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TEMA 7.

EL DERECHO Y LA JUSTICIA

1. La justicia como fin del Derecho


2. Justicia y valores jurídicos
3. Justicia forma y justicia material
4. Teorías de la justicia

1. La justicia como fin del Derecho

Aunque lo trataremos con más detenimiento en el tercer apartado, la justicia es un


valor que resulta implicado en todos los órdenes de la praxis humana, es decir, en
todos los sistemas normativos que regulan los comportamientos y las acciones de
los seres humanos: el Derecho, la moral, la política y también, en cierto sentido, la
economía; por ello, toda reflexión sobre la justicia interesa tanto a la ética o
filosofía moral como a la filosofía política y a la filosofía jurídica. Nosotros los
trataremos desde este último enfoque.

La justicia es, por así decirlo, una cuestión vital, que afecta a la vida cotidiana del
hombre y que surge de su interior como una exigencia a la que se dota de un
amplio y difuso contenido. En su percepción más primaria, se identifica con una de
las quejas más comunes de la gente corriente: “no hay derecho”; expresión con la
que, en realidad, pretendemos indicar que algo “no es justo”. De ahí que, en su
dimensión más elemental, cualquier persona (por ajena que sea al ámbito jurídico)
percibe una estrechísima relación entre Justicia y Derecho y entiende que el
Derecho debe realizar la justicia. Para la mayor parte de la gente hablar de un buen
Derecho sería lo mismo que hablar de un Derecho justo: la valoración positiva
sobre el Derecho se centra mucho más en el contenido (su justicia) que en la
perfección técnica de sus requisitos formales. Esta estrecha relación se percibe
también a la inversa: para reclamar justicia se debe acudir a los mecanismos que el
Derecho establece para ello; lo contrario nunca sería calificado de justicia sino de
venganza, extorsión o simpe delito. En el sentir común, si se quiere hacer justicia
se debe acudir a las instituciones encargadas de aplicar el Derecho (los “Tribunales
de Justicia”), porque sólo en ellos se garantiza la imparcialidad, la objetividad, la
neutralidad (la venda que tapa los ojos de la justicia y genera la confianza en el
Derecho).

Aunque el Derecho aparece y se configura externamente como un sistema


normativo de organización social, se ha concebido siempre –desde los inicios de
la reflexión jurídica- como el instrumento a través del cual se realiza la justicia.
Ciertamente hay muchos elementos de carácter formal o técnico en el Derecho
que pueden entenderse sin referencia a la Justicia. Y también es evidente que la
Justicia engloba múltiples aspectos que están más allá de la dimensión jurídica.
Pero la justicia en tanto que ideal de relación interpersonal y social, aparece tan
estrechamente relacionada con el Derecho que resulta muy difícil deslindarla del
fenómeno jurídico.

Esta relación entre el Derecho y la Justicia está presente en la propia etimología de


la palabra “derecho”, que como sus equivalentes en las demás lenguas romances
(droit, dret, diritto…) proviene del término latino directum (lo recto). En todos estos

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casos, así como en los términos no latinos tales como el alemán recht o el inglés
right, subyace la idea de “línea recta”; es decir, indica lo que es “recto”, lo que es
“correcto”; en definitiva, lo adecuado, lo justo, por contraposición a lo “torcido”, lo
equivocado, falaz, inmoral o injusto. La misma conexión, pero expresada todavía
con más fuerza, se da en las lenguas eslavas: en ruso, por ejemplo, “derecho”
(pravo) y “verdad” (pravda).

También en la etimología del adjetivo “jurídico” existe una clara relación con la
justicia. Tiene su origen en la palabra latina ius de la que también procede la palabra
justicia (iustitia) y, desde el principio, el término ius estableció una relación entre lo
técnico y ético en el Derecho. Basta acudir a las máximas del famoso jurista
romano Ulpiano para comprobarlo: “El derecho es el arte de lo bueno y de lo
equitativo”; “la jurisprudencia consiste… en la ciencia de lo justo y de lo injusto”; “la
justicia es la voluntad constante y perpetua de dar a cada uno su derecho”.

El término “justicia” puede concebirse, desde un punto de vista subjetivo, como una
virtud de la vida personal y, desde un punto de vista objetivo, como una cualidad de las
normas, las estructuras y las instituciones sociales (Legaz). Pero no existe una distinción
tajante entre ambos sentidos, precisamente porque la justicia se encuentra en la
intersección entre la vida personal y la vida social. Como ya observaron Aristóteles y
Tomás de Aquino, la virtud de la justicia no se refiere primariamente a uno mismo,
como las demás virtudes, sino al otro y por ello se orienta a lo social e institucional. Así
pues, el valor justicia tiende a objetivarse en el Derecho; de ahí que en el Derecho pueda
encontrarse siempre “una cierta justicia”. En efecto, los elementos que tradicionalmente
integran el concepto de Justicia también forman parte de la estructura lógico-real del
Derecho. Así sucede con la alteridad (la referencia al otro), la proporcionalidad o la
igualdad.

Esta intrínseca relación entre Justicia y Derecho resulta paradigmática cuando


constatamos que todo ordenamiento jurídico lo que pretende es realizar una
determinada concepción de la justicia: busca su propia justificación. No obstante,
ningún sistema jurídico puede encarnar plenamente el ideal de Justicia, de ahí que la
Justicia permanezca siempre como una instancia crítica o valorativa respecto a
cualquier sistema de Derecho positivo. Aunque la justicia es la virtud fundamental de
las instituciones sociales –al igual que la verdad lo es de los sistemas de pensamiento
(Rawls)- el Derecho sólo satisface los ideales de justicia de una manera parcial; el
Derecho siempre es imperfecto respecto a la justicia. Siempre existe una tensión entre
el Derecho ideal y el Derecho real. Shakespeare lo describió magistralmente el su obra
El Mercader de Venecia1. La “justicia jurídica” nunca es completa, entre otras razones
porque para serlo el Derecho debería tener en cuenta la totalidad de situaciones y
circunstancias personales, pero a lo jurídico sólo interesa el aspecto externo y
socialmente relevante de las acciones humanas; se ocupa de la seguridad y la certeza,
exigencias del orden social (iustum ut certum), aun a costa de no poder realizar siempre
los postulados que exigiría una concepción plena de justicia (iustum ut verum). El
Derecho, en última instancia, realiza una función de mediación entre el ideal de justicia
y las exigencias de la vida humana en sociedad, pero entre ambos polos se da siempre
una cierta tensión.

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Al hilo de esta tensión surge una de las cuestiones más debatidas en la historia del
pensamiento jurídico y, de manera especial, en el siglo XX: ¿el Derecho injusto
sigue siendo Derecho? Dos son las posiciones principales enfrentadas en este
debate: la concepción positivista extrema, para la cual el Derecho existe al margen
de los valores que persiga: “la existencia del Derecho es una cosa; su mérito o
demérito otra” (Austin); y la concepción iusnaturalista radical, según la cual
cuando una norma no es justa no es Derecho (por tanto, no obliga). Frente a estas
dos alternativas incompatibles entre sí, se abre paso una tercera vía: la idea de que
las leyes injustas son jurídicamente defectuosas (por tanto recurribles) y por ello
deben establecerse mecanismos para el control material de la legislación en los
ordenamientos; pero en cuanto válidamente promulgadas sí son Derecho (obligan
en tanto no sean derogadas). Únicamente cuando un ordenamiento jurídico pueda
considerarse extremadamente injusto dejaría de ser “jurídico” (decaería en su
pretensión de obligar y vincular conductas) aunque tuviera la apariencia formal de
Derecho. Es lo que sucede con las dictaduras o regímenes autoritarios: hay normas
coactivas, porque el aparato represivo del Estado las impone, pero no hay Derecho
ni Estado de derecho, porque no se cumplen los mínimos de justicia exigibles. Hoy
día, como veremos en el tema siguiente, esos mínimos de justicia exigibles para
que un sistema jurídico pueda legitimarse y denominarse Estado de Derecho se
identifican con la garantía de los derechos humanos, proclamados en las
declaraciones y documentos internacionales, en especial la Declaración Universal
de Derechos Humanos de 1948.

En este sentido, la concepción prácticamente unánime hasta el siglo XIX fue la de


considerar que el Derecho tiende hacia un único fin primordial: la realización de
la justicia. Este planteamiento sufrió una profunda alteración a lo largo del siglo
XIX con el triunfo del positivismo jurídico que pasó a concebir el Derecho como
un instrumento de poder al servicio de los más diversos fines y no como una
realidad que se legitima por su capacidad para realizar la justicia. El máximo
exponente de este modo de pensar fue Hans Kelsen, en su primera época, para quien
el Derecho es un puro instrumento del Estado con el se puede perseguir cualquier fin:
“El Derecho no constituye sino un medio específico, un aparato coactivo que en sí
mismo considerado carece de todo valor ético y político, porque su valor depende del
fin trascendente del Derecho”.

Este cambio de paradigma generó otro profundo debate, todavía abierto en la filosofía
jurídica, entre quienes consideran que el Derecho no tiene más fines que los que en cada
momento persigue el poder estatal (única instancia creadora de Derecho) y quienes
afirman que tal postura es insostenible y reduccionista puesto que el Derecho es algo
más que el ordenamiento jurídico de un Estado y debe tender hacia unos fines últimos
sin los cuales no puede ser considerado propiamente Derecho. Al conjunto de esos fines
últimos o metas ideales hacia los que debe tender el Derecho es a lo que genéricamente
llamamos Justicia (Lumia). Hoy día existe un amplio consenso en aceptar que el
Derecho no se puede concebir sin una referencia valorativa, es decir, sin ponerlo en
relación con los fines básicos de justicia a los que debe tender. Sin embargo, ese
acuerdo ya no es tan generalizado cuando se trata de establecer el contenido básico de la
justicia, como veremos a continuación.

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2. Justicia y valores jurídicos

La justicia como fin del Derecho viene identificándose, al menos desde Kant, con la
realización de dos valores fundamentales: la libertad y la igualdad. La realización de
estos dos valores constituye el contenido básico de lo que, en el sentido clásico,
conocemos por Derecho natural y, por tanto, el fin último al que debe tender todo
Derecho positivo. En la actualidad, la garantía de esos dos valores, como ya apuntamos,
constituye el contenido básico de las principales declaraciones internacionales de
derechos humanos y de las partes dogmáticas de las Constituciones en las que se
reconocen los derechos fundamentales.

Pero junto a la justicia, entendida como realización de la libertad en la igualdad, el


Derecho aparece intrínsecamente vinculado con otro valor fundamental: la
seguridad jurídica, entendida como la previsibilidad acerca de cómo será juzgada
por el Derecho cualquier situación o conflicto. En efecto, resulta evidente que el
Derecho pretende dotar de seguridad a las relaciones sociales y que los ciudadanos
buscan la protección del derecho para relacionarse con garantías. De ahí que la
seguridad debe incluirse necesariamente como una componente indispensable la
justicia (entendida ésta como garantía de libertad e igualdad), en tanto que resulta
el presupuesto previo para que estos dos valores puedan realizarse.

En definitiva, igualdad, libertad y seguridad son los tres valores jurídicos fundamentales
que dotan de contenido a la justicia como fin esencial del Derecho. Veamos brevemente
cómo se relaciona la justicia con cada uno de ellos.

a) Justicia e igualdad. Si pasamos revista a la historia del concepto Justicia como fin
del Derecho constataremos que la mayoría de las doctrinas coinciden en identificarla
primariamente con la noción de igualdad, matizada con las de armonía, equidad y
proporcionalidad, en sus diferentes sentidos. La justicia, pues, se entendió desde una
doble perspectiva: como simple igualdad aritmética y como proporcionalidad en el
reparto o distribución. Desde la jurisprudencia romana existió un consenso
generalizado en definir la Justicia con la famosa máxima de Ulpiano: “dar a cada uno
lo suyo”. Esta máxima se ha mantenido como la expresión tradicional y más aquilatada
del término. Pero el consenso sobre la relación entre justicia e igualdad acaba en esta
definición. En efecto, el concepto de Justicia en la cultura occidental siempre ha estado
unido al de igualdad, pero rara vez se han entendido ambos de la misma manera.
La reflexión clásica sobre la justicia como igualdad fue realizada por Aristóteles
quien aportó una conocida distinción en tres niveles, en función de los tres tipos de
posibles de relaciones humanas:
- Justicia conmutativa: regula la relación entre los individuos (ordo partium ad
partes) y entiende que debe ser conforme a una estricta igualdad matemática
(equiparación entre lo que se da y lo que se recibe). Según ésta, consideramos
justo el tratar a los iguales como iguales y a los desiguales como desiguales. Lo
difícil, obviamente, es determinar cuándo se da una semejanza o una desigualdad
relevante y cuándo no. Por ejemplo, dos personas no pueden recibir un trato
distinto únicamente porque pertenezcan a razas diferentes: en este caso, la
diferencia no es relevante jurídicamente. Pero, por el contrario, si dos personas
cometen el mismo crimen merecerán un trato distinto si una está en su sano juicio
y la otra no.

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- Justicia distributiva: regula el reparto de honores y de cargas en la comunidad
política (ordo totius ad partes) y debe ser conforme a una igualdad concebida como
distribución proporcional a los méritos o capacidades. En general, este tipo de
justicia regula las relaciones de la sociedad (los poderes públicos) con los
ciudadanos y formula la exigencia de que las cargas, beneficios y honores sean
repartidos proporcionalmente a los méritos, servicios prestados y situaciones
sociales de los ciudadanos (p.ej., impuestos, cargos públicos, distribución de la
renta nacional, etc.).

- Justicia legal: ordena los actos de todos los hombres al bien común o al bien de
la comunidad política (ordo partium ad totum). Es un tipo de justicia que se realiza
cuando todos los ciudadanos cumplen las leyes y las autoridades dictan leyes que
fomentan efectivamente el bien común. Dentro de este concepto surge la noción
de equidad que hace referencia a la justicia del caso concreto. Es el esfuerzo por
acercar al Derecho a las circunstancias personales del sujeto. Se trata de una
realización más humana del Derecho que consigue un mayor acercamiento al
ideal de justicia.

La clásica reflexión aristotélica se parece poco al concepto moderno de igualdad que


surge con el Renacimiento y la Ilustración y que se modula con la Revolución Francesa
y los movimientos sociales del siglo XIX. A lo largo de este período se configura un
concepto de igualdad concebida como “igualdad de trato”. Esta nueva reflexión incide
en que todos los ciudadanos deben ser tratados de igual manera, pero esa aspiración se
acaba leyendo desde una perspectiva exclusivamente formal. En pocas palabras, se trata
de que todos sean iguales ante la ley (no cabe hacer acepción de personas ni discriminar
por razón de nacimiento, clase social, raza, sexo…), y de que la ley sea igual para todos
(no cabe el privilegio o la excepción, nadie está por encima de la ley). Esta
consideración de la justicia como igualdad formal supuso un extraordinario avance en
la reflexión jurídica y así fue recogida en todos los documentos internacionales de
derechos humanos y, por supuesto, plasmada en el emblemático art. 14 de la
Constitución española.
La concepción de la justicia como igualdad formal resulta necesario e indispensable
pero también resulta limitado precisamente por su carácter formal; es decir, porque la
generalidad y abstracción de la ley contemplan a un destinatario genérico, ideal, que
difícilmente refleja al sujeto real que debe someterse al dictado de la norma, con todas
sus peculiaridades y circunstancias que la norma ignora. Este “todos por igual ante la
ley”, aun siendo presupuesto indispensable de la justicia, fácilmente puede caer en
injusticia de acuerdo con la máxima sumum ius summa iniuria. Este es, sin duda, un
problema recurrente en la definición de la Justicia como igualdad: no es fácil llevar a
cabo de un modo efectivo la igualdad de trato si nos quedamos exclusivamente en el
aspecto formal.
Esta limitación de la justicia como igualdad formal generó a mitad del siglo XX una
corriente de pensamiento que promovió la noción de “igualdad real o material”; esto es,
una concepción de la igualdad que considera la situación real de las personas y entiende
que la igualdad de trato no debe medirse sólo en el “punto de partida” (como hace la
igualdad formal) sino en el “punto de llegada”; es decir, facilitando a todos y cada uno
estar en las mismas condiciones de participar en la vida social, mediante la reparación
de las situaciones de inferioridad por parte de la actuación del poder público (p. ej.,
posibilitar el acceso todos a la enseñanza universitaria dando becas a quienes tengan

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menos recursos económicos). Estamos ante una idea de igualdad como diferencia que
en su evolución más radical ha dado lugar a figuras muy controvertidas como la
“discriminación inversa”: una concepción de la igualdad que parte de la exigencia de
remediar situaciones históricas de inferioridad o discriminación mediante la promoción
de determinados grupos o sectores, facilitando con ello el progresivo acceso a una
situación de igualdad real en las sociedades modernas. Estamos en el caso de mujeres,
discapacitados, minorías raciales o étnicas, etc. Este tipo de igualdad se ha venido
materializando mediante la política de cuotas en aquellos ámbitos sociales en los que
las situaciones descritas han sido más patentes: reserva de cuotas para discapacitados o
mujeres en empresas o cargos públicos, cuotas para minorías en universidades; leyes de
paridad en tribunales o listas electorales; etc. Esta concepción de la “justicia como
igualdad real” se ha consagrado expresamente en el art. 9.3 de la Constitución española
y ha dado lugar a numerosas intervenciones legislativas en ese sentido.

b) Justicia y libertad. Entre estos dos conceptos también ha existido siempre una
estrecha relación. Resulta difícil calificar de justo a un sistema jurídico que no respete y
garantice la libertad individual. Ahora bien, el concepto de “libertad” es sumamente
problemático. Se trata de un término equívoco en el que caben muchos significados
(libertad natural, civil, política, jurídica, pública, positiva y negativa, etc.) y al que se le
han dado orientaciones diferentes en la antigüedad y en la modernidad.

En una famosa obra Benjamin Constant2 estableció la diferente concepción que sobre la
libertad sostenían los antiguos y los modernos. La que denomina “libertad de los
antiguos”, que fue sostenida por el pensamiento griego y romano, se fundamenta sobre
un sometimiento del individuo a la comunidad y se concibe exclusivamente en clave de
ciudadanía y participación activa en el poder colectivo. Fue a partir del Renacimiento y,
especialmente de la Ilustración, cuando adquiere carta de naturaleza una nueva
concepción, denominada por Constant “libertad de los modernos”, que se edifica sobre
el reconocimiento prevalente del individuo y de su dignidad por encima de la
comunidad y que se concibe en clave de autonomía individual y del goce de derechos.
Esta concepción está en la base de las primeras declaraciones de derechos humanos
(norteamericana y francesa) y es la que se ha incorporado a todas las constituciones
modernas.

En la filosofía de Aristóteles se encuentra ese concepto de “libertad de los antiguos”


basada en su concepción del hombre como ser social por naturaleza (zoon politikòn) y
su convicción de que la vida de cada individuo sólo adquiere plenitud cuando se
participa en la vida pública cuyo fin último es el bien común. Su reflexión identifica la
idea de libertad con la de participación (ligada a la ciudadanía). En efecto, la idea de
“hombre libre” no contemplaba el significado individualista moderno de autonomía o
independencia (los derechos), sino que se entiende como capacidad de “participación y
decisión” en la vida de la polis. Sólo los hombres libres pueden decidir las leyes de la
ciudad y, por tanto, su destino (ese es el fundamento de la democracia); pero la ciudad y
sus leyes (el bien común) están por encima de cualquier individuo. Fuera de esa
capacidad de participación en la vida pública como expresión suprema de la “libertad”,
carecería de sentido plantear reivindicaciones individuales. Ser libre significa ser
ciudadano pero no ser autónomo. Sócrates representa el paradigma de esta concepción:

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al ser condenado por los Arcontes, prefiere acatar una decisión injusta y morir tomando
la cicuta antes que incumplir una ley de la ciudad (la voluntad colectiva) y vivir en el
destierro, ajeno a los destinos de la polis. Este acertado concepto de “libertad política”
ligado a la ciudadanía y a la participación lleva necesariamente aparejado un profundo
error filosófico: negar la igualdad entre los seres humanos legitimando la esclavitud.
Sus afirmaciones son inequívocas: “Es conveniente para uno ser esclavo y para otro
dominar, y es justo, y uno debe ser regido y otro regir según su disposición natural y,
por tanto, también dominar” (Política, 1255 b). Resulta inexplicable que el genio de
Aristóteles afirmara la radical desigualdad de los hombres, tanto en su naturaleza, al
diferenciar entre libres y esclavos, como en la organización social, al distinguir entre
ciudadanos y bárbaros o extranjeros.

El concepto moderno de libertad, entendida como autonomía, se va forjando


paralelamente a los cambios y transformaciones políticas, culturales y sociales que se
producen en Europa a partir de la revolución francesa y que solemos denominar la
modernidad. Estas transformaciones que suponen un giro radical en el pensamiento al
establecer la prevalencia del individuo sobre la comunidad, se gestan sobre la irrupción
de tres factores decisivos:

El individualismo. Es el eje religioso, filosófico, político y social del mundo moderno: la


idea del hombre como “ser aislado”. La estructura social deja de pivotar sobre la
existencia de un orden objetivo, o sobre las instituciones y organizaciones tradicionales
(familia, gremio, ciudad, etc.), y pasa a girar alrededor del individuo atomizado, es
decir, prescindiendo de los lazos que le vinculan con los demás. La individualidad se
edifica sobre la libertad entendida como autonomía, como capacidad de decidir
libremente sobre la propia vida de acuerdo con las propias convicciones. Esta idea de
autonomía en la acción se complementa, pues, con la de autonomía moral: la libertad
para decidir autónomamente lo bueno y lo malo al margen de la autoridad de las
instituciones religiosas. De ahí que el individualismo haya ido de la mano con el
secularismo y la reivindicación de la libertad ideológica y religiosa3.

La secularización. Las guerras de religión, que perdurarían más de un siglo en Europa


desde mediados del XVI, desacreditaron la doctrina teológica universal e impugnaron su
exclusividad con la aparición de otras doctrinas, en particular la reforma protestante.
Ello dio lugar, por un lado, al reconocimiento de la libertad religiosa como presupuesto
del nuevo orden social y fundamento, como ya apuntamos, del concepto moderno de
autonomía del individuo; y por otro lado, a la doctrina del iusnaturalismo racionalista:
intento de construir un derecho universal “como si Dios no existiera” (Grocio), según el
modelo y el método de la geometría o de la matemática4.

La burguesía. Este grupo social con intereses económicos, políticos y sociales propios,
es el que actúa y presiona para que el viejo orden social jerarquizado, estamental y
regido por el privilegio, sea reemplazado por un orden igualitario, libre para el mercado
y apoyado sobre la libertad de cada individuo. La libertad pretendida por la burguesía
está intrínsecamente relacionada con el mercado: capacidad para comprar y vender
libremente sin restricciones; libertad que llega incluso a la posibilidad de venderse a uno
mismo. He ahí el origen del capitalismo, que considera la libertad de comercio como el
derecho fundamental por excelencia. Al mismo tiempo, la definición del hombre como

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homo oeconomicus, acaba por vincular la libertad-autonomía con la autosuficiencia. En
realidad, para el planteamiento burgués sólo es libre quien tiene lo suficiente para no
depender de nadie (varón, blanco y propietario). Es lo que generó la negación de
derechos políticos (sufragio, representación, etc.) a quienes eran dependientes (mujeres,
negros y trabajadores). Este planteamiento libertario, defectuoso y meramente formal,
sólo benefició a quienes estaban en posiciones de poder, por lo que acabaría generando
las enormes desigualdades económicas y sociales del XIX, que propiciaron las
revoluciones obreras y el posterior reconocimiento del Estado social.

La tesis de Constant sobre la doble concepción de la libertad fue reformulada por Isaiah
Berlin en “Two concepts of liberty”, distinguiendo entre una concepción “negativa” de
la libertad, entendida simplemente como ausencia de coerción, que exige que una
porción de la existencia humana permanezca inmune a todo tipo de control social (y que
responde a la idea moderna de libertad-autonomía) y una concepción “positiva” de la
libertad, que proviene del deseo del individuo de gobernarse a sí mismo e implica la
idea de realización y plenitud de la verdadera naturaleza humana. Esta segunda
concepción implica la capacidad del sujeto para participar en la construcción de la
comunidad política y la exigencia de una serie de facultades para ello (derechos
políticos), aunque para Berlin esta noción presupone la existencia de una noción
objetiva del bienestar para el hombre (bien común) y eso se opone a la concepción
moderna de la libertad. Desarrollado este planteamiento se ha hablado de una libertad
de (ausencia de injerencia y coerción del Estado en la esfera privada del individuo) y
una libertad para (exigencia del individuo para recibir determinadas prestaciones que
obligan al Estado a intervenir en la vida del sujeto). Obviamente, existen tensiones entre
estas diversas concepciones de la libertad.

En el Derecho, se ha consolidado un concepto de libertad entendido fundamentalmente


como autonomía (capacidad de autodeterminación del sujeto). De modo que uno de los
fines esenciales del Derecho consiste precisamente en proteger y garantizar un ámbito
de autonomía individual dentro del cual cada sujeto pueda decidir libremente cómo
organizar su vida. De este modo, la Justicia se identifica con la capacidad de cada
individuo de decidir libremente su propia vida, sin otro límite que la igual libertad de
los demás. En otras palabras, la justicia en cuanto garantía de la libertad se consagra en
la titularidad de los derechos fundamentales.

En el caso español, son muchas las referencias a la libertad en la Constitución. Con


carácter primario y básico, la libertad aparece en el art. 1.1 de la Constitución española
como el primero de los valores superiores del ordenamiento. De manera específica, el
Título I (arts. 10-53) recoge una extensa regulación de los derechos y libertades
fundamentales, convirtiendo al Derecho en el garante de la libertad individual de los
ciudadanos.

Las diferentes formas de entender la idea de libertad y la de igualdad han dado lugar a
numerosos conflictos entre sus defensores extremos: el liberalismo y el socialismo. No
obstante, igualdad y libertad son las componentes esenciales de la idea de Justicia.
Libertad e igualdad son también valores correlativos. Teóricamente, en un mundo en el
que todos son iguales todos son también libres, porque nadie resulta constreñido a hacer
algo que otro no deba hacer. Y, correlativamente, en un mundo en el que todos son
libres también todos son iguales, porque la libertad de uno acaba donde comienza la de
los demás. En la práctica, sin embargo, la excesiva libertad genera con frecuencia

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desigualdad (hoy sufrimos las consecuencias de una economía sin control abandonada
al interés privado) y avanzar en la igualdad exige necesariamente sacrificar un poco de
libertad. Si se pone el acento en la libertad se llega a una concepción atomista de la vida
social; si se pone el acento en la igualdad se llega a una concepción organicista de la
vida social. Desarrollados unilateralmente, el principio de libertad conduce al
individualismo y el principio de igualdad al colectivismo (Lumia).

c) Justicia y Seguridad. La relación entre justicia y seguridad nunca ha estado


exenta de tensión. En opinión de muchos, si el Derecho aspira a realizar la justicia
necesariamente tendrá que pasar por encima de la seguridad jurídica en muchas
ocasiones (baste pensar, por ejemplo, en que los delitos prescriben). Y viceversa: si
se pretende proporcionar primariamente seguridad, en muchas ocasiones será
imposible la plena realización de la justicia (piénsese, por ejemplo, en los casos de
inimputabilidad de delitos a menores de edad).

Desde esta perspectiva, la seguridad se convierte en un argumento decisivo para


justificar la limitación de la libertad (componente esencial de la justicia) con el fin de
garantizar el orden social. Pero la prevalencia de determinados aspectos del orden social
sobre las libertades puede comprometer seriamente la realización de la justicia. Ese es el
reto de la filosofía jurídica: mostrar cómo es posible conciliar la idea de Justicia con la
de seguridad jurídica. Ciertamente, la justicia aparece primariamente como la
conjunción de libertad e igualdad, (a los que debemos añadir la solidaridad en una
concepción integral y coherente de los valores propios del Estado social). Pero la
justicia necesita de la seguridad (el orden social) como condición sine qua non para
su realización. Superar esta aparente antítesis pasa por entender la presencia de dos
niveles en la noción de seguridad.

En un primer nivel, la seguridad aparece como certeza, ausencia de duda, previsibilidad


en oposición a arbitrariedad. La principal función del Derecho consiste en proporcionar
a la sociedad un orden externo, el “orden público”, basado en la igualdad y libertad
formales: es lo que denominamos la “legalidad”. La legalidad engendra seguridad
(certeza en relación a los derechos y deberes). No se trata de algo que el Derecho “debe
conseguir” sino de algo que el Derecho, tal y como es, necesariamente “realiza” en su
normal funcionamiento. La legalidad (frente a la arbitrariedad) expresa, pues, el nivel
formal en que se manifiesta primariamente la seguridad jurídica. El Derecho aparece así
como un sistema de seguridad para la sociedad garantizado por la existencia de un
ordenamiento coactivo. Este primer nivel se completa con otros principios derivados de
la propia estructura de ese ordenamiento jurídico: jerarquía normativa, irretroactividad
de las normas, presunción de inocencia, tipificación de los delitos y las penas... Lo que
ha dado en llamarse “moral interna del Derecho” (Fuller, Hart).

Pero la seguridad no puede quedarse sólo en el nivel de la certeza (ausencia de duda) ya


que esa certeza podría imponerse también a través de leyes injustas. Es necesario que la
legalidad se fundamente y se realice sobre una legitimidad; es decir, que positivice una
serie de valores socialmente compartidos en forma de derechos y libertades. La
seguridad jurídica integra de este modo un contenido valorativo de Justicia
(garantizando derechos y libertades). Este es el presupuesto, como vimos en el tema IV,
de lo que entendemos como Estado de derecho. Este segundo nivel de la seguridad
como legitimidad abre la posibilidad de hablar de justificación del ordenamiento

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jurídico; es decir, su reconocimiento como orden que merece ser obedecido. La
dimensión de la legitimidad genera una especial relación entre justicia y seguridad que
permite configurar a una y a otra como los dos fines fundamentales del Derecho.

En definitiva, la justicia se manifiesta a través de la seguridad jurídica, en un


primer nivel (formal) desde la legalidad (previsibilidad de derechos y deberes); en
un segundo nivel (material), desde la legitimidad, en cuanto que el contenido de las
normas concretan y explicitan los valores propios de la justicia (libertad, igualdad
y solidaridad) en forma de derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos.

3. Justicia formal y Justicia material

Como hemos visto, la idea de Justicia reenvía siempre a la idea de igualdad. Y así ha
sido a lo largo de la historia de la Filosofía. Ahora bien, en todas sus concepciones
aparece como una regla formal por cuanto tan sólo se enuncia un principio de acción, un
criterio que la define (la igualdad) pero que no indica por sí mismo cómo debe de
aplicarse. Existe una contradicción entre la general unanimidad sobre la Justicia como
igualdad y la total incapacidad para encontrar una regla de aplicación. En efecto, el
principio de “dar a cada uno lo suyo”, no resuelve el problema de lo que deba ser consi-
derado como ‘suyo' de cada quien. Este es el dilema que afronta toda reflexión sobre la
Justicia: la dificultad de encontrar un criterio práctico de aplicación material de la
igualdad. De ahí surge la tensión entre Justicia formal y Justicia material.

La Justicia como igualdad de trato (dar a cada uno lo suyo) constituye la definición
formal de la Justicia. Pero todos los intentos por determinar materialmente qué es lo que
hay que dar a cada uno han fracasado históricamente. Chaim Perelman, en su obra
titulada De la Justicia, sintetizó seis criterios o reglas materiales de Justicia que a lo
largo de la historia de la filosofía han sido utilizados para dotar de contenido esa regla
formal y para estructurar la sociedad. Son los siguientes:

1.- A cada uno lo mismo. Interpretado como una concepción absoluta (aritmética)
de la igualdad (más propia de comunidades primitivas que de sociedades
estructuradas en el sentido moderno) según la cual todos los individuos forman
una sola categoría sin distinción alguna y deben ser tratados de la misma manera.
No puede ser un criterio válido porque no es posible concebir que en una
categoría tan enorme no haya diferencias sustanciales que merezcan ser
consideradas.

2.- A cada uno según su rango. Parecería justo según este criterio que se pueda
dar un trato diferente en función de la clase o categoría a la que pertenece cada
individuo, con la condición de que se trate de la misma manera a los que forman
parte de una misma clase. Es una concepción de la igualdad propia de sociedades
esclavistas o estamentales, en las que se presupone ya la desigualdad social. Se
trata de un concepto demasiado arcaico inconcebible en la actualidad.

3.- A cada uno según sus méritos. Los individuos serían tratados en función de sus
méritos o capacidades. El mérito y las capacidades serían el criterio que permite
clasificar a los individuos en categorías y tratarlos desigualmente

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(proporcionalmente). Se trata de un criterio que ha inspirado la formación de las
sociedades capitalistas que se basan en la libre competencia. Suele objetarse que
esos méritos o capacidades están condicionados por las desiguales oportunidades
económicas, culturales y sociales de los individuos. Este criterio produce
nuevas desigualdades.

4.- A cada uno según sus obras o trabajo. Este criterio permite clasificar a los
sujetos de acuerdo al trabajo que realizan o al conocimiento que poseen. Se utiliza
para determinar la justa retribución, el justo salario de los trabajadores, según la
duración del trabajo, su rendimiento y sus cualidades. Es un criterio que parece
haber inspirado la configuración del Estado social (y del ‘socialista’ en clave
marxista) en la fase de transición desde el antiguo al nuevo capitalismo. Parece ser
un criterio superior al anterior, pero falla por cuanto no considera otros rasgos
individuales como talento, aptitudes, genio, condiciones familiares, etc. El criterio
acaba también por producir más desigualdades.

5.- A cada uno según sus necesidades. Permite clasificar a los sujetos según las
necesidades cada uno, o más precisamente: según sus necesidades “esenciales” o
“básicas”. Pero ¿cuáles son esas necesidades? No hay una respuesta definitiva ni
para la noción de necesidad, ni para la idea de ‘esencial o básica’, ni para cómo
satisfacerlas. Se trata de un criterio de Justicia inspirador de la sociedad comunista
propugnada por Marx. Pero tampoco puede considerarse un criterio
universalmente válido de igualdad dadas las dificultades que comporta establecer
la situación de necesidad de cada individuo y la posibilidad real de satisfacerla.

6.- A cada uno lo que la ley le atribuye. Se trata de una concepción jurídica de la
Justicia. En este caso el criterio de igualdad viene determinado por la generalidad
y abstracción de la ley. Pero también supone que lo justo es aquello que la ley
establece como tal y eso no siempre es así. El problema de este criterio radica,
pues, en que no siempre el Derecho es justo ni siempre garantiza un trato
igualitario, por lo que tampoco puede considerarse un criterio definitivo.

El resultado de esta indagación de Perelman es que ninguno de los criterios materiales


propuestos en la historia del concepto de Justicia es satisfactorio. Llega hablar de las
antinomias de la Justicia, pues su aplicación efectiva supone dividir a los sujetos en
categorías en base a alguna característica esencial, cuando la realidad es mucho más
complicada. Por ello, nunca podemos estar seguros de que se hemos sido justos, de que
se han tenido en cuenta todas las circunstancias relevantes que la justicia exigiría a la
hora de tratar a un sujeto. No habría forma, pues, de conciliar la noción formal de
Justicia con una regla práctica de aplicación que garantice un trato justo y evite las
desigualdades. He ahí el dilema: encontrar esa regla material que vertebre la noción de
Justicia.

4. Teorías de la justicia

Han sido muchas y variopintas las teorías sobre la Justicia propuestas en la


historia de la filosofía. Examinar con profundidad cada una de ellas excedería los
límites propios de estos apuntes; por ello, nos detendremos brevemente sólo en algunas

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de las aportaciones más relevantes que se han producido en las grandes corrientes de
pensamiento. Conviene realizar una precisión metodológica: la Justicia y la Ética son
dos campos estrechamente entrelazados y, en buena medida, las reflexiones que se
realizan para la una valen para la otra. En efecto, si nos preguntamos por cuestiones
típicamente éticas (como el concepto de lo bueno o de lo correcto) nuestra respuesta
podrá ser utilizada también para definir lo que es “justo” porque existe una profunda
relación entre lo bueno y lo justo.

Pero a la filosofía del Derecho interesa la noción de Justicia en cuanto que


propone criterios para organizar la vida social; esto es, como parte de la Ética
denominada ética normativa que trata de “formular y justificar juicios morales para
determinar qué acciones o instituciones son buenas o malas para la sociedad” (Nino). En
este sentido resulta más sencillo la universalización de los juicios morales en la ética
normativa que en la teoría ética general, en la cual el debate entre cognoscitivistas
(posibilidad de un conocimiento objetivo de los valores –Sheller o Hartman) y no
cognoscitivistas (como el ‘emotivismo ético’ de Hume) continúa lejos de cerrarse.
Desde esta perspectiva analizaremos la tradición iusnaturalista, la tradición racionalista
de base kantiana, la tradición utilitarista y la tradición hegeliano-marxista. Finalmente,
abordaremos algunas de las propuestas más actuales, casi todas de matriz kantiana.

a) Tradición iusnaturalista. Esta corriente se remonta a los primeros textos


filosóficos escritos en la Grecia clásica y se basa en una concepción ética
cognoscitivista. Sus líneas maestras pueden encontrarse en autores como Homero,
Platón y Aristóteles, luego recogidas y desarrolladas por Agustín de Hipona y la
patrística; en el medioevo por Tomás de Aquino y la Escolástica; en el Renacimiento
por la Escuela de Salamanca y la Escuela racionalista del Derecho Natural (Grocio,
Puffendorf); en la época moderna fue readaptada por Hobbes, Locke, y Rousseau; en la
Ilustración fue Kant quien aportó su original contribución y, hasta la actualidad, ha sido
sostenida por tantos otros: Kauffman, Cotta, Spemann, Ballesteros, etc. Cada autor
aporta sus matices y, en general, entre sus propuestas hay serias diferencias según las
épocas y los contextos históricos, las metodologías y los problemas afrontados. Por eso
resulta una tarea complicada hallar unos principios comunes a todos. En general,
podrían ser los siguientes: a) La idea de Justicia se define de acuerdo a unos postulados
o principios que se pueden deducir de la naturaleza humana y de la sociabilidad natural
del hombre (constituyen el contenido básico de Derecho natural). Esos principios son de
fácil conocimiento por la razón; b) Se trata de principios verdaderos en la medida que
responden a auténtica realidad de la naturaleza humana 3.- Son principios racionales,
autoevidentes y universales (porque la naturaleza es común a todos los seres humanos),
aunque deben adecuarse a las diversas épocas y contextos históricos.

Las críticas a la concepción iusnaturalista de la Justicia han sido muchas y


dispares. Se alude al carácter problemático de la idea de “naturaleza” que es el concepto
que sustenta buena parte del edificio (utilizado para justificar tanto la igualdad radical
entre los hombres como la esclavitud o la dictadura); se invoca la complejidad de
conocer la naturaleza y captar toda la realidad natural (de acuerdo con el método los
resultados son dispares); y se argumenta con la denominada “falacia naturalista”;
sosteniendo que de los “hechos” no se pueden extraer los “valores” (del ‘es’ nunca se
puede deducir un ‘debe’). En última instancia, se duda de que esta concepción haya
conseguido encontrar y proponer unos principios de justicia inmutables, universales,

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autoevidentes y racionales. Hoy particularmente parece estar en una grave crisis debido
al relativismo ético que domina la filosofía.

No obstante, el iusnaturalismo ha tenido y tiene un gran predicamento, pues ha


defendido y justificado la autonomía moral del individuo frente al poder; posibilita el
que pueda suscitarse siempre una instancia crítica frente al derecho positivo (que se
pueda hablar de derecho injusto) y que pueda concebirse e invocarse la idea de un
derecho ideal, sustentado sobre principios universales (la antropología que está en su
base, fundamentada en la idea de "naturaleza" sigue siendo la más seria para justificar la
igual dignidad de todos los seres humanos y la existencia de los derechos humanos
como garantía de esa dignidad). Después de la II Guerra Mundial, como reacción al
positivismo despiadado del régimen nazi, fue la filosofía que inspiró y sustentó la
redacción de la Declaración Universal de Derechos Humanos en 1948.

b) Tradición racionalista de base kantiana. Kant es considerado por muchos un


autor iusnaturalista y, ciertamente, en su pensamiento pueden encontrarse muchas de las
claves de esa tradición. No obstante, perfiló alguna de ellas con tanta originalidad que
merece una referencia aparte. Además, ha tenido una proyección como ningún otro
filósofo (se ha dicho que después de Kant la filosofía moral nunca fue la misma, ni
siquiera para sus detractores). Por otra parte, en la ética actual raro es el autor que no ha
tomado prestada alguna de sus intuiciones.

La ética kantiana, en la que define conceptos como bueno o justo y sus opuestos,
está estrechamente ligada a la noción de deber y, en particular, al imperativo categórico.
Las leyes o principios morales, según Kant, se caracterizan por ser autónomos –es decir,
derivados de la capacidad auto-legisladora de cada ser humano-, categóricos –se
imponen con independencia de nuestros deseos- y universales –válidos para todos los
seres racionales-. La conciencia moral del ser humano se distingue por ser una
conciencia basada en el deber, pues obedece a esos principios no en base a una
inclinación u otro tipo de motivación, sino en virtud del deber mismo. La máxima
expresión de este deber y de la conciencia moral es el imperativo categórico definido de
la siguiente manera: “Obra de tal modo que toda máxima de tu voluntad pueda ser
elevada a ley universal”. Lo correcto, lo bueno, lo justo es actuar de acuerdo con esta
máxima.

Ahora bien, detrás de su formulación de una ética del deber se encuentra una
consideración muy típica del ser humano: la de ser un “fin en sí mismo”. En efecto, el
imperativo categórico plasma la idea del ser humano como voluntad universalmente
legisladora capaz de rechazar todo aquello que no cumpla con los requisitos de una
legislación universal o que mediatice la consideración del ser humano como un fin. El
imperativo categórico es la expresión del principio de universalidad de la ética
kantiana, pero también de su concepción de la dignidad de la persona humana y de la
autonomía y libertad de la voluntad. Todo ello configura una imagen del ser humano
que ha trascendido a esta filosofía y que ha determinado en buena medida a la filosofía
moral y política desarrollada con posterioridad. No obstante, también las ideas de Kant
han recibido críticas y sólidas impugnaciones. En especial, dirigidas contra la idea del
imperativo categórico (se trata de una noción exclusivamente formal en la que caben
todo tipo de contenidos: el ideal de Kant, el interés del ladrón, la superioridad de la raza,
etc.); contra la afirmación de que el principio de universalidad es requisito suficiente del

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discurso moral (no es el único requisito); y cuestionando la validez de construir una
ética formal deducida sólo de las intenciones y propósitos de las personas.

c) Tradición utilitarista. Es la otra gran tradición sobre la que se ha sustentado la


moderna filosofía moral y política y, en especial, la teoría de la Justicia, aunque en la
actualidad viene siendo contestada por la filosofía constructivista más ligada al
pensamiento kantiano. El utilitarismo es una corriente de pensamiento que tiene a Hume
como precursor, fue desarrollada por J. Bentham y J.S. Mil y, desde finales del XVIII,
ha sentado las bases del desarrollo de la sociedad occidental en todas sus
manifestaciones: jurídica, política, económica y social, hasta fechas recientes en las que
ha cedido su hegemonía al pensamiento constructivista de matriz kantiana.

Aunque presenta matices muy diversos, el modelo más puro y clásico del
utilitarismo fue el formulado por Bentham. Se sustenta sobre dos presupuestos básicos:
a) el punto de partida de toda discusión moral (para definir lo que es bueno o malo)
debe ser empirista y psicologista (nunca racionalista): “lo bueno en sí es incognoscible,
lo único que interesa es lo que puede ser bueno para alguien: lo útil”; b) en
consecuencia, la bondad o maldad de nuestras acciones (la moralidad) debe medirse por
el grado de placer o dolor que nos producen. Fue Hume quien estableció la felicidad
como fin perseguido por el ser humano y que ésta debía entenderse en clave de
“bienestar material” y regirse por el principio básico de la naturaleza humana: el
principio del placer y del dolor. Esta debe ser la guía de moralidad: lo bueno es aquello
que proporciona el máximo de placer (bienestar); lo malo es justo lo contrario (lo que
causa dolor o privación). A partir de estos dos presupuestos, Bentham enunció el
principio de utilidad como básico para toda práctica de gobierno y toda organización
social: la consecución de la máxima felicidad (bienestar) para el mayor número de
personas. Este planteamiento se opone completamente a lo defendido por Kant y a las
tesis centrales del iusnaturalismo (excluye la existencia del derecho natural y del
contrato social como fundamento de la obediencia al Derecho), avalando un modelo
social propio del liberalismo clásico defendido por la burguesía.

No procede explicar detenidamente la teoría utilitarista, pero una de las razones de


su éxito parece residir en que el principio de utilidad ha sido considerado como más
realista (más ‘acorde con la realidad del hombre’) que otros criterios morales de corte
más intelectualista (y menos palpables); en efecto: parece el más apropiado e imparcial
ante una condición humana que resulta absolutamente sensible al placer y dolor y tiende
al bienestar material. Por otra parte, parece también el más adecuado para organizar la
sociedad puesto que parte de sentimientos e intereses que pretenden ser reales y
posibilistas y aspiran a conseguir bienes tangibles para los individuos.

No obstante, el utilitarismo presenta serios inconvenientes e incongruencias que


sus promotores no han conseguido solventar (aunque J. S. Mill lo intentó un siglo
después de Bentham aludiendo a reglas objetivas e institucionales de conducta válidas
para todos). La primera objeción radica en que el principio de utilidad justifica la
prevalencia de los intereses de la mayoría sobre la minoría, y en última instancia avala
el sacrificio de esa minoría en beneficio de un bien mayor. Es decir, la justicia
utilitarista es consecuencialista y, en cierta medida (en casos extremos), acaba
aceptando la máxima de que el fin justifica los medios (la pena de muerte). Por otra
parte, el utilitarismo sólo considera sujetos de derecho a quienes son capaces de sentir

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placer y dolor, con lo cual excluye a los sujetos en los que no se puede medir esa
capacidad (por ejemplo, los embriones humanos) o aquellos que han perdido su
capacidad de placer (enfermos crónicos o terminales) por considerarlos inhábiles para
su fin natural (la felicidad en clave de bienestar). Al mismo tiempo, y de manera
sorprendente, sus principales impulsores en la actualidad (como Peter Singer) justifican
la preferencia de invertir recursos en salvar a primates superiores sanos (gorilas,
orangutanes) que a humanos enfermos terminales o neonatos con deficiencias graves
físicas o psíquicas (proyecto Gran Simio). Como puede verse, el utilitarismo choca con
alguna de nuestras intuiciones morales más básicas, olvidando que resulta injustificable
lesionar los derechos y libertades fundamentales, sea cual sea el fin último que se
pretenda (véanse las torturas de Guantánamo para “evitar atentados”).

d) Tradición hegeliano-marxista. Se trata de una corriente que se origina en


Hegel y se configura plenamente con Marx y sus sucesores (aunque Hegel no tenía nada
de marxista y Marx sólo tenía de hegeliano la metodología). Bajo esta denominación se
aglutinan aquellos autores que utilizan para su análisis el materialismo marxista y
afirman, por ello, que conceptos como justicia, moral o bondad son pura metafísica y no
están vinculados a la realidad social.

Hegel sentó las bases del método dialéctico para explicar el desarrollo histórico en
base a las propias e inherentes contradicciones y negaciones del presente que así
anticipa el futuro. La progresión dialéctica de la historia, culmina con la hipostización
del Estado como la racionalidad hecha realidad. Marx transformó el pensamiento
hegeliano desde una perspectiva materialista intentado explicar el origen y estructura de
la sociedad. En puridad, no elaboró una teoría sobre el Derecho y el Estado, sólo
pretendió explicar la realidad social a partir de leyes económicas. En su concepción, el
Estado y el Derecho son un instrumento represivo de la clase dominante y la idea de
Justicia (derechos humanos) una creación de la sociedad burguesa. Bajo este
planteamiento, al que se acogieron el socialismo marxista y el comunismo para su
modelo de organización social y política, se debe eliminar el concepto de libertad propio
del liberalismo y se defiende una curiosa idea de igualdad real (realizable en una
utópica sociedad sin clases) a la que se llegará a través del paso intermedio de la
dictadura del proletariado. Las contradicciones, aporías y horrores de esta tradición, que
asoló la mitad del mundo y generó una inexplicable fascinación en intelectuales y
políticos de gran talla en occidente, se desplomo estrepitosamente (en lo intelectual y en
lo político) con la caída del muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989.

d) Planteamientos actuales. En una mayor o menor conexión con estas


tradiciones y líneas de pensamiento existe en la actualidad un fructífero debate sobre la
teoría de la Justicia en las sociedades occidentales, a raíz, sobre todo, de la publicación
en 1971 del libro A Theory of Justice del profesor de Harvard John Rawls. Frente al
utilitarismo (punta de lanza del liberalismo y de la sociedad del bienestar) se erige hoy
el procedimentalismo o constructivismo ético que, desde bases kantianas, ha resucitado
la vieja figura del “contrato social” considerando que los principios de Justicia que
deben aplicarse para legitimar las estructuras e instituciones deben provenir de un
consenso ciudadano. La clave reside en el procedimiento para lograr ese consenso.
Analizaremos sucintamente dos bloques de propuestas: las elaboradas en el contexto
norteamericano (J. Rawls, R. Nozick y J. Buchanan) y las producidas desde el contexto
europeo (J. Habermas y K.O. Apel).

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La primera propuesta alternativa al utilitarismo fue elaborada por John Rawls,
apoyándose en el legado intelectual de Locke, Spinoza, Rousseau y, sobre todo, de
Kant. La teoría de de la justicia de Rawls es una propuesta mucho más compleja de lo
que cabe relatar en este breve apartado. Su aportación e influencia en el ámbito
occidental continúa siendo notable en economía, política, derecho e incluso en filosofía
moral. Nos limitaremos a describirla someramente. Su fundamento radica en concebir la
justicia como “equidad o como imparcialidad” y se construye a partir de dos principios.
El primer principio, de carácter formal (coherente con la tradición liberal), se formula
como principio de igual libertad para todos: “cada persona debe tener un derecho igual
al más amplio sistema de libertades básicas compatible con un sistema similar de
libertades para todos”. El segundo principio, de carácter material, se denomina principio
de la diferencia o principio de igualdad de oportunidades y busca una distribución
justa de los bienes primarios teniendo en cuenta a los más desfavorecidos: “las
desigualdades económicas y sociales han de ser estructuradas de manera que sean para
a) mayor beneficio de los más desfavorecidos, de acuerdo con un principio de ahorro
justo, y b) de modo que las cargas y las funciones sean asequibles a todos, bajo
condiciones de igualdad de oportunidades”. Dentro de la concepción de Rawls el primer
principio es de rango jerárquicamente superior respecto al segundo.

Toda la construcción teórica de Rawls –sus principios básicos- se apoya en una


ficción, una especie de hipotético estado de naturaleza, que él llama la posición original,
en la cual los sujetos participantes deben decidir, bajo determinadas condiciones, sobre
los principios de justicia que regirán su sociedad. Para evitar que esa decisión se vea
influida por sus pasiones o sus propios intereses particulares, se les somete al
denominado velo de la ignorancia, esto es, a decidir sin saber el lugar que ocuparán en
la sociedad, ni tener en cuenta sus habilidades y capacidades individuales, aunque
puedan tener un conocimiento de tipo general. Este velo de la ignorancia tiene
profundas reminiscencias kantianas y sirve para garantizar la imparcialidad de la
decisión y formular por consenso los principios de Justicia por los que deben regirse.
Como puede verse, la teoría de la Justicia de Rawls ha resucitado la vieja categoría del
contrato social entendiendo que la clave de lo justo y de lo injusto en una organización
social se encuentra en la voluntad de los ciudadanos, cuando estos siguen ciertas reglas
procedimentales para tomar las decisiones.
Son muchas las críticas que se han vertido sobre la teoría de Rawls. Desde
quienes ven imposible una concordancia entre el principio de igual libertad para todos y
el principio de diferencia (rememorando así las tensiones entre la Justicia formal y la
Justicia material), y conciben esta teoría como un peligro para la sociedad del bienestar.
También hay quienes encuentran una tensión irresoluble entre los presupuestos
empiristas y los racionalistas de base kantiana. Otros critican la idea de posición
original y muestran la imposibilidad de que unos seres sometidos al velo de la
ignorancia sean capaces de elegir principios de Justicia.

En la estela liberal de Rawls, han surgido otro tipo de propuestas mucho más
radicales (libertarias) como la de Robert Nozick formulada en su libro Anarquía, Estado
y Utopía. Esta teoría ha servido de base a los partidos conservadores de corte
anglosajón. Nozick se basa en la teoría contractualista de Locke para defender un
Estado exclusivamente vigilante y policía, no intervencionista, alejado de las
preocupaciones sociales, que denomina Estado mínimo, cuyo objetivo es garantizar
únicamente los derechos naturales de los individuos, es decir, la esfera de la autonomía
privada y el derecho de la propiedad. Propone una forma de organización social, que

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aparece paulatinamente desde el estado de naturaleza, y en la cual los individuos, según
su fuerza y sus bienes, se van asociando en agencias de protección con el fin de
garantizar la seguridad individual. El conjunto de estas formas privadas de asociación es
el Estado mínimo, que sólo tendría las competencias propias del viejo Estado liberal
decimonónico: sobre todo garantizar el libre mercado (derecho de propiedad y libre
transferencia de bienes). He ahí el fundamento de la desregulación y de la privatización
de todo servicio público. Hoy sus propuestas resultan sugerentes para algunos, en una
situación de crisis económica y quiebra de los Estados, avalando el desmantelamiento
del Estado del Bienestar. No obstante, la propuesta adolece de serios problemas teóricos
y prácticos. Especialmente, porque su construcción, esto es, el proceso desde el estado
de naturaleza al Estado mínimo, se produce a partir de una especie de “mano invisible”
que va guiando las actuaciones de los individuos. Se trata de un puro artificio que
resulta completamente ficticio. Por otra parte, la no intervención del Estado en el ámbito
económico y la desregulación de las finanzas han tenido como resultado, en estos
últimos años, la aparición de los viejos fantasmas que liquidaron al Estado liberal (crisis
económica, violentos conflictos sociales, grandes bolsas de pobreza y colapso del
sistema).

En el ámbito europeo han sido Jürgen Habermas y Karl Otto Apel quienes han
propuesto una teoría ética, de base kantiana, tendente a legitimar un consenso social
sobre determinados principios de justicia. No obstante sus origenes 5, la teoría de
Habermas se acerca bastante a lo defendido por Rawls. La denomina Teoría de la
acción comunicativa, según la cual las bases de la ética son bases consensuales en la
medida que es posible alcanzar un consenso ético en una comunidad a través del
diálogo sobre determinados postulados morales que legitimen la sociedad. En esta
teoría un elemento importante es el principio de universalidad en el sentido kantiano,
por el cual todos estos postulados deben tener una validez universal, no pueden basarse
en un consenso meramente circunstancial. Para garantizar la universalidad imagina una
situación ideal del diálogo en la cual, de modo paralelo a la posición original de Rawls,
los participantes realizan sus aportaciones sin obstáculos personales y externos que lo
dificulten. En realidad, esta situación no es un hecho real o un elemento fáctico, ni
tampoco una mera hipótesis formal, pretende ser una pre-disposición a que cuando
dialoguemos siempre tengamos presente esa situación ideal para poder realizar nuestras
comunicación de tal forma que pueda llegar a hablarse de un auténtico consenso
racional. Este consenso garantiza una objetividad de las normas y de los valores en la
medida en que los presupuestos sobre los que se basa puedan ser generalizables.

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