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- Discurso
del Método
Meditaciones Metafísicas
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Discurso
del
Método
Meditaciones
Metafísicas
René Descartes
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la. edición, mayo 2004.
2a. edición, febrero 2006.
O Discours de la Méthode
René Descartes
Su obra
Luis Rutiaga
Discurso
del
Método
Prefacio
Para bien dirigir la razón y buscar
la verdad en las ciencias
sola, reputaba casi por falso todo lo que no fuera más que
verosímil.
Y en cuanto a las demás ciencias, ya que toman sus prin-
cipios de la filosofía, pensaba yo que sobre tan endebles
cimientos no podía haberse edificado nada sólido; y ni el
honor ni el provecho, que prometen, eran bastantes para
invitarme a aprenderlas; pues no me veía, gracias a Dios, en
tal condición que hubiese de hacer de la ciencia un oficio
con que mejorar mi fortuna; y aunque no profesaba el des-
precio de la gloria a lo cínico, sin embargo, no estimaba en
mucho aquella fama, cuya adquisición sólo merced a falsos
títulos puede lograrse. Y, por último, en lo que toca a las
malas doctrinas, pensaba que ya conocía bastante bien su
valor, para no dejarme burlar ni por las promesas de un
alquimista, ni por las predicciones de un astrólogo, ni por
los engaños de un mago, ni por los artificios o la presunción
de los que profesan saber más de lo que saben.
Así, pues, tan pronto como estuve en edad de salir de la
sujeción en que me tenían mis preceptores, abandoné del
todo el estudio de las letras; y, resuelto a no buscar otra
ciencia que la que pudiera hallar en mí mismo o en el gran
libro del mundo, empleé el resto de mi juventud en viajar,
en ver cortes y ejércitos, en cultivar la sociedad de gentes de
condiciones y humores diversos, en recoger varias experien-
cias, en ponerme a mí mismo a prueba en los casos que la
fortuna me deparaba y en hacer siempre tales reflexiones
sobre las cosas que se me presentaban, que pudiera sacar
algún provecho de ellas. Pues me parecía que podía hallar
mucha más verdad en los razonamientos que cada uno hace
acerca de los asuntos que le atañen, expuesto a que el suce-
so venga luego a castigarle, si ha juzgado mal, que en los
que discurre un hombre de letras, encerrado en su despa-
cho, acerca de especulaciones que no producen efecto alguno
y que no tienen para él otras consecuencias, sino que acaso
28 René Descartes
que aún no hallaba ninguno que fuera cierto, pensé que ante
todo era preciso procurar establecer algunos de esta clase Ne
siendo esto la cosa más importante del mundo y en la que
son más de temer la precipitación y la prevención, creí que no
debía acometer la empresa antes de haber llegado a más
madura edad que la de veintitrés años, que entonces tenía,
y de haber dedicado buen espacio de tiempo a prepararme,
desarraigando de mi espíritu todas las malas Opiniones
a
que había dado entrada antes de aquel tiempo, haciendo
también acopio de experiencias varias, que fueran después
la materia de mis razonamientos y, por último, ejercitán
do-
me sin cesar en el método que me había prescrito,
para
afianzarlo mejor en mi espíritu.
Tercera parte
que no podía hacer nada mejor que seguir las de los más
sensatos. Y aun cuando entre los persas y los chinos hay
quizá hombres tan sensatos como entre nosotros, me pare-
cía que lo más útil era acomodarme a aquellos con quienes
tendría que vivir; y que para saber cuáles eran sus verdade-
ras Opiniones, debía fijarme más bien en lo que hacían que
en lo que decían, no sólo porque, dada la corrupción de
nuestras costumbres, hay pocas personas que consientan en
decir lo que creen, sino también porque muchas lo ignoran,
pues el acto del pensamiento, por el cual uno cree una cosa,
es diferente de aquel otro por el cual uno conoce que la cree,
y por lo tanto muchas veces se encuentra aquél sin éste. Y
entre varias opiniones, igualmente admitidas, elegía las
más moderadas, no sólo porque son siempre las más cómo-
das para la práctica, y verosímilmente las mejores, ya que
todo exceso suele ser malo, sino también para alejarme
me-
nos del verdadero camino, en caso de error, si, habiendo
elegido uno de los extremos, fuese el otro el que debiera
seguirse. Y en particular consideraba yo como un exceso
toda promesa por la cual se enajena una parte de la propia
libertad; no que yo desaprobase las leyes que, para poner
remedio a la inconstancia de los espíritus débiles,
permiten
cuando se tiene algún designio bueno, o incluso para
la
seguridad del comercio, en designios indiferentes,
hacer
votos o contratos obligándose a perseverancia; pero
como
no veía en el mundo cosa alguna que permaneciera
siem-
pre en idéntico estado y como, en lo que a mí
mismo se
refiere, esperaba perfeccionar más y más mis
juicios, no
empeorarlos, hubiera yo creído cometer una grave falta
contra
el buen sentido, si, por sólo el hecho de aprobar
por enton-
ces alguna cosa, me obligara a tenerla también
por buena
más tarde, habiendo ella acaso dejado
de serlo, o habiendo
yo dejado de estimarla como tal.
Mi segunda máxima fue la de ser en mis
acciones lo
más firme y resuelto que pudiera y segui
r tan constante en
Discurso del método 41
los que para oír los sonidos u oler los olores quisieran em-
plear los ojos; y aun hay esta diferencia entre aquéllos y éstos:
que el sentido de la vista no nos asegura menos de la ver-
dad de sus objetos que el olfato y el oído de los suyos,
mientras que ni la imaginación ni los sentidos pueden ase-
gurarnos nunca cosa alguna, como no intervenga el
entendimiento.
En fin, si aún hay hombres a quienes las razones que he
presentado no han convencido bastante de la existencia de
Dios y del alma, quiero que sepan que todas las demás co-
sas que acaso crean más seguras, como son que tienen un
cuerpo, que hay astros, y una tierra, y otras semejantes, son,
sin embargo, menos ciertas; pues, si bien tenemos una se-
guridad moral de esas cosas, tan grande que parece que,
a
menos de ser un extravagante, no puede nadie ponerlas en
duda, sin embargo, cuando se trata de una certidumbre
metafísica, no se puede negar, a no ser perdiendo la razón,
que no sea bastante motivo, para no estar totalmente segu-
ro, el haber notado que podemos de la misma manera
imaginar en sueños que tenemos otro cuerpo y
que vemos
otros astros y otra tierra, sin que ello sea así. Pues
¿cómo
sabremos que los pensamientos que se nos ocurren
durante
el sueño son falsos, y que no lo son los que tenemos
despier-
tos, si muchas veces sucede que aquéllos no son menos
vivos
y expresos que éstos? Y por mucho que estudien los
mejo-
res ingenios, no creo que puedan dar ninguna razón
bastante
a levantar esa duda, como no presupongan la existenc
ia de
Dios. Pues, en primer lugar, esa misma regla
que antes he
tomado, a saber: que las cosas que concebimos
muy clara y
distintamente son todas verdaderas; esa misma
regla recibe
su certeza sólo de que Dios es o existe, y de
que es un ser
perfecto, y de que todo lo que está en nosotros
proviene de
él; de donde se sigue que, siendo nuestras ideas
o nociones,
cuando son claras y distintas, cosas reales
y procedentes de
Dios, no pueden por menos de ser también,
en ese respecto,
Discurso del método 53
al cuerpo de una cabra, sin que por eso haya que concluir
que en el mundo existe la quimera, pues la razón no nos
dice que lo que así vemos o imaginamos sea verdadero; pero
nos dice que todas nuestras ideas o nociones deben tener
algún fundamento de verdad; pues no fuera posible que
Dios, que es todo perfecto y verdadero, las pusiera sin eso
en nosotros; y puesto que nuestros razonamientos nurica
son tan evidentes y tan enteros cuando soñamos que cuando
estamos despiertos, si bien a veces nuestras imaginaciones
son tan vivas y expresivas y hasta más en el sueño que
en la
vigilia, por eso nos dice la razón, que, no pudiendo ser
ver-
daderos todos nuestros pensamientos, porque no
somos
totalmente perfectos, deberá infaliblemente hallarse
la ver-
dad más bien en los que pensemos estando despiertos,
que
en los que tengamos estando dormidos.
Quinta parte
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Meditaciones
Metafísicas
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A los señores decanos y doctores de
la Sagrada Facultad de Teología de París
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Meditaciones acerca de la filosofía
primera, en las cuales se demuestra
la existencia de Dios,
así como la distinción real entre el alma
y el cuerpo del hombre
Meditación primera
Pues bien, ¿qué soy yo, ahora que supongo haber al-
guien extremadamente poderoso y, si es lícito decirlo así,
maligno y astuto, que emplea todas sus fuerzas e industria
en engañarme? ¿Acaso puedo estar seguro de poseer el más
mínimo de esos atributos que acabo de referir a la naturale-
za corpórea? Me paro a pensar en ello con atención, paso
revista una y otra vez, en mi espíritu, a esas cosas, y no ha-
llo ninguna de la que pueda decir que está en mí. No es
necesario que me entretenga en recontarlas. Pasemos, pues,
a los atributos del alma, y veamos si hay alguno que esté en
mí. Los primeros son nutrirme y andar; pero, si es cierto
que no tengo cuerpo, es cierto entonces también que no
puedo andar ni nutrirme. Un tercero es sentir, pero no pue-
de uno sentir sin cuerpo, aparte de que yo he creído sentir
en sueños muchas cosas y, al despertar, me he dado cuenta
de que no las había sentido realmente. Un cuarto es pensar:
y aquí sí hallo que el pensamiento es un atributo que me
pertenece, siendo el único que no puede separarse de mí.
Yo soy, yo existo; eso es cierto, pero ¿Cuánto tiempo? Todo
el tiempo que estoy pensando: pues quizá ocurriese que,
si
yo cesara de pensar, cesaría al mismo tiempo de existir.
No
admito ahora nada que no sea necesariamente verdadero:
así, pues, hablando con precisión, no soy más que una
cosa
que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento
o una
razón, términos cuyo significado me era antes desconocido
.
Soy, entonces, una cosa verdadera, y verdaderamente
exis-
tente. Más, ¿qué cosa? Ya lo he dicho: una cosa que
piensa.
¿Y qué más? Excitaré aún mi imaginación, a
fin de averi-
guar si no soy algo más. No soy esta reunión
de miembros
llamada cuerpo humano; no soy un aire sutil
y penetrante,
difundido por todos esos miembros; no
soy un viento, un
soplo, un vapor, ni nada de cuanto pueda fingir e imaginar,
puesto que ya he dicho que todo eso no era nada. Y, sin
modificar ese supuesto, hallo que no dejo de estar cierto de
que soy algo. Pero acaso suceda que esas mismas cosas que
Meditaciones metafísicas 119
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De lo verdadero y de lo falso
por qué pensar que debió poner, en todas y cada una de sus
obras, todas las perfecciones que puede poner en algunas.
Tampoco puedo quejarme de que Dios no me haya dado un
libre arbitrio, o sea, una voluntad lo bastante amplia y per-
fecta, pues claramente siento que no está circunscrita por
límite alguno. Y debo notar en este punto que, de todas las
demás cosas que hay en mí, ninguna es tan grande y perfec-
ta como para que yo no reconozca que podría serlo más.
Pues, por ejemplo, si considero la facultad de entender, la
encuentro de muy poca extensión y limitada en extremo, y
a un tiempo me represento la idea de otra facultad mucho
más amplia, y hasta infinita; y por el solo hecho de poder
representarme su idea, sé sin dificultad que pertenece a la
naturaleza de Dios.
Del mismo modo, si examino la memoria, la imagina-
ción, o cualquier otra facultad, no encuentro ninguna que
no sea en mí harto pequeña y limitada, y en Dios inmensa e
infinita. Sólo la voluntad o libertad de arbitrio siento ser en
mí tan grande, que no concibo la idea de ninguna otra que
sea mayor: de manera que ella es la que, principalmente,
me hace saber que guardo con Dios cierta relación de ima-
gen y semejanza. Pues aun siendo incomparablemente
mayor en Dios que en mí, ya en razón del conocimiento y el
poder que la acompañan, haciéndola más firme y eficaz, ya
en razón del objeto, pues se extiende a muchísimas más co-
sas, con todo, no me parece mayor, si la considero en sí
misma, formalmente y con precisión. Pues consiste sólo en
que podemos hacer o no hacer una cosa (esto es: afirmar O
negar, pretender algo o evitarlo); o, por mejor decir, consis-
te sólo en que, al afirmar o negar, y al pretender o evitar las
cosas que el entendimiento nos propone, obramos de ma-
nera que no nos sentimos constreñidos por ninguna fuerza
exterior. Ya que, para ser libre, no es requisito necesario que
me sean indiferentes los dos términos opuestos de mi elec-
de
ción; ocurre más bien que, cuanto más propendo a uno
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Meditación sexta
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