Está en la página 1de 587

ARRULLO DEL

MENTIROSO

LA MAFIA MAZZEO
LIBRO 1
NICOLE FOX
ÍNDICE
Mi lista de correo
Otras Obras de Nicole Fox
Arrullo del Mentiroso
1. Charlotte
2. Lucio
3. Lucio
4. Charlotte
5. Lucio
6. Lucio
7. Charlotte
8. Lucio
9. Charlotte
10. Charlotte
11. Lucio
12. Charlotte
13. Lucio
14. Charlotte
15. Lucio
16. Charlotte
17. Lucio
18. Charlotte
19. Charlotte
20. Lucio
21. Lucio
22. Charlotte
23. Lucio
24. Charlotte
25. Lucio
26. Charlotte
27. Charlotte
28. Lucio
29. Charlotte
30. Lucio
31. Charlotte
32. Lucio
33. Charlotte
34. Lucio
35. Charlotte
36. Lucio
37. Lucio
38. Charlotte
39. Lucio
40. Charlotte
41. Lucio
42. Charlotte
43. Lucio
44. Charlotte
45. Lucio
46. Charlotte
Copyright © 2022 por Nicole Fox
Reservados todos los derechos.
Ninguna parte de este libro puede reproducirse de ninguna forma ni por ningún
medio electrónico o mecánico, incluidos los sistemas de almacenamiento y
recuperación de información, sin el permiso por escrito del autor, excepto para el
uso de citas breves en una reseña del libro.
MI LISTA DE CORREO

¡Suscríbete a mi lista de correo! Los nuevos suscriptores


reciben GRATIS una apasionada novela romántica de chico
malo. Haz clic en el enlace para unirte.
OTRAS OBRAS DE NICOLE FOX
La Bratva Uvarov
Cicatrices de Zafiro
Lágrimas de Zafiro
la Bratva Volkov
Promesa Rota
Esperanza Rota
la Bratva Vlasov
Arrogante Monstruo
Arrogante Equivocación
la Bratva Zhukova
Tirano Imperfecto
Reina Imperfecta
la Bratva Makarova
Altar Destruido
Cuna Destruida
Dúo Rasgado
Velo Rasgado
Encaje Rasgado
la Mafia Belluci
Ángel Depravado
Reina Depravada
Imperio Depravado
la Bratva Kovalyov
Jaula Dorada
Lágrimas doradas
la Bratva Solovev
Corona Destruída
Trono Destruído
la Bratva Vorobev
Demonio de Terciopelo
Ángel de Terciopelo
la Bratva Romanoff
Inmaculada Decepción
Inmaculada Corrupción
ARRULLO DEL MENTIROSO
LIBRO UNO DE LA MAFIA MAZZEO

HAY UNA MENTIROSA EN MI CAMA Y UNA NIÑA EN


MI PUERTA.
Mis soldados arrojaron a Charlotte a mis pies y me dijeron lo
que era:
Una ladrona.
Una mentirosa.
Una furtiva.
La encadené en la celda bajo mi mansión con el plan de
deshacerme de ella al amanecer.
Pero algo me hizo cambiar de opinión.
¿Qué es ese algo?
Una niña que llega a mi puerta, desesperada y sola…
Con una nota en la mano que lo cambia todo.
«Esta es tu hija.
Su madre está muerta.
Ahora es tu responsabilidad».
Ahora, necesito una niñera para la hija que nunca supe que
tenía.
Por suerte para mí, tengo la solución perfecta…
Y está encerrada en mi sótano en este momento.
1
CHARLOTTE
NUEVA YORK, JUSTO DESPUÉS DEL ATARDECER

El camino a casa desde el trabajo siempre apesta.


Dejo las aceras adoquinadas de las ciudades de clase alta por
las aceras llenas de cicatrices del lado malo de la ciudad.
Los rascacielos relucientes se convierten en casas de drogas en
ruinas.
Los hombres con trajes caros se convierten en hombres en…
otra cosa.
Maldición, si hasta la acera es literalmente cuesta abajo.
Básicamente, es la metáfora perfecta de mi vida.
Mis pensamientos van a lugares locos esta noche.
Probablemente porque estoy agotada y hambrienta. Es el tipo
de hambre que te revuelve el estómago, te hace temblar las
piernas y te hace palpitar la cabeza.
Los turnos seguidos en el restaurante sin descanso pueden
hacerle eso a una chica.
Estoy parada desde antes del amanecer, por eso los pies me
están matando.
Bueno, eso y el hecho de que las suelas de mis zapatillas están
tan desgastadas que prácticamente puedo sentir el pavimento
sobre mi piel desnuda.
Necesito zapatos nuevos.
Pero también tengo que pagar el alquiler.
Y triple turno o no, no tengo el dinero para ambos.
De hecho, ahora mismo no tengo dinero para ninguna de las
dos cosas.
—¡Hola, Charlie! —dice una voz aguda e inoportuna.
Suspiro y esbozo una sonrisa falsa antes de mirar a la señora
Hammond. Su balcón da a la calle y le permite observar como
un ave rapaz lo que hacen los demás.
Por cierto, «ver lo que hacen los demás» resulta ser su afición
favorita.
—Es Charlotte —murmuro en voz baja.
Ya le he corregido mi nombre un par de veces, aunque no
sirvió de nada. Pero no pierdo la esperanza que lo recuerde.
Sólo mi madre me llama de esta forma. Y tampoco me gusta
cuando lo hace.
No es que hable mucho con mamá últimamente.
A la mujer entrometida de la entrada le digo, —Hola, Sra.
Hammond.
Se acerca moviendo las caderas descaradamente y me mira por
encima del borde de sus gafas de fantasía.
—¿Cuántas veces te he pedido que me llames Lisa? —me
corrige.
—Tantas veces como le he pedido que me llame Charlotte —
refunfuño.
—¿Qué ha sido eso, cariño? —pregunta. Sus cejas delineadas
se levantan mientras se inclina sobre la barandilla del balcón.
Tiene unos bonitos ojos color avellana y una nariz grácil y
recta. Pero su rasgo más prominente sigue siendo el bello de
su barbilla.
—Nada, —me apresuro a responder—. Sólo me dirijo a casa.
—Horriblemente tarde, ¿No es así, cariño?
—Hoy he tomado un turno extra.
La señora Hammond se sacude el pelo rubio decolorado con
consternación. Los rizos que se ha echado en la cara rebotan
de forma antinatural, llamando la atención sobre los enormes
pendientes que lleva.
—Trabajas demasiado, —me sermonea—. Sinceramente, una
chica guapa como tú sólo tiene que encontrar un chico
interesante y hacer que cuide de ti.
Me erizo ante la sugerencia. No soy una mujer mantenida. Ese
era el objetivo de mi madre en la vida.
Seguro que no es el mío.
—No necesito ningún chico, —le digo, imitando su acento de
Alabama. Décadas en la ciudad han intentado limar su acento,
pero no lo han conseguido—. Me las arreglo bien sola.
Si Vanessa estuviera aquí ahora mismo, se estaría riendo en mi
cara de mi elección de palabras. Puedo oír su voz en mi
cabeza.
«¿Te las arreglas bien sola?’ ¡Y una mierda! Vives en un
edificio que ha sido escenario de al menos dos asesinatos,
corres el riesgo de incendiarlo todo cada vez que enciendes la
cocina y te lavas el pelo en el fregadero. No hay nada de bien
en todo eso.»
Puede que tenga razón en todas esas cosas. Pero eso no cambia
el hecho de que mi mejor amiga es muy, muy molesta.
—Seguro que sí —continúa la señora Hammond.
Apenas presto atención a la vieja gruñona, pero eso a ella no le
importa demasiado. Soy un público cautivo, eso es todo lo que
le importa.
—Y sé que ustedes… ¡Jovencitas!, son todas unas apasionadas
de su feminismo o lo que sea. Pero toda mujer necesita un
hombre, cariño. ¡Confía en mí!
Suspiro de nuevo y aprieto la mandíbula. ¿Cuándo aprenderé
la regla número uno de la vida en la ciudad?
Agacha la cabeza y no respondas.
—Bueno, no lo necesito, señora Hamm-uh… Lisa, me corrijo
rápidamente.
—Sabes, conozco a un joven muy guapo que trabaja en la
carnicería de al lado, —me dice, completamente ajena a mi
tono poco entusiasta—. Es muy guapo.
—No me interesa conocer a nadie.
Suspira dramáticamente. —¿Por qué diablos no? —pregunta,
como si fuera yo la que está siendo difícil.
Una respuesta fácil sube a mis labios.
Porque no quiero acabar como mi madre. Una cuarentona,
dos veces divorciada, que sigue teniendo dos trabajos
humildes para mantener al último vago que ha aterrizado en
el sofá de su casa rodante.
Eso es lo que debería decirle. Pero no lo hago.
Porque, por mucho que no esté de acuerdo con las decisiones
de mi madre, me parece una traición que una completa
desconocida hable así de ella.
Sigue siendo mi madre, aunque sólo me llame en dos fechas al
año.
La primera, el veinticinco de diciembre, porque es el
cumpleaños de Jesús.
Y la segunda, el diecisiete de junio, porque cree que es mi
cumpleaños.
(El cual no lo es)
—Me encantaría quedarme a charlar, —digo sin convicción,
porque en realidad tengo demasiada hambre como para
quedarme manteniendo esta conversación—. Pero realmente
tengo que volver a casa. Tengo que… dar de comer al gato.
Empiezo a andar antes de que responda, le dirijo una sonrisa
cortés y muevo los dedos mientras avanzo.
Cuando desaparece de mi vista, puedo respirar un poco más
tranquila.
Al llegar a la intersección de Broadway y la 181, vuelvo a la
zona más peligrosa y marginal de la ciudad. Giro a la derecha
en el cruce y sigo avanzando diez minutos más hasta llegar a
mi complejo de apartamentos.
Hogar, dulce hogar.
Es un callejón sin salida repleto de basura y un grupo variado
de edificios de distintos colores y apartamentos. Lo único que
todos tienen en común es que son baratos, en ruinas y pobres.
Paso los dos primeros y entro en el tercer edificio, el que tiene
manchas de hollín algo más oscuras en sus paredes de color
marrón sucio.
Eso es lo bueno de llegar tarde a casa, al menos la oscuridad
enmascara la mayor parte de la mierda sin adulterar del lugar.
Mientras tanto, sigo partiendo me la cabeza pensando en
comida.
Creo que hay un burrito a medio comer en la nevera desde el
miércoles. Me lo podría comer.
Espera, ¿Lo comí ayer en la cena?
Sí. Claro que sí.
Maldición.
Camino por el estrecho pasillo. Tengo la sensación de que las
paredes enmohecidas se inclinan hacia mí, intentando tocarme
la cara o el pelo como un pervertido en el metro.
Todo el edificio desprende «vibras asesinas», como diría
Vanessa.
Me repito la Regla de Oro, Mantén la cabeza agachada y no
respondas.
Lo que significa, por supuesto, que una cucaracha elige ese
momento exacto para escabullirse sobre mi pie.
Como si el universo me parara el dedo del medio y me dijera,
«Agacha la cabeza todo lo que quieras. Hay mucha mierda,
mires donde mires.»
Ahogo un grito y pateo tan fuerte como puedo. El pequeño
bicho marrón sale volando por el… espera, no, está volando
literalmente. Bate las alas y añade su zumbido a las luces
fluorescentes baratas que cubren el techo.
¿Ahora las cucarachas tienen alas? Maldición.
Vuelvo a centrar mi atención en la interrogante más
importante, la comida. No habrá ningún burrito en mi futuro,
pero estoy segura al menos en un sesenta por ciento de que
hay una barra de pan a medio comer en el estante superior.
Puede que ya esté mohoso, pero puedo cortar los trozos malos
y comerme el resto. Sinceramente, mientras sea comestible, no
me voy a quejar.
El estómago se me revuelve de nuevo justo cuando llego a la
puerta. Introduzco las llaves en la cerradura y giro con fuerza.
Nada se mueve.
¿Qué demonios…?
Saco la llave con dificultad y vuelvo a intentarlo. Lo mismo
esta vez. No hay clic.
Me acerco la llave a la cara y la examino. Por lo que veo, no
parece haber ningún problema. Es la única llave que tengo, así
que no puedo haber sacado la equivocada. Y no está rota ni
doblada ni nada por el estilo.
Entonces oigo una risita insensible que me eriza el vello de la
nuca.
Me doy la vuelta justo cuando Mickey sale de las sombras de
la escalera.
Lleva su chaleco de algodón habitual, el que le queda dos
tallas más pequeño y está manchado por el frente con
diferentes manchas de comida.
Es el tipo de persona que puedes ver a leguas de distancia y
saber sin lugar a dudas que huele a cloaca rellena de Doritos.
En eso también tendrías razón.
—¿Tiene problemas, señorita? —musita chasqueando la
lengua.
—Mi llave no funciona —respondo.
Me dedica una sonrisa engreída que me hace retroceder un
poco contra la puerta.
Dios, odio a este hijo de puta.
—El problema no es tu llave —me dice Mickey con evidente
regocijo.
Se pasa la mano por la enorme barriga cervecera, un gesto que
emplea siempre que se siente especialmente bien consigo
mismo. Sus ojos brillantes y profundos me absorben.
Sinceramente, prefería la cucaracha.
—¿Has cambiado la cerradura? —pregunto con la voz
entrecortada por la alarma.
—Puedo darte la llave nueva, —anuncia—, si me das el
alquiler que debes.
Me estremezco contra el hambre desnuda que me perfora el
interior del estómago.
—Escucha, Mickey…
—¿Eso es un no? —interrumpe.
—Han sido unas semanas muy duras.
—¿No que tienes un trabajo muy elegante? —me reprocha.
—Soy camarera en un restaurante de lujo, —aclaro—. Hay
una diferencia. Mi sueldo sigue siendo una mierda. Sobrevivo
con las propinas, y últimamente no he ganado mucho en ese
aspecto.
Los ojos de Mickey recorren mi cuerpo de arriba abajo.
Sigo con mi uniforme de camarera. Falda negra. Camisa
blanca. Chaleco negro escotado.
—Tienes que abrirte el último botón, —me aconseja Mickey
como si me estuviera haciendo un favor—. A los hombres nos
gusta ver un escote de verdad cuando te inclines para servir la
carne.
Me trago mi furia. Tengo demasiada hambre para esto. Para
todo esto. Ese pan mohoso al otro lado de esta puerta bien
podría ser maná del cielo.
Pero en vez de eso, estoy atrapada aquí muriéndome de
hambre con el mismísimo diablo.
—Vaya, gracias, —respondo con sarcasmo—. Lo tendré en
cuenta. Ahora, ¿Puedes darme la llave nueva, por favor?
Mickey se acerca un poco más. —!No!
Vuelvo a estremecerme. La desesperación, el hambre y el
cansancio se combinan para golpearme como un trío de
atracadores.
Me duele todo, la cabeza, los pies, el corazón.
No puedo hacerlo.
Simplemente no puedo hacer esto ahora.
—Por favor, Mickey. He tenido un par de semanas de mierda.
Dame un poco de tiempo para pagarte el alquiler.
—Te he estado dando tiempo, —dice—. Durante los últimos
meses. Ya estoy harto de la situación. Hace tiempo que te lo
vengo advirtiendo. Sabías que esto iba a pasar. Nada en este
mundo es gratis, Charlotte Dunn.
Odio cómo dice mi nombre. Me hace sentir sucia, estúpida.
Y esos ojos no paran de deslizarse arriba y abajo, arriba y
abajo. —Te lo vengo advirtiendo desde hace tiempo, repite.
—Por favor —vuelvo a gemir.
Sé que mi voz suena sumisa y patética, pero el hambre está
acabando sin piedad con lo último que quedaba de mi fuerza
por luchar, con lo último que quedaba de orgullo, con lo
último que quedaba de dignidad en mí.
Suplicaré si es necesario.
Pero por favor, por el amor de Dios, sólo dame un bocado de
comida.
Ladea la cabeza y me mira de arriba abajo como si se le
acabara de ocurrir algo.
Excepto que sé que no es así.
Lo que venga a continuación será un cebo tentador en el
extremo de un anzuelo muy desagradable.
Nunca nadie era bueno a cambio de nada.
—Quizá podamos llegar a un acuerdo, —murmura. Sus ojos se
detienen en mis pechos.
Me quedo inmóvil cuando da un paso hacia mí y levanta la
mano. Cierro los ojos horrorizada y me pongo en guardia
como si me fuera a atropellar un autobús.
Pero el toque horrible que espero no llega.
En cambio, los dedos de Mickey rozan un mechón de pelo
suelto que se ha desprendido del moño desordenado de mi
nuca. Me lo coloca detrás de la oreja.
Es casi tierno, de la forma más extraña posible. Pero sus
intenciones no lo son.
Nunca lo son.
Este es un mundo feo, y los hombres como Mickey,
hambrientos de poder, obsesionados con el dinero y el control
y nada más, son la parte más fea de él.
Así de cerca, puedo ver la abundancia de pelo en sus fosas
nasales. Me recuerda a un toro en celo. Me alejo de él cuando
su lengua se desliza por su labio inferior.
—Nada es gratis, señorita —se burla de mí.
Maldición, no lo sabría yo.
—¿Qué quieres de mí? —pregunto directamente.
Su mano regordeta desciende hasta el bulto de su entrepierna.
Me doy cuenta de que ya está erecto y se me revuelve el
estómago. El hambre pasa a un segundo plano por el
momento.
Ese es el lado positivo, supongo.
—Arrodíllate, —sisea Mickey—, y hazme feliz. Entonces
podría darte otras dos semanas de alquiler.
Este hijo de puta.
Moriré antes de darle eso.
—No soy una puta de mierda, arremeto contra él. Tengo la
cara enrojecida por la ira.
Su expresión se ensombrece ante el rechazo. —¿No? Lástima.
Podrías haberme engañado.
La frustración de mi día me alcanza en ese momento. No
puedo con esta mierda.
Ya me manosean bastante en mi trabajo a diario. No necesito
esta mierda cuando vuelvo a casa.
No es que sea un gran hogar, pero es todo lo que tengo.
O todo lo que tenía, al menos. Sin mí departamento, ¿Qué
tengo que perder?
A la mierda este lugar.
A la mierda las cucarachas en mis pies y las luces que nunca
funcionan y el ascensor que siempre está roto.
Y sobre todo, que se joda Mickey.
Este arrogante y asqueroso depravado que cree que puede
decirme cosas así, que cree que puede colgar su asqueroso
miembro en mi cara como una zanahoria y usar mi
desesperación para excitarse.
No.
Hoy no.
Nunca.
La bofetada que le doy en su puta cara de arrogante nos pilla a
los dos por sorpresa. Mickey se tambalea hacia atrás, con los
ojos aturdidos un segundo antes de centrarse en mí.
Y entonces se desata el infierno.
—¡Maldita desagradecida! —ruge.
Se abalanza sobre mí, pero consigo apartarme y escapo por los
pelos por debajo de su brazo. Me aferro a la bolsa que me
cuelga del hombro mientras me precipito hacia la escalera.
Lo siento persiguiéndome. Resopla y jadea mientras bajamos
las escaleras.
Pero soy tan rápida como él lo es de repugnante. Y ese gordo
pedazo de mierda probablemente no ha sudado
intencionalmente en años.
Así que, para cuando salgo por la puerta lateral y vuelvo a la
noche, le he perdido. No paro de correr y no miro atrás.
No hasta que haya puesto al menos una docena de edificios
entre esa rata de tamaño humano y yo.
Cuando estoy segura de que ha abandonado la persecución, me
tomo un momento para respirar. Me reclino contra los muros
vandalizados de un terreno vacío y trago oxígeno con avidez.
El corazón me late en el pecho con tanta fuerza que me duele.
Respira, Charlotte. Respira.
Al final, mi ritmo cardíaco se estabiliza y controlo mi
respiración. Entonces vuelve el hambre.
Y el pavor.
Y el miedo.
—Maldición —maldigo en voz baja.
¿Cómo puedo volver allí ahora?
No tengo mucho, pero lo poco que tengo está ahora encerrado
detrás de la puerta barata y desvencijada de ese bastardo.
Cosas que estoy bastante segura de que van a ir a parar a un
contenedor de basura ahora que he empujado a Mickey al
límite.
Pasa un coche con la música a todo volumen. Veo la cabeza de
un adolescente rubio asomando por el asiento del copiloto.
Me preparo para lo peor y me decepciona tener razón al cien
por cien.
Me hace un gesto de chupar el pene. —¿Qué tal, chica sexy?
¿Quieres lamerme la pene esta noche?
El coche se aleja antes de que pueda responder y me deja en la
oscuridad.
Por una vez, me gustaría que me demostraran que me
equivoco sobre los hombres.
Esta noche es una de las peores de mí vida.
Sin otro sitio adónde ir, comienzo el largo camino de vuelta
hacia el centro.
M E GUSTARÍA LLEVAR algo más que este uniforme. La falda es
demasiado corta y la camisa y el chaleco son demasiado
ajustados.
También podría llevar un cartel en la espalda que dijera,
«Acósame».
No es que importe si lo tuviera. Los hombres de esta parte de
la ciudad no necesitan tanta invitación.
Toman la iniciativa ellos solos.
El aire exterior parece más frío que antes. Me estremezco y
sigo caminando un rato en una especie de trance.
Pienso en todo y en nada a la vez, en la señora Hammond, en
mi madre y en Mickey. Todos se funden en mi delirante
cerebro, hasta que imagino la cabeza de mamá con los
pendientes de la señora Hammond encima del cuerpo de
Mickey.
La alucinación es tan grotesca como suena.
Algo me devuelve a la realidad, el olor a queso.
Me detengo bruscamente cuando el olor a mozzarella fresca y
pegajosa inunda mis fosas nasales. Cuando giro, contemplo un
restaurante italiano de aspecto elegante.
Parece auténtico y acogedor. Manteles blancos y farolillos
rojos colgados sobre la puerta, bañándolo todo con una luz
cálida y suave.
El cartel pintado a mano de la entrada lleva un nombre, «Il
Dolore e Il Piacere».
Estoy bastante segura de que eso es italiano, pero bien podría
ser klingon por todo lo que puedo descifrarlo.
Nada de eso me preocupa lo más mínimo.
Lo único que me importa en este momento es meterme algo
sustancioso en el estómago.
Entro, todavía aturdida. Ni siquiera me importa que parezco
una loca.
Los último de vergüenza que me quedaba se la llevó el viento.
Me siento agradecida en la primera mesa que veo.
—¿Qué le sirvo? —me pregunta un camarero flacucho cuando
aparece por detrás de mi hombro.
—Espaguetis a la boloñesa, —digo inmediatamente sin
molestarme siquiera en echar un vistazo al menú—. Y raviolis
de calabaza. Y una jarra de agua, por favor. Tengo sed.
Levanta las cejas con gracia. —Tienes hambre, ¿Eh?
—Me muero de hambre, —confirmo—. Así que si pudieras…
—¿Pedirle al chef que cocine a la velocidad de la luz? —
ofrece.
Asiento con la cabeza, demasiado cansada para las palabras y
agradecida por una cara amiga.
Se aleja con una sonrisa, para volver un minuto después con
una cesta llena de panecillos calientes y mantequilla.
Quiero ponerme en pie de un salto y besarle en toda la boca.
Pero consigo contenerme.
Apenas.
—Bendito seas, —suspiro agradecida, cogiendo un suave y
fresco panecillo.
Lo unto en mantequilla y lo muerdo con ansias mientras él se
da la vuelta. Le oigo reírse por lo bajo, pero ya no me importa.
Honestamente, esto es lo mejor que me he llevado a la boca
hacen días.
Cuando llegan mis platos de espaguetis y raviolis, ya me he
comido todos los panecillos, pero sigo teniendo hambre.
Como con diligencia, sin apartar los ojos de la comida. Me
acabo los dos platos a la velocidad del rayo. Necesito toda mi
fuerza de voluntad para no lamer los platos.
Pero cuando dejo el tenedor, me siento infinitamente mejor.
Cojo mi bolso y empiezo a rebuscar en el caos de su interior
en busca de mí billetera. Ha sido un capricho muy caro y lo
lamentaré más tarde, cuando necesite hasta el último céntimo.
Pero vale la pena, creo. Hace una hora, probablemente habría
vendido mi cuerpo a cambio de un bocado de comida.
Pero parece que tendré que hacerlo de todos modos. Porque a
no encuentro nada en mi bolso. Totalmente vacío. Mi billetera
ha desaparecido.
Frunzo el ceño, arrimo el bolso a mi regazo y meto la cabeza
dentro. Kleenex, lazos para el pelo, desodorante…
Pero ninguna billetera.
Empiezo a ponerme frenética. Empujo los platos al otro lado
de la mesa y vuelco el bolso sobre el mantel. Los tubos de
labial salen disparados. Los recibos salen volando.
Todavía sin rastro de una billetera.
Algunos de los otros comensales me miran raro mientras
rebusco entre toda mi basura.
Por favor, aparece. Por favor, aparece. Por favor…
—¡Maldición!
Unas cuantas cabezas más giran en mi dirección cuando
maldigo, pero no tengo energía para disculparme.
No está aquí.
Debió caerse en algún momento durante mi loca huida de
Mickey. Lo que significa que he pasado de tener «no mucho»,
a menos que eso.
Toda la euforia de una barriga llena se ha esfumado. Ese
familiar y gélido pavor ha vuelto a su sitio.
El camarero vuelve a acercarse y deja la cuenta sobre mi mesa
con una sonrisa amable. Intento devolvérsela, pero parece que
mi cara ha olvidado cómo funciona. Acabo haciéndole una
mueca de psicópata.
—Gracias —murmuro, ruborizándome.
Recojo la cuenta con la punta de los dedos temblorosos.
Cuarenta y seis dólares más impuestos.
Maldición. Mierda.
Realmente sólo tengo una opción. Lo odio con cada fibra de
mi ser. Pero no tengo elección.
Miro a mi alrededor. Hay una pareja bien vestida en la mesa de
enfrente y un grupo de hombres apiñados en un reservado al
otro lado del restaurante.
Sólo un camarero atiende la planta, con un segundo detrás de
la caja registradora.
Puedo hacerlo. Tengo que hacerlo.
Volveré otro día y pagaré lo que debo.
Por ahora, sólo tengo que moverme rápido.
Espero a que el camarero vuelva a la cocina y salgo de detrás
de la mesa. Mantengo la cabeza gacha mientras camino rápido
hacia la salida.
Las puertas de la cocina se abren de nuevo, demasiado pronto,
antes de lo que esperaba.
Maldición, Maldición, Maldición…
—Oiga… oiga, señora… su cuenta…
Golpeo la puerta con las manos y mis piernas aceleran a toda
velocidad. Los demás comensales jadean cuando salgo a la
calle.
Por segunda vez en otras tantas horas, huyo de un hombre. Al
menos esta vez me lo merezco.
La noche es extrañamente tranquila en esta zona. No hay
muchos peatones ni coches. Solo yo y el sonido de mi
respiración agitada en mis oídos.
Hasta que…
—¡Ricardo! ¡Atrápala!
Un hombre que hace de vago en la esquina se gira y se cruza
en mi campo de visión. Es un tipo grande y fornido con unos
ojos que dan miedo, el tipo de persona que al verlo cruzas la
calle para evitar. Tiene un cigarrillo en la mano, pero lo suelta
en cuanto me ve.
Me detengo bruscamente, intentando cambiar mi trayectoria.
Pero ya es demasiado tarde. Voy demasiado rápido.
Demasiado impulso.
La mano gruesa y poderosa del hombre me aprieta el hombro.
Me aprisiona contra la pared, justo cuando el camarero se
acerca a toda prisa.
Sus ojos, antes amables, están ahora vidriosos de ira.
—No te habría tomado por el tipo de las que cenan y huyen —
gruñe.
—¡Suéltame! —chasqueo.
El camarero empieza a decir algo más, pero el tipo fornido que
me agarró intercede.
—Déjamela a mí —dice.
Me sujeta con mano firme mientras me dirige sin esfuerzo
hacia el restaurante. Su olor invade mis fosas nasales, colonia
barata, sudor y humo de cigarrillo.
Lucho todo el tiempo, pero mis esfuerzos no le impresionan.
Ambos sabemos que no tengo ninguna posibilidad de
liberarme. Él es tres veces mi tamaño en todas direcciones.
Me arrastra a la parte trasera del restaurante, más allá de los
comensales boquiabiertos, y me empuja dando tumbos a lo
que parece una vieja sala de calderas.
Hace el calor de mil infiernos aquí. Probablemente porque no
hay ventanas. Ni una sola vía de escape, salvo la puerta por la
que me acaban de arrojar.
Y hay un hombre muy grande allí que tiene la intención de
mantener esa opción cerrada. Intento correr hacia él de todos
modos, pero me empuja hacia atrás con facilidad.
—Siéntate de una puta vez —ordena.
—¡Primero muerta! —le respondo
Suspira impaciente. Parece aún más grande aquí dentro. Su
cabeza roza el techo y sus hombros abarcan todo el ancho de
la puerta.
—Eres una luchadora, ¿Verdad?
No me molesto en contestar. Sólo le miro con desprecio.
La verdad es que me siento muy culpable por haberme saltado
la factura. Pero no tenía elección. Y realmente iba a volver
cuando pudiera permitírmelo.
No es que a este ogro le importe nada de eso.
Espero ansiosa a que llame a la policía o me entregue un
delantal y me diga que lave los platos hasta que me sangren las
manos para pagar la comida.
Pero no estoy preparada para lo que realmente dice.
—Sí, muy luchadora. Eres el tipo de chica que necesita un
trato especial. —Se gira y llama por encima del hombro—. Eh,
Giraldo, tráeme las esposas.
Me congelo.
¿Qué mierda está pasando?
2
LUCIO
LA MANSIÓN DEL JEFE DE LA MAFIA MAZZEO, NUEVA YORK

Paso el dedo por el borde de mi vaso. —Estoy sediento, —le


digo a Adriano—. Sírveme.
—Sí, Alteza, —dice sarcásticamente—. Ahora mismo, Alteza.
Perdóneme por mis ofensas, Su Alteza.
Sus ojos verdes brillan con humor. Lo hacen casi
constantemente. Es jodidamente irritante.
—Cállate y sirve el maldito trago, hombre, frunzo el ceño.
Mi mejor amigo y asesor se ríe mientras descorcha el whisky
Macallan de doce años que estamos bebiendo y rellena mi
vaso.
—¿Alguna información nueva sobre los polacos?, pregunto
cuando nos hemos acomodado en nuestros sillones de cuero
con el vaso de whisky lleno.
—Todavía no —responde Adriano.
—Maldición, ¿Tengo que hacerlo todo yo?
Adriano sonríe. Es el único que puede salirse con la suya con
esa expresión en mi presencia.
—Te gusta hacerlo todo tú mismo.
—Eso no viene al caso.
Adriano da un trago a su bebida y echa un vistazo a los
expedientes que están sobre mi mesa. —Tienes que contratar a
una recepcionista, «mio amico».
—Ya lo intenté, —le recuerdo—. No funcionó.
—Porque la despediste.
—Estaba tocando mis mierdas.
—Ese era literalmente su trabajo.
Pongo los ojos en blanco. —Puedo llevar las cuentas.
—Sé que puedes, —acepta Adriano—. Mi punto es que no
tienes que hacerlo. Por otra parte, cuando dijiste antes que ella
estaba tocando tus mierdas… ¿Te referías a tu polla?
Sinceramente, pongo tanto los ojos en blanco cuando se trata
de Adriano que a veces me pregunto si se van a quedar
pegados mirando hacia arriba.
—¿Cuánto tiempo llevas esperando por eso? —suspiro.
Se encoge de hombros, claramente muy satisfecho de sí
mismo. —Cuando tienes una buena, tienes que soltarla.
—Das mala fama a esta organización.
—Por favor. Toda esta operación se vendría abajo sin mí.
Me río en su cara, largo y tendido, para que sepa exactamente
lo que pienso de esa perspectiva. Adriano da otro trago a su
bebida y me hace un gesto con el dedo. —Maldición, —dice
—. Estaba buena.
—¿Quién?
—Tiffany, —responde—. La recepcionista que tuviste antes de
la última. La que te follabas en esta mesa.
—Se llamaba Tessa, le corrijo.
Adriano sacude la cabeza. —Era Tiffany.
—¿Sí? Huh. Bueno, fue un buen polvo.
—Claramente, —dice Adriano—. ¿Por qué te deshiciste de
ella?
—Se volvió demasiado pegajosa.
—Ah, es verdad, —asiente Adriano—. ¿No se refirió a ti
como su novio?
—El día antes de despedirla —confirmo—. Sí
Adriano se ríe. —Tenía un culo de muerte. Yo me la habría
quedado.
—Puedo conseguir muchas más de donde ella vino, digo
desdeñosamente. —No era nada especial.
—No puedo decir que no esté de acuerdo, guapo.
—Hablando de cosas poco especiales, ¿Por qué estás aquí? —
digo en voz baja.
Adriano me dedica una gran sonrisa. La sonrisa que usa en
lugar de una respuesta.
—He oído de buena fuente que los Rosellis están planeando
un tráfico de drogas la próxima semana. Aunque los detalles
son un poco dudosos.
—Esos cabrones son un grano en el culo, —gruño—.
Tendremos que acabar con ellos.
—La semana pasada dijiste que eran peces pequeños, me
recuerda Adriano. Otro hábito molesto que tiene.
—Sí, bueno, la semana pasada no traficaban en mi puto
territorio, —respondo—. Hay que dar una lección. Puedes
manejar eso, ¿No?
Adriano hace un saludo con dramatismo. —Con mucho gusto.
—Bien, —digo—. Ya han tenido una advertencia, así que esta
vez, siéntete libre de romper algunos huesos.
Adriano sonríe. —Me alegro de que estemos de acuerdo.
—Y el cargamento de droga que planean trasladar…
—Me aseguraré de mantener informados a nuestros chicos y
que esperen un nuevo contenedor a finales de la semana
porque ya está en ruta, ¿Podrás hacerlo por mí?
Asiento con aprobación. Llevamos tanto tiempo trabajando
juntos que sabe exactamente lo que espero de él.
Un golpe en la puerta me saca de mi fantasía que tenía en mi
mente, con mafiosos Roselli muertos.
—Adelante —levanto la voz.
Se abre la puerta y entra Ricardo. Su enorme cuerpo apenas
cabe por la estrecha puerta.
—Jefe, —me dice—. Tengo algo para usted.
—¿Qué es? ¿Y tienes algún regalo para mí? —pregunta
Adriano, estirando el cuello hacia atrás para mirar a Ricardo
en vez de darse la vuelta.
Ricardo le ignora y se centra en mí. No es el más listo del
grupo, pero sabe romper cosas con eficacia.
Por eso le asigné como músculo del restaurante italiano en el
que había invertido hace unos años. En esos dos años, nunca
ha traído nada para mí.
Así que ahora estoy intrigado, por no decir otra cosa.
—¿Qué tienes? —pregunto.
—Una chica.
—¿Una chica?, repite Adriano, girando a su alrededor con
renovado interés. —Maldición. Sé que eres el jefe y todo eso,
¿Pero debes tener todos los detalles?
—¿Supongo que hay una historia de fondo aquí?, pregunto
fijando mi mirada en Ricardo.
—Robó en el restaurante, —explica Ricardo—. Cenó y salió
arrancando sin pagar, para ser más específicos.
Levanto las cejas. —¿Cuánto era su cuenta?
—¿Esa es tu pregunta? —Adriano pregunta—. Jesús, tienes
suerte de tenerme. La pregunta que deberías hacerte es, —
¿Qué tan atractiva es?
Suspiro. Adriano nunca se rinde. El hombre se alimenta de
whisky y fantasías sexuales, veinticuatro horas al día.
—Tráela.
Ricardo asiente y desaparece.
Cuando regresa, le sigue una joven. Su cabeza está inclinada
hacia abajo, una cortina de pelo castaño chocolate oculta sus
rasgos a la vista.
Ricardo la empuja hacia mí y ella levanta la cara.
Maldición.
Tiene los ojos más azules que jamás he visto. Contrasta con su
piel pálida y su pelo oscuro. Sus ojos azulados están
entrecerrados, enfadados.
Veo la chispa de desafío que hay en ellos y la atracción carnal
recorre mi cuerpo.
—Déjennos —digo con firmeza.
Ricardo hace una reverencia y se marcha inmediatamente.
Adriano, en cambio, se queda el tiempo suficiente para
lanzarme una mirada que me dice claramente lo que piensa de
la chica que tengo delante.
El mensaje es claro, «Ella es un maldito bombón».
Entonces la puerta se cierra de golpe. Adriano no es
precisamente delicado.
La chica se estremece un poco ante el portazo, pero el desafío
no desaparece de sus ojos. Me fijo en la terquedad de su
mandíbula y la rigidez de su espalda.
—Me han dicho que me has robado.
Sus ojos miran hacia el bar abastecido que hay en un rincón de
mi despacho. —No imagino que alguien como tú sienta la
pérdida de cuarenta y seis dólares.
—No se trata de eso —gruño, poniéndome de pie.
Sus ojos se abren de par en par por un momento al ver mi
estatura. Mido un metro noventa y sobresalgo por encima de
ella.
No es exactamente bajita, pero es de constitución pequeña.
Delicada.
Lleva lo que parece un uniforme de camarera. De esos que se
le pegan al cuerpo, le aprietan los pechos y se los suben al
mismo tiempo.
—¿Sabes quién soy? —pregunto despreocupadamente.
—¿Alguien con quien no debería haberme cruzado? —se
burla, igualando mi tono.
—Chica lista.
—No me digas así— responde ella.
Levanto las cejas, sorprendido por el tono cortante y la falta de
miedo. No es el tipo de respuesta que estoy acostumbrado a
recibir.
—¿No te digo lista?
—No me digas «chica», —explica con frialdad—. No necesito
tu puta condescendencia.
Sonrío a mi pesar. Las mujeres nunca me contestan.
Pero no me importa cuando lo hacen.
Es un placer raro pero dichoso sacar el puto látigo.
—No es condescendencia, —digo con calma—. Es la verdad,
por lo que veo. ¿Cuántos años tienes, diecisiete, dieciocho?
Aprieta los dientes, los hace rechinar con tanta fuerza que casi
puedo oír el crujido.
—Veintiuno —dice.
Eso sí me sorprende. Pero tal vez es sólo el uniforme que
lleva. El aire de «sirvienta sexy» suaviza sus aristas. La hace
parecer más joven.
—Escucha, puedo conseguirte el dinero, ¿Vale?, —añade—.
Soy buena para eso.
Llevo en el negocio mucho tiempo. Puedo oler una mentira a
una milla de distancia.
—Ah, ¿Sí?
—Sí, es que esta noche no llevaba dinero y me moría de
hambre, ¿Vale? —dice a la defensiva.
Asiento con la cabeza como si empatizara con ella. —¿Qué tal
la comida?
Se detiene en seco, confusa. —Um, ¿Qué?
—La comida, —repito pacientemente—. ¿Cómo estuvo?
Se queda un momento con la boca abierta. —Buena… estuvo
bien.
—Es bueno saberlo, —le digo amablemente—. La buena
comida no es barata. Sobre todo, si se la robas a Lucio
Mazzeo.
—Mazzeo… —repite entumecida.
Y por primera vez, veo que la lucha en sus ojos se desvanece
un poco. Reconoce mi nombre.
Bien.
Eso hará que esto sea mucho más divertido.
—Así es, —le digo—. ¿Me conoces?
No muerde el anzuelo.
—¿Qué quieres? —pregunta sin rodeos.
—Aún no lo he decidido. Pero no te equivoques, quiero algo.
—Sí, tú y todos los demás hombres que he conocido —se
burlan de mí.
Sus ojos azules son penetrantemente brillantes. Llenos de
pequeños misterios que quiero desentrañar.
Me doy cuenta de que quiere poner fin al contacto visual. La
asusto, eso es obvio. Pero no me lo enseña. Admiro su
valentía.
Aunque no termine bien para ella.
Levanto una ceja. —Crees que quiero follarte. ¿Es eso?
—Los hombres como tú siempre quieren eso.
No hay fanfarronería en su voz.
Es asco.
Cree que soy un cerdo. Un monstruo. Una bestia cruda y cruel.
Por desgracia para ella… tiene razón.
Doy la vuelta a la mesa y me detengo justo delante de ella.
Sólo nos separan unos treinta centímetros. Tiene que levantar
el cuello, pero no me mira a los ojos.
—Mírame.
Sus ojos se fijan en los míos de inmediato, automáticamente.
Están sorprendidos, quizá por el tono de mi voz o por mi
presencia física.
O ambas cosas.
Y luego se suavizan con arrepentimiento. Me doy cuenta de
que ya se arrepiente de haberme obedecido tan fácilmente.
Pero es bueno que lo haya hecho. Le facilitará las cosas.
—¿Crees que soy el tipo de hombre que tiene que chantajear a
una mujer para que le abra las piernas? —le pregunto.
Sus pestañas parpadean. Su pecho sube y baja con creciente
inquietud.
—No lo sé —responde al fin.
Alargo la mano instintivamente. Le meto los dedos bajo la
barbilla y le levanto la cara. Aprieta la mandíbula desafiante,
pero no se separa de mí.
Como si se desafiara a sí misma a quedarse quieta. A no
mostrar miedo. Me inclino hasta sentir su exhalación en mi
nariz.
Su respiración es cada vez más pesada. Tiene los ojos
dilatados. Tiembla de miedo… y de algo más.
Deseo.
Curiosidad.
Lujuria.
Entonces doy un paso atrás tan rápido y tan de repente que ella
tropieza hacia delante y suelta un pequeño jadeo de sorpresa.
Sonrío. —Me he follado a muchas mujeres diferentes, —le
digo mientras me reclino contra mi gran escritorio—. Y todas
me han suplicado que lo haga.
Hay color en sus mejillas. Una rabia necesaria para cubrir su
evidente vergüenza.
—No eres diferente a ninguno de ellas, —le digo, asestándole
el golpe definitivo.
Mi voz está nivelada y fría.
Si tan solo creyera lo que digo.
—No voy a rogarte una mierda, —frunce el ceño y me mira a
los ojos señal de desafío—. No me conoces.
—Sí, lo sé, —le aseguro—. Y ya estoy jodidamente aburrido.
Se hace un segundo de silencio mientras lo asimila.
—Entonces déjame ir —dice.
—Me encantaría, —le digo—. Pero estas en deuda aun
conmigo.
—Te pagaré —responde ella.
Sacudo la cabeza. —Por desgracia, no es tan sencillo.
—¿Por qué no?
—Porque tendría que creer en tu palabra, —le digo—. Y tú
palabra no es suficiente para mí.
—¿Qué vas a hacer entonces? —regaña—. ¿Encerrarme y
usarme de la manera que te plazca?
Me doy cuenta de que intenta ser valiente. Afrontar de frente
los horrores de lo que podría ocurrir a continuación. Sin
miedo. O al menos, ninguno que esté dispuesta a mostrarme.
Admiro el esfuerzo.
—No es mala idea —me río entre dientes.
Sus ojos azules se convierten en frígidas bolas de hielo. —Sé
lo que intentas hacer, —dice—. Sé que intentas asustarme,
intimidarme. Pero no me asusto fácilmente.
—Te creo. Pero no soy como otros hombres que has conocido.
Abre la boca, lista para lanzarme otro insulto, sin duda.
Pero un golpe seco en la puerta interrumpe nuestro pequeño
combate. Una pena. En realidad, me estaba divirtiendo.
—¿Qué? —ladro a la puerta cerrada.
—Hola, llega la voz de Adriano, alta y clara. Y, para variar, su
clásica frase. —Odio interrumpir, pero vas a querer escuchar
esto.
Lo primero que pienso es que ha ocurrido algo con los polacos
que llevamos meses vigilando. Si es así, quiero saberlo
inmediatamente.
—Entra —le ordeno.
Adriano entra. Sus ojos se posan en la chica al instante.
Siempre ha tenido buen ojo para las mujeres guapas, algo que
nunca me ha irritado.
Hasta ahora.
—Riccardo, llamo, sabiendo que el hombre estará al alcance
de mi oído. Oigo sus pasos acercándose.
Mientras le espero, vuelvo a centrar mi atención en la chica.
—Nunca me dijiste tu nombre.
Me mira con recelo. —No lo preguntaste exactamente.
—Estoy preguntando ahora.
Duda sólo un segundo. —Charlotte, —dice suavemente—. Me
llamo Charlotte.
Charlotte.
Eso me gusta. Me gusta mucho.
El gran hombre aparece en mi puerta. —Riccardo, —le digo
—, lleva a Charlotte al sótano y mantenla allí.
—¿Qué?, —exclama, mirando frenéticamente entre Riccardo
y yo—. ¡Espera! No puedes dejarme aquí. ¿Qué quieres de
mí?
—Aún no lo he decidido —respondo con calma.
Luego le hago un gesto a Riccardo para que se ponga manos a
la obra. Avanza y agarra a Charlotte.
Hay algo en sus carnosos dedos alrededor de su delgado brazo
que me hace querer golpear el color de sus pesadas mejillas.
Pero me recuerdo a mí mismo por qué la tiene en sus manos en
primer lugar. La ira retrocede. La saca a marchas forzadas. Se
estremece y grita, pero ignoro sus súplicas de clemencia.
En cuanto la puerta se cierra tras ellos, Adriano se vuelve
hacia mí con un silbido bajo en los labios. —Maldición. Ella
es un once sobre diez si alguna vez vi una mujer así.
—Es una niña.
—Es legal —responde Adriano.
Entorno los ojos hacia él, irritado por haber interrumpido
nuestra conversación.
—¿Qué era tan jodidamente importante para que tuvieras que
irrumpir?
Se detiene un momento para captar mi expresión impaciente.
—Alguien acaba de llamar a la puerta.
Gruño y hago un gesto despectivo con la mano. —Ahora no.
Dile que se joda.
—Sí, yo… no podría hacer eso, Lucio.
—¿Y por qué mierdas no?
—Era una niña, —dice en voz baja—. Una pequeña niña.
Ahora estoy irritado. —Aún más razón para decirle que se
pierda. Este no es lugar para niñas.
Se mueve de un lado a otro. También irradia una energía
nerviosa. He visto a este hombre enfrentarse a enemigos diez a
uno sin pestañear. Es jodidamente intrépido. Pero algo le tiene
helado hasta los huesos.
—¿Qué pasa? —le grito.
—Tenía una nota.
Levanto una ceja y espero a que continúe.
Lenta y trabajosamente, como si le costara mucho hacerlo,
Adriano levanta los ojos para encontrarse con los míos.
—Una niña con una nota dirigida a ti.
—¿Qué clase de nota? —digo en un susurro ronco.
Se me eriza la piel de anticipación.
—La niña tiene unos seis años, —me dice—. Y la nota…
bueno, la nota dice que ella es tu…
—¿Ella es mi qué?
Adriano me mira como si no supiera cómo darme la noticia.
—Hija, —termina por fin—. La nota dice que es tu hija.
3
LUCIO

Hija.
La palabra parece grande.
Pesada.
No es una palabra que me pertenezca. A mi mundo.
—¿Hija?, —repito entumecido—. Eso no es posible.
—Sí, —dice Adriano con cautela—. Eso pensé yo también.
Pero Lucio, hermano… ella tiene tus ojos.
Mis ojos.
Los ojos que había heredado de mi madre.
—Mucha gente tiene los ojos grises, rechazo el comentario.
Adriano está claramente poco convencido. Sacude la cabeza.
—No como los tuyos. Son jodidamente extraños.
Me aparto de él para mirar por el enorme ventanal que hay
detrás de mi escritorio. Es tarde por la noche. Más allá de la
hora que los niños deben irse a dormir.
—¿Con quién apareció? —pregunto.
—Nadie.
Me doy la vuelta. —¿Estaba sola fuera del recinto?
Adriano asiente. —Yo mismo comprobé la grabación de la
cámara. La muestra caminando hacia la puerta del complejo a
las once y dieciséis. Quienquiera que la dejara sabía lo
suficiente para mantenerse fuera de la vista de las cámaras,
supongo.
—Maldición, —respiro—. ¿Dónde está?
—A fuera, en la zona común, —responde Adriano—. Franco
está con ella ahora.
Entiendo por qué Franco se ha quedado con la niña. Mi
teniente tiene cinco hijos, y a pesar de su enorme estatura y sus
tatuajes salvajes, tiene una presencia tranquilizadora.
Pasa un momento tenso.
No sé qué pensar.
Qué hacer.
Cómo sentirme.
—¿Quieres… verla? —pregunta Adriano finalmente.
Tengo que hacerlo.
No porque yo quiera.
Sino porque necesito saber si realmente es mía.
Asiento con la cabeza. —Tráela.
Adriano se dirige inmediatamente hacia la puerta. —Además,
sólo para que sepas, ella es un poco asustadiza.
—Sospecharía de lo contrario.
Gruñe y desaparece. Aprovecho para intentar entender qué
coño está pasando.
Nada de esto parece una coincidencia.
¿Primero Charlotte, luego una misteriosa niña de ojos grises?
Mi primer instinto es la cautela. Aquí hay algo en juego.
Necesito estar alerta.
Pero mi atención se desvía hacia el dragón escupe-fuego de
ojos azules que acabo de enviar al sótano.
Estoy acostumbrado a ser tirado en una docena de direcciones
diferentes. Todo forma parte de dirigir la mafia más temida de
la ciudad.
Pero estos no son los problemas a los que estoy acostumbrado
a enfrentarme habitualmente.
La puerta se abre de par en par cuando Adriano regresa. Se
detiene en el umbral y mira hacia atrás por encima del
hombro.
—Vamos, —me dice, con una voz más suave que nunca—. No
pasa nada. No debes tener miedo.
No estoy seguro de que sea lo correcto decirle eso a nadie, y
menos a una niña.
Sobre todo, porque es mentira.
Por si mi presencia física no fuera ya lo bastante imponente,
también tengo tatuados ambos brazos, el pecho y la parte
delantera del cuello.
La mayoría de mis cicatrices son fáciles de pasar por alto,
incluida la que serpentea por mi brazo derecho.
Pero la cicatriz de mi cara es menos sutil. Me atraviesa el ojo,
me corta la ceja y baja por la mejilla como una luna creciente.
Oigo el arrastrar de pies pequeños.
Un segundo después, veo unas pequeñas zapatillas blancas con
cordones rosa brillante.
Y entonces ella está allí.
Indefensa, real y retorciéndose en sí misma como si deseara
desaparecer de mi vista.
Se acerca a Adriano, con la cabeza inclinada hacia sus pies.
Una cortina de pelo rubio como el sol oculta su rostro. Justo
como ella quiere, estoy seguro.
Lleva unos pantalones azul claro y un jersey blanco con el
dibujo de un mono en la parte delantera. Su pequeño cuerpo
está tenso, pero al mirarla más de cerca me doy cuenta de que
es porque está temblando.
—Ven aquí —le ordeno.
A diferencia de Adriano, mi tono no es suave.
No es una elección consciente. Más de una década de mando
me ha convertido en lo que soy. No queda ni una pizca de
ternura en mí.
Si es que había alguna, para empezar. A pesar de todo, la chica
no se mueve.
Miro a Adriano y le hago un gesto brusco con la cabeza. Le
pone la mano en la espalda y le da un pequeño empujón en mi
dirección.
Avanza arrastrando los pies por el suelo alfombrado. Pero
sigue negándose a levantar la vista.
Hay algo en el encorvamiento de sus hombros y el temblor
apenas perceptible que me hace arrodillarme ante ella.
Veo su pequeña nariz, sus mejillas sonrosadas y la forma
arqueada de sus labios.
Entonces, como si no pudiera contener más su curiosidad,
levanta la cara. Sus ojos se abren de par en par mientras
estudia mis rasgos del mismo modo que yo estudio los suyos.
Ahora entiendo a qué se refería Adriano con lo de los ojos.
Me veo a mí mismo cuando los miro.
Veo a mi madre.
El tono gris plata del contorno de sus ojos le hacen resaltar su
mirada, tan brillante, tan hermosa, ingenua he inmaculado. La
única otra vez que he visto un tono gris tan claro es cuando me
miro al espejo.
Es desconcertante como el infierno.
Una vez superado el shock de sus ojos, me centro en su
expresión. Está entre el miedo y la incertidumbre.
¿Y tal vez el más mínimo atisbo de asombro?
Tal vez ella ve lo que yo veo. Un poco de su propia alma
reflejada en el rostro de otro.
—¿Cómo te llamas? —pregunto. Mi tono áspero se ha
suavizado por sí solo.
Duda antes de susurrar. —Evie.
—¿Es el diminutivo de algo?
—Evelyn. —Su nariz se arruga, sólo un poco.
La comisura de mis labios se tuerce. —¿No te gusta tu nombre
completo?
—Me gusta más Evie.
—¿Cuántos años tienes?
—Seis y medio, —responde. No puede evitar decirlo con
orgullo. Como si fuera una medalla de honor.
Pero estoy demasiado ocupado haciendo cuentas en mi cabeza
para darme cuenta de lo que me dice. Cuento hacia atrás y
hacia atrás y hacia atrás, con una creciente sensación de frío
pavor en el estómago.
Seis y medio.
Maldición.
Todo coincide.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —le pregunto bruscamente.
Vuelve la dureza. Evie se estremece al oírla tan cerca de su
cara.
—Me trajo un hombre, —gimotea—. Me dijo que fuera a
llamar a la puerta. Tenía una nota… pero ese hombre se la
llevó.
Sus ojos se deslizan hacia Adriano acusadoramente.
Despliega un papel blanco y me lo entrega. No reconozco la
letra.
Sólo hay unas pocas palabras escritas en la hoja rayada. Tres
frases. Cada una me golpea como un cuchillo afilado en el
pecho.
Es tu hija.
Su madre está muerta.
Ahora es tu responsabilidad.
El pavor aumenta. Un hombre más débil habría caído de
rodillas. Apenas consigo mantenerme erguido. Para seguir
respirando y volver a concentrarme tras esta brutal conmoción
de mi mundo.
Vuelvo a leer las palabras. Hija. Madre. Muerta.
Levanto la mirada para mirar a Adriano desde donde estoy
arrodillado en la alfombra.
—¿Esto es todo?
La niña retrocede ante la furia de mi rostro. Le tiembla el labio
inferior.
Intento contener mi ira para no asustarla, pero me resulta
sorprendentemente difícil. La moderación nunca ha sido
necesaria en mi mundo.
Adriano se encoge de hombros. A estas alturas sabe tanto
como yo. Pero estoy seguro de que ha leído la nota y ha hecho
los mismos cálculos que yo.
Entiende lo que significa, igual que yo.
Pero necesito más información.
—¿Quién era el hombre que te trajo aquí? —le pregunto a
Evie.
Se estremece de nuevo y vuelve a bajar la barbilla al suelo.
Está asustada. Demasiado asustada para hablar.
Gruño e intento repetir mi pregunta con voz más suave. —
¿Quién te ha traído?
—No lo sé —responde. Su voz es tan pequeña y frágil como
ella.
—¿Qué aspecto tenía?
—No me acuerdo.
—Evie, —digo, intentando alejar la impaciencia. Su nombre
suena torpe y equivocado en mi lengua—. Intenta recordarlo.
Ahora el temblor es más pronunciado. Incluso Adriano lo nota,
y sólo por eso da un paso al frente.
—No pasa nada —le dice intentado reconfortarla.
Me pongo en pie y vuelvo a mi mesa. Necesito poner la mayor
distancia posible entre la niña y yo.
Me siento un poco mejor cuando vuelvo a acomodarme en mi
asiento. Me recuerda quién soy, Lucio Mazzeo, Jefe de la
mafia Mazzeo.
Es sólo una niña que se ha equivocado al entrar en mi mundo.
—¿Dónde está tu madre? —le pregunto.
No expreso la razón subyacente de mi pregunta. La verdad es
que no creo que su madre esté muerta.
Ya no.
Pero esta vez Evie no responde. Todo lo que consigo es un
movimiento de cabeza sin compromiso.
—¿No lo sabes?
Vuelve a sacudir la cabeza.
—¿Sabes quién soy? —pregunto.
Hay una larga pausa.
—Mi papá —dice— aunque suena insegura.
—¿Quién te ha dicho eso? —pregunto—. ¿El hombre que te
trajo aquí?
Ella asiente.
—¿Qué piensas de todo esto?
Abre mucho los ojos y enseguida me arrepiento de haber
hecho la pregunta. Para empezar, es demasiado joven para
contestar.
—Te ves… aterrador —dice.
Casi sonrío. —Eres observadora.
—¿Das miedo?
Levanto las cejas. —A veces.
Vuelve a bajar la cabeza, ocultando su expresión. Dice algo,
pero en voz tan baja que no la oigo.
—¿Qué has dicho?
Junta sus manitas. —Quiero irme a casa, —dice, y esta vez se
le quiebra la voz.
Empieza a llorar.
Me quedo ahí sentado, completamente incapaz de consolarla.
Adriano me mira. Tampoco sabe qué hacer.
—Llévala a la sala común, —le digo, hablando por encima de
sus sollozos—. Mantenla allí hasta que decida qué hacer.
Adriano saca a la pequeña de mi despacho. La puerta se cierra
y se hace de nuevo el silencio.
Pero es un silencio completamente extraño. Como si todo mi
mundo acabara de cambiar.
Todo se siente mal. Fuera de lugar. Roto.
Miro fijamente la nota de tres frases que había acompañado a
Evie hasta aquí.
«Es tu hija. Su madre está muerta. Ahora es tu
responsabilidad»
Sin explicaciones.
Sin detalles.
Sólo misterios envueltos en más misterios.

T ODAVÍA ESTOY MIRANDO la nota cuando Adriano vuelve a


entrar.
—¿Cómo estás? —pregunta.
Arrugo la nota y la arrojo al otro lado de la habitación.
—¿Cómo mierda? —gruño a modo de respuesta.
—Pienso lo mismo —está de acuerdo—. Aunque tiene que ser
verdad, ¿No? Quiero decir, tienes que admitir que la niña se
parece a ti.
—No es así, —digo—. Tiene mis ojos. Pero el resto de ella…
se parece a su madre.
—¿Entonces es Sonya? —pregunta.
Pero sé que es una pregunta retórica.
Sólo puede ser Sonya.
Sonya había desaparecido hacía siete años.
La niña tiene seis años.
Las cuentas dan demasiado bien.
—Sonya Prescott —dice Adriano en voz baja—. Maldición.
Estaba seguro de que estaba muerta.
—Siempre supe que existía la posibilidad de que siguiera por
ahí —admito.
—¿Qué? —Adriano se resiste—. Hicimos un funeral para ella,
Lucio.
—¿Crees que lo olvidé? —le digo—. Pero por mucho que
excavamos, nunca apareció un cuerpo. No había rastro, ni
indicios de que se la hubieran llevado mis enemigos. Era más
fácil creer que estaba muerta.
—Sí. Nunca me gustó.
—Soy consciente.
—Estaba embarazada cuando desapareció —dice Adriano,
aunque en realidad es más bien una suposición.
—Aparentemente.
Sé que intenta calmar mi reacción, pero sinceramente ni yo
mismo lo sé. Tengo la cabeza atascada con viejos recuerdos y
nuevas traiciones.
—¿Qué vas a hacer? —pregunta Adriano.
—Aún no lo sé —murmuro en voz baja—. Este no es lugar
para una niña.
Le doy la espalda y miro por la ventana. Los terrenos de mi
mansión se extienden en la distancia. Piedra y sombra hasta
donde alcanza la vista.
El mundo más allá de mi ventana es el mismo de siempre.
Desolado. Brutal. Implacable.
Esa mirada frágil en los ojos de Evie no duraría ni un segundo
aquí.
—¿Lucio?
—¿Hm?
—Hay lugares donde podemos ponerla —sugiere—. Lugares
que la acogerán, sin hacer preguntas.
Sopeso la posibilidad. Renunciar a ella. Fingir que nunca llegó
a mi puerta. Borrarla por completo de mi memoria.
Pero sé una cosa con certeza, aunque todo lo demás siga
rodeado de misterio, No voy a hacer eso.
Frunzo el ceño. —Puede que no supiera de su existencia hasta
hace unos minutos. Pero sigue siendo de mi puta sangre. No
voy a meterla en un orfanato.
—No tiene por qué ser un orfanato —continúa Adriano,
imperturbable. —Hay casas de acogida. Podemos encontrar
una buena pareja, una pareja rica, que se haga cargo de ella.
Estará bien cuidada y podrás vigilarla, si quieres.
La sugerencia tiene sentido. Incluso podría ser la opción
correcta para todas las partes implicadas. Pero sigue sin
agradarme la idea.
—No.
—¿No?
—No va a ir con nadie más, —ordeno.
Ahora es tu responsabilidad.
Quienquiera que haya escrito la nota, independientemente de
sus verdaderas intenciones, tenía razón.
Adriano levanta las cejas. —¿Estás seguro?
—Cien por ciento.
—Hermano, no te lo tomes a mal —dice Adriano con cautela
—. ¿Pero crees que eres capaz de ser su padre?
Es una buena pregunta.
Una para la que no tengo respuesta ahora mismo.
La cara de mi viejo flota en los recovecos de mi
subconsciente. Veo su barba canosa, de color grisáceo.
Sus ojos pequeños y oscuros. La expresión furiosa y
disgustada que siempre ponía cuando yo estaba cerca.
¿Qué es un «padre»?
El viejo bastardo que estoy imaginando me dio la vida, sí. Pero
no era mi puto padre.
No después de lo que hizo.
Así que no tengo un modelo de «buen» padre en el que
basarme. Ningún modelo de referencia.
Todo lo que tengo son mis instintos. Y ni siquiera estoy seguro
de poder confiar en ellos en este caso.
—Necesitaré a alguien que la cuide por mí —digo—
ignorando por completo la pregunta de Adriano.
—Puedo buscar niñeras internas —me dice Adriano—. Me
aseguraré de comprobar exhaustivamente los antecedentes.
Necesitaremos a alguien discreto, pero puedo hacer que
redacten unos cuantos acuerdos de confidencialidad para
encargarme de eso.
—No te molestes, —le digo a Adriano
Adriano frunce el ceño. —¿Qué quieres decir?
—Tengo una idea mejor —murmuro—. Una forma de matar
dos pájaros de un tiro.
—¿Ya tienes una niñera en mente? —pregunta.
—De hecho, la tengo. Ahora mismo está en mi sótano.
4
CHARLOTTE
DENTRO DE UNA CELDA EN EL SÓTANO DE LA MANSIÓN
MAZZEO

Dios, ¿Eso es sangre?


A pesar de mi buen juicio, me acerco a las oscuras paredes de
hormigón y miro más de cerca.
Sí, definitivamente es sangre.
Sangre vieja, por lo que parece.
Asqueroso.
Horripilante.
Y, sin embargo, me alarma más la abundancia de arañazos que
han quedado grabados en las paredes de esta celda en el
sótano.
Como si alguien antes que yo hubiera intentado salir.
Cuando los matones de Lucio me arrastraron hasta aquí hace
una hora, casi me sentí aliviada al ver los brillantes suelos de
madera y las artesanales estanterías de piedra con polvorientas
botellas de vino de aspecto caro.
Pero luego siguieron arrastrándome más allá de todo eso. Más
allá de marcos dorados de arte de valor incalculable. Junto a
estantes de antiguas armas medievales.
Pasando por delante de lo que tenía que ser una colección
absurdamente valiosa de coches deportivos de época.
Y entonces el lujo terminó abruptamente, y fui arrojada a una
alcoba oscura y gélida al fondo. Millones de dólares en objetos
de colección yacen a un lado de una fea puerta de hierro.
En el otro lado había telarañas, excrementos de rata, sangre
vieja y seca.
¿Adivinas de qué lado acabé?
Los matones no dijeron ni una palabra mientras me metían en
la celda y cerraban la puerta de golpe. El ruido metálico de una
pesada cerradura encajando en su sitio fue un insulto más.
Eso fue hace una hora.
Afortunadamente, aguanté casi cuarenta y cinco minutos antes
de que cundiera el pánico.
Llegó a toda prisa.
Un minuto estaba respirando tranquilamente. Casi meditando.
Entrenándome a mí misma como si esto fuera un pequeño
bache en el camino de la vida y me fuera de aquí en un
santiamén.
Al minuto siguiente, me encontraba hiperventilando y
caminando de un lado a otro, de un lado a otro, de un lado a
otro.
Como si esta celda de cuatro por cuatro pies fuera un palacio
digno de explorar.
Mi adrenalina arde como un cohete, consumiendo todas las
calorías que había consumido hacía apenas unas horas en el
restaurante.
El hambre ha vuelto con fuerza.
La misma que me trajo aquí en primer lugar.
Me dirijo hacia la pesada puerta interior que me separa del
sótano.
La mayor parte es hierro grueso e inflexible. Pero en el centro
hay una pequeña reja cuadrada de barras de acero
entrelazadas.
Lo suficientemente grande como para meter la punta de los
dedos.
Así lo hago, meto las manos en los surcos y me sacudo con
todas mis fuerzas.
Grito, sólo para añadir efecto.
—¡Mierdaaaaaaaa!
La palabra hace eco en el espacio cerrado. Mi propia voz,
distorsionada e inquietante, me produce escalofríos.
No me sirve de mucho.
Sólo me deja la garganta ronca y dolorosas marcas en las
yemas de los dedos.
Los ecos se apagan, engullidos por la oscuridad. No puedo ver
mucho a través de la rejilla. Sólo veo sangre en las paredes y
tengo escalofríos en la nuca.
Y preguntas.
Tantas preguntas.
¿Saben que estoy desaparecida?
¿Vendrán por mí?
Seguro que ya se habrán dado cuenta de que falto… ¿No?
La realidad me arrincona y me deslizo por la pared. Me rodeo
las rodillas con las manos y me balanceo hacia delante y hacia
atrás, intentando mantener la calma.
—Respira, Charlotte —me suplico—. Respira, maldición.
Pero la verdad me golpea rápidamente.
Y esta celda es demasiado pequeña para huir de ella.
Intento calmar mis propios pensamientos, porque cada vez son
más rápidos, más feos e insistentes.
Si sigo a este ritmo, me volveré loca antes de que vuelva a
salir el sol.
Por supuesto que no vienen por ti.
Probablemente piensen que estás muerta.
Incluso si saben que estás viva, no tienen ni idea de dónde
encontrarte.
Ni siquiera yo sé dónde estoy.
Me habían vendado los ojos en cuanto me empujaron al
enorme jeep negro que me había traído hasta aquí.
No fue hasta que me arrastraron delante de aquel gilipollas
relacionado con la mafia cuando me di cuenta de por qué el
fornido del restaurante se tomaba tantas molestias.
De todos los restaurantes que podía haber elegido, había
escogido el que era propiedad de uno de los señores del crimen
más notorios del Estado.
Lucio Mazzeo.
Sólo el nombre ya me da escalofríos. Conozco las historias. La
reputación.
Siempre le han tenido terror. Le odian. Le temen. Le envidian.
Pero una cosa es segura, definitivamente no es lo que
esperaba.
Sus ojos son de un gris penetrante.
No, eso no está bien. Son plateados. Brillantes, inteligentes y
crueles. Casi los llamaría hermosos.
Pero una mirada al resto de él y me di cuenta de lo equivocada
que era esa palabra.
La belleza implica suavidad, gentileza, gracia.
Lucio no es nada de eso.
Sus ojos son plateados como la hoja de un cuchillo. Igual de
afilados. Igual de fríos.
Cierro los ojos ahora en la oscuridad de esta celda y su rostro
está ahí en mi mente, tan claro como si aún estuviera de pie
frente a mí.
Veo la cicatriz que atraviesa el lado derecho de su cara. Como
una media luna que desciende desde su frente hasta la
comisura de sus duros labios.
Veo el ángulo brutal de su mandíbula. La barba oscura. Y más,
aún percibo su aroma que todo lo consume.
Peligro, colonia y ginebra.
Todo en él parecía diseñado para invitarme a entrar. Llevaba
en su presencia ¿Cuánto, quince minutos? ¿Quizá veinte?
Y mis muslos habían estado apretados todo el maldito tiempo.
Desde el momento en que me di cuenta de su tamaño.
Más de dos metros de músculos, tatuajes e intimidación.
Tiene sentido por qué reina omnipotente en esta ciudad. Por
qué le odian tanto, pero no se atreven a enfrentarse a él
directamente.
Sólo un tonto se cruzaría con un hombre así.
Y sólo una tonta se sentiría atraída por él.
Pero como a mamá le gusta recordarme cada vez que
hablamos, las mujeres Dunn siempre hemos tenido debilidad
por los hombres peligrosos.
Odio que tengamos eso en común.
Por eso estoy decidida a resistir todos mis impulsos
autodestructivos.
Hace años me prometí a mí misma que no acabaría como ella.
Toda su vida ha estado dispuesta a dar cualquier cosa a cambio
de amor.
Su cuerpo. Su silencio. Su amor propio.
Prefiero que me respeten a que me amen.
Me quedo inmóvil cuando oigo el ruido de pasos que se
acercan.
Alguien viene por mí.
Me pongo en pie de un salto justo cuando se abre la puerta
exterior de la habitación. Por un instante, veo la luz tenue de la
bodega.
Entonces, su gigantesco armazón lo tapa todo.
Lucio entra solo y cierra la puerta tras de sí. El sonido rebota
en las paredes como un trueno cuando se adelanta.
Me acerco a la puerta de la celda que aún nos separa, mis ojos
estudian su expresión con cautela. Me observa atentamente,
pero su expresión está cuidadosamente compuesta. No revela
nada.
—No me había dado cuenta de que era una amenaza para tu
seguridad personal —exclamo.
Intento deliberadamente ser lo más sarcástica posible.
Necesito demostrarle que no me dejaré intimidar.
—Un tipo grande como tú asustado de una niña como yo. No
me lo habría imaginado.
Se encoge de hombros, completamente indiferente al insulto.
—¿Crees que quería asustarte? —pregunta—. No, no. Esta
pequeña celda no está hecha para el miedo. Está hecha para la
humildad.
—¿Perdón?
—Necesitabas que te pusieran en tu sitio.
La pequeña parte racional de mi cerebro me dice que me está
provocando. Que, al enfadarme, le estoy siguiendo el juego.
Pero mis impulsos siempre han sido más fuertes que mi
sentido de la razón. Otra razón por la que siempre me han
atraído los hombres equivocados.
—Vete a la mierda, imbécil.
Sonríe. Lento, arrogante, magnífico.
Y mi clítoris palpita en respuesta.
Me estremezco ante la sensación y me reprimo. Por muy fuerte
que sea mi voluntad, mi cuerpo parece decidido a sabotear mis
buenas intenciones.
No puedo permitírmelo ahora mismo.
—Yo vigilaría tus palabras a mi alrededor, —advierte, con la
sonrisa aún en sus facciones—. Hombres han muerto por
mucho menos.
—Ese tipo de amenaza puede funcionar con los demás, pero
no funcionará conmigo.
—¿No? —dice—. Bueno, entonces, tal vez me equivoqué
antes. Tal vez no eres una chica lista después de todo.
—Te he dicho que no me llames así, vuelvo a regañar.
Igual que antes, sólo se ríe.
Eso me molesta más. Golpeo con el codo la rejilla de malla,
haciéndola sonar en su marco.
—Tienes suerte de estar al otro lado de esta celda —siseo.
Sus ojos grises destellan plateados en la penumbra. —En
realidad, Charlotte, empiezo a pensar lo contrario.
Frunzo el ceño, preguntándome qué coño querrá decir con eso.
A la mierda con eso.
A la mierda con esto.
A la mierda con él.
Miro fijamente a Lucio y él me devuelve la mirada.
Ni una sola vez bajan sus ojos al resto de mi cuerpo. Otro
hombre ya me habría desnudado en su cabeza una docena de
veces.
Pero este hombre… parece completamente desinteresado en
eso.
¿Por qué se siente como una bofetada en la cara?
—¿Has decidido lo que me vas a hacer? —pregunto cuando el
silencio empieza a ser incómodo.
—Sí.
Se me corta un poco la respiración, pero intento mantener la
compostura. Los hombres como él nunca responden a la
debilidad.
—Genial. Estoy lista para irme cuando sea. Las maletas están
hechas y todo.
Esta vez no se ríe. Me mira fijamente, sin pestañear, inmóvil.
—Tengo una propuesta para ti —dice.
El miedo se me agolpa en el estómago.
—No me follo a nadie —digo antes de poder contenerme.
No reacciona, sólo levanta un poco las cejas. La cicatriz que le
atraviesa la ceja derecha se ilumina en la oscuridad.
Es una visión algo terrorífica.
—¿Quién ha hablado de follar? —pregunta. Su tono delata su
diversión.
—Sé cómo operan los tipos como tú.
—Ah, ¿Sí? —pregunta, dando otro paso hacia la fina reja que
nos separa. —Y dime, micetta, ¿Cómo operan los tipos como
yo?
Cállate, Charlotte, me advierto. Cuanto más hables, más
difícil será.
Pero nunca se me ha dado bien seguir mis propios consejos.
—Utilizas a las mujeres como objetos. Como posesiones —
gruño—. Usas a las mujeres cuando quieres y las desechas
cuando te has hartado. Si planeas pasarme a tus hombres para
su diversión, puedes irte a la mierda. No soy una puta.
—No, definitivamente no eres una puta —está de acuerdo—.
Para ser una puta, tienes que ser simpática.
Se me cae la mandíbula.
Este…
Este maldito…
Estoy morada de ira. Temblando. Debería arrancar esta celda
de la pared y…
Respira.
Inhala. Exhala. Otra vez. Otra vez.
Poco a poco, recupero el control de mí misma.
Cuando lo hago, veo un destello de diversión en sus ojos.
Puede ver la guerra que se libra dentro de mi cabeza. Le gusta.
Quiere alentarla.
No le des esa satisfacción. Sólo respira.
—¿Quieres escuchar mi propuesta? me pregunta una vez que
me he calmado de nuevo. —¿O prefieres holgazanear aquí
unas horas más?
—¿Qué quieres? —gruño.
—Una niña ha sido… dejada a mi cuidado recientemente —
me dice con un extraño quiebre en la voz—. Necesito a
alguien que la cuide por mí.
Quiere que cuide a una niña.
¿Pero qué…?
—Tiene seis años, y serías responsable de cuidarla. Acostarla,
alimentarla, lavarla. Lo que ella necesite —continúa.
Todavía estoy intentando procesar lo ridículo de su propuesta.
Cuando llevo varios segundos callada, se aclara la garganta
con impaciencia.
—¿Y bien?
—¿Estás hablando en serio? —le confronto.
—Soy un hombre serio, Charlotte.
—¿Quieres que sea niñera? —pregunto, aún estupefacta.
—Si ése es el término que prefieres, claro.
Le miro a la cara y poco a poco me doy cuenta de que habla
completamente en serio.
—Yo… ¿Cómo funcionaría esto?
—Tendrías una habitación en el recinto. Colindaría con la
habitación de Evie, naturalmente —explica con indiferencia
—. Te daré una asignación mensual para sus gastos.
Veo que mueve los labios, pero sigo atascada en algunos
detalles evidentes.
—Espera, espera, espera —digo, levantando las manos como
si me apuntara con una pistola—. Espera un segundo. ¿Quieres
que… me mude aquí?
—Es un puesto a tiempo completo —me dice.
—¿Por cuánto tiempo?
—Mientras me seas útil.
Debería haber esperado una respuesta así.
Le miro con los ojos entrecerrados. —Te robé comida por
valor de unos cuarenta dólares —señalo—. El castigo apenas
se ajusta al delito.
—Desafortunadamente para ti, yo soy el juez y el jurado,
micetta.
No para de hablar en italiano, al menos eso creo, con una voz
chulesca y ondulante. Para mí, el idioma es un galimatías, pero
sea lo que sea lo que significa micetta, cada vez que lo usa se
me mete en la cabeza.
Micetta.
Lo dice posesivamente. Pero también con ternura.
Me estremezco.
Es sólo otra estratagema. Otra táctica manipuladora.
No le des la satisfacción de ver que funciona.
Tengo las manos húmedas y la cabeza me da vueltas de
frustración. Nada tiene sentido. Nada va como esperaba.
—No estarás pensando en pagarme, ¿Verdad? —tartamudeo.
Como si se tratara de una entrevista de trabajo y sólo
estuviéramos concretando los detalles del puesto.
—Vivirías en mi casa sin pagar alquiler —dice fríamente—. Y
tendrías tres comidas al día. A mi modo de ver, todos
saldríamos ganando.
—¿Cómo diablos es esto una victoria para mí?
Su sonrisa se ensancha. —Ya no tendrás que robarme.
Me eriza la piel la arrogancia. Me facilita la decisión.
—Tengo una vida, sabes —gruño—. No la voy a dejar por ti.
Su pelo capta la luz. Es oscuro, espeso, lustroso. Me pican los
dedos por recorrerlo.
—Te estoy dando una oportunidad —dice—. Harías bien en
aprovecharla.
—Mi respuesta es no, le refunfuño.
Me mira imperturbable. No veo decepción, ni tampoco enfado.
Sólo hay confianza y la obstinada voluntad de un hombre
acostumbrado a conseguir lo que quiere.
—Muy bien —dice—. Y se dirige a la puerta de vuelta por
donde entro.
Me agarro a la reja, el pánico se apodera de mi garganta y hace
que mis palabras salgan roncas. —¡Espera! ¿Adónde vas?
—Tengo asuntos que atender —dice sin mirarme siquiera.
—¿Vas a dejarme aquí?
—Creo que necesitas un poco más de tiempo para considerar
mi propuesta —dice, con una sonrisa de satisfacción bailando
en sus labios.
—¡No puedes hacer esto! —grito.
Su única respuesta es el eco resonante del portazo.
5
LUCIO

Mientras vuelvo del sótano, tengo la extraña sensación de estar


caminando en la dirección equivocada.
Esos ojos azules salvajes…
La lucha en su pequeño y apretado cuerpo…
Está hecha para este mundo, para mi mundo, aunque no lo
sepa.
Marco está de pie a la entrada del sótano cuando me acerco a
la escalera. Avanza a mi encuentro con la mirada baja y
deferente.
—Asegúrate de dejarla usar el baño —le digo—. Pero nada de
comida ni agua.
—Entendido.
—Y no la subestimes —advierto—. Es una leona con piel de
cordero.
—Entendido, jefe.
Asiento satisfecho y subo a la primera planta. Me dirijo a la
sala común principal para ver a Evie.
No puedo pensar en ella de otra manera que no sea esa,
simplemente Evie.
Al menos, todavía no.
Se siente demasiado raro incluso pensar en ella como «mi
hija».
Mucho menos decir las palabras en voz alta.
Adriano está allí, sentado lo suficientemente lejos de la niña
como para parecer fuera de lugar. Franco es el que está
sentado a su lado en el sofá. Ella parece estar mostrándole el
contenido de su mochila rosa brillante y parloteando
locuazmente.
Pero en cuanto me ve, se calla.
Sus ojos chocan con el suelo alfombrado y el coletero que
sujeta se le resbala de los dedos.
Franco se levanta inmediatamente. —Jefe —saluda
respetuosamente.
No contesto. Mis ojos están fijos en la niña de pelo soleado.
Me acerco a ella y recojo el coletero de la alfombra.
—Aquí tienes —ronroneo.
Lo toma en silencio, pero sigue negándose a mirarme a los
ojos. Me doy cuenta que está fuera de mi alcance.
¿Dirigir cientos de hombres? Sin esfuerzo.
¿Matar enemigos con mis propias manos? Fácil.
¿Pero hablar con una niña de seis años?
Aparentemente, he encontrado mi debilidad.
Me enderezo y miro a Franco. —Tengo asuntos que atender.
Necesito que te quedes con ella mientras estoy fuera.
Otro hombre podría haber dejado claro lo que piensa del
encargo. Pero Franco es un profesional consumado.
—Por supuesto, jefe —dice asintiendo con la cabeza.
—¿Hacia dónde nos dirigimos? —pregunta Adriano.
Arqueo las cejas y le lanzo una mirada mordaz. —Sabes muy
bien que el cargamento aterrizará en la pista en media hora.
—No lo he olvidado —me asegura Adriano—. Sólo supuse, ya
sabes… —Hace un gesto vago con la mano—. Con todo lo
que está pasando aquí, pensé que no participarías esta vez.
—Sigo siendo el maldito jefe, —gruño—. La aparición de la
niña no ha cambiado nada.
Abre la boca para hablar, pero se lo piensa mejor y vuelve a
cerrarla.
En cambio, permanece en silencio mientras salimos de mi
enorme mansión y nos dirigimos al enorme almacén contiguo.
Me esperan varios vehículos diferentes. Elijo el Gladiator
Rubicon y me subo al asiento del conductor. Adriano va de
copiloto.
—Podrías dejarme conducir esta bestia de vez en cuando —
sugiere.
Sonrío. —Ni en tus putos sueños. Lo recuperaría en un millón
de pedazos.
Pone los ojos en blanco y refunfuña —Le di la vuelta al
Ferrari una vez y nunca me dejaste olvidarlo…
Risueño, salgo del almacén en dirección a las puertas negras al
final del largo camino. Las mismas puertas a las que Evie
supuestamente se acercó con la nota en la mano.
—¿Las cámaras no captaron a nadie más con ella? —musito
de la nada.
—¿Eh? Oh, no —responde Adriano—. Lo comprobé varias
veces. Quienquiera que fueran, se aseguraron de mantenerse
fuera de alcance.
—Algo no está bien en esto.
—¿Dudas de que sea tu hija? —pregunta Adriano—. Porque
podemos hacerle una prueba de paternidad.
—No. Sé que es mía, —digo con seguridad—. Sólo que no me
trago el resto.
—Estoy de acuerdo —dice, tamborileando con los dedos en la
consola central—. Es jodidamente sospechoso. Pero
mantendremos los ojos abiertos a partir de ahora. ¿Y quién
sabe? Quizá a la niña se le escape algo cuando se relaje
contigo.
—Si alguna vez se relaja conmigo.
Adriano me mira. —Dale algo de crédito —se ríe—. No se
echó a llorar al verte. No puedo decir lo mismo de algunos
hombres adultos con los que nos hemos cruzado.
Sonrío de satisfacción. La notoriedad que he adquirido en los
últimos años me viene bien a veces.
Aunque no haga que cierta raza de cobardes se cague en los
pantalones en cuanto vea con quién está tratando.
Aún así, es una mejora sobre la reputación de mi padre.
Hicieron falta años para borrar el daño que el viejo bastardo
había hecho al nombre Mazzeo.
Al girar hacia la pista de aterrizaje privada con mi nombre
colgado sobre el hangar, observo que mi tripulación se prepara
para el inminente aterrizaje.
El cargamento llega en helicóptero, acompañado de cinco
hombres del cártel mexicano con el que hacemos negocios.
—Ya viene —señala Adriano. Veo que el helicóptero
desciende lentamente sobre la pista de aterrizaje iluminada.
Aparco el Gladiator y salgo. Adriano y yo caminamos hacia
mis hombres.
Giovanni nos ve primero y se adelanta con su habitual
portapapeles en la mano.
—Buonasera, Jefe Mazzeo —saluda—. Todo está listo.
—Una vez comprobado, quiero que el envío se traslade
inmediatamente —le digo—. No quiero nada parado en el
almacén.
—Por supuesto, jefe.
Una vez que las palas del rotor han frenado, desembarcan
cinco hombres. Dos de ellos cargan con una enorme caja
sellada.
Hago una señal a mis hombres para que entren.
Giovanni lidera la aproximación con otros cuatro hombres a su
espalda. Abren los precintos y rebuscan en el contenido de la
caja, mientras los mexicanos permanecen atrás con
expresiones sombrías en sus rostros.
Un momento después, Giovanni se vuelve y me hace la señal
de que todo va bien.
Adriano y yo nos acercamos a nuestros homólogos para hacer
el canje de efectivo.
Reconozco a dos de los lacayos que están frente a nosotros. El
resto son caras nuevas. Suelen cambiar cada pocos meses.
—Don Lucio, saluda el hombre conocido.
—Miguel —respondo—. Todo parece estar en orden.
—Lo está —dice—. Excepto que hay un pequeño asunto que
me gustaría discutir con usted.
Llevo casi un año tratando con Miguel. Tenemos una buena
relación, pero, como todas las relaciones en mi mundo, es
superficial.
Mientras el dinero sea bueno y el producto sea el adecuado,
somos uña y carne. Pero si eso cambiara, no dudaría en
rebanarle la garganta.
—Habla entonces. Mi tono es significativamente menos
hospitalario.
—Mi jefe está subiendo el precio de sus mercancías. El costo
de este envío acaba de subir a cuatro millones.
Siento a Adriano tenso a mi lado. A veces es impulsivo, pero
en este caso me deja a mí la responsabilidad de reaccionar.
—¿Cuatro millones? —resueno con calma.
—Yes.
Esbozo una fina sonrisa. —Eso no va a funcionar conmigo,
Miguel —digo con tono amenazador—. Tengo un acuerdo con
tu jefe. Incluso tengo los papeles que lo demuestran. No es que
le dé mucha importancia a las firmas. Después de todo, poner
mi nombre en un contrato no me impedirá volarte los sesos
aquí mismo en la pista, ¿Verdad?
La noche que nos rodea es silenciosa. Ninguno de los hombres
se mueve.
No pestañeo ni aparto la mirada de Miguel.
—Hemos tenido una larga y fructífera relación comercial, don
Lucio —dice Miguel. Tiene pánico, aunque su cara no lo
demuestre. Intenta controlar los daños.
Sabe que joderme no acabará bien para él.
—Estoy de acuerdo —digo—. No querrías que eso terminara,
¿Verdad? Porque puedo asegurarte que soy mucho mejor
amigo que enemigo.
El hombre es sólo un subjefe de cártel, pero es astuto e
inteligente.
Lo suficientemente inteligente como para saber cuándo ceder.
—Para usted, Don Lucio, no habrá incremento de precio —
dice, con una sumisa inclinación de cabeza—. Se lo haré saber
a mi jefe.
—Hazle saber que, si quiere reabrir las negociaciones, tendrá
que venir a la mesa —le digo—. A mi mesa.
—Entendido. Responde él.
Eso es suficiente para mí. He terminado aquí.
—Una vez completado el traspaso, no hay razón para que tú o
sus hombres se queden por aquí —digo desdeñosamente.
Le doy la espalda y me alejo, dejando que Giovanni se ocupe
del resto de la transacción.
Adriano se queda en la pista. Sé que me encontrará después de
entregar el dinero y cerrar el trato. Me dirijo al almacén para
reunirme con el equipo sobre el terreno.
Está fortificada con una docena de hombres en todo momento,
pero cuando llega un nuevo cargamento, hay al menos una
docena más.
Me he acostumbrado a esperar ataques y emboscadas.
Pero si siempre estás preparado, entonces es una fiesta.
La única que realmente disfruto.
Superviso el transporte del contenedor de drogas al almacén.
Cuando se ha repartido, miro la lista de clientes en lista de
espera.
—Davidoff volvió a llamar ayer —me dice mi teniente Rocco
—. Está dispuesto a pagar en efectivo, y un diez por ciento por
encima de la tarifa.
Me lo pienso un momento. —Sabe que me cabreó la última
vez que nos vimos —observo, todavía hojeando la lista de
ansiosos destinatarios.
—¿Quieres que borre su nombre de la lista? —Rocco
pregunta, sus mirada estaba fija en mí, esperando la próxima
orden.
—Fue una pequeña ofensa —le digo—. No hay necesidad de
desterrarlo por completo. Sólo hay que bajarlo un poco de
nivel. Eso pondría su tiempo de espera en… seis meses.
—No estará contento.
—Cuento con ello —Le devuelvo la lista a Rocco—. El dinero
de Rowland y Kunis ya ha llegado, así que puedes adelantarte
y entregar sus cortes.
—Entendido, jefe.
Oigo a lo lejos el ruido de las aspas del helicóptero. Salgo.
Algo parpadea en el cielo nocturno, justo en el borde de lo que
la niebla oscurece.
Una chispa de plata. Un satélite, una estrella… ¿Quién mierda
sabe lo que es? Lo que me recuerda es mucho más claro, un
par de ojos plateados.
Evie está dormida ahora, sin duda. Acurrucada en una cama
desconocida. Soñando con su madre, con su vida pasada o
quizás con este nuevo y aterrador mundo en el que se
encuentra.
Tal vez no está soñando en absoluto.
¿Y qué hay de la otra chica de mi mansión?
No hay cama para ella. Sólo un frío suelo de cemento en una
celda oscura. Con la única compañía de ratas y arañas.
Podría haberle dado más comodidades a la escupe-fuego de
ojos azules.
Pero ¿Dónde está la diversión en eso?
Ya puedo sentir la emoción del reto que nos espera. Siempre es
agradable domar a una potranca nueva.
—¿Tienes algo en mente?
Adriano se pone a mi lado mientras volvemos al Gladiator.
Tiene los ojos clavados en mi cara y una sonrisa de esas que
me crispan los puños.
—No.
—¿No? —Adriano insiste—. Porque parecía que estabas
pensando en algo…
—¿Algo como qué?
—Algo, no sé… agradable.
Me subo al Gladiator y enciendo el motor, con la esperanza de
ahogarlo, pero Adriano no parece dispuesto a dejarlo pasar.
—Ha sido una noche de éxito —respondo con evasivas,
manteniendo un tono serio.
—Sí… vaaaaaaale.
Le miro con el rabillo del ojo. —Si hay algo que quieras decir,
dilo de una puta vez.
Adriano me lanza su característica sonrisa de burla. —Sólo
que cierto bombón delincuente parece haber causado una gran
impresión.
—Maldición, qué maldito eres, me quejo apretando los
dientes.
Adriano sólo se ríe. —¿Así que tengo razón?
—Maldición, no, —respondo inmediatamente—. Mi
preocupación no tiene nada que ver con ella.
—¿No?
—Una niña apareció en mi puerta con una nota diciendo que
soy su padre —señalo—. Por si lo habías olvidado.
—Mhmm —Adriano tararea—. Es una explicación
jodidamente buena. Funciona perfectamente, literalmente para
cualquiera menos para mí. —Me lanza una mirada cómplice,
con una ceja arqueada y una sonrisa de fastidio en la cara—.
Olvidas que te conozco demasiado bien.
—Ella puede serme útil —dije—. Mi interés en ella no va más
allá de eso.
—Lo que usted diga, Jefe Lucio. Hace una reverencia con la
mano. Sólo usa mi título cuando quiere sacar me de quicio.
—Jesús, por favor, deja de hablar.
—Todo lo que estoy tratando de decir es, si sólo…
Su voz se interrumpe cuando giro bruscamente el Gladiator y
freno de golpe al mismo tiempo. La brusca sacudida le hace
chocar la frente contra el salpicadero.
—¡Maldición! —grita—. ¡Imbécil!
Sonrío. —¿Te pasa algo, hermano? —pregunto
agradablemente, como si no hubiera pasado nada.
—Hijo de puta —gruñe, acunándose la frente—. Creo que me
has marcado la cara.
—Entonces la he mejorado —Y me rio.
Creo que dice algo así como «sigo siendo más guapo que tú»,
pero lo dice entre dientes y lo ignoro.

S IGO riéndome cuando entro en el garaje.


—¿Vas a ver tu nuevo juguete? —Adriano se burla mientras
salimos y nos acercamos a la escalera.
Pongo los ojos en blanco. —Debería haber pisado más fuerte
el freno.
—No me habría detenido —dice, dándome un amistoso
puñetazo en el brazo—. En fin… me voy a dormir un poco.
Buonasera, jefe.
Adriano sube las escaleras. Sólo cuando se ha ido me planteo
de verdad ir a ver cómo está Charlotte.
O Evie.
O ambas.
En cambio, me obligo a alejarme de todos.
Puede esperar hasta mañana.
Subo las escaleras, sin hacer caso de los quejidos de mi
cabeza.
Encuentro mis aposentos al final del descanso. Mi habitación
es enorme, un apartamento en toda regla. Me dirijo
directamente al bar que hay en el rincón más oscuro.
Tras servirme un vaso de whisky, le doy un sorbo lentamente
mientras me dirijo al balcón. El sol saldrá en menos de cuatro
horas. Probablemente dormiré la mitad de eso, si tengo suerte.
Los Jefes no duermen. Hubo un tiempo en que yo ansiaba eso,
la posibilidad de dormir hasta que me diera la gana. De soñar.
Pero cuando los sueños se volvieron negros y retorcidos, hace
siete años, dejé de desear dormir.
Ya no me importa el insomnio.
El balcón tiene unas vistas fantásticas, pero ahora mismo no
puedo concentrarme en nada. Ni siquiera el whisky parece
ayudar.
Me lo bebo de todos modos y vuelvo al dormitorio.
Miro fijamente la cama hecha, pero sigo agitado por la energía
no gastada. Lo que significa que tengo asuntos pendientes que
resolver primero.
Así que, con un suspiro de dolor, salgo de mi habitación y bajo
al sótano.

E NCUENTRO A M ARCO sentado en una silla justo fuera de la


habitación que la retiene. Está aturdido por el sueño, pero se
despierta al verme.
Le hago señas para que se siente de nuevo y empujo la puerta
para abrirla.
Su grito ahogado resuena en las paredes de piedra.
Pero esta vez no está de pie. Está acurrucada en un rincón de
su oscura celda, encorvada entre las sombras con los brazos
rodeándole las rodillas.
Me mira con un odio visible cuajando en esos ojos azules
como el acero.
Parece agotada.
Parece miserable.
Pero desde luego no parece derrotada.
Todavía no.
—Déjame salir de aquí —dice, pero su tono hace que suene
como una exigencia, no como una súplica.
—El poder de salir de esta celda siempre ha estado en tus
manos, —le digo—. Así que dime. ¿Aceptas mi propuesta o
no?
Me mira fijamente, como si quisiera hacerme un agujero en la
cara.
Veo el conflicto cruzar sus ojos.
Y entonces muere.
Sin más, su esperanza se apaga. Su propio cuerpo la traiciona.
Susurra algo, pero no puedo entenderlo.
—Acércate —le ordeno, torciendo un dedo para que se
acerque a la reja—. Y repite eso.
Veo cómo se esfuerza por levantarse. Pero sus piernas están
demasiado débiles por el hambre y el miedo para soportar su
peso. Así que, abandonando el esfuerzo, se arrastra a cuatro
patas hacia la reja que nos separa.
Cuando está lo bastante cerca como para agarrarla, engancha
los dedos en las pequeñas hendiduras, se levanta y aprieta la
cara contra la malla.
Ahora tiene la cara a escasos centímetros de la mía. Ojos
azules, brillantes como el océano, pero nublados por el
cansancio.
Y el fuego.
Y la furia.
Ambos arden tanto que casi puedo sentirlo irradiando sobre mi
piel.
—Sí —susurra con una ronca aspereza—. Acepto.
6
LUCIO

Adaptarla llevará tiempo.


Voy a disfrutar cada puto segundo.
La emoción me recorre mientras me acerco a la reja que nos
separa.
Sus grandes ojos se clavan en los míos. Veo destellos de
inquietud, incertidumbre y miedo. Pero lo disimula muy bien.
Saco la llave del bolsillo y abro la reja. Cuando la abro, ella se
estremece infinitesimalmente. Como si tuviera miedo ahora
que no hay nada que nos separe.
—Sígueme, —ordeno.
Me doy la vuelta y salgo del sótano. Noto sus suaves pasos
detrás de mí, pero me resisto a mirar hacia atrás.
Marco está de pie, esperando mis instrucciones.
—Puedes retirarte —le digo—. Duerme un poco.
—Grazie, Jefe Lucio —dice inclinando la cabeza.
La conduzco fuera del sótano hasta el vestíbulo principal.
Cuando me dirijo a la gran escalera, veo que sus ojos van de
un lado a otro.
Intenta no mostrar interés por lo que le rodea, pero la
magnitud de la mansión le está afectando.
Lo que significa que está haciendo su trabajo.
Me sigue escaleras arriba hasta el tercer piso.
La habitación que elijo para ella tiene una hermosa vista del
jardín. Una colcha de felpa, un enorme espejo de bordes
plateados en una pared y una cama de hierro.
También tiene ventanas selladas y no tiene balcón.
Abro la puerta, enciendo las luces y le hago un gesto para que
entre.
Se detiene en el umbral, mirando hacia mí como si no
estuviera segura de si algo está a punto de saltarle encima.
Levanto las cejas.
—¿Me das una habitación? —pregunta a la defensiva.
—¿Qué es lo que parece?
Mira fijamente el amplio espacio de la habitación, pero no
hace ningún movimiento para entrar en él.
—¿Qué esperas? —pregunto.
—Nada —dice rápidamente. Avanza a trompicones.
Entro tras ella y cierro la puerta. Se gira para mirarme. Se
queda sin aliento cuando se da cuenta de que estoy en una
habitación a puertas cerrada junto con ella.
No hay nadie que la salve.
Nadie que me detenga.
—¿Qué haces? —pregunta, el pánico evidente en su tono.
—Instalándote. ¿Qué estás pensando?
No me mira a mí, sino a la enorme cama matrimonial que es el
centro de la habitación.
Entonces vuelve a mirarme.
Luego al tocador con el espejo.
De vuelta a mí.
Luego a los grandes ventanales que dan a los oscuros terrenos
del complejo.
Entonces vuelve a mí.
—Estupendo. Ya estoy instalada, dice ella con rotundidad.
Casi sonrío.
—Te vendría bien una ducha —sugiero—. Te ves…
«Despampanante» es como vas a terminar esa frase, estoy
segura. Me responde segura de si misma.
—En realidad, iba a decir «terrible».
Aprieta la mandíbula y sus ojos azules se vuelven agudos. —
Ser secuestrada y mantenida cautiva le hace eso a una chica.
Hago un gesto con la barbilla hacia la puerta que hay junto al
tocador. —Tu baño, micetta.
Duda un momento antes de ir a inspeccionarlo. Enciende las
luces e ilumina la gran ducha con paredes de cristal. En el otro
extremo, una ventana con relieves y texturas da a los jardines.
Me apoyo en la puerta mientras observo cómo observa todo.
Mira hacia mí, esforzándose por no impresionarse.
—¿Todos tus otros cautivos tienen esta habitación? —dice.
—Sólo los privilegiados.
—¿Se supone que debo estar agradecida? ¿Caer de rodillas y
agradecer tu generosidad?
Me encojo de hombros. —Eso sería inteligente.
—Amenazarme no va a hacer que me discipline, si eso es lo
que crees —me gruñe.
Sonrío. —No era una amenaza. Sólo un consejo amistoso.
—No somos amigos.
Me enderezo y camino hacia ella lentamente. Se tensa
instintivamente, pero se niega a retroceder. Me detengo solo
cuando estoy a centímetros de ella.
El calor espinoso de la tensión ondula entre nosotros.
—No podrías tener más razón —le doy la razón—. No somos
amigos. Harías bien en recordarlo.
Prácticamente puedo sentir el escalofrío que recorre su cuerpo.
Le sostengo la mirada un instante más, me doy la vuelta y
pongo distancia entre nosotros.
—Ahora, quítate la ropa.
Me mira incrédula. —¿Qué?
—Ya me has oído —repito—. Quítate la ropa.
—¿Es eso parte de la descripción del trabajo? —exige.
—¿Follarte?
A estas alturas parece un disco rayado. Al parecer, todos los
hombres que se han cruzado con ella han intentado follársela
en algún momento.
Pero desde luego no soy todos los hombres.
—No tengo intención de follarte —le digo—. Pero espero que
me obedezcas. Necesitas una ducha.
Se pone rígida. —Que haya aceptado trabajar para ti no
significa que te pertenezca.
—En realidad, eso es exactamente lo que significa —respondo
con calma—. Ahora, quítate la ropa antes de que te la quite yo.
No volveré a pedírtelo.
Ambos sabemos que no estoy preguntando en absoluto.
Y aún así, se queda ahí parada durante varios segundos
cargados. Prácticamente puedo ver el conflicto en su cabeza.
Se debate entre el instinto de conservación y el instinto natural
de rebeldía.
Entonces suspira. Admite su derrota.
Pero ese desafío permanece en su rostro mientras se arranca el
ajustado chaleco del cuerpo. Lo tira a mis pies, sin apartar sus
ojos de los míos.
Ella no es tonta. Se trata de poder. Y ella está tratando de
mantener el suyo, incluso mientras cede ante mí.
Se desabrocha la ajustada camisa blanca que lleva debajo para
mostrar un sencillo sujetador color piel. No tiene encaje ni
estampado. Nada de nada.
Sin embargo, su sencillez no hace sino resaltar la perfección
de sus pechos. Como un marco sin adornos en una obra de arte
de valor incalculable.
Se deja el sujetador puesto y se baja la cremallera de la falda.
Se la baja violentamente por las caderas y cae al suelo,
encharcándose alrededor de sus pies.
Se la quita y patea la falda. Las bragas son de un color similar
al del sujetador, pero no hacen juego.
Es delgada, de esas que se saltan constantemente las comidas.
Su vientre es plano, sus muslos delgados y largos, y sus
caderas lo bastante curvilíneas como para que se me endurezca
el miembro.
La confianza en su rostro no es del todo convincente. Sigo
impresionado.
—Todo —le digo suavemente.
No se inmuta y echa la mano hacia atrás para desabrocharse el
sujetador. Lo tira sin miramientos encima del resto de su ropa.
Sus pechos son pequeños pero fuertes, rematados por unos
pezones endurecidos que se sonrojan en el frío del baño.
Con el mismo movimiento, se baja las bragas y se las quita.
Mantiene los muslos apretados casi inconscientemente.
Como si su mente quisiera mostrarme que no tiene miedo,
pero su cuerpo todavía hormiguea de miedo a lo que yo pueda
hacer a continuación.
Puede descansar tranquila, por ahora. No planeo ponerle un
dedo encima esta noche. Pero no se sabe qué nos deparará el
mañana.
—Bien hecho. Métete en la ducha.
Se mueve deprisa, feliz de librarse de mi escrutinio. Gira la
manilla de la ducha y jadea cuando un chorro de agua fría la
golpea desde arriba.
Chilla en silencio, conmocionada, y se aparta de un salto,
secándose el agua de los ojos.
—Gira el dial a la izquierda, le digo con una risita.
Hace lo que le digo. Un momento después, el vapor empieza a
subir en suaves espirales.
Vuelve a meterse bajo la ducha. El efecto del agua caliente
cambia por completo su expresión. Su boca se abre en una O
de alivio y siento que mi polla palpita un poco más ansiosa.
Durante varios minutos más, sólo hay silencio. Charlotte se
queda de pie bajo el chorro de agua. Es casi como si se hubiera
olvidado de que estoy aquí.
Pero sé que no es así.
Aunque sus ojos nunca se posan en mí, su cuerpo se mueve
deliberadamente, consciente de que la observan.
Sus manos se deslizan por su piel sedosa, deteniéndose en sus
pechos y su vagina. En un momento dado, incluso gime un
poco. Es suave y convincentemente involuntario, pero yo sé
que no es así.
Cree que puede jugar conmigo.
Mi miembro está en plena ebullición y me pican los dedos por
tocarla. Pero mi mente siempre ha sido más fuerte que mis
impulsos físicos.
—¿Te diviertes, pervertido? —se burla amargamente. Me mira
por encima del hombro. Cualquier cosa para conseguir una
reacción.
No contesto.
Estoy demasiado preocupado por la forma en que el agua corre
por su vientre y se acumula entre la suave V donde se unen sus
piernas.
Mi lengua haría un corto trabajo en ese coño. La follaría con
mi lengua hasta que toda su lucha se desmoronara en mis
manos.
—Mi cara está aquí arriba —trata de llamar mi atención.
Sonrío con frialdad. —Tu cara no es lo más interesante de ti.
Me fulmina con la mirada. —Imbécil.
Levanto las cejas. —¿Crees que eres guapa? ¿Por eso pareces
tan segura de que quiero follarte?
—Te gusta mirarme —dice—. Me doy cuenta.
—¿Estás acostumbrada a que los hombres te miren?
—Estoy desnuda —responde ella con falsa chulería—. Si no
estuvieras mirando mi cuerpo, cuestionaría tu sexualidad.
Sus ojos se posan en mi entrepierna. Mi erección es sutil bajo
los pantalones, pero aún así se nota.
Agito un dedo en el aire. —Mi cara está aquí arriba, micetta.
Lucha contra el rubor de sus mejillas y coge más jabón.
—Si vas a tratarme como un trozo de carne, espera el mismo
trato a cambio. Y deja de llamarme así.
Me encojo de hombros. — Por supuesto todo lo que quieras —
digo—. No tengo ningún problema.
Ella aprieta los dientes. —Lo tendrías si hubieras tenido que
luchar contra pervertidos cachondos toda tu vida —me hace
entender—. —Como estoy haciendo ahora.
Eso me saca una carcajada. —Si crees que vas a «pelearte
conmigo», micetta, aún tienes mucho que aprender. Sólo es
una pelea cuando ambas partes tienen posibilidades de ganar.
Me mira con los ojos entrecerrados, acorralada y un poco
asustada. Como debe ser.
—¿Qué quieres de mí? —pregunta en voz baja.
—Ya te lo he dicho —respondo suavemente—. Quiero
obediencia.
—Entonces consíguete un maldito perro. Responde con ápices
de ira.
La ira se dibuja en su rostro, pero su cuerpo la delata.
Puedo ver lo duros que están sus pezones.
Puedo ver que sus iris están dilatados.
Veo que su ira está marcada por el deseo.
Y sabe que lo veo todo. Entiende lo transparente que es, lo
vulnerable, lo completamente expuesta a mi merced.
—Te excita el poder, ¿Eh? —pregunta.
Me imagino chupando esos pezones rosados hinchados y
resisto el impulso de tocarme la polla. Si quisiera, podría
disciplinarla con ella aquí y ahora.
Pero eso sería demasiado fácil.
Continúa cuando no respondo a su burla. —Bueno, ahora la
pelota está en tu lado —admite—. No puedo discutir eso. Pero
nunca me tendrás completamente.
—No te quiero toda —respondo sin dudar—. No quiero nada
de ti. No eres más que una criada glorificada. Una niñera
barata y temporal.
Se hace el silencio.
Sólo el sonido del agua cayendo en cascada contra el mármol
italiano.
Entonces, de la nada, Charlotte me sorprende. —Ella es tu
hija, ¿No?
La palabra me golpea como un látigo. Me pilla desprevenido.
Y saliendo de los labios de Charlotte, mezclado con ira y
tristeza y algunas otras emociones que todavía estoy
descifrando…
Tardo un momento en recuperar la compostura.
—¿Importa quién es? —vacilo.
—Creo que merezco saber a quién voy a cuidar. Responde con
algo de arrogancia.
—Sólo mereces lo que yo decida darte.
Entorna los ojos y asiente lentamente. —Tiene que ser tu hija.
No eres el tipo de hombre que acogería a cualquiera niña. Y
está claro que no sabías nada de la niña hasta hace poco. Si no,
no habrías tenido que recurrir a este pequeño arreglo.
—Quizá lo hice para tenerte cerca —sugiero. Me pregunto si
será tan vanidosa como para morder el anzuelo.
—No, no se trata de mí —responde perspicaz Charlotte. Sigue
escrutando mi cara—. Se trata de una forma fácil de salir de
una situación incómoda. Apuesto a que incluso has dicho algo
inteligente al respecto. «Dos pájaros de un tiro», jodidamente
inteligente, supongo.
Es lista, hay que reconocerlo.
No digo nada.
—No puedo imaginarte como padre —comenta.
—No lo soy —gruño—. Puede que haya engendrado a la niña,
pero eso no me convierte en padre. Las dos cosas no son
mutuamente excluyentes.
El arrebato es, cuando menos, atípico.
Algo en esta chica me está irritando de repente. Poniendo a
prueba mi frialdad.
Levanta un poco las cejas como si estuviera ligeramente
impresionada por la autoconciencia. —No podría estar más de
acuerdo.
—Espero que cuides bien de ella —le digo—. Iré a verla de
vez en cuando, y espero estar satisfecho por el trabajo que
hagas.
Sus ojos vuelven a oscurecerse. —No voy a desquitarme con
la niña por los pecados del padre, si te refieres a eso —dice a
la defensiva—. Haré lo que pueda, pero no te daré nada más.
Le creo.
Pero aún tiene mucho que aprender sobre el tipo de hombre
que soy.
Mis ojos se detienen unos segundos más en sus pechos y sus
labios.
Luego me dirijo a la puerta.
Pero antes de irme, me detengo en el umbral para dar media
vuelta y dejarla con unas palabras de despedida.
—No tendrás elección —le digo—. Darás lo que espero de ti.
Y si te niegas… lo tomaré.
7
CHARLOTTE

Unos minutos después de que Lucio se haya ido, acabo con la


ducha.
Sin el golpeteo del agua caliente en el suelo de baldosas, el
silencio se apodera de todo el ambiente. Y mis tímpanos
palpitan con él.
El resto de mí también palpita. Mi cabeza, mi cuerpo, el calor
entre mis muslos.
Sobre todo, las alarmas en mi cabeza.
Mi instinto me dice que ahora es mi última oportunidad.
Corre antes de que vuelva.
Pero incluso mientras camino descalza para comprobar las
ventanas y las puertas, sé que no será posible escapar.
En eso tengo toda la razón.
Cerrado.
Cerrado.
Cerrado.
Me guste o no, parece que estoy atrapada aquí.
El agotamiento me golpea entonces, o tal vez sea sólo yo
admitiendo mi derrota.
Sea lo que sea, me desplomo sobre las sábanas y me quedo
dormida con una toalla húmeda todavía enrollada alrededor
del pecho.
No sueño, ni una sola vez. Caigo a la cama y me quedo
dormida como un tronco.

H ASTA QUE ALGO ME DESPIERTA .

Tres golpes en seco retumban en la basta habitación.


Parpadeo en medio de la confusión mientras intento
orientarme. Por un breve y hermoso instante, olvido quién soy.
Dónde estoy. Por qué estoy aquí.
—¡Voy a entrar! —anuncia una voz desconocida.
—¡Espera! —grito, aún adormilada—. ¡Espera!
Me pongo en pie a trompicones y aseguro la toalla a mi
alrededor justo cuando oigo girar la cerradura.
Un segundo después, entra un hombre alto y rubio con un
montón de ropa tirada sobre el brazo.
—Te citan en la sala de desayunos —me dice—. Esperaré
fuera mientras te cambias.
Luego se dirige a la cama, tira la ropa sobre ella y sale de la
habitación.
—Buenos días a ti también —refunfuño, poniendo los ojos en
blanco.
Cuando el desconocido se ha ido, me deshago de la toalla y
rebusco entre la ropa que me ha dejado.
Todos son de marca y nuevos, con las etiquetas puestas.
Elegantes vaqueros azules desteñidos y diversas blusas de
cortes favorecedores.
Quienquiera que haya elegido esto tiene estilo a raudales.
Hasta la ropa interior es bonita, un sujetador granate de encaje
y unas bragas a juego. De repente, me viene a la mente la
imagen de Lucio ofreciéndomelas, con las bragas colgando de
sus enormes manos.
—¡No!, le digo en voz alta a la habitación vacía.
Imposible. Prefiero ir sin ropa interior a vivir con esa imagen
en mi cabeza todo el día.
Elijo los vaqueros más pequeños y me los pongo. Siguen
siendo un poco grandes, pero estoy más que contenta de no
tener que llevar mi uniforme de camarera.
Si no vuelvo a ponerme esa mierda, seguirá siendo demasiado
pronto.
Me pongo una camiseta blanca lisa y me dirijo al baño para
lavarme los dientes y usar el retrete.
El mostrador está repleto de productos de belleza de aspecto
caro. Sabes que son cosas para ricos cuando ni siquiera se
molestan en poner el nombre de la marca en el envase.
Me lavo la cara y me cepillo los dientes mientras observo las
paletas de maquillaje, los pinceles, una auténtica torre de
pintalabios.
—Que se joda —le digo a mi reflejo—. No me voy a
maquillar para el puto príncipe azul.
Mis ojos brillan en el espejo. Un pequeño ¡Tú puedes, chica!
de mí para mí.
Ojalá me sintiera tan segura como parezco.
Antes de que pueda convencerme de hacer algo atrevido,
como no sé, abofetear a Lucio Mazzeo en su puta cara de
arrogancia, doy media vuelta y me voy.
Ya tengo bastantes problemas.

C OMO HABÍA ANUNCIADO , el matón desconocido me espera en


el pasillo. Solo me echa una mirada superficial antes de
empezar a caminar por el pasillo, obligándome a seguirle.
—¿Tienes nombre? —pregunto intentando establecer un
dialogo.
No contesta.
—Sin nombre, ¿Eh? —digo—. ¿El gran jefe malo te dice qué
hacer entonces? En realidad, apuesto a que sólo gruñe y señala
cuando quiere algo. Parece más su estilo.
Aún no hay respuesta.
—¿Eres el guía turístico? —continúo, notando el tic en su
mandíbula—. ¿O sólo mi mayordomo personal?
Silencio.
Nos dirigimos hacia las escaleras e intento no quedarme
boquiabierta ante lo increíblemente enorme que es este lugar.
No solo es grande, también es bastante bonito.
Bonito de una manera moderna e intimidante, sin embargo.
Hay océanos de cristal y una planta diáfana. Estés donde estés,
verás cómo la riqueza se expande en todas direcciones.
Los suelos son todos de una elegante madera pálida, casi gris,
y la mayoría de las escaleras no tienen barandilla.
No es precisamente un entorno propicio para los niños, por no
decir otra cosa.
Supongo que vamos a bajar hasta el primer piso, pero en lugar
de eso, el Sr. Hablador me lleva por un amplio pasillo de
madera de la segunda planta.
A un lado hay una pared con textura, de color hueso.
En la otra, estoy flanqueada por otros enormes cristales que
dan a una enorme zona al aire libre. Veo una piscina a lo lejos,
como un espejismo.
—Jesús, ¿Qué tan grande es este lugar? —pregunto.
Suspiro cuando Sr. Comunicador guarda un silencio sepulcral.
Llegamos al final del pasillo. El teniente Parlanchín me abre
una puerta.
—Qué caballero —suspiro, dedicándole una mirada burlona
—. Ha sido un placer.
La puerta se me cierra al pasar.
—¡Yo también te echaré de menos! —grito a través de ella.
Todavía refunfuñando por el maleducado trato del hombre, me
giro para ver dónde me ha traído…
Y me congelo cuando veo un par de ojos grises muy
familiares. La cara en la que se encuentran, sin embargo, no es
tan familiar.
A diferencia de la férrea autoridad de la mirada a la que me
había enfrentado la noche anterior, estos ojos son amables.
Están nerviosos.
Tienen miedo.
Y están un metro más cerca del suelo.
—Hola —digo, suavizando el tono.
La niña me mira a través de largas pestañas.
Reconozco ese miedo en sus ojos. Está intentando determinar
si soy amiga o enemiga. Suelto una risita amarga.
Bienvenida a mi mundo, pequeña.
Lleva un peluche abrazado, pero no sé qué es.
Avanzo y me pongo en cuclillas delante de ella.
—Soy Charlotte —le digo. Le ofrezco la mano para que me la
estreche.
Se queda un momento mirando mi mano abierta y luego la
toma vacilante.
—Hola —responde en voz baja.
Bonita como un cuadro. Eso es lo que diría mi madre si viera a
esta niña. Tiene el pelo rubio, los ojos brillantes, las mejillas
sonrosadas, las facciones delicadas y suaves.
—¿Cómo te llamas? le pregunto.
—Soy Evie —dice tímidamente—. Diminutivo de Evelyn.
Sonrío ante eso.
—Encantada de conocerte, Evie —le digo. Es la primera
persona de la casa a la que no tengo que mentir por alegrarme
de ver—. ¿Qué tienes ahí?
Mira el juguete que tiene en las manos. Se lo lleva al pecho
como si fuera un escudo.
—Este es mi amigo —me dice.
—Ah, ¿Sí? —respondo—. Parece bastante genial, pero…
¿Qué es exactamente?
—Es un ornitorrinco —responde enseguida, sus ojos grises se
iluminan al instante—. Nació en Australia.
—¡Vaya! Australia, ¿Eh? —le digo—. Eso está muy bien. Yo
nunca he estado allí.
—Yo tampoco —me dice, con una nota de añoranza en su tono
—. Es un lugar muy grande. Hay montones de ornitorrincos.
La familia de Paulie vive allí.
—¿Ese es su nombre?
—Mhmm, afirma Evie. Me tiende la criaturita gris para que
pueda verla mejor.
—Definitivamente tiene cara de Paulie —estoy de acuerdo—.
Es muy linda
Evie asiente. —Y también es muy lista, me dice con todo el
orgullo como si fuera una madre primeriza—. Puede vivir en
la tierra y en el agua. Y tiene un veneno especial.
No tengo ni idea de si algo de esto es realmente cierto, pero
algo en la confianza de Evie me hace confiar en ella.
—¡Whoa…! Veneno, ¿Eh? Suena aterrador.
—No te preocupes —me asegura Evie—. No te hará daño
porque eres amable. Sólo usa su veneno con la gente que no es
amable conmigo.
Miro fijamente al suave ornitorrinco gris, viéndolo bajo una
luz totalmente diferente. Es una manta de seguridad. Un
guardián para ella en medio de todo este miedo.
—Ojalá hubiera tenido un amigo como él cuando tenía tu edad
—, le digo en voz baja.
Sus ojos grises y confiados se cruzan con los míos y veo en
ellos tanta calidez y generosidad.
—También puede ser tu amigo, ofrece.
Se me saltan las lágrimas. Tengo que forzar una sonrisa en mi
cara.
—Eso significa mucho para mí —digo, dándole una palmadita
en la cabeza a Paulie—. Gracias por ser mi amigo, Paulie.
Espero que podamos ser amigas también, Evie.
Sonríe. La primera sonrisa de verdad que he conseguido de
ella hasta ahora. La hace parecer aún más joven.
—¿En serio?
—¡Por supuesto! —exclamo—. Siempre estoy buscando gente
genial con la que salir.
—¡Yo también! —contesta exaltada.
Me río y, un segundo después, siento la mano de Evie
enroscarse en mi brazo.
Reconozco su mirada. Es la mirada desesperadamente
esperanzada de una niña que necesita a sus padres.
Una niña que busca seguridad.
Protección.
Amor.
—Evie… —le digo lo más suavemente que puedo,
dedicándole una sonrisa que espero sea tranquilizadora—.
¿Dónde está tu mami?
Sus ojos se abren de par en par con incertidumbre. Está a
punto de responderme, pero antes de que pueda…
—Charlotte.
El gruñido de Lucio hace que se me borre la sonrisa de la cara.
Odio que me afecte tanto su presencia. Incluso su puta voz
parece reverberar dentro de mí. Me pongo en pie y me doy la
vuelta, apretando ya los dientes.
Es increíble cómo dos personas con los mismos ojos pueden
desprender vibraciones tan diferentes.
Sus acerados ojos grises me miran con clara desaprobación.
Noto que Evie se acerca a mí y se pone a cubierto detrás de
mis piernas.
—¿Dormiste bien? —pregunta en un tono que deja claro que
le importa una mierda lo bien que dormí.
—¿De verdad te importa? —respondo bruscamente.
—No —responde secamente—, en lo absoluto. Encontrarás el
desayuno en la cocina. Para las dos.
Sus palabras son crudas. Completamente desprovistas de
calidez o humanidad.
Dirige la mirada hacia la niña que se encoge detrás de mí.
—Evie —empieza, y supongo que va a decir algo bonito—.
¿Por qué están tus juguetes tirados por todas partes? Sólo ha
pasado una noche.
Frunzo el ceño, molesta por su tono. Me frustra que no se dé
cuenta de lo aterrorizada que está la niña.
Y me hace hablar cuando debería estar totalmente centrada en
permanecer callada.
Doy un paso adelante. —¿Puedo hablar contigo un segundo?
Sus cejas se levantan. —Si es necesario.
Me vuelvo hacia Evie. —Oye, cariño, ¿Por qué no recoges tus
cosas? Sólo será un minuto.
Me mira impotente, con el miedo dibujado en la cara.
Así que avanzo y vuelvo a ponerme en cuclillas. Tomo sus
manos y la miro a los ojos.
—¿Te gustan los juegos? —pregunto.
Asiente con cautela, sus ojos miran a Lucio un segundo antes
de volver a mí.
—Genial. Vamos a jugar un montón, solas tú y yo.
—¿Y Paulie? —pregunta.
—Y Paulie —confirmo.
—De acuerdo.
Ya no le tiembla tanto el labio inferior. Pero sigo con cuidado.
—Voy a necesitar que recojas tus cosas primero. ¿Puedes
hacer eso por mí?
Ella asiente en silencio.
—Buena chica —sonrío, guiñándole un ojo—. Vamos ahora.
En cuanto se pone manos a la obra, vuelvo hacia donde está
Lucio, con cara de impaciencia.
—¿Qué te pasa? — le reclamo apretando los dientes.
—¿Perdón?, reclama él.
—Es una niña —le digo con rabia—. No tiene ni idea de lo
que está pasando. Está claramente nerviosa y muy asustada.
¿Te importaría mucho ser amable con ella?
Da un paso hacia mí y se inclina un poco.
Por un momento de locura, creo que está a punto de besarme.
Entonces abre la boca.
—¿Con quién mierda te crees que estás hablando? —pregunta.
Su voz es tranquila, pero en todo caso, eso sólo hace que la
amenaza implícita sea aún más aterradora.
Todo el fuego de mi pecho se enfría de golpe ante esta
embestida de hielo.
Tartamudeo, —es una niña pequeña…
—Y yo soy el puto dueño de esta casa —responde
amenazantemente—. Lo que significa que me perteneces, y
ella también. Tu trabajo es mantener la boca cerrada y seguir
mis órdenes. Y si no, las cosas pueden y van a ir muy mal para
ti.
Me encuentro con su dura mirada, pero mi coraje flaquea
rápidamente. Sus ojos son demasiado helados. Su mandíbula
demasiado afilada. No puedo negar que lo que dice va en
serio.
No está en mi naturaleza retroceder ante un matón.
Pero una mirada en dirección a Evie me hace contener la
lengua. No por mi bien.
Por el de ella.
Ya le han hecho suficiente daño. Puedo verlo en sus ojos, y no
quiero contribuir a más traumas.
Así que me tragaré mis palabras para protegerla.
Lo necesita. Por lo que sé, no tiene a nadie más que lo haga
por ella. Y sé lo que es estar sola e indefensa.
—¿Piensas encerrarme todas las noches? —pregunto,
cambiando totalmente de tema.
Ni siquiera pestañea. —Sí. Pero habrá un nuevo arreglo para
dormir a partir de esta noche. Serás trasladada a otra
habitación más adelante en el pasillo, y Evie tendrá la
habitación de conexión.
—No puedo esperar. ¿Algo más? —pregunto amargamente.
—Tienes libertad en el recinto —me dice Lucio—. Pero hay
guardias armados vigilando las instalaciones en todo
momento, por no hablar de la vigilancia las veinticuatro horas
del día, así que si intentas huir… Bueno, mi consejo es, no lo
hagas.
Asiento con la cabeza, con más palabras de rabia aún
atascadas en la garganta.
—Estaré fuera mucho tiempo —continúa, con expresión
impasible—. Pero vendré de vez en cuando. ¿Alguna
pregunta?
—Ropa. Necesito más… ropa.
Me mira con una sonrisa sardónica jugueteando en sus labios.
—¿No te gustan las cosas que he seleccionado?
Así que tenía razón en eso.
Me estremezco.
—Prefiero comprar mi propia ropa.
Se encoge de hombros. —Puedes escribir una lista con todo lo
que creas que vas a necesitar y, cuando termines, se la das a
Lorenzo. Él se encargará.
Lorenzo. Supongo que es el encantador príncipe que me
acompañó hasta aquí esta mañana.
—Quiero hacerlo yo misma. Las tallas que me enviaste esta
mañana eran todas demasiado grandes.
—Eso no va a pasar —responde—. No saldrás de este recinto
hasta que pueda confiar en tu lealtad.
—Nunca te seré leal, suelto antes de poder contenerme.
Por un segundo, tengo la loca idea de que va a estallar y hacer
una locura.
Pegarme o gritarme en la cara, tal vez.
Pero la sensación pasa.
Y Lucio parece el mismo de siempre, frío y distante.
Inquebrantable.
—Entonces espero que te guste el recinto —me dice con
calma—. Porque nunca lo dejarás.
—¿No te preocupa que haya gente buscándome? —pregunto.
Una pequeña sonrisa se dibuja en su rostro.
—¿Buscándote? —pregunta agradablemente—. No, en lo
absoluto.
Luego se da la vuelta y sale de la habitación, sin despedirse de
Evie.
Imbécil.
Tragándome mis sentimientos, me vuelvo hacia Evie y le doy
mi sonrisa más brillante. Sus juguetes están ordenados en un
rincón.
—Buen trabajo limpiando, pequeña.
—Ahora, ¿Podemos ir a jugar? —Evie pregunta.
—Claro —acepto—. Pero primero, necesitamos algo de
combustible.
—¿Eh?
Me río al ver su cara de despistada.
¿Hubo alguna vez una época en la que hubiera sido tan joven?
¿Tan inocente?
Sé que la hubo, sobre todo porque la añoranza de aquella
época lejana sigue arañándome el alma de vez en cuando,
cuando la vida se vuelve demasiado pesada.
Ya nada parece inocente.
Hay amenazas latentes en cada sombra. Acechando en cada
esquina.
Es un mundo feo. Lo sé desde hace mucho tiempo.
Pero este lugar en el que me encuentro ahora puede que sea el
más feo de todos.
—Desayuno, Evie —le explico—. Tenemos que desayunar
primero.
—Oh.
—¿Qué te parecen unas tostadas francesas?
Y así, sin más, la sonrisa vuelve a su rostro angelical.
Quizá haya un rayo de luz entre tanta oscuridad, después de
todo.
8
LUCIO
ESA MISMA TARDE, EN EL DESPACHO DE LUCIO.

—Así que, a juzgar por los informes de nuestro capo en el


Bronx…
—¿Han preparado las habitaciones? —pregunto de repente,
cortando por completo a Adriano. Se interrumpe a mitad de la
frase y sus cejas se alzan confusas por un momento.
—Uh, ¿Qué?
—Las habitaciones —repito—. Para Charlotte y Evie.
Las arrugas de la frente de Adriano se hacen más
pronunciadas.
—No lo sé, Lucio —dice—. ¿Es eso realmente más importante
que esta mierda con los polacos?
Estaba poniéndome al día sobre la nueva información que
habíamos recibido sobre el polaco. Esto era un asunto serio.
Y estoy preguntando por cosas que en realidad no deberían
preocuparme en absoluto. Entonces, ¿Por qué mierda me
preocupan?
—No —digo convencido—. No lo es. Pero primero necesito
poner mi casa en orden.
Adriano duda un segundo. Me conoce desde hace tiempo y
sabe cuándo empujarme y cuándo dejarme en paz.
—Sí, claro, dice. —Pero no podemos subestimar a los polacos.
Llevan un tiempo acercándose a las fronteras Mazzeo. Y la
nueva información que tengo dice que se les ha visto cruzar
unas cuantas veces.
—¿Están vendiendo mierda en mi territorio? —pregunto,
incrédulo.
—A eso quería llegar —dice Adriano—. Los informes dicen
que sí. No podemos dejar eso sin respuesta.
—Claro que no —estoy de acuerdo—. No podemos.
Miro hacia el bar de la esquina de mi despacho. Ahora mismo
me apetece un vaso de bourbon, pero prefiero echarle la culpa
del antojo a mi insomnio.
—¿Dormiste algo anoche? —pregunta Adriano.
—Algo.
—¿Entonces eso es un «no»?
Le sonrío con pesar. —Dormiré esta noche.
—Por supuesto que no —replica—. Puedo conseguirte
pastillas para dormir.
—No necesito una pastilla para dormir —digo a la defensiva.
—Depender de las pastillas no te hace débil.
—Vete a la mierda —digo con firmeza—. No voy a tomar un
maldito somnífero.
Sacude la cabeza riendo consternado. —Por el amor de Dios,
eres un puto masoquista.
—Es un requisito para ser líder de la mafia.
—Touché —admite Adriano—. Entonces eres el hombre
adecuado para el trabajo.
Nos reímos un momento, como sólo los viejos amigos pueden
reírse juntos.
Pero no dura mucho.
Pronto, la sonrisa se me borra de la cara.
—Pon ojos en la ciudad —le ordeno a Adriano—. Asegúrate
de que recibimos actualizaciones diarias. Si los polacos
vuelven a cruzar las líneas territoriales… deberemos tener un
pequeño tête-à- tête”.
—¿Eso es francés?
—Es…
—Estoy bromeando —interrumpe Adriano—. Sé lo que
significa. No soy tan tonto como parezco.
—Eso sería imposible —gruño.
Se limita a guiñar un ojo y reír. Mientras tanto, mis ojos
parpadean de nuevo hacia la barra. Adriano capta el
movimiento.
—¿Pasa algo? —pregunta.
—¿Hm? —Obligo a mis ojos de nuevo a ver mi mejor amigo.
—¿Te molesta algo? —repite.
Sacudo la cabeza. —No.
—Parece que te vendría bien un trago.
El hombre siempre ha sido muy observador. Una ventaja
cuando se trata de los negocios de la mafia Mazzeo.
Pero un puto grano en el culo cuando se trata de mis asuntos
personales. —Tal vez uno pequeño —admito.
—Nunca bebes durante el día —señala Adriano—. …a menos
que tengas algo en mente.
—Tienes que buscarte una vida —le digo— Y salir de la mía.
Adriano sonríe, completamente imperturbable. —Es la chica,
¿No? —deduce.
—¿Cuál?
¡Lo sabía, maldición!”
Pongo los ojos en blanco.
—Fóllatela y acaba esto de una vez —sugiere Adriano
amistosamente—. Y en cuanto a la niña… hay formas de
mantenerla y cuidar de ella sin tener que meterla en este
mundo junto a ti.
—¿Así de fácil? —respondo. —No sabía que fueras un
experto en el cuidado de niños, mio amico.
—Investigaré un poco y te informaré al respecto —dice—.
Pero eso sólo resuelve una mitad de tu problema.
—Charlotte no es un problema —aclaro—. Ella sólo es…
divertida. Por el momento. Luego desaparecerá.
—Estoy seguro de que lo hará, una vez que te la folles.
Realmente es el clásico ejemplo de mente única.
—Necesito sus servicios de niñera mucho más que su vagina
en este momento —le digo—. Y si quiero sexo, hay muchas
mujeres que se abrirán de piernas para mí.
—Ah-ha —tararea como un maldito terapeuta—. Así que esa
es la atracción, ¿Eh?
Le fulmino con la mirada. Odio cuando intenta
psicoanalizarme.
—Adriano… —advierto.
No me hace caso y sigue haciendo su análisis psicológico.
—Ella se te resiste. Discute contigo. Se defiende. Y a ti
siempre te han gustado los retos.
Aprieto los dientes. Charlotte ha agotado toda mi paciencia.
No me queda mucha para mi irritante mejor amigo.
—Y oye, no descartemos lo obvio —continúa Adriano—
ignorando por completo mi enfado —…Está buenísima.
Mi polla se estremece sólo de pensar en su cuerpecito prieto,
empapado y untado de jabón mientras se duchaba.
Cada vez que cierro los ojos, veo su coño depilado, sus
pezones tensos, la inclinación de su vientre plano.
Y lo único que quiero es que vuelva a desnudarse delante de
mí. Todo lo que quiero hacer es follármela hasta la sumisión.
—He visto mejores. Respondo a sus comentarios.
—¿Dónde? —me desafía Adriano— ¿En una ilustración?
—Tiffany tenía unas tetas increíbles —digo, intentando sonar
convincente.
—Sus tetas eran falsas y ambos lo sabemos —responde—. No
soy un idiota que conociste ayer. He estado por aquí un
tiempo, hermano. Sé lo que te excita. Sé lo que te prende. La
apariencia nunca ha sido suficiente para ti. Siempre has
querido fuego.
¿Tiene razón?
¿Es esa la razón por la que me convencí de que Charlotte era
la única mujer para el trabajo?
—No. Esa no es la única razón.
—Es buena con Evie, le recalco a Adriano mientras recuerdo
esta mañana con una extraña sensación de pesadez en las
tripas. Es jodidamente buena con Evi. Estuvieron juntas cinco
minutos y la niña prácticamente le hablaba al oído.
—Así que ahora tienes una niñera caliente, ¿Eh? Maldición,
algunos tipos tienen toda la suerte del mundo.
Le ignoro, como de costumbre. —Lleva un peluche —pienso
en voz alta—. «Es un ornitorrinco.
—¿Qué es exactamente un ornitorrinco? ¿Es francés otra vez?
—¡Cazze Madre de Dio, idiota ignorante! —gruño—. Abre un
puto libro, o al menos enciende la tele de vez en cuando.
—Googleando ahora —responde Adriano mientras teclea en
su portátil—. Que me cojan. ¿Le gustan estas mierdecillas
feas?
—Es lista —le digo— Brillante. Curiosa. Habladora. Pero
todo eso se apaga cada vez que entro en la habitación.
Adriano se calla un momento, leyendo el repentino cambio en
mi estado de ánimo. —Necesita tiempo para acostumbrarse a
ti, Lucio —dice suavemente.
Sacudo la cabeza. —Me recuerda a mí a esa edad. Yo hacía lo
mismo cada vez que mi padre entraba en una habitación.
—Tú no eres él. —Responde Adriano.
—Aparentemente, lo soy.
—Vale, entonces cámbialo.
Le miro, intentando seguir su hilo de pensamiento.
—Si no quieres ser como tu padre, no seas como él —explica
Adriano—. Sé el padre que desearías haber tenido cuando eras
pequeño.
—No sé nada sobre ser padre.
—Haz lo contrario de lo que hacía tu viejo —sugiere Adriano
—. Probablemente sea un buen punto de partida.
—Maldición —murmuro—. No estoy preparado para esta
mierda.
—¿Nunca imaginaste tener hijos?
Lo pienso un segundo.
—No —admito—. Realmente no fue algo en lo que pensé. E
incluso si lo hubiera hecho, esta no es la forma en que me lo
hubiera imaginado.
Adriano me mira con simpatía. —Oye, lo entiendo amigo. La
vida nunca sale como uno quiere. Bueno, excepto la mía. Mi
vida es jodidamente increíble.
—Cuéntame más —digo sarcásticamente—. Me muero por
saberlo.
Se echa hacia atrás en su asiento, riendo entre dientes, con los
ojos brillantes. —He quedado con Candace esta noche.
—¿Candace? Che cazzo.
—¿Qué? Está buena. Y es lo que importa.
—Es más tonta que un saco de piedras.
Adriano sacude la cabeza. ¿Y? No estoy en esto por la puta
conversación. La mujer sabe como trabajar con mi polla.
—Y cualquier otra polla en el área tri-estatal, sin duda. Me rio.
—Sólo estás celoso.
—¿De qué? —exijo.
—Del hecho de que yo voy a echar un polvo esta noche y tu
muñecota estará muy ocupada con tu hija como para acercarse
a tu pija.
Aprieto los dientes. —No pienso follarme a la chica —le digo
—. Sólo es la niñera.
—Sí, de acuerdo, amigo. Sigue diciéndote eso —me dice. Me
sonríe como el imbécil satisfecho de sí mismo que le encanta
fingir ser. —Sabes, Candace tiene una amiga. Se llama Valeria.
Ella es…
—No.
—Pero…
—¡No! —Le respondo enérgicamente.
—Bien, bien —suspira Adriano— Tú te lo pierdes.
—Tengo que hacer unas llamadas —le digo— No dejes que la
puerta te golpee el culo al salir.
Su estúpida sonrisa permanece en su rostro incluso cuando la
puerta se cierra tras él.
Cuando se va, me levanto de mi asiento y me dirijo a la barra.
Me sirvo un poco de bourbon y bebo un sorbo.
El sabor es fuerte y rico. Me tranquiliza durante unos gloriosos
segundos.
Y entonces el sabor se disipa en mi lengua. Se desvanece.
Y vuelvo al principio. Nada se ha resuelto. Nada ha cambiado.
Dejo el bourbon sin terminar en la barra y vuelvo a mi
escritorio. No podría ser más diferente del que había usado mi
padre mientras había sido Jefe.
El suyo era voluminoso y elaborado, de madera pesada y
teñido de oscuro.
Al día siguiente de su entierro, lo había cortado en pedacitos y
los había echado uno a uno a la chimenea.
El nuevo que ocupa su lugar es muy diferente. Elegante,
sencillo, útil.
Si hay alguna puta metáfora en ese cambio, elijo ignorarla.
Pero las palabras de Adriano aún resuenan en mi cabeza.
«Sé el padre que desearías haber tenido cuando eras
pequeño».
Me había apresurado a descartarlo, pero me están resonando.
He pasado años rechazando la sombra del legado de mi padre.
Aunque cada día me parezco más a él, me enfurezco contra
eso. Contra lo que intentó obligarme a ser.
Yo no soy él.
Nunca seré él.
Y nunca le perdonaré lo que nos hizo.
Pero resolveré esto igual que he resuelto todo lo demás que he
hecho desde que murió. Aunque no tenga ni idea de por dónde
empezar.
Y lo haré como he hecho todo lo demás en mi vida.
Por mi cuenta.
9
CHARLOTTE
TRES DÍAS DESPUÉS, EN EL JARDÍN DE LA MANSIÓN MAZZEO

Una sombra alta emerge de la esquina del jardín.


Me doy la vuelta, mis esperanzas crecen patéticamente.
Busco cabello oscuro y ojos grises.
Entonces el hombre entra en mi campo de visión.
¿Alto? Sí.
Pero su pelo es rubio y sus ojos de un azul acuoso.
El hecho de que eso me decepcione sólo hace que me odie a
mí misma.
—Hola, Enzo —digo, disimulando mi descontento—. Sabía
que no podrías alejarte de mí por mucho tiempo.
No puedo evitar la nota amarga que se cuela en mi voz.
Apenas se contiene para no poner los ojos en blanco. —Me
llamo Lorenzo, corrige por enésima vez esta semana.
–Me gusta más Enzo. Y me rio suavemente.
Sólo me frunce el ceño.
—¡Evie! —llamo—. Nuestro carcelero está aquí.
Hemos pasado la mayor parte de la tarde en el jardín. A Evie
le encanta estar al aire libre. La niña tiene una energía
inagotable cuando se trata de perseguir mariposas.
Puede ver cómo un camaleón cambia de color una y otra vez
durante más de una hora.
Puede llevar una melodía con los pájaros saltando por la
hierba.
Cuanto más tiempo paso con ella, más la quiero.
Que es lo peor que podría haber pasado.
—¿Evie? —repito pero no contesta.
—¡Estoy aquí! —Su voz sale de entre los rosales.
—¿Qué haces, princesa? —le pregunto.
—Contando orugas.
—Si son de las peludas, no las toques —le instruyo, con un
poco de pánico.
—¡Ya lo sé!, me responde con su dulce voz.
Claro que lo sabe.
Miro a Enzo, que entrecierra los ojos en dirección a los
rosales.
—La pequeña es muy lista —comento en voz baja, sobre todo
para mí misma.
Para mi sorpresa, Enzo asiente. —Sí, me he dado cuenta.
—¿Lo has hecho?
—Mi trabajo es seguirlas a las dos todo el día —dice en un
tono poco entusiasta—. —Notar cualquier problema es parte
de mi trabajo.
—¿Qué has notado en mí? pregunto, girándome hacia él y
cuadrando los hombros.
—¿De ti? —dice pensativo—. Eres un problema.
Se me dibuja una sonrisa en la cara. —Vaya. Que alago.
Me dedica una sonrisa de mala gana y silba con fuerza.
—Eh, chica —llama—. El sol se está poniendo. Trae tu trasero
aquí.
—Dale un segundo —le digo sin disimular el enfado en mi
tono—. Está contando orugas. Cosas importantes.
Pone los ojos en blanco justo cuando Evie atraviesa los rosales
y corre hacia mí. Tiene las manos manchadas de tierra.
Parece sudorosa, polvorienta y feliz como una perdiz.
Supongo que estoy haciendo bien mi trabajo.
Tengo la sensación de que Lucio Mazzeo no estaría de
acuerdo.
Pero da igual. Que le jodan. No está aquí.
Y no ha estado aquí desde hace varios días. Dos, casi tres.
No es que le estuviera esperando ni nada de eso. Pero dijo que
estaría supervisando de vez en cuando.
Supongo que eso le convierte en mentiroso además de
secuestrador
No me sorprende lo más mínimo.
—¿Cuántas has encontrado? —pregunto mientras Evie se
detiene frente a mí.
—¡Ocho —dice saltando—. Les he puesto nombre.
—¿A las ocho? —jadeo—. Impresionante. Puedes decirme sus
nombres mientras nos limpiamos.
—Vale, dice contenta.
—Hola, Enzo.
La fulmina con la mirada. —Lor-enzo.
Ella sacude la cabeza. —Me gusta más Enzo.
Me río cuando Enzo nos da la espalda, murmurando en voz
baja. Evie me mira y me dedica una sonrisa que me gusta
pensar que reserva solo para mí.
A cambio, le hago un guiño apreciativo. Mi pequeña cómplice.
—Esa es mi pequeña.
Mientras caminamos de vuelta hacia la casa o más bien dicho
al moderno palacio, Evie desliza su mano cubierta de hollín
sobre la mía.
Y no me importa lo más mínimo.
C UANDO E VIE y yo salimos de la ducha en su cuarto de baño,
me doy cuenta de que hay una bandeja de bocadillos en la
mesita blanca encajada en un rincón de su habitación.
—Iba a hacernos la cena, le digo a Enzo.
—Sí, bueno, son más de las siete —señala—. Se supone que
debo encerrarlas a las ocho.
Aprieto los dientes. —Puedes hacer una excepción por una
noche.
—Ya conoces al jefe —responde Enzo—. No le gustan las
excepciones.
—Vale, bien —resoplo—. Evie, dale las buenas noches al
director de la prisión.
—Buenas noches, Enzo.
Le dedica una sonrisa que, a pesar de sus esfuerzos, es
genuinamente cálida. —Buona notte, niña.
Entonces sale de la habitación y veo cómo gira la cerradura,
encerrándonos por esta noche. Suspiro y miro hacia Evie.
—De acuerdo —digo— Vamos a comer.
Una vez que Evie está felizmente llena y se ha puesto el
pijama, la meto en la cama con dosel que da a los ventanales.
Se aferra a Paulie mientras se vuelve hacia mí.
Sus ojos grises parecen ámbar bajo el tenue resplandor de la
luz nocturna, pero siguen brillando con intensidad, incluso
cuando sus pestañas empiezan a cerrarse por el sueño.
—¿Has tenido un buen día?, le pregunto.
—Mhmm.
—¿Cansada?
—¡No!, replica de inmediato.
Sonrío ante eso y le pellizco la nariz. —Mentirosa. Duerme
bien y mañana podemos pasar la mañana en la piscina después
de desayunar. ¿Te parece bien?
—Mhmm —murmura—. ¿Podemos desayunar tostadas
francesas mañana?
—Estaba pensando en waffles.
Se le iluminan los ojos. —Eso suena aún mejor.
Le doy un beso en la frente. —Duerme bien, pequeña.
—Dulces sueños —responde Evie, agarrando a Paulie un poco
más fuerte.
Me dirijo a la puerta que da a mi habitación. Justo antes de
atravesar el marco de la puerta, miro hacia atrás.
Ya está roncando suavemente.
Una punzada de emoción abrumadora y un solo pensamiento
cruzan mi cabeza al mismo tiempo, con la fuerza suficiente
para derribarme.
Haría cualquier cosa para mantenerla a salvo.
Se ha ido tan rápido como vino. Me estremezco ante todas las
implicaciones de eso.
Pero ahora no es el momento de explorar lo que significa.
Por mí. Por ella. Por nuestros respectivos futuros.
Lo mejor es agachar la cabeza hasta que encuentre una salida.
Me desnudo y me paso media hora en la bañera. Cuando acabo
de lavarme, voy desnuda al dormitorio y abro las puertas
correderas del armario.
Está lleno de ropa nueva de la lista que le había dado a Enzo el
día que me trasladaron a esta habitación.
Hay vaqueros, camisetas, blusas, sudaderas, zapatos y
zapatillas.
Todo es práctico, versátil y cómodo. Lo elegí por esa razón en
particular.
Nada de ropa interior de encaje. Nada de marcas de diseño.
Nada que pudiera malinterpretarse como «sexy».
Porque Lucio puede haber dicho que no pensaba ponerme un
dedo encima.
Pero si algo sé de los hombres como él, es que son mentirosos
hasta la médula. Especialmente cuando hay sexo de por medio.
Saco un pantalón de chándal y una camiseta. Luego me dejo
caer en la cama con alivio y miro al techo.
Los minutos antes de dormir son el único momento en que
puedo estar a solas con mis pensamientos. Lo cual no es
precisamente malo.
Porque hay un montón de mierda de la que tengo que
preocuparme. Tantas que reconocerlas todas a la vez podría
hacer que me derritiera.
Lucio. Evie. Mamá.
Y ellos.
Llevo días conteniendo la respiración, esperando a que
aparezcan. Pero no ha habido señales. Tal vez se han olvidado
de mí.
O quizá estén esperando su momento.
Mis ojos se deslizan hacia las ventanas. Me quedo de piedra al
comprobar que esta nueva habitación a la que Lucio me ha
trasladado no es ni de lejos tan segura como la anterior. Estas
ventanas ni siquiera están cerradas.
Podría salir, si así lo decidiera.
Pero eso también implica otra cosa, otras personas pueden
entrar.
La idea me estremece. Lo hago a un lado e intento
concentrarme en dormir. Para mi sorpresa, funciona. Poco a
poco, mis ansiedades se desvanecen.
Estoy a punto de dormirme cuando oigo abrirse la puerta de la
habitación contigua. Me incorporo un poco y entrecierro los
ojos en la oscuridad.
—¿Hola? —Mi voz sale en un temblor temeroso.
—Charlotte —murmura la vocecita de Evie— No puedo
dormir.
Suspiro. Es sólo Evie.
Retiro las mantas y acaricio las sedosas sábanas. —Vamos,
cariño.
Se acerca dormida y se mete en la cama a mi lado, abrazando a
Paulie contra su pecho.
Evie no es mi hija. No es mi responsabilidad.
Y sin embargo… me siento responsable de ella. Está unida a
mí. ¿Cómo podría irme?
Abandonarla ahora dejaría una cicatriz que no se borrará
fácilmente.
Sé cómo funciona. Tengo muchas cicatrices propias que lo
atestiguan. Cortesía de la mujer que me crió.
O lo intentó, al menos.
—Paulie tuvo una pesadilla —me dice entre dientes.
—¿De verdad? ¿Te dijo de qué se trataba?
—No. Sólo que estaba asustada.
Asiento con la cabeza. —Yo también tenía pesadillas de
pequeña —le confieso.
—¿En serio? —Los ojos de Evie se abren de par en par a la
suave luz de la luna que asoma por las cortinas.
—Sip. Continuaron hasta que fui adolescente. A veces, todavía
las tengo.
—¿Qué haces cuando las tienes? —pregunta Evie.
—Pienso cosas bonitas —le digo— Pienso en todas las cosas
que amo.
—Oh —dice suavemente—. Oh
—Tal vez podamos intentarlo ahora. ¿Qué le gusta a Paulie?
—Le gustan las mismas cosas que a mí.
—Me lo imaginaba —digo asintiendo— Así que quizá
deberías contarme todas las cosas que te gustan.
—Vale —acepta Evie con la mayor seriedad en sus delicadas
facciones—. Me encantan… los ornitorrincos.
—¿Y a quién no?
—Y Australia.
—Bien. ¿Qué más?
—Me encantan los árboles. Y los océanos. Los delfines. Las
ranas. Las orugas…
No para de enumerar todas las cosas que le gustan. Y teniendo
en cuenta todo lo que le ha pasado, no me sorprende en
absoluto que los humanos no figuren en su lista.
Y ya terminando su lista dice.
—Y tú —murmura con una vocecita arrastrada por el sueño—
Te quiero tanto como a Paulie.
Me quedo inmóvil y dejo de acariciarle el pelo un momento.
Pero ella no se da cuenta. En ese momento decide rendirse
ante el sueño.
Hay tantas cosas que le diría, si supiera cómo ponerlas en
palabras.
Cómo el amor nos mantiene encadenados. Cómo dependes de
él más y más y más hasta el día en que te falla, y entonces
golpeas el suelo con más fuerza por haber dependido alguna
vez de los que amabas en primer lugar.
Pero no sé cómo decírselo.
Así que no lo hago.
Y para cuando he hecho algún progreso en resolverlo, el sueño
también ha venido por mí.

A LGÚN TIEMPO después de perderme en la inconsciencia, un


ruido de raspado en la ventana me hace abrir los ojos de
nuevo.
Parece que hace unos segundos Evie estaba nombrando a
todos los bichos del planeta en su lista de seres queridos.
Pero debo de haber dormido más de lo que pensaba, porque
hasta las luces del jardín se han apagado. Sólo hay un tenue
rayo de luna que se cuela por las ventanas.
Y algo más…
Una sombra entrando en la habitación.
Mi corazón se detiene durante tres segundos.
Basta ya.
Tranquilízate.
Respira.
Esto es sólo un sueño. Me lo ha provocado mi preocupación
ansiosa justo antes de que Evie entrara en mi habitación.
Esto es sólo un sueño.
Entonces la sombra tropieza con el marco de la ventana y entra
torpemente en la habitación.
—¡Maldición! —maldice en un áspero susurro.
Me quedo helada de pánico.
Esto no es un puto sueño.
Hay un hombre en mi habitación.
10
CHARLOTTE

Lo más silenciosamente posible, salgo corriendo de la cama.


Evie no se mueve. Sigue durmiendo profundamente con Paulie
acurrucado bajo su barbilla. Mis ojos recorren la habitación en
busca de algo afilado.
¿Por qué hay tantos malditos instrumentos romos en esta
habitación?
Puedo ver cómo se endereza, lo que significa que estoy a
punto de perder el elemento sorpresa.
Y entonces…
—Char… soy yo.
Esa voz.
Esa maldita voz.
Entrecierro los ojos en la oscuridad, intentando distinguir los
rasgos bajo la capucha oscura. Pero no necesito ver para saber
quién es.
Mi voz sale con un temblor a pesar de mis mejores esfuerzos
por mantenerla fuerte. —… ¿Xander?
Avanza. Reconozco la ligera joroba de sus, por lo demás,
anchos hombros.
—Hola, cariño —dice, como si nos hubiéramos separado ayer
—. Bonita casa tienes aquí.
Y allí se va la esperanza de que se olviden de mí.
—¿Qué crestas estás haciendo aquí? —le reclamo.
Como si no lo supiera ya.
Sólo hay una razón por la que Xander se arriesgaría a colarse
en el complejo Mazzeo para hablar conmigo.
Está aquí en su nombre.
Está aquí para cobrar mi deuda.
Pero no parece tener prisa por responder a mi pregunta.
Examina la habitación con interés, aunque se detiene al ver a
Evie tumbada a la derecha de mi cama.
—¿Hay alguien en la cama? —pregunta, su postura se vuelve
cautelosa de repente.
—Es sólo una niña —le digo, agarrándolo del brazo y
alejándolo lo más posible de Evie. —Déjala fuera de esto.
Está perplejo. —¿Por qué estás en la cama con una niña?
—Estoy cuidando de ella —digo bruscamente.
—¿Por qué?
—Tú entraste aquí, así que supongo que sabes quién es el
dueño de este recinto —le digo— No me da explicaciones
exactamente. Me da órdenes. Hago lo que me dice, eso es
todo.
—¿Desde cuándo?
Entrecierro los ojos con impaciencia. —Desde que el puto
líder mafioso más peligroso del país consiguió atraparme.
—¿Cómo lo hizo?
—Es una larga historia —le digo—. Pero estaré aquí hasta que
él diga lo contrario.
—Hmmm.
—¿Qué demonios se supone que significa eso? —le exijo una
respuesta.
—Sólo significa, «Hm»
Le fulmino con la mirada hasta que baja los ojos. Luego miro
a Evie para asegurarme de que sigue durmiendo a pierna
suelta.
Ha cambiado de posición de cara a nosotros, y mi corazón se
detiene por un momento.
Pero sus ojos siguen cerrados.
Gracias al puto Señor.
—Hay seguridad armada en estos terrenos en todo momento
—le advierto— No sé cómo has entrado aquí, pero…
—¿Cómo crees? —interrumpe— Los polacos tienen sus
maneras.
—Maldición —suelto— ¿Qué quieren?
«El polaco».
Hace tiempo que evito nombrarlos. Desde que huyo de ellos,
siempre están en mi cabeza.
Como si con decir su nombre bastara para convocarlos.
Pero me han encontrado de todos modos.
Así que, repito, —Maldición.
Xander tiene los ojos desorbitados. —¿Qué crees que quieren?
—dice—. De algún modo, has conseguido meterte en la boca
del lobo. Estás detrás de las líneas enemigas y lo que quieren
es…
—Información.
—Bingo —confirma Xander.
—¡Maldición!
—¿Cuál es el problema? —pregunta— Estás perfectamente
preparada para el trabajo.
Hace falta un enorme esfuerzo para resistir las ganas de
abofetearle en su enorme cara de tonto.
—¿Te das cuenta de lo que me pasará si me atrapan? —le
reclamo—. ¿O simplemente no te importa?
Levanto las manos antes de que pueda responder.
—Cierto, pregunta estúpida. Ya sé la respuesta.
—Hey, cálmate —Xander interviene—. No seas así.
—¿Hablas en serio? —siseo.
—¿Por qué actúas como si esto fuera culpa mía? —pregunta
con total seriedad—. Tú fuiste quien nos metió en este lío.
Sus palabras me golpean como un puñetazo en las tripas.
Me invade la rabia y mi buen juicio me abandona por un
momento.
Antes de que pueda contenerme, cierro la mano en un puño y
le doy un puñetazo en las tripas.
Lo suficientemente fuerte como para causar un impacto, pero
no tanto como para que haya una hemorragia interna.
Desgraciadamente.
Todavía se inclina hacia adelante como un maldito
blandengue.
—¡¿Qué demonios, Char?!
—¡Baja la maldita voz! —le reprocho, presa del pánico,
mientras Evie se remueve en sueños.
Está tosiendo en el lugar donde ya hace en el piso. —¡Me
acabas de dar un puñetazo!
—Y lo volveré a hacer si no cierras la puta boca ahora mismo
—amenazo, justo cuando Evie abre los ojos. Bajo aún más la
voz—. Ve por esa puerta que tienes detrás. Enseguida voy
contigo.
Debería haberle llevado allí en primer lugar.
De hecho, debería haberle empujado por la ventana por la que
entró.
Todo en retrospectiva se ve más simple, supongo.
Me acerco rápidamente a la cama y me siento en el borde,
justo al lado de Evie. Me aseguro de colocarme justo delante
de ella para que no vea a Xander colarse en su habitación.
—Eh, tú —susurro, fingiendo calma— ¿Estás bien?
—Charlotte —dice, con la voz ronca por el sueño—. Había un
hombre…
—No hay ningún hombre, Evie —digo rápidamente—. Sólo
estamos tú y yo. Y Paulie, por supuesto.
—Pero, vi a un hombre.
—Sólo estabas soñando —le aseguro, sintiéndome como una
auténtica idiota.
—Oh. ¿Estaba soñando?, pregunta incrédula.
—Sí —respondo suavemente—. Sólo ha sido un sueño. Ahora
cierra los ojos y vuelve a dormir, ¿Está bien?
—Bueno —murmura. Sus párpados se cierran casi de
inmediato.
Cuento hasta diez.
Sus ojos permanecen cerrados.
Respiro hondo, me levanto de la cama y vuelvo hacia la
puerta. Me deslizo por ella y me aseguro de que esté bien
cerrada antes de darme la vuelta.
—¿Xander?
—Maldita sea, dice apareciendo desde el baño. —Esta
habitación es más grande que mi puto apartamento.
Marcho hacia él y le doy otro puñetazo.
Esta vez sólo en el brazo, pero el doble de fuerte que antes.
—¡Jesucristo! —arremete con los dientes apretados—.
¿Quieres dejar de golpearme?
—Claro —estoy de acuerdo— … en el momento en que dejes
de ser un imbécil.
Suspira.
No puedo evitar escrutar su rostro, buscando las pequeñas
características que solían parecerme encantadoras.
Las características del hombre que solía conocer.
Sus ojos color avellana son oscuros, más marrón turbio que
verde.
Su nariz, antes perfectamente recta, tiene un pequeño bulto a
lo largo del puente de donde se rompió.
Su mandíbula está recién afeitada, casi infantil, pero el pelo de
su cabeza es demasiado largo para un hombre de su edad.
Hubo un tiempo en que pensé que lo quería.
Hubo un tiempo en que pensé que lo amaba.
Nada en él ha cambiado.
Sin embargo, es como si no lo reconociera en absoluto.
—Tienes que calmarte —me advierte.
—¿Calmarme? —repito furiosamente, aún con cuidado de
bajar la voz—. ¿Calmarme?
—Sí —dice a la defensiva—. Sólo estoy aquí porque hiciste
un puto trato con el diablo.
Mi brazo se mueve hacia delante, con el puño preparado, pero
él retrocede al instante.
—No vuelvas a pegarme —dice rápidamente—. Es la verdad.
—Sí, excepto que omitiste un montón de cosas —señalo—.
Como el hecho de que la única razón por la que hice ese trato
con los polacos es porque estaba tratando de salvar tu inútil
vida.
Xander sacude la cabeza. Tiene el descaro de actuar como si
yo fuera la frustrante.
—Sólo estaban allí para asustarme, Char —insiste—. En
realidad no me habrían matado.
—¿Te fumaste algo? —replico—. ¡Les estabas robando la
cocaína! Les estabas estafando decenas de miles de dólares.
No irrumpieron en nuestro apartamento aquella noche para
amenazarte. Vinieron a colgarte del cuello.
Parece inseguro sólo un segundo, antes de que su ego se
acelere y anule el sentido común.
—Soy un puto policía —argumenta—. Lleva tiempo y
esfuerzo encontrar a alguien en el cuerpo que esté dispuesto a
mirar hacia otro lado, por no hablar de alguien que esté
dispuesto a ponerse manos a la obra cuando la situación lo
requiere. No me habrían matado. Soy demasiado valioso para
ellos.
—Jesús —murmuro, pasándome las manos por el pelo—.
Cada vez que pienso que no puedes ser más idiota, me
sorprendes.
Resopla enfadado. —No soy idiota. Me habrían roto algunos
huesos, seguro —concede, como si la idea no le perturbara en
absoluto—. Luego se habrían ido. Y el negocio habría seguido
como siempre.
—Como siempre —Me río amargamente— Como si todo
fuera diversión y juegos.
—Tú eres la que saltó delante de mí —me recuerda—. Tú eres
la que les suplicó que nos dejaran en paz, que les «deberías un
favor en el futuro». Si hubieras mantenido la boca cerrada…
—Si me hubiera callado, te habrían matado y me habrían
violado —le gruño, arremetiendo contra él y arrinconándolo
—. Intervine porque estabas lloriqueando en el suelo como un
cobarde, pidiendo clemencia —le recuerdo—. Llámame
loca… pero no quería que me violaran. Y en ese momento, fui
lo bastante idiota como para no querer que murieras tampoco.
¿Error mío acaso?
—Vale, ¿Sabes qué? —Xander dice impaciente—. No tiene
sentido discutir sobre esta mierda.
Reconozco su tono de víctima. Es el mismo que usaba cuando
nos peleábamos.
Cuando quería poner fin a una pelea sin asumir ninguna
responsabilidad por su parte en ella.
—Los polacos tienen ojos en todas partes —continúa—. Saben
que estás aquí. Están cobrando el favor que les prometiste.
—Si me pillan —estoy muerta —señalo.
—Char, si no sigues adelante con esto, estarás muerta de todos
modos —me informa insensiblemente.
Jesús, sí que sé elegirlos.
Gracias por eso, mamá.
Gruño sin palabras, sintiéndome como un animal atrapado. A
la mierda.
En realidad, soy un animal atrapado.
—¿Qué tipo de información están buscando?
—Cualquier cosa que puedas encontrar —me dice Xander.
Está claramente emocionado de que colabore—. Averigua sus
vulnerabilidades, sus debilidades. Intenta averiguar sus planes.
Sigue la pista de con quién se reúne, cuándo y dónde. Cosas
así.
—Hace días que no lo veo —le digo al idiota de mi ex—. ¿De
verdad crees que voy a estar al tanto de sus reuniones de
negocios? En lo que a él concierne, soy una empleada. No me
dejará acercarme a su información confidencial.
Xander me mira con impaciencia, como si yo fuera una
colegiala tonta que no entiende la lección del día.
—Entonces usa tu puta imaginación —me dice. Se le ocurre
algo y coge el tirante de mi camisón. Me lo quita del hombro,
dejándolo desnudo—. Eres sexy. Usa tus artimañas femeninas
para sacarle información.
Le aparto la mano de un manotazo y vuelvo a ponerme el
tirante en el hombro. —Eres un bastardo. No me toques.
—Llámame como quieras —responde Xander—. Eso no
cambia el hecho de que conseguir trapos sucios de la mafia
Mazzeo es la única manera de que compres de nuevo tu
libertad.
Tiene razón.
Al darme cuenta, me siento entumecida.
Sin esperanza.
Y sola… otra vez.
Se me traba la mandíbula por un momento.
—Sal ahora —le digo a Xander—. Antes de que te atrapen.
Asiente con la cabeza. —Estarán en contacto —dice—. Si no
es a través de mí, entonces alguien más.
—Sería preferible otra persona.
Me mira fijamente un momento. —No seas así.
—Vete a la mierda, Xander —le digo—. Y lo digo desde el
fondo de mi corazón.
Pone los ojos en blanco y se dirige a las ventanas.
Lo veo salir a trompicones por la ventana. Tiene la cara
desencajada, concentrado, mientras intenta maniobrar para
llegar al suelo.
No veo la hora de que se vaya.
Me cansé de esperar por los hombres.
Ojalá hubiera aprendido esa lección un poco antes.
En lugar de eso, cierro la ventana y corro las cortinas.
Me emocioné mucho cuando descubrí que las ventanas no
estaban vigiladas. Ahora, estoy deseando que me encierren
después de todo.
Luego vuelvo a mi habitación, donde Evie duerme
profundamente. Me meto en la cama a su lado y me tapo con
las sábanas.
Estaba tan decidida a hacer más con mi vida que mi madre.
Tan decidida, de hecho, que me hacía sentir superior.
Sin embargo, todo lo que he hecho es repetir sus errores. He
echado a la basura mi vida por un hombre al que le importo
una mierda.
Y aquí estoy, pagando por esa estupidez.
Resulta que, después de todo, no soy tan diferente de mi
madre.
11
LUCIO
A LA MAÑANA SIGUIENTE

Me despierto al amanecer.
La luz se filtra por las lamas de mis persianas. Tardo unos
segundos en sacudirme el sueño y ponerme en pie.
Debería estar pensando en la amenaza polaca.
Debería…
Si no fuera por la sirena de ojos azules que sigue colándose en
mi cabeza, desalojando todo lo demás.
Me ducho rápidamente. El agua caliente me ayuda a deshacer
los nudos de la espalda.
Cuando termino, me pongo unos pantalones y vuelvo a mi
dormitorio. Suena un golpe musical en mi puerta.
Sólo una persona en mi vida puede golpear así.
—Está abierto, Adriano —refunfuño.
Entra un segundo después, armado con su sonrisa perpetua.
—¿Cómo sabías que era yo? —pregunta Adriano.
—¿Quién más golpea una puerta como un maldito Beethoven?
—Se llama «whimsy». Y es francés.
—¿Acabas de decir «whimsy»? —pregunto—. Creo que has
ejemplificado mi punto. Y no, por el amor de Dios, no es
francés.
Adriano pone los ojos en blanco. —Sigue me insultando y
puede que no te dé la buena noticia.
—¿Has solucionado el problema polaco?
Parpadea. —Eh… Bueno, no importa, puede que no te cuente
la noticia después de todo.
—¿Qué noticias hay?
Abro las puertas de mi vestidor y examino las camisas.
Adriano me sigue. Por su aire satisfecho, me doy cuenta de
que está contento con la información que ha conseguido.
—Staffordshire Preparatory Academy —anuncia con orgullo
—. He investigado y es la mejor escuela privada del estado,
por no decir una de las mejores escuelas de todo el maldito
país.
Saca una carpeta y me la entrega.
Hojeo las páginas despreocupadamente, hasta que me fijo en
un detalle que me llama la atención.
—Esta es una escuela católica.
—Ah, claro. Eso.
—Sí, eso —repito—. Puede que se te haya escapado, pero no
soy muy religiosa. No encaja exactamente con mi estilo de
vida.
—Sí, sí, lo sé —refuta—. Pero entrar en este colegio
significará la aceptación garantizada en algunos de los mejores
internados del país cuando esté preparada.
—¿Internados?
—A lo grande —dice Adriano, claramente satisfecho de sí
mismo—. Puedes dejar a la chica fuera la mayor parte del año.
Sólo volverá durante los veranos y las vacaciones de Navidad.
Te quitas un peso de encima.
Vuelvo a mirar la carpeta y hojeo el folleto de Staffordshire.
Sin duda, la escuela tiene un aspecto a un palacio.
Caro a más no poder, también, aunque obviamente el dinero
no es un problema para mí.
—Me he tomado la libertad de concertar una reunión con el
decano de la facultad —me dice Adriano—. Aunque…Le
miro, con una ceja enarcada. —¿Aunque qué?
—Tendrás que llevar a la niña —termina.
Gruño y vuelvo a hojear el folleto.
—Una escuela católica, ¿Eh? vuelvo a decir, más que nada
para mí misma. —¿Significa lo que creo que significa?
Tengo la creciente sospecha de que hay otro elemento en el
plan de Adriano que aún no ha revelado.
Un elemento que realmente no me va a gustar.
Me mira a los ojos. —Bueno… un poco de actuación es todo
lo que haría falta —dice, con un encogimiento de hombros
demasiado practicado para ser casual—. Quiero decir, ya
sabes, podría ser divertido.
Lo sabía, maldición.
—Vete a la mierda —le digo, pasando a su lado. Me echo el
folleto al hombro. Las páginas salen volando.
—¡De nada por todo mi duro trabajo! —me grita.
Su voz se va apagando a medida que avanzo por el pasillo,
pero aún puedo oírle imitándome y diciendo, —Qué haría yo
sin ti, Adriano? Eres sencillamente lo más valioso…
Sigo hasta que los muros de piedra lo ahogan por completo.
Entonces me detengo frente a las habitaciones comunicadas de
Evie y Charlotte.
Lorenzo no aparece por ninguna parte, pero no importa,
porque tengo las llaves de las dos puertas. Resulta que ambas
ya han sido abiertas.
Me asomo al interior, pero está claro que no hay nadie.
Raro.
Vuelvo sobre mis pasos y me dirijo al cuerpo principal de la
mansión. Me cruzo con Catalina, una de las criadas, mientras
pasa la aspiradora por uno de los pasillos.
—Catalina —le digo—. ¿Has visto a la niñera?
—Sí, señor, se apresura a decir. —Creo que están en la cocina.
La señorita tenía hambre.
Aún es temprano, así que me sorprende que ambas estén
levantadas a esta hora. Me dirijo directamente a la cocina,
impulsado por una sensación que me revuelve las tripas y a la
que no puedo poner nombre.
Al acercarme, oigo sus voces.
La cocina es un enorme espacio abierto, con paredes en su
mayoría de cristal. La isla central es un océano de mármol
rodeado de taburetes curvados.
Encima de todo eso hay paneles de teca con iluminación
empotrada, así como largas ranuras para colgar copas de vino
y similares.
Evie está sentada en uno de los taburetes, riéndose de algo. Su
juguete de aspecto extraño está en la barra de la isla, a su lado.
Charlotte está de pie junto a la estufa, de espaldas a mí. Su
pelo castaño oscuro le cae por la espalda en suaves ondas.
Lleva una camiseta gris suave y unos vaqueros azules
ajustados que le abrazan el culo a la perfección.
—¿Mermelada o sirope de arce? —Charlotte le pregunta a la
niña, aún ajena a mi presencia.
—¡Ambos! —Evie le responde exaltada, aplaudiendo. Todavía
no se ha fijado en mí.
La niña es tan diferente con Charlotte que conmigo.
Al menos tomé una decisión decente.
Y entonces mi zapato hace un ruido agudo en el suelo de
madera.
Evie se gira y, cuando ve que soy yo, se le borra la sonrisa de
la cara al instante.
Sin embargo, es la forma en que coge el ornitorrinco de la
mesa y lo protege lo que hace que me duela el pecho.
—¿Evie? —Charlotte dice. Sin duda preguntándose por qué se
ha quedado callada de repente.
Echa un vistazo por encima del hombro, ve la férrea
mandíbula de mi hija y se da la vuelta para ver la causa.
Su rostro experimenta una oleada similar de emociones.
Sorpresa, tal vez una sacudida de miedo… y luego se endurece
y se pone a la defensiva. Dientes apretados. Ojos calientes y a
la defensiva.
Incluso noto los nudillos blancos de su mano asomando
mientras empuña la espátula como si fuera un arma.
—Mira a quién tenemos aquí —dice con voz de broma—. El
gran jefe.
Frunzo el ceño. —¿Dónde está Magda?
—Por lo visto, hoy no viene hasta las siete y media —contesta
Charlotte. Juguetea con algo en la cocina y se vuelve hacia mí
con una sartén en la mano.
Echo un vistazo a su contenido.
¿Waffles? ¿Está haciendo waffles?
Oigo la voz de Adriano en mi cabeza. Eso es definitivamente
francés.
Me muerdo una risa amarga y vuelvo a centrar mi atención en
las dos mujeres de mi cocina.
Las dos me ignoran. Charlotte desliza el gofre fresco en el
plato delante de Evie, pero la niña apenas reconoce su
desayuno.
Charlotte pasa la mano por los hombros de la niña y le da un
apretón tranquilizador.
Conversaciones invisibles se suceden delante de mí.
Sobre mí.
A pesar de mí.
No me gusta nada esa mierda.
Mi primer instinto es la ira. Pero las palabras de Adriano
resuenan en mi subconsciente como una campana de alarma.
Sé el padre que desearías haber tenido cuando eras pequeño.
Respiro hondo y trato de dejar salir toda la mierda que bulle en
mi interior, caliente, fundida y oscura.
—Buenos días, Evelyn —le digo con frialdad. Entonces
recuerdo que ella prefiere la versión corta. —Evie, quiero
decir.
Me mira a través de las pestañas, con cautela, como un animal
salvaje que aún está intentando averiguar mis intenciones, y se
inclina un poco hacia Charlotte.
El peluche permanece acurrucado entre sus brazos, aplastado
contra su pecho.
—Buenos días —dice con voz pequeña y tímida.
—Te has levantado temprano. Le respondo.
Ella asiente.
No me jodas. No hay tortura como una conversación con una
niña de seis años asustada.
—¿Dormiste… —Me aclaro la garganta y termino—
¿Dormiste bien?
Vuelve a asentir. Todavía vacilante. Todavía tímida.
Esa opresión en mi pecho se aprieta más.
—Tuve un mal sueño. Pero aún así dormí bien.
—Un mal sueño, repito.
Empiezo a acercarme antes de darme cuenta de que Charlotte
está tensa, así que me detengo a unos metros de ellas.
Me parece ridículo, es mi maldita casa, puedo ir adonde me
plazca. Pero me detengo de todos modos.
—¿De qué se trataba?
—Soñé que había un hombre en mi habitación —dice
solemnemente.
—Eso debe haber sido aterrador.
Se encoge de hombros. —Charlotte estaba conmigo.
Charlotte le da una palmadita. —¿Por qué no desayunas? —le
dice—. ¿Qué crees que quiere Paulie, mermelada o sirope de
arce?
—Sirope de arce —responde Evie definitivamente.
—Buena elección —asiente Charlotte, cogiendo el sirope.
Sólo han pasado unos días, pero ya se les ve tan cómodas la
una con la otra. Tan a gusto.
Tan diferente a lo que cualquiera de ellas hace a mi alrededor.
—Tengo algo que decirte —digo con una mueca de
incomodidad.
—Claro. —Charlotte deja el sirope y rodea la isla de la cocina
hasta que está al otro lado conmigo. Ahora sólo nos separan
dos taburetes— Soy toda oídos.
—Estoy estudiando la posibilidad de matricular a Evel… Evie,
en un colegio privado no muy lejos de aquí —le digo—. La
reunión es mañana. Necesito que vengas con nosotros.
Ella frunce el ceño. —Vale. Supongo que no tengo otra
opción, ¿Verdad?
No me molesto en contestar. No sé ni por dónde empezar.
En vez de eso, le digo, «vas a necesitar ropa nueva».
Otro ceño fruncido. —¿Por qué? —pregunta desconfiada.
—Porque cuando vayamos a esta reunión, no vas a ser la
niñera.
Ladea la cabeza y me mira con curiosidad. —No te entiendo.
—Staffordshire es una de las mejores escuelas del país —
Siento la necesidad de decirle eso, Dios sabe por qué—. Pero
también resulta que es una escuela católica.
—Vale… —dice ella—. Todavía no te entiendo.
—Evie tiene muchas más posibilidades de ser aceptada si tiene
dos padres. Dos padres casados.
Me mira sin expresión durante un momento.
Entonces se echa a reír.
—Me estás tomando el pelo.
Hago una mueca. —No bromeo.
Evie mira su plato con intensidad y susurra a Paulie. Charlotte
se gira y mira también a la chica, mientras mueve la cabeza
con total incredulidad ante este inesperado giro de los
acontecimientos.
—Sólo serán unas horas —añado.
—No voy a fingir ser tu puta esposa —insiste Charlotte,
bajando la voz para que Evie no pueda escuchar.
Levanto las cejas y sonrío.
—¿Por qué sonríes? —me dice.
—Me divierte que pienses que tienes elección aquí.
Aprieta los dientes. —¡Esto es ridículo! —dice levantando las
manos—. ¿No puedes simplemente decir que eres viudo?
¿Que tu mujer murió en un trágico accidente de coche o una
mierda así?
—No quiero entrar en una elaborada historia triste —explico
—. Me presento con una esposa y no habrá preguntas. Así es
más sencillo.
—Tenemos definiciones muy diferentes de lo que es «simple».
—Afortunadamente, mi definición es la única que importa.
Sus ojos azules están llenos de lucha, como siempre.
Pero una mirada hacia Evie, y el fuego se atenúa.
Tomo buena nota de ello.
Pero sigue dudando. Y aunque lo digo en serio, yo tomo las
decisiones, hay una voz exasperante en mi cabeza que me insta
a seguir convenciéndola.
Que gane su cooperación.
Que no exija su sumisión.
—Esto es por Evie. Entrar en esta escuela podría decidir todo
su futuro académico. Podrá elegir entre las mejores escuelas
hasta que se vaya a la universidad.
Eso definitivamente tiene un impacto.
Charlotte suspira profundamente.
Mis ojos se posan en la profunda V de su camiseta. Su escote
es sutil pero efectivo, y siento que mi polla responde de
inmediato.
Al instante me acuerdo de la ducha.
Agua caliente cayendo por sus curvas.
El sudor aferrándose a sus pezones, la curva de su cuello.
Esas manos diminutas y hábiles, dando vueltas cada vez más
abajo y…
—Bien —interrumpe—. Me aguantaré. Pero sólo lo hago por
Evie.
—No me importa por quién lo hagas —digo—. Sólo me
importa que lo hagas.
Entrecierra los ojos y el azul se convierte en acero. —Algún
día te importarán mis razones.
—Yo que tú esperaría sentada.
Empiezo a apartarme de ella. Hemos terminado aquí.
—Espera, me dice apresuradamente.
Miro por encima del hombro.
—¿Qué demonios quieres que me ponga para esta estúpida
reunión? —pregunta.
—Te mandaré ropa a tu habitació, —le digo.
—¿No me vas a dejar elegir mi maldita ropa? —me refunfuña.
—Como dije, yo tomo las decisiones.
Estoy a punto de irme de nuevo, pero ella me detiene una vez
más.
—Y otra cosa…
Suspiro. —Hazlo rápido —digo—. Tengo cosas que hacer.
Si ella supiera que no estoy ni la mitad de molesto de lo que
finjo estar.
—Enzo nos encierra a Evie y a mí en nuestras habitaciones a
las ocho cada noche, me recuerda.
—¿Y?
—Y es demasiado temprano —dice como si fuera obvio—.
Quiero que retrasen la hora a las diez.
Frunzo el ceño. —La niña tiene seis años. ¿Por qué tiene que
estar levantada hasta las diez?
—Lo pido para mí.
—Tampoco tienes que estar levantada hasta las diez.
La terquedad de su mandíbula sólo me hace redoblar la
apuesta.
—¿A dónde piensas ir de todos modos? —le pregunto.
—Quizá quiera darme un chapuzón nocturno —sugiere—.
¿Qué más da?
Hago un gesto despectivo con la mano. —El toque de queda es
a las ocho —digo. Acéptalo.
—Bien —dice ella—. Entonces quizás no esté de humor para
hacer de tu falsa esposa.
Giro lentamente. Mis ojos encuentran los suyos y los
mantienen como rehenes mientras acorto la distancia que nos
separa.
Se mantiene firme, pero veo que su columna se arquea hacia
atrás como si cada célula de su cuerpo quisiera huir de mí.
Me inclino, tan cerca que nuestras narices casi se tocan.
—¿De verdad quieres hacer que me enfade más? —pregunto,
con la voz apenas más alta que un susurro—. ¿Quieres saber
de lo que soy capaz cuando me enfado?
Traga saliva.
La subida y bajada de su pecho me distrae.
Su aroma llena mis fosas nasales.
El impulso de tocarla es fuerte. Casi abrumadora.
Pero soy demasiado consciente de la niña.
Nos está observando. Puedo sentir su pánico desde aquí.
Evidentemente, Charlotte también.
—No lo hagas —suplica Charlotte en voz baja—. Ella está
mirando.
Me enderezo y suelto una larga y lenta exhalación. Charlotte
respira al mismo tiempo y le lanza a Evie una sonrisa de no te
preocupes por encima del hombro.
Pero cuando se vuelve hacia mí, sus mejillas están sonrojadas
por la derrota.
—El toque de queda es a las ocho, repite entumecida.
Asiento con la cabeza. —Me alegro de que lo hayamos
aclarado.
Sus ojos me miran desafiantes mientras me alejo de ella.
He ganado la batalla. Una batalla que no me importa en
absoluto.
Pero es importante sentar precedentes.
Aunque algo me diga que esta mujer no es como ninguna otra
que haya conocido.
No se doblega a mi voluntad.
Está aprendiendo.
Se está adaptando.
Está al acecho.
Por supuesto, al final no importará.
Nunca he conocido un pájaro cuyas alas no pudiera romper.
12
CHARLOTTE
AL DÍA SIGUIENTE, DE CAMINO A STAFFORDSHIRE
PREPARATORY ACADEMY

Los tacones de mis stilettos Louis Vuitton siguen rozando el


suelo del lujoso Rolls Royce que nos lleva hacia Staffordshire.
Estoy nerviosa.
Me crie en un parque de caravanas, por el amor de Dios.
¿Y ahora tengo que convencer al director de un colegio
privado de élite de que soy la esposa de un poderoso y rico
hombre de negocios?
—Hombre de negocios —entre comillas. Evidentemente.
No estoy preparada para este papel. Y el vestido que llevo sólo
sirve para confirmarlo.
No es que no sea cómodo.
La cuestión es que no estoy cómoda.
Creo que nunca me había puesto un vestido ni remotamente
parecido. Es blanco, de escote alto y ceñido, con mangas que
me llegan hasta los codos y un bajo que termina justo por
encima de las rodillas.
Es inteligente y elegante.
Lo suficientemente elegante como para llamar la atención,
pero no tanto como para parecer que me estoy esforzando
demasiado.
Lucio no quiere dejarme tomar decisiones.
Y odio eso, por supuesto.
Pero no se puede negar que eligió bien.
Evie estaba más emocionada que yo cuando me vio salir con el
vestido. Eso me hizo sonreír. Me tranquilizó saber que había
una niña femenina en algún lugar, debajo de la pequeña
exploradora a la que le encantan las orugas y los pasteles de
barro.
Miro hacia ella. Está sentada a mi lado con su vestido azul
empolvado y una cinta blanca tipo Alicia sujetando sus rizos
rubios.
Es preciosísima, aunque con una buena dosis de tristeza en el
fondo de los ojos.
Alargo la mano y la tomo. Cuando levanta la vista, le guiño un
ojo.
Pero no consigo ninguna reacción. Apenas sonríe.
Sigo tomando le la mano, sabiendo que echa de menos a
Paulie.
Todavía no puedo creer que su padre la obligara a dejar el
juguete.
De mala gana, mis ojos se dirigen hacia Lucio. Tiene buen
aspecto, admito a regañadientes.
Traje azul oscuro. Camisa blanca debajo. Gemelos de plata.
Cuello abierto, con zarcillos de tatuajes asomando hasta rozar
el hueco de su garganta.
—¿Pasa algo, Charlotte? —pregunta con palpable desinterés.
Me muerdo la lengua y miro por la ventana. —Nada de nada.
Tiene el descaro de sonreír en mi dirección antes de que sus
ojos se posen en la silenciosa niña que hay entre nosotros.
—¿Estás bien, Evie?
Ella asiente, pero está claro que está muerta de miedo.
—No te preocupes, cariño —le digo—. Voy a estar a tu lado
todo el tiempo. ¿De acuerdo?
Vuelve a asentir.
Esta vez, es más genuino.
—Yo también echo de menos a Paulie —añado suavemente.
Eso provoca una reacción. Los inocentes ojos grises de Evie se
posan en los míos y me doy cuenta de que todo esto le pone de
los nervios.
Te entiendo, pequeña.
—¿Estarás conmigo? —pregunta suavemente.
—Todo el tiempo.
—¿Lo prometes?
—Por el dedo meñique —le digo.
No me doy cuenta hasta después de decirlo de que son las
mismas palabras que me decía mi madre cuando era pequeña.
La diferencia es que mamá rompía sus promesas todo el
tiempo.
No voy a romper esta.
Cuando levanto los ojos, me doy cuenta de que Lucio me está
mirando.
Excepto que su mirada no es amenazadora o calculadora como
lo es normalmente.
Parece pensativo. Reflexivo.
—¿Pasa algo, Lucio? —pregunto, devolviendo las palabras
que acababa de usar conmigo hacía unos momentos.
Su expresión vuelve al modo control. —Nada.
Pongo los ojos en blanco cuando nos acercamos a las enormes
puertas de hierro forjado que rodean el edificio gótico. El
logotipo de la escuela está grabado en el arco metálico de la
entrada.
Es el escenario perfecto para una novela del siglo XIX.
—Whoa —respiro—. ¿Es aquí?
Siento que Evie se tensa a mi lado, así que le aprieto la mano.
—Es precioso Evie —le digo.
Al ver al mi alrededor los todo parece ser tan ostentoso he
imponente, «intimidante como el infierno» probablemente
encajaría mejor, pero esta expresión funciona bastante bien.
Cuando nuestro chófer detiene el coche ante los escalones de
mármol blanco que conducen a la fachada columnada de la
escuela, los nervios me saltan a la garganta.
Cubro ese sentimiento al salir del coche.
—Jesús —murmuro en voz baja—. ¿Se supone que esto es una
escuela o un palacio?
Lucio camina alrededor del coche hacia Evie y hacia mí.
—¿Tienes claro tu papel hoy? —me pregunta.
Me olvido temporalmente de mis nervios y le fulmino con la
mirada.
—No me confundas con las tontas con las que sueles pasar el
tiempo —le digo bruscamente—. Sólo tienes que decirme las
cosas una vez.
Me dedica una sonrisa que no hace más que molestarme aún
más.
Pero antes de que pueda lanzarle un insulto, oigo pasos que se
acercan.
—¡Buenos días, Sr. y Sra. Mazzeo! Soy el Director Whitford.
Bienvenidos a Staffordshire Preparatory Academy. Estamos
encantados de recibirles en el día de hoy.
El hombre que baja los escalones hacia nosotros es sin duda
impresionante. Probablemente de unos sesenta años, tiene el
pelo blanco como la nieve, salpicado de canas.
Mide al menos dos metros, pero parece aún más grande por lo
rico e imponente que es. Especialmente con traje y corbata.
Lo único que suaviza su aspecto es la sonrisa brillante y
sincera de su rostro.
—Y tú debes de ser Evelyn —dice alegremente—. Es un
placer conocerte.
Evie se aferra a mi costado, intentando enterrar su cara en la
impoluta falda blanca de mi vestido. Le pongo la mano en la
cabeza y le acaricio el pelo.
—Es tímida —le explico.
—Y claramente una niña de mamá —dice Whitford con una
sonrisa comprensiva—Estoy seguro de que se soltará con el
tiempo. Ya verás lo maravillosa que es nuestra escuela,
Evelyn.
—Prefiere Evie —digo demasiado rápido.
Siento los ojos de Lucio clavándose en mi cara, pero le ignoro.
—Evie —repite Whitford—. Ya veo por qué. Tuve una tía
abuela llamada Evelyn. Daba miedo. Pareces mucho más
simpática que ella.
Es más amistoso de lo que esperaba y no se inmuta por la
resistencia de Evie.
Pero sigue sin obtener nada de ella. Ella evita mirarle y él se
ve obligado a rendirse por el momento.
En lugar de eso, se endereza y se vuelve hacia Lucio. Los dos
hombres se dan la mano y empiezan a hablar, pero yo cojo la
mano de Evie. Las dos caminamos hacia las escaleras.
—¿Estás bien, princesa? —le pregunto.
—Este lugar da miedo, Charlotte.
—No da miedo —miento—. Sólo es grande. Seguro que te
acostumbras.
—Quiero irme a casa. Su labio inferior amenaza con fundirse.
—Lo sé —le tranquilizo— y lo haremos. Pero primero,
exploremos un poco, ¿Vale? ¿Recuerdas lo que te prometí?
—Te quedarás conmigo todo el tiempo —repite con cuidado.
—Exactamente —digo—. Ánimo. Estoy segura de que Paulie
querrá oírlo todo sobre esta aventura cuando volvamos. Estará
muy orgulloso de lo valiente que estás siendo.
No dice ni una palabra mientras el Sr. Whitford nos conduce a
la escuela.
El hombre hace todo lo posible para que Evie se sienta
cómoda, pero cuanto más lo intenta, más nerviosa se pone ella.
Tengo que admitir que la escuela es impresionante. Los
terrenos son extensos y cuentan con dos piscinas diferentes,
así como un estadio y un campo para deportes y recreo.
Dentro, tienen una habitación para cada cosa. Música. Teatro.
Arte.
Las aulas son espaciosas y están bien equipadas.
Los profesores parecen entusiastas y apasionados.
Los niños parecen felices.
Pero no me relaciono con nada de eso.
Mi infancia fue muy diferente. No puedo imaginarme un
mundo en el que las escuelas sean un lugar de asombro y
emoción.
Estoy acostumbrada a que sean un cubo de basura para niños
no deseados.
Casi siempre voy detrás de Whitford y Lucio, cogiendo a Evie
de la mano e intentando que se sienta segura y protegida.
Las cosas parecen ir bien y de hecho creo que estoy sacando
adelante mi farsa… Cuando nos lanzan una bola curva.
Al menos a mí.
—Ahora que la visita ha terminado, podemos retirarnos a mi
despacho para la entrevista —nos dice el Sr. Whitford.
—¿Entrevista? —le digo a Lucio.
Por supuesto, me ignora.
El despacho del Sr. Whitford es previsiblemente grande,
probablemente para dar cabida a la pequeña zona de juegos
que se ha habilitado en un lateral.
Hay bloques de construcción, un surtido de juguetes
educativos y una pizarra con tiza. Me fijo que Evie le echa un
vistazo, pero no me suelta la mano.
Whitford nos presenta a su secretaria, la Sra. Keller, cuando
hace rodar un carrito con un surtido de opciones de bebidas.
—¿Por qué no vas a jugar con esos bloques? —sugiere,
sonriendo a Evie—. Seguro que les vendría bien un poco de
atención.
Evie me mira insegura.
Le doy ánimos con la cabeza. —Estoy aquí, le susurro.
Se escabulle hacia la zona de juegos, dejándome sola con los
adultos.
Y así, mis nervios empiezan a zumbar de nuevo.
Al parecer, Evie es tanto mi manta de seguridad como yo la
suya.
—¿Qué le gustaría beber algo, Sra. Mazzeo? —pregunta la
Sra. Keller.
Apenas me fijo en sus palabras.
El Sr. Whitford se está acomodando en un asiento detrás de su
reluciente escritorio de caoba, pero sus ojos están fijos en mí.
Parece confundido.
¿Puede ver mi fachada?
¿Se da cuenta de que no pertenezco a este sitio?
—Charlotte… Cariño. El tono de falso amor de Lucio me
resulta extraño. Casi jadeo cuando alarga la mano y me la
coge.
Le miro con incredulidad. ¿Se ha vuelto completamente loco?
Hay una sonrisa en su rostro, pero su mirada es directa, severa.
—La Sra. Keller acaba de preguntarte qué te apetece beber —
indica suavemente.
Oh. Cierto. Mierda.
Sra. Mazzeo.
Se supone que soy yo.
Con la mano aún agarrada a la de Lucio, me vuelvo hacia la
mujer de pelo gris y pintalabios rojo brillante.
—Sólo agua, consigo balbucear. —Gracias… Yo… Gracias.
Lucio me aprieta la mano. Pero no hay duda del gesto. No
intenta tranquilizarme.
Me está advirtiendo.
Cuidado. Haz tu papel. No te atrevas a joder esto.
—Café para mí —añade Lucio sin problemas—. Negro, por
favor.
Intento sacar la mano de debajo de la suya, pero me agarra
como una mordaza. Se niega a soltarme.
—Debo decir que hacen la pareja más guapa que he visto en
mucho tiempo —dice Whitford con admiración.
Miro a Lucio. Su sonrisa es digna de un Oscar.
—El mérito es de mi mujer. Ella me hace quedar bien en
cualquier lugar.
—¿Puedo preguntar cuánto tiempo llevan casados?
Whitford me mira directamente cuando hace la pregunta, pero
Lucio interviene de todos modos.
—Casi siete años —responde con indiferencia—. Nos
casamos en Italia, lo creas o no.
—Oh, ¡qué romántico! —exclama la Sra. Keller mientras deja
una taza de café solo delante de Lucio. El aroma amargo me
llega desde aquí—. Qué hermosa novia habrías sido, continúa.
Sonrío, insegura de cómo debo responder a eso.
Toda la conversación me hace sentir desamparada e impotente.
No sé qué se espera de mí, pero siento como si me estuvieran
poniendo a prueba de alguna manera.
Y me estoy tambaleando.
Lucio se hace cargo de las preguntas, dejándome atrás. Por una
vez, me parece bien.
Lo que no me gusta tanto es que me tenga agarrada de la mano
durante casi toda la entrevista.
Nada de su tacto me tranquiliza. Me siento como si me
hubieran tomado como rehén.
Lo que, técnicamente, es así.
Y, sin embargo, no puedo evitar fijarme en ciertas cosas.
Cosas ridículas que no tengo por qué notar en absoluto.
Como lo grandes que son sus manos. Lo ásperas, masculinas y
callosas que se sienten sus palmas.
Apuesto a que puede hacer mucho con esas manos.
Me sacudo el pensamiento de la cabeza. ¿Qué me pasa?
No debería querer sus manos cerca de mí.
Sobre todo, teniendo en cuenta que, si vuelven a acercarse
tanto, lo más probable es que me rodeen el cuello.
No he podido dejar de pensar en la visita de medianoche de
Xander a mi habitación.
He aceptado ser espía de la mafia polaca.
Lo que esencialmente significa que he firmado mi propia
sentencia de muerte. Y aquí estoy, interpretando otro papel. Ya
son tantos que he perdido la cuenta.
La niñera cariñosa.
La amante esposa.
La víctima.
La espía.
Nada de esto se siente como yo. Nada de eso soy yo.
Pero de nuevo, tú eres las decisiones que tomas.
Y quizá eso es lo que soy por encima de todo.
Una mentirosa.
—¿Cariño?
Parpadeo, dándome cuenta de que tanto los ojos de Lucio
como los del señor Whitford están puestos en mí.
—Lo siento —digo rápidamente—. ¿Me repite la pregunta?
—Simplemente le he preguntado si tenía alguna duda sobre la
escuela o el personal —repite amablemente.
—Oh… uh, no, —digo, demasiado rápido—. Ninguna.
Ya casi terminamos. Estoy lista para salir de aquí antes de que
este castillo de naipes se venga abajo.
—Entonces, ¿Por qué no traemos a Evie aquí? Ella podría
tener algunas preguntas, sugiere.
—¡Evelyn! —Lucio llama—. Ven aquí un momento, por favor.
Deja sus bloques inmediatamente y se acerca, pero se acerca a
mí, no a Lucio.
—Evie, querida —le dice directamente el Sr. Whitford— Ésta
podría ser tu nueva escuela muy pronto. Si tienes alguna
pregunta, estaré encantado de responderla.
Le mira sólo un instante antes de apartar la mirada y negar con
la cabeza.
—Sé que puede dar miedo empezar un nuevo colegio —
continúa—. Especialmente cuando tienes que despedirte de tu
mamá y tu papá, pero…
—No son mi mamá y mi papá —suelta Evie de repente, como
si la suposición del director la sorprendieran tanto que tenía
que corregirlo.
Sus palabras aterrizan como la rayadura de un disco.
Me quedo helada de horror.
Siento que Lucio está tratando de determinar la mejor manera
de establecer el control de daños.
Estábamos tan cerca…
Y como Evie es tan inteligente, se da cuenta de que ha dicho
algo equivocado.
Cierra la boca y huye del despacho, donde la Sra. Keller está
sentada en la habitación contigua. Lucio y yo nos levantamos,
y el Sr. Whitford hace lo mismo, visiblemente desconcertado.
Todo sucede tan rápido, tan jodidamente rápido, tan
abrumadoramente, que no pienso, sólo hablo. Por puro
instinto, tratando de salvar la situación.
—Le pido disculpas, director Whitford —digo, en un tono en
el que apenas me reconozco—. Evie… es una niña
increíblemente imaginativa, pero sufre problemas de ansiedad
social. Le parecerá una locura, pero se las arregla fingiendo
que es una extraterrestre que se ha estrellado en la Tierra. Y en
esa loca realidad ha soñado que…
—No son sus padres —termina Whitford con simpatía.
—Exacto —digo con un alivio audible—. Me alegro mucho de
que lo entiendas. Este entorno es muy intimidante para una
niña. Si te soy sincera, a mí también me intimida.
Los ojos del Sr. Whitford centellean ligeramente justo antes de
soltar una risita apreciativa.
—No tema, Sra. Mazzeo —me asegura—. Encajará
perfectamente.
13
LUCIO

Ha estado callada y distante durante la mayor parte de la


entrevista con el director Whitford.
Aunque estoy seguro de que intenta hacerlo pasar por
desinterés, noto sus nervios.
No se siente cómoda en este entorno. Ciertamente no en el
papel que le he impuesto.
Pero, de algún modo, sale de su crisálida el tiempo suficiente
para salvar la situación antes de que se convierta en una bola
de nieve y deje al descubierto la mentira.
La explicación sale de su boca con sencillez.
Un extraterrestre…
Se estrelló…
Intimidante…
Es tan convincente que me impresiona.
Y eso es mucho decir, sobre todo teniendo en cuenta que mi
trabajo me pone en contacto habitual con los mejores
mentirosos del mundo.
El director no tiene motivos para no creerle.
Aunque no lo hiciera, sería muy difícil llamarle la atención,
teniendo en cuenta lo bien que le sienta a Charlotte el papel
que le he impuesto.
Con su esbelto vestido blanco, tiene un aspecto angelical.
El elegante peinado recogido y el maquillaje discreto le dan la
madurez que necesita para vender quién es.
O más bien, quién pretende ser. Mi mujer.
Me trago un escalofrío que me recorre por dentro.
Charlotte mira hacia atrás, hacia la puerta que Evie atravesó
corriendo, con la preocupación grabada en el ceño.
Pero cuando se vuelve hacia Whitford, es pura disculpa.
Cuando llegamos, era un pez fuera del agua.
¿Cómo había cambiado eso en cuestión de horas?
—Estoy menos preocupada por mí —le dice después de que él
se haya tragado su mentira—. Y más preocupada por Evie. Es
una niña sensible.
—Ya lo veo —El hombre asiente sabiamente—. Me di cuenta
de que parecía la más comprometida cuando estábamos
recorriendo los terrenos.
Charlotte asiente. —Es una pequeña exploradora. Le encantan
la naturaleza y los animales. Ahora le interesa especialmente
la fauna australiana, así que he estado haciendo fichas con ella.
Whitford ladea la cabeza. —Es maravilloso, señora Mazzeo —
dice—. Es maravilloso ver a una madre tan implicada en los
intereses de su hija.
Charlotte sonríe. —Soy su madre —dice, y sé que elige la
palabra deliberadamente— —Jamás se me ocurriría delegar
mis obligaciones en una niñera. Mi responsabilidad más
importante es conocer a mi propia hija.
Me mira con una sonrisa puntiaguda dibujada en sus carnosos
labios rosados.
No me pierdo la burla no tan sutil.
Incapaz de rebatir, alargo la mano y vuelvo a cogerla. Se pone
un poco rígida, pero se ve obligada a permitir el contacto.
Su mano está floja en la mía, pero la aprieto con fuerza y le
devuelvo la sonrisa.
—Charlotte es una madre maravillosa —le digo— ¿Quién
necesita una niñera cuando la tengo a ella?
—¡En efecto! —Whitford aplaude con aprobación— Bueno,
debo decir que su familia sería una maravillosa adición a
Staffordshire Prep.
—Eso espero. Muchas gracias por su tiempo, señor, le digo
estrechándole la mano.
Nos enseña la puerta y salimos de su despacho para encontrar
a Evie sentada en una silla junto a la mesa de la recepcionista.
Mira hacia abajo y junta las manos con nerviosismo.
Charlotte aprovecha la oportunidad y se deshace de mi agarre.
Se acerca a Evie y se agacha frente a ella.
—Eh, tú —dice suavemente—. ¿Estás bien?
Evie murmura algo que no oigo y veo cómo Charlotte deposita
un beso en la frente de la niña.
—Podemos informar a Paulie de todo cuando volvamos al
complejo —susurra Charlotte.
Me invade una ira irracional, ¿Quién mierda es Paulie?, antes
de darme cuenta, un segundo demasiado tarde, de que Paulie
es el maldito ornitorrinco de juguete que Evie lleva consigo a
todas partes.
Los celos retroceden. Deja una sensación enfermiza a su paso.
Se levanta de nuevo y coge la mano de Evie. La chica evita
cuidadosamente mis ojos.
Ojalá pudiera darle aunque fuera la mitad de la calidez que le
sale tan naturalmente a Charlotte.
—Esperamos volver a verte pronto por aquí, Evie —dice
Whitford mientras nos acompaña a la salida.
Sin respuesta.
Ante la falta de reacción de Evie, se limita a asentir con
comprensión y nos acompaña de vuelta a nuestro vehículo.
—Hay un consejo de padres, Sra. Mazzeo —le dice a
Charlotte—. Tú serías una incorporación bienvenida.
Necesitamos sangre joven.
Sonríe con fuerza y asiente con la cabeza, pero puedo ver lo
desesperadamente que detesta ya esa idea.
Reprimo una sonrisa de satisfacción y abro la puerta trasera
del Rolls Royce para que Charlotte y Evie entren. Cierro la
puerta ante sus caras de alivio y me vuelvo hacia el hombre de
pelo blanco.
Director Whitford —le digo— Gracias por la visita. Estaré en
contacto.
—Ha sido un placer, Sr. Mazzeo —dice—. Tiene una familia
maravillosa. Y si me permite el atrevimiento, su esposa es una
joya absoluta.
—Sin duda lo es, estoy de acuerdo.
Le doy la mano, entro en el coche y salimos al largo camino de
entrada que conduce a las imponentes puertas de hierro.
Evie está sentada apretada contra Charlotte, con la cabeza
apoyada en el hombro de Charlotte.
Es difícil apartar la mirada de ellas dos.
Sobre todo, cuando Charlotte decide que ya está harta de su
recogido y empieza a arrancar las horquillas que sujetan el
moño.
Su cabello oscuro cae libre.
Al instante, siento el impulso animal de agarrarlo y tirar de
ella hacia mí.
Tiene suerte de que me haya pasado toda la puta vida
controlando mis bajos impulsos.
—¿Qué? —exige Charlotte cuando me ve mirando fijamente.
Y así de fácil, la sofisticación de su papel se desmorona con
esa única y mordaz palabra.
—Lo has hecho bien ahí dentro, le digo.
Está claro que no es lo que esperaba oír de mí.
—Oh.
—Tu excusa fue inspiradora. Y le vendiste la idea con
facilidad, continúo.
Sus ojos se entrecierran, oliendo algo rancio. —¿Por qué tengo
la sensación de que me estás llevando a alguna parte con esto?
pregunta acusadoramente.
Me encojo de hombros. —Se necesita práctica para improvisar
algo así —digo—. El engaño también es una habilidad.
—¿Es esta tu forma de agradecérmelo? —pregunta— Porque
te vendría bien algo de trabajo.
—¿Me equivoco? —presiono.
—Crecí en un parque de caravanas con una madre que era un
desastre —dice secamente—. Si no improvisabas, no
sobrevivías.
Levanto las cejas.
No por lo que acababa de decirme.
Sino porque me había contado algo personal.
—¿Un parque de caravanas? —hago eco, porque a pesar de mí
mismo, estoy realmente curioso.
Me lanza una mirada aguda por encima de la cabeza de Evie.
—Gran sorpresa, ¿Verdad? —responde sarcástica— ¿Una
chica con clase como yo con unos comienzos tan humildes?
—¿Dónde está tu madre ahora?
Veo que su cuerpo se pone rígido al instante y su mandíbula se
tensa. Parece estar pensando.
Cuando vuelve a hablar, lo hace en voz baja y suave. Sigue
siendo cautelosa, pero con una pizca de franqueza.
O la posibilidad de apertura, al menos.
—Te lo diré —dice tras una larga pausa— Y si me cuentas
algo de tu pasado.
Me río sin gracia. —Eso no va a pasar.
—Sí —suspira—. Me lo imaginaba.
Lo que pone fin a la conversación antes incluso de que
empiece.
No tengo más remedio que tragarme mis preguntas.
Pero no estoy preocupado. Puedo ser paciente. Sobre todo
cuando sé que al final me saldré con la mía.
Siempre lo hago.
Charlotte puede permanecer tan cerrada y callada como quiera,
pero yo la derribaré poco a poco. Romperé sus muros hasta
que tenga todos sus secretos.
No le quedará ningún lugar donde esconderse.
—Evie —dice Charlotte suavemente, después de un largo
silencio—. ¿Estás bien, pequeña?
No puedo ver la cara de la niña, pero veo que inclina la cabeza
hacia Charlotte.
—¿Qué pasa? —Charlotte pregunta.
—Me preguntaba…
Evie habla en voz baja y me doy cuenta de que hace todo lo
posible para que no la oigan.
El Rolls es grande, pero no tanto.
—¿Sí?, Charlotte anima.
—Me preguntaba cuándo volvería mi mamá a por mí —dice.
Charlotte se queda quieta un momento. Luego me lanza una
mirada.
—Um… estoy segura de que tu mami piensa en ti todo el
tiempo.
—Pero ¿Cuándo volveré a verla? —Evie insiste.
Está claro que la visita a Staffordshire ha confundido mucho a
la chica.
—Lo siento, Evie —admite Charlotte al final—. No sé la
respuesta a eso.
El labio de Evie empieza a temblar.
El silencio se vuelve espinoso.
Puedo sentirlo, y Charlotte también. Antes de que llegue el
colapso, interviene tan suavemente como lo hizo con
Whitford.
—Oye, ¿Qué tal si cuando volvamos al recinto hacemos unos
brownies? —Charlotte sugiere, tratando de distraer a Evie.
—¡Sí! —Evie asiente con entusiasmo. —Y Paulie puede
ayudarnos.
—Gran idea, claro que sí. Respondo
Y sin más, mi hija se acurruca en los brazos de Charlotte.
Encontrando allí algo que no sé cómo darle.

E N CUANTO LLEGAMOS AL RECINTO , Evie y Charlotte salen del


coche. Lorenzo ya está en la entrada, esperándolas.
Espero que desaparezcan juntas dentro de la casa, pero en el
último momento, Charlotte se detiene.
—Evie, ¿Por qué no te quedas con Enzo unos minutos? —dice
—. Tengo que hablar con Lucio. No tardaré.
—¿Y luego podemos hacer brownies? —Evie comprueba.
—Entonces podemos hacer brownies —promete Charlotte.
El chófer sale del coche y me entrega las llaves antes de
dirigirse de nuevo a mi garaje, justo cuando Charlotte se dirige
hacia mí.
Me distrae lo ceñido que le queda el maldito vestido a su
figura de reloj de arena. Sus caderas se mueven sutilmente
mientras acorta la distancia que nos separa.
Su pelo oscuro le cae por los hombros.
Pero son sus ojos azules los que más captan mi atención.
Parece que está en una misión.
—¿Hay algo que quieras discutir conmigo? —pregunto
impaciente—. Tengo una reunión a la que tengo que ir.
—Tu reunión puede esperar unos minutos —me lo dice
directamente.
Es todo tacones altos y fuego. Es difícil reducirla al papel de
empleada, y mucho menos de prisionera, cuando me mira
como a un igual.
Aprieto la mandíbula y me preparo para la batalla que viene a
continuación.
—¿Dónde está su madre? —exige.
—Eso no te concierne. Le respondo secamente.
—Imbécil, Evie es asunto tuyo —me sisea—. Es una niña de
seis años que quiere a su madre. Merece saber dónde está.
La miro fijamente. —Vuelve dentro. Ahora mismo.
—No —replica, igualando mi tono—. No hasta que me digas
lo que has hecho con la madre de Evie.
Frunzo el ceño.
¿De eso se trata?
¿Cree que tengo algo que ver con la desaparición de Sonya?
No traiciono mis emociones. —No voy a repetir otra vez un
interrogatorio.
—¡Pues vete a la mierda —explota—. Me debes respuestas…
Está tan cerca que no me cuesta ningún esfuerzo agarrarla. Mis
manos bajan a ambos lados de sus brazos y ella jadea de
asombro.
La giro y la aprieto contra el lateral del coche, usando mi
cuerpo para inmovilizarla.
Ya estoy jodidamente duro.
—¿Pero qué…? ¡Quítate! —Charlotte grita.
Intenta zafarse de mi agarre, pero no tiene ninguna posibilidad.
Soy mucho más grande que ella.
Mucho más fuerte.
Mucho más peligroso.
Lo más que puede hacer es mirarme. Pero su ira ha perdido su
filo. La confianza ha sido sustituida por el miedo.
—¿Con quién mierda te crees que estás tratando? —exijo en
voz tan baja que espero que la oiga en sueños cuando todo esté
en silencio.
Noto cómo tiembla su cuerpo. Lucha por mantener la
compostura, pero puedo saborear su incertidumbre.
No sabe lo que haré a continuación.
Soy un volcán a punto de estallar.
Y acaba de avivar el fuego.
—Lo que yo haga no es asunto tuyo —le susurro en un tono
que hace que su cuerpo se encoja con cada sílaba—. No te
debo ninguna maldita explicación. Mientras estés bajo este
techo, eres de mi puta propiedad.
Agarro su mandíbula con una mano y la levanto para que se
encuentre con mi mirada.
—¿Cómo me llamo? —exijo.
Sus ojos se abren de par en par mientras su cuerpo se
estremece.
Eso no ayuda a mi erección, pero no tengo más remedio que
ignorar los deseos de mi cuerpo.
—¿Cuál. Es. Mi. Maldito. Nombre? —pregunto de nuevo,
empujando mi peso sobre ella.
—Lucio Mazzeo, murmura.
—¿Y quién soy yo?
Ella sacude la cabeza. —Yo… tú eres… tú eres un monstruo
—dice, desafiante incluso en la impotencia.
Sonrío. —Correcto —digo, para su sorpresa—. ¿Y a quién
perteneces?
Sus ojos azules parecen astillas de hielo. Su mandíbula se hace
más pronunciada. Se niega a contestar.
Sólo sacude la cabeza.
No aceptaré eso.
Me aprieto sobre ella y el roce de mi polla entre sus muslos me
proporciona dos segundos de alivio antes de que el hambre
vuelva a apoderarse de mí.
—Contéstame. Le digo con ira.
—Para —suplica—. Por favor…
Puedo parar. Quiero hacerlo.
Pero el poder es algo frágil.
Y no puedo permitirme tropezar antes de la línea de meta.
—Respóndeme —repito peligrosamente, mis dedos apretando
su mandíbula. —¿A quién perteneces?
—A ti —sisea entre dientes apretados—. Te pertenezco.
La he obligado a responder. No hay un ápice de sinceridad en
su voz. Y por eso no hay nada entre nosotros.
La lujuria recorre mi cuerpo, plenamente consciente de que no
estoy más cerca de poseerla que hace unos instantes.
Pero es un comienzo.
—Así es —asiento, mirándola directamente a los ojos—. No
lo olvides, maldición.
Entonces la aparto de mi coche y la empujo a un lado.
Subo al coche y acelero el motor. Piso a fondo para llegar a las
puertas del recinto.
El plan es ni siquiera mirar por encima del hombro.
Y no lo hago.
Pero mientras me alejo, no puedo evitar echar un pequeño
vistazo al espejo retrovisor.
Veo su silueta solitaria, de pie en el camino donde la he
dejado.
Su postura no es el montón derrotado que esperaba.
Es otra cosa. Algo que reconozco.
La postura de alguien que se prepara para la guerra.
14
CHARLOTTE
TRES DÍAS DESPUÉS

Me digo a mí misma que estoy vigilando a Lucio porque ahora


es mi trabajo.
Que sólo presto atención porque tengo que hacerlo.
Que me enfrento a él cada vez que puedo porque mi vida
depende de la información que recojo.
Me digo que esas son las razones por las que pienso en él por
la noche. Y en la ducha. Y en los momentos de tranquilidad
cuando juego con Evie en el jardín.
Pero sé muy bien que es mucho más que eso. Muy diferente a
eso.
Porque espiar para los polacos no explica por qué el recuerdo
de Lucio Mazzeo empujándome contra su Rolls Royce sigue
grabado a fuego en mi mente.
O por qué ese recuerdo me lleva a una sesión especialmente
intensa de tocarme a medianoche y morder la almohada para
no despertar a su hija con mis gemidos.
Me corro más fuerte que nunca en mi vida, pensando en sus
profundos ojos grises y en cómo se movían sus labios mientras
afirmaba su dominio sobre mí.
Sólo cuando el orgasmo ha exprimido hasta lo último de mi
ser, dejándome temblorosa y exhausta a su paso, puedo volver
a la cuestión de fondo.
La misma pregunta me asalta al día siguiente, y al siguiente…
¿Qué coño me pasa?
No estoy más cerca de responder la interrogante que cuando
llegué a esta mansión, dejada de la mano de Dios.
—¡Charlotte! —Evie corre hacia mí, con una enorme sonrisa
grabada en la cara.
Es una mañana luminosa, cálida y clara.
Hace casi tres días que no se ve a Lucio.
No estoy disgustada por eso. Al menos, no creo que lo esté.
—Hola, pequeña —le digo, agradecida por la distracción—.
¿Qué tal?
—Hay una fuente en ese lado del jardín —dice emocionada—.
¿Podemos ir?
—Claro que sí.
Salgo de mi posición bajo el roble sombreado que había
elegido y sigo a Evie hasta el siguiente anexo del
ridículamente enorme jardín.
Se escabulle delante de mí y ya está contando insectos junto a
la fuente cuando entro en el pequeño claro, rodeado de un
surtido de arbustos en flor.
Pétalos rosas, verdes y violetas florecen a nuestro alrededor
como salidos de un cuadro.
Un segundo después, oigo pasos pesados detrás de mí.
Me quedo inmóvil un momento, con el corazón acelerado.
Pero no es él.
—Vaya, pero si es Enzo —digo cuando me doy cuenta de
quién se acerca—. Imagínate verte aquí.
—Esto está más lejos de lo que suelen caminar ustedes dos —
refunfuña.
—Estamos explorando el jardín —explico—. Evie acaba de
descubrir la fuente.
Suspira. —¿Por qué demonios no puede haber sido una niña
de interiores?
Sonrío. Si nos quedamos dentro, Enzo no tiene que seguir
todos nuestros movimientos. Está claro que es la parte que
menos le gusta de su trabajo.
No me molesta tanto como al principio.
De hecho, para mi sorpresa, me ha caído bien.
—¿Tienes hijos, Enzo? —le pregunto.
Se vuelve hacia mí, claramente sorprendido por la pregunta
personal.
—Yo… Sí. Sí tengo.
Tiene unos rasgos que hacen difícil determinar su edad. Sin
duda tiene unos cuarenta años. Pero es difícil de decir.
—¿Cuántos?, le pregunto.
Parece un poco incómodo. Como si no estuviera seguro de
poder hablar conmigo.
—Oh, vamos —presiono—. ¿Hay alguna regla contra
confraternizar con la servidumbre?
Me dedica una sonrisa apreciativa.
Porque tengo noticias para ti —continúo—. Tú también entras
en esa categoría, colega.
—Todavía un par de peldaños por encima de ti —responde
con una sutil sonrisa en la comisura de los labios.
—Maldita sea. A eso me refería. Las garras a la vista.
Sonríe. —Tengo dos hijas, para responder a tu pregunta
—Un papá de chicas —le digo—. Debería haberlo adivinado.
¿Cuántos años tienen?
—Luna tiene diecisiete años y Teresa quince.
No me extraña la nota de orgullo. Destaca como un pulgar
adolorido en su comportamiento normalmente malhumorado.
Pero en el buen sentido, si eso tiene algún sentido.
—Vaya, y encima dos adolescentes —me río—. Tienes mucho
trabajo por delante.
Sacude la cabeza. —Las dos son testarudas y obstinadas —
dice, con un halo de felicidad en la voz—. Pero son buenas
chicas. No tengo de qué preocuparme.
Siempre se sabe lo implicado que está un padre por la forma
en que habla de sus hijos. Para mí está claro que Enzo ha
estado ahí en todo momento.
Está en la forma en que sus ojos se iluminan y se suavizan al
mismo tiempo.
Está en su tono cuando habla de sus chicas.
Está en la forma en que no puede dejar de hablar de ellas una
vez que se ha puesto en marcha.
Y, lo haya querido o no, definitivamente puse a Enzo en
marcha.
Quince minutos después, sigue.
—… y Luna está en atletismo —me dice—. La más rápida de
su división. Teresa es el cerebro de la familia. Está muy
interesada en el cambio climático. Siempre bromea sobre ser
la próxima Greta Thunberg, pero mayor. Acaba de hacer una
cosa en la que…
Me desconecto mientras él sigue divagando.
No intento ser grosera ni nada de eso.
Me pregunto qué dice mi madre de mí cuando desconocidos
preguntan por mí.
«… Sí, tengo una hija. Una niña. Ella tiene alrededor de… uh,
dieciocho, diecinueve, tal vez. Es guapa, se parece a mí
cuando tenía su edad. Excepto que ella nunca hizo el mejor
uso de su apariencia. Podría haber participado en concursos
de belleza con unos ojos como los suyos…»
Soy distantemente consciente de mis manos apretando la
frondosa hierba. Apretando. Ahogando su vida.
«… Nunca tuvo ambiciones. Es como su padre en eso, sin
sueños. Ni siquiera sé quién es su padre… Pero no importa de
todos modos, porque todos los hombres con los que follé eran
iguales…»
—¿Estás bien? —pregunta Enzo, sacándome bruscamente de
una alucinación bastante rara.
Me sobresalto tanto al volver a la realidad que digo la pura
verdad.
—Lo siento… yo… estaba pensando en mi madre.
Mierda.
No debería haber dicho eso.
—¿Sí? —pregunta—. ¿Tienes una relación cercana con ella?
Hago una mueca de dolor, pero en realidad es culpa mía. Fui
yo quien decidió iniciar la maldita conversación.
—En realidad no —admito—. Vive al otro lado del país.
Distinta caravana, mismo parque de caravanas.
—Ah. ¿La ves a menudo?
—No desde que tenía quince años —respondo—. Pero hablo
con ella un par de veces al año.
—¿Y tu padre?
Me encojo de hombros. —Nunca tuve uno —digo—. Se
separaron antes de que yo naciera. Sinceramente, ni siquiera sé
si él sabía que iba a ser padre.
Enzo enarca las cejas con simpatía. Por un sentimiento mutuo
de incomodidad, ambos miramos a Evie.
Ahora tiene las manos en la fuente acosando a los peces koi,
pero no tengo valor para detenerla.
—Eres buena con ella —observa Enzo.
—¿Me estás haciendo un cumplido porque te doy pena? —
pregunto sin rodeos.
Me dedica una sonrisa triste. —Algo así.
—Imbécil —me río—. Un caballero habría mentido.
—Nadie me ha acusado nunca de ser un caballero.
Niego con la cabeza mientras Evie corre hacia mí.
—¿Podemos jugar al escondite? —pregunta. A veces, su
capacidad de atención hace que los peces de colores de la
fuente parezcan pacientes en comparación.
—Claro, princesa.
—Aquí fuera no —interrumpe inmediatamente Enzo—. Si
jugarán al escondite, pueden hacerlo en la casa.
Le pongo cara rara, con la lengua fuera y los ojos
desorbitados. Evie hace lo mismo.
—Bonito —suspira Enzo—. Muy bonito. ¿Qué clase de niñera
eres?
—De las que no cobran —le informo.
No se molesta en morder el anzuelo. Hombre inteligente.
Volvemos juntos a la casa. Enzo desaparece casi
inmediatamente después, supongo que para ocuparse de
asuntos más urgentes de Mazzeo.
Evie y yo acabamos en la tercera planta, porque es la que tiene
más habitaciones.
Y también porque siento curiosidad por todas las puertas
cerradas en las que aún no he entrado.
No me he olvidado de mi misión forzosa. De hecho, se cierne
sobre mi cabeza, siempre presente.
Ya no es realmente una cuestión de determinación. Es una
cuestión de oportunidad…
En eso no hay ninguna.
Mis días están confinados en las zonas comunes. Mi única
compañía es una niña de seis años que sabe aún menos que yo.
No es exactamente lo ideal.
Lo que significa que tengo que ser más creativa, y
probablemente mucho más audaz.
Como la casa es tan grande, solemos jugar al escondite planta
por planta para que todo sea justo. Pasamos por tres
habitaciones de la tercera planta antes de llegar a la cuarta.
Evie la abre de un empujón y entra corriendo. Yo la sigo.
Pero se detiene en seco a los pocos pasos de entrar en la
habitación y casi me abalanzo sobre ella.
Sin embargo, ambas miramos al otro ocupante de la
habitación.
Y, que Dios me ayude, Lucio nos está mirando.
Está sentado detrás de un elegante escritorio negro. Antes de
que pueda contenerme, ya lo estoy escudriñando, evaluando…
quizá incluso admirando.
Camisa blanca, remangada para mostrar los tatuajes que
rodean sus antebrazos y abierta en la garganta para mostrar
también los de la clavícula.
Lleva el pelo oscuro suelto hacia atrás y un mechón le cae
sobre la frente.
Guardo sus ojos para el final. Como el postre al final de una
comida de diez platos.
Y aunque sé lo que me espera, siguen cumpliendo su promesa
con creces.
Ardiente pero frío al mismo tiempo.
A años luz de distancia y, sin embargo, tan centrado, tan aquí y
ahora, que tiemblo a pesar de mí misma.
Nunca me he sentido tan vista como cuando Lucio me mira.
Tan clavada en su sitio.
Tan desnuda sin que él moviera un dedo.
Su expresión tampoco delata nada. Eso es aterrador por
derecho propio.
Evie también lo siente. Vuelve a tropezar conmigo y sé que
está a punto de salir corriendo, cuando Lucio se levanta.
—Evie —dice—. Espera.
Su voz es más suave de lo que espero. Y quizá Evie también lo
reconoce, porque espera.
—¿Qué se traen entre manos? —pregunta.
Lo más raro de todo es que lo dice como si de verdad quisiera
saberlo.
No hemos hablado en dos días. No desde nuestro pequeño
enfrentamiento junto a su Rolls Royce.
Es extraño cómo su mera proximidad está desenterrando el
recuerdo.
No es necesario excavar tanto.
—Vamos, Evie —le animo—. Díselo.
—Uh… estábamos jugando… al escondite —dice con la
vocecita que reserva exclusivamente para su padre.
—Pero obviamente, no sabíamos que esta era tu oficina —
rectifico—. Así que vamos a, eh, dejarte con tus cosas.
—No —ladra. Hace un gesto de dolor y suaviza el tono—.
Quiero decir, está bien.
Debe de notar la cara de incredulidad de ambas, porque se ríe
entre dientes y hace un barrido con la mano para abarcar la
habitación.
—Jueguen, quiero decir. No me importa que jueguen al
escondite aquí.
No dejo de mirarle.
¿Lo dice en serio?
Tiene un brillo diabólico en los ojos mientras me mira
descaradamente. Sus ojos bailan sobre mis pechos, mis
caderas y vuelven a mi cara.
No es que lleve nada escandaloso, unos pantalones cortos y
una camiseta blanca no son precisamente material para que la
farándula los publique.
Pero hay algo en la forma en que me engulle que me hace
sentir como si estuviera desnuda para él.
Trago el nudo en la garganta. —Evie no quiere jugar aquí.
¿Verdad, Evie? —le digo—. Quiero decir, esta habitación es
oscura y, no te ofendas, pero es fea. Probablemente la asuste.
No parece afectado por mi insulto. De hecho, parece que le
divierte muchísimo. Mira hacia Evie y le dedica una sonrisa.
Una puta sonrisa de verdad.
¿En qué anda metido ahora ese cabrón?
—Evie, me pareces una exploradora, y todos los exploradores
que conozco son valientes —dice—. No te da miedo jugar
aquí, ¿Verdad?
¿Quién lo diría? En realidad, ha estado prestando atención.
—¿No te enfadarás si jugamos aquí? —pregunta con cautela.
Echa un vistazo a la habitación con tímido entusiasmo.
—En absoluto.
—Entonces no tengo miedo, anuncia Evie.
Agh, pequeña traidora.
—Lo sabía —dice Lucio con orgullo. Le guiña un ojo que
hace que mis ovarios se estremezcan un poco y luego desvía la
mirada hacia mí—. Evie no tiene miedo, Charlotte. Así que
siéntete libre de jugar aquí. A menos, claro, que seas tú la que
tiene miedo…
Entorno los ojos hacia él.
Está poniendo el cebo delante de mí, y sabe que lo voy a
morder.
No me ha dejado otra opción.
—Lo único que me asusta es lo terrible que es la decoración
—le respondo—. En serio, ¿El diseñador era ciego o algo así?
Me ignora y se sienta detrás de su escritorio. —Hagan como si
no estuviera aquí. Evie, puedes empezar a contar. Charlotte se
esconderá primero.
Odio lo que está haciendo. Y aún más que eso, odio que sepa
que odio lo que está haciendo.
Es la misma mierda de siempre, tomar las riendas. Tomar el
control. Haciéndonos bailar a todos en su órbita como
marionetas.
Es otra jugada de poder, igual que la anterior.
No sé cuál es el objetivo final.
Evie es totalmente ajena a todo esto. De hecho, parece
encantada de lo complaciente que está siendo Lucio.
En cuanto me da la espalda, empieza a contar. Miro alrededor
de la habitación buscando un lugar donde esconderme.
Pero todo lo que veo es cristal negro y esquinas afiladas. Con
lo grande que es este lugar, bien podría ser un cubo
transparente.
A regañadientes, mis ojos encuentran los de Lucio.
—Sólo hay un buen escondite en esta habitación —susurra
Lucio. Inclina la barbilla hacia el escritorio.
Me doy la vuelta y veo el hueco debajo del escritorio, a sus
pies.
Levanto las cejas. —Qué conveniente.
Se encoge de hombros. —Sólo es una sugerencia.
Detrás de nosotros, oigo a Evie contar en voz alta y orgullosa,
como yo le enseñé.
—¡Ochenta y cinco! ¡Ochenta y seis! Ochenta… ¡Ochenta y
siete! …
El tiempo se acaba. Miro hacia Lucio. La sonrisa de su cara
me enfurece.
¿Cree que su presencia es tan intimidante que me acobardaré
ante él?
Probablemente piensa que me ha puesto en mi lugar.
Te pertenezco.
Le había dicho esas palabras, ¿No?
Pero no por mi propia voluntad. Me las había sacado a la
fuerza. Prácticamente los arrastró fuera de mi garganta con sus
propias manos.
El recuerdo me eriza la piel.
Me encuentro dando zancadas hacia delante, justo hacia él.
Si está sorprendido, no lo demuestra. Se mueve ligeramente
para dejarme pasar mientras me agacho y me deslizo por
debajo de su escritorio.
Por supuesto, una vez que estoy debajo, se recoloca para que
me sitúe justo entre sus piernas.
Aprieto los dientes e intento que no me afecte.
Pero la cálida oscuridad que hay aquí debajo sólo me hace ser
más consciente del espacio cargado que hay entre nosotros.
Siento como si mi corazón sonara tan fuerte en mis oídos que
todos los demás en la habitación deberían ser capaces de oírlo.
—¡Cien! Listos o no, ¡Allá voy! —Evie llama.
Oigo el crujido de su ropa cuando se da la vuelta. Se acerca, se
aleja y se detiene.
Me muerdo la muñeca para no respirar demasiado fuerte. Al
otro lado del escritorio, Evie se mueve por la cavernosa
habitación.
Pero está menos segura ahora que está sola con Lucio.
—¿Dónde está ese patito raro que llevas contigo? —pregunta
inocentemente Lucio.
Me empuja contra su escritorio y su rodilla casi me da en la
nariz. Le clavo las uñas en la pantorrilla como represalia, pero
ni se inmuta.
Oigo la risita de Evie y casi me hace olvidar que estoy
molesta.
—¡No es un pato! —grita—. Paulie es un ornitorrinco.
—Ornitorrinco, ¿Eh?” —repite Lucio—. Bueno… tiene un
aspecto gracioso.
—No, no lo tiene. Es guapo.
—Yo soy guapo.
Eso provoca otra risita. Pongo los ojos en blanco e intento
apartarle los pies de un manotazo.
No le afecta en absoluto. Bien podría estar tallado en roca.
—¿Dónde está Charlotte? —Evie pregunta disimuladamente.
—Seguro que es trampa pedirme ayuda —dice con una ligera
risita.
Oigo a Evie revolverse un poco más, pero noto que aún no está
del todo a gusto con Lucio.
Sus pasos se desvanecen un poco y oigo el chirrido y el clic de
una puerta.
Espera.
¿Acaba de salir de la habitación?
Eso… no es bueno.
Ahora soy yo la que tiene menos confianza en quedarse a solas
con Lucio.
Se echa un poco hacia atrás para poder mirarme. Es la
posición más embarazosa en la que podría haberme
encontrado.
Mi cara está justo en línea con su entrepierna. Es muy difícil
no darse cuenta de que está bien dotado.
De hecho, es jodidamente obvio.
Y está claro que él también lo sabe.
—¿Te diviertes ahí abajo? —pregunta agradablemente.
—Está claro que el que se divierte eres tú —le digo
bruscamente.
Su risa es grave y algo oscura. Me produce un cosquilleo en la
piel que no acabo de comprender.
—¿Dónde está exactamente Evie? —pregunto.
—Creo que se fue por el pasillo en tu búsqueda, me dice con
una sonrisa burlona.
—Imbécil —gruño—. Déjame salir.
Intento salir de debajo de su escritorio, pero me bloquea. —
Quédate abajo —me ordena—. Creo que la oigo venir.
Me balanceo sobre los talones y ajusto la postura, de modo
que me siento sobre el trasero con las piernas echadas hacia un
lado. Pero sigo encontrándome entre los muslos de Lucio.
—¿Puedes mover las piernas para que tenga espacio para
respirar? —le digo bruscamente.
—Tú eres quien eligió esconderse ahí abajo.
—Perdón, fuiste tú quien lo sugirió. Le respondo.
—Exactamente —está de acuerdo—. Era una sugerencia. No
estabas obligada a aceptarla.
—Eres un imbécil.
Se ríe y el sonido me provoca un espasmo de deseo entre las
piernas. Parece más relajado de lo normal. Más… ¿Juguetón?
La palabra no le va exactamente, pero es lo más parecido que
tengo.
—Ya que estás ahí abajo, puedes ser útil —dice
sugestivamente.
Entrecierro los ojos. —Que hayas conseguido que me arrodille
delante de ti no significa que vaya a chuparte la pija.
Doy un respingo en cuanto eso sale de mi boca. ¿Por qué
mierda reacciona mi coño de forma tan dramática?
Era una broma, una broma tonta, una broma grosera, el tipo de
broma que normalmente no haría.
Pero algo sobre Lucio cortocircuita mi cerebro.
Y, por desgracia, el mero hecho de decir las palabras «chuparte
la polla» me está provocando otras locuras.
Tal vez sea porque me siento muy nerviosa y está oscuro aquí
abajo y hace calor y el olor de Lucio me llena las fosas nasales
y la combinación de todas esas cosas se me está subiendo a la
cabeza como una droga embriagadora y él lo sabe y yo lo sé y
oh Dios, algo muy malo y peligroso parece que se cierne en el
horizonte.
Lucio levanta una ceja mientras me mira con esos ojos grises
ardientes.
—Sólo quería decir que podrías limpiar ya que estás ahí abajo
—murmura. Señala un rincón—. Ese lugar siempre está un
poco polvoriento. Está claro que eres tú la que tiene otras
ideas.
En realidad, estoy agradecida por el espacio oscuro que oculta
el rubor feroz de mis mejillas.
—Eso no es… Yo no… ¡Ugh!
Se ríe.
—Enhorabuena —continúo, tratando de parecer indiferente—.
Eres el gran maldito ganador del día. Has conseguido
atraparme entre la espada y la pared.
—¿Juego de palabras? —pregunta.
Casi me río yo también, pero consigo contenerme en el último
segundo.
—No oigo venir a Evie.
Hace ademán de acariciarse la barbilla pensativo. —Bueno,
entonces supongo que estaba equivocado.
—¡Idiota! —siseo. Le pongo las manos en las rodillas y le
empujo hacia atrás de la mesa.
Por suerte, está sentado en una de esas enormes sillas con
ruedas en las patas. Apoyo mi peso en su regazo mientras me
levanto.
—Espero que te haya gustado —le digo, inclinándome sólo
para demostrarle lo poco intimidante que me parece—. Porque
no volverá a ocurrir.
—No hables demasiado pronto —sugiere. Sus ojos bailan con
la insinuación de una promesa.
Luego se levanta despacio, obligándome a dar un paso atrás
cuando me empuja hacia la mesa y se inclina hacia mí.
La parte posterior de mis muslos golpea el escritorio. No tengo
adónde ir.
Mis manos buscan algo, cualquier cosa, pero lo único que
encuentran es el borde del escritorio al que aferrarse
desesperadamente.
Lucio es todo lo que puedo ver. Todo lo que puedo sentir.
—Estarás de rodillas ante mí antes de lo que crees —dice.
—No me conoces en absoluto. —Le respondo.
Sonríe peligrosamente. —No tengo que hacerlo.
Su cuerpo no está presionado contra el mío. Eso sería
exagerado.
Pero aún estamos a sólo media pulgada de distancia. Lo
suficientemente cerca como para sentir su calor envolviendo el
mío.
Nuestros ojos están fijos, pero me niego a ser la primera en
romper el contacto. Sus labios están a sólo un suspiro de
distancia. El más mínimo movimiento, y…
¿Va a besarme?
Ese pensamiento me produce una descarga eléctrica. Por un
segundo, no puedo decidir si eso es lo que quiero o no.
Entonces oigo pasos por el pasillo, cada vez más fuertes.
Lucio retrocede y me libera de su hipnótico control justo
cuando Evie irrumpe en la habitación.
—¡Charlotte! Ahí estás —exclama—. Te he buscado por todas
partes.
—Lo siento, pequeña —le digo, girándome en el acto para
dedicarle una sonrisa—. Supongo que me escondo muy bien.
Antes de que pueda caminar hacia ella, Lucio se me adelanta.
Observo cómo se agacha en el suelo delante de la niña. Ella lo
mira nerviosa, pero no parece tan nerviosa como de
costumbre.
—Me gusta tu trenza —dice, haciendo girar la pequeña y
gorda trenza rubia entre sus dedos.
Vaya. ¿Realmente está haciendo un esfuerzo con la chica?
Es como ver a un perro caminar sobre sus patas traseras.
—Gracias —dice Evie, dedicándole una tímida sonrisa—.
Charlotte me peinó. —Se mueve sobre sus pies y veo que se
sonroja un poco—. Me gustan tus ojos.
—A mí también me gustan los tuyos, responde Lucio.
La conversación es tan extrañamente tierna que no puedo
apartar la mirada.
Pero también soy muy consciente de que estoy en la mesa de
Lucio sin supervisión, mientras él me da la espalda.
Se siente tan jodidamente mal… pero es una oportunidad que
no puedo dejar pasar.
Tan silenciosamente como puedo, muevo algunos de los
archivos de su mesa para poder leer los títulos.
Escudriño algunos nombres. Pero no reconozco ninguno. Nada
que me llame la atención.
El escritorio tiene una serie de cajones, pero ahora no puedo
arriesgarme a abrir ninguno.
—¿No se te está haciendo la hora de cenar? —pregunta Lucio,
enderezándose.
Doy una vuelta rápida alrededor de su mesa y trato de
mantener una expresión lo más discreta posible.
—Mhmm, dice Evie alegremente.
—Vamos, ángel —le digo, tomándole de la mano—. Vamos a
alimentarte.
—¿Quieres comer con nosotras? —pregunta Evie, volviéndose
hacia Lucio.
Él hace una pausa, dando por hecho que la conversación había
terminado.
—Normalmente como un poco más tarde por la noche.
Oh —dice Evie. Su cara cae al instante. La decepción es
inconfundible.
—Pero creo que comeré más temprano esta vez, se enmienda
rápidamente Lucio.
En ese momento, la sonrisa de Evie brilla como nunca la había
visto.
Realmente está tratando de hacer un esfuerzo con ella. Es
realmente conmovedor.
Lo único que esta logrando es que le guarde un poco menos de
rencor a Lucio.
Lo cual es… inconveniente. Por decir algo.
—¡Vamos, vamos, vamos! —Evie dice. Me suelta la mano y
coge la de Lucio.
Reprimiendo un pequeño suspiro, sigo a los dos fuera del
despacho…
Más confundida que nunca.
15
LUCIO

¿Cómo iba a negarme?


La niña había volcado toda la fuerza de esos ojos grises hacia
mí y me encontré diciendo que sí.
Ahora, ha deslizado su mano en la mía mientras caminamos
hacia la cocina, y se siente jodidamente raro.
Pero también… jodidamente genial.
Porque ella me había buscado.
Y por primera vez, no parece asustada, escéptica o nerviosa.
De hecho, parece bastante feliz.
Camina dando saltitos, con su larga trenza rubia
balanceándose sobre el hombro. Me mira y me dedica una
sonrisa que me recuerda a mí mismo…
Antes de que mi padre me la sacara a golpes.
Entramos en la cocina. Evie se dirige inmediatamente a la isla
central. Le cuesta subirse a uno de los taburetes, así que
automáticamente le paso las manos por debajo de los brazos y
la alzo con facilidad.
El instinto me sorprende, su facilidad, su naturalidad. Lo bien
que me sentí al ayudar a mi hija.
—Gracias —dice tímidamente.
Me siento a su lado, vagamente consciente de que apenas he
pasado tiempo aquí.
Es una cocina de vanguardia, diseñada por profesionales,
equipada con los mejores electrodomésticos y materiales que
el dinero puede comprar, y puedo contar con los dedos de dos
manos las veces que he encendido una hornilla.
Charlotte está junto a nosotros. Parece muy incómoda de que
yo esté aquí.
Lo cual, por supuesto, es una ventaja añadida.
No puedo dejar de pensar en cómo me ha mirado desde debajo
del escritorio hace un momento.
Como si estuviera ardiendo por dentro.
Una tortura lenta y exquisita.
—Entonces —anuncia a Evie—¿Qué tal pasta esta noche?
Evie asiente con entusiasmo. —¡Sí, por favor!
—En el cajón junto al microondas hay una pila de menús para
llevar de restaurantes de la zona —le digo a Charlotte—. Hay
un par de buenos restaurantes italianos entre ellos.
Me mira como si hablara un idioma que no entiende.
—¿Qué? —digo.
Arrugando el ceño, pregunta —¿Por qué pedir a domicilio
cuando puedes cocinar?
—¿Por qué molestarse?
—Porque me gusta cocinar —me dice como si fuera idiota—.
Y es más limpio, más sano y más barato.
—Y Charlotte hace la comida más deliciosa —añade Evie.
La miro y enarco las cejas. —¿Sí?
Me había dado cuenta de que Charlotte y Evie pasaban mucho
tiempo en la cocina, pero no había pensado mucho en ello.
Mientras permanecieran en el recinto, no iba a cuestionarlo.
—Sí —Evie chirría—. Hizo tostadas francesas esta mañana
con plátanos de caramelo…
—Plátanos caramelizados —corrige Charlotte con cariño.
—Sí, eso —dice Evie—. Y compuesta de fresa
—Compota —se ríe Charlotte.
—Mhmm —dice Evie—. Estaba tan, tan, tan rico.
Evie sigue parloteando sobre la deliciosa comida que Charlotte
le ha preparado, pero mis ojos están fijos en la chef.
Se dirige a la nevera y saca una masa ligera envuelta en papel
transparente. Está claro que conoce bien esta cocina. Mucho
más que yo.
—¿Realmente hiciste tu propia masa de pasta? —pregunto
incrédulo.
—Mhmm —responde Charlotte, imitando el zumbido agudo
de Evie.
—¿Tenemos siquiera una máquina para hacer pasta?
—Lo puse en la segunda lista que le di a Enzo hace unos días
—me dice—. Supuse que eras tú quien lo aprobaba.
—Enzo me lo pasa sólo cuando hay algo loco en él. Algo que
requiera mi atención.
—¿Cómo qué? —pregunta.
—No lo sé. Aún no has pedido nada irrazonable.
—Dame más tiempo. Pensaré en algo.
No puedo evitar una sonrisa de satisfacción.
Ella tampoco, por sólo una fracción de segundo, antes de
voltearse y ponerse manos a la obra una vez más.
Veo cómo echa harina en la encimera y empieza a extender la
masa. Recluta a Evie para que la ayude.
Me quedo donde estoy y observo su fácil compenetración. Y
mientras lo hago, vuelvo a sentir esa extraña opresión en el
pecho.
Sólo una pizca. Pero suficiente. Suficiente para hacer notar su
presencia.
Aún no sé cómo nombrarlo. Cómo procesarlo. Cómo
entenderlo.
Así que en lugar de todo eso, simplemente lo ignoro.
Una vez que la pasta está laminada, cortada e hirviendo en una
olla, Charlotte se pone a trabajar en la salsa. Le asigna a Evie
pequeñas tareas sencillas, pero me doy cuenta de que no me
pide que contribuya en absoluto.
Lo cual me parece bien. Prefiero sentarme y mirar. Y hay
mucho que ver.
Como lo metódicamente que cocina.
Me gusta lo limpia que mantiene su área de trabajo.
Como lo orgullosa que está de su cocina.
—Eres una chef —comento después de que haya limpiado la
encimera.
Parece avergonzada. —No soy chef.
—¿Entonces qué he estado viendo todo este tiempo?
—Puedo preparar una comida —dice con desdén—. No es lo
mismo que ser un «Chef» con mayúsculas.
Capto la triste inclinación de su tono y me doy cuenta de
repente de que la he atrapado en un sueño perdido.
Me apoyo en los codos. —¿Cuál es la diferencia?
—No tengo ninguna experiencia profesional. Nunca he ido a
una escuela culinaria. No tengo conocimientos básicos de
pastelería… La lista es interminable.
Se vuelve hacia los fogones y mezcla la salsa con la pasta. El
olor a nata y pimienta se extiende por toda la cocina. Me
hormiguean las papilas gustativas.
Luego llena tres cuencos y los lleva a la isla.
Ha preparado una carbonara sedosa que tiene tan buena pinta
como huele. Profunda cremosidad marfil glaseada sobre hilos
de pasta dorada.
No estoy seguro de si debería comérmela o ponerla en un
pedestal de museo.
Mi estómago ruge excitado. Comérsela es la respuesta
correcta, sin duda.
Aunque sea una pena destruir algo tan hermoso.
Le doy vueltas a la pasta en el tenedor y me la llevo a los
labios. Mientras lo hago, me doy cuenta de que me mira de
reojo.
Finge que no lo hace, se entretiene secando ollas y guardando
herramientas, pero se le nota demasiado.
La tengo en un anzuelo aquí. Se ha expuesto a mí en este
momento. Se ha hecho vulnerable.
Podría aplastarla.
Pero cuando el primer bocado llega a mi lengua, suelto un
suspiro involuntario.
Malditamente. Exquisito.
—Maldición —admito—, está muy buena.
Una sonrisa de alivio ilumina su rostro antes de que consiga
aplastarla un poco.
—Bien —dice, volviendo su atención a Evie en el otro
extremo de la isla—. ¿Qué te parece, niña?
—Está súper delicioso.
—Súper delicioso, ¿Eh? —Charlotte sonríe—. Grandes
elogios de la princesa.
Comemos en silencio durante unos minutos, todos masticando
satisfechos.
Me doy cuenta de que nunca me había sentado a cenar así. Es
una escena familiar en muchos hogares.
Pero nunca en la mía.
No de niño.
No de hombre.
No en toda mi maldita vida.
¿Cuándo fue la última vez que comí comida casera?
Que yo recuerde… ya hace muchos años.
Cuando vuelvo a levantar la vista, sorprendo a Charlotte
mirándome. Su mirada vacila y baja inmediatamente la vista,
pero sus mejillas están encendidas de color.
—¿Piensas jugar al escondite conmigo, Charlotte? —pregunto
inocentemente.
Su respuesta es devolverme la mirada y meterse un bocado de
pasta en la boca.
Me río mientras Evie mira entre nosotros con evidente
confusión.
—¿Qué tiene tanta gracia? —me pregunta.
—Charlotte —le digo.
—¿Charlotte es graciosa? —pregunta Evie. Tiene la nariz
arrugada mientras intenta descifrar el chiste.
—Graciosísima —añado—. Sólo que ella no lo sabe.
Evie se encoge de hombros y pierde el interés. Cuando vuelve
a mirar su comida, Charlotte me muestra el dedo medio.
Le guiño un ojo en respuesta, disfrutando a tope.
Es esa constatación, más que cualquier otra cosa, la que me
hace hacer balance de la extraña dinámica que mantengo con
la escupe fuego sentada frente a mí.
Tener sentimiento no es una opción para mí.
Sea lo que sea lo que estoy sintiendo ahora mismo, necesito
apaciguarlo de una puta vez. Antes de que pueda ahondar más
en ese campo minado en particular, oigo algo.
Un fuerte BOOM en la distancia cercana.
Sigue un coro de gritos ásperos.
Evie suelta un gritito asustada. Charlotte se endereza
alarmada.
Me pongo inmediatamente en acción. La cocina está a poca
distancia de una de las puertas principales del recinto.
—Quédense aquí —les ordeno a ambas—. No se muevan
hasta que vuelva
Salgo de la cocina sólo el tiempo suficiente para coger una
pistola de la mesa auxiliar de la habitación contigua. Luego
salgo corriendo hacia las puertas traseras.
La puerta está ligeramente entreabierta cuando me acerco. Veo
a algunos de mis hombres merodeando.
—¿Qué está pasando aquí? —pregunto, llamando su atención.
—Está bajo control, jefe. El intruso ha sido detenido —me
informa Nestore. Su tono es lo suficientemente divertido como
para hacerme saber que no considera al intruso una amenaza.
—Stefano —llama Nestore—. Tráela. El jefe está aquí.
Entonces Stefano y Marco proceden a traer a una… ¿Chica?
Parece de la edad de Charlotte y tiene exactamente la misma
chispa de lucha en los ojos. Su pelo rubio rizado es un caos y
sus ojos van de una cara a otra como si buscara a alguien en
particular.
Entonces me ve y se queda quieta.
—¿Quién eres? —pregunto con calma.
No dice ni una palabra.
—La encontramos intentando saltar el muro —dice Stefano—.
Cayó sobre los cubos de basura de atrás.
Levanto las cejas, sin apartar la mirada de la rubia diablesa.
—Vaya entrada —comento—. Deberías haber venido mejor
preparada.
Se sonroja de vergüenza, pero no muerde el anzuelo.
Mi primer instinto es que es una espía de los polacos. Pero al
mirarla, algo no cuadra.
Es claramente una novata. Inexperta, sin preparación y
completamente sobrepasada.
Y joven.
Demasiado joven.
—¿Qué haces intentando entrar en mi recinto? —digo con
frialdad.
Sus ojos miran más allá de mí, hacia la casa. Aprieta la
mandíbula con obstinación.
Suspiro. Me parece bien. Haremos las cosas por las malas.
Saco mi pistola, la amartillo y la aprieto contra su frente. Eso
funciona inmediatamente.
El grito que se escapa de sus labios es gutural y sincero. El
miedo le recorre la cara y sus rodillas casi ceden. Lo único que
la mantiene en pie son Stefano y Marco.
Un profundo escalofrío la recorre.
Luego se reafirma y vuelve a mirarme.
—No pongas a prueba mi paciencia —le digo—. Ahora
contéstame.
Yo… tenía curiosidad… ¿Vale? —balbucea.
—¿Curiosidad? —le respondo.
—Sobre el complejo —Dice—. Pensé que podría, no sé,
entrar, tal vez… coger lo que necesitara.
Lanzo una carcajada áspera. —¿Creías que podías robar en un
recinto seguro con guardias armados y cámaras de vigilancia?
En cuanto a excusas, es terrible.
—La gente hace estupideces cuando tiene hambre.
—¿Arriesgaste tu vida para llenar tu barriga? —le digo—. ¿Es
esa la excusa a la que te aferras?
—Sólo un cobarde mataría a una mujer desarmada —me dice,
eludiendo la pregunta.
Sacudo la cabeza—. Enfrentarme no es la forma inteligente de
salir de esto.
—Déjame ir.
Bajo el arma y me la vuelvo a meter en los pantalones. —No
va a pasar.
Me vuelvo hacia la casa y hago un gesto a Stefano y Marco
para que la hagan pasar. Marchamos de nuevo hacia el
edificio.
Estamos casi en la casa cuando oigo la voz de Charlotte.
Claro que no me había hecho ni puto caso.
—Creí haberte dicho que te quedaras en la puta cocina —le
digo—. ¿Dónde está Evie?
No me responde. Su mirada pasa por encima de mi hombro y
se posa en la cautiva.
Y un grito atónito escapa de sus labios.
—¡Oh, Dios mío!
Está de pie sobre la hierba, paralela a la piscina. Tiene los ojos
muy abiertos al ver a mi última prisionera.
Lo más extraño de todo es que en su rostro brilla el
reconocimiento.
—¿La conoces? —deduzco.
Charlotte se vuelve hacia mí lentamente.
—Sí —susurra con voz estrangulada—. La conozco.
Entonces Charlotte salta hacia la rubia.
—¡Alto! —ordeno, mi voz se transmite a través del jardín.
Ni siquiera aminora la marcha. En lugar de eso, se abalanza
sobre la chica y la aprieta en un fuerte abrazo fraternal.
—¿Quién coño es? —gruño.
—Se llama Vanessa, responde Charlotte con la cara aún
hundida en el pelo de la chica. —Es mi mejor amiga.
16
CHARLOTTE

Quiero gritar.
¿Qué demonios está haciendo Vanessa aquí?
Y lo que es más importante, ¿cómo sabía dónde encontrarme?
La miro fijamente, intentando deducir alguna respuesta de su
expresión, pero lo único que veo es una obstinada
determinación.
Pero eso es bastante normal.
—Tu amiga intentó colarse en mi recinto —me informa Lucio.
Su tono vuelve a ser gélido. Tan frío que casi me estremezco
—. «Colarse» podría ser un poco demasiado generoso, en
realidad.
Hay dos guardias de Lucio a cada lado de Vanesa. La tienen
bien agarrada, pero ella trata de quitárselos de encima.
Me vuelvo hacia Lucio. —Déjame hablar con ella —le pido—.
A solas.
Se ríe burlonamente. —¿Me estás tomando el pelo?
Me acerco a él y, sorprendiéndome a mí misma, le cojo de la
mano.
—Por favor —suplico.
Sus ojos se abren de par en par. Está claro que nunca pensó
que le suplicaría algo.
Yo tampoco.
Pero por Vanessa, estoy dispuesta a tragarme mi orgullo.
—Lucio, es mi mejor amiga —le digo—. Es lo más parecido a
una familia que tengo. Sólo te pido quince minutos.
Soy muy consciente de que Vanessa sigue luchando contra los
dos hombres que intentan contenerla. La conozco lo suficiente
como para saber que sus poderes de autoconservación a veces
pueden tomarse unas vacaciones.
Mientras hablamos, les está escupiendo y gritando, —
¡Suéltenme, tarados!
—¿Todos tus amigos tienen ganas de morir? —me pregunta
Lucio seriamente.
—Por favor, no le hagas daño. Le imploro.
—¿Crees que hacerme daño te hace grande y duro? —le ladra
Vanessa—. ¿Crees que eso demuestra algo? ¿Te excita herir a
mujeres inocentes e indefensas?
Lucio se vuelve y la mira con toda concentración, pensando en
qué hacer con ella. Incluso Vanessa se estremece un poco.
—En primer lugar —entona—, no hay nada remotamente
inocente en ti. En segundo lugar, esa boca tuya es un arma en
sí misma.
—La adulación no te llevará a ninguna parte —se burla
Vanessa con sarcasmo.
—Oh, no intento adularte —le asegura Lucio—. Te lo
advierto. Estás sobrepasada, pequeña.
—No soy pequeña —responde ella—. Ven aquí y te mostraré
lo pequeña que no soy.
Frunzo el ceño y me interpongo entre Vanesa y Lucio. —¡Ya
basta! Vanessa, cállate.
Me mira como si fuera una traidora, pero la ignoro por ahora y
me vuelvo hacia Lucio. Me interrumpe antes de que pueda
empezar a exponer mi caso.
—¿Dónde está Evie? —pregunta.
—En la cocina. Enzo está con ella.
—Enzo no es la niñera —gruñe—. Deberías estar con ella.
—Grítame luego, todo lo que quieras —le digo—. Ni siquiera
me defenderé. Sólo dame esto. Quince minutos es todo lo que
necesito.
Sigue mirando a Vanessa, pero un segundo después, su mirada
vuelve a dirigirse a mí.
—Tienes diez.
No discuto. —Maravilloso. Van, vámonos.
No espero a que cambie de opinión. Agarro a Vanessa de la
mano y la conduzco al interior de la casa. Soy consciente de
que nos siguen dentro, pero ignoro nuestras sombras y la
conduzco a uno de los cuartos de suministros que hay junto a
la cocina.
Los guardias se quedan al otro lado de la pared de cristal.
Pueden vernos, pero estoy bastante segura de que no podrán
oírnos si mantenemos la voz baja.
Le doy la vuelta a Van, la agarro por los hombros y la sacudo
como a la muñeca de trapo idiota que a veces es.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —exclamo.
¡Yo debería hacerte la misma pregunta! —replica Vanessa—.
Echa un vistazo a lo que puede ver de la mansión por encima
de mi hombro. Está claramente impresionada. —Bonita casa,
por cierto.
—Vanessa —reprendo.
—¿Qué crees que hago aquí? —dice—. ¡He venido a buscarte!
¿Dónde está mi alfombra roja?
Me obligo a respirar y a contar hasta cinco antes de responder,
para no estallar accidentalmente y estrangular a mi mejor
amiga.
—¿Cómo sabías que estaba aquí?
Sonríe misteriosamente. —Tengo mis mañas.
Aprieto los dientes y entrecierro los ojos. —Vanessa…
—Jesús —suspira—. Suenas como mi madre. Quiero decir,
suenas como ella si de repente hubiera empezado a importarle
una mierda.
—¿Estás siendo difícil a propósito, o sufriste una lesión en la
cabeza al entrar aquí?
—Vanessa refunfuña—. Me preocupé cuando no supe nada de
ti, ¿Vale?” explica. —Fui a tu apartamento y ese idiota al que
llamas casero me dijo que te había echado.
Echarme es una buena forma de decirlo. Yo lo llamaría más
bien un intento de violación-extorsión, pero cada uno con lo
suyo.
Continúa, —luego fui al restaurante y tu jefe me dijo que
habías dejado de ir a trabajar. Me volví loca. No sabía a quién
preguntar, dónde buscarte. Al final… acabé contactando con…
Me doy cuenta justo antes de que diga su nombre.
—Xander, termino.
—Sipi —dice Vanessa disculpándose—. Fui al apartamento
del cabrón. Estaba medio segura de que te encontraría allí.
—Ew.
—Pienso exactamente lo mismo —dice—. De todos modos,
no estabas allí, obviamente. Pero estaba claro que sabía dónde
estabas. No hizo falta mucha insistencia para que lo contara.
—¿Y por insistencia, te refieres a..?
—Coqueteé con él, dice Vanessa con un estremecimiento
horrorizado al recordarlo. —Sí. Lo siento.
—No me pidas disculpas”, digo, mirando hacia las cristaleras
a nuestros observadores. —Soy yo quien siente pena por ti. Es
la versión más patética de un policía… incluso uno corrupto”.
—En este caso, me alegré de explotar sus debilidades.
Sacudo la cabeza y vuelvo a centrarme en el tema que nos
ocupa. —No deberías haber venido aquí —le digo—. No es
seguro.
—¿Entonces por qué estás aquí?
Sus rizos rubios y encrespados vuelan con cada movimiento de
su cabeza. Siempre he dicho que su pelo es su parte más
expresiva, lo cual es mucho decir, porque todas las partes de
Vanessa son expresivas al máximo.
—Porque no tengo otra puta opción—digo secamente–. Es una
larga historia.
—Dame la versión corta. Un resumen.
—Vanessa, por favor, no podemos hacer esto ahora —le
suplico—. Creo que puedo convencerle de que te deje ir. Pero
tienes que irte.
—¿Sin ti?
Se aferra a mi antebrazo. Me hace darme cuenta de lo mucho
que necesitaba el tacto de una amiga.
No el toque de una niña que está tan perdida como yo.
No el toque de un mafioso melancólico con inclinación por el
sadismo emocional.
Sino de una amiga.
Alguien que se preocupe por mí, pura y simplemente.
—No puedo irme.
—No me iré sin ti —dice Vanessa con firmeza.
Agarro sus manos entre las mías. —Agradezco el gesto, pero
estoy bien.
Me mira con el ceño fruncido, buscando pistas en mi
expresión. —Espera, ¿estás intentando decirme que… quieres
quedarte?
—Yo… Es complicado.
Me devano los sesos buscando la manera de que lo entienda.
Pero no encuentro nada.
Podría hablarle de Evie. Eso podría ayudar.
Pero por alguna razón, me resisto a hacerlo.
—Él y yo, tenemos un… acuerdo —digo, tanteando las
palabras.
Vanessa se me queda mirando un momento. —Ah-hah…
Arrugo el ceño. —Qué es esa cara..?
—Es que… es un acontecimiento interesante.
Que Dios me ayude. La expresión de Vanessa está virando
hacia un territorio incómodamente familiar.
—Basta —le digo—. Para ahora mismo.
No se detiene ni un poco.
En lugar de eso, esboza una enorme sonrisa.
—Vine porque pensé que podría encontrarte esposada a un
radiador en el sótano. Sólo que nunca esperé encontrarte en
cambio atada a la cama en la habitación de tu extremadamente
caliente captor.
Sólo puedo gritar, —¿Me estás tomando el pelo?
—Te estás poniendo roja como una remolacha.
—Porque me horroriza y ofende que pienses que me acuesto
con Lucio Mazzeo.
—¡Maldita sea! Hasta su nombre es sexy.
Rechino los dientes con frustración. —¿Qué te pasa?
—Oye, no te juzgo. —Levanta las manos en defensa—. Mis
bragas están mojadas sólo de mirarlo. Apuesto a que es un
animal en la cama.
—No sabría decirte —le digo bruscamente—. Nunca he estado
en su cama.
—Entonces, ¿Lo hacen en el suelo?
—¡Vanessa!
—¿Qué? —dice inocentemente—. Tú estás buena y soltera.
¿Él está bueno y… soltero?
—Su situación sentimental no importa —digo apretando los
dientes—. No tengo absolutamente ningún interés en ese
hombre.
—¿Entonces por qué estás tan dispuesta a quedarte aquí con
él?
—Me ofreció un trabajo, ¿De acuerdo?
No es exactamente la verdad, pero necesito decir algo para
quitarme a Vanessa de encima.
Y también intento protegerla.
Cuanto menos sepa, mejor.
Para todos los implicados.
—¿Cuál es el trabajo? —Vanessa pregunta—. Porque a mí
también me vendría bien uno. Si necesita a alguien que le
abrillante las ventanas, o su…
Le pongo un dedo en los labios antes de que pueda terminar
ese morboso pensamiento. —Eres terrible.
—No, soy una superviviente —corrige—. Te enganchas a un
tipo como él y el resto de tu vida es oro.
—Es un hombre peligroso, Vanessa.
Pasa de mí y sé que le está mirando a él. Resisto el impulso de
hacer lo mismo.
—Sí, parece jodidamente peligroso —dice, mordiéndose
sexualmente el labio inferior—. El tipo de peligro en el que
quiero meterme.
Le doy un ligero puñetazo en el brazo.
—¡Maldición!
—Deja de ser una imbécil —le respondo.
—No, deja de ser tú una imbécil —responde ella—. Si de
verdad no te lo estás tirando, te sugiero que empieces.
—¿Porque tu respuesta a todo es el sexo?
—Porque no has tenido sexo desde que finalmente entraste en
razón y dejaste a ese imbécil de tu ex.
No se equivoca.
Pero no voy a admitirlo.
—¿Y tú sugerencia para sacar ese clavo es el jefe de la mafia
con complejo de dios?
Se encoge de hombros como si nada. —Tienes que pensar
creativamente a veces.
Pongo los ojos en blanco. —Creo que se nos han acabado los
diez minutos —digo—, notando que el complejo de dios en
cuestión camina hacia nosotras—. Hazme un favor y mantén
tu actitud al mínimo, ¿Vale?
—Se puede defender solo.
—Vanessa.
—¡Bien, bien!
Y entonces se nos echa encima. Giramos como una sola para
mirarle, hombro con hombro, con idénticas sonrisas inocentes
en nuestros rostros.
—¿Se han puesto al día? —pregunta Lucio.
Vanessa se echa el pelo hacia atrás despreocupadamente. —De
saber que habías estado cuidando tan bien de mi mejor amiga
—murmura—. No habría sido tan…
—¿Molesta?
—Bueno, iba a decir agresiva.
—Vanessa —la interrumpo, antes de que diga una estupidez
—, ¿Puedes darnos unos minutos a Lucio y a mí?
—¿A solas? —pregunta, volviéndose hacia mí con una ceja
levantada.
Aprieto tanto la mandíbula que por un segundo me pregunto si
me voy a romper una muela. —Fuera.
—Caray —dice Vanessa, dedicándome una amplia sonrisa
mientras sale de la habitación—. Realmente necesitas relajarte,
mujer.
Mira fijamente a Lucio mientras se marcha, pero
afortunadamente está de espaldas a ella.
No tan afortunadamente, eso significa que me está mirando.
—No quería hacer daño —le digo cuando Van se ha ido.
Se burla. —Tengo la sensación de que no está de acuerdo
contigo.
—Ladra más de lo que muerde. Me retuerzo las manos a la
espalda, esperando que no vea el gesto nervioso.
—De alguna manera, no creo que eso sea cierto.
Suspiro. —Lucio —empiezo—, estaba preocupada por mí.
Llevaba más de una semana sin saber nada de mí y consiguió
localizarme. ¿Qué iba a hacer, dejarme sufrir?
—¿Cómo te encontró?
—Es ingeniosa —le explico encogiéndome de hombros—.
Pero no te preocupes, le dije que me habías ofrecido trabajo y
se lo cree.
Sus cejas se levantan. Sé que sospecha de mí.
—No va a hablar —añado apresuradamente—. No tiene nada
que decir, de todos modos.
—¿Y qué pasa con Evie? —Lucio exige.
—No ha visto a Evie. Ni siquiera la he mencionado.
Sus ojos brillan con fuego. —¿Esperas que me crea eso?
—¡Eh! —digo, con la rabia encendida en mi interior—. Soy
yo quien está con esa niña día y noche. Es una niña increíble y
no haría nada que comprometiera su seguridad.
En cuanto las palabras salen de mi boca, recuerdo la noche en
que Xander irrumpió en mi habitación.
Había visto a Evie.
Me siento culpable, pero no puedo permitir que se me note.
—Puedes acusarme de muchas cosas —continúo—. Pero no
de eso. Haría cualquier cosa para proteger a Evie.
Los ojos grises de Lucio se quedan pensativos un momento. —
¿Respondes por tu amiga? —pregunta finalmente.
Asiento de inmediato. —Sí. Cien por cien.
—Bien —acepta—. Es libre de irse. Cuanto antes, mejor.
—Gracias —digo—. Lo digo en serio.
Supongo que es el final de las cosas.
Pero ya sabes lo que pasa cuando asumes.
En lugar de soltarme, Lucio da un paso adelante, acortando la
distancia entre nosotros a unos míseros centímetros. Su
expresión se vuelve oscura y amenazadora.
—No me des las putas gracias —dice—. Y no asumas que
ceder ante ti es señal de amistad. No lo es.
Hace una pausa y me mira a la cara durante un segundo.
Es abrasador. Intenso. Tanto que quiero escabullirme hacia
atrás.
Mantente firme, Charlotte. No dejes que vea tu miedo.
—Nunca olvides lo que te dije, Charlotte —susurra—. Ahora
me perteneces. Asegúrate de que tu amiga sepa que cualquier
información que saque de aquí es clasificada. Y si empieza a
hablar con alguien con quien no debería hablar… la mataré.
Pero no rápido. Será largo. Será lento. Será doloroso.
Me acobardo ante la amenaza.
Es sincero. No me cabe duda de que lo dice en serio.
Por eso me deja una oscura sensación de vacío en la boca del
estómago.
—Y si dice una palabra sobre Evie…
—No lo hará —le corto—. Pero, de cualquier manera, no
puedes mantener a Evie escondida aquí para siempre.
—No —asiente Lucio, sus ojos chispean con ardiente
brutalidad—. Pero si me entero de que tu amiga me está
creando problemas ahí fuera, te mantendré escondida aquí para
siempre.
Luego se marcha.
Puedes decir lo que quieras de Lucio Mazzeo, pero el hombre
sabe cómo hacer una salida.
17
LUCIO
AL DÍA SIGUIENTE - DESPACHO DE LUCIO

—Hola, hermano —dice Adriano entrando en mi despacho.


Lleva una camisa blanca de botones arrugada y el pelo castaño
oscuro un poco fuera de lugar. En su cara se dibuja su habitual
sonrisa despreocupada.
Por alguna razón, hoy me molesta más de lo normal.
—¿Por qué coño estás tan contento? —gruño mientras se
sienta frente a mi escritorio.
La sonrisa de Adriano se ensancha. —¿Por qué demonios estás
tan malhumorado?
—No lo estoy. Respondo a secas.
Adriano levanta el dedo en el aire como si estuviera a punto de
dar a conocer al mundo alguna idea brillante.
—Ahhh. No hace falta que me lo expliques. Lo entiendo.
Antes de darme cuenta de que es una pésima idea picar el
anzuelo, digo, —¿Entiendes qué?
—Hace tiempo que no echas un polvo.
Gruño y aprieto la frente contra la palma de las manos. —Esa
es una puta suposición simplista.
—No es una suposición. Resulta que sé que, hace semanas que
no echas un polvo —dice—. Justo en la época en que cierta
belleza de ojos azules entró en tu vida.
Sus palabras me tocan la fibra sensible, pero no dejo que se me
note.
—No sabes de lo que estás hablando.
—Pasé una noche estupenda, por si te lo estabas preguntando
—me dice Adriano—. Fuimos yo. Mónica. Naomi. Tres
botellas de Dom Perignon y una pastillita azul que me gusta
llamar…
—Ahórrame los detalles escabrosos.
—Los detalles son exactamente lo que necesitas —me dice
salazmente.
—Eres un niño.
Adriano se encoge de hombros. —No lo entiendo, amigo. ¿Por
qué no admites que la deseas? —Parece realmente
desconcertado.
—No la deseo —respondo fríamente—. Mi interés por ella es
puramente profesional.
—Mentira. No me lo creo.
—Porque nunca has conocido a una mujer que no quisieras
follarte.
—Ah, bueno, demándame —Adriano sonríe mientras me mira
—. En una nota no relacionada, me enteré del allanamiento de
ayer.
—Una de las amiguitas de Charlotte, le explico.
—¿Estaba buena?
Pongo los ojos en blanco. —Definitivamente es tu tipo.
—¿Una pelirroja?
—No, sólo quiero decir que estaba viva.
Se ríe entre dientes mientras se reclina en la silla. —¡Oh ho! El
jefe suelta un chiste. Damas y caballeros, está despierto
después de todo. En serio, ¿Qué aspecto tiene?
—Rubia. Pelo rizado. Agresiva.
Adriano cierra los ojos y empieza a emitir un extraño
ronroneo.
—¿Qué demonios estás haciendo? —pregunto cuando ha
pasado un momento y sigue con lo mismo. Se lleva un dedo a
los labios pero no abre los ojos.
—Shh. Déjame disfrutar de esto. Me estoy imaginando
emparedado entre Charlotte y su amiga buenorra.
Sé que está bromeando, pero la ira surge instintivamente de
todos modos.
—Abre tus malditos ojos, imbécil. Charlotte está fuera de los
límites. No porque quiera follármela —aclaro a toda prisa—
sino porque es la niñera de Evie.
Adriano abre un ojo de golpe y me dedica una mierda de
sonrisa devoradora. —Lo que tú digas, hermano. Lo que tú
digas.
—¿Por qué estás aquí? —exijo.
Adriano se pone más serio. —Quería ponerte al día de los
movimientos polacos.
—¿Y?
—Silencio —termina con un ruido seco. Frunce el ceño, lo
que no es habitual en él—. Están pasando desapercibidos.
—No me fío —hago una mueca—. Están planeando algo.
—Estoy de acuerdo —dice—. Pero hasta que hagan su
próximo movimiento, tendremos que ser pacientes.
—¿Qué pasa con nuestros ojos en terreno? —pregunto.
—Las fronteras han estado tranquilas —me dice Adriano—. Si
los polacos entran y salen de nuestro territorio, están haciendo
un buen trabajo para cubrir sus huellas.
—No me gusta.
—No, a mí tampoco —coincide Adriano—. Pero nuestra única
otra opción es enfrentarnos a ellos directamente.
Sacudo la cabeza. —Eso llevará a una guerra total.
—¿Sería tan malo?
—¿Tan jodidamente aburrido estás?
—Estoy harto de esos cabrones polacos —me dice—. Estoy
dispuesto a acabar con ellos de una vez por todas.
—Y lo haremos —le aseguro—. Pero no lo haremos
precipitándonos. Mi padre era impulsivo y mira lo que le
costó. Mira lo que nos costó a todos.
—Nadie se acuerda de la familia Mazzeo antes de ti, hermano
—dice Adriano.
Pretende ser tranquilizador.
Pero no puedo evitar preguntarme si sólo intenta aplacarme.
—Porque corregí los errores de mi padre —corrijo—. Porque
goberné con mano de hierro y convertí el apellido Mazzeo en
lo que siempre debió ser. Pero durante los primeros años
después de convertirme en jefe, no fue fácil.
Los ojos verdes de Adriano son solemnes. —Me acuerdo.
—¿De verdad? Porque a veces, creo que has olvidado los
malos años.
Adriano frunce los labios un momento y suspira. —Vale,
culpable. Es más fácil olvidarlo.
—Y más peligroso —añado—. Por eso nunca los olvidaré.
—¿No sea que estemos condenados a repetirlos?
—Algo así.
Nos sumimos en un silencio pensativo por un momento. Años
de cosas no dichas ondulan bajo la superficie. Fragmentos de
nuestro pasado que a ambos nos gustaría que permanecieran
dormidos.
—Charlotte ha estado presionando para que su amiga visite el
complejo —le digo a Adriano cuando ha pasado un minuto—.
En condiciones adecuadas esta vez.
Levanta las cejas. —¿Puedo estar aquí cuando ella venga?
—Estoy pensando en permitirlo. A ella, no a ti.
Ladea la cabeza y me mira con desconfianza. —Supongo que
tienes un motivo oculto para ser tan complaciente.
—Mi instinto me dice que la chica puede ser útil.
—¿Cuál de las dos? —pregunta Adriano.
Hago una pausa. —Las dos.
—¿Es esa la única razón por la que permites esto?
Puedo oír la pregunta subyacente, ¿O hay algo más que no me
estás contando?
Lo ignoro.
—Está haciendo un buen trabajo con Evie —digo—. En parte
porque es verdad y en parte porque es un sutil engaño. —
Ceder a esta concesión no es un problema para mí.
—Estoy seguro de que estará muy agradecida.
Ignoro la insinuación en el tono de Adriano mientras mis
pensamientos se centran en Evie.
He hecho algunos progresos con ella, pero noto su inquietud a
mi alrededor. Y lo que es más grave, percibo su confusión.
Ya me ha preguntado varias veces más por su madre y se me
acaban las formas de evadir la pregunta.
Sobre todo, porque yo mismo no tengo muchas respuestas. La
permanencia de Sonya en mi vida terminó de la peor manera
posible, desapareciendo sin dejar un puto rastro.
No me gusta ahondar en esos recuerdos.
Adriano interrumpe mis pensamientos. —¿Pasa algo,
hermano?
Me centro en sus ojos encapuchados. —Evie ha estado
preguntando por su madre —le digo.
—Maldición, —respira.
—«Maldición» es correcto —reconozco—. Ha preguntado
varias veces. Y sé que también le pregunta a Charlotte.
—¿Cuánto sabe?
—Charlotte es inteligente —le digo—. Ella sabe que Evie es
mía. Pero asume que tengo algo que ver con la ausencia de
Sonya.
—Vaya, ¿Por qué iba a pensar algo así? —bromea.
Entrecierro los ojos y él me dedica una sonrisa de disculpa. —
Ya sabes lo que quiero decir.
—Tengo que decírselo.
—¿A Charlotte? Pregunta Adriano
—A Evie —aclaro—. Necesita saber que Sonya no va a
volver.
—¿Vas a decirle a una niña de seis años que su madre está
muerta? Eso es frío, incluso para ti.
—¿Qué otra opción tengo? —pregunto—. Tiene derecho a
saberlo.
—No sabes cómo decírselo, ¿Verdad?
—Ni puta idea —admito, apretando la frente contra la fría
superficie de mi escritorio, agotado. —Mierda.
Pienso en mi propia infancia, buscando una solución.
¿Recuerdo haberme sentado a conversar con alguno de mis
padres?
No.
Porque nunca ocurrió.
No les interesaba ser padres. No les importaba si entendía una
mierda o no. No discutían sentimientos ni opiniones.
Mi madre no podía molestarse en ser una madre para mí.
Y mi padre sólo aparecía cuando quería a alguien con quien
descargar su ira.
Había sobrevivido a ese tratamiento de frío y calor.
Y en general, había estado bien.
Excepto en los casos en que necesité un padre en quien
apoyarme. Y ellos simplemente se habían alejado.
Bueno, a la mierda con eso. Me hizo más fuerte.
Pero también me dejó amargado, resentido. Enojado.
Tan jodidamente enfadado.
Siempre estuve preparado para abrirme camino como adulto.
Pero ningún niño debería sentirse tan jodidamente solo. Eso no
es lo que quiero para Evie.
Puedo hacerlo mejor. Lo haré mejor.
—Sólo estate ahí con ella, amigo —me dice Adriano—.
Abrázala. Acompáñala. Dale, cariño. ¿No es de eso de lo que
se trata la paternidad?
Levanto las cejas. —Mierda, exclamo otra vez.
—¿Qué?
Sonrío. —A veces olvido que en realidad puedes ser sabio.
—Ese soy yo —sonríe Adriano—. Soy una fuente de sabiduría
paterna.
Gruño. —Y así, volvemos a nuestra programación regular.
Se ríe, sus ojos verdes brillan. —Sólo estás celoso.
—¿De qué?
—De lo… sabiduriento que soy.
Me río entre dientes. —Eso no es una palabra. Antes de que
pueda hacer un chiste, añado apresuradamente —En español o
en francés.
—Maldita sea. ¿Estás seguro? Realmente suena como una
palabra.
Volvemos a quedarnos en silencio. Intento imaginarme
sentado frente a Evie, preparándome para contarle la verdad
sobre su madre.
Una cosa me parece clara, la destruirá.
Perder a un padre tan joven le hace mierda a tu cerebro.
Tal vez tenga que pedir refuerzos para esto.
Pienso en Charlotte. Sus sorprendentes ojos azules. Su pelo
oscuro. Su fuego. Su bondad.
No confío en ella.
Pero confío en su afecto por Evie.
Quizá debería estar en la habitación conmigo cuando le cuente
a Evie lo de Sonya. Definitivamente hará que Evie se sienta
más cómoda.
La decisión me parece bien.
Pero también trae nuevas dudas.
Estoy empezando a depender cada vez más de Charlotte. Y esa
mierda no me gusta.
Una vez que le haya dicho a Evie lo que pasa, me desharé de
esa muleta en particular.
Mi tiempo con Charlotte tiene que terminar.
Ahora.
18
CHARLOTTE
MÁS TARDE ESA NOCHE - LA MANSIÓN MAZZEO

—Manos arriba —le digo—. Evie levanta los brazos y me


ayuda a ponerle el pijama por encima de la cabeza. Se retuerce
para ponerse la camiseta de manga larga de algodón y me
sonríe.
—¿Me lees un cuento? —pregunta.
—Por supuesto —digo, justo cuando oigo girar la cerradura de
la puerta.
Un segundo después, entra Lucio.
Lleva una camiseta negra que le abraza el pecho y los brazos.
Es un detalle en el que no me agrada fijarme, pero tampoco
puedo apartar la mirada.
—Hola, Evie —retumba.
—¡Mira! —dice corriendo hacia él—. Hoy hemos pintado.
—¿Puedes enseñármelo?
Entusiasmada, Evie le lleva hasta su pequeño escritorio
blanco, reservado para los proyectos de manualidades. Coge
con cuidado el papel en el que ha trabajado toda la tarde y lo
muestra para que él lo apruebe.
—Vaya —murmura Lucio, agachándose para quedar a la altura
de sus ojos—. Eres toda una Picasso.
—Eso es lo que dijo Charlotte, también.
—Tiene toda la razón. Buen trabajo, «tesoro».
Sonríe tímidamente mientras Lucio se endereza y me mira.
Todavía estoy ocupada estremeciéndome al oír cómo suena el
italiano cada vez que llama a Evie su tesoro.
Me hace cosas.
Cosas a las que me niego a poner nombre.
—Evie, ¿Por qué no vas a elegir el cuento que quieres oír esta
noche para dormir? —Le digo dando un trago.
Con una feliz inclinación de cabeza, se escabulle hacia las
estanterías de la esquina de la habitación. Me giro para mirar a
nuestro perturbador de la paz con cara de piedra.
—¿Qué te trae por aquí? —le pregunto a Lucio con curiosidad.
—Tienes una invitada, dice. Sus facciones se endurecen en
cuanto su hija desaparece.
—¿Vanessa?
Lucio asiente. —Tienes una hora con ella —me dice—. Y
luego se va.
Miro hacia la puerta por la que Evie acaba de desaparecer. —
Todavía tengo que acostarla.
—Lo haré yo esta noche —dice.
Le miro fijamente. —Espera, mi oído se me debe haber
tapado. ¿Dijiste que la llevaras a la cama esta noche?
Frunce el ceño. —Puedes levantar la mandíbula del suelo. Soy
capaz de acostar a una niña de seis años.
—Oh, por supuesto. ¿Qué no puedes hacer, Superman? Yo
sólo, ya sabes, no pensé que fuera tu tipo de cosa.
—Sí, sí, —digo rápidamente—. Yo sólo… creo que es genial
que estés haciendo un esfuerzo con Evie. Eso es todo.
Sus ojos se oscurecen. —No necesito tu aprobación.
En otro tiempo, me habría estremecido ante su temperamento.
Ahora, yo misma me enfado.
—Estoy tratando de darte un poco de ánimo, imbécil. Le digo
mirándole a los ojos.
—Y yo te digo que no necesito que me des animó.
—Jesús, ¿Cuál es tu problema? —escupo—. ¿Alguien se ha
meado en tus cereales esta mañana? ¿Tuviste un largo día de
trabajo torturando gente en tu pequeña celda del sótano?
Sus ojos se posan en mi cara.
Luego, para mi sorpresa, revolotean sobre mi cuerpo durante
brevísimos segundos antes de apartarse por completo de mí.
No responde a ninguna de mis burlas.
—Una hora —dice en su lugar con una sensación de
estrepitosa finalidad—. Te está esperando en la piscina.
Evie aprovecha ese momento para volver corriendo con un
enorme libro de ilustraciones bajo el brazo. Empieza a
dármelo, pero sonrío y le retiro el pelo de la cara.
—Evie, tu papá te va a acostar esta noche, ¿De acuerdo?
Sus ojos grises nos miran alarmados. Estoy a punto de
consolarla, cuando Lucio se me adelanta.
—Soy un narrador bastante bueno —le dice a Evie—. Una vez
que hayas oído mis historias, nunca te conformarás con nada
inferior.
No me mira, pero de todos modos siento el sutil ardor del
menosprecio.
Ella sonríe. —¿De verdad?
—El mejor. De fama mundial.
—¿Vas a estar bien, Evie? —pregunto de nuevo. Sólo para
asegurarme.
Ella asiente y yo le guiño un ojo.
Pero cuando me levanto y vuelvo a establecer contacto visual
con Lucio, esa sonrisa desaparece al instante.
—Si me necesita…
—No lo hará.
Bien. Que te jodan a ti también, colega. Pienso.
Apretando los dientes, salgo de la habitación y bajo al primer
piso.
Me doy cuenta de que Vanessa no me está esperando sola.
Enzo está de pie a unos metros de ella, haciendo lo posible por
ignorar sus preguntas.
—¿Cuánto te paga? —la oigo preguntar—. Debe ser bastante,
¿Eh? Esos zapatos no son baratos.
—¡Van! —le digo—. Deja en paz al pobre Enzo.
Enzo me mira con evidente alivio.
—Has tardado mucho en llegar —se queja Enzo.
—La llegas a querer con el tiempo. Le contesto a Enzo con
una pequeña sonrisa.
—No me voy a quedar mucho tiempo para eso —me dice
rotundamente—. La vida es demasiado corta.
Se aleja, dejándonos bajo los focos que iluminan el césped y
las alcobas florales del jardín a lo lejos.
—Este sitio es de locos —murmura Vanessa, acercándose y
abrazándome fuerte.
Le devuelvo el abrazo agradecida. Lo necesito más de lo que
ella pueda imaginar.
Sin embargo, sigue obsesionada con la mansión. Es
comprensible.
—¿Has usado la piscina por la noche? —pregunta—. ¿Un
chapuzón desnuda a medianoche?
—Definitivamente no. Mis días terminan bastante pronto.
Frunce el ceño.
Lo dije como un comentario inocuo, pero ella vio claramente
algo en mi tono que merecía la pena investigar.
—¿Y eso por qué? —pregunta.
Dudo por un extraño sentimiento de algo, ¿Lealtad? ¿Respeto
por la intimidad de Lucio? No estoy segura.
Al final, decido decirle la verdad.
—Me encierran en mi habitación a las ocho y media.
—¿Lo dices en serio? —Vanessa se resiste, con los ojos
desorbitados.
Suspiro. —No confía en mí.
—Eso es de ricos —Vanessa chasquea—. ¿No es él quien te
retiene aquí contra tu voluntad?
—Es… complicado.
—Sigues diciendo eso —responde impaciente—. Pero aún no
me has explicado qué coño significa eso.
—Van, me han echado de mi piso. Ya no tengo dinero ni
trabajo —digo agotada—. Esta situación no es ideal, y no digo
eso. Pero al menos tengo un techo.
—Vale, así que viste una oportunidad y la aprovechaste —
asiente—. Por eso creo que te va a encantar lo que te voy a
sugerir.
Uf. Algo me dice que no me va a gustar nada.
Había sospechado que Vanessa tenía un motivo oculto para
venir a visitarme aquí de nuevo.
La chica es ingeniosa como el infierno. Eso es bueno.
Y reconoce una oportunidad jugosa cuando la ve. También es
bueno.
Pero le gusta vivir peligrosamente.
Y de ahí vienen todos sus problemas.
—¿Qué sería eso? pregunto, cansada más allá de lo creíble.
—Hay toneladas de cosas bonitas y caras en este lugar —
murmura, mirando por encima de mi hombro hacia la casa—.
Aunque sólo cojamos unas pocas cosas, haremos una fortuna.
Suficiente para sacarte de esta trampa mortal y empezar una
nueva vida en la carretera, al estilo Thelma y Louise.
Me vuelvo hacia la casa. Veo que Enzo nos vigila desde dentro
de la cocina.
—En primer lugar —empiezo con un escalofrío—, No. En
segundo lugar, claro que no. Y tercero, aunque quisiera, me
vigilan constantemente. Ni siquiera sería capaz de robar un
tenedor, mucho menos algo que valga la pena vender.
—¡Que intenten detenernos! — exclama Vanessa con
confianza—. Entre las dos, podemos sacar esto adelante.
—Van… le reprocho para llamar su atención.
—Antes de que digas que no, escúchame —me dice,
cortándome—. Este hombre es rico y poderoso. Créeme, no va
a echar de menos unas cuantas baratijas. Ni siquiera se dará
cuenta, Maldición. ¿Qué digo siempre de los chicos de la calle
como nosotros?
—Sobrevivimos gracias a las oportunidades, repito
vacuamente.
No es la primera vez que hacemos esto, ella me convence de
hacer algo que sé que no es buena idea.
Pero si Lucio nos atrapa, podría ser la última.
—Exactamente —dice—. Sobrevivimos gracias a las putas
oportunidades. Y aquí tenemos una de oro. Seríamos unas
completas idiotas si no la aprovecháramos.
—Vale, vale, vale. Para. Ya explicaste tu punto.
Vanessa levanta las cejas. —¿Eso significa que lo haremos?
Suspiro profundamente, dándome cuenta de que tiene razón.
Y en mi caso, tiene más razón de la que ella misma cree.
Xander aún no ha intentado ponerse en contacto conmigo,
pero sé que es sólo cuestión de tiempo que muestre su fea cara.
Y si no tengo información para darle… entonces estoy
básicamente jodida.
Tengo que ir de caza por la mansión de Lucio.
Antes de que la mafia polaca venga a cazarme.
—Sí —digo—, me apunto.
—¡Sí!
—Pero espera un momento.
Se le cae la expresión. —¿Qué?
—No creo que debamos robar cosas de la casa, le digo.
—¿Por qué diablos no?
Hago una pausa para que surta efecto antes de terminar, —
Porque creo que deberíamos apuntar más alto.
Vanessa me mira estupefacta. Tarda un segundo en recuperarse
del shock, pero cuando lo hace, una enorme sonrisa se dibuja
en su cara. Esos hoyuelos suyos están en plena exhibición.
—¡Oh, que perra! —me dice, empujándome juguetonamente
en el hombro—. ¿Qué tenías en mente?
—El libro de cocina Mazzeo.
La excitación de Vanessa baja un escalón. —Oh. Ok. Yo, uh,
sé que te gusta cocinar, pero creo que estás sobreestimando el
valor de…
Me echo a reír. —Jesús, no tienes ni idea. No es un libro literal
de recetas, ¡tonta!
—¿No lo es?, me responde con cara de estúpida.
—No. Todas las Familias llevan un registro de sus
transacciones ilegales, le digo. —Cuánto dinero y suministros
se envían a quién, cuándo y cómo… cosas tan incriminatorias
como ésa. Estoy dispuesta a apostar que ese libro vale más que
todo lo que hay en la casa.
Sus ojos se agrandan cada vez más a medida que empieza a
comprender.
—No sólo sería valioso, sino que podemos usarlo como un
seguro —continúo—. Podríamos ganar inmunidad, protección,
dinero. Lo que demonios queramos.
Cuando termino, echa un silbido.
—Vaya, nena —me dice, haciendo una reverencia—. Mis
respeto. No te conocía esa faceta.
Siento una punzada de culpabilidad, pero no quiero
arriesgarme a contarle lo de Xander o el polaco. Es mejor que
no sepa nada de esa mierda.
—Entonces… ¿Te apuntas? pregunto.
—¡Claro que sí! —dice entusiasmada—. Estoy tan
jodidamente dentro.
Respiro hondo. Estoy un poco temblorosa, me doy cuenta.
—Vale, entonces supongo que haremos esto.
La sonrisa de Vanessa se ensombrece al darse cuenta de lo que
estamos arriesgando. —Esto no va a ser fácil, ¿Verdad?
—No. Le respondo algo temblorosa.
—Y si nos pillan…
—Las dos estamos muertas —le digo sin rodeos—. Y no estoy
siendo dramática cuando digo eso, tampoco. Quiero decir
literalmente muertas. Sin pulso. Nunca encontrarán nuestros
cuerpos.
—Cierto —respira Vanessa— ¡Mierda!
—No tienes por qué participar, Van —señalo.
—¿Vas a seguir adelante sin mí?
—No tengo que pensarlo. —Sí.
No es que tenga muchas opciones.
—Entonces no me echaré atrás —jura solemnemente—. Me
necesitarás.
Sonrío. —No te preocupes —le digo—. En cuanto tengamos
esos archivos, nos iremos lo más lejos posible de aquí.
—Algún sitio bonito —recalca Vanessa—. Con playa. Y barra
libre. Y un camarero guapo y sin camiseta.
—Claro, digo con una sonrisa agridulce.
Suena bien. Arena blanca, sol dorado, nadie más que mi mejor
amiga a mi lado.
Pero es demasiado bonito para hacerse realidad.
Las chicas como Vanessa y yo nunca tenemos finales felices.
Es algo en nuestra genética. Somos basura de remolque.
Desechos humanos.
¿Por qué nos tocaría un final feliz?
Así que no, nada de esto es justo. No para mí. Ni para Vanessa.
Ciertamente no para Evie.
Y si hay una forma de salvarme sin herir a esa preciosa niña,
haré todo lo posible por hacerlo.
Eso no cambia el hecho de que me siento fatal.
¿Me siento culpable por lo que voy a hacer? Sí.
¿Voy a hacerlo de todos modos? Sí.
¿Por qué?
Porque sobrevivo gracias a las putas oportunidades.
19
CHARLOTTE

Van me coge de la mano mientras caminamos lentamente


desde la terraza de la piscina hacia la mansión. La verdad es
que agradezco el contacto.
Siempre que Lucio está cerca, siento que me vuelvo loca. La
mano de Vanessa en la mía me recuerda que hay una realidad
sólida fuera de estos terrenos.
Sólo tengo que encontrar el camino de vuelta.
—Tiene que estar en algún lugar de su despacho —dice
conspirando.
—Estoy de acuerdo —le susurro—. Pero no sé cómo
demonios vamos a entrar ahí.
—Tendremos que ser creativas —dice Vanessa con una sonrisa
que no sé si me gusta.
—Van… le sermoneo.
Ella levanta las cejas inocentemente. —¿Yo?
—Estás tramando algo —acuso.
—Um, ¿Holaaaa…? Ambas lo estamos haciendo.
La ignoro. —¿En qué estás pensando?
Mira más allá de mí. —Creo que yo debería distraer y tú
deberías investigar.
Frunzo el ceño y estiro el cuello hacia atrás para echar un
vistazo a la casa y ver qué ve ella.
Enzo ha desaparecido, pero veo a Lucio sentado en un
elegante sillón negro junto a las enormes ventanas de cristal.
Tiene una copa en la mano y no oculta que nos está
observando.
Siento que el calor me sube por el cuerpo cuando sus ojos se
cruzan con los míos.
Antes de volver a recordar el incidente del Rolls Royce, o el
de la mesa en su despacho, o el de la celda, acorralada, o
cualquiera de las millones de veces que me ha hecho sentir
como si estuviera a punto de volverme loca por impulsos
inconfesables, rompo el contacto visual y me vuelvo hacia
Vanessa.
—¿Estás sugiriendo que hagamos esto… ahora?
—Bueno, sí —dice Vanessa como si yo estuviera mal de la
cabeza—. ¿Por qué esperar?
Siento que el miedo me atraviesa al pensar en las
ramificaciones de lo que podría ocurrir si nos atrapan.
De repente, no soy tan valiente.
—Vanessa…
—Podemos hacerlo, Charlotte —dice, cortándome—. Sólo
tenemos que comprometernos.
—Estoy comprometida —respondo—. Pero no sueno muy
convincente. Ni siquiera a mí misma.
—Entonces, ¿Qué te preocupa? —pregunta—. Quiero decir,
entre tú y yo, somos una fuerza a tener en cuenta.
—No estoy preocupada por nosotras —aclaro—. Estoy
preocupada por… él.
Vanessa sigue mi mirada, pero su rostro se divide en una lenta
sonrisa. —Bueno, entonces deberías dejar que yo me preocupe
por él.
—¿Qué vas a hacer? —pregunto. Siento un nerviosismo
diferente al que esperaba sentir.
—Lo que mejor sé hacer —me dice Vanessa guiñándome un
ojo—. Vamos.
Empieza a caminar hacia la casa.
—¡Vanessa! —siseo tras ella, pero me ignora.
Sin otra opción, la persigo. El corazón me late con fuerza en el
pecho. Pero me trago el sabor del miedo.
Es hora de comprometerse.
Me quedo junto a la puerta y veo cómo Vanessa se desliza
hacia donde está sentado Lucio, con un whisky en la mano.
He visto esa caminata en ella antes.
En clubes nocturnos. Alrededor de hombres ricos.
Es toda una profesional, con el pelo alborotado, las caderas
contoneándose y un aura de sexualidad invencible que irradia
como un reactor nuclear.
Es una forma eficaz de llamar la atención, por no decir otra
cosa.
Excepto que Lucio en realidad no la está mirando.
Me está mirando a mí.
Sus ojos grises atraviesan Van y me chamuscan con la fuerza
de su mirada.
—Hola, grandulón —dice Vanessa, poniéndose delante de
Lucio y desviando su atención de mí—. Sólo quería venir a
darte las gracias por dejarme visitar a mi chica.
En cuanto a las estrategias, hace tan sólo unos segundos me
habría mostrado extremadamente confiada.
Pero ahora, no estoy tan segura.
No parece estar funcionando en Lucio en absoluto. Mira a Van
como si no le interesara en absoluto.
El silencio es insoportable.
Bueno —dice finalmente—, me lo has agradecido.
Es un despido, simple y llanamente. Lo sé yo, lo sabe Vanessa,
lo saben hasta las plantas del jardín.
Pero Vanessa no se inmuta.
Siempre se le ha dado bien no aceptar un «no» por respuesta.
Se acerca a él hasta que su entrepierna queda alineada con su
cara.
Lleva una minifalda vaquera que le cuelga de las caderas. Su
crop top amarillo tiene mangas onduladas y termina justo
debajo de sus pechos, revelando una generosa porción de su
sección media y poniendo su anillo del vientre en plena
pantalla.
Con sus curvas bronceadas y su pelo rubio, es el sueño
húmedo de cualquier hombre.
Dado lo que intentamos hacer, yo también querría que fuera el
sueño húmedo de Lucio.
Pero de alguna manera, no es así.
—Estoy muy agradecida —continúa Vanessa, inclinándose
para que sus tetas estén en su cara—. Sólo quiero mostrarte
exactamente cuánto.
Levanta las cejas. Me preparo para que le dé una patada en el
culo. De hecho, lo estoy deseando en silencio.
Y entonces…
—¿Cómo piensas hacerlo exactamente?
No hay nada antagónico en su tono. Ni siquiera parece
molesto.
Parece más… divertido.
Curioso.
¿Me atrevería a decir interesado?
Siento una extraña opresión en el pecho que no puedo explicar
inmediatamente.
—No estoy tan segura —dice Vanessa, esbozando su mejor
sonrisa—. ¿Por qué no me lo dices?
Una comisura de sus labios se tuerce en una sonrisa siniestra y
sexy a la vez.
Está a punto de hablar…
Hasta que, de repente, me encuentro caminando en la
habitación.
—Vanessa —anuncio—. Vámonos. A Lucio no le gusta la
compañía.
Me mira sorprendida y su rostro se nubla de confusión. Puedo
ver la pregunta en sus ojos, ¿Qué mierda estás haciendo?
—Charlotte —Lucio interviene—. ¿No tienes que estar en
algún sitio?
Me quedo mirándole un momento. —No me di cuenta de que
estaba interrumpiendo —digo apretando los dientes.
—Tu amiga aquí presente estaba expresando su gratitud por
esta pequeña visita —retumba—. ¿Quizás deberías ir hacer tus
deberes?
Nuestro plan está saliendo a la perfección. Me está diciendo
que me pierda.
Que es como regalarme la oportunidad perfecta para buscar el
libro de cocina Mazzeo. Entonces, ¿Por qué tengo las piernas
inmovilizadas?
¿Por qué la idea de alejarme me hace sentir mal?
—¿Pasa algo, Charlotte? —pregunta Lucio, mirándome a los
ojos.
Noto cómo se me calientan las mejillas bajo su mirada.
Y puedo ver el brillo maligno en su mirada.
Está jugando conmigo.
No estoy segura de qué espera ganar con esto, pero sé que no
puedo darle lo que más desea, mi desesperación.
—Bien —digo.
Giro sobre mis talones y me alejo de los dos.
Y aunque deseo desesperadamente volver la vista hacia ellos,
no lo hago. No puedo soportar la idea de ver lo que podría
suceder a continuación.
En lugar de eso, me escabullo escaleras arriba y subo al tercer
piso. Está claro que a nadie le interesa lo que estoy haciendo,
pero me muevo rápido de todos modos.
Cuando llego a la puerta del despacho de Lucio, respiro hondo
y giro el picaporte. Siseo de sorpresa cuando la puerta se abre
con facilidad.
¿La dejó abierta?
Eso me sorprende, pero estoy tan aliviada de haber entrado tan
fácilmente que no me lo cuestiono.
El despacho es grande, pero el espacio de almacenamiento
parece limitado. Me acerco a su escritorio y empiezo a abrir
cajones. Tres de ellos se abren sin problemas.
Pero todos están vacíos.
Me muevo hasta el último cajón. Por supuesto, es el que está
cerrado.
—Maldición —murmuro.
Me vuelvo hacia la oficina vacía y miro a mi alrededor. Hay
más sitios donde buscar. Sé que no he buscado a fondo. Pero…
Sigo imaginando a Vanessa inclinándose.
Sigo viendo a Lucio mirarle las tetas.
Imagino lo que estarán haciendo ahora.
Imagino lo que podrían hacer si tardo más en volver a bajar.
¿Por qué me importa?
No debería molestarme lo que Lucio haga, ni con quién.
Y no me importa.
No me importa, maldición.
Pero Vanessa… es mi amiga. Y necesito protegerla.
Esa escasa justificación es lo suficientemente convincente
como para sacarme del despacho de Lucio y volver a bajar.
Camino más rápido de lo normal e intento decirme a mí misma
que es pánico. Es preocupación. Son los nervios.
Pero los celos son una emoción demasiado obvia para
ignorarla o negarla.
Especialmente cuando doblo la esquina y los veo a través de la
pared de cristal que elimina cualquier esperanza de intimidad.
Siento que mis músculos se tensan cuando me doy cuenta de
que Vanessa está sentada en el regazo de Lucio.
En su maldito regazo.
Y él se lo permite.
Le recorre el pecho con los dedos, abriéndole la camisa para
descubrir la dura pared de músculos que hay debajo.
Y él se lo permite.
Le susurra algo y se ríe de su respuesta.
Y él se lo permite.
No puedo oír ni una palabra, pero conozco a Vanessa lo
suficiente como para saber el tipo de súplica que está tratando
de venderle.
Supongo que, en el fondo, había asumido que Lucio se daría
cuenta.
—¡Vanessa! —exclamo.
Se sobresalta cuando entro en la habitación con ellos.
—¡Charlotte! —grita sorprendida—. ¡Jesús! ¿De dónde has
salido?
—Necesito hablar contigo, le digo a través de unos labios que
empiezan a temblar por todo tipo de emociones.
—¿Ahora? —pregunta incrédula.
—¡Ahora! —Respondo más que rápido.
Con un suspiro audible, Vanessa se baja del regazo de Lucio.
—Lo siento, cariño —le dice, erizándome la piel—. Supongo
que tendremos que continuar en otro momento.
Le hace un guiño que me hace poner los ojos en blanco y me
sigue fuera de la casa hacia la piscina.
Cuando estamos fuera del alcance de los oídos, Vanessa me
agarra del brazo y me hace girar hasta detenerme.
—¿Lo has conseguido? —pregunta emocionada.
—Yo… ¿Qué?
—El libro de cocina o lo que sea —me recuerda Vanessa—.
¿Lo conseguiste?
—Oh. No.
Vanessa me mira sorprendida. Luego se convierte rápidamente
en fastidio.
—¿Entonces por qué demonios nos interrumpiste allí atrás?
Esa es una buena puta pregunta. Una para la que no tengo
respuesta.
Al menos, no una que esté dispuesta a admitir.
—¿Charlotte? —me pide respuesta.
—Um…
—¿Qué coño está pasando? —exige.
Nada —digo a la defensiva—. Es sólo que… no creo que
entiendas lo peligroso que es el tipo. Seducirlo podría terminar
mal para ti.
Me levanta las cejas. —¿Y esto no se te ocurrió antes de que
acordáramos el plan?
Gruño. —Registré su despacho. No había nada.
—Estuviste fuera cinco minutos —me espeta—. ¿Cómo
puedes estar segura de que no había nada?
—¿Intentas decir que no miré?
—No, intento decir que estabas demasiado distraída para mirar
bien —me responde.
Gruño. —¿Distraída por qué, exactamente?
En cuanto las palabras salen de mi boca, me arrepiento.
Oigo la voz de mi madre en mi cabeza, Nunca hagas
preguntas de las que no quieres las respuestas.
—¡Estabas jodidamente celosa! —Vanessa jadea, sus ojos se
vuelven brillantes con el entendimiento—. ¡Te gusta!
—Vete a la mierda —digo, intentando reírme, aunque el rubor
aflore a mis mejillas.
—Tengo razón, ¿Verdad? —dice. Sonríe como un gato de
Cheshire.
—No, claro que no.
—¿Entonces por qué parecías tan cabreada cuando me viste
encima de él? —Vanessa presiona—. ¿Por qué parecía que
ibas a vomitar cuando tuviste que dejarnos solos juntos? ¿Y
por qué demonios volviste corriendo tan rápido?”
Cuando le devuelvo la mirada en silencio, levanta las cejas.
—¿Y bien?, me reclama en la cara.
Ya estoy de mal humor, y su tono combativo no ayuda.
—¡Esto no es un puto juego, Vanessa! —grito—. Nunca te
tomas las cosas lo suficientemente en serio. Estamos jugando
con puto fuego y si no tenemos cuidado, nos quemaremos.
¿No lo entiendes estúpida?
—Whoa… Charlotte…
–Vete a casa, ¿Vale? —le digo, apartándome de ella—. Ha sido
un día largo.
Me mira con cara de asombro, sorprendida por mi arrebato. —
¿Ocurre algo más que yo no sepa?
No —murmuro—. Nada.
—¿Estás segura? —pregunta—. Sólo intento ayudar.
Respiro hondo, pero sigo sin atreverme a mirarla a los ojos.
—Lo sé —le digo—. Es sólo que… creo que es mejor que te
vayas ahora.
Vanessa me mira con cautela un momento y luego se encoge
de hombros—. Vale, me voy —dice—. ¿Estamos bien, nena?
—Estamos bien. Le respondo
Se dirige a la puerta trasera. Me quedo allí de pie y la veo
marcharse.
Me estoy deshaciendo.
He cambiado tanto de opinión en las últimas horas que me
siento como si tuviera un latigazo cervical.
Me duele el pecho de tanto agarrotarme al doblar la esquina y
ver a Van murmurando al oído de Lucio.
Y cuando me miro las manos escocidas, me doy cuenta de que
me he clavado tanto las uñas en las palmas que ahora soy la
orgullosa propietaria de ocho manchas de sangre en forma de
media luna.
Maldición. «Deshaciendo», podría ser un eufemismo.
¿Qué demonios me pasa?
Cuando los de seguridad cierran la reja a Vanessa, me doy la
vuelta y arrastro los pies hacia el interior de la casa. Quiero
subir directamente a mi dormitorio, pero veo a Lucio junto a la
ventana de mi cuarto y me detengo.
Se da la vuelta y me ve.
Su expresión está enmascarada. No tengo ni idea de lo que
está pensando.
Y eso me tiene cabreada.
—¿Te lo has pasado bien con mi amiga? —pregunto con
sarcasmo. No debería hacerlo, sólo traería problemas, pero lo
hago de todos modos.
¿Por qué me torturo así?
No me dice nada, como de costumbre. En lugar de eso, camina
hacia mí y se detiene a unos metros.
—Así es —responde—. Hasta que te entrometiste.
—Por favor —digo, poniendo los ojos en blanco—. Ni
siquiera te gusta.
—Y estás muy segura de eso, ¿Verdad?
—Sí —replico—. No veías la hora de deshacerte de ella.
—Claro —dice encogiéndose de hombros—. Pero eso fue
antes de saber lo… interesante que es.
Entorno los ojos hacia él. —¿Así que el hecho de que
estuviera dispuesta a follarte la hace interesante?
Sonríe con arrogancia.
Es una provocación. Una burla. Diseñado puramente para
molestarme.
Para mi gran decepción, está funcionando.
—Sí —dice—. Así es.
—Eres un puto cerdo —suelto—. Me dirijo a la puerta.
—¿Charlotte?
Su voz es suave, casi dulce.
Me detengo en seco y me vuelvo hacia él.
—¿Has encontrado algo en mi despacho? —pregunta
inocentemente.
Siento que se me hiela la sangre. Su expresión sigue
enmascarada y eso me asusta más que si hubiera parecido
molesto. No se sabe lo que podría hacer.
Doy un paso atrás. —Yo… yo… no sé…
—No lo hagas. No me mientas nunca, maldición —advierte.
No hay duda de la amenaza en su tono.
Trago saliva.
—¿De verdad crees que dejaría información sensible tirada
por mi despacho? —continúa. ¿De verdad crees que te dejaría
deambular por esta casa sin que te vigilaran?
—No he encontrado nada —susurro, orgullosa de que no me
tiemble la voz.
Se mueve tan rápido que mi cerebro apenas tiene tiempo de
registrar el movimiento.
Lo siguiente que recuerdo es que me ha inmovilizado contra la
pared de cristal, con sus caderas apretadas contra las mías.
Siento sus abdominales contra mi estómago, acortando cada
respiración. Su mano se acerca a mi barbilla y me obliga a
mirarle.
—¿Me tomas por un puto estúpido? —gruñe.
Siento su voz tanto como la oigo. Un estruendo en la tierra. Un
trueno en las nubes.
No me hace daño, pero está al borde de la violencia.
Y ambos sabemos cómo acabaría eso.
—Vanessa no tuvo nada que ver —le digo.
Sus ojos brillan, y el gris de sus iris parece casi fundido.
—Seguro que no sabias nada —dice irónicamente con la rabia
desbordando por sus ojos—. ¿De verdad crees que no sabía
exactamente lo que las dos estaban haciendo?
—Fue idea mía —digo desesperada—. Ella simplemente me
siguió la corriente.
—Me importa una mierda —gruñe.
Su mano está suelta, pero sigue presente alrededor de mi
cuello. Una amenaza persistente. Un recordatorio de quién está
al mando.
Pero entonces, de la nada, algo cambia.
Y su agarre se vuelve más suave. Más sutil.
Me mira fijamente mientras sus dedos recorren delicadamente
mi clavícula hasta llegar a mi pecho, entre mis pechos.
—¿Te parezco tonto? —vuelve a preguntar.
Su tono me aterroriza, pero la forma en que me está tocando…
no sé cómo procesarlo.
—¿Es eso?…
Me sobresalto. Mi cuerpo se sacude contra el suyo y el breve
contacto basta para confirmar que está completamente erecto
detrás de la cremallera.
—No —digo con voz mansa—. No, no me pareces un tonto.
—¿Qué esperabas ganar entrando en mi despacho?
—Protección —respondo con sinceridad.
—Soy tu puta protección —me gruñe. Sus ojos plateados
brillan como un par de lunas llenas. —Soy lo único que se
interpone entre el dolor y tú. Así que tienes que tomar una
decisión. Tienes que elegir sabiamente. ¿Lo entiendes?
Quiero gritar, ¡No, no lo entiendo! Porque es la verdad.
No entiendo nada de lo que está pasando aquí.
No sus manos en mi cuerpo.
No el rastro de calor que deja dondequiera que me toca.
No la forma en que me está mirando ahora. Como si quisiera
devorarme y destruirme al mismo tiempo.
—¿Quieres que confíe en ti? —pregunto, saliendo de mi
posición defensiva y apretando mi cuerpo contra el suyo—.
¿Por qué? ¿Porque tú me lo pides? ¿Qué te hace pensar que
mereces mi confianza?
Sus ojos se entrecierran cuando se da cuenta de que no voy a
echarme atrás.
No consigue someterme.
Sólo me saca de quicio.
—No se trata de mí en absoluto —me responde—. Confiar en
mí es tu única opción.
—No, no lo es.
—¿A quién más tienes? —canturrea—. ¿La barbie rubia cuya
única carta es su culo?
Vuelvo a empujarle, pero es como si fuera una pared de acero.
No se mueve y siento cómo mi cuerpo choca inútilmente
contra el suyo.
—No sabes nada de ella —protesto— Y tampoco sabes nada
de mí.
—Oh, micetta, te sorprenderías de lo mucho que sé.
Me quedo quieta. En cuanto dejo de forcejear, siento que mis
latidos aumentan por el pánico.
Esa nota de arrogancia omnisciente me aterra.
¿Sabe lo de Xander?
¿Es esta su forma de jugar conmigo? ¿Extendiendo la tensión
antes de asestar el golpe mortal definitivo?
—Sigues olvidando a quién perteneces —ronca con sus ojos
clavados en los míos.
Una respuesta surge en mis labios. No sé de dónde viene. Tal
vez, de una manera extraña, viene de mi madre. Una reacción
a ella.
Por verla lanzarse una y otra vez a cualquier hombre que la
quisiera.
Juré que nunca lo haría.
Y tengo la intención de mantener ese juramento.
—La única forma de pertenecerte… es entregándome a ti —
digo, apretando mi pecho contra el suyo—. Y eso nunca
sucederá.
Todavía tiene su mano alrededor de mi cuello. Y yo le
devuelvo el favor agarrándole el cuello con la única mano que
no está atrapada bajo su cuerpo.
—Por eso te molesto tanto, ¿No? —continúo.
Estoy disparando a la nada. Pero es todo lo que tengo.
—Es porque sabes que nunca podrás poseerme de verdad —
continúo—. No de verdad. No completamente. Y en el fondo,
eso te pone muy, muy furioso.
Espero ver furia en sus ojos.
Pero todo lo que veo es diversión. Eso, y una feroz sensación
de confianza que me deja asustada.
Lancé mi mejor carta.
Y él sólo… se ríe. Comprendiendo mis palabras, fácilmente.
Es lo más aterrador que ha hecho hasta ahora.
—A veces, Charlotte, cuando te entregas a alguien… sucede
por etapas —me dice. Me quita suavemente la mano del
cuello, dedo a dedo—. Ocurre tan despacio, poco a poco, que
ni siquiera te das cuenta. Hasta que es demasiado tarde para
volver atrás. Demasiado, demasiado tarde.
Entonces, me agarra por la muñeca y me empuja con fuerza y
brusquedad hasta el último centímetro de la ventana que va del
suelo al techo. Mi espalda se resiente contra el cristal y mis
pulmones pierden todo el aire.
Con el mismo movimiento, me coge las dos manos y me las
levanta por sobre la cabeza. La ventana retumba con su fuerza.
Su polla presiona el interior de mis muslos. Automáticamente,
inconscientemente, los abro para él.
Estoy haciendo exactamente lo que dijo que haría, entregarme
a él.
Despacio…
Poco…
A poco…
Me estremezco cuando se inclina hacia mí, pero ya las
palabras no son nada. Esto está ocurriendo. Era inevitable
desde el principio.
Me recorre el cuello con los labios y sube hasta la oreja.
—Lucio… —intento protestar.
Pero estoy sin aliento y su nombre sale en un gemido
estrangulado.
Suena como si estuviera excitada.
Suena como si lo quisiera.
Parece que estoy lista para dejarlo todo.
Y, que Dios me ayude, es así.
Lo estoy.
Lo deseo.
Me aprieta las dos manos contra el cristal con una palma.
Forcejeo, pero no soy rival para su fuerza de hierro.
Su mano libre se sumerge entre mis piernas. Empieza a
serpentear hacia arriba mientras yo tiemblo.
Pero me niego a pedirle que pare. Le fulmino con la mirada,
incluso cuando sus dedos suben hasta mi centro. Más allá del
dobladillo de mi vestido. Por encima de la parte interior de mi
muslo.
Sus dedos se introducen en mis bragas y me acarician los
labios.
Una vez.
Dos veces.
Otra vez.
Otra vez.
Se aparta y jadeo ante la brusca ausencia. El frío repentino
donde acababa de estar su calor. Me suelta las manos y se aleja
de mí.
—Estás mojada —dice. La victoria está clara en sus ojos.
Mi corazón martillea con fuerza contra mi caja torácica. Ni
siquiera me atrevo a negarlo.
—¿Me equivoco? —se burla. Vuelve a deslizarse hacia
delante, metiéndose de nuevo en mi espacio.
Se inclina hacia mí. Siento su aliento en mi cara.
—Si ese es tu argumento… —empiezo.
No le quito los ojos de encima mientras alargo la mano y le
acaricio su miembro. Su erección es firme, y tan jodidamente
grande que casi no me lo creo.
—… entonces va en ambas direcciones.
Nos miramos fijamente. No sé cuánto tiempo pasa,
¿Segundos? ¿Horas? ¿Siglos?
Sinceramente, ya no sé quién tiene el sartén por el mango.
Cómo resolveremos alguna vez este brutal estancamiento de
poder y hambre.
Entonces oímos pasos en las escaleras a unos metros de
distancia.
Lucio y yo nos separamos de un salto en el mismo momento.
Justo a tiempo, porque Enzo aparece en el descanso con Evie
en brazos.
—Evie —dice Lucio, con la voz empapada de emociones a la
vez de preocupación.
Enzo la deja en el suelo y su cara me dice que ha tenido una
pesadilla.
Sólo echa un vistazo a Lucio…
Y entonces corre directa a mis brazos.
—No pasa nada —murmuro, acariciándole el pelo mientras la
levanto en brazos.
Me cuesta levantarla porque me tiemblan mucho las
extremidades, pero al final lo consigo.
—Estaba delante de su puerta cuando la oí llamarte —me
informa Enzo mientras acuno a la pobre niña y la muevo
suavemente de un lado a otro.
—Gracias, Lorenzo —dice Lucio—. Ya puedes irte a casa.
Asiente y sale de la habitación, dejándonos a los tres atrás.
Nuestras miradas se cruzan por encima de la cabeza de Evie.
Me pregunto si le molesta que su propia hija me eligiera a mí
en vez de a él.
Pero no hay resentimiento en su mirada. Sólo preocupación.
Empatía sincera.
Nunca pensé que llegaría el día.
—A veces tiene pesadillas —le digo, bajando la mirada y
alejándome a toda prisa—. Ahora la subo.
Se limita a asentir. Lo tomo como mi despido y me dirijo a las
escaleras una vez más.
Le oigo decir suavemente, —Buenas noches, dulzura.
No sé si está hablando con Evie…
O conmigo.
20
LUCIO

Camino hacia mi habitación aturdido.


No se suponía que pasara así. Este no era el maldito plan.
Yo tenía que meterme en su cabeza.
No al revés.
Cierro la puerta de mi despacho y miro hacia frigobar que hay
en un rincón de la habitación. Nunca me había parecido tan
tentador. Me acerco a grandes zancadas y me sirvo un vaso de
whisky.
Me lo bebo de un trago, pero no me distrae de mis
pensamientos. Tampoco el segundo trago.
O el tercero.
El encuentro con Charlotte me ha estremecido.
No era sólo la forma en que su cuerpo se sentía contra el mío.
Era la forma en que empezó a luchar a mitad de camino. Fue
la ardiente determinación de sus ojos cuando alargó la mano y
me agarró mí miembro.
Y la descarga de electricidad ardiente que recorrió mi cuerpo
al contacto íntimo.
Maldición.
No estaba preparado para eso.
Las mujeres nunca me habían afectado así.
Sí, siento deseo por ellas. Siento lujuria. Pero esto es más.
Hay anhelo. Ansia. Una puta necesidad carnal.
Deseo a Charlotte. Lo he hecho desde el momento en que puse
mis ojos en ella.
Pero mi deseo por ella no se limita a su cuerpo. Es algo más,
algo diferente, algo más profundo.
Nunca he querido follarme a una mujer y hablar con ella
después.
Me sirvo otro vaso de whisky, pero cuando levanto el vaso,
dudo.
Esperaba que el alcohol embotara mis sentidos. Que fuera más
fácil olvidar lo que acaba de pasar.
En cambio, parece tener el efecto contrario. Me obliga a
enfrentarme a un hecho extremadamente incómodo, domar a
Charlotte va a ser mucho más difícil de lo que pensaba.
Así que, con un gruñido de disgusto, dejo el whisky sin tocar.
Giro sobre mis talones y entro en el cuarto de baño. Me quito
la ropa y me meto en la ducha a una temperatura gélida.
Con una mano apoyada en la pared de azulejos, agacho la
cabeza y dejo que el agua me golpee el cuello y los hombros.
Pero al igual que el whisky, es casi inútil.
Todavía estoy duro.
Duro como una puta roca.
Y sé que no va a bajar pronto.
Una llamada es todo lo que necesito para tener a una mujer en
mi cama esta noche. O podría ir a cualquier club nocturno de
la ciudad y elegir.
Pero sé sin pensarlo que cualquiera de las dos opciones sólo
me haría sentir vacío. No sería lo mismo. No satisfaría esta
hambre ardiente que todo lo consume.
Lo que me deja sólo una opción real.
Me envuelvo el pene con la mano libre y cierro los ojos.
Es alarmante lo rápido que se enfoca el rostro de Charlotte.
Sus ojos azul aguamarina contrastan con la escarcha y la
ternura. Su pelo oscuro forma ondas alrededor de su rostro
pálido.
Entonces su cuerpo toma forma.
La turgencia de sus pechos, la curva de su culo, la V de sus
piernas.
Había estado entre esas piernas esta noche, aunque sólo fuera
por tres segundos. No la había explorado como quería.
Porque no se suponía que fuera sobre gratificación sexual.
Se trataba de control.
Y, sin embargo, esos dos conceptos se habían entrelazado de
algún modo entre sí.
No sé cómo volver a separarlos.
Me imagino la cara de asombro que puso cuando deslicé mis
dedos por su humedad. Tampoco había duda del deseo en sus
ojos.
Estás mojada, eso es lo que le dije.
Y el jadeo forzado de su respuesta fue lo más perfecto que
podría haber contestado.
Ese es el recuerdo al que me aferro mientras empiezo a
acariciarme la pija.
Voy despacio, imaginando su cara cerca de la mía, su aliento
en mi cuello, sus ojos muy abiertos luchando por el control
incluso cuando sabía que lo estaba perdiendo.
Todavía no la he probado, pero la huelo en mí. Empiezo a
acariciarme un poco más fuerte, un poco más rápido.
En mi cabeza, hago lo que tanto quería hacer hace unos
momentos.
La aprieto contra la pared de cristal, ignorando cómo tiembla
contra nosotros.
Jadea, sus brazos luchan por empujarme. Pero es una lucha
inútil. Porque no solo lucha contra mí, también lucha contra sí
misma.
Su propia hambre. Su propia necesidad desesperada.
Mis labios recorren su cuello. Tiembla contra mí mientras
deslizo los dedos en sus bragas y vuelvo a encontrar esa
deliciosa humedad.
Mi polla quiere zambullirse en ella.
Pero todavía no. Todavía no. Espera un poco más. Alárgalo.
Hazla rogar.
Se aprieta a mi alrededor, las manos en mis codos, la frente
hundida en mi pecho, el coño apretándose contra mis dedos.
Intenta hablar, pero no le salen las palabras. De todas formas,
no hay nada que decir.
Cuando se da cuenta de que sólo hay una forma de salir de
este momento, deja de luchar. Se entrega a mí. Jadea de alivio
y deseo, y la ardiente anticipación enciende nuestra piel en
llamas.
Siento sus labios en mi cuello, en mi oreja. La follo con los
dedos. Implacable. Sin disculpas.
Y ella se viene como la muñequita folladora que tanto desea
ser.
Grita mi nombre en el momento de su clímax. «¡Lucio!» Sus
jugos cubren mis dedos.
—Dime lo que eres —le ordeno.
No hay respuesta.
Le acaricio el clítoris con el pulgar y las venas de su garganta
resaltan en todo su esplendor.
—Tuya —jadea—. Seré lo que tú quieras que sea.
En la ducha, en el presente, llega mi propio clímax.
Me atraviesa como un tornado. Un apretón y estallido de pies
a cabeza.
Pero cuando finalmente estallo, sólo encuentro unos breves
segundos de alivio…
Seguido de una vuelta exactamente a donde estaba antes.
Frustrado hasta la mierda. Rebosante de energía que no puedo
liberar. Tentado por la única mujer que no puedo permitirme
tener.
¿O sí?
Técnicamente hablando, podría. Tengo la llave de su
habitación. Todo lo que tendría que hacer es caminar hasta allí.
Al principio se resistirá. Fingirá.
Pero, inevitablemente, su cuerpo volvería a traicionarla.
Cierro la ducha y me paso una toalla por el cuerpo mojado.
La puerta está justo ahí. Sería fácil. Sólo unos pocos pasos de
mi habitación a la suya.
Me obligo a dar media vuelta.
No iré a verla.
Cuando llegue el momento… ella vendrá a mí.
21
LUCIO
UNOS DÍAS DESPUÉS - LA MANSIÓN DE LUCIO

La cena del domingo.


Una tradición familiar de los Mazzeo que ha perseverado
durante décadas.
La única diferencia real es el hombre sentado a la cabecera de
la mesa. Solía ser mi padre, que arda en el infierno.
Ahora, soy yo.
Un día, si tengo un hijo, ocupará el escaño y escuchará a los
miembros de su familia quejarse y lloriquear por todas las
cosas que no hace por ellos.
Es una puta pesadilla.
Desde que Charlotte y Evie se convirtieron en miembros
permanentes de la casa, me las he arreglado para encontrar
excusas para cancelarla.
Pero no puedo posponerlo más. Por lo tanto, aquí estamos.
Lo que pasa con las familias italianas, son jodidamente
grandes. No tengo hermanos. Pero tengo un montón de tías y
tíos. Y todos se han reproducido como conejos.
La casa se llena de risas y conversaciones de los Mazzeo. Las
copas tintinean, el vino se sirve y la música zumba de fondo.
Tengo que admitir que le da vida a esta casa.
He informado a la familia sobre Evie, con el entendimiento de
que su existencia debe mantenerse en secreto. Y,
comprensiblemente, todo el mundo tiene curiosidad.
Mis primos y tíos no tienen los huevos de presionarme para
obtener respuestas. Pero mis tías son otra historia.
Indagan y hurgan en todos los detalles imaginables.
La única persona cuyas preguntas no me importa responder es
la que se tomó la noticia con pura apatía sin pestañear.
La historia de mi puta vida.
La encuentro en una habitación al otro lado de la casa. Está
sentada junto a la ventana, mirando al jardín. Su expresión es
distante.
Pero ¿Qué hay de nuevo? Su expresión ha sido distante desde
el día en que nací.
—¿Madre?
Se gira sólo después de cinco segundos. Sus cejas siempre han
estado demasiado altas en su frente. Hace que parezca que está
constantemente sorprendida.
—Lucio —murmura—. ¿Acabas de llegar a casa?
—Hace un rato. Ya he saludado a todos.
—Tus sirvientes me dejaron entrar.
Doy un respingo. «Sirvientes» siempre me ha parecido un
poco medieval. Prefiero «personal». Pero ella no hace el
cambio por mucho que la corrija.
—¿Cómo estás? —digo en su lugar.
Me lanza una mirada de reojo. —Gianna cuida muy bien de
mí.
—¿Y estás contenta con el apartamento? —pregunto—. ¿No
es demasiado pequeño? Porque tengo propiedades más
grandes en la ciudad. Hay una bonita de cuatro dormitorios
que creo que te podría gustar.
Sus cejas se arrugan por un momento. —¿Por qué necesitaría
un apartamento de cuatro habitaciones? —pregunta—. Nadie
me visita.
—Te visito —le recuerdo.
—Una o dos veces cada un par de meses —me dice con
desdén.
Pero ambos sabemos que sólo está fingiendo. Le importa un
bledo si la visito o no. Es una prueba dolorosa, para ambos.
Ha pasado mucha agua bajo el puente. Así que dejo el tema.
—¿Ya conociste a Evie? —le pregunto.
—No. Responde secamente.
Miro fijamente su perfil, esperando que alguna forma de
interés aflore a su rostro.
Nada.
—Es una chica interesante —le digo cuando no dice nada.
—Estoy deseando conocerla.
Aprieto los dientes. —No es una clienta de negocios, madre —
le digo—. Es una niña de seis años. Es tu nieta.
Me mira sorprendida. —¿Estás enfadado? —me pregunta sin
interés real.
Me fuerzo a contener la frustración. —No —digo—. No estoy
enfadado.
—Ya veo —Mira a su alrededor—. Tienes invitados
esperándote.
Es la única persona en el mundo que consigue hablarme así. El
sutil arte del rechazo. Un rasgo que aprendió de mi padre.
Suspiro y me dirijo a la puerta. Cuando vuelvo a mirar por
encima del hombro, sigue de pie junto a la ventana. Con la
misma mirada distante.
La dejo allí y me dirijo hacia la bulliciosa conversación
procedente del salón principal que da al césped.
Estoy pasando la escalera cuando oigo un pequeño chirrido.
Levanto la vista a tiempo para ver a Evie subiendo las
escaleras, con su melena rubia volando tras ella.
—¡Evie! —le llamo— Te veo.
Su cara se ladea.
—¿Qué estás haciendo? —pregunto.
—Sólo jugaba —dice.
—¿Dónde está Charlotte?
—Umm… en ninguna parte.
Pero mira detrás de ella cuando habla, delatando la ubicación
de Charlotte.
Pongo los ojos en blanco. —Charlotte, ven aquí.
Oigo un suspiro y entonces aparece en lo alto de la escalera.
Intento mantener la expresión inexpresiva mientras baja
flotando hacia mí.
Ha hecho un esfuerzo esta noche. Estoy acostumbrado a verla
en vaqueros, pantalones cortos y camisetas. Esta noche, lleva
un sencillo vestido blanco con tirantes finos.
Tiene un corpiño ajustado y una falda que termina justo por
encima de la rodilla. No es para nada sexy, pero de alguna
manera, así es exactamente como se ve.
—¿Ha llamado, amo? —pregunta sarcástica.
Entorno los ojos hacia ella. —Espero que te comportes lo
mejor posible.
Está en el segundo escalón, a la altura de mis ojos. Sus ojos
azules brillan bajo las luces y su expresión es una mezcla de
coquetería e incertidumbre.
Los dos hemos estado haciendo un baile enrevesado los
últimos días, desde… lo que pasó. Es más fácil no meterse en
el camino del otro.
—¿Tengo que hacer una reverencia cuando conozca a los
invitados? —dice irónica.
—¿Prefieren «Alteza» o «Su Majestad»?
—Tienes que estar callada y vigilar a Evie —le digo—. Eso es
todo.
Pone los ojos en blanco. —Eso es lo que hago de todos modos.
—No eres tan buena en la parte de «estar callada».
Me fulmina con la mirada. Por encima de su hombro, la
cabeza rubia de Evie asoma por la esquina.
—Evie —digo— ¿Vas a bajar?
—¿Tengo que hacerlo? —pregunta.
—Sí, tienes que hacerlo —respondo, aunque una parte de mí
sabe que sería más fácil mantenerla escondida.
Pero no puedo hacer eso y seguir diciendo que no soy como
mi padre.
—Pero… tengo miedo —admite su labio inferior tiembla
ligeramente mientras se une a Charlotte en el segundo escalón.
—¿De qué?
—De toda la gente.
—Esta gente es mi familia —le digo.
No le digo que también son su familia. No quiero asustar a la
niña más de lo necesario.
Charlotte baja al último escalón. Se inclina un poco y me dice.
—Si estás intentando que se sienta a gusto, no creo que esa sea
la forma de hacerlo.
Acompaña el consejo con una sonrisa pícara.
—Evie —continúo—, no tienes nada de qué preocuparte.
Estaré allí todo el tiempo.
—Otra vez…
—Stai zitta —le digo en italiano. El significado está claro,
aunque Charlotte no conozca el idioma.
«Cállate».
Charlotte sonríe, pero se calla. Aun así, la entiendo.
—Charlotte también estará contigo —tranquilizo a Evie—.
Todo el tiempo.
Eso parece causar impacto. Mi hija me mira como midiendo la
fuerza de mis palabras. Luego mira a Charlotte.
—De acuerdo —concede finalmente.
Asiento, satisfecho. —Bien. Ahora vamos.
Me dirijo al salón principal. Tres de mis tías están presentes.
Pía y Ángela están acompañadas por sus maridos, Armando y
Emesto. Zia Elenora anda sola desde que perdió a su marido
por el cáncer hace un año.
Mi tío Fabio está en un rincón, bebiendo una jarra enorme de
cerveza y mostrándose antisocial, como de costumbre.
Los primos se agrupan en varios grupos.
Los más jóvenes, Dante, Gian y Alberto, se desparraman y
ríen en las tumbonas. Los mayores, Marcelle, Nicola, Orlando
y Regina, están sentados alrededor del piano de cola blanco
con expresión austera.
Las puertas francesas están abiertas. A través de ellas, veo a
otro contingente de primos charlando en el patio, junto con
algunos de sus cónyuges e hijos.
La tía Pia es la primera que se fija en mí cuando entro en la
habitación.
Es la mayor de la familia. Ya roza los setenta y cinco, pero su
pelo sigue siendo negro azabache y sus ojos tan agudos y
despiertos como siempre.
—Lucio —dice, haciéndome un gesto para que me acerque—.
Todos estamos esperando para conocer a la nueva
incorporación a la familia. ¿Dónde está?
Miro detrás del hombro, pero Charlotte y Evie no están a la
vista.
—Llegarán pronto —digo.
—¿Es más de una?
—Evie y Charlotte —digo—. La niñera de Evie.
—Ah, es verdad —canturrea Pia—. ¿Vino muy recomendada?
Porque nunca se es demasiado cuidadoso con la ayuda externa.
Tengo que luchar contra el impulso de sonreír. —Por así
decirlo, digo con una risita privada.
—Debo decir, Lucio —interrumpe Emesto, adelantándose—,
que nos sorprendió saber que habías acogido a la chica.
Le favorezco con una mirada superficial. —¿Y eso por qué?
Se encoge de hombros. —No pareces de ese tipo.
Ángela fulmina a su marido con la mirada y se vuelve hacia
mí. —Lo que quiere decir es que estás muy ocupado todo el
tiempo —explica diplomáticamente—. No creíamos que
tuvieras espacio en tu vida para una niña.
—¿Espacio? —Marcelle interviene, caminando hacia adelante
para unirse a la conversación—. No ha hecho «espacio». Ha
contratado a una niñera. Probablemente sólo ve a la niña
media hora cada dos días. ¿Estoy en lo cierto, hermano?
Marcelle siempre ha sido mi primo menos favorito, y con
razón. Ya va por su tercera esposa y apenas ve a los seis hijos
que tiene. Cada uno de los tres negocios que ha lanzado ha
quemado el dinero de la familia Mazzeo, mi dinero, como si
fuera combustible de avión y ha fracasado casi al instante.
Es, en otras palabras, una completa sanguijuela y un pedazo de
mierda.
—La veo todos los días —respondo—. Y le dedico todo el
tiempo que puedo.
No es estrictamente cierto. Pero no necesitan conocer los
detalles.
—Sabes, hay tantas otras opciones que podrías haber
explorado —suelta Marcelle.
—¿Oh? ¿Cómo qué?” pregunto, sabiendo que me voy a
arrepentir de haber preguntado.
—Hay montones de parejas ricas buscando adoptar —me dice
—. Podrías haber colocado a la niña con uno de ellos.
—¿Te fumaste algo? —dice otra voz.
Todo el mundo se gira cuando Nicola se une al creciente
círculo. Las conversaciones más pequeñas se interrumpen y
todo el mundo parece centrar su atención en mí.
Aparentemente, subestimé su interés en Evie.
—Es una sugerencia seria —responde Marcelle con voz dura.
—Eso lo empeora todo —responde Nicola.
Nicola es sólo unos meses más joven que yo. Estábamos muy
unidos cuando éramos adolescentes, pero el estrés y la
estructura de mi vida como el jefe Mazzeo abrieron una brecha
entre nosotros con el paso de los años.
Aun así, siempre me ha gustado.
—¡Es el puto jefe! —Marcelle gruñe—. Un líder fuerte habría
llevado a la chica a un lugar más adecuado.
Aprieto la mandíbula mientras lucho por mantener la calma.
—¿«Un líder fuerte»? —repito—. ¿Estás insinuando algo,
primo?
Marcelle me mira a los ojos durante un segundo. Luego se
encoge de hombros. —¿Sabes cuántos bastardos se
presentaron en la puerta de tu padre? Y, sin embargo, no tienes
hermanos ni hermanas. Es curioso cómo funciona eso.
—Yo no soy mi padre —digo fríamente.
—Claramente. —Me responde.
Me pongo en pie y le miro con desprecio.
—Dilo otra vez —ordeno—. Dilo.
Por un segundo, me pregunto si es tan idiota como para seguir
buscando esta pelea. Familia o no, colgaré al hijo de puta por
los talones si me presiona demasiado.
Finalmente, suspira y se da la vuelta. —No importa —
murmura.
—Eso es lo que pensaba.
—Ahora, chicos —dice Pia, lanzando una mirada fulminante a
su hijo—. Creo que todos necesitamos conocer a la chica.
—No tardará en llegar —espeto, apartándome de todos ellos.
Me dirijo a la barra y me sirvo una bebida fuerte. Siento a
alguien a mi espalda y, cuando me giro, me alivia ver que es
Nicola.
Se sienta a mi lado y también se sirve una copa.
—¿Sigues bebiendo whisky? —le digo echando un rápido
vistazo a su vaso.
—Me recuerda a mi padre —admite, tomando un sorbo—.
Llámame sentimental.
—Hacía tiempo que no hablábamos —le digo—. ¿Cómo has
estado?
—Ocupada —responde—. La revista tiene ahora más lectores,
pero quiero ampliarla.
—¿Necesitas un inversor?
Ella sonríe. —Es generoso de tu parte, pero no.
—No, como en, ¿No necesitas un inversor?
—No, como que no quiero que inviertas —dice tajante.
Me río entre dientes. —Maldición, y yo que pensaba que me
querías.
Sonríe divertida. —Te quiero —dice, golpeándome
juguetonamente en el brazo. —Pero quiero hacerlo sola.
Resoplo. —Ojalá todos en la familia compartieran ese
sentimiento.
—¿Alguien ya te ha pedido dinero? —pregunta Nicola,
escaneando la habitación.
—Déjame adivinar, ¿Marcelle?
—Por favor —me burlo—. Es un imbécil, pero ni siquiera él
es tan estúpido. No tan cerca de su última desventura.
—Cierto —Nicola está de acuerdo—. No me puedo creer que
los bolígrafos para vapear con sabor a genitales no hayan
despegado. Quién lo hubiera pensado, ¿Verdad?
Los dos nos reímos de eso. De todas las ideas idiotas de
Marcelle, Bolígrafos Pussy podría haber sido la peor.
—Aunque no siempre es un imbécil —añade suavemente.
Levanto las cejas. —Vete a la mierda.
Nicola se ríe. —Lo digo en serio. Está resentido contigo.
Nunca ha superado el hecho de que tú seas Jefe y él no.
—Debería haber elegido mejores padres. Respondo
sarcásticamente.
Se ríe, alegre y despreocupada. —Habría sido un jefe horrible
—me dice—. No sabe hacer lo que tú haces. Nunca ha sido un
líder. Si hubiera sido jefe, habría sido como…
—Mi padre —termino por ella.
Nicola me mira con expresión cuidadosa. —Sí —murmura—.
Quizá algo así.
Suspira y levanta su copa.
—Por la nueva generación —dice con tacto.
Toco el borde de mi vaso con el suyo en señal de silencioso
acuerdo.
Ambos nos tomamos nuestras copas en silencio. Es bueno
sentarse aquí con alguien que entiende la carga que llevo sobre
los hombros.
—Así que… dice cuando han pasado uno o dos minutos. —
Eres papá.
Suspiro. —¿Quién coño sabe lo que soy?
—¿Has pasado tiempo con la niña?
—No mucho —respondo, sabiendo que puedo confiar en que
Nicola no me juzgará. —Es que… no creo que tenga, lo que
hace falta para ser padre.
—Tonterías —dice Nicola con un gesto de la mano—. Sólo
tienes que darle tiempo. No es como si hubieras tenido nueve
meses para preparar su llegada.
Asiento a regañadientes. Tiene razón.
—¿Qué le gusta? —Nicola presiona.
—Le gusta estar fuera —digo vagamente—. Le encanta
Australia.
—¿Australia?
—Sí. Le gusta la vida salvaje —digo—. Lleva un peluche que
parece un ornitorrinco. Aunque me está gustando, es un
pequeño bastardo feo.
Nicola sonríe. —Sabes, cuzzo, no creo que lo estés haciendo
tan mal como pareces creer.
Antes de que pueda reconocerlo, noto que los ojos de todos
giran hacia la entrada de la sala.
Veo a Charlotte primero.
Entonces Evie entra por detrás de ella.
Van cogidas de la mano y ambas parecen muy cohibidas.
Charlotte lo disimula bien, pero mi hija simplemente parece
perdida e intimidada.
Abandono mi bebida y me dirijo a ellas dos. —Todos presten
atención por favor —anuncio—. Esta es Evie. Y su niñera,
Charlotte.
Charlotte se limita a asentir a todos, mientras Evie entierra la
cara en la falda de Charlotte.
Nicola pasa por delante de todos y tiende la mano a Charlotte.
—Encantada de conocerte —le dice cordialmente—. Soy
Nicola.
Luego se pone en cuclillas delante de Evie. —Hola, Evie. Me
gusta tu vestido.
Evie se asoma por detrás de la falda de Charlotte. Observa a
Nicola por un momento y luego le ofrece una sonrisa tentativa.
—Hace tiempo que no vengo por aquí, continúa Nicola. Me
vendría muy bien visitar el jardín. ¿Te importaría
enseñármelo? He oído que sabes dónde están todas las cosas
divertidas.
La cara de Evie se ilumina de inmediato. Asiente emocionada,
suelta la mano de Charlotte y coge la de Nicola. Salen por las
puertas francesas hacia el jardín.
Charlotte se mueve para seguirlas, pero es bloqueada por Pia.
—¿Así que tú eres la niñera? —dice mi tía, mirando a
Charlotte con valoración desnuda— Debo admitir que
esperaba a alguien mayor.
Pia me lanza una mirada acusadora al terminar la frase.
—¿Cuántos años tienes? —continúa, volviendo a centrarse en
Charlotte.
—Veintiuno —responde Charlotte.
—Hmm —dice Pia, frunciendo los labios—. ¿Cuánta
experiencia puede tener una chica de veintiún años criando
niños?
Veo cómo un rayo de fuego se enciende en los ojos de
Charlotte mientras frunce el ceño mirando a mi tía.
—Me parece que criar a un hijo es cosa de los padres —
argumenta con frialdad—. Yo sólo la cuido mientras Lucio
está… trabajando.
Pia mira a Charlotte con escepticismo. —¿Trabajas para una
agencia? —pregunta—. ¿Es ahí donde Lucio te encontró?
—Lucio me encontró…
—A través de un contacto personal —Intervengo con una
mentira—. Charlotte tenía dos años de experiencia con otra
familia. Emigraron a Canadá hace unos meses, dejándola libre
para venir a cuidar de Evie.
Charlotte me mira, pero su expresión no revela nada.
—Hmm. Dos años de experiencia —continúa Pia—. ¿Estoy en
lo cierto al suponer que no tienes educación formal en el
cuidado de niños?
—Tengo sentido común y empatía —responde secamente
Charlotte—. Los títulos no lo enseñan todo.
Una de las cejas perfectamente depiladas de Pia se levanta.
Pero antes de que pueda lanzar otra pregunta, Dante me
adelanta. La sonrisa en su cara es reveladora.
—Encantado de conocerte, Charlotte —le dice, ofreciéndole la
mano—. Soy Dante. El primo más guapo de Lucio, como ya te
habrás dado cuenta.
Una burbuja de risa estalla de los labios de Charlotte.
Me enoja muchísimo.
Pero aprieto los dientes y guardo silencio.
—Tendrás que perdonar a mis tías —dice Dante, mirando al
círculo de mujeres mayores que estudian a Charlotte con una
mezcla de interés y recelo—. Son protectoras con quién se
deja entrar en la familia.
—Es comprensible —reconoce Charlotte con gracia.
—Déjame hacerte la pregunta importante —continúa Dante.
¿Eres soltera?
Eso le arranca otra tímida sonrisa.
Mientras tanto, siento el repentino impulso de agarrar a Dante
por el cuello y darle una patada en el culo.
Por suerte para él, tengo un excelente control de mis impulsos.
—Definitivamente estoy soltera —asiente Charlotte,
pronunciando «definitivamente» de una forma que parece una
burla dirigida directamente a mí.
—¡Es una gran noticia! —cacarea—. Sorprendente, pero
genial. No me imagino a una mujer como tú soltera mucho
tiempo.
Charlotte niega con la cabeza. —Si tengo suerte, seguirá así —
dice.
—Parece que te han rechazado —dice Regina, entrando en la
conversación.
Charlotte asiente sin avergonzarse. Si se da cuenta de lo
transparentemente que están buscando cotilleos, prefiere
ignorarlo.
—Mi novio y yo rompimos hace casi un año. Pero fue algo
para mejor.
Zia Elenora pasa a mi lado. —¿Quieren darle a la chica un
poco de espacio para respirar? —reprende—. Charlotte, ¿Qué
estás bebiendo?
Es curioso que esta pregunta sea la que deja perpleja a
Charlotte.
—Oh, uh… nada para mí, gracias.
—Tonterías —dice Elenora—. Tienes que beber algo.
—Entonces sólo agua, por favor.
—¿Agua”— Elenora la mira sorprendida—. ¿No prefieres un
cóctel? ¿Vino? ¿Algo más fuerte?
Charlotte duda. —No bebo alcohol.
—¿En serio? —pregunta Pia, volviendo al modo interrogatorio
—. ¿Y eso por qué?
Charlotte se encoge de hombros. —Crecí pobre. No tenía
dinero para derrochar en alcohol. En cualquier caso, prefiero
evitarlo.
Tres segundos de silencio atónito siguen a esa respuesta. Los
italianos no entienden cómo alguien puede vivir sin vino. Es
como si Charlotte dijera que prefiere evitar el oxígeno. O la
gravedad.
—¿Por eso nunca terminaste tus estudios? —bromea Pia.
Jesús, esta mujer.
—Pia —interrumpo—. Nunca fui a la universidad. Tienes
cinco hijos y ninguno de ellos fue a la universidad tampoco.
Difícilmente es un prerrequisito para ser un ser humano que
valga la pena.
Se eriza un poco, claramente incómoda por haber sido
interpelada delante de Charlotte.
—Eso es diferente.
—¿Por qué? —Charlotte interviene—. ¿Porque tus hijos
crecieron ricos?
Eso consigue dejar a Pia sin habla. Los demás esconden sus
carcajadas detrás de sus copas, sobre todo yo.
—No tenía nada a lo que recurrir, —continúa Charlotte—. Salí
de la nada y, en cuanto tuve edad para trabajar, lo hice. La
universidad nunca fue una opción para mí. Ni siquiera pude
terminar el instituto porque tuve que dejarlo para cuidar de mi
madre.
Estoy dividido entre el enfado con mi familia por sus
descaradas intromisiones y el interés por todos los detalles
personales que Charlotte está soltando.
Nunca hemos tocado nada de esto antes.
—¿Estaba tu madre enferma? —Dante pregunta amablemente.
—Se podría decir que sí —dice Charlotte encogiéndose de
hombros—. Aunque era más una enfermedad de la cabeza. Era
una adicta.
—¿Alcohol o drogas? —pregunta Ángela, menos
educadamente.
—Todo lo que caía en sus manos —dice, sorprendiéndome por
su franqueza—. Pero, sobre todo, su adicción era por los
hombres malos.
Algunos de mis primos se ríen de eso.
Yo no.
Puedo ver lo profundamente que le han afectado las decisiones
de su madre.
Está en sus ojos. Esa mirada lejana de dolor olvidado que
intenta ocultar desesperadamente.
—¿Y tu padre? —pregunta otra persona.
Ya ni siquiera me concentro en mi maldita familia
maleducada. Mis ojos están completamente fijos en Charlotte.
Está en el meollo del asunto, rodeada de desconocidos,
respondiendo a preguntas personales sobre su pasado.
Y se lo toma todo con calma.
—Nunca lo conocí —dice Charlotte encogiéndose de hombros
—. Creo que ni siquiera sabía que estaba en camino.
—Qué trágico —suspira Elenora—. Cariño, si a alguien le
viene bien una copa, es a ti. Pero si te incomoda, ¿Qué tal un
zumo de naranja natural en su lugar?
Charlotte sonríe agradecida y asiente. —Sería estupendo.
Gracias.
La tensión disminuye un poco.
Y justo entonces, las puertas francesas se abren.
—¿Qué nos hemos perdido? —Nicola pregunta, volviendo a la
sala de estar con Evie.
La pequeña parece visiblemente más relajada ahora. Tiene un
poco de suciedad en las rodillas y una de sus trenzas ha
empezado a soltarse. Pero el brillo de su sonrisa lo compensa
con creces.
—Vamos a sentarnos a cenar —digo rápidamente antes de que
la conversación pueda retomarse.
—¿Dónde está tu madre? —pregunta Pia, mirando a su
alrededor.
Es entonces cuando me doy cuenta de que aún no se ha
reincorporado al grupo. Me invade la frustración.
–Se unirá a nosotros cuando esté lista.
Al ver mi cara, Pia se calla.
Todo el mundo entra al comedor formal que ya se ha
preparado para esta noche. Nicola se asegura de colocar a Evie
y Charlotte a su lado mientras se reparten los aperitivos.
El personal entra para servir las bebidas y el primer plato de
ensalada. La conversación gira hacia otros temas.
Poco a poco, el furor del comienzo de la noche se desvanece y
empiezo a relajarme ligeramente. Hasta que, a mitad del plato
de pescado, Evie empieza a toser.
Charlotte se vuelve hacia ella alarmada. —¿Evie?
Observo desde el otro lado de la mesa cómo persiste la tos de
Evie.
El sonido se apaga y el color de su rostro comienza a
oscurecerse.
No tose.
Se está ahogando.
Siento una aguda sacudida de dolor en el pecho, ni pánico ni
miedo, sino algo intermedio. Inmediatamente, me pongo en
acción.
Cruzo la habitación en segundos y agarro a Evie por la cintura.
Le apoyo el pecho con una mano y luego la inclino hacia
delante.
Con el talón de la mano, le doy unos golpes secos entre los
omóplatos.
La pequeña espina de pescado alojada en su garganta sale
volando al tercer golpe.
Se queda flácida en mis brazos y la cojo, asegurándome de
acunar su cabeza en mi brazo.
–Evie, Evie, mio tesoro, susurro con urgencia, buscando su
rostro.
El tinte azulado ha desaparecido, pero está pálida. Y está
temblando.
Charlotte aparece en mi hombro derecho, con ojos de pánico.
—Evie, ¿Estás bien, pequeña?
Olfateo el pelo oscuro de Charlotte mientras se inclina hacia
mí. Miel y coco. No se da cuenta de que tiene el pecho
apretado contra mi brazo.
—Charlotte… —Evie dice su nombre débilmente, pero sigue
aferrada a mí.
—Está bien, Evie —le digo—. Ya estás bien.
Me mira con esos grandes ojos grises. —Gracias, papá.
Se me agarrota el pecho.
—Vamos —digo con voz nerviosa—. Vamos a sacarte a tomar
aire.
Entonces paso por delante de todos, ignorando sus miradas, y
saco a mi hija al jardín.
22
CHARLOTTE

Sigo a Lucio y Evie al jardín. Soy consciente de que todos los


Mazzeo están mirando, pero necesito asegurarme de que está
bien.
Lucio no la ha llevado lejos. Está de pie junto a los parterres
morados que rodean la fuente. Evie sigue en sus brazos. No la
suelta.
Me detengo a unos metros, asombrada por lo guapos que están
los dos juntos. Es lo más reconfortante que he visto en mucho
tiempo.
Y aunque les he seguido hasta aquí, no quiero interrumpir su
momento.
Entonces Lucio se vuelve hacia mí. Sus ojos grises y oscuros
encuentran los míos.
—Charlotte, —grazna Evie, animándose un poco—. Estoy
bien.
Sonrío. —Ya lo veo.
—¿Crees que ahora puedes valerte por ti misma? —le
pregunta Lucio.
Ella asiente y él la vuelve a poner en pie. Los dos la
observamos mientras se recupera, listos para intervenir si
parece que se tambalea demasiado.
Pero ella está bien. E inmediatamente, coge la mano de su
padre. No porque tenga que hacerlo.
Porque ella quiere.
—Me has asustado, princesa —le digo.
—Lo siento.
—No te disculpes —le regaño juguetonamente— Me alegro
de que estés mejor.
El estómago de Evie ruge y los dos soltamos una risita. —
¿Tienes hambre?
—Mhmm —confirma.
—Bueno, ¿Qué tal si esta vez comes despacio y masticas bien
la comida?
Me sonríe pícaramente. —De acuerdo.
Luego sale corriendo hacia la casa. Tengo la sensación de que
está buscando a Nicola.
Me vuelvo hacia Lucio, pero está ocupado mirando la figura
de Evie que se aleja en el crepúsculo.
—Ha sido increíble —le digo.
Por primera vez, no hay nada de rencor en el cumplido. Lo
digo en serio. Salvó a mi…
Bueno, es su pequeña.
Aunque a veces se sienta como mía.
—Deberíamos volver a casa —dice bruscamente. Su expresión
es cerrada, casi hosca.
—Espera —digo—. Lucio, ¿Estás bien?
Me mira. —¿Por qué no iba a estarlo?
—Es tu hija —señalo—. Debes haberte asustado.
Sus ojos se vuelven duros y sin brillo. Como si la mera
mención de vulnerabilidad por su parte le molestara.
—No.
Normalmente, lo dejaría pasar. ¿Cuántas veces en las últimas
semanas he dejado pasar momentos de machismo similares sin
hacer ningún comentario?
Demasiados para contarlos.
Pero el terror de ver cómo la cara de Evie se ponía azul ha
acabado con mi moderación normal, por mínima que fuera al
principio.
—¿Por qué crees que te hace débil admitir eso? —exijo—.
Estoy harta y frustrada con la actitud de macho alfa cabeza de
cerdo.
—Esta conversación ha terminado.
Empieza a pasar a mi lado, pero yo sigo hablando.
—No puedes mentirme —le digo a su espalda—. Vi tu cara.
Tenías miedo. ¿Y sinceramente? Es la primera vez que me
agradas de verdad.
Se queda quieto un segundo. Puedo ver lo tensos que están sus
músculos.
Una larga pausa.
¿Qué dirá? ¿Hablará?
Luego sigue caminando sin decir ni una palabra y sin mirarme.
Tengo tantas ganas de gritarle cuando vuelve a entrar en casa.
Decirle que es débil por intentar ser tan duro todo el tiempo.
Decirle que veo a través de su gran y mala fachada.
Pero no lo hago.
Me trago esas palabras, aunque saben a veneno.
Permanezco en el jardín unos minutos más. Una vez contengo
la rabia y la frustración, vuelvo al comedor.
En cuanto entro, Dante está en mi cara.
—Hola, preciosa —ronronea—. Un par de minutos más y
habría venido a buscarte.
Sonrío amablemente. —Parece que te he ahorrado el esfuerzo.
—En realidad estaba deseando hacer el esfuerzo, sobre todo si
eso significaba pillarte a solas en algún sitio un poco… más
tranquilo.
Siento una quemadura en un lado de la mejilla y sé que Lucio
me está mirando. Mirando esto.
Giro la cara hacia Dante. —Por desgracia, esta noche estoy de
guardia.
—Maldición. ¿Y después de que la mocosa se duerma?
—Tengo toque de queda.
Sus cejas se alzan consternadas. —¿Un toque de queda? Mi
primo es un monstruo.
—No me oirás estar en desacuerdo con eso.
Se ríe. —Bueno, entonces tendremos que contentarnos con ser
compañeros de cena. —Es tan afable como siempre. No es mi
tipo en absoluto, pero no diré que no a una cara amable entre
este mar de tiburones calculadores.
Dante me pasa la mano por el codo y me lleva a la mesa. De
camino a nuestros asientos, noto una nueva presencia en la
mesa.
Una mujer mayor que está sentada a la derecha de Lucio.
—Es la niñera —le dice Pia a la mujer, señalándome. Sus ojos
se posan momentáneamente en mí, pero desaparecen con la
misma rapidez.
Aunque no tan rápido como para no darme cuenta del
parecido.
Esa barbilla dentada.
Ese altivo fruncimiento de labios.
Apuesto un billón de dólares a que es la madre de Lucio.
Lleva una blusa de seda blanca que, sin duda, es carísima. De
su cuello cuelga un collar de enormes piedras turquesas.
Su pelo es oscuro como el de Lucio y se lo ha peinado en un
elegante moño en la nuca. Sus rasgos son demasiado afilados,
demasiado puntiagudos para ser considerados bellos.
Hay una cierta elegancia en ella, sin embargo. Como si la
realeza estuviera en su ADN. Pero lo que más destaca es su
desapego.
Está sentada en medio de un comedor abarrotado, rodeada de
familiares y amigos. Sin embargo, tiene la expresión desolada
de alguien que está completa y absolutamente sola.
Es inquietante.
Dejo de mirarla sólo cuando me doy cuenta de que Lucio me
está mirando.
Eso es más fácil de ignorar.
Dejo caer los ojos y le evito durante el resto de la noche.

E S con alivio que insto a Evie a despedirse de todos cuando la


cena finalmente termina. Aunque la experiencia no ha sido del
todo desagradable.
A pesar de lo cotillas que son sus tías, me caen muy bien
algunos de sus primos.
La comida era increíble, y Evie también ha disfrutado.
Pero la dura mirada de Lucio es incesante, a pesar de que miro
a todas partes menos a él. Estoy más que dispuesta a salir de
debajo de sus ojos.
—¿Ya te vas? —se queja Dante, materializándose en mi
hombro—. ¡Di que no es así!
—Dante —nos regaña Nicola cuando se une a nosotros—,
llevas toda la noche acosando a la pobre mujer. Déjala en paz.
Dante pone los ojos en blanco y mira a Nicola con frialdad. —
¿Ves? —dice dramáticamente.
—Este es el tipo de interrupción que podemos evitar si aceptas
salir conmigo.
Le sonrío. —Me estoy tomando un descanso de los hombres
por el momento —le digo—. Pero cuando termine, serás el
primero en saberlo.
—No me eleves sólo para derribarme, cariño —bromea con un
guiño.
—¡Charlotte!
Me estremezco cuando la voz de Lucio se interpone entre el
parloteo de la multitud.
—Evie está cansada —me informa—. Súbela ahora.
El tono autoritario me eriza la piel y mi mandíbula se
desencaja en respuesta. —Lo estaba haciendo —replico—. No
necesito que me digas cómo hacer mi trabajo.
Antes de que pueda replicar, agarro a Evie de la mano y la
saco de la habitación.
Oigo una carcajada sorprendida.
Y entonces alguien, un hombre, dice, —has encontrado a tu
digna oponente, Lucio.
Si dice algo en respuesta, no puedo oírlo.
Esta noche es fácil acostar a Evie porque está muy cansada.
Una vez acostada con Paulie, me tumbo a su lado y le acaricio
el pelo.
—¿Charlotte?, pregunta Evi.
—¿Sí, dulzura?
—¿Dónde está tu mamá?
Me quedo quieta un momento, completamente sorprendida por
la pregunta.
—Uh, ella es… Ella vive lejos, tartamudeo. ¿Has oído hablar
de Portland?
—No.
—Bueno, ella vive allí.
Arruga las cejas. —Si vive lejos, ¿Cuándo vas a verla?
—La verdad es que no la veo muy a menudo.
Evie me mira con evidente asombro. —¿En serio? —pregunta,
ceceando un poco—. ¿Pero no la echas de menos?
¿Cómo explicar la complejidad de las relaciones tóxicas y
codependientes entre madre e hija a una niña de seis años?
Sobre todo, a una que añora a su propia madre.
Aun así, tampoco quiero mentirle.
—Es complicado, princesa —digo al final.
Sé muy bien que es una respuesta terrible. Pero es la mejor que
tengo.
Suspira. —Los adultos siempre dicen eso cuando no quieren
explicar las cosas —protesta, muy sabia para su edad—.El
hombre que me trajo aquí también me lo dijo.
Me detengo a pensar en eso. Una desagradable sensación se
apodera de mi estómago. —¿Qué te dijo?
—Me dijo que fuera a la puerta y esperara —dice
encogiéndose de hombros.
—¿Sola? —Le pregunto.
—Mhmm —confirma Evie—. Cuando le pregunté dónde
estaba mamá, me lo repitió. No fue muy amable.
Frunzo el ceño y la abrazo. No parece tan alterada, pero
probablemente sea porque aún no comprende el alcance de lo
que le ha ocurrido.
Ninguna de nosotras lo sabe, en realidad.
Y para ser sincera, cuanto más tiempo paso cerca de Lucio…
más miedo me da preguntar.
—Lo siento, pequeña —le digo—. Ojalá pudiera darte una
respuesta mejor.
—Ojalá mamá estuviera aquí —gimotea.
Mi corazón se estremece un poco.
Recuerdo tener su edad. Recuerdo que añoraba a mi madre a
pesar de que era una mierda como madre.
Pero a una niña de seis años eso no le importa.
Sólo quieres a tu madre.
Mierda o no.
Tóxica o no.
Intento pensar en algo reconfortante que decir, pero cuando ya
he pensado algo, miro hacia abajo y me doy cuenta de que
Evie ya se ha dormido.
Esquivé esa bala…
Por ahora.
Le quito la mano de encima con delicadeza y me bajo de la
cama.
Cuando llego a mi habitación y cierro la puerta, me detengo un
momento. La otra puerta, la que da al pasillo, asoma en la
penumbra.
Sé que no está cerrado esta noche porque Enzo está libre hasta
mañana y nadie nos siguió a Evie y a mí hasta aquí antes.
Claramente, Lucio se está descuidando.
Seguro que no está empezando a confiar más en mí. Dejó ese
punto muy claro.
Respiro hondo y salgo de mi habitación. El plan provisional es
volver a bajar y encontrar a Lucio y…
Bueno, ya averiguaré el resto cuando llegue.
Pero cuando salgo al rellano de la escalera, veo que la casa
está en silencio. Lo que significa que los invitados se han ido.
Así que cambio de dirección y me dirijo directamente al
despacho de Lucio.
Ni siquiera llamo cuando llego a su puerta. Simplemente
irrumpo.
Está de pie junto a su escritorio con unos papeles en las
manos. Los deja lentamente al verme.
Su expresión es cautelosa. Neutral. Sólo un pequeño atisbo de
curiosidad en sus ojos plateados.
—¿Esto me gano por minimizar la seguridad y mantener la
puerta de tu habitación sin cerrar? —suspira.
Vale, entonces no fue un descuido.
Como sea.
Me acerco a él y le clavo un dedo en la cara. —¿Qué
demonios te pasa? —le escupo.
Levanta las cejas, completamente imperturbable ante mi
enfado. —¿Perdón?
—Todavía no le has dicho a Evie dónde está su madre. Así que
repito —¿Qué demonios te pasa?
Frunce el ceño. —Dime una cosa, Charlotte, ¿Cómo coño es
esto de tu incumbencia?
—Lo estoy convirtiendo en algo de mi incumbencia —digo
bruscamente—. Esa niña necesita a alguien a su lado y yo
estoy dispuesta a ser esa persona. Puede que asustes a mucha
gente, Lucio Mazzeo. Pero a mí no me asustas.
—Y yo que pensaba que eras una chica lista.
—Vete a la mierda. Grita.
Mi mano sale volando, con el objetivo de abofetearle justo en
su maldita cara engreída.
Pero él es más rápido que yo.
Me agarra la mano antes de que entre en contacto con ella y
aprovecha el impulso para darme la vuelta y dejarme atrapada
entre él y su escritorio.
De alguna manera, se las ha arreglado para meterse entre mis
piernas por detrás. Y dado el vestido que llevo, puedo sentir su
dureza apretada contra mi calor.
—¿Ya me tienes miedo? —me gruñe al oído. Está pegado a
mí, su frente a mi espalda, y su calor, los latidos de su corazón,
su olor… todo invade mis sentidos de una forma a la que me
resulta jodidamente difícil resistirme.
Me alejo de él, aunque en realidad no tengo adónde ir.
—Tienes que ocuparte de eso —grito, ignorando su pregunta.
–¿Ocuparme de eso? —repite burlonamente—. Tengo un puto
problema real entre manos. Tengo que evitar que toda la mafia
polaca invada mi territorio. No tengo tiempo para nada más. Y
menos para tus tonterías moralistas.
Me quedo inmóvil un momento.
¿Ha dejado escapar asuntos sensibles de los Mazzeo? Esto es
algo que puedo usar.
Pero controlo mi expresión. Si sospecha de mí, toda esta farsa
está acabada.
—Lo entiendo —digo—. Eres el gran jefe de la mafia. Pero
ella es una niña. Es tu hija y está confundida y triste. Sólo
quiere a su madre, maldición.
—Su puta madre no va a volver —gruñe—. Y antes de que
preguntes, no, no tuve nada que ver con eso. Sé tanto como tú.
Me suelta y da un paso atrás, con el pecho todavía
retumbando. Hago una pirueta lenta para mirarle. No sé si está
diciendo la verdad.
Sin embargo, cuando miro fijamente sus inquietantes ojos
grises…
En realidad, le creo.
—Evie me dijo que un hombre la dejó aquí —le digo—. Le
preguntó dónde estaba su madre y él le dijo que era
complicado.
—Sí, esa es la versión que yo también le saqué —hace una
mueca Lucio.
—¿Qué clase de bastardo enfermo deja a una niña sola en un
complejo mafioso?
Los ojos de Lucio se oscurecen—. Soy su padre, me regaña.
—Bueno, entonces, ¡actúa como tal!
Estoy empujando mi cara contra la suya porque eso es
realmente todo lo que puedo hacer.
A cambio, vuelve a acortar la distancia entre nosotros y
empuja su cuerpo contra el mío.
Se supone que es amenazador. Entonces, ¿Por qué es tan
excitante?
—Estás pisando hielo jodidamente fino, ronca.
Medio centímetro más y nuestras narices se tocarían.
—Aléjate de mí. Le gruño.
—Dímelo otra vez —dice con esa voz grave y amenazadora
—. Y esta vez, haz que me lo crea.
Me congelo.
¿Hacer que se lo crea?
¿Puede oír los frenéticos latidos de mi corazón? Porque yo sí
puedo.
¿Puede sentir lo caliente, lo húmeda, lo necesitada que estoy?
Porque yo sí puedo.
—Suéltame —vuelvo a decir, intentando infundir a mi
expresión el veneno necesario.
Se ríe amargamente. —Inténtalo de nuevo.
Bastardo.
Su ingle se aprieta contra la mía. La barra de hierro de su
erección me distrae muchísimo.
—Lucio…
—Vamos —me incita Lucio—. Muéstrame lo que realmente
quieres.
Lucho contra él, pero es jodidamente inútil. Es un muro de
acero que se niega a ser movido.
—Eso es lo que pensaba —se ríe—. No tienes cojones.
Se acciona un interruptor.
Primero, siento la rabia.
Luego, la frustración.
Por último, el deseo.
Y muerdo el puto anzuelo.
Porque aparentemente, soy masoquista, igual que mi madre.
Empujo la cara hacia delante y mis labios chocan con los
suyos. Quería que fuera doloroso, pero, de algún modo, mis
labios se hunden en los suyos con suavidad, perfectamente.
Hay tal vez un milisegundo de vacilación por su parte.
Y entonces devuelve el fuego, sus labios calientes y codiciosos
contra los míos.
Nuestros cuerpos están enredados. Sus manos parecen estar en
todas partes.
En mis caderas.
En mi pecho.
En mi pelo.
Mi vagina se contrae dolorosamente, desesperado por ser
tocado, suplicando liberación.
Entonces mis labios se separan, o tal vez su lengua los fuerza a
abrirse, y lo siguiente que recuerdo es sentirlo en mi boca, tan
salvaje y despiadado como el resto de él.
Y no puedo evitar que el gemido se escape por el fondo de mi
garganta.
Sus manos serpentean por mi falda. Uno o dos centímetros
más y estará en mis bragas. Tengo tal vez unos segundos antes
de que eso suceda.
Espero el momento y el tiempo se hace insoportable
Pero ya sé que no voy a parar esto.
Y entonces…
Él lo hace.
Aparta sus labios de los míos. Jadeo ante la inesperada ráfaga
de aire helado.
Respira hondo mientras me tira de su mesa y me empuja hacia
la puerta.
—¡Fuera! —ordena bruscamente. Sus ojos parecen
desenfocados por un momento.
—Espera, ¡¿Qué?!
Se lanza hacia mí. Salto instintivamente hacia atrás, y ese
movimiento me lleva tropezando más allá del umbral.
Lucio se detiene en seco. Sus ojos son oscuros e inexpresivos,
pero puedo ver la pesada subida y bajada de su pecho.
Los tres botones superiores de su camisa se han desabrochado.
¿O quizá los desabroché yo? No me acuerdo.
Hay un momento en que nuestras miradas se cruzan.
La frustración parpadea como un relámpago de calor.
Y entonces la puerta de la oficina me da en las narices.
—Maldición —exhalo lentamente en el oscuro y húmedo
silencio del pasillo.
Me toco los labios con los dedos. Los siento fríos y
amoratados.
Como me siento por dentro.
23
LUCIO
DOS NOCHES DESPUÉS - DESPACHO DE LUCIO

Marco aparece en la puerta de mi despacho. Su expresión es


pétrea.
—¿Jefe?
—¿Sí, Marco?
—Descubrimos un espía.
Me congelo. Eso explica por qué Marco está tan solemne.
—¿Quién?
Traga saliva y continúa, —Es Rocco. Está en el sótano.
Adriano está con él ahora.
Gruño, salgo de detrás de mi escritorio y bajo directamente al
sótano.
Cuando llego, veo a mis hombres en la entrada. Se separan
para que pueda pasar junto a ellos sin pasarlos a llevar.
La puerta de la cárcel del sótano está abierta de par en par.
Dentro, veo el cuerpo de un hombre, atado a una silla.
Antes de que su rostro se haga visible, Adriano se adelanta,
impidiéndome la visión.
—Hermano.
—¿Cómo te has enterado? —grito.
—Interceptamos su acuerdo comercial —explica Adriano—.
No sabían que estaban siendo vigilados. Rocco estaba
vendiendo nuestras armas automáticas a los polacos. Desde
hace tiempo.
—Así es como los polacos lograron eludir nuestra seguridad
fronteriza durante tanto tiempo —gruño, atando cabos—.
Tenían información privilegiada sobre nuestros movimientos.
—Así es —confirma Adriano—. Los observamos en el lugar
de entrega. Cuando Rocco llegó…
Se detiene y mira por encima del hombro. Rocco tiene la
cabeza gacha y sangra por el labio inferior. Parece un poco
abatido y golpeado, pero por lo demás no tiene mucho peor
aspecto.
Todavía.
—Fuiste suave con él.
—Pensé que podrías hacer los honores.
Siempre me he sentido orgulloso de que mis hombres me sean
leales. Confían en que el buen trabajo es recompensado. Que
los trabajadores con talento ascienden en el escalafón.
Así que enfrentarse a la traición… es un puto cubo de agua
helada.
También es una ofensa que no se puede tolerar.
Me deslizo junto a Adriano hacia la celda oscura.
La última vez que estuve aquí, estaba Charlotte encogida en la
esquina.
Esta visita no será tan agradable.
Adriano entra en la habitación detrás de mí, pero el resto de
mis hombres se quedan fuera.
La cabeza de Rocco sigue colgando, tratando deliberadamente
de evitar lo inevitable.
—Enterrar la cabeza en la arena no va a servir de nada ahora,
Rocco —entono.
Levanta la mirada lentamente.
Se esfuerza mucho por permanecer indiferente.
Despreocupado. Pero puedo ver el miedo detrás de su
expresión cuidadosamente orquestada.
Repaso lo que sé de él de memoria.
Tiene treinta y un años. Dieciséis años con nosotros. Comenzó
como corredor de números para uno de los corredores de
apuestas en Long Island cuando era sólo un mocoso
adolescente.
Le enseñamos todo. Lo endurecimos. Le dimos
responsabilidad cuando se la ganó. Le pagamos cuando se lo
merecía.
¿Y así es como nos lo paga?
Maldición, fui a su boda. Aún recuerdo a su mujer, una cosita
menuda llamada Marina, creo.
—¿Por qué? —le pregunto—. No hace falta que me explaye
más.
—Vi una oportunidad —dice, con tono solemne—. La
aproveché.
—¿Te reclutaron?
—Sí.
—¿Y por qué pensaron que podrías ser reclutado? —pregunto.
El miedo de Rocco ilumina sus ojos por un momento. —Mi
madre está enferma —empieza—. Muy enferma, maldición.
Necesitaba un tratamiento caro y…
—Mentira. Le grito.
Rocco abre mucho los ojos.
—Debes estar desesperado para inventarte esa mierda —
gruño.
—Es verdad, insiste.
—Son putas mentiras —le respondo con un siseo—. Tu madre
vive en Texas con su segundo marido. No has hablado con ella
en años.
Balbucea impotente, —Yo…
Levanto una silla, rascando el suelo sólo para crear un efecto
dramático. Luego le doy la vuelta y me siento, cruzando los
brazos despreocupadamente sobre el respaldo.
—Conozco a mis hombres, Rocco —le digo—. Los vigilo a
cada uno de ustedes. Conozco a cada uno de ustedes hijos de
puta por su nombre. Conozco sus tics. Sus vicios. Sus familias.
¿Cómo está Marina?
Rocco palidece. —Lo siento —susurra en voz baja.
Suspiro. —Es demasiado tarde para disculpas, Rocco —le
digo—. Todo lo que tienes ahora es tiempo. Unos minutos más
para prepararte.
—¿Vas… vas a matarme?
—Eso depende. Si estuvieras en mi lugar, ¿Qué harías? —le
pregunto.
Los ojos de Rocco revolotean entre Adriano y yo. No tiene
que responder.
Sabe que esto sólo puede acabar de una manera.
—Hay una cosa que espero de todos mis hombres —continúo
—. Lealtad. Eso es todo. Si tenías un problema, podías haber
acudido a mí. Yo cuido de mis soldados.
Me detengo y le observo. Le gotea sangre del labio roto.
—Pero nunca se trató de un problema que necesitara solución,
¿Verdad? —pregunto—. No tienes un familiar enfermo. Lo
que tienes es ambición. Y te pasaste de la raya. Te volviste
codicioso. Te volviste descuidado.
—Jefe…
Levanto la mano. Rocco se calla inmediatamente.
Incluso a las puertas de la muerte, sigue obedeciendo a su
líder.
—La ambición es algo bueno —concedo—. Pero no estabas
dispuesto a abrirte camino en el escalafón. Decidiste traicionar
a la Familia. Decidiste poner tu fe en los polacos. Así que
dime, Rocco ¿Cómo te está funcionando?
La máscara de compostura practicada se desvanece
rápidamente. Empieza a temblar.
—Dame otra oportunidad, Jefe Lucio —suplica
desesperadamente—. Una oportunidad más.
Suspiro con pesar y vuelvo a ponerme en pie.
—Sabes que no puedo hacer eso, Rocco —le digo—. Pero
puedes hacer esto más fácil para ti.
Sus ojos se abren de par en par cuando aparto la silla de una
patada.
—Dinos lo que sabes sobre los polacos.
—¿Y me dejarás vivir?
—«¿Vivir?» —repito con fingida diversión—. Rocco, eres más
listo que eso.
Se le cae la cara. Me sorprende lo joven que parece. Tal vez
ante la muerte, a eso es a lo que nos reducimos. Niños
asustados.
Algunos de nosotros, al menos.
Ya sé que no es así como encontraré la muerte.
Me levantaré y lucharé.
Y aunque la muerte me gane, sonreiré y cabalgaré al más allá
sobre su puta espalda.
—Por favor…
Me dirijo a Adriano. —Ponlo de pie.
Adriano avanza y desata las ataduras de Rocco. Luego levanta
al tembloroso hombre.
Me pongo al frente de su maldita cara. —¿Quién te reclutó?
Puedo ver la resignación en sus ojos mientras sacude la
cabeza. Sabe que va a morir pronto. Intenta ser valiente.
Intenta caer con dignidad.
Eso no durará mucho.
Estoy a punto de sacarle la maldita dignidad a golpes.
Le golpeo el estómago con el puño tan fuerte como puedo.
Brama de dolor mientras se desploma hacia delante.
—Levántalo —le ordeno a Adriano.
En el momento en que Adriano le levanta de nuevo, vuelvo a
ponerme en su cara.
—Te lo dije —sólo tú tienes el poder de hacerte esto más fácil
—le recuerdo al pobre desgraciado—. Sólo dime lo que
necesito saber.
Me mira. Ahora le brota sangre de la boca. Mi primer
puñetazo le ha causado graves daños internos.
Rocco vuelve a sacudir la cabeza.
Mi mandíbula se aprieta de rabia. Otro golpe, entonces.
Esta vez, apunto a su cara.
Oigo el crujido de un cartílago al romperse su nariz bajo mis
nudillos.
Se golpea contra la pared que tiene detrás y cae lentamente al
suelo.
—Jesús —murmura Adriano—. Si esperas que permanezca
consciente para esto, puede que tengas que bajar el volumen,
Lucio.
—Apenas le he tocado —me burlo.
Suspira. —¿Otra vez?
—Otra vez.
Adriano agarra a Rocco por el cuello, pero esta vez, realmente
tiene que poner un poco de esfuerzo para levantarlo de nuevo a
sus pies. El hombre es un saco de mierda en este punto. Mi
mejor amigo tiene razón, este traidor no durará mucho más.
—Por favor, Jefe —Rocco lo intenta de nuevo.
—Te daré una muerte rápida y limpia —le prometo—. Sólo
tienes que responder a mis preguntas.
La esperanza se apaga en sus ojos. Se hunde en la más
absoluta derrota.
—Vuelve a sentar su culo en la silla —le digo a Adriano—. Y
tráeme un cuchillo.
Cuando tengo el cuchillo en la mano, me vuelvo hacia Rocco.
Está sentado, pero todo su cuerpo tiembla sin control.
—Átenle las manos a los reposabrazos —ordeno.
Dos de mis hombres se acercan desde la sala exterior y lo atan
a la silla con una gruesa cuerda. Intenta forcejear, pero sus
intentos son débiles y las fuerzas le fallan.
Pero el dolor… el dolor, aún puede sentirlo.
Me agacho delante del pobre bastardo.
—¿Cuál es tu dedo menos favorito? —pregunto conversando
—. Personalmente, me gustan más los pulgares. Pero tú me
pareces un tipo de dedo corazón. Sin duda me hiciste un gesto
de desprecio cuando vendiste mis armas a nuestros enemigos,
¿Verdad? —Me río de mi propia broma.
No me mira. —Por favor, jefe, te lo estoy diciendo. No tengo
ninguna información… Los polacos, ellos…
—¿Sí?
—Me compraron —se atraganta Rocco—. Pero no me dieron
ninguna información.
—Bien —digo impaciente—. Yo elijo.
Agarro su dedo meñique y llevo la hoja al centro, justo debajo
del nudillo. Luego presiono.
Los gritos de Rocco rebotan en las paredes y resuenan en el
sótano.
Cuando vuelvo a levantarme, me llevo su dedo cortado.
Sus gritos no cesan.
Tiro el muñón ensangrentado a un lado de la habitación y me
limpio las manos en el lateral de los pantalones.
—Ahora —digo con calma—. ¿Quieres elegir el siguiente
dedo a perder? ¿O lo hago yo?
—¡Jefe!
Me giro cuando Stefano aparece en la puerta. Tiene un tono de
voz que no me gusta. Algo no va bien.
Dice algo, pero apenas le oigo por encima de los gritos
persistentes de Rocco.
—Que se calle —ladro por encima del hombro.
Uno de mis hombres se apresura y envuelve la boca de Rocco
con una mordaza. Los gritos se apagan.
—Ahora, ¿Qué pasa? —le pregunto a Stefano.
Pero antes de que pueda responder, lo oigo, el inconfundible
sonido de un llanto.
El llanto de una niña.
—¡Maldición! —rujo—. ¿Esa es Evie?
Stefano me mira avergonzado. —La encontramos detrás de los
barriles de vino, jefe —dice—. Nadie se fijó en ella hasta que
empezó a llorar.
—¡Maldición! —gruño de nuevo, empujando a Stefano hacia
el sótano—. Cierra la puta puerta.
Cargo en medio del espacio húmedo y miro a mi alrededor. No
veo nada.
—¿Dónde está?
Entonces mis hombres se separan y veo a mi hija. Sigue
agazapada detrás de un gran barril de vino, negándose a salir,
aunque un par de mis soldados intentan apartar su escondite
para llegar hasta ella.
Tiene los ojos muy abiertos por el miedo y la cara manchada
de lágrimas.
Me doy cuenta de que, con la puerta abierta, habría tenido
vista directa a parte de la sala de la celda.
Lo que significa que vio lo que acabo de hacerle a Rocco.
—Evie —canturreo suavemente, dando un paso adelante.
Suelta un gritito ahogado y se echa hacia atrás. Me mira los
dedos y me doy cuenta de que aún están ensangrentados.
Apresuradamente, me los limpio en los pantalones y vuelvo a
intentarlo.
—Evie, tesoro, ¿Qué estás haciendo aquí?
Sus ojos se llenan de lágrimas frescas. Me mira como si fuera
un monstruo.
—¿Dónde está Charlotte? —pregunto dulcemente, aunque hay
una nota frenética de ira en mi voz. Ahora que el shock de
encontrar a Evie se ha ido, la furia está empezando a
burbujear.
Pero Evie se limita a sacudir la cabeza mientras se le escapan
nuevas lágrimas.
—Deja que te lleve a tu habitación —la convenzo.
Doy un paso hacia ella lentamente, pero se sobresalta de
nuevo. —¡No!
—Evie…
Jadea de miedo y sale corriendo. Es demasiado rápida y está
demasiado agachada, y se escapa de las garras de Stefano
antes de que pueda atraparla.
No se detiene cuando llega a las escaleras. Sigue corriendo tan
rápido como puede hasta que está lo más lejos posible de mí.
Oigo sus gritos durante mucho tiempo después de que se haya
ido.
—Maldición.
No tengo la menor idea de qué hacer ahora.
—Ve tras ella —me insta Adriano en voz baja—. No te
preocupes, yo terminaré aquí abajo.
Asiento agradecido y subo tras Evie. Acabo de llegar al rellano
cuando casi me tropiezo con Charlotte.
—¡Oye!…
—¿Dónde coño has estado? —gruño con todo el veneno que
tengo.
Se echa hacia atrás, claramente sorprendida por mi furia.
Obviamente, no tiene ni idea de lo que acaba de pasar. Pero
me mira con ojos fríos.
Ninguno de los dos ha olvidado lo que pasó en mi despacho
hace dos noches.
—Jesús, ¿Alguien se levantó con el pie izquierdo esta
mañana? ,me refuta.
—Te contraté para cuidar a Evie —dije—. No para que andes
por ahí con cara de despistada.
—En primer lugar, no me contrataste —dice, levantando
ligeramente la voz—. Me secuestraste y me extorsionaste. En
segundo lugar, estoy cuidando de Evie. Estamos jugando al
escondite.
—¡Estaba en el maldito sótano! —gruño.
Charlotte me mira, claramente sorprendida. —¿Qué demonios
te pasa? —me pregunta—. Si esto es por lo de la otra noche…
—No te hagas ilusiones —le espeto, cortándola—. Se trata de
que Evie me acaba de ver torturando a un espía que
descubrimos.
Se queda paralizada por un momento mientras lo asimila.
—¿Estabas torturando a alguien? —pregunta, casi con
incredulidad.
—El cabrón se lo merece —le digo—. No traicionas a los
Mazzeo con los polacos y vives para contarlo.
24
CHARLOTTE

Miedo.
Es lo primero que siento cuando a Lucio se le escapa que ha
descubierto un espía que trabaja para los polacos.
Porque si este topo está de hecho trabajando para los polacos,
podría tener información.
Información que podría ponerme en peligro.
Lucio no es tonto. Es bueno leyendo expresiones, y es aún
mejor leyéndome a mí. Necesito hacer pasar mi miedo por
preocupación por Evie.
No es difícil, teniendo en cuenta que estoy realmente
preocupada por Evie.
—¿Dónde está Evie? —pregunto, girando lejos de él.
Me sigue de cerca mientras empiezo a trotar por la mansión.
—Salió corriendo del sótano cuando intenté acercarme a ella.
—No la culpo.
—¡No debería haber estado allí! —brama.
Me abalanzo sobre él furiosamente. —¡No te atrevas a
culparme por esto! —le grito—. Nunca dijiste que el sótano
estaba fuera de los límites. ¿Cómo iba a saber que es tu puta
cámara de tortura personal?
Hago una pausa y pienso un segundo.
Luego añado —Pero quizá debería haberlo sabido, teniendo en
cuenta que allí me llevaron después de que me secuestraras.
—Jesús —sisea Lucio—. ¿Podrías..?
Me detengo en seco cuando veo unos rizos rubios volando al
doblar la esquina.
—¡Evie! —me giro hacia él—. Espera aquí.
Entonces salgo volando tras ella.
Irrumpo en una de las habitaciones que dan al jardín. Al entrar,
veo asomar la parte superior de su cabeza por detrás de un sofá
de cuero afelpado.
—Evie —digo en voz baja, acercándome a ella lentamente—.
Princesa, soy yo.
Levanta la cabeza y me mira con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Charlotte? —dice con hipo.
—Eh, pequeña —murmuro, acercándome.
Evie sale disparada de detrás de la silla y se lanza a mis
brazos. La agarro y la abrazo con fuerza, intentando
reconfortarla todo lo que puedo.
Un abrazo no es mucho.
Pero es todo lo que tengo.
—¿Estás bien? —pregunto.
Se limita a sacudir la cabeza. Siento lágrimas frescas
empapando mi camiseta.
—No pasa nada —murmuro en su oído—. Ya está todo bien.
Evie sigue temblando, así que la abrazo hasta que por fin
empieza a calmarse.
—¿Quieres decirme qué pasó? —pregunto.
Evie se aparta lo suficiente para mirarme a la cara. Abre la
boca, pero no sale nada.
—¿Sabes qué? Está bien —digo rápidamente—. No tenemos
que hablar de ello en absoluto. ¿Quieres dar un paseo por el
jardín conmigo?
Evie niega con la cabeza.
—¿Qué tal si subimos entonces? —sugiero–. ¿Jugamos un rato
en tu habitación?
Asiente con la cabeza, pero veo que la luz ha abandonado sus
ojos.
Me rompe el puto corazón.
Entonces se sobresalta al oír algo detrás de nosotros e
inmediatamente vuelve a aferrarse a mí. Me giro despacio y
me doy cuenta de que Lucio nos ha seguido y está en la puerta.
Su maldita hija está cagada de miedo.
Por culpa de él.
—No pasa nada —la tranquilizo—. Estoy aquí.
Tomo su mano y la conduzco hacia la puerta. Lo que, por
supuesto, nos pone directamente en el camino de Lucio.
Parece enfadado, pero veo que detrás del enfado hay
preocupación. No dice ni una palabra mientras Evie y yo
pasamos a su lado y nos dirigimos al piso de arriba.
Cuando volvemos a la habitación, me doy cuenta de que Evie
está fuera de sí. No sonríe en absoluto y sus ojos tienen una
mirada lejana que no me gusta nada.
Intento que participe en diferentes actividades, pero nada
parece funcionar.
Ella sólo se aferra a Paulie y no dice mucho.
Al final, me siento frente a ella con las piernas cruzadas y cojo
sus dos manos entre las mías.
—Hola, chiquilla —le digo suavemente—. ¿Podemos hablar
un rato?
Sus ojos revolotean sobre mi cara y en sus grandes ojos grises
vuelven a brotar más lágrimas. Lo odio, pero creo que es
importante que se desahogue.
Nada bueno sale de reprimir las emociones.
Suprimir los recuerdos es peor.
—Sé que hoy has pasado por algo grande —le digo—. Pero
necesito que me digas lo que has visto hoy en el sótano.
—Yo… Yo…
—Está bien, Evie —le digo suavemente—. Tómate tu tiempo.
—Me escondía allí cuando entraban muchos hombres grandes.
—¿Sí? —asiento con la cabeza, animándola a seguir.
—Tenía miedo, así que me escondí detrás de una caja grande
—me dice Evie—. Pensé que se irían.
—¿Viste a Lucio?
Ella asiente. —Entró en una habitación… y entonces…
entonces… hubo muchos, muchos gritos.
—¿Gritos?
—Estaba haciendo daño a alguien. Era realmente malo…
Se le entrecorta la voz y sé que vamos hacia más sollozos. Le
cojo la mano y le acaricio el dorso para intentar calmarla.
—¿Qué le viste hacer, Evie? —le pregunto después de que se
haya calmado un poco.
—Golpeó al hombre —me dice Evie, agarrando mis manos un
poco más fuerte. —Tantas veces.
—Eso debe haber sido aterrador para ti.
Ella asiente. Baja la barbilla hacia su regazo.
—Evie —le digo—, sé que Lucio puede dar miedo a veces.
Pero él nunca te haría daño.
Me mira. —¿Porque es mi padre? —me pregunta.
Trago saliva y asiento con la cabeza. —Sí, así es. Se preocupa
por ti.
—Pero no juega conmigo —acusa.
Respiro. —Eso es porque está muy ocupado.
No sé por qué demonios estoy defendiendo a ese bastardo,
especialmente después de lo horriblemente que me ha tratado.
Pero siento un extraño tipo de responsabilidad aquí.
Evie necesita oír esto.
Necesita sentirse segura en esta casa.
Necesita sentirse segura cerca de su padre.
Y no siempre estaré cerca para calmar sus miedos y abrazarla
por la noche.
De hecho, si resulta que este espía me ha delatado.
Puede que no esté aquí mucho más tiempo.
—Él te ama, Evie —le digo—. Aunque no siempre lo
demuestre.
Sus párpados empiezan a caer. El trauma de lo que ha visto
hoy la ha agotado. Quizá dormir sea la mejor medicina en este
caso.
—Oye, ¿Qué tal si nos vamos a dormir? Y cuando nos
despertemos, podemos hacer galletas.
—¿De chocolate? —Evie pregunta esperanzada.
—Doble chocolate —le prometo.
Asiente lentamente y le suelto las manos. Inmediatamente, se
acerca a Paulie y le da un fuerte abrazo y un beso.
Cuando está lista, la llevo a su cama. Le doy un vaso de leche
antes de que se duerma, con una gotita de somnífero mezclada.
Con suerte, eso evitará cualquier pesadilla.
Después de tomarse la leche, no tarda más que un breve
cuento para dormir y su cabeza se desploma contra mi
hombro. Me separo de ella y le cubro el cuerpo con las
sábanas.
Luego me dirijo directamente a la puerta para terminar lo que
hay que terminar.
Mi ira se ha calmado un poco.
Ha sido sustituida por la preocupación.
Estoy realmente preocupada por Evie.
Incluso ha dejado de lado mi pánico por el espía. Sin duda
resurgirá más tarde, cuando esté a solas con mis pensamientos.
Pero por ahora, tengo que ocuparme de otra cosa.
Voy al despacho de Lucio, pero esta vez la puerta está cerrada.
Frunzo el ceño y, al apartarme de la puerta, veo que Enzo me
mira con curiosidad.
—¿Buscas a alguien? —pregunta.
—Al gran jefe malo —respondo ácidamente—. ¿Está ahí
dentro?
—No.
Suspiro con frustración. —¿Vas a decirme dónde está?
—Yo no lo haría.
Frunzo el ceño. —¿No harías qué?
—No me acercaría a él ahora —me aconseja Enzo—. No está
de muy buen humor.
Aprieto los dientes. —Torturar a un imbécil no debería ser lo
primero en su lista de prioridades ahora mismo.
—Esa no es la razón por la que está de mal humor —me dice
Enzo—. Seguro que tiene que ver con la niña.
Eso me sorprende un poco.
Pero en el buen sentido.
—¿Dónde está? —vuelvo a preguntar, negándome a rendirme.
Suspira. —En el jardín, junto a la fuente. Pero no te enteraste
por mí.

N O ENCUENTRO a Lucio junto a la fuente. Pero sigo avanzando


por los jardines hasta que lo veo sentado junto a los arbustos
de lilas.
Nuestro beso aún me arde en la nuca, pero alejo esa
distracción.
Sé que me siente llegar. Su respiración se detiene y sus ojos se
agudizan. Pero ni siquiera me mira.
No hasta que estoy delante de él con las manos en las caderas.
—¿Ha terminado la sesión de tortura? —pregunto.
Sigue mirando al suelo. Ni siquiera parpadea en respuesta a mi
evidente irritación.
—¿Dónde está? —pregunta, ignorando mi pregunta.
—Arriba, en su habitación —respondo—. Durmiendo. Espero
que no tenga terrores nocturnos.
Asiente insensiblemente. Lentamente. —¿Habló contigo?
Dudo antes de sentarme a su lado, asegurándome de mantener
unos metros de distancia entre nosotros. Todavía me molesta
lo cargado que está el espacio. Como si el aire mismo zumbara
de tensión, de electricidad.
—Oyó sobre todo los gritos —digo en voz baja—. Y te vio
pegándole. Al espía.
Miro hacia Lucio. Se le tuerce una vena de la mandíbula.
—¿Algo más?
Frunzo el ceño. —¿Hay algo más que te asuste que haya visto?
Respira durante un largo momento. —Le corté el dedo antes
de que Evie fuera descubierta —dice sin rodeos—. La puerta
estaba abierta.
Me estremezco al pensarlo. —¿Le cortaste el dedo a un
hombre?
—No hablaba.
—Oh, bueno, entonces supongo que eso significa que estás
completamente justificado —me burlo.
Se vuelve hacia mí, con sus ojos grises penetrantes. —Esto es
la puta mafia, Charlotte —dice—. Así es como se hacen las
cosas. Esa rata sabía las consecuencias de traicionar a la
Familia y lo hizo de todos modos. ¿Qué clase de hombre sería
si no hiciera lo que hay que hacer? ¿Qué clase de jefe sería?
La piel se me pone de gallina, pero intento que mi cuerpo no
me traicione. Estoy segura de que, si el espía me hubiera
delatado, no estaría aquí sentada junto a Lucio.
¿O es sólo otro juego? ¿Como cuando supo que fui a
investigar a su oficina?
¿Me está tendiendo una trampa?
Me estremezco. Mis dedos nunca me habían parecido tan
valiosos. Me los meto entre los muslos e intento que no se note
demasiado el miedo que se me está gestando en el vientre.
—¿Está muerto? —pregunto.
Mis motivos para preguntar son egoístas en un noventa y
nueve por ciento.
Pero también está ese uno por ciento de preguntarse por el
tipo. Si tenía familia. Un hijo. Una amante o una esposa.
¿Le echarían de menos? ¿Le querían?
¿Me echaría alguien de menos?
Lucio niega con la cabeza. —No.
No sé cómo me siento al respecto. ¿Aliviada, tal vez? No estoy
segura.
—¿Te dio lo que querías?
Los ojos de Lucio se endurecen. —Aunque lo hiciera, no sería
asunto tuyo, ¿Verdad?
Me encojo de hombros como si sus palabras no tuvieran
ninguna importancia para mí.
Mantén la calma, Charlotte. Sólo respira.
Pero es difícil ignorar un simple hecho, estoy en la boca del
lobo, y está claro que el rey de la selva está jodidamente
hambriento.
—¿Por qué elegiría al polaco antes que a ti? —le pregunto.
Lucio se encoge de hombros. —La ambición puede deshacer a
un hombre tan rápido como sea posible.
—¿Palabras sabias de tu padre?
Resopla, con una sonrisa sin gracia en la cara. «Sabiduría» y
«mi padre» realmente no van de la mano.
Levanto las cejas. Es la primera información personal que me
da hasta ahora.
—¿No eran cercanos?
—No del todo, no.
Tiene un hermoso perfil, resaltado por la línea recta de su
nariz. La oscuridad de su cabello capta la luz de la luna.
Parecen ríos de plata fundida, que fluyen hacia esos ojos
profundos.
—Tu madre no era lo que esperaba —le digo.
—¿Qué esperabas?
—No lo sé. Alguien diferente.
—Mi madre se retiró de la vida hace mucho tiempo —ofrece,
sorprendiéndome de nuevo por lo dispuesto que parece a
hablar de esto conmigo—. Otro efecto secundario de la
personalidad de mi padre.
Estoy interesada, pero sé que debo ser cautelosa. —¿Era…
abusivo?
—En todos los sentidos —susurra Lucio—. La forma que
tenía mi madre de sobrellevarlo era disociarse de todo y de
todos los que la rodeaban. Ahora está congelada. Es lo que
tenía que hacer para sobrevivir.
—No debe de haber sido fácil —digo, sintiendo ahora una
oleada de simpatía por la mujer.
Y por su hijo.
Lucio se encoge de hombros, pero puedo ver más allá de la
bravuconada. Le afecta.
—¿Pasas mucho tiempo con ella?
—La veo en las cenas de los domingos.
No es realmente una respuesta, pero es lo más cerca que voy a
estar de una, creo. Tengo la sensación de que Lucio no ha
hablado con su madre en mucho, mucho tiempo.
—Hace varios años que no veo a mi madre —admito—. No
desde que dejé el parque de caravanas en el que crecí.
—Un parque de caravanas —repite Lucio—. Eso debe haber
sido interesante.
—No lo era —digo con amarga finalidad—. Estaba plagado de
adictos, alcohólicos y malos padres. Pasé la mayor parte de mi
infancia vacilando entre cuidar de mi madre y luchar contra el
último hombre que traía a casa.
Me mira otra vez. Me mira de verdad.
Y sé lo que está preguntando, aunque en realidad no lo haya
preguntado.
¿Por qué te fuiste?
No sé por qué siento la necesidad de decírselo.
—Tenía catorce años —digo. Me cuesta respirar. Y cada
palabra parece rozar dolorosamente al salir de mi boca—. Este
novio en concreto había durado cinco meses, un récord. En
realidad, parecía un poco… decente. Tenía ese aire de «chico
mayor amable» que me hizo confiar en él.
El jardín que nos rodea está tranquilo y brilla suavemente a la
luz de la luna. Las lilas están brillantes.
Todo está quieto. Vivo. Suave.
—Supongo que la razón por la que me gustaba de verdad era
porque cuidaba de mi madre. Lo que significaba que yo no
tenía que hacerlo. Entonces un día, llegué a casa y mamá
estaba desmayada en el sofá.
Lo recuerdo tan nítido y claro en mi cabeza. La horrible tela
escocesa del sofá. La forma en que un extremo estaba más
bajo que el otro, de modo que la cabeza de mamá se inclinaba
hacia la moqueta manchada de cigarrillos.
Recuerdo cómo el tipo salió tambaleándose del dormitorio.
Los ojos inyectados en sangre. La mandíbula floja. El pelo
revuelto y alborotado.
—Empezó a preguntarme por la escuela y los novios. Y lo
siguiente que supe es que me estaba besando.
Las manos de Lucio se cierran en puños tan deprisa que me
resulta imposible no darme cuenta. Me trago las ganas de
vomitar.
No importa cuántas veces vuelva a abrir este recuerdo, duele
igual.
—Le aparté, pero siguió besándome —continúo—. Acabó
justo encima de mí. Incluso se bajó los pantalones, pero
conseguí darle una patada en los huevos y salir corriendo.
Tiene los nudillos blancos. Su mandíbula apretada está llena
de tensión.
—Me quedé con un amigo durante unas semanas después de
eso —digo en voz baja. —Sólo volví a casa cuando me enteré
de que había dejado a mamá.
—Ya veo. ¿Había otro? —pregunta Lucio.
—Unos cuantos —digo—. Pero después de la primera vez,
tomé precauciones. Me aseguré de nunca estar a solas con los
novios de mamá. Llevaba ropa holgada que ocultaba mi
cuerpo. Hice todo lo posible para parecer lo menos atractiva
posible.
—¿Cómo lo conseguiste?
—Me afeité la cabeza, me hice un montón de piercings, me
vestí como drogadicta —le digo.
Levanta las cejas.
—Oye, funcionó —me encojo de hombros—. Pero odiaba mi
vida. Así que me fui y nunca miré atrás.
—¿Qué pasó con los piercings? —pregunta Lucio.
Sonrío. —Se me cerraron —me río entre dientes—. Volví a
dejarme crecer el pelo y me vestí como quería. Creo que me di
cuenta de que no depende de mí evitar que los hombres
piensen que pueden poner sus manos en mi cuerpo sólo porque
quieren.
Nos sentamos en silencio durante unos minutos más. Hay un
cierto nivel de comodidad que se ha deslizado entre nosotros
cuando ninguno de los dos estaba prestando atención.
—A veces, me pregunto si mi vida habría sido diferente si
hubiera tenido un padre —pienso en voz alta.
La mueca de Lucio es audible. —Lo dudo.
Me vuelvo hacia él. Su rostro está medio iluminado y medio
ensombrecido. —¿Tan malo era tu padre?
—Peor. De lo que imaginas.
Luego estira el brazo hacia mí y se levanta la manga.
Primero, todo lo que veo es el tatuaje. Un intrincado fénix
surgiendo de la ceniza negra.
Pero cuando miro más de cerca, veo que la tinta oscura de la
ceniza oculta una cicatriz. Una fea. Gruesa y nudosa.
—¿Eso es… una quemadura? —jadeo cuando me doy cuenta.
Lucio asiente. —Yo tenía siete años —me dice—. Mi padre lo
hizo.
—Dios mío. ¿Por qué?
—Porque era un monstruo —responde Lucio en voz baja—. Y
yo era su víctima favorita.
—Eras su hijo.
—Sí, bueno, creo que ambos sabemos que los lazos parentales
no siempre se extienden al amor y al cuidado.
Me giro un poco hacia él. —¿Es por eso que estás tan
distanciado de Evie?
Espero que su humor cambie como lo ha hecho una docena de
veces antes, pero él permanece tranquilo. Y algo pensativo.
—No quiero ser como mi padre —admite al fin—. Pero…
Se detiene y me deja esperando sus siguientes palabras.
No debería importarme tanto.
Pero me importa.
Esto importa.
Importa muchísimo.
Importa por esa niña aterrorizada de arriba.
Importa para el hombre atormentado que medita en este jardín.
Y es importante para mí. No sé cuándo ocurrió, pero ocurrió.
Ahora soy parte de todo esto, me guste o no.
—¿Tienes miedo de acabar como él? —termino por él.
Asiente lentamente. Pero se niega a mirarme.
—Creo que el hecho de que te preocupes por eso demuestra
que no eres como tu padre —le digo—. Los malos padres
nunca se preocupan. Eso es lo que los convierte en malos
padres.
Me mira. —¿Cómo le afectó lo que vio y oyó? —pregunta.
Mi mano casi se mueve hacia él. Mi primer instinto es
ofrecerle consuelo, pero consigo detenerme justo antes de
hacer algo de lo que me arrepentiré más tarde.
—Está conmocionada —admito—. Pero creo que está
desesperada por tener un padre. Necesita saber que te
preocupas por ella. Que la protegerás.
—Lo haré. Responde.
No se puede negar la determinación en su voz cuando dice
eso.
Pero no basta con eso.
—No basta con que tú lo sepas —le digo—. Ella también tiene
que saberlo. Tiene que sentirlo.
Lucio se inclina imperceptiblemente hacia delante. —No sé
cómo hacerlo.
—Empieza con pasos de bebé —le aconsejo—. Quizá podrías
pasar un poco más de tiempo con ella.
—No se va a sentir cómoda estando a solas conmigo después
de hoy.
—Al principio no —estoy de acuerdo—. Pero como dije,
pasos de bebé. Yo también estaré allí.
Sus ojos grises se encuentran con los míos.
No estoy muy segura de lo que veo reflejado ahí. Es denso y
poderoso y jodidamente difícil de leer.
Pero hay algo.
Algo que me da fuerza.
Algo que me hace seguir adelante.
—Vale —murmura–. De acuerdo.
25
LUCIO
LA NOCHE SIGUIENTE

A primera hora de la tarde, oigo a las chicas en el jardín. He


mantenido la distancia todo el día, por sugerencia de Charlotte.
Pero ahora, me estoy impacientando. Así que voy a ellas.
Están lanzando una pelota cerca de la fuente. Evie me da la
espalda, así que Charlotte me ve acercarme primero. Coge la
pelota y se la pone al lado.
—Evie —dice con voz tensa —Lucio quiere hablar contigo.
¿Te parece bien?
Evie se da la vuelta inmediatamente y me ve. Sus ojos se abren
de par en par y la tensión recorre su pequeño cuerpo, lo que
agrava mi sentimiento de culpa.
—Tesoro, sé que me tienes miedo —empiezo—. Y lo siento.
¿Puedo explicarte?
Le devuelve la mirada a Charlotte, que le hace un pequeño
gesto con la cabeza.
Entonces, con un suspiro, mi hija se vuelve hacia mí y se agita
en su sitio. Sé que eso es lo más cerca que voy a estar de un
«vale».
Me siento aliviado cuando Evie no se aleja de mí. Se queda
inmóvil mientras yo me arrodillo ante ella.
—¿Dormiste bien anoche? —pregunto, empezando por lo
sencillo.
Ella asiente.
—Eso está bien.
Sé que me estoy entreteniendo. Miro a Charlotte y me ofrece
una pequeña sonrisa. Es una locura lo mucho que me
reconforta ese pequeño gesto.
—Escucha, sé que ayer te asustaste. Pero tenía razones para
hacer lo que hice —le digo—. Es difícil de explicar.
Sus mejillas sonrosadas tiemblan ligeramente. Maldición, la
estoy perdiendo. No puedo flaquear ahora.
—Evie, ese hombre que viste en el sótano… era un hombre
malo —le digo—. Y era una amenaza para mí. Para nosotros.
¿Sabes lo que es una «amenaza»?
Ella sacude la cabeza.
—Significa que podría haberme hecho daño a mí y a la gente
que me importa. Eso te incluye a ti.
Le tiembla el labio inferior. No sabe muy bien cómo decirlo,
pero la pregunta subyacente es obvia, ¿Te importo?
—Y me importas mucho, mucho —me apresuro a decir—.
Sólo que no se me da muy bien demostrarlo.
—¿Por qué no? —pregunta tímidamente.
Bueno, Maldición. Esa pregunta me deja perplejo.
Al final, sólo puedo decir la verdad, —No lo sé.
Silencio.
Charlotte no ha dicho ni una palabra.
Evie parece toda callada.
Hasta que, de repente, tiene algo que decir.
—El hombre gritaba —dice—. Y tú seguías pegándole.
Es casi una acusación cuando sale de su boca. Es aún más duro
por el hecho de que es mi propia y pequeña hija me lo dice.
—Lo sé —hago una mueca—. Porque si no lo detenía, podría
haberte hecho daño. Y mi trabajo es protegerte.
—Oh —Parece poco convencida.
—¿Lo entiendes mejor ahora, Evie?
Me mira a través de las pestañas. —Creo que sí —murmura.
Luego añade —Los adultos nunca me explican las cosas.
Sonrío. —Intentaré explicarte las cosas a futuro, ¿Vale?
Ella asiente.
—¿Me das un abrazo? —pregunto, probando suerte.
Me mira con precaución durante un momento. Es como si
intentara decidir si confiar en mí o no. Luego asiente y se echa
a mis brazos.
La abrazo fuerte. Cuando sus brazos me rodean el cuello,
siento un extraño y profundo calor que me recorre el pecho. El
polo opuesto al dolor que me oprime el pecho cuando huyó del
sótano.
Eso era culpa.
Esto es amor.
Me pongo en pie cuando Charlotte se acerca. —¿Qué tal si
vamos a la cocina y empezamos con las galletas que prometí
ayer? —pregunta alegremente.
Evie asiente entusiasmada y hace un pequeño contoneo que
me hace reír.
—¿Te gustaría unirte a nosotras? —pregunta Charlotte,
volviéndose hacia mí.
Dudo un segundo. Charlotte me mira con los ojos muy
abiertos, recordándome nuestra charla de antes.
—Evie, ¿No te importa? —pregunto.
Ella niega con la cabeza. —No. Puedes venir.
Cuando volvemos a casa, Evie nos adelanta. Charlotte se pone
a mi lado.
Ninguno de los dos dice una palabra.
Y eso está bien.
Reprimo una suave sonrisa mientras entramos en la cocina.
—¿Dónde ha ido la niña? —pregunto cuando no veo a Evie
por ninguna parte.
—Probablemente volvió arriba a buscar a Paulie —responde
Charlotte.
—¿Paulie?
Charlotte suspira. —Paulie, el ornitorrinco. Tienes que
empezar a prestarle más atención. Es muy importante para
ella.
—Es feo.
—Eso es lo que pasa con los niños —responde Charlotte—. Su
amor es incondicional. Deberías aprovecharlo mientras
puedas. No seguirá así mucho tiempo.
Me siento un momento y asimilo esas palabras.
Entonces me vuelvo de nuevo hacia Charlotte.
—Gracias —le digo.
Se queda inmóvil y me mira perpleja. —¿Por qué?
—Por ayudarme hoy. No es fácil para mí conectar con…
—¿Alguien? —interrumpe descaradamente.
Entrecierro los ojos. —Niños —respondo con frialdad—. No
es que lo haya intentado antes.
Sonríe. —A veces, cuando tu infancia ha sido una mierda, es
difícil que sepas cómo es una infancia dorada —explica—. O
cómo crear una.
—Te las has arreglado —señalo.
—Es diferente —responde—. No tengo la responsabilidad de
criar a Evie. Sólo la cuido. Lo que ella necesita, yo no puedo
dárselo. Sólo tú puedes.
—Eso es una puta tonelada de presión.
Se ríe entre dientes. —Creo que son gajes del oficio —dice—
Bienvenido a la paternidad.
En ese momento, Evie irrumpe en la cocina con su peluche a
cuestas.
Charlotte tiene razón. Evie realmente ama ese feo trozo de
tela. Lo ama total y completamente y con todo su corazón.
Puedo verlo escrito en su cara. En la forma en que lo abraza.
Honestamente es… hermoso.
Le ofrezco la sonrisa más amable que puedo. —¿Nos va a
ayudar Paulie a hacer galletas?
—Mhmm —Evie chirría. Sus ojos se iluminan de inmediato
—. Es mi mejor amigo. Bueno, él y Charlotte.
—Ah, ¿Sí? —exclama Charlotte, poniendo las manos sobre su
corazón—. ¡Princesa, me acabas de alegrar el día!
Evie sonríe y se vuelve hacia mí. —¿Tienes un mejor amigo?
—me pregunta.
Levanto las cejas. —No estoy seguro.
Parece sorprendida. —Pero todo el mundo necesita un mejor
amigo.
Me encojo de hombros. —Supongo que puedo decir que
Adriano es el mío —me río, imaginando lo jodidamente
avergonzado que se pondría si pudiera oírme tan sentimental.
—Aunque me molesta la mayor parte del tiempo.
Evie suelta una risita. —Bueno, si necesitas un mejor amigo,
te presto a Paulie —me dice generosamente.
—Vaya, ¿En serio?
—Mhmm.
Lo dice como si no fuera gran cosa. Como si tuviera tanto
amor que fuera fácil compartirlo.
Esa cálida sensación en mi pecho se intensifica.
Luego baja la mirada hacia el feo peluche y después hacia
Charlotte. Se le ha ocurrido algo.
—Aunque, si Paulie está ocupado, puedes tomar prestada a
Charlotte en su lugar —dice con el ceño fruncido por la
concentración. Está claro que se está pensando dos veces su
generosa oferta.
—Vaya, gracias, pequeña —dice Charlotte con sarcasmo.
No puedo evitar reírme. —Puede que acepte tu oferta —digo
mirando a Charlotte.
¿Es posible que se esté sonrojando? Sin embargo, en cuanto la
miro de verdad, se vuelve hacia la nevera y me niega la
confirmación.
Sigo siendo muy consciente de nuestra tensión sexual. El beso
que nos dimos hace unos días había echado por la ventana
cualquier esperanza de negación.
Para los dos.
—Vale —dice Charlotte en un claro intento de cambiar de
tema—. Es la hora de las galletas. Y todo el mundo tiene que
ensuciarse las manos.
En silencio, susurro, Sí, Micetta… pienso hacerlo.

M EDIA HORA MÁS TARDE , mientras el sol se pone, tenemos un


recipiente de masa para galletas. Evie y yo vemos cómo
Charlotte separa la masa en tres boles distintos.
No lleva delantal, así que la parte delantera de su ajustada
camiseta negra está cubierta de harina. También la cara.
Algunos mechones de pelo se desprenden del moño desaliñado
que lleva en la cabeza.
Es un desastre. Sin adornos ni nada.
Entonces, ¿Por qué coño se me pone dura cuando la miro?
—Vale, podemos añadir lo que queramos a nuestra tanda de
masa de galletas —anuncia Charlotte, empujando un cuenco
hacia cada uno de nosotros—. Evie, danos la cuenta regresiva
para comenzar. ¿Qué va a ser?
Se lo piensa un momento. Luego lo consulta con Paulie. Los
dos susurran con total seriedad.
Paulie le susurra algo al oído y ella suelta una risita antes de
anunciar su elección.
—¡Doble chispas de chocolate!
—Brillante elección —responde Charlotte, fingiendo sorpresa
—. Nadie se lo esperaba.
Ella y yo nos reímos en privado durante un momento mientras
Evie intenta descifrar qué hace tanta gracia. Entonces
Charlotte se vuelve hacia mí.
—¿Lucio? —Sus ojos azules son brillantes y pacientes.
Maldición, es un sueño.
—Oh. Uh, no estoy seguro. No necesito nada.
Pone los ojos en blanco. —Claro que necesitas algo —suspira
en voz baja—. Bueno, ya volveremos contigo. Me toca a mí.
Voy a elegir, por favor, malvaviscos, Nutella y avellanas.
Evie y Paulie aplauden. Charlotte hace una reverencia y un
pequeño giro para sus admiradores.
Me limito a verlas interactuar. Ese cálido resplandor se ha
extendido de mi pecho a mi cara, a la punta de mis dedos.
Siento que estoy vibrando.
Es extraño.
Pero no desagradable.
—¿Lucio? —Charlotte lo intenta de nuevo.
Me aclaro la garganta. —Uh, ¿Qué tal ron?
Charlotte levanta las cejas. —¿Ron? Siguiente.
—¿Avena?
—Ew, regaña Evie, arrugando la nariz.
—Oye, ¿Qué tienen de malo los copos de avena? —reclamo.
Miro a un lado y a otro entre las dos fingiendo ofenderme.
—¡Todo! —pronuncian Evie y Charlotte juntas. Están
juguetonamente disgustadas conmigo.
—¿Qué vas a sugerir ahora? —añade Charlotte—. ¿Pasas?
¿Rábano picante? ¿Diluyente de pintura?
—Ahora, esa es una idea…
—¡No!, dice Charlotte, quitándose el polvo de las manos y
espantándome—. No vas a arruinar mis galletas con pasas.
Sabes qué, has sido relevado de tus funciones. Evie y yo nos
encargaremos a partir de ahora.
Me río y admito mi derrota.
Pero no voy muy lejos. Me apoyo en la encimera de mármol
de la isla y las observo trabajar.
Es una cadena de montaje paciente. Evie extiende con cuidado
las bolitas de masa y se las entrega a Charlotte, que arregla los
trozos más grumosos y los dispone con cuidado en la placa de
cocción engrasada.
Tararean, charlan y ríen mientras trabajan. Paulie parece ser un
tipo divertido, a juzgar por la frecuencia con la que hace reír a
Evie.
Una vez horneadas las galletas, Evie baja de un salto de su
taburete.
—¿Puedo jugar en el jardín hasta que estén listas? —pregunta.
Asiento con la cabeza. —Mantente a la vista de la cocina.
Coge a Paulie y se va, dejándonos solos a Charlotte y a mí. El
olor a galletas ya empieza a llenar la habitación.
—Así que, cocina, ¿Eh? —pregunto.
Charlotte empieza a limpiar la isla central. —Para mí es una
pasión —dice mientras limpia—. No una profesión.
—¿Por qué no?
Me mira como si le hubiera hecho una pregunta muy tonta. —
Como señaló una de tus tías en la cena, no tengo la formación
ni las credenciales para que me contraten en ningún sitio como
chef.
—Cosas más raras han pasado.
—No a mí —responde Charlotte—. Soy un pararrayos para la
mala suerte.
—No creerás eso sinceramente.
—Claro que sí. Tengo toda mi vida como prueba —responde
—. Me he perdido muchas cosas. Ir a la escuela culinaria es
sólo una pequeña entrada en una lista muy larga.
—Igual que emborracharse —recuerdo.
Se encoge de hombros. —Mi madre era tan mala bebedora que
me apartó un poco del alcohol. He probado la cerveza barata.
Hace mucho tiempo.
Hago un gesto despectivo con la mano. —Tienes que probar lo
bueno.
Sonríe. —Nunca tuve dinero para poder hacerlo. Tenía que
gastarme el sueldo en tonterías. Ya sabes, comida, alquiler.
Mierdas aburridas como esas.
—De todos modos —dice, volviéndose hacia mí—. ¿Qué
quieres para cenar?
Levanto las cejas. —¿Estás haciendo la cena?
—Bueno, eso es lo que se suele hacer a estas horas —ironiza
—. Tenemos que comer. Y la cena está a la vuelta de la
esquina.
—Podemos pedir algo.
—Lo sé, pero no quiero —replica ella—. Me gusta cocinar.
Sobre todo, para la gente que me gusta.
En el momento en que las palabras salen de su boca, su
expresión cambia. —Uh … um, lo que quiero decir es…
—Sé lo que quieres decir —interrumpo—. Claramente, estás
obsesionada conmigo.
Pone los ojos en blanco y se ríe.
—¿Sabes qué? —dice ella—. Sólo por eso, no podrás elegir.
Comerás lo que te sirva.
Sonrío, pero por primera vez desde que irrumpió en mi vida, le
dejo la última palabra.
Y el cálido resplandor sigue extendiéndose.
26
CHARLOTTE

Al menos el diez por ciento de mi peso corporal es ahora


galleta una vez que Evie, Lucio y yo terminamos de
devorarnos las galletas horneadas después de la cena.
Los tres fuimos bastante disimulados sobre lo poco que
comimos de la pasta que cociné. Sabíamos que la verdadera
delicia se estaba calentando en el horno.
Y vaya si teníamos razón.
Pero ahora estoy pagando el precio. Me cuesta un esfuerzo
dantesco subir las escaleras y llevar a Evie a la cama.
Una vez dormida, me dirijo al cuarto de baño y me doy una
ducha.
Me lavo toda la harina y el chocolate de la cara. Poco a poco,
empiezo a sentirme como un ser humano en lugar de como un
monstruo de las galletas y una ballena.
Una vez limpia, me pongo un par de shorts de noche y la
camiseta de tirantes a juego, y bajo las escaleras para la
limpieza final.
Justo antes de doblar la esquina, oigo un ruido.
Frunzo el ceño. Martilleo. Golpes. El chorro de una botella de
spray…
Entro en la cocina y Lucio se vuelve hacia mí con un paño
colgado del hombro. Sus ojos recorren mi cuerpo un instante.
—He limpiado —dice, un poco innecesariamente.
—Lo hiciste —digo asombrada. Miro por encima de las
brillantes encimeras y veo que todo reluce a la perfección—.
Que me jodan. Tú también has hecho un buen trabajo.
—No tienes que sonar tan sorprendido.
Sonrío. —Es que no te consideraba del tipo que hace las cosas
de la casa.
Sonríe. —Estoy lleno de sorpresas.
—Oh, ya soy consciente de ello. Le respondo.
El espacio entre nosotros está cargado, alimentado por el
hecho de que hoy nos hemos llevado bien.
Todavía está a varios metros de mí, pero sigo sintiendo su
presencia por todas partes. En todo mi cuerpo.
—¿Está Evie dormida? —pregunta.
—Desmayada —confirmo—. Ha tenido un día duro. Un par de
días duros más bien dicho.
Lucio asiente. Me doy cuenta de que sigue preocupado por el
incidente que ella presenció.
De una manera retorcida, me gusta eso. Lo humaniza.
—Has hecho un buen trabajo explicándoselo —le digo.
—Me alegro de que pienses eso —murmura—. No sabía qué
coño estaba haciendo.
Sonrío. —Irás mejorando.
—Si hablar con una niña de seis años fuera tan fácil como
torturar a un traidor.
Me da escalofríos.
Capta la expresión. —Es una broma —añade
apresuradamente.
—Ja. Ja. Ja. digo acusadoramente.
—Olvido que no todo el mundo se siente tan cómodo con la
violencia como yo.
—¿De verdad te sientes tan cómodo con eso? —pregunto
tímidamente.
—Quizá «cómodo» no sea la palabra adecuada —admite—.
«Desensibilizado» es probablemente más apropiada.
—¿Se acabó entonces? pregunto, tratando de sonar tan alejada
de la pregunta como puedo—. ¿Está fuera del sótano? Sólo
para que podamos, ya sabes, mantenernos alejadas de esa
zona. Fuera de los límites del escondite, ese tipo de cosas.
Lucio sacude la cabeza. —Sigue ahí —responde—. En la
misma celda en la que pasó la noche. Pero no te preocupes,
mañana por la mañana se habrá ido. Fue un error traerlo a la
casa con Evie aquí.
—¿Pero estará aquí esta noche? —pregunto, infundiendo todo
el miedo posible en mi tono para despistar a Lucio de mis
verdaderas intenciones.
—Sólo una noche —me dice Lucio—. Encerrado a buen
recaudo. Mis hombres volverán por la mañana para llevárselo
y luego no volveremos a verlo.
—Oh. Bien. Vale.
Nos sumimos en un silencio incómodo.
Mis ojos bajan para contemplarlo. Está muy sexy con su
camiseta negra ajustada. No le queda demasiado ajustada, cosa
que me gusta. Pero es lo bastante ajustada como para acentuar
los músculos de sus brazos y pecho.
Algo en eso y en la forma en que maneja el trapo con destreza
entre sus dedos me hace cosas en el corazón. Un pequeño
salto. Un pequeño aleteo.
Tal vez me estoy imaginando lo que esas manos podrían
hacer…
—Mis ojos están aquí arriba, Charlotte.
¡Maldición!
—Yo no… eso no es…
Su risa me hace pasar más vergüenza. —No te molestes —dice
—. No te haré preguntas y no me dirás mentiras.
Sus ojos brillan de alegría. Este no es el mismo Lucio que me
inmovilizó contra la pared de su despacho cuando nos
conocimos.
Este es un Lucio más cálido.
Un Lucio más suave.
Un Lucio más feliz.
Pero el efecto que tiene sobre mí no ha cambiado. En todo
caso, sólo ha empeorado.
Sobre todo, porque sus ojos grises brillan como un mar de
diamantes. Tengo unas ganas locas de estirar la mano y tocarle
la cara.
—Xander solía decir eso mucho —me oigo susurrar.
¿Qué carajo?
¿Por qué lo menciono?
Pero ahora que he empezado, no puedo parar. Me sale a
borbotones. Siempre que le preguntaba dónde había estado por
la noche o por qué olía a perfume o de dónde venía la sangre
de su ropa, decía, «No me hagas preguntas y no te diré
mentiras». Me parecía muy inteligente.
Siento los ojos de Lucio sobre mí. Evaluativos, pero no fríos.
No intimidan.
Sólo está… escuchando.
—¿Xander es el exnovio? —pregunta en voz baja.
—Sí. Era todo un personaje. Me río amargamente sin ningún
rastro de humor real en ello.
—¿Cuánto tiempo estuvieron juntos?
—Alrededor de un año y medio —respondo—. Era, es,
policía. Creo que tal vez por eso me involucré con él en primer
lugar.
Lucio inclina la cabeza hacia un lado. —¿Por su trabajo?
Me encojo de hombros. —No exactamente. Cuando nos
conocimos, parecía tener una autoridad natural. Creo que me
sentía segura con él. Pero era una seguridad imaginaria.
Suspiro y aprieto la frente contra la superficie fría de la
encimera de mármol.
—Siempre he odiado la idea de la damisela en apuros. Nunca
quise necesitar a un hombre, como mi madre. Pero sin darme
cuenta, elegí a un hombre por la seguridad imaginaria que
creía que me daba.
Levanto la cabeza y vuelvo a mirar a Lucio. Para mi horror,
hay lágrimas punzando en la comisura de mis ojos.
—Nunca quise ser como mi madre —susurro—. Pero aquí
estoy, una puta copia como ella.
Lucio me devuelve la mirada. Sin miedo. Inquebrantable.
—Tengo miedo de convertirme en mi padre —admite
finalmente—. A veces, creo que me parezco a él más de lo que
me gusta admitir.
Se me corta la respiración. —¿En qué sentido?
—En mi crueldad. Mi desapego. Mi falta de perdón.
Siento que el terror me recorre el cuerpo. Y, de repente, soy
muy consciente de que trabajo para la misma gente para la que
trabajaba el espía de Lucio.
Le habían pillado.
¿Seré yo la siguiente?
—¿Charlotte?
Levanto la vista, intentando borrar el miedo de mis ojos.
—¿Sí
—¿Qué pasa?
—Tu padre abusó de ti —le digo—. Ya habíamos tocado este
tema antes. Pero parece que aún queda mucho por decir.
Y que, quizás, sólo quizás, Lucio quiera decírmelo.
Por un segundo, creo que va a ignorar mi pregunta. Pero al
final, suspira.
—Sí. Lo hizo.
—¿Cuándo empezó?
—Desde el principio —responde sin emoción.
Me siento arrastrada a su mundo, a su pasado.
Siento la necesidad de alcanzarlo y tocarlo.
Me conformo con acercarme un poco más.
—¿Tu madre no trató de detenerlo?
Un destello de resentimiento cruza sus ojos. —La mayoría de
las veces se sentaba a mirar —me dice—. No era crueldad por
su parte. Era impotencia.
Lucio rompe el contacto visual y mira a lo lejos, como si
pudiera ver los recuerdos reproduciéndose una vez más.
—Si hacía el menor ruido, él se volvía contra ella. La había
destrozado tanto que era incapaz de levantar la voz, ni siquiera
para defenderme. Su forma de sobrellevarlo era disociarse de
todo.
Me mira de nuevo y vuelve a suspirar con fuerza.
—Por eso es como es ahora —termina.
—¿Incluso después de la muerte de tu padre? —pregunto.
—Se llevó su espíritu mucho antes de morir —responde
fríamente—. Desde entonces sólo ha sido una cáscara.
—Debe ser duro para ti.
Lucio se encoge de hombros. —Yo lidio con eso.
—¿Cómo?
Me mira directamente y me doy cuenta de que sólo nos
separan unos centímetros. De alguna manera, nos hemos
acercado cada vez más a lo largo de esta conversación.
Prácticamente puedo contar cada una de sus pestañas.
—¿Cómo lidias con tu madre? —replica.
—No lo hago —respondo—. Supongo que así es como lidio
con ella.
Sonríe. —Exactamente.
—Mi madre vive muy lejos —señalo.
—La distancia física y la distancia emocional son dos cosas
distintas —afirma—. Puedo estar al lado de mi madre,
manteniendo una conversación con ella. Y ella bien podría
estar hablando con un extraño.
Alargo la mano sin pensarlo y la pongo sobre su brazo.
Baja la mirada y siento que el aire que nos rodea cambia.
Al principio es eléctrico.
Entonces empieza a calentarse.
Rápido.
No sé quién se inclina primero. Tal vez sea él. Tal vez sea yo.
Al final, no importa, porque el resultado es el mismo, sus
labios sobre los míos.
Este beso no se parece en nada al primero. Este es suave. Casi
tierno.
Siento cada cosa. Soy hiperconsciente de cada sensación.
Sus manos se posan en mi cadera y me tira del taburete hacia
él. Tiene las piernas abiertas y yo caigo fácilmente entre sus
piernas.
Su erección es imposible de pasar por alto.
Y soy incapaz de resistirme.
Me meto más apretada entre sus piernas y poso la mano sobre
el enorme bulto de sus pantalones. Un pequeño gruñido
gutural se escapa de sus labios y flota hasta los míos,
forzándolos a separarse.
Mientras nuestras lenguas luchan entre sí, puedo saborear el
dulzor de las galletas que hemos hecho aún en sus labios.
Sus manos bajan desde mis caderas y se posan en mis nalgas.
Lo único que separa sus manos de mi piel desnuda es el
endeble pantalón corto que llevo.
Y esos no duran mucho más.
Me baja los calzoncillos y me besa más profundamente. Su
mano caliente sobre mi piel enrojecida me arranca un nuevo
grito ahogado.
Pero yo también quiero algo de él. Rompo el beso para pasarle
la camiseta por los brazos.
Se me escapa un pequeño escalofrío de asombro al contemplar
su ancho y musculoso pecho. Tatuajes que se arquean sobre
músculos ondulados y un poco de vello corporal. Recorro con
los dedos el valle de su pecho y vuelvo a rozar su erección.
Gime guturalmente y me empuja hacia atrás. Retrocedo ante la
repentina separación, la ráfaga de aire frío.
Pero no dura mucho.
Me sube la camiseta de tirantes y me la pone por encima de la
cabeza, dejando al descubierto mis pechos, luego me acerca a
él una vez más y me devora con un ardiente beso.
Dudo sólo un segundo antes de llevar la mano a la cintura de
sus pantalones. Desabrocho y bajo la cremallera con rapidez
antes de bajarle la ropa por las piernas.
Aprieto la frente contra su pecho y miro hacia abajo.
Los calzoncillos negros que lleva apenas pueden hacer nada
para ocultar su enorme miembro, que sobresale con
intenciones pecaminosas.
Parece como si me estuviera mirando.
Lo miro hambriento mientras se quita los calzoncillos.
Y al segundo siguiente, estoy de rodillas frente a él.
Siento su mano en mi nuca mientras deslizo su polla en mi
húmeda boca. Gimo al mismo tiempo que él gime, los sonidos
de nuestro placer se mezclan.
Mi cabeza gira un poco y me meto su polla más
profundamente en la boca. No soy tan consciente de mis
movimientos mientras se la chupo.
El instinto se impone.
Chupo fuerte y rápido, ganando vapor cada vez que el cuerpo
de Lucio se tensa bajo mis manos. Cada vez que su respiración
se vuelve más irregular, redoblo la fuerza.
Es él quien me detiene.
Es él quien me pone de pie.
Me agarra del cuello con una mano y me empuja contra la
encimera de la cocina.
Luego rodea con un dedo la tira de mi tanga y tira con tanta
fuerza que el material se rompe. Me quita las bragas y desliza
al instante dos dedos en mi húmedo y palpitante coño.
—Luc… —gimo, mientras la sensación de estar llena alivia la
desesperada necesidad de mi pecho.
Me folla con los dedos, rápido y fuerte, entrando y saliendo de
mí con facilidad. Ya siento cómo mi cuerpo se agita de
necesidad, preparándose para el orgasmo que sé que va a
llegar.
Ya viene…
Ya viene…
Y justo cuando siento que estoy cerca, saca sus dedos de mí.
Mis ojos se abren con consternación. Quiero gritarle que ya
casi he llegado.
Si se aleja por tercera vez, podría explotar.
Pero la mirada en su cara es tan jodidamente caliente que ni
siquiera puedo encontrar las palabras.
Alargo la mano, pero antes de que pueda besarle o agarrarle la
polla otra vez, me da la vuelta y me inclina sobre la encimera
de la cocina.
Siento su enorme polla detrás de mí, deslizándose entre mis
nalgas.
El idiota me está tomando el pelo.
Gimo, empujando mi culo hacia él, desesperada por sentirlo
dentro de mí.
—¿Quieres esto? —gruñe.
—Sí —jadeo.
—¿Quieres mi polla? —vuelve a preguntar.
Todo mi cuerpo tiembla de deseo. —Maldición, sí —suplico
sin aliento—. Quiero tu polla dentro de mí. Ahora mismo.
Pide y recibirás.
En el momento en que las palabras salen de mi boca, mete su
polla dentro de mí.
No tiene ninguna delicadeza.
Me toma con una fuerza salvaje que he percibido en él desde
el principio.
Me folla duro, rápido. Desesperadamente.
Lo único que puedo hacer es aferrarme a la encimera, gemir y
agarrarme e intentar cabalgar cada nueva sensación que
recorre mi cuerpo a gritos.
Nunca me habían follado así.
No sé cómo voy a volver.
Gimo sin decir palabra. Mis labios apenas funcionan en este
momento. Solo aliento caliente y jadeos, y susurros
entrecortados pidiendo más, más, más.
Sus manos están en mis caderas, manteniéndome firme
mientras me toma por detrás.
Cada embestida es más feroz que la anterior. Está tan dentro
de mí que mis piernas empiezan a tener espasmos
incontrolables.
Cualquier esperanza que tuviera de quedarme quieta se esfuma
por la ventana cuando se abalanza sobre mí.
Mis gemidos llenan la cocina y resuenan por todas partes.
Los de Lucio también. Y el sonido de sus gruñidos de hambre
me hace apretarme fuerte a su alrededor.
Me coge de las manos y me levanta para que apoye la espalda
contra su pecho. Siento su aliento caliente en el cuello
mientras me muerde suavemente.
Echo la cabeza hacia atrás, jadeando desesperadamente hacia
él.
—Má… más… —Gimo como un animal en celo. Es todo lo
que consigo.
Pero es suficiente para sacarle más.
Sus dedos encuentran mi clítoris y lo rodean lentamente,
empujándome hacia el orgasmo mientras su pija me penetra
cada vez más.
Me disuelvo cuando el orgasmo me atraviesa. Pequeños
estallidos de placer que van creciendo hasta consumirme de
pies a cabeza.
Nunca deja de follarme.
En lugar de eso, aumenta la velocidad, persiguiendo su propio
orgasmo.
Segundos después, se sale y siento cómo me salpica en la
espalda. Es el puto momento más caliente de mi vida.
Poco a poco, el mundo vuelve a su sitio. Mi respiración se
calma. Permanezco un rato más pegada al mármol, saboreando
el frescor en mi piel enfebrecida.
Luego me enderezo lentamente y me doy la vuelta. Me siento
peligrosamente descentrada.
Mirar a Lucio no ayuda. Su cuerpo está ligeramente sudoroso.
Parece tallado en mármol. Sus ojos recorren mi cuerpo y se
detienen en mis pechos mientras recoge su camiseta.
—Gira.
—¿Qué? —pregunto, confundida.
—Date la vuelta.
Hago lo que me dice y me limpia la espalda con la camiseta.
Es tierno, suave y cuidadoso.
Todas las cosas de las que pensaba que no era capaz.
Todas las cosas que me aterrorizan.
Necesito recordarme quién es él. De quién soy yo
Y, sobre todo… de a quién debo mi lealtad.
—Yo… Yo… debería volver arriba —tartamudeo.
No dice ni una palabra. Sólo asiente sobriamente.
Sin otra alternativa, me visto rápidamente y salgo de la cocina.
Los ojos de Lucio nunca me abandonan.
27
CHARLOTTE

No puedo dormir.
Llevaba dos horas intentándolo, pero mi cabeza está
perturbada. El sexo con Lucio te puede destruir la cabeza.
Y luego está la cuestión del espía.
El que está en el sótano ahora mismo.
Sin vigilancia, si he oído bien a Lucio. Mis hombres volverán
por la mañana.
¿No implica eso que no hay nadie ahí abajo ahora mismo?
Salgo de la cama y me dirijo a las ventanas.
No están selladas como las ventanas de mi primera habitación.
La puerta de mi habitación tampoco está cerrada.
Un gesto de buena fe. Un símbolo de confianza entre Lucio y
yo.
Una confianza que sin duda violaré si salgo de mi habitación
esta noche.
—Mierda, murmuro en voz baja.
Llevo pensando en el hombre del sótano desde que supe de su
existencia.
Es un agente doble de los polacos.
¿Adivina qué?
Yo también.
El reconocimiento me pesa en el pecho. Me siento agobiada
por él.
Pero mis opciones desaparecieron en el momento en que hice
ese trato con el polaco para salvar la vida de Xander.
Porque, al igual que mi madre, soy una maldita idiota tan
desesperada por ser amada que comprometí mi propio futuro
en el proceso.
Vestida con un pijama nuevo y más modesto, ya que el último
acabó empapado de sudor por el sexo en la cocina con un
hombre al que ni siquiera debería mirar, doy unos pasos
vacilantes hacia la puerta.
Necesito saber lo que él sabe.
Si trabaja para los polacos, es muy probable que sepa de mí.
Y si sabe de mí, es muy probable que me entregue a Lucio, si
no lo ha hecho ya.
Si no voy a averiguarlo, entonces estoy muerta.
Y, sin embargo, mis dedos cuelgan sobre el pomo de la puerta,
inseguros.
Respiro hondo. Ve, Charlotte. No tienes elección.
Abro la puerta lo más suavemente posible y bajo a la bodega
descalza y en silencio. El corazón me martillea el pecho
durante todo el trayecto, pero no me cruzo con nadie.
Gracias a Dios por los pequeños favores.
La iluminación es mínima, pero suficiente para iluminar la
imagen familiar, un estante tras otro de botellas de vino
vigilando el espacio de paredes de piedra.
Recuerdo este lugar.
Me dirijo a la puerta por la que me arrojaron aquella primera
noche. Me invaden los recuerdos.
Lucio. El hambre en mi vientre. Mickey y la señora Hammond
y el camarero y Evie. Evie, mi preciosa niña, el único punto
brillante en todo este jodido océano de confusión y oscuridad.
¿La estoy traicionando al venir aquí?
No lo sé.
No lo sé.
No tengo ni puta idea.
Me tiembla la mano al coger el pomo de la puerta, pero me
fuerzo a abrirla de todos modos. Tan pronto como hay
suficiente espacio para deslizarse, entro.
El hombre agazapado en una esquina tras la reja metálica está
magullado y ensangrentado. Levanta la cabeza con dolor y
confusión. Veo que tiene la nariz horriblemente rota. Su
camisa es un tapiz de manchas de sangre seca.
Es extraño estar al otro lado de la celda.
El hombre se incorpora un poco, pero no se molesta en
ponerse de pie. Quizá no pueda, la oscuridad oculta gran parte
de su cuerpo. Podría haber más heridas invisibles. Faltan más
partes del cuerpo.
Cuando se mueve, veo que tiene una mano vendada. La sangre
ha empapado el muñón de su dedo amputado.
Siseo horrorizada.
—¿Quién coño eres? —pregunta con voz quebrada.
El alivio nubla mi visión por un momento. No me conoce.
Intento permanecer en la sombra para que no pueda verme la
cara. Quizá pueda sonsacarle la información que necesito sin
revelar mi identidad.
Tengo que mantenerme en el plan.
—Nadie importante —digo con voz fingidamente grave.
—¿Nadie importante? —repite. Habla con dificultad, debido a
la hinchazón de la boca, pero consigo entenderle—. ¿Por qué
no me lo creo?
Me rechinan las muelas. —Solo quiere información, ¿Sabes?
digo en un repentino arrebato de compasión por este maltrecho
y condenado hijo de puta.
—No tengo una mierda que darle —gruñe exhausto.
Intenta sonar amenazador, pero sus palabras se quedan cortas a
la vista de las heridas que ha sufrido.
—Ya se te ocurrirá algo.
—¿Por qué estás aquí? —pregunta.
—Quería tener una conversación.
—¿Querías tener una conversación con el prisionero del
sótano?
Se pone en pie tambaleándose. Instintivamente, doy un paso
atrás. Empiezo a darme cuenta de lo horrible que es este plan.
—¿Sabe el gran jefe que estás aquí? —pregunta.
No contesto y él intenta sonreír. Dado el estado de su cara, es
realmente aterrador.
—Claro que no —continúa—. Si no, no estarías aquí en mitad
de la puta noche.
—¿Para quién trabajas? —interrumpo.
—Empiezo a pensar que trabajo para la misma gente que tú.
Mierda.
—No sé de qué mierda estás hablando.
Se ríe. Es la risa maníaca de alguien que va camino a la horca.
Alguien que sabe que va a morir pronto.
—Ambos tomamos la decisión equivocada —suspira,
aferrándose a la reja que nos separa.
—Asumes que tuve elección —digo antes de poder
contenerme.
—Ah. Ya veo.
—No, no lo ves. No ves una puta cosa sobre mí.

—S É que no estarías aquí si no tuvieras miedo —me dice—.


Lo que significa que lo que te da miedo soy… yo.
Siento que se me congela el cuerpo, pero consigo mantener
intacta mi expresión.
—No tenía ni idea de quién eras cuando entraste aquí —me
dice—. Pero ahora sí.
Me está amenazando. Puedo ver el brillo de la vida en sus
ojos. Cree que soy su billete para salir de aquí.
—No va a funcionar —digo, infundiendo a mi voz una falsa
confianza—. Ah, ¿No?
—No —repito con firmeza—. Confía en mí.
—Él también confiaba en mí —responde el preso—. Hasta
que dejó de hacerlo.
—Le has traicionado —frunzo el ceño—. No le he traicionado.
—Todavía no —reflexiona— Sabes, yo estaba cerca cuando te
trajeron aquí. Conozco la historia. Siempre me pareció
sospechosa. A menos, claro… que te hayan plantado.
Retrocedo más hacia las sombras. —No fue así.
—¿Sólo una desafortunada coincidencia, entonces? —dice—
No importa. Lo importante es que tú y yo somos iguales.
—No, no lo somos.
—Oh, sí, lo somos —insiste— La diferencia es que a mí me
han descubierto. Y a ti no.
—¿Crees que sabes de mí? Pues sabrás que cuido de su hija.
¿Crees que me la confiaría si no confiara en mí en absoluto?
El espía se encoge de hombros. —Los hombres pueden ser
estúpidos cuando se trata de un gran culo y un buen par de
tetas.
—No hombres como Lucio Mazzeo —me oigo decir— Es
inteligente.
—Lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de
que tiene una serpiente en medio. Una serpiente bonita, pero
una serpiente al fin y al cabo.
Me estremezco. —Vas a morir mañana.
—Cierto —admite, resignado a su destino—. Pero puedo
hacer mucho daño antes de irme.
Me tenso, pero me niego a ceder. —Haz lo que puedas —digo
con falsa bravuconería—. Él confía en mí.
—Sigue diciendo eso —dice sarcásticamente—. Quizá
empiece a creerte.
—Vete a la mierda —digo—. Hemos terminado aquí. Me
dirijo a la puerta.
—¡Espera! Déjame salir de aquí —dice de repente, agarrando
la reja un poco más fuerte—. Déjame salir de aquí y no diré ni
una palabra. No estaré aquí para delatarte.
Le miro por encima del hombro. Lo considero durante cinco
segundos.
Entonces tomo mi decisión.
—Has cavado tu propia tumba —le digo.
Entonces salgo por la puerta y se la cierro.
Lo que dije era exactamente lo que pensaba, cavó su propia
tumba.
Y ahora, yo también.
28
LUCIO
A LA MAÑANA SIGUIENTE

La cabeza me late con fuerza mientras camino por el amplio


pasillo hacia la cocina.
Registro las risas.
Evie.
Charlotte.
¿Quién más puede poner patas arriba el silencio en esta casa?
Sigo las risas y las encuentro en la habitación contigua a la
cocina. Están sentadas en el suelo alfombrado con las cabezas
juntas.
Al parecer, están viendo videos de Internet en el iPad que le
hice comprar a Enzo hace semanas.
—¡Es tan gracioso, Charlotte! —Evie cacarea.
La risa de Charlotte tintinea como campanillas de viento y me
mantiene de pie, observándolas desde el umbral de la puerta.
Paulie está recostado en el regazo de mi hija y Evie lo acaricia
periódicamente sin siquiera pensarlo.
Pero cada pocos minutos, Evie también toca con su mano la de
Charlotte. Casi como si intentara asegurarse a sí misma de que
está ahí.
Paulie es mi mejor amigo, me había dicho. Bueno, él y
Charlotte.
Mirarlas sólo debería amplificar el cálido resplandor con el
que vivo desde hace días. Pero no es así.
Lo mata.
Todo debido a una realización innegable. La he cagado.
Lo entiendo en este preciso momento. Verlas juntas,
disfrutando de su mutua compañía… La he cagado
estrepitosamente al reclamar por fin a Charlotte.
No debería haberla tocado. No debería haberla besado. No
debería habérmela follado.
Diablos, no debería haber pasado ni un segundo a solas con
ella. Sabía muy bien lo tentadora que era.
Pero había sido débil.
Había estado pensando con la puta polla.
Una debilidad que no creía tener… antes de ella.
Las palabras de mi padre resuenan en mi cabeza, como
siempre lo han hecho.
Tu vulnerabilidad te convierte en un marica.
Y tu agresividad te convierte en una bomba de relojería.
Ninguna mujer te va a querer nunca, pequeño hijo de puta.
Entonces, ¿por qué molestarse?
El único futuro que tienes es el que yo te doy. Perteneces a
esta mafia, no al revés. Incluso después de mi muerte, me
pertenecerás.
Repito las palabras en mi cabeza. Extrañamente, me ayudan a
concentrarme.
Aún así, odio que él sea la voz en mi cabeza. Mi maldito padre
y sus «perlas de sabiduría».
—¡Papá! ¡Ven aquí!
Evie me ve en la puerta y corre hacia mí, con sus rizos rubios
volando tras ella. Me coge de la mano y me lleva a la
habitación con Charlotte.
Intento no estremecerme cuando me llama «papá».
El único consuelo que tengo en este momento es saber que no
la he jodido demasiado. No parece tan aterrorizada como ayer.
—Buenos días, tesoro —murmuro—. ¿Dormiste bien?
—Mhmm —dice ella—. Aunque tuve una pesadilla.
Frunzo el ceño y me siento mientras ella se coloca frente a mí.
Charlotte me mira y percibo su energía nerviosa.
No puedo mirarla.
Todavía no.
—¿Recuerdas la pesadilla? —le pregunto.
—En realidad no —admite Evie— Sólo que me dio mucho
miedo. Me desperté llorando… pero Paulie estaba conmigo.
—Siempre te cubre las espaldas, ¿Eh?
—Sí —dice Evie—. Quería a Charlotte, pero no estaba en su
habitación.
Levanto la vista y me encuentro con los ojos de Charlotte.
¿Estaba conmigo cuando Evie tuvo la pesadilla?
—Estaba en el baño, Evie —murmura Charlotte. Casi parece
culpable.
—Bueno, estaba súper asustada —dice Evie encogiéndose de
hombros.
—¿Pero apuesto a que fuiste valiente?
—Mucho —presume Evie—. ¿Verdad, Charlotte?
—La más valiente —confirma Charlotte. Le guiña un ojo a
Evie y la chica sonríe.
—¿Vas a desayunar con nosotros hoy? —me pregunta Evie.
Sus deditos se extienden y se posan en mi palma abierta.
Miro nuestras manos entrelazadas y algo dentro de mí se pone
en su sitio. Como si coger la mano de Evie fuera la sensación
más natural del mundo.
—Ojalá pudiera, pero hoy no —digo con pesar.
Ni siquiera es mentira.
De hecho, lamento no poder desayunar con ella.
Pero tengo negocios que resolver. Y una maldita niñera sexy
que evitar.
Hablando de la niñera sexy, lleva un par de pantalones cortos
vaqueros que terminan justo debajo del culo, y los ha
combinado con una camiseta gris ajustada cuyo escote es lo
suficientemente bajo como para revelar la parte superior de sus
pechos.
Debería haber chupado esas tetas anoche.
¡No! Cierra la boca, Lucio.
¿En qué demonios estoy pensando?
Necesito salir de esta casa. Lejos de estas mujeres.
Cada una de ellas me está destrozando a su manera irresistible.
—¿Por qué no? —Evie hace un puchero.
—Tengo trabajo del que ocuparme —le digo— En otro
momento, ¿Vale?
Sus mejillas caen de decepción, pero asiente. Luego se da la
vuelta y camina hasta el lado de Charlotte.
Las dos son como guisantes en una puta vaina.
Charlotte me mira a los ojos. Hoy sus iris azules parecen
apagados y su frente está arrugada por lo que parece dolor.
—¿Estás bien? —pregunto.
—Bien —murmura— Sólo un dolor de cabeza.
Algo en ella parece raro, pero estoy seguro de que sólo estoy
proyectando.
A pesar de todo, es hora de que me aleje un poco de esta casa.
Por el bien de todos.
Me pongo en pie y me dirijo a la puerta. Estoy casi en el
umbral cuando mi teléfono empieza a pitar. Es un correo
electrónico marcado como importante. Lo abro
inmediatamente.
Resulta ser una carta de aceptación de la Staffordshire
Preparatory Academy, en la que me informan de que Evelyn
Mazzeo ha sido admitida para el próximo curso escolar.
Me quedo de pie, sorprendido por la extraña sensación que se
expande por mi pecho.
¿Es… felicidad? No del todo.
¿Indiferencia? Desde luego que no.
¿Orgullo?
Sí. Eso parece.
No es una emoción que esperara, pero es más poderosa de lo
que habría pensado. Me encuentro dando media vuelta,
caminando hacia Charlotte y Evie.
—¿Lucio? —pregunta Charlotte alarmada—. ¿Todo bien?
Sonrío. —Enhorabuena, Evie —anuncio—. Has sido admitida
en Staffordshire.
—¿La gran escuela con el gran jardín? —pregunta Evie, con
los ojos muy abiertos.
—Esa misma.
Hay dos segundos de silencio y luego Charlotte estalla con un
grito de placer mientras agarra a Evie y la abraza con fuerza.
—¡Evie! —exclama emocionada—. ¿Escuchaste? Pronto
empezarás la escuela… y una muy buena, además.
Al contagiarse del entusiasmo de Charlotte, sonríe y empieza a
saltar en cuanto Charlotte la suelta.
Entonces tropieza conmigo y me abraza torpemente por la
cintura.
Le acaricio la cabeza y me mira.
—¿De verdad voy a ir a la gran escuela? —pregunta.
—Si estás preparada —le digo, dejando que una nota de
desafío se cuele en mi voz—. ¿Lo estás?
Sus ojos grises se ponen un poco sobrios y da un paso atrás. —
Creo que sí —dice sincera y valientemente—. ¿Podré llevarme
a Charlotte y a Paulie conmigo?
Me encojo interiormente.
Al parecer, Charlotte se ha convertido en una manta de
seguridad tanto como el maldito ornitorrinco.
Me agacho y cojo la mano de Evie. —No podrás llevártelos
contigo —le digo—. Pero ambos te estarán esperando aquí
cuando termines. Y yo también.
Evie frunce el ceño al darse cuenta de la independencia que
ganaría con este último cambio… y del costo que tendría.
—Pero ¿Y si tengo miedo?
Levanto la vista y veo que Charlotte nos mira a los dos. Pero
se queda atrás, dándome el espacio que necesito para ser el
padre.
Si supiera qué demonios estoy haciendo.
Sus ojos azules se suavizan cuando se posan en mí. Me hace
un gesto tranquilizador con la cabeza y empieza a decir algo.
Puedes hacerlo.
Vuelvo mi atención a Evie, cuya mano sigue agarrada a la mía.
—Evie, no te he dicho esto antes —empiezo—. Pero creo que
eres una de las personas más valientes que conozco.
Sus ojos se abren de par en par. —¿Yo?
Asiento con firmeza. —Sin duda alguna.
Se le cae un poco la cara. —La verdad es que no —dice, como
si le costara admitirlo— Me dan miedo muchas cosas.
Sonrío. —Tener miedo no significa que no seas valiente, Evie
—le digo— Quiero decir que llegaste hasta aquí sola.
Estuviste sola en el sótano. Y te enfrentaste a todas esas cosas.
Fuiste valiente contra todas ellas.
Se lo piensa un momento.
—Las has superado —le digo— La escuela va a ser pan
comido para ti.
Veo que se le dibuja una sonrisa en la comisura de los labios.
Pregunta. —¿Podré jugar en el jardín?
—Seguro que sí —le respondo—. Harás amigos de tu edad.
Aprenderás un montón de cosas nuevas. Incluso he oído que
tienen un pequeño santuario de mascotas en algún lugar de la
escuela. Tienen hámsters, tortugas y orugas.
—¡Vaya! —exclama Evie. Sus ojos se iluminan de inmediato
—. ¿En serio?
—¿Ves? Hay montones de cosas que te esperan —le digo—.
Será un ajuste, pero eres lo suficientemente valiente como para
superarlo.
Ella sonríe y asiente. —Vale. Pero cuando acaben las clases,
¿Puedo volver aquí?
—Por supuesto.
—¿Y Charlotte estará aquí esperándome?
Culpa. ¿Qué voy a hacer con toda esta maldita culpa?
La niña había sido abandonada en mi puerta ella sola. Le
aterroriza perder a cualquiera con quien se relacione.
Y he ido y me he follado a la única persona en la que confiaba
en esta casa.
—Sí —miento.
Tranquila, sonríe y se vuelve hacia Charlotte. —¿Lo has oído,
Charlotte? —le dice.
Cada palabra —dice Charlotte.
Pero me está mirando.
—¡Estoy tan emocionada! —dice Evie, aplaudiendo—. ¿Me
das una galleta?
Charlotte se ríe. —Vale, sólo esta vez, porque tenemos que
celebrar tu aceptación en la escuela de niñas grande —dice—.
Y mientras vas a por las galletas, puedes ofrecerle algunas a
Enzo también. Seguro que tiene hambre.
¡Vale! —dice Evie mientras se escabulle en dirección a la
cocina.
En cuanto se va, Charlotte se pone en pie. El aire entre
nosotros está cargado de tensión. Incertidumbre.
—Ha dejado atrás a su rata —comento, rompiendo el
embarazoso silencio.
Charlotte sonríe. —Ornitorrinco.
—La misma cosa.
Me sacude la cabeza. —Cada vez depende menos de Paulie —
me dice—. Creo que es porque se siente más cómoda aquí.
Más cómoda contigo.
—No puedo llevarme todo el mérito —señalo—.Ella te quiere.
—¿Cómo no quererme? —dice Charlotte suavemente, y sé que
está intentando cortar la tensión igual que yo.
Entonces su expresión se torna seria.
—Lo digo en serio. El hecho de que hayas estado pasando
tiempo con ella ha ayudado a que se sienta mejor estando aquí.
—Bueno, recibí un buen consejo.
Sonríe y hace una pequeña reverencia. —Pero en serio, eso
estuvo muy bien —me dice.
—Cómo acabas de tratar a Evie. Le dijiste exactamente lo que
necesitaba oír.
Ella está de pie tal vez dos pies de distancia de mí.
Todo lo que se necesita es un movimiento de mi parte.
Un pequeño acercamiento y estará en mis brazos, su cuerpo
apretado contra el mío.
Siento mis manos moverse hacia ella, ávidas de tomarla como
lo hice anoche.
Pero tengo que resistirme, maldición.
Por Evie.
Doy un paso atrás. —Debería irme —digo, negándome
abordar todos los problemas que tengo que solucionar—.
Tengo asuntos de los que ocuparme.
—¿El traidor del sótano? —pregunta, con las cejas juntas.
—Algo así.
—¿Te vas ahora?
Se esfuerza por ocultar su expresión, pero sus nervios son
evidentes. Está tensa. ¿Espera que hable de lo que pasó entre
nosotros anoche?
Eso no va a ocurrir.
Razón de más para que me vaya ahora.
—Ese es el plan —digo vagamente—. Necesitaré que
mantengas a Evie en el jardín al menos durante la próxima
hora, hasta que me ocupe del … huésped.
Se encoge por un momento y desearía haber omitido la última
parte. Me dirijo a la puerta, pero su voz me hace detenerme de
nuevo.
—¿Lucio?
Frunzo el ceño, al darme cuenta de lo mucho que está
intentando retenerme en la habitación con ella.
—Tal vez, teniendo en cuenta todo lo que Evie pasó ayer, y
con la escuela empezando pronto… ¿Tal vez podrías pasar
algún tiempo con ella hoy?, sugiere, tropezando con sus
palabras.
Levanto las cejas.
¿Está abogando por Evie?
¿O por ella misma?
—Sé que estás ocupado —se enmienda rápidamente—. Pero
creo que la ayudará.
Sus ojos azules están preocupados. No puede ocultármelo.
La he cagado.
—Hoy no puedo —digo con firmeza.
—Oh. Vale.
Intenta ocultar su decepción, y lo consigue bastante bien.
Decido darle una pequeña muestra de mi gratitud.
—Toma —digo, sacando el pequeño móvil que guardo en el
bolsillo desde ayer—. Esto es para ti.
Los ojos de Charlotte se posan en él con sorpresa. —¿Mi
teléfono?
—Pensé que querrías hablar con tu amiga. La rubia.
—Oh, gracias —dice, cogiendo el teléfono de mi mano
vacilante.
Me mira con expresión curiosa.
El deseo de arrojarla a mis brazos no ha disminuido. En todo
caso, ha empeorado.
Así que me doy la vuelta y me voy.
Antes de que haga algo realmente estúpido.
29
CHARLOTTE

Siento que voy a vomitar.


Mi estómago sigue revolviéndose incómodo. Y el estrés del
descubrimiento me hace sudar por todas partes.
He llevado a Evie al extremo del jardín, lejos de la casa. Hay
mucho espacio para que Evie corra, y lo hace encantada, pero
mis piernas no se mueven del sitio.
Cada pocos segundos, vuelvo a mirar hacia la mansión.
¿Y si el espía de los polacos me delata?
¿Qué me hará Lucio?
—¡Charlotte!
Me sobresalto cuando Evie tira de mi mano.
—¿Qué haces? —pregunta.
—Lo siento —le digo—. Lo siento, princesa. Yo sólo… lo
siento.
—¿Estás bien? —pregunta entrecerrando los ojos.
Apoyo la mano en su cabeza. —Creo que me siento un poco
mal.
—¿Dolor de barriga? —pregunta Evie con una mueca de
empatía.
—Algo así —digo vagamente—. ¿Por qué no le enseñas a
Paulie los rosales amarillos que encontramos el otro día?
Seguro que le gustan. Me sentaré aquí un rato.
—¡De acuerdo!
Se dirige hacia los rosales y yo saco el móvil.
Me conmueve que Lucio me lo haya devuelto, pero ya no me
fío del aparato.
Hay muchas posibilidades de que lo haya pinchado antes de
devolvérmelo. Lo que significa que existe la posibilidad de
que esté monitorizando cada llamada o mensaje que recibo.
Aún así, no he hablado con Vanessa desde que se fue de casa
hace casi una semana.
Me preocupa que se enfade conmigo. Pero Vanessa nunca ha
sido rencorosa.
Ya hemos tenido desacuerdos antes, pero nunca duran mucho.
Como a Vanessa le gusta recordarme todo el tiempo, somos
una familia y la familia permanece unida pase lo que pase.
Intentando tragarme los nervios, marco su número y espero a
que conteste.
Suena el tono de marcado, diez veces.
Once veces.
Doce veces.
No hay respuesta.
Vuelvo a intentarlo unos minutos después.
Más de lo mismo. Sólo un timbre interminable.
Respiro hondo e intento mantener la calma.
Tal vez, incluso si el espía le dice a Lucio sobre mí, puedo
explicarlo. Puedo decirle por qué me obligaron a cumplir con
las exigencias de la mafia polaca. Puedo contarle sobre mi
estúpido trato para liberar a Xander.
Lo entendería…
¿Verdad?
Justo cuando contemplo las consecuencias que mi
desenmascaramiento tendrá para Evie, vislumbro a Lucio
caminando hacia mi dirección.
—Maldición —respiro.
Siento las piernas débiles, así que permanezco sentada hasta
que se aleja unos metros.
No parece enfadado, pero también podría ser una treta. Una
manera de hacerme sentir segura y cómoda antes de que él
baje el hacha.
A los hombres como él les encantan los juegos mentales.
—¿Dónde está Evie? —Lucio pregunta.
—Junto a las rosas amarillas —digo, señalando hacia donde se
fue corriendo—. ¿Va todo bien? Pensé que tenías que ocuparte
del… problema en el sótano.
—Decidí pasar la tarea a uno de mis subjefes —dice Lucio con
sencillez.
Tengo que luchar contra la sonrisa que se dibuja en mis labios.
Estoy tan aliviada que casi me desplomo allí mismo.
—¿Estás bien? —pregunta, mirándome con más atención.
—Nunca mejor.
Si supieras.
Me da otro repaso y se encoge de hombros. —De todos
modos, estaba pensando. Tu sugerencia sobre pasar algún
tiempo de calidad con Evie. Podría hacerlo.
Sonrío de oreja a oreja. —Impresionante.
—Lleva semanas encerrada en esta casa —comenta, omitiendo
por completo el hecho de que yo llevo el mismo tiempo, más o
menos unas horas—. Pensé en sacarla del recinto por esta
noche.
—Estoy segura de que le encantaría.
—Pero quiero que esté cómoda —dice—. Y no ha salido sola
a ningún sitio conmigo.
—Oh. Oh.
Empiezo a darme cuenta de que me está incluyendo en esta
excursión.
—¿Yo también voy? —pregunto estúpidamente.
Sonríe. —Bueno, tú eres la niñera.
—¡Sí! —carraspeo, haciendo que Evie venga corriendo hacia
nosotros.
No es que me lo haya preguntado, pero aun así… sí, sí, claro
que sí, multiplicado por infinito.
—¡Papá! Has vuelto.
—He vuelto —acepta—. Tengo una pregunta para ti, tesoro.
—¿Sí? —pregunta, mirando con entusiasmo entre los dos.
—¿Has oído hablar del láser tag?
Evie frunce un poco las cejas. —¿No?
—Bueno, es un juego muy divertido —explica—. Pero
tenemos que ir a otro sitio para jugarlo. ¿Te gustaría ir?
Mira a Lucio con atención. —¿Puede venir Charlotte también?
Finge considerarlo durante un largo y serio momento antes de
esbozar una amplia sonrisa. —No veo por qué no.
—¡Siiii! —dice Evie, dando saltitos—. ¡Esto es tan divertido!
Es una combinación de mi casi descubrimiento y la genuina
emoción de Evie, pero me siento muy bien. Mejor que en
años.
Intento decirme a mí misma que el hecho de que Lucio y yo
nos llevemos bastante bien no tiene nada que ver.
Y por un momento, casi me creo…

E VIE y yo volvemos arriba y nos ponemos ropa sensata.


Vaqueros, camisetas y zapatillas.
Cuando volvemos abajo, Lucio nos está esperando en la puerta
principal. Se ha puesto unos vaqueros oscuros y una camiseta
blanca, y tiene un aspecto de ensueño.
—¿Listas, señoritas? —pregunta.
—Todo listo.
—¡Sí!
Espero ver un vehículo de lujo con chófer cuando salgamos de
casa. Pero en lugar de eso, solo hay un simple Audi plateado.
—¿Dónde está el conductor? —pregunto.
—Lo estás mirando —se ríe Lucio mientras nos dirigimos
hacia el coche.
Dudo al llegar al coche, insegura de repente de dónde debo
sentarme.
Lucio me sorprende abriéndome la puerta del acompañante.
Me deslizo dentro. Evie sube detrás. Veo cómo Lucio se
asegura de atarla bien antes de sentarse en el asiento del
conductor.
Se siente extraño. Estar en un coche juntos, los tres solos.
Casi como…
No.
Me detengo antes de que mi mente pueda conjurar una imagen
que no pertenece a mi cabeza.
No somos una familia.
Y no hay una maldita cosa en esta tierra que pueda cambiar
ese hecho.
Evie sigue balanceando las piernas en el asiento de atrás y,
cuando miro hacia atrás para ver cómo está, se queda mirando
por la ventanilla con ojos brillantes y excitados. De vez en
cuando se acerca a Paulie a la cara para asegurarse de que
también está disfrutando de la excursión.
Seguro de que no se concentrará en nuestra conversación, me
vuelvo hacia Lucio.
—¿No te preocupa que te vean? —pregunto con insistencia.
—No te preocupes —me dice—. Este sitio es bastante
tranquilo. El dueño es amigo mío.
—¿Tienes amigos? —me burlo.
Me fulmina con la mirada, pero me doy cuenta de que se
resiste a sonreír. —Si supieras —dice misteriosamente.
Finjo reírme.
Pero en el fondo de mis entrañas, esa sensación de náuseas y
nervios vuelve a asomar.
Pero intento calmar me y enterrar esas sensaciones.
No sabe nada.
Estás a salvo.
Estás a salvo.
Estás a salvo.

C UANDO LLEGAMOS al local de láser tag, parece bastante


tranquilo. Nos recibe en la puerta un tipo de aspecto
intelectual, con gafas y sonrisa cansada.
—Bienvenido a Mundo Láser —saluda—. Soy Ben.
Permítanme acompañarles a su área privada.
—¿Privada? —repito, mirando a Lucio.
Me dedica una sonrisa reservada y nos conducen a una
pequeña sala llena de chalecos y pistolas láser.
—¡Guau! —silbo, sintiéndome tan emocionada como Evie.
Lucio se da cuenta. —¿Primera vez?
—Sí —digo—. Aunque eso no significa que no vaya a patearte
el culo.
Se ríe entre dientes. —Eso ya lo veremos.
Una vez ataviados con nuestros chalecos de láser tag, Ben abre
la puerta. Los tres entramos en nuestra zona personal de láser.
El lugar está completamente oscuro, salvo por las luces
infrarrojas que iluminan nuestro camino. Parece como si
hubiéramos entrado en otra dimensión.
Y por primera vez en mucho tiempo, me siento como si fuera
una joven de veintiún años, pasándolo bien.
Registro a Lucio explicándome cómo funciona el juego, pero
no estoy prestando toda mi atención.
—Es útil si tú…
—A mí me parece bastante sencillo —interrumpo—. Apunta y
dispara. Hago ademán de levantar la pistola bláster y hacer
ruidos de pew-pew con la boca.
Lucio vuelve a reír, el sonido es profundo, rico y sexy, y
retrocede con las cejas levantadas.
—De acuerdo entonces, como quieras. Pero cuando pierdas,
no vengas llorando a mí.
Le saco la lengua. —Jódete, Mazzeo. Ya puedo saborear la
victoria. Y déjame decirte que sabe bien.
Antes de que pueda replicar, me adentro en la oscuridad,
cacareando como una hiena.
En algún lugar a lo lejos, Evie chilla encantada mientras se
lanza por túneles oscuros y sube escaleras que conducen a
lugares nuevos y emocionantes. Luces de neón, rayos láser y
naves extraterrestres brillan a nuestro alrededor.
El juego acaba siendo yo contra Lucio y Evie. Lucio
básicamente sigue Evie alrededor, asegurándose de que no se
resbale y caiga.
Es increíblemente protector. Es difícil no conmoverse por eso.
También es difícil no excitarse con eso.

A CABAMOS QUEDÁNDONOS CASI TRES HORAS . Y cuando por fin


nos amontonamos en la sala de equipos después de nuestra
novena ronda, estoy agotada físicamente.
Pero emocionalmente, estoy prácticamente rejuvenecida.
Esto fue divertido. Simple y llanamente.
No sabía que Lucio fuera capaz de algo así.
—¿Te divertiste, Evie? —pregunta Lucio. Está empapado en
sudor, pero con la sonrisa más genuina que le he visto nunca.
—¡Ha sido el mejor día de mi vida! —dice inmediatamente—.
¡Muchas gracias, papá!
Ella le agarra por la cintura y le abraza con fuerza. Él se queda
quieto un momento antes de pasarle la mano por la cabeza
dorada.
La forma en que lo hace… hay una ternura ahí que no había
existido antes.
Levanta la vista y me descubre mirándolos a los dos.
Quiero apartar la mirada, pero, de algún modo, sus ojos me
tienen cautiva.
Y hace falta que Evie vuelva a hablar para romper el contacto
visual.
—¿Podemos volver en otra ocasión? —pregunta.
—Puedo arreglarlo —dice Lucio.
Le muevo las cejas.
Debilucho. Ella ya te tiene retorcido alrededor de sus
pequeños dedos.
Lucio se ríe.

E L CAMINO de vuelta al complejo está lleno del parloteo


excitado de Evie. Me doy cuenta de que esta noche ha hecho
maravillas en su relación con Lucio. Ahora apenas se siente
cohibida cuando está con él.
El sol está empezando a ponerse cuando entramos en el
recinto. Pillo a Evie bostezando desde el asiento trasero.
—Alguien se va a acostar temprano esta noche —comento.
—Aw, ¿Tengo que hacerlo?
—Estás cansada, cariño —le digo—. Sí, tienes que hacerlo.
Pero lo primero es lo primero. La cena.
—¿Galletas? —Evie sugiere seriamente.
—Ja, ja, buen intento —digo—. Lucio, ¿Algún pedido?
Me mira. Sus ojos se han vuelto distantes y fríos de nuevo. —
Tengo trabajo que terminar. No cuentes conmigo para la cena.
La decepción que siento es repentina e inoportuna.
Pero es difícil negar la sensación.
Me digo a mí misma que sólo estoy decepcionada por Evie.
Aunque no me lo crea ni por un segundo.
—¿Por favor? —Evie dice, inclinándose un poco hacia
adelante—. Por favor, cena con nosotros.
—Evie… —Lucio dice con pesar, pero su tono es suave.
—Charlotte siempre hace comida deliciosa. Estarás triste si te
la pierdes.
Sonríe y echa el cuello hacia atrás para poder mirarla. —De
acuerdo. Supongo que puedo posponer mi trabajo una hora
más o menos.
—¡Síííí! —Evie aplaude, celebrando su victoria.
Sonrío sutilmente. Como he dicho, envuelta en su dedo.
En cuanto el coche está aparcado, Evie sale por la puerta y
entra en casa, dejándonos a Lucio y a mí entrar juntos.
—Se las arregló para invitarte a cenar —digo con cierta
mezcla de burla y arrogancia.
—Maldición, lo sé —refunfuña—. Decir que no nunca ha sido
algo que me costara hacer. Hasta hace poco.
—Entonces no eras padre.
Asiente con la cabeza. —Sí…
—Lo estás sintiendo, ¿Verdad? —supongo.
—¿Sentir qué? —pregunta.
—Afecto paternal. Amor paternal.
Me mira. —Es una buena chica.
—No importaría que fuera una niña horrible —replico—. La
querrías igual. Eso es ser padre.
Levanta las cejas. —Me sorprende esa opinión, sobre todo
teniendo en cuenta lo que me has contado de tu madre.
Me encojo de hombros. —Hay tres tipos de padres —digo—.
Los indiferentes, los crueles y los buenos. Mi madre era
indiferente. Tu padre era cruel. Pero tú… tú eres bueno.
—¿Tú crees?
—Sí —le digo—. Lo has hecho bien, Lucio. Hoy ha estado
fabuloso.
Sonríe. Es una sonrisa en parte feliz y en parte cansada.
—Gracias. —Responde.
—Gracias a ti —le digo.
—¿Por qué?
—Por incluirme hoy —le digo—. Es lo más divertido que he
hecho en años.
En el momento en que las palabras salen de mis labios, pienso
en la noche anterior, cuando se había enterrado profundamente
dentro de mí. Tengo que enmendar mi propia afirmación en mi
cabeza.
Eso ha sido lo más divertido que he hecho en años.
Pero lo de hoy le sigue de cerca.
Cuando miro a Lucio, me dedica una sonrisa que me hace
desviar la mirada para ocultar mi rubor. Porque casi parece que
sabe exactamente lo que pasa por mi cabeza. Lo que significa
una cosa.
Se mire como se mire….
Estoy jodida.
30
LUCIO
LA NOCHE SIGUIENTE - MANSIÓN DE LUCIO

Bartek Kowalczyk.
Líder de la mafia polaca.
Confío tanto en el hijo de puta como lo haría en mi padre. Tal
vez ni siquiera tanto.
Tiene el aspecto de un hombre que se cuida. Aunque roza los
sesenta, estoy seguro de que el viejo cabrón aún tiene
abdominales bajo la camisa negra de manga larga que lleva.
Su reloj Hublot con diamantes incrustados capta la luz
mientras coge su copa de vino.
—Esta comida ha sido fantástica, Lucio —dice con una voz
seca y carrasposa que le sienta bien.
—Ojalá pudiera atribuirme el mérito. Mi chef tiene talento.
—Cuidado, podría robármelo —me dice Bartek con un guiño
que me eriza la piel.
—No espero menos —respondo con calma, dando vueltas a mi
vino sin llegar a bebérmelo—. Tienes talento para coger lo que
no es tuyo.
Bartek levanta las cejas. Pero parece más divertido que
ofendido.
—Ahí vas con las púas sutiles. Y pensar que estábamos
teniendo una noche tan agradable.
Me resisto a poner los ojos en blanco.
Se pasa la mano por el pelo corto y me hace gracia lo
arreglado que parece. Lo vanidoso.
Su pelo está claramente teñido, su frente apenas se mueve
gracias a innumerables inyecciones de Botox y su piel tiene el
sospechoso brillo de un caro bronceado falso.
—Ha sido una noche agradable —estoy de acuerdo—. Pero no
estamos aquí para eso, ¿Verdad?
Bartek suspira. —Ese es el problema con la generación más
joven. Siempre tienen prisa.
Dejo pasar el comentario mientras finjo dar un sorbo a mi
vino. Veo a los tres guardias armados de Bartek al otro lado de
la pared de cristal.
Tiene cinco hombres más fuera de la casa, y varios más
esperándole fuera del recinto.
Pero en el comedor formal, estamos los dos solos.
Hasta que veo la sombra de Adriano detrás del hombro de
Bartek. Está de pie justo al otro lado del umbral de la puerta,
intentando captar mi atención sin llegar a interrumpirme.
—¿Quieres tiempo? —pregunto, levantándome de mi asiento
—. Puedes tenerlo ahora. Tengo que hablar con uno de mis
subjefes. ¿Me disculpas?
—Por supuesto —dice Bartek con una cortés inclinación de
cabeza—. Tómate todo el tiempo que quieras. Este vino es la
única compañía que necesito.
Me dirijo a la puerta, consciente de que sus hombres me
observan.
Adriano y yo caminamos por el pasillo, lo suficientemente
lejos como para que no nos oigan.
—¿Qué? pregunto, volviéndome hacia él.
La mirada de Adriano se dirige hacia el comedor. —Esto no
me gusta una mierda.
—Jesús, Adriano —siseo—. ¿Me sacaste de ahí para decirme
eso?
—Eso… entre otras cosas.
—Pues suelta lo que tengas que decir, maldición.
—¿Por qué no puedo estar ahí contigo? —Adriano pregunta.
—Porque no soy un puto niño.
—Tú tampoco eres invencible —me suelta—. No importa
cuántas veces te digas que lo eres.
Frunzo el ceño. —¿Había algo más, mio amico?
—Tenemos vigilados a los hombres fuera de los muros del
recinto.
—¿Y?
—Doce —responde Adriano—. Que son seis hombres más de
los que te dijo que traía.
—¿Esperabas que dijera la verdad sobre esa mierda? —le
pregunto—. No seas ingenuo.
—¿Me estás llamando ingenuo? —Adriano exige—. Yo no
soy el que invitó al puto jefe polaco al recinto para una cena a
la luz de las velas. Al menos dime que la comida está
envenenada.
Me río entre dientes. —Ojalá. No creo que a Charlotte le
hubiera hecho mucha gracia matar a un hombre con su
comida.
—¿Por qué demonios es ella la que cocina?
—Porque es buena en eso —le digo—. Y quería que Bartek
estuviera de buen humor esta noche.
—¿Para que le des por el culo?
—Vuelve a tu puesto —le gruño—. Y asegúrate de ver a
Charlotte antes de hacerlo. Creo que aún está en la cocina.
—¿Todavía?
—Es una perfeccionista —digo encogiéndome de hombros—.
¿Qué puedo decirte?
—Si uno solo de esos malditos polacos hace un movimiento,
abriré fuego contra todos ellos.
Adriano parece a punto de arrancarse el pelo de raíz. Siempre
ha sido un poco sobreprotector.
—El objetivo de esta cena es evitar una guerra. ¿Puedes hacer
un esfuerzo y poner tu granito de arena?
—La paternidad te ha ablandado —suspira.
—Me ha vuelto sabio —le respondo gruñendo—. Ahora sal de
aquí antes de que te patee el culo.
Me doy la vuelta y vuelvo al comedor.
Bartek ha abandonado su asiento en la mesa del comedor y se
ha dirigido hacia las enormes puertas francesas que dan al
jardín.
—Es un terreno precioso —me dice sin siquiera mirar en mi
dirección—. ¿Qué tamaño tiene?
—Algo menos de un acre —respondo.
Me doy cuenta de que su copa de vino está vacía. Ya se ha
tomado tres.
Pero no me hago ilusiones sobre su estado mental. El cabrón
podría ponerse una vía intravenosa de vodka en la carótida y
seguir siendo una amenaza.
—Precioso —se hace eco—. ¿Qué tal un tour?
Frunzo el ceño, apenas capaz de contener mi enfado. —
Tenemos algunas cosas que discutir.
—Amigo mío —dice Bartek, dándome una palmada en el
hombro—. Podemos caminar y hablar, ¿No?
Apretando los dientes, asiento con la cabeza y le conduzco
fuera del comedor.
En realidad, no pienso hacerle una visita completa. Podrá ver
algunos espacios de la planta baja y quizá el jardín.
Ya está.
El cabrón está intentando ver hasta dónde llega mi
hospitalidad.
—Puedes decir a tus hombres que se queden quietos —digo
con firmeza.
La sonrisa de Bartek se ensancha. —Por supuesto.
Hace un gesto a sus hombres para que se queden atrás.
Debo admitir que, a regañadientes, me impresiona la confianza
con la que camina por la casa conmigo a solas.
—Es una estructura nueva —observa, mirando los techos de
doble altura que hay sobre nosotros.
—Seis años —confirmo—. Lo construí después de
convertirme en Jefe.
—¿Qué pasó con el complejo en el que trabajaba tu padre?
—Tengo usos específicos para ello.
—Claro que sí —dice Bartek, dedicándome esa maldita
sonrisa serpenteante suya.
—A mí también me sirve el almacén de la esquina de Madison
Avenue con la 128 —digo, deteniéndome en seco y cortando
la pequeña charla de la noche—. Y al parecer, a ti también.
La sonrisa de Bartek nunca abandona su rostro. —Eso fue
simplemente un malentendido, amigo mío.
—Explícame cómo.
—Tenía la impresión de que el almacén estaba en mi territorio.
—Excepto que sabes que no lo está —gruño. Me niego a dejar
que se salga con la suya.
—Compartir es querer, ¿No?
—Nunca se me ha dado bien compartir —le digo, dejando que
un hilo de amenaza se cuele en mi voz—. Mi padre era malo.
Y no puedo decir que yo sea mejor.
—Desafortunado. Podríamos ser grandes aliados.
—Para ser aliados, tiene que haber respeto —señalo—. Si no
respetas mis putas reglas en mi puto territorio, no puede haber
alianza.
A Bartek se le escapa una leve sonrisa. —Entonces se reduce a
la fuerza, Lucio, dice fácilmente—. Mi fuerza contra la tuya.
Resoplo. —Quieres una guerra.
—¿No es eso lo que estás insinuando? —pregunta Bartek,
como si fuera lo de menos.
—Creo que tú eres el que acaba de traer eso a la conversación.
Bartek se encoge de hombros. —Hubo un tiempo en que tenía
sed de guerra —admite. Cuanto más sangrienta, mejor. Pero ya
no.
Sacudo la cabeza. Yo tampoco tengo ganas de guerra —le
digo.
La afirmación es más o menos cierta. Lo que debería llevarnos
a la verdadera intención de las negociaciones nocturnas.
Pero antes de que pueda ofrecerle mis condiciones, un ruido
procedente de la habitación contigua me interrumpe.
Que es cuando me doy cuenta de hasta dónde le he llevado.
Directo a la puta cocina.
—Ah —dice Bartek, sus ojos se iluminan con intención—.
Perfecto. Puedo felicitar al chef personalmente.
Empieza a avanzar a zancadas y tengo que morderme la
lengua para que no se me escape la orden.
No puedo dejar que me ponga nervioso. Cuanto más rápido
pierdo los estribos, más rápido esta mierda se desmorona en
mis manos.
Me dirijo a la cocina justo cuando Bartek posa sus ojos en
Charlotte.
Su sonrisa se ensancha aún más y sus ojos se iluminan como si
fuera el puto año nuevo. Nunca he deseado tanto acabar con
ese hijo de puta.
Charlotte abre mucho los ojos y nos mira a los dos. Su cuerpo
está tenso, percibe claramente la tensión que hemos traído a la
cocina.
—Vaya, vaya, vaya —dice Bartek, acercándose a la isla de la
cocina—. ¿Qué tenemos aquí?
Veo el fuego en los ojos de Charlotte mientras la mira de
arriba abajo.
—No soy un objeto —replica—. Por favor, abstente de
dirigirte a mí como si lo fuera.
Se me levanta una comisura de los labios. Y vuelve a bajar
cuando Bartek se posa en uno de los taburetes y suelta una
suave risita.
—Siempre me han gustado las morenas luchadoras.
—Es bueno saberlo —dice Charlotte desdeñosamente, antes
de volverse hacia mí—. Estaba a punto de decirle a Flores que
el postre está listo. O puedo traerlo para…
—Tonterías —interrumpe Bartek—. Podemos comer el postre
aquí mismo. Te ahorraré la molestia.
Charlotte mantiene su mirada fija en mí, esperando mi visto
bueno.
Inclino la cabeza de mala gana. Ella se encoge de hombros y
se vuelve hacia la nevera.
Bartek me mira. —Supuse que tu chef era un hombre.
—Perdonaré tu sexismo. Pero dudo que ella lo haga.
—Tiene razón —dice Charlotte, poniendo dos platos de postre
delante de nosotros—. Parfait de caramelo salado, dacquoise
de chocolate quemado y crumble de nuez de coco con crema
Chantilly. Coman.
Estoy impresionado —dice Bartek con un pequeño giro
apreciativo de su mano—. ¿Dónde la encontraste, Lucio?
Charlotte se vuelve hacia el lavabo, pero los ojos de Bartek la
siguen como los de un tiburón.
—Tengo mis maneras —le digo—. Lo que me lleva de vuelta
a lo que estábamos discutiendo…
—¿Cómo te llamas? —pregunta Bartek, cortándome por
completo.
—Charlotte —dice. Se ha puesto notablemente rígida.
—Bonito nombre —murmura—. Y Charlotte, ¿Cómo
conseguiste este trabajo?
Tartamudea, —Yo… soy ingeniosa.
—Oh, apuesto a que sí. Sus ojos se posan en sus pechos
durante varios segundos antes de dirigirse finalmente a su
cara. —Las mujeres como tú suelen serlo.
Estoy rebosante de ira. Este maldito imbécil.
Pero tengo que enterrarla. Tan furioso como estoy, no vale la
pena una guerra.
Todavía no.
—Si eso es todo, debería volver a mi habitación —dice
torpemente.
—Cuidado —dice Bartek con una risita siniestra—. Las chicas
guapas nunca deben dormir demasiado tranquilas por la noche.
Siempre hay monstruos acechando en las sombras.
No sé qué coño se supone que significa eso, pero hace que mis
manos se cierren en puños igualmente.
—Gracias, Charlotte —digo con firmeza—. Puedes retirarte.
Prácticamente sale volando de la cocina a la primera
oportunidad que tiene.
—Eres un hijo de puta con suerte —me dice Bartek cuando
ella se ha ido—. Apuesto a que tiene un dulce coñito.
Me agarro al borde del mostrador para no dar el primer
puñetazo. Quiero evitar una guerra entre nuestras respectivas
organizaciones.
Esa es la única maldita razón por la que mantengo mi mano
firme.
—Volvamos al comedor.
—¿Y dejar el postre? —pregunta Bartek horrorizado, tirando
de su plato hacia él. «Jamás».
Coge su cuchara y se lleva una enorme bocanada del postre.
—Maldición —gime con los ojos cerrados—. Esto es
malditamente delicioso. Apuesto a que esto es exactamente a
lo que sabe su coño.
Casi me levanto del puto asiento, pero Bartek se me adelanta.
—¿Baño? —pregunta inocentemente mientras se levanta.
—Frente al comedor —le digo—. Segunda puerta a la derecha.
Inclina la cabeza, con esa puta sonrisa babosa en su sitio. —
Vuelvo enseguida, y luego hablaremos de política.
No confío en que mi voz no tiemble de furia, así que me limito
a asentir.
Puedes contar con ello, hijo de puta.
31
CHARLOTTE

Estoy muerta.
Es el único pensamiento coherente que tengo en la cabeza.
Estoy completamente muerta.
O lo estaré. En cualquier momento.
Porque Bartek Kowalczyk, jefe de la puta mafia polaca, está
en la casa esta noche.
Me he estado esclavizando sobre una estufa caliente, haciendo
la cena y el postre para el maldito Bartek Kowalczyk.
No sé si reír o llorar.
Nunca conocí al hombre en persona. Pero Xander se aseguró
de que supiera quién era.
Ahora estoy agradecida por eso. Aunque ver al siniestro
bastardo en carne y hueso fue… demasiado para una noche.
Sus ojos son vagabundos. Siempre van de un lado a otro,
nunca se quedan quietos mucho tiempo.
Sus dedos se extienden como arañas pálidas y carnosas por
todas partes.
Y su sonrisa. Esa maldita sonrisa repulsiva. Me estremezco
sólo de pensarlo.
Respira, Charlotte.
Una vez que consigo controlarme, me asomo por la esquina de
la pequeña sala de gimnasio en la que me he refugiado.
Veo a Lucio y a Bartek. Me dan la espalda y siguen sentados
en la isla de la cocina.
Mi instinto me lleva a correr a mi habitación, cerrar la puerta y
esconder la cabeza bajo la almohada hasta mañana.
Pero sé que enterrar la cabeza en la arena no va a salvarme.
Porque ese imbécil sabe quién soy.
Su pequeña amenaza de antes se repite en mi cabeza, Las
chicas guapas nunca deben dormir demasiado tranquilas por
la noche. Siempre hay monstruos acechando en las sombras.
Realmente sutil, amigo.
Y, sin embargo, tan asustada como estoy de ser acorralada y
expuesta por Bartek, estoy diez veces más aterrorizada de que
Lucio se entere de mi trato con él.
Un destello de movimiento me llama la atención.
Bartek se levanta. Intercambia unas palabras con Lucio y sale
de la cocina.
Miro a mi alrededor, pero no veo a nadie más. Lo que
significa… que está caminando directo hacia mí.
Puedo esconderme. Puedo huir.
Debería esconderme. Debería huir.
Pero no hago nada.
Porque, a pesar del martilleo de pánico de mi corazón, no soy
una cobarde.
O eso, o soy una puta idiota.
Podrían ser ambas cosas. No puedo decidirme.
Me pongo a un lado para que Lucio no pueda verme. Pero la
puerta está lo bastante abierta para que Bartek me vea al pasar.
Me pongo rígida cuando le veo acercarse, pero su transición es
fluida.
Me dedica una sonrisa cortés, entra conmigo en el gimnasio y
cierra la puerta.
—Vaya, qué casualidad encontrarte aquí —canturrea con esa
voz extrañamente aguda y aterciopelada.
Retrocedo un poco, queriendo mantener al menos metro y
medio entre nosotros en todo momento. Cuatro kilómetros
sería preferible, pero me quedo con lo que hay.
—Charlotte, Charlotte, Charlotte —exclama como un padre
decepcionado mientras avanza lentamente. Sus ojos son
pequeños, brillantes, negros como la noche—. No has
cumplido tu parte del trato.
—Lo he intentado —balbuceo—. Pero vigilan mis
movimientos. Me vigilan todo el tiempo. Tengo un perro
guardián a tiempo completo.
—¿En serio? —dice con burlona sorpresa—. Dime entonces,
¿Dónde está ahora?
—Maldición. Yo…
—Un consejo —me interrumpe. La sonrisa se le escapa de la
cara a medida que se acerca a mí—. No me mientas.
Trago saliva. —No te estoy mintiendo —digo, intentando
sonar lo más convincente posible—. Lo he intentado. El
despacho de Lucio está cerrado y no sé dónde guarda la llave.
Bartek da un paso adelante. Metro y medio se han reducido a
30 centímetros entre nosotros.
De repente me doy cuenta de que hay un estante con
mancuernas a mi derecha. Si consigo hacerme con una de
ellas, quizá pueda defenderme si decide atacarme.
—Entonces no te has esforzado lo suficiente —gruñe—. Te di
un trabajo que hacer. No debería tener que decirte cómo
mierda hacerlo.
Se inclina hacia delante y respira en mi cara.
—Pero ya que pareces tan incompetente, haré exactamente
eso.
—¿Hacer qué…?
—Cierra la puta boca —sisea.
Su voz es de repente más baja, más áspera. Y su cara es todo
lo que puedo ver.
Esos ojos brillantes. Tan oscuros e inhumanos. Como los de
una araña.
—Esto es lo que harás —Seduce al bastardo. Chúpale la polla
y averigua dónde guarda las llaves. Porque, si no consigo
alguna información real para el final de esta semana, estarás
chupándosela a cada uno de los hombres que trabajan para mí.
¿Entendido?
No me doy cuenta de que estoy intentando retroceder hasta
que la parte posterior de mis pantorrillas choca con algún
aparato del gimnasio.
No queda ningún lugar al que huir.
—Perdoné a esa puta basura de novio tuyo porque me hiciste
un trato que no pude rechazar —dice—. ¿Pensaste que hacer el
trato era suficiente? ¿Eres tan estúpida?
—Lo intentaré —digo en voz baja. El miedo me araña la
garganta.
—No quiero que lo intentes —me amenaza—. Quiero que lo
hagas. Ahora, voy a preguntar de nuevo ¿Qué tienes para mí?
—Nada. Pero yo…
No llego a terminar la frase antes de que sus manos salgan
volando y me agarre por el cuello.
Intento arañarle la muñeca, pero no consigo nada. Para ser tan
viejo, es increíblemente fuerte.
Puedo sentir cómo me ahogan el aire de los pulmones.
¿Es así como se siente la muerte?
Se siente como… fuego.
Tan rápido como me agarró, me suelta.
Jadeo mientras mis manos se apresuran a acariciarme la
garganta. Me lloran los ojos. El alivio del aire es casi tan
doloroso.
—¿Quién es la niña?
Parpadeo un par de veces. Apenas puedo captar lo que me está
diciendo.
—¿La… qué? —Mis palabras salen nudosas y ásperas.
—La niña —dice, echándome en cara—. La puta niña con la
que Xander te encontró acurrucada. ¿Quién puta es?
—No sé quién es —le digo. Empieza a levantar la garra de
nuevo, y yo grito —¡No! ¡Por favor! No lo sé, de verdad que
no lo sé. No se me permite hacer preguntas…
—No necesitas hacer preguntas para saber las respuestas a
ciertas cosas —dice—. No importa, porque sé quién es.
Me congelo.
—Sólo hay una razón por la que un hombre como Lucio
Mazzeo acogería a una enana y contrataría a una puta como tú
para cuidarla.
Sonríe. Es tan repugnante como siempre. Tal vez más. Es la
sonrisa de un hombre que conoce un secreto desagradable.
—Ella es suya —termina—. La mocosa es suya.
Me quedo mirándole. Me tiemblan los dedos.
No quiero que lo último que vea antes de morir sea esa
sonrisa.
—Espero un informe tuyo para finales de esta semana —me
dice—. ¿Está claro?
Me limito a asentir.
Después de todo, ¿Qué otra cosa puedo hacer? Sólo tengo que
salir de aquí. Enfrentar a Bartek solo no fue valiente, fue
estúpido. Ahora lo veo.
—¿Puedo confiar en ti? —pregunta.
No es una gran pregunta.
Sólo hay una respuesta que puedo dar y aún así salir de aquí.
—Sí.
—¿Puedo contar contigo?
—Sí.
Su sonrisa se ensancha. —Demuéstralo.
Mi corazón golpea dolorosamente contra mi caja torácica. —
¿Cómo?
—Ponte de rodillas. Chúpame la pija.
Deja que las palabras queden entre nosotros durante cinco
segundos enteros. Se me revuelve el estómago de asco.
—Será un buen recordatorio de lo que puedes esperar si no
cumples tu parte del trato.
Sus ojos se cruzan con los míos y mi estómago se revuelve
violentamente. Me muerdo la lengua y contengo las náuseas.
Apenas funciona.
—De rodillas —sisea—. ¡Ahora!
Sacudo la cabeza. —Por favor… no.
—Maldición, ahora.
He visto antes esa mirada en los ojos de los hombres. Esa
mirada enloquecida y sádica que delata su depravación.
Persiguen el poder. El poder de sentirse poderoso infligiendo
dolor.
Las mujeres son blancos fáciles para monstruos como Bartek.
Resulta que esta noche soy la presa desafortunada.
Tengo que sobrevivir.
Ese ha sido mi lema desde que tenía ocho años. Desde que me
di cuenta de que la felicidad era secundaria a la supervivencia.
No tenía padre.
No tenía una madre de verdad.
Sólo tenía mi ingenio, mi resistencia y mi deseo de superar
incluso los días más terribles.
Y eso siempre significaba hacer lo que fuera necesario.
Por eso me aferré a un imbécil como Xander.
Por eso acepté espiar para los polacos.
Por eso acepté trabajar para Lucio.
He hecho tantas cosas jodidas y desesperadas sólo para salir
adelante. Sólo para sobrevivir.
Pero no puedo hacerlo.
No en esta casa. No con este hombre.
—Si lo prefieres —me gruñe, la sonrisa casi desapareciendo
de su cara. —Puedo estrangularte mientras te follo…
Ahora veo las arrugas en su cara. Aún aparenta juventud, pero
la edad se le echa encima.
—Por favor…
Sé que es inútil incluso antes de que la palabra salga de mis
labios.
Los hombres como él no retroceden ante esa palabra. Se
refuerzan.
Son los preliminares.
—Ahh, sí. Me gustan las mujeres que ruegan. —La sonrisa se
ensancha.
Perfectamente ejemplificado.
Estoy arrinconada. Mis manos se agitan detrás de mí, pero lo
único que siento es metal frío.
Espera.
Mis dedos se aferran a algo pesado pero pequeño.
—¡Tic tac! —se burla.
Su mano arremete de nuevo contra mi garganta.
Pero esta vez, estoy lista para él.
No sé qué tengo en la mano, una pesa pequeña, tal vez, pero
intento golpearle la cara con todas mis fuerzas.
Tengo el elemento sorpresa, y con la posición de mi cuerpo,
nunca lo ve venir.
Debería haber sido suficiente.
Pero no lo es.
Es más pesado de lo que imaginaba, y mi mano no llega lo
bastante arriba como para golpearle en la cara.
Le golpeo en el hombro. Bartek tropieza hacia atrás, más por
la sorpresa que por el impacto.
—¡Mierda! —trato de salir de alrededor de él.
—Maldita perra… acabas de cometer un gran error…
Su voz se apaga al instante.
Grito mientras la sangre me salpica la cara. Cae sobre mí
como una niebla carmesí. Se siente fría, antinatural.
Sólo puedo concentrarme en la parte del cráneo de Bartek que
está hundida en el lado izquierdo. Veo que pone los ojos en
blanco y se queda completamente sin vida.
Entonces me fallan las rodillas y me hundo en el suelo.
Bartek saca la lengua un instante antes de que su cuerpo se
desplome en el suelo frente a mí sin apenas hacer ruido.
O tal vez hay un sonido. Si lo hay, no lo oigo.
Estoy demasiado ocupada procesando qué demonios acaba de
pasar.
Mis ojos vagan desde el cálido cadáver de Bartek…
Hasta el imponente armazón del hombre que lo mató.
Y un pensamiento recorre mi mente, ¿Soy la siguiente?
32
LUCIO
CINCO MINUTOS ANTES

Mi piel palpita con señales de alarma.


Está tramando algo.
Está metido en algo.
En los cuatro minutos que Bartek lleva fuera, me doy cuenta
de que dejarle salir sin supervisión fue un error.
Salgo de la cocina, moviéndome lentamente por la casa para
buscarle.
¿Ha subido?
Sé que la habitación de Evie es segura. Enzo hace guardia
fuera, pero no quiero arriesgarme. Me dirijo hacia la escalera y
es entonces cuando lo veo.
La luz está encendida en la sala del gimnasio.
La luz nunca está encendida en la sala del gimnasio.
Es un espacio antiguo que sólo será provisional hasta que se
termine el gimnasio principal. Me acerco a la puerta,
preguntándome por qué demonios estaría Bartek aquí.
Entonces oigo voces.
Mi instinto me lleva a estrellarme allí dentro. Pero me
contengo y abro la puerta lo más silenciosamente posible.
Lo que me espera ahí dentro me pone colorado.
Bartek tiene a Charlotte apoyada contra el estante de
mancuernas.
Entro justo a tiempo para ver a Charlotte blandiendo una
mancuerna perdida hacia Bartek en un intento de luchar contra
él. Su mano se mueve torpemente y el objeto choca con su
hombro.
—¡Mierda! grita, con los ojos muy abiertos por el terror.
Estoy justo en su línea de visión, pero no ve a nadie excepto a
la bestia que tiene delante.
Ella intenta huir de él, pero su ira le empuja a recuperarse más
rápido.
Ninguno de los dos se ha fijado en mí.
Mis ojos se posan en la gran pesa rusa roja de la esquina. Me
abalanzo sobre ella, la cojo y salto hacia ellos en el mismo
momento en que el cabrón intenta agarrar a Charlotte.
—«Maldita perra… acabas de cometer un gran error…»
Le aplasto la pesa rusa en un lado de la cabeza.
Es la jodida sensación más satisfactoria ver su cráneo
derrumbarse.
Está muerto al instante.
Ya lo sé sin tener que mirarlo.
Me dispongo a golpearle una vez más, pero su cuerpo se
desploma en el suelo delante de mis pies.
A donde pertenece.
Y entonces es cuando miro hacia arriba.
Es entonces cuando veo la cara de miedo de Charlotte, que me
mira como si no estuviera segura de quién soy.
Y la adrenalina se agota muy rápido.
Tiro la pesa rusa a un lado y doy un paso adelante.
—Charlotte —digo en voz baja—. ¿Estás bien?
No deja de mirar. Tiene los ojos vidriosos. Me está mirando,
pero no me ve.
Está en estado de shock.
A medida que pasan los segundos, una sombría realidad se
instala en mi mente. Bartek Kowalczyk ha muerto en mi casa.
Lo que significa una cosa, las mafias polaca y Mazzeo van a
estar pronto en guerra.
Maldición.
Sé que tengo mierda que resolver. Tengo que averiguar cómo
manejar esta situación antes de que sus hombres empiecen a
sospechar.
Pero no puedo dejar a Charlotte.
Su mirada se fija ahora en el cuerpo de Bartek, y sus dedos se
crispan un poco.
Cojo el móvil sin apartar los ojos de Charlotte.
—¿El cabrón ya ha hecho su movimiento? —pregunta
Adriano nada más al contestar.
—Se podría decir que sí. Y yo hice el mío.
Hay un segundo de silencio. —¿Qué significa eso?
—Ven al almacén donde guardamos los viejos aparatos de
gimnasia.
—¿Ahora?
—Deprisa. Le ordeno.
Exactamente dos minutos después, Adriano entra en la
habitación. Primero me ve a mí, luego sus ojos se posan en la
cabeza destrozada de Bartek Kowalczyk.
—Maldición —respira.
Avanzo. —Tenemos que ponernos en modo control de daños.
¿Cuántos hombres dijiste que el cabrón trajo con él esta
noche?
Los ojos de Adriano revolotean hacia Charlotte y luego hacia
mí. —Ocho dentro del recinto. Doce fuera.
Maldigo. —Tenemos que encargarnos de todos ellos —ordeno
—. Antes de que se enteren de que su jefe ha muerto.
—Son sólo veinte hombres —señala Adriano—. ¿Qué pasa
con el resto de los polacos?
—Una cosa a la vez —gruño—. Tenemos que movernos
rápido. Prepara a nuestros chicos ahora. Necesito que te hagas
cargo de esto.
Adriano frunce el ceño. —¿Qué coño?
Vuelvo a mirar a Charlotte. Todavía parece estar en estado
catatónico.
—Intentó violarla, Adriano —le digo en voz baja—. Llegué
justo a tiempo. Ella me vio matarle.
Adriano mira a Charlotte. —Sí, es justo. Está bien.
Estoy a punto de girarme hacia ella cuando me agarra del
brazo.
—Hermano, puedo hacer que alguien la lleve a su habitación
—me dice—. Tú puedes guiarles—. Cuéntales tú mismo el
plan a los hombres.
Quiero hacerlo.
Tengo muchas ganas, maldición.
Pero al ver a Charlotte tan destrozada, no puedo conciliar la
idea de alejarme de ella ahora mismo.
Me deja una sensación extraña en las tripas. Nunca he perdido
la oportunidad de dirigir a mis hombres. Nunca he eludido la
responsabilidad cuando podía hacerlo yo mismo.
De alguna manera, esto se siente diferente.
—No —le digo a Adriano, que me mira cada vez más
alarmado—. Necesito asegurarme de que Charlotte está bien.
—¿Estás seguro, mio amico? —pregunta.
Sé que no volverá a preguntar.
—Estoy seguro.
—De acuerdo, entonces —dice Adriano—. Te avisaré cuando
esté hecho.
Le agarro el hombro con gratitud y me dirijo hacia Charlotte.
Me arrodillo frente a ella, impidiendo que vea el cuerpo.
—Charlotte, ¿Puedes oírme?
No hay respuesta.
La levanto y su cabeza se desploma contra mi hombro
mientras paso junto a Bartek.
Es como una muñeca de trapo. Prácticamente un peso muerto
en mis brazos.
Adriano me abre la puerta y subo la escalera inmediatamente.
La llevo directamente a mi habitación. Mientras la llevo,
escudriño su cara, su cuerpo.
Físicamente, parece ilesa. Estoy seguro que la sangre en su
cara y cuello es de Bartek.
Pero el daño en su mente es lo que me asusta mucho más.
Cuando estamos en mi habitación, la llevo directamente al
baño y la dejo en el asiento cerrado del inodoro.
Arrodillado frente a ella, tomo sus manos frías entre las mías.
—Charlotte, ¿Puedes oírme?
Sus ojos se tambalean en sus órbitas. Me apuntan, pero no
están enfocados. No están presentes.
Ella no responde.
—Estás bien —le digo con urgencia—. Yo me ocupé de él.
Parpadea y veo algo de conciencia en sus ojos azules.
—Ya no debes tener miedo —continúo—. No puede hacerte
daño.
—¿Tú… lo mataste? —murmura entre labios gruesos.
Asiento con la cabeza. —Así es.
Un escalofrío recorre su cuerpo, pero no dice ni una palabra
más.
Y tampoco se le pasa.
—Charlotte —lo intento de nuevo—. Tienes sangre en la cara.
¿Quieres limpiarte?
—No puedo… no puedo moverme.
Me pongo en pie y lleno la bañera de agua humeante. Luego
cojo a Charlotte de la mano y la pongo en pie.
Creo que podría protestar cuando empiece a desnudarla, pero
no lo hace. Se queda de pie mientras la desnudo y la cojo en
brazos.
Podría meterla en el agua caliente y dejar que se descongelara
del trauma. Pero la mera idea de soltarla me sacude hasta la
médula.
No voy a ninguna parte.
En lugar de eso, aún acunándola contra mi pecho, me meto en
la bañera. Una pierna, luego la otra. El agua caliente se filtra
por mis pantalones de traje, pero me importa una mierda.
Nos acomodamos en la bañera. Mi espalda contra la porcelana
y Charlotte acurrucada entre mis piernas.
Jadea cuando el agua acaricia por primera vez su piel desnuda,
pero se calma en un suave gemido y luego en una suave
respiración.
Nos sentamos en silencio durante un rato. Mis pensamientos
están en todas partes y en ninguna.
Sólo quiero estar aquí con ella.
Incluso mientras mis hombres van a la guerra… mientras mis
enemigos cazan para masacrarme…
Sé que este es mi sitio.

A L CABO DE UN RATO , Charlotte levanta la mano y se aferra sin


fuerzas a mi bíceps.
—Tan… cansada… —murmura.
La levanto en brazos y salimos juntos de la bañera, con un
movimiento lento. Cojo dos de las gruesas toallas blancas que
cuelgan de los ganchos y la seco con cuidado de pies a cabeza.
Mantiene las manos ligeramente apoyadas en mis hombros
para mantener el equilibrio, pero no dice ni una palabra.
La llevo de la mano al dormitorio. Sin soltarla, saco una
camiseta del cajón de la cómoda y se la pongo por la cabeza.
Es tan complaciente. Tan delicada. Nunca he deseado tanto
proteger algo.
La camisa la cubre completamente, pero sé que estará cómoda
con ella. Retiro las mantas y la ayudo a meterse bajo el
edredón. Donde se acobija casi desapareciendo. Parece tan
perdida y asustada entre el océano de tela blanca.
—¿Lucio?
La miro.
—No me dejes —susurra sin abrir los ojos—. Por favor,
quédate conmigo. ¿Te quedarás?
Me doy cuenta de que tiene miedo de oír mi respuesta.
Sé que debo ir.
Necesito estar allí para liderar a mis hombres. Necesito
encargarme de la venganza de Bartek. Necesito prepararme
para el caos que está por venir.
Tengo que decirle que no puedo.
Pero no lo hago.
33
CHARLOTTE

Mi sueño está plagado de más sueños que no tienen ningún


sentido.
Vuelvo andando del trabajo, como la noche que conocí a
Lucio.
Llego a la puerta de mi apartamento infestado de cucarachas.
Meto la llave.
Esta vez, se abre.
Dentro me esperan todos los que he conocido. Vanessa,
Mickey, la señora Hammond, Enzo, mamá, Lucio, Evie y
tantos más, tantas formas y sombras sin rostro.
Todos se echan a reír.
Intento preguntar qué es tan gracioso, por qué se ríen todos de
mí.
Pero se hacen más fuertes y es como si no me oyeran. Como si
mi voz no funcionara.
Así que empiezo a gritarlo y luego a chillarlo.
¿Por qué se ríen de mí?
No hay respuesta.
Señalan y cacarean como hienas.
Y entonces la multitud se separa y Bartek está allí. Viene hacia
mí y me asfixia de nuevo.
Y yo grito y grito y grito pero ellos no paran de reír.
Y entonces se apagan las luces.

M E DESPIERTO PRESA DEL PÁNICO . Las sábanas me envuelven


como esposas. Me agito hasta que por fin me libero, hasta que
respiro con dificultad y mi piel se cubre de una ligera capa de
sudor.
Tardo un minuto en darme cuenta de que no estoy en mi cama.
Ni siquiera estoy en mi propia habitación.
¿Dónde diablos estoy?
Vuelvo a subirme a la cabecera. Empiezo a asustarme. Los
latidos de mi corazón palpitan dolorosamente en mis sienes y
el sudor de mi cuello se está volviendo gélido.
Nada me resulta familiar.
Excepto por…
Justo antes de entrar en crisis, me doy cuenta de lo que estoy
reconociendo.
El aroma.
Esta habitación huele a Lucio.
Esa conexión es suficiente para hacerme volver del abismo.
Estoy en la habitación de Lucio. Él me trajo aquí después de lo
que pasó con Bartek.
El nombre del jefe polaco hace que el miedo y el pánico
recorran mi cuerpo. Su muerte no ha hecho nada por
calmarme.
Conozco a hombres como él. Sé cómo operan.
Si estaba al tanto de mi presencia en casa de Lucio, entonces
todos sus subjefes también lo estarán.
Lo que significa que no me he librado.
Algo más me crispa los nervios. Una amenaza que hizo justo
antes de intentar violarme.
Evie.
Había descubierto quién era Evie.
¿Lo había hablado con alguien más? Tal vez si no lo hubiera
hecho, ese particular bocado de información podría estar
enterrado con él.
Eso espero.
Me estremezco. Levanto las piernas de la cama, me pongo en
pie y me dirijo a la ventana de Lucio.
Cuando descorro las cortinas, miro hacia el extenso césped.
Desde aquí puedo ver la piscina. También la fuente. Todo
verde y exuberante y brillando en la noche.
La belleza de la vista hace poco por calmarme. Aún me ahogo
en los recuerdos de lo ocurrido.
Lucio mató a Bartek por lo que intentó hacerme.
Lo asesinó ante mis ojos.
Por mí. Para salvarme.
Y cuando le rogué que se quedara conmigo… se quedó.
Lo que significa una cosa, le debo a Lucio la verdad.
Eso es lo que me dice mi conciencia.
Por un momento, consideré sincerarme con él.
Pero en cuanto me imagino de pie frente a él, admitiendo que
debía espiar en su casa en nombre de los polacos, siento que
mi cuerpo y mi corazón se congelan.
Nunca olvidaría esa traición.
Seguro que nunca lo perdonaría
Puedo sentirlo en mis huesos.
Sacudo la cabeza para despejar los pensamientos
perturbadores, salgo del dormitorio de Lucio y me dirijo al
mío.
En el camino, sin embargo, oigo voces que vienen del piso de
abajo. Instintivamente, cambio de rumbo y me dirijo a las
escaleras.
Bajo sólo un tramo y me agacho en el rellano.
Las voces son más claras ahora. Reconozco una de ellas como
la de Adriano. —… los matamos.
—Eso sólo resuelve uno de nuestros problemas —responde
Lucio—. Ahora tenemos que ocuparnos del resto de los
polacos.
Adriano tararea en voz baja. —Necesitarán un líder.
—Tienen uno —dice Lucio—. Kazimierz.
—Kazimierz es hermano de Bartek —señala Adriano—. ¿Y
los hijos?
—El hijo mayor de Bartek murió en otra guerra territorial hace
más de una década —explica Lucio—. Tiene un segundo hijo
de su tercer matrimonio, pero aún es un niño. Tiene tres o
cuatro años.
—De acuerdo —dice Adriano—. Así que estamos tratando
con Kazimierz entonces. ¿Qué sabemos del hermano?
Giovanni, ¿Qué tienes sobre él?
—Es mucho más joven que Bartek —responde el hombre
llamado Giovanni. Debe ser una especie de lugarteniente en la
organización de Lucio—. Según mis fuentes, el hombre es
agudo, despiadado y un sádico. Incluso para los estándares de
la mafia.
—Malditamente fantástico.
—¿Dónde están los cuerpos? —pregunta Lucio.
¿Cuerpos?
Se me hiela la sangre, pero me esfuerzo por escuchar el resto
de la conversación.
Después de todo, fui yo quien puso esto en marcha.
—Hice que los llevaran al garaje —responde Adriano—. He
llamado a Edward. Estará aquí en una hora para recogerlos.
—No los entierres —instruye Lucio—. Mételos en la
incineradora.
—Entendido, jefe.
—¿Cuántos tenemos en total?
—Veintiuno. Incluyendo Bartek.
—¿Los tenemos a todos?
—Todos y cada uno. Me aseguré de ello.
—Bien. Sin embargo —Lucio no parece nada satisfecho—.
Una cosa solucionada. Ahora viene la parte difícil.
—Tenemos que actuar antes de que los polacos se unan en
torno a Kazimierz, suspira Adriano.
—Estoy de acuerdo —dice Lucio—. Si les damos la
oportunidad de reagruparse, nos encontraremos en una guerra
sangrienta.
Me estremezco.
¿Qué he hecho?
Veintiún hombres muertos. Tal vez algunos de ellos merecían
la muerte. Tal vez algunos no. En cualquier caso, nunca quise
ser quien les costara la vida.
—Lo primero es lo primero…
El resto de la frase queda ahogada por mi propio grito
ahogado.
Siento que una mano me rodea el tobillo y me quedo helada,
con un grito atrapado en la garganta. Pero cuando miro hacia
abajo, veo que es sólo la carita de Evie que me mira
sorprendida.
—¿Charlotte? —pregunta confundida por mi reacción.
—¡Shh! —le regaño, llevándome el dedo tembloroso a los
labios—. Evie, cállate.
Asiente lentamente y se pone en pie. La cojo de la mano y
subimos hacia la habitación.
—¿Qué haces fuera de la cama? —pregunto.
—Me desperté y no estabas —me dice acusadora—. Así que
vine a buscarte. Enzo tampoco estaba.
—Sí, creo que está ocupado esta noche, cariño.
—¿Qué hora es? —pregunta.
—Buena pregunta —digo, mirando a mi alrededor en busca de
un reloj.
Encuentro uno justo cuando nos acercamos a nuestra
habitación. Son casi las tres de la madrugada, lo que significa
que he conseguido dormir unas cuantas horas, por perturbada
que estuviera.
—Todavía es de noche —le digo a Evie.
—Pero estoy lista para poner en marcha este espectáculo —
dice muy seria.
Le sonrío. Eso es lo que le digo todas las mañanas cuando la
despierto, —Pongamos en marcha este espectáculo.
Escucharla decir eso me hace sentir por un segundo que todo
está bien. Como si todo fuera normal.
Incluso cuando está claro que no es así.
—Evie —digo suavemente—. Todavía es muy tarde y estoy
muy cansada. Necesitamos dormir. Tú definitivamente
necesitas dormir.
—Pero ya no tengo sueño. Me responde.
—¿Qué tal si nos tumbamos un rato en la cama e
intercambiamos historias? —sugiero.
—¿Como Jack y las habichuelas?
—Claro. O una historia inventada.
—¿Inventada por quién?
Me río. —Por ti, Evie.
—Oh —sonríe tímidamente—. No soy buena inventando
historias.
—Lo dudo mucho —digo con seguridad—. Inténtalo y verás.
Puede que seas mejor de lo que crees.
—De acuerdo —accede Evie, y me doy cuenta de que le está
entusiasmando la perspectiva de intentarlo ahora que tiene la
idea en la cabeza.
Entramos en la habitación de Evie y nos subimos a su enorme
cama.
Evie se sienta mientras yo me tumbo y empieza su historia
inventada. Es buena. Brillante. Vibrante. Aventurera y curiosa.
Como ella.
Ojalá mi atención no estuviera tan dividida. Podría haberlo
disfrutado más.
Pero sólo puedo pensar en la reunión que hay abajo.
Sólo puedo pensar en la cara de Lucio cuando mató a Bartek.
Nunca había visto una rabia así.
No estoy segura de querer volver a verlo.
Pero sé que estoy siendo ingenua. He hecho tantas cosas para
merecer la ira de Lucio. Traicioné su confianza. Le mentí.
Y ha dejado muy claro que no es de los que perdonan.
Sé que debería decírselo.
No podemos fingir que seguimos viviendo en nuestra pequeña
burbuja feliz. Ha estallado, no cabe duda.
No he querido admitirlo, porque eso también habría
significado admitir hasta qué punto había caído en la
madriguera del conejo. Pero ya no hay escapatoria.
Lucio y Evie… son lo más cerca que he estado de una familia
feliz.
Soy consciente de lo ridículo que es. Especialmente
considerando que no somos una familia. Ni siquiera cerca.
Pero por lo visto, me encanta estar en negación.
Como mi madre.
Y, al igual que ella, sé que voy a terminar sola.
Los mentirosos no tienen finales felices.
34
LUCIO

—Es arriesgado.
Me giro hacia Adriano, con los puños y la mandíbula
apretados.
No ha hecho nada para merecerlo. Pero estoy al borde y
erizado para una pelea.
—¿Qué otra puta opción tenemos? —le exijo—. ¿Eh? Dime,
hombre. Oigamos tu gran e ingenioso plan.
Levanta las manos, pero no se inmuta. —Sólo pregunto,
¿Realmente hemos analizado todas nuestras opciones?
—Tú eres el que quería una guerra.
—Yo no quería una guerra así —responde Adriano, señalando
a ninguna parte en particular.
—Simplemente no quería hacer un puto tratado de paz con
esos bastardos. Tampoco quería una masacre a gran escala.
Hago una mueca. —Estás exagerando y lo sabes.
—Y estás actuando ante la emoción en este momento.
Tiene suerte de que no haya nadie más cerca ahora mismo.
Porque mejor amigo o no, estoy a punto de patearle el culo
fuera de mi maldita casa.
—¿De qué demonios estás hablando? —suelto un chasquido.
Estamos sentados a ambos lados de la mesa, pero estoy lo
bastante excitado como para lanzarme al otro lado y empezar
una pelea aquí y ahora.
—¡Oh, vamos! —Adriano dice, negándose a retroceder—.
Estás haciendo esto por la chica.
—¿Charlotte?
—No, la jodida Audrey Hepburn —se burla Adriano—. Por
supuesto, Charlotte. La mujer te tiene completamente patas
arriba.
Sacudo la cabeza. —No sabes de lo que estás hablando.
—¿Me estás diciendo que ella no significa nada para ti? Sus
ojos brillan con intensidad.
—¡No! —respondo con firmeza, mirándole a la cara—. Es una
empleada.
—Una empleada a la que llevas a jugar al láser tag —me
responde Adriano—. Caramba, ¿Por qué no me invitaron?
—Porque no le gustas a Evie.
—Whoa, ese fue un golpe bajo.
En ese momento, la ira alcanza su punto máximo y empieza a
remitir.
Maldito Adriano. Es el único que puede presionarme así y
salirse con la suya.
El bastardo engreído también lo sabe.
Apenas consigo no sonreír. En lugar de eso, suspiro
pesadamente y aprieto un momento la frente contra las manos.
—Intentar atacar a toda la mafia polaca en una noche… Lucio,
es una puta locura —dice Adriano con seriedad.
—No vamos a acabar con todos, soy consciente de ello —digo
—. Pero podemos acabar con los suficientes como para marcar
la diferencia. Nos guste o no, va a haber una guerra. Lo menos
que podemos hacer es asegurarnos de que son superados en
número.
Adriano se me queda mirando un momento, intentando
determinar hasta qué punto es racional mi argumento.
Por fin, exhala ruidosamente y asiente.
—De acuerdo, supongo que esa es nuestra mejor apuesta en
este momento —concede—. Ahora mismo, tenemos el
elemento sorpresa. Pero maldita sea, eres un terco hijo de puta.
—Aprendí del mejor —me río entre dientes, dándole una
palmada en el hombro. Me pongo en pie—. Pero tenemos que
movernos. Es hora de poner esto en marcha. ¿Dónde está
Giovanni?
—Aquí, jefe —habla Giovanni, entrando en el salón desde las
puertas correderas abiertas que comunican con el jardín.
—Hora de la táctica —anuncio—. Identificar sus principales
lugares de reunión, sus rutas de patrulla. ¿Dónde son fuertes?
¿Dónde son débiles?
—Lo tengo reducido a cuatro sitios diferentes —responde
Giovanni inteligentemente—. El almacén de Bleeker, el piso
franco de Mulholland, Pretty’s, ese puto club hortera al lado
del local de striptease, y Szymon’s. Ese es el restaurante del
centro que Bartek tiene. Tenía, debería decir. Es frecuentado
por sus subjefes.
—Hacia allí me dirijo —decido inmediatamente—. Adriano,
tú vienes conmigo.
—Claro que sí —afirma.
Puede que quisiera evitar una guerra, pero cuando el
derramamiento de sangre se hace inevitable, no hay nadie a
quien prefiera tener a mi lado que a Adriano.
Ha estado conmigo desde mis primeros días como jefe. Hemos
luchado juntos. Sangrado juntos. Ganado y perdido juntos.
Es muy bueno.
Así que, a pesar de todo lo que está pasando, cuando veo que
los ojos de Adriano brillan de emoción, no puedo evitar
sonreír.
—Bien. Eso está arreglado. Entonces…
Mis palabras se interrumpen cuando advierto una sombra que
acecha en el rellano de la escalera.
¿Quién…?
Alcanzo a ver su cabello oscuro antes de que retroceda y
desaparezca de mi campo de visión.
—¿Jefe?
Los dos hombres de la sala me miran, esperando nuevas
instrucciones.
Sacudo la cabeza para intentar volver a centrarme. —Eh…
Adriano, entrega a los equipos sus instrucciones —ordeno con
voz tensa—. Esta noche a tope, ¿Entendido?
—Entendido.
Asiento con la cabeza, despidiéndole al mismo tiempo que me
dirijo hacia la escalera.
—Espera, ¿A dónde vas? —pregunta incrédulo Adriano.
—Voy a mear —digo bruscamente—. ¿Por qué, quieres ir y
sujetarme la pija?
Levanta las manos. —Haz lo tuyo, mio amico. Buena suerte o
como sea. Baja el asiento cuando termines.
Pongo los ojos en blanco y salgo de la habitación sin
molestarme en replicar.
Al subir la escalera, observo su sombra proyectada en la pared.
Está intentando escabullirse.
—Charlotte, sé que estás ahí.
Un par de segundos de silencio llenan el espacio entre
nosotros, y entonces ella sale de su escondite.
—Juro que no estaba escuchando a escondidas.
La fulmino con la mirada. —Sí. Claro que sí.
—En serio —dice con fervor.
¿Le creo? ¿O es una mentirosa?
—¿Qué haces aquí? —pregunto.
—Yo…
Baja los escalones hacia mí y nos encontramos en el estrecho
rellano. Se le ha pasado el susto, pero sigue pálida.
—Quería hablar contigo —me dice—. Pero ahora no sé lo que
quería decirte.
—Quizá te acuerdes cuando vuelva —digo, mirando por
encima del hombro—. Me tengo que ir.
—De acuerdo.
Hay algo en su voz que me llama la atención.
—¿Estás bien? —pregunto.
El azul de sus ojos se apaga un poco. —Ya estoy mejor —dice
con cautela, y luego añade—, «creo».
—Dale tiempo.
Me doy la vuelta cuando siento su mano en mi brazo. —Lucio.
—¿Sí? —La miro por encima del hombro.
—No te hagas daño.
Lo único que hago es asentir.
Luego le quito la mano de encima y bajo las escaleras.
No puedo permitirme distraerme esta noche. Esto no se trata
de otra cosa que de hacer una puta declaración.
Mantener el control.
Enviar un mensaje.
Esta es mi puta ciudad.
Quien piense lo contrario, que se prepare para la guerra.

U NA CARAVANA de jeeps blindados está aparcada delante


cuando salgo de casa. Adriano está delante del primero. Mis
subjefes restantes han subido cada uno los tres blindados
restantes.
—¿Listos, chicos? —pregunto, elevando mi voz en un grito de
batalla.
—¡Vamos, jefe! —Adriano ruge. Lanza el puño al aire. El
resto de los hombres siguen su ejemplo. Subimos a los
vehículos y salimos por las puertas blindadas del recinto.
—¿Tenemos ojos en el restaurante? —le pregunto a Adriano.
—Riccardo está en ello. Ahora mismo está cerrado al público,
pero los hombres de Bartek siguen allí, confirma Adriano.
—¿Cuántos?, pregunto.
—Dos de sus subjefes y diez de sus hombres —dice Adriano,
comprobando su información.
Doce de sus hombres. Quince de los míos.
Esta mierda va a ser demasiado fácil.
Las carreteras están vacías. Sólo hay algunos coches al azar,
unos cuantos borrachos balanceándose por la calle. Llegamos
al restaurante en un tiempo récord.
—Aparca fuera de la vista —le ordeno al conductor—. Si ven
los vehículos, tendrán tiempo de prepararse.
Hace lo que le digo. En cuanto aparcamos, salgo del jeep y
dirijo a mis hombres hacia el restaurante.
Las puertas estarán cerradas, pero no pensamos usarlas.
Mis hombres esperan a que dé la señal.
Levanto el puño. Todos se quedan inmóviles mientras observo
la escena.
El restaurante está decorado de forma chillona, pero el
gigantesco ventanal frontal permite una vista sin adulterar del
interior. Veo a tres hombres sentados en el centro, pero estoy
seguro de que hay más.
Echo un vistazo detrás de mi hombro y asiento con la cabeza.
¡Ahora!.
Y en ese momento, todos los hombres a mis órdenes levantan
sus armas y desatan el maldito infierno sobre los bastardos que
se atrevieron a ponerle un dedo encima a Charlotte.
Que se atrevieron a entrar en mi casa.
A tocar a mi mujer. A amenazar a mi mafia.
Todos van a morir.
El cristal explota en una ventisca de fragmentos.
Veo cómo los ojos de mis víctimas se posan en mí instantes
antes de ser abatidos sin piedad.
Para cuando la ventana de cristal se ha hecho añicos en el
suelo, los tres hombres sentados alrededor de la mesa están
muertos. Extremadamente muertos, por lo que parece.
Pero sus compañeros aparecen desde las grietas del restaurante
con las armas desenfundadas.
Me agacho a un lado ahora que están devolviendo el fuego.
La primera descarga pasa silbando sin dar en el blanco.
Cuando se detienen a recargar, hago mi movimiento.
Mis hombres me cubren mientras salto a través del espacio en
la pared donde estaba la ventana. Los trozos de cristal que
quedan me rompen los pantalones y me sacan sangre de la
piel.
Pero lo ignoro. Mantengo la vista fija en las ratas polacas que
se van destapando.
Veo a unos seis hombres apiñados en las esquinas. Están
disparando desesperadamente, pero no hay estrategia en su
ataque. No hay liderazgo.
La sorpresa les ha jodido la cabeza.
Justo como pretendíamos.
Siento a Adriano a mi espalda mientras nos acercamos a los
bastardos. Disparo a dos y Adriano derriba a uno.
Pero en cuanto mueren, otros tres entran en la refriega.
—¡Hay uno en la retaguardia pidiendo refuerzos! —grita
alguien por encima de la furia de los disparos—. ¡La policía
llegará en diez minutos!
—Saldremos de aquí en nueve —le grito, disparando a otro
imbécil polaco en la cabeza.
—¡Lucio, agáchate! —Adriano grita.
Me agacho a un lado justo a tiempo para evitar el disparo
mortal.
Pero siento un dolor que me recorre el brazo.
Sigo disparando hasta que los disparos disminuyen y cada
soldado polaco cae al suelo acribillado por las balas de
Mazzeo.
Y entonces el silencio vuelve a tomar el control.
Según mi reloj, han pasado siete minutos desde que volamos la
ventana. Hago balance de los cuerpos en el suelo mientras
paso por encima de ellos.
—¿Ya está? —pregunto sin aliento, todavía en la ola de
adrenalina.
—Parece que sí —dice Adriano, secándose el sudor de la
frente.
—Revisen la parte de atrás —instruyo a mis hombres—. Y los
cuerpos.
—¡Despejado! Giovanni grita desde la parte trasera del
restaurante un momento después.
Adriano me agarra del hombro y me señala el brazo izquierdo.
—Te han pillado los cabrones —comenta.
Miro el reguero de sangre que empapa mi camisa. La tela está
hecha jirones por donde pasó la bala. El dolor es intenso, pero
no insoportable.
Me encojo de hombros. —Es un roce. Gracias por el aviso.
–Cuando quieras, hermano. Me guiña un ojo. —Puedes
invitarme a una cerveza para mostrar tu gratitud.
—Todos los cuerpos están aquí, jefe —me informa Stefano–.
Tenemos a todos los bastardos.
—De acuerdo —digo—. Vámonos. La policía llegará pronto.
Segundos después, estamos de vuelta en nuestros vehículos
conduciendo de vuelta al complejo. La guerra con los polacos
ha comenzado.
Si me salgo con la mía, no durará mucho más que esto.
35
CHARLOTTE

Llevo casi media hora dando vueltas. Parece que mi cuerpo no


puede permanecer quieto durante mucho tiempo.
Evie había estado tan excitada contando historias que tardó
dos horas en dormirse. Así que ahora, es temprano en la
mañana y ella está durmiendo profundamente.
Y en cuanto a mí…
Sigo viendo a Lucio muerto en medio de la nada rodeado de
sonrientes mafiosos polacos.
Sigo imaginando cómo atacan el complejo. Tomándonos a
Evie y a mí como rehenes.
Intento apagar la cabeza, pero no se apaga.
Y entonces lo oigo —el ruido de los vehículos que se acercan.
Las ventanas de mi habitación sólo ofrecen una vista del patio
trasero. Así que salgo corriendo y bajo las escaleras, esperando
encontrar allí a Lucio con sus hombres.
Primero veo a Adriano. Parece sudoroso y cansado, pero por
lo demás no ha empeorado.
—¡Adriano! —suelto, avanzando—. ¿Dónde está Lucio?
Una comisura de sus labios se levanta un poco en lo que
podría ser una sonrisa burlona. Podría haberme molestado si
no estuviera tan preocupada.
—Fuera —dice, señalando hacia la puerta.
Estoy a punto de salir corriendo cuando la ancha silueta de
Lucio aparece en la puerta. El sol oscurece los detalles de sus
rasgos, y hasta que no se adelanta no veo la sangre que le
mancha el brazo.
—¡Estás herido!
Parece sorprendido de verme aquí. —¿Qué estás haciendo
aquí?
—Vivo aquí, le recuerdo.
—Es temprano —señala—. Quiero decir, ¿Qué haces fuera de
la cama?
—No podía dormir. —No puedo evitar avanzar y acercarme a
él, mis ojos se centran en su bíceps ensangrentado—. Debería
verlo un médico.
—Tengo un botiquín en mi habitación —se encoge de
hombros.
Levanto las cejas. —¿Te vas a encargar tú mismo? —pregunto
con incredulidad.
—La bala me rozó. No es nada grave. No necesito ayuda
profesional.
—Bueno, ¿Qué tal una ayuda no profesional entonces? —
pregunto antes de pensármelo dos veces antes de ofrecerme.
Me mira fijamente durante un momento, con expresión
estancada.
—Como quieras —acepta finalmente.
Entonces empieza a andar, obligándome a seguirle.
—¡Trata de no esforzarte demasiado, hermano! —Adriano
grita. Su tono es definitivamente sugerente, pero no le presto
mucha atención.
Lucio le hace un gesto con el dedo corazón a Adriano sin
mirar atrás.
Le sigo hasta su habitación. Cuando la puerta se cierra, siento
que se me pone la carne de gallina.
¿Qué estoy haciendo aquí?
La verdad es que no lo sé.
Pero lo que sí sé es esto «No quiero irme».
Lucio se dirige directamente al baño. Respiro hondo y lo sigo
hasta allí.
Observo desde el umbral cómo se quita la camiseta, revelando
la dura pared de músculos que recorre su impresionante torso.
Los tatuajes ondulan sus hombros.
Tengo que esforzarme mucho para no mirar.
—¿Dónde está Evie? —Lucio pregunta.
—Durmiendo. Se despertó en mitad de la noche y estuvimos
despiertas unas horas. Acabó volviéndose a dormir sobre las
cinco y media.
Asiente con la cabeza. —Bien. Y tú, ¿Estás bien?
Me encojo un poco al ver la herida abierta en su brazo
desnudo.
La piel se ha desprendido y veo sangre, pero no es tan grave
como esperaba.
—¿Te duele? —pregunto.
Se encoge de hombros. —Han habido peores.
—¿Es eso lo que dicen los machistas? —preguntó en voz alta.
—Tal vez, pero es cierto.
—Está bien.
Lucio saca el botiquín y me lo entrega con una mirada extraña.
La verdad es que está bastante bien surtido y rebusco entre su
contenido.
—Siéntate —le digo.
Cuando enarca una ceja, me sonrojo.
—Siéntate si quieres. Puedo ocuparme de esto.
Riéndose, se apoya en la encimera del baño, junto al botiquín.
Me lavo bien las manos y luego compruebo la herida.
—No está tan mal —digo objetivamente—. Ya ha dejado de
sangrar. Ahora sólo tengo que limpiarlo. Esto puede escocer
un poco.
Sonríe como si la idea de que le avise fuera ridícula. Ahora
que lo pienso, probablemente lo sea.
Limpio la herida lentamente, apartando la sangre seca para que
se vea mejor la piel herida. No hablo durante varios minutos,
pero siempre estoy pendiente de él.
Me está observando.
Pero no de un modo que me haga sentir amenazada o nerviosa.
—¿Tienes antibióticos aquí? —pregunto, rebuscando un poco.
—Hay vaselina —señala.
—Eso funcionará.
Aplico una capa generosa sobre la herida y retrocedo un paso
para examinar el lugar de la lesión. Es entonces cuando me
fijo en la pequeña quemadura negra que tiene cerca del
hombro.
Instintivamente, mi dedo se posa sobre ella, rozando
suavemente la piel.
Sus ojos siguen mi movimiento.
—Es una vieja herida —explica antes de que pueda preguntar.
—¿Es una marca de quemadura?
Lucio levanta el brazo, mostrando al menos cinco cicatrices
circulares más que tienen exactamente el mismo aspecto que la
primera. —Todas lo son. Quemaduras de cigarrillo, para ser
precisos.
—Maldición —respiro, horrorizada—. Parecen… deliberadas.
Sonríe sombríamente. —Oh, no hay duda de eso. Cortesía de
mi padre.
—¿Tu padre te hizo eso? —jadeo—. Supongo que no debería
sorprenderme.
—Era su método favorito de enseñanza.
Me estremezco. —Tu madre debería haberle dejado.
No reacciona. —Ella nunca habría podido —dice sin emoción
—. Era una mujer impotente rodeada de hombres poderosos.
De todos modos, él nunca le habría permitido llevarme con
ella.
—Debería haber escapado contigo.
—Podría haberlo intentado —responde—. Pero, ¿Dónde nos
habría dejado eso? Habríamos sido indigentes y habríamos
estado solos. Habríamos estado huyendo toda la vida. Y al
final nos habría atrapado.
—Algunos podrían argumentar que la libertad merece la pena.
—Esa gente nunca ha sido cazada.
Cazada. La forma en que dice la palabra me pone la piel de
gallina.
Es una ventana a un mundo oscuro y salvaje que no sabía que
existía.
Una ventana al mundo de Lucio.
—Odio admitirlo, pero una vez puse mi fe en un hombre —
susurro.
—¿Xander? —Lucio pregunta.
Me sorprende que incluso recuerde el nombre.
—Sí. Xander. Pensé que él podría mantenerme a salvo. Incluso
pensé que era feliz en ese momento.
—¿Entonces te jodió? —adivina Lucio.
—A lo grande —digo con un suspiro cansado—. Me dejó
tirada con un montón de deudas.
No digo la última parte, Incluyendo una deuda con cierta
mafia que tiene muy buena memoria.
—Puedo hacer que se ocupen de él —dice Lucio con cara
seria.
Me sobresalto hacia atrás. —No puedo decir si estás
bromeando o no.
—¿Qué respuesta te haría sentir mejor?
Para mi sorpresa, sonrío. —Sinceramente, no lo sé.
—Tal vez debamos discutirlo después.
—Eres gracioso —observo.
—Lo sé.
Me río por lo bajo, sintiendo cómo se libera parte de la tensión
que nos separa.
Aunque sólo una parte.
Todavía hay tensión. Sólo que de un tipo diferente.
Nuestras miradas se cruzan y siento esa extraña fricción que
ha existido entre nosotros desde el principio. En las últimas
semanas se ha convertido en algo más.
—Gracias —murmuro—. Por lo que hiciste por mí.
—Ya me has dado las gracias.
—Bueno, lo estoy haciendo de nuevo. Si no hubieras
intervenido cuando lo hiciste, yo… no sé qué habría pasado.
—Te habría violado —termina Lucio sin rodeos.
No parece emocionado en lo más mínimo.
Pero cuando miro su expresión, puedo ver la rabia en sus ojos.
Me aparto del calor que desprende y empiezo a vendarle el
brazo. Espera pacientemente, pero su ira no disminuye.
—Lo siento —digo, forzando las palabras.
Frunce el ceño. —¿Por qué?
—Sé lo que su muerte ha desencadenado —le digo—. La
guerra de mafias que ha puesto en marcha.
Se queda callado un momento. No dice si sabe o no que le
estaba espiando. Sólo reconoce la verdad de lo que he dicho.
Es casi un gesto amable, en cierto modo. Como si confiara en
mí para conocer sus asuntos.
—Quería evitar una guerra —me dice sinceramente—. Pero no
me arrepiento de nada. Lo único que lamento es que sólo pude
matar a Bartek una vez. Pero al final, podría haberlo matado
cien veces más y no habría sido suficiente.
Ahí está de nuevo, un vistazo a ese mundo frío y brutal.
¿Importa que mate en mi honor?
Y entonces otro pensamiento cruza mi mente, ¿Qué me hará
cuando se entere de lo que he hecho?
—Lo siento…
—Para —interrumpe, casi con violencia—. Deja de decirlo. El
hijo de puta intentó violarte. ¿Crees que me iba a quedar de
brazos cruzados y dejar que pasara?
Me encojo de hombros, intentando ocultar la emoción que me
embarga. —No soy nadie para ti. Mi voz es un susurro tenso,
apenas audible.
Sus ojos se clavan en los míos. Entonces su mano también lo
hace, estira la suya y me obliga a levantar la barbilla para que
me encuentre con su mirada.
—¿Eso es lo que crees? — dice con voz grave.
Trago saliva. —¿Qué soy entonces?
Me mira en silencio durante un momento. —No lo sé —
responde al fin—. Pero algo. Nadie no. No has sido «nadie»
desde el día que entraste en mi despacho.
Sus ojos grises son más hermosos de lo que ningún hombre
tiene derecho a ser. Instintivamente, subo la mano para
acariciarle la cara.
Tensión.
Caliente y gruesa.
Eléctrica.
Dedos en la piel.
Ojos en los ojos.
El aliento mezclándose entre nuestros rostros.
Me oigo preguntarle, — ¿Te duele algo?
Su respuesta es inmediata, —Ya no.
Y entonces se acabó el tiempo de las palabras.
Su cuerpo se inclina hacia el mío.
Pero soy yo la que me empuja hacia él. Soy yo quien aprieta
mis labios contra los suyos.
Su brazo me rodea la cintura mientras la otra mano se posa en
mi pecho. Nuestros cuerpos se unen lentamente, casi al mismo
tiempo que nuestras lenguas.
Su erección me presiona el estómago y no puedo resistir el
impulso de masajearla.
Estoy a punto de desabrocharle el cinturón cuando se baja del
mostrador y me agarra de las caderas. Empuja su erección
contra mí y yo gimo de deseo.
Luego sus manos bajan hasta mis nalgas. Me agarra con fuerza
y me levanta para que me siente a horcajadas sobre sus
caderas. Mis manos caen con naturalidad sobre sus hombros
antes de darme cuenta de que sigue herido.
—¡Maldición…! Lo siento…
—¿Quieres dejar de disculparte? —gruñe, mientras me
acompaña a su dormitorio.
Me deja en el borde de la cama. Luego da un paso atrás.
Se desabrocha los pantalones y se los baja por las caderas. Lo
único que veo es el enorme miembro que me salta a la vista.
Siento que me mojo inmediatamente al verle.
Camina hacia delante, con la polla a escasos centímetros de mi
cara. Luego me quita la camiseta y la tira al suelo.
El deseo se enciende en su rostro cuando ve mis pechos
desnudos derramarse hacia delante. Me empuja hacia atrás,
mientras sus manos se deslizan por mi cuerpo.
Entonces sus manos caen sobre mis calzoncillos y levanto las
caderas para que pueda quitármelos. Me quita las bragas y, con
un movimiento fluido, estoy desnuda y lista para él.
Cuando su cuerpo desciende sobre el mío, se me escapa un
suspiro estremecedor.
Estamos pegados, piel con piel. Estoy segura de que puede
sentir mi corazón martilleando contra mi pecho.
Sus labios se posan en mi cuello y sus manos recorren mi
cuerpo antes de posarse en mi pecho izquierdo.
Se burla de mí, masajeándome el pezón, haciéndolo rodar
entre sus dedos, haciendo que me retuerza bajo él. Quiero
cogerle ya la polla, pero nuestros cuerpos están tan apretados
que no puedo meter la mano.
Cuando sus labios vuelven a los míos, mi boca está abierta y
ansiosa por él.
Aprieta la polla contra mí mientras nos besamos, y noto cómo
el deseo se agolpa entre mis piernas.
Luego se separa y desciende por mi cuerpo. Su lengua rodea
mis pezones y succiona con fuerza, arrancándome pequeños
jadeos.
¿Es posible correrse así? ¿Con sólo un movimiento de su
lengua en mi pezón?
Empiezo a sentir que sí.
Luego baja más por mi cuerpo, hasta situarse justo entre mis
piernas. Las separa aún más y entonces siento su lengua
recorrer la entrada de mi vagina.
—¡Lucio! —jadeo, nuevas sensaciones recorren mi cuerpo.
Al principio se burla de mí y me lame con la lengua todo lo
que puede. Luego la desliza dentro de mí y no puedo evitar
gritar.
Mi mano vuela hacia su cabeza y él se abalanza sobre mí,
lamiéndome el clítoris y provocando una oleada tras otra de
placer que recorre todo mi cuerpo.
Gimo, aferrándome a los lados de la cama como si fuera lo
único que me impide salir flotando.
Si le duele el brazo, no lo demuestra.
En lugar de eso, me come furiosamente y, en cuestión de
minutos, puedo sentir mi orgasmo en el precipicio, a punto de
estallar.
Cuando llega, grito.
Nunca he sido una gritona. Pero este es el orgasmo más rápido
y brutal que he tenido nunca. Me sacude sin piedad. Me deja
jadeando y chisporroteando en busca de aire.
Lucio no me da tiempo a recuperarme. Se lame los labios y se
levanta para que volvamos a estar cara a cara.
Y entonces él está dentro de mí.
—Dios… ¡Lucio!
Está tan dentro de mí que es todo lo que puedo sentir. Todo lo
que soy capaz de sentir.
Me recorren escalofríos por las piernas mientras me penetra
todo lo que puede. Se queda dentro de mí, me roza el cuello
con los labios y mis uñas se clavan en su espalda.
Me folla lentamente. Pero noto cómo aumenta la intensidad.
Con cada embestida, su cuerpo se estremece sobre el mío. Me
mira y su expresión es dura. Febril. Hambrienta.
Se ve como yo me siento.
Mis párpados amenazan con cerrarse, pero resisto el impulso.
No quiero perderme ni un momento.
Si esto es todo lo que tendré…
Si esto es todo lo que conseguiré….
Quiero asegurarme de que mis ojos están bien abiertos para el
resto de acción por venir.
36
LUCIO
POR LA TARDE, AL DÍA SIGUIENTE - DESPACHO DE LUCIO

Adriano me está mirando.


—¿Qué? —pregunto irritado.
Entrecierra los ojos. No dice nada. Sigue escrutándome con un
brillo cómplice en los ojos.
—Jesús, escúpelo de una puta vez.
Se acaricia la barbilla pensativo. —Hay algo diferente en ti.
—No hay nada diferente en mí.
—Sí, lo hay.
Pongo los ojos en blanco y suelto un profundo suspiro. —Muy
bien, puto Sherlock Holmes, ¿Qué hay de diferente?
Sus cejas se fruncen más. —Aún no estoy seguro. Pero lo
averiguaré.
Por si fuera poco, en la comisura de sus labios se dibuja una
pequeña sonrisa que sugiere que ya lo sabe.
—¿Quieres concentrarte, maldición? —me quejo—. No sé si
lo sabes, pero hay una guerra afuera.
Se encoge de hombros y se relaja en su asiento. —Estoy más
concentrado que un zumo de naranja, jefe. La palabra es suya.
Me estremezco. —Es el peor juego de palabras que he oído en
mi puta vida. Debería darte vergüenza.
No le da vergüenza, por supuesto.
Nunca le da.
Frunzo el ceño y miro a los capos de la sala, Giovanni,
Massimiliano y Raffaele.
—¿Alguna información relevante?
Giovanni se pasa la mano por la barba rala. —Conseguimos
golpearles lo suficiente como para causar impacto. Pero aún
queda una facción notable. Y se están uniendo bajo…
—Kazimierz —concluyo.
—Mis fuentes dicen que está furioso —añade Massimiliano,
metiéndose en la conversación—. Quiere vengarse por su
hermano.
—Le importa un bledo su hermano —le replico—. Quiere
poder. Quiere hacerse un nombre, estabilizar su mafia y
restaurar su reputación.
—Tal vez —ofrece Adriano—. Pero sean cuales sean sus
razones, viene por nosotros.
—Déjale —respondo—. Los cabrones eligieron meterse con el
jefe equivocado. ¿Qué sabemos exactamente de él?
—Él no quiere tener nada que ver con un tratado de paz —dice
Massimiliano—. Mi fuente me dice que estaba en contra de
que Bartek se reuniera contigo en primer lugar.
—Tal vez no es un completo idiota entonces.
—La reunión de Bartek nunca fue para hacer las paces —
rebate Raffaele, ajustándose las gafas. Parece tímido e
intelectual, pero hay algo maníaco en sus ojos—. Estaban
tanteando la debilidad.
—Por eso aceptó reunirse aquí —supongo.
Raffaele asiente. —Bartek bien puede haber acordado un
tratado —continúa—. Pero ese no era el único propósito de su
visita. Y si llegamos a un acuerdo, tenía la intención de
explotar el tratado para su propio beneficio más adelante.
—Adormecerme con una falsa sensación de seguridad tras la
firma del tratado.
—Exacto —confirma Raffaele, sus ojos irradian una extraña
excitación.
—Tendremos que movernos con cuidado a partir de ahora —
les digo a mis hombres—. Los polacos probablemente están
preparando represalias mientras hablamos. Y podríamos tener
más espías entre nosotros.
—Los hombres son leales —dice inmediatamente Adriano.
—¿Sí? —contraataco—. ¿Todos ellos? Porque Rocco no lo
era.
El ambiente se vuelve incómodo. Sé que a ninguno de los
hombres le gusta hablar de Rocco o de lo que le pasó.
El bastardo está enterrado en cuatro tumbas diferentes sin
nombre en el norte del estado de Nueva York.
No es un final agradable.
—Tenemos que estar alerta —continúo, ignorando la tensión
en el ambiente—. Tenemos que eliminar a los espías. La razón
por la que están aquí es porque confío en todos ustedes. Si ven
algún comportamiento sospechoso… bueno, ya saben qué
hacer.
Estoy a punto de despedir a los hombres cuando el teléfono
fijo de mi mesa empieza a sonar.
Frunzo el ceño. —¿Cuándo fue la última vez que sonó este
número? —pregunto, volviéndome hacia Raffaele.
—No me acuerdo.
Miro el identificador de llamadas en la pantalla, pero el
número está protegido.
Eso sólo puede significar una cosa.
—Parece que los polacos han venido a jugar —hago una
mueca.
Acepto la llamada y pongo el altavoz.
—¿Hola?
—¿Estoy hablando con Lucio Mazzeo? —La voz es profunda
y grave.
—Así es.
Noto que mis hombres se miran entre ellos, sus cuerpos tensos
y expectantes.
—Soy Kazimierz Kowalczyk.
Miro a Adriano.
—Kazimierz —le digo, dirigiéndome a él de manera informal
—. ¿Me has llamado para darme las gracias por acelerar tu
ascenso?
Su risa es oscura y promete todo tipo de violencia en el futuro.
—Admito que dar las gracias no es lo primero que se me pasa
por la cabeza —dice.
—¿No? ¿Entonces qué es? —pregunto—. Soy todo oídos.
—Tenemos asuntos que discutir.
—¿Qué sugieres?
—Una reunión —responde Kazimierz—. En territorio neutral.
Me perdonarás por no querer visitar tu casa. Al parecer, la
familia Mazzeo no honra las reuniones de caballeros.
Aprieto los puños en mi regazo. —Pero al menos sabemos
cómo deben comportarse los invitados.
—¿Te has inventado alguna acusación para justificar el
asesinato de mi hermano? —Kazimierz pregunta, sonando
aburrido.
—No me inventé nada —replico—. Intentó violar a un
miembro de… intentó violar a mi mujer. A mi mujer. Y lo
maté por ello.
—Entonces hiciste lo que tenías que hacer —reconoce
Kazimierz.
—Como estoy seguro de que tú harás.
No puedo verle, pero sé que está sonriendo.
—Seguro que nos llevaremos bien, Lucio —murmura
agradablemente.
—Yo no apostaría por ello.
—¿Estás preparado para reunirte conmigo?
—Di la hora y el lugar.
—Llamaré a este número en exactamente una hora con los
detalles.
—Uno de mis hombres aceptará la llamada, digo
despectivamente.
—Estoy deseando conocerte, jefe Mazzeo.
La línea se corta. Miro a mis hombres.
—Sí, apuesto a que sí —gruñe Adriano—. El cabrón está
tramando algo.
—Por supuesto que sí —estoy de acuerdo—. Sólo tenemos
que estar tres pasos por delante de él.
Me dirijo a la puerta. Adriano me sigue fuera de mi despacho.
—¿Adónde vas? —pregunta.
—¿Por qué, quieres sostener mi mano mientras voy allí?
Ni siquiera parpadea. —No eludas la pregunta.
Es un maldito bastardo persistente.
—Yo… quiero ver cómo está Evie.
Levanta una ceja. —¿Evie? ¿O Charlotte?
–No…
—No sabía que era «tu mujer», como tan elocuentemente has
dicho.
Maldición.
—Tenía que decirlo, maldición —gruño, defendiendo mis
palabras. Por supuesto que volverían para morderme en el culo
—. No podía decir exactamente que es mi niñera.
—De acueeeeerdo —dice Adriano, alargando
innecesariamente la palabra con un trasfondo de sarcasmo.
Pongo los ojos en blanco y él se ríe.
—No soy ciego, ¿Sabes? —dice—. Tengo ojos.
—¿Qué tal si usas esos ojos para mirar a otro lado? ¿Tu propio
culo, tal vez?
Eso sólo le hace reír más. —Para que conste, creo que es algo
bueno.
—¿Qué es exactamente algo bueno?
Empieza a hacer un gesto lascivo con las manos, pero le hago
un gesto con la mano y le interrumpo.
—No importa. Olvida que pregunté. No pasa nada entre
Charlotte y yo.
Sus ojos brillan con picardía. —Ah, ¿Sí? Porque Enzo la vio
salir de tu habitación por la mañana el otro día.
—Ella estaba vendando mi herida.
—¿Durante cinco horas?
Me doy la vuelta. —¿Qué coño…? ¿Me estás vigilando,
tarado?
—Se supone que debemos vigilar a Charlotte, recuerda —me
recuerda Adriano con suavidad—. Creo que esas fueron tus
órdenes, jefe Lucio.
—Podemos relajar esas órdenes —digo apretando los dientes
—. Montón de putos girasoles cotillas…
Dejo a Adriano riendo en el pasillo mientras me dirijo a la
cocina.
Charlotte y Evie están sentadas en la isla central, comiendo
bocadillos de un plato redondo. Evie lleva un pequeño jersey
con el logotipo de Staffordshire en la parte delantera.
Una sensación de pavor se agolpa en mi estómago.
Maldición.
¿Era hoy su primer día de colegio?
—Hola, Evie.
—¡Papá! —grita emocionada—. ¡Hoy fui a la escuela!
—Lo sé —miento suavemente—. ¿Cómo fue?
—Me dio un poco de miedo —admite—. Pero luego me gustó.
Charlotte sonríe orgullosa a Evie. —Cuéntale lo más
destacado.
—¿Eh?
Charlotte sacude la cabeza. —Significa la mejor noticia.
—Oh —Evie sonríe antes de volverse hacia mí—. He hecho
una amiga.
—¿Sí?
—Se llama Lucy y tiene el pelo castaño oscuro como
Charlotte. Y ojos marrón oscuro. Y hoyuelos en las mejillas
cuando sonríe. Y tiene un canguro que se llama Pony.
Levanto las cejas. —¿Su canguro se llama Pony?
—En efecto. ¿No es un buen nombre? —pregunta Charlotte
con un brillo en los ojos de no jodas esto, idiota.
Sonrío a mi hija. —Me gusta más Paulie.
Charlotte pone los ojos en blanco, pero mi respuesta le gusta a
la pequeña.
—Estoy deseando ir mañana al colegio —dice Evie dando
palmas—. Vamos a dar de comer a los hámsters.
—Suena emocionante.
Charlotte me mira con una sonrisa en los ojos mientras me
acerca el plato de sándwiches. —Prueba uno.
—¿Supongo que no son sándwiches ordinarios?
Se ríe entre dientes. —Los personalicé un poco. ¿Quieres…?
—¡Oh! —exclama Evie, interrumpiendo a Charlotte con
entusiasmo—. Y hoy también hemos hecho dibujos. ¿Quieres
ver el mío?
—Por supuesto, tesoro.
—Lo dejé arriba en mi mochila —dice Evie, saltando de su
asiento y casi tropezando en su prisa.
—Whoa —advierte Charlotte—. Ten cuidado, Evie.
—¡Vuelvo enseguida!, grita mientras sale corriendo de la
cocina.
Sacudo la cabeza y me vuelvo hacia Charlotte. —¿Así que
supongo que le gusta la escuela? —Charlotte se ríe—. No ha
podido hablar de otra cosa desde que Enzo la dejó.
Cojo uno de los sandwiches y le doy un mordisco.
—Guau, murmuro cuando el sabor golpea mi lengua.
Puedo saborear queso, tal vez dos variedades diferentes, así
como carne desmenuzada y cebollas caramelizadas.
—¿Te gusta?
—Es jodidamente increíble. ¿Quién diría que un sándwich
podría ser tan interesante?
—Hacer la ternera me llevó tiempo —admite Charlotte—.
Necesitaba cocerla a fuego lento durante varias horas. Pero
con Evie en el colegio, tengo las mañanas libres.
Doy otro mordisco al bocadillo y la miro pensativo.
—¿Qué? —pregunta cohibida.
—Estaba pensando. Podría mover algunos hilos. Conseguirte
un trabajo de cocinera en algún sitio bonito.
Sus cejas se levantan. No sé si le gusta la idea o no.
—¿Harías eso?
Me encojo de hombros. —Dijiste que tenías las mañanas
libres, ¿No? Será mejor que te ponga a trabajar en algún sitio.
Sonríe, y veo cómo su imaginación da cuerpo a la imagen que
tiene en la cabeza.
Entonces mueve un poco la cabeza y lo sé antes de que lo
diga, no aceptará.
—Es tentador —admite—. Pero… quiero ser capaz de triunfar
por mí misma. Si consigo un trabajo como chef en algún sitio,
quiero que sea por méritos propios.
—Tienes talento —señalo—. No te lo ofrecería si no fueras
buena.
—Es una buena oferta —dice—. Pero prefiero hacerlo por mi
cuenta. Si es que lo hago.
Antes de que pueda presionar, Evie vuelve en un destello
rubio.
—¡Aquí está! —grita, entrando en la habitación como un
pequeño demonio de Tasmania.
Me pone un gran trozo de papel en las manos. Le echo un
vistazo, intentando descifrar la imagen que ha dibujado.
—Vaya, esto es genial, Evie —digo—. ¿Qué es qué?
—Es la casa —dice Evie, señalando—. ¿Ves? Ese eres tú. Esa
es Charlotte. Ese es Enzo. Y esos somos Paulie y yo.
Sonrío. —Ahora lo veo. Me gusta la camisa que llevo.
Se ríe. —No es una camisa. Son tus músculos.
Levanto las cejas mientras Charlotte estalla en carcajadas.
—Oh. Claro. Gracias, tesoro.
—¿Papá? —Evie dice tímidamente. Se muerde el labio
inferior.
—¿Sí?
—¿Puedo ver a Lucy alguna vez? ¿Fuera del colegio? —me
pregunta, dirigiendo toda la fuerza de sus ojos plateados hacia
mí.
Mi sonrisa se transforma al instante en un ceño fruncido.
Amigos significa extraños en mi casa. Extraños con
antecedentes desconocidos. Conexiones desconocidas.
Amenazas desconocidas.
Y después de lo que hizo Bartek, no me gusta nada esa idea.
—No estoy seguro, Evie.
—¿Por favor? —dice, agarrándome del brazo—. ¿Por
favorcito?
Le ofrezco una sonrisa forzada. —Me lo pensaré, ¿Vale?
—De acuerdo —acepta Evie con un asentimiento maduro. Me
doy cuenta de que quiere seguir defendiendo su caso, pero aún
no se siente lo bastante cómoda como para insistir.
Evie coge a Paulie y sale corriendo hacia el jardín, pero
Charlotte se queda atrás.
—Creo que le vendrá bien tener una amiga de su edad —
empieza.
—Y normalmente, no me importaría. Pero con toda la mierda
que está pasando con los polacos…
—Entiendo —dice Charlotte apurada—. ¿Pero quizá Evie
podría ir a casa de Lucy a pasar la noche o algo así?
No me encanta esa sugerencia, pero no la descarto
inmediatamente.
—Lo pensaré.
Charlotte asiente, con expresión insegura. —¿Cómo van las
cosas… con los polacos? —pregunta con cautela. Es como si
estuviera nerviosa por preguntar.
—Hay mucho que resolver —digo vagamente—. Tengo que ir
a ocuparme de ello ahora.
—Oh. Muy bien.
Frunzo el ceño mientras estudio su expresión. —¿Querías
decirme algo más?
—Ella abre la boca y luego sacude la cabeza—. Nada. Sólo…
cosas de Evie. Pero pueden esperar.
—De acuerdo.
—¿Lucio? —dice, justo antes de que me vaya.
—¿Sí?
—Sólo… ten cuidado.
Sus ojos azules son suaves. Le dedico mi mejor sonrisa.
—Siempre lo tengo.
37
LUCIO

El Grand.
Una fábrica del siglo XIX reconvertida en hotel de lujo para
ricos y famosos.
Enclavado en el corazón de una enorme extensión de terreno y
rodeado de exuberante vegetación, el lugar hace que sea fácil
olvidarse de que se está en medio de una ciudad.
Cuando Adriano y yo llegamos, nos hacen pasar a una sala de
reuniones privada con vistas al ala este del jardín.
Sinceramente, hay un puto ciervo pastando justo fuera de las
ventanas de elaborados paneles. Incluso las paredes tienen
intrincadas tallas cinceladas en el arrimadero.
—Jesús —murmura Adriano, mirando el techo pintado y los
enormes candelabros de cristal—. No podemos tener un
maldito tiroteo aquí, ¿Verdad? Pero quizá ese sea el objetivo.
—No —rebato, dejándome llevar por mis instintos—. A este
hijo de puta sólo le gusta el lujo.
—Más de lo que le gusta la puntualidad —parece.
Miro el reloj. Adriano tiene razón, Kazimierz llega diez
minutos tarde.
Pero hay un montón de mierda en juego aquí. Así que estoy
dispuesto a ignorar eso…
Siempre que aparezca en los próximos cinco minutos.
Justo a tiempo, la puerta se abre y entran dos hombres.
Me fijo inmediatamente en Kazimierz. Lleva un traje. Uno
caro, por lo que parece.
Sus rasgos son parecidos a los de su hermano, pero es guapo
de una forma más natural. Y joven. Yo diría que tiene unos
cuarenta años.
No es tan alto ni tan corpulento como Bartek, pero mis
instintos me alertan. Y cada célula de mi cuerpo me grita una
cosa, este hombre es mucho más peligroso.
Está en sus ojos oscilantes.
Está en la inclinación maníaca de su sonrisa.
Está en los dedos temblorosos, que nunca descansan, siempre
al acecho de más, más y más.
Echo un vistazo al hombre que ha traído como segundo. El
bastardo es pálido, de rasgos afilados y ojos oscuros que
recorren constantemente todos los rincones.
Lleva cinco segundos en la habitación y tengo la sensación de
que ya nos ha evaluado a Adriano y a mí.
—¡Siema, Lucio! —dice Kazimierz en polaco, saludándome
como si fuéramos viejos amigos.
Inclino la cabeza con frialdad. —Kazimierz.
No intenta darme la mano. No me molesta.
—Este es mi segundo, Adriano —le presento.
—Un placer, sin duda. —Kazimierz sonríe—. Aunque,
¿Importa? —me pregunta—. Después de todo, sólo son…
piezas de repuesto.
Adriano se pone violentamente rígido. Incluso desde mi visión
periférica, puedo ver que su rostro está enrojecido por la rabia.
Cierro la mano en un puño y la golpeo suavemente contra el
reposabrazos ornamentado.
Es un recordatorio.
Mantén la calma.
No dejes que este hijo de puta te ponga nervioso.
—¿Te he ofendido? —pregunta Kazimierz, sonriendo
alegremente—. No era mi intención.
Algo me dice que esa era exactamente su maldita intención.
—Parece que tenemos ideas diferentes sobre el liderazgo —
digo, mirando fijamente a Kazimierz a los ojos—. Yo no
considero a mis hombres como de mi propiedad.
—Deberías —sugiere—. Atacaste cuatro localidades polacas
diferentes. Eliminaste a más de cien en una sola noche. A mí
no me importó. Dormí como un bebé de todos modos.
Mantengo una expresión estudiadamente neutra. —¿Es eso
cierto?
Se encoge de hombros. —Eran meros peones —explica—. Sus
vidas no tienen sentido. Sus muertes son irrelevantes.
—Interesante —respondo—. ¿Entonces no te he ofendido en
nada?
Una sonrisa se extiende por su rostro, torciendo su buen
aspecto y volviéndolo siniestro. Feo.
—Oh no, querido Lucio. Al contrario, me has ofendido
mucho.
—Pensé que no te importaban tus hombres.
—Para nada. Se trata de mi hermano —dice, con una sonrisa
que no vacila—. No te equivoques, me importaba sólo por
costumbre. De esa forma fastidiosa y obligatoria en que te
preocupas por la gente que comparte tu sangre. Pero mis
sentimientos personales son irrelevantes. Él era mi sangre. Y,
por lo tanto, esto es personal.
Hay algo en el cambio de tono del hombre que me hiela hasta
los huesos. —Tu lógica es errónea.
—La gente con defectos es la única que merece la pena vivir
—me dice, con los ojos bailándole salvajemente—. La gentuza
predecible no es más que un desperdicio del semen de su
padre.
No me jodas. Este hijo de puta está loco de remate.
Una mirada a Adriano me dice que está pensando exactamente
lo mismo.
—¿Y quién decide quién vive? —pregunto—. ¿Tú?
—Los fuertes —responde Kazimierz—. Y los poderosos. Tú y
yo, amigo mío. Nosotros hacemos las reglas. Lo que significa
que podemos romperlas.
—Tu hermano…
—Mi hermano era un tonto —interrumpe Kazimierz—. Fue un
tonto al pensar que podía entrar en tu recinto y volver a salir
ileso.
Hace una pausa. Me mira. Sonríe.
—Pero si lo mataste por una mujer, entonces también eres un
tonto.
Me hormiguean los puños. Estoy desesperado por borrarle esa
sonrisa de arrogancia de la cara.
—Déjame que te cuente una pequeña historia, musita
Kazimierz. Se inclina hacia delante y extiende la palma de la
mano.
Robóticamente, el anónimo segundo al mando de Kazimierz
saca un cigarrillo y se lo enciende. Kazimierz acepta el
cigarrillo y da una larga y melodramática calada.
—Mi segunda mujer era una belleza —me dice—. Pensé que
estaba jodidamente enamorado de ella. Entonces llegué a casa
un día y se había ido. Huyó. ¿Puedes creerlo?
Se ríe y suspira, mirando a lo lejos como si estuviera
reviviendo el recuerdo.
—Tardé tres meses, pero por fin la localicé —continúa. Sigue
dando caladas a su cigarrillo—. Vivía en una pocilga en medio
de la nada, esa kurwa.
El polaco le va mejor a su voz que el inglés. Es más áspero.
Más frío.
Adriano y yo permanecemos inmóviles. Incluso cuando una
sensación desagradable comienza a espesar en el aire de la
habitación.
—La llevé a casa y la metí en su habitación. Le dije que sólo
quería una cosa de ella, que no muriera.
Mis instintos me dicen lo que viene, pero no quiero oír el
resto.
—Le di todo… y ella me lo devolvió huyendo.
—¿Está muerta? —interrumpo.
Kazimierz me mira furioso. Un instante después, vuelve a
suavizarse.
Pero en ese segundo, veo la mirada frenética de un maníaco.
—¿Quién sabe? —dice encogiéndose de hombros—. Hace
semanas que no la veo. Este desagradable asunto tuyo y de mi
hermano me ha ocupado mucho tiempo.
A mi lado, Adriano exhala por lo bajo, horrorizado. Sabe que
no debe mostrar sus emociones de forma demasiado visible.
Pero he sido amigo del hombre durante décadas. Puedo decir
cuando está echando humo.
Y ahora mismo, está a punto de explotar.
—Estoy seguro de que está viva —añade Kazimierz—. Lleva
dos años y medio en esa habitación. Estoy seguro de que ha
sobrevivido a las últimas semanas.
—¿Dos años y medio? —respira Adriano, con los ojos
desorbitados.
—El tiempo vuela, ¿Verdad? Perdí el interés en visitarla
cuando dejó de hablar. El aislamiento hace cosas muy malas al
cerebro humano. Pero disfruto de su vagina de vez en cuando.
Me equivoqué, no sólo está un poco desquiciado. Kazimierz es
un completo psicópata.
Y ahora, tiene a toda la mafia polaca a su disposición.
El hombre se ríe. —Lo que intento decir es que no merece la
pena pelearse por las mujeres. De hecho, no valen mucho.
Coge lo que quieras y deja el resto.
—Peones —digo en voz baja.
—¡Exacto! —Kazimierz asiente encantado—. ¿Así que ahora
entiendes por qué no puedo perdonarte que mataras a mi
hermano? Si hubieras tenido una buena razón, podría haberme
reconciliado con eso. ¿Pero murió por una mujer? Eso no lo
puedo aceptar.
—No estás obligado a aceptar una puta cosa —gruño,
perdiendo la paciencia con este monstruo—. Tu hermano
cruzó una línea y tú estás peligrosamente cerca de hacer lo
mismo. Así que mi consejo es que no me jodas.
Kazimierz suspira. —Lástima. Y yo que pensaba que nos
llevábamos tan bien.
Mira expectante hacia su peón personal. El hombre se
remanga y extiende el antebrazo hacia su jefe.
Con total despreocupación, Kazimierz aprieta el cigarrillo
encendido contra el antebrazo magullado y lleno de cicatrices
del hombre.
La piel chisporrotea y quema. Ninguno de los dos se inmuta.
Una vez apagado el cigarrillo, el hombre coge la colilla
arrugada de Kazimierz y se la guarda en el bolsillo de la
camisa.
Toda esta farsa me da ganas de vomitar.
Kazimierz siente cada palabra que dice.
—Pero ya que estamos intercambiando advertencias —
continúa Kazimierz— déjame devolverte el favor. Yo no soy
mi hermano.
He terminado aquí. He visto suficiente, demasiado, en
realidad.
Me pongo en pie y Adriano hace lo mismo.
—Me importa una mierda quién eres. Somos la mafia Mazzeo,
y si alguno de tus hombres pone un pie en mi territorio, haré
llover el infierno sobre ti.
Kazimierz me mira torvamente durante un largo rato.
Luego sonríe. Como si todo esto fuera una pequeña broma
para él.
Es unos centímetros más bajo que yo cuando se levanta
perezosamente.
—Debe de ser una tremenda mujer —comenta.
Con un movimiento de cabeza, él y su segundo al mando se
dirigen hacia la puerta. El olor a carne quemada persiste en la
habitación.
—Pero recuerda, hermano, el mundo está lleno de serpientes.
Las más peligrosas son las que menos te esperas.
Entonces se ha ido.
—¡Maldición! —Adriano sisea en el momento en que la
puerta se cierra tras Kazimierz y su peón—. ¿Qué coño ha sido
eso?
—Eso —digo sombríamente— Es un jodido gran problema.
38
CHARLOTTE
UNOS DÍAS DESPUÉS - LA COCINA DE LUCIO

Abro la nevera y me detengo en seco al darme cuenta de que la


han reabastecido.
Y no con cualquier ingrediente.
Esto es como si Mark Zuckerberg y Bill Gates unieran todos
sus recursos para financiar la mejor reposición de neveras de
la historia.
—Jesús —suspiro en voz alta.
Hay un corte de ternera wayu A5, entreverado y reluciente.
Trufas blancas de Alba que cuestan más por onza que el oro.
Caviar beluga de Irán, langosta recién pescada que aún gotea
agua de mar, tabletas de chocolate negro artesanal.
Doy un paso atrás inconscientemente. Creo que una parte de
mí tiene miedo de que todo se eche a perder si miro estas cosas
durante demasiado tiempo.
Como si toda esta comida para ricos, simplemente dijera «!no!
Eres una campesina, esto no es para ti», y simplemente se
pudriera y dejara de existir.
—¿Qué te parece?
Me giro para mirar a la persona que acaba de hablar.
Está de pie junto a la isla de la cocina, increíblemente atractivo
con una camiseta gris y un bañador rojo sangre.
—¿Esta es tu forma de decirme qué esperas comer esta noche?
—le pregunto.
Estoy siendo descarada, como de costumbre, pero no puedo
evitar que mi voz suene intimidada. Sinceramente, no sé si
debería divertirme o irritarme.
Lucio sonríe, y siento un latigazo de electricidad que serpentea
desde mi pecho hasta mis piernas.
Maldito sea él y su sonrisa de diablo. No es justo.
—Bueno, tenemos un invitado a cenar —murmura.
Se me cae la cara de inmediato.
La última vez que Lucio había tenido compañía, yo había
estado a una pesa rusa de una violación despiadada. En lugar
de eso, acabé como testigo de un brutal asesinato.
Sabes que has tenido una mala noche cuando —Ver cómo le
rompen la cabeza a alguien —es el menor de los males.
Se da cuenta de mi expresión al instante.
—Este invitado es diferente —dice rápidamente—. No será
como la última vez.
—De todas formas, prefiero hacer la comida y subir a mi
habitación —le digo.
Lucio se acerca a mí y me pregunto qué está pasando
exactamente.
—Creo que vas a querer conocer a este invitado.
Frunzo el ceño, pero antes de que pueda preguntarle a qué se
refiere, Evie entra corriendo en la cocina por la puerta
corredera que da al patio de la piscina.
—¡Lucio! —dice ella—. Ven a nadar conmigo.
—Ya voy, tesoro —responde—. Sólo dame cinco minutos,
¿Vale?
Suspira impaciente y vuelve a salir con su pequeño bañador
rosa de una pieza.
—¿Por qué querría conocer a tu invitado? —pregunto con
curiosidad.
—De hecho, ya le conoces. Bueno, sabes de él.
Le miro fijamente. —No me estás haciendo sentir mejor. Por
favor, dime que no es otro mafioso.
Pone los ojos en blanco. —No sabía que conocieras a tantos.
Maldición.
Debo tener cuidado con lo que digo. Puede que la amenaza
polaca esté latente en este momento, pero eso no significa que
no pueda estallar a la menor provocación.
—¡Maldición, deja de jugar con mi corazón y dime quién
viene! —hago un puchero.
Sonríe con satisfacción. —Edmund Santiago.
Se me cae la mandíbula. Balbuceo un segundo, pero no me
salen palabras.
Se ríe de mi reacción. —¿Sorprendida?
—Tú… tú… tú… —jadeo, sintiendo un ataque de pánico en el
horizonte—. ¿Y yo voy a cocinar?
—Eso es lo que esperaba.
—No puedo… Quiero decir… Vale, mierda. Empecemos por
el principio. —Respiro e intento recuperar el equilibrio—. En
primer lugar, ¿Conoces a Edmund Santiago? Creía que sólo
era un extraño amor platónico que ocultabas.
Los ojos de Lucio brillan de alegría. —¿Por qué? ¿Porque
tengo tres de sus libros de cocina en la biblioteca? —pregunta
Lucio—. Me los regaló. El hombre es un gran chef, pero tiene
un ego del tamaño de Júpiter.
—¿No es lo que pasa con todos los hombres?
Hace una mueca. —Oye, estoy tratando de hacerte un favor
aquí.
Me detengo en seco. —¿Qué quieres decir con «un favor»?
—Si le gusta tu cocina, hay muchas posibilidades de que te
ofrezca entrar en el mundo culinario.
Se me abren los ojos de asombro. —¿Hablas en serio?
—Sí.
–Yo no te pedí que hicieras esto.
—Lo hice porque quise —corrige sin disculparse—. Eres una
buena chef. Deberías tener la oportunidad de demostrarlo.
—¿Qué le has dicho exactamente? —pregunto con suspicacia.
—Sólo que mi niñera también resulta ser una talentosa
cocinera, y él debería considerarte para un puesto en uno de
sus restaurantes.
Debería estar agradecida.
Debería estar orgullosa.
En lugar de eso, sólo siento que la vergüenza me quema la
cara.
Porque estoy atrapada entre la espada y la pared. Me emociona
que Lucio haya organizado esto para mí, pero me mortifica a
partes iguales.
—Lucio, yo…
—¡Papá! ¡Ven a nadar conmigo!
Los dos nos giramos en dirección a la piscina, donde Evie
chapotea intentando llamar nuestra atención.
—Debería irme antes de que el pequeño demonio venga
corriendo aquí otra vez —dice—. Mejor empieza a pensar en
lo que quieres cocinar. Llegará a las ocho.
Luego, sin darme la oportunidad de hablar, sale al patio y se
dirige a la piscina.
—Mierda —exhalo, intentando calmarme—. Vamos,
Charlotte. Contrólate, maldición.
Miro el reloj. Ya son las cinco, lo que significa que tengo
menos de tres horas para preparar algo sorprendente para uno
de los chefs más célebres del país.
Decido deshacer mis sentimientos más tarde y ponerme a
trabajar.
Lo primero es lo primero, tengo que planificar mi menú.
Me decido por tres platos sencillos y directos.
Primer plato, Raviolis de setas con salsa de mantequilla
quemada.
Segundo plato, Langosta con galette de patata, espárragos, un
jugo de miso y caramelo, y caviar.
Tercer plato, Profiteroles con ganache de chocolate con chile
y llovizna de caramelo salado.
Empiezo a preparar algunos de mis componentes, pero todo el
maldito tiempo me cuestiono cada decisión que he tomado en
el proceso.
¿Los raviolis son demasiado sencillos?
¿El caviar va a opacar el plato principal?
¿El postre será lo suficientemente equilibrado?
Quiero salir corriendo a la terraza de la piscina y gritarle a
Lucio. No me ha avisado. No hay tiempo para prepararse,
mentalmente o de otra manera.
Siento que me ahogo.
Pero cuando me meto en faena, mi mente se apaga y entran en
acción mis instintos.
Y empiezo a animarme.
Solo soy vagamente consciente de que Lucio y Evie se
mueven por la cocina para cambiarse después de su chapuzón
en la piscina. Les saludo con la mano, pero no capto nada de lo
que me dicen.
Preparo mi langosta. Cuando me vuelvo, Lucio está de pie a
unos metros de mí, vestido con vaqueros oscuros y camisa de
manga larga.
—¿Cómo te has cambiado tan rápido? —pregunto
distraídamente.
—Eso fue hace una hora, Charlotte —dice confundido.
—Maldición, ¿Sí? Espera, ¿Qué hora es? —Me giro para
comprobar todo lo que tengo en marcha.
Estoy al borde de otro ataque de pánico cuando noto que sus
manos bajan alrededor de mis hombros.
Me hace girar lentamente hasta que sólo veo sus ojos grises.
—Charlotte —dice suavemente—. Necesitas calmarte.
Necesitas respirar.
—No puedo creer que me hayas hecho esto —le digo.
Sus cejas se levantan. —¿Qué he hecho?
Me lo quitó de encima y me dirijo a la cocina para comprobar
no sé qué.
—¡Me has soltado esto sin avisarme! —refunfuño,
completamente agotada—. Y mira, son casi las siete y media y
tengo un montón de mierda que tengo que hacer. Y yo…
—Respira.
Le fulmino con la mirada. —Es difícil respirar cuando sé que
Edmund Santiago estará aquí en media hora.
—Charlotte, tú puedes con esto.
Algo en su voz por fin hace contacto. Por fin rompe la niebla
de ansiedad que me asfixia. Cierro los ojos. Esta vez, hago un
verdadero intento de respirar.
—Parece que subestimé tu reacción a esta cena, dice Lucio,
con una nota de diversión en el tono.
Mis ojos se abren de golpe. —¡¿Tú crees?!
Me doy cuenta de que intenta reprimir la risa.
—¿Dónde está Evie, por cierto? —exijo.
—En la cama. Dormida.
—¿Ya? —pregunto asombrada.
—Son las siete y media —se encoge de hombros—. Y la
escuela la cansa.
—Cierto. Es que normalmente me necesita para dormir.
Enarca una ceja. —¿Celosa?
—Muy gracioso le regaño, apartándome de él.
—Charlotte, ¿Por qué no vas a cambiarte?
—¿Qué quieres decir? —pregunto, dándome la vuelta.
—Mírate.
Miro hacia abajo y me doy cuenta de que tiene razón. Llevo
unos vaqueros rotos y una camiseta manchada, y
prácticamente he sudado la gota gorda. Por no hablar de las
múltiples manchas, derrames, quemaduras de mi frenética
cocina.
—¡Mierda!
Se ríe entre dientes. —Anda. Tienes tiempo.
Miro nerviosa por la cocina. Mis profiteroles tardarán un poco
más en el horno, así que tengo tiempo.
—Vale, volveré en diez.
—Ponte algo bonito —me dice—. ¡Mucho escote!
—¡Vete a la mierda! —le respondo juguetona mientras me
dirijo a las escaleras. No le confieso a Lucio que pienso
ponerme exactamente eso.
No para Edmund.
Sino para él.

E XACTAMENTE NUEVE MINUTOS DESPUÉS , entro corriendo en la


cocina con un sencillo vestido azul turquesa. Me he recogido
el pelo en un moño desordenado y solo me he puesto una
ligera capa de brillo de labios.
De todas formas, me importa menos mi aspecto esta noche.
Se trata de mi comida.
Lucio silba cuando reaparezco. —Whoa, eso fue rápido.
—¿Has tocado algo? —pregunto.
—Mantuve las manos quietas —promete—. Dime, ¿Siempre
eres tan salvaje en la cocina?
—Sólo cuando vienen a cenar un chefs de fama mundial.
Suena un ping en el teléfono de Lucio y lo mira. —Alguien
llega temprano.
—Mierda, ¿Está aquí? —jadeo—. Maldición, no estoy
preparada.
Vuelve a apoyarme una mano en el hombro para
tranquilizarme. —Le llevaré al salón y le serviré una copa de
vino. Sigue respirando. Lo estás haciendo muy bien.
—Claro —digo, palmeándome el vestido—. Sí. Sí. Vino está
bien.
Satisfecho, se da la vuelta para ir a saludar a Edmund.
Pero justo antes de salir de la cocina, Lucio me devuelve la
mirada. —Ah, y por cierto…
—¿Sí? —pregunto, preparándome para lo peor.
—Estás preciosa.
Luego desaparece al doblar la esquina.
Sólo un segundo después me doy cuenta de que tengo una
sonrisa en la cara.
—Despabila —me regaño—. No te dejes llevar.
Miro la cocina desordenada y la comida que he preparado
como una esclava durante las últimas horas.
Y de repente… mi adrenalina se desploma.
Edmund Santiago debe saber quién es Lucio en realidad. Lo
que significa que debe saber que su invitación tenía un motivo
oculto.
Probablemente no le llevará mucho tiempo averiguar qué.
Y cuando eso ocurra, ¿Qué podría hacer?
Por supuesto que me ofrecería un trabajo en su restaurante.
¿Cómo puede decirle que no a Lucio Mazzeo? ¿Cómo podría
hacerlo alguien?
M EDIA HORA MÁS TARDE , cuando Lucio me presenta al famoso
chef, sonrío amablemente y le doy la mano.
Es más bajo, más corpulento y peludo que en cualquiera de sus
fotos, con una nariz bulbosa y brillantes ojos color avellana.
Es un hombre hablador, pero no me fío de su amabilidad.
Hoy en día no me fío de nada.
Me atengo al guion. Entablo una conversación educada cuando
es necesario y le sirvo mi comida con comentarios mínimos.
Es atento cuando come, pero no regala mucho.
No hasta el final de la noche, cuando se vuelve hacia mí y
cruza las manos sobre su regazo.
—Tu comida estaba deliciosa.
Inmediatamente me disuelvo en un lío lloroso.
—Le puse poca sal al relleno de los raviolis —le digo—. Y
sazoné demasiado la langosta.
—El amargor del jus lo equilibró —me tranquiliza Santiago.
Miro hacia abajo, avergonzada sin medida. —El jus no estaba
destinado a ser amargo en absoluto.
Duda sólo un segundo. —Un error con final feliz, entonces.
De la mejor clase.
Aprieto los dientes y contengo las lágrimas de rabia mientras
me fuerzo a sonreír. —Gracias, Chef.
—Sabes —comenta— Estoy buscando un par de manos extra
para uno de mis restaurantes. Puede que hayas oído hablar de
él… ¿Echo?
Se queda corto. Echo tiene dos estrellas Michelin y una lista
de espera para reservar de doce meses.
Pero no dejo que se me note la fan que llevo dentro.
—He oído hablar del lugar —digo con suavidad.
—Qué halagador. Nos falta personal en la cocina y encajarías
muy bien.
—¿Usted cree? —pregunto, fingiendo entusiasmo.
Una sensación desagradable me corroe por dentro. Como si
tuviera frío por dentro y sudara por fuera.
—Sí. Empezarías como aprendiz, por supuesto. Aprender un
poco sobre la cocina, trabajar con la línea, ganar algo de
experiencia. Es una oportunidad maravillosa.
El frío se vuelve más frío.
Lo caliente se calienta.
Así no es como se supone que debe ser. No la noche, me
refiero a toda mi maldita vida.
—Seguro que sí, Sr. Santiago, y le agradezco mucho que me lo
ofrezca —le respondo amablemente—. Pero voy a tener que
pensármelo.
Veo que su sonrisa se tambalea un poco. Está claro que no
esperaba una respuesta tan tibia.
Por encima de su hombro, veo que Lucio me mira perplejo.
Santiago recupera la compostura. —Por supuesto. Piensa en
ello. Muy sabio.
Es tan encantador como siempre. No es justo desconfiar de él.
Yo soy la que tiene problemas. Con los demonios. Con el
pasado que no puedo dejar atrás, siempre gritándome al oído,
¡no eres lo bastante buena!
Cuando termina la velada, salgo del comedor hacia la cocina.
Lucio acompaña a Santiago hasta su vehículo.
Todavía estoy allí cuando Lucio irrumpe diez minutos
después.
—¿Te lo vas a jodidamente pensar? —gruñe en cuanto
hacemos contacto visual.
—Hola a ti también. —Le respondo de mala gana.
—¿Qué te pasaba esta noche?
—Nada.
–Charlotte.
Me doy la vuelta. —Aprecio lo que intentaste hacer y todo…
pero no tenías derecho —grito— Te dije que quería hacer esto
por mi cuenta.
—¿Hacer qué, exactamente? —se burla— No estabas
haciendo nada para perseguir tu interés en la cocina. Por eso
pensé en ayudarte.
—No te pedí ayuda.
—Jesús —gruñe, levantando las manos en señal de frustración
—. Estás siendo una zorra desagradecida ahora mismo.
—¡Y tú estás siendo un imbécil insensible! —le grito de nuevo
—. Había tantos defectos con mi menú de esta noche. Cometí
tantos errores. Y aún así me ofreció un trabajo.
—¿Qué quieres decir? —Lucio pregunta fríamente.
—¡Lo que quiero decir es que me habría ofrecido trabajo
aunque le hubiera servido una cabeza humana podrida! Lo
hizo por ti. No tuvo nada que ver con mi habilidad culinaria.
Sacude la cabeza. —Eso es mentira.
—No, es la verdad —digo bruscamente—. No me hiciste un
favor. Me avergonzaste y humillaste.
—¡Jesucristo! —explota—. Intentaba hacer algo bueno por ti.
—No te hagas el mártir. No te queda, maldición. Hiciste esto
porque querías que estuviera en deuda contigo.
—¿Perdón? —gruñe. Baja el tono y sus ojos se oscurecen de
ira.
Sé que debería parar, pero no lo hago.
Se siente mejor castigarlo por esto… En lugar de castigarme a
mí misma por el desastre de la cena. Necesito una salida para
mi ira, y él es el blanco más fácil.
También ayuda el hecho de que sepa defenderse.
Sería mucho más difícil gritarle si se hubiera quedado ahí y
hubiera aceptado la responsabilidad de su parte en esto.
—Ya me has oído —continúo, enterrando mi rabia más
profundamente en este agujero—. Hiciste esto para tener más
control sobre mí. Sólo otro maldito juego mental.
Cada vez ardo más.
Pero Lucio, por el contrario, se vuelve más glacial a cada
segundo que pasa. Esos ojos suyos son glaciares endurecidos.
—¿Eso es realmente lo que piensas? —pregunta.
—Los hombres como tú no hacen nada sin motivo —respondo
—. Los hombres como tú no hacen favores sólo por ser
amables. Siempre hay un motivo oculto. Siempre. Siempre,
siempre, siempre.
Lucio ladea la cabeza. Sus ojos grises son frígidos, tan fríos
que me estremezco imperceptiblemente. Siento que mi
valentía se desvanece.
—¿Quieres saber lo que pienso? —pregunta, dando un paso
hacia mí.
El aire entre nosotros está cargado. Pero no con la tensión
sexual habitual a la que estoy acostumbrada.
Esta tensión es todo ira. Todo frustración.
—Creo que estás tan jodidamente insegura de quién eres que
es más fácil culparme a mí que culparte a ti misma —dice.
Ouch.
Me lo merezco, pero duele igualmente.
—Creo que te aterra tanto fracasar que ni siquiera quieres
intentarlo —continúa, echando sal en la herida fresca—. Creo
que eso es lo que te hace ser como tu madre. Te conformas,
para no tener que decepcionarte nunca cuando intentas algo y
no lo consigues.
Maldición.
Siento que las lágrimas chisporrotean en las comisuras de mis
ojos. Sé que tengo que alejarme de él.
No quiero que me vea llorar.
Lo empujo y mi hombro choca con su cuerpo mientras me
dirijo a la puerta.
—Eres un tarado —lanzo, intentando mantener la voz fuerte.
Pero sé que puede oír el sollozo entre mis palabras.
Y yo también lo oigo.
39
LUCIO
LA NOCHE SIGUIENTE

Evito a Charlotte la mayor parte del día. O tal vez ella me


evita a mí.
Sea lo que sea, consigo pasar veinte horas sin siquiera echar
un vistazo a la niñera que me está volviendo jodidamente loco.
Lo cual me habría parecido bien.
Excepto que eso significaba que tampoco veía a mi hija.
Y no la veré hasta mañana, cuando vuelva de su primera fiesta
de pijamas. Me había pedido permiso hasta que finalmente
cedí.
Pero igual tengo a Enzo vigilándola.
Lo que nos deja a Charlotte.
Apoyo la cabeza en el sillón de cuero y miro al techo. Ella está
ahí arriba, en algún piso. Probablemente maldiciéndome.
Aún no entiendo por qué la noche había salido tan mal. Pensé
que le encantaría el gesto, y también pensé que se lo merecía.
Pero, al parecer, ella no estaba de acuerdo.
Y ese es todo el puto problema.
Mi móvil empieza a sonar. Lo cojo, agradecido por la
distracción.
—Mazzeo.
—Buonasera —Lucio.
—¿Madre? —digo alarmado. Me sorprende saber de ella tan
pronto después de la cena del domingo. Normalmente, le gusta
espaciar sus llamadas todo lo posible—. ¿Pasó algo malo?
—¿Algo malo? —repite confundida—. No pasa nada. Sólo
llamaba para saludar.
–Oh —Frunzo el ceño—. Bien.
—¿Cómo está la niña?
—Su nombre es Evie.
—Claro, sí. ¿Es un diminutivo de algo?
—Evelyn.
—Un nombre terrible.
Casi resoplo de risa. —Sí, bueno, yo no lo elegí.
—Evie le queda mejor.
—Estoy de acuerdo.
—¿Cómo está?
Hago una pausa. —Le va bien —digo finalmente—. Empezó
el colegio la semana pasada y ya ha hecho una nueva amiga.
—Eso es bueno. Me alegro de que tenga amigos. No es bueno
estar tan aislada.
Me pregunto si puede oír la ironía de sus palabras.
—Evie nunca está sola —le digo. Siempre tiene compañía.
—¿Te refieres a la linda niñera que contrataste?
¿Detecto un juicio o estoy leyendo demasiado en su tono?
—Sí, tiene a Charlotte —respondo—. Y a Enzo. Y a mí.
—Todos son adultos. Su experiencia es diferente de la suya.
Es importante que pase tiempo con gente que la entienda.
Niños de su edad”.
Esta parece la conversación más profunda que hemos tenido
en meses. Tal vez incluso años.
Algo me oprime el corazón. No es compasión ni culpa ni nada
de eso. Puede que ni siquiera tenga nombre.
Pero sea lo que sea, me saca palabras que no tenía intención de
decir.
—Sabes, madre, puedes venir y pasar algún tiempo con Evie
algún día.
Sé al instante que fue un error.
Prácticamente puedo sentir el gélido escalofrío que recorre su
rostro ante la oferta.
—Oh, Lucio… No soy buena con los niños.
No me digas, madre.
—Es tu nieta —digo con frialdad.
—Sí. Eso es. La veré en la próxima cena.
Reprimo un suspiro. ¿Por qué coño me molesto?
Ese sentimiento sin nombre ha desaparecido. En su lugar está
lo mismo que siento siempre que hablo con mi madre, nada en
absoluto.
—Buenas noches, hijo—
—Buenas noches, madre.
La línea se corta y cuelgo el teléfono.
Una puta conversación con mi madre y estoy agotado.
También tengo hambre. Llevo todo el día encerrado en la
oficina trabajando y no he comido nada.
Lo que necesito ahora mismo es que Charlotte me prepare algo
delicioso. Pero estoy bastante seguro de que está en huelga.
Al menos conmigo.
Mi teléfono vuelve a sonar y yo gruño apretando los dientes.
—¿Quién coño es ahora? —digo en voz alta.
Me relajo un poco cuando veo que es Adriano.
—Hola, stronzo —digo con una risa aliviada—. Me habrás
echado de menos, ¿Eh? ¿Qué has…?
Me quedo helado cuando todo lo que oigo desde la otra línea
es el sonido de disparos.
Maldición.
—¿Adriano?
Tres disparos más en el espacio de unos segundos.
Hay una ráfaga de estática.
Y entonces se corta la llamada.
Salgo de mi oficina y llamo a gritos a Raffaele. Está de
guardia en el recinto esta noche. Segundos después, viene
corriendo hacia mí, seguido de Giovanni y Marco.
—Jefe ¿Qué pasa?
—Adriano está en problemas —grito—. ¿Dónde está?
—Supongo que está en su casa —respondo—. Creo que le
están atacando allí. He oído disparos por teléfono.
—¿El polaco? —Raffaele pregunta.
—¿Quién si no? —gruño amargamente—. Tenemos que
movernos rápido. Reúne al equipo. Nos vamos en cinco
minutos.
Por el rabillo del ojo, veo movimiento arriba.
Lo reconozco al instante, Los pies de Charlotte,
desapareciendo del rellano del último piso. Me doy la vuelta y
salgo de casa. Ahora mismo no tengo tiempo para ningún puto
drama.
En cuanto los coches se detienen, me subo y salimos a toda
velocidad hacia la casa de Adriano.
—¿Cuánto tiempo?
—Deberíamos estar allí en cinco minutos.
—Que sean cuatro —gruño—. Ponle el pie al acelerador.
Atravesamos las calles, esquivando por poco a un par de
peatones borrachos que se dirigen claramente a los clubes
nocturnos.
—¡Cuidado! —rujo desde el asiento trasero—. No podemos
permitirnos ninguna puta baja. Los polis estarán en nuestras
gargantas y no necesito lidiar con esa mierda ahora mismo.
—Cierto. Lo siento, jefe.
En cuanto doblamos la esquina, veo tres vehículos aparcados
desordenadamente alrededor del apartamento de Adriano.
Veo a dos cabrones enmascarados delante. Claramente, se
supone que son vigías, pero no parecen preparados para el
trabajo.
Ambos intentan huir hacia el interior cuando nos ven llegar.
Bajo las ventanillas blindadas de mi jeep y les disparo. Le doy
al primero antes de que el resto de mis hombres hayan sacado
sus armas.
El segundo hijo de puta recibe dos disparos, uno justo después
del otro.
La bala en su pecho es de Raffaele.
La bala en su cráneo es mía.
El jeep se detiene bruscamente, pero yo salgo antes de que se
detenga por completo. No espero a que me cubran para entrar
en la casa.
Irrumpo por la puerta y me encuentro cara a cara con cinco
hombres más.
Todos enmascarados. Todos armados.
—¡Malditos cobardes! —grito mientras suelto una lluvia de
balas sobre ellos.
Pero el factor sorpresa sólo me da unos segundos. Para
entonces, ya están de vuelta en modo ofensivo, contraatacando
con su propio fuego.
Mis hombres se agolpan a mi alrededor mientras consigo
encontrar cobertura detrás de una enorme estantería que
Adriano utiliza para las antigüedades.
Intento localizarlo, pero aún no lo veo por ninguna parte.
Me niego a creer que está muerto hasta que encuentre un
cuerpo.
Hasta entonces, haré que estos hijos de puta recen por la dulce
liberación de la muerte.
Saco mi segunda pistola y empiezo a disparar. Mato a tres
hombres en cuestión de segundos antes de tener que recargar.
Raffaele y Giovanni me cubren. Cuando vuelvo a estar
bloqueado, salgo rodando de detrás de la estantería.
No somos contraatacados por los máscaras negras, lo que me
dice que esperaban haberse ido antes de que apareciéramos.
No están preparados para este ataque.
Uno de los máscara negra está a sólo unos centímetros de mí.
Ni siquiera se da cuenta de mi presencia hasta que le agarro la
cabeza y la giro con fuerza, rompiéndole el cuello en el
proceso.
Cae al suelo como un muñeco de trapo.
Paso por encima de su cadáver mientras apunto a los dos
cabrones que intentan salir por la ventana.
Les disparo a ambos por la espalda.
Dos disparos. A quema ropa.
Dos disparos más. Dos cuerpos cayendo al suelo, muertos.
Y luego… silencio.
La adrenalina recorre mi cuerpo mientras mi respiración se
normaliza.
Me doy la vuelta y observo la carnicería. Hay al menos diez
cuerpos tirados por el suelo. Todos con las mismas máscaras
negras anónimas.
Gruño, —¿Algún superviviente?
—Sólo éste —dice Raffaele, tirando de una máscara negra por
el cuello y arrojándola a mis pies—. Tiene una herida de bala
en el brazo, pero por lo demás está bien.
—No por mucho tiempo —digo con sorna, inclinándome hacia
delante y quitándole la máscara de la cara.
El hombre es completamente olvidable. Ojos saltones, nariz
chata, labios finos. Apesta a miedo.
—¿Cómo te llamas?
Sacude la cabeza.
Suspiro.
—Tráelo de vuelta con nosotros —le digo—. —Pónganlo en el
sótano. Una noche no le hará daño. Si no resulta útil por la
mañana, uno de ustedes puede meterle una bala en la cabeza.
Stefano y Marco se adelantan para cumplir mis órdenes.
Juntos, atan y amordazan al cautivo. Luego lo arrastran fuera a
uno de los vehículos.
—¿Eso es todo? —pregunto mirando a mi alrededor—. Parece
que sí, jefe.
Lo que deja sólo una ausencia flagrante.
—¿Dónde está Adriano?
—No lo encuentro —dice Giovanni, entrando a toda prisa
desde otra habitación—. Tampoco hay cuerpo.
—¿Se lo llevaron?
—¿Cómo? No dejamos escapar a nadie.
—¿Quizás se fueron antes de que llegáramos?
—No habría habido motivo para que ninguno de ellos se
quedara si hubieran obtenido lo que buscaban.
—Sólo digo…
—Cállate —siseo.
Giovanni se calla, con el ceño fruncido por la confusión.
Entonces miro a Raffaele, que comprende inmediatamente.
Al mismo tiempo, los dos respiramos hondo antes de gritar
«¡Adriano!» a pleno pulmón. Al principio, no hay nada.
Sólo el eco de nuestras propias voces desesperadas.
—¿Quizá deberíamos echar otro vistazo? —sugiere alguien.
—Está aquí —digo con firmeza—. Vivo.
Lo siento en los huesos.
—Siempre supe que creías en mí.
Me giro cuando Adriano sale por una puerta de la esquina.
Está cubierto de hollín y escombros, pero por lo demás está
ileso.
—¿Dónde puta madre estabas? —exijo.
Sonríe. —¿Me has echado de menos? Te dije que mi
habitación del pánico sería útil algún día.
—La puta habitación del pánico —gruño. Recuerdo cuando
Adriano hizo instalar esa mierda. Era un lío enorme y le costó
una fortuna. Me burlé de él durante semanas.
Al parecer, Adriano piensa lo mismo.
—¿Ahora quién está riendo, colega? —dice con una enorme
sonrisa.
—Entra en el coche, —le digo cansado—. Larguémonos de
aquí.
Adriano pasa por encima de los cadáveres que cubren el suelo
de su salón. Parece triste. —Hombre, me encantaba este sitio.
Le enviaré a Kazimierz una maldita factura.
Le doy una palmada en su hombro sucio. —Créeme, hermano,
eso no es todo lo que le vamos a mandar a ese cabrón.
Dirijo mi atención hacia Raffaele. —Informa a todos los que
trabajan fuera del complejo —ordeno—. Diles que vayan a
casas seguras lo antes posible. El psicópata polaco ha venido a
jugar. Además, redoblen la seguridad alrededor de la casa.
Nadie entra o sale sin mi autorización.
—Entendido, jefe.
—Vámonos.
Adriano sube conmigo a uno de los jeeps. Tiene algunos
rasguños en los brazos, pero nada que un buen vaso de whisky
no pueda curar.
—¿Qué ha pasado? —pregunto.
—Pensaba pasar la noche descansando —responde Adriano—.
Es la primera vez en tres días que estoy en casa. Escuché a
esos hijos de puta primero, y cuando llegué a mi ventana, los
vi venir.
Nos alejamos de la acera con algo menos de prisa que cuando
llegamos.
—Pensé en salir corriendo, pero tenían la casa rodeada. Tuve
el tiempo justo de entrar en la habitación del pánico antes de
que asaltaran el lugar. No tenían más plan que matarme. Era
una puta carnicería.
—Kazimierz está enviando un mensaje, supongo —reflexiono
sombríamente—. A ese bastardo le encanta el caos.
—Necesita ser internado en un psiquiátrico.
—No, necesita ser internado en un agujero en el suelo.
Mientras atravesamos las puertas de mi recinto, me doy cuenta
de que mis órdenes ya se han puesto en práctica. Hay más
seguridad en todo el perímetro.
—¡Mierda! —maldigo en voz alta, haciendo que Adriano
salte.
—Jesús, ¿Qué?
—Evie. Ella no está en el complejo esta noche —explico—.
Está teniendo una puta fiesta de pijamas.
—Bien —señala Adriano—. Mantenla ahí.
—Estará más segura aquí. Le respondo.
—Allí estará más segura —rebate Adriano—. Nadie sabe
siquiera que existe, y mucho menos dónde se va a quedar esta
noche. Dejemos que la niña sea una niña.
Me tomo un momento para asimilar las palabras de Adriano.
Cuando lo hago, reconozco que tienen sentido. Es mejor que
mantenga a Evie al margen de esta locura tanto como sea
posible.
—Bien —respondo de mala gana.
No me gusta, pero tiene razón.
No es que lo admitiría en su cara.
Adriano sonríe. —Deberías escucharme más a menudo. Soy
muy sabio.
Resoplo. —Claro que lo eres. El maldito Einstein italiano.
—Ese soy yo. Oye pregunta no relacionada, ¿Dónde está
Charlotte esta noche? Adriano pregunta con una sonrisa
irónica.
—En el mismo sitio de siempre —respondo—. En el recinto,
en la cocina o en su habitación.
—Hmm —murmura Adriano, estudiando mi cara
detenidamente—. ¿Y qué pasa?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que es evidente que algo te preocupa —dice—.
¿Qué es?
—Pregunta estúpida, considerando lo que acaba de pasar.
Adriano sacude la cabeza. —No estás pensando en el polaco.
Se trata de ella. Reconozco la expresión.
—No tengo una expresión específica para ella.
Sus ojos me miran con complicidad. —Claro que sí.
—No me hagas tener que salvarte el culo y patearlo en la
misma noche.
Adriano sólo sonríe.
40
CHARLOTTE

Cuando Lucio y sus hombres regresan, bajan inmediatamente


al sótano. Nadie me mira a mí, que estoy escondida en el
segundo piso, mirando hacia abajo.
Están arrastrando algo entre ellos.
Mejor dicho, a alguien.
Quienquiera que sea lleva una bolsa negra sobre la cabeza.
Tiene las manos y los pies esposados. Noto que le corre un
hilillo de sangre por las muñecas.
Durante una hora después de eso, oigo gritos.
Gritos brutales y agonizantes.
Después, una hora de silencio.
Ahora, la casa está tranquila.
Gracias a Dios que Evie no está aquí esta noche. Por otro lado,
eso significa que no puedo dormir.
Salgo de la cama y me dirijo a la ventana. Mirar la luna
siempre me ayuda a calmarme, pero, por supuesto, la luna está
oculta tras una ráfaga de nubes grises y malhumoradas.
Sin embargo, nada rivaliza con el gris malhumorado de los
ojos de cierta persona.
Jesús, Charlotte, deja de pensar en él.
Ojalá pudiera.
El problema es que está en todas partes.
Está en todos los rincones de esta casa.
Está en los ojos de Evie cuando se pone triste y melancólica.
Está bajo mi piel…
Aprovechando mi libertad, salgo de la habitación y bajo las
escaleras. El plan es sentarme un rato junto a la piscina.
Necesito un poco de aire fresco. Un lugar donde despejarme.
Pero reduzco la velocidad al pasar por el sótano.
No puedo creer que Lucio trajera a otro prisionero,
especialmente después de lo que pasó con Evie la última vez.
Pero quizá no debería sorprenderme que Lucio faltara a su
palabra.
Siempre ha hecho exactamente lo que ha querido. Ni más ni
menos.
Miro hacia la puerta cerrada.
¿A quién tienes ahí ahora, Lucio? me pregunto.
Debería seguir caminando. Ya lo sé.
Pero, por alguna razón morbosa, la curiosidad y el instinto me
empujan a cruzar la puerta del sótano. Recorro el camino
conocido.
A través de los estantes de vino.
Bajo el arco de piedra.
Hasta la puerta.
La puerta de hierro está cerrada y sellada, pero me sorprende
que no haya nadie de guardia. Parece que Lucio realmente
confía en la estructura de su celda.
La amenaza de Bartek sigue en mi mente. Sé que habrá otros
en la mafia polaca que saben de mí. Ellos sabrán donde estoy.
Lo que significa que huir de esto no tiene sentido.
Lo he ignorado durante demasiado tiempo.
Empujo la puerta para abrirla y hace un ruido estremecedor
que provoca un grito ahogado del hombre que está al otro lado
de la rejilla.
Está atado y amordazado, con una bolsa cubriéndole la cabeza.
De varias heridas de su cuerpo emana sangre. Su postura está
rota. Completamente derrotado.
—¿Quién está ahí?
Me congelo.
Espera, ¿Por qué me suena esa voz?
Intento respirar, aunque mis latidos aumentan lentamente.
—Por favor, quienquiera que seas, déjame ir…
Oh, Dios.
Oh, Dios.
Encuentro las llaves en una mesita a la altura de las rodillas.
Con dedos temblorosos, abro la reja y entro en la celda.
Estoy delante del prisionero.
Mis manos se crispan incómodas.
Esto no puede estar pasando.
Le quito la bolsa de la cabeza y me mira a través de un ojo
hinchado.
Veo que sus ojos se abren de par en par con esperanza.
—Char.
Sacudo la cabeza. —Xander.
—Gracias a Dios —respira—. Tienes que dejarme salir de
aquí.
Doy unos pasos atrás. —No puedo.
Frunce el ceño. —¿De qué mierda estás hablando? —exige—.
Claro que puedes. Suéltame.
—¿Qué pasa conmigo, idiota? —Le gruño—. ¡Si te dejo ir,
sabrán que fui yo!
—¿Cómo?
Dudo. —Lucio no confía en mí.
—Te ha tenido en esta casa durante meses —señala Xander—.
Te ha confiado a su maldita hija. Claro que confía en ti.
Inhalo bruscamente y Xander asiente.
—Sí, sé que la chica es suya —dice—. No soy un maldito
idiota, Charlotte.
—Fuiste tan imbécil como para que te pillaran —señalo.
—Tuve que seguir órdenes —responde Xander—.
Kazimierz… ese hijo de puta está loco. Más que Bartek. No se
le puede decir que no.
—Esto parece más un problema tuyo —le siseo—. La última
vez que intenté salvarte el culo, pagué el precio por ello. De
hecho, todavía lo estoy pagando.
—Este es tu problema —insiste Xander—. ¿Crees que
Kazimierz no sabe nada de ti? Está cabreado porque no le has
dado nada útil hasta ahora.
Me tenso al instante. Porque sé que Xander no está mintiendo.
No sobre esto.
—Este tipo es un psicópata, Charlotte —me insta—. He oído
cosas. Y lo que es más importante, he visto cosas. Lo vi
golpear el cráneo de un tipo con sus propias manos. Luego se
lamió la sangre de los dedos.
Me estremezco al imaginarlo.
—No puedes huir de él —continúa Xander—. Sólo dale lo que
quiere.
—No es tan sencillo.
—Todo parece bastantemente complejo… —¡uh!, ¡ouch!…
¡maldición!… —Xander hace una mueca y gime por el dolor
por las heridas—. Es muy sencillo, Charlotte. ¿Le das lo que
quiere? Vives. ¿No se lo das? Mueres. Fin de la historia.
Sacudo la cabeza, todavía en negación. Tiene que haber otra
salida. —Los hombres como él no funcionan así. Si cumplo mi
promesa, querrá algo más de mí.
—Bueno, da igual. Al menos estarás viva.
—¿Qué sentido tiene estar viva si no eres libre? —exijo.
—Jesús, esto no es Disney World, Char! —Xander se queja
frustrado—. No existe tal cosa como una muerte honorable,
una muerte noble, una muerte valiente. Es sólo muerte. Y es
una mierda.
Levanto las manos mientras lucho contra las lágrimas.
—No tengo nada útil —digo, utilizando la misma explicación
que había empleado con Bartek.
—Entonces será mejor que encuentres algo —advierte Xander
—. Kazimierz te tiene en su radar. Y eso no es bueno.
Le doy la espalda, intentando apartarlo mientras pienso qué
hacer.
Pero mis pensamientos no se mueven en línea recta. Siguen
zigzagueando erráticamente, dejándome desorientada y
completamente sola.
–Ayúdame, Charlotte —suplica Xander.
Se balancea contra la silla, probablemente intentando zafarse
de sus ataduras. Pero hasta yo veo que están bien sujetas.
—No te molestes con eso —le digo—. Sólo conseguirás
cansarte. Te tienen encerrado.
—¡Entonces libérame! —Xander brama—. Al menos eso
ayudará a apaciguar a Kazimierz. Le demostrará que aún
trabajas para él.
—Eso es muy conveniente para ti.
—Claro, me conviene —admite Xander sin rubor—. Pero
también resulta ser la maldita verdad. Eres demasiado terca
para verlo.
—Cállate —gimo, pasándome las manos por la cara—. Cállate
de una puta vez. Déjame pensar.
—No puedes permitirte el lujo del tiempo —me dice afligido
—. Desde luego que yo no. Si sigo aquí al amanecer, me
matarán.
—Y te lo merecerías, hijo de puta —siseo, girándome hacia él.
—No hagas de esto algo personal, Char. Tú y yo hemos
terminado desde hace años.
—Lo dices como si fuera historia antigua.
—Bueno… —Me suplica poniendo los ojos de un perro bajo.
—¡Hijo de puta! —grito.
—¿Estás loca? —Sus ojos se desorbitan—. ¡Baja la voz!
—¿Te das cuenta de que la única razón por la que estoy hasta
las rodillas de mierda es por tu culpa? —le digo, mirándole
fijamente.
—Nadie te pidió que hicieras ese trato con los polacos —tiene
la osadía de decirme—. Eso fue cosa tuya.
—Te habrían matado en el acto.
—Ya hemos pasado por esto antes —suspira Xander, como si
yo fuera la irrazonable—. Sólo intentaban asustarme. Les soy
útil.
—¿Crees que eres el único policía corrupto de la ciudad?
—Soy el único que ha marcado la diferencia —suelta—. No
me culpes por tus malas decisiones.
Le doy una bofetada en toda la cara.
—¡Maldición! ¡Ay! Jesús, Char, ¿Qué demonios fue eso?
—Te lo merecías, cerdo de mierda. Y mucho más. ¿Es Lucio
el que te hizo esto?
—Él y otros.
—Bien.
—Char… murmura.
Está usando su voz de «poli». Lo odiaba entonces y lo odio
aún más ahora.
—Seamos razonables —continúa—. No es una situación
perfecta, pero es en la que estamos. Sólo tenemos que ser
inteligentes y sobrevivir a ella.
—¿Estamos? —me burlo—. No existe el puto plural, Xander.
Nunca lo ha habido. Sólo te preocupas por ti. Incluso cuando
estábamos juntos, todo giraba en torno a ti.
Tuerce la boca en señal de disgusto. —Oye, puede que no
haya funcionado entre nosotros, pero me importabas mucho.
Todavía me importas.
Su falta de sinceridad me da ganas de vomitar.
—Cállate. Le respondo.
—No te entiendo —dice Xander, la desesperación empieza a
resoplar en su tono—. Eres muchas cosas, pero no eres una
cobarde. ¿Cuál es la verdadera razón por la que no delatas a
Lucio? Porque no es que tengas miedo de que te atrapen.
—Claro que tengo miedo de que me pillen.
—Claro, pero no lo suficiente como para impedirte hacer lo
que prometiste que harías —señala Xander.
A lo mejor el cabrón es más listo de lo que creo.
—Entonces —insiste—, ¿De qué se trata?
Respiro hondo. —Sucede que creo que Lucio es el menor de
dos males —admito—. Y no quiero que le pase nada a Evie.
Xander se detiene un momento. —¿Lucio es el menor de dos
males? —repite—. También es de la mafia.
—Es más que eso —argumento antes de poder contener las
palabras.
Incluso con la cara desfigurada, puedo ver la sorpresa y luego
la comprensión recorrer su rostro.
—Char, ¿te… gusta el tipo?
Prácticamente noto cómo se me ruborizan las mejillas, pero
intento permanecer lo más indignada posible.
—No seas estúpido. Sólo digo…
—Por supuesto que es tu maldito tipo. Las mujeres son lo
peor, responde.
—¿Perdón?
—Se te caen las bragas a la primera señal de una cara bonita.
Me dice.
—¿Qué tan superficial crees que soy? —exijo.
—No es culpa tuya. Son las hormonas.
—Olvidé lo odioso y neandertal que eres.
—Si estás haciendo esto por él, Char, entonces para —dice
Xander suplicante—. No hagas esta mierda por un tipo. Lo
hiciste por mí, y mira cómo funcionó.
Levanto las cejas. —¿En serio?
—Sabes que es verdad.
—No estoy haciendo nada por él —gruño—. Lo estoy
haciendo por…
—Te gusta —me interrumpe Xander—. Me doy cuenta. Pero
déjame preguntarte esto, Char, ¿Estará ahí para ti cuando lo
necesites?
—Vete a la mierda.
—Déjame ir. Dice con convicción.
—No. Le respondo secamente.
Veo que su único ojo bueno se ilumina de ira. —Déjame ir y
podré hablar con Kazimierz. Convencerle de que estás
trabajando entre bastidores en su favor.
—¿Por qué te escucharía?
—Porque puedo ser convincente cuando quiero.
—Xander, no puedo dejarte ir.
—Bien. No lo harás por mí. Entonces hazlo por Vanessa.
Me congelo.
—¿Qué?
—¿Has sabido algo de ella últimamente? —pregunta, sabiendo
que tiene mi atención.
—Yo… no.
—Por supuesto que no. Porque los polacos la están reteniendo.
Pero no será por mucho tiempo.
—¿Qué se supone que significa eso? —exijo una respuesta.
—Significa que se van a deshacer de ella.
—¿Van a matarla? —jadeo, casi ahogándome con mis propias
palabras.
Gruñe. —La muerte sería preferible. Sabes que uno de los
negocios de Kazimierz es el tráfico de personas y la esclavitud
sexual, ¿Verdad?
Maldición.
Maldición.
Maldición.
—Charlotte, déjame ir. Y me aseguraré de que no le pase nada
a Vanessa.
—¿Por qué tendrías alguna influencia? —pregunto
desesperadamente.
—Soy más importante de lo que crees.
¡Mentiroso! Eso es lo que me dice mi instinto, pero no tengo
la opción de no creerle. El riesgo es demasiado grande.
Vanessa no solo es mi amiga, es más que familia. Y habíamos
jurado cubrirnos siempre las espaldas.
No puedo dejarla con monstruos, sobre todo ahora que
conozco su destino si me quedo de brazos cruzados.
—Bien —digo, con los hombros caídos—. Te dejaré ir.
—¡Sí!
—Cállate —gruño—. No estoy haciendo esto por ti.
Me apresuro a rodearle y empiezo a deshacer primero los
nudos de sus muñecas.
—Más rápido.
—Voy tan rápido como puedo.
—¿Tienes un cuchillo o algo? —reclama—. Puedes cortarlas.
—¿Estás drogado? Esto tiene que parecer que te has escapado.
—La reja estaba jodidamente cerrada —señala Xander—.
¿Cómo podría haber salido sin ayuda?
—Cierto. Mierda.
—Vale… tendré que admitir que te dejé ir —respondo,
pensando rápido—. Pero bajo coacción.
—¿Eh?
Consigo aflojar las ataduras alrededor de sus manos. —Quiero
decir que tiene que parecer que me atacaste y me obligaste a
desatarte.
—Uh… ¿De acuerdo?
Parece escéptico, pero sé que no le entusiasma mi explicación.
Después de todo, para entonces ya se habrá ido.
—Lo que sea, yo me encargo de la explicación. Tú limítate a
cumplir tu parte del trato.
—Me aseguraré de que Vanessa esté bien.
—No sólo «bien» —aclaro, poniéndome al frente de su cara
—. Quiero que la liberen.
—Bien.
—¿Y Xander?
—¿Qué?
—Además de Bartek, ¿Quién más sabe de Evie?
—Algunos de los hombres de Bartek —responde Xander—.
Pero todos murieron esa noche que Bartek lo hizo.
—Bien —suspiro, con alivio—. No se la menciones a nadie,
¿Vale?
—De acuerdo. —Dice asintiendo con la cabeza.
—¿Lo prometes?
—Que acabo de decir…
—¡Xander!
—¡Bien! Lo prometo.
Asiento con la cabeza, justo cuando consigue quitarse las
ataduras de las piernas.
—Por fin —suspira antes de ponerse en pie.
—El complejo es bastante seguro —le digo—. Pero hay un
punto ciego que yo sepa. Deberías poder salir sin ser detectado
si sigues mis instrucciones. Te llevaré allí.
—Estupendo —responde distraído. Al principio está un poco
tembloroso, pero pronto se orienta. Por supuesto, se dirige
hacia la puerta sin tenerme en cuenta.
—Espera, maldito imbécil —le digo—. ¿No te olvidas de
algo?
—¿Quieres un polvo rápido antes de que me vaya?
Le doy un puñetazo en el estómago, fuerte y rápido. Se queja y
se inclina un poco hacia delante.
—Tenemos que hacer que parezca que hubo lucha —le
recuerdo. Aprieto los dientes—. Tendrás que pegarme.
Me mira sorprendido. —¿Hablas en serio?
Le miro con el ceño fruncido. —¿Crees que no aguanto un
puñetazo? —le pregunto—. No sería la primera vez que un
hombre me pega.
Xander levanta las cejas. —¿Quién te ha pegado?
Le fulmino con la mirada. —¿Podemos dejar esta
conversación para otro momento?
—Bien… vale, pegarte… vale… hagámoslo.
Pongo los ojos en blanco. —No tienes que sonar tan
emocionado al respecto.
—¿Qué coño quieres de mí?
—¡Sólo hazlo!
Veo su puño venir hacia mi cara.
Mi primer instinto es moverme.
Pero no lo hago.
Me quedo quieta.
Me mantengo firme.
Me preparo para el impacto.
Pero incluso el dolor del puño de mi ex en mi cara palidece
ante el dolor que siento en mi interior.
El dolor de traicionar al único hombre que me mantuvo a
salvo.
41
LUCIO

El reloj marca las dos y media de la madrugada.


Incapaz de hacer caso omiso de la insistencia en el fondo de
mi cabeza, hago la llamada.
—¿Jefe?
—Enzo, ¿Sigues vigilando?
—Por supuesto —responde Enzo. Su voz suena apagada al
otro lado de la línea—. —Hace horas que no salgo de mi
puesto. Todo está tranquilo aquí.
—¿Evie?
—Tengo los ojos puestos en la habitación en la que está Evie
con su amiguita —confirma—. Sólo hay una lámpara de noche
encendida. Estrellas y planetas y mierda en el techo. No ha
habido movimiento en horas.
Respiro un poco más tranquilo cuando oigo eso.
—¿Cómo son los padres?
—Sienten curiosidad por ti, creo —admite Enzo—. Pero
mencioné que estabas fuera por negocios.
—Bien.
—Comprobé los antecedentes de ambos.
—¿Y?
—Ambos salieron limpios y confesados. El padre es pediatra.
La madre se queda en casa. Me ofreció galletas cuando dejé a
Evie.
—Bien —respondo distraído.
—No se preocupes, jefe —me asegura Enzo—. Tengo a su
niña. Está a salvo.
Asiento con la cabeza. Es un buen hombre. —Grazie, Enzo.
Cuelgo y respiro aliviado.
No esperaba sentirme tan extraño con Evie fuera de casa.
Es sólo una noche, pero estoy nervioso.
Nunca había tenido esa sensación.
Y justo ahora, cuando Enzo dijo —su niña, sentí como si mi
pecho se expandiera de alguna manera.
Vuelvo a hundirme en las almohadas. Pero incluso después de
la llamada con Enzo, no consigo quedarme quieto el tiempo
suficiente para dormirme.
Tal vez porque la otra chica en esta casa me está volviendo
loco.
Todavía no puedo superar su enloquecimiento después de la
cena de Santiago. La mujer perdió la cabeza. Por ninguna
buena razón.
¿Lo más importante?
No confía en mí en absoluto.
Me incorporo al oír pasos que se acercan. Pasos ligeros. Pasos
femeninos.
No puede ser ninguno de mis hombres…
Los golpes en la puerta me sacan de la cama.
Y su grito estrangulado golpea una cuerda de miedo en mis
entrañas.
—¡Lucio!
Abro la puerta de un tirón y veo a Charlotte al otro lado. Le
ruedan las lágrimas por la cara y tiene moratones recientes en
la mandíbula y la mejilla.
—¿Qué coño?
—Lo siento —jadea. Sus sollozos hacen difícil entenderla al
principio—. Lo siento tanto… yo… él se fue… huyó… yo…
yo…
La agarro por los hombros y tiro de ella hacia mí. Se precipita
contra mi pecho y noto los latidos de su corazón golpeando
erráticamente contra el mío.
Al principio está tensa. Tensa de pies a cabeza y temblando
como una hoja. Pero con cada sollozo y cada segundo que
pasa, se funde más y más conmigo.
—Eh, eh —le digo tranquilizándola—. Cálmate, Charlotte.
Cálmate y háblame.
Me roza el torso con las manos. No llevo camisa, así que me
agarra la espalda desnuda y me clava las uñas en la piel. Sus
lágrimas me mojan el pecho.
—Lo siento… sigue balbuciendo.
—Charlotte, respira. Dime qué ha pasado.
—Bajé a por un vaso de agua —balbucea—. No podía dormir
y necesitaba salir de mi habitación. Cogí mi vaso de agua y
pasaba por el sótano cuando oí ruidos…
Mierda.
—Yo… bajé a ver qué pasaba y… y…
—¿El prisionero?
Ella asiente. —Lo encontré en la misma habitación en la que
yo estaba —lloriquea—. Yo… él estaba golpeado y
ensangrentado… me rogó por un poco de agua.
Maldita sea…
—Tenía el vaso en la mano… y él miraba… no podía decir
que no…
Levanto la barbilla de Charlotte, obligándola a mirarme.
Sus ojos están llenos de pánico. De miedo.
—¿Qué ha pasado?
—Me agarró. Sus ojos caen de nuevo y los sollozos empiezan
a sacudir todo su cuerpo en silencio. Se libera de mi agarre y
se aleja a trompicones. Como si no soportara enfrentarse a mí.
—Lo siento, Lucio —gimotea—. Me agarró, me obligó a abrir
la reja…
—Estaba inmovilizado —digo con incredulidad.
—No estaba inmovilizado cuando lo encontré —dice Charlotte
—. Me obligó a soltarle. Dijo que me mataría si no lo hacía.
Así que yo… yo… le dejé ir.
Y ahí está.
Mierda, mierda, mierda.
Cojo mi móvil y hago una llamada a seguridad.
—Comprueba el perímetro —ladro en el momento en que la
línea se descuelga—. Nuestro prisionero anda suelto.
Miro a Charlotte. Se rodea el cuerpo con los brazos y se
balancea sobre los tacones. El moratón de su mejilla está
empeorando. Por poco no le pone un ojo morado.
Ese hijo de puta.
Nunca debí traerlo a casa. Esto es mi maldita culpa.
—¿Lucio?
Su voz es pequeña. Nunca la había oído sonar tan…
¿Desamparada? ¿Arrepentida?
Ni siquiera encuentro la palabra adecuada.
Ninguna de las que estoy pensando le sienta bien.
—Lo siento mucho —dice, mirándome a los ojos por primera
vez desde que apareció en mi puerta—. Yo… no sabes
cuánto…
La profundidad de su disculpa me coge por sorpresa.
Entonces me doy cuenta de que probablemente está pensando
en mi reacción.
Está viendo la ira en mi cara y asumiendo que va dirigida a
ella.
—Oye —susurro suavemente, acercándome a ella—. No
tienes que disculparte.
La sorpresa se dibuja en sus ojos.
—Pero lo dejé ir…
—Te atacó —le digo—. Te obligó a hacerlo. No deberías
haber estado en el sótano. Pero debería haberte dicho lo que
estaba pasando.
Baja la cabeza. La cojo de la mano y la llevo a mi cuarto de
baño.
Me sigue sin decir palabra, y siento que algo en mi estómago
se retuerce en una fina cuerda de rabia.
La levanto y la coloco en la encimera del baño frente a mí. Sus
ojos están pensativos, quizá incluso un poco confundidos,
mientras examino el moratón de su mejilla.
—Ese hijo de puta —gruño.
—Me lo merezco. Es todo mi culpa.
—No digas eso, maldición —siseo—. De ninguna manera te
mereces esto.
Sus ojos se nublan. Se niega a mirarme.
Antes de que pueda pensar qué decir a continuación, mi
teléfono empieza a sonar.
Lo cojo inmediatamente, con la esperanza de que hayan
pillado al cabrón intentando escabullirse.
Ya sé exactamente cómo voy a tratar con él. Arruinó cualquier
oportunidad que pudiera haber tenido de una muerte rápida y
misericordiosa.
Cuando le ponga las manos encima a ese hijo de puta, voy a
hacerle sufrir.
—Dime que lo tienes.
Oigo un suspiro apagado. —Jefe… se ha ido.
—¿Cómo coño es posible? —exijo.
—Consiguió encontrar la puerta de la hiedra en el lado noreste
—me dice Raffaele—. Está completamente escondida, así que
solemos dejarla sin vigilancia.
—¿La puerta de la hiedra? —repito consternado.
No hay manera de que ese imbécil golpeado hasta la muerte se
las arreglara para tropezar con el único camino sin vigilancia
dentro y fuera del complejo.
Para empezar, está completamente oculto.
Y por otro, algunos de mis propios hombres ni siquiera lo
saben. Lo que significa…
Alguien le ayudó.
Las palabras de Kazimierz suenan siniestramente en mi
cabeza.
El mundo está lleno de serpientes. Las más peligrosas son las
que menos te esperas.
Aprieto tanto los dientes que me pregunto si están a punto de
romperse.
—Tenemos dos equipos rastreando los alrededores, jefe —me
informa Raffaele—. Lo atraparemos.
Ya sé que no lo encontraremos, pero decido permitirlo de
todos modos.
—Llámame si hay noticias.
Cuelgo y dejo el teléfono a un lado. Siento los ojos de
Charlotte clavados en mí.
—¿Lo atraparon tus hombres? —pregunta esperanzada.
—No —respondo—. Pero lo haremos. Y cuando le ponga las
manos encima, le exprimiré yo mismo la vida de sus
pulmones.
Cojo una toallita para la cara y la pongo bajo el chorro de agua
fría del grifo. Luego la presiono suavemente contra su mejilla
magullada.
Se estremece ligeramente, pero no intenta apartarse de mí.
Le acaricio suavemente la mejilla con la toalla fría. Al cabo de
unos instantes, cierra los ojos aliviada.
—Eso sí que sienta bien.
—Yo también me he curado algunos moratones en la cara —le
digo—. Esto siempre me funciona.
—Solía ignorar mis heridas —dice—. Era lo bastante joven y
tonta como para considerarlas una insignia de honor.
Levanto las cejas. Cuando se asoma por un ojo, nota la
pregunta en mi cara.
—Oh, eh, sólo uno de los novios de mi madre —explica, casi
avergonzada—. Tenía problemas de ira. Era un blanco fácil.
—Jesús —respiro. No creí que fuera posible estar más
enfadado—. ¿Quién es este tipo?
Se ríe. O al menos lo intenta, pero se convierte en una mueca
de dolor.
—¿Acaso importa? —pregunta ella—. Hace mucho que se
fue. Sólo duró un par de meses.
—Tu madre suena como todo un personaje —digo apretando
los dientes.
Charlotte se encoge de hombros. —Está rota. ¿Cómo puedes
esperar que una persona rota arregle a otra?
Nos quedamos en silencio, pero sigo curándole el hematoma.
Me alargo más de lo necesario.
—No tienes por qué hacer esto —dice rompiendo el silencio.
—¿Qué?
—Esto —enfatiza, señalando la toalla que tengo en la mano—.
No hace falta que me cuides.
—Tú me cuidaste —señalo.
—Eso fue diferente.
—¿Por qué?
—Eso fue una herida de bala, payaso —se ríe— Esto no es tan
grave.
Luego, su risa se suaviza hasta convertirse en una lúgubre
seriedad.
—Me alegro de que Evie no esté aquí esta noche —dice en
voz baja.
—De acuerdo —hago una mueca—. Ya he traumatizado
bastante a la chica.
Los ojos azules de Charlotte me miran. No dice nada, pero
intuyo su pregunta.
Normalmente, no me gustan las explicaciones. Pero por alguna
extraña razón, siento que le debo una.
—Sé que dije que mantendría esta mierda fuera de la casa…
—Es tu casa —dice rápidamente.
—Ahora también es la casa de Evie —digo—. Y ella tiene que
ser mi prioridad. Fue un error de juicio. No volverá a ocurrir.
—Vaya —dice Charlotte aturdida.
Frunzo el ceño. —¿Qué?
—Nada. Es que… nunca pensé que te oiría admitir que
cometiste un error —explica.
—Un hombre de verdad no tiene miedo de admitir cuando se
equivoca.
Parece que quiere decir algo, pero se muerde el labio. Puedo
adivinar en qué está pensando, en la larga lista de hombres
idiotas que su madre hizo entrar y salir de su mundo, durante
toda la infancia de Charlotte.
Me molesta. Estoy casi furioso.
Esos «hombres» no eran hombres. Eran cobardes. Parásitos.
Un hombre de verdad protege lo que es suyo.
Y cuando la caga, como me ha pasado a mí esta noche,
atraviesa el infierno para arreglar las cosas.
—Vamos a llevarte a la cama —le digo—. Puedes dormir aquí
esta noche si quieres. Estarás a salvo.
Se me queda mirando, sus ojos son un conflicto de emociones
que no puedo descifrar.
—¿Por qué estás aquí, Lucio? —pregunta.
—¿Qué quieres decir? —le pregunto.
—Quiero decir, ¿Qué haces aquí conmigo en vez de ahí fuera
con tus hombres? —aclara.
Es una buena puta pregunta.
Una que no me he preguntado, probablemente porque ya sé
que no me va a gustar la respuesta.
—Mis hombres pueden encargarse de esto —digo vagamente,
ofreciéndole mi mano. No es una gran explicación. Pero es lo
mejor que puedo dar ahora.
—Puedo volver a mi habitación —dice vacilante, como si le
preocupara ofenderme.
—Lo que prefieras.
—Es que… no quiero incomodarte.
—No me habría ofrecido si ese fuera el caso.
Asiente despacio y veo que se lo está pensando seriamente.
—Charlotte.
—¿Sí? —dice, y sus ojos vuelven a posarse en los míos.
—Deja de pensar tanto.
Una sonrisa preocupada se dibuja en su rostro. —Para ti es
fácil decirlo.
—¡Vamos! —le digo, tirando de ella hacia abajo de la
encimera del baño.
La conduzco al dormitorio. Cuando la llevo a mi cama, no se
resiste. Retiro las sábanas y se mete debajo.
Debería dejarla.
Pero una vez más, a pesar de mi buen juicio…
Me quedo.
Tomo asiento a su lado en el borde de la cama y abro el cajón
superior de la mesilla de noche de teca.
—Aquí hay ibuprofeno y Advil —le digo— Para el dolor.
—Realmente ya no lo siento.
—Eso es sólo el hielo adormeciéndote —le digo—. Créeme,
empezarás a sentirlo en unas horas. Tómate una pastilla. Te
ayudará a dormir.
—No creo que pueda dormir esta noche.
El destello de miedo en su rostro me dice que no es el dolor lo
que teme.
Es el hombre que se lo infligió.
—No tienes que volver a preocuparte por él, Charlotte —le
aseguro con fiereza—. Ese cabrón no va a respirar por mucho
tiempo.
—Está en tu lista de enemigos, ¿Eh? —pregunta con un atisbo
de sonrisa.
—Sin duda alguna.
—Debe haberte molestado mucho.
—Lo hizo —respondo, rozando su mejilla con el dorso de la
mano—. Te hizo daño.
Puedo ver la confusión en sus ojos. Está intentando determinar
lo que quiero decir. Intenta descubrir la extraña energía que
hay entre nosotros.
Intenta determinar si es real o imaginario. —No soy nadie —
dice en voz baja.
—No —refuto—. Te equivocas.
Me mira y sé que no puedo dejarlo ahí.
—Eres la aliada de Evie —continúo—. Eres la única en quien
confía plenamente. Haces que se sienta segura y cómoda. Eso
te hace importante.
—Oh —dice Charlotte.
Se le cae la cara de vergüenza, aunque intenta disimularlo con
una sonrisa.
Pero la sonrisa sale triste.
Hay más cosas que decir. Ya lo sé.
Quiero decirle que su valor para mí no se basa únicamente en
su conexión con Evie.
Pero no me atrevo a decir las palabras.
Tal vez por eso me encuentro inclinándome, presionando mis
labios contra los suyos. Es sólo un aleteo, el más suave de los
besos.
Y cuando me retiro, parece aún más confundida que antes.
—¿Qué estamos haciendo? —susurra.
—No lo sé.
—Esto está mal —dice en voz baja—. Todo está mal.
Frunzo el ceño, preguntándome qué quiere decir exactamente
con eso. Sus ojos se elevan hacia los míos durante un segundo
y luego los vuelve a bajar, como si mirarme a la cara le
resultara demasiado difícil.
—Nunca hemos hablado de lo que pasó entre nosotros —
señala.
Me retiro un poco.
—No, no lo hemos hecho.
—No deberíamos estar haciendo esto —dice—. Nada de esto.
Sus ojos se entornan y tengo la sensación de que está hablando
de otra cosa. Puedo ver el trauma en sus ojos, años y años de
trauma, mirándome fijamente.
—Puede que no. Ahora te dejo —digo, preparándome para
levantarme de la cama. Pero su mano sale disparada y se aferra
a mi brazo.
Por su mirada, sé que no quería hacerlo. No quería detenerme.
Fue automático, instintivo. Puramente primitivo.
—Yo… lo siento —vuelve a decir. Pero no lo suelta del todo.
—Deja de disculparte. No has hecho nada malo.
Quiero sacudirla como a un muñeco de trapo para liberar de su
cerebro esos pensamientos de odio a sí misma. Quiero
obligarla a mirarse al espejo y ver lo que yo veo, una mujer
fuerte. Una mujer orgullosa. Una mujer feroz.
—Le dejé ir… —murmura.
—Te atacó —repito, con la mano levantada de nuevo hacia su
cara—. ¿Qué opción tenías?
—Siempre hay una opción —dice suavemente—. Incluso en
situaciones imposibles, siempre hay una opción.
—Charlotte —le digo, mirándola con preocupación—.
Necesitas descansar un poco.
—No puedo dormir. Me responde.
—Inténtalo de todos modos —insisto—. Lo necesitas.
Abre la boca como si quisiera protestar, pero vuelve a cerrarla.
Se recuesta contra mi almohada, pero sus ojos permanecen
abiertos.
—¿Evie está bien? —pregunta.
—Pregunté por ella justo antes de que aparecieras en mi
puerta. Ella está bien. Está a salvo.
Charlotte suspira aliviada. —Bien —responde, sus ojos se
cierran por un momento—. Qué bien. Estaba tan entusiasmada
con este sueño… sobre…
La mano de Charlotte sigue agarrada a mi brazo mientras se
duerme. Se afloja un poco, pero no me suelta.
No me importa en absoluto.
42
CHARLOTTE
A LA MAÑANA SIGUIENTE

Me despierto en la habitación de Lucio.


Dolorida.
Cansada.
Y completamente sola.
Sintiendo una extraña oleada de vergüenza, me escabullo y me
retiro a mi habitación. Me quedo allí hasta que Evie vuelve a
casa con Enzo.
Es fácil perderse en sus historias mientras pasamos el día en la
piscina y el jardín.
Es fácil olvidarse de lo que estoy haciendo aquí. Si todo esto
es un sueño loco y jodido. Si hice lo correcto al dejar ir a
Xander, y luego mentirle a Lucio al respecto.
Ha sido mentira tras mentira tras mentira. Empiezo a sentir
que me están alcanzando.
Explicarle mi moratón a Evie es un añadido más a la mezcla.
Le digo que me tropecé con una puerta cuando no estaba
prestando atención. Se encoge de hombros, parece creerlo y se
vuelve para observar una mariposa en un seto cercano.
Ojalá todas mis mentiras fueran tan fáciles.
Más tarde, volvemos de un largo paseo por los jardines y nos
encontramos con relucientes vestidos de noche colocados
sobre nuestras camas.
Me detengo en la puerta y frunzo el ceño. Evie hace
exactamente lo contrario. Corre hacia delante y toca la costosa
tela con ojos enormes y sorprendidos.
Hay un vestido para cada una.
El de Evie es un elegante plateado que combina a la perfección
con sus ojos. El mío es aguamarina y parece brillar como la
luz de la luna en el océano.
Me pregunto qué significa todo esto hasta que veo algo. Hay
una nota encima del edredón. Está escrita con un garabato
masculino.
Cena a las 8. Creo que estos vestidos les quedarán preciosos a
las dos.
Mi corazón se aprieta ferozmente en mi pecho.
Pero lo más valioso de todo es la última pieza de la sorpresa,
otro regalito, con una nota similar con la misma letra.
Dejo que Evie abra el papel de regalo para descubrir el
contenido.
Una elegante corbatín negro.
Estoy confundida hasta que leo la nota.
Para Paulie, dice. Él también debe lucir elegante.
Mi corazón se aprieta de nuevo. El doble de fuerte.
—¿Qué dice la nota? —Evie me pregunta.
—Tu padre nos va a llevar a cenar —le explico con una suave
sonrisa.
Evie chilla y aplaude emocionada.
No quiero desanimar su felicidad, yo también siento algo de
ella, una especie de vértigo ebrio que he aprendido a asociar
con Lucio.
Pero también siento mucha confusión.
También he aprendido a asociar eso con Lucio.
Intento luchar contra mis sentimientos encontrados mientras
las dos nos preparamos.
Evie me deja que le seque el pelo y se lo peine como yo me
peino el mío, con largos rizos sueltos que caen en cascada por
nuestras espaldas. Cantamos, bailamos y reímos, y durante un
rato es fácil fingir que no hay nada de qué preocuparse.
Pero en cuanto llega la hora de bajar, siento que voy a vomitar
en el acto.
¿Qué estamos haciendo? le pregunté a Lucio anoche mientras
me metía en su cama.
No había contestado. Yo tampoco tenía respuesta.
Todavía no la tengo.
Todo lo que sé es que, sea lo que sea lo que hay entre nosotros,
me está volviendo loca rápidamente.
Evie y yo bajamos juntas las escaleras, fingiendo ser princesas.
Cuando doblamos la curva de la escalera, él aparece.
Lleva esmoquin, para mi sorpresa.
Lo menos sorprendente es lo bien que le queda.
Tiene el tipo de armazón con el que se hicieron los
esmóquines. Como si el diseñador del esmoquin hubiera
pensado en Lucio Mazzeo cuando lo ideó.
Hombros anchos, líneas nítidas en blanco y negro. Pelo oscuro
despeinado.
Y, por supuesto, esos ojos que brillan como estrellas mientras
disfruta de nuestro descenso.
Cuando llegamos al suelo, le susurro a Evie al oído. Ella
sonríe, se acerca corriendo y le hace una reverencia.
Lucio abre mucho los ojos, se ríe y devuelve la reverencia.
—Estás preciosa, tesoro —le murmura.
No me pierdo cómo sus ojos me miran. No dice nada, pero no
hace falta.
Esa sola mirada basta para que se me derritan las entrañas.
Me ofrece un brazo cuando me acerco. Al otro lado, coge la
manita de Evie con la suya. Y juntos, los tres atravesamos la
enorme puerta principal y salimos a la noche.
El coche está esperando en la entrada. Raffaele nos abre las
puertas. Ayudo a Evie a sentarse en el asiento trasero y luego
me siento en el asiento del copiloto.
—Gracias, Raffaele —digo cortésmente.
Asiente y cierra mi puerta.
Lucio llega por el otro lado y se pone al volante.
—¿Adónde vamos? —pregunto—. ¿Está la Reina de
Inglaterra en la ciudad o algo así?
Lucio se ríe. Dios, cómo me gusta ese sonido. Oscuro, rico y
seductor sin pretenderlo.
—Il Dolore e Il Piacere, dice con ese delicioso acento suyo.
—Creo que lo conoces.
—¿Eh?
Frunzo el ceño y hago más preguntas, pero Lucio se limita a
subir el volumen de la música con un guiño exasperante.
Bastardo.

NO TENGO que esperar mucho para obtener respuestas.


Cuando salimos del restaurante, se me cae el estómago.
Manteles blancos y farolillos rojos cuelgan sobre la puerta,
bañándolo todo con una luz cálida y suave.
Il Dolore e Il Piacere.
El restaurante de Lucio.
El mismo del que me habían pillado cenando y huyendo.
Cuando me vuelvo hacia él, con la mandíbula desencajada y
los ojos desorbitados, la sonrisa de Lucio se agranda. ¡Y esa
risa, esa maldita risa…!
Me estremezco y me doy la vuelta para que no vea lo que me
hace.
—¡Idiota! —grito, medio riendo y medio mortificada.
Pero no tengo mucho tiempo para echarle la bronca, porque
los aparcacoches se apresuran a abrir todas las puertas y
ayudarnos a salir.
Les doy las gracias al salir. Me detengo frente al restaurante y
contemplo el paisaje. Es un poco como volver a la escena del
crimen.
En realidad, es exactamente eso.
Pero, en cierto modo, también es como recordar un sueño
largamente olvidado. Han pasado tantas cosas desde que
estuve aquí. Se siente como si fuera una Charlotte diferente.
Lucio y Evie se acercan. —¿Listas? —pregunta.
—Después de ti —digo con una floritura melodramática.
Sonríe y se adelanta. Me quedo un paso detrás
intencionadamente, para poder observar cómo Evie le coge de
la mano mientras entran juntos en el restaurante.
Al ver su enorme mano tatuada agarrando la de ella, mi
corazón da un vuelco.
Poco a poco, su vínculo empieza a formarse. Cada vez se
siente más cómoda con Lucio.
Y está claro que el sentimiento es mutuo.
Sin embargo, me sorprende lo excluida que me hace sentir a
veces. Es un recordatorio de que son familia. Y yo… no.
Decididamente, no.
¿Así que estas pequeñas excursiones que hacemos juntos? Son
sólo fingidas. Podemos parecer una pequeña familia perfecta
desde fuera.
Por dentro, somos un amasijo de piezas rotas.
Principalmente yo.
—¿Charlotte?
Parpadeo, dándome cuenta de que Lucio y Evie me están
esperando a la entrada del restaurante.
—Lo siento —digo, saliendo de mi ensoñación y avanzando.
—¿Dónde tienes la cabeza? —me pregunta Lucio cuando
entro en el restaurante a su lado.
—En ninguna parte. Aquí.
Sus cejas se levantan, pero no me presiona.
Un maître delgado se acerca a nosotros con una sonrisa
brillante. Le reconozco de inmediato.
Se ve un poco diferente a la última vez que nos vimos.
—Bienvenido, Sr. Mazzeo —saluda—. Es un placer tenerle
aquí esta noche.
—Grazie, Giraldo —responde Lucio.
—¿Desea un espacio privado, señor? —continúa—. O…
—Una cabina en esa esquina está bien —dice Lucio,
caminando hacia una.
Se lleva a Evie con él y Giraldo se vuelve hacia mí. La sonrisa
en su rostro vacila un poco, pero logra recuperarla casi de
inmediato.
—¿Te acuerdas de mí? —pregunto con picardía.
—Eh… por supuesto, señora.
—No tienes que hacer eso —le digo—. Charlotte está bien.
Parece un poco conmocionado mientras me sigue hasta la
mesa en la que están Lucio y Evie. Ya han sacado los cubiertos
y Evie está colocando los tenedores y los cuchillos en una
extraña formación.
Ha ocupado una esquina de la cabina. Lucio está en el centro.
Así que mi única opción es sentarme a su lado.
Me hormiguea la piel cuando mi pierna roza la suya al
sentarme.
—¿Quieren menús? —pregunta Giraldo.
—Tomaré lo mismo que pedí la última vez —le digo—. Te
acuerdas, ¿Verdad, Giraldo?
Se sonroja un poco, mirando entre Lucio y yo.
—Oh, lo siento, señora…
—Ah, ¿De qué acabamos de hablar, Giraldo? —le recuerdo
juguetonamente.
Sus ojos parpadean hacia Lucio. —¿Charlotte? —dice dudoso
de sí mismo.
—Charlotte —reafirmo con una agradable inclinación de
cabeza—. Así es. Somos viejos amigos, ¿Verdad, Giraldo?
—Por supuesto, Srta., ah… Charlotte —dice inseguro—. Pero
en realidad no recuerdo lo que pidió la última vez.
—¿En serio? Vaya, me siento ofendida.
Sus mejillas se sonrojan. Ahogo una sonrisa, pero creo que,
llegados a este punto, debería acabar con su sufrimiento.
—Sabes qué, está muy bien —digo–. Lucio, ya conoces el
menú. Comeré lo que pidas.
Lucio me dedica una pequeña sonrisa antes de volverse hacia
Giraldo.
—Pediremos la pasta pappardelle con ragú de cordero. Los
ñoquis de calabaza con jarrete de cordero. Un frutti di mare y
pasta con rueda de queso.
—Muy bien, señor —dice Giraldo—. ¿Algo de beber?
—¿Evie? —Lucio pregunta, volviéndose hacia Evie—. ¿Qué
te gustaría?
—Oh, no lo sé —dice, pareciendo muy intimidada de repente.
—¿Qué tal un buen zumo de naranja? —sugiero.
Evie me hace un tímido gesto con la cabeza. —Dos zumos de
naranja, Giraldo —le digo.
—Y un vaso de vino para mí —añade Lucio.
—Enseguida, señor.
Se apresura a marcharse. Se me escapa una pequeña carcajada.
—¿Te ha gustado? —pregunta Lucio.
—Mucho —respondo—. Has pedido demasiado.
—Tengo hambre.
Me encojo de hombros. —Como quieras.
Hay algo raro entre nosotros. Una incertidumbre nacida de
todas las cosas que no nos decimos.
Giraldo llega un segundo después con nuestras bebidas y una
cesta llena de diferentes panes artesanales. Solo el olor ya me
hace inclinarme hambrienta.
—Vaya, huele divinamente —suspiro.
—¿De verdad eres amiga del camarero, Charlotte? —Evie
pregunta.
—Bueno, un poco —digo—. En cierto modo. Lo conocí justo
antes de conocerte a ti.
—Oh.
—¿Charlotte?
—¿Sí?
—¿Cómo te convertiste en mi niñera? —Evie pregunta.
Miro a Lucio, sorprendida por la pregunta.
—Um, bueno, yo… ¿Lucio? —digo, mirando hacia él—. Tal
vez deberías responder esta pregunta.
Arranca un trozo de focaccia y se lo mete en la boca. —Te
preguntó a ti —dice razonablemente.
—¡Lucio!
Se ríe entre dientes, pero no intenta ayudarme. Le lanzo una
mirada sucia y vuelvo a mirar a Evie.
—Lucio me echó un vistazo y supo que sería una niñera
estupenda —digo, agitándome terriblemente.
Frunce el ceño. —Hmm, no es así como lo recuerdo.
Este hijo de puta…
—Entonces tal vez deberías contar la historia —digo
bruscamente.
Vuelve a reírse. El sonido musical me obliga a respirar hondo.
Me relajo un poco mientras hablamos, utilizando a Evie como
amortiguador entre nosotros.
Cuando llega la comida, me relajo un poco más.
Sobre todo porque, cuando estás atiborrándote de comida, no
hay mucho espacio para la conversación.
El calor de anoche nos ha seguido hasta hoy.
Cuidó de mí aunque no tenía que hacerlo. Estaba ahí para mí.
Si supiera lo que he hecho.
Lo que sigo haciendo.
Miro fijamente mi pasta y mi apetito fluctúa peligrosamente.
Anoche fue la primera vez que estuvimos a punto de hablar de
lo que pasaba entre nosotros. Pero estaba claro que Lucio no
quiere tocar el tema.
¿Cómo está la comida? —pregunta Lucio.
Le miro. —Estupendo. La comida está deliciosa.
—Pareces distraída.
Dudo. —Sí, un poco.
—¿Hay algo de lo que quieras hablar?
Frunzo el ceño. Su amabilidad me está haciendo más difícil
tragarme la culpa. Me está haciendo más difícil guardar el
secreto.
—Pareces triste, Charlotte —dice Evie en voz alta.
—¿Qué? No —respondo indignada.
—Sí, así es. ¿Se están peleando papá y tú?
Levanto las cejas y me quedo mirándola un momento. —¿Qué
te hace decir eso?
Evie nos mira a Lucio y a mí y niega con la cabeza, como si le
diera miedo decirlo.
—Oye —le digo, dándole una pequeña sacudida en el hombro
—. No pasa nada, pequeña. Dímelo.
—Es que a veces pareces triste cuando le miras.
Se me eriza el vello de los brazos. Esta niña es demasiado
observadora para su propio bien. Y si ella se ha dado cuenta,
¿Lucio se ha dado cuenta de lo mismo?
—Evie —dice Lucio, interviniendo—, Charlotte y yo no
estamos peleados.
—¿Se gustan entonces? —pregunta, casi suplicante.
Los ojos de Lucio se cruzan con los míos durante un segundo.
No puedo retener su expresión el tiempo suficiente para
identificar lo que veo.
Pero me asusta de todos modos.
—Somos amigos —le dice a Evie.
Amigos.
¿Por qué me hace eso feliz?
¿Por qué me da un vuelco el corazón?
Me concentro en Evie y me fuerzo a sonreír.
—¿Ves? —le digo—. No tienes que preocuparte por nada.
Evie escruta mi cara durante un momento. —Vale —dice
vacilante—. Porque me gusta cuando estamos todos juntos.
Siento que las lágrimas brotan de mis ojos más rápido de lo
que puedo atraparlas.
Me recuerdo a mí misma hace quince años.
Una niña triste y solitaria que sólo quería una familia. Cuando
tienes seis años, eso es todo lo que realmente quieres.
Alguien que te quiera.
Alguien que te haga sentir segura y protegida.
Alguien que te cubra las espaldas.
Me inclino y apoyo la frente en la suya un momento. —A mí
también —digo, en voz lo bastante baja como para que Lucio
no me oiga.
Cuando retiro la cabeza, sigue mirándonos con una tormenta
ilegible en los ojos.
–Evie —dice Lucio—, ¿Has terminado con tu pasta?
—Mhmm.
—Si vas al bar, Sampson te dará una sorpresa —le dice—.
Una muy buena, además.
—¡Vale! —dice Evie entusiasmada. Se desliza por la cabina y
se pone de pie.
Cuando nuestra pequeña rubia amortiguadora abandona la
mesa, siento que mi ritmo cardíaco aumenta de inmediato.
—Toma —dice Lucio, tendiéndome un pañuelo.
Mierda.
–Oh, gracias.
—¿Por qué lloras? —pregunta.
—Por nada, de verdad —digo, tropezándome con las palabras
—. Sólo estoy haciendo el ridículo. No es nada.
—Charlotte.
Suspiro. —Me recuerda un poco a mí misma —admito—. A
veces. Ella anhela una familia… como yo.
—Me tiene a mí —dice—. Y a ti.
—No somos una familia —señalo—. Sea cual sea esta
dinámica, es temporal. No estaré aquí para siempre.
—Nunca digas nunca —dice Lucio, con un encogimiento de
hombros que parece sugerir algo más.
Siento que mi culpa se agrava.
—Es perspicaz. Demasiado perceptiva —suspiro.
Dudo y pregunto, —¿Lucio?
—¿Sí?
—¿De verdad no sabes lo que le pasó a su madre?
Me mira fijamente. —La verdad es que no —responde—. Lo
último que supe de ella fue justo después de nuestra boda.
—¿Estuviste casado? —jadeo.
Asiente con la cabeza. —Así es. Pero…
—¿Pero? —presiono.
—Desapareció un día —me dice—. Se marchó.
—¿Y si se la llevaron?
—No —dice Lucio— Se había llevado toda su ropa y
pertenencias.
—Podría haber sido un montaje.
Lucio sonríe. —Ningún secuestrador habría sido capaz de
hacerle las maletas tan bien. Había dejado atrás la mierda que
odiaba —me dice— Se fue porque quiso.
—¿Así que no la buscaste?
—¿Por qué buscar a alguien que no quiere ser encontrado? —
pregunta—. Ella se fue porque sabía que el matrimonio no
duraría. Éramos demasiado diferentes. Demasiado rígidos
juntos.
—¿No sabías que estaba embarazada?
—Por supuesto que no. Si lo hubiera hecho, no la habría
dejado marchar —dice—. —Quizá por eso no me lo dijo.
Terminar las cosas correctamente. Quería una ruptura limpia.
No quería formar parte de mi mundo.
—¿Fue duro cuando se fue?
—Al principio estaba enfadado —admite—. Durante un
tiempo estuve amargado y resentido. Pero sabía por qué se
había ido. Lo entendí… con el tiempo.
Hay una pregunta que quiero hacer, pero tengo miedo de
cruzar una línea. Él también se da cuenta. Es tan perceptivo
como su hija.
—¿Qué pasa? —pregunta Lucio.
—¿Estabas enamorado de ella? —pregunto con delicadeza.
Hace una pausa, sus ojos buscan los míos por un momento.
—¿Qué respuesta buscas?
Siento un cosquilleo en el pecho. Una extraña y nerviosa
preocupación que no puedo controlar ni reprimir.
—La verdad.
—Le propuse matrimonio —responde—. Así que, en un
momento dado, pensé que la amaba. Pero cuando se fue, y una
vez que se me pasó el enfado, me sentí realmente aliviado.
Lo asimilo por un momento. Su respuesta me sorprende. El
hecho de que haya decidido compartirla conmigo me parece
significativo.
—Así que no, no creo que la amara —me dice—. Creo que
sólo me declaré porque quería demostrar de una vez por todas
que no era como mi padre.
Sus ojos están distantes, cautelosos. Sólo mueve los dedos.
Golpean el mantel blanco con inquietud.
—Pensé que, si algún día podía ser un marido decente, un
padre decente, demostraría al mundo que no me parezco en
nada a él. Que podía ser un jefe fuerte y un buen hombre al
mismo tiempo. Que no tenía que elegir.
—No es así —le digo—. Puedes ser ambas cosas. Eres ambas
cosas.
Levanta las cejas.
—Es que… veo cómo estás ahora con Evie —digo
efusivamente—. Han recorrido un largo camino. Y no tuviste
exactamente una transición suave a la paternidad. Pero
encontraste tu ritmo, antes de lo que la mayoría lo habría
hecho.
Sonríe, pero hay reservas en su expresión.
—A veces pienso que mi padre tenía razón —admite—. Este
tipo de vida tiene un precio. El precio es la familia.
—Eso no es verdad —insisto—. Mira a Enzo. Es un padre
increíble.
—Enzo trabaja para un jefe. Él mismo no lo es. Eso lo cambia
todo.
—Sólo si tú lo permites —digo con firmeza—. Tú eres el que
tiene el poder aquí.
Sonríe. —Lo dices como si fuera fácil.
—A veces, se trata de tomar una decisión. Eso es fácil.
Soy vagamente consciente de que las palabras que salen de mi
boca son dolorosamente irónicas. Y posiblemente incluso poco
sinceras. Pero esta conversación suena a verdad.
Me siento atraída por Lucio. Y estoy empezando a pensar que
tal vez él también se siente atraído por mí.
Ambos hemos tenido pasados dolorosos.
Padres crueles y negligentes.
Las probabilidades estaban en nuestra contra.
Pero hemos perseverado.
Hemos sobrevivido.
Eso tiene que significar algo… ¿no?
Nuestro contacto visual se interrumpe cuando Evie vuelve
corriendo a la mesa, con la sombra de un bigote de helado
untada en el labio superior.
—Qué rico —exclama, deslizándose de nuevo en el reservado
junto a Lucio.
—Sí, ya lo vemos —ríe Lucio con indulgencia.
Coge una servilleta y le limpia la cara. Evie se sienta con los
ojos brillantes y le deja limpiarla. Es un pequeño gesto, pero
también una muestra de confianza.
Para los dos.
—¿Están listas para volver a casa? —pregunta Lucio.
—¿Tenemos que hacerlo?
Se ríe entre dientes. —Ya ha pasado tu hora de dormir —dice
—. Volveremos pronto.
—¿Lo prometes?
—Prometido —responde Lucio.
—¡Sí! —Evie canta, aplaudiendo. Habiéndose asegurado una
promesa, se desliza de nuevo fuera de la cabina. —Bueno,
vamos.
Aunque estoy muy confundida, atormentada por la culpa y
completamente aterrorizada por el futuro, sonrío.
Todo lo que tengo es el ahora.
Pero es un comienzo. Es suficiente.
Nuestras miradas se cruzan al salir de la cabina. Aún quedan
muchas cosas por decir. Pero esta noche ha sido un paso en la
dirección correcta.
Aún no estoy segura de qué dirección tomará. Pero tengo
esperanzas.
Con la esperanza de que pronto podré contarle toda la verdad.
Y tal vez cuando lo haga, él lo entenderá.
Soy consciente de que puede ser ingenuo por mi parte creer
eso.
Pero la esperanza es todo lo que tengo en este momento.

S ALIMOS del restaurante y subimos al coche de Lucio.


Todos estamos cansados y llenos de la cena, y el ambiente en
el viaje de vuelta es somnoliento. Hasta que noto que Lucio se
incorpora de repente y sus ojos pasan de estar pensativos a
estar alerta en cuestión de segundos.
Miro a Evie, pero está susurrando a Paulie en el asiento
trasero.
También noto que nuestra velocidad aumenta lentamente.
—¿Lucio? —digo suavemente—. ¿Qué pasa?
Sus ojos se oscurecen. —Creo que nos están siguiendo.
Mi cuerpo se hiela y miro por el retrovisor. Veo unos faros a
unos metros detrás de nosotros. Pero no hay nada sospechoso
en el vehículo.
—¿Tal vez están conduciendo detrás de nosotros? —digo,
preguntándome si Lucio tiene razón al ser tan paranoico.
Lucio no contesta.
Coge su móvil y marca un número.
—Adriano —dice, un momento después—. Estamos llegando
a Broadway y la 91. Cinco minutos, diez como mucho. Envía
refuerzos. Dos equipos. Nos están siguiendo.
Cuelga el teléfono y volvemos a acelerar. El coche ya vibra
rápidamente.
—¿Lucio?
Me doy cuenta de que el coche de detrás también ha acelerado.
Maldición.
Golpeamos un bache y casi me levanto de mi asiento. Por
primera vez, Evie levanta la vista, consciente de que algo está
pasando.
—Whoa…
—No pasa nada, pequeña —le digo con una sonrisa falsa en la
cara—. Estamos bien. Sólo una curva empinada.
—¿Por qué conduces tan rápido, papá? —pregunta Evie.
Lucio está tan concentrado en el vehículo que nos sigue que no
contesta. La expresión de Evie se transforma en miedo.
Alargo la mano hacia atrás para acariciarle la rodilla.
—No te preocupes, princesa —le digo lo más tranquilizadora
que puedo—. Pronto estaremos en casa.
Al oír mis palabras, noto que más faros inundan las calles. Dos
vehículos más aparecen detrás del que nos sigue.
—Sujétate —ordena Lucio.
Oigo el rugido de su motor, mientras pisa el acelerador
fuertemente.
Evie grita ante el repentino golpe de velocidad. Siento como si
mi cuerpo fuera catapultado de un lado a otro. Intento sujetar
firmemente la rodilla de Evie, pero no puedo mantener la
posición a la velocidad a la que vamos.
Los coches se acercan a nosotros. Van a la ofensiva. Están
tratando de atraparnos entre ellos.
Dos de los tres coches perseguidores aparecen a ambos lados
del coche, ansiosos por ahogarnos hasta detenernos.
—Maldición —murmura Lucio en voz baja.
—¡Charlotte! —Evie grita, desde el asiento trasero.
—Evie —le ordeno, volviéndome hacia ella, «cierra los ojos y
abraza a Paulie. Ahora».
Me escucha inmediatamente y asiente, su cara desaparece en
su ornitorrinco de peluche.
Un segundo después, todo explota.
Uno de los coches choca con mi lado del vehículo.
Evie grita.
Sólo el cinturón de seguridad me impide salir volando por el
parabrisas. Me duele el brazo y, por un segundo, me preocupa
habérmelo dislocado.
—¡Oh, Dios… Evie…!
Vuelvo a mirarla. Su cabecita está inclinada hacia delante y ya
no abraza a Paulie.
—¡Evie! ¡Evie! —grito.
Lucio sacude la cabeza, desorientado, y me doy cuenta de que
el impacto le ha golpeado con más fuerza. Hemos golpeado el
morro del coche contra un enorme árbol.
—Lucio —digo, mi mano va a su brazo—. ¿Lucio? ¿Estás…?
Oigo portazos y, de repente, estamos rodeados. Hay
probablemente una docena de hombres que puedo contar,
todos vestidos de negro, todos armados.
Mi primer pensamiento es, ¿Así es como vamos a morir?
Mi segundo pensamiento es, Por favor, Evie no.
Mi tercer pensamiento, Todo esto es culpa mía.
Y entonces vuelvo a ver faros.
Los hombres que nos rodean se dispersan cuando cuatro
enormes todoterrenos doblan la esquina. Lucio aprovecha la
oportunidad para moverse.
Coge dos pistolas de debajo del asiento y abre de una patada la
puerta del conductor. La noche se llena del sonido de los
disparos.
Pero no me preocupa nada más que Evie.
Me desabrocho el cinturón e intento acercarme a ella.
Es entonces cuando veo a un hombre acercarse sigilosamente
al coche.
Definitivamente no está aquí para ayudar.
Miro a mi alrededor, pero Lucio se ha unido a sus hombres y
están luchando contra lo que parece un pequeño ejército.
Lo que significa que estoy por mi cuenta.
Miro rápido a mi alrededor. Lucio debe tener más de dos
pistolas en sus vehículos. Esperando estar en lo cierto, abro la
guantera.
¡Aleluya!
Hay una Glock negra brillante.
La única vez que he usado un arma fue en el campo de tiro,
donde Xander me llevó una vez a una «cita».
Ese día le odié.
Ahora, estoy agradecida.
Cojo la Glock y apunto al hombre justo cuando abre la puerta
de Evie.
—No te muevas, maldición —gruño.
Sus ojos se centran en mí. —Sólo quiero a la chica —dice—.
Todavía podrías ser útil donde estás.
Mi corazón vacila.
Lo saben.
Todos me conocen.
Pero lo más importante es que saben lo de Evie.
Lo que significa que Xander rompió su promesa y se lo dijo.
—Oh, seré muy útil —le digo.
Entonces aprieto el gatillo.
Sólo por ese pequeño lapso de tiempo, me alegro de que Evie
esté inconsciente. Ver a un hombre recibir un disparo en la
cara no es algo que quiera añadir a su lista de experiencias
traumáticas.
El bastardo se desploma en el suelo, inerte y sin vida. Salto al
asiento trasero con Evie y la desabrocho rápido.
—Evie —le digo, acariciándole la cara. Evie… ¿Estás bien?
Respira y sus pestañas se agitan un poco, pero no vuelve en sí.
Debe ser el impacto. Espero que sólo sea eso.
Paso por encima de ella, casi pisando el cadáver en el suelo,
mientras salgo del coche en ruinas. Le ignoro, así como el caos
que se desata a nuestro alrededor.
Evie es lo primero.
Intento sacarla del vehículo. Su peso muerto es un poco mayor
de lo que estoy acostumbrada, pero quiero llevarla lo más lejos
posible de esta escena.
Si los hombres de Lucio no ganan, los polacos se la llevarán
seguro.
Y no puedo dejar que eso ocurra.
Especialmente porque es mi culpa que estén tras ella en primer
lugar.
Consigo levantarla sobre mis caderas. Su cabeza rueda contra
mi hombro y apoyo su espalda con una mano. Me alejo dando
tumbos cuando oigo el sonido de un arma.
—Para.
Miro hacia la delgada mancha de árboles de donde procede la
voz.
Primero veo la pistola, apuntándonos directamente.
Entonces veo la cara de desesperación que hay detrás.
No le reconozco, pero está bastante claro que él me reconoce a
mí.
—Entrega a la niña —ordena.
Sacudo la cabeza. —No.
Da un paso adelante justo cuando otra ráfaga de disparos llena
el aire. Ahoga mi respuesta, pero sé que me ha oído.
—¿Qué coño estás haciendo? —se burla—. Estamos en el
mismo maldito bando!
Oh, Dios…
Mi corazón se hunde cuando la culpa y la vergüenza de mis
decisiones me alcanzan.
Están aquí por Evie, porque indirectamente la he usado como
cebo.
Porque confié en un hombre en el que nunca debí haber
confiado.
Xander pagará por esto.
—Será mejor que corras —le digo—, antes de que Lucio nos
encuentre.
Sacude la cabeza. —No sin la chica.
Estoy atrapada. Si levanto el arma en mi mano, me disparará
para cuando apunte. Y como Evie está afectivamente sobre mi
pecho, su bala le dará a ella primero.
No puedo permitirlo.
—Bien —respondo con cuidado—. La bajaré.
—Sólo pásamela.
—No voy a acercarme a ti —digo bruscamente—. Maldición,
date prisa entonces.
Coloco a Evie sobre el trozo de tierra más blando que
encuentro. Se agita un poco y rezo para que no vuelva en sí.
Al enderezarme, me doy cuenta de que tengo una pistola
escondida a la espalda.
No puedo permitirme dudar.
No puedo permitirme cometer un error.
—Ahora apártate de mi puto camino —me gruñe.
Está claro que no me ve como una amenaza.
Cree que soy débil. Indefensa. Aterrorizada.
Muchos hombres han hecho esa suposición en el pasado. Este
va a pagar por ello.
Sus ojos brillan de victoria. Cree que ha ganado. Cree que está
a salvo. Cree que tiene su billete dorado.
Ni siquiera creo que se dé cuenta de que la lucha ha cesado. El
silencio se ha vuelto a apoderar de la noche.
Avanza, bajando su arma en el proceso.
Y entonces es cuando golpeo.
Giro el arma hacia arriba y hacia delante, amartillándola
mientras apunto.
Sus ojos se abren de par en par cuando se da cuenta de que
voy armada.
—Espera…
El sonido del disparo es ensordecedor en el nuevo silencio. El
golpe me hace retroceder un metro. Un grito ahogado sale de
mis labios cuando él cae al suelo a pocos metros de donde dejé
a Evie.
—¡Charlotte! ¡Evie!
Oigo pasos y, un segundo después, Lucio aparece entre los
restos del coche.
Recoge los cuerpos de los dos hombres que maté para
protegernos.
Entonces sus ojos se dirigen a la pistola que tengo en la mano.
Finalmente, caen sobre su hija.
—Está bien —susurro, una lágrima resbala de mi ojo—. Ahora
está a salvo.
43
LUCIO
UNAS HORAS MÁS TARDE - HOSPITAL MONTE SINAÍ - NUEVA
YORK

Estoy en la puerta de la habitación privada que he reservado


para Evie.
Según los médicos, tiene una conmoción cerebral leve, pero
por lo demás, está bien.
Charlotte lleva casi una hora sentada con ella, cogiéndole la
mano como si tuviera miedo de soltarla.
Y no he podido apartar la vista de ellas dos en los últimos
quince minutos.
Avanzo y me siento en la silla que queda libre. Chirría cuando
mi peso se hunde en ella y Charlotte grita suavemente por la
intrusión.
—Lo siento. No te había visto —se disculpa.
—Necesitas dormir un poco.
—No, no lo sé —dice obstinadamente—. Estoy bien.
—No pareces estar bien.
—Pues lo estoy —contesta.
—Evie está bien —le digo—. Los médicos le han dado el visto
bueno para irse a casa. Ahora mismo están preparando los
papeles del alta.
Me doy cuenta de que Charlotte aprieta con fuerza la mano de
Evie. Parece a punto de echarse a llorar.
—¿Estás bien? —pregunto suavemente.
Se muerde el interior de la mejilla. —No lo sé.
—Esta noche fue… —Busco las palabras adecuadas—. Sé que
no debe haber sido fácil para ti pasar por eso.
—No me preocupo por mí —responde de inmediato, su voz
tiembla un poco hacia el final—. Me preocupo por Evie.
Observo cómo una lágrima resbala por su rostro. Se la seca
apresuradamente, como si le diera vergüenza.
—¿Qué pasó? —pregunta bruscamente—. Después de
estrellarnos, todo está borroso.
—Salí y empecé a disparar —le digo—. Mis hombres llegaron
justo a tiempo. Todo había acabado en poco tiempo.
—¿Algún prisionero? —pregunta, manteniendo la mirada fija
en Evie.
—No —le digo—. De cualquier forma, no iba a llevar un
prisionero a casa. No después de… lo que pasó la última vez.
Asiente lentamente. Ya ni siquiera estoy seguro de que me
escuche. Definitivamente algo está pasando con ella.
Algo sobre el asalto polaco había activado un interruptor.
Parece… no fría, exactamente. Pero ciertamente reservada.
Distante. Contemplativa.
—No es fácil, sabes —intento—. Matar a un hombre. Incluso
si se lo merece.
Me aventuro sin pistas reales, con la esperanza de sacar a la
luz sus traumas.
Me mira. —He matado a dos hombres esta noche —señala con
voz diminuta.
—Lo sé. ¿Cómo te sentiste? —pregunto.
Sus cejas se fruncen mientras piensa en su respuesta.
—No sentí nada —dice tras un largo silencio. Sacude la
cabeza—. Es que estaban pasando muchas cosas al mismo
tiempo. Sólo me concentraba en sacar a Evie de allí sana y
salva. Cuando llegó el momento de protegerla, no lo dudé.
Sabía que la única forma de salvarla era apretar el gatillo.
—Tenías razón —le digo tan amablemente como puedo—. La
salvaste, Charlotte.
Cierra los ojos y agacha la cabeza. Percibo el sollozo oculto en
su pecho. Intenta reprimirlo, pero yo lo noto.
—No he hecho lo suficiente —susurra—. No he hecho lo
suficiente.
Frunzo el ceño. —¿De qué estás hablando?
Vuelve a sacudir la cabeza y suelta la mano de Evie. —¿Por
qué no se despierta?
—El Dr. Evans me dijo que su cuerpo se apagó para proteger
su mente —explico—. Una vez que pase el shock, se
despertará. No te preocupes.
—Necesito verla sonreír —dice Charlotte desesperadamente.
—Y lo harás —le aseguro—. Sólo tienes que darle tiempo.
—Tiempo —repite Charlotte entumecida—. Tiempo…
Parece tan fuera de sí. No sé cómo llegar a ella. Cómo
calmarla. Cómo traerla de vuelta a mí.
Llaman suavemente a la puerta y, un segundo después, se abre.
Veo un mechón de pelo rubio largo y enmarañado. Ojos
castaños oscuros. Expresión sombría.
Reconozco esa cara.
Parece que ha perdido mucho peso desde la última vez que la
vi. También está pálida.
Como si no hubiera visto el sol en semanas.
Oigo el grito ahogado de Charlotte. —¡Vanessa!
Por primera vez en horas, Charlotte abandona su posición
junto a Evie y corre hacia su amiga.
Las dos se abrazan desesperadamente, rodeándose con los
brazos.
Cuando por fin se separan, Charlotte agarra la cara de Vanessa
y la mira fijamente durante un momento.
—¿Cómo estás, nena?
La chispa habitual en los ojos de Vanessa prácticamente no
existe. Parece como si viera fantasmas. Asiente lentamente,
intentando esbozar una sonrisa que nunca llega a sus ojos.
—Estoy bien. Estoy bien —murmura—. ¿Cómo estás tú?
Charlotte mira a Evie detrás de ella. Luego me mira a mí y
parece… ¿Nerviosa? Algo no va bien.
—Estoy… sobrellevándolo —responde evasiva.
—Vanessa —interrumpo—. ¿Cómo supiste dónde encontrar a
Charlotte?
—Coincidencia, suelta inmediatamente. —He estado… un
poco indispuesta últimamente. He estado entrando y saliendo
del hospital, por eso no he podido visitarte antes. Estaba aquí
para una cita con el médico cuando vi a uno de tus hombres
merodeando. Lo reconocí del recinto la última vez que lo
visité. Le seguí hasta aquí y, ta dá, aquí estoy.
No cuestiono la historia, todavía no, pero eso es exactamente
lo que me parece. Una historia. Practicada. Pulida. Ensayada.
Falsa hasta la mierda, en otras palabras.
Charlotte me mira. —¿Te quedarás con Evie? —pregunta—.
Sólo quiero ponerme un poco al día con Vanessa.
—Por supuesto —respondo–. Pero no te vayas lejos.
Charlotte coge a su amiga de la mano y salen de la habitación
del hospital. Miro a Evie mientras me pongo en pie y me dirijo
instintivamente hacia la puerta.
Me resulta extraño que Vanessa estuviera en este hospital a la
misma hora que nosotros. No creo en las coincidencias.
En mi trabajo, hacen que te maten.
Empujo la puerta entreabierta y veo a Vanessa y Charlotte
caminando por el pasillo y doblando la esquina.
Salgo de la habitación del hospital justo cuando Giovanni se
acerca a mí.
—Jefe, acaba de irse…
—Lo sé —le corto—. Yo lo aprobé. No pasa nada. Quédate
con Evie. Vuelvo enseguida.
Avanzo por el pasillo y me detengo justo antes de doblar la
esquina. Oigo sus voces, pero me cuesta captar exactamente lo
que dicen.
—… no está bien…
—… Lo siento…
¿Qué lamenta Charlotte?
Desde luego no parece que estén hablando de la enfermedad
que dice haber cogido Vanessa.
—Tengo que irme… Tengo que salir de aquí… Sólo vine a
decirte…
—Por favor, Vanessa, no. Podemos arreglar esto. Puedo
ayudarte.
—¿Cómo? Estás en la misma posición que yo, Char.
—Tenemos que permanecer juntas. Tú eres la que siempre me
dijo que somos una familia. La familia se mantiene unida.
Se oye una carcajada. Pero es fría, sin humor.
—Ahora tienes una nueva familia.
—Eso no es verdad.
—¿No?… siempre juntos…
La voz de Vanessa baja tanto que no puedo distinguir sus
palabras.
—Yo no soy tú. No estaré bien.
—Por favor, Vanessa.
—Te quiero, Charlotte. Pero al final del día tenemos que
cuidarnos nosotras mismas. Y francamente, estoy jodidamente
asustada.
Después se hace el silencio.
Me doy la vuelta y vuelvo a la habitación de Evie. Me quedo
fuera de la puerta hasta que Charlotte vuelve a doblar la
esquina.
Está sola.
—¿Dónde está Vanessa? —pregunto.
—Tuvo que irse —dice Charlotte sin mirarme a los ojos.
—¿Estás bien?
—Por supuesto. ¿Por qué no iba a estarlo?
—Aquello parecía… una reunión intensa —me invento sobre
la marcha—. ¿Está todo bien?
Charlotte asiente y me empuja hacia la habitación de Evie. La
sigo y, de paso, despido a Giovanni. Sale de la habitación sin
decir palabra y nos deja a los tres solos de nuevo.
—Ha estado enferma —me dice Charlotte mientras vuelve a
sentarse al lado de Evie—. Y se ha sentido un poco… sola
últimamente. No he estado exactamente a su lado.
—¿Es eso lo que te dijo?
—No tenía por qué hacerlo —responde Charlotte, la culpa
evidente en su tono.
Me acerco un poco más. —Eres demasiado dura contigo
misma.
—Eso no es verdad.
—Te estás machacando por una mierda con la que no tienes
nada que ver ni puedes controlar.
Niega con la cabeza, y entonces veo que sus ojos revolotean
por encima de mi hombro.
—¡Evie! —grita, corriendo hacia adelante.
Me giro justo cuando mi hija abre los ojos por completo.
Parece confundida y un poco nerviosa al ver lo que le rodea.
—¿Charlotte…? ¿Papá…?
—Hola, pequeña —canturrea Charlotte, agarrándole la mano
—. Estoy aquí. Los dos estamos aquí.
Evie mira a su alrededor, con expresión desconcertada. —
¿Dónde estamos?
—En el hospital —respondo—. Tuvimos un pequeño
accidente de coche.
—Pero ahora vas a estar bien —añade Charlotte suavemente
—. Todo va a ir bien.
Evie parece tranquilizada por un momento. Pero entonces sus
ojos empiezan a moverse frenéticamente mientras se llenan de
pánico.
—¿Dónde está Paulie? —grita—. ¿Dónde está Paulie?
Oh, mierda.
Se me encoge el corazón, hasta que Charlotte abre su bolso, el
que cuelga de su silla, y saca el juguete de trapo.
Todavía lleva el corbatín que le regalé.
El rostro de Evie se relaja de inmediato. Se deja caer contra las
almohadas, totalmente aliviada. Cuando Charlotte le ofrece el
juguete, lo abraza con fuerza.
Miro a Charlotte. Es la primera vez desde que llegamos que se
le ilumina un poco la cara.
Aunque la tristeza subyacente permanece en su lugar.

M EDIA HORA DESPUÉS , ya podemos irnos a casa. Acuno a Evie


en mis brazos y salimos del hospital.
Hago que Giovanni nos lleve de vuelta al recinto. Me siento
atrás con Charlotte y Evie. A los pocos minutos, Evie se queda
dormida.
Su cabeza se hunde en mi regazo, mientras sus piernas se
extienden sobre Charlotte.
Para cualquiera que mire desde fuera, parecemos la familia
perfecta.
Charlotte me mira y yo capto su mirada.
—¿Cómo conseguiste el juguete? —le pregunto.
Se sonroja. —Estaba aturdida, de verdad. Volví y miré entre
los restos. Todavía estaba allí. Aún abrochado, incluso.
Sacudo la cabeza. —Tú…
—Sé que estoy loca —interrumpe—. Pero es importante para
ella. Tenía que hacerlo.
Sonrío. —Iba a decir «increíble». Eres increíble.
Está claro que ella no se lo espera, porque se sonroja
inmediatamente y baja los ojos.
El resto del trayecto de vuelta al recinto transcurre en silencio.
Cuando llegamos, llevo a Evie a su habitación y la meto en la
cama. Me aseguro de poner a Paulie a su lado por si se
despierta por la noche.
Me siento a su lado un momento, consciente de que Charlotte
se ha quedado abajo.
No me importa.
Estoy feliz de estar un rato a solas con mi hija.
Miro fijamente el aleteo de sus pestañas, intentando recordar
cómo había sido mi vida antes de que ella entrara en ella.
Es extraño que no pueda visualizar mucho. Todo es vago.
Indistinto.
Estudio sus rasgos.
Con los ojos cerrados, el parecido de Evie con Sonya es más
pronunciado. Rasgos suaves y bonitos. Una cara alargada,
cejas pálidas, nariz respingona.
No sé qué fue de ella desde que desapareció de mi vida.
Pero sí sé que, al menos durante un tiempo, me ocultó
deliberadamente a mi hija. Eso me pone jodidamente furioso.
Privarme de un solo minuto con Evie…
Es imperdonable.
Aparto la rabia y me concentro en el hecho de que Evie está
conmigo ahora. Que está viva y bien.
Gracias a Charlotte.
Charlotte.
Está claro que ha estado retrocediendo los últimos días. Desde
el ataque, algo ha cambiado.
¿Es lo mismo que hizo que Sonya se fuera?
¿El vistazo a mi mundo?
Esta vida no es para débiles.
Me inclino hacia ella y le doy un beso en la frente. Ni siquiera
se inmuta.
Enciendo su luz de noche y salgo de la habitación. El instinto
me lleva a la cocina, sabiendo que allí encontraré a Charlotte.
Efectivamente, está sentada en la isla de la cocina, con un vaso
de agua delante. Sus finos dedos agarran el vaso, y ya gotean
gotas de condensación sobre la isla. Levanta la vista cuando
me ve, pero sus ojos siguen lejanos.
Me muevo alrededor de la isla y me siento a su lado. Estamos
tan cerca que mi rodilla roza la suya cuando me acomodo en el
taburete.
Ella se estremece automáticamente.
—¿Agua? —me ofrece, tendiéndome su propio vaso.
—Estoy bien.
Ella asiente entumecida y lo vuelve a dejar.
—Puedo hacerte algo de comer.
—No necesitas hacer eso.
—No me importa. Cocinar me ayuda a despejar la Mente.
—No tengo hambre.
—Oh. Vale.
El silencio se prolonga durante varios minutos, pero empieza a
resultar pesado.
—Salvaste la vida de Evie hoy —le digo.
Sus cejas se fruncen, su frente se arruga por la tensión. —
Yo… eso no es…
—Escúchame —interrumpo, poniendo mi mano sobre la suya
—. Le has salvado la vida. Y quiero que sepas lo agradecido
que estoy.
Sus ojos se encuentran con los míos. Es la primera vez en
siglos que me mira, que me mira de verdad.
El azul de sus iris es brillante pero vacilante. Es como si
estuviera a punto de llorar, pero no veo ninguna lágrima.
—Estaré siempre en deuda contigo —termino.
Su labio inferior tiembla por un segundo. —Lucio…
Sacudo la cabeza. —No sé lo que te pasa. Y no me importa.
Sea lo que sea, sé que puedes manejarlo.
—No es eso lo que temo.
—Entonces, ¿De qué tienes miedo? —le pregunto.
Se muerde el labio inferior y se aparta de mí. Creo que está a
punto de responder, pero veo que se le cierra la mandíbula.
—¿Charlotte?
Ella asiente.
—Mírame.
Trae sus ojos a regañadientes a los míos.
Extiendo la mano y rozo su mandíbula con el dorso. Cierra los
ojos un instante, como si estuviera saboreando mi contacto.
Entonces se echa hacia atrás. Y siento que la pared se levanta
de nuevo.
Se baja del taburete y retrocede, poniendo al menos metro y
medio de distancia entre nosotros.
—Charlotte…
—No puedo —dice entre lágrimas.
—Estoy tratando de hablar contigo.
—No hay nada de qué hablar —dice–. No deberíamos tener
ninguna conversación. No somos pareja. Ni siquiera somos
amigos de verdad. Tú eres el hombre que me secuestró. Y yo
soy la tonta que te robó.
Hace un gesto entre nosotros, con una expresión de dolor e
incertidumbre.
—No tienes que hablar conmigo. No tienes que explicarme
nada. Y no tienes que agradecerme…
—Charlotte…
—¡No merezco tu gratitud, Lucio! —grita—. ¡No merezco
nada de ti!
Luego, con la misma rapidez con la que explotó, se repliega de
nuevo tras su entumecimiento.
—Debería irme —susurra—. Evie podría necesitarme.
Antes de que pueda decir una palabra, se da la vuelta y sale de
la cocina.
No le quito los ojos de encima mientras recorre los amplios
pasillos.
La miro hasta que desaparece por las escaleras.
Y durante mucho tiempo, me siento en la cocina oscura y
vacía, preguntándome qué mierda había ido tan mal, tan
rápido.
44
CHARLOTTE
TRES DÍAS DESPUÉS – COCINA DE LUCIO

Han pasado tres días desde el atentado.


Y las cosas siguen tensas entre Lucio y yo.
Lo está ignorando. Yo también.
Pero está ahí entre nosotros. Algo vivo, que respira, que se
acelera cada vez que nos miramos y guardamos nuestros
pensamientos para nosotros.
Excepto que quiero hablar.
Quiero contárselo todo.
Quiero confesar.
Pero el miedo me paraliza. Me impide seguir adelante con mi
plan de decirle la verdad. Y me hace buscar alternativas,
cualquier alternativa.
Aunque el otro mafioso sea más peligroso… al menos me
asusta bastante menos.
—¡Charlotte! —Evie grita, corriendo a través de las puertas
correderas abiertas. —¡Sal! La piscina está tan bonita.
Me fuerzo a sonreír.
—Hoy no, pequeña —le digo—. Tengo que cocinar.
No es estrictamente cierto.
Pero no voy a empezar a contarle a una niña de seis años que
me acosté con su padre, el jefe de la mafia, que también me
secuestró, que también es el enemigo de mis enemigos, pero
también es la causa de culpa y frustración sexual a niveles
nunca vistos por la humanidad femenina, pero también es…
Sí. Asco. Me da dolor de cabeza sólo de pensarlo.
—¿En serio? —Evie pregunta—. ¿Qué vas a cocinar hoy?
—Algo realmente especial —digo—. Algo sólo para ti. Pero
no tengo todos los ingredientes que necesito. Así que tengo
que ir a la tienda.
Veo a Lucio caminando hacia las puertas correderas. Solo
lleva puesto el bañador y una toalla colgada de un hombro.
Su increíble cuerpo está en plena exhibición. Es difícil saber
en qué centrarse. Los abdominales. Los tatuajes. Los bíceps.
El aura de pura masculinidad que me hace sentir que me
tiemblan las rodillas.
—¿Charlotte?
—Lo siento, cariño —digo, apartando los ojos de Lucio antes
de que me pille mirando—. ¿Qué decías?
—He preguntado que si no es Enzo quien hace las compras.
—Claro, um, sí, por lo general, ese es el caso. Es sólo que,
creo que Enzo está libre hoy —tropiezo—. Ups.
Excepto que no es un «ups» en absoluto.
Había costado un poco averiguar cuándo no estaría Enzo.
Pero al final me las arreglé. Planeado para que pudiera hacer
esta excursión hacia el mundo exterior sin que nadie al
servicio de Lucio se enterara.
Hasta ahora, está funcionando. Tal vez los hombres Mazzeo
están empezando a confiar en mí.
Ninguno de ellos me mira ya como si fuera una extraña. Ni
siquiera me miran como si fuera una cautiva. Me miran como
si perteneciera a ellos.
Eso da miedo de una manera totalmente diferente.
Lucio atraviesa las puertas correderas y me fijo en las gotas de
rocío que brillan en su pelo alborotado.
—¡Papá! —dice Evie emocionada en cuanto le ve—. Charlotte
nos va a cocinar algo especial hoy. Pero no tiene los
ingredientes. Y Enzo no está aquí.
Lucio me mira un momento, un breve parpadeo de miradas, y
luego vuelve a centrarse en Evie.
—Bueno, estoy seguro de que podemos encontrar a alguien
para ir a la tienda de comestibles por Charlotte —murmura.
Siento los nervios crecer. Estoy jugando con fuego.
Pero sé que si quiero que este plan funcione, tengo que morder
la bala y preguntar.
—En realidad, esperaba poder ir al supermercado yo misma —
digo antes de perder los nervios.
Mantengo mi expresión lo más neutra e inocente posible.
Necesito su aprobación para este viaje. Sin su permiso, no
tengo ninguna esperanza de salir del recinto por mi cuenta.
Pero en cuanto termino de hablar, me doy cuenta de que es una
apuesta arriesgada. No he salido del complejo en varios meses.
No sin supervisión, al menos.
¿Qué me hace pensar que me dejará ir sin hacer preguntas?
¿Especialmente cuando las cosas entre nosotros han estado tan
tensas desde la noche en el restaurante?
—¿Quieres ir sola? —pregunta Lucio.
No parece sorprendido ni que sospeche nada. Así que me
sobrepongo a mis nervios e intento mantenerme confiada.
Imperturbable.
—Es que, me encanta ir de compras. Me encantaba, quiero
decir. Antes. Antes de venir aquí —Miro a Evie, pero parece
que no se da cuenta de mi incomodidad con el tema de «cómo
conseguí este «trabajo» entre comillas».
Trago saliva sin que se me forme un nudo en la garganta y me
llevo las manos a la espalda para que no me tiemblen.
—Y —continúo—, no he salido de aquí por mi cuenta en
mucho tiempo. Me… bueno, me gusta escoger mis propios
ingredientes y no he podido hacerlo en…
—De acuerdo.
Me detengo en seco y miro fijamente a Lucio.
—Y… ¿Qué?
—Vale —dice encogiéndose de hombros—. Puedes irte.
¿Cuánto crees que tardarás?
Dudo sólo un momento. —¿Un par de horas, tal vez? —Es una
dura batalla mantener el temblor fuera de mi voz.
Conseguí lo que quería.
Entonces, ¿Por qué me siento más aterrorizada que nunca?
Lucio se lo piensa un segundo. —De acuerdo entonces. Evie y
yo estaremos en la piscina mientras tanto.
—¿Qué cocinarás para nosotros, Charlotte? —Evie pregunta.
La miro, un poco sorprendida. —Um, es una sorpresa. Pero va
a ser bueno.
Entrecierra los ojos con desconfianza antes de soltar su
característica sonrisa de megavatio. —Vale. ¡Sí! Charlotte es
la mejor cocinera.
Luego sale por las puertas correderas y se dirige directamente
a la piscina.
—Puede que tengas que avisar a tus hombres —señalo—. De
lo contrario, no me dejarán…
—Lo aclararé con ellos —dice Lucio bruscamente.
Se da la vuelta, dispuesto a seguir a Evie fuera, pero no puedo
evitar preguntarle.
—¿De verdad vas a dejarme salir del recinto por mi cuenta?
Me mira por encima del hombro. —Eso parece.
No debería preguntar. Realmente no debería. A caballo
regalado no le mires el diente y todo eso.
Pero no puedo detenerme. Comportamiento autodestructivo en
su máxima expresión. Lo heredé de mi mamá.
—¿Por qué?
Sus ojos son reservados cuando se encuentran con los míos.
—Porque ya no eres mi cautiva, Charlotte —retumba, su voz
se suaviza un poco. Y tampoco eres mi empleada. Querías ser
nadie, ¿Verdad? Bien. Deseo concedido. No eres nadie.
Entonces, ¿Por qué me importaría lo que haces?
Luego vuelve a la piscina, dejándome allí de pie, atónita.
No sé cómo sentirme al respecto.
Ya nada tiene sentido.

S UBO las escaleras y me pongo unos vaqueros limpios y una


blusa blanca. Me miro un momento en el espejo.
El hematoma de mi mejilla está casi completamente curado.
Solo parece un poco hinchado cuando me da la luz en la cara.
Luego cojo mi bolso y bajo las escaleras a pie.
Cuando me acerco a la puerta, los hombres de guardia me
miran, pero ninguno me detiene. Se limitan a asentir
cortésmente y a pulsar sus botoncitos en la caseta del guardia o
lo que sea.
Y así, la puerta que me ha retenido aquí durante tanto tiempo
se abre.
El sol entra a raudales.
La ciudad atrae.
Avanzo con paso seguro, pero justo antes de salir, hago una
pausa.
Resulta surrealista estar sola en el mundo real. Pero cuando los
sonidos de la ciudad llegan a mis oídos, una sonrisa me
calienta la cara.
Lo estoy haciendo. Estoy fuera. Lejos de toda la confusión y
dolor de cabeza, con el dolor de corazón detrás de mí.
Sólo un paso más y estaré…
—¿Señora? —Una voz aguda me devuelve a la realidad.
Oh. Maldición. Tal vez empecé a celebrar demasiado pronto.
Me vuelvo hacia el guardia de rostro adusto y lunar en la
barbilla y le dirijo una agradable sonrisa.
—¿Sí?
—Podemos hacer que un vehículo le lleve a donde necesites ir.
No necesitas caminar.
—Oh —le digo—. Es muy amable de tu parte. Pero en
realidad quiero caminar.
—¿Estás segura?
—Cien por ciento —respondo asintiendo con firmeza—.
Gracias. Volveré en unas horas.
Antes de que pueda preguntar nada más, me voy.
Me dirijo a la carretera. Llevo el móvil encima, así que puedo
llamar a Lucio o a Enzo si necesito un coche que me recoja
más tarde.
Hasta que me alejo del recinto, permanezco alerta, buscando
cualquier indicio de que puedan estar siguiéndome.
Una manzana se convierte en diez. Diez en veinte.
Y no hay moros en la costa.
Lo que significa que Lucio realmente me está dando rienda
suelta.
¿Es un símbolo de indiferencia?
¿O un símbolo de confianza?
En cuanto estoy lo bastante lejos, pido un coche compartido.
Estoy en la acera cuando el conductor llega tres minutos más
tarde.
Entonces le doy la dirección, con el corazón latiéndome
deprisa.
—Deprisa, por favor —suplico—. No tengo mucho tiempo.
D IECISIETE MINUTOS MÁS TARDE , pago al taxista, salgo del
coche y me subo a la acera desconchada de una calle que me
resulta demasiado familiar.
El edificio de apartamentos tiene mejor aspecto que el que yo
recuerdo.
Me dirijo a la unidad dos-quince, rezando para que esté en
casa. Rezo por no haber cometido un terrible error al venir.
Cuando estoy frente a la puerta de su apartamento, respiro
hondo y golpeo con el puño la madera barata.
Silencio.
Maldición.
Lo intento de nuevo. Esta vez, más fuerte, más alto.
Y esta vez, oigo algo.
—Por favor, Dios… —me susurro a mí misma.
Tres segundos después, la puerta se abre y me encuentro cara a
cara con Xander.
Está claro que le he despertado, a pesar de que son las diez y
media de la mañana. Tiene el pelo revuelto, los ojos hinchados
por el sueño y un aspecto de lo más malhumorado.
Hasta que se da cuenta de quién está en la puerta.
—Maldición… ¿Char?
—Hola, bastardo —le digo, empujándole con fuerza.
Cierra la puerta y se vuelve hacia mí. —¿Qué coño estás
haciendo aquí?
—¡¿Qué mierda te pasa?! —exijo furiosamente.
Sacude la cabeza intentando quitarse el sueño de los ojos. —
¿Qué quieres decir? —pregunta, tratando de ponerse al día.
Estoy realmente disgustada conmigo misma. Asqueada de
haber considerado a un hombre como Xander digno de mi
tiempo y atención.
¿En qué estaba pensando?
—¡Me lo prometiste! Me prometiste que mantendrías la boca
cerrada sobre Evie.
Pone mala cara. —No he dicho ni una palabra sobre la chica.
—¡Mentira! —grito—. Puta mierda. Te conozco, Xander. Eres
una maldita rata y sé cómo trabajas.
—Jesús. ¿Por qué te importa? —exige—. ¡Ella no es nadie
para ti!
—Eso no es cierto —respondo—. Tampoco viene al caso. La
cuestión es que te pedí que hicieras algo por mí y no pudiste
hacerlo.
—¿Qué quieres que te diga? —Xander me grita—. ¿Eh?
¡Dime qué quieres que diga!
Este hijo de puta tiene la audacia de estar frustrado conmigo.
Y aún no ha terminado.
—Kazimierz es un puto tipo que da miedo, ¿Vale? Tenía que
darle algo. El hecho de que me las había arreglado para
escapar no había sido exactamente algo remarcable para él.
—¿Conseguido escapar? —repito incrédula— ¡Fui yo quien te
dejó escapar!
—Porque yo te convencí —replica Xander primorosamente—.
No tienes crédito por eso.
Miro a mi alrededor con furia y mis ojos encuentran la única
cosa medio decente en su apartamento de mierda. Es un jarrón
de cristal con pequeñas tallas a los lados.
Lo agarro y se lo arrojo. Consigue esquivarlo y se hace añicos
contra la pared justo detrás de él.
—¡Jesús! —grita—. ¡Char, eso era de mi maldita abuela!
—Bien. Espero que se esté revolcando en su maldita tumba.
—Escúchame —suplica—, intenté mantener a la chica en
secreto…
—No lo hagas —siseo—. No te molestes, Maldición. No eres
más que un mentiroso y no tengo ninguna razón para creer
nada de lo que me has dicho o de lo que me puedas decir.
Se pasa la mano por el pelo y ruge al techo en un gesto de
frustración sin palabras.
—Entonces, ¿Por qué coño estás aquí? —exige, volviendo los
ojos hacia mí.
—Para darte un mensaje —le digo—. Un mensaje que quiero
que llegue directamente a Kazimierz.
Xander se tensa de inmediato y sus ojos se ponen alerta. —
¿Tienes información?, pregunta, animándose un poco.
—Eso no es lo que dije —digo—. Dije que tenía un mensaje
para Kazimierz.
Xander frunce el ceño. —¿Qué pasa?
—He terminado.
Parpadea con lenta confusión. —¿Qué?
—Ya me has oído. He terminado, maldición —reitero—. Ya
no quiero formar parte de este retorcido complot para acabar
con Lucio. No voy a ser la agente doble ni un segundo más.
He. Terminado con toda esta mierda.
Xander se me queda mirando un segundo. Parece sorprendido.
Entonces se echa a reír.
Aprieto los dientes y espero a que termine. Cuando por fin se
calma, le dirijo mi mirada más escalofriante.
—¿Has terminado?
—Aquí va una pregunta mejor —responde—. ¿Estás loca?
—No lo haré más, Xander.
—¿Qué te hace pensar que tienes elección? —sisea—. Hiciste
este trato. Aceptaste hacer esto.
—Cierto, y ahora he cambiado de opinión.
—¿Por qué? —Xander gruñe, poniéndose en mi cara—.
¿Porque estás enamorada de ese italiano de mierda?
¿Enamorada?
Las palabras me golpean con fuerza.
Más duro de lo que esperaba.
—No quiero seguir jugando a este juego —le digo. Pero me
tiembla la voz y hago una mueca de dolor, esperando a que me
llame la atención por mi descarada estupidez.
Xander sacude la cabeza como si estuviera tratando con un
imbécil. —No va a aceptar eso.
—Me importa una mierda —respondo—. He tomado mi
decisión.
—Te matará.
—Lo intentará.
Xander sacude la cabeza. —Claro, ahora es fácil ser valiente.
Pero cuando te enfrentas cara a cara con un monstruo, ésa es la
verdadera prueba de valor.
—¿Leíste eso en alguna galleta de la fortuna? —digo.
Me estrecha los ojos. —No hagas esto.
—No estoy haciendo nada —corrijo—. «Lo estoy
deshaciendo».
Me agarra del brazo y tira de mí para que me ponga frente a él.
—Char, este no es el tipo de hombre al que puedes decir que
no —me dice.
Puedo ver miedo real en sus ojos.
¿Es posible que tenga miedo por mí?
—Bueno, acabo de hacerlo.
—No, me estás pidiendo que lo haga por ti —sisea.
Ah. Eso es.
No tiene miedo por mí.
Está asustado por su propio patético culo.
—¿Tienes miedo de la «verdadera prueba de valor»? —me
burlo—. ¿Te preocupa que mate al mensajero?
—¡Sí! —Xander grita—. Y… a ti.
Resoplo con risa burlona. —No te preocupes por mí. Puedo
arreglármelas sola.
Los ojos de Xander se vuelven fríos. —¿Crees que te
protegerá? —grazna—. ¿Crees que ese bastardo italiano se va
a interponer entre tú y el polaco?
—Tal vez.
Quiero creerlo.
Intento creerlo.
Pero no lo sé.
No lo sé.
—¿Tal vez? —se burla—. Podría ser… si pensara que eres una
chica inocente que ha recogido de la calle. ¿Te protegería si
supiera lo que has hecho?
Intento que no se noten mis miedos. Aunque Xander está
tocando una fibra sensible.
—De cualquier manera, no te afecta —digo bruscamente—.
No te metas en mis asuntos y yo no me meteré en los tuyos.
Debería haber cortado lazos contigo hace mucho tiempo.
Vuelve a agarrarme la mano. —No estás pensando con
claridad.
—En realidad, por primera vez en mucho tiempo, pienso con
claridad —le respondo. Me lo sacudo con disgusto—. No soy
ingenua. Y tampoco soy tonta. Sé lo que significa esta
decisión. Pero tengo que hacerlo de todos modos. Tengo que
escuchar a mi conciencia.
—Maldición —gruñe—. ¡¿Tu conciencia?! ¿Estás dispuesta a
morir por ella?
—Si es necesario.
Mi rostro es una máscara de fría compostura.
Mi corazón es otra cosa.
Xander me mira con desconfianza. —¿Te lo has follado?
Le pongo las dos manos en el pecho y le empujo lejos de mí.
—Esta conversación ha terminado. Apártate de mi camino.
No se mueve. De hecho, da un paso adelante y se mete en mi
espacio. —Te lo follaste, ¿Verdad? Idiota. Estúpida zorra.
Retiro la mano y le doy una fuerte bofetada.
Se tambalea hacia atrás, sin esperarlo.
—A quién me folle ya no es asunto tuyo —le informo.
Le empujo y pongo la mano en el pomo de la puerta antes de
que vuelva a hablar. Se queda inmóvil, con la mano en la
mejilla, aún conmocionado por el golpe.
Bien. A lo mejor se hace un moratón como el mío.
—Los hombres como él no perdonan —dice en voz baja y
atormentada, sin mirarme—. Te matará cuando se entere.
—No puedo controlar lo que hace ni cómo reacciona —digo
por encima del hombro—. Sólo puedo controlar mis acciones.
Adiós, Xander. Transmite mi mensaje, por favor. Y luego vete
a la mierda para siempre.

V EINTE MINUTOS MÁS TARDE , estoy de pie frente a la sección


de mariscos congelados del supermercado, mirando la extensa
selección de gambas y mejillones que hay en el expositor.
Pero mi mente está adormecida. Lenta. Incomprensiva.
Sólo puedo pensar en Lucio, y en lo que hará cuando le diga la
verdad.
Porque he decidido que no puede esperar más.
Tengo que contárselo todo, pase lo que pase.
Eso sienta bien. Se siente bien.
Y entonces surge el pensamiento inevitable, inoportuno y
siniestro, ¿Qué me hará cuando confiese?
Pero ya no puedo evitarlo.
No con este peso sobre mi pecho, amenazando con aplastarme.
No con estos monstruos en las sombras, amenazando con
revelar la verdad.
Mejor lo hago yo misma que seguir dándoles ese poder sobre
mí.
Empiezo a coger un paquete de vieiras, pero me detengo en el
último momento.
Algo más sale a la superficie. Otro impulso. Una que no he
sentido en mucho, mucho tiempo.
Me vuelvo hacia mi carrito vacío y saco el móvil.
Tardo un par de intentos en acertar su número, sobre todo
porque hace mucho que no lo uso. Pero cuando por fin
empieza a sonar, lo coge casi inmediatamente.
—¿Sí?
Su voz es grave. áspera. Brusca. No es exactamente como la
recuerdo de la infancia. Pero los recuerdos son narradores
poco fiables.
—Hola, mamá.
Hay un largo silencio. —¿Charlotte?
Asiento con la cabeza y recuerdo que no puede verme.
—Sí —respondo en voz baja—. Soy yo. ¿Cómo estás?
—Hace mucho que no llamas.
No suena acusadora. Es más un hecho que otra cosa.
—Lo sé. Lo siento. He estado ocupada.
—¿Con un hombre?
Me muerdo el labio inferior. —No.
Se ríe. —Aprendiste a mentir de mí, ¿Recuerdas? —dice.
En realidad, me río de eso, una corta carcajada que no suena
nada a mí. —Bueno, sí, hay un hombre.
Me pregunto por qué demonios le estoy contando esto.
Y entonces me pregunto por qué no le he contado todo esto
hace tiempo.
Para eso están las madres, ¿No? Para lo que deberían estar, al
menos. Ayudar a sus hijas a navegar por el amor, la vida y el
desamor.
Pero mamá nunca ha sido ese tipo de madre para mí.
—Pero no estamos juntos.
—¿Pero lo quieres?
Quererlo. Era una forma extraña de decirlo.
—Yo… siento algo por él —tropiezo.
—El camino más rápido a su corazón es darle exactamente lo
que quiere —me dice con seguridad—. La mayoría de los
hombres quieren sexo.
Hago un gesto de desagrado.
Así que no ha cambiado. No sé por qué me sorprende.
Que yo haya pasado por un par de meses que me han
cambiado la vida no significa que ella lo haya hecho.
—El sexo no es la respuesta —mamá.
—Claro que sí! —se ríe—. Llevo meses detrás de este tipo. No
creía que fuera posible. Entonces, la semana pasada, se mudó
conmigo.
—¿Por qué?
Con mi madre siempre hay gato encerrado.
—Su mujer le echó.
—¿Porque descubrió que se acostaba contigo? —supongo.
—¿Me estás juzgando? —exige, su tono cambia al instante.
—No —digo con tristeza. No tengo derecho a juzgar a nadie
—. No, no lo hago. Sólo preguntaba.
—Queremos casarnos —me dice orgullosa.
Reprimo un suspiro. Su relación se acabará mucho antes de
que haya un anillo de por medio. Pero me guardo mis
pensamientos y finjo interés.
—¿Sí? —pregunto—. ¿Cuándo?
—Tan pronto como su divorcio sea definitivo —responde
mamá—. No debería tardar más de un par de meses.
—Bien. ¿Sigues viviendo en la misma caravana?
—Sí. Pero tengo a Bill haciéndole algunos arreglos —me dice
—. Está recién pintada y todo.
—¿Bill sigue por ahí?
Sí. —También tiene otro hijo—. Es como un lobo.
—Conejo.
—¿Qué?
—El dicho es «se reproduce como un…» ¿Sabes qué? No
importa.
¿Vendrás? —pregunta ella—. ¿Para mi boda?
—Claro, mamá —le digo. Estoy jugueteando con el carrito de
la compra en el pasillo vacío.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo —le digo sin mucho entusiasmo.
—Buena chica. ¿Te has estado cuidando? —pregunta—.
¿Haciendo ejercicio, manteniendo tu cuerpo tonificado? Eso
espero. Porque después de los treinta, todo empieza a ir cuesta
abajo. Quieres asegurar a tu hombre antes de eso.
Ya puedo sentir cómo me disocio de la conversación. —
Mamá, me tengo que ir.
—¿Tan pronto? —pregunta, sonando decepcionada—. Acabas
de llamar.
—Lo sé. Lo siento. Volveré a llamar.
—Está bien, pequeña Charlie. No olvides a tu mamá. Sé que
no siempre fui buena, pero hice lo que pude.
Siento que se me hace un nudo en la garganta.
Veo la cara de Evie en mi mente.
No es mi hija, pero ha estado a mi cargo los últimos meses. Y
la había puesto en peligro porque había sido una maldita idiota
durante demasiado tiempo.
Pero necesito corregirlo.
Porque no quiero ser como mi madre.
Necesitaba que me lo recordara. Tal vez por eso la había
llamado en primer lugar.
—Lo sé, mamá —le digo—. Cuídate.
Corto la comunicación y respiro hondo, tambaleándome. Me
siento tan agotada. Exhausta, en el fondo del alma.
Pero ya no lo pospongo más. Me he decidido y sé que es la
decisión correcta. Ya no hay excusas.
Hora de enfrentarse a Lucio.
Hora de confesar.
45
LUCIO
LA PISCINA

Evie me salpica agua en la cara.


Me echo hacia atrás. —¡Eh! —grito.
Cacarea y se aleja nadando. Su risa llena el aire. Me hace
sentir más ligero de lo que me he sentido en días.
Charlotte lleva fuera casi dos horas. Intento no alterarme, pero
a medida que se acerca la segunda hora, empiezo a sentirme
agitado.
La posibilidad de que no vuelva es real. Lo sabía cuándo le
dije que podía irse.
Pero la dejé ir de todos modos.
—¿Papá? —Evie dice.
—¿Sí, tesoro?
—¿En qué estás pensando? —pregunta.
Dudo. —Estaba pensando en lo mucho que me gusta pasar
tiempo contigo —le digo. Es la pura verdad.
Ella sonríe. —A mí también. Me gusta —dice, de esa forma
tan directa que tienen los niños—. Pero al principio me dabas
mucho miedo.
—¿En serio?
—Mhmm. Estaba súper asustada —responde—. Pero el
hombre me dijo que fuera buena y que no me harías daño.
Me paralizo. La sonrisa se me cae de la cara por un segundo,
antes de que consiga recuperarla.
—¿Hombre? —presiono.
—El hombre que me trajo aquí —dice Evie simplemente.
Han pasado meses. Prácticamente nunca ha hablado del
hombre que la trajo a mi puerta.
He preguntado varias veces. Charlotte también.
Pero Evie siempre se había cerrado. Casi siempre se negaba a
hablar de ello.
Hasta ahora.
Concéntrate, Lucio. No la cagues.
—¿Fue amable contigo? —le pregunto.
—La verdad es que no. Pero me dio piruletas —me dice—. No
me gustaba el sabor a lima. Así que me regaló de fresa.
—¿Recuerdas su nombre? —le pregunto.
—Me dijo que le llamara Goofy —cuenta—. Me dijo que era
un nombre de mentira.
—¿Te dio un nombre falso?
—Mhmm —confirma Evie—. Dijo que estábamos jugando a
un juego.
—¿Cómo conociste a Goofy? —pregunto. Mantengo mi tono
suave, imperturbable.
Pero por dentro, me sube la adrenalina.
—Mamá me llevó con él.
Parece como si la temperatura hubiera cambiado de algún
modo.
¿Sonya había entregado a nuestra hija a un bastardo con un
nombre falso? ¿Y ese bastardo la tiró en mi puerta con nada
más que una nota y un dulce?
¿Por orden de quién?
¿Y por qué?
Nada de esta historia me hace sentir mejor. —¿Tu mami te
llevó con él?
Evie asiente. Está jugueteando con un juguete de piscina.
Empiezo a perderla.
Con cuidado, aunque se me revuelven las tripas, pregunto —
¿Qué te ha dicho?
—Me dijo que tenía que dejarme con Goofy —dice Evie
encogiéndose de hombros—. Dijo que estaba muy enferma.
Tenía que ir a curarse.
Maldita Sonya. ¿Dejó a su hija con un maldito extraño para
irse a morir?
—¿Estabas a solas con Goofy? —pregunto, sintiendo que me
hierve la sangre de rabia.
—No, había otras personas.
—¿En serio?, pregunto con un aire de curiosidad.
—Mhmm. No puedo recordar todos sus nombres. Creo que
también eran nombres de mentira.
—¿Cómo se llamaban?
—Sólo recuerdo a Daisy y Minnie.
La maldita Pata Daisy.
La maldita Minnie Mouse.
Todos nombres de mierda, obviamente.
¿Quién demonios era esa gente?
¿Y por qué Sonya había dejado a Evie con ellos?
—¿Y ellos también fueron amables contigo? —pregunto.
—Algo así —me asegura Evie—. A veces, Daisy me metía en
la cama y me leía cuentos. A veces lo hacía Minnie. Tenía mi
propia habitación, pero era pequeña. No estaba allí mucho
tiempo.
Cierro los ojos e intento controlar mi furia. Mi propia hija, sola
con quién coño sabe. ¿Y esos extraños eran los que la
arropaban por la noche? ¿Cantándole arrullos, contándole
cuentos?
Respira. Concéntrate. Encuentra la verdad.
—Tenía que jugar mucho sola —continúa Evie—. Siempre
estaban ocupados con sus ordenadores.
—¿Recuerdas el día que te trajeron aquí?
—La verdad es que no —reflexiona Evie, con una sonrisa
vacilante—. Estaba muy triste porque mamá aún no estaba
mejor. Todavía no había ido a verme. Lloraba mucho.
Entonces Goofy me dijo que me iba a llevar a ver a mi papá.
Me mira con sus grandes ojos grises. Los ojos que heredó de
mí.
—Al principio no quería venir —me dice—. Pero ahora me
alegro de estar aquí. Me gusta Charlotte. Y me gustas tú.
Sonrío a través de la ira. —Me alegro.
—Pero sigo echando de menos a mamá —admite Evie, y le
tiembla el labio inferior. —¿Sigue enferma?
Todo lo que puedo sentir es rabia.
Rabia contra Sonya por su jodida decisión de abandonar a
Evie en manos de extraños y desaparecer sin más. Al menos
les había dicho quién era el padre de Evie.
Sin embargo, mi instinto me dice que no es precisamente algo
bueno.
—No lo sé, Evie —le digo, porque no se me ocurre una
respuesta mejor.
—Pero ella volverá —¿Verdad? —Evie pregunta.
Tengo que decírselo.
Tengo que decirle que su madre no va a volver.
Pero esos ojos grises me retienen por un momento.
—No lo sé, Evie.
Su labio inferior vacila más. —¿No me echa de menos?
Estoy convencido de que, si Sonya apareciera de repente en la
próxima hora, tendría que rodearle el puto cuello con las
manos y estrangularla hasta matarla.
Me mintió.
Abandonó a nuestra hija.
Merece pagar por ello.
—Claro que sí, Evie —digo inmediatamente—. Pero está…
está muy enferma. Dale más tiempo.
Me siento como un estúpido por mentirle a mi niña.
Pero no puedo romper su corazón de seis años. No cuando
acaba de empezar a sentirse cómoda conmigo.
—Vale…
—Y hasta entonces, me tienes a mí, señalo.
Sonríe. —¿Y a Charlotte?
Maldición.
Asiento con la cabeza. —Y a Charlotte.
—¿Dónde está Charlotte? —pregunta Evie, mirando a su
alrededor como si esperara encontrar a Charlotte escondida
detrás de los rosales—. Ha estado fuera mucho tiempo.
En cualquier otra circunstancia, dos horas no serían nada.
Pero Charlotte ha sido una constante en mi casa desde hace
mucho tiempo. Siento que me falta mi mano derecha.
Evie claramente siente lo mismo.
El pensamiento serpentea en mi cabeza, ¿Y si no vuelvo a
verla?
¿Y si desaparece de mi vida como hizo Sonya?
Siento rabia. Siento frustración. Siento dolor.
Sobre todo, siento determinación.
Porque pase lo que pase, sé que superaré este periodo. Me
aseguraré de que Evie esté segura y protegida. Descubriré
cómo ser padre.
Con o sin Charlotte.
Pero me ha quedado muy claro que tengo una preferencia en
ese asunto.
Y no puedo seguir ignorándolo.
—Volverá pronto —le digo a Evie—. ¿Qué tal si vamos a
cambiarnos para el almuerzo?
—De acuerdo.
Entramos en la casa y subimos las escaleras.
Primero hacemos una parada en mi habitación para ponerme
unos pantalones cortos y una camiseta. Luego nos dirigimos a
la habitación de Evie.
Como de costumbre, todo está limpio y ordenado. Hay una
asistenta que viene un par de veces a la semana a poner orden,
pero sé que Charlotte siempre está pendiente de todo.
Evie está eligiendo algo para ponerse cuando me llaman al
móvil. Un vistazo a la pantalla me dice que es Adriano.
—Hola, digo después de contestar.
—El almacén del este —dice con urgencia—. Los polacos se
han mudado allí.
—¿Qué coño? —Gruño—. El almacén está fuertemente
custodiado.
—Han traído potencia de fuego pesada.
—Maldición.
—Voy a necesitar refuerzos, Lucio.
—No puedo estar allí —digo, con las palabras saliendo de mis
labios.
—¿Qué?
—Evie está aquí.
—¿Dónde está Charlotte?
—Fuera.
Oigo una explosión de fondo. La línea se queda sin sonido por
un segundo y sé que Adriano se está moviendo. En cuanto
vuelvo a oír su respiración, hablo.
—Los hombres están en camino —digo.
La línea se corta. Inmediatamente después, llamo a Raffaele.
—Lleva a los hombres al almacén del este —ordeno—.
¡Ahora!
—¿Cuántos?
—Todos los que puedas —le digo— Deja el mínimo en el
recinto.
—¿Estás seguro?
—No es una maldita negociación, hombre. ¡Muévete ahora!
Ese maldito almacén tiene tres envíos separados. Y los
necesitamos todos.
—Sí, jefe.
Cuelgo y me giro al oír mi nombre. —¿Lucio?
Me doy la vuelta y veo a Evie mirándome con los ojos muy
abiertos. Se ha puesto unos pantalones cortos y una camiseta
verde con el dibujo de un koala en la parte delantera.
—Hola, tesoro, le digo tranquilizadoramente, pero no creo que
mi sonrisa sea convincente.
—¿Qué te pasa? Pareces enfadado.
Parece mayor. Más retraída. Es como si se alimentara de mi
energía.
—Nada —respondo bruscamente—. Quédate aquí un
momento. Enseguida vuelvo.
—¡No! —Evie jadea, avanzando y agarrando mi mano—. No
me dejes.
Ha percibido que algo va mal.
—Evie, estarás bien. Sólo quédate en tu habitación un…
—¡No!
Aprieto los dientes, intentando tragarme el enfado y la
frustración que afloran a la superficie.
Es sólo una niña. Está asustada. Yo la asusté.
Por supuesto que elige aferrarse a mí.
Pero soy muy consciente de que su presencia me impide
cumplir con mi deber como líder Mazzeo. Y es una realidad
que me cuesta conciliar.
—Por favor, no me dejes.
Maldición.
Si no quiero ser como mi padre, empieza ahora.
Comienza con el sacrificio.
Paciencia.
Comprensión.
—Vale —digo, girando mi mano en la suya—. No te
preocupes. Estoy aquí contigo.
Mi teléfono suena y miro el mensaje. Es de Raffaele.
Estamos en camino con cuatro docenas de hombres. Hay
otra docena todavía en el recinto bajo el mando de Antonio.
Bien. Pasemos al siguiente punto del orden del día.
Recorro mi lista de contactos y me detengo al llegar a su
nombre.
Charlotte Dunn.
Gruño y guardo el teléfono sin llamarla. Miro a Evie, que
parece buscar consuelo en mí. Pero no tengo ni puta idea de
cómo dárselo.
Entonces suena la alarma. Es el lamento agudo del sistema de
seguridad interior.
Lo que significa una cosa…
Alguien ha forzado la entrada al recinto.
—Maldición.
—¡Papá! —Evie grita mientras la alarma sigue sonando. Corre
a mis brazos.
La levanto y me la subo al hombro mientras salgo corriendo de
su habitación, dejando la puerta abierta. Nos dirigimos
directamente a la armería, donde guardo mis armas.
—¿Adónde vamos? —Evie lloriquea—. Tengo miedo.
—Silencio —le digo bruscamente. El pánico está deshaciendo
mi plan de ser paciente y comprensivo—. Ni una palabra más.
No le digo lo que pienso, que yo también tengo miedo.
Nunca me había asustado una guerra.
Pero nunca había tenido algo que perder.
Cuando llego a la armería, dejo a Evie en el suelo y me dirijo
al armario de armas que hay en la pared. Saco dos de mis
pistolas más potentes y unas cuantas municiones y empiezo a
cargarlas.
Evie tiene los ojos entornados. Se tapa los oídos con las
manos, pero no dice nada. —Vamos, ¡Evie! —le digo—.
Sígueme.
Ella niega con la cabeza. Me agacho y la miro a los ojos.
—Sé que tienes miedo. Esto da miedo, pero voy a necesitar
que seas valiente por mí. ¿De acuerdo?
—¿Dónde está Charlotte? —solloza.
—Ella no está aquí —le digo—. Estamos juntos en esto. Tú y
yo, tesoro. Ahora, sígueme.
En cuanto salimos de la armería, me aseguro de cerrar la
puerta. Luego deslizo la llave en mi bolsillo y nos dirigimos
hacia la escalera.
—Quédate cerca de mí —le ordeno. Es obediente, pero
tiembla de terror como una hoja. Mi pecho se aprieta
agónicamente.
La alarma sigue chirriando. Apenas puedo oír mis propios
pensamientos por encima del sonido invasivo.
¿Por dónde entraron?
Si puedo determinar dónde está, puedo alejarme de la zona.
Normalmente, estaría pensando exactamente lo contrario. Me
dirigiría hacia donde pensara que están los enemigos.
Pero Evie está conmigo y necesito asegurarme de que está a
salvo.
Cojo mi teléfono.
Hay una llamada perdida de Antonio, pero cuando le devuelvo
la llamada, no contesta.
—Maldición —murmuro en voz baja.
Siento que Evie me roza la espalda. Se mantiene cerca, pero
también me distrae. No me muevo tan rápido, no me muevo
con tanta confianza.
Un duro pensamiento me atraviesa la cabeza, Ella es una
muleta de la que necesito deshacerme.
En el momento en que el pensamiento se abre camino en mi
subconsciente, siento la culpa.
Pero no tengo tiempo para detenerme.
—Papá, yo…
La palabra sale temblorosa de los labios de Evie, pero un
disparo ahoga el resto de sus palabras.
Se escucha a lo lejos. A unas cuantas habitaciones de
distancia, tal vez.
Abre mucho los ojos y se abalanza sobre mí, rodeándome la
cintura con las manos. Me meto la segunda pistola en la
cintura y uso la mano libre para tomar la en brazo.
Me entierra la cabeza en el cuello. Siento su respiración
quejumbrosa sobre mi piel y me hiela hasta los huesos.
Más disparos.
Vienen de abajo. Del último piso, si tuviera que adivinar. Del
tercero.
Lo que significa que tengo que pasar a la ofensiva
rápidamente.
Si logran atraparnos aquí, seremos Evie y yo contra quién sabe
cuántos hombres.
Se me hiela el cuerpo al darme cuenta de que sólo tengo
conmigo una fuerza de doce hombres en el recinto. Envié al
resto a ayudar a Adriano en el ataque al almacén del este.
Lo cual es claramente una jodida distracción.
—Hijos de puta —gruño.
Pienso en encerrar a Evie en su habitación. Entonces seré libre
para lidiar con esta mierda sin trabas.
Pero una mirada a la cara de mi hija me dice que no es una
buena idea.
He pasado meses intentando ganarme su confianza. Y si la
dejo ahora, desharé todo el progreso que hemos hecho. Tal vez
sea locura, tal vez sea sabiduría, pero no creo que valga la
pena el riesgo.
—Evie —le digo, arrodillándome frente a ella—. ¿Recuerdas
lo que acabo de decir? Ahora voy a necesitar que seas valiente,
¿Vale? Como yo. Como tu papá”.
Ella asiente, con los ojos muy abiertos por el terror.
—Y voy a necesitar que hagas exactamente lo que yo diga.
¿Me entiendes?
Se muerde el labio. —Quiero a Charlotte.
—Lo sé —le tranquilizo—. Lo sé. Pero ella no está aquí. Soy
todo lo que tienes. Así que qué dices, ¿Estamos juntos en esto?
Traga saliva y asiente.
Me sirve.
La cojo de la mano y la conduzco escaleras abajo.
Puedo sentir movimiento dos habitaciones más abajo. Están
subiendo por el pasillo.
Por suerte, la alarma oculta el sonido de nuestros
movimientos. Nos precipito a la sala más alejada del pasillo, la
biblioteca.
Es amplia y abierta, con ventanales que van del suelo al techo
y dan al patio.
Pero hay una enorme estantería y unos cuantos sofás
repartidos por los alrededores, que nos proporcionarán algo de
cobertura.
Exploro la zona en cuestión de segundos, mi plan toma forma
rápidamente.
Dejo a Evie en el suelo y corro hacia la estantería. Está pegada
a la pared, pero con un gran esfuerzo consigo apartarla lo
suficiente para que sirva de escondite.
—Evie —digo, haciéndole un gesto hacia adelante—. Ponte
aquí detrás.
—Pero…
—¿Qué te dije? —pregunto con fiereza.
Y de repente, la alarma se detiene.
El silencio es casi ensordecedor.
Hasta que unos pasos empiezan a retumbar como un trueno.
—¡Ahora! —susurro, haciéndole un gesto para que se ponga
detrás de la estantería—. Al escondite, ¿Vale? Quédate ahí
hasta que vaya a buscarte.
Se escabulle detrás de él.
Me llevo el dedo a los labios.
Ella asiente despacio y yo le guiño un ojo.
Entonces vuelvo a comprobar mi munición. Tengo suficientes
balas para acabar con un pequeño ejército. La única cuestión
es si puedo dispararlas lo bastante rápido.
Miro por la ventanilla y veo varios cadáveres tirados en el
camino.
No parecen mis hombres, pero no puedo estar seguro desde
esta distancia. No puedo confiar en nadie más.
Sólo somos mi hija y yo contra el mundo.
Los pasos son cada vez más fuertes, pero no parece que se
acerque un gran grupo de hombres.
Agudizo el oído.
¿Dos hombres? ¿Tal vez tres?
Me escabullo detrás del sofá justo cuando la puerta se abre de
golpe.
Es un trío de atacantes. Apunto mi arma.
Oigo murmullos en polaco, pero no me interesa nada de lo que
tengan que decir.
Salto de detrás del sofá y lanzo un triple disparo tan rápido que
los tres cuerpos caen al suelo en rápida sucesión.
Ni siquiera un hombre tuvo tiempo de tomar represalias. Pero
no quiero celebrarlo todavía.
No cuando oigo más pasos acercándose rápidamente por el
pasillo.
Tengo tiempo suficiente para mirar a Evie antes de que otros
dos hombres irrumpan en la habitación.
Me lanzo hacia un lado y aprieto el gatillo dos veces más. Un
hombre cae al instante, con una bala en el cráneo.
Atrapo al segundo en la clavícula, pero no es un tiro mortal.
Grita al caer y me abalanzo sobre él, con la pistola apuntando
justo entre sus malditos y miserables ojos.
Sus ojos se abren de par en par al verme.
—¿Eres Lucio Mazzeo? —jadea a través del dolor.
—No —respondo, dejando que mi sonrisa cruel se extienda
para que sea lo último que vea—. Soy tu maldito verdugo.
Entonces le disparo en la puta cara.
Tengo unos tres segundos para sentir el glorioso subidón de
adrenalina de la matanza. De acabar con la vida de los
bastardos que se atrevieron a entrar en mi casa y amenazar a
mi hija.
Durante esos tres segundos, soy invencible.
Termina con el sutil estallido de una pistola con silenciador
cerca de mí, seguido de la explosión de dolor en mi brazo.
Caigo de rodillas y grito. La herida no es grave, pero no tengo
tiempo de responder a quien haya disparado la bala antes de
que su arma vuelva a amartillar.
—No te muevas, maldición.
Me congelo.
—…o tu mocosa se comerá una maldita bala.
De alguna manera, un hombre se las ha arreglado para
escabullirse de mi alcance.
Está al otro lado de la habitación.
Con su arma apuntando a mi aterrorizada hija.
Evie está encogida a sus pies. Tiene una mano brutal enredada
en sus coletas. Me quemo con la rabia más caliente que he
sentido nunca.
¿Cómo se atreve a venir aquí?
¿Cómo se atreve a tocarla?
Pero debo tener cuidado. Puedo sentir su miedo desde aquí.
—No pienso hacerle daño —dice convencido. Luego mira a
Evie. —Ven conmigo, niña. Te llevaré con tu madre.
Se me hiela la sangre. ¿Qué mierda de juego mental se supone
que es esto?
—¿Mi… mi mami? —La voz confusa de Evie corta mis
pensamientos furiosos.
—Sí —responde con fervor el soldado polaco—. Sí, sé dónde
está. Y está muy triste sin ti. Ven conmigo y podrás verla.
—¡Evie! —ladro—. No le escuches. Te está mintiendo.
—No estoy mintiendo —insiste—. Conozco a tu mamá. Ella
realmente quiere que vuelvas.
No puedo permitirlo.
Sólo queda una cosa por hacer.
—¡Evie, tu madre está muerta! —rujo.
Evie se estremece violentamente y sus ojos se llenan de
lágrimas casi de inmediato.
Hay un momento en el que todo pende de un hilo.
Donde el mundo entero contiene la respiración y espera a ver
qué ocurre a continuación.
Y entonces todo se derrumba de la peor manera que podría
haber imaginado.
—¡No! —grita de repente—. No, mamá no está muerta. Mamá
no está muerta.
El soldado polaco se distrae momentáneamente con su
reacción. Su arma sigue en alto, pero sus ojos se centran en
Evie.
Lo que me da la oportunidad de apuntar.
La bala se entierra en su pecho un segundo después de que me
devuelva la mirada.
Su pistola cae al suelo y parece que el tiempo pasa tan
despacio como el avanzar de la melaza.
Me abalanzo sobre Evie, pero en el fondo de mis entrañas ya
sé que el arma se disparará en cuanto toque el suelo.
—¡Evie! —grito—. ¡Al piso, ahora!
46
CHARLOTTE

El taxista se detiene justo antes de girar en la colina que


conduce al recinto.
—¿Pasa algo?
Antes de que pueda responder a mi pregunta, veo lo que él está
viendo.
Hay varios vehículos acampados frente a las puertas del
recinto, que parecen haber volado en pedazos. Metal mellado y
retorcido yace en el suelo, aún humeante.
—Maldición.
—Señorita, ¿Esta es realmente su dirección? —pregunta,
girándose en su asiento para verme más de cerca—.
—Yo… sí —suspiro, saco el bolso y cojo un billete de
cincuenta dólares.
Son unos treinta y cinco dólares más que el precio del viaje
hasta aquí, pero no me importa. Tengo que entrar en el recinto.
Prácticamente le arrojo el dinero al salir.
—Señorita, ¿Está segura?
—Quédate con el cambio. Le grito.
El taxista frunce los ojos, preocupado. Sinceramente, es
conmovedor.
—No creo que deba entrar ahí —dice—. No parece seguro.
—Tengo que hacerlo —digo con desgana—. Puedes irte.
Salgo corriendo del coche. —¡Se ha dejado la compra en el
coche! —me dice.
Le hago un gesto con la mano mientras empiezo a correr
colina arriba. —¡Quédatela! Le vuelvo a gritar—. Yo invito la
cena.
Mis ojos se centran en la fachada del complejo.
Algo pasó. Algo malo.
Un ataque, si tuviera que adivinar.
Los polacos, si tuviera que adivinar de nuevo.
Y de alguna manera, se las han arreglado para abrir una brecha
en los muros.
¿Pero cómo?
El complejo ha estado bajo alta seguridad durante meses.
¿Dónde están todos los guardias Mazzeo?
Disminuyo la velocidad a medida que me acerco a las puertas,
pero no hay forma de acercarme sigilosamente sin que me
vean. Tampoco hay forma de saber si alguno de los atacantes
sigue en el lugar. El silencio es espeluznante.
No veo a nadie, así que espero que la acción haya trasladado a
todos los hombres al cuerpo principal de la casa.
Por supuesto, eso también significa que la casa ha sido
infiltrada. Lo que significa que Evie podría estar en peligro.
Mi corazón martillea dolorosamente contra mi pecho mientras
me agacho para pasar el punto de seguridad que precede
directamente a la puerta.
Lo primero que noto es la metralla marcando la calzada de
hormigón. Entonces veo los cuerpos.
—Oh, Dios —respiro.
Avanzo tambaleándome como una sonámbula y me encuentro
frente a dos cuerpos. Uno está tumbado boca abajo, así que no
veo de quién se trata.
Pero el segundo cuerpo está en ángulo hacia mí.
Tiene las piernas torcidas de forma antinatural y el cuello
inclinado hacia un lado. Sus ojos marrones miran fijamente al
cielo.
Un hombre de rostro adusto con un lunar en la barbilla.
Fue el último en verme antes de salir del recinto. El que me
ofreció llevarme si quería.
Ni siquiera sé su nombre.
Pero siento una tristeza increíble al mirarle.
—¿Amigo tuyo?
Jadeo y me doy la vuelta, justo cuando dos hombres armados
convergen a mi alrededor. Parecen lobos hambrientos listos
para matar.
Y acabo de ofrecerme en bandeja.
—Eres la infame Charlotte Dunn —se burla el más alto de los
dos—. Un poco tarde para la fiesta, ¿No?
—¿Kazimierz los envió? —pregunto con cautela.
—Manda saludos —me dice el más bajito. Sus ojos recorren
mi cuerpo como si ya me estuviera desnudando.
Siento que el corazón se me contrae, pero intento respirar a
pesar del pánico.
—¿Qué hacen aquí? —pregunto.
El alto levanta las cejas. —¿Qué crees, kurwa? —Luego mira
hacia su camarada—. Podemos usarla como seguro. Para
conseguir a la chica.
Para conseguir a la chica.
No.
No.
¡No, no, no!
—No está aquí —digo inmediatamente.
Sus dos cabezas se giran hacia mí.
—¿Qué?
—La chica no está aquí —respondo con seguridad—. La han
trasladado a un lugar seguro. No la encontrarás en el recinto.
—Está mintiendo —gruñe el bajito. Tiene ojos pequeños y
brillantes y una nariz afilada que le hace parecer un halcón.
—Tendremos que follárnosla hasta que diga la verdad —
sugiere el más alto con una risita enfermiza.
Avanza y me agarra del brazo. Demasiado rápido para
esquivarlo.
Sus dedos se cierran alrededor de mi, mientras me arrastra
hasta la casa. Más cristales rotos. Más cuerpos.
Pero no tantos como esperaba.
Todo el tiempo que he vivido en estos terrenos, han estado
plagados de hombres Mazzeo.
¿Dónde están todos ahora?
¿Y dónde está Lucio?
En cuanto entramos en el vestíbulo principal de la casa, oigo
una ráfaga de disparos. Nos alcanzan desde lejos y deduzco
que la pelea tiene lugar unos pisos más arriba.
—¿De dónde viene eso? —pregunta el alto—. ¡Aleksy!
—¡Cibor! —Un hombre muy musculoso con chaleco antibalas
entra desde otra habitación a la vuelta de la esquina—. Hay
más hombres arriba.
—Lo he oído —responde Cibor, mirando hacia mí—. Pero nos
he encontrado una moneda de cambio.
El hombre musculoso llamado Aleksy me mira de arriba
abajo. —¿Esta es la rata?
—No soy una puta rata —siseo, con las palabras
desgarrándose en mis labios.
Los tres hombres ríen entre dientes.
—Vamos —dice Cibor.
Aún agarrándome del brazo, me empuja hacia delante y me
obliga a subir las escaleras.
El soldado bajito se queda como vigía en el primer piso. Me
veo obligada a guiar a los otros dos hasta el segundo nivel.
Aquí hay más cadáveres. De nuevo, la mayoría son polacos.
No puedo decidir si eso es bueno o no.
Oigo más disparos y me quedo inmóvil. Al igual que los dos
hombres detrás de mí.
—Viene de este puto piso —gruñe Cibor.
—Por el pasillo —confirma Aleksy.
Cibor me suelta el brazo y me lo masajeo con alivio. Un
segundo después, siento el cañón de su pistola a mi espalda.
—Muévete, zorra —me gruñe.
Voy donde él quiere, pero ahora hay silencio. Al menos en esta
planta.
Aún oigo los ruidos de la conmoción y la lucha, pero apagados
y lejanos. Incluso podría estar ocurriendo fuera de la casa.
–Hay alguien escondido en este piso —dice Aleksy.
Cibor frunce el ceño. —Enviamos seis hombres aquí.
Siento que la esperanza bulle en mi interior.
Sólo conozco a un hombre capaz de enfrentarse a un pequeño
ejército y salir victorioso.
Y no le gustará ver a estos cerdos tocándome.
—¡Allí! La habitación de la esquina —dice Cibor.
Me clava la pistola en la espalda, haciéndome estremecer de
dolor.
Empiezo a moverme más deprisa, por el aireado pasillo. La
enorme ventana del fondo está rota. Hay fragmentos de cristal
esparcidos por el suelo de madera.
No sé cómo lo sé, tal vez sea sólo instinto, pero puedo sentir
que Lucio está cerca.
Está en la habitación al final del pasillo. Él es el que ha
logrado acabar con todos estos hombres.
Está al acecho.
Y necesito avisarle de alguna manera.
Al acercarnos a la puerta, coloco deliberadamente mis botas de
combate justo sobre un trozo de cristal.
El crujido es sutil, pero lo suficientemente pronunciado como
para oírse en el relativo silencio.
La mano de Cibor sale disparada al instante y serpentea
alrededor de mi cuello mientras me tira hacia atrás. Mi espalda
choca con su pecho y siento su aliento caliente y pegajoso en
mi nuca.
—Silencio, kurwa —maldice. No hace falta ser un genio para
deducir que «kurwa» no es un término cariñoso.
Mantiene su mano alrededor de mi garganta mientras me
empuja a la habitación.
Es obvio lo que está haciendo, usarme como escudo humano.
Pero el lado bueno de eso es que tengo el primer vistazo de los
alrededores.
Ya he estado antes en esta biblioteca, cuando Evie y yo
jugábamos al escondite hace ya semanas.
Veo movimiento detrás de la estantería. Un destello rubio. Me
muerdo la lengua para no gritar su nombre.
¿Por qué había pensado que Evie estaría fuera de casa?
¿Por qué había pensado que estaría a salvo de todo este caos,
de esta violencia?
La verdad es que no lo había pensado bien. Estaba viviendo
con nada más que esperanza.
Y ahora, estoy a punto de ver a una niña perder la vida.
—Hay alguien detrás de la estantería —gruñe Aleksy con
urgencia.
—¡No! —grito.
Entonces oigo el disparo.
Mi cuerpo se hiela y caigo al suelo, con un dolor que me
abrasa como el fuego.
Me disparó.
Me disparó.
Espera, espera. ¿Me disparó?
Me doy cuenta de que no siento dolor. Siento…
entumecimiento.
Pero puedo moverme.
Soy vagamente consciente de otro disparo. Y una lucha que
estalla justo detrás de mí.
Me doy la vuelta y veo a dos hombres enzarzados en una pelea
a muerte. Entonces veo la cara de Aleksey.
Y un brazo alrededor de su cuello, ahogándole la vida.
Poniéndolo morado.
Un segundo después, me doy cuenta de que la mano ofensiva
me resulta demasiado familiar.
Conozco esos dedos. Conozco esos tatuajes.
Es Lucio.
—Lucio —susurro.
Había estado al acecho detrás de la puerta. Esperó a que
entráramos del todo para atacar a los matones polacos por
detrás.
Miro a mi lado.
Cibor está tendido boca abajo en el suelo, con la cabeza
cubierta de sangre. Aleksy y Lucio siguen luchando por el
control.
Entonces veo una pistola, tirada a pocos metros de él.
No lo pienso.
Sólo me muevo.
Me zambullo. Mi mano se cierra alrededor del metal bañado
en sudor.
Levanto el arma. Apunto lo mejor que puedo. Aprieto el
gatillo.
No estoy preparada para el retroceso. La fuerza me empuja
contra el suelo y me golpeo la nuca contra la esquina de la
mesita.
Las estrellas abrasan mi visión. Respiro a chorros calientes y
desesperados.
Pero no tengo tiempo para estar herida. Necesito levantarme.
Necesito disparar de nuevo. Me sacudo el susto y me pongo de
rodillas.
Cuando mi visión se aclara, veo las secuelas.
Lucio está vivo.
Está de pie, respirando con dificultad. Aleksy yace muerto a
sus pies.
Lo salvé.
La pistola se me escapa de las manos temblorosas cuando
Lucio se acerca a mí. Se arrodilla ante mí y me agarra la cara
con las dos manos.
—Charlotte —susurra, con la sangre manchando sus hermosas
facciones. Parece un ángel caído.
—¿Evie? —jadeo. Es todo lo que consigo.
—Ella está aquí —me dice—. Está a salvo.
Me coge de la mano y me levanta. Tropiezo con él y me dirijo
hacia la estantería. En cuanto Evie me ve, sale disparada de su
escondite y me agarra por la cintura.
—Oh, princesa —murmuro, aferrándome a ella.
Enormes sollozos recorren su cuerpecito. La abrazo fuerte y
trato de consolar la con cada latir de mí corazón. No hay nada
más que hacer que estar aquí. Estar presente y cuidarla.
Miro a Lucio por encima de ella.
Parece atormentado.
—Evie —dice suavemente—. Lo siento. Siento que te hayas
enterado así.
Frunzo el ceño. —¿Qué? ¿De qué se enteró?
—Charlotte —gime Evie, mirándome con los ojos llenos de
lágrimas—. Mamá ha muerto. Lucio me ha dicho que mamá
ha muerto.
Maldición.
Miro a Lucio sorprendida.
¿Eligió ahora contarle la verdad sobre su madre?
Me menea la cabeza, como si supiera exactamente lo que estoy
pensando.
—Simplemente salió —susurra distante—. Todo sucedió tan
rápido. Evie, tesoro, lo siento, pero tenemos que salir de aquí.
Evie sólo sacude la cabeza y se aferra a mí.
—Mierda —gruñe Lucio, mientras su teléfono empieza a
sonar.
Responde inmediatamente.
—Adriano, fue una maldita emboscada —suelta—. Todavía
están en la casa… Bien… ¿Cuánto tiempo?… Bien.
Con el cañón de su pistola, aparta la cortina que le impide ver
el jardín.
—Deprisa —responde, justo antes de colgar.
—¿La ayuda está en camino? —pregunto, acariciando el pelo
de Evie.
—Sí —responde Lucio—. Estarán aquí en cinco minutos.
—Vale…
Se lleva el dedo a los labios, silenciándome de inmediato.
Viene alguien, me dice Lucio sin emitir sonido.
Me pongo en cuclillas en el suelo, manteniendo un apretado
agarre sobre Evie.
—Oye —le susurro—. Evie, necesito que vuelvas detrás de la
estantería ahora.
Ella sacude la cabeza con fiereza. Un vistazo a la estantería me
dice que no hay sitio suficiente para las dos ahí detrás.
—¿Por favor, Evie? —se lo suplico.
Se limita a sacudir la cabeza mientras las lágrimas siguen
brotando.
Miro hacia Lucio desesperadamente, pero está recargando sus
pistolas. Entonces me pasa una a mí.
—No tengas miedo de usarla —me dice.
En otro tiempo, quizá lo hubiera tenido.
Pero ahora, no.
No si eso significa proteger a Evie.
No si eso significa ayudar a Lucio.
Ya lo he hecho antes.
Y lo volveré a hacer ahora.
Lucio me mira y levanta dos dedos.
Dos hombres.
Podemos encargarnos de eso.
Me hace un gesto para que me ponga detrás del sofá con Evie.
Luego cruza la habitación para colocarse detrás de la puerta.
El mismo lugar donde se había escondido cuando yo había
entrado con Aleksy y Cibor.
Una voz suena desde el pasillo. —Subieron aquí con la chica.
Reconozco esa voz inmediatamente. El soldado bajito y de
aspecto asustadizo que había estado con Cibor.
—No parece que haya nadie aquí.
—Alguien está jodiendo las cosas por aquí.
Están a sólo unos metros.
No puedo arriesgarme a mirar por encima o alrededor del sofá
por si me ven a través de la puerta abierta. Evie me agarra con
fuerza, sus manos se aferran a mi pierna en cuanto le suelto la
mano.
Entonces les oigo entrar en la habitación.
Me pongo boca abajo y me arrastro hacia delante. Hay una
mesita junto al sofá que me da un poco de cobertura. Puedo
ver sus pies.
También puedo ver uno de los pies de Lucio.
Está a punto de moverse.
Así que yo también.
En cuanto oigo dispararse el arma de Lucio, aprieto mi propio
gatillo.
Le doy a mi objetivo en el muslo. Grita mientras sus rodillas
caen al suelo con un doloroso golpe. La sangre salpica.
—¡Quédate aquí, Evie! —le digo con urgencia.
Entonces me pongo en pie justo a tiempo para ver a Lucio
disparar al segundo hombre en la cara. Lo que deja sólo al
hombre al que he disparado. El bajito y asustadizo.
Avanzo hasta situarme frente a él.
Quiero que vea mi cara antes de matarlo.
Le apunto a la cabeza con mi pistola.
Sus ojos se abren de golpe. Ira. Miedo.
Y entonces…
—¡Espera!
Miro a Lucio. Es él quien ha hablado.
—Primero quiero respuestas —dice sombríamente.
Mi cuerpo vuelve a entumecerse.
Lucio da un paso adelante y coloca el pie justo sobre la herida
de bala que le he infligido al soldado.
El hombre ruge como un animal herido antes de disolverse
lloriqueando como un bebé por el dolor.
—Sólo tengo una pregunta —le dice Lucio por encima de sus
gritos, su expresión negra de promesa vengativa—. Y si me
respondes, el dolor cesará.
Miro hacia atrás, preocupada por Evie.
Preocupada por lo que oye. Lo que ve.
—¿Cómo coño sabías lo de mi hija? —pregunta Lucio.
Mi corazón se detiene.
El soldado mira a Lucio durante un largo momento.
¿Es posible que no responda?
Mi corazón se hunde cuando sus ojos parpadean hacia mí.
—Tenemos una rata dentro —balbucea, a través del dolor.
Lucio sacude la cabeza. —¿De qué mierdas estás hablando?
Rocco está muerto.
—Entonces la boca del soldado se curva en una mueca—. Él
no.
Luego levanta una mano. Lentamente. Tan jodidamente
despacio.
Parecen pasar años entre el momento en que la pregunta de
Lucio sale de sus labios y cuando el soldado polaco finalmente
responde.
Me señala con esa mano temblorosa y manchada de sangre.
Mientras lo hace, dice con una horrible aspereza, —Tienes una
rata en tu cama, Lucio Mazzeo. Y el único culpable eres tú
mismo.
Y ni siquiera tengo que mirar a Lucio a los ojos para saber que
lo entiende todo.
Todas mis mentiras han salido a la luz.
Continuará
La historia de Lucio y Charlotte continuará en el Libro 2 de la
Mafia Mazzeo, Arrullo del Pecador.

También podría gustarte