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Tomás Abraham (Timisoara, 5 de diciembre de 1946)

Después de Kant
Transcripción de la última clase de Filosofía en la Facultad Libre de Rosario.(Julio 2006)

Hemos visto que gracias a Kant a la metafísica clásica se le ha


introducido un virus letal. La idea de que era posible construir
un pensamiento sistemático, semánticamente completo,
saturado de conceptos, con los descubrimientos de la
revolución científica galileana y, además, con la fundamentación
divina, tiene un colapso con la filosofía kantiana.

¿ Cómo se producen las crisis filosóficas? ¿ Son exógenas,


endógenas? Existe un modelo por el cual podemos pensar los
cambios de problemática de la filosofía? Uno de los méritos de
Louis Althusser fue delimitar el campo de las mutaciones
filosóficas a las relaciones de la filosofía con las ciencias y la
política, sus ejes privilegiados de articulación. Según su idea, la
filosofía no tiene autonomía ni temática, ni problemática, sino
que funciona de acuerdo a efectos que se producen en otros
campos. Por supuesto que la filosofía elabora su sistema de
argumentaciones de un modo específico, construye su lenguaje
y organiza su propio campo de enunciación. Pero lo hace
siguiendo ciertas reglas de acuerdo a un modelo de
fundamentación. El filósofo incorpora los conocimientos
producidos en las ciencias a un sistema cuya piedra basal la
pondrá el filósofo.

Fundamentar es por un lado dar una garantía de verdad, de


autosuficiencia, de trascendencia, y por otro lado hay un efecto
de moralización. Conocer es bueno porque nos conecta con la
verdad al mismo tiempo que lo hace con el Bien.

La metafísica clásica, la que coincide con la filosofía cartesiana,


ubica a Dios en la idea innata, teniendo así la garantía de que
nuestro saber deriva de la perfección divina y no es arbitrario,
parte de un Yo-Ego simple, originario, transparente, conducido
por su actividad pensante. El conocimiento, el cógito, se separa

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de la creencia, de la fe, y traza su propio territorio definido por
un método, un camino propio de acceso a la verdad.

La revolución cartesiana complementa a la galileana en la


construcción del concepto englobante de naturaleza, un cuadro
infinito escrito en lenguaje matemático, en donde todos los
seres existentes en el universo, tienen su lugar de acuerdo a un
sistema de identidades y diferencias mínimas y una extensión
máxima, que nos dará un nuevo orden llamado mathesis
universalis.

Este procedimiento epistemológico supone una serie de


conceptos y una configuración inédita hasta aquel momento. El
mundo de la escolástica predomina en el mundo medieval, con
sus jerarquías, sus manuales y sus sumas, las formas rituales
de argumentación que rigen la disputatio, los enfrentamientos
de posiciones y tesis para corroborar o refutar fuentes de
autoridad, dentro de un modelo creacionista y un orden cósmico
diagramado desde un eje central, Dios, replicado en el Hombre.
El Renacimiento fue algo negligente con la filosofía, en la que
invirtió su contenido platonizante que se expresó mejor en el
dibujo que en el verbo.

Con Descartes el punto de partida cambia, se trata ahora de un


Yo que conoce y que debe inventar sus propias reglas de
evidencia. La verdad deja de tener la forma de la revelación y
debe cumplir con las exigencias de la certeza. Es el camino de la
duda que debe poner todo en tela de juicio según un juego
imaginativo de puesta entre paréntesis de todo lo que se parece
a lo real, hasta dudar de la misma realidad de nuestra vigilia y
cotejarla con la densidad del sueño. Saber si estamos o no
despiertos es una de las mejores pruebas de la lucidez.

Leibniz y Spinoza son los principales exponentes de la


revolución cartesiana, construyen sus arquitecturas metafísicas
en las que todos los entes deben tener su lugar. La obra
principal de Spinoza se llama Ética, cuando en realidad se trata
de una metafísica minuciosa, mientras que la Monadología de
Leibniz construye un universo con infinitas entradas. Estas

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construcciones filosóficas carecen de un punto central, se
despliegan en innumerables ramificaciones, y nos dan la nueva
imagen del mundo, ya no como un cosmos ordenado de acuerdo
a una monarquía teórica, sino una profusión infinita de
multiplicidades en la que la palabra Dios es una etiqueta de
envase que disimula su contenido. Con “ Dios” todo está
permitido, ya que gracias a Dios los enunciados ya no deben
pagar el peaje de la censura y pueden extremar las velocidades,
para usar metáforas viales. Dios es la contraseña que con tal de
nombrarla permite pensar sin él, al mismo tiempo que es una
exigencia teórica que obliga a diseñar un mundo armónico, sin
fisuras, simétrico, organizado de tal modo para que el hombre si
bien ya no se puede salvar por la fe, lo hará por la ciencia..

El estado de Beatitud del que habla Spinoza es el punto


culminante del sabio que partiendo de las nociones comunes, de
las abstracciones racionales, llega a una intuición que abarca ya
sin las mediaciones de una mente discontinua, el orden del todo
y la disolución de un yo calculador en un Sí mismo único. Sujeto
y objeto desaparecen en el Uno.

Este orden cognitivo es el de la representación, de la que


forman parte como tensores constitutivos el sujeto y el objeto.
La separación sujeto-objeto, aquel que debe conocer y aquello
que debe ser conocido, verifica su sustentabilidad en la precisión
de un lenguaje bien calculado, de una taxonomía visible en la
que todos los elementos se reenvían los unos a los otros según
un orden que duplica el modelo natural.

Kant llevará hasta límites extremos este encuadre metafísico,


mostrando los límites de sus instrumentos teóricos, sus
imposibilidades como sus áreas de fecundidad. Inscribe así una
nueva filosofía cuyos efectos perdurarán largo tiempo, un
pensamiento que abre interrogantes que resuenan también hoy.

El orden fenoménico kantiano remite al sujeto el conocimiento.


La noción de experiencia es el punto de partida de un saber que
debe pasar por los sentidos, por lo sensible, antes de
organizarse en un conocimiento racional. No se trata de dudar

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de una realidad externa al sentir del individuo, sino de afirmar
que nada podemos conocer que no hayamos experimentado,
que jamás el hombre podrá conocer lo existente fuera de su
aparato biológico por el que le llegan los datos de la experiencia.

El conocimiento matemático no es independiente de los datos


de la experiencia aunque no provenga directamente de los
mismos. Kant elabora una doctrina-teoría de las facultades, que
cambian de configuración de acuerdo al objeto en cuestión.
Llama “crítica” al estudio de las condiciones de posibilidad de la
experiencia. Ésta no se graba en la mente según lo pensaban lo
empiristas, como Hume, para quienes los datos sensoriales
siguen las reglas de una naturaleza humana permeable a una
automaticidad regida por la repetición y la fijeza de cadenas
asociativas.

La idea de causa no deriva para Kant de la percepción de una


relación constante entre fenómenos cuyo suceder repetitivo nos
da una idea particular de su enlace. La idea de causalidad
pertenece para Kant al entendimiento, facultad ésta que
funciona de acuerdo a la aplicación de una tabla de categorías
que configura los modos en que los fenómenos se relacionan
entre sí. Las ideas de totalidad y causalidad no se deducen de la
experiencia sino de una facultad que es parte de una naturaleza
humana organizada por zonas discontinuas.

La relación que tiene esta organización cognitiva con nuestra


biología no se explica en Kant. El Sujeto de conocimiento es un
conjunto de operaciones de distinto nivel, que construye
percepciones, imágenes, conceptos, ideas. No hay una relación
de continuidad entre estos elementos, provienen de instancias
diferenciadas que se combinan entre sí. Lo hacen de un modo
variado, con procesos de determinación cuya instancia
dominante alterna con otras según se trate de la razón pura, de
la práctica, o de la crítica de los juicios estéticos.

Para Kant no se puede conocer Todo. Los límites del


conocimiento son infranqueables. La idea de inmortalidad nos da
una horizonte de comprensión de nuestra psicología que no

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pasa por nuestra experiencia que se limita a nuestra vida
mortal. Concebir la totalidad del mundo, poder encuadrar todos
los fenómenos sin resto alguno, no dejando nada afuera, trazar
la completud de sus líneas de articulación y poseer una mirada
de águila sobre su contorno global, no es una experiencia
posible y no pertenece a nuestro entendimiento. Recordemos
que el entendimiento es una facultad que trabaja sólo los datos
de la sensibilidad, aquellos que aportan las intuiciones a priori
de espacio y tiempo.

De modo análogo, la idea de una causa primera, un origen


incondicional del proceso regresivo de las causas, hasta un lugar
ex nihilo creador, tampoco corresponde al conocimiento, no hay
posibilidad de una experiencia originaria de la cual lo existente
se presente tal como lo vemos hoy.

Ni en la psicología, ni en la cosmología o en la teología


racionales, las ideas de alma, mundo y Dios, son posibles por la
vía del entendimiento. No le corresponden conceptos.

Son Ideas, dirá Kant, necesidades de la razón, fines de la


misma, una facultad que aunque no pueda conocer aquellos
incondicionales no puede evitar pensar una y otra vez estos
interrogantes. El absoluto se nos presenta como necesidad de la
razón, pero no como problema resoluble. No tienen respuesta
estas inquietudes que provienen de la condición humana. ¿ Qué
hay después de la muerte? ¿ Cuál es el sentido y la cifra
inteligible del mundo? ¿ Cuál es el origen de lo existente?, son
preguntas necesarias de la razón sin respuesta desde el saber.
Sólo podemos esperar, creer, tener creencias razonables.

Las ideas de la razón no nos ofrecen conocimiento. Lo que


sabemos tiene el alcance de nuestra finitud. El hombre es un ser
finito, delimitado por su condición biológica que lo determina
como un ser sensible, sujeto a la espacialidad y a la
temporalidad, con la posibilidad de conocimiento por virtud del
entendimiento y sus categorías relacionales. Así se puede
aceder al conocimiento científico del mundo y establecer leyes
fenoménicas. Respecto de las cosas en sí, de lo que son en sí,

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independientemente de nuestra percepción, constituye un
impensable, un existente incognoscible. Nadie puede ver sin
ojos, tan sólo puede imaginarse un mundo sin la vida de la
subjetividad del mismo modo en que podemos fantasear sobre
el color originario de los objetos con la luz de los astros sin la
refracción de nuestro aparato óptico.

Decir Dios, Alma y Mundo, afirmar su realidad, es una ficción


razonable, ideas reguladoras, nos ayudan a sobrellevar una vida
en la que faltan las respuestas a sus principales enigmas. Desde
el punto de vista del conocimiento, a las preguntas absolutas les
corresponde respuestas del “ como si”, las entidades
mayúsculas que suponemos existentes no señalan una
posibilidad de existencia sino una necesidad por insuficiencia.

La razón cautiva de los límites de nuestra animalidad en el


mundo del conocimiento, vuela sin amarras en la instancia de la
razón práctica. Allí nuestra animalidad no determina por
completo nuestra subjetividad. Por medio de nuestra voluntad
podemos acceder a un reino en que la sensibilidad no nos limite,
para abrirnos así a la libertad, dimensión en la que la razón
dicta sus leyes más allá de las pasiones del cuerpo. No se trata
de controlar nuestro cuerpo y someterlo a una disciplina
religiosa o estoica. Toda doctrina derivada del ascetismo
persigue un fin egoísta, ya sea la felicidad o la salvación, y no
nos libera de las cadenas del egoísmo, Ninguna moral puede
establecerse sobre la base de contenidos del bien, ni de
sustancias éticas que tienden a distintas modalidades del placer
o del evitamiento del dolor. Tampoco se trata de poder, sino de
deber. Kant quiere desprenderse de la larga historia del espíritu
de renuncia que busca su cuerpo glorioso o su inmunidad ante
la fortuna. Su ascetismo deriva del espíritu de la reforma por la
que el hombre es pura conciencia frente a Dios. La Ley en la
religión judaica, y luego en la luterana, no tiene imagen que la
represente. Le queda, sí, la letra. Su mandamiento debe ser
obededido independientemente del temor al castigo, y de
cualquier ardid sugerido por el instinto de conservación ya sea
del alma o del cuerpo.

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La Ley se define por su forma y no por su contenido. No se trata
de una máxima ni de un mandamiento. La Ley tal cual lo enseña
la física y la ciencia tiene el peso de la necesidad. No es
contingente ni depende de las circunstancias.- Es universal, se
aplica para todos los casos, y crea una cadena de lazos
obligatorios anudados por una inexorable lógica. No tiene
excepciones. Un acto es moral en tanto sea legal, universal y
necesario.

El Bien no es una cualidad que se materializa en las personas


bondadosas. No nos referimos a ser buenos, la virtud reside en
ser rectos, correctos, imbuidos por la vigencia de la Ley. La
ventaja que nos da esta moral no es la de ser felices sino la de
ser dignos, moralmente dignos, capaces de vencer nuestras
inclinaciones y de liberarnos de la animalidad. La libertad es
obediencia a la ley, querer el deber, poner la voluntad en
función del imperativo categórico. Una moral concebida de este
modo mejora a la humanidad, porque es universal, condición
sine qua non de los tiempos modernos, en los que la igualdad se
compone en una misma partitura con la libertad, y por otro
lado porque evita la destrucción. Una aseveración moral que no
respeta el principio de no contradicción, se destruye a sí
misma, sólo puede cumplirse como inmoral o amoral,
estatuyendo un privilegio de casta y anulando la misma
existencia de la moral.

El sujeto debe decidirse por la Ley si pretende a la moralidad, y


esta decisión requiere un móvil, hay algo más que el deseo
de coherencia en la obediencia y en la elección moral. Existe un
cierto dolor en el obedecer, el freno puesto a nuestras
inclinaciones requiere un esfuerzo, una voluntad de servir
el ideal. Pero no son el temor ni la recompensa las pasiones que
deben guiar nuestra accionar. Existe un sentimiento especial, el
respeto, el menos pasional de los motivos, el más reflexivo, un
sentimiento moral por antonomasia, que ofrece el verdadero
sentir frente a la ley moral.

En los términos de la moral de autoridad, ya sea paterna o


escolar, el respeto es la condición por la que nunca se olvida el

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lugar que debe ocupar cada uno. Faltar el respeto no es sólo
desobedecer, sino haberse olvidado de que la ley existe. De ahí
que vivir con respeto, sentir respeto es no olvidar la existencia
de la Ley, recordarla siempre, tenerla bien alto en nuestra
conciencia, no necesitar de sus custodios para que rija e impere.

El respeto es el sentimiento más cercano a lo que Kant en la


Crítica del Juicio, llama sublime, ambos, el respeto y lo sublime,
tienen que ver con la admiración ante la majestuosidad.

La filosofía kantiana fue un golpe inesperado a la metafísica. Es


cierto que con los pensadores de la Ilustración, me refiero a los
franceses, Rousseau, Voltaire, Diderot, la dirección del
pensamiento tiende hacia lo político y lo pedagógico. Rousseau
fue junto a Hume – de quien Kant dijo que lo despertó de su
sueño dogmático – un filósofo que se alejaba de las
preocupaciones metafísicas del siglo XVII. Pero hasta Kant nadie
habia realizado la crítica de la metafísica, mostrado sus límites,
nadie hasta él intentó no renegar de la misma sino colocar los
fundamentos de una metafísica que rescata los descubrimientos
de la física, asume la crisis de la religiosidad, y le da un lugar al
absoluto en la falta de ser del hombre. Kant es un pensador de
la escisión.

La naturaleza humana es un dispositivo en el que las facultades


se vinculan formando distintos dibujos. En la razón pura domina
el entendimiento, en la práctica la razón, y en la estética es la
imaginación la que tensa sus propios límites. Su filosofía de la
finitud dio lugar a un pensamiento que puede tildarse de
trágico, aunque en realidad es melancólico. Esto quiere decir
que dado que el hombre es finito, y que no puede conocerlo
todo, ya que de alguna manera los dioses se han alejado y nos
han dejado con el pobre premio consuelo de hacer valer nuestra
necesidad de ellos, la humanidad cobijada en su docta
ignorancia, debe hallar el sentido de la vida en una búsqueda
infinita, ser rigurosa en la consecución de los fines morales, y
trasladar la universalidad de la ley a un nuevo humanismo
teórico. Hermenéutica y humanismo serán dos derivaciones
problemáticas de la filosofía kantiana.

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Después de Kant la historia de la filosofía prosigue con un
movimiento denso, prolífico, dominante, hasta hacer de
Alemania la luz de la discursividad filosófica. El Idealismo
filosófico alemán crea un nuevo sistema conceptual, un nuevo
lenguaje, y cobija además a quienes proclamarán el fin de la
filosofía, su trasmutación en otra cosa.

El siglo XIX es el último siglo en el que la filosofía aún inquieta


el espacio del saber, en el que no tiene que pedir autorización
para enunciarse ni debe disfrazarse para tener alguna
legitimidad. No debe llamarse epistemología, ni análisis del
discurso, ni arqueología del saber, ni metodología de la
investigación. Es filosofía, y tendrá nuevamente la pretensión de
constituirse en columna vertebral de un nuevo orden.

Dos temas concentrarán el interés de los filósofos de esta


época: la cultura y el Estado.

Debemos decir algo acerca del cambio del rol del filósofo en
Alemania. Los filósofos no llevaban a cabo por tradición su labor
en la universidad. Hubo épocas en que lo hicieron, como en el
medievo cuando se creó la universidad de París por el siglo XI,
es el caso de Abelardo a quien sin embargo se lo consideraba
teólogo. Después de siglos en que el filósofo trabajó en los
recintos eclesiásticos, en la naciente modernidad los círculos
cartesianos se movieron en el espacio cortesano, o en una
semiclandestinidad como en el caso de Spinoza.

Durante la Ilustración los filósofos siguieron trasladándose de un


país a otro, de una protección a la siguiente, de acuerdo a los
decretos de la censura, y recién en los comienzos del siglo XIX,
se crean en Alemania las universidades en los que tendrán su
cátedra y constituirán un núcleo prestigioso del naciente Estado
alemán. Esta última es la época del más prestigioso académico
de la filosofía de la época, me refiero a Hegel.

Schopenhauer

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Su contemporáneo, es Schopenhauer, un filósofo extraño,
distinto, por varios motivos. Por un lado por su origen.
Descendiente de una acaudalada familia de comerciantes, se
dedica a los negocios. Lo hace desde muy joven y luego de la
muerte del padre.

Protegido por una herencia que debe compartir con su madre, y


en menor medida con su hermana Adela, decide por su vocación
y deja el comercio. Por otro lado su extrema soledad. Mientras
su madre se convierte en una conocida escritora leída por miles
de lectores que seguían sus publicaciones sobre libros de viaje y
otras distracciones, Schopenhauer no era leído por nadie.

Escribe antes de los treinta años su obra principal, la


monumental El mundo como voluntad y representación, un
escrito que descansará en los sótanos hasta que a finales de su
vida, por los años cincuenta del siglo, su nombre comienza a
circular y adquiere cierta fama.

Su paso por la universidad es mínimo, un cuatrimestre. Una vez


doctorado, consigue, en parte gracias a Goethe, un puesto de
profesor en la misma universidad en donde lucía sus galardones
Hegel, profesor de doscientos alumnos inscriptos, mientras en el
aula vecina, Arturo Schopenhauer apenas conseguía atraer la
atención de cinco. Terminado su breve curso, al que llamó
“Totalidad de la filosofía como doctrina de la esencia del mundo
y del espíiritu humano”, ya no tuvo actividad pública y vivió
retirado gastando lo que le quedaba de su renta.

La soledad no amilanó al filósofo. La conservó siempre, sin


esposa ni hijos, y peleado con su madre. Era irritable, sarcástico
hasta lo insoportable, testarudo y desafiante. Pero su
aislamiento no sólo se debía a rasgos caracteriales sino a su
filosofía. Schopenhauer consideraba que el filósofo más
importante de su tiempo era Kant. Se consideró su discípulo. El
descubrimiento kantiano, su crítica a la metafísica tradicional, y
la afirmación de que el conocimiento derivaba de condiciones
subjetivas, todo el encuadre teórico que se despliega entre las

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críticas de la razón pura y práctica, fueron su punto de partida
para pensar el mundo.
La lectura que hace Schopenhauer de su maestro es uno de los
exotismos de la historia de la filosofía, y confirma, una vez más,
que las interpretaciones son el resultado del uso y abuso de las
fuentes, y, en este caso, de una deformación que permite el
nacimiento de un monstruo teórico. Es lo que Foucault llamaba
en El orden del discurso un absurdo, un sin sentido para la
época, una prosa no digerible, ideas ni siquiera refutables ya
que pertenecían a un código incomprensible, casi como si lo
hubiera armado un loco.

La voluntad es un concepto problemático en Kant. Aparece en


su filosofía moral con su inevitable dupla ilustrada, la libertad.
Tiene que ver con el querer, afecto inevitable para plasmar un
universo racional. Hay que querer a la razón, en un movimiento
en que la supremacìa de la lógica imperativa necesita de un
aspecto decisorio y de sentimientos lícitos, no patológicos, que
no reenvíen al sujeto a sí mismo al cadalso del egoísmo. La
voluntad nos remite a las acciones, no yace dormida antes del
acto, se muestra en la acción. El impulso arrastra el sentimiento
que la mueve desde el origen. La voluntad, el sentimiento de
respeto y la consiguiente libertad, son eslabones imprescindibles
para constituir al sujeto moral.

La voluntad es un concepto que Kant toma de Rousseau, entre


tantas otras en las que se inspiró. Es el acto por el cual cada
individuo entrega su soberanía al conjunto. Un acto colectivo,
unánime y simultáneo, que construye en un sólo gesto la
soberanía colectiva y la realidad de un pueblo libre.

Pero esta noción en Schopenhauer se vuelve irreconocible


respecto de sus ancestros ilustrados, deja de ser política o
moral, y se convierte en una entidad metafísica arropada en
trajes orientales, budistas. El aspecto representacional del
mundo es una consecuencia de la filosofía kantiana, para la que
la bipolaridad sujeto-objeto se diluye en la representación,
pantalla de lo real en la que se proyectan todas las percepciones
y los conceptos del entendimiento.

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Ignoro los caminos por los cuales el joven Schopenhauer accede
a la lectura de los Upanishads y de otros textos sacros de la
tradición hinduísta; en la hermosa y extraordinariamente bien
documentada biografía de Rüdiger Safranski hay alguna que
otra información al respecto. El filósofo encuentra en el budismo
la clave de su concepción del mundo, y construye un budismo a
la medida de su indignación. Es como si un colérico incontrolable
encontrara la justificación de su rabia en la doctrina de la
serenidad absoluta, que, por supuesto, Schopenhauer llama
Nirvana.

La representación siguiendo el léxico elegido, se denominará,


con frecuencia, “maya”, el velo de la ilusión que nos oculta lo
real divino. Este velo representacional nos constriñe al engaño
de nosotros mismos frente a una cosa en sí inalcanzable. Pero
esta cosa en sí que en Kant es un correlato desconocido para un
sujeto fenoménico, y que reaparece casi como un espejismo en
la libertad de la razón práctica, vuelve con Schopenhauer como
potencia metafísica, motor del mundo, fuerza incontrolable,
llamada voluntad.

La voluntad es la energía del universo que se manifiesta en el


espejo representacional. La voluntad es la rueda de Buda que
gira eternamente alrededor del eje de la ilusión. La voluntad es
el deseo que nos lleva buscar alivio en otros seres, y en nuevas
cosas, de nuestro dolor de existir. La insaciabilidad es nuestro
karma, el destino que hace y deshace nuestro ser.
Schopenhauer rinde culto a dos filósofos, a Platón y a Kant.
Desde ellos construye una concepción del mundo que desprecia
el cuerpo, percibe el mundo como una trampa, y ve a hombre
esclavo de sus propios deseos. Mientras la voluntad que rige el
cosmos a perpetuidad mueva a la humanidad en su conjunto y a
cada hombre en su individualidad, el dolor no cesará. La
reproducción sexual es la muestra más clara de la insaciabilidad
de la vida. La atracción sexual de los seres es la manifestación
de la voluntad que hace uso de nosotros para cumplir su
cometido. Somos esclavos en manos de la Fuerza del Destino
llamado voluntad. No hacemos más que satisfacer su voracidad.

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Nuestro dolor nutre su estómago, y nuestras energías son
succionadas por su plasma infinito.

La visión de Schopenhauer tiene algo de locura, amortiguada


por una erudición al menos novedosa para la época. El Nirvana
es la detención de la voluntad, es el freno, la contemplación de
la Idea en Platón, la beatitud spinozista pero esta vez ya no
derivada de la razon completa sino de una voluntad maniatada.

Contradicción a la vista: ¿ cómo hacer desde la voluntad activa


un estado de no voluntad? Las disciplinas orientales, el yoga, los
ascetismos de fakires, no configuraban una preceptiva atractiva
para un señor que gozaba de la buena mesa, de rentas bien
calculadas y de amantes ocasionales, además de su amada
Carolina, la corista que persiguió más de diez años.

Schopennhauer encontró la solución. Ya que el hombre no


puede ser un Santo, al menos la mayoría de los hombres no
pueden serlo, hay un camino que nos permite detener la rueda
de la voluntad sin renunciar del todo a los halagos de la
sensualidad. Es el Arte.

Las obras de arte irradian una belleza que nos detiene, que fija
nuestra voluntad en ellas, la congela en la contemplación de su
esplendor, y nos da de este modo una muestra del estado de
Nirvana y del apaciguamiento de los ciclos resurrectos del dolor.

Del arte, es la música la que mejor cumple su cometido porque


es la que menos cuerpo necesita, la que prescinde de la
representación y ofrece la esencia de la belleza, sólo hálito, lo
que está más cerca de alma.

Schopenhauer inicia una corriente en la filosofía alemana que


marca un surco que se hunde en lo más profundo con Nietzsche
y se dispersa en innumerables arroyos que van desde Freud a
Thomas Mann. Es el filósofo de los artistas, así como la otra
corriente, la de que se inicia con Hegel y llega a las más altas
cumbres con Marx, es la filosofía para lo políticos.

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Nietzsche
Nietzsche dice deberle todo a Schopenhauer. Lo afirma en los
comienzos de su carrera cuando apenas termina su tesis de
doctorado. La carrera de filología en la universidad de Basilea lo
había familiarizado con la cultura greco-latina. En realidad se
había convertido en pocos años en un erudito de la filosofía
griega. Pero sus inquietudes no eran las de un especialista.
Amante de la música, su verdadera vocación, su admiración por
Wagner, es la que lo pone en contacto con la filosofía
schopenhaureana.

La megalomanía de Wagner encontró con qué alimentarse con la


vindicación del arte y de la música del filósofo. En honor a su
maestro musical y a su adorado filósofo, Nietzsche escribe El
nacimiento de la tragedia y el espíritu de la música, en
donde Apolo y Diónisos restituyen la tensión entre la voluntad y
la representación del libro de Schopenhauer.

Nietzsche admira en el autor del El mundo c... su coraje para


pensar, lo que llama junto a él: “vivir peligrosamente”. También
la valentía para soportar la soledad. La majestuosidad que veía
en Schopenhauer, la misma que disfrutaba en los paisajes de la
antigüedad ante personajes de dimensión sacerdotal como
Heráclito, le hizo encontrar en la filosofía la talla y la
envergadura de un personaje posible en una Alemania
decadente, en la que sólo resplandecía el genio de Wagner.
Nietzsche le dedica uno de los ensayos de las Consideraciones
inactuales, el tercero, llamado Schopenhauer educador. La
reforma de la cultura es considerada tanto por Nietzsche como
por Wagner, la tarea más urgente para la construcción de una
nueva Alemania. El desprecio por el espíritu plebeyo, el
prolongado afrancesamiento de las cortes alemanas ya
anacrónico, la puesta en remojo del espíritu de libertad
napoleónico ante una avanzada patriótica desencadenada luego
de la caída del emperador, crea un manto deshilachado en un
país que intenta ser tal con la reunión de sus principados y la
constitución de un estado central.

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Por eso la importancia de la educación, que en el caso de
Nietzsche no se restringe a la universidad o al aparato escolar
en su conjunto, sino que debe convertir a toda la sociedad
alemana a un nuevo credo.
Wagner tiene el mismo plan, y lanza su consigna de la obra de
arte total por la que en los espectáculos operísticos se rescata la
visión que los alemanes académicos tenían de la
representaciones de las tragedias griegas. Congregación del
pueblo, escenas de la mitología, silencio sagrado ante lo
imponente de los personajes en escena. La conversión del
hombre por el arte.

Hasta ahí Schopenhauer guía los pasos de Nietzsche. Pero desde


el momento en que el discípulo comete parricidio, cuando el
Pater Seraficus es descalzado de sus botas reales y despojado
de su toga monacal, y queda un hombrecillo vanidoso, lleno de
acritud y ambiciones que cualquier filisteo puede tener, una vez
desenmascarado el orgullo de Wagner siempre flexible para los
rituales de servidumbre en las cortes de la nobleza, también
Schopenhauer cae de cabeza en el charco. Para Nietzsche, y lo
dirá en El Anticristo, la filosofía schopenhaureana no es un
filosofia de la voluntad sino del desgano, del hartazgo de la vida,
del “querer la nada”. Dormir.

Para Nietzsche la decadencia de Alemania es la del mismo


Occidente. Se debe a la acción del socratismo y del cristianismo.
El socratismo de Platón introdujo en nuestras conciencias la
moral, que poco tiene que aportar a la civilización a no ser un
puritanismo que subordina la vida a una espiritualidad que bajo
la máscara de la rectitud instala el odio y el resentimiento. Para
Sócrates el hombre que piensa bien se conduce bien, por lo
tanto el logos debe ser el administrador de la vida, todas las
fuerzas vitales se subordinarán a la temperancia, la moderación,
la prudencia, la sabiduría del pequeño hombre sin destino.

En todo caso tenía razón Schopenhauer cuando del equilibrio de


su admirado Kant parió el monstruo de la voluntad, pero no
pudo sostenerlo, y lo bañó en agua bendita, perfumes de un
oriente somnoliento que tan sólo sabe decir: no desear! Al

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hombre medido prefirió el hombre de los ojos en blanco y las
piernas cruzadas, no pudiendo más que idear un sistema de
monerías para escépticos.

Nietzsche una vez despachada la flosofía schopenhaureana


construye sus obras que varían en la medida que van
cambiando los blancos a los que apunta. Al tragicismo denso y
sombrío de Wagner le opondrá la liviandad de un positivismo a
la inglesa que le permite una buena dosis de humor mientras
vivía en Sorrento. Sus observaciones psicológicas son finas,
agudas, rápidas como pequeños sketchs amorales. Voltaire,
Bizet, la ópera italiana. Nietzsche se decide por el sol italiano y
la filosofía mediterránea.
Luego, en plena crisis de soledad y abandono entrega su
Zaratustra en nombre de los hombres sin prójimo, escritos
póstumos para una humanidad que no verá. Las imágenes
alucinantes aparecen en su pluma como grabados de Doré,
gigantomaquias bañadas en luz mítica.

Después el rigor, la lucidez del que escribe La genealogía de


la moral, el tratado de filosofía como política de la verdad, la
resolución material de los animismos que durante siglos han
espiritualizado la debilidad convirtiéndola en bondad, y a la
fuerza de vivir la han quebrantado con la mala conciencia.

El héroe de Nietzsche es Hefaístos, el herrero del submundo que


forja en la fragua el hierro del martillo y la azada. Así de macho
y potente. El artista en Nietzsche no es el organista ni el poeta
ni un tapicero. Puede ser cualquiera que adopte la actitud que
extrae de la debilidad su fuerza. En realidad, la dialéctica de la
fuerza y la fragilidad es la que Nietzsche analiza y descompone
en el tercer capítulo de la genealogía. El ideal ascético se opone
a la imagen del artista. Pero esta oposición se debe a la
capacidad de disimulo que tiene el hombre que se odia a sí
mismo, que castiga su cuerpo, que se nutre cada vez menos,
cuya abstinencia deviene total. Así esconde, dice, su voluntad
de poder. Los ascetas son atletas del espíritu que buscan
dominar con la imperturbabilidad.

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La voluntad de poder del artista no es como la del asceta, es
generosa, ingenua, derrochadora, báquica. Entrega obras, es
fecundo, no le teme a la pérdida del semen, se pierde en lo que
hace, no tiene el control de sí.
Nietzsche filtra la melancolía pegada a la concepción moderna
de la tragedia. El pasaje de Sigfrido a Parsifal confirma que
Wagner combinaba la heroicidad pagana con la redención
cristiana.

Interpretar la tragedia como el drama del hombre que está solo


y espera, en medio de una nada de la que se han alejado los
dioses, y cuyo consuelo es el de asumir esta soledad desde un
nuevo amor llamado Hombre, un humanismo del desconsuelo
que antropomorfiza el mundo en el que ve reflejada por todas
partes su imagen, no es tragedia, es melancolía. Narcisismo
triste, kantismo para el pueblo.

La tragedia según Nietzsche recupera su fondo mítico, sus


rituales pre-urbanos, la metamorfósis y los juegos de las
máscaras que le dieron su primera identidad, su fondo pagano
y festivo antes de su humanización dramática. Hay una alegría
de la soledad, una pasión en la expresión, un alarde de
fecundidad.

En las antípodas de Schopenhauer, el estado extático viene de


la creación de cosas y no de la contemplación anestesiada ante
la belleza del objeto. Nietzsche invierte la posición y se abraza a
Diónisos, es decir a la voluntad.

Dios ha muerto ha sido la insignia de Nietzsche. Su nihilismo no


es una postura cínica que se ríe de un mundo en cenizas. Por un
lado es una anticipación, por el otro un diagnóstico. En nuestro
mundo, que vemos cien años después de su muerte, aquel que
se ha visto durante una buena parte del siglo XX, es uno en el
que la ley kantiana de la universalidad de los valores, el
religioso de la trascendencia delegada en poderes eclesiásticos,
el de la razón hermanada al Bien, ha sido sustituído por un
campo de batalla en donde los ejes del bien y el del mal, son
esgrimidos por adversarios sucesivos y letales. Las nuevas

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cruzadas en nombre de monoteísmos armados, la técnica
nuclear, la genética reproductora de seres y conversora de
genomas, la política hermanada al poder financiero, no han
detenido al mundo, por el contrario, han acelerado los tiempos,
los han euforizado.

Lo que se ha llamado la metafìsica residual y el escepticismo


kantiano, el pesimismo de Schopenhauer y el nihilismo
nietzscheano, anuncian el crepúsculo de los ídolos, el fin de las
totalidades metafísicas y el reino de una voluntad de poder que
Nietzsche, postromántico aún imaginaba en el Arte, y no en la
tecnociencia.

En los inicios del siglo XIX, esta corriente filosófica proseguirá el


curso que acabamos de trazar pero no ocupará todo el espacio
filosófico. Por el contrario, el “mainstream”, el afluente más
caudaloso proviene de Hegel, quien subordinó la preocupación
filosófica a la construcción del Estado y de la Razón.

Hegel
La filosofìa de Hegel no deja nada afuera. Contra el
escepticismo, las escisiones kantianas, se propone mostrar que
hay un sentido de la historia universal. La dialectica que elabora
refleja el orden progresivo del mundo en la filosofìa
especulativa. La especulación debe sustituir a la crítica que todo
lo separa por un sistema que todo lo ordena según leyes de
oposición y reconciliación en formas cada vez más ricas en
determinaciones. Para eso hay que volver a empezar, retrazar el
curso del devenir histórico y exponer todo el sistema de
mediaciones que han llevado a ser lo que ha sido. De este modo
la conciencia inmediata se reconocerá en el despliegue de todas
sus figuras o momentos hasta tener plena conciencia de sí.

La tarea de la filosofìa es mostrar que la historia recuperada por


la memoria especulativa expone el proceso evolutivo que se
corona en un presente absoluto, con plena conciencia de sí,
plasmado en un Estado Universal. La obra de Hegel es
enciclopédica. En cada una de sus expresiones, desde la
fenomenología de la conciencia, la filosofìa de la historia, la

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filosofía del derecho, la estética, a la lógica, repite el mismo
trayecto. El conocimiento es restitución de lo que ha sido en
vistas a un resultado final. Es la memoria de la Razón que
recupera en la absoluta lucidez todos los senderos que han
llegado hasta ella.

La dialectica es un proceso de escisiones permanentes que se


vuelven a unir en una etapa superior. Puede ilustrársela como
un dibujo espiraleado que sigue un recorrido circular. Se vuelve
al punto de partida pero desde un nivel superior, más claro,
transparente, hasta una clausura final abrochada por el mismo
Hegel, el Napoleón del Espíritu.

Todas las filosofìas hasta aquel momento, las metafísicas


dogmáticas de Spinoza y Leibniz, los empirismos pedestres, la
crítica kantiana, han fracasado porque no han hecho más que
dividir para luego tratar de juntar lo que estaba dividido con
procedimientos abstractos, indeterminados, arbitrarios. No han
mostrado la “necesidad ” del proceso, del movimiento necesario
de totalización que sintetiza todas las antítesis de la cadena
temporal.

Cada eslabón se engarza con otro, tiene con él un punto de


intersección y deja sus puntas abiertas para que se engarce otro
nuevo. La cadena así se extiende hasta unir el primer eslabón
con el último.
Dios ha vuelto, pero no a la manera de las religiones ya sean de
la devoción o de la convicción, como decía Marx, sino en la
forma del concepto. Como Espiritu especulativo.

Hegel domina la escena filosófica de la primera mitad del siglo


XIX, reina en la universidad, su prestigio es enorme, crea
escuela, se multiplican sus discípulos. Los jóvenes hegelianos,
los hegelianos de izquierda, entre ellos, uno, quizás el mediador
más importante para el coloso que se viene, Ludwig Fuerbach,
fue quien puso realmente a Hegel sobre sus piés, y fundó el
humanismo filosófico de la modernidad.

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Ya no se trata de un humanismo trágico derivado de los límites
impuestos al conocimiento por la filosofìa kantiana, un
humanismo huérfano por el alejamiento de los dioses, sino de la
reapropiación por el hombre de lo que fue despojado, un
humanismo de conquista.

El proceso de enajenación o alienación que Hegel empleó para


diseñar la filosofìa especulativa y le recuperación de sus
momentos por el Espiritu absoluto, es vuelto a su raíz, el
hombre, quien es el verdaderamente despojado de sus atributos
por las entelequias divinas.

Fuerbach es el mayor exponente de la crítica a la religión entre


los hegelianos. De acuerdo a su filosofía desarrollada en La
esencia del cristianismo, el hombre puede llegar a ser un ser
completo, una vez que recupera aquello de lo que sido
enajenado, sus propiedades robadas por la religión que las ha
enviado al cielo.

Marx
El joven Marx en sus primeras obras, Crítica a la filosofìa del
derecho de Hegel, La cuestión judía, y, finalmente, Los
manuscritos económicos filosóficos y La ideología
alemana, pone a punto las consecuencias de la reversión
feuerbachiana, y profundiza la crítica.

Los jóvenes hegelianos tratan de desprenderse del idealismo


objetivo de su maestro que había proclamado el advenimiento
del Espíritu absoluto, pero lo hacían dentro de su misma tela de
araña. Marx es admonitorio. En sus primeros escritos nos
muestra a un pensador que hace de la burla, el escarnio, el
desprecio, del ridículo, sus mejores armas de estilista. Se ríe de
los filósofos a la alemana, se ríe de Alemania. Encuentra en la
prosa filosófica de Hegel un delirio espiritualista que no puede
llamar las cosas por su nombre y que no hace más que convertir
en cosas las fantasmagorías más intrincadas. El Espíritu
Absoluto que nos mueve con sus hilos de titiritero en la escena
de una razón astuta, es el colmo de la decadencia alemana.
Muestra a una sociedad atrasada que vive de anhelos perimidos,

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que no ha conocido revoluciones políticas como los franceses,
que no sólo no ha tenido a Napoleón sino que ha sido humillada
por él, que está a años luz de la transformación que lleva a cabo
el laboratorio industrial que marca con su sello la identidad del
siglo, la potencia británica, y que a falta de realidad, vive
anacronismos, espiritualidades compensatorias que aún se
nutren de ilusiones de pequeño condado.

Grandes palabrotas para inmensas ideas que no se refieren a


nada llenan las páginas de la miseria de la filosofía. El estilo de
Marx como el de Nietzsche ha modificado radicalmente a la
filosofìa. Inaugura la prosa polémica de nuestros días. No tiene
parentezco. Se le pueden encontrar resonancias, pero su modo
de expresión tiene la incisión y la premura de las urgencias
contemporáneas.

Luego, sí, Marx en sus obras mayores, en su crítica a la


economía política, en El capital, lleva a sus extremos una
forma de exposición analítica en la que muchos marxistas han
querido ver reflejada la dialéctica de Hegel, y que posiblemente
sea mucho más novedoso que un mero duplicado materialista.

Lejos está Marx de pensar que la historia universal es un lento


proceso de memorizaciòn absoluta en el que la razón recupera
su devenir. La lucha de clases en Marx y el proceso de
constitución de los modos de producción muestra el juego
fetichista del encubrimiento de formas, elabora el modelo de los
procesos de transformación que dan lugar a la superficie en la
que aparecen los fenómenos y las categorías sociales, y, por
estos procedimientos teóricos que explican los mecanismos
estructurales de la ilusión social - el creer que el salario paga el
trabajo entregado, o que la ganancia resulta de un excedente
arbitrario - está en todo caso más cerca de Spinoza y Kant que
de Hegel.

Ambos habían mostrado que el entendimiento que nos permitía


conocer los verdaderos mecanismos de la constitución de las
ilusiones perceptivas no eliminaban su repetición, pero al menos

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nos permitían conocer sus causas. El racionalismo no es
terminal como en Hegel, sino funcional y crítico.

Dice Marx que la conciencia se determina por sus condiciones de


existencia, determinación compleja, ni es mecánica, de un modo
lineal, ni dialéctica en tanto concepción de lo negativo. Ésta
última no es un método que puede extraerse puro una vez rota
la cascara hegeliana. Le pertenece a la filosofìa especulativa, la
negación dialéctica es parte indisoluble de la filosofía hegeliana.

Termino.
En un pequeño escrito de Michel Foucault, que está en el
primer tomo de sus Dichos y escritos, “ Marx, Nietzsche y
Freud”, dice que estos tres colosos del pensamiento moderno
han inaugurado un nuevo modo de interpretar los signos que
nos rodean. Ya no es la Ley aquello que hay que interpretar,
sino es a la misma interpretación. No hay palabra primera, ni
origen semántico, ni tierra virginal alguna, siempre nos
encontramos con una interpretación, una segunda versión. Ellos
tres muestran - acompañados inevitablemente por el verdadero
Sr K, quien ante las puertas de la Ley siempre se encuentra con
un custodio, que se topa con un bedel cuando busca en vano al
juez que nunca sentencia para poder dar por terminado un
proceso infinito, o sólo percibe un aparato de tortura de un
dispositivo de justicia que actúa según la inexorabilidad de la
burocracia, entonces, Kafka - que las interpretaciones están
atravesadas por líneas de fuerza que colisionan entre sí. La
lucha de las interpretaciones que tratan de imponer su sentido.

Las ideologías en pugna, el significado de la batalla impuesto


por la fuerza del victorioso, todo el sistema de resistencias,
ciudadelas encubridoras, y sobredeterminación de sentidos, en
Marx, Nietzsche y Freud, inauguraron un horizonte
problemático que dibujó el umbral de nuestro modo de pensar.

Transcripción de la última clase de Filosofía en la


Facultad Libre de Rosario. (Juilio 2006)
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