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ARROGANTE MONSTRUO

LA BRATVA VLASOV
LIBRO 1
NICOLE FOX
ÍNDICE

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Arrogante Monstruo

1. Kinsley
2. Kinsley
3. Daniil
4. Kinsley
5. Daniil
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8. Daniil
9. Kinsley
10. Daniil
11. Kinsley
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13. Kinsley
14. Daniil
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16. Daniil
17. Kinsley
18. Daniil
19. Kinsley
20. Daniil
21. Kinsley
22. Daniil
23. Kinsley
24. Daniil
25. Kinsley
26. Daniil
27. Kinsley
28. Daniil
29. Kinsley
30. Daniil
31. Kinsley
32. Daniil
33. Kinsley
34. Daniil
35. Kinsley
36. Daniil
37. Kinsley
38. Daniil
39. Kinsley
40. Daniil
41. Kinsley
42. Daniil
Copyright © 2022 por Nicole Fox
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Inmaculada Decepción
Inmaculada Corrupción
ARROGANTE MONSTRUO
BRATVA VLASOV LIBRO 1

¿Cómo fue que terminé actuando como la falsa prometida de un criminal


fugitivo?
Bueno, permítanme comenzar con el día de mi boda.

Se suponía que me casaría hoy, pero esa es otra historia.


La parte importante es que tomé el coche y corrí, todavía en mi vestido
de novia.
Muy pronto estrellé el coche contra un puente y, cuando salgo para
revisar el daño…
Me tropiezo y caigo justo río abajo.

Eso debería haber sido todo para mi pequeño yo.


Buenas noches. Cierren las cortinas. Muestren los créditos.
Ahogada por mi propio vestido de novia… Qué morbosamente
apropiado.

Pero luego alguien me salva.


No cualquier alguien, sino el alguien más hermoso que vi en mi vida.

Sin embargo, resulta que mi alguien no es solo un buen samaritano


aleatorio.
Es un fugitivo en huída.
Y quiere que yo sea su coartada.
Así es como termino mintiéndole a la policía, haciéndonos pasar por recién
casados: el Sr. y la Sra. Alguien, en camino hacia nuestro felices por
siempre.
Así es como termino pasando la noche en el bosque, con un convicto
fugado.

Y luego, por la mañana…


Él se ha ido.

O eso creí.
Pero, diez años después, ahí está de nuevo: mi esposo por una noche.
Y, aunque él aún no lo sabe…
El padre de mi bebé.

Arrogante Monstruo es el Libro 1 del dueto Bratva Vlasov. La historia


continua en el Libro 2, Arrogante Equivocación.
1
KINSLEY

Hoy aprendo algo nuevo: huir de tu boda es difícil.


Las películas siempre lo muestran como si fuera fácil. Despreocupado, a
cámara lenta, con una gran música dramática de fondo. Pero en la vida real
no es nada de eso. Es desordenado. Es feo. Es difícil.
Es difícil bajar corriendo por las escaleras del lugar en el que se suponía
que ibas a intercambiar votos con tu pareja para toda la vida.
Es duro subirse al coche de luna de miel, que se suponía que
compartirías con él, dirigiéndose a comenzar una nueva vida compartida.
Es difícil—debido a tus tacones y tu falda—alcanzar el acelerador para
poner la mayor distancia posible entre tú y él, y es difícil ver el camino a
través de tu velo de lágrimas, y es difícil encontrar los pañuelos en la
guantera para limpiarte la sangre, el sudor y el maquillaje de la cara para no
manchar el encaje blanco, que alguna vez te dio tantas esperanzas y ahora
no alberga más que pesadillas.
Pero no hubo elección para esta novia fugitiva.
Así que bajé corriendo por las escaleras.
Me subí al coche.
Y conduje.
Ahora estoy arrasando con la carretera. Cien, ciento diez, ciento veinte
millas por hora. Las líneas del asfalto se difuminan detrás de lágrimas
frescas.
Al verme en el espejo, me estremezco. La mujer que me mira es
horrible.
El delineador de ojos negro y el labial rojo colorean mis mejillas como
pintura de guerra, y se mezclan con la arena que se desmorona de mi base.
Mi cabello se cae de sus intrincadas trenzas y se encrespa alrededor de mi
cabeza en una especie de halo retorcido.
Es difícil no odiarme a mí misma por haber terminado aquí. Si hubiera
sido un poco más consciente, solo un poco antes, no estaría corriendo por
este tramo solitario de la carretera, mirando hacia atrás por encima del
hombro cada pocos segundos. Todo esto se podría haber evitado. Si yo tan
solo …
Otro bocinazo largo y el destello cegador de los faros acercándose me
fuerzan a volver la atención de nuevo al frente. Mis manos tiemblan sobre
el volante. Es la tercera vez en tantos minutos que alguien tuvo que
recordarme que estoy conduciendo y que debo prestar atención. Ojos hacia
delante, no hacia atrás.
Pero no puedo dejar de mirar mi espejo retrovisor. Si bajo la velocidad,
existe la posibilidad de que él pueda alcanzarme.
Y si él me alcanza…
Una vez que pasa este último coche, la carretera vuelve a parecer
desierta. Pronto anochecerá. No se ve nada más que pinos y olmos altos a
ambos lados. Ruta por delante y ruta por detrás. Nada que viva y respire, a
excepción de los últimos jadeos de los animales atropellados apilados en el
arcén, tan negros, rojos y magullados como yo.
Probablemente haya una metáfora muy conmovedora en alguna parte,
pero estoy demasiado traumatizada para entenderla.
RRRING. Mi teléfono comienza a chillar y yo salto en mi asiento. Miro
la pantalla por instinto, pero ya sé quién es. Incluso la idea de atender su
llamada me revuelve el estómago.
Cuando vuelvo a mirar hacia el parabrisas, me doy cuenta de que una
vez más me estoy desviando hacia la carretera opuesta. No hay tráfico
aproximándose, pero sí hay un puente más adelante. Actualmente estoy en
camino de estrellarme contra las vigas de acero que lo sostienen.
Jadeo, golpeo los frenos y giro bruscamente a la derecha.
Demasiado brusco.
Mientras azoto mano sobre mano para corregir el rumbo, mi brazalete
queda atrapado entre los pliegues de mis faldas. El volante gira fuera de
control. Los neumáticos chillan. Los motores chillan. Yo chillo.
Veo el costado del puente, que se asoma como un monstruo en un sueño.
Se siente como si el chirrido de los frenos viniera desde mi interior, y el
hedor a goma quemada huele como algo salido del infierno.
Esto es todo, pienso. Así termina todo este estúpido día. Es casi
apropiado.
Hay un crujido de metal y el grito torturado de las ruedas humeantes.
Pero, por algún milagro, el coche se detiene.
Estoy bien.
Después de todo ese ruido, es inquietante lo rápido que se hace el
silencio. El bosque a ambos lados se traga cada gota de sonido.
—Joder —susurro en medio de todo ese silencio—. Joder. Joder. Joder.
Cierro los ojos y apoyo la frente en el volante, aunque incluso ese
pequeño contacto me arde y me duele. Solo respira, Kinsley, me entreno a
mí misma. Todo va a estar bien si puedes simplemente—
¡RRRING! ¡RRRING!
Agarro mi teléfono cuando comienza a sonar de nuevo y lo golpeo con
fuerza contra el tablero. Rebota y aterriza justo donde estaba, en el asiento
del pasajero. Un pequeño entramado de grietas se extiende por el frente.
Pero al menos deja de gritarme. Gracias a Dios por las pequeñas
misericordias.
Me recuesto en mi asiento y sollozo hasta que no puedo inhalar. Pasé de
Solo respira a Solo llora y ahora estoy a punto de pasar a Solo hazte una
bolita y muere cuando decido que un segundo más en este coche es
demasiado.
Empujo la puerta y salgo al asfalto agrietado del puente, tirando de mi
cola de tela conmigo.
Afuera inhalo grandes ráfagas de aire, pero en realidad no ayuda. Nada
ayuda. Nada reduce el peso de esta losa de concreto de vergüenza en mi
pecho, y nada parece borrar esos últimos momentos de mi mente. Los
momentos que me hicieron huir de mi propio felices para siempre.
Vidrio roto.
Furia salvaje en sus ojos.
Escucho algo más allá del puente, en algún lugar entre la espesura de los
árboles, y tengo la sensación de que lo que sea que haya hecho ese ruido me
está mirando. Paranoia, me digo. Es solo mi mente evocando miedos
irracionales.
No hay nadie más aquí. Solo el cielo y el puente y el río que corre tres
metros y medio más abajo.
Miro por el borde. El agua parece tranquila desde donde estoy parada.
Pero la ráfaga de la corriente me avisa de las fuerzas que se arremolinan
bajo su superficie.
Los ecos en mi cabeza siguen reverberando. ¡Perra tonta! había gritado
él. ¿Por qué diablos no puedes sonreír el maldito día de tu boda?
Lo intenté. Realmente lo intenté. Pero nunca fui muy buena jugando a
fingir. Ese era más el juego de mis padres, no el mío.
Hundo los dedos en los pliegues delanteros del corpiño, pero no alivia la
presión. Está demasiado apretado. Hay demasiada tela. Siento que el
vestido está intentando tragarme por completo.
Mi vista es atravesada por un momentáneo mareo, y el agua parece que
se retorciera en un remolino.
Da un paso atrás, Kinsley. Estás demasiado cerca del borde.
Doy un paso atrás. Al menos creo que lo hago. Pero, en algún punto del
camino, también arruino eso—¿No puedes hacer nada bien, puta estúpida?
— y supongo que tropiezo o me resbalo o algo así, no estoy segura, todo
sucede tan rápido. Pero entonces siento el grito del viento en mi cara y sé
que estoy cayendo, cayendo, cayendo.
Un segundo después, siento el frío abrazo del río.
Cuando abro la boca para gritar, el agua se precipita. Las corrientes que
sospeché desde arriba están aquí, ahora y son reales y fuertes. Se aferran a
mi vestido y me arrastran hacia abajo.
No puede terminar así, pienso miserablemente para mí misma. Se
suponía que yo tendría una vida mejor que ella.
Pateo mis piernas debajo de mí, pero simplemente se enredan en la tela
gruesa e implacable de mi falda. El vestido me pesa. Me está hunde. Qué
morbosamente apropiado—asesinada por mi propio vestido de novia. Qué
manera de morir.
Veo a mi madre tomar forma en el turbio submundo acuático, o tal vez
es solo mi cerebro hambriento de oxígeno jugándome una mala pasada. Sin
embargo, realmente no importa si es real o una alucinación, porque mi
reacción sería la misma en cualquier caso.
No. Demonios, no.
Pateo tan fuerte como puedo y, maldita sea, salgo a la superficie. Doy un
enorme y jadeante suspiro. Es el aire más dulce que he probado en mi vida.
Luego, los dedos helados del río se cierran alrededor de mi tobillo y me
tiran hacia abajo.
Mi vestido es demasiado pesado ahora que está empapado de agua, y el
río es demasiado profundo y rápido. Cada vez resulta más difícil patalear,
moverse, luchar.
Sobre todo, cada vez es más difícil hacer que me importe.
Veo otro espejismo que toma forma frente a mí. Ahora estoy segura de
que estoy alucinando, porque es un hombre demasiado hermoso para ser
real. El cabello oscuro fluye alrededor de las líneas afiladas de su rostro. Me
alcanza y mis ojos se cierran. El dolor agudo sigue ahí, pero ya no importa.
Él me tiene.
Y luego estamos pateando juntos, y hay aire otra vez y estoy vomitando
agua, y mis ojos arden por las lágrimas.
2
KINSLEY

Morir, por lo que puedo notar, realmente apesta. No es que esperara


desvanecerme con gracia en un lecho de rosas o algo así de parecido a un
cuento de hadas. Pero ¿no debería haber aunque sea un poco más de
dignidad en el acto? Vomitar todo con suciedad debajo de las uñas no
parece serlo.
—Sácalo todo.
Puedo sentir algo en mi espalda. Una mano fuerte me mantiene erguida
mientras más agua turbia del río sale de mí. Cuando dejo de escupir líquido,
miro hacia el costado.
El hombre está agachado a mi lado, los ojos con el entrecejo
permamentemente fruncido. Algo en su mirada me mantiene quieta, y no es
solo el intenso azul cobalto de sus iris, que brillan como si estuvieran
iluminados desde adentro.
Es una seguridad inquebrantable, al borde de la arrogancia. Es una
mirada que dice quédate ahí. Obedezco sin pensar.
—¿Estás bien? —pregunta con una voz profunda, grave, áspera. Es
como si no hubiera hablado en semanas y no le gustase el sonido de sus
propias palabras.
—El coche… —susurro, mirando hacia el puente sobre mi cabeza.
Puedo ver los faros atravesando las sombras y, cuando sopla el viento, oigo
el tintineo y el susurro de las latas que mi mejor amiga Emma ató a la parte
de atrás, justo debajo de la pancarta pintada a mano que dice Recién
Casados.
—El coche está bien. Tú, no tanto.
—Estoy bien —digo sin aliento. Pero es la fuerza de la costumbre.
Repítete una mentira a ti mismo el tiempo suficiente y comenzará a sentirse
verdadera. O eso, o simplemente te vuelves demasiado ciego para seguir
notando la diferencia.
—¿Realmente lo estás?
—Yo… no sé cómo estoy —tartamudeo.
Sueno débil. Sueno aquello en lo que juré que nunca me convertiría: una
víctima.
Los ojos del hombre recorren mi cuerpo. Todavía no llegué a la parte en
la que le pregunto de dónde diablos salió y qué diablos está haciendo en
medio de un tramo de bosque anodino a las afueras de Hartford,
Connecticut. Podría ser un vicioso asesino con hacha, un extraterrestre, un
espejismo. Quizá los tres.
Pero no hay nada más que curiosidad en esos ojos azules. Sin embargo,
es un tipo nuevo de curiosidad. Su mirada no me hace sentir incómoda. No
de la forma en que me he sentido cuando otros hombres me miran, al
menos. Como si fuera un premio a reclamar. Una comida para devorar.
Como si no fuera más que un medio para un fin.
—Tienes que respirar —observa él de repente.
O quizás no es repentino en absoluto. Pero parece que en las últimas
horas todo se estuvo sucediendo en una horrible cámara lenta, y ahora
recupera la velocidad normal. El efecto es como una bofetada abrupta en la
cara.
Parpadeo. —¿Qué?
Se inclina un poco más cerca. Sus ojos son realmente extraordinarios. Es
un tono de azul tan puro. Nada que lo enturbie. Solo un cielo abierto, un
océano profundo, el mismísimo corazón de un zafiro.
—Tienes que respirar —repite.
Hay un chasquido en su voz que lleva un mando natural. Pero no es
cruel. Aunque sospecho que solo se necesitaría un poco de esfuerzo de su
parte para cambiar eso.
—Estás en shock. Abre la boca.
Arrugo la frente. —¿Qué?
Lo vuelve a decir. Observo sus labios moverse en una especie de
desapego embrujado. Estoy flotando por encima de todo esto, observándolo
desde lejos.
—Abre —dice, levantando su dedo a mis labios—. La. Boca.
En el momento en que la punta de su dedo toca mi labio inferior, mi
boca se abre. Se siente como si me hubiera hechizado. No recuerdo haber
decidido hacerle caso. Solamente lo hago.
—Buena chica. Ahora respira —murmura.
El aire llena mis pulmones. Siento que mi pecho se expande y el mundo
se precipita con él. Puedo oler los aromas amaderados de la tierra, el
almizcle, el asfalto y los animales.
Oh, dulce, dulce niño Jesús. Puedo respirar.
Deja caer su dedo a un costado. Siento una chispa de decepción por la
ausencia de su toque, lo que no tiene el más mínimo sentido.
—¿Quién eres? —pregunto en voz baja.
—Creo que la mujer manchada de sangre con el vestido de novia
mojado debería responder esa pregunta primero.
Frunzo el ceño, preguntándome por un momento salvaje de qué diablos
está hablando. Luego, miro hacia abajo y veo las cascadas de seda blanca
fluyendo. Ahora con una generosa capa de suciedad de río en el dobladillo
inferior.
Vidrio roto.
Furia salvaje en sus ojos.
El recuerdo se abalanza sobre mí de la nada. Intento alejar mi cabeza de
eso, pero los ojos furiosos de Tom se vuelven más y más grandes, y el
sonido de los vidrios rotos se hace más y más fuerte.
Me obligo a levantarme, decidida a no quedarme en el suelo para
siempre. Eso solo confirmaría lo que sospecho que siempre he sido: una
cosa rota. Pero, cuando trato de ponerme de pie, me resbalo.
—Cuidado.
El hombre se mueve más rápido de lo que creía posible, me agarra del
brazo y justo así ya no me resbalo.
Justo así me sostiene.
Justo así estoy condenada.
Me empuja hacia arriba. No hay distancia entre nosotros ahora. No hay
espacio para mantenerme cómoda. Solo está mi cuerpo contra el suyo y sus
ojos que me miran.
¿Cuándo fue la última vez que un hombre me agarró así? Tom lo hacía,
cuando empezamos a salir. Pero su cuerpo se sentía diferente. Insustancial,
de un modo extraño. Este hombre está hecho de músculo. De presencia.
Irradia fuerza.
La forma en que me agarra también es distinta. Tom buscaba algo cada
vez que me tocaba. Este hombre no pide nada.
En cambio, me está dando todo lo que nunca supe que necesitaba.
—Soy Kinsley —digo.
—El placer es todo mío, Kinsley.
—¿Tienes un nombre?
—Todo el mundo tiene un nombre.
Arrugo la frente. —Eso no es una respuesta.
Él no sonríe. Y puedo entender por qué. Sus características son
especialmente adecuadas para la melancolía. Su nariz es tan recta que
quiero colocar mi dedo en la parte superior y pasarlo por el puente.
—Estás herida —observa.
Vuelve a levantar la mano. Esta vez, roza el dorso de sus dedos contra
mi mejilla derecha. Todo lo que puedo sentir es el hormigueo cálido que se
extiende por mi cara.
—Alguien te golpeó —dice de nuevo con esa voz que suena como las
rocas contra el acero—. Dejó una marca.
Cualquiera que fuera el hechizo bajo el que me tenía, se rompe contra
esas palabras. Retrocedo ante él y él deja caer sus manos al instante. Como
para probar que me estaba tocando porque necesitaba el apoyo, no porque
realmente quisiera hacerlo.
El corazón me salta a la garganta. Me siento atrapada y asustadiza,
como si se me hubiera ocurrido que nada de lo que ha sucedido hoy se
siente real y que necesito largarme para poder despertar de esta pesadilla.
—Nadie me golpeó —digo como autómata.
No tengo idea de por qué lo estoy negando. Pero sé que no se trata de
proteger a Tom. Tal vez se trate de protegerme a mí.
La gente solía mirar a mi madre como este hombre me mira a mí, y yo
siempre lo odié. Juré que yo sería diferente y, aunque el destino me haya
arrastrado al mismo lugar exacto en el que ella sufrió, sigo siendo
obstinadamente desafiante. ¡A mí no! Le grito al universo. ¡No me harás lo
que le hiciste a ella!
—Nadie me golpeó.
—Ya lo dijiste —justo así, su tono cambia. Se vuelve oscuro, feroz. Se
fractura en una docena de pedazos diferentes, y cada uno de esos
fragmentos se dirige directamente a mi viejo y vulnerable yo.
—Yo… me caí —tartamudeo estúpidamente.
Su expresión no cambia. No sé por qué siento la necesidad de explicarle
algo a este hombre. Es un extraño. Un extraño que salió del bosque como la
aparición de un sueño. Pero sus ojos exigen una explicación y, Dios me
libre, se la estoy dando.
—Estaba… bajando las escaleras —continúo—. Y me tropecé. Me caí.
Miro hacia abajo, mi cara arde rojo escarlata. Puedo verlo en el borde de
mi visión, sigue mirándome impasible.
—Da igual —agrego—. Tengo que irme.
—¿Tarde a una boda? —pregunta inexpresivo.
Tardo mucho en darme cuenta de que está bromeando. Luego se me
ocurre demasiado, demasiado tarde, que toda esta interacción es extraña
más allá de las palabras. —¿De dónde saliste? ¿Estabas… acampando, o
algo así?
Niega con la cabeza, pero no me ofrece más nada.
—Nunca me dijiste tu nombre —le recuerdo.
—No, no lo hice —él mira hacia el puente—. Iré a echar un vistazo a tu
coche. A ver si tiene arreglo.
Empieza a caminar por la curva inclinada y rocosa que da al puente.
Vacilo por solo un segundo antes de empezar a ir tras él. El vestido es tan
pesado que necesito de toda mi energía para seguir moviéndome, y el suelo
embarrado no me hace ningún favor. Cuando llego al coche, él ya está
cerrando el capó.
—Funcionará. Ningún daño duradero —elige sus palabras con cuidado,
como si solo quedara una cantidad finita y no quisiera usarlas todas de una
sola vez.
—Así que… ¿puedo entrar e irme?
Él me mira. —¿Estás pidiendo permiso?
Me río con amargura. —No. Solo que, a veces, creo que mi vida sería
más fácil si alguien solo me dijera qué hacer y cómo hacerlo.
Espero a que me mire como si estuviera loca, más probablemente con
una conmoción cerebral, aunque loca también funcionaría como una
explicación plausible, pero su expresión no cambia.
—Eso… eso fue algo extraño de decir…, ¿no? —murmuro con torpeza.
—Si así te sientes, no es extraño.
—Nadie dice nunca cómo se siente en realidad. No a un completo
extraño.
—Tal vez deberían empezar.
Intento mirarlo como él me mira a mí. Sin parpadear. Sin pedir
disculpas. El contacto visual se intensifica, pero todavía me niego a
romperlo.
Las sirenas lo hacen por mí.
Jadeo cuando el primer gemido canta a través del aire. Dirijo mi mirada
hacia el camino vacío detrás de nosotros. —Ambulancia —supongo.
Niega con la cabeza. —No. Policía.
Él asiente una vez, como si estuviera deliberando. Luego, abre la puerta
del lado del pasajero y me hace un gesto para que entre.
—Es hora de irse —dice con un tono casual.
Miro al asiento del pasajero y luego a él. —¿Tú vas a conducir?
—Sí. Tú no estás en condiciones de conducir y yo no estoy interesado
en dar otro salto al próximo río que encontremos. Pero, si quieres quedarte,
eres bienvenida.
Hay mucho allí con lo que podría discutir. Mucho allí con lo que
debería discutir. Pero cometo el error de mirar sus ojos azul cobalto, y eso
es lo que cierra el trato.
Me meto en el coche y arrancamos.
3
DANIIL

Han pasado catorce meses desde que he visto a una mujer.


Esta valió la espera.
Está desplomada sin fuerzas contra su asiento, la piel fantasmal, la
mirada perdida. Se ve casi sin vida. Una muñeca de porcelana que se
movería a donde la pusiera. El cabello está pegado a los lados de su cara, y
las gotas de agua todavía brillan en la parte superior de sus senos. Está
empapando el asiento, pero no parece darse cuenta.
—Cinturón de seguridad —le digo.
Se gira, mirando a través de mí más que a mí. —¿Eh?
Me inclino para agarrar el cinturón de seguridad y ponérselo. Huele a
lilas y champán, y la polla se me pone rígida en los pantalones casi
instantáneamente.
Sería fácil decir que esto me ocurriría con cualquier mujer que viera
hoy. Más de un año de cautiverio reduce al hombre a sus instintos más
animales. Pero sé hasta la médula que eso no es cierto.
No es porque sea una mujer.
Es porque es esta.
Labios rosados, suaves como una nube. Mejillas sonrojadas. Ojos verdes
pálidos, como la hoja más alta de un árbol, justo cuando empieza a
despuntar el alba.
El pestillo del cinturón hace clic en su sitio. Mi mano roza su pecho
mientras lo retiro. Está ceñida con demasiadas capas de encaje y tela para
que sea sexual en lo más mínimo, pero algo en ese leve contacto me hace
temblar a pesar de todo.
Ella se limita a mirarme todo el tiempo con el rostro inmutable.
Tengo suerte de haberla encontrado en este estado. Aterrorizada,
vulnerable, rota. Ella huye tanto como yo, aunque de formas muy, muy
diferentes. Tengo que aprovechar este momento tanto como pueda, antes de
que empiece a despertarse.
Antes de que empiece a contraatacar.
Así que saco el coche y continúo conduciendo en la misma dirección en
la que ella iba. El vehículo gime y se estremece al principio, pero se nivela
a medida que aumentamos la velocidad. Las sirenas se hacen más fuertes.
Tarda unas pocas millas, pero la chica recupera lentamente sus sentidos.
Ella ve mis ojos revoloteando entre el espejo retrovisor y el camino por
delante y, finalmente, hace la conexión.
—¿Esas sirenas son por ti? —pregunta en voz baja. El único otro sonido
es el zumbido de la carretera.
Mantengo la vista al frente. —Sí.
Puedo sentirla mirándome. No de la forma en que lo hizo cuando nos
conocimos, de ese modo atónito y cautelosamente esperanzado en que una
persona dormida descubre a su alrededor el contenido de su sueño. Esta
vez, sus ojos son agudos y críticos. Incluso cínicos. Han visto cosas que la
quebraron y ahora siempre están preparados y listos para ver más de lo
mismo.
—¿Qué hiciste? —pregunta. Más suave esta vez. Más cautelosa.
—Desobedecí a un hombre al que no le gustaba que lo desobedecieran.
Detrás nuestro veo los primeros destellos de luces rojas y azules contra
el dosel. Están muy lejos, pero se acercan rápido. Las sirenas se hacen más
y más fuertes con cada segundo que pasa. Tengo que hacer un movimiento.
Rápido.
Disminuyo la velocidad del coche. Estoy buscando, estoy buscando—
perfecto.
El pequeño ramal apenas visible de un camino lleno de tierra conduce al
bosque. La entrada del camino, marcada por dos robles del grosor de mi
cintura, es lo suficientemente ancha como para dejar pasar a este coche
golpeado hasta la muerte.
Giro la rueda suavemente hacia la derecha. Kinsley grita, pero la ignoro.
Estoy perfectamente controlado. Una llanta abandona la carretera, luego
dos, tres, cuatro, luego seguimos dando tumbos y dejando atrás las luces de
la carretera. El bosque nos engulle.
Llego un cuarto de milla adentro, con suerte lo suficientemente adentro
como para que ningún faro delantero se refleje en el coche. Apago el motor
y me siento en silencio. Puedo escuchar a Kinsley tragar.
—¿Que estamos haciendo? —ella traga saliva.
—Silencio —vuelvo a mirar por el espejo retrovisor. Apenas visible a
través de fila tras fila de pinos, veo pasar una caravana de coches de policía.
Cuando se han ido, vuelve el silencio.
Siento los ojos de Kinsley sobre mí y me vuelvo para mirarla. A la luz
de la luna, que se filtra a través de las copas de los árboles, es etéreamente
hermosa. Sus ojos brillan y el suave susurro de su respiración es erótico de
una manera que no sabía que se podría ser.
Lo más extraño de todo es que no está tan aterrorizada como esperaba.
O tal vez lo está, pero ya no tiene la capacidad de sentir ese nivel de miedo.
Descansa la mano sobre una estufa caliente durante demasiado tiempo y
perderá toda sensación en ella. Tengo la sensación de que está huyendo de
un terrible dolor.
—¿Por qué te buscan? —pregunta.
—Quieren volver a meterme en una celda.
El verde de sus ojos brilla. Estoy medio tentado de estirar la mano y
limpiar la sangre costrosa de la comisura de su labio, pero mantengo las
manos en mi regazo.
—¿Tú… quieres decir… que estabas en prisión?
—Lo estaba. Ya no. Y no voy a volver.
Ella escruta mi ropa. Oscura, crujiente y anónima, ha visto días mejores,
aunque llamarla “mía” es una exageración. Estaba en la bolsa de lona que
me esperaba en el primer punto de contacto después de mi fuga. Tuve el
tiempo justo para desenterrarla antes de que ese plan se fuera a la mierda, y
terminé vagando por el bosque buscando una nueva forma de libertad.
Maldito Petro. Mi mejor amigo podría haber elegido una muda de ropa
que se pareciera un poco menos a un saco de papas. Estoy seguro de que le
pareció gracioso.
—No tienes que tenerme miedo —le digo a Kinsley—. Solo tienes que
cooperar.
El miedo embotado en su rostro retrocede por un momento antes de ser
reemplazado por indignación. —¿Qué quieres decir? —pregunta—. Si no
coopero, ¿entonces tengo todas las razones para tenerte miedo? Eso es una
amenaza, no un consuelo.
—No te equivocas.
Ella se pone rígida y se inclina lejos de mí. No entiendo bien qué
esperaba: se subió al coche con un hombre del bosque que la doblaba en
tamaño. Tiene suerte de seguir respirando.
Sus ojos parpadean hacia la manija de la puerta, donde está la cerradura.
—Yo no correría, si fuera tú —le aconsejo.
—¿Porque me perseguirías?
—Porque te tropezarías. Otra vez.
—Corro mejor de lo que crees —espeta.
—Creo que eso es más cierto de lo que tú crees, princesa.
Su boca se cierra. El maquillaje negro que bordea sus ojos se volvió
vetas furiosas en su rostro. Es hermoso a su modo. Siempre me sentí atraído
por las cosas rotas.
—Todo lo que necesito es llegar a mi próximo punto de recogida —
explico—. Una vez que llegue allí, no tendrás que verme ni saber nada de
mí nunca más.
—¿Para qué me necesitas en absoluto? —pregunta.
—Vas a ser mi coartada.
RRRING.
Nuestras cabezas se mueven al unísono hacia su teléfono. Ni siquiera lo
había notado debajo de toda esa tela mojada. Lo busca, pero yo lo agarro
antes de que lo logre.
—Me temo que no puedo permitir que respondas eso.
Veo una llama oscura iluminar sus ojos. Parecía dócil cuando se subió al
coche por primera vez. Pero, pensándolo bien, todavía estaba empapada en
los efectos secundarios del shock.
Así que quizá no es tan mansa como pensaba. Eso solo hace que mi
dolorida polla sea más difícil de ignorar.
Me mira fijo, sus labios se separan muy levemente. ¿Lo hace a
propósito? ¿Sabe lo mucho que distrae eso? Mi polla se contrae
erráticamente, como si fuera un hombre hambriento que huele carne por
primera vez en catorce meses interminables.
—Me estarán buscando —dice en voz baja—. La búsqueda los traerá
directamente hacia ti. Déjame atender.
—¿Para que puedas entregarme? No lo creo.
—Para que pueda quitármelos de encima.
—Me habré ido mucho antes de eso —le aseguro—. Pero, si significa
tanto para ti, vale, te permitiré tomar la llamada.
Presiono “ACEPTAR” y pongo el altavoz. Luego, coloco el teléfono en
el tablero entre nosotros.
La voz de un hombre llena el coche. —¿Kinsley? —chilla—. ¡Kinsley!
—Tom —responde ella en voz baja—. Estoy aquí.
—¿Aquí? —repite él—. No, no lo estás. Claramente no estás aquí, joder.
—Quise decir…
—¿Dónde diablos estás? —exige.
Ella lanza una mirada tentativa en mi dirección. —Solo necesitaba…
algo de espacio.
—¿Así que tomaste el puto coche de bodas y huiste? ¿En qué diablos
estabas pensando?
—¡No estaba pensando! —chasquea. Por extraño que parezca, me alegra
oír que alza la voz en su propia defensa—. Estaba asustada, Tom.
—Ay, por el amor de Dios. Fue una maldita pequeña riña. Pasa todo el
tiempo. Solo estás siendo demasiado dramática, para variar.
Solo el sonido de su voz está desencadenando una cascada de reacciones
en ella. Su pecho sube y baja rápidamente. Sus ojos están enrojecidos por la
ira. Sus dedos tiemblan mientras mira la pantalla negra. Parece haberse
olvidado de que estoy aquí.
—Tú… tú… —ella mira hacia arriba y me mira a los ojos. Sus mejillas
se tiñen de color—. Me asustaste hoy —dice finalmente—. La forma en que
la te comportaste, la forma en la que reaccionaste…
—Sí, sí, he oído la triste historia. Pero yo no soy tu maldito padre,
Kinsley. Así que deja de cargarme eso.
—Esto no es sobre él.
—¡Todo esto es sobre él! —replica—. Asumes que terminaremos como
tus padres. Dios sabe que me arrastraste a una cantidad suficiente de jodidas
sesiones de terapia de pareja para dejar toda esa mierda perfectamente clara.
Observo mientras se remueve inquieta en su asiento. Su rodilla rebota
arriba y abajo, arriba y abajo, y la luz de la luna refleja la sangre seca en su
rostro.
Pero no llora.
Admiro eso.
—Voy a colgar —dice al fin.
—¿Sí? —se burla él—. ¿Y luego qué, Kinsley? ¿A dónde irás?
—No sé. A algún sitio nuevo. Algún lugar lejos. Da igual.
—Vale, porque te irá muy bien por tu cuenta. ¿A quién tienes, Kinsley?
—pregunta con saña—. Sin amigos, sin familia. Yo soy todo. Soy todo tu
mundo. Sin mí, tú no eres nada.
Eso lo admiro menos.
Hora de intervenir.
Recojo el teléfono y lo sostengo cerca de mi boca. Quiero asegurarme
de que este hijo de puta realmente me escuche. Kinsley jadea y hace un
intento de agarrar el teléfono, pero es poco entusiasta. Todo lo que necesita
es una mirada fulminante para replegarse en su asiento.
—Tom, de un hombre a otro, déjame decirte esto: vete a la mierda.
Lo escucho balbucear en un silencio atónito. Se extiende durante unas
cuantas respiraciones largas antes de finalmente sacar lo suficiente como
para volver a hablar.
—¿Quién diablos es? —escupe
—No te preocupes por Kinsley. Está conmigo ahora.
—¿Qué diablos? ¿Quién eres?
Sonrío. —El hombre con el que Kinsley seguirá adelante.
Luego, cuelgo y vuelvo a colocar el teléfono entre nosotros con
delicadeza. Ella lo mira por un momento antes de mover su mirada hacia
mí.
—Yo… no puedo creer que hayas hecho eso. Él es… él es mi
prometido.
—Creo que “gracias” es la frase que buscas. Y no es tu prometido: es tu
ex prometido. Lo abandonaste, ¿recuerdas? Porque te golpeó. ¿O es que te
caíste? No recuerdo dónde terminamos esa discusión.
Ella frunce el ceño y se estremece al mismo tiempo. Parece el paso del
tiempo de una flor que se marchita. La barbilla cae, la cara cae, el hombro
cae, toda ella se derrumba sobre sí misma.
—Las cosas se subieron de tono —susurra hacia las tablas del suelo—.
Él no quiso hacerlo. Fue la primera vez…
—Hoy mentiroso, mañana ladrón —entono sin piedad—. Hoy abusador,
mañana asesino. Si empiezas a justificarlo ahora, pasarás el resto de tu vida
justificando todo lo que te haga. Cada cicatriz, cada maldición, cada
moretón que nadie más puede ver. Tomaste la decisión correcta al irte.
Ella suspira profundamente. La tensión le silba por cada poro. —Sé que
lo hice.
Escucho el aullido de otra sirena. El tiempo se acorta y no podemos
quedarnos aquí para siempre. Pronto buscarán en el bosque.
Miro a Kinsley. —Puedes irte si quieres.
—¿Realmente tengo opción?
—Siempre tienes una opción.
—Si voy contigo, estaré ayudando e incitando a un criminal, ¿no?
Asiento con la cabeza. —Entre otras cosas. Pero toda buena historia
comienza con un salto de fe, princesa. ¿Quieres saltar?
Ella traga saliva. Eso lo sella. Cuando me mira, veo la determinación en
sus ojos. —A la mierda. Vamos.
Comienzo a dar marcha atrás con el coche a través el camino de tierra.
—Ese es el espíritu.
—¿Qué dirás si nos atrapan? —ella reflexiona.
—Simple —respondo—. Toda novia necesita un novio. Y tú estás en el
mercado para uno nuevo. Así que… hasta que la muerte nos separe,
princesa.
4
KINSLEY

—No te ves exactamente como un novio —observo, examinándolo de pies


a cabeza.
Mis ojos se fijan en sus manos. Son enormes, como el resto de su
cuerpo. Ásperas también. Callosas y venosas, cubiertas de arena y pequeñas
cicatrices como estrellas fugaces. Tatuajes hacen una telaraña en la parte
posterior de los nudillos.
—¿Cómo me veo? —pregunta.
—Como un hombre a la fuga.
Él revolea los ojos. —Maldito Petro…
—¿Eh?
—Nada. Parezco lo que soy. Está bien.
—Hay una maleta en el baúl —le espeto—. Este era… Se suponía que
era el coche que conduciríamos a nuestra luna de miel. Se suponía que nos
iríamos después de la ceremonia. De todos modos, preparamos una maleta
para el viaje. Probablemente Tom tenga algo de ropa que te quede bien.
Me observa por un largo momento. Esos fríos ojos azules pasan sobre
mí como si estuvieran viendo cosas que nunca quise mostrarle. Luego
asiente, detiene el coche justo antes de que volvamos a entrar en la
autopista y sale.
Observo por el espejo lateral mientras él camina y abre el maletero.
Oigo el doble chasquido de los pestillos de la maleta al abrirse, luego el
susurro de la ropa.
Hay un tipo extraño de ansiedad que se revuelve en mis entrañas cuando
comienza a desabotonarse la camisa. Aparecen los primeros cortes de su
pecho. Dos abdominales, cuatro, seis. Una pizca de vello oscuro en el
pecho.
Se la quita y la arroja al bosque, revelando unos bíceps atravesados por
una gruesa vena verde. Desabrocha la hebilla de sus pantalones, comienza a
sacudírselos por las caderas… y luego mira directamente al espejo.
Me sonrojo como una señal de alto, y bajo la mirada rápidamente.
Podría jurar que escucho una risa divertida, aunque podría ser solo mi
imaginación hiperactiva.
Mantengo los ojos fijos en mi regazo, incluso cuando escucho el
maletero cerrándose de golpe, el crujido de las botas sobre la grava y luego
la puerta del conductor que se vuelve a abrir. Recién cuando el hombre
todavía sin nombre se aclara la garganta, levanto la vista.
Tiene los pantalones demasiado cortos doblados sobre los tobillos, y las
mangas de la camisa demasiado pequeña de Tom arremangadas de una
manera que, de algún modo, resulta inexplicablemente elegante. La tela se
adhiere a él como una segunda piel. Puedo rastrear cada curva de sus
abdominales, el camino de cada vena de sus antebrazos. Es un gráfico
anatómico andante.
—Te queda —murmuro innecesariamente.
—No del todo —dice deslizándose detrás del volante—. Pero servirá
por ahora.
—¿Y ahora qué? —pregunto.
—Ahora —dice siniestramente—, decidimos qué vamos a hacer
contigo.
Mis ojos se agrandan con pánico. —Tú… dijiste que no me harías daño.
—No seas tan dramática. Estaba hablando de tu cara.
Bajo la sombrilla y abro el espejo de bolsillo en la superficie. Mi cara
me devuelve la mirada, irreconocible y rota.
Traté de limpiarme al principio, cuando salí a la carretera, aunque no lo
notarías al verme. El sudor, el maquillaje, las lágrimas y las gotas de sangre
se acumularon formando una imagen grotesca de un día de boda trunco.
Parezco salida de una pesadilla.
Y así como así, estoy avergonzada. No solo por cómo me veo. También
porque afuera combina con adentro. Este extraño del bosque me está viendo
en el punto más bajo de mi vida.
Bueno, uno de ellos, de cualquier modo. Es más un caso de “elige el que
quieras”. Hay un montón de puntos bajos para elegir.
—Me veo terrible.
Muevo mi cara de lado a lado. Cada ángulo es peor que el anterior.
Estoy tan absorta en autocompasión que no lo veo alcanzarme hasta que
toca la parte inferior de mi barbilla.
Jadeo y me alejo. Él solo suspira, agarra mi barbilla de nuevo y me jala
hacia adelante.
—Quédate quieta.
Él busca en la guantera y saca una caja de toallitas húmedas. Luego
acerca una a mi cara y comienza a pasármela a lo largo de la piel. Huelo el
sabor del alcohol y la fragancia de limón.
Me encuentro queriendo explicar. Decirle que no es así como me suelo
ver, cómo suelo actuar. Este es el resultado de una serie de duras
realizaciones y malas decisiones. Este es el rostro de una mujer desesperada
que decidió que tenía que hacer un cambio drástico para evitar convertirse
en lo que siempre temió ser.
—Normalmente no uso tanto maquillaje —digo antes de lograr
morderme la lengua. Él no hace ninguna señal que demuestre que me ha
escuchado, pero el silencio es tan fuerte que empieza a doler, así que sigo
hablando, solo para mantenerlo a raya—. La madre de Tom es la que
insistió en un maquillador para hoy. Simplemente le seguí la corriente para
hacerla feliz. Hago mucho eso, creo. Demasiado. Siempre estoy tratando
de…
—Deja de hablar.
Cierro los labios con fuerza. Más vergüenza quema mis mejillas. Ya es
bastante malo estar cayendo a pedazos el día de tu boda. Es peor hacerlo
frente a un hombre como este.
Me gira de un lado a otro, luego asiente. —Suficientemente bien.
Me miro en el espejo de nuevo. Mi piel está mayormente desnuda ahora,
aunque si miro de cerca, todavía puedo ver los sitios en los que las lágrimas
y la sangre se juntaron para formar un solo camino sinuoso.
—Gracias —murmuro.
Asiente de nuevo. Un hombre de pocas palabras, este. Luego enciende
el motor y nos lleva de regreso a la carretera. Conducimos durante otros
diez minutos en un silencio estéril, hasta que doblamos una curva ancha…
Y vemos policías esperando en un control de carretera más adelante.
El corazón me salta a la garganta y trata de ahogarme. Estoy lista para
cualquier cosa: que él nos saque de la carretera otra vez, que conduzca a
través del bloqueo y manche el parabrisas con los mejores del condado de
Hartford. Demonios, estaría lista para que le brotaran alas y despegara
como un águila. Así de irreal ha sido este día.
Pero nada de eso sucede. Simplemente se detiene a donde el oficial está
señalando y baja la ventanilla. Escucho el repiqueteo de botas sobre el
asfalto cuando el oficial se acerca al coche.
Y luego, justo antes de que llegue a nosotros, soy testigo de la
transformación más loca. La mano del hombre encuentra mi muslo,
ahuecándome como si lo hubiera estado haciendo toda la vida. Sus hombros
se funden en una postura cómoda, su rostro se relaja en una cálida sonrisa y
la siempre presente tensión inquietante en su frente se desvanece.
Es jodidamente astuto. En el espacio de un respiro, pasa de ser un
monstruo en el bosque a estar felizmente recién casado.
—Buenas noches, oficial —dice casualmente, con un leve acento
campechano—. No iba acelerado, ¿verdad?
El policía no responde a la pregunta y se agacha para examinarnos a los
dos. —Recién casados, ¿eh? —gruñe. Su bigote se contrae.
Mi salvador sonríe ampliamente, un orgullo inconfundible irradiando de
él. —Todavía tenemos el brillo de recién casados, ¿eh? Solo han pasado
unas pocas horas, así que supongo que veremos cuánto dura.
El oficial asiente. Su rostro es adusto, pero ese bigote aún se contrae. No
puedo decidir si es una buena o mala señal. También estoy más que
ligeramente distraída por su mano en mi muslo. Enorme, caliente y pesada.
—Vale, felicidades a los dos —dice el oficial brevemente—. Para
responder a tu pregunta, no, no ibas acelerado. Estamos haciendo controles
de rutina a lo largo de este tramo de carretera.
—¿Cuál parece ser el problema, oficial? —Su tono es impecable. Su
expresión es toda preocupada. Está actuando su parte a la perfección.
—Hay un convicto fugado suelto —nos informa—. Se supone que está
armado y es extremadamente peligroso, con un rastro de cuerpos a su paso.
Así que no hace falta decirles que, si ven algo raro, repórtenlo. No
queremos que se encuentren con algún tipo de asesino monstruoso.
Y así nomás todo se vuelve mucho, mucho más serio.
5
DANIIL

La siento tensarse bajo mi palma. Me resisto a mirarla porque ya sé lo que


veré: miedo grabado tan claro como el agua en esos bonitos ojos verdes.
Aprieto su muslo. Lo suficientemente suave como para que el policía no
lo note, pero lo suficientemente fuerte como para que Kinsley capte el
mensaje.
No te atrevas a joder esto.
—Señora —dice el oficial de pronto—, ¿está bien?
Kinsley mueve la cabeza hacia el tablero para mirarlo, como si acabara
de darse cuenta de que no estamos solos. Su sonrisa no es convincente. Mi
agarre sobre ella se intensifica.
—Estoy bien —grazna.
La expresión del oficial cambia ligeramente. Solo un sutil tic en la
dirección equivocada. —¿Está deseando llegar a su luna de miel?
Es obvio lo que está haciendo: probando las aguas, buscando puntos
débiles. Tratando de involucrar a Kinsley en una conversación que llevará
al éxito o al fracaso la pequeña farsa que estamos representando.
—¿Señora?
—Lo siento —tartamudea Kinsley—, ¿qué dijo?
—Le pregunté si estaba deseando llegar a su luna de miel.
—Ah, sí. Totalmente. Por supuesto, no puedo esperar.
Pero ella se oye demasiado débil e insegura. Veo que el oficial—
McPherson, según su placa—se vuelve cada vez más suspicaz.
—Háganme un favor y quédense un momento, amigos —McPherson
retrocede y comienza a susurrar en la radio que lleva atada a su hombro.
—Lo siento —dice Kinsley rápidamente, como si tuviera miedo de que
me abalance sobre ella—. No… no estoy acostumbrada a esto.
—Acostúmbrate —gruño con los dientes apretados—. Rápido.
Ella se estremece debajo de mi toque cuando McPherson vuelve a subir
y se inclina contra el coche de nuevo.
—Parece que golpeaste el parachoques delantero de tu coche —señala.
—Puedes culpar a mi hermano menor por eso —me río, girando los ojos
con falsa exasperación—. Decidió dar un paseo por el hotel antes de la
ceremonia. Supuso que nadie se daría cuenta. El chico ingresó a Yale el mes
pasado, pero uno pensaría que estaría más preparado para recoger basura al
costado de la carretera, en cuanto a su madurez.
—Sí, bueno, dicen que los niños crecen lento.
Me río con buen humor. Kinsley, mientras tanto, me mira fijamente,
como si estuviera tratando de resolver un problema matemático complejo.
McPherson lleva su mirada desde mí hacia ella.
—¿Cómo estuvo la boda, señora? —pregunta.
Me pregunto si ya pidió refuerzos. Eso haría las cosas
significativamente más difíciles. Pero no imposibles.
—Estuvo… —Kinsley se detiene en seco y suspira profundamente—.
Lo siento, sé que debo parecer un poco extraña para una mujer que se acaba
de casar.
Mis nudillos están blancos en su muslo en este momento. ¿A dónde
diablos va con esto?
—Solo estoy un poco angustiada —continúa Kinsley—. Mi madre
falleció hace unos años. Y sigo pensando en ella. A ella le habría encantado
estar allí. Estuve bien durante la ceremonia. Supongo que todo me está
golpeando al mismo tiempo ahora.
Durante una pausa significativa, me pregunto si exageró su papel. El
rostro de McPherson, escondido detrás de ese tupido bigote, resulta casi
ilegible.
Luego se tranquiliza. —Muy bien, amigos. Disfruten su viaje.
Mantengan los ojos abiertos, como les dije —ese bigote sigue retorciéndose
de un lado a otro.
—Lo haremos. Gracias, oficial —digo.
Subo la ventanilla y reinicio el motor. Kinsley mira al frente y se pasa
las manos por la falda de seda. Otro policía nos indica que atravesemos el
bloqueo y empezamos a acelerar de nuevo. Pasa un minuto de silencio antes
de que tomemos una curva en el camino y desaparezcan de nuestra vista.
—¿Es cierto? —espeta Kinsley de repente.
—¿Si es cierto qué?
Sus ojos saltan en mi dirección. —La parte en la que aparentemente
estoy en un coche con un asesino.
Ella me mira esperando una respuesta. Pero sé que no podré darle una
que la satisfaga. Ciertamente, no una corta.
—Esa no es la razón por la que me metieron en la cárcel —digo al fin.
Ella frunce el ceño. —Realmente odias responder preguntas, ¿no?
—Una mujer inteligente dejaría de hacerlas.
—Supongo que no soy tan inteligente.
—¿Qué eres entonces, Kinsley?
—Estoy tratando de entender eso —su voz gana fuerza a medida que
habla—. Puede que no sepa quién soy, pero sé quién no soy. Y no soy una
mala persona.
—Se siente como si estuvieras diciendo que yo sí lo soy.
—Estás huyendo de la policía. Así que la evidencia no está a tu favor.
—Fui acusado injustamente.
—Sí, bueno, ¿quién no?
Giro los ojos y vuelvo a agarrar el volante. —No jugaré estos juegos
contigo. Créeme o no. Es tu decisión. No me importa, de todos modos.
Por el rabillo de mis ojos, veo que los suyos se estrechan. —No
intentarás convencerme de nada, ¿cierto?
—Creo que eso es una pérdida de tiempo.
—¿Porque no te importa lo que yo piense?
—No lo tomes personal —le digo con frialdad—. No me importa lo que
nadie piense.
—Me imagino —murmura.
No debería involucrarme. Sería mejor si esta situación de casi rehén
fuera silenciosa. Pero he pasado el último año y medio en una celda
húmeda, rodeado de brutos feos y violentos. En comparación, Kinsley se
siente como un soplo de aire fresco. No puedo evitar respirarla.
—¿Qué te imaginas? —pregunto.
Ella se cierra y carga con su respuesta. —Si te importara lo que piensa la
gente, no harías cosas horribles. No preocuparte te permite hacer lo que te
dé la gana sin sentir culpa.
—Desperdicié gran parte de mi vida sintiéndome culpable. He
terminado con eso ahora.
Me mira con curiosidad. —¿De qué te sentías culpable?
Vuelvo a mirarla. —De responder las preguntas de la gente, por
ejemplo.
Ella revolea los ojos y yo giro el coche hacia otro camino, que conduce
al bosque. —¿A dónde vamos? —pregunta nerviosamente.
—Aquí mismo.
Conduzco hasta lo más lejos que puedo llegar antes de que la carretera
se convierta en senderos ramificados a los que no se puede acceder con un
vehículo.
—Pero ¿por qué?
—¿Qué acabo de decir sobre hacer demasiadas preguntas?
Ella cruza los brazos sobre su pecho. No me pierdo de cómo empuja sus
pechos hacia arriba en ese corsé desatado. —Creo que tengo derecho a
saber qué estamos haciendo y por qué.
Suspiro y me desplomo en el asiento. —Nos detenemos aquí porque
todos los hijos de puta pomposos con una placa están alineados en la
carretera de aquí a California, buscando a un hombre como yo. Tuvimos
suerte allá atrás. No volverá a suceder. Así que pasaremos la noche aquí y,
por la mañana, encontramos una nueva salida.
Ella se queja, pero parece mayormente satisfecha con esa explicación.
Hago una mueca y me froto la garganta. Es la mayor cantidad de palabras
que he dicho en los últimos seis meses juntos.
Su teléfono comienza a sonar de nuevo. —No es él —dice en voz baja,
leyendo mi expresión oscura—. Es mi mejor amiga.
Veo el nombre EMMA y la imagen de una morena sonriente en su
pantalla. Para mi sorpresa, Kinsley lo silencia sin atender.
Ella mira a una distancia media, justo más allá del parabrisas. Sigo su
línea de visión, pero no hay nada que ver ahí fuera. Solo acres y acres de
bosque oscuro.
—El oficial dijo que estabas armado —murmura.
Extiendo mis manos ampliamente. —No deberías creer todo lo que
escuchas.
Ella suspira, luego comienza a pellizcar incómodamente las pocas
bandas del corsé que aún tiene apretadas alrededor de su pecho.
Ve a cambiarte —le digo—. Hay una maleta en el baúl.
Casi se le escapa una risa, pero la sofoca. Abriendo la puerta, sale
tambaleándose y cojeando alrededor del coche hacia el maletero. Mantengo
un ojo en ella a través del espejo retrovisor, tal como ella lo hizo conmigo,
mientras revisa la maleta y saca un par de jeans y una camisa negra. La
única diferencia es que, cuando ella mira hacia arriba para ver si estoy
viendo, no lo oculto. Solo la sigo observando.
Incluso desde aquí y en la oscuridad, puedo ver sus mejillas rojas.
Comienza a quitarse el vestido. Baja una cremallera, suelta un lazo.
Pero, al llegar a la parte trasera, no puede alcanzarla.
No te involucres, Daniil, me gruño internamente. Es una mala idea, una
jodidamente mala…
Pero ya estoy levantado y en movimiento.
Doy la vuelta a la parte trasera del vehículo. —Detente —digo con una
voz áspera. Ella se congela de inmediato, es como un ciervo en los faros.
Agarro sus caderas y la hago girar. Luego, tomo sus muñecas en mis
manos y planto cada una de ellas en el techo del coche. —Quédate ahí. —
Mi voz está entrecortada. Se empaña en el aire fresco del bosque.
Desato los lazos de uno en uno. Con cada desato, suspira más profundo.
Cuando los lazos están listos, empiezo con los botones. Cuando eso también
está listo, empiezo a quitar la pesada tela de su piel pálida.
No llego lejos antes de que ella se aleje. —Puedo seguir sola, gracias.
Sonrío y retrocedo. Pero sigo mirando. No puedo parar.
Mantiene su espalda hacia mí mientras se baja el vestido por el torso.
Debajo lleva una fina camisola blanca que sigue siendo parcialmente
transparente por el sudor y su zambullida improvisada en el río. Puedo ver
las líneas suaves de su cuerpo, pidiendo a gritos ser tocadas y acariciadas.
Siento un sonido gutural acumulándose en la parte posterior de mi
garganta. La bestia enjaulada dentro de mí ruge para ser liberada. Estoy
duro como una piedra, pero aprieto mis manos en puños y me abstengo de
tocarla.
Nada bueno puede salir de eso.
Se gira y espero que agarre la ropa que sacó de la maleta. En lugar de
eso, ella se limita a mirarme. Ninguno de los dos dice una palabra. Pero la
tensión es lo suficientemente densa como para ahogarme.
Ella podría ser la cosa más frágil que he visto en toda mi vida. Una
fuerte ráfaga de viento haría pedazos su corazón.
Un beso podría hacer lo mismo.
6
KINSLEY

Si no lo sabía antes, lo sé con certeza ahora: estoy rota.


Porque solo una mujer rota miraría a un asesino a los ojos y desearía
más.
Él ladea la cabeza hacia un lado. —¿Quién te defraudó? —reflexiona—.
Además del bastardo que dejaste en el altar. No creo que seas tan tonta
como para dejar que eso te lastime. No de ninguna manera que realmente
importe.
Niego con la cabeza. —No importa ahora. Todos se han ido.
—Lo que le dijiste al oficial de policía… era cierto, ¿no? Sobre tu
madre.
Asiento con la cabeza. —Sí. Excepto por la parte en la que dije que
desearía que ella hubiera estado aquí hoy. No estoy segura de que ver a su
hija como una novia fugitiva hubiera estado en lo más alto de su lista de
deseos —me muevo inquieta en mi lugar por un momento, antes de dejar
escapar la última de una línea continua de preguntas estúpidas—. ¿Qué
hubieras hecho si la policía nos detenía?
—Los mataba a todos, te dejaba a un lado de la carretera y me iba.
Su fría indiferencia me hace temblar literalmente. El hecho de que
todavía esté usando solo una camisola sudada y empapada no ayuda.
—No estás bromeando, ¿verdad?
—Otra vez con las preguntas. No siempre quieres las respuestas, lo
sabes. Incluso cuando crees que sí.
—Eres bueno en esto, ¿no?
—Sí. ¿A qué parte en particular te refieres?
—Encantando a la gente —digo, agitando una mano en el aire—.
Manipulándola. Convenciéndola de hacer cosas que ni en un millón de años
pensarían hacer.
—¿Como convencerte de subir al coche conmigo? —pregunta.
—Sí —digo, entrecerrando los ojos hacia él—. Como eso.
—Realmente no tuve que esforzarme mucho.
Me tenso, mis puños se cierran con fuerza. —Acababa de huir de mi
propia boda. Con un hombre con el que creí que iba a pasar el resto de mi
vida. Estaba asustada y confundida. Estaba vulnerable. Elegir venir
contigo… no tuvo nada que ver contigo.
—Nunca dije que lo tenía.
Su tono es agudo. Solo le toma una o dos palabras por oración
reducirme. Y lo hace todo sin dejar de ser tan distante, tan desinteresado.
No sabía que existían hombres así, para ser honesta. Hombres que cabalgan
tan alto sobre el mundo que todos los demás les parecen hormigas.
—Mentí por ti allá atrás —señalo.
—Soy consciente. Bien hecho. Todavía haremos de ti una asesina.
—No da risa —me cruzo de brazos—. Lo menos que podrías hacer es
decirme tu nombre.
—Podría darte un nombre —dice—. ¿Qué te hace pensar que será el
verdadero?
—Supongo que tendré que confiar en ti.
Ante eso, para mi sorpresa, sonríe. Por primera vez desde que se
zambulló en un río embravecido y me arrastró fuera de él y me salvó la
vida, las comisuras de su boca se curvan en una sonrisa. Una sonrisa real,
no una falsa o afectada, sino la auténtica calidez de un ser humano
conectando con otro. Estaba empezando a preguntarme si él sabía cómo
hacer eso.
También me doy cuenta de algo más, mientras el calor de esa sonrisa
calienta todo mi cuerpo, que su furia fría y melancólica ha convertido en
hielo: estoy jodida.
—Daniil —dice. La sonrisa desaparece y la grava vuelve a su voz—. Mi
nombre es Daniil.
—Daniil —repito. Es el tipo de nombre que vale la pena esa repetición
—. Encantada de conocerte.
Siempre he sido una de esas chicas tontas e ingenuas que creen en el
destino. Quemaba salvia en la casa cada vez que Tom estaba de viaje de
negocios, y buscaba esperanza todas las mañanas en mi horóscopo. Sabía
que era ilógico, pero no podía dejarlo pasar. La idea de Dios se sentía
demasiado descabellada y la falta de Dios se sentía demasiado sombría. Así
que dividí la diferencia, deposité mi confianza en los astros y esperé que
fuera suficiente.
Todavía no estoy segura de que lo sea.
—Espera aquí.
Arrugo la frente. —No soy un perro.
—No —coincide—. Pero sí vas a escuchar.
Se aleja y, a pesar de mi determinación, me quedo. No como un perro.
Como una mujer que nunca antes se había encontrado con un hombre como
él.
Un hombre que manda sin ser condescendiente. Un hombre que sabe lo
que quiere y cómo conseguirlo. Un hombre que tiene un trasero que podría
hacer a una monja abandonar sus votos.
Lo observo hasta que desaparece detrás de los árboles. Luego termino
de cambiarme y vuelvo mi atención al coche. Ahí es cuando me doy cuenta
de que mi teléfono está iluminado otra vez. Miro la pantalla, con miedo de
que sea Tom devolviéndome la llamada.
Pero es Emma. Me dejo caer en el asiento y respondo rápidamente antes
de que se dé por vencida.
—¡Jesús, Kinz! —jadea tan pronto como me oye respirar—. ¿Estás
bien?
—Estoy bien —le aseguro—. Estoy a salvo —miro por la ventanilla del
coche, pero ya no puedo ver a Daniil. Solo una oscuridad ininterrumpida—.
Gracias por ayudarme a salir de allí.
—Por supuesto —dice Emma—. ¿Para qué están las damas de honor,
sino para ayudar a escapar a la novia?
—Eres una amiga increíble.
—Una amiga más increíble te habría convencido de que rompieras con
ese maldito gilipollas antes del día de la boda.
—Yo no habría escuchado.
—Debí haberlo intentado de todos modos.
—Realmente ya no importa. Lo hice. Me fui. ¿Qué… qué está pasando
allí?
—Ay, ya sabes —lanza—. Solo caos general. Tom golpeó a uno de los
meseros. No estoy segura de por qué. Solo sé que perdió la cabeza cuando
se dio cuenta de que te habías ido.
—Él me llamo.
Ella toma una respiración aguda. —¿Y tú en serio respondiste?
—Tenía que saber que no iba a volver.
—Eres demasiado amable.
Respiro largamente para calmar mis nervios. —Cuando la costa esté
despejada, volveré a mi apartamento a buscar mis cosas. ¿Está bien si paso
unos días contigo?
—Por supuesto. Eres bienvenida todo el tiempo que necesites, nena. Tú
lo sabes.
—Eres la mejor.
—Y tú eres mi maldita heroína. ¡No solo dejaste al gilipollas, sino que
te llevaste el coche de la boda! Legendario.
—¡Esa fue tu idea! —le recuerdo con una risa.
—Claro, pero no pensé que realmente escucharías. Tal vez ahora
comenzarás a escuchar más mis buenas ideas. Tengo muchas.
Yo sonrío. —Escucha, te llamaré más tarde, ¿vale?
—Espera, ¿dónde estás ahora?
Levanto la vista hacia el bosque aún silencioso que me rodea. —Es una
larga historia.
—Ay, estoy intrigada. Déjame hacer palomitas de maíz rapidito.
—Tengo que…
Antes de que pueda terminar la oración, el teléfono es arrebatado de mi
mano. —¡Oye! —grito, pero él ya cortó la línea.
Daniil me mira con fijeza, sus ojos azul cobalto brillan con un fuego
helado. —¿Revelaste nuestra ubicación?
—¡Claro que no!
Revisa mi registro de llamadas antes de apagar el teléfono. —Si los
policías están en camino…
—Nadie está en camino —le espeto, elevando mi voz lo suficientemente
fuerte como para crear un eco espeluznante debajo del dosel—. No dije
nada.
—¿Como puedo estar seguro?
—Supongo que solo tendrás que confiar en mí —siseo—. Como yo
confié en ti.
Sus ojos se entrecierran dubitativos. No dice nada.
—No eres bueno en eso, ¿verdad? —presiono—. La confianza.
—No confío en la confianza.
—A veces no te queda otra.
—Yo hago mis opciones, princesa.
—Ah, ¿sí? Vale, ¿qué eligirás ahora? —exijo—. ¿Dejarme aquí?
Se acaricia la barba. —Podría.
—Pero no lo harás —le digo con confianza, aunque me estoy quedando
sin humo y confiando en la esperanza, y ninguna de esas es una buena
manera de llegar a donde quieres ir.
—¿Eso es cierto? —pregunta—. ¿Y cómo llegaste a esa conclusión?
—Confío —respondo—. Es todo lo que algunos de nosotros tenemos
para seguir adelante.
7
KINSLEY

—Estás resultando ser extremadamente ingenua —dice, mientras se sube al


coche y cierra la puerta de un golpe.
—Y tú estás resultando ser un gilipollas furioso —respondo,
sintiéndome de repente lo más batalladora que me sentí desde el momento
en que me sacó del río—. Apuesto a que eras un viejo Sr. Simpatía regular
en prisión.
Deja de hablar, Kinsley. Probablemente debería. Pero es gracioso lo
fácil que es ignorar la voz en mi cabeza, incluso cuando tiene razón. Tal vez
hasta especialmente cuando tiene razón. De hecho, esa es una gran
explicación de por qué terminé con un vestido de novia empapado de
sangre hoy.
Él se acomoda en su asiento y, cuando su brazo se mueve hacia un lado,
me tenso de inmediato, esperando ver la boca negra de un revólver
apuntada directamente hacia mí.
—¿Pasa algo, princesa? —pregunta.
—Pensé… Olvídalo.
—Pensaste que te iba a apuntar con un arma.
—El policía dijo que estabas armado.
Exhala una bocanada de aire burlona. —Simplemente están
desesperados. No es que necesite un arma. He hecho cosas peores con
menos. Mucho peores.
Mira hacia el dosel de oscuridad, como si estuviera reviviendo un
recuerdo enterrado hace mucho tiempo. Quiero saber qué hay detrás de esos
ojos oscuros y enmascarados. Un mundo de secretos del que ni siquiera he
comenzado a rascar la superficie.
Ni deberías desearlo.
Es la parte rota de mí la que habla. La parte que más me inclino a
escuchar, últimamente.
No hago ni pío, pero él se gira de pronto para mirarme. Casi como si
pudiera escuchar mis pensamientos.
No seas ridícula, Kinz. No seas tan paranoica.
Demasiado tarde para ambas.
Su mirada me recorre una vez, rápidamente, pero no se detiene. Sin
embargo, cuando mira hacia otro lado, siento una extraña sensación de
pérdida en su ausencia.
—¿Qué dijo tu amiga? —pregunta—. En el teléfono.
—Solo llamaba para ver cómo estaba. Quería saber si estaba bien.
—¿Y qué le dijiste?
—¿Qué pasó con lo de confiar el uno en el otro?
Él no dice nada. Solo una estoica y melancólica bola de silencio, cada
vez más irritante.
Revoleo los ojos. —Si quieres saberlo, me llamó para decirme que
estaba orgullosa de mí. Por escapar.
—Supongo que no era fan de tu prometido.
—No, no era fan —admito.
—Aprenderá a amarlo, estoy seguro.
Tomo una respiración aguda. —¿Qué estás tratando de insinuar?
—Creo que lo sabes.
—No voy a arrastrarme de vuelta al hombre que me golpeó. —Mi voz
es aguda y crepitante, pero casi demasiado. Sobrecompensación, tal vez.
Daniil se encoge de hombros. —Si tú lo dices. Así es como funcionan la
mayoría de las relaciones abusivas.
—En primer lugar, nunca volveré con él. Y segundo, no fue una relación
abusiva.
Los ojos de Daniil se deslizan sobre los míos. Mantiene el contacto
durante dos segundos y se aleja de nuevo, como si estuviera aburrido. Una
vez más, no puedo evitar sentir que me quitó algo y que lo quiero de vuelta.
—Nunca me había golpeado antes —agrego en voz baja. Casi
vergonzosamente.
Se ríe con crueldad. —Entonces, como solo lo hizo una vez, ¿está
limpio?
—Yo no dije…
—Si yo mato a un hombre, ¿tengo un pase libre hasta la segunda vez
que mate? ¿La tercera? ¿Qué tan lejos van los números?
—¡Basta! —grito. Mis puños están apretados a los costados—. Todo lo
que quise decir es que hay matices en cada situación. Los dos estábamos
muy emocionados, estábamos peleando…
—Si adquieres el hábito de inventar excusas para él ahora, también
encontrarás una excusa para volver con él.
—No voy a volver con él —le digo con firmeza.
Para mi sorpresa, parece aceptarlo. —Vale. Te obligaré a ello.
Espero un suspiro tenso antes de hacer una pregunta que ha estado
ardiendo en mi cabeza desde que comenzamos este camino de
interrogación. —¿Por qué te importa?
Reclina un poco su asiento y posa una mano detrás de su cabeza. —No
me importa —sus ojos se cierran como si realmente no pudiera importarle
menos. Es una locura que un gesto tan pequeño pueda sentirse literalmente
como una bofetada en la cara.
Me pongo rígida, sintiéndome estúpida por hacerlo. —Qué descaro
tienes, sermoneándome sobre toda esta mierda cuando literalmente has
matado gente.
No parece en lo más mínimo preocupado. —La gente que mato merece
morir.
—Ah, claro —digo sarcásticamente—. Eso hace toda la diferencia. Eres
un héroe. Que el mundo erija estatuas en tu honor.
Gira la cabeza hacia un lado y me mira. Esos ojos azules deberían ser
criminales. Supongo que lo son, literalmente hablando, pero estoy
divagando.
—¿Quién eres? —gruño en el tenso silencio.
Él se ríe, un sonido como de cemento que rompe vidrio. —Confía en mí,
princesa: no quieres saberlo.
—Teniendo en cuenta que me estoy escondiendo contigo, de la policía,
nada menos, creo que sí quiero saber, en realidad.
—Saldrás viva de esto. ¿No es eso suficiente?
—Tú lo creerías —digo en voz baja—. ¿Me dijiste que estabas en la
cárcel por desobedecer a alguien?
—Sí.
—Este hombre era… ¿tu jefe?
—Podría decirce.
—¿Qué dirías tú? —pregunto impaciente.
—Un gilipollas —dice rápidamente—. Diría que él era un gilipollas.
—Eso realmente no me dice mucho.
—Eso no es accidental.
Lo miro con ira, pero no me sirve de nada. Tiene los ojos cerrados de
nuevo y la cara inclinada hacia el techo del coche.
Quédate en silencio, Kinsley. El silencio no puede lastimarte. Un buen
consejo de la voz en mi cabeza, una vez más. Pero resulta que es
terriblemente difícil escuchar tus instintos cuando has pasado la mitad de tu
vida ignorándolos.
—¿Cómo lo desobedeciste? —presiono.
—Intervine cuando debí haberme quedado al margen.
—Eres un verdadero poeta, ¿verdad? —digo sarcásticamente.
—No es lo peor que me han dicho —comenta—. Pero tampoco lo
mejor.
—¿Qué tienes contra los poetas?
—Los poetas son personas que pasan tanto tiempo sintiendo que en
realidad nunca experimentan nada en la vida.
—¿Y lo sabes por todos los poetas que has conocido? —pregunto, un
poco nerviosa por la rapidez y la brutalidad con la que salió esa respuesta.
—Había algunos en prisión —un ojo se abre un instante después. Veo un
toque de diversión allí—. Fue una broma, por cierto.
—Ah. No me di cuenta de que las hacías.
—Hay muchas cosas de mí de las que no te das cuenta y nunca te darás
cuenta, sladkaya.
—No me estás dando exactamente mucho con lo que trabajar —le
respondo—. Me tomaste como rehén.
—No es así como lo recuerdo.
—Dime entonces: ¿cómo lo recuerdas?
—Recuerdo saltar a la jodida agua helada para salvarte de morir en
manos de tu propio vestido de novia.
Me sonrojo ante el recuerdo. Mi piel todavía está parcialmente azul por
la experiencia, como si mi cuerpo se aferrara a su roce con la extinción. —
Claro, vale, está bien. Sí lo hiciste. Sin embargo, solo para que conste, sé
nadar.
—Por supuesto que sabes. Parecías una gran nadadora. Solo salté
porque necesitaba un buen lavado después de mi tiempo en prisión.
Sus ojos están abiertos de nuevo. Me miran fijamente, con un enfoque
nítido.
Sin parpadear.
Hipnóticos.
Increíblemente, jodidamente frustrante.
—Esa fue otra broma —agrega.
—Eres un bufón regular de la corte, ¿lo sabías?
—Yo era el payaso en mi bloque de celdas.
—¿En serio? —pregunto estúpidamente.
Sus ojos azules se vuelven oscuros. —No.
Me sonrojo y me giro hacia el parabrisas. La oscuridad me parpadea de
vuelta. El dosel superior tapa la luna y la mayoría de las estrellas, y los
faros del coche están apagados, por lo que la única luz son los pequeños
fragmentos que pueden bajar del cielo nocturno.
Quédate en silencio, Kinsley. El silencio no puede—
—Así que ¿es justo asumir que tu jefe es un hombre poderoso?
Supongo que soy una idiota.
Él suspira. —¿Todavía estamos en eso? Sí, mi jefe es un hombre
poderoso.
—¿De cuánto poder estamos hablando? —pregunto—. ¿Como un
gánster empedernido? ¿Capo narco? ¿Magnate de negocios corrupto?
Él levanta una ceja gruesa. —Ves demasiadas películas.
Me quejo. —No solo mi prometido me abofeteó y salí corriendo de mi
boda, sino que también choqué mi coche, me caí de un puente y casi me
ahogo en un río. Si eso no fuera suficiente por un día, ahora estoy atrapada
en medio del bosque en la oscuridad de la noche con un delincuente
bastante grosero y buscado. Por quien, debo agregar, recientemente mentí a
la policía, convirtiéndome en cómplice la fuga como mínimo. ¿No puedes
hacer una excepción conmigo y responder algunas preguntas?
Murmura algo en un lenguaje áspero que no puedo descifrar, ¿ruso, tal
vez?, y luego agrega en inglés—: Debí haberme quedado en la puta prisión.
—Así que, ¿es eso? ¿Uno de esos? ¿Gánster, capo, magnate?
—Digamos que todas las anteriores.
Asiento con la cabeza. —Tiene sentido. ¿Y tú eres uno de sus secuaces?
Su mirada furiosa me hace retroceder en el asiento. —No soy secuaz de
ningún hombre. Hice mi trabajo. Hasta el día en que decidí que las
consecuencias de hacer mi trabajo no valían la pena.
Sus palabras de antes flotan en mi memoria. Intervine cuando debí
haberme quedado al margen…
—Él estaba lastimando a alguien —dice en voz baja, haciendo que se
me ponga la piel de gallina en los brazos y las piernas—. Ella estaba
indefensa y gritando. Y yo…
—Interviniste —murmuro, tomando las palabras de su boca.
—Sí. Intervine.
Ahora mi voz es silenciosa y sombría. —Así que, ¿sabes algo sobre las
relaciones abusivas, entonces?
—Más de lo que me gustaría. No es un ciclo fácil de romper.
Trago saliva y asiento. —Vi a mi padre golpear a mi madre. Una y otra
vez. Ella se escapó un par de veces. Pero siempre terminaba de vuelta en
esa casa. De vuelta con él.
Vuelvo a sentir ese momento. El momento en que miré a Tom a los ojos
y vi a mi padre mirándome. Su bofetada apenas me había dolido. Pero me
quebró por dentro. Me partió por la mitad, y el tipo de sangre negra,
coagulada y podrida que he pasado años acumulando salió a borbotones. No
había nada que pudiera hacer para frenarlo.
Todo lo que podía hacer era tratar de dejarlo atrás.
—Sin embargo, yo no soy como mi madre —protesto. Pero es un poco
débil, y creo que él puede sentirlo.
—El tiempo dirá.
Mis ojos parpadean hacia los suyos. Quiero que vea en mí la lucha, el
fuego. Quiero que vea que no soy solo otra damisela indefensa que necesita
que la cuiden.
—¿La salvaste? —pregunto abruptamente.
—No. No lo hice.
Las palabras cortantes envían un escalofrío a través de mi espalda.
Busco en su rostro alguna emoción, alguna apariencia de dolor o
arrepentimiento. Pero está demasiado sereno. Demasiada práctica en el
secreto. Es como esperar a que una piedra empiece a llorar. Estarás
esperando para siempre.
—Lo lamento.
—¿Por qué? —pregunta bruscamente.
—No debiste haber sido encarcelado por tratar de salvar a alguien que
necesitaba ser salvado. Eres una buena…
—Para —pinchazos de una especie de luz amenazadora brillan en sus
iris. Podría haberme atemorizado si no hubiera empezado a sentir un tipo de
emoción completamente diferente—. No me conoces.
Trago saliva. —¿Qué si sí lo hago? En parte, al menos. ¿Eso te asusta?
Que tal vez, solo tal vez, podría saber cómo se siente ser tú. Peor aún, ¿que
podría entenderte?
Su risa es un ladrido grueso y gutural, mezclado con incredulidad y
condescendencia. —No entiendes una mierda, princesa —dice furioso—.
He hecho cosas que te harían orinarte encima del miedo.
Intenta hacerme retroceder con su ataque. Pero lo veo por lo que es,
porque he visto exactamente lo mismo en mí.
—No me asustas —digo orgullosa.
Se endereza en su asiento reclinado. Me mira fijamente a los ojos, el
azul de sus iris se endurece hasta convertirse en hielo picado. —Pasé los
últimos catorce meses en prisión, Kinsley —dice. Mi piel zumba de placer
por el mero sonido de mi nombre en sus labios—. Durante la mayor parte
de esos meses, estuve en confinamiento solitario. Son semanas, jodidas
semanas interminables, sin ver ni escuchar a otro ser vivo. Ni un hombre, ni
un ratón. Y, definitivamente, no una mujer.
Sus ojos bajan hacia los tirantes de mi vestido, hacia mis pechos. No
desvía la mirada. No esta vez.
—Así que dime: ¿qué crees que haría un hombre en mi posición con una
chica en la tuya?
Trago de nuevo. Es un sonido casi ensordecedor en la densa quietud del
coche, del bosque. No puedo negar que mi piel está sonrojada y que mi
corazón late con fuerza contra mi caja torácica.
Tampoco puedo negar todo el calor que se agita entre mis piernas.
—¿Ahora estás asustada? —pregunta.
—Sí —susurro.
Porque sí tengo miedo.
Pero no de la forma que él cree.
Más que cualquier otra cosa, tengo miedo de lo que estoy a punto de
hacer.
Me levanto de mi asiento y alzo mi pierna sobre la palanca de cambios.
No es tan fluido ni tan seguro como me hubiera gustado, pero al final llegué
a donde quería llegar.
Me siento a horcajadas sobre su regazo. Mis muslos agarran su cintura y
puedo sentir el calor de su cuerpo que quema el aire mientras viene por mí.
Huele a río y almizcle.
—Cuidado —advierte con un gruñido profundo que puedo sentir más
que escuchar—. Ya sabes lo que dicen sobre jugar con fuego.
—Tal vez yo soy el fuego.
Él sonríe. Es fantasmal. Débil, prácticamente inexistente.
Pero es suficiente para encender el fósforo.
Mis dedos se posan en el cuello de Daniil, rozando las finas curvas de
un tatuaje que sale del cuello de la camisa de mi ex prometido.
Cuando lo beso, siento un zumbido caliente, agudo y poderoso desde
mis labios hasta el centro.
Sus manos aterrizan en mi espalda y recorren toda mi columna hasta
llegar a mi trasero. Aprieta fuerte, haciéndome gritar. Pero luego su toque se
derrite de agresivo a suave.
Me devuelve el beso con fuerza. Apasionado, pero no exigente. Separa
mis labios con solo un leve empujón. Su lengua se enrolla con la mía sin
problemas. Como si hubiéramos hecho esto innumerables veces antes, y
simplemente estuviéramos volviendo a encontrar nuestro ritmo.
Coloca los dedos de una mano en mi garganta. Puedo sentir los cinco
puntos trazando líneas por mi piel hasta llegar a mi pecho. Él acaricia allí
con suavidad, convirtiendo mis pezones en granito bajo su palma.
Puedo sentir su hambre, su necesidad de estar dentro de mí. Pero se está
conteniendo. Está tratando de darme la liberación que yo necesito primero.
Cuando sus dedos empujan más allá de mis bragas y se deslizan dentro
de mí, jadeo, apartando mi cara de la suya y rompiendo nuestro beso.
Pero no me deja ir muy lejos. Su otra mano agarra mi mandíbula para
obligarme a mirarlo fijamente. Me mantiene donde quiere mientras me folla
con sus dedos. —No mires hacia otro lado —gruñe.
—Oh, Dios… —jadeo—. No pares.
Mi voz suena ajena a mis propios oídos. ¿Quién es esa mujer que acaba
de hablar? Cierto como el infierno que no la reconozco. Suena como
alguien que desea esto. Que está dispuesto a arriesgarlo todo por tenerlo.
Suena como el tipo de mujer que es lo suficientemente valiente como para
entregarse en el asiento delantero de un coche… en medio del bosque… a
un convicto fugitivo… el día en que se suponía que debía casarse con otro
hombre.
Detalles, detalles.
La lengua de Daniil se desliza a lo largo de mi clavícula. Sus dedos me
empujan hacia arriba el tiempo suficiente para desabrocharse los pantalones
y liberar su polla.
Es asombrosamente masiva. Pero no tengo tiempo para preguntarme si
cabrá dentro mío antes de que retire los dedos, se alinee en mi entrada y
luego, con un gemido estremecedor, tire de mí hacia él.
La primera embestida me quita el aliento. El suyo también, por lo que
parece. Una exhalación baja y ronca escapa a través de sus dientes
apretados. Empieza a acelerar el ritmo. Quiero decirle algo, rogarle que
vaya despacio, quizás, o tal vez exactamente lo contrario, en realidad,
rogarle que vaya tan rápido y tan fuerte como pueda, para poder
desmoronarme, mientras pretendo por exactamente la duración de un
orgasmo que todo lo que he hecho hoy está bien, pero no puedo pronunciar
una sola palabra.
Es demasiado.
Es demasiado, joder.
Su lengua lame un pezón, luego el otro, mientras me convence con sus
manos para que salte arriba y abajo sobre él, más y más rápido. Y luego
más y más rápido, y más y más rápido, hasta que estamos sudando y es un
borrón de movimiento y gruñidos y respiración mezclada y luego…
—¡Oh, Dios… oh por Dios!
Toca mi clítoris, solo un leve roce, pero es suficiente. Me vengo con mi
frente contra la suya, corcoveando tan fuerte sobre su polla que siento que
estoy en peligro real de partirme en pedazos.
—Joder —gruñe. Es una clase magistral de autocontrol que eso sea todo
lo que dice.
Siento sus dientes raspar la piel de mi cuello. Luego siento el calor, su
calor, que me llena. Dos bombas duras. Una estocada jadeante y final.
Y luego se queda quieto.
Beso su frente, aunque reconozco que aún no hemos alcanzado ese nivel
de intimidad, y me estremezco tan pronto como aparto mis labios. Me digo
a mí misma que al menos esto sucedió de noche. Por la mañana podré fingir
que nada de esto fue real.
Está en silencio mientras me deslizo de él y vuelvo al asiento del
pasajero.
—Duerme —es todo lo que dice mientras se acomoda y se recuesta en
su asiento.
Casi ladro una carcajada incrédula. Dormir se siente imposible. Pero,
cuando me recuesto y cierro los ojos, el cuerpo todavía palpitando de pies a
cabeza, siento que me invade el sueño. Resulta que huir de tu boda, chocar
tu coche y casi ahogarte es más agotador de lo que hubiera pensado.

L o siguiente que sé es que me estoy despertando con dolor de espalda y el


foco del amanecer atraviesa los árboles. Hay luz de día.
Y Daniil se ha ido.
8
DANIIL
DIEZ AÑOS DESPUÉS

—¿Te gustan mis aretes?


Observo los rubíes rojo oscuro que cuelgan de las orejas de Alisha.
Tienen forma de lágrimas y están rodeados de diamantes. Absolutamente
predecible. A las mujeres como ella les encanta gritar Mírenme en todos los
sentidos menos con sus palabras.
—Están bien.
—“¿Bien?” —frunce el ceño—. ¿Quieres decir que no los recuerdas?
Esto es lo que sucede por pedirle a Petro que compre regalos en mi
nombre. No es que haya elegido mal: mi segundo al mando tiene buen
gusto. Esta noche está vestida para exhibir esos rubíes. Un vestido escotado
color vino fino y unos tacones negros que le dan otros cinco centímetros a
su ya escultural figura. Todo a cortesía de este servidor, por así decirlo.
—Alisha —digo con un suspiro—, relájate. Tómate otra copa de vino.
—Esa es tu estrategia, ¿no? —exige—. ¿Me das vino hasta que me
olvide de que estoy perdiendo el tiempo contigo?
Inclino la cabeza hacia un lado. —¿Es así como te sientes?
—Sí —dice ella, volteando el cabello rubio rojizo sobre su hombro—.
Bueno, a veces.
—Ciertamente no quiero que te sientas de esa manera.
Sus ojos se suavizan de inmediato. Se lanza hacia adelante y coloca su
mano sobre la mía. —Dani, solo quiero estar más cerca tuyo. Quiero sentir
que estamos avanzando.
Mis ojos miran sin parpadear a los suyos. Me he vuelto cada vez menos
capaz de simpatía últimamente. No es que fuera particularmente bueno en
eso en un comienzo. —Si sientes que estás perdiendo el tiempo conmigo,
siéntete libre de avanzar. Tal vez eso sería lo mejor para ambos.
Se congela, su mano se aprieta sobre la mía antes de apartarse. —¿Qué?
Le hago señas a uno de los mozos. —Pediremos la cuenta ahora —le
digo.
—En seguida, señor.
Cuando me vuelvo hacia Alisha, su mandíbula está abierta de par en par.
—¿Cómo puedes ser tan… cruel? —susurra.
—Nunca pretendí ser otra cosa.
—Pero… pero me enviaste regalos esta mañana —dice con los ojos
llorosos—. Lencería de seda. Perfumes Louis Vuitton. Diamantes Chopard.
—Eso fue generoso de mi parte —digo arrastrando las palabras.
Sus ojos se vuelven planos cuando la realización le golpea. —Petro —
escupe—. Petro me envió esos regalos, ¿no?
—Yo pagué por ellos. Seguramente eso vale algo.
Ella mira hacia otro lado por un momento. Sus pómulos son realmente
hermosos. Fueron lo primero que noté en ella. Es un perfil impecable en un
entorno impecable.
Pero no hay comparación con la vista que ha estado grabada en mi
mente durante diez largos años: las mejillas de una novia enrojecidas por la
lujuria, mientras nuestro aliento empaña un coche perdido en lo profundo
del bosque.
—Siempre me presentas por mi nombre —espeta de pronto.
Levanto una ceja. —Así es como funcionan las presentaciones.
—Lo que quiero decir es que nunca me presentas como tu novia —
aclara—. Siempre soy solo Alisha Diego. Punto.
Suspiro y no digo nada. No tiene sentido. Se está alterando, lo cual está
bien, si eso es lo que desea. Pero no quiero participar.
Mientras observo, una sola lágrima en forma de diamante cae por su
mejilla.
—No desperdicies lágrimas conmigo —le recuerdo. No es la primera
vez en la última década que le digo esas palabras a una mujer.
Probablemente no será la última.
—Tú… tú me hiciste creer…
—No —la interrumpo con dureza. Su boca se cierra de golpe y la atrapo
en mi mirada—. No te hice creer una sola maldita cosa. Fui honesto contigo
desde el principio. Nunca mentí sobre quién soy o sobre lo que quería. Tú
elegiste creer en algo que nunca te ofrecí.
El mesero aparece con la cuenta y me la entrega. No me molesto en
mirar, solo le doy mi Amex Black y lo despido, sin apartar los ojos de
Alisha ni una sola vez. Ella se está desmoronando justo delante de mí.
—Creo que es hora de que te lleve a casa. Estás angustiada.
Me pongo de pie, pero ella permanece sentada, aparentemente
conmocionada. Cuando finalmente me mira, veo la desesperada amenaza de
realización allí.
—Alisha —digo con firmeza—. Ven.
Se levanta aturdida y me sigue por el restaurante. Salgo a la fresca brisa
otoñal. El valet se detiene en ese momento en mi Rolls Royce. Dejo que le
abra la puerta, le doy una propina y luego me pongo al volante. En el
momento en que la puerta de Alisha se cierra, acelero el motor y salgo a
toda velocidad del estacionamiento odiosamente llamativo de Le Grand.
Jodidos topos ornamentales con forma de animales de la jungla hasta donde
alcanza la vista. Me irrita.
—¿Hay alguien más? —Alisha espeta en el primer semáforo que
encontramos.
—No. No hay nadie más.
Nadie que haya visto en diez años, al menos.
—¿Entonces qué es? —exige—. No me digas que tienes miedo al
compromiso como todos los demás hombres. Eso sería tan… aburrido.
—Quizá solo eres tú.
Su cabeza se rompe para mirarme boquiabierta con incredulidad. Espera
a que retíreme desdiga. Cuando no lo hago, se retuerce en su asiento como
si quisiera saltar del coche. —¡Eres un gilipollas!
—Como te he dicho varias veces, nunca pretendí ser otra cosa.
Con una sincronización exquisita, me detengo frente a su edificio de
apartamentos. Se ve bien. Demasiado caro, pero agradable. No es que haya
estado dentro el tiempo suficiente para formar una opinión. Yo no paso la
noche.
—Buenas noches, Alisha. Buena suerte por ahí.
No parece que me haya escuchado. Ahogo un suspiro. A veces, un chico
solo quiere un poco de tiempo a solas. Una buena copa de brandy y…
Una chica rota en un vestido de novia.
No. Joder, no.
De vuelta al presente, Alisha me mira con un brillo desesperado en los
ojos. —¿Vas a entrar? —pregunta ella, su pecho subiendo y bajando con
fuerza.
—No.
Es extraño cómo una noche puede consumir toda una vida, mientras
diez años pueden pasar en un instante. Siento que esas escasas horas en el
bosque duraron más que la década siguiente.
El punto es que dos años pueden sentirse como algo para Alisha. Pero,
para mí, es solo el tiempo que pasó entre la respiración de Kinsley y sus
gemidos.
El brillo de los rubíes de Alisha vuelve a llamar mi atención. Parecen
gotas de sangre congelada.
Quita su mano de la mía, pero la coloca sobre mi entrepierna. —Todo el
mundo necesita algo —dice cambiando el tono. Está destinado a ser
atractivo, pero resulta forzado y grotesco—. Dime lo que quieres y te lo
daré.
—No puedes darme lo que quiero.
Ella debería saberlo ahora. Tal vez sea mi culpa por no hacer que lo
entendiera antes. No tengo nada que darle, salvo regalos caros y orgasmos
cuando tengo tiempo. Tal vez por eso se aferra con tanta fuerza, incluso a
expensas de su dignidad.
—Pruébame —dice, apretando entre mis piernas—. Sé que quieres
hijos. Déjame tener a tu bebé. Déjame darte un hijo.
Le devuelvo la mirada con indiferencia, esperando a que se dé cuenta y
retire la mano. No lo hace. Solo se desespera cada vez más, mientras intenta
engatusar a mi polla para que cobre vida.
—Déjame…
—Alisha —le digo, quitando su mano de encima mío—, es hora de
decir buenas noches.
Sus ojos se abren decepcionados. Aparta la mano como si quemara y se
queda mirando el parabrisas. —¿Te veré de nuevo? —pregunta sin mirarme.
—Probablemente no.
—Así que estos últimos dos años… ¿no significaron nada para ti?
—Fue una buena distracción.
Escucho su jadeo y el susurro de su movimiento al mismo tiempo.
Suspiro con cansancio. Esperaba que no fuera tan predecible. Supongo que
estaba equivocado.
Efectivamente, su mano se precipita a través del coche en un curso de
colisión con mi cara. Extiendo la mano y la detengo en seco antes de que
pueda asestar el golpe. Mis dedos aprietan su muñeca lo suficientemente
fuerte como para bloquear el flujo de su circulación.
—No quieres hacer eso, Alisha.
—Me estás lastimando —jadea.
—Te haré mucho más daño si seguimos juntos —prometo. Luego la
dejo ir.
Aparta la mano de nuevo y forcejea con la manija de la puerta del coche.
Le toma un momento, pero la abre y sale corriendo hacia su edificio. Sus
tacones repiquetean furiosamente contra el pavimento.
El portero que bajo el toldo le dice algo, pero ella lo ignora y se vuelve
hacia el coche. No me molesto en esperar sus últimas palabras, sin duda
mordaces. Solo conduzco lejos. Probablemente no sería inteligente, de
todos modos.
Exhalo mientras el motor ruge debajo de mí y me aleja de los restos de
otra relación que apenas quise comenzar.
Mañana a primera hora tendré una charla con Petro sobre su libertad con
mis putas tarjetas de crédito. ¿Lencería de seda, perfumes y diamantes? Ha
perdido la maldita cabeza.
Tomo la salida a la autopista. Es un largo camino a casa. Ventoso y
oscuro, especialmente con la tormenta eléctrica que apenas comienza. Pero
todas esas cosas se adaptan a mi estado de ánimo. Enciendo el sistema de
sonido y el crujido agresivo de la música de metal sale de los altavoces para
sacudir mis huesos.
Me adapto a la velocidad del coche. Me inclino con los giros y presiono
más fuerte el pedal. El camino se despliega como una cinta negra en la
noche. Sin luces. Sin ninguna otra alma viva.
Hasta que tomo una curva demasiado pronunciada y veo el resplandor
de los faros que se aproximan…
En mi lado del camino.
Todo sucede tan rápido. El otro conductor parece darse cuenta de cuán
desviado está, porque entra en pánico y gira el coche hacia la derecha. Pero
corrige de más. Un neumático, luego dos, luego los cuatro salen de la
carretera, y no hay forma de recuperarse de eso. Me hago a un lado, justo a
tiempo para evitar su parachoques coleando. A través de mi espejo
retrovisor, veo el coche que choca de frente contra uno de los postes de luz
apagados ubicados como centinelas a lo largo de la carretera.
Aprieto los frenos y me deslizo hasta detenerme a cien metros por la
carretera. —Maldito imbécil —murmuro con impaciencia, mientras salgo
de mi coche y camino hacia la farola.
Los relámpagos atraviesan el cielo. Antes de llegar al coche, la puerta
del conductor se abre de par en par, y veo el grueso tacón de una bota negra
que golpea la grava del camino.
—¿Qué diablos estabas…?
La mujer que sale del coche se detiene en seco, con los ojos muy
abiertos por la incredulidad. Me congelo, observando sus rasgos
lentamente, asegurándome de hacerlo bien esta vez.
Me he cruzado con cientos de mujeres con cabello castaño en los
últimos diez años. Algunas de ellas con la piel pálida como la leche.
Algunas menos con ojos del tono correcto de verde.
Ninguna de ellas ha sido ella.
Pero siempre ha habido un momento, una pequeña fracción de segundo
de búsqueda, cuando pensé que podría serlo. Es inevitablemente una
decepción, que entierro muy dentro junto con todo lo demás.
Hasta ahora.
—Oh, Dios mío… —respira.
Y lo sé al instante.
Es ella.
9
KINSLEY
UNA HORA ANTES

EMMA: ¿Cómo te va?


Me aseguro de que mi cita siga ocupada viendo a la chica con el tatuaje
de mariposa de la mesa de al lado, antes de responder rápidamente al
mensaje de texto de Emma, con mi teléfono en el regazo fuera de la vista.
KINSLEY: Volveré a casa pronto. ¿Todo bien?
EMMA: Ay, no. ¿Qué tiene de malo?
Miro hacia arriba. Liam le sonríe a la mesera ahora. La de las tetas
grandes y los dos botones superiores abiertos. Eso no es una coincidencia
por ningún tramo de la imaginación, es casi como si cualquiera con una
copa B o más pequeña fuera invisible para él.
KINSLEY: Es asqueroso. Mira como súper pervertido a todo lo que
pase con un útero.
EMMA: ¿Es consciente de que está en una cita con la mejor dueña de
úteros de todo el país? Quizás solo no lo estás involucrando en esas
brillantes bromas de Kinsley que todos conocemos y amamos.
KINSLEY: ¿Estás tratando de ser fastidiosa o te sale natural?
Se limita a responderme con dos emojis, uno con un halo y otro
guiñando un ojo. Me río de mi inconteniblemente pícara mejor amiga, salgo
de nuestro hilo de conversación y vuelvo mi atención al Sr. Mirada
Deambulante.
—¿Seguimos la fiesta en el bar de al lado? —sugiere Liam.
Me estremezco. —Ah, em, gracias, Liam, pero realmente debería irme a
casa. Tengo un comienzo temprano en la mañana.
—Y pensar que estaba a punto de invitarte a mi casa. —Él sonríe como
un lobo, de una manera que me va gustando cada vez menos a medida que
pasa la noche. No me gustaba mucho en primer lugar.
Le ofrezco una sonrisa tensa, que espero que interprete como un rechazo
educado. —Lo siento, esta noche no.
—Ah, ya veo —dice, moviendo sus cejas demasiado pobladas—. Otra
noche, entonces.
Y ahí se va el rechazo educado. —Ay, guau, ¿es esa la hora? —exclamo,
evitando su pregunta por completo—. Realmente me tengo que ir —es un
poco exagerado, pero tengo la sensación de que Ojos Saltones aquí no es el
cliente más exigente de la cuadra.
—No es tan tarde —él frunce el ceño—. No seas aguafiestas.
—Normalmente estoy en la cama a las nueve —digo, poniéndome de
pie y echando mi bolso al hombro—. Así que esta es una noche larga para
mí.
—Baja la velocidad de tus caballos. Ni siquiera hemos pagado todavía,
socia.
Fuerzo una sonrisa ante las malas metáforas mezcladas y el peor acento
sureño, mientras me hundo en mi asiento. —Ah. Sí. Disculpa.
Le chasquea los dedos al mesero, que está ocupado tomando el pedido
de otra mesa, y pide imperiosamente el “chequee”. Sé que lo deletrea así en
su cabeza, porque lo dice con dos sílabas, así. Error número billón de la
noche para el Sr. Liam Griffith, vendedor de seguros de vida, DJ aficionado,
perdedor total. Error número cuatrillón para mi carrera de citas.
El mesero suspira y va a buscar la cuenta, presumiblemente para poder
perdernos de vista más temprano que tarde. Luego, Liam me mira y sonríe
como un loco. Sabes que una cita es mala cuando te encuentras esperando
que él empiece a mirar a otras mujeres otra vez.
—¿Alguien te ha dicho alguna vez que tienes unos ojos
extraordinariamente llamativos? —dice, inclinándose lo suficiente para que
pueda oler el kétchup en su aliento.
Las mesas de este restaurante son pequeñas. Dejan mucho espacio para
toneladas de golpes de codos y rodillas, lo que ha sucedido con tanta
frecuencia que estoy empezando a pensar que encuentra excitante el
contacto entre apéndices dignos de moretones. Giro mi cuerpo hacia un
lado para apuntar mis piernas hacia las puertas. O sea, el lugar hacia el que
realmente me gustaría caminar.
—Tú lo hiciste, de hecho —le recuerdo—. Cuando nos conocimos.
—Así es. Así es como conseguí que accedieras a tener una cita
conmigo.
Más como la creciente comprensión de no haber tenido una cita en más
de dos años. No me molesto en corregirlo.
—Sin embargo, no te he visto en el gimnasio desde ese día —señala.
—Es que mi amiga tiene una membresía en Toned. Estaban ofreciendo
sesiones gratis de pedaleo para los amigos de los miembros, y Emma pensó
que podría disfrutarlo.
—¿Y lo hiciste?
—Prefiero correr.
—¿Corres a menudo?
—Tan a menudo como puedo. —De hecho, pienso para mis adentros,
me encantaría salir corriendo de aquí ahora mismo. Sería buena también.
Pero también en un sentido más amplio y cósmico. Huyendo de mi
pasado. Huyendo de mis demonios. No soy tan buena en eso, aunque no por
no haberlo intentado.
—Bueno, estás en muy buena forma —dice deslizando sus ojos sobre
mi cuerpo con aprobación—. Supuse que prácticamente vivías en el
gimnasio. Yo también lo hago.
Lleva la mano detrás de su cabeza y de veras flexiona hacia mí. Tengo
que alcanzar mi vaso de agua, solo para esconderme por unos segundos y
no reírme en su cara.
—¿Dónde está ese mesero? —murmuro.
—Estás apurada —dice, y la sonrisa desaparece de su rostro.
—¿Ltengo estoy? Yo solo, eh… no me gusta conducir en la oscuridad.
Eso no es mentira. Pero ciertamente no le explicaré a este tipo por qué
los coches en la noche me asustan. Por qué me han asustado durante diez
años, en realidad.
—Podría haberte recogido —me regaña—. Pero insististe en que me
encontrarías aquí. Lo entiendo, lo entiendo, Señorita Independiente. A ti y a
todas las demás mujeres de hoy en día.
—Bueno, es una primera cita —le digo con una risa temblorosa.
Él frunce el ceño. —¿Es porque eres paranoica o porque eres
conservadora? —pregunta.
En tu caso, simplemente desinteresada. —Un poco de ambas, tal vez.
Sus cejas se juntan, pero se las arregla para ocultar su decepción detrás
de una sonrisa. Prefiero que no sonría. Es mucho menos espeluznante.
—Aquí tiene, señor —dice finalmente el mesero, dejando caer la cuenta
en el centro de la mesa.
La alcanzo al mismo tiempo que lo hace Liam, pero se las arregla para
quitármela de la mano. —De ninguna manera —dice con firmeza—. Yo
pago.
—Por favor —insisto—. Vamos a dividirlo.
—De ninguna manera, vaquera —dice, recurriendo de nuevo a esa
abominable voz de vaquero que tanto le gusta—. Esta la pago yo.
Introduce su tarjeta de crédito que, observo, tiene el nombre de su padre,
y se la entrega al mesero con una sonrisa satisfecha. —Gracias, buen
hombre.
Tengo que resistir el impulso de poner los ojos en blanco.
—Buen restaurante, ¿eh? —comenta. Sus ojos siguen a una rubia tetona
que se pasea de la mesa al baño.
—Muy lindo —concuerdo. De pronto mi tenedor me parece fascinante.
—Un poco caro —bromea Liam—, pero sabía que valías la pena.
Mis ojos están fijos en el mesero. Está en el mesón ahora, deslizando la
tarjeta de Liam. —¿Lo sabías? —pregunto distraída.
—He estado yendo a ese gimnasio durante años. Nunca he conocido a
una mujer ni la mitad de bonita que tú. Y, confía en mí, he buscado.
—Ah, ¿sí? ¿Qué más buscabas?
—¿Disculpa? —pregunta, al parecer confundido.
—Estoy segura de que había otras cosas que buscabas en una mujer,
además del atractivo.
—Ah —se ríe—. Nada tan importante —su sonrisa se marchita cuando
al notar que no me estoy riendo con él—. Fue un chiste.
Asiento con gravedad. —Me reí. Ah, mira, aquí está el mesero.
Estoy fuera de mi asiento antes de que Liam haya firmado sobre la línea
punteada. Sé que estoy siendo demasiado crítica, después de todo, él pagó
la comida, y fue una buena comida, y ni siquiera fue tan gilipollas, solo un
poco molesto y fastidioso.
Pero no se puede escapar del hecho de que me sentí presionada a esta
cita desde el principio. Además, por mucho que desearía que fuera cierto,
aún no hemos llegado al final.
De hecho, ya puedo ver sus labios preparándose. Me trago ese sabor
acre de estás-a-punto-de-vomitar en mi boca.
Él apoya su mano en la parte baja de mi espalda mientras salimos del
restaurante como si estuviéramos atravesando un club lleno de gente,
aunque hay diez pies de espacio en cualquier dirección. Cuando salimos,
me alegro de ver que he aparcado en el extremo opuesto del aparcamiento
que él.
—Allá estoy —le digo, señalando mi Mini Cooper azul—. Supongo que
se acabó la diversión.
—Déjame acompañarte a tu coche.
—Realmente no tienes que hacer eso.
—Será un placer.
Está diciendo todas las cosas correctas. Está haciendo todo lo correcto.
Entonces, ¿por qué diablos no puedo saltar a bordo y simplemente
divertirme?
Me lanza esa sonrisa lasciva suya y siento mi piel retroceder.
Ah, sí. Por eso.
—Lindo coche —comenta.
Doy un paso atrás, fuera del alcance de los besos. —Muchas gracias por
la cena, Liam.
Él me persigue. Su mano acaricia mi cadera mientras respira en mi cara.
—Sé que esta parte de la noche puede ser un poco incómoda…
—¡No tiene que serlo! —grito, un poco desesperadamente.
Se ríe demasiado alto. —Las grandes mentes piensan igual, Kelsey.
Ese no es mi nombre, pero prefiero salir de la zona explosiva que
corregirlo. —Hm, sí que lo hacen. Vale, buenas…
Oh-oh. Los labios son inminentes. Están secos, arrugados y apuntados
directamente hacia mí como el asteroide que mató a los dinosaurios. Sus
ojos también están cerrados, lo cual es bueno, en el sentido de que no puede
ver el horror en mi rostro; y malo, en el sentido de que realmente no le
gustará lo que encuentra en tres, dos, uno…
Salto fuera del camino. Falla por completo, mete la lengua en el aire y
luego se tambalea unos pasos hacia adelante hasta chocar contra la parte
trasera de una camioneta estacionada en el lugar para discapacitados.
—¡Buenas noches, Liam! —saludo desde donde estoy parada, un metro
a su derecha.
Abre los ojos. Casi me río a carcajadas ante la sorpresa pura y sin
adulterar en su rostro. En todos sus sueños más salvajes, nunca vio venir
este resultado final.
No sé qué decir, así que hago lo que mejor me sale: corro.
Salto a mi coche y enciendo el motor. Cambio a conducir, le doy un
saludo incómodo y salgo del estacionamiento. —Jesús —murmuro al ver su
cuerpo bajo y regordete desvanecerse azul en la oscuridad—. Realmente
hiciste un desastre ahí, Kinz.
Cuanto más me alejo de Liam y del restaurante, más puedo finalmente
empezar a respirar de nuevo. Entonces, recuerdo que hay una porción de
helado de galletas en el refrigerador y mi estado de ánimo mejora
considerablemente.
Lo único malo es que el camino a casa desde esta parte de la ciudad
apesta. Toda la franja de luces de alto voltaje a lo largo del costado de la
carretera está quemada, y el condado está demasiado arruinado o demasiado
obstinado para arreglarlas, por lo que es como conducir a través de una
cueva oscura. Siempre subo la música más alto cuando paso por esa parte.
—A ver —me digo a mí misma, tratando de encontrar una estación para
instalarme—. Viejos clásicos, no. Música clásica, no esta noche. Heavy
metal, no, ninguna noche.
Todavía estoy hojeando las estaciones cuando un relámpago zigzaguea
por el cielo. Al mismo tiempo, miro hacia arriba y me doy cuenta de algo…
Me he desviado hasta el otro carril.
Y alguien más se dirige directamente hacia mí.
Siempre he sido una conductora bastante terrible, pero esto es malo,
incluso para alguien con mi historial. Estoy completamente en dirección al
coche que se aproxima. Dicho esto, debe estar yendo al menos a ciento
cincuenta millas por hora. Se siente como si sus faros me gritaran. La
estación sigue emitiendo heavy metal estruendoso, otro relámpago y el
sonido del trueno que lo acompaña hacen que mi cabeza dé vueltas, y estoy
enloqueciendo, paralizándome como siempre lo hago, y luego cierro los
ojos, la otra cosa que siempre hago, porque si no lo veo, entonces no puede
hacerme daño y así…
PUM.
Mis manos son más inteligentes que yo. En el último segundo, frené a
fondo y giré el volante lo suficiente como para pasar chirriando por un lado
al otro conductor. Desafortunadamente, clavé rápidamente mi coche en uno
de esos postes de luz rotos que mencioné antes. La vibración del impacto
sacude todo mi esqueleto. El cerebro da vueltas en mi cráneo.
Cuando recobro mis sentidos, apago el motor. El sonido del humo
escapando por debajo del capó es como el de las uñas contra una pizarra.
Por el retrovisor veo que el otro conductor se ha hecho a un lado de la
carretera, a unos cien metros de distancia.
También veo su silueta que camina hacia mí. Otro relámpago lo ilumina
brevemente. Alto, cincelado, tan moreno y de ojos oscuros como la noche a
su alrededor.
Trago saliva, repentinamente nerviosa, y luego me preparo y salgo del
coche. Ya está gritando—: ¿Qué diablos estabas…?
Entonces me paro en seco. Él se acerca. Más relámpagos. Esta vez estoy
lo suficientemente cerca para ver que su rostro brilla.
La memoria me está jugando una mala pasada otra vez. Tiene que ser
eso.
Porque conozco esa cara. Conozco a ese hombre. Es diferente ahora,
pero desde luego, pasaron diez años. Por supuesto que estaría diferente.
Estoy segura de que yo también lo estoy.
Es todo lo que ha permanecido igual lo que me convence de quién es él.
Esos hombros anchos, ese andar confiado. Esos ojos azul cobalto.
—Ay, Dios mío…
Da un paso hacia mí, su frente se arruga con el mismo inquietante
reconocimiento que tiene sus garras en mí. Su chaqueta negra ondea con la
repentina ráfaga de viento.
—Vale, vale —dice—. Encantado de verte de nuevo, princesa. ¿Me
extrañaste?
Mi mandíbula cuelga en algún lugar, alrededor de mis rodillas. —Tú…
—murmuro como una estúpida.
—Sigues siendo una conductora de mierda —observa.
Desearía poder responder algo, pero estoy abrumada más allá de lo
creíble por el cruce de caminos más improbable en la historia de los cruces
de caminos. Desafortunadamente, no parece que esté teniendo el mismo
efecto en él.
Finalmente, encuentro mi voz. —¡Tú… yo… tú conducías como un
maníaco!
Él frunce el ceño. La melancolía… Lo recuerdo muy bien. Me hace
temblar ahora, como lo hizo cuando lo vi por primera vez. —Yo estaba en
mi lado de la carretera.
—¡Claro, yendo como diez veces el límite de velocidad! ¡Podrías
haberme matado!
—Luces bastante viva.
—¡No gracias a ti!
Él simplemente se queda allí, con ese desapego tranquilo que es su arma
preferida. Es odiosamente efectivo. Quiero correr hacia él de frente y tirarlo
al suelo.
Él mira hacia mi coche. —Tu coche, por otro lado, ha visto días
mejores.
—Es nuevo —espeto—. O al menos lo era. Cristo, esto me costará una
fortuna.
—Tienes que respirar —aconseja.
—Lo que necesito es que hombres como tú dejen de conducir como si
fueran dueños de toda la maldita carretera.
—¿Hay alguna razón por la que estás tan enojada? —sus ojos astutos
recorren mi cuerpo como si registraran todo lo nuevo sobre mí en cuestión
de momentos.
—Ay, no lo sé. ¡Supongo que me cabreo un poco cuando un gilipollas
rico en un coche elegante me saca de la carretera!
Giro sobre mis talones y pisoteo de vuelta a mi coche.
—¿A dónde vas? —él llama.
—¡Lejos de ti! —siento una gota de lluvia en mi mejilla, pero apenas
noto la cosecha de nubes de tormenta que se cierne sobre mi cabeza.
Tengo cosas más importantes de las que preocuparme que unos pocos
rayos.
—No puedes simplemente irte, Kinsley.
Me detengo, me estremezco y trago. El sonido de mi nombre en sus
labios… Me hace algo poderoso.
—¿Por qué no puedo? —pregunto, dándome la vuelta para mirarlo de
nuevo. Las diversas iteraciones de discursos que he preparado en mi cabeza
durante la última década desaparecen por completo. Probablemente porque
nunca creí que tendría la oportunidad de usarlos—. Te fuiste sin decir adiós.
¿Por qué yo no puedo?
10
DANIIL

Su cabello oscuro es más largo de lo que recuerdo. Más lacio, también. Sus
ojos verdes están rodeados de carbón, pero el maquillaje que lleva es sutil y
discreto.
Es distinto de la última vez, cuando corría en manchas de sangre, rímel
y agua de río por su rostro.
—¿Te lastimé? —pregunto en voz baja.
Frunce el ceño, tratando de negar lo que ya ha admitido con todo menos
con sus palabras. —No te halagues a ti mismo.
—Me pareció que sería más fácil así. Que te despiertes y descubras que
me había ido.
—Patrañas —espeta ella—. Fue más fácil para ti irte antes de que me
despertara. No finjas que tu decisión tuvo algo que ver conmigo.
—Supuse que te olvidarías de mí y seguirías con tu vida.
—Lo hice —espeta ella—. Lo he hecho.
Levanto las cejas, pero no digo nada. Está ocupada rechinando los
dientes y fallando miserablemente en la tarea de mantener sus emociones
enjauladas. Si no fuera por el trueno que retumba sobre nuestras cabezas,
habría podido oír el rechinar de sus muelas. Resoplando, se da la vuelta y
hace otro intento de volver a su coche.
—Esta vez no se puede conducir —le digo, acercándome—. Necesitas
ayuda.
—No quiero ninguna ayuda tuya —dice y me mira a través de su
ventana abierta—. He tenido suficiente de tu “ayuda” para toda la vida.
—Entonces te tendrás que quedar aquí por un tiempo.
Me encojo de hombros y emprendo la caminata de regreso a mi coche.
Estoy a apenas veinte metros cuando escucho la puerta de su coche que se
cierra de nuevo. Cuando miro hacia atrás por encima del hombro, ella está
mirando el guardabarros roto y el delgado hilo de humo que sale del capó.
Ella me mira, y en el momento exacto en que hacemos contacto visual,
empieza a llover. Duro.
—Joder —se queja. El repiqueteo de la lluvia sobre el asfalto casi ahoga
su suave quejido—. ¿Qué diablos hacemos ahora?
—Sube a mi coche.
—Claro que no haré eso —espeta ella. Se da la vuelta y empieza a tirar
de la puerta de su coche de nuevo. Pero el metal debe haberse desmoronado
de un modo que lo mantiene cerrado esta vez, porque no consigue nada.
—No seas niña —le respondo—. Entra.
La agarro por el brazo y la tiro, pataleando y forcejeando todo el tiempo,
hasta donde mi coche está parado en el arcén. A la mitad, se da por vencida
y me deja arrastrarla como a una muñeca sin vida.
La lanzo al asiento del pasajero y camino hacia el lado del conductor. En
el momento en que cierro la puerta, el sonido de la lluvia se corta a la
mitad. Adentro, la radio sigue burbujeando silenciosamente.
Sus ojos se estrechan cuando giro la llave en el arranque. —¿A dónde
vamos? —exige.
—No podemos quedarnos aquí. Estamos en medio de la carretera.
Pasaremos la tormenta en algún lugar cómodo.
—Ah, ¿así que un coche ya no es lo suficientemente bueno para ti?
La miro y reprimo una risita. —He ascendido en el mundo.
Mira la chaqueta de mi traje de Tom Ford. —Claramente.
—Nunca te consideré del tipo crítico.
—Sí, bueno, muchas cosas pueden cambiar en diez años —dice con
dureza, mirando con determinación por la ventana. No miro a ningún lado
más que a ella—. No iré a ningún lugar lejos. Escoge el primer sitio techado
que veas y nos detendremos.
—También has mejorado mucho en ladrar órdenes —observo.
Toda su respuesta es una mirada furiosa. Vuelvo a la carretera y
recorremos un par de millas bajo la lluvia.
—Allí —dice ella, señalando hacia un bar con luces de neón en la
esquina de la calle—. Puedes parar allí.
Parece un lugar bastante decente, así que detengo el coche justo afuera
de las instalaciones. Es un corto recorrido desde aquí hasta el toldo que
cuelga sobre las puertas del bar.
Tengo un paraguas en la parte de atrás, pero Kinsley no espera a que se
lo ofrezca. Abre la puerta en el momento en que me detengo y corre para
ponerse a cubierto. Suspiro y la sigo.
Cuando entro, ella está sentada en el bar y hurga en su teléfono.
—¿Hola? —dice ella, presionando el teléfono contra su oído—.
¿Hola?… Maldita sea.
—La recepción aquí no vale nada, señora —le dice el cantinero con
simpatía—. Especialmente con esta tormenta.
Ella me ignora cuando me siento en el taburete junto al suyo. —¿Hay un
teléfono fijo aquí que pueda usar?
El cantinero apunta la cabeza hacia un pasillo en el otro extremo del bar.
—Encontrarás un teléfono público justo antes del baño de damas. Pero
tampoco estoy seguro de que funcione. La cosa ha estado descompuesta
durante años.
Ella salta del taburete y se dirige en busca del teléfono público. Niego
con la cabeza. Todavía terca. Algunas cosas nunca cambian.
—Brandy —le digo al cantinero.
El hombre asiente y toma una botella del estante superior, mientras
tararea junto a la máquina de discos. Es un tipo fornido, grande en todas
direcciones, con una barba haciendo juego.
—¿Algo para tu amiga?
—La dejaré elegir su propia bebida, o habrá un infierno que pagar.
—Inteligente —se ríe, deslizando el brandy sobre el mesón hacia mí—.
Soy Chester.
Me vacío la bebida de un trago y luego devuelve el vaso. —Otro.
Kinsley emerge del pasillo. Es obvio por su expresión agria que no tuvo
mucha suerte con el teléfono del bar.
—¿Remolque en camino? —pregunto amablemente.
Ella me lanza una mirada que podría descascarar pintura, justo cuando
Chester pone el segundo vaso de brandy frente a mí. —¿Qué es eso? —
pregunta, alcanzando el vaso antes de que pueda responder.
—Brandy —responde Chester por mí—. Lo mejor de la casa. Su
hombre aquí no parece tener gustos baratos.
Ella pone los ojos en blanco. —Ay, que el cielo no permita que obtenga
algo menos que lo mejor. Tomaré un café, por favor. Negro. No todos
podemos pasar de prisión a príncipe en una década.
Enarco una ceja. —Ni siquiera me tomó un cuarto de década, en
realidad.
Chester toma la sabia decisión de irse a la parte de atrás en busca de café
en lugar de quedarse a escuchar la conversación.
—¿Cómo está Tom? —pregunto en un tono casual.
—¿Se supone que es una prueba o algo así?
—Dije que te obligaría a cumplir. Soy un hombre de palabra. ¿Y tú?
Ella coloca ambos codos en el mesón. —No volví con él. Lo vi una vez,
para devolverle el anillo y el coche. Eso fue todo.
—Impresionante.
—Si hubieras estado allí, probablemente no lo pensarías —dice
secamente.
Ella ha cambiado. Puedo escuchar los años en su voz. Me pregunto si yo
sumé al timbre envejecido. —¿Por qué dices eso?
—Esperaba una disculpa de su parte.
—Ah. Sin éxito, supongo.
—¿Me vas a regañar? —pregunta con cautela.
—¿Por ser optimista?
—Creo que la palabra que estás buscando es “ingenua” —mantiene la
mirada desviada, pero noto que sus hombros se tensan. El cabello mojado
se pega a los lados de su cara, las puntas pasan de marrón oscuro a negro
oscuro—. Cometí muchos errores ese día.
—¿Crees que dejar a tu prometido en el altar fue uno de ellos?
Sus ojos se clavan en los míos. —Por supuesto que no.
—Bien.
—Buenas noticias, señora —dice Chester, materializándose desde la
puerta de la cocina—. Hay una taza de café caliente dirigiéndose hacia
usted.
—Kinsley —dice ella—. Y gracias.
Él asiente amablemente, pero me doy cuenta de la forma en que sus ojos
se detienen en su rostro. Aprecia a una mujer bonita. El problema es que
esta mujer en particular está aquí conmigo.
Parece darse cuenta de eso en el segundo en que mi mirada se fija en él.
Es una comunicación primitiva. De hombre a hombre. De bestia a bestia.
Lo entiende y rápidamente mete la cola entre las piernas.
Volviendo a mover la cabeza, se gira y se ocupa de limpiar un juego de
vasos que ya estaban limpios. —Háganme saber si les puedo conseguir algo
—murmura sin levantar la vista.
Kinsley presiona su frente contra la fría superficie de madera del bar. —
Todo lo que quiero es tener suficiente señal en el celular como para poder
llamar a Triple A y hacer que remolquen mi coche —mira a través de las
ventanas oscurecidas. Es un aguacero torrencial afuera—. Sin embargo, no
parece que eso vaya a suceder pronto.
Chester podría no ser tan inteligente como creí, porque se vuelve hacia
nosotros y sonríe. Le faltan algunos dientes. —¿Tienen un niño en casa
esperándolos? —pregunta.
Kinsley se pone tensa. Su espalda se endereza en una línea áspera. —No
estamos juntos.
Chester levanta las cejas. —¿Ah?
Niega con la cabeza. —Este es el tío que casi choca contra mi auto y me
obliga a salir de la carretera. Él es la razón por la que necesito una grúa, en
primer lugar.
Chester se pasa una mano por el pelo. —Eh. ¿Qué tal eso? Asumí que
ustedes dos se conocían. Tienen una forma de interactuar, ¿sabes? Como,
química. Chispas.
Siempre he disfrutado de un silencio incómodo. Puedes notar mucho
sobre las personas cuando las haces sentir incómodas. Kinsley, por ejemplo.
Ella sigue revisando su teléfono compulsivamente. No quiere hacer
contacto visual conmigo, pero tampoco puede evitar mirarme cada pocos
segundos. Es como si la preocupara que vuelva a desaparecer.
—No hay…
—Han pasado diez años desde la última vez que nos vimos —
interrumpo suavemente—. Kinsley aquí está un poco molesta por cómo
dejamos las cosas.
Ella me hace un agujero con la mirada en un costado de mi cara.
—Fuimos juntos a la escuela secundaria —digo, elaborando una historia
en el acto, solo para divertirme. Tomo un sorbo de brandy—. Kinsley estaba
enamorada de mí.
Sus ojos brillan con fuego verde. —¡Ja! El Sr. Rey del Baile siempre
tuvo el ego más grande de cualquier niño en la escuela. Me alegra ver que
algunas cosas no cambian.
—Algunas cosas no necesitan cambiar.
Ella gira los ojos. —Cierto, por supuesto que no. ¿Para qué mejorar lo
perfecto?—. Pregunta sarcásticamente. Kinsley se vuelve hacia Chester—.
Jesucristo. Debí haber pedido alcohol en lugar de café.
La puerta de la cocina se abre. —¡Hablando de Roma! —ríe Chester
cuando un joven grasiento con un delantal blanco aparece con una taza
humeante en la mano—. Gracias, Duffy. Aquí tienes, Kinsley. Puedo
agregar un poco de algo, si decides que quieres una potencia extra.
—Estoy bien por ahora, gracias —suspira.
Chester se inclina sobre el bar con sus codos fofos y tatuados. —
Entonces, ¿qué pasó, chicos? —sondea—. Estoy intrigado ahora. ¿Ustedes
dos tuvieron una aventura caliente y pesada, que terminó en lágrimas y
corazones rotos?
—Un corazón roto implicaría que mi corazón alguna vez estuvo
involucrado —dice bruscamente—. Y en cuanto a Daniil… bueno, él no
tiene un corazón que pueda romperse, para empezar.
Chester se vuelve hacia mí con las cejas arqueadas y una mirada que
dice: Tendrás las manos ocupadas con esta.
Sonrío. —Culpable.
—Todos los hombres tienen uno —dice Chester. Le está hablando más a
Kinsley que a mí.
—No este hombre —dice ella. Sus ojos se desvían hacia mí por un
momento—. Lo conozco.
—¿Lo haces, Kinsley? —pregunto—. ¿Me conoces?
Toma un sorbo de su café y se estremece ante su amargura. Sus ojos
verdes están llenos de acusación. —Honestamente, es tan poco original. El
atleta seguro de sí mismo, que se sale con la suya de un maldito asesinato
literal, solo porque tiene una bonita línea de mandíbula. —Se vuelve hacia
Chester—. Todo es solo un espejismo. Para confundir a los débiles y a los
vulnerables.
Chester está empezando a darse cuenta de que se ha metido en un nido
de avispas. —Parece que ustedes dos tienen algunos problemas por resolver
—dice incómodamente, llenando mi brandy de nuevo.
—El único problema que quiero resolver es el que se relaciona con mi
coche —dice Kinsley con firmeza—. No tengo ningún interés en arreglar
nada más.
—Vale —dice, alejándose de nosotros dos—. Creo que me voy a
deslizar hacia el otro extremo del bar, antes de que la tensión sexual entre
los dos estalle y me arrastre con ustedes, jeje.
Se acerca al hombre solitario sentado en el extremo opuesto del bar con
una cerveza medio llena entre las manos.
Cuando estamos solos, ella se retuerce en su asiento. Es entretenido
verla librar una guerra dentro de su propia cabeza. De alguna manera,
ambos lados están perdiendo.
Ella me mira y sus ojos se estrechan. —Estás disfrutando esto, ¿no?
—Nunca esperé encontrarte más sensible de lo que estabas hace diez
años.
—Mucho puede cambiar en una década —sus ojos parpadean sobre mi
ropa—. ¿A quién asesinaste por ese atuendo?
—Nadie que no mereciera morir.
—Vale —dice con sarcasmo—. El criminal noble. El asesino con un
código moral invulnerable.
—Nunca pretendí tener moral. Pero sí tengo un código que sigo.
—Te pediría que me lo explicaras, pero probablemente dirás algo cliché
y predecible.
—Adivina.
—Si me lo dices, ¿tendrás que matarme? —sugiere.
—Tienes razón. Demasiado cliché.
—¿Lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas?
—Demasiado comercial.
—¿Nadie tiene por qué saber dónde están enterrados los cuerpos?
Niego con la cabeza. —De hecho, encuentro útil compartir esa
información. No puedo pretender recordar dónde están enterrados todos los
cuerpos.
Pasa por media docena de expresiones diferentes en un abrir y cerrar de
ojos. Una risa, un ceño fruncido, una ceja levantada, un labio entreabierto.
—¿Aún no puedes notar si bromeo o no?
Ella se decide por el ceño fruncido. —Lo captaré eventualmente.
—Es mejor que no —digo.
—¿Por qué? —pregunta—. ¿Porque saberlo pondría mi vida en peligro?
—No. Porque, si lo sabes, todo el misterio que tanto amas desaparecerá.
Ella gira los ojos. —Créeme, renuncié a los tipos misteriosos y
melancólicos hace mucho tiempo —toma otro gran sorbo de su café—.
Justo cuando me dejaste sola en el bosque, sin una explicación o un adiós
—luego se pone de pie—. Permiso. Voy a intentar con Triple A de nuevo.
Ella camina hacia la habitación que está cerca del baño. Miro hacia las
ventanas. Hemos estado sentados aquí veinte minutos, y la lluvia finalmente
ha disminuido.
Chester aparece y limpia la copa de brandy vacía frente a mí. —Maldito
infierno, hombre —dice en voz baja, mirando hacia donde acaba de ir
Kinsley—. ¿Harás algo al respecto o qué?
Oh, haré algo al respecto.
Solo que todavía no sé qué.
11
KINSLEY

El agua que me echo en la cara está lo suficientemente fría como para


espabilarme, pero, en lugar de ayudar, me está arrastrando de vuelta a la
agónica nostalgia.
Nostalgia. ¿Es siquiera la palabra correcta? ¿Puedes anhelar algo que en
realidad nunca tuviste, para empezar?
Recuerdo esa sensación de vértigo justo antes de caerme del puente. La
caída en mi estómago al comprender que me precipitaba hacia el agua. El
vestido de novia, envolviéndome y asfixiándome y arrastrándome hacia
abajo. Es una memoria repleta de metáforas que no estoy dispuesta a
analizar. La conclusión es que estoy encaminándome muy por encima de mi
cabeza aquí.
Joder. Esa también es una metáfora, ¿no?
Miro hacia el ovalado espejo descolorido que descansa sobre el lavabo.
Mi expresión es de cautela, pero mis ojos parecen desgarradoramente vivos.
Como si me hubiera sacado del agua de nuevo.
—Para —le espeto a mi reflejo.
—¿Que pare qué?
Una de las puertas del cubículo detrás de mí se abre, y una mujer se
acerca al lavabo al lado mío. Lleva un traje de negocios, por extraño que
parezca, con brillantes ojos color caramelo que observan con curiosidad mi
reflejo.
—Lo siento —murmuro—. No me di cuenta de que había alguien.
Arquea una ceja de forma perfecta hacia mí. —¿Estás bien, cariño? —
pregunta—. Pareces un poco en el borde.
En el borde. De nuevo con las metáforas. Jesucristo, universo, ya paren.
—Sí, podría decirse.
—¿Tiene algo que ver con ese alto vaso de agua con el que estás sentada
en el bar?
Sonrío dolorosamente. —¿Es tan obvio?
—Aja. Mi mamá solía decírmelo todo el tiempo: los hombres lindos
vienen con un montón de problemas. Era una dama inteligente.
Excelente. Si ese es el caso, entonces estoy jodida.
—Hay excepciones a cada regla, ¿no es así?
Ella se ríe musicalmente. —Ay, Dios te bendiga, querida. Eres del tipo
ingenua.
Me estremezco. —Prefiero pensarme como optimista.
—Más poder para ti, entonces —comenta sacando una barra de lápiz
labial color moca de su elegante bolso negro—. Sin embargo, no te culpo
por querer ser optimista en este caso —dice, hablando entre capas de lápiz
labial—. Esa mandíbula es suficiente para hacerme considerar cambiar de
bando.
—Yo que tú no lo haría —le digo—. Tu madre probablemente tenía
razón sobre todo el asunto del montón de problemas.
—Por lo general la tenía. Que tengas una buena noche, muñeca.
Me guiña el ojo y sale del baño. Hago una respiración profunda y
vuelvo a mi reflejo. No me veo más compuesta que cuando entré aquí por
primera vez.
Ping. Ping. Ping. Casi hago un baile feliz cuando escucho que mi
teléfono comienza a vibrar. La señal debe haber vuelto. Mi pantalla de
inicio muestra tres textos: uno de Emma, dos de Liam. Abro primero el de
Emma.
EMMA: El cachorro está durmiendo y yo bebiendo vino en tu sofá.
Supongo que, como todavía no has llegado a casa, ¿te vas a revolcar? Por
el amor de Dios, sinceramente espero que sí. ¡Recuerda usar condones!
Revoleo los ojos y abro los otros mensajes.
LIAM: Hola, sexy. No he podido dejar de pensar en ti desde que llegué
a casa.
LIAM: Una mujer como tú merece ser besada. A menudo. Y en todas
partes. Dame la oportunidad de mostrarte cuánto aprecio tu hermoso
cuerpo.
Hay una imagen adjunta, que ninguna cantidad de dinero en la galaxia
podría hacerme abrir. —Guácala —murmuro, borrando sin responder e
inmediatamente eliminando eso de mi memoria.
Marco el número de Triple A y espero nerviosamente a que me atienda
una operadora. Suena y suena, y luego…
—Triple A. ¿Cómo puedo ayudarle?
Dulce niño Jesús, gracias, rezo en silencio. Al teléfono, digo—: Hola,
mi nombre es Kinsley Whitlow. Tuve un accidente en la Ruta 320, cerca de
Big Horn Bar, y mi coche necesita un remolque.
Puedo oír el sonido de la operadora frunciendo los labios. —Podemos
enviar una grúa en los próximos veinte minutos. Costará
aproximadamente… quinientos setenta y tres dólares llevarla de allí al taller
mecánico más cercano.
Me estremezco con el número. —¿Y eso es solo para el remolque?
—Sí, señora. El mecánico tendrá que evaluar los daños cuando traigan
el coche. Luego le hará un presupuesto.
—Vale —hago una mueca—. Quinientos setenta y tres dólares serán.
Cuelgo, guardo mi teléfono y me limpio la cara con una toalla de papel.
Luego me aseguro de que mi maquillaje no esté muy corrido antes de salir
del baño.
Daniil todavía está sentado en el bar, recostado casualmente en su traje
negro y su confianza inquebrantable. Se ve aún más en control ahora, si eso
es siquiera posible.
—¿Lograste llamar a Triple A?
Me giro hacia Chester, que ahora está pegado al extremo opuesto del
bar. —Eh, sí —digo incómodamente—. Me va a costar un brazo y una
pierna, pero se están ocupando.
—Diles que no lo hagan. Yo lo haré.
—¿Te encargarás de esto?
Él asiente. —Déjamelo a mí.
—¿Dejártelo a ti?
Toma un sorbo de su brandy. —Si vas a repetir todo lo que digo, es
posible que estemos aquí mucho tiempo.
—Teniendo en cuenta nuestra experiencia pasada, creo que preferiría
manejar esto yo misma.
Se encoge de hombros, como si no le importara un carajo de cualquier
forma. —Como quieras.
—No tienes que quedarte aquí conmigo, sabes —le digo—. Puedes irte
cuando quieras. Como ahora, por ejemplo. O ahora. O ahora.
—No estoy aquí por ti.
Puedo sentir el rubor caliente en mi piel, pero lo ignoro y vuelvo a mi
café. Aunque no tengo ganas de terminarlo. Solo quiero mantener mis
manos ocupadas.
—¿Por qué te quedas, entonces?
Él levanta su vaso. —No soy de los que desperdician el alcohol.
—¿Simplemente desperdicias mi tiempo, entonces?
Espero una respuesta aguda. Pero, en lugar de eso, se inclina hacia
adelante. Así de cerca, el azul de sus ojos es hipnótico.
—No creo que esté desperdiciando tu tiempo en absoluto —dice en voz
baja—. De hecho, tengo la sensación de que me has estado esperando todos
estos años.
Retrocedo y bufo. —¿Es esa la vibra que estoy emitiendo, Daniil? ¿Eres
realmente tan egoísta que crees que he pasado la última década añorándote?
—Dime que me equivoco.
Probablemente me esté tendiendo algún tipo de trampa, pero estoy
demasiado furiosa para verla. —Sí, estás jodidamente equivocado —espeto
—. No te añoré. Más bien estuve maldiciendo tu nombre.
Alza una ceja. Sigue siendo espesa y confiada. Sigue siendo capaz de
expresar tanto con tan poco.
Aprieto los dientes, de repente anhelo la bebida más fuerte posible. Un
té helado de Long Island, o tal vez solo alcohol etílico directamente de la
botella. —Apareciste en un momento vulnerable de mi vida —termino—.
Eso es todo lo que fue.
Sigue sin decir nada, y maldita sea, eso es lo más exasperante que podría
hacer.
Lo observo a pesar de mis mejores instintos, tratando de descubrir
alguna pista sobre cómo el criminal con harapos prestados ha cambiado
todo. Solo el traje debe haber costado una pequeña fortuna, y el reloj en su
muñeca vale más de lo que ganaré en toda mi vida. La esfera del reloj es
negra, pero en lugar de números…
—¿Son esmeraldas?
Sigue mi mirada y observa su reloj por un momento. —Sí.
—Los diamantes eran demasiado llamativos para ti, ¿eh? —pregunto
sarcásticamente.
—Soy partidario del color verde. —Él sonríe—. Desde hace unos…
diez años, más o menos.
Mi corazón da este pequeño salto extraño, que no he sentido en… ay, no
sé. Diez años, más o menos.
Oh, no. Oh, no. Oh, no. No está pasando. Esto no puede estar pasando.
—Debería irme —le espeto, saltando del taburete. Mi codo golpea mi
taza de café medio vacía y salpica un costado del bar—. ¡Mierda!
Empiezo a buscar servilletas para limpiar el desorden, pero mi cerebro
está en medio de un colapso total de picante. ¡ABORTA! ¡VETE!
¡ESCÁPATE AHORA! ¡CORRE MIENTRAS PUEDAS!
Él no se ha movido de su taburete, y no parece que vaya a moverse
pronto. No me importa. De hecho, mejor para mí.
Mejor si no intenta seguirme. Porque he seguido adelante.
Me lo repito a mí misma: he seguido adelante. No suena mucho mejor
la segunda vez.
—¿Cómo planeas llegar a casa?
—Es este gran invento llamado taxi.
—No —se limita a decir.
Arqueo una ceja incrédula. —¿No?
—No, no vas a tomar un taxi. Yo te llevaré.
—No te molestes —digo—. Ya has hecho suficiente por una noche.
Suficiente para toda la vida, en realidad —abro mi aplicación de viaje
compartido y llamo a un Uber de inmediato—. Mi conductor estará aquí en
cuatro minutos —anuncio.
Transcurren treinta segundos silenciosos. Daniil no aparta la mirada de
mí ni una sola vez.
Es curioso cómo cuatro minutos pueden parecer toda una vida cuando
hay un par de ojos azules, helados, que observan cada uno de tus
movimientos.
Chester se acerca mientras evito cuidadosamente la mirada de Daniil. —
¿Ya se van? —pregunta.
Me pongo de pie y calzo mi bolso al hombro. —Yo sí. No puedo hablar
por él —empiezo a buscar mi billetera, pero Daniil saca la suya más rápido
que yo y deja caer doscientos dólares en el mesón manchado de café como
si nada.
Pienso en decirle que se meta su generosidad en el culo, pero bueno, me
abandonó en el bosque en el peor día de mi vida, así que, tal vez,
comprarme un café sea lo menos que pueda hacer ahora. Me giro y me
encamino hacia la puerta.
—No voy a agradecerte —le advierto mientras me sigue como un
fantasma.
Él se ríe. —Me sorprendería si lo hicieras.
Veo los faros de un Toyota Camry entrando en el estacionamiento. —
Ese es mi taxi —lo miro, apoyado estoicamente contra un pilar del toldo—.
Nunca te volveré a ver después de esta noche. Así que adiós, o lo que sea.
—Nunca se sabe, princesa. Es un mundo pequeño.
Ignoro el escalofrío que esas palabras envían a través de mi piel, y le
doy al conductor un saludo alegre. Cuando se detiene frente a mí, camino
hacia la puerta trasera del sedán y la abro. Solo vete, grita la voz en mi
cabeza. Súbete al coche y vete.
Pero no puedo resistirme a la pregunta que ronda mi cabeza desde que
entramos a este bar.
—¿Qué le pasó a tu jefe? —llamo a Daniil, que no se ha movido—. ¿El
que te encerró?
—Él está cerca. Pero ya no es mi jefe.
—Ahora eres tu propio jefe.
Él asiente. —Siempre lo fui. Solo tenía que recordármelo a mí mismo.
—Adiós, Daniil.
—Buenas noches, Kinsley.

—¿E s aquí, señora? —pregunta el conductor media hora más tarde.


Miro por la ventana y veo la fachada blanca desteñida de mi casa de un
piso. Estoy usando el término “mi” vagamente, considerando que la casa es
alquilada.
—Ah. Lo siento. Sí, lo es —tartamudeo—. Gracias.
Salgo y me dirijo a la puerta principal. La luz está encendida en la sala
de estar, lo que significa que Emma probablemente se ha quedado dormida
frente al televisor. Pero, cuando entro, está despierta y hojea ociosamente
una revista de cotilleos en el sofá.
—¡Ahí estás! —bosteza Emma, retirando la manta de sus rodillas—.
Empezaba a preocuparme.
—Lo siento —digo, sentándome en el sofá al lado de las piernas
extendidas de Emma—. Larga noche.
Ella se empuja a sí misma en posición vertical. —¿Todo bien? ¿Pasó
algo en tu cita?
—¿Cita?
—Em, sí. La cita en la que fuiste esta noche. ¿Con ese chico del
gimnasio…?
—Mierda. Liam. Cierto.
—Vale, ahora definitivamente estoy preocupada —dice Emma,
agarrando mi brazo—. Jesús, ¿se te pone la piel de gallina? ¿Es Liam,
como…
—Ay, Dios, no —interrumpo apresuradamente, arrugando la nariz—. La
cita fue una pesadilla. Él no es para mí.
—No creí que lo fuera. Pero pensé que podría ser una buena práctica.
—Él no era bueno en nada más que en mirar a otras mujeres —suspiro y
dejo caer mi cabeza hacia atrás en el sofá—. Tuve un pequeño accidente de
camino a casa.
Las cejas de Emma saltan sobre su frente. —¡¿Qué?! —su pequeña
nariz de botón tiembla. Siempre es extrañamente expresiva. La llamo Bugs
Bunny cuando exagera la tensión dramática.
—No te preocupes tanto —la regaño en broma—. Estoy aquí. Todo salió
bien, al final.
—Entonces, ¿por qué luces como si acabaras de ver un fantasma?
—Yo… conocía al tipo del otro coche. El que casi me chocó.
Sus cálidos ojos marrones están llenos de preocupación. —¿Quién era?
—Era… era él.
—¿Él? —repite confundida. Luego entiende—. Espera. ¿Te refieres a él,
él?
Solo asiento.
Emma se santigua. —Señor, ten piedad de todos nosotros.
—¡Chito! —la reprendo, mientras miro hacia la puerta cerrada al final
del pasillo.
—¡Olvida eso! —espeta Emma—. Dime lo que pasó. Quiero cada
detalle. ¿Lo reconociste de inmediato? ¿Él te reconoció? ¿Qué dijo? ¿Cómo
se veía? Le dijiste…
—Em, más despacio. Todavía estoy procesando.
—Vale. Aburrido, pero vale. ¿Puedo traerte algo? —pregunta—. ¿Vaso
de agua? ¿Copa de vino? ¿Botella entera de vino?
Tomo una respiración profunda, la primera buena inhalación que hago
desde que Daniil se materializó desde fuera de las sombras. —¿Chocolate?
—Muy por delante de ti —dice Emma, agarrando la media barra de
chocolate de la mesa de café y entregándomela.
—Que Dios te bendiga.
—No necesito bendiciones. Necesito información.
Doy un gran mordisco a la golosina y suspiro de nuevo. —Lo reconocí
de inmediato. Él también me reconoció. Todo sucedió tan rápido. Salí de mi
coche, todavía un poco conmocionada, y… boom. Él.
—¿Luciendo…?
—Luciendo tan malditamente bien que debería ser criminal —termino.
Luego giro los ojos ante mi propio doble sentido involuntario—.
Conociéndolo, probablemente lo fue.
—¿Y qué hay de Isla? —pregunta Emma—. ¿Le dijiste que tiene una
hija?
—No —digo con firmeza—. Y no planeo hacerlo.
12
DANIIL

—Joder, esto está bueno —dice Petro mientras se llena la cara con un trozo
de chuletón que gotea mantequilla de trufa. Me mira por primera vez desde
que la comida llegó a la mesa—. ¿No tienes hambre?
—Tú tienes suficiente hambre por los dos.
Los rizos oscuros de Petro se balancean cuando alcanza su cerveza. —
Ni siquiera has tocado tu bebida.
—Ni lo pienses. ¿Revisaste la matrícula que te di?
Mi segundo al mando me ofrece una sonrisa de comemierda. —Ah, ya
veo el problema. La razón por la que no estás siendo muy conversador.
Sabía que la tenías en el cerebro.
Giro los ojos. —Olvidaba que esperas toda mi atención cuando estamos
juntos.
—Nuestro tiempo juntos es sagrado, amigo. Nunca olvides eso.
—Estás a punto de que te golpeen en la cabeza con un ala de pollo —le
advierto, colgándole una en su cara.
Él solo sonríe, tan implacable como siempre. —¿Realmente lo tirarías,
sin embargo? —reflexiona—. Parece un desperdicio. Se ve jugoso.
—Cómelo tú mismo.
Petro se levanta de su silla y se abalanza sobre el pollo como si no
hubiera visto comida en años. Uno creería que era un jugador de línea de
ataque de unos 130 kilos, no el dolor en mi la piel y los huesos de mi
trasero que en realidad es.
—Eres tan malhumorado cuando no tienes sexo, hombre —comenta
mientras se dispone felizmente a arrancar la carne del hueso.
—¿Qué te hace pensar que no tuve sexo?
—Porque rompiste con Alisha, y supongo que ella no estaba de humor
para darte nada después de eso. Aunque, conociéndote, podrías haberla
convencido, diablo de lengua plateada.
—Es por eso que te mantengo cerca —digo lentamente—. Me conoces
bien.
Petro me guiña un ojo. —Lo suficientemente bien como para saber que
esta chica significa algo para ti, incluso si te niegas a admitirlo.
—¿Qué chica?
Suspira con tristeza incluso mientras muerde la pata de pollo de nuevo.
—“Qué chica”. Qué chica, dice. La pequeña Señorita Novia Fugitiva, por
supuesto.
Lo miro con frialdad. —Olvidas con quién estás hablando, Petro.
Mi mejor amigo niega con la cabeza. —No, tú eres el que olvida. He
estado aquí por mucho tiempo, hermano. El tiempo suficiente para saber
que esta chica, ¿esta Kinsley? Ella no es solo nada.
—Nunca dije que lo fuera. La última vez, ella era solo una coartada
conveniente.
—¿Y esta vez?
—Un dolor en el culo, más que nada. No muy diferente a ti.
Petro sonríe. —¿Cómo se veía?
—Molesta.
Se encoge de hombros, como si eso tuviera sentido. —Te esfumaste sin
una palabra. No puedo culpar a la mujer.
Pongo los ojos en blanco y agito mi licor en el vaso sin beberlo. De
repente no estoy de humor para comer o beber. —Suenas como ella.
—¿Realmente lo admitió? Vaya. Debes haber causado una impresión,
grandullón. Lo cual es una sorpresa, si me preguntas.
—Yo no…
—Porque —continúa como si no hubiera hablado—, eres el hijo de puta
más malhumorado que he conocido. Para ser honesto, fue una decepción
para mí la primera vez que nos conocimos.
—Teníamos doce —le recuerdo.
—Y no compartías tu almuerzo conmigo —dice solemnemente—.
Nunca he olvidado eso.
—Creo que lo compensé con creces al compartir todo lo demás en mi
vida contigo desde entonces.
Él sonríe con picardía. —¿Esa política de compartir se extiende a la
Señorita Whitlow?
Mis ojos parpadean en los suyos con una promesa de dolor. —¿Quieres
mantener tu polla guardada?
Se cruza de brazos triunfante. Me maldigo por caer en su trampa con
tanta facilidad. —Dime otra vez que ella no significa nada para ti —dice—.
Adelante, dilo.
—Ella fue la primera mujer con la que follé después de la cárcel. Sí, la
recuerdo. Demándame.
—Tan romántico —dice Petro con una expresión de ensueño en su
rostro—. Así que, básicamente, lo que me estás diciendo es que perdiste tu
virginidad de prisión con ella. Lo entiendo, en cualquier caso, lo entiendo.
He estado allí.
Giro los ojos de nuevo. Están haciendo bastante ejercicio esta noche.
Petro está raro. —Pasaste una noche en la cárcel por multas de
estacionamiento impagas, idiota.
—Porque mi mejor amigo convenientemente “olvidó” pagar la fianza —
responde—. Un skinhead tatuado casi me arranca la pierna.
—Ojalá lo hubiera hecho. Tengo la sensación de que serías mucho
menos hablador.
—Dios me libre —ensarta otro bocado de bistec y se lo mete un
segundo después de tragarse el pollo. Luego agarra su cerveza, lo traga todo
con un gran sorbo y se recuesta en su asiento para exhalar satisfecho y
frotarse la barriga—. Estoy lleno. Deberíamos comer en el comedor más a
menudo.
El comedor de mi mansión es un largo salón rectangular, flanqueado a lo
largo de las paredes con retratos, cerámicas de valor incalculable y armas
medievales. Algunas las heredé. Algunas las compré yo mismo. Algunos
son regalos que me dieron viejos amigos en busca de hacer nuevas alianzas.
—No hay “nosotros” aquí —gruño irritado—. Solo estoy yo. Mi casa,
mi comedor…
—Tu novia fugitiva —finaliza Petro—. Sí, sí, sí. Entiendo. Sabes, eres
todo grande, malo y bien vestido ahora, pero en el fondo, sigues siendo el
niño malo de doce años que no me daría un bocado de su sándwich.
—¿Me recuerdas otra vez por qué te mantengo cerca?
Petro sonríe. —Por mi buena apariencia.
—No es eso.
—¿Por mi sentido del humor?
—Intenta otra vez.
Él suspira. —Porque soy útil.
—Demuéstralo.
—Gilipollas —murmura, lo suficientemente alto como para que pueda
escuchar. Luego, saca su teléfono y lo hojea—. Sí, Don Vlasov, señor,
rastreé el número de placa que me dio.
—¿Y?
Él lee su teléfono. —Matrícula KNX482, registrada a nombre de la Srta.
Kinsley Jane Whitlow. Actualmente se encuentra recluido en un taller de
carrocería de propiedad privada en Hartford, de nombre Milson’s Spare
Parts. El coche fue remolcado a última hora de la noche.
—Ya era hora de que empezaras a hacer tu trabajo —digo, poniéndome
en pie.
—Espera —protesta Petro—, ¿a dónde vas?
—¿A dónde crees?
Petro toma su cerveza y sale corriendo del comedor detrás de mí. —
¿Irás allí ahora?
—Parecería que sí.
—Pero, ¿por qué? No es como si ella fuera a estar allí.
—Eres penosamente miope, amigo mío.
—Usar palabras como “penosamente” no te hace más inteligente que yo,
gilipollas.
Me río mientras salimos al camino circular de grava, donde mi
Mercedes azul favorito está estacionado, listo y a la espera. Petro todavía
está hablando sin parar.
—Así que vas a… espera, no lo digas, déjame adivinar: ¿robar su coche
y luego dejarle una serie de pistas que la llevarán directamente a tu puerta?
—sugiere.
—Una de tus peores ideas hasta la fecha, amigo mío. Y eso es algo —
me subo al coche.
Petro sigue hablando, así que bajo la ventanilla. Será un irritante e
interminable viaje si no le dejo decir la última palabra. —…puedo ver por
qué está tan enojada contigo —se queja—. Eres fastidioso.
—Trata de no molestarme durante las próximas dos horas —le aconsejo.
—¿Dos horas? ¡Tienes una reunión con los griegos en dos horas! —
dice, asustado.
—Si llego tarde, haz tiempo.
—Se realista. Daniil, ¿vas a ignorar a la mafia griega por una mujer que
apenas conoces? ¿Daniil? ¡Daniil!
Me río y atravieso las puertas. Cuando llego a la autopista, tengo el
taller de carrocería conectado a mi sistema de navegación. Las calles están
vacías; el cielo está despejado.
Todo está sucediendo justo de la manera en que lo planeé.

M ilson ' s S pare Parts es exactamente el agujero de mierda tosco y ruinoso


que esperaba. Dos grandes cobertizos de hojalata corrugada con las puertas
enrolladas, revelando un absoluto desastre de partes de automóviles
aceitosas, y los armazones de vehículos destrozados levantados sobre
plataformas. Reconozco el coche de Kinsley de inmediato.
En el momento en que me detengo, todos los ojos están puestos en mí.
O más bien, todos los ojos están puestos en mi Mercedes. No fue mi
elección más discreta, pero este es uno de esos casos en los que vale la pena
presumir.
—Eso es una belleza, hombre —comenta uno de los mecánicos mientras
se acerca. La grasa en su camiseta gris opaca palidece en comparación con
la grasa en su cabello y barba. Es un peligro de incendio ambulante—. Sin
embargo, no pertenece a este basurero. Solo le haríamos daño.
—Este coche no es la razón por la que estoy aquí —digo—. En realidad,
estoy buscando otro coche. Aquel.
Se gira en la dirección de mi dedo. —¿El Mini?
—Ese.
Se ve sorprendido por eso. —Bueno, mierda. Mi papá fue quien aceptó
la llamada para remolcarlo aquí —dice—. ¿Tal vez debería ir a buscarlo?
—Hazlo.
Grasiento regresa unos segundos después, seguido de una versión más
vieja de sí mismo.
—Hola —dice el hombre mayor, ofreciéndome su mano—. Soy
Gregory Milson. Este es mi hijo, Peyton.
Les doy un asentimiento a ambos y señalo detrás de ellos. —Estoy aquí
por el Mini Cooper.
El anciano mira el coche, como si no supiera de cuál estoy hablando. —
¿Aquel? —se aclara la garganta bruscamente—. ¿Qué tiene que ver ese
coche con usted, si no le importa que se lo pregunte? La dueña estuvo aquí
esta mañana. Ella no mencionó nada sobre enviar a un tío.
—Tiene esa obsesión de ser completamente independiente —digo
suavemente. No es del todo una mentira—. Pero no es tan buena con los
coches —eso tampoco es mentira.
Gregory intercambia una mirada con su hijo. —¿Qué es exactamente lo
que quiere de mí, señor?
—Quiero que me entregues el coche.
—¿E… entregárselo?
—Mi equipo estará aquí momentáneamente para recogerlo.
—Yo… bueno, me temo que no puedo hacer eso, señor —tartamudea
Milson—. No sin autorización de su dueña.
—La dueña es terca —digo—. Yo lo sé bien. Soy su marido.
—¿Marido? —interviene Grasiento—. No vi ningún anillo en su dedo.
Me giro hacia él, asegurándome de que capte toda la fuerza de mi
mirada. —Pasaste mucho tiempo mirándola, ¿verdad?
Grasiento se pone pálido, y de hecho da un paso atrás. Debe ser mayor
que yo. Más cerca de los cuarenta que de los treinta. Pero parece un niño
asustado que sabe que está en problemas.
—Yo, eh… eso… bueno…
—Jesús —le espeta Milson a su hijo—. Contrólate, Peyton.
—No es un crimen mirar —protesta.
Doy un paso adelante, sin romper nunca el contacto visual. —Eso
depende de la mujer a la que estés mirando.
Mi tono es agradable.
Mi intención es todo lo contrario.
—No quise hacer ninguna f-falta de r-respeto —tartamudea Grasiento.
—Me alegra oírlo. Ahora, sé un buen chico y corre mientras hablo con
tu padre.
Es un despido insultante para un hombre adulto, pero él es lo
suficientemente inteligente como para alejarse, en lugar de intentar salvar
su orgullo.
Sin embargo, el Milson mayor parece menos que emocionado. Esa
expresión de desilusión en su rostro golpea demasiado cerca de casa.
Se parece a mi propio padre.
—Debería llamar a la dueña y consultar con ella primero —murmura.
—No.
Titubea un poco, sus ojos se deslizan hacia mi Mercedes. —¿Puede
probar que es su esposo?
—Tampoco.
Hace una pausa, todavía inseguro de qué manera girar. Decido ponérselo
fácil. Abro mi billetera y rebusco entre la pila de dinero verde que hay allí.
Sus ojos se iluminan, pero luego lo cierro de golpe y llamo su atención
hacia mí.
Traga saliva. —¿Qué pasa con la ley, señor? Podría meterme en
problemas por algo como esto.
Me burlo. —¿Te parezco el tipo de hombre que se preocupa por la ley?
Su mirada se dirige una vez más a mi Mercedes. —Cuatrocientos
dólares —dice—. Y lo entregaré. Sin preguntas.
Repaso los billetes, mirando su rostro todo el tiempo.
—Él no la tocó, sabes —dice Milson rápidamente—. Mi hijo, quiero
decir. Él no tocó a su esposa. Si eso es lo que estaba pensando.
—Si pensara eso, tu hijo estaría sangrando boca abajo en el suelo,
respirando por última vez —le informo, justo cuando mis chicos llegan en
una grúa amarilla brillante. Kostya, uno de mis lugartenientes, me saluda
desde el asiento del conductor mientras baja la ventanilla.
—Señor —saluda con frialdad.
Señalo el coche de Kinsley. —Aquel. Llévalo al garaje y arréglalo.
—Sí, señor.
Él y otros tres hombres de Bratva saltan de la grúa y se ponen a trabajar.
Milson los mira fijamente mientras entran en su garaje, tomando el espacio
como si les perteneciera. Nadie pelea.
—¿Quién diablos eres? —pregunta Milson con asombro.
Sonrío. —No es importante que lo sepas.
Con eso, mi trabajo aquí está hecho. Doy la vuelta y me dirijo hacia mi
coche. A mitad de camino, escucho a Gregory gritar. —Señor, una pregunta
más.
Suspiro y me detengo en el lugar, sin darme la vuelta. —Pensé que
habíamos acordado no hacer nada de eso.
Lo escucho moverse nerviosamente en la tierra. —¿Qué le digo a la
señora cuando venga a buscar su coche?
Me giro y lo enfrento. Sostengo el silencio durante mucho tiempo. —
Dile que vuelva al principio —digo al fin—. Encontrará su coche allí.
Luego, doy la vuelta una vez más y termino la caminata hacia mi coche.
Me río para mis adentros mientras acelero, enviando una cola de tierra y
grava que vuela sobre los hombres de Milson, conmocionados detrás de mí.
Que vuelva al principio.
Sí, eso definitivamente la enfadará.
13
KINSLEY

—Disculpa, no entiendo —digo con incredulidad, mirando al dueño de la


tienda a la cara—. ¿Qué quieres decir con que “mi coche no está aquí”?
Mira por encima de ambos hombros, como si esperara refuerzos. No hay
nadie cerca. —Em, su, eh… tu esposo vino y se lo llevó —se mueve
incómodo de un pie al otro.
—¿Mi… mi… mi qué?
El hombre, corpulento y peludo, parpadea como un mono colocado. —
Su esposo, señora.
Todo hace clic de repente, como si mis oídos se taparan en un avión y de
repente pudiera oír de nuevo. —¿Era alto? ¿Guapo? ¿Tenía un aura de
“gilipollas rico”?
—Así que sí lo conoce —se ríe.
—Desafortunadamente —rechino los dientes—. ¿Dijo a dónde llevaría
mi coche?
—No, señora. Bueno, no precisamente. Sin embargo, dejó un mensaje.
Él dijo, eh… —mira hacia abajo, a una nota pegada detrás del escritorio—.
Él dijo: “Vuelve al principio. Encontrarás tu coche allí”.
La sangre que retumba en mis oídos es ensordecedora. —Repítelo.
—“Vuelve al principio. Encontrarás tu coche allí” —repite con un poco
más de confianza la segunda vez.
—Ay, Dios mío —lloriqueo—. Tienes que estar haciéndome una jodida
broma.
Una vez lo llamé poeta. Con sarcasmo, por supuesto. Parece que tiene la
intención de ponerse a la altura del título ahora.
Saco mi teléfono e intento llamar a otro Uber cuando una llamada
comienza a vibrar.
—Hola —gruño.
—Vaya, ¿algo anda mal? ¿Te jodieron el coche? ¿Está bien el Semental
Azul? —Emma larga las preguntas sin detenerse a respirar—. Te dije que
ese lugar parecía dudoso. ¿Qué tanto la cagaron?
—Bueno, perdieron mi coche. Así que diría que bastante mal.
—Vale, eh… vale. Guao. Bueno, podemos demandar. O cometer un
incendio provocado. Sr. Agente del FBI, si está escuchando esta llamada,
solo estoy bromeando. —En un susurro escénico, agrega—: No estoy
bromeando.
Eso es lo que me encanta de Emma: adopta mis problemas
instantáneamente como si ella no tuviera suficiente con los suyos. Nunca es
un problema “mío”, siempre es un problema “nuestro”. Tenga o no algo que
ver con ella.
—No, suelta los fósforos, Em. Solo una parte de la culpa es del garaje.
Puedo oírla fruncir los labios. —Vale, bueno, claramente me estoy
perdiendo una parte de la historia. Ponme al día.
Exhalo y aprieto el puente de mi nariz para evitar la migraña que se
avecina. —Le entregaron mi coche ayer a un hombre que decía ser mi
esposo.
—A menos que te hayas casado sin decírmelo… entonces ¿están
mintiendo?
—No —suspiro—, el hombre que dijo ser mi esposo es el que mintió.
No es de extrañar, en verdad. Obviamente, es bueno en eso.
—Espera… no crees…
—Claro que es él —digo—. ¿Quién más podría ser?
—Él… él no lo haría. ¿Lo haría? Él no lo haría. No, no lo haría.
—“Vuelve al principio. Ahí es donde lo encontrarás”.
—¿Disculpa?
—Es el mensaje que me dejó. Aparentemente está tratando de atraerme
a una búsqueda del tesoro, o algo así.
—Ay. ¡Qué adorable!
—¡Emma!
—Vale, vale —se corrige rápidamente—. Lo odiamos. Grr. ¿Sabes
dónde está el “principio”?
—Tengo una idea.
—Fabuloso. ¿Dónde estás ahora mismo?
—Sigo en el taller de carrocería. Tendré que pedir otro taxi. Dejé ir al
primero.
—No te molestes. Yo paso y te busco.
—¿Y el trabajo?
—Trabajo, trabajo —descarta—. Soy una mesera con un jefe que quiere
meterse en sus pantalones, como, con unas ganas estúpidas. Estaré allí en
diez.
Dejo escapar un suspiro cansado. —Eres un ángel.
—Culpable de todos los cargos.
Cuelgo y me doy la vuelta para descubrir que el dueño de la tienda sigue
rondando detrás de mí, nervioso y sudoroso. —Por curiosidad —le
pregunto—, ¿cuánto te pagó?
Se congela en su lugar. —Señora…
—Relájate. No voy a hacer nada. Solo estoy interesada.
El hombre suspira, sonando tan cansado como yo. —Cuatrocientos
dólares —dice, dirigiendo su respuesta hacia sus pies.
Me río con amargura. —Pudiste haber obtenido diez veces más.
Con eso, me quedo sin nada que decir. Empujo la puerta, me alejo y voy
a esperar a Emma a la esquina. Camino de un lado a otro, ansiosa y
exhausta al mismo tiempo.
Vuelve al principio. Dios, eso es cruel.
El principio es lo que quise dejar atrás desde el momento en que me
desperté con un coche vacío y un bosque en silencio.
El principio es aquello de lo que he estado huyendo durante diez años.
El principio es el último lugar en la Tierra en el que quiero estar.

E mma llega diez minutos después , con las ventanillas bajadas y la


música a todo volumen desde el interior del coche. Bon Jovi, It’s My Life.
—La banda sonora perfecta para esta pequeña búsqueda de tesoro, ¿eh?
—pregunta, mostrándome una sonrisa entusiasta.
—Actitud equivocada —frunzo el ceño mientras camino hacia el asiento
de pasajero—. Se supone que debes sentir furia y resentimiento. No… lo
que sea esto.
—¿Emoción? —ella observa mi mueca y me golpea en el hombro—.
Ay, vamos. ¿Ni siquiera estás un poco emocionada?
—¿Qué parte debería emocionarme?
—Verlo de nuevo, duh.
Mi cuerpo me traiciona con punzadas de hormigueo que van desde mi
cabeza hasta los dedos de mis pies. Aunque sea es invisible a simple vista.
Fácil de negar. Hasta para Emma.
—No —respondo—. Definitivamente no.
—Muy enfática. Muy creíble.
—¿Me creerías si dudara?
Se aparta el pelo de la cara. —Solo digo que ningún hombre te ha
alterado así antes.
—Porque ningún hombre ha sido tan exasperante antes.
—¿En serio? —Emma pregunta con escepticismo—. ¿Qué hay del
respirador bucal con la colección de muñecas de porcelana?
Me giro hacia ella con el ceño fruncido. —Tú saliste con ese tío, no yo.
—Sí, bueno. No pude pensar en ningún bicho raro con el que salieras.
De hecho, es difícil pensar en alguien con quien hayas salido.
—Liam.
—Liam fue hace tres días, y eso hace que la palabra “salir” se dificulte,
cariño. Tuve que obligarte a salir con él y no piensas volver a verlo. Así que
no, eso no cuenta.
—¿Cuál es tu punto? —pregunto miserablemente.
—Mi punto es que realmente no te has abierto a eso, Kinz. Y creo que
este tipo podría ser la razón.
—Por favor…
—Olvidas que estuve allí contigo en Los Tiempos Oscuros.
Los Tiempos Oscuros. Así llamamos a los días después de la boda, antes
de saber que estaba embarazada. No es un período de mi vida al que quiera
volver.
—No me lo recuerdes.
—Necesitas que te lo recuerden —dice Emma suavemente—. Estabas
tan…
—No lo digas.
—…desconsolada —termina. La miro con ira, pero ella solo encoge los
hombros, desafiantemente—. No lo he mencionado en una eternidad y
media. Siempre pensé, ¿por qué mencionar algo que nunca podrías
resolver? ¡Pero ahora es tu oportunidad!
—¿Mi oportunidad para qué?
—Para resolver esto. Para pasar la página. Para obtener algunas
respuestas.
—Han pasado diez años, Emma. Él ha cambiado. yo también.
—¿Qué pasa con Isla?
Me pongo rígida, a la defensiva. —Isla me tiene a mí. Y a ti.
—Claro, soy su tía cool, divertida, moderna e increíblemente sexy —
asiente Emma, mostrándome una sonrisa—. Pero definitivamente no soy su
papá. Y tú tampoco.
Me desplomo contra el reposacabezas. —No entiendes. No puedo
dejarlo entrar en mi vida. En nuestras vidas.
—¿Por qué no?
—Porque… porque él nos consumirá —tomo un respiro para tratar de
detener mi espiral descendente, pero no estoy segura de que sirva de algo
—. Es peligroso. No estoy segura de haberlo comprendido completamente
en ese momento. O, al menos, no estaba en el estado de ánimo adecuado
para darme cuenta. Pero ahora lo entiendo. Él es peligroso. Es un tipo malo
y ha hecho cosas malas en el pasado y hará cosas malas en el futuro. Si lo
dejó, me hará cosas malas a mí.
Emma apoya una mano en mi muslo. —Mira, te escucho, de verdad.
Pero tú misma lo dijiste mil millones de veces: algo extraño sucedió esa
noche. Tal vez sea un mal tipo. No lo reconocería parado al lado de Adán.
Pero tú sí que no lo pensaste en ese entonces —ella hace una mueca de
frustración—. Estoy haciendo un gran lío con esto, pero supongo que lo que
estoy tratando de decir es, ¿y si él no es peligroso para ti?
La miro, avergonzada por la forma en que mis ojos están llorosos por
toda esta emoción que me supera. Pero, si hay una persona con la que no
me importa compartir mis lágrimas, es ella.
—Ya no soy la chica ingenua que accedió a casarse con Tom, Em —
susurro—. Dejé atrás esa versión de Kinsley hace mucho tiempo. Y no voy
a caer hacia atrás solo porque él decidió aparecer de nuevo.
—¿Qué pasa con Isla? ¿No crees que merece saber quién es su padre?
—Por supuesto que sí. Y, si fuera cualquier otro hombre, podría haber
considerado hablarle de ella —insisto—. Pero no es un hombre cualquiera.
Él es… él es…
Me cuesta encontrar las palabras que busco. Cuando levanto la vista,
Emma me mira con simpatía.
—Él es el único hombre por el que realmente sentiste algo —adivina en
voz baja.
Tomo una respiración profunda. Mis lágrimas saben amargas al pasar
por mis labios. —¿Quién sabe lo que sentía? Todo está revuelto ahora.
Estaba tan asustada ese día. Y confundida, infeliz y un billón de otras cosas
a la vez. Construí una fantasía y viví en ella durante mucho más tiempo del
que debí. Todo lo que sucedió fue solo porque me sostuvo un espejo y me
obligó a mirarme. A mi vida, mis errores, todas esas cosas—. Me aclaro la
garganta—. Sin embargo, al final del día, él fue solo el extraño que me sacó
de un río. Le di más significado del que debería tener.
Estamos en silencio por un tiempo. Entonces, Emma se acerca y me da
una palmadita en la mano solo una vez. Eso es todo lo que necesita hacer o
decir. Hemos sido amigas durante tanto tiempo que en este punto las
palabras son en su mayoría innecesarias. Una palmadita en la mano es
suficiente.
Suspirando, vuelve a agarrar el volante. —Vale, cariño. Todavía
tenemos que recuperar tu coche. ¿Sabes dónde está “el principio”?
—Sí —digo—. Creo.
—Entonces, nos vamos —dice Emma alegremente, volviendo a poner el
coche en la carretera—. Sin embargo, tendrás que guiarme. El navegador no
entenderá “el lugar donde Kinsley se folló a un convicto”.

M e tenso cuando veo que el camino de tierra se desvía de la carretera.


¿Estaba allí esa vid antes? ¿Ese arbusto, esa roca? No puedo recordar. Pero
esa boca de oscuridad, lista para tragarnos en las entrañas del bosque, eso
no ha cambiado ni un poco.
—Reduce la velocidad —le digo a Emma—. Justo allí. Es allí.
Dirige el coche hacia donde señalo, estaciona y se vuelve hacia mí. —
¿Ahora qué?
Sonrío tan cálidamente como puedo, lo cual no es tan convincente. —
Gracias por el viaje, Em.
Ella retrocede, sobresaltada. —¿Quieres que me vaya?
—Puedo encargarme desde aquí.
—¡Desde luego que no! Literalmente me acabas de decir que este tipo
es peligroso. Tuviste un discurso completo sobre eso y todo.
—Y tú acabas de decirme que él no es peligroso para mí.
—Dije que es una posibilidad, no un hecho.
—Bueno, no puedo seguirte el ritmo. Estoy recibiendo un latigazo
emocional aquí.
—Kinz…
—Estaré bien. Lo juro. En el momento en que vea mi coche, te lo haré
saber.
—Sería la peor mejor amiga del mundo si te dejara ir sola al bosque.
Me estiro y agarro su mano. —Yo solo… necesito hacer esto sola,
Emma. Sé que suena tonto, y tal vez lo sea. Pero, ¿por favor?
Me mira con recelo durante mucho tiempo antes de suspirar. —Vale. No
me gusta, pero está bien. ¿Me prometes que me llamarás en cuanto
recuperes el coche?
—Lo prometo.
Me da un breve asentimiento. —Vale, la mejor de las suertes para ti. Si
se pone tocón…
—Le daré una patada en los huevos y huiré.
—Claro, está bien —se encoge de hombros—. O puedes aprovecharte
de él. Lo que te parezca más apropiado.
La empujo lejos de mí. —Estás enviando algunos mensajes realmente
contradictorios hoy.
Ella se ríe. —Envíame un mensaje de texto, ¿vale?
—Vale. Lo haré.
Salgo del coche y la veo alejarse, revisando sus espejos laterales todo el
tiempo. Luego me encamino al bosque.
De vuelta al principio.
14
DANIIL

La oigo antes de verla. Sus pasos se mezclan con los animales que se
deslizan y el susurro del viento entre los árboles. Es de día, pero aquí abajo
se siente como el anochecer. Los árboles están agrupados con una densidad
que alcanza para ocultar la mayor parte de la luz.
Pero queda suficiente para proyectar sombras. Noto su silueta pisando el
lecho de hojas caídas en el suelo del bosque.
Y así, me transporto diez años al pasado.
—Supongo que recibiste mi mensaje —gruño, ignorando cómo mi
pecho se contrae con fuerza con su olor, su proximidad.
—Sí —resopla—. Resuelto el caso. Perdón por no celebrar. Ahora,
¿dónde están las llaves de mi coche?
—Aquí mismo —levanto la mano y hago vibrar el llavero—. Ven y
cógelas, princesa.
—Siempre me hablaste como si fuera un perro —frunce el ceño—.
“Quédate. Ven. No” —resopla y sacude su cabello sobre el hombro—.
Tírame las llaves. No voy a ir.
—No muerdo.
Kinsley resopla de nuevo. —Lo dudo mucho, mucho.
—Ya se fue toda la confianza que construimos —comento casualmente
—. Sabes, sladkaya, estoy empezando a sentir que hay algunos problemas
sin resolver entre nosotros.
—Lo único que queda por resolver entre nosotros es la transferencia de
las llaves del coche a mis manos —responde ella.
Miro hacia abajo, al llavero gastado. —¿Quién se supone que es? —
pregunto, pinchando la pequeña figurita que cuelga allí—. ¿La Mujer
Maravilla? Nunca me pareciste una fanática de los superhéroes.
—No soy realmente una fanática. Pero Isl…
Se detiene en seco, congelándose en una palabra que no logra salir de
sus labios aún carnosos, aún rosados, aún atractivos.
—¿Pero…? —insto.
Toma una respiración profunda. —No me arrastraste al bosque solo para
ponerme al día con la última década, Daniil. Así que, ¿por qué estamos
aquí? ¿Por qué tomarías mi coche, en primer lugar?
—Viste el agujero de mierda al que lo llevaste. Hubiera pensado que la
respuesta era obvia.
—¿Es esa tu versión de una disculpa? —pregunta incrédula. Detrás de
ella, un pájaro carpintero golpea el tronco de un árbol. Rap-tat-tap-rap, una
y otra vez.
—No me disculpo.
—Imagina mi sorpresa. Tampoco das explicaciones, apuesto. Debe ser
agradable —dice, escaneando mi traje Brioni lentamente—. Vivir tu vida de
esa manera. Nosotros, la gente normal, no nos damos ese lujo.
—Algo me dice que no tuviste prisa por explicarle a nadie lo que pasó
entre nosotros.
Frunce el ceño y golpea un dedo contra sus labios. —¿Estás hablando de
la mañana en que me desperté en un coche vacío, en medio del bosque, el
día después de que se suponía que me casaría? Supongo que no —toca el
suelo con la punta del pie. Una nube de polvo seco se eleva en el aire—.
Después de darme cuenta de que no ibas a volver, conduje hasta mi
apartamento y empaqué una maleta. Luego me mudé a la casa de mi amiga,
para no tener que lidiar exactamente con ese tipo de explicaciones.
—Emma es una buena amiga.
—Sí, ella… —se interrumpe y me mira con incredulidad—. ¿Me estás
acosando? ¿Cómo sabes de Emma? No la mencioné en absoluto.
—No esta vez, no —acuerdo—. Pero la última vez sí lo hiciste. Llamó
para ver cómo estabas después de tomar el coche y salir corriendo de tu
boda.
Su rostro se afloja al darse cuenta, pero el shock persiste. —Tú…
recuerdas su nombre.
—Recuerdo muchas cosas.
Ella se traga su sorpresa. —Entonces, ¿no me has estado acosando?
Sonrío. —Soy un hombre ocupado ahora, Kinsley. No tengo tiempo para
seguirte de la mañana a la noche. A pesar de lo fascinante que puede ser tu
agenda —me acerco a ella—. ¿Eso te decepciona?
—Lo que estás viendo es alivio, no decepción.
—No estoy tan seguro de que me estés diciendo la verdad, sladkaya.
Lo que dice a continuación me toma por sorpresa. —Perestan’ nazyvat
menya tak.
Deja de llamarme así.
Siento la sacudida de alguna necesidad carnal inexplicable ante el
sonido de esas palabras en sus labios. En mi lengua materna, nada menos.
El acento es atroz, pero lo entiendo todo.
—Hablas ruso.
—No lo hacía en ese entonces —dice con calma—. Y no pretendo
hablarlo correctamente ahora. Lo suficiente para ayudarme a mantener una
conversación sencilla. Me llamaste esa palabra un par de veces. Sladkaya.
Quería saber qué significaba, así que lo busqué. Aprendí algunas cosas en el
proceso. Lo que sea —termina, sacudiendo la cabeza para despejar los
pensamientos—, ya terminé de discutir contigo. Dame mis llaves.
—No, no creo que lo haga.
Ella aprieta los dientes. —Olvidé lo malditamente exasperante que eres.
—Y arrogante. No lo olvides.
—Créeme, no lo he hecho. Esa parte está sellada en mi cerebro —su
mirada recorre mi ropa, mi postura, el reloj Hublot que brilla en mi muñeca
—. ¿Cómo hiciste todo esto, de todos modos? ¿Ordenaste un atuendo de
“Gilipollas Rico” de algún catálogo de pedidos por correo?
—Siempre fui rico —le informo.
Ella se ríe. —Si eso fuera cierto, nunca habrías sido encarcelado, en
primer lugar. Los hombres ricos nunca ven el interior de una celda.
No extraño la nota de amargura en su voz. La palomita ha aprendido
algunas cosas más sobre el mundo desde la última vez que nos cruzamos.
Tampoco cosas bonitas.
—El hombre al que hice enojar era aún más rico que yo.
Ella lo considera por un momento. —¿Tu jefe?
—Así es.
—¿Intentó ir tras de ti?
—En un modo de decirlo.
Gira los ojos. —Olvidé cuánto te gusta hablar en acertijos. ¿Es eso algo
subconsciente o es puramente para mi beneficio?
—Tú decide.
Ella vuelve a girar los ojos. Por ahora, bien podría dejarlos allí.
—Mi jefe nunca estuvo interesado en encerrarme para siempre —
explico—. Quería asegurarse de tener mi lealtad sin insubordinación
después de que me liberaran.
Ella resopla. —Yo podría haberle dicho que eras una causa perdida.
—No era necesario.
Me mira con los ojos entrecerrados, tratando de descifrar cómo encajan
todas estas piezas del rompecabezas. —Así que te escapaste. Volviste con él
por unos segundos. ¿Y…?
—Construí mi propio imperio. Mi propio legado. Desafiarlo fue solo el
comienzo.
—¿Y qué hay de la mujer a la que interviniste para defender? —
pregunta vacilantemente, como si supiera que es una mala idea aventurarse
por esta madriguera de conejo, pero simplemente no puede detenerse—.
¿Quién era?
—Su esposa.
—Ah —suspira Kinsley. Su mirada se desplaza inconscientemente hacia
el lugar exacto en el que habíamos estacionado la última vez que estuvimos
en este rincón del bosque. Como si hubiera evidencia de esa noche todavía
entrelazada en los árboles.
—Tú lo elegiste, entonces —decide, regresando sus ojos a los míos—.
Podrías no haber hecho nada. La mayoría de la gente no habría hecho nada.
—La mayoría de la gente es cobarde.
Ella asiente y se muerde el labio inferior. —Dime algo que no sepa.
Había mucha gente que sabía que mi madre estaba siendo violentada,
incluso antes de que yo lo dijera. No hicieron una mierda. Simplemente era
más conveniente no hacerlo. Fingir que todo estaba bien.
Sus ojos se han suavizado considerablemente. Su tono verde es cálido
bajo el dosel y capta los colores del otoño. Ella mira su coche y, esta vez,
realmente lo mira. —Arreglaste el parachoques —señala con sorpresa—.
¿Dónde está la trampa?
—Sin trampa.
—Siempre hay una trampa. Los hombres como tú nunca hacen nada sin
una razón —dice con firmeza. Mira la hora en su sencillo reloj de pulsera
negro—. Bueno, esto ha sido predeciblemente horroroso. Pero tengo que
volver a mi vida.
—Buena suerte con eso.
Parpadea hacia mí con expectación. —Necesitaré las llaves de mi coche
para poder hacerlo —dice, su tono es tan frágil como las hojas secas bajo
nuestros pies.
—Aquí están —digo, levantándolas de nuevo. Ella comienza a
alcanzarlas, pero luego levanto mi mano demasiado alto como para que
pueda llegar—. Aunque, ahora que lo pienso, hay una cosa más de la que
debemos ocuparnos primero.
—No —responde ella—, creo que todo está bien.
—Tu vehículo no estaba asegurado —le digo.
—Guao, gracias, Papá —dice furiosa—. ¿También me vas a mostrar
cómo cambiar una llanta ponchada? ¿Enseñarme a lanzar una pelota de
béisbol?
Ignoro sus golpes. —Me encargué de eso por ti.
Se detiene en seco, con los ojos muy abiertos. —¿Disculpa?
Asiento con la cabeza. —Tendrás que recoger los papeles cuando estén
listos. No deberían ser más que unos pocos días.
Ella me mira con la boca abierta. De la nada, me pregunto cómo
reaccionaría si deslizara mi dedo entre sus labios. Una parte de mí piensa
que ella chuparía instintivamente. La otra parte, más sabia, de mí piensa que
probablemente intentaría morderlo.
—¿Quién diablos eres? —susurra en estado de shock y de asombro.
Sin embargo, no es realmente una pregunta para que yo responda. Es
solo ella tratando de descubrir cómo debe cambiar su mapa del mundo
ahora que ha visto mi verdadero lugar en él.
Puedo ver sus provocadores pezones a través de la camiseta azul
ajustada que lleva puesta. O es el aire frío o soy yo. Estoy dispuesto a poner
dinero en este último.
—Soy tu esposo, ¿recuerdas? —digo con un guiño.
Kinsley frunce el ceño, me quita las llaves de la mano y se va.
15
KINSLEY

—¿Srta. Whitlow? Pensé que le había dado el día libre.


Me giro hacia el director Bridges y le ofrezco una sonrisa que espero sea
convincente. —Lo hizo. Terminé mis diligencias antes de lo esperado e Isla
no terminará hasta dentro de media hora, así que pensé en venir a buscar
algunos trabajos para corregir en casa.
—Solo trabajo y nada de juego hacen de Jack un niño aburrido —recita
con voz cantarina y guiñando un ojo. Luego cambia a la voz baja y
preocupada que usa con los estudiantes cuando cree que están pasando por
algo en casa y pregunta—: ¿Estás bien, Kinsley?
—Por supuesto —miento mientras intento ocultar mi mueca—. ¿Por qué
no lo estaría?
Odio como sueno. Falso y alegre, cuando mis entrañas son un revoltijo
de emociones que no tienen nombre.
—¿Has hablado con la Srta. Roe? —pregunta Bridges.
Me tenso inmediatamente. —Pensé que los problemas de Isla en clase
estaban… ¿resueltos?
—No estoy seguro de que sea el tipo de cosas que se pueden resolver
con una conversación y un par de días fuera de la escuela, Kinsley —dice
con suavidad—. Isla está… luchando.
—Ella está bien.
No lo está.
—En la superficie, tal vez —reconoce Bridges con simpatía—. Pero
algo parece estar molestándola últimamente. Está inquieta, desenfocada.
Creo que te beneficiaría hablar de nuevo con la Srta. Roe sobre su progreso
en clase.
Asiento y trago saliva. —Gracias, Sr. Bridges. Lo haré.
—Por favor hazlo, Kinsley. —Me mira por encima del borde de sus
gafas—. Todos queremos lo mejor para ti y tu hija.
Sus palabras flotan en el aire por un momento. Luego asiente como si
estuviera satisfecho, se da la vuelta y se aleja.
Cuando desaparece por la esquina, me meto en la sala de profesores para
agarrar un par de cosas de mi casillero. Dado que el segundo turno está en
clase, el salón está prácticamente desierto. La única otra persona aquí es
Martha Levinson, la siempre presente maestra sustituta, que parece más
vieja que el mismísimo tiempo.
—Hola, Sra. Levinson —le digo, saludándola con la mano. Me aseguro
de hablar muy alto. Ella no oye muy bien.
Me observa a través de sus gafas increíblemente grandes, increíblemente
gruesas. —Ay, hola, querida. Kelly, ¿no es así?
—Kinsley. Casi.
—Así es. Disculpa, no soy buena con los nombres. Recibo tantos
diariamente. Riesgos laborales de ser sustituta.
Sonrío amablemente, luego me acerco a mi casillero, lo abro y me aferro
a la puerta como si fuera lo único que me mantiene de pie. Con el rostro
oculto a la vista, cierro los ojos y trato de respirar.
Respira profundo, Kinsley. Dentro y fuera. Respiraciones buenas y
profundas. Todo va a estar bien.
—¿Estás bien, cariño? —pregunta la Sra. Levison, dándose cuenta de
que he estado mirando un casillero medio vacío por una incómoda cantidad
de tiempo.
—Por supuesto —digo tan brillantemente como puedo. Cierro de golpe
mi casillero—. Todo está bien.
Todavía me tiemblan un poco las piernas, así que me siento en una silla
a la derecha de la Sra. Levinson y finjo que no acabo de tener esta
conversación alarmantemente inquietante con el padre de mi hija. A quien
no he visto en diez años. Quien tampoco tiene idea de que tiene una hija, en
primer lugar.
Respira, me repito.
Un simple consejo, en teoría. Muy difícil de hacer en la práctica.
—Tienes una hija en la escuela, ¿no?
Asiento con la cabeza. —Isla. Está en quinto grado, en la clase de la
Srta. Roe.
—Srta. Roe —dice la Sra. Levinson, rodando los ojos. Me ve
reprimiendo una risa y me guiña un ojo—. Pareces una chica sensata. Sabes
a qué me refiero.
—Trabajo aquí a tiempo completo, Sra. Levinson. Es peligroso ofrecer
mis opiniones honestas sobre mis colegas. Crea problemas, ¿sabe?
Ella se ríe, suena como un viejo sillón que escupe polvo. —Ah,
entiendo. Solía ser igual para mí, antes de jubilarme. ¿Cuánto tiempo has
trabajado en la Academia Crestmore?
—Bueno, en el pasado, yo estudiaba aquí, en realidad. Pero he estado
trabajando aquí desde que inscribí a Isla —respondo—. Cuatro años ya.
—Ah, claro. Un asunto familiar. Es una buena escuela.
—Sí —digo en voz baja—. Lo es. La mayor parte del tiempo.
En mi cabeza, añado, Era más agradable para mí cuando Louisa estaba
aquí.
Pero ella se fue hace mucho tiempo. Uno pensaría que ya me habría
acostumbrado a eso. Algunas heridas simplemente nunca terminan de sanar,
supongo. Las cicatrices en mis muñecas son prueba de eso, entre otras
cosas.
Mi mirada se desvía hacia un tablero de anuncios detrás de la cabeza de
la Sra. Levinson. Es un desorden colorido, empapelado con volantes y
avisos. Ventas de pasteles y reuniones de padres y similares. Pero, cuando
veo un cartel de color flamenco, el corazón se acelera en mi pecho.
—Tendrán un baile pronto —murmuro.
—¿Disculpa?
Me levanto y me acerco al tablero. El diseño del cartel es simple. Solo la
silueta de una niña, bailando sobre las piernas de su padre. Pero duele como
un cuchillo en el estómago.
—Baile de padre e hija —leo con un extraño graznido.
—¡Ay! Qué maravilloso. Tu pequeña debe estar muy emocionada.
—De alguna manera, lo dudo —digo, arrastrando las palabras por lo
bajo.
—¿Ah?
Echo un vistazo y de repente me doy cuenta de que la Sra. Levinson no
es tan vieja y polvorienta como solía suponer. Hay un brillo agudo y
perceptivo detrás de esos anteojos. Ella ve mucho más de lo que muestra.
—Ella no… Es decir, no estoy casada.
—Otra joven divorciada —dice la Sra. Levinson con pesar—. Parece
que el divorcio es una tendencia, en estos días.
—No. En realidad, nunca me casé.
—Ah, la otra tendencia —dice ella—. ¿Y el padre de Isla?
—Él no es parte de la escena. Nunca lo fue.
Algo comienza a zumbar en mi bolsillo. Alcanzo mi teléfono vibrando y
miro la pantalla. Es un mensaje de texto de Emma. ¿¿¿¿Y???? ¿¿¿¡Qué
pasó!??? ¡Cuéntamelo todo! ¿¿¿Recuperaste tu coche???
—Tendrá que disculparme —le digo a la Sra. Levinson—. Tengo que ir
a recoger a Isla.
Antes de que pueda responder, agarro mi bandolera, me la coloco sobre
un hombro y salgo corriendo de la sala de profesores. Camino a través de
los pasillos todavía silenciosos y salgo al patio principal por donde corren
los niños al final del día.
Saco mi teléfono de nuevo y le envío un mensaje de texto rápido a
Emma. Recuperé mi coche. Él estaba ahí.
Su respuesta es inmediata. Por supuesto que estaba allí. ¿Qué dijo?
¿Qué dijiste tú? ¿Cómo terminó? ¿Reparó el coche?
La campana suena en ese momento y es ensordecedora. Escucho la
creciente marea de niños que ríen y gritan, pisan fuerte, mochilas que se
abren y se cierran. Las puertas se abren de golpe para liberar la inundación.
Busco entre los rostros a mi hija, pero todavía no la veo.
Miro mi teléfono cuando suena de nuevo, y me doy cuenta de que
accidentalmente envié una serie de emojis sin sentido.
EMMA: ¿¡EMOJI DE BERENJENA!? ¿¡TUVISTE SEXO CON
ÉL!?
—Jesús —murmuro, antes de comenzar a enviar mensajes de texto
rápidamente. ¡Por supuesto que no! Ni siquiera me di cuenta de que lo
envié. fue accidental.
Ella me envía un emoji de ojos en blanco. Envía mensajes de texto con
responsabilidad, maldita sea.
Cinco minutos desde que sonó la campana, y sigo esperándola. Otros
niños se filtran en sus pequeños mini rebaños, pero no puedo encontrar a mi
hija en ninguno de ellos. Lentamente, el flujo de niños se reduce a nada.
Todavía no está Isla.
Frunciendo el ceño, voy a su salón de clases. Cuando asomo la cabeza
por la puerta, la veo. Está sentada en el rincón más alejado, garabateando en
un cuaderno de bocetos, con un grado de concentración envidiable.
Una voz detrás del escritorio me sobresalta.
—Hola, Srta. Whitlow —dice la Srta. Roe adustamente—. Esperaba que
vinieras hoy.
—¿Qué está pasando? —pregunto mirando hacia Isla, que todavía no
parece haberse dado cuenta de que estoy aquí.
—Isla necesitaba un momento de tranquilidad —explica Heather,
mirándome con una expresión sombría—. Ella quería estar en el salón de
clases mientras tú terminabas.
Miro hacia mi hija. Su cabeza está tan inclinada sobre su escritorio que
parece que está durmiendo la siesta. Como si quisiera acurrucarse y
desaparecer de este mundo.
—¿Cómo estuvo hoy?
—Aún no colabora mucho —suspira Heather—. Se niega a participar en
actividades grupales. Prefiere sentarse en un rincón y soñar despierta.
—Ella solo necesita algo de tiempo. Eso es todo.
Otra mueca que no me gusta para nada se desliza por el rostro de
Heather. Elige sus palabras con cuidado. —Escucha, Kinsley… El Sr.
Bridges me habló de ir lento con Isla, pero no estoy segura de que ese sea el
enfoque correcto.
Siento que se me erizan los pelos. —¿Y cuál crees que sería el enfoque
correcto?
—Los niños son acosados todo el tiempo —dice Heather encogiéndose
de hombros—. Por lo general, no reciben un trato especial por eso. Isla solo
necesita desarrollar una piel más gruesa. No creo que le estemos haciendo
ningún favor mimándola.
Me trago mi ira y me recuerdo a mí misma que Heather Roe será la
maestra de Isla durante seis meses más. No puedo permitirme ponerme en
su lado malo. —Heather, tiene nueve años. Y también es una niña muy
sensible…
—Todos los niños son sensibles —dice, interrumpiéndome.
—¿En serio? —pregunto—. ¿Qué pasa con la chica que empujó a Isla
hace unos meses y la llamó “mierda fea”? ¿Ella también es sensible?
—No ayuda a nadie que te enojes, Kinsley.
—¡Es mi hija, Heather! Y está siendo intimidada. Lo cual es algo que tú,
como su maestra, deberías haber evitado.
—Ya va, espera…
—¿Mamá?
Me giro hacia Isla, que finalmente se ha dado cuenta de que estoy aquí.
Me alejo de Heather y ocupo el escritorio junto al de Isla. —Hola, cariño.
¿Qué tienes ahí?
Empuja el cuaderno de bocetos hacia mí. Ha dibujado una silueta. La
silueta de una niña bailando a los pies de su padre. Lo mismo que vi en la
sala de profesores.
Justo así, siento que mi corazón se hunde directamente en el ácido de mi
estómago.
—Cariñ…
—¿Podemos ir a casa ahora? —ella espeta—. Ya no quiero estar en la
escuela.
Asiento derrotadamente. —Por supuesto. Vamos.
Ayudo a Isla a recoger sus cosas y luego salimos del salón de clases. Al
salir, le lanzo a Heather una mirada que no puede malinterpretar.
Sé que no estoy manejando bien esto, pero han sido unos días
emocionalmente forjados, y es más difícil ser madura cuando ya estás
haciendo tanto esfuerzo para mantener la calma.
—¡El coche ha vuelto! —dice Isla cuando ve el Semental Azul
estacionado en mi lugar designado para maestros del estacionamiento.
—El coche volvió —digo con una sonrisa conflictuada—. Como nuevo.
Por mucho que me molestó la intrusión no deseada en mi vida, Daniil
hizo un buen trabajo reparándolo. El guardabarros brilla bajo el sol de la
tarde. Entramos y empiezo a conducir, devanándome el cerebro en busca de
cosas para decirle que la hagan sonreír.
—¿Qué tal si horneamos unas magdalenas esta noche? —sugiero. Esa
solía ser una forma segura de animarla.
—No, gracias.
Miro a mi niña sombría. Ha intentado peinarse el cabello castaño rizado
hacia atrás en una cola de caballo. Pero su cabello está enredado en las
esquinas de la gomita, creando nudos que sé que la harán sufrir más tarde.
—Deberías mantener tu cabello suelto, cariño —le digo.
—Es demasiado rizado. No me gusta.
Reprimo un suspiro. No estoy segura de cuándo se puso tan crítica sobre
su apariencia. Lo esperaba a los dieciséis. Pero ¿a los nueve? Se siente
desgarradoramente pronto.
—Tu cabello es hermoso.
Ella frunce el ceño. —No, no es. Y, para que conste, no ayuda que me
mientas.
—¡Isla!
Se encoge de hombros, aprieta el labio superior y vuelve a mirar por la
ventana. Llegamos a la casa sin decir una palabra más. El silencio se siente
especialmente pesado hoy.
En el momento en que abro la puerta principal, Isla sale disparada
directamente a su habitación. Prácticamente vive allí ahora. Las únicas
veces que se la puede convencer de salir es cuando viene la tía Emma.
—¿Qué tal un bocadillo? —grito antes de que pueda cerrar la puerta de
su dormitorio.
—No tengo hambre.
—Isla, tienes que comer algo…
PORTAZO. Sin respuesta.
Exhalo ruidosamente. Todo se ha convertido en una lucha con ella
últimamente. Cada decisión tiene que ser negociada. Cada conversación
termina en lágrimas.
De mi lado más a menudo que del de ella.
Puede que ella no tenga hambre, pero yo me muero de inanición. Pico
zanahorias y papas y las pongo a hervir en una olla. Luego, extiendo un
poco de hojaldre y lo meto en el horno para hornear a ciegas.
La cocina siempre ha sido mi espacio favorito en esta casa. Es la
habitación más grande, lo que no dice mucho, pero es amplia y luminosa.
Me gusta mantener las puertas del jardín abiertas para que entre la brisa.
Justo hoy no hay. Qué sorpresa.
Tomo un poco de jugo de naranja de la nevera. Cuando la puerta se
cierra, me detengo y la miro, sintiendo que mi corazón sigue bajando.
Estará nadando en mis zapatos a la hora de acostarme, a este ritmo.
La puerta del refrigerador está empapelada con dibujos de Isla y
fotografías antiguas que he coleccionado a lo largo de los años. Pequeñas
instantáneas de nuestras vidas. El primer gateo de Isla. El primer día de Isla
en el jardín de infantes. El primer día de Isla en la playa. El día en que
perdió su primer diente. El día que se puso…
Observo la nevera y me doy cuenta de que la foto de Isla con su primer
juego de frenillos ya no está.
Dejo el jugo de naranja, voy por el pasillo y toco suavemente a su
puerta. La abro un momento después, para verla inclinada sobre su
escritorio, con su cuaderno de bocetos y lápices. Últimamente, parece
preferir su compañía antes que la mía. Sin embargo, no dejaré de intentar
abrirme paso.
—Isla, ¿qué pasó con la foto que estaba en el refrigerador? —pregunto
—. ¿La de los frenillos?
—La quité —dice sin levantar la vista.
—¿Por qué?
—Porque odio mis frenillos.
Eso también es nuevo. Ella parece odiar todo en estos días. El vestido
nuevo que le compré en un mercadillo. Los mercadillos. Los vestidos.
Me pregunto cuánto tiempo pasará hasta que “Mamá” se sume a su lista.
Tomo asiento a su lado y pongo mi mano sobre la suya. Ella levanta la
vista alarmada por el toque, como si yo no hubiera hecho ese mismo gesto
durante, ay, no sé… toda su vida.
—Chiquilla —le digo en voz baja—, ¿qué te pasa?
Sus cejas se juntan y su labio tiembla ligeramente. Es obvio que mi
pregunta la está desmoronando, pero lucha por mantenerse entera. Como si
no quisiera mostrarle al mundo, ni siquiera a mí, una pizca de debilidad.
¿De dónde saca ese orgullo?
Creo que sé la respuesta. Simplemente no quiero decirlo en voz alta.
—Solo quiero dibujar —dice en voz baja.
Trago saliva y avanzo de todos modos. —Cariño, sé que estás pasando
por un momento difícil en la escuela últimamente. Y no tengo una buena
explicación para darte, excepto: bueno, los niños son malos a veces. Pero no
tiene nada que ver contigo.
—No se siente así —murmura.
Tengo que morderme la lengua para evitar que mis propias lágrimas se
derramen. —Lo sé. No es justo.
Saca su mano de debajo de la mía. —¿Vas a ver a ese hombre de nuevo?
—pregunta de repente.
Por un momento impactante, creo que está hablando de Daniil. No le he
dicho nada sobre él, por muy buenas razones. —¿Qué hombre?
Isla parpadea. —El hombre con el que saliste en una cita.
—Ah. Él.
—¿No te gustó?
—No es eso. Él estaba… bien.
—¿Pero…?
Le ofrezco una sonrisa. —Simplemente no éramos el uno para el otro.
—Dices eso de todos los hombres.
Arrugo la frente. —¿Lo hago?
Isla asiente. —La tía Emma dice que es porque esperas a alguien más.
Siento la conmoción congelarse en mi rostro. Isla vuelve a su bloc de
dibujo y yo me quedo sentada allí, sintiéndome extrañamente inquieta.
¿Estoy esperando a alguien más? No se siente bien, no se siente bien en
mi cabeza.
Aparto los pensamientos. Isla vuelve a dibujar, como si yo hubiera
dejado de existir. Con una mueca, me retiro a la cocina para sacar el pastel
del horno y verter las verduras hervidas. Espolvoreo un poco de romero,
agrego la cubierta de hojaldre sobre la mezcla de vegetales y la vuelvo a
meter en el horno.
Una vez hecho esto, salgo al jardín con mi teléfono y abro el hilo de la
conversación con Liam. Me ha enviado dos mensajes más desde nuestra
cita. He dejado ambos sin responder. En el último, me invita a salir de
nuevo.
Respiro hondo y empiezo a responder.
Hola, Liam, siento haber estado un poco desaparecida. He estado
ocupada estos días. En cuanto a la cena del sábado… me encantaría.
Observo las palabras en la pantalla durante unos segundos. Luego
elimino las últimas dos, las cambio a sería lindo, y presiono enviar antes de
perder los nervios.
Porque no estoy esperando a nadie más.
No lo estoy.
Y voy a demostrarlo.
16
DANIIL

—Demonios, sí. Dame uno de esos puros.


Cierro la caja justo en la mano de Petro. Grita y retrocede, llevándose
los dedos magullados a los labios para aliviar el dolor.
—Pareces una niña de diez años secándose el esmalte de uñas —le
informo.
—Casi me cortas la punta de los dedos, gilipollas.
—Si tuviera que cortar algo, no sería la punta de tus dedos.
Petro se deja caer en el asiento a mi lado y levanta los pies sobre la mesa
central de madera gruesa frente a nosotros. —Si lo he dicho una vez, lo he
dicho cien veces: necesitas echar un polvo.
—El sexo es tu respuesta a todo.
—Porque lo soluciona todo —insiste—. Vale, la mayoría de las cosas,
en cualquier caso.
—Esa es la primera vez que escucho esa advertencia particular de ti.
Siento una historia.
Suspira amargamente. —Morgan me pilló con Stephanie.
Bufo de la risa. —Déjame adivinar: ¿no terminó en un trío?
—Sí planteé la idea —admite Petro con una sonrisa infantil—. Pueden o
no haber respondido con violencia.
—Bien por ellas. Te lo mereces.
—Soy inocente —protesta—. Puro como la nieve que cae.
Me río y me recuesto en mi sillón. —Espero que les hayas dicho eso.
—Ya me habían abofeteado —dice Petro, mirándome—. Puede que sea
un bastardo cachondo, pero no soy estúpido. Ahora, ¿vas a seguir siendo un
gilipollas o me puedo fumar un puro?
—Depende.
—¿De qué? —pregunta con un suspiro cansado.
—De si hiciste o no la búsqueda que te pedí que hicieras.
Petro hace un puchero al instante. —Jesús, estás obsesionado con esta
chica —dice—. Estoy empezando a creer que te podría gustar más ella que
yo.
—¿Recién ahora estás empezando a creer eso?
—Gilipollas —murmura—. Sí, Su Santidad, hice la búsqueda que me
pidió. Ahora, ¿puedo tomar un puro, por favor y gracias?
Giro los ojos y abro la caja de nuevo. Agarra un puro como si estuviera
preocupado de que cambie de opinión y vuelva a cerrar la tapa en sus
dedos. En su defensa, lo estoy considerando.
Lo enciende, da una larga calada y exhala con un suspiro de
satisfacción. —Joder, sí, esto está bien. ¿Tenemos buena ginebra por ahí?
—Ya te estás pasando.
Una vez más, murmura algo que suena sospechosamente como
“gilipollas”. Lo ignoro deliberadamente. —Supongo que quieres saber lo
que descubrí —ice.
—Eres perceptivo, ¿no?
Él sonríe. —Bueno. Lo que encontré es… nada.
—Nada —repito dubitativamente—. ¿Nada?
—Ni una maldita cosa. Ella es una buena chica de pies a cabeza. No
obtener un seguro de automóvil fue probablemente lo más arriesgado que
ha hecho en toda su vida —hace una pausa por un momento antes de
agregar—: Aparte de acostarse contigo, obviamente.
—Espero que no estés demasiado apegado a tus dedos —digo
arrastrando las palabras—, porque estás a punto de perderlos.
Petro mete cuidadosamente su mano detrás de una almohada, como si
eso fuera a detenerme. —Ella vive en una casa alquilada en los suburbios.
Trabaja en la Academia Crestmore como maestra. En lo que respecta a una
vida personal, no parece tener una. Sin redes sociales, sin clubes sociales,
nada. La chica es un fantasma.
Hm. Me acaricio la barbilla y considero lo que eso podría significar.
Petro me ve pensando y se inclina hacia adelante. —¿Qué pasa con esta
chica? —pregunta con genuina curiosidad.
Si tan solo lo supiera yo mismo.
—Ella es una distracción —digo en voz alta.
Petro entrecierra los ojos, sin creer mi mierda por un segundo. —Sabes,
te he visto con mujeres a lo largo de los años. Sé cuándo eso es verdad y sé
cuándo no lo es.
—Guarda el psicoanálisis para alguien que realmente lo necesite, Petro.
No te pago para que seas Freud.
—Quizá deberías —dice—. Te vendría bien un terapeuta.
—Por favor. Rompería a un terapeuta antes de que llegara al fondo de
mis problemas.
—¿Así que admites que tienes problemas?
—Mi problema principal eres tú.
—Por favor. Soy el amor de tu vida —se ríe Petro—. Seamos realistas,
hermano: las mujeres van y vienen. Ninguno de nosotros es un cartel de
compromiso, ¿sabes?
Giro mi cigarro apagado una y otra vez en mis manos. —Crees que me
conoces tan bien.
—Sí —afirma Petro con confianza—. Esta chica se destaca porque solo
la tuviste esa noche. Si hubieras aguantado más, ella se habría convertido en
cualquier otra mujer que hayas follado y olvidado: historia antigua.
—Gracias, doctor. Lo tendré en mente —giro los ojos y arrojo el cigarro
sobre la mesa de café—. Envíame su dirección —le digo—. Ah, y
¿finalizaste los papeles del seguro para su coche?
—Te enviaré todo en una hora —dice—. ¿Quieres que ponga a Vlad o a
Kon en el trabajo?
—¿Qué trabajo?
—¿Para seguirla…? —dice lentamente, como si yo fuera tan tonto que
ya lo había olvidado.
Niego con la cabeza. —No. Yo mismo me encargo de eso.
—¿Incluso ahora? —pregunta Petro, enderezándose. Parece haber
olvidado el cigarro aún encendido que cuelga de sus dedos—. ¿Con los
lobos a nuestras puertas?
—Sabes que odio cuando te pones dramático.
Pero Petro se adelanta, manteniendo la urgencia en su tono. —
Recibimos otro mensaje de los Semenov.
—Quémalo.
—¡Daniil!
—Quémalo y entierra las cenizas —gruño—. No mantendré ningún tipo
de correspondencia con ese equipo de malditos matones.
—Así has dicho…
—Entonces, ¿por qué me haces repetir, sobrat?
—Porque esta vez… —Saca una carta de su bolsillo trasero— …la
escribió él mismo.
Eso me hace frenar. Tomo la carta de Petro y frunzo el ceño ante la
escritura en la parte posterior del sobre. Gregor usó su propia papelería
personal para esto. El escudo de Semenov brilla desde la solapa en verde y
rojo.
Doy la vuelta a la carta en mis manos. —¿Cuánto tiempo planeabas
sentarte sobre esto?
—Solo llegó hace una hora, justo antes de que entrara aquí buscándote.
El plan era ponerte de buen humor antes de entregártelo.
—¿Qué quieres decir? —exijo—. ¿Crees que debería aceptar su
solicitud de una reunión?
Petro suelta un suspiro cansado. —Creo que al menos deberías leer la
carta, Daniil.
Paso mi pulgar sobre el sello, sintiendo el relieve. Me pone los pelos de
punta con solo verlo. Demasiados recuerdos grabados en ese puto símbolo
maldito.
Agarro el encendedor de la mesa y enciendo una llama que baila azul.
Petro se pone tenso. —Daniil, tranquilo. Vale, hombre. Piénsalo.
—No hay nada que pensar. El hijo de puta me metió en la cárcel.
—Él quiere hacer las paces —dice Petro, mirando la llama abierta con
cautela—. ¿No vale eso algo?
—Quiere a mis hombres, mis contactos, mi imperio —digo bruscamente
—. Él no está tratando de hacer las paces. Está tratando de tomar lo que he
construido.
—No sabrás eso hasta que abras esa carta —dice, sabiendo muy bien
que soy capaz de quemar la carta hasta que quede crujiente sin siquiera
romper el sello—. Él mismo te escribió.
Bufo. —Solo le llevó diez años.
—Se está quebrando.
—No, está mintiendo.
—El hecho de que él haya escrito…
—Es una prueba de que se está poniendo viejo y desesperado —
interrumpo—. Lo desafiamos, Petro. Lo traicionamos. Él no olvidará eso.
—Podría —dice Petro deliberadamente—. Si…
—No. Respuesta final.
Petro me conoce lo suficientemente bien como para guardar silencio de
inmediato. Pongo la llama en el papel, y observo cómo el fuego se enrosca
alrededor de los bordes de la carta antes de devorarla por completo.
Tiro los restos ennegrecidos sobre la mesa y me recuesto en los cojines.
—Organiza reuniones con los nuevos distribuidores. Terminaremos lo que
empezamos el día que escapé de esa maldita celda.
—Hemos llegado bastante lejos, hermano. ¿No crees…?
—Aún me queda más por recorrer. Y lo haré todo por mi cuenta.
Petro deja caer su cabeza entre sus manos, consternado por mi
terquedad. No es la primera vez, y no será la última. —Siempre el camino
de mayor resistencia contigo, ¿no es así?
Sonrío. —¿Qué hay de divertido en hacerlo de otro modo?
17
KINSLEY

Arrugo la nariz con disgusto por el reflejo en el espejo.


Demasiado escote. Quiero hacer un esfuerzo esta noche. Pero no quiero
que Liam se haga una idea equivocada, y el vestido rojo que llevo puesto es
demasiado bomba para mi gusto.
—¡Vaya, chica!
Me estremezco de sorpresa cuando Emma se invita a sí misma a mi
habitación. Ella procede a tirarse de lado en mi cama, una bolsa de gusanos
dulces de goma agria en su mano como de costumbre.
—Ese vestido es fuego —agrega—. Emoji babeante, emoji de
berenjena, etcétera.
—Ese es el problema —digo sombríamente, bajando la cremallera que
comienza donde termina el escote en V—. Envía el mensaje equivocado.
—¿Que eres joven, vibrante y sexy? —pregunta Emma, metiéndose un
largo gusano gomoso en la boca—. Dios no lo quiera.
—Que soy fácil —corrijo.
—Por favor —dice Emma rodando los ojos—. Nadie podría acusarte de
ser “fácil”.
La fulmino con la mirada mientras me quito el vestido rojo y lo arrojo a
la pila de “no”. —Simplemente, no quiero que haga suposiciones sobre esta
noche.
—La gente tiene sexo en la primera cita todo el puto tiempo, Kinz —
responde Emma—. Justo la otra noche, me acosté con este chico y ni
siquiera supe su nombre.
—Eso no es una cita, eso es un ligue. Otro juego totalmente diferente.
—Entonces, tal vez sea eso lo que tú también necesitas. Un “ligue”
agradable, divertido y sin ataduras —dice, moviendo las cejas hacia mí.
Me dirijo a mi armario y rebusco entre el resto de las perchas. Pero son
pocas opciones. Tengo pantalones de chándal, ropa de trabajo y muy poco
en el medio. Haciendo una mueca, me dejo caer sobre la otomana que uso
como un cesto, y pongo mi cabeza entre las manos.
—Esto es un desastre inminente —murmuro.
—¡Oye! Nada de esa negatividad aquí —dice Emma. Escucho la cama
chirriar cuando ella se levanta y camina hacia donde estoy sentada.
Tomando mis manos entre las suyas, dice—: Mírate, Kinz. Eres hermosa.
¿Quieres un chico? Boom, lo tienes. Es fácil. Eres bonita, inteligente,
valiente y especial. Y no quiero ser demasiado lasciva ni nada, pero tus
tetas son fantásticas.
Ahogo una risa y pongo los ojos en blanco. —Todo gracias a Victoria —
murmuro.
—Esa perra y sus secretos, en serio —se ríe Emma. Aprieta mis manos
de nuevo—. Aunque lo digo en serio. Cualquier hombre que quieras. Así
que si Liam es ese hombre…
Me pongo rígida, quito mis manos de su agarre y empiezo a hurgar en el
armario de nuevo, con la esperanza de que algo adecuado haya aparecido
milagrosamente en los últimos minutos.
Emma me mira desde su asiento en la alfombra. —Vale —comenta—,
me parecía. Entonces, ¿por qué aceptaste una segunda cita con él?
—Tú eres quien me convenció de salir con él en primer lugar —le
recuerdo.
—¡Porque quería que te expusieras! Él solo estaba destinado a ser una
cita de práctica. Se suponía que no debías seguir castigándote a ti misma si
no estabas interesada.
—Bueno, no aclaraste eso —digo, fingiendo ignorancia mientras me
pongo el vestido azul que ya me he probado dos veces—. De todos modos,
tienes razón. Necesito exponerme más.
—Y estoy feliz por eso. Pero ¿Liam? Dijiste que era espeluznante.
—¿O quizás solo estaba siendo demasiado juzgona? —sugiero, tratando
de convencerme a mí tanto como a ella—. Quizás ya estaba mal
predispuesta con esa cita antes incluso de ir. Quizás necesito darle una
segunda oportunidad.
Emma lo considera con esa expresión de cachorrito con la cabeza hacia
un lado que siempre usa cuando sospecha de mí. —Eso es un montón de
quizás. Pero vale, tiene sentido.
—¿Ves? Estoy creciendo. Aprendiendo. Evolucionando.
—Hm.
Volteo y llego a captar apenas la expresión, que se desvanece en su
rostro —¿Qué fue eso? —exijo.
—¿Qué fue qué? —pregunta con inocencia.
—Esa mirada que acabas de hacer —la acuso—. Y ese sonido que
acabas de hacer. “Hm”. ¿Qué tipo de “hm” fue ese?
—No fue ningún tipo de “hm” en absoluto.
—Patrañas —digo bruscamente—. Dímelo.
Emma me ofrece una sonrisa tímida. —Solo creo que la sincronización
es un poco sospechosa. No estoy segura si esta segunda cita con Liam no se
trata más de… alguien más.
Entrecierro los ojos con enojo, pero Emma simplemente levanta las
manos en defensa propia. —¡No me mires así! No dije una palabra sobre él.
No se mencionaron nombres.
—No tenías que hacerlo. Eres tan sutil como un niño de tres años con la
mano en el tarro de galletas.
Emma se ríe y suspira con cariño. —Ay, hombre, ataque de recuerdos.
Era tan lindo cuando Isla hacía eso. Todavía tengo esas fotos guardadas en
alguna parte.
—No voy a salir con Liam para demostrar nada —digo definitivamente
—. A nadie.
—Hm. Vale —dice Emma con una sonrisa molesta—. Si tú lo dices.
Respiro hondo y subo la cremallera del costado del vestido azul. —¿Y
bien? —pregunto—. ¿Qué tal este?
Emma entrecierra los ojos para ver el atuendo. —¿Ese es tuyo? —
pregunta—. ¿O de tu abuela?
Frunzo los labios. —Un simple “no” habría sido suficiente.
—¿Dónde está la diversión en eso? —responde Emma con un guiño. Se
deja caer sobre su espalda y se mete otro gusano gomoso en la boca—.
Dulce bebé Jesús, son adictivos.
—¿Cómo encontraste mi escondite?
Emma se ríe. —Isla me dio el escondite.
—¿Isla sabe dónde está?
—Por supuesto —se ríe Emma—. Ella es una niña inteligente. Está al
tanto de todo.
—Sí —murmuro, bajando la cremallera del vestido y deslizándolo por
mi cuerpo—. Eso es lo que me asusta.
—¿Qué dijiste?
—Nada —digo, tirando el vestido azul y girándome hacia mi armario—.
¿Tal vez debería probarme los pantalones de nuevo?
—¡No! —grita Emma—. Nada de pantalones. No otra vez. Sé que Gap
aprecia tu leal patrocinio a lo largo de los años, pero si intentas usar esos
jeans de mamá fuera de la casa una vez más, voy a gritar o cometer un
incendio provocado. Probablemente ambas.
—Vale, ya, está bien —me quejo—. Caramba. Tenemos que trabajar en
tu manera de tratar a las personas.
Emma suspira, deja sus gusanos de goma en el suelo y se acerca a mi
armario. —Vale, hazte a un lado. Creo que necesitas mi experiencia para
esto.
—Hazlo —digo, renunciando al control y colapsando en el lugar de mi
cama que Emma acaba de desocupar.
Miro el techo y trato de fingir que no puedo oírla murmurar mientras
busca en mi armario. —No… no… ay, por el amor de Dios. Diablos, no…
—Después de un minuto, anuncia—: En serio, tenemos que ir de compras.
Gimo y cierro los ojos. —No puede ser tan malo.
—Sí, lo es. Acabo de encontrar una camiseta que solías usar en la
escuela secundaria.
Siento un pequeño puntito de tristeza. —¿Es blanca con rayas naranjas?
—Como Tigger de Winnie the Pooh, sí. Y es demasiado grande para ti.
—Era de Mamá.
—Ah, mierda. —Emma palidece y se gira hacia mí, con una mirada de
horror en su rostro—. Lo es. No puedo creer que lo olvidé. Lo siento
mucho.
Me encojo de hombros. —No te culpo. Fue hace mucho tiempo.
—Kinz…
Niego con la cabeza. —Está bien. Lo prometo —señalo de nuevo el
armario—. Solo… decide mi vida por mí. Por favor y gracias. No puedo ir a
cenar en ropa interior.
Ella arquea una ceja diabólica. —Bueno…
—Ese es un no rotundo —digo, reprimiendo una risa.
—Tan aburrida —murmura Emma mientras vuelve a examinar mi ropa
—. ¡Ajá! ¿Qué hay de este? —saca un vestido blanco sin tirantes, con un
corpiño ajustado y una falda acampanada, que es lo suficientemente corta
como para darle un poco de ventaja.
—No lo creo —digo, arrugando la nariz.
—¿Por qué no?
—Estaba destinado a ser mi vestido de baile de graduación, ¿recuerdas?
—le digo.
—Cierto. Pero no terminamos yendo al baile de graduación.
—No, ciertamente no lo hicimos.
—Espera, ¿entonces nunca lo has usado?
—No. Siempre quise regalarlo, en realidad. Pero simplemente… nunca
llegué a hacerlo.
—Lo que significa que realmente no querías deshacerte de él —dice
Emma con seguridad—. Creo que esta noche es la noche, Kinz.
—No me parece.
Emma se acerca a mí y empuja el vestido en mi cara. —Es esto o
vuelves a forzar tus tetas en ese sexy número rojo. Tú eliges —cuando no
respondo, ella asiente triunfal—. Me parecía. Ahora, deja de ladrar y
empieza a vestirte.
No dispuesta a prolongar la batalla, me pongo el vestido. Emma me
sube la cremallera por detrás. Encaja notablemente bien, teniendo en cuenta
que he adquirido trece años y una hija desde que lo compré.
—¿Estás segura de que no es demasiado? —pregunto nerviosa,
intentando y fallando en volver a meter mis pechos debajo del escote—.
¿No muestra demasiada teta?
—Muestra la cantidad perfecta de teta. Estará babeando en el cheque.
Me río. —Creo que ofreceré a pagar por este.
—Por supuesto que lo harás —se queja Emma—. Déjalo pagar, Kinsley.
Si realmente significa tanto para ti, la próxima vez que salgamos a cenar,
puedes pagar por mí.
Bufo. —Qué sugerencia tan brillante.
—Estoy llena de soluciones fáciles.
—Eso en realidad no resuelve el problema, pero vale. Simplemente no
quiero aprovecharme de nadie, Em.
Emma agita su mano en mi cara. —No te estás aprovechando. Él quiere
salir contigo. Definitivamente quiere follarte. ¿Y si quiere pagar? Yo digo
que lo dejes. Insultarás su honor masculino si no lo haces. Los cromosomas
Y ellos se alteran mucho por ese tipo de cosas.
Paso un cepillo por mi cabello y entrecierro los ojos frente al pequeño
espejo de pie de mi tocador. —Ya veremos.
—Solo por curiosidad, ¿cuándo fue la última vez que tuviste sexo?
Casi me atraganto con el lápiz labial ante la pregunta inesperada.
—¿Kinz? —Emma persiste. Ella nunca ha sido de las que deja pasar
nada. Como un perro con un hueso cuando se trata de… bueno, todo.
Dejo caer el tubo rojo brillante en el cajón, me limpio los restos y voy a
buscar otro color. —¿Qué piensas de este? —pregunto, sacando un bonito
gris pardo—. ¿Demasiado discreto?
—Estás ignorando mi pregunta.
—Meticulosamente —digo con una sonrisa traviesa—. ¿O este? Se
llama rosa caramelo. Suena tan seductor. El equipo de marketing realmente
se lució.
Emma se cruza los brazos y me lanza una mirada que dice sé-muy-bien-
lo-que-estás-haciendo. —Ve con el rosa caramelo, y luego responde la
maldita pregunta.
—¿Qué importa? —protesto.
—Recuerdo vagamente a este chico rubio con una dulce sonrisa. Tad o
Ted, o algo así de estúpido. Pero no es posible que haya sido tu experiencia
sexual más reciente, porque eso fue hace unos años, como mínimo.
Suspiro. —Era Thad. Y fue hace cinco años.
—Espera —dice Emma, con los ojos muy abiertos—. ¿Me estás
diciendo que Thadley fue la última vez? ¡Jesucristo, Kinsley!
—No es como si lo echara de menos.
Eso es una gran mentira. Tengo un vibrador muy usado y un paquete de
baterías de respaldo de tamaño familiar medio vacío que pueden dar fe de
eso. Por supuesto, Emma lo nota. —Vale, mi medidor de patrañas está
rompiendo récords. No hay forma de que eso sea cierto.
—Yo solo… no puedo, Em. No puedo hacerlo a menos que… sienta
algo.
Emma se detiene en seco y sé de inmediato, según la expresión de su
rostro, que me arrepentiré de esa declaración en cualquier momento.
—¿Así que sí hubo una conexión? —ella infiere—. ¿Entre tú y el
melancólico Príncipe No-Tan-Encantador?
Sí, ahí está. Lamento con creces. Eso no tomó mucho tiempo.
—Yo, bueno… la cosa es…
—No puedes retirarlo.
Pongo los ojos en blanco. —Sí, está bien, vale. Tuvimos una conexión.
Pero claramente fue unilateral, porque me desperté a la mañana siguiente y
él se había ido. Y luego todas estas cosas ahora. Así que… sí. Unilateral.
—¿Quizá volvió más tarde? —sugiere.
—¿Y esperaba encontrarme sentada allí, esperándolo? —me río a
carcajadas, sueno un poco desquiciada al hacerlo—. Gran posibilidad.
—Los hombres pueden ser un poco obtusos, por decir lo menos.
—Este es cualquier cosa menos estúpido, Em —le aseguro.
—Ay, cielos. Se pone más delicioso cada vez.
Niego con la cabeza hacia ella. —Tú no tienes remedio.
—¿Por qué? —pregunta—. ¿Porque creo en el amor verdadero?
—¿Amor verdadero? —me resisto—. Confía en mí, esto es lo más
alejado de eso.
—Has pasado los últimos diez años comparando a cada tipo que
conoces con él. La palabra “capricho” no alcanza. Estás obsesionada.
—Yo…
Ella levanta una mano para interrumpirme. —Ni siquiera empieces. Te
conozco, Kinsley. Estuve allí para todo. Los Tiempos Oscuros. Viviste
conmigo durante seis semanas después de todo el desastre, ¿recuerdas?
Yo suspiro. —Ojalá pudiera. Es mayormente un borrón.
—Porque estabas angustiada. Y no por tu boda fallida, o tu prometido
abusivo —afirma Emma con firmeza—. Estabas angustiada porque
pensabas que no volverías a ver a Daniil.
Arrugo la frente. —No recuerdo haber dicho eso nunca.
—No tenías que hacerlo. Podía verlo en tu cara, la forma en que
describías esas horas con él, la forma en que hablabas de él. El hecho de
que, cuando soñabas, gritabas su nombre.
—¿Lo hacía? —jadeo, horrorizada por haberme entregado tan
fácilmente.
—Lo hacías —confirma Emma—. Él significó más para ti de lo que
estabas dispuesta a admitir en ese entonces. Y más de lo que estás dispuesta
a admitir ahora mismo. Pero eso no cambia el hecho de que, en realidad,
significa algo para ti.
Tengo que plantar mis manos en el mostrador del baño para no
desmayarme. —Él… me encontró en uno de los puntos más vulnerables de
mi vida —susurro—. Y supongo que, sin siquiera saberlo, yo estaba
buscando algo… más —levanto mis ojos para encontrarme con los suyos en
el espejo sobre el lavabo—. Pero, cuando me desperté a la mañana siguiente
y él se había ido…, supongo que me recordó todas las veces que alguien
importante para mí simplemente se fue. Y me hizo sentir…
—¿Como una niña abandonada nuevamente?
Asiento y trago el nudo en mi garganta. —Creo en el destino —digo—.
Todo sucede por una razón, y todo eso. Así que creo que me lo enviaron por
una razón. Pero él nunca fue mío para quedármelo. Lo entiendo ahora.
Emma parece que quiere estar en desacuerdo. Pero, al final, solo me
dedica una sonrisa triste. —Te ves hermosa, por cierto. Dejaré que termines
de prepararte.
Luego, se da la vuelta y se escapa.
Me miro de nuevo al espejo y aplico una capa de lápiz labial. Emma
tenía razón: el rosa caramelo era una buena elección. —Listo —me digo a
mí misma—. Estoy lista.
Cuando salgo del baño, encuentro mi habitación vacía. Pero hay un par
de tacones negros con tiras y un chal cerúleo dispuestos cuidadosamente
sobre el edredón para mí. No puedo evitar sonreír. Ella es luchadora y
espinosa, y le encanta presionarme. Pero Emma es la mejor amiga que
podría pedir.
Me estoy abrochando los zapatos cuando Isla entra furtivamente a mi
habitación. Ya está en pijama. —Te ves muy bonita, Mami.
—Gracias, amor —digo, poniéndome de pie para darle un giro muy
principesco y una risita.
Los ojos de Isla recorren el vestido de arriba abajo con aprecio.
Aterrizan en mi cara, y noto que la tristeza vuelve a filtrarse en sus ojos.
—Ojalá fuera tan bonita como tú.
Me congelo inmediatamente. La gente siempre dice “se me heló la
sangre”, pero es una locura experimentar exactamente eso. Es como si mis
huesos temblaran en lo profundo, aunque el aire de la habitación es cálido.
Isla se queda en la puerta por un momento más, con esa distancia
melancólica en sus ojos. Me tambaleo y me hundo en la cama,
desconfiando de repente de mis piernas. Cada célula de mi cuerpo me grita
que vaya tras ella, pero sé que necesita tiempo para calmarse. Perseguirla y
obligarla a hablar conmigo solo creará un resentimiento que podría durar
para siempre.
Así que me siento, inútil y agitada. Me quedo en silencio por un rato,
mientras intento estabilizar mi respiración. Luego oigo un susurro en la
puerta. Miro hacia arriba para ver a Emma, de pie en el umbral, con un
collar de oro que cuelga de la punta de sus dedos.
—Solo venía a ver si querías usar esto —dice en voz baja.
Asiento. —Gracias. ¿Escuchaste?
—Sí —suspira ella—. La escuché.
—Le estoy fallando, Em —susurro—. Ni siquiera sé qué decir. Me dijo
que se cree fea el otro día. ¿Cómo le digo que las cosas que la lastiman
ahora son las cosas más hermosas que tiene?
—Le dices exactamente eso —insiste Emma, mientras se acerca y se
sienta a mi lado—. No le estás fallando a nadie, Kinsley. Esa niña te adora.
Solo sigue intentando. Sigue amándola. Eso es todo lo que tienes que hacer.
Todo lo demás se arreglará solo con el tiempo.
Yo suspiro. Eso se siente tan inadecuado. Hay una niña pequeña en una
habitación que está sufriendo de una manera que me rompe el corazón, y no
me deja acercarme lo suficiente para ayudar. Sé que Emma tiene razón: de
una forma u otra, lo superaremos. Pero, cuando estás atrapado en medio de
una tormenta, cada rayo se siente como el fin del mundo.
Un DING fuerte me saca de mis pensamientos. Emma agarra mi mano
con fuerza. —Llegó —anuncia, un poco innecesariamente.
Me pongo de pie, tiro el chal sobre mis hombros y agarro mi bolso. —
Deséame suerte —murmuro.
—¡Buena suerte! Recuerda usar condones.
Pongo los ojos en blanco y voy por el pasillo. Cuando abro la puerta
principal, Liam está parado allí, con un ramo salvaje de peonías medio
marchitas en la mano.
—Hola —digo con timidez.
Hace una doble toma y me mira desvergonzadamente. —Maldita sea —
silba, los ojos se le salen de sus órbitas—. Te ves jodidamente sexy.
—Ah —cualquier punto que haya ganado con las flores se va a la
basura. Es una lucha mantener la sonrisa en mi rostro—. Gracias. Tú
también te ves bien.
—Ten —empuja las flores en mi cara.
—Iré a poner esto dentro muy rápido —le digo. Las tomo y me apresuro
a ir a la cocina para dejarlas en el primer contenedor que veo, que resulta
ser un vaso con la fecha de mi baile de cuarto año de la secundaria impresa
en el costado.
Cuando vuelvo a la puerta principal, encuentro a Liam justo donde lo
dejé. —¡Lista para irnos! —lo anuncio tan brillantemente como puedo
fingir.
Pero me da la espalda y no se voltea.
—¿Liam?
Entonces, me doy cuenta de que está mirando algo a lo lejos. Una silueta
oscura y elegante. Es un coche. Puedo notar que es un buen coche, aunque
no sé nada sobre ellos, como lo atestigua mi experiencia en el taller de
carrocería.
Pero este grita lujo. Grita poder. Grita Ni siquiera PIENSES en joderme.
Y el hombre que abre la puerta del conductor y sale grita exactamente lo
mismo.
18
DANIIL

Estuve sentado en la oscuridad durante veinte minutos, observando al hijo


de puta de pelo grasiento en el Lexus mirando porno en su teléfono, antes
de que llegara la hora acordada y se arrastrara hasta la casa de Kinsley con
una colección de tristes flores en la mano, como si simplemente las hubiera
arrancado del patio trasero de una abuela desprevenida.
Gruño con disgusto. Luego, su puerta se abre y me olvido de ese
desventurado idiota.
Porque Kinsley parece un maldito ángel.
Lleva un mini vestido blanco, con una falda acampanada y un escote
pronunciado que la lleva de dulce a sexy. Su cabello fluye y la luz de la sala
de estar detrás suyo brilla alrededor de su cabeza como un halo. Incluso
desde aquí puedo ver el brillo en sus ojos. La vida. El fuego.
El idiota le lanza las flores, como un gato que le trae a su dueño un
pájaro muerto como ofrenda.
Ella las coge a regañadientes, luego entra en la casa por un momento y
las deja fuera de la vista. Veo su silueta proyectarse hacia el escalón cuando
vuelve a emerger.
Esa es mi señal.
Abro la puerta y salgo a la noche. Tanto Kinsley como el baboso cabrón
que se aferra a ella me miran con la boca abierta.
Su expresión es incrédula.
La de él es de idiota.
—D-Daniil —tartamudea Kinsley, recuperándose mucho más rápido
que su tonta cita—. ¿Qué… qué estás haciendo aquí?
Mantiene su tono calmado, pero puedo escuchar la tensión que esconde
debajo. Está nerviosa. Muy nerviosa. No hay premio por adivinar el motivo.
—Solo vine a entregar los papeles de tu seguro —digo, sacándolos del
interior del bolsillo de mi abrigo.
—¿Papeles del seguro? —pregunta el idiota, dando un paso adelante con
el pecho en alto—. ¿Qué tipo de tío de seguros hace entregas a domicilio a
las ocho un sábado, eh, amigo?
Jesús. Llamar idiota a este payaso es un insulto para los idiotas de todas
partes.
—¿Te parezco un vendedor de seguros? —pregunto.
Kinsley se tensa. —Te lo dije antes, puedo manejar mis propios asuntos.
Y también obtendré mi propio seguro.
—Toma los papeles, Kinsley.
Observo cómo se le mueve la garganta mientras traga. Su miedo es
palpable. Quiero lamerme los labios para saborearlo.
A pesar del desgano, se acerca y toma el fajo de papeles de mi mano.
—Buena chica —le digo—. Creo que “Gracias, Daniil” es la frase que
estás buscando.
—Disculpa —bale el idiota, todavía moviéndose frente a mí como si no
estuviera seguro de si pelear o correr—. ¿Me estoy perdiendo de algo?
¿Quién diablos eres tú?
—Nadie —dice Kinsley rápidamente—. Él es solo…
—Un amigo —interrumpo. Ella me mira y niega con la cabeza, pero yo
solo le devuelvo una sonrisa—. Kinsley y yo somos viejos amigos.
Necesitaba ayuda para obtener una póliza de seguro para su coche.
Él frunce el ceño. —No parece que ella quiera tu ayuda, amigo.
—Kinsley puede no querer mi ayuda —estoy de acuerdo, mi mirada se
desvía de su rostro al de ella—. Pero la tomará, a pesar de todo.
—Realmente deberíamos irnos, Liam —insiste, tratando de terminar la
conversación antes de que se salga de control.
Demasiado tarde, sin embargo. Se salió de control hace diez años. No va
a mejorar en el futuro inmediato.
—Sí —canta su cita con una sonrisa satisfecha—. Deberíamos irnos.
Tenemos una reserva a las 8:30 en Conte.
Arqueo una ceja. —¿Ah, sí? Mundo pequeño. Yo también.
Kinsley no lo cree ni por un segundo. —¿Tú? —hierve—. Qué
divertido.
—Sí. Una divertida coincidencia.
—No existen las coincidencias.
—Por una vez —digo—, tú y yo estamos de acuerdo.
—Eh, ¿Kinsley, nena? —dice el idiota, envolviendo su mano carnosa
alrededor de su codo—. Vámonos.
Necesito de todo mi autocontrol para no romper todos los dedos de esa
maldita mano.
—Liam, ¿te importaría esperarme en el auto, por favor? —pregunta
Kinsley, su voz tensa.
—¿Qué? —chasquea él.
Ella se vuelve hacia él y parpadea, como si estuviera procesando
conscientemente el hecho de su existencia. —Solo dame un segundo, Liam
—dice suavemente—. Por favor.
Su expresión se agria mientras mira su reloj. —Ya son las 8:15 —gruñe,
su voz es anormalmente áspera—. Hazlo rápido. Es una putada conseguir
una mesa en Conte.
Camina hacia su Lexus y se sube. Puedo ver los puntos gemelos de sus
ojos que me observan furiosamente desde el interior de su coche de niño
grande. Le doy la espalda.
—Ay, él es una joya —comento.
Ella lo ignora. —Así que no me acosas, ¿eh?
—Tenía que darte los papeles.
—En primer lugar, no quería los papeles.
—Necesitas un seguro.
—Y lo tendré. Pero no por ti —resopla el flequillo de su cara—. Este no
es tu problema, Daniil. Así que, ¿por qué lo conviertes en tuyo?
Ignoro cuidadosamente el aroma de su perfume, que baila en la suave
brisa nocturna. —Digamos que estoy interesado.
—¿En qué, exactamente? —exige—. Realmente, no hay nada en qué
interesarse. Ahora tengo mi propia vida. He seguido adelante.
Bufo. —Necesitas elevar tus estándares, entonces.
Sus ojos se deslizan hacia el Lexus, luego de nuevo hacia mí, como si
no fuera a notar su vacilación. —Él no es un mal tío.
—¿Pero es bueno?
Ella resopla burlonamente. —Ah, ¿y tú lo eres?
—Por supuesto que no. Pero no estamos hablando de mí.
Ella niega con la cabeza, confundida. —No sé lo que quieres de mí. ¿Es
esto culpa? ¿Es eso lo que es esto? ¿Te sientes culpable por cómo te fuiste
esa mañana y estás tratando de hacer las paces? ¿O es solo lástima?
—Si digo que sí, ¿dejarás de ser terca?
—Prefiero que lo digas porque es la verdad.
Le frunzo el ceño. —La verdad es que no quiero que te desangres a un
lado de la carretera mientras algún representante de piratería de cualquier
compañía de seguros de mierda que decidas que puedes pagar vacila sobre
si vives o mueres. Esa es la verdad. Haz con ella lo que te plazca.
Hace una pausa larga y cargada. —Así que sí te importa —dice en voz
baja. Rechina los dientes—. Me vuelves loca, ¿lo sabías?
—¿En serio? —digo sarcásticamente—. Lo escondes tan bien.
—Me voy —se vuelve hacia el coche, pero me doy cuenta de que se
resiste a dejarme aquí, frente a su casa. Ella mira hacia sus ventanas.
—¿Alguien en casa? —pregunto.
Definitivamente está inquieta. —Emma —responde ella—. A veces se
queda a pasar la noche.
—Ustedes dos necesitan hombres.
—¿Por qué? —se burla—. Según mi experiencia, los hombres suelen ser
buenos para correrse demasiado pronto, dejar el asiento del inodoro
levantado y desaparecer por la mañana.
Sus palabras son mordaces, aunque su tono es todo lo contrario. Suena
demasiado cansada para reunir el nivel adecuado de ira.
—¿Y el imbécil sentado en el Lexus de allí es con el que quieres andar?
—pregunto.
Desprecio cómo estoy sonando en este momento. Amargo, hastiado de
maneras que no puedo explicar. Pero no puedo controlar la feroz sensación
de protección que me abruma cada vez que estoy cerca suyo. La idea de la
mano de ese hijo de puta en la muñeca de Kinsley todavía me pone la visión
roja.
—Buenas noches, Daniil —dice con frialdad.
Luego da media vuelta y se marcha, sin esperar mi respuesta. Se sube al
coche y pasan al lado mío, los ojos del idiota fijos en los míos todo el
tiempo. Permanezco en mi lugar hasta que las luces traseras desaparecen a
la vuelta de la esquina.
Cuando se han ido, saco mi teléfono de mi bolsillo y marco un número
al que no he llamado en mucho tiempo.
—¿Ocupada? —pregunto cuando atiende.
—¿Para ti, guapo? Nunca.
—Vale. Encuéntrame en Conte. Quince minutos.
19
KINSLEY

—¿Quién diablos era ese tipo? —jadea Liam con incredulidad.


Envuelvo el chal con fuerza alrededor de mis hombros mientras la
oscuridad se traga a Daniil detrás de nosotros. —Solo… alguien que solía
conocer.
—Parece que todavía lo conoces.
—Nos encontramos recientemente —admito—. Y ha decidido
ayudarme con este asunto del seguro.
Liam se burla. —Él no está aquí para ayudarte, cariño —dice,
continuando con esta tendencia reciente y alarmante de llamarme con un
nombre cariñoso que nunca, nunca pedí—. Él está aquí porque quiere
follarte. Lo del seguro es una excusa. Solo quiere meterse en tu…
—Lo entiendo, Liam —espeto—. No hay necesidad de reformular. Pero
realmente no creo que eso sea lo que es esto.
—Escucha, cariño, conozco a los tíos, ¿de acuerdo? Este…
—Solo porque un hombre quiera meterse en mis pantalones no significa
que lo haga —le digo con enojo—. Yo decido quién se mete en mis
pantalones. Yo. Nadie más.
Espero que lo deje, pero después de un minuto de silencio continúa,
como un toro en una cacharrería. Realmente no puede evitarlo. —Entonces
¿nunca ha pasado nada entre ustedes dos?
Demasiadas cosas pasaron entre nosotros dos, quiero decir. En cambio,
todo lo que digo es—: Realmente no quiero hablar de eso. Tengamos una
buena noche, ¿sí?
Pero sigue parloteando, como si yo ni siquiera hubiera hablado. —Tío
grande. Buen coche. Tendría sentido, eso es todo lo que digo.
Aprieto los dientes. —¿Qué tendría sentido, Liam?
—Solo digo que las chicas siempre buscan todo eso.
—Espero que no pienses que soy tan superficial. O así de fácil.
Un hombre sabio lo habría dejado allí. Liam, cada vez es más obvio, no
es muy sabio.
—Entonces… ¿no lo eres?
Me trago mi molestia. —Cuando conocí a Daniil por primera vez, vestía
ropa prestada y ni siquiera tenía coche.
—Hizo algo de sí mismo desde entonces, ¿verdad?
—Diablos si lo sé. Realmente, no sé lo que hizo en los últimos diez
años. Y, para ser completamente honesta, en verdad no me importa. No
estoy interesada en continuar una relación con él. De cualquier tipo.
Liam gruñe, pero afortunadamente no dice nada más hasta que llegamos
al restaurante diez minutos después.
Intento con todas mis fuerzas no escanear el lugar mientras entramos,
pero, de vez en cuando, siento que mis ojos se deslizan. Buscando. No es
difícil adivinar qué.
En el momento en que nos sentamos, Liam pide vino sin pedir mi
opinión. Sé que está tratando de impresionarme con su conocimiento, pero
apenas escucho mientras reprende al mesero por su lista de tintos
“vergonzosamente inadecuada”.
Pasa un hombre de traje y casi me atraganto con el agua. Pero no es
Daniil. Solo otro tipo elegantemente vestido con abundante dinero en
efectivo para gastar.
—Nos pedí un buen Merlot —anuncia Liam una vez que finalmente
deja de acosar al pobre mesero.
—Suena genial —digo. Estoy tratando de sonreír, pero estoy bastante
segura de que parece más una mueca, así que bajo la cabeza y me concentro
en el menú.
Pero eso no mejora. Leo la misma línea quince o veinte veces seguidas,
sin avanzar más. Filete de coliflor. Filete de coliflor. Filete de coliflor.
Después de un tiempo, comienza a sonar como un galimatías.
—¿Qué estás pensando? —pregunta Liam.
Lo miro. El vino ya le tiñe los labios, la lengua y los dientes de un
púrpura revolvedor de estómagos. —El, eh… el bistec de coliflor, supongo.
Arruga la nariz. —Asco.
Fuerzo una risa. —¿Entonces no debería ofrecerte un poco de mi plato?
—Oh, definitivamente me gustaría probar tu plato —dice, moviendo las
cejas sugestivamente.
Guácala. Casi había olvidado este lado de él. O me forcé a olvidarlo, al
menos.
Cada vez que las puertas se abren, mis ojos van directamente en su
dirección. Es patético, hasta yo lo sé. Tan patético como aún poder sentir la
esquina del fajo de papeles del seguro que Daniil me entregó haciéndome
cosquillas en mi muslo desnudo donde los doblé y los metí en mi bolso.
—Entonces… ¿a qué te dedicabas? —pregunta mientras se sirve una
segunda copa de vino.
—Soy maestra, ¿recuerdas?
—Ah. Eh, sí.
Él asiente, y puedo ver por la expresión vidriosa de sus ojos que tiene
tanto interés en mi trabajo como yo en su rutina de gimnasia, o sus
pensamientos sobre los méritos de Sangiovese versus Cabernet Sauvignon.
—Esa amiga tuya, la que va a mi gimnasio… ¿Ustedes son cercanas?
—Emma. Sí, muy. Es mi amiga más antigua. Después de la muerte de
mis padres, ella fue mi única familia.
—Ambos padres fritos, ¿eh? —dice—. Eso es duro.
Realmente, no tenía la intención de que esto se convirtiera en una
conversación sobre mis padres o mi infancia. Odio hablar de ambas cosas.
Sobre todo con extraños.
—Es lo que es.
—¿Cómo murieron?
Alcanzo mi vaso de agua y tomo un sorbo. —Em, realmente preferiría
no hablar de eso, si está bien.
Se encoge de hombros y empieza a parlotear de nuevo sobre su
superespecial entrenamiento de bíceps, del que hablamos hasta la saciedad
la última vez. Miro el techo, los otros clientes, las costuras en la servilleta
en mi regazo, cualquier lugar menos la puerta. Trato de convencerme de
que no estoy esperando en ascuas para ver si Daniil me estaba mintiendo o
no.
—¿Estás bien? —pregunta Liam, y me doy cuenta de que no he estado
escuchando durante diez minutos seguidos.
—Por supuesto. Disculpa. Solo un poco… cansada.
—¿Día difícil en la escuela?
Estoy a punto de recordarle que es sábado cuando suena la puerta.
Y esta vez no me decepciona.
Es al menos un pie más alto que cualquier otro hombre en este
restaurante. Ocupa el espacio con toda la confianza de un hombre que sabe
que es la persona más importante del lugar. El reloj brilla en su muñeca
mientras se quita el abrigo y lo lanza sobre su hombro. Luego, se da la
vuelta. Sigo la dirección de su media sonrisa…
Y veo a una mujer entrar detrás de él.
Sin embargo, “mujer” se siente como si la estuviera subestimando. Es
una diosa, lisa y llanamente. Alta como una modelo de pasarela, con un
cuerpo de modelo de Instagram, un deslumbrante vestido cobrizo y acres de
piel bronceada. Ondas de lujoso cabello rubio fresa fluyen por su espalda.
Las perlas envueltas alrededor de su cuello y colgando de sus orejas
parecen brillar con luz propia.
—¿Qué estás…? —Liam se retuerce en su asiento para descubrir qué es
lo que llamó mi atención. Se detiene en seco al ver Daniil.
Ya somos dos.
—Vale —dice Liam, volviéndose hacia mí—, tiene buen gusto, se lo
concedo.
No me molesto en responder. ¿Qué puedo decir? Liam ni siquiera está
equivocado.
Lo que empeora toda la situación es que Daniil nunca mira hacia acá.
Estoy segura de que sabe que lo he visto—él no se pierde nada. Pero no da
ninguna indicación de que le importe verme.
En el mismo centro del restaurante, el mejor asiento de la casa, el maître
d’ está sentando a Daniil y su acompañante. Él saca la silla para ella, lo cual
es sorprendente en sí mismo. Lo que es más sorprendente es cómo, antes de
que él se siente, ella coloca la mano sobre su brazo. Es un pequeño gesto,
pero se siente íntimo.
Realmente no debería importarme, de cualquier manera.
No me importa.
No me puede importar.
20
DANIIL

—Tienes suerte de que no haya comido todavía.


Kinsley está ubicada en la mesa detrás de nosotros, a solo dos pulgadas
a la derecha de la cara de Charlize desde mi punto de vista. Cada vez que la
pequeña kiska se estremezca hacia acá, lo sabré.
—Me sorprende oír que comes —le respondo a Charlize con una sonrisa
—. Supuse que subsistías a base de despecho y dinero.
Ella me ofrece una sonrisa halagada. —El negocio me mantiene
ocupada, pero una reina siempre debe encontrar tiempo para darse gustos.
—Supongo que las cosas van bien.
—A la gente le gustan las drogas, querido —ronronea Charlize—. Se
venden solas.
Es una mujer impresionante. Y no porque sea el equivalente humano de
una hiena, toda sonrisa hasta que te arranca la garganta. Una vez que su
padre murió, desafió a su medio hermano por el trono y dejó al pobre
bastardo farfullando solo en un hospital psiquiátrico.
Incluso después de eso, nadie creyó que una mujer podría hacerse cargo
del infame imperio del cártel de Rodrigo Alcanzara y hacerlo florecer.
Nadie más que yo, claro.
Como de costumbre, tenía razón. Y resulta que la palabra “florecer” le
está haciendo un flaco favor al trabajo de Charlize: se propagó como un
reguero de pólvora. Ella tiene las ganancias y los enemigos muertos para
probarlo.
Como dije: una hiena.
—Recuerdo una época en la que querías huir de todo —reflexiono.
—Eso fue cuando pensé que mi padre viviría para siempre —se ríe con
cómoda indiferencia—. Cuando solo iba a ser su hija de trofeo.
—Él estaría orgulloso de lo que has hecho.
—¿Orgulloso? —se burla—. No, se estaría revolcando en su tumba.
“Hija de trofeo” no es una forma de hablar, es exactamente lo que él quería.
La gracia de un trofeo es la de mostrarse, no usarse. Habría odiado que
ahora yo sea el rostro de su legado.
Tomo un sorbo de mi copa de vino. —Bueno, tú lo conociste mejor que
yo.
—Sí lo hice —dice ella—. Y disfruto pensando en él revolcándose en su
tumba. A veces, lo visito solo para contarle cosas que sé que lo enfadarán.
Niego con la cabeza mientras me río. —Eres única en tu especie,
Charlize Alcanzara.
Miro por encima de su hombro para ver cómo está Kinsley. La pequeña
sladkaya desvía la mirada de inmediato, pero veo el rubor que serpentea por
sus mejillas.
Ella realmente parece un sueño húmedo esta noche. Es irritante saber
que está vestida así para ese imbécil.
Ella solo debería verse así para mí.
—¿Está lista para ordenar, señora? —pregunta el mesero,
materializándose entre nosotros y bloqueando la vista de Kinsley. Empuño
mi cuchillo y trato de contener mi tentación de usarlo contra él.
Hacemos nuestros pedidos y desaparece tan rápido como llegó.
—Me sorprende que hayas elegido este restaurante, cariño —dice
Charlize cuando él se ha ido, recogiendo su copa de vino y girando el
contenido con mano experta—. No es exactamente tu estilo.
—No —coincido—. No lo es.
—Digo, no me malinterpretes, es agradable —dice, mirando a su
alrededor—. Pero, ¿desde cuándo “agradable” es suficiente para Daniil
Vlasov?
—Pensé estar en los barrios bajos con la gentuza esta noche —le digo
—. ¿Siempre eres tan desconfiada?
—Una chica nunca puede ser demasiado cautelosa.
—Estoy de acuerdo —digo—. Hablando de ser cauteloso… ¿Cómo está
Harwin?
Ella se echa a reír. —Mi media naranja está muy lejos de la cautela.
—Parece temer por su vida cada vez que lo veo. Pero, bueno, está
saliendo contigo.
Ella revolea los ojos. —Es un buen hombre. Y, más importante, puedo
confiar en él.
—Ese es un bien escaso, en estos días.
—Él no es parte de este mundo —admite en un tono diferente, más
vulnerable—. En lo que a mí respecta, esa es su mejor cualidad.
Me encuentro mirando una vez más a Kinsley por encima de la cabeza
de Charlize. Intenta desesperadamente parecer interesada en lo que tiene
para decir su cita idiota. Pero su sonrisa no es en absoluto convincente.
—Puedo entender eso —murmuro. No es parte de este mundo. Solía
pensar que era una marca en contra. Ahora, no estoy tan seguro.
—¿Puedes? —pregunta ella, todavía escéptica.
Vuelvo a centrar mi atención en Charlize. —¿Por qué no?
—Simplemente no me pareces el tipo de hombre que estaría interesado
en alguien fuera de la vida.
—Dentro o fuera no me importa. Quiero algo simple.
—Buena suerte con eso —resopla ella—. Las relaciones son
complicadas, sin importar quién esté involucrado.
—Por eso las evito por completo.
Charlize me fija una mirada inquisitiva que busca respuestas. —Parece
que no puedo entender a qué juegas esta noche, Daniil. Los hombres suelen
ser deslumbrantemente obvios. Pero tú, Sr. Vlasov, eres único en tu especie,
robando una frase.
Me río. Por el rabillo del ojo, noto que Kinsley me mira. Rápidamente,
deja caer su cuchara directamente en su sopa y ahoga un grito mortificado.
—Aquí tienen, señor, señora —interrumpe el mesero, dejando nuestros
platos frente a nosotros—. Disfruten de su comida.
Se aleja y Charlize vuelve sus ojos de águila hacia mí. —Ahora, ¿por
qué no me dices quién es esa linda chica de cabello castaño detrás de mí?
¿Y por qué estoy aquí, para empezar?
Le sonrío. —Realmente eres una mujer increíble, ¿lo sabías?
Ella me devuelve la sonrisa, mostrando esos dientes impecablemente
blancos. —En el momento en que comienzas con los halagos, sé que tengo
que mantener la guardia alta.
Presiono una mano contra mi pecho en fingida ofensa. —Me hieres.
—Y estás soñando si crees que voy a dejar que te vayas de este
restaurante sin una explicación. Vine cuando llamaste, ¿no? Me debes la
historia.
Tomo un sorbo de mi vino y suspiro. —Su nombre es Kinsley —
concedo—. Y estás aquí porque ella lo está.
—Me imaginaba. ¿Quién es el asqueroso con el que está sentada?
—Si alguien me dijo su nombre, ya lo olvidé —digo—. Él es su cita.
—Entonces, tengo que cuestionar su gusto.
—No te preocupes. Ella no está realmente interesada en él. Solo está
con él porque está tratando de negar sus sentimientos hacia mí.
Las cejas de Charlize se borronean en su frente. —Vale, vale —se ríe,
recostándose en su asiento—. Ciertamente estoy contenta de haber venido
esta noche. Cena y espectáculo. Te gusta esta chica.
—Yo no iría tan lejos.
—Por supuesto que no lo harías —dice Charlize, su tono crepita con
alegría—. Porque nunca te has enfrentado a tener sentimientos por nadie ni
por nada en toda tu vida adulta. Es por eso que esto es tan emocionante.
Estás tratando de ponerla celosa. Caramba.
—Estoy tratando de enojarla —aclaro—. Si la pongo celosa en el
proceso… bueno, eso es solo una ventaja.
—¿Y por qué estás tratando de enojarla?
—Porque es extremadamente, jodidamente terca —gruño.
—¿Quieres decir que ella no sigue tus órdenes como un caniche
entrenado? —los ojos de Charlize brillan—. ¿Es eso lo que la hace tan
especial? ¿O es otra cosa?
Reprimo una mueca. Esto se está convirtiendo en una sesión de
compartir sentimientos. No es el tipo de cita para cenar a la que suelo ir.
—No puedo decírtelo —admito—. La conocí inesperadamente.
Comenzó como un encuentro casual y una coartada conveniente.
—¿Y se convirtió en…?
—Eso aún está por verse.
—Fascinante. —Charlize mueve su cuerpo hacia un lado, de tal manera
que puede volver a mirar a Kinsley sin que sea obvio—. Es bonita —
reconoce con generosidad—. En esa forma de chica simple —eso es menos
generoso, pero estoy dispuesto a dejarlo pasar.
—Me aseguraré de hacerle saber que lo dijiste —digo arrastrando las
palabras.
Los ojos de Charlize brillan de nuevo. Ojos de hiena en un rostro
impecable y simétrico. —¿Cómo la conociste? —pregunta—. ¿Y qué
coartada necesitabas que te pudiera proporcionar?
—Es una larga historia.
Ella se ríe musicalmente. —Me necesitas, bebé. Así que habla.
Le cuento la historia a regañadientes. La fuga, el casi ahogamiento, la
noche en el bosque. Cuando todo termina, el brillo en los ojos de Charlize
se ha duplicado en intensidad.
—Eso es una comedia romántica, si alguna vez vi una —declara.
—Fue un error —corrijo—. No tenía lugar en mi vida para alguien
como ella.
—¿Y ahora? —pregunta Charlize deliberadamente.
Miro una vez más hacia Kinsley. Está mirando su plato como si tuviera
algo más interesante que decir que el hombre sentado frente a ella. Todo su
cuerpo está rígido por la incomodidad. Es un animal enjaulado, esperando
la oportunidad de huir.
—Ahora… nada ha cambiado.
—Y, sin embargo, aquí estás. Sentado, mirando a una mujer por la que
dices no tener sentimientos, fingiendo hablar conmigo mientras fantaseas
con ella. Hablas mucho, Don Vlasov —dice Charlize—. Pero no te creo ni
por un segundo. Veo esto por lo que es: lo imposible ha ocurrido. El rey se
ha enamorado de la plebeya.
Pongo los ojos en blanco. —¿Ser demasiado dramática es una parte de
ser reina?
—Puede serlo —dice ella con un delicado encogimiento de hombros—.
Y¿sabes lo que hará esta reina ahora?
—Soy todo oídos.
—Te ayudará —se inclina y empieza a pasar sus dedos por mi brazo.
Despacio. Seductoramente. Convincentemente—. ¿Está mirando?
Miro por encima del hombro de Charlize una vez más, y confirmo lo
que ya sabía en el fondo de mis huesos.
—Apenas puede apartar la mirada.
21
KINSLEY

Debo haber cabreado a algún ser celestial hoy. Porque el universo está
siendo innecesariamente cruel.
Mientras observo, la diosa se inclina y susurra algo al oído de Daniil.
Sus dedos acarician casualmente su brazo. No es un gesto posesivo. Pero,
bueno, no es necesario que lo sea.
Ella no tiene competencia.
Eligió esa mesa a propósito, ahora estoy segura. Tengo una vista de
pájaro y es imposible para mí no mirarlos boquiabierta.
Nunca había visto una pareja tan perfecta, tan compatible. El cabello
oscuro de él contra los brillantes mechones rubios de ella. Su alta y
tormentosa melancolía contra su confianza ágil y esbelta.
Adonis y Afrodita en carne y hueso.
Me hace preguntarme qué vio en mí hace diez años. La respuesta es
obvia, por supuesto: estaba arruinado. Aprovechándose de la primera mujer
que veía en más de un año.
—¿Estás bien? —pregunta Liam, su tono se vuelve hosco.
Esta es la segunda vez que me atrapa mirando en su dirección. Me he
vuelto más y más callada a lo largo de la comida. Me sorprende que se haya
dado cuenta, en realidad. En algún lugar entre la rutina de bíceps y las
historias de sus días de bebedor en la universidad, perdí el hilo de la
conversación.
—Estoy bien. Ha sido una semana larga.
—¿Lo ha sido? —se queja—. Parece que, cada vez que tenemos una
cita, has tenido un mal día o una semana larga.
Me estremezco. —Disculpa.
—¿Más vino?
—Mejor no.
—Un poco más de alcohol podría ayudarte a relajarte.
—No soy una persona muy relajada en estos días —murmuro—. Con o
sin alcohol.
Ni siquiera se molesta en ocultar su decepción y, llegado este punto, no
puedo culparlo. A pesar de mis intenciones, no he sido exactamente una
gran cita esta noche.
Tampoco es que él haya sido encantador. Pero eso no viene al caso.
—No —está de acuerdo—. No lo eres. Pero ¿sabes qué? Siempre
puedes… compensarme.
Me está mirando con esos ojos astutos de Pepé Le Pew, que me ponen la
piel de gallina. Honestamente, estoy sorprendida de que no esté lamiendo
activamente sus chuletas.
Estoy a punto de cortar de raíz este desvío que me provoca escalofríos,
pero luego la diosa se ríe y me saca del momento. Mis ojos se deslizan
hacia su mesa como si se estuvieran conduciendo sin mi control. Ella se ha
movido aún más cerca de él. Prácticamente está en su regazo.
Me corrijo de inmediato. Daniil no es nadie para mí.
Excepto el padre de tu hija.
He sido muy buena sacando ese pequeño detalle de mi cabeza en los
últimos años. Pero ahora que está aquí, en deslumbrante Technicolor, es
más difícil de ignorar. Más difícil de evitar.
Y no me lo está poniendo fácil, precisamente.
—¿Quieres unirte a ellos? —escupe Liam de repente. Su fino velo de
tolerancia ciertamente se ha caído bien—. Porque claramente no estás
interesada en estar aquí conmigo.
—Yo… yo solo…
—Vamos, Kinsley. No me tomes por tonto. Obviamente estás loca por
ese gilipollas.
—Yo… yo no… yo solo… —estoy balbuceando estúpidamente,
mintiendo tan descaradamente que incluso el ayudante de mesero que friega
los platos en la cocina probablemente pueda darse cuenta, pero no me
atrevo a admitirlo. Es una lata de gusanos que he pasado diez años sellando.
No me atrevo a abrirla ahora.
—¿No? —desafía él con sarcasmo—. Porque te ves bastante molesta de
que él esté sentado allí con otra mujer. De hecho, pareces francamente
celosa.
—Escucha, me tomó por sorpresa esta noche, ¿vale? —digo, tratando de
evitar que esto se convierta en una escena completa—. No esperaba volver
a verlo nunca más, y mucho menos hoy.
—Vale, ¿y…?
—Y… tenías razón. Antes, digo. Tenemos historia. Pero no es lo que
piensas. Está en el pasado, y definitivamente no quiero un futuro con él.
—Así no es como se ve desde donde estoy sentado.
Dejo que mi barbilla caiga sobre mi pecho. Es extrañamente difícil
respirar de repente. Como si el aire se hubiera vuelto espeso cuando
prestaba atención. ¿Qué es eso que dicen, de sentir como si un elefante
estuviera sentado en tu pecho?
—¿Me disculpas por un segundo? —murmuro—. Yo, eh… necesito usar
el baño.
Liam pone los ojos en blanco. —Siéntete como en casa.
Tengo que pasar justo por donde están de camino al baño. Siento un
hormigueo nervioso en la piel cuando paso por su mesa, pero ninguno de
los dos siquiera me mira.
El baño está misericordiosamente vacío cuando entro. Orino primero,
luego me paro frente al lavabo y observo mi expresión abatida. Parezco
Igor.
—¿Qué sucede contigo? —le susurro a mi reflejo—. ¿A quién le
importa con quién está aquí? ¿A quién le importa él en absoluto?
Oigo el confiado clic-clic-clic de unos tacones que se acercan, así que
abro rápidamente el grifo para fingir que no estoy hablando sola en un baño
público.
La puerta se abre y me siento palidecer como un fantasma cuando
vislumbro un largo cabello rubio rojizo y un vestido reluciente que me hace
tragar el estómago.
La diosa no entra en uno de los baños. Toma el lavabo a mi lado y saca
un tubo de lápiz labial de su elegante cartera Gucci.
Sus ojos se deslizan hacia los míos en el espejo. Ahí es cuando me doy
cuenta de que la estoy mirando.
No puedo controlar el rubor que me sube a la cara, así que me giro con
determinación hacia el lavabo. Pero es demasiado tarde.
—¿Estás bien, cariño? —pregunta.
—Sí. Estoy bien. Gracias.
—Te ves un poco pálida.
Todo lo que puedo pensar es que ella volverá y le contará a Daniil sobre
esto, y él pensará que me tiene. Deposito todas mis esperanzas en que el
suelo se abra bajo mis pies y me trague por completo.
—Ah… Me acaba de llegar el período y no tengo un tampón. Eso es
todo. Mal momento.
Suave, dice la voz de aprobación en mi cabeza. Muy indiferente. Bien
hecho.
—Ay, odio cuando eso sucede en la naturaleza —murmura la diosa. Ella
rebusca en su pequeño bolso elegante y saca un tampón—. Aquí tienes.
Siempre llevo extras.
La cita de Daniil me ofrece un tampón. “Raro” ni siquiera comienza a
cubrirlo.
—Ah, eh, gracias —digo quitándoselo—. Eso es muy dulce.
—No hay por qué.
Vuelve a su reflejo y se retoca los labios. Me quedo de pie, jugando con
el tampón como si fuera la batuta de una banda de música, mientras mis
pensamientos se arremolinan fuera de control. Debería salir de aquí. Pero
algo tiene mis pies arraigados en el suelo. Una habilidad autodestructiva, tal
vez. O, si eso es demasiado melodramático, tal vez solo un fetiche por
avergonzarme a mí misma.
La diosa se retoca los labios y vuelve a mirarme. —Me gusta tu vestido
—dice amablemente. No hay rastros de sarcasmo en su voz.
—Gracias —respondo, sonrojándome como un alhelí—. Me gusta tu…
todo.
Ella ríe. —Gracias, cariño. Disfruta tu noche.
Le doy un asentimiento incómodo y una sonrisa aún peor y me
encamino de nuevo al restaurante. Mi mesa está vacía. Liam debe haber
pagado y salido. Está bien. Genial, en realidad. Casi fantástico.
Todo lo que tengo que hacer es atravesar el restaurante y salir por la
puerta y esta pesadilla llegará a un desenlace misericordioso. Ni siquiera
tengo que mirar a Daniil o a la diosa. Puedo poner un pie delante del otro,
mantener la vista en alto y…
Maldita sea. Miré.
—¿Disfrutando de tu cita?
Me congelo. Está a un par de metros de distancia, sentado solo en su
mesa, pero su voz es suave e íntima como si me estuviera ronroneando al
oído.
—¿Tú disfrutas de la tuya? —replico.
Sonríe y se encoge de hombros, como si la respuesta fuera evidente. —
Ya viste a Charlize.
Charlize. Hecha para la vida con un nombre como ese. Con un cuerpo
haciendo juego.
—Sí, la he visto —digo sin gracia—. ¿Se convierte en una calabaza a
medianoche?
Me estremezco tan pronto como las palabras salen de mi boca. ¿Qué me
ha hecho Charlize? Ni una maldita cosa, excepto sonreírme y ser útil con
una emergencia falsa.
Sin embargo, su sonrisa… Tengo tantas ganas de borrarla de su cara.
Pero no tengo nada que decir. A decir verdad, no tenía nada que decir
hace diez años, y no he vuelto a abastecerme desde entonces.
Así que vuelvo al Plan A y hago lo mejor que puedo para salir del
restaurante sin que sea demasiado obvio que estoy huyendo presa del
pánico.
La calle está vacía cuando salgo. Miro a mi alrededor con desconcierto
en busca de Liam. Honestamente, me merezco que me deje aquí para
encontrar mi propio camino a casa. He sido desinteresada en el mejor de los
casos, y francamente grosera en el peor. Y, sin embargo, ¿sería lo peor si me
abandonara…?
Me debato entre el alivio y la indignación extrema cuando…
—Oye, sexy.
Me doy la vuelta y veo a Liam encorvado en el amplio callejón
empedrado entre el restaurante y el edificio de al lado. Está apoyado contra
la pared, con una pierna doblada, con un cigarrillo colgando de sus labios.
Ni siquiera sabía que fumaba.
—Disculpa —murmuro—. No te vi allí.
—¿Pensaste que te había dejado? —ve mi cara y suelta una carcajada—.
Realmente lo hiciste.
Suspiro. —Vale, sí. Por un segundo, lo hice.
—¿Me habrías culpado?
—No, supongo que no —admito—. Gracias por la cena, por cierto.
Realmente tenía la intención de pagar esta noche, lo juro.
—No te molestes —dice perezosamente ofreciéndome su cigarrillo—.
¿Quieres una jalada?
Niego con la cabeza. —No, gracias. No fumo.
—Yo tampoco —se ríe—. Es más un placer culpable.
Algo en su tono me pone tensa de inmediato. —Liam…
—Está bien —interrumpe antes de que pueda terminar—. He decidido
que está bien. No me importa que me utilicen.
El mordisco de ira en su voz empieza a ponerme nerviosa. También la
mirada hambrienta en sus ojos.
—No fue mi intención utilizarte, Liam —le digo cuidadosamente—. Esa
definitivamente no era mi intención.
—Las intenciones no cuentan para una mierda —dice sombríamente. Se
aparta de la pared y acaricia mi cadera antes de que pueda bailar fuera de su
alcance—. Ese tipo atraviesa a las mujeres. Pero, si quieres ponerlo celoso,
estoy de acuerdo con eso.
—¿Qué estás…?
Sus dedos se aprietan contra mi cadera y me jala hacia él con fuerza.
—¡Liam!
Sus labios vienen por mí. Yo giro la cara hacia un lado justo a tiempo
para poder evitarlos. —¡Basta! —grito, tratando de apartarlo de mí.
—Ay, vamos —gruñe—. No estés tan jodidamente tensa.
Es fuerte. Muy fuerte. Lo empujo con todas mis fuerzas, pero no parece
hacer ninguna diferencia. Agarra mi mano y la sujeta detrás de mi espalda.
En ese momento, mi indignación se convierte en miedo.
El tipo de miedo que te devuelve a un mal recuerdo y te congela allí.
Cuando un momento se derrumba en otro que pensaste que habías dejado
atrás, pero resulta que ha estado al acecho en el fondo todo el tiempo,
esperando para mostrarte que la vida en realidad no cambia, en realidad
nunca cambia, simplemente permanece igual, los peores momentos se
repiten una y otra y otra vez…
Vidrio roto.
Furia salvaje en sus ojos.
—Basta, Liam —suplico, odiando lo débil y asustada que suena mi voz
—. ¡Quítate de encima de mí! Por favor… por favor…
—¿De verdad crees que acepté otra maldita comida por nada? —gruñe
en mi oído—. Eres una calientapollas. Obtendré lo que pagué esta noche.
Me retuerzo inútilmente, demasiado aterrorizada para las palabras ahora.
—Si ayuda —ofrece repugnantemente—, simplemente cierra los ojos e
imagina que soy él.
22
DANIIL

—Es linda —comenta Charlize, sentándose de nuevo en su asiento—.


Entiendo tu fascinación —estrecho mis ojos hacia ella. Ella solo me
devuelve una sonrisa—. Tuvimos una pequeña charla en el baño de damas.
Maldita sea. Eso es lo que me preocupaba.
—¿Te dijo lo transformador que fue, follarme? —digo arrastrando las
palabras.
—Bingo —bromea Charlize—. Me dijo que deberían erigir estatuas de
tu polla, para que las mujeres de todo el mundo puedan rendirte homenaje.
Serían estatuas enormes, por supuesto.
—¿Terminaste? Ya pagué. Podemos irnos.
—Encantador como siempre, Daniil —ella se levanta de nuevo con
gracia desinteresada. Todos los hombres del restaurante están obsesionados
con ella—. ¿Nuestro trabajo aquí está hecho, supongo?
Me pongo de pie para unirme a ella. —Algo así.
—¿Lograste todo lo que viniste a buscar?
—Ella está pensando en mí esta noche. Así que sí, misión cumplida.
Niega con la cabeza, mientras mantengo la puerta abierta para ella. —
Eres un bastardo cruel, pero inteligente.
Le guiño un ojo y la sigo hasta la calle. —Déjame ir a buscar el…
—¡No! ¡Suéltame, bastardo!
Su voz aterrorizada me golpea como pinzas sujetas a mis bolas. Me giro
y veo dos sombras retorciéndose en las profundidades del callejón al lado
del restaurante. Incluso antes de haber procesado conscientemente lo que
está sucediendo, me estoy moviendo.
Él tiene sus labios en su cuello. Muerde, mastica. Como si fuera un
trozo de carne, no una persona. Lo agarro por la parte de atrás de su cuello
y lo arranco de ella. La adrenalina y la ira me recorren como un chute de
heroína. Me siento vivo. Cada centímetro de mí arde con una furia violenta.
Lo jalo hacia atrás el tiempo suficiente para apuntar. Luego, mi puño
entra en contacto con su cara y escucho el crujido satisfactorio de un
cartílago que se rompe. Puede haber un grito, pero estoy demasiado
indignado para que me importe.
El hijo de puta se tambalea hacia atrás, agarrándose la cara con ambas
manos en un grotesco cuadro de oración. Sus ojos están desorbitados por la
conmoción, el dolor, la confusión.
Luego aterrizan sobre mí, y entonces veo lo que estaba buscando.
Miedo.
Le doy un puñetazo de nuevo, solo para asegurarme de dejarle la nariz
rota. Otro chasquido, este más arenoso. Bien. Quiero convertirlo en jodidos
escombros a fuerza de golpes.
Se derrumba a mis pies, gimiendo algo profano. Me paro sobre él, con
toda la intención de entregarlo a su creador. Levanto una bota sobre su
lastimoso cráneo. Listo. Preparado. Un verdugo dispuesto.
Luego—: ¡No!
Sus manos se envuelven alrededor de mi brazo levantado. Me giro hacia
esos salvajes ojos verdes y me detengo.
—No, Daniil —ruega Kinsley con la voz temblorosa—. Él no vale la
pena.
—Él merece morir.
Un escalofrío pasa por su rostro. Ella sabe que lo digo en serio. Sabe
que, si retrocediera ahora, lo mataría sin remordimientos.
—Por favor —dice ella—. Por favor, no lo hagas. Es suficiente.
—No es suficiente. Te habría violado si no lo hubiera detenido.
—Lo sé, pero no quiero esto. No quiero su muerte en mis manos, Daniil.
—Vale. Ponla en las mías.
—Tampoco quiero eso para ti.
Aprieto los dientes. Ella no lo entiende. Si lo matara, no enfrentaría
consecuencias. Su cuerpo desaparecería, solo otra persona desaparecida,
perdida en las arenas del tiempo. Si tuviera a alguien que lo amara, lo
buscarían por un tiempo. Luego llorarían. Luego se olvidarían.
Y, mientras tanto, el mundo estaría mejor porque él no no lo ocuparía.
—Kinsley…
—Daniil.
Me giro hacia la segunda voz. Charlize. Había olvidado que ella estaba
aquí. Su expresión es tranquila, práctica. No espero menos.
—No delante de ella —aconseja en voz baja.
—¡No! —grita Kinsley de inmediato—. En ningún lugar. En absoluto.
Luego hace algo que no espero. Levanta la mano y la coloca contra mi
mejilla. Atrae mi mirada con ese pequeño e íntimo gesto.
—Daniil —susurra—. Prométemelo. En absoluto.
Nunca me han persuadido a mostrar misericordia cuando he decidido la
muerte. Ni una sola vez.
Pero, ante sus suaves ojos verdes…, cedo.
Y, por ese único momento, el alivio en sus ojos lo vale.
Luego deja caer su mano de mi cara, y la arena y la maldad de mi
mundo vuelven a entrar. Está bien, él vivirá. Pero no lo disfrutará.
Me agacho al lado del pedazo de mierda que se retuerce. Al ver mi cara,
deja escapar un sonido que es mitad chillido, mitad gemido.
Agarro su rostro sangrante con fuerza. —La mujer que trataste de violar
acaba de salvarte —siseo—. Le debes la vida. Por poco que eso valga.
Clavo mis dedos un poco más fuerte. La sangre corre espesa y caliente
de su nariz arruinada. Luego, con asco, lo empujo y se encharca contra los
adoquines, como un muñeco de trapo.
Me pongo de pie, agarro la mano de Kinsley y la hago girar hacia la
carretera.
El agudo clic-clac de los tacones de Charlize nos sigue hasta el
estacionamiento. Abro la puerta del pasajero para Kinsley, cuyos ojos se
desvían hacia Charlize por un momento. Casi como si pidiera permiso.
—Entra —gruño.
Por una vez, ella no discute.
Charlize se sube atrás. Cierro la puerta de Kinsley, luego doy la vuelta y
me subo al asiento del conductor. Conduzco rápido por las calles, sin
prestar atención a los semáforos ni a los límites de velocidad. A Kinsley se
le pone la piel de gallina en los brazos, pero esta noche dudo que tenga algo
que ver con mi forma de conducir.
—¿Qué diablos estabas pensando al salir con un maldito cerdo como
ese? —gruño.
—Daniil —dice Charlize en voz baja.
Eso es todo lo que dice. Un amable recordatorio de que es posible que
Kinsley no pueda lidiar con lo que estoy a punto de soltar.
¿Sí? Bueno, a la mierda con eso.
—Sí que sabes elegirlos, ¿no? —chasqueo—. Primero un golpeador,
ahora un puto violador.
—Cálmate, Daniil…
—“¿Cálmate?” —repito furioso—. ¿Él se habría “calmado” con ella?
—¿Crees que elijo gilipollas a propósito? —explota Kinsley de repente
—. ¿Crees que ando buscando hombres que me lastimen?
—Así me parece a mí.
—Vale, por supuesto que sí. Porque en realidad no me conoces. Solo
crees que lo haces.
—Sí, sigue diciéndote eso, Kinsley. Tal vez algún día realmente te lo
creas.
—En realidad, ¿sabes qué? ¡Tienes razón! Sí elijo gilipollas. Tú el que
más.
Noto que sus dedos tiemblan y, por un momento, solo un pequeño
momento, me siento mal. Entonces, pienso en lo que ese hijo de puta le
habría hecho si yo no hubiera estado cerca y mi conciencia se aclara.
—Es lindo que creas que me elegiste.
—Cierto, claro. Porque nada sucede fuera de tu control, ¿verdad,
Daniil? Debe ser bonito hacer las reglas. Ser la gran polla oscilante, el
mandamás. Nadie te dice qué hacer, ¿verdad? Eres perfecto. Intocable.
—La perfección es aburrida, Kinsley —intercede Charlize con una risa
suave—. Es mucho más interesante tener defectos.
—Bueno, entonces supongo que soy jodidamente interesante.
—Al menos eres consciente de ello —gruño.
Sus ojos se clavan en los míos. —¿Qué quieres de mí, Daniil?
—Quiero que empieces a prestar atención, o un día de estos vas a
terminar muerta. A manos de un hombre o de un coche, o Dios sabe de qué
más.
—¿Y? ¿A quién le importa?
—¿Disculpa?
—¿Estás tratando de decirme que realmente te importaría si vivo o
muero?
Mis manos se aprietan alrededor del volante. —Esa es una pregunta
condenadamente tonta —escupo. En mi cabeza, sin embargo, todo lo que
pienso es: Por supuesto que me importaría.
Me detengo con un chirrido frente a la casa de Kinsley. Mira a su
alrededor con sorpresa, como si no tuviera idea de cómo llegamos aquí en
primer lugar.
Hay una luz encendida en la ventana delantera. Lentamente, ella gira
hacia mí. Noto que sus dedos todavía tiemblan.
Me inclino hacia delante y le desabrocho el cinturón de seguridad, que
vuelve a cruzar su pecho. El estallido parece sacarla de su aturdimiento.
—Gracias —susurra Kinsley en voz baja. Su mirada se dirige a mí por
un momento, y luego agarra su bolso y sale del coche rápidamente.
La observo todo el camino hasta la puerta. Sus curvas en ese vestido. Su
cabello a la luz que se filtra por la ventana. La forma en que pone un pie
cuidadosamente delante del otro, consciente en algún nivel de que está tan
peligrosamente cerca de caer por un precipicio que nunca podrá volver a
subir.
—¿Puedo sentarme en el asiento delantero ya? —bromea Charlize
cuando se va.
Le lanzo una mirada con ira silenciosa y salgo del coche. —Kinsley —
llamo antes de que pueda llegar a la puerta principal.
Se congela en el acto y se vuelve hacia mí con cautela. Escucho el doble
golpe de las puertas del coche cuando Charlize se cambia al asiento
delantero.
—Deberías irte —ladra Kinsley—. Te está esperando.
—Seguirá esperando.
Sus ojos se estrechan una fracción. —Buenas noches, Daniil.
—Kinsley —digo bruscamente—. Eso fue… Cristo, joder —gruño sin
palabras en mi pecho. Luego, saco una tarjeta de negocios y se la entrego
—. La próxima vez que necesites ser salvada, solo llámame. Ahórranos a
ambos el problema. Y la comida de mierda.
Mira fijamente la tarjeta negra brillante con mi número impreso en plata
en el centro.
—No hay ningún nombre aquí. —Su expresión se vuelve curiosa—.
¿Quién eres?
—No puedo creer que te haya tomado tanto tiempo hacer esa pregunta.
—Creo que intenté hacerla antes. Nunca respondiste.
—Entonces, ¿para qué romper la tradición?
Ella suspira. —Todo este asunto de hombre misterioso se está poniendo
viejo, Daniil.
La ignoro. —Solo prométeme que usarás ese número cuando lo
necesites.
—¿Por qué?
Observo sus rasgos suaves e inocentes. Tan hermosa y ni siquiera es
consciente de ello. Ella piensa que su fragilidad la hace débil.
Está tan, tan equivocada.
—Porque, lo sepas o no, me necesitas, Kinsley. Y un día le dispararás a
tu orgullo en la cara y lo admitirás.
El silencio suena como un latido de corazón a nuestro alrededor. La
noche está presionando por todos lados, empujándola hacia mí y a mí hacia
ella. Se siente como si estuviéramos encerrados en un globo de nieve
oscuro, solo ella y yo. Es extrañamente reconfortante.
Suelto un largo suspiro. —Buenas noches, Kinsley.
Ella asiente como si apenas estuviera conteniendo las palabras o las
lágrimas o ambas cosas, luego gira sobre sus talones y sube los peldaños.
La observo mientras se acerca a su puerta. Mientras pasa la llave. Mientras
gira la manilla.
Pero, antes de abrirla, se vuelve hacia mí una vez más. —¿Daniil?
—¿Sí?
—Gracias.
Sostiene mi mirada por un segundo más. Luego entra. La puerta se
cierra de golpe. Solo entonces observo el movimiento que vi en la ventana
derecha.
En el momento en que mi mirada cambia, las cortinas se cierran
rápidamente, ocultando a la persona que espía nuestro pequeño intercambio.
—Bueno… —dice Charlize cuando vuelvo al coche, con una sonrisa
fantasmal jugando en sus labios. Sus ojos están llenos de pensamientos, y sé
por experiencia que no van a permanecer ocultos por mucho más tiempo.
Pero no estoy de humor para bromas. Vuelvo a poner el coche en la
carretera y empiezo a conducir.
—Debo decir que resultó ser una noche mucho más emocionante de lo
que esperaba.
—Me siento insultado —murmuro.
—No lo estés —abre el espejo y revisa su reflejo, aunque ambos
sabemos que no hay nada que necesite arreglo—. Vale —pregunta ella—,
¿vas a cumplir tu palabra sobre el bastardo miserable que dejaste
lloriqueando en el callejón?
—¿Tú qué crees?
—Ayer habría dicho que no. Daniil Vlasov no dejaría que un objetivo
quede libre, con o sin promesa. Pero ciertos eventos en el ínterin me han
hecho verte bajo una nueva luz.
—Genial —escupo—. Misión cumplida.
—Ese hijo de puta merece morir —entona—. Tú y yo lo sabemos —su
voz cae en el registro más profundo que usa cuando hablamos de negocios
—. Pero no vas a matarlo, ¿verdad?
Suspiro y exprimo la mierda viviente del volante. —No, no lo haré.
Y me hierve desde adentro hacia afuera.
Charlize se ríe. —Nunca esperé sentir celos de otra mujer —admite—.
Nunca.
—No estás celosa de Kinsley.
—Lo estoy, en serio —dice ella—. No porque me gustes, no te halagues
así, sino solo porque nunca antes había estado en presencia de una conexión
como esa. Ni siquiera estaba segura de que existiera.
—Harwin y tú…
—Amo al hombre, por muy débil y servil que sea —dice ella—. Pero
soy realista en los asuntos del corazón. Lo nuestro es un amor cómodo. No
es un gran amor.
—Esto no es amor —digo con frialdad.
Ella ríe. —Sigue diciéndote eso, cariño. Tal vez algún día realmente te
convenzas de ello.
23
KINSLEY

En el momento en que entro en la sala de estar, Emma está allí frente a mi


cara, con los ojos desorbitados por la emoción. Me agarra de los hombros y
me sacude.
Me sentía extrañamente entumecida al cruzar la puerta. Pero la presión
de sus manos sobre mí está devolviendo las sensaciones a mis
extremidades.
—Ay. Mi. ¡Dios! —dice una y otra vez—. Por favor, dime que era
Daniil.
—¿Lo viste? —pregunto haciendo una mueca.
—Escuché que el coche se detenía y decidí espiarte —admite con
descaro—. Supuse que estaría viendo un incómodo hockey de amígdalas de
buenas noches con Liam, o Leo, o como se llame. Pero eso fue, o sea, un
billón de veces mejor.
Giro los ojos y miro encima de ella, hacia la habitación de Isla. —¿Está
durmiendo?
—Por supuesto que está durmiendo. Es más de la medianoche y soy una
niñera responsable. ¿Por qué cambias de tema?
—¿Preguntar por mi hija es cambiar de tema?
—¡Sí! —ella prácticamente sisea—. Ese era Daniil, ¿sí o no?
—Sí.
Entro en la cocina. Emma me sigue, mordiéndose las uñas. —¿Por qué
estás actuando tan casual? —pregunta—. Algo claramente pasó esta noche.
Te recogió un tipo y te dejó otro. Quien, debo agregar, puede ser el hombre
más hermoso que jamás haya visto.
—¿Te comiste otra bolsa de gusanos de goma tú sola?
—¿Por qué estamos hablando de gusanos de goma?
—Porque claramente estás drogada con algo. Como no tengo marihuana
en la casa, asumo que es un subidón de azúcar.
Los ojos de Emma se aplanan en rendijas. —Ja-ja-ja.
—¿Me equivoco?
—Puede o no que me haya comido otra bolsa de gusanos de goma —
dice con desdén—. Pero eso no es ni aquí ni allá, y ciertamente no es lo que
impulsa mi entusiasmo en este momento.
—Daniil, ¿no?
—Bingo. Él es hermoso.
—Él es mucho más que eso —murmuro con sarcasmo.
Los ojos de Emma se salen de sus órbitas. —¿Quieres decir que hay
más?
Le cuento la primera mitad de la historia. Daniil apareciendo fuera de la
casa, los papeles del seguro, el drama con las reservas para la cena.
Ella niega con la cabeza. —Esta mierda es mejor que una telenovela.
—No estoy segura de que te sientas así una vez que termine.
Emma frunce el ceño. —Vale, me reservaré el juicio hasta el final. ¿Qué
pasó en el restaurante?
—Digamos que no podía concentrarme en Liam, porque sabía que
Daniil aparecería. Y lo hizo… con la mujer más hermosa que he visto en mi
vida.
—Ay, Dios —jadea Emma—. ¡Giro en la trama!
—Obviamente, estaban sentados justo al lado de nosotros. Y,
obviamente, yo no podía dejar de mirarlos. Y, más obviamente, ella siguió
tocándole el brazo y riéndose, como si él fuera la cosa más divertida del
mundo.
—¿Qué hay de él? ¿Cómo actuaba?
—Igual que siempre. Melancólico, demasiado cool para la vida, tipo
dejaré-que-ella-venga-a-mí.
—Tan sexy.
—Basta, te lo ruego. —Clavo la palma de mi mano en mis ojos
doloridos—. De todos modos, pasé la totalidad de la cita obsesionada con
ellos dos, y luego Liam finalmente me llamó la atención.
—Sí, bueno, él es un gilipollas. ¿A quién le importa lo que él piense?
—A mí, aparentemente. Me disculpé…
—Ay, por el amor de Dios. Eres demasiado buena gente, Kinz.
—Sí, sí, sí. El punto es que estaba un poco angustiada por dentro, así
que fui al baño para recuperarme. Y entonces, por supuesto, ¿quién entra
sino la mujer misma?
—¡¿La otra mujer?!
Me río, aunque duela. —Ella no es la otra mujer, Emma —señalo—. Yo
lo soy.
—Tonterías —dice Emma indignada—. ¡Él es el padre de tu hija!
Mis ojos se disparan en dirección a la habitación de Isla. —¡Baja la voz!
—Esa niña está noqueada por la noche. No te preocupes —dice con un
movimiento de su mano—. Así que, ¿realmente hablaste con ella?
—Estaba tratando de calmarme cuando ella entró. Claramente no iba tan
bien, porque me preguntó si estaba bien.
Emma se ríe con incredulidad. —¿Y tú dijiste…?
—Entré en pánico y afirmé que me acababa de llegar el período. Ella me
dio uno de sus tampones. Tropecé con un triste gracias y luego salí de allí.
Encontré a Liam fumando un cigarrillo en el callejón al lado del restaurante.
Y… fue entonces cuando pasó de una mala cita a una verdadera pesadilla.
Emma se queda quieta, la alegría se disipa de su rostro. —¿Qué dices?
¿Te lastimó?
Las palabras que siguen son difíciles de pronunciar. —Trató de…
forzarme.
—¡¿QUÉ?!
—¡Silencio! Isla está durmiendo.
Emma se aferra con fuerza a mi muñeca con ambas manos. —Kinsley,
¿intentó violarte?
—Yo… no sé si en realidad habría llegado hasta el final…
—Kinsley Jane Whitlow.
Suspiro y entierro mi rostro en el hombro de Emma. —Fue traumático,
y esos músculos del gimnasio resultaron ser efectivos. Traté de quitármelo
de encima, pero seguía diciendo cosas horribles.
Me estremezco ante el recuerdo, sus palabras serpentean en mi cabeza y
dejan pequeñas cicatrices donde aterrizan. Mil duchas no me quitarán el
hedor de su aliento.
Eres una calientapollas.
Cierra los ojos e imagina que soy él.
—Preferiría no repetir nada —digo al fin, sentándome erguida. —Pero
al final no sucedió. Por… por Daniil.
La mandíbula de Emma literalmente cae. —Estás bromeando.
Niego con la cabeza. —Fue tan real que se volvió surreal, ¿sabes a lo
que me refiero? Apartó a Liam de mí y reorganizó su rostro.
—Este tío me gusta más y más a cada minuto.
—No lo sé, Emma —le digo en voz baja, dándome cuenta de que ni
siquiera he comenzado a procesar lo que sucedió esta noche—. Fue
aterrador.
—Por supuesto que fue…
—No, quiero decir, ver a Daniil darle una paliza a Liam fue aterrador.
—Ya va. Por favor, no me dirás que sentiste pena por ese pedazo de
mierda.
—No, no por Liam —admito—. Yo solo… Hubo un momento en que
parecía que Daniil realmente iba a matarlo. Vi su rostro. Escuché lo que
decía.
—La gente dice cosas salvajes en el calor del momento, Kinsley.
—Nunca le he deseado la muerte a nadie, y no voy a empezar ahora —
digo con firmeza—. Pero estaba preocupada por Daniil en ese momento. No
quería que cometiera este error colosal, que lo perseguiría por el resto de su
vida.
Emma todavía sostiene mi mano y la aprieta suavemente. —Siento
mucho que hayas tenido que pasar por eso.
—Tal vez es mi culpa.
—¿De qué diablos estás hablando?
—Tengo un mal historial, eso es todo lo que digo.
Emma hace un sonido de burla desde lo más profundo de su garganta.
—A la mierda con eso. Las mujeres eligen a los hombres equivocados todo
el tiempo. Incluyéndome. Eso no significa que merezcamos que nos
lastimen por elegirlos. Esa es una lógica de mierda, Kinz.
Suspiro. —Lo sé.
—¿Dónde estaba la novia glamorosa mientras todo esto sucedía?
—Estaba allí. Parada detrás de nosotros, observando todo.
—Espera, ¿ella no llamó a la policía? —pregunta Emma—. ¿911?
—No. De hecho parecía completamente impertérrita con todo el asunto.
—¿Impertérrita? —repite Emma—. ¿Qué quieres decir?
—Estaba tan serena. Como si ella viera situaciones así todo el tiempo.
Observó a Daniil darle una paliza a Liam y no dijo ni una palabra.
—Eh. Qué interesante.
Navego a través de mi memoria, captando pequeños detalles que ahora
parecen evidentes. —Cuando estaba tratando de convencer a Daniil de que
retrocediera, ella dijo algo. Pero no le pidió que se detuviera. Ella dijo: “No
delante de ella”.
—“¿No delante de ella?” —repite Emma—. ¿O sea, no delante de ti?
Asiento con la cabeza. —Parecía que ella estaba bien con la parte del
asesinato; solo estaba tratando de evitar que lo hiciera donde yo pudiera ver.
—¡Guao! ¿Quién es esta chica?
—No es solo ella. Son los dos. Sean quienes sean, viven en el mismo
mundo.
—¿Qué mundo crees que es ese?
—No tengo ni idea —suspiro—. Un mundo donde un hombre blanco
rico puede salirse con la suya.
—Em, odio decírtelo, chica, pero también nosotras vivimos en ese
mundo —resopla Emma—. —Luego ¿qué? Daniil le está sacando la mierda
a Liam, la mujer cyborg psicópata ni siquiera pestañea, tú intervienes, ¿y
luego…?
—Supongo que logré convencerlo de que lo dejara en paz. O tal vez ella
lo hizo. Ni siquiera estoy segura. Simplemente, me agarró y me metió en su
coche. Y me trajo aquí.
—También te siguió fuera del coche —enfatiza Emma.
—Para darme su tarjeta.
Emma toma la elegante tarjeta negra y le da la vuelta en la mano. —No
hay ningún nombre aquí.
—No.
—¿Solo su número?
—Sí.
Ella suspira soñadoramente. —Tan jodidamente cool.
—No es cool; da miedo. Siempre supe que era peligroso —admito—.
Pero pensé que era un tipo diferente de peligro. Como, fraude-fiscal-más-
una-palmada-en-la-muñeca-sentencia-de-cárcel, ese tipo de peligro. No el
tipo de peligro de golpear-a-un-extraño-hasta-la-muerte-con-sus-propias-
manos.
Respiro hondo y tomo la tarjeta de la mano de Emma. —De todos
modos, le dije que aceptaría su estúpida póliza de seguro siempre que
pudiera reembolsarla. No quiero caridad.
—Jesús. Kinsley, no es caridad. Has criado a su hija tú sola durante
nueve malditos años. ¿Por qué no deberías tomar algo de él?
—Porque no es así como quiero vivir mi vida.
—Te das cuenta de que no puedes darte el lujo de ser tan orgullosa,
¿verdad? Tienes facturas que pagar. Bocas que alimentar. Como la mía, por
ejemplo. Con gusanos de goma.
—Soy dolorosamente consciente —digo—. Pero no quiero su dinero ni
su ayuda. Especialmente si es peligroso.
—Pero él no es peligroso para ti —dice Emma enfáticamente—. Esta es
la segunda vez que te ha salvado la vida.
Eso me golpea de forma extraña. La piel de gallina estalla en mi cuerpo
por segunda vez esta noche. Ni siquiera puedo negarlo… porque Emma
tiene razón.
—Todo esto es tan abrumador —suspiro, dejando caer mi rostro entre
las manos.
—Oye, ya… —Emma envuelve su brazo alrededor de mis hombros—.
Necesitas descansar un poco.
—Dudo que pueda dormir esta noche.
Emma asiente. —Bueno, entonces podemos quedarnos despiertas juntas.
—No tienes que hacer eso.
—No tengo otro sitio en el que estar. Podemos dormir hasta tarde y
hacer algo divertido mañana. Algo que te ayudará a distraerte de todo —
Emma me ofrece una sonrisa tonificante—. ¿Puedo hacerte una pregunta,
sin embargo? ¿Quieres volver a ver a Daniil?
La pregunta del millón.
—Tengo que devolverle el dinero.
—Eso no es lo que pregunté.
Yo suspiro. —Él tiene su propia vida y yo tengo la mía —señalo,
dolorosamente consciente de que es solo otra forma de evadir su pregunta.
—Kinz. Vamos. Sé honesta conmigo. Soy tu mejor amiga.
Trago el sabor amargo del miedo en mi garganta. —Ni siquiera se trata
de él. Sigo pensando en Isla. Siento que le falta algo en su vida. ¿Qué pasa
si es esto? ¿Y si es él?
—¿Esto es por ese baile de padre e hija?
—¿Ella te lo mencionó? —pregunto, porque sé con certeza que yo no lo
he hecho.
Emma asiente de mala gana —pudo haber surgido.
—Así que, ¿ella sí se siente mal por eso?
—Isla nunca admitiría tanto, ni siquiera conmigo. Pero, si tuviera que
adivinar, diría que creo que es otra cosa de la que ella se siente excluida.
—¿Ves? —digo—. Esto es de lo que hablo. ¿Tengo derecho a privar a
Isla de su padre? ¿Tengo derecho a privar a Daniil de su hija? Antes era
diferente, cuando no sabía dónde estaba ni cómo contactarlo. ¿Pero ahora?
Ahora, no hay excusa.
—No —dice Emma con una firmeza sombría, sosteniendo la tarjeta en
alto como una pistola humeante—. La pelota está en tu cancha ahora.
24
DANIIL

—Queremos hacer negocios con usted, Don Vlasov.


El hombre sentado frente a mí, Ribisi, es flaco como un hueso y tiene un
vello facial ralo como un jardín mal desmalezado. Su cuerpo larguirucho
está encorvado sobre mi mesa, y sus ojos siguen deslizándose hacia la barra
en la esquina de la escasa sala de conferencias en la que tiendo a hospedar a
los hombres que están desesperados por abrir camino hacia mis buenas
gracias.
—Todos quieren hacer negocios con Don Vlasov —dice Petro con una
sonrisa satisfecha—. No significa que todos puedan hacerlo.
Ribisi asiente y traga. Es tan delgado que veo cada movimiento de su
garganta. Esa manzana de Adán que sube y sorbe. Es repulsivo.
—Creo que seremos grandes socios —dice Ribisi, dirigiéndose solo a
mí.
Eso es un error. La forma más segura de obtener toda la atención de
Petro es ignorándolo. Ya puedo ver sus ojos zumbando con diablura.
—¿Por qué piensas eso? —pregunto, aburrido.
—Porque tenemos un enemigo en común —dice Ribisi.
Ping. Mi teléfono vibra en la mesa.
—No es ningún secreto que se niega a trabajar con cualquier persona
asociada con los Semenov —continúa el hombre—. Y con razón,
considerando lo que el viejo bastardo le hizo…
Se detiene en seco cuando mis ojos se posan en él. Es una advertencia
silenciosa. No finjas que conoces mi pasado. No finjas que entiendes una
sola maldita cosa.
Tomo mi teléfono y leo el mensaje.
KINSLEY WHITLOW: En primer lugar, solo quiero darte las gracias
por ayudarme la otra noche.
Han pasado tres días desde que la dejé en su pequeña casucha decrépita.
Tres días de silencio autoimpuesto. Me niego a dar el siguiente paso. Ella
tendrá que hacerlo.
Sería fácil descartar el texto como simple cortesía. Pero puedo ver la
desesperación gritando entre líneas. La gramática, las frases forzadas: sé
muy bien que pasó horas y horas escribiendo y borrando y volviendo a
escribir esta mierda, tratando de lograr el equilibrio perfecto entre la
indiferencia y el no-me-jodas.
Mi atención se vuelve hacia su imagen de perfil. Está parada en un
puente, irónicamente, dado su irregular historial en ese ámbito. Ella mira a
lo lejos, pero está claro que sabe que la cámara la está viendo, porque su
sonrisa es un poco tímida, un poco cohibida.
El ángulo de la imagen es lo que llama mi atención. Está descentrado.
Incómodo de una manera que no puedo explicar. El ángulo se toma desde
abajo, mirándola. Casi como si hubiera sido tomada por…
Me encojo de hombros y dejo de lado mis sospechas. La suya es una
cara bonita sin importar de qué forma la captures. Mi polla está ciertamente
de acuerdo.
Ping. Otro mensaje de texto.
KINSLEY WHITLOW: Agradezco que hayas intentado ayudarme con
la póliza de seguro. Pero es muy cara, y no puedo hacer que los números
funcionen. ¿Hay alguna manera de que pueda cancelarlo?
Soy consciente de que el silencio en la habitación se prolonga de manera
incómoda y todos los ojos están puestos en mí, pero me importa una mierda
mientras escribo.
DANIIL: No tienes que pagarlo. Me he ocupado de todo.
KINSLEY: Pensé que había dejado en claro que no acepto la caridad.
DANIIL: Finge que es una disculpa.
Las burbujas de su escritura activa aparecen y desaparecen varias veces.
Levanto la vista de mi teléfono para encontrar a Petro sonriéndome.
—¿Algo más importante ocupa tu atención, jefe? —él pregunta.
Pongo los ojos en blanco y lo ignoro. Es mejor no alimentarlo cuando
está irritado. Si le das una galleta a un ratón, o cualquiera que sea la puta
expresión.
—Ribisi —gruño—, mis fuentes dicen que has trabajado para los
Semenov en el pasado. Moviendo armas para ellos. Negociando acuerdos
para ellos. Limpiando después de ellos. La lista sigue y sigue, al parecer.
—Todo es cierto —dice, sus ojos se tensan de inmediato—. No lo niego.
—Sin embargo, no nos diste la información voluntariamente, ¿verdad?
Ping. Me las arreglo para mantener mis ojos en Ribisi. Apenas.
—Tal vez no fui tan comunicativo como debería haber sido, pero nunca
mentí, Don Vlasov. Simplemente, no tengo la costumbre de ofrecer
información que pueda reflejar mal las perspectivas de una relación
fructífera entre nuestras organizaciones. Estoy seguro de que lo entiende.
Lo observo con atención. Sus palabras son lo suficientemente
razonables: nunca puedes confiar en un hombre que no opera con una buena
dosis de interés propio. Pero hay algo inefablemente serpenteante en él. Una
baba en la que no confío.
—El punto es que ya no tengo nada que ver con los Semenov —insiste
Ribisi.
—¿Gregor sabe eso?
—Me salí de nuestra última reunión, así que sí, estoy bastante seguro de
que sabe cuál es mi posición.
—¿Te saliste y él te dejó ir? —pregunto—. En mi experiencia, darle la
espalda a Gregor Semenov es la mejor manera de garantizar un cuchillo
enterrado en tu columna.
—Yo también tengo hombres de mi lado —dice Ribisi orgulloso.
—No te saliste de ninguna mierda, ¿verdad? Te botó pateándote el culo
hasta la acera.
Ribisi se pone rígido, y sé que he dado en el clavo. —Trabajé con él
durante nueve años y todo ese tiempo fui leal. Eligió no apreciar esa lealtad.
Así que decidí encontrar a alguien que sí lo hiciera.
—Y ahora estás aquí —comento con apatía—. ¿Porque querías trabajar
para mí o porque sabías que sería la forma más fácil de vengarte de Gregor?
Alza las cejas, pero al darse cuenta de que hablo en serio su expresión se
aplana. —Lo último.
Le dedico una sonrisa de tiburón. —Me gusta un hombre honesto. En
palabras, si no en hechos.
—Para que conste, Don Vlasov, su reputación lo precede.
Miro a Petro, que examina a Ribisi con una mirada estudiosa. Puedo ver
cómo se agitan sus pensamientos, cómo zumban y rechinan los engranajes
en su cabeza.
—Entonces, ¿qué es lo que quieres, exactamente? —pregunto sin
rodeos.
—No soy tonto —dice—. No pretendo vengarme de Gregor Semenov.
El hombre sigue siendo formidable. Ir cara a cara con él sería un suicidio.
Miro mi teléfono y abro el último mensaje de Kinsley. Tú y yo sabemos
que no eres el tipo de hombre que se disculpa.
Tengo que ahogar una risa divertida.
—Entonces ¿viniste aquí a usar a Don Vlasov para que peleae tus
batallas por ti? —pregunta Petro, haciendo el papel de policía peor para mi
policía malo—. De ninguna manera. En primer lugar, nunca deberías haber
aparecido aquí. Qué pérdida de tiempo ha sido esto. Mi decepción es
inconmensurable y mi día está arruinado.
—¡No vine aquí para ser insultado por un lacayo! —ruge Ribisi.
Levanto la vista a tiempo para verlo catapultarse fuera de su asiento, sus
fuertes músculos apretados y listos para la acción. Petro también se pone de
pie, pero hay mucha menos urgencia en sus movimientos. Es perezoso,
despreocupado, sabe muy bien que tiene la sartén por el mango.
Bastardo arrogante.
—Siéntense los dos —digo con calma. Los hombres se hunden a
regañadientes en sus asientos—. Ribisi, cuando pediste esta reunión, pediste
una audiencia justa. Y estoy preparado para dártela.
Ping. Mantengo mis ojos fijos en el hombre flaco al otro lado de la
mesa.
—Aceptarte en el redil será interpretado por los Semenov como una
bofeteada en la cara —continúo—. Quiero estar seguro de que valgas la
pena.
Los ojos de Ribisi se estrechan como rendijas. —Valgo la pena, se lo
prometo.
—Soy el único que vale cualquier puta pena en esta Bratva, Ribisi —
sisea Petro.
Los ojos de Ribisi se vuelven hacia mí. —¿No tiene un bozal para el
perro?
Petro se echa a reír. Es una de las razones por las que lo mantengo cerca.
Puede que tenga toda la arrogancia del hombre a cargo, pero los insultos no
le queman la piel de la misma manera. Simplemente alimentan su fuego.
—Los bozales no funcionan con él —admito con tristeza—. Lo he
intentado.
Petro le guiña un ojo a Ribisi. —Eres bienvenido a venir a descubrir por
ti mismo cómo se compara la mordedura con el ladrido.
—Eres un…
—Haremos esto por etapas —interrumpo—. Estoy dispuesto a darte un
período de prueba, Ribisi. La confianza se gana una pieza a la vez.
Ribisi me mira cuidadosamente por un momento. —Espero que no le
importe que se lo diga, Don Vlasov, pero se parece mucho a Gregor.
—Él fue mi mentor. Aprendí mucho de él.
—Un poco demasiado, en mi opinión —murmura Petro en voz baja.
—Recibe un informe diario sobre usted, ¿lo sabe? —dice Ribisi
abruptamente.
Eso llama mi atención.
Ribisi asiente, notando mi interés. —Tiene hombres que siguen la pista
de sus movimientos. No espías, como tales. Solo… espectadores. Si llega a
un nuevo acuerdo comercial o adquiere un nuevo terreno, se le informa. Lo
ha seguido diligentemente durante años. Lo frustra y lo enoja con
frecuencia, pero creo que una parte de él está orgullosa. Siente que puede
atribuirse el mérito del don en el que se convirtió.
El impulso de recordarle quién es responsable de quién crepita caliente
en mi pecho, pero lo reprimo. —Me has dado mucho en qué pensar, Ribisi
—digo lugar de eso—. Estaré en contacto pronto.
El hombre asiente y se pone de pie, comprendiendo el despido. Inclina
su cabeza hacia mí, e incluso hace un movimiento casi respetuoso de la
barbilla en dirección a Petro. Luego sale, con sus dos silenciosos
guardaespaldas detrás.
Tan pronto como la puerta se cierra, Petro mueve su silla giratoria hacia
mí.
—Muéstrame los mensajes de textos, pendejo —dice, tendiéndome la
mano.
Miro mi teléfono. KINSLEY: Por favor. Hay una dirección en la
póliza, así que iré allí mañana. Solo dime con quién debo hablar y lo
resolveré yo misma. Ni siquiera tienes que involucrarte.
—Nadie —le digo a Petro.
—No le mientas a un mentiroso, D. Era alguien, vale. Alguien bonita y
sexy y… ¿de cabello castaño? Elegiré “¿Quién es Kinsley Whitlow?” por
$1000, Alex.
Lo ignoro y le respondo a ella. Muy bien. Les informaré que irás. El
gerente resolverá las cosas a tu entera satisfacción.
Cuando se envía, cierro la conversación y vuelvo a dejar mi teléfono
sobre la mesa. Miro hacia arriba para ver a Petro que me observa con una
sonrisa omnisciente.
—Ay, definitivamente es ella. Tienes la expresión tonta, corazón-en-los-
ojos que estoy empezando a asociar con esa pequeña y voluptuosa irritante.
Suspiro, me recuesto en mi silla y paso una mano por mi cabello. —
Quiere cancelar la póliza de seguro que compré para ella. Aparentemente es
demasiado cara.
Arruga la nariz. —Ella no es la que paga por eso.
—Quiere serlo.
—Eh. Raro. Ella se da cuenta de que tienes dinero, ¿no?
—Diría que eso ha quedado muy claro.
—¿Y todavía quiere pagarlo ella misma?
—Eso parece.
—Guao. Una chica con orgullo, dignidad, principios. Puedo ver por qué
estás obsesionado —dice, aparentemente pensativo de pronto—. No puedo
recordar la última vez que una mujer se negó a dejarme pagar por algo.
—Eso es porque las mujeres con las que te relacionas están
acostumbradas al efectivo.
—Ah —Petro bufa imperiosamente—, así que ¿ahora discriminas a las
trabajadoras sexuales? Qué vergüenza, Daniil Vlasov. Esta era en la que
vivimos es una era progresista. Ponte al día.
—Ahórrate los comentarios culturales —digo arrastrando las palabras.
Él sonríe. —¿La pequeña descarada sabe en lo que se está metiendo?
—Por supuesto que no.
Petro se ríe. —Te estás divirtiendo, ¿verdad? Nunca te había visto tan
animado en una reunión de negocios —frunce el ceño y añade—: Hablando
de eso, ¿realmente vas a darle una oportunidad a Ribisi?
—Voy a examinarlo primero. No se ganará la marca de la noche a la
mañana.
—Tendrá dos marcas —señala Petro en tono de advertencia.
Levanto las cejas y me subo la manga de la camisa. —Difícilmente
podemos criticarlo por eso —digo, revelando la marca de los Semenov que
descansa en mi antebrazo junto a la cresta del Vlasov Bratva.
Petro se remueve en su asiento con incomodidad. —Teníamos una
buena razón para irnos.
—Cada uno tiene sus razones —señalo—. Ribisi incluido.
—Esto enojará al viejo bastardo. Nadie de tan arriba ha desertado jamás.
Excepto nosotros, obviamente.
—Por eso lo estoy aceptando. Con condiciones.
—¿Hay alguna razón por la que estás antagonizando al viejo ahora?
—Todos los últimos diez años se han tratado de antagonizarlo —
respondo—. Pero no tenía la fuerza o la mano de obra para enfrentarme
cara a cara con él. Ahora sí.
—Ribisi tiene razón, lo sabes. A veces me recuerdas al viejo Greggy.
Vuelvo a revisar mi teléfono, pero no hay mensajes nuevos. Petro se
aclara la garganta deliberadamente, obligándome a mirarlo.
—Solo por curiosidad, ¿cuál es tu objetivo en lo que respecta a esta
chica? Quiero decir, ya te la has follado.
—Hace diez años.
—Ah. Entonces, ¿una follada más por los viejos tiempos? ¿Es eso?
No, no es eso. Ni por asomo.
Pero a Petro le digo—: Algo así.
A veces, es más fácil mentir.
25
KINSLEY

El teléfono está en mi mano con el último mensaje de texto de Daniil aún en


la pantalla.
El gerente resolverá las cosas a tu entera satisfacción.
Eso fue más fácil de lo que pensé que sería. Lo que me hace sospechar
un poco, pero bueno, a caballo regalado no se le miran los dientes, ¿verdad?
Su imagen de perfil es, como era de esperar, un fondo negro puro. Sin
imágenes, sin texto. Solo más misterio. Típico.
—Mamá, no puedo alcanzar las chispas de chocolate.
Guardo mi teléfono y me acerco a Isla, que está de rodillas en el
mostrador, estirada para alcanzar el gabinete superior. Mi escondite de
azúcar.
Ni siquiera puedo mantener eso en secreto.
Me subo al taburete y saco la bolsa de chispas de chocolate. Solíamos
hornear mucho juntas cuando Isla era más pequeña. Pero, en algún
momento, la tradición se quedó en el camino.
Pero hoy he decidido revivirla. ¿La mejor parte? Isla está entusiasmada.
Ya casi nunca se entusiasma con nada, así que tomaré lo que pueda. A hija
regalada no se le miran los dientes, o lo que sea.
Isla comienza a verter chispas de chocolate en nuestra espesa masa para
galletas, que ya sé que es deliciosa, porque he probado demasiado antes de
que la horneemos.
—¿Es suficiente? —pregunta Isla.
La masa ha desaparecido bajo un mar de chispas de chocolate. Pero
agito mi mano. —Ay, adelante. Solo se vive una vez.
Isla sonríe y agrega algunas fichas más. —Esto es divertido.
—¿Sí? —digo emocionada—. Tienes razón. Es divertido. Deberíamos
hacerlo más seguido.
Ella asiente y me siento más liviana al instante.
—¿Has dibujado algo nuevo últimamente? —pregunto mientras ella
empieza a revolver el chocolate.
—Algunas cosas —dice con timidez, sus ojos parpadean hacia el
cuaderno de bocetos.
—¿Te importa si echo un vistazo?
Me da un tímido asentimiento y agarro el cuaderno de bocetos. Los
primeros dibujos ya los he visto. Es el último set el que me resulta nuevo.
—Cariño, eres muy talentosa.
Ella se sonroja. —Gracias.
Todo el mundo piensa que su hijo es especial, dotado, único. Pero podría
jurar que hay una madurez en el arte de mi niña que supera con creces sus
pocos años en este planeta. Es imaginativo y colorido, y hace que mi
corazón se derrita cada vez, porque puedo ver cuánto de sí misma se vierte
en él.
Luego, paso la página y me congelo.
Este es diferente a los demás. Sombrío de una manera que no puedo
identificar. Es el boceto detallado de una niña que se parece casi
exactamente a Isla. La nariz y los ojos son iguales, al igual que los labios en
forma de arco y la curva de sus cejas.
Pero su cabello no es rizado. Es lacio.
Su piel no tiene pecas-. Está lisa.
Sin anteojos ni frenillos, nada del tinte castaño rojizo que amo en sus
mechones. Es como si hubiera borrado todas las partes de sí misma que
odia.
Y justo así, me dan náuseas.
—Cariño… —digo, mirándola mientras contengo las lágrimas que
amenazan con derramarse.
—¿No te gusta? —pregunta, su cara cayendo.
—No, no es eso. Por supuesto que no es eso —estoy luchando por
averiguar qué decirle sin arruinar por completo su confianza en sí misma.
La que le queda, de todos modos—. Es un dibujo precioso. Solo me
preocupa… su significado.
Ella se encoge de hombros. —Así es como me vería, si fuera bonita.
Lo que más duele es lo natural que suena. Como si fuera un hecho
innegable. El cielo es azul. El césped es verde. Así como soy soy fea.
—Isla, eres hermosa.
Sus ojos se entrecierran. —No, no lo soy. Mentir no está bien.
—No estoy mintiendo, cariño. Yo nunca te mentiría —me trago mi
angustia y mi frustración—. ¿Quién te dijo que no eras bonita?
Se encoge de hombros de nuevo, pero comete el error de apartar la
mirada al mismo tiempo. Dato claro de que nos estamos acercando
peligrosamente a algún lugar donde ella ha resultado gravemente herida. —
Solo un grupo de chicas en la escuela. Son estúpidas la mayor parte del
tiempo. No importa.
Esto es lo máximo que ha admitido en voz alta. No quiero romper el
cono de confianza en el que estamos. Pero quiero presionar. Tengo que
presionar.
—Parece que son estúpidas todo el tiempo.
Casi sonríe ante eso. —Tal vez.
—Isla, cariño…
—No te voy a decir quiénes son —interrumpe con brusquedad—. La
última vez, hablaste con el director Bridges y eso empeoró las cosas.
Me detengo en seco. —¿Lo hizo?
Ella asiente. —Ahora son muy amables conmigo frente a la Srta. Roe,
pero son realmente malas cuando nadie les presta atención. Que es la mayor
parte del tiempo.
—Esas pequeñas perras.
—¡Mamá!
—No lo voy a retirar.
Ella me mira con sus grandes ojos marrones por un momento. Luego
sonríe. Una verdadera sonrisa. Una grande. Y quiero gritar obscenidades y
llorar, todo al mismo tiempo.
Tomo una respiración profunda y luego agarro la cuchara de helado.
Hago una bola de masa para galletas y la pongo sobre la tabla de pan entre
nosotras.
—Adelante.
—¿En serio?
—Valdrá la pena el dolor de estómago —digo—. Y creo que este
momento requiere un poco de masa cruda para galletas, ¿no?
Duda un momento y, ahí mismo, esa timidez, ese miedo, esa
incertidumbre, todo eso me destroza el corazón de nuevo.
Luego, suspira y sonríe y puedo volver a respirar. Aunque todavía duele.
Me pregunto si alguna vez no dolerá ver a mi bebé sufriendo.
La observo masticar pensativamente, su rostro todo brillante por el
subidón de azúcar. Algunos días me resulta incomprensible que tenga nueve
años, porque fácilmente podría tener mil. Luego están los momentos en que
la miro y veo a una niña pequeña asustada, que todavía necesita a su madre.
Excepto cuando se siente como si necesitara algo más.
Un padre.
—¿Así que todavía te molestan? —digo luego de unos minutos de
comer en silencio.
—Algunos días, sí. Algunos días, no —admite—. Pero recientemente…
—se calla y se concentra en su masa para galletas.
—¿Ha empeorado? —presiono, esperando que ella no se cierre frente a
mí.
—Sí. Por el… el baile.
Casi dejo caer la cuchara de helado al suelo. —¿El baile de padre e hija?
—digo con la garganta ahogada.
—Se burlan de mí por no tener uno. O sea, un padre, quiero decir. Dicen
que mi papá se fue porque yo era muy fea.
Mi cuerpo está helado de furia. Todo lo que quiero hacer es ir a la
escuela y conseguir los nombres de todas las chicas de la clase de Isla.
Luego quiero sacudirlas a todas y cada una de ellas hasta encontrar a las
culpables. Luego… bueno, luego podría pedirle a Daniil algunos consejos
sobre qué hacer a continuación.
Es bueno que mi hija me necesite más en este momento. Porque lo que
siento, esta violencia, esta ira… no sería bueno si estuviera lo
suficientemente cerca de ellas para dejarlo salir.
—Suenan como un montón de pequeños demonios miserables y
asustados —le digo, mi voz vibra por el esfuerzo de mantener la calma—,
que ataca para sentirse mejor.
Isla se encoge de hombros de nuevo. —Al menos todas tienen papás.
Mi corazón cae una vez más. No sabía que podía caer tan bajo. El miedo
y la tristeza, las náuseas y la rabia, todo está ahí en abundancia. —No me di
cuenta de cuánto te faltaba esa presencia en tu vida.
—¿Tú no extrañas a tu papá? —pregunta, levantando esos ojos de cierva
hacia los míos.
—Mi papá era… un tipo diferente de hombre.
—¿Qué significa eso?
—Significa que no era muy agradable.
—¿Mi papá no era un hombre muy agradable? —pregunta.
Estoy perpleja por un momento. Daniil es ciertamente un hombre
confiado. Es un hombre poderoso. Es seguro y melancólico. Puede ser
arrogante, casi posesivo.
Pero también puede ser amable. Considerado. Perceptivo.
—Él… yo no… quiero decir, no conocí a tu padre tan bien —admito. Si
ella se está abriendo a mí, es justo que yo me abra a ella.
Ella frunce el ceño. —¿Quieres decir que tuviste una aventura de una
noche?
Mis ojos se abren alarmados. —¿Cómo sabes qué es eso?
—Escuché a algunos de los niños mayores hablar sobre eso. Sé que
significa sexo. Así es como nacen los bebés.
Tengo que respirar a través del shock, pero me las arreglo bastante bien.
Al menos, eso creo. —Yo no lo llamaría así —digo, aunque técnicamente
cumple todos los requisitos—. Tu padre y yo no nos conocemos desde hace
mucho tiempo, pero tuvimos una… conexión. Nos entendíamos. No desde
el principio, pero era fácil hablar con él. Supongo que buscaba un amigo.
—¿Dónde estaba la tía Emma?
—Em, bueno, ella estaba en la boda.
—¿La boda de quién?
Sonrío. —Es una historia muy larga.
—Igual me gustaría escucharla.
Observo a mi pequeña y me doy cuenta de que ya no es tan pequeña. En
algún lugar del camino se transformó en una jovencita, y apenas me di
cuenta.
—Vale. Supongo que te estás acercando a la edad suficiente. Bueno, una
vez estuve comprometida.
A Isla se le saltan los ojos. —¿Lo estuviste?
Asiento con la cabeza. —Fue una mala decisión, cariño. El hombre con
el que me iba a casar… Definitivamente no era un buen tipo. Y no me di
cuenta hasta el último minuto.
Decido ahorrarle los detalles sangrientos. Vidrio roto. Furia salvaje en
sus ojos. A pesar de lo sabia que parece a veces, todavía quiero preservar lo
que queda de inocencia en ella.
—Así que la tía Emma creó una distracción y yo tomé el coche de la
boda y me fui.
—¡Guau!
Sonrío ante la expresión fascinada en su rostro. Es como si ella también
me viera diferente. Más como una ruda y menos como su anciana y
aburrida madre. Y, a través de sus ojos, yo me veo diferente.
Lo que hice fue valiente, ¿no? Fue estúpido e imprudente y cambió todo
para siempre, pero aun así fue valiente. Una de las pocas cosas
verdaderamente valientes que he hecho.
—La cosa es que estaba muy sensible. Y muy asustada. Tuve un
pequeño accidente en un puente a las afueras de la ciudad y, cuando salí del
coche, tropecé y me caí. Justo en un río.
—¡No puede ser!
Asiento con la cabeza. —Llevaba este enorme vestido de novia y me
tiraba hacia abajo. Y luego… alguien me salvó.
Su mandíbula cae. —¿Fue mi papá?
Asiento con la cabeza. —Fue tu papá. Saltó al río y me sacó. Y luego
hablamos durante mucho tiempo. Hasta muy entrada la noche.
—Y luego ¿qué pasó?
—Luego me desperté, a la mañana siguiente y él simplemente… se
había ido.
—¿Ido?
—Tuvo que irse. Pero nunca supo que existías, Isla. Si lo hubiera hecho,
estoy segura de que se habría quedado.
El labio inferior de Isla se frunce un poco. —Igual debió haberse
quedado —murmura.
Me trago una década de amargura. —Sí —grazno—. Tal vez. Pero…,
bueno, él tenía una vida a la que volver. Y yo tenía que arreglar mi propia
vida. No nos habíamos hecho ninguna promesa. No fue fácil, pero saber que
tú vendrías hizo que todo fuera un poco más brillante.
—¿Entonces él realmente no sabe que yo nací?
—Me temo que no.
Siento ese pequeño y molesto pinchazo de culpa cuando mi conciencia
despierta nuevamente. Una cosa era cuando no tenía idea de dónde estaba
Daniil. Pero ¿ahora? Ahora, es una mentira, lisa y llanamente.
—¿Cómo era él? —pregunta Isla.
—Era… un hombre muy interesante.
Es una respuesta conservadora. Increíblemente prudente. Pero eso es
todo lo que puedo permitirme en este momento. La póliza de seguro que me
dio la otra noche está haciendo un agujero en mi bolso y, antes, necesito
arreglar eso. Necesito cortar todos los lazos, antes de que pueda llevarme de
regreso a su mundo.
No puedo permitir que eso suceda.
—De todos modos, la hora del cuento ha terminado —anuncio—.
Pongamos esto en el horno. Tienes natación en una hora.
Isla asiente, pero no hace ningún movimiento para ayudarme. —Si
supiera que existo, ¿crees que vendría conmigo al baile de padre e hija?
Me giro hacia ella, sorprendida. —Cariño…
Se encoge de hombros, pero puedo notar que ha estado reflexionando
mucho sobre esto. —Sería agradable sentirse como todos los demás, a
veces. Un poco como si yo fuera… normal.
—Sí eres normal, cariño. Muchos niños no tienen papás.
—Pero tienen padrastros —señala Isla—. Y, si no tienen papás en
absoluto, al menos tienen fotos. Tienen recuerdos. Tienen una historia.
Está inquieta. Me pregunto si algunas emociones son demasiado grandes
para los niños. No están equipados para manejar el dolor, o la pérdida, o la
ausencia que chupa el alma donde debería estar un padre. Tengo muchas
ganas de quitarle algo de eso para que no tenga que cargarlo más.
Pero, cuanto más crece, menos sé cómo hacerlo.
—Tengo una idea —digo de repente, tratando de compensar las malas
decisiones de mi vida—. ¿Qué tal si yo voy al baile contigo?
Isla frunce el ceño. —Pero tú no eres mi papi.
—Seré como una sustituta.
—No puedes sustituir a alguien que no viene.
—Ay, cariño…
—Está bien —dice ella, saltando de su asiento—. Probablemente sea
mejor si no voy.
—¿Por qué dices eso?
Sus ojos marrones se alejan de mí. —Todas las chicas van a Geraldi’s a
buscar sus vestidos. Simplemente, se burlarán de todos los que usan algo
diferente.
—¿Quiénes son estas chicas? —gruño.
—No importa.
—¿Y si te compro un vestido de Geraldi’s? —ofrezco—. Así, no podrán
burlarse de ti.
Ella niega con la cabeza. —Es una pérdida de dinero.
Pero sé lo que realmente quiere decir. No podemos costearlo.
Tomo aire y le doy un beso en la frente. —¿Por qué no vas a empacar tu
bolso para la práctica de natación? Voy a terminar las galletas y luego
podemos irnos.
Isla asiente y se escabulle hacia su habitación. Inmediatamente entro en
mi computadora portátil y busco Geraldi’s. Aparece la tienda y me desplazo
por los vestidos formales para niños que tienen a la venta.
—Jesús —respiro. Los precios son astronómicos.
Mis ojos vagan hacia el fajo de papeles del seguro que sobresale de mi
bolso. Si antes estaba al menos una fracción insegura, ahora no lo estoy. Me
muero por cancelarlo.
¿Quién necesita un seguro, de todos modos? Tomaré las autopistas a
velocidad de caracol por el resto de mi vida, olvidaré que el carril izquierdo
existe, conduciré a todas partes con mis luces de precaución parpadeando.
Lo que sea necesario para darle a mi hija lo que necesita para ser feliz.
Lo he hecho.
Lo haré.
Nunca dejaré de intentarlo.

D espués de dejar a Isla en su clase de natación, me dirijo a la dirección


que figura en la póliza. El letrero sobre el edificio dice SEGURO GLOBAL
en neón azul brillante. Un nombre extrañamente anónimo para una
empresa, pero está bien.
La recepcionista del interior es una pelirroja impresionante, con un
elegante traje de vestir verde. Su cabello está peinado hacia atrás en un
nudo apretado en la parte posterior de su cabeza, y sus ojos azul oscuro me
miran a través de unos marcos redondos de moda.
—¿Puedo ayudarla, señora?
—Sí, mi nombre es Kinsley Whitlow. Me enviaron aquí para hablar
con… En realidad, no sé con quién.
—Un segundo, lo comprobaré por usted —dice con cortesía. Ella
investiga algo en su computadora, luego toma su teléfono y marca. Observo
mientras escucha a alguien al otro lado de la línea—. Hm. Hm. Sí, señor. La
enviaré adentro —ella cuelga y se pone de pie—. Por aquí, Srta. Whitlow.
La sigo por un pasillo de cristal reluciente. Se siente como si
estuviéramos caminando a través de una nave espacial. Al final del pasillo
hay un ascensor gigante, asegurado con un teclado. La recepcionista marca
un código y las puertas del ascensor se abren. Ella se hace a un lado para
dejarme pasar primero.
Sin embargo, cuando me doy la vuelta, todavía está al otro lado de la
puerta. —El ascensor la llevará hasta el trigésimo piso —explica—. Allí
habrá alguien que la ayudará. ¡Gracias por visitarnos!
Suena un timbre y el ascensor se cierra. Me muevo nerviosamente en mi
lugar mientras me levanta, tan suave y silencioso que apenas me doy cuenta
de que se mueve.
Cuando llego al trigésimo piso, tengo que agrandar la boca y mover la
mandíbula para que se me destapen los oídos. Las puertas se abren para
revelar la que podría jurar que es exactamente la misma mujer de abajo. Los
mismos ojos azules, el mismo cabello sorprendentemente rojo.
Pero, mientras que la de planta baja tenía una etiqueta que decía
RAQUEL, la de esta dice RACHEL. Gemelas con nombres gemelos.
Escalofriante.
—Hola —digo—. Estoy aquí para encontrarme con, eh… alguien. Él me
está esperando. O ella. No estoy muy segura de lo que está pasando, para
ser honesta.
Raquel sonríe. Es igual de deslumbrante como su hermana. —Justo por
aquí, señorita —dice con exactamente la misma entonación. Sigo su paso
confiado hasta unas puertas de caoba. Con todo este cristal brillante por
todas partes parece la boca de una cueva ártica.
Espero a que abra las puertas, algo me dice que ese es el protocolo
adecuado en esta situación, pero Rachel se queda parada allí, con las manos
cruzadas a la espalda.
—Puede entrar cuando esté lista, señora —dice ella.
Trago saliva, repentinamente nerviosa. Hay un extraño crujido en el
aire. —Ah. Gracias.
Tomo otra respiración profunda, luego agarro la manilla de metal. Es
extrañamente fría al tacto. Los ojos de Rachel están fijos en mí mientras la
abro con esfuerzo, luego me deslizo a través del delgado espacio.
Se cierra de golpe detrás de mí con un sonido que resuena. La oficina
interior es tan oscura como el exterior era brillante. Los paneles de madera
de caoba se tragan la luz en todas partes. Los únicos muebles son un
escritorio de metal y dos sillas de metal, todo es oscuro.
Y detrás de ese escritorio…
—Ay, Dios —jadeo.
Daniil sonríe. —Hola, sladkaya.
26
DANIIL

Es una maravilla lo mucho que esos ojos pueden transmitir. Conmoción,


incredulidad, ira, miedo—todo está ahí. Una corriente de emociones pintada
en infinitos tonos de verde.
—Daniil.
—Pensé que ya lo habrías descubierto.
—¿Que eras el dueño de la compañía de seguros? —pregunta—. Seré
honesta, no estaba en lo alto de mi lista de hipótesis.
Me río. —Siéntate.
—No quiero sentarme —espeta ella.
—Como quieras. ¿Puedo traerte algo? —pregunto—. ¿Café, té, o algo
más fuerte?
—Esta no es una visita social, Daniil.
Me encojo de hombros. —Viniste a hablar de negocios conmigo. Así
empiezo mis reuniones de negocios.
—No, vine a hablar de negocios con la persona a cargo de mi póliza de
seguro.
Mi sonrisa se amplía. —Presente y representado.
—Jesús —escupe, rodando los ojos—. Eres irreal. Y antes de que digas
algo sarcástico, no, eso no es un cumplido.
—Luces estresada, sladkaya.
—Te dije que dejaras de llamarme así —sus puños están apretados a los
costados y tiembla de pies a cabeza.
—¿Qué de toda nuestra historia te hace pensar que te haré caso?
Ella hace una mueca. Luego se acerca a una de las sillas frente a mi
escritorio y se deja caer. Pero permanece en el borde, como si pudiera
hartarse en cualquier momento y tratar de apagar mis luces de un puño.
Lleva una ajustada camiseta sin mangas, blanca, metida en una falda
verde militar de cintura alta. Sus botas son de un beige sobrio y sigue
golpeando con su talón derecho contra los pisos de madera.
—Este lugar… —dice, mirando a su alrededor.
—¿Te gusta?
—No precisamente.
Sonrío. —¿Por qué no?
—Es descolorido —dice ella—. Impersonal. Sin carácter. Es solo
madera y metal, y no mucho más. ¿Dónde está la vida? ¿Dónde está el arte?
—Hay un cuadro justo ahí —digo, señalando la pared detrás de ella.
Se ríe a carcajadas cuando gira en su asiento para verlo. —Es la imagen
de un gran punto negro sobre un fondo blanco.
—Es minimalista.
—Es aburrido —responde ella—. Algo que nunca habría esperado de ti.
Inclino la cabeza hacia un lado. —Estoy encantado de saber que me
encuentras interesante.
Ella levanta la nariz. —Daniil… —luego, sus ojos se encuentran con los
míos y su frase se apaga débilmente—. Ya sabes lo que voy a decir.
—Tengo una suposición bastante buena.
—Lo digo en serio —insiste—. Quiero cancelar la póliza.
—Porque no la puedes costear.
—Así es.
—Pero yo sí.
Ella suspira. —Me siento incómoda aceptando este tipo de cosas de ti.
Es demasiado. Y también es innecesario.
—Lo has dejado claro.
Kinsley levanta las manos con frustración. —Eres imposible, ¿lo sabías?
—Me han dicho eso en alguna ocasión.
—¿Qué piensa tu novia de esto? —pregunta.
Tengo que sofocar una risa más fuerte. Mi novia. La pobre y pequeña
kiska frente a mí está amenazada de muerte por una mujer que no sabía que
existía hasta hace unos días.
Podría decirle la verdad: que Charlize no es nada de eso.
Pero es más divertido verla retorcerse.
—Tú has visto a Charlize —digo—. ¿Te parece el tipo de mujer que se
siente amenazada fácilmente?
Otra vez: su cara cae. Pero esta vez tiene que esforzarse más para
recuperarla. Me dan ganas de patear el escritorio a un lado para poder tomar
la ruta más rápida hacia ella y deslizar mis dedos sobre sus labios.
—Yo… no estoy aquí para hablar de Charlize —dice finalmente,
reuniendo toda la determinación que le queda.
—¿Por qué no? —le pregunto—. ¿Celosa?
Ella frunce el ceño. —Soy muchas cosas, Daniil. Obstinada, a veces.
Ingenua, definitivamente. Asustada, la mayoría de los días. Pero no soy
estúpida. Así que no trates de tomarme por tonta.
Sonrío, sintiendo mi polla subir con mi respeto por ella. Tiene fuego en
abundancia. Me gusta eso.
—Suficientemente justo —digo—. Quizás te interese saber que Charlize
y yo no estamos juntos. Nunca lo hemos estado. La verdad, no creo que
duraríamos ni una sola noche en la misma cama. Nos arrancaríamos las
gargantas mucho antes que la ropa.
Kinsley parpadea rápidamente mientras se esfuerza por procesar todo lo
que digo. —Em, guau… Vale. Realmente no sé qué responder.
—No estás obligada a decir nada. Solo pensé en ofrecerte la verdad,
como muestra de buena fe.
—Pero… querías que creyera que ella era tu novia.
—Me pareció que sería más divertido así.
—Claro —espeta con acidez, su tono es una vez más cortante y
resentido—. Resultó ser una noche realmente “divertida”. Cena y una
violación. Clásico.
—Él no te violó, Kinsley —le recuerdo en voz baja—. No dejaría que
eso sucediera.
Ella asiente y se mira las palmas de las manos. —No, lo sé. No sé por
qué dije eso —se obliga a sí misma a volver a mirarme—. Te agradecí por
eso, ¿no?
—Dijiste lo justo.
Dejo que el silencio se prolongue por un momento. Parece que lo
necesita. Finalmente, ella levanta la vista. Un poco sobresaltada, un poco
insegura, un poco perdida.
Pero no está perdida. Está exactamente donde tiene que estar.
—¿Por qué vine aquí, Daniil? —ella pregunta—. Más concretamente,
¿por qué me trajiste aquí? ¿Realmente soy tan patética? ¿Soy una perdedora
tan grande a tus ojos que sientes esta necesidad de… ser mi salvador?
—Nunca intenté ser el salvador de nadie —doblo mis manos frente a mí
y la miro en la suave penumbra de la oficina—. Me parece que te estás
aferrando a algo de ira, Kinsley. ¿Todavía se trata de Charlize o te pasa algo
más?
—¿Quién te enseñó a ser tan gilipollas? ¿Tu jefe? ¿Quién fue
exactamente? —exige—. ¿Algún hombre de negocios idiota, que estafaba a
la gente para ganarse la vida y aparte golpeaba a su esposa?
—No —digo en voz baja—. Él no estaba involucrado en esta empresa.
—Entonces, ¿en qué estaba involucrado?
—En cosas malas.
Ella se estremece. —¿Pero tú no lo estás?
—Nunca dije eso.
—¿Ves? —ella dice—. Nunca una respuesta directa. Hablas en acertijos.
También te comportas en acertijos.
Sé lo que hace. Hemos tenido esta conversación antes, y ella ya conoce
estas respuestas. Pero se desvía, se esconde detrás de lo seguro y lo
cómodo. Porque la única otra opción es lanzarse de cabeza hacia el futuro
oscuro y arremolinado. No puede obligarse a hacer eso.
Al menos, todavía no.
—Así que esto es sobre lo que pasó hace diez años —infiero en voz
baja. Se pone rígida al instante, una confirmación física—. Todavía estás
enojada conmigo por haberme ido.
—Sé que nunca me prometiste nada —susurra—. Pero ese día, esa
noche… Hablamos. Me abrí a ti de una manera que nunca antes me había
abierto a un completo extraño. Nunca hablo de mis padres con nadie,
incluso con personas que conozco desde hace años. Pero me abrí a ti. Te
hablé de mi padre. De mi madre. Confié en ti lo suficiente como para
contarte mis secretos más vulnerables. Y la cosa es que pensé que lo habías
entendido. Se sentía como si pudieras relacionarte de alguna manera. Tal
vez esas conversaciones no significaron una mierda para ti, pero lo hicieron
para mí.
Más silencio. Esta vez, se siente empalagoso. Opresivo. Como si se
abriera paso por nuestras gargantas, los dos al mismo tiempo. Mi polla está
dolorosamente dura, incómodamente, pero la opresión en mi pecho es
incluso peor.
—¿Qué querías de mí, Kinsley?
Ella suspira. —Quería tu respeto, Daniil. Ahora lo entiendo, solo se
trataba de sexo para ti. Pero, para mí, significó algo más.
Sus ojos vuelven a su regazo. Odio eso. Estoy consumido de nuevo por
el deseo de lanzar este escritorio a través de la puta ventana, levantarla y
mostrarle que su cabeza debe estar en alto, su pecho orgulloso. Se odia a sí
misma por ser vulnerable.
Pero si hay algo que he aprendido en este mundo es que es fácil ser
duro. Es fácil ser violento.
Es mucho más difícil ofrecerse a los lobos.
—¿Sabes qué? Ya no importa —dice, sacudiendo la cabeza—. Tienes
razón, fue hace mucho tiempo. Y yo solo era tu coartada. Como dije, a
veces puedo ser ingenua. Sin embargo, lo era más hace diez años que ahora.
Estoy aprendiendo.
—Kinsley…
—Mi punto es que no quiero tu póliza, Daniil. No quiero nada de ti. Ya
no. Así que te pido, te lo ruego, de verdad, por favor déjame salirme.
Se pone de pie y se da vuelta para irse, pero me lanzo y la atrapo del
brazo antes de que pueda hacerlo. La jalo hacia adelante, hacia mí, y sus
ojos se encuentran con los míos. Nos quedamos allí, apenas una pulgada de
espacio entre nosotros.
La tensión se acumula.
El calor se acumula.
Las cosas que no tienen nombre se acumulan, acumulan y acumulan.
—Sladkaya, tú…
BRIIIINGGG. Un chillido ensordecedor corta el aire. Kinsley grita y
saca su teléfono de su bolso.
—¿Hola? Hable. Sí… sí… Dios mío… —su rostro se quiebra. Puedo
ver el pánico y la preocupación que ondulan a través de ella como ondas de
choque—. No, por supuesto. ¿Está herida? Estaré ahí pronto. Gracias por
llamar.
Ella cuelga y corre directamente hacia la puerta. Justo antes de llegar, se
detiene en seco y se vuelve hacia mí. —Yo… tengo que irme.
—¿Qué pasó?
Sus ojos se tuercen con secreto. —Emma ha tenido un accidente. Tengo
que ir a asegurarme de que esté bien.
Mentira. Puedo olerlo a una milla de distancia. No digo nada mientras
ella gira y sale corriendo. Pero estoy seguro de una cosa: por quienquiera
que Kinsley acaba de salir corriendo de aquí, definitivamente no era Emma.
27
KINSLEY

Tardo veinte minutos en llegar a la piscina donde practica Isla. Veinte


minutos de más, en lo que a mí respecta.
Estoy corriendo hacia la piscina cuando alguien dice mi nombre. Me
giro y veo a la entrenadora Gracie sentada con Isla en la esquina. Tiene una
gran toalla azul envuelta alrededor de sus hombros.
—¡Isla, cariño! ¿Estás bien? ¿Estás enferma? ¿Qué pasó? ¿Está todo
bien?
Sé que voy a una milla por minuto, pero tuve demasiado tiempo para
alarmarme durante el viaje en coche hasta aquí. Hasta ahí llegó mi voto
solemne de conducir como una abuela, también. Promedié unos cuarenta
por encima del límite de velocidad todo el camino, y rocé mi espejo
lateralmente en un seto denso para empezar.
Menos mal que tengo un seguro caro.
—Ella está bien —me asegura Gracie—. Solo nos dio un susto.
Mantengo los ojos fijos en mi hija. Isla no ha levantado la vista ni una
sola vez. Los otros niños todavía chapotean en la piscina con los otros
entrenadores. El sonido de sus vítores hace doler la cabeza.
—¿Qué pasó? —ahora estoy más tranquila, aunque todavía siento la
punzante oleada de ansiedad debajo de mi piel.
—Los niños estaban practicando su buceo e Isla se zambulló. Pero no
volvió a subir. Pude ver la lucha en el fondo de la piscina. Así que salté y la
atrapé. No necesitó reanimación cardiopulmonar ni nada. Nada tan serio.
Pero ella preguntó por ti.
Tomo una respiración profunda y asiento. —Gracias, entrenadora. Ya
me encargo yo.
Gracie me brinda una sonrisa tonificante y vuelve a su clase en la
piscina. Me siento al lado de Isla. Aun así ella no levanta la cabeza. Su
gorro de natación está puesto, pero sus gafas están sentadas a su lado, en el
banco mojado.
—Cariño, ¿quieres hablar conmigo?
—No.
—Solo dime esto: ¿estás bien?
—Estoy bien.
Frunzo los labios. Ella no me está dando mucho, y entrometerse hará
más daño que bien en este momento. Así que dejo de hablar y envuelvo un
brazo alrededor de ella.
—Estoy mojada —me advierte.
—Entonces, yo también me mojaré.
Ella me mira y suspira. —Quiero ir a casa.
—Es una buena idea. ¿Por qué no agarras tu bolso y vas a cambiarte? Te
esperaré aquí.
Mientras se dirige a uno de los vestidores, Gracie vuelve hacia mí.
Nunca antes había visto a una mujer más cómoda en traje de baño. Ella lo
usa como yo uso mis pantalones cortos en casa.
—¿Cómo está? —pregunta, con el ceño fruncido por la preocupación.
—No pude sacar mucho de ella —admito—. Parece un poco
conmocionada.
Gracie mira hacia el vestidor. —Para ser honesta, ha estado distraída
durante las últimas dos semanas, Kinsley.
—Ella está pasando por un momento difícil en la escuela. Algunas de
las otras chicas la acosan.
Las cejas de Gracie vuelan sobre su frente. Aprecio su sorpresa. —¿En
serio? Dios, los niños pueden ser unos pequeños bastardos a veces.
Me río y sollozo. —Estoy totalmente de acuerdo.
—Pero sucede —reconoce Gracie—. Incluso aquí. Es importante que
los maestros sepan cómo cortar ese tipo de cosas de raíz.
—No estoy tan segura de que la maestra de Isla en la escuela comparta
la misma mentalidad.
Gracie pone los ojos en blanco. —Ya la odio.
—¿Isla te dijo algo, por casualidad?
—No, me temo que no. Siempre está bastante callada en clase, incluso
en sus mejores días. Solía relacionarse con los otros niños, pero
últimamente… no sé. Es como si estuviera retrocediendo más y más en sí
misma. Espero que no suene demasiado melodramático.
Pero así suena. Envía un rayo de miedo que me recorre. Se siente como
si Gracie estuviera describiendo a mi madre. Marchitándose como una flor,
hambrienta de amor. ¿Cómo sucedió esto? ¿Cuándo empezó? ¿Cómo lo
detengo?
—La llevaré a casa ahora, Gracie —mi pulso es superficial y rápido, y
no me gusta ni un poco cómo se siente.
—Por supuesto. ¿Me mantendrás al tanto?
—Definitivamente.
Nos despedimos y, unos minutos después, Isla sale del vestidor con un
par de pantalones cortos y una camiseta que le queda un par de tallas más
grande.
—Estoy lista para irme —murmura.
Paso mis dedos por su cabello mojado. Por una vez, a ella no parece
importarle. Salimos juntas, mientras me exprimo el cerebro para pensar en
la mejor manera de hacer que se abra conmigo. Solo hay una cantidad de
lotes de galletas que podemos hacer. Aunque…
—¿Qué tal si vamos por un poco de helado? —sugiero—. Hace mucho
tiempo que no vamos a Carino’s. Podríamos pasar por una bola de helado
antes de irnos a casa.
Si veta esta idea, no sé cuál será mi plan alternativo. Por suerte para mí,
asiente. —Vale.
—Genial. Estoy pensando en un remolino de fresa, o uno de mantequilla
de maní.
Ella no sonríe, aunque murmura—: Aún no lo he decidido.
—Tómate tu tiempo, cariño.
Conducimos en silencio hasta Carino’s. Siempre ha sido nuestra
heladería favorita. Emma, Isla y yo solíamos venir religiosamente todas las
semanas. Los domingos eran para nadar y hacer picnics y tomar helado
antes de la cena. No puedo recordar cuándo se terminó eso.
En algún momento, el mismo tiempo en el que Isla comenzó a perder su
sonrisa, probablemente.
Resulta extrañamente nostálgico entrar a la tienda. Los colores son todos
iguales, solo que un poco desteñidos. Las cabinas están justo donde las
dejamos, solo un poco empeoradas por el uso.
Isla serpentea alejándose de mí, su cabello empapando la parte posterior
de su holgada camisa.
—Hola, señora —saluda alegremente la adolescente detrás del
mostrador—. ¿Qué puedo ofrecerles a ustedes dos?
—Remolino de fresa para mí. Isla, ¿tú qué piensas?
—Masa de galleta con chispas de chocolate.
Sonrío. —Todo de masa de galletas en estos días, ¿eh? Tomaremos dos
bolas de cada uno.
—Enseguida.
Una vez que tenemos nuestro helado, llevo a Isla a una mesa junto a la
ventana. Se sienta frente a mí y toma su helado sin levantar la vista ni una
sola vez.
La dejo tomarlo. Mi mirada revolotea entre el mundo que pasa junto a
nosotras y la niña sombría frente a mí.
—¿Estás bien? —pregunto tras diez minutos completos de silencio.
Ella se limita a asentir.
Cuando termina con su helado, lo empuja lejos de ella y toma una
servilleta. Le ofrezco de mi taza. —¿Quieres probar?
—No, gracias.
—Cariño…
—No quiero hablar de ello.
Quiero tragarme mi frustración, pero cada vez es más difícil. —Está
bien, entonces —digo—. ¿Qué tal si eliges algo de lo que te gustaría
hablar? Lo que quieras, lo que sea.
Ella lo piensa por un rato. —¿Por qué nunca hablas de tus padres?
Me estremezco. Fue directo a la yugular. —Oh, vaya. Debo decir que
eso no es lo que esperaba.
—Nunca hablas de ellos. Quiero saber por qué.
—Porque vivieron vidas tristes, cariño —digo, tratando de ser lo más
delicada que puedo—. Y supongo que hablar de ellos también me
entristece.
—Ni siquiera he visto una foto de ellos.
Sé que no lo ha hecho. La última vez que nos mudamos tomé mi caja de
recuerdos de mi infancia y la tiré. Estaba destinado a ser un paso poderoso.
Una limpieza, por así decirlo.
Resulta que desechar cosas viejas no elimina los recuerdos. El pasado
no es tan fácil de borrar.
—Bueno, tu abuela era una mujer hermosa —comienzo—. Era alta y
tenía el cabello largo y castaño.
—¿Como el tuyo?
—Era del mismo color, pero el de ella era completamente lacio. Y
mucho más largo. Bajaba por toda su espalda. Solía dejarme cepillarlo por
ella, de vez en cuando.
—Como tú solías dejarme hacer por ti.
Sonrío ante el recuerdo de una pequeña Isla pasando un cepillo por mi
cabello. Ella también solía sentarse en el mostrador del baño y verme
maquillarme por las mañanas, sus pequeños pies regordetes se balanceaban
de un lado a otro en el aire. A veces cantábamos juntas.
Solo pensar en esos días me hace doler el corazón.
—¿Tal vez es mi turno de cepillarte el cabello? —sugiero—. No lo
hacemos hace mucho.
Niega con la cabeza. —Mi cabello es demasiado rizado —dice—. Solo
atraparías nudos.
Ahí lo dejo. No quiero repetir conversaciones que ya tuvimos. Sé tan
bien como cualquiera que algunos dolores no mejoran con atención,
simplemente duelen mucho más cada vez que los tocas.
—¿Cómo era ella? —pregunta Isla—. La abuela, quiero decir.
—Ella era muy… callada. Le gustaba coser y dibujar…
—¿Dibujar? —Isla jadea, sus ojos se abren de par en par por la
emoción.
Asiento con la cabeza. —Era bastante buena artista. En realidad, nunca
la vi dibujar, pero vi sus cuadernos de bocetos. Tenía un montón de ellos.
—¿Por qué no te dejaba verlo?
Jugueteo con el brazalete en mi muñeca. —Era… bueno, no éramos tan
cercanas —digo en voz baja—. Era difícil conectar con mi madre. Era tan
callada. Vivía en su propia cabeza la mayor parte del tiempo.
—Tal vez ella también vivía en su cuaderno de bocetos. Como yo.
Sonrío con fuerza. —Probablemente tengas razón. Apuesto a que
ustedes dos se habrían llevado muy bien.
Isla asiente. —Yo también lo creo. Ojalá la hubiera podido conocer —
ella golpea sus dedos contra la mesa—. Mamá, ¿cómo murió?
Si la primera pregunta me tomó con la guardia baja, esta me sorprende.
Tartamudeo estúpidamente durante demasiado tiempo. Mentir sería tan
fácil. Solo decir algo triste y simple: cáncer o un accidente de coche o un
ataque de tiburón. Rápido. Brutal. Pero sencillo
Pero, ¿la verdad? La verdad es una bestia con mente propia.
Y hoy quiere salir.
—Dijiste que podíamos hablar de lo que yo quisiera —acusa Isla cuando
hago una pausa demasiado larga—. Esto es de lo que quiero hablar. Ya no
soy una bebé.
Suspiro. —Simplemente no estoy segura de que puedas entenderlo.
—Soy más inteligente de lo que crees.
Levanto mis cejas. —Creo que eres increíblemente inteligente. Esto no
tiene nada que ver con tu inteligencia.
—Entonces, dime.
Tomo una respiración profunda. Aquí va.
—Se suicidó, cielo —digo en voz baja—. Tomó muchas pastillas para
dormir y nunca más se despertó.
Una pareja mayor nos pasa por al lado justo cuando digo las palabras en
voz alta, y estoy bastante segura de que recibo algunas miradas
cuestionadoras. ¿Qué clase de madre le habla a su hija de nueve años sobre
el suicidio? Una mala, aparentemente, a sus ojos. Ni siquiera estoy segura
de que se equivoquen.
Isla parece atónita por un momento. —¿Por qué lo hizo?
Me he estado haciendo esa pregunta durante años, cielo. Ofrezco la
única respuesta en la que he pensado.
—Supongo que porque sintió que no tenía escapatoria.
—¿De qué?
—De su vida —digo—. Mi padre no era un buen hombre. No trataba
bien a tu abuela. De hecho, la lastimaba. Mucho.
Su rostro cae. —Por eso no hablas de él.
—Correcto. Y tu abuela… Fue una víctima, pero a veces también me
enfado mucho con ella.
—¿Por abandonarte?
Sonrío, aunque solo sea para contener las lágrimas en mis ojos. —
Realmente eres inteligente, chiquilla.
—A veces, yo también me enojo con mi papá —dice en voz baja—. Por
no estar ahí para nosotras. Pero ahora que sé que él no sabe nada de mí,
estoy tratando de no enojarme tanto con él. Es solo que a veces siento que
estamos solas.
—Isla…
—Es verdad —interrumpe ella—. Ni siquiera puedes decir que no lo es.
Todos los demás tienen familia. Abuelas y abuelos, primos y tías, hermanas
y hermanos. Yo ni siquiera tengo un papi —se muerde el labio por un
momento. Luego me mira—. Hoy, en la práctica de natación, fui al fondo
de la piscina. Y supongo que solo… me preguntaba cómo sería si no
volviera a subir.
Necesito cada gramo de fuerza de voluntad a mi alcance para evitar que
se me caiga la mandíbula. No tengo idea de qué hacer con eso. Mis dedos
tiemblan tanto que tengo que entrelazarlos para evitar que Isla lo note.
—Eso es realmente peligroso, bebé.
—Lo sé.
—Qué bueno que la entrenadora Gracie te atrapó.
—También lo sé.
—Cielo —saco mi mano de debajo de la mesa y se la ofrezco. Ella
duda, pero desliza sus dedos en los míos—. No puedes volver a hacer eso
nunca más, ¿vale?
Ella asiente, el labio inferior le tiembla. —Vale.
—Si alguna vez sientes que la vida es demasiado, tienes que venir y
decírmelo.
—Ya tienes suficiente de qué preocuparte, Mamá.
—No, no lo tengo —digo fervientemente—. Lo único, literalmente, lo
único por lo que debo preocuparme eres tú. Ese es mi trabajo de tiempo
completo. Así que, por favor, si necesitas ayuda, ven a mí. ¿Vale?
Ella asiente. —Vale.
—Te amo. ¿Cuánto te amo?
Ella sonríe ante el viejo juego de pregunta y respuesta que solíamos
hacer todas las noches antes de acostarnos. Después de cepillarnos el
cabello y cantar juntas, yo preguntaba—: ¿Cuánto te amo? Y ella
canturreaba de vuelta…
—No voy a mentirte.
Juntas, terminamos las palabras. —¿Qué tan profundo es el océano?
¿Qué tan alto es el cielo?
Cuando terminamos, miro a mi hija, y mi hija me devuelve la mirada y,
durante al menos un respiro, todo está bien en el mundo.
28
DANIIL

Sus ojos están ocultos tras unas gafas redondas. Tiene el pelo salvaje y
rizado. Frenillos gruesos. Un polvo de pecas que visibles incluso desde mi
distancia.
Desde ciertos ángulos se parece a Kinsley. Desde otros, se parece a mi
madre. Muy pocas cosas me han impactado en mi vida. Pero esto…
¿Estoy encontrando mi perdición en el sombrío rostro de esta niña?
El teléfono vibra en mi bolsillo. Respondo sin quitarles los ojos de
encima a las dos. Han estado sentadas junto a la ventana de la heladería
durante los últimos cuarenta minutos.
—¿Qué?
—Hola a ti también —dice Petro con su alegría habitual—. ¿Dónde
estás?
—Frente a Carino’s.
—¿El don es goloso? ¿Quién lo hubiera pensado?
—¿Conoces el lugar?
—¿Lo conozco? ¿Que si lo conozco? ¡Solo tiene el mejor Rocky Road
de toda la maldita ciudad! No puedo creer que hayas ido allí sin mí.
Podríamos haber compartido un banana split.
Me pellizco el puente de la nariz. Como de costumbre, Petro tarda
menos de quince segundos en irritarme como el demonio. —¿Por qué
llamas, sobrat?
—Para recordarte la reunión. Con el don griego y su variopinto grupo de
gilipollas.
—Puedes manejarlo solo.
—Tienes que estar allí. Eres el gran jefe. No querrán ceder en un trato
conmigo.
—Bueno, hoy van a tener que arreglárselas.
—Vale, se acabó: ¿qué está pasando? —exige—. Nunca te has perdido
una reunión de negocios antes. Y nunca me has pasado las riendas sin
quejarte de eso sin parar.
Hago una mueca y reviso mi reflejo en el espejo retrovisor. —Surgió
algo.
—¿Algo que es más importante que la Bratva? —No respondo. Después
de un momento, Petro deja escapar un silbido largo y bajo—. ¿Este algo
que ha surgido tiene algo que ver con la linda de cabello castaño que parece
que no puedes sacar de tu mente?
—Podría.
—Ay, Jesús, ¿qué ha pasado ahora? —pregunta—. ¿Crimen pasional?
¿Cuántos cuerpos?
—Tienes que dejar de hablar.
—Lo que tengo que hacer es…
—Lo que tienes que hacer es una investigación profunda de Kinsley
Whitlow —ordeno—. Quiero fechas y detalles. Quiero una línea de tiempo
de su vida frente a mí. Si alguna vez recibió una multa de estacionamiento o
le llenaron una caries, quiero saberlo.
—Vale —dice, su voz suena como un ceño fruncido—. Eso es un poco
vago, incluso para tus estándares habituales de poca utilidad. ¿Puedo saber
qué es lo que estoy buscando, específicamente? ¿O está destinado a ser,
como, un desafío de programa de juegos peculiar?
—La estoy viendo ahora.
—No estoy seguro de si eso es espeluznante o pervertido, y
definitivamente no responde…
—Tiene una niña con ella.
—Ah —el sonido de su sorpresa es como el aire que silba fuera de un
globo—. ¿Una niña? ¿Como, una persona joven? Estamos hablando de un
ser humano, ¿verdad?
—Alrededor de los nueve años. Se parece a mi madre.
Lo último de la alegría restante se desvanece de su voz. Lo escucho
tragar fuerte. —¿Me estás diciendo lo que creo que me estás diciendo,
Daniil?
—Eso todavía está por verse. Necesitaré confirmarlo primero. Por lo
tanto, una investigación profunda.
—¿Qué dice tu instinto?
—Que es mía.
—Mierda.
Me río sombríamente. “Mierda” ni siquiera empieza a describirlo.
—¿Qué vas a hacer? —Petro respira.
—Encuéntrame la información primero. Entonces, decidiré.
—Vale, lo haré de inmediato. Dame un chance.
Él cuelga. Dirijo mi atención a Kinsley y…
En realidad, ni siquiera sé su nombre. Mi hija. Ella tiene un nombre y no
lo sé. Por alguna razón, eso me rompe por dentro.
Estaban sentadas mayormente en silencio mientras tomaban su helado.
Pero ahora están hablando. No parece el tipo de conversación que
esperarías tener con un niño de nueve años. No hay muchas risas o sonrisas.
El rostro de Kinsley está tenso, es solemne.
La niña también parece estar seria. Hay algo en sus ojos. Tristeza, tal
vez. Otra cosa que no me gusta.
Cuando terminan y salen de la heladería, no me molesto en agacharme.
Si me ve, me ve. Su expresión me dirá todo lo que necesito saber.
Sin embargo, Kinsley está demasiado atenta en la niña. Se suben al
coche y empiezan a conducir. Las sigo. Espero que vayan directamente a
casa, pero se desvían y terminan en un gran parque. Las sigo
subrepticiamente. Hay otras dos mamás allí con sus hijos, un par de niños
pequeños que ríen alegremente.
Aparco en las sombras y bajo la ventanilla. Estoy lo suficientemente
cerca como para poder escucharlas.
—…Te encantaban esos columpios —dice Kinsley.
—Soy demasiado grande para ellos ahora.
—Podrías engañarme. Parece que te encantaría intentarlo.
La niña—mi niña, jodidamente sé que lo es, es mía, maldita sea—mira
con añoranza los columpios. —Las otras chicas se burlarán de mí.
Me aprieto con un instinto protector que nunca supe que tenía. No sé su
nombre, pero iré a la guerra por ella aquí y ahora sin pensarlo dos veces.
¿Qué me está pasando?
—No las veo aquí —le asegura Kinsley—. Y te prometo que no lo diré.
Ni una palabra, mis labios están sellados, todo ese lio. Si quieres
columpiarte, cariño, solo colúmpiate.
Los ojos de la niña se iluminan, solo un poco, pero todavía parece
insegura. —Quiero llegar a la cima de los pasamanos —admite—. Nunca
he estado allí.
—Lo sé. Siempre estuviste demasiado asustada.
—Ya no tengo miedo.
—¿No? Demuéstralo.
Por primera vez, la veo sonreír. Tiene esa calidad estremecedora y
rápida de alguien que prefiere ocultar su alegría antes de que se la puedan
arrebatar.
Ella deambula hacia los pasamanos. Observo a Kinsley mirándola.
Mi teléfono suena. Subo la ventanilla por un momento.
—Vale —dice Petro tan pronto como contesto—. Así que, versión de
SparkNotes: hay un registro del nacimiento de una niña de la Srta. Kinsley
Jane Whitlow. 11 de noviembre en el Hospital St. Michael. La fecha en el
certificado de nacimiento es hace nueve años, tres meses, seis días. Padre
no registrado.
Una ira irracional surge a través de mí. —Ella no me iba a decir.
—Nunca se sabe —intenta sugerir Petro—. Ella podría haber estado, ya
sabes, simplemente… esperando el momento adecuado.
—Seguramente hubo uno o dos de esos, en los últimos diez años —
gruño.
—Bueno, todo lo demás es bastante sencillo. Ha cambiado de dirección
tres veces desde que nació la bebé…
—¿Nombre?
—¿Qué?
—El nombre de la niña —gruño—. ¿Cuál es?
—Ah. Isla Matilda Whitlow.
—Isla —repito en un susurro reverente—. Isla.
—Bonito nombre. Lindo.
—Te llamare luego.
—Espera. ¿Cuál es tu posición en todo lo de la reunión de esta noche?
—El mismo lugar en el que estaba antes. Manéjalo tú mismo. Llegaré
allí cuando llegue allí. Si llego.
—Vale, pero…
Cuelgo y dejo caer mi teléfono en el asiento del pasajero. Salgo del auto.
Ahora solo hay una madre además de ella en el parque. Su hijo está
ocupado empujando arena en el arenero. Mientras observo, trata de comerse
un puñado. No es la bombilla más brillante, al parecer.
Kinsley está sentada en el banco, mirando a Isla, que ahora llegó a la
parte superior de los pasamanos.
Un pensamiento extraño y orgulloso pasa por mi cabeza como una
estrella fugaz: Esa es mi hija.
Me acerco, justo cuando un tipo con una sudadera Nike sin mangas pasa
caminando con su perro atado. Ve a Kinsley y sus ojos se vuelven
depredadores. Él cambia de dirección y se sienta justo a su lado, su sonrisa
es demasiado amplia para ser inocente.
—Espero que no te moleste —dice con una risita desconfiada. Gruño
bajo mi aliento mientras le muestra a Kinsley sus blancos nacarados.
—No —dice Kinsley con incertidumbre, mirando a su alrededor a la
otra media docena de bancos que podría haber elegido—. Por supuesto que
no.
—Muy apreciado. Soy Jason, por cierto. Y este de aquí es Barney —el
bulldog parece molesto de que su paseo se haya visto interrumpido para que
su dueño pueda intentar mojar la polla. Jason ignora sus gemidos—. ¿Estás
aquí con un bebé peludo o uno de verdad?
—¿Son las únicas dos opciones?
—Bueno, podrías estar aquí sola, supongo.
Ella se ríe, aunque suena forzado a mis oídos. —No lo estoy. Esa de allá
es mi hija.
Ya sé tanto. Pero escucharla admitirlo en voz alta, tan casualmente, con
tanto orgullo… Se me mete debajo de la piel de un modo que no esperaba.
—¡No puede ser! —silba el hombre—. ¿Esa es tu hija?
La boca de Kinsley se inclina hacia un ceño fruncido. —¿Por qué suenas
tan sorprendido?
—Porque te ves demasiado joven para tener una hija tan grande —dice.
Su sonrisa jactanciosa dice que ella caminó directamente hacia esa pequeña
línea de seducción desafortunada—. ¿Cuántos años tiene? ¿Siete, ocho?
Debes haber sido una adolescente cuando la tuviste.
—Lo suficientemente cerca —murmura Kinsley.
—Todavía no me has dicho tu nombre. No estoy tratando de
entrometerme ni nada, pero Barney tiene curiosidad. A él le gusta las
mujeres bonitas.
Ella se ríe de nuevo. Cada risa que le ofrece a este estúpido hijo de puta
me pone los pelos de punta. —Debes hacer esto mucho, ¿eh? —pregunta
ella con suspicacia.
—¿Hacer qué?
—Usar a tu perro para ligar mujeres.
Sacude la cabeza y hace una especie de mueca de dolor al mismo
tiempo. Me parece tan practicado y pulido. El hijo de puta tiene su oficio
perfeccionado.
—Para nada. Digo, no me malinterpretes, sería bueno conocer a alguien.
Pero… soy tímido. Y un poco nevioso, en realidad.
—Me parece difícil de creer.
—Palabra de honor —jura—. Me estoy recuperando de un duro
desamor. Así que se necesita mucho para que me acerque a una mujer. Y
por mucho quiero decir que tiene que ser realmente hermosa. El tipo de
mujer que no puedes simplemente cruzar por un lado sin pasar la próxima
semana pateándote por no intentarlo al menos —hace una pausa, respira
hondo como si estuviera reuniendo el coraje, lo cual es una completa y
absoluta tontería, veo a través de sus malditas patrañas, luego se aventura a
decir—: ¿Sería extraño para ti aceptar a una cita con tu hija justo allí?
—No —objeta Kinsley—. Sin embargo, es extraño para mí aceptar a
una cita con un completo desconocido.
—¿No son todos extraños hasta que les das una oportunidad?
—Escucha, Jacob… —suspira.
—Es Jason.
—Mierda. Disculpa. Jason. Pareces un buen muchacho.
Me río para mí mismo. ¿Ahora quién miente?
—…Pero no me veo saliendo con nadie en este momento.
Jason no se inmuta. —No querrás decepcionar a Barney, ¿verdad? Él
quiere volver a verte. ¿Qué tal si simplemente…?
—Oíste lo que dijo, gilipollas —gruño, saliendo de la oscuridad para
que ambos puedan verme—. Vete a caminar.
La mandíbula de Kinsley cae al suelo. Sus ojos brillan con puro miedo
y, antes de poder detenerse, mira a Isla.Excelente. No hay necesidad de
gastar en la prueba de paternidad. Toda la verdad que necesito está escrita
en su rostro.
El bulldog comienza a gruñirme de inmediato, pero le doy una mirada
que silencia a la criatura al instante. Aún no he conocido un perro al que no
pueda asustar. Se trata de establecer quién es el alfa.
Los perros y los hombres no son tan distintos en ese sentido.
—¿Quién diablos eres tú? —pregunta Jason, poniéndose de pie como si
tuviera oportunidad en un mano a mano.
—Confía en mí, no quieres saberlo. Ella no está interesada. Quítate de
mi cara.
Pero aparentemente Jason es tan tonto como el niño que come arena. Se
vuelve hacia Kinsley, como si ella pudiera ayudarlo. —¿Conoces a este tío?
Sus ojos están fijos en mí. Se las arregló para tragarse el miedo, pero de
ninguna manera está relajada.
—Deberías irte, Jason —dice en voz baja, sin apartar los ojos.
El idiota mira de un lado a otro entre los dos, mientras su perro tira de su
correa, tratando de escapar. El animal es más inteligente que el dueño. No
es una sorpresa.
—Última oportunidad —le advierto—. No voy a volver a pedirlo.
Y finalmente se va. Lanzándome una mirada sucia por encima del
hombro y una mirada arrepentida a Kinsley. Por supuesto, ella se pierde
ambas miradas mientras se catapulta a sus pies. No me pierdo la forma en la
que su mirada se desliza más allá de mí hacia el parque antes de volver
hacia mi cara.
—Esto se está yendo de las manos —escupe, llena de fanfarronería y
bravuconería forzada—. Estás completamente acechándome ahora. No
tenías derecho a entrometerte en…
—¿En qué? —exijo—. ¿Tu brillante conversación con el absoluto lerdo?
Ella se tensa. Sabe lo que está en juego aquí. Si no conscientemente,
entonces en el fondo de sus huesos, donde el miedo ha vivido en ella
precisamente durante nueve años, tres meses y seis días. —¿Cuánto
escuchaste?
—Suficiente para saber que puedes hacerlo mejor.
—Como ¿con quién? —pregunta ella, brillando con energía—.
¿Contigo?
—Solo si apuntas alto.
—Tienes que irte, Daniil. ¿Por qué siquiera estás aquí? ¿Qué puede ser
lo que tengas que decirme?
—No tengo nada que decirte —le digo con frialdad—. Pero hay algo
que quiero preguntarte.
Podría haber dejado de respirar. Es difícil de decir. Una cosa que sé con
certeza es que está tratando muy, muy duro de evitar que sus ojos se
desvíen. Si no me equivoco, Isla aún está en los pasamanos, felizmente
inconsciente del hecho de que su madre está peleando con su padre.
—Qué descaro tienes, tratando de hacerme preguntas cuando tú no me
has dado respuestas.
—¿Qué te gustaría saber?
Ella sopla un flequillo suelto lejos de su frente. —¿Por qué pareces estar
obsesionado conmigo? ¿Por qué no puedes simplemente dejarme en paz?
¿Qué diablos quieres de mí?
—Tienes algo que es mío.
Se pone pálida y sus pestañas revolotean de un lado a otro. Está tratando
de decidir cómo jugar a esto: ¿no decir nada y esperar mantener su secreto
oculto un poco más? ¿O simplemente decir la verdad y admitirla?
Ella solo me mira, esperando que caiga el martillo. Lleva diez años
esperando este momento. Sabía que se acercaba, tiene que haberlo sabido,
pero ahora que está aquí, a pesar de todo ese tiempo para practicar y
prepararse, está casi sin palabras.
Así que hago el trabajo sucio por ella.
—Es una niña linda, sladkaya. ¿Quién es el padre?
29
KINSLEY

Vuelvo a mirar a Isla. Sigue en los pasamanos, pero ahora me mira,


preguntándose qué está pasando.
—Por favor, Daniil… —susurro.
Su voz sale en un gruñido bajo, atravesado por barras de acero de
advertencia. —Sé específica. ¿Qué me estás pidiendo?
—Te estoy pidiendo que no hagas una escena frente a…
—No hago escenas —dice, tranquilo y estoico como siempre—.
Simplemente trato de tener una conversación contigo.
—No es momento.
—¿Cuándo sería el momento adecuado?
—Nunca —arremeto—. Excepto eso, diría que cuando Isla duerma.
—¿No quieres que me conozca?
Hace la pregunta de manera casual, pero hay un borde subyacente en
este tira y afloja que me pone nerviosa. Que es, probablemente, lo que me
impulsa a mentir.
—Sé lo que estás pensando —respiro—, pero estás equivocado.
—Adelante, kiska —me persuade—. Dime lo que estoy pensando.
—Su edad es comprobable. Probablemente ya hayas hecho los cálculos.
Pero no es tuya.
Él arquea una ceja, nada más. Está tan increíblemente tranquilo que solo
me desconcierta. Lo está haciendo a propósito; estoy segura. Hay una
amenaza en su compostura que es diez veces peor que si estuviera gruñendo
y gritando.
—Después… después de que me dejaste en el bosque conocí a alguien
más. Tuvimos algunas citas y nunca lo volví a ver. Pero quedé embarazada.
—¿Cuál era su nombre?
—No estaba interesada en su nombre, ¿vale? —chasqueo—. Solo
quería… olvidar.
—Olvidarme a mí.
Asiento como el cabezón más estúpido del mundo. —Sí. Entre otras
cosas.
—Déjame asegurarme de que entiendo —murmura—. Se suponía que te
ibas a casar. En cambio, huiste de tu boda y te acostaste conmigo. Luego,
una semana después, porque estabas tan devastada por la forma en que me
fui, presumiblemente, te acostaste con un maldito al azar cuyo nombre no
puedes recordar, y quedaste embarazada.
Aprieto los dientes. —No tienes derecho a aparecer de repente en mi
vida y empezar a hacer preguntas. No tienes ningún puto derecho.
—Si esa niña es mía, entonces tengo todo el derecho.
—Ella no es tuya —digo tan ferozmente como nunca he dicho nada.
—Sus ojos dicen otra cosa.
Eso me voltea. Parpadeo confundida. —¿Qué?
—Lo reconozco, Kinsley. Intenta ocultarlo todo lo que quieras, pero me
veo en ella.
—Entonces, estás viendo lo que quieres ver —espeto, todavía
agitándome para evitar la culpa y la obviedad de mis mentiras—. Porque
ella no es tu hija.
—¿Mamá? —viene una voz tímida.
Mis ojos se agrandan con urgencia. —Por favor, Daniil —siseo—.
Ahora no. Te ruego que no hagas esto ahora.
Se queda quieto por un momento que se extiende por la eternidad. Sus
ojos son brasas ardientes en la noche. Justo cuando estoy segura de que va a
rechazar mi súplica y hacer estallar mi vida entera en un acto, asiente.
—Estaré en contacto.
Sus ojos se detienen en Isla por un momento.
Luego, se da vuelta y se aleja.
Cuando se va, Isla corre hacia mí. —¿Quién era ese? —pregunta.
—Nadie —respondo automáticamente—. Él solo estaba… Necesitaba
direcciones.
—Parecía que te conocía.
—¿Qué te hace decir eso?
—Dijiste su nombre cuando lo viste. Daniel, o algo así.
Joder. Estaba escuchando. —Debes haber oído mal, cariño.
Su boca se tuerce hacia abajo y me siento horrible. Sabe que estoy
mintiendo. Es un momento desafortunado, considerando que acabábamos
de tener una conversación bastante honesta. Había sido un largo camino
para restaurar una relación que necesitaba un soplo de vida.
Pero no sé cómo manejar esto. Nunca pensé que tendría que hacerlo.
Eso suena tonto, incluso para mis propios oídos. Supongo que, a medida
que pasaban los años, uno tras otro, logré convencerme de que el peor de
los casos nunca sucedería.
Estúpido de mi parte. Tan, tan estúpido.
—¿Nos vamos a casa?
Isla asiente y caminamos juntas hacia el auto. Me mantengo alerta,
esperando a que Daniil salte hacia nosotras inesperadamente. No se lo ve
por ninguna parte, pero, por alguna razón, no creo que se haya ido.
Todavía está aquí, en alguna parte.
Mirándome.
Mirándonos.

M ientras conducimos , pongo un tono brillante y alegre, con la esperanza


de que podamos pasar por alto el momento en el parque. —Así que estaba
pensando que podríamos ir al centro comercial este fin de semana y…
—¿Por qué? —espeta Isla.
—Bueno, pensé que podríamos ir a la tienda de vestidos y elegir algo
para que te pongas en el baile.
—No quiero nada.
—Pero pensé…
—En realidad, lo que realmente quiero es que dejes de mentirme.
Mis manos aprietan el volante. Ahí va el pasar por alto el momento. —
Cariñ…
—No soy una bebé, ¿sabes? —resopla—. Puedes contarme cosas. Me
acabas de contar sobre mis abuelos. ¿O eso también fue una mentira?
¿Cómo se transformó en una adolescente en solo los últimos cinco
minutos? Es demasiado pronto para esto. Una cosa más en la que pensé que
no tendría que pensar durante mucho tiempo.
En el momento en que estaciono el coche en la casa, sale corriendo
hacia la puerta principal. Claro, tiene que quedarse allí y esperar a que yo
llegue con la llave, pero me trata con frialdad todo el tiempo. Tan pronto
como está desbloqueada, se apresura a entrar en su habitación. La puerta se
cierra de golpe.
—Genial —murmuro para mí misma—. Simplemente genial.
Ping.
DANIIL: Ella no parecía estar feliz contigo.
Escribo furiosamente. Jesucristo, ¿me estás acechando?
DANIIL: Si no me dices la verdad, entonces la encontraré por mí
mismo.
KINSLEY: Como si merecieras la verdad.
DANIIL: Si soy su padre, eso es exactamente lo que merezco.
KINSLEY: Lástima que no lo eres.
DANIIL: Toma una muestra de su mejilla y compruébalo.
KINSLEY: Déjame en paz. Estás loco.
DANIIL: Estaré parado afuera de tu puerta a las 8:30 esta noche. Si
no respondes, entraré igual.
KINSLEY: Llamaré a la policía, lo juro.
DANIIL: Llámalos. No me importa tener esta conversación con una
audiencia.
Le grito a mi teléfono y resisto el impulso de lanzarlo al otro lado de la
habitación. Luego lo dejo caer de mis dedos flojos a los cojines del sofá. En
la cocina, preparo una cafetera, principalmente para hacer algo con las
manos. La cafeína es lo último que necesito en este momento.
Estoy empezando a entrar en pánico. A lo grande.
Llamo a Emma cuando la cafetera empieza a burbujear. —Hola, nena —
saluda ella—. ¿Qué pasa?
—Tengo un problema. Daniil apareció.
—Jesús, José y María. ¿Dónde?
—En el parque —explico, apoyándome en el mesón—. Llevé a Isla.
Estaba sentada allí, viéndola jugar en los pasamanos cuando este tío vino y
se sentó a mi lado.
—¿Daniil?
—No, no, fue este tío al azar, en realidad. Jack o Jacob o algo así. Tenía
este bulldog. No recuerdo cómo se llamaba el perro. Barry, ¿tal vez? No, no
era eso. ¿Bradley?
—Dios mío, Kinz, ¿a quién le importa cómo se llame el perro? —escupe
Emma—. ¡Llega a la parte buena!
—Vale. Sí, tienes razón. Lo siento. Me desvié.
—Estabas diciendo…
—¡Barney!
Puedo oír su frustración. —¿Estás teniendo un derrame cerebral?
—Lo siento. Acabo de recordar el nombre del perro. Era Barney.
—¡Concéntrate, chica! ¿Cuándo aparece Daniil en esta historia?
—Ah. Vale. Unos minutos después de que no-sé-quién comenzara a
coquetear conmigo, Daniil apareció de la nada y básicamente le dijo que se
fuera.
—Apuesto a que el tío se fue.
Casi me río del recuerdo, pero se me seca la garganta. —Estaba un poco
conmocionado, diría yo.
—Yo también lo estaría si me enfrentara a un sexy trozo de hombre
como el Gran Papi D.
—Realmente te estás perdiendo el punto aquí, Em —me quejo.
—¡Porque no llegas a él! —ella grita de vuelta.
—De todos modos, se fue con Barney…
—Espera, ¿quién?
—El bulldog.
—Por el amor de Dios, suficiente sobre el bulldog. No es una parte
integral de la historia. ¿Qué pasó con Daniil?
Suspiro, el sonido del aliento escapa silbando entre mis dientes de una
manera que me parece extrañamente triste. —Me preguntó quién era el
padre de Isla. Bueno, en cierto modo dijo que lo sabía, en realidad.
Realmente no hace preguntas. Simplemente dice cosas y te desafía a estar
en desacuerdo.
—Maldición. Eso es pesado. Especialmente en un parque infantil.
¿Cómo reaccionó?
—¿A qué?
—Esto es como sacar un diente, lo juro —hace una mueca. Enunciando
claramente, ella dice—: ¿Cómo reaccionó Daniil ante la confirmación de
que él es, de hecho, el padre de Isla?
—¡Obviamente no se lo dije!
—Eh, ¿por qué no? ¿Qué hay de obvio en eso? La única parte obvia es
que él ya lo sabe.
—Pero él no tiene pruebas —respondo—. Así que le dije que no era
suya —prácticamente puedo escuchar su juicio y me estremezco—. ¿Crees
que… cometí un error? Solo pensé que sería… ya sabes. O sea, cambiaría
todo.
Emma se queda callada por un momento. —¿Para bien o para mal? —
pregunta finalmente.
—No sé —cambio de mano el teléfono—. Ese es exactamente el motivo
por el que quiero mantener las cosas como están.
—Creo que eso se ha ido al infierno ahora, cariño —dice Emma con
suavidad—. Es hora de trabajar en el Plan B.
—¿Cómo sería eso?
—Para empezar, decirle a Daniil la verdad.
Niego con la cabeza con fervor. —No. Fuera de cuestión. No puedo
exponer a Isla ante él.
—¿Por qué no?
—¡Porque todavía no sé nada sobre él o lo que hace! Es súper cauteloso
sobre su pasado y su vida. Y, de todos modos, me abandonó una vez. ¿Y si
se lo vuelve a hacer a Isla?
—Supongo que apareció porque quiere ser parte de la vida de Isla —
sugiere—. Ese no es precisamente el comportamiento de un padre holgazán.
—Por ahora, claro —concedo—. ¿Qué tal en seis meses, sin embargo?
¿Qué tal dentro de un año? ¿Cinco años? ¿Diez? No tengo tanta confianza.
—Puede que estés pensando exageradamente, cariño.
—¿Por qué alientas esto? —exijo—. Por qué quieres…
—¡Porque te sacó de un río! ¡Porque te salvó la vida! ¡Porque arregló y
aseguró tu automóvil sin esperar nada a cambio! También te dio a Isla, y esa
niña es lo máximo.
—Él no tuvo nada que ver con Isla —espeto.
—Em, estoy bastante segura de que él tuvo que correrse dentro de ti
para que eso sucediera, en primer lugar.
—Guácala. Qué asco en múltiples niveles.
—No es “asqueroso” si es ciencia.
Suspiro y me deslizo por los gabinetes hasta sentarme en el piso de la
cocina. —Deberían poner eso en una taza —murmuro.
—Realmente deberían hacerlo. Estoy llena de grandes citas como esa.
¿Pruebo con otra?
—Por favor, no lo hagas. Ya me duele la cabeza.
Emma se ríe. —Parece legítimo, Kinz. ¿Realmente puedes permitirte
tomar esta decisión por Isla? Ahora tiene la edad suficiente para opinar.
—Solo tiene nueve años —protesto débilmente.
Hay una parte de mi pequeña niña a la que no estoy dispuesta a
renunciar todavía. Pero se siente como si Daniil y Emma y todo el puto
mundo estuvieran conspirando para arrebatármela.
—Físicamente, tal vez —dice Emma—. Pero mental y emocionalmente
es mucho mayor. Es hora de darle un poco de crédito, Kinz. Intentar
protegerla podría resultar contraproducente para ti.
—Simplemente no quiero que la lastime —suspiro en la cocina
silenciosa—. Mierda.
La palabra suena lastimosamente insuficiente en la habitación
silenciosa. Observo la tostadora. Hasta eso parece que juzgarme en este
momento.
—Sí —dice Emma con simpatía—. Mierda, ciertamente. Así que
termina tu historia. ¿Dónde dejaste las cosas con Daniil?
—Le pedí que se fuera. Le dije que hablaríamos más tarde. Luego me
envió un mensaje de texto y me dijo que estaría en mi puerta a las 8:30 de la
noche.
—¿Puedo estar allí también?
—¿Para qué? Y es mejor que la respuesta no sea para poder comértelo
con los ojos.
—Ah. Bueno, vale, ¿puede ser una respuesta en dos partes?
Pongo los ojos en blanco. —Adiós, Em.
—Vale. Aguafiestas.
—Gracias por el consejo, sin embargo. Lo aprecio.
—Cuando quieras, cariño. Déjame saber lo que pasa. Te amo.
La cafetera suena para indicar que está lista. Me sirvo una taza que
realmente no quiero, la llevo a la mesa de la cocina y me siento, bebiendo
apáticamente mientras observo los años de nuestras vidas registrados en las
fotografías del refrigerador. Años que pasaron sin ver ni oír ni pensar en
Daniil. Años felices, en su mayoría. Duros, pero felices.
¿Por qué parece que nuestra pequeña burbuja está a punto de estallar?
Tomo aire y voy a la habitación de Isla. Toco un par de veces, pero
cuando no obtengo respuesta, abro la puerta y entro.
Está sentada en su escritorio, enfocada en su cuaderno de bocetos,
completamente perdida en su propio mundo. La concentración es
admirable.
—¿Cariño?
Ella salta alrededor de un pie en su silla.
—Lo siento. Toqué la puerta.
Isla simplemente se encoge de hombros, se estremece y vuelve a su
dibujo.
—Cariño, tienes razón. No estaba siendo del todo sincera contigo sobre
el hombre con el que estaba hablando.
En ese momento deja sus lápices. —¿Así que lo conoces?
Me agacho frente a ella. —Te explicaré todo —le digo—. Lo prometo.
Pero solo necesito que me des un poco de tiempo.
—¿Por qué?
—Porque supongo… que todavía estoy resolviendo las cosas —admito.
Ella frunce el ceño. —¿Qué hay que resolver?
—Cuál es la elección correcta y cuál es la equivocada, para empezar.
Ella vuelve a su bloc de dibujo. —Solo quiero dibujar ahorita.
—Vale. Me iré.
Pero, cuando me vuelvo a poner de pie, me doy cuenta de la cara que ha
dibujado. No es exacta, pero hay un parecido. Su mandíbula fuerte, sus
pómulos hundidos, sus ojos intensos.
—¿Estás… dibujándolo? —pregunto en voz baja, tratando de filtrar la
emoción tensa de mi voz.
Ella asiente. —Me gustó su cara.
No sé cómo sentirme al respecto. ¿Feliz? ¿Asustada? ¿Celosa?
¿Preocupada? Supongo que iré a lo seguro y haré malabares con todas las
emociones. Porque ya no se puede negar.
Nuestra burbuja ya estalló.
30
DANIIL

Estoy fuera de la casa con tres minutos de sobra.


Las luces están encendidas en la sala de estar y en la cocina, pero las
ventanas están cerradas y las cortinas corridas. No puedo evitar sonreír.
Me está esperando.
No anticipé que necesitaría este tiempo, este momento de calma antes de
la tormenta. No para recomponerme, he estado sereno desde el día en que
salí de esa celda abandonada de la mano de Dios, sino para empaparme del
momento. Dejar que su peso se asiente sobre mis hombros.
Se siente bien.
Cuando el reloj marca las 8:30, me acerco a la puerta y llamo. Sin
respuesta. Molestamente predecible. Camino alrededor de la casa y salto la
cerca para llegar al patio trasero.
Es claustrofóbicamente pequeño. Un montón de cajas empujadas contra
una pared de la casa tiene una capa de polvo que dice que han estado allí
por un tiempo. En la ventana de arriba, veo una cortina con un patrón de
estrellas esparcidas sobre ella.
La habitación de mi hija. Mi hija. Que puto concepto. Todavía estoy
envolviendo mi cabeza alrededor de eso.
Las luces de la cocina están encendidas, pero no hay movimiento. Luego
—: …Em, te devolveré la llamada… Vale… Vale… Adiós.
Observo a través de la ventana mientras Kinsley aparece a la vista.
Cuelga y deja el teléfono en la encimera de la cocina. Sus ojos se desvían
hacia una pared que no puedo ver, donde estoy seguro de que un reloj le
anuncia que ahora son las 8:36.
Ella suspira y se vuelve hacia la ventana. Al principio, está ocupada
lidiando con una cafetera. Pero, cuando levanta los ojos, me ve parado allí.
Grita inmediatamente y se lleva las manos a la boca. La cafetera se
estrella contra el suelo.
—Despertarás a Isla —llamo suavemente a través de la hierba,
sonriendo.
—¡Joder! —maldice. Se sacude lejos del desastre y se aleja pisando
fuerte.
Un momento después, la puerta trasera se abre de golpe. El aire es frío
esta noche, y ella solo lleva una camiseta blanca delgada. Es un poco
grande para ella, por lo que se cae de un hombro. Tampoco lleva sostén. Si
la vista de su hombro desnudo no me hubiera alertado, sus duros pezones
ciertamente lo habrían hecho.
—Te dije que vendría.
—Pensé que te referías a la puerta principal.
—Toqué. No respondiste.
—Porque estaba… haciendo cosas.
—¿Qué cosas?
—Cosas de mamá —espeta ella—. Recoger la cena, lavar la ropa,
limpiar la sala de estar. No es que sepas nada sobre la vida de un padre
soltero.
—Parece que tú lo elegiste.
Ella entrecierra los ojos. —Me estás juzgando. Realmente lo haces. Es
increíble.
—No juzgo a nadie. Solo intento aclarar la historia.
—No es una historia —responde ella—. Es lo que pasó.
—¿Toda la verdad y nada más que la verdad?
—Eso es chistoso, viniendo de ti —se burla, sus ojos revolotean hacia
las cortinas en la esquina de la casa—. ¿Desde cuándo me has dado la
verdad? ¿Sabes qué? No importa. No me importa la mierda que tengas
guardada para esta noche. Isla no es tu hija. Tuve una aventura de una
noche una semana después de que desapareciste y…
—¿Una aventura de una noche? Es gracioso. Porque antes dijiste que
saliste con el padre de Isla varias veces antes de terminar con él.
Ella se sonroja con fuerza. —Debí haberme expresado mal.
Doy un paso cauteloso hacia ella. Retrocede para coincidir conmigo,
como si bailáramos. —Tendré que, por supuesto, hacer una prueba de
paternidad para asegurarme de que puedo descartarla como mía.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —pregunto incrédulo—. ¿De verdad crees que soy el tipo
de hombre que le daría la espalda a su propia hija?
—Me diste la espalda a mí. No es un gran salto asumir que también le
darías la espalda a otras cosas.
—Ya sabes lo que dicen sobre asumir cosas, sladkaya.
Nos miramos el uno al otro por un momento. Tiene la piel de gallina en
sus brazos y un escalofrío en la piel. Envuelve sus brazos alrededor de su
cuerpo, lo que presiona sus pechos sobre el cuello de su camiseta. Distrae
de una forma molesta.
Concéntrate, Daniil.
—Si ella es mi hija, merezco saberlo —digo con voz áspera—. Y ella
también.
Tal vez sean mis palabras. Tal vez sea mi tono. Pero cualquiera que sea
la causa, Kinsley se ablanda un poco y la resolución desaparece de su
rostro.
Debajo hay una mezcla confusa de emociones. Esperanza, tal vez.
Miedo, definitivamente.
Antes de que pueda entenderlo por completo, se da la vuelta
bruscamente y camina hacia el árbol larguirucho y calvo que se cierne en la
esquina del jardín. Se esconde en las sombras, pero cuando me mira sus
ojos brillan. Claros.
—Tienes razón —murmura—. Ambos lo merecen.
—Ella es mía, ¿no es así?
—Sí. Lo es.
Estoy aliviado por la admisión y enfurecido por lo mismo. —Realmente
no ibas a decírmelo.
Suspira y se apoya contra el tronco. —Te fuiste. No te vi durante diez
años enteros. Y, cuando reapareciste milagrosamente, eras un hombre
diferente. ¿Cómo podría confiarte a mi hija? En realidad no te conozco. Y,
seamos realistas: incluso en ese entonces no tenías el mejor historial.
—Sabes por qué me encarcelaron, en primer lugar.
—¿Lo sé? —exige—. ¿De verdad, Daniil? Solo sé lo que me dijiste.
Podrías haber inventado alguna historia para quedar como un héroe.
—No me interesa hacerme ver como nada.
—Claro, porque no te importa lo que piense la gente. Lo has dejado muy
claro. Pero la cosa es que necesitabas una coartada en ese entonces, y
aparecí yo con mi estúpido vestido de novia y te di la coartada perfecta.
¿Quién puede decir que no estabas dispuesto a mentir para obtener lo que
necesitabas?
—No fue una mentira —entono en la noche tranquila.
—¿Así que tu poderoso jefe te encarceló porque evitaste que golpeara a
su esposa? —pregunta—. ¿Esa es la historia? Vamos. Seamos realistas.
—Es la verdad.
—¿Sabes cuál es la parte loca? En ese entonces, lo creí —dice en voz
baja—. Porque era lo suficientemente ingenua como para creer cualquier
cosa si se decía de manera suficientemente convincente. Pero ahora espero
más.
Ella ha cambiado. Puedo ver eso en la confianza de su postura, la forma
en que ocupa el espacio como si tuviera derecho a él. Entre eso y sus duros
pezones, mi polla no tiene posibilidad de dormirse.
—Podrías haber estado en prisión por asesinato, hasta donde yo sé —
termina.
—Nunca negué haber matado hombres.
—Jesús —dice con un estremecimiento de horror—. No puedes decir
cosas así tan casualmente.
—Sin embargo, eso no es por lo que me metieron en la cárcel.
—Vale. ¿Incendio provocado? ¿Robo? ¿Cruzaste la calle ilegalmente
demasiadas veces frente al policía equivocado?
—No seas tonta, Kinsley. —Se sacude ligeramente ante el áspero
latigazo de mi voz—. Tienes instinto. Tienes inteligencia. Dime, ¿realmente
crees que te estoy mintiendo?
Ella sabe lo que estoy preguntando. —No —dice ella—. No lo creo.
—Entonces, deja de intentar convencerte de tonterías. Mira los hechos.
Están justo en frente de tu cara.
—Vale —dice ella, sus ojos brillan con intensidad—. Ni siquiera me
importa, honestamente. Es irrelevante. El hecho importante es que no
estabas. Te fuiste. Sin palabras. Ni siquiera sabía tu apellido. Si lo hubiera
hecho, tal vez habría tratado de contactarte.
—De alguna manera, lo dudo.
Ella me mira por un largo tiempo, buscando a tientas qué y cuánto decir.
Ni siquiera creo que me esté mintiendo en este momento. Creo que ella
realmente no sabe dónde termina el cuento de hadas y empieza la vida real.
—¿Quieres saber qué es vergonzoso? —ella murmura—. Solía volver a
ese lugar de vez en cuando. Supongo que una parte de mí esperaba que
estuvieras allí algún día.
—Me buscabas.
—Sí —dice ella con un tímido asentimiento—. Supongo que lo hacía.
—Por Isla.
Ella duda. —Sí, por Isla. ¿Crees que quería ser madre soltera? ¿Crees
que quería criar a una bebé yo sola? ¿A los veinte? Estaba jodidamente
aterrorizada, Daniil. Y pensé que tal vez si estuvieras cerca, estaría menos
aterrorizada. Pero cada vez que volví a ese lugar estaba vacío. No estabas
allí y me traía de vuelta esa… esa horrible sensación.
—¿Qué sensación?
—Ser abandonada.
No es difícil ver el patrón. Su padre. Su madre. Su prometido. Yo. Todos
los que alguna vez amó o trató de amar la dejaron en la estacada,
aferrándose frenéticamente mientras las aguas frías se cerraban sobre su
cabeza.
Soy el único que la sacó de ese río oscuro.
Quizá por eso mi traición la lastimó más.
—Sé que éramos extraños —continúa—. No me debías nada y no me
engañaste a hacer nada que no estuviera dispuesta a hacer. Me acosté
contigo esa noche porque quería y no me arrepiento de eso. Pero, a medida
que pasaron los años, empecé a darme cuenta de que era mejor así. Estaba
mejor sola, criando a Isla de la manera que me parecía mejor.
Aprieto los dientes. —Y es “mejor” para ella vivir en este barrio de
mierda, en esta choza, sin padre, mientras tú luchas por poner comida en su
mesa. ¿Es eso lo que me estás diciendo?
Se eriza, tan orgullosa y feroz como siempre. —¿Perdón?
Presiono más cerca, acorralándola contra el árbol. —Puedo cuidarla,
Kinsley. Puedo cuidarlas a ambas. Puedo comprarte una casa adecuada. Un
hogar adecuado.
—No hay nada malo con este lugar. Puede que no seamos ricas, pero al
menos somos felices.
—Patrañas.
La palabra se tuerce y se contorsiona para significar tantas cosas a la
vez. Ella parpadea hacia mí, su expresión es compleja y confusa. —¿Qué
quieres decir?
—Las observé a ti y a Isla en la heladería hoy —explico—. Ella no
parece una niña normal de nueve años.
Los ojos de Kinsley brillan con ira y se lanza hacia mí con un dedo en
mi cara. —¿Cómo te atreves? ¿Crees que puedes aparecer, irrumpir en
nuestras vidas y pensar que sabes lo que es mejor para mi hija? ¿Cómo te
atreves? ¿Cómo mierda te atreves? No sabes nada de nosotras. De ninguna
de las dos.
No me conmueve su rabia. —Tengo la intención de aprenderlo.
—Tengo una idea: ¿qué tal si vuelves a vivir tu vida miserable, para que
nosotras podamos continuar con la nuestra?
—¿De verdad crees que eso es lo mejor para Isla? —pregunto—. Evitar
que ella conozca a su padre. ¿Crees que eso le hará mejor?
El argumento vive y muere en su lengua sin salir nunca. Es fácil ver
cómo la mitad del trabajo se hizo solo. Tenía razón sobre la tristeza en los
ojos de Isla. Tenía razón sobre la tensión en los hombros de Kinsley.
Me necesitan más de lo que jamás admitirá.
Las dos.
—Deja de intentar alejarme, Kinsley —le digo—. Deja de intentar
castigarme por irme.
Ella entrecierra los ojos. —Por supuesto que lo harías todo sobre ti.
—Todavía estás enojada por lo que pasó entre…
—Eso es lo que realmente piensas, ¿no? —Ella se ríe como una loca—.
¿Crees que esa noche fue tan orgásmicamente transformadora para mí que
me arruinó para otros hombres por siempre? ¿Y que he pasado la última
década añorándote?
—Si el zapato calza.
Ella se pone justo en mi cara. Su aroma llena mi nariz, embriagador y
delicioso. —Yo confié en ti esa noche. Tú me escupiste en la cara. Así que
sí, estoy un poco resentida al respecto. Mi hija no necesita saber lo que se
siente ser abandonada.
—Nunca te prometí nada, sladkaya.
La ira de Kinsley parece marchitarse un poco. Como si lo hubiera estado
soportando durante tanto tiempo que simplemente se cansó de la carga.
Mira hacia la ventana de Isla y luego hacia mí.
—No pedía nada más que un adiós —dice en voz baja—. ¿Era
realmente mucho pedir?
No, digo en mi cabeza.
En voz alta, digo—: Yo no me despido.
—¿Qué haces entonces, Daniil? —pregunta—. Porque parece que no te
relacionas y no das ni respuestas ni explicaciones. Entonces, ¿qué sí haces?
En respuesta, la agarro por la cintura y la acompaño hacia las sombras.
Ella golpea su espalda contra el tronco del árbol y grita suavemente.
—Basta —exige ella. Pero es débil, incierto. Poco convincente.
—Podría follarte —le susurro—. Podría follarte y sacarte un poco el
resentimiento.
—Es un gran ego el que tienes. Diez años no le han hecho mella —ella
se retuerce en mi agarre—. Suéltame.
—Oblígame.
—Eres un maldito gigante. ¿De verdad esperas que yo te quite de
encima mío?
—¿Así que ni siquiera vas a intentarlo? —me burlo—. Suena más como
una excusa, para mí.
Empuja contra mí con todo su cuerpo, pero eso solo logra endurecerme
más. Dios, esta mujer se siente tan malditamente bien. Pensarías que acabo
de salir de la cárcel otra vez, por lo delirantemente hambriento que me
pone. Quiero saborear cada centímetro de ella hasta que esté temblando en
mi lengua, en mis dedos, en mi polla.
—Tú eres el que tiene todas las excusas, Daniil —me espeta.
—Ya no hay excusas —digo—. Para ninguno de los dos. Quiero
conocer a mi hija.
Sus ojos se vuelven planos y nublados.
—No estoy pidiendo permiso, sladkaya.
Luego, inclino mis labios hacia su cuello. Ella jadea y se estremece
cuando mi beso roza su piel, pero deja de luchar.
Me alejo y miro sus bonitos ojos verdes. Hay anhelo en ellos. Hay
lujuria. Hay necesidad.
Y podría satisfacer cada uno de esos deseos. Mi polla está desesperada
por darle todo lo que ella se niega a pedir.
Pero no puedo. Todavía no.
—Volveré —le susurro—. Sabes lo que espero cuando regrese.
31
KINSLEY

Me paro frente al espejo para revisar el lugar en mi garganta en el que me


besó. Todavía se siente caliente, como si me hubiera marcado de alguna
manera. No hay rastro real de él, ningún rastro visible al menos, pero su
olor todavía está aferrado a mí y el escalofrío que dejó atrás no se irá
pronto.
Cuando suena el timbre, me apresuro a contestar. El hormigueo en la
nuca permanece exactamente donde está, un recordatorio constante de qué y
quién estuvo aquí.
—¡Em! —grazno.
—Hola —dice ella, entrando a la casa y mirando alrededor en las
esquinas, como si Daniil todavía pudiera estar allí—. ¿Dónde está Isla?
—Durmiendo.
—Así que, ¿ no lo vio?
—No mientras él estuvo aquí, no.
—Vale, eso… ¿está bien? ¿Diríamos que eso es bueno?
Lanzo mis manos al aire. —Ya ni siquiera sé —me quejo—. Lamento
haber llamado. Sé que tienes que levantarte temprano mañana.
—Ay, por favor —dice Emma rechazando la disculpa—. Apenas son las
diez, abuela. Vamos.
Pasamos a la sala de estar, donde tengo una bandeja con galletas, café y
gusanos de goma. Emma echa un vistazo a la configuración y se vuelve
hacia mí con una sonrisa conmovida.
—¿Te dolió cuando te caíste del cielo? —ella suspira soñadoramente.
Agarra la bolsa de gomitas y se sumerge en el sofá—. Si tan solo fuéramos
lesbianas. Me casaría contigo y viviría feliz para siempre.
—Eso en realidad suena bastante bien, en este momento.
Me siento a su lado y toco mi cuello instintivamente. Todavía puedo oler
su aroma a roble y madera. Tan primitivo. Tan masculino.
—Pero en serio no tenías que hacer todo esto —dice Emma, mirando la
bandeja—. Se siente un poco extremo, en realidad. Incluso para ti. ¿Me
estás engordando para comerme?
Cojo una galleta y me apoyo en el sofá mordisqueando los bordes. —
Tenía mucha energía nerviosa que necesitaba salir. También tengo un plato
de queso en la nevera, si te interesa.
—El día que le diga que no al queso es el día que me empujarás por un
precipicio, amante.
Me río, voy a buscar el plato de queso y me reúno con Emma en el sofá.
Nos enfrentamos y cruzamos las piernas, con el plato de queso bellamente
dispuesto entre nosotras.
—Deberíamos hacer esto más a menudo —dice Emma, alcanzando un
trozo de gouda.
—En realidad, esto es algo que prefiero evitar.
—Vale. Olvidé por un segundo que tienes un gran drama en marcha.
—Desafortunadamente no tengo el lujo de olvidarlo.
Ella pone cara de asco. —Para que conste, no recomiendo gusanos
gomosos con gouda. Genial la mezcla de letras. No tanto los sabores —
toma un sorbo de café para enjuagar el sabor, luego me mira con severidad
—. Bueno. Cuéntamelo todo. ¿Qué pasó?
Suspiro, mis hombros caen hacia adelante. —Apareció exactamente
cuando dijo que lo haría. Fingí que no lo escuché tocar la puerta.
Emma alza las cejas. —¿De verdad pensaste que eso iba a funcionar?
¿Algo del tipo avestruz-con-la-cabeza-en-la-arena?
—Estaba desesperada —espeto.
—Déjame adivinar: entró igual.
—Se coló por la parte de atrás y me asustó muchísimo. Estaba parado
afuera en el jardín. Solo, o sea, melancólico.
—Como un vampiro sexy, ¿eh?
Estrecho mis ojos hacia ella. —Em. Enfócate. Necesito tu cara seria.
Ella se estremece. —Lo siento. Estuve escuchando Crepúsculo en
audiolibro de camino al trabajo. Es lo más reciente que tengo en la mente.
De todos modos, sigue.
—Bueno —digo—, tuve que admitirlo.
Sus ojos saltan. —¡Espera! ¿Confirmaste que Isla es suya? Pensé que
irías con una negación dura, sin importar qué.
—Yo también lo pensé —digo miserablemente.
—¿Pero…?
—Él… él tiene ojos realmente intensos.
Emma sonríe y hace un pequeño chillido y contoneo. —¡Ay, Dios mío,
lo deseas! ¡Lo deseas totalmente!
La caída de mis hombros se vuelve un poco más pronunciada. —Me
estoy esforzando mucho para no hacerlo. Es una mala noticia, Em. No sé
exactamente cómo. Pero eso sí lo sé.
—Él es el único chico que alguna vez te ha hecho sentir algo —
responde ella, masticando alegremente una galleta untada con queso brie.
—Eso no es cierto.
—Dijo ella a la defensiva.
Estrecho mis ojos hacia ella. —Sabes que odio cuando haces eso.
—Dijo ella con frustración.
—¡Em!
—Lo siento —dice, tragando la galleta y alcanzando las uvas—. Solo
estoy emocionada por ti.
—¿Qué parte exactamente te emociona? —exijo—. Esto es serio, Em.
Quiere conocer a Isla. Quiere ser parte de su vida.
—¿Y qué? ¡Esa es la parte que me emociona!
—¡Eso significa que será parte de mi vida!
—Ah —reflexiona sabiamente—. Así que de eso se trata en realidad.
Me detengo en seco. —Em… ¿te importaría aclarar?
Emma mueve un dedo de regaño en mi cara. —Tienes miedo de que,
una vez que él esté siempre cerca, tus sentimientos por él empeoren y
empeoren. Hasta que te derrumbes y lo folles sin parar.
Si sólo fuera así de simple. —No es eso —digo en voz alta.
—Hm. Vale, entonces, ¿qué te preocupa?
—No es que no esté preocupada por exactamente esa situación —
admito, sonrojándome—. Pero si solo se asoma en el fondo como un…
como un…
—Vampiro sexy —interviene ella, extremadamente inútil.
—Como el maldito hombre del saco —escupo—, entonces, ¿cómo
puedo seguir con mi vida? ¿Y si él sigue con su vida luego de un tiempo?
¿Qué pasa si él…? Mierda, todo esto está saliendo mal. Si vieras a Charlize
lo entenderías. Si él no estaba dispuesto a comprometerse con esa mujer,
entonces no tengo ninguna oportunidad en todo el puto infierno. No es que
yo, tú sabes, quiera…
Intento salvar las apariencias, pero Emma ya me está mirando con una
cuarta parte de simpatía y tres cuartas partes de sonrisa emocionada. Lo que
me hace querer meterme el pie en la boca.
—Cariño, ¿olvidas con quién estás hablando? —pregunta, luego avanza
como un torbellino sin dejarme hablar—. No tienes que fingir conmigo. Ya
sé cuál es tu posición con Daniil. Has estado enamorada de él durante diez
años. ¿Qué te hace pensar que eso simplemente desaparecerá ahora que él
está aquí?
Has estado enamorada de él durante diez años. No es tan fácil de negar
en mi cabeza. Lo que significa que no es fácil de negar en absoluto. Porque
el hecho es que no suena mal. Ni siquiera un poquito.
Duele, como solo las cosas verdaderas pueden doler.
—Puede que no sea… ya sabes, esa palabra que acabas de usar.
—¿Amor?
Me estremezco. —Vale. Puede que no sea eso.
—¿Tienes otra explicación?
—Falta de cierre —digo con falsa confianza. Suspiro y tomo una galleta
y algunas nueces—. ¿Cómo se volvió mi vida tan malditamente
complicada?
—Creo que comenzó cuando decidiste ponerte juguetona con un
delincuente en medio del bosque.
—Estábamos en un coche.
—¿Qué?
Me sonrojo ferozmente. —No estábamos rodando por la tierra y las
hojas. Estábamos en un coche.
—Ah. Cierto, mucho más elegante.
La miro y ella se ríe. —No lo entiendes, Em. Él… él ocupa espacio.
Ella frunce el ceño. —¿Qué significa eso?
—Quiero decir que él es solo una presencia. Él es… más grande que la
vida —ese regocijo en su rostro aumenta otro grado, y niego con la cabeza
—. Esto está saliendo mal.
—O tal vez está saliendo exactamente bien. ¿Cuándo fue la última vez
que un hombre te hizo sentir como él lo hizo? —ella reflexiona.
—No importa. Irrelevante.
—¡Como el infierno que es relevante! Mira, cariño, si hay algo que
aprendí de la reina Stephenie Meyer es que el propósito de la vida es
encontrar a esa persona que te hace sentir todo. Mariposas y otros insectos
variados en la boca del estómago. He estado buscando ese sentimiento
desde que tenía catorce años. Todavía no lo he encontrado.
Sonrío y me muerdo la risa. —Me da miedo, Em.
—Como, ¿te sientes físicamente amenazada?
—No, no. Así no.
—Entonces, creo que es seguro decir que te está dando el tipo de miedo
que es saludable.
—No llamaría “saludable” a lo que siento, en ningún sentido de la
palabra.
—Solo porque tienes miedo de las consecuencias de este sentimiento —
proclama—. Lo cual es una forma indirecta de decir que tienes miedo de
salir lastimada.
—Ya no soy solo yo —señalo—. También tengo que pensar en Isla.
Luego, escucho un sonido y dejo de hablar.
Emma se queda quieta. —¿Qué está sucediendo? —susurra—. ¿Está el
aquí?
No le respondo. —¿Isla?
Durante unos segundos, no hay sonido. Tampoco hay respuesta. Luego,
doblando la esquina, aparece Isla con su pijama de algodón a rayas.
—Oye, chiquilla —digo con voz áspera, de repente cargada de emoción.
—No podía dormir —murmura adormilada.
Emma se retuerce en el sofá. —¡Hola, señorita! ¿Cuánto tiempo te has
estado escondiendo allí?
—Solo un minuto.
Emma finge jadear. —¿Un minuto entero, y sin venir a darle amor a la
tía Emma? —levanta los brazos e Isla corre hacia ellos. Se acurruca contra
el pecho de Emma y me mira. Veo ese brillo en sus ojos y lo sé: ha oído
más de lo que debería.
—¿Sigues enojada conmigo? —le pregunto a mi hija.
Ella niega con la cabeza. —No.
—¿Tuviste una pesadilla?
—No. Simplemente no podía dormir.
Emma y yo intercambiamos una mirada por encima de su cabeza. Los
rizos de Isla vuelan sueltos en todas las direcciones. Parece como si hubiera
pasado la última hora dando vueltas en su cama.
¿Nos vio a Daniil y a mí afuera en el patio trasero?
¿Lo vio besar mi cuello?
¿Qué escuchó?
Respiro hondo y me doy cuenta de que estoy tratando de mantener el
control de una situación sobre la que ya he perdido el control. Tal vez solo
necesito un cambio de perspectiva. Tal vez solo necesito… soltar.
—Cariño —le digo mientras se sienta junto a Emma y alcanza una
rodaja de queso—. Hay algo que necesito decirte.
Emma se tensa de inmediato y sus ojos encuentran los míos con pánico.
¿Estás segura? me gesticula con la boca. La respuesta a eso es que no, no
estoy segura. No estoy segura de tener suficientes recursos emotivos para
transmitir lo que siento ahora. No estoy segura de poder…
No. Tengo que hacer esto ahora, o correré el riesgo de perder la
confianza de mi hija.
—Es un poco difícil para mí hablar de esto, pero creo que deberías
saberlo, de todos modos.
Isla asiente como alguien que le dobla la edad. —Puedo soportarlo.
Yo sonrío. Ella me enorgullece, incluso cuando me rompe el corazón al
mismo tiempo. Emma aprieta los hombros de Isla. —¿Recuerdas la historia
de cómo conocí a tu padre? —le digo.
Ella asiente.
—Bueno, todo eso era cierto. Estuvimos juntos esa noche, y luego él se
fue a vivir su vida y yo me fui a vivir la mía. Pero recientemente nos
encontramos de nuevo, por casualidad.
Los ojos de Isla se agrandan. —¿En serio? ¿Era ese hombre que estaba
en el parque hoy? —pregunta—. ¿El muy alto?
Me estremezco. Sin embargo, me alegro de que salga más temprano que
tarde. Algunos secretos pueden pudrirte desde adentro hacia afuera. —Sí,
cariño. Era él.
—¡Lo sabía! —dice con orgullo, como si hubiera descifrado algún tipo
de código secreto—. Sabía que era alguien importante. Alguien especial.
Emma me mira y sonríe. —Bueno, tenías razón.
—Siento haberte mentido antes —continúo—. Simplemente no estaba
preparada para verlo, y la verdad es que, en ese momento, él no sabía nada
de ti.
—¿Quieres decir que no le dijiste?
—Bueno, quería asegurarme de que podía confiar en él.
—Pero… él es mi papi.
—Lo sé, cielo. Pero no es tan simple como eso. Puede que sea tu padre,
pero también puede ser… muchas otras cosas.
—¿Qué quieres decir?
—Supongo que solo quiero decir que me asusté cuando lo volví a ver.
Me preocupaba cómo podría afectarte su presencia.
—Pero quiero conocerlo —insiste—. ¿Él quiere conocerme?
Tan audazmente como ella hace la pregunta, puedo sentir la tenue
vulnerabilidad allí. Tiene miedo de ser rechazada. Le da terror darle la
razón a sus bravucones.
Mi corazón se rompe otra vez.
—Sí quiere —le digo—. De hecho, no puede esperar para conocerte.
Ella sonríe ampliamente. Es la felicidad más externa que he visto de ella
en mucho tiempo. Me avergüenza lo celosa que estoy de saber que Daniil
logró sacar esa sonrisa cuando yo he fallado una y otra vez en los últimos
meses.
Y todavía ni siquiera la ha conocido.
—Vale. Guau. ¿Cuándo podré conocerlo?
—Pronto —le prometo—. Dijo que me contactaría en los próximos días,
así que estoy segura de que tendrás la oportunidad de verlo cara a cara.
Isla mira a Emma. —¿Lo conoces, tía Em?
—Desafortunadamente, no —confiesa Emma—. Pero lo espero con
ansias.
—Es muy guapo —le informa Isla con orgullo.
Emma le guiña un ojo. —Eso escuché.
Sin embargo, Isla parece preocupada de repente. —Mamá, ¿qué me
pongo para verlo por primera vez?
—Lo que te haga sentir cómoda, amor. No importará lo que te pongas.
Él te va a amar de cualquier manera.
Pero puedo ver que Isla ya está empezando a inquietarse. Se está tirando
de las uñas y chasqueando la lengua contra los frenillos. Son tics nerviosos
que desarrolló hace unos años.
Me inclino hacia adelante y agarro sus manos, las beso y la miro a los
ojos. —No tienes absolutamente nada de qué preocuparte, ¿vale? Él te va a
amar.
—Pero… ¿y si no lo hace? —pregunta suavemente—. Lo vi hoy. Él es
realmente guapo. Entonces, ¿cómo es que… cómo es que me veo así?
—Vamos, linda —interrumpe Emma con desdén—. ¡Eres un bombón!
Fuerzo una sonrisa en mi rostro. —Lo que la tía Em quiere decir es que
eres hermosa, cielo. No es que el amor y la belleza estén intrínsecamente
vinculados, de ninguna manera. Si alguien te ama simplemente porque eres
hermosa, entonces no es amor verdadero.
Isla lo considera por un momento. —¿Me dirás cuándo puedo verlo? —
pregunta nerviosa.
—Por supuesto.
Asiente. —Vale. Entonces me iré a la cama. Buenas noches, Mamá.
Buenas noches, tía E.
Estoy bastante segura de que estará dibujando hasta altas horas de la
madrugada, pero no estoy de humor para pelear. Su puerta se cierra con un
clic, y Emma y yo dejamos escapar exhalaciones de cansancio simultáneas.
Emma exhala profundamente. —Guau. Eso fue una montaña rusa. Sin
embargo, creo que salió bastante bien.
—Eso espero —murmuro—. Lo que sigue no será más fácil.
Emma me empuja en el hombro juguetonamente. —Yo también quiero
conocerlo, ¿sabes?
—Urgh.
Ella ríe. —No será tan malo.
—¿Cómo lo sabes?
—Fe —dice con orgullo. Una palabra. Como si esa fuera la respuesta a
todo.
Fe.
Lástima que la mía la dejé toda en el fondo de un río.
32
DANIIL

Cirque es el último lugar en el que quiero estar ahora mismo.


Petro tiene suerte de que aparecí, porque no estoy de humor para este
club nocturno odioso y ostentoso. Especialmente, no ahora. No con Isla en
mi mente y Kinsley en mis labios.
La sección VIP está acordonada. Las luces se han atenuado y emiten un
resplandor mercurial, que resuena a través de la barra al final del área
alfombrada, reservada solo para los más ricos e influyentes.
—Hola, guapo.
Una de las camareras se pavonea hacia mí. Lleva un sostén negro que
apenas oculta sus pezones. Su falda tiene un dobladillo corto y le cae sobre
las caderas, lo suficientemente bajo como para revelar las tiras de una tanga
negra haciendo juego. Como si eso no fuera suficiente, también lleva una
cadena corporal que se engancha alrededor de su cuello como un collar
delgado, se sumerge entre sus senos, luego baja hasta su estómago y se
enrolla alrededor de su cintura.
Ella es el epítome del sexo, en todos los sentidos de la palabra.
Y, sin embargo, parece que no puedo generar el más mínimo interés.
—Tus muchachos están justo allá. ¿Qué tal si te acompaño?
—Puedo encontrar mi propio camino —la dejo atrás sin siquiera mirarla
a la cara.
Los hombres de la Bratva están repartidos en tres sofás. Petro se sienta
en el medio, con los soldados tumbados a ambos lados y las mujeres
apoyadas en el regazo como adornos resplandecientes.
—¿Es una reunión de negocios o una fiesta? —exijo.
Los ojos de Petro se desvían hacia los míos y sonríe. —Oigan, el jefe
está aquí.
Los hombres parecen bastante idos en este punto. El olor a humo,
alcohol y sexo contamina el aire. Veo a dos parejas follando en la esquina
del espacio. Técnicamente están en habitaciones privadas, pero a ninguno le
pareció necesario cerrar las cortinas de gasa.
—Ven y únete a nosotros —dice Petro haciéndome señas—. Siéntate a
mi lado. Seguro querrás a Nessa o a Constance. Ambas son jodidamente
sexys. Sin embargo, la completa revelación es que me follé a Constance
esta noche.
Me quedo parado donde estoy. —Petro, te pedí que manejaras el
negocio. No que te pongas a tontear.
Me frunce el ceño. —Todo listo y sacudido.
—Entonces muéstrame los contratos.
—Eh… ¿contratos?
—Jesucristo, maldito idiota —gruño. Luego me doy la vuelta y me
dirijo a una de las habitaciones privadas desocupadas, para escapar del
hedor y el libertinaje.
Petro no tarda mucho en seguirme. Antes de que pueda cerrar el telón,
otra de las azafatas aparece en el umbral. Esta lleva un vestido con una
abertura lateral que casi le llega al coño, con un escote hasta el ombligo.
—¿Quieren privacidad, muchachos? —pregunta haciendo un pequeño
guiño—. ¿O quieren que me deslice entre ustedes dos?
Petro echa un vistazo a su largo cabello pelirrojo y se vuelve hacia mí.
—¿Cara o culo?
Me siento en el centro del sofá y cierro los ojos. —Déjanos.
Ella resopla de decepción, pero se va sin un escándalo. En el momento
en que se va, Petro se vuelve contra mí. —¿Por qué la despediste? Ahora
ella creerá que somos nosotros los que follamos. Mantendré la puta cortina
abierta.
Está a punto de dejarse caer en el sofá cuando levanto la mano. —No.
Él duda. —¿No?
—Permanecerás de pie hasta que yo diga lo contrario.
—Ah, mierda —dice, recuperando la sobriedad rápidamente. Sabe que
estoy enojado.
—Te dejé a cargo esta noche —me aseguro de mirarlo directamente a
los ojos para que pueda ver lo serio que soy.
—Para ser justos, te dije que no era una buena idea.
—Se supone que eres mi mano derecha. Mi Vor más cercano. Si no
puedo confiar en ti para manejar toda la mierda cuando yo no puedo, ¿en
quién diablos se supone que debo confiar?
—Daniil…
—Don —espeto—. En este momento, no soy tu amigo. Soy tu jefe y
maestro. ¿Ponyal?
Él inclina la cabeza. —Da, Don. Prostita menya.
Bufo. —Mi perdón no es tan fácil.
Petro me mira con cautela. —No logré firmar el contrato. La cagué.
Pero estuvieron de acuerdo…
—Lo que acordaron esta noche no significa nada si no pueden
recordarlo por la mañana. Tendremos que hacer todo esto de nuevo.
—Yo me encargo, señor.
—¿Puedes? ¿Puedes encargarte de esto?
—Lo haré —dice con determinación—. Solo me… desvié esta noche.
—Coño y alcohol —gruño—. Serán tu muerte.
—Y qué manera de irse —dice con una sonrisa tentativa.
Pongo los ojos en blanco. —Siéntate y calla.
Una sonrisa cruza su rostro mientras se sienta en el otro extremo del
sofá. —¿Cómo te fue?
Me encojo de hombros. —Tengo cosas entre mis manos. Solo le estoy
dando un poco de tiempo para procesar. Antes de precipitarme.
Los ojos de Petro se estrechan de inmediato. —Nunca le has dado a
ninguna otra mujer, borra eso, a ninguna otra persona, esa oportunidad
antes.
—Ella es… diferente —respondo evasivamente—. Es la madre de mi
hija.
—Joder —respira Petro—. Me da escalofríos cuando lo dices así. Estoy
prácticamente completamente sobrio de nuevo.
—Lo dudo mucho.
—Tienes una hija —murmura como si estuviera probando el concepto
—. Tienes una niña —sacude la cabeza y se encuentra conmigo, con una
mirada atónita—. ¿Qué diablos sabes tú sobre las niñas, sobrat?
—Ni una maldita cosa.
—Estás tan jodido. Mega jodido.
—Me escapé de la cárcel —le recuerdo—. Puedo lidiar con una niña de
nueve años.
Justo en ese momento, la chica de antes vuelve a circular y asoma la
cabeza en la habitación. —¿Cambiaron de opinión, muchachos, sobre algo
de compañía? —pregunta, asegurándose de exhibir un trozo de muslo.
—No —gruño—. Pero puedes traernos algunas bebidas. Ginebra. Y
whisky.
—De inmediato, guapo.
—Jesucristo —gime cuando ella se ha ido—. ¿Rechazando coño fácil?
Ya estás azotado. Esto cambiará todo.
—No cambia nada —respondo—. Kinsley es la madre de mi hija. Eso
es todo.
—¿Y no quieres convertirla en nada más? Como, ah, digamos… ¿tu
esposa?
Bufo. —No seas ridículo.
—Es una pregunta justa. Ya la has visto en vestido de novia. Quizá te
gustó lo que viste.
—Estás muy cerca de recibir un puñetazo en la cara, amigo mío.
—¿Has pensado sobre eso? —persiste.
—¿Golpearte en la cara? Todos los malditos días de mi vida.
—Si has pensado en el matrimonio, estoy preguntando.
—Jesucristo. Eres un niño.
—¡Exactamente! —Petro cacarea—. ¿Para qué necesitas otro? —me
giro hacia él y titubea un poco bajo mi mirada—. No sé cómo lidiar con las
relaciones, ¿vale? —él admite—. O con los niños. Y ahora, parece que tú
tienes ambos.
—Anímate, hombre —le espeto—. Esto no cambia nada.
Él suspira. —Yo no estaría tan seguro. ¿Has pensado en las
consecuencias de que esta información salga a la luz? ¿Consecuencias que
llevan el nombre de Gregor Semenov?
—¡Ja! Ese viejo cabrón está cagado de miedo de mí. No intentará nada,
aunque se entere.
—“¿Aunque se entere?” —Petro hace eco—. Vamos, Daniil.
Definitivamente se va a enterar. Es solo cuestión de tiempo. Especialmente,
si planeas desempeñar un papel activo en la vida de esta niña.
—Es mi hija. Por supuesto que voy a desempeñar un papel activo en su
vida.
—Exactamente ese es mi punto. Así que él puede usarla para vengarse
de ti.
—¿Por hacer qué exactamente? —exijo—. ¿Salir de debajo de su
pulgar? ¿Hacer las cosas a mi manera?
—Ambas —dice Petro—. Tomaste sus secretos y…
—¿Sus secretos? —exploto—. Hice todo lo que me pidió, cada vez que
me lo pidió. ¿Quería un títere? Yo era eso para él. ¿Quería un asesino? Yo
también era eso. Pero hubo ciertas líneas que no debería haber cruzado.
—Estoy de acuerdo. Claramente. Es por eso que abandoné el barco
contigo.
Dejo que mis puños se aflojen. —Lo recuerdo.
—Hice eso porque siempre supe que él era la mitad de don de lo que
eras tú. Y ni siquiera una fracción del don en el que te convertirías.
Lo miro con recelo. —¿Hay alguna razón por la que estás tratando de
endulzarme?
—Me puse sentimental por un segundo —reflexiona—. Sobre los viejos
tiempos. Tiene sentido, considerando que la vida está a punto de cambiar a
lo grande. Quiero decir, siempre supe que tendrías un hijo. Alguien tiene
que continuar con el legado familiar. Pero, ¿así? No puedo decir que alguna
vez lo haya visto venir.
Con un suspiro, me desplomo en mi asiento. —No es tu trabajo
preocuparte por esta mierda.
Se encoge de hombros. —Es mi trabajo cuidar tu espalda. Eso es lo que
estoy haciendo. No quiero que este nuevo desarrollo nuble tu juicio.
—Nada está nublado. Puedo ver las cosas más claras que nunca. Ahora
tengo una responsabilidad mayor.
Petro parece nervioso. —¿Has pensado en la transición para ellas,
Daniil? —pregunta—. Son civiles. ¿Saben siquiera quién eres realmente?
¿Lo que realmente haces?
—Lo averiguarán cuando sea importante.
—Ju, chico. Se va a armar la gorda.
—Puedo lidiar con Kinsley.
—¿Y Gregor? —pregunta Petro sin rodeos—. ¿Estás preparado para su
movimiento cuando descubra esto?
—Déjalo moverse. No me esconderé ¿El viejo bastardo quiere venir a
mí? Que así sea. Será mejor que dispare a la cabeza.
Petro se queja. —No esperaría menos de él. Jesús, tienes agallas.
Realmente espero que sepas lo que estás haciendo, hermano.
Yo sonrío. —No te preocupes. Siempre lo hago.
33
KINSLEY

DANIIL [2:14 AM]: Pasaré mañana a las tres de la tarde para ver a Isla.
Eso fue todo.
He estado abriendo ese texto durante todo el día y me limité a mirarlo
una y otra vez. No es de gran ayuda para calmar mis nervios.
—¿Señorita Whitlow? Me pica la nariz.
Miro a Avery, uno de mis pequeños alumnos. Está sentado en su mesita
redonda, con las manos absolutamente cubiertas de pegamento azul y
brillos.
El día de las artes y las manualidades siempre sale un poco mal cuando
hay toda una camada de niños de seis y siete años provocando el caos. El
pegamento se lo comen, lo tiran y se pega en todos los orificios. El día que
les permití usar brillantina sigue siendo uno de los días más inquietantes de
toda mi vida.
—Ay, Avery, cariño. Espera. Vamos a arreglarte.
Acudo a su rescate y lo llevo al baño para limpiarlo mientras Kendall,
mi maestra asistente, supervisa el salón de clases en mi ausencia.
Cuando vuelvo, Kendall les está ordenando que guarden sus
suministros. —Empaquen sus cosas, niños —dice ella—. La campana está a
punto de sonar.
Libero un silencioso Gracias a Dios. Ha sido un día largo.
Llevamos a los niños a sus lugares de recogida para que sus padres
puedan buscarlos. Uno por uno se van, hasta que por fin estamos
misericordiosamente fuera de servicio.
Cuando regresamos al salón, Kendall me mira con extrañeza. —¿Estás
bien? —pregunta preocupada, jugando con las puntas de su larga trenza
rubia.
—Claro. ¿Por qué lo preguntas?
—Pareces realmente distraída hoy.
—¿Yo?
—Y revisaste tu teléfono como quinientas veces. Nunca tocas tu
teléfono durante el horario escolar.
Maldita sea. —Solo estoy… esperando una llamada —miento.
¿Cómo se supone que debo explicar que he estado mirando un mensaje
de texto del criminal perdido-hace-mucho-tiempo padre de mi hija? Casi
me río a carcajadas cuando pienso en comenzar toda la historia desde el
principio. Se suponía que me iba a casar…
—Ah —dice ella—. Pensé que habías conocido a alguien.
Me río. —No, no, nada de eso.
—Sabes, si estás interesada, conozco a un tipo realmente genial con el
que podría emparejarte…
Sonrío tan agradablemente como puedo. —Gracias, Kendall. Eso es
dulce de tu parte. Pero en realidad no estoy saliendo en citas en este
momento.
—Llevo más de un año trabajando aquí. Esa ha sido tu respuesta
estándar todo el tiempo.
—¿Lo ha sido?
—Definitivamente. Cuando ese sustituto te invitó a salir, lo rechazaste
en seco.
Arrugo la frente. Ni siquiera recuerdo eso. —¿Sustituto? ¿Qué sustituto?
—¡Dios mío, estás bromeando! Connor Reynolds. Ciento ochenta y
cinco centímetros, hombros anchos… —baja un poco la voz y agrega—:
Un trasero realmente lindo.
Me sonrojo y vuelvo a hacer cualquier cosa para mantener mis manos
ocupadas. —No me suena.
—Vale, si no recuerdas al Sr. Reynolds es porque claramente tienes
ganas de otra persona. Así que habla. ¿Quién es el tío?
—No hay ningún tío —insisto débilmente—. Solo mucho drama en mi
vida. Solo… estoy realmente preocupada por Isla, en realidad.
Kendall frunce el ceño. —¿Sigue teniendo problemas? Pensé que se
había resuelto.
Me hundo en un asiento en el borde de mi escritorio. —Yo también
pensé lo mismo. Resulta que las chicas que la acosan solo se volvieron más
inteligentes sobre cómo lo hacen.
—Urgh. Los niños de nueve años son los peores. A excepción de Isla,
por supuesto.
Sonrío, pero vacila después de un momento. —Ella ya no quiere
quedarse en esta escuela —confieso—. Quiere un cambio y, sinceramente,
creo que se lo merece.
—Pero… ¿qué significaría eso para ti? —pregunta Kendall—.
¿Seguirías trabajando aquí?
—No creo que eso tenga sentido. Trataría de conseguir un trabajo en
cualquier escuela a la que Isla entre.
—¡Nooo! No puedes dejarme aquí.
—No te preocupes —le aseguro—. Si me voy, seguiremos en contacto.
Tomaremos unos tragos después del trabajo cada semana, o algo así.
Kendall sonríe. —¿Sí? Suena divertido —muy amablemente olvida
mencionar que he rechazado todas las invitaciones para salir después del
trabajo que he recibido desde que empecé a trabajar aquí.
—Pero, mientras tanto, creo que tengo que volver a hablar con Heather
sobre Isla.
Kendall arruga la nariz. —¿Tú crees? —ella pregunta—. Quiero decir,
no conozco muy bien a Heather, pero parece… fría.
—Eso es mucho mejor que la palabra que yo hubiera usado —nos
reímos juntas por un momento. Luego suspiro—. Adelante, vete. Yo
termino de limpiar.
—¿Segura? —pregunta Kendall.
—Afirmativo. Ve. Vive tu vida. Tengo que ir a buscar a Isla, de todos
modos.
—Gracias, cariño —dice ella. Me toca una vez en el codo y deja que su
mirada permanezca demasiado tiempo, sus cejas muy fruncidas por la
preocupación.
No me gusta que la gente se preocupe por mí. Se siente peligrosamente
cercano a la lástima.
Luego, el momento termina y ella recoge sus cosas y sale por la puerta.
Ordeno el salón de clases y preparo las cosas para la mañana, luego abro mi
computadora. Los alumnos de quinto grado son los últimos en salir, así que
utilizo el tiempo hasta la última campana para comenzar a investigar otras
escuelas en el área.
Termino con una avalancha de información y un dolor de cabeza
creciente. Todas las escuelas públicas aquí son pozos negros, y cualquiera
de las escuelas privadas que valen la pena son obscenamente caras,
escandalosamente selectivas o ambas cosas. ¿Cómo le voy a decir a mi hija
que su salud mental no es realmente propicia para el saldo de mi cuenta
bancaria?
Una voz desagradable y cínica en mi cabeza interviene. En el peor de
los casos, siempre puedes morder tu orgullo y pedirle ayuda a Daniil.
Pero el solo pensamiento me hace temblar.
Especialmente, con sus palabras todavía retumbando en mis venas.
Puedo cuidar de ella, Kinsley. Puedo cuidar de las dos.
Cierro la computadora de un golpe y me encamino al salón de clases de
Isla. La encuentro sentada en el suelo del pasillo, garabateando con tanta
atención que no se da cuenta de que me acerco hasta que prácticamente
estoy encima de ella.
—Hola, cariño —digo en voz baja.
Se sobresalta. —¡Ah! Hola, Mamá.
—¿Te importaría sentarte aquí afuera durante unos minutos? —pregunto
—. Solo quería decirle unas palabras rápidas a la Srta. Roe.
Isla se ve inmediatamente nerviosa. —¿Por qué?
—Solo cosas aburridas del trabajo —le digo, cada vez más preocupada
por la velocidad a la que le estoy mintiendo a mi hija de nueve años. Sin
embargo, en el gran esquema de las cosas, una pequeña mentira piadosa no
impedirá su crecimiento ni nada de eso. Al menos, no creo que lo haga—.
No tardaré mucho, ¿vale?
Ella asiente con incertidumbre y vuelve a su dibujo.
Cuando entro en su salón de clases, Heather está sentada en su silla, con
los pies apoyados en la mesa. —¡Oh! —exclama al verme—. Kinsley.
—Lamento molestarte, pero quería hablar contigo sobre algo.
Sus cejas se levantan y ya puedo ver su desgano. —¿A ver?
—Se trata de Isla. La cosa es que ella me dijo que todavía la acosan.
Los ojos de Heather se aplanan. —¿Lo hizo?
—Las chicas que la acosan son más sutiles al respecto. Pero
definitivamente que aún está sucediendo. Solo esperaba…
—No puedo cuidar a tu hija, Kinsley —dice Heather abruptamente—.
No recibirá un trato especial. Tengo veintiocho estudiantes en esta clase, y
no puedo vigilar a todos en todo momento. No es humanamente posible.
—Entiendo eso, pero…
—Isla solo tiene que ser más asertiva. Es una buena chica, pero es
callada y antisocial. Eso no le cae bien a los otros estudiantes.
—¿Así que esto es su culpa? —exijo, poniéndome a la defensiva al
instante—. ¿Es eso lo que estás tratando de decir?
—No claro que no…
—Porque Isla solo está siendo ella misma. No debería ser castigada por
ser quien es.
—Eso no es lo que estoy diciendo…
—Ella es “callada y antisocial”. ¿No es eso lo que acabas de decir? “No
le cae bien a los otros niños”. ¿Qué diablos se supone que debo sacar de
eso?
Se sienta erguida, con los pelos de punta ahora. —Srta. Whitlow,
necesitas calmarte.
—¡Y un infierno! —me enojo—. ¿Cómo te atreves a culpar a mi hija
por ser acosada? Culpando a la víctima. ¿Es así como funciona tu salón de
clases, Heather?
—Estás tergiversando mis palabras.
—¿Te haces llamar a ti misma una maestra? —siseo, sin dejarme
intimidar por sus protestas—. Se supone que debes estar cuidando a estos
niños. No traicionarlos cuando más te necesitan.
Sus ojos brillan amenazadoramente. —Vale, ahora, escúchame…
—No, no lo creo —gruño, dando un paso hacia ella—. Creo que es hora
de que tú me escuches a mí. Mi hija quiere cambiar de escuela por todo
esto. No es feliz aquí, Heather. Y eso es culpa tuya.
—No seré culpada por los defectos de tu hija. Puede ser su culpa o
puede ser la tuya, pero seguro que no es mía.
No lo digas. No lo digas. No lo digas.
—Ah, maldita perra.
Listo. Lo dije.
Cualquier esperanza de una conversación profesional entre colegas se va
por la ventana. Heather salta de su asiento tan rápido que su silla rodante se
estrella contra la pared detrás de ella, enviando al suelo media docena de
proyectos de ciencia sujetados con alfileres.
—¡¿Disculpa?!
¡Detente ahora, tonta! ¡Detente mientras aún puedes!
—Perra. P-E-R-R-A. ¿Quieres que escriba eso en tu maldita pizarra?
Heather solo me mira en estado de shock. En algún lugar entre las
tensiones del silencio, me doy cuenta de que acabo de cruzar una línea. En
parte porque he estado tensa todo el día, y en parte porque estoy
genuinamente frustrada con esta mujer.
Sí, ella es una maldita perra. Pero sigue siendo la maestra de Isla y mi
colega, y no debí haberle dicho todo eso en la cara.
Sin embargo, es demasiado tarde para retractarme de mis palabras.
Cualquier disculpa parecerá poco sincera, especialmente porque el
sentimiento aún está ahí, incluso si mi elección de palabras no estuvo a la
altura. Así que hago lo único que puedo hacer: dar la vuelta y salir.
—Vamos, cariño —le digo a Isla bruscamente, cerrando la puerta detrás
de mí—. Vamos a casa.
Soy consciente de que camino rápido hacia el auto y ella apenas puede
seguirme, pero solo quiero alejarme de esta maldita escuela. Isla espera
hasta que ambas estemos acomodadas para preguntar—: ¿Qué pasó?
—Nada —digo rápidamente—. Como dije, solo algunas cosas de trabajo
de las que quería hablar con la Srta. Roe.
Nos conduzco fuera del estacionamiento. Recientemente, me di cuenta
de que mi ansiedad se multiplica por diez cada vez que estoy detrás del
volante. Me digo a mí misma que solo estoy siendo cautelosa por la mala
suerte que tuve al conducir últimamente, pero sé la verdad: es la voz
burlona de Daniil en mi cabeza lo que me sostiene con alfileres y agujas.
—¿Mamá? —dice Isla desde atrás—. ¿Vendrá… él vendrá a verme hoy?
Pongo una sonrisa falsa en mi cara. —Sí, bebé. Él vendrá. Estará en casa
a las tres en punto.
Sus ojos se agrandan, pero no dice nada. Se queda callada por mucho
tiempo después de eso. Solo cuando estamos estacionadas frente a la casa
puedo realmente mirarla y estudiar su expresión.
Se muerde el interior de la mejilla durante mucho tiempo mientras
estamos inactivas en el camino de entrada. Luego, ella mira hacia arriba. —
Mamá, ¿y si no le gusto?
Hago una doble toma. —¿Qué quieres decir? ¡Eres increíble!
—Tú y la tía Em son las únicas que piensan así.
—Porque somos las personas más inteligentes del mundo. Confía en mí,
cariño: él te amará. —Sus pequeñas mejillas se tambalean un poco y, por
primera vez en mucho tiempo, parece pequeña para su edad. Agarro su
mano y la sostengo contra mi pecho—. Mi querida niña, no tienes idea de lo
especial que eres. O lo hermosa.
—No soy ninguna de esas cosas, mamá —murmura.
—Por supuesto que lo eres. Eres…
Ella arranca su mano de la mía. —No, no lo soy. Obtuve una C y una
D+ en mis dos últimas pruebas. Y no soy hermosa. Tengo ojos. Puedo verlo
por mí misma.
—Entonces, no estás viendo bien —le digo con firmeza.
Ella mira hacia su regazo. —Ojalá me pareciera más a ti.
—Sí te pareces mucho a mí —le digo—. Tienes mi nariz y mis orejas.
Tienes mi color de cabello y mis rodillas huesudas. Tienes una marca de
nacimiento en el estómago, que es una copia al carbón de la mía. Y tienes
mi sonrisa. Aunque ya no lo veo a menudo.
Eso provoca la más pequeña de las sonrisas.
—Ojalá te vieras como yo te veo —agrego—. Soy tu mamá. Te conozco
mejor.
—Pero él no —señala—. Puede ser mi papá, pero es un extraño.
—Por ahora —suspiro y resisto el impulso de tocarla de nuevo—. ¿Qué
tal si entramos y hacemos unos sándwiches?
Ella asiente distraídamente y nos dirigimos adentro. Preparo una taza de
café y le paso a Isla una caja de jugo, mientras nos ponemos a trabajar en
los sándwiches para el almuerzo.
Ya son las 2:20 PM. Si es puntual, eso significa que tenemos menos de
una hora antes de que Daniil toque a nuestra puerta principal.
—¿Cómo es él? —pregunta Isla abruptamente, mientras continuamos
con nuestra pequeña línea de producción. Yo unto mostaza y mayonesa. Isla
apila el queso y la carne.
Me estremezco. Jesús, esa es una pregunta capciosa, pienso para mis
adentros.
—Es… un hombre muy interesante —digo en voz alta—. Misterioso.
Como un espía.
Isla se ve emocionada. —¿Él es un espía?
—No, dije que es como un espía. A decir verdad, no tengo idea de lo
que realmente hace.
—Ah. Sin embargo, sería cool si lo fuera —ella reflexiona sobre eso por
un momento, y luego pregunta—: ¿Crees que, si él fuera un espía, nos lo
diría?
—No me parece. Eso anularía todo el propósito de ser un espía,
¿verdad?
—Creo que nos diría —responde Isla con confianza—. Pero todavía no.
Esperaría para asegurarse de que puede confiar en nosotras y luego nos lo
diría. Y podríamos ayudarlo.
—¿Ayudarlo?
—Sí, ayudarlo a hacer su trabajo de espionaje.
Me río. —Estoy bastante segura de que sería el tipo de espía que trabaja
solo.
DING. El timbre se siente como un picahielo en el tímpano. Para Isla,
sin embargo, es más como los fuegos artificiales del 4 de julio. Deja caer
una loncha de jamón al suelo y corre a la vuelta de la esquina, para mirar el
reloj en la pared de la sala.
—¡Mamá! —chilla—. ¡Mamá, son las tres en punto!
—Ese es él, entonces —digo, sintiendo que se me pone la piel de gallina
en todo el cuerpo—. ¿Vamos a abrir la puerta juntas?
—No, hazlo tú —dice ella, tímida de pronto.
Luego procede a correr directamente a su habitación. Respiro hondo y
me dirijo a la puerta principal, rezando por no haber cometido un gran error
al aceptar esto.
Ya he cometido suficientes errores.
34
DANIIL

—Hola, sladkaya.
Kinsley está rígida como un poste, mirándome con una expresión entre
cautelosa y llorosa. —¿Viniste solo? —pregunta, como si estuviera aquí por
algún turbio negocio de drogas.
—¿Con quién más estaría aquí?
No responde. Sus ojos están en mi cara, pero es obvio que está distraída.
—Adelante.
La casa es pequeña, aunque Kinsley ha hecho todo lo posible para
convertirla en un hogar. Las cosas de Isla están tiradas por todas partes, sus
dibujos enmarcados en casi todas las paredes.
—Es una artista —observo.
Toda la cara y la postura de Kinsley se suavizan. —Sí, lo es. Empezó a
dibujar cuando tenía un año, y nunca ha dejado de hacerlo.
Me detengo frente a una acuarela enmarcada, de un dragón con las alas
extendidas. —Es buena.
—Lo sé. Últimamente, todos sus dibujos han sido realmente fantásticos.
Creo que es su escape.
—¿Necesita un escape?
Kinsley se encoge de hombros. —¿No lo hacemos todos?
Es muy distinto de mi casa. Hay mucho más color aquí. Color en las
cortinas, las alfombras, el sofá, las paredes. Veo un atrapasueños colgando
en una esquina y el móvil de juguete que cuelga en la otra.
Nada coincide. Y tal vez por eso todo encaja. Un revoltijo de caos y
brillo, sin ninguna razón detrás de nada más que hacer que una, la otra o
ambas sonrieran.
Me gusta eso.
—¿Admirando mis habilidades de decoración? —pregunta con una risa
nerviosa.
—Es… lindo.
Ella pone los ojos en blanco. —Dime lo que realmente piensas, ¿por qué
no lo haces?
—Dije que es lindo.
—Suena como código para “mal gusto”.
—Si fuera de mal gusto, lo habría dicho.
Casi sonríe ante eso. —Sabes, en verdad creo que lo harías.
Deambulo hasta la nevera, que está empapelada con fotografías. Muchas
de Isla. Algunas de Isla y Kinsley juntas. Algunas incluyen a Emma
también.
Pero, aparte de ellas tres, nadie más adorna las imágenes. Parece que es
una sociedad cerrada.
—¿Dónde está ella?
—En su habitación —explica Kinsley—. Escuchó el timbre de la puerta
y salió corriendo.
—¿Sabe quién soy?
—Le dije.
No esperaba eso. Me giro hacia ella, sorprendido.
—Tenía que hacerlo —dice Kinsley nerviosa—. Es una chica
inteligente, Daniil. Se dio cuenta.
—¿Ella descubrió que yo era su padre con una sola mirada en un
parque?
—Bueno, para ser justos, le había contado la historia antes.
Arrugo la frente. —¿Una versión o la verdadera?
—La verdadera —dice en voz baja—. Sentí que le debía la verdad, así
que le dije la verdad. Hui de mi propia boda, tuve un accidente
automovilístico, perdí el rumbo y caí a un río. Tú me salvaste.
—¿Y la parte que sigue?
—Le dije que hablamos y… pasamos la noche juntos. Luego te fuiste a
la mañana siguiente.
Tengo algunos problemas con su historia, pero los hechos están en
orden, más o menos. —¿Qué pasa con la parte en la que estaba huyendo de
la policía?
—Obviamente, dejé esa parte fuera.
—¿Por qué?
Ella me mira incrédula. —¿Por qué?
Asiento con la cabeza. —¿Por qué no le dijiste sobre esa parte?
Sus ojos se nublan por un momento y se aparta de mí. —Quizá sentí que
tenía suficiente que procesar. Y…
Se corta de repente, despertando mi curiosidad. —¿Y?
—No importa.
—Sladkaya.
—¿Realmente tienes que llamarme así todo el tiempo?
—Termina tu pensamiento.
Ella suspira, pero sabe que no vale la pena dar algunas batallas. —La
parte “y” es que ella realmente necesita creer que su padre era… es… un
buen tipo.
—¿Quién dice que no lo soy?
Ella me mira fijamente a los ojos y resopla. —Claro.
—¿Todavía estamos atascados en todo eso de irme-al-día-siguiente? —
pregunto—. Porque tienes que superarlo.
Ella entrecierra sus ojos en mi dirección. —No me conoces muy bien.
Pero, con el tiempo, te darás cuenta: guardo rencor.
Pongo los ojos en blanco. —Y aquí estaba yo, pensando que eras
diferente de todas las otras mujeres con las que he salido antes.
Ella vuelve a resoplar. —Creo que la palabra “salir” queda grande en esa
oración, amigo.
Me cruzo de brazos y me apoyo en el mesón de la cocina. —¿Cuál sería
el término más apropiado?
—“Follar”, probablemente —dice sin rodeos—. Seamos sinceros. No
sales con mujeres. Te acuestas con ellas. Luego te olvidas de ellas
inmediatamente después —mira hacia abajo, donde sus manos se retuercen
frente a su regazo. Luego, me mira y dice—: Tiene que ser diferente, Daniil.
No puedes olvidarte de ella. No te dejaré.
Sus ojos arden con una feroz protección. Y sé que lo dice en serio. Este
es un rencor que soltaría.
—No tengo la intención de olvidarla en ningún momento, sladkaya. A
ninguna de las dos.
—Vale —dice ella—. Porque, si lo haces… te mataré.
¿Prometiendo matarme por amor? Es realmente una mujer tras mi
propio corazón.
Le sonrío. —Te creo.
—Vale. Porque lo digo en serio.
—Sé que lo haces. Ahora, ¿vamos a seguir charlando en tu cocina, o
puedo conocer a mi hija?
Ella me mira con ira. —Solo para que quede claro —dice, dando un
paso hacia mí, su dedo pinchando mi pecho—, ella fue mi hija primero.
—Y me matarás si la lastimo, estoy seguro.
—Maldita sea, sí que lo haré. Sin un puto parpadeo.
Está tan mortalmente seria que no puedo evitar empezar a reír. Justo en
su cara.
Me rechina los dientes. —¡Esto no es una broma, maldita sea!
—Entonces, deja de hacerme reír. Hagamos algo: iré a buscarla yo
mismo —sin esperar una respuesta, salgo de la cocina y empiezo a caminar
por el pasillo. Me detengo en la puerta encalada de la izquierda y toco dos
veces.
Escucho el correr de los pies. Luego se abre, y me encuentro mirando a
una niña pequeña de ojos grandes con la cara llena de pecas.
Es la cosa más hermosa que he visto.
Parece atónita al verme. —Hola, Isla —digo tan suavemente como un
hombre como yo puede hacerlo—. Soy Daniil.
Sus ojos se agrandan detrás de sus anteojos redondos de abuela. —H…
hola.
Ella mira detrás de mí, buscando a su madre. Pero no voy a llamar a
Kinsley ahora. Este momento se trata de nosotros dos. —Tu mamá está
pasando el rato en la cocina. Esperaba que tú y yo pudiéramos hablar.
Sigue sin decir nada. Le tiemblan las manos a los costados, aunque
puedo notar por su respiración pausada que está tratando de controlarse.
—Vi tus dibujos —agrego—. Son increíbles.
Eso es lo que finalmente lo logra. Su rostro se ondula de placer. —¿Te
gustaron?
—Son perfectos.
Ella sonríe. Es pequeña, todavía nerviosa y muy, muy tímida. Pero
transforma toda su cara. Ahora parece una niña, en lugar de la adusta mini
adulta que me abrió la puerta.
—¿Puedo entrar?
Ella asiente y se hace a un lado para dejarme pasar. La puerta hace clic
detrás de mí, y miro alrededor de su pequeña habitación. Solo es lo
suficientemente grande para una cama individual, un pequeño armario
verde y un escritorio lleno de bolígrafos, papeles y media docena de
cuadernos abiertos. Al igual que el resto de la casa, su arte está pegado a
cada centímetro de pared disponible.
—Es una habitación bastante cool.
Ella no parece saber a dónde ir. No la culpo. En el momento en que
entré, el aire aquí se volvió considerablemente más delgado.
Al final, camina a mi alrededor y se sienta en la silla frente a su
escritorio. No hay otro lugar para sentarse, así que voy por su pequeña cama
individual con sábanas rosas de algodón de azúcar.
—¿Tú hiciste todos estos dibujos? —pregunto, señalando la pared justo
detrás de ella.
—La mayoría de ellos —murmura.
—¿Es esto lo que quieres hacer cuando seas grande? —pregunto—.
Dibujar, quiero decir.
—Quiero ser caricaturista de películas —recita de inmediato.
Sonrío. La seriedad de su ambición es como mirame en un espejo. —
Entonces, estoy seguro de que eso es exactamente lo que harás.
Se vuelve alta y orgullosa por un segundo. Luego, sus hombros caen
hacia adelante. —Eres la primera persona, además de mi madre y la tía Em,
que ha dicho eso —susurra—. Todos los demás dicen que no es realista.
Es difícil no estudiar su melancolía. Es una niña, y su rostro y su cuerpo
sugieren exactamente eso. Pero sus modales, su tono, sus palabras, todo
transmite la profundidad y la madurez de alguien mucho mayor. Alguien
que ha visto demasiado.
—Olvídate de lo que digan los demás. Nada parece muy realista hasta
que sucede. Pero yo me aferraría a los sueños poco realistas. Son los únicos
que vale la pena cumplir.
Ella sonríe y otro pequeño nudo de tensión en su rostro se disipa. Me
gusta hacer eso: hacerla respirar, hacer que se relaje, hacer que se afloje,
incluso si es solo una fracción a la vez.
—¿Eres un espía? —espeta de repente. Tan pronto como las palabras
salen de su boca, se sonroja de nuevo—. Si no puedes decírmelo, lo
entenderé.
Reprimo una sonrisa. Hago un gran espectáculo de mirar por la ventana
y hacia la puerta, luego me inclino hacia ella, pongo mi mano sobre mi boca
y susurro—: Sí. Pero no puedes decírselo a nadie.
—¿En serio? —jadea, sus ojos se agrandan con asombro. No es tan
buena guardando secretos, esta. Eso también me hace reír—. ¿A quién
espías?
—A hombres que no traman nada bueno.
—¿Es por eso que dejaste a mi mamá esa mañana? —pregunta—.
¿Estabas encubierto en una misión y tuviste que volver a ella?
Reprimo una mueca. Es dulce su predisposición a indultar mis pecados
pasados. Su esperanza es contagiosa. Me traga en la historia revisionista
que está creando por mí.
No es solo una artista. Es una escritora. Ella ve un mundo mejor.
Quiero hacerlo cobrar vida para ella.
—Eso es exactamente correcto. Yo tenía una misión —le digo—. Y tuve
que volver.
—¿Tuviste éxito?
Bajo la mirada hacia mi traje Armani azul marino. —De hecho, sí. Es
por eso que ahora puedo vestirme para el papel.
Ella se ríe. —¿Es emocionante? Apuesto a que es muy emocionante.
Creo… creo que yo también quiero ser un espía, algún día.
—Caricaturista de día y espía de noche. Puedo verlo.
Ella retuerce sus dedos, tratando de exprimir sus nervios. Ninguno de
los dos se ha dirigido al elefante en la habitación. No voy a dejarlo en
manos de la niña de nueve años.
—Estoy muy feliz de conocerte, Isla.
Sonríe de nuevo, vuelve a ponerse un poco más tímida. —He querido
conocerte toda mi vida.
—Lamento no haber aparecido antes de ahora.
—No sabías de mí antes.
—Cierto. Pero aun así debería haber buscado.
Eso la confunde, pero no me presiona. Solo se sienta allí, tratando de
averiguar qué debe decir a continuación. —¿Puedo hacerte una pregunta?
—dice una vez que ha reunido el coraje suficiente.
Asiento solemne. —Me puedes preguntar lo que sea.
—¿Cómo te sentiste cuando te enteraste de mí?
Me apoyo en un codo. Qué maldita pregunta. —Me sentí conmocionado
al principio —le digo con honestidad—. Y luego sentí… emoción.
Otro rubor. Tan dulce e inocente como su madre, en los momentos de
luz de la luna antes de que le quitara la esperanza.
—¿Estabas feliz?
—Más feliz que nunca en mi vida, Isla —inclino mi cabeza hacia un
lado para mirarla desde un nuevo ángulo—. ¿Y tú? ¿Cómo te sentiste?
—Como si fuera el momento adecuado —responde rápidamente—.
Siempre me he preguntado por ti. Pero Mamá en realidad no hablaba mucho
de ti. Entonces, finalmente, lo hizo. Me dijo que la salvaste de un río.
Me río. —Eso es cierto. Lo hice.
Isla se desliza un poco más cerca de mí. —¿Qué pensaste sobre Mamá
cuando la viste por primera vez? —pregunta Isla—. Cuando viste su rostro
por primera vez.
Yo sonrío. —Si ser caricaturista no funciona, creo que tienes un futuro
prometedor como periodista. Haces las preguntas más contundentes.
—Solo quiero saber cómo llegué aquí.
—Eso es algo muy sabio en lo que pensar, malyshka. Vi a tu madre y
pensé: ahora, eso es un choque de trenes.
Isla parpadea lentamente. —¿Un… un choque de trenes?
—Ella era un desastre. Parecía algodón de azúcar blanco, con la cara
llena de maquillaje. Parecía miserable y aterrorizada. Tuve que saltar detrás
de ella. Sabía que no podía dejarla morir con esa pinta.
Isla me mira por un momento más y luego se echa a reír. —¡Pensé que
ibas a decir otra cosa!
—La verdad siempre es mucho más entretenida que la ficción —le digo
—. Lo aprenderás muy pronto.
—¿Pensaste que era hermosa? —presiona Isla.
Yo sonrío. —Una vez que le quité toda esa suciedad de la cara, sí, era
hermosa. Lo sigue siendo.
Por alguna razón, eso hace que a Isla se le caiga la cara. —Solía pensar
que me parecía a mi papi —admite—. Porque Mamá siempre ha sido tan
bonita. Pero, ahora que te he conocido, no sé a quién me parezco.
—Te pareces a los dos. A lo mejor de los dos.
Ella piensa en eso por un rato. Sus ojos van de mí a sus paredes y luego
de vuelta a mí.
Está pensando mucho. Simplemente no sé lo que hay en su mente.
Finalmente, su mirada aterriza en mí y se queda ahí. Otro rubor sube por
sus mejillas y sigue tirando de sus dedos.
—Me gustas —admite, dejando al descubierto su alma como solo puede
hacerlo una niña de nueve años.
Solo puedo sonreír. Es el mejor cumplido que he recibido en mi vida.
35
KINSLEY

Estoy cocinando pasta por una razón y solo una razón: es casi imposible de
arruinar. Teniendo en cuenta lo dispersos que están mis pensamientos en
este momento, es exactamente lo que necesito.
Recito el viejo mantra que Emma y yo solíamos cantar cuando vivíamos
juntas—: En caso de dudas… añade queso.
Y así, siguen gotas de salsa blanca y una capa gruesa de queso
parmesano. Luego una capa más, solo por si acaso. Meto el plato en el
horno precalentado y miro, quizás por enésima vez, en dirección de la
habitación de Isla.
Han estado allí durante casi una hora. No puedo distinguir palabras
individuales, solo el retumbar de la voz de bajo de Daniil y el parloteo de
Isla que se desliza por encima. Incluso escucho risas—de ambos. No estoy
segura de cuál de las risas es más milagrosa.
Me deslizo por el pasillo para escuchar más de cerca, pero sus risas
siguen estando frustrantemente amortiguadas. Así que me acerco más y más
de puntillas y, justo cuando no puedo soportarlo más y estoy a punto de
irrumpir para ver qué es tan divertido, suena mi teléfono.
Vuelvo a la cocina a toda velocidad y presiono Responder sin ver quién
llama. —¿Qué?
—Uy, ¿mal momento?
—Ah. Em. Hola. Sí, podrías decir eso. Casi me delatas.
Emma se ríe. —¿Los estabas espiando?
—Intentaba.
—El primer paso para escuchar a escondidas es silenciar tu teléfono,
boba. ¿Nunca has visto, ay, no sé… cualquier película?
—Cállate.
Ella se ríe un poco más. —Sin embargo, en serio, ¿cómo va eso?
—De mil maravillas.
Vaya. Eso sonó amargo. Un minuto. ¿Estoy amargada?
—Tranquila —dice Emma, que arranca el pensamiento de mi cabeza—.
¿Estás bien?
—Lo siento. No sé de dónde salió eso.
—Es perfectamente natural sentirse un poco insegura.
—No estoy insegura.
—La actitud defensiva también es perfectamente comprensible. Fue casi
terapeuta, ¿sabes?
—¿Puedes dejar de intentar psicoanalizarme? Aprobar apenas dos clases
de psicología en la universidad no te convierte en terapeuta.
—No, casi lo hace. Como dije.
Pongo los ojos en blanco. —Qué suerte la mía.
—Respira, ¿vale? ¿Dónde están ahora?
—En su habitación. Han estado allí durante una hora.
—¿Y tú dónde has estado todo ese tiempo?
—En la cocina, preparando la cena.
—¿Se queda a cenar? Dios mío, la trama se complica —debe escuchar
cómo camino en círculos cerrados alrededor de la isla de la cocina, porque
agrega—: Es tierno, ¿sabes? Lo nerviosa que estás. Como una adolescente
en su primera cita.
—Esto no es una cita.
—Era una broma, Kinsley Jane —prácticamente puedo ver a Emma
sonriendo de oreja a oreja mientras se mueve entre distraerme de mis
ansiedades y enfurecerme como una condenada—. Solo estoy aquí para
hacerte saber que lo que sea que estés sintiendo es completa y totalmente
aceptable.
Respiro profundamente, pero me aferro a mi obstinada negación. —
Estoy bien.
—¿E Isla? ¿Cómo está ella?
—Está pasando el mejor momento de su vida, si la risa que escucho
desde su habitación es una indicación.
—Risas, ¿eh? —pregunta Emma con incredulidad—. No puede ser.
Genial. Lo necesitaba.
—Joder. Tienes razón —dejo de caminar y descanso mi frente en la fría
mesada—. Ay, Dios, ¿qué me pasa? Quiero que esto vaya bien, de verdad.
Pero, ¿por qué me siento tan… desubicada? Oírla reír me hace parecer un
gran fracaso. Está tan desconsolada todo el tiempo cuando solo somos ella y
yo. Luego entra él y boom, ella no para de reír.
Emma suspira. —Él es su padre. Y, aceptémoslo, Kinsley: ella lo ha
estado esperando por mucho tiempo.
Yo suspiro. —Lo sé.
Yo también.
—Debería irme —le digo—. Te llamaré más tarde y te haré saber cómo
va.
—Te amo, Kinz.
—Te amo, Em.
Cuelgo, pongo mi teléfono en silencio siguiendo las instrucciones de
Emma, y esta vez lo dejo sobre la mesa de la cocina. Voy de puntillas por el
pasillo y me paro lo suficientemente cerca de la puerta para escuchar sin
necesidad de apoyarme en ella.
Isla está hablando. —…¿Realmente me parezco a ella?
—Sí. Su viva imagen. Tendré que desenterrar algunas fotos para ti.
—¿Cómo era ella? —pregunta Isla.
—Callada. Orgullosa. Muy introspectiva. A ti te gusta dibujar y a ella le
gustaba tejer. Tejía cojines, suéteres, bufandas… La lista sigue y sigue.
—¿Tienes algo que ella haya hecho?
—Ya no, no.
—¿Por qué no?
—No soy una persona sentimental —admite Daniil—. Lo que guardo
son recuerdos.
—Eso es realmente bonito.
—Tu madre me acusó de ser poeta, una vez.
Prácticamente, puedo escuchar a Isla fruncir el ceño. —No creo que le
gusten mucho los poetas.
—¿Por qué dices eso?
—Ella siempre dice que los poetas son personas que pasan tanto tiempo
sintiendo que, en realidad, nunca experimentan nada en la vida.
Me muerdo el labio con fuerza, pensando en el aspecto de Daniil al
decirme esas palabras por primera vez. Espero que no lo recuerde, aunque
estoy absolutamente segura de que sí lo recuerda.
—Bueno —reflexiona—, una persona muy sabia debe habérselo dicho.
Sí, ahí va eso de no recordar.
—¿Tú y mi mamá son amigos? —pregunta ella de repente.
Tengo que esforzarme para escuchar la frase, porque habla muy bajo.
Presiono mi oreja contra la puerta porque no quiero perderme la respuesta
de Daniil.
—Creo que lo somos —dice—. Solo que tu mamá simplemente no lo
sabe.
Isla se ríe. Una risa que suena como si en realidad perteneciera a una
niña de nueve años. Luego escucho el crujido de los resortes de la cama, y
tardo tres segundos en darme cuenta de que caminan hacia la puerta contra
la que tengo la oreja presionada.
Me lanzo hacia atrás y trato de huir, pero la puerta ya se está abriendo y
Daniil me observa directamente a la cara.
—Acechando en el pasillo, ya veo —señala divertido.
Trato de mantener mi actitud al mínimo, considerando que hoy tenemos
público. —Solo pasaba. ¿Ustedes dos tuvieron una buena charla?
Isla está justo detrás de Daniil, mirándonos con curiosidad de un lado a
otro. Luego olfatea el aire, momentáneamente distraída. —¿Vamos a cenar
pasta?
—Sí, señora —confirmo.
—¡Hurra! Tengo hambre.
Asiento con la cabeza, tratando de no derramar una patética lágrima por
lo bueno que es verla feliz por algo tan pequeño y simple. —Vale. ¿Por qué
no vas a poner la mesa para la cena?
—Daniil —dice ella mirándolo. Tiene que estirar bastante el cuello—.
Te quedarás a cenar, ¿verdad?
Ni siquiera se molesta en mirarme. —Sería un honor.
La sonrisa de Isla hace brillar todo su rostro. Salta hacia la cocina, pero
Daniil se queda allí, mirándome. Sus intensos ojos son de un azul profundo,
casi gris, bajo la luz apagada del estrecho pasillo.
—Eres demasiado grande para esta casa —observo.
Él sonríe y camina el resto del camino hacia el pasillo, obligándome a
retroceder contra la pared opuesta. Su aliento es cálido y mentolado en mis
fosas nasales, y tal vez haya una pulgada de espacio entre mi cuerpo y el
suyo. Soy abrumadoramente consciente de esa pequeña pulgada solitaria.
—Así que, eh… —me tropiezo—, ¿cómo te fue?
Solo actúa casual. No dejes que él tenga la ventaja.
Pero es obvio que estoy peleando una batalla perdida. Una batalla contra
su altura, la anchura de sus hombros. Contra la profundidad de esos ojos y
la carnosidad de esos labios.
—Me fue bien —murmura Daniil—. Estoy seguro de que oíste bastante
cuando estabas escuchando a escondidas —me ve hacer una mueca y abrir
la boca para mentir. Antes de que pueda hacerlo, dice—: Ni te molestes,
sladkaya. Te vi saltar hacia atrás cuando abrí la puerta.
—¿Estás tratando de demostrar un punto, o algo así? —exijo, tratando
de infundir algo de una confianza muy necesaria en mi voz—. ¿O hay
alguna razón por la que no estás respetando mi espacio personal?
Él sonríe y arquea una ceja mientras me mira fijamente. Es un combo
devastador. —Ese es un lindo vestido —comenta.
Miro el vestido blanco de algodón que llevo puesto. Los tirantes son
finos, el cuerpo entallado y el escote corazón profundo, sin dejar ser
modesto.
Arrugo la frente. —¿Qué estás tratando de lograr con una línea como
esa?
—Estoy tratando de halagarte.
—Si estuvieras parado un poco más lejos de mí, te creería —digo
lentamente—. Pero, dada la proximidad entre nosotros, se siente más
como… más como un… una… —¿cuál es la palabra? —Como una
amenaza.
Me mira un rato más, todavía sin decir nada. Jadeo cuando sus dedos
rozan el costado de mi vestido. Ni siquiera me ha tocado realmente y, aun
así, el calor se extiende por mis piernas.
—¿Qué estás haciendo? —tartamudeo.
—Estoy en un conflicto interno desde que llegué aquí.
—¿Y ese conflicto es…?
—No sé qué parte de ti quiero probar primero.
Ay, por el amor de Dios.
Más calor. Más palpitaciones. Más nervios hormigueantes que me hacen
sentir como una maldita adolescente. Abro la boca para decir algo, pero no
sale nada.
Agarra un puñado de mi vestido y comienza a levantarlo hasta mi
cintura. Y yo me quedo allí, incapaz, no, incapacitada, no, las dos cosas, de
pedirle que se detenga.
Sus dedos se deslizan a lo largo de la piel desnuda de mi muslo, lo
suficientemente cerca de mi cadera para que pueda sentir el tirante de mi
ropa interior de algodón.
—Aquí, tal vez —reflexiona—. Este es un buen lugar.
El peso de las yemas de sus dedos es ligero como una pluma y también
es lo único en lo que puedo concentrarme. Solo está tocando la parte
exterior de mi pierna, y ya está saltando a la parte superior de la lista de las
cosas más calientes que me han pasado en los últimos diez años.
Mi cuerpo se siente como en llamas. Mi centro se siente como en
llamas. Un centímetro más arriba y podría empezar a derretirme.
—¡Mamá! —llama una voz desde la cocina—. ¡Mamá!
Jadeo y me alejo de él. Mi falda vuelve a caer en su lugar, como si nada
hubiera estado mal para empezar.
—¿Mamá? —repite Isla asomándose en la esquina—. La mesa está
puesta.
—Ya vamos, cariño.
Ni siquiera puedo mirar a Daniil, en caso de que me delate
sonrojándome. Solo sigo a Isla a la cocina, donde la mesa ha sido puesta
para la cena mejor que nunca.
Me pongo los guantes para hornear y tomo el plato de lasaña del horno.
Cuando lo dejo sobre la mesa, Daniil e Isla están sentados.
—Adelante —murmuro, deslizándome en la silla vacía frente a Daniil.
No hago contacto visual, pero puedo sentir sus ojos en mí. El hombre es
tan frío como un glaciar. Completamente imperturbable. Yo, por otro lado,
apenas me mantengo entera.
Tomo un asiento trasero en la conversación y escucho la charla entre
Daniil e Isla. En su mayoría son pequeñas cosas: lo que le gusta dibujar,
cómo se las arregló para aprender por su cuenta. Qué películas le gusta ver.
Cuáles son sus sabores de helado favoritos.
Él nunca luce aburrido. Ella nunca se ve triste. Incluso cuando la comida
se acabó hace mucho tiempo, se sonríen como nunca antes había visto a
ninguno de los dos.
Cuando Isla se excusa para ir al baño, me doy cuenta de que no puedo
evitar su mirada por más tiempo. Miro hacia arriba, solo para descubrir que
él me está mirando a mí.
El silencio es peligroso. Cualquier cosa puede suceder en el silencio.
—Eres bueno con ella —grazno a través de una extraña garganta
ahogada.
—Dudabas de que lo sería.
—Tal vez un poco.
—¿Por qué?
Me encojo de hombros. —No me pareces el tipo de hombre que es muy
amigable con los niños.
—Esto es diferente. Ella es mía.
Tan posesivo ya. Debería aterrorizarme. Pero, en cambio, tiene otro
efecto más curioso, más preocupante: el hormigueo en mis piernas se
extiende hacia arriba.
—Has hecho un gran trabajo con ella, Kinsley. Deberías estar orgullosa.
Trago saliva. Me equivoqué: la conversación es mucho más peligrosa
que el silencio.
36
DANIIL

—¿Puedo quedarme despierta diez minutos más? —suplica Isla.


—Ya te di diez. Y es… —Kinsley mira su reloj—. … una hora después
de tu hora de dormir. Solicitud denegada, señorita.
—¡Pero ya casi hemos terminado con el ala oeste del castillo!
Kinsley se vuelve hacia el enorme castillo de Lego que ocupa la mayor
parte de su mesa de café y hace una mueca—. Urgh, ¿por qué acepté
dejarlos usar la mesa de café?
—Porque necesitaba un centro de mesa —sugiere Isla con amabilidad.
Kinsley le lanza una mirada irónica. —Un centro de mesa no se supone
que ocupe toda la mesa. Se supone que debe estar solo en el centro.
—Bueno, cuando empezamos iba a ser una casa. Luego se convirtió en
un castillo. Y los castillos son grandes.
—Cierto. Grandes. Un poco como el error que cometí cuando dije que sí
a esto.
Isla se ríe. Puedo ver el rostro de Kinsley suavizarse ante el sonido. —
Diez minutos —cede—. Ni un segundo más.
—¡Hurra! —Isla se vuelve hacia mí emocionada—. Podemos terminar
la torre.
—Y luego, la hora de dormir —le advierto—. Tu madre tiene razón.
La pequeña nariz de botón de Isla se arruga adorablemente. —¿Ustedes
dos van a estar en contra de mí ahora? —pregunta, alcanzando un bloque
azul.
—Que estemos de acuerdo el uno con el otro no significa que estemos
en tu contra —responde Kinsley mientras se estira en el sofá frente a mí.
Sus pies descalzos se presionan contra los suaves cojines y su cuerpo se
reclina mientras observa nuestro progreso. Cada pocos segundos, sus ojos
revolotean hacia mí y luego se apartan de nuevo. Es lindo cómo piensa que
no me doy cuenta.
—¿Es este el primer castillo de Lego que has hecho? —me pregunta
Kinsley.
—Sí.
—¿En serio? —Isla jadea con horror abyecto ante el mero pensamiento.
—En serio. Tenía un tipo diferente de juguetes a tu edad.
—¿Cómo qué?
—Armas, en su mayoría.
Isla realmente no reacciona, pero los ojos de Kinsley se agrandan con
alarma. —Te refieres a armas de juguete, ¿verdad? —pregunta—. ¿Verdad?
Sonrío plácidamente. —Claro. Armas de juguete.
Resisto el impulso de guiñarle un ojo. Se ve muy bien con ese vestido
blanco. La tela es lo suficientemente transparente como para dejarme
distinguir el leve contorno de sus piernas, la hinchazón de sus senos. No
estaba mintiendo antes en el pasillo: realmente me está costando mucho
decidir qué parte de ella me gustaría probar más.
—¿Tienes hermanos o hermanas? —pregunta Isla.
—No —respondo, volviendo mi atención a mi hija—. Solo soy yo.
—Como yo —dice Isla—. Y Mamá. Todos somos hijos únicos.
—Tú todavía tienes tiempo —murmuro. Levanto mis ojos hacia los de
Kinsley un segundo después, pero ella desvía la mirada al instante. Ahora
puedo reconocer ese movimiento: está luchando contra un sonrojo.
—¿Qué más te gustaba hacer a mi edad? —pregunta Isla.
—Más que todo, observaba.
Es una respuesta extraña, pero Isla no pestañea. En cambio, ella me
sonríe. —¡Oye, yo hago lo mismo! Por eso los niños me llaman bicha rara
en la escuela.
La reacción de Kinsley es más pronunciada que la de Isla. Se pone
rígida de la cabeza hasta los pies, y su mirada se tambalea hacia Isla. Ella
no dice una palabra, solo contiene la respiración con tanta fuerza que
comienza a parecer dolorosa.
Isla capta la tensión y se encoge de hombros. Intenta actuar con
indiferencia al respecto, probablemente para impresionarme, pero la
profundidad de su dolor es obvia.
—¿Y lo eres? —pregunto en voz baja.
Ella parpadea hacia mí, como si el concepto de esa pregunta nunca se le
hubiera ocurrido antes.
—Por supuesto que no es una bicha rara —interrumpe Kinsley de
inmediato. Siempre la leona merodeando alrededor de su cachorro.
Sostengo su mirada por un momento, lo suficiente para dejar en claro que
estoy esperando una respuesta de Isla, no de su madre.
—Yo… no creo que lo sea —dice finalmente Isla—. Quiero decir, a
veces me siento como una, por las cosas que me dicen. Pero, cuando estoy
dibujando, no me siento como una.
—Bien. Confía en tus propios instintos, Isla —le digo—. Nunca te
fallarán si escuchas con atención.
Ella frunce el ceño. —Eso no es tan fácil como suena.
Me río. —Muy cierto. Si lo fuera, todos estarían seguros todo el tiempo.
Ella reflexiona sobre eso por un momento. —¿Alguna vez te han
acosado?
Odio que se haya visto obligada a soportar esto. Odio que haya tenido
que mirarse en el espejo y preguntarse qué la hace rara. Por qué fue a ella a
quien eligieron.
—No —respondo sucintamente—. No lo hicieron.
Ella asiente, como si hubiera esperado la respuesta. —Sí, a Mamá
tampoco. Porque ella es hermosa y tú eres guapo.
—Hay más en la vida que verse de cierta manera, Isla. Con el tiempo, te
darás cuenta de que en realidad es muy aburrido parecerse a los demás.
—No me importa ser aburrida si eso hace que me dejen en paz.
—Eso no es mucho pedir.
—No lo sé. Algunos días, parece mucho —susurra.
Puedo sentir los nervios de Kinsley que irradian desde el otro lado de la
mesa de café. Su pierna sigue rebotando hacia arriba y hacia abajo,
volcando la almohada que colocó contra su rodilla.
—Bueno, te verás mejor que todos los demás en el baile —dice Kinsley
—. Te lo prometo.
Los ojos de Isla se aplanan. —Te lo dije, Mamá, no iré a eso. Me
prometiste que podría cambiar de escuela.
—Acordamos hasta el final del semestre, cariño.
—Lo sé. Pero no tiene sentido ir al estúpido baile si me iré de todos
modos.
Kinsley suspira. —Yo lo pensaba al revés. Si te irás de todos modos,
¿por qué no vas y te diviertes? —sugiere—. ¿A quién le importa lo que
piensen esos mocosos?
Isla mira su regazo por un momento. Mejor hubiese gritado, A mí. A mí
me importa lo que piensen. Kinsley parece darse cuenta de lo mismo,
porque exhala en silencio.
—Te compraré cualquier vestido que quieras —dice ella—. Podemos
elegirlo juntas.
—No importa lo que me ponga. Seguiré siendo yo.
Prácticamente, puedo oír como rechinan los molares de Kinsley. —
Hablaremos de esto más tarde, ¿vale? —dice.
—No hay nada de qué hablar —responde Isla—. No quiero ir —luego
se levanta, anuncia que tiene sed y desaparece en la cocina para tomar un
vaso de agua.
Me estiro y pongo mi mano en la pierna de Kinsley. Se detiene en seco,
con los ojos muy abiertos ante el contacto inesperado. Se obliga a mirarme.
—No la presiones —le digo en voz baja, para que solo ella pueda
escucharme.
Aparta la pierna con enojo, pero, antes de que pueda replicar, Isla vuelve
a la habitación. —Cariño —dice Kinsley—, creo que es hora de decir
buenas noches.
Isla asiente. —Fue un placer conocerte, Daniil —me dice,
repentinamente tímida.
—Fue un placer, Isla.
Ella camina directo a mis brazos y la abrazo, mirando sus rizos oscuros.
Se siente tan natural, tan jodidamente bien. Estoy anonadado por el calor
que me recorre.
—¿Puedo verte de nuevo? —pregunta retrocediendo.
—Cuando quieras.
Ella sonríe. —Hurra. Buenas noches.
—Buenas noches, Isla.
—Buenas noches, mamá.
—Buenas noches, cielo.
Isla se va a su habitación. Kinsley se pone de pie automáticamente.
Pero, antes de que pueda seguir a Isla a su habitación, le pongo una mano
en el hombro.
—Déjala respirar, Kinsley.
Ya está en la cúspide de la ira. Eso simplemente la empuja al límite. —
¿Quién crees que eres? —exige—. ¿Diciéndome cómo criar a mi hija
después de estar aquí una maldita tarde?
—Me parecía mucho a ella cuando tenía esa edad.
—¿Y?
—Así que tal vez la entiendo un poco mejor que tú.
Ella grita como si la hubiera golpeado. —¿Sí? ¿Sabías que es alérgica a
los cacahuetes? ¿O que odia a los payasos? ¿Sabías que su película favorita
es E.T.? ¿Sabías que tenía la cabeza llena de cabello cuando nació?
Me quedo en silencio, vigilante. Dejándola respirar.
—Sí —presiona Kinsley—. No lo creí. No sabes nada de esa niña. Te
fuiste antes de que pudiera decirte que ella existía. Te fuiste incluso antes de
que yo supiera que ella existía.
—Estoy al tanto de la línea de tiempo, Kinsley.
—¿Lo estás, acaso? Porque actúas como si hubieras estado aquí todo
este tiempo. Actúas como si estuvieras ahí para nosotras desde el principio
—sus ojos brillan con intensidad. Son de un verde inquietante y siniestro
esta noche—. Estás actuando como si tuvieras derecho a decirme cómo
criar a mi hija. Noticia de última hora: no lo tienes.
Sus mejillas están sonrojadas. También el lugar entre sus senos.
—Debe haber sido difícil para ti —reflexiono sombríamente—. Ser
madre soltera. Sufrir en silencio.
Eso la toma desprevenida. Está tan acostumbrada a nuestra energía
combativa y crepitante que este pivote la está haciendo perder el control. La
ira lucha por la superioridad por un momento, y luego muere.
—Sí —dice ella, desplomándose hacia adelante—. Lo fue.
Se hunde de nuevo en el sofá, olvidando por completo que se suponía
que debía seguir a Isla a su habitación.
—¿Estuviste sola cuando nació?
Ella me mira. —¿De verdad te importa?
Aparto algunos de los bloques de construcción que ensucian la mesa de
café y me siento en ella para estar cara a cara. Lo suficientemente cerca
para que nuestras rodillas rocen.
—Si no me importara, no preguntaría.
Veo su garganta subir y bajar mientras traga. —Emma estaba conmigo
—susurra—. La dejaron entrar a la sala de partos porque… bueno, porque
no tenía a nadie más. Me sostuvo la mano todo el tiempo. Me dijo que
podía hacerlo. Ella fue genial durante todo el proceso.
—Pero no era a quien querías allí contigo, ¿verdad?
Mira hacia otro lado. —No importa a quién quisiera. Yo tenía a Emma.
Y todo salió bien. O al menos tan bien como puede salir ese tipo de cosas
cuando rechazas la epidural.
—Jesús. ¿Masoquista?
Su risa es amarga. —Quería estar al tanto de todo. Quería estar presente
para que, cuando Isla me preguntara la historia años después, yo pudiera
contarle exactamente lo que sucedió. Aún no me ha preguntado.
—Quizá lo recordaste por mi bien, entonces.
Kinsley se estremece, se sonroja y me mira, todo al mismo tiempo. Es
realmente impresionante. Luego, suspira y vuelve a flotar en los recuerdos.
—Era una bebita quisquillosa. Lloraba por todo. Pero también se reía
mucho. Fuerte. Es por eso que nunca esperé que se convirtiera en esta niña
triste y melancólica.
—¿Has abordado el tema del acoso?
—Por supuesto —espeta ella—.Quiero decir, lo intenté. He hablado con
el director y con su maestra, varias veces.
—¿Y?
—Afirman haberse ocupado de eso. Pero, según Isla, las bravuconas se
han vuelto más astutas. Pequeñas perras.
—¿Y la maestra no está captando nada de esto?
—Sinceramente, no creo que le importe —admite Kinsley—. La mujer
es una perra total.
—Te creo.
—Le prometí a Isla que buscaría otra escuela para ella. Una escuela
mejor. Pero no estoy ni cerca de decidir dónde. Y, mientras tanto, no sé qué
diablos hacer.
Su preocupación es palpable. Hace que mi piel se erice de la forma más
extraña. Como si ella sintiéndose así fuera una afrenta personal para mí.
Algo que me pide a gritos que lo arregle, que la proteja de ese dolor.
Dejo eso a un lado por ahora. —Háblame de este baile.
Ella sonríe. —Es un baile de padre e hija.
—Ah. Bueno, mi sincronización ha sido siempre impecable.
—La escuchaste. No quiere ir.
—Eso es porque aún no se lo he pedido yo.
—¿Qué te hace pensar que eso hará una diferencia? —solo levanto las
cejas y ella pone los ojos en blanco—. ¿Ese pozo de confianza alguna vez
se seca?
—No desde el día en que nací.
—Podrías haberle pasado esos genes a Isla —dice con ironía.
Sonrío. —Los tiene, no te preocupes. Tomará algún tiempo hasta que se
dé cuenta de lo que tú y yo ya sabemos.
—¿Que es qué, exactamente?
—Que ella es extraordinaria.
Kinsley me mira con nueva apreciación y quizá con una ternura que se
ha esforzado por negar u ocultar. —Ella realmente lo es, ¿no es así?
Asiento con la cabeza. —Déjame el baile a mí. Yo la llevaré. Y pondré a
esas bravuconas en su lugar mientras lo hago.
Ella se estremece. —Espero que eso solo sea mucho decir. Cualquier
otro tipo hace ese tipo de declaración y sabes que está bromeando. Pero
contigo… nunca estoy segura.
—Bien. Me gusta así.
Ella pone los nudillos blancos en la almohada en su regazo. —No, no
está “bien”, Daniil. Sigue siendo la escuela de Isla.
—De la cual aparentemente se irá muy pronto. Yo digo que quememos
los puentes.
Kinsley lo analiza en silencio por un rato. Entonces, me mira. —¿De
verdad jugabas con armas a su edad?
—Mis padres eran, digamos, menos que ortodoxos.
—Todavía no sé nada sobre ellos —me recuerda—. Pero tú sabes todo
sobre los míos.
—Solo sé que tu padre era un bastardo abusivo y que tu madre murió.
—Se suicidó —corrige con firmeza, como fuera un gran paso en su
proceso de curación—. De hecho… se lo admití a Isla la otra noche.
Todavía me pregunto si eso fue lo correcto.
—No creo que sea bueno proteger a los niños de las duras realidades.
Cuanto antes te des cuenta de que el mundo es un lugar feo, antes podrás
prepararte para luchar por abrirte camino en él.
Ella asiente, como si viera la sabiduría en eso pero igual deseara que
fuera distinto. Sin embargo, nunca he visto el sentido de desear algo así. La
vida es lo que es. O le das la forma que quieres o dejas que el peso te
aplaste. No hay otras opciones.
—Sin embargo, mentí un poco —confiesa—. Le dije que fue una
sobredosis de pastillas para dormir.
—¿Y qué parte era mentira?
—Se cortó las venas —su rostro palidece visiblemente al hablar de eso,
probablemente recordando el momento exacto en que entró en esa escena.
Imagino que no es algo que se pueda olvidar con facilidad. El diablo sabe
que tengo un montón de recuerdos empapados de sangre, grabados a fuego
en mi cerebro.
Uno en particular me ha perseguido durante doce interminables años.
Los ojos de Kinsley se nublan. —No fue como nada que haya
experimentado antes. Como si estuviera atrapada en una horrible pesadilla
de la que no podía despertar. Probablemente me quedé allí durante minutos,
simplemente… mirando.
Ella parpadea y una lágrima rueda por su mejilla. La atrapa antes de que
llegue a la base de su barbilla y la limpia, avergonzada.
—Fue hace mucho tiempo. No sé por qué siquiera lo menciono —sus
ojos verdes se suavizan por un momento, y capto esa gran vulnerabilidad
que tanto se esfuerza por ocultar. Se sienta erguida como si eso corrigiera su
estado de ánimo, pero el movimiento la coloca justo en la V entre mis
piernas. Ella parece darse cuenta de eso un segundo demasiado tarde.
—Bueno, es tarde. Deberías irte. Viniste a ver a Isla y ella se fue a la
cama. Así que…
Ella queda atrapada en mis labios. Sus ojos se desenfocan mientras mira.
—Pareces estresada —observo con una corriente de risa.
—Me pregunto por qué.
—Me imagino que es porque nadie te ha hecho correrte en mucho
tiempo.
Le toma un segundo registrar esa declaración. Cuando lo hace, sus ojos
se abren de sorpresa y luego de indignación. —Yo… Eso es… Tú… —sus
ojos se endurecen—. Me cuido sola, muchas gracias.
—Necesitas relajarte, sladkaya.
—Tú necesitas irte.
—Lo haré —le digo—. Pero primero tendrás que correrte para mí.
No pierdo el tiempo esperando que esa frase se asiente. Simplemente, la
agarro y la empujo a lo largo del sofá. Su delgado vestido blanco se desliza
hacia arriba por sí solo.
—Isla…
—Está durmiendo —respondo deslizando mi mano por su falda, hasta la
suave tersura entre sus muslos.
Ella se estremece debajo de mí, sus manos agarran mis bíceps. Apenas
se concentra en mis palabras. Mis dedos rozan sus bragas. Suave y blanda.
Igual que su vestido. Igual que su piel.
—Eso es solo… oh, Dios…
Sus ojos giran en sus órbitas. Su pinza en mis brazos es fuerte, como si
se estuviera asegurando de que soy real. Empujo a un lado su ropa interior,
paso mis dedos por su raja y atrapo la humedad.
—Creo que estás lista para mí —gruño.
—Estoy pensando en otro.
Me río y bailo un dedo a media pulgada dentro de ella. Se retuerce hasta
que la inmovilizo con mi peso encima de ella. —Respira, sladkaya —le
aconsejo—, o te correrás demasiado rápido.
—Joder, odio cuando me llamas así.
—¿Por qué?
—Probablemente porque me gusta demasiado.
Me río y doblo mis labios hacia su cuello. El mismo lugar exacto que
besé la última vez que estuvimos debajo del árbol, en su lamentable intento
de patio trasero. Su cuerpo se arquea hacia mí, y puedo sentir cómo empuja
sus caderas contra mis dedos. Huele tan dulce. Como madreselva y galletas
recién horneadas.
Con dos dedos dentro de ella, presiono mi pulgar contra su clítoris y
empiezo a girar. Sus ojos ruedan hacia atrás en su cabeza. —Oh, Dios… oh,
Dios… oh, Dios…
—Puedes llamarme Daniil.
Se ahoga entre la risa y la lujuria. Redoblo la presión, cierro sus labios
en los míos y capturo la primera exhalación de su orgasmo. Ella se corre
casi instantáneamente, con un jadeo, un grito y un gemido que hace que la
polla palpite dolorosamente en mis pantalones.
Pero esto no se trata de mí. No esta noche.
Se trata de ella.
Aplico presión con la palma de mi mano, para ayudarla a bajar a tierra.
Me permito darle otro beso justo en la nuca, para que su dulzura
permanezca zumbando en mis labios mucho después de irme.
Luego, retiro mis dedos y me pongo de pie, apenas un cabello fuera de
lugar.
En comparación, Kinsley parece una mujer arruinada. Su vestido está
arremangado alrededor de su cintura y sus bragas, que se quedaron puestas
todo el tiempo, están manchadas con sus jugos. Los finos tirantes de su
vestido se le han caído de los hombros.
Ella me mira como si fuera un espejismo que no puede comprender.
Yo la miro como si fuera exactamente lo mismo.
37
KINSLEY

Lo miro fijamente, amortiguada por las secuelas gloriosas y delirantes,


mientras los últimos restos de placer crepitan a través de mí como un
relámpago de calor.
Luego, un sonido chirriante atraviesa mi aturdimiento.
Me levanto de un tirón, y toda esa bondad cálida y hormigueante se
desvanece. Daniil parece enojado al coger su teléfono y atender.
Cuando se aleja de mí, noto el bulto en su entrepierna. Estoy tan
concentrada en eso que me pierdo la primera parte de la conversación. No
es hasta que el tono de Daniil se tuerce de ira que empiezo a prestar
atención.
—…no me importa una mierda… Ya sabes cuál es mi posición.
Está de espaldas a mí, pero puedo ver las hendiduras de sus músculos
debajo de su camisa.
—Él quiere lo que no puede tener… Sí, soy consciente…
Se detiene en seco cuando la persona en la otra línea comienza a hablar
rápidamente. Las palabras son borrosas, pero el pánico es obvio.
Y, no por primera vez, me pregunto…
¿Quién diablos eres, Daniil Vlasov?
—Petro —interrumpe Daniil con dureza—. On khochet svoyego
naslednika. On umret razocharaovannym. Ne bespokoy menya snova —
justo después de eso, cuelga. Mi ruso no es tan bueno como para descifrar
lo que dijo.
—¿Todo bien? —pregunto. Sus ojos se posan en mis hombros, donde
están los tirantes de mi vestido, caídos.
—Bien. Solo negocios.
—Vale. Por supuesto. Déjame adivinar: no puedes decirme de qué se
trata.
Él suspira. —Tenía la esperanza de tener una buena hora libre de
sarcasmos antes de que los efectos secundarios del orgasmo desaparecieran.
Estrecho mis ojos hacia él. —La llamada aceleró la línea de tiempo
prematuramente.
—Maldito Petro —murmura.
—Petro —repito—. ¿Quién es ese? ¿Tu perro faldero?
Resopla de la risa. —Me gusta. Me aseguraré de decirle que tiene un
nuevo título —se pasa una mano por el cabello perfectamente despeinado
—. Es un amigo —dice—. Y también trabaja para mí.
—Un colega.
—No. Eso implicaría que somos iguales.
La sonrisa arrogante está de vuelta en su rostro. Mientras tanto, no estoy
más cerca de entender quién es, o qué hace. Realmente empieza a alterarme.
—¿Por qué eres tan reservado? —exijo—. Eres, como, ¿un mafioso o
algo así?
Su silencio es revelador de la manera más extraña.
Me levanto de golpe. —Espera —jadeo—. ¿Realmente lo eres?
—Soy ruso.
Arrugo la frente. —¿Eres un… mafioso ruso? Estoy confundida. ¿Es
esto como un juego de improvisación?
Me sonríe como le sonreirías a un niño pequeño que no comprende la
situación. —Está la mafia italiana. Está la Bratva rusa. Yo soy lo último.
—Ay, Dios mío —murmuro—. Yo estaba bromeando. Tú no.
Me siento como una idiota ahora, por no haberlo visto antes. La forma
en la que lidió con la policía hace diez años. La forma en que me salvó de
Liam. El aura de intocable. No es una actuación, él realmente es intocable.
—Esas armas con las que jugabas de niño —digo—. No eran pistolas de
agua, ¿verdad?
Él niega con la cabeza. —No. No lo eran.
—Jesucristo —me pongo de pie de un salto. Me mira con calma desde
donde está sentado, pero no dice una palabra—. Eres un criminal. Eres un
criminal. En serio eres un verdadero literal criminal de la vida real.
—Sigues repitiendo lo mismo.
—Porque estoy tratando de procesarlo. Siempre supe que eras algo
sospechoso, pero esto… Mencionaste que habías matado hombres cuando
nos conocimos. Me dijiste que los hombres que mataste merecían morir —
digo, recordando débiles fragmentos de nuestra conversación.
—La esperanza de vida de los hombres en mi línea de trabajo es
bastante corta.
—Ay, Dios mío —jadeo por enésima vez, mientras empiezo a caminar
por la habitación.
Acabo de correrme en la mano de un asesino.
Acabo de correrme en la mano de un asesino.
Mis labios y pies trabajan más rápido que mi cerebro en este momento.
Todo lo que puedo hacer es vomitar fragmentos de recuerdos por la mitad,
tratando de unirlos en una imagen completa.
—Así que el hombre para el que trabajabas…
—Don Gregor Semenov —completa Daniil—. Le serví fielmente la
mayor parte de mi vida. Fui entrenado para obedecer. Y, cuando me detuve,
decidió darme una lección.
—Metiéndote en la cárcel. Jesucristo —tiro nerviosamente de las raíces
de mi cabello—. ¿Debería preocuparme, Daniil? —es lo único que arde en
mi mente, ahora que estoy lo suficientemente tranquila como para pensar en
las preguntas correctas.
Él, por otro lado, se ve completamente relajado. —Tú e Isla están bajo
mi protección ahora. No les pasará nada, a ninguna de las dos. No mientras
yo respire.
Eso debería aterrorizarme. No debería consolarme.
¿Pero adivina qué opción va con mi química cerebral jodida?
—Pero, ¿existe la posibilidad de que nos lastimen? —presiono de todos
modos—. ¿Tienes, como… enemigos?
—Un don siempre tiene enemigos.
—Este tal Semenov, tu antiguo jefe —digo—. ¿Es él uno de ellos?
Daniil sonríe por dentro. —Yo no lo llamaría enemigo.
—Te metió en la cárcel. No parece que sea un amigo.
—Créeme, lo recuerdo. Pero su intención nunca fue alienarme.
Lo miro con incredulidad. —¿Cuál era su intención, entonces?
—Quería volver a ponerme en mi sitio. Recordarme que, mientras él
viviera, él era el don, y que no toleraría la insubordinación de nadie. Incluso
de los más cercanos a él.
—Sí, bueno, eso funcionó muy bien para él, ¿no?
Se ríe, sigue tranquilo, como si estuviéramos teniendo una charla
normal. —Igual nunca fui muy bueno recibiendo órdenes. Era solo cuestión
de tiempo antes de que me rompiera.
—Me dijiste que interrumpiste una pelea entre él y su esposa.
—No fue una pelea —corrige con disgusto—. Una pelea implicaría que
ella estaba contraatacando. Estaba tendida en el suelo, con la cara
magullada y ensangrentada, mientras él la seguía pateando.
Me estremezco ante la imagen que evoca. Es tan inquietantemente
vívido, y eso es porque he vivido esa misma escena antes.
Excepto que, cuando veo a la mujer acostada en posición fetal en el
suelo, tiene la cara de mi madre. Y el hombre que está de pie junto a ella,
pateándola, tiene la de mi padre.
—Yo… nunca te pregunté qué pasó.
—Lo que pasó es que me interpuse entre ellos. Lo empujé hacia atrás
con tanta fuerza que tropezó y cayó. Todavía recuerdo la forma en que
cayó. Ahora que lo pienso, en realidad, ese fue un punto crucial en mi vida.
—¿Cómo?
Los ojos de Daniil están nublados por los recuerdos. —Me di cuenta de
que podía caerse. Él no era invencible. Era solo un hombre, igual que
cualquier otro. Y si lo empujabas, se caería.
Sus palabras cuelgan pesadas en el aire. —¿Te metió en la cárcel por
eso?
—No, me metió en la cárcel por romperle la mandíbula.
Mis ojos casi se salen de sus órbitas. —¿Qué hiciste qué?
Él sonríe. —Tú habrías hecho lo mismo.
Me río con ironía. —No —digo con sombría certeza—, no lo habría
hecho.
Toda la vergüenza y toda la culpa que no he permitido aflorar durante
los últimos años brotan a borbotones. Se vuelve más fácil de enterrar
cuando han pasado suficientes años. Por lo menos, se siente así. Pero luego
se libera cuando menos te lo esperas.
Daniil se pone de pie y se acerca a mí. Yo levanto mis ojos hacia los
suyos de mala gana. —Sé que no lo haría, porque no lo hice. Vi a mi padre
golpear a mi madre pero no intervine. Simplemente, me escondía en la parte
superior de la escalera y esperaba a que se detuviera.
—Eras una niña.
—Claro, la primera vez. Pero crecí y no se detuvo. Lo máximo que hice
fue bajar y rogarle que la dejara en paz. Nunca me interpuse entre ellos. Y,
ciertamente, nunca le di un puñetazo en la cara.
—Estabas asustada.
Asiento, parpadeando para contener las lágrimas de vergüenza. —Sí.
Estaba aterrada.
—A mí nunca se me permitió tener miedo, sladkaya —explica en voz
baja—. Viví en un mundo en el que no se toleraba el miedo en un niño. Si
tenía miedo, mataba ese miedo y seguía adelante.
Vuelvo a reír, aunque esta vez la risa es ahogada por un sollozo. —No
puedes matar tus sentimientos. Créeme, lo he intentado.
—Me acerqué lo suficiente —dice—. Hasta…
Está callado durante mucho, mucho tiempo. Se siente como si las
estaciones pasaran fuera de la ventana mientras sus ojos azul plateado
brillan con una docena de fuentes de luces diferentes, cada una más etérea
que la anterior. No podría apartar la mirada aunque quisiera. Y, durante la
mayor parte de ese tiempo, tampoco puedo hablar.
—¿Hasta qué? —grazno finalmente.
No parpadea, ni siquiera una vez. —Hasta que llegas tú.
Entonces me sonríe. Es una sonrisa estrecha y casi melancólica, de una
manera que no puedo explicar. Sus ojos ondulan una vez más con la luz más
extraña hasta el momento.
Luego asiente una vez, me roza la mejilla con el pulgar y dice—: Nos
vemos pronto, sladkaya.
Su mano cae de mi cara y se va.
Me quedo allí unos minutos después de que la puerta se cierra detrás
suyo, atrapada en un momento que ya me ha abandonado. Atado ahí por el
calor de su toque que persiste.
Podría haberme quedado allí toda la noche, si mi teléfono no hubiera
comenzado a vibrar desde donde cayó entre los cojines del sofá. Lo busco y
encuentro una larga cadena de mensajes de Emma sin responder.
10:00 PM: ¿Cómo te fue? ¿Ya se fue?
10:30 PM: Asumo que Isla ya está en la cama. Así que, o estás
dormida tú también, o estás entreteniendo al caballero negro.
10:53 PM: ¿Estás dormida? Estoy ejerciendo el máximo autocontrol
para no correr a tu casa en este momento. Merezco una medalla.
11:31 PM: Esperando que todo haya ido bien.
11:44 PM: ¡¡¡¡Jesús, Kinsley!!!!!
La llamo antes de que tenga un aneurisma. Ella contesta de inmediato.
—¡Oh, gracias a Dios! Estaba discretamente preocupada de que tú e Isla
hubieran sido asesinadas, o algo así.
—Tus mensajes de texto no sonaban tan discretos —digo arrastrando las
palabras.
—Sí, bueno, no soy realmente un tipo de persona discreta. ¿Cómo te
fue? —pregunta ansiosamente.
—Bien —digo, con una voz que realmente no se siente como la mía—.
Bien.
—Ay, chica. Conozco ese tono.
Arrugo la frente. —No hay ningún tono.
—Absoluta y jodidamente, hay un tono. Algo pasó. Puedo sentirlo.
—No pasó nada. De hecho, fue mucho más suave de lo que jamás creí
posible.
—¿Él fue bueno con ella?
—Fue genial con ella. Hasta el punto en que me sentí un poco… celosa.
Emma chilla, encantada y sorprendida. —No puede ser.
—Parece que se entienden. Incluso le dijo que la acosan en la escuela.
—Guau, ¿en serio? Ni siquiera te lo dijo a ti durante mucho tiempo.
—Vaya, gracias por señalar eso.
—Mala mía —dice Emma, claramente sin arrepentirse en absoluto—.
Pero esto es algo realmente bueno, ¿verdad? Quiero decir, ¿ el mejor de los
casos, y todo eso?
—Sí. Tal vez.
—¿No suenas… segura?
—Como de costumbre, es complicado —juego con las puntas de mi
cabello—. Él… se abrió un poco a mí esta noche.
—Oh, sí, eso está bien. ¿Tú, ya sabes, te abriste a él? —dice con una
carcajada sugerente.
—No así, Em.
—Meh. Aguafiestas.
Me recuesto en el sofá y sigo pasando los dedos por mi cabello,
pensando en mi madre mientras lo hago. —Me dijo que es un… O está en,
tal vez… como, una Bratva. Una mafia, pero rusa. Estuvo en otra, pero
ahora dirige esta, o algo así, y luego está este tío para quien él solía trabajar
que… que… Mierda, ni siquiera lo sé. Es mucho.
Hay mucho silencio y respiración en la otra línea. Luego… —¡¿Qué?!
Asiento con la cabeza. —Sí. Lo sé.
—Vale, no me juzgues, pero este chico se volvió mucho más sexy.
—¡Emma!
—¡Te dije que no me juzgaras! ¿No te excita en lo más mínimo que sea
un chico malo certificado y sexy?
—No. Para nada. Estoy aterrorizada, en realidad.
—Kinz. Vamos. Es atractivo, se lleva bien con Isla, es genial en la
cama…
—Genial con sus dedos —corrijo. Luego me estremezco de inmediato,
sabiendo que Emma nunca dejará pasar ese tipo de anzuelo.
Efectivamente, grita tan fuerte que tengo que alejar el teléfono de mi
oído. Cuando lo devuelvo, está diciendo—: …¡Lo sabía! Lo sabía, lo sabía,
lo sabía. Pequeña zorra, Dios, te amo.
No puedo evitar reírme con ella. Es la única forma de abordar toda esta
situación, de verdad. Si no me río, podría romper en llanto. —Eres ridícula.
—Culpable. Pero resulta que también tengo razón en este caso. Vale, me
alegro de que lo hayamos sacado al aire. Pero vayamos a cosas más
importantes. Olvídate del orgasmo. Tienes sentimientos por este chico, ¿no?
Estoy en silencio, mordiéndome el labio.
—Conozco el sonido de ese silencio, Kinz. No te preocupes, no te haré
decir nada en voz alta. Pero, ¿mi consejo? Explora esto. Ve lo que podría
ser.
—Podría ser una gran angustia. Eso es lo que podría ser.
—Cualquier cosa que valga la pena hacer es un riesgo, Kinz. Es hora de
dejar de desperdiciar tu vida en viejos recuerdos y hacer algunos nuevos.
—Pero Isla…
—Dale algo de crédito a Isla. Esa niña es tremenda. Al igual que su
mamá. Al igual que su padre también, según parece —ella exhala—.
Solo… solo piénsalo, ¿sí?
—Sí.
Puedo escuchar su sonrisa a través del teléfono. —Suena como un
verdadero rompecorazones.
—Sí —murmuro de vuelta—. Eso es precisamente lo que me preocupa.
38
DANIIL

—Don Vlasov.
Ribisi se queda a un lado, esperando que lo invite a sentarse. Solo le doy
una mirada casual y alcanzo mi whisky.
—Supongo que estás aquí porque tienes noticias para mí.
—Sí, señor. Don Semenov está desesperado por reunirse con usted.
—Eso no es noticia —le digo, mirándolo—. Es de conocimiento común.
¿Estás tratando de engañarme para que crea que eres leal a mí?
—No, mi don.
—Aún no soy tu don —le recuerdo con dureza—. Sigo decidiendo qué
hacer contigo. Fuiste su criatura durante demasiado tiempo.
—Y aún lo sería —coincide Ribisi—, si no me hubiera escupido en la
cara.
Petro pone los ojos en blanco. —Yo también voy a escupirte en la cara,
amigo, si sigues aburriéndome con la misma vieja historia de sollozos. Y no
del tipo de “paga extra porque eso es lo que te gusta”.
El rostro de Ribisi se amarga, pero se mantiene firme. Me pregunto
cuánto tiempo pasará antes de que se rompa bajo las humillaciones de
Petro. Si acepta el insulto en el pecho, entonces estoy dispuesto a explorar
su potencial en mi Bratva. Pero, si se rompe como sospecho que podría
romperse, no me arriesgaré con alguien tan reaccionario.
Si puede desertar y venir a mí, puede desertar de nuevo e irse al viejo
con la misma facilidad.
—Tengo noticias adicionales, que no son de conocimiento común —
agrega Ribisi.
—Bueno, ¿qué diablos estás esperando, entonces? —pregunta Petro,
señalando a una de las sirvientas del Cirque. Ha tenido sus ojos en este
espécimen en particular toda la noche. Cabello rubio. Ojos azules. Tetas
grandes. El Especial de Petro, como lo llamamos.
—Tiene sus espías sobre ti —confiesa Ribisi, acercándose poco a poco
—. Están observando todos tus movimientos. Además, llegará aquí pronto,
con la esperanza de atraparte para conversar.
Arqueo una ceja. —¿Él vendrá aquí? ¿Esta noche?
Eso sí son noticias para mí. También es sorprendente. Gregor Semenov
solía pensar que estaba por encima de las visitas a domicilio. Los tiempos
han cambiado, al parecer.
Petro me lanza una mirada intrigada desde atrás de Ribisi. Él sabe tan
bien como yo que este es un giro interesante de los acontecimientos.
—Como dije, está decidido a hablar contigo.
—Me las he arreglado para evadir esa conversación durante diez años
—señalo—. Puedo hacerlo por otros diez, si es necesario —tomo un sorbo
de mi bebida de nuevo—. Te llamaré de nuevo si te necesito. Déjanos.
Ribisi inclina la cabeza y desaparece tan subrepticiamente como
apareció.
Petro quita los brazos de la rubia de su cintura y la despide con un
movimiento de su mano. Su rostro se tuerce con molestia, pero se va. Él
sirve otra bebida y se deja caer a mi lado, derramando la mitad en el
proceso.
—Ese bastardo me pone los pelos de punta.
—¿Semenov o Ribisi?
—Un poco de esto, un poco de aquello —admite.
Me río. —Ay, ¿el pobrecito Petro se siente asustado?
Su cara es amarga. —Él era mi don. Y lo traicioné por ti. Ese es un tipo
de elección que exige represalias, si alguna vez se acerca lo suficiente para
reclamarlo.
—No fue una traición. Y él era un don de mierda.
—Era un don decente —dice Petro cuidadosamente—. Era una persona
de mierda. Hay una diferencia.
Él no está equivocado, por mucho que odie admitirlo. Yo asiento y me
recuesto en el sofá. —Por cierto, antes de que puedas preguntar: no nos
iremos.
Petro palidece. —¿Hablas en serio? Ya escuchaste a Ribisi. ¡Vendrá aquí
esta noche! No traerá exactamente regalos de fiesta, sobrat.
—Lo escuché. Creo que es hora de que tengamos esa conversación.
—¿Qué pasó con lo de “Lo he evitado durante diez años”?
Me encojo de hombros. —Cambié de opinión.
Petro frunce el ceño y cruza los brazos sobre el pecho mientras toma su
bebida. Más azafatas pasan volando por el borde de nuestra área VIP,
simplemente rogando ser llamadas, pero, por una vez, él las ignora por
completo.
—¿Puedo hacerte una pregunta rara? —espeta de pronto.
—Todas tus preguntas son raras.
Él frunce el ceño. —¿Lo extrañas?
—¿Si extraño qué, exactamente?
—Ser el que está en el asiento del pasajero, en vez del hombre que toma
todas las decisiones. No tener que lidiar con toda la mierda.
No necesito tiempo para decidirme por una respuesta. —No —resoplo
—. No lo extraño en absoluto.
Petro suspira. —Sí, no lo pensaba —se acaricia la barba de tres días,
sumido en sus pensamientos—. Él realmente debería haberlo visto venir.
—¿La fuga o la desobediencia?
—Ambas —responde—. Fue jodidamente atrevido.
—También lo fue dejar su Bratva para unirte a la mía —señalo—. Lo
que significa que eres mi cómplice, amigo mío.
El ceño de Petro se profundiza. —Sí, bueno, eso es lo que me asusta.
¿Te das cuenta de que no nos hemos encontrado cara a cara con el hombre
en diez años?
—He sido dolorosamente consciente de cada segundo que ha pasado
desde ese día, Petro. Así que, sí, puedo decir con seguridad que me doy
cuenta.
—¿Y realmente crees que reunirte con él es una buena idea? ¿Incluso
con tu… nueva situación?
Levanto una ceja. —¿Estás realmente preocupado por mi “nueva
situación”, o solo estás tratando de encontrarle una salida a esto porque eres
un cobarde?
—¿No pueden ser ambas? —agarra su vaso con ambas manos y se
inclina más hacia mí—. Es el tipo de hombre que guarda rencor, Dan.
—¿Sí? Qué divertido. Yo también.
—Créeme que lo sé —murmura en voz baja—. Sin embargo, mantengo
mi pregunta.
—Nadie sabe sobre Kinsey e Isla, excepto tú y yo —digo—. Seguirá así.
—Vale, pero escuchaste a Ribisi. El viejo Greggy tiene a sus espías
detrás de ti. ¿Qué pasa si se topan con tu nueva familia?
—Ese hijo de puta arrugado no tendrá las agallas para hacer nada al
respecto.
—Te estás arriesgando —advierte—. A lo grande.
—Toda mi vida ha sido un riesgo, Petro —señalo—. ¿Por qué parar
ahora?
Ping. Miro hacia abajo y veo un mensaje de texto de Kinsley.
KINSLEY: Pensé que te gustaría ver esto.
Ping. Ping. Ping.
—¿Quién es? —pregunta Petro.
Lo ignoro y abro nuestro hilo de conversación. Me ha enviado tres fotos
de Isla. La primera es ella recién nacida, con la cara rosada y arrugada,
envuelta en una manta amarilla que solo deja ver su cara redonda, y un solo
mechón de cabello rizado que le cae sobre la frente.
En la segunda foto, tiene al menos seis meses. Lleva un mono de pana y
la cara manchada de glaseado de tarta. Sus pecas brillan como una
constelación de estrellas.
La última muestra a una pequeña Isla dando vueltas con lo que deben
ser algunos de sus primeros pasos. Su vestido es azul y de algodón,
acampanado alrededor de muslos regordetes como masa de bollo. Esa
sonrisa es incuestionable.
—… ¿Hola? ¿Tierra a Daniil?
—¿Eh? —pregunto, mirando hacia arriba.
—¿Tienes algo más importante que el destino de nuestras vidas allí? —
arrebata mi teléfono y mira boquiabierto la pantalla. Luego, me mira en
estado de shock—. Estas son… fotos de bebés.
—Eres inteligente, amigo mío —toco mi barbilla pensando—. Es Isla.
—Ah —dice Petro, mirando hacia abajo al teléfono—. Ah.
—A veces puedes ser tan tonto como para que cuestione mi decisión de
mantenerte cerca. Devuélveme mi teléfono.
—Dame un segundo —argumenta Petro, alejándose de mi alcance y
desplazando las imágenes—. Tengo que decir, ella es linda. Se parece a su
mamá, afortunadamente.
—Lo único afortunado aquí es que no estoy reorganizando tu cara con
mi puño.
Se ríe con buen humor y me devuelve el teléfono. —¿Supongo que las
cosas van bien, entonces?
—El tiempo dirá. Por el momento, ambos lo estamos intentando.
Ciertamente lo intentaba anoche, cuando se corrió en mis dedos como
una buena kiska.
—¿Eso significa que te la follaste? —entrecierro los ojos y él me sonríe
con complicidad—. ¿Fue la segunda vez tan buena como la primera?
—No pasó nada.
Él frunce el ceño. —Habría pensado que dejaría de hacerse la difícil
ahora —se le ocurre algo y frunce el ceño todavía más—. ¿Es por eso que
estás tan distraído con la chica? ¿Ella no te deja meterte entre sus piernas,
así que la deseas más?
—Ya he estado entre sus piernas —le recuerdo con frialdad. —Así es
como se hacen los bebés.
—Claro, cuando era joven y vulnerable —responde Petro—. Ahora es
una Mujer con M mayúscula. No es tan probable que caiga en tus tonterías.
—Las tonterías son lo tuyo, no lo mío.
Un movimiento de costado me llama la atención. Echo un vistazo y lo
veo venir. Petro nota mi cambio de postura al instante. Los pelos erizados,
los puños apretados, la mandíbula tensa.
—Ay, joder, joder, joder. ¿Está aquí?
No me molesto en responder. Este momento ha tardado diez años en
llegar. Ahora que está aquí, soy consciente de cada pequeño e
intrascendente detalle, como si el tiempo mismo se desacelerada.
La forma en que las luces parecen atenuarse, agudizarse y desdibujarse,
todo al mismo tiempo.
La forma en que la música cae bajo y pesado, golpeando lo necesario
para sacudirme los huesos.
La forma en que los hombres se tensan a mi alrededor antes de saber lo
que está pasando. Los asustados se encogen. Los inteligentes se esfuman.
No he visto al viejo bastardo en diez años. Antes de eso, lo vi todos los
días durante décadas. Parece que nuestra relación solo existe en los
extremos.
Luego, Gregor Semenov entra en un haz de luz y veo al don que dejé
atrás.
Ha envejecido bien. Es completamente calvo ahora, pero le sienta. Las
luces destellantes de la pista de baile rebotan en su cráneo. Lleva puesto un
traje, por supuesto, oscuro y cruzado, con gemelos de diamantes que
atrapan las luces. Su reloj tachonado de diamantes hace lo mismo.
Sus ojos llorosos se posan en mí unos segundos después de que entra en
la sección VIP, flanqueado por un séquito de al menos una docena de
hombres.
—¿Ya nos ha visto? —sisea Petro—. ¿Debería irme?
—Si querías irte, deberías haberlo hecho hace diez años, hermano —le
digo con frialdad—. Él está aquí.
—Buenas noches, Daniil.
Petro traga y luego se recompone. Habla como un cobarde, pero lo
conozco mejor que eso: en el fondo, es un guerrero. Es la única razón por la
que tolero sus mierdas.
Se pone de pie y los nervios desaparecen de su rostro, justo antes de
volverse hacia Gregor.
—Para ti es Don Vlasov —corrige a su antiguo don—. Muéstrale el
respeto que se merece.
—Puto Petro Maximov —gruñe Gregor—. Tienes cojones para pararte
ahí y mirarme a los ojos.
—Lo he evitado en la medida de lo posible, te lo aseguro —responde
Petro.
Los dientes de Gregor rechinan con furia, igualando el destello furioso
pero controlado de sus ojos. Se sienta ignorando a Petro, mientras sus
hombres se deslizan a su alrededor, desplegándose a ambos lados. A
algunos de ellos los reconozco. La mayoría son nuevos para mí.
—¿Trajiste a todos estos amigos a verme? —pregunto—. No estoy
seguro de si debería estar asustado o halagado.
—Un hombre sabio estaría asustado —responde Gregor—. Pero tú
nunca has sido tan sabio.
Tiene un tic en el ojo izquierdo. Se vuelve más pronunciado a medida
que hablamos. Me pregunto si es un hábito nervioso que desarrolló a lo
largo de los años, y me río para mis adentros al pensar que quizás yo lo
causé. Sea lo que sea, lo hace parecer humano. Una parte de mí siempre
dudó que lo fuera.
Hasta que lo empujé y se cayó. Eso nunca la olvidaré.
—Es una manera interesante de pasar a lo que has venido a discutir
conmigo —digo.
Su ceño se frunce. —¿Cómo sabes lo que he venido a discutir?
—Intuición. Inteligencia. Conjetura afortunada. Tú elige.
Cruza una pierna sobre la otra y se recuesta en su asiento para mirarme.
Sus hombres se erizan por todas partes a su alrededor, un bosque de idiotas
con trajes baratos.
—Una alianza —dice, en voz tan baja que casi no lo escucho—. Ambos
necesitamos una línea de sucesión. Esto alivia esa necesidad por el
momento. Serías un tonto si lo dejaras pasar.
—Creo que me acabas de llamar tonto, muy graciosamente.
—Daniil —gruñe, su ira lo supera por un momento—, esto no es una
puta broma.
—No me estoy riendo.
Nos miramos fijamente y los años se reducen a nada. Él sigue siendo el
hombre que quiere control y obediencia total. Yo sigo siendo el hombre que
se niega a darle eso.
—Perdiste tu tiempo viniendo aquí hoy —le digo sucintamente—.
Quédate con tu Bratva y tu legado. No lo quiero. He construido la propia.
—Podría destruirla, si quisiera —advierte.
—¿Hemos pasado a la parte de la noche donde ya se intercambian
amenazas? —pregunto en un tono casual—. Supongo que han pasado diez
años. Ya no tiene sentido dar vueltas.
—Exactamente. Diez años. Diez putos años, Daniil.
Levanto mis cejas. —Dices eso como si fuera mi culpa. No es así como
lo recuerdo.
—Tu maldito orgullo y tu terquedad nos llevaron a esto —dice con el
ceño fruncido—. Ella no era tuya para protegerla. Ella era mía para hacer lo
que me diera la gana.
—Así tampoco es como recuerdo esa parte.
Él hace una mueca y se frota el ojo izquierdo, que está tiembla como si
lo estuviera irritando. —Debería haberte enviado a arder en el infierno.
—Lo intentaste. También habría escapado de allí.
Con eso, he terminado de intercambiar palabras con este dinosaurio. Me
pongo de pie, enderezo mis puños y me alejo.
39
KINSLEY

—¿La llamaste una P-E-R-R-A? —me pregunta el director Bridges.


Duda incluso en deletrear la palabra. Estoy dividida entre encogerme de
vergüenza y reírme a carcajadas. Si no responder fuera una opción, me
quedaría en silencio durante todo el día. Pero Heather está preparando una
tormenta justo afuera de la oficina, y sé que no hay forma de que me deje
salir del apuro tan fácilmente.
—¿Habría… habría alguna diferencia si dijera que se lo merecía? —
aventuro.
—Srta. Whitlow.
Suspiro y dejo que mis hombros caigan hacia adelante. —Sé que me
porté terriblemente. Nunca debí enfrentar a Heather de esa manera. Debería
haber… Honestamente, ni siquiera estoy segura de lo que debería haber
hecho.
—Ella afirmó que la llamaste una “palabra con M, palabra con P” —
dice con severidad—. Y que tú… —revisa sus notas en el bloc de notas
amarillo que lleva a todas partes—. Que tú le preguntaste si deberías
“deletrearlo en su pizarra para ella”.
—Quería asegurarme de que ella entendiera —murmuro.
Se ríe, al menos, creo que lo hace, aunque rápidamente se transforma en
una tos sibilante. Se aclara la garganta y cruza las manos frente a él. —
Kinsley, esto es serio.
Me compongo y asiento. —Lo sé.
—Entiendo que estabas molesta por Isla y que querías protegerla. Pero
buscar una pelea con su maestra no es la manera de hacerlo.
—No, no lo es. Estoy completamente de acuerdo.
—La Srta. Roe solicita tu despido ante el abuso verbal que recibió.
Palidezco inmediatamente. —Director Bridges, yo…
—No voy a hacer eso —interrumpe con una sonrisa tensa—. Eres una
excelente maestra, Kinsley. Y eres una buena madre. No quiero castigarte
con demasiada dureza por tratar de proteger a tu hija. Pero tengo que hacer
una declaración aquí. Por eso, te suspenderé sin goce de sueldo durante las
próximas dos semanas.
Tomo una respiración profunda, la última de muchas desde que me
llamó a esta oficina abarrotada y mohosa, y ordeno las próximas palabras en
mi cabeza. Está siendo generoso y soy plenamente consciente de ello. Por
eso, me siento el doble de mal por tener que decirle lo que estoy a punto de
decir.
—Colin, voy a renunciar.
Sus ojos se agrandan. —¿Qué? Srta. Whit… Kinsley, eso no es
necesario.
Niego con la cabeza. —No es por esto. Es… bueno, sí es por esto, pero
no de la forma en que piensas.
—¿Qué quieres decir?
—Isla me dijo que realmente no es feliz aquí. Ella quiere cambiar de
escuela al final de este semestre. Con estas cosas acumuladas, será más fácil
para todos si me voy con Isla. Tanto por razones prácticas como personales.
Así que aquí estoy, entregando mi renuncia con cuatro meses de
anticipación.
Su rostro cae. —Me molesta mucho escuchar eso. Louisa también
estaría molesta, ¿sabes?
Mi rostro se tuerce en una mueca ante la mención del nombre de Louisa.
Tantos años después, todavía duele. El espacio en mi corazón que ocupa su
ausencia está en carne viva, irregular y sangrando.
Colin tiene un agujero en su propio corazón a juego con el mío; lo sé.
Pero es difícil reconocer el terreno común en este momento. El escritorio
entre nosotros es demasiado grande, demasiado serio.
—Hiciste lo que pudiste por ella —gruño—. Y por mí. Pero creo que
ella alcanzó un límite. No me habría pedido irse si no fuera así.
Suspira. —¿Y no hay nada que pueda hacer o decir para hacerte cambiar
de opinión?
—No, realmente no —se ve derrotado. Me siento mal por haberlo
puesto en esta posición—. Realmente has sido un jefe maravilloso, Colin.
Él sonríe con tristeza. —Me alegra oírte decir eso. Pero siento que le he
fallado a Isla.
—Eso solo comprueba que eres un educador dedicado. A diferencia de
la mujer que se sienta afuera en este momento.
—Vale —dice, sus ojos brillan con determinación—. Así es como lo
daremos vuelta.
Arrugo la frente. —¿Dar vuelta qué?
—Heather no tiene por qué conocer los detalles. Le diré que has sido
despedida, a partir del final de este período. Eso debería calmarla por un
tiempo.
—No tienes que hacerlo.
—Quiero hacerlo —insiste—. Te daré una excelente referencia cuando
te vayas. No tendrás problemas para encontrar otro trabajo.
—Eres una joya. Gracias, Colin —digo mientras ambos nos ponemos de
pie.
Me devuelve una sonrisa de gratitud, rodea su escritorio y toma mi
mano entre las suyas. —Ella estaría orgullosa de la mujer en la que te has
convertido, Kinsley. Sé que es así.
Le devuelvo la sonrisa y asiento, sin confiar en mí misma para hablar en
este momento.
Él asiente. —Entonces, creo que hemos terminado. Haz pasar a Heather
cuando salgas, por favor.
Salgo de la oficina de Colin. Heather se pone de pie de inmediato.
Intenta pasarme por un lado sin hacer contacto visual, pero la bloqueo. —
Heather, antes de que entres, ¿puedes darme un minuto?
Ella olfatea con la nariz en alto. —Supongo que sí.
—Solo quería disculparme contigo. Sinceramente.
—¿Por gritarme y llamarme maldita perra, quieres decir?
Igual lo decía en serio, dice la mezquina voz en mi cabeza.
—Sí. Me pasé de la raya y nunca debí haberte dicho esas cosas.
En voz alta, al menos.
Considera mi disculpa por un momento y asiente, con otro sollozo de
indignación. —Solo estoy haciendo lo mejor que puedo aquí, ¿sabes? Ya es
bastante difícil tratar con los niños, y mucho más con sus padres. Deberías
entender eso mejor que nadie.
—Bueno, yo nunca permitiría que se produjera ese tipo de acoso en mi
salón de clases —le digo, incapaz de morderme la lengua con esto.
—Yo tampoco. No ha habido acoso en mi salón de clases —dice a la
defensiva.
—¿Entonces lo que estás diciendo es que Isla se lo está inventando?
Sus ojos se estrechan. —A algunos niños les gusta la atención.
La voz en mi cabeza se vuelve loca. ¡Maldita PERRA! Pequeña esnob,
arrogante inadecuada…
Pero me las arreglo para controlarme. En su lugar, le ofrezco a Heather
una sonrisa tensa. —Tú dices llamar la atención. Yo lo llamo un grito de
ayuda. Pero supongo que nuestros estilos de enseñanza son muy diferentes.
Luego, antes de que pueda decir algo más, me alejo.
Encuentro a Isla esperándome en el patio exterior. Está encorvada sobre
su bloc de dibujo, con una tortícolis de ciento ochenta grados en el cuello,
que probablemente hace que todos los quiroprácticos del condado se
babeen.
—Oye, chiquilla. ¿Acaso estás cómoda?
Se encoge de hombros. —Solo hago garabatos. ¿Qué dijo el director
Bridges?
—Nada terriblemente interesante.
—¿Solo trabajo administrativo? —pregunta deliberadamente.
Yo sonrío. Es tan perceptiva. —Vale, ¿quieres la verdad? Me pidieron
que me disculpara con la Srta. Roe.
—¿Por qué?
—Em, puede que la haya llamado una palabra no tan agradable.
A Isla se le salen los ojos de las órbitas y se le cae la mandíbula al suelo,
al más puro estilo Looney Tunes. —¡¿Lo hiciste?!
—No me enorgullece —insisto, esperando que Isla no se dé cuenta de la
mentira, porque en verdad estoy bastante orgullosa de defender a mi hija—.
Estaba muy conmocionada, y ella me estaba irritando de la manera
equivocada.
—Era sobre mí, ¿no?
—Tal vez.
Parece feliz por el hecho de que no le mienta. —Vaya. No puedo creer
que hayas llamado perra a mi maestra, mamá.
—¡Grosera! Solo porque yo lo dije que no significa que tú puedas. De
todos modos, fue un lapso momentáneo de juicio. Solo estaba preocupada
por ti.
—No tendrás que preocuparte al final del semestre.
Asiento con la cabeza y envuelvo mi brazo alrededor de sus hombros,
mientras nos dirigimos al coche. —Así que tengo una pequeña sorpresa
para ti.
—¿Para mí? —pregunta—. ¿En serio?
Asiento. —Iremos a casa a dejar el coche, y luego al centro comercial.
Para hamburguesas y batidos, y un poco de compras.
—¿Podemos ir a la papelería y a la tienda de artículos de arte?
Me río. Cada vez que vamos al centro comercial, esos son los dos
lugares que tenemos que visitar sí o sí. Se ha convertido una en rutina, a
este punto.
—Podemos pasar por allí también, si quieres. Pero pensaba que tú y yo
podíamos elegir un vestido para el baile.
Se abrocha el cinturón de seguridad y se vuelve hacia mí cautelosa. —
¡Mamá! Te dije que no quería ir al estúpido baile.
—Pero tienes a alguien a quien llevar, ahora.
—Te lo dije, es raro si voy contigo.
—No estoy hablando de mí —digo—. Estoy hablando de…
—¿Daniil? —jadea Isla—. ¿Él realmente quiere llevarme?
—Por supuesto. Fue su idea.
Se ve conmocionada y muy emocionada al mismo tiempo. —Oh… —
ella me mira, sus hermosos ojos magnificados por la fuerza de sus lentes
recetados—. Podemos ver algunos vestidos —reconoce.
Sonrío feliz. —Me parece bien.

D aniil ya está estacionado en el frente cuando Isla y yo nos detenemos


frente a la casa. Está apoyado en su coche, parece un modelo de campaña
publicitaria. Ni siquiera estoy segura de lo que estaría modelando. ¿El
coche estúpidamente caro? ¿La chaqueta cool sin esfuerzo que tiene puesta?
¿Él mismo?
Isla se desabrocha y salta del coche. Vuela hacia Daniil, que se endereza
y le da un abrazo. Se ven tan fáciles juntos, tan naturales. Hace que mi
corazón haga movimientos divertidos en mi pecho.
Salgo y me acerco a los dos. —¿Listos para ir al centro comercial? —
pregunto, sintiéndome un poco como si me estuviera entrometiendo en su
momento.
—¿El centro comercial? —se burla Daniil, arrugando la frente con
disgusto.
Le lanzo una mirada por encima de la cabeza de Isla. —Cariño —le
digo—, aquí está la llave. ¿Por qué no metes la mochila dentro, te cambias
y te encuentras con nosotros aquí en cinco?
En el momento en que ella está en la casa, me dirijo a Daniil. —No
quieres mezclarte con la chusma, ¿eh? —me burlo.
Frunce el ceño. —Isla se merece algo mejor que un vestido de centro
comercial.
Entrecierro los ojos. —El tal “vestido del centro comercial” que tengo
en mente cuesta doscientos dólares. Que es mucho más de lo que puedo
permitirme pagar.
—No te preocupes por el costo hoy. Yo me encargo.
—No tienes que…
—No, Kinsley, tienes razón —dice con desdén—. No tengo que hacerlo.
De hecho, no tengo que hacer nada —luego, su voz cae en registro y se
vuelve menos agresiva, más tierna—. Pero quiero. Has asumido la carga
financiera todos estos años, sola. Así que ahora déjame tomar algo del peso.
No pensaré menos de ti por eso.
Abro la boca para responder, luego dejo que se cierre de nuevo.
Mientras tanto, tiro de mis uñas, preguntándome si dejarlo tener esto sería
admitir la derrota de alguna manera.
Basta. Esto no se trata de orgullo. Se trata de Isla. Lo que sea mejor
para Isla.
—Vale, está bien. Pero Isla tiene la última palabra.
—No lo haría de otra forma.
—¡Lista! —Isla llama desde el pórtico, mientras cierra la casa con llave
y salta hacia nosotros dos, con una camiseta limpia y pantalones cortos.
Daniil le abre la puerta y ella se desliza directamente al asiento trasero.
Luego, camina hacia la puerta del lado del pasajero para abrirla por mí.
Dudo, lo miro. Ese ceño fruncido, ese destello en sus ojos, incluso el tatuaje
que se asoma por encima de su cuello, todo grita Peligro. De repente, me
consume una extraña necesidad de agarrar a mi hija y correr gritando hacia
las colinas.
Luego, su labio se inclina hacia arriba en una sonrisa irónica. —
¿Preferirías manejar las puertas tú misma, sladkaya? —se burla.
Hago una mueca y entro. Riéndose, cierra la puerta detrás de mí.
Terminamos manejando durante casi treinta y cinco minutos antes de
que Daniil se detenga frente a una enorme tienda con frente de vidrio
llamada… En realidad, no hay letreros en el frente. No hay señalización en
ningún lugar a la vista, en realidad. Es solo un océano de espejos
unidireccionales alrededor del exterior del edificio, reflejando de vuelta
hacia nosotros los suaves contornos del coche.
—Esto no es un centro comercial —observo.
Él suspira. —No se te escapa nada, ¿verdad?
—Tampoco hay nombre.
—No —concede—. No lo hay —baja del coche y camina hacia el
frente, sin esperar a ver si lo estamos siguiendo.
Tomo la mano de Isla en la mía, y subimos a regañadientes hasta donde
Daniil está metiendo una combinación de números en un teclado sutilmente
colocado. Hay un tono de marcado, y él dice su nombre en un tono de
barítono profundo y retumbante. Luego, suena una campana suave y la
puerta se abre hacia adentro en silencio.
Espeluznante.
—¿Vienen? —llama por encima del hombro. Una vez más, no se detiene
para asegurarse.
Los primeros veinte pies son un pasillo angosto, bordeado con luces
alternas entre carmesí y doradas, y extraños arreglos de ramas estériles con
aspecto futurista. El aroma de las flores es embriagador.
Daniil desaparece por la esquina izquierda. Seguimos sus pasos y
luego…
Justo así, la tienda se abre. De repente no se trata de una roja
iluminación espeluznante: es un blanco brillante por todas partes, con
bordes dorados, lirios en jarrones de vidrio soplado a mano que parecen
demasiado delicados para ser reales. Un pequeño ejército de deslumbrantes
mujeres rubias con vestidos blancos a juego flota alrededor del perímetro,
todas mostrando la misma deslumbrante sonrisa blanca.
Isla se acerca un poco más a mi lado.
—Daniil —siseo—. Estamos mal vestidas.
Sus ojos me recorren y se detienen en mis piernas por un momento. —
Hm. Supongo que lo están. Eso se puede remediar fácilmente.
Se da vuelta y se aleja antes de que pueda preguntarle qué diablos quiere
decir con eso. Isla me mira, nerviosa e intrigada en partes iguales.
—¡Sr. Vlasov! Qué gusto verlo — canta una voz angelical. La mujer
que habla es delgada y alta. Como las demás, es rubia, con chapa y Botox,
aunque no por ello es menos hermosa.
La elegante Barbie desvía su mirada hacia Isla y hacia mí. —¿Y a quién
tenemos aquí? —pregunta con amabilidad.
—Juliette, esta es Kinsley —presenta Daniil—. Y esta es Isla.
Frunzo el ceño, extrañamente perturbada por lo casual que es al decirlo.
De alguna manera, solo ofrecer su nombre no parece una presentación
suficiente. Mi hija no es un inconveniente para ser barrido debajo de la
alfombra.
Pero, si Daniil nota mi irritación, la ignora por completo. —Tenemos
que encontrarle a Isla un vestido para su baile escolar —le explica a la
muñeca Barbie—. Y, mientras tanto, compraremos ropa nueva para ambas.
Fuera el viejo guardarropa, adentro el nuevo.
—¡Qué adorable! —dice ella, aplaudiendo—. Iré a reunir algunas
opciones que creo que se adaptarán perfectamente a ti —dice ella. Le sonríe
a Isla.
—¿Por qué no vas con ella, cariño? —insto a Isla—. Para que puedas
decirle lo que te gusta y lo que no.
Isla parece vacilar, pero yo asiento alentadoramente y la Barbie elegante
ofrece su mano para que Isla la tome. —Vamos, princesa. Será divertido.
En el momento en que las dos se van a otra habitación de la tienda, me
dirijo a Daniil, que se ha desplomado en un sofá cercano. —¿Qué diablos
crees que estás haciendo?
—Tengo la sensación de que estás a punto de decírmelo tú.
Como siempre, Daniil es exasperantemente imperturbable. Quizá por
eso es que yo soy tan inestable. Yin y yang, o algo así de molesto.
Mi ceño se frunce. —¿Hay algún momento en el que no estés
glacialmente tranquilo?
—¿Preferirías que no lo estuviera?
—¡Sí! Me tranquilizaría saber que, de hecho, eres humano.
Su sonrisa solo se ensancha. —Te aseguro que, de hecho, soy humano.
Pero, si necesitas asegurarte, siempre puedes venir aquí y explorarme.
Me estoy sonrojando mucho y, al mismo tiempo, deseo que la sociedad
vuelva a los estándares de belleza de la era victoriana de base blanca
espesa, para que no pueda ver la llama en mis mejillas.
Me obligo a respirar profundo. Tengo un punto que marcar aquí. Solo
necesito concentrarme lo suficiente para lograrlo.
—Este viaje era para encontrarle a Isla un vestido para el baile.
—Vale.
—No comprarnos a ninguna de las dos un “nuevo guardarropa”.
Se encoge de hombros. —Mencionaste que estaban mal vestidas.
—Fue un comentario improvisado, en respuesta a este… este… lugar al
que nos has traído. No esperaba algo tan elegante. Y seguro que no te pedí
que me vistieras como si estuvieras jugando con muñecas.
—No estoy tratando de vestirte como una muñeca, sladkaya.
—Entonces, ¿qué estás tratando de hacer? Adelante, soy todo oídos.
—Estoy tratando de comprarte ropa —explica, con más paciencia de la
que creí que tendría—. Si no quieres probarte nada, no tienes por qué
hacerlo. Solo me pareció que podría ser algo que tú e Isla disfrutarían.
Juntas.
Me estremezco. De todos los momentos para empezar a ser razonable y
dulce, bueno, algo dulce; lo que pasaría por dulzura en él, si nada más, ¿por
qué ahora?
Retiro lo que dije acerca de que su imperturbabilidad es lo más irritante
de él.
No, lo más irritante de Daniil Vlasov es que sabe exactamente qué hacer
en cada ocasión para alterarme.
Miro a mi alrededor con timidez, preguntándome si alguno de los
ángeles amazónicos que se mueven por la tienda puede ver el humo
saliendo de mis oídos. Pero seguimos solos, más o menos. Las pocas
empleadas que accidentalmente se aventuran en este pequeño nicho desvían
la vista y se aventuran a retirarse.
Finalmente, mi mirada se vuelve a posar en Daniil. Esa media sonrisa
todavía baila en su rostro. Exasperante, por supuesto, pero también
desesperantemente tentador.
—¿Siempre escupes en la cara de un regalo? —él pide.
—Puedo comprar mi propia ropa.
—Esa no fue mi pregunta.
Miro a mi alrededor de nuevo, nerviosa. Sin embargo, Isla y la Barbie
elegante no se ven por ninguna parte. Y empiezo a pensar que estar a solas
con Daniil no es una buena idea.
—Tú… no tienes que darme nada —le digo, tropezando torpemente con
mis palabras—. La póliza es suficiente.
—¿Entonces la aceptas?
—Bajo coacción.
Él asiente. —Entendido.
Un momento de tenso silencio nos engulle. Bueno, por lo menos es
tenso para mí. Daniil parece que podría cerrar los ojos y tomar una siesta
pacífica en este momento, si quisiera.
—¿Daniil? —digo—. Sobre lo que pasó la otra noche…
—¡Mamá!
Me alejo de él como si fuera culpable de algo atroz cuando Isla dobla la
esquina. La elegante Barbie la sigue con un perchero rodante, lleno de
vestidos haciendo un arcoíris.
—Este lugar tiene los vestidos más increíbles, mamá. Deberías verlos.
También elegí algunos para ti. Juliette me ayudó.
—Eso fue muy amable de su parte, pero no me probaré nada hoy.
—Ay, ¿por qué no?
Las palabras se sienten espinosas en mis labios mientras miro a mi hija.
Está tan animada hoy, tan resplandeciente de vida. Esta es la primera vez en
mucho tiempo que actúa como una niña.
—Cariño, ya tengo muchos vestidos.
—No como estos —señala Isla—. ¡Vamos! Daniil dijo que tú también
podías elegir uno.
—¿Qué tal si te conseguimos a ti un vestido primero? —sugiero,
sintiendo el calor de la sonrisa de Daniil por el rabillo del ojo.
Isla asiente emocionada y saca un vestido azul ahumado, con una capa
de tul sobre la falda. Un patrón de cisnes nada alrededor del dobladillo. Es
el vestido de cuento de hadas del que se enamoraría una niña de nueve años.
—Es este. Este es el indicado —dice, tan solemnemente que necesito de
todo mi ser para no reírme a carcajadas.
Pienso que los adultos a veces olvidan lo serias que pueden ser las cosas
del mundo cuando eres joven. Las cosas que no importan parecen importar
más que nada, y las cosas que sí importan no importan en absoluto.
Los vestidos son vida. ¿Padres ausentes y madres con el corazón roto?
Eh, eso es normal.
—¿Ya elegiste? —pregunto.
—Sí. No necesito probarme nada más. Esos vestidos son para ti.
Ay, vaya. —¿Por qué no te pruebas el tuyo primero? —ofrezco—.
Quiero verte en él.
Ella asiente y la elegante Barbie lleva a Isla a uno de los vestidores. Me
muevo hacia el elegante sofá blanco en el que Daniil está recostado, aunque
con cuidado me bajo a un asiento en el extremo más alejado de él.
—No tienes que estar tan suspicaz, sladkaya. El mundo no quiere
atraparte. Ni a tu hija.
—No soy una mascota ni una muñeca —espeto—. Más importante aún,
ella tampoco. No se trata solo de vestirla y comprarle cosas bonitas. Ser
padre es mucho más que eso.
—Tengo la sensación de que estás tratando de decirme algo —dice
lentamente. Me doy cuenta de que hay un filo en su tono. No del todo a la
defensiva, pero al borde.
—Cuando entramos aquí, no presentaste a Isla como tu hija.
Él asiente. —Y crees que estoy tratando de ocultar ese hecho —no es
una pregunta.
—Bueno, ¿lo haces?
—Si lo hago, es por una buena razón.
Mi ceño fruncido se profundiza. —Eso no es un no.
—Porque no estoy negando nada. Tienes razón, no presenté a Isla como
mi hija. Eso fue intencional.
—¿Porque te avergüenzas de ella? —exijo—. ¿O de mí?
—Esa es una gran suposición.
—Responde a la puta pregunta.
—Haz la pregunta correcta y quizá lo haga —se sienta derecho ahora,
vibra con intensidad. Sus cejas están juntas y su mandíbula está hecha de
líneas afiladas e implacables.
—¿Qué opinas? —gorjea Isla mientras sale del vestidor con su vestido
azul de hada.
—¡Cariño! —digo, aplaudiendo—. Te ves preciosa.
Realmente lo está. Tengo la sensación de que esta es la primera vez en
mucho tiempo que Isla se siente bien. La sonrisa en su rostro me lo dice, es
cegadora si la miro demasiado cerca. Pero no puedo obligarme a mirar
hacia otro lado.
—Estás increíble, Isla —dice Daniil con una sonrisa fácil.
Ella gira un poco, riendo mientras la falda fluye a su alrededor. —¿Estás
segura de que no quieres probar otros? —pregunto.
—Cien por ciento segura.
Daniil asiente. —Me gusta una chica que sabe lo que quiere.
No estoy segura si es mi imaginación o no, pero siento que sus ojos se
deslizan hacia mí al decir eso. Isla nos da otra vuelta, y luego vuelve a los
vestidores para volver a ponerse la ropa de calle.
—Escucha, Daniil, yo solo…
—Sabes quién soy ahora, Kinsley —dice con frialdad. La forma en que
dice mi nombre me pone los pelos de punta. Se siente tan formal, tan
distante—. Sabes que tengo enemigos. Por el momento, ninguno de ellos
sabe que Isla existe, y la razón por la que quiero que siga así es para
protegerla. Y a ti, si me dejas. Así que sería bueno si pudieras darme el
beneficio de la duda. Por una vez.
Tengo que admitir que me siento realmente mal de pronto. Sus intensos
ojos se oscurecen cuando se posan sobre mí, haciéndome sentir más
culpable, más pequeña y mucho más como una mierda.
—Yo… lo siento —susurro.
Él me mira. —¿Qué dijiste?
—Dije que lo siento.
—Una vez más.
Estrecho mis ojos hacia él. —Me escuchaste perfectamente la primera
vez.
La frialdad se desvanece de repente y me dedica una media sonrisa. —
Pensé que pasaría un tiempo antes de recibir otra disculpa tuya. También
podría estirar esta.
—Gilipollas.
—Y justo así, volvemos al statu quo.
Reprimo una sonrisa y saludo a Isla que se acerca a nosotros. La Barbie
elegante la sigue, con el vestido azul tirado sobre su brazo.
—Srta. Kinsley, creo que es su turno.
—Ah, no… —empiezo a protestar.
—¡Ay, vamos, mamá! He visto todos tus vestidos de fiesta taaaantas
veces. Deberías tener uno nuevo tú también.
Ella zumba de alegría. Era en serio lo que le dije a Daniil: es mi trabajo
proteger eso. Mantener su inocencia sin manchas mientras el mundo me lo
permita.
Así que, si probarme algunos vestidos que cuestan más que mi casa es
suficiente, está bien. Me probaré todos los malditos vestidos de la tienda.
40
DANIIL

Isla es quien abre la puerta cuando llego unos días después para recogerlas
para el gran baile. Ya lleva puesto su vestido azul y se ha peinado hacia
atrás, en un esfuerzo por domar algunos de sus rizos más rebeldes.
—¡Guao! —dice, en el momento en que me ve en mi traje—. Te pareces
a James Bond.
Me río. —Te ves maravillosa, printessa.
—Mamá me dejó ponerme un poco de lápiz labial —admite con un
tímido sonrojo—. Pero solo color piel —su rubor se profundiza de una
manera que se parece casi exactamente al de su madre. Kinsley
simplemente esconde sus miedos en algún lugar más profundo.
—¿Dónde está tu mamá? —pregunto.
—En su habitación, poniéndose los zapatos. Saldrá pronto.
La sigo a la sala de estar, que parece la escena de un crimen. —¿Que
pasó aquí?
Isla se ríe. —Mamá y yo hicimos un fuerte en la sala de estar, con
nuestras viejas bufandas y mantas.
—Tal vez necesiten algunas lecciones de arquitectura —digo lentamente
en voz baja.
Isla no me oye. —Esta es mi vieja manta de bebé —anuncia, recogiendo
una manta verde desteñida del sofá—. La usé hasta los seis años.
—¿Tu mamá la guardó?
—Ella se queda con todo.
—¿Con qué me quedo yo?
Me doy la vuelta para encontrar a Kinsley de pie en el umbral entre la
sala de estar y la puerta principal, y mi puto aliento se queda atrapado en mi
pecho.
Lleva puesto el vestido que le compré a la fuerza en nuestro pequeño
viaje de compras. Sin embargo, es la primera vez que se lo veo puesto. La
prenda es un midi con hombros descubiertos, con una falda de línea A y un
intrincado trabajo de pedrería a lo largo de toda la longitud. El material es
una seda suave, en un verde profundo y rico. Sus ojos brillan como algo de
otro mundo.
Lleva su cabello oscuro suelto, recogido sobre un hombro desnudo, en
cascada hasta su pecho derecho. No lleva joyas, pero le queda bien. Solo
distraería la atención del brillo.
—Te ves deslumbrante, sladkaya —murmuro con la misma voz que
usaría para rezar, si eso fuera algo que hubiera hecho en mi vida.
Ahí está el rubor.
—Gracias —murmura Kinsley—. Te ves… muy guapo tú también.
Inclino la cabeza en una sutil reverencia. —¿Estamos todos listos para
irnos?
—Mamá, ¿puedo usar un poco de tu perfume antes de irnos?
—Claro, cariño. Sabes donde esta.
Isla corre a la habitación de su madre, mientras Kinsley hace todo lo
posible por evitar mi mirada. Pasa unos diez segundos jugueteando con el
dobladillo de su falda antes de mirarme.
—Lindo traje.
—Me vestí bien para ti.
Sonríe tímidamente. —Gracias por esto. Ha estado muy emocionada
toda la semana.
—No tienes que agradecerme. Quería hacerlo.
—Lo sé. Pero igual. No pensé que ella alguna vez aceptaría ir. Me
alegro de que finalmente esté emocionada por eso. Se lo merece.
—Ella se merece el mundo. Hablando de eso, si señalas a las pequeñas
mierdas que la están haciendo pasar un mal rato, también les daré su
merecido.
—Eso tiene un nuevo significado, ahora que sé quién y qué eres —dice
con una risita ahogada y el ceño fruncido al mismo tiempo.
Sus ojos siguen parpadeando sobre mí, como si no quisiera mirar
demasiado tiempo, pero no puede evitarlo. Yo soy mucho menos asustadizo
sobre observarla.
Principalmente, porque se necesitaría un equipo de caballos salvajes
para arrancarme los ojos de encima de ella.
No solo es preciosa, e incluso “deslumbrante” no le hace justicia. Es un
sueño dentro de una visión dentro de un espejismo. Es hermosa. Irradia.
Quiero romper ese vestido en pedazos, y luego besar cada centímetro de
piel descubierta.
No es solo el vestido o el cabello, tampoco. Es la luz en sus ojos. El
rubor en sus mejillas, no un rubor de vergüenza, sino un destello de orgullo.
De esperanza. De, me atrevo a decir… felicidad.
Le queda bien.
Los dos nos giramos ante el repiqueteo de pasos que regresan por el
pasillo. Espero una Isla de ojos brillantes y cola tupida, pero, cuando nos
alcanza, se demora insegura en el umbral. Se retuerce las manos delante de
ella, una y otra vez.
—¿Cariño? —Kinsley dice—. ¿Estás bien?
Isla asiente y traga. —Estoy un poco nerviosa de repente.
Doy un paso adelante y me arrodillo frente a Isla antes de que Kinsley
pueda hacerlo. Tomo las manos de mi hija entre las mías y la miro
directamente a los ojos. —Escúchame —gruño—. El miedo es solo otra
cosa que notamos en nosotros mismos. Eres demasiado fuerte para dejar
que te impulse, printessa.
Ella niega con la cabeza. —No sé nada de eso.
—Yo sí. Eres mi hija.
Ella se muerde el labio inferior. —Sin embargo, no soy como tú —dice
en voz baja—. Tú eres James Bond. Y yo soy… solo soy yo.
Sonrío y pongo tanta fuerza como puedo en mis palabras sin asustarla.
—Esa es la mejor persona que puedes ser, Isla. Si tienes miedo esta noche,
está bien. Solo recuerda que estoy contigo. Siempre estaré contigo.
Le toma un momento asimilar eso. Observo su rostro, pero ¿puedes
realmente entender la mente de una niña? El mundo toma formas extrañas
desde su perspectiva. Las sombras parecen más oscuras. Los hombres de la
bolsa son reales.
Pero, cuando me pongo de pie y le ofrezco mi mano, ella la toma.
Eso es valentía.
Me enderezo y mantengo su mano en la mía. Nos dirigimos hacia la
puerta con Kinsley siguiéndonos, todavía sin decir nada. Puedo sentir sus
ojos en mi espalda, observando cada uno de mis movimientos.
Afuera, me dirijo a Kinsley después de ayudar a Isla a sentarse en el
asiento trasero. Su expresión es cuidadosa y serena.
—En lo que respecta a las charlas de ánimo, eso no estuvo mal —
murmura.
—Qué gran elogio. Todo va a subir directo a mi cabeza, ¿sabes?
Ella me da una sonrisa exigua y se desliza en el asiento del pasajero.
Cierro la puerta detrás de ella y voy a tomar mi lugar al volante.
La ruta es mayormente silenciosa. La radio y el viento se filtran a través
del auto e Isla canta en voz baja. Kinsley juguetea con las pulseras que no
lleva puestas, sin duda deseando tener algo en que ocupar las manos.
Cuando llegamos a la escuela, estaciono mi descapotable y subo la
capota, y los tres entramos. El camino está señalizado con carteles
luminiscentes y decenas de globos rosas y azules. Hay un par de maestros
flanqueando las puertas delanteras del auditorio. Kinsley los saluda, pero
Isla se detiene a unos metros de la puerta.
—¿Isla? —llama Kinsley con suavidad.
Ella nos mira a los dos. Veo lágrimas que brotan de sus ojos como rocío
fresco. —No quiero entrar —susurra.
—Ay, cariño…
Tomo la mano de Isla. —No vas a entrar sola —le recuerdo—. Vamos,
princesa. No puedo disfrutar de este baile de padre e hija sin ti. Eres la
mitad del equipo.
Ella me ofrece una tenue sonrisa y mira hacia Kinsley. —Mamá, ¿tú
también estarás cerca?
—Por supuesto. No te preocupes por mí. Estaré justo detrás de ustedes.
Isla asiente y me aprieta la mano con tanta fuerza que sus uñas se clavan
en mi palma. Luego, entramos al gimnasio. Escucho susurros detrás de mí,
pero me concentro solo en Isla. Nadie más importa.
El auditorio es una masa arremolinada de papás sudorosos e incómodos
y sus hijas vestidas con acres de tul. La música golpea agradablemente
desde los altavoces dispuestos alrededor de la habitación.
Me giro y miro a mi hija. —¿Me permite el primer baile? —pregunto
con formalidad.
Isla se ríe y asiente. Más ojos nos siguen mientras nos deslizamos hacia
la pista de baile. Tomo sus manitas entre las mías y comenzamos a
balancearnos al ritmo de la música.
La parte más loca de todo esto…, un don en un baile escolar, una niña
pequeña asustada con un vestido de diez mil dólares, manadas de civiles
mirándome como si Pie Grande acabara de entrar en su auditorio…, es que
quiero estar aquí. De hecho, no hay otro maldito lugar en la tierra en el que
desee estar. Dame dinero, amenázame de muerte, me importa una mierda.
Aquí es donde debería estar.
Aquí es donde pertenezco.
—Creo que necesito algo de ponche —decide Isla una vez que termina
la canción.
—Buena idea. Bailar es un asunto que da sed.
Miro a mi alrededor en busca de Kinsley mientras vamos a la mesa de
refrescos, pero no se la ve por ninguna parte. La mujer que trabaja en la
ponchera nos pasa las dos tazas. Pasan unos niños con sus padres. Varios de
ellos le dicen hola a Isla. Los más tímidos saludan con la mano.
—¿Amigos tuyos? —pregunto.
Ella niega con la cabeza. —Connor y Malcolm no son realmente mis
amigos, pero no son malos conmigo. Lo mismo con Jess y Reese. Pero
Lucy y Rachel no son… tan amables conmigo todo el tiempo.
Ah. Las pequeñas mierdas que buscaba.
Observo a las dos niñas de las que está hablando. Ambas se ven dulces
como ángeles, aferradas a los brazos de sus padres. Lo que no daría por
caminar hasta allí ahora mismo y asustarlas, para que ni siquiera piensen en
acosar a mi hija nunca más.
Cuando vuelvo a mirar a Isla, me doy cuenta de que está mirando a una
niña sentada sola en los bancos. Tiene el cabello castaño y lacio, y lleva un
vestido demasiado grande para ella, en un desafortunado tono rosa chicle.
—¿Esa es otra de los no tan agradables? —pregunto con los pelos de
punta.
Ella niega con la cabeza. —No. Esa es Molly. Ella está en mi grado,
pero está en una clase diferente. Escuché a algunos de los niños siendo
malos con ella también.
Frunzo el ceño, fijándome en su expresión. —Luces culpable, Isla.
—Yo… debería haberlos detenido —dice en voz baja—. Pero no lo
hice. Simplemente me alejé, porque tenía miedo de que si decía algo…
—Se volvieran contra ti.
Ella asiente. —Pero ahora desearía haberla defendido.
—Sabes, eso se puede corregir —señalo.
—¿Cómo?
—Acércate a ella ahora —le aconsejo—. Dile hola. Hazte su amiga.
Sus ojos se agrandan. —¿Ahora mismo?
—¿Por qué no?
Mira a la niña y luego a mí con incertidumbre. —¿Qué pasa si ella no
quiere hablar conmigo?
—No lo sabrás hasta que lo intentes.
Cambia su peso de un pie al otro. Automáticamente, su mano se desliza
en la mía. Es un gesto tan dulce y vulnerable. Lo siento en mi pecho, como
si ella alcanzara mi caja torácica y apretara mi corazón.
—Vale —decide ella—. Lo voy a intentar.
Le guiño un ojo para alentarla. Drena su ponche y se acerca de puntillas
a la niña. Isla se ve incómoda al principio, pero la niña parece apreciar el
esfuerzo. En cuestión de segundos, están hablando. Poco después de eso,
están sonriendo.
—¡Hola! ¿Eres el padre de Isla?
La mujer detrás de la ponchera es la que habló. Es rubia, menuda, con
demasiado maquillaje alrededor de los ojos. Supongo que es una de las
mamás.
—Lo soy.
—Qué maravilloso conocerte. Es extraño pensar que he tenido a Isla en
mi clase durante casi todo un semestre y nunca te conocí.
—¿Eres su maestra?
—Heather Roe —dice, ofreciéndome su mano.
Mis dientes se aprietan automáticamente. Puta Heather Roe. Conozco
ese nombre.
—Me alegro de que hayas podido venir esta noche —continúa, ajena a
las nubes de tormenta que se arremolinan detrás de mis ojos.
—Costó un poco de convencimiento —le digo—. Isla no estaba
dispuesta a venir esta noche, por todo lo que le pasa en la escuela.
Su sonrisa se tambalea. —Bueno, en ese frente, puedes estar seguro de
que hago todo lo posible para asegurarme de que Isla se sienta segura y
cómoda.
—¿Ah, sí?
—Por supuesto. Me tomo la enseñanza muy en serio.
Sin embargo, el efecto se pierde cuando se ríe justo después de esa
declaración. Ella se inclina un poco para dar efecto, asegurándose de que
pueda ver su escote bajo los focos.
—¿Quieres bailar? —pregunta—. Han abierto la pista de baile para
todos ahora.
Vuelvo toda la fuerza de mi mirada hacia ella y me aseguro de
pronunciar mis palabras con excesiva tranquilidad. —Preferiría no bailar
con la maestra cobarde que se niega a hacer su puto trabajo.
Las palabras tardan un momento en llegar, pero, en el momento en que
lo hacen, sus ojos se agrandan por la sorpresa y su boca se abre.
—Ahora —agrego—, si me disculpas, tengo que ir a buscar a mi otra
cita de esta noche.
Resulta que no tengo que mirar muy lejos, porque Kinsley está parada
unos metros detrás de mí. Por la expresión de su rostro, estoy bastante
seguro de que escuchó mi intercambio con la Srta. Roe.
—¿Quieres bailar, sladkaya?
Ella ni siquiera intenta rechazarme. Simplemente, toma mi mano y
caminamos juntos hacia la pista de baile.
—Eso fue…
—Condenadamente sexy —sugiero.
Ella sonríe. —Vale, podemos decirlo así. ¿Dónde está Isla?
—Por allá —digo, girando a Kinsley en la dirección de Isla—. Hizo una
nueva amiga esta noche.
—Oh, guau, eso es… eso es genial. ¿Tuviste algo que ver con eso?
—Un mago nunca revela sus secretos.
Ella se ríe y, por primera vez desde que regresé a toda velocidad a su
vida, no suena tan agobiada. Suena libre.
—Se están riendo ahora —observa, mirando por encima de mi hombro
—. Parece que va bien.
Giro a Kinsley para que me mire de nuevo. —Deja de estresarte. Ella
encontrará su camino —tomo sus manos y empezamos a girar lentamente,
mientras una suave canción suena en los parlantes.
—Eres realmente bueno con ella —susurra.
—Parece que tengo un don con las mujeres Whitlow.
Ella se sonroja y esconde su rostro por un momento. —Entonces, ¿qué
piensas de la Srta. Roe? —pregunta una vez que se ha calmado, en un
intento obvio de cambiar de tema.
—Predeciblemente fastidiosa. Rastrera. Demasiado maquillaje.
Ella levanta las cejas, impresionada. —Diría que abordas todos los
aspectos más destacados de manera bastante sucinta.
—No soy nada si no sencillo.
—Estaba prácticamente babeando cuando te vio. ¿Te invitó a bailar?
—Lo hizo.
—¿Y le dijiste que se metiera la invitación por donde no llega el sol?
Sonrío. —Algo así.
Los ojos de Kinsley flotan sobre la multitud. —No es de extrañar que
esté haciendo pucheros en la esquina ahora —observa con una sonrisa de
satisfacción. Ella me vuelve a mirar con ojos brillantes. Ojos esperanzados.
Ojos abiertos.
Y, cuando la acerco más a mi cuerpo, me deja.
41
KINSLEY

¿Quién hubiera pensado, cuando nos encontramos en la gélida orilla del río
bajo ese puente abandonado de la mano de Dios en medio de la nada, que
dentro de diez años nos encontraríamos en el gimnasio de una escuela,
bailando lento al ritmo de Michael Bublé y echando miradas furtivas a
nuestra hija, que aún está sentada en los bancos, riéndose de algo que acaba
de decir su nueva amiga?
Daniil me pilla mirando. —¿Siempre estás así de nerviosa? —pregunta
divertido.
—Cuando se trata de Isla, sí. Mil por ciento.
—Dale más crédito a la chica. Es inteligente. Se las arreglará.
—Ella no lo hizo en todo este tiempo. Hasta que… —suspiro y lo miro a
los ojos—. Hasta que entraste en escena.
Los labios de Daniil forman una sonrisa. —¿Cómo me lo agradecerás?
—murmura, acercándome a él.
Presiono una mano en su pecho y me río. —Este es un baile familiar,
pervertido.
—Tenemos que darles un espectáculo, ¿no?
Me burlo mientras miro a mi alrededor, atrapando una docena de
miradas furtivas en caras boquiabiertas. —Ya están observando bastante
fijamente, diría yo.
—Es tu culpa. Es culpa de tu vestido, para ser más específico.
—Difícilmente —digo, tratando de reprimir el sonrojo—. Tú eres a
quien observan, Sr. Bond.
Él sonríe. Una sonrisa sexy y torcida, que envía un rayo de emoción
desde mi corazón hasta donde se encuentran mis muslos. —Tu
archienemiga también está mirando.
Pongo los ojos en blanco. —Vernos bailar probablemente la esté
comiendo por dentro.
—Imagina cómo sufriría si te beso ahora mismo.
El nudo en mi garganta de repente se siente enorme. —Mucho,
probablemente —digo, esperando sonar casual al respecto—. Pero tú nunca
serías tan cruel.
Levanta las cejas. —Claramente, no me conoces muy bien.
—Podrías haberme engañado. ¿Eres cruel?
—Puedo serlo cuando la situación lo exige —reflexiona—. Y, en este
caso, creo que la situación definitivamente lo exige.
—Daniil…
Ni siquiera llego a enmarcar mi pensamiento antes de que sus labios
rocen los míos y mi mente se queda en blanco.
Santo cielo.
En cuanto a los besos refiere, es uno casto. El más suave de los roces,
una ligera presión y la insinuación de algo más persistente fuera de su
alcance. Luego se retira, sus ojos brillan intensamente bajo las luces
baratas.
—¿Quieres un recorrido por la escuela? —espeto—. Podría mostrarte
mi salón de clases.
Él asiente. —Guíame.
Deja caer su toque de mi cintura, pero sigue agarrando mi mano
mientras nos deslizamos por el gimnasio, hacia la salida. Lanzo una mirada
rápida por encima del hombro a Isla. Pero está absorta en una conversación
con su nueva amiga. Ni siquiera se da cuenta de que nos vamos.
—¿Crees que estará bien? —pregunto ansiosamente, mientras entramos
en el pasillo oscuro y silencioso.
—Por supuesto que lo estará. Es mitad tú y mitad yo.
Ojos nos siguen fuera del gimnasio, pero de repente me doy cuenta de
que no me importa. No estoy preocupada ni estresada por esta noche.
Acabo de cruzar al territorio de “Me importa una mierda”. Y se siente
absurdamente liberador.
Lo conduzco por el pasillo y doblo a la derecha. Los latidos de mi
corazón se aceleran con cada esquina que damos vuelta, con cada paso de
distancia entre el gimnasio y nosotros. El silencio me presiona por todos
lados. Pero en el buen sentido, como si estuviera envuelta en mantas en una
noche fría. Soy intensamente consciente de la presencia de Daniil a mi lado.
Su calor. Su olor.
—Así que —dice, su voz resuena por los pasillos vacíos—, esta eres tú
en tu elemento.
Me río. —Algo como eso. Es una profesión infernal. Pero el corazón
quiere lo que el corazón quiere, supongo.
—¿Y tu corazón quería enseñar?
—Algo así. En realidad, yo quería ser Louisa.
Su frente se arruga. —¿Quién es esa?
—Ella es la única razón por la que quise ser maestra, en primer lugar —
explico—. Sra. Louisa Horton, la maestra de estudios sociales de Crestmore
cuando yo era niña. La amaba como…, como de esa manera en que solo los
niños pueden amar a alguien que les muestra lo mejor de sí mismos.
“Aprende de la historia para que no te veas condenado a repetirla”. Así
terminaba cada clase, con esa voz tonta, de barítono y dramática, que
siempre me hacía reír. Siempre fue bastante dramática, en realidad.
Simplemente amó lo que hacía. Era contagioso. Y luego…
Está callado y contemplativo, esperando que retome el hilo de la
historia.
—Y luego estuvo allí para mí tras el suicidio de mi madre. Ella era la
única maestra que realmente entendía. O trataba de entender, de todos
modos.
La solemnidad silenciosa de Daniil es reconfortante de un modo
extraño. Quizá sea porque la gente normalmente se desvive por decirme lo
mucho que siente lo de mi madre. Pero siempre es falso, porque en realidad
no les importa consolarme, solo quieren que piense que son buenas
personas.
Pero a Daniil no podría importarle menos lo que pienso de él. Sabe
exactamente lo que es y me ofrece fuerza, no lástima. Eso se siente mucho
mejor que los buenos deseos de compromiso.
—¿Todavía estás en contacto con ella? —retumba.
Niego con la cabeza. —No. Murió dos años después que mi madre.
Él asiente. Una vez más, no es simpático ni efusivo. Él simplemente lo
toma en silencio. Me gusta eso cada vez más.
—Cáncer de mama —digo—. Estuvo en remisión por un tiempo y
pensamos que lo había vencido, y luego volvió más fuerte que nunca.
Incluso después de que renunció a la escuela solía ir a visitarla a su casa. Su
marido era muy agradable. Hacia el final, apenas la dejaba caminar a
ninguna parte. La cargaba arriba y abajo de los dos tramos de escaleras.
Lo miro por el rabillo del ojo. Estamos deambulando sin rumbo ahora,
lo cual está bien para mí. Solo quiero estar a solas con él. Entre el silencio,
la oscuridad y la soledad, siento que finalmente puedo decir cosas que he
estado esperando mucho tiempo para decir.
—A veces parece que la vida es tan injusta. Los malos se salen con la
suya y los buenos viven vidas trágicas y tienen muertes trágicas. ¿Cómo
puede estar bien eso?
—No lo está —coincide Daniil—. Pero al mundo no le importa lo que
pensemos de él.
Nos paramos fuera del laboratorio de biología. Una corriente de aire
fresco y relajante sale por debajo de la puerta. Me deslizo adentro, Daniil
detrás de mí.
—Odiaba biología en la escuela —admito mientras deambulo
lentamente entre las mesas—. No sé exactamente por qué. Supongo que se
sentía tan intrusivo. Cortar ranas abiertas y esas cosas. ¿No debería todo ser
vivo tener derecho a la paz después de morir? La vida es bastante dura. La
muerte no debería ser más difícil.
Inclina la cabeza hacia un lado y reflexiona. —Me gustaba biología. Me
enseñó lo vulnerables que somos todos. Todo lo que se necesita es una
arteria pellizcada, un nervio amputado, y todo lo que conocías se detiene en
seco.
Me estremezco. —Esa es una versión extremadamente inquietante del
tema. Supongo que debería haberlo esperado de ti.
Se ríe suavemente. —Mi educación fue probablemente muy diferente a
la tuya.
—Nunca te pregunté cómo terminaste en una Bratva en primer lugar —
digo—. O cualquier cosa sobre tu pasado, en realidad. ¿Cómo eran tus
padres?
Se queda en silencio durante un buen rato, acariciando con un dedo el
polvo que se acumula en las mesas del laboratorio, formando remolinos. —
Mi madre era una mujer rota —dice al final—. Triste, perdida y solitaria.
Mi padre la hizo así.
—Parece que estás describiendo a mis padres —murmuro amargamente.
Los rayos de luna se filtran a través de las ventanas. El vidrio de doble
hoja le da a todo un tono ahumado y etéreo. Todo es suave y turbio y hace
que todo se sienta como un sueño.
—No debieron tenerme, en primer lugar —dice. A pesar de las palabras,
su tono y su expresión no son duros. Lo dice con simpleza, es un hecho, no
hay resentimiento.
Me estremezco. —Lo siento —digo, luego me odio por eso. Daniil tomó
mis tragedias con calma, pero dice una cosa un poco triste sobre su propia
vida e inmediatamente estoy haciendo todas las cosas que odié cuando otras
personas me las hicieron a mí.
Pero él no parece notarlo. —No lo sientas. Me hizo más fuerte.
—Supongo que esa es otra cosa que tenemos en común —digo—.
Padres no preparados para asumir la responsabilidad de tener hijos.
Él serpentea hacia mí, manteniendo una mesa de laboratorio entre
nosotros, lo que se siente como una extraña misericordia de su parte para mi
beneficio. El rayo de luna cae sobre su rostro, proyectando mitad de
sombra, mitad de luz.
—Tú lo has hecho mejor que tus padres —dice en voz baja—. Has
hecho lo correcto con ella.
Sonrío sin humor. —La vara estaba muy baja. —Alzo mis ojos hacia él,
y estoy bastante segura de que puede ver las lágrimas que nadan en ellos—.
Siento que le he fallado, Daniil. Me he esforzado mucho, y yo… Parece que
no puedo sacar la cabeza del agua. Cada día siento que se está alejando más
y más de mí.
—No puedes proteger a tus hijos de todo —dice.
—Entonces, ¿por qué tengo la sensación de que tú sí podrías?
—Kinsley, tú…
No dejo que termine la frase. Doy la vuelta a la esquina de la mesa y
salto directo a sus brazos, antes de acercar sus labios a los míos.
Puede que lo haya tomado por sorpresa por una vez, porque le toma
unos segundos relajar su cuerpo contra el mío. Deja escapar un gruñido bajo
cuando desliza las manos debajo de mi trasero. Mis piernas parecen haberse
convertido en gelatina. El silencio fresco y cercano de repente se siente
fundido y vivo cuando nuestra respiración se mezcla en la pequeña franja
de espacio entre nuestras caras.
—Levanta las manos —ordena depositándome en la mesa más cercana.
—¿Eh?
—Levanta. Tus. Manos.
No estoy en condiciones de discutir con mi cerebro en cortocircuito, así
que hago lo que dice. Lanza el vestido sobre mi cabeza y lo arroja a un lado
con un movimiento suave. Me estremezco ante la avalancha de aire frío,
pero luego su boca está sobre mis pezones desnudos y el jadeo se vuelve
gemido.
Me levanta de la mesa, me voltea y planta una enorme mano entre mis
omoplatos. Me doblo fácilmente por la mitad, mi mejilla presionada contra
la mesada mientras me baja las bragas hasta los tobillos.
—Te ves hermosa así, sladkaya —murmura. Su bulto me presiona desde
arriba. Soy tragada por él en todos los sentidos posibles. Me aparta el
cabello de la cara mientras, entre mis piernas, frota la punta de su polla
contra mi abertura empapada—. Eres un jodido espectáculo bañada por la
luz de la luna. Ahora quiero oírte hacer sonidos que sean tan hermosos
como tú.
Muerdo mi labio inferior y me preparo para lo que he estado esperando
volver a sentir durante diez años. Mis ojos están apretados y cerrados y
estoy lista para eso, lo estoy esperando…
Luego, en lugar de llenarme, Daniil se arrodilla detrás de mí y pasa su
lengua por mi coño.
—¡Oh, Dios! —jadeo. Me habría doblado al suelo si sus fuertes manos
no estuvieran sosteniendo mis muslos. Mi visión se oscurece en los bordes
mientras él me lame. Cuando agrega dos dedos, la respiración se queda
atrapada en mi pecho.
Balbuceo y agradezco a Dios que él no pueda verme la cara en este
momento, porque soy un desastre. Soy un completo y absoluto desastre. No
puedo respirar y no puedo pensar y no puedo moverme. Todo lo que puedo
hacer es tratar de sobrevivir a lo que me está haciendo.
—Joder, tienes un pequeño dulce coño —gruñe.
Luego, siento su lengua en mi clítoris y enloquezco por completo. Mi
cuerpo gira de placer y me sacudo hacia atrás, directo a su cara.
Me corro así, inclinada sobre una mesa, mientras el hombre que creía
perdido para siempre me come por detrás.
Algo cae ruidosamente al suelo con lo último de mi contorsión, pero no
podría importarme menos qué es. Soy vagamente consciente de que Daniil
se aleja. Se para. Se alinea contra mí y luego—: Oh, puto Cristo —se
desliza todo el camino a casa.
Es más profundo de lo que nadie ha llegado antes. Se siente como si
estuviera follando hasta mi alma, y no supe hasta ahora cuánto lo
necesitaba.
Cualquier ternura de antes se desvanece pronto. La luz de la luna atrapa
gotas de mi sudor que manchan la mesa, mientras él se me mete adentro una
y otra vez.
Sus embestidas son duras, furiosas. Su respiración viene en ráfagas
cortas y determinadas. Sus dedos se fijan en mis caderas, clavándome en él
con brutalidad.
Recoge mi cabello en una cola de caballo suelta, y tira como riendas
mientras aumenta la velocidad de sus embestidas. Es solo un poco doloroso,
y hace que el placer sea mucho más intenso en contraste.
Sé que voy a correrme de nuevo cuando su mano se desliza alrededor de
mi torso para tocar mis senos. Un ligero roce de mi pezón y vuelvo a
explotar.
Esta vez, me derrumbo. Me agarra y caemos juntos sobre el suelo de
baldosas, en un lío de extremidades llenas de sudor. El corazón me golpea
fuerte contra el pecho. También el suyo. Y, durante mucho tiempo, es lo
único que puedo escuchar.
Para mí, está bien.
42
DANIIL

Estoy tirado en el suelo con la mano enganchada detrás de mi cabeza.


Kinsley descansa junto a mí sobre su costado, apoyada sobre el codo. Ella
mira mi pecho, mientras traza patrones en mis músculos.
—Me gustan tus tatuajes. Sin embargo, este es un poco violento —
observa, presionando su dedo contra la espada que parte la cabeza de un
toro por la mitad—. ¿Qué te hizo el pobre toro?
—El toro era el símbolo de la Bratva Semenov —explico—. La espada
es el símbolo que elegí para la mía.
Todavía está desnuda, pero se puso el vestido sobre el cuerpo como una
sábana. Me molesta muchísimo, así que me acerco y lo arranco. ¿Por qué
alguien querría cubrir ese cuerpo? Ella es una obra de arte. Quiero
memorizar cada maldita pulgada.
Kinsley se estremece, pero me deja hacerlo sin protestar. —A veces,
Daniil, me asustas muchísimo.
Acaricio su cadera desnuda. Su piel de gallina estalla con de mi toque.
—No tienes que tenerme miedo, sladkaya. No hay mucha gente a la que le
haya dicho eso.
—Me dijiste algo similar en ese entonces. Cuando nos conocimos.
—¿Ves? Es una promesa sellada durante una década.
—¿Eso es lo que es? —pregunta—. ¿Una promesa?
—¿Qué hay de malo en eso?
—Las promesas pueden ser peligrosas —dice encogiéndose de hombros
—. Son fáciles de hacer y más fáciles de romper.
Frunzo el ceño cuando sus ojos verdes se nublan con el recuerdo. —
¿Quién te dijo eso? —pregunto, acercándola más a mi cuerpo.
—Mi madre —admite Kinsley—. Casi todas las otras cosas que alguna
vez me dijo son borrosas, pero recuerdo eso. Solía decirlo a menudo.
—¿Se refería a tu padre?
—Asumo. Nunca se molestó en aclararlo, ni siquiera cuando le
pregunté. Ella solo decía algo loco y desaparecía. Cuando era más joven,
realmente esperaba que no volviera algún día. Pensaba que desaparecería
para siempre y que nunca la volveríamos a ver. Pero siempre regresaba.
—Tal vez ella volvía por ti.
Kinsley frunce el ceño. —Lo dudo. Dios sabe que desearía que eso fuera
cierto. Yo… yo la amaba tanto, Daniil. Había días en que parecía la madre
perfecta. Se reía y bailaba en la cocina, mientras horneaba galletas y hacía
helado con soda. Nos quedábamos despiertas hasta tarde viendo películas
antiguas, y construíamos fuertes de almohadas en la sala de estar…
Pienso en el fuerte de almohadas que vi en la sala de estar de Kinsley.
Quizá estemos realmente condenados a repetir nuestras propias historias,
como decía su maestra. Tal vez esté codificado en nuestro ADN. Tal vez
luchar contra eso solo garantiza que todo suceda de la manera en la que
estaba destinado.
Pero esta mierda… su mierda, mi mierda, nuestra mierda… no se
repetirá. No lo permitiré.
—Luego, ella y mi papá comenzaban a pelear y terminaban con un
puñetazo, una patada o una caída. Y se quedaría en silencio durante días,
semanas. Salía de la casa y, cuando regresaba, volvía a ser la misma de
antes. O más cerca de su antiguo yo, al menos.
—Eso debe haber sido confuso.
—No era confuso, era enfurecedor. Pero ¿sabes cuál es la parte más
loca? —reflexiona—. No era con él con quien estaba tan enojada, incluso
cuando era él quien lastimaba. Estaba enojada con mi madre. La odiaba.
—¿Por qué?
—Ella nunca se fue —dice Kinsley en voz baja—. Quiero decir, tenía
una hija. ¿No debería haberlo dejado? ¿No debería haberme tomado y
huido?
Trazo círculos alrededor de su espalda. —Algunas cosas dan más miedo
que el dolor, Kinsley.
—¿Cómo qué?
—La soledad.
Ella lo considera por un momento. Sus ojos están nublados de memoria
y de tristeza. Luego, se vuelve hacia mí y la neblina se aclara. Me ofrece
una sonrisa pequeña y tensa, ausente de toda calidez. —Sabes, creo que esa
es la razón por la que acepté casarme con Tom, en primer lugar. Ya estaba
sola. Supongo que no quería tener que enfrentar eso durante el resto de mi
vida.
—Tenías a Emma.
—Sí —dice en voz baja, con un tono de auto decepción en su tono—.
Pero yo era demasiado joven y demasiado estúpida para darme cuenta de
que la amistad alcanzaría. Me aferraba a la idea del amor verdadero. Me
aferraba a la idea de un hombre que me proteja. Incluso cuando toda la
evidencia de lo contrario me gritaba en la cara.
Una extraña inquietud se revuelve en mi pecho cuando dice eso. La
necesidad de tranquilizarla. De abrazarla y transmitirle con exactitud con
cuánta ferocidad la protegeré.
—¿Crees en el amor? —susurra en mi cuello, su cuerpo se desliza un
poco más cerca.
—Nunca he pensado en eso.
—Bueno, ¿y ahora? —la miro preguntándome qué espera de mí. Parece
darse cuenta de cómo ha aterrizado su pregunta, y se apresura a
reformularla—. Yo… no quiero decir…, no estoy preguntando por ti y por
mí. Solo tenía… curiosidad —cuando sigo sin decir nada, ella mira hacia
otro lado, sus mejillas arden—. Probablemente no, ¿verdad? Un hombre
como tú probablemente no cree en el amor en absoluto.
—¿Qué es “un hombre como yo”?
Ella se encoge de hombros. —Alguien cuya vida gira en torno al poder,
la violencia y el control. El amor es la única moneda que no es
transaccional. Es completamente sincero y completamente desinteresado.
—Parece que debería contarte como un creyente, entonces.
Kinsley me suelta una risita avergonzada. —Me temo que sí. Quizá sigo
siendo la misma niña ingenua que sacaste de ese río —suspira y apoya su
cabeza en mi pecho—. ¿Puedo preguntarte algo?
—Puedes preguntarme lo que sea. No puedo prometer una respuesta
siempre.
Ella pone los ojos en blanco ante mi carácter críptico, pero avanza de
todos modos. —El día que nos conocimos, ¿cuál era tu plan?
Suspiro y recuerdo, aunque no tengo que pensar demasiado: ese día ha
quedado grabado en algún lugar permanente de mi cerebro. —Realmente,
no tenía uno. Estaba improvisando. Necesitaba llegar al lugar de recogida
que Petro había arreglado. Pero, como la policía estaba en alerta máxima,
necesitaba pasar desapercibido por un tiempo. Mi única otra opción era…
—Una coartada.
Asiento con la cabeza.
—Así que estuve en el lugar equivocado en el momento equivocado.
Me encojo de hombros y acaricio un mechón de cabello caído de su
rostro. —Prefiero pensar que estuviste en el lugar correcto en el momento
correcto.
Kinsley frunce los labios mientras piensa en eso. —Una pregunta más
—dice tras un rato de solo respirar y pensar—. A la mañana siguiente…
¿consideraste decir adiós?
Tampoco tengo que pensarlo mucho. —Yo no me despido.
Ella asiente de nuevo, un poco seca y profesionalmente, como si todavía
le doliera, pero lo estuviera esperando esta vez. —Yo nunca me despedí de
mi padre. Antes de irme, quiero decir.
Alzo las cejas. —¿Tu padre está vivo? —pregunto—. Supuse que había
muerto.
—No, papá sigue tambaleándose. Viviendo en la misma casa, en el
mismo trabajo. Ahora está semi retirado.
—Te mantienes al tanto.
—No sé por qué lo hago —admite—. Supongo que una parte de mí
todavía se siente culpable por haberme ido como me fui.
—Él no se sintió mal por golpear a tu madre mientras tú mirabas —
señalo—. ¿Por qué deberías sentirte mal por dejarlo sin mirar atrás?
—Lo sé. Es por eso que, cada vez que me siento culpable por haberme
ido, termino sintiéndome culpable por sentirme culpable. ¿Tiene sentido?
—No. Pero lo entiendo.
Ella sonríe. Luego, lentamente, la sonrisa se escapa de su rostro. —En
cierto modo, irme así era la única forma a mi alcance para hacerle saber lo
mucho que odiaba lo que le había hecho —dice—. No tuve las agallas para
pelear con él como hubiera querido. Podría haber… —ella me mira a los
ojos, desesperada por una absolución que no puedo darle—. Me sentía tan
impotente en esa casa. A veces todavía tengo esa sensación. Sobre todo con
Isla.
—Isla hará su propia felicidad. Es solo que no lo sabe todavía.
Los ojos de Kinsley brillan con fiereza. —Soy su madre. Debería ser
capaz de mantener feliz a mi propia hija. Quería hacerlo mucho mejor que
mis padres. No quería repetir viejos errores.
—No lo harás.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque estás tan preocupada por eso —me apoyo en mi codo y la
miro—. Hablo por experiencia, Kinsley. Cargo mis propios demonios. A
algunos los he matado, y a otros todavía no.
Debería decirle más. Demonios, una parte de mí quiere decírselo,
aunque solo sea por un extraño sentido de justicia. Ella me ha contado toda
la historia de su vida en pocas palabras, y yo le ofrezco migajas a cambio.
Se inclina y besa un lado de mi cuello, todavía gloriosamente desnuda y
cada vez más cómoda con ese hecho.
—Si no quieres decir…
¡RIIIING!
Kinsley se aleja con un grito ahogado. —¡Mi teléfono! —exclama—.
Joder, mi teléfono…
—En tu bolso —digo, señalando el bolso que está tirado justo debajo de
su vestido.
Ella lo agarra y saca el teléfono que suena. —¿Hola? —dice sin aliento
—. ¿Sí? ¿Qué quieres decir…? No, ella no está con nosotros… No…, estaré
ahí enseguida.
Ella cuelga, sus ojos llenos de pánico.
Y, justo así, mi corazón se parte en dos.
—Isla se ha ido —susurra—. Su amiga… la niña con la que estaba…
están diciendo… están diciendo… —rompe en un sollozo de pánico.
La agarro. —Respira. La encontraremos. Vístete e iremos a buscar a
nuestra hija.
Se pone de pie temblorosamente, pero soy yo quien tiene que volver a
ponerle el vestido. Ella no está en posición de hacer nada más que temblar.
—Vamos —le digo una vez que está vestida, tomándola de la mano y
sacándola del laboratorio.
Corremos por los pasillos de regreso al gimnasio al otro lado del
edificio. Kinsley no dice ni una palabra, pero puedo sentir su miedo. Late
como un tambor en mi cabeza, ahogando cualquier otro pensamiento.
Podría ser un simple malentendido.
O podría ser el único demonio que escapó de mi bala.
Irrumpimos en el gimnasio, pero la escena ha cambiado
significativamente. La mayoría de los voluntarios y el personal se
congregan a la izquierda del espacio, sus expresiones son graves. Kinsley
me sacude la mano y vuela hacia un hombre mayor, en el centro de la
multitud.
—¡Colin! —grita Kinsley—. Isla… ¿dónde está?
En ese momento, noto a la niña con la que hablaba Isla cuando Kinsley
y yo salimos del gimnasio. Mientras Kinsley habla con el director, me
acerco a la niña, que llora en silencio entre sus palmas. Sus padres están
sentados a ambos lados de ella, con expresiones sombrías, haciendo todo lo
posible por consolar a su hija.
Me agacho sobre una rodilla. —Soy el papá de Isla. ¿Cómo te llamas?
—M-M-Molly —tartamudea entre lágrimas.
—No está en condiciones de volver a explicar esto —dice la madre de
Molly con firmeza.
Miro directamente a la mujer. —Solo necesito escuchar el relato de
Molly sobre lo que sucedió. No tomará más que un minuto.
Los padres intercambian una mirada, y luego la madre asiente. —Molly,
cariño, ¿le dirás al papá de Isla lo que pasó?
—Realmente no lo sé —solloza Molly—. Fuimos juntas al baño.
Escuché a Isla salir de su cabina y comenzar a lavarse las manos. Y luego…
la escuché gritar.
Me estremezco y cierro los ojos. Ya sé a dónde va esto. La historia se
repite. El eco de un dolor que he sentido antes, hace doce largos años.
Molly se estremece y continúa. —Escuché un portazo y luego… me
asusté. Así que no salí de mi cabina durante mucho tiempo. Cuando salí,
Isla se había ido.
Me paro, con los puños temblando por la emoción reprimida. —Gracias,
Molly —gruño. Luego, doy media vuelta y me alejo.
Mientras me voy, saco mi teléfono de mi bolsillo. Mis dedos encuentran
lo que estoy buscando instintivamente, automáticamente, aunque ha pasado
mucho, mucho tiempo desde la última vez que llamé a este número. Una
parte de mí siempre supo que lo necesitaría algún día.
Ring. Ring. Ring. Ring.
—Vamos —le gruño al teléfono—. Atiende, hijo de puta.
—Daniil, ¿a quién llamas? —pregunta Kinsley detrás de mí. La ignoro.
Ring. Ring… Clic.
—Daniil.
—¿Tú la tienes, bastardo? —gruño tan pronto como escucho su
respiración entrecortada.
Gregor Semenov se limita a reír. —Se han cometido errores, hijo. Sobre
todo tú.
Luego, la línea se corta.
Continuará

L a historia de Daniil y Kinsley continúa en el Libro 2 del dúo de la Bratva


Vlasov, Arrogante Equivocación.

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