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ÁNGEL DEPRAVADO

LA MAFIA BELLUCI
LIBRO 1
NICOLE FOX
ÍNDICE
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Otras Obras de Nicole Fox
Ángel Depravado: Un Oscuro Romance Mafioso
1. Alexis
2. Gabriel
3. Alexis
4. Gabriel
5. Alexis
6. Gabriel
7. Gabriel
8. Alexis
9. Gabriel
10. Alexis
11. Alexis
12. Gabriel
13. Alexis
14. Alexis
15. Gabriel
16. Alexis
17. Gabriel
18. Alexis
19. Gabriel
20. Alexis
21. Alexis
22. Gabriel
23. Alexis
24. Gabriel
25. Alexis
26. Gabriel
27. Alexis
28. Gabriel
29. Gabriel
30. Alexis
31. Gabriel
32. Gabriel
33. Alexis
34. Gabriel
35. Alexis
36. Alexis
37. Gabriel
38. Gabriel
39. Alexis
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Inmaculada Corrupción
ÁNGEL DEPRAVADO: UN
OSCURO ROMANCE MAFIOSO
LIBRO #1 DE LA TRILOGÍA DE LA MAFIA BELLUCI

Encontré a mi ángel.
Luego le rompí las alas.
Alexis nunca debió poner un pie en mi mundo.
Los hombres como yo manchamos a las chicas como ella.
Tomamos su inocencia y la hacemos pedazos.
Ella cree que es dura. Cree que puede conmigo.
Pero no sabe cuán profunda es mi oscuridad.
Fue para mejor el que solo la hiciera mía una noche y luego la
dejara atrás.
Algo más que eso habría sido cruel.
Pensé que había visto lo último de Alexis Wright.
Así que imagina mi sorpresa dos años después cuando la
puerta de mi oficina se abre…
Y ella entra.
La chica que destrocé. La chica que devoré.
Ahora que estamos cara a cara, sólo tengo dos preguntas para
ella:
Primero, ¿qué está haciendo aquí?
Y segundo…
¿Qué quiere decir con “nuestro bebé”?
1
ALEXIS

Está oscureciendo afuera.


Enciendo la lámpara de mi escritorio y me estiro en la silla,
tratando de evitar la inevitable joroba que se forma al final del
día. Mi estómago gruñe, por lo que abro el último cajón de mi
escritorio, mirando las cosas que tengo allí guardadas. Ah, sí,
el cajón secreto de los refrigerios. Es secreto no porque me
avergüence de lo mucho que me gustan las meriendas, sino
porque Vicky Oberman, que está en el cubículo de enfrente,
salta por encima de la pared divisoria como un suricato si oye
el crujido de una bolsa de patatas fritas.
Saco un paquete de Twizzlers y cierro el cajón. Miro fijamente
el cursor que está parpadeando en la pantalla de mi ordenador
mientras me como el extremo de una barrita dulce de fresa. Le
dije a mi prometido, Grant, que esta noche llegaría tarde a casa
porque quería terminar esta historia, pero no estoy segura de
que me importe.
Se trata de un artículo de poca importancia: la improbable
historia de cómo el cuidador de un centro comunitario
encontró los mismos patines que él usaba cuando visitaba el
centro de niño. El Sr. Finkel pasó la mitad de la entrevista
recordando cuánto costaba todo en aquellos días (una lata de
refresco, 5 centavos; un perrito caliente, 25 centavos; un
helado con dos bolas, 10 centavos), y el resto del tiempo
hablando de cómo los niños de hoy en día no aprecian el lujo
de tener un centro comunitario al que ir.
Ahora, es mi trabajo como periodista local dedicada, convertir
ese montón de palabrería poco entretenida en un artículo que
invite a la reflexión y que examine el papel de los centros
comunitarios en la educación de la juventud del mañana.
O al menos, así es como he decidido darle la vuelta, aunque mi
editora, Debbie Harris, sólo quiere que escriba la historia. De
hecho, sus palabras exactas fueron: “Nadie lo va a leer,
excepto ese cuidador, así que asegúrate de no escribir mal el
nombre del tipo”.
Debbie no tiene reparos al expresar que no gasta tiempo ni
energía en los artículos de propaganda cuando hay historias
más grandes que podría contar. Me gustaría que me confiara
una de esas grandes historias. Hasta ahora, mi trabajo en el
New York Union no ha estado lleno de mucho contenido.
“¡Wright!”, se escucha una voz cortante desde la entrada de mi
cubículo. Oh, Dios mío. Hablando del Rey de Roma.
Me volteo para mirar a Debbie, mientras un Twizzler cuelga
de mi boca. Es una mujer escocesa de aspecto severo, con el
pelo rubio perfectamente peinado, los ojos delineados en negro
y un lápiz de labios que nunca está corrido. Tiene una
encomiable e infinita selección de trajes de pantalón de colores
llamativos. El elegido de hoy es un blazer fucsia y pantalones,
con un top blanco brillante debajo. Parece tener unos cuarenta
y cinco años, pero en los dos años que llevo trabajando en el
periódico, nunca la he oído hablar de su edad. He oído el
rumor de que alguien de la oficina intentó organizarle una
fiesta de cumpleaños y nunca más se supo de esa persona.
“¿Cómo va la historia?”, pregunta con su marcado acento de
Glasgow.
“Bien”. Muerdo el extremo del Twizzler. “Estaba a punto
de…”
Hace un gesto agitando la mano. “No, eso es todo lo que
necesito saber. Sólo estoy aquí para dejarte tu tarea para
mañana”. Sonríe. “Te gustará esta”.
Mi corazón se acelera. Debbie por fin me va a dar algo de
carne para hincarle el diente.
“¡Es una exposición canina!”, anuncia.
“Oh”.
“No estés tan decepcionada”. Se apoya en la pared de mi
cubículo. “Aun no escuchas la mejor parte”.
Arqueo una ceja, esperando.
Debbie se inclina un poco. “Todos los perros son imitadores de
famosos”.
“¡Debbie!”, me quejo, dejando caer la cabeza hacia atrás con
frustración. “Es más de la misma mierda que siempre recibo.
¿Por qué haces que me emocione?”
Patea la parte inferior de mi silla, lo que hace que me levante
de golpe, y luego se cruza de brazos y me mira con mala cara.
“Otra vez tú y tu falta de paciencia”, me regaña. “¿Sabes la
suerte que tienes de tener este trabajo? Tengo una docena de
currículos en el cajón y a los dueños les encantaría escribir un
reportaje sobre un desfile de perros con trajes llamativos”.
“Sí”, suspiro. “Tienes razón. Lo siento. Gracias”.
Sonríe y se va.
Sé que Debbie tiene razón, pero no puedo evitar mi
frustración. Por muy bonito que suene ese espectáculo con
perros, quiero escribir historias que marquen la diferencia.
El reloj marca las cinco y media y empiezo a recoger. Hoy no
me apetece quedarme hasta tarde. Sólo quiero acurrucarme en
el sofá con Grant y un gran vaso de vino tinto y ver algo de
televisión basura. De hecho, eso es exactamente lo que me ha
recetado el médico.
Me toma cuarenta minutos en llegar desde las oficinas del
periódico en Manhattan hasta nuestro loft en Brooklyn. Grant
tiene suerte: le acaban de nombrar socio minoritario en un
bufete de abogados del centro de Brooklyn y su trayecto al
trabajo es de menos de diez minutos.
Es una tarde excepcionalmente cálida para noviembre, pero el
aire sigue estando un poco frío, lo que me obliga a abrigarme
mejor mientras camino desde el metro hasta nuestro edificio.
Subo los escalones de la entrada y entro en el ascensor,
soñando con un pinot noir con cuerpo.
La puerta del apartamento no está cerrada con llave, lo que me
parece sorprendente. A pesar de lo cerca que está su oficina,
los abogados en Manhattan son muy exigentes y Grant trabaja
en horarios difíciles. Había dicho que no llegaría muy tarde
esta noche, así que me pregunto dónde se habrá metido. Dejo
las llaves en el cuenco y entro en el salón, esperando
encontrarlo allí, pero no aparece por ningún lado.
“¿Grant?”, le llamo. Las viejas tablas del suelo crujen bajo mis
pies mientras me dirijo al dormitorio, dejando caer mi bolsa en
el sofá por el camino.
Crujido. Crujido.
Llevo discutiendo con Grant desde que nos mudamos juntos
sobre el colchón de nuestro dormitorio. A él le encanta, pero
yo no soporto que las tablas estén crujiendo. El caso es que las
tablas sólo hacen ruido cuando él y yo nos ponemos a hacer
cosas de adultos. Como estoy en el pasillo, empiezo a darme
cuenta con creciente horror de lo que eso significa…
Oh, Jesús.
Cuando empujo la puerta del dormitorio con dedos que de
repente se sienten helados y temblorosos, me encuentro con
algo que nunca, nunca, quise ver.
Lo primero que veo es el pálido culo de Grant, apretándose
mientras empuja.
Lo segundo que veo es la cara de horror de la mujer que está
debajo de él, que acaba de mirarme a los ojos y se ha dado
cuenta, demasiado tarde, de que ha cometido un gran error.
Mi mandíbula cae al suelo.
La mujer intenta apartar a Grant de ella y cubrirse con el
edredón, pero el gran zoquete tarda un segundo en darse
cuenta de lo que está pasando. Cuando finalmente lo hace y
levanta la vista para verme de pie en el marco de la puerta, se
le cae la cara.
“¡No es lo que parece!”, grita. Se levanta de la cama, se pone
unos calzoncillos, los que le regalé el año pasado por su
cumpleaños, y gesticula con fuerza.
Mirarlo me parece repulsivo, así que miro a la chica en su
lugar. Está acurrucada bajo el edredón. Tiene el pelo rubio
desteñido y los ojos muy abiertos por la sorpresa.
“¡No es lo que parece!” Grant repite, como si no le hubiera
escuchado la primera vez.
Por un segundo, quiero creerle. Sería mucho más fácil tragarse
sus mentiras que aceptar que mi prometido, el hombre con el
que he pasado todos los domingos acurrucada en el sofá
durante los últimos dos años, me ha traicionado de la peor
manera.
Pero no se puede negar que es exactamente lo que parece.
La ira llena mis venas como si habláramos de gasolina. Todo
lo que necesito ahora es una cerilla.
“¿Entonces qué es?”, exijo, con los ojos muy abiertos.
“¿Estaban revisándose para descartar que tengan piojos?
¿Perdió un pendiente en tus pantalones?’
Grant se acerca corriendo. Su cabello rubio rojizo está
desordenado en mechones salvajes y tiene la boca manchada
de lápiz de labios. “¡Cariño, déjame explicarte!”
La visión de esos labios, los labios que creía que eran sólo
míos para besar, me enciende la sangre, y me hierve la piel
desde dentro.
Tiene unos ojos grandes y conmovedores. Recuerdo haberme
enamorado de ellos, de él. Se veían bien a la luz de las velas
en el local italiano al que me llevó en nuestra primera cita
formal. Incluso ahora, una parte de mí quiere empaparse de
esa emoción y perdonarle.
Pongo esa parte de mí en una caja, la cierro y tiro la llave.
“Salgan de aquí”, exijo con frialdad, señalando con un dedo
hacia la puerta principal. “Los dos se tienen que ir ahora
mismo”.
Tengo un nudo en la garganta. Siento que voy a vomitar.
¿Cómo ha podido hacerme esto? Estoy a dos segundos de
derrumbarme por completo, y ni de coña voy a dejar que Grant
esté aquí para presenciarlo.
Grant frunce el ceño. “Pero es mi apartamento”.
“¡He dicho que se vayan antes de que los eche a patadas!” Mi
voz elevada cumple su cometido. Con un gritito, la mujer pasa
corriendo junto a mí hacia la puerta principal.
Grant se da la vuelta y busca un par de pantalones. Creo que
no he sido clara; tal vez necesita que se lo repita por última
vez.
“¿Tartamudeé? Dije que te ¡Vayas. Ahora. Mismo!”.
Al oír el veneno en mi voz, Grant abandona la búsqueda de
pantalones y sale corriendo por la puerta. Dos segundos
después, oigo que la puerta principal se cierra de golpe.
Me derrumbo en el pasillo, como una marioneta cuyos hilos
han sido cortados sin piedad.
La habitación parece resonar con el eco de los latidos de mi
corazón. Permanezco inmóvil y en silencio durante mucho
tiempo, con la mente felizmente en blanco. Me quedo mirando
la pared, escuchando mi pulso desbocado.
Recuerdo haber elegido la pintura para el pasillo. El color se
llama Gris Acero.
Después de mudarme, quise hacer que se sintiera más como
nuestro hogar, en lugar de sólo el suyo, pero a Grant le gustaba
todo como estaba. No me dejaba mover los muebles, ni
redecorar el salón o reorganizar el armario. Al final, cedió y
me permitió pintar este pasillo, donde las paredes ya estaban
sucias en algunos lugares. Me dio unos cuantos metros
cuadrados para que los hiciera míos. En aquel momento, se lo
agradecí.
¿Cómo no pude ver entonces que Grant no estaba dispuesto a
hacer un hueco en su vida para mí?
Los ojos me escuecen por las lágrimas. Vuelvo a lanzar mi
cabeza contra la pared. Se suponía que íbamos a casarnos.
Después de todos los sacrificios que hice por él, todas las
veces que lo puse en primer lugar, ¿y ahora descubro que
nuestra vida juntos no significaba nada para él?
Rompo a sollozar miserablemente. Lágrimas gruesas ruedan
por mis mejillas, los hombros me tiemblan, mi pecho se siente
agitado mientras lucho por respirar. No sé si lloro la pérdida de
mi prometido o la pérdida de la vida que había planeado con
él: matrimonio, bebés, una familia propia.
Sea lo que sea, hoy he perdido algo. Y maldita sea, duele.

N O TENGO ni el más mínimo deseo de salir de la cama por la


mañana, pero sé que el trabajo es lo único que me quitará de la
cabeza la imagen de la boca manchada de labial carmín de
Grant. Así que me dirijo a la oficina y termino el artículo del
centro comunitario. Luego, es hora de ir a ver la exposición
canina.
Se siente bien no hacer nada. Para variar, me siento realmente
agradecida de que a Debbie le guste darme encargos sin
sentido. No tengo la capacidad cerebral para lidiar con un
drama legal o un reportaje de investigación profundo. Un
espectáculo de imitadores de celebridades es lo máximo que
puedo procesar en este momento.
Como era de esperar, es muy cursi. Mi favorito es un galgo
vestido como Ziggy Stardust, que aúlla en un micrófono bajo
las órdenes de su dueño. No acaba ganando nada, lo cual es
decepcionante. El ganador de la categoría de mejor disfraz es
un caniche de sonrisa lacónica que se hace llamar “Pawl
Newman”. El segundo puesto es para un perro salchicha con
un traje brillante y una peluca pelirroja que el dueño quiere
hacernos creer que es Elton John. Me voy pensando que a
Ziggy le han robado.
Vuelvo a la oficina para empezar a escribir el artículo,
preguntándome si esto es todo lo que hay para mí. ¿Estoy
condenada a pasar el resto de mis días escribiendo artículos
que nadie leerá hasta que me retire y me convierta la señora de
los gatos que vive enfadada y no tiene hijos? Tiene que haber
algo más que esto.
Durante el día, envío un mensaje de texto a mi mejor amiga,
Clara Fitzgerald, para ponerla al corriente de las novedades en
mi vida amorosa. Intenta llamarme varias veces durante el día,
pero no le contesto. Cuando termino de trabajar a las cinco y
media en punto, la llamo.
“¡Por fin!”, se queja. “Estaba empezando a preocuparme por
ti”.
“Lo siento. Es que ha sido un día muy ajetreado”. Saco una
tableta de chocolate del bolso y empiezo a masticarla de
camino al metro.
“No puedo creer a Grant. Es un cerdo asqueroso”.
“Lo sé”, suspiro. “Mira, pronto perderé la señal en el metro.
¿Puedo llamarte más tarde?”
“¡No es necesario!”, dice Clara con alegría. “Estoy en camino
a tu casa ahora”.
“Clara…”
Realmente no tengo ganas de compañía esta noche. Es viernes,
lo que significa que habrá una película en la televisión y que
puedo tener toda la resaca que quiera por la mañana. Hay una
botella de vino en el estante que el jefe de Grant nos regaló por
nuestro compromiso y que se suponía que íbamos a esperar
hasta la boda para beber. Ese chico malo será abierto hoy.
También tengo un poco de helado en el congelador. Mi noche
está lista.
“Te estoy perdiendo”, sisea Clara en el teléfono. “No puedo…
se corta”.
“¡Clara!”
“¡Nos… pronto!”
Cuelga y yo maldigo en voz baja. Clara es muy amable, sabia
e increíblemente indulgente, pero también es la persona más
prepotente que he conocido. Busca controlar todo lo que hay
en su entorno, lo cual sé que es algo que ha desarrollado luego
de dos duros años de sobriedad, pero sigue frustrándome a
veces.
Aun así, supongo que será agradable pasar algo de tiempo de
calidad con mi mejor amiga. Pronto tendré que mudarme del
apartamento de Grant, así que podría ser divertido hacerle un
poco de daño.
Cuando llego a casa, Clara me está esperando delante del
edificio. Lleva en la mano dos grandes bolsas de la compra y
se acerca a mí, echándome los brazos por los hombros. Una de
las bolsas me golpea la columna.
“Ouch”, me quejo. “¿Qué es eso? ¿Una bolsa de ladrillos?”
Clara se ríe. “Sólo espera”.
Subimos al apartamento y Clara deja las bolsas en la isla de la
cocina y se tira en el sofá. Su masa de rizos dorados se
derrama sobre el reposabrazos y echa la cabeza hacia atrás
para mirarme.
“¿Cómo te sientes?”, pregunta.
Suspiro y me dejo caer en el sillón de enfrente. “Extraña”.
“¿Tal vez un poco libre?”
“No. Sólo extraña”. Mi cabeza se inclina hacia un lado y
encuentro su mirada. “Teníamos un plan, Clara. Grant y yo
teníamos un plan. Después de casarnos, íbamos a viajar, y
luego íbamos a formar nuestra familia. Grant quería una niña
primero, pero yo quería un niño, un pequeño al que pudiera
vestir de marinero y enseñar a ser siempre educado. Sería el
tipo de niño que llamaría a los adultos ‘señora’ y ‘señor’, y
todo el mundo adularía su ternura”.
“¿Pensabas tener un hijo en los años 50?”, pregunta escéptica.
Frunzo el ceño. “Bueno, en realidad no importa ahora,
¿verdad?”
“Todavía puedes tener todo eso”, dice Clara. “Apenas tienes
veintiséis años. Tienes toda la vida por delante, y es mejor
empezar de cero ahora que pasar el resto de tu vida atada a un
hombre que nunca te iba a tener como su prioridad”.
“Tienes razón”. Vuelvo a mirar al techo. “Sólo tengo miedo de
empezar de nuevo”.
“Si la vida no te diera miedo, no valdría la pena vivirla”.
“Estoy segura de que eso será reconfortante en un par de
semanas, pero por el momento, yo…”, la miro. “No lo sé. Me
siento herida”.
Clara se incorpora, sus ojos verdes centellean con algo que
sólo puedo describir como picardía. “¿Sabes lo que oigo
cuando dices eso?”
“¿Qué?”
“Que necesitas una distracción”, dice. “Salgamos esta noche”.
Levanto una ceja escéptica. “¿Afuera?”
“Sí. Como a un club”. Dobla las piernas debajo de ella,
pareciendo toda la instructora de yoga que es. “Sí, ¡vamos a
bailar! Te diré lo mismo que les dije a mis alumnos hoy: si
todo lo demás falla, alimenta tu alma con estiramientos
profundos y un bajo pesado”.
“No has dicho eso a tu clase”.
“Claro que sí”.
Me río. “De acuerdo, sensei. Igual, creo que me quedaré en
casa”.
“Por favor, ¿sal conmigo?”, hace un puchero con sus labios
rosados. “Será bueno para ti. Ahora que has echado a Grant a
la calle, puedes tener un poco de emoción en tu vida”.
Clara siempre pensó que Grant era aburrido, con sus largos
monólogos y sus patrones predecibles. Era el tipo de persona
que seguía un horario semanal como si su vida dependiera de
ello: CrossFit tres veces a la semana, su drama policial
favorito los martes por la noche, pescado para cenar todos los
viernes. Resulta irónico que, después de años de saber la hora
por sus movimientos, me lanzara una bola curva tan
inesperada que me dejara con el culo al aire.
“Grant era aburrido, ¿cierto?” Me doy cuenta en voz alta.
Clara asiente. “Un absoluto festival de aburrimiento. Una cara
bonita, pero muy poco en el piso de arriba”.
“Abajo tampoco pasa gran cosa”, comento. “No me imagino
que esa fulana estuviera con él por su encomiable capacidad
de dormirse casi inmediatamente después de eyacular”.
Se ríe. “¡Ese es el espíritu!”
“Que asco. ¿Por qué estaba con él?” Me paso una mano por la
cara. “Creo que en algún nivel siempre supe que me estaba
conformando. Sólo me molesta que haya tenido que pasar esto
para darme cuenta”.
Hay que admitir que siempre tuve curiosidad por el concepto
de tener esa chispa en una relación. Era algo que nunca sentí
que Grant y yo tuviéramos. Suponía que lo que teníamos, la
comodidad y la seguridad, era mejor. Más fuerte. Más estable.
Claramente, Grant no pensaba así. Después de quitarme la
venda de los ojos, me doy cuenta de que yo tampoco debería
haberlo pensado.
“A tu padre le agrada”, señala Clara. “Creo que siempre has
sido un poco ciega en lo que respecta a tu padre”.
“A papá sólo le gusta porque también es abogado”, respondo.
“Sólo le gusta tener a alguien cerca con quien pueda hablar de
agravios”.
Todavía no le he contado la noticia a mi padre. De hecho,
apenas he hablado con él últimamente. Él ha estado ocupado
defendiendo a los inocentes, y yo buscando nuevas formas de
describir los trajes caninos. Siempre me preocupa que mi
padre me juzgue por no estar a la altura de mi potencial. Odio
la idea de decepcionarlo.
Clara se pone en pie y se dirige a la isla, cogiendo las bolsas
que ha traído antes de dejarlas sobre la mesa de centro.
“Vamos a hacer algo divertido. Te acuerdas de lo que es
diversión, ¿verdad?”
“No sé si estoy de humor, Clara…” Miro las bolsas con
desconfianza. “Además, ¿no crees que un club sólo será una
guarida de tentaciones para ti?”.
Hace un gesto de desprecio con la mano. “Por favor. Estoy tan
zen estos días que la idea del alcohol ni siquiera me perturba.
Sólo quiero bailar con mi mejor amiga y ayudarla a salir de la
espiral de miseria en la que está a punto de hundirse”.
“¿Quién ha hablado de una espiral de miseria?”
“Te he visto echando un vistazo al congelador”. Aprieta los
labios. “Si no te saco de aquí, acabarás viendo terribles
comedias románticas hasta que te desmayes en un charco de
helado derretido”.
Me molesta que haya anticipado mis planes nocturnos con
tanta astucia.
“Bien”, suspiro. “Vamos a bailar”.
Lanza un gritito y se posa en la mesa de café, sacando objetos
de las bolsas. Ha traído todo su kit de maquillaje, así como
suficientes herramientas de peinado para un concurso.
“¿Qué es todo esto?”, pregunto con suspicacia.
“Este es tu futuro”. Saca un vestido brillante de una de las
bolsas con una floritura. “Mirad con alegría, porque haré un
cambio de imagen a su majestad”.
Miro el vestido. “Eso no me va a quedar bien”.
Clara es menuda, con todo tonificado y un culo que desafía la
gravedad. Yo soy más curvilínea, con un vientre plano, pero
con las caderas ensanchadas, muslos gruesos y un generoso
escote. Tengo el tipo de cuerpo que se ve muy bien con faldas
lápiz y vaqueros ceñidos, pero tengo mis dudas sobre el
vestido que Clara ha elegido para mí.
“Claro que te quedará bien”, responde ella. “Puedes confiar en
mí. Estoy en la zona”.
“Que ridícula eres”.
“Ridículamente sabia”. Se abanica con una selección de
pinceles de maquillaje. “Ahora… ¿Por dónde empezar?”
Clara me da vueltas y vueltas durante la siguiente hora. Al
final, tengo la cara tan llena de maquillaje y el pelo tan lleno
de laca que me pregunto si podré mantener la cabeza erguida.
Clara anuncia con voz cantarina que ha terminado y, de alguna
manera, me incita a ponerme el vestido brillante. Luego me
guía hacia el espejo y lo primero que veo es su expresión de
esperanza.
Y entonces… Vaya.
Clara ha convertido mi pelo, normalmente rizado, en sedosas
ondas que caen en cascada sobre la parte superior de mis
pechos. Mis ojos azules resaltan bajo unas gruesas pestañas
postizas negras, con sombra de ojos dorada y morada y un
grueso delineado negro en los párpados superiores. Mis labios
son de color rosa claro y brillantes, y mi piel se ve impecable,
como el mármol cremoso.
Y el vestido… Maldita sea, el vestido. Se ciñe a mí en todos
los lugares adecuados, con una profunda V que acentúa mi
escote y un fleco en la parte inferior que me hace cosquillas en
la parte superior de los muslos cuando me muevo.
“Ni siquiera me parezco a mí”, comento, girando la cara de un
lado a otro, embelesada por mi propio reflejo.
“No está tan mal, ¿verdad?” Clara acerca el maquillaje al
espejo y me quita de en medio mientras empieza con su propia
cara. “Esta noche puedes ser quien quieras ser”.
Me doy cuenta de que tiene razón. Me he transformado. Quizá
salir sea una buena idea después de todo.

C LARA y yo visitamos algunos bares del Lower East Side antes


de dirigirnos al que, según ella, es el mejor club de todo Nueva
York: Fiamma. Una vez que entramos, es un auténtico buffet
de imágenes y sonidos. La música bailable a todo volumen
resuena en los altavoces y los fiesteros más glamurosos llenan
la pista de baile y agitan los brazos por encima de ellos
mientras las luces de neón atraviesan la multitud.
Me tomé un par de copas en los bares anteriores, pero nunca
bebo en exceso cuando estoy cerca de Clara. Ella dice que no
le molesta, pero no me parece justo. Ya me siento un poco
encendida, así que Clara y yo nos saltamos la barra y nos
dirigimos directamente a la pista de baile.
No conozco la canción que está sonando, pero dejo que el
ritmo fluya a través de mí mientras empiezo a bailar,
moviendo las manos hacia el techo y haciendo rodar las
caderas. Me siento bien bailando. Me pierdo en el momento,
balanceándome, girando y agitando el pelo. Clara y yo nos
miramos a los ojos y rompemos a reír. Es la primera vez en
todo el día que me siento realmente viva.
Miro por encima de mi hombro para ver la cantidad de gente
que hay en el bar, y mi vista se posa en un hombre que se abre
paso entre la multitud a unos metros detrás de mí. Se me corta
la respiración.
Estoy lo suficientemente borracha como para tener un
pensamiento claro en medio del caos: Ese es un buen
espécimen.
Debe de medir alrededor de un metro noventa, ya que se eleva
por encima de la multitud de glamurosas mujeres con tacones
altos. Su pelo oscuro le rodea la cara y la nuca. Es el tipo de
pelo que parece sedoso al tacto, y mis dedos se estremecen al
pensar en pasar las manos por él. Tiene los labios carnosos en
una línea dura, como si le molestara tener que nadar entre el
mar de cuerpos. Me mira y, por un segundo, nuestros ojos se
cruzan.
El corazón me da un vuelco y me quedo inmóvil, como un
ciervo encandilado. Sus ojos son piscinas oscuras que me
atraen hasta que siento que me ahogo. Aparta la mirada y
vuelvo al presente, dándome cuenta de que durante los últimos
segundos me he olvidado de respirar.
El hombre desaparece sin siquiera mirar hacia atrás. Tal vez no
me estaba mirando a mí en absoluto.
Clara me toca el hombro. “¿Estás bien?”
Asiento con la cabeza y vuelvo a bailar. “Lo siento. Me
distraje”.
“¿Por ese pedazo de carne de hombre?” Se lame los labios.
“No te culpo”.
Bailo hasta que me duelen los pies, y el sudor me resbala por
el pecho. Incluso me doy el gusto de charlar con algunos
chicos que se me acercan, pero en cuanto alguno empieza a
hacer demasiadas preguntas, agarro a Clara y nos vamos a otra
parte de la multitud. Sólo quiero divertirme, y en este
momento, la idea de charlar con cualquier hombre es lo
contrario a eso.
Clara y yo entramos en el bar y pido las bebidas. Comienza a
desviarse en dirección a un tipo sexy con un afro
impresionante y tengo que hacer que vuelva a mi lado, ya que
tiene mi cartera y mi teléfono en el bolso.
Volvemos a la pista de baile y el chico se acerca, haciendo
movimientos de baile tontos como una especie de ritual de
apareamiento para la aprobación de Clara. Y funciona. Un
segundo estoy contoneándome con mi mejor amiga, y al
siguiente estoy tomando una copa a su lado mientras ella y el
tipo sexy se manosean como adolescentes.
Recorro el lugar, mientras mi vodka de arándanos sabe cada
vez más amargo con cada sorbo. Ni siquiera me doy cuenta de
lo que estoy buscando hasta que lo veo a él, el chico guapo
con el que tal vez hice contacto visual antes. Está apoyado en
la pared, cerca de la zona VIP, consultando su teléfono.
No lo entiendo. No parece pertenecer a este lugar. Es
demasiado serio y parece demasiado aburrido. Lleva un traje
negro ajustado, con una camisa negra y una corbata roja. Es
audaz, pero no es un fanfarrón. Sólo está… siendo él.
Como si sintiera mi mirada, el hombre levanta la vista de su
teléfono. Su mirada me atraviesa desde el otro lado de la
habitación. Una luz azul me salpica la cara y no me cabe duda
de que esta vez me está mirando a mí. Todo parece ralentizarse
a mi alrededor y mi pulso se acelera. Su boca se levanta
ligeramente en forma de sonrisa. Tengo la boca seca y me
trago el resto de la bebida de un solo trago. Cuando vuelvo a
mirar hacia arriba, ya está subiendo las escaleras hacia la zona
VIP.
Me vuelvo hacia Clara y hago una mueca. Ella y su nuevo
amigo parecen estar intentando comerse, pero al menos se está
divirtiendo, supongo.
Clara se separa y le susurra algo al oído al tipo, luego viene a
hablar conmigo. “Hunter y yo vamos a salir de aquí”, dice.
“Estarás bien para llegar a casa, ¿verdad?”
Asiento con la cabeza, forzando una sonrisa. “Claro”.
Me besa la mejilla y agarra la mano de Hunter. Los dos
desaparecen en cuestión de segundos. Es casi impresionante, o
mejor dicho, lo sería si no fuera tan molesto.
Lanzo un suspiro y miro mi bebida vacía. Voy a coger una más
para el camino. Hay una botella de vino esperándome en casa
y, si no recuerdo mal, tengo una gran bolsa de Doritos en uno
de los armarios.
Me abro paso hasta la barra y pido otra bebida, balanceándome
al ritmo de la música.
La camarera, una preciosa pelirroja cubierta de tatuajes, me da
la bebida y bebo un sorbo distraídamente mientras lo agrega a
mi cuenta.
Sólo entonces me doy cuenta de que mi cartera ha dejado el
bar al mismo tiempo que Clara.
2
GABRIEL

El bajo se siente a través del suelo, pero es mucho más


silencioso aquí arriba que en el club de abajo. Estoy sentado
en mi espacio habitual en el Fiamma, mi favorito entre todos
los bares que tiene mi familia en la ciudad. Es un buen lugar
para hacer negocios. Hay pocas posibilidades de que te
escuchen, y mi padre nunca pondría un pie aquí, prefiriendo
quedarse en los viejos lugares en los que él y sus amigos
pasaban su juventud, envueltos en una nube de humo de
cigarro.
A mi izquierda se sienta Vito Gambaro, mi mejor amigo desde
la escuela primaria. Será mi consigliere, mi mano derecha, una
vez que tome el control del sindicato. Por ahora, es mi
confidente más fiable, y la única persona de la organización
que sé, sin lugar a duda, que me expresa lealtad a mí y sólo a
mí.
Frente a nosotros se sientan Dom Rozzi y Diego Berdini. Dom
es un buen capo, pero se regocija en las cosas sencillas de la
vida, sin importarle mucho la política o la estrategia. Piensa
con sus músculos y su polla, y no le gusta lidiar con ningún
problema que no pueda solucionar con sus puños. Fiel a su
estilo, Dom está mirando lascivamente a un par de piernas
largas que pasan por delante. Diego se ríe.
Me inclino hacia Vito. “¿Ya se fijó la reunión?”
Vito mira a Diego, pero el hombre mayor está demasiado
distraído con las babas de Dom como para darse cuenta de
nuestra conversación. “Sí. Se reunirán con nosotros en los
muelles mañana”.
Doy un sorbo a mi whisky. “Bien”.
“¿Estás seguro de que es una buena idea?” pregunta Vito. Le
lanzo una mirada sombría.
Vito es inmune al poder de mis miradas y se inclina más cerca,
bajando la voz. “Tu padre va a poner el grito en el cielo si se
entera”.
Mi padre es el jefe de la familia criminal Belluci y Vito tiene
razón: se pondrá furioso si se entera de que estoy haciendo mis
jugadas a sus espaldas. Por desgracia, es un mal necesario. Si
mi padre se sale con la suya, llevará a la ruina a la familia y
acabará con una dinastía de poder de varias generaciones.
Siempre ha sido un hombre codicioso, pero últimamente su
codicia ha empezado a consumirlo. Tengo la intención de
evitar que eso nos destruya a todos.
“Ya se dará cuenta de que es lo mejor para el negocio”, digo.
“Puede actuar como tal, pero mi padre no es un tonto”.
Espero que esa sea la verdad. Últimamente, sus acciones han
demostrado lo contrario.
Los Bellucis controlamos la mayor parte de los muelles, un
terreno vital para cualquier organización criminal. La mafia
irlandesa, dirigida por la familia Walsh, controla una pequeña
parte. Mi padre se ha estado preparando para arrebatarles el
control de los muelles por completo, pero no logra ver como
es que esto es una mala idea. Los Walsh son fuertes, y
sospecho que tienen otro poder que los respalda, ya que han
tenido un reciente aumento de recursos y capacidades. El jefe
no logra ver esto. Se niega a pensar en los Walsh como algo
más que la garrapata en nuestra espalda que han sido durante
las últimas dos décadas.
‘¿Qué están susurrando ustedes dos?’ interviene Diego.
Miro al hombre mayor. Tiene el pelo negro teñido y peinado
hacia atrás, y unas finas líneas de expresión surcan su rostro.
Debajo del traje, sus brazos y su pecho están cubiertos de
tatuajes descoloridos, un mapa de la tumultuosa vida que ha
llevado durante tantos años.
Diego es como un tío para mí, y me gustaría poder confiar en
él ya que sería un valioso aliado a tener. Por desgracia, es un
amigo íntimo de mi padre desde que eran adolescentes.
“Vito me estaba recordando la vez que él y yo nos colamos
aquí cuando éramos niños”, respondo.
Diego se ríe, mostrando los dientes amarillentos por décadas
de fumar. “Me acuerdo de eso. Tuve que bajar y echarlos a la
calle porque los porteros tenían demasiado miedo de
enfrentarlos”.
“Todo el mundo tenía miedo”, comenta Vito. “Nadie quería ser
quien les diera cerveza a niños de doce años, pero Gabe sabía
cómo enfrentar el asunto, incluso entonces”.
“Ustedes dos siempre se meten en problemas”. Diego se echa
hacia atrás, sonriendo.
Me señala con la cabeza. “Eras el rey del castillo antes de
tener las llaves”.
Me río. Supongo que nada ha cambiado.
La camarera se acerca con la siguiente ronda de bebidas y la
conversación se centra en el próximo combate de boxeo. Esto
divide a la mesa, ya que Vito apoya al más experimentado de
los rusos, mientras que Diego y Dom sostienen que el novato
criado en el Bronx desbancará fácilmente al campeón de Vito.
No me interesa mucho el boxeo ni los deportes en general.
Sólo son distracciones. Un hombre distraído es fácil de
engañar.
Miro por encima del balcón a la palpitante pista de baile de
abajo. Mi mirada se fija en una morena con un vestido
plateado brillante que hace saltar las luces estroboscópicas
parpadeantes. Antes había visto su cara entre la multitud
mientras atravesaba la pista de baile, y recuerdo haber pensado
que era despampanante.
Observo cómo baila con desenfreno, agitando de vez en
cuando su larga melena ondulada en la cara de los demás
asistentes al club, pero ella no parece darse cuenta ni
importarle. Incluso desde esta distancia, puedo ver que su
cuerpo está hecho para el pecado, y mi polla se agita al ver
cómo sus manos se deslizan por su escote y sus caderas.
La voz de Diego me saca de mi placentera observación.
“Gabriel, ¿me has oído?”
Vuelvo a mirar hacia él, parpadeando. ¿Quién es el distraído
ahora?
“No”, respondo. “¿Qué has dicho?”
Se inclina más, mirando hacia afuera de nuestra cabina para
asegurarse de que no hay nadie lo suficientemente cerca como
para escuchar. “Tu padre quería que comprobara que conoces
tu papel en la próxima fusión”.
Siempre hablamos en clave cuando estamos en público, y
entiendo su significado.
Asiento con la cabeza. “No es complicado”.
Los planes de mi padre nunca lo son. Carece de la elegancia de
la estrategia que mi abuelo empleó al consolidar nuestro poder
décadas atrás. El plan del Jefe para aprovechar el control de
los muelles implica sobre todo músculo y potencia de fuego,
siendo la única estrategia matar a los irlandeses antes de que
puedan matarnos a nosotros. Se supone que debo dirigir esta
estrategia desde el norte, mientras nuestras otras fuerzas hacen
lo suyo desde el este y el oeste.
“Sé que tienes tus recelos, pero esta adquisición debilitará a
nuestros competidores lo suficiente como para expulsarlos del
negocio”, dice. “Ya lo verás”.
Lo único que veré si este plan sigue adelante es una larga y
costosa guerra de mafias.
Ya se está gestando una debido a las maquinaciones de mi
padre, y atacar los muelles echará gasolina a las brasas
ardientes.
Por suerte, antes de que eso ocurra, tengo la intención de
reunirme con el hijo menor del líder irlandés, Damien Walsh.
Llegaremos a una paz tentativa mientras los Bellucis todavía
tienen la ventaja que, con suerte, devolverá un poco de orden a
nuestras calles. Mi padre ya ha desperdiciado suficientes
hombres y dinero en esto, y cuando le comunique el acuerdo,
espero que tenga el suficiente sentido común para ver que es la
mejor solución.
El truco consistirá en organizar esta tregua sin atraer las
sospechas de Damien. Si cree que un ataque es inminente,
podría asustarlo y volverlo impredecible. Necesito que esté
tranquilo y maleable.
Antes de que pueda contestar a Diego, mi teléfono empieza a
sonar. Compruebo la pantalla y se me tensa la mandíbula. Es el
gran hombre en persona.
“Discúlpame un momento”, digo, saliendo de la cabina.
Me dirijo al callejón trasero, donde hay más silencio. Me
apoyo en los ladrillos y miro mi teléfono, considerando si vale
la pena no contestar. No, decido, necesito estar de buenas con
él.
“Hola, padre”, respondo.
“¿Dónde coño estás?”, gruñe.
“Fiamma”.
“Por supuesto. ¿Dónde más podrías estar? No es como si
tuviéramos una guerra que planear, ¿verdad?”
Aprieto los dientes. “¿Me necesitas?”
“Necesito que saques la cabeza del culo y empieces a actuar
como el líder que vas a ser algún día”, me dice. Me imagino su
cara poniéndose morada, como siempre que se pone nervioso.
“Estoy empezando a pensar que tal vez Felicity tiene razón.
Quizá no estés preparado para tomar el mando cuando llegue
el momento”.
Felicity Harrow, esa bruja intrigante. Mi padre ha estado
absolutamente obsesionado con la mujer durante los últimos
dos años, y es notorio el deterioro de sus sentidos desde el
momento en que ella entró por la puerta. Mi padre siempre ha
dejado que su pene sea el que tome las decisiones más de lo
que cualquier hombre debería, y Felicity ha sido la primera
mujer en aprovecharse de eso. Rápidamente pasó de amante a
consejera, extendiendo su influencia como un virus.
“Estoy con Diego”, respondo, tratando de mantener la calma
cuando lo único que quiero es gritarle. “Estamos repasando los
planes de la fusión”.
Eso aplaca un poco a la bestia. “¿Por qué no lo dijiste antes?”,
refunfuña. “Juro por Dios que te da placer hacerme enojar”.
Ignoro su pregunta. “¿Necesitas que vaya a tu oficina?”
“No. Sólo quería comprobar que no estabas perdiendo el
tiempo”.
En otras palabras, esperaba que estuviera perdiendo el tiempo
para poder flexionar un poco el músculo de su autoridad.
Jugamos a este juego a menudo.
“Genial. Saluda a Felicity de mi parte”.
Cuelgo el teléfono y vuelvo a entrar en el club, intentando
conscientemente relajar la mandíbula. No sé cómo puedo
relacionarme con ese hombre. El nivel de su arrogancia es
inconcebible.
Será su perdición.
De vuelta al interior, me detengo junto a la pared antes de
volver a la sección VIP para revisar rápidamente mis correos
electrónicos. Con todo lo que está pasando, es fácil olvidar que
tengo muchas responsabilidades además de mantener a mi
padre bajo control. Él me deja en gran medida la gestión de
nuestros negocios legítimos, alegando que el trabajo le resulta
tedioso e indigno. En realidad, no tiene cabeza para ello. Si no
tiene nada que ver con disparar o follar, no le interesa.
Siento un cosquilleo en la columna vertebral y levanto la vista
del teléfono. Mi mirada se cruza con la de la chica a la que he
visto bailar antes, y sus ojos se abren de par en par al darse
cuenta de que la han pillado mirando.
Le sostengo la mirada y el calor me inunda los huesos. Sus
labios son de un rojo intenso y jugoso. Está muy maquillada,
como todas las mujeres de aquí, pero parece menos cómoda
con ello. Otras mujeres me sonreirían, agitarían sus pestañas e
intentarían atraerme para que bailara con ellas. Ella se queda
quieta, como si esperara que, al no moverse, yo no me
percatara de su presencia.
En cualquier otro momento, me encantaría acechar a esa presa,
derretir su vacilación hasta que fuera masilla en mis manos.
Pero ahora no. Ahora, hay asuntos que atender. Ella tendrá que
seguir siendo una fantasía y nada más.
Me doy la vuelta y subo las escaleras hacia la zona VIP,
volviendo a mi cabina. Le pediré a Diego que me reitere los
detalles del plan de mi padre, aunque ya los conozco. Así,
cuando el Jefe le pregunte a Diego sobre nuestro encuentro
más tarde, corroborará mi historia.
Los hombres y yo hablamos un poco más, pero incluso la
atención de Diego empieza a desviarse hacia las delicias del
lugar. Sin embargo, he logrado mi objetivo, así que los despido
por la noche, y decido que lo mejor sería ir a casa y hacer algo
de trabajo. Podría trabajar todas las horas del día y aun así no
conseguiría hacer lo suficiente.
Entonces miro desde el balcón y la veo de nuevo. Es la chica
del vestido brillante, pero ya no está bailando. Está en la barra,
y parece que está discutiendo con la camarera.
Interesante. No la catalogué como el tipo de persona aguerrida,
pero por sus gestos irritados parece que me equivoqué.
Quizás lo que necesito esta noche no es más trabajo, sino un
poco de distracción. Y sé exactamente cómo voy a
conseguirlo.
3
ALEXIS

Vuelvo a colocar la bebida en la barra, deslizándola lejos de


mí.
La camarera levanta la vista de la caja. “Son doce dólares”.
Me aclaro la garganta. “Esto es lo que pasa”. Hago una mueca.
“Acabo de recordar que mi amiga tiene mi cartera y se ha ido.
Siento mucho ser una molestia, pero ¿estaría bien si, ya sabes,
te devuelvo la bebida?”
Sus ojos delineados con un pesado delineado ignoran la
bebida, que ahora está llena en tres cuartas partes, y pasan a
mí. Ella estrecha los ojos. “Son doce dólares”.
“Como dije, de nuevo, lo siento, pero no puedo pagar esta
bebida”.
“¿Así que esperas que te la dé gratis?”, se burla.
“Bueno, no. La estoy devolviendo”.
“Te has bebido un poco”, dice con voz plana. “No es que
pueda dárselo a otra persona ahora”.
Quiero llorar. ¿Por qué no se me ocurrió coger la cartera antes
de que Clara se fuera? O mejor aún, ¿por qué no decidí irme al
mismo tiempo que ella?
Ya sé la respuesta a eso. Hay una bolsa de Doritos y una
botella de vino esperándome en casa, claro, pero nada más.
Sólo un apartamento grande y vacío al que ya no pertenezco,
si es que alguna vez lo hice. Cuanto más tiempo permanezca
en este lugar, atestado de gente por todas partes, menos tiempo
tendré para escuchar los ecos en el espacio vacío donde solía
estar mi vida.
“Mira, entiendo perfectamente a qué te refieres”, le digo. “Me
gustaría no ser de los que hacen estas cosas, pero no puedo
pagar esta bebida. Es un error desafortunado, pero un error al
fin y al cabo”.
La camarera se lleva una mano a la cadera y golpea la barra.
“Puede que eso funcione en otros bares, pero no aquí. Y
francamente, es un poco patético”.
La irritación llena mi vientre. Respiro profundamente y trato
de recordar que sólo está haciendo su trabajo. Podría ser un
poco menos mezquina, pero no debería tomármelo como algo
personal.
“Esto no es un truco”, digo, levantando las manos con
exasperación. “Por favor, créeme”.
“Claro”. Pone los ojos en blanco, luego hace puchero con sus
labios y agita las pestañas. “Por favor, señora camarera”,
continúa con voz de niña. “Mi amiga se llevó mi cartera y
ahora no puedo pagar mi bebida. ¿Qué voy a hacer?”
La miro con desprecio, apretando las manos. Por alguna razón,
ahora me imagino que estoy viendo a la rubia de Grant de pie
al otro lado de la barra. Mofándose. Burlándose de mí.
“Te estás irritando mucho por una bebida que probablemente
te costó menos de un dólar hacer”, digo bruscamente.
Ya no pienso con claridad. Grant me ha traicionado, Clara me
ha abandonado y ahora esta camarera se niega a ser indulgente
aunque lo necesito desesperadamente. El mundo está tratando
de golpearme. Estoy harta de poner la otra mejilla. Es hora de
devolver el golpe.
“¿Irritada yo?”, gruñe. “Perra, ¿te has mirado en un espejo
recientemente?”
Bien, ahora se está volviendo definitivamente personal.
“Llévate la bebida”, gimoteo. “¿Por qué tienes que hacer esto
tan difícil?”
“Estoy harta de tratar con zorras como tú. Sólo saca unos
dólares arrugados de entre esas tetas falsas y lárgate de mi
bar”.
“¡No son falsas!”, grito. “Por lo que voy a tomar eso como un
cumplido, ¡ja!”
Una mano se desliza por la parte baja de mi espalda y me
quedo helada cuando el hombre alto que vi antes aparece a mi
lado. Me pone un billete de veinte delante de la nariz.
“Deja de gritar a la camarera”, me ordena. Está tan cerca que
su olor a tierra invade mis sentidos, igual que invade mi
espacio.
Aparto el billete de un manotazo. “Métete en tus asuntos”.
La camarera se ha callado, todo rastro de agresividad ha sido
borrada por la llegada del hombre. Típico. Apuesto a que es de
esos imbéciles que anda por sitios como este para poder
lucirse y mostrar cuánto dinero tiene en cada oportunidad que
se presenta. Hoy no es el día.
El hombre me ignora y desliza el dinero por encima de la
barra. La camarera lo toma antes de que tenga la oportunidad
de decir una palabra.
“Quédate con el cambio”, le dice.
Asiente con la cabeza y pasa a atender al siguiente cliente, con
lo que nuestra interacción llega a un final anticlimático.
Me giro y le miro. Incluso con mis tacones, es bastante más
alto que yo, así que enderezo la espalda para alcanzar mi
máxima altura.
“Lo estaba solucionando”, afirmo.
Su labio hace un tic en la esquina, el más mínimo indicio de
una sonrisa. “¿En serio?”
No es cierto, para nada, pero como no llegué a terminar lo que
empecé con la camarera, mi molestia acumulada sobrante tiene
que ir a alguna parte. Este imbécil con dinero encaja
perfectamente. Apuesto a que le han dado todo en la vida, y
espera que las mujeres caigan a sus pies con sólo abrir su
cartera.
“Sí”. Me cruzo de brazos. “Fue un simple malentendido, y
estaba a punto de hacérselo ver”.
“¿Qué clase de malentendido?”
Me paso una mano por el pelo, suspirando. “Mi amiga se fue
con un tipo y se llevó mi cartera. No me di cuenta hasta que ya
había pedido la bebida”.
“¿Tu amiga te dejó?”, pregunta.
“Sí”.
“Bien”. Comienza a alejarme de la barra. “Entonces no tienes
excusa para no tomar una copa conmigo”.
“Excepto por el hecho de que tal vez no quiero”.
Mira hacia abajo. “Es una pena, porque tal y como yo lo veo,
me lo debes”.
Mi corazón golpea contra mis costillas. ¿Cómo puede hacer
que eso suene tan delicioso? Mi cabeza se llena de visiones de
él desnudándome, tumbándome en una cama de seda negra.
Parpadeo para expulsar los pensamientos.
“Un trago”, aclaro.
Asiente con la cabeza. “Un trago”.
Los chicos así de calientes traen problemas, y después de la
semana que he tenido, sé que debería tomar decisiones más
inteligentes que esta. Pero aquí estoy, caminando con él.
Haciendo exactamente lo que me dicen. Le miro mientras nos
movemos entre la multitud, trazando la larga línea de su
mandíbula y sus labios carnosos y severos. La única
imperfección es una pequeña curvatura en su nariz, por lo
demás recta, como si se la hubiera roto en el pasado. Me da
curiosidad.
Tal vez, teniendo en cuenta la noche que he tenido, esta es la
opción más inteligente.
No tengo que hacer nada. Puedo simplemente tomar una copa
con este desconocido tan ardiente y volver a casa. ¿Eso sería
tan malo? Me intriga, y si soy sincera, me halaga su atención.
Es un dios, y siendo yo una simple mortal, ¿no tengo el deber
de complacerlo?
El hombre me lleva a una cabina de la zona VIP. Hay un largo
banco acolchado a cada lado de la mesa, con un balcón en el
extremo que da al club. El techo de la cabina está revestido de
luces de color aguamarina intenso, que dan al interior un brillo
de otro mundo. Las paredes a ambos lados ayudan a bloquear
parte del ruido, aunque cuando me siento, el bajo me retumba
en los muslos.
El hombre se desliza cerca de mí. La electricidad sube por el
costado de mi cuerpo donde su cuerpo roza el mío.
“¿Cómo te llamas?”, me pregunta. Ahora que le oigo mejor,
noto que su voz es profunda y gutural, casi como el ronroneo
de un león.
“Alexis”. Le doy un sorbo a mi bebida. “¿Y el tuyo?”
“Gabe”.
Gabe. Es un nombre tan simple, tan pedestre. No le pega
mucho. No puedo evitar sonreír.
“¿Pasa algo?”, pregunta, inclinando una ceja.
De alguna manera, no creo que le guste si descubre que me
estoy burlando de su nombre. Miro más allá de él y señalo
hacia la pista de baile, donde un tipo muy musculoso con una
camiseta blanca de tirantes y unos pantalones deportivos
blancos a juego está intentando ligar con una chica que
claramente no tiene ningún interés. Su corte de cabello de los
90 reluce bajo las luces negras.
“No sabía que los Backstreets habían vuelto”, comento.
Gabe no se ríe, pero su sonrisa divertida es suficiente
recompensa. Su mejilla izquierda tiene hoyuelos cuando
sonríe. Sólo la izquierda, como si fuera un tímido secreto.
“Eres graciosa”, dice.
No es un cumplido, sino una observación.
“A veces”, respondo.
Saluda a una camarera que pasa. No le dice nada, pero ella
asiente con la cabeza y se va corriendo, como si hubiera dado
una orden con la mente.
Gabe se inclina un poco más, apoya la mano en la mesa y gira
su cuerpo, encerrándome. Ahora no sonríe, y la intensidad de
su expresión me hace subir el corazón a la garganta.
“La gente es graciosa cuando encubre el dolor”, dice.
“¿Sientes dolor, Alexis?”
Me aclaro la garganta cuando una visión del rostro cetrino de
mi madre aparece en mi mente. Me la quito de encima,
manteniendo una expresión neutra. Tengo la sensación de que
a Gabe le gustan sus juegos crueles. Se cree un gato y yo soy
el pájaro herido.
“No tienes nada que envidiar a Dr. Phil”, afirmo alegremente.
“¿Te pagan por hacer comentarios como ese o la sorpresa en la
cara de la gente es suficiente compensación?”
Su boca se curva con maldad. Mi corazón se agita. “Estoy
deseando despojarte de esa armadura”, dice.
Sus palabras vuelven a evocar esa imagen con la seda negra y
doy otro sorbo a mi bebida. En ese momento, la camarera
vuelve a nuestro puesto con una botella de champán en un
hielera y dos copas. Las deja frente a nosotros.
“Gracias”, dice Gabe, deslizando un billete de cien dólares.
Ella asiente de una manera que parece una reverencia y se va.
Está claro que conoce a Gabe pero no habla con él. No puedo
entender si eso es raro o no.
“Dijiste un trago”. Sostengo mi vodka con arándanos a medio
terminar.
Gabe saca la botella de la hielera y empieza a quitar el papel
de aluminio del corcho. No puedo evitar notar que sus manos
son ágiles para lo enormes que son.
“Dije un trago”, responde, descorchando el corcho. “Pero
nunca dije de qué”.
“Eso es hacer trampa”.
“Debes vivir una vida privilegiada si crees que eso es hacer
trampa”. Sirve una copa de champán y la pone delante de mí.
“Y tú me vienes a hablar de vidas privilegiadas”, comento.
“Todo en ti grita dinero. Apuesto a que no sabes lo que es
luchar en la vida”.
Se ríe. “Si tan solo supieras”.
“Que críptico”.
“Y no tengo problema con eso”. Choca su copa con la mía y
bebe un trago.
Entrecierro los ojos y doy un sorbo a mi bebida. Es, sin duda,
el mejor champán que he tomado en mi vida. Es como un
néctar. Me estremezco al pensar cuánto debe haber costado
esta botella.
Vuelvo a inclinar la copa hacia arriba y la vacío de nuevo. Esto
me hace ganar una divertida inclinación de los labios por parte
de Gabe, pero no una sonrisa. Tengo la sensación de que las
ofrece con moderación.
“Parece que mi bebida se ha terminado”, digo. “Ups”.
Gabe rellena la copa y levanta una ceja, como si dijera: Tu
turno.
Empujo la copa. “Escucha, creo que te estás equivocando”.
Hago un gesto hacia la multitud. “Hay un gran número de
chicas sin cerebro esperando a que te las lleves de la oscuridad
para que puedan masajear tu ego y someterse a tu voluntad.
¿Por qué no vamos a buscarte una de esas?”
“No quiero una tonta sin cerebro”, responde roncamente,
inclinándose más cerca. Sus ojos se clavan en los míos. “Te
quiero a ti. No necesitas masajear mi ego, pero creo que
descubrirás que te someterás a mi voluntad”.
Se me seca la boca. Eso es un jaque mate en mi libro de texto.
Tomo aire y me quemo las neuronas cerebro pensando en una
réplica ingeniosa, pero no encuentro nada.
Este hombre, esta bestia de hombre, ha convertido mi cerebro
en una sustancia viscosa.
No quiero darle lo que quiere, pero el problema es que lo que
él quiere es lo que yo necesito repentina y desesperadamente.
La ardiente promesa de esas palabras es suficiente para
expulsar cualquier pensamiento de mi cerebro, excepto el
deseo ferviente. Un dolor crece entre mis muslos y los cierro
con fuerza.
Su labio se curva. “¿El gato te comió la lengua?”
“Sólo estoy planeando una ruta de escape”.
Sacude la cabeza lentamente, sonriendo. “No, claro que no lo
estás haciendo”.
Tomo aire. “No, no lo estoy haciendo”, murmuro.
Nunca he deseado a alguien tanto como a Gabe. Sus ojos
recorren un camino ardiente por mi cuerpo y, cuando vuelven
a mi cara, me sonrojo. Mi sentido común me advierte de que
esto es una mala idea, pero no consigo descubrir por qué. No
estoy buscando otro hombre que me rompa el corazón, así que
¿no es esto perfecto? He tenido un par de días de mierda, y
ahora parece que el destino me ha tirado un cable
ofreciéndome un hombre guapísimo que me haga olvidar todo,
aunque sea por un rato.
Diablos, me he ganado esto.
Gabe se acerca y se me corta la respiración. Alarga la mano y
yo jadeo cuando corre una gruesa cortina negra sobre la
apertura de la cabina, bloqueando el resto de la sección VIP.
Se echa hacia atrás y corre la cortina también sobre el balcón.
Así de fácil, estamos completamente solos en un edificio
repleto de gente.
Gabe hace que me ponga de pie, y no entiendo por qué hasta
que me lleva a un lado de la mesa y me levanta por las
caderas, poniéndome encima. Me pasa los dedos por la
mejilla, por el cuello, entre los pechos, y ese mínimo roce es
suficiente para encenderme. Sus manos se acercan a mis
muslos y los separan lo suficiente para poder introducir sus
caderas entre ellos.
Todavía no me ha besado y ya es lo más erótico que he
experimentado. Su pulgar me roza el labio inferior. Su
expresión es seria, casi contemplativa, como si me estuviera
asimilando. Me estremezco de anticipación.
Sin previo aviso, me aprieta contra la mesa y su boca se aferra
a mi cuello. Gimo por la sorpresa. Noto su polla tiesa a través
de los pantalones y se frota contra el manojo de nervios que
tengo entre las piernas; el contacto repentino después de tanta
expectación es como unos fuegos artificiales. Mis manos se
aferran a su chaqueta con desesperación.
Me sube el vestido y me coge el culo con una mano mientras
con la otra me aprieta el pecho. Sus labios trazan un ardiente
camino por mi cuello, sobre mi clavícula y entre mis pechos,
donde aparta la tela del vestido y mi sujetador y libera mis
pezones. Su boca me devora. No puedo hacer otra cosa que
gemir mientras chupa y pellizca mis sensibles capullos. Las
estrellas se disparan detrás de mis párpados. Sigue apretando
su erección contra mí y juro que me voy a correr allí mismo.
Gabe se endereza y se quita la chaqueta. Observo, jadeante,
cómo se sube tranquilamente las mangas de la camisa hasta los
codos.
No, lo necesito. Necesito más, y lo necesito ahora.
Me siento y agarro la parte delantera de su camisa, tratando de
tirar de él para que me bese.
Su mano me rodea la garganta y me empuja hacia abajo,
sujetándome. Gabe hace un
gesto, sonriendo. “No tan rápido”. Aprieta lo suficiente para
que sepa quién manda, pero no tanto como para que me duela.
“Quiero oírte decirlo”.
Le miro fijamente, con el clítoris temblando de necesidad.
“¿Qué dices?”
Sonríe sombríamente, inclinándose, y es lo más sexy que he
visto en mi vida. “Di que te someterás a mi voluntad”.
No me cabe duda de que es un hombre que toma lo que quiere,
que se alimenta del poder que tiene sobre los demás. Me
estremezco al verlo, y me sorprende lo excitada que me pone
al dominarme así.
Estoy impotente.
Y a la mierda, esto me excita.
Las palabras parecen salir de mis labios por sí solas. “Me
someteré a tu voluntad”.
Sus ojos se oscurecen y se inclina, pegando su boca a la mía.
Gimo contra su boca, el clítoris me duele por él. Gabe aprieta
sus caderas contra las mías y yo grito de puro placer. Mis
piernas se aprietan alrededor de su cintura.
Gabe me mordisquea el labio y su mano se introduce entre
nosotros para liberarse.
Me estremezco de expectación, con el corazón revoloteando
contra mis costillas. Lo necesito tanto. No puedo pensar en
ninguna otra cosa que haya necesitado tanto, ni siquiera el
oxígeno.
Me aparta la ropa interior y sus ojos se clavan en los míos.
Presiona dentro de mí y siento que me estiro para acomodarlo.
Es grande. Tan grande que grito y mis manos arañan su
camisa.
Su boca vuelve a tener un tic en la comisura. Bastardo
engreído.
Le beso con fuerza, instándole a profundizar. En algún lugar
de mi mente, suena una alarma: estoy teniendo sexo con un
extraño y ni siquiera estamos usando un condón. Me he
tomado la píldora hoy, ¿verdad? ¿Y sin duda ayer también?
Gabe toca fondo, y todos esos pensamientos se van por la
ventana.
Empieza a embestir, su boca besa y chupa la piel expuesta de
mi garganta. La presión aumenta en mi interior. Trato de
aferrarme a él, como si fuera a salir flotando hacia el club si no
puedo mantener una sujeción sólida, y Gabe me arranca las
manos y las golpea contra la mesa por encima de mi cabeza.
Esto va más allá de cualquier cosa que haya experimentado
antes. Este hombre es dueño de mi cuerpo. Y yo se lo permito.
Haré cualquier cosa que me pida ahora mismo mientras, por el
amor de Dios, no se detenga.
Sus caderas se embisten contra las mías en un frenesí. Aprieto
los ojos y maldigo, la sensación inunda mi piel mientras un
orgasmo se acumula en lo más profundo de mi vientre. Gabe
me besa de nuevo, sofocando mis gritos. Su respiración es
fuerte y rápida.
“¿Te vas a correr, gatita?”, sisea contra mi boca.
“¡Síííííííí!”
“Bien. Vente en mi polla, muéstrame lo mucho que te gusta”.
Comienza en la parte superior de mi cuero cabelludo, como
dedos helados raspando mi cráneo. Luego sube como una ola y
se abalanza sobre mí. Me corro con tanta fuerza que grito sin
querer, y todo mi cuerpo se paraliza. Todavía sujeta a la mesa,
no puedo hacer otra cosa que dejar que mi orgasmo me
atraviese.
Gabe gruñe con aprobación y se abalanza sobre mí con más
fuerza. Su respiración es agitada, sus movimientos erráticos.
Sus bíceps sobresalen mientras me presiona aún más contra la
mesa. Es un espectáculo glorioso.
“¡Maldición!”, grita, enterrándose en mí por última vez. Lo
siento palpitar con fuerza antes de que se desplome contra mi
pecho, soltando mis manos mientras recupera el aliento.
Mi frente está pegajosa de sudor. Me tiemblan las piernas. No
sé si debo decir algo o no, y la incómoda idea de “¿Y ahora
qué?” me golpea como una tonelada de ladrillos.
Gabe se endereza y me da la espalda mientras se sube los
pantalones y se pasa una mano por el pelo. Me retiro de la
mesa y vuelvo a meter las tetas en el vestido.
Retira la cortina al resto de la sección VIP y me mira. “Puedes
irte”.
Sus palabras me golpean como una bofetada en la cara, pero
no lo demuestro. “Oh, ¿puedo irme?” pregunto, enarcando una
ceja. “¿Me estás descartando?”
Gabe coge su chaqueta del banco y empieza a quitarle el
polvo. “Sí”.
No sé qué esperaba. ¿Creía que yo era especial? ¿Que alguien
que había demostrado ser un imbécil controlador toda la noche
iba a empezar a ser amable de repente sólo porque nos
acostáramos?
“Me parece bien”, murmuro, cogiendo la botella de champán
de la hielera. “Sayonara, idiota”.
Doy un trago a la botella y salgo de la zona VIP con la cabeza
bien alta. Probablemente espera que le dé las gracias y que le
bese los pies al mismo tiempo, pero no voy a perder el tiempo
doblegándome ante un imbécil millonario.
Esto es lo mejor, de todos modos. Lo último que necesito en
mi vida es otro hombre.
Si Grant y mi nuevo amigo Gabe me han enseñado algo, es
que estoy mejor sola.
Me deshago de la botella de champán a la salida del club y
salgo a la noche. La calle está llena de vida y esquivo a las
chicas con vestidos de fiesta y a los amantes entrelazados
mientras subo por la acera. El aire de la noche se siente como
el cielo en mi piel enrojecida, pero el alivio es menor por la
agonía pura que emana de mis pies y el conocimiento de que
va a ser un largo camino a casa.
A cada paso, el descaro que llevaba como una armadura en el
club se me escapa, como quien tira de una sábana de seda.
Quizá esté mejor sola, pero ¿por qué tengo que estarlo? ¿Qué
hay en mí que es tan fácilmente rechazable? En cualquier otro
día, el frío rechazo de Gabe no habría dolido tanto, pero
cuanto más camino, más se clava en mí.
Conozco a los hombres como él. Sé que es un imbécil. Sé que
probablemente trata a todos en su vida como si fueran
desechables. Pero por un segundo me sentí vista, me sentí
deseada. No esperaba que se enamorara de mí, pero tampoco
esperaba que me descartara de esa manera.
Como lo hizo Grant.
Me abrazo a mí misma. El dolor me atraviesa los dedos de los
pies y sube por las pantorrillas y aprieto los dientes, temblando
mientras mi anterior calor me abandona.
Va a ser un largo camino a casa.
4
GABRIEL
DOS AÑOS DESPUÉS…

Levanto la vista de los papeles que tengo en el regazo y miro


por la ventanilla del coche, trazando el contorno de los
rascacielos a lo lejos. Respiro. El trayecto de un lugar a otro es
el único momento de paz que tengo estos días. El asiento
trasero de cuero de mi Mercedes Clase S se ha convertido en
mi refugio. Es el único lugar en el que no tengo que
disfrazarme, en el que puedo sentarme un minuto sin que nadie
necesite algo de mí.
Voy de camino a una reunión con Vito y mis asesores en mi
casa, donde prefiero llevar todos los negocios de la mafia.
Últimamente, hemos tenido muchos negocios.
Vuelvo a mirar los papeles justo cuando un estruendo atraviesa
el aire. El coche se sacude. Levanto la cabeza y miro por
encima del hombro para encontrar una columna de humo que
se eleva en dirección a los muelles.
Mierda. “David”, digo.
Los ojos de mi conductor se encuentran con los míos en el
espejo retrovisor. “¿Sí, señor?”
“Llévame a los muelles. Rápido”.
“Sí, señor”.
Con un chirrido de los frenos, el coche cruza la carretera y yo
salgo despedido contra la puerta por la fuerza de la curva
cerrada. Otros coches nos tocan la bocina, pero David hace
caso omiso y pisa el acelerador en la otra dirección.
Sea lo que sea esa explosión, puede que no tenga nada que ver
conmigo, pero tengo un mal presentimiento.
Saco mi Glock 19 de la funda del hombro y llamo a mi
teniente, Antonio Linetti. Él y su equipo están vigilando
nuestro territorio en los muelles, lo poco que queda de él.
Antonio no contesta, lo que no augura nada bueno.
David se detiene frente a nuestro almacén principal en los
muelles. Un espeso humo negro sale del tejado y los hombres
corren de un lado a otro. No oigo disparos. Esa es una buena
señal, al menos.
Salto del coche, con la pistola lista, y corro hacia la lucha. Doy
la vuelta a la fachada del almacén y aprieto los dientes. Afuera
hay hombres heridos que gimen en el suelo mientras otros
siguen siendo arrastrados desde el edificio en llamas. En el
interior, las llamas rojas crepitan y rugen mientras devoran
decenas de miles de dólares en productos.
Veo a Antonio saliendo del humo con un hombre colgado al
hombro. Antonio es enorme. No es tan alto como yo, pero está
construido como una casa de ladrillos, y se quita el cuerpo de
los hombros y lo coloca en el suelo como si no pesara nada.
“¡Antonio!” le llamo.
Su cabeza calva se gira en mi dirección y se acerca corriendo.
“¿Qué ha pasado?” pregunto.
La cara y la cabeza de Antonio están manchadas de hollín y
sudor. Su piel está roja por el calor. “Alguien puso una bomba
en uno de los palés”, explica. “Han jodido por completo el
almacén. No sé si podremos salvarlo”.
“¿Algún enemigo?” pregunto, mirando a mi alrededor.
Sacude la cabeza. “No que hayamos visto hasta ahora. Sólo la
bomba, probablemente con un temporizador en lugar de un
detonador remoto”.
“¿Cuántas bajas?”
Su mirada se desvía hacia el desorden sangriento en la parte
delantera del almacén.
Los hombres gritan de dolor, con los rostros cubiertos de
sangre. Veo a un par de ellos a los que les faltan miembros.
Algunos no se mueven en absoluto.
“Es difícil decirlo en este momento”, admite. “Había muchos
hombres ahí dentro. Acabábamos de recibir una entrega”.
Noto que la luz capta algo pegado al cuello de Antonio. Al
acercarme, veo que es un trozo de confeti plateado con forma
de trébol de cuatro hojas.
“¿Qué coño es eso?” gruño.
Antonio lo despega y lo tira al suelo. “Está por todas partes.
Deben haberlo empaquetado con la bomba”.
Miro a mi alrededor y, por primera vez, noto destellos de plata
por todas partes.
Salpica el suelo alrededor del almacén, se pega a la ropa y la
piel de los hombres tendidos en el suelo, e incluso veo un par
de trozos flotando desde la nube de ceniza.
“Esos malditos Walsh”, le digo.
Estoy que ardo de ira. Temblando de rabia por completo.
Quiero masacrar a todos y cada uno de ellos, llenarles la boca
con tanto de su puto confeti que se ahoguen con él.
“Jefe, con todo respeto, tienes que irte”, dice Antonio. “La
policía va a estar aquí en cualquier momento, y tienes una
imagen pública que proteger”.
Aprieto los dientes. La vena de mi frente palpita mientras la
rabia inunda mi organismo. Sé que tiene razón y que no puedo
hacer nada, pero quiero ayudar. Este ataque me ha hecho sentir
impotente. Débil. Soy un Jefe que no puede proteger a sus
hombres.
Sacudo la cabeza y maldigo. Lo mejor que puedo hacer es
hacer planes para tomar represalias. Por ahora necesito
alejarme, dejar este asunto en las hábiles manos de Antonio.
Puede que no me guste, pero tendré que vivir con ello.
“Buena suerte”, le digo a Antonio, dándole una palmada en la
espalda. “Llámame para informar más tarde”.
Asiente con la cabeza y vuelve a correr hacia el edificio. Me
dirijo a mi coche y David se marcha a toda velocidad. El olor a
humo sigue quemando mis fosas nasales y sé que, pase lo que
pase, debo hacer pagar a Andrew Walsh.

A TRAVIESO CON FUERZA las puertas dobles de la sala de


conferencias, haciéndolas retroceder de golpe sobre sus
bisagras. Un par de hombres alrededor de la larga mesa
rectangular dan un salto en sus asientos, luego se aclaran la
garganta y revuelven los papeles avergonzados.
Tomo asiento, con el respaldo recto, en la cabecera de la mesa
y observo los rostros expectantes que me devuelven la mirada.
Este consejo está compuesto por mis cinco capos, Diego y mi
consigliere de confianza. Normalmente, Antonio también
estaría presente, pero obviamente está ocupado.
El único que no tiene un rastro de inquietud en sus rasgos es
Vito. Parece casi aburrido, aunque es difícil leer su expresión
detrás de su barba en el mejor de los casos. Ojalá no se la
hubiera dejado crecer. Tiene un aspecto ridículo. Sus ojos
claros se encuentran con los míos.
“Nos enteramos de lo que pasó en los muelles”, dice Vito.
“¿Han tomado más territorio?”
“No. Todavía no”, respondo. “El ataque fue diseñado para
debilitarnos. Espero que pronto se produzca otro, así que
tenemos que estar preparados”.
“No podemos perder lo poco que nos queda de los muelles”,
dice Dom Rozzi. “Tenemos que luchar”.
Desde que tomó el control de la organización hace dos años,
Dom ha sido una constante. Su principal contribución fue
asegurarse la lealtad de los demás capos, un par de los cuales
se mostraron dudosos cuando asumí el liderazgo. Pronto se
alinearon, pero siempre he estado consciente de la fragilidad
de mi incipiente régimen. Un desliz y podría mandar todo a la
mierda.
“De acuerdo”, digo. “Dom, te asigno la protección de los
muelles con Antonio y su equipo. Asegúrate de que tus
hombres patrullen las veinticuatro horas del día. Lo quiero
cerrado”.
Señalo a Piero Bianchi. “Tú y tu tripulación manténganse a la
espera. Si Dom o Antonio llaman, quiero que vayan a los
muelles en menos de diez minutos. ¿Entendido?”
Asiente con la cabeza. “Sí, señor”.
Odio tener que concentrar tanta fuerza en una zona tan
pequeña, pero no podemos perder el último asidero que nos
queda en los muelles. Hace dos años, casi teníamos el
monopolio sobre ellos, y ahora estamos agarrados al filo de la
navaja.
Las cosas podrían haber sido diferentes. Si mi padre me
hubiera escuchado, nada de esto habría ocurrido.
Pero no escuchó.
Incitó una guerra con los irlandeses y éstos contraatacaron con
más fuerza de la que podíamos prever. En pocos meses, se
hicieron con el control mayoritario de los muelles y redujeron
considerablemente nuestro territorio. Desde entonces, han
intentado expulsarnos de la ciudad por completo, y yo he
estado luchando sólo para mantenerlos a raya. Sé que tienen
ayuda, pero nunca he podido averiguar de quién.
No es de extrañar que no pueda dormir por la noche.
“¿Y los ataques a los negocios?” pregunta Diego. Se ajusta las
gafas de lectura en la nariz y mira el papel que tiene en las
manos. “Tres restaurantes, un bar y una tienda, todos
vandalizados en mayor o menor medida en la última semana”.
Desliza un papel, mostrando una vitrina destrozada. En el
interior, hay tréboles de cuatro hojas pintados con aerosol por
todas las paredes.
“Estos negocios están bajo nuestra protección”, afirmo.
“Asegúrense de que reciban el dinero para cubrir las
reparaciones y compensar sus pérdidas inmediatamente”. Mi
mirada se dirige a Mirko Bernandino y a su prolongado ceño
fruncido. “Envía a un par de tus hombres más agradables para
que los controlen y refuercen nuestra presencia. Asegúrate de
que sepan que los Bellucis siguen al mando y que no se
tolerarán estos ataques irlandeses”.
“Sí, señor”.
“Todavía tenemos una gran ventaja sobre los Walsh”, digo.
“No tienen dinero en efectivo, lo cual es parte de la razón por
la que nos atacan así. Intentan golpearnos donde más nos duele
y de paso robar un poco para ellos. Para vencerlos, tendremos
que agotar sus recursos, y tengo planes para hacerlo”.
La conversación pasa a otros asuntos y, cuando me doy cuenta
de la hora, la reunión se ha sobrepasado y Vito me señala
discretamente con su reloj. Voy a llegar tarde a mi próxima
cita si no me voy ahora.
“Tengo que irme”, digo, poniéndome de pie. “Dom, repasa las
tareas de todos por última vez. Cuando termines, llama a
Antonio y toma su informe”.
Dom asiente y yo salgo de la habitación, Vito me sigue. “¿Qué
es eso?”, pregunta.
Me detengo y le miro. “¿Qué?”
Alarga la mano y me arranca algo del hombro: un trozo de
confeti de plata. Hacer negocios siempre me tranquiliza. Pero
ver este asqueroso recuerdo del ataque de hoy me pone de
nuevo los nervios a flor de piel.
No respondo a Vito, y él sabe que no debe hacer la pregunta
dos veces. Me dirijo a mi habitación para ponerme el
esmoquin, ajustándome con rabia los gemelos y peinándome
en el espejo. Es ridículo que tenga que asistir a algo tan
aburrido como la inauguración de un museo cuando tengo un
reino que controlar. Por desgracia, parte de ser multimillonario
consiste en mantener una imagen pública. Es la parte del
trabajo que más odio.
A veces, siento que no tengo ni siquiera un segundo para
respirar entre la gestión del negocio y la dirección de la
Familia. En días como hoy, la transición es lo suficientemente
abrupta como para sacudirme. La única manera de gestionar
ambas facetas de mi vida es mantenerlas lo más separadas
posible. Así que, aunque el problema de Walsh ha clavado sus
garras en mi cerebro, por ahora lo meto en una caja y cierro la
tapa de golpe.
David coge el Rolls Royce para llevarme a la gala y se acerca
a la acera en medio de un mar de luces intermitentes y gritos
de la prensa. Despliego mis largas piernas desde el asiento
trasero del coche y subo a zancadas por la alfombra roja,
ignorando las preguntas que me gritan los periodistas.
“Gabriel, ¿asiste a otro evento en solitario?”
“Oye, Gabe, ¿por qué no vemos un adorno tomado de tu
brazo?”
“¡Gabriel! ¡Gabriel! ¿Qué se siente seguir los pasos de tu
padre?”
La última pregunta casi me hace detenerme, pero sigo
caminando, esbozando una sonrisa mientras atravieso la puerta
principal del museo. Siento que decenas de pares de ojos se
fijan en mí y que algunas personas se acercan para susurrarse
al oído. Si estas personas de la alta sociedad y los empresarios
arrogantes y engreídos supieran la mitad de lo que hago a
diario, se acobardarían cuando entro en una sala.
Cojo una copa de champán de un camarero que pasa y me
acerco a la directora del museo, Helen Tonks. Fue ella quien
me invitó y a quien tengo que agradecer que me haya
arruinado la velada.
“Helen”, digo con una sonrisa simpática mientras me acerco.
Helen tiene poco más de cuarenta años y los luce bien. Tiene
los pómulos elevados y los rasgos definidos. Lleva el pelo rojo
recogido en un moño y sus mejillas pecosas se retraen en una
sonrisa cuando me ve. Ella y su amiga dejan de hablar y me
miran.
“Me preguntaba cuándo aparecerías”, dice Helen. “Por un
momento pensé que me ibas a dejar plantada”.
“No me lo perdería por nada del mundo”, le digo. “Sabes que
soy tu fan”.
Helen sonríe, y noto que su amiga le da un sutil codazo en el
costado.
“Oh, qué maleducada soy”, se ríe. “Gabriel, por favor, conoce
a mi hermana, Fiona. Fiona, este es Gabriel Belluci, del que
tanto has oído hablar”.
La mujer más joven me sonríe esperanzada y me doy cuenta
del parecido por primera vez. Tomo su mano y la estrecho.
“Encantado de conocerte”, digo.
Los ojos de Fiona se abren de par en par. “Helen dice que eres
un ávido defensor de las artes”.
“Estoy feliz de unir mi nombre a cualquier cosa que tenga el
poder de salvar a la humanidad”, respondo. “Y el arte es un
lenguaje universal por el que pueden comunicarse personas de
toda condición”.
La imagen de un trébol pintado con aerosol pasa por mi mente.
Aprieto los dientes inconscientemente.
“Por favor, discúlpenme”, digo. “Debo saludar a algunas
personas, pero hablaré más con ustedes, señoras, más tarde”.
Ambas lucen un poco decepcionadas, pero sonríen y me dejan
seguir mi camino. Doy una vuelta por la sala, entrando y
saliendo de las conversaciones, riéndome de chistes aburridos,
sacando detalles de la memoria para preguntar a Fulano sobre
la obsesión de su mujer por tejer y a Mengano sobre su nuevo
yate. Es agotador.
Capto un brillo de plata entre la multitud, pero antes de que
pueda evocar mi ira, me doy cuenta de que es un vestido y me
transporto. En lugar de humo y ceniza, veo a una chica de pelo
largo y castaño que gira entre la multitud. Veo un par de labios
rosados convertidos en una mueca de desaprobación.
No sé por qué a veces sigo pensando en la chica descarada de
Fiamma. Sólo la conocí durante unas horas, y desapareció de
mi vida tan rápido como entró en ella.
¿Cómo se llamaba? Me ha costado recordarlo en los años
transcurridos. Era algo con A.
¿Annabelle? ¿Allison?
Miro alrededor de la habitación. Los ojos hambrientos se
cruzan con los míos desde cualquier rincón, y me planteo
llevarme a alguien a casa para distraerme de las pérdidas de
hoy. Hay muchas opciones para elegir; no debería seguir
pensando en una chica con la que me acosté hace dos años y
cuyo nombre ni siquiera recuerdo.
Mi teléfono suena en mi bolsillo, arrastrándome de nuevo al
presente. Es un correo electrónico de mi asistente, Jenny, que
me recuerda que tengo una entrevista por la mañana. Me había
olvidado por completo.
Joder, ¿no puedo tener un momento de paz? Odio las
entrevistas. Odio las preguntas tediosas, siempre lo mismo
pero con diferentes palabras. Pero así es la vida de un
multimillonario: responsabilidades apiladas sobre
responsabilidades.
Suspiro y vuelvo a meter el teléfono en el bolsillo. No tengo
tiempo para mujeres.
Levanto una sonrisa y me sumerjo de nuevo en la lucha.
5
ALEXIS

Reviso cómo está mi cabello por quinta vez en el espejo del


ascensor. Todavía no me siento segura con él. Hace un par de
semanas corté mis largos mechones hasta justo por encima de
los hombros y no he podido acostumbrarme a su aspecto ni a
su tacto. Parezco más madura, y sé que eso es bueno, sobre
todo cuando se trata de entrevistas como la que tengo hoy,
pero echo de menos mi pelo largo.
El ascensor suena y las puertas se abren. Me doy la vuelta y
salgo, esperando que la recepcionista de enfrente no me vea
mirándome en el espejo.
“Estoy aquí para ver al Sr. Belluci”, le informo.
Asiente con la cabeza y pulsa el teclado. “Por favor, tome
asiento”.
Me siento, apretando mi cuaderno contra mi pecho. Soy una
guerrera. Estoy aquí para hacer preguntas y obtener respuestas.
El multimillonario solitario Gabriel Belluci tiene fama de ser
educado pero cerrado, y muchos periodistas han intentado
obtener detalles de su vida personal sin conseguirlo. Rara vez
concede entrevistas, pero como recientemente ha donado una
gran suma a la organización benéfica del periódico, tengo una
oportunidad única de indagar en él.
Sólo espero no meter la pata.
Un momento después, la recepcionista se acerca al mostrador
a grandes zancadas. “Por favor, sígame”.
Me pongo de pie, me ajusto la falda, me aseguro de que la
blusa esté bien metida, y la sigo por el pasillo hasta llegar a
unas grandes puertas dobles de roble. Abre la puerta, me hace
un gesto para que entre y cierra la puerta tras de mí.
Gabriel Belluci está escribiendo en su portátil cuando entro.
Levanta la vista y un fragmento de hielo me atraviesa la caja
torácica.
Oh, no.
Oh. No.
Esto tiene que ser un chiste.
No puedo creer lo que ven mis ojos. Es Gabe, el sexy
desconocido que me folló como nadie en Fiamma hace dos
años. El que me dio…
Concéntrate, mujer. Este no es Gabe. Bueno, no exactamente.
Es Gabriel Belluci. Puede que sea el mismo hombre, pero no
estamos enredados en Fiamma. Estoy aquí para hacer mi
trabajo, al igual que él está aquí para hacer el suyo. Si voy a
superar esta debacle sin implosionar en mi asiento, necesito
concentrarme en la tarea que tengo entre manos. Deja el drama
para más tarde, cuando pueda procesar adecuadamente lo que
me está pasando.
Parpadea y, por un segundo, creo que está a punto de sonreír y
hacer algún tipo de comentario lascivo, pero no lo hace. Cierra
la tapa de su portátil y se levanta, extendiendo la mano, sin
una sola gota de reconocimiento en sus rasgos, aunque debe
estar experimentando el mismo flashback que yo.
“Alexis Wright, supongo”, dice Gabriel.
Doy una zancada hacia delante, con la adrenalina disparada, y
le doy la mano. El calor se extiende desde la palma de mi
mano hasta el brazo. “Sí. Gracias por reunirse conmigo”.
Me suelta la mano y me señala el asiento de enfrente. “No hay
ningún problema. La lucha contra el analfabetismo de los
jóvenes es una causa que me interesa mucho. Creo que la
Fundación Finn Striker está haciendo un gran trabajo”.
Curiosamente, su respuesta parece poco sincera. Su lenguaje
corporal es rígido y su rostro apenas se mueve cuando habla.
No tengo la sensación de ser bienvenida aquí.
Finn Striker fue redactor jefe del New York Union hace
décadas y creó la organización benéfica como una forma de
retribuir a la comunidad. La organización benéfica ha tenido
problemas en los últimos años, por lo que la generosa
donación de Belluci ha causado un gran revuelo.
Gabriel me mira expectante y siento cómo se me calientan las
mejillas. Está tan bueno como lo recordaba: mandíbula
poderosa, pelo negro y grueso, ojos marrones severos que son
profundos estanques que esperan tragarme. Y, por si me
quedaba alguna duda, tiene la nariz un poco torcida. Sin duda
es el hombre que me dominó en la cabina VIP hace dos años.
Me quedo callada un poco más de la cuenta y él frunce el
ceño.
“¿Está todo bien, Sra. Wright?”
Su voz es como el chocolate, rica y oscura. Recuerdo la forma
en que me ordenó en la cabina y mi corazón se agita.
Contrólate, Alexis. Tienes un trabajo que hacer.
Me siento erguida. “Sí”. Saco mi grabadora y la pongo sobre
el escritorio. “¿Le importa si grabo esto?”
“Sí”.
Hago una pausa. Nadie ha dicho nunca que le moleste. “Es
sólo para que lo revise mientras escribo sobre la entrevista más
tarde”.
No se inmuta. “Tome mejores notas”.
No lo entiendo. ¿Está siendo así porque me reconoce y está
jugando conmigo, o es que siempre es así de gélido?
Quiero responderle, pero oigo el acento escocés de Debbie en
mi cabeza.
Esta es tu oportunidad, Alexis. Este es el gran momento. Si
consigues una jugosa primicia sobre este escurridizo
multimillonario, sabré que estás preparada.
Tomo aire. “Está bien”, digo, garabateando en mi libreta
mientras dicto en voz alta. “Toma mejores notas”.
Cuando vuelvo a mirar hacia arriba, Gabriel está casi
sonriendo. Sólo casi. No lo suficiente como para que se le
forme un hoyo en la mejilla izquierda, pero espero que sea una
señal de que se está sintiendo cómodo conmigo.
Analizo mi lista de preguntas. “Empecemos con algo
sencillo”, digo. “Tiene fama de ser un lobo solitario. Usted y
su familia siempre han sido muy reservados, lo cual es una
hazaña difícil de lograr cuando se tiene una posición tan
elevada en la sociedad”.
Hago una pausa, tratando de ordenar mis pensamientos, pero
todos están revueltos por el recuerdo de sus labios abrasadores
en mi piel.
“¿Es una pregunta?” pregunta Gabriel en tono cortante.
Levanto la vista, parpadeando. “Ya estaba llegando a ella”.
“¿Sabes qué? Tengo una idea mejor”. Gabriel se inclina hacia
delante con una sonrisa condescendiente. “Hoy tengo un día
muy ocupado y estoy seguro de que tiene un montón de
preguntas sin sentido que hacer a otras personas. Se lo voy a
poner fácil. Le diré a mi asistente que le envíe una copia y un
par de citas para su periódico y ambos podremos seguir con
nuestro día”. Se echa hacia atrás. “Trato con periodistas
prepotentes como tú todo el tiempo y al final siempre sale lo
mismo, así que no perdamos más tiempo”.
Estoy consternada. La pura arrogancia. La falta de respeto.
Es entonces cuando caigo en cuenta. El imbécil realmente no
me reconoce. No sé qué esperaba. Tiene sentido que el
arrogante y dominante asesino de mujeres que conocí aquella
noche en Fiamma descartara el recuerdo de una de sus
conquistas en el momento en que ella saliera de la habitación.
Probablemente sólo lo reconocí tan fácilmente porque no he
estado con nadie desde esa vez. Estoy segura de que ha tenido
una puerta giratoria de damas a las que dar nombres falsos y
encantar a sus espaldas.
Es como mi padre siempre me enseñó: los hombres ricos son
imbéciles. Y punto.
Pensar en mi padre me hace arder en las venas. Desde su
asesinato hace dos años, en realidad, no mucho después de
conocer a Gabriel, he canalizado mucho a mi padre. Nunca
encontraron a su asesino, lo que me ha dejado con mucha rabia
y ningún lugar donde ponerla. Ahora aprovecho ese pozo de
rabia.
“Usted prometió al Union una entrevista de una hora”, digo,
esbozando una fría sonrisa. “Le guste o no, estoy aquí para que
cumpla su palabra”. Echo un vistazo a mi lista de preguntas.
“Primera pregunta: ¿cómo compagina su vida empresarial con
su vida personal?”.
Enarca una ceja. Por un momento pienso que se negará a
contestar, que incluso llamará a los de seguridad para que me
echen, pero finalmente baja el ceño y suspira.
“Eso es fácil. No tengo vida personal”.
Frunzo el ceño. “Todo el mundo tiene una vida personal”.
“Siguiente pregunta”.
“¿A qué se refiere cuando dice que no tiene vida personal?
¿Qué hace en tu tiempo libre?”
“Siguiente pregunta”. Su tono deja claro que no vamos a
seguir por esa vía.
Me siento peleona, y me imagino que con este tipo no voy a
conseguir nada siendo educada.
“Háblame de tu padre”, digo. “¿Cómo era tu relación con él
antes de que muriera?” El padre de Gabriel murió hace dos
años en circunstancias infamemente sospechosas.
Su voz es fría al responder. “Siguiente pregunta”.
“No puedes seguir evitando mis preguntas”, digo. “Te tengo
por una hora. ¿Por qué hacer de esa una hora desagradable?”
Gabriel se levanta y rodea el escritorio. Se apoya en el borde
frente a mí, con las rodillas casi tocando las mías, y cruza los
brazos. Por la forma en que me mira, con la boca tintineando
en la comisura, sus ojos oscuros y desafiantes, parece que
quiere comerme viva.
Bueno, he conseguido su atención.
“Nunca he sido amenazado por una periodista”, dice. “Vamos,
come-tinta. Dime qué vas a hacer conmigo”.
El calor se dispara entre mis muslos y trago con fuerza.
Recuerdo lo que sentí al tenerlo bombeando dentro de mí, sus
manos como grilletes manteniéndome quieta para su uso, y mi
estómago da un vuelco.
Hago fuerza para bajar mi lujuria y me pongo de pie, mirando
fijamente. “Te voy a molestar a niveles nunca antes vistos
hasta que me des una respuesta”, digo. “Y si no lo haces,
escribiré la verdad: que no eres más que otro idiota con dinero
y arrogante al que le importa una mierda todo, excepto de
dónde vendrá tu próximo dólar y qué comprarás con él”.
Quiero llevarme la mano a la boca. ¿De dónde ha salido eso?
Espero que mi arrebato le haga enfadar, pero sólo parece más
entretenido. Es exasperante. Me está llevando a una trampa y
yo estoy cayendo en ella.
“Dada la cantidad de dinero que he donado a tu organización
benéfica, no creo que a tu editor le guste eso”, señala Gabriel.
“Tampoco le gustará que salga de aquí sin ninguna respuesta”.
“Como he dicho, haré que te envíen un paquete con todo lo
que necesitas”. Se endereza y da un paso adelante, y su cuerpo
está tan cerca del mío que lo huelo: terroso y masculino. A
sándalo, tal vez. Resisto el impulso de aspirar su aroma.
“¿Así que usaré el mismo resumen aburrido que todos los
demás?” pregunto. “No lo creo”.
Se inclina. “Que problema”.
“¿Cuál es tu problema?” gruño.
“En este momento, tú”.
“Sólo dame lo que necesito y me apartaré de tu camino”.
Su labio se curva en una sonrisa depredadora, y de repente soy
consciente de lo cerca que están nuestros cuerpos. Mi corazón
se acelera.
“Ten cuidado con lo que deseas, come-tinta. Se me ocurren
algunas formas de darte lo que necesitas”. Sus ojos se dirigen
a mis labios separados y me siento congelada en el sitio.
¿Gabriel va a besarme? Y si lo hace, ¿vamos a recrear nuestro
primer encuentro encima de su escritorio? La idea me
emociona y me aterra a la vez.
“Deja de decirme así”, consigo soltar.
“Bien”. Ladea la cabeza. “¿Qué tal gatita?”
El calor inunda mi cara. Recuerdo que me llamó así en la
cabina. Por un segundo pienso que tal vez sí me reconoce,
pero apuesto a que así llama a todas las chicas con las que se
acuesta. Es más fácil que llamarlas por su nombre.
Gabriel está jugando conmigo. Sé que no debería caer en la
trampa, pero no puedo evitar fruncir el ceño. “No te atrevas”.
“Tienes razón. Tigresa es mucho más adecuado”.
Gruñe, enseñando algunos dientes, y sé que se está burlando
de mí, pero la acción es tan sexy que no puedo evitar apretar
los muslos. Me duele el clítoris.
Desafiarlo fue un error. Mi boca ha extendido cheques que mi
cuerpo no puede pagar y él ha ganado. Otra vez. Sólo que esta
vez, someterse a él no se siente bien en lo más mínimo.
Apuesto a que hace esto con cada mujer que se cruza en su
camino, lo que me hace sentir utilizada. Y enfadada.
“Eres un imbécil”, escupo, cogiendo mi bolsa y mi cuaderno
del suelo.
Gabriel vuelve a su silla y se sienta mientras yo me dirijo a la
puerta. “Ha sido un placer hablar con usted, Sra. Wright. Estoy
deseando leer su artículo”.
Intento dar un portazo, pero las bisagras son silenciosas y se
cierran con un agradable chasquido. Resisto el impulso de dar
un puñetazo a la pesada madera y me dirijo al ascensor.
A CABO DE CRUZAR las puertas giratorias del edificio del New
York Union cuando suena mi teléfono. Tengo un nuevo correo
electrónico de la asistente de Gabriel, Jenny.
Efectivamente, me ha enviado el documento que mencionó
Gabriel, con un par de citas aburridas y algunas sugerencias de
redacción. En ese momento, me doy cuenta de que la he
cagado.
Durante los últimos dos años, la vida ha sido una lucha. Entre
la pérdida de la batalla de mi madre contra el cáncer, el
asesinato sin resolver de mi padre y todo lo demás, he tenido
que trabajar más duro de lo normal para evitar que mi mundo
se descontrole. Algo en lo que siempre podía confiar era en ser
buena en mi trabajo, y ahora lo he arruinado todo a más no
poder.
Tomo el ascensor hasta mi piso e intento escabullirme hasta mi
escritorio sin ser vista. Oigo la lata de Pringles de barbacoa en
el cajón de los aperitivos llamándome. Alexis…
“Alexis”.
Me congelo. Conozco esa voz, y no viene de un tubo de
patatas fritas.
Me giro sobre mis talones y Debbie está de pie detrás de mí,
con los brazos cruzados. “Regresaste rápido”.
“Tengo todo lo que necesito”, digo, con la voz ligeramente
vacilante.
Enarca una ceja delgada y frunce sus labios rojos. Hoy lleva
un blazer tejido azul sobre una camisa rosa pastel y unos
capris tejidos azul a juego.
“¿Hablaron de su relación con su padre?”, pregunta.
“Uh, no”.
“¿Y qué hay de sus enredos personales?”
“Dijo que no tiene ninguno”.
Su boca se aplana. “Dime al menos que le preguntaste por qué
quería donar a la caridad”.
“Dijo que es una causa cercana a su corazón”.
Hace una pausa, esperando que me explaye. Cuando no lo
hago, Debbie suspira. “¿Y eso por qué?”
“No me dijo”, respondo, haciendo una mueca. Debbie me
frunce el ceño. “Así que no tienes nada”.
“Conseguiré otra entrevista”, prometo, juntando las manos.
“Es un hueso duro de roer, pero si me das un poco más de
tiempo lo destrozaré”.
Los ojos de Debbie se abren de par en par y parpadea.
“¿Destrozarlo? ¿Qué demonios ha pasado ahí?” Sacude la
cabeza. “No respondas a eso. Sólo consigue algunas respuestas
y escríbeme el mejor artículo que esta ciudad haya visto sobre
Gabriel Belluci. ¿Sí?”
“Sí”.
“Bien”. Sonríe con dureza. “Que te vaya bien. ¡Nos vemos!”.
6
GABRIEL

Otro día, otro circo mediático.


Estoy de pie en un podio frente a las puertas principales de una
nueva y brillante escuela primaria, entrecerrando los ojos
contra el sol que me pega en la cara. A mi lado, el director de
la nueva escuela, Evan Webber, se dirige a la multitud de
estudiantes, padres y prensa. La escuela acogerá a cientos de
mentes jóvenes en septiembre y, gracias a mi empresa, tendrán
acceso a miles de libros y docenas de ordenadores en la
Biblioteca Belluci.
El director parlotea, me da las gracias a mí y a los demás
donantes, e intenta hacer bromas que no tienen ni pizca de
gracia. Ni siquiera los niños se ríen. Uno de ellos tiene el dedo
en la nariz y mira fijamente al director como si fuera el
hombre más aburrido del mundo.
Empiezo a preguntarme si lo es.
Entiendo el propósito de estos eventos, y de congraciarme con
el público y con mi negocio de esta manera, pero me frustra
que esté atrapado aquí jugando al multimillonario amistoso
cuando debería estar tratando con la amenaza irlandesa.
“¡Y ahora, a cortar la cinta!” anuncia Webber.
Me pasa un par de tijeras de seguridad de tamaño cómico y me
obliga a sonreír para las cámaras. Me acerco a la cinta y poso
con ella entre las hojas de las tijeras durante un segundo, y
luego corto de golpe.
El público aplaude.
“¿Entramos?” pregunta Webber.
Los niños aplauden y comenzamos la siguiente parte de la
ceremonia. Sólo tengo que hacer un breve recorrido, tomar
unas bebidas en la recepción y luego puedo irme. Respiro
tranquilamente y espero junto a las puertas mientras la
pequeña multitud se apresura a entrar detrás del director.
Ocupo un lugar en la parte de atrás, revisando los correos
electrónicos en mi teléfono mientras caminamos, mientras
Webber habla de cómo los niños tendrán acceso a las aulas del
mañana, hoy mismo. Vito me acompaña y me sigue unos
metros por detrás, atento a las amenazas.
“¿Cómo has crecido tanto?”, me pregunta una vocecita desde
abajo.
Miro hacia abajo y me encuentro con un niño que camina a mi
lado. No parece tener más de nueve años y lleva una camiseta
de los Yankees y una gorra de béisbol al revés.
Sin invitación, continúa. “Sólo lo pregunto porque mi madre
dice que tengo que comerme el brócoli para crecer grande y
fuerte, y me pregunto si es cierto o si hay algún atajo”.
Me río. “¿Dónde está tu madre?”
“Allí arriba”. Señala a una mujer con un vestido blanco
ajustado que conversa con uno de los camarógrafos cerca del
frente del grupo. “Quiere salir en la televisión”.
Encuentro su honestidad refrescante. La mayoría de la gente
me habla a través de algún tipo de filtro, ya sea por deferencia
o por codicia. Una imagen de la mujer ardiente de Fiamma
pasa por mi mente. Luego viene una visión de la descarada
reportera Alexis, hablándome como si no pudiera aplastarla en
la palma de la mano si quisiera.
La mayoría de la gente.
“Me temo que tu madre tiene razón”, digo. “Cuando tenía tu
edad, tenía la mitad de tu tamaño. Cuantas más verduras
comía, más crecía”.
Me mira con escepticismo. “¿Están confabulados?”
Llegamos al gimnasio y Webber dirige la manada a la mesa de
bebidas. “¿Confabulados?” me río. “Has visto demasiadas
películas de espías”.
Levanto la vista y veo a Webber dirigiéndose hacia mí. “Tengo
que hablar con el Sr. Belluci”, le dice al chico. “¿Por qué no
vas y tomas un jugo?”
El chico desaparece, junto con el respiro temporal que me
proporcionaba.
“Quería agradecerle de nuevo su donación”, dice Webber,
haciéndome a un lado. “Estoy seguro de que usted sabe bien
que la educación es un sector que nunca podría estar
sobrefinanciado, pero, por supuesto, a menudo estamos
infrafinanciados. Sé que esta escuela parece tener todo lo que
los alumnos van a necesitar, pero hay muchos ángulos que aún
debemos abordar”.
“Las aulas tienen pizarras interactivas”, digo en voz baja.
Webber debería saber cuándo parar, pero tiene la cabeza tan
metida en el culo que no señala la advertencia.
“Sí, eso es cierto. Las aulas del mañana, hoy”. Sonríe. “Y la
biblioteca, oh la biblioteca es fabulosa. Realmente notable.
Estamos muy agradecidos por su donación y por su presencia
hoy. Me pregunto si usted y yo seríamos capaces de juntar
nuestras cabezas y pensar qué más necesita esta escuela y si
tenemos los medios para conseguirlo”.
“Estás pidiendo más dinero”, afirmo.
“Sólo sugiero que, si hubiera más dinero disponible,
podríamos darle un buen uso”.
Una reportera en cuclillas y una cámara de video aparecen a la
vista. La reportera se pone a mi lado y me pone el micrófono
en la cara. La luz de la cámara me da en los ojos.
“Sr. Belluci, ¿qué le parece la escuela?”, pregunta.
Entrecierro los ojos contra el resplandor de la cámara.
“¿Puedes apagar esa luz?”
Webber se acerca a mí. “El Sr. Belluci y yo estábamos
hablando de lo mucho que ha ayudado a la escuela hasta
ahora, y del tipo de cosas que podemos conseguir juntos en el
futuro”.
El camarógrafo me ignora y la luz sigue encendida.
“Eso es interesante. ¿Está diciendo que el Sr. Belluci seguirá
patrocinando la escuela?”
“¡Todo es posible!”
“La luz”, gruño, parpadeando.
La periodista sigue ignorándome. “Hablando de posibilidades,
Sr. Belluci, ¿ve usted hijos en su futuro…?”
“¿Podrías apagar esa maldita luz?” gruño.
Todas las cabezas del gimnasio se giran, y el silencio es tal que
se podría oír la caída de un alfiler. El camarógrafo, aturdido
por mi arrebato, se congela. No apaga la luz.
La vena de mi frente palpita.
“¡Fuera de mi vista!” exijo, empujándolos fuera de mi camino.
Le señalo a Vito, “Nos vamos”.
Intento ignorar las caras de sorpresa de los padres y los niños
mientras me dirijo a las puertas del gimnasio, pero no puedo
evitar fijarme en la mujer del vestido blanco que protege a su
hijo cuando paso. Me mira fijamente desde detrás de ella.
Dudo que vaya a comer sus verduras ahora.
¿Qué me pasa? Siempre controlo mis emociones. Siempre.
Puede que me enfurezca por dentro, pero nunca lo demuestro,
y menos delante de un grupo de cámaras y niños.
Últimamente, parece que no puedo escapar de mi
temperamento. ¿Qué ha cambiado?
Me remonto a cuando empecé a sentirme así, nervioso e
irritable, quizás un poco inestable, y me doy cuenta de que me
he sentido así desde la entrevista con esa exasperante mujer
Alexis. Hay algo que me molesta de ella y no sé qué es. ¿Fue
su flagrante falta de respeto? ¿Su extraña familiaridad? ¿O
simplemente el deseo ardiente que despertó en mí?
Vito no dice nada hasta que estamos en el coche y éste
empieza a moverse. Sus ojos grises se encuentran con los míos
y su frente se arruga. “¿Estás bien, jefe?”
“Estoy bien”. Me paso una mano por la cara y me hundo en el
asiento. No estoy de humor para hablar.
Vito se rasca la barba. “Mira, sé que te culpas por lo que pasó
allí, pero no deberías”. Hace un gesto de desprecio. “Nada de
esto importa. Ambos sabemos que tienes cosas más
importantes en la cabeza”.
Asiento con la cabeza.
Pasa un largo silencio entre nosotros.
“Ese director parecía una rata, ¿eh?” comenta Vito. Muestra
los dientes y aprieta la nariz en forma de roedor.
Desvío la mirada, pero mi boca se inclina un poco. Agradezco
sus intentos de animarme, pero no sirve de nada. La he cagado
hoy, y voy a seguir cagándola así hasta que se me aclare la
cabeza.
“¿Cómo está Corie?” pregunto, cambiando de tema.
La voz de Vito se vuelve soñadora cuando habla de su mujer.
Está perdidamente enamorado de ella y nunca finge lo
contrario, aunque los chicos se burlen de él.
“Resplandeciente, amigo”, dice. “Se queja constantemente de
sus pies hinchados y de lo grande que está su barriga, pero el
embarazo le sienta bien. Apenas puedo quitarle las manos de
encima”.
“¿Así que podríamos esperar un hermanito o hermanita para
Nuri más pronto que tarde?”
Se ríe. “Quiero tantos hijos como Corie me deje tener”.
“¿No te preocupa si serás un buen padre?” pregunto.
No sé por qué, pero la pregunta de la periodista sobre si
tendría hijos en el futuro me molestó. Nunca había pensado en
ello. Nunca me había parecido importante.
“Me preocupa constantemente”, dice. “Pero es porque me
preocupo que sé que voy a estar bien”.
Frunzo el ceño, observando cómo se desliza la ciudad por la
ventana. Su respuesta no tiene ningún maldito sentido.

E STOY en la mesa de mi despacho, mirando la pantalla de mi


portátil. Mis dedos se apoyan en las teclas pero no se mueven.
Llevo varios largos minutos atascado en esta posición, pero
cada vez que intento concentrarme en los negocios, mi mente
divaga en otra parte. Pienso en las miradas horrorizadas de la
gente de la escuela. Pienso en la forma en que los labios de
Alexis se movían mientras me escupía veneno.
Eres un idiota.
Sí. Sí, lo soy.
Todo esto es culpa de ella. No sé cómo lo hizo, pero se metió
en mi cabeza y no puedo dejar de pensar en su insolencia. Su
flagrante falta de respeto. Y la forma en que su cuerpo
pecaminoso llenaba esa falda lápiz.
Gimo de frustración y alejo la silla del escritorio. No puedo
concentrarme. Necesito despejar la cabeza.
Voy a mi habitación, me cambio y me dirijo al gimnasio de mi
casa. Levantar pesas siempre me ayuda a recomponerme.
Cargo una pesa y empiezo a hacer levantamientos, pero
después de unas cuantas repeticiones sigo viendo su cara.
Añado más peso y mis dientes rechinan mientras presiono la
barra lejos de mi pecho. Mis músculos arden y tiemblan. La
imagino de pie en la esquina de la habitación, con esa
expresión asesina en su rostro mientras me observa. Su rostro
se confunde con el de la chica de Fiamma de hace años. Hasta
que conocí a Alexis, no había conocido a otra mujer que me
desafiara e intrigara como ella. Sólo que la chica del club sí
estaba dentro de los límites, había sido un sabroso bocado para
devorar mientras descansaba de consolidar mi reino.
Alexis, en cambio, está fuera de mi alcance. Es periodista y
eso siempre significa malas noticias. Lo último que necesito es
que meta las narices donde no debe y descubra la verdad sobre
mí y mis negocios. Tal vez por eso no puedo dejar de pensar
en ella: es lo más parecido que he encontrado a la chica de
Fiamma y, sin embargo, nunca podré poseerla.
Imagino que me pongo a Alexis sobre las rodillas y le doy
unos azotes en ese delicioso culo. Una bofetada por cada vez
que me mirara como si fuera escoria. Dos por cada vez que me
hablara con falta de respeto.
Vuelvo a colocar la barra en el soporte y me siento, con el
pecho ardiendo. Esto no está funcionando. Mi polla está dura
como una roca y ningún ejercicio va a solucionarlo.
Subo corriendo a la ducha y me quito la ropa mientras se
calienta el agua. Mi polla sobresale delante de mí, hinchada de
necesidad. El vapor empieza a salir de la puerta de la ducha y
entro. El agua caliente cae en cascada sobre mi piel y dejo caer
la cabeza hacia delante, con los ojos cerrados. Me agarro a la
polla y empiezo a acariciarla.
Primero pienso en la chica de Fiamma, en la forma en que
luchó contra mí, se resistió y finalmente sucumbió ante mí.
Ella negaba su lujuria, pero yo la veía crecer en sus ojos.
Cuando finalmente la tomé, estaba empapada y habría hecho
cualquier cosa que le dijera.
Me imagino que follar con Alexis sería lo mismo. Puede que
hable mucho, pero apuesto a que con el tiempo suficiente
podría tenerla de rodillas frente a mí con la boca abierta.
Ahora me la imagino allí. Cómo me gustaría castigar esa
boquita suya. Me la imagino estirando esos labios rojos y
carnosos alrededor de mi polla y succionándome
profundamente. La empujaría hasta que se atragantara, con su
garganta apretada alrededor de mí como una tuerca.
Gimoteo. Mi mano se mueve tan rápido que las gotas de agua
salpican por todas partes.
Puedo ver a Alexis mirándome con esos ojos azules tan
abiertos mientras le invado la boca. Sabe que está totalmente a
mi merced y la idea la emociona de una manera que nunca
creyó posible. Me imagino bombeando dentro y fuera de su
boca, con mi mano agarrando la parte posterior de su cabeza,
con mi cuerpo temblando por la necesidad de correrme.
Casi puedo sentir sus labios y su lengua contra mi pene, sus
manos contra mis muslos.
Gimo y aprieto una mano contra la pared para estabilizarme
mientras mis piernas empiezan a temblar. Estoy muy cerca.
Pienso en el culo respingado de Alexis y en cómo se vería
doblada sobre mis rodillas, lo que me produce un pico de
placer en los huevos. Aprieto más mi pene, apretando los
dientes.
Imagino la huella de una mano roja en su piel cremosa como
una marca. Oigo sus gritos y gemidos como si resonaran en la
habitación, y mi polla se tensa.
Hay que poner a esa chica en su sitio, y la idea de hacerlo me
pone al límite. Me corro con fuerza. Mis ojos se cierran
mientras bombeo chorro tras chorro de semen al suelo de la
ducha, donde el agua se arremolina en el desagüe.
“Maldición”, murmuro, recuperando el aliento.
Debería sentir alivio, pero apenas me he quitado la espina. La
idea de la descarada periodista sigue haciendo que se me
retuerzan las tripas, y sé que tengo que controlarme antes de
dejar que esta fascinación se convierta en obsesión.
7
GABRIEL

Me recuesto en la silla, apretando los ojos y endureciendo la


mandíbula mientras mi publicista, Carmen Book, me grita al
oído.
“Como he dicho, en lo que respecta a las crisis públicas,
podría haber sido mucho peor, pero sí ha ocasionado algo de
daño y tenemos que remediarlo. Ya sentamos las bases, pero
ahora tenemos que batearla de cuadrangular”.
Odio hablar con Carmen. Es una anaconda y, aunque es muy
buena en su trabajo, me vuelve loco. Tras el incidente inicial
en la escuela primaria, llamó a mi oficina varias veces y,
cuando la llamé a la mañana siguiente, se pasó cinco minutos
hostigándome por no haber tomado las riendas de la situación
antes. Desde entonces, ha llamado todos los días para poner en
marcha una nueva etapa de su plan para redimir mi imagen
pública. No estoy deseando escuchar lo que me tiene
preparado para hoy.
“Voy a organizar una entrevista con la periodista del Canal 5
cuyo molesto camarógrafo incitó todo el asunto”, dice
Carmen. “Puedes disculparte, tal vez hacer una broma, mostrar
esa sonrisa encantadora, y luego, una vez que estén comiendo
de la palma de tu mano, puedes ofrecer más dinero a la escuela
y soltar el micrófono”.
Mis ojos se abren y miro fijamente al techo. “No”.
“Gabriel…”
“No”, repito, esta vez con más firmeza. “Estoy demasiado
ocupado. Donaré el dinero, pero no voy a hacer la entrevista, y
definitivamente no voy a disculparme, maldita sea”.
Algo en lo que Carmen y yo nunca hemos coincidido es en el
hecho de que rara vez concedo entrevistas, y nunca me
disculpo.
Mi teléfono móvil suena en el escritorio que tengo delante y
me inclino para echar un vistazo mientras Carmen parlotea.
“Tienes que confiar en mí, Gabriel. Si no hubiera ya tanto
misterio a tu alrededor, esto no sería tan malo, pero como
nadie sabe una mierda de ti, todo el mundo asume ahora que
eres un psicópata de bajo perfil”.
Mis ojos escudriñan el texto. Frunzo el ceño.
“Que asuman lo que quieran”, gruño. “Habla con el director de
la escuela y dile que les extenderemos un cheque en blanco si
se callan la boca de aquí en adelante. Y recuérdale al Canal 5
el nombre de la persona que hace una generosa donación a su
organización benéfica cada año”.
“No creo…”
“Haz tu trabajo, Carmen”, digo en voz baja. “Tengo que irme.
Ponme al día mañana”.
Cuelgo el teléfono y me inclino hacia atrás, masajeando mis
sienes. Vuelve a sonar el teléfono y leo el siguiente mensaje.
Es Antonio informando desde los muelles. Los irlandeses
acaban de hacer un tiroteo, pero por suerte sólo hubo un par de
heridos y ninguna muerte. Se está ocupando de ello, y confío
en él lo suficiente como para dejarlo en sus manos. Antonio
era el lugarteniente de mi padre antes de que yo asumiera el
liderazgo, pero fue uno de los primeros en proclamar su lealtad
hacia mí. Dijo que el régimen de mi padre había empezado a
ponerle nervioso.
Pienso en los días anteriores al cambio de poder, cuando sólo
era el heredero con relativamente pocas responsabilidades.
Debería haber disfrutado más de esa época. No me arrepiento
de las decisiones que tomé y que me llevaron a donde estoy
ahora, pero no ha sido fácil.
Mi asistente, Jenny, me llama por teléfono. “¿Sí?”
“Señor, tengo a Alexis Wright al teléfono para usted”, dice
Jenny con voz tímida. “Sigue llamando y exigiendo una
entrevista de seguimiento. Dice que todavía le debe cuarenta
minutos”.
Esa periodista tentadora es lo último que necesito ahora, sobre
todo porque querrá hablar de lo que pasó en la escuela. No
puedo permitirme ninguna distracción.
“Deshazte de ella”, digo.
“Me he librado de ella todos los días durante la última semana,
pero sigue llamando”.
“Entonces sigue deshaciéndote de ella hasta que entienda el
mensaje”.
“Muy bien”.
Respondo a Antonio, agradeciéndole la información. Me
alegro de que haya habido pocos daños, pero eso también me
preocupa. Parece que los irlandeses están jugando con
nosotros, pero ¿con qué fin?

D IEGO SE PASA por aquí a última hora de la tarde y me alegro


de verle. El anciano se ha convertido en una útil fuente de
orientación en los últimos dos años. Es como el padre que
siempre merecí pero que nunca tuve. Como era muy amigo de
mi verdadero padre, esperaba más resistencia cuando tomara
las riendas. La lealtad de Diego me sorprendió.
Lo primero que dice al entrar por la puerta de mi despacho es:
“Pues te ves como la mierda”.
“Mira quien lo dice, viejo”.
Se ríe y se hunde en la silla de enfrente. Últimamente, Diego
ha empezado a vestirse como corresponde a su edad, aunque
todavía se tiñe el pelo de negro. Hoy lleva un chándal gris con
una cadena dorada colgando del cuello.
“¿Todavía no duermes?”, pregunta.
Sacudo la cabeza. “No muy bien”.
“Es la maldición Belluci”, dice con un suspiro. “A tu padre le
pasaba lo mismo cuando tomó el mando. Antes tenía que darle
una patada para que se despertara por las mañanas, pero en
cuanto se convirtió en el Jefe, pum, se levantaba a las seis
todas las mañanas”.
Siempre me desconcierta que Diego hable tan a la ligera de mi
padre. Me aclaro la garganta. “Tengo muchas cosas en la
cabeza”.
“Pesada es la cabeza que lleva la corona”. Coge un bolígrafo
de mi mesa y empieza a juguetear con él. “¿Qué tienes en la
mente, chico?”
Diego es la única persona del sindicato a la que se le permite
llamarme algo más que mi nombre, “Jefe” o, en la mayoría de
los casos, “señor”.
“Los irlandeses han vuelto a atacar los muelles”.
“Lo he oído. Aunque parece que Antonio lo tiene controlado”.
Me apunta con el bolígrafo. “Un buen líder necesita delegar”.
“Estoy delegando, pero todavía me preocupa”.
“Deberías intentar dejarlo pasar por ahora”, dice. “No tiene
ninguna utilidad el que te preocupes. ¿Qué otra cosa tienes en
la mente?”
“El incidente en la escuela”. Arrugo la nariz. “Carmen quiere
que me disculpe”.
Diego agita una mano con desprecio. “No sabe de qué habla.
Un Belluci no se disculpa. Dile que se vaya a la mierda”.
Sonríe. “¿Qué más?”
Lo siguiente que se me ocurre no es una cosa, sino una
persona: una persona molesta y persistente con una mala
actitud.
“Hice una entrevista la semana pasada con una periodista del
Union y desde entonces ha estado acosando a Jenny para que
le haga una entrevista de seguimiento”, le digo. “Eso debería
ser la menor de mis preocupaciones, pero hay algo en esta
chica… ¿Has oído hablar de Alexis Wright? ¿Sabes si me ha
entrevistado antes?”
Como está casi retirado, Diego lee mucho. Es el tipo de
persona que hojea el periódico todas las mañanas con una taza
de café y unas gafas de lectura sobre la nariz. Es una extraña
yuxtaposición si se tiene en cuenta que veinte años antes era
famoso en los círculos del crimen organizado por degollar
salvajemente a sus enemigos.
Diego sigue queriendo serme útil siempre que puede, así que,
aunque sus días de degollador han pasado, consume todo lo
que se escribe sobre mí de la misma manera que Carmen,
salvo que ella lo mira con la lente de los negocios y él con la
de la mafia.
“Alexis Wright…” Diego se detiene a pensar, con el ceño
fruncido, pero finalmente sacude la cabeza. “No, nunca he
oído hablar de ella, y no creo que te haya entrevistado antes”.
Esto me irrita más. ¿Por qué siento que la conozco? ¿Y por
qué no puedo quitármela de la cabeza?
“Hacer una entrevista no sería mala idea”, continúa Diego.
“Me sorprende que Carmen no lo haya sugerido ya”.
“Lo ha hecho. Sólo que no quiero”.
“Te vendría bien parecer un poco más cálido después de ese
lío en el colegio”, argumenta. “Y te quitarías de encima a esta
periodista. Dos pájaros de un tiro”.
Sé que, en cierto modo, tiene razón, pero no puedo evitar la
sensación de que debo alejarme de Alexis. Mi instinto percibe
una amenaza con ella, pero no sé por qué.
“Gracias por el consejo, Diego”.
“No hay ningún problema, chico”. Me saluda y sonríe. “Para
eso estoy aquí”.

T RABAJO HASTA TARDE , todavía luchando con mis


preocupaciones y dudas. Estoy a punto de cerrar la noche
cuando suena mi teléfono móvil. El nombre de Dom parpadea
en la pantalla.
Respondo, esperando malas noticias. “¿Sí?”
Dom se aclara la garganta y va directamente al grano. “Víctor
Holt está muerto”.
Víctor Holt era uno de mis gestores de cuentas; trabajaba
principalmente para Belluci, Inc. pero también era un asociado
del lado de la mafia. Era un peón, y me sorprendería saber de
su muerte si no fuera el tercero de mis asociados de menor
nivel que muere en los últimos meses.
“¿Cómo?” pregunto, aunque ya sé lo que va a decir.
“Un trágico accidente, al parecer”, responde Dom, tal como
esperaba. “Una tubería de gas reventó y prendió fuego a su
casa”.
Me paso una mano por el pelo, maldiciendo. “Necesito que te
pongas en contacto con su familia y te asegures de que saben
que nos ocuparemos de ellos. Pero no insinúes que esto es otra
cosa que un accidente. No quiero causar ninguna alarma”.
La respiración de Dom resuena a través del receptor. “Su
familia estaba en la casa”, responde. “Su esposa y dos hijos.
Tampoco se salvaron”.
Se me forma un nudo en la garganta y me lo trago. En mi
cabeza, oigo el lejano silbido y el crepitar de las llamas. No
conocía a Víctor ni a su familia, pero no se merecían esto.
Pienso en el terror que debieron experimentar en sus últimos
minutos, la agonía de darse cuenta de que no había esperanza.
Se trata de personas a las que se supone que debo proteger.
Me quedo callado un rato más. “¿Jefe?” Dom pregunta.
“Gracias, Dom”.
Cuelgo y respiro profundamente mientras deslizo el teléfono
de nuevo sobre el escritorio.
Por dentro, estoy furioso. Quiero romper cosas. Quiero gritar.
Los irlandeses están jugando conmigo, tratando de ponerme en
ridículo, y hasta ahora no he podido hacer nada al respecto. La
gente está sufriendo, y no puedo hacer que se detenga.
Me paso una mano por el pelo y relajo la mandíbula. Soy
bueno en lo que hago porque no reacciono como mi padre.
Pienso. Elaboro estrategias. No dejo que mis emociones
ganen.
Pero por el amor de Dios, a veces es difícil.
8
ALEXIS

Es un día precioso. Largos rayos de sol atraviesan el camino


delante de mí mientras empujo a mi hijo, Harry, en su
cochecito, escuchando el parloteo de los pájaros en las
frondosas ramas de los sicomoros. El aire de la mañana es
cálido en mis hombros expuestos y puedo decir que va a ser un
día caluroso. Nos mantenemos a un lado del camino para dejar
pasar a los corredores y ciclistas, y luego nos detenemos junto
al estanque de los patos. Es el favorito de Harry.
Me acerco a la parte delantera del cochecito y lo saco. Lo
pongo de pie y me agacho, sujetando sus dos manos mientras
nos acercamos al estanque. No puedo creer que ya tenga más
de un año. Parece que fue ayer cuando era una pequeña patata
recién nacida y ahora ya camina.
Bueno, casi. La mayoría de las veces sólo se contonea y
necesita ayuda para hacerlo, pero sé que un día parpadearé y
de repente tendrá cuarenta años.
Un ganso que flota en el estanque le grazna agresivamente a
un pato que ha nadado demasiado cerca. Harry suelta una risita
y se le forman hoyuelos en la mejilla izquierda.
Solía pensar que era bonito. Vale, sigue siendo increíblemente
bonito, pero también me recuerda lo mucho que Harry está
empezando a parecerse a su padre. Ya es bastante malo que
tenga el hoyuelo de Gabriel, pero para colmo de males,
también tiene sus ojos oscuros. Es difícil decirlo a estas
alturas, pero me pregunto si habrá heredado también la cara
larga y las piernas aún más largas de Gabriel. ¿Cómo diablos
se supone que voy a manejar a un adolescente que mide 30
centímetros más que yo?
Tomo aire y vuelvo al momento, a la sensación de sus
pequeñas y suaves manos en las mías. Me estoy adelantando.
La repentina reaparición del padre de Harry me ha sacudido.
Después de que compartiéramos juntos aquella noche salvaje
en Fiamma, no esperaba volver a verlo. Nunca quise hacerlo, a
decir verdad. Ser madre soltera no ha sido como caminar sobre
pétalos de rosas, pero si tuviera que elegir a alguien para
compartir la paternidad conmigo no sería “Gabe”, y
definitivamente no sería Gabriel Belluci.
Harry deja su trasero en la hierba y yo miro la hora en mi
teléfono. Tenemos un poco de tiempo antes de que tenga que
dejarlo, así que me siento detrás de él y abrazo su espalda
contra mi estómago. Saludamos juntos a los patos. No se dan
cuenta ni les importa.
Si Gabriel conociera a Harry, trataría de controlar cada detalle
de nuestras vidas o sería como estos patos: totalmente apático.
En cualquier caso, estamos mejor sin él y siempre lo hemos
estado.
Ver a Gabriel de nuevo me ha hecho cuestionar muchas cosas,
pero en última instancia, si pudiera volver atrás, no haría nada
diferente. Tengo el hijo más hermoso y perfecto, aunque esté
genéticamente predispuesto a la megalomanía, y lo tengo todo
para mí.
Sin duda, es la luz al final del túnel que hace que todo valga la
pena.
Descansamos junto al estanque unos minutos más, pero se nos
acaba el tiempo.
Vuelvo a meter a Harry en el cochecito y salgo a paso ligero.
Ojalá no tuviera que llevarlo a la guardería. Ojalá pudiéramos
pasar el día juntos, lejos de mi trabajo y de la ira de Debbie.
Cada vez está más frustrada por mi incapacidad para conseguir
una entrevista de seguimiento con Gabriel. Yo también estoy
frustrada, sobre todo porque yo quiero hacer la entrevista
probablemente incluso menos que él. Sería más fácil para
todos si nos lo quitáramos de encima y no tuviéramos que
volver a enfrentarnos.
Dejo a Harry con un beso y una sonrisa y me dirijo al trabajo.
Salgo del ascensor en piso anterior al mío y subo por las
escaleras el resto del camino, ya que es un camino más directo
desde las escaleras a mi escritorio que desde el ascensor. El
plan es evitar a Debbie hasta que, con suerte, tenga alguna
noticia que darle. Hasta ahora ha funcionado durante tres días.
No consigo acercarme a mi cubículo. Debbie me espía a través
de la puerta abierta de su oficina cuando intento pasar a
hurtadillas por el refrigerador de agua y grita mi nombre por
toda la habitación.
“¡Wright!”
Suspiro y susurro una oración silenciosa mientras me acerco a
su despacho. Cuando llego a su puerta, pongo una sonrisa
falsa. Quizá no me llama para echarme la bronca. Tal vez sólo
quiera charlar.
“Debbie”, digo alegremente. “Te ves como un rayo de sol”.
Esto se debe a su alegre traje de pantalón amarillo, que no se
ajusta en lo más mínimo a su expresión.
Ella frunce el ceño. “Cierra la puerta”.
Cierro la puerta y me acerco a su escritorio, juntando las
manos en la espalda.
“¿Ves este escritorio, Wright?” pregunta Debbie, pasando las
manos por la superficie de madera.
“Sí…”
“Mira qué limpio está”, continúa. “No hay tazas de café, ni
clips perdidos, ni papeles que lo ensucien”.
Entrecierro los ojos con inseguridad. “Sí, es un escritorio muy
limpio”.
“¡Bueno, no debería ser así!”, exclama. “Debería poder mirar
hacia abajo y ver tu entrevista con Gabriel Belluci”. Señala
con su dedo el espacio vacío frente a ella. “¿Dónde diablos
está?”
“Debbie, llevo semanas llamándoles”, explico. “No me
concede una entrevista. Su asistente ni siquiera me pasa con
él”.
“¡No me importa!” Debbie levanta las manos dramáticamente.
“Querías grandes historias, Alexis. Querías el desafío. Pensé
que me ibas a impresionar, pero hasta ahora todo lo que has
hecho es hacerme enojar. No seas inútil”.
Mi corazón late. Trago.
“¡Lo estoy intentando!” me defiendo. “No sé qué más puedo
hacer. Si no quiere recibir, no quiere recibir”.
“¿Qué clase de actitud es ésa?”, exige. “¿Dejó Nellie Bly de
escribir la verdad sólo porque los hombres del mundo le
dijeron que no? ¿Acaso se dejó llenar de mierda?”
Nellie Bly es la heroína de Debbie. Fue una reportera de
investigación en el siglo XIX que anhelaba escribir sobre algo
más que moda, teatro y otros temas que se consideraban
adecuados para las mujeres de la época. Después de que los
titanes masculinos de la industria la denunciaran una y otra
vez, se trasladó a Nueva York y se hizo famosa por ir de
incógnito a un manicomio para denunciar el horrible trato que
recibían los pacientes.
“Entiendo lo que dices, Debbie, pero no estoy segura de que
esa situación sea comparable”.
“¡Claro que sí! Tienes que ser agresiva, Alexis”.
¿Cuánto más agresiva puedo ser? Ya he estado acosando a la
asistente de Gabriel varias veces al día.
Sin embargo, no vale la pena discutir con Debbie, así que le
hago un gesto cortante con la cabeza. “Sí, señora. Voy a buscar
la entrevista”.
“¡Más te vale!” Me señala con un dedo. “Esta es tu
oportunidad, Wright. No lo arruines”.
Tengo la cara caliente cuando salgo de la oficina de Debbie.
No sé si es por vergüenza o por rabia, un poco de ambas cosas,
supongo.
Estoy enfadada con Debbie por no entender lo difícil que es
esto. Estoy enfadada con Gabriel por hacerlo difícil. Sobre
todo, estoy enfadada conmigo misma por salir de su oficina
con el rabo entre las piernas la primera vez. Si hubiera tenido
más coraje, nada de esto estaría pasando.
Supongo que nunca es demasiado tarde para desarrollar el
coraje, y a medida que se va formando un plan en mi cabeza,
me doy cuenta de que lo voy a necesitar.

L A PUERTA de cristal de Belluci, Inc. se abre y entro con


confianza.
Se supone que debo estar aquí, eso es lo que transmite mi
andar casual. No hay razón para alarmarse.
Sonrío al joven guardia de seguridad que está sentado detrás
de la recepción y continúo avanzando.
“¿Disculpe, señorita?”
Mierda.
Me doy la vuelta y sonrío ampliamente al guardia de
seguridad. Parece unos años más joven que yo, con el pelo
oscuro y la cara redonda. Me acerco al mostrador, moviendo
las caderas.
“Tengo que anunciarla”, dice, cogiendo el teléfono. “¿A quién
viene a ver?”
Bato las pestañas. “Espero que puedas ayudarme”, digo.
“Estoy aquí para sorprender a mi amiga. Su novio acaba de
dejarla y quería pasar por aquí para animarla”.
“¿Cómo se llama su amiga?” levanta las cejas expectante, con
la mano sobre el teclado numérico.
Me apoyo en el lateral del escritorio, poniéndolo a la altura de
mis tetas. Es un descaro, pero Debbie diría que Nellie Bly
haría lo mismo en mi lugar. Al menos, eso es lo que me digo a
mí misma.
“Como he dicho, quiero sorprenderla”. Me río. “Si le dices que
voy, no será una gran sorpresa”.
“Estoy seguro de que se sorprenderá al saber que está en el
edificio”. Se encoge de hombros. “Lo siento, señorita. Yo no
hago las reglas”.
Deslizo mi mirada por su torso. “Me gustan los hombres que
toman el control”, ronroneo. “Pero seguro que puedes hacer
una excepción a las reglas por mí, sólo esta vez”.
Si mi coqueteo está teniendo algún efecto en el guardia de
seguridad, no lo demuestra. Ni siquiera me mira las tetas.
Mantiene un contacto visual directo y una expresión vacía.
“¿Cómo se llama su amiga?”, repite.
Cambio de táctica. “Por favor, déjame subir. Entro y salgo, no
causaré ningún problema”.
No es cierto. Probablemente voy a causar un montón de
problemas. “No puedo hacer eso”.
“Sí que puedes”. No puedo evitar que se note el dejo de
irritación que entra en mi tono. Esto no debería ser tan difícil.
“Mire, esto no va a funcionar”. Se levanta de la silla y se cruza
de brazos. Es enorme. “Si no me dice quién es usted y a quién
quiere ver, tendré que sacarla del edificio”.
Sí le creo. Es hora de rezar un Ave María.
Aprieto los labios y cruzo los brazos para reflejar su postura,
mirándolo con todo el veneno que puedo reunir.
“¿Sabes quién soy?” pregunto.
“No”. Sonríe condescendientemente. “Eso es lo que nos tiene
en este problema”.
“Soy Alexis Wright”, digo. “Si no me dejas subir, me
aseguraré de que, antes de que termine la semana, estés
mendigando en uno de esos comedores comunitarios”.
Aprieto los labios y entrecierro los ojos, tratando de parecer lo
más intimidante posible.
El guardia se ríe y se deja caer en su silla. “Escuche, señora.
Mi jefe da mucho más miedo que usted. Váyase ahora”. Me
hace un gesto para que me vaya.
Me siento humillada, pero no me desanimo. Salgo del edificio
a toda prisa y me dirijo al callejón de al lado, buscando una
forma de entrar. Hay una puerta de servicio, pero está cerrada.
Bien. Esperaré. Alguien tendrá que salir de ahí eventualmente.
Ocupo un lugar detrás de un contenedor de basura donde
puedo vigilar la puerta y me agacho a esperar.
Y espero.
Y luego espero un poco más.
Me tiemblan las piernas y mis pies se quejan amargamente.
Hoy debería haberme puesto un tacón más sensato para ir a
trabajar, o al menos haber cogido un par de zapatillas de mi
apartamento cuando venía hacia aquí. Voy a terminar el día sin
entrevista y con diez dedos del pie rotos.
Estoy pensando en entrar para probar de nuevo con el guardia
de seguridad cuando la puerta hace un chirrido al abrirse. Un
hombre vestido con ropa blanca de cocinero sale y asegura la
puerta con un cajón, luego enciende el cigarrillo entre sus
labios.
Bingo.
Espero a que el hombre termine y vuelva a entrar, entonces
corro hacia delante para coger la puerta antes de que se cierre
del todo tras él.
¡Éxito!
Entro en un pasillo de servicio con luces fluorescentes
brillantes y me arrastro por él, buscando una escalera o un
ascensor.
Nada.
Al final del pasillo hay una puerta con una pequeña ventana
que da al vestíbulo. A la derecha, veo las puertas del ascensor.
A la izquierda, el guardia de seguridad está sentado en su
escritorio.
“Mierda”.
Bueno, ni modo. Tendré que salir corriendo. Me quito los
zapatos y los sujeto con la mano, apoyando la mano en la
puerta y preparándome. Entonces empujo la puerta para abrirla
y corro por la baldosa lo más rápido que me permiten mis pies
y aprieto el botón del ascensor.
“¡Oye!”, grita el guardia.
Se apresura a rodear el escritorio para llegar hacia mí,
murmurando algo en su radio. Mi corazón se estrella contra
mis costillas y me doy cuenta de que el ascensor está en un
piso demasiado lejano. Todavía está en la quinta planta.
Miro a mi alrededor con desesperación y veo una puerta que
da a las escaleras, pero el guardia de seguridad se acerca
rápidamente. Esquivo su corpulento cuerpo justo antes de que
me alcance y corro en la otra dirección, atravesando de golpe
la puerta de las escaleras y subiendo por ellas tan rápido como
puedo.
“¡Para!”, grita detrás de mí.
Sigo corriendo, rodeando el rellano hasta el primer piso y
continuando hacia arriba.
¿En qué planta está el despacho de Gabriel? Probablemente en
el último. Miro la espiral de escaleras que parece interminable
y maldigo en voz baja.
Los pasos del guardia de seguridad golpean los escalones de
abajo, instándome a moverme más rápido. Llego a la cuarta
planta cuando la puerta del cuarto piso se abre de golpe y otro
guardia de seguridad me coge del brazo y me arrastra hacia él.
“¡Suéltame!” grito, intentando zafarme de su agarre.
“La tengo”, dice en su radio.
Hace una pausa para escuchar la respuesta en su auricular y el
primer guardia de seguridad nos alcanza. Resopla con rabia y
me agarra del otro brazo.
“Yo la llevaré”, dice.
El segundo guardia de seguridad sacude la cabeza. “Nuevas
órdenes”, dice. Luego, girándose para dirigirse a mí, añade:
“Te vienes conmigo”.
No me gusta cómo suena eso. Intento desesperadamente
liberarme de su agarre, pero es demasiado fuerte. Su mano es
como una tuerca en mi brazo. Me arrastra a través de la puerta
hasta una gran oficina abierta, donde decenas de rostros se
giran para mirarme mientras me arrastran hacia el ascensor.
Me siento como una bestia nerviosa, una cosa salvaje
subyugada contra su voluntad.
Como un tigre.
9
GABRIEL

Cuando Mauricio arrastra a Alexis, que maldice y patalea, a


mi despacho y la deposita en la silla frente a mí, me siento
molesto porque, a pesar de mis esfuerzos, ha vuelto a estar
frente a mí, e impresionado porque, a pesar de mis esfuerzos,
ha vuelto a estar frente a mí.
Mientras mi mirada se desplaza sobre ella, noto que también
estoy excitado. Su pelo rizado y largo hasta los hombros está
desordenado. Sus brillantes ojos azules se estrechan bajo las
gruesas pestañas negras y sus labios se curvan como si
estuviera gruñendo. Su pecho se agita y los botones de su
blusa parecen contener a duras penas sus grandes pechos.
Tiene un aspecto feroz y sexy, y se ve absolutamente
venenosa.
“Gracias, Mauricio”, digo. “Puedes irte”.
Asiente y se va, cerrando la puerta tras de sí. Y entonces nos
quedamos solos.
“No sé por qué pareces tan enfadada”, comento. “Esto es lo
que querías, ¿no? Estás en mi despacho. Cálmate, Tigresa”.
Sus ojos se abren de par en par. “Lo que quería era que fueras
un ser humano decente y respetuoso y me dieras los cuarenta
minutos que me debías”, escupe. “No quería que me
arrastraran por este edificio como una prisionera. No puedes
ordenar a tus musculosos que me lleven de un lado a otro
como si fuera una muñeca de trapo. Si Mauricio me hubiera
extendido una invitación verbal, ahora no estaría tan molesta”.
“Es mi edificio”, respondo. “Puedo hacer lo que quiera”.
Ella frunce el ceño. “Eres un imbécil de primer nivel”.
Mi polla se revuelve al imaginar que la disciplino por
hablarme así. Aparto esos pensamientos. Le daré la entrevista.
Cuanto antes acabe esto, mejor. Así podrá salir de mi vida para
siempre. Sin distracciones.
“El reloj está corriendo, Sra. Wright”. Golpeo mi reloj. “Si yo
fuera usted, no perdería más tiempo insultándome”.
Alexis parpadea, como si hubiera olvidado por qué estaba aquí
en primer lugar.
Agarra sus zapatos con una mano y los deja caer, buscando en
su bolso su bloc de notas. Lo recupera y me mira.
“¿Supongo que no puedo grabar esto?”, refunfuña.
“Aprende rápido”.
Su mandíbula se tensa, pero no replica. Se aclara la garganta y
dice: “Desde la última vez que hablamos, tuvo una crisis
pública poco habitual. ¿Qué puede decir de lo que pasó en la
escuela?”
“Podría explicarlo, pero no lo haré. Puede hacer esa pregunta a
la escuela o al Canal 5 si quiere saber más”.
“¿Por qué tengo la sensación de que ha comprado su
silencio?”
“Me temo que no soy la persona adecuada a quien debería
preguntar sobre sus sensaciones”.
Ella frunce los labios. Son rosados y jugosos, y quiero
morderlos.
“Bueno, bien”. Revuelve los papeles en su regazo y me pasa
uno. “Como al principio rechazó mi entrevista de seguimiento,
he tenido mucho tiempo para averiguar más información sobre
Belluci, Inc y usted. Hace tres años, el departamento de
Hacienda investigó a su empresa por posible evasión de
impuestos. Un año después, el caso fue abandonado. ¿También
los compró?”
“Sí”, respondo con frialdad. “Hubo un malentendido y
pagamos nuestros impuestos. Así es como suele funcionar con
Hacienda”.
En realidad, mi padre había estado desviando fondos del
negocio a una cuenta en el extranjero a mis espaldas para
evitar impuestos, con la esperanza de maximizar nuestro
presupuesto para la guerra contra los irlandeses. Recuerdo que
me enfurecí cuando lo descubrí. Alexis debió de indagar
mucho para encontrar esa pieza de información, ya que tuve
que gastar mucho dinero para esconderla bajo la alfombra.
Una vez más, estoy irritado e impresionado.
“No es lo único sospechoso que he descubierto”, continúa. “En
los últimos dos años, varios empleados de Belluci, Inc. han
muerto en lo que parecen ser trágicos accidentes”.
Mira su bloc de notas. “El más reciente fue el del Sr. Victor
Holt. Él y toda su familia murieron en una explosión de gas”.
“Como bien dice, accidentes trágicos”.
“Pero ¿quién es el culpable de los accidentes?”, cuestiona.
“Me pregunto si estos empleados descubrieron algo que no
debían”.
Me río. No puedo evitarlo. “¿Me considera una especie de
villano Bond, Sra. Wright?” Pregunto. “¿Cree que Victor Holt
se tropezó con la guarida secreta subterránea donde guardo
mis planes de dominación mundial?”
Su mandíbula hace un tic de fastidio. “No sé qué creer. Eso es
lo que estoy tratando de averiguar”.
“¿Y espera exponerme en su pequeño artículo?” Me siento
hacia adelante, ensartándola con mi mirada. “¿Aún estamos
hablando de su artículo?”
Alexis parpadea y me doy cuenta de que he tocado un nervio.
Interesante. “¿De qué otra cosa podríamos estar hablando?”,
pregunta.
“Dígamelo usted”. Me siento de nuevo. “De alguna manera,
no creo que su editor esté buscando exponer un escándalo del
nuevo donante de su beneficencia”.
“Estoy velando por los intereses del periódico”, responde. “Si
hay algo sospechoso en su negocio o en usted, de alguna
manera creo que mi editora preferiría exponerlo antes de verse
implicada en eso”.
“Admiro su colorida imaginación, Sra. Wright, pero sólo soy
un hombre de negocios. No encontrará ningún esqueleto en mi
armario”.
Si supiera dónde buscar, esta molesta periodista podría
encontrar más esqueletos de los que podría manejar. Desconfío
de su determinación. Parece muy personal y eso me inquieta.
“Corrección”, dice, sus ojos se encuentran con los míos
ferozmente. “Hay al menos un esqueleto. Hace dos años, su
padre, un respetado hombre de negocios, desapareció. Su
cuerpo fue encontrado ocho meses después frente a la cabaña
de caza de su familia en las Poconos, a pesar de que no había
ningún rastro de él en la búsqueda inicial. En un principio, los
investigadores sospecharon que se trataba de un
encubrimiento, pero debido al estado de degradación de las
pruebas, a su declaración sobre la salud mental de su padre
antes de su desaparición y a la posición del cuerpo, el caso se
consideró un suicidio”.
Me vuelvo un témpano.
Alexis continúa. “La causa de la muerte fue un disparo en la
cabeza”.
Mis puños se cierran bajo el escritorio, pero mantengo una
fachada de calma. “¿Cree que fue un suicidio?”, pregunta. “¿O
cree que su padre fue asesinado?”
“Creo en la policía”.
“¿Había alguien que pudiera querer a su padre muerto?”
La maldita audacia de esta mujer.
Sacudo la cabeza. “Ya le he dedicado bastante tiempo a esta
tontería”, digo, descolgando el auricular de mi teléfono. Llamo
a seguridad y cuelgo.
“¿Qué estás haciendo?” pregunta Alexis.
Antes de que pueda responder, un guardia entra en el
despacho.
Los ojos de Alexis se abren de golpe. “¿Qué? ¿Ahora vas a
hacer que me saquen a rastras como me hicieron entrar?”,
gruñe.
“Esa es la observación más astuta que has hecho en todo este
tiempo”. Abro la pantalla de mi portátil, con el corazón
martilleando en mi pecho. No puedo mostrar que ha tocado
fibras sensibles.
El guardia, Vinny, creo que se llama, la agarra por el brazo y la
levanta de la silla. “Debería haber sabido desde el primer
momento en que te vi que no eras alguien que mereciera la
pena conocer”, gruñe Alexis de repente, luchando contra el
agarre de Vinny. “Me pregunté tantas veces después de aquella
noche qué dirías si supieras que había tenido tu bebé, pero
ahora sé que no te importaría una mierda”.
Mis ojos se dirigen a los suyos. ¿Un bebé?
“Para que conste, la próxima vez que uses un nombre falso
para ligar, te recomendaría algo un poco más sexy que
‘Gabe’”.
De repente, todo encaja. Alexis. La chica de Fiamma se
llamaba Alexis. Tenía el pelo más largo entonces, y llevaba
mucho más maquillaje, pero es ella. ¿Cómo no lo vi antes?
Vinny me mira con los ojos muy abiertos, sin saber cómo
reaccionar ante la escena.
Si algo he aprendido de esta mujer es que no le gusta perder, y
este bombazo probablemente sea una manipulación inventada
para conseguir una reacción mía. No funcionará.
“Sácala de aquí”, ordeno.
Vinny sigue arrastrando a Alexis hacia la puerta.
“¡Bien, quiero irme!”, escupe. “¡Después de lo que pasó en esa
escuela, no te quiero cerca de mi hijo!”
Sus ojos se clavan en los míos. Nos miramos fijamente durante
lo que parecen horas, y aunque siento el veneno de su mirada
como si me atravesara la sangre, también encuentro algo más
allí que no puedo descifrar. ¿Es desesperación? ¿Esperanza?
Un momento después, se ha ido de mi oficina, y la puerta se
cierra silenciosamente.
Un hijo.
El corazón me late y me quedo inmóvil, como si sus últimas
palabras tuvieran el poder de convertirme en piedra. ¿Podría
ser cierto? ¿Podría tener un hijo? Sólo nos acostamos una vez,
pero una vez es todo lo que hace falta.
Considero hacer que Vinny la traiga de vuelta, pero no puedo
mostrar ningún signo de debilidad. Está jugando con mis
emociones. Probablemente no haya ningún hijo. No hay bebé.
Después de lo que pasó con mi padre y Felicity, sé que no
debo confiar en la palabra de una mujer cuando sólo intenta
salirse con la suya.
Pero, aun así.
Con las piernas pesadas como el plomo, me levanto del
escritorio y me dirijo a la ventana. En el exterior, coches del
tamaño de hormigas se entrelazan entre sí. Las luces del
edificio de enfrente empiezan a encenderse cuando el sol de la
tarde cae tras la cumbre de los edificios y las largas sombras
recorren la ciudad. Es un raro momento de tranquilidad para
mí. Por primera vez en años, no pienso en mi negocio ni en la
Familia. Pienso en mí mismo, en lo que siento y en lo que
quiero hacer, y estoy tan falto de práctica que no sé por dónde
empezar.
Si Alexis está diciendo la verdad, esto podría cambiar todo. Ha
surgido una variable sobre la que no tengo control. La
perspectiva de eso es aterradora pero también, de alguna
manera… no lo es.
Los sonidos de la ciudad vuelven a estar presentes. Sacudo la
cabeza para quitarme las telarañas. Me estoy adelantando a los
acontecimientos.
Vuelvo a mi escritorio y llamo a Vito. Si resulta que tengo un
hijo, él es el único al que puedo confiar esta información hasta
que sepa qué hacer con ella.
“¿Jefe?”, responde.
“Tengo un trabajo para ti”, digo. “Necesito que investigues a
una periodista del New York Union llamada Alexis Wright. En
concreto, quiero saber si tiene un hijo, y si es así, qué edad
tiene”.
Vito no hace preguntas. Es así de bueno. “Hecho. ¿Para
cuándo necesitas saberlo?”
“Tan pronto como sea posible”.
Terminamos la llamada e intento volver al trabajo, pero la
revelación de que Alexis es la mujer con la que he estado
fantaseando durante los últimos dos años me golpea con
fuerza.
Y un niño. Por Dios, un maldito niño. Todavía no sé qué hacer
con esa posibilidad.
Me encuentro mirando el teléfono, esperando que Vito llame.
Los minutos pasan y pronto me doy cuenta de que estoy
haciendo el ridículo. Esto es exactamente lo que ella quería.
No voy a dejar que esta maldita mujer se interponga en mi
trabajo.
Aparto los pensamientos de Alexis de mi mente y me
concentro.

L A LLAMADA ENTRA en mi móvil justo cuando estoy a punto


de salir de la oficina esa tarde. Tengo la mano en la puerta,
pero cuando mi móvil parpadea con el nombre de Vito, me
detengo.
Respondo, con la mandíbula tensa. “¿Y?”
“He investigado un poco y Alexis Wright tiene un hijo”,
confirma Vito. “Tiene poco más de un año”.
Mierda. Los tiempos cuadran, hay una posibilidad de que
Alexis estuviera diciendo la verdad.
“Gracias, Vito”.
“Uh, sí”, dice. “Y, eh, eso no es todo lo que encontré”.
“Ya es suficiente por ahora”, interrumpo. Mi mente se mueve a
un millón de kilómetros por minuto, luchando contra la
creciente marea de náuseas en mi estómago. “Gracias”.
Cuelgo y vuelvo a mi escritorio, me hundo en la silla y deslizo
mi teléfono por el escritorio.
Puede que tenga un hijo.
El entendimiento me golpea como un saco de ladrillos y hace
desaparecer todos los demás pensamientos de mi cerebro. Me
he pasado las últimas horas convenciéndome de que Alexis
sólo estaba intentando meterse en mi piel y que, cuando Vito
llamara, sería para decirme que el niño no existía. Entonces
volvería a mi trabajo con la cabeza despejada y no me
permitiría volver a entretenerme con pensamientos de esa
tentadora mujer.
Tal y como están las cosas, no sé qué hacer con esta
información. Miro fijamente al escritorio mientras me esfuerzo
por ordenar mis pensamientos, pero estos se mueven más y
más rápido con cada segundo.
Nunca había pensado en tener hijos. Mi relación con mi propio
padre era tan jodida que nunca se me ocurrió continuar con ese
legado. ¿Quién me asegura que no arruinaría las cosas con mi
propio hijo tanto como él las arruinó conmigo?
Nunca me preparé para esto. Nunca lo planeé. Cada paso de
mi vida hasta este momento ha sido meticulosamente
redactado con intención, y este bombazo podría tirar todo al
caos. Necesito ponerme al frente de la situación y recuperar el
control.
Me estoy adelantando de nuevo. Todavía no sé con certeza si
ese niño es mío. Cojo el teléfono para hacer una llamada más.
10
ALEXIS

Es difícil concentrarse en el trabajo después de la mañana que


he tenido, sobre todo porque todavía no he conseguido nada
aprovechable de Gabriel, así que lo único que tengo que
redactar es un artículo sobre un festival de música benéfico.
¿Cómo voy a concentrarme en algo mientras la imagen de
Gabriel ordenándome cruelmente que salga de su despacho se
repite constantemente en mi cerebro? Durante medio segundo,
pareció que iba a hacer lo más humano y sentarme para
preguntarme por Harry. Luego me despidió con un gesto de la
mano. Fue humillante.
De alguna manera supero el día y me dirijo a mi apartamento
en Queens. Allí me espera Clara con Harry. Un par de días a la
semana, lo recoge de la guardería después de comer y lo cuida
durante la tarde a cambio de usar mi apartamento para grabar
los videos de yoga que publica en Internet. Ella afirma que mi
apartamento tiene una mejor estética, pero sospecho que Clara
sólo sabe que me cuesta aceptar ayuda. En cualquier caso, el
acuerdo me ahorra un poco de dinero, lo que siempre es
bienvenido al ser madre soltera. También me gusta que Harry
pueda pasar tiempo con su tía Clara.
“¡Ahí está mamá!” Clara arrulla cuando entro.
Ella y Harry están sentados entre una pila de bloques en el
salón. Me saluda con su manita.
“Aquí está mamá”, me hago eco con un suspiro. “Y ha tenido
un día infernal”.
Clara arruga su nariz de botón. “¿Debbie te regañó otra vez?”
“Sí, lo hizo”, respondo. “Básicamente me intimidó para que
entrara en el despacho de Gabriel. Y eso salió tan bien que
terminé revelándole dramáticamente que es el padre de Harry
mientras me arrastraban por la puerta”.
El color se drena de la cara de Clara. “¡Alexis!”
“Lo sé, lo sé”. Me encorvo en el sofá.
“En primer lugar, ni siquiera sabes si es el padre de Harry con
total seguridad”, señala. “Es igual de probable que Grant sea el
padre”.
He mantenido a Clara al tanto de la situación desde que salí
aturdida del despacho de Gabriel tras nuestra primera
entrevista. Ella tiene la firme opinión de que debo mantenerme
lo más lejos posible de Gabriel, cosa que me hubiera
encantado hacer si Debbie no me hubiera molestado tanto.
“No he podido evitarlo”. Me inclino y acaricio el sedoso pelo
de Harry. Se ríe y se acerca a mí, y yo lo levanto suavemente
en mis brazos, acunándolo contra mi pecho. “Ojalá pudiera
expresar con palabras lo arrogante que es Gabriel. Quería
escandalizarlo. No quería que volviera a ganar”.
Clara abre la boca para responder, pero llaman a la puerta.
“¿Has pedido comida?” le pregunto a Clara.
Niega con la cabeza y le entrego a Harry, dirigiéndome a la
puerta. Miro por la mirilla y veo a un hombre alto y delgado
con un traje negro. Lleva una expresión agria.
“¿Quién es?” pregunto.
“Sra. Wright, mi nombre es Daniel Greer. Estoy aquí en
nombre de Gabriel Belluci”.
Miro a Clara y ella niega con la cabeza. Me vuelvo hacia la
puerta.
“¿Por qué?” pregunto.
“Tengo una propuesta para usted”, dice. “Por favor, déjeme
entrar”.
Me alejo y quito el pestillo, abriendo la puerta para que entre
el desconocido de pelo oscuro. Entra en el apartamento, con
un maletín de cuero negro en la mano, y mira a su alrededor
con desagrado. Al ver a Clara, se pone rígido.
“¿Podemos hablar en privado?” Daniel pregunta.
Sacudo la cabeza. “Todo lo que tenga que decirme, puede
decirlo delante de mi amiga”.
“Muy bien”. Sonríe con fuerza. “El Sr. Belluci está dispuesto a
ofrecerle cien mil dólares en efectivo, así como una entrevista
exclusiva en su casa, si consiente en realizar una prueba de
paternidad a su hijo”.
¿Cien mil dólares? Esa es una cantidad escandalosa de dinero.
Me pregunto si eso es lo que hay en el maletín. Miro a Clara,
que tiene los ojos desorbitados.
“¿Puede darnos un minuto?” le pregunto a Daniel.
Hace que su mandíbula se mueva de un lado a otro, y sospecho
que le han dicho que no se vaya sin obtener mi aprobación.
Típico movimiento de Gabriel.
“¡Váyase!” le suelto.
“Estaré en la puerta”, dice, saliendo del apartamento.
Clara se precipita hacia mí. “No estarás pensando seriamente
en hacerlo, ¿verdad?”
Todavía estoy en shock. Pero hay un pensamiento que pasa por
mi cabeza una y otra vez como un disco rayado: Necesito
saber.
Con el paso de los meses y el avance de mi embarazo, había
perdido la esperanza de volver a ver a “Gabe”. Pero algo, el
destino, la mala suerte o el cruel sentido del humor de Dios, lo
devolvió a mi mundo y a mí al suyo.
Así que la pregunta que enterré hace mucho tiempo, la
pregunta a la que renuncié… Ha vuelto con una venganza
ardiente.
“Necesito saber, Clara”, le digo en un ronco susurro. “Necesito
certeza”.
Creo en lo que estoy diciendo. Pero hay algo que tampoco
admito: una parte de mí también siente curiosidad por Gabriel.
Me pregunto si hay algo más en él que el frío disfraz que lleva.
Algo en él me llamó la primera noche que nos conocimos.
Creía que hoy me había despedido para siempre, pero con la
llegada de la persona que me espera en la puerta de mi
apartamento, parece que, después de todo, Gabriel no es un
robot.
“Pero ¿qué pasa con todo lo que has dicho sobre él?”,
pregunta, arrugando la nariz. “Sólo piensa en la forma en que
te ha hecho esta oferta. Está tratando de comprarte”.
“Y puede tratar todo lo que quiera”, respondo. “No aceptaré su
dinero, pero necesito la respuesta”.
Me doy cuenta de que Clara no está de acuerdo, pero ya no
discute conmigo. Se limita a morderse el labio inferior con
nerviosismo.
Le abro la puerta a Daniel. “Bien. Consiento la prueba, pero
puedes decirle al señor Belluci que no quiero su dinero”. Me
cruzo de brazos. “Sin embargo, acepto la entrevista”.
“Muy bien”. Se dirige a la mesa de mi cocina y coloca el
maletín sobre ella, abriendo los cierres. De su interior saca un
par de guantes de goma y una bolsa de plástico con un kit de
hisopos. “Sólo tengo que tomar una muestra de la mejilla del
niño y entregaré la prueba a un centro de pruebas para su
procesamiento inmediato”.
Todo en su trato es frío e impersonal. No es así como me
imaginaba este momento. Es decir, no pensé que Gabe vendría
a llamar a mi puerta y me llevaría a un castillo en un carruaje
de calabazas, pero ¿tal vez un poco de romance? Supongo que
no. El hombre aún no ha insinuado ni siquiera una sonrisa.
Tomo a Harry de Clara y le acaricio la cabeza mientras Daniel
recoge el hisopo.
Devuelve el hisopo a su recipiente y lo mete en la bolsa, luego
mete todo ordenadamente en la maleta y la cierra con un
chasquido.
“Gracias por su colaboración”, dice, dirigiéndose a la puerta.
“¿Cuándo sabremos los resultados?” pregunto mientras se va.
Responde sin darse la vuelta. “Muy pronto”.
Y entonces se va. Todo parece un sueño, y me quedo de pie en
mi cocina, con el corazón palpitando, sabiendo que mi vida
está a punto de cambiar, pero sin poder predecir cómo.

M ENOS DE DOS horas después de que Daniel saliera de mi


apartamento, llaman a la puerta.
Aunque me había dicho que la prueba se procesaría
inmediatamente, no esperaba que los resultados llegaran tan
rápido. ¿Pero quién más podría ser? No espero a nadie, y Clara
me habría enviado un mensaje de texto si volviera a mi
apartamento por alguna razón.
Me dirijo a la puerta y miro por la mirilla. El corazón se me
cae al estómago como una piedra.
No es Daniel el que está esperando en mi puerta. Es Gabriel.
Comprueba su reloj con impaciencia, aunque su bello rostro
no revela ni un ápice de emoción. Me tomo un segundo para
admirarlo. Su traje se ciñe a sus anchos hombros y recuerdo
haber sentido la dureza de sus músculos contra mis dedos
mientras nos abrazábamos. Mi corazón se acelera.
“¿Qué estás haciendo aquí?” pregunto a través de la puerta
cerrada.
Se acerca a la mirilla, arqueando una ceja. “Creo que lo sabes.
Déjame entrar”.
Tomo aire y abro el pestillo, dando un paso atrás mientras
Gabriel entra por la puerta.
Su gran figura parece ocupar toda la cocina. Observa mi
apartamento, la pequeña cocina que se abre a una sala de estar
igualmente pequeña, los muebles desnudos, las paredes lisas, y
me doy cuenta de que no está impresionado.
Me balanceo sobre mis talones. “Así que si has venido…
supongo que significa…”
Los ojos de Gabriel se encuentran con los míos. “Sí”.
Así de fácil, nuestros destinos se entrelazan para siempre. Pase
lo que pase después de este momento, Harry tiene oficialmente
un padre.
“¿Y estás aquí porque…?” pregunto.
“Parte del trato era que te ofrecería una entrevista en mi casa”,
explica. “Estoy aquí para recogerte”.
Pensé que tal vez iba a decir que vino a conocer a Harry. Estoy
decepcionada. “Es un poco tarde para una entrevista”, digo.
“¿Podríamos hacerla mañana en tu casa?”
Gabriel hace un breve movimiento de cabeza. “Si quieres tu
entrevista, vendrás conmigo ahora”.
“No puedo dejar a mi hijo”.
“Lo sé”, dice.
“Tráelo”.
Una parte de mí quiere objetar, es ridículo que piense que, por
el mero hecho de aparecer aquí, se supone que tengo que caer
en la trampa, pero otra parte de mí está intrigada. Gabriel
acaba de descubrir que tiene un hijo. Esto podría ser lo más
vulnerable que le vea, y es mi deber como periodista
aprovecharlo.
Hmm. Tal vez soy la periodista molesta que él cree que soy.
“De acuerdo”, digo. “Sólo dame unos minutos para juntar una
bolsa de pañales”.
“No es necesario. Tengo todo lo que pueda necesitar en mi
casa, y habrá una niñera para cuidar al niño”.
Me parece interesante la frialdad con la que habla y su
expresión indiferente. Debe de ser así como se las arregla. Lo
estudio, buscando un destello de emoción, y solo me doy
cuenta de que he estado mirando demasiado tiempo cuando
levanta una ceja expectante.
“¿Y bien?” dice Gabriel.
“Sí, de acuerdo”. Voy a mi habitación y cojo a Harry de su
cuna. Se revuelve en mis brazos y lo balanceo mientras vuelvo
a la cocina. Estudio la cara de Gabriel mientras me acerco a él,
pero su expresión es indescifrable.
Muy interesante.
“Vamos”, digo, deslizando mi bolso al hombro.
Nos guía hacia la salida del edificio. Hay un elegante coche
negro esperando delante.
Gabriel abre la puerta y me hace un gesto para que entre.
Asomo la cabeza dentro y frunzo el ceño.
“Gabriel, no hay asiento de bebé”, me quejo. “Sostenlo en tu
regazo”.
Me enderezo y lo fulmino con la mirada. “No sé por qué
esperaba que pudieras saber la más mínima cosa sobre tener
un bebé, pero está claro que me equivocaba. ¿Qué pasa si
chocamos o alguien nos golpea? Podría resultar gravemente
herido”.
El labio de Gabriel se curva en una sonrisa amarga. “Si alguien
llega a tocar este coche mientras él está dentro, haré que lo
maten”.
Alarmantemente, no puedo decir si está bromeando o no.
¿Puede Gabriel bromear? “Además”, añade, señalando otros
dos grandes todoterrenos tintados en los que no me
había fijado, “tendremos escolta por todos lados”.
Incluso con lo poco que sé de él, sé que sería inútil seguir
discutiendo sobre el tema. Me trago la réplica de que eso es
poco tranquilizador y subo al coche, abrazando a Harry contra
mi pecho. Gabriel me sigue, cerrando la puerta tras de sí.
Ahora sólo somos nosotros tres.
Aquí vamos.
11
ALEXIS

El viaje en coche es dolorosamente silencioso. Los únicos


sonidos son los curiosos gorjeos de Harry mientras mira por la
ventanilla, estirando sus manitas regordetas como si pudiera
atrapar con sus dedos los edificios que pasan. Está en la fase
de agarre.
Gabriel mira fijamente la pantalla de su teléfono, tecleando un
mensaje.
¿Había sido una mala idea? La idea de que Harry crezca sin un
padre siempre me ha molestado, pero ¿será mejor para él
crecer con un padre que no se preocupa por él? Claro, Gabriel
está aquí y eso tiene que contar para algo, pero ¿cuáles son sus
motivos? No parece que el afecto paternal le haya traído hasta
aquí.
“¿Acaso vas a mirar a nuestro hijo?” le suelto.
Los dedos de Gabriel siguen en la pantalla. Por un segundo,
creo que va a decir que no. Si lo hace, podría arrancarle los
ojos.
Al cabo de un rato, Gabriel se mete el teléfono en el bolsillo
interior de la chaqueta y se gira para mirarnos. Aunque yo lo
miro con desprecio, Harry se ríe.
Estudio la cara de Gabriel. Su boca se frunce ligeramente y
carraspea. “¿Cómo se llama?” pregunta.
“Harry”, le digo. “Se llama así por mi difunto padre. Un buen
hombre”.
“Harry…” El ceño de Gabriel se frunce. “¿Harry Wright?”
Una mirada extraña pasa por su cara como una nube oscura.
Más que nada en el mundo en este momento, deseo estar
dentro de la cabeza de Gabriel, para entender lo que significa
esa mirada. ¿Está contento con el nombre? ¿Lo odia? ¿Debería
importarme una cosa u otra?
Frunzo el ceño. “Sí”.
“Ah”.
La mirada se desvanece y Gabriel extiende la mano
tentativamente, pasando su pulgar por la mejilla de Harry. No
sabía que era capaz de tanta ternura y, por alguna razón, este
pequeño movimiento me golpea como un puñetazo en las
tripas.
Fiel a su estilo, Harry levanta la mano y aprieta el pulgar de
Gabriel en su carnoso puño. Gabriel parpadea, como si se
asustara, y la idea de que un bebé pequeño asuste a este búfalo
me hace reír. Los ojos de Gabriel se encuentran con los míos.
Espero encontrar irritación, pero en cambio hay calidez en
esas profundidades ambarinas. Su boca hace un ligero tic. Mi
vientre se agita.
Aunque es incómodo, hay una dulzura en este momento que
reduce mi aprensión. El coche gira y oigo el crujido de la
grava bajo los neumáticos. Al mirar hacia fuera, veo que
hemos empezado a subir por un largo camino de entrada
bordeado de cuidados jardines a ambos lados.
“Llegamos”, dice Gabriel, liberando su pulgar del agarre de
Harry.
Me entristece que el viaje en coche haya terminado. Una
sensación de presentimiento se instala en mis entrañas y me
preocupa no volver a ver este lado amable de Gabriel.
El coche se detiene al final del camino y el conductor abre la
puerta de mi lado. Salgo, acomodando a Harry. Se me cae la
mandíbula al piso.
Gabriel vive en una mansión.
Una enorme y jodida mansión con columnas de mármol a
ambos lados de la puerta principal. Nunca he visto un edificio
que se alce con tanto orgullo. Los postigos de sus ventanas
georgianas se abren de par en par al cálido aire nocturno y los
apliques que bordean la pared frontal bañan el ladrillo rojo en
luz dorada.
¿Qué esperaba? ¿Que el multimillonario egoísta residiera en
una modesta cabaña al borde del bosque?
Gabriel llega junto a mí. “Te enseñaré el cuarto infantil”.
Asiento con la cabeza, intentando recuperar el control de mis
facultades, y le sigo al interior. Dos hombres se sitúan frente a
la puerta. Ninguno nos mira ni dice una palabra. Gabriel tiene
guardias. No estoy segura de cómo me siento al respecto.
En el interior, hay un balcón que da a ambos lados del
vestíbulo abovedado, y mis zapatos golpean las baldosas de
mármol. Sigo a Gabriel mientras me conduce por la amplia
escalera de abanico hasta el segundo piso. Hay una empleada
de servicio sacando brillo a un aplique dorado y se arrima a la
pared cuando pasamos, aunque el pasillo es más que amplio
para acomodarnos a los tres.
Esto es demasiado. La mansión extravagante, el personal
deferente… No es de extrañar que Gabriel actúe como si fuera
el dueño de todo. De hecho, lo es.
Gabriel se detiene ante una puerta y la abre, haciéndome un
gesto para que entre. Me asomo y maldigo en voz baja.
“Es un cuarto infantil”, comento.
Gabriel está de pie detrás de mí, y prácticamente puedo sentir
su calor en mi espalda.
“Sí”.
No sólo es un cuarto infantil, sino que es el más bonito que he
visto nunca. Una lujosa cuna de madera se encuentra en un
lado de la habitación, con un dulce móvil colgado encima. En
el otro lado de la habitación, junto a un sofá de felpa, hay un
baúl de juguetes y juegos abierto. En el sofá está sentada una
mujer que supongo que es la niñera. Se levanta cuando
entramos y sonríe agradablemente.
“¿Ya tenías todo esto preparado?” pregunto, mirando por
encima del hombro a Gabriel. “Dios, te has enterado de que
tienes un hijo hace un par de horas”.
“El dinero es poder”. Me empuja hacia la niñera. “Esta es
Jessica. Ella cuidará de Harry mientras hablamos”.
Bien, la entrevista. Me había olvidado de ella.
Soy reacia a entregar a mi bebé a una desconocida, pero sé que
Gabriel habrá contratado a lo mejor de lo mejor. Y ella tiene
muy buen aspecto. Le paso a Harry y Jessica le sonríe, con su
pelo rubio cayendo en una cortina sobre su cara. Rodea con el
puño algunos mechones sueltos, pero no tira de ellos. Siempre
es muy amable.
“Vamos”, dice Gabriel, saliendo de la habitación.
Me dirijo a la puerta, pero me quedo allí, viendo cómo Jessica
mece a Harry de un lado a otro. Me pican las yemas de los
dedos para alcanzarlo y cogerlo de nuevo. Quizá yo también
esté en la fase de agarre. Me siento vulnerable aquí, y ese bebé
lo es todo para mí. La idea de dejarlo, aunque sea por un
segundo, me da un vuelco al corazón. Harry parece bastante
contento, pero mis pies están pegados al suelo.
Escucho pasos que se acercan y Gabriel está a mi espalda.
“¿Vienes?”
Levanto la vista y me sorprendo al ver que él también está
mirando la escena en la habitación. Algunos de los bordes
duros de su expresión se han suavizado, pero cuando me ve
mirando, se da la vuelta.
“Si quieres tu entrevista, te sugiero que me sigas”, dice,
alejándose a grandes zancadas por el pasillo.
Echo un vistazo más a mi bebé y lo sigo.
Gabriel me lleva a una sala de estar en la planta baja. Hay
largas ventanas en la pared del fondo y altas estanterías a
ambos lados de la habitación. Cuando entro en la habitación,
me dirijo a una de las estanterías y admiro la variedad de
títulos y lo bien ordenados que están.
Gabriel se aclara la garganta. Me doy la vuelta y veo que está
sentado en un sillón de cuero rojo en el centro de la habitación.
Me acerco y me poso en el sofá de enfrente, que hace juego.
Entre nosotros hay una larga mesa de centro de madera de
cerezo. Parece una antigüedad, y apuesto a que es sólo una de
las muchas que hay en esta casa.
“Gracias por aceptar continuar con la entrevista”, digo, con
cierta incomodidad. “Acabo de darme cuenta de que no tengo
ni bolígrafo ni papel. ¿Puedo grabar esto?”
Gabriel se inclina y abre un cajón en el lateral de la mesa de
café, y luego me entrega sin palabras un bloc de papel y un
bolígrafo del interior. Lo cierra y se sienta, observándome. Los
tomo, sin molestarme en ocultar mi sonrisa divertida.
“¿Dije algo gracioso?”, pregunta.
“No”.
“Bien”.
Me lamo el labio, observándole, tratando de ordenar mis
pensamientos. Todo ha cambiado desde la última vez que nos
sentamos así, y soy consciente de que este es mi tercer intento.
Necesito obtener respuestas de él esta vez. Debbie me matará
si acabamos teniendo que publicar ese montón de pelusas que
envió su asistente, y más allá de eso, necesito una victoria.
Este hombre me ha puesto a prueba cada segundo que lo he
conocido. Es hora de que yo le devuelva la prueba.
“Me gustaría que me acompañaras a tu infancia”, le digo a
Gabriel. “¿Cómo fue crecer bajo la tutela de un hombre como
Fabrizio Belluci?”
Una sombra pasa por su rostro al mencionar a su padre, pero
rápidamente sonríe. “Era un buen hombre. Al crecer, llegó a
ser muy duro conmigo, pero su influencia es lo que me
convirtió en el hombre que soy hoy”.
Su respuesta no parece genuina. Presiono más.
“¿Te preparó desde joven para hacerte cargo del negocio?”
pregunto. “Tengo entendido que asumiste un papel de
liderazgo en la empresa bastante pronto, momento en el que
Fabrizio pareció pasar a un segundo plano”.
“Siempre se dio por sentado que me haría cargo del negocio”.
“¿Querías hacerlo? ¿O era más una obligación que una
ambición?”
Se ríe. “Me pregunto cómo me harás ver en este artículo”
“Todo depende de ti”. Levanto una ceja en señal de desafío.
Gabriel se inclina, apoyando los antebrazos en la parte
superior de los muslos. La postura es más informal de lo que
estoy acostumbrada a ver en él, y eso me inquieta de alguna
manera.
“¿Qué hay de tu infancia?”, pregunta. “Dijiste que tu padre era
un buen hombre, y ahora te autodenominas defensora de la
verdad. ¿Pero eso es obligación o ambición?”
Eso me toca la fibra sensible, pero no dejo que se note. “No
soy yo la entrevistada”, señalo.
“Propongo un pequeño ojo por ojo”. Sus ojos se clavan en los
míos. “Después de todo, creo que tengo derecho a saber más
sobre ti, teniendo en cuenta que compartimos un hijo”.
No se equivoca, y sería más fácil sacarle respuestas si hacemos
algún tipo de acuerdo.
Además, no tengo nada que ocultar.
“De acuerdo, Dr. Lecter”, acepto. “Quid pro quo entonces.
¿Ambición u obligación?”
Gabriel sonríe ante mi referencia y su visión me hace arder la
sangre. ¿Tiene que verse tan sexy todo el tiempo?
“Ambición u obligación”, repite pensativo, levantándose del
sofá. Se dirige al mueble de los licores que hay al lado de la
habitación y toma una jarra de cristal con líquido ámbar y dos
vasos. Cuando vuelve a sentarse en el sillón, vierte una medida
en cada vaso mientras reflexiona. “En mi familia, esos
conceptos son uno y el mismo. Desde pequeño se han
depositado en mí expectativas, y siempre me he esforzado por
cumplirlas y superarlas”.
Desliza un vaso hacia mí. “¿Y tú, Tigresa?”
Mi corazón se agita. Me gustaría que dejara de llamarme así
porque me hace cosas y estoy tratando de aferrarme a la poca
apariencia de profesionalidad que me queda.
“Ambición”, digo, levantando el vaso. “Mi padre era fiscal del
Estado. Cada caso era personal para él, y a menudo trabajaba
tanto que acababa durmiendo en su despacho. Me enseñó que
preocuparse por los demás no consistía en lo que podías
decirles, sino en lo que podías hacer por ellos. Por eso, cuando
escribo, quiero que las palabras signifiquen algo. Quiero que
tengan un impacto”.
Tomo un sorbo de la bebida y trato de no hacer una mueca. Es
whisky. Un whisky muy potente.
“¿Era un fiscal del Estado?” pregunta Gabriel. “¿Está retirado
ahora?”
Chasqueo la lengua. “Esto no funciona así. Primero tengo otra
pregunta”.
Gabriel se sienta y toma un sorbo de su whisky, haciéndome
un gesto para que continúe.
“¿Cómo era la relación con tu padre después de que te hicieras
cargo del negocio?” le pregunto.
“Tensa, al principio”, admite. “Le costó soltar las riendas. Pero
una vez que se dio cuenta de que el negocio estaba en buenas
manos, y que era libre de explorar otros intereses, más o
menos me dejó hacer lo mío. ¿Tu padre está jubilado o ha
muerto?”
No me esperaba que fuera tan directo y parpadeo. “Eh,
muerto”. Con un poco más de confianza, añado: “Fue
asesinado, en realidad. Le dispararon, como a tu padre. Así
que supongo que eso es algo más que tenemos en común”.
“Mi padre se suicidó”.
Le dirijo la mirada. “Claro, por supuesto. ¿Y tu madre?”
“Murió en el parto. ¿La tuya?”
“Murió de cáncer. Somos como dos guisantes en una vaina”.
La tensión entre nosotros es palpable y Gabriel me lanza una
mirada indescifrable. Se me clava en la piel y miro mis notas.
“Mírame, Tigresa”.
Sigo su orden, con el corazón acelerado. “¿Qué quieres de
mí?” pregunto.
“No quiero nada de ti”, dice. “Tú eres quien me ha perseguido
para que le dé una entrevista, ¿recuerdas?”
Sacudo la cabeza. “Has estado jugando conmigo desde el
primer segundo en que nos conocimos en Fiamma. Puedes
echarme a la calle cuando te apetezca, pero estás sacando algo
de esto y no entiendo muy bien qué”.
“¿Jugando contigo?” levanta una ceja. “¿Es así como lo ves?”
Asiento con la cabeza. “Te complace inquietarme”.
Gabriel se sienta hacia delante y yo me echo hacia atrás, a
pesar de que hay una mesa de café entre nosotros. Él señala mi
gesto con una sonrisa.
“Creo que te gusta que juegue contigo”, dice. “De hecho, creo
que has estado esperando que lleve nuestro juego aún más
lejos. Como hice aquella noche en Fiamma”.
Se me seca la boca. El calor de su mirada me llega
directamente al corazón y aprieto los muslos, tratando de
recuperar el rumbo de mis pensamientos.
Entrevista, entrevista… Se supone que estoy haciendo una
entrevista.
Tomo aire y me aclaro la garganta, intentando fingir que sus
palabras no me han afectado. “Hablemos de tus planes para el
futuro”, propongo.
Pero es demasiado tarde. Se ha dado cuenta de mi excitación.
Puedo verlo en la forma hambrienta en que me mira.
“El único plan que estoy dispuesto a discutir contigo ahora
mismo es mi plan para doblarte sobre ese sofá y follarte hasta
el cansancio”.
Sus palabras me golpean como un rayo. Cada uno de mis
nervios se enciende y grita por él. Mi mente se inunda de
visiones de nuestros cuerpos desnudos y enredados, y me
cuesta un gran esfuerzo despejarlas.
Le observo con ojos entrecerrados. “Realmente harás
cualquier cosa para evitar esta entrevista, ¿no?”
Sonríe con malicia. “Podemos terminarla después si te
preocupa tanto”.
“No habrá un después. No quiero tener sexo contigo”.
“Ambos sabemos que eso no es cierto”, dice Gabriel,
poniéndose en pie.
Me quedo inmóvil mientras él camina alrededor del sofá,
dando pasos lentos y depredadores. Desaparece de mi vista y
estoy a punto de darme la vuelta cuando noto su mano
deslizándose por el lateral de mi cuello, ahuecando mi mejilla.
Baja su cara junto a la mía y su aliento me hace cosquillas en
la oreja. El corazón me martillea las costillas. Un calor líquido
se instala entre mis piernas.
Los labios de Gabriel se posan sobre mi garganta. No puedo
evitar gemir.
“Eso es lo que pensaba”, murmura, besándome desde la
barbilla hasta el hombro. Su mano roza mi pecho y mi pezón
se tensa bajo sus dedos errantes.
Todos los pensamientos de mi cabeza se desvanecen, dejando
atrás una nebulosa nube de lujuria. Es sensacional que me
toquen después de mi larga abstinencia, sobre todo cuando la
persona que me toca sabe exactamente cómo encender mi
cuerpo.
Los labios de Gabriel se alejan. Deja de tocarme por completo.
Gimoteo sin querer, como una adicta a la droga.
“Ven aquí”, ordena.
Como si tuvieran voluntad propia, mis piernas se enderezan y
me levanto.
Me parece que someterme a Gabriel me libera. Entre mi
carrera y Harry, no hay un segundo en mi día en el que no
tenga que ser responsable. Con Gabriel, otra persona tiene las
riendas. Odio admitirlo, pero se siente bien bailar al ritmo del
tambor de otra persona. No está de más que la persona que
marca ese ritmo sea un dios del sexo alto y moreno.
Camino alrededor del sofá, con el corazón latiendo tan fuerte
que estoy segura de que Gabriel puede oírlo. Me observa con
ojos oscuros, absorbiéndome. Llego frente a él y me relamo
los labios.
“Buena chica”, canturrea.
Y luego aprieta sus labios contra los míos. La repentina
ferocidad de su beso me sobresalta y hace que mi adrenalina se
dispare. Me aferro a la parte delantera de su camisa. Mis
piernas amenazan con doblarse debajo de mí. Los brazos de
Gabriel rodean mi cuerpo y me aprietan contra su pecho
mientras sus labios se abalanzan sobre los míos.
Mi núcleo palpita. Gabriel me aprieta contra el sofá y deja caer
una mano entre nosotros, frotándola contra la parte delantera
de mis pantalones mientras su boca recorre un camino caliente
por mi cuello. Me arqueo hacia él, con los ojos en blanco.
“No sabes cuántas veces he imaginado hacer esto”, gruñe en
mi piel. “Cada vez que abres esa linda boquita para insultarme,
sólo puedo pensar en follarte hasta que no puedas soltar una
frase coherente”.
“¿Tan delicado es tu ego?” me burlo.
Se ríe y me pellizca el cuello. “Y otra vez tú con esa boca”.
“Haz algo al respecto”.
Gabriel me hace girar y me empuja los hombros,
inclinándome. Sus dedos se clavan en la carne de mi culo, su
boca en mi oreja. “Oh, lo haré”.
Su mano se desliza por la parte delantera de mis pantalones y
los desabrocha, y en el siguiente segundo, están rotos junto
con mi ropa interior que cae hasta mis tobillos. Me siento tan
expuesta. Hay algo sexy en estar en una posición tan
comprometedora, y espero con la respiración contenida para
ver lo que viene después.
La palma de la mano de Gabriel roza mi culo desnudo y lo
golpea con fuerza. Grito de sorpresa, pero el dolor se mezcla
con el placer y parece que me saltan chispas por la piel. Su
mano se desliza por mi trasero y luego baja. Se me corta la
respiración cuando sus dedos exploran mi sexo, y Gabriel
emite un leve gemido de aprobación cuando me encuentra
empapada.
Este descubrimiento da urgencia a sus movimientos. Desliza
un dedo dentro y fuera de mí, y luego añade otro, follándome
con la mano. Yo me revuelvo ansiosamente contra él.
Los dedos de Gabriel se alejan y miro hacia atrás para
encontrarlo enfundando su longitud en un condón. Qué bien
que se haya molestado esta vez.
Sus ojos se encuentran con los míos y me empuja la cabeza
hacia abajo, levantando mi culo para su placer. Lo siento en mi
entrada y entonces se sumerge en mí de un solo y suave
empujón.
Me arqueo hacia atrás con un fuerte gemido.
“Te sientes tan bien, Tigresa”, ronronea Gabriel. Sus manos se
acercan a mis caderas y me empuja hacia delante con otro
potente empujón. “Maldición, qué bien te sientes”.
Me aferro a la parte superior del sofá, con los ojos en blanco.
Gabriel me folla rápidamente, con avidez, como un hombre
hambriento que devora un festín. La habitación se llena con el
sonido de nuestras pieles encontrándose y mis respiraciones
agitadas. Su polla me llena por completo, me estira, me
domina. El placer se arremolina en mi vientre y me encuentro
empujando con él, necesitando más y más.
Gabriel me agarra por el hombro y aprovecha este agarre para
embestirme aún más fuerte. La mano en mi hombro pronto se
desliza sobre la parte delantera de mi garganta, y me arrastra
de nuevo contra su pecho, manteniéndome en el sitio mientras
sigue introduciéndose en mí.
Me siento como una muñeca de trapo para que Gabriel la use
como quiera y nunca me había excitado tanto. Estoy a merced
de este hombre corpulento y me encanta. Pero Gabriel no es
un amante egoísta, y su mano libre se desliza por mi vientre y
por mi montículo, con los dedos rodeando mi clítoris. Grito de
puro éxtasis.
Es demasiado, todo lo que está pasando:
Su polla enterrada dentro de mí… Sus dedos jugando
conmigo…
La sensación de su duro pecho contra mi espalda…
Unos hilos de calor se deslizan por mis piernas hasta llegar a
mi interior, y me estremece todo el cuerpo mientras un
delicioso orgasmo se acumula en lo más profundo de mi
vientre.
La respiración de Gabriel se vuelve más agitada, más urgente.
La mano en mi garganta se afloja y me encuentro de nuevo
agachada, aunque él sigue agitando sus dedos contra mi
sensible nódulo. Mi pelo crea una cortina alrededor de mi cara
mientras Gabriel sigue golpeando sus caderas contra las mías.
Cierro los ojos con fuerza mientras el calor se va acumulando
desde mi centro, la sensación crece y crece hasta…
“¡Oh, Dios mío!” grito, con los músculos apretados por la
fuerza de mi liberación. Soy lanzada al espacio, donde floto en
una nebulosa de ensueño mientras el placer inunda cada célula
de mi ser. No me había corrido así desde… bueno, desde la
última vez que Gabriel y yo tuvimos sexo.
Mi cuerpo se aprieta contra Gabriel y le hace caer en el
abismo. Sus manos se acercan a mis caderas y sus dedos se
clavan en mí mientras me embiste una última vez.
12
GABRIEL

La frente me escuece de sudor y, aunque todavía me tiemblan


un poco las piernas, me enderezo y doy un paso atrás para
alejarme de Alexis. Se ve tan perfecta inclinada sobre el sofá,
con su rosado trasero al aire, que estoy tentado de ir por una
segunda ronda ahora mismo. Pero quiero dejarla con ganas de
más, y tendremos mucho tiempo para hacer todas las cosas que
he fantaseado hacerle.
Me ocupo del condón y vuelvo a ponerme los pantalones.
“Bien”. Alexis se endereza y se sube los pantalones, luego se
vuelve hacia mí. “Vamos a terminar la entrevista”.
“La mayoría de las mujeres suelen querer abrazarse por un
rato después de follar”, señalo con una sonrisa irónica.
Alexis se pasa los dedos por el cabello. “Y estoy segura de
que, al ser el monstruo de los mimos que eres, siempre estás
más que feliz de complacer esa petición”.
Me río entre dientes.
Alexis me intriga; lo ha hecho desde la primera noche que nos
conocimos. Cuanto más aprendo sobre ella, más me doy
cuenta de que es diferente a todas las que he conocido. Eso me
gusta. Puede fingir que me desprecia todo lo que quiera, pero
sé que está tan fascinada como yo.
Señala el asiento del amor donde estaba sentado antes. “Si por
favor, toma asiento”.
Encuentro su formalidad divertida después de lo que acabamos
de hacer. Alexis está claramente luchando contra algo, y voy a
disfrutar explotando su indecisión.
Me siento y ella está a punto de hacer lo mismo cuando se oye
un fuerte golpe en el segundo piso. Unas pisadas estrepitosas
golpean las tablas del suelo por encima de nuestras cabezas y
se van haciendo más silenciosas a medida que se dirigen
hacia…
El grito de una mujer atraviesa la casa. “¡Harry!” Alexis sale
disparada de la habitación.
“¡Alexis, para!” grito, corriendo hacia la mesa de café y
sacando la pistola del cajón. “¡Puede ser peligroso!”
Pero ella ya se ha ido. Nada se interpone entre una madre y su
bebé. Mi bebé también, me doy cuenta. Me meto la pistola en
la parte trasera del pantalón y la persigo.
Mi corazón se acelera al pensar en lo que haría si le hubiera
pasado algo. ¿Pero quién iría en contra de un bebé? Hace sólo
unas horas que sé de él, y se lo he dicho a muy pocos de mis
hombres. Debería estar a salvo.
Atravieso la casa a golpes y subo las escaleras, deteniéndome
en la puerta de la guardería justo cuando Alexis cruza el
umbral hacia Jessica. La niñera está en la esquina. Está pálida
como una sábana y se estremece mientras sostiene a un lloroso
Harry contra su pecho. El estridente sonido de sus gritos se me
clava como un cuchillo oxidado.
“¿Qué ha pasado?” pregunto.
Alexis coge a Harry de los brazos de Jessica y la otra mujer se
desploma contra la pared. “Creo que iban a llevárselo”, dice en
voz baja. “No lo habría permitido, lo prometo”.
“Está bien”, digo. “Lo hiciste muy bien. ¿A dónde fueron?”
“Los guardias vinieron y los ahuyentaron. No sé qué pasó
después”.
Alexis camina por la habitación, haciendo rebotar a Harry con
suavidad. Le murmura en voz baja, aunque su expresión es
todo menos tranquila.
Me acerco a Jessica y le ofrezco mi mano. “¿Estás bien?”
pregunto en voz baja.
Ella asiente.
“Bien. Ya puedes irte a casa, Jessica”.
Jessica me coge de la mano y se levanta temblorosamente,
saliendo de la habitación justo cuando Diego aparece en la
puerta con un radio de bebé. Su extravagante camisa hawaiana
no contrasta con la mueca grabada en sus facciones. Los
guardias de turno suelen jugar al póquer en la caseta de
seguridad, y Diego ha sido un participante habitual en estas
partidas desde que era guardia de mi abuelo hace cuarenta
años.
Me hace un gesto para que me una a él en el pasillo. “¿Qué ha
pasado?” pregunto en voz baja.
“Parece un intento de secuestro”, me informa. “Estaba en la
caseta de vigilancia cuando oí el alboroto. De alguna manera,
dos hombres entraron en la casa y Ángelo los alcanzó justo
cuando se dirigían a la guardería. Se dieron a la fuga y los
perdimos en el extremo norte de la propiedad”.
Frunzo el ceño. “Diles a los hombres que sigan buscando.
Quiero interrogarlos”.
“Ya está hecho”, dice con un movimiento de cabeza. Continúa
en un susurro, “¿Crees que fueron los Walsh? ¿Quién más sabe
de este bebé?”
“La noticia no debería haber llegado aún a ellos”, respondo.
“A menos que tengamos un infiltrado”.
Diego echa un vistazo a la habitación. “Es posible, pero si
buscamos posibles fugas, yo empezaría por ella”.
Sigo su mirada y veo que Alexis sigue intentando calmar a un
Harry que llora. Sé que nunca haría nada que pusiera en
peligro a su hijo a propósito, pero no tiene ni idea del mundo
en el que vivo. Quién sabe a quién podría haberle contado
esto.
“Gracias, Diego. Te agradezco que hayas intervenido esta
noche”.
“Por supuesto”, responde.
“Una cosa más”, digo. “Asegúrate de que Jessica sea bien
compensada por esta noche”.
Asiente con la cabeza y me deja, y yo respiro profundamente
antes de volver a entrar en la guardería. Alexis sigue
deslizándose por la habitación, acariciando a Harry en la
espalda y susurrándole. Sigue llorando.
¿Por qué sigue llorando?
“¿Está herido?” pregunto, caminando hacia ellos. “Llamaré a
un médico para que lo revise”.
La idea de que alguien haga daño a Harry hace que mis venas
zumben de rabia, pero tengo que mantener la cabeza tranquila
por el bien del bebé. Cuando descubra quién ha sido, se lo haré
pagar. Saco el teléfono del bolsillo y empiezo a marcar.
“Está bien”, dice Alexis, encontrando mi mirada. “Lo he
revisado y no está herido. Sólo está asustado”.
Los lamentos de Harry se calman un poco y vuelvo a meter el
teléfono en el bolsillo mientras me acerco al par. Alexis me
mira con recelo. “Gabriel, ¿qué demonios ha pasado?”,
pregunta en voz baja.
Alargo la mano con cautela y acaricio la cara llena de lágrimas
de Harry. “Hablaremos de eso en un minuto”, le digo. “Quiero
ver cómo se calma primero”.
Cuando me mira, me doy cuenta de que lo entiende, aunque no
estoy seguro de entender la compulsión.
Necesito que Harry esté bien.
Necesito que deje de llorar, necesito que se calme. No suelo
perder el tiempo lamentándome por las emociones de los
demás, pero con Harry no tengo otra opción.
El niño me mira y por primera vez me doy cuenta de que tiene
mis ojos marrones.
Tiene hipo. Su llanto se convierte en una respiración
entrecortada. “Todo va a estar bien”, le digo.
Ofrecer consuelo no es algo natural para mí y me siento un
poco incómodo, pero estoy decidido a no dejar que eso me
detenga. Mi padre nunca estuvo a mi lado. Lo que le dije a
Alexis no era mentira: era duro conmigo, y esa dureza me
ayudó a convertirme en el hombre que soy. Pero cuando no era
duro, era frío e indiferente. Yo no seré así con Harry.
Gira la cabeza y la entierra en el hombro de su madre y el
rechazo escuece, aunque sé que no debería. Pronto me
convertiré en una figura familiar para él. Un día, él se hará
cargo del negocio y mantendrá el nombre Belluci mucho
después de que yo me haya ido. Hoy, sólo quiere a su madre.
Alexis se acerca al sofá y se hunde. Empieza a mecer a Harry
de un lado a otro, tarareando suavemente. Estoy en éxtasis. La
escena es tan apacible que cuesta creer todo el caos que se ha
producido sólo unos minutos antes. En ese momento me doy
cuenta de que no puedo ni quiero dejar ir a mi hijo. Tiene que
quedarse aquí, donde pueda protegerlo.
“Alexis”, digo.
Levanta la vista y sigue meciendo a Harry. Sus párpados se
cierran y se acurruca en su pecho.
“Necesito que Harry y tú se queden aquí a partir de ahora”, le
digo. “Creo que lo mejor es que permanezcan bajo mi
protección hasta que encuentre a esos hombres”.
Sus cejas convergen en su frente. “Um, no”, se burla.
“No estaba preguntando”. Me cruzo de brazos. “No es seguro
que vuelvas a tu apartamento”.
“No es seguro que estemos aquí”, argumenta en voz baja. “No
sé si lo recuerdas, pero hace unos quince minutos, alguien
entró en tu casa”.
Me dirijo al sofá y tomo asiento junto a ella. “Venía directo a
la habitación del bebé. Mi equipo de seguridad cree que fue un
intento de secuestro”.
“Una razón más para no quedarnos aquí”.
Suspiro, despeinando mi cabello. “Alexis…”
“Está casi dormido”, interrumpe. “¿Podemos hablar de esto
cuando esté dormido?”
Asiento con la cabeza y Alexis vuelve a tararear mientras
mece a Harry. Su respiración se estabiliza y sus puños se
relajan. Bosteza y se acomoda contra su madre.
Ver a Harry quedarse quieto en los brazos de Alexis es
totalmente cautivador.
13
ALEXIS

Harry resopla suavemente y sé que por fin se ha dormido.


Levanto la vista, esperando que Gabriel esté hablando por
teléfono o algo así, y me sorprende encontrarlo mirando
fijamente a Harry.
“Está dormido”, digo.
“De acuerdo. Acuéstalo y podemos ir a hablar a mi oficina”.
Instintivamente abrazo a Harry más cerca de mi pecho. “Ni lo
pienses”, respondo afligida. “Estás loco si crees que voy a
dejarlo desprotegido después de lo que acaba de pasar”.
La expresión de Gabriel parpadea, como si mi comentario le
doliera. “Antes estaba protegido. No llegaron a él”.
“¿Dónde estaban los guardias cuando llegué a su habitación?”
le respondo. “Según recuerdo, las únicas personas que había
allí eran un bebé que gritaba y una niñera aterrorizada”.
Suspira y se pasa una mano por la cara. “¿Quieres venir a mi
oficina? Puedes traer a Harry si te hace sentir mejor”.
“Gracias por el permiso”, digo con acritud, poniéndome en
pie.
Me tiemblan las piernas, pero consigo poner un pie delante del
otro para seguirle mientras me conduce fuera de la habitación
del bebé y por la casa. Los pasillos están iluminados con
cálidas lámparas de cristal y el aire huele a pino fresco. No hay
ni una mota de polvo a la vista. Pienso en su petición de que
Harry y yo nos quedemos aquí y me pregunto si no será tan
malo. La casa es preciosa, y cuanto más veo a Gabriel
interactuar con Harry, más me gusta.
Dicho esto, nunca olvidaré el terror que me invadió cuando oí
el grito de Jessica. No sé si alguna vez podré sentirme segura
aquí después de eso.
Gabriel entra en un gran despacho con ricos detalles de caoba
y un imponente escritorio situado frente a una magnífica
ventana en arco. Impresionante. Le sigo y tomo asiento frente
al escritorio, con cuidado de no mover demasiado a Harry.
En la pared de mi izquierda, encima de una estantería
compacta, hay una foto enmarcada en blanco y negro de un
hombre mayor de aspecto digno. Lo reconozco por mi
investigación como el padre de Gabriel. Gabriel comparte
muchos de sus rasgos, incluida la dureza de su boca donde
debería haber una sonrisa. Durante la entrevista, no me dio la
impresión de que idolatrara a su padre, sino más bien de que lo
respetaba a regañadientes.
Me pregunto por qué puso su foto en la pared.
Gabriel se sienta frente a mí en la silla ejecutiva y junta las
manos delante de él. “Siento que debería hablarte de los
últimos resultados financieros”, bromeo. “Hemos bajado diez
puntos en el DOW y subido diez puntos para Gryffindor”.
Gabriel frunce el ceño. “No es momento de bromas”.
“Qué difícil audiencia”.
“Necesito que te tomes esto en serio”, gruñe.
“Me estoy tomando esto en serio, y es en serio que no me voy
a mudar contigo”.
Sus ojos se clavan en los míos, todo negocios. No hay lugar
para tonterías en sus apuestos rasgos y siento el peso de su
mirada como una pila de ladrillos en mi pecho. Esto debe ser
lo que se siente al enfrentarse a él en una sala de juntas. No me
extraña que sea tan rico. Es aterrador.
“No sólo necesito que te mudes conmigo”, responde. “Quiero
que Harry y tú se queden aquí y no abandonen la propiedad
hasta que haya neutralizado el peligro”.
Se me salen los ojos de las órbitas. “¿Quedarme aquí?” siseo,
intentando mantener la voz baja por el bien de Harry, aunque
su sugerencia es tan absurda que quiero gritar. “Tengo una
vida, Gabriel. Tengo un trabajo, y amigos, y lo más
importante, libre albedrío. Así que no, no me quedaré
contigo”.
El ojo derecho de Gabriel se estremece y se levanta de su silla,
caminando a grandes zancadas hacia un armario alto en el
lateral de la habitación. “Los secuestradores nos han pillado
por sorpresa”. Abre una de las puertas y yo arqueo el cuello,
intentando mirar lo que esconde. “Esa es la única razón por la
que se acercaron a Harry”.
Veo un dial y me doy cuenta de que está delante de una caja
fuerte. Gabriel hace girar el dial con un movimiento furioso de
la muñeca.
“Ahora que sé que alguien quiere hacerle daño, duplicaré la
seguridad y me aseguraré de que no tengan ninguna
posibilidad”, continúa. “Puedo cerrar esta mansión, pero no
puedo cerrar el mundo exterior. El único lugar en el que estará
realmente seguro es aquí”.
“¿Por qué habría alguien detrás de él?” pregunto.
Gabriel abre la puerta de la caja fuerte y saca parte del
contenido. “No lo sé”, admite. “Pero tengo algunos enemigos
poderosos”.
Vuelve al escritorio y me doy cuenta de que lleva montones y
montones de dinero.
Lo pone delante de mí y extiende las palmas de las manos
sobre el escritorio, inclinándose. “Si aceptas quedarte
conmigo, puedes tener todo esto”, dice.
“¿Esperas que venda mi libertad?” mis rasgos se tuercen con
disgusto. “Siento ser portadora de malas noticias, pero no está
en venta y yo tampoco”.
Sonríe cruelmente. “En mi experiencia, cada mujer tiene un
precio”.
Estoy furiosa con él por pensar tan poco en mí, pero su
comentario también me entristece un poco. “Dios mío,
Gabriel. ¿Quién te ha hecho tanto daño?” pregunto.
Gabriel se queda con la boca abierta. Sin palabras, va a la caja
fuerte y vuelve al escritorio con más fajos de billetes. “Toma
el dinero, Alexis. Piensa en la seguridad de nuestro hijo”.
“Si te preocupa tanto la seguridad de Harry, entonces usa esta
ridícula cantidad de dinero para contratar seguridad para mi
apartamento”, sugiero. “Pero no voy a aceptar ser tu
mantenida”.
Gabriel añade más dinero a la pila. “Como dije, hay
demasiadas variables en el mundo exterior. Puedo protegerlos
mejor aquí”.
Beso la frente de Harry, negándome a mirar la nueva adición
al montón de dinero.
¿Qué si el dinero es algo tentador? Por supuesto que sí. Pero
mi integridad significa más para mí que un buen montón de
dinero, y no quiero que Gabriel piense ni por un segundo que
puede comprarme.
Sin embargo, me cuestiono por la seguridad de Harry, así
como por la mía. Gabriel insiste en que no es seguro en el
mundo exterior, pero ¿hasta qué punto puedo confiar en él? ¿Y
cuánto de todo este espectáculo es sólo Gabriel queriendo
controlarme y su acceso a Harry?
“Vale, bien”, dice Gabriel cuando sigo ignorando el creciente
montón de dinero. “Así que no vas a tomar nada de dinero.
Pero ¿y si va a parar a alguien que lo necesita?”.
Levanto la vista y encuentro su mirada, curiosa.
“Lo he investigado y, tras la muerte de tu padre, su bufete creó
un fondo de becas en su nombre para ayudar a estudiantes sin
recursos a seguir la carrera de Derecho”. Se sienta frente a mí
y tira el dinero al suelo, claramente agitado por mi continua
resistencia.
Harry se mueve entre mis brazos y miro a Gabriel con una ceja
levantada.
Sigue hablando, claramente sin arrepentirse. “Donaré un
millón de dólares a ese fondo si aceptas quedarte aquí con
Harry”.
La perspectiva es tentadora. Un millón de dólares haría mucho
bien, y sería honrar la memoria de mi padre de una manera
enorme. Además, estaría sumando a la ventaja de tener acceso
ilimitado a un multimillonario solitario, lo que sería genial
para mi historia. Sobre todo, porque se ha vuelto mucho más
interesante: ¿qué quiere decir con que tiene enemigos
poderosos?
Le pediré a Debbie un poco más de tiempo para reunir
información y trabajar en ello.
Si acepto quedarme sería un acto altruista, realmente.
Más allá de todo eso, hay algo parecido a la desesperación que
brilla en los ojos de Gabriel y quiero confiar en él. Aunque se
me ocurren al menos cinco cosas desagradables con las que
podría calificarlo, hasta ahora, “mal padre” no entra en la lista.
Puedo decir que lo está intentando y que se preocupa.
“Puedes trabajar desde casa”, continúa. “Si el periódico no
está de acuerdo, moveré algunos hilos para que lo permitan.
Tus amigos pueden visitarte. Y mientras yo esté contigo,
puedes hacer viajes fuera de la propiedad”. Sus ojos buscan los
míos. “No dejaré que mi hijo se vaya cuando sé que está en
peligro”.
Hay algo en su tono exigente que me hace sentir mariposas en
la caja torácica. Su insistencia en dominarme a cada paso me
enfurece y me excita, lo que a su vez me confunde. Podría
luchar un poco más contra él, pero sé que no servirá de nada, y
si me niego y le pasa algo a Harry, nunca me lo perdonaré.
“De acuerdo”, cedo. “Nos quedaremos, pero sólo
temporalmente”.
Gabriel no muestra signos de alivio. Esperaba esta respuesta.
“Bien”. Coge el teléfono de su mesa.
“Pero tengo una condición más”, le digo, sacando la barbilla.
Enarca una ceja.
“Toda esta emoción me ha dado hambre”, continúo. “Quiero
algún aperitivo. Algo salado y crujiente. Como nueces o aritos
de cebolla”.
Gabriel marca un número en el teléfono, con la boca
ligeramente curvada. “Michael, ven a mi despacho y
acompaña a la señora Wright a su habitación. Y haz que
alguien le traiga unos bocadillos salados y crujientes”. Me
mira a los ojos. “Como nueces o aros de cebolla.
Cuando cuelga el teléfono, frunzo el ceño. “Además, es obvio
que tendré que ir a casa a por mis cosas”.
Gabriel sacude la cabeza. “No es necesario”.
Pongo los ojos en blanco. “Dios, ¿también vas a comprarme
un armario nuevo? ¿De ahora en adelante tendré únicamente
trajes de sirvienta y lencería?”
El labio de Gabriel se curva pecaminosamente. “No me des
ideas”.
El calor se dispara en mi interior, pero antes de que tenga la
oportunidad de replicar, un hombre alto y fornido, vestido de
negro y totalmente cubierto de tatuajes, entra en la habitación.
El recién llegado no se da cuenta de los fajos de billetes que
hay por el suelo o hace un buen trabajo fingiendo que no lo
hace.
Gabriel me despide con un gesto de la mano, como si no
hubiera estado coqueteando conmigo el segundo anterior. Odio
que haga eso, que cambie tan fácilmente entre el calor y la
frialdad.
De todos modos, es tarde y estoy cansada. Me levanto de la
silla, frotando la espalda de Harry, y me pongo de pie para
seguir al hombre, que se presenta en un tono monótono como
“Michael”. Si mi pequeño supiera que su vida está a punto de
cambiar. Pienso en todas las demás vidas que la donación de
Gabriel también cambiará, y me pregunto si tal vez tiene razón
cuando dice que todo el mundo tiene un precio. ¿Qué es lo
siguiente que intentará comprarme? ¿El afecto de mi hijo?
No, eso es algo que, definitivamente, no está en venta. Si
Gabriel mueve un dedo para tratar de interponerse en mi
relación con mi hijo, Harry y yo nos vamos de aquí y se acabó.
Michael guarda silencio mientras avanzamos por la casa. Nos
detenemos frente a la puerta que está junto a la habitación del
niño y él gira la manilla y la empuja para abrirla. Se coloca en
un puesto junto a la puerta y me doy cuenta de que debe ser mi
seguridad durante la noche. Le echo un vistazo e imagino que
probablemente podría detener un tren si se atraviesa en su
camino, un secuestrador se las vería mucho peor. Eso ayuda a
calmar mi inquietud.
Entro en la habitación, y me alegra ver que hay una puerta que
conecta esta habitación con la habitación de bebés que está al
lado, pero eso es lo único que me alegra ver.
Todas mis cosas están aquí. Mi ordenador portátil está sobre
un largo escritorio blanco en una esquina de la habitación, así
como los blocs de notas y los bolígrafos que suelen estar
desperdigados por mi apartamento. Mi manta de piel preferida
está extendida sobre la lujosa cama con dosel. Me dirijo al
armario y deslizo la puerta hacia atrás y, efectivamente, mi
ropa está perfectamente colgada en la barra y mis zapatos
están alineados en el suelo debajo de ella.
El corazón se me hunde en el estómago. Gabriel debió de
vaciar mi apartamento después de venir a recogerme para la
entrevista, lo que significa que, incluso antes del intento de
secuestro y de su oferta, nunca tuvo intención de dejarme
marchar. Las negociaciones solo eran para aparentar que tengo
algo de control cuando en realidad no tenía nada.
Llaman suavemente a mi puerta. Abro y me encuentro con un
hombre fornido y trajeado que sostiene una gran bolsa de aros
de cebolla. Me los entrega sin palabras.
Abro la bolsa mientras doy vueltas por la habitación,
comprobando mi nuevo espacio e intentando no sentirme
demasiado trastornada. Esto sigue siendo lo mejor, ¿verdad?
Estoy ayudando a estudiantes desfavorecidos, honrando la
memoria de mi padre, obteniendo una primicia exclusiva sobre
Gabriel y manteniendo a mi hijo a salvo. Además, me entregan
bocadillos en cualquier momento que yo quiera. Podría ser
peor. Enciendo la luz del cuarto de baño y me maravillo con la
gigantesca ducha mientras mastico pensativamente.
Podría ser mucho peor.
Después de dar otra vuelta a la habitación, me tiendo en la
cama con Harry. Me parece un paraíso comparado con el
colchón de mi apartamento, y gimo.
Podría ser mucho peor.
14
ALEXIS

El radio del bebé se activa, despertándome. “Guuggh guhh”.


Respiro profundamente, sabiendo que, si no me levanto a
calmar a Harry ahora, empezará a berrear en pocos minutos.
“¡Guuggh guhh!”
Estoy a punto de abrir los ojos y atenderle cuando oigo algo
más en el radio: una voz de hombre que dice: “Shh, shh”, en
un tono suave y reconfortante.
Me pongo una camiseta holgada por encima de la cabeza, me
acerco a la puerta abierta de la habitación de bebé y me apoyo
en el marco de la puerta, observando cómo Gabriel acuna a
Harry y lo mece de un lado a otro. Le susurra. Ojalá pudiera
oír lo que dice.
Ha sido una semana extraña. He pasado la mayor parte de los
días jugando con Harry, trabajando en mi portátil y explorando
la mansión y todos sus encantos. Hay un par de puertas
cerradas en la casa, incluida la del despacho de Gabriel, pero
por lo demás, soy libre de vagar a voluntad. No puedo evitar
sentirme como un pájaro en una jaula, pero al menos es una
buena jaula, con una sala de teatro, una biblioteca y un
gimnasio.
En cuanto al trabajo, expliqué mi ausencia a Debbie diciendo
que estaba siguiendo una pista. Eso no es algo anormal para
los reporteros del periódico, y como ella estaba dando tanta
importancia a la historia de Gabriel, no pareció importarle que
no me presentara en la oficina durante un tiempo.
Gabriel me mira y yo sonrío. Él me devuelve la sonrisa, y el
calor se extiende por mi vientre. Su pelo negro está
desordenado, con un mechón suelto cayendo sobre su frente, y
la forma en que sus poderosos brazos acunan a nuestro hijo
con tanta ternura hace que mi corazón dé un vuelco.
“Vuelve a la cama”, dice. “Pronto estará dormido de nuevo”.
Sacudo la cabeza. “Ya estoy despierta. Mejor me quedo
despierta”.
Se encoge de hombros. “Como quieras”.
Entonces se vuelve hacia la ventana con Harry y la conocida
sensación de despido sustituye al calor de mis entrañas.
Así es con Gabriel. Capto un pequeño fragmento de ternura,
un gesto amable por aquí, una sonrisa y una broma por allá, y
luego, tan rápido como llegó, cierra de golpe las puertas de la
explosión y vuelve a su fría y reptiliana personalidad.
Anoche, estaba viendo una película con Harry antes de ir a la
cama y Gabriel entró en la sala de cine y se sentó en el sofá
junto a nosotros. No dijo nada, pero tiró de Harry hacia su
regazo y me quitó algunas palomitas. Lo observé de reojo, con
curiosidad por saber qué iba a hacer. Harry le tiró de la
corbata. Gabriel le hizo cosquillas. Pasaron los minutos y
Harry empezó a quedarse dormido, momento en el que Gabriel
lo deslizó de nuevo hacia mí, cogió otro puñado de palomitas
y salió de la habitación. No lo volví a ver hasta que se coló en
mi habitación en mitad de la noche y me despertó con
ardientes besos en el cuello. Ha estado haciendo eso a
menudo.
Hay que reconocer que me encantan sus visitas nocturnas.
Cuando me despierto con Gabriel deslizándose en mi cama,
apretándome con urgencia mientras me deja sentir su dura
polla contra el culo, me derrito. Intercambiamos pocas
palabras, pero Gabriel no necesita hablar para que yo sepa
quién manda. Pienso en la noche anterior, cuando me apretó la
cara contra las almohadas, con el culo en alto, y me azotó
hasta que estuve segura de que dejaría la huella de su mano
mientras entraba y salía de mi ansioso cuerpo.
Un calor líquido inunda mi núcleo y gimoteo sin querer.
Gabriel levanta la mirada interrogante mientras baja a Harry a
la cuna.
Me muerdo el labio inferior. “¿Por qué no volvemos los dos a
la cama un rato?” sugiero.
Gabriel se levanta, cruzando los brazos sobre su pecho
musculoso. La luz tenue proyecta sombras sobre sus
ondulantes abdominales. Quiero lamerlos.
Me mira fijamente durante un minuto, bebiendo la vista de la
camiseta que roza la parte superior de mis muslos desnudos, y
mi corazón se agita con anticipación.
Pero Gabriel sacude lentamente la cabeza y se dirige hacia la
puerta. “Tengo que trabajar”.
Y así como así, se ha ido.
Suspiro, decepcionada. Todavía no he descubierto qué es lo
que quiero de Gabriel, pero que me rechacen de esa manera es
una mierda, lo mires por donde lo mires. Sobre todo, no sé a
qué atenerme. Lo mejor que puedo imaginar en este momento
es que tenemos una paternidad compartida con beneficios,
excepto que los beneficios parecen depender totalmente del
estado de ánimo de Gabriel. No estoy segura de cómo me
siento al respecto.
A Gabriel le encanta el sexo, ese no es el problema. El
problema es que parece dejar de lado el sexo, así como todo lo
que le puede dar placer, mientras dedica todo su tiempo y su
atención a su negocio. Es como si tuviera miedo de que, si se
permite disfrutar demasiado de algo, todo su poder y su éxito
se esfumen. Gabriel puede actuar de forma controladora
conmigo, pero es infinitamente más controlador consigo
mismo.
Decido aprovechar que tengo al menos media hora más antes
de que Harry se despierte de nuevo y me meto en la ducha,
con la esperanza de lavar algunos de mis pensamientos
impuros. El agua caliente cae en cascada sobre mi cuerpo y
echo la cabeza hacia atrás, sonriendo. Aún no me he
acostumbrado a lo lujosa que es esta ducha, y no estoy segura
de que lo haga. Hay un baño en el otro lado de la casa con una
bañera de patas de garra. Quizá después de acostar a Harry
esta noche, me dé un largo baño.
Después de la ducha, me seco y me visto, cojo el radio de
bebés y me dirijo a la cocina para tomar una taza de café.
Victoria, la cocinera personal de Gabriel, está trabajando duro
amasando la masa en la encimera.
Victoria es la persona de la casa con la que más interactúo,
además de Gabriel. Hace todas mis comidas, prepara la
comida de Harry y mantiene una cafetera fresca todo el día. Es
una santa, de verdad.
“¡Buenos días!”
“Buenos días,” sonríe y se limpia las manos llenas de harina
en el delantal. “¿Te preparo el desayuno?”
Victoria es una mujer alta, de ojos marrones y pelo canoso que
siempre lleva recogido en un moño. Me recuerda un poco a mi
madre en su aspecto, pero no en su personalidad. Mi madre
nunca fue de las que prepararían una bandeja de pan a primera
hora de la mañana, con huevos y tocino a la espera de quien
pudiera entrar en su guarida. Era más bien de las que se
presentaban sin avisar con una bolsa de embutidos de la
charcutería del final de la calle, ansiosa por compartir los
últimos cotilleos que había oído en su clase de spinning de
primera hora de la mañana.
Creo que lo más duro de su enfermedad fue ver cómo su
chispa se iba apagando poco a poco. Se cansaba con facilidad
y su entusiasmo por la vida disminuía poco a poco hasta que
era evidente para todos los que la rodeaban que se había
rendido. Que el dolor era demasiado para ella. Era como ver
cómo se volvía lentamente transparente, hasta que un día no
quedaba nada.
Victoria se pone delante de mi cara. “…Tierra llamando a
Alexis. ¿Me copias?”
Sacudo la cabeza, parpadeando. “Lo siento. No. Creo que voy
a comer cereales”. Voy al armario y empiezo a rebuscar,
apartando los pensamientos de mi madre de mi cabeza.
Victoria se encoge de hombros y vuelve a amasar, tarareando
una melodía para sí misma mientras trabaja la masa. La dejo y
me llevo el desayuno a la sala de estar, que se ha convertido en
mi oficina improvisada. Hay un escritorio en mi dormitorio,
pero es más cómodo aquí. Además, trabajar desde el sofá tiene
algo de travieso.
Me hundo en el sofá y como. Al revisar mi teléfono, veo que
Clara aún no ha respondido al mensaje que le envié ayer por la
mañana. Es extraño en ella. Como tengo un poco de tiempo
antes de empezar a trabajar, decido llamarla. Suele estar
despierta por las mañanas.
La línea suena un par de veces, y justo cuando creo que va a
saltar el buzón de voz, contesta.
“¿Hola?”, dice su voz silenciosa.
“Buenos días”, le digo. “Espero no haberte despertado”.
Oigo crujidos y luego el sonido de una puerta cerrándose. “Ya
estaba despierta”. Clara se ríe. “Mi, eh, invitado en cambio…”
“Uuh la la, ¿quién es el afortunado?”
“¿Recuerdas a este tipo, Killian, del que te hablé la semana
pasada?”
Justo después de mudarme a casa de Gabriel, Clara se acostó
con un chico de una de sus clases de yoga al que describió
como “inútil en la esterilla, pero un cohete en la cama”. Me
imaginé que sería la última vez que oiría hablar de él, ya que
Clara cambie de amante como de ropa interior.
“¿Sigues viéndolo?” pregunto incrédula.
“Sí. Es tan… Mmm, no sé. Tan malo. Intenté despacharlo con
el típico ‘gracias, pero no gracias’ cuando me pidió mi número
después de que nos acostáramos, y literalmente me arrancó el
teléfono para llamarse a sí mismo desde él”.
Frunzo el ceño. No me gusta cómo suena eso. Soy un poco
protectora con Clara por su pasado y su actitud casi
despreocupada. Pero, de nuevo, ¿quién soy yo para juzgar?
Estoy literalmente encerrada en la mansión del papá de mi
bebé. No soy exactamente un modelo de estabilidad
doméstica.
“Eso suena… interesante”, digo. “¿A qué se dedica?”
“Algo relacionado con la seguridad, creo. No lo sé, no le gusta
hablar de ello”. Tomo un sorbo de café. “Entonces, ¿han
tenido citas o es sólo sexo?”
“Sobre todo sexo, pero hemos estado en el bar con sus amigos
algunas veces”. Hace una pausa. “No estoy segura de cómo
me siento con ellos. Parecen un poco rudos”.
Recuerdo que Clara se sorprendió de que ese tipo barbudo y
tatuado apareciera en su clase de yoga, que fue lo que la atrajo
a él en primer lugar. Una pequeña alarma se enciende en mi
cabeza, pero me imagino que es sólo mi instinto
sobreprotector activándose de nuevo. Clara va a veces a los
bares conmigo y no parece molestarle, así que seguro que no
le importa pasar el rato allí con su nuevo novio.
Antes de que pueda hacer más preguntas, Clara cambia de
tema. “¿Cómo va el trabajo? ¿Debbie sigue presionándote?”
“Debbie y yo hemos llegado a un acuerdo”, digo. “Me ha dado
más tiempo para trabajar en la historia de Belluci ahora que
me he encerrado en la guarida de la bestia, pero no me dará
nada sustancial adicional para trabajar hasta que presente esta
historia”.
“¿Crees que la terminarás pronto?”
Suspiro. “Lo dudo. Todavía no sé lo que quiero decir, y hasta
ahora, Gabriel me ha dado muy poco para trabajar. De todos
modos, Debbie está fuera de la ciudad en este momento, así
que tengo un pequeño respiro para resolverlo”.
“Anímate, nena”.
“Gracias”. Tomo otro sorbo de café. “¿Podré verte pronto? Me
siento sola sin ti”.
“Uh, tal vez. Estoy bastante ocupada con el trabajo y Killian
ha estado ocupando mucho de mi tiempo”.
“¿Por eso no supe nada de ti ayer?”
“Sí, lo siento. Killian se molesta si estoy mucho en mi teléfono
cuando estoy cerca de él”, se ríe. “Creo que no le gusta mucho
la tecnología”.
Frunzo el ceño. “Eso me suena más a ser un poco controlador,
¿no crees?”
“Lo dice la mujer encerrada en una torre de marfil”, suelta
Clara.
Su tono cortante me pilla desprevenida: Clara no suele ser más
que brillante y alegre. “Eso es diferente”, argumento. “Alguien
iba a herir a Harry”.
“Bastante conveniente, ¿no crees?”
Me siento, con el estómago revuelto. “¿Estás sugiriendo que
Gabriel fabricó un intento de secuestro sólo para que me
quedara en su casa?”
“Digo que desde que se enteró de lo de Harry, se ha colado en
tu vida y tú te has doblegado sin cuestionar nada”.
“Eso no es cierto”.
Es un poco cierto. El dominio de Gabriel ha sido el tema de
nuestra relación, pero lo cuestiono bastante. Puede que sea un
fanático del control, pero no se rebajaría a un nivel tan bajo y
manipulador para traerme aquí…
¿O sí?
“Tengo que irme”, resopla Clara.
“Espera… Clara”.
Pero ya ha colgado. Gruño y tiro el teléfono al otro lado del
sofá. ¿Por qué estaba tan a la defensiva? No es propio de ella.
¿Está enfadada conmigo por dejar que Gabriel entre en mi
vida? Al principio me aconsejó que no lo dejara, pero pensé
que se daría cuenta de que lo mejor para todos es que Harry
tenga un padre. Me gustaría que viniera y viera por sí misma
lo bueno que es Gabriel con él.
Me tomo el resto del café y cojo el portátil. Intento
concentrarme, pero mi mente no deja de pensar en la
insinuación de Clara sobre el intento de secuestro. No creo que
tenga razón, pero eso alimenta mi curiosidad por Gabriel.
¿Cómo se convierte una persona en multimillonaria en primer
lugar? Belluci, Inc. posee muchas propiedades y negocios,
incluyendo algunos casinos, así que dudo que todo esté limpio.
Debe haber algo de corrupción en alguna parte, de lo
contrario, ¿por qué querría alguien hacer daño a su hijo?
Lo pienso bien, mirando el cursor parpadeante de mi pantalla.
Si escarbara en sus asuntos, ¿qué encontraría? ¿Podría
convertirlo en una historia?
Una cosa que he aprendido es que Gabriel es un completo
adicto al trabajo. Mi mente se dirige a su despacho cerrado,
donde pasa la mayoría de las tardes. He pasado a hurtadillas
un par de veces y me quedado a escuchar a escondidas, pero
no he oído nada útil.
Una vez le oí mencionar a “los irlandeses” mientras hablaba
por teléfono. Supongo que son contactos de negocios de algún
tipo.
Me siento mal por fisgonear, pero creo que Gabriel sabe quién
intentó secuestrar a nuestro hijo y me mantiene en la
oscuridad. Cada vez que he sacado el tema, me ha cerrado el
paso, así que ¿no tengo derecho a tratar de encontrar
respuestas por mí misma?
El radio del bebé se activa con el sonido de los llantos y me
saca de mis pensamientos. Me levanto del sofá y me dirijo a la
habitación del bebé.
15
GABRIEL

Miro por la ventanilla del coche, digiriendo mis pensamientos


de la reunión de la junta directiva de esta mañana. Las cosas
han estado agitadas en la oficina con la llegada del final del
trimestre, y han estado igualmente agitadas con los asuntos de
la mafia, ya que los Walsh siguen adentrándose en territorio
italiano. El único momento en que he podido relajarme
últimamente ha sido con Alexis y Harry.
Es curioso. Pensaba que introducir a mi bebé y a su madre en
mi vida haría que las cosas fueran más estresantes, pero
descubro que, cuando estoy cerca de ellos, me siento más
tranquilo. Durante las últimas tres semanas, se han ido
metiendo cada vez más en mis pensamientos. No sé cómo
sentirme al respecto.
Paramos en un semáforo en rojo y veo una joyería al otro lado
de la calle. ¿A Alexis le gustan las joyas? Nunca la veo llevar
ninguna, pero me pregunto cómo reaccionaría si le comprara
alguna como regalo. Nada demasiado lujoso, por supuesto:
unos pendientes de diamantes o una pulsera de plata. Sólo una
pequeña muestra de mi agradecimiento.
Pero ¿agradecimiento por qué? El agradecimiento no es una
moneda con la que comercie. Hago transacciones comerciales.
Alexis aceptó quedarse en mi casa a cambio de que yo donara
al fondo de becas de su difunto padre y por los aperitivos. No
debería necesitar sentirme agradecido por nada, y sin embargo
lo hago.
Pienso en la noche anterior, cuando me senté con ella y Harry
mientras veían un ridículo drama adolescente que Alexis
calificó como su placer culposo. La serie era insípida y
ridícula, y yo tenía cosas más importantes que hacer, pero me
quedé allí. Alexis me explicaba los giros más complicados de
la trama y me lanzaba miradas de reojo cuando cogía algunos
de sus gusanos de goma. Harry se subió a mi regazo y me
sacudió su juego de llaves de plástico en la cara. Los dos nos
reímos cuando las tiró al suelo y luego me balbuceó hasta que
las recogí.
Era cómodo. Agradable, incluso. ¿Pero es algo que debería
conmemorar con regalos? ¿O debería tener más cuidado?
Todavía no sé qué pensar de Alexis. Para ser una mujer que
grita a los cuatro vientos sus opiniones no solicitadas, nunca sé
lo que está pensando. Hay veces que la sorprendo
observándome como un biólogo que estudia un animal recién
descubierto en la naturaleza. Cuando me ve mirarla, siempre
se da la vuelta.
Harry es mucho más sencillo. Hambriento, feliz, molesto…
siempre puedes saber lo que pasa por su mente. Tal vez
debería comprarle un regalo. Un nuevo juguete para tirar al
suelo.
Cierro los ojos y respiro profundamente. Los dos se están
convirtiendo en una distracción para mí. Tengo cosas más
importantes en las que reflexionar que en la elección de
regalos. Si estuviera vivo, se me ocurren unos cuantos
comentarios burlones que haría mi padre al verme así.
Gracias a Dios que no lo está.
Suena mi teléfono y lo cojo, intentando volver a concentrarme.
“¿Sí?”
“Siento molestarle, Sr. Belluci. Sé que está de camino a casa”.
Es Jenny, mi asistente.
“¿Qué pasa?”
“El Sr. Forrester de la Comisión de Juegos de Azar ya no
puede asistir a la reunión del viernes. Quiere saber si podemos
reprogramarla para mañana por la tarde. Se disculpa por el
cambio de última hora”.
Bill Forrester es un cerdo baboso al que nada le gusta más que
engordar a base de sobornos. Pero, como gran parte del dinero
de la mafia se blanquea a través de los casinos Belluci, es un
mal necesario.
Había planeado cenar en casa mañana. Alexis lleva una o dos
semanas insinuando que estaría bien que cenáramos los tres
juntos, como una familia de verdad, y la perspectiva me parece
bastante intrigante.
“¿Sr. Belluci?”
Vuelvo a concentrarme. ¿Cómo he podido dejar que mis
pensamientos divaguen de esa manera?
“Dígale al Sr. Forrester que me encantaría reunirme con él
para cenar mañana”, le digo. “Haz una reserva para nosotros
en Vértigo para las siete”.
“Sí señor”.
“Gracias”. Cuelgo.
Aprieto los ojos y gimo. ¿No puedo tener ni un segundo en el
que no piense en Alexis y Harry? Necesito ordenar mi cabeza.

M I PLAN cuando vuelvo a la casa es ir directamente a mi


oficina y hacer algo de trabajo. Me tomaré un descanso de
Alexis y Harry, decido. Necesito volver a sumergirme en los
asuntos de negocios y relegar a ese molesto par al fondo de mi
mente mientras me concentro en cosas más importantes.
Entonces paso por el salón y Alexis está sentada en el sofá con
las piernas cruzadas, sin más ropa que un diminuto pantalón de
pijama y una camiseta blanca de tirantes. Lleva el pelo
recogido en un moño apretado, aunque algunos mechones se
han escapado y enmarcan su cara en forma de corazón. Harry
no está a la vista, así que debe estar con Jessica en su
habitación. Mi mirada se dirige a la clavícula de Alexis y
luego a la parte superior de su delicioso escote, pero la
pantalla del ordenador portátil me oculta el resto de su figura.
Mi polla se agita, y voy directamente al salón y arranco el
portátil de su regazo, tirándolo al final del sofá.
“¡Oye!” Alexis se queja.
Me agacho y la recojo en mis brazos, echándomela al hombro
como un saco de harina.
“¡Gabriel!” Me golpea la espalda mientras salgo de la
habitación. “¡Estaba en medio de algo!”
Azoto con fuerza su culo. “Silencio”.
Alexis deja escapar un gemido bajo. Mi polla se tensa contra
la cremallera del pantalón cuando pienso en lo que voy a hacer
con ella. Se suponía que iba a ir directamente a mi despacho;
supongo que no hay razón para que no pueda seguir llevando a
cabo ese plan.
Mantengo un firme agarre en las piernas de Alexis mientras
camino y sus manos cuelgan libremente por mi espalda.
Pasamos por delante de una asistenta en el pasillo, que hace
muy bien en fingir que no nos ve. Cuando llegamos a mi
despacho, me apresuro a abrir la puerta, prácticamente
rompiéndola en mi prisa por entrar.
Cierro la puerta de una patada y me dirijo al escritorio, tirando
al piso los distintos bolígrafos y cuadernos antes de depositar a
Alexis en su superficie.
“¿Puedo hablar ahora?” Alexis pregunta.
“No”. Tomo su barbilla con la mano. “Lo único que quiero
escuchar de tu boca son gemidos. ¿Entendido?”
Hay fuego en sus ojos. Asiente con entusiasmo, lamiéndose
los labios. Me encanta cuando me mira así, hambrienta de mi
polla, dispuesta a ceder a todos mis deseos para conseguir lo
que quiere.
La beso con fuerza y me meto entre sus piernas. Sus labios son
suaves y flexibles, y meto la lengua entre ellos para sondear su
boca. Suspira contra mis labios. Sus manos se clavan en mi
pelo, las libero y las aprieto con las palmas hacia abajo sobre
el escritorio.
“No quiero que muevas estas manos a menos que yo lo diga”,
siseo en su cuello, mordisqueando su carne sensible.
Alexis gime, echando la cabeza hacia atrás para darme mejor
acceso. La beso y la chupo mientras mis manos se ensañan con
sus tetas, masajeándolas y apretándolas. Me encantan sus
curvas. Sus amplias tetas, sus anchas y carnosas caderas, su
redondo culo. Es un pecado con ropa, pero cuando está
desnuda, Alexis es exquisita.
Empiezo a quitarle la ropa, dejando que levante las manos lo
suficiente para que le quite la camiseta y el sujetador. Le quito
el pijama y la ropa interior y se queda completamente desnuda
para mí. La hago girar para que se tumbe a lo largo del
escritorio y le paso un dedo desde el cuello hasta el interior del
muslo.
“Eres hermosa”, digo.
Alexis me mira con fuego en los ojos. Sus labios de almohada
me piden un beso.
Me desnudo mientras ella me mira, con el pecho subiendo y
bajando con su respiración entrecortada. Las palmas de sus
manos permanecen pegadas a la madera. Cuando por fin me
quito los pantalones, mi vara se balancea delante de mí, dura
como una roca. Esto es lo que me hace. Estoy sentado en el
trabajo a mitad del día y se me pone dura sólo de pensar en
ella. Intento no hacerlo, pero cuanto más lo intento, más dura
se me pone.
Me inclino sobre Alexis. Me muero de ganas de enfundar mi
longitud dentro de ella, pero antes voy a molestarla un poco
más. La beso por el cuello, entre la protuberancia de sus
pechos y por encima de su vientre. Sus dedos se clavan en la
parte superior del escritorio y me doy cuenta de que se muere
por tocarme, pero no lo hace. Su sumisión me emociona.
Beso la parte superior de sus muslos, rozando su coño. Gime
de necesidad y veo que sus dedos tiemblan. Se está portando
bien. Decido recompensarla.
Levanto sus piernas sobre mis hombros y lamo su raja. Está
empapada y sabe divinamente, y mi polla se pone más dura. Si
es que eso es posible. Introduzco la lengua y la hago girar
alrededor de su clítoris. Alexis jadea y gime.
“¡Gabriel!”
Dice mi nombre como una oración. Un grito de ayuda. Muevo
mi lengua más rápido, recompensando su súplica. Los muslos
de Alexis se estremecen. Le meto un dedo y sigo lamiendo,
chupando, haciéndola mía con cada beso travieso.
Vuelve a decir mi nombre y deslizo otro dedo dentro. Sus
dedos están tan apretados contra el escritorio que están
blancos. Para ser una mujer que me manda a la mierda
habitualmente, me complace lo bien que maneja mis
instrucciones.
Por otra parte, a ella le encanta esto. Lo anhela. Cuando la
domino, se entrega por completo y es embriagador para los
dos.
Alexis se arquea hacia atrás, empujando mi cara. Está cerca.
Duplico mis esfuerzos y ella alcanza el clímax con un
delicioso gemido, su coño apretando mis dedos. A estas
alturas, mi polla está a punto de estallar y cubro su cuerpo con
el mío, penetrando en su calor.
Dios, se siente bien. Las paredes de su coño se aprietan a mi
alrededor como una tuerca.
“Puedes mover las manos”, le digo.
Alexis no necesita escucharlo dos veces. Sus manos rodean mi
espalda y las uñas se clavan en mi piel. Le doy un beso
contundente en los labios. Ella gime y me araña la espalda, y
yo golpeo mis caderas con más fuerza contra las suyas en
respuesta.
El placer líquido se acumula en mis pelotas y empujo con más
fuerza, apretando sus piernas hacia su pecho para llegar aún
más profundo. Aprieto los dientes.
Me corro con fuerza y me derrumbo sobre Alexis. Siento que
la cabeza me da vueltas, la nube de placer ahuyenta todos los
pensamientos de mi mente, excepto el tacto de su piel contra la
mía y el placentero vacío que hay en mi interior.
16
ALEXIS

El cuerpo me hormiguea tras el resplandor de mi orgasmo, y


paso las manos por la espalda musculosa de Gabriel mientras
ambos recuperamos el aliento. Se levanta sobre los antebrazos
y, como siempre, recuerdo lo mucho que me gusta la sensación
de sus músculos agrupados bajo la piel. Me mira, con el pelo
negro cayendo sobre su frente, y sus labios se inclinan en la
más mínima de las sonrisas.
Me pierdo en sus ojos y en la intimidad de este momento. Esto
es raro para nosotros. A menudo, parece que, tan pronto como
la lujuria se desvanece y los pensamientos de Gabriel regresan,
se aleja de mí, de vuelta detrás de sus escudos mentales.
Alargo la mano y trazo su mandíbula con mis dedos.
Un fuerte sonido nos interrumpe y Gabriel se pone rígido. Se
aparta del escritorio y yo me incorporo mientras él rebusca
entre la ropa del suelo y saca su teléfono, dándome la espalda
mientras se lo lleva a la oreja.
Bueno, fue bonito mientras duró.
“¿Sí?”, responde.
Se queda quieto mientras la persona al otro lado del teléfono
habla. Me esfuerzo por oír lo que dicen, pero el volumen es
demasiado bajo.
“Estoy en camino”. Deja el teléfono sobre el escritorio y
empieza a ponerse la ropa.
“¿Todo bien?” pregunto.
Gabriel me mira por encima del hombro. “Sí. Necesito que te
quedes aquí mientras voy a ocuparme de algo”.
¿Aquí? ¿En su reino sagrado y secreto? Gabriel debe estar
empezando a confiar en mí si está dispuesto a dejarme tras la
puerta cerrada de su despacho.
Me apresuro a ponerme en pie y a vestirme, observando cómo
Gabriel se pasa una mano por el pelo y se prepara para salir.
“¿Puedo sentarme en la silla grande?” pregunto.
Gabriel me mira con algo que podría ser diversión, pero niega
con la cabeza. “No”.
Frunzo el ceño y me hundo en la silla de invitados. Ya sé lo
primero que voy a hacer en cuanto se vaya.
“No tardaré mucho”, dice Gabriel. “No te vayas”.
“Claro”.
Sale a grandes zancadas de la oficina sin siquiera dar un beso
de despedida. Cuando la puerta se cierra a sus espaldas, el
silencio que sigue es casi abrumador. El despacho está
desordenado, con todos sus bolígrafos y papeles esparcidos
por el suelo. Me planteo recogerlos, pero decido no hacerlo.
No sé cuánto tiempo estará fuera y tengo una oportunidad
única.
Gabriel me ha dejado sola en su despacho.
A mí. La periodista. Sola. Su oficina. Su esfera privada.
Me levanto de la silla y empiezo a dar vueltas, intentando que
mis pisadas sean lo más silenciosas posible por si acaso. Soy
como una niña en una tienda de caramelos: No sé por dónde
empezar.
Me siento culpable de que mi reacción inmediata a que
Gabriel me infunda la más mínima confianza sea husmear
entre sus cosas, pero Debbie me mataría si supiera que tuve la
oportunidad y no lo hice, además, necesito la verdad. Tengo
tantas preguntas sin respuesta sobre Gabriel y si él fuera más
comunicativo, no necesitaría ir a buscar las respuestas yo
misma. Tampoco se trata ya sólo del artículo. El enigma que se
viste con un traje de mil dólares es el padre de mi hijo y es mi
deber averiguar todo lo que pueda.
Esto es lo que me digo a mí misma para expulsar la culpa de
mi garganta mientras empiezo a husmear, a tirar de los cajones
de su escritorio y a hojear los papeles del suelo. Ojalá hubiera
aprendido a forzar cerraduras, ya que muchos de los cajones
del escritorio y las puertas de los armarios están cerrados con
llave.
El retrato de Fabrizio Belluci me mira desde la pared mientras
realizo mi búsqueda.
Intento no sentir su mirada sobre mí, sólo es una fotografía, y
una fotografía de un tipo muerto, además, pero se me eriza la
piel.
No debería hacer esto. Es un error. Gabriel podría estar
abriéndose por fin a mí y si descubre que me he aprovechado
de su confianza sin apenas pensarlo, puede que no vuelva a
confiar en mí.
Me acomodo en la silla ejecutiva y me paso las manos por la
cara. Los pensamientos saltan en mi cerebro como si fueran
palomitas.
Sí, hasta cierto punto, está mal, pero ¿haría esto si nuestra
relación estuviera más equilibrada? Gabriel ha diseñado todas
las interacciones y variables desde que pagó por mi trago
aquella vez en el Fiamma hace dos años. Me ha dado algunas
garantías vagas de seguridad y bienestar, pero aparte de eso, su
presencia en mi vida ha sido hasta ahora meramente
transaccional. ¿Por qué tendría que deberle algo? Dudo que él
sienta tanto remordimiento por invadir mi privacidad.
Con una nueva determinación, me levanto y continúo mi
búsqueda. Rebusco en todos los paneles sin cerrar del armario,
teniendo cuidado de poner las cosas exactamente como las
encontré.
¿Y qué encuentro? Un montón de nada. Una impresora, pilas
de papel, cajas de bolígrafos, cuadernos vacíos. En resumen,
todo el tipo de cosas que uno esperaría encontrar en una
oficina.
Estoy a punto de admitir mi derrota cuando veo la estantería
que hay debajo de Fabrizio. Gabriel no sería tan dramático
como para esconder algo en un libro hueco, ¿verdad? Me
acerco y ojeo los títulos. Hay un par de tomos históricos
encuadernados en cuero sobre temas como Mussolini y las
guerras púnicas (discierno un tema italiano), pero la mayoría
de los libros son tomos de negocios modernos. Empiezo a
sacarlos uno a uno, hojeando las páginas antes de devolverlos.
Me siento ridícula, pero al menos, una vez que haya
terminado, sabré que no hay nada que valga la pena encontrar
en esta oficina que no esté bajo llave.
Alcanzo un libro sin título en el lomo, y cuando lo saco me
sorprendo al ver que no es un libro en absoluto. Es un álbum
de fotos.
Empiezo a hojear las páginas. Me imagino que el álbum debía
de ser de Fabrizio, porque la mayoría de las fotos son de él y
de varios hombres trajeados, sonriendo mientras chocan copas
o fuman puros. Hay una en la que aparece con una mujer alta y
rubia de penetrantes ojos azules. Fabrizio tiene la mano en la
cadera de su vestido negro y la mira con adoración.
Levanto la vista hacia el Fabrizio que está sobre mi cabeza.
¿Por qué Gabriel eligió esta imagen para conmemorar a su
padre cuando hay docenas aquí donde se le ve feliz?
Sigo hojeando y me detengo cuando me encuentro con una
foto de Gabriel.
Estoy impactada.
Gabriel parece unos diez años más joven en esta foto. Yo diría
que no tiene más de veinte años. Sus mejillas son un poco más
redondeadas, su cuerpo un poco más larguirucho. Está
apoyado en una pared de ladrillos, con una salpicadura de luz
solar sobre su rostro sonriente. Lleva el pelo más corto y
peinado, pero el mismo mechón atolondrado que ahora
combate le cuelga sobre la frente. Parece totalmente
despreocupado.
Con mucho esfuerzo, sigo hojeando el álbum, pero aunque hay
un par de fotos más de Gabriel, la mayoría de las fotos son de
su padre. Me acerco a la última página y estoy pensando en
volver a la primera foto de Gabriel, cuando mi corazón se
detiene.
Me acerco el álbum a la cara, segura de que mis ojos me
engañan. Fabrizio Belluci está rodeando con su brazo a un
hombre de mediana edad con barba canosa y ojos azules
centelleantes. Se ríen.
Pero… no puede ser.
Sigo mirando la foto.
Y mi padre sigue mirándome fijamente.
Eso no tiene ningún sentido. Papá despreciaba a los
asquerosos ricos, se preocupaba por los oprimidos y
abandonados de la sociedad. Nunca habría sido amigo de
alguien como Fabrizio Belluci, y si lo fuera por alguna extraña
razón, estoy segura de que lo habría sabido.
¿Qué diablos significa esto?
17
GABRIEL

Tras dejar a Alexis en el despacho, abro la puerta del sótano y


bajo las sucias escaleras. No me gusta que mis hombres hayan
traído aquí a un prisionero irlandés, y no entiendo por qué lo
han hecho. Esta ha sido siempre nuestra forma de actuar. Si
necesitamos respuestas, las obtenemos por cualquier medio en
este sótano, donde estamos a salvo de las miradas indiscretas.
Pero se siente diferente de alguna manera con mi bebé arriba,
y con Alexis esperando en mi oficina. Sé que probablemente
no debería haberla dejado allí sola, pero no tenía muchas
opciones. No quería arriesgarme a que me siguiera hasta aquí
ni a las preguntas que suscitaría mi huida hacia el sótano
cerrado.
Al final de los escalones, me doy la vuelta para encontrar a
Diego, Dom y algunos de los hombres de Dom de pie
alrededor de una silla en el centro de la habitación. Nuestro
invitado está atado a la silla, con los brazos tensos a la espalda.
Le corre sangre de un corte en la frente y tiene el labio partido
en dos partes. No lo reconozco, así que debe ser uno de los
hombres de bajo rango de los Walsh.
“¿Quién es este?” pregunto.
Todo lo que Diego me había dicho por teléfono es que
teníamos un invitado en el sótano. Más vale que esto sea
bueno.
Diego da una patada a la parte inferior de la silla y el hombre
gime. “Este es Phil. Lo encontramos merodeando por los
muelles”, dice.
Me acerco al prisionero y lo miro fijamente. “¿Y qué estaba
haciendo allí?”
“Inicialmente, dijo que trabajo de ‘reconocimiento’”, responde
Dom. “Pero tras un poco de coacción suave, nuestro amigo
admitió que había colocado otra bomba”.
Mi mandíbula se tensa. Las visiones de la destrucción de la
última bomba se agolpan en mi mente y un dardo helado de
pánico se clava en mis costillas.
“Phil estaba a punto de decirnos dónde puso la bomba”, dice
Dom, acariciando cariñosamente la cabeza del prisionero.
“¿No es así, Phil?”
Phil mira a Dom. Uno de sus ojos está casi hinchado. “No te
voy a decir una mierda”.
“No opino lo mismo”, dice Dom. “Porque el gran Jefe está
aquí ahora, y no es tan amable como nosotros”.
“No, no lo soy”, digo, quitándome la chaqueta del traje. Se la
doy a Diego, que la dobla sobre su brazo, y empiezo a
remangarme la camisa. “Yo empezaría a hablar, Phil. Estabas
colocando explosivos en mi territorio con la intención de
matar a mis hombres y destruir mi producto. Eres hombre
muerto, hables o no, pero depende de ti cuánto quieras sufrir
antes de morir”.
El labio inferior de Phil tiembla y mira hacia otro lado. “No te
lo diré”.
Me inclino y le agarro la cara con la mano, obligándole a
mirarme a los ojos. Gime cuando le aprieto la mandíbula
magullada. Su piel está pegajosa de sangre y sudor.
“Tu vida no significa nada para mí”, gruño. “Tu dolor no
significa nada para mí. ¿Pero mis hombres? ¿Mi territorio?
Créeme cuando te digo que no quieres ver hasta dónde llegaré
para proteger lo que es mío”.
No puedo perder tiempo en conseguir las respuestas que
necesito. Si Phil está diciendo la verdad, una bomba podría
estallar en cualquier momento. Si está mintiendo, y no hay
ninguna bomba, podría evacuar a mis hombres sólo para que
los irlandeses se abalancen y reclamen la última parte de los
muelles para ellos.
Suelto la mandíbula de Phil y levanto la mano. Diego desliza
la empuñadura de un cuchillo contra mi palma.
“Esto es lo que voy a hacer, Phil”. Presiono el borde plano de
la hoja contra su cara. “Tengo un poco de prisa, así que te
contaré todo el plan ahora, y así no tendré que gastar más
aliento en amenazas. Primero, voy a clavar este cuchillo en tu
rodilla. No vas a creer cuánto te va a doler. Luego te
preguntaré dónde está la bomba…
Si no me lo dices, la próxima vez te cortaré una oreja. Esa
solía ser una de las técnicas favoritas de mi padre, y suele ser
jodidamente efectiva. Luego te preguntaré dónde está la
bomba. Si no me lo dices, empezaré a filetear trozos de tu piel.
Hay alrededor de 10 kilos de piel en un cuerpo humano, así
que podría hacer esa pregunta otra docena de veces o más
antes de que te desmayes por la pérdida de sangre”.
Phil empieza a temblar y a sollozar. Las lágrimas se derraman
por sus mejillas, mezclándose con el rojo de su sangre.
Paso la punta de la hoja por encima de su rótula y me
encuentro con la mirada de Phil. “¿Estás listo para empezar,
Phil?”
“¡Espera, espera!”, grazna. “Te lo diré”.
Me enderezo. “Eso pensé”.
“Está en el almacén más al sur, escondido dentro de una caja
de FedEx junto a la puerta de la oficina”, balbucea.
Le devuelvo el cuchillo a Diego y me dirijo a Dom. “Llama a
nuestro contacto en el FBI y que envíen una unidad de
desactivación de bombas. No me importa lo que cueste, los
necesitamos allí inmediatamente”. Señalo a Phil. “Una vez que
la bomba haya sido encontrada y neutralizada, mátalo. Que sea
rápido e indoloro. Como agradecimiento por su cooperación”.
Le quito la chaqueta a Diego y me dirijo a las escaleras,
mirando la sangre que tengo en la palma de la mano. Tengo
que parar en el baño de camino a mi despacho.
Oigo pasos detrás de mí y miro hacia atrás para ver a Diego
siguiéndome por las escaleras. ¿Adónde vas?”, susurra.
Me detengo para dirigirme a él. “Tengo que volver con
Alexis”.
“Claro. Alexis”. Mira hacia el sótano, pero ninguno de los
otros hombres nos mira. “Has pasado mucho tiempo con ella
últimamente”.
“¿Y?” replico, haciendo rechinar la mandíbula.
Diego se echa atrás. “Y nada. Te avisaré cuando todo esté
hecho”.
Me doy la vuelta y sigo subiendo las escaleras. Me dirijo
directamente al primer cuarto de baño que veo para lavarme la
sangre de las manos, restregando agresivamente mientras
pienso en el desastre que habría sido si no hubiéramos
atrapado a Phil.
Pero lo atrapamos. Los irlandeses perdieron esta batalla, pero
sé que hay muchas más por venir.
Me seco las manos, me desenrollo las mangas de la camisa y
me pongo la chaqueta del traje por encima. Espero que Alexis
siga esperando como una buena chica.
El comentario de Diego se repite en mi mente.
Has pasado mucho tiempo con ella últimamente.
Me pregunto qué quiso decir con eso. ¿Creen mis hombres que
soy débil por mi creciente conexión con Alexis y mi hijo?
Puede que sí. Esos mismos hombres vieron a mi padre
convertirse en un juguete para la demoníaca Felicity. Tal vez
piensen que es algo de familia.
Estarían equivocados. Me gusta pasar tiempo con Alexis y
Harry, pero nunca dejaría que fuera demasiado lejos. Alexis no
me controlará.
Subo las escaleras y paso por la habitación de Harry de camino
a mi despacho. La puerta está entreabierta y me asomo al
interior para ver a Jessica y a Harry construyendo con bloques
juntos. Harry se ríe, coge un bloque del montón y se lo lleva a
la boca. Mi pecho se calienta al verlo.
Me siento más tranquilo cuando estoy cerca de Harry y Alexis,
y es agradable tener algo de lo que preocuparse que no sea el
poder y el dinero. También da miedo. Me pregunto si alguna
vez podremos ser una familia. Si hay una manera de mantener
la distancia necesaria y al mismo tiempo integrarlos en mi
vida.
Sólo que no quiero ver crecer a mi hijo desde la distancia.
Me alejo de la puerta y vuelvo a mi despacho. Abro la puerta y
Alexis salta. Esperaba encontrarla tumbada en mi silla, con los
pies apoyados en el escritorio, pero está sentada exactamente
donde la dejé. Se gira para mirarme y su rostro parece
extrañamente tenso.
“¿Todo bien?” pregunto.
Alexis se pone en pie y me mira, asintiendo. “Sí, por supuesto.
¿Todo bien contigo?”
“Sí”.
“Bien”.
Me chupo el labio. “Voy a llevarte a cenar mañana”.
Alexis parpadea sorprendida. Yo también estoy un poco
sorprendido; esto surgió de la nada, pero ahora no se me
ocurre otra cosa que hacer mañana por la noche.
“Claro”, dice ella. Está perfectamente inmóvil y su rostro está
pálido.
“Alexis, ¿qué pasa?”
“Yo…” Aprieta los labios. “Estaba sola aquí y empecé a
pensar en mis padres. La muerte de mi madre y el asesinato de
mi padre poco después”. Baja la mirada. “Siento arruinar el
momento”.
Cruzo la habitación, sorprendido por mi propia ternura
mientras la atraigo contra mi pecho y le rodeo los hombros con
los brazos. Alexis se acurruca contra mí. Apoyo mi barbilla en
su cabeza.
“No lo sientas”, murmuro, pasando mis manos por su espalda.
“Estoy aquí para cuidarte”.
Se pone rígida, como si le sorprendieran mis suaves palabras.
Busco la voluntad de apartarla y de ir a trabajar, pero no la
encuentro. Quiero estar aquí con ella y verla sufriendo me
hace sentir algo en lo más profundo de mi ser.
“Ven”. La suelto, deslizando mi mano por su brazo para
entrelazarla con la suya.
La conduzco fuera del despacho hasta mi dormitorio, al final
del pasillo. Nunca la he traído aquí, y mira con curiosidad el
sencillo mobiliario, la ropa que cuelga ordenadamente en el
armario y la cama perfectamente hecha.
Me detengo a los pies de la cama y tiro de la parte inferior de
su camisa, levantándola por encima de su cabeza. “Súbete a la
cama”.
Alexis se arrastra sobre la cama lentamente y yo la sigo,
acostándola boca abajo.
“¿Qué estás haciendo?”, pregunta.
Me pongo a horcajadas sobre su espalda y le retiro el pelo de
los hombros. “La primera vez que acudí a ti en mitad de la
noche, después de que ambos cayéramos rendidos, te subiste a
mi espalda y me frotaste los hombros mientras me dormía”.
Deslizo un dedo por su columna vertebral. Se estremece.
“Estabas tenso”, responde ella, con la voz apagada por las
sábanas. “Pude sentirlo mientras estábamos… ya sabes”.
Me río de sus delicadas palabras. No suele ser de las que se
van por las ramas. “Fue agradable”, respondo, empezando a
apretar los músculos de sus hombros.
“Nunca te he dado las gracias”.
“No tienes que hacerlo”.
“Quiero hacerlo”.
Mis pulgares se clavan en la carne de sus omóplatos y ella
suspira de placer. “Bueno, supongo que si insistes…”
Alexis empieza a relajarse. Deslizo mis manos por su suave
piel, frotando sus músculos. El tiempo se ralentiza y sólo oigo
su suave respiración mientras trabajo su cuerpo. Los músculos
de los hombros están tensos y presto especial atención a esa
zona. De vez en cuando, suspira satisfecha. Es un sonido
delicioso, que escucho muy poco de ella.
Estoy acostumbrado a sus gemidos y quejidos mientras me
adueño de su cuerpo, pero rara vez experimento a Alexis en un
estado de profunda relajación.
Le froto la espalda y los costados. Su cuerpo está
agradablemente caliente. Resulta sorprendentemente bueno
tocarla así, sin pensar en mi propio placer, sin ningún plan. Ver
cómo se hunde más en las almohadas, con los ojos
revoloteando detrás de sus párpados cerrados es más que
recompensa.
“No te entiendo”, murmura somnolienta.
No respondo, sólo continúo mi lánguida exploración de su
cuerpo.
No sé cuánto dura el masaje. Al cabo de un rato, su respiración
se hace más profunda y emite un suave ronquido, y me doy
cuenta de que se ha quedado dormida. Recorro con mis dedos
sus hombros y su columna vertebral. Es preciosa. Su suave
boca en forma de arco de cupido, sus largas pestañas negras,
sus mejillas redondas. Me quedo mirando.
No te entiendo.
Tampoco estoy seguro de entenderme. Entiendo nuestra
química sexual, sumado a que querría arrancarle la ropa en
cada oportunidad que se me presente.
Es algo primitivo. Tiene sentido.
¿Pero esto? Los bordes duros de nuestra relación están
empezando a suavizarse y me inquieta lo bien que se siente.
Nunca había estado así con nadie. No diría que estamos cerca,
todavía no confiamos el uno en el otro, pero puedo sentir que
se está desarrollando un cariño entre nosotros.
Lo que tengo que decidir es si permitiré que estos sentimientos
sigan creciendo o los arrancaré como si fueran enredaderas
que se extienden demasiado.
18
ALEXIS

Me paro frente a mi armario en toalla, con los brazos cruzados


sobre el pecho, y me miro fijamente. No recuerdo la última
vez que me vestí para una cita, y menos en circunstancias tan
extrañas. ¿Qué se pone uno para ir a cenar con el padre
multimillonario de su bebé y quien dirige mi prisión personal?
Necesito un atuendo que diga: “Me gusta tu lado más suave
que he visto últimamente y me estoy enamorando de ti”, pero
que también diga: “¿Quién? ¿Yo? No te estoy investigando por
posibles signos de corrupción”.
Mis sentimientos hacia Gabriel son, como mínimo,
complicados.
Me decido por un pequeño vestido negro, una prenda versátil
para cualquier ocasión.
Saco el vestido y lo tiro en la cama mientras me acerco al
espejo de cuerpo completo y empiezo a maquillarme. A través
de la puerta de la habitación del bebé oigo unas risas débiles,
profundas y melódicas, y me doy cuenta de que Gabriel debe
de estar ahí dentro con Harry. Me acerco a la puerta que la
conecta y la abro suavemente, asomando la cabeza por el
hueco.
Gabriel y Harry están sentados en el suelo y Gabriel hace volar
un avión por encima de la cabeza de Harry. La escena parece
un poco ridícula, ya que Gabriel está sentado con las piernas
cruzadas en un traje completo y Harry lleva un body de jirafa.
Mi hijo levanta los brazos regordetes para coger el avión,
riéndose, y Gabriel hace descender el juguete hacia él, hasta
que Harry casi consigue agarrarlo, y luego lo aleja
rápidamente de su alcance.
“¡Avión! ¡Avión!” Harry canturrea, encantado con el juego.
Gabriel sonríe.
Mi corazón se dispara.
A pesar de todos los signos de interrogación que se ciernen
sobre Gabriel, sé al menos una cosa a ciencia cierta: se
preocupa por su hijo. Su relación se ha ido construyendo a lo
largo de las últimas semanas, y ver cómo florece ha hecho que
sea difícil mantener una distancia emocional con Gabriel.
A veces me siento como una adolescente atontada a su lado,
anhelando cualquier escasa muestra de afecto. Cada día que
pasa, me siento más cerca de él. Tiene una energía magnética
que me atrae y me hace desearlo cuando hago algo tan sencillo
como prepararme un café o lavarme el pelo.
Pero entonces las preguntas vuelan como dardos y hacen
estallar la burbuja con esos pensamientos felices. ¿Cuánto
puedo confiar en él? ¿Es este hombre de familia fiel a su
naturaleza o está a un paso de volver a ser el frío hombre de
negocios que me descartó en Fiamma como si fuera sobras
dejadas hace una semana y luego se olvidó de mí?
Una cosa sería si sólo tuviera que proteger mi propio corazón,
pero también tengo que proteger a mi hijo.
Gabriel levanta la vista y me descubre mirando. Su sonrisa cae
y la mano que sostiene el avión baja. Harry aprovecha la
oportunidad para agarrar el avión por el ala y arrancarlo de la
mano de Gabriel. Se lleva la punta a la boca y empieza a
masticarla.
“Sabes que tenemos una reserva, ¿verdad?” comenta Gabriel,
con los ojos entrecerrados por la irritación. “Estoy vigilando a
Harry para que tengas tiempo de prepararte, no para que
tengas tiempo de espiarnos”.
Me aclaro la garganta y entro de lleno en la habitación. He
conseguido hacer enfadar a Gabriel antes de que nuestra cita
haya empezado. Vaya por Dios. La mirada de Gabriel recorre
la toalla que envuelve mi cuerpo, cuya parte inferior apenas
roza la parte superior de mis muslos, y creo que podría estar
fuera de peligro. Mi cara se calienta mientras me acerco.
“Oí risas y me sentí excluida”, digo, inclinándome sobre
Harry. Le paso la mano por su sedoso pelo.
Gabriel se levanta y me agarra por la parte superior del brazo,
levantándome de un tirón. Comienza a caminar hacia atrás, y
yo lo miro con nerviosismo hasta que mi espalda se aprieta
contra la pared.
“Es curioso”, dice con una sonrisa cruel, inclinándose sobre
mí. “Porque te oí ducharte antes y me sentí excluido, pero
como elegiste empezar a prepararte tan tarde sabía que no
tenía tiempo de meterme y follarte hasta el cansancio antes de
la cena”.
El calor baja hasta mi vientre y me lamo el labio. Ver a Gabriel
enfadado no debería excitarme, pero por Dios que lo hace. Sus
ojos negros se clavan en los míos y por un segundo pienso que
podría decir “a la mierda la reserva” y arrancarme la toalla allí
mismo.
Entonces me suelta y da un paso atrás.
“Ve a terminar de prepararte”, ordena. “Acostaremos a Harry
antes de irnos”.
Me levanto y vuelvo a mi habitación para terminar de
maquillarme, con el pulso acelerado. Me alboroto el pelo con
suaves ondas que me rozan los hombros y, cuando estoy
satisfecha, me subo la cremallera del vestido negro y me subo
en un par de zapatos de tacón color esmeralda. Me giro frente
al espejo, satisfecha con mi aspecto, y vuelvo a entrar en el
cuarto del bebé.
Los ojos de Gabriel se dirigen a mí y silba en apreciación. “Te
ves bien”.
Parece que mis pecados anteriores han sido perdonados ahora
que he conseguido un producto terminado a tiempo. Paso las
manos por el vestido. “Gracias”.
Gabriel levanta a Harry y se acerca a mí sosteniéndolo cerca
de mi cara. Le pellizco las mejillas y le beso la frente. Mi bebé
bosteza y se deja caer en los brazos de su padre.
“Alguien está listo para ir a la cama”, comento.
Gabriel lleva a Harry a la cuna y yo le sigo. Cuando lo acuesta,
me agacho en la cuna y le pongo la manta sobre el pecho,
pasándole los dedos por la cabeza mientras se acomoda.
La mano de Gabriel se desliza por mi espalda. El tierno gesto
me sorprende. Pienso en el masaje que me dio anoche y en lo
bien que me sentían sus manos acariciándome.
Sonrío y me inclino hacia él.
Los dos nos tomamos un minuto para mirar a Harry. Tiene los
ojos cerrados, las manos pequeñas cerradas en puños y los
labios fruncidos. Parece perfecto.
Los labios de Gabriel se acercan a mi cabeza. “Es hora de
irse”, susurra.
Asiento con la cabeza y los dos nos escabullimos de la
habitación como ladrones en la noche.

M UERDO el ravioli de jarretes de cordero estofados y mis ojos


se ponen totalmente en blanco. “Dios mío”, gimo. “Quiero
casarme con esta pasta”.
Gabriel toma un sorbo de su Malbec, con los ojos brillando de
risa. “Me alegro de que lo disfrutes”.
“No sólo lo disfruto, sino que le compongo baladas de amor”.
Los suculentos sabores se deshacen en mi boca y es todo lo
que puedo hacer para no engullir todo el cuenco de un solo
bocado.
Nunca había estado en un restaurante tan lujoso, y al principio
no creía que fuera a ser mejor que un buen restaurante
tradicional, pero me equivoqué. El aperitivo de salami y
crostini de higo me hizo ver a Dios, y el maridaje de chianti
toscano sugerido por el sumiller para mi plato principal ha
convertido cada sorbo y cada bocado en una experiencia
espiritual.
“Si pudieras ir a cualquier país del mundo sólo para cenar, ¿a
dónde irías?”. le pregunto. “¿Roma para comer pizza? ¿Japón
para comer sushi? ¿Nepal por los momos?”.
Gabriel ladea un poco la boca. “Viajar a otro país para comer
no está fuera de mi alcance”.
“Lo entiendo: eres muy rico e importante”. Entrecierro los
ojos.
Gabriel se ríe, luego mastica un bocado de su comida
pensativo mientras considera su respuesta. “Probablemente
diría que Tailandia”, responde finalmente. “La comida
callejera de ese país no se parece a nada que hayas probado
antes”.
“No esperaba que dijeras comida callejera”, admito. “Pareces
más del tipo de foie gras y caviar”.
“Para nada. Me gustan algunas de las cosas más finas de la
vida, pero no soy innecesariamente indulgente”. Toma un
sorbo de su vino y lo deja de nuevo en la mesa. “El foie gras
sabe a mierda”.
Pienso en la sencilla decoración de su dormitorio y me doy
cuenta de que tiene razón.
Tiene un coche llamativo, ropa cara, una gran mansión, pero
cuando se trata de su esfera privada, Gabriel tiene la capacidad
de ser bastante sencillo. Sospecho que su deseo de riqueza
tiene más que ver con el poder que conlleva que con la
extravagancia que permite.
“¿Y qué hay de ti?” pregunta Gabriel.
“Oh, eso es fácil”, digo, señalando con el tenedor mi comida.
“Yo vendría aquí”.
Sus labios tiran de las comisuras y levanta su vaso hacia mí.
“Por estar exactamente donde quieres estar”, dice.
Choco mi vaso con el suyo. “Salud”.
Bebemos, y me pregunto si Gabriel está sugiriendo que esto es
exactamente dónde quiere estar, también.
“Solía venir aquí con mi padre en ocasiones especiales”, me
dice Gabriel. “Era amigo del antiguo propietario. Me alegra
ver que la calidad no ha disminuido desde que el restaurante
cambió de manos”.
La mención del padre de Gabriel hace que los raviolis se me
atasquen en la garganta. Pienso en la foto de Fabrizio con su
brazo alrededor de mi padre y me doy cuenta de que no he
pensado en ello en toda la noche. Trago con fuerza.
“¿Tu padre tenía muchos amigos en la ciudad?” pregunto.
Gabriel hace una pausa con el tenedor a medio camino de la
boca. “Tenía muchos amigos por todas partes”, dice. “¿Por
qué?”
“Sólo por curiosidad”.
Muerde y mastica pensativo. “Siempre tienes curiosidad”.
“Está en mi naturaleza”.
“Así parece”. Sus labios se curvan juguetonamente. “La
curiosidad mató al gato, ya sabes”.
“Pero la satisfacción lo trajo de vuelta”. Tomo un sorbo de mi
vino. “Todo el mundo olvida siempre la segunda línea de ese
adagio”.
Gabriel me observa, con la luz de las velas jugando con sus
rasgos. No sé cómo, pero esta noche está más guapo que
nunca. Sus cálidos charcos de ámbar me atraen y me pierdo en
ellos. El recuerdo de la fotografía se desvanece en el olvido.
“Me diviertes”, dice finalmente Gabriel.
Mi corazón palpita y miro hacia abajo, sonriendo. Esas tres
palabras son lo más cerca que ha estado de declarar sus
sentimientos. Sé que no es mucho, pero es algo.
Toda esta noche ha sido perfecta, desde espiar a Harry y
Gabriel en la habitación, hasta la increíble comida, pasando
por bromear y reír con este hombre como si fuéramos una
pareja normal en una cita normal en lugar de… Bueno, lo que
sea que seamos.
Además, sé que se avecina una gran sesión de sexo. ¿Qué más
podría querer de esta noche?
Levanto la vista y estoy a punto de pedirle a Gabriel que me
hable de Tailandia cuando me doy cuenta de que su actitud ha
cambiado. Sus hombros están rígidos, la boca apretada en una
línea firme, con su mirada extendiéndose detrás de mí.
Miro por encima del hombro y veo que se acerca un hombre
bajo y canoso. Lleva el pelo afeitado a los lados, una larga
melena en la parte superior y tiene tatuajes que serpentean por
el cuello de la camisa y las mangas de la chaqueta del traje. Su
rostro pálido está lleno de arrugas y cuando llega y se coloca
al lado de nuestra mesa, veo que sus ojos son de un verde
bosque brillante. Hay algo raro en él, pero no puedo
determinar qué es. Parece de esas personas no muy entusiastas.
“Gabriel Belluci”, dice el hombre con una voz delgada y
ronca. “Qué alegría verte”. Habla con un ligero acento
¿Irlandés tal vez? Eso tendría sentido, ya que he oído a Gabriel
maldecir a los irlandeses antes y la llegada del extraño
ciertamente no parece bienvenida.
“Lo siento; ¿te conozco?” Las palabras de Gabriel son
educadas, pero sus ojos escupen fuego.
Obviamente conoce a este tipo, pero finge lo contrario. ¿Por
qué?
“Perdóneme”, dice el hombre, haciendo una ridícula
reverencia. “Andrew Walsh. Era un amigo íntimo de tu padre”.
La mandíbula de Gabriel se tensa. “Encantado de conocerte”.
“Y tú”. Los ojos de Andrew se dirigen a mí. “¿Quién es esta
encantadora criatura?”
La forma en que sus palabras salen de su boca hace que mi
estómago se revuelva con repugnancia. No sé si es solo la
reacción de Gabriel o si realmente estoy percibiendo malas
vibras, pero hay algo en este hombre que está mal.
“Mi cita”, dice Gabriel, abandonando toda pretensión de
civismo. “Si no te importa, nos gustaría volver a nuestra cena”.
La hostilidad se desprende de Gabriel en oleadas, pero esto
sólo parece deleitar a Andrew. Nunca he visto a Gabriel así.
Lo he visto enfadado antes, y ha mostrado agresividad en el
dormitorio, claro, pero esto es completamente diferente. Su
expresión es positivamente asesina, como si estuviera a un
segundo de llegar a romper el cuello de Andrew.
“Por supuesto”. Los labios de Andrew se curvan en una
sonrisa felina. “Si tuviera una cena tan bonita como ésta, yo
también estaría deseando devorarla”.
Sospecho que no se refiere a la comida. Me sube la bilis a la
garganta y dejo el tenedor.
“Te dejo con tus cosas”, dice Andrew. “Oh, Gabriel, una cosa
más. Te debo mis condolencias. He oído que has perdido a
varios de tus empleados recientemente en trágicos accidentes”.
Sus ojos brillan. “Un consejo profesional: si quieres evitar más
accidentes, yo aflojaría tu control sobre los muelles”.
Con eso, Andrew se escabulle. Los ojos de Gabriel le siguen.
Me cuesta digerir lo que acabo de presenciar. Esa fue una clara
amenaza, y la falta de reacción de Gabriel me lleva a creer que
no es la primera vez que Andrew lanza una.
“Gabriel”, susurro, inclinándome sobre la mesa. “¿Qué
demonios fue eso?”
Su mirada se desplaza hacia la mía y la rabia que navega en
sus profundidades hace que mi pecho se apriete. “Aquí no”.
Coge el tenedor y sigue comiendo en silencio. Yo dejo que el
mi platillo se enfríe delante de mí.
19
GABRIEL

En el trayecto de vuelta a la mansión, la amenaza de Walsh


ronda mi mente y quiero estrangularlo por revelar tanto
delante de Alexis. Su curiosidad innata no le permite dejar
pasar esto. Andrew Walsh prácticamente ha admitido haber
organizado las muertes de mi personal, muertes sobre las que
ella había preguntado durante una de nuestras entrevistas, y
más allá de decirle que está mentalmente trastornado, que no
es mentira, no se me ocurre cómo explicar sus palabras.
Alexis se queda mirando por la ventana. Me doy cuenta de que
se muere por preguntar qué ha pasado en el restaurante y quién
es Andrew Walsh, pero permanece en silencio.
Estoy tentado de decírselo. Estoy cansado de los secretos y los
juegos. Mi persona ya estaba dividida entre ser el hombre de
negocios y el jefe de la mafia, y añadir una tercera faceta a la
mezcla, el inofensivo hombre de familia ha sido agotador.
Siento que puedo confiar en ella, pero me preocupa que mi
aprecio por ella haya erosionado mi juicio. Después de todo,
es una periodista. Una con un agravante sentido de la
moralidad.
Incluso si pudiera confiar en ella, ¿sería prudente traerla a este
mundo o sólo la pondría más en peligro a ella y a Harry?
El coche sigue dando tumbos y siento que Alexis se inquieta
cada vez más. Se gira para mirarme, con los ojos buscando los
míos. Se relame los labios pensando.
“¿Puedo confiar en ti, Gabriel?”, pregunta.
Esto me pilla desprevenido. No esperaba que ella pasara por el
mismo proceso de pensamiento.
“¿Qué quieres decir?” le respondo.
Alexis se coloca un rizo suelto detrás de la oreja. Está sentada
lo más lejos posible de mí, pegada a la puerta. Por su postura,
parece que ha respondido a su propia pregunta.
“Me refiero exactamente a eso: ¿puedo confiar en ti?” frunce
los labios. “He visto cómo eres con Harry, y quiero creer que
tu hijo no es sólo un capricho pasajero para ti, pero me he
dado cuenta de que no tengo ni idea de quién eres”.
“Soy muchas cosas”.
“Sí, ya lo he entendido”, comenta. “Estamos llegando a una
etapa en la que necesito algún tipo de garantía por tu parte.
Algo de permanencia. Porque te he visto llevar muchas caras
diferentes y quiero estar segura de que la que llevas cuando
miras a nuestro hijo, y a mí, es auténtica”, suspira. “Mira, no
estoy loca. No espero que nos convirtamos en la familia
perfecta de la noche a la mañana, pero antes de seguir por este
camino contigo, quiero estar segura de que Harry y yo no nos
encontraremos sin techo en la calle dentro de seis meses
porque la novedad de tener un hijo se te haya pasado”.
Me está pidiendo mucho, sobre todo teniendo en cuenta que
todavía tengo que decidir cómo explicar a Andrew Walsh.
“Siempre me aseguraré de que tú y Harry estén atendidos”,
respondo.
“¿Qué significa eso?” levanta las manos en señal de
frustración. “Quiero una respuesta directa. ¿Qué significamos
Harry y yo para ti?”
“No es el momento, Alexis”.
“Oh, claro, ¿por lo que pasó en el restaurante?” levanta su
pulgar señalando detrás de ella. “¿No crees que ahora podría
ser el momento perfecto para que tengamos esta discusión?
¿Que tal vez me merezca un poco de claridad teniendo en
cuenta que un duende aterrador acaba de amenazarte durante
la cena?” baja la mano y estrecha los ojos. “Ya sé que hay algo
delictivo relacionado con tu negocio, que algunos trapos
sucios saldrían a la luz. No soy idiota”.
“No sabes de lo que estás hablando”, gruño.
Sí que lo sabe. Ese es el problema. Me desconcierta lo cerca
que ha estado de la verdad teniendo en cuenta lo poco que le
he dejado ver.
“Entonces dime”.
No lo haré. No aquí, no ahora. Si quiere la verdad, tendrá que
esperar hasta que estemos de vuelta en la mansión, donde
podré mostrársela adecuadamente. Sólo me pregunto si podrá
soportarlo.

L LEGAMOS de nuevo a la casa y subimos los escalones de la


entrada en silencio. Alexis me ignora infantilmente y
comienza a dirigirse directamente a su dormitorio. Yo la sigo,
admirando la curva de su culo en el vestido mientras subimos
las escaleras.
Esta mujer me enfurece, me excita, me desafía, y todo lo que
quiero hacer es protegerla. Pero no puedo comprometerme con
ella, no como ella quiere, y menos cuando no sabe toda la
verdad. ¿Pero qué pensará cuando se lo diga? ¿Me rechazará?
Llegamos a lo alto de la escalera y Alexis se da la vuelta para
ir a su dormitorio, pero la agarro de la muñeca. “Ven
conmigo”.
Se suelta de un manotón, pero me sigue mientras la conduzco
a la habitación contigua a mi despacho. La puerta está cerrada
y, mientras saco las llaves del bolsillo, hago un gesto hacia la
mesa del pasillo.
“Deja el teléfono, los zapatos y el bolso ahí”, le digo.
Alexis se muerde el labio con inseguridad, pero hace lo que le
indico. Empujo la puerta para abrirla. “Entra”.
Alexis entra vacilante, y yo la sigo, cerrando y echando el
pestillo tras nosotros. Me observa con cautela, luego sus ojos
recorren la insonorización de las paredes, el banco de acero de
un lado de la sala y la larga fila de casilleros del otro. No hay
sillas ni adornos. Esta sala es de utilidad y nada más.
“¿Qué es esto?” pregunta Alexis.
“Esta es la habitación más segura de la casa”. La hago girar
para que mire hacia el banco y ella tropieza un poco, cayendo
hacia delante y aterrizando con las palmas de las manos contra
el frío metal. “Está insonorizada y la única persona que puede
entrar o salir soy yo, así que sé que nunca han puesto
micrófonos”. Le bajo la cremallera del vestido. “Ahora sólo
tengo que asegurarme de que no has traído nada raro”.
“Eres algo paranoico ¿no?” no contesto.
Su vestido cae al suelo y le desabrocho el sujetador, tirando de
él desde los hombros, y luego le bajo la ropa interior. Doy un
paso atrás para admirarla, completamente desnuda, con las
bragas por los tobillos. Mi polla se agita, pero primero tengo
que ocuparme de un asunto.
Agarro a Alexis por el hombro y la giro para que me mire. Me
mira fijamente, pero sus pezones sobresalen de sus redondos
pechos, delatando su excitación. Sé que, si deslizara una mano
entre sus labios hinchados ahora mismo, la encontraría
húmeda y deseosa.
“¿Satisfecho?”, pregunta entre dientes apretados.
“Sí”.
“¿Puedo volver a ponerme la ropa?”
“No. Me gustas así”.
“A veces eres un verdadero imbécil”, replica Alexis.
Le agarro la barbilla y le aprieto las mejillas. “Tú eras la que
quería la verdad, Alexis. Veamos si puedes lidiar con ella”.
De manera frenética, me dirijo a la hilera de casilleros grises y
empiezo a desbloquear las puertas, abriéndolas para revelarle
su contenido: Ametralladoras MK 48, pistolas
semiautomáticas, rifles Kel-Tec, escopetas del calibre 12,
docenas de granadas. Uno de los armarios está lleno de
munición, cajas y cajas de todo tipo de munición, desde
perdigones hasta balas huecas. Hay suficiente munición aquí
para derribar un ejército.
Paso al siguiente armario, que alberga el orgullo de los
Belluci: una colección de cuchillos que comenzó cuando mi
tatarabuelo se trasladó a América. Algunos de estos cuchillos
tienen más de cien años. Cuchillos Bowie, navajas, machetes,
incluso un cuchillo colonial francés con empuñadura de marfil,
todos ellos muy afilados.
La última taquilla tiene una caja fuerte, y giro el dial mientras
Alexis se queda boquiabierta ante el almacén de armas.
Cuando la caja fuerte se abre con un clic, saco varios fajos de
billetes del interior y los arrojo a sus pies.
No me detengo ahí. Saco montones de papeles y los dejo caer
sobre el banco de metal. Alexis abre las páginas, ojeando los
registros de las cuentas bancarias en el extranjero, los
contratos comerciales y las escrituras de docenas de
propiedades como casinos, restaurantes y clubes, incluido
Fiamma.
“Gabriel, ¿qué es todo esto?”, susurra.
“Esto es lo que soy”, digo, extendiendo mis brazos. “Soy el
líder de un poderoso sindicato del crimen italiano”.
“Eres un mafioso”, aclara.
Su expresión es frustrantemente difícil de leer. No sé si está
horrorizada o simplemente sorprendida, pero la forma en que
cruza los brazos sobre el pecho me dice que, como mínimo,
está incómoda.
“Sí”.
Frunce los labios. “¿Hablas en serio?”
¿En qué está pensando? El pulso me late en la garganta y odio
lo que siento. Es como si estuviera nerviosa.
“¿Por qué iba a mentir?” pregunto.
Alexis responde en voz baja, como si lo estuviera asimilando
todo. “No lo sé”. Se lame los labios. “¿Por qué me dices esto?
¿Por qué ahora?”
“He estado pensando en mi legado”, le digo. “La sangre es
importante para mí. Harry es mi hijo y un día, todo esto será
suyo. Te guste o no, ahora también eres parte de esto”.
Palidece. “¿Crees que voy a dejar que mi hijo crezca para ser
un mafioso?”
“Nuestro hijo”, le recuerdo. “Y creo que crecerá para tomar
sus propias decisiones”.
Ella estrecha los ojos, pero no contesta. Sabe que tengo razón;
depende de Harry si quiere seguir mis pasos.
“Corres un gran riesgo al contarme tu secreto”, señala.
Sacudo la cabeza lentamente. “En absoluto. Si alguna vez
intentas desenmascararme, lo negaré. No tienes pruebas, ¿y
quién te creería a ti antes que a mí?”
Esto hace que le baje un poco a su coraje. Alexis frunce el
ceño y puedo ver los engranajes girando en su cabeza. Ahora
estoy desesperado por saber qué está pensando.
“Lo que dijiste en el coche…” pregunto, apoyándome en la
pared del fondo. “¿Sigue siendo lo que quieres, ahora que
sabes la verdad?”
Alexis respira entrecortadamente. “No lo sé. Tengo que
pensarlo”.
“Está bien. Tómate todo el tiempo que necesites para pensar”.
Mis ojos se posan fuertemente en los suyos. “Sólo asegúrate
de que, mientras piensas, no se te ocurra traicionarme. Ya soy
muy indulgente contigo. Pero la traición es algo que no puedo
aceptar”.
“Comprendo”. Se estremece. “¿Puedo volver a ponerme la
ropa ahora?”
Me acerco a ella y le quito las manos del pecho, las pongo
contra el banco de acero y la arqueo hacia mí. Mi pecho choca
con el suyo y noto que su corazón se acelera. Me mira con
ojos azules muy abiertos.
“¿Tienes miedo?” pregunto. “No”.
“Mentirosa”.
“¡No tengo miedo!”, afirma. “Sólo estoy… confundida. Y
preocupada”.
Suelto sus manos y paso mis dedos por su mejilla. “¿Qué te
preocupa?”
“Me preocupa lo que esto significa para Harry”, dice. “No
quiero que le pase nada malo”.
Le rodeo la barbilla con los dedos y le inclino la cara hacia mí.
Con un pequeño sacudón de cabeza, digo: “Nunca dejaré que
le pase nada a Harry. Ni a ti. Los dos están bajo mi
protección”. Le paso el pulgar por la mandíbula. “Por eso
están aquí, para que pueda mantenerlos a salvo”.
No parece del todo convencida, pero no importa. Ahora sabe
quién soy, pero aún no comprende de qué soy capaz.
Probablemente sea mejor así. No sé si se sentiría más segura si
viera mi lado oscuro.
“¿Puedo volver a mi habitación ahora?” Alexis pregunta.
“No”. Suelto su barbilla y deslizo mis dedos por sus brazos,
dejando la piel de gallina a mi paso. “Todavía no he terminado
contigo”.
Mis manos se acercan a su regordete trasero y la subo a la
mesa. Chilla sorprendida y se lleva las manos a los hombros
para estabilizarse. El calor me quema el vientre, pero ya me
daré el gusto más tarde. Por ahora quiero centrarme en Alexis,
quiero clavar un pico de placer tan profundo en su interior que,
cuando recuerde esta conversación, se le enrosquen los dedos
de los pies de placer. Quiero que recuerde quién es su dueño.
Me meto entre las piernas de Alexis y atrapo su boca con la
mía. Su beso es vacilante, casi reacio, y yo respondo cogiendo
su cara con las manos y besándola con más fuerza.
Gime contra mis labios. Sus dedos se clavan en mi pecho. La
suelto y la empujo hacia atrás, aplastándola contra la mesa.
Sus piernas rodean instintivamente mis caderas. Me resultaría
muy fácil sacar la polla y meterme dentro de ella, y por un
segundo me planteo hacerlo, pero hay algo que me apetece
más.
“Hace frío”, se queja Alexis.
Le pongo un dedo en los labios. “Silencio”.
Le paso el dedo por la barbilla, por el cuello y luego entre los
pechos. Sus pezones rosados apuntan hacia arriba, pidiendo
atención, y me inclino para llevarme uno a la boca. Alexis
jadea y se arquea para recibirme mientras chupo y mordisqueo
el delicado capullo.
Me muevo hacia el otro, apretando sus tetas con las palmas,
alejándome de la mesa mientras continúo mi viaje hacia abajo.
Le subo las piernas por encima de los hombros mientras me
arrodillo, lo que me sitúa a la altura perfecta para posar mi
boca sobre su coño. Su aroma hace que mi polla palpite. Se
estremece de expectación y me mira con los ojos entornados
mientras sus tetas suben y bajan con una respiración
entrecortada. Me encuentro con su mirada mientras mi lengua
se desliza entre sus labios.
Alexis echa la cabeza hacia atrás y gime, apretando los muslos
contra mí. Empiezo a devorarla con avidez, saboreando su
sabor dulce y almizclado. Alterno entre rodear su clítoris con
la lengua y chupar suavemente.
Sus gemidos son una sinfonía de la mejor música para mis
oídos. Deslizo un dedo dentro de ella y acaricio sus paredes
internas, lo que la hace temblar de placer. Se tensa y sé que
está cerca. Sigo adelante, gimiendo mientras mi polla amenaza
con salirse de mis pantalones.
Me encanta esto. Me encanta verla perder el control, sentir
cómo su cuerpo se agita y se flexiona mientras la llevo al
paraíso. El cuerpo de Alexis se tensa a mi alrededor y deja
escapar un largo gemido, pero no me detengo. Sigo lamiendo
y deslizo otro dedo dentro de ella.
“Gabriel”, jadea. Sus manos se clavan en mi pelo y tiran de él.
No puedo decir si está intentando acercarme o alejarme, pero
no importa. No voy a ceder. Todavía no.
Alexis echa la cabeza hacia atrás y grita mientras otro orgasmo
la desgarra. Gruño y pellizco su clítoris y vuelve a
convulsionar. Podría verla correrse todo el día, todos los días.
Esta imagen, el sonido, la sensación de su cuerpo apretando
mis dedos… Tendré que hacer acopio de mi fuerza de
voluntad para irme sin enterrar mi polla en ella, pero ya he
pasado demasiado tiempo aquí. Andrew Walsh dejó clara su
amenaza, y necesito reunir mis capos para decidir qué hacer
con él.
Empiezo a ponerme en pie, besando el interior de sus muslos
mientras se alejan de mis hombros. La respiración jadeante de
Alexis llena la habitación. Se desploma contra la mesa y un
ojo se abre para mirarme mientras me muevo por la habitación
cerrando y bloqueando las puertas abiertas.
Alexis se arrastra hasta el borde del banco y se baja de un
salto. Recoge su ropa en silencio y empieza a vestirse, sin
molestarse en pedirme permiso esta vez.
“Te daré tiempo para procesar todo lo que te he dicho”, digo,
“pero si no puedes soportar vivir en esta nueva realidad, puede
que tenga que tomar medidas drásticas”.
“¿Es una amenaza?”, pregunta, con los ojos brillando mientras
se sube la cremallera del vestido.
“Sólo una advertencia”.
“Bien”. Se pone de pie, cruzando los brazos. “Una advertencia
para ti también, entonces. Si le pasa algo a Harry, sé a quién
haré responsable. Y no dudaré en destruir a esa persona”.
Tengo que ocultar mi sonrisa. Ahí está mi tigresa.
20
ALEXIS

Me despierto cuando llaman a la puerta de mi habitación y me


doy la vuelta mirando la hora en el celular. Las 8:00 a.m. Justo
a tiempo. Salto de la cama y me pongo una camiseta holgada
de camino a la puerta, estiro los brazos por encima de la
cabeza y bostezo.
Abro la puerta y Ángelo, uno de los guardias de la mansión,
sostiene un jarrón de flores. El arreglo de gerberas color
cereza, rosas rojas y amarillas y exuberante follaje verde
rebosa color. La expresión de Ángelo no.
“Gracias, Ángelo”, le digo, quitándole el arreglo.
Me da una bolsa de M&M de cacahuete. “Esto venía con eso”.
Cojo la bolsa y me dirijo a la habitación, poniendo los ojos en
blanco mientras cierro la puerta de una patada. Los M&M de
cacahuete son bienvenidos, pero las flores… ¿dónde demonios
voy a ponerlas? Hay ramos similares en todas las superficies
disponibles, y los aperitivos que los acompañaban hace tiempo
que han pasado a mejor vida. Todas las mañanas desde que
Gabriel me reveló su secreto, me he despertado con una
entrega de flores y aperitivos. Peonías y Pringles. Gerberas y
aros de cebolla. Lirios y bocadillos de queso. Ya ha pasado
una semana. Pensé que ya habría parado.
Oigo por el radio del bebé que Harry está despierto y llevo las
flores conmigo a la habitación del bebé. Está de pie en su cuna
y suelta una risita de felicidad cuando me ve.
“¡Flor!”, balbucea.
Su vocabulario aún es reducido, pero en la última semana
“flor” ha sido una incorporación necesaria.
Acerco el ramo a la cuna y me inclino, hundiendo la nariz en
los pétalos y olfateando.
Harry me imita.
“Huelen bien, ¿verdad?” digo.
Harry aplaude emocionado. Me pregunto si Gabriel sabe que
Harry se emociona más con la entrega de flores por la mañana
que con la de juguetes de la tarde. Echo un vistazo por la
habitación a los nuevos y relucientes camiones, robots y
peluches. Harry no ha tenido la capacidad de atención
suficiente para jugar con todos ellos, lo cual está bien porque
la mitad son inapropiados para su edad, lo que al menos indica
que Gabriel los eligió él mismo, ya que a veces puede ser un
poco despistado. Pero es un detalle. Le agradezco que lo
intente.
“¿Desayunamos?” sugiero, colocando el jarrón encima de una
cómoda.
“¡Flor!”
“No puedes desayunar flores”. Vuelvo a la cuna y levanto a
Harry en brazos. “No sabrían muy bien”.
Se acurruca contra mí.
“Supongo que algunas flores son comestibles”, añado
pensativa, saliendo de la habitación. “Las ponen en ensaladas
elegantes y cosas así. Aunque, para ser sincera, no creo que,
aunque alguien me dijera que una flor es comestible me
sintiera muy inclinada a comérmela”.
Harry murmura una sarta de tonterías y me doy cuenta de que
he pasado demasiado tiempo con mi hijo pequeño. Aparte de
breves interacciones con el personal de la casa, mis únicas
conversaciones adultas son con Gabriel.
Intento remediarlo llamando a Clara de camino a la cocina,
pero no contesta. Qué raro. Hace una eternidad que no hablo
con ella y nunca contesta cuando la llamo.
Victoria está cortando verduras en la cocina cuando llego.
Sonríe al verme, deja el cuchillo y se limpia las manos en su
delantal de colores.
“¡Buenos días!”, dice. “¿Algo de desayuno para ti y el
pequeño?”
“Sí, por favor”.
Dejo a Harry en su silla junto a la isla mientras Victoria pone
una sartén en el fuego y empieza a sacar ingredientes de la
nevera. Se acerca a la silla cuando Harry ya está sentado y se
inclina hacia él, sonriéndole.
“¿Qué tal unos huevos revueltos y fruta?”
“¡Menco!”
Victoria frunce los labios, desconcertada. “No estoy segura de
tener menco en la nevera”.
“¡Menco!” me río entre dientes.
“Es tu delantal”, digo señalando los pájaros rosas esparcidos
por la tela. “Fuimos al zoológico la semana pasada y Harry
quedó encantado con los flamencos”.
Victoria se ríe. “¡Ya veo! Bueno, entonces nos une el amor por
los flamencos, Harry”. Vuelve a los fogones y empieza a
cascar huevos, canturreando para sí misma.
Mi mente vaga hasta el zoológico. Gabriel nos llevó allí a
Harry y a mí el día después de su gran revelación. De hecho, al
día siguiente de desnudarme y hacerme correr varias veces en
su habitación segura. No habría esperado que fuera capaz de
pasar tan fácilmente de Gabriel el jefe de la mafia a Gabriel el
padre, pero en el zoológico estaba lleno de sonrisas amables y
bromas.
En el recinto de los elefantes, simuló que su brazo era una
trompa, para deleite de Harry. En el corral de los tigres, me
pellizcó el trasero y luego me rodeó la cintura con el brazo y
me acercó. En ese momento, me olvidé por completo del día
anterior. Olvidé mis dudas, mis preocupaciones, mis miedos.
Por una tarde, Gabriel, Harry y yo fuimos una familia normal
en el zoológico, y cuando volví a la tierra, a las puertas de la
mansión, sentí una punzada de pena porque se hubiera
acabado.
Estamos lejos de ser una familia normal, pero me gustaría
tanto que pudiéramos serlo.
Harry y yo comemos y lo cargo en su cochecito para dar una
vuelta por los jardines. Hace un día precioso, con la luz del sol
derramándose sobre los cuidados setos, los caminos de grava y
los alegres macizos de flores. El aire rezuma con el zumbido
de las abejas que zumban entre las flores, y los colibríes se
agitan y zigzaguean sobre un fondo azul zafiro sin nubes.
Respiro el embriagador aroma de la lavanda y la hierba recién
cortada.
Es difícil conciliar esta escena con el salvajismo que sé que
hay debajo. Lo mismo me ocurre con Gabriel. La periodista
que hay en mí anhela desentrañar la ensoñación para sacar a la
luz las retorcidas raíces de la corrupción que se enhebran bajo
mis pies.
Pero ¿cómo podré conseguirlo ahora? Sé demasiado. Estoy
demasiado metida. Antes de conocer el alcance de lo que
podría descubrir, era fácil querer echar un vistazo. Ahora sé, o
al menos puedo imaginar, las turbias profundidades a las que
me llevaría seguir persiguiendo esta historia, y no es seguro
para mí ir allí. Más allá de eso, no estoy segura de querer
hacerlo. Destruiría la familia que los tres estamos
construyendo. Harry siempre será una prioridad para mí, y si
lo mejor para él es que yo me haga la vista gorda, quizá deba
hacerlo, aunque vaya en contra de mis valores.
Debbie estaría furiosa. Últimamente ha estado
sospechosamente callada, lo que me lleva a pensar que ya se
ha dado por vencida conmigo. Me envía nuevos encargos, pero
no me acosa por el artículo de Belluci, y podría pasar mucho
tiempo antes de que me ofrezca otra oportunidad de demostrar
mi valía. Me duele saber que la he decepcionado, pero eso no
es lo peor. Si dejo pasar esto, también habré defraudado a mi
padre.
Además de eso, ¿y si destruir a esta familia, eliminarla como
opción, es en realidad lo correcto para Harry? Ya no sé qué
pensar. No sé qué sentir.
Estoy completamente, totalmente estancada.

H AY media docena de juguetes nuevos en la habitación del


bebé, pero Harry y Gabriel vuelven a jugar a los aviones.
Harry se eleva en el aire, estirando los dedos carnosos
mientras intenta alcanzar el avión en el cielo. Gabriel lo baja
en picado, justo al alcance de Harry, y luego lo aparta de
nuevo, levantándolo por encima de su cabeza. En la habitación
resuenan las risas de Harry y los ridículos ruidos de avión de
Gabriel.
“¡Neeeeeeeow!” El avión cae en picado, levantándose en el
último segundo, antes de chocar con la alfombra de felpa color
crema. “Zooooom”.
Los ojos de Harry siguen el juguete por la habitación, pero los
míos están fijos en la cara de Gabriel. Sonríe, con hoyuelos en
las mejillas, totalmente despreocupado. Se inclina hacia
delante y un mechón de pelo negro le cae delante de sus
brillantes ojos castaños, pero no se molesta en echárselo hacia
atrás, lo que le da un aspecto casi infantil.
Se me encoge el corazón cuando los miro desde el sofá, entre
frase y frase de mi último artículo. Gabriel tiene el aspecto
más informal que he visto nunca: sin corbata, con la camisa
blanca desabrochada hasta el cuello y las mangas remangadas
hasta los codos. Sus ojos se arrugan un poco en las comisuras
mientras ríe. Irradia pura alegría.
¿Cómo puede este hombre ser un criminal? No sólo un
criminal, sino el líder de todo un imperio criminal.
Intento imaginar lo que eso significa, qué tipo de cosas
horribles ha hecho, y no puedo. No puedo ver otra cosa que un
padre cariñoso cuando le miro. Pienso en mi propio padre y se
me hace un nudo en la garganta.
¿Qué pensaría papá de mí? Odiaba a los criminales y luchaba
con uñas y dientes para defender a quienes habían sido
agraviados por ellos. Luego, un criminal acabó con su vida. Si
me viera ahora, ¿comprendería mi conflicto o simplemente me
condenaría por mi falta de moralidad?
Me viene a la mente la imagen de papá y Fabrizio y me
pregunto si papá tuvo algún fallo moral. Esa imagen me ha
perseguido todos los días. Aún no estoy segura de lo que voy a
escribir sobre Gabriel, pero sé que necesito indagar más para
saber qué pensar de él.
Por ahora, es difícil ver a Gabriel y sentir algo más que afecto.
Harry ya se ha enamorado de él. A pesar de mis recelos, siento
que yo también me enamoro de él. Cada escena como ésta,
cada suave caricia en la oscuridad, va minando mis defensas.
Sé que no debería amarlo, pero una persona perdida en el
bosque no puede elegir qué criatura viene a devorarla.
Gabriel pone el avión a la altura de la cara de Harry y se
acerca lentamente, haciendo ruidos de traqueteo como si el
avión se estuviera quedando sin gasolina. Harry mira,
adorablemente bizco, cómo Gabriel estrella el avión contra su
nariz y luego lo deja caer al suelo.
Harry aplaude. “Papá”
A Gabriel se le borra la sonrisa y se queda mirando a Harry,
atónito. Se me aprieta el pecho. Harry no se da cuenta del
cambio de actitud de Gabriel y se acerca a él, sonriendo
esperanzado, pero Gabriel no lo coge. Se levanta y se alisa las
arrugas del pantalón sin mirar siquiera los brazos extendidos
de su hijo. Juro que la temperatura de la habitación baja al
menos tres grados.
Intento captar la mirada de Gabriel cuando se vuelve hacia la
puerta, pero no lo consigo. Y entonces, desaparece,
dejándonos a Harry y a mí preguntándonos qué demonios
acaba de pasar.

S USPIRO , cierro el portátil y me pongo en pie. Pensé que dejar


a Harry con Jessica me ayudaría a concentrarme, pero no
puedo dejar de repetir en mi cabeza la incómoda escena de
esta mañana.
Harry llamando a Gabriel “Papá”.
Gabriel saliendo de la habitación.
El cambio instantáneo de la atmósfera de felicidad a la
incomodidad.
No lo entiendo. ¿Pensé que a Gabriel le gustaba ser padre?
¿Pensaba que se preocupaba por Harry? Ha sido tan cariñoso y
afectuoso con el bebé desde el principio, ¿por qué oír cómo le
llama papá de repente es demasiado para él?
Intenté ignorarlo, intenté darle espacio a Gabriel, pero ahora
necesito saberlo.
Ni siquiera sé si Gabriel está en casa, pero si lo está, es muy
probable que esté en su despacho. Salgo del salón y me muevo
por la casa, subo los escalones y me dirijo al final del pasillo.
Paso junto a la puerta de la habitación insonorizada y se me
acelera el corazón. Me repongo, no es momento de distraerse,
y me detengo frente al despacho de Gabriel. Respiro hondo y
llamo a la puerta.
“Adelante”, dice Gabriel con la voz grave y autoritaria que
reserva para su personal. Y para mí, cuando me he portado
mal. Siento un cosquilleo en el corazón, pero lo ignoro. No es
el momento.
Entro en la habitación y Gabriel levanta la vista de su
ordenador. Sus ojos se abren ligeramente, lo único que indica
que se ha sorprendido al verme. Cierra el portátil y junta las
manos mientras cierro la puerta tras de mí.
“Hola”, le digo.
“Hola”.
Me chupo el labio, acercándome a su escritorio. “¿Qué pasó
hace rato?”
La mandíbula de Gabriel se tensa. Parece a punto de
despedirme, pero entonces suspira y sus hombros se hunden.
“Lo siento”, dice.
Parpadeo. “No estoy segura de haberte oído bien porque eso
ha sonado muy parecido a una disculpa”.
Gabriel tuerce la comisura de los labios, pero no sonríe.
“Era una disculpa”, responde. “Sé que esto va contra tu
naturaleza, pero intenta no darle vueltas a esto”.
Me hundo en el asiento de enfrente y levanto las manos en
señal de concesión. “Vale. No voy a darle vuelta a esto. Pero
¿puedo pedirte que expliques un poco?”
Gabriel se echa hacia atrás y se pasa una mano por la cara. Leo
angustia en su ceño fruncido y en sus hombros tensos, y me
duele el corazón de querer consolarlo.
“No sé cómo hacer esto”, dice finalmente.
No necesita decirme lo que quiere decir con esto. Su franqueza
me hace sentir insegura. Me he estado cuestionando mi
capacidad para hacer esto desde que me enteré de que estaba
embarazada, y esas preocupaciones no han hecho más que
acentuarse con cada nuevo reto.
“Yo tampoco sé cómo hacer esto”, respondo, inclinándome
hacia delante. Muevo mi mano sobre el escritorio, con la
palma hacia arriba. “Pero para ser honesta, creo que lo hemos
estado haciendo bien, y creo que está funcionando hasta ahora.
Nos veo continuando”.
Las palabras salen de mí sin pensar en mi conflicto interno. En
este momento, no siento ninguno. Sólo veo al padre de Harry,
que se ha convertido en una fuente de consuelo para mí y para
nuestro hijo, y sé que lo necesito en mi vida.
Gabriel apoya la palma de la mano en la mía y yo cierro los
dedos alrededor de su mano. Sus ojos buscan los míos y, por
un breve instante, vislumbro vulnerabilidad en sus
profundidades ambarinas.
“¿De verdad crees que eso es posible?”, pregunta. “¿Dado lo
que ahora sabes de mí?”
“Sí”.
Mi falta de vacilación sorprende a Gabriel, pero también me
sorprende a mí. He pasado horas debatiéndome sobre la
moralidad de mi situación actual, intentando averiguar si está
bien que me sienta como me siento. Pero si me dan una
fracción de segundo para decidir, la respuesta es que sí: quiero
que nuestra familia continúe.
La boca de Gabriel se curva y me aprieta la mano. “Gracias”.
“¿Una disculpa y una palabra de gratitud en la misma
conversación?” bromeo. “Debo estar soñando”.
Su boca se aprieta en una fina línea. “Eso es lo que yo
consideraría darle vueltas”.
Suelto una risita, le doy un beso, retiro la mano y me pongo en
pie. “Debería volver al trabajo”.
“¿Cómo va eso?” pregunta Gabriel.
Hago una pausa. No estoy acostumbrada a que me hable de
cosas triviales, y no sé si realmente quiere saber o si sólo está
siendo educado para salir de nuestro breve interludio
emocional.
“Bien”, respondo, decidiendo que probablemente se trate de lo
segundo.
“Me encantaría leer alguno de tus trabajos”.
“Si vas a la página web del Union y escribes mi nombre en la
barra de búsqueda, aparecerán cosas que he escrito”, le digo.
“Pero te advierto, la mayoría son cosas aburridas”.
Asiente con la cabeza, sonriendo. “Yo juzgaré eso”.
Salgo de su despacho, completamente segura de que Gabriel
no tiene ningún interés en leer mi obra y de que ésta será la
última vez que hablemos de ella.

L A SIGUIENTE VEZ que veo a Gabriel es un par de horas más


tarde. Me doy la vuelta y lo encuentro apoyado en el marco de
la puerta del baño mientras estoy bañando a Harry. No sé
cuánto tiempo lleva observándonos.
“Eres una buena escritora”, dice Gabriel.
Parpadeo, sorprendida. Realmente leyó mi trabajo.
“Gracias”, respondo.
“Podrías escribir mejores historias si te dieran la oportunidad”.
Su comentario me escuece por un par de razones. Uno, porque
se me ha dado la oportunidad, y dos, porque aún no estoy
segura de que vaya a dejar escapar esa oportunidad, aunque la
culpa resultante me corroa por dentro.
“Lo sé”, digo.
Gabriel asiente y se marcha sin decir nada más. Ni siquiera
reconoce el sombrero y barba de burbujas que tiene puestos su
hijo.
21
ALEXIS

Hace un día precioso y soleado. La mano de Gabriel se siente


caliente en mi espalda mientras empujo el cochecito de Harry
por el parque.
Harry divisa patos a lo lejos y los señala. “¡Patos!”
“¿Quieres ver los patos, Harry?”
Claro que quiere. Siempre quiere ver a los patos.
Giro el cochecito hacia el estanque de los patos. La luz del sol
se filtra entre los árboles, moteando el sinuoso sendero que
tenemos delante. Oigo el graznido de los patos a lo lejos y el
trinar de los pájaros que saltan entre las ramas.
“Ya casi llegamos”, le digo a Harry.
Pero el camino parece extenderse ante nosotros. Cuanto más
caminamos, más se alarga. Una nube pasa por encima del sol
y largas sombras se extienden por el sendero. El murmullo de
las hojas se apaga. Un inquietante silencio se desliza sobre
nosotros como un manto.
“¿Qué está pasando?” pregunto.
Nadie contesta. Miro a Gabriel, pero mi padre me mira
fijamente.
“¿Papá?”
Al principio, siento alivio, está aquí, está conmigo, pero la
expresión de su rostro dista mucho de ser cariñosa. Su boca se
tuerce cruelmente, los ojos que antes siempre reían ahora se
entrecierran con disgusto.
“¿Qué haces, Alexis?”, pregunta con voz entrecortada.
Me doy la vuelta, buscando a Gabriel. ¿Dónde se habrá
metido? El corazón se me acelera en el pecho y me alejo
tambaleándome de mi padre, cuya expresión es cada vez más
amenazadora.
“¿Cómo pudiste entregarte a un criminal?” exige mi padre.
“Me decepcionas”.
“¡No lo entiendes!”
Se acerca al cochecito e intento apartarlo, pero el agarradero
se me escapa de las manos.
“Harry estaría mejor sin ti”. Papá mete la mano en el
cochecito y saca a Harry.
Harry llora, retorciéndose en los brazos de mi padre. Papá se
da la vuelta y empieza a alejarse.
“¡No!” grito, corriendo hacia él.
Pero el camino se alarga como un tafetán y, por mucho que
corra o grite, mi padre no se da la vuelta y no puedo
alcanzarle.
“¡No! ¡Por favor!” suplico. “¡Por favor!”

M E RETUERZO y me pongo de pie, jadeando. El corazón me


late con fuerza. Paso la mano por encima de la cama,
esperando encontrar la forma familiar de Gabriel, pero estoy
sola.
Ojalá estuviera aquí. Esa pesadilla fue tan vívida, tan dolorosa.
Trago saliva y salgo tambaleándome de la cama, secándome
las lágrimas de los ojos mientras me dirijo a la puerta del
cuarto del niño.
Necesito ver a Harry. Necesito saber que está bien.
Asomo la cabeza por la habitación y, efectivamente, Harry
duerme feliz en su cuna. Respiro con alivio y me apoyo un
momento en el marco mientras mi cuerpo se relaja. Harry está
bien. Yo estoy bien. No debería dejar que algo como un
estúpido sueño me afectara tanto.
Vuelvo a mi habitación y me meto bajo las sábanas. A pesar de
decirme a mí misma que todo va bien, sigo deseando que
Gabriel esté aquí.

N O SÉ cuánto tiempo he dormido, pero cuando vuelvo a


despertarme, mi habitación sigue completamente a oscuras. Al
principio, no entiendo qué me ha despertado. Oigo algo que se
mueve en la habitación y parpadeo en la oscuridad. Una
sombra alta se alza al final de la cama.
“¿Gabriel?”
No hay respuesta.
Intento incorporarme y me doy cuenta con horror de que no
puedo moverme. Tengo las manos y las piernas atadas a las
esquinas de la cama. Tiro de las ataduras, pero no ceden. El
miedo líquido amenaza con ahogarme y abro la boca para
gritar.
“Cálmate”, dice Gabriel, moviéndose alrededor del lado de la
cama. El alivio inunda mi sistema.
“¡Pensé que eras un intruso!” le reclamo. “Me asustaste”.
El rostro de Gabriel está oculto por las sombras, pero la luz de
la luna ilumina su torso desnudo a través de las persianas,
resaltando sus músculos, que hacen que se me caiga la baba.
Sus dedos se deslizan por mi pierna desnuda y se detienen al
llegar a la tela de mi pijama. Me recorre un escalofrío de
expectación. Gimo sin querer.
“Ahora ya sabes quién soy”, dice Gabriel. “Te he dado un
secreto, uno que no comparto a la ligera”.
Oigo un chasquido metálico y la tenue luz se refleja en algo
plano y puntiagudo en la mano de Gabriel. Me doy cuenta de
que es un cuchillo. Mi pulso vuelve a acelerarse. Su peso
hunde el lateral de la cama. Me roza el muslo con la parte
plana de la hoja y el frío metal deja mi piel de gallina a su
paso.
“Gabriel…”
“Necesito algo de ti a cambio”, continúa.
Tengo la boca seca y no sé si es por el miedo o por la
excitación. Trago con fuerza.
“¿Qué?” pregunto.
“Te necesito”.
Pasa la cuchilla a través de la tela de mis shorts de pijama,
rasgándolos por la cintura. Se me corta la respiración.
“Necesito que te sometas a mí completamente. Ahora eres
mía”.
Me desgarra también la otra pernera y tira de la tela hasta
dejarme completamente desnuda. Siento el aire frío contra mi
humedad. Quiero que se quede ahí, que me toque, pero la parte
plana de la hoja se desliza por mi vientre, estirando la camisa
por encima de mis pechos. Serpientes de fuego se mueven por
mi interior y me arqueo, desafiándole a que me corte la camisa
como me ha cortado los shorts.
Riiiip.
El aire frío me golpea los pezones y estos se fruncen. Gabriel
cierra la navaja y la tira a un lado, y la siguiente vez que me
toca es con dedos cálidos y ásperos. Agarra uno de mis
pezones entre sus dedos y lo pellizca. Una descarga de placer
me recorre los muslos y gimo.
“Dime”, ordena Gabriel con voz grave y potente.
Mis pensamientos batallan entre una espesa niebla de lujuria.
“¿Decirte qué?” jadeo.
“Dime que eres mía. Dime que te sometes”.
Hay un tono oscuro en su voz que nunca había oído antes.
Puedo decir que, si pronuncio esas palabras, las cosas serán
diferentes a partir de ahora. Me ha revelado su lado más
oscuro y esto es parte de ello.
Una voz débil y distante me pregunta si debería tener miedo,
pero no lo tengo. Estoy emocionada.
“Soy tuya”, digo, con la voz cargada de necesidad. “Me
someto a ti completamente”.
Gabriel gruñe en lo más profundo de su garganta. Se inclina y
me besa con fuerza en la boca. Hago un esfuerzo por estar más
cerca de él, por profundizar el beso, pero se aparta demasiado
pronto. Gimo.
“No te preocupes”, dice, retrocediendo de la cama y
poniéndose de pie. “Tengo muchos planes para esa boca”.
Me estremezco ante la oscura promesa de sus palabras. Oigo la
cremallera de sus pantalones y el movimiento de la tela al
bajárselos. Mi clítoris palpita por la necesidad de ser tocado.
Me encuentro a mí misma tirando de las correas, como si eso
fuera a servir de algo.
El peso de Gabriel vuelve a hundirse en la cama y se arrastra
sobre mí, lanzándome besos ardientes por el vientre, los
pechos y el cuello. Alarga su mano por detrás de mí y me
apoya la cabeza en las almohadas, pero antes de que tenga
tiempo de preguntarme por qué, se arrodilla junto a mi cara y
me recoge el pelo en un puño.
Su polla sobresale ante mí, dura y gruesa. Se me hace la boca
agua y abro antes de que me lo pida.
Gabriel gime apreciativamente. “Eres una muy buena chica,
¿verdad?”.
Se desplaza hacia delante y yo me abro de par en par para
acomodar su circunferencia mientras empuja su longitud hasta
el fondo de mi garganta. Su sabor es ligeramente salado y muy
masculino. Cierro los labios en torno a él y empiezo a chupar,
lamiendo la parte inferior de su pene mientras él guía mi
cabeza hacia delante y hacia atrás.
Me encanta su sabor. Me encanta sentirlo en mi boca. Me
encanta cómo se estremece mientras lo devoro. Gabriel es una
bestia, y yo estoy completamente a su merced, pero de algún
modo aún tengo este último resquicio de poder: el poder de
hacer que su cabeza explote de placer.
Gabriel empieza a mover sus caderas contra mi cara,
empujando su polla más adentro de mi garganta. Me dan unas
arcadas, pero consigo tragármelas. Levanto la vista. Apenas
puedo distinguir sus ojos en la oscuridad, y los miro fijamente
mientras me saquea la boca.
Soy tuya, dicen mis ojos.
Gabriel empieza a follarme la cara sin contemplación. Su
respiración es entrecortada, frenética. Mi corazón choca con
mis costillas y respiro cuando puedo.
Me empieza a doler la mandíbula, pero no me importa: hay
algo tan salvajemente erótico en que me folle la boca así que
podría correrme sin que me toque siquiera. Siento que ardo, y
las llamas lamen mi clítoris y me acercan cada vez más a la
liberación.
En su siguiente embestida, acerco la cabeza a la pelvis de
Gabriel, presionando con la nariz la carne de su ingle, y
Gabriel echa la cabeza hacia atrás y gime. Me sujeta, pero se
echa hacia atrás y presiona con los dedos contra mi sexo,
frotando lentamente. El placer es explosivo. Mis gritos
ahogados vibran a lo largo del pene de Gabriel, que suelta una
letanía de maldiciones y sale de mi boca justo cuando creo que
me voy a desmayar por falta de oxígeno.
Desciende por mi cuerpo y aún estoy jadeando cuando su boca
desciende sobre la mía en un poderoso beso. Su lengua se
cuela y yo le devuelvo el beso con avidez.
Gabriel se alinea en mi entrada y me penetra. Me ahoga un
gemido con un beso y marca un ritmo endiablado con las
caderas.
Veo estrellas.
Mi cuerpo está tan al límite que el primer orgasmo se abate
sobre mí en cuestión de segundos, y todo mi cuerpo se
estremece mientras olas de placer ruedan bajo mi piel.
Gabriel levanta mis caderas y continúa penetrándome. Mis
manos se aprietan alrededor de las correas y aprieto los dientes
mientras la presión de otro clímax crece en mi vientre. No
puedo hacer nada para evitarlo. Me tiemblan los músculos.
Por los gruñidos y gemidos de Gabriel, puedo decir que está
cerca, y la idea de que se derrame dentro de mí mientras estoy
atada e indefensa es tan excitante que me lleva al límite de
nuevo.
“Así es”, dice Gabriel con voz ronca. “Eres mía”.
“Soy… oh, maldición, ¡soy tuya!”
Me penetra una última vez y se detiene, con los dedos
clavados en la carne de mis caderas.
Me arde la frente de sudor y respiro entrecortadamente, con el
corazón golpeándome la caja torácica como un martillo
neumático. Gabriel se relaja sobre mí y me besa suavemente
en la frente mientras se estira para soltarme las manos.
Mis brazos caen inertes a los lados y Gabriel me desata los
pies. Cuando estoy completamente libre, se tumba en la cama
y me envuelve en sus brazos. Su cuerpo es cálido y su tacto
relajante. Me relajo y siento que una sonrisa se dibuja en mi
cara.
“Eres mía”, murmura.
Me acurruco contra él y escucho cómo su respiración se hace
más profunda.
Tiene razón. Para bien o para mal, soy suya. Pienso en la foto
de su despacho y me doy cuenta de que tengo que
preguntárselo.
Y eso significa que las cosas van a empeorar mucho antes de
mejorar.
22
GABRIEL

Subo los escalones frontales de la casa, saludando con la


cabeza a Ángelo y Matteo al pasar por la puerta. Ha sido un
largo día en la oficina, y me espera una larga noche de trabajo
en el despacho de casa.
Antes de encadenarme a mi escritorio por la noche, debo hacer
un desvío crucial.
Necesito ver a Alexis y Harry.
Se han convertido en una adicción para mí. A veces mi vida
parece una puerta giratoria de salas de juntas y sangre,
reuniones y caos. Pero cuando estoy con ellos, todo lo demás
se desvanece, aunque sólo sea por un rato. Nunca he
experimentado nada igual. Me encuentro buscándolos a horas
extrañas del día sólo porque necesito satisfacer el impulso de
tener a Alexis en mis brazos o escuchar la risa de Harry.
Alexis no está en el salón, donde hace la mayor parte de su
trabajo, pero el sonido de unas risitas se filtra por los pasillos y
lo sigo hasta las puertas francesas que dan al soleado jardín
trasero. Salgo y veo a Alexis y Harry sentados en una manta
sobre el césped. Harry lleva un sombrero de ala ancha que le
hace parecer un explorador de la selva, y Alexis lleva unos
shorts vaqueros deliciosamente cortos y una camiseta rosa de
tirantes. Su piel resplandece bajo los rayos dorados del sol y su
pelo refleja destellos cobrizos. La admiro un instante,
siguiendo la línea de su clavícula hasta el escote.
Mi mundo se estrecha. Mi pulso se suaviza. Alexis me señala
cuando me ve. “Ahí está papá”.
Harry sonríe. Tiene la boca manchada de algo rojo. “Papá”.
Todavía no me he acostumbrado a oírle decir eso, pero me
gusta.
Me tumbo en la manta y me inclino para besar a Alexis en la
frente. “¿Qué estamos haciendo?” le pregunto.
Alexis levanta un cuenco que contiene fresas cortadas.
“Estábamos merendando”.
“¿Comiendo o pintando?” pregunto, lamiéndome el pulgar y
frotándolo sobre la mueca teñida de rojo de Harry.
Suelta una risita y se retuerce, arrastrándose hasta el borde de
la manta donde está su flamenco de peluche.
“Si fuera por el pequeñín, llevaría toda su comida en la cara y
no comería nada”.
“Si por mí fuera, nunca te pondrías nada” sonrío. “Pero por
desgracia no todos podemos conseguir lo que queremos”.
Alexis arquea una ceja. “Sr. Belluci, sé de buena fuente que
usted consigue lo que quiere con bastante regularidad”. Curva
los labios en una sonrisa felina. “De hecho, anoche, creo que
consiguió lo que quería no menos de tres veces”.
“Tal vez”, comento, “pero creo que descubrirás que soy un
hombre muy codicioso. Bastante difícil de satisfacer”.
“Eso ya lo veremos”.
Estoy casi convencido de echármela al hombro y meterla en
casa, pero si sucumbo a ese impulso no saldremos ni a tomar
aire por horas y tengo mucho trabajo que hacer. Por ahora, me
limitaré a disfrutar de la sensación del sol en la espalda y del
delicioso olor a fresas y a la crema solar de coco de Alexis.
Harry se levanta tambaleándose junto a la manta y da pasos
temblorosos hacia mí, con los brazos extendidos. Le tiendo las
manos para cogerle si se cae, pero llega hasta mí sin vacilar.
“¡Papá!”
Lo envuelvo en mis brazos, sintiendo que se me hincha el
corazón. Quién me iba a decir que un paquete tan pequeño
podía traer tanta alegría.
Alexis se aclara la garganta. “Gabriel, ¿puedo preguntarte
algo?”
Me encuentro con su mirada y su expresión parpadea con
inquietud. Acaricio la cabeza de Harry y asiento con la cabeza.
“Cuando me quedé sola en tu despacho la semana pasada,
encontré un álbum de fotos en tu estantería”, dice.
Mi mandíbula se tensa.
Alexis continúa. “Había una foto de mi padre y tu padre y
parecían muy amigos. Especialmente teniendo en cuenta lo
que sé ahora sobre tu familia, no tiene sentido para mí.
¿Nuestros padres se conocían?”
“¿Has husmeado en mi despacho? pregunto en un tono bajo y
mordaz.
Los ojos de Alexis se abren de par en par y responde con voz
vacilante: “Sólo la estantería”.
“Estás mintiendo”.
Ella no lo niega. “Por favor, Gabriel. Sólo quiero saber la
verdad”.
“¿Quieres saber la verdad?” Levanto a Harry y lo dejo sobre la
manta frente a ella, poniéndome en pie. “La verdad es que
todas las mujeres son iguales y no puedes fiarte de ninguna”.
Entro en la casa, ignorando las súplicas de Alexis para que
vuelva.
He hecho todo lo posible para protegerla, para asegurarme de
que ella y Harry tienen todo lo que necesitan, ¿y así es como
me lo paga? ¿La dejé sola en mi espacio privado durante cinco
minutos y usó ese tiempo para escabullirse a mis espaldas?
Subo corriendo las escaleras y me dirijo directamente a mi
despacho, cierro la puerta tras de mí y me siento en mi mesa.
Estoy furioso, pero no sé cuánto es porque Alexis ha invadido
mi intimidad y cuánto es porque me ha hecho preguntas que sé
que no puedo responder.
Intento apartar a Alexis de mi mente y centrarme en el trabajo.
Enciendo el portátil y hay varios correos electrónicos que
requieren mi atención, así que empiezo a trabajar en ellos.
A pesar de mis esfuerzos, mis pensamientos no dejan de
divagar. Tras varios minutos leyendo y releyendo el mismo
mensaje, cierro el portátil de golpe, frustrado, y me reclino en
la silla, gruñendo.
Me dirijo a la estantería y recorro los lomos hasta dar con un
libro encuadernado en cuero negro liso que me resulta
familiar. Saco el álbum de fotos y lo acerco al escritorio. Hacía
años que no lo miraba. No desde que lo escondí, donde nadie
debería haberlo encontrado. Especialmente Alexis.
Hojeo las páginas. La mayoría de estas fotos fueron tomadas
en las fiestas de mi padre. Puedes decir lo que quieras del
viejo, pero sabía cómo organizar una velada: bandas de
música, torres de champán, pasteles franceses, todo.
Miro una foto de mi padre con el brazo alrededor de una rubia
sonriente. Felicity Huffman. Sus ojos azules como el cristal
brillan de alegría, pero siempre lo hacían. Poseía un talento
singular para escupir insultos mordaces con una sonrisa como
la del gato de Cheshire, pasando de la tranquilidad a la
indignación en menos de un segundo.
Felicity salió de la nada y fue escalando posiciones en la
sociedad neoyorquina, utilizando los bolsillos de hombres
poderosos como asideros. Cuando clavó sus garras en mi
padre, era tan buena en el juego que el hombre no tuvo
posibilidad.
Los deseos de ella se convirtieron en los de él. Los planes de
ella se convirtieron en los planes de él. Fue Felicity quien
inspiró a mi padre a tomar el poder hace dos años, y si no
fuera por ella, aún estaría vivo.
No sólo eso, sino que seguiríamos controlando la mayor parte
de los muelles y podría haber algo parecido a la paz entre los
territorios actualmente en guerra.
Vuelvo a hojear las páginas y encuentro la imagen que tantas
preguntas ha suscitado en Alexis. Su padre y el mío parecen
bastante amigos, abrazados por los hombros, apoyados el uno
en el otro para sostener sus extremidades pesadas por el vino.
No sé cómo voy a explicar esto. Estoy enfadado con Alexis
por traicionar mi confianza, pero más enfadado estoy porque,
debido a sus acciones, estoy teniendo que sacar una página del
libro de manipulaciones de Felicity solo para cubrir mis
huellas.
No puedo decirle la verdad a Alexis. No está preparada para
ello.
Al menos eso es lo que me digo a mí mismo. En realidad, creo
que soy yo quien no está preparado. No estoy listo para hacer
estallar esta burbuja de compañerismo que hemos formado.
Pero, sobre todo, no estoy preparado para que vuelva a
mirarme con odio en los ojos.

M ÁS TARDE , esa misma noche, encuentro a Alexis en el cuarto


de baño contiguo a la habitación del bebé justo cuando está
secando a Harry después del baño. Me apoyo en la puerta y
ella levanta la vista mientras envuelve los hombros de Harry
con la mullida toalla blanca. No habla.
“¿Podemos hablar en mi despacho?” le pregunto.
Alexis levanta a Harry en brazos y pasa junto a mí,
dirigiéndose al cambiador. “Sí. Sólo tengo que acostar a
Harry”.
Empieza a ponerle el pañal con movimientos pausados,
tomándose su tiempo para tocarle la nariz y hacerle cosquillas
en la barriguita. Se ríe, pero perezosamente, soñoliento, con
movimientos suaves y lentos. Verla preparar a nuestro hijo
para ir a la cama es casi hipnotizante. Le mete los brazos y las
piernas en un body amarillo pálido y luego lo acuna contra su
pecho, dando ligeros saltitos mientras camina por la
habitación.
La escena es tan dulce, tan tierna, que la rabia que se me ha
acumulado en los hombros toda la tarde desaparece. Cuando
Alexis deja a Harry en la cuna y le cubre el pecho con la
manta, yo también me siento listo para ir a la cama.
Cruzo la habitación y miro hacia la cuna mientras Alexis
enciende el móvil de sol y luna. Harry mueve los labios y las
pestañas le abanican las mejillas. Hace un suave gorgoteo y
deja caer la cabeza hacia un lado, con el pecho subiendo y
bajando a medida que respira.
“Vale, vámonos”, susurra Alexis, metiéndose el radio del bebé
en el bolsillo trasero.
Salimos de la habitación con pasos suaves y cerramos la
puerta con suavidad. Caminamos en silencio hasta mi
despacho, pero en cuanto entramos, Alexis se vuelve hacia mí
y me presiona el pecho con las palmas de las manos.
“Gabriel”, dice ella. “Siento haber husmeado en tu despacho
cuando me pediste que no lo hiciera. Si hay algo que sé de ti es
que eres muy exigente con tu intimidad, así que entiendo por
qué te enfadaste. Dicho esto, no creo que la forma en que
enloqueciste conmigo antes fuera justa. Todo lo que hice fue
encontrar un álbum de fotos en la estantería. Las estanterías
son para hojearlas, es parte de su esencia y creo que es justo
tener preguntas sobre lo que encontré”.
Mi labio se inclina. “¿Por qué tengo la sensación de que has
ensayado eso?”.
“Porque lo hice”. Se lleva las manos a las caderas. “Varias
veces. Con Harry haciendo el papel del gruñón Gabriel”.
Paso el dedo por su mejilla. Su piel es como la cachemira.
Cierra los ojos y se inclina hacia mí.
“Es sólo una foto”, le digo. “Mi padre se consideraba
filántropo cuando le convenía y solía asistir a actos benéficos
en los que se mezclaba con gente como tu padre. Ni siquiera
sabía que era tu padre el de la foto hasta que me lo dijiste”.
Alexis levanta la vista y frunce los labios, pensativa. Me doy
cuenta de que no está convencida.
“¿Me lo juras?”, pregunta. “No estoy segura de poder soportar
más secretos, así que si había algo entre nuestras familias
quiero saberlo ahora. No quiero terminar más herida más
adelante”.
Una vocecita me insta a decírselo, pero la bloqueo. Me odiará
si lo hago. No puedo perderla.
“Te juro que la foto no significa nada”. La acerco a mí. Mis
dedos trazan un patrón perezoso sobre su espalda y ella se
relaja contra mi pecho. Me pregunto si es capaz de oír la
decepción en el parpadeo de mis latidos.
“Nunca te haré daño, Alexis”, susurro, mis labios rozando la
coronilla de su cabeza. “Siempre protegeré a nuestra familia”.
Sus dedos se clavan en la parte delantera de mi camisa y
permanecemos en silencio hasta que el radio del bebé emite un
leve gemido. Alexis retrocede y lo saca del bolsillo justo
cuando Harry empieza a gemir en serio.
“Debería ir a ver cómo está”, dice Alexis, algo incómoda.
“Ve”. Le acaricio la mejilla y la obligo a mirarme. “Tengo más
trabajo que hacer, pero iré a verte después”.
Asiente y se pone de puntillas para darme un casto beso en los
labios antes de darse la vuelta y salir de mi despacho.
Suspiro y me paso los dedos por el pelo. Sus palabras parecen
resonar en la habitación.
Lo único que hice fue encontrar un álbum de fotos en la
estantería. Las estanterías están para hojearlas.
No se equivoca, y normalmente no me habría importado que
hojeara El ascenso y caída de Il Duce o Macroeconomía: Una
Historia mientras esperaba a que volviera a la oficina.
Lo que me preocupa es que el álbum no debía ser hojeado…
Por eso nunca lo puse en la estantería.
Alguien más lo hizo.
Camino detrás de mi escritorio y saco una pequeña llave
plateada del cajón superior, luego aflojo el tablón donde
normalmente descansan mis pies. Saco la caja del agujero y la
abro, revisando el contenido con meticulosa atención, pero no
falta nada ni está alterado. No sé si quien colocó el álbum en la
estantería pretendía que Alexis lo descubriera o si pensaba que
yo lo haría, pero en cualquier caso estaba jugando conmigo.
Vuelvo a poner la caja de seguridad y estoy a punto de guardar
la llave en mi escritorio, pero me lo pienso mejor. Será más
seguro si la llevo encima.
Me la meto en el bolsillo, junto con la llave de la puerta de mi
despacho. Cojo una cadena de mi dormitorio de camino a la
habitación de Alexis y empiezo a llevar las dos llaves colgadas
del cuello.
Hasta que averigüe quién estaba en mi oficina, tendré que
mantenerlas cerca.
Un par de mis hombres tienen llaves de mi despacho, pero
ninguno de ellos debería saber de la caja fuerte que hay bajo el
suelo. La perspectiva de que un extraño entre en mi despacho
sin mi conocimiento es preocupante, pero la idea de que esta
intrusión haya sido probablemente de uno de mis hombres lo
es aún más.
Necesito mantener esto en secreto.
23
ALEXIS

Me arden los músculos. Aprieto los dientes, el sudor me


resbala por la frente mientras muevo las piernas más deprisa,
hurgando en lo más profundo de mi ser para encontrar las
fuerzas para pedalear, pedalear, pedalear.
Suena el temporizador y me hundo en el sillín de la bicicleta
estática. Me quito los auriculares de los oídos. Mi respiración
jadeante es casi tan ruidosa como la música electrónica a todo
volumen que escuchaba antes. Miro mis estadísticas en la
pantalla mientras descanso y me doy una palmadita en la
espalda.
No tengo nada que envidiar a Lance Armstrong.
Aunque esta mansión a veces parece una jaula, tiene unas
instalaciones excelentes.
Nunca había estado tan en forma. Definitivamente me he
ganado un gran vaso de chardonnay y un chapuzón en la
despensa de patatas fritas.
Balanceo la pierna sobre la bicicleta y salto al suelo,
tambaleándome hasta la fuente para rellenar mi botella de
agua. Me duelen los músculos. Es un buen dolor, como el que
se siente al practicar sexo vigoroso. También siento ese tipo de
dolor.
Bebo un poco más de agua y me apoyo en la pared,
sonriéndome en el espejo a cuerpo completo al otro lado de la
habitación. Me giro hacia un lado y me miro el trasero.
Me veo bien, me siento bien.
Mis niveles de estrés han sido casi nulos en los últimos días.
Gabriel me explicó lo de la foto y, desde entonces, cada día ha
sido un fervoroso tango. Ayer por la tarde, pasé junto a él en el
pasillo y me estampó contra la pared para darme un
apasionado beso, pero luego me dejó allí con ganas de más.
Le recompensé con la misma moneda y me pasé la noche
provocándole con destellos de escote y piernas mientras
cenábamos y acostábamos a Harry, y para cuando llegamos a
mi habitación, acabamos arrancándonos la ropa mutuamente.
Esta mañana, cuando fui a ponerme los calcetines, me
encontré uno de los botones de su camisa pegado a mi pie.
Aún no estoy segura de confiar plenamente en Gabriel, pero
¿me equivoco si dejo a un lado mis preocupaciones durante un
tiempo y me limito a disfrutar pasando tiempo con él?
Preocuparme por si me está diciendo toda la verdad no me va
a ayudar a descubrirla.
Cojo la toalla y la botella de agua y salgo del gimnasio, pero
me detengo antes de dar un paso más. Un rastro de pétalos de
rosa roja se extiende desde la puerta del gimnasio por el
pasillo de baldosas. Mi ritmo cardíaco, que había empezado a
calmarse, vuelve a acelerarse mientras sigo el rastro hasta la
esquina, atravieso el vestíbulo y subo las escaleras.
Termina frente a la puerta cerrada de mi habitación.
Me detengo ahí, posando la mano sobre el picaporte mientras
imagino qué deliciosa escena podría esperarme al otro lado.
Espero encontrar a Gabriel tumbado en la cama, desnudo, con
el tallo de una rosa entre los dientes.
Giro el picaporte, empujo la puerta hacia dentro y frunzo el
ceño. La habitación está vacía, mi cama sigue perfectamente
hecha desde esta mañana. ¿Qué demonios pasa?
Antes de que pueda seguir explorando, una mano se desliza
alrededor de mi cintura y unos suaves labios me presionan la
nuca.
“Me has engañado”, comento, reclinándome de nuevo en el
abrazo de Gabriel.
Se ríe y la vibración me pone los pelos de punta. “Dios me
libre de volverme predecible”, murmura, pasando sus manos
por mis pechos. “Podrías cansarte de mí”.
“No veo que eso pueda suceder”.
Gabriel me empuja hacia la habitación y cierra la puerta de
una patada. Intento darme la vuelta, pero él me sujeta.
“Estoy toda sudada”, me quejo, sintiéndome de repente
cohibida.
“¿Y?”
“Que probablemente apesto”.
“Hueles a sexo”, ronronea.
Inclino la cabeza hacia atrás y él me planta un beso en la
mejilla. “De todos modos, ¿qué tal si llevamos esto a la
ducha?” sugiero.
Gabriel me mordisquea pensativo el lóbulo de la oreja y siento
calor entre los muslos. Arqueo la espalda, apretando el culo
contra él, y él gruñe por lo bajo.
“De acuerdo” me suelta. “Quítate la ropa”.
Giro sobre mis talones y me pavoneo hacia atrás mientras me
quito la ropa de gimnasia y Gabriel me observa con ojos
oscuros. Dejo un rastro de ropa hasta el baño, y cuando llego a
la puerta Gabriel camina hacia mí, aflojándose la corbata. Se
me acelera el corazón.
Me encanta que sin importar cuántos encuentros ardientes
compartamos, siempre estoy hambrienta de otro. Me parece
una locura que una vez estuve prometida a un hombre con el
que el sexo era una tarea, algo que había que tachar de la lista
una vez cada dos semanas para sentir que nuestra relación era
segura.
El sexo con Gabriel no es algo que quiera hacer, es algo que
necesito hacer. Es un infierno eterno dentro de mí.
Gabriel se reúne conmigo en el baño y abre la ducha, dejando
que la habitación se llene de vapor mientras se quita la ropa.
No me toca. Admiro su piel bronceada y sus músculos tensos,
recorriendo con la mirada desde sus hombros fuertes hasta sus
abdominales ondulantes, pasando por la sexy V que
desaparece en la parte superior de sus pantalones.
Tiene una cadena alrededor del cuello con dos llaves que no
había visto antes. Me pregunto qué abren. No me atrevo a
preguntar.
Una vez desnudo, levanta un dedo y lo dobla, atrayéndome
hacia delante.
Floto hacia él. Sus manos se acercan a mi cara y se inclina
para besarme, larga y lentamente. Explora lánguidamente mi
boca, provocándome con la lengua y los dientes. Sus dedos se
deslizan por mi cuello, por la parte superior de mis pechos y
por mi ombligo.
Gimo mientras roza mi sexo, pero se aparta. “Métete en la
ducha”, ordena.
Salto hacia ella como un soldado ansioso. El agua caliente es
como el paraíso para mis músculos doloridos y cierro los ojos
de felicidad. ¿Hay algo mejor en la vida? ¿Una ducha caliente
y un hombre aún más caliente con quien compartirla?
Gabriel entra en la ducha y me acerca a la pared. El azulejo
está frío sobre mi espalda desnuda y me retuerzo, pero en
cuanto su boca se desliza por mi cuello, ya no puedo sentir
nada más que el tacto de Gabriel. Suspiro y dejo caer la cabeza
hacia atrás. Aspiro el aire espeso y húmedo.
La mano de Gabriel se hunde entre mis piernas mientras me
muerde y me chupa el cuello. Su leve contacto es suficiente
para que me tiemblen las piernas. Se burla de mí y me pasa los
dedos por el clítoris sin ejercer la presión que tanto necesito.
Intento arquearme hacia él, pero su otra mano me aprieta el
vientre y me sujeta a la baldosa.
“Eres tan hermosa, Tigresa”, murmura Gabriel. “Y eres toda
mía”.
“Sí”, siseo. “Toda tuya”.
Ruge su aprobación en lo más profundo de su garganta y por
fin me da lo que necesito. Sus dedos presionan mi clítoris y
empieza a frotarme. El placer me invade. Llevo las manos a su
pecho, agarro sus fornidos músculos y me aferro con todas mis
fuerzas.
Nunca he conocido a un hombre tan bueno con las manos
como Gabriel. Antes de él, siempre pensé que meter los dedos
era algo que los adolescentes inexpertos hacían en la parte
trasera del coche de sus padres antes del toque de queda en
una noche de colegio.
No es el caso de Gabriel. Lo convierte en un arte. Aplica
distintas presiones, rodea mi clítoris y luego se desliza entre
mis pliegues, y justo cuando creo que estoy a punto de
derretirme, me mete un dedo para acariciar mis paredes
internas.
Maldigo y las piernas casi me fallan. Gabriel se ríe y redobla
la embestida, moviendo los dedos cada vez más deprisa
mientras yo lucho por mantenerme en pie. Me salen chispas de
las entrañas a medida que aumenta la presión. Cierro los ojos
con fuerza.
Me arde la piel. Se me enroscan los dedos de los pies.
Gabriel me besa con fuerza en la boca y yo gimo contra sus
labios. Sube la mano para apretarme los pechos y me roza un
pezón con los dedos, provocándome punzadas de placer. Estoy
temblando.
Gabriel se aparta y nuestras miradas se cruzan. Su mano se
posa en mi cuello, pero el contacto es más suave que de
costumbre. Su pulgar me acaricia la yugular.
“Acaba por mí, Tigresa”, dice.
Y oh, sí.
Mi cuerpo se paraliza. Suelto un grito ahogado cuando un
placer fundido brota de mis entrañas y recorre cada centímetro
de mi cuerpo. La sensación es tan intensa que borra todo lo
demás de mi mente durante unos gloriosos segundos, y vuelvo
a la tierra flotando en una bruma de ensueño y vapor.
Todavía estoy recuperando el aliento cuando las manos de
Gabriel se clavan en mis caderas y me levanta del suelo. Mis
piernas rodean sus caderas y me empala en su polla. Suelto un
gemido bajo. Me encanta sentirlo dentro de mí, estirándome,
poseyéndome. Me encanta saber que ha estado empalmado
todo este tiempo, pero quería asegurarse de que yo disfrutara
primero.
Lo amo.
Espera, ¿qué?
No tengo tiempo de procesar ese pensamiento cuando Gabriel
empieza a penetrarme, utilizando la pared de la ducha como
palanca. Sus embestidas son como sus besos: lentas y
pausadas, como si saboreara cada desliz de piel contra piel.
Me agarra el culo y yo me cuelgo de sus hombros, aunque
sospecho que no necesita ayuda para sostenerme.
Gabriel gruñe de placer mientras hacemos el amor lentamente,
casi con pereza, mientras el vapor de la ducha nos envuelve.
Le paso los dedos por los bíceps, subo por el cuello y me meto
en su pelo mojado, donde lo agarro con fuerza y aprieto sus
labios contra los míos.
Me pierdo en el momento. En él.
Al cabo de un rato, las embestidas de Gabriel se hacen más
fuertes. Me hace rebotar sobre su polla, con respiraciones cada
vez más cortas y rápidas, y yo me aferro como si mi vida
dependiera de ello mientras la presión de otro orgasmo crece
en lo más profundo de mi vientre.
Gabriel me aprieta contra él y yo le beso febrilmente el pliegue
del cuello. Su polla me penetra una y otra vez, acercándome al
éxtasis con cada caricia hasta que…
“¡Oh, Dios mío!” gimo. Aprieto los dientes cuando la tensión
de mi vientre se rompe y alcanzo el clímax.
Gabriel ruge y se abalanza sobre mí una última vez mientras
mis músculos le empujan al límite. Le tiemblan las piernas,
pero sigue abrazado a mí, con la frente apoyada en mi cuello
mientras recupera el aliento.
Sólo oigo nuestras respiraciones jadeantes y el chapoteo del
agua contra la baldosa.
Sólo siento el calor de Gabriel. Me acurruco más cerca de él y
le beso suavemente el cuello. Ojalá pudiéramos quedarnos así
para siempre.
Gabriel acaba por bajarme y, con una pequeña sonrisa, coge el
gel de baño y se echa un poco en la mano. Me he olvidado por
completo de la parte de ducharme y me río.
Nos tomamos nuestro tiempo para limpiarnos mutuamente, y
Gabriel me mima con un agradable masaje en el cuero
cabelludo mientras me lava el pelo. Cuando salimos de la
ducha, estoy tan relajada que me siento más líquida que sólida.
Nos secamos mutuamente con la toalla y Gabriel me coge de
la mano y me lleva a la cama, donde me abraza y me aprieta la
espalda contra su pecho.
Permanecemos un rato en silencio. Nuestras respiraciones se
igualan y mi piel empieza a enfriarse. Me acurruco más cerca
del calor de Gabriel.
“Probablemente debería volver al trabajo”, dice Gabriel,
aunque no hace ningún movimiento para abandonar la cama.
“El descanso pertenece al trabajo, como los párpados a los
ojos”.
Su risa retumba contra mi espalda. “El descanso solo es bueno
para los muertos”, dice. “¿Ahora empezaremos a hablarnos
con refranes?”
“Touché”, concedo. “Pero trabajas muy duro. Sé que tienes
dos negocios de los que ocuparte, pero ¿no hay nadie que
pueda quitarte algo de trabajo de encima?”.
“Prefiero quedarme con todo el trabajo que pueda”.
Froto mis dedos con los suyos. “¿Por qué? Parece una forma
dura de vivir”.
“Buscar una salida fácil es lo que hizo a mi padre débil y fácil
de manipular”, responde. “Llevo dos años al mando y todavía
estoy limpiando su desastre”.
Es la primera vez que Gabriel me habla de su padre e intento
no parecer demasiado ansiosa mientras continúo
interrogándole.
“¿Qué quieres decir?” le pregunto.
Gabriel suspira y me da un suave beso en el cuello. “Unos
años antes de su muerte, conoció a una mujer llamada Felicity
Huffman. Estuvo completamente enamorado de ella desde el
principio, y ella no tardó en darse cuenta de que él detestaba
tomar decisiones”.
Sus dedos se deslizan por encima de mi hombro.
“Empezó susurrándole al oído, moviendo los hilos entre
bastidores. Sin embargo, eso no fue suficiente para Felicity, y
no pasó mucho tiempo antes de que sus maquinaciones
privadas se hicieran mucho más públicas. Se instaló a su lado
y, a partir de ese momento, cada orden que daba mi padre bien
podía haber salido de sus labios. Algunos de sus hombres
intentaron cuestionar su juicio, pero Felicity era muy buena.
Hacía sentir a mi padre que sus ideas eran sus ideas. Así que
cuando sus hombres plantearon sus preocupaciones, los
consideró traidores y los hizo matar. Nunca habría hecho algo
tan imprudente antes de Felicity. Aunque en su favor puedo
decir que nadie lo cuestionó de nuevo”.
“Hasta que lo mataron”, señalo.
Gabriel se pone un poco rígido. “Sí. Hasta entonces”.
Intuyo una oportunidad para averiguar qué sabe Gabriel sobre
la muerte de su padre y justo estoy organizando la pregunta en
mi cabeza cuando vuelve a hablar.
“Necesito que me prometas que no harás eso”. Sus palabras
salen oscuras, duras.
Trago saliva. “¿Qué quieres decir?”
“No intentes manipularme. No te aproveches de nuestro
vínculo para tus propios fines”.
Nuestro vínculo. Qué manera extraña de decirlo. Pero ¿cómo
lo diría yo? No diría que estamos en una relación, pero
tampoco somos amigos con derechos. Hay sentimientos
involucrados.
Tal vez demasiados sentimientos, pienso, recordando la
revelación que tuve en la ducha. Realmente no lo amo,
¿verdad? Era sólo la serotonina hablando. ¿Cómo puedo amar
a alguien que en algún nivel profundo me aterroriza? ¿A
alguien en quien mi mente quiere confiar, pero mis instintos
me ruegan que no lo haga?
“No te manipularé”, respondo, dándome cuenta de que he
callado demasiado tiempo.
“Prométemelo”, ordena.
Debería ser una promesa fácil, ¿verdad? No lo estoy
manipulando y no tengo intención de hacerlo. Sí, lo estoy
investigando para escribir una historia, pero eso no hace que lo
que tenemos sea menos genuino. No lo estoy utilizando. Sólo
aprovecho las oportunidades cuando puedo.
“Lo prometo”.
24
GABRIEL

Miro las caras de los hombres reunidos frente a mí. Mi amigo


de confianza Diego, mi consejero Vito, mi lugarteniente
Antonio y mi capo más fiable Dom.
Hace veinte minutos, Antonio trajo noticias de que los Walsh
habían atacado uno de nuestros camiones blindados,
despojándolo de todos sus objetos de valor y matando a los
dos hombres que iban dentro.
Debería haber matado a Andrew Walsh en el restaurante
cuando tuve la oportunidad. Desde entonces se ha escondido,
lo que evidentemente le ha vuelto audaz. Me imagino su
sonrisa viscosa y me hierve la sangre.
Me apoyo en la pared del fondo de mi despacho, apretando los
dientes. “Tenemos que tomar represalias por el ataque irlandés
de hoy, y cuando lo hagamos, tenemos que hacerlo valer.
Tengo un plan”.
“¿Qué plan?” pregunta Diego. Lleva otra de sus camisas de
colores, ésta con cangrejitos rojos. Parece fuera de lugar entre
Vito y Antonio, que llevan trajes negros.
“Vamos a quemar uno de sus almacenes”, les digo a mis
hombres. “El que está en el perímetro del territorio de sus
muelles”.
“No podemos hacerlo”, dice Antonio, pasándose la palma de
la mano por la calva. “Su presencia en los muelles es
demasiado fuerte, y probablemente estén reforzando sus
defensas mientras hablamos”.
“Por eso vamos a darles duro y rápido”, respondo. “Andrew
Walsh esperará que nos tomemos un tiempo para lamernos las
heridas. No tenemos ninguna posibilidad de penetrar lo
suficiente en los muelles como para atacar uno de los otros
almacenes, pero si enviamos soldados ahora deberíamos ser
capaces de pillarles por sorpresa. Tienen que saber que
cualquier ataque contra nosotros será respondido con una
venganza rápida y mordaz. Quemar ese almacén debería
enviar ese mensaje”.
Antonio asiente. “Podría funcionar”.
“Funcionará”, digo. “¿Dom y tú tienen suficientes hombres
preparados para completar el trabajo?”
“Sí”, dice Dom.
Antonio vuelve a asentir.
“Que sea rápido y silencioso”, les digo. “En cuanto empiece a
arder, salgan de ahí antes de que lleguen los refuerzos. No
están ahí para luchar; están ahí para destruir”.
“Sí, señor”, dicen a coro Antonio y Dom.
“Vayan”, les digo. “Vuelvan para informarme cuando esté
hecho. Estaré vigilando desde la cámara del salpicadero de tu
coche, Antonio, así que asegúrate de aparcar en algún sitio
donde pueda verlo arder”.
Andrew Walsh me ha jodido durante demasiado tiempo. Veo
su cara de risa cuando cierro los ojos y estoy harto de que me
tome el pelo. Hoy he perdido dinero y buenos hombres y
quiero que sepa lo que se siente.
Antonio y Dom se van, pero Diego y Vito se quedan en mi
despacho. “¿Estás seguro de que es una buena idea?” pregunta
Diego.
Vito responde por mí. “Tenemos que hacer algo. Si no
contraatacamos, Walsh seguirá presionándonos y poniendo a
prueba nuestros límites. Estoy de acuerdo con Gabriel:
tenemos que hacer una demostración de fuerza”.
La confianza de Vito en mi plan refuerza mi determinación.
“Diego, debería haber hecho esto cuando Walsh envió
hombres para intentar secuestrar a mi hijo”, le digo. “No viviré
temiéndole sólo porque, por el momento, tengan la sartén por
el mango. Esta guerra no puede prolongarse eternamente. Tal
vez sea hora de arrojar una cerilla a todo este apestoso lío”.
Entre el atentado, el intento de atentado y este ataque, Walsh
ha dejado claro que no se detendrá ante nada para arrasarnos.
No se lo permitiré. Mi familia ha trabajado demasiado duro
durante generaciones como para permitir un fracaso ahora,
especialmente cuando yo estoy al mando.
“Muy bien”, dice Diego. “Estaré en la caseta de seguridad si
me necesitas”. Diego se va.
Vito se acerca, rascándose la barba. “¿Quieres que me quede?”
“No veo de qué serviría”.
Sus facciones parpadean. “Estaría bien tener un amigo. Te he
notado un poco retraído últimamente. ¿Necesitas hablar?”
“No quiero hablar”, gruño. “He pasado demasiado tiempo
hablando. Necesito acción, Vito”.
Los ojos metálicos de Vito me observan con algo que podría
ser tristeza. Asiente lentamente. “Que sepas que estoy a tu
disposición si me necesitas. Entiendo la presión a la que estás
sometido”.
“Vete, Vito”.
Se marcha sin decir nada más. Vito es como un hermano para
mí, y aprecio que intente ayudarme, pero parece creer que la
solución a mis preocupaciones se encontrará en una
conversación. No será así. Conoceré la paz cuando vea el
almacén de los Walsh devorado por las llamas.
Me siento en mi escritorio, abro el portátil y veo la señal del
coche de Antonio.
Empieza a moverse cuando se aleja de mi casa, pasa las verjas
al final del camino y sale a la calle.
La grabación está granulada y se retrasa un poco aquí y allá.
La cámara no tiene audio, así que no puedo oírle, pero sé que
Antonio estará ladrando órdenes por teléfono mientras
conduce. Normalmente, un ataque requeriría un poco más de
organización, pero confío en que mis hombres sean capaces de
reunir suficientes cuerpos para cuando lleguen al almacén.
Veo como Antonio se acerca al objetivo y apenas parpadeo.
Apenas respiro. El corazón me golpea las costillas y los dedos
se me encogen en las palmas de las manos. Cuando por fin veo
el almacén a la vista y el coche se detiene, me obligo a
relajarme y respiro hondo varias veces.
Esto terminará en cuestión de minutos. Y entonces Andrew
Walsh sabrá que no puede joderme más, que responderé a su
violencia con mi propia violencia. Si no sabe lo despiadado
que puedo ser, está a punto de descubrirlo.
Observo a mis hombres acercarse al edificio, preguntándome
por qué no se han encontrado aún con ningún guardia. ¿Seguro
que Andrew Walsh tiene hombres patrullando sus
propiedades? Sería un tonto si no lo hiciera.
Algo no va bien. Cojo el teléfono para llamar a Antonio y la
señal se bloquea de nuevo, congelándose en una imagen de
mis hombres a punto de entrar por la puerta principal. Marco
el número de Antonio y espero con el corazón en un puño.
La línea suena. Y suena. Y suena.
La pantalla se descongela y de repente reina el caos. Docenas
de hombres de Walsh han aparecido frente al almacén,
disparando. Mis hombres se dispersan para ponerse a cubierto,
devolviendo el fuego donde pueden. ¿Qué coño ha pasado?
¿Cómo ha podido pasar esto?
Antonio finalmente contesta, y apenas puedo oír su voz por
encima del ruido de los disparos. “Señor, nos superan en
número”.
“Ordena una retirada. Ahora”.
“Sí, señor”.
Cuelga y veo cómo, uno a uno, mis hombres desaparecen
detrás de la vista de la cámara. Todos excepto unos pocos, que
permanecen inmóviles en el suelo.
Me trago las ganas de tirar el portátil por la habitación. ¿Cómo
ha podido ocurrir?
Aunque tuvieran una guarnición apostada en el almacén por si
acaso, no hay forma de que la situación haya evolucionado tan
rápidamente.
Estaban preparados para nosotros de alguna manera.
Como si supieran que veníamos.
Espero a que el coche de Antonio empiece a moverse, pero no
lo hace. Todo lo que veo son los hombres de Walsh,
disparando y avanzando hacia el coche aparcado. ¿Han
disparado a Antonio? La idea de perder a mi teniente en una
matanza tan innecesaria me hace hervir la sangre. Voy a
encontrar a quien me haya traicionado y voy a hacer que se
arrepienta.
Por fin, el coche de Antonio se pone en marcha. Aún no
respiro aliviado, todavía no sé quién conduce, pero cuando el
coche se aleja del muelle, vuelvo a llamar a Antonio. Me coge
enseguida.
“Fue una emboscada”, Antonio respira con fuerza. “Tengo al
menos tres muertos y varios heridos”.
“Alguien te ha vendido”, le digo. “Lo sé. Creo que sé quién
fue”.
“¿Quién?”
“Gino Ricci”, responde Antonio. “Es uno de los reclutas más
nuevos. Se pasó todo el tiroteo escondido detrás de un coche.
Dom lo tiene ahora”.
Mis labios se contraen en un gruñido. “Tráemelo”.
“Estamos en camino”.
Termino la llamada y dejo el teléfono sobre la mesa. Respiro
hondo, aspirando oxígeno como si fuera Valium. No sirve de
nada. La sangre me arde como veneno por las venas y lo único
que deseo es crucificar al responsable de esta matanza
innecesaria.
Al menos tres muertos. Varios heridos. Y sé que Andrew
Walsh está sentado en algún lugar, riéndose de mi fracaso.
Todo porque un nuevo recluta con menos lealtad que cerebro
nos traicionó. Traicionó a sus propios hombres.
No me he calmado cuando vuelven Antonio y Dom. Me avisan
desde la caseta de seguridad de que están de camino a la casa y
voy a recibirlos a la puerta principal, incapaz de contener mi
rabia por más tiempo.
Antonio y Dom llegan solos, arrastrando entre los dos al
hombre que supongo que es Gino. Es un chico escuálido,
probablemente no mayor de veinte años. Lleva el pelo castaño
peinado hacia atrás con demasiada gomina, como si se creyera
un mafioso de verdad, y lleva media docena de anillos en sus
dedos larguiruchos. Se cree muy llamativo. Me pregunto cuál
habrá sido su precio por vendernos.
Dom y Antonio arrojan a Gino de rodillas delante de mí. Tiene
el labio partido y un ojo morado.
“Le interrogué en el coche”, dice Dom. “Admitió haber
avisado a los irlandeses de que estábamos de camino”.
“¿Dijo algo sobre mi oficina?” le pregunto.
Dom frunce el ceño. “No. ¿Debería haberlo hecho?”
Sacudo la cabeza. Gino nunca ha trabajado en la seguridad de
la mansión, así que sería casi imposible que hubiera movido el
álbum de fotos de mi despacho. Pero eso sólo me enfurece
más. Significa que hay otra rata.
“¿Por qué lo hiciste?” exijo.
El patético tonto en el piso de mármol no contesta. “¿Por
qué?”
Gino se estremece y mira al suelo. Sigue sin contestar.
Mi puño sale disparado antes de que me dé cuenta de lo que
está pasando. La rabia se apodera de mi cuerpo en un instante
y estoy más que feliz de permitírselo. Cada vez que mi puño
conecta con la cara de Gino, es una dulce liberación, y me
imagino a Andrew Walsh escupiendo ante mí en lugar de a
esta rata traicionera.
Gino retrocede y yo lo levanto por el cuello. Me pongo
frenético, le doy puñetazos en la nariz, en la mandíbula y
golpeo su cabeza contra el suelo.
“¡Maldito traidor!” rujo.
Le brota sangre de la nariz y la boca, pero no me detengo. Sus
ojos están en blanco y, a lo lejos, sé que no aguantará mucho
más, pero no me importa. Lo quiero muerto, y lo haré aquí
mismo, en medio de mi mármol de Carrara, dejando las
manchas para que las limpien las de servicio.
Oigo débilmente un gemido agudo, y al principio me pregunto
si será Gino. No, está demasiado lejos. Hago una pausa,
escucho, y me doy cuenta de que el sonido procede de la
habitación del bebé. Mi locura se hace añicos y se aleja de mí.
Me detengo, jadeante, y dejo caer a Gino al suelo, donde yace
gimiendo.
Me limpio la sangre de los nudillos en la chaqueta y me doy la
vuelta, en dirección a las escaleras.
“Jefe”, me llama Antonio. “¿Qué quieres que hagamos con
él?”
Miro hacia atrás. “Mátalo”.
“¿No quieres interrogarlo más primero?” Dom sugiere.
“¡Sólo hazlo!” rujo.
Nadie me hace más preguntas.
25
ALEXIS

Sujeto a Harry contra mi pecho, frotando desesperadamente


una mano sobre su espalda, con la cabeza inclinada contra la
suya.
“Shhhh”, le suplico. “Por favor, deja de llorar”.
Harry no para de llorar. No ha dejado de llorar desde que
empezaron los gritos abajo.
No le culpo. Los horribles sonidos me dan ganas de llorar a mí
también.
Gabriel está ahí abajo y está enfadado. No tengo ni idea de lo
que está pasando, pero lo que empezó con gritos se ha
convertido en sonidos inconfundibles de violencia, incluyendo
gemidos que suenan horribles.
Se me revuelve el estómago. Arrullo a Harry y camino por la
habitación cantando su canción infantil favorita como último
intento de calmarlo.
¿Por qué creí que podía hacer esto? ¿Por qué pensé que podía
vivir una vida normal mientras amaba a un monstruo? Mis
pensamientos dan vueltas mientras me pregunto qué hizo el
hombre de abajo y qué haría falta para que yo recibiera un
trato similar.
¿Y si Gabriel encontrara la carpeta de notas en mi portátil y se
diera cuenta de que sigo pensando en escribir un artículo sobre
él? ¿Y si decido que ya no puedo quedarme aquí? ¿Lo
consideraría también una traición?
Sé que mis frenéticos latidos no ayudan a calmar a Harry e
intento nivelar mi respiración. Mis ojos se llenan de lágrimas
de pánico. ¿En qué estaba pensando al dejarme involucrar en
todo esto? Debería haberme marchado en cuanto supe quién
era Gabriel. ¿Por qué coño me quedé?
Porque él te importa, dice una vocecita. Y porque es bueno
contigo, y con Harry.
Ahora no me parece reconfortante.
Se me revuelven las tripas de náuseas y tengo que obligarme a
respirar con normalidad.
Está bien, está bien, todo está totalmente bien…
“¡Hazlo!” oigo rugir a Gabriel.
Agarro a Harry más fuerte y cierro los ojos. Sus gemidos
llegan a mis oídos como uñas arañando una pizarra. Estoy
desesperada por que pare, pero ¿qué puedo hacer? ¿Qué puedo
hacer yo?
Unos pasos pesados se acercan a la habitación. ¿Viene Gabriel
a gritarnos a Harry y a mí por hacer tanto ruido? No creo que
pueda soportar verlo tan violento. Si le grita a nuestro hijo por
llorar, sea lo que sea lo que hay entre nosotros, se habrá
acabado para siempre.
La puerta se abre y Gabriel entra, deslizando la puerta tras de
sí con sorprendente suavidad. Lleva el pelo revuelto. Lleva la
camisa blanca arremangada hasta los codos y desabrochada en
el cuello, y tiene manchas de color carmesí salpicadas en la
parte delantera. Tiene los ojos negros.
Mi mirada recorre su boca orgullosa, sus pómulos altos y su
nariz recta, y por un momento lo veo como su tocayo: Gabriel,
el bello y mortal ángel vengador.
Entonces da un paso hacia mí, rompiendo el hechizo, y yo
retrocedo un paso.
Se detiene. Sus facciones se tiñen de dolor. Siento una
repentina punzada de culpabilidad, pero no digo nada. No
podría oírme aunque lo hiciera, con Harry gritando a pleno
pulmón. No sé cómo aún le quedan lágrimas para llorar.
Gabriel sigue hacia mí y yo resisto el impulso de salir
corriendo. Alarga la mano hacia Harry y mis brazos lo rodean
instintivamente. Gabriel suspira y frunce el ceño.
“Déjame ayudarte”, dice suavemente.
Trago saliva y, por razones que aun no comprendo del todo,
permito que Gabriel me quite a Harry de los brazos. Empieza a
mecerlo de un lado a otro y se inclina para susurrarle al oído.
Observo, atónita, cómo Harry empieza a calmarse. Sus gritos
se convierten en hipos y respiraciones entrecortadas, y pronto
se calla del todo.
La culpa cae en mi vientre como un ladrillo mientras
contemplo la tierna escena.
¿Cómo pude temer a este hombre? ¿Cómo podía preocuparme
que hiciera daño a nuestro hijo? No ha sido más que cariñoso
y afectuoso desde el primer día con Harry y, sin embargo, me
preocupaba que subiera con intenciones crueles. Pienso en el
dolor que esmaltaba la expresión de Gabriel cuando me alejé
un paso de él y me siento fatal.
Gabriel se vuelve y veo los nudillos de la mano que sostiene la
cabeza de Harry. Están en carne viva y ensangrentados, y el
recuerdo de aquellos espantosos sonidos se apodera de mí. No
sé qué pensar. Me parece que el hombre que tengo delante es
distinto de la persona que oí abajo, pero la prueba física de sus
nudillos despellejados demuestra que son el mismo.
Sin embargo, por alguna razón, de repente no me importa. El
hecho de que Gabriel sea esa persona no me molesta tanto
cuando sé que él también puede ser esta otra persona, el padre
dulce y cariñoso.
Ahora que Harry ha dejado de llorar y el mundo vuelve a estar
en calma, el horror que sentí momentos antes empieza a
desaparecer lentamente. Mis músculos empiezan a relajarse.
Me siento en el sofá y me dejo caer sobre los cojines con un
suspiro.
Gabriel me mira, pero no dice nada. Sigue meciendo a Harry
y, al cabo de un par de minutos, lo deposita suavemente en la
cuna.
Gabriel está de pie junto a la cuna y observa a Harry mientras
se duerme. No hace mucho esta habitación era una guarida de
ruido y caos; ahora el silencio es casi abrumador.
No sé qué pensar.
Cuando por fin se vuelve de la cuna y camina hacia mí, su
expresión es ilegible. Me tiende la mano, la cojo y me pongo
en pie. Me sujeta firmemente la mano mientras caminamos de
puntillas hasta mi dormitorio y cerramos la puerta divisoria.
Una vez solos, Gabriel me atrae hacia su pecho y me rodea
con sus brazos. Me derrito contra él. Sus manos rozan mi
espalda, su barbilla se apoya en mi cabeza, su pecho sube y
baja contra mi mejilla.
Me besa la coronilla y me susurra: “Lo siento”.
Su voz es tan suave que me pregunto si me lo he imaginado.
Gabriel no es de los que se disculpan.
Pero lo noto en la forma en que me abraza, en cómo sus dedos
rozan mi espalda y sus labios se funden contra mi cabeza.
Entierro la cara en su pecho, inhalo su aroma a sudor, almizcle
masculino y sándalo, y los dos sabemos, sin que yo lo diga,
que ya le he perdonado.
No debería. Pero no puedo evitarlo. Tal vez estoy rota por
dentro.
Gabriel se aparta un momento y me levanta la barbilla con el
pulgar. “Quiero enseñarte algo”, me dice.
“De acuerdo”.
“Necesito cambiarme. ¿Nos vemos abajo en diez minutos?”
Asiento y Gabriel se inclina para darme un beso casto en los
labios. Ansío acercarme más a él, pero el beso se acaba tan
rápido como llegó. Y entonces sale de mi habitación.

C UANDO ME ENCUENTRO con Gabriel en el vestíbulo, no es ni


el ángel de la muerte ni el amante arrepentido. Ha vuelto a ser
el mismo de siempre: un traje impecable, el pelo bien peinado
y algo parecido al aburrimiento en su expresión. Se anima un
poco cuando me ve y me ofrece la mano al bajar el último
escalón.
El aire está cargado de un empalagoso olor a lejía. Intento no
pensar en ello y doy gracias cuando salimos al aire libre.
El sol empieza a descender hacia el horizonte y la luz
mortecina dora todo lo que toca. Los pájaros parlotean entre
los arbustos. Todo está en calma.
Un coche nos espera y Gabriel me abre la puerta. Me deslizo
dentro y, cuando Gabriel me sigue y cierra la puerta, me
vuelvo hacia él.
“¿Adónde vamos?” pregunto. Gabriel sonríe. “Es una
sorpresa”.
Estoy a punto de soltar que creo que ya he tenido bastantes
sorpresas por hoy, pero me lo pienso mejor. Gabriel está
intentando hacer las paces. No debería seguir castigándole.
Ninguno de los dos habla durante el trayecto. La cabeza me da
vueltas con pensamientos contradictorios. Por supuesto, sabía
que el “trabajo” de Gabriel implicaría cierta brutalidad, pero
nunca me había parecido real hasta hoy. Me asusta.
Lo que más me asusta es lo rápida que fui para perdonar y
olvidar. Estar con Gabriel me está cambiando. La antigua
Alexis habría cogido a Harry y se habría largado de allí a la
primera señal de violencia. La nueva Alexis está dispuesta a
aceptar un poco de violencia y corrupción cuando viene
empaquetada con el afecto paternal de Gabriel y el vínculo
entre nosotros que se hace más fuerte cada día.
No es demasiado tarde. Todavía puedo volver a la antigua
Alexis si quiero. Sólo tengo que decidir si quiero o no.
Y si estoy dispuesta a pagar el precio de esa traición.
El coche se adentra en la ciudad y nos detenemos junto a un
rascacielos de cristal en el bajo Manhattan. Gabriel me ayuda a
salir del coche y me conduce al interior del edificio justo
cuando otro coche se detiene detrás de nosotros y bajan tres
guardias. Nos siguen al interior.
La recepcionista saluda a Gabriel con la cabeza cuando
pasamos y, mientras esperamos en el ascensor, leo los nombres
de las empresas que aparecen en la guía, pero ninguna me
resulta familiar. ¿Qué hacemos aquí?
Nuestro equipo de seguridad se amontona en el ascensor detrás
de nosotros, y el ascenso es largo y silencioso. Las puertas del
ascensor se abren en la oscuridad. ¿Qué demonios ha pasado?
Los guardias salen primero y encienden las luces. De las
paredes cuelgan láminas de plástico y hay herramientas y
materiales de construcción esparcidos por el amplio espacio.
“¿Qué es esto?” pregunto.
“Ahora mismo es una zona en remodelación”, me dice
Gabriel, mientras me guía entre caballetes y chapas. Nos
detenemos frente a una ventana en el extremo opuesto de la
sala, desde la que se divisa el horizonte resplandeciente en los
últimos rescoldos de la luz del sol.
“Desde hace algún tiempo me planteo crear un portal de
noticias”, continúa. “Sin embargo, como no es mi
especialidad, necesitaría a alguien que encabezara el
proyecto”.
Me da un vuelco el corazón y le miro con incredulidad. “¿Te
refieres a mí?”
“Claro que me refiero a ti”. Gabriel se ríe, mirándome con una
sonrisa divertida.
“Eres una buena escritora, y además de eso eres inteligente y
feroz. Confío en que serías una buena líder”.
Vuelvo a mirar por la ventana, imaginando cómo sería la vista
desde mi despacho todos los días. No tendría que esperar por
las sobras que Debbie quisiera lanzarme esa semana. Podría
dedicarme a la historia que quisiera, construir nuestra
audiencia y nuestro propósito desde cero.
Podría tenerlo todo: una familia, una carrera satisfactoria, una
voz.
El brazo de Gabriel me aprieta la cintura y me acerca a él. Su
calor me reconforta.
“¿Qué te parece?” pregunta. Algo parecido a la inseguridad
impregna su tono, y me doy cuenta de que me necesita, quizá
incluso más de lo que yo le necesito a él. Intenta hacerme
feliz, darme todo lo que necesito para que nunca me sienta
obligada a buscarlo fuera de él. Después de lo que ha pasado
antes, tiene miedo de haberme alejado y ahora intenta volver a
atraerme.
Y funciona.
Quiero esto. Lo quiero a él. Expulso de mi cabeza todos los
pensamientos de antes y me centro en este momento y en el
hombre con el que lo estoy compartiendo. Quiero que esto
funcione.
Una vocecita me advierte de que nunca lo hará, pero la ahogo
con visiones de un futuro brillante y feliz para mí, Harry y
Gabriel. Como una familia.
26
GABRIEL

Me desenredo de los brazos de Alexis, la meto suavemente


bajo las sábanas y salgo de la cama. Se revuelve, se pone boca
arriba y su pelo oscuro se agita sobre la almohada. Sonrío al
oír sus suaves ronquidos.
Ya he permanecido aquí demasiado tiempo, escuchando los
latidos de su corazón mientras se dormía, pero mis pies siguen
pegados al suelo. Observo cómo sube y baja su pecho con la
respiración. Contemplo sus labios en forma de arco de cupido,
torcidos en un ángulo travieso incluso cuando duerme, y la paz
me invade a pesar de que sé lo que estoy a punto de hacer.
Alexis tiene ese efecto en mí. Pienso en la noche anterior,
cuando me desperté de una horrible pesadilla llena de sangre y
dolor. Estos sueños no son raros en mí, y hacen que me cueste
volver a conciliar el sueño, así que suelo salir de la cama y
empezar el día en ese momento, aunque eso signifique
sobrevivir el resto del día con solo un par de horas de sueño.
Me desperté sudando frío con Alexis llamándome por mi
nombre.
“¿Estás bien?” preguntó. “Estabas dando vueltas”.
Apenas podía pensar y mucho menos contestarle. Mi mente
estaba tan confusa por las visiones de horror que me habían
estado quemando momentos antes. Me estrechó entre sus
brazos y me frotó suavemente los músculos de la espalda. Me
tarareó una canción que no supe nombrar, pero que reconocí
como una de las que a veces cantaba para que Harry se
durmiera.
“¿Quieres contarme tu sueño?” Alexis murmuró contra mi
frente. Seguí sin contestar.
“Está bien”, dijo después de un momento. “Pero no vuelvas
allí. Quédate aquí conmigo”.
Sentía calor de dentro hacia fuera. Cuando mi respiración se
estabilizó y mis pensamientos volvieron a centrarse, recuerdo
que pensé que debía salir de la cama y trabajar. Pero las
caricias de Alexis y la sensación de su suave aliento en mi
frente me retenían allí como cuerdas invisibles, tirando de mí
hacia abajo, abajo, abajo…
Hasta que lo siguiente que supe es que era por la mañana.
Ahora, mientras la observo, resisto la tentación de volver a
meterme en la cama y estrecharla contra mi pecho. Tengo
asuntos que atender.
Voy a mi habitación, me visto, cojo la pistola y bajo por la
casa hasta el sótano. Diego me ha llamado antes y me ha dicho
que ha oído a uno de los guardias de la caseta de seguridad
alardear de haber entrado en mi despacho. Pensó que yo
querría saberlo, pues recordaba que la otra noche se lo
pregunté a Antonio.
Él y Vito me esperan en el sótano con el guardia. Matteo, creo
que se llama. Es nuevo. Vino a mí a través de la
recomendación de Diego, así que estoy un poco sorprendido
de que Diego fuera tan rápido para entregarlo, pero tengo más
respeto por el hombre a causa de ello. En tiempos inciertos
como estos, es bueno saber que todavía tengo gente en la que
puedo confiar.
Matteo está atado a una silla de metal con una bolsa en la
cabeza. Vito y Dom están sentados detrás de él jugando a las
cartas, pero abandonan rápidamente la partida y vienen a mi
encuentro cuando bajo las escaleras. Me siento un poco
culpable por pedirle a Vito que esté aquí después de que su
mujer diera a luz ayer mismo, pero este es un asunto delicado
y necesito gente en la que pueda confiar. Él es el primero de la
lista.
Matteo levanta la cabeza al oír pasos, aunque no puede ver
nada a través de la gruesa tela arpillera.
“¿Ha dicho algo?” le pregunto a Diego.
“No”, responde Diego. “Te estábamos esperando”.
Me arremango. “Entonces supongo que deberíamos empezar”.
Vito saca el saco de la cabeza de Matteo y los ojos
desorbitados del guardia recorren la habitación como los de un
caballo asustado. Parece sorprendido de que sólo seamos tres,
y sus ojos se llenan de miedo cuando se posan en la pistola que
tengo en la mano.
“¿Qué está pasando?” pregunta Matteo.
Es joven, como lo era Gino, lo que me hace dudar de la
integridad de mis otros jóvenes reclutas. Su rizado pelo oscuro
está empapado y en su barbilla bien afeitada se acumulan
gotas de sudor.
“Diego me ha dicho que estabas presumiendo de haber entrado
en mi despacho”, le digo, apoyándome en la pared de enfrente.
“No estaba presumiendo”, balbucea Matteo, mirando a Diego
con desesperación en los ojos. “No le he dicho nada a nadie”.
“¿Pero entraste en mi despacho?”
Sus ojos vuelven a los míos. “Sí, lo hice. Pero no cogí nada, lo
juro”.
“¿Por qué estabas ahí?” pregunto.
Traga saliva, con el pecho agitado. “Sólo moví algo. Eso es
todo lo que hice. Moví un libro, un álbum de fotos, y me fui.
Prometo no volver a hacerlo. Por favor, deje que me vaya”.
Hasta ahora esto está yendo mucho mejor de lo que esperaba.
No sé por qué Matteo está siendo tan comunicativo, pero a
este ritmo, estaré de vuelta en la cama con Alexis antes de que
acabe la hora.
“¿Un álbum de fotos?” pregunta Diego. “Esto es una pérdida
de tiempo. Es obvio que miente. Te ha estado robando”.
“¡Yo no he robado!” grita Matteo. “¡Lo juro!”
“¿Por qué deberíamos creer lo que dices?” se burla Diego,
inclinándose sobre el prisionero.
“Tranquilo”, digo.
Se endereza, dando un paso atrás con las manos en alto. “Lo
siento, Jefe. El chico me ha estado haciendo molestar toda la
noche. Nunca debí haberlo recomendado. Es una serpiente
mentirosa”.
Mis ojos se encuentran con los de Diego. “Lo entiendo, pero
déjame ocuparme de ello”.
Asiente y se aleja de Matteo.
“¿Por qué has movido el álbum de fotos?” pregunto fríamente.
Las fosas nasales de Matteo se agitan, pero sus labios
permanecen firmemente apretados. Una gota de sudor le cae
por la frente. Permanece inmóvil.
“Antes estabas muy hablador”, comento. “¿Por qué te callas
ahora?”
Aun así, no hay respuesta.
“¡No contesta porque esconde algo!” interviene Diego. “Ha
robado algo. ¿Por qué entraría ahí sólo para mover un libro?”.
Ignoro el arrebato de Diego, pero mi ceño se frunce de
irritación. Camino hacia Matteo y me agacho hasta que
nuestros rostros quedan a la misma altura.
“Matteo, ¿por qué moviste el álbum?” repito.
“¡No lo sé! Yo, eh… Pensé que sería divertido”, responde con
voz tensa. Sus ojos se desvían hacia donde está Diego.
“Suélteme, por favor”.
“¿Alguien te dijo que lo movieras?”
Sus labios vuelven a cerrarse y hacen una mueca.
“Matteo, ¡responde a la pregunta!” exijo.
Su rostro se inclina hacia delante y mueve la cabeza, y no sé si
es una respuesta o una objeción. Le vuelvo a levantar la
cabeza por el pelo y gruño: “¿Por qué has movido el álbum?
¿Quién te dijo que lo hicieras?”.
“¡No lo sé! No lo sé”, gime.
Suelto un suspiro de enfado y lo dejo caer, dando pisotones
hacia el otro lado de la habitación. Obviamente, este chico no
es un cerebro criminal. Si movió ese álbum fue porque alguien
le dijo que lo hiciera, pero tiene miedo de quienquiera que
fuera. No quiero torturarlo, pero quizá tenga que hacerlo,
aunque sólo estaría confirmando lo que ya sé: que Andrew
Walsh se ha infiltrado de algún modo en mi casa.
“¡Por favor, déjeme ir!” grita Matteo.
“No puedo dejarte marchar hasta que me digas quién te ha
metido en esto”, le grito.
“¡Es una sucia rata!” grita Diego. “Estás perdiendo el tiempo,
Gabriel”.
Vito permanece callado al margen, observando desde lejos. Me
gustaría que Diego también estuviera callado. Por desgracia,
como lleva años trabajando para la Familia y debido a su edad,
a menudo se olvida de su sitio. Y como es como un tío para
mí, a menudo se lo permito.
“¡No soy un ladrón!” grita Matteo. “¡Por favor, no he cogido
nada!”
“¡Sí, lo hiciste!” Diego gruñe.
“¡No, lo juro!”
“Estoy harto de esta mierda”, murmura Diego. Oigo el
chasquido de una pistola, pero me doy la vuelta un segundo
más tarde. Diego ya tiene el cañón en la sien de Matteo, y
cuando abro la boca para decirle que pare, aprieta el gatillo.
La sangre salpica por todas partes y Matteo cae inerte. Diego
se mete la pistola en los pantalones y se limpia la sangre de la
cara con el dorso de la mano.
“Ya está bien”, comenta, aparentemente satisfecho de sí
mismo.
“¡Diego!” Me arremeto contra él. “¿Qué coño has hecho?”
“Te he hecho un favor”, dice, plantándome cara. Las
profundas líneas de su ceño se fruncen. “Así es como tu padre
y yo resolvíamos las cosas en los viejos tiempos. No tiene
sentido torturar a un ladrón. Es mejor acabar con él y seguir
con tus asuntos”.
“Esa no era tu decisión”, le recuerdo.
Diego ladea la cabeza. “¿Ibas a dejarle vivir?”, pregunta. “¿La
idea de matarlo te daba escalofríos?”.
Mi mandíbula se tensa y me obligo a relajarla. Lo último que
necesito es que Diego me perciba como débil. Él no entiende
lo que hizo Matteo y por qué me preocupa tanto; solo pensó
que el chico era un ladrón.
“Ten cuidado de obedecer mis órdenes”, le digo, y luego
señalo el cadáver. “Que venga alguien a limpiar tu desastre”.
Es una bofetada, pero Diego ni se inmuta. Sabe que se
equivocó.
“Vito, conmigo”, ordeno, subiendo las escaleras.
Vito me sigue y ninguno de los dos habla hasta que llegamos a
mi despacho. Me desplomo en la silla y me restriego una mano
por la cara.
“¿Estás bien?” Vito pregunta.
“Sí. Sólo estoy cansado. Es el segundo traidor con el que tengo
que lidiar esta semana y sospecho que no será el último”.
“Los encontraremos”, me asegura Vito.
“Sí, lo haremos. Por ahora…” Saco un paquete envuelto de
detrás del escritorio y se lo paso. “Una cosita para el nuevo
padre”.
Vito sonríe y tira del paquete hacia él. “Es grande. Debe haber
muchos cigarros dentro”.
Me río mientras abre el paquete y descubre un portabebés.
Vito suelta una carcajada y señala la foto de la caja: un hombre
jovial con un jersey beige y un bebé atado al pecho.
“Esto será genial para el trabajo”, bromea. “Puedo cuidar de
Nuri y seguir teniendo una pistola en cada mano. Dos pájaros
de un tiro”.
Me río. “¿Y quién dijo que tener un bebé te frenaría?”.
“Gracias por esto, Jefe”. Vito deja la caja a su lado. “Y gracias
por las flores que enviaste a la sala de partos. A Corie le
encantaron”.
“El placer es mío” sonrío, abro el cajón superior de mi
escritorio y saco otro paquete envuelto. “¿Pero quieres tu
verdadero regalo ahora?”
“¿Mi regalo verdadero?” enarca una ceja.
Acerco la caja a Vito, que la coge y despliega el envoltorio.
“No deberías haber hecho esto”, dice. “Ya has hecho mucho
por mí y por Corie”.
“Vito, eres de la familia”.
Retira el papel y abre la caja, contemplando con asombro el
Rolex de oro que contiene.
“Puedes pasárselo a la pequeña Nuri algún día”, le digo.
Los ojos de Vito se dirigen a los míos y la gratitud en sus
profundidades plateadas es casi abrumadora. “Gracias,
Gabriel. No puedo decirte cuánto significa esto”.
“Ni lo menciones”. Me inclino hacia atrás, sonriendo. “Ahora
vete de aquí. Tienes una esposa y un bebé recién nacido en
casa”.
Sonríe y coge sus regalos, saludando desde la puerta antes de
cerrarla tras de sí.
Pienso en el precipitado asesinato de Diego esta noche y me
pregunto si mi problema ya está resuelto. Matteo confesó
haber movido el álbum de fotos y ahora está muerto.
Supongo que no importa que nunca me dijera quién movía los
hilos, puesto que ya sé que era Andrew Walsh. Me pregunto si
Gino y Matteo eran los únicos traidores o si hay más entre
nosotros. Es más seguro suponer lo peor, pero al menos ahora
puedo prepararme para ello.
Trabajo en un par de cosas en el ordenador y vuelvo a la
habitación de Alexis, desnudándome en la oscuridad al son de
su suave respiración. Me meto en la cama a su lado y ella se
gira, envolviéndome. Cierro los ojos y la abrazo, inhalo la
delicada fragancia de su champú, absorbo el calor de su piel.
Disfruto de este momento de paz.
Para bien o para mal, Alexis se ha convertido en mi refugio.
Sólo sentir su cuerpo apretándose contra el mío me infunde
una sensación de calma. Ella me proporciona un escape muy
necesario de mi mundo violento, y me asusta necesitar tanto a
alguien, pero he dejado de intentar negarlo. Las luchas de la
vida son más fáciles con ella cerca.
Cuando Alexis me mira, el mundo gira un poco más despacio.
27
ALEXIS

Gabriel me abraza. Las frías llaves metálicas de su cuello me


presionan la mejilla, un recordatorio visceral de sus secretos.
Intento volver a dormirme, dejar que su respiración cada vez
más profunda me tranquilice, pero no puedo evitar
preguntarme adónde ha ido. ¿Hirió a alguien más? ¿Mató a
alguien?
El tiempo pasa, pero mis ojos no se vuelven más pesados. En
todo caso, cuanto más se desliza Gabriel hacia la
inconsciencia, más alerta me pongo.
¿No se dio cuenta Gabriel de que al empezar a llevar llaves
colgadas del cuello sólo aumentaría más mi curiosidad? Me
pregunto si será una prueba. Quizá después de mi última
incursión en la otra vida de Gabriel, no se fía de mí y quiere
asegurarse de que mis días de investigadora han terminado.
No es así, por supuesto. Nunca será así. No cuando todavía
tengo preguntas, y tengo muchísimas preguntas.
Imagino lo que podrían abrir las llaves. Una de ellas será sin
duda para su despacho. Eso o la habitación insonorizada. Pero
es la otra la que más me interesa. ¿Será para uno de los
cajones de su escritorio? ¿O para uno de los armarios?
¿Qué esconde?
Si Gabriel me está poniendo a prueba colgando estas llaves
literalmente delante de mi cara, entonces sé que debería
dejarlo pasar. Pero no quiero.
Llevo días dándole vueltas a si puedo soportar la empresa
criminal de Gabriel, y no creo que pueda ponerme de su parte
del todo si sigo preguntándome qué clase de esqueletos tiene
guardados en sus muchos armarios. Probablemente no sea tan
malo como mi imaginación me quiere hacer creer. Si lo
investigo ahora, podré calmar mi curiosidad para siempre.
Deslizo las manos por el cálido pecho de Gabriel. Bajo la
cadena y empiezo a separarla con cuidado de su piel. Apenas
respiro mientras subo lentamente la cadena por encima de su
cabeza.
Empiezo a quitarle la cadena y las llaves tintinean suavemente.
Para mis oídos, es como un disparo. Gabriel se tambalea,
dejando caer la cabeza hacia un lado, y me quedo paralizada.
Su cara está a escasos centímetros de la mía. Mi corazón
martillea violentamente contra la parte posterior de mi caja
torácica. Si Gabriel abre los ojos ahora mismo, estoy perdida.
Escucho su respiración. Al ver que no hay cambios, tiro del
último trozo de la cadena por encima de su cabeza hasta que
las llaves cuelgan de mi puño. Me muevo con una lentitud
atroz fuera de la cama, piso la alfombra y salgo por la puerta.
Me dirijo hacia el despacho de Gabriel, esperando que venga
por el pasillo en cualquier momento. Se va a poner furioso
conmigo si se entera. Por un segundo, considero abandonar
esta aventura, pero ya tengo las llaves. Ya lo que me queda es
continuar.
Pruebo las dos llaves en la cerradura de la habitación
insonorizada, pero ninguna encaja. Me dirijo a la puerta de al
lado, el despacho de Gabriel, y vuelvo a intentarlo.
Bingo.
Entro en el despacho, cierro la puerta y enciendo la luz para
observar la habitación.
Todo está exactamente como lo recordaba. Fabrizio me mira
desde el retrato que hay sobre la estantería, y algo en el hecho
de que sea de noche le hace aún más espeluznante. Un
escalofrío me recorre la espalda.
Voy primero a la estantería, buscando el álbum de fotos, pero
no está. Hmmm. De todos modos, ya lo vi, aunque quería
echar otro vistazo al joven Gabriel mientras estaba aquí. Me
pregunto qué habrá hecho con él.
A continuación, voy al escritorio de Gabriel y me siento en el
sillón de cuero, probando la llave en cada uno de los cajones.
No gira en ninguno de ellos. Después voy a los armarios y
avanzo por las filas, probando la llave en todas las cerraduras,
pero nada.
Decepcionada, vuelvo a la silla de Gabriel mientras pienso en
un plan. Si esta llave no abre nada en esta habitación, ¿qué
abre? ¿Tengo que ir a hurtadillas por toda la casa probándola
en diferentes cerraduras? Eso podría llevarme toda la noche.
Soy consciente de que cuanto más tiempo pase fuera de la
cama probando cerraduras, más probabilidades hay de que
Gabriel se despierte y me encuentre a mí y a sus llaves
perdidas.
Tal vez debería volver a la cama. Rendirme.
Hago rodar la silla hacia atrás y me pongo de pie, y la tabla del
suelo de abajo cede un poco y cruje bajo mi pie. Miro hacia
abajo, curiosa, y vuelvo a presionar. Otro chirrido.
Qué raro. Dudo que Gabriel sea de los que soportarían estos
chirridos y menos justo debajo de su escritorio.
Aparto la silla y me pongo a cuatro patas, trazando con los
dedos el contorno del tablón. Está suelto. Clavo las uñas en un
lado, tiro hacia atrás y, efectivamente, sale toda la tabla.
Se me acelera el pulso. Con todas estas puertas cerradas, ¿qué
clase de cosas escondería Gabriel bajo las tablas del suelo?
Introduzco la mano en el oscuro agujero y mis dedos rozan
algo metálico. Encuentro los bordes y lo saco con las dos
manos, me pongo en pie y lo deposito sobre el escritorio.
Parece la caja de seguridad de un banco. La tapa está cerrada,
saco la segunda llave y contengo la respiración mientras la
pruebo en la cerradura.
Clic.
Funciona.
Suelto el aliento y levanto la tapa.
El álbum de fotos está en el centro de la caja. Lo quito y lo
pongo a un lado para ver qué hay debajo.
Tardo un segundo en comprender lo que estoy viendo. En el
fondo de la caja hay una carpeta manila con el escudo de la
policía de Nueva York. No sé qué esperaba encontrar, pero un
informe policial no estaba entre las primeras cosas de la lista.
Saco el informe y empiezo a hojear el informe, que se abre en
las páginas centrales, donde hay fotos de la escena del crimen
pegadas con clips. Reconozco al hombre tendido en el suelo de
baldosas, con un charco de sangre bajo los pies, mirando a la
cámara con ojos muertos.
Es mi padre.
Cierro el informe de golpe, con la piel helada. No lo entiendo.
Este es el informe policial del asesinato de mi padre.
¿Pero por qué Gabriel tendría esto?
Con manos temblorosas, vuelvo a abrir la carpeta y empiezo a
leer con frenesí, digiriendo toda la información que puedo.
Cuando llego a los posibles sospechosos, el agente a cargo
escribe que el tipo de arma utilizada y el modus operandi del
asesinato indican una posible conexión con la familia Belluci,
pero no han podido localizar a Fabrizio Belluci para
interrogarlo. Según mis investigaciones, no volvieron a ver a
Fabrizio hasta que encontraron su cadáver ocho meses después
en Poconos.
No lo entiendo. ¿Por qué Gabriel guardaría esto? ¿Y por qué
me mentiría sobre la conexión entre nuestros padres?
Obviamente, había más de lo que me dijo al principio, y el
hecho de que lo tuviera escondido bajo el suelo todo el tiempo
me hace preguntarme si Fabrizio fue realmente el responsable
del asesinato de mi padre. Tendría sentido que mi padre
descubriera los negocios clandestinos de Fabrizio y fuera a
desenmascararlo.
El malestar se arremolina en mi vientre. Dejo el informe a un
lado y busco algo más en la caja, como si al final hubiera un
documento mágico que lo explicara todo. Pero no hay nada.
Sólo un viejo álbum de fotos y el informe policial del
asesinato de mi padre.
Ya he visto suficiente. Cierro la caja con llave, la vuelvo a
colocar en el suelo y deslizo la tabla del suelo hacia arriba.
Salgo de la oficina y cierro tras de mí, con los pensamientos
atravesando mi cerebro como un huracán de camino a mi
dormitorio.
¿Supo Gabriel lo de mi padre desde el principio? ¿Sabe lo que
pasó entre mi padre y Fabrizio? Debe saberlo, si está
ocultando el informe policial. ¿Alguna vez planeaba
decírmelo?
Me detengo frente a la puerta de mi habitación e intento
contener los latidos desbocados de mi corazón. No hay manera
de que vuelva a la cama con Gabriel. No esta noche. Quizá
nunca.
Me pone enferma pensar que todo este tiempo me lo ha estado
ocultando. Mi padre nunca ha tenido justicia por lo que le
pasó. Gracias a Gabriel, nunca la tendrá.
Me cuelo en la habitación y coloco la cadena alrededor de la
cabeza de Gabriel, tirando ligeramente de ella hasta que
vuelve a ajustarse a su cuello. Agarro una sudadera del
respaldo de la silla y cojo el móvil del escritorio. Y luego me
dirijo directamente a la habitación del bebé, con la necesidad
de tener a Harry en mis brazos.
Harry se despierta cuando lo levanto, gorjeando somnoliento
mientras doy vueltas por la habitación. Gracias a uno de sus
abuelos, nunca conocerá a su otro abuelo. ¿Qué clase de
legado es ese para un niño?
Salgo de la habitación y bajo por la escalera curva hasta el
vestíbulo. No me doy cuenta de adónde me dirijo hasta que
estoy en la puerta principal.
Podría hacerlo. Podría irme.
Tendría que pasar por seguridad, por supuesto, pero imagino
que si empezara a asustarme y a decir que Harry estaba
enfermo y que teníamos que ir al hospital, me meterían en un
coche antes de que alguien tuviera la oportunidad de encontrar
a Gabriel en mi habitación y despertarlo. Una vez en el
hospital, sería fácil perder a mi acompañante.
Sería muy fácil.
Suspiro y me alejo de la puerta. El problema es que en realidad
no quiero irme. Esta mansión se ha convertido en mi hogar.
Gabriel se ha convertido en mi familia. Es la familia de Harry.
Por mucho que le odie por ocultarme esto, siento tantas cosas
por él que me cuesta centrarme en lo malo.
Camino por la mansión vacía, intentando decidir qué hacer. No
puedo fingir que no he visto lo que he visto. No creo que
pueda volver a la normalidad con Gabriel sabiendo lo que sé.
Es muy temprano, pero necesito oír una voz amiga. Me subo a
uno de los taburetes de la cocina y llamo a Clara, con la
esperanza de que esta vez, cuando más la necesito, me
conteste. La línea suena varias veces y estoy a punto de darme
por vencida cuando oigo su voz entrecortada.
“¿Alexis?” susurra con una voz espesa por el sueño. “¿Estás
bien?”
“Sí, muy bien. Siento despertarte”.
“Un segundo”. Clara se queda callada un momento y la oigo
revolverse. Cuando vuelve a la llamada, ya no está susurrando.
Debe estar con Killian otra vez. “¿Seguro que estás bien?”
Ojalá pudiera decírselo. Ojalá pudiera contárselo todo. Si lo
hiciera, sin embargo, sólo estaría arrastrándola a este
lamentable lío y eso es lo último que necesita.
“Sí, es que no podía dormir y quería oír tu voz”, le digo.
“Hacía tiempo que no sabía nada de ti y empezaba a
preocuparme. ¿Estás bien?”
Suspira. “Lo siento. He sido una amiga de mierda”.
“No, no lo has sido. Sólo te echo de menos. Y me preocupo
por ti”.
“Yo también te echo de menos”, dice. “He estado muy
ocupada con el trabajo y Killian. Sigo queriendo ir a verte;
pero no es tan fácil como cuando tenías un apartamento en la
ciudad”.
Sospecho que no es toda la verdad. Creo que Clara me evita,
pero no sé si es porque está en una burbuja de amor con su
nuevo hombre, o si está enfadada conmigo por dejar que
Gabriel se apodere de mi vida. Mientras no vuelva a beber.
“Está bien. Yo también he estado bastante ocupada”.
“¿Sigues escribiendo ese artículo?” pregunta Clara.
¿Sigo haciéndolo?
Pienso en los secretos que se esconden bajo las tablas del suelo
de Gabriel y me doy cuenta de que tengo casi todo lo que
necesito para escribir el tipo de artículo que podría sentar las
bases de toda mi carrera. ¿Un jefe de la mafia mata a un
influyente fiscal del Estado y luego desaparece para no volver
a ser visto con vida? Lo único que me falta es el vínculo entre
los dos hombres y más información sobre la muerte de
Fabrizio.
“No lo sé”, admito. “Las cosas entre Gabriel y yo se han
vuelto muy personales. No creo que merezca la pena ponerlas
en peligro por un artículo”.
Si escribo el artículo en el que estoy pensando, no sólo pondría
en peligro nuestra relación, sino que la destruiría por
completo.
“¿Por qué? ¿Has encontrado algo?”
Me aclaro la garganta. “No, nada de eso. Es muy reservado”.
“¿Tienes miedo de Gabriel?” pregunta Clara. “Es que parece
que desde que él volvió a tu vida, actúas cada vez menos como
la periodista precoz que conozco y más como su dócil ama de
casa”.
“Eso no es muy amable, Clara. Es complicado”.
“¿Entonces todo va bien?”, tararea. “¿Nada de qué
preocuparse?”
“Sí”.
“¿Entonces por qué me llamas a las cuatro de la mañana?”
Arrugo la frente. “Obviamente, fue un error”, escupo. “No
volverá a ocurrir”.
Cuelgo el teléfono antes de que pueda decir nada más,
gimiendo de frustración. Si Clara supiera lo que está pasando,
no me juzgaría tanto. O quizá sería más crítica. Esa parece ser
una máscara que se pone con mucha frecuencia.
Harry se ha dormido en mis brazos. Lo estrecho contra mí
mientras me pregunto qué hacer.
28
GABRIEL

Me despierto con el sonido de mi teléfono sonando en la


mesilla de noche. Me incorporo, me froto los ojos y me doy
cuenta de que Alexis no está por ninguna parte.
¿Qué hora es? Siempre me despierto antes que ella. El cielo al
otro lado de la ventana es de un azul intenso, lo que indica que
es temprano.
¿Dónde está?
No tengo tiempo de pensar más en ello porque el teléfono
vuelve a sonar. Lo cojo y miro la pantalla. Antonio. Esto no
puede ser bueno.
Me aclaro la garganta y respondo. “¿Sí?”
“Jefe, siento llamar tan temprano pero tenemos un problema”,
dice Antonio.
“¿Qué pasa?”
Da la noticia en voz baja y monótona. “Tres hombres de Mirko
realizaban anoche una recogida rutinaria cuando perdimos el
contacto con ellos. Envié a un equipo a seguir su ruta y los
encontraron. Su furgoneta fue asaltada, y los tres habían sido
ejecutados dentro de ella”.
“Esto ha ido demasiado lejos”, digo apretando los dientes.
“Tenemos que encontrar a Andrew Walsh y acabar con esto de
una vez por todas”.
“Eso podría ser difícil”, dice Antonio. “Lleva semanas sin dar
la cara”.
Antonio tiene razón. Todo lo que sabemos es que Andrew
Walsh está escondido en algún lugar fuera de la ciudad.
Tendremos que sacarlo o determinar su paradero.
Considerando que también quiero tomar represalias por estos
últimos ataques, decido hacer ambas cosas.
“Reúnete conmigo en la casa dentro de una hora”, le digo a
Antonio. “Trae a una docena de tus mejores hombres. Nos
vamos de caza”.
“Sí, señor”.
Cuelgo y vuelvo a hundirme en el colchón. La guerra italo-
irlandesa está a punto de llegar a su clímax. Yo lo sé. Andrew
Walsh también lo sabe, por eso se esconde.
Me pregunto si sería prudente enviar lejos a Alexis y Harry,
pero al final decido no hacerlo. Puede que mi mansión no sea
un secreto, pero es una fortaleza, y teniendo en cuenta los
incidentes ocurridos recientemente con Matteo y Gino, no
confiaría en que si los enviara a algún lugar secreto no los
encontraran. Creo que aún no he visto el final de ese problema.
Llamo a la caseta de seguridad y les ordeno que traigan más
hombres. Luego me voy a la ducha y me preparo para la
guerra.

L LEGAMOS A O’N EILL ’ S A MEDIA MAÑANA . El pub irlandés


parece vacío, pero aquí es donde unos cuantos capos de Walsh
se reúnen cada día para hablar de negocios.
Informé a los hombres antes de partir. Todo lo que queda es
entrar, conseguir lo que vinimos a buscar, y salir.
Es un movimiento arriesgado. No sólo el edificio estará
defendido, sino que hasta ahora los irlandeses han atacado
nuestras propiedades y soldados, no a nuestros capos. Al hacer
esto, estaré empujando el conflicto un paso más allá y no
podré dar marcha atrás. Sin embargo, ahora es el momento de
correr riesgos. Si no doy este paso primero, entonces sé que
Andrew Walsh lo hará, muy pronto.
Doy la señal. Antonio conduce la primera oleada de hombres
al interior. Atraviesan la puerta y se oyen gritos y disparos,
luego silencio. Espero un momento antes de seguirlos, con el
arma desenfundada, junto con la segunda oleada de hombres
que están allí para protegerme.
Dentro del bar apesta a cerveza rancia. Arrugo la nariz
mientras miro a mi alrededor, observando con aprobación que
Antonio y sus hombres han alineado al cuerpo de seguridad de
los reunidos allí contra la pared con las manos detrás de la
cabeza. Hay un montón de pistolas en el centro de la sala, y
tres capos están sentados en una mesa redonda con las manos
en alto y una pistola apuntando a cada una de sus cabezas. Sus
tazas de café aún humean sobre la mesa.
Camino alrededor de la mesa y me dirijo a los hombres de
Walsh. “Tres de mis hombres fueron asesinados esta mañana.
Eso significa que me deben tres vidas”. Me detengo detrás del
más viejo de los tres y presiono el cañón de mi arma en la
parte posterior de su cabeza. “Estoy seguro de que pueden
sacar las cuentas”.
Me dirijo al siguiente del círculo y le apunto con la pistola a la
cabeza. “Sin embargo, me siento generoso y estoy dispuesto a
tomar sólo dos vidas si uno de ustedes me dice dónde puedo
encontrar a Andrew Walsh”.
Silencio. Me lo esperaba. Estos son hombres duros, después de
todo, y hay una gran audiencia. No van a soltar secretos aquí.
Lo que buscaba no era una respuesta, sino una reacción. Dos
de los capos se pusieron rígidos ante mi pregunta. El tercero
no reaccionó: no sabe nada.
Rodeo la mesa hasta el tercer capo y le meto una bala en la
nuca. Cae hacia delante, golpeándose contra la mesa y
derramando café por todas partes.
Apunto con la pistola a los dos que quedan. Uno parece tener
unos cincuenta años, una gruesa cicatriz roja en la mejilla y
más cadenas y anillos de oro que un rapero. Me fulmina con la
mirada. Sé que nunca obtendré ninguna información de él. Le
disparo a continuación.
El capo que queda tiene más o menos mi edad, una espesa
barba pelirroja y la cabeza rapada. Le aprieto la pistola en la
sien. Incluso sentado, puedo decir que es un tipo grande.
“¿Cómo te llamas?” pregunto.
No contesta.
“Ese es Daniel Cairns”, dice Antonio desde un lado de la
habitación. “Es primo segundo de Andrew Walsh”.
Mis labios se curvan. “Perfecto”. Levanto la pistola y le
estrello la culata en la cara. Daniel gime por la fuerza del
golpe y deja caer las manos para protegerse la cara de otro
golpe.
“Llévenselo”, ordeno a mis hombres. “Aten al resto, pero
déjenlos vivos”. Considero ordenar la muerte de todos, pero
vine aquí por retribución, no por una masacre.
La energía me recorre en el camino de vuelta a casa. Puedo
sentir el final de esta guerra en mis huesos.
Una vez de vuelta en la casa, ordeno a Antonio y a sus
hombres que vayan por la entrada lateral del sótano mientras
yo voy por el frente a buscar a Alexis y Harry.
Como Daniel es un capo, existe la posibilidad de que Walsh
envíe hombres para liberarlo, y no puedo arriesgarme.
Tampoco quiero que Alexis vea algo que no pueda dejar de
ver. Ella y Harry tendrán que quedarse en la habitación del
bebé hasta que termine.
Encuentro a Alexis y Harry sentados en una manta en el jardín
trasero. Harry está jugando con su avión favorito mientras
Alexis hojea una revista. Está deliciosa con sus pantalones
cortos vaqueros y su camiseta azul de tirantes, pero ahora no
tengo tiempo para esos pensamientos. Estoy deseando
acercarme a ella más tarde.
“¡Papá!” exclama Harry al verme, con una sonrisa desdentada
en los labios. Alexis levanta la cabeza. No sonríe, me mira
fijamente mientras me acerco a ellos.
Llego al borde de su manta y le tiendo la mano a Alexis.
“Necesito que lleves a Harry a su habitación o a la tuya y te
quedes allí todo el día”, le ordeno.
Alexis frunce el ceño. No me coge la mano. “¿Por qué?”
“Porque yo lo digo”.
Alexis saca la barbilla y se apoya en los codos, evaluándome
con expresión irritada. Abre la boca para hablar, pero vuelve a
cerrarla, como si no estuviera segura de sí misma.
Me pongo en cuclillas frente a Alexis, frunciendo el ceño.
“Este no es el momento para tu actitud”.
Sus labios se vuelven una fina línea, sus ojos azules se clavan
en los míos y algo imperceptible se arremolina en sus
profundidades. Mira a Harry, que ahora está chupando la punta
de su avión, y respira hondo.
“Sé lo del informe policial en tu despacho”, dice Alexis. “Sé
que nuestros padres se conocían y que el tuyo es sospechoso
de haber matado al mío”.
La emoción de mi inminente interrogatorio se desvanece y el
pavor se apodera del fondo de mi estómago. Busco la llave en
mi cuello, pero sigue ahí. Debió de quitármela mientras
dormía y devolvérmela antes de que me despertara.
Se me tensa la mandíbula. Miro fijamente a Alexis, largo y
tendido, observando cómo se le va el color de la cara y se echa
hacia atrás sobre la manta.
La ira no es una descripción exacta de lo que siento. Tampoco
es simple traición. Oírla decir esas palabras, saber que ha
traicionado mi confianza, me desgarra y retuerce por dentro.
Duele, maldición.
Debo de parecer un asesino ya que Alexis se pone en pie y
agarra a Harry, apartándolo de mí. Eso duele aún más. ¿Cree
que voy a hacerle daño o solo intenta evitar que absorba mi
veneno?
“Es verdad, ¿no?”, escupe. “No lo niegas”.
“Veo que cometí un error al confiar en ti”. Me pongo en pie.
“No volveré a cometer ese error”.
“¿Lo hizo personalmente?” Alexis presiona. “¿O envió a
alguien? ¿Y por qué desapareció justo después?”
Hago un gesto a los dos guardias de la puerta trasera para que
se acerquen. “Lleven a la señorita Wright a su habitación”,
ordeno mirando a Alexis a los ojos. “Que se quede en su
habitación o en la del bebé. Manténgala allí a la fuerza si es
necesario”.
Cada uno la agarra por un hombro. Alexis no forcejea,
probablemente consciente de que, si lo hace, existe la
posibilidad de que Harry resulte herido. Me adelanto y la miro
con desprecio mientras le arranco el teléfono del bolsillo
trasero.
“Me llevaré esto”, le digo, guardándomelo en el bolsillo
interior. “Harías bien en recordar que puedo quitarte lo que
quiera, incluido mi hijo”. Me inclino hacia ella y la miro
fijamente. “Vuelve a traicionarme y eso es exactamente lo que
haré”.
“Eres un psicópata”, gruñe Alexis. Sus ojos son brillantes y
fieros. Estaría preciosa si no estuviera tan enfurecido. ¿Cuánto
tiempo lleva adormeciéndome con una falsa sensación de
seguridad? ¿Cuántas mentiras me ha dado como si fueran
fresas bañadas en chocolate?
“Y tú eres exactamente la bruja manipuladora que siempre
pensé que eras”. Hago un gesto a los guardias. “Llévensela”.
29
GABRIEL

Una vez que Alexis y Harry han desaparecido de mi vista, y


estoy solo en el patio trasero, rujo y pateo los restos de su
picnic. El avión se rompe por la mitad. Las uvas cortadas
vuelan por todas partes. El zumo de uva empapa la manta de
cuadros y se extiende como la sangre.
¿Por qué? ¿Por qué?
Todo lo que necesitaba era que confiara en mí. Todo lo que
pedía era su sumisión. Pareció estar tan dispuesta durante tanto
tiempo, pero todo el tiempo estuvo maquinando a mis
espaldas. ¿Qué otros secretos enterrados ha estado tratando de
desenterrar?
Respiro y me paso la mano por el pelo y me doy cuenta de que
estoy dejando que me distraiga otra vez. Tengo asuntos que
atender en el sótano. Ya me ocuparé de la traición de Alexis
más tarde.
Me dirijo de nuevo a la casa y bajo al sótano, donde Antonio y
algunos de sus hombres han atado a Daniel a una silla en
medio de la oscura habitación. Vito también ha llegado y
asiente desde su posición en el rincón.
Me quito la chaqueta, se la doy a Antonio y me acerco al
prisionero mientras me remango. Sus ojos marrones y turbios
me miran a mí y al resto de los hombres de la sala, y sus dedos
se aferran a los brazos de la silla.
“Daniel”, digo, deteniéndome frente a él y cruzando los brazos
sobre el pecho. “Hoy necesito que me des una información, y
sólo una. Dámela y te liberaré”.
“Oh, ¿por qué no lo has dicho antes?”, dice jovialmente. “Sí,
creo que ese traje te hace ver gordo”. Se sacude las correas.
“¿Puedo irme ya?”
Ignoro la ocurrencia. “¿Dónde está Andrew Walsh?” pregunto
con calma.
Se encuentra con mi mirada. “No lo sé”.
“Lo sabes”, le digo. “Vi cómo reaccionaste cuando te hice esa
pregunta en O’Neill’s”.
Sus labios se contraen en algo entre una sonrisa y una mueca.
“Bueno, si lo supiera, no sería muy bueno en mi trabajo si te lo
dijera”.
“No serás muy bueno en nada nunca más si no me lo dices”.
Se echa hacia atrás en su silla, como si fuera el sillón
reclinable más cómodo del mundo. “Tal y como yo lo veo, o
mantengo la boca cerrada y muero aquí con honor o suelto la
lengua y Andrew Walsh me saca los ojos con un sacacorchos.
De cualquier manera, no voy a pasar un buen día”.
“Puedo garantizarte que tendrás un día mucho peor si no me
das lo que quiero”, le digo. “Tu jefe es un psicópata
moralmente arruinado. ¿Por qué protegerle? Podrías estar
camino de las Bahamas en una hora si me das lo que necesito”.
Daniel niega con la cabeza. “Verás, no creo que sea el caso.
No voy a salir de este sótano. Si te digo dónde está, no puedes
arriesgarte a dejarme ir por si le aviso. Vas a matarme pase lo
que pase, y lo sé porque es exactamente lo que yo haría”.
Tiene razón, por supuesto. Siento respeto por este tipo, a
regañadientes, y su grosería me recuerda un poco a la bocaza
de Alexis. Una parte de mí quiere darle un poco de piedad.
¿Tiene que morir?
Descarto esos pensamientos. Sí, claro que sí. Tengo un trabajo
que hacer, y una responsabilidad con mis hombres. Los
asesinatos no cesarán hasta que corte la cabeza de la serpiente.
La única razón por la que me planteo dejar vivir a Daniel es
por Alexis, por la debilidad que ha cultivado en mí. ¿Voy a
caer ahora en los encantos de cualquier puta mujerzuela, como
mi padre?
Patético.
Vuelvo al interrogatorio, disgustado conmigo mismo por mi
debilidad mental. Retrocedo y golpeo con el puño la cara de
Daniel. Noto que su nariz se resquebraja y gime mientras la
sangre empieza a brotar de sus fosas nasales.
“Te mate o no al final, la pregunta es: ¿cuánto dolor estás
dispuesto a soportar para proteger a tu jefe?” pregunto.
Le doy otro puñetazo, esta vez partiéndole el labio.
“Encontraré a Andrew Walsh. De una forma u otra lo
encontraré, así que tu silencio, aunque admirable, es inútil”.
La cabeza de Daniel cae hacia delante y la sangre gotea de su
boca abierta.
“Un hombre como yo sabe que tarde o temprano le espera el
sufrimiento”, se lamenta. “Habría sido un tonto si hubiera
pensado que el destino me perdonaría”.
Mi puño retrocede. Por un segundo, Alexis pasa por mi mente.
La veo sentada en la silla frente a mi mesa, en mi despacho de
la ciudad. Llevaba la misma expresión agria mientras
amenazaba con hacer más incómoda nuestra entrevista de una
hora.
Hago una pausa. Daniel se estremece y levanta la vista,
preguntándose por qué no ha llegado el golpe, y mi piel arde
de humillación.
Es como si pudiera verlo: que Alexis está en mi cabeza. Ha
estado en mi cabeza desde que nos conocimos. Y ahora
mírame, dudando en interrogar a un enemigo para obtener
información porque me recuerda un poco a ella. ¿De cuántas
otras formas se ha colado en mi cabeza, dañando mi capacidad
para ser el líder que mis hombres necesitan?
Ya no. No en este momento crucial, la culminación de años de
derramamiento de sangre. Necesito ser fuerte ahora más que
nunca.
“Vamos a probar otra cosa”, digo, bajando el puño. Me vuelvo
hacia Antonio. “Tráeme un cuchillo”.
M E LAVO la sangre de las manos en el lavabo, mirando mi
reflejo en el espejo. El agua rosa se arremolina en el desagüe.
Me lavo hasta que se aclara, me echo agua en la cara, me seco
con la toalla y salgo del baño.
Vito está apoyado en la pared de fuera. Se endereza cuando
salgo. “Hola”, dice. “¿Estás bien?”
Le miro con el ceño fruncido. “Sí”.
“Saliste del sótano muy rápido”, continúa.
Empiezo a caminar en dirección a mi despacho y Vito me
sigue, con sus piernas rechonchas haciendo horas extras para
seguir mis pasos.
“No había razón para quedarse”, le respondo. “Antonio y sus
hombres se están ocupando del cadáver y yo no tengo
información para actuar”.
Daniel aguantó hasta el final, y yo recompensé sus esfuerzos
con una bala en el cráneo. Estoy frustrado tanto porque
claramente elegí el capo equivocado como porque Andrew
Walsh no se merece ese tipo de lealtad.
Llegamos a la puerta de mi despacho y Vito me llama la
atención. “No pareces tú mismo”.
“Vito, ¿cuántas veces tengo que decirte que no necesito que
seas mi puto terapeuta?” me quejo. “Vete a casa. Tengo mucho
que hacer y quedarme hablando de mis sentimientos no va a
solucionar nada”.
Aprieta los labios, pero no discute. Me deja con una pequeña
inclinación de cabeza, saco la llave del cuello y entro en la
habitación. El mero hecho de hacerlo me recuerda la traición
de Alexis y me invade una oleada de ira.
Teníamos algo bueno. Ahora nunca podremos volver a eso,
todo por culpa de su insufrible curiosidad.
Por otra parte, tal vez su traición fue un regalo. Está claro que
me he dejado llevar demasiado por mis emociones por su
culpa, y mira adónde me ha llevado. Me hizo confiar en ella,
bajar mis defensas, todo para que ella pudiera escabullirse
detrás de ellas como la molesta periodista que siempre fue.
Alexis me hizo débil.
Voy directamente detrás de mi escritorio, tiro de la tabla suelta
del suelo y saco la caja de seguridad de debajo. Me la meto
bajo el brazo, cojo cerillas del cajón de arriba y salgo del
despacho, bajo las escaleras y salgo al patio trasero.
Cuando dejo la caja sobre la hierba y la abro, nada parece
fuera de lugar. Está claro que Alexis tuvo cuidado de ponerlo
todo exactamente como lo encontró. Por supuesto, no querría
que descubriera sus transgresiones hasta que lo considerara
oportuno.
Saco el álbum de fotos, enciendo una cerilla y lo arrojo a la
caja, apartándome mientras el informe se incendia. Veo cómo
las páginas se curvan hacia dentro, cómo las llamas devoran
mis secretos.
Una a una, saco las fotos del álbum y también las arrojo al
fuego. La tinta ardiente crepita y estalla cuando las llamas se
llevan años de recuerdos.
Debería haberlo hecho hace años. El álbum era un recuerdo de
los años dorados, y el informe policial marcaba a fuego la
página donde todo aquello terminaba. Aferrarse a ellos era
sentimental e idiota.
Arrojo más fotos a las llamas. Felicity Huffman me devuelve
una mueca mientras la incinero de una vez por todas. No
renacerá en Alexis y no cometeré los errores de mi padre. No
volveré a cometerlos.
Me encerraré en mí mismo y dirigiré mis negocios con un
juicio imparcial y frío como el hielo, y no volveré a dejar que
mis emociones saquen lo mejor de mí.
Observo hasta que desaparece todo trozo de papel y sólo
quedan cenizas negras. Entonces no sé qué hacer.
Me duele la cabeza de estrés, pero me he aislado de mis
principales fuentes de liberación, a saber, follarme a Alexis o
jugar con Harry. Aun así, estoy desesperado por descargar la
tensión de mis músculos de algún modo, y supongo que lo
siguiente mejor es hacer ejercicio.
Me cambio de ropa y me dirijo al gimnasio, donde empiezo un
entrenamiento agotador. Corro todo lo rápido que puedo en la
cinta, y después levanto pesas hasta que los músculos gritan.
Luego vuelvo a la cinta y lo hago todo otra vez.
No importa cuánto me esfuerce, cuánto sudor gotee de mi
frente, no sirve de nada. Sigo sintiendo la presencia de Alexis
en la casa como un grano de arena bajo mi piel.
30
ALEXIS

Me despierto lentamente, estirando los brazos por encima de la


cabeza, y por un segundo me siento en paz. La luz del sol
salpica mi mullido edredón y, mientras mis músculos cantan
con delicioso calor, me preparo para levantarme y empezar el
día.
Y entonces me acuerdo.
Salto de la cama y corro hasta la habitación del bebé para
asegurarme de que Harry sigue allí. Desde que Gabriel me
advirtió hace unos días de que podía llevarse a Harry cuando
quisiera, esperaba despertarme una mañana y encontrarme con
que mi hijo había desaparecido, se lo habían llevado en mitad
de la noche.
Pero Harry sigue ahí, durmiendo profundamente. Miro
fijamente sus redondas mejillas y su sedoso pelo castaño e
intento que me invada la calma. Normalmente basta con
mirarlo, pero en los últimos días el pánico ha sido mi
compañero constante.
Vuelvo a mi habitación y me derrumbo sobre la cama,
haciéndome un ovillo. No he visto a Gabriel desde que ordenó
que me encerraran en mi habitación. No he querido verlo, no
desde que no negó mis acusaciones y confirmó mis peores
temores.
El padre de Gabriel mató al mío.
Por horrible que sea saberlo, lo que más duele es que Gabriel
lo supiera y no me lo dijera. Todo este tiempo me ha estado
susurrando cosas dulces al oído y jugando a ser el padre del
año para Harry. Pero no me confió esta información crucial.
Siempre me ha dolido saber que Harry nunca conocerá a su
abuelo. Mi padre lo habría adorado, y siempre me lo imaginé
mirándonos, orgulloso de verme criar sola a Harry.
Ahora sé que, si papá está mirando, se avergüenza de mí. Me
pone enferma.
¿Cuánto tiempo va a tenerme Gabriel encerrada aquí? Me
tumbo de lado y junto las rodillas contra el pecho, intentando
calmar el ansioso aleteo de mi corazón con respiraciones
profundas. Siento que las paredes se cierran y no puedo hacer
nada para evitarlo. Me siento impotente. Confié en la persona
equivocada y ahora soy prisionera de un peligroso mafioso.
Me levanto tambaleante y me acerco a la ventana, desesperada
por respirar aire fresco. La abro y saco la cabeza, aspirando el
dulce aroma de la hierba recién cortada y las hortensias en flor
de los arbustos de abajo. Miro hacia abajo, preguntándome
cuánto me dolería aterrizar sobre los arbustos desde esta
altura. ¿Me rompería algo? Creo que no. No sería un aterrizaje
agradable, pero sobreviviría.
Miro a mi alrededor. No hay ningún guardia de seguridad a la
vista. El césped se extiende unos treinta metros antes de
encontrarse con un bosquecillo de árboles, que sería un buen
lugar para esconderse.
Antes de darme cuenta de lo que estoy haciendo, mis pies me
llevan de vuelta a la habitación del bebé y cojo a Harry en
brazos. Vuelvo a la ventana y subo una pierna por la cornisa.
Miro hacia abajo. Respiro.
Me imagino estrellándome contra la copa del arbusto, con las
ramas arañándome la ropa. ¿Y si aterrizo mal y Harry se hace
daño? ¿Y si lo sujeto mal? ¿Y si el impacto me deja
inconsciente y se me cae de los brazos?
Harry se despierta, retorciéndose. Como si conociera los
oscuros pensamientos que me rondan por la cabeza, empieza a
llorar, y sus pequeños lamentos me atraviesan como una
cuchilla dentada.
Me vuelvo a meter por la ventana y me deslizo contra la pared,
sollozando abiertamente. Si no tuviera que preocuparme por
Harry, podría escapar.
Pero no puedo dejarlo. No puedo. Si dejo a Harry ahora, nunca
lo volveré a ver, aunque vuelva a por él con la policía. Gabriel
se asegurará de eso.
Lágrimas calientes inundan mis mejillas. No intento consolar a
Harry. No puedo. Los dos lloramos y lloramos y lloramos,
llenando la habitación con el eco de los sonidos de la angustia
y la derrota. Estamos completamente atrapados, indefensos.
Sin esperanza.
Llaman suavemente a la puerta. Resoplo y hago rebotar a
Harry en mi regazo. Como si tuviera curiosidad por saber por
qué he dejado de llorar, él también se calla, alisando su
expresión y me estudia con suspicacia.
“¿Qué pasa?” pregunto.
Me late el corazón. Han llamado a mi puerta varias veces en
los últimos días, y ninguna de ellas ha sido Gabriel, pero esta
podría ser la definitiva. No quiero que me vea así,
completamente desolada.
“Desayuno”, dice una voz masculina suave. No es Gabriel.
“Adelante”.
Se abre la puerta y entra Diego. Ya le había visto en ocasiones
por la casa y los terrenos sin saber nunca su nombre, y el
hecho de que, desde mi encarcelamiento, sea él quien me trae
la comida no hace sino aumentar mi curiosidad por saber
cómo encaja el viejo en esta operación.
Lleva el pelo canoso peinado hacia atrás y casi siempre viste
algún tipo de colorida camisa hawaiana. Hoy lleva una azul
pálido salpicada de grandes piñas. Tiene muchos tatuajes, pero
no distingo la mayoría porque la tinta se ha desvanecido y
aclarado con el tiempo.
“Victoria te ha preparado tu plato favorito”, anuncia Diego,
acercándose a mí para dejarme una bandeja con dos tapas de
metal. No hace ningún comentario sobre mi incómoda postura
ni sobre el hecho de que tengo los ojos hinchados y rojos de
llorar.
Diego se sienta frente a mí con las piernas cruzadas y levanta
la tapa más grande de la bandeja para descubrir unos
esponjosos huevos revueltos, cubiertos con cebollino picado y
un poco de queso. Al lado hay tres crujientes tiras de tocino.
“Y para el pequeño…” Diego levanta la tapa más pequeña y
hay una pequeña porción de huevos revueltos, así como una
taza de yogur y un bol de fruta.
Abrazo a Harry contra mi pecho e inclino la cabeza hacia
atrás. “No tengo hambre”.
“Tal vez no, pero deberías comer”, dice Diego. “Y Harry
también necesita comer”.
Suspiro. Tiene razón.
Abro los ojos, giro a Harry y lo siento entre mis piernas.
Pongo el plato de huevos revueltos delante de él y empiezo a
llevarle bocados a la boca. No me importa que estemos en el
suelo, ni que probablemente caiga comida por todas partes.
Diego me observa con ojos amables. Su mirada se desvía hacia
las cortinas, que se agitan con la brisa de la ventana abierta, y
luego vuelve a mí.
“¿Ibas a escapar por la ventana?”, pregunta.
No contesto. Harry come un bocado de huevos revueltos y se
relame los labios.
“No llegarías lejos”, continúa Diego. “Hay cámaras por todas
partes”.
“Menos mal que he cambiado de opinión”, le suelto.
Diego levanta las palmas en señal de rendición. “Tranquila,
mamá, quiero ayudarte”.
“¿Ayudarme?” Frunzo el ceño, entrecerrando los ojos en señal
de sospecha. “¿Ayudarme a escapar? ¿Por qué harías eso?”
Diego se adelanta y acaricia la cabeza de Harry con una suave
sonrisa. “Gabriel no está actuando como él mismo. Encerrarte
aquí fue cruel, y me preocupa lo que vaya a hacer a
continuación”.
Se me paraliza el corazón. “No nos haría daño, ¿verdad?”
“No lo sé”.
Diego se rasca la cabeza, mete la mano en el bolsillo trasero y
saca algo. Me levanta la mano y me pone un teléfono negro en
la palma.
“No lo averiguaremos”, dice.
Cierro los dedos alrededor del plástico. No quiero creer que
Gabriel nos haría daño, pero sea cual sea el papel que Diego
desempeña en esta organización, ¿no tiene una mejor visión de
su jefe que yo?
Por otra parte, ¿y si esto es una prueba de Gabriel? ¿Si está
intentando tenderme una trampa? Su advertencia parpadea en
luces rojas de neón en mi mente.
Harías bien en recordar que puedo quitarte lo que quiera,
incluido mi hijo. Vuelve a traicionarme y eso es exactamente
lo que haré.
Confabularme con uno de sus hombres para escapar, y
llevarme a su hijo conmigo… no puedo imaginarme a Gabriel
tomándose eso como otra cosa que no sea una traición.
“Me lo pensaré”, digo.
La boca de Diego se aplana. “Yo no me lo pensaría mucho.
Guardé mi número en el teléfono, pero una vez que llames,
necesitaré una semana para tenerlo todo listo”.
Se levanta lentamente, gimiendo un poco. Cuando me ve,
sonríe. “Estos viejos huesos ya no son lo que eran”. Señala mi
comida. “Deberías comértela antes de que se enfríe”.
Con eso, Diego se marcha, dejándome para digerir su oferta,
así como el desayuno. Termino de dar de comer a Harry y
luego mastico una tira de tocino mientras Harry gatea por la
habitación.
¿Puedo confiar en Diego? ¿Es el viejo sabio que teme por mi
seguridad o es un fiel soldado que tiende una trampa para que
Gabriel se sienta justificado al separarme de mi hijo?
Intento recordar una época más sencilla, antes de Gabriel y la
mafia y todo este lío espantoso. Lo que daría por volver ahora
a las nubes.

E SA MISMA TARDE , mientras juego a los coches con Harry en


su habitación, llaman a la puerta. Es un golpe más fuerte que
el que suele dar Diego, y teniendo en cuenta que nos ha dejado
la comida hace una hora, dudo que vuelva tan pronto. No ha
dicho nada de su oferta y yo tampoco. Aún no me he decidido.
El misterioso visitante no espera a que le responda y, antes
incluso de que su cara aparezca en la puerta, sé que es Gabriel.
Aprieto a Harry contra mi pecho y levanto las rodillas a modo
de escudo, observando a Gabriel con recelo mientras entra en
la habitación.
“¿Qué quieres?” replico mordazmente.
Sus ojos oscuros pasan de los míos a los de Harry, con los
labios apretados al ver mi postura protectora. “He venido a ver
cómo estabas”.
“Oh, ¿como si ahora te importara?” Aprieto los dientes,
arrugando la nariz de rabia. “Y yo que pensaba que habías
venido para ser un hombre y admitir la verdad sobre lo que
encontré. Ya he sumado dos y dos. Sé que tu padre mató al
mío, o al menos tuvo algo que ver. ¿Por qué no puedes
admitirlo?”
Gabriel cruza la habitación y se acuclilla frente a mí. Sus ojos
ámbar se clavan en los míos. Siempre está más sexy cuando
está enfadado, pómulos afilados, labios carnosos y apretados,
expresión feroz, pero cuando lo miro ahora, me pongo
enferma.
“No tengo que decirte nada”, dice en voz baja y monótona.
“Les lo di todo a ti y a Harry y me lo pagaste escabulléndote a
mis espaldas. No te mereces la verdad”.
“Te odio”, escupo.
Y en ese momento, lo siento de verdad. Quiero pasar mis uñas
por su rostro perfecto. Quiero arrancarle los ojos y dejarlo en
esta habitación languideciendo solo, como he estado yo.
Gabriel pronuncia sus siguientes palabras con una fría
crueldad que me produce escalofríos. “Puedes odiarme todo lo
que quieras, pero me necesitas. Deja de dar patadas de
ahogado y empieza a tratarme con el respeto que merezco o
me llevaré a Harry y te exiliaré para siempre”.
Se me hace un nudo en la garganta y me lo trago. “Eres un
monstruo”, susurro.
“No tienes ni idea”.
Gabriel se levanta y me deja allí, temblando por la promesa de
su persistente amenaza. Harry se revuelve en mis brazos y me
arden los ojos, pero me niego a dejar caer una sola lágrima
hasta que Gabriel ha salido de la habitación. Una vez que
cierra la puerta tras de sí, sollozo en silencio contra la suave
frente de Harry.
Me doy dos minutos para llorar la vida que Gabriel y yo
podríamos haber tenido, y para temer por el tipo de vida que
me espera, antes de recomponerme y sacar de debajo del
colchón el teléfono desechable que me dio Diego.
Sólo hay un número guardado en la agenda y lo llamo,
mientras veo a Harry jugar con su flamenco de peluche. La
tristeza me oprime el corazón, pero tengo que hacer lo mejor
para mi hijo, y eso significa alejarme de Gabriel todo lo
posible.
“¿Hola?” Diego responde.
“Por favor, ayúdame”.
“Una semana. Está lista cuando te llame”.
La línea se corta y vuelvo a meter el teléfono bajo el colchón.
Y ahora, supongo, esperamos.
31
GABRIEL

Suena mi móvil. Levanto la vista de la pantalla de mi portátil,


se me retuercen las tripas al ver el nombre de Antonio en la
pantalla. Mi teniente se ha convertido en el protagonista de
mis pesadillas. Cada vez que llama es con más malas noticias,
y últimamente llama mucho.
Respondo bruscamente: “¿Sí?”.
“Los irlandeses han quemado Il Paradiso”, informa Antonio.
“Estoy en la escena ahora. Hay cadáveres”.
Aprieto los ojos e intento aflojar la mandíbula. Es el tercer
negocio que Walsh quema esta semana. La guerra se
intensificó exponencialmente en los días siguientes a mi
asesinato de los tres capos de Walsh, y me siento como si
estuviera nadando en un mar de sangre sin tierra a la vista.
Antes tenía a mi familia para mantenerme a flote pero, aunque
están en la misma casa, los he perdido. Quizá para siempre.
“Gracias, Antonio. Sé que ya estamos cortos de hombres, pero
envía guardias extra a los otros negocios bajo nuestra
protección”.
“Lo haré”.
“Y añade guardias adicionales en los muelles”, continúo.
“Tengo el mal presentimiento de que los irlandeses se están
preparando para algo mayor”.
“Sí, señor”.
Termino la llamada y cierro de golpe la tapa del portátil.
¿Cuántos más morirán antes de que Andrew Walsh salga de su
escondite para que pueda ocuparme de esto de una vez por
todas? Es un cobarde.
Me duele la sien. Me duele la cabeza desde que abrí los ojos
esta mañana y no parece que vaya a remitir pronto. Me clavo
los dedos en la frente, pero no sirve de nada. Sin embargo, sé
algo que podría funcionar.
Salgo de mi despacho y me dirijo a la habitación de Harry,
saludando con la cabeza a los guardias que flanquean las
puertas al entrar. La habitación está tenuemente iluminada por
un ramillete de estrellas proyectadas en el techo. Harry está en
su cuna, en el otro extremo de la habitación, y cuando me
acerco a él, veo que Alexis me observa a través de la puerta
abierta de su dormitorio. La ignoro y sigo acercándome a la
cuna, agarro el borde de madera y miro al tranquilo bebé que
hay dentro.
Harry tiene los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia un
lado. Sus pequeños labios están ligeramente entreabiertos. Está
profundamente dormido, soñando con flamencos felices y
aviones de altos vuelos, completamente ajeno a las pesadillas
con las que su padre lucha en el mundo real.
Los pinchos siguen clavándose en mi cerebro, pero de algún
modo es más fácil soportarlo en su presencia. Introduzco la
mano en la cuna y paso los dedos por su mejilla aterciopelada.
Alexis se aclara la garganta detrás de mí. Me enderezo y me
giro. Está de pie con los brazos cruzados y sus rasgos se
amontonan en una expresión feroz. Supongo que sigue
enfadada conmigo.
Es hora de que me vaya.
Voy a pasar junto a Alexis, pero ella se cruza en mi camino.
“¿Qué coño está pasando ahí fuera?”, sisea. “Oigo entrar y
salir a gente a todas horas del día y de la noche. Mis guardias
no paran de sugerirme que debería estar agradecida porque soy
la persona más segura de la casa. Y no me dicen una mierda”.
Me inclino, acercando mi cara a la suya. “Te lo diría si no
hubieras demostrado ya que no se puede confiar en ti”.
“Merezco saberlo”.
Sacudo la cabeza, gruñendo: “Se me ocurren unas cuantas
cosas que te mereces, y ninguna de ellas incluye mi
confianza”.
La esquivo y sigo hacia la puerta, pero vuelve a cruzarse en mi
camino justo antes de que la alcance.
“¡Eres un niño!”, me suelta. “Claro que voy a entrometerme si
creo que me ocultas algo. ¿Qué tal si, para empezar, no me
ocultas nada? No estaríamos en este lío si me hubieras dicho lo
que sabías de mi padre”.
“No. No estaríamos en este lío si hubieras mostrado un
mínimo de respeto hacia mí. Eso cambia ahora”. Señalo a un
lado. “Apártate de mi camino”.
Alexis se cruza de brazos con una sonrisa amarga. “No. No
hasta que me des algunas respuestas”.
“Alexis”, gruño. “No me presiones”.
Ella entrecierra los ojos. “¿O qué?”
Levanto el brazo antes de darme cuenta de lo que estoy
haciendo. Le rodeo el cuello con los dedos y empujo hasta que
su espalda choca con la pared junto a la puerta. Alexis me
coge del brazo, intenta apartarme, pero soy demasiado fuerte.
“¡Maldito cavernícola!”, grita. “¡Déjame ir!”
Me acerco un poco más y aprieto mi cuerpo contra el suyo.
Aunque estoy tan enfadado que quiero arrancarle la vida, no
puedo negar el efecto que produce en mi cuerpo. Se me eriza
la piel al pensar en follármela, aquí mismo, con mis dedos
apretando su cuello.
“Por lo visto, sigues pensando que puedes hablarme como
antes”, ladro. “Déjame corregirte eso. Has tenido suerte.
Debería haberte partido los dedos por la mitad de las cosas que
me dijiste, pero fui indulgente porque me divertías y porque
quería follarte. Está claro que debería haber sido más estricto
contigo, y en adelante eso es exactamente lo que voy a ser. No
cuentes más con mi piedad. Es hora de que aprendas cuál es tu
lugar”.
“¿Mi lugar?”
Alexis va a abofetearme y yo le cojo la mano, estampándola
contra la pared junto a su cabeza.
“¡Dios, estás tan roto!”, grita, forcejeando contra mi agarre.
“No sé por qué alguna vez me preocupé por ti cuando está
claro que la única persona que te importa eres tú mismo. Eres
un gran ego andante y ojalá nunca te hubiera presentado a mi
hijo. No puedo esperar hasta que sea lo suficientemente mayor
para ver todos tus demonios donde debería haber un corazón.
No puedo esperar a verlo crecer y odiarte”.
Puntúa su última frase escupiéndome en la mejilla. Aprieto los
dientes y le aprieto el cuello con los dedos. Espero que le
salgan moratones, para que cada vez que se mire en el espejo
recuerde el precio de esta clase de desafío.
Mis labios se curvan en un gruñido. “Sigue hablando y no
podrás ver crecer a mi hijo”.
“¿Te sientes como un gran hombre cuando me amenazas?”
Alexis se burla, jadeando. Mis venas se tensan de rabia y estoy
a punto de devolverle el golpe cuando oigo un gemido agudo
detrás de mí. Miro hacia atrás y veo a Harry al borde de la
cuna, llorando a lágrima viva. Mis manos se aflojan y Alexis
me empuja hacia atrás, corriendo hacia él.
Me limpio la saliva de la cara y me voy sin dedicar otra mirada
a Alexis.
Estoy disgustado con ella, por sus crueles palabras y su
incapacidad para echarse atrás, pero sobre todo conmigo
mismo. Quería hacerle daño. Quería lastimarla como ella me
lastimó a mí, dejarle cicatrices físicas iguales a las que me
hizo en el corazón.
Vuelvo a mi despacho y me siento en mi mesa, con la cabeza
martilleándome. La culpa me retuerce por dentro. ¿Por qué
tiene que hacerme esto? ¿Por qué no se somete a mi autoridad
para que no tenga que castigarla? Si lo hiciera, quizá algún día
podríamos volver a un nivel de normalidad entre nosotros.
Podríamos volver a ser una familia.
Si sigue comportándose así, tendré que producir duras
consecuencias. Y cuando lo haga, será culpa de Alexis que
nuestra familia esté rota para siempre.

S ALGO DEL SÓTANO . La sangre que se me seca en las manos


me hiela la piel. Flexiono los dedos mientras subo las escaleras
y paso por delante del primer baño que veo, sin preocuparme
por limpiar la sangre. Siento un dolor hueco en el pecho y solo
quiero una cosa: ver a Alexis.
Es tarde y estoy agotado. Todavía me duele la cabeza, mis
músculos se quejan a cada paso y emocionalmente me siento
como un tubo de dentífrico exprimido. Todo es culpa suya. No
puedo dejar de darle vueltas a nuestra pelea y aún siento su
pulso bajo mi pulgar.
Entro en su habitación en silencio, cierro la puerta tras de mí y
me dirijo a los pies de la cama, con los pasos amortiguados por
la alfombra. Alexis está tumbada en diagonal sobre el colchón,
roncando suavemente. Está totalmente relajada. Recuerdo una
época en la que podía estar así de relajada conmigo mientras
estaba consciente, y me doy cuenta de que esa época se ha ido
para siempre. Nunca la veré así a menos que esté dormida.
Me pican los dedos de tocarla, o de ir a la otra habitación y
abrazar a Harry. Sé que no puedo, no con sangre en las manos.
Pero ¿alguna vez estarán completamente limpias? Pienso en lo
que dijo Alexis, en que Harry crecerá y aprenderá a odiarme, y
me pregunto si será verdad.
Soy una bestia. Quizá me engañaba a mí mismo cuando
pensaba que podía ser mejor padre que el mío. ¿Hay sitio en
esta vida para ese tipo de sentimiento? ¿O estoy condenado a
repetir los errores de mi padre porque ése es el único camino
que puede tomar un hombre en mi posición?
Echo un último vistazo y me dirijo a la puerta. Todavía tengo
trabajo que hacer esta noche antes de poder dormir.
Mi teléfono suena en cuanto cierro la puerta y me maldigo por
no haberlo puesto en silencio. Lo último que necesitaba era
que Alexis se despertara y me encontrara vigilándola.
Saco mi teléfono y compruebo la pantalla. Es de la caseta de
seguridad.
Respondo, dirigiéndome de nuevo a mi despacho. “¿Sí?”
La voz del hombre es frenética. “Señor, es Damien. Tiene que
cerrar la mansión. Cuatro hombres han violado el perímetro.
Mataron a todos en la caseta y desactivaron las cámaras. No sé
dónde están ahora”.
Sus palabras son como un pincho en mi cráneo.
32
GABRIEL

Vuelvo corriendo a la habitación de Alexis mientras marco el


número de Antonio, con el corazón golpeándome las costillas.
“Antonio, hay enemigos en la propiedad”, grito en cuanto se
conecta la llamada. “Damien informó de cuatro. Estoy
cerrando la mansión, pero necesito que movilices a tus
hombres y vengas en cuanto puedas”.
“Sí, señor”.
Cuelgo y llego frente a los guardias de Alexis, que han oído
las órdenes que he dado a Antonio y han desenfundado sus
armas. Yo también desenfundo las mías.
“Pide refuerzos por radio”, ordeno. “Tripliquen la vigilancia
en estas habitaciones. Cuando lleguen los refuerzos, quiero
que lleven a Alexis y a Harry al baño y se atrincheren. Digan a
todos los otros guardias que se reúnan conmigo en el vestíbulo
inmediatamente”.
Oigo a Ángelo ladrar por la radio mientras bajo corriendo las
escaleras. Si los intrusos salieron dejaron la caseta de
seguridad justo antes de la llamada de Damien, sólo tengo un
minuto antes de que lleguen a la casa. Mi mente bulle de
estrategia. Hay tres entradas a la casa: el sótano, la puerta del
patio trasero y la puerta principal. Si fortifico las puertas
trasera y delantera, los atraeré al sótano, donde será más fácil
acabar con ellos.
Ya hay un par de guardias esperándome en el vestíbulo, y van
llegando más. Sin tiempo que perder, empiezo a dar órdenes.
“Quiero tres guardias en la puerta trasera y tres en la delantera.
Todos los demás esperen arriba de las escaleras del sótano.
Hagan lo que hagan, no dejen que lleguen al segundo piso”.
Espero que tres hombres sean suficientes para ahuyentarlos.
No me sobran más, sobre todo porque casi la mitad de mis
fuerzas disponibles están protegiendo a Alexis y Harry.
“Sí, señor”, corean los hombres, corriendo en direcciones
separadas.
Las luces se apagan. Maldigo en voz baja mientras mis ojos se
adaptan a la repentina oscuridad. Parpadeo y miro a mi
alrededor como si eso fuera a ayudarme. Ya están aquí.
Oigo el chasquido de los disparos en el extremo sur de la casa,
cerca de la puerta trasera, y empiezo a correr en esa dirección,
tanteando las paredes.
Cuando llego a la puerta trasera, mis ojos se han adaptado más
o menos. Encuentro a uno de mis guardias tendido entre los
cristales rotos de las puertas francesas. Los otros dos, Bruno y
Leo, flanquean las puertas de espaldas a la pared, y uno de los
intrusos yace muerto fuera.
“Dos nos atacaron”, dice Bruno, el mayor de los dos guardias.
“Creo que el otro huyó”.
Atravieso la puerta rota y compruebo atentamente los
alrededores. Al no encontrar ninguna amenaza, pateo el cuerpo
en el patio.
“Está muerto”. Le quito el rifle de las manos por si acaso y me
fijo en una bolsa de lona que lleva colgada del hombro. Le
quito la correa del brazo y levanto la bolsa mientras más
crujidos resuenan en el cielo negro como un trueno. Los
disparos proceden del otro lado de la casa, parece que cerca
del sótano.
De vuelta en la casa, Bruno me entrega una linterna para que
inspeccione el contenido de la bolsa.
“Maldición”. Se me hace un nudo en la garganta y miro a
Bruno. “Avisa por radio a los demás de que los intrusos han
traído explosivos”.
Bruno hace lo que se le ordena y yo vuelvo trotando por la
casa hacia los disparos. Esta vez Walsh ha ido demasiado
lejos. Pienso en los hombres que yacen muertos en la caseta de
seguridad, y espero por Dios que Diego no estuviera con ellos
esta noche.
Este ataque ha ido demasiado fluido para ser un asalto a
ciegas. No hay forma de que cuatro hombres pudieran derribar
el puesto de guardia, las cámaras y las luces tan rápidamente
sin ayuda desde dentro. Ya he matado a dos hombres por
traición, ¿cuántos más van a resultar ser traidores antes de que
todo esto termine? ¿Y cómo los está reclutando Walsh?
El sonido de los disparos se vuelve ensordecedor cuando llego
a la puerta que da a la parte superior de las escaleras del
sótano. Mis hombres disparan escaleras abajo, pero
quienquiera que esté abajo devuelve el fuego. Hago a un lado
a Max para informar.
“¿Cuántos hay ahí abajo?” pregunto. “Dos”.
“Maldición”. Me paso una mano por el pelo. “Se separaron.
Uno está muerto en la entrada trasera. No sé dónde está el
otro”.
Un estruendo golpea mis tímpanos y la casa tiembla. Una
columna de polvo sale de la puerta principal.
“¡Max, conmigo!” grito, corriendo hacia el vestíbulo.
Un espeso humo negro invade el hueco donde antes estaba la
puerta principal, y los tres guardias yacen tirados sobre la
baldosa.
“Revísalos”, le ordeno a Max, dirigiéndome a través del hueco
con mi arma desenfundada mientras él se agacha junto al
primero de los hombres abatidos.
Esquivo el cráter del porche de piedra y miro a través de la
oscuridad, buscando el sonido de pasos. Lo que oigo en
cambio es un ruido seco y chirriante. Escucho con más
atención, intentando averiguar qué demonios estoy oyendo.
Me doy cuenta y entro de un salto en la casa justo cuando una
de las columnas de piedra se cae y una losa del tejado del
pórtico se desprende y cae al suelo.
Bruno y Leo están en el vestíbulo cuando me doy la vuelta.
“¿Qué hacen aquí?” grito.
“Oímos la explosión y pensamos que necesitarían ayuda aquí”,
responde Bruno. “Dijeron por radio que los del sótano están
muertos”.
“¡Dejaron la puerta trasera sin defender!”
De repente, una sombra negra pasa a toda velocidad junto a
nosotros. Levanto la pistola y trato de apuntar a la figura, pero
es difícil distinguirla de las sombras. Sigo el movimiento del
hombre cuando empieza a subir las escaleras y disparo, pero la
bala falla.
Corro tras el intruso. La adrenalina echa gasolina en mis
miembros ardientes y aprieto los dientes. Tengo que detenerlo.
En el fondo, sé que hay muchos guardias fuera de la
habitación de Alexis, pero el pánico se apodera de mí solo de
pensar que este pistolero y sus explosivos se acerquen a mi
familia.
Rodeo el final de la escalera y disparo justo cuando el
pistolero está a punto de girar por el pasillo que conduce a la
habitación del niño. El hombre grita y se desploma, y yo corro
hacia donde ha caído, le quito la pistola de las manos y le doy
otra patada en la cara.
Dos guardias se apresuran a doblar la esquina y suben al
hombre, comunicando por radio a los demás que todos los
intrusos han sido neutralizados. El otro guardia informa por
radio de que Antonio y sus refuerzos han llegado. Respiro un
poco más tranquilo sabiendo que la situación está bajo control.
“Enciende las luces y llévalo al sótano”, resoplo. “Vamos a
tener una pequeña charla”.

E L INTRUSO superviviente se llama Finn. En los primeros diez


minutos de interrogatorio, esto es todo lo que sé de él. Está
claro que voy a tener que ejercer más presión. Me pregunto si
alguno de sus colegas muertos, ahora apilados en un rincón de
la habitación, a su vista, habría sido mejor objeto de
interrogatorio.
Antonio está conmigo, así como uno de sus hombres, pero el
resto de los hombres están arriba atendiendo a los heridos y
muertos. Pronto sabré si Diego estaba en la caseta de
seguridad. Si está muerto, no sé si podré contenerme y matar a
este hombre a puñetazos.
“Finn”, le digo, acercándome a su silla y poniéndome en
cuclillas frente a él. “Es tarde. Estoy cansado. Responde a mis
preguntas y podremos dormir un poco”.
Finn es un hombre alto y nervudo con ojeras verdes. Lleva el
pelo castaño enmarañado recogido en un moño, pero se le han
soltado varios mechones en el tumulto. Está nervioso y se
estremece cuando me acerco demasiado, pero a pesar de su
evidente miedo, hace un buen trabajo manteniendo la boca
cerrada.
“No voy a hablar”, repite, con la sangre saliéndole por la
comisura de los labios. Me he cansado de oírselo decir.
Frustrado, presiono con el dedo la herida de bala de su pierna.
Se agita contra sus ataduras y aúlla. Presiono con más fuerza.
“¿Quién te contrató?” grito.
Finn no contesta. Retiro el dedo y su cabeza cae hacia delante,
con los hombros agitados por la fuerza de su respiración
jadeante.
Vuelvo a pasar mi dedo ensangrentado sobre la herida.
“¿Quién te contrató?”
Solloza en voz baja, pero no responde. Suspiro y le meto el
dedo en la carne, y los sollozos de Finn se convierten en
gemidos.
“Puedo hacer esto toda la noche”, le digo, retorciendo el dedo.
“Créeme cuando te digo que ninguno de los dos descansará
hasta que consiga algunas respuestas”.
“¡Por favor!” Finn grita. “¡Está bien! ¡Está bien!”
Le quito el dedo, le tiro de la cabeza por el moño y le obligo a
mirarme. Tiene los ojos enrojecidos por las lágrimas. Gotea
mocos ensangrentados por toda la cara. Es patético.
“Andrew Walsh nos envió a volar tu mansión”, balbucea. “Eso
es todo lo que sé”.
No es ninguna novedad, pero necesitaba una confirmación. No
sé quién más podría haber coordinado un ataque contra
nosotros de esa manera y después de ver el contenido de sus
bolsas, supuse que el plan consistía en usarlas.
Detrás de mí suena el teléfono de Antonio, que contesta en voz
baja.
“Sé que tuviste ayuda desde dentro”, continúo. “Dime cómo
supiste desactivar las cámaras y la energía tan rápido”.
Finn traga saliva. “Sólo hicimos lo que Andrew Walsh nos
ordenó. No sé cómo se enteró de todo eso”.
Le suelto el moño y su cabeza cae hacia delante. Me levanto y
me acerco a Antonio, tirando de él hacia un lado. Termina la
llamada y se mete el teléfono en el bolsillo.
“Seis muertos en la caseta de seguridad, pero ninguno de ellos
es Diego”, informa. Al menos es una buena noticia. Suelto un
suspiro y me rasco la cabeza.
“Este baboso dice que no sabe quién es el traidor”, murmuro.
“Y yo le creo, por desgracia. ¿Qué te parece?”
Antonio echa un vistazo a la temblorosa ruina atada a la silla.
“Yo también le creo. No creo que encontremos a ese traidor
hasta que encontremos a Andrew Walsh. Es demasiado listo
para decirle a ninguno de sus matones de dónde sacó la
información”.
Aprieto los dientes y saco mi pistola de la funda del hombro.
“Los ataques de Walsh son cada vez más flagrantes. Tenemos
que encontrarle pronto”.
Antonio asiente.
Vuelvo hacia Finn, le meto una bala en el cráneo y salgo del
sótano sin decir nada más. Me pesan los miembros. Todavía
me duele la cabeza. El hecho de que haya un enorme agujero
donde antes estaba la puerta de mi casa no ayuda a aliviar mi
dolor de cabeza y, para colmo, ya no me siento seguro en mi
propia casa.
Paso junto a los hombres que corren de un lado a otro, subo las
escaleras y paso junto a la mancha de sangre marrón oscuro
del pasillo donde disparé a Finn. Todavía hay cuatro guardias
fuera de la habitación de Alexis y de la de Harry. No voy a
correr ningún riesgo.
Entro en la habitación de Alexis y la encuentro paseando a los
pies de la cama, con Harry bajo la barbilla. Cuando entro, se
da la vuelta con los ojos azules muy abiertos. Tiene el pelo
revuelto. Está temblando.
“Gabriel, ¿qué coño está pasando?” sisea Alexis. “Oí disparos,
una explosión, gente gritando… Luego paró, pero nadie quiso
decirme nada. Sólo dijeron que la amenaza había pasado”.
Me alivia saber que ella y Harry están a salvo, y saber que
podría haberlos perdido esta noche me hace querer cruzar la
habitación y estrecharla entre mis brazos. Entonces, las
últimas palabras que me ha dirigido con desprecio me
atraviesan el cerebro.
¿Te sientes como un gran hombre cuando me amenazas?
La ira me atenaza como una tuerca. No tiene ni idea de lo que
he pasado hoy para mantenerla a salvo, de lo que he
sacrificado, y no le importa.
“¿Gabriel?” La voz de Alexis viene más suave esta vez. “¿Va a
estar todo bien?”
No tengo una respuesta para ella. El deseo de consolarla
vuelve a bullir en mi interior.
Pero me doy la vuelta y salgo de su habitación sin haber dicho
una sola palabra.
33
ALEXIS

Apenas duermo y, cuando lo hago, mis sueños son oscuros y


violentos. Sueño con hombres que irrumpen en mi habitación
y me arrancan de los brazos a un Harry que llora. Grito, pero
nadie me oye, nadie viene a salvarme. Esto se repite una y otra
vez. A veces, el hombre que se lleva a Harry mira hacia atrás
antes de marcharse y lleva la cara de Gabriel.
Me despierto justo cuando los primeros dedos del alba se
estiran hacia la pared opuesta. Han pasado siete días desde que
le dije a Diego que aceptaría su ayuda para escapar, y el ataque
de ayer no ha hecho más que consolidar mi determinación.
Nunca había estado tan aterrorizada como cuando me
encerraron en aquel cuarto de baño. Harry lloró todo el tiempo
y los dos guardias encerrados con nosotros no paraban de
decirme que le hiciera callar.
Cada vez que le calmaba un poco, volvían los disparos o la
casa temblaba con la fuerza de una explosión, y él volvía a
ponerse en marcha.
Lo único que quería era taparme los oídos y gritar, pero tenía
que intentar mantener la calma, pensar en cómo sacaría vivo
de aquí a Harry si alguien derribaba aquella puerta y mataba a
los guardias.
Fue horrible y no volveré a pasar por eso, nunca.
Casi peor que eso fue cuando Gabriel finalmente vino a vernos
más tarde esa noche. Estaba cubierto de sangre y polvo y se
quedó mirando, ignorando mis preguntas. Su cara parecía una
hoja en blanco. A pesar de lo furiosa que estaba con él, estaba
desesperada por que me abrazara, me frotara la espalda y me
dijera que todo iba a salir bien.
En lugar de eso, se alejó, como si no le importara.
Retiro las sábanas y me dirijo a la habitación del bebé, cojo
una bolsa de pañales del armario y empiezo a llenarla con todo
lo que podamos necesitar. No sé cuál es el plan de Diego ni si
necesitaré algo de esto, pero más vale prevenir que lamentar.
Harry se remueve en la cuna. Lo saco, lo cambio y le doy de
comer el recipiente de compota de manzana que aparté ayer.
Diego no me dice a qué hora vendrá, pero me advierte que
debo estar preparada para cuando llegue.
Después de que Harry coma, me cambio y meto algunas de
mis cosas en la bolsa de los pañales. Intento no ponerme
sentimental con todo lo que dejo atrás. Podré comprar cosas
nuevas cuando empiece mi nueva vida, muy, muy lejos de
aquí.
Y luego espero.
Los minutos pasan. Juego con Harry y, con el tiempo, la casa
empieza a llenarse de ruido. Aprieto la oreja contra la puerta y
escucho. Se oyen golpes, gente llamándose, algo que suena
como un taladro. Supongo que ayer debió de haber muchos
destrozos.
Oh, no. ¿Y si Diego decide cancelar el plan porque hay
demasiada gente alrededor?
O peor, ¿y si el plan sigue adelante, pero alguien nos ve y nos
denuncia a Gabriel?
Estoy tentada de llamar a Diego y decirle que he cambiado de
opinión. Hay demasiado en juego. Si me pillan, pierdo a Harry
para siempre. Incluso si no me atrapan, Gabriel vendrá por mí.
Nunca dejará de perseguirme.
Justo cuando empiezo a sacar el teléfono del bolsillo, pienso
en mi padre. ¿Qué me diría que hiciera?
Me diría que me largara inmediatamente y que le hiciera pagar
a Gabriel por haber intentado retenerme aquí. Nuestra relación
ya está arruinada, así que ¿por qué no escribir el artículo en el
que estaba pensando? Pondría fin al asesinato de mi padre y
proporcionaría la tan necesaria justicia contra el hombre que
ha estado cubriendo las huellas de su padre desde entonces.
Antes de que pueda volver a meterme el teléfono en el
bolsillo, empieza a sonar, sobresaltándome. Contesto con
manos temblorosas.
“¿Hola?”
“Tienes que irte ya2, dice Diego. “Los guardias se han ido,
pero no pasará mucho tiempo antes de que alguien se dé
cuenta de que se han ido. Estoy en un coche negro en la parte
trasera de la finca, aparcado en un camino de servicio justo a
través de la rosaleda”.
“Hay mucha gente en la casa”, digo nerviosa. “Creo que están
arreglando la destrucción de ayer”.
“Los contratistas no te conocen y ciertamente no saben que
eres una prisionera. Nadie se fijará en ti, te lo prometo, pero
tienes que irte ya”.
Respiro con fuerza. “De acuerdo”.
Cuelgo, me pongo en pie y me cuelgo la bolsa al hombro.
Esto será como quitarle una paleta a un niño.
Cojo a Harry en brazos y salgo de la habitación de puntillas,
mirando arriba y abajo por el pasillo en busca de seguridad,
pero no encuentro a nadie. Me pregunto cómo habrá
conseguido Diego que abandonen sus puestos. Debe de tener
mucha influencia por aquí, lo que me hace sentir aún más
curiosidad por saber por qué me está ayudando. Seguramente,
cuando Gabriel se entere de que me he ido, investigará y
descubrirá la traición de Diego.
Avanzo sigilosamente por el pasillo y me detengo al final de la
escalera. El vestíbulo es un hervidero de actividad. Dos
hombres martillean un marco de madera en un agujero que
bosteza como una herida abierta en la parte delantera de la
casa, mientras otro hombre y una mujer lijan una puerta nueva
cerca del final de la escalera.
Los daños son estremecedores. Oí los ruidos y sentí las
vibraciones, pero no tenía ni idea del alcance del ataque. No
me extraña que Gabriel pareciera tan cabreado anoche.
Respiro hondo y bajo las escaleras dando zancadas con
confianza, igual que hice cuando intenté colarme en el
despacho de Gabriel, solo que esta vez salgo a hurtadillas. Han
cambiado tantas cosas desde entonces.
Un par de contratistas me miran con recelo mientras atravieso
el vestíbulo, y uno de ellos apaga la sierra, pero creo que su
inquietud se debe más al hecho de que llevo un bebé en una
zona en obras que a otra cosa. Sonrío y los saludo con la
cabeza, dando pasos lo más rápidos posible, y pronto llego al
vestíbulo trasero.
Sólo un poco más y estaré en la puerta trasera. Sólo tengo que
pasar la cocina y la sala de estar.
Avanzo sigilosamente por el pasillo vacío, pasando primero
por el benditamente vacío salón. Mantengo los oídos
aguzados, esperando oír los pesados pasos de Gabriel
acercándose a mí en cualquier momento.
Si me pilla, estoy perdida. La bolsa de los pañales fue una
mala idea; al menos, si no hubiera metido nada en la maleta,
podría decir que sólo iba a tomar el aire. Me planteo tirarla
detrás de una planta o una estantería, pero no tengo tiempo.
Continúo despacio, manteniendo mis pasos lo más silenciosos
posible. Cuando paso por la cocina, echo un vistazo para
asegurarme de que está despejado y mis ojos se posan en
Victoria, en la isla, mezclando algo en un tazón. Me devuelve
la mirada y su mirada se desplaza de mi cara a Harry y a la
bolsa que llevo colgada del hombro.
El pánico me oprime el pecho y me pregunto si debería salir
corriendo y esperar llegar al coche de Diego antes de que
alguien me alcance. Podría intentar suplicarle. Es una madre.
Quizá lo entienda.
Victoria vuelve a mirar el tazón y empieza a silbar.
Un frío alivio me recorre la espalda, le susurro un gracias,
aunque no pueda oírlo y sigo de largo. Veo las puertas traseras
y me preparo para la parte más difícil: cruzar el césped abierto.
Me lanzo hacia delante, salgo de la casa y atravieso el patio,
intentando ignorar la mancha marrón oxidada que hay justo al
otro lado de la puerta. Miro a mi alrededor y no veo a nadie de
seguridad, pero eso sólo hace que me pregunte si Gabriel me
ha visto en las cámaras y viene a buscarme él mismo. En
cualquier momento le oiré rugir para que me detenga y todo
habrá terminado.
Cruzo el césped, apretando los dientes mientras la adrenalina
me recorre las venas. Paso por debajo de un arco de hierro
forjado y me adentro en la rosaleda, que florece en rojos,
amarillos y rosas decadentes. Una jardinera poda uno de los
arbustos donde el camino se bifurca a mi derecha, pero ni
siquiera levanta la vista cuando paso.
Harry suelta una risita y coge las rosas al pasar. “¡Flor!”
Estoy demasiado ocupada concentrándome en el camino como
para darme cuenta de que coge uno de los tallos, y cuando lo
hago ya es demasiado tarde: suelta el tallo, llorando. Se ha
cortado con una espina.
“Harry, shh”, murmuro, haciéndole rebotar. “Es solo un
pinchazo”.
Miro hacia atrás y veo que la jardinera ha asomado la cabeza
por encima del arbusto y me observa con curiosidad.
“¿Está bien?”, pregunta.
“¡Bien!” respondo, saludando con la mano. “¡Gracias!”
Harry sigue lamentándose el resto del camino hasta el coche
de Diego, y estoy segura de que es el sonido más fuerte de la
historia del universo. Cuando veo el sedán negro a un lado de
la vía de servicio, empiezo a trotar, desesperada por llegar a
esos últimos metros.
Mis dedos se cierran sobre la manilla. Lo logré.
Abro la puerta trasera y me asomo al interior del coche, medio
esperando ver a Gabriel sentado allí con el ceño fruncido, pero
el asiento trasero está vacío. Diego está sentado al volante y
estira el cuello para mirarme.
“¿Qué le pasa?”, pregunta frunciendo el ceño.
Me meto en el coche y cierro la puerta. “Se cortó la mano con
una rosa”, digo, mirando a mi alrededor en busca de un asiento
de bebé para el coche. No hay ninguno. ¿Es que ningún
mafioso sabe cómo se debe cuidar un bebé?
Supongo que los necesitados no tienen elección.
“¿Puedes hacer que pare?” me pregunta Diego mientras me
abrocho el cinturón. Hoy tiene un aspecto extrañamente
formal, con una camisa blanca y una corbata negra. Parece un
cincuenta por ciento menos simpático, y la expresión amarga
de su cara no ayuda.
Diego arranca y yo le lanzo una mirada irritada por el
retrovisor. “Dame un minuto”.
Estoy tan distraída consolando a Harry que apenas me doy
cuenta de que el paisaje familiar de la propiedad de Gabriel se
aleja. Para cuando Harry ha dejado de llorar, ya hemos dejado
atrás la mansión y todos sus sobresaltos y delicias.
No puedo creer que lo hice. Me escapé.
Miro hacia atrás, como si pudiera echar un último vistazo a
Gabriel, pero sólo hay carretera. Se me llenan los ojos de
lágrimas y no entiendo por qué.
Esto es bueno, ¿verdad? Gabriel es un asesino. Un criminal.
Tanto Harry como yo estamos mejor dejándolo en nuestro
espejo retrovisor para siempre. Estoy tomando la decisión
correcta para ambos, sin duda.
Entonces, ¿por qué siento que dejé un pedazo de mi corazón
en esa mansión?
34
GABRIEL

Observo la escena, la madera quemada, el plástico derretido y


los cables colgando, e intento no montar en cólera delante de
Vito y Dom. Mientras yo defendía mi casa anoche, Walsh tenía
un segundo plan. Incendió uno de nuestros almacenes del
centro de la ciudad, destruyendo todo el producto que había
dentro. Los hombres asignados para vigilarlo anoche fueron
llamados a la acción en la casa, dejándolo completamente
indefenso.
A pesar de mi furia por haber sido superado, me siento
aliviado de que Alexis y Harry estén bien. Saberlo me
tranquiliza un poco.
“Debe de haber decenas de miles de dólares de daños aquí”,
comenta Vito, mirando el enorme agujero en el techo. “Al
menos no eligieron atacar los muelles”.
Dom da una patada a los restos de una caja cercana y ésta se
vuelve nada, lanzando una columna de ceniza al aire. Mira
hacia la entrada, donde algunos de sus hombres montan
guardia, y habla en voz baja para que no le oigan. “Gabriel, no
podemos permitirnos luchar en esta guerra mucho más
tiempo”.
“Lo sé”, murmuro.
“Hemos dado tanto como hemos recibido”, señala Vito.
“Cierto, pero Walsh tiene más territorio y más hombres”. Dom
patea otra caja. “Cuanto más nos haga retroceder, más difícil
será para nosotros avanzar”.
Me paso una mano por el pelo, respirando el acre olor a humo
que aún perdura en el aire. “Tenemos que acabar con esto”.
“¿Cómo?” Dom pregunta.
¿Cómo?
Lo primero que tengo que hacer, me doy cuenta, es dejar de
pensar en Alexis. ¿Cuánto tiempo he perdido en la última
semana preocupándome por ella y agonizando por el dolor de
su traición? Apenas puedo dormir por las noches.
Todo eso tiene que terminar. La encerraré por completo y
apartaré los pensamientos sobre ella de mi mente. Esta guerra
ha alcanzado su punto álgido y hasta que le ponga fin de una
vez por todas necesito estar helado y concentrado. Alexis es
una distracción en este momento y nada más.
“La rata”, digo finalmente. “Creo que es hora de encontrarla y
aplastarla bajo nuestros pies”.
“Lo hemos intentado”, responde Vito.
“Hemos intentado hacer interrogatorios”, corrige Dom. “La
fuerza bruta no funciona. Podríamos tomar un enfoque más
encubierto. Si la rata no sabe que la estamos vigilando, podría
llevarnos directamente a Walsh”.
Arqueo una ceja. “¿Tu sugerencia es que espiemos a mis
hombres?”
“No espiar”, dice. “Investigar. A menos que el traidor esté
siendo muy cuidadoso a la hora de cubrir sus huellas,
deberíamos ser capaces de encontrar algo sospechoso, aunque
sólo sea una compra inusualmente grande”.
No me gusta. La lealtad lo es todo en mi mundo y va en ambos
sentidos: espero lealtad de mis hombres y, a cambio, no
cuestiono esa lealtad. Mi relación con ellos es de respeto
mutuo, y escarbar en sus vidas para averiguar si son ratas es
como un escupitajo en sus caras.
“Podrías tener razón”, dice Vito, notando mi ceño fruncido.
“Sé que es una perspectiva incómoda, pero mira a tu
alrededor”. Señala los restos del almacén. “Sólo hay dos
maneras de que Walsh pudiera saber que sacaríamos a los
guardias de este almacén anoche. O tenía ojos en todas
nuestras propiedades, poco probable, o alguien le avisó.
Incluso si la rata no nos lleva a Walsh, cortar su fuente de
información al menos nos dará más pelea en esta guerra”.
Suspiro. “De acuerdo. Hagámoslo”.
Me doy la vuelta y salgo de los restos, ambos hombres me
siguen. Ni siquiera sé por dónde empezar, pero sé que debo ser
implacable en mi búsqueda de la verdad. Me pregunto qué
haré si resulta que Alexis es la rata. ¿Será posible? No quiero
pensarlo, pero todo esto empezó en el momento en que
descubrí que Harry era mi hijo. Puede que ni siquiera lo esté
haciendo a sabiendas.
Elijo no contemplar esa posibilidad. Todavía no.
Llevo la mano a la puerta del coche cuando suena mi teléfono.
Miro la pantalla y se me desploma el corazón. Es de la caseta
de seguridad.
“¿Sí?” respondo, haciendo un gesto a Vito y Dom para que se
detengan y esperen mi orden.
“Señor, soy Damien”.
Otra vez él no. Dudo mucho que sean buenas noticias.
“¿Y?”
Damien se aclara la garganta y continúa. “Ha habido un
pequeño problema”, dice. “Alexis se ha ido”.
Me congelo. Mi cara se vuelve un tempano. “¿Qué quieres
decir con que se ha ido? Eso no es posible”.
“Tuvo ayuda”, dice. “Las imágenes de seguridad la muestran
entrando en un coche. Parece que lo conduce Diego. Unos diez
minutos antes de eso, los dos guardias que estaban fuera de su
habitación se pusieron violentamente enfermos e informaron
de que Diego se ofreció a relevarles del servicio mientras
ellos, uh, se ocupaban de eso”.
“¿Diego?” pregunto incrédulo. “No puede ser. Envíame las
imágenes”.
Cuelgo y me vuelvo hacia Vito y Dom, que me miran
expectantes. Los conduzco de vuelta al almacén, aun
digiriendo la implicación de lo que Damien acaba de decirme.
“Era Damien”, les digo. “Dice que Diego acaba de ayudar a
Alexis a escapar”.
“Imposible”, responde Dom.
Vito sacude la cabeza. “Totalmente posible”. Sus ojos se
iluminan. “Y creo que hemos encontrado a nuestra rata.
Gabriel, ¿recuerdas lo rápido que Diego ejecutó a Matteo? En
su momento me pareció extraño, sobre todo porque Diego casi
nunca pierde la calma, pero tendría sentido si se estuviera
protegiendo”.
Mi teléfono vibra con un nuevo correo electrónico y lo abro,
pulsando el botón de reproducir en la grabación de seguridad
que Damien acaba de reenviarme. Vito y Dom se reúnen y
vemos el video juntos. Se trata de la vía de servicio que pasa
por detrás de la rosaleda. Hay un coche negro aparcado en ella,
y cuando lo amplío, el conductor se parece muchísimo a
Diego.
Pero es difícil verlo por la posición de la cámara.
Alexis aparece corriendo con Harry en brazos y una bolsa al
hombro. Entra en el coche y éste se aleja, acercándolo a la
cámara. Me detengo y entrecierro los ojos para mirar la
pantalla.
“Es Diego”, digo.
Vito y Dom murmuran su acuerdo. Un dardo helado se me
clava entre las costillas mientras las piezas encajan en mi
cabeza. Diego siempre está flotando por ahí, y nadie le
cuestiona nunca porque es muy respetado. Yo le tenía
confianza, así que a menudo conocía información sensible.
Siempre estaba en la caseta de seguridad, lo que le habría
facilitado ayudar a entrar a los hombres que intentaron
secuestrar a Harry y pasar información a los intrusos de
anoche. Probablemente aún tenía una llave de mi despacho, de
cuando era de mi padre, y podría haber encontrado fácilmente
el álbum de fotos que había bajo mi escritorio.
Cuando encerré a Alexis, Diego se apresuró a sugerirme que él
debería llevar sus comidas. Me pareció un buen argumento en
aquel momento: él era más simpático que el resto de los
guardias y su presencia podría tranquilizarla.
En realidad, estaba tramando formas de liberarla para sus
propios fines.
¿Pero por qué? ¿Por qué Diego haría todo esto?
Sólo hay una respuesta lógica y pensar en ella me pone
enfermo. Diego, mi amigo, mi mentor, trabaja para los
irlandeses.
“¿Estás bien?” Vito pregunta.
Me vuelvo a meter el teléfono en el bolsillo y salgo corriendo
hacia los coches. “Tenemos que irnos ya. Alexis y Harry están
en peligro”.
La traición de Diego me apuñala a cada paso. Confié en él,
busqué sus consejos, y todo este tiempo se ha estado riendo de
mí. Tomándome por idiota.
De repente, no es tan fácil mantener a raya mis emociones. Mi
familia está en peligro y lamento la pérdida de un hombre al
que una vez consideré un hermano. Sería mejor que Diego
estuviera muerto.
Cuando acabe con él, deseará haberlo estado.
35
ALEXIS

Una vez que Harry se ha tranquilizado y me doy cuenta de que


he escapado de las garras de Gabriel, caigo en cuenta de que
no tengo ni idea de lo que viene a continuación. Diego no ha
mencionado ningún destino y me pregunto si está esperando a
que yo le diga uno.
“¿Puedes llevarme a casa de mi amiga Clara?” le pregunto.
“Ella vive en Queens”.
Me devuelve la mirada. “Claro”.
Me acomodo en el asiento, acercándome a Harry y dejando
que se me cierren los ojos. Todo va a salir bien. Estoy fuera.
Estoy a salvo. Clara me ayudará a reunir algo de dinero y a
desaparecer, y entonces podré dejar todo esto atrás.
Me duele el corazón al pensar que no volveré a ver a Gabriel,
pero es la única manera. Nunca seré libre mientras esté con él.
Una parte de mí se pregunta si tal vez eso sería tan malo,
porque incluso en ese escenario todavía lo tendría, pero
necesito respetarme a mí misma más que eso.
El coche se balancea suavemente, tranquilamente, chocando
con los pequeños desniveles de la carretera. Mi noche de
insomnio pronto me alcanza y mis párpados se convierten en
sacos de arena, tirando pesadamente hacia la tierra. Diego me
despertará cuando lleguemos a Queens. Y necesitaré toda la
energía posible una vez allí.
Caigo en la inconsciencia, ahuyentando especulaciones
errantes sobre si Gabriel ha notado ya mi ausencia y,
suponiendo que lo haya hecho, si la más mínima grieta ha
resquebrajado la superficie de su frío y pétreo corazón.

M E DESPIERTO LENTAMENTE , con mis párpados abriéndose


poco a poco. Tengo la sensación de haber dormido una
eternidad, pero no puede haber pasado mucho tiempo porque
seguimos conduciendo. Miro por la ventanilla para orientarme
y me sorprende ver imponentes pinos a ambos lados de la
carretera. No estamos cerca de la ciudad.
“¿Diego?” pregunto.
No dice nada.
“¿Dónde estamos? Creía que me llevabas a casa de Clara2.
“Todo va a estar bien”, dice, con los ojos fijos en los míos por
el retrovisor. “Sólo es un pequeño desvío”.
¿Pequeño? No hay nada pequeño en este desvío. Estamos en
medio de la nada.
Me invade el pánico, pero intento respirar. Si me asusto, Harry
se asustará. Tengo que pensar. ¿Por qué me traería Diego aquí?
¿Es una estratagema de Gabriel para castigarme por intentar
escapar? ¿Vamos a parar en alguna calle desierta sólo para
encontrar a Gabriel de pie allí, esperándome? No, no puede
ser. Gabriel no haría este tipo de teatros.
Entonces, ¿qué es esto? ¿Cuál es el objetivo final de Diego?
Recuerdo el teléfono desechable que llevaba en el bolsillo
trasero. Podría pedir ayuda, pero ¿a quién llamaría? No quiero
involucrar a la policía a menos que sea el último recurso
porque eso va en contra de mi plan de desaparecer
silenciosamente. Desde luego, no puedo llamar a Gabriel. No
me sé de memoria el número de Clara, así que tampoco puedo
llamarla.
Me devano los sesos desesperada, pero me doy cuenta de que
el 911 es mi única opción. Sea cual sea el plan de Diego, no
puede ser bueno, y llamar a la policía me va a traer muchos
problemas y un gran lío, pero no puedo arriesgarme a que le
pase nada a Harry.
Desplazo mi peso hacia un lado e intento sacar el teléfono con
la mayor discreción posible, sin perder de vista a Diego por el
retrovisor. Es una tarea difícil con Harry en el regazo, y me
cuesta una eternidad hasta que por fin lo consigo.
Abro el teléfono en mi regazo, miro la pantalla y marco el
número. Oigo a Diego moverse en el asiento delantero y,
cuando levanto la vista, me encuentro ante el cañón de una
pistola. Suelto un chillido de miedo y aprieto con más fuerza a
Harry.
Diego vuelve a mirarme. “Tira el teléfono o meto una bala en
el bebé”.
La bilis me sube por la garganta. Me tiemblan las manos
mientras arrojo torpemente el teléfono al asiento que tengo
delante, parpadeando. Diego se da la vuelta y deja la pistola en
su regazo sin decir nada más.
“¿Adónde me llevas?” pregunto con voz ronca.
“Ya verás”.
Ay, Dios. ¿Qué he hecho? He saltado de la sartén al fuego. Me
devano los sesos buscando la manera de salir de esta, pero a
excepción de agacharme y tirarme del coche, no hay nada que
pueda hacer, y desde luego no puedo realizar esa maniobra con
un bebé en brazos.
Estoy jodida.

C ONDUCIMOS otra media hora antes de que Diego entre en una


especie de polígono industrial. Se arrastra entre almacenes
oxidados de aspecto abandonado y se me revuelve el estómago
al darme cuenta de que éste sería el lugar perfecto para
matarnos. No veo ni un solo coche hasta que nos acercamos a
un almacén al final de la calle con varios todoterrenos negros
aparcados delante. Diego aparca entre ellos y vuelve a
apuntarme con la pistola.
“Sal”.
Lo hago, esperando que, si coopero, no le haga daño a Harry.
Me tiemblan las piernas y me trago un sollozo de pánico.
Necesito ser fuerte, mantener la calma, si quiero tener alguna
posibilidad de salir de aquí con vida. No sé cuál es el plan de
Diego, pero sé que estoy en grave peligro.
Diego me agarra del brazo y me arrastra hacia la parte
delantera del almacén. La puerta metálica hace un chirrido y se
abre, y sale el hombre que reconozco como Andrew Walsh,
flanqueado por un grupo de matones.
Mierda, mierda, mierda.
Ni siquiera consideré esto como una posibilidad. Diego es un
traidor. Debería haber sabido que algo no estaba bien, que
Diego no me estaba sacando de la mansión por ser buena
gente.
Estaba tan desesperada por salir, sobre todo después de que
Diego insinuara que le preocupaba que Gabriel me hiciera
daño, que ni siquiera pensé en la guerra de Gabriel y en lo
mucho que el otro bando podría querer echarnos el guante a
Harry y a mí.
“Por fin”, dice Andrew con una sonrisa cancerígena. “Mi
premio está aquí”.
Tiene exactamente el mismo aspecto que yo recuerdo.
Profundas arrugas delinean su rostro bronceado y lleva el pelo
canoso bien cortado a los lados, pero despeinado hacia atrás.
Lleva un traje azul cobalto y destaca entre sus matones, que
van vestidos de negro. El mero hecho de mirarle me sigue
provocando repulsión, ahora más que nunca.
Si Diego me entrega a esos hombres, Harry y yo estaremos
muertos. Hago un rápido inventario de mi entorno y observo
que dando unos pasos puedo estar detrás de sus todoterrenos y,
desde allí, quizá pueda entrar en uno de los almacenes para
esconderme.
No tengo tiempo para pensar si es una buena idea o no, tengo
que actuar. Reúno todas mis fuerzas y empujo a Diego contra
el lateral de su coche. Pierde el equilibrio y cae sobre él, lo que
aprovecho para soltarme de su agarre.
Y luego corro.
“Oh, no”, oigo decir sarcásticamente a Andrew. “Se ha
escapado”.
Corro detrás de los todoterrenos y vuelvo por donde hemos
venido. Harry se retuerce en mis brazos y me doy cuenta con
horror de que, si empieza a llorar, los hombres de Walsh no
tendrán ningún problema en encontrarme.
“Por favor, no llores”, susurro, escabulléndome por una
esquina. “Shhh. Todo va a estar bien”.
Harry solloza pero permanece benditamente callado. Justo
cuando doy gracias a las estrellas por este acontecimiento,
doblo otra esquina y encuentro a dos hombres en mi camino.
Me detengo bruscamente y doy media vuelta, solo para
encontrar la salida bloqueada por otros dos hombres.
Estoy atrapada.
Recupero el aliento, lanzando miradas de pánico en todas
direcciones, pero no veo ninguna salida.
Un segundo después, Andrew dobla la esquina a grandes
zancadas, riendo. “Ha sido divertido”, dice con su retumbante
acento irlandés. “Tenemos que repetirlo alguna vez”.
Sus hombres avanzan y yo hago un último intento desesperado
por escapar de sus garras, pero es inútil. Uno de los hombres
me agarra por el pelo y me arrastra hacia atrás. La agonía me
atraviesa el cráneo y grito, con las lágrimas nublándome la
vista.
“¡Suéltame!” grito.
Harry se echa a llorar, y el hombre que me sujeta del pelo nos
ignora a los dos mientras tira de mí hacia el almacén de Walsh.
Cuanto más nos acercamos, más miedo siento en el estómago.
“¡Ayúdenme!” grito. “¡Que alguien me ayude, por favor!”
Ni Walsh ni sus guardias me dicen que me calle, y me doy
cuenta de que no hay nadie cerca que pueda oírme. Estoy
completa e irremediablemente atrapada.
El hombre que me sujeta del pelo me suelta cuando entramos
en el almacén. Apenas tengo un segundo para mirar a mi
alrededor antes de que otros dos hombres me agarren por los
hombros y me arrastren entre hileras de cajas hacia el fondo
del espacio, donde uno de ellos abre una puerta que da a una
habitación sucia y desnuda. El único mueble es una silla de
metal en el centro. Una bombilla desnuda cuelga justo encima.
Los hombres me empujan a la silla, y uno de ellos se coloca
detrás y me agarra de los brazos mientras el otro tira de Harry.
“¡No!” grito. “¡No te lo lleves!”
“Suéltalo, puta estúpida”, sisea el de delante.
El hombre que está detrás de mí me tira dolorosamente de los
brazos, tratando de llevármelos a la espalda. Lucho
desesperadamente, aunque siento como si los tendones de mis
hombros fueran a estallar y romperse. Es inútil. Son dos y sólo
una patética yo.
Veo con horror cómo el hombre de delante aparta a Harry.
“¡No!” grito, aun forcejeando. “¡Por favor, no!”
No me avergüenzo de lo mucho que suplico y ruego mientras
el hombre se lleva a Harry. Haré lo que sea con tal de que me
dejen quedármelo. Cualquier cosa.
Mis gritos resuenan, llenando la habitación de ruido y
tormento. Los gemidos confusos de Harry subrayan todo esto.
“¡Deja de moverte!”, grita el hombre que está detrás de mí,
atándome los brazos a la silla.
Sigo forcejeando y me golpea con fuerza en un lado de la
cabeza. Me pitan los oídos y mi vista se llena de chispas. Me
ata los pies a las patas de la silla, me da más golpes cuando me
niego a quedarme quieta y luego se va también, dando un
portazo y dejándome sola en la habitación.
Sigo retorciéndome contra la cuerda, que me roza la piel
desnuda de las muñecas, pero es demasiado fuerte. Intento
balancear la silla, pero está atornillada al suelo. Me doy cuenta
de que esta habitación se construyó con un propósito concreto
y de que no soy la primera persona que languidece entre estas
cuatro paredes.
Me desplomo, dejando caer la cabeza, mientras mis gritos
desesperados se convierten en sollozos intensos.
Harry se ha ido.
El día que nació, cuando lo tuve en mis brazos por primera
vez, parecía tan pequeño y frágil que mi primera emoción fue
una potente mezcla de amor y pánico. ¿Cómo iba a salir
adelante esta pequeña marioneta arrugada? Me necesitaba para
protegerle. En ese momento hice el juramento de mantenerlo
siempre a salvo.
He fracasado.
Mi estómago se siente enfermo como un horrible hongo
deforme que crece al pensar en lo que van a hacer con él.
Todo esto es culpa mía. Me enamoré de un criminal, me dejé
creer que estaba segura en sus brazos.
Mi corazón lanza un SOS de pánico contra mi caja torácica,
pero nadie viene a por mí.
Chica estúpida y tonta.
36
ALEXIS

La puerta se abre con un chirrido y se cierra de golpe,


sacudiéndome del delgado velo de inconsciencia bajo el que
había empezado a deslizarme. Abro los párpados de uno en
uno. Están pesados por el cansancio y pegajosos por las
lágrimas secas.
No sé cuánto tiempo llevo aquí. Los minutos parecen horas y
las horas parecen días.
En dos ocasiones, los guardias me han traído agua y pan y me
han liberado el tiempo suficiente para hacer mis necesidades
en un cubo en un rincón de la habitación, una humillante
exhibición que resulta aún más humillante por el hecho de que
parece un lujo. El pan nunca es suficiente para saciar mi
hambre, el agua es demasiado poca para saciar mi sed. Creo
que lo hacen una vez al día, pero no lo sé. Ni siquiera creo que
sea suficiente para mantenerme con vida.
No hay ventana en la habitación y la bombilla de arriba
proyecta un eterno resplandor pálido sobre el suelo de cemento
desnudo y las paredes blancas como huesos. No la apagan para
que pueda dormir.
Me duele todo el cuerpo y el hambre me corroe el estómago.
En este momento, si me quitaran las cuerdas, no creo que
tuviera fuerzas para huir. Nunca me había sentido tan
desesperada y atrapada.
La cara engreída de Andrew Walsh aparece a mi vista.
Parpadeo e intento incorporarme.
“Siento no haber venido a visitarte antes”, exclama, de pie
junto a mí con los brazos cruzados. “Quería darte tiempo para
que te pusieras cómoda”.
Separo mis labios resecos. “¿Hay algún formulario de
opiniones que pueda rellenar?” balbuceo. “Me gustaría
calificar su hospitalidad con cinco estrellas”.
Su fina boca se contrae en una mueca tóxica. “Oh, Alexis. Qué
bien nos lo podemos pasar juntos”.
“¿Dónde está Harry?” le pregunto. “¿Está bien?”
Walsh se pone en cuclillas delante de mí, canturreando. “Yo
estaría más preocupado por ti, puta. Tu pequeño animal
rastrero es una moneda de oro para negociar. ¿Y tú, por otro
lado?” Se encoge de hombros desdeñosamente. “Eres
prescindible”.
“Por favor, déjame verle”.
Niega con la cabeza, sus ojos de serpiente brillan con malicia.
“Todavía no. Creo que tú y yo deberíamos hablar primero”.
“No sé nada”, le digo.
Se echa hacia atrás y me da una fuerte bofetada. Mi cabeza se
inclina hacia un lado y me escuece la mejilla. Curiosamente,
es la vez que más viva me he sentido desde que me arrastraron
aquí, y el dolor eléctrico me vigoriza.
“Niña estúpida”, me gruñe cerca del oído. “¿Qué información
crees que podrías darme cuando ya tengo un hombre dentro?
No eres más que la zorra tonta que me entregó mi cebo”.
Trago saliva, lo que me resulta difícil por la sequedad
sahariana de mi garganta.
Walsh se levanta y empieza a pasear por la habitación delante
de mí.
“En realidad, tengo algunas cosas que me gustaría compartir
contigo”, dice, y su voz pierde su tono enfadado. “Es tan
satisfactorio ver cómo un plan se hace realidad, ¿verdad? Y
aún más satisfactorio cuando por fin puedes revelar ese plan”.
“Fui tan tonta como para dejar que me secuestraras”, le digo.
“Yupiiiii. Yo no me regodearía como si hubieras hecho un
atraco al estilo La Gran Estafa”.
Walsh se detiene y gira sobre sus talones, con una sonrisa cada
vez más amplia. Sus palabras gotean de su boca como melaza,
con una dulzura enfermiza.
“Al igual que tu noviecito, me subestimas enormemente”. Sus
labios se curvan hacia atrás. “Estás mirando al hombre
responsable de arruinar tu vida”.
Frunzo el ceño, confundida.
Walsh continúa. “Tengo muchas influencias en la ciudad,
incluida la que ejerzo sobre una irritable editora. A Diego no
le costó mucho persuadir a Gabriel para que hiciera una
donación al New York Union y, a partir de ahí, tuve la
oportunidad perfecta para enviar a Debbie a indagar sobre él.
Todo lo que esperaba era sacar a la luz un poco de su suciedad,
desestabilizarlo ante la opinión pública para dañar su negocio
legítimo, lo que habría tenido un efecto en cadena en su
negocio menos legítimo”. Le brillan los ojos. “Le dije a
Debbie que enviara a alguien seductor tras él, alguien que
pudiera meterse en su piel. No me di cuenta de que había
tenido una joya como tú en la palma de su mano todo el
tiempo. La única hija de Harry Wright”.
“¿Conocías a mi padre?” pregunto, incapaz de ocultar la
desesperación en mi tono.
Ladea la cabeza. “Conocía a los de su calaña, que se aferraban
a los bajos fondos de Fabrizio Belluci para darse un festín con
las sobras que caían de su abultada papada. Y lo que es más
importante, Gabriel le conocía. Eso le convertía en el
candidato perfecto para el encargo. Y luego, cuando Diego me
habló del niño…”. Walsh sacude la cabeza, riendo. “No podía
creerme mi suerte. Después de enterarme de eso, no había
forma de que fracasara. O bien mi plan inicial tendría éxito o
bien obtendría una ventaja inestimable contra Gabriel. O
ambas cosas”.
Se inclina sobre mí, tan cerca que puedo oler la dulzura
mentolada de su aliento. Me aprieto contra la silla.
“Y luego te enamoraste de él. Chica estúpida y descuidada”.
Me agarra la barbilla, apretándome la mandíbula
dolorosamente. “Cuando Diego me contó de su pequeña
relación, nos reímos y reímos y reímos. Espero que no creas
que le importas una mierda. Lo único que le importa a Gabriel
Belluci es el dinero y el poder”.
“¿Por qué no dejas que yo me preocupe de eso?” murmuro
enfadada.
“¿Crees que tu príncipe va a salvarte?” se burla Andrew.
Mueve mi cabeza de arriba abajo, como asintiendo. Aprieto
los dientes y lo miro con toda la fuerza de que soy capaz.
“Error”. Me suelta la barbilla, riéndose para sí mismo. “Vas a
morir aquí”.
“¡Déjame ver a mi bebé!” exclamo irritada. “Si soy tan inútil,
¿qué te importa? Para empezar, ¿por qué te molestas en
ocultármelo?”.
Walsh toma aire y se alisa el pelo hacia atrás. “Porque es
divertido”, dice simplemente. “Porque, ahora que tengo el
juguete de Gabriel en mis manos, como cualquier matón de
patio de colegio, quiero romperlo”.
Me hundo en mis ataduras. Estoy tan jodidamente cansada.
“Si tuvieras algo de humanidad, me traerías a mi hijo”, le digo.
“Sé que incluso los criminales como tú entienden el honor, y
no puedo imaginar nada más deshonroso que alejar a una
madre de su bebé por diversión”.
Escupo la última palabra como si fuera una maldición, como si
me quemara los labios al pasar entre ellos.
Andrew me mira con extrañeza y, por un segundo, creo que he
podido con él. Luego se ríe y se marcha, dejándome sola en mi
miseria.
Me cuesta procesar todo lo que me ha contado: que Debbie
trabajaba para la mafia irlandesa, que me tendieron una trampa
para entrevistar a Gabriel y que, al parecer, todos los
delincuentes del país conocían a mi padre. Me asaltan tantas
preguntas y sentimientos que no sé por dónde empezar.
¿Debbie está bien? ¿Le han hecho daño? En las últimas
semanas no he podido hablar con ella por teléfono y los pocos
correos electrónicos que he recibido han sido sospechosamente
breves.
¿Podría Walsh haber matado a mi padre? No sé por qué
Gabriel me lo habría ocultado cuando la alternativa era
dejarme creer que su propio padre era el responsable del
crimen, pero la descripción que Andrew hace de mi padre me
lleva a cuestionar una historia alternativa de los hechos.
Quizá mi padre no intentó desenmascarar a Fabrizio. Odio
pensar esto, pero tal vez era cercano a la mafia italiana, como
dijo Walsh, y por eso, fue eliminado por los irlandeses.
Mis pensamientos también giran en torno a lo que Andrew
dijo sobre Gabriel y su falta de sentimientos hacia mí. ¿Era
verdad? Si me lo hubieran preguntado hace un par de semanas,
diría que era una mentira descarada. Diría que teníamos un
vínculo inescrutable, y aunque para él no fuera amor, seguía
significando algo.
Ahora, después de haber estado encerrada en mi habitación
durante una semana y prácticamente olvidada, no estoy tan
segura. Tal vez a Gabriel no le importe. Tal vez su afecto por
mí sólo se extendió hasta el punto de convertirme en una carga
para él.
Al final, no importa si Walsh tiene razón acerca de los
sentimientos de Gabriel por mí. No importa si tiene razón en
que no vendrá a salvarme. Gabriel vendrá por Harry, y la idea
del rescate de mi bebé es el único brillo que queda en mi
mundo.
Al pensar en Harry se me saltan las lágrimas. Me sorprende,
porque no creía que me quedara humedad suficiente para
llorar. Me siento como polvo por dentro.
¿Adónde se lo han llevado? ¿Le están haciendo daño? Espero
que ni siquiera viles criaturas como Andrew Walsh caerían tan
bajo como para hacer daño a un niño pequeño. Me agoto bajo
el pesado peso de mi preocupación, con mis pensamientos
dado vueltas en círculos.
P ARECE que han pasado horas cuando la puerta se abre con un
chirrido. Levanto la vista, con un nudo en la garganta, cuando
Andrew Walsh entra en la habitación con Harry en brazos.
Harry llora y mueve los puños de un lado a otro. Tiro de las
cuerdas para verle mejor y asegurarme de que no se ha hecho
daño, pero Andrew se mueve por la habitación demasiado
deprisa para que pueda seguirle.
“Shhh”, murmuro, intentando que no me tiemble la voz.
“Harry, está bien. Todo va a salir bien”.
“No todo va a salir bien, pequeño Belluci”, dice Andrew
burlonamente. “Todo va a ser una completa mierda, y no hay
nada que tú o tu puta madre puedan hacer al respecto”.
“Por favor, sé amable con él”, le ruego. “Es sólo un bebé. Es
inocente”.
Andrew se detiene y cuelga a Harry delante de mí. Aprovecho
para hacer un rápido inventario. No tiene cortes ni
magulladuras, eso es bueno. Lleva la misma ropa con la que lo
traje y está un poco sucio, pero por lo demás no parece herido.
Dios, espero que lo estén alimentando más de lo que me
alimentan a mí.
“Despídete de mamá”, dice Andrew.
Harry resopla, mirándome con ojos de color marrón avellana
con los bordes enrojecidos. Los ojos de Gabriel.
“Te amo”, susurro, horrorizada al darme cuenta de que éstas
podrían ser las últimas palabras que consiga decirle. “Te amo
mucho”.
“Qué escena tan conmovedora”. Andrew escupe al suelo junto
a mis pies y, en un instante, Harry y él han desaparecido detrás
de la puerta.
“¡No!” grito, sacudiéndome violentamente en mi asiento.
La silla no se mueve y sé que no servirá de nada, pero sigo
luchando, sigo gritando como una loca. Es lo único que puedo
hacer ahora con la última pizca de fuerza que me queda. Lloro
y grito hasta quedarme afónica, pero nadie viene.
Nunca debí salir de la mansión. Temía la oscuridad que
acechaba en el interior de Gabriel, pero poco sabía que había
criaturas mucho más retorcidas vagando por la noche.
Además, mentiría si dijera que su oscuridad no me intrigaba.
No me llamaba.
Le echo de menos. A pesar de todo lo que ha hecho, me hacía
sentir segura. Cuando estaba con él me sentía intocable, y una
parte de mí se culpa por haber arruinado todo aquello, aunque
mi curiosidad estuviera justificada.
Oh, volver a esos problemas triviales ahora.
37
GABRIEL

Miro fijamente las fotos esparcidas por mi escritorio. Siento


como si un peso de plomo me aplastara las costillas.
Alexis y Harry desaparecieron sin dejar rastro hace tres días.
He recorrido cada palmo de la ciudad buscándolos,
consultando a todos los contactos que he tenido, incluso
enviando hombres en peligrosas misiones de reconocimiento a
territorio irlandés.
Nada.
Y entonces, esta mañana, Vito apareció en mi puerta con una
mirada sombría y un sobre manila lleno de fotos. Walsh envió
un mensajero, pero ningún mensaje, sólo imágenes. Imágenes
horribles, desgarradoras.
Las de Alexis están granuladas, y todas tomadas desde la
misma altura y ángulo. Una cámara de seguridad. Está atada a
una silla en el centro de una habitación por lo demás vacía,
con los brazos cruelmente retorcidos detrás de ella. En algunas
de las fotos está gritando. En otras, se hunde contra las
cuerdas, con la cabeza inclinada hacia delante, como si le
hubieran quitado las ganas de vivir. Todas las fotos tienen
fecha y hora.
Walsh presenta una historia: la princesa capturada, atada y
retenida sin remordimiento ni indulto. Lleva tres días en la
misma posición.
Las fotos de Harry son claras e inquietantemente domésticas.
En algunas de las fotos lleva un gorro verde de duende. En
otras, está acunado por un hombre sin rostro y chupa un
chupete con forma de pistola, mientras se ve una pistola de
verdad en la cadera del hombre.
Harry está llorando en todas ellas. No parece herido, al menos.
No por lo que puedo ver. Pero es lo que estas fotos no
muestran lo que más me molesta.
Reviso el reverso de todas las fotos y vuelvo a comprobar el
sobre en el que venían, por si se me ha pasado algo.
“¿Estás seguro de que el mensajero no dijo nada?” le pregunto
a Vito por tercera vez.
Está de pie al otro lado de mi mesa, con las manos
entrelazadas a la espalda. La repugnancia recorre sus facciones
y sé que, cuando mira las fotos, se le viene a la cabeza el
pequeño Nuri y su mujer.
“Estoy seguro. Me las dio y me dijo que me asegurara de que
las recibías”, responde.
Me dejo caer en la silla y suspiro con rabia. El agotamiento me
pesa hasta los huesos. Apenas he dormido en los últimos tres
días, y he pasado casi todas las horas del día coordinando la
búsqueda de mi familia. Cuando cierro los ojos, puedo verlos,
llorando por mí.
“Una parte de mí esperaba que se hubiera pasado al bando de
Walsh a sabiendas”, admito, pasándome los dedos por el pelo.
“Al menos, si se hubiera ido con la intención de derramar
todos mis secretos y destruirme, no estaría sufriendo”.
“No sufrirá mucho más”, tranquiliza Vito. “Vamos a
encontrarlos”.
Sus palabras no ayudan. Barro las fotos de mi escritorio,
incapaz de soportar verlas por más tiempo.
“Ha matado a docenas de mis hombres, algunos de ellos
brutalmente, pero esto es sin duda lo peor que ha hecho”, digo
en voz baja. “Ni siquiera me siento culpable por decir eso”.
“Por supuesto que no”. Vito se sienta, mirándome con
expresión controlada. “No hay nada en el mundo que no
destruiría para salvar a Nuri y Corie si estuvieran en peligro.
Eso es lo que significa tener una familia”.
Sus palabras resuenan conmigo. Destruir. Eso es lo que voy a
hacerle a Walsh. Voy a borrarlo de la existencia y voy a
destrozar a cada persona que se interponga en mi camino.
Incluyendo a Diego, si llegamos a eso.
“La familia es algo curioso”, admito con voz ronca. “Pensé
que Diego y yo éramos tan cercanos como una familia”.
“Diego nos engañó a todos”. Vito coge un bolígrafo de mi
mesa y empieza a juguetear con él. De sus ojos cuelgan bolsas
del color del cemento; tampoco ha dormido mucho
últimamente. “Lo único que no puedo entender es si lo hizo
por lealtad a tu padre o si también engañó a tu padre”.
“No sé qué sería peor”.
Mis ojos se deslizan por las fotos dispersas de Alexis y Harry
en el suelo. Un miedo aceitoso se desliza por mis entrañas y
me entran ganas de vomitar. Aprieto los ojos y los dientes.
“No debería haber sido tan duro con ella”, le digo.
Cuando abro los ojos, Vito me mira con algo parecido a la
sorpresa en sus facciones. Para ser sincero, yo también estoy
sorprendido. Estaba tan enfadado con Alexis, tan firme en que
el castigo que le impuse era indulgente comparado con lo que
se merecía.
“Hiciste lo que creíste justo”, dice Vito, aunque tengo la
sensación de que no está en desacuerdo con mi afirmación.
“Y la empujó directamente a los codiciosos dedos de Andrew
Walsh”. Me relamo los labios, hundiéndome de nuevo en la
silla. “Sigo enfadado con ella, más enfadado aun sabiendo que
pretendía arrebatarme a Harry, pero no puedo decir que yo
habría hecho algo distinto en su lugar. Si alguien me arrincona,
ataco. Si alguien me miente, descubro la verdad”.
Vito se frota los ojos cansados con el dorso de la mano. “Creo
que es una forma equilibrada de verlo”.
“Necesito recuperar a mi familia, Vito”. Dejo que se me
caigan los hombros y suelto un largo y cansado suspiro.
La única otra persona con la que podría ser tan vulnerable está
atada a una silla en una habitación vacía en algún lugar, y me
mata que no esté más cerca de encontrarla de lo que estaba
hace tres días.
Suena mi teléfono, lo saco del bolsillo y miro la pantalla. Es la
caseta de seguridad. “¿Hola?”
“Señor, soy Damien. Hay un hombre en las puertas que dice
ser un mensajero de Andrew Walsh”.
El corazón me da un vuelco y me siento erguido. “Tráelo a mi
despacho inmediatamente”.
Cuelgo y le doy la noticia a Vito. “Necesito que llames a Dom
y a Antonio”, añado. “Quiero reunirme con los tres después de
hablar con este mensajero”.
Vito asiente y sale de la habitación, y yo recojo
apresuradamente las fotos del suelo y las vuelvo a meter en la
carpeta. Compruebo las balas de mi pistola y vuelvo a
guardarla en su funda.
Cada segundo pasa con una lentitud angustiosa, pero
finalmente llaman a mi puerta y Damien y otros dos guardias
hacen entrar a un hombre de aspecto engreído y ojos negros y
brillantes. Entra perezosamente, como si dispusiera de todo el
tiempo del mundo, recorriendo con la mirada todo lo que hay
en la habitación excepto a mí.
“Déjennos a solas”, les digo a Damien y a los demás.
Damien abre la boca para protestar, pero lo fulmino con la
mirada hasta que sale de la habitación.
“Entrega su mensaje”, le digo al enjuto desconocido.
No contesta, pero se lleva la mano al bolsillo de la chaqueta.
Mi mano se dirige a mi pistola y él se detiene, retirando la tela
para mostrarme que sólo estaba sacando un trozo de papel del
bolsillo interior. Asiento con la cabeza, saca el papel y me lo
entrega.
Desdoblo el papel y observo el garabato desordenado.
Espero que te hayan gustado mis fotos, empieza. Me
parecieron bastante artísticas. Estoy tentado de colgarlas en
mi despacho, o quizá podría venderlas a un museo. Yo
llamaría la sesión “La humillación de Gabriel”.
Mis manos se aprietan con rabia, arrugando el papel. Me
obligo a seguir leyendo.
Ningún buen secuestro estaría completo sin una lista de
exigencias. No te aburriré con los detalles de lo que haré si no
las cumples, pero tendré la amabilidad de enviarte las fotos
después.
Lo que quiero es muy simple, Gabriel. Reúnete conmigo en la
siguiente dirección, donde renunciarás al último territorio de
tus muelles. También requeriré una cuota administrativa de
cincuenta millones de dólares en efectivo (una mezcla de
billetes grandes y pequeños, si no te importa).
Ven solo. De lo contrario, los mataré a ambos antes de que
des un paso en la propiedad. Tienes veinticuatro horas antes
de que lo haga de todos modos.
Agradeciendo de antemano,
Andrew Walsh

“W ALSH HA HECHO SUS DEMANDAS ”, digo, entregando a Vito


la nota. “Tengo que actuar de inmediato si voy a producir tanto
dinero en efectivo”.
Dom y Antonio se agolpan a ambos lados de él, leyendo por
encima de su hombro.
“Realmente no puedes estar considerando esto”, dice Antonio,
mirándome. “Obviamente es una trampa. No hay forma de que
salgas vivo”.
“Y si no voy, Alexis y Harry serán asesinados”.
Vito se aprieta el labio entre los dientes. De los tres, es el
único que tiene mujer e hijo, y me doy cuenta de que se debate
entre la emoción y el pragmatismo.
“Antonio tiene razón”, dice Dom.
Antonio desliza el papel por mi mesa y golpea la dirección que
hay al final. Busco la dirección mientras espero a que lleguen
Dom y Antonio, y descubro que se trata de un polígono
industrial al norte del estado de Nueva York, cerca de la
frontera con Vermont. Imagino que Walsh lo habrá elegido por
su aislamiento y capacidad de defensa.
“Hemos estado buscando a Walsh durante semanas y ahora lo
tenemos”, dice. “Asaltemos la base. No se habría revelado si
no esperara que cedieras a sus demandas. Podemos pillarle
desprevenido y encargarnos de nuestro problema irlandés de
una vez por todas”.
“Matarán a Harry y a Alexis”, repito entre dientes apretados.
La sien calva de Antonio se arruga. “Me sorprendería que no
estuvieran ya muertos”.
Dom asiente con la cabeza.
“Estás sugiriendo que sacrifique a mi familia”, digo en tono
bajo.
Antonio niega con la cabeza. “Esta es tu familia, Gabriel.
Cincuenta millones es mucho dinero. Perder eso y los muelles
nos paralizará, aunque salgas vivo de allí. Que, para ser claros,
no lo harás”.
Capto la mirada de Vito. “¿Y tú, viejo amigo? ¿Qué tienes que
decir?”
Vito se rasca la barba con evidente incomodidad y nos mira de
uno a otro. Sacude la cabeza con solemnidad.
“Lo que dicen Dom y Antonio es cierto, pero…” suspira.
“Sabes que haría cualquier cosa por mi mujer y mi hijo, y no
te condenaría por hacer lo mismo”.
“Ya está”, digo, poniéndome en pie. “Voy a ir”.
“Es un suicidio, Gabriel”, dice Antonio con firmeza.
“Deja que yo me preocupe por eso”, le digo. “En cuanto a
ustedes tres, tengo otros trabajos que encargarles”.
38
GABRIEL

Mi mirada se dirige al GPS del salpicadero, que me avisa de


que llegaré a mi destino en cinco minutos. En el asiento de al
lado hay una bolsa de lona negra, llena hasta los topes con
cincuenta millones en efectivo (solo billetes grandes; Andrew
Walsh puede irse a la mierda), las escrituras de los negocios de
los muelles y todas mis esperanzas y sueños.
Soy consciente de que cada segundo que tardo en llegar es un
segundo más que Harry y Alexis están sufriendo, así que piso
el acelerador a fondo.
El polígono industrial aparece ante mí. Cruzo las puertas,
cuento no menos de media docena de centinelas justo en la
entrada y vislumbro a unos cuantos merodeando por los
tejados. Me arrastro entre los almacenes y un guardia con un
fusil M16 me hace señas para que me acerque a una
monstruosidad oxidada al fondo del recinto.
Varios hombres de Walsh me esperan delante y rodean el
coche cuando apago el motor. Uno de ellos abre la puerta de
un tirón, me agarra por el hombro y me pone en pie. Dejo que
me revise en busca de armas mientras otro de los hombres de
Walsh coge la bolsa del asiento del copiloto.
“Empezaba a pensar que no ibas a venir”, dice Andrew Walsh
con su voz suave y dulce como la miel. Los soldados se
apartan de su camino mientras él camina hacia mí, con la
misma sonrisa simpática de siempre.
“¿Dónde están?” exijo.
“Hola, Andrew, ¿cómo estás?”, se burla. “¡Vaya, gracias por
preguntar! Estoy muy bien, Gabriel. Espero que tú también”.
“Me imaginé que dadas las circunstancias podríamos saltarnos
las cortesías”. Lo fulmino con la mirada. “¿Dónde están Alexis
y Harry?”
El hombre con la bolsa de lona se la acerca a Walsh para que
la inspeccione. Walsh revisa el contenido, asiente con la
cabeza y hace un gesto hacia el edificio. El hombre desaparece
con la bolsa.
Walsh finalmente me devuelve su atención. “Qué impaciente”.
Pone los ojos en blanco, como si yo fuera la persona más
tediosa del mundo. “Sin embargo, aceptaste mis condiciones,
así que es justo que te entregue la mercancía”.
Da un chasquido y los hombres que tengo a cada lado me
agarran de los brazos. Considero la posibilidad de luchar
contra su agarre, pero no vale la pena. Estoy completamente
rodeado, a merced de Andrew Walsh, tal y como él pretendía.
Sólo espero que él también quiera cumplir su parte del trato.
Atravesamos el almacén y llegamos a una puerta al fondo que
hace un sonido chirriante en sus goznes cuando Walsh la
atraviesa, mis dos sombras y yo lo seguimos de cerca.
Reconozco inmediatamente la habitación como la de las fotos
de Alexis, y es aún más monótona en persona.
Alexis sigue atada a una silla en el centro. Tiene la cabeza
inclinada hacia delante y el pelo le cubre la cara. No levanta la
vista.
“Alexis”, Walsh arrulla. “Te he traído una visita”.
Levanta la cabeza lentamente, como si fuera lo más pesado del
mundo, y sus ojos cansados se clavan en los míos.
Una rabia abrasadora me atraviesa al verla. Tiene un aspecto
horrible. Su piel se ve pálida y gris piedra, con moratones
morados y verdes que le salpican la cara y los brazos como un
mosaico enfermizo. Tiene los labios agrietados, la piel cubierta
de sangre seca, y el pelo le cuelga de la cara en mechones
lacios.
No tengo ninguna duda de que mataré a Andrew Walsh por
esto. Pero primero, necesito poner a Alexis y Harry a salvo.
“¿Dónde está Harry?” pregunto.
“Se unirá a nosotros en un segundo”. Luego, inclinándose
hacia la cara de Alexis, le dice: “¿Qué te parece esto, Alexis?
Los Bellucis matan a tu padre y luego te rescatan. Parece un
extraño giro del destino, ¿no crees?”.
“No he venido a charlar”, le digo, atrayendo de nuevo su
atención hacia mí. Walsh se levanta lentamente, ladeando la
cabeza.
“Sé que vas a ejecutarme”, le digo. “Has conseguido todo lo
que querías. Así que suelta a Alexis y Harry y sigamos con
esto”.
Walsh se golpea la barbilla con un dedo. “Podría hacer eso, o
podría quedarme con los tres. Volverían a ser una pequeña
familia feliz”.
“Si mis hombres no reciben una llamada mía en los próximos
veinte minutos para decirles que Alexis y Harry están a salvo,
van a empezar a librar una guerra total contra ti. Están
esperando en lugares clave de toda la ciudad y destruirán
docenas de tus negocios e instalaciones de almacenamiento
antes de que Tus hombres tengan siquiera la oportunidad de
tomar represalias”.
Los labios de Walsh se tuercen hacia un lado, pensativo, y
luego se encoge de hombros. “Supongo que puedo llevar a
cabo mis planes para el bebé Belluci otro día. Disfruto de una
buena cacería”.
Se me revuelven las tripas y tengo que contenerme para no
atacar. Walsh se acerca a la puerta y la golpea, y uno de los
hombres que me sujeta del brazo me suelta de su agarre y
camina detrás de Alexis para empezar a quitarle las ataduras.
Se desploma hacia delante, casi cayéndose de la silla, y el
corazón me da un vuelco. Detesto verla así, débil, apagada.
Parpadea como una bombilla con un elemento defectuoso, y
parece que en cualquier momento se apagará por completo.
La puerta se abre de golpe y entra un hombre con Harry en
brazos. Alexis intenta acercarse corriendo, pero tropieza y cae
al suelo. Me zafo del agarre de mi guardia y me lanzo hacia
delante, atrapándola justo antes de que choque con el suelo de
cemento.
“Tranquila, Tigresa”, murmuro, poniéndola de pie.
Alexis me mira, con una mezcla de emociones
arremolinándose en sus ojos cristalinos. ¿Veo acusación?
¿Arrepentimiento? ¿Alivio? Más que nunca, me gustaría saber
lo que está pensando.
Walsh aplaude. “Qué escena tan conmovedora”.
Alexis se tambalea de mi agarre y hace su segundo intento de
cruzar la habitación, con movimientos rígidos. Se acerca al
guardia que lleva a Harry y lo atrae hacia sí, apoyando la cara
en su hombro.
Harry me mira por encima del hombro de Alexis. La suciedad
le mancha la cara y su fino pelo es una mata desordenada en lo
alto de la cabeza, pero al menos no parece herido. Sus
inteligentes ojos marrones brillan de reconocimiento.
“Papá”, dice.
De repente, siento la caja torácica demasiado apretada. “Mi
coche está aparcado enfrente”, le digo a Alexis. “Las llaves
están en el contacto”.
“Déjenla ir”, dice Walsh, asintiendo a sus hombres. “Dile a los
guardias de la puerta que la dejen pasar”.
Sus palabras son un bálsamo para mi alma dolorida. Pase lo
que pase, Alexis y Harry están a salvo.
Alexis y Harry salen de la habitación, escoltados por uno de
los guardias. Ahora sólo quedamos dos de los hombres de
Walsh y yo.
“Creo que tienes que hacer una llamada telefónica”, comenta
Walsh.
Mete la mano debajo de la chaqueta y saca la pistola,
comprobando distraídamente las balas de la recámara mientras
marco el número de Vito. Cuando contesta, le digo que Alexis
y Harry están a punto de salir del recinto y le ordeno que diga
a mis hombres que se retiren. Cuelgo el teléfono y uno de los
guardias me lo arrebata de la mano.
Walsh apunta su arma a la silla. “¿Por qué no tomas asiento?”
Sé que tan pronto como lo haga, seré atado como lo estaba
Alexis. Walsh hará que mi muerte sea lenta y dolorosa, una
forma deshonrosa de tratar a un hombre de mi posición, pero
esa será la cuestión. Quiere deshonrarme, humillarme.
No voy a darle la oportunidad.
Justo cuando los guardias se disponen a agarrarme y
arrastrarme a la silla por la fuerza, doy una patada con el talón
de mi zapato y el cuchillo oculto en la suela sale disparado. Le
doy una patada al guardia de mi izquierda y la hoja se hunde
en el costado de su pierna. Maldice y se tambalea hacia atrás.
Mi otro asaltante salta hacia mí justo cuando Walsh levanta su
arma para disparar, y yo agarro al guardia por los hombros y lo
hago girar delante de mí. Walsh dispara, y el estruendo me
rompe los tímpanos. El disparo de Walsh atraviesa el corazón
de su guardia, pero no alcanza el mío, sino que me atraviesa el
hombro.
Me sobrepongo al dolor, suelto el cuerpo del hombre y me
lanzo hacia Walsh. Vuelve a apretar el gatillo justo cuando
alcanzo a golpear su brazo y la agonía estalla en mi muslo.
Aprieto los dientes y le golpeo la cara con el puño,
arrancándole el arma de las manos. Puede que Walsh sea
taimado, intrigante y despiadado, pero no es fuerte.
Se oyen disparos a lo lejos. Mis refuerzos han llegado. Ordené
a Antonio y a Dom que avanzaran cuando di la noticia de que
Alexis y Harry estaban libres, pero el complejo está bien
defendido. Si quiero evitar pérdidas masivas, tendré que cortar
la cabeza de la serpiente.
Otro disparo resuena en mis oídos, esta vez atravesándome la
otra pierna. Caigo de rodillas, arrastrando a Walsh conmigo,
con el cuerpo palpitante de dolor. Miro hacia atrás y veo al
guardia al que apuñalé avanzando, con la pistola
desenfundada. La posición de nuestros cuerpos oculta la
pistola de Walsh, así que saco la mano y disparo al guardia
antes de que pueda volver a disparar él.
Walsh se aprovecha de mi momentánea distracción e intenta
zafarse de mi agarre, pero yo doy media vuelta y lo golpeo con
la pistola en la cara. La sangre salpica el suelo y él gime.
Aprieto el cañón del arma contra su frente. “Dile a tus
hombres que se rindan”.
Una niebla aturdidora se desliza entre mis pensamientos y
sacudo la cabeza para despejarla. Estoy perdiendo mucha
sangre.
“¡Hazlo!” rujo.
Walsh busca a tientas su teléfono en el bolsillo y, en unos
instantes, da la orden y cesan los disparos. Mantengo la pistola
en mi mano, con el dedo sobre el gatillo. Un sudor frío me
recorre la frente y se me revuelve el estómago. Mis párpados
parecen pesas de plomo y lucho por mantenerlos abiertos. Si
me desmayo ahora, moriré antes de que mis hombres puedan
alcanzarme.
Pero al menos Alexis y Harry estarán a salvo.
Pasan varios segundos largos y siento que mi mente se desliza
hacia la inconsciencia. Walsh me observa con ojos brillantes.
Sabe lo que está a punto de ocurrir y espera pacientemente a
que caiga el arma de mis manos. Me niego a darle esa
satisfacción.
Unos pasos se dirigen hacia la puerta y ésta se abre con fuerza
suficiente para golpear la pared que hay detrás.
Antonio entra corriendo en la habitación con la pistola
desenfundada, pero se la mete en el pantalón cuando me ve
arrodillado junto a Walsh. “Parece que has tenido mejores
días”, comenta, y me pone de pie. Sostiene mi pesos para que
no tenga que presionar demasiado las piernas.
“¿Esto no es el Ritz?” bromeo apretando los dientes. El dolor
me recorre desde el hombro hasta las piernas, pero lo
agradezco. Me mantiene despierto.
Más pasos atraviesan la puerta y Dom arrastra un cuerpo atado
que se retuerce. Se me nubla la vista y tardo un segundo en
darme cuenta de a quién estoy viendo. Dom arrastra a Diego
hasta la silla y lo sienta, y mi nuevo prisionero me mira con
horror en los ojos.
Walsh está de rodillas frente a mí y yo me encargo primero de
él, disparándole una bala entre los ojos. No se merece esta
misericordia, pero no puedo arriesgarme a mantenerlo con
vida ni un segundo más. Su cuerpo cae al suelo.
Un final tan fácil para un hombre tan siniestro. Me hace
preguntarme si he subestimado al destino. Si hay más
oscuridad acechándome, esperando para saltar sobre mi
espalda cuando menos lo espere.
Pero ahora no puedo preocuparme por eso. Mi visión se
oscurece y me vuelvo hacia Diego con la ayuda de Antonio.
“¿Por qué lo hiciste?” pregunto.
Siento muchas cosas por Diego: rabia, asco, traición, pero en
este momento lo que más siento es decepción.
Pensé que cuando me enfrentara a Diego, por fin me revelaría
su lado oculto. Pensé que me escupiría a la cara y se
regodearía en todas las formas en que me había manipulado a
lo largo de los años, tal vez incluso me insultaría.
Pero no lo hace. Está sentado, con los hombros pesados,
parece más viejo de lo que nunca le he visto.
“Fui amigo de tu padre durante casi tres décadas”, explica
Diego. “Pero no fue fácil para mí. Me esforcé con uñas y
dientes para demostrarle mi valía. Planeaba darme mi propio
territorio para gestionarlo tras la expansión, una oportunidad
que llevaba años persiguiendo”.
Sacude la cabeza, una mueca amarga tuerce sus arrugadas
mejillas.
“Cuando asumiste el poder, todo se desvaneció en una nube de
humo. Eliminaste mi oportunidad de ganar poder y, encima, no
me diste ninguna responsabilidad. Al principio, pensé que era
porque estaba cerca de tu padre, pero pronto me di cuenta de
que era porque sólo me considerabas un viejo. No me
respetabas, así que busqué el poder fuera de la familia”.
Le apunto a la sien con la pistola. Me tiembla la mano por la
pérdida de sangre y lucho por mantenerla firme mientras
Diego me mira fijamente a los ojos.
“Eras mi familia, Diego. Si me lo hubieras pedido, te habría
dado cualquier cosa”. Mi dedo se cierne sobre el gatillo. “Odio
que me hayas puesto en esta situación. Ojalá no tuviera que ser
así”.
Se me traba la lengua en la boca y mis sentidos se atenúan uno
a uno, y sé que sólo me quedan unos segundos antes de
desmayarme. Con las últimas fuerzas que puedo reunir, aprieto
el gatillo y el cuerpo sin vida de Diego se desliza por el suelo.
La pistola se me cae de los dedos hasta el suelo.
“Antonio”, murmuro.
“¿Sí, jefe?”
“Estás a cargo por ahora. Mantén todo funcionando sin
problemas”.
Los bordes de la silla que tengo delante se difuminan,
desapareciendo en el fondo gris.
“Y Alexis…” logro susurrar. “Mantenla a salvo”.
Me desplomo en espiral, voy bajando, bajando…
Mi último pensamiento mientras la oscuridad se cierra sobre
mi cabeza es que si muero antes de tener la oportunidad de
volver a abrazar a Alexis, estaré realmente molesto.
39
ALEXIS

Miro por la ventanilla y veo cómo los árboles empiezan a dar


paso a edificios y carreteras, mientras un suave rock clásico
flota por los altavoces del coche. Es una sensación surrealista
después de tanto dolor y violencia. De repente, me relajo en un
asiento trasero de cuero suave mientras dos de los hombres de
Gabriel se sientan delante y hablan entre ellos en voz baja.
Me acerco a Harry, que está atado a su sillita y dormita feliz.
Cuando salí del almacén de Andrew y subí al coche de
Gabriel, la vista de la sillita me hizo llorar. Me recordó la
primera vez que subí a un coche con Gabriel y Harry, y su
actitud desdeñosa hacia su descuido. Eso parece que fue hace
mil años.
Las llaves del coche estaban en el contacto, como había
prometido Gabriel, y salí corriendo del recinto como alma que
lleva el diablo. Intenté no pensar en que estaba dejando morir
a Gabriel. No había nada que pudiera hacer para salvarlo.
Apenas había conseguido salir de allí con vida, y mi prioridad
en aquel momento era proteger a Harry a toda costa. Así que
conduje, incluso mientras las lágrimas se derramaban por mis
mejillas. Incluso mientras mi corazón se astillaba y se rompía.
Salí del recinto sin problemas, pero no llegué muy lejos antes
de toparme con dos coches que me cerraban el paso. Un
hombre de barba corta se acercó a mi ventanilla y se presentó
como Vito, la mano derecha de Gabriel. Me explicó que las
fuerzas de Gabriel estaban descendiendo sobre el complejo y
que su trabajo consistía en mantenerme a salvo hasta que todo
hubiera terminado.
Vito me dio un bocadillo y agua, además de comida para
Harry, y me advirtió que comiera despacio. También me
devolvió el teléfono, cosa que me pareció extraña. ¿Estaba
Gabriel intentando compensarme por haberse vuelto
totalmente psicópata conmigo?
Así que me senté en el asiento trasero del coche de Gabriel y
almorcé mientras se oían disparos a lo lejos. Una vez que
cesaron los combates, Vito dio instrucciones al conductor, Gio,
para que me llevara al hospital a reunirme con Gabriel. Me
sentí aliviada al saber que estaba vivo, pero nerviosa por estar
atrapada en un coche con dos mafiosos desconocidos.
Esto es lo más cómodo que Harry y yo hemos estado en días y
el sueño sigue tirando de mis párpados, intentando hundirme
en su suave abrazo. Me niego a dejarlo. No sé si podré volver
a relajarme con los hombres de Gabriel después de lo que pasó
con Diego.
Gio me devuelve la mirada, como si percibiera mi malestar.
“Ya casi hemos llegado”, dice.

E L OTRO HOMBRE también mira hacia atrás. “¿Quieres el resto


de tu sandwich?”
Mi estómago estaba tan dolorosamente vacío que antes sólo
pude aguantar unos pocos bocados. Sacudo la cabeza y ambos
pares de ojos vuelven a la carretera.
Debo de haberme quedado dormida en algún momento, porque
cuando me doy cuenta alguien me está abriendo la puerta.
Parpadeo y miro a mi alrededor. Los asientos delanteros están
vacíos.
Veo que Gio se cierne sobre Harry a través de la otra puerta
abierta, como si fuera a cogerlo, pero parece pensárselo mejor
y me deja que desabroche a Harry y lo levante de la silla del
coche.
Salgo del coche y me doy cuenta de que estamos en el
aparcamiento del hospital. El cielo es azul zafiro y los últimos
rayos de sol me calientan los brazos desnudos. Había olvidado
lo bien que sienta el sol. Prometo no volver a darlo por
sentado.
“¿Estás bien para caminar?” Gio pregunta.
Asiento con la cabeza, aunque mis piernas se quejan
amargamente a cada paso.
Todavía no sé cuánto tiempo me tuvo Andrew Walsh atada en
aquella habitación, pero la rigidez de mis músculos indica que
fue mucho tiempo. Poder descansar en el coche ha ayudado,
sin embargo, y para cuando llegamos a la entrada, empiezo a
aflojar.
Nos cruzamos con poca gente caminando por el hospital,
aunque atraemos miradas divertidas de aquellos que sí se
cruzan con nosotros. Supongo que debemos de ser un
espectáculo: una mujer ensangrentada y coja, un bebé sucio y
dos hombres corpulentos con trajes negros.
“Gabriel quiere verte primero, pero luego hay una habitación
preparada para ustedes dos”, me explica Gio, guiándome hacia
el ascensor.
Incluso una habitación de hospital parece un alojamiento de
lujo comparado con el infierno en el que he pasado Dios sabe
cuántos días. Imagino el alivio que sentirán mis células
deshidratadas después de que las conecten a una vía
intravenosa. Quizá alguien me dé un baño de esponja y un
poco de gelatina. Parece el paraíso.
“¿Está bien?” le pregunto.
Mis labios se quiebran alrededor de las palabras con la voz
ronca. No he hablado mucho en los últimos días y el sonido de
mi voz me resulta extraño. La mayoría de las veces han sido
gritos.
“Le dispararon tres veces”, explica Gio. “Ha perdido mucha
sangre, pero sobrevivirá”.
Debería significar mucho que Gabriel casi muriera
rescatándome, pero no puedo evitar preguntarme si habría
recibido tres balazos si Harry estuviera sano y salvo en la
mansión y fuera yo la única que necesitara ser salvada. Odio
admitirlo, pero Andrew Walsh se metió en mi cabeza.
La puerta del ascensor se abre y el segundo guardia se queda
atrás. “Voy a vigilar la entrada”, le dice a Gio. “¿Puedes
acompañarla desde aquí?”
Gio asiente y avanzamos juntos por el pasillo. “Está en la
habitación del fondo”, dice.
Al final del pasillo hay una puerta que da a la escalera. Mi
mirada se engancha en ella como un hilo suelto. Si algo me ha
enseñado todo este calvario es a tener siempre una estrategia
de salida.
Pero no me hará falta, me digo. Gabriel me va a decir algo
muy dulce y yo le voy a perdonar, y luego voy a dejar que las
enfermeras me llenen de suficientes medicamentos como para
olvidar el nombre de Andrew Walsh.
Avanzamos hacia la puerta y empiezo a oír voces débiles
procedentes del interior de la habitación de Gabriel.
Reconozco la voz de Vito. “Son los medicamentos, jefe”.
“No”, protesta Gabriel. “Tengo que decírselo”.
Mis oídos se agudizan y camino un poco más rápido, Gio me
lanza una mirada insegura.
“Has pasado por mucho”, dice Vito. “Te sentirás mejor
después de descansar un poco”.
La voz de Gabriel es gruesa. “Yo maté a su padre, Vito. Tiene
que saberlo”.
Me detengo en seco y aprieto los brazos alrededor de Harry.
Las palabras de Gabriel retumban en mi cerebro como puntas
afiladas golpeando el interior de mi cráneo.
Todo este tiempo, supuse que Fabrizio había matado a mi
padre. Ni siquiera me había planteado que Gabriel pudiera
haber tenido algo que ver, pero ahora tiene mucho más sentido
por qué estaba tan empeñado en ocultarme la verdad.
Intento tragar saliva, pero tengo la garganta demasiado seca.
Llevo años buscando respuestas a la muerte de mi padre,
deseando tener los medios para enfrentarme al asesino,
imaginándomelo siempre como un degenerado de los bajos
fondos, con las uñas sucias y el pelo grasiento. Nunca pensé
que el asesino de mi padre vendría empaquetado en un traje de
mil dólares, estampado con una sonrisa encantadora, mucho
menos que luego me enamoraría de esa persona.
El pánico se apodera de mí. Tengo que salir de aquí.
Sin previo aviso, me lanzo hacia las escaleras, atravieso la
puerta y bajo los escalones de dos en dos. El movimiento
brusco es una agonía, pero si quiero tener alguna posibilidad
de escapar, tengo que alejarme de este hospital lo antes
posible.
Oigo al conductor pisándome los talones, gritando tras de mí.
“¡Detente!”
No le hago caso y, al llegar a la planta baja, salgo corriendo
por la puerta con el corazón a mil por hora. Asusto a dos
enfermeras al pasar y, cuando ven que me persigue un hombre
grande y aterrador, empiezan a gritar para que alguien lo
detenga. Miro hacia atrás y veo al personal de seguridad del
hospital luchando por derribarlo. Aunque no lo consigan, me
han dado la oportunidad que necesitaba para desaparecer.
Salgo del hospital y no paro de correr hasta que estoy a varias
manzanas de distancia, donde me meto en un callejón y me
apoyo en la pared de ladrillo para recuperar el aliento. Harry
se retuerce en mis brazos, obviamente incómodo por mi
repentina carrera.
“Ahora estamos a salvo”, le digo.
Estamos sin dinero y solos en un callejón, sin ningún lugar
adónde ir y con la noche acercándose rápidamente. Estamos
lejos de estar a salvo. Sin embargo, estamos fuera del alcance
de Gabriel, y ése es el lugar más seguro del mundo.
Primero lo primero: Harry y yo necesitamos comida y una
cama. Saco el móvil del bolsillo y me huelo las axilas.
También hace falta una ducha.
Lo intento con Clara, golpeando el suelo con el pie, nerviosa,
mientras espero a que me atienda. El teléfono suena y suena y
suena, pero no contesta. Lo intento de nuevo, y luego una
tercera vez, para que sepa que es una emergencia. Pero no
consigo nada.
Podría estar en clase, razono. Suele ser de día, pero a veces da
clases por la noche.
Pruebo en el estudio de yoga, y una mujer con una voz suave y
alegre contesta enseguida. “Blossom Yoga”, dice. “¿En qué
puedo ayudarle?”
“Hola, busco a Clara Fitzgerald, ¿está en el estudio?” le digo.
“Me temo que no”, responde la mujer, y su voz vacila un poco.
Qué raro.
“¿Sabes cuándo es su próxima clase?” continúo. “Esta es su
amiga Alexis. Es una emergencia y no he podido localizarla”.
Hay una pausa cargada. Algo no va bien. Se me llenan los ojos
de lágrimas mientras el pánico serpentea por mis miembros,
amenazando con apoderarse de mí. No puedo perder los
nervios, no aquí, no hasta que Harry y yo estemos a salvo en
algún lugar.
“Lo siento”, dice la mujer, más tranquila ahora. “No puedo
ayudarte. Hace días que no podemos contactar con Clara”.
Sus palabras son como un ladrillo en mi pecho. “¿Qué quieres
decir?” le pregunto.
“Dejó de venir a las clases. No hemos recibido ni una llamada,
ni un email. Si la encuentras, ¿puedes hacerle saber que
estamos preocupados por ella?”
Sé lo que probablemente piensan en el estudio: que Clara ha
recaído y está en el fondo de una botella en alguna parte.
Después de todo lo que he vivido, me preocupa que sea mucho
peor.
“Gracias. Se lo haré saber”.
Cuelgo y aprieto los ojos para contener las lágrimas. Harry
tiene hipo y se retuerce. Quiere bajarse. Probablemente no ha
tenido ocasión de pasear en días y odio negárselo, pero Dios
sabe con qué despojos del centro de la ciudad podría tropezar
en este callejón.
Tengo que pensar. ¿A quién más podría llamar?
La única persona en la que puedo pensar es Debbie. Ella me
metió en todo esto, sí, pero sólo porque Andrew Walsh la tenía
en sus garras. Él está muerto ahora, y ella me lo debe.
Busco el contacto de Debbie, practicando la respiración
abdominal circular que Clara me enseñó hace años en un
esfuerzo por mantener la calma. He sido secuestrada,
encarcelada y torturada, pero, de algún modo, estar sola por
primera vez en meses y sin ningún sitio al que ir es más
traumático para mis nervios. El estrés pesa sobre mis hombros.
Siento que me estoy hundiendo en el pavimento, centímetro a
centímetro, y a menos que formule un plan pronto, me
encontraré demasiado anclada como para moverme.
El teléfono de Debbie ni siquiera suena. Salta directamente el
buzón de voz. Intento llamar de nuevo, aunque sé que
obtendré los mismos resultados, y luego una vez más porque
no sé qué más hacer.
Silencio total.
Me meto el móvil en el bolsillo y vuelvo a agarrar a Harry, que
está a punto de montar una rabieta.
“¡Abajo, abajo!”, exige.
“Suenas igual que tu padre”, murmuro.
Un dolor hueco se extiende por mi pecho. Una vez lo tuve
todo: una carrera, una mejor amiga, un propósito. Luego, tuve
una familia.
Y ahora, por primera vez, Harry y yo estamos completamente
solos.
CONTINUARÁ

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