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Fe y razón: de San Agustín a Guillermo de Occam

La fusión de la religión hebrea con la filosofía griega consolidó un aparato doctrinal teológico que tuvo en la filosofía una sierva que
terminó por rebelarse contra su ama: la teología.

Fe y razón

Agustín de Hipona (354-430)

Tomás de Aquino (1225-1274)

Guillermo de Occam (1285-1347)

Referencias
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Fe y razón

Para comenzar te invitamos a ver el video que nos introduce a la Filosofía medieval a través del problema Fe y Razón.

Video 1: Fe y Razón en la filosofía medieval

Fuente: Tuercas y Tornillos. (2017). Fe y razón en la filosofía medieval. [Youtube]. Recuperado de: https://www.youtube.com/watch?v=9Ct7JmoI5pU.

Ya en vida de Aristóteles, el mundo antiguo sufre una modificación sustancial. De la polis como matriz contenedora de la existencia y su sentido se pasa a un
imperio, fraguado por Alejandro Magno (356-323 a. C.), que extendió la cultura griega por amplias regiones de Asia Menor con base en la koiné: una
comunidad basada en la lengua griega.

Cuando muere de Alejandro Magno, se vive un periodo de inestabilidad política, pero Grecia ya dejará de ser la región de las polis independientes. Las
escuelas filosóficas más importantes, como la de Platón o la de Aristóteles, se difunden por todo el mediterráneo, Asia Menor y el norte de África. Es el
momento de dos grandes escuelas del pensamiento: el epicureísmo y el estoicismo.

El helenismo supone una mutación especialmente profunda del concepto de hombre, así como del vínculo entre la ética y la política. Rota la tangente ática
(Domenech, 1989) –el punto en el que la linealidad de la existencia ética de la persona se toca con la circularidad de la polis, con la comunidad– se modifica
tanto el sentido de la política como el de la ética.
Epicureísmo y estoicismo son dos paradigmas al respecto. Mientras Epicuro (341-270 a. C.) y sus seguidores defienden como ideal de vida la pequeña
comunidad de amigos y el disfrute del placer siguiendo las reglas de la prudencia para lograr la ataraxia (imperturbabilidad del alma ante los azares del destino
natural, pero también político), el estoicismo (escuela fundada por Zenón de Citio en el 301 a. C., pero que continúa su tradición hasta el s. II d. C.) considera
que el ser humano está inserto en la vida política, pero no de modo cerrado a la comunidad local, sino en cuanto ciudadano del mundo, cosmopolites. Más
que ataraxia como proceso terapéutico en la pequeña comunidad, el estoicismo defiende la apatheia, la capacidad de sobreponerse a las pasiones y la
obligación de asumir responsabilidades frente al mundo en que se vive.

En este contexto cultural y filosófico, irrumpe el cristianismo primitivo, que logra difundirse en el ámbito de la cultura helénica. No en vano el cristianismo
puede considerarse como, por decir en la fórmula de Unamuno (2013), religión hebrea más filosofía griega. El evangelio de San Lucas, de hecho, incorpora
una fórmula griega como el logos: en el principio era el logos.

La religión cristiana se fragua sin duda alguna incorporando elementos de la filosofía estoica (Puente Ojea, 1974). El propio San Pablo (Saulo de Tarso, 5 a. C.
a 58 d. C.) pertenecía en su origen a una comunidad estoica. La sistematización de la teología cristiana es impensable sin las herramientas conceptuales que
aporta la filosofía. Del estoicismo toma, sin duda, elementos importantes como la vocación cosmopolita, la noción de la igualdad sustancial del género
humano, la consideración de que la naturaleza está regida por un logos de carácter cósmico y universal, la teoría del alma como responsable de las
operaciones humanas, siendo el alma de la misma naturaleza que la razón cósmica, etcétera.

Pero no solo elementos positivos irrumpen, sino también críticas a la religiosidad hebrea por varios motivos. Primero, por su modelo de creencia como valor
epistémico por sobre la racionalidad. Segundo, por contenidos doctrinales específicos, como la noción de la trinidad. Comenzando por lo segundo, cuando
Pablo de Tarso llega a Atenas y predica señalando la estatua del dios desconocido que estaba en el areópago como el dios del que venía a hablar, muestra el
espíritu de sincretismo de la religiosidad cristiana. Pero no fue tan simple la acomodación. Ni los dioses griegos eran tan dóciles como el Dios cristiano ni
entraban dentro de las categorías filosóficas temas como la trinidad (contra él irrumpe la herejía trinitaria de Arrio [250 a 335 d. C.], que sostiene que hay tres
personas divinas distintas), la naturaleza divina de Jesucristo, la resurrección, la doctrina del pecado, etcétera.

El mundo griego no tenía una noción tan central en la creencia cristiana como el conocimiento revelado por la fe. Las revelaciones se daban conforme a la
lógica del destino y mediante ejercicios como el oráculo, pero no mediante un cuerpo de doctrina que suponía la exigencia de limitar el valor de la propia
razón. Tampoco, y en sintonía con esto, asumía la posibilidad de una creación a partir de la nada del mundo. Por lógica: de la nada nada surge (ex nihilo, nihil
sunt).

Los primeros siglos de la consolidación doctrinal del cristianismo serán, así, un intento por sistematizar y racionalizar la fe –a excepción de quienes
sostuvieron que la fe es irracional y superior a la razón–.

El periodo filosófico de la hegemonía de la religiosidad monoteísta –no solo cristiana, sino también judía y musulmana–, que abarca en Occidente hasta la
época moderna (lo que no significa que la religiosidad no haya seguido teniendo centralidad), es de constante tensión entre la fe y la razón (Gilson, 2007;
Copleston, 2011a). Se plasma en el valor atribuido a la razón y sus productos (la filosofía y las ciencias) respecto a la fe, cuyo saber doctrinario –un modo,
pues, de racionalización– será la teología. Esta desplaza a la filosofía del imaginario de hegemonía del saber. Si antes la filosofía –en la versión aristotélica o
platónica– era el saber más excelso, bien porque era el conocimiento de las ideas o porque era el conocimiento de las causas primeras, ahora será la teología
la que ocupará este lugar. A la filosofía se le reservará la tarea de servirle a la teología. La fórmula: ancilla teologiae (sierva de la teología).

Posturas como las de Clemente de Alejandría (150-215 d. C.), que consideraba que las verdades de la fe podían conocerse desde la razón propia de la
persona, o de Juan Damaceno (676-749 d. C.), que preconizaba la necesidad de aprender de la filosofía griega, representan una visión conciliadora entre la fe
y la razón.

Esta postura conciliadora de la fe religiosa con la razón filosófica es representada por alguno de los padres apologetas, como Clemente, o su discípulo
Orígenes (184-253 d. C.); sin embargo, no fue una postura universal. Otros padres apologetas, como Tertuliano (160-220 d. C.), consideraron que la autonomía
de la religión exige considerarla superior a la razón, y a esta limitada respecto a ella: creo porque es absurdo es la máxima que se le atribuye (Gilson, 2007).
El gnosticismo

corriente de pensamiento vigente durante los primeros siglos del cristianismo, que adquiere relevancia durante el siglo II– considera que la salvación proviene del
conocimiento, si bien la fe es entendida como un conocimiento provisional, un conocimiento de verdades que el ser humano, por sus limitaciones, no puede conocer sino por
la creencia (Copleston, 2011).

El arrianismo

-seguidores de Arrio– también intentó, a su modo, racionalizar la fe, aplicando las categorías lógicas a las creencias religiosas. Y así como desde la lógica de inspiración
aristotélica no cabe posibilidad alguna de que una sustancia sea tres a la vez (trinidad), los arrianos postularon la triple sustancia de la divinidad, como si se tratara de tres
sustancias distintas y, por lo mismo, de tres dioses diferentes.
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Agustín de Hipona (354-430)

"Creo para entender"


Considerado uno de los padres de la Iglesia porque su reflexión es fundamental en la consolidación doctrinaria de esta, la obra de Agustín de Hipona es de
gran repercusión histórica por múltiples motivos. Sus tratados teológicos, como el De trinitate, sirvieron para sentar las bases doctrinales sobre elementos tan
centrales a la creencia cristiana como la santísima trinidad.

Agustín refuta los argumentos arrianos con una idea de carácter griego: la idea de naturaleza (Gilsón, 2007; Coplestón, 2011a). Consolida la fórmula: la
trinidad es una sola naturaleza en tres personas distintas. De tal modo que la naturaleza de Dios padre es la misma que la de Dios hijo y la de Dios
espíritu santo. La noción de persona deviene central en este esquema. Palabra cuya etimología está asociada a prosopon, máscara que usaban los actores
para representar su papel. Así, en el drama humano las tres personas tienen su función, pero la realidad sustancial es la misma. Este esquema trinitario se
replica tanto en la ontología como en la teoría del conocimiento y la antropología de Agustín de Hipona.

Agustín de Hipona se forma con muchas influencias. Él mismo había sido un gran retórico y había estudiado con filósofos que pertenecían a muchas
corrientes, desde el eclecticismo hasta el escepticismo. Anticipa incluso el argumento cartesiano, al afirmar contra los escépticos: “si fallor, sum” (si me
equivoco –desconozco la verdad–, existo). Por no mencionar la proeza retórica de su obra, las Confesiones, que inaugura un género que posteriormente
cultivarán otros como Rousseau. Las confesiones son un testimonio de conversión en el que Agustín de Hipona narra cómo se convierte al cristianismo y
cómo esto tiene una proyección en todos los ámbitos de su vida; allí señala también el acceso a la divinidad desde la cavidad de la propia conciencia
personal: in interiore homine hábitat veritas (en el interior del hombre, habita la verdad). Llegar así a la revelación es algo que se hace desde la conciencia
propia. No es de extrañar que este pensamiento de Agustín hubiera sido ensalzado posteriormente por un teólogo como Lutero (1483-1546). La verdad de la
fe emerge por la autoridad de la conciencia, pues la conciencia misma replica la luz divina. De ahí que no hay contradicción entre la fe y la razón.
Agustín lo expresa con una fórmula (Gilson, 2007; Copleston, 2011a): creo para entender, y entiendo para creer.

La centralidad del pensamiento de Agustín de Hipona se plasma también en su filosofía de la historia. Su obra La ciudad de Dios es una exposición de la
filosofía de la historia cristiana y del cristianismo político. En esta obra refuta las ideas de Pelagio (360-420 d. C.) considerando que la salvación no se obtiene
por las obras: la gracia divina es un don y, por lo mismo, no puede ser comprada.

La vida cívica aparece bajo la lógica de que la paz emerge del orden social, pero hay dos grandes ordenamientos: el orden terrenal, en el que la relación
política es de subordinación al Emperador, y el orden espiritual, cuyo orden estriba en la Iglesia como cuerpo místico de Cristo, como brazo ejecutor del
Espíritu Santo.

Para el agustinismo político, aunque el orden terrenal tenga su propia lógica, ha de estar subordinado al orden espiritual, lo que es tanto como fundamentar
la necesaria consulta del poder político al poder espiritual, del emperador al papa. La historia es para Agustín de Hipona la realización terrenal del orden divino
en la sociedad: la gracia produce la libertad humana –en la interpretación del pecado original, esto es central, pues el pecado es el precio de la libertad– y esta
se orienta hacia la realización del plan divino por su propia voluntad. El mal no es –refutando a los maniqueos de los que formó parte, para quienes el mal era
un principio sustantivo– una entidad, sino una carencia de bien. Agustín sigue así a los neoplatónicos, para los que el mal es una realidad degradada, no una
realidad tan positiva como el bien. De ahí que la voluntad libre obra bien porque tiene mayor plenitud que aquella que opera subordinada al interés material
(ciudad terrena).

No hay mérito que nos salve, la salvación es producto de la gracia: el mayor de los piadosos comete un pecado instantes antes de su muerte, nos cuenta
Agustín, y puede ser condenado; el mayor de los delincuentes se arrepiente sinceramente en el momento previo a la muerte, y puede ser salvado. Los
designios del señor son inescrutables. De nuevo, podemos averiguar aquí ciertas ideas de la reforma posterior. Es fundamental obrar bien, pero no para
conseguir la salvación, sino porque la buena obra es manifestación de mayor potencia, como la mala lo es de menor ser (el mal tiene menor entidad
ontológica que el bien). En todo caso, la fe ha de llevar a confiar en el plan que Dios ha trazado para la historia de la salvación humana.

El mal moral es fruto de la libertad humana, pero está correlacionado con el mal metafísico: en la visión agustiniana, el universo está jerarquizado en grados
de perfección. El ser más perfecto –cuya existencia queda probada por su propia noción (la de ser más perfecto), y porque además nos ha dejado una semilla
de su propia idea en nuestra mente– es Dios, y de ahí subsisten con menor grado de perfección distintos tipos de realidades, incluida la humana y la realidad
material.

La realidad tiene también estructura ternaria, conforme al grado de identidad e inmutabilidad: Dios (realidad perfectamente inmutable), alamas y espíritus
angélicos (que experimentan mutaciones) y la materia (sometida a movimiento y cambio local). Para esta ontología, claro reflejo del trinitarismo, la realidad
está conformada por estas tres realidades fundamentales: Dios, alma y mundo (Gilson, 2007; Copleston, 2011a).

También el esquema trinitario se replica en la antropología. El alma humana –inmortal, pero no eterna, pues es creada– realiza tres operaciones: recuerda
(identidad, mantiene en el tiempo), entiende lo que recuerda y quiere lo que entiende. La memoria es así un elemento divino en el hombre: la confesión de
Agustín estriba en remontarse hacia el recuerdo de Dios, al modo de la reminiscencia platónica. El conocimiento es una operación del alma para la que el
mundo de los sentidos ofrece ocasión, elementos que despiertan el recuerdo dormido. Pero a su vez, de los tres movimientos del alma el tercero es la
voluntad, que tiene la primacía para Agustín: la voluntad se manifiesta en especial en el amor. Este se satisface cuando el alma encuentra su objeto, como
su propia vida quedó colmada cuando se encontró con Dios.
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Tomás de Aquino (1225-1274)

“Razón y preámbulos de la fe”


Durante los siglos VIII y IX, de la mano del Imperio carolingio, iniciado por Carlomagno (742-814), se produce un renacimiento de los estudios clásicos. La
Iglesia asume funciones de producción ideológico-cultural, bajo la estela del pensamiento de Agustín de Hipona y su concepción del vínculo entre el poder
político y el espiritual. Se organizan los estudios bajo el formato de la separación entre las artes liberales diferenciadas de las serviles (oficios). Entre las
primeras se situaban el trívium –gramática, dialéctica y retórica– y el quadrivium –aritmética, geometría, astronomía y música–. El trívium pasa a
considerarse una herramienta fundamental para la formación del clero.

Se consolidan las escuelas en torno a las catedrales –las escuelas catedralicias–, cuya función era la de recopilar todo el saber existente, así como
garantizar la adecuada formación del clero y los estamentos que han de tener desempeño en la organización de la vida secular (civil). Las artes liberales,
como la dialéctica, serán precursoras del método del sic et non (del sí y el no) con el que pensadores como Pedro Abelardo (1079-1142) darán pie al
nacimiento de una racionalización de la teología, frente al cuerpo de dogmas tradicionales. La teología se compila en summas o tratados que, por el formato
dialéctico, obligarán a exponer tanto los argumentos como los contraargumentos respecto a una posición determinada (la transustanciación del pan y el vino
en cuerpo y sangre de Cristo, por ejemplo).

En el marco de la cristalización de las escuelas, hay que situar el origen de la escolástica o pensamiento de las escuelas. Adquiere relevancia en esta
dirección la figura de Anselmo de Aosta (1033-1109) –por su lugar de nacimiento– o de Canterbury, pues fue obispo de Canterbury. Anselmo, formado en las
ideas de Agustín de Hipona, será autor, entre otras múltiples ideas, de un argumento para demostrar la existencia de Dios que se conoce con el nombre de
argumento ontológico de San Anselmo (Gilson 2007; Copleston, 2011b). Este argumento –que será replicado a su modo por Descartes y cuestionado por
Kant– busca conducir a una reducción al absurdo, según la cual solo es posible salir postulando que la idea de un ser absolutamente perfecto, que sin duda
tenemos (hasta el infiel posee tal idea, dice el argumento), no puede disociarse de la existencia de tal ser, puesto que, si es absolutamente perfecto, ha de
poseer también el atributo de la existencias, ya que, si no existiera, sería menos perfecto que un ser perfecto que existiera. La obra de Anselmo de Aosta
visualiza una nueva función para la filosofía en el orden medieval. La máxima fides quaerens intellectum (fe que busca entender) resume la posición de
coordinación entre la fe y la razón que pretende Anselmo, en tradición agustiniana.

El renacimiento urbano que se vive desde el siglo X hace necesaria la cristalización de instituciones encargadas de la formación de saberes para el comercio,
la industria y la conformación de las estructuras de gobierno. Nacen así las universidades: agrupación de maestros, cursos, estudios, etcétera, con finalidad
universal. Las universidades emergen por ampliación y sistematización de las escuelas catedralicias. La primera será la Universidad de Bolonia (1088), la
siguen la de Oxford (1096), París (1150), Cambridge (1208), Salamanca (1218), Coimbra (1290) y muchas más entre medio de estas fechas y posteriormente.
Algunas, como Salerno y Montpellier, alcanzaron fama en medicina, la de Bolonia en derecho, o las inglesas se escoran hacia las ciencias. En cualquier
caso, las universidades nacen con vocación racionalizadora y universalista. Se les otorgaba carácter de independencia respecto a los poderes civiles y, en
muchas ocasiones, respecto a los religiosos también. En ellas la discusión, bajo la forma de disputas, era central.

En la Universidad de París se desempeñará Alberto Magno (1193-1280), quien será maestro de Tomás de Aquino. Alberto Magno recopilará saber teológico,
pero concediendo también valor a la investigación científica, muy relegada por el saber tradicional de corte agustiniano, para el cual la ciencia se ocupaba de
las causas secundarias, por lo que no tenía tanto valor (Koyré, 1978).

Es preciso interpretar el pensamiento de Tomás de Aquino en relación con dos grandes referentes:

1 La incorporación de Aristóteles al mundo cristiano.

2 La figura del comentador de Aristóteles, Averroes.


El pensamiento de Aristóteles se incorpora al mundo cristiano –hasta ese momento pocos escritos de Aristóteles se conocían– por la labor de la Escuela de
Traductores de Toledo. Entre los siglos XII y XIII, esta escuela tradujo al latín gran parte del legado griego, las ciencias y saberes que habían permanecido en
Bizancio. Además, la difusión del pensamiento filosófico y científico de pensadores árabes, como Avicena, o judíos, como Maimónides, fue determinante de
este renacimiento. Entre ellos, gozó de especial renombre Averroes (1126-1198), quien fue señalado como “el comentarista” por su labor de interpretación del
pensamiento de Aristóteles. La obra del estagirita casaba mal con la cosmovisión religiosa en muchos aspectos, pero en especial en los siguientes: la
concepción de la creación, la concepción de la inmortalidad del alma y la relación entre razón y fe. Para el griego el mundo era eterno, el alma no es inmortal
y el auténtico conocimiento es racional. Averroes ingenia una doctrina, conocida como la doble verdad, para hacer casar el pensamiento religioso con el
aristotélico: lo que sostiene la religión es verdadero en el mundo de la fe, y lo que sostiene la ciencia y la filosofía lo es en el mundo de la razón. De ese
modo, hay dos verdades. Averroes incluso considera que la verdad de la filosofía es superior a la de la religión. La verdad de la religión es para el pueblo, en
cuanto que la de la filosofía es para los sabios.

Cuando la obra de Aristóteles llega a la Universidad de París de mano de la interpretación de Averroes, se declaran disturbios en el 1229, que motivaron el
cierre de dicha universidad.

Tomás de Aquino realizará la tarea de armonizar la filosofía de Aristóteles con el pensamiento cristiano, así como sistematizar el cuerpo de saberes
existente conforme a la lógica del pensamiento de Aristóteles. Rechaza la visión de Averroes, pues no caben dos verdades, sino solo una verdad. En la
concepción de Tomás de Aquino, la Razón tiene la fundamental función de establecer los preámbulos de la fe. Con esto Tomás de Aquino considera –en las
denominadas cinco vías para demostrar la existencia de Dios– que el razonamiento filosófico, siguiendo la luz natural de la razón humana, nos muestra que
necesariamente ha de existir un ser que es: primer motor inmóvil; primera causa eficiente; necesario y causa de los demás seres contingentes; el ser más
perfecto que explica los grados de perfección en el universo, y el ser inteligente que gobierna todas las cosas.

Para Tomás de Aquino, se llega a probar la existencia de tal ser mediante el uso de la razón y formulando pruebas que parten de la experiencia. Esta
verdad es una verdad que la filosofía nos ilustra. La fe la complementa. Como terminan sus argumentaciones para demostrar la existencia de tal ser (primer
motor, causa eficiente, necesario, perfecto e inteligencia ordenadora) “y este ser es Dios”, la razón prepara así el campo de la fe. ¿Qué sucede cuando la
razón nos dice algo a lo que la fe no suscribe? Para Tomás de Aquino, en estos casos la razón humana ha de tomar el conocimiento de la fe, pues la
inteligencia humana es finita y no puede comprender la profundidad de las verdades del universo.

Por supuesto, Tomás de Aquino suscribe a las verdades de la fe: como la creación del mundo, la inmortalidad del alma, que el mal es fruto de la libertad
humana, pero también de la justicia divina (teodicea); esto es, que tiene un sentido en el diseño inteligente del cosmos, la doctrina del pecado, etcétera.

Es importante entender también cómo adaptó Tomás de Aquino el pensamiento ético-político de Aristóteles principalmente porque esta adaptación es
significativa dentro del universo medieval. Distanciándose del agustinismo político, Tomás de Aquino reconoce la independencia del poder político. Interpreta
la antropología aristotélica, pero bajo formato cristiano: el hombre es un compuesto de materia y forma, pero el alma es claramente inmortal y creada por
Dios. Asume las nociones aristotélicas del ser social del hombre, así como su componente racional, la ética de la prudencia y la virtud, etcétera.

El ser humano conoce mediante los sentidos y operaciones de abstracción dadas por la operación intelectual. Las pruebas de la existencia de Dios (cinco
vías) son precisamente una muestra de esta prioridad dada a partir de la experiencia en las argumentaciones. La felicidad es el fin del hombre, pero para
Tomás de Aquino esta felicidad residirá en la contemplación beatífica de Dios (fin trascendente), más que en el ejercicio terrenal como en el estagirita.

Aunque el orden político tiene autonomía, Tomás de Aquino considera que el fin de este es la producción del bien común. Para alcanzar tal bien común,
se precisa un principio rector que organice la multiplicidad de intereses y deseos humanos. Por esto Tomás de Aquino considera que la mejor forma de
gobierno es la monarquía, pues, al igual que el creador gobierna el universo conforme al bien de este, también el monarca habrá de gobernar al pueblo con
vistas al bien común.

La aprehensión del bien común se realiza siguiendo la ley natural que el creador ha depositado en nuestra razón. Mediante la razón aprehendemos los
principios de la ley natural –el primero de ellos es que ha de hacerse el bien y evitarse el mal–, reflejo en el cosmos de la ley divina. Toda ley positiva es justa
en la medida que se ajusta a esta ley. Tanto la justicia distributiva –relativa a la asignación de bienes en una sociedad– como la justicia conmutativa –relativa
al intercambio–. Así también todo orden político que se construye conforme a los principios de dicha ley está en consonancia con el bien común.

A tal punto llega la hegemonía del bien común que Tomás de Aquino justifica el impago de las deudas cuando estas son onerosas para los pueblos y pueden
suponer grave riesgo para la población, pues aquí argumenta el Aquinate: aunque toda deuda ha de ser pagada por principio, el bienestar de la población es
un bien común de peso sobre el interés del adeudado en recuperar su valor.

El siguiente artículo retoma a San Agustín y a Santo Tomas de Aquino y se centra en el problema de la razón/fe en la filosofía medieval.

El problema razón y fe en la filosofía medieval.pdf


1.3 MB

Fuente: S.A. (s/f). El problema razón/fe en la filosofía medieval. Recuperado de:

https://www.edu.xunta.gal/centros/iescamposanalberto/aulavirtual2/pluginfile.php/20772/mod_resource/content/1/EL%20PROBLEMA%20RAZÓN%20Y%20FE%20EN%

20LA%20FILOSOFÍA%20MEDIEVAL.pdf.
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Guillermo de Occam (1285-1347)

Autonomía de la razón y autonomía de la fe


El siglo XIV es un siglo turbulento. Quebrada la unidad del papado con el emperador, el papado exige privilegios políticos; entre tanto, el poder político busca
emanciparse de la autoridad de la Iglesia. Pero ni el poder político ni el poder papal logran implantar su autoridad: respecto al primero se vive un resurgir
democrático de parlamentos que se levantan contra el poder del rey (Sabine, 2009). Respecto al papado irrumpen con fuerza polémicas doctrinales, como la
de los franciscanos –entre los que se encuentra Occam–, relativas a la pobreza evangélica. Se califica como época de conflictos: la Guerra de los Cien Años
(1339-1453) entre Francia e Inglaterra, disminución de las órdenes religiosas, etcétera. Marsilio de Padua (1275-1342) propone una teoría política secular que
se asienta en la separación entre Estado e Iglesia, la soberanía del pueblo y la subordinación del papa al concilio, entre otros elementos.

Con Occam irrumpen las primeras consideraciones epistemológicas, como anticipo de la modernidad. Algunos de sus discípulos (occamistas), como Buridan
u Oresme, cuestionarán el edificio de la ciencia medieval, de corte aristotélico, introduciendo principios de interpretación y medición de los fenómenos físicos
similares a las ideas de la ciencia moderna, como ocurre, por ejemplo, con la teoría del ímpetus de Buridán, según la cual los objetos lanzados se mueven
por su una fuerza tipo inercial, frente a la complicada explicación del movimiento dada por Aristóteles, según la cual los objetos se mueven bien hacia su
lugar natural, en los movimientos de tipo natural, o porque son impulsados por el propio medio que los mueve, en los movimientos violentos.

La filosofía de Occam cuestiona las bases de la escolástica continental. Lleva el análisis lógico al terreno de la teología. En su Tratado sobre los principios
de la Teología, establece una serie de principios al efecto (Gilson, 2007; Copleston, 2011):

Dios puede hacer todo lo que puede hacerse sin contradicción.

No debe afirmarse una pluralidad sin necesidad.

Este segundo principio, conocido como navaja de Occam o principio de economía, obliga a no hacer proliferar los entes explicativos sin necesidad, esto es, a
buscar la explicación más simple a los fenómenos; lo que en sí es una crítica a todo el edificio de la escolástica.

Su filosofía política expresa también los cambios de época: la autoridad del emperador no deriva del papa, sino de Dios a través del pueblo. La legitimidad del
poder descansa en el consenso popular (Sabine, 2009), lo que supuso un cuestionamiento profundo de su obra y que sus libros fueran prohibidos
posteriormente, en 1564.

La ontología occamista supone un firme rechazo de la visión esencialista que postulaba la escolástica traduciendo la metafísica de Aristóteles. Para Occam
lo real es la pluralidad de individuos particulares, cuya unidad es indivisible. En esta dirección un discípulo suyo, Nicolás de Autrecourt (1300-1350), rescatará
la visión atomista. La filosofía occamista germina ideas que serán fundamentales en la posterior tradición empirista, que también nace en suelo británico. Así
(Copleston, 2011):

1 La teología racional es una ciencia imposible porque no cabe afirmación alguna sobre la naturaleza de Dios. Todo lo que de ella se dice son nombres cuya
referencia no puede ser en modo alguno distinta. No podemos conocer la naturaleza de Dios, y menos aún, con base en intuiciones, establecer distinciones
en ella.

2 También se muestra escéptico respecto a la psicología racional. Apelando a su principio de economía, lo más que podemos hacer es postular la simplicidad
de la persona humana.
3 Énfasis en la lógica. Asume una postura consonante con su individualismo ontológico, afirmando que los términos universales (hombre, caballo, etc.) son
solo nombres. En esto se diferencia de la tradición agustiniana, para la cual los nombres eran realidades en sí, presentes en la mente de Dios. También se
diferencia de la tradición tomista, para la cual los universales existen por fuera de la mente, en cuanto se corresponden con la esencia de las cosas, y solo se
llega a ellos mediante procesos de abstracción mental. La universalidad es una suposición lógica dada en función de la predicación de un nombre a una
pluralidad de objetos.

4 Apuesta por la investigación de corte experimental e inductivo.

En síntesis, con Occam eclosiona el saber teológico medieval. La teología tendrá su ámbito de validez, pero no como conocimiento racional de la esencia
de Dios, sino en el marco de la fe. Por su parte, el conocimiento científico y filosófico habrá de emanciparse de la tiranía teológica para poder seguir su
propio camino con base en la explicación dada por la observación, la inducción o el análisis lógico, así como por el principio epistemológico de no proliferar
entes sin necesidad (navaja de Occam).

Para resumir lo que estuviemos desarrollando en este modulo te invitamos a ver el siguiente video, ya que brinda la explicación de la relación del problema
de la fe y la razón en la filosofía medieval.

Video 2: Fe y razón en la filosofía medieval. Parte 2

Fuente: Tuercas y Tornillos. (2017). Fe y razón en la filosofía medieval. [Youtube]. Recuperado de: https://www.youtube.com/watch?v=9Ct7JmoI5pU.
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Referencias

Copleston, F. (2011a). Historia de la Filosofía I. De la Grecia Antigua al mundo cristiano. Barcelona, ES: Ariel.

Copleston, F. (2011b). Historia de la Filosofía II. De la escolástica al empirismo. Barcelona, ES: Ariel.

Costa, I. y Divenosa, M. (2004). Filosofía. Buenos Aires, ES: Maipue.


Domenech, A. (1989). De la ética a la política. De la razón erótica a la razón inerte. Barcelona, ES: Crítica.

Gilson, E. (2007). La Filosofía en la Edad Media. Madrid, ES: Gredos.


Koyré, A. (1978). Estudios de historia del pensamiento científico. México D. F., MX: Siglo 21.

Olivera, D. A. (2015). Filosofía Primera: obertura. Córdoba, AR: Brujas.


Puente Ojea, G. (1974). Ideología e historia: el fenómeno estoico en la sociedad antigua. Madrid, ES: Siglo XXI.

S.A. (s/f). El problema razón/fe en la filosofía medieval. Recuperado de:


https://www.edu.xunta.gal/centros/iescamposanalberto/aulavirtual2/pluginfile.php/20772/mod_resource/content/1/EL%20PROBLEMA%20RAZÓN%20Y%
20FE%20EN%20LA%20FILOSOFÍA%20MEDIEVAL.pdf.

Tuercas y Tornillos. (2017). Fe y razón en la filosofía medieval. [Youtube]. Recuperado de: https://www.youtube.com/watch?v=9Ct7JmoI5pU.

Unamuno, M. (2013). La agonía del cristianismo. Madrid, ES: Alianza.

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