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EL PROYECTO NEOLIBERAL

Aplicó el plan de Gobierno económico que tanto criticaba, el plan del FREDEMO de Vargas
Llosa. Unas cuantas semanas después de asumir el poder decretó un paquete de estabilización
ortodoxo realmente draconiano, mucho más duro que cualquier otro que Vargas Llosa hubiese
contemplado. En la noche del 8 de agosto de 1990, Juan Carlos Hurtado Miller, el Primer
Ministro del recién inaugurado gobierno de Alberto Fujimori, anunció por la televisión lo que el
periodismo llamaría después el “fujishock”: una estrategia de “choque” para combatir la
hiperinflación de los precios que se había abatido sobre la economía peruana en los últimos
años del gobierno anterior. Se dictó el alza radical y abrupta de una serie de productos, como la
leche, la gasolina, el arroz y los fideos, que componían las compras básicas de las familias
urbanas del país. Por ejemplo, el precio de la gasolina subió tres mil por ciento, en tanto que el
de la mayoría de los alimentos creció quinientos por ciento. La tarifa del agua se octuplicó y la
de la electricidad subió cinco veces. La nueva estrategia alineaba estos precios con los vigentes
en el mercado mundial, dejando de subsidiarlos con un dinero del Estado, que era cada vez más
escaso por la acción de la propia hiperinflación. El precio del dólar, que era la moneda en la que
se había refugiado la población ante la feroz devaluación de la moneda nacional, el “inti”, ya no
sería fijado por el gobierno, sino que se dejaría flotar en el mercado, según las leyes de la oferta
y la demanda. Desaparecían con ello las diferentes tasas de cambio con las que el gobierno
anterior había vendido los dólares a los agentes económicos según los usos que estos
pensaban darles, y que habían abierto una oportunidad para la corrupción, Dado el impacto que
estas medidas tendrían sobre la población, el Ministro terminó, dramáticamente, su exposición
con la frase “¡Que Dios nos ayude!”. En las semanas anteriores, el electo presidente había
hecho un viaje a los Estados Unidos, acompañado del economista Hernando de Soto, que
resultó fundamental para decidir con qué estrategia el nuevo gobierno combatiría la
hiperinflación y cómo replantearía la reforma de la economía. En las sesiones en Washington D.
C., el nuevo mandatario tomó contacto con las autoridades del Banco Mundial, el Banco
Interamericano de Desarrollo (BID) y el Fondo Monetario Internacional (FMI), que precisamente
por ese tiempo habían preparado la política que sería conocida después como el “Consenso de
Washington. El gobierno peruano sintonizaría a partir de entonces su política económica con la
de este “Consenso”. Por el mismo se entendía un acuerdo tácito entre funcionarios del BM, el
FMI, el BID, el gobierno norteamericano y las principales agencias bilaterales, sobre la política
que debían seguir los países en vías de desarrollo azotados por la inflación y por deudas
externas agobiantes:
El Gobierno cortó los subsidios de los precios y el gasto social, y aumentó las tasas de interés y
los impuestos, reducción del déficit público, tarifas de los servicios del Estado que reflejasen los
costos reales, la la desregulación de los mercados laboral y financiero, reformas tributarias y
arancelarias, incentivos a la inversión y la descentralización de algunos servicios sociales.
y privatización de las empresas públicas.
A este paquete medidas se le llamaría el “ajuste estructural”. El alineamiento del Estado
peruano con la política de este Consenso sería duradero, ya que se extendió, al menos, por los
siguientes veinte años. El ajuste estructural implicaba un retorno a la disciplina fiscal de los
gobiernos. En los años anteriores había sido frecuente que estos gastasen más dinero del que
percibían como ingresos, bajo la idea de que así estimulaban el crecimiento de la economía (la
llamada “política keyneseana”), a la vez que respondían a las presiones de mayor asistencia
social y económica que le hacían los distintos sectores de la población. Paralelamente, el Estado
debía dejar de inmiscuirse en el mercado financiero, a fin de que las tasas de interés y el tipo de
cambio de la moneda nacional se ajustasen según las condiciones reales de la oferta y la
demanda. Debía abrirse la economía al mercado mundial, permitiendo que las exportaciones y
las importaciones fluyesen sin mayores trabas ni impuestos.
Las empresas públicas debían desaparecer, salvo que desempeñasen actividades que ninguna
empresa privada pudiese realizar (es decir, se regresó a un entendimiento básico del principio
de la subsidiaridad: el Estado solo debía actuar ahí donde el sector privado no pudiera hacerlo).
Mientras se aplicaban estas medidas, debía procederse a una reforma fiscal que disminuyese la
evasión tributaria y mejorase la recaudación de los impuestos. Las ideas que inspiraban estos
programas eran evitar el desperdicio de recursos y aumentar su efectividad y eficiencia; pero, en
la práctica, sobre todo en los primeros años del gobierno fujimorista, significaron una reducción
drástica de la intervención estatal en áreas como la educación, la salud pública y el apoyo a la
investigación científica y a las universidades.
Vidal fue tácitamente culpado por el Presidente de alarmar indebidamente a la población y a la
opinión pública internacional a raíz de una grave epidemia de cólera que, a comienzos de 1991,
afectó a poco más de 320.000 peruanos (más del 1% de la población) que sobrevivían en un
sistema de salud pública y con sistemas de agua y desagüe casi en abandono. El mensaje del
neoliberalismo implicaba responsabilizar a los más pobres de su propia suerte, dejando entender
que, en términos de educación, protección a la salud y búsqueda de mejoras individuales, cada
uno debía valerse por sí mismo. Mientras tanto, decenas de empresas públicas en los campos
de la producción minera, agropecuaria e industrial, así como empresas de servicios públicos y
de transporte, que incluían desde compañías de seguros hasta cines, hoteles y estaciones de
gasolina, comenzaron a ser vendidas al sector privado por medio de licitaciones públicas
internacionales. Entre 1991 y 1998 se privatizaron unas ciento cincuenta empresas (o acciones
que el Estado tenía en ellas) por un valor de 8650 millones de dólares (mdd en adelante).
Solo la venta de la empresa telefónica ya reportó entradas por 2002 mdd, pagados por una
empresa española, en una operación que el periodismo llamó “la devolución del rescate de
Atahualpa”. Las empresas de electricidad acumularon entre 1994 y 1998 una venta total de 1737
mdd, pagados por firmas españolas, chilenas y peruanas. En el caso de la minería, las ventas
sumaron 1233 mdd, destacando las de Tintaya (269 mdd), a un consorcio de Estados Unidos y
Australia; Quicay (203 mdd), comprada por una firma canadiense; las refinerías de Cajamarquilla
y La Oroya (192 y 121,5 mdd respectivamente), Mahr Tunel y Hierro Perú, comprada esta última
por una empresa china. También se privatizaron bancos que el Estado había adquirido durante
su fase de crecimiento ocurrida con el gobierno militar, como el Continental y el Interbank y
desapareció la banca de fomento (Banco Agrario, Banco Minero y Banco Industrial). Como esta
banca había venido cobrando intereses muy por debajo de la inflación de precios, sus
operaciones en los últimos años no habían sido más que transferencias graciosas del dinero
público a los empresarios que hubiesen tenido la fortuna de conseguir un crédito en ella.
La privatización significó miles de millones de dólares que, al ingresar al país, ayudaron a la
economía, pero también implicó miles de trabajadores despedidos de las planillas del Estado,
que en pocas ocasiones pudieron mantenerse dentro de las mismas empresas, una vez
traspasadas al sector privado. Entre las empresas privatizadas figuró también la empresa de
transporte urbano: Enatruperú. Con el propósito de que los desempleados por la privatización
pudiesen cobijarse en el sector transporte, se permitió la importación de automotores usados de
todo tamaño y condición. La cita de Washington permitió también al nuevo gobierno llegar a un
arreglo con los acreedores de la abultada deuda externa del país.
En una medida pensada para restaurar la confianza de la banca mundial y reinsertar al Perú en
la economía mundial, Fujimori comenzó a pagar mensualmente a las instituciones financieras
internacionales $60 millones de la deuda externa peruana, que ahora sumaba $21.000 millones
Este arreglo resultaba indispensable para que el Perú pudiese recibir nuevos créditos y, sobre
todo, atrajese la inversión privada extranjera, que en el nuevo esquema resultaba clave para la
recuperación de la economía. En el momento en que se reiniciaron los pagos, esta deuda
montaba unos 25.000 mdd, que eran equivalentes a la mitad del producto anual de la economía.

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