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En virtud de ese acto de libertad, por el que cada uno hace un don
total de sí mismo y acepta totalmente al otro como esposo o esposa,
varón y mujer quedan unidos en el plano del ser, es decir, no sólo
están casados, sino que son cónyuges y, por serlo, se deben el uno
al otro perpetuamente y en exclusiva las obras propias del amor
conyugal (el obrar sigue al ser).
“El marido y la mujer (...) por el pacto conyugal ‘ya no son dos,
sino una sola carne’ (Mt 19, 6)” (Gaudium et spes 48).