma entera
¡de qué modo se esforzarían por evitar ciertas lil
bertades y algunas enfadosas osadías!
He aquí lo que escribe una de ellas, en trance
de decidirse para la boda:
"Las condiciones de religión, de salud, de si-
tuación, de familia, etc., puede decirse que están
suficientemente cumplidas; pero me planteo esta
cuestión: ¿cuál ha sido hasta hoy la conducta pri-
vada de este muchacho? Aunque una no deba ser
ñoña, aunque no tenga que ser lo que se dice una
gansa de plumaje blanco, no por eso dejo de ser
en realidad" menos "blanca". Yo me he guardado
para mi futuro esposo, y me he guardado íntegra-
mente, en cuerpo y alma; no quisiera casarme con
un muchacho que hubiese tenido amistades de
cierta clase, aunque sólo hubiesen durado una hora;
exijo un marido que se haya guardado, como yo
misma, para el futuro hogar".
Reclama un amor fundado sobre un pasado
irreprochable, y añade:
"Voy todavía más lejos. Yo no podría amar a
un muchacho que hubiese tenido un instante de
flaqueza con otra mujer, porque para mí el amor
conyugal se basa en la estima más profunda, y
yo no podría estimar, con la estimación necesaria
para este gran amor, a un hombre que no hubie-
se sabido resistir. Le compadecería, ciertamente,
rogaría por él, le ayudaría con todas mis fuerzas a
levantarse, pero, una vez dignificado y salvado, no
le tomaría por marido: siempre se alzaría contra
eso el pasado, el momento de olvido y abandono
de los deberes que, aun cuando pueda repararse y
rescatarse, impide que el verdadero amor nazca y
— 66 —
crezca sin límites ni restricciones. ¡Oh! No podría
amar a un hombre en cuyo pasado hubiese algo
menos digno, aun cuando esto consistiera simple-
mente en haber tenido lo que llaman "una ami-
guita", sin que hubiera ido más allá, ni hubiese
tenido trascendencia. Divertirse así, ni es leal ni
es honesto" (1).
Para más de un tnuchacho, de natural recto
y noble, ha sido materia de reflexiones y medita-
ciones serias un bello artículo de H. Reverdy, pu-
blicado durante los años de la guerra en Fréres
d'armes (Hermanos de armas): y no sólo sirvió de
texto para meditar, sino que llegó a constituir
—según confesiones que liemos recibido— una
fuerza real de preservación ante los riesgos. Estas
páginas magníficas tenían por título La fiancée
lointaine (La novia lejana). El autor, después de
invitar a los jóvenes a conservarse limpios y pu-
ros por los altos argumentos del amor a Dios y las
razones de la fe, aduce otro motivo, menos grande
en sí, pero poderoso, y en ciertos momentos, de
mayor fuerza que los demás: es la evocación, al
borde mismo del pecado de los sentidos, de la no-
ble criatura enamorada que, ella sí, llegará virgi-
nal y pura a la boda.
"Nada vale tanto como la evocación de la ''no-
via lejana" para combatir el peligro de la "tenta-
dora demasiado próxima". La dulce y graciosa fi-
gura guarda en los pliegues del recuerdo una ex-
traordinaria fuerza purificadora.
"¿Qué dirías tú, enamorado, si aquella que te
empeñó su fe, resultara desleal e infiel? ¿Es que
porque has nacido hombre tendrás tú el privilegio
monstruoso de faltar y ser perjuro?
(1) Boletín de la Asociación del Matrimonio Cristiano,
Pour les jeunes filies (Para las jóvenes) ; meses de enero-fe-
brero de 1931, páginas 40-42.
— 67 —
"No digas que la novia lejana no se enterará
de nada. Cuanto más envejece uno, más echa de
ver que todo lo que se hace, tarde o temprano se
descubre. ¡Muchos varones cargados de años da-
rían cualquier cosa por borrar una página de su
vida que a pesar de todo nunca lograrán destruir!
Y cuenta que la extensión de una falta no se mide
por su estrépito, ni siquiera por sus consecuencias.
"La tentación no te venza
con un argumento falso;
¡el crimen trae la vergüenza,
no la sombra del cadalso!
"Novios: vivid, pues, con el casto pensamien-
to de aquella que os aguarda. Si "ella" estuviese
presente, ¿frecuentaríais ese espectáculo? ¿entra-
ríais en esa casa? ¿hablaríais con esa mujer?
"Y vosotros, los que todavía tenéis el corazón
libre del amor, id modelando ya en lo íntimo de
vuestra alma la imagen de la "novia lejana". Aun
os es desconocida, pero debe ser ya vuestra esplen-
dente y blanca protectora".
Pablo Lerolle, que había de llegar a ser, con
el tiempo, concejal del Municipio de París, y luego
diputado y, como tal, gran defensor en el Parla-
mento de la causa católica, en una confidencia so-
bre su propio hogar nos ha dejado una fórmula
exquisita de la felicidad reservada a aquellos que
han sabido, desde antes del matrimonio, triunfar
sobre sus pasiones e imponer a los sentidos la me-
sura y ordenación indispensable:
"El mayor hechizo de la vida conyugal —ha
escrito— está en que todo llegue a ponerse en co-
mún: el porvenir que se tiene que vivir juntos, y
el mismo pasado. ¡No tener nada que esconder so-
bre cualquier momento de la vida anterior! ¡Poder
responder a todas las preguntas y aun adelantarse
— 68 —
a ellas y señalar el sitio donde se gozó de una di-
cha o se padeció una tristeza! ¡Nombrar libremen-
te a todos los que se conoció y trató! Y que nunca,
ni un placer, ni una pena, ni una relación con
cualquier persona citada pueda crear un solo ins-
tante de. embarazo y confusión... ¡Qué suave y
amable discurrir dé la vida y cómo acrece y dilata
la profundidad del amor!"
Y recuerda con llana humildad, pero con sa-
tisfacción inefable, una vez casado, sus esfuerzos
y su fidelidad de la época de soltería:
"¡Bachiller! Era la entrada en la vida, la li-
bertad. Algunos, de mirada psicológica muy corta,
me habían pronosticado que esta libertad me re-
sultaría peligrosa. Gracias a Dios y a mis padres,
no fue n a d a . . . La primera vez que el mal se me
presentó ante los ojos en toda su brutalidad... lo
rechacé por un movimiento natural, sin necesidad
de reflexión. Mis íntimas delicadezas se rebelaron
con pujanza, sólo de pensar que se me creyera ca-
paz de tal cosa. Durante toda una noche, asistí a
este alzamiento victorioso de mi naturaleza bien
disciplinada: en lo profundo de mi ser gritaron
todas las indignaciones generosas'; y yo pedí ar-
dientemente a Dios que no me dejara conocer las
caídas que deshonran y envilecen, aun cuando el
mundo las perdone y absuelva. Dios me escuchó.
Mis padres pudieron dejarme siempre en entera li-
bertad. Nunca sentí siquiera la tentación de abu-
sar de ella" (1).
Y que no se precipiten demasiado algunos jó-
venes para objetar con desenfado: ¡Bah! Seme-
jante ideal resulta desde luego atractivo, pero es
irrealizable, o poco menos.

(1) Paul Lerolle (Pablo Lerolle), por Pablo Blanchemain


(Editor Gigord), páginas 15 y 29.
— 69 —
Son muchos más de los que se cree los que
mantienen alta la bandera, sin arriarla, y los que
por lo menos, luchan con tesón por defenderla lim-
pia de ultraje.
Si hace falta todavía un ejemplo más, volve-
remos de buen grado al bello documento que cita
entre sus colecciones para La famille française (La
familia francesa) —siglo XX— el escritor Alberto
Chérel. Se trata de una nota hallada en el cua-
derno de un estudiante de Medicina de 1914. El
joven piensa ya en el matrimonio, y escribe de esta
manera:
"Para descansar un poco, voy a divagar du-
rante algunos minutos sobre mi esposa imagina-
ria. ¿Imaginaria? La palabra no resulta exacta.
Porque en realidad existe; pero ¿dónde?
"...Sí; existe ya. Mientras yo garabateo, ella
sueña, sin duda, en sus ilusiones: en flores, en án-
geles, en cunas. A lo largo del día, ruegas y ríes,
cariño mío; y no piensas que "el otro" trabaja de
firme, es decir, prepara su porvenir y tu vida fu-
tura.
"Algunas veces me desanimo, pero ella ilumi-
na al punto mi mente con el pensamiento fortale-
cedor de mi deber. ¿Acaso no personificas tú mis-
ma este deber, hada gentil de mis diecinueve años?
¿No es por ti, por tus hijos futuros, por los que yo
ahondo en la enojosa física y desgasto mis escal-
pelos disecando bestezuelas sin interés? ¿No es por
ti por quien ya he guardado hasta hoy, gracias a
Dios, esta virginidad de que me enorgullezco? Por-
que no has de dudar un punto de que tú eres la
razón de mi existencia y el motivo de que sea un
muchacho formal. Yo quiero darte un cuerpo in-
maculado y un alma ardiente, una inteligencia que
lo sepa comprender y penetrar todo y proclamar

— 70 —
las doctrinas con que se enriquece y la verdad que
desea h o n r a r . . .
"Dios te proteja y te ayude, amor de mi co-
razón, porque yo quiero darme a ti regiamente,
todo nuevo, robusto de cuerpo y con entereza dé
voluntad. Te aportaré mi corazón, todo mi cora-
zón . . . sin distraer la más mínima partecita para
alegrar mis sentidos con peligrosas y demasiado di-
sipadoras fantasías".
Hay aquí algo más que simple literatura.

b) Mejorarse, perfeccionarse
Corregirse, eliminar defectos, guardarse de los
vicios, no es, al fin y al cabo, más que labor ne-
gativa; hace falta algo más: mejorarse, perfeccio-
narse, adquirir verdadera grandeza de alma. Ya
habrá demasiadas ocasiones ¡por desgracia!, a lo
largo de la vida en común, de parecer—de ser—
pequeño. No se pierde nada, antes de comenzar el
viaje, con pertrecharse bien, con adquirir la má-
xima plenitud de grandeza de alma y de virtudes.
Lo que los jóvenes cabales exigen de su futu-
ra esposa es a veces de tal elevación que cabría
preguntar si el ideal soñado por ellos se puede ha-
llar realmente en seres humanos, de carne y hueso,,
aquí en este bajo mundo.
He aquí, por ejemplo, las aspiraciones de Juan
de Plessis, el héroe de Dixmude. A las primeras
sugestiones de sus padres sobre una boda eventual,
responde sin vacilación:
"Habré de reflexionar profundamente sobre lo
que ustedes me sugieren; pero, desde luego, la sola
mujer con quien yo querré casarme no será la que
considere como un deber el casarse conmigo. En
absoluto. No se asombren. Pienso que es un ver-
dadero honor para una mujer el ser llamada a ele-
— 71 —
varse por encima de sí misma. Y, en realidad de
verdad, para ser la mujer de un marino hace falta
eso. Será preciso que tenga el valor de decirse que
se encontrará con frecuencia sola, entregada a sus
únicas fuerzas, con toda suerte de dificultades, di-
ficultades de orden práctico y dificultades de or-
den moral; no,faltan unas ni otras en el mundo
de los marinos. Será necesario que, a la inversa
de otras mujeres, se considere en realidad como la
auténtica cabeza de familia, como el eje central
de este hogar.
"La mayoría de las esposas de oficiales de ma-
rina lo deploran luego amargamente. Yo quiero
que mi mujer se sienta, por el contrario, orgullo-
sa de su misión, con temple de verdadera dama
cristiana que se gloría con las cruces que la vida
lleva consigo. Mi ilusión, en el fondo, es tener una
esposa que sepa ponerse realmente, a cada instan-
te, en presencia de Dios, y esto junto con su ma-
rido; y que acepte como un honor una vida, no
sólo más difícil, sino más penosa que la que llevan
las otras mujeres".
Y que no se nos diga: estas pretensiones resul-
tan excepcionales; todas las muchachas no van a
casarse con marinos; no será preciso que pongan
el blanco tan alto, ni que paguen tan caro el ma-
trimonio. He aquí cómo se expresa Ozanam, que
no es precisamente un lobo de mar, sino un pro-
fesor. Durante mucho tiempo estuvo preguntándo-
se qué es lo que Dios quería de él: si la fundación
de un hogar o su consagración a la vida religiosa.
En caso de tener que unir su vida a la de una
criatura, "Yo hago votos porque ella posea todos
los hechizos y gracias exteriores, para que no haya
lugar a pesadumbre ni añoranza alguna —dice—.
Pero sobre todo pido a Dios que llegue a mí con
w i alma bella y grande, que me aporte virtud, que
— 72 —
valga mucho más que y o . . . que me traiga y eleve
hacia lo alto, que no me arrastre hacia lo hondo
ni me haga descender... que sea, en fin, compa-
siva, para que no deba avergonzarme ante ella por
mi inferioridad. Esos son mis deseos, mis ensueños".
Sin llegar, tal vez, a exigencias tan acendra-
das, ved, reducida a dimensiones todavía bellas
aunque más modestas, la expresión de aquello que
desean encontrar en la esposa elegida los jóvenes
que tienen un natural noble: se contiene en al-
gunas estrofas publicadas por uno de los benemé-
ritos boletines de la A. M. C. (Asociación del Ma-
trimonio Cristiano) bajo el título de L'Appel du
Fiancé (La llamada del Novio) (1).

A ti, en quien ya presiento a la novia futura,


dedico estas estancias, con sencillez. En ellas
mi amor concentra todos sus sueños de ventura.
De tu más fiel amigo son las ansias más bellas...
Yo te imagino, ¡oh, novia!, mucho más que bonita,
con el sutil hechizo que ya el poeta reza:
luz de un alma en que es todo armonía infinita,
"gracia, que es más amable que la misma belleza".
Me enamora saberte piadosa, sin ñoñoces,
de una vida interior de tan colmado gozo
que, con sólo mirarte, logre alcanzar, a veces,
ver abierto los cielos en todo su alborozo.
Te sueño tan amante como has de ser amada,
para que cuando llegue, de noche, al lar, me acojas
con ese fuego eterno de amor, en la mirada,
que se alimenta de alma y ahuyenta las congojas.

(1) Adrián Hubert, 1.9 de enero de 1929.

— 73 —
Te veo ya, a mi lado, tan buena ama de casa
y con tal arte y ciencia de bella economía,
que me haces creer rico, aun con la bolsa escasa
y, sabia, multiplicas el pan de cada día.
En fin, ¡novia ideal! tú eres la mujer fuerte
que ante la vida nunca cobarde se amedrenta:
que ^confiada entregas los lances de la suerte
a Quien viste a los lirios y a las aves sustenta.
Y porque más te admire y tiernamente te ame,
te muestras, superando los afanes prolijos,
honrada de que el cielo a ser madre te llame
y feliz con ser reina de numerosos hijos.

Lo que, por su parte, esperan encontrar en sus


novios futuros las muchachas casaderas de nues-
tros días, lo da a conocer, de una manera original,
una de esas encuestas periodísticas que están de
moda. Un diario ha abierto un concurso entre sus
lectoras sobre la base de esta pregunta intencio-
nada: "¿Qué cualidades son las que ha de reunir
un novio para considerarlo como arquetipo?" Pa-
rece que se han llegado a reunir 4.470 respuestas;
y de todas ellas se ha sacado en limpio que las
once cualidades que más se desean en el novio ideal
son éstas: la del optimismo, la de que sea compla-
ciente, la de que tenga carácter alegre, la de que
se muestre generoso, la de que se precie de exacto,
la de que posea suficiente paciencia, la de que apa-
rezca ordenado, la de que guarde economía, la de
que muestre buen genio, la de que se comporte con
lealtad, la de que cumpla como trabajador.
Sin que consideremos infalible este juicio ple-
biscitario ni consideremos perfecta esta clasifica-
ción en cuanto al orden de preferencias, tanto el
uno como la otra facilitan, desde luego, indicacio-
— 74 —
nes de gran utilidad. Ya lo sabéis, pues, jóvenes as-
pirantes al matrimonio. Interrogad a vuestra con-
ciencia. Si de veras deseáis unir a vuestra vida
otra vida amada, ¿os halláis en condiciones de
arrostrar esa responsabilidad? ¿Os encontráis con
ánimos de alcanzar todo lo que se os exige? Sobre
todo, no olvidéis que lo más importante es per-
severar.
"Ser buen casado no resulta cosa fácil: es
todo un arte", ha escrito un moralista que es hom-
bre de mundo. "Amarse anticipadamente es, en
verdad, sencillo; entonces aún no se conocen los
enamorados. El problema es amarse después, cuan-
do ya se conocen. ¡Y no están permitidas, desde
luego, las trampas ni los trucos!... El amor que
se exige del otro hay que merecerlo con igual
amor" (1).
No hay que exponerse a caer en lo chusco de
la ya conocida anécdota:
—"Permítame que me presente: soy un anti-
guo amigo de la familia. Yo conocí a su esposa,
antes de su matrimonio.
—"Por mi desgracia, señor, yo no la he cono-
cido sino bastante después..."
¿Cómo elegir novio o novia? Esto es lo mismo
que preguntar:
1.9 ¿De qué manera?
2.<? ¿Con qué cualidades?

(X) Pablo Géraldy.


— 75 —
Llegado el momento, ¿cómg elegir novio o novia?

¿De qué manera?

Parece que podemos resumirlo en poquísimas


palabras: tomándose tiempo para la reflexión.
El amor, ya se sabe, es ciego. Sucede con fre-
cuencia que lo que da origen a la simpatía es una
pequeñez, un pormenor insignificante; se da con-
tinuamente el caso de que la cualidad que en un
principio parece más atrayente no es sino de se-
gundo orden, o de último orden. ¿No habremos
de tener por verdadera temeridad el tomar resolu-
ciones, en una elección tan grave, por una simple
visión superficial, por una ilusión puramente sen-
sitiva, irracional, tan expuesta a equivocación?
Ahí tenéis a dos muchachos (y quien dice mu-
chachos dice personas de más edad): no se han
visto nunca; una ocasión cualquiera los ha pues-
to frente a frente; se han mirado; quizás ni si-
quiera han cruzado todavía la palabra; ha saltado
una chispa, ¡qué cosa tan sin premeditación!; los
corazones ya se hablan; luego, una conversación,
sin nada profundo, sin examen serio de nada, por
parte de ninguno de los dos: ¡eso es todo! Y ya
se a m a n . . . A los pocos meses, boda. Es la novela-
relámpago; algo fantástico, propio de "film": pre-
sentación, conversación, fascinación, declaración,
exaltación, preparación, celebración...
_ 76 —
¿Qué tiene de extraño, con esa celeridad, que,
después de contraídos los compromisos más tras-
cendentales, se den cuenta de que el uno no ha
nacido para el otro? ¡Ay! ¡demasiado tarde! Una
irreflexión sin nombre ha presidido la firma del
contrato más grave que se puede imaginar. ¡Y
quiera Dios que la novela-relámpago, no termine
muy aprisa, en catástrofe: ¡discusión, irritación,
obcecación, "pleiteación" y separación!...
A propósito del casamiento de una de sus ami-
gas, Genoveva, la protagonista de una novela bien
pensada y escrita: La confession d'une femme du
monde (La confesión de una dama de mundo),
hace esta confidencia:
"Recuerdo ahora que me sorprendió, sobre
todo, la rapidez con que se'precipitaron los acon-
tecimientos y se tomaron las decisiones. Se le dijo,
un día, que cierto joven de una de las grandes fa-
milias de la Bretaña, el conde de Kerzern, la ha-
bía visto dos veces y se había resuelto a casarse
con ella... Se burló bastante y se rió conmigo del
proyecto, durante los ocho días que precedieron a
la entrevista. Al fin, un domingo, fueron presen-
tados; se paseó su buena media hora, por un par-
que, en compañía de sus padres y del pretendiente;
y cuando éste le .preguntó si podía esperar que con-
sintiese en ser su esposa, le respondió que sí, al
punto".
Continuando su confesión, Genoveva prosigue
en estos términos:
"Yo me indigné mucho con semejante ligere-
za. No podía admitir que hubiese tomado tan de
prisa una decisión de la que dependía toda su vida.
Claro está que ya me había dado cuenta de que
casi todas las muchachas obraban con la misma
frivolidad; pero, cada vez que esto ocurría, mi re-
probación no era menos viva ni menos sincera^
— 77 —
¡Cuánto mayor no hubiera sido y con cuánto más
encendido enojo no me hubiera sublevado, si al-
guien se hubiese atrevido a decirme, en tales mo-
mentos, que cuando me llegase la vez yo haría
exactamente lo mismo! Y, no obstante, esto fue
lo que ocurrió".
El resultado era fácil de prever. ¿Qué podía
saber la pobre Genoveva de su marido? Durante
el tiempo del noviazgo, se inquietó un poquitín:
''¡Cuán poco sabía yo acerca de él! Tomé la reso-
lución de interrogarle, al día siguiente mismo, so-
bre su pasado, sobre su persona". Pero no hizo
nada de esto.
Más tarde, se muerde los dedos.
Ya en menguante la luna de miel, su marido
y ella viven, el uno al lado del otro, como dos ex-
traños que no se conocieran.
"Nuestras vidas discurren paralelas, la una
junto a la otra; pero un abismo infinito se abre
entre nuestras almas. Es difícil que haya dos seres
más distantes de lo que lo somos nosotros en el
momento presente. Quizás esto ha ocurrido siem-
pre igual, desde el comienzo; pero no lo veía. Aho-
ra ya me he dado cuenta: eso es todo".
Y más lejos añade:
"En rigor de verdad, ni conozco a mi marido
ni sé una palabra de su verdadera vida. Nunca he
sabido nada de él. Después de nuestra boda, en
los primeros días de ilusión, si se me ocurría pre-
guntarle algo acerca de su pasado, se limitaba a
besarme y^me decía entre arrumacos que su vida
no había comenzado de verdad hasta el instante
en que me había conocido. Algo más tarde, ya no
creyó necesario besarme ni acariciarme. Posterior-
mente, ni siquiera me ha respondido nada; y yo
he cesado de hacer preguntas".
Y sigue aún:
— 78 —
"Cuando, de vuelta a casa, me pongo a recor-
dar lo que voy sabiendo, cada día, al descuidado
fluir de las conversaciones, sobre el pasado de unos
y de otros, encuentro siempre algo feo, y muchas
veces hasta horrible. Existen crímenes, auténticos
crímenes, de los que las leyes castigan, en las vi-
das de tales o cuales hombres —y también de ta-
les o cuales mujeres—, de los que recibimos de vi-
sita, en nuestro propio hogar, y a los que "todo
París" visita, a su vez, normalmente y sin me-
lindres.
"¿Existen, quizás, también, en la vida de mi
marido? ¡Ah! Yo pasaré mi existencia a su lado;
y no sabré nada jamás".
No fue nada profundo ni grande lo que ena-
moró a Genoveva de su esposo y lo unió a él; ni
será nada grande ni profundo lo que la apartará
de su lado: un'tic nervioso que acabe por irritar-
la, nada más, y se decidirá a la ruptura.
*

• *

Permítasenos un consejo (es, en verdad, ex-


celente, desde cualquier punto que se le considere).
Para mejor decidirse, con conocimiento de causa,
bueno será un paso hacia atrás, de alejamiento, en
busca de perspectiva; bueno será procurarse el be-
neficio, por poco que se pueda, de unos días de
"retiro cerrado" en el que, a solas con Dios, se lle-
gue a la inteligente decisión final.
Era poco tiempo después de la guerra: un jo-
ven capitán de 27 años —tres palmas y siete es-
trellas— pide la mano de una muchacha. La novia,
virgen prudente, quiere recogerse y meditar, antes
de dar la respuesta definitiva. El laureado preten-
diente, de varonil carácter y exquisita educación
cristiana, aprueba por completo el propósito y le
— 79 —
escribe esta ejemplar epístola, que insertamos ín-
tegra:
"23 de junio de 1919.
"Mi querida y grande Eduvigis:
"Durante estos cuatro días tendrás en tus ma-
nos nuestros destinos: el tuyo y el mío. Te confío
enteramente mi suerte. Lo que decidas, me pare-
cerá lo perfecto. De lo más profundo del alma te
digo que consideraría bello y sublime tu ingreso
en un convento: yo habría contribuido, en lo que
de mí depende, a la elevación a una vida superior
de la mujer amada, que tan digna me parece de
la más alta ventura y que tanto derecho tiene a la
vida más excelsa.
"Me parecería igualmente natural y encontra-
ría absolutamente bien que decidieras no ser reli-
giosa, pero tampoco mi mujer, si juzgas que no
hemos nacido el uno para el otro. No te preocu-
pes lo más mínimo por el hecho de nuestro no-
viazgo. .. Reflexiona por ti, y reflexiona igualmen-
te por mí... Por los dos. Decide tranquilamente,
sin alborotos externos ni turbación alguna en tu
espíritu, con entera serenidad.
"Sobre todo, recógete en ti misma, de un modo
absoluto... En la gran soledad fecunda de la me-
ditación, cara a cara con la verdad, sola delante
de Dios, decídete por la suprema resolución.
"De las consecuencias posibles, esto sólo me
importa: que encuentres tu vida: en el manteni-
miento de nuestras relaciones, o en la ruptura de
ellas, o en el estado religioso. Hállala; y yo seré
enteramente feliz. La que tú elijas será para mí
la verdadera, la buena. Con la más entrañable sin-
ceridad y porque así lo pienso en absoluto, te lo
escribo".
— 80 —
* * K¡

¿Hace falta escoger novia o novio joven? ¿Es


preciso hacer la elección en plena juventud?
No se debe aconsejar el esperar demasiado: lo
primero, porque pueden ofrecerse riesgos no des-
deñables para el alma, sobre todo en aquellos tem-
peramentos a quienes se hace difícil contener la
pasión en los justos límites; y lo segundo, porque
realmente da un poco de pena que se dejen pasar
los años rozagantes y cantarines, los años floridos,
sin procurarse este gozo superior de la vida de dos
seres en una edad de amor, en una felicidad en
común, y estarse esperando el tiempo del hastío
y de la vuelta de todo para ofrecerse al esposo o
a la esposa.
Lo cual, claro está, no quiere decir que se ha-
ya uno de lanzar de un modo prematuro al matri-
monio, sin consultar a la prudencia y sin pararse
a examinar las probabilidades concretas de fundar
un hogar que pueda ser mantenido con decoro.
Muchos casos se presentarán en que se haya de
tener en cuenta la prosaica cuestión crematística...
Para traer un ejemplo, establezcamos la si-
guiente hipótesis: un joven estudiante de veinte
años se enamora de una muchacha de su misma
edad, de bellas cualidades, encantadora, ciertamen-
te, y también estudiante. Los dos aspiran a fun-
dar un hogar sobre bases cristianas, sólidas; pien-
san realizarlo al fin de sus estudios respectivos;
parecen ambos dignos el uno del otro. El chico in-
forma de sus propósitos a sus padres y les pide
permiso para presentarles a su futura; pero éstos
se niegan de un modo categórico: "¡No tiene la
menor cantidad de buen sentido el meterse en no-
viazgos tres años antes de la boda!"
Dejemos a un lado la cuestión de los noviaz-
— 81 —
2.
gos prolongados demasiado tiempo; ya trataremos
de esto más tarde. No hablemos ahora sino de la
edad. ¿Estos dos muchachos, cristianos los dos, y
buenos cristianos por cierto, dotados de la mejor
intención, merecen la repulsa, o, por el contrario,
deberían ser animados y loados por su deseo? Pro-
puesto el caso a una asamblea de padres, obtuvo
doble solución: los padres que ya tenían cincuen-
t a años se decidieron por la negativa; los padres
que sólo habían llegado a los treinta no quisieron
condenar a los muchachos.

Este caso nos plantea, por otro lado, el pro-


blema de los noviazgos con permiso de los padres
<3 sin él.
Resulta evidente que, si el motivo invocado por
los padres es exiguo, o sólo tiene un valor relati-
vamente pequeño, los jóvenes enamorados, con ver-
dadero amor cristiano, pueden seguir sus relacio-
nes dignamente, a pesar de la prohibición. Pero si,
como será lo más frecuente, las razones aducidas
por los padres tienen positivo valor y son juiciosas,
será también juiciosa conducta en los enamorados
y muestra de respeto filial, no el dejar al punto su
amor y renunciar a sus deseos, pero sí tomarse
determinado tiempo para reflexionar y dedicarse
a examinar, libres de toda pasión, el fondo de sus
razonamientos. En este terreno, sobre todo, no siem-
pre es uno buen juez en la propia causa; y otros
ven mejor y más claro lo que conviene, mucho
más tratándose de los padres.
¿Y el elegir el novio o la novia de distinto
rango o condición social no traerá inconvenientes?
Desde luego, no es cosa que condene la moral,
ni mucho menos; pero, por regla general, tampoco
— 82 —
puede prudentemente aconsejarse. Se dice: "¡Oh!
no me voy a casar con toda la familia, sino única-
mente con mi novio, o mi novia". Pero la verdad
es que, junto con el novio, o la novia, se casa uno
con la familia entera; y, una vez consumado el
matrimonio, todo se convierte en choques, o al me-
nos en rozamientos perpetuos y molestos. Ya se
dan bastantes causas de mortificación, a lo largo
de 1.a vida en común, para que por adelantado se
quieran añadir otras y depositarlas ingenuamente
en el canastillo de boda...
II

¿Con qué cualidades?

a) con buena salud corporal,


b) con buena disposición para saber compo-
nérselas,
c) con valor moral,
d) con espíritu cristiano.

a) Con buena salud corporal


Se casan los hombres para fundar un hogar;
para enraizar el árbol de la familia, con recio tron-
co que alimente fuertes ramas; para tener, en fin,
robusta y bella progenie. Importa, pues, por la
propia salud de los hijos, elegir cónyuge de ascen-
dencia sana y de vigor físico suficiente.
¿Qué pensar de este fragmento de carta que
escribe a una de sus amigas una muchacha, cier-
tamente inteligente y que sabe bien lo que se dice?
Después de hacer mención de las cualidades de ca-
rácter que ha encontrado en su prometido, añade:
"De todos modos estoy perpleja y no puedo
librarme de cierto enojo. Parece que él tiene nueve
probabilidades contra una de acabar en tubercu-
loso por ciertos residuos de metralla que se le que-
daron en los pulmones, después de la guerra; y un
médico me ha desaconsejado rotundamente el ca-
samiento, con mayor razón por cuanto yo misma
— 84 —
no tengo una salud a prueba de bomba, ni mucho
menos. De modo que no sé qué hacer. Entretanto
me limito a pensarlo despacio y a ir espaciando lo
más posible nuestras entrevistas".
Si fuera usted prudente, señorita, no vacilaría
un segundo y sabría perfectamente lo que debía
resolver. ¿No está a tiempo todavía, por ventura,
para declinar el ofrecimiento?
Claro está que la ley del matrimonio no obli-
ga por sí misma a abstenerse de un modo rotundo,
en un caso como éste. Ya lo hemos dicho con an-
terioridad. Pero al lado de la ley estricta, y aun
cuando no se trate de lo más fundamental de ella,
hay otros preceptos que debemos tener en cuenta:
el deber de ser prudentes, el deber de caridad. Y
aun sin tenerlos en cuenta, aun dejando aparte las
consideraciones de orden moral, ¿acaso el mismo
cuidado que debemos tener de nuestra dicha ho-
gareña, de nuestra verdadera felicidad familiar, no
debería hacer casi imposibles o por lo menos lo
más difícilmente posibles las uniones de esta natu-
raleza, y negarse a autorizarlas en la práctica, si
no fuese cuando se reunieran tales y tan excelsas
cualidades en el cónyuge, que ante ellas resultase
explicable el no reparar mucho en la salud cor-
poral?
Y, aun entonces, conviene pensarlo y repen-
sarlo, más de una y más de dos veces.

b) Con buena disposición


para saber componérselas
Hace algunos años, y no va de cuento, se dio
un edicto en Noruega ordenando que las mucha-
chas casaderas que aspirasen a contraer matrimo-
nio, habrían de presentar al novio un certificado,
en el que constase que sabían cocinar, hacer punto,
— 85 —
coser, bordar, cuidar la ropa, y en una palabra
ser amas de casa. Los muchachos debieron recibir
tal disposición con verdadero alborozo y aplaudir-
lo con ambas manos. Pero las muchachas, a su
vez, pudieron exigir, como compensación legítima,
que se pidiese a los pretendientes a sus sabias ma-
nos otro certificado equivalente, en que se hiciese
constar que ellos estaban ya en estado de poderse
permitir el mantenimiento de una familia.
Y no es que la doncella pedida en matrimo-
nio, o sus padres, deban exigir al joven que inten-
ta casarse una situación completamente asegura-
da y resuelta; n o . . . ¿No sería esto obligar a mu-
chos jóvenes a retrasar largo tiempo la boda y pri-
varles así de los mayores atractivos y de las más
apetecibles venturas, en la edad precisamente en
que estas dichas y alegrías pueden producir la más
honda felicidad, con riesgo de verlos ir a buscar,
en las aventuras de encrucijada y en los lances de
falso amor clandestino, un lenitivo a las 'exigen-
cias de su sentimiento?
Mejor diremos: lo que se debe pedir al joven
que desea casarse, si no ha logrado ya una situa-
ción sólida, es que, por sus dotes de inteligencia,
su buena disposición para saber componérselas, su
ánimo esforzado ante la vida y otras cualidades
semejantes, ofrezca una garantía suficiente de que,
llegado el momento, logrará esa situación a que
tiene derecho. Eso es lo que hay que pedirle, en
realidad.
En 1849; llega Luis Pasteur a Estrasburgo. "De
familia modesta, había tenido que dedicarse a dar
lecciones o a repetirlas a sus condiscípulos, para
poder proseguir sus estudios. Nombrado catedrá-
tico suplente de la Facultad, visita al Rector en
su domicilio, y allí se enamora de una de sus hi-

— 86 —
jas. En su petición de matrimonio, no pretende
ocultar su escasez de recursos:
"Mi padre es curtidor... Yo no tengo fortuna.
Todo lo que poseo es una salud excelente, un co-
razón sano y mi posición en la Universidad".
¿No es esto un buen capital? Prosigue:
"Salí hace dos años de la Escuela Normal,
para venir como agregado a la Facultad de Cien-
cias Físicas. Soy doctor desde hace diez y ocho
meses, y he presentado' a la Academia de Ciencias
algunos trabajos que han tenido buena acogida...
M. Biot me ha hablado muchas veces de que debía
ir pensando en el Instituto. Dentro de diez o quin-
ce años podré tal vez aspirar a ello, si continúo
trabajando con asiduidad. Este sueño o ilusión se
desvanece, con todo, frecuentemente, como el vien-
to: no es él, ni mucho menos, el que me hace amar
la ciencia por la ciencia" (1).
Evidentemente, hay que precaverse contra la
temeridad, pero hay que tener una bella confian-
za en la vida, un gran espíritu de generosidad re-
cíproca, del uno para con el otro: si los comienzos
del matrimonio han de exigir algo de austeridad,
¿se han de espantar, por eso, los esposos? De nin-
gún modo. ¡Animo y adelante, con el corazón en
Dios!

(1) Como Pasteur teme que su amada pueda sentir celos,


si la ciencia ocupa demasiado lugar en su corazón, sobre todo
porque cierta timidez natural le cohibe en sus demostracio-
nes exteriores de afecto, le pide con enteroecedora torpeza
que tenga confianza en él: a pesar de sus microscopios y de
sus cristales, él sabrá amar a su prometida ¡y con cuán pro-
fundo y tierno amor! Osa esperar que ella también le co-
rresponderá. "Mis recuerdos me dicen que, cuando he llegado
a ser conocido de las personas, he sido amado". Digamos que
la esposa del gran hombre fue digna en absoluto de quien la
amó.
— 87 —
Cuando la joven esposa sabe lo que es ahorro
y se ha preparado bien para ser buena ama de
casa, y conoce el modo de hacer mil pequeñas co-
sas por sus propias manos; cuando el joven mari-
do tiene ánimos, y se esfuerza por ir adelante, y
trabaja con talento, y se comporta con lealtad y
desarrolla sus cualidades de modo que puede ir
conquistándose concursos útiles, y con todo ello
puede concebir esperanzas seguras de una situa-
ción no muy lejana, ¿por qué no correr el riesgo,
o mejor dicho: por qué no esperar serenamente
en la ayuda de Dios? ¡Prudencia, sí! Pero también
¡alegre confianza!

c) Con valor moral


Podría llegarse a prescindir, en determinados
casos, de la salud; no es aconsejable ni prudente,
pero tampoco está prohibido. También podría pa-
sarse sin una situación desahogada. Lo que no
puede concebirse siquiera, si se piensa seriamente
en el matrimonio, es no exigir al cónyuge suficien-
te valor moral.
Un sacerdote, conocido nuestro, recibió un día,
por correo, la siguiente carta, que no traicionará
ningún secreto con la publicidad, pues data de
muchos años. Su lectura hará entender mejor que
largas explicaciones la importancia del consejo y
orientación que defendemos. No tiene firma. Se re-
clamaba, con suficiente motivo, que se permitiese
guardar el anónimo a quien la escribía. Sólo se
rogaba, en caso de que hubiese respuesta, que la
mandasen a tales iniciales y tal número de correo,
a la, Lista General. La epístola es realmente emo-
cionante: siéntese con su lectura que la autora
estaba al borde mismo de la catástrofe:
— 88 —
"Casada hace cinco años, con el atropellamien-
to ciego que comportaba mi poca edad —moral-
mente era todavía una niña— y pasando por en-
cima de muchas cosas que debían haberme de-
tenido, sobre todo indicaciones e informes fidedig-
nos, no necesité mucho tiempo para darme cuenta
del ningún valor moral con que se me manifesta-
ba aquél cuyo nombre llevo. Algunas semanas des-
pués de la boda, volvió ya a casa completamente
embriagado y cayó en la vileza de querer golpear-
me: escena que se produjo, pocos días más tarde,
delante de testigos, en un restaurante. Junto con
este vicio, mostró otros: la holgazanería y la in-
capacidad; en pocos meses dejó que se hundiera
la empresa que había puesto en sus manos y ago-
tó de una vez su fortuna y mi dote. La quiebra,
la ruina y el deshonor se evitaron sólo con sacrifi-
cios económicos de nuestras dos familias. En un
segundo negocio que emprendió después, multiplicó
las maniobras desleales e indignas y agrandó en
términos pavorosos el desastre". •
Aquí nos vemos obligados a omitir un párrafo
entero, cuyas minucias y pormenores llegan a re-
sultar repugnantes. La pobre mujercita continúa:
"Como consecuencia de todo esto, ya comple-
tamente horrorizada, intenté la separación. El cu-
ra de mi parroquia, a quien consulté, me aconse-
jó suficientemente informado, que esperase, que
tuviese paciencia y que no pidiese más que la se-
paración de bienes.
"He vuelto a cargar con mi cadena. Dos nue-
vos nacimientos, que han aumentado hasta cua-
tro el número de hijas, han agravado las cargas
del hogar.
"¡Puede usted imaginar mi vida actual en ín-
tima convivencia con un sujeto tan bajo moral-
mente, malvado en su conducta, hipócrita, embus-
— 89 —
tero, borracho, con carencia absoluta de toda dig-
nidad y que no guarda siquiera la debida compos-
tura exterior! No tiene el menor respeto para con
su esposa ni para con sus hijos, el mayor de los
cuales, de cuatro años, comienza a comprenderlo
todo".
En este pasaje de la carta, siguen nuevos de-
talles que no es posible transcribir sin hacer men-
ción de escenas irreproductibles. Y la infeliz cria-
tura termina pidiendo al sacerdote una orientación.
"Algunas personas me sugieren consejos, pero
no saben la verdad más que de un modo incomple-
to. ¿Qué hacer? Creo que tengo la obligación de
defender a mis hijos contra este padre desnatura-
lizado".
¿Qué hacer? En verdad, ¿qué hacer? ¿Cómo
resolver "esto", "ahora"? ¿No era "antes" cuando
convenía precaverse? ¡Qué lección para todas las
muchachas en edad de noviazgo; que mediten la
terrible confesión que contienen estas líneas: "Ca-
sada hace cinco años, con el atropellamiento ciego
que comportaba mi poca edad..., pasando por en-
cima de muchas cosas aue debían haberme dete-
nido..."!
¡Plegue al cielo que de esta lamentable his-
toria no exista más que una sola edición! ¿Quién
nos lo podrá garantizar? ¡Ah, y cuánta razón te-
nía aquella gran dama, de hondo sentido y sólida
experiencia, que, conociendo las vanas prisas, el
pueril aturdimiento, la credulidad peligrosa de
gran número de jovencitas y aun de otras mucha-
chas de más años, en asunto de tanta monta, les
suplicaba que se mostraran cautas, como las vír-
genes prudentes, y en cierto modo pecaran, si fue-
ra preciso, de exigentes y rigurosas!
"¿Para qué guardar celosamente un corazón
entero y enamorado que ofrendar al elegido, si
— 90 —
hay que aceptar en cambio otro corazón marchi-
tado y enfermo?... ¡Necesidad insigne de las hijas
de Eva que se contentan, las infelices y pobreci-
llas, con recoger las migajas de vulgares festines!...
"Novias jóvenes y bellas, que os creéis genero-
samente amadas cuando os colman de flores y de
regalos suntuosos, tened el valor y la originalidad
de pedir que, en vez de esos falsos presentes, os
•den unos labios nuevos que otra boca no haya
quemado, un corazón sin estrenar, como el vues-
tro, un cuerpo intacto que no haya estado some-
tido a vergonzosas servidumbres" (1).
Si las muchachas tienen el derecho y el deber
de exigir y de mostrarse estrictas y rigurosas, claro
está, y huelga decirlo, que también los jóvenes,
por su parte, deben reclamar, de las que han de
ser madres de sus hijos, una límpida belleza mo-
ral, sin empañamientos.
No hay duda que son más difíciles de produ-
cirse las infracciones graves entre las muchachas
que entre los jóvenes. Pero aun cuando la virgi-
nidad del cuerpo quede intacta, ¿no hay mil ex-
traños modos de perder la virginidad del corazón,
e incluso la virginidad de la conducta y de los
modos de comportarse? El mismo "flirt", con todos
sus sucedáneos, ciertas libertades, ciertos atolon-
dramientos, ciertas despreocupaciones, el proceder
exageradamente muchachil, con muchachería hom-
bruna, las lecturas imprudentes, ¿no hacen peli-
grar, y a veces más seriamente de lo que se ima-
gina, la virtud que ha de acompañar a la don-
cella? Si ellas tienen derecho a mostrarse exigen-
tes, hay que aceptar la contrapartida: que los mu-

(1) Vérine, "Le sens de l'amour (El sentido del amor),


página 145. Editor Bossard.
— 91 —
chachos reclaman, a su vez, y exijan mucho de
ellas (1).

d) Con espíritu cristiano


Queda todavía una cualidad indispensable para
fundar, con toda seguridad y con el máximum de
garantías de unión, un hogar inconmovible y per-
durable: que en cada uno de ios dos cónyuges
viva, luminoso y profundo, el espíritu cristiano.
Si es la joven esposa la que carece de él, ¿cómo
se las arreglará para cumplir íntegramente, con
toda plenitud, las exigencias de su vocación de
mujer y de madre? ¿Cómo obrará para elevar a su
marido hasta Dios? ¿Cómo se las compondrá, cuan-
do llegue el momento, para educar cristianamente
a sus hijos? No se da nunca lo que no se tiene;
si no profesa más que una religión de pacotilla,
ignorante, superficial, lo único que logrará será
causar fastidio al marido; le molestará y enfadará
con sus ejercicios piadosos y no le moverá a par-
ticipar en ellos; no sabrá inclinarle a que ore en
su compañía ni le hará mantenerse firme en su
fe y en las prácticas que ella exige.
Si, por el contrario, es el joven esposo el que
vive sin espíritu cristiano, las consecuencias no
serán menos lamentables y tristes. ¡Mezquina ga-
rantía de unión entre dos seres, si, ya desde el
punto de partida para el largo viaje, falta lo prin-
(1) Fue precisamente por temor a estas posibles insufi-
ciencias en la soñada esposa, por lo que Ozanam vaciló mucho
tiempo en casarse. Y Alano Pournier, por su parte, escribe
estas palabras de desencanto (era al día siguiente de la boda
de su hermana con Jaime Rivière) : "Sin duda jamás gozaré
yo de este sueño en la mansión de la felicidad. Quizás hay en
mí demasiada insatisfacción: un vacío que nada puede re-
ducir. Tal vez mi alma ocupa demasiado sitio y no podrá,
soportar jamás cerca de ella otra compañía".

— 92 —
cipal y aun existe un elemento tan peligroso de
desavenencias y apartamientos como es la indife-
rencia y la tibieza en las cosas de la fe! "El ma-
trimonio —se ha escrito— consiste en tener cada
uno dos corazones con que amar a Dios". Es decir,
que cada uno de los cónyuges, no sintiéndose bas-
tante grande para ofrecer a Dios todo el amor y
todos los servicios que el Señor se merece, busca
apoyarse en otra alma, reclama los tesoros de otro
corazón, para, rico ya doblemente, por dos veces,
elevar hasta Dios un homenaje menos pobre. No
puede aspirar a esta felicidad la muchacha que se
casa con un cristiano tibio y mediocre. Carecerá
siempre de lo más bello de la función matrimonial.
Siendo así que el ideal de la vida de matrimonio
consiste en que los dos esposos se eleven juntos,
se santifiquen a la vez, en una sublime armonía,
la pobre malcasada tendrá que practicar ella sola
la virtud, habrá de elevarse ella sola, rezará en
completa soledad. Se ha dicho: "serán dos". Pero,
en su caso, no: ¡seguirá no siendo más que una!
y en todo aquello que se refiere al orden divino,
al medio espiritual, a la vida del alma, estará abo-
cada a vivir en la más dolorosa soledad.
Y a todo esto, no hemos dicho nada todavía
del peligro que la amenaza. ¿Quién le garantizará
la fidelidad de su marido, si se trata de uno de
esos hombres, sólo de nombre cristianos, que no
practican? Si comienza por ser desleal para con
Dios, ¿por qué esperar que será leal con la mujer?
¡Jamás un acercamiento a la Eucaristía, ni un
acto de confesión! Y si confiesa y comulga, sólo
de uvas a peras, como suele decirse... No; no re-
sulta buen síntoma.
Aun cuando pueda darse el caso de que un
marido que practique, caiga y flaquee; y, en cam-
bio, otro que no practique se mantenga firme, sin
— 93 —
deslices: no por eso será menos cierto que lógica
y normalmente ofrecerá más garantías de respetar
lo sagrado del matrimonio el hombre cabal que
sirve a su Dios con entera voluntad.
Quizás suene esta vocecilla:
—Sin duda mi futuro marido no practica con
asiduidad, como debiera; pero ya veréis cómo, una
vez casada, yo lo convierto...
Esto no es verdad. Lo más probable será que
él influya sobre usted, señorita. En primer lugar,
porque las exigencias de la vida del hogar distraen
con frecuencia del cumplimiento de los deberes re-
ligiosos y del reconocimiento indispensable para el
cultivo del espíritu; en segundo lugar, porque, de
temperamento y de carácter más recio tendrá más
probabilidades de influir él en usted que usted en
él; y, en fin, porque en el ambiente cotidiano su-
cede con más frecuencia que lo mediano mate a lo
perfecto, que no lo contrario.
¡Plegue a Dios, lectora, que por haber tenido
en poco estos consejos, no te hayas de arrepentir
más tarde, cuando sea demasiado tarde!

— 94 —
Una vez hecha la elección,
¿cómo comportarse durante el noviazgo?

Las relaciones entre los novios

Un estudio completo del tema tendría que


abarcar todos estos puntos: cómo hay que portar-
se con los padres; cómo debe uno portarse consigo
mismo; cómo hay que portarse con el novio o la
novia. Nos limitaremos a tratar de esta última
cuestión, después de hacer unas breves indicacio-
nes sobre las otras.
Cómo hay que portarse con Dios.— Lejos de
olvidarse de El y descuidarse en su servicio, cuan-
do sonríen bellas perspectivas de felicidad, es. pre-
ciso mayor recogimiento, más constante insisten-
cia en la oración, más hondo fervor: ¡hará falta
tanta ayuda del cielo y tanto caudal de gracia, a
lo largo de la vida que se pretende comenzar en
común! La novia, principalmente, deberá evitar
que la preparación material de la boda, la adqui-
sición del equipo, la elección de ajuar para el ho-
gar futuro, le acaparen tan por entero la atención
que descuide los intereses de su alma y deje enti-
biar la vida de piedad.
Cómo hay que portarse con los padres.— Hay
que esforzarse por demostrarles más afecto que
_ 95 —
antes. Han de sufrir con la separación; la madre
sobre todo. Rodearles, pues, de más cariñosas de'
licadezas que nunca, y, por consiguiente, tener
gran tino y tacto en todas y cada una de las si
tuaciones.

Cómo debe uno -portarse consigo mismo. Hay


que aprovechar esta preparación inmediata para
el matrimonio, a fin de lograr con urgencia todas
aquellas cualidades y virtudes que faltan, sobre
todo y de un modo especial, aquellas que más ne-
cesarias son para no hacer molesta e insoportable
la vida en común. Es verdad que todavía no se ha
consumado la unión indisoluble; pero ya se ha
terminado la vida para sí solo; por reverencia y
amor al alma que nos espera, hay que santificarse
más, mucho más.

Cómo hay que portarse con el novio o la no-


via.— Todo depende, en primer lugar, de si el no-
viazgo ha de ser de corta o larga duración, y de
si, durante este tiempo, serán frecuentes o raras
las ocasiones de verse y hablarse.
Si el noviazgo ha de durar bastante tiempo y
sin grandes probabilidades de verse y hablarse,
puede decirse que resultará casi lo mismo que si
hubiese de ser corto pero con múltiples ocasiones
de entrevistarse. Vamos a tratar de este caso.
¿Puede aconsejarse un noviazgo de larga du-
ración, si los novios han de tratarse de continuo?
Por regla general, no; a menos que se den circuns-
tancias especiales y se trate de temperamentos ex-
cepcionales. Se echará de ver fácilmente la nega-
tiva. A medida que pasa el tiempo, aumenta la
atracción entre los enamorados; y como, por otra
parte, no pueden ílegar al último término y des-
enlace de la unión, será forzoso que tengan muy
— 96 —
sujetas las riendas de la pasión y mantengan gran
señorío sobre los sentidos, lo que constituirá un
perenne y cruel martirio y aun podrá ser, algunas
veces, ocasión de faltas.
La regla, pues, ha de ser (desde luego profun-
damente moral): que el noviazgo dure lo bastante
para lograr un conocimiento tan completo como
sea posible del futuro cónyuge, pero, al mismo
tiempo, que resulte tan breve que no caigan los
novios en los dos inconvenientes" que hemos seña-
lado, graves los dos.
De todos modos, fijado ya el tiempo normal de
un noviazgo tal como debe ser, se plantea a los
novios el problema de cómo deben comportarse
entre sí.
"Se sobreentiende —según ha publicado el Bo-
letín de la Asociación del Matrimonio Cristiano—
que los novios, y más tratándose de novios cris-
tianos, no son precisamente chiquillos, y pueden,
por lo mismo, permitirse alguna libertad. Pero,
¿qué se entiende por esta palabra?
"Si se trata de dejarles a solas, para que pue-
dan conversar con absoluta franqueza sobre su por-
venir moral y familiar, claro está que se les puede
y aun se les debe facilitar la ocasión de conocerse
más, en esos ratos de charla sin coacciones. Pro-
ceder de otro modo sería privarles de conocer si
en realidad participan de los mismos ideales y si
miran desde el mismo ángulo la vida conyugal que
les aguarda. Esto es claro.
"En cambio, si por libertad se entiende la de
las actitudes que más plazcan y la de las familia-
ridades inconvenientes y la de los sentimentalis-
mos peligrosos, hay que hablar de muy diferente
modo. Los novios no son aún marido y mujer.
Deben, por consiguiente, evitar toda familiaridad
sentimental o sensual, que los pueda poner en ries-
— 97 —
2.
go de pecar. Si pueden, con las debidas precaucio-
nes y la consiguiente guarda del corazón, cambiar
entre sí algunas muestras fraternales de afecto
no deben jamás dejarse deslizar hasta otras inti-
midades que podrían dar por resultado el turbarse
y excitarse indignamente. Por eso no deben per-
mitirse excesiva libertad en sus relaciones mutuas.
Deben ejercer vigilancia sobre sí mismos y guardar
a la vez el pudor y la limpieza de cuerpo y mente.
Los sacrificios que de esto resulten, ya que se aman
de veras, como suponemos, ofrézcanselos a Dios
como una preparación moral y espiritual para la
vida futura de familia, y ellos les obtendrán gracias
y carismas especiales, una vez santificados con el
sacramento del matrimonio".
Completemos estas indicaciones elementales de
orden moral con una observación de orden psico-
lógico.
La principal cualidad que se requiere en el
novio es la delicadeza. Debe saber que la mujer es
"más alma que el hombre", según la feliz expre-
sión de Monseñor Dupanloup; que, en general, es
más fina; que tiene menos exigencias por lo que
toca a los sentidos; y que, aun mostrándose afec-
tuoso y enamorado, como es razón, cuanto mejor
sepa velar de respeto y ternura su amor, tanto
más profundamente logrará ganar el corazón de
la novia y con tanto más irresistible fuerza la
atraerá a su amor. Se ha dicho que hay en el ma-
trimonio un arte de amar, es decir, que, aun en
medio de las promiscuidades permanentes y pro-
saicas que se dan en la vida en común, que van
dejando al descubierto poco a poco los defectos y
mezquindades de nuestra naturaleza, hay un arte
de saber mantener perpetuamente la lozanía pri-
meriza del amor. De igual modo, hay en el tiempo
del noviazgo un arte exquisito de amar; y será
— 98 —
engañarse de un modo absoluto pensar que for-
zando la marcha, franqueando lo más a prisa las
distancias, aun cuando no se traspasen los límites
de lo que está permitido, podrá conquistar más
pronto el novio el corazón de su amada.
Por parte de la novia, la cualidad dominante
deberá ser la reserva. Ya que, según la hipótesis,
es "más alma", ¡que conserve y guarde este pri-
vilegio! Uno de los motivos principales que lleva
al hombre a amar a la mujer es el de que en-
cuentra en su feminidad lo que no halla en sí, al
menos en tanto grado. No será rivalizando en au-
dacias, aun en las que están permitidas (repitá-
moslo), cómo la novia atraerá a su prometido. Al
contrario, lo logrará mucho mejor si sabe perma-
necer en su sitio; y aun haciendo entrega de todo
cuanto su corazón pueda adelantar, lo más confor-
me al decoro, lo más conveniente, lo más limpio,
será que limite las demostraciones de afecto a lo
estrictamente lícito y razonable. Si en algo debe
excederse en cierto modo, ha de ser precisamente
en la reserva y en el más profundo sentido de dig-
nidad. Con esto será mucho más deseable en el
momento de la entrega plena; y el amor no habrá
perdido nada, sino, al contrario, lo habrá logrado
todo.

¿Conviene que los novios se digan con since-


ridad cuál es su íntimo sentir sobre el deseo de
guardar una fidelidad absoluta a la ley divina en
la vida de matrimonio?
Sí, por cierto; y aun será de desear que antes
de haber formalizado el noviazgo, en las primeras
conversaciones serias, apenas se entrevea la posi-
— 99 —
bilidad manifiesta de una unión firme, se fijen ya
las posiciones ante este tema capital. Y es evidente
que si no llegan a ponerse de acuerdo, con since-
ra verdad (no sólo con aceptación verbal, por el
deseo de complacer, pero con otra intención en lo
íntimo y haciendo una traidora restricción men-
tal) , es preciso romper... Si no se ha pasado el
período preliminar del noviazgo, hay que abstener-
se ya de todo compromiso y procurar desde luego
no llegar a novios siquiera. Si han llegado como
novios a prometerse, hay que rechazar, en el mis-
mo punto y hora, la boda. Es preferible sacrificar
el corazón y sufrir su pena más honda, a consen-
tir, por adelantado, en quebrantar y violar, cuan-
do llegue el momento, los deberes sagrados del ma-
trimonio.
¡Más vale padecer antes que resulte tarde, que
no luego, con mayor desconsuelo y consecuencias
mucho más trágicas!
Y cuando decimos que no hay que contentar-
se con una simple aceptación verbal, o con una
respuesta en términos dilatorios, no obramos apa-
sionadamente, ni mucho menos. Hemos conocido
casos de pobres muchachas, excesivamente crédu-
las, que aceptaron el matrimonio creyéndose bas-
tante seguras con respuestas de ese jaez, y más
tarde y como lógica cónsecuencia, han tenido mu-
cho de que arrepentirse.
Recordemos uno de tantos, en estos momen-
tos: el de una joven muy cristiana, que comulga-
ba todos los días y que jamás había ofendido a
Dios, ni siquiera en cosas de poca monta. Siguien-
do el consejo que se le había dado, lo mismo que
a otras compañeras, en un retiro espiritual, deci-
dió interrogar, durante el noviazgo, a su futuro
marido, sobre las ideas que sustentaba acerca de
los deberes de la procreación. He aquí cómo la mis-
— 100 —
ma muchacha da cuenta, de la respuesta obtenida:
"He indicado a mi novio mi criterio y. he sos-
tenido que no se puede limitar el número de los
hijos. A él le ha parecido que, considerado el volu-
men de nuestra fortuna, nosotros no podríamos
tener más que cuatro, a lo sumo; pues, en caso de
ser más, no podríamos criarlos y educarlos como
nosotros hemos sido educados y criados. Se ha la-
mentado de que, si no lo fuera así, resultarían
verdaderamente desgraciados. Me ha hecho algunas
objeciones, y finalmente me ha dicho que tenía
que reflexionar sobre este tema".
¡La pobre novia se conformó con esta respues-
ta! ¿No era evidente que ya estaba todo reflexio-
nado, desde aquel momento?
Hagamos todavía una observación:
Se comete un grave error cuando se examina
esta cuestión trascendente y grave del noviazgo,
sólo desde el punto de vista de lo que estrictamen-
te se requiere para no ofender a Dios. ¡Actitud bo-
chornosa, en verdad, de muchos cristianos, que
consideran sólo la religión como una barrera y no
se preocupan nunca de aprovechar las ocasiones
providenciales que se les puedan presentar para
santificarse! Es muy de desear que los novios apro-
vechen este tiempo bendito de su preparación para
el matrimonio, esforzándose por adquirir el uno
para el otro aquello que vean que les falta, y pro-
curando elevarse juntos hasta Dios.
De este noble esfuerzo de los novios por san-
tificarse juntos durante sus relaciones de enamo-
rados, no podríamos imaginar más bello ejemplo
que el de aquel muchacho, jefe ya a los dieciocho
años de una importante industria, por fallecimien-
to de su padre, y que, después, en la guerra, murió

— 101 —
con el grado de capitán, aunque no pasaba de loS
veintitrés: Mauricio Retour (1).
Aun antes de conocer a aquella con quien ha
de unirse, decide ya, por amor a ella y en sublime
homenaje, hacer voto de entera castidad. Más tar-
de, cuando ya eran novios, podrá escribirle, y no
con expresiones de vana retórica: "Desde toda mi
vida, el amor ha sido sagrado para mí. En su ho-
nor he querido guardar fidelidad a mi prometida,
aun antes mismo de conocerla".
En vez de cambiar entre sí cartas frivolas, so-
bre temas baladíes, o de un vacío y frivolo sentid
mentalismo, como hacen tantos, estos novios, su
prometida y él, procuran advertirse noble y leal-
mente de sus defectos: "No temo enfadarte —le
dice— si, en vez de hilvanar unos cuantos cum-
plidos vulgares, te escribo sobre algunas imper-
fecciones que el amor que te tengo no ha sabido
velar. Estoy seguro de que aprobarás mi leal fran-
queza, y de que me darás una bella prueba de ello,
correspondiéndome de igual modo y advirtiéndome
con la mayor premura de todo lo que notes en mí".
Ponen todo su esfuerzo en elevarse juntos y
en crecer cada vez más en el amor de Dios; y de-
ciden leer todas las noches, cada uno por su lado,
un mismo capítulo de la Imitación de Cristo. "Vida
interior es la que hace falta para corregirnos y
perfeccionarnos; y desde ahora mismo hemos de
trabajar por conseguirla". Claro es que también
abordan la cuestión de los deberes de la procrea-
ción; y la tratan con toda la gravedad que exige;
y, desde luego, se muestran de acuerdo en aceptar
todas las obligaciones: "No es cosa de fundar una
familia a la ligera... No se debe contraer matri-

(1) Vida, escrita por el sacerdote P. Barón y editada por


Téqui.

— 102 —
monio sin conocer todos los deberes que hay que
llenar... ¿Qué podemos hacer más grande y más
serio que casarnos, sino morir?"
¡Cuánta ternura en esta correspondencia ex-
quisita, y al mismo tiempo cuán noble sinceridad!
Después de las más bellas expresiones y las más
tiernas palabras, con que sus almas se comuni-
can plenamente, todavía esta norma ideal: ''¡Que
siempre esté Dios por encima y que sea siempre
El nuestro supremo fin, aun en la plenitud de
nuestro amor!"
Dos años de santo matrimonio coronarán lue-
go este noviazgo santo: sus almas se harán toda-
vía más grandes. Algunos preguntan, a veces, y
nosotros lo hemos oído, sobre todo al publicarse la
Encíclica del Papa Pío XI, si el cumplimiento ri-
guroso de lo que exige la moral cristiana en el
matrimonio será una realidad posible o solamente
una ilusión, una entelequia, un mito... Después
de leer a Mauricio Retour, nadie dudará de que
puede ser una realidad sublime y bella.

— 103 —
II

En Ees mañana de bodas: ia Misa del casamiento

En un gran número de casos, aun cuando se


trate de novios, la ceremonia del casamiento, en
vez de ser una auténtica demostración de fe y de
piedad, se reduce a una exhibición mundana en
la que hay mucho más espacio para la vanidad
y la ostentación que para el recogimiento nece-
sario al espíritu.
¡Traje, peinado, velos, encajes, joyas, una "toi-
lette", en fin, llamativa; música, gran ornato floral,
banquete, desfile: una porción de cosas en que se
gastán con frecuencia sumas enormes que podrían
destinarse a otra suerte de obras más útiles para
obtener la bendición de Dios! He aquí todo lo que
ocupa enteramente la atención de los invitados y
de los mismos contrayentes...
El sacramento como tal, la participación en
el santo sacrificio de la Misa, con los ritos propios
de la ceremonia del matrimonio, en cuya medita-
ción podrían profundizar los jóvenes esposos y de
la cual podrían sacar tanto provecho espiritual,
aquello, en fin, que debe ser lo principal, corre el
riesgo de ser relegado a un segundo plano y aun de
pasar en absoluto inadvertido, sin eficacia alguna
para nadie. ¡Puede decirse que la asistencia a una
de estas bodas —sobre todo si se trata de una de
las bodas llamativas, de gente de posición—, con-
— 104 —
siste en una distracción y aun diversión completa-
mente profanas, en las que no se encuentra un áto-
mo de oración!
¿Qué se diría, si en el día solemne de una
Primera Misa, la sola preocupación de los asis-
tentes y aun del propio misacantano, se limitara
a la preparación de un espectáculo, a una demos-
tración frivola de ceremonias esplendorosas, en las
que ni la piedad, ni el recogimiento, ni la fe y ado-
ración del Señor estuvieran presentes?
Evidentemente, entre la celebración de una Pri-
mera Misa y el acto, aun religioso, de una boda hay
diferencias que tenemos buen cuidado de no olvidar.
Pero, tal vez, no se echen de ver, en cambio,
las semejanzas que existen entre ambos hechos,
que sería muy útil tener presentes; sobre todo
ésta, de un modo particular: que si el sacerdote
es el ministro en el Santo Sacrificio, los contrayen-
tes, por su parte, son los auténticos ministros del
sacramento que los une. No es él sacerdote quien
los casa: son ellos mismos los que contraen matri-
monio; son los propios esposos los que se confieren
el sacramento; es decir, que cada uno de ellos re-
sulta, para sí y para el otro, distribuidor de la
divina gracia, canal por donde baja desde el cielo...
¿Concíbese, entonces, que se pueda ejercer un
tan alto ministerio, o bien sin conocer la impor-
tancia de lo que se hace, o bien sin cuidado algu-
no de recogerse en sí, lo mismo en el momento
solemne que en las horas que inmediatamente le
siguen?
Porque conviene advertirlo: si el tiempo en que
se celebra la Misa de bodas no se consagra a la
oración, menos podrá utilizarse para el recogimien-
to el que le sigue después, cuando vemos los usos
introducidos, enteramente mundanos, que los cató-
licos aceptan pasivamente, y que no permiten a los
— 105 —
esposos substraerse un segundo al barullo y estré-
pito de la muchedumbre.
Volvamos a la comparación con la fiesta de
una Primera Misa, como nos sugiere un oportuno
informe de cierto celoso sacerdote (1). ¿Qué se
pensaría de un joven levita que, recién ordenado
la víspera, se lanzara, apenas celebrado por prime-
ra vez el Santo Sacrificio, en plena disipación?
Causaría verdadero estupor, incluso en los que no
se asombran de nada. Pues, ¿qué pensar, guarda-
das las debidas distancias, de los esposos que aca-
ban de celebrar su boda y se lanzan, a ojos cerra-
dos, porque los prejuicios mundanos son más fuer-
tes que todo lo demás, en la agotación y la vorá-
gine de un "lunch" estrepitoso, o en una comida
interminable, a la que seguirá una partida pre-
cipitada hacia alguna pretendida región de ensue-
ño, sin haber tenido un solo minuto para recogerse?
No es que condenemos, claro está, las reunio-
nes y comidas de familia; ni que vayamos a con-
denar como pecado un viaje de bodas, iniciado la
tarde del mismo día en que se recibió la bendición
nupcial. Queremos decir sólo que hay tiempo para
todo. Y nos permitiremos preguntar: ¿es que no
puede encontrarse un modo más cristiano para ce-
lebrar la fiesta de entrada, entre personas de edu-
cación religiosa, en el estado conyugal?
Para nosotros la cosa está clara.
El autor del informe ya citado, que no tiene
miedo alguno en pronunciarse contra las modas
reinantes, si no las encuentra tan cristianas como
deben ser, y que se esfuerza por volver a poner en
vigor todo aquello que sugiere la liturgia católica,
ha instalado en su parroquia un régimen por el
que hemos de darle la enhorabuena, aunque no
(1) El Párroco de Nuestra Señora de Saint-Alban, en Lyon.
— 106 —
haya de entrar de lleno en las actuales costum-
bres o tarde más de lo que fuera de desear: no
consiente matrimonio alguno cuando ya está muy
entrada la mañana, y, desde luego, jamás después
de aquellas horas en que la Comunión resulta prác-
ticamente imposible; y esto, no por causa alguna
que a él le concierna como ministro y rector de la
parroquia, sino por motivos que se refieren sólo a
los contrayentes y a los acompañantes.
He aquí en qué se fundamenta: ha echado de
ver que, entre las rúbricas y ceremonias de la Misa
de bodas, hay un texto que dice: "El sacerdote,
después de haber comulgado, da la Comunión a
los esposos" (1). Es la única vez que en el Mis^l
se indica una rúbrica así, para que se ofrezca, co-
mo de oficio, a determinados fieles, la divina Eu-
caristía.
Pero ¿cómo podrán comulgar los recién casa-
dos, si la Misa se celebra a las once de la mañana,
o aún más tarde, a mediodía? Conviene, pues, que
sea en las primeras horas. Y sin vacilar, ha dis-
puesto que las misas de bodas, en su parroquia, se
digan de mañanita, para que los contrayentes pue-
dan recibir la Comunión, como es deseo de la Igle-
sia, y para que aun los mismos asistentes puedan
acompañar en el convite eucarístico a los jóvenes
esposos. Los fieles, por su parte, se han acomoda-
do a esta reglamentación, cuyo lógico fundamento
les ha explicado bien su párroco (2).
(1) Postquam sumpserit Sanguinem, communicet sponsos.
(2) Sin duda, los novios realmente cristianos comulgan el
día de bodas, en una Misa de las que se dicen temprano. Ya
«stá bien, desde luego. Pero la liturgia señala algo mejor,
como hemos visto. Sigamos lo que nos indica.
Hacemos notar que el autor escribía en tiempos en que
el ayuno eucarístico debía hacerse desde la media noche. Hoy
día la Iglesia ha facilitado enormemente la comunión con las
nuevas normas dadas por S. S. Pío XII.
— 107 —
Cualquiera que sea el éxito que obtenga esta
loable iniciativa —hasta estos momentos demasia-
do excepcional—, a los fieles toca retener la doc-
trina y el espíritu que en ella están contenidos.
El espíritu es éste: recibir con el mayor recogi-
miento posible el sacramento de la unión cristia-
na, aliar en lo que cabe el matrimonio y la Euca-
ristía; evitar, desde luego, el disiparse en plena fri-
volidad mundana, apenas se acaba de recibir la
bendición nupcial, y guardarse de caer en olvido
de la gracia alcanzada, del ministerio santo ejer-
cido, y de la nueva dignidad de que ha sido inves-
tido. No se trata de obligaciones estrictas, es ver-
dad; pero sí de tendencias y aspiraciones eminen-
temente cristianas.
San Pablo llamaba al matrimonio un Sacra-
mento Grande. ¡Que lo sea realmente para los es-
posos; y que tanto en su realidad fundamental, tal
cual la hemos explicado, como en las ceremonias
del culto que acompañan a su recepción, contenga
algo de verdadera grandeza humana y sobrena-
tural!

— 108 —
CONCLUSION

Habíamos pensado terminar este trabajo ci-


tando sencillamente el delicioso escrito de Luis
Veuillot (1): La Chambre Nuptiale (La Cámara
Nupcial). Nos contentaremos con recordar las lí-
neas generales del tema: Tal vez al principio del
matrimonio, la cámara nupcial se adorna con lá-
minas y objetos completamente profanos. Pasan
los años, y cambia en aspecto. No había quizás nin-
gún crucifijo: ya se ha colocado uno en la cabe-
cera; tal vez reemplaza la imagen de una Diana
cazadora. En vez de un cuadro de espíritu pagano,
se entroniza una Virgen Dolorosa al pie de la Cruz,
ofrenda del marino a la esposa, con ocasión de la
muerte del primer h i j o . . . , etc. Ya se echa de ver
a dónde tiende la lección.
Preferimos apelar a otro testimonio más re-
ciente y de otro orden: al de un autor que no es
precisamente un cristiano práctico; pero que, do-
tado de un espíritu leal y de un don de observa-
ción concienzudo, se atreve a hablar de las cosas
católicas con una sinceridad que no carece de mé-
rito y con un acento bellamente emotivo.
. "La Iglesia —escribe Luis Gonzaga Truc, en
un tratado incompleto, algunas veces equivocado,
pero siempre respetuoso, sobre Los Sacramentos—
ha logrado un golpe de mano maestra cuando ha
restaurado en la familia este valor sobrenatural
(1) En sus Historiettes et Fantaisies.
— 109 —
que el uso y abuso de los antiguos cultos había ido
haciendo olvidar. Ha transformado el más proble-
mático y aventurado de los contratos en una ins-
titución divina. Ha robustecido y fortalecido, con
la ayuda del cielo, un pacto que la naturaleza tien-
de a deshacer apenas acaba de concertar. Ha ben-
decido y consagrado la atracción pasajera que lan-
za a un sexo hacia el otro. Ha santificado el acto
de la generación, y ha interesado, en fin, a Dios
en la conservación de la sociedad, al dotar a las
parejas matrimoniales y a su descendencia de vir-
tudes morales y asegurarles la perpetuidad en su
unión.
"Todo deseo humano y todo querer resultan
fugaces, principalmente cuando se aplican al amor.
La sociedad no sabría ni podría garantizar la unión
de las parejas conyugales con la sola pretensión
de querer probarles, por medio de argumentos de-
mostrativos, que ella tiene necesidad de que per-
manezcan sin disolverse. Pertenece de derecho al
matrimonio católico, que se apoya en el- mismo
Dios, la facultad de arrancar a los cónyuges a un
egoísmo de fortísimas raíces, para hacerlos aliados
en la conquista de un bien superior, y aun la vir-
tud de atreverse a hablarles del porvenir, con oca-
sión del más frágil de todos los lazos".
Un poco más adelante continúa: "La volup-
tuosidad no tiene fuerza para obligar a la perse-
verancia a los mismos cuerpos que encadena un
momento; y el mismo amor, una vez satisfecho,
disminuye o se transforma, y casi siempre acaba
por extinguirse. El sacramento viene a curar estas
enfermedades. Convierte en secundarios los goces
puramente físicos y acentúa el dibujo moral del
pacto. Los esposos no son ya el uno para el otro
materia sola, más o menos deseable: los dos, bajo
la mirada de Dios, saben respetar en ellos el poder
— 110 —
misterioso que los ha unido; aprenden a conocerse
profundamente, y a elevarse y engrandecerse jun-
tos, con la ayuda recíproca de sus virtudes.
"El Catolicismo —añade todavía, y con esto
muestra la perfecta comprensión del matrimonio
cristiano— eleva la unión conyugal a la más alta
dignidad, al parangonarla con el enlace eterno que
ata a Cristo con la Iglesia y al referir y relacionar
el amor de los esposos con la divina caridad que
engendró los sufrimientos de la Pasión".
Y, tras de algunas . páginas de elogios en el
mismo sentido, se pregunta qué han hecho los cris-
tianos de esa bella institución que tiene tanto de
humano y de divino... Cree que puede concluir
—¡y plegué a Dios que se equivoque!— con estas
palabras que ponemos a la meditación de los lec-
tores :
"El matrimonio cristiano —tal como acabo de
describirlo, con toda su belleza y todas sus esplén-
didas y sublimes exigencias— presenta un ideal
raramente alcanzado. Exige una fe ardiente, ilu-
minada, llena de prudencia, de amor y de humil-
dad. ¿Será preciso declararlo? Los fieles que de él
se benefician no siempre comprenden toda la gran-
deza que en él se contiene; no se dan cuenta de
aquello que les aporta su carácter sacramental;
ignoran la función que llenan cuando se encuen-
tran al pie del altar. Y su hogar, su vida en co-
mún, se parece a la de los incrédulos, con algo más:
la malicia del pecado... Al menos la Iglesia puede
darse la satisfacción a sí misma de haberlo inten-
tado todo por arrancar al hombre del dominio de
la bestia, y no será culpa suya el que no se oiga
a Dios".

— 111 —
INDICE

Introducción 5
PRIMERA PARTE: Conocer
Deberes que han de cumplir a la vez
y conjuntamente los dos cónyuges
(Relativos a la procreación)
I.—Los derechos 9
II.—Deberes,— A) Los principios 14
III.—Deberes.— B) Aclaraciones suplementarias 27
Deberes de los esposos entre sí
I.—Llegar "intactos" al matrimonio 36
II.—En el matrimonio 45
1.—Amor exclusivo, único 45
2.—Amor inquebrantable 48
SEGUNDA PARTE: Formación del corazón
Preparación remota
I.—La preparación requerida en consideración a la obra
procreadora 53
—El respeto al amor 53
—La educación de la castidad 58
II.—La preparación requerida para la vida en común de
los dos cónyuges 61
—a) Corregirse, eliminar defectos . • 61
—b) Mejorarse, perfeccionarse 71
Llegado el momento, ¿cómo elegir novio o novia?
I.—¿De qué manera? 76
II.—¿Con qué cualidades? 84
—a) Con buena salud corporal 84
—b) Con buena disposición para saber componérselas 85
—c) Con valor moral 88'
—d) Con espíritu cristiano 92
Una vez hecha la elección, ¿cómo comportarse
dorante el noviazgo?
I—Las relaciones entre- los novios ... ... ... 95
II—En la mañana de boflas: la Misa del casamiento .. .. .. 104
109
Conclusión i

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