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HACIA EL MATRIMONIO
RAUL PLUS
HACIA
EL MATRIMONIO
$
EDICIONES FAULINAS
Es p r o p i e d a d
E D I C I O N E S P A U L I N A S
Avda. Bdo. O'Higgins, 1626 — Casilla 3746 — Santiago-Chile
CONOCER
Deberes que han de cumplir a la vez
y conjuntamente los dos cónyuges
(Relativos a la procreación)
Los derechos
— 13 —
II
Deberes
A) L o s PRINCIPIOS
Nos proponemos resumir toda la doctrina ne-
cesaria en cinco proposiciones escuetas, añadiendo
algunas observaciones para aquellos puntos que
reclamen una explicación.
(1) El caso, desde luego raro, que puede acaecer por parte
de la mujer, de no poder dar a luz sin peligro de muerte, la
— 15 —
un médico honorable, la vida del consorte, como,
por ejemplo, una enfermedad contagiosa caracte-
rizada.
d) Se habla por ciertas gentes de lo que han
dado en llamar ''la familia normal", que es aqué-
lla en que se cierra el ciclo de la procreación al
llegar a los tres hijos. Esta expresión de "familia
normal" tiene más bien aire y estilo de doctrina
economista: en moral no significa nada. En puro
y mero orden de economía equivale a este racio-
cinio: toda familia en que no hay por lo menos
dos hijos para reemplazar al padre y a la madre,
más un tercero "de repuesto", es una familia que
contribuye a la despoblación del país y que, por
consiguiente, está por debajo de la tasa normal de
rendimiento que exige la nación para no ir a la
bancarrota. Consideración, claro está, de orden me-
ramente material. La moral se sitúa, desde luego,
en otro plano distinto, para su punto de vista. No
reclama, como ya hemos visto, de los cónyuges uno,
o dos, o diez hijos: no se trata de eso; lo que exige
únicamente, pero esto de un modo imperioso, como
veremos, es que, una vez realizado el acto de la
generación, no se oponga nada al fruto que este
acto por su naturaleza puede producir.
e) Se nos ocurre formular esta pregunta: ¿No
es precisamente a las familias que tienen la firme
consideran varios moralistas como motivo suficiente para re-
husar el débito conyugal. Algunos, contrariamente, objetan a
esto que el esposo se pone en peligro grande de incontinencia.
Pero, desde luego, en este caso la esposa no tiene el deber de
evitar el pecado de su marido a costa de su propia vida. A él
le toca dominarse y, por caridad para con la mujer, evitarle
una desdicha. Véase sobre esta delicada cuestión el opúsculo
de la Asociación del Matrimonio Cristiano Pour les prétres, de
noviembre - diciembre de 1930. Resulta que algunos médicos se
Inclinan a exagerar el riesgo y, si no son cristianos, dan diag-
nósticos complacientes. Suponemos en todos absoluta lealtad.
— 16 —
voluntad de educar cristianamente a sus hijos a
las que corresponde hacer un gran esfuerzo, aun
a costa de los mayores sacrificios, para lograr una
progenie numerosa?
Es de una evidencia desconsoladora el hecho
de que, en muchos lugares, muy pocas familias,
relativamente, cumplan de un modo cabal con su
deber. En Francia, por cada cien hogares, encon-
tramos este índice desolador:
23 sin hijos,
25 con un hijo único,
22 con sólo dos hijos.
Así resulta que el 70% de las familias son en-
teramente estériles o por lo menos insuficientes
para dejar tras ellas un acrecentamiento de po-
blación. Quedan sólo un 30 % de familias que cuen-
tan con tres hijos como mínimo. En cuanto a las
de verdad numerosas, aquellas que pueden enorgu-
llecerse de tener siete hijos por lo menos, apenas
si llegan a un 3% del total.
De todos modos, no hay que sacar como con-
secuencia de esta estadística el que los esposos
cristianos contraigan, a más de las obligaciones
generales de la ley común del matrimonio, un de-
ber estricto de practicar el trato y relación conyu-
gal con mayor frecuencia que los demás. Si desean
vivir en continencia, tienen derecho a hacerlo. No
hace falta aumentar indebidamente las obligacio-
nes, ya de suyo pesadas, que lleva consigo tal
estado.
— 17 —
2.
la existencia del nuevo viviente en germen; sino que es
preciso dejar que la naturaleza siga su curso.
— 20 —
gusto natural, si fuera sólo una función fatigosa
y no tuviera nada agradable?
Hallar placer razonable en la mesa, cuando
hay necesidad, o utilidad en el uso de los manja-
res no constituye en modo alguno acción repro-
qhable: y no habrá quien se acuse, en la confe-
sión o delante de su conciencia, de haber gustado
un bocado sabroso (1). ¿Cuándo habrá falta, des-
orden moral? Cuando se busque por sí mismo el
placer del gusto, sin necesidad o utilidad alguna
en alimentarse. Alguien, por ejemplo, comió y se
dispuso a abandonar la mesa: ya satisfizo su ham-
bre; apagó el apetito; y, de pronto, le ofrecen ante
los ojos un surtido abundante de golosinas. Se pre-
cipita a comer de nuevo y engulle, por sólo el gusto
de paladearlas con exclusión absoluta de toda otra
intención (2), una cantidad, supongamos que no-
table, de estas bagatelas. Se advierte claramente
que aquí hay violación del orden establecido por
Dios, falta contra su plan providente.
Pues lo que vale cuando se trata del mante-
nimiento del individuo en la vida, vale igualmen-
te cuando se trata del mantenimiento de la espe-
cie en la existencia: en ambos casos el acto a que
nos referimos lleva consigo placer y cargas. Cuan-
do las dos cosas van unidas: el deleite y el traba-
jo, entonces el acto es moral. ¿Cuándo hay des-
orden? Cuando se quiere separar el gozo de las
cargas, siendo así que si Dios quiso lo uno fue
para hacer llevadero lo otro.
(1) Por fortuna hay una Pierrette de otro aspecto más no-
ble. El muchacho, ante los dictados de su conciencia, devuelve
la palabra de compromiso a su prometida; y ésta, muy pron-
to, conquistada por la belleza moral de su futuro, se decide a
aceptar plenamente su misión de esposa digna y de madre.
_ 26 —
III
Deberes
B) ACLARACIONES SUPLEMENTARIAS
— 28 —
momento que prefieran. Al escoger el tiempo en
que tal vez sea menos probable la fecundación, no
hacen nada por desviar o torcer artificialmente la
naturaleza, "que es lo prohibido", sino que la apro-
vechan, según uno de sus modos de funcionamien-
to normal (1).
V.— ¿Los esposos que por egoísmo quisieran limitar
su familia a uno o dos hijos, ¿cumplirán con su deber,
si guardasen la necesaria continencia?
— 32 —
mo, están permitidas sin falta alguna. Esto es lo
de derecho. Ahora bien, el que por delicadeza y
respeto recíproco cada uno de los cónyuges evite
en las relaciones de la intimidad aquello que no
es estrictamente útil a la finalidad del acto, se ha
de tener, evidentemente, por más perfecto (1).
Pero, de todas suertes, y esto es lo que consti-
tuye la segunda observación, aun teniendo una
idea exacta de las cosas, conociendo el camino vul-
gar y el otro de mayor perfección, será preciso
evitar siempre el excederse en el sentido de la re-
serva, por huir del peligro de una disminución en
la intimidad confiada y conveniente de uno y otro,
pues esto sería ir contra el deber del estado ma-
trimonial, sabiamente comprendido e íntegramen-
te realizado.
X.— ¿No es un deber1 abstenerse de la procreación,
cuando no se tiene vigorosa salud?
Respuesta: Podrá llegar a ser, en determina-
dos casos, un deber más o menos grave, de cari-
dad; pero no es, desde luego, un deber derivado de
las obligaciones conyugales.
Por razones de interés social, ciertos higienis-
(1) Aún cabe más alteza de miras: "Se dan casos en que
los dos esposos, animados del mismo deseo de complacer a
Dios lo que más puedan, se obligan por un compromiso bila-
teral a renunciar, en todo o en parte, a aquello que les está
permitido en el matrimonio. Otros no se permitirán acerca-
miento alguno carnal más que con cuanto se trate directa-
mente de la procreación, y, una vez lograda la fecundación,
se abstendrán totalmente de las relaciones conyugales. No es
de precepto este grado tan elevado de continencia, que señala
una virtud relevante, y no se puede llegar a él más que cuando
los dos esposos sienten al unísono y aspiran por igual a tal
elevación. Si uno de los dos no consiente, el otro debe prestarse
a los deseos del cónyuge" (Schilgen-Honoré, pág. 47).
— 33 —
2.
tas, en nombre de una eugenesia de tendencia ma-
terialista, proclaman, en nuestros tiempos, que
sólo debe permitirse la venida al mundo de seres
perfectamente seleccionados, de una completa sa-
nidad; y condenan, por el mismo caso, toda posi-
bilidad de engendrar y dar a luz hijos enclenques
o enfermizos. Es, naturalmente, de desear que un
conocimiento, cada vez más generalizado entre los
que deben ser esposos, de los peligros de las trans-
misiones morbosas hereditarias, y una acción más
vigorosa de los poderes públicos (lucha contra la
tuberculosis, saneamiento de habitaciones, medidas
de profilaxis generales), limiten, de día en día, a
menor número, los nacimientos de seres endebles.
Pero no se debe prohibir a los padres desprovistos
de una salud vigorosa, que tengan hijos; desde
luego, no se puede hacer esto en nombre de la
moral. Tienen derecho estricto a usar de las liber-
tades conyugales. Por lo que hace a los hijos, es
evidente que, aun cuando no logren más que una
salud comprometida, más les vale ser que no ser,
sobre todo si se considera el problema desde el
punto de vista de su destino, no meramente hu-
mano, sino sobrenatural y eterno. No es necesario
ser un atleta físicamente para entrar en el cielo;
en un cuerpo enfermo y desmedrado puede ence-
rrarse un alma de gigante.
El Estado tiene razón, si invita a los ciudada-
nos a someterse a un examen médico prenupcial.
Pero iría más allá de sus derechos y facultades si
estableciese eso como una obligación indeclinable.
Y sobre todo cometería un desafuero, si prohibiese
a los individuos mal constituidos el matrimonio y
la procreación. La Encíclica del Papa Pío XI no
deja lugar a dudas sobre este último punto: "Los
poderes públicos no tienen derecho a prohibir el
matrimonio a aquellos que, por razón de herencia,
— 34 —
parece que no han de engendrar más que hijos
defectuosos, si se trata al menos de sujetos aptos
personalmente para tal unión. No deben ser incul-
pados de falta grave, por contraer matrimonio,
aquellos hombres que, teniendo suficiente capaci-
dad para él, den, no obstante, lugar, tras un de-
tenido examen, a conjeturar que no engendrarán
más que hijos defectuosos; aunque, con frecuencia,
se les deba aconsejar que renuncien a tal esta-
do" (1).
— 39 —
pueda ofrecer al cónyuge un cuerpo ya usado y
marchito, un corazón cuyo más puro aroma se ha
evaporado. Volveremos a insistir en este punto
cuando lleguemos, más adelante, a la condenación
del "amor libre".
Aunque importándoles poco el erigir en teorías
de apariencia más o menos social las prácticas pro-
pugnadas por León Blum, Lindsey y otros mora-
listas, algunos, arrastrados por la pasión y sin ener-
gía para poner freno a los sentidos cuando no se
encuentran en situación de poder contraer matri-
monio a su gusto, se dejan ir, ¡desdicha grande!,
a frecuentaciones absolutamente culpables. ¿Y no
hay muchos que tienen que adelantar la fecha de
la boda, porque amenaza tal vez su situación el
anuncio de un nacimiento prematuro? Si no es
jque, añadiendo la canallada a la incontinencia,
ciertos hombres sin escrúpulos abandonen fríamen-
te, junto con el hijo que les ha nacido, a la mu-
chacha demasiado crédula que fue cómplice de su
pecado. O a menos que, ante los temores de una
posible maternidad, no hayan buscado, por proce-
dimientos homicidas, desembarazarse del fruto de-
masiado comprometedor de una unión ilegítima.
La regla moral, íntegramente aceptada con
todas sus consecuencias, exige que los cónyuges,
tanto el uno como el otro, lleguen vírgenes al ma-
trimonio. Esto vale para los dos; conviene repe-
tirlo. No hay una moral para los jóvenes y otra
más rigurosa y exigente, para las muchachas. Ca-
da uno debe dar al otro la totalidad de sí mismo.
Sería trato de gitanos en un mercado de super-
cherías, exigir de una de las partes contratantes
la más perfecta virginidad, si la otra parte no ofre-
ciese una virginidad igualmente intacta. Lo expre-
só primorosamente el moralista Amiel: "Dar lo
más misterioso del propio ser y de la propia per-
— 40 —
sonalidad, a un precio menor que la reciprocidad
más absoluta, ¿no es una profanación?"
¿Es esto decir que si un muchacho o una jo-
ven han hecho alguna calaverada o caído en algún
desliz antes del matrimonio, deben por el mismo
caso renunciar a la vida conyugal?
No pretendemos sostener tal cosa. Pero pre-
guntamos: ¿y no sería más digno y honesto, en
caso de haber sostenido relaciones culpables con
un tercero, prevenir lealmente al cónyuge eventual?
Los moralistas no afirman que sea un deber es-
tricto; porque pueden existir razones prudentes y
atendibles para guardar silencio. No obligan a de-
cirlo más que cuando el desliz o la calaverada ha-
yan tenido consecuencias —un hijo, una enferme-
dad contagiosa—, y esto por los riesgos y peligros
que puedan seguirse o por las cargas que deban
sostenerse.
Pero, de ese modo, se nos objetará, el matri-
monio no se llevará adelante. Estamos de acuerdo;
y si la gente joven supiese mejor la extensión que
alcanzan muchas veces sus ligerezas y los incon-
venientes a que se exponen, tal vez se guardarían
mejor de sus antojos y se librarían de caer en cier-
tas relaciones. Aceptar el matrimonio teniendo en
su pasivo una virginidad perdida y en un activo
una mentira cínicamente propuesta sobre el valor
de aquello que se ofrece, podrá resultar una ope-
ración de egoísmo llevada a término con la mayor
fortuna, pero de todas las ignominias y vergüen-
zas sería la más vil.
Se dice: "Felizmente, en la práctica de cada
día, los interesados, cuando han de tratar ya con-
cretamente de la boda, tienen el buen gusto de
contentarse, durante las conversaciones prelimina-
res, con respuestas vagas; y se guardan muy bien
de profundizar ahincadamente en las investigacio-
— 41 —
nes. El contrato resulta legítimo, porque la otra
parte se conforma tácitamente con lo que haya
podido haber hasta entonces, y prefiere cerrar los
ojos antes que romper".
¿Y qué? ¿No está aquí, precisamente, la ex-
plicación de tantos Matrimonios desgraciados?
De todos modos, añadamos una observación
importante: si antes de la consumación del ma-
trimonio es conveniente, bajo pena de engañar al
otro de un modo cruel, la confesión de cualquier
desliz anterior en perjuicio del cónyuge, una vez
realizada la boda será de sabia prudencia callarse
en absoluto sobre cualquier hecho condenable de
la vida pasada. Antes, debería haberse hablado;
después, es preciso el silencio, a cualquier precio.
¡Y qué cruz tan pesada tener que confesarse per-
petuamente a lo largo de una vida en común: Hay
tal o cual zona de mi existencia sobre la que "la
mitad de mí mismo" no sabrá nunca nada!
Si ya es bastante dura de suyo la necesidad
que impone la naturaleza humana, en toda unión,
aun en la más estricta e íntima, de que cada uno
permanezca siendo él mismo, y aun, a pesar de los
mayores esfuerzos, resulte con frecuencia para el
otro un desconocido en muchas cosas (1), pues el
intercambio total y el don mutuo pleno y absoluto
supondrían, no dos naturalezas distintas, sino dos
amores sin límites, transfundidos, fusionados;
¡cuál no sería la tristeza y pesadumbre que ha-
brá de sentirse, cuando uno de los dos, voluntaria-
mente, tenga que hacer lo posible porque su con-
sorte ignore alguna cosa —y de la importancia
(1) Se ha dicho con mucha delicadeza y elegancia: "Uno
de los deberes de los esposos es perdonarse mutuamente por
lio haberse dado hasta el infinito, después de haberlo casi
prometido". P. Thouvignon, "L'áme féminine" (El alma feme-
nina). Editor: Lethielleux, 1930. Página 164.
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que se supone— sobre su pasado y sobre su vida!
Y, con todo, es un deber guardarse el secreto
para uno mismo. Una vez que se ha firmado el
contrato matrimonial, cuando se ha contraído el
compromiso solemne, ya emprendida la vida en
común, no se debe decir nada que pueda hacer des-
truir la estima recíproca y amenguar el mutuo
amor conyugal. ¡La moral exige que la sinceridad
sobre tal o cual punto en entredicho sea inmolada
en aras de una necesidad más poderosa: la posi-
bilidad, ya que se han unido por toda la vida, de
continuar viviendo juntos, siempre! Pero, ¡qué mar-
tirio tan horrible, esta necesidad de un engaño
perenne, para un alma que —hemos de suponer-
lo— es, en el fondo, buena y noble! (1)
Pocas palabras más hemos de añadir. Si por
gloriosa ventura no ha caído uno tan bajo, antes
del matrimonio, que haya llegado a entregarse a
otro, pero, a pesar de guardar la virginidad esen-
cial del cuerpo, no ha sabido preservar enteramen-
te sus sentidos o su corazón, o su fantasía, y no
ha sido como debiera, ¿cuál ha de ser su conducta,
cuando se trata ya de formalizar la boda?
Claro está que si ha llevado una vida dudosa
y no se ha librado uno de los riesgos graves más
que a fuerza de esguinces, sorteando con funam-
bulismos lo irreparable, no está en las mejores con-
diciones para atraer la bendición de Dios sobre un
hogar. De todos modos, según esa hipótesis, no se
puede decir que haya faltado gravemente a la jus-
ticia con respecto al otro cónyuge, a menos que
por las faltas cometidas haya disminuido de tal
modo su valor moral que se ha convertido en un
(1) ¡Qué gozo, por el contrario, cuando cada uno de los
cónyuges puede dar a leer su vida toda entera al otro y des-
cubrir su alma por completo al ser con quien se ha unido!
Más adelante citaremos un texto muy bello de Paul Lerolle.
— 43 —
ser tarado y degenerado, con exigencias y apetitos
sensuales tan incoercibles que con la vida conyu-
gal no los pueda mitigar y no sepa atender a los
deberes del estado y permanecer leal a su consorte;
caso verdaderamente excepcional, como queremos
creer.
Hay que tener bien entendido que una cosa es
la medida que no se puede transgredir sin faltar
a la justicia, y otra cosa el ideal que conviene guar-
dar intacto, si se quiere responder a los designios
de Dios en el matrimonio, a los íntimos deseos del
ser que ha querido unir su vida a la de uno, y, en
fin, a las garantías de felicidad completa en el
estado conyugal.
— 44 —
II
En el matrimonio
I . — A M O R EXCLUSIVO, ÚNICO
— 45 —
a) La unión libre
Hay quien razona de este modo: la estabilidad
de la unión conyugal resulta odiosa y absurda. Hay
que conceder una independencia absoluta a la so-
beranía del amor. Libremente lleva el amor a la
unión; libremente la continúa; libremente la da
por terminada cuando encuentra otro objeto más
enamorador.
Contra tal razonamiento cabe afirmar que se
levantan cuatro argumentos auténticos que con-
denan el amor libre: en primer lugar, porque sólo
tiende a juntar los cuerpos, para el placer, cuando
no hay quien niegue que el matrimonio es algo
más; en segundo lugar, porque no se preocupa del
fruto de la unión, y como no es más que un egoís-
mo de dos, unidos temporalmente, su término ló-
gico es la anticoncepción o el abandono de los hi-
jos al Estado, si por casualidad llegan a nacer; en
tercer lugar, porque suprime las posibilidades de
la educación; y, finalmente y sobre todo, porque
empequeñece y bestializa la pasión y envilece y de-
grada a la mujer.
Como las tres primeras razones no necesitan
demostración, de tan evidente como son, bastará
que proyectemos un poco de luz sobre la última y
principal.
La naturaleza misma y la dignidad del amor
exigen el exclusivismo o la unicidad en el matri-
monio: un hombre, una mujer; una mujer, un
hombre... Si hay una exigencia realmente inven-
cible en todo amor verdadero, es esta de pretender
el exclusivismo: quien ama, ama totalmente, úni-
camente, sin simultanear, sin concebir siquiera
que se simultanee, hablando, claro está, de aquel
amor que incluye las intimidades del matrimonio.
Declarar a alguien que se le ama, con el amor to-
— 46 —
tal que ofrece y exige la donación completa del
cuerpo y del alma, y al mismo tiempo dejar entre-
ver que se piensa beneficiar paralelamente a otros,
¿no es acaso fallar por adelantado contra la causa
que se pretende ganar y merecer, como consecuen-
cia, la más rotunda negativa?
Hablemos de la dignidad de la mujer. Compá-
rese de buena fe el régimen de unicidad del amor
cristiano con la situación en los harenes. En el
uno, los mismos derechos para los dos cónyuges;
eií la otra, la mujer reducida al estado de bestia
en un rebaño humano; a simple carne de deleite
sensual. Y ¡qué tragedias de celos, cuando una se
ve repudiada! ¡Qué astucias e indignidades para no
dejar de agradar! (1).
b) El adulterio
El adulterio consiste en las relaciones conyu-
gales, fuera del matrimonio, cuando uno de los
dos, o ambos, están ya casados.
Además de las razones aducidas, que valen,
convenientemente adaptadas, para el caso presente,
se añade el motivo de injusticia grave para con
el cónyuge burlado, a quien se le dio a entender
que se le hacía una donación total y sin reservas.
Este problema va unido estrechamente con el
tema de la indisolubilidad del vínculo matrimo-
nial, sobre el que vamos a escribir unas palabras.
(1) Es la mujer, sin duda, la gran víctima, cuando se
atenta contra las leyes del matrimonio. El hombre siempre lo-
gra salir adelante. Está bien pertrechado, según la frase cínica,
para "rehacerse una virginidad". La mujer seducida y luego
abandonada ha perdido el ciento por ciento de su valor. Y si
la unión le ha dado un hijo ¿qué hacer? ¿Es que va a supri-
mirlo? Sería un- crimen. ¿Lo criará y educará? Y ¿qué hom-
bre la querrá así, cargada con el inocente que a él le resultará
oneroso? Perdón por este triste lenguaje, que es ¡ay! el del
amor libre. ¿No basta esto sólo para juzgarlo tal cual es?
— 47 —
II.—AMOR INQUEBRANTABLE
— 48 —
S as sagradas: contra la dignidad del amor (el amor
no dice solamente: "Yo solo para ti solo", "El uno
para el otro", sino "¡Por siempre!"); contra la dig-
nidad y la dicha de la mujer; y, en fin, contra el
interés soberano de los hijos (la novela de Paul
Bourget, Un divorcio, pone de relieve esta triste
verdad).
Se opone como objeción: "¿No es condenar a
intolerable martirio a los esposos que no saben
vivir en concordia?"
No: es obligar a los jóvenes y a las muchachas
a reflexionar, a mirar con seriedad un acto real-
mente trascendental, y a escoger mejor. Por aña-
didura, la gracia del sacramento les ayudaría a lo
largo de su vida en común, para que lleven más
ligeramente la cruz respectiva. Y, sobre todo, hay
que tener en cuenta que siempre el daño, la pena
y el mal que puede haber en un caso particular
(realmente grande, algunas veces, y quizás no im-
putable a los desdichados que lo padecen) no debe
anteponerse al bien general evidente, es decir, al
mantenimiento de la estabilidad en todos los ho-
gares, que debe procurarse a toda costa, bajo pena,
en caso contrario, de la disgregación rápida y
generalizada de las familias que son la base de
la sociedad.
"Pero —insisten algunos— ¿por qué no han de
tolerarse, aunque raras, si se quiere, las excepcio-
nes que sean necesarias?
Porque acabarían con la ley. En realidad, ¿no
ocurre ya eso, por desgracia, desde que se institu-
yó el divorcio civil? Cierto es que Naquet, al de-
fender la proposición de ley en la Cámara de los
diputados, se atrevía a afirmar: "Si llegáis a de-
mostrarme que el día que se establezca el divorcio
aumentaremos el número de familias que se dis-
greguen, yo os autorizo para que os levantéis con-
— 49 —
2.
tra mi"; pero los hechos están a la vista de todos*
mientras que la población de Francia se ha esta
cionádo, sin aumento perceptible, el número de los
divorcios, es decir, de las desuniones, de las dis
gregaciones, se ha cuadruplicado, desde los día?s
de Naquet (1).
— 50 —
SEGUNDA PARTE
E L RESPETO AL AMOR
L A EDUCACION DE LA CASTIDAD
— 70 —
las doctrinas con que se enriquece y la verdad que
desea h o n r a r . . .
"Dios te proteja y te ayude, amor de mi co-
razón, porque yo quiero darme a ti regiamente,
todo nuevo, robusto de cuerpo y con entereza dé
voluntad. Te aportaré mi corazón, todo mi cora-
zón . . . sin distraer la más mínima partecita para
alegrar mis sentidos con peligrosas y demasiado di-
sipadoras fantasías".
Hay aquí algo más que simple literatura.
b) Mejorarse, perfeccionarse
Corregirse, eliminar defectos, guardarse de los
vicios, no es, al fin y al cabo, más que labor ne-
gativa; hace falta algo más: mejorarse, perfeccio-
narse, adquirir verdadera grandeza de alma. Ya
habrá demasiadas ocasiones ¡por desgracia!, a lo
largo de la vida en común, de parecer—de ser—
pequeño. No se pierde nada, antes de comenzar el
viaje, con pertrecharse bien, con adquirir la má-
xima plenitud de grandeza de alma y de virtudes.
Lo que los jóvenes cabales exigen de su futu-
ra esposa es a veces de tal elevación que cabría
preguntar si el ideal soñado por ellos se puede ha-
llar realmente en seres humanos, de carne y hueso,,
aquí en este bajo mundo.
He aquí, por ejemplo, las aspiraciones de Juan
de Plessis, el héroe de Dixmude. A las primeras
sugestiones de sus padres sobre una boda eventual,
responde sin vacilación:
"Habré de reflexionar profundamente sobre lo
que ustedes me sugieren; pero, desde luego, la sola
mujer con quien yo querré casarme no será la que
considere como un deber el casarse conmigo. En
absoluto. No se asombren. Pienso que es un ver-
dadero honor para una mujer el ser llamada a ele-
— 71 —
varse por encima de sí misma. Y, en realidad de
verdad, para ser la mujer de un marino hace falta
eso. Será preciso que tenga el valor de decirse que
se encontrará con frecuencia sola, entregada a sus
únicas fuerzas, con toda suerte de dificultades, di-
ficultades de orden práctico y dificultades de or-
den moral; no,faltan unas ni otras en el mundo
de los marinos. Será necesario que, a la inversa
de otras mujeres, se considere en realidad como la
auténtica cabeza de familia, como el eje central
de este hogar.
"La mayoría de las esposas de oficiales de ma-
rina lo deploran luego amargamente. Yo quiero
que mi mujer se sienta, por el contrario, orgullo-
sa de su misión, con temple de verdadera dama
cristiana que se gloría con las cruces que la vida
lleva consigo. Mi ilusión, en el fondo, es tener una
esposa que sepa ponerse realmente, a cada instan-
te, en presencia de Dios, y esto junto con su ma-
rido; y que acepte como un honor una vida, no
sólo más difícil, sino más penosa que la que llevan
las otras mujeres".
Y que no se nos diga: estas pretensiones resul-
tan excepcionales; todas las muchachas no van a
casarse con marinos; no será preciso que pongan
el blanco tan alto, ni que paguen tan caro el ma-
trimonio. He aquí cómo se expresa Ozanam, que
no es precisamente un lobo de mar, sino un pro-
fesor. Durante mucho tiempo estuvo preguntándo-
se qué es lo que Dios quería de él: si la fundación
de un hogar o su consagración a la vida religiosa.
En caso de tener que unir su vida a la de una
criatura, "Yo hago votos porque ella posea todos
los hechizos y gracias exteriores, para que no haya
lugar a pesadumbre ni añoranza alguna —dice—.
Pero sobre todo pido a Dios que llegue a mí con
w i alma bella y grande, que me aporte virtud, que
— 72 —
valga mucho más que y o . . . que me traiga y eleve
hacia lo alto, que no me arrastre hacia lo hondo
ni me haga descender... que sea, en fin, compa-
siva, para que no deba avergonzarme ante ella por
mi inferioridad. Esos son mis deseos, mis ensueños".
Sin llegar, tal vez, a exigencias tan acendra-
das, ved, reducida a dimensiones todavía bellas
aunque más modestas, la expresión de aquello que
desean encontrar en la esposa elegida los jóvenes
que tienen un natural noble: se contiene en al-
gunas estrofas publicadas por uno de los benemé-
ritos boletines de la A. M. C. (Asociación del Ma-
trimonio Cristiano) bajo el título de L'Appel du
Fiancé (La llamada del Novio) (1).
— 73 —
Te veo ya, a mi lado, tan buena ama de casa
y con tal arte y ciencia de bella economía,
que me haces creer rico, aun con la bolsa escasa
y, sabia, multiplicas el pan de cada día.
En fin, ¡novia ideal! tú eres la mujer fuerte
que ante la vida nunca cobarde se amedrenta:
que ^confiada entregas los lances de la suerte
a Quien viste a los lirios y a las aves sustenta.
Y porque más te admire y tiernamente te ame,
te muestras, superando los afanes prolijos,
honrada de que el cielo a ser madre te llame
y feliz con ser reina de numerosos hijos.
• *
— 86 —
jas. En su petición de matrimonio, no pretende
ocultar su escasez de recursos:
"Mi padre es curtidor... Yo no tengo fortuna.
Todo lo que poseo es una salud excelente, un co-
razón sano y mi posición en la Universidad".
¿No es esto un buen capital? Prosigue:
"Salí hace dos años de la Escuela Normal,
para venir como agregado a la Facultad de Cien-
cias Físicas. Soy doctor desde hace diez y ocho
meses, y he presentado' a la Academia de Ciencias
algunos trabajos que han tenido buena acogida...
M. Biot me ha hablado muchas veces de que debía
ir pensando en el Instituto. Dentro de diez o quin-
ce años podré tal vez aspirar a ello, si continúo
trabajando con asiduidad. Este sueño o ilusión se
desvanece, con todo, frecuentemente, como el vien-
to: no es él, ni mucho menos, el que me hace amar
la ciencia por la ciencia" (1).
Evidentemente, hay que precaverse contra la
temeridad, pero hay que tener una bella confian-
za en la vida, un gran espíritu de generosidad re-
cíproca, del uno para con el otro: si los comienzos
del matrimonio han de exigir algo de austeridad,
¿se han de espantar, por eso, los esposos? De nin-
gún modo. ¡Animo y adelante, con el corazón en
Dios!
— 92 —
cipal y aun existe un elemento tan peligroso de
desavenencias y apartamientos como es la indife-
rencia y la tibieza en las cosas de la fe! "El ma-
trimonio —se ha escrito— consiste en tener cada
uno dos corazones con que amar a Dios". Es decir,
que cada uno de los cónyuges, no sintiéndose bas-
tante grande para ofrecer a Dios todo el amor y
todos los servicios que el Señor se merece, busca
apoyarse en otra alma, reclama los tesoros de otro
corazón, para, rico ya doblemente, por dos veces,
elevar hasta Dios un homenaje menos pobre. No
puede aspirar a esta felicidad la muchacha que se
casa con un cristiano tibio y mediocre. Carecerá
siempre de lo más bello de la función matrimonial.
Siendo así que el ideal de la vida de matrimonio
consiste en que los dos esposos se eleven juntos,
se santifiquen a la vez, en una sublime armonía,
la pobre malcasada tendrá que practicar ella sola
la virtud, habrá de elevarse ella sola, rezará en
completa soledad. Se ha dicho: "serán dos". Pero,
en su caso, no: ¡seguirá no siendo más que una!
y en todo aquello que se refiere al orden divino,
al medio espiritual, a la vida del alma, estará abo-
cada a vivir en la más dolorosa soledad.
Y a todo esto, no hemos dicho nada todavía
del peligro que la amenaza. ¿Quién le garantizará
la fidelidad de su marido, si se trata de uno de
esos hombres, sólo de nombre cristianos, que no
practican? Si comienza por ser desleal para con
Dios, ¿por qué esperar que será leal con la mujer?
¡Jamás un acercamiento a la Eucaristía, ni un
acto de confesión! Y si confiesa y comulga, sólo
de uvas a peras, como suele decirse... No; no re-
sulta buen síntoma.
Aun cuando pueda darse el caso de que un
marido que practique, caiga y flaquee; y, en cam-
bio, otro que no practique se mantenga firme, sin
— 93 —
deslices: no por eso será menos cierto que lógica
y normalmente ofrecerá más garantías de respetar
lo sagrado del matrimonio el hombre cabal que
sirve a su Dios con entera voluntad.
Quizás suene esta vocecilla:
—Sin duda mi futuro marido no practica con
asiduidad, como debiera; pero ya veréis cómo, una
vez casada, yo lo convierto...
Esto no es verdad. Lo más probable será que
él influya sobre usted, señorita. En primer lugar,
porque las exigencias de la vida del hogar distraen
con frecuencia del cumplimiento de los deberes re-
ligiosos y del reconocimiento indispensable para el
cultivo del espíritu; en segundo lugar, porque, de
temperamento y de carácter más recio tendrá más
probabilidades de influir él en usted que usted en
él; y, en fin, porque en el ambiente cotidiano su-
cede con más frecuencia que lo mediano mate a lo
perfecto, que no lo contrario.
¡Plegue a Dios, lectora, que por haber tenido
en poco estos consejos, no te hayas de arrepentir
más tarde, cuando sea demasiado tarde!
— 94 —
Una vez hecha la elección,
¿cómo comportarse durante el noviazgo?
— 101 —
con el grado de capitán, aunque no pasaba de loS
veintitrés: Mauricio Retour (1).
Aun antes de conocer a aquella con quien ha
de unirse, decide ya, por amor a ella y en sublime
homenaje, hacer voto de entera castidad. Más tar-
de, cuando ya eran novios, podrá escribirle, y no
con expresiones de vana retórica: "Desde toda mi
vida, el amor ha sido sagrado para mí. En su ho-
nor he querido guardar fidelidad a mi prometida,
aun antes mismo de conocerla".
En vez de cambiar entre sí cartas frivolas, so-
bre temas baladíes, o de un vacío y frivolo sentid
mentalismo, como hacen tantos, estos novios, su
prometida y él, procuran advertirse noble y leal-
mente de sus defectos: "No temo enfadarte —le
dice— si, en vez de hilvanar unos cuantos cum-
plidos vulgares, te escribo sobre algunas imper-
fecciones que el amor que te tengo no ha sabido
velar. Estoy seguro de que aprobarás mi leal fran-
queza, y de que me darás una bella prueba de ello,
correspondiéndome de igual modo y advirtiéndome
con la mayor premura de todo lo que notes en mí".
Ponen todo su esfuerzo en elevarse juntos y
en crecer cada vez más en el amor de Dios; y de-
ciden leer todas las noches, cada uno por su lado,
un mismo capítulo de la Imitación de Cristo. "Vida
interior es la que hace falta para corregirnos y
perfeccionarnos; y desde ahora mismo hemos de
trabajar por conseguirla". Claro es que también
abordan la cuestión de los deberes de la procrea-
ción; y la tratan con toda la gravedad que exige;
y, desde luego, se muestran de acuerdo en aceptar
todas las obligaciones: "No es cosa de fundar una
familia a la ligera... No se debe contraer matri-
— 102 —
monio sin conocer todos los deberes que hay que
llenar... ¿Qué podemos hacer más grande y más
serio que casarnos, sino morir?"
¡Cuánta ternura en esta correspondencia ex-
quisita, y al mismo tiempo cuán noble sinceridad!
Después de las más bellas expresiones y las más
tiernas palabras, con que sus almas se comuni-
can plenamente, todavía esta norma ideal: ''¡Que
siempre esté Dios por encima y que sea siempre
El nuestro supremo fin, aun en la plenitud de
nuestro amor!"
Dos años de santo matrimonio coronarán lue-
go este noviazgo santo: sus almas se harán toda-
vía más grandes. Algunos preguntan, a veces, y
nosotros lo hemos oído, sobre todo al publicarse la
Encíclica del Papa Pío XI, si el cumplimiento ri-
guroso de lo que exige la moral cristiana en el
matrimonio será una realidad posible o solamente
una ilusión, una entelequia, un mito... Después
de leer a Mauricio Retour, nadie dudará de que
puede ser una realidad sublime y bella.
— 103 —
II
— 108 —
CONCLUSION
— 111 —
INDICE
Introducción 5
PRIMERA PARTE: Conocer
Deberes que han de cumplir a la vez
y conjuntamente los dos cónyuges
(Relativos a la procreación)
I.—Los derechos 9
II.—Deberes,— A) Los principios 14
III.—Deberes.— B) Aclaraciones suplementarias 27
Deberes de los esposos entre sí
I.—Llegar "intactos" al matrimonio 36
II.—En el matrimonio 45
1.—Amor exclusivo, único 45
2.—Amor inquebrantable 48
SEGUNDA PARTE: Formación del corazón
Preparación remota
I.—La preparación requerida en consideración a la obra
procreadora 53
—El respeto al amor 53
—La educación de la castidad 58
II.—La preparación requerida para la vida en común de
los dos cónyuges 61
—a) Corregirse, eliminar defectos . • 61
—b) Mejorarse, perfeccionarse 71
Llegado el momento, ¿cómo elegir novio o novia?
I.—¿De qué manera? 76
II.—¿Con qué cualidades? 84
—a) Con buena salud corporal 84
—b) Con buena disposición para saber componérselas 85
—c) Con valor moral 88'
—d) Con espíritu cristiano 92
Una vez hecha la elección, ¿cómo comportarse
dorante el noviazgo?
I—Las relaciones entre- los novios ... ... ... 95
II—En la mañana de boflas: la Misa del casamiento .. .. .. 104
109
Conclusión i