Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
MENTIROSO
LA MAFIA MAZZEO
LIBRO 1
NICOLE FOX
ÍNDICE
Mi lista de correo
Otras Obras de Nicole Fox
Arrullo del Mentiroso
1. Charlotte
2. Lucio
3. Lucio
4. Charlotte
5. Lucio
6. Lucio
7. Charlotte
8. Lucio
9. Charlotte
10. Charlotte
11. Lucio
12. Charlotte
13. Lucio
14. Charlotte
15. Lucio
16. Charlotte
17. Lucio
18. Charlotte
19. Charlotte
20. Lucio
21. Lucio
22. Charlotte
23. Lucio
24. Charlotte
25. Lucio
26. Charlotte
27. Charlotte
28. Lucio
29. Charlotte
30. Lucio
31. Charlotte
32. Lucio
33. Charlotte
34. Lucio
35. Charlotte
36. Lucio
37. Lucio
38. Charlotte
39. Lucio
40. Charlotte
41. Lucio
42. Charlotte
43. Lucio
44. Charlotte
45. Lucio
46. Charlotte
Copyright © 2022 por Nicole Fox
Reservados todos los derechos.
Ninguna parte de este libro puede reproducirse de ninguna forma ni por ningún
medio electrónico o mecánico, incluidos los sistemas de almacenamiento y
recuperación de información, sin el permiso por escrito del autor, excepto para el
uso de citas breves en una reseña del libro.
MI LISTA DE CORREO
Hija.
La palabra parece grande.
Pesada.
No es una palabra que me pertenezca. A mi mundo.
—¿Hija?, —repito entumecido—. Eso no es posible.
—Sí, —dice Adriano con cautela—. Eso pensé yo también.
Pero Lucio, hermano… ella tiene tus ojos.
Mis ojos.
Los ojos que había heredado de mi madre.
—Mucha gente tiene los ojos grises, rechazo el comentario.
Adriano está claramente poco convencido. Sacude la cabeza.
—No como los tuyos. Son jodidamente extraños.
Me aparto de él para mirar por el enorme ventanal que hay
detrás de mi escritorio. Es tarde por la noche. Más allá de la
hora que los niños deben irse a dormir.
—¿Con quién apareció? —pregunto.
—Nadie.
Me doy la vuelta. —¿Estaba sola fuera del recinto?
Adriano asiente. —Yo mismo comprobé la grabación de la
cámara. La muestra caminando hacia la puerta del complejo a
las once y dieciséis. Quienquiera que la dejara sabía lo
suficiente para mantenerse fuera de la vista de las cámaras,
supongo.
—Maldición, —respiro—. ¿Dónde está?
—A fuera, en la zona común, —responde Adriano—. Franco
está con ella ahora.
Entiendo por qué Franco se ha quedado con la niña. Mi
teniente tiene cinco hijos, y a pesar de su enorme estatura y sus
tatuajes salvajes, tiene una presencia tranquilizadora.
Pasa un momento tenso.
No sé qué pensar.
Qué hacer.
Cómo sentirme.
—¿Quieres… verla? —pregunta Adriano finalmente.
Tengo que hacerlo.
No porque yo quiera.
Sino porque necesito saber si realmente es mía.
Asiento con la cabeza. —Tráela.
Adriano se dirige inmediatamente hacia la puerta. —Además,
sólo para que sepas, ella es un poco asustadiza.
—Sospecharía de lo contrario.
Gruñe y desaparece. Aprovecho para intentar entender qué
coño está pasando.
Nada de esto parece una coincidencia.
¿Primero Charlotte, luego una misteriosa niña de ojos grises?
Mi primer instinto es la cautela. Aquí hay algo en juego.
Necesito estar alerta.
Pero mi atención se desvía hacia el dragón escupe-fuego de
ojos azules que acabo de enviar al sótano.
Estoy acostumbrado a ser tirado en una docena de direcciones
diferentes. Todo forma parte de dirigir la mafia más temida de
la ciudad.
Pero estos no son los problemas a los que estoy acostumbrado
a enfrentarme habitualmente.
La puerta se abre de par en par cuando Adriano regresa. Se
detiene en el umbral y mira hacia atrás por encima del
hombro.
—Vamos, —me dice, con una voz más suave que nunca—. No
pasa nada. No debes tener miedo.
No estoy seguro de que sea lo correcto decirle eso a nadie, y
menos a una niña.
Sobre todo, porque es mentira.
Por si mi presencia física no fuera ya lo bastante imponente,
también tengo tatuados ambos brazos, el pecho y la parte
delantera del cuello.
La mayoría de mis cicatrices son fáciles de pasar por alto,
incluida la que serpentea por mi brazo derecho.
Pero la cicatriz de mi cara es menos sutil. Me atraviesa el ojo,
me corta la ceja y baja por la mejilla como una luna creciente.
Oigo el arrastrar de pies pequeños.
Un segundo después, veo unas pequeñas zapatillas blancas con
cordones rosa brillante.
Y entonces ella está allí.
Indefensa, real y retorciéndose en sí misma como si deseara
desaparecer de mi vista.
Se acerca a Adriano, con la cabeza inclinada hacia sus pies.
Una cortina de pelo rubio como el sol oculta su rostro. Justo
como ella quiere, estoy seguro.
Lleva unos pantalones azul claro y un jersey blanco con el
dibujo de un mono en la parte delantera. Su pequeño cuerpo
está tenso, pero al mirarla más de cerca me doy cuenta de que
es porque está temblando.
—Ven aquí —le ordeno.
A diferencia de Adriano, mi tono no es suave.
No es una elección consciente. Más de una década de mando
me ha convertido en lo que soy. No queda ni una pizca de
ternura en mí.
Si es que había alguna, para empezar. A pesar de todo, la chica
no se mueve.
Miro a Adriano y le hago un gesto brusco con la cabeza. Le
pone la mano en la espalda y le da un pequeño empujón en mi
dirección.
Avanza arrastrando los pies por el suelo alfombrado. Pero
sigue negándose a levantar la vista.
Hay algo en el encorvamiento de sus hombros y el temblor
apenas perceptible que me hace arrodillarme ante ella.
Veo su pequeña nariz, sus mejillas sonrosadas y la forma
arqueada de sus labios.
Entonces, como si no pudiera contener más su curiosidad,
levanta la cara. Sus ojos se abren de par en par mientras
estudia mis rasgos del mismo modo que yo estudio los suyos.
Ahora entiendo a qué se refería Adriano con lo de los ojos.
Me veo a mí mismo cuando los miro.
Veo a mi madre.
El tono gris plata del contorno de sus ojos le hacen resaltar su
mirada, tan brillante, tan hermosa, ingenua he inmaculado. La
única otra vez que he visto un tono gris tan claro es cuando me
miro al espejo.
Es desconcertante como el infierno.
Una vez superado el shock de sus ojos, me centro en su
expresión. Está entre el miedo y la incertidumbre.
¿Y tal vez el más mínimo atisbo de asombro?
Tal vez ella ve lo que yo veo. Un poco de su propia alma
reflejada en el rostro de otro.
—¿Cómo te llamas? —pregunto. Mi tono áspero se ha
suavizado por sí solo.
Duda antes de susurrar. —Evie.
—¿Es el diminutivo de algo?
—Evelyn. —Su nariz se arruga, sólo un poco.
La comisura de mis labios se tuerce. —¿No te gusta tu nombre
completo?
—Me gusta más Evie.
—¿Cuántos años tienes?
—Seis y medio, —responde. No puede evitar decirlo con
orgullo. Como si fuera una medalla de honor.
Pero estoy demasiado ocupado haciendo cuentas en mi cabeza
para darme cuenta de lo que me dice. Cuento hacia atrás y
hacia atrás y hacia atrás, con una creciente sensación de frío
pavor en el estómago.
Seis y medio.
Maldición.
Todo coincide.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —le pregunto bruscamente.
Vuelve la dureza. Evie se estremece al oírla tan cerca de su
cara.
—Me trajo un hombre, —gimotea—. Me dijo que fuera a
llamar a la puerta. Tenía una nota… pero ese hombre se la
llevó.
Sus ojos se deslizan hacia Adriano acusadoramente.
Despliega un papel blanco y me lo entrega. No reconozco la
letra.
Sólo hay unas pocas palabras escritas en la hoja rayada. Tres
frases. Cada una me golpea como un cuchillo afilado en el
pecho.
Es tu hija.
Su madre está muerta.
Ahora es tu responsabilidad.
El pavor aumenta. Un hombre más débil habría caído de
rodillas. Apenas consigo mantenerme erguido. Para seguir
respirando y volver a concentrarme tras esta brutal conmoción
de mi mundo.
Vuelvo a leer las palabras. Hija. Madre. Muerta.
Levanto la mirada para mirar a Adriano desde donde estoy
arrodillado en la alfombra.
—¿Esto es todo?
La niña retrocede ante la furia de mi rostro. Le tiembla el labio
inferior.
Intento contener mi ira para no asustarla, pero me resulta
sorprendentemente difícil. La moderación nunca ha sido
necesaria en mi mundo.
Adriano se encoge de hombros. A estas alturas sabe tanto
como yo. Pero estoy seguro de que ha leído la nota y ha hecho
los mismos cálculos que yo.
Entiende lo que significa, igual que yo.
Pero necesito más información.
—¿Quién era el hombre que te trajo aquí? —le pregunto a
Evie.
Se estremece de nuevo y vuelve a bajar la barbilla al suelo.
Está asustada. Demasiado asustada para hablar.
Gruño e intento repetir mi pregunta con voz más suave. —
¿Quién te ha traído?
—No lo sé —responde. Su voz es tan pequeña y frágil como
ella.
—¿Qué aspecto tenía?
—No me acuerdo.
—Evie, —digo, intentando alejar la impaciencia. Su nombre
suena torpe y equivocado en mi lengua—. Intenta recordarlo.
Ahora el temblor es más pronunciado. Incluso Adriano lo nota,
y sólo por eso da un paso al frente.
—No pasa nada —le dice intentado reconfortarla.
Me pongo en pie y vuelvo a mi mesa. Necesito poner la mayor
distancia posible entre la niña y yo.
Me siento un poco mejor cuando vuelvo a acomodarme en mi
asiento. Me recuerda quién soy, Lucio Mazzeo, Jefe de la
mafia Mazzeo.
Es sólo una niña que se ha equivocado al entrar en mi mundo.
—¿Dónde está tu madre? —le pregunto.
No expreso la razón subyacente de mi pregunta. La verdad es
que no creo que su madre esté muerta.
Ya no.
Pero esta vez Evie no responde. Todo lo que consigo es un
movimiento de cabeza sin compromiso.
—¿No lo sabes?
Vuelve a sacudir la cabeza.
—¿Sabes quién soy? —pregunto.
Hay una larga pausa.
—Mi papá —dice— aunque suena insegura.
—¿Quién te ha dicho eso? —pregunto—. ¿El hombre que te
trajo aquí?
Ella asiente.
—¿Qué piensas de todo esto?
Abre mucho los ojos y enseguida me arrepiento de haber
hecho la pregunta. Para empezar, es demasiado joven para
contestar.
—Te ves… aterrador —dice.
Casi sonrío. —Eres observadora.
—¿Das miedo?
Levanto las cejas. —A veces.
Vuelve a bajar la cabeza, ocultando su expresión. Dice algo,
pero en voz tan baja que no la oigo.
—¿Qué has dicho?
Junta sus manitas. —Quiero irme a casa, —dice, y esta vez se
le quiebra la voz.
Empieza a llorar.
Me quedo ahí sentado, completamente incapaz de consolarla.
Adriano me mira. Tampoco sabe qué hacer.
—Llévala a la sala común, —le digo, hablando por encima de
sus sollozos—. Mantenla allí hasta que decida qué hacer.
Adriano saca a la pequeña de mi despacho. La puerta se cierra
y se hace de nuevo el silencio.
Pero es un silencio completamente extraño. Como si todo mi
mundo acabara de cambiar.
Todo se siente mal. Fuera de lugar. Roto.
Miro fijamente la nota de tres frases que había acompañado a
Evie hasta aquí.
«Es tu hija. Su madre está muerta. Ahora es tu
responsabilidad»
Sin explicaciones.
Sin detalles.
Sólo misterios envueltos en más misterios.
Me despierto al amanecer.
La luz se filtra por las lamas de mis persianas. Tardo unos
segundos en sacudirme el sueño y ponerme en pie.
Debería estar pensando en la amenaza polaca.
Debería…
Si no fuera por la sirena de ojos azules que sigue colándose en
mi cabeza, desalojando todo lo demás.
Me ducho rápidamente. El agua caliente me ayuda a deshacer
los nudos de la espalda.
Cuando termino, me pongo unos pantalones y vuelvo a mi
dormitorio. Suena un golpe musical en mi puerta.
Sólo una persona en mi vida puede golpear así.
—Está abierto, Adriano —refunfuño.
Entra un segundo después, armado con su sonrisa perpetua.
—¿Cómo sabías que era yo? —pregunta Adriano.
—¿Quién más golpea una puerta como un maldito Beethoven?
—Se llama «whimsy». Y es francés.
—¿Acabas de decir «whimsy»? —pregunto—. Creo que has
ejemplificado mi punto. Y no, por el amor de Dios, no es
francés.
Adriano pone los ojos en blanco. —Sigue me insultando y
puede que no te dé la buena noticia.
—¿Has solucionado el problema polaco?
Parpadea. —Eh… Bueno, no importa, puede que no te cuente
la noticia después de todo.
—¿Qué noticias hay?
Abro las puertas de mi vestidor y examino las camisas.
Adriano me sigue. Por su aire satisfecho, me doy cuenta de
que está contento con la información que ha conseguido.
—Staffordshire Preparatory Academy —anuncia con orgullo
—. He investigado y es la mejor escuela privada del estado,
por no decir una de las mejores escuelas de todo el maldito
país.
Saca una carpeta y me la entrega.
Hojeo las páginas despreocupadamente, hasta que me fijo en
un detalle que me llama la atención.
—Esta es una escuela católica.
—Ah, claro. Eso.
—Sí, eso —repito—. Puede que se te haya escapado, pero no
soy muy religiosa. No encaja exactamente con mi estilo de
vida.
—Sí, sí, lo sé —refuta—. Pero entrar en este colegio
significará la aceptación garantizada en algunos de los mejores
internados del país cuando esté preparada.
—¿Internados?
—A lo grande —dice Adriano, claramente satisfecho de sí
mismo—. Puedes dejar a la chica fuera la mayor parte del año.
Sólo volverá durante los veranos y las vacaciones de Navidad.
Te quitas un peso de encima.
Vuelvo a mirar la carpeta y hojeo el folleto de Staffordshire.
Sin duda, la escuela tiene un aspecto a un palacio.
Caro a más no poder, también, aunque obviamente el dinero
no es un problema para mí.
—Me he tomado la libertad de concertar una reunión con el
decano de la facultad —me dice Adriano—. Aunque…Le
miro, con una ceja enarcada. —¿Aunque qué?
—Tendrás que llevar a la niña —termina.
Gruño y vuelvo a hojear el folleto.
—Una escuela católica, ¿Eh? vuelvo a decir, más que nada
para mí misma. —¿Significa lo que creo que significa?
Tengo la creciente sospecha de que hay otro elemento en el
plan de Adriano que aún no ha revelado.
Un elemento que realmente no me va a gustar.
Me mira a los ojos. —Bueno… un poco de actuación es todo
lo que haría falta —dice, con un encogimiento de hombros
demasiado practicado para ser casual—. Quiero decir, ya
sabes, podría ser divertido.
Lo sabía, maldición.
—Vete a la mierda —le digo, pasando a su lado. Me echo el
folleto al hombro. Las páginas salen volando.
—¡De nada por todo mi duro trabajo! —me grita.
Su voz se va apagando a medida que avanzo por el pasillo,
pero aún puedo oírle imitándome y diciendo, —Qué haría yo
sin ti, Adriano? Eres sencillamente lo más valioso…
Sigo hasta que los muros de piedra lo ahogan por completo.
Entonces me detengo frente a las habitaciones comunicadas de
Evie y Charlotte.
Lorenzo no aparece por ninguna parte, pero no importa,
porque tengo las llaves de las dos puertas. Resulta que ambas
ya han sido abiertas.
Me asomo al interior, pero está claro que no hay nadie.
Raro.
Vuelvo sobre mis pasos y me dirijo al cuerpo principal de la
mansión. Me cruzo con Catalina, una de las criadas, mientras
pasa la aspiradora por uno de los pasillos.
—Catalina —le digo—. ¿Has visto a la niñera?
—Sí, señor, se apresura a decir. —Creo que están en la cocina.
La señorita tenía hambre.
Aún es temprano, así que me sorprende que ambas estén
levantadas a esta hora. Me dirijo directamente a la cocina,
impulsado por una sensación que me revuelve las tripas y a la
que no puedo poner nombre.
Al acercarme, oigo sus voces.
La cocina es un enorme espacio abierto, con paredes en su
mayoría de cristal. La isla central es un océano de mármol
rodeado de taburetes curvados.
Encima de todo eso hay paneles de teca con iluminación
empotrada, así como largas ranuras para colgar copas de vino
y similares.
Evie está sentada en uno de los taburetes, riéndose de algo. Su
juguete de aspecto extraño está en la barra de la isla, a su lado.
Charlotte está de pie junto a la estufa, de espaldas a mí. Su
pelo castaño oscuro le cae por la espalda en suaves ondas.
Lleva una camiseta gris suave y unos vaqueros azules
ajustados que le abrazan el culo a la perfección.
—¿Mermelada o sirope de arce? —Charlotte le pregunta a la
niña, aún ajena a mi presencia.
—¡Ambos! —Evie le responde exaltada, aplaudiendo. Todavía
no se ha fijado en mí.
La niña es tan diferente con Charlotte que conmigo.
Al menos tomé una decisión decente.
Y entonces mi zapato hace un ruido agudo en el suelo de
madera.
Evie se gira y, cuando ve que soy yo, se le borra la sonrisa de
la cara al instante.
Sin embargo, es la forma en que coge el ornitorrinco de la
mesa y lo protege lo que hace que me duela el pecho.
—¿Evie? —Charlotte dice. Sin duda preguntándose por qué se
ha quedado callada de repente.
Echa un vistazo por encima del hombro, ve la férrea
mandíbula de mi hija y se da la vuelta para ver la causa.
Su rostro experimenta una oleada similar de emociones.
Sorpresa, tal vez una sacudida de miedo… y luego se endurece
y se pone a la defensiva. Dientes apretados. Ojos calientes y a
la defensiva.
Incluso noto los nudillos blancos de su mano asomando
mientras empuña la espátula como si fuera un arma.
—Mira a quién tenemos aquí —dice con voz de broma—. El
gran jefe.
Frunzo el ceño. —¿Dónde está Magda?
—Por lo visto, hoy no viene hasta las siete y media —contesta
Charlotte. Juguetea con algo en la cocina y se vuelve hacia mí
con una sartén en la mano.
Echo un vistazo a su contenido.
¿Waffles? ¿Está haciendo waffles?
Oigo la voz de Adriano en mi cabeza. Eso es definitivamente
francés.
Me muerdo una risa amarga y vuelvo a centrar mi atención en
las dos mujeres de mi cocina.
Las dos me ignoran. Charlotte desliza el gofre fresco en el
plato delante de Evie, pero la niña apenas reconoce su
desayuno.
Charlotte pasa la mano por los hombros de la niña y le da un
apretón tranquilizador.
Conversaciones invisibles se suceden delante de mí.
Sobre mí.
A pesar de mí.
No me gusta nada esa mierda.
Mi primer instinto es la ira. Pero las palabras de Adriano
resuenan en mi subconsciente como una campana de alarma.
Sé el padre que desearías haber tenido cuando eras pequeño.
Respiro hondo y trato de dejar salir toda la mierda que bulle en
mi interior, caliente, fundida y oscura.
—Buenos días, Evelyn —le digo con frialdad. Entonces
recuerdo que ella prefiere la versión corta. —Evie, quiero
decir.
Me mira a través de las pestañas, con cautela, como un animal
salvaje que aún está intentando averiguar mis intenciones, y se
inclina un poco hacia Charlotte.
El peluche permanece acurrucado entre sus brazos, aplastado
contra su pecho.
—Buenos días —dice con voz pequeña y tímida.
—Te has levantado temprano. Le respondo.
Ella asiente.
No me jodas. No hay tortura como una conversación con una
niña de seis años asustada.
—¿Dormiste… —Me aclaro la garganta y termino—
¿Dormiste bien?
Vuelve a asentir. Todavía vacilante. Todavía tímida.
Esa opresión en mi pecho se aprieta más.
—Tuve un mal sueño. Pero aún así dormí bien.
—Un mal sueño, repito.
Empiezo a acercarme antes de darme cuenta de que Charlotte
está tensa, así que me detengo a unos metros de ellas.
Me parece ridículo, es mi maldita casa, puedo ir adonde me
plazca. Pero me detengo de todos modos.
—¿De qué se trataba?
—Soñé que había un hombre en mi habitación —dice
solemnemente.
—Eso debe haber sido aterrador.
Se encoge de hombros. —Charlotte estaba conmigo.
Charlotte le da una palmadita. —¿Por qué no desayunas? —le
dice—. ¿Qué crees que quiere Paulie, mermelada o sirope de
arce?
—Sirope de arce —responde Evie definitivamente.
—Buena elección —asiente Charlotte, cogiendo el sirope.
Sólo han pasado unos días, pero ya se les ve tan cómodas la
una con la otra. Tan a gusto.
Tan diferente a lo que cualquiera de ellas hace a mi alrededor.
—Tengo algo que decirte —digo con una mueca de
incomodidad.
—Claro. —Charlotte deja el sirope y rodea la isla de la cocina
hasta que está al otro lado conmigo. Ahora sólo nos separan
dos taburetes— Soy toda oídos.
—Estoy estudiando la posibilidad de matricular a Evel… Evie,
en un colegio privado no muy lejos de aquí —le digo—. La
reunión es mañana. Necesito que vengas con nosotros.
Ella frunce el ceño. —Vale. Supongo que no tengo otra
opción, ¿Verdad?
No me molesto en contestar. No sé ni por dónde empezar.
En vez de eso, le digo, «vas a necesitar ropa nueva».
Otro ceño fruncido. —¿Por qué? —pregunta desconfiada.
—Porque cuando vayamos a esta reunión, no vas a ser la
niñera.
Ladea la cabeza y me mira con curiosidad. —No te entiendo.
—Staffordshire es una de las mejores escuelas del país —
Siento la necesidad de decirle eso, Dios sabe por qué—. Pero
también resulta que es una escuela católica.
—Vale… —dice ella—. Todavía no te entiendo.
—Evie tiene muchas más posibilidades de ser aceptada si tiene
dos padres. Dos padres casados.
Me mira sin expresión durante un momento.
Entonces se echa a reír.
—Me estás tomando el pelo.
Hago una mueca. —No bromeo.
Evie mira su plato con intensidad y susurra a Paulie. Charlotte
se gira y mira también a la chica, mientras mueve la cabeza
con total incredulidad ante este inesperado giro de los
acontecimientos.
—Sólo serán unas horas —añado.
—No voy a fingir ser tu puta esposa —insiste Charlotte,
bajando la voz para que Evie no pueda escuchar.
Levanto las cejas y sonrío.
—¿Por qué sonríes? —me dice.
—Me divierte que pienses que tienes elección aquí.
Aprieta los dientes. —¡Esto es ridículo! —dice levantando las
manos—. ¿No puedes simplemente decir que eres viudo?
¿Que tu mujer murió en un trágico accidente de coche o una
mierda así?
—No quiero entrar en una elaborada historia triste —explico
—. Me presento con una esposa y no habrá preguntas. Así es
más sencillo.
—Tenemos definiciones muy diferentes de lo que es «simple».
—Afortunadamente, mi definición es la única que importa.
Sus ojos azules están llenos de lucha, como siempre.
Pero una mirada hacia Evie, y el fuego se atenúa.
Tomo buena nota de ello.
Pero sigue dudando. Y aunque lo digo en serio, yo tomo las
decisiones, hay una voz exasperante en mi cabeza que me insta
a seguir convenciéndola.
Que gane su cooperación.
Que no exija su sumisión.
—Esto es por Evie. Entrar en esta escuela podría decidir todo
su futuro académico. Podrá elegir entre las mejores escuelas
hasta que se vaya a la universidad.
Eso definitivamente tiene un impacto.
Charlotte suspira profundamente.
Mis ojos se posan en la profunda V de su camiseta. Su escote
es sutil pero efectivo, y siento que mi polla responde de
inmediato.
Al instante me acuerdo de la ducha.
Agua caliente cayendo por sus curvas.
El sudor aferrándose a sus pezones, la curva de su cuello.
Esas manos diminutas y hábiles, dando vueltas cada vez más
abajo y…
—Bien —interrumpe—. Me aguantaré. Pero sólo lo hago por
Evie.
—No me importa por quién lo hagas —digo—. Sólo me
importa que lo hagas.
Entrecierra los ojos y el azul se convierte en acero. —Algún
día te importarán mis razones.
—Yo que tú esperaría sentada.
Empiezo a apartarme de ella. Hemos terminado aquí.
—Espera, me dice apresuradamente.
Miro por encima del hombro.
—¿Qué demonios quieres que me ponga para esta estúpida
reunión? —pregunta.
—Te mandaré ropa a tu habitació, —le digo.
—¿No me vas a dejar elegir mi maldita ropa? —me refunfuña.
—Como dije, yo tomo las decisiones.
Estoy a punto de irme de nuevo, pero ella me detiene una vez
más.
—Y otra cosa…
Suspiro. —Hazlo rápido —digo—. Tengo cosas que hacer.
Si ella supiera que no estoy ni la mitad de molesto de lo que
finjo estar.
—Enzo nos encierra a Evie y a mí en nuestras habitaciones a
las ocho cada noche, me recuerda.
—¿Y?
—Y es demasiado temprano —dice como si fuera obvio—.
Quiero que retrasen la hora a las diez.
Frunzo el ceño. —La niña tiene seis años. ¿Por qué tiene que
estar levantada hasta las diez?
—Lo pido para mí.
—Tampoco tienes que estar levantada hasta las diez.
La terquedad de su mandíbula sólo me hace redoblar la
apuesta.
—¿A dónde piensas ir de todos modos? —le pregunto.
—Quizá quiera darme un chapuzón nocturno —sugiere—.
¿Qué más da?
Hago un gesto despectivo con la mano. —El toque de queda es
a las ocho —digo. Acéptalo.
—Bien —dice ella—. Entonces quizás no esté de humor para
hacer de tu falsa esposa.
Giro lentamente. Mis ojos encuentran los suyos y los
mantienen como rehenes mientras acorto la distancia que nos
separa.
Se mantiene firme, pero veo que su columna se arquea hacia
atrás como si cada célula de su cuerpo quisiera huir de mí.
Me inclino, tan cerca que nuestras narices casi se tocan.
—¿De verdad quieres hacer que me enfade más? —pregunto,
con la voz apenas más alta que un susurro—. ¿Quieres saber
de lo que soy capaz cuando me enfado?
Traga saliva.
La subida y bajada de su pecho me distrae.
Su aroma llena mis fosas nasales.
El impulso de tocarla es fuerte. Casi abrumadora.
Pero soy demasiado consciente de la niña.
Nos está observando. Puedo sentir su pánico desde aquí.
Evidentemente, Charlotte también.
—No lo hagas —suplica Charlotte en voz baja—. Ella está
mirando.
Me enderezo y suelto una larga y lenta exhalación. Charlotte
respira al mismo tiempo y le lanza a Evie una sonrisa de no te
preocupes por encima del hombro.
Pero cuando se vuelve hacia mí, sus mejillas están sonrojadas
por la derrota.
—El toque de queda es a las ocho, repite entumecida.
Asiento con la cabeza. —Me alegro de que lo hayamos
aclarado.
Sus ojos me miran desafiantes mientras me alejo de ella.
He ganado la batalla. Una batalla que no me importa en
absoluto.
Pero es importante sentar precedentes.
Aunque algo me diga que esta mujer no es como ninguna otra
que haya conocido.
No se doblega a mi voluntad.
Está aprendiendo.
Se está adaptando.
Está al acecho.
Por supuesto, al final no importará.
Nunca he conocido un pájaro cuyas alas no pudiera romper.
12
CHARLOTTE
AL DÍA SIGUIENTE, DE CAMINO A STAFFORDSHIRE
PREPARATORY ACADEMY
Quiero gritar.
¿Qué demonios está haciendo Vanessa aquí?
Y lo que es más importante, ¿cómo sabía dónde encontrarme?
La miro fijamente, intentando deducir alguna respuesta de su
expresión, pero lo único que veo es una obstinada
determinación.
Pero eso es bastante normal.
—Tu amiga intentó colarse en mi recinto —me informa Lucio.
Su tono vuelve a ser gélido. Tan frío que casi me estremezco
—. «Colarse» podría ser un poco demasiado generoso, en
realidad.
Hay dos guardias de Lucio a cada lado de Vanesa. La tienen
bien agarrada, pero ella trata de quitárselos de encima.
Me vuelvo hacia Lucio. —Déjame hablar con ella —le pido—.
A solas.
Se ríe burlonamente. —¿Me estás tomando el pelo?
Me acerco a él y, sorprendiéndome a mí misma, le cojo de la
mano.
—Por favor —suplico.
Sus ojos se abren de par en par. Está claro que nunca pensó
que le suplicaría algo.
Yo tampoco.
Pero por Vanessa, estoy dispuesta a tragarme mi orgullo.
—Lucio, es mi mejor amiga —le digo—. Es lo más parecido a
una familia que tengo. Sólo te pido quince minutos.
Soy muy consciente de que Vanessa sigue luchando contra los
dos hombres que intentan contenerla. La conozco lo suficiente
como para saber que sus poderes de autoconservación a veces
pueden tomarse unas vacaciones.
Mientras hablamos, les está escupiendo y gritando, —
¡Suéltenme, tarados!
—¿Todos tus amigos tienen ganas de morir? —me pregunta
Lucio seriamente.
—Por favor, no le hagas daño. Le imploro.
—¿Crees que hacerme daño te hace grande y duro? —le ladra
Vanessa—. ¿Crees que eso demuestra algo? ¿Te excita herir a
mujeres inocentes e indefensas?
Lucio se vuelve y la mira con toda concentración, pensando en
qué hacer con ella. Incluso Vanessa se estremece un poco.
—En primer lugar —entona—, no hay nada remotamente
inocente en ti. En segundo lugar, esa boca tuya es un arma en
sí misma.
—La adulación no te llevará a ninguna parte —se burla
Vanessa con sarcasmo.
—Oh, no intento adularte —le asegura Lucio—. Te lo
advierto. Estás sobrepasada, pequeña.
—No soy pequeña —responde ella—. Ven aquí y te mostraré
lo pequeña que no soy.
Frunzo el ceño y me interpongo entre Vanesa y Lucio. —¡Ya
basta! Vanessa, cállate.
Me mira como si fuera una traidora, pero la ignoro por ahora y
me vuelvo hacia Lucio. Me interrumpe antes de que pueda
empezar a exponer mi caso.
—¿Dónde está Evie? —pregunta.
—En la cocina. Enzo está con ella.
—Enzo no es la niñera —gruñe—. Deberías estar con ella.
—Grítame luego, todo lo que quieras —le digo—. Ni siquiera
me defenderé. Sólo dame esto. Quince minutos es todo lo que
necesito.
Sigue mirando a Vanessa, pero un segundo después, su mirada
vuelve a dirigirse a mí.
—Tienes diez.
No discuto. —Maravilloso. Van, vámonos.
No espero a que cambie de opinión. Agarro a Vanessa de la
mano y la conduzco al interior de la casa. Soy consciente de
que nos siguen dentro, pero ignoro nuestras sombras y la
conduzco a uno de los cuartos de suministros que hay junto a
la cocina.
Los guardias se quedan al otro lado de la pared de cristal.
Pueden vernos, pero estoy bastante segura de que no podrán
oírnos si mantenemos la voz baja.
Le doy la vuelta a Van, la agarro por los hombros y la sacudo
como a la muñeca de trapo idiota que a veces es.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —exclamo.
¡Yo debería hacerte la misma pregunta! —replica Vanessa—.
Echa un vistazo a lo que puede ver de la mansión por encima
de mi hombro. Está claramente impresionada. —Bonita casa,
por cierto.
—Vanessa —reprendo.
—¿Qué crees que hago aquí? —dice—. ¡He venido a buscarte!
¿Dónde está mi alfombra roja?
Me obligo a respirar y a contar hasta cinco antes de responder,
para no estallar accidentalmente y estrangular a mi mejor
amiga.
—¿Cómo sabías que estaba aquí?
Sonríe misteriosamente. —Tengo mis mañas.
Aprieto los dientes y entrecierro los ojos. —Vanessa…
—Jesús —suspira—. Suenas como mi madre. Quiero decir,
suenas como ella si de repente hubiera empezado a importarle
una mierda.
—¿Estás siendo difícil a propósito, o sufriste una lesión en la
cabeza al entrar aquí?
—Vanessa refunfuña—. Me preocupé cuando no supe nada de
ti, ¿Vale?” explica. —Fui a tu apartamento y ese idiota al que
llamas casero me dijo que te había echado.
Echarme es una buena forma de decirlo. Yo lo llamaría más
bien un intento de violación-extorsión, pero cada uno con lo
suyo.
Continúa, —luego fui al restaurante y tu jefe me dijo que
habías dejado de ir a trabajar. Me volví loca. No sabía a quién
preguntar, dónde buscarte. Al final… acabé contactando con…
Me doy cuenta justo antes de que diga su nombre.
—Xander, termino.
—Sipi —dice Vanessa disculpándose—. Fui al apartamento
del cabrón. Estaba medio segura de que te encontraría allí.
—Ew.
—Pienso exactamente lo mismo —dice—. De todos modos,
no estabas allí, obviamente. Pero estaba claro que sabía dónde
estabas. No hizo falta mucha insistencia para que lo contara.
—¿Y por insistencia, te refieres a..?
—Coqueteé con él, dice Vanessa con un estremecimiento
horrorizado al recordarlo. —Sí. Lo siento.
—No me pidas disculpas”, digo, mirando hacia las cristaleras
a nuestros observadores. —Soy yo quien siente pena por ti. Es
la versión más patética de un policía… incluso uno corrupto”.
—En este caso, me alegré de explotar sus debilidades.
Sacudo la cabeza y vuelvo a centrarme en el tema que nos
ocupa. —No deberías haber venido aquí —le digo—. No es
seguro.
—¿Entonces por qué estás aquí?
Sus rizos rubios y encrespados vuelan con cada movimiento de
su cabeza. Siempre he dicho que su pelo es su parte más
expresiva, lo cual es mucho decir, porque todas las partes de
Vanessa son expresivas al máximo.
—Porque no tengo otra puta opción—digo secamente–. Es una
larga historia.
—Dame la versión corta. Un resumen.
—Vanessa, por favor, no podemos hacer esto ahora —le
suplico—. Creo que puedo convencerle de que te deje ir. Pero
tienes que irte.
—¿Sin ti?
Se aferra a mi antebrazo. Me hace darme cuenta de lo mucho
que necesitaba el tacto de una amiga.
No el toque de una niña que está tan perdida como yo.
No el toque de un mafioso melancólico con inclinación por el
sadismo emocional.
Sino de una amiga.
Alguien que se preocupe por mí, pura y simplemente.
—No puedo irme.
—No me iré sin ti —dice Vanessa con firmeza.
Agarro sus manos entre las mías. —Agradezco el gesto, pero
estoy bien.
Me mira con el ceño fruncido, buscando pistas en mi
expresión. —Espera, ¿estás intentando decirme que… quieres
quedarte?
—Yo… Es complicado.
Me devano los sesos buscando la manera de que lo entienda.
Pero no encuentro nada.
Podría hablarle de Evie. Eso podría ayudar.
Pero por alguna razón, me resisto a hacerlo.
—Él y yo, tenemos un… acuerdo —digo, tanteando las
palabras.
Vanessa se me queda mirando un momento. —Ah-hah…
Arrugo el ceño. —Qué es esa cara..?
—Es que… es un acontecimiento interesante.
Que Dios me ayude. La expresión de Vanessa está virando
hacia un territorio incómodamente familiar.
—Basta —le digo—. Para ahora mismo.
No se detiene ni un poco.
En lugar de eso, esboza una enorme sonrisa.
—Vine porque pensé que podría encontrarte esposada a un
radiador en el sótano. Sólo que nunca esperé encontrarte en
cambio atada a la cama en la habitación de tu extremadamente
caliente captor.
Sólo puedo gritar, —¿Me estás tomando el pelo?
—Te estás poniendo roja como una remolacha.
—Porque me horroriza y ofende que pienses que me acuesto
con Lucio Mazzeo.
—¡Maldita sea! Hasta su nombre es sexy.
Rechino los dientes con frustración. —¿Qué te pasa?
—Oye, no te juzgo. —Levanta las manos en defensa—. Mis
bragas están mojadas sólo de mirarlo. Apuesto a que es un
animal en la cama.
—No sabría decirte —le digo bruscamente—. Nunca he estado
en su cama.
—Entonces, ¿Lo hacen en el suelo?
—¡Vanessa!
—¿Qué? —dice inocentemente—. Tú estás buena y soltera.
¿Él está bueno y… soltero?
—Su situación sentimental no importa —digo apretando los
dientes—. No tengo absolutamente ningún interés en ese
hombre.
—¿Entonces por qué estás tan dispuesta a quedarte aquí con
él?
—Me ofreció un trabajo, ¿De acuerdo?
No es exactamente la verdad, pero necesito decir algo para
quitarme a Vanessa de encima.
Y también intento protegerla.
Cuanto menos sepa, mejor.
Para todos los implicados.
—¿Cuál es el trabajo? —Vanessa pregunta—. Porque a mí
también me vendría bien uno. Si necesita a alguien que le
abrillante las ventanas, o su…
Le pongo un dedo en los labios antes de que pueda terminar
ese morboso pensamiento. —Eres terrible.
—No, soy una superviviente —corrige—. Te enganchas a un
tipo como él y el resto de tu vida es oro.
—Es un hombre peligroso, Vanessa.
Pasa de mí y sé que le está mirando a él. Resisto el impulso de
hacer lo mismo.
—Sí, parece jodidamente peligroso —dice, mordiéndose
sexualmente el labio inferior—. El tipo de peligro en el que
quiero meterme.
Le doy un ligero puñetazo en el brazo.
—¡Maldición!
—Deja de ser una imbécil —le respondo.
—No, deja de ser tú una imbécil —responde ella—. Si de
verdad no te lo estás tirando, te sugiero que empieces.
—¿Porque tu respuesta a todo es el sexo?
—Porque no has tenido sexo desde que finalmente entraste en
razón y dejaste a ese imbécil de tu ex.
No se equivoca.
Pero no voy a admitirlo.
—¿Y tú sugerencia para sacar ese clavo es el jefe de la mafia
con complejo de dios?
Se encoge de hombros como si nada. —Tienes que pensar
creativamente a veces.
Pongo los ojos en blanco. —Creo que se nos han acabado los
diez minutos —digo—, notando que el complejo de dios en
cuestión camina hacia nosotras—. Hazme un favor y mantén
tu actitud al mínimo, ¿Vale?
—Se puede defender solo.
—Vanessa.
—¡Bien, bien!
Y entonces se nos echa encima. Giramos como una sola para
mirarle, hombro con hombro, con idénticas sonrisas inocentes
en nuestros rostros.
—¿Se han puesto al día? —pregunta Lucio.
Vanessa se echa el pelo hacia atrás despreocupadamente. —De
saber que habías estado cuidando tan bien de mi mejor amiga
—murmura—. No habría sido tan…
—¿Molesta?
—Bueno, iba a decir agresiva.
—Vanessa —la interrumpo, antes de que diga una estupidez
—, ¿Puedes darnos unos minutos a Lucio y a mí?
—¿A solas? —pregunta, volviéndose hacia mí con una ceja
levantada.
Aprieto tanto la mandíbula que por un segundo me pregunto si
me voy a romper una muela. —Fuera.
—Caray —dice Vanessa, dedicándome una amplia sonrisa
mientras sale de la habitación—. Realmente necesitas relajarte,
mujer.
Mira fijamente a Lucio mientras se marcha, pero
afortunadamente está de espaldas a ella.
No tan afortunadamente, eso significa que me está mirando.
—No quería hacer daño —le digo cuando Van se ha ido.
Se burla. —Tengo la sensación de que no está de acuerdo
contigo.
—Ladra más de lo que muerde. Me retuerzo las manos a la
espalda, esperando que no vea el gesto nervioso.
—De alguna manera, no creo que eso sea cierto.
Suspiro. —Lucio —empiezo—, estaba preocupada por mí.
Llevaba más de una semana sin saber nada de mí y consiguió
localizarme. ¿Qué iba a hacer, dejarme sufrir?
—¿Cómo te encontró?
—Es ingeniosa —le explico encogiéndome de hombros—.
Pero no te preocupes, le dije que me habías ofrecido trabajo y
se lo cree.
Sus cejas se levantan. Sé que sospecha de mí.
—No va a hablar —añado apresuradamente—. No tiene nada
que decir, de todos modos.
—¿Y qué pasa con Evie? —Lucio exige.
—No ha visto a Evie. Ni siquiera la he mencionado.
Sus ojos brillan con fuego. —¿Esperas que me crea eso?
—¡Eh! —digo, con la rabia encendida en mi interior—. Soy
yo quien está con esa niña día y noche. Es una niña increíble y
no haría nada que comprometiera su seguridad.
En cuanto las palabras salen de mi boca, recuerdo la noche en
que Xander irrumpió en mi habitación.
Había visto a Evie.
Me siento culpable, pero no puedo permitir que se me note.
—Puedes acusarme de muchas cosas —continúo—. Pero no
de eso. Haría cualquier cosa para proteger a Evie.
Los ojos grises de Lucio se quedan pensativos un momento. —
¿Respondes por tu amiga? —pregunta finalmente.
Asiento de inmediato. —Sí. Cien por cien.
—Bien —acepta—. Es libre de irse. Cuanto antes, mejor.
—Gracias —digo—. Lo digo en serio.
Supongo que es el final de las cosas.
Pero ya sabes lo que pasa cuando asumes.
En lugar de soltarme, Lucio da un paso adelante, acortando la
distancia entre nosotros a unos míseros centímetros. Su
expresión se vuelve oscura y amenazadora.
—No me des las putas gracias —dice—. Y no asumas que
ceder ante ti es señal de amistad. No lo es.
Hace una pausa y me mira a la cara durante un segundo.
Es abrasador. Intenso. Tanto que quiero escabullirme hacia
atrás.
Mantente firme, Charlotte. No dejes que vea tu miedo.
—Nunca olvides lo que te dije, Charlotte —susurra—. Ahora
me perteneces. Asegúrate de que tu amiga sepa que cualquier
información que saque de aquí es clasificada. Y si empieza a
hablar con alguien con quien no debería hablar… la mataré.
Pero no rápido. Será largo. Será lento. Será doloroso.
Me acobardo ante la amenaza.
Es sincero. No me cabe duda de que lo dice en serio.
Por eso me deja una oscura sensación de vacío en la boca del
estómago.
—Y si dice una palabra sobre Evie…
—No lo hará —le corto—. Pero, de cualquier manera, no
puedes mantener a Evie escondida aquí para siempre.
—No —asiente Lucio, sus ojos chispean con ardiente
brutalidad—. Pero si me entero de que tu amiga me está
creando problemas ahí fuera, te mantendré escondida aquí para
siempre.
Luego se marcha.
Puedes decir lo que quieras de Lucio Mazzeo, pero el hombre
sabe cómo hacer una salida.
17
LUCIO
AL DÍA SIGUIENTE - DESPACHO DE LUCIO
Miedo.
Es lo primero que siento cuando a Lucio se le escapa que ha
descubierto un espía que trabaja para los polacos.
Porque si este topo está de hecho trabajando para los polacos,
podría tener información.
Información que podría ponerme en peligro.
Lucio no es tonto. Es bueno leyendo expresiones, y es aún
mejor leyéndome a mí. Necesito hacer pasar mi miedo por
preocupación por Evie.
No es difícil, teniendo en cuenta que estoy realmente
preocupada por Evie.
—¿Dónde está Evie? —pregunto, girando lejos de él.
Me sigue de cerca mientras empiezo a trotar por la mansión.
—Salió corriendo del sótano cuando intenté acercarme a ella.
—No la culpo.
—¡No debería haber estado allí! —brama.
Me abalanzo sobre él furiosamente. —¡No te atrevas a
culparme por esto! —le grito—. Nunca dijiste que el sótano
estaba fuera de los límites. ¿Cómo iba a saber que es tu puta
cámara de tortura personal?
Hago una pausa y pienso un segundo.
Luego añado —Pero quizá debería haberlo sabido, teniendo en
cuenta que allí me llevaron después de que me secuestraras.
—Jesús —sisea Lucio—. ¿Podrías..?
Me detengo en seco cuando veo unos rizos rubios volando al
doblar la esquina.
—¡Evie! —me giro hacia él—. Espera aquí.
Entonces salgo volando tras ella.
Irrumpo en una de las habitaciones que dan al jardín. Al entrar,
veo asomar la parte superior de su cabeza por detrás de un sofá
de cuero afelpado.
—Evie —digo en voz baja, acercándome a ella lentamente—.
Princesa, soy yo.
Levanta la cabeza y me mira con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Charlotte? —dice con hipo.
—Eh, pequeña —murmuro, acercándome.
Evie sale disparada de detrás de la silla y se lanza a mis
brazos. La agarro y la abrazo con fuerza, intentando
reconfortarla todo lo que puedo.
Un abrazo no es mucho.
Pero es todo lo que tengo.
—¿Estás bien? —pregunto.
Se limita a sacudir la cabeza. Siento lágrimas frescas
empapando mi camiseta.
—No pasa nada —murmuro en su oído—. Ya está todo bien.
Evie sigue temblando, así que la abrazo hasta que por fin
empieza a calmarse.
—¿Quieres decirme qué pasó? —pregunto.
Evie se aparta lo suficiente para mirarme a la cara. Abre la
boca, pero no sale nada.
—¿Sabes qué? Está bien —digo rápidamente—. No tenemos
que hablar de ello en absoluto. ¿Quieres dar un paseo por el
jardín conmigo?
Evie niega con la cabeza.
—¿Qué tal si subimos entonces? —sugiero–. ¿Jugamos un rato
en tu habitación?
Asiente con la cabeza, pero veo que la luz ha abandonado sus
ojos.
Me rompe el puto corazón.
Entonces se sobresalta al oír algo detrás de nosotros e
inmediatamente vuelve a aferrarse a mí. Me giro despacio y
me doy cuenta de que Lucio nos ha seguido y está en la puerta.
Su maldita hija está cagada de miedo.
Por culpa de él.
—No pasa nada —la tranquilizo—. Estoy aquí.
Tomo su mano y la conduzco hacia la puerta. Lo que, por
supuesto, nos pone directamente en el camino de Lucio.
Parece enfadado, pero veo que detrás del enfado hay
preocupación. No dice ni una palabra mientras Evie y yo
pasamos a su lado y nos dirigimos al piso de arriba.
Cuando volvemos a la habitación, me doy cuenta de que Evie
está fuera de sí. No sonríe en absoluto y sus ojos tienen una
mirada lejana que no me gusta nada.
Intento que participe en diferentes actividades, pero nada
parece funcionar.
Ella sólo se aferra a Paulie y no dice mucho.
Al final, me siento frente a ella con las piernas cruzadas y cojo
sus dos manos entre las mías.
—Hola, chiquilla —le digo suavemente—. ¿Podemos hablar
un rato?
Sus ojos revolotean sobre mi cara y en sus grandes ojos grises
vuelven a brotar más lágrimas. Lo odio, pero creo que es
importante que se desahogue.
Nada bueno sale de reprimir las emociones.
Suprimir los recuerdos es peor.
—Sé que hoy has pasado por algo grande —le digo—. Pero
necesito que me digas lo que has visto hoy en el sótano.
—Yo… Yo…
—Está bien, Evie —le digo suavemente—. Tómate tu tiempo.
—Me escondía allí cuando entraban muchos hombres grandes.
—¿Sí? —asiento con la cabeza, animándola a seguir.
—Tenía miedo, así que me escondí detrás de una caja grande
—me dice Evie—. Pensé que se irían.
—¿Viste a Lucio?
Ella asiente. —Entró en una habitación… y entonces…
entonces… hubo muchos, muchos gritos.
—¿Gritos?
—Estaba haciendo daño a alguien. Era realmente malo…
Se le entrecorta la voz y sé que vamos hacia más sollozos. Le
cojo la mano y le acaricio el dorso para intentar calmarla.
—¿Qué le viste hacer, Evie? —le pregunto después de que se
haya calmado un poco.
—Golpeó al hombre —me dice Evie, agarrando mis manos un
poco más fuerte. —Tantas veces.
—Eso debe haber sido aterrador para ti.
Ella asiente. Baja la barbilla hacia su regazo.
—Evie —le digo—, sé que Lucio puede dar miedo a veces.
Pero él nunca te haría daño.
Me mira. —¿Porque es mi padre? —me pregunta.
Trago saliva y asiento con la cabeza. —Sí, así es. Se preocupa
por ti.
—Pero no juega conmigo —acusa.
Respiro. —Eso es porque está muy ocupado.
No sé por qué demonios estoy defendiendo a ese bastardo,
especialmente después de lo horriblemente que me ha tratado.
Pero siento un extraño tipo de responsabilidad aquí.
Evie necesita oír esto.
Necesita sentirse segura en esta casa.
Necesita sentirse segura cerca de su padre.
Y no siempre estaré cerca para calmar sus miedos y abrazarla
por la noche.
De hecho, si resulta que este espía me ha delatado.
Puede que no esté aquí mucho más tiempo.
—Él te ama, Evie —le digo—. Aunque no siempre lo
demuestre.
Sus párpados empiezan a caer. El trauma de lo que ha visto
hoy la ha agotado. Quizá dormir sea la mejor medicina en este
caso.
—Oye, ¿Qué tal si nos vamos a dormir? Y cuando nos
despertemos, podemos hacer galletas.
—¿De chocolate? —Evie pregunta esperanzada.
—Doble chocolate —le prometo.
Asiente lentamente y le suelto las manos. Inmediatamente, se
acerca a Paulie y le da un fuerte abrazo y un beso.
Cuando está lista, la llevo a su cama. Le doy un vaso de leche
antes de que se duerma, con una gotita de somnífero mezclada.
Con suerte, eso evitará cualquier pesadilla.
Después de tomarse la leche, no tarda más que un breve
cuento para dormir y su cabeza se desploma contra mi
hombro. Me separo de ella y le cubro el cuerpo con las
sábanas.
Luego me dirijo directamente a la puerta para terminar lo que
hay que terminar.
Mi ira se ha calmado un poco.
Ha sido sustituida por la preocupación.
Estoy realmente preocupada por Evie.
Incluso ha dejado de lado mi pánico por el espía. Sin duda
resurgirá más tarde, cuando esté a solas con mis pensamientos.
Pero por ahora, tengo que ocuparme de otra cosa.
Voy al despacho de Lucio, pero esta vez la puerta está cerrada.
Frunzo el ceño y, al apartarme de la puerta, veo que Enzo me
mira con curiosidad.
—¿Buscas a alguien? —pregunta.
—Al gran jefe malo —respondo ácidamente—. ¿Está ahí
dentro?
—No.
Suspiro con frustración. —¿Vas a decirme dónde está?
—Yo no lo haría.
Frunzo el ceño. —¿No harías qué?
—No me acercaría a él ahora —me aconseja Enzo—. No está
de muy buen humor.
Aprieto los dientes. —Torturar a un imbécil no debería ser lo
primero en su lista de prioridades ahora mismo.
—Esa no es la razón por la que está de mal humor —me dice
Enzo—. Seguro que tiene que ver con la niña.
Eso me sorprende un poco.
Pero en el buen sentido.
—¿Dónde está? —vuelvo a preguntar, negándome a rendirme.
Suspira. —En el jardín, junto a la fuente. Pero no te enteraste
por mí.
No puedo dormir.
Llevaba dos horas intentándolo, pero mi cabeza está
perturbada. El sexo con Lucio te puede destruir la cabeza.
Y luego está la cuestión del espía.
El que está en el sótano ahora mismo.
Sin vigilancia, si he oído bien a Lucio. Mis hombres volverán
por la mañana.
¿No implica eso que no hay nadie ahí abajo ahora mismo?
Salgo de la cama y me dirijo a las ventanas.
No están selladas como las ventanas de mi primera habitación.
La puerta de mi habitación tampoco está cerrada.
Un gesto de buena fe. Un símbolo de confianza entre Lucio y
yo.
Una confianza que sin duda violaré si salgo de mi habitación
esta noche.
—Mierda, murmuro en voz baja.
Llevo pensando en el hombre del sótano desde que supe de su
existencia.
Es un agente doble de los polacos.
¿Adivina qué?
Yo también.
El reconocimiento me pesa en el pecho. Me siento agobiada
por él.
Pero mis opciones desaparecieron en el momento en que hice
ese trato con el polaco para salvar la vida de Xander.
Porque, al igual que mi madre, soy una maldita idiota tan
desesperada por ser amada que comprometí mi propio futuro
en el proceso.
Vestida con un pijama nuevo y más modesto, ya que el último
acabó empapado de sudor por el sexo en la cocina con un
hombre al que ni siquiera debería mirar, doy unos pasos
vacilantes hacia la puerta.
Necesito saber lo que él sabe.
Si trabaja para los polacos, es muy probable que sepa de mí.
Y si sabe de mí, es muy probable que me entregue a Lucio, si
no lo ha hecho ya.
Si no voy a averiguarlo, entonces estoy muerta.
Y, sin embargo, mis dedos cuelgan sobre el pomo de la puerta,
inseguros.
Respiro hondo. Ve, Charlotte. No tienes elección.
Abro la puerta lo más suavemente posible y bajo a la bodega
descalza y en silencio. El corazón me martillea el pecho
durante todo el trayecto, pero no me cruzo con nadie.
Gracias a Dios por los pequeños favores.
La iluminación es mínima, pero suficiente para iluminar la
imagen familiar, un estante tras otro de botellas de vino
vigilando el espacio de paredes de piedra.
Recuerdo este lugar.
Me dirijo a la puerta por la que me arrojaron aquella primera
noche. Me invaden los recuerdos.
Lucio. El hambre en mi vientre. Mickey y la señora Hammond
y el camarero y Evie. Evie, mi preciosa niña, el único punto
brillante en todo este jodido océano de confusión y oscuridad.
¿La estoy traicionando al venir aquí?
No lo sé.
No lo sé.
No tengo ni puta idea.
Me tiembla la mano al coger el pomo de la puerta, pero me
fuerzo a abrirla de todos modos. Tan pronto como hay
suficiente espacio para deslizarse, entro.
El hombre agazapado en una esquina tras la reja metálica está
magullado y ensangrentado. Levanta la cabeza con dolor y
confusión. Veo que tiene la nariz horriblemente rota. Su
camisa es un tapiz de manchas de sangre seca.
Es extraño estar al otro lado de la celda.
El hombre se incorpora un poco, pero no se molesta en
ponerse de pie. Quizá no pueda, la oscuridad oculta gran parte
de su cuerpo. Podría haber más heridas invisibles. Faltan más
partes del cuerpo.
Cuando se mueve, veo que tiene una mano vendada. La sangre
ha empapado el muñón de su dedo amputado.
Siseo horrorizada.
—¿Quién coño eres? —pregunta con voz quebrada.
El alivio nubla mi visión por un momento. No me conoce.
Intento permanecer en la sombra para que no pueda verme la
cara. Quizá pueda sonsacarle la información que necesito sin
revelar mi identidad.
Tengo que mantenerme en el plan.
—Nadie importante —digo con voz fingidamente grave.
—¿Nadie importante? —repite. Habla con dificultad, debido a
la hinchazón de la boca, pero consigo entenderle—. ¿Por qué
no me lo creo?
Me rechinan las muelas. —Solo quiere información, ¿Sabes?
digo en un repentino arrebato de compasión por este maltrecho
y condenado hijo de puta.
—No tengo una mierda que darle —gruñe exhausto.
Intenta sonar amenazador, pero sus palabras se quedan cortas a
la vista de las heridas que ha sufrido.
—Ya se te ocurrirá algo.
—¿Por qué estás aquí? —pregunta.
—Quería tener una conversación.
—¿Querías tener una conversación con el prisionero del
sótano?
Se pone en pie tambaleándose. Instintivamente, doy un paso
atrás. Empiezo a darme cuenta de lo horrible que es este plan.
—¿Sabe el gran jefe que estás aquí? —pregunta.
No contesto y él intenta sonreír. Dado el estado de su cara, es
realmente aterrador.
—Claro que no —continúa—. Si no, no estarías aquí en mitad
de la puta noche.
—¿Para quién trabajas? —interrumpo.
—Empiezo a pensar que trabajo para la misma gente que tú.
Mierda.
—No sé de qué mierda estás hablando.
Se ríe. Es la risa maníaca de alguien que va camino a la horca.
Alguien que sabe que va a morir pronto.
—Ambos tomamos la decisión equivocada —suspira,
aferrándose a la reja que nos separa.
—Asumes que tuve elección —digo antes de poder
contenerme.
—Ah. Ya veo.
—No, no lo ves. No ves una puta cosa sobre mí.
Bartek Kowalczyk.
Líder de la mafia polaca.
Confío tanto en el hijo de puta como lo haría en mi padre. Tal
vez ni siquiera tanto.
Tiene el aspecto de un hombre que se cuida. Aunque roza los
sesenta, estoy seguro de que el viejo cabrón aún tiene
abdominales bajo la camisa negra de manga larga que lleva.
Su reloj Hublot con diamantes incrustados capta la luz
mientras coge su copa de vino.
—Esta comida ha sido fantástica, Lucio —dice con una voz
seca y carrasposa que le sienta bien.
—Ojalá pudiera atribuirme el mérito. Mi chef tiene talento.
—Cuidado, podría robármelo —me dice Bartek con un guiño
que me eriza la piel.
—No espero menos —respondo con calma, dando vueltas a mi
vino sin llegar a bebérmelo—. Tienes talento para coger lo que
no es tuyo.
Bartek levanta las cejas. Pero parece más divertido que
ofendido.
—Ahí vas con las púas sutiles. Y pensar que estábamos
teniendo una noche tan agradable.
Me resisto a poner los ojos en blanco.
Se pasa la mano por el pelo corto y me hace gracia lo
arreglado que parece. Lo vanidoso.
Su pelo está claramente teñido, su frente apenas se mueve
gracias a innumerables inyecciones de Botox y su piel tiene el
sospechoso brillo de un caro bronceado falso.
—Ha sido una noche agradable —estoy de acuerdo—. Pero no
estamos aquí para eso, ¿Verdad?
Bartek suspira. —Ese es el problema con la generación más
joven. Siempre tienen prisa.
Dejo pasar el comentario mientras finjo dar un sorbo a mi
vino. Veo a los tres guardias armados de Bartek al otro lado de
la pared de cristal.
Tiene cinco hombres más fuera de la casa, y varios más
esperándole fuera del recinto.
Pero en el comedor formal, estamos los dos solos.
Hasta que veo la sombra de Adriano detrás del hombro de
Bartek. Está de pie justo al otro lado del umbral de la puerta,
intentando captar mi atención sin llegar a interrumpirme.
—¿Quieres tiempo? —pregunto, levantándome de mi asiento
—. Puedes tenerlo ahora. Tengo que hablar con uno de mis
subjefes. ¿Me disculpas?
—Por supuesto —dice Bartek con una cortés inclinación de
cabeza—. Tómate todo el tiempo que quieras. Este vino es la
única compañía que necesito.
Me dirijo a la puerta, consciente de que sus hombres me
observan.
Adriano y yo caminamos por el pasillo, lo suficientemente
lejos como para que no nos oigan.
—¿Qué? pregunto, volviéndome hacia él.
La mirada de Adriano se dirige hacia el comedor. —Esto no
me gusta una mierda.
—Jesús, Adriano —siseo—. ¿Me sacaste de ahí para decirme
eso?
—Eso… entre otras cosas.
—Pues suelta lo que tengas que decir, maldición.
—¿Por qué no puedo estar ahí contigo? —Adriano pregunta.
—Porque no soy un puto niño.
—Tú tampoco eres invencible —me suelta—. No importa
cuántas veces te digas que lo eres.
Frunzo el ceño. —¿Había algo más, mio amico?
—Tenemos vigilados a los hombres fuera de los muros del
recinto.
—¿Y?
—Doce —responde Adriano—. Que son seis hombres más de
los que te dijo que traía.
—¿Esperabas que dijera la verdad sobre esa mierda? —le
pregunto—. No seas ingenuo.
—¿Me estás llamando ingenuo? —Adriano exige—. Yo no
soy el que invitó al puto jefe polaco al recinto para una cena a
la luz de las velas. Al menos dime que la comida está
envenenada.
Me río entre dientes. —Ojalá. No creo que a Charlotte le
hubiera hecho mucha gracia matar a un hombre con su
comida.
—¿Por qué demonios es ella la que cocina?
—Porque es buena en eso —le digo—. Y quería que Bartek
estuviera de buen humor esta noche.
—¿Para que le des por el culo?
—Vuelve a tu puesto —le gruño—. Y asegúrate de ver a
Charlotte antes de hacerlo. Creo que aún está en la cocina.
—¿Todavía?
—Es una perfeccionista —digo encogiéndome de hombros—.
¿Qué puedo decirte?
—Si uno solo de esos malditos polacos hace un movimiento,
abriré fuego contra todos ellos.
Adriano parece a punto de arrancarse el pelo de raíz. Siempre
ha sido un poco sobreprotector.
—El objetivo de esta cena es evitar una guerra. ¿Puedes hacer
un esfuerzo y poner tu granito de arena?
—La paternidad te ha ablandado —suspira.
—Me ha vuelto sabio —le respondo gruñendo—. Ahora sal de
aquí antes de que te patee el culo.
Me doy la vuelta y vuelvo al comedor.
Bartek ha abandonado su asiento en la mesa del comedor y se
ha dirigido hacia las enormes puertas francesas que dan al
jardín.
—Es un terreno precioso —me dice sin siquiera mirar en mi
dirección—. ¿Qué tamaño tiene?
—Algo menos de un acre —respondo.
Me doy cuenta de que su copa de vino está vacía. Ya se ha
tomado tres.
Pero no me hago ilusiones sobre su estado mental. El cabrón
podría ponerse una vía intravenosa de vodka en la carótida y
seguir siendo una amenaza.
—Precioso —se hace eco—. ¿Qué tal un tour?
Frunzo el ceño, apenas capaz de contener mi enfado. —
Tenemos algunas cosas que discutir.
—Amigo mío —dice Bartek, dándome una palmada en el
hombro—. Podemos caminar y hablar, ¿No?
Apretando los dientes, asiento con la cabeza y le conduzco
fuera del comedor.
En realidad, no pienso hacerle una visita completa. Podrá ver
algunos espacios de la planta baja y quizá el jardín.
Ya está.
El cabrón está intentando ver hasta dónde llega mi
hospitalidad.
—Puedes decir a tus hombres que se queden quietos —digo
con firmeza.
La sonrisa de Bartek se ensancha. —Por supuesto.
Hace un gesto a sus hombres para que se queden atrás.
Debo admitir que, a regañadientes, me impresiona la confianza
con la que camina por la casa conmigo a solas.
—Es una estructura nueva —observa, mirando los techos de
doble altura que hay sobre nosotros.
—Seis años —confirmo—. Lo construí después de
convertirme en Jefe.
—¿Qué pasó con el complejo en el que trabajaba tu padre?
—Tengo usos específicos para ello.
—Claro que sí —dice Bartek, dedicándome esa maldita
sonrisa serpenteante suya.
—A mí también me sirve el almacén de la esquina de Madison
Avenue con la 128 —digo, deteniéndome en seco y cortando
la pequeña charla de la noche—. Y al parecer, a ti también.
La sonrisa de Bartek nunca abandona su rostro. —Eso fue
simplemente un malentendido, amigo mío.
—Explícame cómo.
—Tenía la impresión de que el almacén estaba en mi territorio.
—Excepto que sabes que no lo está —gruño. Me niego a dejar
que se salga con la suya.
—Compartir es querer, ¿No?
—Nunca se me ha dado bien compartir —le digo, dejando que
un hilo de amenaza se cuele en mi voz—. Mi padre era malo.
Y no puedo decir que yo sea mejor.
—Desafortunado. Podríamos ser grandes aliados.
—Para ser aliados, tiene que haber respeto —señalo—. Si no
respetas mis putas reglas en mi puto territorio, no puede haber
alianza.
A Bartek se le escapa una leve sonrisa. —Entonces se reduce a
la fuerza, Lucio, dice fácilmente—. Mi fuerza contra la tuya.
Resoplo. —Quieres una guerra.
—¿No es eso lo que estás insinuando? —pregunta Bartek,
como si fuera lo de menos.
—Creo que tú eres el que acaba de traer eso a la conversación.
Bartek se encoge de hombros. —Hubo un tiempo en que tenía
sed de guerra —admite. Cuanto más sangrienta, mejor. Pero ya
no.
Sacudo la cabeza. Yo tampoco tengo ganas de guerra —le
digo.
La afirmación es más o menos cierta. Lo que debería llevarnos
a la verdadera intención de las negociaciones nocturnas.
Pero antes de que pueda ofrecerle mis condiciones, un ruido
procedente de la habitación contigua me interrumpe.
Que es cuando me doy cuenta de hasta dónde le he llevado.
Directo a la puta cocina.
—Ah —dice Bartek, sus ojos se iluminan con intención—.
Perfecto. Puedo felicitar al chef personalmente.
Empieza a avanzar a zancadas y tengo que morderme la
lengua para que no se me escape la orden.
No puedo dejar que me ponga nervioso. Cuanto más rápido
pierdo los estribos, más rápido esta mierda se desmorona en
mis manos.
Me dirijo a la cocina justo cuando Bartek posa sus ojos en
Charlotte.
Su sonrisa se ensancha aún más y sus ojos se iluminan como si
fuera el puto año nuevo. Nunca he deseado tanto acabar con
ese hijo de puta.
Charlotte abre mucho los ojos y nos mira a los dos. Su cuerpo
está tenso, percibe claramente la tensión que hemos traído a la
cocina.
—Vaya, vaya, vaya —dice Bartek, acercándose a la isla de la
cocina—. ¿Qué tenemos aquí?
Veo el fuego en los ojos de Charlotte mientras la mira de
arriba abajo.
—No soy un objeto —replica—. Por favor, abstente de
dirigirte a mí como si lo fuera.
Se me levanta una comisura de los labios. Y vuelve a bajar
cuando Bartek se posa en uno de los taburetes y suelta una
suave risita.
—Siempre me han gustado las morenas luchadoras.
—Es bueno saberlo —dice Charlotte desdeñosamente, antes
de volverse hacia mí—. Estaba a punto de decirle a Flores que
el postre está listo. O puedo traerlo para…
—Tonterías —interrumpe Bartek—. Podemos comer el postre
aquí mismo. Te ahorraré la molestia.
Charlotte mantiene su mirada fija en mí, esperando mi visto
bueno.
Inclino la cabeza de mala gana. Ella se encoge de hombros y
se vuelve hacia la nevera.
Bartek me mira. —Supuse que tu chef era un hombre.
—Perdonaré tu sexismo. Pero dudo que ella lo haga.
—Tiene razón —dice Charlotte, poniendo dos platos de postre
delante de nosotros—. Parfait de caramelo salado, dacquoise
de chocolate quemado y crumble de nuez de coco con crema
Chantilly. Coman.
Estoy impresionado —dice Bartek con un pequeño giro
apreciativo de su mano—. ¿Dónde la encontraste, Lucio?
Charlotte se vuelve hacia el lavabo, pero los ojos de Bartek la
siguen como los de un tiburón.
—Tengo mis maneras —le digo—. Lo que me lleva de vuelta
a lo que estábamos discutiendo…
—¿Cómo te llamas? —pregunta Bartek, cortándome por
completo.
—Charlotte —dice. Se ha puesto notablemente rígida.
—Bonito nombre —murmura—. Y Charlotte, ¿Cómo
conseguiste este trabajo?
Tartamudea, —Yo… soy ingeniosa.
—Oh, apuesto a que sí. Sus ojos se posan en sus pechos
durante varios segundos antes de dirigirse finalmente a su
cara. —Las mujeres como tú suelen serlo.
Estoy rebosante de ira. Este maldito imbécil.
Pero tengo que enterrarla. Tan furioso como estoy, no vale la
pena una guerra.
Todavía no.
—Si eso es todo, debería volver a mi habitación —dice
torpemente.
—Cuidado —dice Bartek con una risita siniestra—. Las chicas
guapas nunca deben dormir demasiado tranquilas por la noche.
Siempre hay monstruos acechando en las sombras.
No sé qué coño se supone que significa eso, pero hace que mis
manos se cierren en puños igualmente.
—Gracias, Charlotte —digo con firmeza—. Puedes retirarte.
Prácticamente sale volando de la cocina a la primera
oportunidad que tiene.
—Eres un hijo de puta con suerte —me dice Bartek cuando
ella se ha ido—. Apuesto a que tiene un dulce coñito.
Me agarro al borde del mostrador para no dar el primer
puñetazo. Quiero evitar una guerra entre nuestras respectivas
organizaciones.
Esa es la única maldita razón por la que mantengo mi mano
firme.
—Volvamos al comedor.
—¿Y dejar el postre? —pregunta Bartek horrorizado, tirando
de su plato hacia él. «Jamás».
Coge su cuchara y se lleva una enorme bocanada del postre.
—Maldición —gime con los ojos cerrados—. Esto es
malditamente delicioso. Apuesto a que esto es exactamente a
lo que sabe su coño.
Casi me levanto del puto asiento, pero Bartek se me adelanta.
—¿Baño? —pregunta inocentemente mientras se levanta.
—Frente al comedor —le digo—. Segunda puerta a la derecha.
Inclina la cabeza, con esa puta sonrisa babosa en su sitio. —
Vuelvo enseguida, y luego hablaremos de política.
No confío en que mi voz no tiemble de furia, así que me limito
a asentir.
Puedes contar con ello, hijo de puta.
31
CHARLOTTE
Estoy muerta.
Es el único pensamiento coherente que tengo en la cabeza.
Estoy completamente muerta.
O lo estaré. En cualquier momento.
Porque Bartek Kowalczyk, jefe de la puta mafia polaca, está
en la casa esta noche.
Me he estado esclavizando sobre una estufa caliente, haciendo
la cena y el postre para el maldito Bartek Kowalczyk.
No sé si reír o llorar.
Nunca conocí al hombre en persona. Pero Xander se aseguró
de que supiera quién era.
Ahora estoy agradecida por eso. Aunque ver al siniestro
bastardo en carne y hueso fue… demasiado para una noche.
Sus ojos son vagabundos. Siempre van de un lado a otro,
nunca se quedan quietos mucho tiempo.
Sus dedos se extienden como arañas pálidas y carnosas por
todas partes.
Y su sonrisa. Esa maldita sonrisa repulsiva. Me estremezco
sólo de pensarlo.
Respira, Charlotte.
Una vez que consigo controlarme, me asomo por la esquina de
la pequeña sala de gimnasio en la que me he refugiado.
Veo a Lucio y a Bartek. Me dan la espalda y siguen sentados
en la isla de la cocina.
Mi instinto me lleva a correr a mi habitación, cerrar la puerta y
esconder la cabeza bajo la almohada hasta mañana.
Pero sé que enterrar la cabeza en la arena no va a salvarme.
Porque ese imbécil sabe quién soy.
Su pequeña amenaza de antes se repite en mi cabeza, Las
chicas guapas nunca deben dormir demasiado tranquilas por
la noche. Siempre hay monstruos acechando en las sombras.
Realmente sutil, amigo.
Y, sin embargo, tan asustada como estoy de ser acorralada y
expuesta por Bartek, estoy diez veces más aterrorizada de que
Lucio se entere de mi trato con él.
Un destello de movimiento me llama la atención.
Bartek se levanta. Intercambia unas palabras con Lucio y sale
de la cocina.
Miro a mi alrededor, pero no veo a nadie más. Lo que
significa… que está caminando directo hacia mí.
Puedo esconderme. Puedo huir.
Debería esconderme. Debería huir.
Pero no hago nada.
Porque, a pesar del martilleo de pánico de mi corazón, no soy
una cobarde.
O eso, o soy una puta idiota.
Podrían ser ambas cosas. No puedo decidirme.
Me pongo a un lado para que Lucio no pueda verme. Pero la
puerta está lo bastante abierta para que Bartek me vea al pasar.
Me pongo rígida cuando le veo acercarse, pero su transición es
fluida.
Me dedica una sonrisa cortés, entra conmigo en el gimnasio y
cierra la puerta.
—Vaya, qué casualidad encontrarte aquí —canturrea con esa
voz extrañamente aguda y aterciopelada.
Retrocedo un poco, queriendo mantener al menos metro y
medio entre nosotros en todo momento. Cuatro kilómetros
sería preferible, pero me quedo con lo que hay.
—Charlotte, Charlotte, Charlotte —exclama como un padre
decepcionado mientras avanza lentamente. Sus ojos son
pequeños, brillantes, negros como la noche—. No has
cumplido tu parte del trato.
—Lo he intentado —balbuceo—. Pero vigilan mis
movimientos. Me vigilan todo el tiempo. Tengo un perro
guardián a tiempo completo.
—¿En serio? —dice con burlona sorpresa—. Dime entonces,
¿Dónde está ahora?
—Maldición. Yo…
—Un consejo —me interrumpe. La sonrisa se le escapa de la
cara a medida que se acerca a mí—. No me mientas.
Trago saliva. —No te estoy mintiendo —digo, intentando
sonar lo más convincente posible—. Lo he intentado. El
despacho de Lucio está cerrado y no sé dónde guarda la llave.
Bartek da un paso adelante. Metro y medio se han reducido a
30 centímetros entre nosotros.
De repente me doy cuenta de que hay un estante con
mancuernas a mi derecha. Si consigo hacerme con una de
ellas, quizá pueda defenderme si decide atacarme.
—Entonces no te has esforzado lo suficiente —gruñe—. Te di
un trabajo que hacer. No debería tener que decirte cómo
mierda hacerlo.
Se inclina hacia delante y respira en mi cara.
—Pero ya que pareces tan incompetente, haré exactamente
eso.
—¿Hacer qué…?
—Cierra la puta boca —sisea.
Su voz es de repente más baja, más áspera. Y su cara es todo
lo que puedo ver.
Esos ojos brillantes. Tan oscuros e inhumanos. Como los de
una araña.
—Esto es lo que harás —Seduce al bastardo. Chúpale la polla
y averigua dónde guarda las llaves. Porque, si no consigo
alguna información real para el final de esta semana, estarás
chupándosela a cada uno de los hombres que trabajan para mí.
¿Entendido?
No me doy cuenta de que estoy intentando retroceder hasta
que la parte posterior de mis pantorrillas choca con algún
aparato del gimnasio.
No queda ningún lugar al que huir.
—Perdoné a esa puta basura de novio tuyo porque me hiciste
un trato que no pude rechazar —dice—. ¿Pensaste que hacer el
trato era suficiente? ¿Eres tan estúpida?
—Lo intentaré —digo en voz baja. El miedo me araña la
garganta.
—No quiero que lo intentes —me amenaza—. Quiero que lo
hagas. Ahora, voy a preguntar de nuevo ¿Qué tienes para mí?
—Nada. Pero yo…
No llego a terminar la frase antes de que sus manos salgan
volando y me agarre por el cuello.
Intento arañarle la muñeca, pero no consigo nada. Para ser tan
viejo, es increíblemente fuerte.
Puedo sentir cómo me ahogan el aire de los pulmones.
¿Es así como se siente la muerte?
Se siente como… fuego.
Tan rápido como me agarró, me suelta.
Jadeo mientras mis manos se apresuran a acariciarme la
garganta. Me lloran los ojos. El alivio del aire es casi tan
doloroso.
—¿Quién es la niña?
Parpadeo un par de veces. Apenas puedo captar lo que me está
diciendo.
—¿La… qué? —Mis palabras salen nudosas y ásperas.
—La niña —dice, echándome en cara—. La puta niña con la
que Xander te encontró acurrucada. ¿Quién puta es?
—No sé quién es —le digo. Empieza a levantar la garra de
nuevo, y yo grito —¡No! ¡Por favor! No lo sé, de verdad que
no lo sé. No se me permite hacer preguntas…
—No necesitas hacer preguntas para saber las respuestas a
ciertas cosas —dice—. No importa, porque sé quién es.
Me congelo.
—Sólo hay una razón por la que un hombre como Lucio
Mazzeo acogería a una enana y contrataría a una puta como tú
para cuidarla.
Sonríe. Es tan repugnante como siempre. Tal vez más. Es la
sonrisa de un hombre que conoce un secreto desagradable.
—Ella es suya —termina—. La mocosa es suya.
Me quedo mirándole. Me tiemblan los dedos.
No quiero que lo último que vea antes de morir sea esa
sonrisa.
—Espero un informe tuyo para finales de esta semana —me
dice—. ¿Está claro?
Me limito a asentir.
Después de todo, ¿Qué otra cosa puedo hacer? Sólo tengo que
salir de aquí. Enfrentar a Bartek solo no fue valiente, fue
estúpido. Ahora lo veo.
—¿Puedo confiar en ti? —pregunta.
No es una gran pregunta.
Sólo hay una respuesta que puedo dar y aún así salir de aquí.
—Sí.
—¿Puedo contar contigo?
—Sí.
Su sonrisa se ensancha. —Demuéstralo.
Mi corazón golpea dolorosamente contra mi caja torácica. —
¿Cómo?
—Ponte de rodillas. Chúpame la pija.
Deja que las palabras queden entre nosotros durante cinco
segundos enteros. Se me revuelve el estómago de asco.
—Será un buen recordatorio de lo que puedes esperar si no
cumples tu parte del trato.
Sus ojos se cruzan con los míos y mi estómago se revuelve
violentamente. Me muerdo la lengua y contengo las náuseas.
Apenas funciona.
—De rodillas —sisea—. ¡Ahora!
Sacudo la cabeza. —Por favor… no.
—Maldición, ahora.
He visto antes esa mirada en los ojos de los hombres. Esa
mirada enloquecida y sádica que delata su depravación.
Persiguen el poder. El poder de sentirse poderoso infligiendo
dolor.
Las mujeres son blancos fáciles para monstruos como Bartek.
Resulta que esta noche soy la presa desafortunada.
Tengo que sobrevivir.
Ese ha sido mi lema desde que tenía ocho años. Desde que me
di cuenta de que la felicidad era secundaria a la supervivencia.
No tenía padre.
No tenía una madre de verdad.
Sólo tenía mi ingenio, mi resistencia y mi deseo de superar
incluso los días más terribles.
Y eso siempre significaba hacer lo que fuera necesario.
Por eso me aferré a un imbécil como Xander.
Por eso acepté espiar para los polacos.
Por eso acepté trabajar para Lucio.
He hecho tantas cosas jodidas y desesperadas sólo para salir
adelante. Sólo para sobrevivir.
Pero no puedo hacerlo.
No en esta casa. No con este hombre.
—Si lo prefieres —me gruñe, la sonrisa casi desapareciendo
de su cara. —Puedo estrangularte mientras te follo…
Ahora veo las arrugas en su cara. Aún aparenta juventud, pero
la edad se le echa encima.
—Por favor…
Sé que es inútil incluso antes de que la palabra salga de mis
labios.
Los hombres como él no retroceden ante esa palabra. Se
refuerzan.
Son los preliminares.
—Ahh, sí. Me gustan las mujeres que ruegan. —La sonrisa se
ensancha.
Perfectamente ejemplificado.
Estoy arrinconada. Mis manos se agitan detrás de mí, pero lo
único que siento es metal frío.
Espera.
Mis dedos se aferran a algo pesado pero pequeño.
—¡Tic tac! —se burla.
Su mano arremete de nuevo contra mi garganta.
Pero esta vez, estoy lista para él.
No sé qué tengo en la mano, una pesa pequeña, tal vez, pero
intento golpearle la cara con todas mis fuerzas.
Tengo el elemento sorpresa, y con la posición de mi cuerpo,
nunca lo ve venir.
Debería haber sido suficiente.
Pero no lo es.
Es más pesado de lo que imaginaba, y mi mano no llega lo
bastante arriba como para golpearle en la cara.
Le golpeo en el hombro. Bartek tropieza hacia atrás, más por
la sorpresa que por el impacto.
—¡Mierda! —trato de salir de alrededor de él.
—Maldita perra… acabas de cometer un gran error…
Su voz se apaga al instante.
Grito mientras la sangre me salpica la cara. Cae sobre mí
como una niebla carmesí. Se siente fría, antinatural.
Sólo puedo concentrarme en la parte del cráneo de Bartek que
está hundida en el lado izquierdo. Veo que pone los ojos en
blanco y se queda completamente sin vida.
Entonces me fallan las rodillas y me hundo en el suelo.
Bartek saca la lengua un instante antes de que su cuerpo se
desplome en el suelo frente a mí sin apenas hacer ruido.
O tal vez hay un sonido. Si lo hay, no lo oigo.
Estoy demasiado ocupada procesando qué demonios acaba de
pasar.
Mis ojos vagan desde el cálido cadáver de Bartek…
Hasta el imponente armazón del hombre que lo mató.
Y un pensamiento recorre mi mente, ¿Soy la siguiente?
32
LUCIO
CINCO MINUTOS ANTES
—Es arriesgado.
Me giro hacia Adriano, con los puños y la mandíbula
apretados.
No ha hecho nada para merecerlo. Pero estoy al borde y
erizado para una pelea.
—¿Qué otra puta opción tenemos? —le exijo—. ¿Eh? Dime,
hombre. Oigamos tu gran e ingenioso plan.
Levanta las manos, pero no se inmuta. —Sólo pregunto,
¿Realmente hemos analizado todas nuestras opciones?
—Tú eres el que quería una guerra.
—Yo no quería una guerra así —responde Adriano, señalando
a ninguna parte en particular.
—Simplemente no quería hacer un puto tratado de paz con
esos bastardos. Tampoco quería una masacre a gran escala.
Hago una mueca. —Estás exagerando y lo sabes.
—Y estás actuando ante la emoción en este momento.
Tiene suerte de que no haya nadie más cerca ahora mismo.
Porque mejor amigo o no, estoy a punto de patearle el culo
fuera de mi maldita casa.
—¿De qué demonios estás hablando? —suelto un chasquido.
Estamos sentados a ambos lados de la mesa, pero estoy lo
bastante excitado como para lanzarme al otro lado y empezar
una pelea aquí y ahora.
—¡Oh, vamos! —Adriano dice, negándose a retroceder—.
Estás haciendo esto por la chica.
—¿Charlotte?
—No, la jodida Audrey Hepburn —se burla Adriano—. Por
supuesto, Charlotte. La mujer te tiene completamente patas
arriba.
Sacudo la cabeza. —No sabes de lo que estás hablando.
—¿Me estás diciendo que ella no significa nada para ti? Sus
ojos brillan con intensidad.
—¡No! —respondo con firmeza, mirándole a la cara—. Es una
empleada.
—Una empleada a la que llevas a jugar al láser tag —me
responde Adriano—. Caramba, ¿Por qué no me invitaron?
—Porque no le gustas a Evie.
—Whoa, ese fue un golpe bajo.
En ese momento, la ira alcanza su punto máximo y empieza a
remitir.
Maldito Adriano. Es el único que puede presionarme así y
salirse con la suya.
El bastardo engreído también lo sabe.
Apenas consigo no sonreír. En lugar de eso, suspiro
pesadamente y aprieto un momento la frente contra las manos.
—Intentar atacar a toda la mafia polaca en una noche… Lucio,
es una puta locura —dice Adriano con seriedad.
—No vamos a acabar con todos, soy consciente de ello —digo
—. Pero podemos acabar con los suficientes como para marcar
la diferencia. Nos guste o no, va a haber una guerra. Lo menos
que podemos hacer es asegurarnos de que son superados en
número.
Adriano se me queda mirando un momento, intentando
determinar hasta qué punto es racional mi argumento.
Por fin, exhala ruidosamente y asiente.
—De acuerdo, supongo que esa es nuestra mejor apuesta en
este momento —concede—. Ahora mismo, tenemos el
elemento sorpresa. Pero maldita sea, eres un terco hijo de puta.
—Aprendí del mejor —me río entre dientes, dándole una
palmada en el hombro. Me pongo en pie—. Pero tenemos que
movernos. Es hora de poner esto en marcha. ¿Dónde está
Giovanni?
—Aquí, jefe —habla Giovanni, entrando en el salón desde las
puertas correderas abiertas que comunican con el jardín.
—Hora de la táctica —anuncio—. Identificar sus principales
lugares de reunión, sus rutas de patrulla. ¿Dónde son fuertes?
¿Dónde son débiles?
—Lo tengo reducido a cuatro sitios diferentes —responde
Giovanni inteligentemente—. El almacén de Bleeker, el piso
franco de Mulholland, Pretty’s, ese puto club hortera al lado
del local de striptease, y Szymon’s. Ese es el restaurante del
centro que Bartek tiene. Tenía, debería decir. Es frecuentado
por sus subjefes.
—Hacia allí me dirijo —decido inmediatamente—. Adriano,
tú vienes conmigo.
—Claro que sí —afirma.
Puede que quisiera evitar una guerra, pero cuando el
derramamiento de sangre se hace inevitable, no hay nadie a
quien prefiera tener a mi lado que a Adriano.
Ha estado conmigo desde mis primeros días como jefe. Hemos
luchado juntos. Sangrado juntos. Ganado y perdido juntos.
Es muy bueno.
Así que, a pesar de todo lo que está pasando, cuando veo que
los ojos de Adriano brillan de emoción, no puedo evitar
sonreír.
—Bien. Eso está arreglado. Entonces…
Mis palabras se interrumpen cuando advierto una sombra que
acecha en el rellano de la escalera.
¿Quién…?
Alcanzo a ver su cabello oscuro antes de que retroceda y
desaparezca de mi campo de visión.
—¿Jefe?
Los dos hombres de la sala me miran, esperando nuevas
instrucciones.
Sacudo la cabeza para intentar volver a centrarme. —Eh…
Adriano, entrega a los equipos sus instrucciones —ordeno con
voz tensa—. Esta noche a tope, ¿Entendido?
—Entendido.
Asiento con la cabeza, despidiéndole al mismo tiempo que me
dirijo hacia la escalera.
—Espera, ¿A dónde vas? —pregunta incrédulo Adriano.
—Voy a mear —digo bruscamente—. ¿Por qué, quieres ir y
sujetarme la pija?
Levanta las manos. —Haz lo tuyo, mio amico. Buena suerte o
como sea. Baja el asiento cuando termines.
Pongo los ojos en blanco y salgo de la habitación sin
molestarme en replicar.
Al subir la escalera, observo su sombra proyectada en la pared.
Está intentando escabullirse.
—Charlotte, sé que estás ahí.
Un par de segundos de silencio llenan el espacio entre
nosotros, y entonces ella sale de su escondite.
—Juro que no estaba escuchando a escondidas.
La fulmino con la mirada. —Sí. Claro que sí.
—En serio —dice con fervor.
¿Le creo? ¿O es una mentirosa?
—¿Qué haces aquí? —pregunto.
—Yo…
Baja los escalones hacia mí y nos encontramos en el estrecho
rellano. Se le ha pasado el susto, pero sigue pálida.
—Quería hablar contigo —me dice—. Pero ahora no sé lo que
quería decirte.
—Quizá te acuerdes cuando vuelva —digo, mirando por
encima del hombro—. Me tengo que ir.
—De acuerdo.
Hay algo en su voz que me llama la atención.
—¿Estás bien? —pregunto.
El azul de sus ojos se apaga un poco. —Ya estoy mejor —dice
con cautela, y luego añade—, «creo».
—Dale tiempo.
Me doy la vuelta cuando siento su mano en mi brazo. —Lucio.
—¿Sí? —La miro por encima del hombro.
—No te hagas daño.
Lo único que hago es asentir.
Luego le quito la mano de encima y bajo las escaleras.
No puedo permitirme distraerme esta noche. Esto no se trata
de otra cosa que de hacer una puta declaración.
Mantener el control.
Enviar un mensaje.
Esta es mi puta ciudad.
Quien piense lo contrario, que se prepare para la guerra.
El Grand.
Una fábrica del siglo XIX reconvertida en hotel de lujo para
ricos y famosos.
Enclavado en el corazón de una enorme extensión de terreno y
rodeado de exuberante vegetación, el lugar hace que sea fácil
olvidarse de que se está en medio de una ciudad.
Cuando Adriano y yo llegamos, nos hacen pasar a una sala de
reuniones privada con vistas al ala este del jardín.
Sinceramente, hay un puto ciervo pastando justo fuera de las
ventanas de elaborados paneles. Incluso las paredes tienen
intrincadas tallas cinceladas en el arrimadero.
—Jesús —murmura Adriano, mirando el techo pintado y los
enormes candelabros de cristal—. No podemos tener un
maldito tiroteo aquí, ¿Verdad? Pero quizá ese sea el objetivo.
—No —rebato, dejándome llevar por mis instintos—. A este
hijo de puta sólo le gusta el lujo.
—Más de lo que le gusta la puntualidad —parece.
Miro el reloj. Adriano tiene razón, Kazimierz llega diez
minutos tarde.
Pero hay un montón de mierda en juego aquí. Así que estoy
dispuesto a ignorar eso…
Siempre que aparezca en los próximos cinco minutos.
Justo a tiempo, la puerta se abre y entran dos hombres.
Me fijo inmediatamente en Kazimierz. Lleva un traje. Uno
caro, por lo que parece.
Sus rasgos son parecidos a los de su hermano, pero es guapo
de una forma más natural. Y joven. Yo diría que tiene unos
cuarenta años.
No es tan alto ni tan corpulento como Bartek, pero mis
instintos me alertan. Y cada célula de mi cuerpo me grita una
cosa, este hombre es mucho más peligroso.
Está en sus ojos oscilantes.
Está en la inclinación maníaca de su sonrisa.
Está en los dedos temblorosos, que nunca descansan, siempre
al acecho de más, más y más.
Echo un vistazo al hombre que ha traído como segundo. El
bastardo es pálido, de rasgos afilados y ojos oscuros que
recorren constantemente todos los rincones.
Lleva cinco segundos en la habitación y tengo la sensación de
que ya nos ha evaluado a Adriano y a mí.
—¡Siema, Lucio! —dice Kazimierz en polaco, saludándome
como si fuéramos viejos amigos.
Inclino la cabeza con frialdad. —Kazimierz.
No intenta darme la mano. No me molesta.
—Este es mi segundo, Adriano —le presento.
—Un placer, sin duda. —Kazimierz sonríe—. Aunque,
¿Importa? —me pregunta—. Después de todo, sólo son…
piezas de repuesto.
Adriano se pone violentamente rígido. Incluso desde mi visión
periférica, puedo ver que su rostro está enrojecido por la rabia.
Cierro la mano en un puño y la golpeo suavemente contra el
reposabrazos ornamentado.
Es un recordatorio.
Mantén la calma.
No dejes que este hijo de puta te ponga nervioso.
—¿Te he ofendido? —pregunta Kazimierz, sonriendo
alegremente—. No era mi intención.
Algo me dice que esa era exactamente su maldita intención.
—Parece que tenemos ideas diferentes sobre el liderazgo —
digo, mirando fijamente a Kazimierz a los ojos—. Yo no
considero a mis hombres como de mi propiedad.
—Deberías —sugiere—. Atacaste cuatro localidades polacas
diferentes. Eliminaste a más de cien en una sola noche. A mí
no me importó. Dormí como un bebé de todos modos.
Mantengo una expresión estudiadamente neutra. —¿Es eso
cierto?
Se encoge de hombros. —Eran meros peones —explica—. Sus
vidas no tienen sentido. Sus muertes son irrelevantes.
—Interesante —respondo—. ¿Entonces no te he ofendido en
nada?
Una sonrisa se extiende por su rostro, torciendo su buen
aspecto y volviéndolo siniestro. Feo.
—Oh no, querido Lucio. Al contrario, me has ofendido
mucho.
—Pensé que no te importaban tus hombres.
—Para nada. Se trata de mi hermano —dice, con una sonrisa
que no vacila—. No te equivoques, me importaba sólo por
costumbre. De esa forma fastidiosa y obligatoria en que te
preocupas por la gente que comparte tu sangre. Pero mis
sentimientos personales son irrelevantes. Él era mi sangre. Y,
por lo tanto, esto es personal.
Hay algo en el cambio de tono del hombre que me hiela hasta
los huesos. —Tu lógica es errónea.
—La gente con defectos es la única que merece la pena vivir
—me dice, con los ojos bailándole salvajemente—. La gentuza
predecible no es más que un desperdicio del semen de su
padre.
No me jodas. Este hijo de puta está loco de remate.
Una mirada a Adriano me dice que está pensando exactamente
lo mismo.
—¿Y quién decide quién vive? —pregunto—. ¿Tú?
—Los fuertes —responde Kazimierz—. Y los poderosos. Tú y
yo, amigo mío. Nosotros hacemos las reglas. Lo que significa
que podemos romperlas.
—Tu hermano…
—Mi hermano era un tonto —interrumpe Kazimierz—. Fue un
tonto al pensar que podía entrar en tu recinto y volver a salir
ileso.
Hace una pausa. Me mira. Sonríe.
—Pero si lo mataste por una mujer, entonces también eres un
tonto.
Me hormiguean los puños. Estoy desesperado por borrarle esa
sonrisa de arrogancia de la cara.
—Déjame que te cuente una pequeña historia, musita
Kazimierz. Se inclina hacia delante y extiende la palma de la
mano.
Robóticamente, el anónimo segundo al mando de Kazimierz
saca un cigarrillo y se lo enciende. Kazimierz acepta el
cigarrillo y da una larga y melodramática calada.
—Mi segunda mujer era una belleza —me dice—. Pensé que
estaba jodidamente enamorado de ella. Entonces llegué a casa
un día y se había ido. Huyó. ¿Puedes creerlo?
Se ríe y suspira, mirando a lo lejos como si estuviera
reviviendo el recuerdo.
—Tardé tres meses, pero por fin la localicé —continúa. Sigue
dando caladas a su cigarrillo—. Vivía en una pocilga en medio
de la nada, esa kurwa.
El polaco le va mejor a su voz que el inglés. Es más áspero.
Más frío.
Adriano y yo permanecemos inmóviles. Incluso cuando una
sensación desagradable comienza a espesar en el aire de la
habitación.
—La llevé a casa y la metí en su habitación. Le dije que sólo
quería una cosa de ella, que no muriera.
Mis instintos me dicen lo que viene, pero no quiero oír el
resto.
—Le di todo… y ella me lo devolvió huyendo.
—¿Está muerta? —interrumpo.
Kazimierz me mira furioso. Un instante después, vuelve a
suavizarse.
Pero en ese segundo, veo la mirada frenética de un maníaco.
—¿Quién sabe? —dice encogiéndose de hombros—. Hace
semanas que no la veo. Este desagradable asunto tuyo y de mi
hermano me ha ocupado mucho tiempo.
A mi lado, Adriano exhala por lo bajo, horrorizado. Sabe que
no debe mostrar sus emociones de forma demasiado visible.
Pero he sido amigo del hombre durante décadas. Puedo decir
cuando está echando humo.
Y ahora mismo, está a punto de explotar.
—Estoy seguro de que está viva —añade Kazimierz—. Lleva
dos años y medio en esa habitación. Estoy seguro de que ha
sobrevivido a las últimas semanas.
—¿Dos años y medio? —respira Adriano, con los ojos
desorbitados.
—El tiempo vuela, ¿Verdad? Perdí el interés en visitarla
cuando dejó de hablar. El aislamiento hace cosas muy malas al
cerebro humano. Pero disfruto de su vagina de vez en cuando.
Me equivoqué, no sólo está un poco desquiciado. Kazimierz es
un completo psicópata.
Y ahora, tiene a toda la mafia polaca a su disposición.
El hombre se ríe. —Lo que intento decir es que no merece la
pena pelearse por las mujeres. De hecho, no valen mucho.
Coge lo que quieras y deja el resto.
—Peones —digo en voz baja.
—¡Exacto! —Kazimierz asiente encantado—. ¿Así que ahora
entiendes por qué no puedo perdonarte que mataras a mi
hermano? Si hubieras tenido una buena razón, podría haberme
reconciliado con eso. ¿Pero murió por una mujer? Eso no lo
puedo aceptar.
—No estás obligado a aceptar una puta cosa —gruño,
perdiendo la paciencia con este monstruo—. Tu hermano
cruzó una línea y tú estás peligrosamente cerca de hacer lo
mismo. Así que mi consejo es que no me jodas.
Kazimierz suspira. —Lástima. Y yo que pensaba que nos
llevábamos tan bien.
Mira expectante hacia su peón personal. El hombre se
remanga y extiende el antebrazo hacia su jefe.
Con total despreocupación, Kazimierz aprieta el cigarrillo
encendido contra el antebrazo magullado y lleno de cicatrices
del hombre.
La piel chisporrotea y quema. Ninguno de los dos se inmuta.
Una vez apagado el cigarrillo, el hombre coge la colilla
arrugada de Kazimierz y se la guarda en el bolsillo de la
camisa.
Toda esta farsa me da ganas de vomitar.
Kazimierz siente cada palabra que dice.
—Pero ya que estamos intercambiando advertencias —
continúa Kazimierz— déjame devolverte el favor. Yo no soy
mi hermano.
He terminado aquí. He visto suficiente, demasiado, en
realidad.
Me pongo en pie y Adriano hace lo mismo.
—Me importa una mierda quién eres. Somos la mafia Mazzeo,
y si alguno de tus hombres pone un pie en mi territorio, haré
llover el infierno sobre ti.
Kazimierz me mira torvamente durante un largo rato.
Luego sonríe. Como si todo esto fuera una pequeña broma
para él.
Es unos centímetros más bajo que yo cuando se levanta
perezosamente.
—Debe de ser una tremenda mujer —comenta.
Con un movimiento de cabeza, él y su segundo al mando se
dirigen hacia la puerta. El olor a carne quemada persiste en la
habitación.
—Pero recuerda, hermano, el mundo está lleno de serpientes.
Las más peligrosas son las que menos te esperas.
Entonces se ha ido.
—¡Maldición! —Adriano sisea en el momento en que la
puerta se cierra tras Kazimierz y su peón—. ¿Qué coño ha sido
eso?
—Eso —digo sombríamente— Es un jodido gran problema.
38
CHARLOTTE
UNOS DÍAS DESPUÉS - LA COCINA DE LUCIO