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Copyright 1985 Editorial Cartago, Argentina.


Editorial Letras, S. A. México.
Diseño de Portada a cargo del
Maestro Alfredo de la Rosa

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M. SIDOROV

CÓMO EL HOMBRE
LLEGÓ A PENSAR

Editorial Cartago Editorial Letras S.A.


Argentina México

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LO MÁS VALIOSO

¡El hombre! ¡Qué ser maravilloso! ¡Cuántas veces lo hemos


oído decir! Y con frecuencia hemos pensado: ¿qué es el hom-
bre? ¿Cómo es? ¿Cómo puede y debe ser?
El hombre posee muchas cualidades extraordinarias que lo
enaltecen: belleza y fuerza, valor y bondad, sentido de cama-
radería y pasión por el trabajo. Pero si se preguntara qué des-
taca al hombre del mundo que lo rodea, muchos, por cierto,
darían una sola respuesta: el raciocinio. Y no se equivocarían.
El raciocinio es el don más preciado que posee el hombre. No
por casualidad Carlos Linneo, al clasificar los reinos de la
naturaleza, asignó un lugar especial al hombre contemporáneo
y dio a todo el género humano la denominación de Homo sa-
piens (hombre racional).
Con su pensamiento y su sensibilidad percibe la belleza; si-
guiendo los dictados de la razón adquiere fuerza; mediante el
pensamiento evalúa a otras personas y educa en sí mismo no-
bles cualidades; y tomando como guía las ideas progresistas, el
hombre lucha por conseguir una sociedad más perfecta, lu-
minosa y racional.
Dice un antiguo proverbio: “Cuando Dios quiere castigar a un
hombre lo priva de la razón”. Tanto significa ésta en la vida del
hombre que en el pasado se creía de buena fe que la razón es la
base de todo lo existente.
¿Es así? ¿Y qué es en realidad la razón? En primer lugar ¿cómo
llegó el hombre a tener raciocinio? Hace ya mucho tiempo que
el hombre se plantea estas preguntas; por eso iniciamos nuestro
relato con un poco de historia

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UN POCO DE HISTORIA

La historia de la filosofía muestra que en el pasado se dieron


dos respuestas distintas a la pregunta de cuál es el origen del
pensamiento.
Primera: el pensamiento, el raciocinio, es un don de la natura-
leza. Ésta ha premiado a su creación suprema, el hombre, con
una cualidad especial que lo destaca del mundo animal y lo
hace superior a todos los seres vivientes.
Segunda: el pensamiento, el racioci-
nio, es lo que distingue al hombre de
la naturaleza; tal cualidad es eviden-
temente sobrenatural y le fue otor-
gada por una fuerza también sobre-
natural: Dios.
La primera respuesta provenía de los
filósofos materialistas. En la segunda
insistían e insisten los defensores del
idealismo y de la religión. No vamos
a ocuparnos aquí de la tesis “el pen-
samiento nos fue dado por Dios”, ya
que es evidente su carácter anticien-
tífico. Procuraremos familiarizarnos
con una de las teorías materialistas
sobre el origen de la conciencia,
desarrollada por los filósofos pre-
marxistas.
Los materialistas consideran que la
conciencia del hombre, sus sensaciones, sus percepciones y su
pensamiento son un reflejo del mundo exterior. Las sensacio-
nes son los canales principales por donde penetran en la con-

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ciencia las influencias del mundo exterior. Las sensaciones,
ante todo, vinculan al hombre con la realidad; gracias a ellas
éste puede conocer la naturaleza.
Sentido, sensación, es en latín sensus, de ahí la denominación
de sensualismo. El más destacado representante del sensua-
lismo materialista fue el filósofo inglés John Locke. Pero,
como ejemplo, examinaremos los puntos de vista de uno de sus
discípulos, el filósofo francés Étienne Bonnot de Condillac.
En 1754 se publicó su trabajo Tratado de las sensaciones,
donde se exponen con claridad las concepciones de los mate-
rialistas sensualistas. Condillac suponía, muy acertadamente,
que ante todo correspondía descubrir cómo se forman el pen-
samiento y todas las fuerzas espirituales del hombre. Para ello,
decía, “debemos comenzar a observarnos desde las primeras
sensaciones que experimentamos; debemos descubrir la causa
de nuestras primeras operaciones mentales, llegar hasta la
fuente de nuestras ideas, mostrar su origen y observarlas hasta
los límites que nos ha fijado la naturaleza; en una palabra,
como se expresa Bacon,[1] debemos reconstruir todo el racio-
cinio humano”.
De manera que el problema es claro. ¿Pero cómo puede ser
resuelto? A primera vista, parece que lo más sencillo es recurrir
a la auto-observación. Pero Condillac señala que el hombre
nada recuerda de los primeros meses y ni siquiera de los pri-
meros años de su vida, es decir, de la etapa inicial de la for-
mación de su pensamiento, de su conciencia. Y entonces, para
salvar las dificultades, Condillac sugiere recurrir a una original
hipótesis: como modelo del proceso de surgimiento del pen-
samiento nos presenta la estatua que cobra vida:

1 Francisco Bacon (1561-1626), célebre filósofo materialista inglés que


luchó intensamente por la ciencia, por un enfoque materialista y avanzado
de la naturaleza, contra el Dredominio del escolasticismo y la Iglesia.

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La estatua que cobra vida

Imaginémonos, dice Condillac, una estatua que, tanto por sus


dimensiones como por su estructura interna, sea semejante al
hombre. Pero no hay en ella pensamientos, sufrimientos ni
sensaciones de ninguna clase. Es un modelo muerto de un
hombre vivo. Ahora imaginemos que en esa estatua ha surgido
algún sentido (Condillac comienza por el olfato).
¿Cómo percibirá el mundo la
estatua cuando posee un solo
sentido?, ¿cómo cambiará su
representación del mundo si al
sentido que ya posee le agre-
gamos gradualmente otros: el
oído, la vista, el tacto? Condil-
lac previene especialmente a
los lectores que no atribuyan al
mundo espiritual de la estatua
que cobra vida ninguna de las
formas de pensamiento co-
rrientes en el hombre adulto,
pero complejas y que sólo aparecen posteriormente.
Ya al plantear el problema se nos revelan los rasgos caracte-
rísticos de la teoría del conocimiento correspondiente al mate-
rialismo premarxista. Los materialistas sensualistas imagina-
ban la conciencia del hombre como una tabla rasa, en la cual la
naturaleza va grabando las distintas imágenes. La conciencia o,
como se decía generalmente, el alma del hombre, sólo puede
percibirlas y combinarlas de distinta manera. La tesis más
importante de esta teoría es que la percepción pasiva del
mundo exterior basta y sobra para conocer la naturaleza. En
cuanto a la capacidad de operar con las imágenes ideales, ésta
se presuponía dada desde un principio. El alma dispone inme-
diatamente de los medios indispensables para la actividad
mental. Ni siquiera se preguntaban cuál era el origen de esos

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medios ni cómo se formaban.
¿Cómo imaginaba Condillac el proceso de desarrollo de la
conciencia en su hipotética estatua? „„El principio que deter-
mina el desarrollo de sus facultades —dice— es muy sencillo:
está contenido en las sensaciones mismas; en efecto, como
todas las sensaciones son forzosamente agradables o desagra-
dables, la estatua tiene interés en experimentar las primeras y
evitar las segundas. Fácil es admitir que este interés resulta
suficiente para poner en funcionamiento el raciocinio y la
voluntad. El juicio, la reflexión, el deseo, las pasiones, etc., no
son más que distintas trasformaciones de las sensaciones”.
Al exponer su teoría, Condillac asegura que la mayoría de los
sentidos no dan al ser que los posee la posibilidad de juzgar
sobre la existencia real de los objetos exteriores. Además del
olfato, esto concierne también al oído, la vista y el gusto.
Condillac no cuestiona la existencia real de los cuerpos, obje-
tos y fenómenos, pero considera que para tener plena con-
ciencia de que ellos se encuentran fuera del sujeto, los sentidos
antes mencionados son insuficientes. “Para obligar a este
hombre a pensar que existen los cuerpos —escribe— hacen
falta tres cosas: primero, que sus miembros puedan moverse;
segundo, que su mano, órgano fundamental del tacto, lo palpe a
él y también todo lo que lo rodea; y tercero, que entre las sen-
saciones que experimenta su mano exista una sensación que
necesariamente represente los cuerpos”.
Por consiguiente, sólo el tacto nos da testimonio de que los
objetos existen fuera de nosotros. Él enseña al hombre a remitir
todas sus impresiones al exterior, a reconocer que sus sensa-
ciones no son estados internos del organismo, sino resultado de
la influencia de los cuerpos exteriores y de sus distintas cua-
lidades sobre los órganos de los sentidos. Por eso Condillac
define un cuerpo diciendo que es el conjunto de cualidades que
captamos con los órganos de los sentidos cuando percibimos el
objeto.

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Denomina ideas a todas las percepciones referidas al mundo
exterior, y las clasifica en sensoriales e intelectuales. Las pri-
meras representan los objetos que percibimos directamente.
Las segundas se fijan en nuestra memoria, y podemos operar
con ellas aunque los objetos ya no se encuentren delante de
nosotros. Como conclusión formula las tesis que, a su entender,
ya ha demostrado: “...todos nuestros conocimientos provienen
de los sentidos [...]. Nuestros conocimientos y pasiones no son
más que el resultado de las satisfacciones y los padecimientos
que acompañan a las impresiones sensoriales". Las sensacio-
nes, los sentidos, son el principio y fin del sensualismo de
Condillac. El pensamiento no da, y por principio tampoco
puede dar, nada nuevo en comparación con lo que aportan las
sensaciones.
El gran mérito de los materialistas de ese periodo es haber
admitido que las sensaciones son la fuente del conocimiento de
la naturaleza y que la propia naturaleza constituye la base sobre
la cual se desarrollan el hombre y su pensamiento. Esos mate-
rialistas lucharon denodadamente contra la religión y la Iglesia,
combatiendo la doctrina religiosa de que el hombre debe a Dios
el alma y la conciencia. Pero el hombre seguía siendo para ellos
un individuo aislado, que solo, por sus propios medios, va
conociendo la naturaleza, y que no necesita para lograrlo el
concurso de otros individuos, ni operaciones especiales que
aseguren el desarrollo de su conocimiento. Basta que abra
usted los ojos, se ponga a escuchar, a palpar y a oler para que
conozca el mundo que lo rodea; y en contacto con este mundo,
al margen de la sociedad, se desarrollará en usted la conciencia
y el pensamiento. La estatua de Condillac no necesitaba vivir
en sociedad con otras estatuas para trasformarse en hombre.
Paul Holbach, filósofo francés, enunció un principio en el que
está contenida la tesis fundamental de los materialistas pre-
marxistas: “El hombre es obra de la naturaleza”. Su capacidad
de pensar proviene de la naturaleza y bajo la influencia de ésta
se desarrolla esa facultad. Por consiguiente, si el hombre no

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muere en su tierna infancia, si el niño crece, se trasforma en un
hombre con todas las peculiaridades y facultades propias del
ser humano. Siempre fue así. En todos los tiempos los niños
han crecido hasta llegar a ser seres racionales, que piensan y
hablan, salvo que algún defecto innato o las secuelas de una
enfermedad se lo impidieran. La experiencia diaria demuestra
que es así.
El lector sin duda habrá notado que esta teoría es absoluta-
mente convencional, que no se aportan datos científicos para
fundamentarla. Pero no corresponde culpar a los autores de la
hipótesis sobre el origen natural del pensamiento por no haber
mencionado en sus trabajos los datos correspondientes, ya que
por entonces tales datos simplemente no existían. Como las
únicas ciencias que habían alcanzado cierto desarrollo eran la
matemática y la mecánica, para enunciar teorías acerca de las
formas complejas de la actividad psíquica, debía suplirse la
insuficiencia de conocimientos positivos sólo con la observa-
ción personal y el talento del investigador. De manera que los
filósofos materialistas no tenían más recurso que depositar su
fe en la omnipotencia de la naturaleza, y esa fe quedaba con-
firmada, si no en todos los casos, al menos en la gran mayoría
de ellos.
No obstante, en las argumentaciones sobre el origen y desa-
rrollo puramente naturales del pensamiento, como también en
las referencias a la experiencia cotidiana que confirmaría tales
argumentos, se omite un aspecto al que aún no hemos prestado
atención. Y es el hecho de que, habitualmente, el niño no crece
en medio de la naturaleza como tal, sino entre otras personas
que le dan de beber, de comer, lo visten, y también le enseñan y
lo educan. La simple comparación de niños educados en dis-
tintas condiciones y que, debido a ello, difieren notablemente
unos de otros en cuanto al grado de desarrollo, nos sugiere la
idea de que el medio social y las personas entre las cuales crece
y se forma el individuo desempeñan un papel importantísimo
en su desarrollo. De aquí surge el siguiente interrogante: ¿en

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qué medida influyen en la formación del hombre y, más con-
cretamente, en la formación del niño, los factores naturales por
un lado y los sociales por otro? Para ponerlo en claro sería ideal
poder realizar un experimento, como resultado del cual obtu-
viéramos un hombre criado en medio de la naturaleza, pero. ..
(y este “pero” es el quid de la cuestión) sin influencia alguna de
otros seres humanos. En apariencia, la condición impuesta por
nuestro “pero” excluye por principio la posibilidad del expe-
rimento: un recién nacido abandonado a la naturaleza sin nadie
que cuide de él, sobre todo, que lo alimente, perecería sin re-
medio. Es claro que podemos figurarnos que no lo cuidarán
personas, sino fieras. Pero una cosa es el principio general y
otra el hecho real. Aquí nos parece oportuno relatar al lector la

Historia de dos niños que crecieron


en medio de fieras

Sucedió en el año 1920. Un grupito de personas viajaba por


regiones apartadas de la India, donde las escasas poblaciones
se hallan diseminadas en medio de la jungla. Uno de los via-
jeros era un hombre de apellido Singj, misionero y director de
un asilo de niños, que visitaba regularmente las aldeas de los
distritos correspondientes a su jurisdicción, recogía a los niños
desamparados y los llevaba a su asilo, donde, junto con su
esposa, los alimentaba y educaba. Cuando se hacían grandes,
Singj los ayudaba a ubicarse, a hallar techo y trabajo, y él partía
a recoger otros niños desamparados.
A principios de octubre, Singj y sus compañeros de expedición
llegaron a la aldea de Godamur y se hospedaron en la casa de
uno de los aldeanos. Al atardecer, el dueño de casa entró co-
rriendo en la habitación y temblando de espanto contó que en la
jungla andaban fantasmas. Los habían visto a siete millas de la
aldea; tenían cuerpo humano y una cabeza de aspecto horrible

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y repulsivo. Pidió a Singj que los protegiera de los fantasmas.
Singj trató de tranquilizarlo y le prometió averiguar de qué se
trataba.
Al día siguiente indicó a los habitantes de la aldea que armaran
sobre los árboles, cerca del lugar donde habían sido vistos los
fantasmas, un amplio tablado de caza. Allí se instalaron Singj,
sus compañeros y uno de los habitantes de la aldea, y comen-
zaron a observar los alrededores. La morada de los fantasmas
era un pequeño montículo, parecido a las viviendas que cons-
truyen las termitas (u hormigas blancas), con varias entradas y
salidas. Después de una jornada de expectativa, hacia las cinco
de la tarde, en una de las entradas de la cueva apareció un lobo
adulto. Lo seguía la loba y, en pos de ésta, asomaron dos lo-
beznos. Luego Singj vio con sus prismáticos cómo salía de la
cueva un “fantasma", que seguía a los lobeznos caminando en
cuatro patas; y en seguida otro “fantasma”, pero mucho más
pequeño que el anterior. Con los prismáticos podía distinguirse
perfectamente que no sólo el cuerpo, sino también los rasgos
del rostro de los “fantasmas” eran humanos. Y por su estatura
debían de ser niños. Había que tomar una decisión. “Son niños
—pensó Singj—. Mi misión es socorrer a todos los desgra-
ciados y desheredados por la fortuna. Debo llevarme estos
niños y tratarlos como a todos los demás.”
El plan para atrapar a los “fantasmas” era simple: echar a los
lobos adultos de su refugio y llevarse a los niños. Singj logró
convencer a los aldeanos para que lo ayudaran. Al día si-
guiente, rodearon el cubil y comenzaron a desmoronarlo con
azadones. El lobo fue el primero en saltar afuera y refugiarse en
la jungla. La loba se lanzó sobre la gente y fue preciso herirla
de un tiro. Luego de ensanchar una de las entradas, algunos
hombres pudieron penetrar en el cubil. En el rincón más oscuro
yacían acurrucados los dos niños y los dos lobeznos.
Los niños fueron llevados a una de las casas de la aldea y
ubicados en un rincón, detrás de un sólido tabique de madera,

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como en una jaula. Localizar y atrapar a los “fantasmas” había
llevado varios días. Singj y sus acompañantes debían seguir
viaje con urgencia. Singj encargó a uno de los aldeanos el
cuidado de los niños, y partió. Cuando regresó a la aldea varios
días después, ésta parecía desierta. Y así era en efecto. Por
temor a los “fantasmas” habían huido todos sus habitantes,
inclusive el hombre que debía atender a los niños. Éstos yacían
en su rincón, exánimes de hambre y sed. A duras penas Singj
logró reponerlos y trasladarlos al asilo. Allí los asearon y les
cortaron el cabello. Eran dos niñas. Según le pareció a Singj,
una debía de tener alrededor de un año y medio y la otra, quizás
ocho. A la menor la llamaron Amala y a la mayor, Kamala.
Sólo el misionero y su esposa sabían la procedencia de las
niñas. De esta manera, la idea abstracta de que un niño pudiera
criarse entre fieras se vio concretada en la realidad.
Kamala y Amala eran criaturas humanas. Pero, la vida entre los
lobos había dejado huellas características en la estructura de
sus cuerpos. Así podía apreciarse, principalmente, en su forma
particular de alimentarse y de caminar. Durante el tiempo que
habían vivido con los lobos las niñas se alimentaban regular-
mente de carne cruda. Sus maxilares, sobre todo en la mayor de
ellas, estaban‟bastante más desarrollados que lo común en
niños de su edad; a su vez, los músculos de la masticación
también eran muy fuertes. Además, los dientes habían expe-
rimentado algunos cambios. Kamala despedazaba con facili-
dad grandes trozos de carne cruda y fibrosa, y roía los huesos
sin recurrir a la ayuda de las manos, hasta dejarlos tan limpios
que difícilmente un adulto podría competir con ella.
Para desplazarse, Kamala y Amala usaban dos procedimientos:
se arrastraban sobre las rodillas sosteniéndose con las manos o
caminaban y corrían a gatas. Les resultaba imposible soste-
nerse erguidas en posición vertical. Las articulaciones de las
caderas y rodillas se habían adaptado tanto a la marcha en
cuatro patas, que no podían extenderse de pronto para permitir
la marcha en posición erguida. Los brazos, fuertes y bien

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desarrollados, algo más largos que lo habitual, cumplían prin-
cipalmente la función de extremidades de apoyo y no de pren-
sión, si bien las niñas trepaban con facilidad a los árboles. El
musculoso cuello sostenía erguida la cabeza cuando se des-
plazaban sobre las cuatro extremidades.

Pero los rasgos puramente animales del aspecto exterior, pro-


ducto de la imitación de los lobos, poco nos dicen sobre el
grado de desarrollo de la conciencia. Lo que más impresionaba
a quienes rodeaban a las criaturas no era precisamente su as-
pecto, sino su forma de conducirse en general. Cuando se re-
pusieron y se les dio cierta libertad, esas particularidades no
tardaron en ponerse de manifiesto. Kamala y Amala observa-
ban un régimen de vida típicamente crepuscular y nocturno,
evitando en forma sistemática la luz y en especial el sol. De día
se metían en rincones oscuros y dormían o permanecían sen-
tadas, de cara a la pared, indiferentes a cuanto las rodeaba.
Dormían como lo hacen los animales, estrechamente apretadas
entre sí o atravesadas una sobre la otra.
Al caer la tarde, comenzaban a manifestar una notoria activi-

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dad. Se levantaban y comenzaban a andar (gateando, por su-
puesto). Cuando tenían hambre, se ponían a olfatear el aire en
el lugar donde se les solía dar el alimento. Antes de empezar a
comer, no dejaban de olfatear la comida y el agua. Tenían
magníficamente desarrollado el olfato, como también el oído.
Percibían el olor más sutil a gran distancia. No bebían, en el
sentido propio de la palabra, sino que tomaban la leche o el
agua de la taza a lengüetadas, paradas en cuatro patas. En la
misma postura comían también los alimentos sólidos.
En los primeros tiempos, antes de que se comenzara a acos-
tumbrarlas a la compañía de otros niños y a enseñarles a hablar,
se les había oído un solo tipo de señal sonora. Era inicialmente
baja y ronca, y se tornaba luego en un fuerte aullido, prolon-
gado y penetrante. Al principio, repetían esta señal con regu-
laridad y exactitud, siempre a la misma hora: a las diez de la
noche, a la una y a las tres de la mañana. Seguramente estaban
llamando a sus educadores: los lobos. Rechazaban con ter-
quedad todo intento de incorporarlas a los juegos y entreteni-
mientos de otros niños, sin manifestar interés alguno por lo que
hacían los demás ni prestarles atención. Cuando las sacaban al
campo, trataban de alejarse de la gente, y a veces retozaban y
jugaban entre sí como suelen hacerlo los cachorros. Cierta vez,
intentaron huir y, cuando una de las jóvenes del asilo pretendió
detenerlas, ambas se arrojaron sobre ella mordiéndola y ara-
ñándola con fuerza. Tras muchos esfuerzos se logró atraparlas
entre los matorrales y llevarlas de nuevo a su sitio. En general,
Amala y Kamala se desplazaban con mucha rapidez, tanto en
un lugar despejado como entre malezas. Manifestaban recelo
hacia el agua, les disgustaba sobremanera que las asearan y
siempre se resistían a que las lavaran. También rechazaban con
violencia todos los intentos de vestirlas. Se arrancaban cuanta
ropa les ponían, hasta que la señora Singj tuvo que coserles
unas bandas sobre las caderas, de manera que no pudieran
librarse de ellas sin cortarlas.

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Los esposos Singj, que observaban a las niñas en forma casi
permanente, no notaron en ellas, durante los primeros meses de
su estada en el asilo, indicio alguno de conciencia, de pensa-
miento o de emoción, en el sentido habitual que tienen estas
palabras respecto de seres humanos. Sólo la necesidad de co-
mer les producía inquietud; la comida les proporcionaba evi-
dente satisfacción, pero sólo en tanto saciaban su necesidad. La
torpeza, la completa indiferencia hacia todo lo que ocurría de
día, y la actividad típicamente animal de noche, eran los rasgos
que caracterizaban la conducta de las niñas en los primeros
meses de vida entre seres humanos.
Esas niñas, si bien dadas a luz por una mujer, no eran criaturas
humanas en el sentido cabal de la palabra. Tanto por el tipo de
alimentación y de locomoción, como por la índole de su con-
ducta, de su actitud hacia el medio, ahora social y humano, eran
hijas de lobos, bestias sin rayo alguno de conciencia humana.

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Aun los pocos datos concretos que hemos expuesto nos per-
miten justipreciar la tesis básica de los materialistas premar-
xistas: “el hombre es hijo de la naturaleza”. De acuerdo con las
teorías de muchos pensadores progresistas del pasado, en
Amala y Kamala debiéramos hallar seres racionales, quizá con
un nivel de desarrollo algo inferior al de los niños que han
vivido en el habitual ambiente humano. En realidad, resultó
que, por su nivel mental, en modo alguno podía considerárselas
como personas, como seres racionales. La naturaleza no las
hizo humanas. Nacieron como seres humanos, pero se tornaron
bestias. Y frente a un hecho tan elocuente se desmoronan como
castillos de arena las teorías aparentemente más lógicas y cau-
tivantes, según las cuales la conciencia del hombre es un pro-
ducto de la naturaleza, lo mismo que sus cabellos, dientes, ojos
u orejas.
Pero continuemos nuestra narración. El objetivo que se habían
fijado Singj y su esposa consistía en hacer de las niñas personas
cabales. El mayor obstáculo que se les oponía resultó ser el
sistema de reflejos, sólidamente formados, en particular en
Kamala, durante su vida con los lobos. Desde los primeros días
de su ingreso en el asilo, los Singj se entregaron con particular
afán a la tarea de habituarlas al lenguaje y al trato humanos: La
señora Singj, que cuidaba de las niñas, les hablaba constante-
mente, si bien en realidad eso fue un monólogo que duró varios
años. Cuando se acercaba para darles de comer, siempre lla-
maba a cada una por su nombre, les preguntaba si querían
comer y nombraba el alimento que les traía. Como Kamala y
Amala rehuían la relación humana y se encerraban en sí mis-
mas en presencia de la gente, la señora Singj trataba de modi-
ficar a toda costa esa actitud. Gradualmente las niñas fueron
habituadas al régimen de vida diurno, con el fin de poder or-
ganizar mejor su contacto con otros niños. La señora Singj
organizaba intencionalmente juegos y actividades con los ni-
ños en las habitaciones donde se hallaban Kamala y Amala.
Lo único que despertaba un interés constante en estas ni-

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ñas-lobeznos era la comida. Por eso, los esposos Singi trataban
de establecer contacto con ellas e ir desarrollando sus facul-
tades humanas, basándose precisamente en ese interés y esa
atención hacia la comida. La señora Singj solía traer diversos
alimentos a la habitación donde estaban Kamala y Amala.
Disponía legumbres, fruta, carne y dulces en la proximidad de
las niñas, quienes, por lo general, se hallaban sentadas en un
rincón; llamaba a otros niños y hacía que todos ellos, por turno
y repetidas veces, nombraran en voz alta y con claridad esos
alimentos, señalándolos uno por uno. También procedía así al
distribuir los alimentos entre los niños. Si Kamala y Amala
demostraban de algún modo que querían recibir una manzana,
una banana, un bizcocho, carne, etc., la señora Singj les en-
tregaba lo pedido, acompañando su acción con palabras. Pau-
latinamente se logró que las niñas participaran en juegos de
este tipo. Sólo nueve meses después de su llegada al asilo,
tomaron por si solas el alimento de manos de la señora Singj,
quien lo distribuía sentada en medio de la habitación.
Algún tiempo después, Kamala aprendió a indicar con la mano
lo que quería que le dieran. A la vez, los Singj trataban de
enseñar a las niñas a caminar y a emplear más sus manos. El
primer intento, sin embargo, fracasó. Amala y Kamala fueron
puestas cerca de un pequeñuelo que todavía gateaba, pero
comenzaba ya a pararse sobre sus piececitos: confiaban en que
las niñas tratarían de imitarlo y así pasarían en forma gradual
del gateo a !a marcha erguida. Pero no ocurrió así. Las niñas
jugaron algún tiempo con el pequeño, pero de pronto lo asus-
taron y golpearon Fue necesario separarlos. Era evidente que el
mero contacto con los niños y la simple imitación no darían
resultado. Más tarde, los Singi urdieron situaciones en que
Kamala se veía forzada a ponerse de pie. Para ayudarla a res-
tructurar los movimientos, la señora Singj le hacía masajes en
el cuerpo sistemáticamente, dos veces al día. En esos mo-
mentos hablaba a Kamala, le nombraba todas las partes del
cuerpo, le hacía diversas preguntas y las contestaba ella misma.

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Sólo al cabo de trece meses se logró por primera vez obtener de
Kamala una silenciosa respuesta a una pregunta formulada con
palabras.

Ocurrió en una oportunidad en que la señora Singj, una hora


antes de la comida, preguntó a Kamala, como solía hacerlo, si
quería comer. En respuesta, la niña hizo un movimiento afir-
mativo con la cabeza Gracias a los activos y permanentes es-
fuerzos de los esposos Singj, destinados a desarrollar las fa-
cultades de Kamala y a que entablara contacto con otros niños,
al cabo de tres años, por su conducta y su nivel de desarrollo,
comenzó a parecerse a un niño no mayor de un año y medio. [2]

2 Amala murió, víctima de una disentería, en setiembre de 1921, once


meses después de su llegada al asilo. Kamala no se alejaba del cadáver,
intentaba sentarla, incorporarla, hacer que jugara, trataba de abrirle los
ojos y la tironeaba sin cesar. Cuando logró entender lo que había pasado,
rompió en amargo llanto. Fue la primera vez que lo hizo, evidenciando

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Al cabo de tres años, Kamala aprendió a entender lo que se le
decía, comenzó a aceptar la relación con otros niños y se hizo
inseparable de la señora Singj. En una oportunidad en que ésta
se fue de viaje (ocurrió en 1924), la niña se negó a comer. El
señor Singj se acercó a ella y le dijo: “¿Estás esperando a
mamá, Kamala?”. Ésta lo miró. “Se fue de viaje, pero pronto
volverá”, continuó el señor Singj. Después de esto Kamala
comió todo lo que le ofrecieron.
Emitió los primeros sonidos, que significaban “sí” y “no”, a
fines del tercer año de su vida en el asilo. Luego aprendió un
sonido que pronunciaba cuando el agua para lavarse resultaba
demasiado caliente. El cuarto significaba “arroz” y era muy
similar a la palabra “arroz” en bengalí. En el quinto año de vida
en el asilo, el vocabulario de Kamala constaba de unas treinta
palabras. Singj señala que Kamala muy raras veces nombraba
alguna cosa por iniciativa propia. Cuando le preguntaban algo,
señalaba lo que quería. Cuando tomaban un objeto distinto al
que pedía o no hacían lo que deseaba, la niña volvía a señalar lo
que quería o pronunciaba el sonido que tenía para ella el sig-
nificado de “no". Y sólo después de mucho insistir nombraba el
objeto, aunque a menudo no pronunciaba la palabra completa,
sino sólo su sílaba inicial.
Enunció espontáneamente su primera frase coherente en enero
de 1926, cuando tenía cerca de 13 años, y ya hacía más de cinco
que vivía entre personas. Ocurrió en una ocasión en que la

una emoción humana. La muerte de Amala tuvo una enorme y perjudicial


influencia en su desarrollo.
Permaneció una semana sin moverse de su rincón, hasta que un día se
arrastró hasta donde se hallaban unos cabritos, los colocó sobre sus rodi-
llas y se quedó largo rato sentada con los animalitos que, quizá, eran para
ella una compañía y cierto consuelo por la pérdida de Amala. Esta, por lo
común, entraba en contacto con la gente sin mayores dificultades, y Ka-
mala la imitaba cuando se convencía de que no existía peligro alguno. Con
la muerte de la pequeña, quedó roto ese importante puente entre Kamala y
la señora Singj.

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señora Singj estuvo ausente bastante tiempo. Cuando regresó y
entró en el asilo, Kamala salió a su encuentro corriendo ve-
lozmente en cuatro patas (siempre corría sólo de ese modo) y
gritando: “¡Llegó mamá!”. Luego se puso de pie y, apoyándose
en el brazo de la señora Singj, caminó a su lado pronunciando
atropelladamente multitud de sonidos, quizá tratando de con-
tarle algo. Pero ni la señora Singj, que era quien mejor la
comprendía, pudo entender esos incoherentes balbuceos.
Al año siguiente, Kamala hizo evidentes progresos en su
desarrollo y en su dominio del habla. Con bastante frecuencia
pronunciaba palabras sueltas y frases cortas y sencillas; le
gustaba jugar con otros niños, comprendía bien las diversas
reglas de los juegos infantiles y reaccionaba con rapidez ante
cualquier situación que se creara en tales juegos. Un día, por
ejemplo, uno de los pequeños cayó, se lastimó y comenzó a
sangrar: Kamala fue la primera en correr a la casa, buscó a la
señora Singj y la llevó al lugar del accidente.
Se fueron formando en Kamala algunas representaciones ele-
mentales sobre la cantidad. Lo demuestra el siguiente episodio:
cierta vez la señora Singj dio a Kamala un bizcocho, en tanto
que a los demás niños les prometió dicha golosina para la hora
del té. Entonces Kamala no comió su bizcocho; lo puso sobre la
mesa, en el lugar donde se sentaba habitualmente. Momentos
después se reunieron todos para tomar el té. La señora Singj
comenzó a repartir los bizcochos, dando dos a cada niño.
Cuando le llegó el turno a Kamala, ésta sólo tomó uno de los dos
bizcochos que le ofrecía y lo colocó al lado del que ya tenía.
Así finaliza nuestro relato acerca de la niña que se había criado
entre fieras. Kamala falleció de uremia en noviembre de 1929.
Pasó nueve años en medio de la sociedad humana y en ese
período se convirtió en un ser humano. A juicio de Singj, había
alcanzado un nivel de desarrollo intelectual similar al de los
niños de cinco o seis años.
Los ocho años de vida al margen de la sociedad humana, lejos

- 21 -
de impulsar el desarrollo del intelecto en una niña que poten-
cialmente poseía todas las facultades para ello, habían conso-
lidado en Kamala la forma de vida animal, y constituyeron un
fuerte freno para su desarrollo intelectual cuando sus condi-
ciones de vida fueron ya plenamente favorables para la for-
mación de la conciencia humana y del habla. Tal es la principal
conclusión que debe extraerse cuando se analiza lo ocurrido
con Amala y Kamala.
Si retornamos al punto de partida de nuestra argumentación,
advertiremos que nos hallamos en una situación difícil. Ha-
bíamos rechazado sin vacilaciones la idea teológica acerca del
origen divino de la conciencia y del pensamiento del hombre, y
aceptado la teoría del origen biológico-natural de la conciencia.
Y he aquí que la nave de esa teoría, en la cual nos disponíamos
a navegar por el ancho mar del pensamiento humano, la nave
que parecía sólida, segura y capaz de deslizarse rauda sobre las
olas, al impulso de las velas de la imaginación, se ha hecho
trizas al chocar con los arrecifes de los hechos implacables.
Hemos naufragado sin siquiera salir del puerto, y quedamos
con las manos vacías en el mismo sitio.
Empero, la ciencia sabe con precisión que hubo tiempos en que
sobre nuestro planeta, no sólo no había seres pensantes, sino ni
siquiera seres vivos de organización más o menos compleja.
Ahora, en cambio, lo habitan seres racionales. Los hombres ya
han realizado los primeros vuelos al cosmos. Preparan naves
para viajes interplanetarios. Sus pensamientos están puestos en
las estrellas. Y además, los hombres han creado una ciencia
denominada antropología, que mira hacia la profundidad de los
siglos, hacia la etapa inicial de la historia humana. Y con la
ayuda de esa ciencia podremos esbozar, en rasgos generales, el
proceso de formación del hombre racional y describir cómo se
inició el camino por el que marcha la humanidad.

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DE LA SELVA A LAS ESTRELLAS

En realidad, podemos tomar la selva como punto de partida del


proceso en que se formó el hombre y su conciencia.
A principios de la década del setenta del siglo pasado se pro-
dujo un trascendental acontecimiento científico: la publicación
del libro de C. Darwin El origen del hombre y la selección con
respecto al sexo (1871). “La conclusión principal a que nos
lleva la presente obra —escribió Darwin—, y que comparten
ahora muchos naturalistas plenamente capaces de formarse un
juicio sensato sobre el problema, consiste en que el hombre
proviene de alguna forma de organización inferior. Los fun-
damentos en que se basa esta conclusión jamás tambalearán,
porque la gran semejanza entre el hombre y los animales infe-
riores en su desarrollo embrionario, así como en innumerables
rasgos de formación y estructura —desde los importantes hasta
los más insignificantes—, y además los órganos que se con-
servan en estado rudimentario y las regresiones anormales a
que es propenso el hombre, constituyen hechos irrebatibles.”
Dicha conclusión era previsible si se tomaban como base las
deducciones de Darwin en otra de sus obras: El origen de las
especies (1859). Y a pesar de todo, para muchos fue inesperada
y resultó una de las teorías más revolucionarias de la ciencia
del siglo XIX. Por la repercusión que tuvo, la hipótesis de
Darwin puede ser comparada con la aseveración de Copernico
en el sentido de que la tierra no es el centro del universo.
La tesis de que el hombre proviene del mono provocó airadas
protestas en el conjunto de los creyentes y enconados ataques
del clero. Como señaló K. Timiriázev, en el siglo XIX la bio-
logía llegó a ser el campo de batalla fundamental entre la
ciencia y la religión, como en los siglos XVI al XVII lo fue la
astronomía. Darwin se convirtió en el blanco de toda clase de

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acusaciones. Sin embargo, no llegó a contraponérsele ningún
argumento científico valedero, y pronto, hasta los adversarios
más obstinados del darvinismo tuvieron que resignarse a
aceptar el hecho de que entre los sectores más cultos de la
humanidad esta teoría había arraigado hasta adquirir el carácter
de un axioma.
Pero más adelante, los
científicos que se deci-
dieron a investigar más
a fondo este problema
encontraron que se trata
de algo sumamente
complejo y que el ma-
terial de anatomía
comparada existente no
daba la posibilidad de
esclarecer las etapas
mediante las cuales se
operó la trasformación
del mono en hombre. Se
imponía una búsqueda
científica desde distin-
tos ángulos, una inves-
tigación minuciosa y
prolongada. El desarro-
llo de las ciencias geológicas en su conjunto y los vertiginosos
progresos de la antropología a fines del siglo XIX y en la
primera mitad del XX, nos permiten hoy reproducir, en sus
rasgos más generales, el proceso de la transición del mono al
hombre.
En tiempos muy lejanos, el clima de la tierra era cálido y hú-
medo. Grandes superficies de los continentes estaban cubiertas
de bosques, en los que predominaban las formas termófilas
(vegetación de clima cálido). Sin embargo, en el plioceno
superior (hace 4 ó 5 millones de años) las condiciones climá-

- 24 -
ticas de la tierra experimentaron un cambio sustancial y, en
consecuencia, hubo cambios también en la familia de los ma-
míferos. La proporción de las formas antiguas se reduce de
manera vertical, y a principios del pleistoceno (hace alrededor
de un millón de años) sólo llega al 16 por ciento en algunas
especies. En la misma época se elevan sobre la superficie de la
tierra grandiosos sistemas de montañas, como el Altai y el
Tianchan. Los rasgos que caracterizan las condiciones natura-
les en el plioceno superior son: cambios en el régimen de las
aguas y en el de la temperatura, modificación de la flora (ve-
getación) en amplias extensiones de la tierra firme, aparición
de enormes regiones desérticas y secas, intenso y constante
enfriamiento de muchas regiones.
Cambios tan sustanciales de relieve, clima y vegetación ejer-
cieron una enorme influencia sobre el mundo animal del globo
terráqueo. Los bosques termófilos estaban poblados sobre todo
por diversas especies de monos. Estos animales estaban bien
adaptados para la vida en los árboles. Por el desarrollo general
de su actividad nerviosa superior, superaban considerable-
mente a la mayoría de sus contemporáneos. Pero la súbita
reducción de los bosques les creó una situación muy difícil.
Nuestros lejanos antepasados, queriéndolo o no, tuvieron que
enfrentarse en la práctica con el célebre dilema de Hamlet:

"¿Ser o no ser?"

Como decía el famoso poeta ruso Nekrásov:


Hay en el mundo un rey;
ese rey implacable
tiene por nombre “El Hambre”.

El hambre amenazó de muerte a muchos de los habitantes de

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los espesos bosques. El medio variaba con tal rapidez que la
mayoría de las especies agotaban sus posibilidades de adapta-
ción antes de que éstas lograran un resultado positivo. Así se
hizo evidente el carácter relativo de las propiedades de adap-
tación del organismo vivo.
El sistema del organismo de
los primates, estable y de
compleja coordinación,
como previsto para una vida
prolongada, resultó dema-
siado conservador para so-
meterse a una rápida res-
tructuración. Los monos
debían, o bien perecer (como
efectivamente ocurrió con la
mayoría de ellos), o bien
trasladarse a lugares más
favorables (lo que pudieron
hacer unos pocos), o bien...
"Disculpe (dirá el lector
impaciente), ¿qué otro „o
bien‟ puede haber todavía?
¡No podrá salirse de mono,
hablando en lenguaje figu-
rado, de su pellejo de simio,
es decir, trasponer los lími-
tes de las leyes biológicas y elevarse de alguna manera por
encima de éstas!”.
Pero no tanta prisa con los juicios definitivos, pues tenemos a
mano un hecho indiscutible: en la tierra no sólo existen los
monos, sino también los hombres. En consecuencia, en cierta
época, por efecto de ciertas causas, las leyes puramente bioló-
gicas fueron rebasadas y sometidas por otras fuerzas, superio-
res y más poderosas: las leyes sociales. El hombre es, en efecto,
un ser peculiar, cualitativamente distinto de todos los demás

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seres vivos. Pero sería erróneo suponer que el hombre surgió
simplemente porque una de las especies de monos, por efecto
de las leyes biológicas, se fue trasformando suave y sigilosa-
mente hasta convertirse en hombre. En la historia real, a que
nos referimos, todo resultó mucho más complejo. El hombre
surgió de la naturaleza. Pero
para llegar a ser hombre en
el sentido cabal de la pala-
bra, debió superar a la natu-
raleza que lo había engen-
drado y elevarse por encima
de las leyes biológicas.
Es oportuno precisar aquí a
qué nos referimos cuando
hablamos de acción de las
leyes biológicas. En reali-
dad, para nuestros fines es
suficiente destacar sólo una
circunstancia importante.
Los animales y vegetales se
adaptan en general al medio,
fundamentalmente de la
siguiente forma: cambian
ellos mismos de manera que
puedan vivir y multiplicarse
en unas u otras condiciones.
En esos casos se modifica la estructura de algunas partes del
cuerpo, de los diversos órganos y sistemas; cambian las rela-
ciones entre las distintas partes del organismo, los sistemas de
reacciones bioquímicas, de herencia, etc. Los individuos y
especies que no pueden desarrollarse satisfactoriamente en las
nuevas circunstancias son eliminados por el mecanismo de la
selección natural, en tanto que los mejor adaptados sobreviven.
Tal es la idea rectora en la teoría de la evolución de las especies
orgánicas, formulada por Darwin ya en 1859.

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En el dibujo, tomado de un texto de biología, que representa
una reconstrucción reciente de los animales que inicialmente
estudió el gran darvinista ruso V. Kovalevski, el lector puede
observar cómo fueron cambiando el aspecto exterior y la es-
tructura de las extremidades de los antepasados del caballo. El
animalito que vivía en regiones boscosas o estepario-boscosas
se fue convirtiendo en habitante de zonas puramente esteparias
y semidesérticas. Su paso a un nuevo tipo de alimento produjo
cambios en la dentadura y el estómago. Pero, sobre todo, se
modificaron sus extremidades. El caballo se adaptó para des-
plazarse por el suelo duro, podía escapar de las fieras o en caso
de un ataque sorpresivo, defenderse con los cascos. Pero lo
principal es que recorría con facilidad grandes distancias en
busca de alimentos, podía cubrir cientos de kilómetros para
hallar pastizales. Tenemos, pues, un ejemplo de cambios
adaptativos en animales, cuya constitución general era tal que
pudieron pasar con relativa facilidad del régimen de vida en
lugares selváticos a la vida en espacios despejados.

Y ahora tratemos de representarnos qué aspecto tenía el más


remoto antepasado del hombre. Al analizar este problema,
Darwin dice que “el hombre proviene de un cuadrúpedo cu-
bierto de pelo, provisto de cola y de orejas puntiagudas, y que,
muy probablemente, vivía en los árboles y fue habitante del
Viejo Mundo. El naturalista dedicado a investigar la estructura
de este ser lo clasificaría sin vacilar entre los cuadrumanos,
igual que a los antepasados aun más antiguos y comunes a los
monos del Viejo y del Nuevo Mundo”. Era un animal fuerte,
bastante corpulento y magníficamente adaptado para trepar a
los árboles, aunque torpe en el suelo. La reducción de los
bosques obligaba al mono a desplazarse cada vez más a me-
nudo por el suelo, a buscarse allí alimentos complementarios,
consistentes en pequeños animales terrestres y raíces vegetales.
El posterior cambio de clima hizo que los antepasados del
hombre habitaran sobre todo en regiones de bosques ralos o

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carentes de ellos.
De esta manera, los monos que antes vivían en los árboles se
vieron en la necesidad de dar sus primeros pasos:

Primeros pasos

El dibujo representa un grupo de australopitecos ocupados en


la recolección. A pesar de lo convencional de esta reconstruc-
ción, nos permite imaginarnos el aspecto exterior de los ante-
pasados más próximos del hombre. También el paisaje es
convencional; pero su rasgo fundamental —la ausencia de
bosque— ha sido reflejado con toda exactitud. En la etapa
anterior, el bosque proveía a los monos de alimentos vegetales
y animales.
Con la desaparición de los bosques, el sustento llegó a ser el
problema número uno. El bosque permitía guarecerse del mal
tiempo, de la lluvia y del viento. Pero en los lugares despeja-
dos, cuando la temperatura era muy baja, el clima desfavorable
se tornaba una seria amenaza para la vida. Había que buscar
refugio en cavernas u otros reparos naturales. Además, la re-
colección proporcionaba muy poca comida. Cuando la manada
de monos hallaba un buen refugio, por ejemplo una caverna
cómoda, cerca de un depósito de agua, acababa muy pronto con
todas las raíces comestibles y también con los animalitos de la
zona, y los alrededores de la vivienda se trasformaban, pode-
mos decir, en “una zona de hambre”. Por otra parte, las ca-
vernas muy a menudo tenían dueño. El tigre, el león y el
enorme oso de las cavernas eran animales muy difundidos
durante el pleistoceno. Un cúmulo de circunstancias desfavo-
rables hacía indispensable que los monos se dedicaran a la caza
de animales grandes y de rebaños.

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Esta caza podía proporcionar gran cantidad de alimento sus-
tancioso, cueros que protegían del frío y de la lluvia, y, por fin,
mediante la caza era posible apoderarse de alguna caverna
adecuada. La caza daba lo principal, lo que todos los seres
vivos tratan de conservar: la vida. ¿Pero cómo cazar a los
animales grandes? Los monos no tenían alas suaves y silen-
ciosas ni dientes finos como agujas, como los murciéla-
gos-vampiros que succionan la sangre de su víctima. Tampoco
tenían patas veloces ni agudos colmillos, como el leopardo, que
podía alcanzar a un antílope. El mono no podía entablar una
lucha individual con el peludo rinoceronte o el mastodonte.
Pero el mono tenía sus ventajas que, en la difícil lucha por la
vida, no podía dejar de aprovechar: una capacidad ya desarro-
llada para manipular objetos y su forma de vida en manada. El
manipuleo de diversos objetos se realizaba cada vez más a
menudo con las extremidades anteriores, en tanto que quedaba
para las posteriores la función de apoyo, con lo que perdían
poco a poco los hábitos de aprensión adquiridos durante la vida

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en los árboles. Los cuadrumanos tomaron el camino de tras-
formarse en bimanos y bípedos. La insuficiente fuerza en sus
órganos naturales y la capacidad para asir y manipular objetos
impulsaron a los monos a utilizar esos objetos (piedras, palos y
huesos grandes de animales) para obtener alimentos y, en caso
de necesidad, para defenderse de sus enemigos. El uso de ins-
trumentos para la caza, hecho que al principio sólo ocurría
aisladamente, se fue haciendo sistemático, ya que daba una
superioridad indiscutible en la lucha por la existencia. Como lo
ha señalado R. Dart en sus investigaciones, para cazar cino-
céfalos (especie de monos) los australopitecos utilizaban como
arma grandes huesos de mamíferos, con los que aplicaban
golpes a sus adversarios. El examen de los cráneos de cinocé-
falos fósiles, hallados junto con los restos de australopitecos,
indica que la mayoría de aquéllos (más del 64 por ciento)
fueron muertos por golpes recibidos de frente. Si se considera
que los cinocéfalos viven en rebaño y son capaces de oponer
encarnizada resistencia al enemigo, resulta evidente que sólo
podían cazarlos procediendo en forma colectiva y empleando
armas.
El agrupamiento de los antepasados del hombre en manada, fue
determinado, ante todo, por la necesidad de dedicarse a la caza
de grandes animales y de rebaños, en la que individuos aislados
no podían lograr éxito. Ya no eran la fuerza, habilidad e “in-
genio” de un individuo o de la mayoría de los animales, lo que
decidía el resultado de la caza, sino la calidad de las armas
utilizadas y de la organización de las acciones colectivas. La
vida en manada adquiere nuevas características y un nuevo
contenido, en relación con la distribución de funciones entre
los distintos miembros de la manada. En las difíciles condi-
ciones de vida que pusieron a los antepasados del hombre al
borde de la extinción, el instinto de rebaño junto con el uso de
armas eran lo que garantizaba éxito en la caza y, por lo mismo,
la condición que permitía existir a la colectividad de cazadores.
A esta altura, ya no resulta difícil dar el paso siguiente. Es muy

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lógico que los mejores resultados se obtuvieron con los ins-
trumentos más perfeccionados. Los objetos naturales hallados
por los monos no siempre eran apropiados para cazar: resul-
taban demasiado livianos o pesados, largos o cortos. En la
mayoría de los casos necesitaban cierta elaboración; al princi-
pio, se limitaban a quebrar o roer el objeto (palo o hueso); más
tarde, comenzó a realizarse esto con el empleo de medios
complementarios (no dados por la naturaleza en forma de ór-
ganos naturales), con el empleo de instrumentos.
Y así, en pos de los primeros pasos siguieron también: los
primeros trabajos.

Los primeros trabajos

La necesidad objetiva de perfeccionar los instrumentos, evi-


denciada por la extinción de los menos adaptados, hacía in-
dispensable usar un nuevo tipo de instrumentos: los necesarios
para elaborar medios de caza.
Y aquí llegamos al momento trascendental en la historia del
desarrollo de la vida en nuestro planeta; estamos en el límite
después del cual comienza la verdadera historia de la forma-
ción del hombre. “El primer acto histórico de estos individuos,
gracias al cual se diferencian de los animales, no consiste en
que piensan, sino en que comienzan a producir los medios de
vida que les son necesarios”, han escrito Marx y Engels.
Es decir, que el índice exacto, objetivo, del momento en que se
inicia la historia de la formación del hombre es precisamente la
producción de instrumentos para elaborar otros instrumentos
(armas de caza).

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El dibujo muestra un instrumento hallado en España, cerca de
Madrid, y que corresponde a la primera etapa de la técnica
primitiva. Es probable que al ver este grabado algún lector
exclame: “¡Pero si son simples piedras! ¿Acaso es posible
denominar producción a la preparación de estas piedras? ¡Es
tan fácil encontrarlas en las montañas o junto a cualquier ria-
chuelo!”.

Para advertir la diferencia entre una piedra común, recogida en


la orilla de un riachuelo y un instrumento de piedra hecho por
el hombre, para apreciar cuánta voluntad, paciencia y atención,
cuánta inteligencia y destreza (y que nos perdonen estas pala-
bras los científicos severos) se requiere para producir tal ins-
trumento, hagamos un experimento sencillo. Prueben ustedes
construir uno de los útiles de caza más usados: la lanza. Pueden
tomar como modelo, entre otras, la lanza hallada en 1948, en el
pueblito de Leringen, cerca de Werden (Baja Sajonia).

En una capa de caliza arcillosa fue descubierto el esqueleto de


un elefante prehistórico con una lanza entre las costillas. Es-
taba hecha de madera de tejo y medía 2,15 m de largo. Tenía
desplazado hacia la parte posterior el centro de gravedad, lo
que permite suponer que no era utilizada como arma arrojadi-

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za. El extremo de la lanza había sido afilado y quemado al
fuego. Al parecer, el cazador la puso en acción cuando se ha-
llaba junto al animal. Aquí cabe recordar, por su similitud, las
descripciones publicadas sobre
los procedimientos que algunas
tribus africanas utilizan para la
caza de elefantes. Los pigmeos
del Camerún cazan con una
lanza de algo más de 2 metros
de longitud, con la punta im-
pregnada en veneno. El caza-
dor se unta con excrementos
frescos de elefante, para disi-
mular sus olores humanos.
Luego se acerca sigilosamente
al elefante. El animal, al no
sentir olores extraños, deja que
el cazador, arrastrándose, se le
acerque hasta ubicarse direc-
tamente bajo su vientre, y en-
tonces le clava con fuerza la
lanza.
De manera que el experimento se limita a preparar una lanza
con la que se pudiera ir a cazar elefantes. Pero cualquier ex-
perimento exige que se tengan en cuenta determinadas condi-
ciones. Y si queremos, aunque fuera en cierto grado, acercar-
nos a las condiciones en que actuaban los hombres primitivos,
tendremos que olvidarnos de que existe la sierra, el hacha, el
cuchillo, el cepillo y otros instrumentos de acero o de hierro.
Sólo nos quedan los órganos naturales: las manos, los pies y los
dientes. Pero para no tener que derribar un arbolito con el
procedimiento de que generalmente se valen los castores, es
necesario elaborar un instrumento con el que sea posible hacer
la lanza indispensable para la caza.
Para ello se puede recurrir a la llamada hacha chelense. Para

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fabricarla es preciso hallar una piedra apropiada y trabajarla
con otras piedras. El hacha de piedra, en su forma clásica,
posee los siguientes elementos:
1) Un borde fino, más o menos afilado, que hace las veces de
hoja de cuchillo o de sierra;
2) Un pequeño lomo, cómodo para asir durante el trabajo, con
el cual se puede romper otras piedras;
3) y, a menudo, también un extremo puntiagudo, útil para ser
empleado corno cincel y para hacer agujeros.
Durante la realización del trabajo cuente usted el número de
operaciones (cada golpe es una operación) que deberá ejecutar
para fabricar el hacha de mano. Con ayuda de este instrumento
y de finas laminillas de piedra, de borde afilado y cortante,
obtenidas al fragmentar piedras voluminosas, o usando valvas,
podrá fabricar la lanza. Si la tarea le resulta demasiado difícil y,
no obstante, desea usted cumplirla hasta el fin, encontrará
instrucciones más precisas en los libros sobre arqueología. ..
Por consiguiente, la principal finalidad de los instrumentos de
piedra era servir para elaborar los útiles con que nuestros an-
tepasados cazaban grandes animales.
Pero al tener presente este aspecto del problema no debemos
olvidar otro. Supongamos que la caza del elefante o del oso de
las cavernas por un grupo de hombres primitivos haya sido
coronada por el éxito. Surgía inmediatamente un nuevo pro-
blema: aprovechar todo lo que podía proporcionar dicho ani-
mal. Los hombres primitivos vivían en condiciones demasiado
duras como para permitirse el lujo de desperdiciar la presa. Sus
dientes y manos no eran lo suficientemente fuertes como para
cortar un cuero grueso, arrancar los tendones de los potentes
músculos, romper los huesos largos que contenían médula o
despedazar el cráneo, lleno de sesos. En una palabra, para todo
ello se necesitaban instrumentos auxiliares; sólo teniéndolos
podía aprovecharse íntegramente la res. Es evidente que el

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hacha de mano era muy adecuada para ese fin: el canto afilado
podía ser usado a modo de cuchillo para abrir el cuero, sec-
cionar los tendones, etc., el extremo en forma de cincel servía
para separar los huesos, etc. Es muy verosímil que el hombre
de Neandertal que ven en la ilustración estuviese a punto de
despedazar el cuerpo de
un mastodonte muerto.
Hasta aquí hemos ha-
blado sobre las necesi-
dades de los hombres
primitivos y sobre las
características de sus
instrumentos. Pero la
producción tiene además
otro aspecto, que afecta
al hombre. Las necesi-
dades y las condiciones
objetivas de la actividad
determinaban el tipo de
instrumento y sus pro-
piedades, y, por consi-
guiente, el carácter de la
actividad mediante la
cual se realizaba la pro-
ducción; pero, a su vez,
esta actividad planteaba
determinadas exigencias
al hombre.
Se creó una situación en que el hombre primitivo, fuera ya del
control de las leyes biológicas, quedó inmediatamente subor-
dinado a nuevas exigencias, impuestas, en particular, por el
proceso de producción de los instrumentos. Si han intentado
realizar el experimento de fabricar la lanza, habrán advertido,
por cierto, que esa tarea está sometida a reglas estrictas, cuya
infracción lleva al fracaso. Para producir y utilizar los instru-

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mentos con éxito era indispensable tener las manos libres. Y
éstas, a su vez, debían ser bastante fuertes para trabajar la
piedra dura. Al propio tiempo, el hombre debía tener desarro-
llado el sentido de la fuerza del golpe, ya que un golpe dema-
siado potente habría partido el trozo que elaboraba en frag-
mentos inútiles, mientras que uno demasiado débil no tendría
sobre él efecto alguno. La acción de la mano debía combinarse
con el trabajo de la vista: para desprender la parte innecesaria
de la piedra que se trabajaba hacía falta un golpe sumamente
preciso, de una intensidad apropiada. Experimentos realizados
por el científico ruso Semiónov han demostrado que, para
algunas operaciones, la precisión en cuanto al lugar del golpe
no debe tener un error superior a 1-3 mm. Todo esto elevaba a
un nivel superior el análisis de los estímulos internos proce-
dentes de la mano y originaba una coordinación más fina de los
movimientos.
El instrumento más simple conocido por los antropólogos se
remonta a la denominada cultura eolítica, que tuvo su desarro-
llo en los albores de la edad de piedra.
La figura central reproduce ese instrumento tan sencillo Los
números señalan las distintas aristas logradas por fractura, cada
una de las cuales era debida, por lo menos, a un golpe. A la
izquierda se presenta la reconstrucción del proceso que debió
emplearse para labrar la piedra, y a la derecha, un esquema de
las conexiones nerviosas en el cerebro.
La cultura eolítica es una etapa en el desarrollo de las opera-
ciones de trabajo que, muy probablemente, debe considerarse
como intermedia entre el uso de objetos naturales como ins-
trumentos para la caza y la elaboración de instrumentos para
producir medios de producción. El instrumento representado
en las páginas anteriores (hacha de Castilla) corresponde al
paleolítico (o período de la piedra tallada).

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Al mismo período corresponde también el hacha chelense, de
la que ya hemos hablado.

En la fig., a la izquierda (señalados con la letra a), aparecen las


dos piedras que servían como punto de partida para elaborar
instrumentos. Una de ellas servía de percutor, la otra, de ma-
teria prima para fabricar un hacha. Luego (señalado con la letra
b) se reconstruye el proceso empleado para tallar la piedra. En
el centro vemos el instrumento ya listo, y se indica el mínimo
de operaciones necesarias para fabricarlo. A la derecha se da un
esquema del cerebro de un pitecántropo, indicándose las co-
nexiones indispensables para ejecutar la serie de actos labora-
les tendientes a crear el instrumento deseado. Aquí pueden
ustedes comparar la cantidad de actos que realizaron para fa-

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bricar el hacha de mano en nuestro experimento, con la canti-
dad óptima calculada y verificada experimentalmente por S.
Semiónov.
Vemos, pues, que un rústico instrumento de piedra no sólo
puede testimoniar acerca de las condiciones externas que ca-
racterizaban la vida del hombre primitivo; también nos permite
extraer una serie de conclusiones sobre los procesos internos
que trascurrían en su cabeza.
Por su naturaleza, los instrumentos de piedra, por ejemplo las
hachas chelenses, eran de uso individual. Pero el rendimiento
de tal instrumento era tan escaso, que no podía, en modo al-
guno, asegurar la existencia de un individuo. Ese instrumento
presuponía su utilización por una colectividad.
Una de las peculiaridades del instrumento consiste en que su
uso y aplicación están ligados indefectiblemente a determinado
individuo. La fuerza de las manos, las piernas y los dientes de
un individuo sólo puede ser empleada por él mismo, en tanto
que el instrumento puede ser utilizado, en principio, por
cualquier miembro de la colectividad. Es claro que éste debe
saber hacerlo, es decir, poseer ciertos hábitos, cuya adquisición
y trasmisión sólo son posibles en la colectividad. Y cuanto más
adecuadamente se cumplen esas funciones, tanto mayor capa-
cidad de subsistir adquiere el grupo, responsable de una misión
tan importante como es la producción de instrumentos. De ahí
que los instrumentos y su utilización plantearan a los indivi-
duos diversas exigencias con respecto al funcionamiento de la
colectividad.
Vimos en páginas anteriores algunos esquemas que represen-
tan en qué medida creció el trabajo del cerebro debido a la
fabricación de instrumentos. Pero, además, debieron prece-
derle otras operaciones y, ante todo, la búsqueda de una piedra
adecuada para hacer un hacha. Por consiguiente, en la mente
del hombre primitivo debió existir alguna imagen del objeto,
que determinaba la meta de sus acciones. En la búsqueda de

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piedras apropiadas, el hombre ya no tenía en cuenta sólo las
características externas de los objetos, sino también las pro-
piedades objetivas de éstos, verificaba esas cualidades; por
ejemplo, hacía una talla, a modo de prueba, para comprobar la
dureza, fragilidad y otras propiedades de las piedras recogidas.
En esa etapa no se orientaban ya simplemente por los rasgos
externos del objeto (si era pesado o liviano, grande o pequeño,
redondeado o puntiagudo); se incluían en la esfera de acción, y,
por lo tanto, en la del interés, las propiedades fundamentales
del objeto, cuya investigación constituía el germen del proceso
verdaderamente humano del conocimiento. Lo mismo ocurría
cuando el hombre, mediante instrumentos de trabajo elaboraba
útiles de caza: las cualidades de la madera y del hueso se hacían
evidentes al actuar sobre ellos con los instrumentos de trabajo.
Dichas propiedades eran fijadas y reflejadas como factores
externos especiales, como resultado de una interrelación de los
objetos externos, ya que ni el hacha ni el hueso en elaboración
era órganos del hombre. Y esas propiedades de los objetos
externos también debían grabarse en la mente del hombre,
quien las tomaría como punto de apoyo para su posterior acti-
vidad.

Sobre la base de los hechos establecidos, creemos oportuno


comparar ahora la actividad de los animales con la del hombre
primitivo. Cuando un animal tiene hambre, se marcha en busca
de alimento. Si es un herbívoro, busca los vegetales que suele
comer, orientándose por algunas características externas de los
mismos o por las del lugar (vinculadas con él en forma menos
directa), que conoce por experiencias anteriores. De modo
complejo se forman las relaciones entre los animales carnívo-
ros y los herbívoros. Sin embargo, en todos los casos el con-
junto de acciones del animal se orientan directamente hacia el
objeto que sirve para satisfacer sus necesidades. Ninguno de
los indicios que orientan al animal, como por ejemplo el olor de
un ciervo que huye para un carnívoro, es objeto de sus actos.

- 40 -
Sólo en los primates superiores existen acciones intermedias
cuyo objeto es algo exterior.
Investigaciones realizadas con monos antropomorfos han de-
mostrado que éstos utilizan palos y algunos otros objetos para
alcanzar el alimento, para inspeccionar algo que no conocen,
que son capaces de adaptar las cosas que tienen a mano de
manera que les permitan lograr lo que buscan. Por ejemplo, un
mono puede apilar cajones para alcanzar una banana que está
muy alta (notables experimentos del cientifico ruso Iván Pá-
vlov con los chimpancés Rosa y Rafael), puede limpiar una
vara despojándola de las ramitas laterales que le molestan,
desprender una astilla de una tabla para extraer con ella una
golosina contenida en un tubo. Y cuando se realizó una serie
especial de experimentos, con planteo de situaciones cada vez
más complejas, el mono demostró capacidad para hacer un
instrumento con un objeto cuya forma inicial sólo podía pro-
ducir desorientación. Por ejemplo, en los experimentos de G.
Jrustov un chimpancé se hizo el palo que necesitaba para em-
pujar la golosina, rompiendo con los dientes un sólido aro de
madera, objeto que se le había proporcionado como único
material. Esto nos muestra que, en los actos precedentes, el
animal debió haberse formado una representación particular
acerca de cierto objeto o acto intermedio, que si bien no traía
aparejada la satisfacción de la necesidad, llevaba, no obstante,
al logro del objetivo principal: alcanzar la golosina.
Las actitudes que se observan en el hombre en formación son
esencialmente distintas. Durante el proceso de la caza, se
conduce en muchos aspectos como el animal. Pero ocurre que
entre la necesidad de alimento, experimentada en forma de
hambre, y el proceso de la caza que lleva a satisfacer esa ne-
cesidad, se va interponiendo de manera gradual y creciente una
etapa intermedia: la producción de instrumentos. Y en esa
etapa, el objetivo y el carácter de la actividad no están deter-
minados por las necesidades naturales o por los rasgos exte-
riores del objeto, aptos para satisfacer aquéllas, sino por nece-

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sidades sociales y por las propiedades intrínsecas de los objetos
que sirven para producir instrumentos. La estructura de los
actos orientados a satisfacer la necesidad, en los ejemplos
mencionados, puede ser representada en forma esquemática de
la siguiente manera:
Si se observa este esquema es fácil advertir que el proceso que
lleva a satisfacer la necesidad de alimentos en el hombre y en
los animales es fundamentalmente diferente. Y el rasgo prin-
cipal que caracteriza la actividad del hombre consiste en que
casi todas sus etapas están vinculadas con la producción o con
el empleo de instrumentos.
Esta circunstancia resulta importante, porque nos permite
contestar a la pregunta que ya hemos formulado, o sea: ¿de qué
manera pudieron nuestros lejanos antepasados colocarse en
cierto modo por encima de las leyes biológicas, adquirir una
fuerza que les permitiera liberarse de su inapelable dominio?
Esa fuerza es precisamente la producción. En efecto, para
adaptarse a las condiciones cambiantes, el animal mismo debía
cambiar. Con el surgimiento de la producción, ya no es la
trasformación de los órganos naturales lo que decide la ade-
cuada adaptación al medio, sino que ésta es determinada cada
vez en mayor grado por la modificación y el perfeccionamiento
de los “órganos intermediarios” específicos, es decir, de los
instrumentos de trabajo. Tenemos aquí una forma de relación
con el medio circundante esencialmente distinta, y cuyo desa-
rrollo y perfeccionamiento ya no está supeditado a las leyes
biológicas, es decir, puramente naturales, sino a otras nuevas:
las leyes sociales.

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De manera que no fueron la naturaleza como tal ni las leyes
biológicas por sí mismas las que determinaron el surgimiento
del hombre y de su conciencia, aunque, por supuesto, sin ellas
como base general, los seres racionales no hubieran podido
aparecer en absoluto. Los materialistas pre-marxistas sólo
supieron indicar las premisas biológicas del surgimiento del
hombre, y aun esto sólo en la medida en que se los permitía el

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nivel alcanzado por las ciencias naturales en su época.
Fueron Marx y Engels quienes descubrieron las leyes que rigen
la formación del hombre y de la sociedad humana, aporte sin el
cual hubiese sido imposible llegar a la teoría científica de la
antropogénesis. En su difundido trabajo El papel del trabajo en

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la trasformación del mono en hombre (1876), Engels describe
en lineas generales el proceso de surgimiento del hombre y de
su pensamiento.
El cambio esencial en el carácter de la actividad y en la forma
de adaptación al medio exterior, inherente al hombre, debía
influir, y, en efecto influyó, en el funcionamiento de su sistema
nervioso y, en primer término, en la modificación de la acti-
vidad nerviosa superior. Con el desarrollo de formas nuevas de
la actividad práctica, la orientación en el medio exterior,
cumplida mediante las secciones superiores del sistema ner-
vioso central, se hizo muchísimo más complicada. En primer
lugar aumentaron considerablemente los tipos de actividad
conducentes a satisfacer las necesidades, debido a que surgie-
ron y se perfeccionaron nuevas etapas intermedias vinculadas
con la producción y el uso de los instrumentos. Por otra parte,
cada una de estas nuevas etapas (producción de instrumentos
de producción y producción de útiles para la caza) demandaba,
para verse coronada por el éxito, una larga cadena de actos
consecutivos, bastante complejos y coordinados de un modo
nuevo, ya que ni siquiera después de realizados eran consoli-
dados por la satisfacción de una necesidad. La nueva forma de
cazar y los actos previos que requería, imponían una compleja
coordinación de actos entre los miembros de la horda, es decir,
que cada uno de ellos debía tener cierta claridad acerca de su
propio lugar en la actividad colectiva. El consumo también
presuponía una acción coordinada, tanto al desmembrar la res
como al distribuir la presa entre los miembros de la horda.
En tales circunstancias, el perfeccionamiento de la capacidad
de orientación y de todo el régimen de la actividad nerviosa
superior, cumplía, en general, la misma función que el cambio
de estructura de las extremidades en los antepasados del caba-
llo como resultado de la modificación de sus condiciones de
existencia. La ley común a todas las especies biológicas, de
acuerdo con la cual el cambio de una función trae aparejado el
cambio del órgano correspondiente, tenía plena vigencia en las

- 45 -
primeras etapas de la formación del hombre. La nueva forma
(social) de adaptación al medio, basada en la producción de
instrumentos, exigía determinados cambios biológicos. El
aumento de la masa encefálica, sobre todo mediante el desa-
rrollo de la corteza de los grandes hemisferios, era la respuesta
más simple a las nuevas exigencias que debía afrontar el sis-
tema nervioso central. La comparación entre el cráneo de los
monos fósiles y de los hombres primitivos demuestra que tuvo
lugar un considerable aumento del volumen del cerebro: de
435-650 cm3 en el mono hasta 800-1225 cm3 en el pitecán-
tropo. No obstante, la adaptación de la actividad nerviosa su-
perior a las nuevas condiciones no se realizaba sólo en base a
un simple aumento de la cantidad de células nerviosas del
cerebro.
La selección natural todavía no había dejado de actuar, aunque
es cierto que ahora funcionaba junto con otro factor decisivo: la
producción social. La selección natural, si así puede decirse,
estaba de parte de la producción, ya que sólo sobrevivían y
tenían posibilidad de desarrollarse y afianzarse aquellas co-
lectividades de hombres primitivos en las que la producción y
la vida social por ella determinada habían avanzado más. Esto
quiere decir, fundamentalmente, que en esas colectividades los
individuos habían desarrollado mejor su capacidad de orienta-
ción, de acuerdo con las nuevas condiciones en que actuaban.
La colectividad basada en la producción, que planteaba gran-
des exigencias a sus miembros, les creaba, al mismo tiempo,
las condiciones adecuadas para satisfacerlas. Aquí creemos
necesario decir algo sobre las señales:

Algo sobre las señales

Un hecho importantísimo en la vida de los hombres primitivos


fue la aparición de un nuevo tipo de señales, que debía su na-
cimiento a la colectividad de trabajo. Para esclarecer los al-

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cances de este fenómeno debemos volver por algún tiempo al
reino animal.
Desde el punto de vista de la fisiología de la actividad nerviosa
superior, cuya investigación desarrolló el célebre sabio ruso
Iván Pávlov, todos los objetos y fenómenos del mundo exterior
que rodea al animal son considerados como estímulos. Si
cualquiera de los agentes (objetos) del ambiente exterior in-
fluye sobre los órganos sensoriales del animal (actúa como
estímulo) y esa influencia es percibida y trasmitida al sistema
nervioso central actúa como señal.
Algunos agentes del medio exterior tienen un valor directo para
la conservación del organismo en el momento en que actúan;
otros no poseen tal valor. Por ejemplo, el fuego aplicado di-
rectamente sobre el cuerpo tiene un efecto destructivo, hecho
que, desde luego, produce una respuesta inmediata en el ani-
mal: su reacción puede ser huir. Pero el fuego tiene, además,
otras propiedades: alumbra, generalmente produce humo, fácil
de distinguir por su olor a considerable distancia. El aspecto del
fuego o el olor a humo por sí mismos no ejercen sobre el or-
ganismo acción destructiva alguna; son, según suele denomi-
nárselos, estímulos indiferentes. Aunque no siempre sea así. Si
cualquier propiedad de los objetos exteriores, secundaria por sí
misma, acompaña a otra esencial, se convierte en señal anun-
ciadora de la proximidad de un agente importante para el or-
ganismo, por ejemplo, de un agente alimenticio o destructivo.
Si varían las circunstancias, dicho agente puede perder su valor
anterior, volver a ser secundario, o inclusive tomar un signifi-
cado opuesto. Por ejemplo, el olor a humo (señal de un agente
destructivo), puede convertirse en señal de un agente positivo,
si el animal siempre es alimentado después que se enciende el
fuego.
Las señales pueden reunirse en distintas combinaciones y ser-
vir así de orientación en medio de las cambiantes condiciones
del ambiente. El rasgo característico de las señales consiste en

- 47 -
que tienen un valor concreto. Cada una de ellas está vinculada
en forma directa con alguna función biológica del organismo.
El agente del medio exterior no es percibido por el animal
como tal, como objeto aislado, que posee cualidades objetivas
propias. Para los animales, los objetos se presentan sólo como
estímulos positivos o indiferentes. De esa manera se forma un
sistema de vínculos condicionados que pertenecen sólo al
individuo, exactamente de la misma manera que los ojos, las
orejas y los dientes. El animal no puede ponerlo a disposición
de nadie.

En la vida de los hombres primitivos se había ido acumulando


una cantidad cada vez mayor de elementos engendrados por la
producción social, y que era preciso trasmitir a otros. Surgió la
necesidad de recurrir a señales que orientaran no sólo a cada
individuo, sino también a todos los miembros de la colectivi-
dad de trabajo. Si analizamos las exigencias planteadas por la
sociedad a ese nuevo tipo de señal, podemos enumerar las
siguientes:

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1.- Por su esencia, esta señal debe expresar ciertas relaciones
sociales y no las emociones del individuo, ya que ha sido ori-
ginada por dichas relaciones y su misión es servirlas.
2.- La señal debe ser igualmente accesible a los distintos indi-
viduos que constituyen la sociedad y tener una significación
válida para todos.
3.- Sin embargo, para cumplir las funciones mencionadas en
los puntos 1 y 2, la señal debe adoptar inevitablemente alguna
forma material; de lo contrario no sería posible trasmitirla a
otros miembros de la colectividad, los que, simplemente, no la
captarían. Al mismo tiempo, si la forma material del objeto (o
del acto) y de la señal no se diferenciaran una de otra, la señal
no sería tal. En consecuencia, por su forma material, debe
diferenciarse del objeto o del acto a los que sirve de señal.
4.- Además, por ser un medio de comunicación, la señal debe
ser fácil de reproducir por cada uno de los individuos que in-
tegran la colectividad. Sólo es posible usar señales para orga-
nizar una actividad social, cuando todos los miembros de la
sociedad que intervienen en esa actividad pueden emplearlas.
Sólo una señal que poseyera el conjunto de cualidades enu-
meradas podía servir satisfactoriamente para organizar y
desarrollar las relaciones sociales, podía cumplir funciones
sociales. Y fue la palabra, el lenguaje articulado, lo que mejor
respondió a dichas condiciones.
Ha llegado el momento de aclarar cómo fueron las primeras
palabras:

Las primeras palabras

Al parecer, se nos presenta ahora el problema más difícil de


cuantos hemos encontrado hasta aquí. El origen del lenguaje y
del habla es, por cierto, un problema complicadísimo, y casi se

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carece de hechos concretos que permitan formular una hipóte-
sis suficientemente fundamentada.
A eso debemos agregar las dificultades vinculadas con las
características puramente psicológicas de cada individuo.
Ocurre que para el hombre de hoy pensar y hablar son fenó-
menos habituales y corrientes, y que al abordarlos lo hacemos
tomando como punto de referencia el estado actual de dichos
fenómenos. Pero tal representación intuitiva puede resultar de
escaso valor cuando se trata de investigar el lenguaje de los
remotos antepasados del hombre, que todavía no habían lle-
gado a ser hombres en el sentido cabal de la palabra.
Puede afirmarse que el hombre primitivo sólo llegaba a ser
hombre en la medida en que actuaba como representante de la
sociedad, como vehículo de las relaciones sociales. En sus
restantes vinculaciones, ya sea dentro de la horda como en la
naturaleza que lo rodeaba, seguía siendo un animal que se valía
de todos los recursos de orientación y formas de actividad
propias de sus antepasados. Por eso, si se formula la pregunta
—que suena un tanto extraña— de para qué necesitaba el
hombre primitivo el pensamiento y el lenguaje, debemos con-
testar lo siguiente: para desempeñarse en un nuevo campo de
actividad, para satisfacer necesidades de tipo social. Si tenemos
presente esto, encontraremos sin dificultad la explicación de un
hecho al que nos referimos en nuestra historia de las niñas que
crecieron entre lobos. Kamala y Amala no sabían hablar, a
pesar de que existían en ellas todas las condiciones biológicas
para el desarrollo del lenguaje. Sólo carecían de una cosa: de la
necesidad social de hacerlo, ya que no existía el medio social.
Y bastó esta “única” cosa para que no se desarrollaran en ellas
el lenguaje y el pensamiento.
Por su función social, las primeras palabras debieron servir
como elementos para organizar la actividad de los hombres.
Inicialmente eran pocas, y se relacionaban con alguna situación
que requería actos colectivos. Por ejemplo, para salir de caza se

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convocaba al grupo con un sonido determinado. Por supuesto,
quien lo profería no hablaba en el sentido corriente de la pa-
labra, no decía: “Es tiempo de que salgamos a cazar”. Sim-
plemente daba la señal, como en un campamento se llama a
formación, a levantarse o a comer... Este sonido fuerte y pe-
netrante significaba para el hombre primitivo a la vez la fina-
lidad de las acciones conjuntas (obtener comida), el objeto de
las mismas (por ejemplo, la caza de un oso) y los medios con
que podía lograrse la finalidad deseada (empleo de palos,
lanzas, piedras). Todo ello era designado por la señal.
Quizá debemos imaginar las cosas
como si un sonido determinado
incluyese ya todo un discurso; una
“palabra” era ya habla. En esa
“palabra”, vista desde el ángulo de
nuestras nociones actuales, esta-
ban incluidas, en forma un tipo
dado de actividad social. La “pa-
labra” era la generalización de
todo un conjunto de representa-
ciones sensoriales simultánea,
varias frases, varios enunciados
concernientes a vinculadas a una
situación. Según el gran lingüista
ruso A. Potebniá, en las primeras
etapas del desarrollo del pensa-
miento, la palabra sólo puede ser
una indicación de una imagen
sensorial en la que no hay acción,
cualidad ni objeto, tomados por
separado, sino todo eso confun-
dido en una unidad indivisible.
Los sonidos que hicieron las veces
de primeras palabras fueron tomados, tal vez, del arsenal de
recursos sonoros con que se comunicaban los monos en su vida

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en rebaño. Evidentemente, esos sonidos debieron experimentar
cambios perceptibles, porque cumplían ya una nueva función,
y existían a la par con los sonidos anteriores, cuyo papel seguía
siendo el mismo. Pero el conjunto de medios sonoros de los
monos es bastante exiguo, cada sonido es utilizado con senti-
dos muy diversos. No es tan sencillo como parece separar de
ese arsenal los medios adecuados para un nuevo tipo de
vínculos. Cabe pensar que además de emplear y modificar
paulatinamente los sonidos de que ya disponían, los remotos
antepasados del hombre debieron tratar de adoptar o de “con-
quistar” otros, tanto neutrales, tomados de la naturaleza, como
los que por distintos motivos se vinculaban con cierta cons-
tancia a una situación dada, a alguna forma de actividad social
esencialmente importante para la vida de la colectividad.
Y hemos empleado en forma deliberada la palabra “conquis-
tar”, por lo siguiente: en esos tiempos remotos, llegar a domi-
nar nuevos sonidos, es decir, señales peculiares para indicar
una situación determinada, era un proceso complejo, difícil y
prolongadísimo. Pongamos atención en nosotros mismos y en
nuestro interlocutor cuando conversamos. Podremos compro-
bar que las partes que más se mueven al hablar son la lengua,
los labios y la mandíbula. Pues bien, en el hombre en forma-
ción esas eran justamente, partes de escasa movilidad. Las
primeras palabras se formaron a partir de sonidos guturales, es
decir, de la garganta, en cuya emisión casi no intervenían la
lengua, los dientes y los labios. Para aprender nuevos sonidos
hacía falta mucho esfuerzo, era preciso colocar de manera
distinta los propios órganos de la fonación, y como es lógico,
ese proceso no podía ser rápido.
Además, no debemos olvidar ni por un momento en qué con-
diciones surgió el habla. Las condiciones de vida del hombre
actual se diferencian sustancialmente de las que rodeaban a
esos remotos antepasados nuestros. Vivimos en un ambiente en
que reina el lenguaje: hablan todas las personas que nos rodean,
en todo momento oímos hablar y nosotros mismos empleamos

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de continuo el lenguaje. Tan es así que ni siquiera advertimos
la influencia que ejerce ese medio, en el cual hablar constituye
un fenómeno normal, como no advertimos la presencia del aire
que respiramos. Pero ese ambiente es tan importante para el
desarrollo del lenguaje y del pensamiento como el aire para la
vida. A modo de ejemplo, mencionaremos un hecho por todos
conocido, lamentablemente, muy generalizado. En las escuelas
de la Unión Soviética se estudia por lo común un idioma ex-
tranjero durante seis o siete años; no obstante, suele ocurrir que
al terminar sus estudios los alumnos no puedan mantener en
ese idioma una conversación ni siquiera sobre temas de la vida
diaria. Y lo malo es que ello no se debe a que sean perezosos o
poco aplicados: la causa fundamental de esa “mudez” que
aqueja a la inmensa mayoría de los egresados de la escuela
media es que carecen de un ambiente en el que se hable el
idioma que han aprendido.
Puede decirse que sólo se encuentran en tal medio durante las
pocas horas de clase destinadas a cumplir el programa de es-
tudio de una lengua extranjera. ¿Y qué sucede si se excluye a
un ser humano del ambiente en que se habla? Pues que no
aprenderá a hablar, quedará mudo. Se ha demostrado científi-
camente que la mudez infantil es, por lo común, resultado de
defectos congénitos en los órganos de la audición. La palabra
“sordomudo" se ha generalizado porque entre la sordera y la
mudez existe una relación directa.
Trasladémonos por un instante a la situación en que vivían los
pitecántropos o los sinántropos. Aparecerán ante nuestros ojos
como una manada de individuos mudos. Apenas se esbozaba
entre ellos el ambiente de los sonidos. Y, por supuesto, era
inevitable que este hecho se reflejara en el ritmo con que
avanzaban el lenguaje y el pensamiento Enfocando así el pro-
blema podemos llegar a comprender que, para nuestros remo-
tos antepasados, la asimilación de cada nueva palabra consti-
tuía una laboriosa conquista, una verdadera adquisición. Pero
una vez lograda, esa conquista impulsaba el desarrollo de la

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sociedad. Por otra parte, el progreso social no limitaba, sino
que intensificaba enormemente la necesidad de comunicarse
mediante el habla.
Las crecientes necesidades engendradas por las nuevas rela-
ciones que se formaban en el ámbito de la producción seguían
siendo los factores determinantes del perfeccionamiento del
lenguaje y el pensamiento. Y la producción, además, originaba
otro fenómeno inevitable, el de la división del trabajo:

La división del trabajo

No nos hemos referido hasta aquí a un


hecho de singular trascendencia en la
historia de la sociedad humana. Cuando
el hombre primitivo se hallaba en el
estadio de sinántropo aprendió a em-
plear el fuego. Esto modificó de raíz las
relaciones dentro de la horda, sobre todo
en cuanto a la división del trabajo según
el sexo y la edad, circunstancia que se
trasformó en un factor decisivo para
cohesionar la sociedad primitiva. Es
evidente que quienes quedaban a cargo
del cuidado del fuego, de curtir los
cueros y de preparar instrumentos de-
pendían de manera directa del otro sec-
tor de la colectividad, de los que salían a
cazar. Y éstos, por su parte, sólo podían
aprovechar íntegramente el producto de la caza y disponer de
una guarida segura contra las fieras, gracias al esfuerzo de
quienes permanecían en el lugar de asentamiento. En tales
condiciones, la palabra cumplía una función esencial para
coordinar !a actividad de unos y otros. Esa división del trabajo
hizo que se perfeccionaran los instrumentos y este hecho, a su

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vez, impuso una notable ampliación del vocabulario de nues-
tros remotos antepasados.
La transición al hombre de Neandertal —ya un hombre, no un
hombre-mono como el pitecántropo o el sinántropo— revela
un salto de calidad en la producción de instrumentos: la talla de
un trozo de piedra para obtener, por lo común, un tipo único de
instrumento es sustituida por una técnica totalmente nueva. Se
aplican nuevos métodos para labrar la piedra y el hueso, y se
fabrican utensilios desconocidos hasta entonces.

El grabado reproduce las diversas operaciones sucesivas (de

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izquierda a derecha y de arriba a abajo) que se empleaban para
fabricar un cuchillo de piedra con mango de asta. Ya no se trata
de un solo tipo de operaciones: junto a la talla aparece la pre-
paración de astillas especiales de piedra, los distintos retoques,
la elaboración del mango de hueso cortándolo con el cincel, el
pulido del hueso y otros procedimientos especiales. S. Se-
miónov, autor de esta reconstrucción, ha calculado que para
elaborar ese objeto hacen falta once operaciones indepen-
dientes y doscientos cinco actos de trabajo, como mínimo. Por
supuesto, que se excluye toda la labor empleada previamente
en fabricar el cincel, el mazo y los demás útiles necesarios para
hacer el cuchillo.
Interesa subrayar algunas características del proceso de pro-
ducción del cuchillo. En primer lugar, resulta evidente la di-
versidad de operaciones. La producción de un instrumento tan
complicado demanda un proceso de trabajo dividido en partes,
tanto en lo referente al objeto (una piedra grande y redondeada,
algunas astillas de piedra, el asta de reno), como en lo que
concierne a los instrumentos (diversos retocadores, cincel,
mazo, etc.) y los tipos de operaciones empleadas (talla, golpes,
corte, pulido).
Cuando investigábamos las operaciones de trabajo cuyo pro-
tagonista era un hombre-mono, el pitecántropo, podíamos
suponer que todos sus actos eran casi instintivos, que sólo
orientaba o corregía sus esfuerzos por consideraciones directas
de comodidad, y no por una imagen ideal del instrumento que
deseaba obtener. Sin embargo, ya en tal caso era posible actuar
por partes. Inclusive cuando la fabricación de un utensilio se
basa en operaciones de un solo tipo, el proceso puede inte-
rrumpirse en cualquiera de sus etapas, para ser completado
cierto tiempo después. El resultado del trabajo no depende, por
lo general, de que un día se talle el lomo, al siguiente el ex-
tremo puntiagudo y dos días después el borde afilado; el hacha
resultante de tal proceso será igual a la fabricada “de, un gol-
pe”. Pero esta forma de actuar no es aplicable, por ejemplo, en

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la caza. Si hoy se descubre en el bosque un reno y la caza se
deja para pasado mañana, seguramente no tendrá éxito. Por el
contrario la producción de un instrumento puede ser inte-
rrumpida y continuada después de un intervalo, e inclusive no
por el mismo sujeto que comenzó el trabajo, sino por otro
cualquiera que domine el proceso, que esté en condicionas de
prever el resultado final, de vincular mentalmente el pasado, el
presente y el futuro del objeto: de ver en la piedra el raspador
que se desea obtener, o en el palo la futura lanza.
Cada etapa de la fabricación del instrumento parece sintetizar y
poner al alcance de los demás hombres las facetas de la acti-
vidad vital y los resultados logrados por la colectividad. Pero
cada uno de los individuos miembros de esa colectividad sólo
podrá valerse de esos resultados si tiene en su propia concien-
cia determinada representación del instrumento y de su apli-
cabilidad. Llegamos así a describir las condiciones en las que
debían surgir en el hombre primitivo los primeros pensa-
mientos:

Los primeros pensamientos

Ni la fabricación del cuchillo de piedra, que hemos descrito, ni


de otros útiles similares, hubiesen podido lograrse si el cerebro
del hombre no hubiera evolucionado hasta ser capaz de vin-
cular, mediante la representación del objetivo final, todos los
elementos y etapas de ese proceso. Por otra parte, cada etapa se
presenta ya como un fin en sí, y la operación que se efectúa
para lograrlo se hace consciente. Marx señaló que el hombre se
diferencia del animal en que “no se limita a hacer cambiar de
forma la materia que le brinda la naturaleza, sino que, al mismo
tiempo, realiza en ella su fin conciente, fin que determina
como una ley la modalidad y el carácter de su acción y al que
tiene que supeditar su voluntad”.
En la etapa anterior, una palabra bastaba para designar toda una

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situación, que englobaba tanto la producción como el empleo
de un instrumento. Pero ahora una sola palabra es insuficiente:
para que cada operación quedara grabada en la conciencia
debía ser designada de una manera peculiar, dado que estaba
separada de otra en el tiempo, además de que los ejecutores
directos de las diversas operaciones eran distintos individuos.
El vínculo entre las etapas del proceso de producción debía
reflejarse en la conciencia del hombre como vínculo entre las
palabras que designaban cada una de esas etapas, aunque al
comienzo sólo fuesen dos palabras, articuladas en correspon-
dencia con dos operaciones sucesivas. Cabe señalar al respecto
que cada palabra no es sólo una señal que el individuo dirige a
los otros miembros del grupo; es ya, para él mismo, un objeto
ideal que remplaza al objeto real. La comparación de dos pa-
labras, de dos objetos ideales es ya un acto peculiar de una
operación ideal interior.
Pero, además, la producción en desarrollo daba lugar a otra
circunstancia esencialísima: a que se deslindara la acción, del
objeto en el que recaía esa acción. Esto ya surge cuando se trata
de producir instrumentos más simples. Posteriormente se
trasforma en necesidad, porque cada acción de estructura par-
ticular (por ejemplo, el pulido) se traslada de continuo a dis-
tintos objetos de igual naturaleza, e inclusive a objetos de na-
turaleza diversa. Esa acción que en forma sistemática se tras-
lada de un objeto a otro recibe una designación, un nombre que
le es propio, en tanto que la comparación de los objetos vin-
culados por esa acción se torna una conexión interna, mental,
dada en la conciencia del hombre.
Como conclusión, enunciaremos algunas tesis que surgen de lo
ya expuesto.
PRIMERA TESIS. ES la propia estructura de la producción social
lo que posibilita la especialización de los instrumentos y de las
operaciones, y también la especialización de los individuos que
fabrican esos instrumentos y ejecutan esas operaciones. Pero la

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especialización presupone un vínculo entre diversos objetos y
operaciones, implica que exista conciencia del fin que se per-
sigue y de los medios para lograrlo.
SEGUNDA TESIS. El hecho de que en el proceso de la actividad
productiva se destaquen objetos intermedios y de que un
mismo acto se traslade a distintos objetos crea la necesidad de
designarlos con palabras. Así se van grabando en la conciencia
(como objetos ideales), tanto los diversos objetos, como los
diferentes tipos de acción.
TERCERA TESIS. Los objetos ideales que aparecen en la con-
ciencia se entrelazan reflejando el proceso de producción real.
Ello permite utilizar la forma más adecuada de trasladar la
actividad a otros objetos y trasmitir con la mayor rapidez a
otros la experiencia de producción adquirida.
CUARTA (y última) TESIS. El desarrollo de la capacidad de
trasladar la acción real a distintos objetos reales, a la par con la
existencia de imágenes ideales, permite también trasladar la
acción a imágenes ideales. Las necesidades objetivas de la
práctica social crean las condiciones para que esa posibilidad
se convierta en realidad y llegue a ser una capacidad de uno u
otro sujeto.
De este modo, nos encontramos frente a un problema de sin-
gular importancia: ¿qué significa trasladar la acción a imágenes
ideales? Pues eso significa que existe pensamiento. Porque el
pensamiento es la facultad de operar con imágenes ideales,
relacionándolas unas con otras de modos diversos, pero sobre
todo en relaciones que concuerden con las que existen entre los
objetos reales. Aquí ya no son las cosas y procesos reales los
que aparecen como objeto de la actividad, sino su reflejo ideal,
sus imágenes en la conciencia.
Cabe suponer que al principio era la necesidad de trasmitir a
otro un pensamiento, de expresar un pedido o una actitud ante
los objetos lo que obligaba a utilizar palabras y más aún a

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formar frases compuestas de dos o tres elementos. Al parecer,
los objetos debían hallarse próximos, a la vista, al alcance de la
mano. Y cuanto más frecuente se hacía esa necesidad y se
concretaba en frases formadas de dos o tres palabras, más se
desarrollaba la capacidad de vincular objetos ideales, y se
convertía en un acto de pensamiento independiente. En esas
circunstancias, un estímulo externo relativamente pequeño, por
ejemplo, ver una piel de animal, podía ser suficiente para que el
hombre primitivo alejado de sus compañeros de tribu pensara
para sí: “Traer cuchillo, cortar la
piel de mamut”.
Así surgió el Homo sapiens.
Desde el punto de vista históri-
co, su primer representante fue
el llamado hombre de Cro-
Magnon, surgido hace aproxi-
madamente cincuenta mil años.
En síntesis, los hechos verifi-
cados por la ciencia, señalan
como causas principales del
surgimiento del pensamiento,
las tres siguientes: la sociedad, el trabajo y el lenguaje articu-
lado. El pensamiento no se nos antoja ahora una facultad hu-
mana especial, independiente, aislada de las condiciones exte-
riores, sino una propiedad surgida históricamente, con un
desarrollo progresivo, que sirve a la sociedad y que no habría
podido existir sin ésta.
Quizás en cuanto acabe de leer estas últimas palabras se le
ocurra al lector presentar un proyecto tendiente a completar el
género humano a costa de los monos. Por supuesto, los ma-
cacos, los capuchinos y, sobre todo, los lemúridos no servirán
para tal fin. Pero los monos antropomorfos pueden resultar
muy adecuados. Si se elige un mono de esta clase cuando aún
es pequeño y se lo educa entre hombres, se le enseña a trabajar

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y se trata persistentemente de formar en él hábitos de lenguaje,
puede convertírselo en un ser humano. Demás está decir que se
dejarán a un lado pequeñas diferencias de aspecto exterior que
la educación no puede borrar. Viene al caso relatar una breve
historia del mono que creció entre los hombres:

Historia del mono que creció entre los hombres

Comienza nuestro relato en 1913, año


en que la joven psicóloga Nadiezhda
Ladíguina inició una investigación
sobre este tema con un pequeño
chimpancé. Era un macho de un año y
medio Johny (así lo llamaban) fue
objeto durante dos años y medio de
constantes preocupaciones, pero al
cabo de ese período el experimento
dejó un saldo riquísimo para evaluar
las características y posibilidades psíquicas del mono antro-
pomorfo. Johny gozaba de bastante libertad y en todo momento
se ocupaban de él personas que se esforzaban por desarrollar al
máximo cuanto la naturaleza le había dado. Y si se miran los
grabados puede parecer que los resultados no fueron pocos.
Qué expresivamente conversa, ¿no es verdad? Sin embargo,
durante los dos años y medio que se trabajó con él no dijo una
sola palabra. Al analizar los resultados del experimento, La-
díguina-Kots puntualizó varios hechos que testimonian el fra-
caso en que terminó la tentativa de aproximar el chimpancé al
hombre: no pudo mejorar su posición en la marcha erecta, ni
liberar las manos de su función de apoyo al desplazarse; no
llegó a emplear muchos sonidos ni reaccionó en lo más mínimo
a los ejercicios fonéticos de imitación; no mejoró en ningún
aspecto esencial su habilidad para manipular objetos e ins-
trumentos ni logró salir airoso en los juegos de construcción.

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Más adelante, la psicóloga realizó análogas observaciones con
uno de sus hijos. Cuando confronta las particularidades del
desarrollo del ser humano y el chimpancé, anota que el len-
guaje es el rasgo distintivo más notable. “.. .Las palabras de un
niño —escribe— son como los haces luminosos surgidos de un
brillante auténtico, que, después de concentrar la luz difusa que
lo rodea, la refracta a través de sus aristas, y nos muestra toda
una gama de luces deslumbrantes, cuyos resplandores, por su
intensidad y originalidad, nos permiten evaluar la calidad de la
piedra y la finura de su pulido... En el chimpancé no aparece,
no se descubre ese resplandor original, diverso y sutil, en es-
pecial el de las fuerzas y facultades psíquicas, intelectuales.
“Si seguimos aplicando esta comparación no nos sentiremos
impulsados ni siquiera a establecer similitud entre el caudal
psíquico e intelectual del chimpancé —con sus manifestacio-
nes borrosas, difusas, grises— y el brillante falso, de un brillo
deslumbrante aunque metálico, ni tampoco con el diamante en
bruto, sin pulir, que trabajado adecuadamente puede adquirir
destellos propios; más bien lo compararíamos con el grafito
gris, sin brillo y uniforme.”
Ladíguina-Kots extrae de su experiencia la siguiente conclu-
sión: los procesos intelectuales de un niño de cuatro años se
mostraron cualitativamente superiores, de un nivel de perfec-
ción incomparablemente más elevado que los de un chimpancé
de la misma edad.
Años después, llegaron a conclusiones similares los esposos
Hayes, zoopsicólogos norteamericanos, quienes realizaron el
experimento más prolongado de la historia con un chimpancé.
Estos investigadores criaron en su hogar, durante muchos años
a la mona Vicky. Iniciaron su educación cuando tenía apenas
unas semanas, y Vicky hasta aprendió a “hablar”: llegó a
pronunciar la palabra “mamá”. Pero sucedía que sólo la decía
cuando tenía hambre (ya que el aprendizaje se basó en la aso-
ciación con estímulos alimentarios) y, por una banana, no tenía

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inconveniente en decirla a quien fuese.
En consecuencia, los hechos demuestran que el simple con-
tacto con los hombres no puede remplazar al prolongado pro-
ceso evolutivo que ha tenido lugar en la historia de la sociedad.
Pasamos ahora a hablar sobre nuestros pensamientos:

SOBRE NUESTROS PENSAMIENTOS

En las páginas precedentes nos hemos referido al proceso


histórico que condujo al surgimiento del hombre y de su pen-
samiento. Pero ocurre que también el pensamiento del hombre
contemporáneo, que vive en medio de un sociedad desarro-
llada, tiene su historia, su proceso de formación: el niño llega a
ser un individuo pensante, no nace como tal. Las condiciones
de vida de la sociedad, formadas en el proceso histórico, crean
nuevos factores que impulsan el desarrollo del pensamiento y
permiten que cada miembro de la sociedad asimile la rica gama
de formas del pensamiento que la humanidad ha elabora-
do.Será de gran utilidad para los fines de este trabajo que co-
nozcamos algo acerca de la ontogénesis (desarrollo individual)
del pensamiento.
Hasta aquí hemos recurrido a la antropología para exponer la
historia del surgimiento del hombre y de su pensamiento.
Ahora debemos llamar en nuestro auxilio a la psicología.
En este último período la psicología soviética ha dedicado gran
atención a investigar la formación de las actividades mentales.
Muchos científicos —entre los que se ha destacado P. Galpe-
rin— concentran su labor en este aspecto.

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Como todo fenómeno de gran complejidad, el pensamiento
puede ser enfocado en sus distintos aspectos y desde diversos
ángulos, en especial como facultad de resolver problemas, sean
cuales fueren: desde los problemas escolares que se proponen a
los alumnos de primer grado ("Veamos, Pedrito, ¿cuánto re-
sulta si a dos agregamos cinco?”), pasando por los problemas
prácticos de la vida cotidiana, hasta los de índole científica,
como los que surgen ante quienes se ocupan de diseñar nuevos
modelos de máquinas o ante los fí-
sicos que tratan de desentrañar los
secretos del micromundo. Por cierto
que el hombre no deja de ser hombre
ni pierde la facultad de pensar
cuando efectúa uno de esos trabajos
que suelen denominarse mecánicos.
Sin mirar, con un movimiento casi
automático, el albañil toma con su
cuchara la cantidad precisa de mez-
cla, con la otra mano recoge un la-
drillo y lo pone en su lugar mediante
movimientos rápidos y seguros... Sin
embargo, en ese mismo momento sus
pensamientos pueden estar en algo
muy distante.
Todos podemos dar ejemplos de
situaciones similares. Pero cuando
uno se ve ante una tarea nueva,
cuando desconoce el tipo de operaciones que debe realizar y su
ordenamiento, surge una faceta especial del pensamiento. In-
clusive el albañil de nuestro ejemplo que coloca un ladrillo tras
otro mientras piensa en que su hijo acaba de romper otro par de
zapatos —¡hasta cuándo seguirá jugando al fútbol de esa ma-
nera!— alguna vez se inició en este trabajo y empuñó por
primera vez la cuchara. Entonces se le plantearon no uno, sino
varios problemas: cómo tomar la cantidad necesaria de mezcla

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(¿y cuál era la cantidad necesaria?), cómo trasladarla sobre la
cuchara plana y sin rebordes, cómo tomar cada ladrillo y co-
locarlo en su sitio. Evidentemente, no es posible enumerar los
múltiples problemas que se plantean a diario a cada uno de
nosotros. Y el hombre no puede subsistir un solo día ni realizar
la cosa más insignificante sin percibir distintamente esos pro-
blemas, sin comprenderlos, sin hallar la manera de solucio-
narlos.
La psicología analiza las funciones psíquicas como formas
indispensables de la actividad del sujeto, como el proceso
mediante el cual el sujeto resuelve determinados problemas.
Pero resolver un problema es, sobre todo, trasformar con una
finalidad determinada el material inicial, y ello se logra me-
diante acciones definidas que primero se efectúan mentalmente
y después se exteriorizan, se trasladan al objeto. La investiga-
ción psicológica tiende, precisamente, a poner en claro de qué
manera las acciones objetivas llegan a ser mentales y cómo se
forma, sobre esa base, un nuevo proceso psicológico.
Para no hacer demasiado compleja nuestra explicación recu-
rriremos a ejemplos simples y cotidianos, de modo que las
circunstancias que puedan velar la esencia del problema que-
den prácticamente descartadas. Veamos, pues, cómo se forman
los procesos mentales retomando el problema que fue pro-
puesto a Pedrito, alumno de primer grado y su respuesta a la
pregunta: ¿cuánto es dos más cinco?

¿Cuánto es dos más cinco?

—¡Ocho! —exclamó Pedrito.


—¡Qué es eso, Pedrito! —le reprochó la maestra—. Vuelve a
pensarlo, ¿cuánto tendremos si a dos le agregamos cinco?
—¡Nueve! —contestó con idéntico entusiasmo el niño.
—¡No, por favor, no! —la maestra miró a Pedrito evidente-

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mente disgustada—. Piénsalo bien,- no te apresures. ¡Piensa!
Y Pedrito, imitando a su mamá cuando le decía: “Déjame
pensar, no me molestes!”, arrugó el entrecejo y clavó la mirada
en el techo. Diez o quince segundos después, mirando a la
maestra, le dijo no muy seguro:
—Siete.
—¡Por fin! —suspiró aliviada la maestra. Y en tono aleccio-
nador se dirigió al resto de la clase, diciendo —¡Siempre hay
que pensar antes de contestar una pregunta, pensar bien lo que
se va a decir!
Pedrito se sentó en su banco y nadie advirtió que, como mu-
chos otros niños de la clase, no sabía pensar en forma correcta
para resolver problemas de suma. No obstante, Pedrito era un
niño inteligente. Participaba sin inconvenientes en los juegos
más diversos, sabía armar con las piezas de su juego de cons-
tructor magníficas máquinas, grúas y barcos; captaba con
singular perspicacia el estado de ánimo de sus padres y, de
acuerdo con eso, resolvía si era oportuno encapricharse un
poquito o si debía cumplir al pie de la letra lo que le ordenaban.
En esto nunca se equivocaba. Pero en la escuela ...
Antes de que cumpliera siete años, su mamá le había dado unas
lecciones previas con el objeto de facilitarle la primera etapa de
trabajo en la escuela, en condiciones nuevas y distintas de las
que lo habían rodeado en el jardín de infantes. Pedrito aprendió
de memoria casi todas las letras del abecedario, y a contar de
uno a diez. Esos primeros pasos le resultaron fáciles. Pero
después ... Ya conocemos algo de ese “después”. Ya antes de
ingresar en la escuela Pedrito sabía que dos son más que uno y
que tres son más que dos. En la escuela advirtió que es mayor el
número para alcanzar el cual hay que contar más. Y contaba
rápidamente: uno, dos, tres. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis:
contaba más tiempo, por lo tanto el número era mayor. Más
adelante Pedrito comprendió que cuando decían “agregar" y le

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preguntaban cuál era el resultado, había que nombrar un nú-
mero algo mayor. También suponía, sin tener plena conciencia
de ello, que siempre es preciso nombrar un número mayor del
que aparece en el problema. Los problemas de sumar o de
restar eran para Pedrito algo así como el juego “¡A que no
adivinas qué tengo en la mano!”, con el que se entretenía con
sus compañeros en los recreos. Pero mientras que en el juego
Pedrito contestaba: “Una piedra, una hoja, un botón”, en la
clase nombraba los números que conocía. Podía ocurrir que
acertara en el primer intento; en ese caso trataba de fijar en su
memoria el feliz hallazgo. “Si a tres agregamos uno, tenemos
cuatro”: enseguida logró memorizar esta combinación. Pero
muchas veces debía nombrar dos o tres números antes de que
su maestra dijera: “Bien, por fin has pensado y has encontrado
la solución”. No obstante, tanto cuando contestaba correcta-
mente como cuando se equivocaba, Pedrito pensaba de la
misma manera, o sea que en ambos casos empleaba idéntico
procedimiento mental: nombraba cualquiera de los diez nú-
meros que conocía, tratando de que fuese “algo mayor” si era
una suma o “algo menor” si ora una resta. Por otra parte, Pe-
drito era un alumno atento: no hacía travesuras en clase, es-
cuchaba con atención las explicaciones de la maestra y copiaba
con esmero los ejemplos del pizarrón. Escribía con prolijidad,
su cuaderno no tenía un solo borrón, y la maestra estaba sa-
tisfecha de él.
Todo iba bien hasta que la maestra tomó un examen. Pedrito
“resolvió” el primer ejercicio: 3 + 1 = 4. El segundo lo obligó a
meditar: 5 - 3 = ... ¿Qué número debía escribir en este caso
como resultado?
No sabía elegir por su propia cuenta el número correspon-
diente. Sólo podía colocar, al azar, algún número, pero era la
maestra quien decidiría si estaba bien. Para eso era maestra.
Pedrito se hallaba en una situación crítica. De pronto, la
maestra dijo:

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—Para sumar, piensen bien, ¡recuerden cómo sumábamos con
palitos!
Y Pedrito recordó cómo lo hacían: a los palitos ordenados en
fila sobre el pupitre, agregaban otros tomados de un monton-
cito. Ponían los palitos uno al lado del otro; por lo tanto, ahora
también se trataba de poner las cifras una junto a otra. ¡Ya
había resuelto el problema! En fin de cuentas, aquello era muy
simple: escribir prolijamente los números:
5+3 = 53; 2 + 7 = 27;
6 + 3 = 63; 1 + 8=18.
Aunque ni sabía cómo leer los números que había escrito como
resultado, Pedrito estaba muy satisfecho y seguro de no ha-
berse equivocado. Cuál no sería su sorpresa cuando vio que su
examen no había sido calificado; la maestra no le había puesto
nota alguna. Es que por fin se había dado cuenta de que Pedrito
no había comprendido los fundamentos de las operaciones
aritméticas más sencillas. Pudo convencerse de que ni siquiera
se había formado el concepto básico de número como conjunto
de unidades, de que no había logrado realizar el proceso mental
que responde a lo específico de los números y permite operar
con ellos como objetos ideales, de acuerdo con reglas pecu-
liares, determinadas por su naturaleza. Y sucedió eso porque en
el trascurso de la enseñanza Pedrito no había logrado asir al-
gunos de los eslabones fundamentales, sin los cuales no puede
formarse una actividad mental plenamente valiosa. Analice-
mos en su forma común esos fundamentales eslabones de la
formación de la actividad mental

Eslabones de la formación de la actividad mental

1. Galperin denomina primer eslabón y quizá sea éste el más


importante, al “fundamento orientador de la acción”. Para
resolver un problema es preciso formularlo, es decir, señalar

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sus condiciones e indicar el objetivo que debe ser alcanzado.
Pero, generalmente, cuando se plantea un problema no se in-
dica qué operaciones deben realizarse, ni cómo efectuarlas para
llegar al fin propuesto a partir de los datos conocidos. Por lo
común, nada se dice acerca del modo de resolverlo. Sólo
cuando se trata de problemas muy complejos, para cuya solu-
ción hace falta recurrir a procedimientos distintos de los ha-
bituales, quien lo formula indica cuál es la etapa inicial y cuáles
los primeros pasos de la solución. En el ejemplo de Pedrito, la
operación había sido indicada (sumar dos más cinco), pero no
se había dicho cómo realizarla. Quizá Pedrito estuvo ausente
cuando se explicó el mecanismo de la suma o asistió a clase,
pero no comprendió la explicación. Elaboró por sí mismo un
“fundamento orientador de la acción” —adivinar— y se apo-
yaba en él para resolver los ejercicios. En el examen empleó
otro tipo de operación (yuxtaposición) para resolver el ejerci-
cio. Cuando la maestra explicó la suma mediante palitos, Pe-
drito entendió que a un grupo de palitos (primer sumando) hay
que agregarle otro grupo (segundo sumando), pero no com-
prendió que ambos grupos constituyen en conjunto un todo, un
número distinto. Para determinarlo hacía falta saber cuántas
unidades estaban contenidas en ese número y Pedrito debía de
haber aprendido a contar primero los palitos que constituían la
suma, para pasar después a la operación abreviada de añadir a
un número (primer sumando) otro número (unidades del se-
gundo sumando). La operación de sumar no había penetrado en
la conciencia de Pedrito: tal era la causa, por otra parte muy
simple, de que no pudiera resolver los ejercicios.
El fundamento orientador, en el caso que nos ocupa, se formó
debido a que el alumno, por su cuenta y sin comprender lo que
hacía, separó rasgos casuales de un fenómeno íntegro y, ba-
sándose en ellos, comenzó a operar, como hemos podido
apreciar, en forma errónea. Pero el fundamento orientador
puede estructurarse también de otra manera, cuando no sólo se
da el modelo de la operación y el resultado a que ésta lleva,

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sino además indicando todas las etapas necesarias para realizar
esa operación. Ésta se presenta desarrollada, con cada uno de
sus elementos elaborado, poniendo de relieve los puntos de
apoyo que caracterizan el tránsito de un elemento a otro.
En nuestra infancia, todos hemos tomado por primera vez el
lápiz o la lapicera para aprender a escribir las letras. Un pro-
ceso de enseñanza correctamente organizado no sólo implica la
mera designación de las letras (“Miren, niños, esta es la „A‟ ”),
para luego mostrar cómo se escribe (“Así se escribe esta letra”,
y el maestro dibuja en el pizarrón la “A”). Un buen maestro
comienza por adiestrar a sus alumnos en la escritura de los
diversos elementos de la letra. Les explica y muestra de qué
modo cada elemento está ubicado y vinculado con los otros y
en general como todos ellos están orientados con respecto a los
renglones del cuaderno. Así se va formando en la conciencia de
cada niño un fundamento orientador de la acción para cada
letra, y eso les servirá de guía para cumplir correctamente en lo
futuro la propia acción y realizar el ejercicio que se les indique
(por ejemplo, escribir la palabra “ama”). No obstante, tampoco
esta forma de estructurar el fundamento orientador de la acción
—por cierto una de las más difundidas en las escuelas— agota
todas las posibilidades de crear dicho fundamento.
El método más complejo, pero a la vez el más eficaz, para
estructurar el fundamento orientador de la actividad, es el que
comienza por explicar a los alumnos el principio general, el
método general para analizar los fenómenos del ámbito que se
está estudiando. Una vez que lo ha dominado, el alumno está en
condiciones de elaborar independientemente el fundamento
orientador para cada caso concreto. Por ejemplo, cuando se
trata de escribir letras, este método parte de la noción de los
puntos de apoyo que pueden ser destacados en las letras
(aquéllos en que se inicia el movimiento del lápiz y otros en los
que varía la dirección del movimiento) y de la ubicación de
esos puntos en los renglones. Basta analizar dos o tres letras y
lograr que el alumno asimile prácticamente el principio en que

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se basa dicho análisis, para que pueda aplicarlo por sí solo a
cada una de las letras subsiguientes.
Por lo tanto, vemos que en el proceso de formación de la acti-
vidad mental, la estructuración del fundamento orientador de la
acción aparece como primer eslabón, imprescindible para re-
solver cualquier problema, y que de él depende el destino de la
acción futura y, en consecuencia, su resultado.

2. Para aprender a nadar hay que meterse en el agua. Porque


aunque nos hayan explicado cómo debemos respirar, cómo
debemos mover los brazos y las piernas, eso no quiere decir
que nos hayan enseñado a nadar. Sabemos, a lo sumo, cómo se
nada, pero todavía no sabemos nadar. Podemos guiarnos por lo
que sabemos (fundamento orientador de la acción) para llegar a
dominar en la práctica todos los elementos de la acción, para
llegar a fundirlos en un todo único. Y sólo la ejercitación
práctica en el agua podrá hacer de nosotros personas capaces
de nadar. Con el pensamiento ocurre algo análogo: no es sufi-
ciente conocer las reglas para resolver problemas, es preciso
dominar prácticamente las diversas operaciones que llevan a su
solución, aprender en la práctica a fundir esas operaciones en
un proceso de resolución único. Y sólo, cuando uno ha apren-
dido a efectuar todo el conjunto de operaciones, puede decir
que sabe resolver ese tipo de problemas. En síntesis, la acción
práctica que puede ser realizada sobre la base de un funda-
mento orientador, constituye un momento necesario para re-
solver un problema.
Cuando se trata de niños, la formación de los procesos men-
tales presupone necesariamente el desarrollo de una amplia
actividad material con objetos. (En los adultos, esa etapa apa-
rece abreviada, y puede trascurrir apoyándose en ciertos sus-
titutos de los objetos reales con los que se cumple la acción; por
ejemplo, planos, dibujos, esquemas, fórmulas.) El niño tiene
que operar con objetos, coloca un palito junto a otro, y un

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tercero al lado de los dos primeros, dobla uno tras otro los
dedos de la mano, corre las bolitas del ábaco. Destacamos
deliberadamente los verbos que indican una acción práctica
concreta con objetos. Cuando inicia su aprendizaje, el niño
construye el número con unidades, en el sentido literal de la
palabra, forma en realidad el 2, el 5 y el 8. Pero no puede
quedarse en esa etapa; debe dar otro paso: llegar a la genera-
lización. Debe aprender a formar el número no sólo con palitos
sino también con los dedos, con los pajaritos dibujados en su
libro, en general, con cualquier objeto. Cuando logra alcanzar
este grado de generalización, ya le resulta posible abstraerse de
todo objeto concreto. En esta etapa, el número “5” se le revela
como vehículo de una propiedad nueva, de la que aún no ha
tomado conciencia. En esa cifra se expresa el resultado de su
operación con palitos, con las bolitas del ábaco, con los dedos,
para formar el número.
Para asimilar la operación de suma el niño debe aprender en
forma desarrollada, como acción material práctica, al menos
tres operaciones:
a) formar el primer sumando (colocando, por ejemplo, tres
palitos o doblando tres dedos si se trata del número “3”);
b) agregar a ese primer sumando el segundo (que ha formado
del mismo modo que el primero);
c) contar todos los elementos del conjunto resultante, dado que
sólo así puede establecer qué ha obtenido.
Cuando aprende la operación de suma, el niño cumple objeti-
vamente y en forma desarrollada una serie de actos que cons-
tituyen el fundamento de esa operación. Pero si no ha llegado a
asimilar en qué orden deben efectuarse todos esos pasos ne-
cesarios, la operación dada no se forma o se forma defectuo-
samente.

3. Resulta claro, por otra parte, que la realización práctica de

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todos los pasos mencionados insume mucho tiempo. ¿Puede
abreviarse la operación? Sí; si se obvian algunos de los esla-
bones intermedios. Por ejemplo, en lugar de contar el segundo
sumando y luego el conjunto que forman ambos sumandos
yuxtapuestos, se puede agregar directamente el segundo su-
mando, y abreviar así la operación. Puede no formarse en cada
caso los dos sumandos, sino considerar sencillamente que eso
ya ha sido hecho, que se nos han dado cinco unidades a las que
debemos añadir otro conjunto compuesto de tres.
Para emplear tal procedimiento deben dejarse a un lado los
objetos materiales y calcular mentalmente. En un comienzo
resulta bastante difícil hacerlo, involuntariamente la mirada
busca los objetos que se suman. Después aparece el hábito,
aunque por ahora sólo como expresión oral. El niño dice en voz
alta “uno”, y la palabra ha remplazado al palito; dice “dos”, y
ha sustituido al segundo palito... La acción con objetos reales
se traslada al plano del lenguaje en voz alta, donde los objetos
del cálculo son ahora las palabras pronunciadas. Pero esas
palabras no deben pronunciarse de cualquier manera, en forma
arbitraria, sino en exacta correspondencia con el desarrollo del
proceso que reflejan.
Aquí el lector puede preguntarse sorprendido: “¿Acaso hablar
en voz alta es una acción especial que es necesario aprender,
aunque uno ya sepa hablar?”. Y debemos responder que
síHasta a los adultos, cuando aprenden a leer, les cuesta bas-
tante un aspecto en apariencia simple: traducir lo visible en
audible. Para leer en voz alta hay que aprender a hacerlo. ¿Y
por qué forzosamente en voz alta? Porque la pronunciación
inteligible de las palabras es un acto peculiar que debe ser
aprendido. Y también porque cuando se cumple esta acción, al
igual que cuando se trata de una acción objetiva (agregar pa-
litos, correr las bolitas del ábaco), es posible el control por
parte de otras personas y, por ende, de la persona que está
hablando.

- 73 -
Pero a diferencia de lo qué ocurre habitualmente, el lenguaje
opera con objetos de un tipo especial: con abstracciones [3].

4. Cuando la acción de hablar ha sido amplia y correctamente


elaborada, cuando el individuo también ha aprendido a “es-
cucharse”, a controlar lo que dice, no tendrá dificultades para
pasar al siguiente eslabón de la actividad mental. Nos referi-
mos a la transición al lenguaje interior completo, que no
siempre se logra plenamente: es bastante común el caso de
adultos que mueven los labios al leer como si tuvieran nece-
sidad de pronunciar las palabras del texto. Pero, por lo general,
dicha transición no presenta mayores dificultades. El lenguaje
exterior, desplegado para uno mismo, es la primera forma de
actividad mental auténtica. Pero eso no es todo. El desarrollo
posterior está relacionado con cambios que se producen en la
propia actividad mental, hecho que constituye un nuevo esla-
bón de su proceso de formación.

5.- Tres son los aspectos que caracterizan esos cambios: a)


abreviación, b) automatización y c) paso a la esfera de lo in-
conciente. No es obligatorio que en el lenguaje interior apa-
rezcan todos sus elementos componentes: son suficientes al-
gunos puntos de apoyo, algunas palabras e inclusive partes de
palabras que definen el carácter de los vínculos entre ellas. El

3 La abstracción es la separación, la delimitación como objeto indepen-


diente, de cualquier cualidad o propiedad de las cosas, de modos de ac-
tuar, de tipos de modificaciones que se producen en los objetos, etcétera.
También pueden incluirse en la abstracción propiedades inherentes a ob-
jetos distintos. Por ejemplo, en el número “3” se fija la noción de que hay
un conjunto integrado por tres objetos. Y no interesa que se trate de tres
personas, tres casas, tres árboles o, tal vez, de una persona, una casa y un
árbol. Toda abstracción se destaca por su generalidad y constancia dado
que en ella no se fijan las variaciones de las propiedades que caracterizan
a objetos y procesos individuales.

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lenguaje interior detallado se abrevia notablemente. Y en la
medida en que esta acción se hace habitual y se afianza, se va
automatizando y se desplaza de la conciencia. Este hecho no es
un rasgo exclusivo de la actividad mental, ya que el hombre
hace muchas cosas en forma automática. Por ejemplo, respi-
ramos sin darnos cuenta de ello; sólo lo advertimos cuando
algo estorba la respiración o se alteran las condiciones nor-
males (al escalar una montaña o subir una escalera); tampoco
somos concientes de los movimientos que realizamos con las
piernas al andar.
Con los actos mentales pasa algo similar. Cuando el niño
aprende a leer, reconoce cada una de las letras que forman la
palabra, después forma las sílabas (“m” y “a” — “ma”, “n” y
“o” = “no”), y con las sílabas, las palabras (“ma” y “no” =
“mano”). Más adelante, la acción de separar las letras, formar
las sílabas y reunir éstas en una palabra se automatiza, deja de
ser conciente. Leer, en esta etapa, ya no es reconocer las letras,
sílabas y palabras, sino entender el contenido del texto. La
detallada acción de leer se ha abreviado, se ha automatizado y
ha salido de la esfera de lo conciente. De todo ese proceso ha
quedado sólo la capacidad de leer. Al leer sólo tenemos con-
ciencia de qué leemos, no del proceso de la lectura, es decir, de
cómo leemos.
En el curso del pensamiento de acuerdo con normas formadas y
automatizadas, el hombre toma conciencia del objeto del
pensar, pero no del proceso de las operaciones con ese objeto,
es conciente de lo que piensa, y no de cómo lo hace. La acción
abreviada y automatizada con objetos ideales, es decir, el
pensamiento, se desarrolla fuera del ámbito de la conciencia.
Tal es la causa de que los intentos de explicar el pensamiento
tomando como único punto de apoyo la introspección, pres-
cindiendo de analizar el surgimiento de las formas de la acti-
vidad mental y de sus operaciones, nunca hayan tenido éxito y
muchas veces hayan originado teorías idealistas.

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Cuando se recurre a la observación externa suelen presentarse
como idénticos procesos y mecanismos mentales diferentes,
debido a que se toma como punto de apoyo el hecho de que al
resolver un mismo problema se llega a iguales resultados. No
obstante, no es difícil diferenciar las operaciones mentales que
el hombre comprende, de las que efectúa en forma mecánica.
Veamos un ejemplo sencillo: la tabla de multiplicar. Habi-
tualmente se aprende de memoria. El automatismo así logrado
permite ahorrar mucho tiempo cuando se resuelven cálculos
matemáticos elementales. Tanto un alumno de primer grado
como un profesor de matemáticas contestarán con idéntica
rapidez a la pregunta: ¿cuánto son cinco por cinco? Pero no por
eso debe extraerse la conclusión de que ambos comprenden
igualmente el sentido y los límites del empleo de la multipli-
cación. Puede ocurrir que el alumno de primer grado ignore el
concepto de “multiplicar”, que sólo haya aprendido la tabla de
memoria. El resultado final por sí solo no permite esclarecer
qué papel desempeña la memorización y en qué medida inter-
viene la comprensión de la esencia de las operaciones. Pero si
se pide a uno y otro que “desarrollen” la operación de multi-
plicar, durante ese “desarrollo inverso” se hará evidente si la
acción de multiplicar era conciente y abreviada o se basaba en
la mera memorización de la tabla, sin comprender el sentido de
la operación ni formar una acción mental realmente nueva.
Otro método de verificación consiste en trasladar la operación
a objetos desconocidos. Por ejemplo, si el alumno de primer
grado sólo ha aprendido la tabla de multiplicar de memoria y
no asimilado el principio en que se basa esa operación no estará
en condiciones de resolver, por ejemplo este ejercicio: multi-
plicar quince por veintitrés. A una persona que desconozca las
matemáticas superiores puede enseñársele a resolver algunos
ejercicios de los más elementales, empleando las tablas de
derivadas de funciones logarítmicas, exponenciales, potencia-
les y trigonométricas. Pero en este caso, su pensamiento que-
dará limitado a la aplicación mecánica de fórmulas. Para este

- 76 -
alumno será totalmente imposible explicar la operación misma
y trasladarla a los casos en que no es posible aplicar directa-
mente la fórmula.
En conclusión, tras una misma manifestación externa de los
resultados de la actividad mental pueden darse diversos pro-
cedimientos, diversas formas de resolver un problema y, en
ocasiones, también una simple memorización, un aprendizaje
de ejemplos que no han sido comprendidos, es decir, que no se
ha formado una actividad mental correcta, Por ello, antes de
seguir analizando las características del pensamiento, debemos
decir algunas palabras sobre la memoria. Por supuesto, no
intentaremos tratar a fondo el tema, sino sólo señalar una de las
causas por las que suele ocurrir que los

Niños "prodigio" se trasforman


en adultos mediocres

Todos los padres quieren el bien y la felicidad para sus hijos.


La diferencia está en qué entienden por bien, cómo imaginan
esa felicidad y cómo tratan de orientar a sus hijos para que la
logren.
A menudo los padres anhelan que sus hijos posean cualidades
excepcionales. Inclusive suelen proclamar que es talentoso
cuando aún no ha nacido. Y después no les cuesta mucho
descubrir en él rasgos no comunes: su modo de llorar o de
sonreír, la forma en que dice “mamá”; cualquier cosa que hace
demuestra su excepcionalidad. Y qué podemos decir de cuando
ya aprende a hablar, a entonar algún cantito, a dibujar los
primeros monigotes; los padres, llenos de satisfacción, ya no
abrigan duda alguna. Sólo les queda por resolver un grato
dilema: conjeturar si el joven Temístocles será diplomático o
general. En realidad, pocas veces se da a los niños un nombre
griego, pero de todos modos, el nombre es lo de menos.
El niño comienza a ir a la escuela, y ya en quinto o sexto grado

- 77 -
se descubre la orientación de su talento.
—¡Ay, señora María! —se lamenta la madre al encontrarse con
su vecina. —¡Mi hijo no se
entiende bien con las matemá-
ticas, otra vez ha sacado un
cinco! Pero sabe muchísimo de
historia y literatura; en eso es
brillante. Simplemente no tie-
ne condiciones para ciencias
como la matemática, la física o
ésa, cómo se llama... el álge-
bra. Y usted puede imaginarse
lo difícil que es para un niño
talentoso estudiar en la escue-
la, rodeado de alumnos me-
diocres.
Mientras tanto, el “niño talen-
toso”, después de meditar un
minuto ante el problema que le
han dado como deber, y con-
vencido de que no lo ha re-
suelto bien, llama por teléfono
a uno de sus compañeros:
—¡Nicolás! ¿Ya has resuelto el
ejercicio 247? ¿Sí? ¡Eres una luz! ¿Cuánto te da el primer
paso? Bien. ¿Y el segundo? ¡Ajá! La tercera respuesta es fá-
cil... Espera, comprobemos las respuestas. ¿Cuánto, cuánto?
Magnífico, ya tomé nota. ¡Hasta mañana!
La mamá sigue convencida de que su hijo es un portento, y
también el niño lo cree así. Pero paulatinamente se van acu-
mulando los factores que obstaculizan el desarrollo, quizá no
del talento, pero sí de las aptitudes del niño. ¿Por qué ha en-
contrado difícil la matemática y fáciles la literatura y la histo-
ria? ¿Acaso es más fácil analizar los hechos históricos o los

- 78 -
personajes de una obra literaria que explicar en qué casos una
ecuación de segundo grado tiene raíces reales? Por supuesto
que no. Es mucho más sencillo resolver esas ecuaciones que
analizar una época histórica. Pero ocurre que en la escuela, por
lo general, no se orienta al alumno a que analice en forma
independiente los acontecimientos históricos; se considera
suficiente con que recuerde un conjunto no muy grande de
hechos y las explicaciones de su manual al respecto. Cuando,
además, el niño posee procesos nerviosos de gran movilidad
—fenómeno común en la infancia y la adolescencia— podrá
encontrar rápidamente en su memoria analogías superficiales,
comparaciones y metáforas con las que embellecerá sus res-
puestas. Así se crea el mito del talento.
Por su parte, aun los problemas más sencillos de matemática o
física deben ser resueltos aplicando formas y métodos de ra-
zonamiento que se basan en la comprensión del material pre-
cedente. Cuando en las primeras etapas del aprendizaje se
forman lagunas que no llegan a subsanarse con un trabajo
posterior y no se adquiere el hábito de operar con determinados
elementos, ni siquiera la memorización textual de reglas y
teoremas puede dar buenos resultados. Si se le plantean con-
diciones apenas diferentes de las que se dan en el manual, el
alumno se desorienta y no puede resolver el problema. Por
ejemplo, cuando no se ha comprendido a fondo la multiplica-
ción, resulta difícil entender la potenciación y esto, a su vez,
hará imposible la resolución de ejercicios en los que inter-
vengan raíces. Demás está decir que las dificultades serán
insalvables cuando se intente comprender qué es un logaritmo
y cómo se opera con él. En su afán de superar las crecientes
dificultades y sin advertir sus causas, el alumno emplea el
arsenal de recursos mentales de que dispone, pero el escaso
acopio de tales recursos le impide seguir adelante. La memoria,
que hasta aquí le había servido a la perfección para lo que
necesitaba, ahora ya no puede retener la creciente masa de
datos. Y las formas más elevadas de actividad mental no pue-

- 79 -
den ser elaboradas cuando se carece de la base que constituyen
las formas precedentes. Se produce, si así puede decirse, una
acumulación de retrasos, un estancamiento en la fase inferior
del desarrollo del pensamiento. En el mejor de los casos, este
proceso queda limitado a un solo aspecto del desarrollo: úni-
camente se carece de capacidad para las matemáticas, aunque,
en esencia, esto no es más que un resultado de estudios mal
encarados. Entonces esa persona trata de orientar su actividad
hacia un campo que demande una cultura matemática mínima.
Pero puede ocurrir que la acumulación de retrasos afecte a una
esfera más amplia. En tal caso, el niño talentoso se trasforma
inevitablemente en un adulto mediocre por su desarrollo
mental. Los desmedidos elogios de sus padres lo ciegan y
contribuyen a que quede verdaderamente estancado.
La memoria cumple una función importantísima en la actividad
mental del hombre. Hace posible el desarrollo del pensamiento,
ayuda a resolver problemas difíciles. Se sabe, por ejemplo, que
el famoso matemático Leonardo Euler sabía de memoria las
seis primeras potencias de todos los números de dos a cien. Así
podía efectuar velozmente cálculos en los que otros hubieran
debido emplear meses, o quizás años. Sin embargo, el nombre
de Euler no figura en la historia de la matemática por esa
memoria prodigiosa, sino porque perfeccionó el cálculo dife-
rencial o integral.
Entre paréntesis, Albert Einstein, el genial físico de nuestra
época, tenía tan mala memoria que, para dictar sus conferen-
cias no podía prescindir del cuadernito donde tenía anotadas las
fórmulas necesarias. ¿Pero quién era capaz de revelar tan
profundamente como él el significado de esas fórmulas?
En resumen, la memoria —valiosísimo logro de la conciencia
humana— puede llegar a ser, en algunos casos, un obstáculo
para el desarrollo del individuo. Para no tener que retomar más
adelante el tema de la memoria, veamos qué queda cuando se
olvida todo lo aprendido

- 80 -
Qué queda cuando se olvida
todo lo aprendido

Es posible que conozcan ustedes estas famosas palabras de


Lenin: “Para llegar a ser comunista, hay que enriquecer inde-
fectiblemente la memoria con los conocimientos de todas las
riquezas creadas por la humanidad”. Esta frase equivale a todo
un programa para muchas generaciones de jóvenes. No obs-
tante, esta tesis suele ser interpretada en forma un tanto sim-
plista: como la exigencia del simple conocimiento del legado
cultural del pasado. Sin duda, eso constituye una parte fun-
damental del programa. Pero no se trata sólo de qué se asimila
y en qué medida; importa igualmente cómo se asimila. Cultivar
el pensamiento mismo, tal es la tarea que tienen planteada los
jóvenes, y Lenin también se refirió a ella en su discurso durante
el III Congreso de la Unión de Juventudes Comunistas de
Rusia.
Max Félix Laue, uno de los grandes físicos de nuestro siglo,
formuló en cierta oportunidad el siguiente aforismo: la ins-
trucción es lo que queda en el hombre cuando olvida todo lo
aprendido.
¿Pero qué queda entonces?: las formas y modos del pensa-
miento, los métodos para abordar el objeto que debe ser estu-
diado, los procedimientos y formas del pensamiento fructífero.
El dominio conciente de esos recursos es una de las principales
metas de la instrucción.
En las páginas anteriores hemos analizado, con ejemplos ele-
mentales, el proceso de formación de la actividad mental.
Ahora corresponde decir algo de los medios y procedimientos
más elevados del pensar. En primer lugar, es preciso determi-
nar la relación en que se encuentran el signo y el pensamiento:

- 81 -
El signo y el pensamiento

Apoyándonos en consideraciones ya expuestas, podemos


afirmar que el pensamiento consiste en operar con objetos
ideales mediante unos u otros actos mentales. Pero cabe aclarar
que los objetos ideales toman parte en las operaciones mentales
sólo cuando tienen una forma de expresión. La forma más
común e importante es la palabra. Precisamente el lenguaje es
la auténtica realidad del pensamiento, el medio para formar los
actos mentales, la propia capacidad de pensar. Las palabras,
que son las portadoras de los conceptos, son objetos ideales, el
material con el que opera el hombre cuando piensa. Tanto el
curso del pensamiento como sus resultados se expresan en el
lenguaje. De tal modo, el propio pensamiento puede ser in-
vestigado tanto por otros hombres como por el que expresa su
pensamiento en el lenguaje. "...El lenguaje es la conciencia
práctica —escribieron Marx y Engels—, la conciencia real, que
existe también para los otros hombres y que, por tanto, co-
mienza a existir también para mí mismo; y el lenguaje nace,
como la conciencia, de la necesidad, de las exigencias del
intercambio con los demás hombres”. El lenguaje permite
trasmitir los pensamientos a los otros hombres, posibilita la
comunicación y organización de los hombres dentro de la
colectividad. Como en él se fijan los resultados del pensa-
miento y de la práctica del hombre, el lenguaje actúa como
poderoso factor del progreso social.
Si dejamos a un lado las diversas propiedades y peculiaridades
del lenguaje, aun podremos analizarlo, con legítimo derecho,
desde otro ángulo: precisamente como sistema de señales. A
medida que se fueron desarrollando la producción, la vida
social y el conocimiento se planteó la necesidad de otros sis-
temas de señales que completaran el lenguaje natural y permi-
tieran un avance posterior del pensamiento. Entre esos sistemas
de señales auxiliares podemos mencionar los signos cartográ-
ficos, los signos convencionales que se utilizan en los esque-

- 82 -
mas radiotécnicos, los símbolos químicos y matemáticos, etc.
Este tipo de sistemas de señales tiene algunas ventajas, sobre
todo las dos siguientes: permite expresar juicios en forma
abreviada y sus signos y operaciones son exactos y unívocos.
Evidentemente, la representación de una reacción química
mediante símbolos especiales es mucho más simple que su
descripción con palabras. Proponemos, a manera de ejemplo,
que se detalle con palabras el curso de una reacción tan sencilla
como esta:
2Na + 2H,O = 2Na OH + H2↑

La exactitud de los signos, por otra parte, ha desempeñado un


papel importantísimo en la ciencia. En el lenguaje de la vida
cotidiana, unas mismas palabras dichas por personas distintas
suelen tener un contenido algo diferente (en este caso pres-
cindiendo de los homónimos), es decir, que una u otra palabra
puede no ser comprendida del mismo modo por diversas per-
sonas. La flexibilidad es una de las cualidades del idioma vivo,
hablado. Pero para la ciencia esa flexibilidad a veces resulta
inconveniente, porque origina inexactitudes y ambigüedad.
Los signos de los que estamos hablando pueden parecer, a
primera vista, producto de una casualidad o un capricho. Pero,
por lo común, cuando se analiza el surgimiento del sistema, se
descubre fácilmente que la adopción y fijación del signo han
respondido a condiciones que no pueden ser consideradas
completamente casuales. Tomemos, como ejemplo, el signo de
integral ʃ. ¿Surgió por casualidad? Sí y no. Fue adoptado por
Leibniz en 1686, y representa una S alargada, letra inicial de la
palabra summa quizás el signo de integral no sería ése si el
concepto de “suma” en latín (lengua universal de la ciencia en
esa época) se expresara con otro vocablo. En un comienzo,
Leibniz trató de emplear la notación de Cavalieri (omn l), quien
había formado esa designación abreviando la expresión omnia
liniae (todas las líneas). Pero cuando profundizó el estudio del

- 83 -
cálculo integral, Leibniz extrajo la conclusión de que los con-
ceptos que había empleado Cavalieri no eran exactos ni co-
rrespondían a las verdaderas relaciones que se producen al
integrar. Y dejó a un lado los puntos de vista de Cavalieri, así
como su sistema de símbolos. Leibniz partió de la noción de
integral como suma de un número infinito de diferenciales
infinitamente pequeñas. Por eso dio el nombre de “cálculo
sumador" a todo el sistema del cálculo integral y propuso como
signo básico del mismo la primera letra, modificada, de la
palabra que refleja su esencia.
El signo que llega a ser de uso general adquiere relativa inde-
pendencia, ya que durante su utilización pierden significado los
rasgos que lo caracterizaban en el momento en que surgió, y
esas peculiaridades conservan sólo un interés histórico. Mu-
chas veces ocurre que con el progreso de la ciencia se revele la
falta de asidero de las representaciones en que se basó origi-
nariamente determinado signo o denominación. A pesar de
ello, el signo, que ya ha adquirido carta de ciudadanía, sigue
empleándose en la ciencia. Así ha ocurrido con varios símbolos
de los elementos químicos. Hasta las teorías científicas más
recientes a menudo llevan nombres que no reflejan estricta-
mente su contenido. Al referirse al nombre que dio Einstein a
su teoría de la gravitación, el académico soviético V Fok se-
ñaló: “Einstein, lo mismo que Colón”, hecho un gran descu-
brimiento, pero lo ha interpretado en forma errónea. Así nos lo
demuestra el nombre de „teoría general de la relatividad‟, tan
poco adecuado para la teoría de la gravitación como el de „In-
dias Occidentales‟ para aquellas islas tan distantes de la India"
Las operaciones mentales y los sistemas de señales, si bien son
condiciones y medios imprescindibles del pensamiento, no son
suficientes por sí solos. Es preciso que veamos, aunque sea de
paso, las formas simples y complejas del pensamiento

- 84 -
Las formas simples y complejas
del pensmiento

Las formas del pensamiento son estudiadas por una ciencia


especial: la lógica. Ésta investiga no sólo las formas simples y
generales del pensamiento, inherentes a todos los hombres,
sino también los métodos y medios especiales y más complejos
de que se vale el pensamiento científico más desarrollado. Esas
formas y esos métodos superiores son algo así como los nuevos
pisos de un edificio que se van construyendo sobre los ci-
mientos de las formas básicas más simples. Cuanto más ele-
vado es el edificio, más amplio el horizonte que se abarca
desde sus ventanas. Cuanto mejor se haya desarrollado el
pensamiento de un hombre, es decir, cuanto mayor sea el
caudal de procedimientos, recursos y métodos de que disponga,
más complejos serán los problemas que podrá plantear y re-
solver. Pero, dada la finalidad de este trabajo, sólo podemos
referirnos a las formas elementales del pensamiento.
La lógica tradicional estudia, en primer término, los conceptos,
los juicios y los razonamientos. El concepto se define como la
forma del pensamiento en la que se reflejan los diversos obje-
tos, sus propiedades o las relaciones entre los objetos y los
fenómenos del mundo objetivo En este caso, el reflejo se
produce en forma generalizada. Por ejemplo, cuando em-
pleamos el concepto “rosal” no pensamos en ninguna planta
concreta, sino en el rosal en general, en el conjunto de sus
rasgos generales. Además, en el concepto no se reflejan di-
rectamente las imágenes de la realidad externa, percibida por
los sentidos. Por eso, cuando pensamos en el rosal, no nos
representamos las flores blancas o rojas de esa planta: el con-
cepto carece de evidencia sensible. Más aun, en el concepto
también pueden reflejarse objetos, propiedades de los objetos y
de los fenómenos del mundo circundante que sean inaccesibles
para nuestros sentidos. Por ejemplo, el ojo humano sólo puede
percibir una parte del espectro de las oscilaciones electro-

- 85 -
magnéticas; pero no llega a captar las ondas de radio.
En los conceptos se fija y se conserva un contenido que se
origina en la experiencia de la humanidad. Los resultados lo-
grados por el hornbre en su actividad práctica y científica ha-
llan una expresión concentrada en los conceptos y las catego-
rías. Con el desarrollo y profundización del conocimiento, con
la incorporación de nuevos objetos y fenómenos del mundo
circundante al ámbito de la actividad práctica, el pensamiento
se enriquece permanentemente con nuevos conceptos y, a la
vez, se desarrollan los que ya poseía. Vemos, pues, que los
conceptos no son algo estático ni inmu-
table.
Veamos un ejemplo sencillo. El agua es
una sustancia imprescindible para la
vida humana. El concepto correspon-
diente surgió ya en las primeras etapas
del desarrollo de la sociedad: generali-
zaba las propiedades más simples del
agua (su liquidez, que la diferenciaba de
los cuerpos sólidos) y su utilización
práctica (sustancia para beber, medio en
que viven los peces, etc.). Es cierto que
inicialmente a cada tipo de agua (la de
lluvia, la de los lagos y ríos, etc,.) le
correspondía un concepto especial, ex-
presado en una palabra distinta para
cada caso. El avance de la ciencia per-
mitió analizar la composición interna
del agua y revelar su fórmula química:
H2O, con lo que se dio un paso esencial
en el desarrollo del propio concepto de
“agua”. Desde entonces, este concepto
no sólo engloba y fija cuanto se sabía de las cualidades exte-
riores y el empleo práctico del agua, sino también su compo-
sición interna. Posteriormente se hizo evidente que el agua, tal

- 86 -
como se la encuentra en la naturaleza, es una combinación de
moléculas de composición diversa. Además, el conocimiento
más exacto de la distribución espacial de los átomos de hi-
drógeno y oxígeno en la molécula de agua ha dado la posibi-
lidad de explicar muchas de sus propiedades. Así, la práctica
social ha ido cambiando el contenido de ese concepto.
El progreso social no sólo crea condiciones para que los con-
ceptos existentes se desarrollen, sino que también da origen a
conceptos nuevos. Nuestra generación es testigo del veloz
desarrollo de la cosmonáutica. Y será preciso crear también
nuevos conceptos para expresar toda la gama de objetos y
fenómenos completamente nuevos, nacidos en este ámbito de
la actividad humana. Y, por el contrario, en la historia del
conocimiento se dan frecuentes casos en que se desechan
conceptos que han desempeñado un papel importantísimo en la
etapa precedente de la ciencia, en primer lugar, los conceptos
erróneos en los que se basaron teorías ya superadas por los
progresos científicos. Podemos mencionar, como ejemplo, el
concepto de flogisto en química y el de éter en física.
El concepto es el elemento básico con el que el hombre opera al
pensar. Por ello, el caudal de conceptos de que cada uno dis-
pone y la riqueza de contenido de los mismos determinan en
gran medida el carácter de su pensamiento. No obstante, el
concepto, tomado aisladamente, no nos da el pensamiento. Se
trata de que el hombre en el curso de su actividad mental opera
con imágenes ideales, con conceptos. El vínculo entre los
conceptos que refleja el nexo existente entre los objetos y fe-
nómenos del mundo objetivo se denomina, en lógica, juicio. El
pensamiento en forma de juicio halla su expresión verbal en la
proposición, en la oración.
En general, puede afirmarse que el hombre es capaz de vincular
de muchas maneras en su conciencia los más diversos con-
ceptos. Los juicios a que llega de ese modo pueden ser verda-
deros o falsos. Por ejemplo, si se afirma que el sol es más

- 87 -
grande que la tierra, se enuncia un juicio verdadero; si se dice
lo contrario, el juicio es falso. La verdad consiste, entonces, en
la correspondencia de nuestros pensamientos con el estado de
cosas real en el mundo objetivo. Ahora bien, es preciso esta-
blecer una distinción entre la verdad objetiva de los juicios y la
opinión de los hombres en cuanto a que los juicios enunciados
por ellos son verdaderos. Y es la práctica de toda la sociedad el
medio que nos permite hacer esa distinción (criterio de la
verdad). En nuestro ejemplo sobre la comparación de tamaño
entre la tierra y el sol, la práctica social ha demostrado que el
juicio “la tierra es más grande que el sol‟" es falso. Sin em-
bargo, no fueron pocos los que durante una larga etapa lo
consideraron verdadero.
Cuando vinculamos los juicios entre sí de acuerdo con ciertas
reglas se origina una nueva forma del pensamiento: el razo-
namiento. Aristóteles fue quien dio el ejemplo clásico de ra-
zonamiento: “Todos los hombres son mortales; Sócrates es
hombre; luego, Sócrates es mortal”. Al confrontar unos con
otros distintos juicios, en el razonamiento, el hombre puede
adquirir un nuevo conocimiento. Del análisis de los razona-
mientos puede extraerse, como conclusión más general, la
siguiente: el pensamiento del hombre, con los datos previos de
que dispone, es capaz de llegar a nuevos conocimientos sin
operar directamente con los objetos y fenómenos del mundo
circundante. Cuando parte de juicios verdaderos y los emplea
rigurosamente en consonancia con las leyes de la lógica, ob-
tendrá nuevos conocimientos que serán verdaderos.
Por supuesto, puede suceder que ciertas conclusiones no sean
confirmadas inmediatamente por la práctica. Así ocurrió con la
geometría creada por el célebre matemático ruso N. Lobache-
vski, cuya teoría pareció estar durante mucho tiempo en fla-
grante contradicción con la práctica y muchos la consideraron
producto de una mera fantasía de su autor. Sin embargo, el
desarrollo posterior de la ciencia confirmó que las deducciones
lógicas de Lobachevski eran verdaderas.

- 88 -
En otro ámbito del conocimiento humano, podemos referirnos
a la singular trascendencia de los descubrimientos de Marx. Al
analizar las leyes de la sociedad capitalista llegó a la conclu-
sión de que el propio desarrollo de esta sociedad conduciría
inevitablemente a su fin y a su remplazo por la sociedad so-
cialista. Durante la vida de Marx no existieron las condiciones
propicias para que triunfara la revolución socialista. Sólo me-
dio siglo después de enunciada esta tesis fue confirmada de un
modo pleno por la práctica.
Es lógico que para formular una predicción como ésa no es
suficiente con dominar las formas elementales del pensa-
miento. Marx no sólo analizó todos los métodos y procedi-
mientos de investigación científica precedentes, sino que fue
capaz de elaborar otros nuevos y más perfectos que le permi-
tieron realizar la titánica empresa que se había propuesto. No
vamos a referirnos a este aspecto del pensamiento; sólo dire-
mos que el método de conocimiento científico más completo y
de un contenido más rico es la dialéctica materialista creada
por Marx.
Hay que tener presente que el cuadro de la naturaleza o de la
sociedad que el hombre posee en su conciencia no está com-
puesto sólo de formas lógicas, carentes de evidencia, o de ideas
“puras”. Para demostrarlo diremos algo sobre el problema que
podríamos denominar pensamiento y representación:

Pensamiento y representación

La palabra “representación” designa una de las formas de re-


flejo de la realidad, cuyo rasgo característico consiste en que el
hombre puede tener una imagen sensible (es decir, una imagen
originada en la influencia de los objetos sobre los órganos de
los sentidos) aunque el objeto dado no esté presente. Como

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dice una popular canción:

Y desde entonces, con penas o alegrías,


Basta cerrar un poco los ojos,
Para que en el filibustero mar azul
Ice las velas un pequeño bergantín.

No obstante, el rasgo esencial de la conciencia humana con-


siste en que todas sus imágenes sensibles están íntimamente
vinculadas a los conceptos, de continuo son rectificadas y
precisadas por el pensamiento y, en general, no pueden existir
ni desarrollarse al margen del pensamiento.
Marx y Engels señalaron que hasta lo que el hombre percibe
por vía sensorial, le es dado sólo merced al desarrollo social, a
la industria y a las relaciones comerciales. Al adaptar la natu-
raleza a sus propios fines, al producir cosas que no existen en la
naturaleza, al ampliar continuamente la esfera de su actividad,
el hombre ha dilatado en forma inconmensurable el campo de
las posibles representaciones sensibles. Por otra parte, en la
conciencia no sólo se dan en forma de representaciones las
imágenes de los objetos que determinado individuo pudo ver,
oír o percibir de modo inmediato en cierta circunstancia, sino
también imágenes que ni siquiera pueden basarse en él testi-
monio directo de los sentidos, pero que están condicionadas
por la actividad del pensamiento.
Esas imágenes (suele denominárselas modelos) que se dan
durante el proceso del conocimiento científico, tienen algunas
peculiaridades que las distinguen de las representaciones co-
munes. No son una mera imagen de los objetos, sensorialmente
generalizada. Se forman en la conciencia según un cuadro
lógico e integral del objeto, en base a la comprensión de un
fenómeno dado. Un ejemplo nos permitirá aclarar lo que he-
mos dicho. Las investigaciones de la radiactividad que Pierre y

- 90 -
María Curie realizaron en el laboratorio de Becquerel dieron el
fundamento para una de las conclusiones más significativas de
la ciencia sobre la divisibilidad del átomo. Posteriormente, el
investigador inglés E. Rutherford llevó a cabo una serie de
experimentos y advirtió que el átomo es un sistema que se
compone de un núcleo central con carga positiva, donde está
concentrada casi toda la masa atómica, y de partículas con
carga negativa, de masa sumamente pequeña, ubicadas a una
distancia relativamente grande del núcleo. Rutherford tomó
como base las deducciones lógicas de sus experimentos, se
guió por las representaciones clásicas de la sustancia y la tra-
yectoria, y construyó en 1911 su famoso “modelo planetario
del átomo”. En él, el núcleo aparece como un cuerpo central
(similar al sol en nuestro sistema solar) alrededor del cual giran
(al igual que los planetas) las pequeñísimas esferas sólidas de
los electrones. Modelos de ese tipo suelen utilizarse todavía en
las escuelas, durante las clases de física y química, a pesar de
que las nociones actuales de la ciencia ya no concuerdan con él
Se sabe que los átomos debido a su extremada pequeñez no son
perceptibles para el ojo humano. Por consiguiente, para cons-
truir un modelo gráfico del átomo era necesario tomar como
base una teoría lógica. Rutherford partió de la analogía con el
modelo del sistema solar. Pero tampoco este modelo es fruto de
una mera percepción sensorial de los fenómenos naturales, ya
que se contradice con lo que el hombre ve diariamente. Y la
representación del universo debida a Claudio Ptolomeo con-
cordaba en gran medida con la citada experiencia sensorial del
hombre. Fue preciso que surgiera un genio como Copérnico y
que varias generaciones de científicos lucharan tenazmente,
para que se impusiera el modelo actual del sistema solar.
De esto podemos inferir que surgen con frecuencia contradic-
ciones entre las representaciones que se basan en la percepción
sensorial inmediata y aquellas que también se fundan en dichas
percepciones, pero son interpretadas y comprendidas de ma-
nera distinta, esclarecidas mediante el pensamiento. Nos pa-

- 91 -
rece oportuno recordar aquí al lector una famosa miniatura de
Pushkin, titulada Movimiento:

Todos elogiaron este alegato agudo.


No existe el movimiento, dijo un sabio barbudo.
Otro, sin contestarle, comenzó a caminar:
Imposible objeción más fuerte hallar.
Pero, señores, caso tan risible
Otro ejemplo me hace recordar:
Todos los días vemos el sol girar,
Mas tiene Galileo la razón inflexible.

Añadiremos que Galileo ocupa un lugar destacado en la histo-


ria de la ciencia como autor de trabajos clásicos sobre mecá-
nica y astronomía, como uno de los más ardientes defensores
de la teoría de Copérnico, pero, sobre todo, como iniciador de
un nuevo y fructífero método de investigación, sobre cuya base
se ha llegado a lo que hoy se denomina experimento mental.
En el experimento real, el investigador maneja objetos que
pueden ser percibidos por vía sensorial (algunas veces, la
percepción no es directa, sino mediante lo que muestran ins-
trumentos, fotografías, etc.). Galileo recurrió a una forma pe-
culiar de experimento: no utilizaba instrumentos ni objetos
reales; éstos sólo existían en la imaginación. El experimento
trascurría en la mente y su objeto era un modelo mental. De-
bido a que el objeto investigado se encontraba en condiciones
ideales, a que sobre él no actuaban fuerzas extrañas de ningún
tipo (esto sólo puede lograrse en un experimento ideal) fue
posible descubrir algunas de sus propiedades que en el expe-
rimento real hubiesen quedado ocultas. Nos referimos al modo
en que Galileo llegó a superar el error secular con respecto al
movimiento mecánico y a descubrir la primera ley de la me-
cánica.

- 92 -
Muchas veces el desarrollo de la ciencia sustituye el modelo
concreto por un sistema de señales, particularmente por una
teoría matemática. Refiriéndose al carácter de las representa-
ciones de la física moderna, el académico soviético A. Ioffe ha
escrito: “Con frecuencia se resuelve mejor y más cabalmente
un problema con una teoría matemática que con un modelo
concreto. La importancia de éste depende del campo de hechos
experimentales que abarque. Pero si la formulación matemática
es correcta, todo lo inherente al experimento dado puede ser
previsto con una seguridad y un rigor mucho mayores que
cuanto pueden dar los razonamientos basados en modelos o
imágenes concretas”.
Sin embargo, por más que el hombre se aleje, en alas de su
pensamiento, de la realidad sensorialmente perceptible, en
última instancia retorna siempre a ella. Inclusive la teoría
científica más abstracta también puede ser útil para dilucidar
los fenómenos que abordamos en la vida cotidiana, en la prác-
tica diaria y que captamos en forma directa, concreta, sensorial.
Por ello, el panorama completo del mundo es una síntesis
compleja de los elementos sensoriales más palpables y de las
concepciones más abstractas y alejada de la realidad inmediata.
Y únicamente la mutua penetración del pensamiento y la re-
presentación crea la base para que la conciencia humana al-
cance la verdad.
Cuando hablamos, en paginas anteriores, de la formación del
pensamiento y de la actividad mental, subrayamos que la ac-
ción material es el punto de arranque y el factor decisivo en la
formación del pensamiento. Aquí volveremos al tema, pero
para examinar cómo están vinculados el pensamiento y la
acción:

- 93 -
El pensamiento y la acción

Se hace necesario completar el análisis de este problema por-


que cuando el pensamiento ya está estructurado, sus relaciones
con la acción trascurren a la inversa de lo que hemos visto para
el proceso de formación del pensamiento. Cuando el hombre
posee acciones mentales ya constituidas, representaciones
sobre los objetos y fenómenos del mundo que lo rodea, cual-
quier acción práctica se inicia a partir.de la representación
correspondiente. El individuo se da, en primer término, un plan
de acción, precisa qué resultado desea obtener de su actividad,
analiza los caminos que pueden conducirlo a la finalidad bus-
cada y las posibles consecuencias de tales o cuales hechos.
Primero piensa, después actúa. La actividad humana, sobre
todo la laboral, no sería posible sin el trabajo previo del pen-
samiento. Examinando esta relación, dice Marx en El capital:
“Una araña ejecuta operaciones que recuerdan las de un teje-
dor, y la construcción de los panales de las abejas podría
avergonzar, por su perfección, a más de un arquitecto. Pero hay
algo en que el peor arquitecto aventaja, desde luego, a la mejor
abeja, y es el hecho de que, antes de ejecutar la construcción, la
proyecta en su cerebro. Al final del proceso de trabajo, se ob-
tiene un resultado que antes de comenzar el proceso ya existía
en la mente del hombre, es decir, un resultado que tenía exis-
tencia ideal”.
El pensamiento desarrollado no sólo permite al hombre reflejar
de modo pasivo todo cuanto encuentra en la realidad; también
le da la posibilidad de prever los fenómenos, de evaluar pre-
viamente los resultados de la actividad. De tal modo, a la par de
la función de reflejo (en el sentido estricto de la palabra), existe
otra función del pensamiento que es fundamental: la de orga-
nizar toda la actividad del hombre fundándose en la previsión
de cuáles serán sus resultados.
Ahora retomaremos una vez más el problema de la palabra para
examinar algunos vínculos complementarios que se establecen

- 94 -
entre el pensamiento y la palabra

El pensamiento y la palabra

Cuando conversamos acerca de los conceptos, reiteramos al


lector que éstos se desarrollan y enriquecen con el progreso del
conocimiento. Si investigamos la vida de un individuo, vere-
mos que éste atraviesa por un proceso análogo. Cada uno da a
las palabras que emplea el sentido que, personalmente, le es
accesible. Y, a la vez, un individuo comprende lo que se le dice
de acuerdo con el caudal de conocimientos, sentimientos y
representaciones implícito para él en la palabra dada. De ahí
que, por lo común, un mismo texto sea interpretado de diverso
modo por distintas personas.
Desde su infancia el lector ruso habrá oído muchas veces la
palabra Spartak (Espartaco). Seguramente en ese entonces la
vinculaba con el equipo de fútbol que lleva ese nombre, al que
eran adictos la mayoría de los chicos del barrio. Cuando decían
Espartaco surgía en la imaginación el equipo de fútbol favorito,
hábil y firme, capaz de empeñarse y triunfar ante cualquier
adversario. Pero con el correr de los años, resultó que el nom-
bre Espartaco también puede designar un comercio donde se
venden artículos de deporte, y que, además lleva ese nombre
una sociedad deportiva integrada, no sólo por futbolistas, sino
también por aficionados a todos los deportes.
Pero es en la escuela, en quinto grado, donde se descubre el
significado fundamental de esta palabra. Allí se aprende que
Espartaco fue un gladiador legendario, que encabezó una
grandiosa sublevación de esclavos. Entonces la palabra Es-
partaco pasa a ser un símbolo de ciertas relaciones sociales, un
símbolo de una lucha cuya significación no puede ser compa-
rada con la de las competiciones deportivas. Después, el con-
tenido de esta palabra se va enriqueciendo con rapidez.

- 95 -
Cuando se lee la novela de Giovanoli se conocen detalles que
caracterizan la época en que vivió Espartaco, se precisa su
propia personalidad y la de sus amigos y adversarios. Y, por
fin, en museos históricos, cuadros y filmes, la representación
del heroico gladiador se va completando, hasta hacerse tan viva
como si hubiéramos participado junto a él en los aconteci-
mientos que protagonizó. Pero ni aun así ha quedado agotado
todo el contenido que puede entrañar esta breve palabra. Quizá
conozcan la canción que dice:

Siguieron adelante los destacamentos


de espartaquianos, audaces luchadores...

Pero en ella ya no se
habla de los esclavos que
se rebelaron en la antigua
Roma, sino de los repre-
sentantes más concientes
del proletariado alemán,
que más tarde serían los
fundadores del partido
comunista de Alemania.
Ya ven ustedes cuántos
pensamientos, senti-
mientos y vivencias,
cuánto de trágico y he-
roico puede encerrar una
palabrita, que, en los
lejanos años de la infan-
cia sólo designaba a un
equipo de fútbol, el fa-
vorito de los chicos del barrio.
El pensamiento necesita de la palabra para ser expresado, pero
en modo alguno es indiferente qué palabras se empleen para

- 96 -
expresarlo. Las palabras tienen una influencia diversa sobre los
hombres, condicionada no sólo por la cantidad de imágenes
que un individuo pueda asociar a determinado vocablo; es, en
gran medida, la manera en que se expresa el pensamiento lo
que determina su repercusión en otra, persona. Dice al respecto
el gran poeta soviético S. Marshak: “Las palabras y las com-
binaciones de palabras están vinculadas en nuestra conciencia
con gran número de asociaciones extraordinariamente com-
plejas y pueden hacer brotar desde el fondo de nuestra alma
todo un mundo de imágenes, recuerdos, sentimientos y repre-
sentaciones. Pero eso depende de lo que haya en el alma y tras
el alma del propio autor; y de la medida en que éste domine el
poderoso teclado del verbo que pone en movimiento las cuer-
das sensibles de quienes lo leen...
“En busca de la palabra más expresiva, única, irremplazable, el
poeta o el prosista no recurre sólo a la memoria, como el médico
que intenta recordar el nombre latino de los medicamentos...
“La palabra colérica, aguda, exacta, no acudirá a nuestra me-
moria si no nos sentimos realmente irritados. No hallamos
palabras fogosas, tiernas y dulces mientras no estamos domi-
nados por una verdadera ternura. Por eso Maiakovski habla de
extraer la palabra valiosa „de los profundos manantiales del
hombre‟.
“Esto no quiere decir, en modo alguno, que para expresar los
sentimientos, el poeta necesite palabras inusitadas, ampulosas
y afectadas. Suele ser mucho más difícil hallar la palabra más
sencilla y, a la vez, más elocuente”.
Podemos apreciar, por cuanto hemos dicho, que la palabra no
es meramente un medio para expresar el pensamiento; éste, al
adquirir vida en la palabra, puede influir sobre los sentimientos
del hombre y completarse con ellos. Así el pensamiento mismo
llega a ser no sólo un medio de expresar, sino también de
formar los sentimientos humanos. Y representárselo separado
de los sentimientos es empobrecer tanto el pensar como el

- 97 -
sentir del hombre.
Indudablemente, el lector habrá notado que al analizar el pen-
samiento siempre nos hemos referido al desarrollo y perfec-
cionamiento de sus formas. Pero en una sociedad dividida en
clases contrapuestas, en una sociedad en que la enorme mayo-
ría de los hombres ocupa casi todo su tiempo en un trabajo
abrumador para conseguir un pedazo de pan, la ciencia, el arte,
la literatura, todos los aspectos de la actividad que demandan
un pensamiento más desarrollado, han sido siempre privilegio
de los ricos, de un grupo de personas entregadas a la labor
intelectual, que se enfrenta a la masa de hombres dedicados al
trabajo físico. Hace mucho tiempo se inventó un proverbio que
dice: “No se puede saltar por encima de la cabeza”. Reflejaba
una situación en que, para la mayoría de los trabajadores era
imposible mejorar su vida, desplegar sus aptitudes y, sobre
todo, desarrollar su propio pensamiento.
Hoy se ha hecho realidad en la URSS la sociedad socialista,
donde hace tiempo se ha eliminado la contradicción entre el
trabajo físico y el intelectual, y actualmente trascurre el pro-
ceso en que se borran las diferencias entre ambos. En vista de
ello, resulta interesante profundizar un poco en la siguiente
pregunta: ¿es posible saltar por encima de la cabeza?

¿Es posible saltar por encima de la cabeza?

En uno de sus primeros trabajos, Marx y Engels dicen que la


vocación, la meta y la tarea de cada hombre es desarrollar
armónicamente sus aptitudes. Y la más importante de ellas es la
facultad de pensar. Pero el hombre no nace como ser pensante;
adquiere las formas más simples del pensamiento a la par con
el lenguaje. Después, en la etapa escolar, encuentra formas más
elevadas del pensar, se familiariza con diversos métodos de
investigación científica, con las distintas formas de resolver
unos u otros problemas.

- 98 -
Lamentablemente, no es común que se encauce el esfuerzo de
los alumnos con vistas a que lleguen a dominar métodos y
recursos del pensamiento cada vez más complejos. Sin em-
bargo, el desarrollo conciente de la facultad de pensar debe
constituirse en objetivo central de la enseñanza. El trabajo
práctico y, sobre todo, la labor científica serán tanto más fruc-
tíferos, entre otras cosas, cuanto más sepa el hombre desarro-
llar su pensamiento.
El rector de la Universidad de Moscú, I. Petrovski, cuando
conversa con los alumnos, suele citar las palabras de su maes-
tro, el profesor Egórov: “Ver el polo norte no es difícil. Lo
difícil es llegar hasta el sitio desde el que puede verse”. En gran
medida el destino del hombre está condicionado a las metas
que se fija y a los caminos que escoge para llegar a ellas. Y
cuando un hombre se propone llegar al polo norte y elige con
acierto el camino, apoyándose en el conocimiento científico,
indudablemente lo conseguirá.
Para dar respuesta a la pregunta que encabeza este apartado
diremos lo siguiente: por supuesto, ni siquiera el hombre mejor
dotado, más talentoso, puede superar a la humanidad en su
conjunto, saltar por encima de su cabeza, entendiendo por
“cabeza” la razón colectiva de todos los hombres. Pero cada
hombre puede y debe desarrollar todas sus aptitudes, en primer
lugar, el pensamiento. Para ello, son condiciones esenciales el
dominio del mecanismo de la ciencia moderna, el dominio de
los métodos especiales de investigación, así como de los prin-
cipios generales del pensamiento científico. Demás está decir
que esta tarea demanda una gran inversión de fuerzas y re-
cursos, y que puede insumir bastante tiempo. Pero esa inver-
sión se compensará totalmente en el futuro proporcionando un
considerable ahorro de tiempo, conquistar un nivel más ele-
vado de operaciones mentales, con ello creamos la base para el
futuro movimiento ascendente.
El profesor A. Leóntiev, destacado psicólogo soviético, cita

- 99 -
con frecuencia como ejemplo un relato, algo fantástico en
cuanto a la forma, pero totalmente realista por su contenido,
sobre el destino de dos inventos

El destino de dos inventos

Cierta vez, en un país cualquiera, dos inventores presentaron


ante una comisión, tal vez el mismo día, a la misma hora,
sendos modelos de una máquina hasta entonces desconocida, a
la que habían dado el largo nombre de bi-ci-cle-ta. Además de
la descripción técnica, cada uno de ellos entregó su modelo de
máquina: una tenía tres ruedas, la otra sólo dos. En cuanto los
peritos leyeron las descripciones advirtieron que dichos in-
ventos podían ser de gran utilidad para todos los ciudadanos.
La comisión se expidió sin demora. Al cabo de diez días ya se
habían preparado cien modelos de prueba de cada una de las
máquinas. Entre los peatones que paseaban ante el edificio de
la comisión se eligieron al azar dos equipos de cien personas
cada uno. Se tuvieron en cuenta todas las reglas de la teoría de
las probabilidades en cuanto a la edad, estado de salud y otras
peculiaridades de los integrantes de uno y otro equipo; en
síntesis: se formaron dos grupos equivalentes. Y a ellos se
encomendó la misión de verificar la calidad de ambos inventos.
El plazo de prueba era de un día. Cada uno de los inventores
debía adiestrar al grupo correspondiente. Por la mañana, ambos
grupos iniciaron los ejercicios para dominar la nueva máquina.
Al día siguiente, a la hora fijada, los que montaban bicicletas de
tres ruedas hacían alardes de su perfecto dominio de la má-
quina desplazándose sin inconvenientes en cualquier dirección,
describiendo círculos y ochos, e inclusive dando marcha atrás.
Recordemos el cuento de Mark Twain, Cómo aprendí a andar
en bicicleta, para eximirnos de describir el aspecto de los que
quedaban en el otro equipo. A pesar de los heroicos esfuerzos
de sus integrantes, el equipo que montaba las máquinas de dos
ruedas, dio un espectáculo lastimoso. Los peritos se pronun-

- 100 -
ciaron por unanimidad, y, poco tiempo después, una fábrica
automatizada producía la primera serie de bicicletas de tres
ruedas.
Pero el quid del asunto estaba en lo siguiente: para utilizar la
bicicleta de dos ruedas había que invertir esfuerzo y tiempo
hasta lograr un nuevo tipo de coordinación de los movimientos,
totalmente desconocido para quienes hasta entonces sólo ha-
bían andado a pie. Para aprender a montar una bicicleta de dos
ruedas hay que dedicar mucho más tiempo y trabajo que para
aprender a utilizar una de tres ruedas. En esta ocasión, la ra-
pidez con que se pretendió resolver el problema fue, en reali-
dad, una victoria a lo Pirro para el progreso social.

Dejemos a los infortunados ciclistas que adoptaron la máquina


de tres ruedas y entremos en la parte final de nuestro relato, a la
que denominaremos mirando hacia el futuro

- 101 -
MIRANDO HACIA EL FUTURO

Entre las muchas cualidades que


posee el pensamiento humano
figura la capacidad de juzgar
acerca del pasado y el futuro. En
cuanto nos despertamos y
abandonamos la cama, ya ha-
cemos conjeturas sobre cuál
será el estado del tiempo y en qué medida podemos fiarnos del
pronóstico del Observatorio Meteorológico, si valdrá o no la
pena llevar el paraguas. Elaboramos planes para un día, una
semana, un mes e inclusive para varios años. No todos ellos se
cumplen, pero la facultad de prever un futuro más o menos
remoto es indudablemente propia del hombre. Y en este te-
rreno se pone de manifiesto el enorme poder del pensamiento.
Es razonable entonces que nos propongamos decir algo sobre
el futuro del pensamiento mismo. Si bien en problemas aún no
del todo esclarecidos la ciencia no se arriesga a hacer predic-
ciones sobre el futuro y deja un vasto campo de acción a los
autores de novelas fantásticas, no son los escritores de cien-
cia-ficción los únicos que abordan algunos aspectos de lo que
el porvenir reserva al pensamiento.
La evolución del conocimiento humano es un proceso pro-
longado, pero además complejo y lleno de contradicciones. Y
uno de los hechos que siempre han caracterizado la historia del
conocimiento es que algunos investigadores e inclusive ciertas
corrientes del pensamiento, suelen adoptar posiciones unila-
terales, tienden a sobrestimar cierto rasgo o determinada ca-
racterística de los objetos y fenómenos a cuya investigación se
dedican. La filosofía marxista califica comúnmente de metafí-
sico este modo de enfocar la realidad, este método de investi-
garla. Y es de lamentar que las hipótesis acerca del porvenir del
hombre, aun cuando sus autores sean científicos, adolezcan de

- 102 -
defectos de tipo metafísico. Las predicciones sobre el futuro
del hombre y de su pensamiento exceden los marcos de un
problema científico-natural común. Porque en la manera de ver
el porvenir influyen significativamente los puntos de vista
ideológicos y políticos de cada autor. Con respecto a la orien-
tación general de un grupo de las teorías mencionadas, desea-
ríamos relatar algo sobre los tigres de dientes como sables y los
enanos cabezudos

Sobre los tigres de dientes como sables


y los enanos cabezudos

El tigre de dientes de sable o machairodus vivió en los lejanos


tiempos en que apenas comenzaban a surgir las condiciones
que llevaron a la aparición del hombre. Pero no es del todo
imposible que los antepasados del hombre, pertenecientes a los
pitecántropos, hayan tenido que vérselas con los últimos
ejemplares de ese grupo de felinos antes ampliamente difun-
dido. Con el correr del tiempo, los tigres con dientes de sable,
al igual que tantas otras especies animales, se extinguieron y
fueron sustituidos por otras especies. Por sí mismo este hecho
no tiene nada de característico ni excepcional. No obstante,
algunos investigadores han elaborado al respecto explicaciones
“sui generis”. Al estudiar los factores que condicionan la
evolución del mundo animal, han llegado a la tesis de que en
ese proceso actúa algo similar a la ley de la inercia. Opinan, en
síntesis, lo siguiente: así como un cuerpo continúa moviéndose
por inercia en determinada dirección, la especie, una vez ini-
ciada la formación y el desarrollo de ciertos rasgos y peculia-
ridades, no puede variar la dirección de ese desarrollo. Cabe
subrayar que inclusive la ley mecánica de la inercia en la clá-
sica formulación de Newton menciona la posible influencia de
las condiciones externas. Pero cuando se trata de objetos bio-
lógicos, tal influencia tiene singular importancia y en modo
alguno corresponde soslayarla al analizar los factores que

- 103 -
condicionan la evolución. La inercia como principio de la
evolución fue referida en un comienzo a ciertos sistemas del
organismo y a algunas especies. Pero ya en nuestro siglo, Abel,
siguiendo a Dóderlein, manifestó que la ley de la inercia bio-
lógica es la ley básica que determina todo el desarrollo del
mundo orgánico.
El desarrollo del cerebro desempeñó un papel fundamental en
la historia de la formación del hombre. Sobre la base de los
hechos y los enfoques teóricos ya mencionados, algunos cien-
tíficos han tratado de predecir el futuro del género humano. Se
apoyan en las siguientes tesis:

1- Existe la ley de la inercia en el desarrollo de las formas


orgánicas, y su acción determina la evolución de todo lo vivo.
El hombre es un ser vivo y, por lo tanto, está subordinado a
dicha ley.
2. Los tigres de dientes como sables se extinguieron, porque
debido a la ley de la inercia, el desmedido crecimiento de los
dientes no pudo ser interrumpido y terminó por causar su
desaparición.
3. En la transición del mono al hombre, aumentó el tamaño del
cerebro y, según la ley de la inercia, esas dimensiones seguirán
aumentando. El ininterrumpido crecimiento de la masa cere-
bral contribuirá a pronunciar la desarmonía en la organización
espiritual del hombre. Este proceso es tan inevitable como el
desarrollo de los dientes del machairodua.
4. Conclusión general: el curso del desarrollo del hombre está
preestablecido, la humanidad está irremediablemente condi-
cionada por el anormal crecimiento del cerebro.
Por supuesto, no son muchos los que admiten este primitivo
esquema, cuyos fundamentos son, además, harto dudosos. Lo
que ocurre es que, ante todo, en el desarrollo de las formas
orgánicas no existe la ley de la inercia tal como la formula
Abel. Por otra parte, no puede admitirse una explicación tan
unilateral y errónea de las causas que han motivado la desapa-
rición de algunas especies. Si nos referimos a las modifica-

- 104 -
ciones de la dentadura, no nos resultará difícil encontrar
ejemplos de reducción (involución) de las piezas dentarias
después de haber aumentado de tamaño durante un período.
Sin ir más lejos este proceso ha tenido lugar en el hombre. Y,
por fin, resulta sumamente dudosa la afirmación de que la masa
cerebral del hombre crece en forma ininterrumpida.

Sin embargo, los antropólogos siguen estudiando el problema


de la evolución del hombre. Después de deslindar posiciones
respecto de quienes sustentan burdos esquemas que nada tienen
de científico, algunos investigadores tienden a aceptar, que
dentro de medio millón de años (Haldane, Dobzhanski) o

- 105 -
dentro de un millón (Galton, Darwin) surgirá una nueva espe-
cie de hombres esencialmente diferentes de los actuales. Se
presume que las modificaciones, aunque afectarán a todos los
órganos, serán más notables en la estructura de las extremi-
dades (disminución del número de dedos en manos y pies) y del
cráneo. El grabado reproduce un esquema del esqueleto de ese
hombre del futuro.
Los antropólogos dispuestos a aceptar la evolución del tipo
físico del hombre y aun a hablar de que esa evolución se hace
más rápida en la transición al hombre contemporáneo (así
opina, entre otros, el antropólogo polaco Vertszinski) olvidan
una tesis esencial vinculada con el desarrollo del hombre: el
cambio radical del tipo y carácter de la adaptación humana al
medio circundante. Los animales logran adaptarse mediante la
modificación de su cuerpo; los hombres modifican la propia
naturaleza que los rodea. Es en este plano, y no en la trasfor-
mación del tipo físico, donde se evidencia el progreso del
hombre. Con el surgimiento del hombre actual, el progreso de
adaptación al medio pierde su significación como factor for-
mativo de la especie. Por supuesto, las personas se diferencian
unas de otras por muchas peculiaridades de su estructura cor-
poral. Este tipo de diferencias sirve de fundamento para dividir
a la humanidad en razas. El organismo humano, como todo
organismo, posee la capacidad de adaptarse a las cambiantes
condiciones del medio exterior. Pero todas esas modificaciones
se producen dentro de un tipo físico único, dentro del Homo
sapiens.
En los trabajos de los antropólogos soviéticos se demuestra que
en nuestra época, el tipo físico del hombre no experimenta
cambios que puedan originar una nueva especie. Si se somete
la hipótesis que prevé la trasformación de la humanidad en una
sociedad de enanos cabezudos a un análisis detenido, su falta
de fundamentación científica se hace evidente.
En los países capitalistas se intenta difundir también otras
teorías sobre el porvenir de la humanidad. Sus autores no se

- 106 -
queman las pestañas investigando los fundamentos científi-
co-naturales de la evolución del hombre. Sobre la base de
ciertos fenómenos que caracterizan a la sociedad burguesa
actual, se arriesgan a pronosticar el futuro a la humanidad en su
conjunto. Una de dichas teorías habla de la degradación del
intelecto

La degradación del intelecto

Como todas las hipótesis de apariencia científica, pero de


contenido, en esencia, anticientífico, esta teoría parte de al-
gunas relaciones reales. En la sociedad burguesa existe un
profundo abismo en cuanto a nivel de instrucción y cultura,
entre las amplias masas de trabajadores (obreros, campesinos,
pequeños empleados) y los representantes de las clases domi-
nantes. Inclusive la enseñanza media completa —sin hablar ya
de la superior— es un privilegio de los ricos. Indudablemente,
la desigualdad social condiciona un desigual nivel de instruc-
ción y de desarrollo de la cultura general.
Pero este hecho es interpretado de distinto modo, ya que la
verdad desnuda no es útil en absoluto a los autores de la teoría a
que nos referimos. Les resulta mejor presentar esa diferencia
de nivel como una diferencia natural (es decir, no vinculada a
las condiciones sociales) de inteligencia entre los distintos
grupos sociales. Y, en opinión de estos teóricos, la capacidad
intelectual, como cualquier otra propiedad natural, se trasmite
por herencia, igual que la forma de la nariz o el color de los
ojos. Después recurren a las leyes de la aritmética, a las que
ninguna persona juiciosa tendrá nada que oponer. En la so-
ciedad burguesa los trabajadores (o sea, quienes han sido pre-
viamente clasificados en la categoría de intelectualmente
atrasados) son mayoría respecto de la burguesía y otros secto-
res privilegiados de la población. Todos los años nacen más

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hijos de trabajadores que de burgueses. De ahí se deduce que,
en la sociedad, la proporción de gente de nivel intelectual
elevado disminuye progresivamente, a la par que aumenta el
número de los menos inteligentes. La conclusión surge por sí
misma: la humanidad marcha hacia la degradación del inte-
lecto.
Todas estas amargas predicciones sobre el porvenir de la hu-
manidad reflejan, aunque de manera compleja e indirecta, la
decadencia y descomposición de la sociedad burguesa. Qué
lejano está el tiempo en que la burguesía hizo su violenta apa-
rición en la historia con el lema de „¡Abajo el oscurantismo de
la Iglesia!”. “¡Viva el reino de la razón!”. Pero en la actualidad,
cuando ya se cierra su ciclo vital, y el fin inevitable se pre-
siente, el sistema burgués, que intenta demorar a cualquier
precio la hora de su hundimiento, amenaza a la humanidad con
diversos espectros, entre ellos el fantasma de la degradación
del hombre y de su pensamiento. Sin embargo, la experiencia
de la historia ofrece testimonios indudables de que los pueblos
liberados de los males de la sociedad burguesa alcanzan, en
plazos históricos muy breves, las cumbres de la civilización
moderna y son exponentes de una elevada cultura intelectual.
El hombre del futuro será, por sobre todo, un hombre armó-
nicamente desarrollado. No hay duda de que poseerá magní-
ficas dotes físicas. Su intelecto se elevará a un nivel superior.
Tendrá la posibilidad de desarrollar plenamente sus aptitudes.
El perfeccionamiento de cada individuo será la preocupación
esencial de la sociedad del futuro.
En páginas anteriores nos hemos referido al pasado, al presente
y hasta hemos conversado un poco del futuro del hombre.
Nuestra charla con el lector toca a su fin. Para terminar, que-
remos decir algo de un difícil pero hermoso camino:

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Un difícil pero hermoso camino

La vida aparece ante los jóvenes como un camino largo, difícil,


cuya meta está muy distante. Y todos los jóvenes se preguntan
en algún momento: ¿cómo vivir? ¿por qué camino orientar los
pasos? ¿qué objetivos proponerse y cómo lograrlos? Los ca-
minos son muchos, diversas las posibilidades, pero la elección
es una sola. Y es preciso elegir bien ahora, con la mirada puesta
en el futuro, para toda la vida. Eso es difícil, mas no imposible.
La vida plantea problemas y exige que sean resueltos.
La ciencia suscita problemas que aguardan a nuevos investi-
gadores. Entre esos problemas figura el del pensamiento, que
hallará una solución cabal mediante el esfuerzo mancomunado
de muchos científicos que trabajarán en las distintas esferas del
saber. Quizás entre los nombres de esos científicos aparezca
también el de alguno de ustedes. Quien elija el camino de la
ciencia debe recordar las palabras de Marx: “En la ciencia no
hay caminos reales, y sólo puede llegar a sus cumbres lumi-
nosas el que, sin temor a la fatiga, trepa por los senderos pe-
dregosos”.

Difícil pero hermoso


camino...

- 109 -
ÍNDICE
Pág.

LO MÁS VALIOSO ……………………………….. 4

UN POCO DE HISTORIA…………………………. 5
La estatua que cobra vida
Historia de dos niñas que crecieron entre fieras

DE LA SELVA A LAS ESTRELLAS……………… 23


¿Ser o no ser?
Primeros pasos
Los primeros trabajos
Algo sobre las señales
Las primeras palabras
La división del trabajo
Los primeros pensamientos
Historia del mono que creció entre los hombres

SOBRE NUESTROS PENSAMIENTOS…………... 63


¿Cuánto es dos más cinco?
Eslabones en la formación de la actividad mental
Niños prodigio, se convierten en adultos medio-
cres
Qué queda cuando se olvida todo lo aprendido
El signo y el pensamiento
Formas simples y complejas de pensamiento
Pensamiento y representación
El pensamiento y la acción
El pensamiento y la palabra
¿Es posible saltar por encima de la cabeza?
El destino de dos inventos

MIRANDO AL FUTURO…………………………... 102


Sobre los tigres de dientes como sables
La degradación del intelecto
Un difícil pero hermoso camino

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