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AUTORIDAD Y ENSEÑANZA EN LA UNIVERSIDAD:

DE LA CONSTATACIÓN DE LA CRISIS A LA BÚSQUEDA DE NUEVOS PROCESOS DE AUTORIZACIÓN 1


(Por Gabriel Rosales2)

Para comenzar…

Buenas tardes. Primero que nada quiero agradecer a las y los organizadores la confianza
que han depositado en mí y la invitación que me han realizado para participar de este evento. Este
convite me instó, por un lado, a interpelar mis prácticas de enseñanza desde mis prácticas
investigativas; y, por otro lado, a rever algunas conclusiones de mis investigaciones para analizar
qué tienen para ofrecerme a la hora de re-pensar mis prácticas de enseñanza. Mi idea es entonces,
compartir con ustedes algunas reflexiones que pretenden, en consonancia con los objetivos del
posgrado, vincular el trabajo de investigación que vengo realizando en los últimos años con mis
prácticas de enseñanza como profesor universitario.

El tema sobre el que quiero conversar con ustedes – la crisis de la autoridad pedagógica y
sus relaciones con las prácticas de enseñanza - tiene una ambivalencia tal que, al mismo tiempo,
suele ser objeto de escarnio y de nostalgia. Hay quienes denostan a la autoridad pedagógica por
considerarla un resabio tradicionalista de viejas pedagogías, y quienes la añoran por creerla la
panacea de todos los males educativos actuales. Personalmente, en esta primera aproximación
que ofreceré sobre el tema, intentaré despegarse de ambos extremos.

La exposición la dividiré en cuatro partes: en primer lugar expondré algunos conceptos


generales en relación a la educación y la enseñanza e intentaré relacionarlos con el problema de la
autoridad pedagógica; en segundo lugar realizaré una breve caracterización sobre la constitución
de la relación educativa en la modernidad y su vínculo con la idea de autoridad; posteriormente
mencionaré algunos aspectos que han puesto en crisis esta noción de autoridad acuñada en la
modernidad; y, finalmente, analizaré algunas características que adquieren los vínculos de
autoridad en las instituciones educativas actuales, según lo relatan investigaciones recientes.

A modo de prólogo, para entrar en tema, comenzaré compartiendo con ustedes estas
palabras del pedagogo español José Manuel Esteve:

La autoridad es una experiencia que todos hemos vivido alguna vez. En diversos momentos
de nuestra vida hemos encontrado ciertas personas cuya vida nos atraía por alguna razón.
Por su firma sencilla y recta, cuando nosotros queríamos encontrar la sencillez. Por su
1
Estas reflexiones - preparadas especialmente para ser leídas en el posgrado La práctica docente como
integración de las tareas académicas en la universidad. Un abordaje interdisciplinario, realizado en la
Universidad de Río IV durante los meses de Octubre y Noviembre del 2014 - se nutren de un trabajo de
investigación previo desarrollado en el ámbito del “Doctorado en Didáctica y Organización Educativa” de la
Universidad de Málaga (España), que contó con la financiación de la Comunidad Europea, a través del
programa de movilidad internacional “Erasmus Mundus”. El informe final del trabajo se puede consultar en
http://riuma.uma.es/ xmlui/handle/10630/6877
2
Docente e Investigador de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de San Luis. Profesor
Responsable de la asignatura Sociología de la Educación, dictada para el Profesorado Universitario en Letras
(garosales@unsl.edu.ar).

1
fortaleza en momentos de debilidad; por sus creaciones personales en nuestras horas de
aprendizaje y búsqueda de algo nuevo. Por su humanidad en nuestro encuentro con lo
humano. Por su `mejor–ser´, su `mejor–saber´ o su `mejor–hacer´ en aquellos campos que
nos interesaban (Esteve Zarazaga, 1977: 186).

Sobre lo esencial de esta experiencia para la práctica educativa, y sobre las dificultades
que la época nos plantea para vivirla, versan las reflexiones que quiero compartir con ustedes.

Educar, enseñar

Según una definición clásica -que sirvió de fundamento sociológico y pedagógico para la
estructuración de nuestros sistemas educativos nacionales - la educación supone un conjunto de
acciones ejercidas por las generaciones adultas sobre las generaciones jóvenes, con el objeto de
socializarlas y prepararlas para el mundo laboral y político (Durkheim, 2002). Y según otra
definición - explicitada en otro contexto, pero a la que también podríamos considerar clásica - las
prácticas de enseñanza que se desarrollan en el seno de estas acciones educativas, implican una
relación mediante la cual una persona trata de transmitir o impartirle a otra cierto contenido que
esta última no posee; siendo la relación que se teje entre enseñanza y aprendizaje un vínculo no
causal ni directo, sino mediado socialmente, es decir: dislocado, muchas veces errático, más o
menos probable en función de cómo esté encarado el proceso de enseñanza; pero nunca una
cuestión infalible de causa-efecto, pues está sujeto a un conjunto de contingencias - sociales,
institucionales y subjetivas - que hacen que cuando se enseña no siempre se aprenda, o no
siempre se aprenda lo que se quiere enseñar. En este escenario el aprendizaje, cuando acontece,
depende menos de la enseñanza que del estudiantar, es decir de la realización de las tareas
propias del oficio de estudiar; respecto de las cuales el o la docente aparece como mediador, es
decir como alguien que puede facilitar las condiciones para que el aprendizaje acontezca (operar
sobre el conocimiento, disponer los tiempos necesarios, organizar los espacios, proponer las
tareas, etc.), pero asumiendo que este aprendizaje depende, en última instancia, de quien quiere -
o no quiere - aprender (Fenstermacher, 1986).

De estas consideraciones generales, me interesaría destacar tres aspectos para luego


vincularlos con el problema de la autoridad pedagógica: a.) en primer lugar la acción educativa en
su versión institucionalizada es (o, por lo menos, así se la ha pensado tradicionalmente) un
problema de pasaje inter-generacional, transcurre entre dos generaciones no solo diferentes sino
dispares, sustantivamente asimétricas podríamos decir; b.) en segundo lugar, el contenido propio
de ese pasaje es una herencia cultural (valores, técnicas, conocimientos generales, disciplinas
científicas, etc.) que las generaciones adultas poseen y de la que las generaciones jóvenes carecen;
c.) y, en tercer lugar, si bien las y los adultos cumplimos un papel fundamental en ese pasaje,
quienes deciden en última instancia si se apropian de esa herencia, realizan un simulacro de
apropiación, la rechazan o – lisa y llanamente - la ignoran son los niños, niñas, adolescentes o
adultos/as con quienes trabajamos. Podemos y debemos – es nuestra responsabilidad - golpear
puertas y ventanas, enviar mensajes en todos los formatos posibles; pero quien decide si recibe o
no lo que tenemos para legar, es el o la estudiante en cuestión.

Ahora bien, en tanto este vínculo entre alguien que quiere/debe legar una herencia y
alguien que quiere o no recibirla no es directo sino mediado socialmente; habrá algunas
condiciones sociales e históricas que favorezcan el pasaje y otras que lo dificulten. Esas

2
condiciones harán que los pasadores estén más o menos convencidos de su tarea (en el sentido de
asumirla subjetivamente); que las condiciones materiales sean más o menos propicias; que la
herencia a transmitir reluzca más o menos, gozando de mayor o menor legitimidad; y que,
finalmente, aparezca o no como objeto de deseo para quienes tienen que recibirla.

Si entendemos la autoridad pedagógica como una relación asimétrica que no implica, el


ejercicio de un poder desnudo mediante el cual se impone una voluntad sobre la otra sin que
medie reconocimiento alguno, sino la cualidad social por la cual él o la docente y el contenido que
transmite aparecen como reconocidos y legitimados por parte de sus estudiantes, en el sentido de
que estos le otorgan o atribuyen autoridad y por ello deciden hacerle caso, prestarle atención,
obedecerle en algún sentido3; podemos entrever cómo esta autoridad es condición de posibilidad
de la acción educativa tal y como la conocemos. Si los y las estudiantes no autorizan la autoridad,
si no interpretan que la figura que la encarna tiene algo provechoso para transmitirles,
difícilmente se comprometan en las tareas propias de su estudiantar. Difícilmente decidan abrir las
puertas para que la “herencia” que queremos legarle llegue a donde pretendemos. En ese sentido,
el problema de autoridad tiene que ver menos con “límites y problemas de conducta” y más con
las condiciones de base que hacen posible la transmisión educativa (Diker, 2008).

Autoridad pedagógica ayer

En la modernidad occidental capitalista, tal y como se relata a sí misma ya sea en las


versiones apologéticas o críticas, las prácticas educativas institucionalizadas están
inextricablemente ligadas a la idea de autoridad; al punto que difícilmente se puede pensar la
educación (en el nivel que fuere) exenta de esta idea; es decir, por fuera de la idea de que el
vínculo educativo, la relación pedagógica, se teje de manera asimétrica o desigual entre un
docente que – gracias a la autoridad que le es conferida o delegada por la sociedad en general o el
Estado en particular - está por encima de un grupo de estudiantes con el objeto de suscitar en
ellos ciertos estados psicológicos, morales, políticos o epistemológicos. Este vínculo educativo,
esta relación entre un docente y su grupo de estudiantes, es sucedánea de la relación que también
la modernidad estableció entre las y los niños (o, genéricamente hablando, las nuevas
generaciones) y las y los adultos. En este sentido, como afirma Max Van Manem (1998), la relación
educativa es in loco parentis, expresión latina que hace referencia a aquellos y aquellas que
asumen una responsabilidad “en lugar del padre”.

Ahora bien ¿Cuál es el criterio o fundamento por el cual él o la docente es puesto por
encima de sus estudiantes? El criterio es, fundamentalmente, de índole cultural. Hay una
diferencia o, mejor dicho, una desigualdad cultural que está en la base de la relación asimétrica
que se teje entre ambos. En este sentido el niño, niña o adolescente moderno es visto como un
discapacitado en, al menos, dos sentidos: discapacitado epistemológico porque no puede conocer
la diferencia entre lo verdadero y lo falso y discapacitado moral porque no tiene criterio para
distinguir lo bueno de lo malo. Esta doble discapacidad – a la que le podemos agregar la
3
Según Natoli (2004), obediencia proviene de ob – audio, cuyo significado es prestar atención. El término
griego que le corresponde es eupheitheia del verbo pheitomar, que quiere decir hago caso, me fio, me dejo
convencer. Desde este punto de vista obedecer quiere decir, en primera instancia, tomar en serio el discurso
del otro, además de al otro. Asumir sus palabras normativamente para uno mismo, como medida de
nuestras propias acciones. Por ello dependo de ese otro u otra, pero elijo hacerlo porque resulta bueno para
mí, porque me abre un camino inaugurando una posibilidad de crecimiento.

3
discapacidad política como una tercera, que de alguna manera sintetiza las anteriores - justifica y
fundamenta el hecho de que el niño o niña se encuentre subordinado a un adulto o adulta, ya sea
en el ámbito familiar o escolar (Narodowski, 2011).

Por ello la autoridad y el poder que socialmente se delegan en el adulto o adulta implican,
por un lado, la creencia de que éste posee un conjunto de recursos morales y epistemológicos que
lo diferencian del niño o niña; y, por el otro, la promesa de que mediante la trasmisión de esos
recursos el niño o niña podrá emanciparse, esto es: obrar por sí mismo, juzgar por sí mismo, saber
por sí mismo. Las instituciones educativas tal y cómo las conocemos - o, al menos, tal y como las
hemos conocido - se estructuran en función de esta promesa que, traducida en términos más
concretos, podríamos pensarla como la formación del ciudadano, del trabajador y la consecuente
esperanza de progreso social, cultural y económico.

Desde esta perspectiva, el sapere aude kantiano, el atrévete a saber que señala el
paso de la minoría a la mayoría de edad en nuestras sociedades (paso que, por otra parte, implica
desde el derecho al voto, hasta la atribución de responsabilidades penales) se construye tanto
“desde” la autoridad como “contra” la autoridad. “Desde” porque no se lo puede entender sin
ella, pero contra porque implica también una ruptura con el agente que representa la autoridad.
Por ello se podría decir que la autoridad pedagógica nace para morir, encuentra su justificación
última, su legitimidad, en el hecho de que se resquebraja para dar lugar a otra cosa, a lo nuevo.
Dicho en términos de Theodor Adorno la emancipación supone, genéticamente, como un
momento de su mismo proceso, la idea de autoridad (1998, 121).

Considerando específicamente el ámbito universitario podemos decir que los vínculos de


autoridad adquieren algunas particularidades debido a la tensión inherente entre las relaciones
asimétricas/simétricas que se dan entre docentes y estudiantes. Hay una relación simétrica, por un
lado, respecto de la ciudadanía universitaria pues en ese plano – más allá de la diferencia
específica en cuanto a la representación de los distintos claustros - ambos agentes son
“ciudadanos universitarios” iguales en derechos y obligaciones. Por otro lado, también hay un
vínculo simétrico porque –al menos de manera supuesta, en su configuración tradicional - las y los
estudiantes son adultos, no adolescentes; son mayores de edad, seres emancipados que han
adquirido las competencias necesarias para diferenciar lo verdadero de lo falso, lo bueno de lo
malo, es decir: son responsables de sus actos. Finalmente, en contraposición con lo anterior, hay
una clara asimetría respecto del conocimiento, ahí reposa el principal motivo de legitimación de la
autoridad profesoral universitaria (Pierella, 2010).

De todas maneras, estas simetrías/asimetrías básicas ameritan ser repensadas. Respecto


de la diferencia generacional como supuesto cabría preguntarse ¿Son, las y los estudiantes
universitarios, adultos/as en un sentido pleno? 4 ¿Se ven a sí mismos como tales? Hace poco, una
estudiante de cuarto año del profesorado en el que trabajo, me decía antes de iniciar una práctica
pedagógica en una escuela de nivel medio: Profesor, cómo quiere que me comporte como docente
ante los chicos, que les ponga límites y esas cosas… si yo misma me siento adolescente. Hay en
4
Entiendo la adultez como una noción fundamentalmente relacional, que se instituye a partir de la
diferencia específica que separa a adultos de no adultos. Diferencia que, de acuerdo a los contextos sociales,
históricos y culturales adquiere connotaciones específicas. En este sentido se podría definir la adultez a
partir de poner en juego tres dimensiones: la adultez en tanto lugar social, la adultez en tanto función
intersubjetiva (respecto de los no adultos) y la adultez en tanto posición subjetiva (Rosales, G: 2016).

4
este interrogante, creo, una invitación a repensar nuestro lugar y el de las y los estudiantes en los
procesos de transmisión, y esto no sólo en el caso de la formación docente, como en el ejemplo
que traigo a colación ¿Acaso la enseñanza y el aprendizaje de cualquier campo disciplinar en la
universidad, o el iniciarse en el ejercicio de cualquier profesión, no supone la responsabilidad
propia de la adultez? ¿Qué pasa cuando el estudiante no se autopercibe como tal? ¿Los tratamos
como niños/as, jóvenes, adultos? ¿Cómo resolvemos, pedagógicamente, este problema quienes
somos responsables de los procesos de formación? ¿Podemos hacer algo al respecto?

Estos interrogantes se vinculan también con el problema del conocimiento, no sólo desde
el punto de vista de la diferencia generacional sino también de la diferencia o desigualdad
respecto de los capitales culturales con los que llegan las y los nuevos estudiantes universitarios.
Hoy, entiendo, la legitimidad a priori fundada en el conocimiento disciplinar (con la proyección a
futuro que ello implica) habría que revisarla y, partiendo de esta reconsideración, repensar o
reconstruir el sentido de los objetos de enseñanza y aprendizaje. Más adelante volveré sobre este
tema.

Crisis de la autoridad pedagógica

Ahora bien, como hemos dejado entrever en los párrafos anteriores, esta idea de
autoridad pedagógica vinculada a una diferencia generacional afincada en criterios culturales, ha
entrado en crisis, ha comenzado a desestabilizarse. El proceso histórico de esta mutación es de
larga data y los motivos por los cuales se viene produciendo son variados y complejos. De arriesgar
una fecha, podríamos hablar de mediados del siglo XX. Es en el contexto post-segunda guerra
mundial cuando comienzan a producirse un conjunto de cambios sociales, económicos, políticos y
culturales que van a tener como corolario, en el mediano plazo, la desacralización de la autoridad
cultural adulta. Hanna Arendt (1996) es una de las primeras teóricas en atisbar está crisis, allá por
1955 escribía que la autoridad se había esfumado del mundo moderno y que, por diferentes
razones, las y los adultos rehuían asumir la necesaria asimetría que los separaba del mundo
infantil y la responsabilidad que esta conllevaba. Desde otra óptica, pero haciendo alusión al
mismo problema, también Walter Bénjamin (1998)había entrevisto algunas décadas antes, la crisis
de los procesos de trasmisión cultural y la desacreditación de los saberes de las generaciones
viejas ante la multiplicidad de técnicas (económicas, políticas, bélicas) que alumbraban el nuevo
siglo.

Hechos como la irrupción general de los niños y niñas como sujetos plenos de derecho y
de consumo, la “adolescentización” general de la cultura, la crisis de los Estados Nacionales en
tanto articuladores materiales y simbólicos de la autoridades constituidas, el vértigo de los
cambios tecnológicos (particularmente aquellos que hacen a la producción y distribución del
conocimiento) transformaron el tradicional desequilibrio de poder inter-generacional, poniendo
en cuestión la validez y el derecho de las y los adultos a trasmitir su cultura a las nuevas
generaciones (Tenti Fanfani, 2000).En este contexto de cambio, tal y como lo señala el historiador
inglés Erik Hobsbawm, lo que los hijos podían aprender de sus padres resultaba menos evidente
que lo que los padres no sabían y los hijos sí (1998: 325).

A estas transformaciones de carácter civilizatorio, habría que agregar otras vinculadas a


nuestra historia reciente. Por un lado, la última dictadura cívico-militar, a la vez que intentó
imponer una autoridad pedagógica reaccionaria, oscurantista y, no pocas veces, asesina; horadó

5
las condiciones para que, en el retorno a la vida democrática, se pudiese construir el imaginario
pedagógico de que era posible una autoridad genuinamente educativa. Por otro lado, la
vulgarización de cierto constructivismo pedagógico, hizo que se establecieran dicotomías
artificiales y estériles entre conceptos como transmitir y construir o autoridad y autonomía
(Pierella, 2001). En este escenario, desde las y los docentes, no pocas veces se da el ejercicio de
una “autoridad culpable”; y, desde las y los estudiantes, una desconfianza generalizada que
impugna cualquier ejercicio de autoridad con el mote de autoritarismo (Noel, 2009).

Autoridad pedagógica hoy

Ahora bien, retratado sucintamente este escenario de crisis, y asumiendo que no es


posible educar o enseñar sin autoridad (entendiendo por ello el necesario reconocimiento que
debe tener la o el docente y lo que intenta transmitir para que sus estudiantes se involucren en las
actividades propias del “estudiantar”) cabría preguntarnos: ¿Cuáles son las nuevas configuraciones
que adquieren las relaciones de autoridad en la escena educativa contemporánea?¿Cómo emerge
esta problemática en el escenario específicamente universitario?¿Cuáles son los motivos o razones
por las que los y las estudiantes “autorizan” a sus profesores y profesoras?

En primer lugar habría que mencionar algo que, a esta altura, puede resultar un tanto
obvio: la autoridad pedagógica, en la actualidad, resulta menos un “efecto de institución” (es
decir, del prestigió asociado a ocupar un determinado cargo, con un determinado status) que una
construcción de lo que el propio agente haga por legitimarse, por “ganarse” el reconocimiento.
Esto no implica que lo institucional no funcione en lo absoluto, sino que su peso relativo es
sensiblemente menor. En este sentido la credibilidad en la palabra del agente, su fuerza simbólica
reside más en su posicionamiento que en su posición, es decir en la re-apropiación y la re-
construcción que efectúa de su lugar institucional. El sociólogo Francois Dubet enmarca este
proceso en lo que él denomina “crisis de los programas institucionales”, estableciendo una
diferencia entre los trabajos “morales” que fueron, y los “éticos” que son.

El trabajador debe construir su trabajo y, en ese mismo movimiento, debe construirse a sí


mismo. Mientras que el trabajo en el programa institucional era de índole moral, en este
caso es de índole ética, pues el trabajador debe jerarquizar y combinar normas de justicia y
registro de juicio de conductas ajenas. (2006: 392).

Si bien no podemos hablar de separaciones taxativas, ni modelos puros, sí resulta útil la


separación entre el “trabajo moral” y el “trabajo ético” que realiza Dubet, para conceptualizar la
transformación por la que transcurre nuestro oficio docente. En la modalidad “moral” el
trabajador o trabajadora cuenta con una serie de valores, roles y normas de conducta prefijadas
que no sólo le dictan cuál es el modo correcto que debe regir su propio accionar, sino los criterios
desde donde juzgar el accionar de los y las demás. En la modalidad “ética”, ya no hay un referente
o una moralidad segura en la que afincarse para guiar el propio desempeño o juzgar a los demás.
Aquí, de lo que se trata, es de construir los procedimientos mediante los cuales se ha de
desempeñar y los criterios de justicia desde donde juzgará las conductas y los haceres de los otros
y otras con quienes trabaja.

En el caso de nuestro oficio como docentes en general o docentes universitarios en particular,


esta mutación la podemos observar en un conjunto de interrogantes que interpelan

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cotidianamente nuestras prácticas de enseñanza: ¿Cómo organizar los contenidos a trasmitir?
¿Cómo combinar a la vez, profundidad y rigurosidad académica con cercanía a los conocimientos
previos de los y las estudiantes? ¿Cómo estructurar la propuesta pedagógica para generar ese
interés, esa motivación o ese compromiso del que los y las estudiantes, muchas veces, carecen?
¿Cómo evaluar de manera justa? ¿Establecemos una misma regla para todos y todas?
¿Consideramos a los estudiantes sólo desde su rol institucional como alumnos, o también los
consideramos en tanto sujetos sociales con trayectorias previas diferentes y desiguales? ¿Cómo
incluir y, a la vez, establecer jerarquías o diferencias de acuerdo a los méritos, esfuerzos y
compromisos individuales? ¿Cómo vincularnos con los y las estudiantes? ¿Desde la lejanía de los
roles, desde la cercanía de los afectos? ¿Desde relaciones más verticales que horizontales o más
horizontales que verticales?

Ahora bien, plantearse estas preguntas de manera solipcista, no es suficiente; ya que, si las
enfocamos desde el ángulo de la autoridad pedagógica, habría que agregar un nivel de
complejidad más a esta problematización. Porque la autoridad pedagógica, tal y como la venimos
entendiendo, no es una consecuencia directa de nuestras acciones como docentes, sino un sub-
producto de ellas (Antelo, s/f; Elster, 1998); un acontecimiento que escapa a la racionalidad
técnica porque depende menos de lo que el docente haga, que del sentido que el estudiante le dé
a su hacer. De ahí que resulta importante indagar cuales son los motivos por los que los y las
estudiantes atribuyen autoridad, qué sentidos valoran o destacan cuando mencionan a los y las
docentes que para ellos y ellas se han constituido en figuras autorizadas.

Respecto de este punto quisiera mencionar algunos indicios destacados por las investigaciones
que actualmente se desarrollan sobre el tema:

 La autoridad y la personalización de los vínculos educativos

El desgaste de la legitimación institucional de la autoridad pedagógica parece implicar que ésta ya


no puede basarse sólo en una relación burocrática, en una relación de roles normativizados
institucionalmente. En este sentido las y los docentes reconocidos por sus estudiantes son
aquellos que incorporan la afectividad en el vínculo, los que personalizan el trato. Sabe quién soy,
no soy uno más, por eso me gusta su materia, suelen decir los chicos y chicas del secundario. Esta
vivencia, traslada al ámbito universitario, podríamos homologarla a la contención que los y las
estudiantes sienten (especialmente los ingresantes) en algunos espacios institucionales o
asignaturas que los reciben “hospitalariamente”, donde pueden tejer vínculos que van en contra
del anonimato que supone la masividad universitaria. Experiencia que, por otra parte, suele ser
clave para filiarse a ese nuevo mundo y evitar la deserción.

 Autoridad como reciprocidad en el respeto

Respeto a quien me respeta, es una frase muletilla que destacan las diferentes investigaciones.
Si la autoridad pedagógica, en el sentido tradicional, era un vínculo que se daba sin más, sin la
necesidad de establecer compromisos entre las partes, sin apelar a la violencia pero tampoco a la
deliberación, estableciendo una obediencia a priori sin cuestionamientos (Arendt, 1996); las voces
de los y las estudiantes actuales (incluidos los universitarios) nos hablan de la preeminencia de la
idea de reciprocidad te respeto si me respetas. Donde este “respeto” o reconocimiento no debe
entenderse, necesariamente, como un ponerse a la par, en una relación de horizontalidad e

7
igualdad, sino en considerarlos como sujetos y sujetas que portan conocimientos, que tienen
derechos, que han construido identidades disímiles a lo que el rótulo institucional espera de ellas y
ellos. El docente que no reconoce a sus estudiantes e intenta imponer, sin más, sus prerrogativas
se cree autoridad, pero difícilmente sea autoridad para ellos y ellas.

 Autoridad y conocimiento: entre el saber enseñar y el saber de experiencia

Lo respeto porque tiene experiencia, porque sabe enseñar; es otra alocución frecuente que
suele aparecer en los testimonios. Lo que nos indica que el conocimiento científico/disciplinar no
es el único ni, quizá, el más importante de los conocimientos que están actualmente en la base de
la autoridad pedagógica, compartiendo su lugar con una re-valorización de saberes como el “saber
enseñar” y el “saber de experiencia”.

Respecto del “saber enseñar” difícilmente se podría identificar una perspectiva didáctica o
metodológica que se valore particularmente, aunque si hay dos rasgos que se repiten con
frecuencia: por un lado la valoración que adquiere el hecho que la o el docente conozca los
procesos cognitivos de sus estudiantes, sus potencialidades y dificultades y en función de este
conocimiento enseñe; y, por otro lado, el reconocimiento que se hace de cierta actitud favorable
del docente hacia su tarea, cierta preocupación por lo que hace, cierto empecinamiento porque
ese otro u otra aprenda, esta “actitud particular” se la suele denominar como vocación por y
compromiso con la tarea que asume.

En cuanto al saber de la experiencia, admite diferentes interpretaciones según el nivel


educativo del cual se trate. En el nivel secundario los adolescentes suelen valorar la experiencia de
sus docentes en tanto experiencia de vida que suele traducirse en consejos, lo que Walter
Bénjamin (1991) llamaba “saber consejo”; a diferencia de esto, en el nivel universitario, la idea de
experiencia suele estar relacionada con quien tiene experiencia práctica en la aplicación de un
saber o técnica, vinculada al hacer concreto de una disciplina (Pierella, 2010).

En síntesis, la relevancia que adquiere este “saber de experiencia” o este “saber enseñar” (que
también implica, implícitamente, un saber sobre las condiciones cognitivas y sociales del
estudiante) y la convivencia con el conocimiento científico propiamente dicho, nos habla de una
transformación en la base epistémica que fundamenta la autoridad pedagógica.

 Autoridad y límites

Lejos de lo que cierto sentido común contemporáneo tiende a subrayar, otro aspecto
destacado por las y los estudiantes, son los límites y reglas que son capaces de instaurar las figuras
de autoridad. Un límite o regla que no se da en función de un orden exterior, trascendente a la
situación áulica y cuyo propósito se desconoce (límite impuesto desde el poder, no desde la
autoridad) sino un límite que se teje al calor de los afectos relacionales, que involucra al docente y
al estudiante por igual (haz lo que digo, pero también lo que hago); un límite cuyo sentido
pedagógico es asequible porque, a la vez que limita o impugna ciertas conductas, posibilita otras,
inaugurando un tiempo y un espacio donde el aprendizaje es posible. En este sentido, en
consonancia con lo ya mencionado acerca del trabajo ético, los códigos propios de la situación de
aprendizaje no están asegurados por la normatividad burocrática, sino que se tejen en esa
cotidianeidad donde –según las palabras de los y las estudiante-se dibuja la cancha y se dejan
claras las reglas del juego.

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 Autoridad y autorización

Un aspecto no siempre analizado como parte fundamental de las nuevas autoridades


pedagógicas – y que, de alguna manera, sintetiza los puntos anteriores- es el vinculado a los
procesos de autorización. En definitiva, el o la docente autorizado es aquel que es capaz de
autorizar o habilitar nuevas praxis vitales que amplían los horizontes simbólicos de sus
estudiantes. El promover experiencias pedagógicas creativas que escapan a los planteos
tradicionales, el plantear tareas que involucren subjetivamente, el bosquejar ayudas o actividades
que incitan a tomar decisiones en relación a sus propios procesos de aprendizaje; son algunas
prácticas que chicos y chicas suelen destacar de las profesoras y profesores a quienes ellos
consideran “sus autoridades”. En este sentido, como bien señala Michel De Certeau (2006), la
Autoridad torna posible lo que no era. Por esa razón `permite´ otra cosa, inaugurando una
percepción que no hubiese sido posible sin ella. Luego del encuentro, ya no se ve, ya no se piensa
del mismo modo (p. 124).

Para finalizar…

Para concluir, quisiera compartir una última reflexión con la intención de no caer en un
equívoco que suele ser bastante frecuente cuando se habla de este tema. Equívoco que -
permítanme la alusión poco académica- ejemplifica muy bien Roberto Fontanarrosa cuando, en un
viejo chiste, le hace decir a su Inodoro Pereyra:

- Ya no quedan más domadores Mendieta, ahora son todos licenciados en problemas de


conducta de equinos marginales.

Hay una gran verdad en esta afirmación o queja que Inodoro prorrumpe y tiene ver con que la
peor manera de “construir autoridad”, creo yo, es proponerse realizar acciones específicas
destinadas a tal fin. No hay –ni debiera haber- procedimientos de control, convencimiento o
seducción; técnicas o didácticas específicas; ni procedimientos médicos-farmacológicos que
ayuden a construir autoridad; pues el reconocimiento que ésta implica no puede ser reducido a
una receta, ni a una pastilla, ni a una fórmula pre establecida.

La autoridad pedagógica, cuando emerge, surge en una relación no dicotomizada con la


enseñanza, en un íntimo vínculo con esta práctica. Surge de la persistente reflexión sobre nosotros
mismos como docentes, sobre la porción de cultura que queremos transmitir, sobre la época en
que nos toca desarrollar nuestra tarea y sobre las características de los destinatarios de la misma.
Surge del empecinamiento por imaginar nuevos formatos institucionales y puentes didácticos que
hagan posible el pasaje entre generaciones. Surge, en definitiva, del asumir la responsabilidad que
nos compete con la transmisión de lo viejo y el descubrimiento de lo nuevo pues, como afirma
Philippe Meirieu (2006), la única disciplina legítima a la hora de enseñar es aquella que emerge en
el trato íntimo y sustantivo con la disciplina que se enseña; en ese arduo, placentero y a veces
doloroso trabajo que implica el aprender.

Gracias.

BIBLIOGRAFIA

9
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