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¿Cuándo comenzó la comunicación?

La comunicación es tan vieja como la humanidad


misma. Pero, a lo largo de la historia, los pueblos han tenido diferentes formas de
comunicarse. Han construido sus propios modos de transferir los conocimientos de una
generación a otra; han elaborado herramientas y alteraron con ellas su entorno; se han
organizado con determinadas pautas de convivencia; han armado su propia concepción de
sí mismos, del medio ambiente, del mundo, de Dios y han podido imaginar aquella parte del
mundo que no estaba a su alcance.

Cada persona, como miembro de una comunidad, nace y crece en una experiencia de
diálogo. Es decir, para desarrollarnos necesitamos ampliar nuestra capacidad de
relacionarnos, de abrirnos a las riquezas de nuestros semejantes. La posibilidad de
comunicarse, de dialogar, permite que el ser humano madure como tal, en comunidad, junto
con otros. La capacidad de comunicación de los seres humanos se manifiesta en todas las
dimensiones de su ser. Por eso podemos definir al ser humano como un ser relacional.
Desde lo biológico, el hombre necesita desde su gestación de la presencia del otro; para
crecer requiere de los cuidados familiares. Recibirá la influencia del medio ambiente. Desde
su mismo cuerpo está llamado a complementarse con otro para gestar y dar origen a
nuevas vidas. Desde lo psicológico, necesita los vínculos interpersonales. La confirmación o
reprobación de los demás son fuente de grandes ayudas o de graves dificultades. Así se va
construyendo la personalidad. Desde lo social, el hombre necesita insertarse, sentirse parte
de una comunidad. Para desarrollarse en todas sus posibilidades, precisa reconocerse como
ciudadano, trabajador, padre o madre de la familia, amigo; ser partícipe de la vida política,
económica y recreativa. Desde lo espiritual, el hombre puede abrirse a valores, ideales y al
encuentro de lo sagrado. Puede abrirse a la comunicación con Dios, más allá de la forma en
que cada uno asuma esa creencia.

Podemos decir que el más primario, profundo y multiforme de los instintos es su


instinto de comunicación. De él dependen su vida y su realización en cuanto ser humano.
Bajo cualquier aspecto que se le considere. En la medida en que se comunica debidamente,
el hombre vive, crece, madura, es fecundo y feliz. Por lo mismo, la incomunicación o la
comunicación deformada equivale para él a la frustración y la muerte. El hecho de que éstas
abunden, nos muestra que el instinto de comunicación, como todos los demás instintos
humanos, también puede pervertirse y conducir exactamente a lo opuesto de su finalidad
natural. Ello ocurre cuando el hombre, cediendo a su egoísmo, prefiere replegarse sobre sí, a
costa del abandono o de la dominación, en el plano físico, psicológico o social, de los demás.
(DECOS-CELAM, 1988: 32-33).

A lo largo de la historia se han ido desarrollando modelos para explicar la


comunicación masiva, sobre todo con la explosión de los mensajes televisivos y radiales. Les
presentamos algunas de las teorías que explicaron la comunicación. Vale aclarar que no son
modelos fijos que podamos encontrar siempre en estado puro en los análisis mediáticos,
pero sí han marcado una impronta fuerte en el tratamiento de los medios sobre los temas
sociales y su vinculación con el mercado y la política.

Fue la primera teoría que explicó la comunicación masiva. Se llama Hipodérmica


(hipo= por debajo de; dérmica = relativo a la piel), porque piensa que los mensajes masivos
son una especie de “inyección”, que “se mete” bajo la piel de los receptores. Entonces, los
receptores quedan impregnados de esos mensajes y ya no pueden distanciarse de ellos. Esa
`inyección´ tan potente que, por sí misma, logra que los receptores reaccionen de una
manera y no de otra (...) Según esta teoría, cuando alguien pasa una determinada cantidad
de tiempo frente a su mensaje, podemos prever la respuesta que tendrá.
La teoría Hipodérmica se desarrolló básicamente en los Estados Unidos a principios
de la década del ´40. Está basada en la Psicología Conductista, cuya premisa básica dice que
a cada estímulo corresponde un determinado tipo de respuesta.

Para que este enfoque sea posible, es necesario creer en dos premisas básicas:

Para la Teoría Hipodérmica el poder está en el EMISOR. El rol del receptor es pasivo y
se limita a recibir y reaccionar. Por lo tanto, tarde o temprano, el EMISOR logrará el efecto
buscado.
También sostiene que los Medios Masivos provocan un estímulo que induce a cada
individuo a responder de un modo previsible y similar a los otros receptores.

Desde esta perspectiva, los medios masivos tienen el poder, los receptores
simplemente consumen, creen, responden, acatan.

El funcionalismo se centra en la conservación del SISTEMA SOCIAL. Para esto, evalúa


cualquier mensaje (dentro y fuera de los medios de comunicación) como “funcional” o
“disfuncional” al sistema. Los emisores siguen manejando los efectos o respuestas, pero el
público ya no es considerado homogéneo y habrá diferentes respuestas según el receptor al
cual ese mensaje se dirija.

Desde la mirada funcionalista, el esquema de comunicación (que en la Teoría


Hipodérmica se reducía a Emisor – receptor o estímulo - respuesta) comienza a ampliarse.
Aparece Harold

Lasswell, en 1948, con un esquema que describía cualquier acto de comunicación


respondiendo a las siguientes preguntas:
Han sido diversas disciplinas como la semiótica, la teoría literaria, y ciertas
perspectivas sociológicas las que permitieron una superación del modelo informacional de
la comunicación.

Esto quiere decir que un discurso, producido por un emisor determinado en una
situación determinada, no produce jamás un efecto y uno solo. Un discurso genera, al ser
producido en un contexto social dado, lo que podemos llamar un campo de efectos posibles.
Del análisis de las propiedades de un discurso no podemos nunca deducir cuál es el efecto
que será en definitiva actualizado en recepción. Lo que ocurrirá probablemente, es que
entre los posibles que forman parte de ese campo, un efecto se producirá en unos
receptores y otros efectos en otros. De lo que aquí se trata es de una propiedad
fundamental del funcionamiento discursivo, que podemos formular como el principio de la
indeterminación relativa del sentido: el sentido no opera según una causalidad lineal.

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