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Antropología y comportamiento vial –

LA NACION

Por Pablo Wright Para LA NACION

Sobre la serie reciente de accidentes en autopistas y calles, en distintas partes del país, se
puede proponer interpretación desde la antropología.

Para comenzar, diríamos que es parte del sentido común de los argentinos la idea de que no
respetamos las normas y que nos cuesta obedecer leyes y autoridades, en cualquier nivel de
la vida social e institucional. Esto, que es aceptado como parte de nuestra cultura casi tanto
como el mate o el dulce de leche, se torna problemático cuando, como consecuencia de esa
falta de respeto u omisión, están en juego nuestras vidas y también nuestra calidad de vida.

Un ejemplo dramático de nuestro modo de ser son los accidentes de tránsito y, en general,
toda nuestra conducta vial. Seamos conductores o peatones, o ambos, transitamos por calles
y veredas portando sistemas "legales" ad hoc para lograr nuestros objetivos, que son arribar
al punto de llegada lo más pronto posible y... a toda costa. Esta sabiduría criolla para sortear
límites, personas y objetos demuestra una virtud interesante: la capacidad de adaptar
nuestros cuerpos, los de los otros y los cuerpos de normas y leyes a nuestro gusto y
capricho. Y esto, aunque duela en nuestra autoimagen colectiva, tiene efectos muy graves
en el sistema. Una muestra: los accidentes en calles y autopistas parecen deberse mucho
más a la impericia de los conductores que al azar trágico del destino. Manejamos muy
rápido, nos cruzamos de carril como quien gesticula en una conversación, competimos por
quién llega antes al lugar libre de la calle, nos quedamos varados en el mundo imaginario
de la charla con el celular, vemos a la banquina como un carril más de la ruta y,
directamente, parece que no percibimos como nuestro prójimo a transeúntes (y menos aún
ciclistas) en la calle; sólo son "objetos" que impiden nuestro paso.

A partir de una investigación en antropología vial que se desarrolla desde hace un par de
años en la Universidad de Buenos Aires y en el grupo de investigación Culturalia,
descubrimos -y autoobservamos- que hay aspectos culturales (la costumbre repetida una y
otra vez) de los que no tenemos conciencia, pero que funcionan como modelos de conducta
más enérgicos e influyentes que cualquier cartel, policía o maestra que quiera enseñarnos
cómo conducirnos en la calle. Estos modelos, que copiamos de chicos de nuestros mayores,
y que después aplicamos creativamente cuando ya podemos caminar o manejarnos en auto,
nos "dicen" que es bueno ser "piola" en la calle, y que las leyes viales son, en realidad,
siempre para el otro y no para mí. Las microviolaciones de las normas generan, en un nivel
macro, un efecto de desorganización masiva que crea las condiciones para el accidente.
Una vez producido el siniestro, no podemos creer que haya ocurrido y, lo peor, cuando hay
muertes la incongruencia del destino es la única culpable de la fatalidad.
Pues bien, una de las conclusiones preliminares de esta investigación es que, como todo
hecho cultural, este comportamiento no surge de la nada o de una esencia intemporal de la
argentinidad, sino de condiciones históricas, económicas y políticas concretas que, a lo
largo del tiempo, se condensan en "modelos" de comportamiento y en valores que, en
nuestro caso, no tienen casi nada que ver con las normas y leyes que aprendemos cuando
damos el examen para tener el registro de conductor.

Si bien esta actitud rebelde a las leyes es parte de la experiencia histórica argentina, no
podemos dormirnos y dejar que todo siga así. Para tratar este problema es necesario tener
en claro ciertas cuestiones. Primero, que es el Estado el responsable de promover y
mantener el sistema legal, que debe velar por la calidad de vida de los ciudadanos y que,
para ello, debe implementar políticas públicas basadas en la realidad y no en modelos
enlatados importados de Suecia o Estados Unidos. Por eso, es necesario blanquear nuestro
comportamiento y motivos reales como conductores y peatones, y sólo a partir de allí,
actuar sobre la situación. Pero ¿cómo hacerlo? Consideramos que deberían implementarse
simultáneamente proyectos de educación vial obligatoria en escuelas donde no sólo
intervengan alumnos, sino también padres y madres, y que sean los primeros los que
evalúen a los segundos. También, se deberían hacer negociaciones, en el nivel ministerial,
con las empresas y los sindicatos que nuclean a actores viales clave, como conductores de
colectivos, camiones, taxis y remises. Aquí se podría negociar la estructura de recorridos -
especialmente con las empresas de colectivos- dándoles más tiempo para completarse.
También, generar un modelo distinto de manejo para otorgar más seguridad a los pasajeros
dentro de las unidades. Se deberían coordinar estas acciones con la policía para que ésta no
sólo se dedicara al control o la eventual represión de las contravenciones, sino también a
dar el ejemplo como conductores de buen manejo y respeto estricto a las normas. Al mismo
tiempo, habría que implementar campañas publicitarias realistas y contundentes sobre la
necesidad de mejorar la conducta vial.

En fin, hay muchos protocolos posibles de aplicación, pero todos deben tener en cuenta la
complejidad cultural del fenómeno vial y tratar de reducir al mínimo el factor de error
humano entre los peatones y los conductores. Y eso sólo se logra con educación, paciencia
y ejemplo. La mera aplicación o aumento de penas de las leyes no logrará nada -tampoco la
construcción automática de más autopistas-; se necesita un plan global y práctico. Si esto se
lograra, con plazos realistas y pacientes, seguramente se podría generar un cambio
consensuado en el comportamiento colectivo, pero siempre a partir de hechos y valores
concretos y no de leyes y normativas abstractas, alejadas de nuestro sentir cotidiano de las
cosas.

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