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Conductual, mi querido Watson

Ensayos psicológicos de inspiración conductual

FABIÁN MAERO
Maero, Fabián
Conductual, mi querido Watson : ensayos psicológicos de
inspiración conductual / Fabián Maero. - 1a ed. - Ciudad
Autónoma de Buenos Aires : EDULP, 2023.
Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online


ISBN 978-987-8475-81-3

1. Psicoanálisis. I. Título.
CDD 150.195

Conductual, mi querido Watson


Ensayos psicológicos de inspiración conductual
FABIÁN MAERO

EDITORIAL DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL DE LA PLATA (EDULP)


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© 2023 - Edulp
Primera edición, 2023
Edición en formato digital: mayo de 2023

ISBN 978-987-8475-81-3

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AGRADECIMIENTOS

Los agradecimientos para este libro son multitudinarios. En primer lugar,


quiero agradecer a las personas que rutinariamente leen y aprecian las cosas
que escribo, y cuyo interés me decidió a compilar algunos de esos textos en
este formato. En segundo lugar, a Dana y Matthieu, de cuya amable paciencia
he abusado en repetidas ocasiones compartiéndoles alguna idea o
machacando las observaciones que eventualmente hallaron su camino hasta
estas páginas (gracias, prometo no molestar durante unos días). En tercer
lugar, a Matilda que ha acompañado cada hora de escritura (aunque no
siempre colaborando). Finalmente, a enemigos, críticos, y detractores, sin
cuya invalorable oposición y cuestionables argumentos nada hubiese surgido.
Índice

Cubierta
Portada
Créditos
Agradecimientos
A modo de introducción
El conductismo desalmado
Cuerpo y alma
Las palabras menos las cosas
Conozca el interior
Conductual, mi querido Watson
Dualismo, with a twist
Metodolatría
La radicalización del conductismo
Operacionalización y lenguaje
El problema con los términos psicológicos habituales
El papel de los eventos internos en una ciencia de la conducta
Observaciones finales
Cerrando
Referencias
Una idea es un medio de transporte. Pragmatismo, conductismo, y verdad
Pragmáticos
Whatever works
La verdad os hará libres
La verdad desde una perspectiva conductual
La función social de la verdad
Cerrando
Referencias
Todo lo que usted siempre quiso saber acerca del concepto de función
(pero nunca se atrevió a preguntar)
Función y causalidad
La causa es todo el contexto
Función en el uso cotidiano
Función en el quehacer clínico
Los múltiples sentidos de función
Cerrando
Referencias
Hablando de lo inaccesible (y algunas consideraciones sobre exposición y
aceptación)
Inside out y viceversa
Colores en la oscuridad
Hablando de lo inaccesible
La metáfora interior
Exposición, aceptación, manipulación
Observaciones clínicas
Cerrando
Referencias
Interpretación y conductismo
Entre la ciencia y la filosofía
¿Qué interpretar?
Interpretación versus especulación
Cerrando
Referencias
De Pepper al contextualismo funcional
Una filosofía de la ciencia hecha a medida
Breve biografía de Pepper
Las hipótesis del mundo
La metáfora como dispositivo heurístico cósmico
Hipótesis del mundo versus puntos de vista
Las hipótesis del mundo relativamente adecuadas
Aspectos centrales de las hipótesis del mundo
Diferencias filosóficas y máximas para una convivencia pacífica
Máxima 1: Una hipótesis del mundo está determinada por su
metáfora raíz
Máxima 2: Cada hipótesis del mundo es autónoma
i) Es ilegítimo menospreciar las interpretaciones de una
hipótesis del mundo en términos de las categorías de otra
–si ambas son igualmente adecuadas.
ii) Es ilegítimo asumir que los supuestos de una hipótesis
del mundo particular son validados por medio de exhibir
las fallas de otras hipótesis del mundo.
iii) Es ilegítimo juzgar las hipótesis del mundo utilizando
datos científicos.
iv) Es ilegítimo juzgar a las hipótesis del mundo según los
supuestos del sentido común.
v) Es conveniente utilizar conceptos del sentido común
como base para comparar campos paralelos de evidencia
entre teorías del mundo.
Máxima 3: El eclecticismo es confuso
Máxima 4: Los conceptos que han perdido contacto con su
metáfora raíz son abstracciones vacías
Temas pragmáticos en el contextualismo pepperiano
Referencias
Un abordaje contextual de la felicidad
De términos y definiciones
Felizmente conductual
La felicidad como contexto
Ficciones de la felicidad
Contradicciones de la felicidad
RFT y la búsqueda de la felicidad
Los dos caminos
La psicoterapia y la felicidad
Depresión y elección
1) Cuando hablamos de depresión hablamos de conductas
2) Las conductas en la depresión pueden ser conceptualizadas
como elecciones
3) Las elecciones no parecen tener sentido
Los modelos explicativos internalistas
Elecciones
El problema con las explicaciones internalistas de la elección
Patologías como elección
Depresión como elección
Una ingeniería de las elecciones
Cerrando
Referencias
El contexto de la depresión
Una conceptualización simplificada de la depresión
La pirámide de la depresión
Circunstancias materiales adversas
Circunstancias sociales y culturales adversas
Condiciones biológicas adversas
Hábitos perjudiciales de salud
Inadecuación de habilidades
Eventos vitales adversos
Otros procesos psicológicos problemáticos
Cerrando
Referencias
Una mirada contextual sobre la herencia
La perspectiva tradicional sobre la herencia
Gen o centrismo
Sistema epigenético
Sistema conductual
El sistema simbólico
El quinto sistema de herencia
Cerrando
Referencias
El chiste y su relación con la conducta
¿Qué es una definición?
Lo cómico
RFT y la arbitrariedad
RFT y lo cómico
Seguridad y distancia
Lo cómico y la clínica
Cerrando
Referencias
El propósito desde una mirada contextual
La impenitente ambigüedad de los términos cotidianos
Función y patrones de acción
Una definición contextual
Los contextos del propósito
El ambiente físico
Contexto sociocultural
Contexto socioverbal: metas y valores
Ventajas y desventajas
La eficiencia del propósito
Consideraciones laterales
Propósito y sociedad
Cerrando
Referencias
Sobre este libro
A MODO DE INTRODUCCIÓN

Creo que hay dos cosas de las cuales debería de ocuparme en estas primeras
páginas. Para despejar el camino debería despachar en primer lugar la más
aburrida de las dos: los aspectos formales de lo que tienen en sus manos (el
libro, quiero decir).
Digamos entonces que el presente volumen es una selección de artículos
que fueron publicados de manera digital entre 2019 y 2022 en el blog de
Grupo ACT. Los textos han sido corregidos y enriquecidos para esta edición,
pero su estructura original se ha mantenido sin mayores cambios.
Me detengo en esto porque el haber sido concebidos para ese medio les ha
impreso cierto estilo que acarrearon consigo al pasarlos a este formato. El
escritor Stan Lee solía afirmar que cualquier número de un cómic puede ser
el primero para alguien, por lo cual es necesario que en cada uno la historia
incluya el contexto suficiente para entenderla mínimamente, para que no
resulte inaccesible a quien por primera vez se la encuentra. Un principio
similar opera en este caso: escribo para estudiantes y profesionales, más que
para gente iniciada en el tema, de manera que al escribir un artículo para el
blog trato de tener en cuenta que es al menos posible que sea el primer
contacto que alguien tiene con ideas conductuales, por lo cual intento que
dentro de lo posible sean autónomos y requieran el mínimo indispensable de
lecturas previas y de lenguaje técnico. Debido a esto, a lo largo del libro
notarán que hay conceptos y ejemplos que se repiten en varios de los
artículos, como es el caso de las concepciones conductuales sobre el lenguaje
y las definiciones. Purificar el texto de esas repeticiones conllevaba sacrificar
mucho de su estilo, por lo que preferí preservarlas. Espero sepan disculpar las
redundancias.
Aclarado ese aspecto formal, pasemos a discutir un segundo punto sobre
este libro, que es con mucho el más interesante: su contenido e intención. He
dividido el libro en dos partes. La primera consta de seis artículos que
podríamos llamar de divulgación. En ellos intento explorar algunas
cuestiones filosóficas del conductismo radical: el papel de los eventos
internos, el concepto de verdad, a qué nos referimos con función, cómo
funciona la interpretación en el conductismo, una introducción al
contextualismo funcional, entre otros. Elegí esos temas no por mero capricho,
sino porque creo que en conjunto permiten apreciar el funcionamiento de
algo que es lo que más interesante me resulta del conductismo radical: su
enorme potencia como máquina conceptual, una suerte de máquina para
pensar.
Creo que este aspecto del conductismo suele quedar en un segundo plano,
reprochablemente.
Entre el mayor interés otorgado al árido rigor de la experimentación y las
aplicaciones prácticas, suele pasarse por alto que el aparato conceptual del
conductismo proporciona además una estupenda forma de pensar todo tipo de
fenómenos humanos complejos, pensándolos como formas de la experiencia
humana sucediendo dinámicamente, siendo parte de e interactuando con un
contexto que es necesario especificar para lograr una comprensión cabal del
fenómeno.
Quiero decir: la máquina conceptual conductual es una suerte de linterna
mágica, que al ser dirigida sobre los eventos del mundo los alumbra con una
luz fascinante que permite nuevas comprensiones y vías de acción –quizá sea
por eso que quienes juegan con ella suelen verse tentados de aplicarla para
lisa y llanamente cambiar el mundo1.
El conductismo ante todo ha sido para mí una fuente de goce intelectual,
una forma de obtener diferentes respuestas porque invita a plantear las
preguntas de otro modo. Es un goce que he intentado compartir, pero el
problema es que no es una máquina fácil de manejar. El conductismo más
bien espanta en una primera aproximación2: su corpus teórico es denso y su
precisión puede ser agotadora. La primera parte del libro, entonces, intenta
echar algo de luz sobre algunos aspectos particularmente oscuros en el
funcionamiento del aparato conceptual del conductismo. Debo aclarar que no
es una introducción al conductismo, y que aunque he tratado de reducir al
mínimo los tecnicismos y hacerlos tan accesibles como he podido,
probablemente necesiten tener una mínima idea de sus postulados básicos
para entender de qué demonios estoy hablando3.
Los siguientes seis artículos, en cambio, son una suerte de puesta en
marcha y exhibición del funcionamiento de la máquina. En 1960 Murray
Sidman resumió la actitud experimental del análisis de la conducta en la
pregunta ¿qué pasaría si…?: es decir, más que preguntarse si tal o cual
hipótesis es verdadera, las preguntas experimentales van más bien en la línea
de ¿qué pasaría si reforzamos las respuestas cada cierto tiempo?, ¿qué
pasaría si utilizamos programas concurrentes?, ¿qué pasaría si reforzamos
sólo las respuestas novedosas?, etcétera. Algo de ese mismo espíritu informa
a esos artículos. Se trata en definitiva de jugar con ideas y ver cómo se
comportan. Esos artículos son interpretaciones conductuales y desarrollos
sobre fenómenos complejos: depresión (uno sobre conceptualización y el otro
sobre su contexto), propósito, humor, herencia, felicidad. Básicamente
responden a la pregunta ¿qué pasaría si explorásemos este fenómeno en
términos conductuales?
No tengo reclamos de certeza ni de adecuación para ninguno de los
artículos. En el sentido más cabal de la palabra, son ensayos. Me interesa más
jugar con las ideas que llegar a un resultado irreprochable (me gusta más el
devenir de las conversaciones que obtener conclusiones de ellas). Tampoco
soy un experto en el análisis de la conducta ni un filósofo profesional, y no
pretendo ser una voz autorizada en esos temas. Soy un psicólogo clínico a
quien estas ideas le han resultado fascinantes y útiles durante años. Creo que
puede haber algún valor en los ensayos del libro, aunque más no sea el de
servir como disparador para ciertas conversaciones –o incluso como ejemplo
de cómo no pensar4.
Dicho todo esto, sé que no se trata de temas muy atractivos ni de mucha
utilidad práctica, por lo cual si alguna de estas páginas despierta algo de su
interés, vaya mi gratitud para con ustedes. Es a fin de cuentas la función
principal de este libro: compartir algo de mi entusiasmo, de mis obsesiones,
de las cosas que amo.
Buenos Aires, 22 de febrero de 2023

1 Que se hayan llevado a la práctica varios proyectos de comunidades planteadas al estilo del Walden
Dos skinneriano (como la comunidad de Los Horcones, entre otras) es prueba viva del entusiasmo que
puede despertar.
2 También en una segunda.
3 Para familiarizarse con ellos les sugiero Sobre el conductismo, de Skinner, es relativamente sencillo
de conseguir.
4 Cuando se sientan completamente inútiles, recuerden que al menos pueden servir como ejemplo de lo
que no hay que hacer.
EL CONDUCTISMO DESALMADO

Una de las críticas usuales al conductismo es que solamente se ocupa de la


conducta observable y que ignora o rechaza el mundo interno de los seres
humanos –las emociones, sentimientos, pensamientos, recuerdos, etc. La
acusación dista de ser nueva, pero sigue siendo repetida en nuestros días por
eminentes catedráticos en universidades, cámaras de diputados, locales
nocturnos, y otros foros académicos de incluso peor reputación.
Claro está, la acusación es infundada, cosa que se puede comprobar
revisando la literatura correspondiente. El conductismo radical se ha ocupado
activamente del tema desde antes de que varias de las personas leyendo estas
líneas fueran siquiera una pecaminosa idea en las mentes de sus progenitores.
Prácticamente en cada libro que Skinner ha publicado hay una o varias
secciones dedicadas específicamente al mundo interno, que sigue siendo
objeto de discusiones y conceptualizaciones en el campo del conductismo
radical y el análisis de la conducta. Este supuesto desdén por el mundo
interno es el error fundamental respecto al conductismo; se trata del
malentendido que peores ánimos le ha granjeado ante la opinión pública y la
comunidad profesional, que asumen que el conductismo trata a las personas
como robots sin deseos ni emociones. Ahora bien, si la afirmación es errónea,
¿por qué subsiste la acusación de que el conductismo no se ocupa de estos
temas?
Resulta tentador adjudicar el equívoco a la mera ignorancia, así que haré
justamente eso5. Es notable el desconocimiento y confusión que hay en el
campo de la psicología sobre lo más elemental del conductismo. Incluso en
los más refinados foros académicos es frecuente toparse con argumentos que
repiten groseras confusiones sobre aspectos básicos de la teoría. Por ejemplo,
un análisis que se realizó hace varias décadas sobre los libros de texto más
usados en las carreras de Psicología en Estados Unidos señaló la presencia de
errores y distorsiones de todo tipo al describir los postulados básicos del
conductismo (Todd & Morris, 1983). Siendo que esos textos a menudo son
uno de los pocos contactos que los docentes universitarios han tenido con la
teoría –y el único que muchos de sus alumnos tendrán– es de esperar que los
equívocos y distorsiones que en ellos se presentan se perpetúen
académicamente generación tras generación.
Ahora bien, más allá de la mera desinformación o confusión, creo que hay
otros factores, que son responsabilidad directa del campo conductual, que han
contribuido a sostener ese error fundamental. En primer lugar, aunque el
conductismo en teoría considera a los eventos privados como importantes, en
la práctica se ha ocupado menos de ellos que de la conducta observable,
especialmente en las investigaciones experimentales. Esto es ante todo una
cuestión práctica vinculada con los recursos de investigación disponibles: la
investigación de eventos privados es difícil, requiere establecer un número de
cuestiones básicas, y los laboratorios conductuales no son precisamente
numerosos. Entonces, si bien no ha ignorado el mundo interno de los seres
humanos, en términos de cantidad hay más producción sobre las conductas
observables, lo cual puede generar confusión sobre la importancia que se les
asigna.
En segundo lugar –y creo que este factor tiene más peso en la perpetuación
de aquel error fundamental– la forma que tiene el conductismo de abordar las
experiencias internas es bastante atípica y hasta contraintuitiva respecto a
cómo se consideran en nuestra cultura y la psicología mainstream. La forma
en que aborda a los pensamientos y sentimientos no encaja del todo bien con
la psicología popular, digamos, y eso lo hace bastante difícil de digerir.
Para comprender cómo el conductismo aborda el mundo interno es
necesario examinar su singular perspectiva sobre el tema, que es muy
diferente a lo que estamos acostumbrados en nuestra cultura. El conductismo
no se limita a dar una respuesta diferente, sino que cambia los términos de la
pregunta. Involucra una diferente perspectiva filosófica sobre el mundo
interno, que marca el punto de partida del conductismo radical como un
paradigma psicológico (Schneider & Morris, 1987). Creo que esto ha
contribuido en gran medida a la simplificación y distorsión de la posición
conductual: es más sencillo decir que el conductismo ignora los pensamientos
y emociones que abordar las complejidades y potencialidades de su
perspectiva sobre el tema.
En lo que sigue intentaré proporcionar un panorama general sobre el tema,
para aclarar la cuestión o para oscurecerla definitivamente –lo segundo es
más probable, pero ambos resultados pueden ser útiles para las discusiones
académicas6. El argumento que voy a presentar no es original, y creo que ha
sido mejor expuesto en otros lugares (por ejemplo en Moore, 2008), pero
creo que al menos puede servir para apuntar en la dirección correcta.
Antes de ocuparnos en sí del conductismo radical tendremos que dar un
rodeo por la historia de la disciplina, para contextualizar mínimamente lo que
el conductismo radical propone, con qué está dialogando y qué intenta
resolver. El camino es sinuoso, pero con un poco de suerte saldremos de aquí
con una mínima idea de cómo el conductismo radical aborda los términos
psicológicos comunes, como pensamientos y emociones.
Ármense de paciencia, que esto va para largo.
Cuerpo y alma

La psicología, como disciplina, en sus inicios operó mayormente dentro de


una perspectiva filosófica bastante extendida en nuestra cultura a la que
podemos llamar dualismo. El término se ha usado de distintas maneras, pero
el dualismo que aquí nos interesa es la posición filosófica que divide al
mundo en dos partes: una realidad que es física o material (generalmente el
mundo que experimentamos con los cinco sentidos) y otra realidad que
carece de dimensiones físicas. Esa segunda realidad puede tener distintos
nombres: alma, mente, cosa pensante, psiquismo, etcétera, y pueden
asignársele diferentes características, pero en cualquier caso lo central es esa
división del mundo entre lo físico y lo no físico, como algo que es realmente
existente. Para referirme a esa realidad y sus elementos utilizaré aquí por
comodidad y por convención el término mental, pero pueden reemplazarlo
por cualquier otro que designe entidades que operan en una realidad diferente
del mundo físico. Para distinguirla de otros usos del término dualismo,
llamaremos mentalismo a la posición que divide el mundo entre lo físico, con
dimensiones, y lo mental, sin dimensiones.
Hay dos aspectos que es necesario señalar en esa posición. En primer
lugar, el mentalismo no obedece a una restricción metodológica. Es decir, no
es que postule que hay elementos de la realidad a los que no podemos
abordar por carecer de los métodos y herramientas adecuados, como podría
ser el caso de entidades teóricas en la física, sino que postula la existencia de
otra realidad, que funciona de manera separada de la realidad física. Es el
resabio de la distinción cartesiana entre la res extensa y la res cogitans
(materia y pensamiento, aproximadamente). Digamos, la diferencia entre
investigar el centro de la tierra e investigar lo mental es que en el primer caso
consideramos que pertenece a nuestra misma realidad y que obedece a las
mismas leyes físicas que el resto de las cosas, mientras que no asumimos lo
mismo en el segundo caso. Para el mentalismo hay dos mundos diferentes (o
al menos dos aspectos esenciales de un mismo mundo).
El segundo aspecto que quiero destacar del mentalismo es que le confiere
potencia causal a ese mundo intangible. Dicho sencillamente, la posición
mentalista asume que las acciones de los seres humanos son el resultado de lo
que sucede en la mente. Para este tipo de perspectiva los elementos de la
mente (o alguno de sus sinónimos) se consideran la causa de los fenómenos
conductuales observables, que serían meramente sus efectos. Entonces, el
mentalismo asume a) que el mundo mental es inaccesible directamente, e
irreductible a la realidad física, y b) que es la causa de lo que hacen las
personas.
La mayoría de las primeras aproximaciones a la psicología como disciplina
científica adoptaron alguna variante de esta perspectiva mentalista, separando
el mundo entre lo físico y lo mental y definiendo a la psicología –tal como el
mismo nombre de la disciplina señala– como la ciencia que se ocuparía de
esa segunda realidad.
La posición mentalista, en una primera impresión, puede sonar aceptable y
hasta un tanto obvia: por supuesto que tenemos un cuerpo y una mente, por
supuesto que hay un mundo físico y un mundo mental. Pero esa obviedad no
es inevitable: es hija del hábito, de lo que nos enseñaron a ver, de una cierta
tradición cultural. Es una construcción.
Esta división del mundo, que fue incorporada a nuestra disciplina como si
fuera un hecho incuestionable, conduce a un número de problemas
conceptuales que nuestra disciplina ha intentado resolver durante toda su
historia. En parte, el conductismo, con su peculiar perspectiva psicológica,
surgió como una respuesta a esos problemas.
El conductismo sostuvo y sostiene que adoptar una posición mentalista
conduce a una serie de callejones sin salida. Un concepto mentalista puede
sonar bien en primera instancia porque estamos acostumbrados a esa
perspectiva, pero cuando lo desmenuzamos con rigurosidad nos encontramos
con problemas conceptuales y metodológicos de muy difícil resolución, que
no obedecen a limitaciones técnicas o metodológicas sino filosóficas –no es
que nos falten herramientas, sostiene el conductismo, sino que ese punto de
partida lleva a la disciplina en una dirección poco útil.
Veamos entonces algunos de los puntos problemáticos de adoptar al
mentalismo como perspectiva básica en psicología.

Las palabras menos las cosas

Para constituirse como tal toda disciplina científica necesita desarrollar un


lenguaje, un aparato de conceptos que siga los criterios de amplitud y
precisión –esto es, que nos permita abordar la mayor cantidad de fenómenos
con la menor ambigüedad posible. En el caso de la psicología, lo que
buscamos es un aparato de conceptos que nos permita comprender los
fenómenos psicológicos. Es decir, un vocabulario cuyo uso nos ayude a, en
cierto grado, anticipar los fenómenos y sus características, y que nos guíe
para poder actuar al respecto.
Conceptos como “trastorno de ansiedad generalizada”, “narcisismo”,
“reforzamiento”, o cualquier otro, tienen como objetivo la comprensión de
ciertos fenómenos: nos permiten anticipar en cierta medida qué puede pasar y
señalan cómo podríamos afectar. Digamos, esperamos que pasen ciertas
cosas y no otras cuando decimos que una persona es narcisista o cuando
decimos que una conducta fue reforzada. Además, los conceptos señalan vías
posibles de controlar o influir los fenómenos: si sé que una acción está siendo
reforzada, dispongo en principio de una forma de modificar su ocurrencia
(digamos, alterando ese reforzamiento).
Entonces, el vocabulario científico tiene como objetivo ayudarnos a
comprender nuestro objeto de estudio, es decir predecir e influenciar los
fenómenos que abarca. La actividad central del conocimiento requiere refinar
progresivamente ese lenguaje, y la vía regia para ello es a través del contacto
organizado con la experiencia. Es decir, la corroboración empírica de los
conceptos, dicho esto en sentido amplio. Aunque podamos discrepar respecto
a los métodos que son válidos, la clase de evidencia que se puede admitir y
otras cuestiones metodológicas y filosóficas, el hecho es que las ciencias
necesitan tener algún tipo de contacto empírico sistemático con su objeto de
estudio para refinar y pulir ese lenguaje. Sin ese contacto, ese aparato
conceptual tiende a volverse ambiguo, contradictorio, y en última instancia
poco efectivo para lograr influencia y predicción sobre los fenómenos.
El problema es que, si de lo que se trata es de construir una ciencia, la sola
especulación no nos puede llevar muy lejos. Nos lleva a discusiones
bizantinas que sólo pueden resolverse por tradición o por autoridad7.
Algo de esto podemos comprobar en la historia de la medicina, en la que
abundan los ejemplos de especulaciones sobre la fisiología humana que
persistieron durante siglos, para revelarse como erróneas cuando se pudo
acceder de manera fiable a las experiencias correspondientes (es decir,
cuando diseñamos herramientas y métodos adecuados para estudiar los
pormenores del funcionamiento del cuerpo). Un ejemplo interesante es el
descubrimiento de la circulación de la sangre: los pensadores antiguos,
siguiendo a Galeno, habían especulado que la sangre se generaba
constantemente en el hígado y que desde allí se difundía al resto del cuerpo
en donde era consumida. Esta creencia se sostuvo hasta el siglo XVII, cuando
William Harvey, investigando directamente el aparato circulatorio con
métodos empíricos, descubrió que la sangre circulaba bombeada por el
corazón. Esto a su vez llevó a todo tipo de desarrollos y avances médicos (las
transfusiones, por ejemplo). El punto aquí es que las especulaciones sobre el
tema sólo pudieron ser zanjadas cuando hubo una forma de acceder a la
experiencia.
Ahora bien, la inaccesibilidad del objeto de estudio en la medicina antigua
(y en otros casos similares) era metodológica –digamos, se debía a las
limitaciones de los métodos e instrumentos disponibles en la época. Se trata
de una situación muy frecuente en las ciencias pero que puede resolverse a
medida que se desarrollan mejores métodos e instrumentos8. Es un problema
que tiene solución.
En cambio, cuando la psicología empezó a desarrollarse como disciplina
científica adoptando una posición mentalista, lo que propuso eran objetos de
estudio que no eran metodológicamente sino esencialmente inaccesibles. Lo
mental no es meramente lo oculto, sino que se postula como algo
completamente diferente de lo físico, es otra dimensión. Esto prácticamente
elimina la posibilidad de un abordaje experimental directo tradicional (¿cómo
experimentar con lo inaccesible?), dejando sólo la conjetura como camino.
Nótese que esta no es la situación de, digamos, la astronomía o la física, en
la cual es frecuente lidiar con fenómenos a los cuales es imposible acceder
directamente –como sucedió con el descubrimiento de Neptuno, que no fue
descubierto por observación directa sino a través de cálculos matemáticos
basados en las irregularidades de la órbita de Urano. La diferencia central con
el problema del mentalismo es que las interpretaciones que se realizan en
esos casos se sustentan en la aplicación de principios que han sido
corroborados experimentalmente en condiciones controladas. Esos principios
experimentales sustentan y guían esas interpretaciones.
Digamos: con un fenómeno inaccesible no podemos proceder
inductivamente, generando leyes a partir de la observación de casos
particulares, porque por definición no podemos acceder a ellos. Podríamos
proceder deductivamente, pero esto requiere partir de premisas o leyes
generales bien establecidas: para deducir que Sócrates es mortal, tengo que
saber claramente que todos los hombres son mortales. Pero la psicología
carecía de leyes ya establecidas sobre las cuales hacer deducciones, por lo
cual esa vía quedaría también descartada. Nos quedaría lo que Peirce llama la
abducción, es decir, la conjetura o interpretación de los fenómenos: me
despierto, veo la calle mojada, y conjeturo que ha llovido mientras dormía, lo
cual es una interpretación plausible de los hechos disponibles. Ahora bien, el
mismo Peirce fue uno de los primeros en señalar que toda conjetura es
endeble y provisoria: podría ser que la calle estuviese mojada porque la
estuvieron limpiando, por un derrame, o por la condensación de la humedad
en el aire. Para que una conjetura tenga visos de validez, es necesario que se
corrobore con la experiencia… lo cual no es posible tratándose de fenómenos
inaccesibles, lo cual nos deja nuevamente en el mismo lugar.
El problema que la psicología definida de manera mentalista enfrentaba era
este: ¿cómo demonios investigar empíricamente una dimensión que ha sido y
es completamente inaccesible? Así definido es un asunto extremadamente
arduo, y de hecho varias tradiciones psicológicas eligieron más o menos
explícitamente hacer oídos sordos a él, y generar teorías basadas en
conjeturas con corroboración débil o nula. Es un camino que aún hoy sigue
siendo transitado en psicología, pero que, más allá de la aceptación popular
que pudieran tener las teorías que así se sustentan, tiende a generar
conocimientos pobres, confusos o ambiguos: en ausencia de corroboración
rigurosa ¿cómo determinar cuál de las múltiples interpretaciones propuestas
para un fenómeno es más adecuada?
La cuestión de la accesibilidad ha sido –y en buena medida sigue siendo–
el gran problema que está en los cimientos mismos de la disciplina. Si se la
define como la ciencia de lo inaccesible (llámese lo mental, lo psíquico, la
conciencia, etc.), ¿cómo definir y precisar sus conceptos y principios sin caer
en especulaciones y discusiones bizantinas solo dirimibles por autoridad o
por votación? Esta es la pregunta que por diversas vías nuestra disciplina
intentó responder de distintas maneras, y que está estrechamente relacionada
con el surgimiento del conductismo. Veamos algunas de las formas en las
cuales hemos intentado resolver este problema.

Conozca el interior

Los primeros abordajes experimentales de la psicología que florecieron hacia


finales del siglo XIX intentaron resolver este problema adoptando métodos
de investigación introspectivos. La idea básica es que las características del
funcionamiento de la mente o la conciencia son observables para la persona
que las experimenta, por lo cual sería posible desarrollar un abordaje
experimental entrenando a las personas para acceder a esos fenómenos de
manera confiable y replicable por medio de una introspección controlada.
No hablo aquí de la introspección silvestre –digamos, recostarnos bajo un
árbol a pensar por qué nos gusta la pizza. Los métodos introspectivos
utilizados eran notablemente rigurosos: los sujetos que participaban en las
investigaciones eran entrenados minuciosamente en introspección
experimental, realizando miles de ensayos de práctica antes de embarcarse en
la investigación propiamente dicha (Moore, 2008, p.18). Los primeros
abordajes en psicología experimental (los de Wundt y Titchener son los más
conocidos), intentaron generar conocimientos precisos y replicables de esta
manera.
El problema de este método es que incluso bajo esas rigurosas condiciones,
los resultados obtenidos eran poco confiables y a menudo contradictorios –las
observaciones de un laboratorio no coincidían con las de otro. Cada cual
proponía diferentes formas de definir los conceptos que se referían a lo
mental, y la posibilidad de una síntesis entre los conocimientos así
producidos parecía cada vez más lejana. John Watson, a principios de siglo
XX, resumió la situación de la psicología de la siguiente manera:

Tanto nos hemos enredados en preguntas especulativas concernientes a los elementos de la


mente, la naturaleza del contenido consciente (..) que yo, como estudiante experimental,
siento que algo está mal con nuestras premisas y el tipo de problemas que surgen de ellas. Ya
no hay ninguna garantía de que todos digamos la misma cosa cuando usamos los términos
que son hoy corrientes en psicología. Tomemos el caso de la sensación. Una sensación es
definida en términos de sus atributos. Un psicólogo afirmará inmediatamente que los
atributos de una sensación visual son la cualidad, la extensión, la duración y la intensidad.
Otro agregará la claridad. Otro agregará el orden. Dudo que cualquier psicólogo pueda
enunciar un conjunto de afirmaciones describiendo lo que entiende por sensación que sea
compartido por otros tres psicólogos con otro entrenamiento. (Watson, 1913, p. 163)

En otras palabras, cada persona que abordaba el tema encontraba cosas


distintas. De hecho, se parece notablemente a la situación típica de las
indagaciones especulativas: cada cual tiene su posición al respecto y no hay
una forma clara de unificar criterios. La vía adoptada por los abordajes
introspectivos no había sido una estrategia científica efectiva. Los eventos
internos, inaccesibles pero considerados causalmente eficaces, se resistían a
brindar respuestas consistentes. Es en este contexto que John Watson
formularía su propia propuesta, una que involucraría un profundo cambio en
la forma de abordar la cuestión.

Conductual, mi querido Watson

La propuesta de Watson fue delineada en su artículo de 1913 “La psicología


desde el punto de vista del conductista” (Watson, 1913). Este artículo es
conocido como el Manifiesto Conductista, ya que se trata ante todo de una
declaración de principios para una psicología científica.
Dicho de manera resumida, Watson propuso que la psicología se ocupase
exclusivamente de la conducta públicamente observable, rechazando de
plano cualquier entidad mental o hipotética interna. En otras palabras, de la
distinción mentalista entre lo físico y lo mental Watson propuso que la
psicología descartase lo segundo en favor de lo primero:

La psicología, tal como la ve el conductista, es una rama experimental y puramente objetiva


de las ciencias naturales. Su objetivo teórico es la predicción y el control de la conducta. La
introspección no forma parte esencial de sus métodos, ni el valor científico de sus datos
depende de la prontitud con la que se prestan a su interpretación en términos de conciencia.
El conductista, en sus esfuerzos por obtener un esquema unitario de la respuesta animal, no
reconoce ninguna línea divisoria entre el hombre y el bruto. El comportamiento del hombre,
con todo su refinamiento y complejidad, forma sólo una parte del programa total de
investigación del conductista. (Watson, 1913, p.176)

Hoy en día la propuesta de Watson no parece muy sorprendente, quizá


porque nos resulta familiar, pero para la época resultó muy provocativa. Era
cortar el nudo gordiano de la accesibilidad, redefiniendo el objeto de estudio
y proporcionando un camino para desarrollar una psicología científica
esquivando el problema del mundo interno. Los postulados de Watson eran
polémicos pero atractivos, y suscitaron un fuerte interés académico y
numerosos desarrollos científicos durante las décadas subsiguientes. La
posición de Watson suele ser denominada como conductismo clásico, y sus
características centrales son resumidas de la siguiente manera por Moore
(2008, p. 30):

El conductismo clásico definió formal y explícitamente a la psicología como la ciencia del


comportamiento. La introspección y la preocupación por la dimensión mental, así como la
preocupación por la conciencia, no desempeñaban ningún papel en el nuevo punto de vista.
El conductismo clásico abrazó enfáticamente un modelo reflejo E-R generalizado. Buscaba
explicar los eventos conductuales en términos de algún estímulo antecedente (E) que
provocaba la respuesta (R) en cuestión. El conductismo clásico despreocupadamente tomó
prestados de la fisiología de los reflejos algunos de sus conceptos fundamentales. De hecho,
las primeras nociones de los estímulos como formas de energía física que inciden en el
sistema de respuesta, las respuestas como contracciones de un músculo o glándula, las
nociones de excitación e inhibición, etcétera, todas tenían su origen en la fisiología de los
reflejos. El conductismo clásico afirmó además que su objetivo era la predicción y el control
del comportamiento públicamente observable. Dado un estímulo, la tarea del psicólogo era
predecir la respuesta; y dada la respuesta, la tarea era determinar el estímulo que la había
producido. Ninguna apelación a los fenómenos mentales era apropiada, ya que no era
necesaria.

La propuesta de Watson resolvió algunos de los problemas del mentalismo,


proporcionando un programa para una psicología empírica y objetiva. Dado
que tanto el ambiente externo como la conducta observable son directamente
accesibles para la experimentación, es posible lograr un mayor grado de
precisión en las observaciones y las conceptualizaciones y así dirimir debates
y dificultades de manera empírica en lugar de especulativa9. El rechazo de la
dimensión mental contribuyó a despejar un poco el ambiente y a proporcionar
un programa para la psicología, el inicio de un paradigma que consideraría a
la conducta observable no como un mero indicador de procesos mentales sino
como un objeto de estudio en sí misma.
Al menos, esa era la intención.
En la práctica, sin embargo, la propuesta de Watson tuvo un alcance más
bien limitado. Ofrecía precisión, pero perdía alcance, dejando fuera un buen
número de fenómenos conductuales relevantes. Si bien es posible hacerlo, en
la práctica resulta difícil dar cuenta de varios fenómenos psicológicos
complejos utilizando sólo los principios del conductismo clásico.
Moore (2008, p.31) enumera tres limitaciones cruciales del abordaje. En
primer lugar, desde esa posición resulta notablemente difícil explicar la
espontaneidad y variabilidad de la conducta. Es decir, si todas las conductas
son respuestas que se extienden a nuevos estímulos (como el caso de un perro
que pasa de salivar al presentársele comida a salivar al escuchar un sonido
que señala la presentación de comida), no se entiende bien cómo podrían
desarrollarse conductas nuevas. En segundo lugar, el modelo no da cuenta
satisfactoriamente de los términos que las personas utilizan para dar cuenta
de sus varios estados corporales –los que se refieren a sentimientos,
sensaciones, dolores, pensamientos, etc. El conductismo clásico más bien los
pasa por alto, pero ello condena a que un amplio rango de fenómenos
relacionados con la conducta humana quede excluido de la disciplina.
Finalmente, otras ciencias estaban en ese mismo momento lidiando con
fenómenos inobservables con métodos indirectos, lo cual parecía abrir el
juego para que la psicología hiciera lo propio. Si la física proponía elementos
imposibles de observar, tales como los fenómenos cuánticos, ¿por qué no
hacer lo mismo en la psicología?
La propuesta de Watson, aun siendo revolucionaria para su época, no fue
completamente satisfactoria. Quizá el mayor obstáculo fuese la enorme
distancia que había entre las ambiciones bosquejadas en el Manifiesto y los
recursos conceptuales y empíricos disponibles en su época. Skinner mismo
escribió, refiriéndose a Watson:

Su nueva ciencia, por decirlo de algún modo, había nacido prematuramente. Contar con
pocos datos es siempre un problema en una ciencia nueva, pero para el agresivo programa de
Watson, en un campo tan vasto como la conducta humana, fue especialmente dañino.
Necesitaba un soporte fáctico mucho más amplio del que pudo encontrar, y no es
sorprendente que mucho de lo que dijo pareciese sobresimplificado e ingenuo. (Skinner,
1974a, p. 6)

Sería justo decir que Watson tuvo más impacto como ideólogo que como
científico. Poner a la psicología de cabeza no fue un logro menor, pero el
conductismo clásico, si bien resolvía problemas importantes de la disciplina,
hacía agua por varios lugares.
Sería un error, sin embargo, considerarlo como un movimiento menor y ya
superado. El camino que abrió Watson fue de crucial importancia para toda la
psicología científica por venir, e incluso sus insuficiencias resultaron fértiles,
ya que en sus grietas crecieron propuestas conductistas divergentes,
promovidas por una nueva camada de investigadores que intentaron resolver
las inadecuaciones del conductismo clásico incorporando nuevas
herramientas metodológicas y conceptuales.

Dualismo, with a twist

Hacia la década de 1930 comenzó una suerte de segunda fase en el


conductismo, con la aparición de abordajes que intentaron resolver los
problemas y limitaciones del conductismo clásico.
Estos abordajes retuvieron del conductismo clásico la idea de que la
psicología debía ocuparse de lo públicamente observable, pero, para ampliar
su alcance y resolver los problemas señalados en la sección anterior,
postularon constructos hipotéticos dentro del organismo que funcionarían
como intermediarios entre los estímulos y respuestas observables:
representaciones, impulsos, actitudes, etcétera.
Dicho a lo bestia (es lo que mejor me sale, a fin de cuentas), estos
abordajes afirman que el ambiente proporciona los estímulos, el organismo
los “procesa” de acuerdo con ciertas variables internas a establecer, y emite
así las respuestas observables. De esta forma, cuando una respuesta no parece
adecuarse al estímulo proporcionado, se invoca una variable hipotética que
los conecta de manera satisfactoria. De esta forma se pueden resolver las
limitaciones del conductismo clásico respecto a la espontaneidad y
variabilidad de las respuestas. Se trataría, en última instancia, de un efecto de
la acción de variables supuestas dentro del organismo.
De esta manera, el foco científico fue puesto sobre esas variables ocultas.
La apuesta, por así decir, es que si pudiésemos determinar el funcionamiento
de esos constructos no observables podríamos dar cuenta de los fenómenos
para los cuales el conductismo clásico se había mostrado insuficiente. De esta
manera, el modelo de Estímulo-Respuesta (E-R) del conductismo clásico fue
reemplazado por un modelo mediacional de Estímulo-Organismo-
Respuesta(E-O-R), por lo cual Moore denomina a esos abordajes como
neoconductismo mediacional (Moore, 2008).
En su búsqueda de desarrollar un abordaje objetivo, esta variedad del
conductismo adoptó como filosofía de la ciencia los postulados del
positivismo lógico imperante en la época, que requería que para ser objetivo
todo concepto debía ser intersubjetivamente verificable, esto es, referirse a
eventos que pudiesen ser observados simultáneamente por varias personas (a
diferencia del introspeccionismo, en el cual sólo hay un observador de los
eventos).
El problema es que esas variables organísmicas, aun siendo consideradas
como parte del cuerpo (es decir, físicas), seguían siendo construcciones
hipotéticas, no eventos observados. Un impulso o una actitud, por ejemplo,
no son directamente observables, sino que son construcciones invocadas para
explicar por qué sucede alguna conducta. Entonces, aun cuando no sean
constructos literalmente “mentales” (es decir, residentes de una realidad sin
dimensiones), en la práctica funcionan como tales. Estamos nuevamente
frente al problema de los abordajes introspectivos: la dificultad de lidiar de
manera precisa con lo inaccesible.
El mentalismo que en teoría echamos por la puerta, en la práctica se metió
por la ventana.
Por añadidura, esta vez quedaba excluida la introspección como
metodología, por no cumplir con el criterio de verificabilidad intersubjetiva.
El neoconductismo mediacional postuló constructos no observables, pero el
positivismo lógico por el que se guiaba requería que los conceptos fuesen
definidos en términos de eventos observables. Este fue el principal problema
que esta estrategia tuvo que resolver, y la forma de hacerlo consistió en
adoptar una variedad de operacionalismo.
Dicho de manera simplificada, el operacionalismo consiste en definir el
significado de un término o concepto exclusivamente según el conjunto de
operaciones públicamente observables usadas para medirlo y observarlo. Por
ejemplo, para definir operacionalmente el concepto de “longitud” podemos
solo describir las operaciones involucradas en establecer la longitud de un
objeto (tomar una regla, usar un odómetro, operar un medidor láser, etcétera).
Se trata de una forma bastante efectiva de definir conceptos abstractos o
controversiales: en lugar de luchar por imponer una u otra definición, nos
atenemos a las observaciones y métodos que involucra. Es una práctica
ampliamente extendida en las ciencias: un concepto que no se pueda
operacionalizar difícilmente sea considerado como científicamente válido.
Esta idea fue llevada a la psicología, en donde fue aplicada a los constructos
hipotéticos del neoconductismo mediacional, que fueron entonces definidos
según las observaciones y operaciones que involucraban.
Quizá un ejemplo sea útil aquí. La inteligencia (el concepto no es
conductual pero puede ser ilustrativo), no es un evento observable, sino una
construcción hipotética que se utiliza para explicar ciertas características en
las conductas observadas: las conductas “inteligentes” suceden a causa de
una hipotética variable interna llamada inteligencia. Hasta aquí, sería un
concepto especulativo sin lugar en una psicología científica, porque al ser
inaccesible no podemos medirla ni experimentar con ella. Lo que es posible
es definirla operacionalmente, es decir, describiendo las diversas pruebas y
evaluaciones utilizadas para medirla. Se produce así una suerte de alquimia
por la cual el concepto especulativo de “inteligencia” se convierte en un
concepto objetivo, que es definido según ciertas observaciones pertinentes a
tiempos de reacción, pruebas y cuestionarios. En última instancia, esto nos
lleva a la curiosa situación de que la inteligencia es propiamente definida
como aquello que miden las pruebas de inteligencia.
Si hacemos gracia de esta circularidad, la definición operacional
proporciona una forma de hacer observable lo que de otra manera sería
inobservable. Con este recurso, los abordajes mediacionales intentaron lograr
un grado de objetividad en sus conceptos, ocupándose de lo inobservable
bajo la forma de variables intervinientes o constructos hipotéticos
operacionalizados (véase MacCorquodale & Meehl, 1948).
Citando una vez más a Moore (1989), los abordajes mediacionales “apelan
al principio del positivismo lógico de la verificación, o las definiciones
operacionales, en un intento de garantizar el sentido empírico de sus
empresas. Entonces, afirman que sus palabras, términos y conceptos son
legítimos porque pueden desarrollar alguna medida públicamente observable
(…) de lo que cuenta y no cuenta como instancia de un término”. Esta
estrategia suele denominarse, junto al conductismo clásico, con el término
conductismo metodológico (Moore, 2011), para distinguirlo de la estrategia
del conductismo radical de Skinner, que veremos a continuación.
La estrategia del conductismo metodológico que se desarrolló en el primer
cuarto del siglo XX se convertiría en el pilar fundacional de la psicología
cognitiva, y en cierto sentido es hoy la estrategia predominante en la
psicología científica en general. En efecto, la psicología mainstream sigue
empleando esa aproximación, explicando los eventos observables por medio
de postular constructos hipotéticos no observables (emociones, personalidad,
resiliencia, esquemas, inteligencia, mentalización, motivación, etc.) a los que
operacionaliza utilizando tests, cuestionarios, u otros procedimientos
observables para asegurarles un mínimo de objetividad y consistencia en la
definición.
De manera que, si alguna vez les dicen que el conductismo ha muerto,
pueden replicar que, al menos en lo que a conductismo metodológico
respecta, no sólo no está muerto, sino que es de hecho la principal estrategia
metodológica en la disciplina, adoptada incluso por las orientaciones teóricas
que rechazan el conductismo. La psicología empírica actual, en gran parte, se
ha desarrollado siguiendo el camino trazado por el conductismo
metodológico.

Metodolatría

A pesar de su popularidad, la estrategia adoptada por el conductismo


metodológico dista de ser una solución perfecta al problema de la privacidad
y los constructos hipotéticos. La principal objeción que puede hacérsele al
operacionalismo como solución es que en realidad no evita la proliferación de
conceptos difusos y especulaciones, sino que más bien los legitima a
posteriori. Es decir, permite proponer como explicativo cualquier constructo
hipotético nuevo o reificar alguno de la psicología popular y legitimarlo por
medio de una operacionalización. Es como el lavado de dinero (si me
disculpan la analogía): no limpia su dudoso origen, sino que más bien le da
una pátina de legitimidad suficiente como para que circule.
Como ilustración de esto, permítanme compartirles dos denuncias de una
misma situación, separadas por casi un siglo. Escribe Watson en el manifiesto
conductual: “Creo firmemente que, dentro de doscientos años, a menos que
se descarte el método introspectivo, la psicología aún estará dividida sobre la
cuestión de si las sensaciones auditivas tienen la cualidad de ‘extensión’, si la
intensidad es un atributo que se puede aplicar al color, si hay una diferencia
en la ‘textura’ entre la imagen y la sensación y sobre muchos cientos de otros
de carácter similar” (1913, p.164).
Consideremos ahora lo que sucede actualmente con el concepto de
“emoción”. A pesar de que es uno de los términos más extendidos en la
psicología mainstream, aún no hay una definición universalmente aceptada.
Un relevamiento de la década del 80 encontró hasta 92 definiciones
diferentes para el término (Kleinginna & Kleinginna, 1981), mientras que en
una investigación reciente entrevistaron a 34 personas destacadas en el campo
de la investigación en emoción sin encontrar una definición que fuese
compartida por todas (Izard, 2010). A tal punto llega la confusión sobre el
término que en esta última publicación se sugiere lisa y llanamente dejar de
usarlo en las publicaciones, o bien que cada persona aclare a qué se refiere
con el término. Esta situación ilustra perfectamente la predicción de Watson
de un siglo atrás (aunque dijo doscientos años, así que tendremos que ver
cómo están las cosas en el 2113): tenemos decenas de definiciones y
conceptualizaciones diferentes y como no logramos ponernos de acuerdo en
una, si dos personas investigan “emoción” pueden hallar resultados distintos
o contradictorios.
La apuesta del conductismo metodológico permitió abordar fenómenos de
difícil explicación para el conductismo clásico, pero perdiendo precisión y
claridad en los conceptos. Es en este contexto en el que podemos mejor
entender la originalidad del conductismo radical, que viene a insertarse en
esta suerte de conversación entre diferentes estrategias metodológicas en
psicología que podría delinearse más o menos así:

1. Nuestra disciplina inicialmente adoptó una perspectiva dualista,


asumiendo una división entre una dimensión física y una dimensión
mental (en el sentido amplio del término) carente de dimensiones físicas
y con su propio funcionamiento. La disciplina tomó como foco de
estudio la dimensión mental, lo cual presentó el desafío de cómo definir
los términos y conceptos de manera precisa para investigarlos.
2. Los primeros abordajes experimentales, enfocándose en lo mental,
adoptaron una metodología introspectiva rigurosa para intentar resolver
la falta de precisión, entrenando sujetos para realizar observaciones de
su mundo privado. Esta estrategia no brindó los resultados esperados, ya
que no se alcanzaba consistencia entre las observaciones así realizadas,
por lo cual surgieron nuevas soluciones metodológicas y conceptuales.
3. Entre esas soluciones estuvo el conductismo de Watson, quien propuso
que la psicología descartase redondamente el aspecto mental del objeto
de estudio, y que se ocupase exclusivamente de lo público, es decir, de
las conductas y estímulos observables. Esta estrategia, si bien permitió
ganar precisión en los conceptos y generó nuevos y útiles desarrollos,
eventualmente resultó insuficiente para explicar fenómenos psicológicos
complejos.
4. Para resolver las limitaciones del conductismo clásico, el
neoconductismo mediacional adoptó la estrategia de postular variables
ocultas en el organismo, que servirían para explicar la interacción entre
estímulos y respuestas observables. En cierto modo, esto comportaba
una vuelta al dualismo. Para evitar las dificultades conceptuales y
experimentales inherentes, se adoptaron ideas del positivismo lógico, en
particular, el recurso de la operacionalización como estrategia
metodológica. Esta es la estrategia que aún prima en la psicología
mainstream, pese a que exhibe las mismas dificultades que las otras
soluciones dualistas (notablemente, la dificultad para definir y
operacionalizar conceptos).
Hasta aquí llega el rodeo que quería realizar para brindar un panorama
general del contexto de surgimiento del conductismo radical. Con un poco de
suerte quizá ahora quede un poco más claro en qué conversación disciplinar
participa, a qué se opone y en qué consisten sus originalidades. Estírense un
poco y recuperen fuerzas para seguir, que aún hay bastante tela para cortar.

La radicalización del conductismo

La tercera estrategia que examinaremos es la solución propuesta por Skinner.


Para ello tenemos que remontarnos a 1945, año crucial para el conductismo.
Ya todos estarán intuyendo a qué acontecimiento me refiero, no se discute
ningún otro tema en internet ni en la televisión: es el año de la publicación
del conocido artículo “El análisis operacional de los términos psicológicos”
(Skinner, 1984)10.
En el improbable caso de que no lo conozcan, ese artículo es la historia de
origen del conductismo radical. Es el equivalente a la historia de los padres
de Superman enviando su bebé a la tierra para salvarlo de la explosión del
planeta Kriptón; la historia del asesinato que llevaría a Bruce Wayne a
convertirse en Batman; la historia del creador del reggaetón golpeándose muy
fuertemente la cabeza, etcétera. El punto es que no es posible comprender la
originalidad del conductismo radical sin examinar este artículo –o al menos
las ideas que están en él, ya que el artículo en sí es bastante denso e incluso
algo ambiguo en algunos pasajes (véase por ej. Ribes-Iñesta, 2003; pero
también Flanagan, 1980). Esas ideas constituirán el germen de una buena
parte de su producción académica durante las siguientes décadas y marcarán
en gran medida el rumbo que la psicología conductual adoptará de allí en
más.
El artículo en cuestión es la transcripción de la participación de Skinner en
un simposio en el cual se discutieron diversos aspectos de la
operacionalización en psicología. Como señala el resumen del artículo, el
objetivo del aporte skinneriano fue dar una respuesta a la pregunta ¿qué es
una definición? El núcleo del argumento skinneriano es que no podemos
definir los términos y conceptos que se refieren al mundo interno sin
ocuparnos antes de qué es una definición. Esto requiere, por una parte,
esbozar una teoría sobre el lenguaje que nos permita entender qué es un
término o definición y cómo funciona, y por otra parte, examinar las
particularidades y desafíos que se presentan cuando lo que tratamos de definir
un término basándonos en un evento interno.
En el texto Skinner se ocupa de varios temas relacionados: propone una
redefinición conductual del concepto de operacionalización, señala qué
involucraría esto para la ciencia, y establece el papel que de acuerdo a ello
pueden ocupar los eventos privados en una ciencia de la conducta. En otras
palabras, allí define las principales características distintivas del conductismo
radical. Veamos algunos de los puntos del artículo.

Operacionalización y lenguaje

Skinner comienza su participación señalando que la operacionalización –la


práctica de definir los conceptos según las observaciones que atañen y los
procedimientos llevados a cabo para obtener esas observaciones– es una
actitud saludable y necesaria para toda ciencia, ya que ayuda a despojar a los
conceptos de connotaciones ambiguas.
Ahora bien, Skinner sostiene que operacionalizar un concepto, y resolver
las dificultades que esto conlleva, requiere de una conceptualización de qué
son los conceptos, es decir, requiere precisar qué demonios es una definición:
¿qué es, a fin de cuentas, el significado de un concepto? Cuando decimos que
un concepto X significa Y, ¿qué quiere decir ese “significa”? En última
instancia esto implica entender el funcionamiento del lenguaje en general.
Esta, por supuesto, es una cuestión crucial cuya importancia ha sido
reconocida por diversas tradiciones. Pero –y esto es crucial– siempre se
emplearon perspectivas filosóficas o lingüísticas sobre el tema, es decir,
perspectivas más o menos especulativas, no objetivas. Este fue por ejemplo el
caso del conductismo metodológico, que tomó las ideas del positivismo
lógico respecto a términos y conceptos. La pieza metodológica faltante,
sostiene Skinner, es “una formulación satisfactoria de la conducta verbal de
los científicos” (p.547). En otras palabras, lo que Skinner sostiene es que es
posible producir operacionalizaciones efectivas de los términos psicológicos
empleando una perspectiva no especulativa sino psicológica y objetiva sobre
el lenguaje y los conceptos, es decir, definirlos en términos conductuales:
acciones en contexto.
Skinner señala un punto crucial: hacer ciencia involucra principalmente a
los científicos hablando y escribiendo de ciertas maneras con ciertos
objetivos, es decir, atañe a su conducta verbal. Por este motivo, analizar
cómo funciona la conducta verbal es un paso imprescindible para determinar
en qué consiste la operacionalización de un concepto y cuáles son sus
limitaciones. Skinner propone así en el artículo de 1945 un esbozo de la
interpretación conductual del lenguaje que presentará en forma extensa doce
años más tarde en Conducta Verbal. Veamos en qué consiste.
El análisis de Skinner comienza descartando las teorías que postulan que
las palabras y conceptos son vehículos por los cuales se transmiten
“significados” o “ideas”, por tratarse de teorías especulativas, no susceptibles
de comprobación empírica. Se trata a fin de cuentas de un dualismo: así como
el mentalismo divide el mundo entre lo físico y lo mental, estas posiciones
asumen que hay algo material (las palabras escritas o los sonidos), y algo
inmaterial (el significado) que es transmitido a través de lo primero, y
dedican sus especulaciones a este segundo aspecto. Suena intuitivamente
obvio, pero esa obviedad es hija de la cotidianeidad de esta perspectiva: está
la palabra, lo tangible, y está su significado, que es etéreo. El problema es
cómo definir las características y funcionamiento de una entidad etérea como
el “significado” de una manera objetiva. Estamos nuevamente frente al
problema de definir algo inaccesible: proliferan interpretaciones y
especulaciones sin manera clara de dirimirlas.
Lo que Skinner propone, en cambio, es que el lenguaje se puede abordar
no como un sistema de significantes materiales y significados inmateriales,
sino como una más de las acciones situadas de un ser humano. El lenguaje
puede pensarse como algo que los seres humanos hacen, emitiendo sonidos,
escribiendo, gesticulando, etc.: acciones con determinadas características que
se emiten en contextos complejos específicos y que tienen ciertos efectos en
los oyentes que han recibido el entrenamiento verbal adecuado (i.e. que
aprendieron a su vez el mismo idioma). Una palabra puede pensarse como
una acción verbal, más correctamente, una conducta verbal, con
características especiales, pero conducta a fin de cuentas, y por tanto pasible
de ser abordada científicamente como cualquier otra.
Skinner sostiene que las conductas verbales no son esencialmente distintas
de otras conductas operantes –son más complejas y están controladas por un
contexto más sutil, por supuesto, pero no hay motivos para asumir a priori
que se sustraen a los principios y leyes sobre la conducta. Por lo tanto, una
forma de comprender una instancia de conducta verbal (un término, por
ejemplo) es tratándola como a cualquier otra conducta a analizar:
describiendo su contexto de emisión, sus antecedentes y consecuencias.
Dicho de manera burda: una palabra es una acción y podemos circunscribir
su significado señalando su contexto11. Pasamos así de hablar de lenguaje
como sistema de signos a hablar de las acciones de seres humanos situadas en
un determinado contexto.
Si efectuamos ese cambio de perspectiva, se nos abre un panorama
completamente diferente sobre qué es el lenguaje. Esto no involucra
necesariamente una exclusión de la mirada lingüística (la que se ocupan del
lenguaje en tanto sistema de signos), sino el desarrollo de una perspectiva
psicológica del lenguaje:

Al lidiar con términos, conceptos, constructos y demás, se gana una ventaja considerable si se
los aborda en la forma en que son observados –literalmente, como respuestas verbales. En ese
caso no hay peligro en incluir en el concepto aquel aspecto o parte de la naturaleza que
incluye. (…). El sentido, los contenidos y las referencias se encuentran entre los
determinantes, y no entre las propiedades de la respuesta. La pregunta “¿qué es la longitud?”
podría ser satisfactoriamente contestada por medio de listar las circunstancias bajo las cuales
la respuesta “longitud” es emitida (o, mejor aún, proporcionando una descripción general de
tales circunstancias). Si se revela la existencia de dos conjuntos separados de circunstancias
entonces hay dos respuestas que tienen la forma “longitud”, dado que una clase verbal de
respuestas no se define por su forma fonética sino por sus relaciones funcionales. Esto es
verdadero aún si se halla que los dos conjuntos están íntimamente conectados. Las dos
respuestas no están controladas por el mismo estímulo, no importa qué tan claramente se
muestre que los diferentes estímulos surgen de la misma “cosa”. (Skinner, 1984, p. 548)12

Lo que Skinner propone aquí es que el sentido de un término puede


hallarse en las circunstancias que controlan su emisión: “longitud”, para
Skinner, es una respuesta verbal que se emite frente a una cierta constelación
de factores contextuales. Describir esa constelación es describir el significado
psicológico de esa respuesta, sus relaciones funcionales con el contexto.
La posición es notable: Skinner externaliza el significado. Convierte al
lenguaje en acciones situadas, no en vehículo de significados. Las palabras no
se “refieren” a nada ni cuentan con una cosa etérea llamada significado entre
sus propiedades –el significado no está “dentro” de la palabra, sino que está
en su contexto de emisión. Podríamos decirlo así: aprender la palabra “perro”
no es adquirir un “significado” intrínseco de la palabra, sino aprender las
circunstancias en las cuales emitirla es socioculturalmente adecuado y cuáles
son las respuestas adecuadas frente a ella. Adquirir un lenguaje, entonces,
consiste en adquirir un amplio repertorio de conductas bajo control de un
contexto cada vez más fino y sutil.
Para Skinner, entonces, operacionalizar un término no consiste en
circunscribirlo arbitrariamente a un conjunto de operaciones de medición sino
en describir las circunstancias, sea en el laboratorio o en la vida cotidiana,
bajo las cuales se utiliza. Operacionalizar un término implica entonces
realizar un análisis funcional de su emisión:

Lo que queremos saber, en el caso de muchos términos psicológicos tradicionales, es, en


primer lugar, las condiciones de estímulo específicas bajo las cuales son emitidas (esto
corresponde a “encontrar los referentes”), y en segundo lugar (y esto es una pregunta
sistemática mucho más importante), por qué cada respuesta está controlada por su condición
correspondiente. Esta última no es del todo una pregunta genética. El individuo adquiere el
lenguaje de la sociedad, pero la acción reforzante de la comunidad verbal sigue
desempeñando un importante papel manteniendo las relaciones específicas entre respuestas y
estímulos que son esenciales para el funcionamiento cabal de la conducta verbal. Cómo el
lenguaje se adquiere es, por tanto, sólo parte de un problema mucho más amplio. (Skinner,
1984, p. 548)

La primera oración contiene el camino a seguir. Definir un término


requiere especificar: 1) las circunstancias de su emisión, es decir, los
estímulos antecedentes; y 2) la historia de aprendizaje con la comunidad
verbal que involucra. Es la comunidad verbal en conjunto la que sanciona el
“correcto” uso (significado) de un término. Entonces, al lidiar un término
como “inteligencia”, en lugar de operacionalizarlo arbitrariamente a ciertos
tests y cuestionarios, lo que haremos será explorar las características de los
contextos en los cuales los hablantes lo emiten y el efecto que tiene en los
oyentes: “Para Skinner, el sentido de un término reside en la relación
funcional entre su uso y los estímulos que son antecedentes y consecuentes a
tal uso. En otras palabras, entender el sentido del enunciado ‘Estoy ansiosa’
requiere el conocimiento del contexto, tanto actual como histórico, que
ocasionó tal enunciado” (Friman et al., 1998)13.
La propuesta de Skinner es desreificante. El lenguaje cotidiano tiende a
reificar abstracciones, a convertir conceptos en “cosas”. Por ejemplo, la
inteligencia fue primero una cualidad atribuida a ciertas conductas antes de
convertirse en una entidad con potencia causal. Un adjetivo que se convirtió
en sustantivo. Similarmente, la angustia fue primero una metáfora para
sensaciones corporales de ahogo y constricción (etimológicamente proviene
de “angosto”, como estrechamiento), y luego fue reificada y abordada como
una entidad en sí misma. Skinner proporciona un saludable antídoto a esa
tendencia reificadora del lenguaje. Abordar a los términos y conceptos como
conductas situadas disipa no pocas brumas, y es una estupenda profilaxis para
abordar algo tan difícil como los conceptos psicológicos, que arrastran un
considerable bagaje cultural e histórico.

El problema con los términos psicológicos habituales

Skinner esboza entonces su aproximación al lenguaje, que es a grandes


rasgos similar a lo que sostendrá en Conducta Verbal, y desde allí aborda el
problema de la operacionalización.
Entonces, para Skinner el sentido de un término está determinado por sus
circunstancias de emisión. Ahora bien, “circunstancias” involucra una suerte
de constelación de estímulos con cierta configuración. Una palabra es una
respuesta no a un estímulo, sino a una cierta configuración de estímulos. Esta
es la idea de la causación múltiple que Skinner desarrollará con más detalle
en el Capítulo 9 de Conducta Verbal: “la fuerza de una respuesta particular
puede ser, y generalmente es, función de más de una variable”(Skinner,
1957).
Lo que está indicando es que la emisión de una palabra usualmente está
determinada no por uno, sino por múltiples estímulos simultáneos14. Esa
constelación puede incluir tanto estímulos que estén fuera de la piel,
estímulos exteroceptivos, y que son por tanto potencialmente observables por
otras personas (la comunidad verbal), como estímulos que estén dentro de la
piel, a los cuales sólo el sujeto puede observar:

La respuesta “Me duele una muela” está en parte bajo el control de un estado de cosas al que
sólo el hablante puede reaccionar, ya que nadie más puede establecer la conexión necesaria
con la muela en cuestión. No hay nada misterioso o metafísico en esto; el simple hecho es
que cada hablante posee un pequeño pero importante mundo privado de estímulos. Hasta
donde sabemos, las respuestas a ese mundo son como respuestas a eventos externos.
(Skinner, 1984, p. 548, el subrayado es mío)

En textos posteriores Skinner apunta que los estímulos nos afectan por tres
vías: exterocepción (los cinco sentidos), interocepción (estimulación
proveniente de los estados físicos internos, como taquicardia o contracciones
del estómago), y propiocepción (la percepción del movimiento muscular).
Que un estímulo venga por una u otra vía no hace mayor diferencia en
términos funcionales. En otras palabras, para Skinner la piel no es un límite
tajante. El adentro o afuera de los organismos no es tan relevante porque a fin
de cuenta no estudiamos organismos sino conductas. De esta manera, es
perfectamente lícito desde un punto de vista conductual incluir a los
estímulos internos en la constelación de estímulos que gobiernan la emisión
de un término.
Llegamos así entonces a una definición de “definición”: los términos
psicológicos son conductas verbales que pueden (y de hecho suelen) estar
bajo control de múltiples estímulos, algunos de los cuales pueden ser
privados.
Podríamos pensar entonces que el problema está resuelto: para definir con
precisión cualquier término psicológico popular, incluso aquellos que se
refieren a sentimientos y pensamientos, bastaría con describir los estímulos
externos e internos que están presentes cuando se emite el término en
cuestión y así llegar a una operacionalización rigurosa de los mismos e
investigarlos hasta que se acabe el mundo.
Pero no funciona así.
Verán, dicho de manera muy simplificada, todo el lenguaje se adquiere a
través de la influencia y entrenamiento de una comunidad verbal de hablantes
de un mismo idioma, influencia que ocurre a través de múltiples instancias de
aprendizaje (imitación, conversación, lectura, etc.). Esa comunidad moldea y
refuerza diferencialmente la emisión de ciertas respuestas verbales frente a
los estímulos adecuados y no frente a otros. Dicho de otra manera, a través de
la socialización se establece el sentido de los conceptos, i.e. en qué
circunstancias es adecuado emitirlos.
Así, por ejemplo, aprendemos los nombres para los colores según lo que
nuestra sociedad entrena. Sin ese entrenamiento social no responderíamos de
manera distinta a diferentes colores –no podríamos identificarlos ni
nombrarlos, tal como efectivamente sucede con los colores de los cuales
nuestra cultura particular no se ocupa. Es conocido el caso de la tribu Himba,
de Namibia, cuyos miembros pueden reconocer leves variaciones en tonos de
verde que para nuestros ojos occidentales resultan idénticos –y a su vez,
tienen dificultades para distinguir entre el verde y el azul, cosa que hacemos
sin dificultad. “Ven” colores que nosotros no15, porque su cultura
proporciona el entrenamiento correspondiente para nombrarlos y
distinguirlos. El lenguaje de los colores se desarrolla y refina a medida que
una comunidad verbal particular refuerza, castiga, o extingue ciertas palabras
(entre otras conductas) que se emiten frente a estímulos con diferentes
colores.
Esta es la vía central para refinar y precisar un léxico; a través de la acción
de la comunidad verbal aprendemos qué constelación estimular es adecuada
para emitir una palabra y no otra. Con las palabras cuya determinación
incluye estímulos del mundo privado, sin embargo, nos encontramos con una
dificultad: la comunidad no puede establecer un criterio consistente para su
uso verbal porque por definición no puede acceder a ellos.
Digamos, para decir “papá”, “árbol”, “verde”, o “temperatura”, la
comunidad puede entrenar con precisión su uso correcto señalando los
estímulos que están accesibles tanto para el hablante como para la
comunidad. Puede tratarse de un estímulo concreto (por ejemplo, para la
palabra “papá” o “árbol”) o incluso de una propiedad de los estímulos (como
en el caso de “verde” o “cuadrado”), pero en cualquier caso se trata de
estímulos compartidos, estímulos observables. Es por eso que cuando el
hablante emite la palabra frente a una constelación de estímulos que para su
comunidad es inapropiada el resto de la comunidad actúa de manera tal que
extingue o castiga esa emisión, por ejemplo, si dice “verde” frente a algo azul
o turquesa. Los estímulos públicos son el criterio compartido para lograr un
uso consistente de los términos, funcionando como el metro patrón que sirve
para anclar la definición de “metro”16.
En cambio, por definición los estímulos privados están normalmente fuera
del alcance de la comunidad. Esto debería ser inmediatamente un obstáculo
para lograr un uso consistente del término. La cuestión es: si nadie más tiene
acceso a lo que sucede en mi mundo interno, ¿cómo aprender a nombrar esos
eventos? ¿Cómo puedo aprender a identificar y a denominar como “miedo” a
una determinada sensación interna y a otra como “ansiedad”?
La comunidad verbal resuelve el problema de la privacidad utilizando
atajos, guiándose por indicios indirectos públicos para entrenar un
vocabulario que sea aproximadamente adecuado17. Por ejemplo, le decimos
un niño que acaba de ser perseguido por un perro que la sensación que
experimentó es “miedo”, aun cuando no tenemos forma de saber qué es lo
que efectivamente está experimentando de manera privada. Nos guiamos por
los estímulos públicos: la persecución que observamos, la respiración
entrecortada, pero no tenemos idea de qué estímulos privados están presentes,
qué es lo que efectivamente siente. Los estímulos privados podrían ser muy
diferentes de lo que imaginamos o de lo que sentiríamos en una situación
similar. Vemos sólo la mitad del cartón, pero le decimos que cante “bingo”.
El problema es que la mitad del cartón que no vemos puede tener cosas muy
distintas en cada caso. De esa manera, los términos anclados a experiencias
privadas resultan inevitablemente ambiguos y su uso es inconsistente.
Consideremos la siguiente pregunta: ¿hay algún evento interno que esté
consistentemente presente en toda instancia en la cual una persona dice tener
miedo? La respuesta breve es que no. Setenta años después del artículo de
Skinner, la neurocientífica Louise Feldman Barret escribe estas líneas:

En lo que respecta a emociones y el sistema nervioso autónomo, se han realizado cuatro


meta-análisis significativos en las últimas dos décadas, el más grande de los cuales abarcó
más de 220 estudios de fisiología y casi 22000 sujetos de investigación. Ninguno de estos
cuatro meta-análisis encontró una huella consistente y específica de las emociones en el
cuerpo (…) Esto no significa que las emociones sean una ilusión ni que las respuestas
corporales sean aleatorias. Significa que, en diferentes ocasiones, en diferentes contextos, en
diferentes estudios, dentro del mismo individuo y a lo largo de varios individuos la misma
categoría emocional involucra diferentes respuestas corporales (…) A pesar de la tremenda
inversión de tiempo y dinero, la investigación no ha revelado una huella corporal consistente
ni siquiera para una emoción. (Feldman Barrett, 2017, p. 14)

Es exactamente lo que Skinner predijo en 1945. Lo que Skinner


probablemente agregaría es que el problema no es que la neurociencia
carezca de datos para definir qué es una emoción, sino que está formulando la
pregunta incorrecta, y de una mala pregunta nunca puede surgir una buena
respuesta. El problema es que la palabra misma “emoción”, los nombres
específicos de cada emoción, y todos los términos psicológicos que se
refieren exclusivamente a eventos internos son fatalmente inconsistentes
porque la comunidad carece del acceso necesario para entrenar respuestas
consistentes: “Las contingencias que establecen la conducta verbal bajo el
control de estímulos privados son defectuosas” (Skinner, 1957b, p. 134, el
énfasis es mío).
Para Skinner el lenguaje es ante todo una práctica social, y dado que la
sociedad no puede acceder a los eventos que suceden en el mundo privado de
las personas, no puede sancionar una práctica consistente y preciso al hablar
sobre ellos. Eso no significa que esos eventos no sean importantes ni
relevantes, sino que son científicamente problemáticos: la sociedad toma
algunos atajos para nombrarlos aproximadamente, utilizando metáforas
extendidas y los eventos públicos como indicadores, pero a fin de cuenta
todos los términos que se refieren a eventos internos están ambiguamente
determinados.
Cuando una persona dice algo como “tengo ojos marrones”, podemos
identificar con relativa facilidad los estímulos de los cuales depende esa
afirmación. Contrastemos eso con lo que sucede cuando decimos “tengo
hambre”: ¿cuál es el estímulo que está controlando esa afirmación? La
respuesta “tengo hambre” en un caso puede estar controlada por la
percepción interoceptiva de un bajo nivel de azúcar en la sangre, mientras
que en otro puede ser algo que decimos ante la vista de un plato
especialmente apetitoso, y en un tercer caso puede estar controlado por una
situación demasiado monótona (digamos, hambre por aburrimiento). La
participación de la estimulación interna es completamente diferente en cada
caso, y la función de la verbalización también será distinta en cada caso.
Podríamos, arbitrariamente, operacionalizar al hambre como niveles bajos
de glucosa en la sangre a fines de investigación, pero eso no solucionaría el
problema de la predicción e influencia, porque las personas en sus ambientes
normales utilizan el término de manera imprecisa, determinada por su historia
de aprendizaje social, y como si fuera poco, en muchos casos, ni siquiera el
hablante está al tanto de qué estímulos privados están presentes en cada caso
(Skinner, 1957). Si, por ejemplo, le pido a una persona que a lo largo de su
día registre cada vez que sienta hambre, puede suceder que un registro esté
mayormente controlado por niveles bajos de glucosa, en otro por
aburrimiento, en otro por una mezcla de ambos, en otro por haber visto un
plato apetitoso en la televisión, etc. Skinner describió así el problema con una
estrategia de este tipo:

El investigador no puede señalar con facilidad cuál es el estímulo al cual debe apelar para
predecir y controlar la conducta. Posiblemente este problema eventualmente sea resuelto por
medio de técnicas fisiológicas mejoradas que hagan público al evento que es privado. En el
campo verbal, por ejemplo, si pudiéramos decir precisamente qué eventos dentro del
organismo controlan la respuesta “estoy deprimido”, y especialmente si pudiésemos producir
estos eventos a voluntad, podríamos alcanzar el grado de predicción y control característicos
de las respuestas verbales a los estímulos externos. Pero, aunque esto sería un avance
importante, y sin duda corroboraría la naturaleza física de los eventos privados, el problema
de la privacidad no puede ser completamente resuelto por medio de la invasión instrumental
del organismo. Sin importar qué tan claramente estos eventos internos sean expuestos en el
laboratorio, aún subsiste el hecho de que en el episodio verbal normal son bastante privados.
(Skinner, 1957b, p. 130)

El punto es que los términos referidos a eventos internos no pueden ser


usados de manera consistente, y eso no se puede resolver
metodológicamente: “el problema de la privacidad no puede ser
completamente resuelto por medio de la invasión instrumental del
organismo”. Skinner señala así lo que a su juicio ha sido el error de la
psicología: incorporar términos que son irremediablemente ambiguos
(emoción, sensación, motivación, mente, etcétera), tratarlos como si se
refiriesen a eventos concretos, y forzar estrategias metodológicas para
investigarlos –olvidarse de que se trata ante todo de construcciones verbales y
tratarlos como cosas.

El papel de los eventos internos en una ciencia de la conducta

¿Significa esto que los eventos internos estarán fuera del alcance de una
ciencia de la conducta? La respuesta de Skinner es un enfático “no”. El
mundo interno es a todas luces importante. Lo que necesitamos es proceder
de manera cuidadosa para no enredarnos en un laberinto sin salida.
El mundo interno comprende a grandes rasgos dos tipos de eventos:
estímulos privados y respuestas encubiertas. Los primeros abarcan
aproximadamente lo que llamamos sensaciones físicas, sentimientos,
emociones, afectos, etc., mientras que los segundos se refieren a pensar,
recordar, imaginar, etc. Ambos son considerados como eventos físicos del
organismo, no eventos mentales que suceden en una realidad intangible.
Como señala Flanagan (1980, p. 9), Skinner está formulando “la osada
conjetura de que tanto los eventos públicos como los privados están hechos
de la misma cosa y obedecen las mismas leyes”, y la importancia de esa
conjetura no debe subestimarse.
Los estímulos privados originados por el organismo, como cualquier
estímulo, pueden ser percibidos por vía propioceptiva o interoceptiva, y
adquirir funciones conductuales. En otras palabras, lo que podemos “sentir”
en nuestros cuerpos puede formar parte del contexto de otras respuestas,
incluyendo las verbales.
Digamos, la comunidad verbal moldea y refuerza el emitir la respuesta
verbal “miedo” frente a ciertas constelaciones de estímulos: hemos sido
perseguidos por un perro, estamos jadeantes y temblorosos. La comunidad se
guía para ello por los aspectos públicamente observables, pero para el sujeto
esa constelación incluye también los estímulos privados y otras respuestas
encubiertas: la comunidad ve al perro y nuestro temblor, pero nosotros
además estamos afectados por cambios corporales (palpitaciones, calor,
desrealización, etc.), y por otras respuestas verbales presentes (pensamientos,
por ejemplo). Esos eventos privados pueden participar del contexto de
emisión de la respuesta verbal “miedo”, y con el tiempo pueden pasar a
controlar parcialmente esa emisión: una persona puede, al notar ciertos
cambios físicos en su cuerpo, etiquetar a esa situación como una instancia de
“miedo”.
El problema es que no podemos saber con precisión cómo una persona en
particular ha aprendido a decir “miedo”, cuál es la historia de aprendizaje
particular involucra, qué estímulos internos participaron ni de qué manera.
Quizá la parte privada de la constelación de estímulos para esa respuesta, en
el caso de una persona incluye taquicardia más sentir cerrada la garganta,
mientras que para otra persona incluye palpitaciones y frío en las
extremidades. E incluso si los estímulos son los mismos en ambos casos, su
intensidad relativa puede variar18. El mundo privado se configura
caleidoscópicamente.
Entonces, un análisis experimental riguroso está fuera de cuestión porque
es imposible acceder a la historia particular involucrada en la emisión de una
conducta verbal. Lo que sí podemos hacer, señala Skinner, es interpretar:
formular una conjetura, basada en principios conductuales establecidos
experimentalmente, sobre el contexto probable de emisión para un término
psicológico determinado –hipotetizar la constelación probable de estímulos
para esa conducta verbal. Usar lo conocido para interpretar lo que no lo es.
Esto es diferente a un análisis experimental porque no podemos manipular
las variables que nos interesan, y por tanto las formulaciones obtenidas son
menos confiables, pero la interpretación basada en principios nos permite
lograr un cierto grado de predicción e influencia sobre conductas que no se
prestan fácilmente a un abordaje experimental. La interpretación no genera
nuevos conocimientos, sino que consiste en extraer de la cantera de
conceptos establecidos experimentalmente de la disciplina aquellos que
pudieran resultar más útiles para darle sentido, para lidiar con algún
fenómeno conductual de interés, incluso aunque estuviere pobremente
definido. Por este camino, Skinner realizó decenas de interpretaciones
conductuales de términos populares que incluyen o se refieren a eventos
internos, como emoción, motivación, conciencia, personalidad, etc.,
interpretaciones en las cuales señala el contexto probable que podría controlar
su emisión.
Todo esto atañe al papel de los estímulos privados. Hay otras
consideraciones que hacer respecto a las respuestas encubiertas, lo que
solemos llamar pensamientos y creencias. La primera de estas es señalar que
es relativamente indiferente que la conducta se verifique de un lado u otro de
la piel. Digamos, no hay razones a priori para afirmar que una persona que
empieza leyendo un párrafo en voz alta y gradualmente reduce el volumen de
su voz hasta llegar a una lectura completamente silenciosa esté pasando de
una realidad física a una realidad mental, ni que en algún lugar de esa
progresión las leyes aplicables cambien. Se trata, a fin de cuentas, de
conductas operantes como cualquier otra.
Se podría objetar que, a diferencia de otras conductas, los pensamientos
parecen tener vida propia, en el sentido de que con frecuencia parecen
“aparecer” en nuestra cabeza de manera aparentemente involuntaria, pero es
lo que pasa con todas las conductas operantes que tienen suficiente práctica:
se emiten “solas”, por así decir. Pero sería un error. Después de todo,
aprendieron a leer por medio de mucho esfuerzo y entrenamiento, no de
manera espontánea, y sin embargo, cuando hoy ven la palabra “guacamole”
no pueden evitar leerla como palabra en lugar de verla como un conjunto de
trazos. Lo mismo sucede con nuestros pensamientos: pueden pensarse como
conductas verbales emitidas de manera encubierta frente a un cierto contexto
que puede incluir estímulos externos e internos, y que pueden parecer
automáticas porque se emiten con mucha fluidez a causa de su extenso
entrenamiento.
Esto no implica que debamos considerar a los pensamientos como causas
de otras conductas. Una conducta nunca es causa de otra conducta (en el
sentido de que la ocurrencia de una determine la ocurrencia de la que sigue).
La causa es siempre todo el contexto, la particular constelación de estímulos.
Una conducta, y sus efectos, puede participar de la constelación de estímulos
para una conducta subsiguiente, pero no causarla mecánicamente por sí sola.
Un pensamiento puede formar parte del contexto de una conducta
inmediatamente posterior, pero nunca la determina completamente; si ese
fuera el caso, cometeríamos un asesinato cada vez que pensáramos “te voy a
matar” cuando alguien se mete delante nuestro en la fila de la cafetería. Pero
no sucede, porque la función de ese “te voy a matar” no es mecánica sino
contextualmente determinada.
Si traducimos todo esto a un lenguaje más coloquial, significa que lo que
usualmente llamamos sentimientos y pensamientos, como así también otros
eventos que involucran alguna clase de estimulación interna, no tienen
funciones psicológicas fijas, sino que las mismas son establecidas de manera
relativamente arbitraria por la comunidad verbal a lo largo de la
socialización. Un estímulo interno cualquiera (por ejemplo, la percepción de
las pulsaciones del corazón), no tiene funciones psicológicas fijas sino que
también están determinadas por la historia y el contexto en que se
experimenta: puede llevar a conductas de evitación en ciertos casos y a
conductas de aproximación en otros (por ejemplo, un deportista que intenta
mantener sus pulsaciones por encima de cierto ritmo). Así, por ejemplo, el
enojo se asocia con conductas de aproximación en ciertas culturas y con
conductas de retirada en otras (Boiger et al., 2018). Lo mismo aplica a las
conductas encubiertas como pensamientos y creencias: no tienen un papel
mecánico según su topografía (por ejemplo, asumir que un pensamiento de
contenido negativo o irracional puede automáticamente llevar a conductas
problemáticas), sino que también su impacto psicológico está mediado por la
historia de aprendizaje específica y el contexto en que ocurre. Un mismo
pensamiento puede tener distintos efectos psicológicos según el contexto en
que sea emitido.
Comprender el impacto del mundo interno requiere comprender las
prácticas culturales y verbales específicas de la sociedad en la que está inserta
la persona, ya que son inseparables del papel psicológico de todas las
experiencias internas. Es el contexto el que determina su impacto, no su
forma particular. Por eso a ningún pensamiento, sentimiento, sensación física,
impulso de acción, se le adjudica un efecto intrínseco, sino que el mismo
depende del entramado contextual histórico y actual en que ocurre. Allí es
donde debemos llevar la mirada, diría Skinner, si queremos mejor predecir e
influenciar la conducta: a la historia, al contexto de las conductas.
Puede trazarse así una línea directa que va desde el artículo de 1945 hasta
las terapias conductuales o contextuales contemporáneas. En efecto, dichas
terapias, en lugar de intentar modificar el contenido de las emociones o
pensamientos clínicamente relevantes intentan modificar su función por
medio de generar con interacciones e intervenciones clínicas una suerte de
microcomunidad verbal en la cual esos eventos funcionen de otra manera. Un
contexto socioverbal diferente en el cual, por ejemplo, una emoción no lleve
a conductas de evitación sino de contemplación, o en el cual los
pensamientos pierdan parte de su influencia sobre otras conductas. Así, por
ejemplo, en lugar de cambiar la intensidad de las experiencias internas de
miedo, un terapeuta contextual intentará generar un contexto en el cual sus
funciones aversivas del miedo se vean reducidas (digamos, reducir la
tendencia a la evitación sin cambiar la intensidad de la emoción). La terapia
se convierte así en una pequeña cultura en la cual los eventos privados
pueden adquirir nuevas funciones, que pueden ser paulatinamente
generalizadas al resto de la vida de la persona.

Observaciones finales

Por lo expuesto hasta aquí probablemente haya quedado en claro que para
conductismo radical los eventos internos son válidos y relevantes. Los aborda
como eventos físicos, estímulos y conductas que son privados o encubiertos,
sin que esto signifique que sean mentales ni tampoco que se puedan reducir a
fenómenos fisiológicos. Es una posición ontológica completamente diferente
para la psicología. En lugar del dualismo que es predominante en psicología,
se propone un abordaje monista que asume que todos los eventos
psicológicos son de una misma naturaleza; distinguir entre público y privado
no es equivalente a distinguir entre físico y mental. Tanto lo público como lo
privado son eventos físicos. Pero lo notable es que Skinner hace esto sin
adoptar una posición reduccionista.
Usualmente cuando una posición psicológica postula que todo es físico,
termina cayendo en un reduccionismo de tipo biologicista, que insiste en
reducir lo psicológico a lo biológico. El “cerebrocentrismo” (la reducción de
fenómenos psicológicos a fenómenos cerebrales) es un buen ejemplo de esto.
Skinner y el conductismo radical en general han batallado furiosamente
contra estos reduccionismos. Skinner no le atribuye mayor eficacia causal a
los procesos fisiológicos o neurológicos del organismo: son partes de la
conducta, de la actividad de un organismo integrado en interacción con su
ambiente y su historia. Son parte de la constelación o de sus mecanismos de
funcionamiento, mas no causas intrínsecas. El siguiente pasaje de Flanagan
que creo que puede ser particularmente ilustrativo:

Virtualmente cada monista materialista en psicología desde Hobbes al presente ha sido un


reduccionista fisiológico; creen que las proposiciones que se refieren a fenómenos privados,
encubiertos, o mentales, se pueden reducir o traducir en proposiciones que empleen sólo
términos fisiológicos; mayormente términos neurofisiológicos. (…) Algo que ha obstruido la
cabal interpretación filosófica del conductismo de Skinner es que Skinner ha conseguido ser
un monista materialista sin ser un reduccionista. Este giro particular y novedoso quizá sea la
ventaja más grande del conductismo, pero ciertamente ha contribuido en gran medida a la
confusión que estoy tratando de disipar (…) Por ejemplo, “pensar” no necesita ser un
fenómeno puramente neural, ni siquiera un fenómeno puramente del sistema nervioso central,
para ser un fenómeno material. Ese sería meramente un prejuicio de la tradición
reduccionista. Y es un prejuicio que Skinner felizmente evita. (Flanagan, 1980)

Insisto en esta oración: “Skinner ha conseguido ser un monista


materialista sin ser un reduccionista”. Creo que esa oración condensa el
corazón mismo de la novedad skinneriana.
De esta manera los pensamientos y sentimientos pueden ser interpretados y
abordados conceptualmente, no como causas de la conducta sino como
aspectos de la actividad global del organismo en y con su contexto. Y como
un análisis conductual debe especificar siempre las condiciones contextuales
actuales e históricas de la conducta, esto implica siempre especificar las
variables públicamente observables y manipulables que controlan sus
funciones, lo cual satisface los criterios de predicción e influencia del análisis
de la conducta.
Para Skinner, hay una interacción dinámica e inseparable entre las
experiencias internas, el lenguaje, el ambiente actual, y la comunidad verbal.
Todo abordaje psicológico que se ocupe de solo uno de esos términos está
condenado, como en la fábula de los ciegos y el elefante, a perderse de una
significativa parte de lo que está intentado explicar.

Cerrando

La novedosa solución skinneriana le ha permitido al conductismo radical


abordar todo tipo de fenómenos complejos, tales como emoción (Friman et
al., 1998), memoria (Delaney & Austin, 1998), estética (Palmer, 2018),
intimidad (Cordova & Scott, 2001), entre muchos otros, siguiendo los pasos
de la operacionalización skinneriana, evitando la formulación de entidades
hipotéticas internas. En cada caso lo que se describe es el contexto de uso de
esos términos, y se conjetura la combinación de procesos conductuales
establecidos empíricamente que podría estar actuando en cada caso.
De esa manera, es posible abordar fenómenos complejos sin caer en los
problemas definicionales involucrados con los eventos internos. El
conductismo radical puede ocuparse de una amplia gama de fenómenos
psicológicos, con una relativa precisión y sin subterfugios metodológicos
poco parsimoniosos.
El problema es que lo contraintuitivo de la solución skinneriana la vuelve
propensa a ser espléndidamente mal comprendida. Por un lado, se lleva mal
con las posiciones dualistas imperantes en la cultura y en la mayoría de la
psicología, que ven en el monismo y en la expulsión de la ambigüedad del
conductismo una suerte de aplanadora conceptual que deja fuera todo lo
relevante de la experiencia humana. Por otro lado, el conductismo también
fricciona con las posiciones monistas reduccionistas (por ejemplo, en las
neurociencias), debido a su negativa a reducir la conducta a la fisiología, por
su adopción de una causalidad compleja, y por el peso que le otorga a la
cultura, la historia, y el lenguaje19.
Las acusaciones de simplista, de inhumano que se dirigen al conductismo
suelen errar el punto. Un conductismo que no se interesara por todos los
fenómenos de la conducta humana sería un conductismo inútil, un
conductismo desalmado. Pero el conductismo es un fenómeno vivo y fértil,
que no deja de buscar respuestas, pero teniendo en claro que las preguntas no
son inocentes, que los términos en los cuales las planteamos condicionan en
última instancia lo que podemos encontrar. Este conductismo va a las raíces
de la pregunta, y es desde allí que extiende sus ramas al mundo.

Referencias

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5 Como decía Oscar Wilde, si hay algo que no puedo resistir es la tentación.
6 Por aquello de “si no puedes vencerlos, confúndelos”.
7 En Bizancio (que luego se llamó Constantinopla, y hoy Estambul), florecieron entre los siglos IV y
XV las discusiones interminables entre las gentes del pueblo sobre cuestiones teológicas insolubles,
como el sexo de los ángeles, si Jesús tiene una o dos naturalezas, y cuestiones similares. Al no haber
manera efectiva de zanjar esas diferencias de opinión las controversias nunca terminaban, y esto llevó a
la expresión “discusión bizantina” para referirse a discusiones que se prolongan sin vislumbre de
solución. Históricamente, esas discusiones sólo se resolvieron por el recurso a la autoridad, bajo la
forma de concilios y dictámenes imperiales. Debemos cuidar que la psicología no sufra el mismo
destino.
8 Es conocido el caso de Augusto Comte, que a principios del siglo XIX afirmó que nunca podríamos
saber de qué están hechas las estrellas ya que no podemos viajar hasta ellas y tomar una muestra. La
predicción fue de corto vuelo: unos pocos años después de su muerte la física fue capaz de establecer la
composición de las estrellas analizando el espectro de luz que emiten.
9 Como testimonio de la fertilidad de la propuesta de Watson, baste señalar que varios principios del
condicionamiento clásico siguen siendo utilizados, mientras que no podemos decir lo mismo de la
psicología introspectiva de la época.
10 Hay varias versiones de ese texto que se han incluido en diferentes publicaciones y antologías con
ligeras variaciones, lo que puede prestarse a confusión. El texto publicado en 1945 es la transcripción
de la participación de Skinner en el simposio sobre operacionismo, a la cual se le agregaron algunos
comentarios de Skinner posteriores al simposio. El texto también se incluye en la compilación de
artículos Cumulative Record, ligeramente adaptado y con los comentarios de Skinner sobre el simposio
añadidos al final. Partes de ese artículo con mínimas modificaciones aparecerían también en otros libros
de Skinner, como Conducta Verbal, y Ciencia y Conducta Humana. En 1984 se publicó una versión
revisada y ampliada, que incluye comentarios de una veintena de especialistas en el área, y las
respectivas respuestas de Skinner. Esa versión es la que aquí glosaré. Una versión más accesible de esas
mismas ideas está en Sobre el conductismo (Skinner, 1974b).
11 Filosóficamente esta es una posición muy similar a la del Wittgenstein tardío, coincidencia que ha
sido señalada varias veces: “en ambas perspectivas el lenguaje es visto como algo natural, con un
énfasis en los efectos de la conducta verbal y en la situación en la cual sucede la conducta verbal” (Day,
1969).
12 La traducción es mía.
13 Para un ejemplo muy ilustrativo, vean en ese artículo el análisis conductual que se hace del término
“ansiedad”.
14 Similar a cómo cantamos “bingo” cuando se marcan todos los números del cartón, es decir cuando
se produce una determinada constelación de estímulos.
15 “Ver” aquí, significa responder diferencialmente. Por supuesto que nuestros ojos occidentales “ven”
el mismo espectro cromático, pero sin las palabras y la comunidad verbal, carecemos del entrenamiento
para responder diferencialmente a ciertas longitudes de onda.
16 El conocido caso del vestido que se hizo viral en internet hace varios años, del cual no estaba claro
si era azul y negro o blanco y dorado, es un buen ejemplo de eso: dado que se trataba de una ilusión
óptica que alteraba cómo cada quien lo percibía, el estímulo público no era homogéneo y por tanto la
comunidad verbal no pudo ponerse de acuerdo en cuál era el término “correcto”.
17 Hay 4 vías indirectas que Skinner señala como posibles para que la comunidad verbal lleve a cabo
este entrenamiento. Por cuestiones de espacio no me ocuparé de ellas aquí, pero pueden consultarlas en
el artículo del 45, o en el segundo capítulo de Sobre el conductismo (Skinner, 1974a).
18 Además, los estímulos internos no son discretos y estáticos, sino más bien continuos y dinámicos: es
bastante difícil, por ejemplo, percibir exactamente los bordes y límites de una sensación física.
19 Como ejemplo podemos citar nada menos que a Mario Bunge afirmando que el conductismo “deja
de lado fenómenos no conductuales como la emoción, la imaginación, y la conciencia” (…) “se interesa
exclusivamente de la conducta y se desentiende por completo de la mente” (Bunge & Ardila, 2002, p.
63).
UNA IDEA ES UN MEDIO DE TRANSPORTE

Pragmatismo, conductismo, y verdad

Si han leído algo sobre conductismo radical o contextualismo funcional quizá


les haya llamado la atención algo que en su momento también me llamó la
atención a mí: al contrario de lo se suele transmitir en las facultades de
psicología en Argentina, el conductismo (como filosofía de la ciencia) no se
parece mucho al positivismo –y menos aún a la caricatura del positivismo
que suele circular por algunos foros20.
Esta modesta perplejidad tiene una explicación bastante sencilla: el
conductismo no es un positivismo, a pesar de los alaridos proferidos por
hordas de docentes universitarios. En cambio, las que hoy son las variantes
más conocidas del conductismo (el conductismo radical de Skinner, el
contextualismo funcional de Hayes) encarnan, más o menos explícitamente,
versiones del movimiento filosófico conocido como pragmatismo.
Confundir pragmatismo y positivismo es un error comprensible: ambos
tienen raíces en el empirismo inglés, lo cual les brinda un cierto aire de
familia y algunos puntos en común. Pero, aun cuando sea comprensible,
sigue siendo una confusión. Ambos movimientos se mueven en direcciones
divergentes, y hay diferencias importantes en la ontología que manejan, en la
forma de pensar a la verdad, el conocimiento, la ética, entre otros temas.
Querría entonces en estas líneas ocuparme acerca de algunos de los temas
pragmáticos que conciernen al conductismo, en particular su forma de
abordar la verdad y su relación con los abordajes conductuales sobre el
lenguaje. Creo que esto puede servir para entender un poco mejor de qué
hablamos cuando hablamos de verdad en la ciencia conductual, y para aclarar
un poco más en donde estamos parados, filosóficamente hablando21. Me veo
obligado a avisar, sin embargo, que no deberían tomarme con demasiada
seriedad. No soy un filósofo profesional, de manera que mi experiencia y
entrenamiento van por otro lado. Soy más bien un curioso profesional
desorganizado (pueden poner el énfasis en cualquiera de los tres términos),
por lo cual todo lo dicho aquí debería tomarse con una pizca de sal.
Pero creo que la perspectiva de un clínico sobre estos asuntos puede
ayudar a tender al menos una parte de un puente. Espero que les sea lo menos
tedioso posible y que lleguemos al final de esta cosa con el menor daño
posible. La próxima vez escribiré algo más apto para postearse en las redes
sociales mientras se realiza algún tipo de baile alusivo.

Pragmáticos

El pragmatismo surgió hacia finales del siglo XIX de la mano de Charles


Sanders Peirce, William James y John Dewey (hay otras figuras importantes,
pero estas son las más conocidas), y en las primeras décadas del siglo XX
gozó de un fuerte protagonismo no sólo en foros filosóficos sino también en
ámbitos más populares.
A este respecto, hay una narrativa respecto al pragmatismo que sostiene
que luego de esa popularidad inicial la escuela desapareció, absorbida y
superada por otras corrientes filosóficas: “se desarrolló un mito (que
desafortunadamente se enquistó), de que el pragmatismo fue meramente una
anticipación del positivismo lógico” (Bernstein, 2010, p. 12). Esa narrativa es
errónea, o por lo menos miope. Las ideas surgidas del pragmatismo no sólo
no desaparecieron, sino que permanecieron vigentes durante todo el siglo
XX, influenciando a conocidos filósofos como Wittgenstein, Quine, Sellars,
Davison, entre otros (para un resumen de figuras asociadas al pragmatismo
pueden revisar el excelente texto de Bacon, 2012). Hacia finales del siglo
XX, figuras como Richard Rorty y Hilary Putnam rescataron contribuciones
clave de los pragmatistas clásicos y el movimiento se revitalizó, abordando
nuevos temas y sumando nuevas contribuciones, pero no se trató de resucitar
a una filosofía muerta, porque ese no era el caso, sino más bien de revisitarla
y darle un nuevo impulso, que continúa hasta nuestros días.
El pragmatismo es una filosofía viva, y como tal, no está carente de
contradicciones y diversas voces –lo cual es un síntoma de buena salud para
toda tradición. Los pragmatistas clásicos escribieron no sólo sobre filosofía,
sino sobre arte, ciencia, espiritualidad, política, educación, y una multitud de
temas concernientes a las acciones de los seres humanos en su contexto
histórico, social o cultural particular.
Dar una definición única del pragmatismo es notablemente difícil
(Giovanni Papini opinaba que es una tarea lisa y llanamente imposible), ya
que no es una corriente filosófica unificada ni que siga a un único autor, sino
que más bien se parece a una extensa y multitudinaria conversación con
algunos temas centrales y posiciones afines, pero con una extraordinaria
variedad de interpretaciones y posiciones. Imagínense una extensa
conversación de sobremesa en la cual participan filósofos, psicólogos,
científicos, y un par de extraviados –la mayoría de ellos borrachos– y tendrán
una buena imagen de la situación. El estado de cosas es que hay casi tantas
definiciones del pragmatismo como pragmatistas, y cada uno con una forma
ligeramente distinta de interpretar puntos centrales.
Inicialmente el pragmatismo fue esbozado como un método para esclarecer
el sentido de enunciados, no como un sistema filosófico completo. Fue de a
poco, en parte a través del intercambio y colaboración de un grupo de
personas que se autodenominaron El Club Metafísico (Menand, 2003), que de
a poco ese método se espesó en una doctrina, una forma de entender la
verdad y de allí a una forma de ver el mundo –una hipótesis del mundo,
usando la expresión de Pepper (1942). Arriesgando un rudimento de
descripción que más o menos se ajuste a las diferentes versiones, podríamos
tentativamente decir que el núcleo del pragmatismo sostiene que las ideas y
conceptos no pueden ser separadas de las acciones o prácticas humanas y sus
consecuencias (la raíz griega pragma significa acto o acción). La medida de
una idea para el pragmatismo reside no meramente en su rigor lógico sino en
los efectos que tiene sobre la acción de los seres humanos actuando en
contextos particulares.
Como mencioné antes, el pragmatismo es uno de los principales
antecedentes filosóficos del conductismo. Creo que, en más de un sentido, el
conductismo radical y el análisis de la conducta (y sus variantes similares)
constituyen la realización del programa pragmatista, o al menos parte de él,
en el ámbito de la psicología. Ecos de las ideas de Peirce, James, Dewey,
pueden encontrarse en los escritos y en el espíritu del conductismo. Por este
motivo, revisar cómo el pragmatismo ha configurado algunos conceptos
puede esclarecer aspectos del conductismo que tienden a ser pobremente
interpretados. Uno de ellos concierne a la noción de verdad, concepto difícil
si los hay. Rastrear la forma en la cual el pragmatismo ha configurado este
concepto puede llevar a discusiones agrias, innecesarias, y aburridas, así que
sin perder un momento, pongámonos a ello.

Whatever works
Cuando usamos el término “pragmático” solemos emplear el sentido político
coloquial del término, refiriéndonos a alguna decisión o acción que está
orientada exclusivamente hacia obtener resultados eludiendo consideraciones
éticas o ideológicas que se juzgan superfluas. Decimos que un político ha
actuado de manera pragmática cuando ha realizado tal o cual concesión
ideológica o partidaria para alcanzar algún objetivo22. La idea detrás de este
uso del término “pragmático” es que lo único que importa son los resultados:
lo que sea que funcione es válido.
Esto suele derivar en un criterio para la verdad que quizá hayan oído en
relación con el pragmatismo y el conductismo –aquel que postula,
aproximadamente, que es verdadero lo que funciona. Esto se interpreta como
que cualquier acción que arroje algún resultado favorable es por ello
verdadera. Se trata de un eslogan con aire maquiavélico que se escucha cada
tanto en boca de conductistas: si funciona, es verdadero. Los resultados de
una acción obrarían una suerte de alquimia retroactiva sobre los enunciados.
Así formulado, suele llevar a considerar que, por ejemplo, si mentirle a un
paciente conduce a una mejoría clínica, esa mentira sería por tanto verdadera
–o, sin llegar al extremo de una mentira flagrante, que si una historia o
narrativa es efectiva en lograr un resultado, eso la vuelve verdadera. Por mi
parte, creo que esta forma de interpretar el criterio de verdad es no sólo a
todas luces problemática, sino también poco consistente con la perspectiva
pragmática adoptada por el conductismo radical y contextualismo funcional.
Permítanme desarrollar.
Lo primero que podríamos objetar es que la verdad es una propiedad de
una proposición, enunciado, hipótesis, o creencia, pero no una propiedad de
una acción, por lo cual adjudicarle a una acción el carácter de “verdadera”
tiene tanto sentido como hablar de equitación protestante. Stephen Pepper, en
su libro World Hypotheses, lo expresó en los siguientes términos: “[esta
definición] no define verdad y error; meramente señala hechos existentes.
Algunas acciones son exitosas y alcanzan sus metas, y otras no” (Pepper, en
Maero, 2022, p. 47). Esto es, de una acción podemos decir que ha sido
exitosa o fallida, pero no verdadera o falsa. Cuando una flecha da en el
blanco podemos hablar de que el disparo fue acertado, pero no que fue
“verdadero” (salvo que tomemos el término en sentido muy amplio). Si ese
fuese el caso, “exitoso” sería sinónimo de “verdadero”, con lo cual
tendríamos dos términos para un mismo concepto y podríamos ahorrarnos
uno.
Partiremos de un mejor lugar si, en cambio, reservamos el calificativo
“verdadero” no para las acciones, sino para los enunciados. Podríamos
entonces reformular la afirmación, diciendo “cualquier enunciado que lleve a
una acción efectiva es verdadero”. Esta objeción es un poco mejor, pero creo
que sigue siendo problemática, pero necesito avanzar un poco más para
explicar por qué.

La verdad os hará libres

Digamos, de manera provisional y general, que un enunciado es verdadero


cuando guarda alguna relación con los hechos. Esto no es en sí demasiado
polémico –lo que es objeto de arduas discusiones filosóficas es cuál es la
naturaleza de esa relación, qué hechos cuentan, o incluso qué cuernos es un
hecho. Cuando decimos, por ejemplo, que un enunciado es verdadero porque
corresponde a la realidad, es todo un desafío definir qué demonios quiere
decir ese “corresponde”.
El diablo está en los detalles.
Veamos qué es lo que tiene para decir sobre este punto el pragmatismo –o
más bien lo que dicen algunos de sus proponentes (o más bien lo que yo
entiendo que dicen algunos de sus proponentes).
Los inicios del pragmatismo suelen ubicarse en los escritos de Charles
Sanders Peirce, cuya conocida “máxima pragmática”, formulada en el
artículo de 1878 How to make our ideas clear, (en castellano: “Cómo aclarar
nuestras ideas”) suele citarse como una de las piedras fundacionales del
pragmatismo:

Consideremos qué efectos, que puedan tener concebiblemente repercusiones prácticas,


concebimos que tenga el objeto de nuestra concepción. Entonces, nuestra concepción de esos
efectos es la totalidad de nuestra concepción del objeto.

Esto, siguiendo a Talisse y Aikin (2008, p. 10), puede entenderse como “si
fuéramos a realizar la acción A, observaríamos el resultado B”. Esto es,
afirmar que “el diamante es el material más duro que existe” significa –entre
otras cosas– que, si fuéramos a frotar un diamante contra un trozo de metal,
se rayaría el metal y no el diamante. Desde esta perspectiva el enunciado “un
diamante es duro” especifica las consecuencias de las acciones guiadas por el
mismo. La máxima pragmática indica que el sentido de toda proposición o
enunciado puede aclararse especificando las consecuencias de las acciones
que por ella se guían. Por ejemplo, esta es la definición que Peirce (que
además de ser uno de los originadores del pragmatismo y fundador de la
semiótica, era un matemático y científico) proporciona sobre el concepto del
metal litio en su escrito Diversas concepciones lógicas, de 1903:

Si miras en un libro de texto de química la definición de litio, te puede decir que es un


elemento cuyo peso atómico es cercano a 7. Pero si el autor tiene una mente más lógica te
dirá que si buscas entre los minerales vítreos, translúcidos, grises o blancos, muy duros,
quebradizos e insolubles, uno que le dé un matiz carmesí a una llama sin luz, triturando este
mineral con cal o con veneno para ratas y fundiéndola, puede disolverse en parte en ácido
muriático; y si esta solución se evapora, y se extrae el residuo con ácido sulfúrico, y se
purifica debidamente, puede transformarse, por medio de métodos ordinarios, en un cloruro,
que al ser obtenido en estado sólido, fundido y electrolizado con media docena de células
energéticas, producirá un glóbulo de un metal plateado de color rosáceo que flotará en
gasolina; y el material de eso es un espécimen de litio. La peculiaridad de esta definición
material de eso es un espécimen de litio. La peculiaridad de esta definición –o más bien este
precepto, que es más útil que una definición– es que te dice qué denota la palabra litio al
prescribir lo que has de hacer para obtener una familiaridad perceptual con el objeto de la
palabra.

En este fragmento podemos apreciar claramente cómo el sentido del


concepto “litio” es definido por Peirce según los resultados que podemos
esperar al realizar ciertas acciones. Es por esto que anteriormente describimos
al pragmatismo como inextricablemente vinculado a la acción humana. Pero
debemos tener en cuenta que Peirce introduce la máxima como un método
para esclarecer el sentido de una proposición, no como un criterio de juzgar
si es verdadera o falsa (Bernstein, 2010, p. 35); sólo posteriormente este
método sería adoptado como una forma de juzgar la verdad de un
enunciado23.
Fue William James, no Peirce, quien adoptó la máxima pragmática como
un criterio para determinar lo que es verdadero. James, amigo de Peirce y el
acuñador del término “pragmatismo”, adoptó la máxima pragmática como un
criterio para la verdad. Un buen resumen de la forma en que James lleva a
cabo esta extensión lo proporciona John Dewey:

“Verdad” significa, eso está claro, acuerdo, correspondencia entre la idea y el hecho, mas,
¿qué significan, a su vez, “correspondencia”, “acuerdo”? En el racionalismo significan “una
relación inerte, estática” que de tan última nada más puede decirse sobre ella. En el
pragmatismo significan el poder directivo o conductor que tienen las ideas, en virtud del cual
“nos sumergimos de nuevo en los particulares de la experiencia” y, si con su ayuda
establecemos aquella disposición y conexión entre objetos experimentados que la idea
pretende, ésta queda verificada; es decir, se corresponde con las cosas con las que pretende
cuadrar. Verdadera es la idea que funciona a la hora de conducirnos a lo que se intenta
decir. O también: “cualquier idea que nos transporte felizmente desde cualquier parte
de nuestra experiencia a cualquier otra, vinculando entre sí cosas satisfactoriamente,
operando de modo seguro, simplificando, ahorrando trabajo, es verdadera justamente
por eso, verdadera en esa medida”. (Dewey, 1908/2000, p. 82, el énfasis es mío)

Enfatizo este punto que me parece extraordinario: una idea es verdadera


cuando nos lleva satisfactoria y eficientemente de una experiencia a otra. La
verdad es un medio de transporte, describiendo enunciados que nos permiten
pasar de una situación actual a una situación futura.
Podríamos describir esta forma particular de pensar a la verdad más o
menos así: al lidiar con nuestra experiencia actual nos encontramos (ya sea
que formulemos o recibamos) con algún enunciado o proposición cuyo
seguimiento entraña ciertas consecuencias concretas (ya que si el enunciado
no tuviese efectos prácticos entonces carecería de sentido), si al actuar según
ese enunciado nos topamos con las consecuencias prometidas, entonces ese
enunciado es verdadero; caso contrario será falso.
Como notarán, esto es bastante más sutil que “es verdadero lo que
funciona”. En primer lugar, esto implica que para el pragmatismo las
proposiciones y conceptos están indisolublemente ligados a la acción
humana. No hay verdades y conceptos que estén flotando en algún vacío
eterno ajeno a la esfera humana, sino que siempre nos encontramos in medias
res, en el medio de las cosas, en el vértigo de la acción y sus circunstancias.
Desde esta perspectiva una idea o creencia no es verdadera porque se
corresponda con una realidad preexistente, sino más bien porque nos lleva
hacia una experiencia futura. La verdad pragmática apunta hacia el futuro,
hacia las consecuencias de las acciones. Se trata de un acento muy sutil pero
importante: tradicionalmente consideramos que “el agua hierve a 100°” es un
enunciado verdadero porque se corresponde con cómo son las cosas, o más
bien, con cómo han sido en el pasado hasta ahora. En cambio, desde un punto
de vista pragmático, “el agua hierve a 100°” señala más bien una experiencia
futura que podemos encontrar (“si calentamos agua, hervirá al llegar a
100°”).
Creo que esto permite mejor comprender la plasticidad y relatividad del
universo pragmático: dado que la verdad (y todo el universo conceptual
pragmático) descansa en el futuro, resulta probabilística y dependiente del
contexto en que sucede la acción –siempre las cosas podrían resultar de otra
manera. De esta manera, un enunciado o concepto encarna una suerte de
promesa de ciertas experiencias a futuro, más que un reflejo del estado del
mundo, y su valor reside en la efectividad que tienen al lidiar con el mundo
tal como se nos presenta en este momento histórico particular. Rorty lo
formula de una manera muy interesante:

En lugar de brindarnos representaciones de los objetos, el lenguaje nos proporciona


herramientas para hacerles frente, así como distintos juegos de herramientas para satisfacer
diferentes fines [lo cual] hace que sea difícil ser un esencialista … La relación entre las
herramientas y lo que éstas manipulan es simplemente un asunto de utilidad para un fin
determinado, no de una cuestión de correspondencia. (Rorty, 2019, p. 162)

El lenguaje es una herramienta que sirve para lidiar con el mundo y


alcanzar algunos fines, no para representar la realidad –digamos, se parece
menos a un espejo que a un destornillador. Por lo tanto, el desarrollo de una
ciencia consiste en última instancia en inventar y refinar un lenguaje. Como
señala Baum: “El conductismo radical, en (...) lugar de enfocarse en métodos,
se enfoca en conceptos y términos. Así como la física avanzó con la
invención del término ‘aire’, así una ciencia de la conducta avanza con la
invención de sus términos” (Baum, 2017, p. 29). Cuando acuñamos un
concepto no estamos descubriendo cómo “es” el mundo, sino más bien
creando una herramienta para lidiar con una parte del mismo.
La tarea del análisis de la conducta, entonces, consiste en desarrollar un
lenguaje que nos permita lidiar mejor con todo lo relevante a la conducta de
los organismos en general y los seres humanos en particular. No estamos
tratando de describir cómo son las cosas, como quien describe la estructura
inmutable del mundo, sino intentando llegar a alguna parte con ellas, alcanzar
predicción e influencia. Nuestros principios y conceptos son formas de hablar
que nos resultan útiles para nuestros fines.
Correspondientemente, la principal tarea de su filosofía de la ciencia
encarnada en el conductismo radical podría describirse como “mediar entre
las viejas formas de hablar, desarrolladas para cumplir con ciertas tareas de
entonces, y las nuevas formas de hablar, desarrolladas en respuesta a las
nuevas demandas” (Rorty, 2019, p. 163). Por eso la ciencia conductual pone
tanto énfasis en la filosofía: su tarea consiste en mediar entre las antiguas y
actuales formas de hablar sobre los eventos psicológicos –de interpretar el
vocabulario de las emociones, las conductas probables, los instintos,
pasiones, y otros términos heredados de otras épocas y que servían para lidiar
con otros problemas.
Todo esto puede servir para entender por qué desde sus inicios el
pragmatismo ha estado ligado a una amplia gama de problemas humanos.
Nunca ha sido una filosofía que se mire el ombligo, sino una que se ocupa de
una amplia gama de asuntos humanos prácticos: James famosamente escribió
sobre psicología, religión, propósito; Dewey escribió sobre educación, arte,
psicología, democracia; Peirce escribió sobre… bueno, sobre casi todo lo que
un ser humano puede escribir (casi sería más breve la lista de lo que no
escribió). Y en la actualidad hay diálogos activos entre pragmatismo y
feminismo (véase por ejemplo Miller, 2013), ética, democracia (véase por
ejemplo Bernstein, 2010), etc. El pragmatismo se ha ocupado de fines
diversos, de diversas maneras. Por esto es que Giovanni Papini llamó al
pragmatismo una “teoría-pasillo”:

[El pragmatismo es como] un pasillo de un gran hotel, donde hay cien puertas que se abren
sobre cien habitaciones. En una hay un reclinatorio y un hombre que quiere reconquistar la
fe; en otra un escritorio y un hombre que quiere acabar con toda la metafísica; en una tercera
un laboratorio y un hombre que quiere encontrar nuevos “puntos de agarre” sobre el futuro…
Pero el pasillo les pertenece a todos y todos lo transitan: y si en alguna oportunidad suceden
conversaciones entre los distintos huéspedes, ningún camarero es tan villano como para
impedirlas. (Papini, 1905/2011, p. 90)

Como verán, estamos bastante lejos aquí de la caricatura del


conductismo/pragmatismo que suele cundir en las aulas de psicología.
Después de este breve recorrido por algunos aspectos del pragmatismo
podemos regresar a aquella idea de “es verdadero lo que funciona”, ya que
quizá su sentido resulte ahora más claro: puede entenderse no significando
que cualquier acción que haya sido útil se convierte por tanto en verdadera,
sino más bien que un enunciado o concepto implica una suerte de promesa de
ciertas consecuencias específicas para las acciones que por él se guían. Un
enunciado, cuando es verdadero, es un medio de transporte que nos lleva de
una parte de nuestra experiencia a otra.
Pero esa experiencia futura, el objetivo de la acción, no es asignado a
posteriori, sino que ya está contenido en las relaciones del concepto mismo.
“El agua hierve a 100°” ya promete ciertas experiencias y no otras. Esto
excluye que una mentira pueda ser considerada verdadera sólo porque
alcance algún objetivo ajeno al enunciado. Si, estando yo dentro de una
piscina e intentando incentivar a un amigo para que entre al agua, le digo “el
agua está tibia, entra con confianza”, y mi amigo se tira al agua para
descubrir inmediatamente que está a temperaturas glaciales, ese enunciado no
se convierte en verdadero porque haya logrado mi objetivo de inducir a mi
amigo a entrar al agua. Las relaciones del enunciado implicaban una promesa
(de experimentar alguna tibieza al entrar al agua), que fue fríamente rota. Fue
efectivo para mi objetivo de engañar a mi amigo, mas no por ello verdadero.
De manera que, por ejemplo, si mentimos sobre los efectos secundarios de
aumento de peso de una medicación para que una paciente la acepte, esa
mentira no se vuelve verdadera por ser eficaz, aun cuando la medicación
resulte en general beneficiosa para la paciente. En el mejor de los casos,
podríamos decir que se cumplió un objetivo clínico, pero este era ajeno a la
experiencia prometida por el enunciado (i.e., que no habría aumento de peso).
Que algo sea útil en última instancia no lo hace verdadero.

La verdad desde una perspectiva conductual

Si aún no me han abandonado, intentemos rizar el rizo (y si ya me


abandonaron, entonces no leerán esto, así que revienten nomás). La
perspectiva sobre la verdad que hemos estado explorando hasta ahora es más
bien filosófica, un torpe intento de efectuar un análisis del concepto y sus
implicaciones. Lo que querría intentar a continuación, en cambio, es un
abordaje psicológico del término, es decir, ¿cómo podríamos dar cuenta del
concepto de verdad en términos conductuales? ¿Qué conductas podría
abarcar? ¿Qué principios conductuales bien establecidos podrían arrojar
alguna luz sobre las conductas y circunstancias bajo las cuales usamos el
término?
Vimos que para el pragmatismo la verdad es una propiedad de los
enunciados (no de las acciones), y que involucra actuar siguiendo una
hipótesis o enunciado hasta verificar sus consecuencias: si las consecuencias
esperadas suceden, si tiene lugar la experiencia prometida por el enunciado,
decimos entonces que el enunciado es verdadero; si no, que es falso. La
operación descripta involucra: una formulación verbal que opera como guía
(A) para una conducta o serie de conductas (B), que tienen ciertas
consecuencias esperadas (C).
Si traducimos esto a términos conductuales, está claro que se trata de una
contingencia típica que incluye: un estímulo discriminativo (A), una
respuesta bajo control de ese estímulo (B), y las consecuencias de ese
estímulo (C). Y dado que ese estímulo discriminativo es verbal (un enunciado
o afirmación), se trataría de un caso de lo que en el análisis de la conducta se
denomina conducta gobernada por reglas o conducta gobernada verbalmente
(Skinner, 1984).
Conducta Gobernada por Reglas (CGR, para abreviar) es un término que
utilizamos para designar a toda conducta bajo la influencia de antecedentes
verbales (reglas, instrucciones, órdenes, etc.), formulados por la propia
persona o por el entorno sociocultural: seguir una receta de cocina, actuar
según las instrucciones de un supervisor, ofrecerle un sacrificio a Zeus,
buscar un paraguas cuando el noticiero dice que va a llover, y un
interminable etcétera. Se la suele contrastar con la conducta moldeada por
contingencias, que se refiere a aquellas conductas que están controladas por
el contacto directo con las contingencias del ambiente –por ensayo y error,
digamos. Si una persona aprende a evitar los enchufes luego de recibir una
descarga eléctrica, se trata de una instancia de conducta moldeada por las
contingencias, es decir, las consecuencias naturales de sus acciones
influyeron su conducta futura. Si, en cambio, evita los enchufes porque le
dijeron “tocar un enchufe puede ser fatal”, estaríamos hablamos de una CGR,
ya que no hubo una experiencia directa con los enchufes, sino sólo una
descripción verbal de las consecuencias. Dicho a lo bestia, la CGR consiste
en acciones guiadas por palabras o enunciados que describen contingencias.
Las CGR son una prerrogativa humana (hasta donde sabemos, al menos), y
constituyen la base de nuestros intercambios sociales y culturales. Nos
permiten ir más allá de las contingencias inmediatamente presentes,
aprovechando la experiencia de otras personas, y permitiéndonos transmitir
conocimientos y prácticas a través de las generaciones.
Entonces, en primera instancia podríamos señalar que “verdadero”
involucra a las CGR, pero todavía podemos avanzar un poco más. Para eso
podemos recurrir a RFT, una teoría conductual sobre el lenguaje y la
cognición (Hayes et al., 2001), que distingue tres tipos de CGR con
diferentes características: pliance, tracking, y augmenting24.
Pliance es como se denomina a la conducta de seguir reglas cuando esta se
basa en una historia de reforzamiento social. En otras palabras, es lo que
sucede cuando seguimos una regla a causa de una historia de aprendizaje en
la cual otras personas nos han reforzado por hacerlo (o castigado por no
hacerlo). Dicho mal y pronto, se trata de seguir una determinada regla
meramente porque alguien así lo dijo. Si una niña obedece la indicación
“abrigate que vamos a salir” que ha sido proporcionada por su madre, y lo
hace a causa de una historia de reforzamiento social (es decir, una historia en
la cual las conductas de obedecer a su madre han sido reforzadas), estaríamos
hablando de un caso de pliance. Es la forma inicial en la cual aprendemos a
seguir reglas los seres humanos: si una madre tuviese que explicarle a su hijo
“oh, pequeño retoño, retírate del medio de la calle porque está viniendo el
colectivo 59 y si permaneces en esa ubicación geográfica te va a dejar como
cien gramos de queso en fetas”, el niño tendría pocas chances de crecer y
convertirse en filósofo. “Salí de la calle porque te mato” es más económico y
expeditivo, al menos inicialmente. Se denomina pliance a la conducta que
está gobernada por esa regla, mientras que a la regla en sí (el “abrigate que
vamos a salir”), se la denomina ply.
Tracking, por su parte, es la conducta de seguir reglas que está basada en
una historia que involucra las consecuencias naturales que ha tenido el seguir
reglas en el pasado. Si en el ejemplo mencionado, la niña sigue la instrucción
“abrigate que vamos a salir” basada en una historia en la cual seguir esas
instrucciones llevó a consecuencias naturales reforzantes (esto es, estar
abrigada en un día frío), entonces estaríamos hablando de un caso de
tracking. En ese caso se llama tracking a esa CGR, mientras que la regla en sí
se denomina un track. Es decir, la diferencia entre pliance y tracking radica
en la historia de aprendizaje que está involucrada cuando se sigue una regla:
en el primer caso la niña sigue la regla porque alguien se lo dice, se trata de
un reforzamiento social; en el segundo caso la regla se sigue porque en el
pasado seguir reglas ha dado buenos resultados.
Augmenting, a su vez, se refiere a un tipo de CGR en las cuales las reglas
alteran el valor de reforzamiento o castigo de un estímulo –una suerte de
operación estableciente, pero de naturaleza verbal. El augmenting funciona
modificando el valor de una regla de tipo track o ply. Cuando una regla altera
el impacto de las consecuencias de una conducta, es vista como un
augmental. Si, por ejemplo, le decimos a la niña algo como “abrígate y así
podrás experimentar las maravillas de sentir tibieza en el medio de una noche
gélida gracias a la industria humana y burlarte de la madre naturaleza en un
gesto de cósmico desprecio”, la situación y la instrucción dada siguen siendo
las mismas (abrigarse), pero probablemente hemos aumentado el valor de las
consecuencias de abrigarse (e inculcado en la niña un saludable sentido de lo
dramático).
Armados con la noción de CGR y sus tres variantes, regresemos ahora al
tema de la verdad. Mencionamos que, para el pragmatismo, la verdad
involucra actuar siguiendo una proposición; si las consecuencias prometidas
por el enunciado suceden, decimos entonces que el enunciado es verdadero.
Para mejor ilustrar todo esto, consideremos un ejemplo que proporciona
Pepper de un cazador que formula una hipótesis para lidiar con un problema:

un cazador sale de su cabaña hasta una pradera en la cual cree que hay ciervos. Su camino es
obstruido por un arroyo [que bloquea] su camino hacia la pradera. Observa la situación, trae
sus recuerdos y conceptos para afrontarla, y formula una hipótesis verbal o un equivalente,
que consiste en (…) una sucesión de actividades[:] recoger una pértiga, subirse a un tronco,
empujarse con la pértiga, lo cual lo lleva a la otra orilla, donde prosigue su camino. (Pepper,
en Maero, 2022, p. 42)

Si vemos el ejemplo a la luz de las CGR, está claro que lo que Pepper está
describiendo allí es básicamente una instancia de tracking25: para resolver el
obstáculo, el cazador formula una regla bajo la forma de una hipótesis
(aproximadamente “si me subo al tronco y me empujo con la pértiga, puedo
cruzar el arroyo”); a continuación utiliza esa hipótesis para gobernar una
secuencia de acciones (recoger la pértiga, subirse a un tronco, empujarse),
que produce la consecuencia deseada de llegar a la otra orilla, resolviendo así
el problema. Decimos entonces que su hipótesis fue verdadera (funcionó
porque era verdadera), y podemos denominar al evento completo como una
instancia efectiva de tracking.
Podemos señalar entonces que, al menos en este caso “verdadero” es algo
que decimos de una regla (track) que participa en una instancia de tracking
en la cual han sucedido las consecuencias esperadas. En este sentido,
“verdad” se refiere a un track efectivo, un enunciado que al ser puesto en
acciones lleva confiablemente a ciertas experiencias. Decir que es verdadero
un enunciado como “la tierra es redonda” significa que si fuéramos actuar
guiándonos por ese enunciado hay ciertas cosas que sucederían –por ejemplo,
que podríamos llegar a las Indias desde España yendo hacia el occidente26.
Por eso mencioné antes que no se trata de “cualquier cosa que funcione es
verdadera”. Que una acción tenga algún efecto deseable no la hace verdadera:
tiene que suceder la consecuencia específica implicada por el track, no
cualquier experiencia por deseable que fuese27.

La función social de la verdad

Según lo expuesto hasta ahora, podríamos decir que en términos conductuales


“verdadero” es como llamamos a un track efectivo. Por supuesto, esta no es
su única utilidad –hay varias otras funciones que cotidianamente le
asignamos al concepto de verdad.
Por ejemplo, afirmar que algo es verdadero entraña asumir algunos
compromisos. Como escribe Misak:

Consideren la diferencia entre las frases “sospecho que p” o “me parece que p”, por un lado,
y “afirmo que p” o “creo que p” por otro. Lo que hago cuando uso las primeras dos es
distanciarme de las obligaciones que vienen con la afirmación. Esas obligaciones incluyen
comprometerme a predecir que la experiencia se alineará con la creencia […] También me
comprometo a defender p, a argumentar que yo y otros estamos justificados al afirmarlo y
creerlo […] Afirmar nos compromete, cuando así se nos requiere, a involucrarnos en la
actividad de justificación. No ver que uno incurre en un compromiso, no ver que uno debe
ofrecer razones para la propia creencia, resulta en la degradación de la creencia en algo más
parecido al prejuicio y la terquedad. (Misak, 2007, p. 71, el destacado es mío)

Esto es, cuando afirmamos ante otras personas que un enunciado es


verdadero, estamos asumiendo un cierto compromiso conductual para con ese
enunciado, estamos anunciando que algunas de nuestras conductas serán más
probables en relación con él –por ejemplo, que estaremos dispuesto a
sostenerlo, explicarlo, justificarlo, o de alguna manera actuar en
consecuencia28.
De esta manera, decir que es “verdadero” es también una suerte de
respaldo social para un enunciado. Cuando le digo a una persona que padece
de fobia “es verdad que la terapia de exposición funciona para fobias” estoy
señalando mi grado de compromiso con ese enunciado y en cierta manera lo
estoy sosteniendo como deseable. Diciéndolo en términos publicitarios,
estaría actuando como un sponsor del enunciado ante otra persona,
transmitiendo un mensaje de “esto es así, créame”.
Ahora bien, estas funciones se pueden entender mejor a la luz de las CGR
de pliance y augmenting. Como vimos antes, pliance se relaciona con las
reglas que se siguen por mandato social (en lugar de por sus consecuencias
intrínsecas), mientras que augmenting se relaciona con hacer más apetecible
el seguimiento de una regla.
Cuando etiquetamos a un enunciado como “verdadero” podemos entonces
involucrar a varios procesos conductuales. Como ya mencionamos, se
relaciona con un tracking vinculado a las consecuencias intrínsecas de seguir
el enunciado, pero también puede involucrar pliance, ya que implica una
aprobación social, y augmenting ya que el calificativo de “verdadero” en
nuestra cultura tiende a aumentar el valor de cualquier enunciado. Llamamos
verdadero a un track exitoso, sí, pero también usamos el término para señalar
nuestro apoyo a un enunciado y aumentar su deseabilidad.
La verdad no atañe a una cuestión puramente lógica, sino que tiene
múltiples funciones psicológicas vinculadas a la conducta verbal en general,
y a la conducta gobernada por reglas en particular. Hablar de verdad es un
acto en contexto.

Cerrando

De acuerdo a lo que hemos visto hasta aquí, “verdadero” es algo que decimos
de un track efectivo, uno que ha funcionado en una determinada instancia, en
el sentido de ocasionar las consecuencias prometidas (y que esperamos que
funcionará en otras). Parafraseando a James, un track verdadero es un medio
de transporte que permite llegar a las experiencias que promete.
Pero llegar a esos tracks suele requerir en primera instancia algo de pliance
y augmenting, es decir, guiarnos por enunciados socialmente respaldados que
nos señalan los tracks que otras personas han encontrado efectivos: es el
proceso de transmisión del conocimiento en la sociedad que nos permite
aprovechar la experiencia de quienes vinieron antes que nosotros (caso
contrario cada quien tendría que volver a inventar la rueda). En esos casos, el
calificativo de verdadero es utilizado como una brújula que señala dónde
podemos encontrar las consecuencias concretas. Los procesos de pliance y
augmenting pueden resultar útiles como una forma de conducirnos a la
verdad, pero en última instancia esta radica en el track efectivo señalado.
Vista de esta manera, la verdad es un concepto con múltiples funciones
psicológicas, que encontramos indisolublemente ligado a la acción humana
situada en su contexto sociohistórico particular. Analizarlo puramente en sus
aspectos lógicos es empobrecerlo y volvernos ciegos a una parte sustancial de
sus posibilidades, a su compleja participación en la trama incesante de la vida
humana.

Referencias

Bacon, M. (2012). Pragmatism: an Introduction. Polity Press.


Baum, W. (2017). Understanding Behaviorism: behavior, culture, and
evolution (3rd ed.). Blackwell Publishing.
Bernstein, R. J. (2010). The Pragmatic Turn. Polity Press.
Dewey, J. (1908). Qué entiende el pragmatismo por práctico. En La miseria
de la epistemología. Editorial Biblioteca Nueva.
Hayes, S. C., Barnes-Holmes, D., & Roche, B. (2001). Relational Frame
Theory: A Post-Skinnerian Account of Human Language and Cognition (S.
C. Hayes, D. Barnes-Holmes, & B. Roche (eds.)). Kluwer Academic
Publishers.
Maero, F. (2022). El contextualismo de Stephen C. Pepper: Una introducción
y traducción. Horacio, 3.
Menand, L. (2003). El club de los metafísicos: Historia de las ideas en los
Estados Unidos. Ediciones Destino.
Miller, M. C. (2013). Pragmatism and feminism. En A. Malachowski (Ed.),
The Cambridge Companion to Pragmatism. Cambridge University Press.
Misak, C. (2007). Pragmatism and deflationism. En C. Misak (Ed.), New
Pragmatists. Oxford University Press.
Pepper, S. C. (1942). World Hypotheses: A Study in Evidence. University of
California Press.
Rorty, R. (2019). El pragmatismo, una versión: Antiautoritarismo en
epistemología y ética. Editorial Ariel.
Skinner, B. F. (1984). An operant analysis of problem solving. Behavioral
and Brain Sciences, 7(4), 583–591. doi.org
Talisse, R. B., & Aikin, S. F. (2008). Pragmatism: A Guide for the
Perplexed. Continuum.

20 Durante el texto, todo lo dicho sobre conductismo radical puede aplicarse también al contextualismo
funcional, y de manera general a los abordajes psicológicos que adoptan versiones del pragmatismo.
21 Si es que estar parados en algún lugar puede considerarse una actitud filosófica.
22 No vaya a ser cosa que los escrúpulos o el pensamiento vengan a estorbar los actos de gobierno.
23 Si traemos aquella idea de “lo que funciona es verdadero”, y la examinamos a la luz de la máxima
peirceana, está claro que tendríamos que decirlo exactamente al revés: no sería correcto afirmar que un
enunciado o proposición es verdadero porque funciona, sino que funciona porque es verdadero. Esto no
es un mero juego de palabras: de lo que se trata es que cuando una proposición es verdadera las
acciones guiadas por ellas producen confiablemente ciertas consecuencias, que no suceden cuando la
proposición es falsa.
24 Se trata de términos en inglés de difícil e ingrata traducción, por lo cual he optado por mantenerlos
en su idioma original.
25 Es engañoso distinguir tracking y pliance sin conocer la historia involucrada, pero supongamos a
fines del texto que el cazador está siguiendo esa regla por una historia que involucra las consecuencias
naturales de seguir esa regla, más que consecuencias administradas socialmente.
26 De paso, Colón sabía perfectamente que la Tierra era redonda. Su polémica consistió en sostener
que era más pequeña de lo que se había calculado, y que por tanto llegar a las Indias por rumbo oeste
era factible. Se equivocó, y el viaje le hubiera llevado muchos meses más de navegación de no haberse
topado con América antes –por suerte para mí, que si no, estaría escribiendo en este momento en el
medio del Atlántico.
27 En rigor de verdad, un track no nos dice nada sobre el mundo o su estructura, sino solamente sobre
lo que puede suceder si llevamos a cabo cierta acción en cierto contexto. Esto nos permite entender
mejor por qué el conductismo tiende a ser antiesencialista (o a-ontológico, para usar un término que
detesto): un track no dice nada muy sustancioso respecto a la estructura de la realidad, sino sólo que si
hacemos B podemos esperar C.
28 Sólo cuando a alguien se le ocurrió postular que existía un “verdadero” dios fue que empezaron a
correr ríos de sangre al respecto –nadie se mata por un dios incierto.
TODO LO QUE USTED SIEMPRE QUISO
SABER ACERCA DEL CONCEPTO DE
FUNCIÓN (PERO NUNCA SE ATREVIÓ A
PREGUNTAR)

Querría comenzar con una anécdota personal. Al empezar mis estudios


universitarios de psicología, en las épocas en las que la Tierra aún estaba
caliente, me topé con una palabra que fue una persistente piedra en mis
zapatillas: el término subjetividad.
Mi alma mater era de orientación marcadamente psicoanalítica, por lo que
la palabra aparecía constantemente en los textos y en las clases: comprender
la subjetividad, respetar la subjetividad, intervenir sobre la subjetividad, etc.
Mi problema con el término era que a lo largo de la carrera nadie nos
transmitió claramente qué demonios significaba. Se usaba profusamente, pero
nadie nos proporcionaba una definición clara del concepto, de qué manera se
diferenciaba de su sentido vulgar, las diferencias con conceptos similares, etc.
Los diccionarios no eran de mucha ayuda ya que no proporcionan la
definición técnica sino la usual del término, las fotocopias que utilizábamos
para estudiar solían cubrir solo fragmentos de libros que no teníamos, e
Internet en esa época era de más difícil acceso y contaba con menos recursos
sobre estos temas, por lo que tampoco tenía a disposición una abundancia de
fuentes digitales a las que consultar. Si lo preguntaba directamente en clase,
solía obtener respuestas imprecisas o que ya suponían la definición,
refiriéndose al papel del concepto dentro del corpus teórico –como si la
pregunta de qué es la conducta se respondiese diciendo que la conducta
puede ser reforzada o castigada: la respuesta no es errónea pero no responde a
la pregunta. No sólo eso, sino que cierta expresión de perplejidad de mis
docentes ante esa pregunta provocaba en mí la sensación persistente de que
estaba preguntando algo que era completamente obvio y sabido por todos,
como si frente a la expresión “la subjetividad es importante”, yo preguntara
qué quiere decir “la”.
Eventualmente me di por vencido de encontrar una respuesta clara y en
lugar de ello aprendí a decir frases hechas que incluían la palabra
“subjetividad”, y así aprobé las materias pertinentes (con buenas notas,
agregaría para atestiguar la efectividad del procedimiento). Al día de hoy aún
sospecho que una parte no despreciable del cuerpo docente había seguido el
mismo camino.
Ahora bien, al entrar en el mundo conceptual del conductismo y el análisis
de la conducta tuve una sensación inicial similar con la palabra función.
Como quizá hayan notado, también se trata de una palabra que usamos todo
el tiempo: hablamos de la función de una conducta, de la función de un
estímulo, de análisis funcionales, de contextualismo funcional, etcétera. Lo
que no es tan sencillo es encontrar una definición y explicación precisa del
concepto. El término es utilizado coloquialmente como sinónimo de efecto,
de intención voluntaria, de propósito implícito, de éxito, entre otros. A
diferencia de otros términos, sin embargo, aunque los textos básicos de
análisis de la conducta lo emplean abundantemente, generalmente no lo
definen ni se detienen demasiado en él.
Por esto, al comenzar con mis lecturas conductuales tuve un déjà vu de mi
experiencia de la universidad –aunque por suerte esta vez fue de corta
duración. El universo conceptual conductual es extremadamente complejo y
árido, pero no es confuso ni ambiguo, y casi siempre es posible encontrar
definiciones precisas de los conceptos –lo cual no significa que estén libres
de debates ni tampoco que sea fácil entenderlos.
La idea de estas líneas es entonces ahorrarles un poco de trabajo, o al
menos señalarles una dirección para llevar a cabo sus propias investigaciones.
Nos ocuparemos entonces del término función, de su origen, del impacto que
significó su introducción en el corpus teórico conductual y de cómo la forma
en que lo usamos cotidianamente se conecta con su sentido técnico. Con un
poco de suerte, quizá salgan del artículo con una idea un poco más clara de
qué quiere decir función –o como mínimo con una idea un poco más clara de
mis propias confusiones al respecto.
Antes de entrar de lleno al tema es necesario señalar que la psicología,
como otras ciencias, lidia con el problema de los términos prestados. Esto es,
los conceptos de nuestras teorías usualmente se denominan con palabras que
han sido tomadas del lenguaje común o del vocabulario de otras disciplinas, a
las que se les da un nuevo uso, como sucede con términos como depresión o
resiliencia. El problema con eso es que las palabras de uso cotidiano suelen
tener varios sentidos que no siempre son compatibles con el uso técnico, por
lo cual si no se las selecciona y define claramente al incorporarlas a un
aparato conceptual, pueden ocasionar no pocas confusiones; lo mismo sucede
si incorporamos un término técnico de otra disciplina sin especificar
claramente de qué manera opera en la nuestra.
El ejemplo más notable que podría señalar sobre los problemas de los
términos prestados es el término castigo del análisis de la conducta: el
concepto en sí es relativamente neutro –se trata del procedimiento en el cual
la presentación de consecuencias reduce la probabilidad de una clase de
conductas–, pero la fuerte connotación negativa (y vengativa) que el término
tiene en el lenguaje vulgar genera frecuentes confusiones, porque su sentido
cotidiano no coincide su sentido técnico, tendiendo más bien a evocar
exclusivamente imágenes de latigazos o choques eléctricos.
Por este motivo cuando lidiamos con un concepto técnico que es designado
con alguna palabra de uso común es necesario andar con pies de plomo: el
sentido vulgar puede proporcionarnos un indicio de su sentido técnico
preciso, pero rara vez ambos coinciden completamente. Cuando un físico usa
el término energía en un artículo especializado y cuando una mística refiere
“sentir una energía” durante un trance, están usando el mismo término, pero
no el mismo concepto –esto es, no están diciendo la misma cosa. Lo mismo
aplica al término función, que tiene múltiples sentidos en el lenguaje
cotidiano, algunos más compatibles con el uso conductual y otros no –como
cuando hablamos de una “función de teatro” o cuando hablamos de una
“defunción” (literalmente, que alguien dejó de funcionar). Para sumarle
dificultad a la cuestión, a menudo en los textos conductuales se utiliza de
manera intercambiable tanto en sentido técnico como en sentido vulgar, lo
cual no ayuda mucho a la claridad.
Realizadas ya las debidas introducciones, precauciones y amenazas,
prepárense, que le sigue algo aún peor.

Función y causalidad

El término función está estrechamente relacionado con la forma particular en


la cual el análisis de la conducta aborda la causalidad, por lo cual darle un
poco de contexto al término puede ayudarnos a captar su importancia para
nuestra ciencia. Un buen punto de partida es el siguiente fragmento de
Ciencia y Conducta Humana:
Los términos “causa” y “efecto” ya no son ampliamente utilizados en la ciencia. Han sido
asociados con tantas teorías sobre la estructura y el funcionamiento del universo que
significan más de lo que los científicos quieren decir. Los términos que los reemplazan, sin
embargo, se refieren al mismo núcleo fáctico. Una “causa” se convierte en “cambio en una
variable independiente” y un “efecto” en “cambio en una variable dependiente”. La antigua
“conexión de causa y efecto” se convierte en una “relación funcional”. Los nuevos términos
no sugieren cómo una causa causa a su efecto; simplemente afirman que diferentes eventos
tienden a ocurrir juntos en un cierto orden. (Skinner, 1953, p. 23)

Para Skinner, siguiendo a Ernst Mach, función viene a reemplazar el


concepto de causación (a fines de brevedad trataremos a causalidad y
causación como sinónimos, aunque no lo sean del todo). Ahora bien, ¿por
qué sería deseable esto?, ¿por qué no seguir hablando de causa?
La causación intenta explicar por qué ocurre un cierto evento. Cuando
decimos que “B fue causado por A”, indicamos que hay cierto vínculo entre
ellos. Decir que “la chispa causó la explosión” no los señala como
meramente eventos contiguos, sino que indica que existe entre ellos una
conexión necesaria: uno es causado por el otro.
Esto puede parecer una aclaración innecesaria, pero esa idea de causalidad
ha sido objeto de calurosos debates que llevan ya varios siglos. Una de las
críticas más conocidas al respecto es la del filósofo inglés David Hume, quien
postuló que la causalidad no existe en el mundo, sino que se trata solamente
de un caso de asociación de ideas. García Morente (1992, p. 151) resume el
argumento de Hume de esta manera: “si yo analizo la relación de causalidad,
me encuentro con que algo A existe (…); luego tengo la impresión de algo B;
pero no tengo nunca la impresión de que de A salga ninguna cosa para
producir B. Yo veo que hace calor, tengo la impresión de calor; luego mido el
cuerpo y lo encuentro dilatado; pero que del calor salga una especie de cosa
mística que produzca la dilatación de los cuerpos, eso es lo que no veo de
ninguna manera (…) Luego, esto de la causalidad es otra ficción”. Es decir,
no podemos experimentar directamente que un evento cause el otro, sólo
podemos decir que ambos ocurrieron en sucesión. Bien podría ser que ambos
eventos co-ocurriesen por accidente, o por algún tercer factor desconocido.
La relación de causalidad es una construcción que realiza el observador, no
algo que se pueda percibir directamente en el mundo: veo que sucede A antes
de B, y saco la conclusión de que A causó a B (por favor no le muestren esto
a la gente que se dedique profesionalmente a la filosofía porque me van a
moler a palos).
Esta es justamente la objeción de Skinner en el fragmento citado: hablar de
causa es asumir más de lo que la evidencia nos ofrece. En cambio, hablar de
una relación funcional no implica afirmar que A causó a B, sino meramente
que ambos “tienden a ocurrir juntos en un cierto orden” (op. cit.). Es una
forma más aséptica de hablar de la relación entre eventos.
En esto, el análisis conductual está siguiendo una tendencia compartida en
las ciencias. La mayoría de las disciplinas científicas han abandonado la
noción de causa, reemplazándola por alguna forma de correlación entre
eventos. Basta con revisar publicaciones especializadas para percatarse que la
palabra causa ha sido exonerada casi completamente del vocabulario
científico. Bertrand Russell lo resume de manera devastadora:

Todos los filósofos, de todas las escuelas, imaginan que la causalidad es uno de los axiomas o
postulados fundamentales de la ciencia, sin embargo, curiosamente, en ciencias avanzadas
como la astronomía gravitacional, la palabra ‘causa’ nunca aparece (…) Creo que la ley de la
causalidad, como muchas de las cosas que pasan entre los filósofos, es una reliquia de una
época pasada, que sobrevive como la monarquía, sólo porque se supone erróneamente que no
hace daño. (Russell, 1912)

Esta es en parte la propuesta de Skinner: reemplazar la postulación de


relaciones causales, que arrastran un bagaje de presunciones, por las
relaciones funcionales, que son un poco más “limpias” conceptualmente, por
decirlo de algún modo.
Tenemos entonces una primera forma en la cual podemos pensar al
concepto de función en el análisis de la conducta, reemplazando a la noción
de causalidad. Ahora bien, si la propuesta de Skinner fuera meramente una
sustitución de términos la cosa no tendría mayor trascendencia, ya que
meramente estaríamos diciendo lo mismo con otras palabras –sería más una
sinonimia que un cambio conceptual (véase Fryling & Hayes, 2011, p. 13).
Pero el asunto tiene varias ramificaciones que explorar, de manera que, si no
se han dormido aún… esperen un poco, porque esto va para largo y no les
van a faltar oportunidades.
Hay algo un poco más atrevido detrás de este cambio: reemplazar causa y
efecto por relaciones funcionales no es mera sinonimia, sino que señala una
transición filosófica en el análisis de la conducta –más concretamente, señala
el paso de una mirada mecanicista a una contextualista (Chiesa, 1992).
Skinner no está proponiendo sólo un cambio de términos, sino un cambio
filosófico en la disciplina (no estoy afirmando que sea “el” momento de
quiebre, sino uno de varios).
Permítanme explicar. La idea de causación está más cercanamente ligada a
una posición filosófica mecanista (Hayes et al., 1988; Pepper, 1942).
Consideren una metáfora que suele utilizarse para ilustrar la causación, la
metáfora de la cadena causal (Hanson, 1955). Esta consiste en presentar a la
causalidad como si fueran los eslabones en una cadena, una sucesión de
eventos secuenciales contiguos: A fue causado por B que fue causado por C
que fue causado por D que fue causado por E. Según esta metáfora hay una
cadena causal ininterrumpida de eventos que va desde E hasta A, cada uno
contiguo en el tiempo y en el espacio con el siguiente. De esta manera, para
explicar la ocurrencia de A necesitamos rastrear los eslabones de la cadena
hasta llegar a E –o incluso seguir y seguir hasta llegar a las causas primeras,
allá por el inicio del universo. Si por algún motivo E no produce A, es por
algún eslabón en la cadena que ha fallado. Esta posición es típicamente
mecanista: si abordamos al mundo y a todos sus eventos como una máquina
compuesta de partes que interactúan entre sí, cualquier evento puede ser
rastreado causalmente sin interrupciones hasta otro evento en la máquina, en
una cadena de eventos contiguos entre sí: este engranaje mueve a este
engranaje que mueve a este engranaje que mueve a este engranaje. La
explicación de un evento E requiere identificar la secuencia de eventos
anteriores inmediatos de los que el evento es efecto: los eslabones de la
cadena causal.
Esta forma de pensar las relaciones entre eventos se deriva naturalmente de
la posición filosófica adoptada, en este caso una posición mecanista. La
forma de ver el mundo determina la forma de pensar la causalidad. Pero un
abordaje contextual ve al mundo de otra manera, y esto conlleva una forma
diferente de pensar a la causalidad:

Para un contextualista, la naturaleza de cualquier evento conductual es determinada sólo


mediante la examinación de ese evento en el contexto en el cual ocurre. Cuando la totalidad
de la interacción situada es descripta, la naturaleza de cada aspecto es definida en términos de
todas los otros. Ningún aspecto es causal porque sus funciones dependen de otras
características contextuales. Así, por ejemplo, el enunciado “la chispa causó la explosión”,
asume que había suficiente material combustible, oxígeno, suficiente temperatura ambiente, y
así (…) Ninguna de ellas causó el evento; más bien, la conjunción de todos estos
participantes es el evento. (Hayes, 1995, p. 59)

Es decir, una posición contextual rechaza la idea de que el evento a


explicar sea causado por otro, ya que la explicación del evento depende de
todo el contexto en el cual sucede. Desde una mirada contextual no diríamos
que “A fue causado por B”, sino más bien como “A fue causado por
B+C+D+E…” y así potencialmente hasta el infinito, ya que el contexto en
principio no tiene límites. Lo que causa a un evento no es otro evento, sino el
contexto, una constelación de eventos en interacción dinámica.
Consideren, por ejemplo, la siguiente pregunta: ¿Cuál fue la causa de la
Primera Guerra Mundial? En la escuela la respuesta a esa pregunta consiste
en describir una cadena de eventos que empieza con el asesinato del
archiduque Francisco Fernando de Austria y que termina con el inicio de la
guerra. Contrasten esa explicación con una mirada más contextual, que
postule que el asesinato fue uno más de los eventos de un contexto mundial
que incluía relaciones internacionales tensas y una carrera armamentista
creciente con avances técnicos notables (por ejemplo, armas químicas), entre
otros factores. Esta idea de causación no requiere contigüidad temporal y
espacial entre los eventos a explicar. Desde esta perspectiva diríamos que la
Primera Guerra Mundial fue causada tanto por el asesinato del archiduque en
1914 como por las alianzas y tensiones internacionales causadas por la
Entente Cordiale de 1904, sin que ambos eventos participen de la misma
cadena causal –esto es, la Entente no fue un evento necesario para el
asesinato del archiduque, sino que ambos fueron parte de la constelación de
factores que participaron en el estallido de la guerra.
Es fácil apreciar de qué manera esto aplica al análisis conductual.
Supongamos una rata en una caja de condicionamiento operante que está
entrenada para presionar la palanca y así recibir comida cuando se enciende
una luz verde en la caja. ¿Cuál es la causa de que presione la palanca? ¿La
luz verde? ¿La comida? Señalar un solo elemento sería engañoso: la luz
verde, la comida, y las contingencias entre ambas forman parte de un
contexto que incluye la caja (ya que la rata no buscaría una palanca ante
cualquier luz verde sin un entrenamiento específico), la historia de
aprendizaje, su historia ontogenética y filogenética, etcétera. Si, por ejemplo,
la rata ha sido alimentada unos minutos antes de ponerla en la caja, la luz
verde ya no producirá el presionar la palanca, cosa inconcebible si la luz
verde fuese la causa de la conducta.

La causa es todo el contexto.

Cuando identificamos eventos particulares en un análisis, como la luz verde o


la presentación de comida como consecuencia, no es porque sean las causas
de la conducta, sino que estamos seleccionando algunos factores del contexto
que pueden ser útiles para predecir e influenciar la conducta del organismo en
cuestión. Se trata de algo más bien práctico.
Esto nos libra de la necesidad de que los eventos sean contiguos en tiempo
y espacio: la historia de aprendizaje de la rata durante los meses previos
puede servirnos para explicar, por ejemplo, por qué hoy sigue presionando la
palanca aun cuando ya no está recibiendo comida (por ejemplo, con una
historia de reforzamiento intermitente la conducta persistirá más que con una
historia de reforzamiento continuo).
Esto nos puede ayudar a mejor entender el carácter eminentemente
histórico del análisis de la conducta. Algo insuficientemente señalado es que
en todo el campo de la psicología el conductismo es la corriente psicológica
que más énfasis pone en la metodología de caso único, en el seguimiento
detallado de la historia individual como vía principal para explicar las
acciones de un organismo. La siempre impecable Mecca Chiesa lo dice
mejor:

(…) la mayor parte de la psicología (…) tiende a tratar su tema de manera episódica. Muchos
tipos de investigación psicológica examinan episodios en la vida de los organismos,
fragmentos de un proceso en curso y atribuyen la causalidad a las características inmediatas
del episodio. Por el contrario, la investigación informada por el conductismo radical permite
examinar los procesos conductuales extendidos en el tiempo y permite identificar las
relaciones entre el comportamiento y otros eventos que también ocurren a lo largo del
tiempo. Los patrones de comportamiento pueden establecerse durante un largo período de
tiempo mediante patrones de consecuencias, y sin la exigencia de contigüidad el modo causal
del conductismo radical permite múltiples escalas de análisis. Esto quiere decir que cuando
los eventos conductuales y ambientales no revelan relaciones contiguas, el nivel de análisis
puede ser cambiado a la abstracción de patrones. (Chiesa, 1992, p. 1291)

Al hablar de relaciones funcionales, se pasa de un modelo de causalidad


determinista, en el cual cada eslabón de la cadena determina al siguiente, a un
modelo probabilístico de causalidad en el cual un evento no determina, sino
que altera la probabilidad de que suceda otro. Por eso no decimos que el
reforzamiento de una conducta determina su emisión, sino que aumenta la
probabilidad de que ocurra. Esto también explica por qué el contextualismo
funcional sustituyó, a mi juicio acertadamente, el objetivo skinneriano de
“predicción y control” por “predicción e influencia”, porque en rigor de
verdad no podemos controlar de manera determinista la ocurrencia de eventos
conductuales, sino sólo influenciarlos probabilísticamente los eventos
(especialmente en contextos complejos y con extensas historias de
aprendizaje).
Entonces, la introducción de las relaciones funcionales no es una mera
sustitución de términos, sino que representa un cambio de perspectiva
filosófica, especialmente en las formas de pensar la causalidad en el
conductismo radical, que sobre este tema ha tomado en préstamo una
sustancial contribución del interconductismo kantoriano.

Función en el uso cotidiano

Si por algún milagro han llegado hasta aquí, probablemente estén objetando
que aún no he proporcionado una definición del término función, sino más
bien hablando de su relevancia conceptual.
Ya voy, ya voy, ténganme paciencia.
Dicho de manera sencilla (y créanme, hay mucha tela para cortar sobre este
punto, pero por algún lado hay que empezar), cuando hablamos de función en
el análisis de la conducta estamos hablando de una relación entre eventos,
más específicamente de las relaciones entre eventos del contexto y eventos
conductuales.
Como quizá ya hayan notado, los conceptos del análisis conductual son en
su mayoría relaciones. Por ejemplo, reforzamiento y castigo se refieren a una
determinada relación entre conductas y consecuencias; hablar de un estímulo
discriminativo involucra hablar de una relación entre un estímulo, una
determinada consecuencia, y una conducta; una operación motivacional es la
relación entre un evento, una conducta y su consecuencia, y así.
Entonces, cuando decimos que un evento, sea un estímulo o una conducta,
tiene una determinada función, lo que estamos diciendo es que participa en
una determinada relación con otro evento, que puede ser otra conducta u otro
estímulo. Por ejemplo, decir que una conducta tiene una función de escape de
los perros (supongamos, en un caso de fobia), es señalar una relación entre
esa conducta y esa clase de estímulos (digamos, correr, pero no en cualquier
momento, sino cuando aparece un perro, poniendo distancia con él). En este
caso, sería incorrecto decir que el perro causa la huida: la causa, en rigor de
verdad, es todo el contexto actual, y además el contexto histórico, la historia
de aprendizaje que ha participado en la emisión de esa conducta (Bouton &
Balleine, 2019). En esa situación el perro es un estímulo que ha adquirido una
determinada función, es decir, que guarda ciertas relaciones con cierta clase
de conductas que ocasionan ciertas consecuencias.
De la misma manera, cuando hablamos de la transferencia o
transformación de la función de un estímulo, lo que estamos diciendo es que
un estímulo ha adquirido funciones similares a las de otro estímulo –por
ejemplo, cuando el sonido “mamá” adquiere algunas de las funciones de la
persona a la que designa, significa que se responde con conductas similares
en ciertos contextos. Y cuando intentamos modificar la función de un
determinado estímulo (por ejemplo, de una emoción o sensación física
displacentera) no intentamos modificar sus características formales (que sea
más o menos intensa) sino las relaciones que ese estímulo tiene con otros
eventos del contexto y la conducta (por ejemplo, que en lugar de suscitar
conductas de evitación suscite conductas de contemplación).

Función en el quehacer clínico

Identificar las relaciones entre los eventos del contexto y los eventos
conductuales nos permite mejor predecir e influenciar la conducta para
diversos fines –este es en definitiva el sentido de realizar un análisis o
evaluación funcional. Mientras que un análisis topográfico o formal describe
las características de la conducta o estímulos involucrados, un análisis
funcional describe las relaciones que esos eventos guardan entre sí.
Por ejemplo, si nos ocupamos de las conductas autolesivas de una persona,
podemos comenzar realizando un análisis formal, describiendo entonces la
intensidad de las lesiones, la zona del cuerpo, el tiempo empleado, etc. Pero
meramente describir la forma de la conducta no nos ayudaría a comprender
por qué sucede, es decir, no nos deja en condiciones de predecir e influenciar
su ocurrencia. Para lograr ello necesitamos analizar las relaciones que esa
conducta tiene con elementos clave del contexto, es decir, realizar un análisis
de las funciones que tiene: un análisis funcional. Examinando entonces las
relaciones que tiene con el contexto podemos establecer la función que tiene
el autolesionarse –por ejemplo, si tiene como consecuencia generar alivio de
emociones dolorosas o si tiene como consecuencia alterar la atención de otras
personas, entre otros posibles escenarios. Es decir, analizamos las relaciones
que las autolesiones tienen con el contexto: cuáles son sus antecedentes,
cuáles son sus consecuencias. La función que las autolesiones tuvieren no es
algo intrínseco a las mismas, sino que puede variar en diferentes contextos.
Dicho más precisamente: una misma conducta puede tener distintas funciones
en distintos contextos. Consumir alcohol en un contexto puede tener la
función de aliviar un malestar, mientras que en otro contexto puede tener la
función de suscitar aprobación social –pero en cualquier caso no puedo
saberlo sin examinar el contexto en que sucede el consumo.
Por esto el análisis conductual critica a los modelos de psicoterapia que
asignan funciones fijas a las conductas –como por ejemplo los que afirman
que las autolesiones son (siempre) un llamado de atención, o que soñar con
tal objeto tiene siempre tal o cual sentido psicológico. La crítica conductual a
ese tipo de afirmaciones no es que sean falsas, sino más bien que, hasta tanto
no se determine para ese caso en ese contexto en particular qué relaciones
guarda esa conducta con ese contexto, no es posible saber a ciencia cierta
cuál es su función. Es como afirmar que la función del agua es siempre
apagar fuegos, en todo contexto y situación: podría ser que sí tuviera esa
función en un contexto en particular, pero asignarle esa función, para todos
los casos, en todos los contextos, de manera apriorística, es un abordaje
descontextualizado y por tanto fatalmente incompleto. Es por eso que la
respuesta por excelencia que da el análisis de la conducta respecto a por qué
sucede una conducta determinada es depende –depende del contexto. Esto no
implica que no se pueda generalizar, claro está. Una serie de análisis
funcionales bien realizados nos pueden permitir formular generalizaciones de
manera inductiva y permitirnos conjeturar la función probable de una
conducta en contextos con ciertas características.
Por ejemplo, a partir de varios análisis funcionales y de otros tipos de
evidencia convergente sobre los intentos de suicidio, podemos conjeturar que,
en nuestro entorno sociocultural y en este momento histórico, la función
principal de una buena parte de las conductas suicidas probablemente sea el
alivio del malestar –pero esto no es una certeza ni una universalidad, sino
más bien una hipótesis de trabajo a comprobar por medio de examinar los
contextos particulares en los que sucede. Es un conocimiento local,
probabilístico, y en última instancia provisorio, no una certeza cósmica
inmutable.
De manera similar, la terapia de aceptación y compromiso, a partir de la
inducción de numerosos análisis funcionales y de otra evidencia convergente,
sostiene como hipótesis de trabajo que en el corazón de varios fenómenos
clínicos radican conductas con función de evitación (entre otras). Esto
proporciona no una certeza, sino una conjetura inicial que podemos utilizar
en el trabajo clínico: al trabajar con una persona con un trastorno de ansiedad,
en lugar de testear todas las posibles funciones que alguna conducta
clínicamente relevante pudiera tener, tarea de una envergadura descomunal
para el ámbito clínico, testeamos la hipótesis de que tiene principalmente una
función de evitación. Esto resulta útil y necesario porque en rigor de verdad,
en la clínica no podemos realizar análisis funcionales propiamente dichos, no
sólo porque no podemos controlar el contexto de los pacientes con fines de
experimentación, sino porque además no tenemos acceso al contexto en el
que suceden la mayoría de las conductas de interés clínico, sino sólo al relato
de ese contexto por parte de nuestra paciente.
Por ejemplo, generalmente las autolesiones que analizamos no suceden
durante la sesión, sino que son relatadas días después de ocurridas, y ese
relato suele ser estar nublado por la distancia, mostrarse fragmentario y omitir
detalles cruciales, por lo cual suplementar ese relato con la evidencia que
surge del estado del arte nos permite mejor navegar la actividad clínica,
hipotetizando que esas conductas tienen ciertas funciones, y explorando si se
trata de esas funciones en particular en lugar de explorar todas las posibles.

Los múltiples sentidos de función

Como señalé al principio, el uso cotidiano de los términos no siempre


coincide con su uso técnico. Función suele informalmente explicarse como
efecto o intención –lo cual es erróneo, pero analizar por qué esos sentidos son
erróneos puede ayudarnos a entender mejor el sentido preciso del término
función como relación entre eventos.
Respecto a definir función como efecto, deberíamos notar que este último
se refiere más bien al evento final de una relación, la consecuencia o variable
dependiente que es afectada por la variable independiente. El concepto de
función, en cambio, se refiere a la relación entre esas variables, incluyendo
independientes, dependientes, y la forma en que una afecta a la otra. La
función de una conducta, por ejemplo, no depende sólo de qué efectos o
consecuencias tiene, sino también de las condiciones en las que sucede. De
manera que definir función como efecto no es incorrecto sino más bien
incompleto.
Otro lugar común es explicar la función como la intención que
supuestamente subyace a una conducta, por ejemplo cuando se dice que una
conducta se emite para algo: “la función de presionar la palanca es conseguir
comida”. El problema con esto es asumir injustificadamente intencionalidad
allí donde en rigor de verdad sólo se observa una relación entre eventos29.
Esto puede ser particularmente delicado al lidiar con conductas humanas ya
que es fácil deslizar así connotaciones indeseadas y hacer conjeturas
infundadas. Digamos “se corta para llamar la atención” tiene un tinte
peyorativo que vas más allá de la mera relación entre autolesiones y
respuestas sociales. Si todo lo que sabemos es que suceden autolesiones y que
a continuación hay ciertas respuestas sociales, no tenemos fundamento para
asumir que las autolesiones deliberadamente se emiten para provocar esas
respuestas (por ejemplo, podrían ser consecuencias secundarias sin función
de reforzamiento para esas conductas). Lo cierto es que una conducta puede
perfectamente adquirir una función sin que sea deliberada e incluso sin que la
persona se percate de ello (Hefferline et al., 1959), por lo cual la
intencionalidad no debe ser asumida, sino examinada.

Cerrando

El concepto de función es clave de bóveda para el análisis de la conducta. Su


sentido es claro: se trata a fin de cuentas de una relación entre eventos o
variables. Hablamos de la función de una conducta señalando las relaciones
que tiene con antecedentes, consecuencias, y otras conductas, y describimos
las funciones de un estímulo según sus relaciones con conductas y otros
estímulos. Pero además el término señala un cambio de posición para la
disciplina, el abandono de una mirada causal a favor de una que explora las
relaciones y covariaciones entre sus eventos, una mirada que se ocupa de la
trama que une los eventos del mundo.

Referencias

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behavior: What you see is not all there is. Behavior Analysis: Research and
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conditioning in human subjects without their observation of the response.
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California Press.
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Society, 13, 1–26. doi.org
Skinner, B. F. (1953). Ciencia y Conducta Humana (J. Virués Ortega, J. .
Navarro Guzmán, & C. Delgado Casas (eds.)). ABA España.

29 Es el mismo tipo de confusión que se encuentra cuando se afirma que un rasgo adquirido
evolutivamente surgió para cierto propósito (“el tigre evolucionó su pelaje a rayas para camuflarse”): la
evolución no planifica, sino que sucede y tiene ciertas consecuencias
HABLANDO DE LO INACCESIBLE (Y
ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE
EXPOSICIÓN Y ACEPTACIÓN)

Sobre la forma en la cual el conductismo radical (o el contextualismo


funcional, si prefieren) aborda conceptualmente los sentimientos y emociones
se pueden decir muchas cosas, pero no que sea fácil y entretenida. Parece que
nunca nos toca un tema fácil con el conductismo, pero en este caso no se trata
de una complicación inútil, sino una que se deriva de la complejidad del tema
en cuestión –en psicología no existe lo simple sino lo simplificado.
Ahora bien, creo que glosar esa conceptualización puede ayudarnos a
entender qué involucran las respuestas emocionales, y en particular, nos
puede ayudar a comprender mejor la diferencia entre los procedimientos
clínicos de exposición y aceptación y algunas de sus particularidades. O al
menos eso sospecho. Veamos qué tal nos sale.

Inside out y viceversa

A contrapelo de lo que suele vociferarse en claustros universitarios y fiestas


electrónicas, el conductismo ha sostenido desde siempre la existencia y
relevancia de experiencias internas, estímulos subjetivos que sólo la propia
persona puede registrar. Skinner lo señaló en 1945:

La respuesta ‘me duele la muela’ está parcialmente bajo control de una situación a la cual
sólo el hablante es capaz de reaccionar, ya que nadie más puede establecer la conexión
requerida con el diente en cuestión. No hay nada misterioso ni metafísico en esto; es
simplemente un hecho que cada hablante posee un pequeño pero importante mundo privado
de estímulos. Hasta donde sabemos, las respuestas a ese mundo son como las respuestas a
eventos externos. (Skinner, 1945/1984, p. 548)

…en 1953:

Cuando decimos que la conducta es función del ambiente, el término ‘ambiente’ se refiere a
cualquier hecho del universo capaz de afectar al organismo. Pero el universo también se
encuentra dentro del propio organismo. Por tanto, algunas variables independientes pueden
estar relacionadas con la conducta de una manera exclusiva. […] Los hechos que acontecen
en el curso de un estado de excitación emocional o en estados de privación son
frecuentemente, y por esta misma razón, singulares; en este sentido, nuestros alegrías, penas,
amores y odios son exclusivamente nuestros. En otras palabras, una pequeña parte del
universo es privada para el individuo. (Skinner, 1953/2022)

…de nuevo en 1957:

Una parte pequeña pero importante del universo está encerrada dentro de la piel de cada
individuo y, hasta donde sabemos, es accesible únicamente para él. Esto no conlleva que este
mundo privado esté hecho de algún material distinto que sea de cualquier manera diferente
del mundo fuera de la piel o dentro de la piel de otro individuo. (Skinner, 1957, p. 130)

…en 1974:

Una pequeña parte del universo está contenida dentro de la piel de cada uno de nosotros. No
hay razón alguna por la cual debería tener un estatus físico especial por encontrarse dentro de
esos límites, y eventualmente la anatomía y fisiología deberían brindarnos una explicación
completa del mismo. […] Lo sentimos y en cierto sentido lo observamos, y parecería necio
ignorar esta fuente de información meramente porque sólo una persona puede hacer contacto
con un mundo interno.(Skinner, 1974, p. 24)
Podría citar otros ejemplos, pero con estos bastará por ahora. Se trata del
mismo argumento (la redacción es casi idéntica, de hecho), reiterado en
distintas publicaciones a lo largo de décadas. Reformulado en términos un
poco más coloquiales: la subjetividad, en el sentido de la existencia de un
mundo de experiencias privadas que afectan de una manera especial al
individuo, ha sido siempre un tema de sumo interés para el conductismo.
Ahora bien, lo que el conductismo emperradamente se ha negado a hacer
es otorgarles un estatus especial, diferente al resto del mundo en su impacto
sobre la conducta. En particular, ha negado que estos estímulos tengan una
potencia causal especial. Afirmar que un determinado sentimiento causa una
o varias conductas, es como afirmar que el sonido de una notificación del
teléfono es la causa de que yo lo encienda y la revise. Suponer eso pasa por
alto que para que yo revise el teléfono al escuchar el sonido de la notificación
es necesario que haya pasado por una cierta historia de aprendizaje y la
presencia de un cierto ambiente actual. Esa es la razón por la cual si suena
una notificación mientras estoy trabajando con una paciente, por ejemplo, no
voy a revisar el celular. Si el sonido de la notificación fuera una causa (así
como el relámpago causa el trueno), debería de revisar el teléfono cada vez
que suena, cosa que no sucede. En lugar de eso, el efecto conductual de esa
notificación está siempre contextualmente determinado: en algunas
situaciones cuando suena una notificación reviso el celular, en otras lo
ignoro, en otras lo apago, etc.
Entonces, la función de los estímulos de ese mundo privado depende, en
última instancia, del contexto, lo cual incluye tanto el ambiente actual como
la historia de aprendizaje particular con esos estímulos. Esta afirmación, por
supuesto, es válida tanto para el mundo de los estímulos públicamente
observables como para el mundo de los estímulos privados, de allí el énfasis
de Skinner en señalar que aplican los mismos principios conductuales.
Citando a DeGrandpre y colaboradores (1992, p. 9): “El conductismo
radical postula que los eventos interoceptivos (privados) pueden
conceptualizarse de la misma manera que los eventos exteroceptivos
(públicos). (…) Como respuestas, pueden ser reforzadas y castigadas; como
estímulos discriminativos (Sd), pueden establecer la ocasión para respuestas
que pueden ser públicas o privadas”.
Pero aquí es donde llegamos a un punto del cual casi ninguna otra tradición
se ha ocupado: ¿cómo demonios es que un estímulo privado adquiere sus
funciones? Especialmente: ¿cómo es que aprendemos a hablar y actuar sobre
ese mundo privado?

Colores en la oscuridad

Lo que sigue es una cuestión extremadamente ardua de entender30, así que


pongan algo de voluntad porque si van a depender sólo de mi destreza
explicativa estamos en el horno.
Intentemos el camino platónico y usemos una alegoría. Supongamos que
descienden a una caverna. Allí se encuentran con un grupo de personas que
han pasado toda su vida en una completa oscuridad. Supongamos que ustedes
intentan contarles sobre los diferentes colores, experiencia que estas personas
nunca han tenido, y se encuentran con la siguiente dificultad: ¿cómo
explicarles qué es el rojo y cómo se diferencia, por ejemplo, del verde? Para
personas que hubiesen vivido toda su vida en completa oscuridad, los colores
serían estímulos irrelevantes e imposibles de distinguir. Aun cuando ustedes
les enseñaran los nombres de los colores, sería imposible que aprendieran a
usarlos de manera útil (por ejemplo, para saber cuándo deben cruzar un
semáforo o saber cuándo un tomate está maduro) sin vincularlos a estímulos
públicamente accesibles, es decir, sin relacionar a las palabras con objetos de
los correspondientes colores.
Esta es la cuestión: en esa alegoría, a fines prácticos, para ustedes los
colores serían, a fines prácticos, estímulos privados, estímulos que sólo
ustedes han percibido. Es una inaccesibilidad relativa, ya que es posible
disiparla sacando a las personas de la caverna, pero mientras eso no suceda,
se comportan como estímulos privados de los cuales no pueden hablar
significativamente con las personas en la caverna.
Ahora bien, en lo que a estímulos internos se refiere, todos estamos
atrapados irremediablemente y para siempre en la caverna. Consideren por un
instante el hecho de que nunca hemos visto los sentimientos de miedo, culpa,
vergüenza, etcétera, de otras personas. No sabemos cómo suena el monólogo
mental de los demás, ni qué experimentan cuando dicen tener miedo, hambre,
desesperanza o frustración. Los estímulos internos son usualmente privados,
sin que esto impliquen que sean mentales o intangibles de alguna manera –
están hechos de lo mismo que el resto del universo, pero ubicados de manera
tal que sólo una persona puede experimentarlos.
Lo que está en juego aquí no es que los estímulos privados sean de una
naturaleza distinta, sino que su inaccesibilidad (el hecho de que nadie más
que la propia persona puede percibirlos) determina una cierta relación entre
esos estímulos y la comunidad verbal. ¿Cómo aprender a nombrarlos y
distinguirlos?
Recordemos que para el conductismo el lenguaje (o conducta verbal) es
una actividad ineludiblemente social. Skinner la definió como conducta que
es reforzada por mediación de otras personas y aunque más recientemente
desarrollos como RFT (Hayes et al., 2001) han propuesto diferentes procesos
conductuales para su funcionamiento, persiste aún la intelección fundamental
que el lenguaje es ante todo una práctica social. Es ante todo una forma de
influenciarnos mutuamente, una suerte de herramienta privilegiada de
cooperación (Hayes & Sanford, 2014).
Dicho de otro modo: hay un vínculo estrecho entre la comunidad verbal (la
sociedad de hablantes de un mismo idioma), la conducta verbal de una
persona, y la función de los estímulos, sean estos públicos o privados. La
sociedad y el lenguaje alteran la función de los estímulos del mundo,
señalándolos y entrenando por diferentes vías las formas apropiadas de
responder a ellos.

Hablando de lo inaccesible

El meollo del asunto es entonces cómo la sociedad puede entrenar respuestas


(verbales y de otro tipo), frente a estímulos a los cuales no puede acceder, y
cómo esto determina qué podemos saber y hacer con esos estímulos.
Con los estímulos públicamente accesibles, la forma en la cual la sociedad
entrena conductas verbales es relativamente directa: se refuerzan las
respuestas correctas y se extinguen o castigan las incorrectas, según las
prácticas verbales vigentes. En otras palabras, otras personas responden
positivamente cuando decimos “perro” en presencia de un perro, pero no así
si digo “gato” en presencia de un perro. Por supuesto, no es necesario que el
estímulo sea un objeto o animal, lo mismo aplica a las respuestas emitidas
frente a estímulos verbales: decimos “polo” al escuchar “marco”, por
ejemplo. Identificar a un estímulo determina formas diferenciales de
responder a él. Digamos, si estamos dando un paseo por un bosque no será lo
mismo si identificamos a un estímulo que está a cierta distancia como “perro”
que como “lobo”. En el primer caso quizá nos acerquemos, en el segundo
quizá huyamos.
La comunidad verbal entrena así un repertorio verbal cada vez más
refinado y bajo control más sutil y preciso. Aprendemos así, por ejemplo, a
distinguir el uso correcto de “turquesa” y “cobalto”, o de “reforzamiento” y
“castigo”, u otros términos, porque la comunidad sanciona el uso apropiado
frente a cada caso. Se trata de prácticas arbitrarias en última instancia, cada
comunidad verbal desarrolla espontáneamente sus propias prácticas
lingüísticas de acuerdo a sus necesidades, que pueden no coincidir con las de
otras comunidades, por eso los diferentes idiomas no son mera sustitución de
palabras, sino que destacan aspectos diferentes de los estímulos (por ejemplo,
noten el diferente énfasis de “fósforos” y “cerillas”, a pesar de que se refieren
al mismo estímulo).
Pero como señalé antes, esto no se puede hacer con los estímulos privados,
porque la comunidad no puede verificar que estemos emitiendo la respuesta
correcta. No cabe duda que esa información es importante, porque permite un
cierto grado de predicción de la conducta (una persona con miedo tiende a
actuar de maneras diferentes que una persona enojada). Skinner (1989, p. 18)
explica por qué esto es importante:

Las contingencias verbales de reforzamiento explican por qué informamos lo que sentimos o
lo que introspectivamente observamos: La cultura verbal que ordena tales contingencias no
habría evolucionado si no hubiera sido útil. Las condiciones corporales no son causas del
comportamiento, sino que son efectos colaterales de las causas. Las respuestas de las
personas a las preguntas sobre cómo se sienten o qué piensan a menudo nos dicen algo sobre
lo que les ha sucedido o lo que han hecho. Podemos entenderlos mejor y es más probable que
anticipemos lo que harán. Las palabras que usan son parte de un lenguaje vivo que los
psicólogos cognitivos y los analistas del comportamiento pueden usar sin vergüenza en su
vida diaria.

Para la comunidad es importante saber sobre el mundo privado de sus


integrantes, pero la cuestión es cómo entrenar un repertorio verbal (digamos,
un vocabulario) adecuado sin acceder a su mundo privado. Resulta similar a
intentar enseñarle los nombres de los colores a una persona sin saber qué es
lo que la persona está viendo en cada caso. Es el problema de la accesibilidad
de los estímulos.
La forma en la cual la comunidad verbal soluciona esta dificultad es por
vía indirecta. Se guía por indicios públicos para, más o menos, entrenar el
repertorio verbal adecuado. Es decir, se observan los aspectos públicos que
pueden acompañar a los estímulos privados para así aproximadamente
discernir la respuesta a entrenar.
Skinner (1974) señala tres vías posibles para esto. En primer lugar, es
posible guiarse por los estímulos públicos que acompañan a los privados. Por
ejemplo, si veo a una persona recibir un pelotazo en la ingle, podemos decir
“se está muriendo de dolor”, aunque no tengamos acceso a la sensación en sí.
Este es particularmente el caso con estímulos que son al mismo tiempo
públicos y privados, como con una herida abierta. Con el tiempo y varias
instancias de entrenamiento, el estímulo privado puede ser suficiente para
emitir la respuesta “siento dolor”, con todas las respuestas asociadas que eso
puede implicar en ese entorno social (buscar analgésicos, consultar a un
médico, consumir alcohol, etc.). El término “pánico” es un buen ejemplo de
esto: originalmente designaba al terror generado por los gritos del dios Pan, y
de allí pasó a designar las respuestas privadas ocasionadas por tales gritos.
Otra vía posible es guiarse por las respuestas colaterales públicas. Cuando
en mi niñez, mi madre decía “estás muerto de hambre” al verme engullir
ravioles como si no hubiera un mañana, no estaba observando mi estado
interno, sino que lo estaba infiriendo a partir de mi conducta observable. Lo
mismo sucede cuando inferimos que alguien que está llorando está bajo el
efecto de algún sentimiento doloroso: no presenciamos la estimulación sino
que la inferimos.
Una tercera vía es utilizar términos adquiridos en relación con estímulos
públicos, pero aplicados metafóricamente a eventos privados. Este es el caso
de términos como “depresión” y “bajón” (sentirse “para abajo”), o términos
como “tensión” o “ansiedad” (que viene de “estrechar”). Con el tiempo, las
raíces metafóricas de esos términos tienden a perderse y la comunidad reifica
(es decir, convierte en una cosa) lo que era solamente una metáfora: pasamos
así de “siento una sensación de opresión o estrechamiento” a “siento
ansiedad”. De hecho, seguimos utilizamos el mismo recurso: decimos, por
ejemplo, “siento mariposas en la panza”, utilizando un evento público para
describir metafóricamente un evento privado. Skinner señala particularmente
que “casi todos los términos descriptivos de emoción que no implican una
referencia directa a las condiciones incitantes fueron originalmente
metáforas” (1974, p.28).
Dicho de manera esquemática, los términos que se refieren a estímulos
privados primero se aprenden mediante alguna conexión con estímulos
públicos (por alguna o varias de las vías que acabamos de revisar). Con la
acumulación de instancias similares, la emisión de los términos pasa a ser
parcialmente controlada por los estímulos privados que los acompañan.
Sería aproximadamente algo así: a través de los aspectos públicos de una o
varias situaciones la comunidad verbal me entrena a identificar como
“miedo” a situaciones con ciertas características (por ejemplo, al verme huir
de un perro o al despertar de una pesadilla). Aprendo así a qué situaciones
públicamente observables corresponde llamar “miedo”, los efectos que ese
término tiene en otras personas, y sus connotaciones socioculturales
particulares (por ejemplo, si hay reglas y prácticas que establecen que se trata
de algo malo, bueno, normal, indeseable, etc.).
Ahora bien, cada una de estas ocasiones suele estar acompañada de un
espectro variable de estímulos privados (taquicardia, falta de aire, cambios en
la presión arterial, etc.) que son generados por los estímulos públicos. Esos
estímulos no son siempre los mismos, ni se presentan de la misma manera
cada vez –la configuración de la estimulación interna varía en cada instancia
(puede ser taquicardia intensa con falta de aire; falta de aire sin taquicardia;
descenso de presión, etc.), pero de una manera u otra suele acompañar a las
situaciones públicas a las que aprendí a llamar “miedo”.
Con el tiempo, esos estímulos pueden comenzar a controlar la respuesta
“miedo”, de manera que frente a algún estímulo privado particular –digamos,
taquicardia– puedo decir “tengo miedo”, aun cuando no haya ningún estímulo
externo típicamente asociado al miedo. Es decir, aprendo a identificar como
miedo también a cierta configuración variable de experiencias privadas.
Citando al siempre esclarecedor Moore (2001): “la conducta verbal puede
originarse bajo el control de circunstancias públicas y luego el control puede
transferirse a estímulos privados, de modo que, en instancias específicas, la
conducta verbal en cuestión puede llegar a ser ocasionada por estímulos
privados”. De esta manera, los estímulos internos pueden adquirir control del
estímulo sobre las respuestas “aparentemente de la misma manera que los
estímulos exteroceptivos” (DeGrandpre et al., 1992, p. 16).

La metáfora interior

Hay dos aspectos de toda esta elucubración que querría destacar.


En primer lugar, debido a las características del proceso, la identificación
de las experiencias internas es fatalmente imprecisa. Por eso señalé que la
comunidad verbal se guía por aproximaciones, no por distinciones precisas.
El argumento que acabo de presentar señala que las condiciones a las cuales
una persona llama “miedo” pueden variar notablemente cada vez, y lo mismo
aplica a todos los términos que se refieren a experiencias internas. Decir
“tengo miedo” puede estar controlado solo por aspectos públicamente
observables, solo por estímulos privados, o por una combinación variable de
ambos. Usando un ejemplo algo remanido, noten cuándo dicen tener hambre:
puede ser al sentir punzadas en el estómago después de no comer durante
muchas horas, o cuando se observan comiendo vorazmente, o al sentirse con
poca energía, pero también al pasar frente a la vidriera de una pastelería, para
lograr un aumento de sueldo, o para representar un personaje en teatro (véase
Skinner, 1957b, p. 135).
Esto explicaría por qué ni la fisiología ni las neurociencias han podido
encontrar huellas corporales o fisiológicas consistentes para ninguna emoción
(Feldman Barrett, 2017): las emociones no consisten en ciertos estímulos
privados consistentes, sino que son prácticas socioculturales múltiple y
variablemente determinadas. Son cosas que hacemos, no eventos internos, y
como toda conducta, su topografía y función pueden ser altamente variables.
Por este motivo Skinner, si bien incluyó a los estímulos privados dentro de
nuestro campo de interés, señaló que son notablemente problemáticos para la
ciencia porque los términos que los designan se usan de manera fatalmente
inconsistente: lo que dos personas llaman “miedo” puede no coincidir en
absoluto. Esto no significa que no podamos hacer nada al respecto: podemos
interpretarlos extendiendo principios conductuales (Friman et al., 1998),
indagar su desarrollo histórico (Skinner, 1989), señalar las contingencias
socioculturales observables que determinan su funcionamiento (Mesquita,
2022), o abordarlos con diseños conductuales cuidadosos (DeGrandpre et al.,
1992). Lo que no debemos hacer es tomarlos como si fueran “cosas” internas
con una esencia estable.

Dicho más capazmente:


Es un hecho que los individuos adquieren respuestas verbales descriptivas de su “mundo
interior”. Pero también es un hecho que tales respuestas son moldeadas y mantenidas por
contingencias que se basan en eventos públicos. Como resultado, ninguna respuesta verbal
está enteramente bajo el control de un estímulo privado. En otras palabras, los conceptos
psicológicos nunca describen un mundo interior, sino siempre un mundo público, aunque la
respuesta pueda estar parcialmente bajo el control de una estimulación privada. El
acontecimiento fisiológico que interviene entonces en la relación verbal no es la única
condición bajo cuyo control se emite la respuesta. Su función depende de una relación
(correlación o relación de equivalencia) con estímulos públicos. (Tourinho, 2006a)

Lo segundo que querría destacar de lo expuesto –y esto es más relevante


para el argumento que trato de presentar aquí– es que las experiencias
internas efectivamente pueden adquirir funciones conductuales, pero de
manera metafórica o indirecta. Las tres vías que señaló Skinner para que la
comunidad entrene los términos psicológicos son aproximadas porque las
contingencias involucradas son defectuosas, para usar el término de Skinner
(1957, p. 134), e involucran algún rodeo analógico, metafórico, o alguna otra
extensión de términos. Tengan esto en cuenta, porque lo vamos a necesitar
para lo que viene.

Exposición, aceptación, manipulación

Veamos entonces si lo expuesto hasta ahora puede arrojar alguna luz sobre el
vínculo entre exposición y aceptación.
Como probablemente sepan, los procedimientos de exposición se cuentan
entre los más antiguos y más nobles recursos para la modificación de
conducta. Se trata de un recurso notablemente plástico, y hay una larga
historia de investigación sobre su impacto clínico. El interés clínico y
conceptual sobre aceptación, en cambio, es bastante más reciente. Por
supuesto, la aceptación no es un concepto nuevo (Williams & Lynn, 2010),
pero los procedimientos de aceptación entraron al mundo clínico cognitivo-
conductual de manera más protagónica en los últimos quince o veinte años,
principalmente de la mano de ACT (Hayes et al., 1999).
Para explorar los lazos entre ambos conceptos, necesitamos tener en claro
sus definiciones. Por suerte, más allá de variaciones, se trata de conceptos
con definiciones bastante claras. La definición de exposición ha ido
cambiando a lo largo de la historia de la disciplina, pero podemos definirla
como el “proceso de ayudar a una paciente a acercarse e involucrarse con
estímulos provocadores de ansiedad (..) sin utilizar habilidades de
‘afrontamiento’ para reducir la ansiedad” (Abramowitz et al., 2019, p. 4).
Por su parte la aceptación, tal como ACT la entiende, está estrechamente
ligada al concepto de evitación experiencial: “el fenómeno que ocurre cuando
una persona no está dispuesta a permanecer en contacto con experiencias
privadas particulares (e.g., sensaciones corporales, emociones, pensamientos,
recuerdos, predisposiciones conductuales), y lleva a cabo acciones para
alterar la forma o frecuencia de esos eventos y los contextos que las
ocasionan” (Hayes et al., 1996, p. 1154). Aceptación, por su parte, es “la
adopción voluntaria de una posición intencionalmente abierta, receptiva,
flexible y no evaluativa respecto a la experiencia momento a momento. La
aceptación está apoyada por una disposición a tomar contacto con
experiencias privadas perturbadoras o las situaciones, eventos, o
interacciones que probablemente las disparen” (Hayes et al., 2012, p. 272).
En otros lugares he señalado que aceptación, en tanto contracara de la
evitación experiencial, podría más propiamente ser denominada como
aceptación experiencial.
Suele argumentarse que aceptación es simplemente exposición con otro
nombre, pero creo que hay más tela para cortar aquí. Quizá puedan notar que
las dos definiciones tienen un énfasis ligeramente diferente. En el caso de
exposición se habla de acercarse “a los estímulos provocadores de ansiedad”,
mientras que aceptación enfatiza “tomar contacto con experiencias privadas”.
Creo que ahí está el carozo de la aceituna.
La exposición se ha enfocado mayormente en el acercamiento a estímulos
públicos, esto es, situaciones, objetos, personas, animales. Incluso cuando la
exposición se hace en formato imaginario o simbólico (relatar o imaginar), en
última instancia consiste en tomar contacto con situaciones: hablar sobre una
situación traumática, o imaginarse cometiendo una acción que dispara
respuestas compulsivas. Aceptación, en cambio, realiza un énfasis inverso: se
enfoca en el contacto con estímulos privados. Incluso cuando involucra
acercamiento a situaciones, lo hace solamente para disparar experiencias
privadas (noten la última parte de la definición de aceptación de los párrafos
anteriores).
Por supuesto, frente a esto podría objetarse que la exposición interoceptiva,
siendo un procedimiento de exposición, se enfoca precisamente en estímulos
privados, por lo cual sería una excepción. En caso de que no tengan
familiaridad con el concepto, se trata de un procedimiento de exposición
utilizado principalmente para trastorno de pánico en el cual se provocan
algunas sensaciones físicas (por eso lo de interoceptiva) asociadas al pánico,
por medio de ciertos procedimientos (por ejemplo, provocar taquicardia por
medio de alguna actividad física), para así lograr una exposición a ellos y
reducir la evitación que ocasionan.
La observación es válida, pero no creo que sea una objeción seria para el
argumento que estoy desarrollando aquí. Exposición interoceptiva es un
procedimiento relativamente novedoso que apareció en el panorama clínico
hacia finales de los 80 (Boettcher et al., 2016), de la mano de David Barlow,
quien fuera el mentor clínico de Steven Hayes, quien a su vez luego sería el
principal propulsor del concepto de aceptación. Podríamos decir entonces que
la exposición interoceptiva, histórica y conceptualmente, es precursora de los
procedimientos de aceptación, que constituye una suerte de versión ampliada
de la exposición interoceptiva, ya que no sólo se enfoca en sensaciones
físicas asociadas al pánico, sino en todo tipo de estímulos privados. Desde mi
perspectiva, la evolución de la exposición refleja cómo se ha ido ampliando
nuestra perspectiva sobre los fenómenos clínicos: pasamos de exposición
(situaciones), agregamos exposición interoceptiva (sólo sensaciones físicas),
y luego aceptación (experiencias internas de todo tipo).
Al margen de estas consideraciones, no parece demasiado descabellado
sostener que históricamente la exposición se enfocó principalmente en las
situaciones externas mientras que aceptación se enfocó principalmente en los
estímulos privados. ¿Significa esto que aceptación es meramente una variante
de exposición? Sí… y no.
Recuerden que el argumento skinneriano que esbocé en las secciones
iniciales de este texto: los estímulos públicos y privados obedecen a las
mismas leyes conductuales. Tanto un estímulo público como uno privado
pueden adquirir funciones conductuales (por ejemplo elicitantes,
discriminativas, o reforzantes, véase Tourinho, 2006b, p. 15), pero la
diferencia de accesibilidad entre ellos determina diferentes vías por las cuales
eso puede suceder. No sólo los estímulos privados dependen de los públicos,
sino que, como mencioné, la comunidad verbal puede entrenar directamente
respuestas verbales controladas por estímulos públicos, pero se ve impedida
de hacerlo con los estímulos privados, por lo cual debe recurrir a un abordaje
indirecto y metafórico, que determina una considerable imprecisión en su uso
y determinación.
Digamos: entre exposición y aceptación no sólo hay diferencias
conceptuales (ocuparse de estímulos públicos o privados), sino también
notables diferencias prácticas.
La manipulación con fines clínicos del contacto con estímulos evitados
públicos es algo relativamente accesible. Por ejemplo, en el caso de las fobias
a animales es bastante directo el procedimiento para realizar acercamientos
graduales a los estímulos evitados. Los estímulos públicos son, al menos en
principio, manipulables.
Pero este no es el caso con los estímulos privados. Una sensación física, un
recuerdo, o una emoción no pueden manipularse con la misma facilidad con
que se manipula un objeto o situación externa. Es difícil lograr una
gradualidad en el acercamiento a los estímulos privados –incluso a menudo el
meramente evocarlos en sesión requiere mucho trabajo. Por eso la aceptación
requiere el despliegue clínico de toda una gama de ejercicios experienciales y
metáforas.
Algo muy curioso es que los procedimientos de aceptación siguen caminos
similares a las vías que Skinner postuló para el entrenamiento del vocabulario
psicológico por parte de la comunidad verbal: la aceptación utiliza
situaciones públicas (por ejemplo, evocar experiencias privadas por medio de
acercarse a ciertos lugares), respuestas públicas colaterales (por ejemplo,
llevar a cabo acciones que evoquen experiencias privadas), y metáforas (por
ejemplo, “sostener al malestar como si fuera una delicada flor”).
No creo que haya una correspondencia punto a punto, pero creo que las
similitudes son sugerentes de que estamos siguiendo los mismos
procedimientos que la comunidad verbal utiliza para el lenguaje porque
estamos lidiando con la misma dificultad.
En principio, no hay motivo para suponer que hay principios conductuales
diferentes actuando en exposición que en aceptación. La primera se enfoca en
estímulos públicos y la segunda en estímulos privados, pero en ambos casos
se trata en última instancia de tomar contacto con un estímulo evitado. Sin
embargo, la condición de público o privado del estímulo determina diferentes
vías de trabajo, y consecuentemente, diferentes destrezas clínicas. La mayor
parte del tiempo la exposición puede ser realizada de manera más o menos
directa, pero la aceptación requiere casi inevitablemente la utilización de
procedimientos indirectos, recursos analógicos o metafóricos para evocar los
estímulos privados en cuestión y para moldear las respuestas deseadas,
públicas y privadas, a esos estímulos.
Si quieren pensarlo con una analogía, es la diferencia entre tratar con un
antibiótico la infección de una herida externa o la de una herida interna: el
mecanismo de acción es básicamente el mismo, pero en cada caso deben ser
administrados de formas distintas (tópica u oral, por ejemplo), cada una con
sus propias particularidades.

Observaciones clínicas

Si el análisis precedente fuese válido, creo que el argumento tiene algunos


corolarios clínicos.
Señalé antes que un evento psicológico particular (una emoción, por
ejemplo) puede abarcar tanto estímulos públicos como privados. Las
respuestas clínicamente problemáticas de evitación pueden ser públicas (vg.
salir corriendo) o privadas (vg. distracción), y a su vez pueden estar
ocasionadas tanto por los estímulos públicos como por los estímulos
concomitantes privados de un evento psicológico particular. Mencioné
también, siguiendo a Skinner, que los estímulos privados, si bien pueden
adquirir funciones propias, están ligados más tarde o más temprano a
estímulos públicos.
Por tanto, trabajar sólo exposición (esto es, acercamiento a situaciones
públicas) es útil, ya que puede reducir tanto las funciones evitativas
ocasionadas por los estímulos públicos, como también las que están
ocasionadas por los estímulos privados que acompañan a esos estímulos
públicos. Exponerme a las serpientes puede debilitar la función evitativa
tanto de las serpientes en sí como también a los estímulos privados que
suelen acompañarlas (por ejemplo, taquicardia).
Pero también mencionamos que los estímulos privados que acompañan a
una situación no necesariamente serán siempre los mismos, sino que pueden
variar. Por lo tanto, la exposición a una situación dada podría en la práctica
omitir algunos de los estímulos privados que ocasionan las conductas de
evitación. Esto explicaría por qué exposición suele ser suficiente para lidiar
con evitación y prevenir recaídas en la mayoría de los casos, pero no en
todos.
Por ejemplo, supongamos que estamos trabajando con un caso de
agorafobia. Las respuestas de evitación en cuestión estarán controladas por
aspectos públicos (por ejemplo, plazas) y también posiblemente por
estímulos privados asociados que varían en cada caso (digamos, taquicardia y
falta de aire). Entonces, podría ser que realizáramos exposición a plazas y
otros lugares abiertos, pero que por el motivo que fuese, durante esas
exposiciones no apareciese la falta de aire (digamos, quizá porque la
paciente, sabiendo que se trata de una exposición, experimenta menor
activación fisiológica). En ese caso, tanto la plaza como la taquicardia
podrían dejar de ocasionar conductas de evitación, pero como la falta de aire
no estuvo presente durante las exposiciones, podría seguir ocasionando
respuestas de evitación en instancias futuras y llevar a una recaída del cuadro.
Se trataría a fin de cuentas de una exposición incompleta, como cuando
sólo exponemos a unos pocos ítems de una jerarquía de exposición. Una
intervención completa en ese caso debería incluir tanto la exposición (en vivo
o simbólica) a los aspectos públicos, como así también la aceptación de los
estímulos privados para maximizar su eficacia y reducir el riesgo de recaídas.
Esto quizá también explicaría la utilidad de los procedimientos de
aprendizaje inhibitorio que se centran en aumentar los niveles de miedo
durante la exposición, tales como saltear la jerarquía e incluir resultados
negativos ocasionales (Craske et al., 2008, 2014). Esos procedimientos
disparan una gama más intensa y variada de experiencias internas, que corren
así la misma suerte que el resto de los estímulos blanco de la exposición. Pero
si este es el caso, podríamos obtener similares resultados (o potenciar la
exposición) trabajando aceptación de esas experiencias por medios indirectos
en sesión. Esto nos proporcionaría mayor flexibilidad a la hora de intervenir,
proporcionándonos caminos alternativos para lidiar situaciones clínicas
complejas con evitación intensa.

Cerrando

Por lo expuesto aquí, creo que exposición y aceptación son procesos


íntimamente vinculados, pero que tienen sus propias especificidades.
Centrarnos sólo en la exposición puede llevarnos a pasar por alto el
impacto conductual de ese universo privado, y pasar por alto estímulos que
bien podrían predisponer a una recaída. Por su parte, trabajar sólo exposición
sin contacto con contingencias públicas no nos permite saber si nuestras
intervenciones están teniendo el efecto deseado y en qué medida. Tampoco
creo que, ante la duda, haya que hacer todo (la psicología clínica es bastante
afín al procedimiento de “tirarle con todo lo que tengo hasta que se cure”),
sino que es necesario evaluar con cuidado los factores contextuales que en
cada caso predominan, y diseñar nuestras intervenciones de acuerdo a ello.
A fin de cuentas, se trata de distintas maneras de poner en juego procesos
similares, pero cada una requiere diferentes destrezas clínicas, cada una tiene
sus propias dificultades y sus propias aplicaciones.
Espero que estas líneas les hayan sido de utilidad, o que al menos les hayan
dado algunas ideas para pensar.
Nos leemos la próxima.
Referencias

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30 O al menos, me es extremadamente ardua de explicar.


INTERPRETACIÓN Y CONDUCTISMO

Cada tradición psicológica suele acostumbrarse a un determinado


vocabulario, un conjunto de palabras de uso esperable que es ligeramente
diferente al resto y que funciona como una suerte de santo y seña teórico,
cosa que es muy útil para identificar espíritus afines en las fiestas que se
llevan a cabo en los congresos de psicología –no vaya a ser cosa que en la
confusión etílica periacadémica vaya uno a cometer el horror de entablar
conversación con una persona de otra corriente teórica31.
Ese vocabulario no sólo incluye, como podríamos esperar, los conceptos
teóricos y neologismos específicos de cada teoría, sino también términos de
uso corriente que forman parte del folclore de cada tradición. Digamos, a
pesar de que no hay nada teóricamente específico en los términos, varios de
mis conocidos se alarmarían notablemente si dictara yo una clase con el título
“La dirección de la cura”.
Señalo esto porque hace un tiempo una colega me dijo que le llamaba la
atención el uso que yo hacía del término “interpretación” al hablar de
conducta y temas relacionados. La extrañeza de mi colega es comprensible, y
apuesto a que sería compartida por una buena parte de quienes me están
leyendo –después de todo, no es de las palabras que, en Argentina, resulte
esperable en boca de un psicólogo de orientación conductual. Contribuyendo
a la confusión, en más de una ocasión he explícitamente defenestrado la
práctica de la interpretación en la clínica, entendida como atribución
intempestiva de intenciones y significados ocultos a las acciones.
Para tranquilizar a mi colega que ya sospechaba que estaba yo nuevamente
bajo el efecto de estupefacientes, le expliqué que “interpretación” es un
término que forma parte del léxico conductual de manera oficial –quiero
decir, tiene su propia conceptualización y ocupa un lugar importante en el
aparato conceptual del análisis de la conducta y el conductismo radical.
El lugar que ocupa la interpretación es, en efecto, muy interesante y se
vincula no sólo con aspectos teóricos sino también con las prácticas
cotidianas en ámbitos clínicos. Querría entonces compartirles la explicación
sobre el concepto que, de manera no solicitada, le propiné a mi colega
durante un descuido. Así que, si no tienen nada que hacer, avanti al artículo
(sempre avanti).

Entre la ciencia y la filosofía

Siguiendo las prácticas de los malos ensayos (los únicos que me salen, por
otra parte), empecemos definiendo el término. La mejor definición de
interpretación que conozco es la proporcionada por el propio Skinner como
respuesta a un comentario de Stalker y Ziff (Skinner, 1984, p. 578):

Stalker & Ziff han asumido que más allá de la ciencia y la tecnología solo existe la filosofía.
Yo he encontrado algo más: la interpretación. La definiría como el uso de términos y
principios científicos para hablar de hechos sobre los que sabemos poco, para hacer
posible la predicción y el control.

El destacado es mío, y el alcance de la definición de Skinner es bastante


claro: hay eventos que nos resultan de interés, pero sobre los cuales
carecemos del nivel de predicción y control (o predicción e influencia, si
usamos terminología más contemporánea) que sólo es posible en ámbitos
experimentales. Es decir, conocemos poco sobre ellos32. Sin embargo, esto
no implica permanecer en silencio al lidiar con hechos de esa naturaleza.
Skinner sugiere que podemos utilizar principios conductuales que hayan sido
sólidamente establecidos en ámbitos experimentales para arriesgar una
explicación que nos proporcione algún grado de manipulación y predicción
sobre el fenómeno en cuestión. La actividad de emitir conjeturas de ese tipo
es lo que llamamos interpretación.
Puede resultar ilustrativo revisar lo que David Palmer escribe al respecto
en el prólogo a la edición digital de Contingencies of Reinforcement:

La interpretación (…) tiene un significado técnico para Skinner. El laboratorio es la herrería


en la que se forjan las herramientas de la ciencia y de la que emergen sus principios, pero
muchos fenómenos naturales no son susceptibles de control experimental. Para Skinner,
interpretar los datos fragmentarios e incontrolados de la experiencia cotidiana es mostrar
cómo esos datos pueden surgir apelando a principios que han surgido de un análisis
experimental y nada más. Una interpretación, entonces, difiere de la mera especulación en
que se basa en un conjunto de principios que han sido validados en el laboratorio. (Skinner,
2013, p. 7)

Es algo muy similar a lo que sostiene Donahoe: “la interpretación ocurre


cuando algún fenómeno es observado bajo condiciones que no permiten un
análisis experimental pero sobre el cual pueden aplicarse los frutos de análisis
experimentales previos para explicar el fenómeno” (Donahoe, 2004, p. 83).
Digámoslo así: abordar experimentalmente un fenómeno conductual
requiere identificar y manipular las variables ambientales de las cuales es
función. Por ejemplo, para determinar de qué manera un programa de
reforzamiento de razón variable afecta el patrón de respuestas en ratas es
necesario establecer una situación experimental de la cual podamos
manipular los aspectos ambientales clave y observar sus efectos: controlar la
historia de aprendizaje, manipular la administración de reforzadores, los
estímulos discriminativos, las operaciones establecientes, etc. Sólo bajo esas
condiciones podemos conocer con alta precisión los factores en juego para
esas conductas, identificando experimentalmente los procesos conductuales
básicos que luego traduciremos en principios conductuales generales (por
ejemplo, que las conductas reforzadas bajo un programa de razón variable
son particularmente resistentes a la extinción).
El problema es que un buen número de fenómenos conductuales en la vida
cotidiana no se prestan a esa clase de análisis. Por ejemplo, es difícil abordar
experimentalmente las conductas suicidas, por motivos obvios, pero es
posible interpretarlas de acuerdo a principios conductuales, formulando
algunas conjeturas informadas sobre la historia y circunstancias de dichas
conductas (conducta gobernada verbalmente, reforzamiento negativo, ciertas
características de la comunidad verbal, etc.), y obtener así un grado de
conocimiento sobre ellas que nos permitan identificar los factores
involucrados y así prevenirlas dentro de lo posible.
El meollo de la cuestión aquí es que si asumimos que toda la conducta
sigue las mismas leyes generales (y no hay motivo para no hacerlo), entonces
podemos utilizar el conocimiento acumulado durante más de un siglo de
investigaciones y desarrollos conceptuales para interpretar qué combinación
de principios conductuales podrían dar cuenta del fenómeno que nos interesa.
Esta forma de proceder –interpretar los fenómenos que son inaccesibles a
la experimentación– es una práctica común en las ciencias. Entre otros
ejemplos, Skinner menciona el caso de la teoría de la tectónica de placas,
señalando que “[se trata de] una interpretación del estado actual de la corteza
terrestre, usando principios físicos que gobiernan el comportamiento del
material bajo altas temperaturas y presiones establecidas bajo las condiciones
del laboratorio, donde la predicción y el control son posibles” (Skinner, 1984,
p. 578). Es decir, el fenómeno no ha sido abordado experimentalmente de
manera directa (es difícil meter a todo un planeta en un laboratorio,
especialmente si el laboratorio es de tamaño reducido), sino que ha sido
interpretado siguiendo la evidencia disponible y principios básicos
establecidos. Otras ciencias proceden de la misma manera –las hipótesis
cosmológicas y la teoría de la evolución son otros tantos ejemplos ilustres– y
también se trata de una práctica rutinaria en los ámbitos de intervención:
construir un puente o tratar una enfermedad son actividades en las cuales los
hechos con los que lidiar son interpretados según principios bien establecidos
en la ingeniería o la medicina, respectivamente.

¿Qué interpretar?

La interpretación, insisto, consiste en aplicar principios bien establecidos a


fenómenos que no se acomodan fácilmente a un análisis experimental. En el
análisis de la conducta, tales fenómenos son aquellos que tienen las
características de complejidad e inaccesibilidad –y ambas características
aplican a la mayoría de la conducta humana.
La conducta es un tema de estudio agobiantemente complejo, y lo es por
partida doble. No sólo la conducta actual depende de múltiples factores
contextuales inmediatamente presentes (véase Michael et al., 2011), sino
además de la historia de aprendizaje involucrada: “los organismos son
sistemas históricos cuyos estados futuros son dependientes no sólo de su
estado presente, sino también de su historia de estados pasados (…)
Organismos que se comportan de manera idéntica en una situación dada
pueden reaccionar de manera diferente a un mismo evento ambiental
posterior dependiendo de sus experiencias únicas. Por ejemplo, el fracaso
puede tener poco efecto en el comportamiento de alguien cuyo
comportamiento anterior ha sido en gran medida exitoso, pero un efecto
devastador en alguien cuyo comportamiento anterior ha sido en gran parte
infructuoso” (Donahoe, 2004, p. 84).
Es decir, la comprensión experimental rigurosa de cualquier fenómeno
conductual requiere conocer, además de todos los factores actuales de los que
depende, toda la historia conductual relevante, algo que no siempre es
posible por motivos éticos y/o prácticos, especialmente en el caso de la
conducta humana compleja. Digamos, salvo que consideremos a la película
The Truman Show como un procedimiento experimental válido, es difícil
acceder a la historia de aprendizaje completa de una persona.
La complejidad de la conducta puede resolverse experimentalmente
abordando conductas simples o de manera aislada, para las cuales podemos
establecer una historia particular y controlar las variables relevantes. Pero
cuando se trata de patrones complejos de conducta un abordaje experimental
se vuelve más difícil. Por ejemplo, es prácticamente imposible realizar un
abordaje experimental del patrón conductual de la depresión: es difícil
acceder a la historia de aprendizaje completa de la persona deprimida, como
así también a las variables que efectivamente influencian esas conductas en la
vida cotidiana (ya que poner a la persona en un laboratorio sería
efectivamente cambiar el contexto). Para sumarle dificultad a la cosa, aún si
de alguna manera pudiéramos montar un entorno experimental en el cual
tuviéramos registro de todas las conductas observables, se nos sumaría el
problema de los estímulos y conductas encubiertos (emociones,
pensamientos, sensaciones físicas, etc.), esto es, el mundo interno de una
persona, al cual es difícil acceder de manera experimental en tiempo real pero
que forma parte importante de los patrones conductuales complejos.
Permítanme de paso señalar que el mundo interno es efectivamente
relevante e interesante para el conductismo, pero abordarlo
experimentalmente es extraordinariamente difícil, ya que implica conocer con
precisión no sólo los estímulos y respuestas encubiertas, sino también la
historia de interacción con la sociedad y cultura que controlan las funciones
para esos estímulos y respuestas. En la práctica, el mundo interno
involucrado en patrones complejos de conducta es inaccesible
experimentalmente. Pero aun así “los principios conductuales se aplican a
todo el comportamiento, público y privado, observado y no observado. El
análisis experimental debe limitarse a eventos observables y manipulables,
pero el alcance de los principios derivados de un análisis experimental
incluye todos los eventos de comportamiento” (Palmer, en Skinner, 2013,
p.13). Es decir, a menudo es difícil abordar experimentalmente los eventos
privados, pero eso no nos impide abordarlos interpretativamente, si
procedemos con cautela respecto a la confiabilidad de nuestras
interpretaciones.
La interpretación es además la principal actividad disponible cuando sólo
tenemos un acceso parcial o indirecto a los fenómenos, como es
notablemente el caso en los ámbitos clínicos. En rigor de verdad, el trabajo
clínico se guía mayormente por interpretaciones de los fenómenos en
cuestión, más que por análisis funcionales propiamente dichos33.
Resumiendo, factores como la complejidad, la inaccesibilidad, y las
restricciones prácticas de algunos fenómenos conductuales de interés hacen
que sea impracticable abordarlos experimentalmente. En esos casos es un
camino lícito interpretarlos utilizando principios bien establecidos en
entornos experimentales, y de esta manera lograr algún grado de predicción e
influencia sobre ellos, o abrir el camino para futuras investigaciones.

Interpretación versus especulación


Como señalé al principio, la interpretación no es un término exclusivo del
análisis de la conducta –hay otras tradiciones psicológicas que apelan a esa
práctica, pero con variaciones clave respecto a la interpretación conductual.
En primer lugar, la interpretación conductual cumple un papel en la
construcción del conocimiento que es muy diferente al que desempeña en
otras tradiciones psicológicas. Aproximadamente podríamos decir que la
producción de saber en el análisis de la conducta sigue este camino
(Donahoe, 2004, p. 84):

1. Se investigan las características de eventos conductuales por medio de


análisis experimental.
2. Se formulan principios que resumen esos procesos y métodos de
modificación basados en ellos.
3. Las conductas complejas o que no son accesibles a la experimentación
se interpretan aplicando esos principios y métodos. Las interpretaciones
se consideran válidas cuando los procesos y principios empleados
resultan suficientes para dar cuenta de lo observado.

Es decir, el análisis experimental de eventos conductuales permite formular


principios que se aplican para interpretar fenómenos complejos. La
interpretación es una actividad posterior al análisis experimental, que lo
extiende y complementa sin reemplazarlo. Por ejemplo, el libro Conducta
Verbal de Skinner es una larga interpretación de la conducta verbal utilizando
principios que fueron establecidos experimentalmente a lo largo de décadas
de investigación conductual, procedimiento que se repite a lo largo de su
producción con todo tipo de términos psicológicos de uso cotidiano.
En contraste, la construcción de conocimiento en el grueso de la psicología
sigue un camino diferente, que puede bosquejarse aproximadamente así:
1. Se interpretan conductas complejas.
2. Dichas interpretaciones se utilizan para formular inferencias (que son
luego investigadas)
3. Esas inferencias se aplican a la interpretación de otras conductas
complejas.

Es decir, en este caso la interpretación está en el punto de partida y en el de


llegada. Un caso paradigmático de este camino sería el uso de la
interpretación por parte de Freud: en La interpretación de los sueños, por
ejemplo, se parte de la interpretación de conductas complejas (los sueños y
sus relatos), se formulan inferencias no basadas en investigación para
explicarlas, y se considera que el fenómeno ha sido explicado cuando esas
inferencias dan cuenta del mismo, tras lo cual esas mismas inferencias se dan
por válidas y se aplican a la interpretación de otras conductas.
Podemos señalar algunos problemas con este uso de la interpretación, que
no es exclusivo de Freud, sino que está extendido en la psicología
hegemónica. Ante todo, podríamos señalar la circularidad de este proceder:
los principios que fueron inferidos a partir de un fenómeno se usan como
explicación suficiente del mismo fenómeno del cual fueron inferidos. Puesto
de manera esquemática:

1. Se interpreta que la conducta compleja A está causada por los


fenómenos inobservables B y C (por ejemplo, simplificando: “los
sueños son un cumplimiento de deseos”).
2. Los fenómenos inobservables B y C se usan para explicar las
características de la conducta compleja A (por ejemplo, se describen
sueños que pueden explicarse como cumplimiento de deseo).
3. Se asume como demostrado que la conducta A está causada por los
fenómenos inobservables B y C.

Si prestaron atención, habrán notado que esto involucra una petición de


principio: la inferencia que se debía demostrar (1) se toma como premisa
verdadera y se sacan conclusiones de ella (2), que son exhibidas como
confirmación de la inferencia (3), pero la premisa inicial nunca fue realmente
demostrada. Lo que era una hipótesis provisional no se cuestiona, sino que se
toma como una verdad de la cual sacar conclusiones, que a su vez son
ofrecidas como prueba de la hipótesis.
Las explicaciones obtenidas de esta manera resultan más bien endebles.
Una interpretación intenta comprender un evento usando un cierto aparato
conceptual, lo cual significa que una interpretación es tan sólida como los
conceptos que utiliza. Si esos conceptos a su vez son interpretaciones de otros
eventos, estamos frente a una situación similar a llevarse a sí mismo en
andas. La especulación sin el límite que proporciona la investigación rigurosa
se ve afectada por toda clase de sesgos y prejuicios difíciles de detectar –los
sesgos de género asociados a los diagnósticos de histeria (Ussher, 2013) son
buenos ejemplos de esto.
En contraste, la interpretación conductual de eventos ambiguos no se
sustenta en principios formulados en otras interpretaciones de eventos
ambiguos, sino en principios surgidos de eventos cuyas características son
examinadas a través de la manipulación experimental en condiciones
controladas. Sigue siendo falible, pero en menor grado que si se basa sólo en
especulaciones.
Otra particularidad de la interpretación conductual concierne a qué elige
como foco. El análisis de la conducta asume que la conducta es función en
última instancia del contexto, no de eventos o mecanismos internos, por lo
cual las interpretaciones conductuales de las conductas complejas conjeturan
sobre qué factores ambientales e históricos podrían estar en juego, en lugar de
enfocarse en mecanismos hipotéticos internos que podrían ser sus causas.
Esto no implica que el mundo interno (pensamientos, sentimientos) quede
excluido de las interpretaciones conductuales, sino más bien que su papel es
desplazado: “Un análisis conductual no rechaza la utilidad de los reportes del
mundo interno que es sentido e introspectivamente observado. Constituyen
pistas sobre (1) la conducta pasada y las condiciones que la afectaron, (2) la
conducta actual y las condiciones que la afectan, y (3) las condiciones
relacionadas con conductas futuras” (Skinner, 1974, p. 35). Podemos obtener
información contextual de los reportes de sentimientos y pensamientos, y es
legítimo hipotetizar formas en las cuales dichas experiencias privadas podrían
participar en fenómenos conductuales complejos, pero no es legítimo
conjeturar que dichas experiencias sean las causas de esos fenómenos. Todo
evento interno que se postule debe ser referido en última instancia a factores
contextuales.
La evitación experiencial es un buen ejemplo. Se trata de una
interpretación que intenta dar cuenta de un fenómeno complejo en la
psicopatología, postulando que una parte significativa de lo que observamos
en diversos cuadros clínicos puede entenderse como el abanico de
consecuencias que surgen de la evitación/escape de experiencias privadas
(sensaciones físicas, emociones, pensamientos, recuerdos, predisposiciones
conductuales). Es una respuesta que está parcialmente controlada por una
estimulación interna (como el hambre, por ejemplo). Pero la explicación de la
causas de la evitación experiencial no es brindada en términos internalistas,
sino en términos de los efectos contextuales de fenómenos conductuales
conocidos: “desde nuestra propia perspectiva conductual contextual (…) hay
varios factores que contribuyen [a la evitación experiencial], incluyendo la
naturaleza bidireccional del lenguaje humano, la generalización inapropiada
de reglas de control, el apoyo social para las emociones y cogniciones como
causas de la conducta, apoyo social, y el modelado de evitación experiencial,
entre otros”(Hayes et al., 1996, p. 1155). Son esas condiciones contextuales
las que llevan a que ciertas experiencias privadas tengan esas funciones. Cada
uno de esos factores involucra principios básicos que han sido establecidos
experimentalmente con conductas simples, y los eventos descriptos en esos
principios son la causa propiamente dicha de la evitación experiencial.
De esta manera, un fenómeno complejo y del cual conocemos
relativamente poco (ciertos aspectos de la psicopatología) puede
comprenderse satisfactoriamente (esto es, lograrse cierto grado de influencia
y predicción), en términos de procesos básicos investigados
experimentalmente. Dicho de manera simplificada: la interacción de ciertos
procesos conductuales básicos contribuye a establecer a las experiencias
internas como estímulos discriminativos para conductas de evitación, lo cual
conlleva determinadas consecuencias problemáticas. Y dado que las causas
se establecen en términos de un determinado contexto, las intervenciones
posibles consistirán en la alteración de dicho contexto.
Que las interpretaciones conductuales se enfoquen en el contexto tiene dos
características deseables. En primer lugar, a diferencia de los hipotéticos
mecanismos internos los factores contextuales son, en principio, directamente
modificables. Como mínimo, una interpretación conductual debe señalar los
aspectos del contexto cuya alteración influiría sobre el fenómeno en cuestión:
los aspectos del ambiente físico, biológico, o social, y la historia de
aprendizaje involucrada. De manera que una interpretación conductual es
ante todo práctica –proporciona una guía para predecir e influenciar un
aspecto del mundo (aunque esto, por supuesto, no quiere decir que siempre
sea posible hacerlo).
La segunda característica deseable es que el foco en el contexto suele
resultar en conjeturas más compasivas que aquellas basadas en factores
internos (Regan & Totten, 1975; Stewart et al., 2010). He citado varias veces
la expresión de Skinner, “la rata siempre tiene razón”, como ilustración de
esta característica: en un entorno experimental todas las acciones de una rata
son respuestas adecuadas a su ambiente, aún aquellas que nos parezcan
erróneas. Similarmente, asumir que las acciones de una persona son siempre
respuestas perfectamente adecuadas a sus condiciones de vida, y que
cualquier persona con esa historia de aprendizaje y en esa situación
respondería de la misma manera, nos ayuda a desculpabilizar y orientar la
atención hacia los aspectos del contexto responsables por tales respuestas.

Cerrando

La interpretación conductual emplea términos y principios científicos para


hablar de fenómenos que no son actualmente accesibles a un abordaje más
riguroso, enfocándose principalmente en el contexto de los eventos
conductuales de interés. Aprovecha principios y conceptos conductuales que
han sido establecidos experimentalmente para comprender fenómenos
complejos, ambiguos, o inaccesibles a la manipulación. La interpretación no
produce nuevos conceptos y principios, sino que a lo sumo señala un camino
posible para un análisis experimental riguroso. El análisis experimental es
generalizante, ya que formula principios y conceptos que se pretenden
aplicables a toda conducta; la interpretación es particularizante, intenta
explicar las características de eventos concretos.
Podemos volver a revisar la primera parte de la cita de Skinner con la que
comenzamos:
Stalker & Ziff han asumido que más allá de la ciencia y la tecnología solo existe la filosofía.
Yo he encontrado algo más: la interpretación

Si me permiten jugar un poco, llevando la frase más allá de su sentido


original y forzando los términos, diría que esa enumeración de ciencia,
filosofía, e interpretación, condensa las tres vías principales de construcción
del conocimiento: la inducción, la deducción y la abducción. El razonamiento
inductivo es aquel que a partir de la observación de los casos particulares
formula principios generales, y es el proceder que más claramente representa
a la ciencia experimental. El razonamiento deductivo, por su parte, es aquella
forma del razonamiento en la cual partimos de premisas para llegar a sus
conclusiones lógicas necesarias (el consabido “todos los hombres son
mortales; Sócrates es hombre; por lo tanto, Sócrates es mortal”), y está más
claramente representado en la labor de la filosofía.
Por su parte, el razonamiento abductivo, dicho a lo bruto, es aquel en el
que se formula la explicación más probable para un conjunto de
observaciones a partir de una regla. Es enunciar una conjetura plausible para
un determinado fenómeno. Este tipo de razonamiento fue identificado y
desarrollado por C.S. Peirce, que señaló que una conjetura así formulada no
sólo debe explicar los hechos sino también ser susceptible a verificación
experimental, algo completamente compatible con lo que vimos sobre la
interpretación conductual. De manera que en el corazón de la interpretación
conductual encontramos a la abducción como complemento elegante de las
otras vías del conocimiento.
Si han llegado hasta aquí, gracias por la compañía. Espero que el tema les
haya interesado tanto como a mí, o al menos, que haya contribuido a despejar
algunas confusiones.
Nos leemos la próxima.
Referencias

Donahoe, J. W. (2004). Interpretation and Experimental-analysis: An


Underappreciated Distinction. European Journal of Behavior Analysis,
5(2), 83–89. doi.org
Hayes, S. C., Wilson, K. G., Gifford, E. V., Follette, V. M., & Strosahl, K.
(1996). Experiential avoidance and behavioral disorders: A functional
dimensional approach to diagnosis and treatment. Journal of Consulting
and Clinical Psychology, 64(6), 1152–1168. doi.org
Michael, J., Palmer, D. C., & Sundberg, M. L. (2011). The Multiple Control
of Verbal Behavior. The Analysis of Verbal Behavior, 27(1), 3–22. doi.org
Regan, D. T., & Totten, J. (1975). Empathy and attribution: Turning
observers into actors. Journal of Personality and Social Psychology, 32(5),
850–856. doi.org
Skinner, B. F. (1974). About Behaviorism. Random House.
Skinner, B. F. (1976). What Is Psychotic Behavior? En H. Rachlin (Ed.),
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Skinner, B. F. (1984). The operational analysis of psychological terms.
Behavioral and Brain Sciences, 7(4), 547–553. doi.org
Skinner, B. F. (2013). Contingencies of Reinforcement. Appleton-Century-
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Stewart, T. L., Latu, I. M., Kawakami, K., & Myers, A. C. (2010). Consider
the situation: Reducing automatic stereotyping through Situational
Attribution Training. Journal of Experimental Social Psychology, 46(1),
221–225. doi.org
Ussher, J. M. (2013). Diagnosing difficult women and pathologising
femininity: Gender bias in psychiatric nosology. Feminism & Psychology,
23(1), 63–69. doi.org

31 Lo mejor es no ir a los congresos.


32 Recordemos que para Skinner el conocimiento “no debe ser identificado con lo que vemos de las
cosas, sino con lo que podemos hacer con ellas. El conocimiento es poder porque es acción”(Skinner,
1976).
33 En efecto, si bien hay múltiples y conflictivas definiciones de lo que un análisis funcional es
(Haynes & O’Brien, 1990), en sentido restringido un análisis funcional está ligado a la observación
directa y a la manipulación controlada de los fenómenos de interés. La metodología básica del análisis
funcional puede describirse como la “observación y medición directas de la conducta problema bajo
condiciones de evaluación y control en las cuales alguna variable ambiental es manipulada” (Hanley et
al., 2003, p. 149). Notarán que esto no es posible para la enorme mayoría de los fenómenos clínicos. En
el ámbito clínico usualmente no lidiamos con la conducta blanco y sus variables antecedentes y
consecuentes, sino con el relato que hace de ellas una persona. No sólo no podemos manipular
directamente las variables reportadas, sino que el reporte mismo depende en gran medida de la atención
y memoria de la persona. Por ejemplo, cuando analizamos en sesión un episodio de autolesiones, el
grueso del material que analizamos no es la conducta blanco en sí sino un relato de la conducta y sus
circunstancias de emisión. Ese relato habitualmente es: a) emitido varios días después del evento en sí,
b) por parte de una persona que usualmente no está profesionalmente entrenada para identificar
contingencias, c) y además las contingencias a identificar sucedieron mientras estaba experimentando
un estado emocional intenso. En ese sentido, un paciente es literalmente la peor fuente de información
disponible. Esto no quiere decir que sea inválida la información que obtenemos del relato y las
intervenciones que de ella se desprenden, claro está. La evidencia señala que un proceder clínico guiado
por una interpretación conductual del relato, utilizando fuentes suplementarias de información como
registros y evaluaciones, y apelando al conocimiento acumulado de nuestra disciplina sobre las posibles
variables para esas conductas, lleva a intervenciones clínicas útiles. Pero en cualquier caso estamos
lejos del análisis funcional entendido en su sentido estricto de observación directa y manipulación de
variables. Por supuesto, podemos ampliar el sentido del término “análisis funcional” para aplicarlo
también a los procedimientos que se basan en indagación indirecta. Tendríamos entonces análisis
funcional en sentido experimental, en sentido observacional, y en sentido clínico. Sería una distinción
lícita –después de todo, podemos hacer con las palabras lo que queramos, y en tanto las usemos con
claridad no debería haber mayor riesgo de confusión. De todos modos, creo que como recordatorio de
humildad y prudencia con las conclusiones que así extraemos vale la pena tener en cuenta que la
variedad de análisis funcional que utilizamos en la clínica hace un uso extenso de la interpretación
conductual del relato, es decir del “uso de términos y principios científicos para hablar de hechos sobre
los que sabemos poco, para hacer posible la predicción y el control”.
DE PEPPER AL CONTEXTUALISMO
FUNCIONAL

El contextualismo funcional es la filosofía de la ciencia en la que se apoyan


todos los desarrollos de la Ciencia Contextual Conductual (CBS, por las
siglas en inglés; Hayes et al., 2012), incluyendo teoría de marco relacional
(RFT; Hayes et al., 2001) , terapia de aceptación y compromiso (ACT; Hayes
et al., 1999), y que también ha sido adoptada por abordajes terapéuticos
afines a esa tradición. Se trata de una suerte de extensión y actualización de
los postulados del conductismo radical skinneriano, pero con especificaciones
propias que, aunque ausentes en el conductismo radical, creo que permiten
comprender mejor algunos de sus puntos. Podríamos pensarlo como una
suerte de Conductismo Radical 2.0 –aunque creo que se trata menos de una
superación que de una extensión.
Si bien sus postulados suelen repetirse en cada libro y formación que surge
en el seno la comunidad de la CBS, sus raíces filosóficas son bastante menos
conocidas. El contextualismo funcional realiza una reinterpretación de los
postulados del conductismo radical basándose en los desarrollos de Stephen
C. Pepper, un filósofo norteamericano prácticamente desconocido en nuestro
ámbito, cuya obra hasta el día de hoy no ha sido traducida al castellano.
Es un tema que no interesa a casi nadie, así que, por supuesto, he pasado
los últimos años leyendo y aprendiendo al respecto, coleccionando cuanto
libro y artículo de Pepper he podido encontrar, para comprender un poco
mejor sus postulados. Lo que quiero ofrecer aquí es un resumen (bastante
extenso, de todos modos) de los aspectos del trabajo de Pepper que me
parecen más interesantes –en particular su teoría de la metáfora raíz y las
hipótesis del mundo34.
Creo que el público para este ensayo puede encontrarse en la intersección
entre los siguientes grupos: personas interesadas en la filosofía de la ciencia;
personas interesadas en el contextualismo funcional; personas interesadas en
los aportes de Pepper al contextualismo funcional; personas con demasiado
tiempo libre y poco criterio. Si se encuentran cómodos en esa reducida
intersección (al menos no va a estar superpoblada, eso seguro), avancemos
artículo adelante.

Una filosofía de la ciencia hecha a medida

El contextualismo funcional es una filosofía de la ciencia ad hoc –es decir


que ha sido formulada específicamente para organizar el proyecto de ciencia
que es la CBS, y que luego se ha popularizado en general dentro del mundillo
académico de las psicoterapias contemporáneas de modificación de conducta
(las llamadas terapias de tercera ola o terapias contextuales).
Dicho de manera muy abreviada, el contextualismo funcional describe la
posición filosófica que adoptarán los desarrollos científicos que en él se
basan: las teorizaciones, las investigaciones, los desarrollos aplicados como
las psicoterapias, etc. Funciona como una suerte de “guía rápida de
ensamblado” para los proyectos de la CBS, describiendo qué categorías
filosóficas utilizar, cuáles evitar, cómo definir qué es verdadero, y los
objetivos o criterios para que un concepto o teoría interna sean tomados como
válidos.
Vale la pena destacar lo atípico que es esto en la psicología en general y en
las psicoterapias en particular. Basta una breve recorrida por la disciplina
para notar que, en una buena parte de las corrientes psicológicas, las
precisiones ontológicas y epistemológicas están completamente ausentes o
sólo aparecen como rudimentos.
Por supuesto, otras varias escuelas psicológicas tienen abundantes
desarrollos filosóficos sobre sus conceptualizaciones, pero usualmente con
dos características: en primer lugar, suelen ser llevados a cabo por personas
ajenas a las conceptualizaciones originales; y, en segundo lugar, rara vez el
sustento filosófico se desarrolla en paralelo a las teorías psicológicas que en
él descansan, sino que por lo general aparece unos cuantos años más tarde. La
filosofía suele venir después de la psicología, como para ordenar o legitimar
lo ya dicho, y a veces hasta pareciera que lo hace un poco a regañadientes35.
En contraste, el contextualismo funcional fue postulado antes (o al menos,
al mismo tiempo) que las conceptualizaciones psicológicas que en él se
basan, y por las mismas personas –se trata de una filosofía de la ciencia
pergeñada por psicólogos, a la medida de su propio quehacer. Hay varios
aspectos que pueden ser considerados sobre la conveniencia de proceder de
esta manera. Por ejemplo, podemos discutir si es una buena idea que la
reflexión filosófica provenga de personas no especializadas en filosofía; si es
una buena idea que la filosofía de la ciencia preceda a la ciencia misma o si
es preferible que surja con posterioridad; si es buena idea que sean las
mismas personas que realizan las conceptualizaciones psicológicas o si sería
preferible que fuese hecha por terceras personas, etcétera. Esas cuestiones
podrían ser consideradas en detalle, pero ello excedería las posibilidades de
este texto y la paciencia de todos los involucrados, de manera que
limitémonos a señalar esto como una curiosidad y avancemos.
La historia resumida del desarrollo del contextualismo funcional puede
sintetizarse aproximadamente de la siguiente manera: en un artículo
publicado a finales de la década del 80, Steven Hayes, Linda Hayes y Hayne
Reese (1988) presentaron una reseña del libro World Hypotheses, de Stephen
C. Pepper. World Hypotheses (que podríamos traducir como “Hipótesis del
Mundo”, y de aquí en más abreviaremos como WH) no es un libro sobre
filosofía de la psicología, ni siquiera sobre filosofía de la ciencia, sino que se
trata esencialmente de un catálogo de las principales posiciones ontológicas o
metafísicas en boga a principios del siglo XX36. Es ante todo una meta-
filosofía, utilizando la expresión de Reck (1982), que aborda y sistematiza
diferentes ontologías o metafísicas. No obstante, es posible derivar de allí una
o varias filosofías de la ciencia, y eso es justamente lo que hicieron Hayes y
colaboradores en ese artículo: adaptar la perspectiva de Pepper para pergeñar
una filosofía de la ciencia que resultara adecuada para el análisis de la
conducta, en el espíritu del conductismo radical.
El artículo en cuestión reseña la teoría detrás de las hipótesis sobre el
mundo (que veremos más adelante), describe brevemente a cada una, y se
sugiere que aquella denominada como contextualismo es la que mejor
describe y organiza la perspectiva filosófica del análisis de la conducta. Unos
años más tarde S. Hayes (1993) profundizó esa idea inicial, añadiendo
además la distinción crucial entre dos variedades del contextualismo utilizado
en la ciencia, a las que llamó contextualismo descriptivo y contextualismo
funcional37. Esos dos artículos constituyeron el núcleo del contextualismo
funcional tal como se entiende actualmente. Ambos textos fundacionales son
de lectura relativamente accesible, por lo que los remitiré a ellos y no los
discutiremos aquí.
De esta manera, el núcleo filosófico fuerte fue presentado casi una década
antes de que el modelo psicoterapéutico que sobre él se construyó (el primer
texto de ACT sería publicado recién en 1999), dando el puntapié inicial a lo
que luego se convertiría en la CBS. Ese núcleo fuerte ha permanecido en gran
medida inalterado. Si bien con posterioridad han aparecido varias
publicaciones sobre el tema, las mismas se limitaron a repetir u ofrecer
precisiones menores, sin que ninguna de ellas introdujera cambios
significativos respecto a los desarrollos originales (por ejemplo, Barnes-
Holmes, 2005; Vilardaga et al., 2009).
Es habitual que al hablar de contextualismo funcional se describa
directamente la propuesta de Hayes y colaboradores, sin dar demasiados
detalles sobre la obra de Pepper en la que se basan. Es una simplificación
comprensible: Pepper es un autor de ardua lectura y la mayoría del texto no
guarda relación directa con la ciencia contextual conductual. El problema es
que Pepper, si bien ha gozado de cierta popularidad en el ámbito académico
norteamericano, es un autor prácticamente desconocido en el resto del mundo
–hasta donde sé, no hay traducciones al castellano de ninguno de sus libros.
Por este motivo querría proporcionar un vistazo general de las tesis
centrales de WH para, de alguna manera, contextualizar el contextualismo.
Antes de ello, sin embargo, contextualicemos a Pepper mismo.

Breve biografía de Pepper

Stephen Coburn Pepper nació el 4 de abril de 189138 en Newark, y creció en


un ambiente tanto artístico como académico. La carrera artística de su padre,
Charles Hovey Pepper, un pintor de paisajes relativamente conocido, llevó a
que Stephen pasara una buena parte de su infancia en París y luego viajando
alrededor del mundo antes de establecerse definitivamente en Estados
Unidos.
Luego de graduarse con un doctorado en filosofía en la Universidad de
Harvard en 1916 y de servir en el ejército hacia el final de la Primera Guerra
Mundial, en 1919 Pepper se unió al departamento de filosofía de la
Universidad de California en Berkeley, institución a la que permanecería
vinculado hasta su retiro en 1958. Durante ese lapso fue decano asociado del
Colegio de Letras y Ciencia entre 1939 y 1947, jefe del departamento de arte
entre 1938 y 1952, y jefe del departamento de filosofía entre 1952 y 1958.
Su trabajo más conocido es sin duda World Hypotheses39 (Pepper, 1942)
en donde expone su teoría sobre los sistemas metafísicos u ontologías
generales, libro que tuvo una notable repercusión especialmente en los
círculos psicológicos y que es el eje del presente texto. Pero sería un error
creer que Pepper se dedicó con exclusividad a la metafísica. De hecho, hay
razones para sostener que, a pesar de que WH fue su libro más conocido,
ocupó un lugar relativamente menor en su obra. Durante toda su vida Pepper
estuvo vinculado cercanamente al arte y a la crítica estética, y esa
sensibilidad artística es perceptible en su obra. De hecho, su primer libro,
Modern Color, publicado en 1923, es un libro técnico sobre el uso del color
en pintura, escrito en coautoría con el artista Carl Gordon Cutler. En 1937 (es
decir, cinco años antes de la publicación de WH), publicó Aesthetic Quality:
a Contextualistic Theory of Beauty40, en el cual ofrece una perspectiva
contextualista del fenómeno estético y de la belleza, muchas de las tesis allí
expuestas volverán a aparecer en WH. Algo similar puede apreciarse en su
libro The Basis of Criticism in the Arts41, publicado en 1945, en el cual
analiza distintas obras de arte desde la perspectiva de cada una de las
hipótesis del mundo presentadas en WH.
Su relación con la filosofía y con la verdad, como así también su pasión
por la disciplina pueden apreciarse en el siguiente fragmento: “Desde que
tengo memoria he sentido el ardiente deseo de saber acerca de las cosas,
acerca de lo que realmente son, y acerca de lo que hace a algunas cosas y
acciones buenas y a otras malas (…) No fue casual sino inevitable que al
descubrir la filosofía quise que fuera mi profesión. Allí estaba una profesión
cuya meta era conocer acerca de la naturaleza de las cosas –la maravillosa
coincidencia de hallar un trabajo en el cual me pagarían por hacer
precisamente lo que más deseaba hacer” (Pepper, citado en Efron, 1980).
Pepper falleció el 1 de mayo de 1972, en Berkeley, la ciudad en la cual
transcurrió la mayor parte de su vida.

Las hipótesis del mundo

World Hyphotheses es un catálogo sistemático de las ontologías que han sido


desarrolladas a lo largo de la historia del pensamiento occidental. Dicho de
manera simplificada, la ontología o metafísica general es la rama de la
filosofía que se ocupa de la naturaleza de la realidad: qué es lo que existe, qué
significa que algo sea, cuáles son las categorías principales de lo que es, etc.
En WH se postula que las filosofías sistemáticas, incluso aquellas muy
distantes entre sí en el tiempo, se pueden agrupar como perteneciendo a una u
otra hipótesis del mundo. La tesis general de WH postula cuatro hipótesis del
mundo relativamente adecuadas y con diferencias sustanciales entre sí, a las
que Pepper llama formismo, mecanismo, contextualismo y organicismo.
Cada hipótesis del mundo se constituye en torno a una metáfora raíz, una
experiencia del sentido común que actúa como guía en la búsqueda del
conocimiento. De la metáfora raíz se desprenden las categorías centrales de la
hipótesis del mundo, sus particularidades y formas de acercarse a la verdad.
La teoría de la metáfora raíz es una de las contribuciones más originales de
Pepper, constituyendo un fascinante dispositivo para pensar.

La metáfora como dispositivo heurístico cósmico


La idea que lleva a Pepper a las hipótesis del mundo puede resumirse de la
siguiente manera: cuando una persona quiere conocer el mundo, su punto de
partida no son hechos empíricos indisputables ni certezas sensoriales ni
lógicas42, sino los hechos confusos y ambiguos que le presenta el sentido
común [p.39]. Esto es una directa oposición a la afirmación de Descartes de
que el conocimiento se construye sobre certezas irrefutables.
Para Pepper la certeza filosófica olímpica termina siempre revelándose
como un dogma, como una petición de principio. Basta revisar la historia del
pensamiento para comprobar que cada vez que se postuló una certeza
irrefutable (el “soy, luego existo”, por ejemplo), inmediatamente fue puesta
en duda. En realidad, señala Pepper, otorgarle a una certeza el carácter de
irrefutable es meramente un intento de impedir que sea analizada.
En lugar de eso, Pepper sostiene que el conocimiento humano parte
siempre de bases muy refutables y mejorables. El conocimiento parte de
nuestra experiencia directa con el mundo, lo que llamamos el sentido común.
Pero Pepper no postula que el sentido común muestre el mundo tal cual es,
sino que nos brinda un material en bruto, ambiguo y contradictorio, que debe
analizarse y progresivamente refinarse para llegar a conocimientos más
confiables y precisos. El conocimiento puede surgir in medias res, en el
medio de las cosas, y progresivamente elaborarse para despejarlo de
contradicciones y ambigüedades.
El sentido común nos brinda hechos y creencias que se muestran seguras,
confiables, y que inicialmente resulta una guía tosca pero efectiva para lidiar
con el mundo: el sol sale por el este, la semana empieza el lunes, el mate no
se debe tomar con agua hervida, etcétera. El problema es que al analizarlas
con detenimiento esas piezas de conocimiento resultan contradictorias y
confusas –recordemos que el sentido común nos dice que la tierra es plana.
Por ese motivo el conocimiento no puede basarse en ese material.
Pero en lugar de abandonarlo completamente por ello, ese conocimiento
confuso puede ser progresivamente refinado para llegar a conocimientos más
precisos y coherentes, el tipo de conocimiento que queremos en la ciencia, las
artes, la filosofía. Digamos, para movernos hacia la verdad, como sea que la
definamos, necesitamos refinar progresivamente los hechos brutos que nos
proporciona el sentido común.
Este es el camino que a lo largo de la historia ha seguido el conocimiento
humano: el refinamiento progresivo y constante de aquellos hechos que la
experiencia cotidiana nos presenta para generar enunciados más precisos y de
mayor alcance sobre las cosas. El problema es, ¿cómo hacer esto? Si no
admitimos certezas o intuiciones a priori, si no partimos de una base
filosófica firme, ¿cómo decidimos qué categorías emplear para el análisis de
los hechos?
La respuesta de Pepper es lo que hemos hecho históricamente: usar otra
área del sentido común con la que estamos familiarizados, identificar sus
categorías centrales y usarlas como referencia para abordar todos los hechos a
analizar. Esta es la teoría de la metáfora raíz. El conocimiento parte así de un
hecho estético: una metáfora, o más bien analizar metafóricamente un hecho
en términos de otro.
Tomamos otra experiencia del sentido común, que nos resulta más
conocida o con la que tenemos mayor familiaridad, identificamos sus
características y particularidades, y las convertimos en categorías que
utilizamos para analizar todos los hechos del mundo. Es decir, para conocer
un hecho novedoso usamos como referencia un hecho conocido, y
metafóricamente abordamos el hecho nuevo en términos del hecho ya
conocido, que se transformará entonces en una metáfora guía para analizar el
hecho nuevo.
Este proceder no es infrecuente: en nuestra vida cotidiana cada vez que se
nos encontramos con algo nuevo, un objeto o evento, la forma más elemental
de abordarlo es por medio de ponerlo en relación metafórica con algo ya
conocido –por ejemplo, puedo explicarles qué es un caracal diciendo que es
un tipo de gato, animal con el que tenemos más familiaridad.
Un proceso similar puede apreciarse en el uso que la psicología cognitiva
hizo de la metáfora o analogía de la mente como una computadora
(Gigerenzer & Goldstein, 1996). Esta metáfora sirvió como guía para la
exploración: la computadora, algo que era bien conocido y comprendido,
podía arrojar luz sobre el fenómeno más bien misterioso de la mente humana.
Y dado que las computadoras tienen módulos y circuitos, algo similar se
buscó en la mente o en el cerebro. Este uso de las metáforas, más limitado a
algunos eventos, es parte normal de nuestra forma habitual de conocer.
En WH, sin embargo, la metáfora es elevada al rango de dispositivo
heurístico cósmico, es decir, no sólo para abordar un área o fenómeno, sino
todo hecho que se le presente. La analogía con un gato es útil para hablar de
ciertos animales, pero difícilmente sirva para analizar un módulo lunar o el
funcionamiento del mercado bursátil. Como metáfora es inadecuada para
analizar el mundo. Pero hay otras experiencias del sentido común, otras
metáforas, que potencialmente pudieran tener mayor alcance y utilizarse
como guía para analizar un rango más amplio de eventos.
El proceso de desarrollo de un organismo biológico, por ejemplo, puede
aplicarse para describir tanto la sociedad (vg. Durkheim) como el
funcionamiento del aprendizaje (vg. Piaget), empleando las categorías que
describen a los órganos físicos para comprender el funcionamiento de los
órganos de gobierno. La sociedad es pensada según el patrón de
funcionamiento de un organismo, el aprendizaje es pensado según el patrón
de funcionamiento de un organismo (acomodación y asimilación). Como
señalé antes, la máquina (bajo la forma de la máquina de vapor, la máquina
electrónica, o de cualquier otro tipo) ha sido utilizada para analizar el cerebro,
la sociedad, las partículas físicas, etcétera.
Es decir, hay algunas metáforas que no sólo son adecuadas para describir
algunos eventos o un ámbito en particular, sino que siguen mostrándose
relativamente adecuadas con todos los hechos del universo que se le
presenten. Una metáfora usada de esta manera se convierte en una metáfora
raíz, un dispositivo filosófico para conocer el mundo.
La metáfora, así utilizada, impone inicialmente sobre la masa difusa y
contradictoria del hecho de sentido común su propia estructura, lo cual
permite inteligirlo mejor. Ver al cerebro como una computadora inicialmente
orienta y le da coherencia a la exploración: buscamos circuitos, módulos de
procesamiento, funciones lógicas, etc. Pero al hacer eso la metáfora deja
sobre el evento las marcas inextricables de sus propias categorías. Visto de
esta manera, por ejemplo, el cerebro no es sólo el cerebro, sino “el cerebro
visto como una máquina”, y eso tiene sus propias limitaciones porque, a fin
de cuentas, el cerebro no es una máquina, sino que es tratado como tal para
facilitar el análisis (véase Carello et al., 1984). De esa manera, la metáfora
raíz le otorga una impronta particular a los hechos que analiza, constituyendo
una particular cosmovisión. A su vez, los hechos pueden imponer un ajuste
menor en las propias categorías de la metáfora, modificándola y refinándola.
En todo ese proceso la metáfora de a poco se va expandiendo y
convirtiéndose así en una forma sistemática de ver y abordar el mundo, una
ontología general o, como Pepper la denomina, una hipótesis del mundo.
Cuando analizamos el mundo utilizando las categorías de la máquina, por
ejemplo, el mundo se convierte en el-mundo-como-máquina, que es distinto
del mundo-como-organismo, el-mundo-como-formas, etcétera: se configuran
así diferentes hipótesis del mundo, que construyen de distinta manera los
hechos que analizan.
Que una metáfora raíz, y la hipótesis del mundo sobre ella construida,
funcione quiere decir básicamente que puede servir para analizar los hechos
nuevos sin perder precisión y sin volverse contradictoria, y que al usarla con
más y más hechos las categorías básicas de la metáfora se sigan sosteniendo
sin contradicción y con precisión. Es decir, una hipótesis del mundo es
adecuada en tanto pueda seguir ofreciendo precisión [precision] y amplitud
[scope] al lidiar con los hechos del mundo, es decir, en tanto sus categorías
puedan dar cuenta sin ambigüedad de los hechos analizados y en tanto pueda
asimilar nuevos hechos [p. 74 y ss.].
Pepper describe el proceso de la siguiente manera:

Un hombre que desea comprender el mundo busca a su alrededor una clave para su
comprensión. Se lanza sobre alguna área de los hechos de sentido común e intenta entender
otras áreas en términos de ésta. Esta área original se convierte entonces en su analogía básica
o metáfora raíz. Describe lo mejor que puede las características de esta área o, si se quiere,
discrimina su estructura. Una lista de sus características estructurales se convierte en sus
conceptos básicos de explicación y descripción. Los llamamos un conjunto de categorías. En
términos de estas categorías, procede a estudiar todas las demás áreas de hecho, tanto las que
no hayan sido criticadas43 como las que ya hayan sido previamente criticadas. Se
compromete a interpretar todos los hechos en términos de estas categorías. Como resultado
del impacto de estos otros hechos sobre sus categorías, puede calificar y reajustar las
categorías, de modo que un conjunto de categorías comúnmente cambia y se desarrolla. Dado
que la analogía básica o la metáfora raíz normalmente (y probablemente también
necesariamente, en parte al menos) surge del sentido común, se requiere una gran cantidad de
desarrollo y refinamiento de un conjunto de categorías para que resulten adecuadas para una
hipótesis de alcance ilimitado. Algunas metáforas raíz resultan más fértiles que otras, tienen
mayores poderes de expansión y de ajuste. Estas sobreviven en comparación con los demás y
generan las teorías del mundo relativamente adecuadas. [pp. 91-92]

Una metáfora raíz, entonces, es una experiencia del sentido común cuyas
categorías discriminadas se aplican a todo el universo, y que al desarrollarse
y refinarse da lugar a una ontología general o hipótesis del mundo. Esta teoría
es extremadamente interesante –se trata en última instancia, de postular una
ontología derivada de una estética, que el conocimiento del mundo surge del
acto de abordar a lo desconocido usando como guía lo ya conocido.
De esta manera, ninguna hipótesis del mundo puede ser más que
relativamente adecuada. Ninguna metáfora puede abarcar completamente el
hecho al que se refiere: los dientes no son perlas, la Julieta de Romeo no es el
sol, la mente no es una computadora. Son formas relativamente adecuadas de
describir esos eventos, no definitivas. Por tanto, las hipótesis del mundo son
siempre falibles, siempre en última instancia inadecuadas, y por ello también
se necesitan unas a otras, para compensar e identificar las propias
limitaciones.

Hipótesis del mundo versus puntos de vista

Puede ser tentador identificar a cada hipótesis del mundo como distintas
formas de ver el mundo, como si fueran meramente diferentes perspectivas
desde las cuales vemos el mismo objeto, pero este tipo de analogía, si bien
puede ayudarnos a captar aspectos centrales de las hipótesis del mundo, si es
llevada demasiado lejos, puede extraviarnos. Cuando veo a un perro de frente
y otra persona lo ve de perfil, podemos estar más o menos de acuerdo en que,
si bien tenemos puntos de vista distintos, estamos viendo la misma cosa, que
nos puede morder de la misma manera.
La cuestión aquí es que, en un sentido fuerte, una hipótesis del mundo o
sistema metafísico no ve lo mismo que otra. Las categorías de cada hipótesis
del mundo actualizan los hechos con los que se encuentran, por lo cual lo que
a una hipótesis del mundo se le presenta como un hecho puro, otra lo ve
como una interpretación, mientras que una tercera lo ve como una mezcla de
ambas cosas, y una cuarta lo ve como una confusión. Cada hipótesis
determina qué cuenta como hecho y qué cuenta como interpretación, por lo
cual no se trata meramente de diferentes formas de describir un hecho
objetivo.44
Esta precisión es importante por dos motivos. Por una parte, si las hipótesis
del mundo fueran meramente distintas formas de ver el mundo, todas serían
igualmente válidas y no habría ningún criterio para distinguir si una es más
adecuada que otra. En términos más contemporáneos, esto nos llevaría a un
relativismo absoluto. Pero un examen histórico nos permite comprobar que
algunas hipótesis del mundo han permanecido relativamente adecuadas45,
mientras que otras se han revelado como inadecuadas, como por ejemplo el
animismo y el misticismo [pp. 119-135]46. No todas las hipótesis del mundo
son equivalentes.
Por otra parte, si se tratara de diferentes recuentos de los mismos hechos,
no habría razón para tener diferentes hipótesis del mundo: para llegar a un
conocimiento confiable bastaría con omitir las metáforas, describir los hechos
puros en un lenguaje científico, no especulativo, y con ello tendríamos una
suerte de lenguaje objetivo –por lo cual las diferentes hipótesis del mundo
serían falsas o innecesarias. Esta es de hecho la propuesta del positivismo
lógico que, a grandes rasgos, sostiene que basta con describir correctamente
los hechos para llegar a su naturaleza objetiva, sin necesidad de emplear
categorías metafísicas.
Pepper se ocupa de esa objeción al comienzo mismo del libro, antes de
presentar el grueso de su teoría, dado que, si esa objeción fuese válida, todo
el proyecto sería falso o superfluo. El contraargumento a la objeción del
positivismo lógico podría resumirse diciendo que es prácticamente imposible
acercarse a los hechos “puros” sin interpretaciones o supuestos
preexistentes47: en el mejor de los casos, un abordaje así solo puede dar
cuenta de eventos extremadamente simples –por ejemplo, podemos ser más o
menos objetivos reportando el número que indica un termómetro, pero lo que
ese número significare dependerá de interpretaciones, supuestos e hipótesis
guiadas por las categorías adoptadas. En el peor de los casos, sin embargo,
ese abordaje nos deja en la posición dogmática de adoptar supuestos y
categorías de manera ingenua, sin reconocerlos como tales, postulándolos
como si fueran la única forma objetiva y válida de ver las cosas y pasando
por alto otras formas de avanzar a la verdad que pueden ser igualmente
válidas.
En contraste, saber que nuestro abordaje del mundo está guiado y
determinado por las categorías de nuestra hipótesis del mundo, y que
diferentes hipótesis del mundo generan diferentes variedades del
conocimiento y de distinta manera, nos ayuda a sostener un diálogo. Nos
ayuda a tomar el propio conocimiento como siempre parcial, siempre en
desarrollo, nos ayuda a entender mejor lo que estamos haciendo, nos ayuda a
conversar con quienes utilizan otras hipótesis del mundo, nos ayuda a
navegar los conflictos que surgen de utilizar distintas categorías y separarlos
de aquellos que son dirimibles por la evidencia (lo que podríamos llamar
conflictos interhipótesis de los intrahipótesis).

Las hipótesis del mundo relativamente adecuadas

Un valor central de WH es que proporciona una guía para convivencia


filosófica. WH no es completamente relativista, porque no considera que
todos los enunciados son verdaderos, sino que sólo son verdaderos aquellos
que son corroborados por la evidencia (evidencia aquí tomada en sentido
amplio, no en el sentido más restringido de evidencia científica); la obra es
más bien pluralista porque el modo de corroborar la evidencia y de abordar
los hechos será diferente para cada hipótesis del mundo. Pero esto no
significa que cada hipótesis del mundo sea equivalente a cualquier otra (si así
fuera, no necesitaríamos hipótesis del mundo, o tendríamos infinitas). Cada
hipótesis del mundo tiene sus fortalezas y debilidades, sus propios problemas
categoriales y sus propios riesgos teóricos.
Pepper identifica cuatro hipótesis del mundo que son relativamente
adecuadas: el formismo, el mecanismo, el contextualismo y el organicismo.
Cada una parte de una metáfora raíz diferente, y por tanto su aparato de
categorías (incluyendo cómo definen a la verdad) es diferente al del resto.
Pepper dedicará el grueso de WH a su análisis48.
Tenemos entonces, en palabras de Pepper: “el formismo, basado en la
metáfora raíz de la similitud, asociada con los desarrollos platónicos y
aristotélicos; el mecanismo, basado en la metáfora raíz de los cuerpos en
interacción, o la máquina, iniciado por Leucipo y Demócrito y desarrollado
luego por Galileo, Descartes, Hobbes, Locke, y otros; el organicismo, basado
en la metáfora raíz de un todo orgánico dinámico, asociado con Hegel y sus
seguidores; y el contextualismo (o pragmatismo), basado en la metáfora raíz
del evento histórico transitorio en su contexto biológico y cultural, asociado
con Dewey y su escuela” (Pepper, 1970, pp. 158–159, las cursivas son mías).
Pepper le asigna nombres novedosos a cada una para no confundir las
categorías y características de cada hipótesis del mundo con sus diversas
encarnaciones históricas: más allá de sus diferencias particulares, Demócrito
y Descartes emplearon una misma metáfora raíz, un similar conjunto de
categorías. De esta manera, las principales tradiciones filosóficas occidentales
se pueden agrupar como los desarrollos de ciertas metáforas raíz.

Aspectos centrales de las hipótesis del mundo

Como he mencionado, la segunda parte de WH consiste en una exhibición de


las categorías principales y características de cada hipótesis del mundo.
En esa sección del libro Pepper examina de manera general las categorías
de cada hipótesis del mundo, pero en particular se detendrá, para ilustrar sus
diferencias, sobre cómo cada una se ocupa de una categoría especial: la
verdad. Analizará entonces la forma en que cada hipótesis del mundo
determina qué es verdadero, ya que “la lógica de cada teoría (es decir, la
teoría de la crítica cognoscitiva de cada teoría) se desprende de su teoría de la
verdad” [p.150].
Lo que es importante tener en cuenta es que la teoría de la verdad de cada
hipótesis se desprende de la propia metáfora raíz. Es decir, una hipótesis del
mundo no consiste en una metáfora raíz a la cual se le añade una teoría sobre
la verdad, sino que la teoría de la verdad es un corolario de la elaboración de
la metáfora raíz. Si seguimos la lógica interna de cada metáfora raíz49 más
tarde o más temprano arribaremos a su teoría de la verdad.
Una hipótesis del mundo brinda los carriles generales por los cuales se
desarrollará el conocimiento, pero esto no quiere decir que especifique los
detalles. Por ejemplo, para el contextualismo la teoría de la verdad se
relaciona con las consecuencias de la acción, pero esa es una formulación
general que puede ser especificada de varias maneras y modificada sin que
necesariamente se vea modificado el aparato categorial de la hipótesis del
mundo. Hay diferentes interpretaciones de cada categoría de la metáfora,
frutos del pensamiento de las generaciones de personas que la han adoptado.
Pepper agrupa a las cuatro teorías según dos tipos de criterios: teorías
analíticas versus sintéticas, y teorías dispersivas versus teorías integrativas.
Estos criterios señalan similitudes o “rimas” que las hipótesis del mundo
guardan entre sí.
El formismo y el mecanismo son teorías analíticas, mientras que el
contextualismo y el organismo son teorías sintéticas. En las teorías analíticas
los hechos básicos son elementos básicos o factores, mientras que su
integración en un todo es secundaria: dicho de alguna manera, estas teorías
van desde las partes hacia el todo. En las teorías sintéticas, en cambio, los
hechos básicos son complejos, y sus elementos son derivados del análisis:
van desde el todo hacia las partes. Dicho de otro modo, para las teorías
analíticas las partes son lo dado y el todo es derivado como una suerte de
integración de las partes, mientras que para las teorías sintéticas el todo es lo
dado y las partes son derivadas de su análisis. Eso marca ciertas afinidades
entre las hipótesis del mundo.
Por otro lado, el formismo y el contextualismo son teorías dispersivas,
mientras que el mecanismo y el organicismo son teorías integrativas. Las
teorías dispersivas tratan a los hechos como si fueran dispersos, sin que
guarden un orden intrínseco entre sí. En cambio, a las teorías integrativas el
mundo se les aparece como algo altamente integrado y sistematizado. Dicho
de otro modo, las teorías integrativas asumen un orden en los hechos, y por
ello tienden a excluir el azar, mientras que las teorías dispersivas hacen lo
inverso.
Estas clasificaciones son útiles para saber a rasgos generales qué esperar de
cada teoría y de sus relaciones. Consideremos, por ejemplo, el
contextualismo, que es una teoría sintética y dispersiva. El primero de esos
criterios marca una afinidad con el organicismo, en cuanto ambas tienen a
abordar el mundo de manera global y dejar los detalles en segundo plano50,
pero se diferencian en que un organicista ve un ordenamiento interno en ese
todo, que en cambio se presenta al contextualista como algo altamente
indeterminado y caótico. Pero en esto último el contextualismo es afín al
formismo, que tampoco ve un orden intrínseco en el mundo, pero ambas
hipótesis del mundo se diferencian en que el formismo comienza por
elementos (teoría analítica), mientras que el contextualismo comienza por el
todo (teoría sintética). Finalmente, a pesar de su fuerte tendencia a
combinarse, las categorías del contextualismo están en las antípodas de las
del mecanismo (como el formismo del organicismo), lo cual puede explicar
las fuertes tensiones entre ambos51.
WH no fue el único texto en el cual Pepper discutió su teoría. En diferentes
artículos y libros encontramos ligeras variaciones en cómo describe los
aspectos básicos de las hipótesis del mundo, variaciones que nos pueden
permitir captar más cabalmente su sentido. Compulsando los diferentes textos
de Pepper podemos organizar los aspectos centrales de las hipótesis del
mundo relativamente adecuadas en el siguiente cuadro:

Formismo Mecanismo Contextualismo Organicismo

Formas de Similitud, o la Atracción y Evento histórico Totalidad


describir su identidad de una repulsión transitorio, o orgánica
metáfora raíz misma forma en material, o situación histórica dinámica.
una multiplicidad cuerpos en transitoria y sus
de interacción, o tensiones
ejemplificaciones máquina. biológicas, o acto
particulares. en contexto.

Designaciones Realismo, Naturalismo, Pragmatismo, Idealismo


en filosofía Idealismo Materialismo. Instrumentalismo. absoluto u
platónico. Realismo. objetivo.

Principales Platón, Demócrito, Peirce, James, Schelling,


exponentes Aristóteles, Lucrecio, Bergson, Dewey, Hegel,
escolásticos, Galileo, Mead, Protágoras. Green,
neoescolásticos, Descartes, Bradley,
neorrealistas, Hobbes, Bosanquet,
realistas de Locke, Royce.
Cambridge. Berkeley,
Hume,
Reichenbach.

Bases Analítica Analítica Sintética Sintética

Sistematicidad Dispersiva Integrativa Dispersiva Integrativa


Un último agregado es necesario: las hipótesis del mundo rara vez
aparecen de manera pura en la literatura filosófica y científica, sino que en la
misma encontramos generalmente eclecticismo y dogmatismo mezclados con
las categorías de la metáfora raíz. Las hipótesis del mundo son extraídas
utilizando la teoría de la metáfora raíz como clave de lectura. En las teorías
particulares lo más frecuente es encontrarse deslizamientos categoriales,
eclecticismos, dogmatismos, que hacen que difícilmente una teoría particular
pueda describirse como una encarnación rigurosa de una hipótesis del mundo.
El conductismo, por ejemplo, en distintos autores ha adoptado un cariz más
mecanista y en otros uno más contextualista o incluso organicista. La
propuesta del contextualismo funcional, que revisamos unos capítulos atrás,
consiste de hecho en proponer una ciencia de la conducta que
deliberadamente se ajuste a las categorías contextualistas, descartando los
elementos mecanistas, dogmatismos y eclecticismos que están presentes en el
conductismo radical. Pero es completamente posible que un autor
contextualista se deslice gradualmente hacia categorías mecanistas u
organicistas, por lo cual no debe pensarse en las teorías como algo estático y
prefijado, sino como posiciones dinámicas en construcción.

Diferencias filosóficas y máximas para una convivencia pacífica

En la sección anterior señalamos que las hipótesis del mundo no son


meramente diferentes perspectivas sobre hechos objetivos, sino que entrañan
formas diferentes de abordar el mundo y de construir esos hechos.
Podemos ilustrar esto con un ejemplo, utilizando un hecho del sentido
común como es el tiempo. Digamos, para simplificar, que hay dos formas
posibles de concebir el tiempo: el primero es el que llamaríamos el tiempo
matemático, el que es medido en minutos, segundos, milésimas de segundos,
etc., y podemos llamar al segundo el tiempo psicológico, la percepción del
presente, la sucesión de los eventos que se despliegan en este mismo
momento mientras leen estas palabras, el tiempo de la experiencia actual.
Ahora bien, ¿cuál sería el tiempo “real”, por así decir, el tiempo dado y
primario, y cuál sería el tiempo derivado, el secundario? ¿El tiempo
matemático o el tiempo psicológico? Podríamos afirmar que lo primario, el
tiempo “real”, es el tiempo matemático tal como se utiliza en la física: los
eventos suceden conforme a ciertas leyes regulares, ese sentido del tiempo es
el real, mientras que la percepción de esa sucesión por parte de los seres
humanos, percepción que conforma el tiempo psicológico, es un fenómeno
psicológico secundario –útil y explicable, pero secundario, derivado. Tiene
sentido, y hay buenos argumentos para sostener esta posición.
Pero, igualmente, podríamos afirmar que sólo el tiempo psicológico, la
percepción de lo que está sucediendo en el momento presente es real, ya que
no sabemos nada de la sucesión de los eventos más allá de nuestra
experiencia, (aun cuando sea la experiencia de mirar un reloj). Sólo tenemos
el momento presente, mientras que la esquematización de la experiencia en
leyes y ecuaciones, en horas, minutos, y segundos, es decir, el tiempo
matemático, es una derivación de nuestra experiencia –es decir, el tiempo
matemático es una construcción, útil y explicable, pero derivada de lo real del
tiempo psicológico. También esta posición tiene sentido, y también hay
buenos argumentos para ella.
Esta dicotomía entre tiempo matemático y tiempo psicológico ilustra cómo
es elaborado y refinado un hecho de sentido común en diferentes hipótesis
del mundo y, tal como se puede apreciar, el contraste genera una modesta
perplejidad52. El ejemplo no es azaroso: se trata, efectivamente, de cómo el
tiempo es elaborado por el mecanismo (que privilegia el tiempo matemático)
y el contextualismo (que favorece el tiempo psicológico). Podrán apreciar
que esta dicotomía no es de fácil resolución. Hay numerosas razones a favor
de una u otra posición, pero cualquier razón presentada se emitirá
necesariamente como un producto ya altamente elaborado y sofisticado
dentro de alguna perspectiva sobre el problema, no se trata de razones
intuitivas, ingenuas ni objetivas. Tampoco la evidencia puede zanjar con
facilidad la discusión: ¿qué clase de evidencia nos permitiría decidir cuál es
el tiempo real y cuál es el derivado? ¿Cuál sería el experimento que arrojaría
esa evidencia, y qué criterios nos permitirían interpretar objetivamente esa
evidencia (es decir, sin que entrañe aplicar las mismas categorías que estamos
intentando corroborar)?
Quizá consideremos proponer una tercera posición que concilie las otras
dos53, pero esa tampoco sería una solución efectiva, no sólo porque combinar
ambas perspectivas no es en absoluto una tarea sencilla, sino principalmente
porque estaríamos de hecho sumando una tercera posición a las otras dos. O
podríamos decidir que nos importa un comino la distinción y abandonar el
problema, pero eso también sería postular otra posición al respecto, una que
declara que esa distinción no es significativa. Solo estaríamos sumando más
opciones al dilema, teniendo 1) lo real es el tiempo matemático, 2) lo real es
el tiempo psicológico, 3) no importa qué es real, 4) todas son reales, 5) lo real
no existe, etcétera.
La posición más prudente parece ser aceptar que, de momento, hay
diferentes formas de conocer el mundo que resultan relativamente adecuadas,
cada una con sus particularidades específicas. Quizá haya diferencias que no
podamos zanjar, pero esas diferencias pueden ser el punto de partida para una
conversación que nos ayude a ser conscientes de nuestros propios supuestos y
categorías, y encontrar inspiración en la forma en que otras hipótesis abordan
los hechos, sin por ello perder la propia.
Pepper propone entonces cuatro “Máximas” (más cinco corolarios), que
son generalizaciones respecto a las hipótesis del mundo, y que pueden servir
como una suerte de manual de etiqueta metafísica. Revisemos a continuación
esas máximas54.

Máxima 1: Una hipótesis del mundo está determinada por su


metáfora raíz

Una hipótesis del mundo consiste esencialmente en el desarrollo y


refinamiento de su metáfora raíz. Distintas teorías pueden derivarse de una
única metáfora raíz, y en ese caso serán parte de la hipótesis del mundo que
ella determine, aun cuando varíen en el grado de refinamiento de las
categorías, en la terminología, en el énfasis en ciertos detalles, en omisión de
ciertos detalles o de algunas categorías básicas.
Por ejemplo, el contextualismo funcional, el empirismo radical de James,
el interconductismo, el conductismo radical, las perspectivas molares o
moleculares, algunas ideas de Wittgenstein, de Sellars, de Quine, el
panrelacionismo de Rorty, y un largo etcétera, pueden ser considerados como
desarrollos dentro de una misma metáfora raíz contextualista. Las diferencias
entre esas teorías serían más parroquiales que ontológicas; digamos, las
diferencias entre las ideas de John Dewey y las de Richard Rorty serían más
bien desacuerdos sobre qué aspectos refinar o desarrollar de la misma
metáfora raíz del evento histórico, pero las diferencias entre William James y
Bertrand Russell pueden explicarse en parte por la adopción de distintas
hipótesis del mundo.
Una consecuencia interesante de esto es que permite pensar en el progreso
conceptual y empírico en el conocimiento dentro de una hipótesis del mundo.
Es decir, a diferencia de otras posiciones que postulan que no hay progreso
real en la ciencia (por ejemplo, que el sistema ptolemaico no es inferior a la
física contemporánea), la teoría de Pepper sugiere que sí hay progreso dentro
de una hipótesis del mundo, por ejemplo, cuando una nueva teoría, evidencia,
o conceptos conducen a un aumento de la precisión y la amplitud de esa
hipótesis del mundo.

Máxima 2: Cada hipótesis del mundo es autónoma

Cualquier hipótesis del mundo relativamente adecuada puede describir y


explicar todos los hechos del mundo que se le presentaren, por lo cual cada
una constituye una suerte de universo cerrado.
Podríamos decir que las hipótesis del mundo son inconmensurables, pero
nos encontraríamos aquí con un contraste interesante respecto a la idea de
inconmensurabilidad paradigmática de Kuhn. En efecto, para Kuhn los
paradigmas se desarrollan hasta que se ven interrumpidos y transformados en
otro paradigma que es inconmensurable respecto al anterior. En cambio, las
hipótesis del mundo se desarrollan en paralelo y si bien en diversos períodos
históricos puede hacerse énfasis en diferentes aspectos de sus categorías, se
trata en cualquier caso del desarrollo continuo de una misma metáfora raíz.
Los paradigmas son sucesivos, las hipótesis del mundo son simultáneas; por
lo cual podríamos decir que la inconmensurabilidad de Kuhn funciona de
manera transversal, mientras que la de Pepper funciona de manera
longitudinal.
De la autonomía de las hipótesis del mundo se desprenden varios
corolarios:

i) Es ilegítimo menospreciar las interpretaciones de una hipótesis del


mundo en términos de las categorías de otra –si ambas son igualmente
adecuadas.
Como vimos con el ejemplo del tiempo, lo que para una hipótesis del
mundo es un hecho categorial, para otra es interpretación. Cada una puede
dar cuenta de los hechos en sus propios términos. Esta es la versión de la
inconmensurabilidad en Pepper, pero nótese que no es absoluta sino relativa:
la comparación entre diferentes interpretaciones de un hecho es ilegítima,
pero sólo mientras esas interpretaciones sean igualmente adecuadas (en el
sentido de ofrecer precisión).
Por ejemplo, la interpretación animista del tiempo es menos adecuada (i.e.
menos precisa) que la interpretación mecanista, por lo cual podemos
descartar la primera en favor de la segunda. Pero la interpretación mecanista
del tiempo es tan adecuada como la contextualista, por lo cual es falaz
descartar una porque no se ajusta a las categorías de la otra.

ii) Es ilegítimo asumir que los supuestos de una hipótesis del mundo
particular son validados por medio de exhibir las fallas de otras hipótesis del
mundo.
Este corolario se refiere a la falacia frecuente de creer que la equivocación
ajena es equivalente a un acierto propio. Esto aplica tanto a las hipótesis del
mundo como a las teorías particulares. Pepper lo dice mejor: “El valor
cognitivo de una hipótesis no aumenta ni una pizca con los errores cognitivos
de otras hipótesis. La mayoría de las polémicas son una pérdida de tiempo o
una ofuscación de la evidencia. Generalmente están motivadas por un espíritu
proselitista apoyado en ilusiones dogmáticas. Si una teoría es buena, puede
sustentarse en su propia evidencia. La única razón para referirse a otras
teorías en el esfuerzo cognitivo constructivo es averiguar qué otra evidencia
pueden sugerir u otras cuestiones de valor cognitivo positivo. Necesitamos a
todas las hipótesis del mundo, en la medida en que sean adecuadas, para la
comparación mutua y la corrección del sesgo interpretativo” [p.101].

iii) Es ilegítimo juzgar las hipótesis del mundo utilizando datos científicos.
En una hipótesis del mundo, un dato científico (digamos, la temperatura a
la que se funde el plomo), no habla por sí mismo, sino que es interpretado a
través de las categorías y criterios de esa hipótesis, por lo cual no puede
legislar sobre ella. Tampoco es legítimo que los datos científicos desplacen a
otras formas de evidencia; en última instancia, constituyen un hecho más del
cual da cuenta una hipótesis del mundo, pero no puede desplazar a otras
formas de evidencia ni legislar sobre ellas.

iv) Es ilegítimo juzgar a las hipótesis del mundo según los supuestos del
sentido común.
Al igual que con el punto anterior, el sentido común proporciona hechos
que cada hipótesis refina, pero ningún hecho del sentido común se sostiene
por sí mismo al ser examinado, sino que su sentido es dependiente de las
categorías de la hipótesis del mundo que lo incorpora, por lo cual no puede
ser utilizado para juzgarlas.

v) Es conveniente utilizar conceptos del sentido común como base para


comparar campos paralelos de evidencia entre teorías del mundo.
Este es un consejo notablemente útil para el quehacer académico cotidiano.
Las hipótesis del mundo proceden a través del refinamiento progresivo, y por
caminos propios, de los hechos que brinda el sentido común –teniendo en
cuenta siempre que los hechos del sentido común no son puros, claros, ni
objetivos, sino confusos y contradictorios. Por esto, frente a un conflicto de
interpretaciones, o simplemente para comparar la forma de interpretación de
una hipótesis del mundo, es una buena idea ir al punto de partida común y
desde allí reconstruir el camino que lleva hasta los conceptos refinados de
cada hipótesis. Aplicado esto a la psicología, significa que para comparar las
distintas conceptualizaciones de, por ejemplo, la conciencia, en lugar de
partir directamente del concepto elaborado y refinado por diferentes teorías
en hipótesis del mundo distintas, puede ser provechoso reconstruir el camino
que ha llevado a su refinamiento conceptual desde el sentido común.

Máxima 3: El eclecticismo es confuso

Al existir distintas hipótesis del mundo es inevitable la tentación de


“seleccionar lo que es mejor en cada una de ellas y organizar los resultados
en un conjunto sintético de categorías [pero] este método es erróneo por
principio, ya que no añade ningún contenido fáctico y confunde las
estructuras de hecho que están delineadas claramente en las metáforas raíz;
en dos palabras, es casi inevitablemente estéril y confuso” [p.106]. En otras
palabras, el eclecticismo, tratar de combinar lo mejor de cada hipótesis del
mundo, es un ejercicio vano en el mejor de los casos, y conducente a la
confusión en el peor. Como señalamos con el ejemplo del tiempo psicológico
y matemático, el eclecticismo filosófico no resuelve la contradicción, sino
que meramente añade otra posición a las ya existentes, con sus propias
debilidades y fortalezas.

Máxima 4: Los conceptos que han perdido contacto con su


metáfora raíz son abstracciones vacías

“Cuando una teoría del mundo envejece y se rigidiza [las personas]


comienzan a tomar sus categorías y subcategorías por sentado, pronto olvidan
de dónde provienen, y asumen que poseen algún valor intrínseco y cósmico
en sí mismas” [p.113].
Esto es lo que se denomina hipostasiar o reificar conceptos: darle estatus
de realidad o sustancia a lo que es una abstracción o concepto. Esto puede ser
engañoso porque para cada hipótesis del mundo los conceptos de las otras
parecen reificaciones, pero la verdadera reificación sucede cuando se les
asigna un valor cognitivo en ausencia de toda evidencia que los corrobore.
Cuando un concepto se distancia de su metáfora, queda vacío, solo un
fantasma del conocimiento.

Temas pragmáticos en el contextualismo pepperiano

A modo de cierre, podemos realizar algunas observaciones generales sobre el


contextualismo tal como se discute en WH.
En primer lugar, podemos señalar que todo WH es en buena medida un
proyecto pragmático. Si bien Pepper no se identificaba a sí mismo como tal55,
WH en general adopta varias temáticas y posiciones que son típicamente
pragmáticas. El capítulo sobre contextualismo es donde más se exhiben sus
particularidades, pero todo el libro tiene un cariz distintivamente pragmático.
Por esto creo que sería engañoso considerar que el contextualismo de Pepper
sólo está expuesto en el capítulo que le ha dedicado, sino que más bien se
puede percibir a lo largo de todo el libro.
Por supuesto, esto es dicho teniendo en cuenta que el pragmatismo, como
tradición, no es una escuela filosófica organizada y sistematizada, por lo cual
resulta notablemente difícil incluso definir qué es y qué lo caracteriza. Papini
lo dijo así en 1911: “Quien diera en pocas palabras una definición del
Pragmatismo haría la cosa más antipragmatista que se pueda imaginar. En
efecto, quien intentara acercar en una pequeña frase todas las tendencias y las
teorías que lo conforman obtendría forzosamente algo genérico e incompleto”
(Papini, 2011, p. 71). La mejor aproximación al espíritu del pragmatismo que
conozco es esta cita que Richard Bernstein toma de Kenneth Burke: “Imagina
que entras en un salón. Llegas tarde. Otros están allí desde mucho tiempo y
están inmersos en una discusión acalorada, una discusión demasiado
acalorada como para que hagan una pausa y te digan exactamente de qué se
trata. De hecho, la discusión ya había comenzado mucho antes de que
cualquiera de ellos llegara allí, por lo que ninguno de los presentes está
calificado para recapitularte todas las etapas que han sido atravesadas.
Durante un rato escuchas, hasta que decides que has captado el tenor de la
discusión; entonces das tu opinión. Alguien responde; tú le respondes; otro
viene en tu defensa; alguien más se pone en tu contra, para vergüenza o
gratificación de tu oponente, dependiendo de la calidad de la ayuda del
aliado. Sin embargo, la discusión es interminable. Las horas pasan y se hace
tarde, debes partir. Y partes, mientras la discusión sigue vigorosamente en
curso” (Bernstein, 2010, p. 221).
La historia del pragmatismo es la historia de una conversación en la cual
sus principales exponentes han estado en desacuerdo en casi todos los temas
centrales. El único punto de concordia quizás sea que cualquier reflexión
filosófica es inseparable de la experiencia vinculada a la actividad humana.
Por este motivo el pragmatismo siempre aparece cercanamente vinculado con
esferas vitales: política, ética, arte, religión, sociedad, educación, feminismo,
historia. Lo realmente raro es encontrar un pensador pragmático que se ocupe
exclusivamente de filosofía56.
Ahora bien, aunque es difícil definir el pragmatismo, sí es posible señalar
temas que aparecen de manera recurrente en la conversación, más allá de la
forma en que cada participante aborda y resuelve esos temas. Se trata de un
procedimiento recurrente a la hora de abordar el pragmatismo (véase por
ejemplo Bacon, 2012; Bernstein, 2010; Malachowski, 2013; Talisse & Aikin,
2008), y podemos aplicarlo también a WH.
Un tema típicamente pragmático que aparece en WH es su
antifundacionalismo, es decir, el rechazo a basar el conocimiento en
certezas57. Pepper, siguiendo los pasos de Peirce, rechaza el procedimiento
cartesiano de asentar el conocimiento en alguna evidencia indudable que se
presente como clara y distinta (el cogito ergo sum), haciendo borrón y cuenta
nueva para asentar todo el conocimiento en ella como punto de partida. En
contraste, Pepper no busca una base firme y primigenia para el conocimiento,
sino que empieza in medias res, en medio de las cosas. Esto aparece tanto en
la primera parte de WH como en el capítulo sobre contextualismo. Para
Pepper, el conocimiento no empieza con certezas indudables (lógicas o
empíricas), sino en la experiencia bruta, contradictoria y sin refinar que
ofrece el sentido común. Ese conocimiento puede refinarse progresivamente
para pulir sus contradicciones, para darle más precisión y amplitud.
El otro tema pragmático que podemos notar en el contextualismo de
Pepper, y que suele ser la contracara del fundacionalismo, es el falibilismo, la
posición que sostiene que todas las creencias están siempre sujetas a revisión.
Esto es, ninguna creencia puede reputarse como certeza, y esto va en marcada
oposición al fundacionalismo de Descartes. Pepper sostiene que, en cualquier
hipótesis del mundo, toda creencia necesita ser corroborada por evidencia, ya
sea directa o convergente. Cada hipótesis del mundo ofrece, por supuesto, su
propio modo de corroboración, pero al final, la creencia se puede sostener por
diferentes tipos y grados de evidencia apuntando en una misma dirección.
De esa manera, tomando una espléndida metáfora peirceana, el
conocimiento no funciona como una cadena, en la cual la solidez de la cadena
depende de la solidez de cada uno de sus eslabones, sino como una soga,
cuyas fibras pueden ser muy finas, en tanto sean suficientemente numerosas y
guarden una conexión estrecha (Haack, 2020). Esta imagen semeja mejor el
proceder de las ciencias contemporáneas, que no descansan en certezas
incontrovertibles, sino más bien sobre la acumulación de múltiples líneas de
evidencia convergente.
Otro tema notable es que la metáfora raíz contextualista del evento carece
de una estructura impuesta a priori. De hecho, Pepper advierte que las
categorías de cualidad y textura son meramente las categorías que aparecen
en nuestra época histórica, y que podrían no estar presentes en alguna otra
[p.235]: en realidad, las categorías ineludibles son el cambio y la novedad. En
esto hay una diferencia marcada con otras hipótesis del mundo. El
mecanismo o el organicismo suponen que el universo tiene una estructura
relativamente estable momento a momento. El contextualismo, en cambio, no
asume tal cosa: todo podría cambiar en algo nuevo en el siguiente momento.
No hay partes ni elementos a priori en el evento pepperiano. En todo caso,
pueden discriminarse hebras y contexto en la textura del evento, pero eso es
resultado del análisis, no algo que ya esté separado en el mundo. El evento no
tiene una estructura material definida. En algunos contextos esta
característica del contextualismo ha sido llamada una posición “a-ontológica”
(por ejemplo, véase la discusión de Herbert & Padovani, 2015) , pero tal
denominación sería engañosa si la aplicamos al evento descripto por Pepper.
Efectivamente, hay una ontología (está explicitado en el subtítulo de WH),
pero una ontología caracterizada por el cambio y la novedad. Una ontología
caótica sigue siendo una ontología.
Tampoco hay un límite al análisis. Pepper lo dice de esta manera “La razón
para esto es que lo que es analizado es categorialmente un evento, y el
análisis de un evento consiste en la exhibición de su textura, y la exhibición
de su textura es la discriminación de sus hebras, y la completa discriminación
de sus hebras es la exhibición de otras texturas del contexto de la que está
siendo analizada […] Cuando analizamos una textura descendemos en la
estructura de hebras y al mismo tiempo nos desviamos hacia su contexto.
Nunca se alcanza el fondo del evento, porque el apoyo de cada textura yace
en su contexto. Este apoyo puede ser tan amplio como se desee, pero nunca
podemos llegar al final” [pp.249-250]. Es decir, al analizar el evento, nos
ocupamos de su textura, que está integrada por hebras que yacen en un
contexto. Analizar consiste en apreciar una hebra en su contexto, pero ese
contexto a su vez está formado por otras hebras, que a su vez están en un
contexto formado por hebras, que a su vez están en un contexto, y así
infinitamente. No hay una única manera de conducir un análisis, ni tampoco
hay un límite que pueda alcanzarse. Por este motivo, el análisis por el análisis
mismo es una tarea inútil o a lo sumo recreativa.
Esto es algo que aparece en el análisis de la conducta: de una conducta en
contexto se analizan sólo aquellos aspectos que nos permiten arribar a algún
resultado que nos interesa. Al poner una paloma en una caja de
condicionamiento no analizamos toda su conducta (digamos, el movimiento
del muslo izquierdo), sino sólo aquellos aspectos que sean relevantes para el
fin que queremos alcanzar, en ese momento o en general. Esto tiene una
implicancia interesante, y es que necesariamente el análisis contextualista
tiene que estar atado a algún objetivo: el análisis se realiza para resolver un
obstáculo (un bloqueo, en términos pepperianos).
De esta manera, la teoría instrumental de la verdad no es un añadido, sino
que está implicada en las categorías contextualistas. Nótese que Pepper
ofrece tres interpretaciones diferentes de la teoría de la verdad, prefiriendo la
tercera. Cosa curiosa, la interpretación que ha sido adoptada por el
contextualismo funcional es la que Pepper descarta en primer lugar por
inadecuada –la interpretación del “funcionamiento exitoso”–, prefiriendo en
cambio la interpretación de la “confirmación cualitativa”.
La teoría de la verdad del contextualismo en Pepper es una forma
interesante de reformular el método pragmático. Dicho en forma resumida,
implica que una hipótesis (y no una acción) es verdadera cuando seguirla
permite resolver un obstáculo que ha aparecido para alguna acción. Esa
resolución del obstáculo es el acto de verificar la hipótesis, paso
absolutamente imprescindible para el contextualismo58.
Pero la confirmación cualitativa pareciera postular que, si bien la acción
concreta de verificación es absolutamente indispensable, es posible anticipar
ese resultado en una suerte de verificación simbólica anticipada de la
hipótesis: “La estructura de [la hipótesis] como un conjunto de referencias
incipientes encuentra su realización en el evento al cual se refiere. La
intuición de esa estructura es, por tanto, la intuición parcial o premonitoria de
la estructura del evento al que se refiere. Una hipótesis verdadera, por lo
tanto, proporciona en su textura y cualidad un atisbo de la estructura y
cualidad del evento al que se refiere para verificarse” [p.277].
Creo que esto puede interpretarse mejor en términos conductuales. En
efecto, para la teoría de marco relacional, todo estímulo verbal conlleva una
transformación en la función de ese estímulo (Hayes et al., 2001, p. 31). Esto
es, cuando conocemos el lenguaje, el sonido “gato” adquiere algunas de las
funciones de un gato (es decir, se transforman algunas de sus funciones
psicológicas), de manera tal que para una persona con miedo a los gatos y
que entienda el castellano, escuchar “gato” tendrá efectos similares a ver un
gato (aprensión, palpitaciones, huida, etc.). En ese caso podríamos decir que
la palabra gato, al igual que la hipótesis pepperiana, “proporciona en su
textura y cualidad un atisbo de la estructura y cualidad del evento al que se
refiere”.
En términos conductuales, una hipótesis sería una regla, un estímulo
verbal que especifica una consecuencia para una acción (Hayes et al., 2001,
p. 15): “si me subo a ese tronco y me empujo con la vara puedo llegar a la
otra orilla”. Esa regla, gracias a la transformación de la función del estímulo,
adquiere algunas de las funciones del evento descripto, y por tanto
proporciona un atisbo premonitorio de su estructura y cualidad. En la
interpretación de la confirmación cualitativa, una hipótesis adquiere algo de
las funciones de los eventos que prefigura.
Pero la hipótesis sigue siendo meramente un antecedente para la acción,
sin mucha densidad hasta tanto la acción que ella describe no es llevada a
cabo y se comprueba si las cosas se desenvuelven tal como fueron prometidas
en la regla. Hasta tanto eso suceda, una hipótesis es una suerte de promesa.
Para que esa regla sea llamada “verdadera”, esa consecuencia debe cumplirse
al llevar a cabo esa acción59.
Esto nos deja con una noción de verdad bastante tenue, a decir verdad60.
Lo verdad, para el contextualismo, no es permanente y universal, sino
mutable y local. La verdad contextualista es modesta, mutable, nunca
definitiva, y siempre íntimamente ligada a la actividad humana. Resulta
apropiado cerrar estas páginas con una última cita de WH:

Aquí está la que creo que es la verdad acerca de estas cosas, tan cerca como podemos llegar a
ella en nuestros tiempos. Mejor dicho, esta es la actitud y estos son algunos de los
instrumentos que nos pueden acercar a ella. O, por lo menos, esta es la mejor solución que ha
podido encontrar un hombre, viviendo en la primera mitad del siglo XX, que ha pasado por la
mayoría de las experiencias cognitivas a las que hemos estado sujetos: credo religioso, dogma
filosófico, ciencia, arte, y revaluación social. [ix]

Referencias

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34 Escribí este artículo para servir de complemento a una traducción al castellano del extenso capítulo
de World Hypotheses en el cual Pepper se ocupa del Contextualismo (pragmatismo). La idea original
era publicar dicha traducción junto con esta introducción, como un pequeño libro que sirviera de
referencia al público hispanoparlante. Los aranceles que la editorial norteamericana nos pidió para
permitirnos traducir y publicar sólo ese capítulo nos disuadieron rápidamente de la idea. La traducción
fue realizada, pero no hemos podido incluirla aquí, así que como camino alternativo decidimos publicar
sólo la introducción. El lector curioso que cuente con una conexión a internet podrá encontrar la
traducción sin demasiada dificultad (guiño, guiño).
35 Reciclando el viejo chiste, podríamos decir la psicología suele utilizar a la filosofía como un
borracho utiliza un poste de luz: más como soporte que como iluminación.
36 El subtítulo de World Hypotheses, es, de hecho: “Prolegómenos a la filosofía sistemática y un
estudio completo de las metafísicas”.
37 Distinción que ha recibido algunas críticas, véase por ejemplo L. J. Hayes & Fryling (2019).
38 Los datos biográficos han sido tomados en su mayoría de Duncan (2005).
39 De ahora en más usaré WH como abreviación de World Hypotheses. Cuando se consigne un número
de páginas entre corchetes sin otra aclaración, corresponderá al libro. Cuando se consigne una palabra
en inglés entre corchetes sin otra aclaración, corresponderá a algún término relevante utilizado por
Pepper en WH.
40 Cualidad Estética: una Teoría Contextualista de la Belleza.
41 Las Bases para la Crítica en las Artes.
42 Esto involucra un rechazo, por ejemplo, al pienso, luego existo cartesiano, que se postula como una
certeza, un conocimiento del cual no se pueda dudar. Este punto, que sigue el rechazo que Peirce hace
de la duda cartesiana en How to make our ideas clear, es uno de los muchos temas pragmáticos que
aparecen en WH.
43 Es decir, aplica las categorías tanto a los hechos “brutos” del sentido común como a otros
conocimientos que hayan sido refinados a partir de este.
44 En WH [pp. 26-31], Pepper compara la descripción que H. H. Prize hace de un tomate con la
explicación que del fenómeno hace John Dewey, y señala: “está bastante claro que, en cierto sentido,
Price y Dewey están mirando el mismo tomate. Y, sin embargo, lo que uno encuentra cierto e
indubitable en la situación, el otro lo encuentra dudoso o francamente falso. El carácter de evento de la
situación es indudable para Dewey; es confuso, incierto y dudoso para Price. En cuanto a lo indubitable
o dubitable de todo en la situación, existe un completo desacuerdo. Este desacuerdo se basa, además, en
causas que creo poder demostrar más adelante que son endémicas a los métodos de pensamiento de los
dos hombres” [p.30]. Es decir, cada uno está trabajando dentro de una distinta hipótesis del mundo.
45 Las cuatro descriptas en WH más una quinta que se agregará en un libro posterior pero de la cual
aquí no nos ocuparemos.
46 Los motivos para la inadecuación son los que ya señalamos, a saber: una hipótesis del mundo es
inadecuada cuando carece de precisión o de amplitud.
47 Pepper no tenía en mucha estima a los representantes del positivismo lógico, según se puede colegir
en el prefacio: “Mi reacción inmediata hacia ellos fue sospechosa y hostil. Sentí por su actitud y el tono
de sus declaraciones, incluso antes de estudiarlos críticamente, que no estaban respondiendo al
problema que había que resolver. Dudaba que muchos de ellos hubieran sentido alguna vez
completamente el problema. Era una cuestión de verdad y de justificación de los valores humanos.
Pensar que esta pregunta podría resolverse a la manera de un rompecabezas y en términos de
correlaciones, estadísticas, matemáticas y lenguaje me pareció fantástico. Aquí estaba el método
huyendo con los problemas, la evidencia y el valor mismo. Era, como dijo una vez Loewenberg,
metodolatría” [pp. viii-ix]. Sin embargo, se apresura a añadir que su ataque le permitió notar que había
mucho en la física contemporánea que se sostenía por sí solo, sin necesidad de teoría.
48 El capítulo de WH cuya traducción desistimos de publicar es justamente el que dedica al
contextualismo.
49 Esta aclaración se debe a que a menudo al hablar sobre Pepper se suelen presentar a ambos aspectos
como si fueran separables, en lugar de ser uno fruto del desarrollo lógico del otro.
50 Si consideramos que el contextualismo es el pragmatismo y el organicismo está mejor representado
por el idealismo hegeliano, vemos que las rimas siguen afinidades que han sido históricas.
51 “Las dos teorías son en muchos sentidos complementarias. El mecanicismo da base y sustancia a los
análisis contextualistas, y el contextualismo da vida y realidad a las síntesis mecanicistas. Cada una está
amenazada por la inadecuación justo donde la otra parece ser fuerte. Sin embargo, mezcladas, los dos
conjuntos de categorías no funcionan felizmente, y el daño que causan a las interpretaciones del otro no
me parece que compense de ninguna manera la riqueza añadida” [p. 147]
52 En el cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, de Jorge Luis Borges, podemos intuir la extrañeza que
produce encontrarse cabalmente con una hipótesis del mundo opuesta a la propia. En ese cuento Borges
presenta a nuestra consideración un universo paralelo, un planeta llamado Tlön, en el cual sus
habitantes adoptan congénitamente una metafísica que a nosotros nos resulta inusual, y la extrañeza que
genera su descripción remeda en parte la extrañeza que una persona experimenta cuando se encuentra
con una hipótesis del mundo diferente de la propia. Cito: “Las naciones de [Tlön] son -congénitamente-
idealistas. Su lenguaje y las derivaciones de su lenguaje -la religión, las letras, la metafísica-
presuponen el idealismo. El mundo para ellos no es un concurso de objetos en el espacio; es una serie
heterogénea de actos independientes. Es sucesivo, temporal, no espacial. No hay sustantivos en la
conjetural Ursprache de Tlön, de la que proceden los idiomas ‘actuales’ y los dialectos: hay verbos
impersonales, calificados por sufijos (o prefijos) monosilábicos de valor adverbial. Por ejemplo: no hay
palabra que corresponda a la palabra luna, pero hay un verbo que sería en español lunecer o lunar.
Surgió la luna sobre el río se dice hlör u fang axaxaxas mlö o sea en su orden: hacia arriba (upward)
detrás duradero-fluir luneció. (…) No es exagerado afirmar que la cultura clásica de Tlön comprende
una sola disciplina: la psicología. Las otras están subordinadas a ella. He dicho que los hombres de ese
planeta conciben el universo como una serie de procesos mentales, que no se desenvuelven en el
espacio sino de modo sucesivo en el tiempo”.
53 La psicología tiene debilidad por todo lo que suene a combinar o integrar, debilidad que suele llevar
a hacer de dos cosas buenas una mala, como mezclar dulce de leche con ensalada césar.
54 No conservaremos la formulación original de algunas de las máximas porque las mismas entrañan
terminología específica que no hemos revisado en esta introducción, pero esa terminología puede
sustituirse sin que cambie significativamente el sentido de cada máxima.
55 Lo dice explícitamente en el prefacio: “También estaba bastante claro que el materialismo y el
idealismo no irían siempre juntos. Durante un tiempo traté de encontrar un ajuste para las evidencias de
ambas teorías en una tercera, el pragmatismo. Pero pronto llegué a la conclusión de que el pragmatismo
era solo una teoría más, probablemente ni mejor ni peor que las otras dos” [viii].
56 Los títulos de los libros publicados por John Dewey pueden servir para exhibir el rango de temas: La
Escuela y la Sociedad, Principios morales en Educación, Democracia y Educación, Ensayos de Lógica
Experimental, El público y sus Problemas, Impresiones de la Rusia Soviética, Filosofía y Civilización,
Éticas, El arte como experiencia, Libertad y Cultura. Cincuenta años después, los títulos de los libros
de Richard Rorty continúan con esa tendencia: Filosofía y esperanza social, Contra los jefes, contra
las oligarquías, El futuro de la religión, El pragmatismo como antiautoritarismo.
57 “Certeza” aquí debe tomarse en sentido fuerte: no como algo de lo cual meramente estoy
convencido, sino como algo de lo cual es imposible dudar.
58 Se puede señalar que en la mayoría de las hipótesis del mundo, para que un enunciado sea
verdadero, debe ajustarse a una realidad anterior: lo verdadero requiere una correspondencia con las
cosas como son, mientras que en el contextualismo lo verdadero requiere una suerte de correspondencia
con las cosas como serán según mis acciones. Buscar la verdad en otras hipótesis requiere mirar el
pasado; buscar la verdad en el contextualismo requiere mirar el futuro.
59 Esto, de paso, permite evitar una confusión frecuente que suele sufrir el pragmatismo. En efecto, no
se trata de “es verdadero lo que funciona”, sino más bien “es verdadera la regla verbal cuando, al
seguirla, se obtienen los resultados prometidos por la regla”.
60 En esto también prefigura los desarrollos pragmáticos actuales que han llevado a la teorías
deflacionistas de la verdad, que postulan que afirmar que un enunciado es verdadero no añade nada
nuevo al mismo (véase Blackburn, 2018).
UN ABORDAJE CONTEXTUAL DE LA
FELICIDAD

En la enseñanza de la psicología el análisis de la conducta, o mejor digamos


el conductismo en general, suele presentarse como un modelo cuya utilidad,
en el mejor de los casos, está confinada a territorios bastante modestos, como
si fuera apenas un poco más que un método para penetrar en la vida y obra de
palomas y ratones, mientras que el examen de los fenómenos psicológicos
más complejos e interesantes se reservaría para otras teorías y abordajes. Esa
actitud siempre me ha parecido un desperdicio. El abordaje conductual
entraña ante todo una forma bastante única de observar los eventos
psicológicos, diferente a la que ofrecen el resto de los abordajes en
psicología. Tanto es así que el nombre por el cual comúnmente se lo conoce
(conductismo) designa en rigor de verdad no a la ciencia de la conducta sino
a la filosofía que subyace a esa ciencia. Esto es, no es mera experimentación
ni aplicaciones, sino que se trata de una forma general de interrogar a las
cosas.
El conductismo me resulta un andamio extremadamente eficaz para pensar.
Esto se debe en parte a que desde su concepción se ocupó no sólo de su
objeto de estudio, sino de manera muy explícita de las herramientas
conceptuales a usar para ese estudio: el lenguaje a usar, la función de los
términos psicológicos, los objetivos del análisis, la actividad de quienes
realizan la investigación, el papel del entorno social y cultural, y un
interminable etcétera. El conductismo en sí no proporciona respuestas, sino
que nos guía para formular buenas preguntas. Por supuesto, un aparato
conceptual tan sofisticado tienta a hacer mal uso de él. Y, dado que si hay
algo que no puedo resistir es la tentación, eso es exactamente lo que haré hoy.
En particular, hoy querría pensar un poco sobre la felicidad, abordándola
desprolijamente desde una perspectiva conductual. Ya saben, para mejor
entender esta sensación constante de celebración con la que nos confronta la
situación global actual (pandemia, desastre climático, desigualdad sin
precedentes, TikTok, etc.).
Hechas estas aclaraciones iniciales, intentemos una perspectiva contextual
sobre la felicidad.

De términos y definiciones

Es necesaria una aclaración preliminar: no me interesa intentar una definición


lingüística ni etimológica de la felicidad, no me interesa definir lo que la
felicidad sea, sino más bien considerar cuándo es que hablamos de felicidad.
No quiero intentar una definición de la felicidad al estilo “para mí la felicidad
es X” (no estamos, después de todo, posteando frases motivacionales en redes
sociales sino tratando de pensar, actividades bastante excluyentes).
Esto quizá requiera alguna explicación. Para el conductismo radical definir
un término no consiste en definir la cosa a la cual se refiere, sino en describir
las circunstancias bajo las cuales el término es utilizado. Emitir un término es
ante todo una actividad, una instancia de conducta verbal, que puede ser
abordada como el resto de las conductas: señalando el contexto del cual esa
conducta es función.
En otros artículos lo he abordado más extensamente, aquí bastará con
repetir este fragmento del conocido artículo El análisis operacional de los
términos psicológicos de Skinner: “Al lidiar con términos, conceptos,
constructos y demás, se gana una ventaja considerable si se los aborda en la
forma en que son observados –literalmente, como respuestas verbales. En ese
caso no hay peligro en incluir en el concepto aquel aspecto o parte de la
naturaleza que incluye. (…). El sentido, los contenidos y las referencias se
encuentran entre los determinantes, y no entre las propiedades de la
respuesta. La pregunta ‘¿qué es la longitud?’ podría ser satisfactoriamente
contestada por medio de listar las circunstancias bajo las cuales la respuesta
‘longitud’ es emitida” (pp. 272). Por lo tanto, si quisiéramos definir a la
ansiedad, por ejemplo, nuestra definición no consistirá en definir qué es, sino
en señalar las circunstancias, históricas y actuales, en las cuales las personas
dicen estar ansiosas.
De la misma manera, al preguntarnos sobre la felicidad no estaremos
buscando una definición de lo que la felicidad sea (si existe o no como algo
en el mundo será algo sobre lo cual nada podría decir), sino considerando las
circunstancias en las cuales utilizamos ese término, es decir, los contextos en
los que se emite esa conducta verbal específica, señalando las circunstancias,
históricas y actuales, en las cuales se habla de felicidad.
Este giro aparentemente menor en la forma de abordar las definiciones es
lo que posibilita el análisis de términos psicológicos complejos sin correr el
riesgo de reificar el objeto de análisis. Formulemos la pregunta desde esa
perspectiva entonces, y veremos por dónde nos lleva.

Felizmente conductual

Señalemos para empezar que “felicidad” es un concepto precientífico, un


término que tiene cientos de años de historia y múltiples sentidos. No es un
término técnico sino uno de uso común, y por tanto impreciso y equívoco,
imponerle una definición sería tan fructífero como intentar embolsar el
viento.
Como mencioné, no me interesa definir lo que la felicidad sea, sino
examinar las circunstancias habituales en las que se usa el término en
nuestros días. Una primera aproximación nos permite notar que en el
lenguaje cotidiano solemos hablar de felicidad en tres sentidos. En primer
lugar, se habla de felicidad como sinónimo de buena suerte, destreza, o éxito
en algún objetivo –es por este sentido que la pócima que proporciona buena
suerte en las historias de Harry Potter se llama Félix Felicis. Este uso, que ya
de por sí es infrecuente, es más bien un sinónimo de éxito o fortuna, por lo
cual podemos ignorarlo aquí. En segundo lugar, felicidad se utiliza para
designar a una vida virtuosa o vivida de acuerdo a ciertos preceptos éticos y
morales, un uso más cercano al ideal griego de eudaimonía. Este uso del
término, un poco más antiguo, también es bastante infrecuente hoy. En tercer
lugar, se utiliza para designar un sentimiento placentero o de bienestar
experimentado en alguna circunstancia favorable, como cuando decimos que
nos sentimos felices de estar en cierta situación o con cierta persona. Este
último sentido, la felicidad como sentimiento, es probablemente el más
habitual hoy en el lenguaje cotidiano.
Por supuesto la literatura conductual también se ha ocupado, aunque de
manera algo lateral, de la felicidad. El uso más frecuente del término
“felicidad” que podemos encontrar en la literatura conductual es más cercano
a este tercer sentido, la felicidad como un sentimiento positivo o placentero.
Por ejemplo, Skinner, en Sobre el conductismo, escribe que la felicidad “es
un sentimiento, un subproducto del reforzamiento operante. Las cosas que
nos hacen felices son las cosas que nos refuerzan”. Es decir, la felicidad sería
la experiencia emocional que acompaña a ciertas instancias de reforzamiento
positivo. Sin embargo, este uso del término, que se repite con cierta
frecuencia en la literatura, me resulta un tanto insatisfactorio desde una óptica
puramente conductual y querría explicar por qué.
En primer lugar, esta definición de la felicidad como sentimiento está más
cercana a un abordaje topográfico que funcional de la conducta. En caso de
que necesiten una aclaración, un análisis topográfico es el que describe la
forma de una respuesta, sus características, mientras que un análisis funcional
es aquel que especifica su función, a través de describir las relaciones que
tiene con el contexto y es el que nos permite arriesgar las causas de dicha
conducta. Si realizamos un análisis topográfico de la acción de beber agua,
podríamos decir, por ejemplo, que la conducta consistió en ingerir medio litro
de agua en veinte segundos. Un análisis funcional, en cambio, señalaría las
circunstancias en las que sucedió, el contexto de esa acción, sus antecedentes
y consecuencias. Eso nos permitiría saber si, por ejemplo, el vaso de agua fue
ingerido para apagar el fuego de un chile habanero, si se usó para lavar la
boca antes de cambiar de vino en una cata, o para mejor ingerir una pastilla
difícil de tragar. En líneas generales, nos suele interesar más la función que la
forma de una conducta porque señala el contexto necesario para lograr
influencia sobre ella.
Ahora bien, la definición skinnereana sobre la felicidad es más bien pobre
desde un punto de vista funcional, ya que se limita a señalarla como resultado
del reforzamiento positivo de alguna conducta, pero es fácil señalar instancias
de reforzamiento positivo en las cuales difícilmente hablaríamos de felicidad
–que se encienda la luz de la habitación cuando presiono el interruptor no
parece algo que habitualmente asociaríamos con felicidad. En Más allá de la
libertad y la dignidad, Skinner amplía y señala que la felicidad se refiere a
los reforzadores que tienen valor de supervivencia, pero esto no soluciona el
problema que acabamos de señalar, por lo cual la aclaración nos sabe a poco.
E incluso como aproximación topográfica la idea de la felicidad como
sentimiento resulta insatisfactoria, ya que no se especifica claramente en qué
consiste ese sentimiento, sus cualidades, ni cómo diferenciarlo de otros
sentimientos. Sin embargo, aunque no constituya una buena definición es un
buen punto de partida, ya que efectivamente las personas suelen hablar de
felicidad involucrando sentimientos placenteros en situaciones que
involucran reforzamiento positivo. Lo que podemos hacer es intentar
especificar un poco más la clase de contextos en los cuales surgen esos
sentimientos, para así diferenciarlos de otros contextos que ocasionan otros
sentimientos placenteros que llamamos de otras maneras.
William Baum, en la tercera edición de Understanding Behaviorism,
mantiene la idea de la felicidad como un sentimiento, pero señala un par de
aspectos muy interesantes. Baum señala dos aspectos del contexto que serían
esenciales para hablar de felicidad: estar libre de consecuencias aversivas y
tener la posibilidad de realizar elecciones que sean reforzadas
positivamente. Este es un abordaje más prometedor del concepto, al menos
desde un punto de vista conductual, ya que no sólo se refiere a un sentimiento
positivo, sino que también indica bajo qué condiciones contextuales
hablamos de felicidad: involucra no estar bajo control aversivo (esto es, no
estar bajo coerción ni amenaza), y disponer de libertad de llevar a cabo
acciones reforzadas positivamente. Este abordaje es más compatible con una
mirada funcional, así que podemos explorar con más detenimiento lo que
involucra.

La felicidad como contexto

El término felicidad es más bien equívoco, pero creo que podemos destilar
algunas características típicas de las circunstancias en las cuales hablamos de
felicidad siguiendo lo propuesto por Baum.
La tesis central podría enunciarse así: hablar de felicidad involucra una
situación en la cual no necesitamos ni deseamos que nada se modifique, que
nada sea distinto de lo que es. Es una aproximación burda y poco pulida,
pero nos puede servir para avanzar, refinándola un poco.
Antes de glosar esa primera aproximación quizá sirva realizar un par de
precisiones conceptuales. Una forma de hablar útil con respecto a la conducta
es distinguir el control aversivo y el apetitivo. Decimos que una conducta está
bajo control aversivo cuando está orientada a eliminar o poner distancia con
algún estímulo, lo que usualmente llamamos evitación y escape. Por otra
parte, decimos que una conducta está bajo control apetitivo cuando está
orientada a aproximarse o a producir algún estímulo. De los estímulos
involucrados podemos decir entonces que tienen funciones aversivas o
apetitivas, respectivamente. Podemos hablar también de grados en el control
aversivo o apetitivo, pudiendo ser más o menos intenso: no es lo mismo
remover una piedrita en el zapato que huir de una jauría de cobayos
enfurecidos –si bien en ambos casos se trata de estímulos aversivos, ese
control sería menos intenso en el primer caso que en el segundo.
Volvamos entonces: hablamos de felicidad refiriéndonos a una situación en
la cual no necesitamos ni deseamos que nada se modifique. En primer lugar,
esta definición implica una situación en la cual no haya nada que resolver,
eliminar o de lo cual huir. Esto es, se refiere a un contexto en el cual las
conductas están libres de control aversivo. Esto es trivial si bien se mira:
sería improbable hablar de felicidad refiriéndonos a una persona que está
muriendo de sed en el desierto o recuperándose de una resaca (excepto
algunas salvedades que haremos más adelante). En términos conductuales,
acordaríamos entonces con Baum en que hablar de felicidad requiere ante
todo no estar bajo control aversivo.
Pero esta definición involucra también que en la situación no haya
tampoco nada que conseguir, nada hacia lo que dirigirse intensamente. Los
momentos de felicidad son aquellos en los cuales nada más es sensiblemente
necesario ni deseable más allá de lo inmediatamente disponible. Si en una
situación deseamos fuertemente que algo ocurra, es menos probable que
hablemos de felicidad, o al menos, hablaríamos de una forma incompleta o
menor de felicidad. Diría que soy feliz leyendo un libro y escuchando música
si no hay nada que agregaría a esa situación, pero probablemente usaría otros
términos para describir mi estado emocional si en ese momento estoy
esperando que suceda algo que deseo fuertemente, por ejemplo, esperando
que llegue mi cita. No pareciera tampoco adecuado hablar de felicidad en
cualquier instancia en la cual la estemos pasando bien, por ejemplo,
refiriéndonos a la persona que está participando furiosamente de una orgía o
a la adolescente que grita completamente fuera de sí mientras asiste a un
recital de su banda de K-Pop favorita (ciertamente es difícil hablar de
felicidad en relación con tales bandas). En esos casos tendemos a usar otros
términos, generalmente positivos, y reservamos el término felicidad para
cuando las pasiones se han sosegado un poco.
Si las delimitaciones que he ofrecido son aceptadas, entonces podríamos
decirlo así: hablamos de felicidad en un contexto en el cual el control
aversivo es nulo y el control apetitivo es débil, o nulo –ya que un control
apetitivo intenso parecería incompatible con el uso habitual del término.
Insisto, no estoy diciendo que eso sea la felicidad, sólo que parecen algunas
de las circunstancias más típicas en las que usamos el término. Consideren
cualquier instancia de felicidad en su vida y probablemente encuentren ambos
factores: por un lado, estar libre de amenaza o daño directo del cual huir y,
por otro lado, que en ese momento no haya otra cosa hacia la cual orientarse
fuertemente –un contexto en el cual hay bajo o nulo control aversivo y
apetitivo. Más aún, solemos hablar de distintos grados de felicidad, lo cual
pareciera correlacionar con la cercanía con las circunstancias descriptas:
cuanto más se parece el contexto actual a ese contexto ideal más
probablemente hablamos de felicidad.

Ficciones de la felicidad

Podemos apreciar que los dos aspectos de esta interpretación están presentes
en la mayoría de las representaciones de la felicidad absoluta que han sido
tema favorito de las religiones. Cada vez que los seres humanos hemos
imaginado la felicidad suprema la hemos representado bajo la forma de una
situación en la cual no es necesario ni deseable que nada cambie, una
situación en la cual no hay peligros de los que huir ni objetivos que alcanzar.
En el Valhalla nórdico, por ejemplo, los guerreros disfrutan de una
eternidad en la cual están presentes sus actividades favoritas: el combate y el
festín, sin que esas actividades tengan consecuencias negativas y sin que haya
objetivos a alcanzar más que practicar la batalla y el festín: por las noches
todas las heridas mágicamente se curan y el suministro de carne para el festín
es mágicamente inagotable. Si nos detenemos en la mitología judeocristiana,
podemos notar una tendencia similar, el perdido Edén, el paraíso terrenal, es
un territorio en el cual todas las necesidades están cubiertas y en el cual no es
necesario modificar nada: construirse un chalecito en el Edén para una
estadía celestial más cómoda sería tarea absurda por innecesaria.
Además de lugares, las representaciones de la felicidad suelen tomar la
forma de estados de existencia o espirituales. Por ejemplo, Santo Tomás,
hablando de la vida después de la muerte, señala que los bienaventurados son
perfectamente felices en la mera contemplación de la divinidad, un estado en
el cual no hay nada que resolver ni nada que alcanzar. De manera similar, en
el hinduismo y en el budismo la felicidad absoluta se suele identificar con el
Nirvana, un estado en el cual la persona está libre de toda necesidad y todo
deseo.

Contradicciones de la felicidad

Podemos notar inmediatamente algunas peculiaridades inherentes a esta idea


de la felicidad. En primer lugar, la mayoría de las religiones y tradiciones
coinciden en que la felicidad completa es imposible –al menos en este mundo
o bajo condiciones normales, ya que la felicidad completa siempre requiere
alguna alteración sobrenatural: es necesario estar en alguna suerte de lugar
mágico (como en el Edén o Valhalla), o alcanzar algún estado espiritual
trascendente (como en la beatitud o el nirvana).
La interpretación conductual que hemos arriesgado nos da una pista de a
qué podría deberse esto: en este mundo es imposible concebir un organismo
continuadamente libre de control aversivo y apetitivo. Por esto es necesario
imaginar un mundo o situación de naturaleza radicalmente distinta a la actual
para pensar en una felicidad duradera. Digamos, podemos intuir cuál sería el
contexto necesario para la felicidad definitiva, pero también podemos intuir
que ese contexto no existe normalmente. La felicidad así concebida tiene que
ser irremediablemente estática: es el estado de un contexto que puede ser
interrumpido por cualquier cambio o modificación. Más tarde o más
temprano una situación así se ve alterada por alguna necesidad, por algún
nuevo deseo, por alguna molestia, o incluso por el mero hastío. Es fácil
perturbar un paraíso.
Este es uno de los problemas de la felicidad-sentimiento como objetivo de
vida o de terapia. Todo contexto, incluyendo aquel al cual nos referimos al
hablar de felicidad, es tan dinámico e inestable como la llama de un fósforo.
No podríamos jamás asegurar que una persona que dice ser feliz seguirá
siéndolo dentro de una hora, un día, un mes, un año. Por ello Montaigne, en
sus Ensayos, glosa a Solón afirmando “‘cualquiera que sea la buena fortuna
de los hombres, éstos no pueden llamarse dichosos hasta que hayan
traspuesto el último día de su vida’, por la variedad e incertidumbre de las
cosas humanas, que merced al accidente más ligero cambian del modo más
radical”. Un contexto estático es una contradicción en los términos. Es la
naturaleza de todo contexto el cambio. Es posible, en principio, alcanzar un
estado de bajo control aversivo y apetitivo –lo imposible es sostenerlo
indefinidamente.
Pero hay otro obstáculo bastante más serio que se deriva de esta forma de
pensar a la felicidad y que podríamos bosquejar así: toda conducta orientada
hacia la búsqueda de la felicidad está por definición bajo control apetitivo –
pero aquí hemos tentativamente definido a la felicidad como un contexto de
bajo o nulo control aversivo y apetitivo.
En otras palabras, la felicidad es incompatible con su búsqueda.
El contexto de buscar felicidad (al menos, si la búsqueda es intensa) y el
contexto de felicidad son mutuamente excluyentes. Más aún, si la felicidad es
un estado a alcanzar, todo aquello que la amenace será algo a evitar, es decir,
introducirá un control aversivo que, nuevamente, es incompatible con el
contexto que hemos postulado. Entonces se da la paradoja de que tanto
buscar fuertemente la felicidad como intentar retenerla cuando sucede son
incompatibles con ella. En términos coloquiales: una persona que está
desesperada por ser feliz o que tiene terror a dejar de serlo, difícilmente lo
sea.
Este creo que es el problema central con la búsqueda de la felicidad. Es
posible experimentar formas relativas de felicidad, pero en cuanto
introducimos a la felicidad como objetivo a alcanzar, introducimos control
apetitivo y aversivo, lo cual es por definición incompatible con ella. La
felicidad no puede ser cabalmente producida, sino que sucede por sí misma.

RFT y la búsqueda de la felicidad

Para los seres humanos verbalmente competentes, la situación es aún más


frágil. Traigamos a colación lo que establecen los desarrollos
contemporáneos sobre conducta verbal, como por ejemplo los aportes de la
teoría de marco relacional (RFT, por las siglas en inglés). Uno de sus
corolarios es que nuestro repertorio verbal nos permite, a través de las
funciones estimulares derivadas, tomar contacto psicológico con eventos que
no están presentes y transformar las funciones de los eventos que
experimentamos. Dicho en términos coloquiales, podemos imaginar,
anticipar, comparar y evaluar.
Pero este repertorio es fatal para la felicidad. Incluso si alcanzáramos un
estado temporal de felicidad tenemos la capacidad de preocuparnos por un
desenlace negativo que podría suceder en el futuro o porque el estado de
felicidad se termine, lo cual introduciría un control aversivo que terminaría
con la situación. O podríamos imaginar una situación mejor, compararla con
la situación actual e intentar alcanzarla, lo cual introduciría control apetitivo
que llevaría al mismo desenlace. Esto arroja nueva luz sobre la expresión de
Séneca “el espíritu a quien lo porvenir preocupa es siempre desdichado”.
Todo esto no ha desalentado jamás a las personas de buscar a la felicidad
por distintos caminos, y puede resultar interesante examinar la búsqueda un
poco más de cerca a la luz de la definición tentativa que he propuesto: un
contexto de bajo o nulo control aversivo y apetitivo. La búsqueda de la
felicidad es en última instancia la búsqueda de un contexto en el cual ya no
estemos bajo control aversivo ni apetitivo, o al menos que ambos sean de
baja intensidad.
Ahora bien, para la mayoría de los organismos, este control depende del
ambiente: hay control aversivo cuando hay una amenaza, hay control
apetitivo cuando hay algo que buscar. Por ello es que con frecuencia
adjudicamos felicidad a los animales. Nos parece que un contexto así es
posible para un animal: basta con observar nuestras mascotas que gozan,
gracias a nosotros, de una relativa ausencia de amenazas y necesidades que
saciar. Mi gata Matilda durmiendo al sol, sin nada de lo que protegerse ni
nada que conseguir, representa para mí la imagen más acabada de la
felicidad.
En cambio, para los seres humanos el control aversivo y el apetitivo no
dependen sólo de las propiedades directas de los estímulos, sino que están
mediados además por el repertorio verbal. Un ser humano que esté en una
situación que intrínsecamente está libre de aversivos puede aún estar bajo
control aversivo verbalmente mediado. Puedo estar en mi casa, perfectamente
cómodo y sin necesidades ni peligros inmediatos, y aun así preocuparme por
algo que podría pasar o soñando con alguna meta. El control aversivo y
apetitivo para los seres humanos depende mayormente de nuestro repertorio
verbal.
De manera que aun cuando el ambiente físico inmediato sea perfectamente
compatible con un contexto de felicidad, difícilmente pueda serlo para un ser
humano verbalmente competente. He citado varias veces el siguiente pasaje
de Kelly Wilson en Mindfulness for Two que ilustra bien esta idea:

Los seres humanos no sólo sufren. El sufrimiento, para nosotros, es ubicuo -es algo de todo el
día, todos los días, y en todos los lugares. Sufrimos haber sufrido en el pasado y sufrimos que
podríamos sufrir en el futuro. Sin importar dónde estamos, hay otro lugar que es mejor. Hay
un momento anterior al que desearíamos regresar o uno posterior al cual querríamos
adelantarnos. Y, si ahora mismo es perfecto, nos preocupamos de que no durará.
Ser feliz, para un ser humano, parece tarea imposible.

Los dos caminos

Lo que se acaba de señalar no ha sido obstáculo para que los seres humanos
intentemos de todos modos alcanzar algún grado de felicidad.
Podemos distinguir dos grandes vías en las que hemos intentado producir
contextos de felicidad. La primera vía es el control del ambiente, la que
podríamos llamar la vía ecológica de búsqueda de la felicidad, y que consiste
en controlar nuestro ambiente inmediato para reducir el contacto con los
estímulos intrínsecamente aversivos y aumentar el contacto con los
apetitivos. Cambiar el mundo, digamos. En esto hemos sido bastante exitosos
como especie: en líneas generales nuestras condiciones de vida son bastante
más amables que las de cualquier animal salvaje. Esta vía ha resultado
bastante eficaz para liberarnos de estímulos que son intrínsecamente
aversivos, tales como depredadores, la intemperie, el hambre, enfermedades,
etc. Podemos añorar la simpleza de un estilo de vida paleolítico, pero lo
cierto es que la mayoría de los seres humanos contemporáneos no tienen que
preocuparse por ser devorados por una manada de hienas en su vida
cotidiana.
Pero aun así es imposible remover completamente el control aversivo. La
vida siempre duele, más tarde o más temprano. Como escribe Lucrecio: “Ni
al día siguió noche alguna ni a la noche aurora que no escucharan,
mezclado con lastimeros vagidos, el llanto, compañero de la muerte y del
luto funeral”. En la historia de la humanidad ningún día ha estado ausente de
dolor. Como mencionamos antes, esto es peor aún para los seres humanos y
nuestro repertorio verbal, ya que estamos controlados no solo por estímulos
que son intrínsecamente aversivos sino también por estímulos que son
verbalmente aversivos. De la misma manera, no sólo estamos controlados por
estímulos intrínsecamente apetitivos sino por estímulos verbalmente
apetitivos. Huimos y buscamos estímulos por sus funciones verbales.
Aquí es donde se vuelve interesante la segunda gran vía, la que podríamos
llamar la vía psicológica de la búsqueda de la felicidad: controlar lo aversivo
y apetitivo que es establecido por mediación verbal.
Nuestros repertorios verbales son conductas, y en tanto tales son
moldeables relativamente. Esto implica que es posible en principio reducir la
influencia perniciosa que nuestro repertorio verbal ejerce sobre nosotros.
Podemos aprender a reducir la tendencia a compararnos, a juzgar, a perseguir
objetivos frívolos, etc. Por esto numerosas tradiciones culturales, filosóficas,
y religiosas promueven como cuestión vital central el control de nuestras
pasiones y deseos.
Podría decirlo de otra manera. Necesitar o desear algo tiene dos caras:
aquello que es necesitado o deseado y la necesidad o deseo en sí como
actividad humana. La primera vía que examinamos intenta acceder a la
felicidad por medio de conseguir todo lo que necesitamos y deseamos. La
segunda vía sugiere que para que ese control apetitivo se debilite, tiene que
cesar el deseo. Dicho con un ejemplo: si deseo intensamente tener una nueva
cafetera, estoy introduciendo un control apetitivo intenso que es incompatible
con un contexto de felicidad, por lo cual tengo dos vías para resolver esa
tensión: conseguir la cafetera o no desearla en primer lugar. Satisfacer el
deseo o abandonarlo.
La segunda vía sostiene que es posible reconocer el control aversivo y
apetitivo de origen puramente verbal, y que por diversos caminos podemos
aprender a reducir o eliminar su influencia. Este control del repertorio verbal
ha aparecido en tradiciones y culturas muy diversas: los epicúreos hablaban
de la ataraxia, los estoicos de la apatía, y varias religiones orientales, desde el
jainismo al budismo, predican la importancia de alcanzar un estado de
desapego con respecto al mundo y los deseos, del cual el nirvana sería el
ejemplo más conocido.

La psicoterapia y la felicidad

Creo que llegado este punto podemos recapitular un poco lo expuesto. En lo


que hemos visto la felicidad no se considera como un sentimiento, o al menos
no sólo un sentimiento, sino más bien un contexto en el cual el control
aversivo es nulo o muy débil y lo mismo con respecto al control apetitivo.
Los sentimientos placenteros serían más bien el resultado de un contexto así,
pero no aquello que lo define.
Así descripta, dijimos que es problemático establecer a la felicidad como
algo normativo, como algo que las personas deberían de poder alcanzar. Hay
varias razones para esto. En primer lugar, por definición se trata de un estado
temporario y por tanto fugaz, ya que todo contexto es dinámico por
definición. En segundo lugar, es imposible remover definitivamente el
control aversivo de la conducta. Por último, buscar con empeño ser feliz es
garantía de no serlo, porque introduce un control apetitivo que es
incompatible con el contexto que hemos planteado. Desde esta perspectiva, la
felicidad es más bien algo a aprovechar cuando llega, pero no algo a lo cual
aferrarse. La felicidad, como estado sostenido y objeto de deseo, es mala
idea. Pero desmenuzar el contexto de felicidad nos permite entrever algunos
caminos por los cuales algunos de sus elementos pueden ayudarnos a vivir
mejor. Creo que, en este sentido, una psicoterapia puede hacer algunos
aportes que van por los caminos de las dos vías señaladas.
En primer lugar, puede ayudar a reducir el control aversivo que no es
verbalmente mediado. Esto es, puede ayudar a que una persona lleve a cabo
acciones que hagan que su vida sea un poco menos hostil, a través de
distintas estrategias de resolución de problemas, habilidades interpersonales,
activación conductual, etc. Si ayudamos a una persona a conseguir trabajo, a
cuidar su salud, limpiar su casa, etc., estamos ayudando a reducir el control
aversivo directo, más en la línea de la primera vía que vimos.
En segundo lugar, puede ayudar a reducir el control aversivo que es
generado verbalmente. Esto es, por una parte, puede ayudar a reducir la
influencia de juicios, comparaciones, y creencias que establecen control
aversivo y reducir el control aversivo que está relacionado con sentimientos y
pensamientos difíciles por medio de aprender a sostenerlos sin defensa.
Aceptación, contacto con el presente, self como contexto y defusión son así
formas de reducir lo verbalmente aversivo del mundo.
Finalmente, puede ayudar estableciendo un control apetitivo más
compatible con el contexto que señalamos, un control apetitivo que no
requiera nada fuera de lo inmediatamente disponible. Esto es: orientarse por
valores en lugar de metas. Los valores se refieren a las cualidades encarnadas
en la acción en curso, por lo cual su satisfacción está siempre orientada al
momento presente, a diferencia de las metas cuya satisfacción está
necesariamente en el futuro o en el pasado –se trata de algo a lograr o algo ya
logrado.
No podemos generar felicidad –pero sí podemos identificar y propiciar
algunos elementos del contexto del que depende para mejor vivir.

Depresión y elección

Quisiera compartir con ustedes algunas observaciones sobre las diferentes


formas de conceptualizar teóricamente a la depresión y lo que puede suceder
cuando cambiamos de perspectiva. Como añadido, querría describir de qué
manera activación conductual aborda el fenómeno y por qué es necesario
mejorar el mundo.
Objetivos modestos, claro está. Esto va a ser largo, así que antes de
empezar quizá quieran hidratarse apropiadamente y ponerse ropa cómoda, no
querría que sufrieran algún desgarro durante la lectura.
Comencemos entonces describiendo tres puntos generales de lo que
entendemos por depresión, y veamos hasta dónde nos puede llevar.

1) Cuando hablamos de depresión hablamos de conductas

Algo en lo cual todos los modelos teóricos de la depresión pueden estar de


acuerdo es que hablamos de depresión sólo cuando una persona exhibe
determinados patrones de conductas.
Aquí “conductas” debe ser tomado en su sentido más riguroso: no sólo
hablo de los movimientos observables de una persona, sino también a lo que
dice, piensa, o siente, es decir, a todo lo que hace en y con un contexto, ya
sea que pueda ser observado por otros o sólo por la propia persona, sea
voluntario o no: quedarse en la cama, llanto, culpa, rumiación, insomnio, etc.
Cuáles exactamente sean las conductas patognomónicas a incluir y por qué
se producen es otra historia, y en ello es en donde los modelos explicativos
difieren, pero todos coincidirán en que hablamos de depresión cuando una
persona despliega ciertos patrones de actividad: dice y hace ciertas cosas en
lugar de decir otras. El primer punto, no demasiado controversial, es
simplemente notar que la depresión puede describirse como consistiendo en
conductas.

2) Las conductas en la depresión pueden ser conceptualizadas


como elecciones

La secuencia de actividades de cualquier persona a lo largo del tiempo puede


pensarse como una sucesión de momentos pivotales, encrucijadas que se
resuelven en alguna dirección: despertarse y prepararse el desayuno en lugar
de quedarse en la cama, encender la televisión en lugar de limpiar la casa,
almorzar un café en lugar de tomar mate, etc.
Por supuesto, esto es así para todo organismo –en este momento, sentarme
a escribir (y seguir escribiendo) es una elección que excluye otras alternativas
como salir a trotar, leer, tocar el piano, cortarme las uñas, etc., al igual que
ustedes, del otro lado de estas líneas, están llevando a cabo la elección de leer
en lugar de hacer cualquier cosa más interesante, como por ejemplo ver
crecer el césped. Es decir, “una buena parte de lo que hacemos
cotidianamente puede ser conceptualizado como elecciones” (Bourret &
Vollmer, 2003). Quiero ser claro, no me refiero a decisiones intencionales y
sopesadas sino a que la conducta de cualquier organismo en cada momento
puede describirse como una selección entre las alternativas disponibles.
Si las seguimos a lo largo del tiempo, las elecciones conductuales tienden a
exhibir ciertas regularidades que pueden ser formales o funcionales. Esas
regularidades conductuales configuran lo que podemos llamar un patrón de
actividades particular –un hábito o rutina, si prefieren términos más
cotidianos.
Entonces, una forma posible de describir a la depresión es como un cierto
patrón de elecciones extendido en el tiempo: la persona deprimida se aísla en
lugar de conectar con otras personas, rumia en lugar de llevar a cabo
acciones, se queda en la cama en lugar de trabajar, etcétera.
Cuando el patrón global de actividades de una persona, lo que hace a lo
largo de sus días, se modifica formal o funcionalmente adoptando una
configuración formal y funcional con ciertas características, hablamos de
depresión. Ese patrón particular de elecciones conductuales se puede
configurar de manera gradual o más bien de forma súbita (por ejemplo, luego
de un duelo).
Entonces, podemos describir a la depresión como un determinado patrón
de elecciones conductuales. Quiero ser claro, esto no quiere decir que las
personas elijan deprimirse, ni que se trate de elecciones voluntarias o
deliberadas, tan sólo que una persona realiza las actividades a, b, y c en lugar
de las actividades d, e, y f. No es una forma muy habitual de describir a la
depresión pero tampoco es demasiado polémica.
Entonces, nuestro segundo postulado sobre la depresión sería que las
conductas de la depresión se pueden pensar como una serie de elecciones
conductuales, en el sentido más descriptivo de la expresión.

3) Las elecciones no parecen tener sentido

Lo siguiente que querría señalar es que, en una primera aproximación, el


patrón de actividades al que llamamos depresión parece contradictorio: la
persona se siente triste pero tiende a rechazar toda actividad que
probablemente la haría sentir mejor, sufre por sus problemas pero no actúa
para resolverlos, y en general, aun cuando haya alternativas que podrían
mejorar su vida, la persona persiste en sus actividades depresivas. Vistas
desde afuera, las elecciones conductuales que efectúa la persona deprimida
no parecen racionales, funcionales, o saludables, sin que necesariamente esté
obligada a ello.
Si una persona pasa el día tirada en la cama porque está con un cuadro de
fiebre alta nos resulta comprensible, pero cuando eso sucede en el marco de
la depresión nos resulta inexplicable porque no hay obstáculos apreciables
para que las cosas sean distintas. Este rasgo del patrón depresivo es su
aspecto más desconcertante: la persona podría hacer algo distinto, pero no lo
hace. Esto suele resultar frustrante para el entorno social de la persona
deprimida, que sugiere actividades alternativas que son sistemáticamente
rechazadas. Las teorías y explicaciones sobre la depresión son básicamente
intentos de dar cuenta de estas contradicciones.
Entonces, lo dicho hasta ahora podría resumirse así:

1. La depresión consiste en una serie de conductas (incluyendo conductas


privadas).
2. Esas conductas pueden pensarse como elecciones (no como decisiones
voluntarias sino como un determinado patrón de selección entre
alternativas).
3. Esas elecciones no son saludables o funcionales, y se realizan aunque la
persona cuente con alternativas.

Como ya mencioné, esta es una forma puramente descriptiva de hablar


sobre la depresión que podría ser más o menos aceptada por cualquier
modelo teórico. Pensarla como un patrón de actividades que entraña ciertas
elecciones es solo una forma de ordenar el campo para mejor abordarlo. La
cuestión crucial, por supuesto, es explicar por qué suceden esas elecciones, y
es en esto en lo que difieren los modelos. Veamos entonces algunas de las
formas en las cuales suele pensarse la depresión.

Los modelos explicativos internalistas

Las tradiciones en psicología y psicología han propuesto diversas


explicaciones para el surgimiento y mantenimiento del patrón conductual
depresivo61.
Más allá de las diferencias finas que podamos señalar entre las
explicaciones, hay una forma general de abordar la depresión en psicología y
psiquiatría que podríamos llamar internalista, que consiste postular procesos
intraindividuales (por ejemplo, cognitivos, emocionales, o neurobiológicos),
que en la persona deprimida estarían funcionando de manera anómala. El
supuesto subyacente común de las explicaciones internalistas podría
describirse más o menos así: “Dado que la persona deprimida está actuando
de manera irracional/disfuncional/patológica, tiene que haber algo dentro de
ella que está funcionando mal”.
Desde una mirada internalista la persona que elige quedarse en la cama,
rechazar invitaciones de amigos, abandonar actividades, etc., está llevando a
cabo esas elecciones por causa de alguna falla en un mecanismo o proceso
interno. Cuál sea el proceso interno presuntamente implicado es lo que
diferencia a un modelo internalista de otro: puede tratarse de la presencia,
carencia o falla de ciertos pensamientos o patrones de pensamiento; déficits o
excesos de algún neurotransmisor; lesiones o disfunciones cerebrales;
procesos biológicos inflamatorios; factores genéticos; conflictos
intrapsíquicos; fallas en la regulación de las emociones; y un largo etcétera.
Lo común a todos ellos es que postulan alguna disfunción interna para
explicar las contradicciones de la depresión.
Por ejemplo, Beck y colaboradores afirman: “El modelo cognitivo
considera el resto de los signos y síntomas del síndrome depresivo como
consecuencia de los patrones cognitivos negativos. Por ejemplo, si el
paciente piensa erróneamente que va a ser rechazado, reaccionará con el
mismo efecto negativo (tristeza, enfado) que cuando el rechazo es real. Si
piensa erróneamente que vive marginado de la sociedad, se sentirá solo”
(Beck et al., 2010, p.20, el resaltado es mío). Similarmente, LeDoux (2003)
postula que la depresión “involucra circuitos alterados que lo bloquean a uno
en un estado de retirada neural y psicológica”. Otros abordajes internalistas
postulan otros factores o entidades internas de diversa naturaleza.
Si bien las explicaciones internalistas suelen incluir al ambiente como un
factor, la relevancia atribuida al mismo suele ser más bien modesta.
Usualmente queda relegado a un papel de vulnerabilidad para el proceso
interno que se considera la verdadera causa y esencia de la depresión y que
por tanto se convierte en foco de las intervenciones. Se intenta entonces
corregir, compensar, o solucionar de alguna forma aquel factor interno que
estaría funcionando mal: corregir los pensamientos distorsionados, resolver el
complejo intrapsíquico, equilibrar la neuroquímica cerebral, etc. En los casos
en que un modelo internalista propone algún tipo de intervención ambiental,
lo hace principalmente con el fin de corregir el desarreglo interno –un buen
ejemplo de esto podría ser la planificación de actividades en terapia
cognitiva, que cumple principalmente el papel de desafiar las creencias
disfuncionales que se postulan como causales.
La mirada internalista es la que caracteriza a las tradiciones más populares
en psicología y psiquiatría: terapias psicodinámicas, cognitivas,
neurociencias, entre otros. Pero, por supuesto, no es la única forma de pensar
estos fenómenos. A continuación, veremos una forma alternativa de explicar
las elecciones conductuales de la depresión.
Si siguen despiertos, este sería un buen momento para desperezarse,
elongar músculos, acomodar la postura y tomar impulso, que nos falta un
trecho todavía.

Elecciones

Una forma diferente de abordar a las elecciones conductuales es considerarlas


como conductas sucediendo en y con un contexto. Con un poco de suerte, en
las siguientes secciones intentaremos describir de qué manera esto representa
un abordaje diferente de las explicaciones internalistas de la depresión, tanto
en términos de explicación como de intervención. Si hasta ahora no se han
dormido, les propongo un ejercicio de pensamiento para ilustrar la relación
entre el contexto y las elecciones, una situación hipotética de elección pura,
para examinar sus elementos destacados.
Nuestra situación abarcará tres escenarios diferentes. Imaginemos que
abrimos un casino con tan sólo dos máquinas tragamonedas, una en cada
punta de un largo salón. Nuestro hipotético casino tiene un solo apostador –
porque somos modestos aun cuando imaginarios. Supongamos también que
las máquinas de nuestro casino no pagan parejamente, sino que la máquina A
paga las apuestas aproximadamente una vez cada media hora y la B paga
aproximadamente una vez cada hora (suponiendo una misma velocidad y
monto de apuestas)62. La cuestión que nos interesa resolver es: ¿Cómo
distribuiría su tiempo y apuestas en el casino nuestro apostador hipotético?
¿Todas a la A? ¿Todas a la B? ¿Mitad y mitad?
A pesar de que la situación es hipotética, podemos encontrar una respuesta
si seguimos una línea de experimentos conductuales, que nos permite
conjeturar que, idealmente, las apuestas tenderían a distribuirse según la tasa
relativa de ganancias obtenidas. En nuestro ejemplo, dado que la máquina A
proporciona el doble de reforzadores que la B, es de esperar que nuestro
jugador pasaría el doble de tiempo con la máquina A que con la B.
Este es el fenómeno que en la ciencia conductual se llama “igualación” –
porque la tasa relativa de respuestas tiende a igualar la tasa relativa de
reforzamiento– y se expresa en un principio conductual conocido como la
Ley de Igualación (Herrnstein, 1961), utilizado para comprender conductas
de elección. La ley de igualación –una de las piedras fundamentales de los
denominados abordajes molares– cuenta con una larga tradición de teoría e
investigación, y se ha aplicado a áreas que van desde los problemas clínicos
hasta dinámicas sociales (Herrnstein, 1997; McDowell, 1988, 2005; Myerson
& Hale, 1984; Vyse, 1986).
Lo relevante para nuestro ejemplo es que la tasa de respuestas depende de
la tasa relativa de reforzamiento para cada alternativa, no del reforzamiento
absoluto. Es decir, la ley de igualación establece que la tasa de respuestas
para una alternativa en particular no depende sólo del reforzamiento obtenido
en ella, sino que también depende del valor de refuerzo que tienen las otras
alternativas que están simultáneamente disponibles, es decir, las respuestas en
cada alternativa dependen del contexto de reforzamiento completo.
Para ilustrar esto, imaginemos ahora una variación en nuestro casino, un
segundo escenario en el cual modificamos la máquina B para que pase a
pagar lo mismo que la máquina A. ¿Qué pasaría entonces? La ley de
igualación nos permite conjeturar que después de un tiempo el apostador
aumentaría el tiempo dedicado a la máquina B hasta llegar a repartir
parejamente su tiempo entre ambas máquinas –lo cual, por supuesto, implica
que se reduciría el tiempo dedicado a la máquina A.
Imaginemos, ya que estamos, un tercer escenario. Supongamos que en la
puerta del casino empieza a llover dinero. Sí, somos la gente con más mala
suerte del mundo: abrimos un casino y fuera de él llueve dinero. ¿Qué pasaría
en esta situación con nuestro apostador? Probablemente, como cualquiera de
nosotros, estaría afuera juntando los billetes que caen. No habría actividad en
las máquinas A y B mientras tanto.
Nuestro casino imaginario es sólo una forma de ilustrar un punto. En la
vida real, las elecciones probablemente serían diferentes debido a la
intervención de varios otros factores, pero este ejemplo sirve para
ejemplificar algunos puntos sobre cómo funcionan las conductas de elección.
Estas tres situaciones imaginarias plantean un muy interesante problema para
las explicaciones que vimos antes, si tienen la paciencia de pasar conmigo a
la siguiente sección.

El problema con las explicaciones internalistas de la elección

Imaginemos que un investigador ha estado evaluando el rendimiento de la


máquina A, analizando las respuestas de nuestro apostador en ella. Este
investigador ignora lo sucedido con la máquina B, como así también que
llovió dinero en la entrada, ya que sólo tiene información sobre las apuestas
realizadas en la máquina A. Desde su perspectiva, este investigador habría
notado lo siguiente:

1. Inicialmente el apostador pasó una cierta cantidad de tiempo a la


máquina A.
2. Luego el apostador redujo el tiempo pasado en esa máquina.
3. Finalmente, el apostador abandonó por completo esa máquina.

Las tres observaciones, por supuesto, corresponden a nuestros tres


hipotéticos escenarios. Las apuestas en la máquina A se redujeron en el
segundo escenario, cuando la máquina B empezó a pagar más, y cesaron
completamente en el tercer escenario, cuando empezó a llover dinero, pero
nuestro investigador desconoce esa información porque sólo conoce la
máquina A.
Ahora bien, podemos imaginar la hipotética confusión de nuestro
hipotético investigador: ¿cómo puede ser que la actividad con la máquina A
haya disminuido, si nada ha cambiado en ese aspecto, si sigue pagando lo
mismo? Desde el punto de vista del investigador lo que el apostador está
haciendo con la máquina A no tiene sentido: si la máquina A sigue pagando
lo mismo, ¿por qué el apostador cambiaría de esa manera sus apuestas? No
parecería descabellado ante esa situación asumir que, si la máquina sigue
funcionando igual, algo debe estar pasando con el apostador.
Si nuestro investigador tuviese tendencias explicativas internalistas (y
acceso experimental al apostador), podría ponerse a buscar cambios internos
que explicasen la reducción y cese de respuestas hacia la máquina A. El
asunto es que muy probablemente encontraría cambios en ese sentido. Parece
razonable asumir que los tres escenarios entrañen cambios cognitivos,
emocionales, y cerebrales –no soy un experto, pero supongo que una lluvia
de dinero debe provocar algún efecto en el cerebro.
Pero este es el asunto: aun contando con un mapa completo y
pormenorizado del cerebro y todos sus cambios a lo largo de toda la
experiencia, nuestro investigador seguiría sin entender realmente la situación.
No importa cuánta información tuviese sobre el cerebro, sobre las emociones
o las cogniciones, sin conocer el contexto amplio de reforzamiento (lo que
sucede en el segundo y tercer escenario), no hay manera para nuestro
investigador de entender cabalmente lo que está sucediendo63. Concluir que
esos cambios internos explican la modificación de las respuestas sería muy
razonable, pero erróneo, porque el problema está en la premisa de partida, a
saber: el problema está adentro.
Ahora bien, una buena parte de las investigaciones en psicología y
aledaños se comportan más o menos como el investigador del casino,
enfocándose exclusivamente de hipotetizar procesos internos sin ocuparse del
ambiente y la historia del individuo. La lección es que el efecto del contexto
es completamente irreductible a la estructura biológica o psicológica del
individuo. Por supuesto que conocer los cambios cerebrales, cognitivos, o
emocionales puede ser un gran aporte para lograr una comprensión más
acabada del fenómeno, pero un abordaje exclusivamente internalista no nos
ayuda a entender cabalmente el sentido de las conductas analizadas.
Siguiendo a Rachlin, diríamos que una mejor vía es “buscar las causas de la
conducta no profundamente dentro del organismo, sino ampliamente, en el
tiempo, en las contingencias entre la frecuencia de una acción y la tasa
general de eventos significativos en el mundo externo” (Rachlin, en
Herrnstein, 1997, p. 8).

Patologías como elección

Lo anterior es puramente un caso hipotético, pero un caso concreto muy


similar se ha observado en otros ámbitos de interés, y en particular nos
interesa un caso relacionado con las adicciones a las drogas. Me refiero a una
serie de experimentos realizado en la década del 70 que consistió en
investigar el impacto de factores ambientales sobre consumo de sustancias: el
Rat Park (“Parque de las Ratas”; Alexander et al., 1978, 1981).
En dicho experimento se dispusieron ratas en jaulas estándar de laboratorio
en las cuales había dos bebederos: uno con agua, y el otro con una solución
de morfina diluida en agua. Las ratas tenían libre acceso a ambos bebederos,
de manera que podían beber agua normal o agua “interesante”, digamos.
Como era de esperar, al poco tiempo esas ratas estaban bebiendo la solución
de morfina con regularidad –podríamos decir que desarrollaron una adicción.
Entretanto otro grupo de ratas fue puesto en una jaula más grande y abierta,
en la que había otras ratas, espacio para jugar, esconderse y socializar: el Rat
Park, en donde también había un bebedero con agua y otro con morfina
diluida.
Lo que encontraron fue que las ratas en el Rat Park, que contaban con
acceso a actividades típicas de la especie (jugar, socializar, etc.), bebieron
menos morfina que las ratas aisladas. Más aún, cuando las ratas que estaban
en las jaulas pequeñas fueron pasadas al Rat Park, su consumo de morfina se
redujo, aun cuando esto implicó síntomas de abstinencia.
Dicho en los términos que venimos usando: al igual que las máquinas de
nuestro casino, el valor de acceder a la morfina no fue absoluto sino relativo,
ya que la disponibilidad de otras actividades reforzadas positivamente redujo
las conductas orientadas hacia ella. Bastó con un cambio en otros aspectos
del contexto para que el consumo se modificara.
Esta serie de experimentos sugiere que la forma tradicional de pensar la
adicción, es decir, como un problema puramente interno, químico o cerebral,
es por lo menos incompleta: en un contexto empobrecido la adicción puede
resultar preferible, pero cuando hay actividades deseables que compiten con
ella, el consumo pierde fuerza aun cuando las drogas en sí sigan ejerciendo
los mismos efectos biológicos en el organismo. Es decir, el valor de las
drogas también es relativo al contexto. Esto, de paso, es consistente con la
literatura de farmacología conductual, que ha demostrado que una droga
puede tener efectos excitatorios o inhibitorios según el contexto en que se
administre (véase Branch, 1984).
Tanto este ejemplo como nuestro casino imaginario proporcionan también
una vía clara para intervenir sobre este tipo de elecciones, es decir, para un
tratamiento. Si quisiéramos hacer que el apostador modifique sus conductas
de apuestas, o que una rata reduzca su consumo de morfina, no necesitamos
analizar sus creencias, complejos, o conocer su estructura cerebral (aunque
nos serviría conocer los mecanismos implicados): podemos aumentar la
deseabilidad de las alternativas, o como en el caso de las ratas, proporcionar
un ambiente enriquecido, con acceso a interacción social y a otros
reforzadores típicos de la especie. Dicho en otras palabras, si aumentamos el
valor de las alternativas la preferencia por las conductas problemáticas
disminuye.

Depresión como elección

Munidos con las lecciones de nuestro casino imaginario y el Rat Park,


ocupémonos ahora de la depresión desde una óptica conductual. Como
mencionamos al principio de este texto, la depresión puede entenderse como
elecciones y esas elecciones no dependen sólo del reforzamiento particular
para esas respuestas. La manera en la cual vemos a la depresión en activación
conductual es similar a la expuesta para la adicción: esas elecciones
conductuales en depresión tienen sentido sólo cuando se considera el
contexto completo.
En general, las actividades vitales significativas requieren de un pequeño
pacto faustiano inverso (Stahlman & Catania, 2022): mientras que Fausto
vende su alma por toda la eternidad a cambio de una recompensa inmediata,
acceder a consecuencias vitales significativas requiere realizar un esfuerzo a
corto plazo para obtener consecuencias apetitivas más considerables a largo
plazo. Me refiero a acciones como realizar el esfuerzo de ordenar y limpiar la
casa para tener un espacio más habitable, el esfuerzo de leer y estudiar para
obtener conocimiento, el esfuerzo de hacer ejercicio para gozar de mejor
salud, el esfuerzo de las preparaciones y dificultades de socializar a cambio
de construir relaciones sociales de apoyo y contención, etc.
Hay diversos factores que pueden alterar la preferencia relativa por una
actividad. El más notable quizá sea su accesibilidad, es decir, la cantidad de
trabajo necesaria y los obstáculos que deben resolverse para acceder a ella.
En líneas generales, cuanto más esfuerzo sea necesario para una elección en
particular, menor probabilidad tendrá. También inciden sobre esa preferencia
las características de las consecuencias de la actividad: aquellas actividades
con consecuencias débiles, inciertas, y/o demoradas serán menos preferibles
que las actividades con consecuencias intensas, ciertas, y/o inmediatas –en
general, cuanto más lejanas sean las consecuencias positivas de la actividad,
menos efectivas serán (véase la literatura sobre descuento por retraso, por
ejemplo, Lattal, 2010; Odum, 2011).
Lo que sucede en la depresión es que frente a un contexto que se ha vuelto
sostenidamente aversivo, por el motivo que fuese, ese reforzamiento
demorado para las elecciones “saludables” (utilizando el término para
referirme en líneas generales a actividades vitales significativas en un
contexto sociohistórico particular) es como una moneda devaluada que ha
perdido efectividad. Ante esto, las actividades “depresivas” se vuelven
preferibles. Las actividades saludables tienden a requerir más trabajo, mayor
disposición a postergar satisfacciones, y sus consecuencias son más inciertas
y demoradas. Las actividades que forman parte del patrón depresivo, en
cambio, suelen tener un alto valor relativo: son actividades fácilmente
accesibles, con consecuencias seguras e inmediatas. Entonces, en un contexto
aversivo e incierto como aquel en el cual se encuentran las personas
deprimidas, las elecciones conductuales más pasivas son apuestas pobres
pero seguras. Digamos, en el contexto de una persona deprimida, asistir a un
evento social es una apuesta dudosa aun cuando aprecie la socialización:
requiere algo de preparación previa, lidiar con posibles contratiempos, y no
es seguro que ese evento lleve a una mejor vida social a la larga. Para una
persona que ya está lidiando con un contexto mayormente aversivo y
experimentando poca energía, el esfuerzo no parece valer la pena, por lo que
es relativamente preferible en el corto plazo rechazar una invitación a un
evento así y optar por una actividad que requiera menos energía, aun cuando
a la larga termine perpetuando la situación depresiva.
Dicho en términos más coloquiales: cuando la vida se vuelve crónicamente
dolorosa, por el motivo que sea, se hace muy difícil lidiar con los pequeños y
grandes obstáculos que cotidianamente es necesario resolver para acceder a
las consecuencias muy deseables pero no inmediatas de las actividades
vitales significativas: socialización, proyectos personales, autocuidado,
etcétera. En una situación así, las actividades tenderán a elegirse por su
accesibilidad más que por la calidad de sus consecuencias.
Quizá esto sirva también para pensar por qué la adicción y la depresión
(entre otros problemas psicológicos) suelen prosperar en la pobreza y
empeorar junto con las circunstancias socioeconómicas (Freeman et al.,
2016; Lorant, 2003; Lorant et al., 2007). Las condiciones externas adversas
hacen que las actividades saludables sean menos preferibles, ya sea porque
no están disponibles físicamente en el ambiente, porque son de difícil acceso,
o porque hay cuestiones de más urgente resolución. Por eso la depresión
suele ser el condimento de situaciones de vida vulnerables (enfermedades
crónicas, vejez, violencia, aislamiento, etc.), es decir, aquellas que de una u
otra manera dificultan el acceso a las actividades vitales típicamente
significativas en ese entorno sociocultural particular. Y también esto nos
ayuda a entender por qué una mejora en las condiciones materiales de vida
suele reducir síntomas de depresión y adicciones incluso sin intervenciones:
las actividades alternativas saludables se vuelven más accesibles.
Por supuesto, no estoy afirmando que la depresión sea un problema que
dependa exclusivamente de las condiciones objetivas de vida, ya que son
numerosos los casos de personas que se deprimen aun estando en contextos
que aparentemente son favorables. Podemos señalar dos aspectos que
explicarían esta supuesta discrepancia.
En primer lugar, una vida ajustada a expectativas sociales no es
equivalente a una buena vida. Baste señalar como ilustración de este punto
que durante mucho tiempo se consideró en nuestro entorno sociocultural que
casarse y dedicarse a ser ama de casa era normativamente una “buena” vida
para una mujer, a pesar de que la evidencia señalaba que las amas de casa
eran más propensas a deprimirse que las mujeres que trabajaban fuera de sus
hogares (Mostow & Newberry, 1975; Spendlove et al., 1981). Entonces, una
situación que parece deseable por ajustarse a estándares sociales puede ser
personalmente aversiva.
En segundo lugar, hay procesos históricos individuales que pueden
entorpecer el acceso a actividades significativas aun cuando las condiciones
de vida sean óptimas (véase el análisis de Ferster, 1973). Por ejemplo, una
historia de aprendizaje con poco desarrollo de habilidades sociales dificultará
llevar a cabo cualquier actividad que requiera socialización, y un efecto
similar puede tener una historia de trauma interpersonal. Habría dos vías por
las cuales las actividades personalmente significativas pueden ser
relativamente menos accesibles: por la disponibilidad y dificultades
intrínsecos a la actividad, o porque los repertorios conductuales necesarios
para acceder a ellas no han sido entrenados o están siendo obstaculizados.
Digamos, socializar puede ser relativamente menos preferible a causa de las
condiciones materiales (distancia física y carencia de medios de transporte,
por ejemplo), y también por condiciones históricas individuales (un pobre
repertorio social).
Ahora bien, se trate de procesos individuales o de problemas con las
condiciones de vida64, la situación en la depresión termina siendo
notablemente uniforme: se establece un contexto en el cual las actividades
saludables ofrecen un menor interés relativo. El mundo de la persona
deprimida se vuelve un mundo empobrecido y doloroso, en donde las
actividades significativas se experimentan tan lejanas como la cumbre de una
montaña –y con la trampa de que las actividades que sí son accesibles
terminan contribuyendo a sostener la situación.
En cualquier caso, los factores clave para la depresión pueden hallarse en
el contexto, sea actual o histórico, por lo que parece una buena idea ampliar
la mirada para incluir factores contextuales más allá de lo interno o lo
inmediato. No asumimos entonces que una persona deprimida que se queda
en la cama en lugar de ir a trabajar lo hace por hipotéticas causas internas
como falta de motivación, cogniciones irracionales, desbalance químico,
problemas emocionales, etc. (aunque no es necesario descartarlas), sino que
se postula algo en apariencia más simple: en ese contexto resulta
relativamente preferible quedarse en la cama rumiando en lugar de levantarse
y encarar tareas domésticas.
Las conductas depresivas tienen sentido cuando consideramos el contexto
ampliado en que suceden –el ambiente inmediato de la persona, sus recursos
sociales, culturales, económicos, como así también su historia de aprendizaje.
En lugar de buscar las explicaciones dentro de la persona, las buscamos en su
contexto.

Una ingeniería de las elecciones

La psicología y psiquiatría mainstream tienden a ver a la depresión como un


problema interno, y a ofrecer soluciones también dirigidas a solucionar ese
problema interno: corregir creencias o neurotransmisores, dicho de manera
simplista.
En contraste, la posición expuesta hasta aquí ha derivado en tratamientos
de activación conductual que ponen el énfasis en modificar el contexto de la
persona deprimida (Hopko et al., 2003; Lejuez et al., 2001, 2011; Martell et
al., 2001). La propuesta de activación conductual es ocuparse del mundo de
la persona deprimida, y desplegar herramientas para mejorarlo y facilitar el
acceso a él, en lugar de corregir algún mecanismo deficitario interno.
Activación conductual intenta una suerte de ingeniería de las elecciones, es
decir, disponer el contexto de manera tal que las actividades saludables sean
preferibles a las depresivas. El corazón de activación conductual consiste en
ayudar al paciente a crearse un mundo mejor utilizando herramientas
conductuales de larga tradición. Para ello se realizan registros de la actividad
cotidiana para hacer patente el patrón de elecciones que sostiene a la
depresión, se exploran valores y metas para hacer más presentes las
consecuencias deseables de las actividades saludables; se utilizan recursos de
planificación, gestión de tiempo y resolución de problemas para reducir
obstáculos; y se ejercitan las habilidades necesarias (por ejemplo, sociales),
para facilitar el acceso a esas actividades. En última instancia, es un abordaje
que, ante todo, se ocupa de proporcionar a los pacientes un repertorio de
habilidades psicológicas destinado a mejorar su calidad de vida.
Se trata de un abordaje notablemente simple y barato, en términos de los
recursos económicos necesarios para su entrenamiento y aplicación (Richards
et al., 2016), pero su simpleza y accesibilidad no van en desmedro de su
efectividad: prácticamente todas las investigaciones sobre activación
conductual en depresión han arrojado resultados favorables en una diversidad
de situaciones y presentaciones clínicas (Benson-Flórez et al., 2017; Bianchi,
2015; Collado, Calderón et al., 2016; Collado, Lim et al., 2016; Cuijpers et
al., 2007; Curry & Meyer, 2016; Dimidjian et al., 2006; Dobson et al., 2008;
Ekers et al., 2008, 2014; Gortner et al., 1998; Jacobson et al., 1996; Kanter et
al., 2010; Kellett et al., 2017; Martin & Oliver, 2019; Mazzucchelli et al.,
2009, 2010; Myhre et al., 2018; Orgeta et al., 2017; Richards et al., 2016;
Ritschel et al., 2016; Samaan et al., 2016; Simmonds-Buckley et al., 2019;
Sturmey, 2009; Takagaki et al., 2016).
Si las conductas de la depresión se conceptualizan como elecciones
influidas por un cierto contexto, activación conductual intenta configurar un
contexto diferente, uno en el cual las actividades saludables se vuelvan más
accesibles. Vale la pena señalar que el abordaje es notablemente compasivo:
no intenta arreglar a la persona deprimida porque no hay nada que arreglar
allí, sus conductas tienen sentido cuando se contextualizan. Lo que el
abordaje intenta hacer, en cambio, es ayudar a la persona deprimida a
cambiar su mundo, un paso a la vez. En última instancia activación
conductual, como intervención psicoterapéutica, se encuentra en un continuo
con todas aquellas modificaciones en las condiciones económicas, políticas,
sociales, y culturales de una región que contribuyen a que las actividades
significativas sean más accesibles para una determinada comunidad.

Cerrando

La depresión se puede entender como un patrón conductual de elecciones,


que es resultado de un contexto sostenidamente aversivo que vuelve a las
actividades saludables, que requieren más esfuerzo y cuyas consecuencias
son lejanas e inciertas, relativamente menos preferibles que las actividades
depresivas, que requieren menor esfuerzo y cuyas consecuencias son
inmediatas y seguras, pero que a largo plazo perpetúan la situación.
En cierto sentido, la depresión es una respuesta al mundo que se habita.
Pensar a la depresión de esta manera implica que el tratamiento de la
depresión requiere aumentar la accesibilidad de las actividades vitales
significativas, lo cual pone al tratamiento de la depresión en un continuo con
las transformaciones en los factores socioambientales. Reducir el impacto de
la depresión requiere considerar modificaciones a múltiples niveles: mejoras
en las condiciones económicas y políticas a nivel nacional; aumentar el apoyo
comunitario, la promoción y el acceso a actividades saludables; emplear
intervenciones psicoterapéuticas para resolver problemas particulares de
acceso a actividades saludables (nivel individuo o grupo). Desde esta
perspectiva, el debate de leyes y medidas para reducir la pobreza, organizar
actividades comunitarias en un barrio y completar una planilla de monitoreo
diario son distintas formas de aliviar el impacto de la depresión.
Dicho de alguna forma, el terapeuta trata de ayudar a la persona deprimida
a llevar a cabo actividades significativas, pero para ello es necesario que esas
actividades sean posibles en su contexto en particular. Por ejemplo, uno de
los objetivos de un tratamiento para depresión puede involucrar que una
persona busque trabajo para mejorar su calidad de vida, pero para ello
necesitamos que haya ofertas laborales, cosa no siempre disponible en
nuestras crónicamente castigadas regiones. La psicoterapia, así pensada, no
puede aislarse del contexto social, político y económico de una persona:
tratamos de mejorar la vida de la persona deprimida, y eso es un poco más
fácil cuando el mundo es un poco más amable.
Dicho de otro modo: para curar la depresión hay que cambiar el mundo.

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61 Vale una aclaración: la depresión es un fenómeno altamente heterogéneo; excepción hecha de


algunos aspectos centrales (anhedonia, abulia), no hay un consenso amplio sobre cuáles son sus
aspectos distintivos. En lo que sí hay consenso es en que se trata de un patrón conductual problemático,
y con ello nos basta para el presente análisis.
62 Es decir, técnicamente, un programa de reforzamiento concurrente con dos programas de intervalo
variable independientes entre sí y una demora para el cambio entre ellos (porque es necesario recorrer
una distancia para cambiar de máquina), un diseño similar al de Herrnstein (1961).
63 Señalemos de paso que si un analista conductual observase sólo lo que pasa con la máquina A en
términos de refuerzo, tampoco podría proporcionar una explicación satisfactoria, hasta tanto ampliara el
foco para incluir el resto del contexto, ya que el reforzamiento de la máquina A permanece sin cambios.
64 Y, por supuesto, todos esos factores pueden sumarse e interactuar.
EL CONTEXTO DE LA DEPRESIÓN

Con cierta frecuencia encuentro que el término “contexto” se utiliza para


designar una suerte de burbuja de algo así como un metro y medio alrededor
de la persona que abarca los aspectos más inmediatos del contexto: la burbuja
contextual. Pero en rigor de verdad el concepto incluye no sólo los estímulos
actuales sino también los históricos –todos los que influencian el desarrollo y
mantenimiento de una conducta o patrón de conductas determinado.
Munido de esta idea hoy querría hablar de depresión, y más precisamente
querría señalar e identificar algunos aspectos del contexto ampliado de la
depresión. Con un poco de suerte, esto nos puede ayudar a ampliar la
comprensión del fenómeno e identificar diferentes clases de intervención.
Es un propósito noble, así que veamos cómo podemos estropearlo.

Una conceptualización simplificada de la depresión

Antes de ocuparnos del contexto, conviene esclarecer qué involucra hablar de


depresión desde una mirada conductual, para mejor captar por qué hablo de
su contexto.
Ahora bien, conceptualizar a la depresión es algo que puede hacerse con
diversos niveles de complejidad. En otros textos he ensayado abordajes un
poco más exhaustivos, lo cual creo que no es necesario en este caso porque
quiero hacer foco en el contexto principalmente, de manera que utilizaré una
definición un poco más simple –una que nos permita pensar un abordaje
integral de la depresión sin perdernos demasiado en minucias teóricas. Si
quieren algo más exhaustivo, pueden leer mis otros artículos, o mejor aún,
leer algo bueno.
Creo que la forma más accesible en la cual podría decirlo sería esta: la
depresión es el conjunto de respuestas (conductuales y fisiológicas) que
tienen lugar en una persona cuando los intercambios con el mundo son
mayormente, y de manera sostenida, hostiles –es decir, cuando el mundo se
vuelve crónicamente aversivo.
De manera general, aversivo es como llamamos a cualquier estímulo o
situación que un organismo actúa para reducir o suprimir, mientras que
control aversivo se refiere a la conducta controlada por dichos estímulos
(reforzamiento negativo o castigo, por ejemplo). Un estímulo no es
intrínsecamente aversivo sino que se trata de una función que puede adquirir
–aunque hay ciertos estímulos que típicamente tienden a funcionar como
aversivos (un shock eléctrico por ejemplo). El control aversivo, sea cual fuere
su origen, tiende a suprimir o interferir con las conductas positivamente
reforzadas (como por ejemplo, las vinculadas a alimentación y exploración) y
a aumentar la probabilidad de conductas con funciones de evitación (Estes &
Skinner, 1941; Hineline & Rosales-Ruiz, 2012; Orme-Johnson & Yarczower,
1974).
Si traducimos esto a un nivel de análisis más clínico, el control aversivo
sostenido en el tiempo puede interferir y reducir progresivamente las
conductas vitales activas –lo que observamos en la pérdida de interés por
actividades que es típica en la depresión. Si el control aversivo es lo
suficientemente intenso y extenso, puede interferir con conductas de
relevancia vital como las relacionadas con el autocuidado, trabajo,
socialización, sexualidad, etcétera. En otras palabras, si una persona la está
pasando lo suficientemente mal, tenderá a restringir o suspender su actividad
en esas áreas. A medida que eso sucede, aumentará el atractivo relativo de
actividades pasivas, indirectas, en especial con funciones de evitación (véase
en particular Ferster, 1973, p. 859). Si otros eventos no alteran esta situación,
este patrón de respuestas pasivas tiende a estabilizarse.
Además de estos efectos sobre el repertorio operante, el control aversivo
crónico puede producir respuestas emocionales condicionadas (es decir,
sentimientos de malestar bajo diferentes formas) y disrupciones en funciones
fisiológicas primarias, como por ejemplo sueño, apetito y funciones
cognitivas (Cheeta et al., 1997). Es decir que el conjunto de manifestaciones
psicológicas que se presenta en la depresión puede pensarse como un abanico
de respuestas secundarias a ese contexto en particular.
Si tomo todo esto y lo digo de una manera más… mía, podría ser así
(disculpen): la depresión es todo lo que nos pasa psicológicamente cuando el
mundo se nos vuelve sostenidamente una mierda.
Se me podría objetar que pensarla de esta manera hace difícil distinguir a
la depresión de otros problemas psicológicos que surgen como respuesta a
condiciones aversivas crónicas, y mi respuesta será que de todos modos es
difícil distinguir bien a la depresión de otros problemas psicológicos que
surgen como respuesta a condiciones aversivas crónicas. La comorbilidad de
la depresión es la norma más que la excepción, por lo cual la amplitud y
ambigüedad de la definición está al servicio de dar cuenta de las muy
diversas condiciones que pueden aumentar las chances de deprimirse.
Más aún, esta forma de abordar la depresión, como patrón de respuestas a
un ambiente crónicamente aversivo, ha sido ampliamente utilizada en
entornos experimentales, en donde se ha investigado extensivamente el efecto
de ciertas condiciones aversivas en animales, como por ejemplo en el modelo
de desesperanza aprendida (Seligman, 1972), en los modelos que utilizan
estrés social (Blanchard et al., 2001; Toyoda, 2017), y en los modelos que
utilizan estrés crónico moderado (Willner, 1997, 2017). Particularmente en
este último caso se han verificado respuestas notablemente similares a la
depresión en seres humanos al exponer a los animales (habitualmente ratas) a
condiciones aversivas producidas artificialmente.
Lo que nos interesa en estas líneas, entonces, es señalar algunos de los
factores comunes que pueden exponer a seres humanos a un contexto
crónicamente aversivo y aumentar así las chances de sufrir depresión.

La pirámide de la depresión

El mundo puede doler de muchas maneras. Por ejemplo, podemos vernos


afectados por factores generales: vivir en una zona de guerra, en un área
superpoblada, o en un ambiente fuertemente contaminado, por ejemplo, no
son condiciones muy conducentes al bienestar. Pero también pueden
intervenir factores más personales: padecer dolor crónico intenso, o una falta
sostenida de contacto social, por ejemplo, pueden hacer que la existencia sea
notablemente dolorosa. Es decir, hay varios caminos de muy diversa
naturaleza por los cuales el contexto puede llevar a la depresión, algunos más
generales, otros más individuales, que incluso pueden actuar de manera
simultánea.
Para poner un poco de orden podemos representar a algunos de esos
factores gráficamente, y como este artículo tiene pretensiones faraónicas,
usemos una bonita pirámide:
Los niveles no están rígidamente separados sino que sus límites son
borrosos y sólo los separo a fines expositivos. Cada nivel puede ejercer
influencia con diferentes grados de intensidad, y modificarse a lo largo del
tiempo. La génesis y mantenimiento de la depresión pueden estar
influenciadas por problemas en uno de esos niveles, o por una combinación e
interacción de problemas en varios niveles. Por ejemplo, circunstancias
socioeconómicas adversas pueden obstaculizar el tratamiento y resolución de
condiciones biológicas adversas. Y, por supuesto, la lista no es exhaustiva de
todos los factores que pueden contribuir a la depresión.
Revisemos entonces cada uno de estos niveles para ver qué involucran. Y
dado que, como los egipcios descubrieron tempranamente, para construir una
pirámide es mejor ir de abajo hacia arriba, seguiremos ese orden en la
exposición.
Circunstancias materiales adversas

Una forma muy notable por la cual el mundo se puede volver hostil es por la
presencia de factores materiales y económicos desfavorables que configuran
a grandes trazos la calidad de vida de toda una población. Me refiero a
situaciones como guerras, contaminación, sobrepoblación, pobreza,
desigualdad económica, etc., que hacen del mundo un lugar hostil en
términos concretos, y que las investigaciones muestran que aumentan la
incidencia de depresión sobre el grupo humano que las experimenta.
Al contrario de lo que afirman ciertos mitos, la pobreza es un factor de
riesgo para la depresión. Si bien los datos exactos varían, en líneas generales
la pobreza duplica el riesgo de sufrir depresión (Bruce et al., 1991; Lorant,
2003; Lorant et al., 2007). Por ejemplo, en una investigación realizada en los
barrios de bajo estatus socioeconómicos de Nueva York 19.4 de cada 100
personas presentaban depresión, mientras que en los barrios de alto estatus
socioeconómicos eran 10 de cada 100, prácticamente la mitad (Galea et al.,
2007). También el desempleo (Amiri, 2021) y la falta de vivienda (Bassuk &
Beardslee, 2014) son factores de riesgo para la depresión, como es de
esperarse.
La pobreza interactúa con factores de otros niveles de la pirámide, como la
discriminación y desigualdad: en EE.UU., entre las madres pobres y de
ascendencia afroamericana las tasas de depresión rondan el 40 %, por una
conjunción de factores que incluyen la pobreza, discriminación y desigualdad
(Belle & Doucet, 2003). En particular, la desigualdad económica pareciera
afectar más intensamente a la prevalencia de depresión entre mujeres aunque
esa interpretación aún es foco de debate (Pabayo et al., 2014).
Otro factor que podemos incluir aquí, en tanto afecta a la población de
manera indiscriminada, concierne a los efectos de la contaminación y el
cambio climático en general. Por ejemplo, la contaminación del aire aumenta
las tasas de depresión y suicidio (Gładka et al., 2018), mientras que los
eventos meteorológicos extremos disparados por el cambio climático también
aumentan los índices de problemas psicológicos de todo tipo –incluyendo
depresión (Rataj et al., 2016). También hay evidencia que señala que la
contaminación sonora puede aumentar el riesgo de depresión (Eze et al.,
2020; Seidler et al., 2017), aunque la evidencia permanece aún controversial
(J. Díaz et al., 2020; Dzhambov & Lercher, 2019).
En términos de intervenciones, este primer escalón de la pirámide no es
algo sobre lo cual tenga injerencia la psicología o la psicoterapia de manera
directa, sino que se trata de algo que más bien nos concierne como
ciudadanos y habitantes de este planeta. Actuar en este nivel para reducir la
depresión implica hacer lo posible para tener un mundo mejor,
principalmente a través de la participación ciudadana en sus varias formas,
incluyendo el mejoramiento o mitigación de lo relacionado a condiciones
socioeconómicas y la reducción de la contaminación ambiental y efectos del
cambio climático.

Circunstancias sociales y culturales adversas

El siguiente factor concierne a las condiciones aversivas que resultan de las


complejas interacciones sociales y de las prácticas culturales de una
comunidad. Digamos, aquellos factores que surgen de las diversas
interacciones de personas a múltiples niveles.
Por supuesto, en la práctica distinguir claramente este nivel del anterior es
imposible, pero así como es útil distinguir entre, digamos, violencia física y
violencia económica, creo que a fines del análisis puede ser ilustrativo
analizar estos niveles por separado.
Por ejemplo, algunas prácticas culturales, especialmente aquellas que
fomentan apoyo e integración social, resultan factores protectores contra la
depresión, por lo cual su ausencia u obstaculización puede resultar un factor
de riesgo. Por ejemplo, en una investigación con indios americanos se
encontró que la discriminación es un factor de riesgo para depresión, pero
que la participación de las prácticas tradicionales que construyen identidad
cultural es un factor protector ante la depresión (Whitbeck et al., 2002). De
manera similar, la prevalencia de depresión post-parto es significativamente
menor en presencia de prácticas culturales que proporcionan apoyo social a la
persona que ha dado a luz (Bina, 2008). Antes mencioné que la desigualdad
económica afecta la prevalencia de depresión en mujeres; la presencia o
ausencia de apoyo social, en cambio, afecta con más fuerza la prevalencia y
recuperación de depresión en hombres (George et al., 1989). Entonces, lo que
podemos conjeturar es que la ausencia o pérdida de contacto con prácticas
culturales que integran a las personas con su comunidad puede volver al
mundo un poco más hostil y aumentar así el riesgo de depresión.
Otros factores relacionados con las prácticas culturales son las
interacciones violentas o discriminatorias. Por ejemplo, se han encontrado
tasas más altas de depresión en personas que atraviesan situaciones de
violencia doméstica (Howard et al., 2013), bullying (Brunstein Klomek et al.,
2007) y estigmatización social (Díaz et al., 2001).
Las intervenciones que pueden efectuarse en este nivel involucran actuar
sobre la configuración y formas de interacción de la comunidad: mayor
inclusión e igualdad de oportunidades para las minorías, el desarrollo y
fomento de redes y prácticas comunitarias de inclusión y apoyo, abordaje del
bullying y la discriminación, educación sexual, etc.
También algunas intervenciones clínicas pueden ser de utilidad para
mitigar el impacto estas situaciones. Por ejemplo, una intervención grupal
para reducir estigmatización en población LGBT, que incluyó sesiones sobre
coming out y homofobia internalizada demostró reducciones estadísticamente
significativas en síntomas de depresión (Ross et al., 2007).

Condiciones biológicas adversas

Este nivel se refiere a factores asociados al estado general de salud de la


persona, más precisamente a la presencia de condiciones médicas de todo
tipo o enfermedades que se extienden en el tiempo.
En líneas generales podríamos decir que toda condición física que afecte el
funcionamiento cotidiano de la persona o que cause algún malestar
persistente aumenta el riesgo de padecer depresión o su intensidad. El dolor
crónico, por ejemplo, está fuertemente asociado a la sintomatología depresiva
(Brown, 1990; IsHak et al., 2018), lo mismo que condiciones como el lupus
(Palagini et al., 2013), VIH/SIDA (Bhatia & Munjal, 2014), epilepsia (Fiest
et al., 2013), obesidad (Jantaratnotai et al., 2017; Luppino et al., 2010;
Stunkard et al., 2003), cáncer (Massie, 2004), entre otras.
Las intervenciones en esta área son principalmente médicas, pero las
intervenciones psicológicas también pueden ser de utilidad reduciendo el
impacto psicológico de estas condiciones y fomentando las conductas de
autocuidado necesarias (ingesta de medicación adecuadamente, ejercicios de
rehabilitación, controles periódicos, etc.).

Hábitos perjudiciales de salud

Desde este nivel en adelante entramos de lleno en el nivel más típicamente


psicológico. Este nivel concierne a los hábitos relacionados con la salud que
afectan la calidad de vida de la persona. Principalmente me refiero aquí a las
conductas vinculadas con el sueño, alimentación, y actividad física, que han
sido vinculadas empíricamente en repetidas ocasiones con una mayor
incidencia de depresión.
Cabe una aclaración: en rigor de verdad lo que voy a describir no es el
contexto, sino más bien ciertas conductas o hábitos. Pero esas conductas son
aprendidas siguiendo el contexto –sea actual o histórico. Por ejemplo, los
hábitos alimenticios son adquiridos según lo que el contexto social y cultural
modela y moldea. Es de esperar diferentes consecuencias en calidad de vida
en una cultura que propicia la preparación de comidas caseras y su consumo
en comunidad respecto de otra que fomenta el consumo de productos
ultraprocesados en soledad.
La evidencia aquí proporciona un indicio pero es menos unívoca que con
otros factores. Varios estudios señalan un vínculo entre mala alimentación y
depresión (Jacka et al., 2011) aunque el nexo particular no está del todo claro
(Quirk et al., 2013). En particular el consumo de alimentos ultraprocesados
ha sido asociado con índices elevados de depresión (Gómez-Donoso et al.,
2020; Lane et al., 2022; Mazloomi et al., 2022; Zheng et al., 2020).
Lo mismo sucede con otros hábitos relacionados con la salud. Por ejemplo,
los problemas de sueño han sido vinculados en repetidas ocasiones a la
incidencia y recurrencia de depresión (Perlis et al., 1997; Tsuno et al., 2005).
De hecho, algunas intervenciones para mejorar la calidad de sueño han
ayudado a aliviar la sintomatología depresiva (Cunningham & Shapiro,
2018). La actividad física, en particular, cuenta con evidencia abundante y
homogénea al respecto, con numerosas investigaciones que señalan que la
actividad física ejerce un efecto protector o incluso curativo respecto a la
depresión (Paluska & Schwenk, 2000; Rebar et al., 2015; Schuch et al., 2018;
Ströhle, 2009).
Las intervenciones para los factores de este nivel pueden ser tanto
comunitarias como individuales. Diseminar comunitariamente hábitos
saludables de sueño y alimentación, como así también ofrecer los medios y el
incentivo para la realización de actividad física regular pueden ser
intervenciones comunitarias de amplio espectro con el potencial de no solo
reducir el riesgo de depresión sino de activamente mejorar la salud de la
población.
En términos de intervenciones clínicas, examinar los hábitos de
alimentación, sueño y actividad física de los pacientes y explorar la
posibilidad de cambios en esas áreas puede ser un estupendo aporte al
bienestar psicológico en general y al abordaje de la depresión en particular.

Inadecuación de habilidades

Este nivel también concierne a repertorios de conductas cuya adquisición y


efectividad depende fuertemente del contexto de aprendizaje. Me refiero a las
habilidades relacionadas con el funcionamiento cotidiano.
Por ejemplo, los déficits en habilidades sociales están asociados a síntomas
depresivos (Pereira-Lima & Loureiro, 2015; Segrin, 1990, 2000), y lo mismo
sucede con los déficits en habilidades de resolución de problemas (Jackson &
Dritschel, 2016; Thoma, Schmidt, Juckel, Norra, & Suchan, 2015).
Nuevamente, el efecto aversivo aquí es mediado: si las habilidades sociales o
resolutivas son insuficientes o poco efectivas para las situaciones que la
persona debe afrontar, la vida puede complicarse notablemente.
Por supuesto, la efectividad de las habilidades siempre debe considerarse
de manera situada, no absoluta. Una persona con habilidades sociales
efectivas en un contexto en particular puede encontrarse con que en otro
contexto sus habilidades son inadecuadas, como suele suceder en casos de
mudanzas o migraciones: los modos de socialización aprendidos en
Argentina pueden resultar poco efectivos en Japón, por lo cual una persona
cuyas habilidades son adecuadas para un contexto argentino puede
experimentar dificultades socializando con efectividad en Japón y quedar
socialmente aislada si no puede adaptar su repertorio.
Clínicamente, este nivel involucra evaluar y abordar repertorios de
habilidades. La detección y abordaje de déficits o desajustes en las
habilidades sociales y de resolución de problemas es algo a tener muy
presente en el abordaje de la depresión. También es posible abordar este nivel
a través de intervenciones comunitarias, como por ejemplo, difusión de
habilidades sociales.

Eventos vitales adversos

Este nivel concierne al factor más frecuentemente asociado a depresión, y en


el cual convergen varios de los niveles examinados anteriormente: eventos
vitales adversos.
Esto es: eventos o circunstancias vitales que afectan a una persona en
particular (a diferencia de los primeros escalones, que afectan principalmente
a grupos) y que son estresantes o que de alguna manera interfieren, limitan, o
impiden el acceso a actividades positivamente reforzadas, y que por tanto
pueden ser un factor de riesgo para depresión (Hammen, 1992; Monroe et al.,
2006, 2007). Pueden tratarse de eventos agudos e intensos, como
separaciones, pérdidas, migraciones, encarcelamientos, desempleo, etcétera,
pero también cambios menos dramáticos pero que sostenidamente dificulten
o interfieran con el acceso a actividades significativas: dificultades maritales,
estrés laboral, incertidumbre financiera, etc.
Podemos dejar de lado las consideraciones más finas sobre las formas
específicas en las cuales estos eventos actúan (por ejemplo, el impacto
diferencial que tienen sobre los primeros episodios versus recurrencias de la
depresión). A fines de este artículo lo central es señalar que estos eventos
particulares pueden interferir o limitar el contacto de la persona con
actividades positivamente reforzadas, y de esta manera favorecer la aparición
de un patrón conductual depresivo.
Por supuesto, como con el resto de los niveles que hemos examinado, esto
no sucede de manera mecánica ni inexorable. Para que un evento vital lleve a
una depresión debe ocurrir en un contexto propicio y movilizar los procesos
pertinentes. No es lo mismo atravesar la pérdida de un ser querido junto a una
familia que hacerlo solo, no es lo mismo una migración voluntaria, con un
buen pasar económico, que una migración forzosa escapando de una guerra.
Ni siquiera estos eventos necesitan ser intrínsecamente negativos o dolorosos,
basta con que interfieran significativamente con actividades vitales en el
contexto particular de la persona que los experimenta. Por ejemplo, un evento
habitualmente considerado como positivo, como es tener hijos, puede bajo
ciertas condiciones aumentar el riesgo de depresión (Bures et al., 2009;
Evenson & Simon, 2005).
Las intervenciones en este nivel son principalmente psicológicas, y de
manera general se ocupan de solucionar o mitigar los efectos de esos eventos
y restablecer el acceso de la persona a actividades vitales valiosas. Por
ejemplo, la intervención de activación conductual proporciona varias
estrategias conductuales clásicas (registros, identificación de actividades,
habilidades de gestión y planificación, entre otras), que sirven para acercar a
las personas a actividades positivamente reforzadas (Lejuez et al., 2011;
Martell et al., 2001). La efectividad de estos procedimientos ha sido
examinada en repetidas ocasiones, siempre con resultados favorables, incluso
en comparación con otras intervenciones más complejas y costosas (Ekers et
al., 2008, 2014; Martin & Oliver, 2019; Richards et al., 2016; Simmonds-
Buckley et al., 2019). Otras intervenciones que favorecen el contacto con
actividades significativas han mostrado resultados similares, como por
ejemplo entrevista motivacional (Keeley et al., 2016), o terapia de resolución
de problemas (Kirkham et al., 2016).

Otros procesos psicológicos problemáticos

Aquí nos referimos a todo tipo de problemas psicológicos que pueden


desencadenar una depresión comórbida o dificultar el tratamiento de la
depresión interfiriendo el acceso a actividades significativas.
Es un hecho conocido que la depresión tiende a presentarse de manera
regular acompañando problemas de ansiedad –la comorbilidad en estos casos
es la regla más que la excepción (ter Meulen et al., 2021). La naturaleza de
las interacciones entre ambos tipos de problema es algo que hace décadas está
en debate, pero para lo que estamos examinando baste señalar que cualquier
problema de ansiedad tiende a hacer la vida más difícil –esto es, más
aversiva. Por ejemplo, para una persona sufriendo de estrés postraumático el
contacto con actividades significativas se puede ver limitado por la aparición
de flashbacks o la evitación de lugares o situaciones asociadas al trauma. Lo
mismo sucede si una persona tiene un diagnóstico de ansiedad social, que
hará que sea muy difícil realizar actividades significativas que incluyan a
otras personas. Lo mismo sucede con otros problemas psicológicos como uso
de sustancias, trastornos de personalidad, problemas de alimentación, y
prácticamente cualquier otro problema psicológico (Araujo et al., 2010; Li et
al., 2019; Newton-Howes et al., 2006).

Cerrando
Con frecuencia el abordaje de la depresión se centra en los pensamientos o
sentimientos displacenteros que la caracterizan, mientras que los factores que
impactan sobre la calidad de vida pasan a un segundo plano, con la esperanza
de que se resolverán por sí mismos cuando el estado de ánimo de la persona
mejore. Esto es consistente con una mirada más bien internalista de la
depresión, que postula que su génesis y mantenimiento es más bien una
cuestión intrapsicológica.
Pero si pensamos a la depresión como un conjunto de respuestas a un
contexto particular que se ha vuelto crónicamente aversivo podemos cambiar
nuestro abordaje y llevar el foco a la mejora de la calidad de vida de la
persona deprimida, por medio de emplear recursos técnicos que la ayuden a
modificar ese contexto –por ejemplo, facilitar la adquisición y aplicación de
habilidades de resolución de problemas, de planificación, de gestión de
tiempo, de socialización, etcétera.
Desde esta perspectiva, las intervenciones psicológicas se ubican en un
continuo con intervenciones ambientales, políticas, económicas, sociales,
comunitarias y médicas que conciernen a la calidad de vida, aquellas que
determinan qué tan hostil es el mundo que habitamos. Aprender a armar una
agenda de actividades y el fomento de comunidades inclusivas pertenecerían
al mismo espectro.
Esta mirada tiene la ventaja de que no estigmatiza a la depresión, sino que
la considera como una respuesta normal a una situación hostil, y nos vuelve
colectivamente partícipes y responsables de ella.
Espero les hayan servido estas líneas. Nos leemos la próxima.

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UNA MIRADA CONTEXTUAL SOBRE LA
HERENCIA

¿Por qué somos así?

No me refiero a la pregunta recriminatoria que nos hacemos al día siguiente


de una resaca, sino a la consideración de cuáles son los factores que nos
hacen lo que somos. La pregunta, como un helado en cono, debe abordarse
desde múltiples ángulos, y algo de ello querría intentar aquí.
Una parte muy significativa de lo que somos depende del presente con el
que interactuamos y en el que nos toca vivir. Es en esa dimensión en la cual
opera principalmente el análisis de la conducta y la psicología en general: el
organismo actuando en y con su contexto. En un sentido, podría decir que soy
el fruto de mi historia, lo cual incluye una plétora de factores contextuales
que directa o indirectamente han moldeado mis acciones de hoy: factores
geográficos, políticos, económicos, culturales, de género, etcétera.
Pero se trata solo de la punta del iceberg: lo que somos depende también
en gran medida de la historia de quienes nos precedieron. Somos el resultado
de la información transmitida durante millones de años de procesos
evolutivos. De ello querría ocuparme hoy, de los procesos por los cuales una
generación pasa información a la siguiente, los procesos de herencia. La
razón para esto es que, incluso en el seno de perspectivas más bien
contextuales, la herencia y los procesos evolutivos en general suelen
abordarse de maneras bastante mecanicistas, como si la evolución fuese algo
que sólo atañe a procesos bioquímicos. Creo que es posible tomar un punto
de vista diferente sobre este tema y considerar una perspectiva contextual
sobre los procesos de herencia, aunque más no sea para jugar con algunas
ideas y para tener un tema de conversación adecuado para cuando los inviten
a hablar en televisión sobre el auge del conductismo.

La perspectiva tradicional sobre la herencia

Como podrán imaginarse, no existe una única forma de pensar la herencia –la
biología tiene sus controversias y disputas, en contraste con la armonía y
calma imperante en la psicología– pero sí hay algunas formas más
ampliamente aceptadas de hablar al respecto, que surgen en torno a ciertas
interpretaciones de la teoría de la evolución.
Darwin describió la evolución de las especies por medio de la selección
natural. Esto abarca tres grandes procesos que actúan sobre una población de
individuos: variación, selección y retención. Dicho de manera resumida: las
variaciones de rasgos del organismo son seleccionadas por el ambiente en
tanto confieren alguna ventaja, y esas variaciones se retienen y pasan a la
siguiente generación. O más técnicamente “en un mundo en el cual hay
entidades interactuantes, con las propiedades de multiplicación, herencia, y
variación transmisible que afectan a las chances de multiplicación,
necesariamente ocurrirá una selección natural, que será seguida a largo plazo
por una evolución adaptativa” (Jablonka, 2011, p.99).
Por ejemplo, la polilla moteada de Inglaterra es de color claro con algunas
manchas más oscuras, lo cual al posarse sobre los troncos de los árboles
proporciona un camuflaje efectivo contra los depredadores. Ahora bien,
cuando durante la revolución industrial en Gran Bretaña los árboles se
ennegrecieron por el hollín de las fábricas, el color claro de las alas destacaba
sobre el oscuro de la corteza, haciéndolas blanco fácil de depredadores.
Como resultado de este nuevo ambiente, aquellos individuos con alas de
tonos más oscuros tuvieron una ventaja sobre los demás: pudieron camuflarse
mejor, aumentar su tasa de supervivencia y reproducción, y ese rasgo se
repitió en las siguientes generaciones. Las variaciones fueron seleccionadas
por ese ambiente, y se retuvieron para las siguientes generaciones.
Esa es a grandes rasgos la teoría darwiniana. Pero Darwin postuló los
principios generales de la evolución, no los mecanismos específicos
involucrados en cada proceso. En El origen de las especies Darwin no
proporcionó una explicación sobre el mecanismo por el cual un determinado
rasgo llega a la siguiente generación (Charlesworth & Charlesworth, 2009)65.
Esto dejó un enigma respecto al funcionamiento de la herencia: una cosa es
saber que los rasgos se repiten en la siguiente generación, y otra cosa es
descifrar cómo.
Darwin desconocía prolijamente la existencia del ADN y de los genes, ya
que pasó casi un siglo entre la publicación de El origen de las especies y el
descubrimiento del ADN. Quien sí propuso y demostró un mecanismo viable
de herencia fue el fraile y naturalista Gregor Mendel, quien tampoco supo
nada del ADN, pero a través de observaciones controladas pudo formular los
principios que rigen la transmisión de rasgos, las leyes de la herencia.
Darwin y Mendel fueron contemporáneos, pero en vida Mendel fue un
desconocido en los círculos científicos, y sus descubrimientos no fueron
propiamente reconocidos sino hasta después de su muerte. La integración
entre ambas perspectivas eventualmente sucedería, pero aún tendría que pasar
bastante tiempo para ello. Más concretamente, tenemos que adelantarnos al
siglo XX para encontrarnos en la interpretación más conocida de la teoría de
la evolución, la “síntesis moderna”, un marco teórico que integra las ideas de
Darwin con las leyes de la herencia de Mendel, y que posteriormente
incorporó los modernos descubrimientos sobre el ADN y la biología
molecular (Jablonka & Lamb, 2007).
Simplificando las cosas (algún día llegaremos al punto de este artículo, lo
prometo) la síntesis moderna sostiene que la herencia es un proceso que atañe
principalmente a lo que Mendel llamó factores y que hoy llamamos genes –es
decir, un fragmento funcional de ADN. Al conjunto de los genes de un
individuo se lo llama su genotipo, el cual en interacción con el ambiente da
lugar a las características observables de cada organismo particular, su
fenotipo, sin que esto afecte directamente el plano de construcción
proporcionado por los genes, que será pasado a la siguiente generación66.
Entonces, por decirlo mal y pronto, la síntesis moderna es la que identifica
a la evolución y a la herencia como algo que atañe esencialmente a los genes:
lo que se transmite y lo que heredamos son genes. Esta es la forma en la cual
usualmente aprendemos la teoría de la evolución. Esta es una perspectiva
bastante exitosa sobre la naturaleza de la herencia, que ha originado
muchísima investigación y se ha vuelto extremadamente popular durante el
siglo XX. Pero, como a todo, se le puede dar una vuelta de tuerca.

Gen o centrismo

Esta forma de entender a la evolución, como un proceso que está


fundamentalmente centrado en torno a la molécula de ADN, ha sido
denominada genocentrismo:

El genocentrismo siempre ha significado más que simplemente la doctrina de que el ADN es


el único contenedor de información para la herencia. El genocentrismo sostiene que el gen es
la unidad fundamental de la vida y la unidad primaria de selección en la evolución.
(Thompson, 2007, p.183)

En otras palabras, el genocentrismo aborda a la evolución como algo que


atañe fundamentalmente a los genes, excluyendo otras formas de entender el
fenómeno. Dicho con una analogía, sería equivalente a identificar una obra
musical con las notas escritas en un pentagrama. Desde esta perspectiva lo
único relevante que un organismo hereda de sus ancestros es su genotipo, un
particular conjunto de genes –por esto es que el conocido biólogo Richard
Dawkins afirmó que el gen sería la unidad de herencia (Dawkins, 2006,
p.11), es decir, lo que se transmite a través de las generaciones son genes.
Desde esta perspectiva el resto del organismo es meramente un vehículo para
la supervivencia y replicación del gen, por lo que la evolución, y en particular
la herencia, son considerados como fenómenos principalmente genéticos.
Digamos, si habláramos de caramelos, el organismo sería sólo el
envoltorio67.
Ahora bien, aunque esta es la perspectiva más ampliamente aceptada sobre
la evolución y en particular la herencia, no es la única. Existen otras teorías
que cuestionan el genocentrismo de la síntesis moderna, ese énfasis sobre los
genes como único nivel válido de análisis, descartando otros factores. En
particular me quiero detener en la propuesta de Eva Jablonka, quien ha
postulado que, en lugar de hablar de una singular unidad de herencia, es
preferible considerar una pluralidad de sistemas involucrados:

Existen múltiples sistemas de herencia, con varios modos de transmisión para cada sistema,
que pueden tener diferentes propiedades y que interactúan entre sí. Estos incluyen el sistema
de herencia genética, los sistemas de herencia celular o epigenética, los sistemas que
subyacen la transmisión de patrones conductuales en sociedades animales a través de
aprendizaje social, y el sistema de comunicación que emplea lenguajes simbólicos. Estos
sistemas acarrean información, que definiré aquí como la organización transmisible de un
estado concreto o potencial de un sistema. (Jablonka, 2001, p.100)
La idea central es que herencia no es sinónimo de genes. La herencia,
definida como “la conservación transgeneracional de los recursos necesarios
para el desarrollo en un linaje de unidades históricamente conectadas”
(Thompson, 2007, p.176), no se agota en el ADN sino que Jablonka propone
que es meramente uno de los sistemas que transmiten información de
generación en generación –importante, pero no el único (véase Jablonka,
2005). Los sistemas de herencia propuestos serían:

El sistema genético
El sistema epigenético
El sistema conductual
El sistema simbólico

Jablonka postula que cada uno de ellos es un vehículo transgeneracional de


información que contribuye de diferente manera al desarrollo del organismo y
de la especie, diferentes niveles a través de los cuales opera la evolución.
Esto equivale a expandir la perspectiva usual sobre la evolución y –lo que a
mi juicio es más interesante– sugerir una vía de integración con otros ámbitos
del conocimiento, como los que se ocupan de la conducta y las prácticas
culturales. Veamos de qué se tratan entonces los otros sistemas de herencia.

Sistema epigenético

El primer sistema que Jablonka propone añadir como vehículo de herencia es


el sistema epigenético. La epigenética se ocupa de los cambios en la
expresión de los genes, sin modificar el ADN, lo cual usualmente sucede
como respuesta a condiciones ambientales específicas. Dicho mal y pronto:
frente a ciertas circunstancias ambientales específicas un gen determinado
puede “encenderse” o “apagarse”, o ver modificado su volumen de
producción de ARN, sin que esto implique modificaciones en el ADN que lo
constituye68.
Por ejemplo, algunas variedades de plantas cuentan con un gen cuyo efecto
es suprimir la floración –cuando ese gen funciona normalmente, esas plantas
no florecen69. Pero en varias especies la expresión de ese gen se puede
“apagar” exponiéndolas de manera prolongada al frío. De esta manera puede
inducirse deliberadamente la floración, en un proceso que se denomina
vernalización (Song, Angel, Howard, & Dean, 2012). También hay amplia
evidencia de procesos epigenéticos en seres humanos. Quizá el ejemplo más
dramático de cambios epigenéticos que la historia nos proporciona sea el de
la denominada “Hambruna Holandesa”. En 1944, los nazis bloquearon el
suministro de alimentos de Holanda durante todo el invierno, sumiendo al
país en una hambruna terrible que se cobró la vida de unas veinte mil
personas. Lo notable es que la hambruna tuvo efectos incluso sobre los fetos
que estaban en gestación durante su transcurso. Las condiciones adversas
gatillaron en ellos cambios en la expresión de ciertos genes, lo cual en la edad
adulta se manifestó como una propensión aumentada a la obesidad, alto
colesterol, diabetes y esquizofrenia (Heijmans et al., 2008).
Estos ejemplos no involucran propiamente a la herencia, ya que se trata de
fenómenos que afectan a un organismo durante su propio ciclo vital.
Tradicionalmente se consideró que las modificaciones epigenéticas se
“resetean” en cada generación, es decir, que no se transmiten sino que afectan
sólo al individuo. Una planta vernalizada no tendrá descendencia vernalizada,
sino que será necesario repetir la exposición al frío con los descendientes para
favorecer su floración.
Lo que ha hecho tambalear los cimientos del pensamiento genocentrista es
el descubrimiento relativamente reciente de que en algunos casos las
modificaciones epigenéticas pueden transmitirse generacionalmente, es
decir, que algunos cambios en la expresión genética pueden heredarse. El
fenómeno parece ser más común en plantas, pero también ha sido encontrado
en animales. Por ejemplo, en ratones se ha encontrado que ciertos tipos de
mala alimentación (dietas altas en grasas, bajas en proteínas, desnutrición)
afectan el funcionamiento metabólico de la siguiente generación (Carone et
al., 2010; Ferguson-Smith & Patti, 2011). En otra investigación los ratones
sanos y bien alimentados que eran nietos de ratones desnutridos, exhibieron
dificultades para procesar la glucosa, en lo que constituiría una forma de
herencia no genética extendida durante dos generaciones (Benyshek,
Johnston, & Martin, 2006).
Con humanos el panorama no es tan claro porque es más difícil llevar a
cabo investigaciones de este tipo, pero existe evidencia que apoya la hipótesis
de la transmisión generacional de modificaciones epigenéticas (véase por
ejemplo Horsthemke, 2018; Soubry et al., 2015). Por ejemplo, en un estudio
realizado en Suecia se encontró que las hijas de los hijos de mujeres que
sufrieron períodos de hambruna70 tuvieron un riesgo aumentado de
mortalidad cardiovascular (Bygren et al., 2014). En otra investigación
realizada con la misma población, se encontró que la edad a la cual los padres
empezaron a fumar afectó el índice de masa corporal de los hijos –pero no el
de las hijas (Pembrey, Saffery, & Bygren, 2014).
La transmisión epigenética transgeneracional es un fenómeno
relativamente poco conocido cuya investigación aún está en estado naciente,
pero que probablemente no se trate de un fenómeno simple y mecánico –
aclaro esto para que no corran a postear en las redes sociales que si una
persona cría pollos sus nietos van a nacer con plumas. Se trata de fenómenos
complejos que aún se siguen investigando para determinar su funcionamiento
y alcance.
Lo que sí podemos decir es que hoy conocemos mecanismos de
transmisión de la información que son moleculares, pero no genéticos.
Evolutivamente tiene sentido: los cambios genéticos son más bien lentos, por
lo cual frente a un cambio ambiental súbito una especie que dependa sólo de
ellos puede extinguirse antes de tener tiempo de adaptarse. En cambio, una
especie que contara con mecanismos de adaptación rápidos y parcialmente
transmisibles a la siguiente generación, como los epigenéticos, podría
sobrevivir mejor a cambios ambientales bruscos tales como una hambruna o
un cambio climático rápido.

Sistema conductual

El siguiente sistema de herencia que postula Jablonka es el conductual. Más


precisamente se ocupa de la cultura, entendida como “un sistema de patrones
conductuales, preferencias y productos de actividades animales, socialmente
transmitidos, que caracterizan a un grupo de animales sociales” (Jablonka,
2005, p. 160). Es la conducta de los organismos vista desde un punto de vista
social, digamos.
La cultura es una de las formas en las cuales se puede transmitir
información evolutivamente relevante a través de las generaciones. La idea
parece simple, pero involucra romper con la mirada tradicional que postula a
la evolución como algo que atañe exclusivamente a moléculas o células. La
idea es que la evolución puede ser afectada por procesos conductuales y
culturales.
La forma más conocida de transmisión generacional de conductas está
dada por el aprendizaje social. Los pájaros, por ejemplo, no nacen sabiendo el
canto de su especie, sino que deben aprenderlo escuchando a otros miembros
de su especie, proceso del cual surgen incluso “dialectos” regionales en una
misma especie (en algunos casos, como sucede con los estorninos, incluso
pueden aprender el canto de otras especies). Ahora bien, esto puede hacer
más probable que los pájaros se apareen en mayor medida con quienes
comparten sus dialectos, generando así un aislamiento reproductivo que sería
un primer paso para la especiación, el surgimiento de una nueva especie
(Jablonka, 2005, p.185). De esa manera, una característica cultural puede
afectar el proceso evolutivo.
Otro ejemplo similar y muy conocido de estos fenómenos es el de los
macacos de la isla de Koshima. En 1953 se observó por primera vez a una
hembra, Imo, lavando batatas en el agua de mar antes de comerlas –
probablemente al principio esto servía para quitarles la arena, pero al parecer
luego adquirieron un gusto por la sal que de esa manera quedaba sobre la
comida. Esa conducta pronto fue imitada por otros macacos de su grupo, y
fue transmitida de generación en generación. Hasta tal punto esto fue así que
en 1999, a pesar de que Imo y todos los macacos originales habían muerto ya,
la conducta de lavar las batatas en el agua continuaba realizándose en esa
comunidad de macacos (Hirata, Watanabe, & Masao, 2001). No se trata
tampoco de un caso aislado, se han registrado numerosas instancias de
conductas transmitidas de generación en generación en chimpancés (véase
por ejemplo Whiten et al., 1999) y en otras especies.
Otra forma posible de transmisión transgeneracional de este tipo es la
herencia de conductas de aversión o preferencia alimentaria mediadas por la
placenta o la leche materna. Por ejemplo, en ratas, la exposición al alcohol
durante la gestación llevó a un aumento en la preferencia por el alcohol hasta
en tres generaciones posteriores (Nizhnikov, Popoola, & Cameron, 2016).
Las conductas y prácticas culturales alimentarias transmitidas pueden tener
un impacto sobre los genes: “La selección natural puede llevar a la
estabilización genética de rasgos que inicialmente fueron puramente
culturales. (…) Por ejemplo, si hay una preferencia alimentaria aprendida
tempranamente, y tal alimento es absolutamente vital, puede haber una
ventaja en tener una base genéticamente sesgada a su favor. Habrá una
selección de genes que estabilicen la preferencia aprendida” (Jablonka, 2005,
p.184). Un ejemplo de esto es la capacidad de digerir leche en seres humanos.
En los mamíferos la digestión de la leche depende de una enzima (lactasa)
que habitualmente deja de producirse luego del destete, por lo cual la leche es
difícil de digerir para un animal adulto. Para los seres humanos, que hemos
adoptado la conducta de beber leche animal y sus derivados mucho tiempo
después del período de lactancia, que esa enzima siga produciéndose
proporciona una ventaja adaptativa –básicamente, nos brinda una fuente de
alimento que puede ser salvadora en ciertos contextos. Ese es un buen
ejemplo de una práctica cultural influenciando un proceso evolutivo
(Gerbault et al., 2011)71.
Otro interesante ejemplo humano está dado por la diseminación de la
lengua de señas: “Hasta la invención y uso del lenguaje de señas, las personas
sordas estaban cognitiva, social, y económicamente en desventaja, y rara vez
tenían hijos, pero una vez que el lenguaje de señas comenzó a ser utilizado
(…) muchas de sus desventajas sociales desaparecieron. Naturalmente,
tendieron a casarse con personas con las cuales pudieran comunicarse. Como
resultado del matrimonio entre personas sordas y el aumento de
probabilidades de sobrevivir y tener hijos, en los Estados Unidos el número
de personas con el tipo más frecuente de sordera se ha duplicado en los
últimos 200 años” (Jablonka & Lamb, 2007).
Lo que ilustran estos ejemplos es que la evolución no sólo opera por medio
de los genes, sino que hay una compleja interacción entre genes, mecanismos
epigenéticos, y prácticas culturales, que tiene la potencialidad de moldear la
dirección que sigue el proceso evolutivo en una especie determinada.

El sistema simbólico

El cuarto sistema de herencia es, hasta donde sabemos, dominio exclusivo de


los seres humanos. Se trata del ámbito de las palabras, imágenes, iconos y
otras modalidades de la conducta simbólica, lo que en términos conductuales
denominaríamos conducta verbal. Se trata, por supuesto, de una variedad de
conducta, por lo cual podríamos incluirla junto al sistema conductual de
herencia, pero sus efectos son tan marcados y localizados que parece
prudente considerarla por separado. En palabras de Cassirer:

El hombre, por así decirlo, ha descubierto un nuevo método de adaptación a su entorno. Entre
el sistema receptor y el sistema efector que se encuentran en todas las especies animales,
encontramos en el hombre un tercer eslabón que podemos describir como el sistema
simbólico. Esta nueva adquisición transforma toda la vida humana. En comparación con los
demás animales, el hombre no vive simplemente en una realidad más amplia; vive, por así
decirlo, en una nueva dimensión de la realidad. (Cassirer, en Jablonka, 2005, p. 194)

La forma en la cual la transmisión simbólica de información impacta sobre


los procesos de desarrollo es evidente y no necesita demasiado desarrollo: las
artes, la ciencia, el pensamiento, han cambiado dramáticamente la forma en la
que la evolución opera sobre los seres humanos –e incidentalmente afectado
los procesos evolutivos de otros organismos a través de fenómenos como la
modificación de ecosistemas y el cambio climático.

El quinto sistema de herencia

Creo que llegados a este punto hay un sistema que Jablonka ubica en una
categoría separada pero que podríamos considerar como un sistema más que
proporciona información al organismo en desarrollo y que en cierto sentido
es algo heredado. Podríamos decirlo así: el desarrollo de un organismo y sus
características no sólo depende de las moléculas y conductas pasadas de
generación en generación, también hay información que contribuye al
desarrollo del organismo pero que no está dentro del organismo (ni en sus
ancestros) sino fuera, en el ambiente. Citemos a Louise Barret para esto:

Para que un individuo produzca conductas típicas de la especie es necesario que herede un
ambiente similar al de las generaciones previas (…) un ambiente anormal puede alterar el
desarrollo normal tanto (o más) como lo haría un gen mutante, con consecuencias mayúsculas
para la conducta. (…) Los procesos evolucionarios dependen de la herencia de un complejo
de recursos de desarrollo confiablemente recurrentes –esto es, todos los recursos que un
organismo necesita para desarrollar los rasgos que le permiten sobrevivir y reproducirse–
tanto como de los genes. (Barrett, 2011, p.77)

Destaco ese “recursos de desarrollo confiablemente recurrentes” porque


creo que allí está el corazón de cómo podemos pensar el fenómeno de la
herencia y los muy diferentes mecanismos que involucra. Digámoslo así:
parte del desarrollo de un individuo se apoya en información implícita que
proporciona el ambiente. Un organismo tiene que heredar, junto con la
información genética, epigenética, conductual y simbólica (cuando aplica),
información ambiental.
Un ejemplo muy simple de esto es la gravedad. Muchos organismos
dependen de ella para desarrollarse exitosamente: las plantas, por ejemplo,
necesitan enviar sus raíces hacia abajo, por lo cual desarrollan sistemas
sensibles a la gravedad, tomando información que por lo general está
confiablemente presente. Pero si alteramos la gravedad, aun cuando el resto
de los sistemas de herencia estén intactos, alteramos el desarrollo de los
organismos y el curso de la evolución. Actualmente, con el auge de los viajes
espaciales y la promesa cada vez más cercana de establecer un asentamiento
humano fuera de la tierra, la investigación en los efectos de la modificación
de esa constante en organismos está creciendo a pasos acelerados (véase por
ejemplo Bizzarri, Monici, & Loon, 2015).
Pero no sólo las constantes planetarias (tales como el nivel de oxígeno del
aire, la radiación, etc.) afectan el desarrollo de los organismos, sino que
también las modificaciones deliberadas del ambiente realizadas por una
especie (lo que técnicamente se denomina construcción de nichos) afectan
enormemente el desarrollo evolutivo de los organismos que involucran.
Entonces, rizando un poco el rizo, y desbarrancando definitivamente en los
conceptos, diríamos que no sólo heredamos recursos biológicos (genes,
epigenes), y recursos conductuales (tradiciones, conductas, símbolos), sino
también recursos físicos, un cierto ambiente.

Cerrando

Lo que he intentado torpemente señalar en estas líneas es que una mirada


contextual sobre los fenómenos evolutivos en general, y de la herencia en
particular, puede ayudarnos a ganar una comprensión más amplia sobre ellos.
Compartimos una forma de mirar con ciertas tradiciones de la ciencia
evolutiva, consistente en abordar los fenómenos como acciones situadas.
Misma mirada, pero distinta escala: la evolución misma como un acto en
contexto, un evento influido probabilísticamente por una miríada de factores
que actúan de diversas maneras.
Un organismo en desarrollo utiliza un complejo entramado de recursos de
desarrollo confiablemente ocurrentes: sus genes, sus herencias epigenéticas,
las conductas aprendidas, lo simbólico, las particularidades ambientales y
planetarias en las que se encuentra. Cada mecanismo contribuye a la herencia
de distinta manera, con diferente extensión. El desarrollo de un organismo es
entonces la convergencia de ciertas particularidades del universo en un
momento determinado, en un lugar determinado, con una historia
determinada.
En cierto modo, cada vez heredamos un mundo.

Referencias

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65 Algunos años después de la publicación de El origen de las especies Darwin propuso su propio
mecanismo para la herencia, la pangénesis, una teoría hoy desacreditada, según la cual cada parte y
órgano del cuerpo emite sus propias partículas orgánicas específicas (a diferencia del ADN, que no
codifica la información de un órgano particular sino de todo el organismo), que se integrarían en las
gónadas, pasando así a la descendencia.
66 Probablemente si los biólogos leyesen estas descripciones, me correrían con un hacha, pero con un
poco de suerte no se van a enterar; como sucede frecuentemente, la irrelevancia es un factor de
supervivencia.
67 La calidad de mis metáforas es digna de un Pulitzer.
68 Curiosamente, en programación se utiliza un recurso parecido: una línea o sección de código puede
“apagarse” marcándola como comentario (comment out), para que deje de funcionar sin eliminarla.
69 El gen se denomina “represor floral”, lo cual nos proporciona una imagen mental de lo más curiosa.
70 Es decir, las nietas de la abuela paterna. Podría poner directamente “nietas”, pero por algún motivo,
este efecto no se observó en la descendencia del abuelo paterno ni en la de ambos abuelos maternos, lo
cual señala que hay varias preguntas aún por contestar en todo esto.
71 Es interesante imaginar cuál habrá sido la curiosa cadena de pensamientos del primer homínido que
bebió leche de animales. Quizá el queso sea heredero del bestialismo.
EL CHISTE Y SU RELACIÓN CON LA
CONDUCTA

Este texto tiene un punto de partida abrumadoramente italiano. Estaba yo


leyendo un ensayo de Umberto Eco (2012), en el que relata al pasar una
polémica entre dos de sus compatriotas. Sucede que en 1908 Luigi Pirandello
escribió un ensayo en el cual se propuso definir la naturaleza de lo cómico y
del humor. No le faltaba experiencia en el tema –Pirandello fue un
dramaturgo consumado que en sus obras de teatro maneja el humor con
exquisita destreza– pero no era un filósofo profesional. Las contradicciones y
limitaciones de su ensayo fueron duramente criticadas por su contemporáneo
Benedetto Croce, filósofo e historiador, famoso por sus escritos de estética e
historia y por tener notoriamente a Pirandello entre ceja y ceja (entre otras
razones, eran adversarios políticos). Eco se refiere a este choque intelectual
en estos términos: “Croce había liquidado fácilmente el intento de Pirandello,
porque ya había definido de una vez por todas lo cómico y lo humorístico: se
trata de una noción psicológica que sirve para definir ciertas situaciones y no
de una situación estética que deba definirse”.
Ese párrafo picó mi curiosidad –hablar del humor como “noción
psicológica” sonaba demasiado familiar como para dejarlo pasar, de manera
que me puse a investigar. Eco no proporciona más datos sobre la polémica,
pero encontré un texto escrito por Pirandello, inédito hasta el año 2002, en el
cual cita extensamente la crítica de Croce, por lo que pude reconstruir
indirectamente algunos de sus argumentos (Pirandello, 2002). Croce señala
que es un error intentar definir el humor en su esencia última, porque en su
opinión “el humorismo es indefinible, como todos los estados psicológicos”
(Pirandello, 2002, p.99, el destacado es mío). Los hechos a los cuales nos
referimos como lo cómico, lo sublime, lo trágico, lo humorístico y lo
gracioso constituyen para Croce hechos mixtos, eventos complejos que se
componen de “sentimientos orgánicos de placer o disgusto (o incluso
sentimientos espiritualesorgánicos) y circunstancias exteriores dadas que
procuran a aquellos sentimientos meramente orgánicos o
espiritualesorgánicos un determinado contenido” (op. cit.). Esto es, el humor,
para Croce, no tendría una única naturaleza, sino que se trataría de un evento
en el cual se entremezclan sentimientos y circunstancias. Ese tipo de eventos,
digo yo siguiendo a Croce, no puede ser delimitado en una definición de
diccionario, una definición lógica, sino que “el modo de definición de estos
conceptos es el genético: puesto el organismo en la situación a, al sobrevenir
la circunstancia b, tenemos el hecho c” (op. cit.).
En otras palabras –unas que suenen un poco más familiares a oídos
conductuales–, lo que Croce sostiene es que el humorismo es un evento
psicológico, un “hecho mixto” que aúna sentimientos y circunstancias, es
decir, una respuesta y un determinado ambiente –o si prefieren, un acto en
contexto. Se trata de una forma esencialmente conductual (o contextual, si
prefieren) de abordar el humor: “puesto el organismo en la situación a, al
sobrevenir la circunstancia b, tenemos el hecho c”, lo cual señala que el
camino es un análisis de las contingencias involucradas, más que un análisis
lógico o filosófico. De esta manera Croce abre la puerta a que interpretemos
lo cómico y lo humorístico como un evento psicológico, como una acción
ocurriendo en un contexto particular. Eso es precisamente lo que
intentaremos hacer en este artículo: un abordaje contextual del humor.
Dejemos entonces descansar a Pirandello y Croce, y veamos de qué
manera podemos embarrar la cancha.

¿Qué es una definición?

Si lo cómico (usemos ese término por ahora para evitar internarnos en


laberintos de distinciones entre comicidad, humor y otros términos
relacionados) puede ser considerado como una respuesta a una situación,
estamos en terreno conocido, en el cual quizá podamos pensar
conductualmente el hecho cómico. Ahora bien, ¿qué significa abordar
conductualmente un fenómeno y de qué manera se diferencia de una
definición lógica? Se trata de diferentes modos de proceder que necesitamos
dejar en claro antes de proseguir con el texto.
Como quizá hayan notado si revisaron la literatura especializada, el
conductismo no rechaza los términos ambiguos o los que provienen del
lenguaje cotidiano (como cuando hablamos de emociones, amor, intimidad,
etc.), sino que trata de dar cuenta de ellos a su manera. El recurso principal
que utiliza para lidiar con tales conceptos puede resumirse en la pregunta
“¿bajo qué condiciones se utiliza el término x?”. Es decir, en lugar de intentar
definiciones esencialistas (“¿qué es la ansiedad?”), la definición conductual
apunta a identificar el contexto que regula el uso del término en cuestión
(“¿bajo qué condiciones dice una persona ‘estoy ansiosa’?”).
Esto no es una novedad, sino que se trata del procedimiento típicamente
adoptado por Skinner, que podría describirse así: “Para Skinner, el sentido de
un término (e.g. ansiedad) reside en la relación funcional entre su uso y los
estímulos que son antecedentes y consecuentes a ese uso. En otras palabras,
comprender el sentido de la afirmación ‘Estoy ansiosa’, requiere el
conocimiento del contexto, tanto actual como histórico, que ocasionó esa
afirmación” (Friman, Hayes, & Wilson, 1998). El procedimiento conductual
consiste en considerar el término “ansiedad” como una conducta verbal y
tratarlo como a cualquier otra conducta: explorar las circunstancias
ambientales, actuales e históricas, que controlan su emisión. Esta es una
característica central del funcionamiento conceptual del conductismo, que lo
diferencia de la mayoría de los modelos psicológicos.
Podemos entonces cambiar la pregunta, y en lugar de tratar de definir a lo
cómico podemos intentar describir qué tipo de contexto está involucrado al
decir que algo nos resulta cómico, o bajo qué condiciones decimos que algo
es cómico o humorístico.
En verdad ha habido varios intentos de dar cuenta de la comicidad y el
humor desde el análisis conductual (más notablemente Epstein & Joker,
2007)72, que tomaremos como base, pero lo que me interesa en particular es
explorar el papel de la conducta verbal en el fenómeno, y para esto apelaré a
algunos conceptos de la Teoría de Marco Relacional (RFT, por sus siglas en
inglés). Creo que pensar el tópico de esa manera puede ser una divertida
forma de perder el tiempo.
Intentaré entonces usar algunos conceptos de RFT para describir las
condiciones bajo las cuales decimos que hay un fenómeno cómico. Sin
embargo, dado que el tema puede resultar demasiado amplio (y que no
querría espantar a los pocos lectores que aún me quedan), voy a limitar de
dos maneras este intento de interpretación. En primer lugar, no me ocuparé
tanto de por qué una persona realiza una acción humorística, sino más bien de
quien recibe la situación y la califica como graciosa. Esto permitirá delimitar
un poco el tema, porque el contar un chiste puede tener un sinnúmero de
funciones conductuales (romper la tensión, agredir, agradar, etc.) que
excederían las posibilidades de este artículo. Me enfocaré entonces en cuándo
decimos que algo es gracioso, no en cuándo o para qué producimos algo
gracioso. En segundo lugar, me ocuparé principalmente de las situaciones
humorísticas que involucren algún componente verbal tal como se define en
RFT.

Lo cómico

Comencemos revisando algunas de las formas en que se ha abordado el


humor. En psicología son bastante conocidas las teorías de corte internalista
que describen a lo cómico como una forma de agresión enmascarada, o como
surgiendo de una sensación de superioridad, o como liberación de energía
superflua (Spencer, Dewey y Freud adherían a esta teoría). Sin embargo, la
hipótesis sobre el humor más conocida y aceptada académicamente es la
popularizada por Schopenhauer, pero que puede rastrearse en Aristóteles,
Kant, Kierkegaard y otros: la denominada teoría de la incongruencia
(Morreall, 2016). Eco la resume así:

Para Aristóteles, lo cómico es algo erróneo que se produce cuando en una serie de
acontecimientos se introduce un suceso que altera el orden habitual de los hechos. Para Kant,
la risa nace cuando se produce una situación absurda que acaba anulando una expectativa
nuestra. Pero para reír de ese “error”, es necesario también que no nos comprometa, no nos
afecte. (Eco, 2012)

Dicho de manera sencilla, la teoría de la incongruencia afirma que nos


resulta cómica la percepción de algo incongruente, algo que viola nuestras
expectativas –pero sin comprometernos ni afectarnos. Tenemos entonces aquí
tres componentes situacionales: 1) la presencia de expectativas sobre el orden
usual de las cosas, 2) la percepción de una incongruencia, algo que está fuera
de lugar en ese orden, y 3) no estar afectados o comprometidos por ella.
Lo primero y lo segundo es fácilmente reconocible en las situaciones
cómicas: algo puede volverse gracioso si sucede allí donde no se lo esperaba.
Escribe Alejandro Dolina “Una simple pedorreta puede ser gloriosa durante
el discurso de un escribano. El mismo recurso en una cena de egresados o en
un estadio de fútbol resulta apenas una grosería”. Es decir, es central para lo
cómico que haya un elemento incongruente con las expectativas de la
situación: una pedorreta es bastante esperable durante un partido de fútbol,
por lo cual no causa mucha gracia. La incongruencia es la clave: la eficacia
cómica de Les Luthiers en buena parte surge de la incongruencia entre
personajes serios y con aires académicos cometiendo torpezas y
comportándose de manera muy poco acorde a esa apariencia.
Entonces, la situación humorística requiere que haya algunas expectativas
establecidas y que en esa situación suceda algo que sea incongruente con
dichas expectativas. Pero hay un elemento más: no tenemos que sentirnos
afectados o comprometidos por esa incongruencia –rara vez nos resulta
cómico un chiste del cual somos blanco o que nos afecta directa o
cercanamente73. No bromeamos sobre una tragedia reciente (too soon), pero
sí sobre una distante. Por ahora baste decir que si aparece un elemento de
peligro o de compromiso personal, la situación puede dejar de resultarnos
cómica.

RFT y la arbitrariedad

El segundo ingrediente que agregaremos a este mejunje conceptual es RFT


(Hayes et al., 2001), una teoría conductual sobre lenguaje y cognición –lo
que el conductismo denomina conducta verbal.
Una explicación detallada de los postulados de RFT excede las
posibilidades de este artículo, pero bastará recordar que la teoría postula que
en el corazón de todas las conductas relacionadas con el lenguaje y la
cognición yace lo que en última instancia es una conducta operante: aprender
a responder a un estímulo A en términos de alguna relación entre ese
estímulo y un estímulo B (o C, D, E, etcétera). Digamos, responder a la
palabra “libro” en términos de su relación con el objeto libro. De esta
manera, cuando alguien me dice “pásame un libro”, y cumplo con el pedido,
estoy emitiendo una respuesta relacional, ya que no estoy respondiendo a las
propiedades intrínsecas del sonido “libro” (sus características sonoras), sino a
una relación que ha sido establecida entre dos estímulos: la palabra y el
objeto en cuestión.
En el ejemplo dado diríamos que involucra una relación de coordinación o
equivalencia, ya que palabra y objeto son tratados como equivalentes, pero
RFT sostiene que hay otras relaciones posibles que pueden vincular a los
estímulos de otras maneras como, por ejemplo, relaciones que establecen a A
como distinto de B (“no, esa es la guía telefónica, yo quiero un libro”),
conteniendo a B (“hay libros dentro de la caja del fondo”), opuesto a B (“no,
eso es de Coelho”), etcétera. Estas relaciones a su vez pueden combinarse
formando redes de relaciones: A es distinto de B pero es opuesto a C
(digamos, Aquiles es distinto a Ulises, pero ambos son enemigos de Héctor),
y a la vez es posible relacionar redes de relaciones: “la inteligencia militar es
a la inteligencia lo que la música militar es a la música”.
Esas relaciones, que pueden emitirse espontáneamente o siguiendo señales
sociales, tienen el efecto de transformar la función de los estímulos que
involucran, de manera que un determinado estímulo puede, por ejemplo,
volverse apetitivo o aversivo en cierto contexto según su participación en una
u otra de estas redes. De esta manera, la posibilidad de responder
relacionalmente da origen al repertorio de habilidades simbólicas complejas
que entrañan el lenguaje y la cognición.
Ahora bien, esas relaciones entre estímulos son fundamentalmente
arbitrarias: no hay intrínsecamente ningún vínculo entre el sonido “libro” y
el objeto en cuestión sino que es puramente convención social. Lo mismo
podríamos relacionar a ese objeto con el sonido “book” o “axaxaxas mlö”.
Por ese motivo RFT sostiene que el lenguaje y la cognición consisten en
Respuestas Relacionales Arbitrariamente Aplicables:

Decimos arbitrariamente aplicable simplemente en el sentido de que las respuestas


relacionales están bajo el control de señales que pueden ser modificadas por una convención
social. En las situaciones de lenguaje natural esta clase de respuestas no es generalmente
aplicada de manera arbitraria, dado que el lenguaje está bastante vinculado a las
características no arbitrarias del ambiente. (Hayes, Barnes-Holmes, & Roche, 2001, p.25)

La segunda parte de la cita señala que si bien podemos usar cualquier


palabra para designar un objeto, usualmente no lo hacemos: normalmente
llamamos a un gato “gato”, no “Aeroparque Jorge Newbery”, caso contrario
no nos entenderíamos demasiado. Es decir, si bien las respuestas relacionales
son arbitrariamente aplicables, usualmente no son arbitrariamente aplicadas
sino que siguen ciertas convenciones sociales. Si bien todas las convenciones
sociales, por su carácter arbitrario, son en principio modificables por la
comunidad socioverbal, mientras están en vigencia esperamos que se
empleen de manera consistente –espero que cuando le pido un litro de leche
al tendero no me entregue un litro de vino, por ejemplo.
Tengan en cuenta esto porque puede sernos útil en nuestra exploración.

RFT y lo cómico

Cuando digo “en casa de herrero cuchillo de…” la mayoría de los


hispanoparlantes esperará la palabra “palo”, no “obsidiana” (aun cuando
muchos no sepan qué demonios es un herrero, un cuchillo, o un palo). Ahora
bien, si pregunto “¿cómo se llama tu suegra?” y la respuesta es “no la llamo,
viene sola”, hay una incoherencia, una respuesta verbal inesperada –estaba
preguntando por el nombre y me encuentro con otra cosa o, más bien, estaba
esperando un tipo de relación pero apareció otra.
Digamos, con cierta liviandad, que las conductas verbales tienen, por
convención o hábito, determinados “caminos” relacionales que se siguen en
términos de la transformación de la función de estímulos esperada. Si le
preguntasen a un técnico: “cómo hago para que mi laptop Apple vaya más
rápido”, probablemente estarían esperando una respuesta en términos de
configuraciones, software y memoria. Si la respuesta es, en cambio, “arrójala
con más fuerza”, estarían ante una respuesta que es incongruente en términos
de la transformación de función de estímulos esperada convencionalmente.
Las conocidas frases de Groucho Marx, “He pasado una noche maravillosa,
pero no ha sido esta”, o “Nunca olvido un rostro, pero en su caso haré una
excepción” son ejemplos similares. Se esperan ciertas funciones por lo
especificado en la primera mitad de la frase, porque el lenguaje habitualmente
se utiliza de manera convencional, pero es seguida por algo que, si bien es
válido, resulta incongruente.
Podríamos decir entonces: en lo cómico estamos frente a un contexto
socioverbal en el cual la transformación de la función de estímulo no se
corresponde con las convenciones usualmente adoptadas. Recordemos la
descripción de Eco de la teoría de incongruencia: “lo cómico es algo erróneo
que se produce cuando en una serie de acontecimientos se introduce un
suceso que altera el orden habitual de los hechos”. Lo que RFT nos sugiere es
que “el orden habitual de los hechos” puede entenderse como las funciones
de estímulo esperadas en ese contexto, por lo que cuando se evocan funciones
inesperadas, estamos ante un evento humorístico.
Por eso los chistes tienen una preparación y un remate que funcionan en
tándem: la potencia del remate depende de la eficacia de la preparación. La
preparación debe apuntar claramente en una dirección y el remate en otra. Por
eso suelen ser mejores los chistes cuanto más específicos sean, porque
señalan más claramente las relaciones esperadas acentuando la incongruencia
del remate –me viene a la mente el célebre insulto de Johnson: “Caballero, su
esposa, con la excusa de regentear un burdel, vende telas de contrabando”. Y
por el mismo motivo los mejores chistes y gags son aquellos que se toman su
tiempo en la preparación, en adoptar una y otra vez una determinada
expectativa convencional para luego violarla. Cuanto más improbable sea el
remate de acuerdo a la preparación, mejor el efecto.
Esto no se limita a los chistes o juegos de palabras, de paso. En cualquier
situación en la cual operen convenciones socioverbales que puedan ser
violadas puede surgir la comicidad, de manera deliberada o espontánea. En
1932 el ejército australiano inició una guerra contra los Emúes, aves no
voladoras de tamaño similar a un avestruz que destruían los cultivo; dirigida
por la Artillería Real de Australia, se utilizaron ametralladoras y 10000
rondas de munición, en un ataque que se hizo en dos oleadas. Los emúes
fueron declarados victoriosos. La estupenda incongruencia de un ejército
moderno siendo derrotado por gallinas gigantes es un buen ejemplo de cómo
una situación puede ser involuntariamente cómica.
Volvamos ahora a los elementos de la teoría de la incongruencia. Eco
señala que la situación cómica descansa sobre tres pilares:

1. La presencia de ciertas expectativas.


2. La percepción de una incongruencia.
3. No sentirnos afectados o comprometidos por ella.
Lo hasta aquí expuesto nos permite, aunque sea torpemente, dar cuenta de
los dos primeros puntos en términos de RFT. Las expectativas (1) son las
convenciones socioverbales, establecidas por usos y costumbres que
establecen ciertas funciones como esperadas, mientras que la incongruencia
(2) está dada por la utilización arbitraria de una función simbólica
convencionalmente inesperada en ese contexto. Nos queda el último aspecto
de la situación cómica, del cual nos ocuparemos a continuación.

Seguridad y distancia

El tercer factor que Eco señala como necesario para el humor es no sentirnos
afectados o comprometidos por la percepción de la incongruencia. Se trata
de una estupenda observación que suele ser pasada por alto al hablar del
tema. Traduciendo esto a términos conductuales, podríamos decir que para
que una situación resulte cómica no debe ser aversiva.
Un contexto aversivo es todo aquel que evoca nuestro repertorio (verbal y
no verbal) de evitación y escape. En otros lugares he señalado que la
presencia de estimulación aversiva tiene una serie de efectos conductuales
que están bien documentados en la literatura: activación fisiológica, supresión
de conductas operantes, y aumento de la probabilidad de evitación y escape
(Maero, 2022, p. 70). En otras palabras, las situaciones aversivas generan
malestar, hacen que las conductas instrumentales, como las asociadas a juego
y exploración, sean temporariamente suprimidas, y aumentan las
probabilidades de que la persona salga corriendo o lleve a cabo alguna acción
para reducir su contacto con la situación. Por supuesto, lo aversivo de una
situación, y por tanto la intensidad de las respuestas, es una cuestión de
grados, no de absolutos –no es lo mismo un ruido molesto que un tornado.
Por eso, la víctima de una burla no suele encontrarla graciosa –quienes se
ríen suelen ser los espectadores. No he visto a ninguna mujer que se ría de los
previsibles y toscos chistes machistas que aluden a permanecer en la cocina o
la poca capacidad intelectual. No se trata de falta de humor, es que la
presencia de estimulación aversiva, aun cuando sea bajo la forma de una
humillación verbal, acaba con uno de los elementos centrales de la situación
cómica.
Cuando un “comediante” se queja de que las mujeres no se ríen con sus
chistes sobre violación, es que no está entendiendo algo elemental del
fenómeno cómico: la comicidad no descansa sólo en la efectividad de la
premisa y el remate, sino en que no sea aversivo para su público74. Ningún
artista ha hecho carrera siendo aversivo para su público.
Ahora bien, se me objetará que uno puede reírse de sí mismo aún en
circunstancias bastante aversivas. Es frecuente, de hecho, que los
comediantes le tomen el pelo ocasionalmente a su propio público. Ahora
bien, no creo que sea un error de mi interpretación, sino que puede entenderse
como resultado de otro aspecto de la conducta verbal.
Lo diría así: una forma de encontrar comicidad en una situación aversiva
(supongamos, voy camino a mi propio casamiento vestido impecablemente,
meto el pie en un pozo y me embarro hasta la rodilla) es poder tomar
distancia de la situación y sus aspectos aversivos. Eco, glosando a Pirandello,
lo explica así:

el humorismo puede introducir de nuevo la distancia (…) haciendo que de un hecho presente,
que sufrimos como trágico, se pueda hablar como si ya hubiera sucedido o estuviese aún por
suceder, y en cualquier caso, como si no nos afectara (…) debo demostrar lo que me sucede
como si no me sucediera a mí o como si no fuese verdad o como si sucediera a otros.

Es decir, un uso habilidoso de la conducta verbal puede ayudar a reducir el


impacto psicológico de una situación aversiva. Encontramos aquí un punto de
contacto con el trabajo clínico: cualquier psicoterapeuta con experiencia sabe
que un uso habilidoso del lenguaje puede ayudar a una persona a tomar
distancia de un evento presente doloroso. Hay dos procesos clínicos que
podemos mencionar a este respecto: defusión y self como contexto.
Hay dos aspectos de la defusión que podemos glosar: por una parte, la
defusión consiste en crear un contexto socioverbal en el ámbito clínico que
minimice las propiedades verbales de los eventos, aumentando en cambio las
respuestas a sus propiedades físicas directas. Por otra parte, la defusión
intenta reducir las respuestas verbales a una situación. Dicho en términos
coloquiales: la defusión ayuda a no responder a lo que los eventos significan
sino a lo que son, y ayuda a no sobreanalizar el sentido a un evento,
tomándose con liviandad los juicios y comparaciones que pudieran surgir
espontáneamente.
Lo que sucede es que en muchos casos lo aversivo de una situación es
puramente verbal –remedando el viejo juicio de Epicteto, no son las cosas las
que nos perturban sino nuestra opinión sobre ellas. En el ejemplo de meter el
pie en un pozo cuando estoy yendo a mi casamiento, lo aversivo de esa
situación es más verbal que físico –un poco de barro en el zapato no mata a
nadie, de lo que se trata es de los juicios y evaluaciones que la situación
suscita sobre el propio aspecto. Si podemos tomarnos con cierta ligereza esos
pensamientos, es posible encontrar lo cómico en una situación que es
verbalmente aversiva.
Por su parte, el self como contexto o toma flexible de perspectiva es
bastante más complicado de explicar, pero podríamos resumirlo malamente
así: se trata de contactar con un sentido de la propia identidad que trasciende
a las circunstancias presentes. Esto es, notar que este que soy ahora, lo que
experimento, siento y pienso, es solo una instancia momentánea de lo que he
sido y de lo que seré. Clínicamente, este proceso se evoca cuando es útil
“despegarse” de los eventos sucediendo aquí y ahora, y contemplarlos con un
poco más de distancia.
El párrafo citado de Eco nos da una buena pista de la naturaleza del tipo de
distancia necesaria para el evento cómico: “haciendo que de un hecho
presente, que sufrimos como trágico, se pueda hablar como si ya hubiera
sucedido o estuviese aún por suceder”. Se trata de algo muy similar a los
recursos clínicos que suelen utilizarse para trabajar self como contexto:
“imaginemos que han pasado cinco años desde esta situación que estás
enfrentando, ¿qué te gustaría poder decir respecto a cómo la afrontaste?”.
Este tipo de intervenciones clínicas permiten que una persona pueda recibir
con cierta distancia toda experiencia dolorosa, en un sentido tratándola
“como si ya hubiera sucedido o estuviese aún por suceder”.
Estos recursos simbólicos permiten reducir los aspectos aversivos de una
situación (sean simbólicos o físicos), y por ello son notablemente útiles para
el trabajo clínico. La contracara de esto es que se trata de habilidades verbales
relativamente avanzadas, que requieren de cierto entrenamiento y ciertas
condiciones específicas para suceder. Cuanto menos destreza verbal y cuanto
más intenso sea el control aversivo menos probabilidades habrá que se
puedan desplegar estas habilidades, y menos probabilidades habrá de
encontrar lo cómico en una situación aversiva. Quizá el popular vínculo entre
la inteligencia y el humor en parte radique en esto.

Lo cómico y la clínica

Desde aquí podemos examinar un fenómeno clínico frecuente: las


intervenciones de defusión y de toma de perspectiva suelen resultar
divertidas.
Incluso me arriesgaría a decir que la marca de que una intervención de
defusión está bien ejecutada es que resulta cómica en alguna medida. Para
entender por qué, repasemos los términos de lo cómico, reinterpretados según
lo que hemos visto hasta ahora.
Mencionamos que para que algo nos resulte cómico se necesitan tres
pilares:

1. Expectativas según convenciones socioverbales (preparación).


2. La aparición de una función conductual incongruente con dichas
expectativas (remate).
3. Bajo o nulo control aversivo (seguridad).

Examinados con detenimiento, se trata de los pilares de toda intervención


de defusión. Las intervenciones de defusión involucran:

1. La presencia de convenciones y expectativas socioverbales, lo que se


llama un contexto de literalidad, que indica ciertas formas típicas de
responder a pensamientos difíciles como por ejemplo analizarlos para
encontrarles un sentido o explicación.
2. Las intervenciones de defusión evocan funciones conductuales
incongruentes con esas expectativas. Un terapeuta utilizando una
intervención así, en lugar de preguntar “¿por qué piensas eso?”, ante un
pensamiento difícil, puede decir algo como “si ese pensamiento fuera
una canción de Enrique Iglesias, ¿cuál sería y cuánto la odiarías?”,
evocando así formas no convencionales de responder a ese pensamiento.
3. Para que la intervención sea efectiva, debe suceder en un contexto
interpersonal (la relación terapéutica) que asegura que no haya juicio,
ridiculización, agresión, ni ningún otro tipo de aversivo para la paciente.
Por ejemplo, practicando previamente recursos de self como contexto,
distinguiendo entre lo formal de los pensamientos y su contenido,
externalizando a la mente, etcétera.

Este último punto es crucial: no es buena idea realizar intervenciones de


defusión como primer recurso, ni sobre contenidos que sean muy recientes o
que generen alto malestar emocional. Es altamente probable que una
intervención de defusión, sin un contexto interpersonal seguro y libre de
aversivos, se experimente como invalidante o incluso agresiva.

Cerrando

Esto ha sido un ejercicio de ociosidad intelectual –los dudosos frutos del


demasiado tiempo libre. Algún espíritu con más rigurosidad y paciencia que
el mío podría hacer un articulación más concienzuda y académica (siéntanse
libres de escribir un artículo para un journal e incluirme como colaborador),
la idea ha sido sólo jugar un poco con las posibilidades de la teoría.
Cerremos esto con una última cita de Eco, que aplica tanto a lo cómico
como a las intervenciones clínicas de distanciamiento:
“¿Qué hace el humorismo? (…) viola los códigos. Mira las formas de
forma inesperada, quita la máscara de los tipos, de la lógica, y nos muestra
debajo el carácter contradictorio de la vida”. El humorismo, devenido en
definición del Arte, es una “ruptura de las leyes habituales del lenguaje.
Como ruptura de los sistemas de expectativa que, al tiempo que rompe dichos
sistemas, razona por qué los rompe (por tanto, no hay un solo un efecto
cómico de sorpresa por el desorden que sobreviene, sino también una
reflexión crítica sobre las razones del desorden inducido)”.
He ahí una estupenda forma de pensar tanto los chistes como la clínica.
Referencias

Eco, U. (2012). De los espejos y otros ensayos. Debolsillo.


Epstein, R., & Joker, V. R. (2007). A threshold theory of the humor response.
Behavior Analyst, 30(1), 49–58. doi.org
Friman, P. C., Hayes, S. C., & Wilson, K. G. (1998). Why behavior analysts
should study emotion: the example of anxiety. Journal of Applied Behavior
Analysis, 31(1), 137–156. doi.org
Hayes, S. C., Barnes-Holmes, D., & Roche, B. (2001). Relational Frame
Theory: A Post-Skinnerian Account of Human Language and Cognition.
Springer.
Maero, F. (2022). Croquis: una guía clínica de Terapia de Aceptación y
Compromiso. Editorial Dunken.
Morreall, J. (2016). Philosophy of Humor. In E. N. Zalta (Ed.), The Stanford
Encyclopedia of Philosophy (Winter 201). Metaphysics Research Lab,
Stanford University. Retrieved from plato.stanford.edu
Pirandello, L. (2002). Esencia, caracteres y materia del humorismo.
Cuadernos de Información y Comunicación, 7(1904), 95–130.
Skinner, B. F. (1945). The operational analysis of psychological terms.
Psychological Review, 52(5), 270–277. doi.org

72 No se puede dejar pasar la relevancia del apellido del segundo autor para el tema.
73 Salvo que uno pueda tomar cierta distancia de uno mismo, como veremos más adelante.
74 Y por supuesto, el buen humorista sabe que si va a burlarse de alguien, lo mejor es pegar hacia
arriba: burlarse de los más poderosos, no de los más desgraciados.
EL PROPÓSITO DESDE UNA MIRADA
CONTEXTUAL

El fenómeno conocido como pareidolia consiste en percibir algo significativo


allí donde sólo hay una reunión arbitraria de estímulos ambiguos –el caso
más común es el de ver un rostro en las manchas de humedad de una pared.
Lo que haremos hoy aquí podría describirse como un caso de pareidolia
conceptual –encontrar un sentido engañoso en lo que es fundamentalmente
una reunión arbitraria y errónea de ideas. Esto más que aclaración es una
advertencia, el lasciate ogni speranza, voi ch’entrate que el Dante pone a la
entrada del Infierno, y con idéntico sentido.
Ya saben, lo de siempre por aquí.
Querría abordar en esta ocasión el concepto de propósito o sentido vital
(los términos son intercambiables a los fines de este texto) desde una
perspectiva contextual.
Si han tenido el más leve contacto con las terapias denominadas
contextuales (aunque más no sea por haber pasado por la vereda de un
edificio de departamentos en el cual una persona en el tercer piso miraba en
su teléfono celular una clase sobre el tema), habrán notado que la idea de
propósito tiende a ocupar un papel prominente y explícito en la mayoría de
ellas. Está claro qué papel juega el concepto en dichos abordajes: dado que
no se persiguen como objetivos primarios cambios emocionales o cognitivos
(esto es, no se proponen reducir malestar ni cambiar el contenido de
pensamientos), la terapia se orienta hacia lograr un cambio en las acciones y
la forma de estar en el mundo de la persona, intentando fomentar una vida
con sentido en lugar de meramente sentirse mejor. Para este fin se utilizan
recursos clínicos relacionados con valores u objetivos vitales a largo plazo,
que puedan ayudar a crear o desarrollar una vida con propósito.
Ahora bien, aunque tenemos buenas definiciones y desarrollos sobre
valores y objetivos generales a largo plazo, tanto desde un punto de vista
técnico como clínico (por ejemplo, véase Plumb et al., 2009), ¿de qué
demonios estamos hablamos cuando hablamos de propósito en la vida de una
persona? Y a la inversa, ¿de qué está hablando una persona cuando dice que
su vida no tiene sentido? ¿Cuál es la relación entre valores, metas, acciones y
propósito? ¿Son la misma cosa o son distinguibles de alguna manera?
Estos temas han sido explorados hasta el hartazgo por diversos abordajes
psicológicos, desde la logoterapia hasta la psicología positiva, pero lo que nos
interesa aquí (uso el plural para no sentirme tan solo), no es hacer un resumen
de la literatura sino adoptar un punto de vista (aproximadamente) contextual
y ver si nos sirve de algo. Sacudamos la pensadora, entonces, a ver si se nos
cae una idea sobre el tema.

La impenitente ambigüedad de los términos cotidianos

Lo primero a tener en cuenta al hablar de propósito o sentido vital es que


estamos lidiando con un concepto que viene del vocabulario popular, no con
un término técnico, motivo por el cual tendremos que andar con bastante
cuidado. El problema con el uso de términos populares en psicología es que
tienden a ser engañosamente obvios: los usamos como si su sentido fuera
claro y evidente, pero apenas los examinamos más de cerca esa obviedad se
revela bastante precaria.
El filósofo Stephen Pepper, en World Hypotheses (1942, p. 42), señalaba
que los términos que provienen del sentido común son seguros pero
irresponsables, mientras que los conceptos más refinados del conocimiento
son inseguros pero responsables. Esto es, los términos del sentido común nos
ofrecen cierta seguridad o confianza: todos “sabemos” de qué hablamos
cuando decimos que el sol siempre sale por el este. Pero al mismo tiempo son
irresponsables intelectualmente, ya que cuando intentamos definirlos más
precisamente nos encontramos con que son ambiguos, cambiantes o
contradictorios. Digamos, “el sol siempre sale por el este” parece algo obvio,
pero esa obviedad es engañosa: ni es el sol el que se mueve, ni aparece
exactamente por el este (salvo un par de veces al año), sino que su salida va
variando de lugar y hora cada día. En contraste, los términos y conceptos más
refinados y elaborados de la ciencia y el pensamiento en general son
intelectualmente responsables, ya que suelen tener definiciones precisas y
relaciones claras con otros términos, pero son inseguros, porque implican
abstracciones y refinamientos que llevan a que se usen siempre con un poco
de vacilación. Comparen la seguridad con la que usamos términos
conceptualmente problemáticos como “emoción” o “pensamiento”, con la
vacilación al utilizar términos muy precisos como “operación estableciente” o
“estímulo delta”.
La cuestión es que propósito es un término de sentido común: muy seguro
de sí mismo, pero intelectualmente irresponsable (como cierta especie de
docentes universitarios). Podríamos directamente ignorarlo (como resulta
aconsejable hacer con cierta especie de docentes universitarios) y excluirlo de
nuestro vocabulario, pero no parece una actitud muy sabia: se trata de un
concepto ampliamente utilizado, por lo cual más tarde o más temprano
tendremos que lidiar con él, por lo cual puede valer la pena intentar
operacionalizarlo para llevarlo a un lenguaje más preciso y más ampliamente
aplicable.
Ahora bien, el conductismo radical tiene una forma muy particular de
operacionalizar conceptos. Usualmente, operacionalizar es una forma de
“fijar” el sentido de un concepto ambiguo, abstracto o que no es observable,
por medio de especificar las operaciones necesarias para medirlo. De esta
manera, conceptos abstractos como inteligencia o salud, que no pueden ser
directamente observados, son definidos en términos de ciertas operaciones o
procedimientos: la inteligencia se operacionaliza como los resultados que
arrojan ciertos tests, así como la salud se define en variables mensurables
como presión arterial, índice de colesterol, glucemia, entre otras. Esta, sin
embargo, no es la forma de operacionalización que adopta el conductismo
radical (o contextualismo funcional, para este caso funcionan de la misma
manera). Desde esta perspectiva, dado que todo concepto es en última
instancia un caso de conducta verbal, puede ser abordado de manera análoga
a cualquier otra conducta, es decir, especificando su contexto. Entonces,
definir un término es especificar las condiciones bajo las cuales se lo utiliza,
es describir su función. En lugar de operacionalizar un concepto describiendo
las operaciones por las cuales se mide, se lo operacionaliza describiendo su
contexto de uso, las condiciones estimulares particulares que controlan su
emisión.
Esto fue articulado por primera vez en el texto El análisis operacional de
los términos psicológicos (Skinner, 1945), del cual este fragmento es
particularmente ilustrativo: “El sentido, los contenidos y las referencias se
encuentran entre los determinantes, y no entre las propiedades de la
respuesta. La pregunta ‘¿qué es la longitud?’ podría ser satisfactoriamente
contestada por medio de listar las circunstancias bajo las cuales la respuesta
‘longitud’ es emitida (o, mejor aún, proporcionando una descripción general
de tales circunstancias)” (pp. 271-272). En otros textos hemos apelado a ese
argumento hasta el hartazgo, porque nos abre la puerta a explorar términos no
técnicos de una manera conductualmente consistente: en lugar de descartarlos
o reducirlos a una operacionalización técnica, podemos abordarlos
describiendo algunas de las condiciones bajo las cuales se utilizan y sus
efectos (véase Hayes, 1984).
Por supuesto, esto implica que un término puede tener tantas definiciones
como usos se le dieren. Esto no es un problema, aunque lo parezca. Cuando
un taxista, en un alarde de la clásica amabilidad callejera porteña, le grita a
otro automovilista “mirá por donde vas, pedazo de inconsciente” y cuando un
psicoanalista en una conferencia dice algo como “el inconsciente está
estructurado como un lenguaje” están usando la misma palabra, pero
claramente no están diciendo lo mismo (incluso aunque se trate de la misma
persona): hay una forma distinta de utilizar el término en cada caso.
Lo que intentaremos entonces será una descripción general de algunas de
las circunstancias (esto es, del contexto), en el cual hablamos de propósito.
Esto no pretende ser una definición universal ni agotar otros sentidos posibles
para la palabra, sino meramente describir algunas de sus circunstancias
cotidianas de uso.

Función y patrones de acción

Para poder llegar a nuestro abordaje de propósito necesitaremos tener a mano


un par de conceptos básicos, así que hagamos un breve repaso previo.
En primer lugar, necesitamos tener en cuenta que la conducta puede
abordarse no sólo como respuestas momentáneas de duración muy acotada,
sino como actividades, es decir, patrones de acción que se extienden en el
tiempo (Baum, 2002, p. 97). Por ejemplo, respecto a mi conducta de escribir
estas líneas, podría poner el foco en la escritura de cada una de las palabras, o
en la actividad global de escribir este artículo. La analogía de usar distintos
niveles de zoom en una cámara puede resultar útil aquí. La conducta puede
abordarse a distintas escalas temporales, lo que en el análisis de la conducta
nos lleva a distinguir entre perspectivas moleculares (enfocadas en respuestas
momentáneas) y perspectivas molares (enfocadas en actividades extendidas
en el tiempo). No quiero detenerme mucho más en el tema aquí, sólo querría
que retuvieran que es una perspectiva conductual perfectamente legítima el
enfocarse en patrones extendidos de acción.
En segundo lugar, como probablemente sepan, en el análisis de cualquier
conducta hay dos aspectos que nos interesan: su forma (o topografía), por un
lado, y su función, por otro. La forma de una conducta se refiere a las
características particulares que tiene una respuesta particular, mientras que la
función se refiere a las relaciones que esa respuesta tiene con los aspectos
relevantes del contexto. Por ejemplo, si quiero analizar conductualmente la
ingesta alcohólica de una persona, la forma de esa conducta serían sus
características particulares: el tipo y cantidad de bebida, la velocidad de la
ingesta, o cualquier otro aspecto formal que sea relevante. La función, en
cambio, se refiere a qué relación tiene esa respuesta particular con el
contexto, es decir, en presencia de qué condiciones o antecedentes sucede y
qué efectos o consecuencias ocasiona. Identificar, por ejemplo, que esa
ingesta sucede cuando se experimenta tristeza y que tiene como efecto
atenuar el malestar nos lleva a suponer una función distinta para ese vaso de
vino que, digamos, si fuese consumido durante una cata en un viñedo. La
acción es formalmente la misma, pero cumple una función distinta en cada
caso.
Determinar la función de una conducta requiere especificar las relaciones
que tiene con el contexto y de qué manera se afectan mutuamente. El
contexto, a su vez, incluye tanto los estímulos relevantes del ambiente actual
(antecedentes y consecuencias) como la historia de aprendizaje del
organismo. La función es la que nos proporciona la explicación de la
conducta, su porqué. Esto es crucial porque en el análisis de la conducta las
conductas se definen por su función, no por su forma. Esto es, la conducta de
“presionar el interruptor de la lámpara” no se define por los movimientos
musculares involucrados (mover un dedo de tal y tal manera), sino por su
efecto. No importa que el interruptor sea presionado con el dedo índice, el
meñique, o con el codo, en tanto la conducta tenga ese efecto. Cuando en la
clínica nos ocupamos de la evitación experiencial, por ejemplo, estamos
lidiando con diversas respuestas que, aunque sean formalmente muy
diferentes, tienen como función compartida el control de alguna experiencia
interna.
Entonces, conductas formalmente muy distintas entre sí pueden compartir
una misma función y una misma conducta puede tener diversas funciones.
Esto es lo que hace que para el conductismo las explicaciones siempre sean
relativas al contexto. Ningún conductista puede dar una respuesta universal a
una pregunta como “¿por qué una persona toma vino?”, ya que la forma no
determina rígidamente la función. La conocida respuesta conductual,
“depende”, significa que la explicación de cualquier evento psicológico está
determinada dinámicamente por el contexto, no sólo por la forma del mismo.
Lo mismo aplica a la conducta verbal: distintas palabras pueden tener una
misma función (por eso aquí estoy utilizando de manera intercambiable
palabras diferentes como propósito, significado, sentido vital), y una misma
palabra puede tener diferentes funciones en distintos contextos (como por
ejemplo, la palabra “cosa”).
Lo que de esto me interesa que retengan es que las conductas (y los
patrones de conducta) tienen funciones que dependen del contexto en el que
suceden. Respuestas formalmente muy distintas pueden compartir una
función, y a la inversa, conductas similares pueden tener funciones distintas –
e incluso una misma conducta puede tener distintas funciones en distintos
momentos.
Armados entonces con estas ideas (patrones de acción y función),
acerquémonos al concepto de propósito.

Una definición contextual

Hechas nuestras consideraciones preliminares podemos arriesgar una


definición. Podríamos decir entonces que una forma de definir propósito es
como la coherencia funcional de patrones de acción (esto no abarca todos los
posibles usos del término). Esta definición probablemente les suene a poco,
pero si me dan un rato más quizá pueda explicar su alcance.
El corazón de la definición es que toda persona (todo organismo en
realidad, pero nos interesan especialmente los seres humanos) actúa de
manera más o menos coordinada, emitiendo a lo largo del día diversas
conductas que forman parte de patrones de acción, que podemos abordar a
distintas escalas. En mi caso, por ejemplo, llevar libros al escritorio, encender
la computadora, abrir el procesador de texto, aporrear las teclas, son acciones
que forman parte de la actividad global de escribir. Todas esas conductas,
que formalmente son muy diferentes, tienen funciones que son coherentes
entre sí, es decir, que están bajo control de un contexto compartido.
Pero además, en mi caso, la actividad de escribir es a su vez
funcionalmente coherente (al menos en parte) con mis actividades de enseñar
y supervisar (que a su vez también son actividades integradas por conductas
formalmente diferentes, pero con funciones coherentes). Mis actividades de
escribir, enseñar y supervisar están controladas por un contexto similar, que
incluye de manera destacada ciertos valores y creencias relativas al
conocimiento psicológico. Son actividades muy distintas, pero con funciones
que, aunque no idénticas, son similares o, mejor dicho, coherentes. Entonces,
cuando digo que tengo un propósito estoy verificando que varias de mis
actividades son funcionalmente coherentes, es decir, están controladas por
similares factores contextuales. En términos vulgares podríamos decir que
hablamos de propósito cuando diversas actividades en la vida de la persona
apuntan en una misma dirección.
Desde esta perspectiva el propósito no es un sentimiento ni una idea en
particular –por supuesto, esta coherencia funcional puede acompañarse de
sentimientos más o menos agradables, como efecto accesorio, pero no
reducirse a ellos.
El propósito no es una causa de la conducta, sino uno de sus aspectos.
Sería, desde esta perspectiva, una dimensión de los patrones de acción
extendidos en el tiempo, por lo que podríamos hablar de grados de propósito
según el alcance y la intensidad de esa coherencia funcional: cuantos más
patrones de acción en el repertorio de una persona sean funcionalmente
coherentes, y cuanto más intenso sea el control contextual (esto es, cuantas
más actividades de la persona apunten en una misma dirección y cuanto más
esforzadas sean esas actividades), más probabilidades habrá de que hablemos
de propósito.
La amplitud y la intensidad serían entonces dos aspectos característicos del
propósito. Sería posible aumentar la experiencia de propósito vital haciendo
que más actividades vitales se alineen con la misma función, pero también
incrementando la intensidad de esas actividades –dar la vida por un ideal
constituiría un caso extremo de intensidad conductual al servicio de un
propósito. Podemos entonces identificar al propósito, en tanto coherencia
funcional de diversos patrones de acción, como una dimensión que varía
según la amplitud e intensidad del control contextual involucrado. Cuanto
más amplia e intensa sea la coherencia funcional de sus actividades, mayores
probabilidades habrá de que hablemos de propósito vital.
Por supuesto, estas consideraciones no agotan todas las formas posibles en
las cuales usamos el concepto de propósito, pero creo que considerarlo de
esta manera ofrece varias claridades que pueden resultar clínicamente
relevantes que podemos examinar.
Hagan una pausa, estírense, acomoden su postura y ármense de paciencia,
que tenemos para rato aquí.

Los contextos del propósito

Si el propósito es una propiedad de los patrones de acción, se sigue entonces


que, como todas las conductas, está controlado por un cierto contexto.
Podemos conjeturar entonces que hay diferentes contextos que pueden llevar
a patrones de acción funcionalmente coherentes: diferentes maneras de
fomentar propósito en la vida de una persona o distintos contextos de
propósito. Este contexto puede ser no verbal o puede incluir estímulos
verbales de distinto tipo, y puede incluir aspectos sociales en grado y calidad
variable.
Es necesario aclarar que el propósito es la coherencia del patrón de
actividades, no el aspecto particular del contexto que lo controla en cada
caso. Por ejemplo, enunciar un valor o ideal no basta para hablar de
propósito, sino que reservamos el término para el patrón de actividades
funcionalmente coherentes que en torno al mismo se organiza (es fácil notar
que es posible enunciar un ideal o valor sin que ello involucre actuar al
respecto). Dicho de otra forma, el propósito se refiere a las conductas,
mientras que aquello que lo guía será parte del contexto de esas conductas.
Veamos entonces de qué manera se puede generar propósito, qué tipos de
contexto pueden facilitarlo. Esta exploración no es gratuita (bueno, no nos
cuesta un peso, lo cual en estos tiempos ya es algo), sino que creo que tiene
interés clínico. La evidencia señala que un sentido de propósito contribuye
fuertemente con el bienestar psicológico y el funcionamiento cotidiano
(García-Alandete, 2015; Hill et al., 2014; Li et al., 2021; McKnight &
Kashdan, 2009; Russo-Netzer, 2019; Santos et al., 2012; Zika &
Chamberlain, 1992), por lo cual explorar los pros y contras de las distintas
formas degenerar propósito puede ser útil para abordar los aspectos clínicos
relacionados.
De manera aproximada, pareciera que el propósito puede estar guiado u
organizado por: 1) factores físicos del ambiente, 2) factores socioculturales
(en particular bajo la forma de normas e ideales sociales) y 3) por valores y
metas personales. Esos factores son distinguibles, pero suelen estar presentes
de manera simultánea. Veamos de qué se trata cada uno de ellos.

El ambiente físico

En primer lugar, la coherencia funcional de los patrones de actividad puede


estar organizada por contingencias ambientales no verbales que sean
relativamente estables –es decir, el ambiente físico de un organismo, con su
ritmo y exigencia particular.
Por ello es que solemos identificar a la supervivencia y reproducción como
el propósito en animales no humanos: observamos que varios de sus patrones
de actividad resultan funcionalmente coherentes con esos fines. Lo que
sucede es que el contexto de un animal en estado salvaje ejerce de manera
estable una presión tal que sus actividades terminan siendo funcionalmente
coherentes: el contexto (incluido el contexto histórico de la especie) castiga o
extingue los patrones de acción que no sean funcionalmente coherentes con la
supervivencia y reproducción.
Entonces, una primera forma de crear propósito es organizar contingencias
físicas tales que canalicen el repertorio de un organismo de manera de
favorecer cierta coherencia funcional, haciendo por ejemplo que ciertas
actividades sean más accesibles y otras menos. Esto suele pasarse por alto en
una buena parte de los abordajes clínicos, que prefieren abordar el propósito
solamente en términos de creencias y sentimientos. Lo que podemos tener en
cuenta a fines clínicos es que el ambiente físico puede diseñarse de manera
tal que colabore a sostener un patrón de actividades funcionalmente
coherentes (o que al menos no las entorpezca).

Contexto sociocultural

Otros aspectos contextuales que pueden organizar propósito son los factores
sociales y culturales. Con esto me refiero a que distintos aspectos de la
sociedad y la cultura de los seres humanos proporcionan estímulos que
permiten organizar patrones de actividad funcionalmente coherentes, bajo la
forma de ritos, tradiciones y costumbres. La cultura proporciona vías ready-
made para encontrar sentido en la vida.
Las religiones, por ejemplo, suelen recurrir a toda clase de ritos y reglas
verbales que llevan a patrones funcionalmente coherentes y estables de
actividad –por eso se suele asociar a la religión como fuente de sentido vital.
Incluso las sociedades seculares proporcionan formalmente ritos y reglas en
este sentido –un buen ejemplo de esto podría ser lo que el historiador Oscar
Terán llamó la “liturgia patriótica” en Argentina, el conjunto de hechos y
anécdotas históricas, símbolos patrios y ritos asociados que estuvieron
destinados a generar un sentimiento de nacionalidad en la población
inmigrante al inicio del siglo XX y fomentar un patrón de acción al servicio
del país (¿ven? Ir a un acto escolar en una gélida mañana de invierno era en
realidad una forma de cultivar propósito en sus vidas. Y ustedes que se
quejaban de la hipotermia).
Además de estas prescripciones explícitas, las culturas y las sociedades
prescriben implícitamente el seguimiento de ideales y normas. Por ejemplo,
los ideales y expectativas de conducta en torno a la amistad no suelen ser
indicados formalmente por instituciones estatales o religiosas, sino que
circulan de manera más bien informal en los intercambios sociales.
Estos aspectos socioculturales más tarde o más temprano incluyen
estímulos verbales de algún tipo: ideales, normas, valores sociales, objetivos
a alcanzar, etc., cuya observación puede ser indicada y vigilada por la
comunidad. Los contextos que incluyen alguna clase de estímulo verbal
pueden resultar más efectivos guiando propósito, ya que la conducta
verbalmente controlada es menos sensible a los cambios de contingencias
(Hayes et al., 1986). Digamos, una persona es más perseverante en sus
acciones cuando está guiada por una idea. Aquí estamos entonces lidiando
con un vocabulario más familiar, ya que estamos hablando de ideales,
valores, metas, etc., y demás designaciones coloquiales que les damos a los
estímulos verbales que pueden organizar patrones de acción.
Llamemos de manera general “principios socioculturales” a estos estímulos
verbales y a las interacciones sociales en torno a ellos. Más allá de que sean
formales o informales, religiosos o seculares, estos principios pueden ser muy
efectivos organizando el repertorio conductual de una persona, porque suelen
contar con amplio apoyo social. Una persona que suscribe a ciertos ideales
religiosos o seculares guiará sus acciones cotidianas por ellos, participará en
actividades rituales (misas, actos patrios y otros foros de sufrimiento infantil)
y dedicará una parte variable de su tiempo y esfuerzo a ellos. En casos
extremos incluso una persona puede morir o matar por esos ideales (el caso
de los kamikazes japoneses, las guerras santas y de las otras en todas las
épocas).
Aunque aquí el lenguaje cotidiano puede generar confusión: no se trata de
que una persona adhiera a un ideal y por tanto actúe orientada por él, sino que
esas acciones son la adherencia a un ideal. No es que primero creamos en un
ideal, como operación cognitiva, y luego decidamos actuar al respecto, sino
que el actuar al respecto ya es la creencia en ese ideal.

Contexto socioverbal: metas y valores

Además de los principios socioculturales existen estímulos verbales que no


dependen tanto de contingencias sociales actuales para organizar las acciones,
sino que surgen de la historia de aprendizaje personal. Me refiero aquí en
particular a metas y valores personales.
Está claro que, en cierto grado, todo valor y meta tiene un origen social (no
nacimos de un repollo, a pesar de los rumores), pero el control que ejercen
tiene más que ver con cierta historia personal que con la acción actual y
sostenida de la sociedad. De todos modos, no creo que haya una separación
esencial entre principios socioculturales y metas y valores personales, sino
que pueden pensarse como un continuo según el grado en que el entorno
social se involucra en su cumplimiento.
Podríamos decir que las metas son estímulos verbales (reglas) que
especifican resultados futuros o estados a alcanzar –cosas como plantar un
libro, tener un árbol, escribir un hijo (o algo así). Las metas especifican un
resultado que es separable de las acciones necesarias para conseguirlo: en
ellas el fin es distinto a los medios. Los valores, por su parte, son estímulos
verbales que especifican cualidades abstractas y generales para las acciones:
cuidado, paz, honestidad, compasión, comunidad, etcétera. Dado que son
cualidades suelen expresarse como adverbios, y son inseparables de la
acción. Actuar de manera coherente con el valor no es un medio para un fin,
sino que el fin es justamente actuar de esa manera. Si actuar de manera
compasiva es sólo un medio para un fin (por ejemplo, para caerle bien a
alguien), hablamos de una meta y lo vemos con malos ojos, pero si actuar de
manera compasiva es buscado como un fin en sí mismo, estamos hablando de
un valor.
Por supuesto, los principios socioculturales también incluyen metas y
valores, aquí hablo de metas y valores personales, aquellos cuyo
cumplimiento no involucra un componente social marcado. No querría
extenderme demasiado aquí sobre las características diferenciales de metas y
valores, que han sido exhaustivamente descriptas en la literatura de Terapia
de Aceptación y Compromiso, por lo cual pueden consultar cualquier texto
del modelo para una descripción más exhaustiva. Lo que sí querría señalar es
que las metas y valores personales son formas particularmente potentes de
fomentar propósito en los seres humanos, aunque, como veremos, también
tienen sus desventajas.

Ventajas y desventajas

Cada uno de los factores contextuales que hemos visto hasta aquí tiene sus
fortalezas y debilidades a la hora de fomentar propósito en la vida de una
persona.
El ambiente físico, por supuesto, no es en general suficiente para establecer
propósito en seres humanos salvo en casos extremos. En cambio, sí puede ser
útil para ayudar a sostener uno, facilitando ciertas acciones y desalentando
otras.
Los principios socioculturales tienen la enorme ventaja de contar con un
fuerte sostén social que refuerza su cumplimiento o castiga el desvío de lo
que prescriben. Es la fuerza de la tradición y la sociedad. Pregúntenle a
cualquier persona de, digamos, más de treinta años y sin hijos cuántas veces
durante el último año ha escuchado el inciso “¿cuándo vas a tener hijos?”, ya
sea dirigido hacia ella misma o hacia otras personas (personalmente creo que
unos cuantos de nosotros hemos sido concebidos con el propósito principal
de que la parentela deje de hacer esa pregunta). Esa normativa, de que una
persona tiene que tener hijos antes de cierta edad, es transmitida y reforzada
en todo tipo de interacciones sociales. Pero su misma fuerza y estabilidad
puede ser un problema. Esos principios no pueden atender a las
circunstancias individuales ni modificarse rápidamente frente a cambios en
las circunstancias ambientales o sociales. La prescripción de tener hijos antes
de los 30 años, por ejemplo, podía ser razonable adoptada en el mundo de
hace medio siglo, pero es de difícil cumplimiento en un mundo en donde el
poder adquisitivo de las personas se ha reducido dramáticamente. Por ese
motivo, seguir ciegamente prescripciones socioculturales puede tener efectos
problemáticos –basta considerar la cantidad de problemas en torno a la
imagen corporal que están principalmente alimentados por ideales
transmitidos por las redes sociales y los medios masivos de comunicación.
Entonces, los principios socioculturales son potentes, pero de lenta
adaptación a las circunstancias individuales. Probablemente sean más útiles
en contextos estables y con lazos comunitarios fuertes y cercanos, pero en
contextos cambiantes y disgregados, tomarlos como guía exclusiva de la
conducta puede resultar problemático, de manera que tenemos que tomarlos
con algunos recaudos.
Las metas personales, por su parte, también pueden servir para generar
amplios patrones coherentes de actividad y, a diferencia de los principios
socioculturales, pueden ajustarse mejor a las circunstancias personales. Pero
las metas personales también tienen sus limitaciones a la hora de generar
propósito vital. En primer lugar, dado que especifican resultados específicos,
tienen fecha de caducidad: cuando se consigue el resultado, la meta deja de
ser relevante y es necesario reemplazarla por otra, por lo cual difícilmente
una meta sirva indefinidamente como guía. Una probable excepción estaría
constituida por aquellas metas que especifican resultados tan amplios y
distantes que difícilmente puedan cumplirse en el transcurso de una vida. Me
refiero a metas como “terminar con desnutrición infantil” o “contrarrestar el
cambio climático”; son efectivamente metas, ya que podrían en principio
cumplirse, pero al ser tan amplias es improbable que se cumplan por una
acción individual, por lo cual en la práctica este tipo de metas de largo
alcance pueden funcionar como valores en cuanto a su caducidad.
Una segunda dificultad es que las metas, incluso las de largo alcance,
suelen involucrar acciones acotadas a un ámbito vital –una meta como
“graduarme de psicólogo”, por ejemplo, no sirve demasiado como guía en el
ámbito de las relaciones íntimas. Pero si entendemos al propósito como
coherencia funcional de patrones de acción, una meta que se limite a un
ámbito de la vida de la persona puede resultar de amplitud insuficiente. Un
problema derivado de esto es la posibilidad de conflictos entre los diversos
ámbitos vitales cuando se superponen sus metas (es el caso harto conocido de
las metas laborales que interfieren con las relaciones familiares).
En tercer lugar, como las metas giran en torno a resultados o estados a
alcanzar es perfectamente posible (y de hecho frecuente) que eventos fuera
del control de la persona interrumpan los patrones de actividad. Si tenían
pensado irse de viaje a mediados del 2020, se habrán encontrado con que el
universo no siempre coopera con nuestros deseos, por más pensamiento
positivo y sahumerios que empleemos. En otras palabras, no siempre es
posible alcanzar una meta, lo que las vuelve algo frágiles como guías de
propósito.
Finalmente, como las metas orientan a ciertos resultados futuros los
desacoplan de las acciones y circunstancias actuales, lo cual puede tener
consecuencias problemáticas. Por ejemplo, una persona fuertemente
orientada al objetivo de casarse (véanse el ejemplo anteriormente citado de
los pilotos kamikaze) puede minimizar e ignorar las dinámicas problemáticas
de una relación con tal de alcanzar la meta propuesta.
Los valores personales, en cambio, carecen de varias de las limitaciones y
dificultades que imponen las metas. En primer lugar, como no especifican
ningún resultado sino una cierta cualidad o dirección general para la acción,
no tienen fecha de caducidad: mientras haya acciones en el ámbito relevante,
el valor seguirá siendo efectivo. Un valor como “solidaridad” puede guiar la
vida de una persona durante décadas sin perder efectividad.
En segundo lugar, dado que son cualidades y direcciones abstractas tienen
un alcance más amplio que las metas y potencialmente pueden aplicarse a
todos los repertorios de una persona. Un valor como “autenticidad”,
supongamos, puede aplicar no sólo a los diversos tipos de relaciones
interpersonales (de amistad, íntimas, familiares, etcétera), sino también a las
actividades laborales, artísticas, comunitarias, entre otras. Es más difícil que
haya conflictos irreconciliables entre repertorios guiados por un mismo valor.
Por este motivo es extremadamente infrecuente lidiar con conflictos de
valores. Las más de las veces, de lo que se trata es de un conflicto entre las
metas específicas o en la distribución del tiempo.
En tercer lugar, como especifican cualidades, los patrones de acción
controlados por valores son menos sensibles a interferencias externas. Se
puede impedir que alguien lleve a cabo la meta de casarse (si hemos de
creerle a las películas románticas), pero es casi imposible evitar
completamente que una persona actúe con autenticidad. El carácter abstracto
de los valores hace que prácticamente cualquier acción en cualquier ámbito
pueda ajustarse a ellos. Por ejemplo, casi cualquier actividad en casi
cualquier ámbito puede ajustarse para que sea afectuosa, desde limpiar la
casa hasta recibir un premio Nobel. Por supuesto, no estoy postulando que
“afectuosa” sea una cualidad objetiva de las acciones, lo que resulta afectuoso
para una persona puede no serlo para otra –esa es la contracara del carácter
abstracto de los valores: es casi imposible llegar a una definición universal
para ellos.
Finalmente, como los valores conciernen siempre a la acción presente y
sus circunstancias hay menos probabilidades de generar acciones
problemáticas en pos de algún resultado futuro. En la acción guiada por
valores es más difícil separar los medios de los fines. Adicionalmente, a
causa de esto los valores requieren y fomentan el contacto con el momento
presente, con la cualidad de la acción que está sucediendo aquí y ahora.
El problema principal con los valores como guía es que es difícil
establecerlos como control contextual. Los ideales socioculturales tienen el
respaldo de la tradición y la comunidad que los sostiene en ritos y prácticas
verbales de todo tipo; actuar de acuerdo a ellos en ciertos contextos se asocia
a pertenencia y reconocimiento social. Las metas personales son claras y
concretas con respecto a sus resultados, por lo que es relativamente fácil
seguirlas: “escalar el Everest” es un objetivo definido con una satisfacción
muy concreta. En contraste, los valores son tenues abstracciones verbales
cuyo seguimiento no genera consecuencias tangibles inmediatas, sino el
desarrollo de un patrón vital de actividades funcionalmente coherentes. El
reforzador principal (aunque no el único), para un valor es generar propósito.
No es poca cosa, y a mediano y largo plazo es crucial, pero en el corto plazo
un valor está en franca desventaja frente a las metas o ideales socioculturales.
Es notablemente difícil trabajar con valores en la clínica; no sólo lleva mucho
trabajo identificar y elegir valores, sino que además es necesaria una buena
cantidad de práctica para que los valores se conviertan en guía estable para la
acción. Una vez que alcanzan un cierto grado de estabilidad los valores son
una guía potente y perdurable, que puede guiar a una persona durante toda su
vida –pero llegar a eso lleva mucho trabajo.
Estas diferentes formas de generar propósito no son excluyentes entre sí, y
de hecho puede ser una buena idea intentar que el patrón de actividades esté
bajo control múltiple: un contexto en el cual el ambiente físico, el social, las
metas y valores sean organizados para ejercer un control coherente sobre el
patrón conductual. Por ejemplo, podemos ayudar a una persona a identificar y
establecer valores de relevancia personal y generar a continuación diversas
metas coherentes con esos valores. De esta manera podemos aprovechar tanto
la amplia aplicabilidad de los valores como el atractivo carácter concreto de
las metas para generar un patrón de actividad funcionalmente coherente que
sea a la vez flexible en sus detalles y persistente en conjunto. Si además nos
ocupamos de proveer apoyo social para esas actividades y de organizar el
ambiente físico de manera que las facilite y sostenga, tendremos mayores
probabilidades de generar propósito en la vida de una persona.
De paso, repasen el párrafo anterior: establecer valores, definir metas,
buscar apoyo social y organizar el ambiente para que sostenga el patrón de
actividades. Son los componentes básicos de toda intervención de activación
conductual –no es de extrañarse que las investigaciones crecientemente la
señalen como una intervención crucial para el bienestar psicológico en todo
tipo de problemas psicológicos y circunstancias vitales (Fernández-Rodríguez
et al., 2022; Malik et al., 2021; Stein et al., 2021).

La eficiencia del propósito


Si hasta ahora no los he espantado irremediablemente con el texto…, denme
una oportunidad, quizá cambien de idea. Ya que hasta aquí hemos especulado
gratuitamente (por no decir hablando al pedo), podemos seguir un poco más,
por aquello de una raya más al tigre. Podríamos preguntarnos por qué
buscamos directa o indirectamente tener un propósito, o a la inversa, por qué
suele ser tan dolorosa su ausencia. ¿Qué hace que el propósito sea algo tan
importante? Hay varias respuestas que podría arriesgar, todas especulativas y
erróneas, pero que sirven para pasar el rato.
Podríamos conjeturar que buscamos propósito porque se siente bien, pero
creo que sería erróneo. Hay dos objeciones para ello: en primer lugar, el
patrón de actividades al servicio de un propósito con frecuencia entraña
malestar, por lo que si el propósito fuese sostenido por sentimientos de
bienestar, no se entendería que emitiésemos conductas que fuesen valiosas y
dolorosas. En segundo lugar, postular que un sentimiento es causa de una
conducta no es una verdadera explicación, ya que entonces debemos explicar
por qué surge dicho sentimiento. Una explicación más consistente sería que
los sentimientos positivos que acompañan al patrón de coherencia funcional
es uno de sus efectos colaterales, no una causa.
Un poco más interesante sería considerar que tener un propósito es algo
que cuenta con un fuerte apoyo social, por lo cual lo reforzante del propósito
habría que buscarlo en las contingencias sociales. Buscaríamos propósito
porque se trata de algo reforzado socialmente. Creo que es posible, y que
puede formar parte del contexto de mantenimiento de dicho patrón.
Personalmente, me gusta más esta otra idea: el propósito es eficiente. Esto
es, un patrón de actividad que es funcionalmente coherente es globalmente
más eficiente que uno que no lo es –requiere menos energía. Cuando diversas
actividades apuntan en una misma dirección determinada de antemano se
reduce la vacilación o indecisión a la hora de actuar, las diversas actividades
tienen a apoyarse mutuamente, y los repertorios involucrados se vuelven más
fluidos a fuerza de práctica. Por ejemplo, una persona cuyos patrones de
acción en sus relaciones personales estuvieron guiados durante varios años
por algo como “ser afectuosa, cooperativa y comprensiva” no sólo vacilará
menos a la hora de afrontar nuevas situaciones en esos ámbitos, sino que
progresivamente se volverá más hábil en actuar de esa manera y en resolver
obstáculos frecuentes. Nuevas metas y actividades serán planteadas y
llevadas a cabo de acuerdo con el patrón en curso, y es probable que el
ambiente social y físico de la persona vaya de a poco organizándose también
de acuerdo a ese propósito, brindando un apoyo extra. En cambio, si esa
persona actuase en ese ámbito de manera impulsiva (es decir, siguiendo
sentimientos o juicios pasajeros), sin desplegar un patrón de actividad
funcionalmente coherente), un día puede actuar de manera afectuosa, al día
siguiente retirarse, al siguiente actuar agresivamente, etc. En ese caso, no sólo
no desarrollará un repertorio estable en ese ámbito, sino que es probable que
las consecuencias sociales de las acciones de un día interfieran con la acción
del día siguiente.
Al comienzo de este texto usé como ejemplo mis propias actividades de
escribir, enseñar y supervisar, y en este punto puede ser ilustrativo, ya que
incluso aunque se trata de propósito en un ámbito acotado, es fácil notar que
la coherencia en ese patrón termina siendo más eficiente. Los resultados de
una actividad colaboran con el proceso de las otras (algo que aprendo para
enseñar me sirve para escribir, por ejemplo), las habilidades intelectuales que
involucran se van volviendo más fluidas, y si bien el tipo de actividades y
contenidos puede ir variando, la dirección general que siguen hace que tenga
menos titubeos a la hora de decidir qué hacer a continuación.
Entonces, aun cuando las acciones, consideradas individualmente, puedan
resultar costosas o displacenteras a corto plazo, un patrón global de
actividades termina siendo más eficiente a mediano y largo plazo si estas son
funcionalmente coherentes. Dicho con una analogía, seguir una dirección
clara puede implicar que atravesemos terroríficas selvas y pantanos, pero
carecer de una dirección puede tenernos dando vueltas en círculo
indefinidamente.

Consideraciones laterales

Si lo expuesto hasta aquí tiene algún sentido (lo cual dudo mucho), se sigue
que el propósito no es una creencia, ni una emoción, un sentimiento, sino en
última instancia una dimensión de la acción –más precisamente, se trata de la
coherencia funcional entre patrones de acción.
Como vimos en la sección anterior, esos patrones de acción pueden estar
acompañados por algunas emociones o sentimientos, pero esas experiencias
privadas no son causas –y ni siquiera son necesarias para la definición. Por
eso podemos hablar de propósito cuando las acciones que involucre no sean
particularmente placenteras, o incluso cuando involucren malestar. Tener
propósito no es sentirse de determinada manera, sino actuar de cierta manera.
Tampoco importa demasiado hacia dónde se oriente el propósito.
Paradójicamente, el contenido específico de los principios, metas y valores
parece menos importante que el hecho de que las acciones se orienten en
alguna direcciones. Digamos, importa menos el destino que el viaje.
Albert Camus, en El mito de Sísifo, lo señala con bastante claridad: “Los
dioses habían condenado a Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la cima de
una montaña desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Habían
pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo
inútil y sin esperanza”. Pero Camus sostiene que Sísifo encuentra sentido y
alegría en ese supuesto castigo: “Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste
en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. (…) En ese instante sutil
en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en
ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierte
en su destino, creado por él, unido bajo la mirada de su memoria y pronto
sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de
todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene
fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando. (…) Este universo en
adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta
piedra, cada fragmento mineral de esta montaña llena de oscuridad, forma por
sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar
un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso”.
En otras palabras, no importa demasiado que la tarea vital involucre
esfuerzo o dolor, ni siquiera importa cuál sea el objetivo, para que haya
propósito lo que importa es que haya acciones con una dirección consistente,
incluso si la dirección en sí pareciese absurda.

Propósito y sociedad

De lo anterior se desprende que los patrones de acción involucrados al hablar


de propósito no necesitan ser social, ética, ni moralmente deseables, sino solo
ser funcionalmente coherentes. En este sentido, nuestra definición de
propósito parece ser consistente con el uso cotidiano. Por eso es que podemos
reconocer un propósito en un Severino Di Giovanni o en un Theodore
Kaczynski (el Unabomber), incluso aunque no estemos de acuerdo con su
ideología o sus métodos –lo que estamos reconociendo es la coherencia
funcional de sus acciones, que sus acciones tuvieron una dirección.
Si el análisis que hemos hecho es válido, hay dos aspectos a resaltar, a
saber, que los seres humanos buscamos propósito y que el contenido de
aquello que organiza el propósito (valores, metas, ideales) es en última
instancia relativamente indiferente, pero determinado por el contexto. Es la
comunidad socioverbal la que proporciona el vocabulario y el empuje inicial
para constituir propósito en la vida de las personas. Aun si sostengo que la
compasión es un valor para mí, que guía mis acciones independientemente de
sus consecuencias sociales, no puedo negar que las experiencias por las
cuales vino a constituirse como un valor han sido experiencias en un
determinado contexto social, con ciertas prácticas verbales y una tradición
cultural particular.
Ahora bien, si la comunidad no promueve y facilita la adopción de
propósitos orientados por principios o valores prosociales, si el contexto
dificulta actuar en esas direcciones, es de esperar que las personas adopten
otro tipo de guías para generar propósito. Los fenómenos de exclusión y
fragmentación social pueden llevar a la organización de propósitos guiados
por principios contrarios a la cooperación y democracia. En otras palabras,
personas que se ven excluidas de la sociedad pueden seguir buscando
propósito por otros medios.
Creo que parte del diseño de la sociedad que queremos tiene que ocuparse
activamente de generar un contexto en el que la adopción de propósitos
prosociales sea no sólo permitida, sino socialmente alentada y protegida. Un
mundo en el cual podamos hablar de lo que nos importa, en el cual podamos
discutir sobre cuestiones que vayan más allá del corto plazo, de la urgencia.
Un mundo en el cual podamos acordar y adoptar algunos principios que
funcionen como guía no sólo para que las actividades de una persona sean
funcionalmente coherentes, sino también para que las actividades de la
comunidad sean funcionalmente coherentes –en otras palabras, para que
vayamos todos en una misma dirección. Contar con un vocabulario claro y
operativo al hablar de propósito y sentido vital puede contribuir a ello.
Cerrando

Para terminar, hagamos un breve repaso de lo expuesto. Definimos al


propósito como coherencia funcional de patrones de acción, y señalamos que,
en tanto dimensión de la conducta, está influenciado por factores
contextuales, que pueden incluir el ambiente físico, las interacciones sociales
y culturales, y estímulos verbales como principios socioculturales, metas y
valores personales. Mencionamos también que esos factores no son
excluyentes, sino que, por el contrario, hacerlos funcionar de manera
coordinada puede ser la mejor manera de desarrollar y sostener propósito en
la vida de una persona. Señalamos que el propósito es el patrón de
actividades, mientras que esos factores forman parte de su contexto.
Si lo pensamos desde Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT), es
bastante evidente cuáles son los procesos involucrados. El proceso que en
ACT se denomina Valores se refiere a la identificación de ideales y valores,
como factores contextuales que pueden funcionar como guía para la acción,
mientras que el proceso de Acción Comprometida consiste en construir
patrones de acción funcionalmente coherentes que tomen como guía a esos
valores. Si este análisis es válido, el contenido de los valores (en tanto sean
valores y no metas ni principios socioculturales) es menos importante que su
fuerza, que el patrón de actividades que genera.
Por eso en varios modelos los valores (en el sentido en el que aquí los
describimos) suelen sustituirse por metas generales a largo plazo: aun cuando
aplican las restricciones que señalamos en secciones anteriores, si las metas a
largo plazo sirven para generar acciones funcionalmente coherentes de
manera sostenida, pueden resultar clínicamente útiles, aunque siempre es una
buena idea intentar esclarecer los valores que subyacen a esas metas.
Hablando de eso, espero que este texto les haya resultado útil o que al
menos les dé un empuje para pensar y explorar un poco más estos temas.
Gracias por haberme acompañado hasta acá.
¡Nos leemos la próxima!

Referencias

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Al contrario de lo que suele creerse, el aparato conceptual del conductismo
proporciona una estupenda forma de pensar todo tipo de fenómenos humanos
complejos, abordándolos como formas de la experiencia humana sucediendo
dinámicamente en un contexto.

La máquina conceptual conductual es una suerte de linterna mágica, que al


ser dirigida sobre los eventos del mundo lo alumbra con una luz fascinante
que permite nuevas comprensiones y vías de acción -quizás sea por eso que
quienes juegan con ella suelen verse tentados de aplicarla para lisa y
llanamente cambiar el mundo.

El conductismo ante todo ha sido para mí una fuente de goce intelectual, una
forma de obtener diferentes respuestas porque invita a plantear las preguntas
de otro modo. Los ensayos de este volumen buscan compartir y extender algo
de ese entusiasmo.

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