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Rodrigo Karmy B.
1.1.- Posiblemente han sido Hannah Arendt y Michel Foucault los que, con todas las
dificultades que el caso exige, hayan pensado el movimiento moderno en su radicalidad.
Para la primera la modernidad es el movimiento en que progresivamente el “proceso vital”
adquiere una mayor centralidad en el espacio político de occidente: la esfera pública se
privatiza y la esfera privada se masifica en la llamada “esfera social”: por una traducción el
animal socialis ha triunfado sobre el animal politicus. Para el segundo, como señala en sus
últimas clases en el College de France, el mundo moderno se caracteriza por la emergencia
del llamado biopoder, esto es, un poder sobre la vida biológica que se distribuiría
históricamente en dos momentos: el primero en que la fórmula es “hacer morir, dejar vivir”
donde el soberano tiene la potestad sobre la muerte del individuo y el segundo que inicia su
ascenso desde la segunda mitad del siglo XIX que indica “hacer vivir, dejar morir”, donde
el poder soberano tiene la capacidad tecnológica de instalar su dominación administrando y
extendiendo la vida biológica de los individuos: planes ya no dirigidos a cuerpos aislados e
individuales, sino a la población como corpus biológico. Tanto Arendt como Foucault
coinciden en esbozar la profundidad del problema, a saber, el progresivo ingreso de la vida
biológica (zoé) al espacio político de occidente.
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no es la inclusión de la zoé en la polis, en sí misma antiquísima, ni el simple hecho de que
la vida como tal se convierta en objeto eminente de los cálculos y de las previsiones del
poder estatal: lo decisivo es mas bien, el hecho que, en paralelo al proceso en virtud del
cual la excepción se convierte en regla, el espacio de la nuda vida que estaba situada
originariamente al margen del orden jurídico, va coincidiendo de manera progresiva con
el espacio político, de forma que exclusión e inclusión, externo e interno, bios y zoé,
derecho y hecho, entran en una zona de irreductible indiferenciación.” (HS, 2003, p 19).
En este sentido, pensar el espacio público y por ende el estatuto de la Ciudad en la
actualidad no puede sino asumir críticamente el planteamiento “ciudadanizante” del
“periodismo” estatal, a partir no de sus “alturas” representacionales, sino de la invisibilidad
del desaparecido1.
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El desaparecido es una categoría que designa no sólo la empiricidad de los más de tres mil desaparecidos en
Chile, sino la situación epocal de la Ciudad y el ciudadano en la actualidad. Pero también el desaparecido
designa la situación fantasmática que toda la política occidental supone como exclusión. Es el caso del mito
de la naturaleza en Hobbes y Rousseau, o la utilización de la tragedia de Antígona por Hegel, en la cual, el
fundamento de la Polis griega no es otro que los “restos” de Polinice abandonados fuera de la polis. En este
sentido quizá, el desaparecido se entiende aquí como una zona indiferenciada, en que las oposiciones clásicas
del pensamiento occidental encuentran su confusión. En este sentido, lo desaparecido tiene un carácter pre-
ontológico y originario.
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1.4.- Las ciencias sociales, como discurso estatal, no logran penetrar la radicalidad
de lo desaparecido y por ello, no asumen la extensión de la catástrofe. Preciso es pues,
traer las palabras de Mistral para mostrar la profundidad del problema: “País de la
ausencia, / extraño país (…) Nombre suyo, nombre, / nunca se lo oí, y en país sin nombre /
me voy a morir.” ¿En qué sentido habrá que entender esa “ausencia”? Sin duda no desde la
ontología de la presencia, puesto que “Nombre suyo, nombre/ nunca se lo oí”. Nada está
perdido, porque en rigor nunca algo estuvo. El origen para Mistral es un origen abismal y
por ello el país de la “ausencia”, es una tierra ontológicamente desaparecida. El Chile
detenido y desaparecido ha nacido de la experiencia de los campos de concentración, donde
los elementos constitutivos del Estado-nación, a saber, el territorio, el marco jurídico y el
nacimiento (Agamben, 2003) ordenados desde la constitución de 1925 y que regulaban la
inscripción del viviente en la polis han desaparecido: Villa Grimaldi testimonia el desgarro
de esos elementos, donde la ficción del hombre-ciudadano se desplaza por la realidad del
hombre-desaparecido. Sin embargo, la experiencia de los campos en Chile no constituye un
elemento aislado dentro de su “larga tradición democrática”, sino el secreto que esta misma
tradición lleva consigo, su propia excepción como regla.
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1.6.- El título del texto “¿En qué lengua se habla Hispanoamérica? de Patricio
Marchant resulta sugerente: la experiencia de la lengua en Hispanoamérica es de suyo –
como toda experiencia de lenguaje (Agamben, LQA, 2003) una experiencia abismal entre
lo propio y lo impropio. Así, Hispanoamérica se habla desde el mestizo: “Lengua de padre
español, Lengua de india violada, la Lengua en que se habla Hispanoamérica es una
Lengua fragmentada, violada.” (1987, p 315). Por ende, “Hispanoamérica” es de suyo, una
traducción, y por ello, contiene un resto que excede a la ontología tradicional: el español en
que Hispanoamérica se habla no es un “puro español”. Sin embargo, en nuestro caso, como
advierte Oyarzún, en la traducción: “(…) falta el sistema desde el cual se traduce –no
tenemos lengua propia.” (1997, p 389). Somos, de suyo, expropiados de lengua. Somos,
como latinoamericanos, los nombres perdidos, los faltantes de nombres. Este “resto” se
anuncia en la poesía de Mistral como “falta de nombre”. Es decir, el origen de la
comunidad política, y por ende de la esfera pública americana, es un origen faltante.
Lengua y Pueblo parecen constituir en la época moderna, una unidad en la figura del Estado
(Agamben, MSF, 2000), y sin embargo, esta “lengua violada” coloca una irreductible zona
de indeterminación: un hijo bastardo, huacho que no pertenece ni al mundo español
europeo, ni al destruido mundo indígena. Por ello, es también un heredero de la violencia
que al no ser reconocido como hijo legítimo, es un hijo sin padre, un hombre como abismo.
La inscripción del viviente en la polis, como bien piensa Aristóteles en “La Política”,
posibilita el paso de la “voz” a la “palabra”; la primera corresponde a la vida en la esfera
privada (zoé), la segunda a la vida en la esfera pública (bios). En este sentido, no
comprenderemos nada respecto de la constitución de la esfera pública en América latina, si
no asumimos el problema de la “Lengua violada”: si “falta” el sistema desde el cual
traducir, y por ende, se carece de lengua propia, significa que en América latina la
inscripción del viviente en lo público (vale decir, el problema de la fundación de sus
repúblicas) resulta ante todo un problema. Este problema es posible rastrearlo en la
religiosidad popular del denominado “marianismo”. García de la Huerta advierte cómo el
culto mariano se encuentra no sólo en América latina, sino también en Andalucía y entre
los gitanos: “En este caso, se trata también de un culto eminentemente popular: los gitanos
han sido un pueblo tradicionalmente excluido y marginal. Lo que sugiere que el
marianismo sería una religión de excomulgados, excluidos de la patria del patrimonio: un
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culto de los pobres.” (1999, p 172). Si el “marianismo” es el culto de los excluidos,
entonces, América latina es un continente mariano justamente por su Lengua violada,
excluida del sistema representacional europeo, o bien, de toda ciudadanía en “sentido
cosmopolita” (Kant): América latina es a la zoé, lo que Europa a la bios. Un punto similar
encuentra Agamben, al estudiar cómo los gitanos habitualmente considerados como
“bandas” (no Pueblos) y su “jerga” (no Lengua) del argot, cuestionan radicalmente la
solución de continuidad Lengua-Pueblo-Estado (Agamben, 2001). En efecto, esta misma
situación rodea a América latina: el “marianismo” como culto de los excluidos de toda polis
(García de la Huerta), la lengua “sin nombres” (Mistral) o el “pueblo extraño” 2 (Martí),
hacen pensar que los pueblos latinoamericanos, como los gitanos, cuestionan la continuidad
Lengua-Pueblo-Estado. Sin embargo, este punto no revela la “carencia” latinoamericana
respecto de los Estados-nación europeos, sino el carácter infundado y por ello,
desaparecido, de todo Estado-nación propio de la modernidad.
1.7.- Como Joseph k que no sabe porqué lo detienen, de qué se le acusa, el estado de
excepción convertido en regla muestra la suspensión de la ley y la emergencia del poder
soberano sobre la nuda vida. He ahí la crisis de legitimidad de las instituciones públicas: su
vigencia sin significado implica que cualquier acto es de suyo, trasgresor. El Chile detenido
y desaparecido es un país que ha convertido la excepción en regla, lo que significa que ya
no hay posibilidad de distinguir claramente al ciudadano del desaparecido; porque puestas
así las cosas, el voto nulo o blanco, o simplemente en la cantidad de “ciudadanos” no
inscritos en los registros electorales ¿acaso no habla de un proceso de “des-
ciudadanización” en que los ciudadanos progresivamente se van desinscribiendo
acercándose a la figura del desaparecido? O bien, respecto a lo que el periodismo
sociológico ha llamado el “temor ciudadano”, donde diversas encuestas señalan que las
personas no tienen miedo al robo, sino por sobre todo al daño físico que puedan sufrir, ¿no
habla acaso de un sujeto excluido del sistema representacional de las instituciones públicas,
y que por ello se ha transformado en desaparecido? En vez de cegarnos en el dato
estadístico, preciso es pues, tomar esa respuesta como un testimonio. Todo pensamiento
que quiera asumir radicalmente su vocación práctica, debiera al menos, iniciar su trabajo
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Véase el texto “Los códigos nuevos” de José Martí.
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desde el desaparecido no como sujeto, sino como su límite, en tanto vanguardia (im)
política por excelencia.
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BIBLIOGRAFIA
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-OYARZÚN, PABLO “Identidad, diferencia, mezcla: ¿pensar Latinoamérica?” en
“La desazón de lo moderno. Problemas de la modernidad” págs, 377-397, Editorial
Universidad Arcis-Cuarto Propio, Santiago de Chile, 2001.