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CRISIS DEL ESTADO Y PUJAS INTERBURGUESAS.

LA ECONOMÍA POLÍTICA DE LA
HIPERINFLACION

Ricardo Ortiz** y Martín Schorr***

Introducción
La crisis hiperinflacionaria, que caracterizó el final del gobierno de Alfonsín, clausuró las
posibilidades electorales de la UCR y marcó los dieciocho meses iniciales del primer gobierno
de Carlos Menem, tiene relevancia fundamental cuando se intenta explicar cuáles eran las
condiciones sociales necesarias para la implementación exitosa de las reformas estructurales que
el radicalismo había intentado imponer infructuosamente desde 1985. Tal como se refleja en las
citas precedentes, ello implicaba transformar instituciones, modificar comportamientos de las
diferentes fracciones sociales, y requirió enormes energías durante una etapa dificultosa y
sumamente conflictiva para inducir al convencimiento de la población. Si bien la hiperinflación
abarcó tanto a la administración radical como a la justicialista que la sucedió, el presente artículo
indagará sobre el carácter social de la misma durante el gobierno de la UCR, aunque se
establecerán vínculos entre dicha crisis y los procesos de índole estructural analizados más
profundamente en otros trabajos de este mismo volumen.

El análisis de esta coyuntura económica no puede desligarse de dos cuestiones que,


vinculadas a la dinámica política de la década de los ochenta, fueron conformando un particular
realineamiento de fuerzas sociales. La primera es la relación establecida por el gobierno de
Alfonsín con los empresarios y sus organizaciones; la segunda, es el diagnóstico que distintos
actores sociales y políticos fueron construyendo acerca de los problemas que aquejaban a la
economía y la sociedad argentinas. Ambas abonaron el campo político para que la disputa
estructural entre dos fracciones de la gran burguesía que se expresó en la forma de la
hiperinflación y despejó el terreno para la aplicación del shock neoliberal de los años noventa
fuera presentado como la solución a la “crisis del populismo y del estatismo”.

1. Los conflictos en torno a la política económica durante el Plan Primavera y el fin


anticipado del gobierno de Alfonsín

Luego de la derrota electoral de septiembre de 1987, algunas de las medidas propuestas


por el gobierno a fin de contrarrestar las tendencias inflacionarias, el déficit fiscal y la falta de
inversiones privadas (entre otras, el regreso a los controles de precios y los aumentos de
impuestos) fueron enfrentadas por las organizaciones del empresariado. Estas percibían también
como una amenaza el debate sobre las leyes de Obras Sociales y de Seguro de Salud, a las que
consideraban un anticipo de las medidas que tomaría un nuevo gobierno de origen peronista,
junto al fortalecimiento de los sindicatos y del rol económico del Estado. Una de las
consecuencias políticas más importantes de esta preocupación fue la consolidación de un nuevo
“estado mayor” patronal, el “Grupo de los Ocho”. Paralelamente, otras propuestas
gubernamentales como la apertura económica, la desregulación y las privatizaciones, fueron
acercando a la Administración Alfonsín a los empresarios de tendencia más liberal, propietarios
de empresas locales o directivos de multinacionales.

A lo largo de 1988 los índices de precios al consumidor fueron incrementándose, y en


julio llegaron al 27,6%. Habiéndose alejado de los “Capitanes de la Industria” luego del fracaso
de la experiencia del Plan Austral, y tras el acercamiento de éstos al candidato opositor Carlos

**
Licenciado en Sociología y docente de la UBA.
***
Licenciado en Sociología, Investigador CONICET/FLACSO y docente de la UBA.

1
Menem, el gobierno anunció en agosto el lanzamiento del Plan Primavera, fruto del apoyo
externo (Banco Mundial, FMI y gobierno de EEUU), y de un acuerdo con la cúpula de la Unión
Industrial Argentina (UIA) y con la Cámara Argentina de Comercio (CAC), lo que se ha dado en
llamar “el pacto corporativo liberal” (M. Acuña, 1995).

1.1. El Plan primavera: acuerdos, disputas, amenazas


El principal objetivo del Plan Primavera era mantener las variables macroeconómicas en
niveles controlados que le permitieran al candidato radical, Eduardo Angeloz, llegar a las
elecciones del 14 de mayo de 1989 con algunas posibilidades de triunfo. Las principales medidas
incluían:
 un acuerdo de precios por 180 días, pactado con la UIA;
 un dólar relativamente bajo, como mecanismo de contención de precios internos;
 creación de un doble mercado de cambios, con un dólar llamado “comercial” (por el cual
se liquidaban las exportaciones del campo) que era inferior en un 25% al financiero (que
regía para el resto de las transacciones);
 incremento del 25% para los asalariados del sector público y paritarias limitadas para el
sector privado;
 altas tasas de interés (inicialmente, en el orden del 10% mensual);
 establecimiento de un plan de “racionalización administrativa”, por el cual se apuntaba a
reducir en 30.000 agentes el plantel del aparato estatal.

El gobierno buscaba contener la inflación (para ello se inducía el “enfriamiento” de la


economía a través de las altas tasas de interés y el acuerdo de precios), acceder a una parte de las
divisas provistas por las exportaciones agropecuarias, mantener las transferencias a los
organismos financieros internacionales, y dar señales a los inversores externos acerca de la
“racionalidad” del gobierno y sus intentos por reducir el déficit fiscal. El desdoblamiento del tipo
de cambio permitiría al gobierno pagar los dólares de las exportaciones agropecuarias al tipo
comercial (más bajo) y vender las divisas para la importación con un diferencial a su favor; ello
operaba como una especie de “impuesto a las exportaciones”. La política cambiaria buscaba
estabilizar la tasa de variación del dólar en el mercado paralelo a través de licitaciones diarias de
divisas por parte del Banco Central y aislar el resto de los precios de la economía de la evolución
del tipo de cambio (Damill y Frenkel, 1990). La política fiscal se enfocaba en la disminución
significativa del déficit público, a través de medidas de recorte del gasto (suspensión de los
aportes de la Tesorería a algunas grandes obras, plan de “retiro voluntario” de los agentes del
Estado) y de aumento de los ingresos (vía las ganancias de capital realizadas por el Banco
Central por la diferencia entre el dólar comercial y el dólar financiero), lo que también le
permitiría al gobierno disminuir su demanda de crédito interno (Abalo, 1988; Fanelli y Frenkel,
1989). Del mismo modo que en el Plan Austral, en el Primavera las empresas líderes ingresaban
con un “colchón” de precios que les garantizaba un mínimo nivel de ingresos durante los
primeros meses (entre mayo y agosto de 1988 los precios mayoristas habían crecido un 150% y
los minoristas un 122%).

El Plan produjo una división en el “Grupo de los Ocho”: por un lado, la UIA y la CAC lo
apoyaron, condicionando los industriales su acuerdo a que el gobierno realizara un ataque frontal
a las causas de la inflación (en su perspectiva, el déficit fiscal y las presiones sindicales). Las
entidades bancarias y la Bolsa de Comercio mantenían una actitud expectante, pero la Sociedad
Rural, acompañada por otras entidades agropecuarias que no integraban aquella coordinadora
empresaria (la Confederación Intercooperativa Agropecuaria –CONINAGRO-, la Federación
Agraria Argentina –FAA- y las Confederaciones Rurales Argentinas –CRA-) se opusieron al
Plan, afirmando que producía una transferencia de ingresos del sector agroexportador al
industrial: un “despojo al campo y a los consumidores” (El Bimestre, julio-agosto 1988).

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En base al comportamiento del “Grupo de los Ocho”, se pueden establecer dos momentos
en su relación con el gobierno: la primera etapa, entre agosto y diciembre de 1988, en la que las
diversas posturas de las entidades que lo conformaban se tornaron en demandas particulares de
cada una de ellas, variando de acuerdo a las respuestas que obtenían por parte del gobierno; en la
segunda, a partir de enero de 1989, comienzan negociando unificadamente con el gobierno y
finalizan con la presión para imponer un determinado programa económico (tanto al gobierno
como al PJ), pasando por el intento de ubicar al economista ultraliberal y ex ministro de la
dictadura Roberto Alemann en el Ministerio de Economía.

Dentro de la Unión Industrial, el Movimiento Industrial Argentino (MIA), agrupamiento


de los sectores más poderosos que controlaban las estructuras orgánicas de la UIA, expresaba por
intermedio de su titular, Gilberto Montagna (por entonces propietario de la alimentaria
Terrabusi) el apoyo de la entidad. Ello se debía a que los grupos exportadores del sector
siderúrgico, petroquímico o agroindustrial, con fuerte peso en los ámbitos de conducción de la
UIA, se veían favorecidos por la tasa de cambio, ya que sus exportaciones se liquidaban por un
dólar más alto que el de las exportaciones agropecuarias (M. Acuña, 1995). Pero para la mayor
parte del MIN (Movimiento Industrial Nacional, agrupamiento de los medianos y pequeños
industriales del interior, aunque hegemonizado por grandes firmas, algunas exportadoras) se
encarecían los insumos importados que necesitaban sus empresas (porque que las importaciones
se liquidaban por el dólar financiero, más caro); esto aumentaba los costos de sus productos
dirigidos al mercado interno, ya afectado por las altas tasas de interés. De todos modos, para los
industriales un tipo de cambio elevado también operaba como una protección artificial frente al
ingreso de bienes importados. Las contradictorias posturas internas condujeron a que una semana
después de lanzarse las medidas, la UIA señalase públicamente que prestaba colaboración al
Plan, pero que la responsabilidad de su implementación era exclusiva del gobierno.

Al mismo tiempo, el presidente Alfonsín intentaba darle mayor presencia pública al


acuerdo con la UIA: se reunió con 200 empresarios, para negociar el compromiso de éstos con
el gobierno y lo denominó “el inicio de un contrato social basado en una alianza entre la
producción y la democracia” (El Bimestre, julio-agosto de 1988). Montagna también planteó las
expectativas de su sector: que el gobierno concretara la lucha contra el déficit fiscal e
implementara la apertura económica, exigida también en esos días por el Banco Mundial. Pero
esta posición realimentaba las luchas internas en la entidad. Desde el MIN se criticaban las
medidas de apertura, ya que se veía peligrar la existencia tanto de las industrias del interior como
de las orientadas al mercado interno, que como efecto secundario conllevaba la pérdida de
posiciones relativas del agrupamiento al interior de la UIA. Las lógicas de supervivencia
económica del sector y de supervivencia política dentro de la entidad, marchaban unidas.

De todos modos, la propuesta de apertura económica no interrumpió los contactos de la


UIA con el gobierno, y a pesar de las fuertes discusiones internas, prevaleció la idea de que era
preferible incidir “desde adentro” en las decisiones de política económica antes que mantenerse
como meros observadores. Consideraban que se podía ganar más negociando con la
Administración Alfonsín (dado que constituían uno de los pocos apoyos al Plan) que saliendo del
acuerdo. Por ello, la UIA siguió participando del Comité de Seguimiento de Precios junto con el
gobierno y la CAC, en el marco de una negociación general para postergar la rebaja arancelaria
(que implicaba la eliminación de cargos de importación a más de 2000 productos), objetivo que
logró parcialmente.

Luego de lanzado el Plan, los industriales buscaron renegociar las pautas de incremento
de precios argumentando que un informe reservado de FIEL (institución financiada por la UIA y
la CAC, entre otros sectores del poder económico local) indicaba que las cuentas fiscales no
cerraban y que en consecuencia la inflación podía superar las metas acordadas. Otro frente de

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disputas logró cohesionar internamente a la entidad: presionó primero a los diputados y luego al
Poder Ejecutivo para que no se aprobaran o se vetaran las leyes de Obras Sociales y de Seguro
de Salud, porque elevaban el aporte patronal y afectaban el desarrollo de los sistemas de salud
privados, respectivamente.

Paulatinamente, como resultado de los sucesivos acuerdos y enfrentamientos con el


gobierno, se fue unificando el frente interno de la UIA. A mediados de noviembre su cúpula se
manifestó contra el progresivo atraso cambiario (que afectaba las exportaciones industriales y era
utilizado como instrumento antiinflacionario por el gobierno, debido al abaratamiento relativo de
los productos importados) abonando el “frente por la devaluación” que constituían, de hecho, las
entidades agropecuarias. Para compensarlo, Sourrouille anunció la eliminación de retenciones a
un grupo de productos agroindustriales. Al mismo tiempo el MIA ofreció al MIN integrar la
conducción de la entidad.

Los realineamientos y acuerdos internos condujeron a que en diciembre de 1988 la UIA


expusiera su primera crítica pública al Plan Primavera, sosteniendo que existía atraso cambiario,
recesión y altas tasas de interés. Los industriales preveían un fin de año “a plena recesión fabril,
mientras se adelantan vacaciones como paso previo a la suspensión del personal (...). Al mismo
tiempo, las tasas de interés llegan al 14% como parte del programa monetario del BCRA. En
cuatro meses, la ganancia financiera medida en dólares es del 40%” (Clarín, Panorama
Empresario, 2/12/1988). La utilización de las altas tasas de interés como medio para mantener
un nivel de actividad bajo y evitar que los australes se fugaran hacia el dólar fue efectivo en los
primeros meses del plan Primavera, pero agravaba la recesión; sin embargo, ello permitió
mantener los precios medianamente controlados, al costo de grandes ganancias en el sector
financiero (Gráfico 1).

Gráfico 1:
Evolución del IPC y de las tasas de interés nominales (agosto 1988-diciembre 1989), en porcentajes

200
180
160
140
120
%

100
80
60
40
20
0
Mar-89
Oct-88

Nov-88

Dic-88

Oct-89

Nov-89
Ene-89

Dic-89
Feb-89

May-89

Jun-89

Jul-89
Sep-88

Sep-89
Abr-89
Ago-88

Ago-89

IPC Tasas nominales de interés

Fuente: Elaboración propia en base a Fernandez (1990).


Nota: En este artículo se toma al IPC como indicador de inflación, aunque técnicamente esta última comprende,
también, otras variaciones de precios (Indec, 2001).

Los industriales también acusaron a la Secretaría de Hacienda, a cargo de Mario

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Brodersohn, de no cumplir con el compromiso de reducir el gasto público y equilibrar las
cuentas. Pero cuando el gobierno intentó una reforma fiscal (que incluía entre otras medidas, la
imposición del IVA a algunos productos de la canasta familiar, y disposiciones que afectaban a
la promoción industrial) la misma fue resistida por la entidad. La UIA pedía la disminución del
gasto público pero que al mismo tiempo se mantuvieran los subsidios al sector, ya que estaban en
juego 250 proyectos de promoción industrial. En defensa de estos beneficios se produjeron
protestas de empresarios vinculados a las filiales Catamarca, La Rioja y San Luis de la
institución.

Del resto de las organizaciones empresarias, las posiciones más claras surgieron de las de
ADEBA y la Bolsa de Comercio de Buenos Aires. La organización de los banqueros presionó
fuertemente por apurar la política de privatizaciones. La Bolsa de Comercio tuvo una posición
expectante, pero junto con la CAC apoyó la política arancelaria oficial que vinculó con la
apertura económica. Todos los agrupamientos agropecuarios se quejaron por las medidas que
componían el Plan que, a su criterio, producía una importante transferencia intersectorial
perjudicial para los productores agrarios (quienes debido a la sequía en EE.UU., y el
consiguiente alza de los precios de los productos agrarios estaban logrando una elevadísima
rentabilidad). En un primer momento, pidieron un dólar alto, la eliminación de los subsidios a la
industria, y rechazaron las retenciones al agro.

En este período se desempeñaba como Secretario de Agricultura y Ganadería de la


Naciòn Ernesto Figueras, integrante de la SRA y estrechamente vinculado a los intereses
agropecuarios, por lo que las entidades del sector encontraban en él un representante dentro del
gobierno radical. Por ello, cuando Figueras amenazó con renunciar en desacuerdo con el Plan
Primavera, las entidades del campo le solicitaron que permaneciera en su cargo. Es claro que
esto también mostraba una concepción acerca de cómo es posible influir mejor en las políticas
estatales: manteniendo un hombre del sector en un área gubernamental que atiende los reclamos
del campo. En este sentido, las entidades agropecuarias compartían la misma perspectiva que los
industriales (que también pensaban que es mejor “estar en los lugares de decisión” que
permanecer como espectadores).

Las entidades patronales del campo se quejaron de que los industriales habían efectuado
acuerdos con el gobierno a espaldas de los otros agrupamientos empresarios, y reclamaron la
unificación y liberación cambiarias; incluso Alfonsín fue abucheado y silbado durante su
presentación en la Exposición Rural de Palermo. Ante la amenaza de la realización de jornadas
de protesta, el gobierno respondió anunciando la eliminación de retenciones a 500 productos
agropecuarios, cumpliendo así con la satisfacción parcial de las demandas de los ruralistas. En
esos días, Guillermo Alchourón (SRA) diagnosticaba que el problema principal de la economía
argentina era el déficit fiscal: el gobierno “confisca una parte sustancial del ingreso de la
producción agropecuaria para cubrir el déficit de la ineficiencia estatal”, anticipando un
pronunciamiento similar de la CRA en noviembre (El Bimestre, noviembre-diciembre 1988).

Frente al mantenimiento del esquema cambiario, a fines de noviembre de 1988 los


dirigentes de las entidades agropecuarias se reunieron para acordar nuevas acciones tendientes a
lograr mayor incidencia sobre las políticas estatales. Como respuesta, el Secretario Figueras
mejoró el tipo de cambio para unos 160 productos agropecuarios y redujo los aranceles de
exportación en forma inmediata para otros artículos, lo cual funcionó como una suerte de
devaluación indirecta frente al atraso del dólar con el que operaba el sector; también prometió la
unificación cambiaria a corto plazo. Intentó así, a través de instrumentos de política cambiaria y
fiscal, lograr el apoyo de los sectores agropecuarios y presionar, desde adentro del gobierno, por
la devaluación. Desde el peronismo, a la vez, también se proponía “no atrasar el dólar de
exportación… es decir, que se unifique en el nivel de lo que ahora es el dólar libre” (Domingo

5
Cavallo, revista Mercado, 22/12/1988).

La suspensión de los pagos de la deuda externa argentina a la banca acreedora desde abril
de 1988 producía otras tensiones que también debían ser atendidas por el gobierno. Este se
apoyaba en el acuerdo obtenido con el gobierno de los EEUU y con el Banco Mundial a fin de
contrarrestar las presiones de una parte del sistema financiero internacional por el cobro de sus
acreencias, ya que la moratoria “de hecho” no incluía a los organismos financieros
internacionales. El Departamento del Tesoro y el Banco Mundial habían comprometido sostén
político y fondos, respectivamente, para avanzar en las reformas estructurales e incluso apoyo
financiero para sostener la política económica de corto plazo, algo que no tenía precedentes en el
Banco Mundial. Ello llevó a que se produjeran, incluso, conflictos entre las conducciones del
BM y del FMI, ya que este último era más crítico de la política económica y el financiamiento de
corto plazo otorgado por el BM era percibido como una injerencia en cuestiones propias del
FMI. De todos modos, a mediados de noviembre se produjo el primer ataque especulativo contra
la moneda, y el BCRA debió ofrecer alrededor de U$S 200 millones en un solo día para frenarlo;
ello impulsó al gobierno a incrementar las tasas de interés a fin de que estas fueran más
“atractivas” que el dólar para las inversiones de corto plazo. Así se logró que durante todo el mes
de diciembre el Banco Central tuviera que vender sólo U$S 12 millones al costo de profundizar
la crisis productiva (Gerchunoff y Cetrángolo, 1990). Entre agosto y diciembre, el dólar
“apenas” se había incrementado un 19,3%, mientras que los precios al consumidor lo habían
hecho un 64% y los precios mayoristas, un 54%.

1.2. El estallido del plan

A partir de enero de 1989 el proceso fue adquiriendo otra dinámica debido a factores
internos y externos, lo que implicó una nueva articulación de intereses entre los diferentes
sectores capitalistas. El gobierno intentó reforzar el acuerdo con la UIA, designando a Murat
Eurnekián (dirigente de esta entidad) como Secretario de Industria; al mismo tiempo, se fue
conformando lo que podría denominarse un “frente por la devaluación”. Prácticamente todas las
entidades empresarias comenzaron a manifestarse acerca de las dificultades coyunturales y
estructurales. Las primeras se sintetizaban básicamente en la continua manifestación acerca de
que el Plan arrastraba un fuerte retraso cambiario que era necesario resolver; los estructurales
referían a la necesidad de reducir el déficit fiscal y el gasto público, y en algunos casos se
demandaba también avanzar con la apertura económica.

Como respuesta a esta ofensiva, el secretario de Agricultura Figueras anunció que a partir
del 1º de febrero pasarían a comercializarse por una nueva tasa de cambio (combinando el dólar
comercial y el financiero) otra serie de productos del campo y el Ministerio de Economía dispuso
también la eliminación de retenciones que gravaban las exportaciones de carnes, todo lo cual
mejoraba la cantidad de divisas recibida por el sector. Alfonsín recibió a la UIA y le otorgó
importantes concesiones: que la unificación cambiaria para la industria llegara cinco meses antes
que para el agro; un compromiso para permitir la liberación de precios a partir del 1° de marzo;
la derogación de las leyes de abastecimiento y de inversiones extranjeras; y un cronograma para
la reforma del sector público (Clarín, Panorama Empresario, 6/1/1989). A cambio de mantener
un determinado nivel de precios, se comenzaba a avanzar sobre las reformas coyunturales y
estructurales pedidas por las entidades empresarias, coincidentes con varios de los lineamientos
que también expresaban los organismos financieros internacionales y la banca acreedora.

Si bien el “Grupo de los Ocho” se reunió con el Ministro Sourrouille para generar un
clima de distensión y estabilidad hasta las elecciones del 14 de mayo, los agroexportadores y
bancos extranjeros incrementaron las presiones sobre el dólar, disminuyendo la oferta o

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incrementando la demanda, según el caso. El gobierno intentó limitar dicha acción nuevamente a
través del aumento de las tasas de interés (Gráfico 1). Las reservas en el Banco Central eran
todavía suficientes para hacer frente a las licitaciones diarias de divisas, pero desde distintos
sectores políticos y económicos se percibían las dificultades gubernamentales para lograr
mantener la tasa de cambio en los niveles esperados. La UIA y la CAC, además, se opusieron al
alza de las tasas de interés y acusaron al gobierno de empeorar la situación fiscal, ya que con el
aumento de las tasas también aumentaban los servicios de la deuda pública interna y agudizaban
la recesión (Gráfico 2).

Gráfico 2
Variación trimestral del PBI, sectores de actividad seleccionados, tercer trimestre 1988-tercer trimestre
1989, en porcentajes respecto del mismo período del año anterior

5%

0%

-5%

-10%

-15%

-20%

-25%

-30%

-35%

-40%
III-88 IV-88 I-89 II-89 III-89

Agricultura Industria
Construcción Comercio

Fuente: Elaboración propia en base a Ministerio de Economía y Obras y Servicios Públicos (1996).

A pesar de los intentos del gobierno por negociar nuevos créditos para sostener el Plan, el
apoyo externo al mismo se desintegraba a partir del cambio de gestión en la administración
norteamericana. Mientras que James Baker (funcionario saliente del gobierno estadounidense)
presionaba a los bancos acreedores para lograr un crédito para la Argentina, acusándolos de que
con sus exigencias posibilitaban el avance de Lula da Silva en Brasil y Menem en Argentina,
algunos directores del Banco Mundial dudaban de la utilidad de otro apoyo crediticio a la
Argentina; y el nuevo secretario del Tesoro, Nicholas Brady apoyaba los criterios del FMI. Estos
se sumaban a las posiciones de la banca privada, que prácticamente no había recibido pagos
desde abril de 1988.

José Luis Machinea, presidente del BCRA, condicionó el pago de los intereses de la
deuda externa a la aprobación de un nuevo crédito por parte de los bancos acreedores. En
respuesta, los banqueros hicieron público el “fracaso” del funcionario en las negociaciones frente
al FMI, y dejaron trascender el retiro del apoyo del gobierno de EEUU a la administración
radical. También pretendían que la Argentina abonara U$S 1.000 millones de intereses con
divisas de libre disponibilidad, lo que representaba el 45% del total de las reservas líquidas del
BCRA a fines de enero de 1989.

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El gobierno argentino había quedado preso de las alianzas que en su momento había
alentado como sostén de su política económica y de la lógica de funcionamiento del Plan
Primavera. En efecto, el Plan requería de un fuerte ingreso de divisas de corto plazo para poder
mantener controlado el nivel de la tasa de cambio. Para ello se fijaron altas tasas de interés, con
lo cual se fomentó la entrada de dólares que se pasaban a australes; éstos se colocaban en el
circuito financiero, posteriormente se retiraban capital e intereses ganados, se convertían a
dólares, y se obtenía una ganancia en divisas superior a la que podía lograrse en otras plazas
financieras. El último paso lo constituía la salida de las divisas, lo que a su vez realimentaba la
necesidad del Banco Central por obtener nuevos fondos para renovar los que se fugaban y poder
mantener la tasa de cambio dentro de ciertos parámetros “adecuados”. Este proceso generaba
constantemente riesgos de devaluación ante cualquier retraso en el ingreso de las divisas; y ello
le otorgaba un creciente poder de veto a las fracciones sociales y económicas poseedoras de
dólares: los exportadores agropecuarios e industriales y la banca acreedora. La política
antiinflacionario se apoyaba (aunque con diferencias) en un esquema que recordaba a la “tablita”
de Martinez de Hoz (Gerchunoff y Llach, 1998).

La estrategia gubernamental (impedir que se disparara la tasa de cambio, y con ella la


inflación antes de las elecciones de mayo de 1989) llevaba a la agudización de la crisis porque
constantemente corroía cualquier base de sustentación social para su política: elevaba las tasas de
interés para promover el ingreso de divisas, pero ello impedía cualquier reanimación del
mercado interno, ya que disminuía o desaparecía la rentabilidad para la inversión productiva
(porque era más rentable realizar colocaciones financieras de corto plazo) (Gráficos 1 y 2); en
consecuencia, se cerraba cualquier posibilidad de acuerdo con la pequeña y mediana burguesía y
los asalariados. Ello implicaba pactar con alguna fracción del poder económico más concentrado,
local o extranjero. La experiencia del acuerdo con los “Capitanes de la Industria” para la
implementación del Plan Austral había demostrado que éstos incumplieron sus promesas de
realizar inversiones a cambio del mantenimiento de cuantiosos subsidios estatales. Y el carácter
“deuda-dependiente” de la economía argentina ponía al gobierno (claramente decidido a
mantener su pacto con el gran capital) a la deriva del impulso que pudiera darle alguna fracción
de la gran burguesía capaz de financiar los desequilibrios generados por el endeudamiento
externo y por los mencionados subsidios. Desestimados los “Capitanes” (que ya habían optado
por el apoyo al candidato justicialista) el último año del gobierno de Alfonsín mostró su
búsqueda desesperada por lograr un fuerte sostén externo que le permitiera evitar la crisis que se
avecinaba. Cuando se hizo evidente para el gobierno norteamericano y los organismos
financieros internacionales que la administración radical no podría cumplir con las reducciones
del déficit y la privatización de empresas públicas, aquellos cesaron su apoyo y Alfonsín quedó a
merced de las disputas entre las fracciones sociales a las que había ayudado a afianzar su poder.

El Banco Mundial, cuyos créditos habían sostenido al gobierno desde agosto de 1988,
resolvió a fines de enero de 1989 suspender los desembolsos ante la imposibilidad del acuerdo de
la administración radical con el FMI. Sin nuevos fondos, la amenaza de devaluación se convirtió
en realidad a corto plazo. El ministerio de Economía intentó un último ajuste vía un fuerte
aumento de las tasas de interés reales (la tasa de plazo fijo a 7 días pasó de 4,2% en enero a 9,8%
en febrero) y los bancos extranjeros acreedores comenzaron a deshacerse de sus tenencias en
moneda nacional. Muchas de las grandes empresas locales, que aún seguían con australes en su
cartera de inversiones, dieron por finalizado su apoyo condicionado al Plan Primavera, y se
multiplicaron las presiones sobre las reservas del Banco Central. Pero no todas actuaron a
tiempo. Varios grupos económicos mantuvieron importantes depósitos en moneda nacional
“atrapados” por la rentabilidad financiera y por las promesas gubernamentales sobre la
inviabilidad de la política económica, lo que les produjo importantes pérdidas: Deutsch (Casa
Tía), Bunge & Born, Macri, Fortabat, Bulgheroni y Techint, entre otros (Verbitsky, 1990; Majul,

8
1995).

Presionado por la corrida sobre el dólar, el gobierno se retiró del mercado de cambios,
decretó feriado cambiario y bancario y lanzó nuevas medidas el 6 de febrero, que incluían:
 devaluación del austral un 12% para el dólar oficial (denominado “comercial”);
 triple mercado de cambios; coexistían un dólar “comercial” fijado por el BCRA (por el cual
se liquidarían las exportaciones agropecuarias), otro “especial” un 25% más caro que el anterior
(para las exportaciones industriales y las importaciones), y el libre, cuyo precio ya no era
respaldado en forma oficial porque el gobierno no tenía más divisas para vender (el cual
inmediatamente pasó a valer un 33,7% más que el oficial);
 tasas de interés positivas en términos reales (es decir, por encima de la inflación esperada);
 mantenimiento de la política de precios (aumentos sólo autorizados por el Comité de
Seguimiento);
 liberación de encajes bancarios para incrementar la liquidez monetaria.

La UIA y la CAC decidieron retirar el apoyo crítico pero no romper el diálogo con la
administración radical. Sin embargo, en la UIA se hacían más fuertes las voces contra el
gobierno; se planteaba que el descalabro económico se debía a que el gobierno no había
cumplido con la reducción del gasto público y se adoptaron medidas que generaron
desconfianza, como las leyes del Seguro de Salud y Accidentes de Trabajo, que provocaron
malestar e incertidumbre ente los empresarios.

Las medidas también repercutieron en el seno del propio gobierno y en el partido oficial:
el Secretario Figueras renunció, disconforme con la brecha que separaba al dólar libre del
utilizado para liquidar las exportaciones agropecuarias, cuyo valor era sustancialmente menor; su
renuncia no fue aceptada por Alfonsín. El candidato presidencial de la UCR, Angeloz, intentó
diferenciarse sosteniendo que si él hubiera sido el presidente no estaría atravesando por esa
situación, porque hubiera hecho todo lo necesario para que el déficit fiscal no se produjera.

Mientras tanto, los sectores agroexportadores presionaban sobre la tasa de cambio


utilizando el mecanismo que más a mano tenían: no liquidaban divisas en el mercado local.

El 20 de febrero el gobierno aumentó las tarifas públicas, a fin de incrementar los


ingresos del Estado; se devaluó el austral mediante una modificación diferencial del tipo de
cambio para las exportaciones agropecuarias e industriales, mejorando la posición de las
primeras. A medida que más presionaban los poseedores de dólares sobre la tasa de cambio, el
gobierno avanzaba más en el proceso de unificar los mercados de divisas.

Los antiguos apoyos del gobierno buscaron separarse de él: la UIA se distanció y la CAC
no avalaba las medidas. La SRA por su parte, junto con las demás entidades agropecuarias,
continuaban reclamando la unificación inmediata del tipo de cambio. En la última semana de
febrero los grandes exportadores de cereales y el Banco Central intentaron un acuerdo para que
las firmas ingresaran divisas para calmar el mercado cambiario y financiero. Las compañías, para
hacerlo, demandaron un subsidio del Banco Central del 30%, además del cumplimiento de otras
promesas gubernamentales previas, como el reconocimiento del valor del dólar libre para
ingresar divisas por anticipado.

De todos modos, fue el salto explosivo del dólar libre (su valor a fines de febrero de 1989
se había incrementado en un 59% respecto del mes anterior), y el retraso relativo del resto de los
precios, lo que produjo la ruptura definitiva del pacto gubernamental-empresario. La UIA y la
CAC se retiraron del Comité de Seguimiento de Precios, e inmediatamente se retomaron las

9
negociaciones entre las diferentes fracciones empresariales para presentar un frente unificado
ante el gobierno.

Durante el mes de marzo se agudizó el conflicto de los sectores agropecuarios con el


gobierno. Las organizaciones del campo intentaron acordar la realización de un paro, que
finalmente sólo realizó CARBAP. En este contexto, el secretario de Agricultura anunció el
dictado de una ley de emergencia rural que contemplaba postergar los vencimientos impositivos
y asignaba créditos a los productores. Por otra parte, se oficializó la falta de apoyo externo al
gobierno por parte del Banco Mundial, institución que también cuestionó el incumplimiento en
llevar adelante la reforma arancelaria para abrir la economía.

El gobierno respondió a esta situación reafirmando la política cambiaria y de precios. El


Grupo de los Ocho empezó a tantear las posibilidades de lograr la aceptación política para un
conjunto de medidas económicas de corto y mediano plazo. Se alcanzaron importantes
coincidencias en torno a la necesidad de impulsar una concertación socioeconómica para
transformar las estructuras y “desatar un nuevo proceso de acumulación de capital” con el
“protagonismo del capital privado”, según los sindicalistas del “Grupo de los 15” –una fracción
gremial muy burocratizada y de fluidos contactos con los grandes empresarios-. La UIA hizo
pública una propuesta de acuerdo político entre los principales partidos sobre una serie de
medidas económicas básicas, a fin de asegurar la transición del gobierno de Alfonsín con el
próximo surgido de las elecciones. Una de las primeras acciones en este sentido fue una reunión
de los industriales con sindicalistas, representantes de organizaciones rurales, otras
corporaciones empresarias y un alto jerarca de la Iglesia Católica (monseñor R. Bufano), para
tratar el tema del “pacto social” propuesto por Carlos Menem en caso de ganar las elecciones (El
Bimestre, marzo-abril de 1989).

El 31 de marzo renunció Sourrouille, acorralado por su propio partido, ya que fue el


candidato presidencial radical quien pidió públicamente su salida. El Ministerio de Economía fue
ocupado por Juan Carlos Pugliese, quien durante el mes de abril y casi todo mayo implementó
medidas económicas que avanzaron en sentido contradictorio, de acuerdo a cómo su equipo
percibía en cada momento los problemas más urgentes a resolver y cómo presionaban las
distintas fracciones empresarias.

Además de confirmar en sus cargos a Ernesto Figueras y Murat Eurnekián, las primeras
medidas de Pugliese (el 3 de abril) consistieron en una devaluación del 27%; vuelta al doble
mercado de cambios, en el que coexistían un dólar libre para las actividades financieras con uno
llamado “oficial”; la liquidación de las importaciones y exportaciones se modificó (50% por el
dólar oficial y 50% por el dólar libre), lo que se aproximaba a la unificación del mercado de
divisas y a mejorar el tipo de cambio que obtenían los exportadores agropecuarios respecto del
esquema anterior.

Mientras la Bolsa de Comercio se manifestaba a favor del tipo de cambio único (y pedía
al gobierno que avanzara aún más en ese sentido), la UIA protestó porque consideraba que la
modificaciones realizadas favorecían al agro, ya que las medidas de Pugliese producían una
fuerte transferencia de ingresos a favor del campo y además originaría un importante deterioro
en los salarios. Tanto la SRA como otras entidades agropecuarias estaban satisfechas con las
medidas.

La respuesta de los operadores financieros fue seguir presionando sobre el valor del dólar
que siguió trepando aceleradamente. En consecuencia, en la primera semana de abril, todos los
productos de la canasta familiar se incrementaron más del 30% y las tasas de interés nominales
superaban el 41% mensual. Frente a ello, el ministerio de Economía lanzó una segunda batería

10
de medidas sólo diez días después de las primeras: se unificó el mercado de cambios, con un
dólar llamado “oficial”; se restablecieron las retenciones a las exportaciones en general (para
limitar en cierta medida el impacto de la devaluación en los precios internos y aumentar los
ingresos estatales); se fijaron nuevos aranceles a las importaciones; se volvió a un régimen de
precios “administrados”; y se aumentaron las tarifas públicas.

Los exportadores dejaron de liquidar divisas como manifestación del rechazo ante las
medidas del gobierno, ya que el dólar libre se cotizaba al doble del valor al que debían liquidarlo
los exportadores descontado el monto de las retenciones. La SRA y otras organizaciones del
campo rechazaron el restablecimiento de las retenciones agropecuarias, y exigieron terminar con
los subsidios y prerrogativas a “sectores económicos sin sustento propio ni genuino”, en lo que
consideraban una injusta transferencia de ingresos a favor de la industria (El Bimestre, marzo-
abril 1989). Es remarcable que mientras las medidas del 3 de abril generaban la queja de los
industriales, por las del 13 protestaban los ruralistas y nuevamente los industriales, que
calificaban al régimen de precios administrados, como un “rodrigazo radical” (El Bimestre,
marzo-abril, 1989).

Ante la caótica situación, y a menos de un mes de las elecciones presidenciales, el


gobierno intentó estabilizar dentro de ciertos marcos la economía. Para ello recurrió a mediados
de abril al Grupo de los Ocho, con el fin de concertar precios con las empresas líderes y
mantener las paritarias pero en un límite de porcentajes indicativos de aumentos fijados por el
gobierno. La coordinadora empresaria comenzó a presionar por el reemplazo de J.C. Pugliese
por Roberto Alemann, quien consideraba que “la unificación cambiaria es un paso que se tendría
que haber dado hace cinco años” (El Bimestre, marzo-abril de 1989). Al mismo tiempo, buscó el
apoyo de distintos sectores para un programa de emergencia avalado por Alemann y Adalbert
Krieger Vasena, y a fines de abril se reunió con el PJ y también con el gobierno. Este plan, sin
embargo, no era unánimemente aprobado por todas las fracciones agrupadas en el “estado
mayor” empresario. Así es que una fracción de la UIA (el MIN), advertía a Montagna que él
tenía mandato de la entidad para impulsar un pacto, pero no para propiciar un plan económico
ortodoxo; Alchourón (SRA), por su parte, exponía la dinámica de acuerdos y conflictos que
existía entre las diferentes organizaciones empresarias para superar la coyuntura: “los ocho
caminamos juntos pero pensamos distinto” (El Bimestre, marzo-abril de 1989).

Finalmente, el 1º de mayo, el Grupo de los Ocho obtuvo del gobierno la unificación y


libertad del mercado cambiario. Pugliese las complementó con retenciones del 20% a las
exportaciones del agro y la industria; congelamiento de precios; ajuste del 20% y posterior
congelamiento de las tarifas públicas, y creación de nuevos impuestos (las dos últimas, para
recuperar los ingresos del Estado).

Dichas pautas eran muy similares a las que había propuesto Alemann. Los “Capitanes de
la Industria” expresaron su desacuerdo con las medidas que había solicitado el Grupo de los
Ocho, incluída la UIA. Esta, a su vez, condicionó su apoyo a que el congelamiento de precios no
se prolongara en el tiempo. El titular del Citibank, R. Handley (presidente de la asociación de
bancos extranjeros), consideraba positivas las decisiones gubernamentales porque ello permitiría
que los exportadores comenzaran a liquidar sus dólares (y la banca acreedora, a cobrar los
atrasos de la deuda).

En este punto es importante remarcar que entre febrero y principios de mayo el tipo de
cambio recibido por los exportadores pasó de 14 a 64 australes (descontada la retención del 20%
impuesta por Pugliese): en apenas tres meses, los granos se valorizaron casi cinco veces. Pero
además es necesario destacar que la falta de liquidación de dólares era consecuencia en gran
parte de los lineamientos establecidos por el Plan Primavera, ya que las divisas obtenidas por las

11
ventas anticipadas de la cosecha y las prefinanciaciones desde el exterior eran invertidas en el
circuito financiero que les rendía altísimas tasas de interés en australes, y el retraso cambiario les
aseguraba un dólar barato para cuando tuvieran que devolverlo a sus prestamistas o comprar los
granos que se embarcarían al exterior. De acuerdo a estimaciones de las cooperativas y de las
grandes firmas exportadoras, así habrían ingresado entre U$S 2.000 y U$S 2.400 millones; los
acopiadores llevaban el número hasta U$S 3.000 millones. Ello representaba alrededor del 70%
del total de los dólares que se esperaba recibir por las exportaciones de cereales (Clarín, 4/5/89)
y sería el monto se que volcaron anticipadamente hacia la renta financiera ofrecida por el Plan
Primavera. Entonces, al mismo tiempo que dicha renta limitaba la masa de divisas a liquidarse
durante el segundo trimestre de 1989, las que aún quedaban en manos de los exportadores fueron
utilizadas como un instrumento de presión sobre un gobierno que las requería desesperadamente
(Gráfico 3).

Gráfico 3:
Activos líquidos del Banco Central, diciembre 1988-octubre 1990, en millones de dólares

3000

2500
millones de dólares

2000

1500

1000

500

0
Oct-89

Oct-90
Feb-89

Jun-89

Feb-90

Jun-90
Dic-88

Dic-89
Abr-89

Ago-89

Abr-90

Ago-90

Fuente: Elaboración propia en base al Anexo Estadístico de la revista "Economía Argentina", año 1, nro. 1, 4to.
Trim. 1990, Buenos Aires, sobre información del BCRA.

A esta altura, el proceso hiperinflacionario ya se había disparado; la unificación y


liberación del tipo de cambio constituían la victoria de los sectores poseedores de divisas
(exportadores y acreedores externos). Las tasas de interés llegaron al 125% mensual y el dólar
siguió subiendo. Detrás de ellos avanzaban las grandes empresas formadoras de precios; como
lo denunció el Centro de Almaceneros (integrante de la CAC) el congelamiento de precios del 1º
de mayo fue en casi todos los casos “un blanqueo de los desorbitantes aumentos registrados
(colchón anticipado) y en otros un aumento al colchón previsto por los creadores de precios” (El
Bimestre, mayo-junio de 1989). La UIA, convencida del triunfo de Menem, impulsó un vuelco a
favor de relaciones más fluídas con el candidato del PJ, y acordó una tregua con la CGT hasta el
15 de junio (que se rompería pocos días después de las elecciones, al mismo tiempo que se
suspendía el congelamiento de precios). La suerte electoral del gobierno ya estaba echada. Los
días previos a las elecciones mostraron la inexistencia de las liquidaciones de divisas, aumentos
de precios y remarcaciones; y el incremento en el ritmo de suspensión o despido de trabajadores.
El sustrato social sobre el que se montaban estos problemas era el de un crecimiento continuo de
la población con problemas laborales (entre mayo de 1986 y de 1989 los desocupados y

12
subocupados pasaron del 12,9% al 16,7% de la PEA). Esta variación impactó diferencialmente
entre los diversos grupos sociales, afectando principalmente a los sectores de ingresos medios,
base electoral del radicalismo (Gráfico 4). En el caso de los deciles de menores ingresos, las
tasas de desocupación siempre fueron mucho más altas que las de los sectores medios, pero el
proceso de expulsión del empleo impactó más en las “clases medias”.

Gráfico 4:
GBA- Variación de las tasas de desocupación por grupos de estratos de ingreso familiar per cápita, 1986-
1989, en porcentajes

180
158
160
140 125
120 106
100 82 81
80
58
%

60 47
34
40
18
20
0
-20
-40 -21
1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Deciles

Fuente: Elaboración propia en base a Altimir, Beccaria y Gonzalez Rozada (2002), en base a datos de la EPH-Indec.

Luego de las elecciones en las que triunfó Carlos Menem, se renovaron las demandas del
sector financiero para lograr un compromiso político del candidato vencedor y del gobierno
saliente y la realización de un programa claro de ajuste, sin el cual no habría ayuda internacional.

La administración radical intentó recomponer una vez más los ingresos públicos,
mientras negociaba con el peronismo la entrega anticipada del gobierno. Las últimas medidas de
Pugliese (21 de mayo), que implicaron fuertes transferencias al sector público mediante un
aumento de las retenciones a las exportaciones agropecuarias e industriales, recibieron el rechazo
de la SRA y el resto de las entidades agropecuarias. El 25 de mayo Jesús Rodríguez reemplazó a
Pugliese al frente del Ministerio de Economía y dispuso: tipo de cambio único, con precio fijado
oficialmente y un severo control de cambios; aumento de las retenciones agropecuarias a un
30%, y de las industriales a un 20%; suspensión del 50% de los beneficios del régimen de
promoción industrial; y el envío al Congreso de un nuevo paquete impositivo.

Las medidas fueron resistidas por los ruralistas, que lograron trabar los nuevos impuestos
en el Senado. La UIA, por su lado, llegó a un acuerdo con la Secretaría de Comercio para que
ésta autorizara incrementos de precios cada ocho días y pidió el adelanto en el traspaso del
gobierno.

13
En la última semana de mayo comenzaron a conocerse las noticias sobre los saqueos a
comercios, primero en Córdoba y luego en el resto de los más grandes cordones industriales del
país (Iñigo Carrera, Cotarelo, Gomez y Kindgard, 1995); el 29 de mayo Alfonsín implantó del
Estado de Sitio, abriendo las puertas a una represión policial y parapolicial que produjo 19
muertos, 174 heridos y 1852 detenidos; entre el 23 y el 31 de mayo se contabilizaron 329
saqueos (35% en Rosario, 30,4% en GBA, y 27% en Córdoba) (Martínez, 1991).

A mediados de junio el “Grupo de los Ocho” (ampliado con otras entidades empresarias),
se reunió con Miguel Roig (ejecutivo de Bunge & Born y primer Ministro de Economía de
Menem) y Jorge Triaca (futuro Ministro de Trabajo) para analizar la situación y negociar
algunos acuerdos con el nuevo gobierno. Roig anunció que el primer paquete de medidas a
aplicar incluiría un severo ajuste económico, y la UIA y la CAC (las mismas que habían apoyado
el Plan Primavera), manifestaron que sólo sería posible acordar un nuevo nivel de precios con el
futuro gobierno si se permitía trasladar a los mismos los fuertes aumentos de tarifas y del tipo de
cambio (El Bimestre, mayo-junio 1989); el reacomodamiento de precios relativos, una vez más,
quitaba el sueño a los empresarios, quienes procuraron recuperarlo recostados sobre un
“colchón” de precios con el que se iniciaría el Plan Bunge & Born.

1.3. La evolución de los precios y el carácter social de la dinámica hiperinflacionaria

Los índices de precios comenzaron a dispararse a comienzos de febrero de 1989 cuando


el gobierno decidió retirarse del mercado de divisas y dejar de ofertar dólares para el sector
privado. Sin embargo, el proceso hiperinflacionario no sólo terminó con las posibilidades
electorales del radicalismo; también condicionó las alternativas políticas y sociales para el nuevo
gobierno justicialista a lo largo de sus primeros dieciocho meses de gestión y constituyó un
elemento decisivo para reducir la resistencia popular a la implementación de las reformas
estructurales y el modelo de gestión política del menemismo.

Los precios pueden ser indicadores de la manera en que los diversos grupos empresarios
presionan sobre los mercados que dominan (o intentan dominar) a fin de lograr apropiarse de la
mayor parte del excedente, en una dinámica en la que todos los formadores de precios (o
poseedores de bienes escasos y socialmente valorados, como es el dólar) utilizan todos los
mecanismos a su alcance para ganar o perder lo menos posible en términos relativos al resto de
las fracciones sociales; es decir, mejorar su posición en la distribución del ingreso. Este enfoque
parte de considerar que no todas ellas tienen las mismas posibilidades de influir en la
determinación de los precios, sino que dependen de su posición en la distribución desigual del
poder en los planos económico, social y político.

Así, al observar la evolución de los principales precios (al consumidor –IPC-, mayoristas
–IPIM- y dólar libre) durante el período que se extiende desde enero de 1988 hasta abril de 1991,
es posible aproximarse a la táctica que siguieron las fracciones sociales que se encuentran detrás
de ellos. Es decir, cuál fue el sector que impulsó el proceso hiperinflacionario, y cuáles los que lo
siguieron, realimentando el auge de los índices y tratando de que la variación de los precios
relativos los favorecieran (Gráfico 5).

Gráfico 2:
Evolución mensual de los precios al consumidor (IPC), precios mayoristas (IPIM) y dólar libre, enero
1988-abril 1991, en porcentajes

14
220

200

180

160

140

120

% 100

80

60

40

20

-20
Ene-88

Mar-88

May-88

Jul-88

Ene-89

Mar-89

May-89

Ene-91

Mar-91
Nov-88

Jul-89

Ene-90

Mar-90

May-90
Nov-89

Jul-90

Nov-90
Sep-88

Sep-89

Sep-90
Variación mensual IPC Variación mensual IPIM
Variación mensual dólar libre

Fuente: Elaboración propia en base a datos del INDEC

En primer lugar, en los precios al consumidor aparece fuertemente reflejado el sector


servicios, y en la Argentina previa a las reformas estructurales de principios de los noventa las
empresas de servicios públicos estaban en manos del Estado. Esto implicaba que la
determinación de los precios incluyera aspectos sociales y políticos. En segundo lugar, los
precios mayoristas en nuestro país dependen de la capacidad de ciertos agentes económicos para
influir en los mercados en los que actúan. Si los precios al consumidor son básicamente no
transables (es decir, no están sometidos a la competencia externa), en el caso de los precios
mayoristas sí lo están, y además, dada la estructura del poder económico, se trata en numerosos
casos de mercados con control oligopólico o monopólico de unas pocas firmas que tienen en sus
manos la posibilidad de su determinación. Dado que se trata de bienes transables, el Estado -a
través del manejo de los aranceles a la importación o las retenciones a la exportación, por
ejemplo- puede incidir para que el precio final reduzca la ganancia extraordinaria de las
empresas. Por último, en un país como la Argentina post-dictadura, el nivel del dólar está muy
determinado por el comportamiento de un núcleo acotado de grandes agentes económicos: los
exportadores (atento al elevado grado de concentración de la oferta exportadora, se trata en rigor
de un número muy reducido de empresas y/o conglomerados económicos de gran envergadura),
los acreedores externos (dada la magnitud del endeudamiento externo y la naturaleza “deuda-
dependiente” del esquema de acumulación del capital vigente desde mediados del decenio de los
setenta) y los principales grupos empresarios locales (que, como “núcleo dinámico” de la fuga de
capitales, cuentan con cuantiosos recursos líquidos en el exterior).

Resulta evidente que el Plan Primavera logró inicialmente una baja de los tres precios
elegidos, a partir del acuerdo logrado con la UIA (que nuclea a los principales formadores de
precios mayoristas) y que las altas tasas de interés en australes inducían a obtener ganancias que
no se lograrían a partir de la mera posesión de dólares. Esta etapa duró hasta febrero de 1989,
cuando el dólar fue el primero en producir un salto, que más tarde sería seguido por los precios
mayoristas y el IPC. Esto fue consecuencia de varios factores, entre ellos la falta de apoyo
15
externo, la caída en el stock de divisas en el Banco Central, la ruptura del pacto UIA-gobierno, y
el intento del gobierno por recuperar ingresos a través del incremento de las tarifas públicas.
Entre febrero y abril sobresale el retraso temporal que se produce entre el crecimiento del precio
del dólar y los precios mayoristas y minoristas. A partir de mayo, la unificación y liberación
cambiarias realizadas por Pugliese como consecuencia de la presión del Grupo de los Ocho
permitió que el dólar presentara su mayor alza del año, y que en julio lo siguieran, buscando
recuperar el terreno perdido, los precios mayoristas; el incremento del IPC refleja, por un lado, el
intento de sostener los ingresos del Estado en términos reales, y por otro, el incremento de los
precios en la canasta de consumo familiar.

En este punto resulta interesante personificar a algunos de los principales actores que
jugaron detrás de la evolución de los precios. En primer lugar, los poseedores de divisas, el bien
más preciado en la Argentina de fines de la década de los años ochenta y principios de los
noventa. Se trata de los grandes exportadores, tanto cerealeros como industriales: Bunge & Born,
Cargill, Dreyfus, Nidera, Continental, La Plata Cereal, entre los primeros; Techint, Molinos y
Arcor, entre los segundos. Además, están los bancos acreedores, que por un lado no renuevan los
préstamos y por otro adquieren todos los dólares que se pueden obtener “secando” la plaza local
(Citibank, Chase Manhattan, Morgan, Republic). Luego, a partir de su posición de dominio en
diferentes mercados está presente un conjunto de grupos económicos locales productores de
bienes intermedios y que influyen en la determinación de los precios industriales: Bunge & Born
(con su empresa Atanor), Fortabat, Bulgheroni, Massuh y Techint, entre las más importantes. Y
en los productos alimenticios que influyen sobre la variación de la canasta familiar, se puede
mencionar a Molinos (de Bunge & Born), y a los grupos económicos Bagley, Arcor y Terrabusi
(esta última, propiedad del presidente de la Unión Industrial).

Es posible considerar también la evolución de un grupo de precios con relación a otro


para determinar el peso relativo de cada uno en las diferentes etapas de la crisis (Gráfico 6). En
este sentido, es clara la preponderancia que tuvo el crecimiento del dólar respecto de la
evolución de los precios al consumidor durante los seis primeros meses del año 1989, y la caída
posterior refleja la evolución del IPC, superior a la del dólar tal como lo evidencia el Gráfico 5.
En el caso de las tarifas, si bien constituyen uno de los componentes del índice de precios al
consumidor, recién a mediados de 1989 se recomponen respecto del resto de los servicios que
integran el IPC, con lo cual también queda expuesto que no fueron un elemento desencadenante
de la crisis. Las tarifas recién se incrementarán relativamente a partir de comienzos de 1990,
como consecuencia de los ajustes previos a las privatizaciones.

Gráfico 6:
Evolución del salario industrial, dólar y tarifas en relación al índice de precios al consumidor
(base diciembre 1988=100)

16
500,0

450,0

400,0

350,0
Base diciembre 1988=100

300,0

250,0

200,0

150,0

100,0

50,0

0,0
Ene-89

Mar-89

May-89

Jun-89

Jul-89

Ene-90

Mar-90
Dic-88

Feb-89

Oct-89

May-90

Jun-90
Nov-89

Jul-90
Dic-89

Feb-90
Sep-89

Sep-90
Abr-89

Ago-89

Abr-90

Ago-90
Salarios/IPC Dólar/IPC Tarifas/IPC
Fuente: Elaboración propia en base al Anexo Estadístico de la revista "Economía Argentina", año 1, nro. 1, 4to.
Trim. 1990, Buenos Aires.

Al tomar en cuenta lo sucedido con los salarios, en todo el período se observa una
tendencia constante a la caída de los mismos, con lo cual queda expuesta la falsedad de la
hipótesis que sostiene que la hiperinflación fue resultado del conflicto distributivo entre el capital
y el trabajo: entre diciembre de 1988 y julio de 1989 el salario nominal se había incrementado
sólo la mitad de lo que lo habían hecho los precios al consumidor.

Abierto el proceso con el alza del dólar, la estructura de los precios relativos de la
economía se fue modificando. El resto se incrementó a una tasa que expresaba el deterioro en
relación con el valor de referencia (en este caso, la divisa norteamericana), más la necesidad de
recuperar la acumulación de los efectos de ese deterioro en el pasado y de prevenir el futuro,
todo lo cual está relacionado con la capacidad de los distintos actores de ejercer esta posiblidad,
según se encuentren en sectores competitivos, reglamentados, protegidos o de elevada
concentración. Esta dolarización de hecho que se produjo en la economía aceleró la inflación:
todos los precios pasaron a estar indexados por la evolución de la tasa de cambio, focalizándose
en el tipo de cambio paralelo, lo que en la última etapa del gobierno radical también estuvo
agravado por la dolarización de los bonos emitidos en australes, cuyo rendimiento estaba atado a
la de la divisa norteamericana. El vínculo entre los precios y el dólar paralelo contribuyó a
transformar la inflación rampante en hiperinflación abierta (Salama y Valier, 1992).

A pesar de que excede el objeto de este trabajo, no pueden dejar de efectuarse breves
comentarios sobre la crisis hiperinflacionaria y las primeras etapas del gobierno justicialista. El
Plan Bunge & Born no contemplaba la reanudación de los pagos a la banca acreedora
interrumpidos en abril de 1988. Expresaba la inicial alianza político-empresarial del gobierno de
Carlos Menem, en la que se privilegió el acuerdo con los grupos económicos nacionales, dejando
para más adelante la atención de la deuda externa (Lozano y Feletti, 1991). El peronismo
continuó pagando la deuda interna (financiada por los grupos económicos locales)
comprometiendo las reservas del BCRA. Ante la postergación de los pagos al exterior, la presión

17
de la banca acreedora indujo nuevamente al incremento del dólar, y entre fines de 1989 y
principios de 1990 se produjo el segundo “golpe de mercado” que acabó con la alianza del
gobierno con la fracción exportadora de los grupos económicos locales. Al igual que en el salto
hiperinflacionario anterior, los precios mayoristas y el IPC siguieron con cierto retraso la
evolución del dólar.

A partir de enero de 1990 el peronismo buscó conformar un nuevo pacto, en esta ocasión
con la banca acreedora. Pero las grandes empresas industriales, para mantener sus rentabilidades
relativas, incrementaron los precios mayoristas, ante lo cual el gobierno respondió con una
apertura importadora indiscriminada, que permitió que, finalmente, fueran los no transables (en
el gráfico 5, representados por el IPC) los que se elevaran más que el resto durante el año 1990,
seguidos por los precios mayoristas. De todos modos, el ajuste fiscal impulsado por los
acreedores encontró límites fundados en relaciones de fuerza políticas, ya que implicaba el corte
de las transferencias a las provincias y las erogaciones del personal del Estado. El intento de
superación de este conjunto de contradicciones impulsó a la banca acreedora a presionar sobre la
cotización del dólar en enero de 1991 (cuando duplicó su cotización respecto del mes anterior),
seguido por los precios mayoristas y la recomposición del IPC, con lo que reforzó su rol
hegemónico dentro del bloque dominante.

2. El diagnóstico predominante sobre la crisis y las vías de solución

2.1. Los enfoques de los actores políticos y económicos involucrados en el conflicto

En los años previos a la hiperinflación, la evidencia del estancamiento económico


condujo a que diferentes organizaciones y grupos empresarios intentaran explicar los motivos
que impedían el crecimiento, identificaran sus causas, las fracciones sociales responsables y las
vías de solución. En este sentido, es importante destacar algunos de los análisis que se iban
dando a conocer, ya que sobre ellos se montarán la explicación de la naturaleza de la crisis
hiperinflacionaria y, en consecuencia, los caminos que habría que recorrer para resolverla.

Dos de las entidades que mayor presencia pública tuvieron en la conformación de estos
diagnósticos fueron la Sociedad Rural Argentina (SRA) y la Unión Industrial Argentina (UIA).
En el primer caso, se identifica “el comienzo de nuestro largo estancamiento y pérdida de
posición frente al conjunto de las naciones en la década de los años ’30”. El estancamiento
económico y la inflación constituyen, en esta perspectiva, “una nueva instancia de un viejo
fracaso”, que prologan “instancias decisivas, ajustes difíciles y dolorosos que se han venido
postergando en la vana esperanza de que el tiempo los diluya, o los haga innecesarios” (Beltrán,
1999). Este discurso, si bien retoma las tradicionales críticas de los agroexportadores a la
“ineficiencia” de la industria local, es muy crudo en la identificación de los males que han
conducido a tal situación: “la prioridad al consumo y a la demanda interna, el afán
distribucionista, la intervención estatal en los precios relativos (...), el avance del Estado, etc.”
Para superarlos reclamaban un ajuste estructural, cuyo contenido debía incluir una amplia
desregulación de las actividades productivas, la eliminación de las retenciones a las
exportaciones agropecuarias y de productos agroindustriales, la vigencia de mecanismos de
mercado para la determinación de precios, privatización tanto de organismos específicos del
sector (Junta Nacional de Carnes y Junta Nacional de Granos) como de puertos y transportes, la
apertura de la economía y la libre flotación cambiaria (Beltrán, 1999).

En sus análisis, la UIA no difería mucho de las perspectivas expuestas por los ruralistas.
A pesar de los enfrentamientos coyunturales entre ambas fracciones, los industriales también
identificaban al “estatismo agigantado y castrador” como “el principal factor de estancamiento y

18
frustración colectiva”; y en un enfoque que podrían suscribir los grandes terratenientes de la
provincia de Buenos Aires, se afirmaba que “en medio siglo Argentina pasó de ser uno de los
países más ricos a uno de los más pobres”, ubicando también el origen de la crisis en la etapa de
industrialización sustitutiva de importaciones. Para resolver estos problemas, se promovía
circunscribir las regulaciones estatales a lo indispensable, reducir la dimensión del sector
público, cambios en la política de gastos, ingresos y endeudamiento del gobierno, modificar la
política cambiaria, perfeccionar los incentivos a la exportación en general y el establecimiento de
aranceles de protección a la industria.

Pero no sólo los factores endógenos habían sido los generadores del estancamiento
argentino. El grupo Techint, el tercer conglomerado industrial en la Argentina en los años
ochenta (luego de Bunge & Born y Perez Companc), afirmaba en 1988 que “a principios de los
ochenta, con la crisis de la deuda externa, no sólo quedó eliminada esta fuente de financiamiento
(...), sino que además el Estado debió hacer frente a su servicio, restringiendo aún más su
capacidad de financiación. En este contexto, el agotamiento del modelo se vio esencialmente
agravado por la sucesión de normas y regulaciones que buscaron mantener su vigencia sin lograr
definir una trayectoria coherente de reestructuración...” (Beltrán, 1999). El grupo de la familia
Rocca exponía, así, la presencia de otra fracción social que se iba consolidando dentro del bloque
dominante y que a fines de la década del ochenta alcanzaría un rol decisivo: los acreedores
externos. Todo ello sin hacer referencia alguna al carácter “deuda-dependiente” del modelo
económico vigente, ni menos aún, a la centralidad que para su instauración tuvo la estatización
de la deuda externa privada.

Las coincidencias entre industriales y ruralistas no son llamativas si se consideran cuáles


son las bases materiales de sustentación de muchos de sus integrantes. La vieja disputa entre
ambos sectores no tenía la misma validez en las nuevas condiciones de reproducción del capital
en la Argentina post-1976. La conformación de nuevas fracciones sociales, cualitativamente
diferentes a las de la etapa de la sustitución de importaciones, se caracterizaba por la
consolidación en la cúpula del poder económico de estructuras empresarias diversificadas y/o
integradas, lo que implicaba que las antiguas oposiciones sectoriales se diluyeran en un enfoque
más global de los intereses y estrategias de los grupos económicos, sean éstos de capital local o
extranjero. Esto también repercutía en las conducciones de las entidades representativas de
intereses empresarios. Como se expuso en las secciones previas, si la UIA no era suficientemente
veloz para expresar estos intereses, los propietarios de los grupos se unían bajo otras formas de
lobbying, como lo fueron los “Capitanes de la Industria”. Pero si el proceso político implicaba la
necesidad de expresar una fuerza de mayor presencia social, para ello se recurría a las viejas
estructuras organizativas por sector. De todos modos, la conducción de la misma no sólo estaba
asentada en el sector industrial, como lo prueba Gilberto Montagna, presidente de la UIA en este
período: además de ser dueño de la fábrica alimentaria Terrabusi, era un importante propietario
de tierras en la provincia de Buenos Aires (Basualdo, 1996). Otros propietarios de
conglomerados económicos con una fuerte inserción manufacturera eran también productores en
el agro pampeano y extrapampeano: la familia Bemberg, dueña de la cervecera Quilmes; los
Werthein, de la textil IVA; los Acevedo y los Gurmendi, de la siderúrgica Acindar; los Fortabat,
de la cementera Loma Negra; los Blaquier, del Ingenio Ledesma; los Perez Companc, del grupo
homónimo; y los Pagani, de Arcor (Basualdo, 1996; Basualdo y Bang, 1997; Basualdo y
Khavisse, 1993).

Estos enfoques también fueron reflejados por los legisladores en oportunidad del debate
parlamentario de las leyes de Emergencia Económica y de Reforma del Estado, eje del acuerdo
político radical-justicialista que permitió el traspaso adelantado del gobierno.

19
En efecto, una parte importante del sistema político fue permeado por este tipo de
diagnósticos sobre la crisis y sobre la necesidad de avanzar en esta clase de reformas, en un
proceso que se inició en la segunda mitad de los años ochenta y fue cristalizándose a medida que
se profundizaba el conflicto político, social y económico.

El repaso de los hechos evidencia que a fines de marzo de 1989 -cuando Menem ya se
perfilaba a ganar la elección- se realizó una primera reunión entre los dirigentes Nosiglia y
Jaroslavsky, por el radicalismo, y Manzano y Barrionuevo por el PJ, en el contexto de las
primeras demandas por parte del establishment para que se lograran ciertos acuerdos, incluyendo
la posibilidad de un gobierno de coalición post-electoral (El Bimestre, marzo-abril de 1989). Se
buscaba que en la transición de un gobierno a otro (que en principio debía durar seis meses) se
realizara el ajuste económico que no había hecho el radicalismo y se aprobaran las normas
necesarias para avanzar con los cambios estructurales exigidos por las diversas fracciones del
bloque dominante. Luego de las elecciones continuaron los contactos, en los que fue quedando
claro que Menem no asumiría con el Parlamento y la Corte Suprema con mayoría opositora. El
peronismo exigía al radicalismo que garantizara la sanción de un paquete de veinte leyes, entre
otras la de Reforma del Estado y la ampliación del número de jueces de la Corte.

La crisis política se realimentaba con la escalada de los distintos precios: “a mediados de


junio de 1989 el gobierno era ejercido de hecho por el justicialismo (los empresarios hablaban
con Roig, los diplomáticos con Cavallo y los militares con Luder); Cavallo entorpecía las
relaciones exteriores del gobierno, a lo que se sumaban las declaraciones de Guido Di Tella
acerca del `dólar recontra alto´ con que operaría el gobierno justicialista. La sucesión de estos
hechos, entre otros, desbarató las negociaciones entre radicales y peronistas y limitó el acuerdo a
un compromiso donde no se hostigaría a la UCR mientras ésta garantizara la aprobación de las
primeras leyes en el Congreso. Alfonsín renunció el 30 de junio de 1989 y entregó el poder el 8
de julio del mismo año” (Duarte, 1999). El acuerdo logrado aseguró que las leyes de Reforma
del Estado y de Emergencia Económica se sancionaran el 17 de agosto y el 1º de septiembre de
1989, respectivamente, a menos de dos meses de la asunción de Menem, y con la misma
composición del Congreso vigente desde 1987 (los legisladores electos en mayo y que reflejaban
la nueva relación de fuerzas parlamentarias asumieron en diciembre de 1989).

En el debate parlamentario de estas leyes, al margen de las posiciones de legisladores que


respondían históricamente al pensamiento liberal-conservador (como los de la Ucedé y algunos
partidos provinciales), desde los propios diputados y senadores del Partido Justicialista se
apoyaron los proyectos en virtud del “agotamiento de esquemas pretéritos cuya perdurabilidad
fue precipitando al país en la profunda crisis en que se debate”, y “el reconocimiento de la crisis
final de un proyecto de país (el de los últimos cincuenta años)” (Duarte, 1999). Así se retomaban
las nociones más liberales de la historia argentina reciente, ocultando los cambios ocurridos en la
estructura económico-social argentina a partir de la dictadura militar de 1976 y exculpando al
peronismo de su responsabilidad institucional, en primer lugar sobre la crisis, y en segundo
término sobre la aprobación de estos proyectos. Es decir, para quienes apoyaban la sanción de
los proyectos la causa de la crisis de 1989 era el populismo, entendido como los últimos
cincuenta años de estatismo. En cuanto a la reforma del Estado, se la justificaba a partir de la
imposibilidad de mantener los déficits de las empresas públicas en el presupuesto nacional.

Los legisladores radicales se refirieron a la crisis como “un problema que señalaron desde
1983”, sobre el que pidieron ayuda para resolverlo y no sólo no la recibieron, “sino que la
oposición tendió a agravarla” (Duarte, 1999). Identificaban a la crisis hiperinflacionaria como un
suceso coyuntural, cuyos responsables, según el diputado Baglini, “somos todos, nuestro
gobierno, los partidos que no compartieron el diagnóstico, el reducido número de grupos
empresarios que el 6 de febrero provocaron un golpe de estado cambiario y que hoy siguen

20
remarcando ferozmente sin preocuparse por la gente, y las organizaciones sindicales” (Duarte,
1999). Así, el diagnóstico que hacía la UCR se afirmaba sobre sus aspectos políticos, sin analizar
los cambios que durante su gobierno habían tenido los enfoques acerca del estancamiento y la
inflación, que los había llevado a asumir las perspectivas de las fracciones económicamente
dominantes. En cuanto al proceso de privatizaciones, el radicalismo se opuso a la modalidad
adoptada pero sin cuestionar el proceso en sí, que había impulsado infructuosamente hasta el
momento de dejar el gobierno.

En síntesis, más allá de algunos discursos como el del diputado Jesús Rodríguez (UCR),
que propuso que “discutamos quiénes son los responsables de actitudes en contra del interés
general ocurridos en el primer semestre de 1989" (Duarte, 1999), ni el radicalismo ni el
peronismo demostraron interés en avanzar en la identificación de las responsabilidades políticas
y económicas de la crisis.

Sólo algunos diputados representantes de partidos con una pequeña representación


parlamentaria (ciertas fracciones socialistas, el partido Humanista) reconocieron el quiebre que
para el modelo de industrialización sustitutiva de importaciones significó la dictadura militar de
1976, y que la crisis del Estado sería producto de las transferencias que desde entonces se
hicieron hacia los sectores dominantes.

2.2. Los argumentos justificatorios desde las ciencias sociales

Los enfoques predominantes sobre la crisis hiperinflacionaria también son asumidos por
intelectuales e investigadores de diversas disciplinas, entre los que interesa destacar tres, por su
impacto en el campo de las ciencias sociales y de la política. En un conocido trabajo, el
historiador Tulio Halperín Donghi (1994) sostiene que la crisis hiperinflacionaria es el momento
en que se resuelve la agonía (de casi cuarenta años) de la sociedad peronista; es el producto de la
sospecha de que el Estado había perdido la capacidad para evitar la catástrofe. El período del
gobierno radical había mostrado que el caos emergente del grave conflicto sociopolítico (cuya
etapa decisiva se había iniciado en el Cordobazo, veinte años antes de la hiperinflación) era
irresoluble dentro del marco de las relaciones anteriores. Así, desde fines de los años cuarenta y
hasta 1976 el Estado había sido terreno de batalla y botín de los diversos sectores sociales; lugar
que lo condenaba a una situación de debilidad que generaba en los actores sociales un
parasitismo más agresivo, y era a la vez la causa de la hiperinflación. En esta perspectiva, “el
Estado de la dictadura no logró condicionar a su sucesor” (Halperín Donghi, 1994).

En una similar línea interpretativa, Palermo y Novaro (1996) argumentan que la crisis de
1989 resuelve la desarticulación del viejo orden. Varias son las causas coyunturales que
confluyen para dar lugar a la hiperinflación: la evolución negativa del sector externo en el año
1988, la fragilidad del Plan Primavera, la incertidumbre política que generaba la perspectiva del
regreso del peronismo al gobierno; la medida en que esto incentivó a los grupos de interés a dejar
establecidas conquistas que actuaran como reaseguro para el futuro, y la resignación por parte
del gobierno, ante estas presiones, de diversos instrumentos de estabilización. La confluencia de
estos factores se producía en el marco de la extrema vulnerabilidad del sector público,
vulnerabilidad que, al decir de los autores, es producto de la inviabilidad socio-política del
“modelo peronista” que caracterizó a la sociedad argentina entre 1946 y 1989. La dictadura
militar de 1976-1983 se conceptualiza, en esta perspectiva, como un período donde se observan
continuidades con la etapa anterior y son estas continuidades las que conducen a la crisis del
Estado, al que se considera colonizado por la puja intersectorial. Como resultado, el sector
público perdía legitimidad y eficacia, quedando en los años ochenta el control de las principales
variables macroeconómicas sometido al juego de presiones entre los acreedores externos y los

21
operadores financieros. En consecuencia, el Estado emergente de la crisis hiperinflacionaria es
uno que ha perdido el control de los recursos indispensables para la creación y reproducción de
capacidades de gobierno y que no puede recobrarlos por las mismas vías a por las que, hasta
entonces, los había mantenido en sus manos.

Las corrientes analíticas que caracterizan los orígenes de las crisis hiperinflacionarias
analizadas como producto de la crisis terminal del Estado populista y/o de bienestar encuentran
su fundamentación más extensa en un trabajo de Juan José Llach (1997). En efecto, para este
autor las crisis mencionadas estarían expresando la “decadencia económica” que habría
caracterizado a la Argentina entre 1950 y 1990, fenómeno que derivaría de la forma particular en
que se manifestó históricamente la articulación entre Estado y economía (“estatismo
inflacionario”), y que se caracterizaría, básicamente, por una dinámica inflacionaria y el
estancamiento de la economía.

Sin embargo, tal interpretación queda en gran medida cuestionada cuando se analiza la
eviencia empírica disponible. En efecto, al observar detenidamente la evolución de algunas
variables (PBI, PBI per cápita, inflación) durante el período 1950-1990, es decir, aquél al que
Llach señala como desencadenante del “atraso argentino”, es posible constatar resultados que
plantean serios interrogantes en cuanto a la validez de los argumentos esgrimidos por dicho autor
y, por tanto, conducen a replantearse tanto la periodización realizada por el mismo como,
fundamentalmente, la caracterización de la crisis 1989-1990.

Como bien señala Llach, el período 1950-1990 estuvo caracterizado por una importante
dinámica inflacionaria. No obstante, al analizar los datos presentados es posible constatar la
existencia de dos etapas claramente identificables: una que se inicia en 1950 y dura hasta 1975, y
otra que se extiende desde 1976 hasta 1990 (Gráfico 7). En efecto, mientras que entre 1950 y
1990 los precios crecieron a un promedio anual del 286,8%, en el período 1950-1975 dicha alza
fue del 34,9% promedio anual, y entre 1976 y 1990 los precios se incrementaron a un promedio
anual del 723,6%. Asimismo, resulta interesante observar que entre 1950 y 1975 hubo sólo dos
años en que la inflación superó los tres dígitos (1959 y 1975). Entre 1976 y 1990, por el
contrario, existió solamente un año en el que la variación anual de los precios fue inferior al
100% (1985, como consecuencia inicial del Plan Austral). En otras palabras, los datos referidos a
la evolución de los precios estarían indicando, por un lado, ciertas discontinuidades en el
funcionamiento de la economía argentina y, por otro, que las mismas se ubican en torno a los
años 1975-1976, es decir, aquel período contemporáneo a la implementación del “rodrigazo” y
la instauración del último golpe de Estado.

Gráfico 7:
Evolución del PBI, PBI per cápita e Indice de Precios al Consumidor, 1950-1990

22
5000 300

4500

250
4000

3500
200
Tasa anual de inflación (%)

PBI
3000

PBI (1950=100)
2500 150

2000
PBI per cápita
100
1500

1000
50

500
IPC
0 0
1950

1951

1952
1953

1954

1955

1956
1957

1958

1959

1960
1961

1962

1963

1964
1965

1966

1967

1968
1969

1970

1971

1972

1910

1974

1975

1976
1977

1978

1979

1980
1981

1982

1983

1984
1985

1986

1987

1988
1989

1990
Fuente: elaboración propia en base a Indec y Ministerio de Economía.

La evolución del Producto Bruto argentino durante este período permite arribar a
conclusiones similares a aquellas obtenidas del análisis del comportamiento de los precios. En
efecto, al considerar a 1950 como año base, el PBI registró un crecimiento del orden del 152%
hasta 1990 (lo que equivale a un incremento del 2,3% anual acumulativo). No obstante, en dicha
evolución es posible verificar situaciones disímiles según los subperíodos considerados. Así,
mientras que entre 1950 y el año previo al golpe militar el PBI había crecido un 150% (que
representa un alza del 3,7% anual acumulativo), en 1990 el Producto tenía los mismos valores
que en 1976. En otras palabras, mientras que entre 1950 y 1975 el Producto argentino registró, a
pesar de ciertos períodos de retracción en el contexto de los llamados ciclos stop and go, el
mayor crecimiento en sus valores históricos (especialmente entre 1964 y 1974), a partir de
entonces se transitó por una década y media de estancamiento económico.

Esto queda claramente reflejado al analizar la evolución del PBI per cápita. El mismo se
incrementó, entre 1950 y 1990, apenas un 32,9% (equivalente al 0,7% anual acumulativo). Sin
embargo, y al igual que en los casos anteriores, es posible establecer una interrupción en su
comportamiento en torno a los años 1975/76. En efecto, si entre 1950 y 1975 el PBI per cápita se
había incrementado un 64,6% (es decir, un crecimiento del 96,3% por encima al registrado en el
conjunto del período), la evolución del mismo indicador entre 1976 y 1990 manifiesta una
disminución del 18,6% (que representa una caída del 1,3% anual acumulativo). En otras
palabras, la totalidad del crecimiento registrado entre 1950 y 1990 es explicada por la evolución
del Producto per cápita en el período anterior a la irrupción de la dictadura militar. En
consecuencia, la etapa que se inicia desde entonces estaría caracterizada por una situación de
marcado estancamiento (en rigor, retroceso) del conjunto de la economía argentina.

A pesar de la coincidencia entre Llach, Halperín Donghi y Palermo y Novaro (la


consideración de la crisis de 1989 como la gran ruptura desde la década de los años treinta en
adelante), los dos primeros autores difieren en la concepción de la etapa que se inicia en los
noventa. Para Halperín Donghi, el decenio de los noventa es el momento en que la Argentina
comienza a caminar “desnuda hacia la intemperie”, además de haber resaltado a la dictadura

23
como el comienzo del fin. Llach, en cambio, habla de la decadencia 1950-90 considerando que el
Plan de Convertibilidad inaugura un camino próspero, afirmación que realiza considerando sólo
la inflación y el Producto (no incluye en el análisis variables como deuda externa, salario real,
empleo, u otros). De esta manera, estos enfoques subestiman la importancia del “rodrigazo” y del
golpe de 1976 como quiebre y factor explicativo del estancamiento sobre el cual se montó la
crisis de fines de los años ochenta.

En este punto resulta relevante discutir cuál es el carácter del Estado que entra en crisis y
los factores que motivaron su colapso. ¿Se trataba de la crisis de un Estado benefactor,
intervencionista y productor, cuya injerencia en la economía se veía afectada por las múltiples
demandas a las que era sometido desde todo el espectro social? ¿Se trataba en cambio de la crisis
de un Estado que había orientado sus recursos y transferencias hacia un sector social específico?
¿Qué tipo de conflictos eran los que adquirían la forma de una hiperinflación y desplegaban sus
efectos sobre el conjunto de los clases y fracciones sociales? En este sentido, las diferencias de
enfoque son relevantes, ya que a la hora de diagnosticar, implementar y especialmente legitimar
la salida a la crisis, su caracterización supondrá un elemento sustancial, que orientará la
resolución de la misma en una u otra dirección.

La perspectiva dominante considera a los estallidos hiperinflacionarios como producto de


la crisis del Estado de Bienestar/populista, omitiendo el quiebre operado en la dinámica de la
economía y la sociedad argentinas en la segunda mitad de los años setenta. A partir de la
información presentada es posible extraer una serie de conclusiones acerca de la validez de los
argumentos esgrimidos por autores como Llach, Halperín Donghi o Palermo y Novaro y plantear
como altamente plausibles las siguientes interpretaciones.

En primer lugar, existe una clara y significativa diferencia en el funcionamiento de la


economía argentina entre 1950-1975 y 1976-1990. En este sentido, para el conjunto del período
sería incorrecto hablar, como lo hace Llach, de importantes elementos de continuidad. Por el
contrario, tanto al analizar la evolución de los precios como la del Producto, es posible constatar
en torno a 1975/76 un claro punto de inflexión en el que se revierten tendencias que venían
operando en el patrón de funcionamiento de la economía argentina desde hacía casi medio siglo.

En segundo lugar, y directamente relacionado con lo anterior, es posible afirmar que la


supuesta “decadencia argentina” (caracterizadas por la inflación y estancamiento económico)
estaría más asociada al período post-76 que al conjunto del período 1950-1990. En este sentido,
la etapa que concluiría con las crisis hiperinflacionarias de 1989/91 no sería el Estado populista
y/o de Bienestar asociado a la industrialización sustitutiva sino, más bien, aquél que emerge del
golpe militar de marzo de 1976.

Así, empleando los mismos indicadores utilizados por Llach, es posible refutar las
argumentaciones que sostienen que el origen del “atraso argentino” habría que buscarlo en la
forma particular de articulación que se estableció, durante casi medio siglo, entre el Estado y el
funcionamiento de la economía. Ahora bien, para comprender qué tipo de Estado es el que
muere, es necesario diferenciar sus características estructurales de las ideológicas o políticas que
lo constituyen.

En su carácter estructural, hacia 1989, el Estado se sostenía sobre un conjunto de


mecanismos instaurados por la dictadura (especulación financiera; promoción industrial y
diversas formas de subsidio al sector privado) que, entre otras consecuencias, limitan el mercado
interno y crean nuevas cargas fiscales (principalmente para enfrentar los mencionados subsidios
al gran capital concentrado, la estatización de la deuda externa privada, etc.), sin resolver sus
problemas de financiamiento.

24
La asistencia diferencial por parte del Estado a los actores centrales del poder económico
desde 1976 se manifiesta claramente al tomarse en consideración las transferencias recibidas por
el capital concentrado local y los acreedores externos en el período 1981-1989. En dicho lapso,
los acreedores externos percibieron, en promedio, un 4,3% del Producto anual generado por la
sociedad argentina, mientras que las transferencias al capital concentrado local,
fundamentalmente en concepto de subsidios a la promoción industrial, subsidios al capital
financiero, incentivos a las exportaciones e importaciones y licuación de deuda externa e interna,
fueron, sin embargo, un 9,7% del PBI (sin considerar los sobreprecios por compras del Estado).
A la vez, en el mismo período, la participación de los asalariados en el ingreso fue del 30%
(promedio), cuando en el quinquenio 1970-75 esa participación había alcanzado un valor cercano
al 43% del Producto (Basualdo, 1992).

Entonces, es posible pensar a la crisis hiperinflacionaria de 1989/91 como una


manifestación de contradicciones que excedían el marco del mercado y dirimían en los precios
una puja por la distribución del ingreso; se expresaba así una lucha entre distintas fracciones de
la burguesía: bancos acreedores que buscaban hacer efectivos sus préstamos y que presionaban
sobre el nivel de reservas del país, grupos económicos formadores de precios que intentaban no
quedar rezagados en la escalada de precios, y exportadores que presionaban para valorizar sus
dólares evitando la liquidación de divisas, a los que se suma la reacción tardía y desordenada del
resto de los sectores sociales, cuya heterogeneidad disminuía su poder de influencia en la puja
distributiva. La quiebra del Estado se debía a que éste no podía mediante la expropiación a los
asalariados seguir pagando los intereses de la deuda externa, continuar con los diferentes
subsidios (programas de capitalización de la deuda, apoyo al sistema financiero, financiar la
promoción industrial), afrontar los intereses de la deuda interna y mantener los sobreprecios a
sus proveedores (Basualdo, 2001). Cada uno de los picos inflacionarios fijó una nueva estructura
de precios relativos que cristalizó los cambios en las relaciones de poder entre los distintos
actores políticos y económicos.

En síntesis, la crisis es producto de un conflicto entre las dos fracciones del poder
económico más concentrado de la Argentina: la banca acreedora, que desde abril de 1988
cobraba a cuentagotas los intereses de la deuda, y los grupos económicos locales beneficiados
por las transferencias realizadas desde el Estado. Sin embargo, estos sectores dominantes, con
ayuda de no pocos intelectuales y formadores de opinión pública, lograron instalar la percepción
de la crisis como la del Estado distribucionista (a la vez, intervencionista y propietario) ligado a
la industrialización, y el sistema político convalidó esta visión: el Estado, al no poder enfrentar
las múltiples demandas que lo acosan, deviene en productor de la crisis social. Pero ese
particular tipo de Estado en crisis era el reflejo de otro conflicto más profundo que es el del
modo en que se venían realizando las transferencias a los sectores dominantes a partir de la
dictadura.

3. La ideología y la política en la coyuntura

Como se ha expuesto, para aprehender los mecanismos por los cuales la hiperinflación
fue considerada como la expresión de la agonía del Estado populista es necesario incorporar
otras dimensiones analíticas. Los cambios más profundos que se van sucediendo en la estructura
social no se perciben de inmediato en el plano ideológico, o al menos no se evidencian de modo
claro, y se van incorporando lentamente en los planteos políticos y discursivos (Nun, 1987).
Además, las crisis económicas no producen por sí mismas acontecimientos fundamentales, sino
que “sólo pueden crear un terreno más favorable a la difusión de ciertas maneras de pensar, de

25
plantear y de resolver las cuestiones que hace a todo el desarrollo ulterior de la vida estatal”
(Gramsci, 1969).

En la Argentina de los años ochenta, y a pesar del marcado desmejoramiento en su


situación relativa, los sectores populares aún percibían al Estado como un espacio en el que
podían expresarse intereses que remitían a las características de la etapa sustitutiva. El accionar
de las corporaciones sindicales durante el gobierno radical, su relativa capacidad para intervenir
en las decisiones de gobierno, el funcionamiento de las negociaciones colectivas, la presencia
política de los sindicatos (a pesar de su limitada capacidad de presión sobre los sectores
dominantes), reflejan, entre otros indicadores, las estrategias de acción colectiva de las
fracciones sociales subordinadas.

Por su parte, las fracciones sociales predominantes en el plano económico no habían


podido plasmar una alternativa política que permitiera expresar en el marco del funcionamiento
de las instituciones democráticas una alianza de clases que les garantizara preponderancia
política, lo que evidenciaba que no se había producido, luego de la experiencia dictatorial, un
quiebre ideológico en el conjunto de las clases y fracciones sociales del mismo tenor que el
quiebre histórico en la estructura económico-social de la Argentina (Duarte y Ortiz, 1996).
Ninguna de las fracciones predominantes, que detentaban un poder económico tan extendido que
les permitía vetar las iniciativas que pudieran afectar sus intereses, se había constituído aún en
políticamente hegemónica. Ello puede rastrearse al considerar el contenido de las
reivindicaciones y propuestas políticas que formularon los partidos políticos mayoritarios, la
CGT y otras organizaciones sociales durante la campaña electoral presidencial de 1983, que
eran, a su vez, condicionadas por las luchas sociales. Entonces se planteaban estrategias
redistributivas, democratizadoras de las instituciones y compensadoras de la transferencia
regresiva del ingreso operadas entre 1975 y 1983.

Esta suerte de “desfasaje” entre los planos económico y político-ideológico fue resuelto a
lo largo de la hiperinflación, que operó como un dispositivo a partir del cual pudo establecerse
una correspondencia entre el modelo concentrador y excluyente instaurado a partir de 1976 con
la vigencia de la institucionalidad democrática. Por ello, percibir a la crisis como el fin del
Estado populista supone una maniobra ideológica destinada a legitimar la reestructuración
impuesta por las fracciones sociales dominantes en la década del noventa.

En orden a integrar las múltiples dimensiones que se hacen presentes en la coyuntura, se


hace necesario incorporar brevemente los factores políticos que son los que brindan las
condiciones de posibilidad de que el enfrentamiento dentro del poder económico que se venía
gestando a lo largo del gobierno radical adoptara la forma de resolución hiperinflacionaria; es en
el plano de la lucha política donde se resuelven los conflictos entre las distintas fracciones
sociales.

En primer lugar, se encuentra la disputa electoral de mayo de 1989. El partido gobernante


había sido derrotado en las elecciones de diputados nacionales y gobernadores de 1987 frente al
PJ, en ese momento conducido por la “renovación”; la que menos de un año después (en julio de
1988) perdió a su vez la compulsa electoral interna para la definición de los candidatos a la
presidencia y vicepresidencia para 1989. Los candidatos peronistas, Carlos Menem y Eduardo
Duhalde, reforzaron su imagen y discurso populista durante el año 1988, lo que les permitió
referenciarse como alternativa al ajuste del radicalismo y crecer en las encuestas electorales.

En segundo término, se mantenía el nivel de conflictividad social de los años previos,


fundamentalmente vinculados a luchas para mantener el nivel adquisitivo del salario (Lucita,
1989). La CGT realizó numerosas huelgas generales (13 durante todo el gobierno radical), en

26
varias de ellas con convocatorias masivas en las que cientos de miles de trabajadores se reunían
para protestar contra la política económica gubernamental. A principios de septiembre de 1988,
uno de esos actos terminó en una indiscriminada represión policial, lo que potenció el
enfrentamiento entre el gobierno y los sindicalistas y las fuerzas políticas opositoras, ya que las
investigaciones posteriores determinaron que lo que dio origen a la represalia policial fue el
ataque y saqueo a un comercio organizado por un grupo de agentes de inteligencia del Estado.
Ello derivó, a su vez, en la convocatoria a un nuevo paro (de mucho mayor acatamiento que el
anterior) en repudio a la represión y al accionar del gobierno. En los meses posteriores decayó la
movilización sindical porque la CGT se subordinó a la dinámica electoral del Partido
Justicialista.

Estos dos factores fueron advertidos claramente por algunos personajes vinculados al
poder económico: “La causa principal de la crisis no radica en el manejo actual de la política
económica y financiera, sino en las expectativas futuras… el tema crucial es la contención del
poder sindical. Si existiese la idea generalizada de que gana Angeloz, no habría motivo para
tanta histeria... Pero las expectativas son otras. Conceptos como “salariazo o “nacionalización de
los depósitos”… la presencia de un sindicalismo fuerte y agresivo… presagian para muchos el
retorno a 1975. El mismo protagonista… está ahora presente como un muy importante factor de
poder detrás de Menem. Y nada hace suponer que los grandes dirigentes sindicales… sean
razonables en sus pretensiones. Como consecuencia del triunfo… se espera un fuerte golpe
inflacionario… que se justificaría como “sinceramiento” o simplemente como precio político del
triunfo” (Juan Alemann, diario La Nación, 9/3/1989).

La tercera dimensión está relacionada con las fuerzas armadas. El 2 de diciembre de 1988
se produjo el tercer levantamiento “carapintada” contra el gobierno, con epicentro en el cuartel
del Ejército en Villa Martelli, en el Gran Buenos Aires. Como en los casos anteriores, se
efectuaron movilizaciones populares en defensa de la democracia, y se convocó a la Asamblea
Legislativa. En esta oportunidad la unidad militar fue rodeada por civiles que repudiaban el
golpe, muchos de los cuales eran militantes de organizaciones de izquierda, quienes apedrearon
las instalaciones y fueron tiroteados por los militares, ocasionando la muerte de uno de ellos y
numerosos heridos. La sublevación finalizó a partir de un pacto interno en el ejército, en el cual
el Gral. Gassino (Jefe de la fuerza) y el Coronel Seineldín (líder de los carapintadas) acordaron
reducir al mínimo los juicios por Semana Santa, Monte Caseros y Villa Martelli (los tres
levantamientos) y que los militares dirimieran sin injerencia civil lo que consideraban sus
asuntos internos.

En cuarto lugar, y vinculado de alguna manera con el anterior, está el intento de


copamiento del cuartel del ejército en La Tablada, en el área metropolitana de Buenos Aires. El
23 de enero de 1989 un grupo armado de militantes del Movimiento Todos por la Patria ingresó
al mismo asegurando que en esa unidad se estaba preparando un golpe de Estado orquestado por
militares carapintadas. El objetivo de la toma era frenar ese intento y convocar al pueblo a
movilizarse por la defensa de la democracia. El grupo fue reprimido de una manera
exageradamente desproporcionada a su poder de fuego por el Ejército, la Gendarmería Nacional
y la policía de la provincia de Buenos Aires, en un operativo en el cual se produjo la
desaparición de al menos uno de los militantes, el asesinato de otros dos con posterioridad a su
detención por parte de las fuerzas “regulares”, y la aplicación de torturas físicas y psíquicas a los
detenidos. Recuperada la unidad militar, el jefe del ejército planteó que los militares no se
olvidarían de aquellos que “con o sin las armas en la mano han pretendido hacer de los hombres
de armas y de la sociedad argentina el blanco de su accionar ideológico” (Verbitsky, 1990) en
una clara alusión al intento de las fuerzas armadas por buscar una reivindicación luego de los
procesos judiciales a las juntas militares. La principal consecuencia política de este hecho fue el
intento del gobierno por aprobar una ley antiterrorista, en cuyo articulado se volvía a retomar la

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terminología utilizada por los militares durante la “lucha antisubversiva”, y se propusieron otras
normas que limitaban los derechos civiles; se creó el Consejo de Seguridad Nacional, en cuyo
seno las fuerzas armadas volvían a discutir hipótesis de conflicto interno propios de la Doctrina
de la Seguridad Nacional (como en las décadas del sesenta y del setenta); y se abrió un período
en el cual comenzaron a circular numerosos trascendidos (de dudosa fiabilidad) sobre supuestos
atentados contra unidades militares o policiales, o amenazas de bombas en diferentes
instituciones.

En suma, en la coyuntura hiperinflacionaria se condensaron diversos procesos políticos y


económicos, se consolidaron las transformaciones previas y se aceleró el conflicto social que
permitió la resolución de las contradicciones intraburguesas y la constitución de una relativa y
naciente hegemonía política: el menemismo. Así es que entre 1989 y 1991 se pasó de una
situación de inflación rampante y duradera que derivó en hiperinflación, alta conflictividad
social, fuerte oposición política al gobierno, y rechazo mayoritario a las medidas de
reestructuración y ajuste económico, a otra situación que se caracterizó por la estabilidad de
precios, moderada conflictividad, débil oposición política, y fuerte consenso en torno a la
reestructuración económica y el ajuste. Paralelamente, todo el sistema político asumió las
reformas como propias, incluyendo privatizaciones, apertura y desregulación económica,
flexibilización del mercado de trabajo, y un cambio en el rol del Estado. Una de las cuestiones
que adquirieron centralidad en esta coyuntura, y que resultó del ejercicio de la fuerza por parte
del “mercado”, fueron las coincidencias entre los partidos mayoritarios para dar origen a las
leyes que iniciaron los procesos de reforma del menemismo. Con ellas se avanzaba en la
resolución de las contradicciones más importantes dentro del bloque dominante a través de las
privatizaciones con capitalización de la deuda externa, y muestran cómo la UCR y el PJ, que
hasta entonces no habían elaborado ningún acuerdo sobre políticas comunes, en esta coyuntura
votaron conjuntamente las leyes que serían la piedra basal de la legalidad de la reestructuración
de los años noventa (Levit y Ortiz, 1999).

Este efecto sobre las fuerzas políticas mayoritarias será uno de las principales
consecuencias del estallido hiperinflacionario del fin del gobierno radical: el aprendizaje sobre
los límites de su autonomía respecto de los lineamientos establecidos por el poder económico (la
“educación presidencial”, en términos de Verbitsky, 1990). Alfonsín lo expresó poco tiempo
después de su renuncia: “…creo que el error más grande que cometí es no haber tenido en cuenta
la necesidad de impulsar con más vigor la reestructuración del Estado. Entre paréntesis, tengo la
satisfacción de decir que la discusión en el país la empezamos. Pero en el plan Austral, yo
tendría que haber profundizado más la solución de algunos problemas de la reforma del Estado”
(Ambito Financiero, 19/10/1989). Asumía de este modo el diagnóstico neoliberal que planteaba
que los problemas se habían agudizado no porque los planes heterodoxos fueran equivocados o
ilógicos, sino porque fueron usados para posponer las reformas necesarias en el sector público
(Fernandez, 1990).

4. Reflexiones finales

A partir de lo expuesto precedentemente se intentarán precisar los distintos planos en los


que es posible especificar la crisis hiperinflacionaria que marcó el fin del primer gobierno de la
recuperación de la democracia en la Argentina. Para ello, se retoman algunas de las propuestas
de O’Donnell (1982) relacionadas con la caracterización de las crisis en general.

El primer nivel a considerar es el político: existió claramente una crisis de gobierno, dado
que se registraron constantes variaciones en las orientaciones de las políticas (no obstante lo cual
se mantuvieron ciertos lineamientos estratégicos), se produjo el recambio de numerosos

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funcionarios gubernamentales de alto rango y la Administración Alfonsín debió resignar el
manejo del Poder Ejecutivo seis meses antes de la fecha prevista.

En la etapa analizada se expuso crudamente la realidad de un aparato estatal sometido de


modo recurrente a las presiones de las fracciones y organizaciones representativas del poder
económico. La génesis de esta crisis puede rastrearse en los distintos planos en los que el
gobierno radical fue “capitulando” ante diversos grupos de poder (económico, militar,
eclesiástico) en una línea de acción que minó las bases de sustentación de un gobierno que había
nacido como la encarnación de una expectativa democratizante de las instituciones y de
progresividad en la distribución del ingreso, pero que en definitiva condujo al “desarme de la
democracia” (Bonnet y Glavich, 1994).

Los escenarios más representativos de este derrotero pueden representarse en las


convocatorias que hizo el radicalismo para la defensa de la institucionalidad democrática en los
meses de abril de 1985 y de 1987 en la Plaza de Mayo. En la primera ocasión, el contexto se
caracterizaba por el comienzo del juicio a las juntas militares y el accionar de la derecha política
(Alsogaray y Frondizi, entre otros) y de los militares retirados (Onganía) en manifiesta oposición
a ello. El mensaje presidencial del 26 de abril, ante una plaza colmada por los partidos políticos
mayoritarios y la izquierda fue el anuncio de la “economía de guerra”, el ajuste del Estado, el
recorte del déficit y el realineamiento internacional con los EE.UU. En la segunda oportunidad,
se había producido el alzamiento carapintada de Semana Santa. Luego de cuatro días de
incertidumbre y frente a una enorme movilización social y política, el presidente sostuvo que los
amotinados contra la democracia eran “héroes de Malvinas” y ocultó tras el “Felices Pascuas” el
pacto establecido con los militares insurrectos. En consecuencia, no resulta extraño, sino
coherente, que en los últimos seis meses de su gestión el presidente haya elegido apoyarse en las
fuerzas armadas y en la figura de Roberto Alemann, intelectual orgánico del establishment, a
quien pensó incorporar al gabinete como Ministro de Economía.

El segundo plano a tomar en cuenta es el económico. En base a la perspectiva de


O’Donnell, durante la etapa analizada no se habría manifestado una crisis de acumulación en
sentido estricto (ya que en dicho enfoque son las clases subordinadas las que ponen en cuestión
el funcionamiento sistémico de la economía capitalista). Sin embargo, es ostensible que el
gobierno no pudo garantizar el crecimiento económico, y entonces la acumulación de capital
sólo podía realizarse en forma de expropiación de los ingresos de los asalariados y de las
fracciones más débiles de la burguesía; el estancamiento del PBI fue la expresión más cabal de
este fenómeno.

Como se desprende de los procesos analizados en varios artículos de este libro, la


“inflación rampante” (Salama y Valier, 1992) que caracterizó el modo de funcionamiento de la
economía argentina a partir de 1976 está relacionada, en lo sustantivo, con la salida de divisas
por el pago de los servicios de la deuda externa y la fuga de capitales locales al exterior en un
contexto de reflujo de los préstamos, con las múltiples transferencias de recursos hacia el capital
concentrado interno y, naturalmente, con las políticas de ajuste que se pusieron en marcha para
hacer viable ambas cuestiones. El déficit presupuestario, las muy bajas tasas de inversión
productiva, el crecimiento de la especulación financiera por parte de las fracciones más
poderosas de la burguesía y los conflictos distributivos debidos a la polarización social son su
consecuencia.

Todo ello sentó las bases para los conflictos por la apropiación del ingreso entre los
acreedores externos y los grupos económicos locales, los cuales, en una coyuntura política muy
particular (las elecciones de mayo de 1989) agudizaron sus enfrentamientos produciendo por esa
vía el estallido hiperinflacionario. A pesar de estar en una situación relativamente más débil

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durante los años ochenta (los grupos económicos locales fueron la fracción capitalista más
favorecida por las políticas públicas durante el gobierno del radicalismo) los acreedores tenían en
sus manos un arma que paulatinamente adquiría mayor importancia para la sustentabilidad del
modelo económico post-dictadura (las divisas) debido al carácter “deuda-dependiente” de la
economía argentina y la profunda crisis fiscal existente. En síntesis, se podría plantear la
existencia de una crisis de acumulación en un contexto diferente al planteado por O’Donnell, ya
que la correlación estratégica de fuerzas sociales a partir de la dictadura militar evidencia la
derrota de los sectores populares y la centralidad de nuevas fracciones burguesas (grupos
económicos diversificados de capital local o extranjero y acreedores externos). Estas nuevas
fracciones disputaban la conducción del bloque dominante y a través de la instauración del
“modelo de valorización financiera” generaron las bases estructurales del estancamiento
económico.

La tercera dimensión, estrechamente relacionada con la precedente, es la ideológica. Al


considerar las condiciones estructurales sobre las que se monta la crisis de fines de los años
ochenta, debe reconocerse que la hiperinflación se asienta en el patrón de acumulación
capitalista y la profunda reestructuración social resultantes de la política económica
implementada a partir del gobierno militar. Durante la Administración Alfonsín, dada la ausencia
de medidas que enfrentaran radicalmente al nuevo poder económico, se sentaron las bases de
una oposición de intereses que se hizo notoria en la primera mitad de 1989. El triunfo de alguna
de las fracciones enfrentadas, para que fuese perdurable, debía apoyarse sobre una fuerza social
que legitimara las nuevas condiciones de reproducción del capital en la Argentina. Esto es, la
resolución de la crisis de hegemonía al interior del bloque dominante (la pelea por la conducción
del bloque) no sólo debía subordinar relativamente a la fracción burguesa “derrotada”, sino
también tendría que generar el consenso social para su proyecto de “salida de la crisis”. Los
sectores subalternos, que sólo tuvieron una acción defensiva frente al proceso hiperinflacionario
(siendo los saqueos a comercios y supermercados su principal expresión), también debían ser
convencidos de la existencia de una única alternativa para superarla.

Para ello, y a pesar de sus enfrentamientos, los sectores dominantes en su conjunto


coincidieron en el diagnóstico y lograron difundir (y el sistema político y buena parte de la
“comunidad académica” convalidar) la idea que atribuye la responsabilidad de la crisis al
supuesto Estado de Bienestar que con sus variantes habría estado vigente desde 1945, ocultando
las transformaciones que le habían dado un nuevo contenido de clase desde mediados de la
década del setenta. En términos generales, quienes adscriben a esta lectura de la realidad
argentina coinciden en que los a su juicio “grandes problemas” de la economía argentina
(estancamiento secular e inflación) se iniciaron con el primer gobierno de Perón y se extendieron
prácticamente sin interrupciones hasta fines de los ochenta, cuando se empezaron a implementar
en serio las reformas estructurales necesarias. Sin embargo, a juzgar por la información con que
se cuenta, ello supone una interpretación antojadiza y falaz de los procesos históricos, ya que
cualquiera sea la variable que se tome en consideración (PBI global e industrial, ocupación y
salarios, precios internos, endeudamiento externo, distribución del ingreso, etc.), se constata que
los orígenes del “atraso argentino” al que aluden los apologistas domésticos del neoliberalismo
deben situarse a partir del período que se abre en el país con “rodrigazo” de 1975 y el golpe de
Estado de marzo de 1976, y las nuevas condiciones para la reproducción capitalista instauradas
por la dictadura.

En estas condiciones, percibir la crisis como el fin del Estado populista supone una clara
(y sumamente eficaz) maniobra ideológica destinada a legitimar la reestructuración que
impulsaron las fracciones sociales dominantes en la década de los noventa. En otras palabras, el
tipo de lectura que se logró imponer sobre las causas de la crisis es lo que determinó las formas
en que se buscó salir de la misma. Así, si el Estado era el responsable prácticamente exclusivo de

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todos los problemas que aquejaban a la Argentina a fines de los ochenta (inflación elevada,
déficit fiscal, alto endeudamiento externo, deficiente prestación de servicios y provisión de
bienes, etc.), era lógico que su resolución pasara, siempre de acuerdo al diagnóstico del poder
económico y sus cuadros orgánicos, por la “Reforma del Estado” con eje en la privatización de
empresas públicas, la desregulación de una amplio espectro de mercados y la liberalización
comercial y financiera. La desestatización de activos públicos se convertiría, en la siguiente
etapa política, en el mecanismo de convergencia de intereses tanto entre los acreedores externos
y el capital concentrado local, como entre estas dos fracciones y la administración justicialista, a
costa del agravamiento de la pauperización, precarización laboral y exclusión social de los
sectores populares. Durante los noventa, los acreedores, el sector financiero y los nuevos actores
paridos por esta coyuntura (las grandes empresas privadas prestatarias de servicios públicos) se
constituirían en fracción hegemónica dentro del bloque dominante, encontrándose los grupos
económicos un lugar de relativa subordinación respecto de aquéllos. Se consolidaría entonces del
patrón de acumulación del capital nacido en la segunda mitad de los setenta y afianzado durante
el interregno alfonsinista, produciéndose nuevos cambios en la matriz societal y en el tipo de
Estado asociados al mismo.

En definitiva, asumir el enfoque predominante sobre la hiperinflación argentina lleva a


aceptar la reestructuración y el ajuste como una consecuencia lógica de la crisis, cuestionando
únicamente la forma en que se implementaron las transformaciones, y no el contenido social de
las mismas.

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