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Actividad 1
Fecha límite de entrega: 01/Mayo/2020
La actividad del pensar es la que crea el objeto como objeto pensado. No es, pues, que el
objeto sea, exista, y luego llegue a ser pensado (que esto sería el residuo de realismo aún
palpitante en Descartes, en los ingleses y en Leibniz) sino que la tesis fundamental de Kant
estriba en esto: en que objeto pensado no significa objeto de primero es y que luego es
pensado, sino objeto que es objeto porque es pensado; y el acto de pensarlo es al mismo
tiempo el acto de objetivarlo, de concebirlo como objeto y darle la cualidad de objeto. Y
del mismo modo, en el otro extremo de la polaridad del pensamiento, en el extremo del
sujeto, no es que el sujeto sea primero y por ser sea sujeto pensante. Éste es el error de
Descartes. Descartes cree que tiene de sí una intuición, la intuición de la substancia, uno
de cuyos atributos es el pensar. Pero Kant muestra muy bien que el sujeto, la substancia,
es también un producto del pensamiento. De modo que el sujeto pensante no es primero
sujeto y luego pensante, sino que es sujeto en la correlación del conocimiento, porque
piensa, y en tanto y en cuanto que piensa. De esta manera Kant consigue eliminar
totalmente el último vestigio de “cosa en sí”, vestigio de realismo que aún perduraba en
los intentos de la metafísica idealista de los siglos XVII y XVIII.
Pero al mismo tiempo que Kant remata y perfecciones el pensamiento idealista, introduce
en este pensamiento algunos gérmenes que vamos a ver desenvolverse y dilatarse en la
filosofía que sucede a Kant. Esos gérmenes son principalmente dos: primero, esa “cosa en
sí” que Kant ha logrado eliminar en la relación de conocimiento, esa cosa “en sí”, si nos
fijamos bien en lo que significa, encontramos que su sentido es el de satisfacer el afán de
unidad, el afán de incondicionalidad que el hombre, que la razón humana siente. Si en
efecto el acto de conocer consiste en poner una relación, una correlación entre el sujeto
pensante y el objeto pensado, resulta que todo acto auténtico de conocer está
irremediablemente condenado a estar sometido a condiciones; es decir, que todo acto de
conocimiento conoce, en efecto; una relación; pero esa relación, puesto que lo es, puesto
que es relación, plantea inmediatamente nuevos problemas, que se resuelven
inmediatamente también mediante el establecimiento de una nueva relación; y en esto de
anudar relaciones, de determinar causas y efectos, que a su vez son causas de otros
efectos y que a su vez son efectos de otras causas; en esta determinación de una red de
relaciones, el afán cognoscitivo del hombre no descansa. Y ¿por qué no descansa? Porque
no se hallará satisfecho sino cuando logre un objeto pensado, un objeto que luego de
conocido, no le plantee nuevos problemas, sino que tenga en sí la razón integral de su
propio ser y esencia y de todo cuanto de él se derive. Este afán de incondicionalidad, o
afán de “absoluto”, no se satisface con la ciencia positivas; la cual no nos de más que
contestaciones parciales, fragmentarias o relativas, mientras que lo que anhelamos es un
conocimiento absoluto, esa “cosa en sí” que ingenuamente creen los realistas captar por
medio del concepto aplicado a la substancia.
Pero ese afán de “absoluto”, aunque no puede ser satisfecho por la progresividad
relativizante del conocimiento humano, representa, sin embargo, una necesidad del
conocimiento. El conocimiento aspira hacia él; y entonces, ese absoluto incondicionado se
convierte para Kant en el ideal del conocimiento, en el término al cual el conocimiento
propende, hacia el cual se dirige o como Kant decía también: en el ideal regulativo del
conocimiento, que imprime al conocimiento un movimiento siempre hacia adelante. Ese
ideal del conocimiento, el conocimiento no puede alcanzarlo. Sucede que cada vez que el
hombre aumenta su conocimiento y cree que va a llegar al absoluto conocimiento, ese
encuentra con nuevos problemas y no llega nunca a ese absoluto. Pero ese absoluto, como
un ideal al cual se aspira, es el que da columna vertebral y estructura formal a todo el acto
continuo del conocimiento.
Esta idea novísima en la filosofía (que podríamos expresar diciendo: que lo absoluto en
Kant deja de ser actual para convertirse en potencial) es la que cambia por completo la faz
del conocimiento científico human; porque entonces, el conocimiento científico resulta
ahora no un acto único, sino una serie escalonada y eslabonada de actos, susceptibles de
completarse unos por otros, y por consiguiente susceptibles de progresar, de progreso.
Esta primera idea es, pues, en Kant, fundamental, muy importante.
Y así, los filósofos que suceden a Kant se diferencian de Kant, de una manera radical y se
asemejan a Kant de una manera perfecta. Se diferencian radicalmente de él en su punto
de partida. Kant había tomado como punto de partida de la filosofía la meditación sobre la
ciencia fisicomatemática, ahí existente, como un hecho; y también la meditación sobre la
conciencia moral, que también es otro hecho, o, como Kant dice, “factum”, hecho de la
razón práctica. Pero, los filósofos que siguen a Kant abandonan ese punto de partida de
Kant; ya no toman como punto de partida el conocimiento y la moral, sino que toman
como punto de partida lo “absoluto”. Ese algo absoluto e incondicionado es lo que da
sentido y progresividad al conocimiento, y lo que fundamenta la validez de los juicios
morales. Pero al mismo tiempo, digo que se asemejan a Kant; porque de Kant han tomado
este nuevo punto de partida. Lo que para Kant era una transformación de la metafísica
antigua en una metafísica ideal, es para ellos, ahora, propiamente, la primera piedra sobre
la cual tiene que edificar su sistema. Y así, si me permiten ustedes el esfuerzo
arriesgadísimo, aventuradísimo, de reducir a un esquema claro lo que hay de común en los
tres grandes filósofos que suceden a Kant –Fichte, Schelling y Hegel– yo me atrevería
audazmente a bosquejarles a ustedes el esquema siguiente.
Segundo, también común a los tres grandes pensadores que siguen a Kant, la idea de que
ese absoluto, ese ser absoluto, que han tomado como punto de partida, es de índole
espiritual. Es pensamiento, o bien acción, o bien razón, o bien espíritu. Es decir, que estos
tres grandes pensadores consideran y conciben ese absoluto bajo una u otra especie, pero
siempre bajo una especie espiritual; ninguno de ellos lo concibe bajo una especie material;
ninguno de ellos con concibe materialísticamente.
En tercer lugar, los tres consideran también que ese absoluto, que es de carácter y de
consistencia espiritual, se manifiesta, se fenomenaliza, se expande en el tiempo y en el
espacio, se explicita poco a poco en una serie de trámites, sistemáticamente enlazados; de
modo que ese absoluto, que tomado en su totalidad es eterno, fuera del tiempo, fuera del
espacio, y constituye la esencia misma del ser, se tiende –por decirlo así– en el tiempo y en
el espacio. Su manifestación da de sí, de su seno, formas manifestativas de su propia
esencia; y todas esas formas manifestativas de su propia esencia fundamental constituyen
lo que nosotros llamamos el mundo, la historia, los productos de la humanidad, el hombre
mismo.
Por último, en cuarto lugar, también es común a estos grandes filósofos sucesores de Kant,
el método filosófico que van a seguir y que va a consistir para los tres, en una primera
operación filosófica que ellos llaman intuición intelectual, la cual está destinada,
encaminada a aprehender directamente la esencia de ese absoluto intemporal, la esencia
de esa incondicionalidad; y después de esta operación de intuición intelectual, que capta y
aprehende lo que el absoluto es, viene una operación discursiva, sistemática y deductiva,
que consiste en explicitar, a los ojos del lector, los diferentes trámites mediante los cuales
ese absoluto intemporal y eterno se manifiesta sucesivamente en formas varias y diversas
en el mundo, en la naturaleza, en la historia.
Todos estos caracteres, que digo que son comunes a los tres grandes filósofos que suceden
a Kant, los ven ustedes perfectamente influido o derivados por esa transformación que
Kant ha hecho en el problema de la metafísica. Kant ha dado al problema de la metafísica
la transformación siguiente: la metafísica buscaba lo que es y existe “en sí”. Ahora bien;
para el pensamiento científico nada es ni existe en sí, porque todo es objeto de
conocimiento, objeto pensado para un sujeto pensante. Pero eso que buscaba la
metafísica y que no es en sí, ni existe en sí, es sin embargo una idea regulativa para el
conocimiento discursivo del hombre: las matemáticas, la física, la química, la historia
natural. Y esa idea regulativa representa lo contrario de los objetos del conocimiento
concreto. Si los objetos de conocimiento concreto son relativos, correlativos al sujeto, esa
otra idea regulativa, representa lo absoluto, lo completo, lo total, lo que no tiene
condición alguna, lo que no necesita condición. De aquí arrancan, entonces, los sucesores
de Kant. De este absoluto es de lo que ellos partes, en vez de ser, como Kant, a lo que se
llega.
También Schelling parte de lo absoluto, lo mismo que Fichte; pero si lo absoluto para
Fichte era el yo activo, para Schelling lo absoluto es la armonía, la identidad, la unidad
sintética de los contrarios, aquella unidad total que identifica en un seno materno, en lo
que llamaba Goethe las protoformas, o en la traducción de una palabra griega “las
madres” (conceptos madres). Lo absoluto para Schelling es la unidad viviente, espiritual,
dentro de la cual están como en germen todas las diversidades que conocemos en el
mundo. Y así esa unidad viviente se pone primero, se afirma primero como identidad.
Entre todo cuanto es y cuanto existe hay para Schelling una fundamental identidad; todo
es uno y lo mismo; todas las cosas, por diferentes que parezcan, vistas desde un cierto
punto, vienen a fundirse en la matriz idéntica de todo ser, que es lo absoluto.
Schelling tiene una visión extraordinariamente aguda para todos aquellos fenómenos
naturales, como son los fenómenos de la vida, de los animales, de las plantas, que
patentemente son fenómenos en donde la naturaleza está maridada, casada, unida con
algún elemento viviente, trepidante y espiritual. Pero también fuera de la naturaleza vive,
en la naturaleza inerte, inorgánica, encuentra Schelling los vestigios del espíritu, como en
esas magníficas reflexiones que hace, sublimemente escritas, con una belleza de lenguaje
extraordinaria; esas magníficas reflexiones que hace sobre la cristalización de los cuerpos,
en donde muestra que un cuerpo, por pequeño que sea, que se cristalice, por ejemplo en
exaedro, lleva dentro de sí la forma exaedro; por peque que sea, un átomo de cuerpo que
cristalice en exaedro, si se machaca y se toma la más mínima partícula es también un
exaedro. Tiene pues, alma de exaedro. Hay un espíritu hexaédrico dentro de él. Esa fusión
o identificación está en todas las diversificaciones de la naturaleza y del espíritu. y en
cualquiera de las formas, y en cualquiera de los objetos y en cualquiera de las cosas
concretas que tomamos vemos y encontraremos la identidad profunda del lo absoluto.
Pues, si tomamos ahora a Hegel, nos encontraremos con un tercer tipo humano
completamente distinto de los dos anteriores. Si Fichte fue un hombre de acción moral, un
apóstol; si Schelling fue un delicado artista, Hegel es el prototipo del intelectual puro, el
prototipo del hombre lógico, el pensador racional, frío. Cuando era estudiante, sus
compañeros le llamaban “el viejo”. Porque realmente era viejo antes de tiempo y fue,
toda su vida “el viejo”.
Pensad un momento en lo que significa razonar en lo que quiere decir pensar. Razonar,
pensar, consiste en proponer una explicación, en excogitar un concepto, en formular
mentalmente una tesis, una afirmación; pero, a partir de ese instante, empezar a
encontrarle defectos a esa afirmación, a ponerle objeciones, a oponerse a ella. ¿Mediante
qué? Mediante otra afirmación igualmente racional, pero antitética de la anterior,
contradictoria de la anterior.
Por consiguiente, de esa razón que es lo absoluto, mediante un estudio de sus trámites
internos –que llama Hegel lógica, dándole a la palabra un sentido hasta entonces no
habitual– mediante el estudio de la lógica, o sea de los trámites que la razón requiere al
desenvolverse, al explicitarse ella misma, la razón va realizando sus razones, va realizando
sus tesis, luego las antítesis, luego otra síntesis superior; y así la razón misma va creando
su propio fenómeno, va manifestándose en las formas materiales, en las formas
matemáticas que lo más elemental de la razón, en las formas causales, que son lo más
elemental de la física, en las formas finales que son las formas de los seres vivientes y
luego en las formas intelectuales, psicológicas, en el hombre, en la historia.
Así, todo cuanto es, todo cuanto ha sido, todo cuando será no es sino la fenomenalización,
la realización sucesiva y progresiva de gérmenes racionales, que están todos en la razón
absoluta.
Todos estos filósofos han partido de lo absoluto. No han partido de datos concretos de la
experiencia, ni tampoco el hecho de la ciencia fisicomatemática, ni del hecho de la
conciencia moral, sino que han partido de lo absoluto, intuido intelectualmente y
desenvuelto luego sistemática y constructivamente en esos magníficos abanicos de los
sistemas, que se despliegan ante el lector, deslumbrándolo con la belleza extraordinaria
de su deducción trascendental.
Llenaron estos hombres la filosofía de la primera mitad del siglo XIX. Pero estos hombres
habían exagerado un poco. Su error consistió en que se separaron demasiadamente de las
vías que seguía el conocimiento científico; se apartaron demasiado de ellas; no las
tuvieron en cuenta ni como punto de partida ni como punto de llegada. Se empeñaron en
que su deducción trascendental, esa construcción sistemática que partía de lo absoluto,
comprendiera, también, en su seno, la ciencia de su tiempo. Y así se fue labrando, poco a
poco, un abismo entre la filosofía y la ciencia. La filosofía, apartándose de la ciencia, y la
ciencia, desviándose, apartándose también de la filosofía. Y ¿qué resultó de todo esto?
Que a mediados del siglo XIX, esa ruptura, ese abismo entre la ciencia y la filosofía era tan
grande, que trajo consigo un espíritu de hostilidad, de recelo y de amargo apartamiento
con respecto a la filosofía. Sobrevino el espíritu que llamaríamos positivista.»
[García Morente, Manuel: Lecciones preliminares de filosofía. Buenos Aires: Losada, 1967, p. 327-
337]