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René Descartes

- Discurso
del Método
Meditaciones Metafísicas

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Discurso
del
Método
Meditaciones
Metafísicas

René Descartes

Grupo Editorial Tomo, S. A. de C. V.


Nicolás San Juan 1043
03100 México, D. F.

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la. edición, mayo 2004.
2a. edición, febrero 2006.

O Discours de la Méthode
René Descartes

O 2006, Grupo Editorial Tomo, S.A. de C.V.


Nicolás San Juan 1043, Col. Del Valle
03100 México, D.F.
Tels. 5575-6615, 5575-8701 y 5575-0186
Fax. 5575-6695
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ISBN: 970-666-962-0
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Traducción: Luis Rutiaga


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Impreso en México - Printed in Mexico


Prólogo

Bone Descartes nació el 31 de Marzo de 1596 en La Haya,


una pequeña y atractiva ciudad de Touraine (Francia), si-
tuada a orillas del río Creuse, en una familia de funcionarios
de la baja nobleza. Su padre era consejero del Parlement de
Bretaña. De su madre, que murió un mes después de su
nacimiento, heredó una tos seca y una fisonomía pálida, que
mantuvo hasta los veinte años, además de una fortuna
que le permitió vivir con independencia económica. Como
era un niño delicado, se daba por supuesto que no viviría
mucho tiempo. Sin embargo él dedicó su forzosa inactivi-
dad a satisfacer una temprana pasión por el estudio.
A los diez años, su padre lo envió a La Fleche, un cole-
gio de los jesuitas recientemente inaugurado en Anjou, en
donde permaneció ocho años y medio y en el que recibió
una educación excelente que abarcaba la Lógica, la Filoso-
fía moral, la Física y la Metafísica, la Geometría Analítica y
el Álgebra Moderna, así como una cierta familiaridad con el
recientemente descubierto telescopio de Galileo. En La
Fleche surgen ya, de forma precoz, las características prin-
cipales de su mente. Una vez introducido en el conocimiento
de los clásicos, se enamoró de la poesía. Lejos de ser un “geó-
metra que sólo es un geómetra” (una descripción que de él
6 René Descartes

haría Pascal), Descartes escribió un ensayo de juventud, la


Olympica: “En los escritos de los poetas hay sentencias más
serias que en los de los filósofos. La razón es que los poe-
tas las escribieron movidos por el entusiasmo y el poder de
la imaginación. En cada uno de nosotros existen, cual pe-
dernales, chispas de conocimiento ocultas. Los filósofos las
manifiestan a través de la razón; los poetas las exteriorizan
por medio de la imaginación, y son mucho más brillantes”.
Una de las cualidades más llamativas de Descartes, y a
la vez una de las más peligrosas, fue su fluidez mental. Uno
de sus compañeros de colegio describía así su habilidad en
las discusiones. En primer lugar, trataba de ponerse de
acuerdo con sus oponentes sobre las definiciones y acerca
del significado de los principios que estaban dispuestos a
aceptar, y después construía con ellos una argumentación
deductiva singular que era muy difícil de debatir. En La
Fleche adquirió, además, un hábito que perduraría durante
toda su vida. Se le eximió de ciertas obligaciones y se le per-
mitía quedarse en cama hasta más tarde de lo que era
habitual entre sus compañeros. Así encontró la posibilidad
de dedicarse más plenamente a su inclinación natural, el
pensamiento concentrado y solitario.
Cuando cumplió los veinte años, una vez graduado en
leyes por la Universidad de Poitiers, Descartes fue a París.
Allí se convirtió en un joven elegante y desocupado. No
obstante, sus pensamientos pronto volvieron a preocupar-
se por las Matemáticas y la Filosofía. Se vio animado por
sus amigos, entre los que cabe destacar el padre mínimo
Marín Mersemne, al que había conocido en La Fleche.
Mersenne era, a su vez, un matemático competente y un
hábil experimentador. Su celda del convento sito en la Place
Royale servía de lugar de reunión de los savants, convirtién-
dose así en un antecedente de la Academia de Ciencias
(de
París), fundada más adelante en el mismo siglo. Mersenne
,
Prólogo Y

además, logró mantener una amplia correspondencia, de la


que sólo se ha publicado una parte, y de esta forma fue el
centro de información científica en una época en la que las
revistas científicas todavía no existían. Tradujo además los
Dialogi y los Discorsi de Galileo. Hasta el final de su vida,
Mersemnne fue el mejor amigo de Descartes, y cuando, en
1628, por decisión propia, Descartes dejó Francia para siem-
pre, Mersenne, desde París, le mantuvo constantemente
informado de las novedades científicas.
En 1618, Descartes se alistó en el ejercito del príncipe
Maurice de Nassau (posteriormente príncipe de Orange)
como caballero voluntario. Fue enviado a la guarnición de
Breda, en Holanda, en donde en aquel momento había una
tregua entre las fuerzas francoholandesas y las españolas,
bajo cuyo dominio se hallaban sometidos los Países Bajos.
En ese período sus intereses fueron los que corresponden a
un oficial del ejército: la balística, la acústica, la perspectiva,
la ingeniería militar y la navegación.
Un día —el 10 de noviembre de 1618— se encontró con
un grupo de gente arremolinada ante un cartel que se halla-
ba expuesto en la calle. Estaba escrito en flamenco y
le
Descartes, dirigiéndose a una de las personas del grupo,
pidió que se lo tradujera al latín o al francés. El cartel era un
ma
desafío que instaba a los que lo leían a resolver el proble
a. La persona a la que Des-
matemático que en él se proponí
an,
cartes se dirigió para que se lo tradujera era Isaac Beeckm
más eminent es del país. Descart es
uno de los matemáticos
y present ó su solució n a Beeckm an,
resolvió el problema
y Se pro-
quien reconoció al instante su genio matemático
mas
puso reavivar el interés del joven por los proble
le propuso
matemáticos. Durante aquel invierno Beeckman
que rige la
a Descartes que encontrase la ley matemática
o de ellos sabía
aceleración de los cuerpos que caen. Ningun
que Galileo había resuelto ya dicho problem a. Su solución
8 René Descartes

apareció en su obra Dialogi de 1632. Descartes estableció


diversas soluciones, basadas en hipótesis diferentes. El he-
cho de que ninguna de ellas fuese acorde con el modo como
caen realmente los cuerpos no le preocupó en absoluto. Por
aquel entonces Descartes aún no había conjugado el análi-
sis matemático con la experimentación.
Debemos al diario de Beeckman, descubierto en 1905,
el haber arrojado luz sobre este período de la vida de Des-
cartes. Fue un período de autodescubrimiento; la mente del
Joven pasaba con gran celeridad de unas cuestiones a otras.
Fue precisamente en esta época cuando Descartes dio con
la pista del método con el cual intentar unificar el conoci-
miento humano en base a un conjunto central de premisas.
El 26 de marzo de 1619 Descartes informó a Beeckman
“acerca de una ciencia, enteramente nueva, que le iba a per-
mitir resolver todos los problemas que se pueden proponer
acerca de cualquier clase de cantidades, continuas o
discontinuas, cada una de acuerdo con su naturaleza...,
de
forma que, en Geometría, casi nada quedaría ya por descu-
brir”. De esta manera Descartes anunciaba el descubrimiento
de la Geometría Analítica o, como la describiría Voltaire,
“del método que permite asignar ecuaciones algebraicas a
las curvas”. En el siglo XIV, Nicole Oresme, compatr
iota de
Descartes, hizo una ligera contribución a esta
idea. En el
siglo XVIL, Pierre de Fermat, contemporáneo
de Descartes,
había hecho el mismo descubrimiento de forma
completa-
mente independiente, pero no lo llevó adelante. Sin
embargo,
Descartes no publicaría su descubrimiento hasta
el año 1637
cuando, en su ensayo Géométrie incluyó una exposici
ón de
los principios y de algunas de sus aplicaciones.
Este texto
nos ofrece la demostración que da Descartes
de que las
secciones cónicas de Apolonio se hallan todas
contenidas
en un único conjunto de ecuaciones
cuadráticas y, con
ello, Descartes pone de manifiesto el carácter
general de su
Prólogo y

descubrimiento. Pero, dado que las secciones cónicas inclu-


yen a las circunferencias de los antiguos astrónomos, las
elipses de Johannes Kepler y la parábola utilizada por
Galileo para describir la trayectoria de un proyectil, es claro
que, con esta primera invención, Descartes facilitaba a los
físicos una poderosa herramienta. Sin dicha herramienta
incluso Newton se habría visto severamente limitado.
Exactamente un año después de su encuentro con
Beeckman, Descartes tuvo una famosa experiencia, quizás
la más importante de su vida y, sin duda, la más dramática.
Se había alistado en el ejercito del duque de Baviera, otro de
los aliados de Francia en la Guerra de los Treinta Años, y se
hallaba en los cuarteles de invierno en un remoto lugar a
orillas del Danubio. El día 10 de noviembre, abstraído en
sus pensamientos, se encontró completamente solo en la
famosa poele (literalmente “estufa”, pero que, de hecho, sig-
nificaba habitación caldeada). En el transcurso de aquel día
había tomado importantísimas decisiones. En primer lugar,
decidió que debía dudar metódicamente de todo lo que sa-
bía acerca de la Física y de los restantes conocimientos
organizados, y que debía encontrar ciertos puntos de parti-
da evidentes en sí mismos que le permitiesen reconstruir
todas las ciencias. En segundo lugar, decidió que, de la mis-
ma forma que una obra de arte o de arquitectura perfecta es
siempre el producto de una sola mano maestra, así él debía
llevar a cabo, por sí solo, su programa.
Aquella noche, según su biógrafo del siglo XVII, Adrian
Baillet, Descartes tuvo tres sueños. En el primero se hallaba
en una calle barrida por un viento muy intenso. Se veía com-
pletamente incapaz de mantener el equilibrio a causa de la
debilidad de su pierna derecha, pero los compañeros que se
hallaban junto a él lo sostenían firmemente. Descartes des-
pertó y se durmió de nuevo. Entonces le despertó el
estruendo de un trueno que había llenado la habitación de
10 René Descartes

chispas; era también un sueño. Se durmió de nuevo y soñó


que encontraba un diccionario, encima de su mesa. Enton-
ces, en otro libro, su vista “tropezó con las palabras Quid
vitae sectabor iter? (¿Qué clase de vida debo seguir?). Y, a la
vez, se presentó un hombre, que le era desconocido, con
unos versos que empezaban con las palabras Est et non, que
le recomendó encarecidamente”. Descartes reconoció en
estas palabras la primera línea de dos poemas Ausonius.
Incluso antes de despertarse definitivamente, Descartes
había empezado ya a interpretar el primer sueño como una
advertencia hacia los errores pasados, el segundo como el
descenso del espíritu de la verdad para tomar posesión de
él, y el tercero como indicándole que se le habrían los teso-
ros de todas las ciencias y el camino del conocimiento
verdadero. No obstante, este incidente puede haber sido
elaborado por el propio Baillet como un elemento retórico
que simbolizase la certeza que Descartes tenía en la validez
de su forma de aproximarse al conocimiento verdadero.
Siguió como mercenario hasta 1622, hallándose presen-
te en la batalla de Praga y en los asedios de Pressburg y
Neuháusel. Después, durante algunos años, se dedicó a via-
jar recorriendo Europa desde Polonia a Italia. En 1625
regresó finalmente a París. Aquí volvió a entrar en contacto
con el círculo de Mersenne, trabajó en su “matemática uni-
versal” y se embarcó en especulaciones sobre gran cantidad
de cuestiones diversas que iban de la psicología moral a la
prolongación de la vida. Al igual que a sus ociosos contem-
poráneos, el torbellino de la vida social, la música, las
lecturas frívolas, y el juego le distraían de tales cometidos.
Su padre llegó a expresar la opinión de que “no valía para
nada, salvo para acicalarse”.
Fue entonces cuando ocurrió un suceso que cambió su
misión en la vida. Se hallaba presente, junto con un elegan-
te e impresionante auditorio, incluido su amigo Mersenn
e
Prólogo 11

y el influyente cardenal De Bérulle, en una reunión en la


mansión del nuncio papal, para escuchar como un tal
Chandoux exponía su “nueva filosofía”. Descartes fue el
único de los asistentes que no aplaudió. Instado a dar su
opinión, habló extensamente, demostrando como era posi-
ble para un hombre inteligente establecer un razonamiento
aparentemente convincente de una proposición y también
de su contraria, mostrando además que, utilizando lo que
él llamaba su “método natural”, incluso los pensadores
mediocres podían establecer principios cuyo fundamentos
se hallaba enraizado en la verdad. Sus oyentes quedaron
atónitos. Cuando, unos días más tardes, Descartes visitó a
Bérulle, el cardenal le encargó que dedicara su vida a con-
seguir que su método fuese aplicable a la filosofía y a “la
mecánica y la medicina”.
En Octubre de 1628, Descartes partió hacia Holanda, en
donde permaneció el resto de su vida, salvo tres breves vi-
sitas a Francia y su viaje a Estocolmo en 1649, el último que
realizaría. Evitó la compañía de todo el mundo salvo la de
sus amigos y discípulos, y dedicó su tiempo a la aplicación
de sus principios a la filosofía, la ciencia y las matemáticas
y a la divulgación de sus conclusiones. Un año después de
haber abandonado Holanda, aceptando la invitación de la
reina Cristina de Suecia, murió en Estocolmo en febrero
de 1650.

Su obra

Podríamos describir a Descartes como a un científico cen-


trífugo: su pensamiento emergió principalmente hacia
afuera a partir de un punto teórico, central y firme, en
Mz René Descartes

contraste con pensadores como Francis Bacon e Isaac


Newton, que partían de lo que veían para llegar a los prin-
cipios que lo causaban.
La dirección primaria y el movimiento que siguió la
empresa filosófica y científica de Descartes se nos hace pa-
tente con toda claridad siguiendo el orden en que compuso
en sus principales obras. Desde 1618 a 1628, los incansables
años de su vida militar, de sus viajes y de disipación, elabo-
ró su concepción de la ciencia verdadera y de su método
para conocerla —un método muy racionalista —. Estas ideas
se hallan expuestas en su primera obra, Reglas para la direc-
ción del Espíritu, terminada en 1628, pero publicada
póstumamente, y en el Discourse de la Méthode, que escribió
después de establecerse en Holanda. Antes de completar
este último comenzó a elaborar sus obras los Meétéors, la
Dioptrique y la Géométrie, que presentaría como tres ejem-
plos concretos, ilustrativos del poder del método cuando se
aplica a líneas de investigación específicas, y que publica-
ría, en 1637, como apéndices del Discourse. Entre tanto, en
1628, se había empezado a preocupar del nuevo estadio de
sus investigaciones: el descubrimiento y establecimiento
de los primeros principios. Estos se hallan expuestos en sus
Meditaciones sobre la Filosofía Fundamental, publicada en 1641.
A partir de estos principios estableció rápidamente la ela-
boración de su cosmología, que completó en 1633 en Le
Monde, sin embargo se abstuvo de publicarla a raíz
de las
noticias de la condena de Galileo. En 1644 Descartes publi-
caría los Principia Philosopliae, una versión revisada,
con su
copernicanismo mitigado con la idea de que todo movimien-
to es relativo. Al mismo tiempo Descartes trabajaba en
su
concepción de la relación existente entre la mente y el
me-
canismo del cuerpo y, en su última obra, Pasiones
del Alma
(que completó en 1649), incluyó también la Psicología
en
los dominios de su sistema. Quizás el ejemplo
más ilustrati-
vo del poder de su método sea la Dioptrique.
Como era
Prólogo 13

característico en él, empieza enunciando lo que intenta re-


solver: el problema de la construcción de un telescopio,
basándose en principios científicos racionales. De acuerdo
con esta premisa, emprende ante todo un análisis de la na-
turaleza de la luz; el espacio está lleno de pequeños
corpúsculos de materia, contiguos entre sí, formando una
especie de “éter”. La luz es un fenómeno mecánico, una pre-
sión instantánea que, procedente de una fuente luminosa,
se transmite a través de este éter. Entonces Descartes nos
ofrece una demostración geométrica muy elegante de las
leyes de la reflexión y de la refracción. Algunos años antes
el físico holandés Willebrord Snell había establecido ya la
ley de los senos —es decir, la ley correcta de la refracción—,
pero no la había publicado. La demostración de Descartes
de lo que hoy se conoce como la ley de Snell, fue casi segu-
ramente independiente. Además fue el primero en
publicarla.
La estructura esencial y el contenido de la Física y de la
Cosmología cartesiana descansan en las conclusiones revo-
lucionarias que estableció poco después de haberse retirado
a Holanda, en el año 1628. Fundamentó la posibilidad y la
certeza del conocimiento en el hecho mismo del pensamien-
to. Este hecho elemental, aprehendido con “claridad y
distinción”, se convirtió en su criterio para saber si algo era
cierto o falso.
Afirmaba que las “cualidades” de la Filosofía clásica,
aprehendidas por la simple sensación, no eran ni claras ni
distintas. Así pues eliminó del mundo exterior todo salvo la
extensión —el único aspecto mensurable de las cosas y, por
consiguiente, su propia naturaleza —. Esta división del mun-
do en dos ámbitos mutuamente excluyentes y conjuntamente
exhaustivos, el del entendimiento y el de la extensión,
permitió a Descartes ofrecer lo que para él constituía una
ciencia verdadera de la naturaleza. Así la tarea de la ciencia
14 René Descartes

consistía en deducir, a partir de estos primeros principios,


las causas de todo lo que acontece, de la misma manera
que las Matemáticas se deducen de sus premisas.
Fue la misma amplitud del programa —que de hecho
declara que la naturaleza física entera se puede reducir y
ser comprendida por las leyes del movimiento — lo que con-
firió a Descartes su importancia científica revolucionaria.
El propio Descartes dio explicaciones, en términos de los
movimientos de partículas de formas y tamaños diversos,
de las propiedades químicas y sus combinaciones, gusto y
sabor, calor, magnetismo, luz, del funcionamiento del cora-
zón y del sistema nervioso como fuente de acción del
mecanismo del cuerpo humano, y de muchos otros fenó-
menos que investigó por medio de experimentos algunas
veces realmente ingenuos. La amplitud del programa lle-
vaba implícita su propia perdición. Descartes no dispuso
de tiempo suficiente para poder abordar con suficiente ri-
gor y de forma cuantitativa todas las cuestiones que se
proponía. Procediendo, como proceden, de un programa
que pretende matematizarlo todo, la Física y Cosmología
de Descartes son casi totalmente cualitativas. Se vio forza-
do a recurrir a la especulación mucho más allá de lo que le
permitía “el pequeño alcance de mi conocimiento”, con lo
cual consiguió lo que realmente temía; que lo que había pro-
ducido, utilizando sus propias palabras, no fuese más que
un bello “romance de la naturaleza”.
Su fracaso más desastroso tuvo lugar, de hecho, en el
centro mismo de su programa, en las propias leyes del mo-
vimiento. Por medio de un proceso de análisis puramente
racional, había llegado a la conclusión de que la propiedad
esencial de la materia era su extensión espacial. Puesto que,
a priori, se excluían otras posibilidades, no dejó ningún res-
quicio para la constatación empírica. Y entonces, a partir de
esta base supuestamente sólida, procedió a construir un
A o

sistema de mecánica que dejaba fuera de todo análisis he-


chos importantes, especialmente aquellos que se hallaban
involucrados en lo que llegaría a ser la noción newtoniana
de “masa”. Su mecánica contiene ciertamente algunas con-
clusiones valiosas como, por ejemplo, la que se refiere a la
conservación del movimiento y su enunciado de un principio
equivalente al de inercia. Sin embargo, cuerpos geométrica-
mente idénticos, si tienen masas diferentes, no se comportan
de forma idéntica cuando colisionan o interactúan de otras
formas. El tratamiento que Descartes dio a este tema resul-
tó ser desastrosamente incorrecto a causa de que todo su
análisis precedente de la materia como mera extensión era
erróneo en sí mismo.
Además, Descartes trató de dar una explicación a los
movimientos planetarios mediante su teoría de los vórtices,
según la cual, la materia del “éter” formaba torbellinos
(vórtices) alrededor del Sol y las estrellas lo que mantenía
el movimiento de los planetas. Lo más sorprendente es que
Descartes no se preocupó en absoluto de comprobar si esta
importante parte de su física se ajustaba o no a los hechos
explicados por las leyes de Kepler del movimiento plane-
tario. Newton trató la teoría de los vórtices como un
problema serio de la dinámica de fluidos y la desmoronó
completamente.
En el área de las Matemáticas, la contribución más no-
table que hizo Descartes fue la sistematización de la
Geometría Analítica. Fue el primer matemático que intentó
clasificar las curvas conforme al tipo de ecuaciones que las
producen. Fue también el responsable de la utilización de
las últimas letras del abecedario para designar cantidades
desconocidas y las primeras para las conocidas.
Descartes, moviéndose centrífugamente desde sus prin-
cipios centrales, logró apreciar la crítica de Pascal y Huygens
y darse cuenta de que su ideal matemático de deducción
o René Descartes

rectilinea chocaba frontalmente con la dificultad de poner


en contacto principios generales abstractos con hechos par-
ticulares. Con todo, en cuanto pensador científico positivo,
quizás no fuese tan diferente de sus sucesores actuales. Su
investigación abarca nada menos que las causas y el signifi-
cado de todo lo que acontece.

Luis Rutiaga
Discurso
del
Método
Prefacio
Para bien dirigir la razón y buscar
la verdad en las ciencias

S, este discurso parece demasiado largo para ser leído de


una vez, puede dividirse en seis partes: en la primera se
hallarán diferentes consideraciones acerca de las ciencias;
en la segunda, las reglas principales del método que el
autor ha buscado; en la tercera, algunas otras de moral que
ha podido sacar de aquel método; en la cuarta, las razones
con que prueba la existencia de Dios y del alma humana,
que son los fundamentos de su metafísica; en la quinta, el
orden de las cuestiones de física, que ha investigado y, en
particular, la explicación del movimiento del corazón y de
algunas otras dificultades que atañen a la medicina, y tam-
bién la diferencia que hay entre nuestra alma y la de los
animales; y en la última, las cosas que cree necesarias para
llegar, en la investigación de la naturaleza, más allá de don-
de él ha llegado, y las razones que le han impulsado a
escribir.
Primera parte

E, buen sentido es lo que mejor repartido está entre todo


el mundo, pues cada cual piensa que posee tan buena pro-
visión de él, que aun los más descontentadizos respecto a
cualquier otra cosa, no suelen apetecer más del que ya tie-
nen. En lo cual no es verosímil que todos se engañen, sino
que más bien esto demuestra que la facultad de juzgar y
distinguir lo verdadero de lo falso, que es propiamente lo
que llamamos buen sentido o razón, es naturalmente igual
en todos los hombres; y, por lo tanto, que la diversidad de
nuestras opiniones no proviene de que unos sean más razo-
nables que otros, sino tan sólo de que dirigimos nuestros
pensamientos por derroteros diferentes y no consideramos
las mismas cosas. No basta, en efecto, tener el ingenio bue-
no; lo principal es aplicarlo bien. Las almas más grandes
son capaces de los mayores vicios, como de las mayores vir-
tudes; y los que andan muy despacio pueden llegar mucho
más lejos, si van siempre por el camino recto, que los que
corren, pero se apartan de él.
Por mi parte, nunca he presumido de poseer un ingenio
más perfecto que los ingenios comunes; hasta he deseado
muchas veces tener el pensamiento tan rápido, o la imagi-
nación tan clara y distinta, o la memoria tan amplia y
22 René Descartes

presente como algunos otros. Y no sé de otras cualidades


sino ésas, que contribuyan a la perfección del ingenio; pues
en lo que toca a la razón o al sentido, siendo, como es, la
única cosa que nos hace hombres y nos distingue de los ani-
males, quiero creer que está entera en cada uno de nosotros
y seguir en esto la común opinión de los filósofos, que dicen
que el más o el menos es sólo de los accidentes, mas no de
las formas o naturalezas de los individuos de una misma
especie.
Pero, sin temor, puedo decir, que creo que fue una gran
ventura para mí el haberme metido desde joven por ciertos
caminos, que me han llevado a ciertas consideraciones y
máximas, con las que he formado un método, en el cual me
parece que tengo un medio para aumentar gradualmente
mi conocimiento y elevarlo poco a poco hasta el punto más
alto a que la mediocridad de mi ingenio y la brevedad de
mi vida puedan permitirle llegar. Pues tales frutos he reco-
gido ya de ese método, que, aun cuando, en el juicio que
sobre mí mismo hago, procuro siempre inclinarme del lado
de la desconfianza mejor que del de la presunción, y aun-
que, al mirar con ánimo filosófico las distintas acciones y
empresas de los hombres, no hallo casi ninguna que no me
parezca vana e inútil, sin embargo no deja de producir en
mí una extremada satisfacción el progreso que pienso ha-
ber realizado ya en la investigación de la verdad, y concibo
tales esperanzas para el porvenir, que si entre las ocupacio-
nes que embargan a los hombres, puramente hombres, hay
alguna que sea sólidamente buena e importante, me atrevo
a Creer que es la que yo he elegido por mía.
Puede ser, no obstante, que me engañe; y acaso lo que
me parece oro puro y diamante fino, no sea sino un poco de
cobre y de vidrio. Sé cuán expuestos estamos a equivocar
nos, cuando de nosotros mismos se trata, y cuán sospecho-
sos deben sernos también los juicios de los amigos,
que se
Discurso del método 23

pronuncian en nuestro favor. Pero me gustaría dar a cono-


cer, en el presente discurso, el camino que he seguido y
representar en él mi vida, como en un cuadro, para que cada
cual pueda formar su juicio, y así, tomando luego conoci-
miento, por el rumor público, de las opiniones emitidas, sea
este un nuevo medio de instruirme, que añadiré a los que
acostumbro emplear.
Mi propósito, pues, no es el de enseñar aquí el método
que cada cual ha de seguir para dirigir bien su razón, sino
sólo exponer el modo como yo he procurado conducir la
mía. Los que se meten a dar preceptos deben de estimarse
más hábiles que aquellos a quienes los dan, y son muy cen-
surables, si faltan en la cosa más mínima. Pero como yo no
propongo este escrito, sino a modo de historia o, si prefiere,
de fábula, en la que, entre ejemplos que podrán imitarse,
irán acaso otros también que con razón no serán seguidos,
espero que tendrá utilidad para algunos, sin ser nocivo para
nadie, y que todo el mundo agradecerá mi franqueza.
Desde la niñez, fui criado en el estudio de las letras y,
como me aseguraban que por medio de ellas se podía ad-
quirir un conocimiento claro y seguro de todo cuanto es útil
para la vida, sentía yo un vivísimo deseo de aprenderlas.
Pero tan pronto como hube terminado el curso de los estu-
dios, cuyo remate suele dar ingreso en el número de los
hombres doctos, cambié por completo de opinión, pues me
embargaban tantas dudas y errores, que me parecía que,
procurando instruirme, no había conseguido más provecho
que el de descubrir cada vez mejor mi ignorancia. Y, sin
embargo, estaba en una de las más famosas escuelas de
Europa, en donde pensaba yo que debía haber hombres sa-
bios, si los hay en algún lugar de la tierra. Allí había
aprendido todo lo que los demás aprendían, y no contento
aún con las ciencias que nos enseñaban, recorrí cuantos li-
bros pudieron caer en mis manos, referentes a las ciencias
24 René Descartes

que se consideran como las más curiosas y raras. Conocía,


además, los juicios que se hacían de mi persona, y no veía
que se me estimase en menos que a mis condiscípulos, entre
los cuales algunos estaban destinados a ocupar los puestos
que dejaran vacantes nuestros maestros. Por último, me
parecía nuestro siglo tan floreciente y fértil en buenos inge-
nios, como haya sido cualquiera de los precedentes. Por todo
lo cual, me tomaba la libertad de juzgar a los demás por mí
mismo y de pensar que no había en el mundo doctrina al-
guna como la que se me había prometido anteriormente.
No dejaba por eso de estimar en mucho los ejercicios
que se hacen en las escuelas. Sabía que las lenguas que en
ellas se aprenden son necesarias para la inteligencia de los
libros antiguos; que la gentileza de las fábulas despierta el
ingenio; que las acciones memorables, que cuentan las his-
torias, lo elevan y que, leídas con discreción, ayudan a formar
el juicio; que la lectura de todos los buenos libros es como
una conversación con los mejores ingenios de los pasados
siglos, que los han compuesto, y hasta una conversación
estudiada, en la que no nos descubren sino lo más selecto
de sus pensamientos; que la elocuencia posee fuerzas y be-
llezas incomparables; que la poesía tiene delicadezas y
suavidades que arrebatan; que en las matemáticas hay
sutilísimas invenciones que pueden ser de mucho servicio,
tanto para satisfacer a los curiosos, como para facilitar las
artes todas y disminuir el trabajo de los hombres; que los
escritos, que tratan de las costumbres, encierran varias
en-
señanzas y exhortaciones a la virtud, todas muy útiles; que
la teología enseña a ganar el cielo; que la filosofía propor-
ciona medios para hablar con verosimilitud de todas las
cosas y recomendarse a la admiración de los menos sabios;
que la jurisprudencia, la medicina y demás ciencias
honran
y enriquecen a quienes las cultivan; y, por último,
que es
bien haberlas recorrido todas, aun las más
supersticiosas y
Discurso del método 28

las más falsas, para conocer su justo valor y no dejarse en-


gañar por ellas.
Pero creía también que ya había dedicado bastante tiem-
po a las lenguas e incluso a la lectura de los libros antiguos
y a sus historias y a sus fábulas. Pues es casi lo mismo con-
versar con gentes de otros siglos, que viajar por extrañas
tierras. Bueno es saber algo de las costumbres de otros pue-
blos, para juzgar las del propio con mejor acierto, y no creer
que todo lo que sea contrario a nuestras modas es ridículo y
opuesto a la razón, como suelen hacer los que no han visto
nada. Pero el que emplea demasiado tiempo en viajar, aca-
ba por tornarse extranjero en su propio país; y al que estudia
con demasiada curiosidad lo que se hacía en los siglos pre-
téritos, ocúrrele de ordinario que permanece ignorante de
lo que se practica en el presente.
Además, las fábulas son causa de que imaginemos como
posibles acontecimientos que no lo son; y aun las más fieles
historias, supuesto que no cambien ni aumenten el valor de
las cosas, para hacerlas más dignas de ser leídas, omiten
por lo menos, casi siempre, las circunstancias más bajas y
menos ilustres, por lo cual sucede que lo restante no apare-
ce tal como es y que los que ajustan sus costumbres a los
ejemplos que sacan de las historias, se exponen a caer en las
extravagancias de los paladines de nuestras novelas y a con-
cebir designios, a que no alcanzan sus fuerzas.
Estimaba en mucho la elocuencia y era un enamorado
de la poesía; pero pensaba que una y otra son dotes del in-
genio más que frutos del estudio. Los que tienen más robusto
razonar y digieren mejor sus pensamientos, para hacerlos
claros e inteligibles, son ios más capaces de llevar a los áni-
mos la persuasión, sobre lo que proponen, aunque hablen
una pésima lengua y no hayan aprendido nunca retóri-
ca; y los que imaginan las más agradables invenciones,
sabiéndolas expresar con mayor ornato y suavidad, serán
26 René Descartes

siempre los mejores poetas, aun cuando desconozcan el arte


poética.
Gustaba sobre todo de las matemáticas, por la certeza y
evidencia que poseen sus razones; pero aún no advertía cuál
era su verdadero uso y, pensando que sólo para las artes
mecánicas servían, me extrañaba que, siendo sus cimien-
tos tan firmes y sólidos, no se hubiese construido sobre ellos
nada más levantado. Y en cambio los escritos de los anti-
guos paganos, referentes a las costumbres, los comparaba
con palacios muy soberbios y magníficos, pero construidos
sobre arena y barro: levantan muy en alto las virtudes y las
presentan como las cosas más estimables que hay en el
mundo, pero no nos enseñan bastante a conocerlas y, mu-
chas veces, dan ese hermoso nombre a lo que no es sino
insensibilidad, orgullo, desesperación o parricidio.
Profesaba una gran reverencia por nuestra teología y,
como cualquier otro, pretendía yo ganar el cielo. Pero ha-
biendo aprendido, como cosa muy cierta, que el camino de
la salvación está tan abierto para los ignorantes como para
los doctos y que las verdades reveladas, que allá conducen,
están muy por encima de nuestra inteligencia, nunca me
hubiera atrevido a someterlas a la flaqueza de mis razona-
mientos, pensando que, para acometer la empresa de
examinarlas y salir con bien de ella, era preciso alguna ex-
traordinaria ayuda del cielo, y ser, por tanto, algo más que
hombre.
Nada diré de la filosofía sino que, al ver que ha sido
cultivada por los más excelentes ingenios que han vivi-
do desde hace siglos, y, sin embargo, nada hay en ella que
no sea objeto de disputa y, por consiguiente, dudoso, no
tenía yo la presunción de esperar acertar mejor que los de-
más; y considerando cuán diversas pueden ser las Opiniones
tocante a una misma materia, sostenidas todas por gentes
doctas, aun cuando no puede ser verdadera más que una
Discurso del método DJ

sola, reputaba casi por falso todo lo que no fuera más que
verosímil.
Y en cuanto a las demás ciencias, ya que toman sus prin-
cipios de la filosofía, pensaba yo que sobre tan endebles
cimientos no podía haberse edificado nada sólido; y ni el
honor ni el provecho, que prometen, eran bastantes para
invitarme a aprenderlas; pues no me veía, gracias a Dios, en
tal condición que hubiese de hacer de la ciencia un oficio
con que mejorar mi fortuna; y aunque no profesaba el des-
precio de la gloria a lo cínico, sin embargo, no estimaba en
mucho aquella fama, cuya adquisición sólo merced a falsos
títulos puede lograrse. Y, por último, en lo que toca a las
malas doctrinas, pensaba que ya conocía bastante bien su
valor, para no dejarme burlar ni por las promesas de un
alquimista, ni por las predicciones de un astrólogo, ni por
los engaños de un mago, ni por los artificios o la presunción
de los que profesan saber más de lo que saben.
Así, pues, tan pronto como estuve en edad de salir de la
sujeción en que me tenían mis preceptores, abandoné del
todo el estudio de las letras; y, resuelto a no buscar otra
ciencia que la que pudiera hallar en mí mismo o en el gran
libro del mundo, empleé el resto de mi juventud en viajar,
en ver cortes y ejércitos, en cultivar la sociedad de gentes de
condiciones y humores diversos, en recoger varias experien-
cias, en ponerme a mí mismo a prueba en los casos que la
fortuna me deparaba y en hacer siempre tales reflexiones
sobre las cosas que se me presentaban, que pudiera sacar
algún provecho de ellas. Pues me parecía que podía hallar
mucha más verdad en los razonamientos que cada uno hace
acerca de los asuntos que le atañen, expuesto a que el suce-
so venga luego a castigarle, si ha juzgado mal, que en los
que discurre un hombre de letras, encerrado en su despa-
cho, acerca de especulaciones que no producen efecto alguno
y que no tienen para él otras consecuencias, sino que acaso
28 René Descartes

sean tanto mayor motivo para envanecerle cuanto más se


aparten del sentido común, puesto que habrá tenido que
gastar más ingenio y artificio en procurar hacerlas verosí-
miles. Y siempre sentía un deseo extremado de aprender a
distinguir lo verdadero de lo falso, para ver claro en mis
actos y andar seguro por esta vida.
Es cierto que, mientras me limitaba a considerar las cos-
tumbres de los otros hombres, apenas hallaba cosa segura y
firme, y advertía casi tanta diversidad como antes en las
opiniones de los filósofos. De suerte que el mayor provecho
que obtenía, era que, viendo varias cosas que, a pesar de
parecernos muy extravagantes y ridículas, no dejan de ser
admitidas comúnmente y aprobadas por otros grandes pue-
blos, aprendía a no creer con demasiada firmeza en lo que
sólo el ejemplo y la costumbre me habían persuadido; y así
me libraba poco a poco de muchos errores, que pueden
oscurecer nuestra luz natural y tornarnos menos aptos para
escuchar la voz de la razón. Mas cuando hube pasado va-
rios años estudiando en el libro del mundo y tratando de
adquirir alguna experiencia, decidí un día estudiar también
en mí mismo y a emplear todas las fuerzas de mi ingenio
en la elección de la senda que debía seguir; lo cual me salió
mucho mejor, según creo, que si no me hubiese nunca aleja-
do de mi tierra y de mis libros.
Segunda parte

M. hallaba, por entonces, en Alemania, adonde me lla-


mara la ocasión de unas guerras que aún no han terminado;
y volviendo de la coronación del Emperador hacia el ejérci-
to, me sorprendió el comienzo del invierno en un lugar en
donde, no encontrando conversación alguna que me divir-
tiera y no teniendo tampoco, por fortuna, cuidados ni
pasiones que perturbaran mi ánimo, permanecía el día en-
tero solo y encerrado, junto a una estufa, con toda la
tranquilidad necesaria para entregarme a mis pensamien-
tos. Entre los cuales, fue uno de los primeros el ocurrírseme
considerar que muchas veces sucede que no hay tanta per-
fección en las obras compuestas de varios trozos y hechas
por las manos de muchos maestros, como en aquellas en
que uno solo ha trabajado. Así vemos que los edificios, que
un solo arquitecto ha comenzado y rematado, suelen ser más
hermosos y mejor ordenados que aquellos otros, que varios
han tratado de componer y arreglar, utilizando anti-
guos muros, construidos para otros fines. Esas viejas
ciudades, que no fueron al principio sino aldeas, y que, con
el transcurso del tiempo han llegado a ser grandes urbes,
están, por lo común, muy mal trazadas y acompasadas,
si las comparamos con esas otras plazas regulares que un
30 René Descartes

ingeniero diseña, según su fantasía, en una llanura; y, aun-


que considerando sus edificios uno por uno encontremos a
menudo en ellos tanto o más arte que en los de estas últimas
ciudades nuevas, sin embargo, viendo cómo están arregla-
dos, aquí uno grande, allá otro pequeño, y cómo hacen las
calles curvas y desiguales, se diría que más bien es la fortu-
na que la voluntad de unos hombres provistos de razón, la
que los ha dispuesto de esa suerte. Y si se considera que, sin
embargo, siempre ha habido unos oficiales encargados de
cuidar de que los edificios de los particulares sirvan al or-
nato público, bien se reconocerá cuán difícil es hacer
cumplidamente las cosas cuando se trabaja sobre lo hecho
por otros. Así también, imaginaba yo que esos pueblos que
fueron antaño medio salvajes y han ido civilizándose poco
a poco, haciendo sus leyes conforme les iba obligando la
incomodidad de los crímenes y peleas, no pueden estar tan
bien constituidos como los que, desde que se juntaron,
han
venido observando las constituciones de algún prudente
legislador. Como también es muy cierto, que el estado de la
verdadera religión, cuyas ordenanzas Dios solo ha institui-
do, debe estar incomparablemente mejor arreglado que
todos los demás. Y para hablar de las cosas humanas,
creo
que si Esparta ha sido antaño muy floreciente, no fue por
causa de la bondad de cada una de sus leyes en particular,
que algunas eran muy extrañas y hasta contrarias
a las bue-
nas costumbres, sino porque, habiendo sido inventadas
por
uno solo, todas tendían al mismo fin. Y así pensé yo
que las
ciencias de los libros, por lo menos aquellas cuyas razones
son solo probables y carecen de demostraciones, habiéndo-
se compuesto y aumentado poco a poco con las
opiniones
de varias personas diferentes, no son tan próximas
a la ver-
dad como los simples razonamientos que un
hombre de
buen sentido puede hacer, naturalmente,
acerca de las co-
sas que se presentan. Y también pensaba
yo que, como
hemos sido todos nosotros niños antes
de ser hombres y
Discurso del método Sl

hemos tenido que dejarnos regir durante mucho tiempo por


nuestros apetitos y nuestros preceptores, que muchas veces
eran contrarios unos a otros, y ni unos ni otros nos aconseja-
ban acaso siempre lo mejor, es casi imposible que sean
nuestros juicios tan puros y tan sólidos como lo fueran si,
desde el momento de nacer, tuviéramos el uso pleno de
nuestra razón y no hubiéramos sido nunca dirigidos más
que por ésta.
Verdad es que no vemos que se derriben todas las casas
de una ciudad con el único propósito de reconstruirlas en
otra manera y de hacer más hermosas las calles; pero ve-
mos que muchos particulares mandan echar abajo sus
viviendas para reedificarlas y, muchas veces, son forzados
a ello, cuando los edificios están en peligro de caerse, por
no ser ya muy firmes los cimientos. Ante cuyo ejemplo, lle-
gué a persuadirme de que no sería en verdad sensato que
un particular se propusiera reformar un Estado cambián-
dolo todo, desde los cimientos, y derribándolo para
enderezarlo; ni aun siquiera reformar el cuerpo de las cien-
cias o el orden establecido en las escuelas para su enseñanza;
pero que, por lo que toca a las opiniones, a que hasta enton-
ces había dado mi crédito, no podía yo hacer nada mejor
que emprender de una vez la labor de suprimirlas, para sus-
tituirlas luego por otras mejores o por las mismas, cuando
las hubiere ajustado al nivel de la razón. Y tuve firmemente
por cierto que, por este medio, conseguiría dirigir mi vida
mucho mejor que si me contentase con edificar sobre cimien-
tos viejos y me apoyase solamente en los principios que había
aprendido siendo joven, sin haber examinado nunca si eran
o no verdaderos. Pues si bien en esta empresa veía varias
dificultades, no eran, empero, de las que no tienen remedio;
ni pueden compararse con las que hay en la reforma de las
menores cosas que atañen a lo público. Estos grandes cuer-
pos políticos, es muy difícil levantarlos, una vez que han
sido derribados, o aun sostenerlos en pie cuando se tambalean,
32 René Descartes

y sus caídas son necesariamente muy duras. Además, en lo


tocante a sus imperfecciones, si las tienen — y sólo la diver-
sidad que existe entre ellos basta para asegurar que varios
las tienen—, el uso las ha suavizado mucho sin duda, y has-
ta ha evitado o corregido insensiblemente no pocas de entre
ellas, que con la prudencia no hubieran podido remediarse
tan eficazmente; y por último, son casi siempre más sopor-
tables de lo que sería el cambiarlas, como los caminos reales,
que serpentean por las montañas, se hacen poco a poco tan
llanos y cómodos, por el mucho tránsito, que es muy prefe-
rible seguirlos, que no meterse en acortar, saltando por
encima de las,rocas y bajando hasta el fondo de las simas.
Por todo esto, no puedo en modo alguno aplaudir a esos
hombres de carácter inquieto y atropellado que, sin ser lla-
mados ni por su alcurnia ni por su fortuna al manejo de los
negocios públicos, no dejan de hacer siempre, en idea, algu-
na reforma nueva, y si creyera que hay en este escrito la
menor cosa que pudiera hacerme sospechoso de semejante
insensatez, no hubiera consentido en su publicación.
Mis
designios no han sido nunca otros que tratar de reformar
mis propios pensamientos y edificar sobre un terreno que
me pertenece a mí solo. Si, habiéndome gustado bastante
mi Obra, os enseño aquí el modelo, no significa esto
que
quiera yo aconsejar a nadie que me imite. Los que
hayan
recibido de Dios mejores y más abundantes mercedes,
ten-
drán, sin duda, más levantados propósitos; pero mucho
me
temo que éste mío no sea ya demasiado audaz para
algunas
personas. Ya la mera resolución de deshacerse
de todas las
Opiniones recibidas anteriormente no es un ejemplo
que to-
dos deban seguir. Y el mundo se compone casi
sólo de dos
especies de ingenios, a quienes este ejemplo
no conviene,
en modo alguno, y son, a saber: de los que,
creyéndose más
hábiles de lo que son, no pueden contener
la precipitación
de sus juicios ni conservar la bastante
paciencia para
conducir ordenadamente todos sus pensamientos;
por
Discurso del método 33

donde sucede que, si una vez se hubiesen tomado la liber-


tad de dudar de los principios que han recibido y de
apartarse del camino común, nunca podrán mantenerse en
la senda que hay que seguir para ir más en derechura, y
permanecerán extraviados toda su vida; y de otros que,
poseyendo bastante razón o modestia para juzgar que son
menos capaces de distinguir lo verdadero de lo falso que
otras personas, de quienes pueden recibir instrucción, de-
ben más bien contentarse con seguir las opiniones de esas
personas, que buscar por sí mismos otras mejores.
Y yo hubiera sido, sin duda, de esta última especie de
ingenios, si no hubiese tenido en mi vida más que un solo
maestro o no hubiese sabido cuán diferentes han sido, en
todo tiempo, las opiniones de los más doctos. Mas, habien-
do aprendido en el colegio que no se puede imaginar nada,
por extraño e increíble que sea, que no haya sido dicho por
alguno de los filósofos, y habiendo visto luego, en mis via-
jes, que no todos los que piensan de modo contrario al
nuestro son por ello bárbaros y salvajes, sino que muchos
hacen tanto o más uso que nosotros de la razón, y habiendo
considerado que un mismo hombre, con su mismo ingenio,
si se ha criado desde niño entre franceses o alemanes, llega
a ser muy diferente de lo que sería si hubiese vivido siem-
pre entre chinos o caníbales; y que hasta en las modas de
nuestros trajes, lo que nos ha gustado hace diez años, y aca-
so vuelva a gustarnos dentro de otros diez, nos parece hoy
extravagante y ridículo, de suerte que más son la costum-
bre y el ejemplo los que nos persuaden, que un conocimiento
cierto; y que, sin embargo, la multitud de votos no es una
prueba que valga para las verdades algo difíciles de descu-
brir, porque más verosímil es que un hombre solo dé con
ellas que no todo un pueblo, no podía yo elegir a una perso-
na, cuyas opiniones me parecieran preferibles a las de las
demás, y me vi como obligado a emprender por mí mismo
la tarea de conducirme.
34 René Descartes

Pero como hombre que tiene que andar solo y en la oscu-


ridad, resolví ir tan despacio y emplear tanta circunspección
en todo, que, a trueque de adelantar poco, me guardaría al
menos muy bien de tropezar y caer. E incluso no quise em-
pezar a deshacerme por completo de ninguna de las
opiniones que pudieron antaño deslizarse en mi creencia,
sin haber sido introducidas por la razón, hasta después de
pasar buen tiempo dedicado al proyecto de la obra que iba
a emprender, buscando el verdadero método para llegar al
conocimiento de todas las cosas de que mi espíritu fuera
capaz.
Había estudiado un poco, cuando era más joven, de las
partes de la filosofía, la lógica, y de las matemáticas, el aná-
lisis de los geómetras y el álgebra, tres artes o ciencias que
debían, al parecer, contribuir algo a mi propósito. Pero cuan-
do las examiné, hube de notar que, en lo tocante a la
lógica,
sus silogismos y la mayor parte de las demás instrucciones
que da, más sirven para explicar a otros las cosas ya
sabi-
das o incluso, como el arte de Lulio, para hablar sin juicio
de las ignoradas, que para aprenderlas. Y si bien contiene
,
en verdad, muchos, muy buenos y verdaderos precepto
s,
hay, sin embargo, mezclados con ellos, tantos
otros nocivos
o superfluos, que separarlos es casi tan difícil como
sacar
una Diana o una Minerva de un bloque de mármol
sin des-
bastar. Luego, en lo tocante al análisis de
los antiguos y al
álgebra de los modernos, aparte de que no se refieren
sino a
muy abstractas materias, que no parecen ser de
ningún uso,
el primero está siempre tan constreñido a conside
rar las fi-
guras, que no puede ejercitar el entendimiento
sin cansar
grandemente la imaginación; y en la segunda
, tanto se han
sujetado sus cultivadores a ciertas reglas
y a ciertas cifras,
que han hecho de ella un arte confuso y oscuro,
bueno para
enredar el ingenio, en lugar de una ciencia
que lo cultive.
Por todo lo cual, pensé que había que
buscar algún otro
Discurso del método 90

método que juntase las ventajas de esos tres, excluyendo


sus defectos.
Y como la multitud de leyes sirve muy a menudo de
disculpa a los vicios, siendo un Estado mucho mejor regido
cuando hay pocas, pero muy estrictamente observadas, así
también, en lugar del gran número de preceptos que encie-
rra la lógica, creí que me bastarían los cuatro siguientes,
supuesto que tomase una firme y constante resolución de
no dejar de observarlos una vez siquiera:
Fue el primero, no admitir como verdadera cosa algu-
na, como no supiese con evidencia que lo es; es decir, evitar
cuidadosamente la precipitación y la prevención, y no com-
prender en mis juicios nada más que lo que se presentase
tan clara y distintamente a mí espíritu, que no hubiese nin-
guna ocasión de ponerlo en duda.
El segundo, dividir cada una de las dificultades, que
examinare, en cuantas partes fuere posible y en cuantas re-
quiriese su mejor solución.
El tercero, conducir ordenadamente mis pensamien-
tos, empezando por los objetos más simples y más fáciles
de conocer, para ir ascendiendo poco a poco, gradual-
mente, hasta el conocimiento de los más compuestos, e
incluso suponiendo un orden entre los que no se preceden
naturalmente.
Y el último, hacer en todo unos recuentos tan integrales
y unas revisiones tan generales, que llegase a estar seguro
de no omitir nada.
Esas largas series de trabadas razones muy simples y
fáciles, que los geómetras acostumbran emplear, para llegar
asus más difíciles demostraciones, me habían dado ocasión
de imaginar que todas las cosas, de las cuales el hombre
puede adquirir conocimiento, se siguen unas a otras en igual
manera, y que, con sólo abstenerse de admitir como verdadera
36 René Descartes

una que no lo sea y guardar siempre el orden necesario para


deducirlas unas de otras, no puede haber ninguna, por lejos
que se halle situada o por oculta que esté, que no se llegue a
alcanzar y descubrir. Y no me cansé mucho en buscar por
cuáles era preciso comenzar, pues ya sabía que por las más
simples y fáciles de conocer; y considerando que, entre to-
dos los que hasta ahora han investigado la verdad en las
ciencias, sólo los matemáticos han podido encontrar algu-
nas demostraciones, esto es, algunas razones ciertas y
evidentes, no dudaba de que había que empezar por las
mismas que ellos han examinado, aun cuando no esperaba
sacar de aquí ninguna otra utilidad, sino acostumbrar mi
espíritu a saciarse de verdades y a no contentarse con falsas
razones. Mas no por eso concebí el propósito de procurar
aprender todas las ciencias particulares denominadas co-
múnmente matemáticas, y viendo que, aunque sus objetos
son diferentes, todas, sin embargo, coinciden en que no con-
sideran sino las varias relaciones o proporciones que se
encuentran en los tales objetos, pensé que más valía limitar-
se a examinar esas proporciones en general, suponiéndolas
solo en aquellos asuntos que sirviesen para hacerme más
fácil su conocimiento y hasta no sujetándolas a ellos de nin-
guna manera, para poder después aplicarlas tanto más
libremente a todos los demás a que pudieran convenir. Lue-
go advertí que, para conocerlas, tendría a veces necesidad
de considerar cada una de ellas en particular, y otras veces,
tan solo retener o comprender varias juntas, y pensé
que,
para considerarlas mejor en particular, debía suponerlas
en
líneas, porque no encontraba nada más simple y
que más
distintamente pudiera yo representar a mi imaginación
y
mis sentidos; pero que, para retener o comprender
varias
Juntas, era necesario que las explicase en algunas
cifras, las
más cortas que fuera posible; y que, por este medio,
tomaba
lo mejor que hay en el análisis geométrico y en
el álgebra, y
corregía así todos los defectos de una por
el otro.
Discurso del método Sí

Y efectivamente, me atrevo a decir que la exacta obser-


vación de los pocos preceptos por mí elegidos, me dio tanta
facilidad para desenmarañar todas las cuestiones de que
tratan esas dos ciencias, que en dos o tres meses que empleé
en examinarlas, habiendo comenzado por las más simples
y generales, y siendo cada verdad que encontraba una regla
que me servía luego para encontrar otras, no sólo conseguí
resolver varias cuestiones, que antes había considerado como
muy difíciles, sino que hasta me pareció también, hacia el
final, que, incluso en las que ignoraba, podría determinar
por qué medios y hasta dónde era posible resolverlas. En lo
cual, acaso no me acusaréis de excesiva vanidad si conside-
ráis que, supuesto que no hay sino una verdad en cada cosa,
el que la encuentra sabe todo lo que se puede saber de ella;
y que, por ejemplo, un niño que sabe aritmética y hace una
suma conforme a las reglas, puede estar seguro de haber
hallado, acerca de la suma que examinaba, todo cuanto
el humano ingenio pueda hallar; porque al fin y al cabo el
método que enseña a seguir el orden verdadero y a recontar
exactamente las circunstancias todas de lo que se busca,
contiene todo lo que confiere certidumbre a las reglas de la
aritmética.
Pero lo que más contento me daba en este método era
no
que tenía la seguridad de emplear mi razón en todo, si
menos lo mejor que fuera en mu po-
perfectamente, por lo
espíritu
der. Sin contar con que, aplicándolo, sentía que mi
ndo poco a poco a conceb ir los objetos
se iba acostumbra
ad y distinc ión y que, no habién dolo suje-
con mayor clarid
aplicar lo
tado a ninguna materia particular, me prometía
ciencias, como
con igual fruto a las dificultades de las otras
atreví a
lo había hecho a las del álgebra. No por eso me
que se presen taban,
empezar luego a examinar todas las
que el métod o pres-
pues eso mismo fuera contrario al orden
que los princi pios de las
cribe; pero habiendo advertido
s de la filosof ía, en la
ciencias tenían que estar todos tomado
38
A René Descartes A a

que aún no hallaba ninguno que fuera cierto, pensé que ante
todo era preciso procurar establecer algunos de esta clase Ne
siendo esto la cosa más importante del mundo y en la que
son más de temer la precipitación y la prevención, creí que no
debía acometer la empresa antes de haber llegado a más
madura edad que la de veintitrés años, que entonces tenía,
y de haber dedicado buen espacio de tiempo a prepararme,
desarraigando de mi espíritu todas las malas Opiniones
a
que había dado entrada antes de aquel tiempo, haciendo
también acopio de experiencias varias, que fueran después
la materia de mis razonamientos y, por último, ejercitán
do-
me sin cesar en el método que me había prescrito,
para
afianzarlo mejor en mi espíritu.
Tercera parte

qe último, como para empezar a reconstruir el alojamiento


en donde uno habita, no basta haberlo derribado y haber
hecho acopio de materiales y de arquitectos, o haberse ejer-
citado uno mismo en la arquitectura y haber trazado además
cuidadosamente el diseño del nuevo edificio, sino que tam-
bién hay que proveerse de alguna otra habitación, en donde
pasar cómodamente el tiempo que dure el trabajo, así, pues,
con el fin de no permanecer irresoluto en mis acciones, mien-
tras la razón me obligaba a serlo en mis juicios, y no dejar
de vivir, desde luego, con la mejor ventura que pudiese,
hube de arreglarme una moral provisional, que no consistía
sino en tres o cuatro máximas que con mucho gusto voy a
comunicaros.
La primera fue seguir las leyes y las costumbres de mi
país, conservando constantemente la religión en que la gra-
cia de Dios hizo que me instruyeran desde niño, rigiéndome
en todo lo demás por las opiniones más moderadas y más
apartadas de todo exceso, que fuesen comúnmente admiti-
das en la práctica por los más sensatos de aquellos con
quienes tendría que vivir. Porque habiendo comenzado ya
pen-
a no contar para nada con las mías propias, puesto que
saba someterlas todas a un nuevo examen, estaba seguro de
40 René Descartes

que no podía hacer nada mejor que seguir las de los más
sensatos. Y aun cuando entre los persas y los chinos hay
quizá hombres tan sensatos como entre nosotros, me pare-
cía que lo más útil era acomodarme a aquellos con quienes
tendría que vivir; y que para saber cuáles eran sus verdade-
ras Opiniones, debía fijarme más bien en lo que hacían que
en lo que decían, no sólo porque, dada la corrupción de
nuestras costumbres, hay pocas personas que consientan en
decir lo que creen, sino también porque muchas lo ignoran,
pues el acto del pensamiento, por el cual uno cree una cosa,
es diferente de aquel otro por el cual uno conoce que la cree,
y por lo tanto muchas veces se encuentra aquél sin éste. Y
entre varias opiniones, igualmente admitidas, elegía las
más moderadas, no sólo porque son siempre las más cómo-
das para la práctica, y verosímilmente las mejores, ya que
todo exceso suele ser malo, sino también para alejarme
me-
nos del verdadero camino, en caso de error, si, habiendo
elegido uno de los extremos, fuese el otro el que debiera
seguirse. Y en particular consideraba yo como un exceso
toda promesa por la cual se enajena una parte de la propia
libertad; no que yo desaprobase las leyes que, para poner
remedio a la inconstancia de los espíritus débiles,
permiten
cuando se tiene algún designio bueno, o incluso para
la
seguridad del comercio, en designios indiferentes,
hacer
votos o contratos obligándose a perseverancia; pero
como
no veía en el mundo cosa alguna que permaneciera
siem-
pre en idéntico estado y como, en lo que a mí
mismo se
refiere, esperaba perfeccionar más y más mis
juicios, no
empeorarlos, hubiera yo creído cometer una grave falta
contra
el buen sentido, si, por sólo el hecho de aprobar
por enton-
ces alguna cosa, me obligara a tenerla también
por buena
más tarde, habiendo ella acaso dejado
de serlo, o habiendo
yo dejado de estimarla como tal.
Mi segunda máxima fue la de ser en mis
acciones lo
más firme y resuelto que pudiera y segui
r tan constante en
Discurso del método 41

las más dudosas opiniones, una vez determinado a ellas,


como si fuesen segurísimas, imitando en esto a los cami-
nantes que, extraviados por algún bosque, no deben andar
errantes dando vueltas por una y otra parte, ni menos dete-
nerse en un lugar, sino caminar siempre lo más derecho que
puedan hacia un sitio fijo, sin cambiar de dirección por le-
ves razones, aun cuando en un principio haya sido sólo el
azar el que les haya determinado a elegir ese rumbo; pues
de este modo, si no llegan precisamente adonde quieren ir,
por lo menos acabarán por llegar a alguna parte, en donde
es de pensar que estarán mejor que no en medio del bosque.
Y así, puesto que muchas veces las acciones de la vida no
admiten demora, es verdad muy cierta que si no está en
nuestro poder el discernir las mejores opiniones, debemos
seguir las más probables; y aunque no encontremos más pro-
babilidad en unas que en otras, debemos, no obstante,
decidirnos por algunas y considerarlas después, no ya como
dudosas, en cuanto que se refieren a la práctica, sino
como muy verdaderas y muy ciertas, porque la razón que
nos ha determinado lo es. Y esto fue bastante para librarme
desde entonces de todos los arrepentimientos y remordi-
mientos que suelen agitar las conciencias de esos espíritus
endebles y vacilantes, que se dejan ir inconstantes a practi-
car como buenas las cosas que luego juzgan malas.
Mi tercera máxima fue procurar siempre vencerme a
mí mismo antes que a la fortuna, y alterar mis deseos antes
que el orden del mundo, y generalmente acostumbrarme a
creer que nada hay que esté enteramente en nuestro poder
sino nuestros propios pensamientos, de suerte que después
de haber obrado lo mejor que hemos podido, en lo tocante a
las cosas exteriores, todo lo que falla en el éxito es para no-
sotros absolutamente imposible. Y esto sólo me parecía
bastante para apartarme en lo porvenir de desear algo sin
vo-
conseguirlo y tenerme así contento; pues como nuestra
luntad no se determina naturalmente a desear sino las cosas
42 René Descartes

que nuestro entendimiento le representa en cierto modo


como posibles, es claro que si todos los bienes que están
fuera de nosotros los consideramos como igualmente inase-
quibles a nuestro poder, no sentiremos pena alguna por
carecer de los que parecen debidos a nuestro nacimiento,
cuando nos veamos privados de ellos sin culpa nuestra,
como no la sentimos por no ser dueños de los reinos de la
China o de México; y haciendo, como suele decirse, de ne-
cesidad virtud, no sentiremos mayores deseos de estar
sanos, estando enfermos, o de estar libres, estando encarce-
lados, que ahora sentimos de poseer cuerpos compuestos
de materia tan poco corruptible como el diamante o alas
para volar como los pájaros. Pero confieso que son precisos
largos ejercicios y reiteradas meditaciones para acostum-
brarse a mirar todas las cosas por ese ángulo; y creo que
en
esto consistía principalmente el secreto de aquellos filóso-
fos, que pudieron antaño sustraerse al imperio
de la fortuna,
y a pesar de los sufrimientos y la pobreza, entrar en
compe-
tencia de ventura con los propios dioses. Pues, ocupados
sin descanso en considerar los límites prescritos
por la na-
turaleza, se persuadían tan perfectamente de
que nada
tenían en su poder sino sus propios pensamientos,
que esto
sólo era bastante a impedirles sentir afecto hacia
otras co-
sas; y disponían de esos pensamientos tan absolutamen
te,
que tenían en esto cierta razón de estimarse
más ricos y po-
derosos y más libres y bienaventurados que
ningunos otros
hombres, los cuales, no teniendo esta
filosofía, no pueden,
por mucho que les hayan favorecido la naturaleza
y la for-
tuna, disponer nunca, como aquellos filós
ofos, de todo
cuanto quieren.
En fin, como conclusión de esta moral
, se me ocurrió
considerar, una por una, las diferentes ocupaciones
los hombres a que
dedican su vida, para procurar elegir
la mejor;
y sin querer decir nada de las de los demás, pensé
podía hacer que no
nada mejor que seguir en la misma que
tenía;
Discurso del método 43

es decir, aplicar mi vida entera al cultivo de mi razón y ade-


lantar cuanto pudiera en el conocimiento de la verdad, según
el método que me había prescrito. Tan extremado contento
había sentido ya desde que empecé a servirme de ese méto-
do, que no creía que pudiera recibirse otro más suave e
inocente en esta vida; y descubriendo cada día, con su ayu-
da, algunas verdades que me parecían bastante importantes
y generalmente ignoradas de los otros hombres, la satisfac-
ción que experimentaba llenaba tan cumplidamente mi
espíritu, que todo lo restante me era indiferente. Además,
las tres máximas anteriores se fundaban sólo en el propósi-
to, que yo abrigaba, de continuar instruyéndome; pues
habiendo dado Dios a cada hombre alguna luz con que dis-
cernir lo verdadero de lo falso, no hubiera yo creído un solo
momento que debía contentarme con las opiniones ajenas,
de no haberme propuesto usar de mi propio juicio para exa-
minarlas cuando fuera tiempo; y no hubiera podido librarme
de escrúpulos, al seguirlas, si no hubiese esperado aprove-
char todas las ocasiones para encontrar otras mejores, dado
caso que las hubiese; y, por último, no habría sabido limitar
mis deseos y estar contento, si no hubiese seguido un cami-
no por donde, al mismo tiempo que asegurarme la
adquisición de todos los conocimientos que yo pudiera, pen-
saba también por el mismo modo llegar a conocer todos los
verdaderos bienes que estuviesen en mi poder; pues no de-
terminándose nuestra voluntad a seguir o a evitar cosa
alguna, sino porque nuestro entendimiento se la representa
como buena o mala, basta juzgar bien, para obrar bien, y
juzgar lo mejor que se pueda, para obrar también lo mejor
y
que se pueda; es decir, para adquirir todas las virtudes
con ellas cuantos bienes puedan lograrse; y cuando uno tie-
ne la certidumbre de que ello es así, no puede por menos de
estar contento.
Habiéndome, pues, afirmado en estas máximas, las cua-
les puse aparte juntamente con las verdades de la fe, que
44 René Descartes

siempre han sido las primeras en mi creencia, pensé que de


todas mis otras opiniones podía libremente empezar a des-
hacerme; y como esperaba conseguirlo mejor conversando
con los hombres que permaneciendo por más tiempo ence-
rrado en el cuarto en donde había meditado todos esos
pensamientos, proseguí mi viaje antes de que el invierno
estuviera del todo terminado. Y en los nueve años siguien-
tes no hice otra cosa sino andar de acá para allá, por el
mundo, procurando ser más bien espectador que actor en
las comedias que en él se representan, e instituyendo parti-
culares reflexiones en toda materia sobre aquello que
pudiera hacerla sospechosa y dar ocasión a equivocarnos,
llegué a arrancar de mi espíritu, en todo ese tiempo, cuan-
tos errores pudieron deslizarse anteriormente. Y no es que
imitara a los escépticos, que dudan por sólo dudar y se las
dan siempre de irresolutos; por el contrario, mi propósito
no era otro que afianzarme en la verdad, apartando la tierra
movediza y la arena, para dar con la roca viva o la arcilla.
Lo cual, a mi parecer, conseguía bastante bien, tanto que,
tratando de descubrir la falsedad o la incertidumbre de las
proposiciones que examinaba, no mediante endebles conje-
turas, sino por razonamientos claros y seguros, no
encontraba ninguna tan dudosa que no pudiera sacar de
ella alguna conclusión bastante cierta, aunque sólo fuese la
de que no contenía nada cierto. Y así como al derribar una
casa vieja suelen guardarse los materiales, que sirven para
reconstruir la nueva, así también al destruir todas aquellas
mis Opiniones que juzgaba infundadas, hacía yo varias ob-
servaciones y adquiría experiencias que me han servido
después para establecer otras más ciertas. Y además seguía
ejercitándome en el método que me había prescrito;
pues
sin contar con que cuidaba muy bien de conducir general-
mente mis pensamientos, según las citadas reglas, dedicaba
de cuando en cuando algunas horas a practicarlas
particu-
larmente en dificultades de matemáticas, o también en
Discurso del método 45

algunas otras que podía hacer casi semejantes a las de las


matemáticas, desligándolas de los principios de las otras cien-
cias, que no me parecían bastante firmes; todo esto puede
verse en varias cuestiones que van explicadas en este mis-
mo volumen. Y así, viviendo en apariencia como los que no
tienen otra ocupación que la de pasar una vida suave e ino-
cente y se ingenian en separar los placeres de los vicios y,
para gozar de su ocio sin hastío, hacen uso de cuantas di-
versiones honestas están a su alcance, no dejaba yo de
perseverar en mi propósito y de sacar provecho para el co-
nocimiento de la verdad, más acaso que si me contentara
con leer libros o frecuentar las tertulias literarias.
Sin embargo, transcurrieron esos nueve años sin que
tomara yo decisión alguna tocante a las dificultades de que
suelen disputar los doctos, y sin haber comenzado a buscar
los cimientos de una filosofía más cierta que la vulgar. Y el
ejemplo de varios excelentes ingenios que han intentado
hacerlo, sin, a mi parecer, conseguirlo, me llevaba a imagi-
nar en ello tanta dificultad, que no me hubiera atrevido quizá
a emprenderlo tan presto, si no hubiera visto que algunos
propalaban el rumor de que lo había llevado a cabo. No me
es posible decir qué fundamentos tendrían para emitir tal
opinión, y si en algo he contribuido a ella, por mis dichos,
debe de haber sido por haber confesado mi ignorancia, con
más candor que suelen hacerlo los que han estudiado un
poco, y acaso también por haber dado a conocer las razones
que tenía para dudar de muchas cosas, que los demás con-
sideran ciertas, mas no porque me haya preciado de poseer
bien
doctrina alguna. Pero como tengo el corazón bastante
del
puesto para no querer que me tomen por otro distinto
me-
que soy, pensé que era preciso procurar por todos los
y hace
dios hacerme digno de la reputación que me daban,
a alejarme
ocho años precisamente, ese deseo me decidió
conoci-
de todos los lugares en donde podía tener algunos
en donde la larga
mientos y retirarme aquí, en un país
46 René Descartes

duración de la guerra ha sido causa de que se establezcan


tales órdenes, que los ejércitos que se mantienen parecen no
servir sino para que los hombres gocen de los frutos de la
paz con tanta mayor seguridad, y en donde, en medio de
la multitud de un gran pueblo muy activo, más atento a sus
propios negocios que curioso de los ajenos, he podido, sin
carecer de ninguna de las comodidades que hay en otras
más frecuentadas ciudades, vivir tan solitario y retirado
como en el más lejano desierto.
Cuarta parte

balesé si debo hablarles de las primeras meditaciones que


hice allí, pues son tan metafísicas y tan fuera de lo común,
que quizá no gusten a todo el mundo. Sin embargo, para que
se pueda apreciar si los fundamentos que he tomado son
bastante firmes, me veo en cierta manera obligado a decir
algo de esas reflexiones. Tiempo ha que había advertido que,
en lo tocante a las costumbres, es a veces necesario seguir
opiniones que sabemos muy inciertas, como si fueran indu-
dables, y esto se ha dicho ya en la parte anterior; pero,
deseando yo en esta ocasión ocuparme tan sólo de inda-
gar la verdad, pensé que debía hacer lo contrario y rechazar
como absolutamente falso todo aquello en que pudiera ima-
ginar la menor duda, con el fin de ver si, después de hecho
esto, no quedaría en mi creencia algo que fuera enteramen-
te indudable. Así, puesto que los sentidos nos engañan,
a las veces, quise suponer que no hay cosa alguna que
sea tal y como ellos nos la presentan en la imaginación; y
puesto que hay hombres que yerran al razonar, aun acerca
de los más simples asuntos de geometría, y cometen
paralogismos, juzgué que yo estaba tan expuesto al error
como otro cualquiera, y rechacé como falsas todas las razo-
nes que anteriormente había tenido por demostrativas;
48 René Descartes

y, en fin, considerando que todos los pensamientos que


nos vienen estando despiertos pueden también ocurrírsenos
durante el sueño, sin que ninguno entonces sea verdadero,
resolví fingir que todas las cosas, que hasta entonces habían
entrado en mi espíritu, no eran más verdaderas que las ilu-
siones de mis sueños. Pero advertí luego que, queriendo yo
pensar, de esa suerte, que todo es falso, era necesario que
yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando
que esta verdad: “yo pienso, luego soy”, era tan firme y se-
gura que las más extravagantes suposiciones de los
escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía
recibirla sin escrúpulo, como el primer principio de la filo-
sofía que andaba buscando.
Examiné después atentamente lo que yo era, y viendo
que podía fingir que no tenía cuerpo alguno y que no había
mundo ni lugar alguno en el que yo me encontrase, pero
que no podía fingir por ello que yo no fuese, sino al contra-
rio, por lo mismo que pensaba en dudar de la verdad de las
otras Cosas, se seguía muy cierta y evidentemente que yo
era, mientras que, con sólo dejar de pensar, aunque todo lo
demás que había imaginado fuese verdad, no tenía ya ra-
zón alguna para creer que yo era, conocí por ello que yo era
una sustancia cuya esencia y naturaleza toda es pensar, y
que no necesita, para ser, de lugar alguno, ni depende de
cosa alguna material; de suerte que este yo, es decir, el alma,
por la cual yo soy lo que soy, es enteramente distinta del
cuerpo y hasta más fácil de conocer que éste y, aunque
el cuerpo no fuese, el alma no dejaría de ser cuanto es.
Después de esto, consideré, en general, lo que se requiere
en una proposición para que sea verdadera y cierta; pues
ya que acababa de hallar una que sabía que lo era, pensé
que debía saber también en qué consiste esa certeza. Y ha-
biendo notado que en la proposición: “yo pienso, luego soy”,
no hay nada que me asegure que digo verdad, sino que veo
Discurso del método 49

muy claramente que para pensar es preciso ser, juzgué que


podía admitir esta regla general: que las cosas que concebi-
mos muy clara y distintamente son todas verdaderas; pero
que sólo hay alguna dificultad en notar cuáles son las que
concebimos distintamente.
Después de lo cual, hube de reflexionar que, puesto que
yo dudaba, no era mi ser enteramente perfecto, pues veía
claramente que hay más perfección en conocer que en du-
dar; y se me ocurrió entonces indagar por dónde había yo
aprendido a pensar en algo más perfecto que yo; y conocí
evidentemente que debía de ser por alguna naturaleza que
fuese efectivamente más perfecta. En lo que se refiere a los
pensamientos, que en mí estaban, de varias cosas exteriores
a mí, como son el cielo, la tierra, la luz, el calor y otros mu-
chos, no me preocupaba mucho el saber de dónde procedían,
porque, no viendo en esas cosas nada que me pareciese ha-
cerlas superiores a mí, podía creer que, si eran verdaderas,
eran unas dependencias de mi naturaleza, en cuanto que
ésta posee alguna perfección, y si no lo eran, procedían de
la nada, es decir, estaban en mí, porque hay en mí algún
defecto. Pero no podía suceder otro tanto con la idea de un
ser más perfecto que mi ser; pues era cosa manifiestamente
imposible que la tal idea procediese de la nada; y como no
hay menor repugnancia en pensar que lo más perfecto sea
consecuencia y dependencia de lo menos perfecto, que en
pensar que de nada provenga algo, no podía tampoco pro-
ceder de mí mismo; de suerte que sólo quedaba que hubiese
sido puesta en mí por una naturaleza verdaderamente más
perfecta que yo soy, y poseedora inclusive de todas las per-
fecciones de que yo pudiera tener idea; esto es, para
su-
explicarlo en una palabra, por Dios. A esto añadí que,
puesto que yo conocía algunas perfecciones que me faltaban,
no era yo el único ser que existiese (aquí, si lo permite, haré
uso libremente de los términos de la escuela), sino que era
absolutamente necesario que hubiese algún otro ser más
50 René Descartes

perfecto de quien yo dependiese y de quien hubiese adqui-


rido todo cuanto yo poseía; pues si yo fuera solo e
independiente de cualquier otro ser, de tal suerte que de mí
mismo procediese lo poco en que participaba del ser per-
fecto, hubiera podido tener por mí mismo también, por
idéntica razón, todo lo demás que yo sabía faltarme, y ser,
por lo tanto, yo infinito, eterno, inmutable, omnisciente, om-
nipotente, y, en fin, poseer todas las perfecciones que podía
advertir en Dios. Pues, en virtud de los razonamientos que
acabo de hacer, para conocer la naturaleza de Dios hasta
donde la mía es capaz de conocerla, me bastaba considerar
todas las cosas de que hallara en mí mismo alguna idea y
ver si era o no perfección el poseerlas; y estaba seguro
de
que ninguna de las que indicaban alguna imperfección
está
en Dios, pero todas las demás sí están en él; así
veía que la
duda, la inconstancia, la tristeza y otras cosas semejantes
no pueden estar en Dios, puesto que mucho me holgara
yo
de verme libre de ellas. Además, tenía yo ideas de
varias
cosas sensibles y corporales; pues aun suponiendo
que so-
ñaba y que todo cuanto veía e imaginaba
era falso, no podía
negar, sin embargo, que esas ideas estuvieran
verdadera-
mente en mi pensamiento. Mas habiendo ya
conocido en
mí muy claramente que la naturaleza inteligente
es distinta
de la corporal, y considerando que toda composici
ón deno-
ta dependencia, y que la dependencia es manifiest
amente
un defecto, juzgaba por ello que no podía
ser una perfec-
ción en Dios el componerse de esas dos
naturalezas, y que,
por consiguiente, Dios no era compuesto;
en cambio, si en
el mundo había cuerpos, o bien algunas inteligenci
as u otras
naturalezas que no fuesen del todo perfectas,
su ser debía
depender del poder divino, hasta el punto
de no poder sub-
sistir sin él un solo instante.
Quise indagar luego otras verdades;
y habiéndome
propuesto el objeto de los geómetras,
que concebía yo como
un cuerpo continuo o un espacio infi
nitamente extenso
Discurso del método 51

en longitud, anchura y altura o profundidad, divisible en


varias partes que pueden tener varias figuras y magnitudes
y ser movidas o trasladadas en todos los sentidos, pues los
geómetras suponen todo eso en su objeto, repasé algunas
de sus más simples demostraciones, y habiendo advertido
que esa gran certeza que todo el mundo atribuye a estas
demostraciones, se funda tan sólo en que se conciben con
evidencia, según la regla antes dicha, advertí también que
no había nada en ellas que me asegurase de la existencia de
su objeto; pues, por ejemplo, yo veía bien que, si supone-
mos un triángulo, es necesario que los tres ángulos sean
iguales a dos rectos; pero nada veía que me asegurase que
en el mundo hay triángulo alguno; en cambio, si volvía a
examinar la idea que yo tenía de un ser perfecto, encontra-
ba que la existencia está comprendida en ella del mismo
modo que en la idea de un triángulo está comprendido el
que sus tres ángulos sean iguales a dos rectos o, en la de
una esfera, el que todas sus partes sean igualmente distan-
tes del centro, y hasta con más evidencia aún; y que, por
consiguiente, tan cierto es por lo menos, que Dios, que es
ese ser perfecto, es o existe, como lo pueda ser una demos-
tración de geometría.
Pero si hay algunos que están persuadidos de que es
difícil conocer lo que sea Dios, y aun lo que sea el alma,
es porque no levantan nunca su espíritu por encima de las
cosas sensibles y están tan acostumbrados a considerarlo
todo con la imaginación —que es un modo de pensar particu-
lar para las cosas materiales—, que lo que no es imaginable
en
les parece ininteligible. Lo cual está bastante manifiesto
la máxima que los mismos filósofos admiten como verda-
el
dera en las escuelas, y que dice que nada hay en
sentido, en
entendimiento que no haya estado antes en el
ideas
donde, sin embargo, es cierto que nunca han estado las
que los que quieren hacer
de Dios y del alma; y me parece
como
uso de su imaginación para comprender esas ideas, son
52 René Descartes

los que para oír los sonidos u oler los olores quisieran em-
plear los ojos; y aun hay esta diferencia entre aquéllos y éstos:
que el sentido de la vista no nos asegura menos de la ver-
dad de sus objetos que el olfato y el oído de los suyos,
mientras que ni la imaginación ni los sentidos pueden ase-
gurarnos nunca cosa alguna, como no intervenga el
entendimiento.
En fin, si aún hay hombres a quienes las razones que he
presentado no han convencido bastante de la existencia de
Dios y del alma, quiero que sepan que todas las demás co-
sas que acaso crean más seguras, como son que tienen un
cuerpo, que hay astros, y una tierra, y otras semejantes, son,
sin embargo, menos ciertas; pues, si bien tenemos una se-
guridad moral de esas cosas, tan grande que parece que,
a
menos de ser un extravagante, no puede nadie ponerlas en
duda, sin embargo, cuando se trata de una certidumbre
metafísica, no se puede negar, a no ser perdiendo la razón,
que no sea bastante motivo, para no estar totalmente segu-
ro, el haber notado que podemos de la misma manera
imaginar en sueños que tenemos otro cuerpo y
que vemos
otros astros y otra tierra, sin que ello sea así. Pues
¿cómo
sabremos que los pensamientos que se nos ocurren
durante
el sueño son falsos, y que no lo son los que tenemos
despier-
tos, si muchas veces sucede que aquéllos no son menos
vivos
y expresos que éstos? Y por mucho que estudien los
mejo-
res ingenios, no creo que puedan dar ninguna razón
bastante
a levantar esa duda, como no presupongan la existenc
ia de
Dios. Pues, en primer lugar, esa misma regla
que antes he
tomado, a saber: que las cosas que concebimos
muy clara y
distintamente son todas verdaderas; esa misma
regla recibe
su certeza sólo de que Dios es o existe, y de
que es un ser
perfecto, y de que todo lo que está en nosotros
proviene de
él; de donde se sigue que, siendo nuestras ideas
o nociones,
cuando son claras y distintas, cosas reales
y procedentes de
Dios, no pueden por menos de ser también,
en ese respecto,
Discurso del método 53

verdaderas. De suerte que si tenemos con bastante frecuen-


cia ideas que encierran falsedad, es porque hay en ellas algo
confuso y oscuro, y en este respecto participan de la nada;
es decir, que si están así confusas en nosotros, es porque no
somos totalmente perfectos. Y es evidente que no hay me-
nos repugnancia en admitir que la falsedad o imperfección
proceda como tal de Dios mismo, que en admitir que la ver-
dad o la perfección procede de la nada. Mas sino supiéramos
que todo cuanto en nosotros es real y verdadero proviene
de un ser perfecto e infinito, entonces, por claras y distintas
que nuestras ideas fuesen, no habría razón alguna que nos
asegurase que tienen la perfección de ser verdaderas.
Así, pues, habiéndonos el conocimiento de Dios y del
alma testimoniado la certeza de esa regla, resulta bien fácil
conocer que los ensueños, que imaginamos dormidos, no
deben, en manera alguna, hacernos dudar de la verdad de
los pensamientos que tenemos despiertos. Pues si ocurriese
que en sueño tuviera una persona una idea muy clara y dis-
tinta, como por ejemplo, que inventase un geómetra una
demostración nueva, no sería ello motivo para impedirle
ser verdadera; y en cuanto al error más corriente en muchos
sueños, que consiste en representarnos varios objetos del
mismo modo como nos los representan los sentidos exterio-
res, no debe importarnos que nos dé ocasión de desconfiar
de la verdad de esas tales ideas, porque también pueden los
sentidos engañarnos con frecuencia durante la vigilia, como
los que tienen ictericia lo ven todo amarillo, o como los as-
tros y otros cuerpos muy lejanos nos parecen mucho más
pequeños de lo que son. Pues, en último término, despier-
tos o dormidos, no debemos dejarnos persuadir nunca sino
por la evidencia de la razón. Y nótese bien que digo de la
razón, no de la imaginación ni de los sentidos; como asimis-
mo, porque veamos el sol muy claramente, no debemos por
ello juzgar que sea del tamaño que le vemos; y muy bien
podemos imaginar distintamente una cabeza de león pegada
54
A René Descartes
O A

al cuerpo de una cabra, sin que por eso haya que concluir
que en el mundo existe la quimera, pues la razón no nos
dice que lo que así vemos o imaginamos sea verdadero; pero
nos dice que todas nuestras ideas o nociones deben tener
algún fundamento de verdad; pues no fuera posible que
Dios, que es todo perfecto y verdadero, las pusiera sin eso
en nosotros; y puesto que nuestros razonamientos nurica
son tan evidentes y tan enteros cuando soñamos que cuando
estamos despiertos, si bien a veces nuestras imaginaciones
son tan vivas y expresivas y hasta más en el sueño que
en la
vigilia, por eso nos dice la razón, que, no pudiendo ser
ver-
daderos todos nuestros pensamientos, porque no
somos
totalmente perfectos, deberá infaliblemente hallarse
la ver-
dad más bien en los que pensemos estando despiertos,
que
en los que tengamos estando dormidos.
Quinta parte

Die me agradaría proseguir y exponer aquí el encade-


namiento de las otras verdades que deduje de esas primeras;
pero, como para ello sería necesario que hablase ahora de
varias cuestiones que controvierten los doctos, con quienes
no deseo indisponerme, creo que mejor será que me absten-
ga y me limite a decir en general cuáles son, para dejar que
otros más sabios juzguen si sería útil o no que el público
recibiese más amplia y detenida información. Siempre he
permanecido firme en la resolución que tomé de no supo-
ner ningún otro principio que el que me ha servido para
demostrar la existencia de Dios y del alma, y de no recibir
clara
cosa alguna por verdadera, que no me pareciese más
s; y, sin
y más cierta que las demostraciones de los geómetra
la
embargo, me atrevo a decir que no sólo he encontrado
a las prin-
manera de satisfacerme en poco tiempo, en punto
sino
cipales dificultades que suelen tratarse en la filosofía,
Dios ha estableci -
que también he notado ciertas leyes que
do en la naturaleza y cuyas nociones ha impreso en nuestras
ellas con
almas de tal suerte, que si reflexionamos sobre
s dudar de que se cum-
bastante detenimiento, no podremo
hay o se hace en el mundo.
plen exactamente en todo cuanto
que he
Considerando luego la serie de esas leyes, me parece
56 René Descartes

descubierto varias verdades más útiles y más importantes


que todo lo que anteriormente había aprendido o incluso
esperado aprender.
Más habiendo procurado explicar las principales de
entre ellas en un tratado que, por algunas consideraciones,
no puedo publicar, lo mejor será, para darlas a conocer, que
diga aquí sumariamente lo que ese tratado contiene. Me
propuse poner en él todo cuando yo creía saber, antes de
escribirlo, acerca de la naturaleza de las cosas materiales.
Pero así como los pintores, no pudiendo representar igual-
mente bien, en un cuadro liso, todas las diferentes caras de
un objeto sólido, eligen una de las principales, que vuelven
hacia la luz, y representan las demás en la sombra, es decir,
tales como pueden verse cuando se mira a la principal, así
también, temiendo yo no poder poner en mi discurso todo
lo que había en mi pensamiento, hube de limitarme a expli-
car muy ampliamente mi concepción de la luz; luego, con
esta ocasión, añadí algo acerca del sol y de las estrellas fijas,
porque casi toda la luz viene de esos cuerpos; de los cielos,
que la transmiten; de los planetas, de los cometas y de la
Tierra, que la reflejan; y en particular, de todos los cuerpos
que hay sobre la tierra, que son o coloreados, o transparen-
tes O luminosos; y, por último, del hombre, que es el
espectador. Y para dar un poco de sombra a todas esas co-
sas y poder declarar con más libertad mis juicios, sin la
obligación de seguir o de refutar las opiniones recibidas entre
los doctos, resolví abandonar este mundo nuestro a sus dis-
putas y hablar sólo de lo que ocurriría en otro mundo nuevo,
si Dios crease ahora en los espacios imaginarios bastante
materia para componerlo y, agitando diversamente y sin
orden las varias partes de esa materia, se forma un caos
tan
confuso como puedan fingirlo los poetas, sin hacer luego
otra cosa que prestar su ordinario concurso a la naturaleza,
dejándola obrar, según las leyes por él establecidas.
Así,
primeramente describí esa materia y traté de representarla,
Discurso del método 7

de tal suerte que no hay, a mi parecer, nada más claro e


inteligible, excepto lo que antes hemos dicho de Dios y del
alma; pues hasta supuse expresamente que no hay en ella
ninguna de esas formas o cualidades de que disputan las
escuelas, ni en general ninguna otra cosa cuyo conocimien-
to no sea tan natural a nuestras almas, que no se pueda ni
siquiera fingir que se ignora. Hice ver, además, cuales eran
las leyes de la naturaleza; y sin fundar mis razones en nin-
gún otro principio que las infinitas perfecciones de Dios,
traté de demostrar todas aquéllas sobre las que pudiera ha-
ber alguna duda, y procuré probar que son tales que, aun
cuando Dios hubiese creado varios mundos, no podría ha-
ber uno en donde no se observaran cumplidamente. Después
de esto, mostré cómo la mayor parte de la materia de ese
caos debía, a consecuencia de esas leyes, disponerse y arre-
glarse de cierta manera que la hacía semejante a nuestros
cielos; cómo, entretanto, algunas de sus partes habían de
componer una tierra, y algunas otras, planetas y cometas, y
algunas otras, un sol y estrellas fijas. Y aquí, extendiéndo-
me sobre el tema de la luz, expliqué por lo menudo cuál era
la que debía haber en el Sol y en las estrellas y cómo desde
allí atravesaba en un instante los espacios inmensos de los
cielos y cómo se reflejaba desde los planetas y los cometas
hacia la tierra. Añadí también algunas cosas acerca de la
sustancia, la situación, los movimientos y todas las varias
cualidades de esos cielos y esos astros, de suerte que pensa-
ba haber dicho lo bastante para que se conociera que nada
se observa, en los de este mundo, que no deba o, al menos,
no pueda parecer en un todo semejante a los de ese otro
mundo que yo describía. De ahí pasé a hablar particular-
mente de la Tierra; expliqué cómo, aun habiendo supuesto
expresamente que el Creador no dio ningún peso a la mate-
ria de que está compuesta, no por eso dejaban todas sus
partes de dirigirse exactamente hacia su centro; cómo, ha-
biendo agua y aire en su superficie, la disposición de los
r
58 René Descartes

cielos y de los astros, principalmente de la Luna, debía cau-


sar un flujo y reflujo semejante en todas sus circunstancias
al que se observa en nuestros mares, y además una cierta
corriente, tanto del agua como del aire, que va de Levante a
Poniente, como la que se observa también entre los trópi-
cos; cómo las montañas, los mares, las fuentes y los ríos
podían formarse naturalmente, y los metales producirse en
las minas, y las plantas crecer en los campos y, en general,
engendrarse todos esos cuerpos llamados mezclas o com-
puestos. Y entre otras cosas, no conociendo yo, después de
los astros, nada en el mundo que produzca luz, sino el fue-
go, me esforcé por dar claramente a entender cuanto a la
naturaleza de éste pertenece, cómo se produce, cómo se ali-
menta, cómo a veces da calor sin luz y otras luz sin calor;
cómo puede prestar varios colores a varios cuerpos y varias
otras cualidades; cómo funde unos y endurece otros; cómo
puede consumirlos casi todos o convertirlos en cenizas y
humo; y, por último, cómo de esas cenizas, por sólo la vio-
lencia de su acción, forma vidrio; pues esta transmutación
de las cenizas en vidrio, pareciéndome tan admirable como
ninguna otra de las que ocurren en la naturaleza, tuve espe-
cial agrado en describirla.
Sin embargo, de todas esas cosas no quería yo inferir
que este mundo nuestro haya sido creado de la manera que
yo explicaba, porque es mucho más verosímil que, desde el
comienzo, Dios lo puso tal y como debía ser. Pero es cierto
— y esta opinión es comúnmente admitida entre los teólo-
gos — que la acción por la cual Dios lo conserva es la misma
que la acción por la cual lo ha creado; de suerte que, aun
cuando no le hubiese dado en un principio otra forma que
la del caos, con haber establecido las leyes de la naturaleza
y haberle prestado su concurso para obrar como ella acos-
tumbra, puede creerse, sin menoscabo del milagro de la
creación, que todas las cosas, que son puramente materia-
les, habrían podido, con el tiempo, llegar a ser como
ahora
Discurso del método 59

las vemos; y su naturaleza es mucho más fácil de concebir


cuando se ven nacer poco a poco de esa manera, que cuan-
do se consideran ya hechas del todo.
De la descripción de los cuerpos inanimados y de las
plantas, pasé a la de los animales y particularmente a la de
los hombres. Mas no teniendo aún bastante conocimiento
para hablar de ellos con el mismo estilo que de los demás
seres, es decir, demostrando los efectos por las causas y ha-
ciendo ver de qué semillas y en qué manera debe producirlos
la naturaleza, me limité a suponer que Dios formó el cuerpo
de un hombre enteramente igual a uno de los nuestros, tan-
to en la figura exterior de sus miembros como en la interior
conformación de sus órganos, sin componerlo de otra ma-
teria que la que yo había descrito anteriormente y sin darle
al principio alma alguna razonable, ni otra cosa que sirvie-
ra de alma vegetativa o sensitiva, sino excitando en su
corazón uno de esos fuegos sin luz, ya explicados por mí y
que yo concebía de igual naturaleza que el que calienta el
heno encerrado antes de estar seco o el que hace que los
vinos nuevos hiervan cuando se dejan fermentar con su
hollejo; pues examinando las funciones que, a consecuencia
de ello, podía haber en ese cuerpo, hallaba que eran exacta-
mente las mismas que pueden realizarse en nosotros, sin
que pensemos en ellas y, por consiguiente, sin que contri-
buya en nada nuestra alma, es decir, esa parte distinta del
cuerpo, de la que se ha dicho anteriormente que su natura-
leza es sólo pensar; y siendo esas funciones las mismas todas,
puede decirse que los animales desprovistos de razón son
semejantes a nosotros; pero en cambio no se puede encon-
trar en ese cuerpo ninguna de las que dependen del
pensamiento que son, por tanto, las únicas que nos pertene-
cen en cuanto hombres; pero ésas las encontraba yo luego,
suponiendo que Dios creó un alma razonable y la añadió al
cuerpo, de cierta manera que yo describía.
60 René Descartes

Pero para que pueda verse el modo como estaba trata-


da esta materia, voy a poner aquí la explicación del
movimiento del corazón y de las arterias que, siendo el pri-
mero y más general que se observa en los animales, servirá
para que se juzgue luego fácilmente lo que deba pensarse de
todos los demás. Y para que sea más fácil de comprender lo
que voy a decir, desearía que los que no están versados en
anatomía, se tomen el trabajo, antes de leer esto, de mandar
cortar en su presencia el corazón de algún animal grande,
que tenga pulmones, pues en un todo se parece bastante al
del hombre, y que vean las dos cámaras o concavidades
que hay en él; primero, la que está en el lado derecho, a
la que van a parar dos tubos muy anchos, a saber: la vena
cava, que es el principal receptáculo de la sangre y como el
tronco del árbol, cuyas ramas son las demás venas del cuer-
po, y la vena arteriosa, cuyo nombre está mal puesto, porque
es, en realidad, una arteria que sale del corazón y se divide
luego en varias ramas que van a repartirse por los pulmo-
nes en todos los sentidos; segundo, la que está en el lado
izquierdo, a la que van a parar del mismo modo dos tubos
tan anchos o más que los anteriores, a saber: la arteria venosa,
cuyo nombre está también mal puesto, porque no es sino
una vena que viene de los pulmones, en donde está dividi-
da en varias ramas entremezcladas con las de la vena
arteriosa y con las del conducto llamado caño del pulmón,
por donde entra el aire de la respiración; y la gran arteria,
que sale del corazón y distribuye sus ramas por todo el cuer-
po. También quisiera yo que vieran con mucho cuidado los
once pellejillos que, como otras tantas puertecitas, abren y
cierran los cuatro orificios que hay en esas dos concavida-
des, a saber: tres a la entrada de la vena cava, en donde
están tan bien dispuestos que no pueden en manera alguna
impedir que la sangre entre en la concavidad derecha del
corazón y, sin embargo, impiden muy exactamente que
pueda salir; tres a la entrada de la vena arteriosa, los cuales
Discurso del método 61

están dispuestos en modo contrario y permiten que la san-


gre que hay en esta concavidad pase a los pulmones, pero
no que la que está en los pulmones vuelva a entrar en esa
concavidad; dos a la entrada de la arteria venosa, los cuales
dejan correr la sangre desde los pulmones hasta la concavi-
dad izquierda del corazón, pero se oponen a que vaya en
sentido contrario; y tres a la entrada de la gran arteria, que
permiten que la sangre salga del corazón, pero le impi-
den que vuelva a entrar. Y del número de estos pellejos no
hay que buscar otra razón sino que el orificio de la arteria
venosa, siendo ovalado, a causa del sitio en donde se halla,
puede cerrarse cómodamente con dos, mientras que los
otros, siendo circulares, pueden cerrarse mejor con tres.
Quisiera yo, además, que considerasen que la gran arteria y
la vena arteriosa están hechas de una composición mucho
más dura y más firme que la arteria venosa y la vena cava,
y que estas dos últimas se ensanchan antes de entrar en
el corazón, formando como dos bolsas, llamadas orejas del
corazón, compuestas de una carne semejante a la de éste; y
que siempre hay más calor en el corazón que en ningún otro
sitio del cuerpo; y, por último, que este calor es capaz de
hacer que si entran algunas gotas de sangre en sus concavi-
dades, se inflen muy luego y se dilaten, como ocurre
generalmente a todos los líquidos, cuando caen gota a gota
en algún vaso muy caldeado.
Dicho esto, basta añadir, para explicar el movimiento
del corazón, que cuando las concavidades no están llenas de
sangre, entra necesariamente sangre de la vena cava en la
de la derecha, y de la arteria venosa en la de la izquierda,
tanto más cuanto que estos dos vasos están siempre llenos,
y sus orificios, que miran hacia el corazón, no pueden por
entonces estar tapados; pero tan pronto como de ese modo
han entrado dos gotas de sangre, una en cada concavidad,
estas gotas, que por fuerza son muy gruesas, porque los ori-
ficios por donde entran son muy anchos y los vasos de donde
62 René Descartes

vienen están muy llenos de sangre, se expanden y dilatan a


causa del calor en que caen; por donde sucede que hinchan
todo el corazón y empujan y cierran las cinco puertecillas
que están a la entrada de los dos vasos de donde vienen,
impidiendo que baje más sangre al corazón; y continúan
dilatándose cada vez más, con lo que empujan y abren las
otras seis puertecillas, que están a la entrada de los otros
dos vasos, por los cuales salen entonces, produciendo así
una hinchazón en todas las ramas de la vena arteriosa y de
la gran arteria, casi al mismo tiempo que en el corazón; éste
se desinfla muy luego, como asimismo sus arterias, porque
la sangre que ha entrado en ellas se enfría; y las seis
puertecillas vuelven a cerrarse, y las cinco de la vena cava y
de la arteria venosa vuelven a abrirse, dando paso a otras
dos gotas de sangre, que, a su vez, hinchan el corazón y
las arterias como anteriormente. Y porque la sangre, antes
de entrar en el corazón, pasa por esas dos bolsas, llamadas
orejas, de ahí viene que el movimiento de éstas sea contra-
rio al de aquél, y que éstas se desinflen cuando aquél se
infla. Por lo demás, para que los que no conocen la fuerza
de las demostraciones matemáticas y no tienen costumbre de
distinguir las razones verdaderas de las verosímiles, no se
aventuren a negar esto que digo, sin examinarlo, he de ad-
vertirles que el movimiento que acabo de explicar se sigue
necesariamente de la sola disposición de los órganos que
están a la vista en el corazón y del calor que, con los dedos,
puede sentirse en esta víscera y de la naturaleza de la san-
gre que, por experiencia, puede conocerse, como el
movimiento de un reloj se sigue de la fuerza, de la situación
y de la figura de sus contrapesos y de sus ruedas.
Pero si se pregunta cómo la sangre de las venas no se
acaba, al entrar así continuamente en el corazón, y cómo las
arterias no se llenan demasiadamente, puesto que toda la
que pasa por el corazón viene a ellas, no necesito contestar
otra cosa que lo que ya ha escrito un médico de Inglaterra, a
Discurso del método 63

quien hay que reconocer el mérito de haber abierto brecha


en este punto y de ser el primero que ha enseñado que hay en
las extremidades de las arterias varios pequeños corredo-
res, por donde la sangre que llega del corazón pasa a las
ramillas extremas de las venas y de aquí vuelve luego al
corazón, de suerte que el curso de la sangre es una circula-
ción perpetua. Y esto lo prueba muy bien por medio de la
experiencia ordinaria de los cirujanos, quienes, habiendo
atado el brazo con mediana fuerza por encima del sitio en
donde abren la vena, hacen que la sangre salga más abun-
dante que si no hubiesen atado el brazo; y ocurriría todo lo
contrario si lo ataran más abajo, entre la mano y la herida,
o silo ataran con mucha fuerza por encima. Porque es claro
que la atadura hecha con mediana fuerza puede impedir que
la sangre que hay en el brazo vuelva al corazón por las ve-
nas, pero no que acuda nueva sangre por las arterias, porque
éstas van por debajo de las venas, y siendo sus pellejos
más duros, son menos fáciles de oprimir; y también porque
la sangre que viene del corazón tiende con más fuerza a
pasar por las arterias hacia la mano, que no a volver de la
mano hacia el corazón por las venas; y puesto que la sangre
sale del brazo, por el corte que se ha hecho en una de las
venas, es necesario que haya algunos pasos por la parte
debajo de la atadura, es decir, hacia las extremidades del
brazo, por donde la sangre pueda venir de las arterias. Tam bién
prueba muy satisfactoriamente lo que dice del curso de la
sangre, por la existencia de ciertos pellejos que están de tal
modo dispuestos en diferentes lugares, a lo largo de las ve-
nas, que no permiten que la sangre vaya desde el centro del
cuerpo a las extremidades y sí sólo que vuelva de las extre-
midades al centro; y además, la experiencia demuestra que
toda la sangre que hay en el cuerpo puede salir en poco
tiempo por una sola arteria que se haya cortado, aun
cuando, habiéndose atado la arteria muy cerca del corazón,
se haya hecho el corte entre éste y la atadura, de tal suerte
64 René Descartes

que no haya ocasión de imaginar que la sangre vertida pue-


da venir de otra parte.
Pero hay otras muchas cosas que dan fe de que la ver-
dadera causa de ese movimiento de la sangre es la que he
dicho, como son primeramente la diferencia que se nota entre
la que sale de las venas y la que sale de las arterias, diferen-
cia que no puede venir sino de que, habiéndose rarificado y
como destilado la sangre, al pasar por el corazón, es más
sutil, más viva y más caliente estando en éste, es decir, es-
tando en las arterias, que no poco antes de entrar, o sea
estando en las venas. Y si bien se mira, se verá que esa dife-
rencia no aparece del todo sino cerca del corazón y no tanto
en los lugares más lejanos; además, la dureza del pellejo de
que están hechas la vena arteriosa y la gran arteria, es bue-
na prueba de que la sangre las golpea con más fuerza que a
las venas. Y ¿cómo explicar que la concavidad izquierda
del corazón y la gran arteria sean más amplias y anchas que
la concavidad derecha y la vena arteriosa, sino porque la
sangre de la arteria venosa, que antes de pasar por el cora-
zón no ha estado más que en los pulmones, es más sutil y se
expande mejor y más fácilmente que la que viene inmedia-
tamente de la vena cava? ¿Y qué es lo que los médicos
pueden averiguar, al tomar el pulso, si no es que, según que
la sangre cambie de naturaleza, puede el calor del corazón
distenderla con más o menos fuerza y más o menos veloci-
dad? Y si inquirimos cómo este calor se comunica a los
demás miembros, habremos de convenir en que es por me-
dio de la sangre, que, al pasar por el corazón, se calienta y
se reparte luego por todo el cuerpo, de donde sucede que, si
quitamos sangre de una parte, le quitamos asimismo el ca-
lor; y aun cuando el corazón estuviese ardiendo, como un
hierro candente, no bastaría a calentar los pies y las manos,
como lo hace, si no les enviase de continuo sangre nueva.
También por esto se conoce que el uso verdadero de la res-
piración es introducir en el pulmón aire fresco bastante a
Discurso del método 65

conseguir que la sangre, que viene de la concavidad dere-


cha del corazón, en donde ha sído dilatada y como cambiada
en vapores, se espese y se convierta de nuevo en sangre,
antes de volver a la concavidad izquierda, sín lo cual no
pudiera ser apta a servir de alimento al fuego que hay en la
dicha concavidad; y una confirmación de esto es que vemos
que los animales que no tienen pulmones, poseen una sola
concavidad en el corazón, y que los niños que estando en el
seno materno no pueden usar los pulmones, tienen un orifi-
cío por donde pasa sangre de la vena cava a la concavidad
izquierda del corazón, y un conducto por donde va de la
vena arteríosa a la gran artería, sín pasar por el pulmón.
- Además, ¿cómo podría hacerse la cocción de los alimentos
en el estómago, sí el corazón no envíase calor a esta víscera
por medio de las arterias, añadiéndole algunas de las más
suaves partes de la sangre, que ayudan a disolver las vían-
das? Y la acción que convierte en sangre el jugo de esas
viandas, ¿no es fácil de conocer, sí se considera que, al pa-
sar una y otra vez por el corazón, se destila quizá más de
cien o doscientas veces cada día? Y para explicar la nutrición
y la producción de los varios humores que hay en el cuerpo,
¿qué necesidad hay de otra cosa, sino decir que la fuerza
con que la sangre, al dilatarse, pasa del corazón a las extre-
midades de las arterías, es causa de que algunas de sus partes
se detienen entre las partes de los miembros en donde se
hallan, tomando el lugar de otras que expulsan, y que,
según la situación o la figura o la pequeñez de los poros que
encuentran, van unas a alojarse en ciertos lugares y otras en
ciertos otros, del mísmo modo como hacen las cribas que,
por estar agujereadas de diferente modo, sirven para sepa-
rar unos de otros los granos de varios tamaños. Y, por último,
lo que hay de más notable en todo esto, es la generación
de los espíritus animales, que son como un sutilisimo vien-
to, o más bien como una purisima y vivisima llama, la cual
asciende de contínuo muy abundante desde el corazón
66 René Descartes

al cerebro y se corre luego por los nervios a los músculos y


pone en movimiento todos los miembros; y para explicar
cómo las partes de la sangre más agitadas y penetrantes van
hacia el cerebro, más bien que a otro lugar cualquiera, no es
necesario imaginar otra causa sino que las arterias que las
conducen son las que salen del corazón en línea más recta,
y, según las reglas mecánicas, que son las mismas que las
de la naturaleza, cuando varias cosas tienden juntas a mo-
verse hacia un mismo lado, sin que haya espacio bastante
para recibirlas todas, como ocurre a las partes de la sangre
que salen de la concavidad izquierda del corazón y tienden
todas hacia el cerebro, las más fuertes deben dar de lado a
las más endebles y menos agitadas y, por lo tanto, ser las
únicas que lleguen.
Había yo explicado, con bastante detenimiento, todas
estas cosas en el tratado que tuve el propósito de publicar.
Y después había mostrado cuál debe ser la fábrica de los
nervios y de los músculos del cuerpo humano, para conse-
guir que los espíritus animales, estando dentro, tengan
fuerza bastante a mover los miembros, como vemos que
las
cabezas, poco después de cortadas, aun se mueven y muer-
den la tierra, sin embargo de que ya no están animadas;
cuáles cambios deben verificarse en el cerebro para causar
la vigilia, el sueño y los ensueños; cómo la luz, los soni-
dos, los olores, los sabores, el calor y demás cualidad
es de
los objetos exteriores pueden imprimir en el cerebro varias
ideas, por medio de los sentidos; cómo también pueden
enviar allí las suyas el hambre, la sed y otras pasiones in-
teriores; qué deba entenderse por el sentido común,
en el
cual son recibidas esas ideas; qué por la memoria, que
las
conserva y qué por la fantasía, que puede cambiarlas
di-
versamente y componer otras nuevas y también
puede, por
idéntica manera, distribuir los espíritus animales
en los
músculos y poner en movimiento los miembros del
cuerpo,
acomodándolos a los objetos que se presentan a los sentidos
Discurso del método 67

y a las pasiones interiores, en tantos varios modos cuantos


movimientos puede hacer nuestro cuerpo sin que la volun-
tad los guíe; lo cual no parecerá de ninguna manera extraño
a los que, sabiendo cuántos autómatas o máquinas semo-
vientes puede construir la industria humana, sin emplear
sino poquísimas piezas, en comparación de la gran muche-
dumbre de huesos, músculos, nervios, arterias, venas y
demás partes que hay en el cuerpo de un animal, conside-
ren este cuerpo como una máquina que, por ser hecha de
manos de Dios, está incomparablemente mejor ordenada y
posee movimientos más admirables que ninguna otra de
las que puedan inventar los hombres. Y aquí me extendí
particularmente, haciendo ver que si hubiese máquinas ta-
les que tuviesen los órganos y figura exterior de un mono o
de otro cualquiera animal, desprovisto de razón, no habría
medio alguno que nos permitiera conocer que no son en
todo de igual naturaleza que esos animales; mientras que si
las hubiera que semejasen a nuestros cuerpos e imitasen
nuestras acciones, cuanto fuere moralmente posible, siem-
pre tendríamos dos medios muy ciertos para reconocer que
no por eso son hombres verdaderos; y es el primero, que
nunca podrían hacer uso de palabras ni otros signos, com-
poniéndolos, como hacemos nosotros, para declarar nuestros
pensamientos a los demás, pues si bien se puede concebir
que una máquina esté de tal modo hecha, que profiera pa-
labras, y hasta que las profiera a propósito de acciones
corporales que causen alguna alteración en sus órganos,
como, verbi gratia, si se la toca en una parte, que pregunte lo
que se quiere decirle, y si en otra, que grite que se le hace
daño, y otras cosas por el mismo estilo, sin embargo, no se
concibe que ordene en varios modos las palabras para con-
testar al sentido de todo lo que en su presencia se diga, como
pueden hacerlo aun los más estúpidos de entre los hom-
bres; y es el segundo que, aun cuando hicieran varias cosas
tan bien y acaso mejor que ninguno de nosotros, no dejarían
68 René Descartes

de fallar en otras, por donde se descubriría que no obran


por conocimiento, sino sólo por la disposición de sus órga-
nos, pues mientras que la razón es un instrumento universal,
que puede servir en todas las coyunturas, esos órganos, en
cambio, necesitan una particular disposición para cada ac-
ción particular; por donde sucede que es moralmente
imposible que haya tantas y tan varias disposiciones en una
máquina, que puedan hacerla obrar en todas las ocurren-
cias de la vida de la manera como la razón nos hace obrar a
nosotros. Ahora bien: por esos dos medios puede conocerse
también la diferencia que hay entre los hombres y los bru-
tos, pues es cosa muy de notar que no hay hombre, por
estúpido y embobado que esté, sin exceptuar los locos, que
no sea capaz de arreglar un conjunto de varias palabras y
componer un discurso que dé a entender sus pensamientos;
y, por el contrario, no hay animal, por perfecto y felizmente
dotado que sea, que pueda hacer otro tanto. Lo cual no
sucede porque a los animales les falten órganos, pues ve-
mos que las urracas y los loros pueden proferir, como
nosotros, palabras y, sin embargo, no pueden, como noso-
tros, hablar, es decir, dar fe de que piensan lo que dicen; en
cambio los hombres que, habiendo nacido sordos y mudos,
están privados de los órganos que a los otros sirven para
hablar, suelen inventar por sí mismos unos signos, por don-
de se declaran a los que, viviendo con ellos, han conseguido
aprender su lengua. Y esto no sólo prueba que las bestias
tienen menos razón que los hombres, sino que no tienen
ninguna, pues ya se ve que basta muy poca para saber ha-
blar; y supuesto que se advierten desigualdades entre los
animales de una misma especie, como entre los hombres,
siendo unos más fáciles de adiestrar que otros, no es de creer
que un mono o un loro, que fuese de los más perfectos en su
especie, no igualara a un niño de los más estúpidos, o, por
lo menos, a un niño cuyo cerebro estuviera turbado, si no
fuera que su alma es de naturaleza totalmente diferente de
Discurso del método 69

la nuestra. Y no deben confundirse las palabras con los mo-


vimientos naturales que delatan las pasiones, los cuales
pueden ser imitados por las máquinas tan bien como por
los animales, ni debe pensarse, como pensaron algunos an-
tiguos, que las bestias hablan, aunque nosotros no
comprendemos su lengua; pues si eso fuera verdad, puesto
que poseen varios órganos parecidos a los nuestros, podrían
darse a entender de nosotros como de sus semejantes. Es
también muy notable cosa que, aun cuando hay varios ani-
males que demuestran más industria que nosotros en
algunas de sus acciones, sin embargo, vemos que esos mis-
mos no demuestran ninguna en muchas otras; de suerte que
eso que hacen mejor que nosotros no prueba que tengan
ingenio, pues, en ese caso, tendrían más que ninguno de
nosotros y harían mejor que nosotros todas las demás co-
sas, sino más bien prueba que no tienen ninguno y que es la
naturaleza la que en ellos obra, por la disposición de sus
órganos, como vemos que un reloj, compuesto sólo de rue-
das y resortes, puede contar las horas y medir el tiempo
más exactamente que nosotros con toda nuestra prudencia.
Después de todo esto, había yo descrito el alma razona-
ble y mostrado que en manera alguna puede seguirse de la
potencia de la materia, como las otras cosas de que he ha-
blado, sino que ha de ser expresamente creada; y no basta
que esté alojada en el cuerpo humano, como un piloto en su
navío, a no ser acaso para mover sus miembros, sino que es
necesario que esté junta y unida al cuerpo más estrecha-
mente, para tener sentimientos y apetitos semejantes a los
nuestros y componer así un hombre verdadero. Por lo de-
alma,
más, me he extendido aquí un tanto sobre el tema del
porque es de los más importantes, que, después del error
de los que niegan a Dios, error que pienso haber refutado
bastantemente en lo que precede, no hay nada que más apar-
que
te a los espíritus endebles del recto camino de la virtud,
el imaginar que el alma de los animales es de la misma
70 René Descartes

naturaleza que la nuestra, y que, por consiguiente, nada he-


mos de temer ni esperar tras esta vida, como nada temen ni
esperan las moscas y las hormigas; mientras que si sabemos
cuán diferentes somos de los animales, entenderemos mu-
cho mejor las razones que prueban que nuestra alma es de
naturaleza enteramente independiente del cuerpo, y, por
consiguiente, que no está sujeta a morir con él; y puesto que
no vemos otras causas que la destruyan, nos inclinaremos
naturalmente a juzgar que es inmortal.
Sexta parte

bo ya tres años que llegué al término del tratado en


donde están todas esas cosas, y empezaba a revisarlo para
entregarlo a la imprenta, cuando supe que unas personas a
quienes profeso deferencia y cuya autoridad no es menos
poderosa sobre mis acciones que mi propia razón sobre mis
pensamientos, habían reprobado una opinión de física, pu-
blicada poco antes por otro; no quiero decir que yo fuera de
esa Opinión, sino sólo que nada había notado en ella, antes
de verla así censurada, que me pareciese perjudicial ni para
la religión ni para el Estado, y, por tanto, nada que me hu-
biese impedido escribirla, de habérmela persuadido la razón.
Esto me hizo temer no fuera a haber alguna también entre
las mías, en la que me hubiese engañado, no obstante el muy
gran cuidado que siempre he tenido de no admitir en mi
creencia ninguna opinión nueva, que no esté fundada en
certísimas demostraciones, y de no escribir ninguna que
pudiere venir en menoscabo de alguien. Y esto fue bastante
a mudar la resolución que había tomado de publicar aquel
tratado; pues aun cuando las razones que me empujaron a
tomar antes esa resolución fueron muy fuertes, sin embar-
go, mi inclinación natural, que me ha llevado siempre a odiar
el oficio de hacer libros, me proporcionó en seguida otras
a René Descartes

para excusarme. Y tales son esas razones, de una y de otra par-


te, que no sólo me interesa a mí decirlas aquí, sino que acaso
también interese al público conocerlas.
Nunca he atribuido gran valor a las cosas que provie-
nen de mi espíritu; y mientras no he recogido del método
que uso otro fruto sino el hallar la solución de algunas difi-
cultades pertenecientes a las ciencias especulativas, o el
llevar adelante el arreglo de mis costumbres, en conformi-
dad con las razones que ese método me enseñaba, no me he
creído obligado a escribir nada. Pues en lo tocante a las cos-
tumbres, es tanto lo que cada uno abunda en su propio
sentido, que podrían contarse tantos reformadores como hay
hombres, si a todo el mundo, y no sólo a los que Dios ha
establecido soberanos de sus pueblos o a los que han recibi-
do de él la gracia y el celo suficientes para ser profetas, le
fuera permitido dedicarse a modificarlas en algo; y en cuanto
a mis especulaciones, aunque eran muy de mi gusto, he creí-
do que los demás tendrían otras también, que acaso les
gustaran más. Pero tan pronto como hube adquirido algu-
has nociones generales de la física y comenzado a ponerlas
a prueba en varias dificultades particulares, notando enton-
ces cuán lejos pueden llevarnos y cuán diferentes son de los
principios que se han usado hasta ahora, creí que conser-
varlas ocultas era grandísimo pecado, que infringía la ley
que nos obliga a procurar el bien general de todos los hom-
bres, en cuanto ello esté en nuestro poder. Pues esas
nociones
me han enseñado que es posible llegar a conocimientos
muy
útiles para la vida, y que, en lugar de la filosofía especulati-
va, enseñada en las escuelas, es posible encontrar una
práctica, por medio de la cual, conociendo la fuerza
y las
acciones del fuego, del agua, del aire, de los
astros, de los
cielos y de todos los demás cuerpos, que nos rodean,
tan
distintamente como conocemos los oficios varios
de nues-
tros artesanos, podríamos aprovecharlas del mismo
modo,
en todos los usos a que sean propias, y de esa suerte
hacernos
Discurso del método 73

como dueños y poseedores de la naturaleza. Lo cual es muy


de desear, no sólo por la invención de una infinidad de arti-
ficios que nos permitirían gozar sin ningún trabajo de los
frutos de la tierra y de todas las comodidades que hay en
ella, sino también principalmente por la conservación de la
salud, que es, sin duda, el primer bien y el fundamento de
los otros bienes de esta vida, porque el espíritu mismo de-
pende tanto del temperamento y de la disposición de los
órganos del cuerpo, que, si es posible encontrar algún me-
dio para hacer que los hombres sean comúnmente más
sabios y más hábiles que han sido hasta aquí, creo que es en
la medicina en donde hay que buscarlo. Verdad es que la
que ahora se usa contiene pocas cosas de tan notable utili-
dad; pero, sin que esto sea querer despreciarla, tengo por
cierto que no hay nadie, ni aun los que han hecho de ella su
profesión, que no confiese que cuanto se sabe, en esa cien-
cia, no es casi nada comparado con lo que queda por
averiguar y que podríamos librarnos de una infinidad de
enfermedades, tanto del cuerpo como del espíritu, y hasta
quizá de la debilidad que la vejez nos trae, si tuviéramos
bastante conocimiento de sus causas y de todos los reme-
dios, de que la naturaleza nos ha provisto. Y como yo había
concebido el designio de emplear mi vida entera en la in-
vestigación de tan necesaria ciencia, y como había
encontrado un camino que me parecía que, siguiéndolo, se
debe infaliblemente dar con ella, a no ser que lo impida la
brevedad de la vida o la falta de experiencias, juzgaba que
no hay mejor remedio contra esos dos obstáculos, sino co-
municar fielmente al público lo poco que hubiera encontrado
e invitar a los buenos ingenios a que traten de seguir ade-
lante, contribuyendo cada cual, según su inclinación y sus
fuerzas, a las experiencias que habría que hacer, y comuni-
cando asimismo al público todo cuanto averiguaran, con el
fin de que, empezando los últimos por donde hayan termi-
nado sus predecesores, y juntando así las vidas y los trabajos
74 René Descartes

de varios, llegásemos todos juntos mucho más allá de donde


puede llegar uno en particular.
Y aun observé, en lo referente a las experiencias, que
son tanto más necesarias cuanto más se ha adelantado en el
conocimiento, pues al principio es preferible usar de las que
se presentan por sí mismas a nuestros sentidos y que no
podemos ignorar por poca reflexión que hagamos, que bus-
car otras más raras y estudiadas; y la razón de esto es que
esas más raras nos engañan muchas veces, sino sabemos ya
las causas de las otras más comunes y que las circunstan-
cias de que dependen son casi siempre tan particulares y
tan pequeñas, que es muy difícil notarlas. Pero el orden que
he llevado en esto ha sido el siguiente: primero he procura-
do hallar, en general, los principios o primeras causas de
todo lo que en el mundo es o puede ser, sin considerar para
este efecto nada más que Dios solo, que lo ha creado, ni sa-
carlas de otro origen, sino de ciertas semillas de verdades,
que están naturalmente en nuestras almas; después he exa-
minado cuáles sean los primeros y más ordinarios efectos
que de esas causas pueden derivarse, y me parece que por
tales medios he encontrado unos cielos, unos astros, una
tierra, y hasta en la tierra, agua, aire, fuego, minerales y otras
cosas que, siendo las más comunes de todas y las más
sim-
ples, son también las más fáciles de conocer. Luego,
cuando
quise descender a las más particulares, se me presentaron
tantas y tan varias, que no he creído que fuese posible
al
espíritu humano distinguir las formas o especies de
cuer-
pos, que están en la tierra, de muchísimas otras que pudieran
estar en ella, si la voluntad de Dios hubiere sido ponerlas,
y,
por consiguiente, que no es posible tampoco referirlas
a
nuestro servicio, a no ser que salgamos al encuentro
de las
causas por los efectos y hagamos uso de varias experienci
as
particulares. En consecuencia, hube de repasar en
mi espí-
ritu todos los objetos que se habían presentado
ya a mis
sentidos, y no vacilo en afirmar que nada vi en
ellos que no
Discurso del método 70

pueda explicarse, con bastante comodidad, por medio de


los principios hallados por mí. Pero debo asimismo confe-
sar que es tan amplia y tan vasta la potencia de la naturaleza
y son tan simples y tan generales esos principios, que no
observo casi ningún efecto particular, sin en seguida cono-
cer que puede derivarse de ellos en varias diferentes
maneras, y mi mayor dificultad es, por lo común, encontrar
por cuál de esas maneras depende de aquellos principios; y
no sé otro remedio a esa dificultad que el buscar algunas
experiencias, que sean tales que no se produzca del mismo
modo el efecto, si la explicación que hay que dar es esta o si
es aquella otra. Además, a tal punto he llegado ya, que veo
bastante bien, a mi parecer, el rodeo que hay que tomar,
para hacer la mayor parte de las experiencias que pueden
servir para esos efectos; pero también veo que son tantas y
tales, que ni mis manos ni mis rentas, aunque tuviese mil
veces más de lo que tengo, bastarían a todas; de suerte que,
según tenga en adelante comodidad para hacer más o me-
nos, así también adelantaré más o menos en el conocimiento
de la naturaleza; todo lo cual pensaba dar a conocer, en el
tratado que había escrito, mostrando tan claramente la uti-
lidad que el público puede obtener, que obligase a cuantos
desean en general el bien de los hombres, es decir, a cuan-
tos son virtuosos efectivamente y no por apariencia falsa y
mera opinión, a comunicarme las experiencias que ellos
hubieran hecho y a ayudarme en la investigación de las que
aun me quedan por hacer.
Pero de entonces acá, se me han ocurrido otras razones
que me han hecho cambiar de opinión y pensar que debía
en verdad seguir escribiendo cuantas cosas juzgara de al-
guna importancia, conforme fuera descubriendo su verdad,
poniendo en ello el mismo cuidado que si las tuviera que
imprimir, no sólo porque así disponía de mayor espacio
para examinarlas bien, pues sin duda, mira uno con más
atención lo que piensa que otros han de examinar, que lo
76 René Descartes

que hace para sí solo (y muchas cosas que me han parecido


verdaderas cuando he comenzado a concebirlas, he conoci-
do luego que son falsas, cuando he ido a estamparlas en el
papel), sino también para no perder ocasión de servir al pú-
blico, si soy en efecto capaz de ello, y porque, si mis escritos
valen algo, puedan usarlos como crean más conveniente
los que los posean después de mi muerte; pero pensé que
no debía en manera alguna consentir que fueran publica-
dos, mientras yo viviera, para que ni las oposiciones y
controversias que acaso suscitaran, ni aun la reputación,
fuere cual fuere, que me pudieran proporcionar, me dieran
ocasión de perder el tiempo que me propongo emplear en
instruirme. Pues si bien es cierto que todo hombre está obli-
gado a procurar el bien de los demás, en cuanto puede, y
que propiamente no vale nada quien a nadie sirve, sin
embargo, también es cierto que nuestros cuidados han de so-
brepasar el tiempo presente y que es bueno prescindir de
ciertas cosas, que quizá fueran de algún provecho para los
que ahora viven, cuando es para hacer otras que han de ser
más útiles aun a nuestros nietos. Y, en efecto, es bueno que
se sepa que lo poco que hasta aquí he aprendido no es casi
nada, en comparación de lo que ignoro y no desconfío de
poder aprender; que a los que van descubriendo poco a poco
la verdad, en las ciencias, les acontece casi lo mismo que a
los que empiezan a enriquecerse, que les cuesta menos tra-
bajo, siendo ya algo ricos, hacer grandes adquisiciones que
antes, cuando eran pobres, recoger pequeñas ganancias.
También pueden compararse con los jefes de ejército, que
crecen en fuerzas conforme ganan batallas, y necesitan más
atención y esfuerzo para mantenerse después de una derro-
ta, que para tomar ciudades y conquistar provincias después
de una victoria; que verdaderamente es como dar batallas
el tratar de vencer todas las dificultades y errores que nos
impiden llegar al conocimiento de la verdad y es como per-
der una el admitir opiniones falsas acerca de alguna materia
Discurso del método YA

un tanto general e importante; y hace falta después mucha


más destreza para volver a ponerse en el mismo estado en
que se estaba, que para hacer grandes progresos, cuando se
poseen ya principios bien asegurados. En lo que a mí res-
pecta, sí he logrado hallar algunas verdades en las ciencias
(y confío que lo que va en este volumen demostrará que
algunas he encontrado), puedo decir que no son sino conse-
cuencias y dependencias de cinco o seis principales
dificultades que he resuelto y que considero como otras tan-
tas batallas, en donde he tenido la fortuna de mi lado; y
hasta me atreveré a decir que pienso que no necesito ganar
sino otras dos o tres como esas, para llegar al término de
mis propósitos, y que no es tanta mi edad que no pueda,
según el curso ordinario de la naturaleza, disponer aún del
tiempo necesario para ese efecto. Pero por eso mismo, tanto
más obligado me creo a ahorrar el tiempo que me gúeda,
cuantas mayores esperanzas tengo de poderlo em plear bien;
y sobrevendrían, sin duda, muchas ocasiones de perderlo si
publicase los fundamentos de mi física; pues aun cuando
son tan evidentes todos, que basta entenderlos para creer-
los, y no hay uno solo del que no pueda dar demostraciones,
sín embargo, como es imposible que concuerden con todas
las varías opiniones de los demás hombres, preveo que sus-
citarían oposiciones, que me distraerían no poco de mi labor.
Puede objetarse a esto diciendo que esas oposiciones
serían útiles, no sólo porque me darían a conocer mis pro-
pías faltas, sino también porque, de haber en mí algo bueno,
los demás hombres adquirirían por ese medio una mejor
inteligencia de mis opiniones; y como muchos ven más que
mis
uno solo, sí comenzaren desde luego a hacer uso de
también con sus invencio nes. Pero
principios, me ayudarían
aun cuando me conozco como muy expuesto a errar, hasta
el punto de no fíarme casí nunca de los primeros pensa-
que
mientos que se me ocurren, sín embargo, la experiencia
quita la
tengo de las objeciones que pueden hacerme, me
78 René Descartes

esperanza de obtener de ellas algún provecho; pues ya mu-


chas veces he podido examinar los juicios ajenos, tanto
los pronunciados por quienes he considerado como amigos
míos, como los emitidos por otros, a quienes yo pensaba ser
indiferente, y hasta los de algunos, cuya malignidad y envi-
dia sabía yo que habían de procurar descubrir lo que el afecto
de mis amigos no hubiera conseguido ver; pero rara vez ha
sucedido que me hayan objetado algo enteramente impre-
visto por mí, a no ser alguna cosa muy alejada de mi asunto;
de suerte que casi nunca he encontrado un censor de mis
opiniones que no me pareciese o menos severo o menos
equitativo que yo mismo. Y tampoco he notado nunca que
las disputas que suelen practicarse en las escuelas sirvan
para descubrir una verdad antes ignorada; pues esforzán-
dose cada cual por vencer a su adversario, más se ejercita
en abonar la verosimilitud que en pesar las razones de una
y otra parte; y los que han sido durante largo tiempo bue-
nos abogados, no por eso son luego mejores jueces.
En cuanto a la utilidad que sacaran los demás de la co-
municación de mis pensamientos, tampoco podría ser muy
grande, ya que aún no los he desenvuelto hasta tal punto, que
no sea preciso añadirles mucho, antes de ponerlos en prác-
tica. Y creo que, sin vanidad, puedo decir que si alguien hay
capaz de desarrollarlos, he de ser yo mejor que otro cual-
quiera, y no porque no pueda haber en el mundo otros
ingenios mejores que el mío, sin comparación, sino porque
el que aprende de otro una cosa, no es posible que la
conci-
ba y la haga suya tan plenamente como el que la inventa
. Y
tan cierto es ello en esta materia, que habiendo yo explica
do
muchas veces algunas opiniones mías a personas de
muy
buen ingenio, parecían entenderlas muy distintamente,
mientras yo hablaba, y, sin embargo, cuando luego
las han
repetido, he notado que casi siempre las han alterad
o de tal
suerte que ya no podía yo reconocerlas por mías.
Aprove-
cho esta ocasión para rogar a nuestros descend
ientes que
Discurso del metodo 79

no crean nunca que proceden de mí las cosas que les digan


otros, si no es que yo mismo las haya divulgado; y no me
asombro en modo alguno de esas extravagancias que se atri-
buyen a los antiguos filósofos, cuyos escritos no poseemos,
nijuzgo por ellas que hayan sido sus pensamientos tan des-
atinados, puesto que aquellos hombres fueron los mejores
ingenios de su tiempo, sólo pienso que sus opiniones han
sido mal referidas. Asimismo vemos que casi nunca ha ocu-
rrido que uno de los que siguieron las doctrinas de esos
grandes ingenios haya superado al maestro; y tengo por
seguro que los que con mayor ahínco siguen hoy a
Aristóteles, se estimarían dichosos de poseer tanto conoci-
miento de la naturaleza como tuvo él, aunque hubieran de
someterse a la condición de no adquirir nunca más amplio
saber. Son como la hiedra, que no puede subir más alto que
los árboles en que se enreda y muchas veces desciende, des-
pués de haber llegado hasta la copa; pues me parece que
también los que siguen una doctrina ajena descienden, es
decir, se tornan en cierto modo menos sabios que si se abs-
tuvieran de estudiar; los tales, no contentos con saber todo
lo que su autor explica inteligiblemente, quieren además
encontrar en él la solución de varias dificultades, de las cua-
les no habla y en las cuales acaso no pensó nunca. Sin
embargo, es comodísima esa manera de filosofar, para quie-
nes poseen ingenios muy medianos, pues la oscuridad de
las distinciones y principios de que usan, les permite hablar
de todo con tanta audacia como si lo supieran, y mantener
todo cuanto dicen contra los más hábiles y los más sutiles,
sin que haya medio de convencerles; en lo cual me parecen
semejar a un ciego que, para pelear sin desventaja contra
uno que ve, le hubiera llevado a alguna profunda y oscurí-
sima cueva; y puedo decir que esos tales tienen interés en
que yo no publique los principios de mi filosofía, pues sien-
do, como son, muy sencillos y evidentes, publicarlos sería
como abrir ventanas y dar luz a esa cueva adonde han ido a
80 René Descartes

pelear. Mas tampoco los ingenios mejores han de tener oca-


sión de desear conocerlos, pues si lo que quieren es saber
hablar de todo y cobrar fama de doctos, lo conseguirán más
fácilmente contentándose con lo verosímil, que sin gran tra-
bajo puede hallarse en todos los asuntos, que buscando la
verdad, que no se descubre sino poco a poco en algunas
materias y que, cuando es llegada la ocasión de hablar de
otros temas, nos obliga a confesar francamente que los ig-
noramos. Pero si estiman que una verdad pequeña es
preferible a la vanidad de parecer saberlo todo, como, sin
duda, es efectivamente preferible, y si lo que quieren es pro-
seguir un intento semejante al mío, no necesitan para ello
que yo les diga más de lo que en este discurso llevo dicho;
pues si son capaces de continuar mi obra, tanto más lo se-
rán de encontrar por sí mismos todo cuanto pienso yo que
he encontrado, sin contar con que, habiendo yo seguido
siempre mis investigaciones ordenadamente, es seguro que
lo que me queda por descubrir es de suyo más difícil y ocul-
to que lo que he podido anteriormente encontrar y, por tanto,
mucho menos gusto hallarían en saberlo por mí, que en in-
dagarlo solos; y además, la costumbre que adquirirán
buscando primero cosas fáciles y pasando poco a poco a
otras más difíciles, les servirá mucho mejor que todas mis
instrucciones. Yo mismo estoy persuadido de que si, en mi
mocedad, me hubiesen enseñado todas las verdades cuyas
demostraciones he buscado luego y no me hubiese costado
trabajo alguno el aprenderlas, quizá no supiera hoy ningu-
na otra cosa, o por lo menos nunca hubiera adquirido la
costumbre y facilidad que creo tener de encontrar otras nue-
vas, conforme me aplico a buscarlas. Y, en suma,
si hay
en el mundo una labor que no pueda nadie rematar tan bien
como el que la empezó, es ciertamente la que me ocupa.
Verdad es que en lo que se refiere a las experiencias que
pueden servir para ese trabajo, no basta un hombre solo
a
hacerlas todas; pero tampoco ese hombre podrá emplea
r
Discurso del método 81

con utilidad ajenas manos, como no sean las de artesanos u


otra gente, a quienes pueda pagar, pues la esperanza de una
buena paga, que es eficacísimo medio, hará que esos opera-
rios cumplan exactamente sus prescripciones. Los que
voluntariamente, por curiosidad o deseo de aprender, se
ofrecieran a ayudarle, además de que suelen, por lo común,
ser más prontos en prometer que en cumplir y no hacen
sino bellas proposiciones, nunca realizadas, querrían
infaliblemente recibir, en cambio, algunas explicaciones de
ciertas dificultades, o por lo menos obtener halagos y con-
versaciones inútiles, las cuales, por corto que fuera el tiempo
empleado en ellas, representarían, al fin y al cabo, una posi-
tiva pérdida. Y en cuanto a las experiencias que hayan hecho
ya los demás, aun cuando se las quisieren comunicar —cosa
que no harán nunca quienes les dan el nombre de secre-
tos—, son las más de entre ellas compuestas de tantas
circunstancias o ingredientes superfluos, que le costaría no
pequeño trabajo descifrar lo que haya en ellas de verdade-
ro; y, además, las hallaría casi todas tan mal explicadas e
incluso tan falsas, debido a que sus autores han procurado
que parezcan conformes con sus principios, que, de haber
algunas que pudieran servir, no valdrían desde luego el
tiempo que tendría que gastar en seleccionarlas. De suerte
que si en el mundo hubiese un hombre de quien se supiera
con seguridad que es capaz de encontrar las mayores cosas
y las más útiles para el público y, por este motivo, los de-
más hombres se esforzasen por todas las maneras en
ayudarle a realizar sus designios, no veo que pudiesen ha-
cer por él nada más sino contribuir a sufragar los gastos de
las experiencias, que fueren precisas, y, por lo demás, im-
pedir que vinieran importunos a estorbar sus ocios
laboriosos. Mas sin contar con que no soy yo tan presumido
que vaya a prometer cosas extraordinarias, ni tan repleto
de vanidosos pensamientos que vaya a figurarme que el
público ha de interesarse mucho por mis propósitos, no
82 René Descartes

tengo tampoco tan rebajada el alma, como para aceptar de


nadie un favor que pudiera creerse que no he merecido.
Todas estas consideraciones juntas fueron causa de que
no quise, hace tres años, divulgar el tratado que tenía entre
manos, y aun resolví no publicar durante mi vida ningún
otro de índole tan general, que por él pudieran entenderse
los fundamentos de mi física. Pero de entonces acá han ve-
nido otras dos razones a obligarme a poner en este libro
algunos ensayos particulares y a dar alguna cuenta al pú-
blico de mis acciones y de mis designios; y es la primera
que, de no hacerlo, algunos que han sabido que tuve la in-
tención de imprimir ciertos escritos, podrían acaso figurarse
que los motivos, por los cuales me he abstenido, son de ín-
dole que menoscaba mi persona; pues, aun cuando no siento
un excesivo amor por la gloria y hasta me atrevo a decir que
la odio, en cuanto que la juzgo contraria a la quietud, que es
lo que más aprecio, sin embargo, tampoco he hecho nunca
nada por ocultar mis actos, como si fueran crímenes, ni he
tomado muchas precauciones para permanecer desconocido,
no sólo porque creyera de ese modo dañarme a mí mismo,
sino también porque ello habría provocado en mí cierta
especie de inquietud, que hubiera venido a perturbar la per-
fecta tranquilidad de espíritu que busco; y así, habiendo
siempre permanecido indiferente entre el cuidado de
ser
conocido y el de no serlo, no he podido impedir cierta espe-
cie de reputación que he adquirido, por lo cual he pensado
que debía hacer por mi parte lo que pudiera, para evitar
al
menos que esa fama sea mala. La segunda razón, que
me ha
obligado a escribir esto, es que veo cada día cómo se retrasa
más y más el propósito que he concebido de instruirme,
a
causa de una infinidad de experiencias que me son
precisas
y que no puedo hacer sin ayuda ajena, y aunque no
me pre-
cio de valer tanto como para esperar que el público
tome
mucha parte en mis intereses, sin embargo, tampoco
quiero
faltar a lo que me debo a mí mismo, dando ocasión
a que los
Discurso del método 83

que me sobrevivan puedan algún día hacerme el cargo de que


hubiera podido dejar acabadas muchas mejores cosas, si
no hubiese prescindido demasiado de darles a entender
cómo y en qué podían ellos contribuir a mis designios.
Y he pensado que era fácil elegir algunas materias que,
sin provocar grandes controversias, ni obligarme a declarar
mis principios más detenidamente de lo que deseo, no deja-
ran de mostrar con bastante claridad lo que soy o no soy
capaz de hacer en las ciencias. En lo cual no puedo decir si
he tenido buen éxito, pues no quiero salir al encuentro de
losjuicios de nadie, hablando yo mismo de mis escritos; pero
me agradaría mucho que fuesen examinados y, para dar
más amplia ocasión de hacerlo, ruego a quienes tengan ob-
jeciones que formular, que se tomen la molestia de enviarlas
a mi librero, quien me las transmitirá, y procuraré dar res-
puesta que pueda publicarse con las objeciones; de este
modo, los lectores, viendo juntas unas y otras, juzgarán más
cómodamente acerca de la verdad, pues prometo que mis
respuestas no serán largas y me limitaré a confesar mis fal-
tas francamente, si las conozco y, si no puedo apercibirlas,
diré sencillamente lo que crea necesario para la defensa de
mis escritos, sin añadir la explicación de ningún asunto nue-
vo, a fin de no involucrar indefinidamente uno en otro.
Si alguna de las cosas de que hablo al principio de la
Dióptrica y de los Meteoros producen extrañeza, porque las
llamo suposiciones y no parezco dispuesto a probarlas, tén-
gase la paciencia de leerlo todo atentamente, y confío en
que se hallará satisfacción; pues me parece que las razones
se enlazan unas con otras de tal suerte que, como las últi-
mas están demostradas por las primeras, que son sus causas,
estas primeras a su vez lo están por las últimas, que son sus
efectos. Y no se imagine que en esto cometo la falta que los
lógicos llaman círculo, pues como la experiencia muestra
que son muy ciertos la mayor parte de esos efectos, las causas
84 René Descartes

de donde los deduzco sirven más que para probarlos, para


explicarlos y, en cambio, esas causas quedan probadas por
estos efectos. Y si las he llamado suposiciones, es para que
se sepa que pienso poder deducirlas de las primeras verda-
des que he explicado en este discurso; pero he querido
expresamente no hacerlo, para impedir que ciertos ingenios,
que con solo oír dos o tres palabras se imaginan que saben
en un día lo que otro ha estado veinte años pensando, y que
son tanto más propensos a errar e incapaces de averiguar
la verdad, cuanto más penetrantes y ágiles, no aprove-
chen la ocasión para edificar alguna extravagante filosofía
sobre los que creyeren ser mis principios, y luego se me atri-
buya a mí la culpa; que por lo que toca a las opiniones
enteramente mías, no las excuso por nuevas, pues si se con-
sideran bien las razones que las abonan, estoy seguro de
que parecerán tan sencillas y tan conformes con el sentido
común, que serán tenidas por menos extraordinarias y ex-
trañas que cualesquiera otras que puedan sustentarse acerca
de los mismos asuntos; y no me precio tampoco de ser el
primer inventor de ninguna de ellas, sino solamente de no
haberlas admitido, ni porque las dijeran otros, ni porque
no las dijeran, sino sólo porque la razón me convenció de su
verdad.
Si los artesanos no pueden en buen tiempo ejecutar el
invento que explico en la Dióptrica, no creo que pueda de-
cirse por eso que es malo; pues, como se requiere mucha
destreza y costumbre para hacer y encajar las máquinas que
he descrito, sin que les falte ninguna circunstancia, tan ex-
traño sería que diesen con ello a la primera vez, como si
alguien consiguiese aprender en un día a tocar el laúd, de
modo excelente, con solo haber estudiado un buen papel
pautado. Y si escribo en francés, que es la lengua de mi país,
en lugar de hacerlo en latín, que es el idioma empleado
por mis preceptores, es porque espero que los que hagan uso
de su pura razón natural, juzguen mejor mis opiniones que
Discurso del método 85

los que sólo creen en los libros antiguos; y en cuanto a los


que unen el buen sentido con el estudio, únicos que deseo
sean mis jueces, no serán seguramente tan parciales en fa-
vor del latín, que se nieguen a oír mis razones, por ir
explicadas en lengua vulgar.
Por lo demás, no quiero hablar aquí particularmente de
los progresos que espero realizar más adelante en las cien-
cias ni comprometerme con el público, prometiéndole cosas
que no esté seguro de cumplir; pero diré tan sólo que he
resuelto emplear el tiempo que me queda de vida en procu-
rar adquirir algún conocimiento de la naturaleza, que sea
tal, que se puedan derivar para la medicina reglas más se-
guras que las hasta hoy usadas, y que mi inclinación me
aparta con tanta fuerza de cualesquiera otros designios, so-
bre todo de los que no pueden servir a unos, sin dañar a
otros, que si algunas circunstancias me constriñesen a en-
trar en ellos, creo que no sería capaz de llevarlos a buen
término. Esta declaración que aquí hago bien sé que no ha
de servir para hacerme importante en el mundo; mas no
tengo ninguna gana de serlo y siempre me consideraré más
obligado con los que me hagan la merced de ayudarme a
gozar de mis ocios, sin tropiezo, que con los que me ofrez-
can los cargos más honorables de la Tierra.
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Meditaciones
Metafísicas
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esnolostibsM
essieñisioM
A los señores decanos y doctores de
la Sagrada Facultad de Teología de París

¡Es tan justa la razón que me lleva a presentaros esta obra,


y estoy seguro que, una vez que conozcan sus propósitos,
hallarán tan justos motivos para concederle su protección,
que pienso que nada mejor puedo hacer para que la tengan
por recomendable, en cierto modo, que decirles en pocas
palabras lo que me he propuesto. Siempre he estimado que
las dos cuestiones de Dios y del alma eran las que principal-
mente requieren ser demostradas, más por razones de
filosofía que de teología; pues aun cuando a nosotros los
fieles nos basta la fe para creer que hay un Dios y que el
alma humana no muere con el cuerpo, no parece ciertamente
que sea posible inculcar nunca a los infieles religión alguna,
ni aun casi virtud moral alguna, si no se les da primero la
prueba de esas dos cosas, por razón natural; y por cuanto a
menudo en esta vida se proponen mayores recompensas
para los vicios que para las virtudes, pocos serían los que
prefiriesen lo justo a lo útil, si no fuera porque les contiene
el temor de Dios y la esperanza de otra vida; y aun cuando
es absolutamente verdadero que hay que creer que hay un
Dios, porque así lo enseña la Sagrada Escritura y, por otra
parte, hay que dar crédito a la Sagrada Escritura, porque
viene de Dios (y la razón de esto es que, siendo la fe un don
de Dios, el mismo que concede la gracia para creer en las
90 René Descartes

otras cosas, puede concederla también para creer en su pro-


pia existencia), sin embargo, no se podría proponer esto a
los infieles, quienes acaso imaginaran que se comete aquí
la falta que los lógicos llaman circulo.
Y por cierto he notado que ustedes, señores y todos los
demás teólogos, no sólo afirman que la existencia de Dios
puede probarse por razón natural, sino también que de la
Sagrada Escritura se infiere que su conocimiento es mucho
más claro que el que tenemos de varias cosas creadas, y que
es, efectivamente, tan fácil que los que carecen de él son
culpables; como aparece en estas palabras del libro de la
Sabiduría, capitulo XUL en donde se dice que su ignorancia
no tiene perdón, pues si su espíritu ha penetrado tan aden-
tro en el conocimiento de las cosas del mundo, ¿cómo es
posible que no hayan reconocido tanto más fácilmente al
Señor Soberano?; y en los Romanos, capitulo l, se dice que
son inexcusables; y en el mismo lugar se dicen estas pala-
bras: porque lo que de Dios se conoce, en ellos es manifiesto,
las cuales parecen advertirnos que todo cuanto puede sa-
berse de Dios es demostrable por razones que no es preciso
sacar de otra parte, sino de nosotros mismos y de la mera
consideración de la naturaleza de nuestro espiritu. Por todo
lo cual he creído que no sería contrario a la obligación de un
filósofo el explicar aquí cómo y por qué vía podemos, sin
salir de nosotros mismos, conocer a Dios más fácilmente y
más ciertamente de lo que conocemos las cosas del mundo.
Y en lo que al alma se refiere, aunque han creído mu-
chos que no es fácil conocer su naturaleza y hasta han llegado
algunos a decir que las humanas razones nos persuaden de
que muere con el cuerpo y que solamente la fe nos enseña
lo
contrario, sin embargo, por cuanto las tales Opiniones fue-
ron condenadas en la sesión 8a. del Concilio Lateranense,
bajo León X, el cual ordena expresamente a los filósofo
s cris-
tianos que contesten a esos argumentos y pongan
todas las
Meditaciones metafísicas 91

fuerzas de su ingenio en declarar la verdad, me he atrevido


a acometer la empresa en el presente escrito. Sabiendo, ade-
más, que la razón principal porque varios impíos no quieren
creer que haya Dios y que el alma humana sea distinta del
cuerpo es porque dicen que nadie hasta ahora ha podido
demostrar esas dos cosas; aunque yo no soy de su opinión,
sino, por el contrario, pienso que la mayor parte de las razo-
nes aducidas por tantos grandes personajes sobre esas
cuestiones son otras tantas demostraciones, si son bien en-
tendidas, y que casi es imposible inventar otras nuevas; sin
embargo, creo que nada más útil puede hacerse en la filoso-
fía que buscar de una vez las mejores, con sumo cuidado, y
disponerlas en un orden tan claro y exacto que, en adelante,
a todo el mundo le conste que son verdaderas demostracio-
nes. Y, por último, varias personas lo han solicitado de mí,
porque han tenido conocimiento de que vengo cultivando
cierto método para resolver toda suerte de dificultades en
las ciencias, método que, a decir verdad, no es nuevo, pues
nada hay más antiguo que la verdad, pero que ellos saben
que he empleado con bastante fortuna en otras coyunturas;
por lo cual he pensado que era deber mío experimentarlo
aquí también en tan importante asunto.
Así he trabajado cuanto he podido para poner en este
tratado todo lo que he conseguido descubrir mediante ese
método. No es que haya recogido aquí todas las razones
varias que podrían adelantarse en prueba de tan grande
asunto; pues siempre he creído que tal abundancia no es
necesaria sino cuando ninguna de las razones es cierta. He
tratado, pues, solamente las primeras y principales, de tal
suerte que me atrevo a proponerlas como muy evidentes y
muy ciertas demostraciones. Y diré, además, que son tales,
que no creo que haya ningún otro camino por donde el in-
genio humano pueda descubrir mejores pruebas; que la
importancia del tema y la gloria de Dios, a que todo esto se
refíere, me obligan a hablar aquí de mí mismo, con alguna
92 René Descartes

mayor libertad de lo que suelo usar. Sin embargo, por muy


ciertas y evidentes que me parezcan mis razones, no estoy
persuadido de que todo el mundo sea capaz de entender-
las. Así como en la geometría hay algunas que nos han
legado Arquímedes, Apolonio, Pappus y otros, las cuales
son admitidas por todo el mundo como muy ciertas y evi-
dentes, porque nada contienen que, considerado aparte, no
sea muy fácil conocer, y además todas se siguen unas de
otras en exacto enlace y dependencia con las anteriores;
y, sin embargo, por ser algo largas y exigir un ingenio muy
entero, no son comprendidas y entendidas sino por poquí-
simas personas, así también, aunque yo estimo que las
razones de que hago uso aquí igualan y hasta superan en
certeza y evidencia a las demostraciones de la geometría,
sin embargo, temo que no puedan ser suficientemente en-
tendidas por algunos, no sólo porque son también algo largas
y enlazadas unas con otras, sino principalmente porque re-
quieren un ingenio por completo exento de prejuicios y que
sea capaz de librarse con facilidad del comercio de los sen-
tidos. Y, a decir verdad, no son tantos en el mundo los que
sirven para las especulaciones de la metafísica como para
las de la geometría. Y además, hay esta diferencia: que en la
geometría, como todos están hechos a la opinión de que nada
se propone sin una demostración cierta, resulta que los que
no están del todo versados en esa ciencia cometen con más
frecuencia el pecado de aprobar falsas demostraciones, para
dar a entender que las comprenden, que el de refutar las
verdaderas. No ocurre otro tanto en la filosofía, pues aquí
creen todos que todo es problemático y pocas personas se
dedican a investigar la verdad; y aun muchos, deseando
adquirir fama de espíritus fuertes, se empeñan en combatir
con arrogancia las verdades más aparentes.
Por todo lo cual, señores, a pesar de la fuerza que
puedan tener mis razones, como pertenecen a la filosofía,
no espero que produzcan gran efecto en los espíritus si
Meditaciones metafísicas 93

ustedes no les conceden su protección. Pero siendo tanta


la estimación que todo el mundo siente por su sociedad y
gozando el nombre de la Sorbona de tan grande autoridad,
que en lo tocante a la fe ninguna otra compañía, después de
los sagrados concilios, ha visto nunca tan respetados sus
fallos, y no sólo en cosas de fe, sino también en lo que se
refiere a la humana filosofía, pues nadie cree que sea
posible hallar mayor solidez y más conocimientos que los
que ustedes tienen, ni más prudencia e integridad en la emi-
sión de los juicios, no dudo que si se dignan acoger este
escrito con el cuidado de favorecerlo corrigiéndolo (pues
conozco, no sólo mi flaqueza, sino también mi ignorancia, y
no me atrevo a asegurar que no contenga error alguno),
y después añadiendo lo que le falte, acabando lo que esté
imperfecto, y tomándose el trabajo de dar más amplia ex-
plicación de las cosas que lo necesiten, o al menos de
advertírmelas para que yo lo haga; y, por último, cuando
las razones con que pruebo que hay un Dios y que el alma
humana difiere del cuerpo, hayan llegado a tal punto de
claridad y de evidencia, a que estoy seguro pueden llegar
que deban ser tenidas por muy exactas demostraciones,
si entonces se dignan autorizarlas con su aprobación y dar
testimonio público de su verdad y certidumbre, no dudo,
repito, que después de esto todos los errores y falsas Opi-
niones que han existido tocante a estas dos cuestiones
queden pronto borrados del espíritu de los hombres. Pues
la verdad será tal, que los doctos y los hombres de ingenio
acatarán su juicio y su autoridad; los ateos, que suelen
ser más arrogantes que doctos y juiciosos, renunciarán a su
espíritu de contradicción, o hasta quizá lleguen a defender
las razones que vean admitidas como demostrativas por
todos los hombres de buen ingenio, temiendo que se crea
que no las entienden; y por último, todos los demás se
rendirán fácilmente ante tantos y tales testimonios y no ha-
brá nadie que se atreva a poner en duda la existencia de
94 René Descartes

Dios y la distinción real y verdadera del alma humana y


del cuerpo.
A ustedes toca ahora apreciar las ventajas que propor-
cionaría el sólido establecimiento de esta creencia, ya que
ustedes conocen bien los desórdenes que produce el dudar
de su verdad; pero sería desconsiderado, por mi parte, se-
guir recomendando la causa de Dios y de la religión a
quienes han sido siempre sus más firmes columnas.
Prólogo

H. tratado ya estas dos cuestiones de Dios y del alma hu-


mana en el discurso francés que publiqué en el año de 1637
acerca del método para bien dirigir la razón y buscar la ver-
dad en las ciencias. No tuve entonces el propósito de
estudiarlas a fondo, sino sólo de pasada, con el fin de cole-
gir, por el juicio que merecieran, de qué modo debía tratarlas
luego, pues me han parecido siempre de tanta importancia,
que pensaba era conveniente hablar de ellas más de una
vez; y el camino que emprendo para explicarlas es tan poco
frecuentado y tan apartado de los comunes derroteros, que
no he creído fuera útil declararlo en francés y en discurso
que pudiese ser leído por todo el mundo, por temor a que
los ingenios endebles no fueran a creer que les era permiti-
do caminar por la misma senda.
Ahora bien, habiendo yo rogado, en ese discurso del
método, a todos los que hallasen en mis escritos algo digno
de censura, que me hicieran el favor de advertírmelo, nada
se me ha objetado de notable, sino sólo dos cosas acerca de
estas dos cuestiones.
Y quiero contestar ahora en pocas palabras antes de
entrar en más exactas explicaciones.
96 René Descartes

La primera objeción es que, aunque el espíritu huma-


no, al hacer reflexión sobre sí mismo, no se conoce sino como
algo que piensa, no se sigue de ello que su naturaleza o esen-
cia sea solamente pensar; de tal suerte, que la palabra
solamente excluye todas las demás cosas, que acaso pudie-
ra decirse pertenecen también a la naturaleza del alma.
A esta objeción contesto que no era mi intención, en aquel
lugar, excluirlas según el orden de la verdad de la cosa (de
la cual no trataba por entonces), sino sólo según el orden
de mi pensamiento; de suerte que mi sentido era éste: que
nada conocía como perteneciente a mi espíritu, sino que yo
era una cosa que piensa o una cosa que tiene en sí la facul-
tad de pensar. Pero mostraré más adelante cómo es que,
puesto que no conozco otra cosa que pertenezca a mi esen-
cia, se sigue que, efectivamente, nada más le pertenece.
La segunda objeción es que, aunque yo tengo en mí la
idea de una cosa más perfecta que yo, no se sigue que
esa idea sea más perfecta que yo, y mucho menos que lo
representado por esa idea exista.
Pero contesto que en el vocablo idea hay aquí un equí-
vVOcO; pues, o puede tomarse materialmente por una
operación de mi entendimiento, y en este sentido no puede
decirse que sea más perfecta que yo, o puede tomarse obje-
tivamente por la cosa representada en esta Operación, cosa
que, aun cuando no se proponga existir fuera de mi
pensamiento, puede, sin embargo, ser más perfecta que yo,
en razón de su esencia. Pero en el curso de este tratado
mostraré ampliamente cómo, por sólo tener yo la idea de
una cosa más perfecta que yo, se sigue que esta cosa existe
verdaderamente.
Además, he visto también otros dos escritos, bastante
extensos, sobre esta materia; pero combatían no tanto mis
razones como mis conclusiones, empleando argumentos
sacados de los lugares comunes de los ateos. Pero como
Meditaciones metafísicas 97

los argumentos de esta especie no pueden hacer ninguna


impresión en el ánimo de los que entiendan bien mis razo-
nes, y como también los juicios de algunos hombres son tan
endebles y poco razonables, que las primeras opiniones que
oyen de una cosa, por falsas y alejadas de la razón que sean,
suelen persuadirles mejor que una sólida y verdadera aun-
que posterior refutación de sus opiniones, por eso no quiero
contestar aquí, temiendo verme obligado a exponer prime-
ro aquellos argumentos.
Sólo diré, en general, que todo cuanto dicen los ateos
para combatir la existencia de Dios depende siempre o de
que fingen en Dios afectos humanos, o de que atribuyen a
nuestros ingenios tanta fuerza y sabiduría, que tenemos
la presunción de querer determinar y comprender lo que
Dios pueda y deba hacer; de suerte que todo cuanto dicen
no nos ofrecerá dificultad alguna con tal de que recorde-
mos solamente que debemos considerar nuestros espíritus
como cosas finitas y limitadas, y a Dios como un ser infinito
e incomprensible.
Y ahora, después de haber reconocido los sentimientos
de los hombres, voy a tratar de Dios y del alma humana y
asimismo poner los fundamentos de la filosofía primera; mas
ni aguardo alabanzas del vulgo ni presumo que mi libro sea
leído por muchos. Por el contrario, a nadie aconsejaré que
lo lea, sino a los que quieran meditar en serio conmigo y
puedan desligar su espíritu del comercio de los sentidos
y librarlo por completo de toda suerte de prejuicios; y de-
masiado sé que tales hombres son poquísimos en número.
Pero los que, sin cuidarse del orden y enlace de mis razo-
nes, se entretengan en discurrir sobre cada una de las partes,
como hacen muchos, estos tales, digo, no sacarán gran pro-
vecho de la lectura de este tratado; y aun cuando acaso
encuentren ocasión de sutilizar en varios puntos, mucho
trabajo ha de costarles objetar nada que sea apremiante y
digno de respuesta.
98 René Descartes

Y por cuanto no prometo a los demás que les daré satis-


facción de buenas a primeras, ni soy tan presumido que crea
que puedo prever las dificultades que cada cual ha de per-
cibir, expondré, primeramente, en estas meditaciones los
mismos pensamientos por los cuales estoy persuadido de
haber llegado a un conocimiento cierto y evidente de la ver-
dad; así, quizá pueda, con las mismas razones que a mí me
han convencido, convencer también a los demás; y después
de esto, contestaré a las objeciones que me han hecho perso-
nas de talento y doctrina, a quienes he enviado mis
meditaciones para que las examinen, antes de darlas a la
prensa, pues me han hecho tantas y tan diferentes objecio-
nes, que me atrevo a creer que difícilmente habrá quien
pueda proponer otras nuevas que tengan importancia y no
hayan sido indicadas.
Por lo cual, suplico a los que lean estas meditaciones
que no formen ningún juicio sin haberse tomado el trabajo
de leer todas esas objeciones y las respuestas que les he dado.
Resumen de la seis
meditaciones siguientes

Es la primera propongo las razones por las cuales pode-


mos dudar en general de todas las cosas, y en particular de
las cosas materiales, al menos mientras no tengamos otros
fundamentos de las ciencias que los que hemos tenido has-
ta el presente. Y, aunque la utilidad de una duda tan general
no sea patente al principio, es, sin embargo, muy grande,
por cuanto nos libera de toda suerte de prejuicios, y nos
prepara un camino muy fácil para acostumbrar a nuestro
espíritu a separarse de los sentidos, y, en definitiva, por
cuanto hace que ya no podamos tener duda alguna respec-
to de aquello que más adelante descubramos como
verdadero.
En la segunda, el espíritu, que usando de su propia li-
bertad, supone que ninguna cosa de cuya existencia tenga
la más mínima duda existe, reconoce ser absolutamente
imposible que él mismo sin embargo no exista. Lo cual es
también de gran utilidad, ya que de ese modo distingue fá-
cilmente aquello que le pertenece a él, es decir, a la naturaleza
intelectual, de aquello que pertenece al cuerpo. Mas como
puede ocurrir que algunos esperen de mí, en ese lugar,
razones para probar la inmortalidad del alma, creo mi deber
100 René Descartes

advertirles que, habiendo procurado no escribir en este trata-


do nada que no estuviese sujeto a muy exacta demostración,
me he visto obligado a seguir un orden semejante al de los
geómetras, a saber: dejar sentadas de antemano todas las
cosas de las que depende la proposición que se busca, antes
de obtener conclusión alguna.
Ahora bien, de esas cosas, la primera y principal que se
requiere en orden al conocimiento de la inmortalidad del
alma es formar de ella un concepto claro y neto, y entera-
mente distinto de todas las concepciones que podamos tener
del cuerpo; eso es lo que he hecho en este lugar. Se requiere,
además, saber que todas las cosas que concebimos clara y
distintamente son verdaderas tal y como las concebimos: lo
que no ha podido probarse hasta llegar a la cuarta medita-
ción. Hay que tener, además, una concepción distinta acerca
de la naturaleza corpórea, cuya concepción se forma, en
parte, en esa segunda meditación, y, en parte, en la quinta y
la sexta. Y, por último, debe concluirse de todo ello que las
cosas que concebimos clara y distintamente como sustan-
cias diferentes, casi el espíritu y el cuerpo, son en efecto
sustancias diversas y realmente distintas entre sí: lo que se
concluye en la sexta meditación. Y lo mismo se confirma en
esta segunda, en virtud de que no concebimos cuerpo algu-
no que no sea divisible, en tanto que el espíritu, o el alma
del hombre, no puede concebirse más que como indivisible;
pues, en efecto, no podemos formar el concepto de la mitad
de un alma, como hacemos con un cuerpo, por pequeño que
sea; de manera que no sólo reconocemos que sus naturale-
zas son diversas, sino en cierto modo contrarias. Ahora bien,
debe saberse que yo no he intentado decir en este tratado
más cosas acerca de ese tema, tanto porque con lo dicho
basta para mostrar con suficiente claridad que de la corrup-
ción del cuerpo no se sigue la muerte del alma, dando así a
los hombres la esperanza en otra vida tras la muerte, como
también porque las premisas a partir de las cuales puede
Meditaciones metafísicas 101

concluirse la inmortalidad del alma dependen de la expli-


cación de toda la física: en primer lugar, para saber que
absolutamente todas las sustancias, es decir, las cosas que no
pueden existir sin ser creadas por Dios, son incorruptibles
por naturaleza y nunca pueden dejar de ser, salvo que Dios,
negándoles su ordinario concurso, las reduzca a la nada, y
en segundo lugar, para advertir que el cuerpo, tomado en
general, es una sustancia, y por ello tampoco perece, pero el
cuerpo humano, en tanto que difiere de los otros cuerpos,
está formado y compuesto por cierta configuración de miem-
bros y otros accidentes semejantes, mientras que el alma
humana no está compuesta así de accidentes, sino que es
una sustancia pura. Pues aunque todos sus accidentes cam-
bien (como cuando concibe ciertas cosas, quiere otras, siente
otras, etc.) sigue siendo, no obstante, la misma alma, mien-
tras que el cuerpo humano ya no es el mismo, por el solo
hecho de cambiar la figura de algunas de sus partes; de don-
de se sigue que el cuerpo humano puede fácilmente perecer,
pero el espíritu o alma del hombre (no distingo entre am-
bos) es por naturaleza inmortal.
En la tercera meditación, me parece haber explicado
bastante el principal argumento del que me sirvo para
probar la existencia de Dios. De todas maneras, y no ha-
biendo yo querido en ese lugar usar de comparación alguna
tomada de las cosas corpóreas (a fin de que el espíritu del
lector se abstrajera más fácilmente de los sentidos), puede
ser que hayan quedado oscuras muchas cosas, que, según
espero, se aclararán del todo en las respuestas que he dado
a las objeciones que me han sido hechas. Así, por ejemplo,
es bastante difícil entender cómo la idea de un ser
soberanamente perfecto, la cual está en nosotros, contiene
tanta realidad objetiva (es decir, participa por representa-
ción de tantos grados de ser y de perfección), que debe venir
necesariamente de una causa soberanamente perfecta. Pero
lo he aclarado en las respuestas, por medio de la comparación
102 René Descartes

con una máquina muy perfecta, cuya idea se halle en el es-


píritu de algún artífice; pues, así como el artificio objetivo
de esa idea debe tener alguna causa, a saber, la ciencia del
artífice, o la de otro de quien la haya aprendido, de igual
modo es imposible que la idea de Dios que está en nosotros
no tenga a Dios mismo por causa.
En la cuarta queda probado que todas las cosas que co-
nocemos muy clara y distintamente son verdaderas, y a la
vez se explica en qué consiste la naturaleza del error o false-
dad, lo que debe saberse, tanto para confirmar las verdades
precedentes como para mejor entender las que siguen. Pero
debe notarse, sin embargo, que en modo alguno trato en ese
lugar del pecado, es decir, del error que se comete en la per-
secución del bien y el mal, sino sólo del que acontece al juzgar
y discernir lo verdadero de lo falso, y que no me propongo
hablar de las cosas concernientes a la fe o a la conducta en la
vida, sino sólo de aquellas que tocan las verdades especula-
tivas, conocidas con el solo auxilio de la luz natural.
En la quinta, además de explicarse la naturaleza corpó-
rea en general, vuelve a demostrarse la existencia de Dios
con nuevas razones, en las que, con todo, acaso se adviertan
algunas dificultades, que se resolverán después en las res-
puestas a las objeciones que me han dirigido; también en
ella se muestra cómo es verdad que la certeza misma de las
demostraciones geométricas depende del conocimiento de
Dios.
Por último, en la sexta, distingo el acto del entendimiento
del de la imaginación, describiendo las señales de esa dis-
tinción. Muestro que el alma del hombre es realmente
distinta del cuerpo, estando, sin embargo, tan estrechamen-
te unida a él, que junto con él forma como una sola cosa. Se
exponen todos los errores que proceden de los sentidos, con
los medios para evitarlos. Y por último, traigo a colación
todas las razones de las que puede concluirse la existencia
Meditaciones metafísicas 103

de las cosas materiales: no porque las juzgue muy útiles para


probar lo que prueban, a saber: que hay un mundo, que los
hombres tienen cuerpos, y otras cosas semejantes, jamás
puestas en duda por ningún hombre sensato, sino porque,
considerándolas de cerca, echamos de ver que no son tan
firmes y evidentes como las que nos guían al conocimiento
de Dios y de nuestra alma, de manera que estas últimas son
las más ciertas y evidentes que pueden entrar en conoci-
miento del espíritu humano. Y esto es todo cuanto me he
propuesto probar en estas seis meditaciones, por lo que
omito aquí muchas otras cuestiones, de las que también he
hablado, ocasionalmente, en este tratado.
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Meditaciones acerca de la filosofía
primera, en las cuales se demuestra
la existencia de Dios,
así como la distinción real entre el alma
y el cuerpo del hombre
Meditación primera

De las cosas que pueden


ponerse en duda

dile advertido hace ya algún tiempo que, desde mi más


temprana edad, había admitido como verdaderas muchas opi-
niones falsas, y que lo edificado después sobre cimientos
tan poco sólidos tenía que ser por fuerza muy dudoso e in-
cierto; de suerte que me era preciso emprender seriamente,
una vez en la vida, la tarea de deshacerme de todas las opi-
niones a las que hasta entonces había dado crédito, y
empezar todo de nuevo desde los fundamentos, si quería
establecer algo firme y constante en las ciencias. Mas pare-
ciéndome ardua dicha empresa, he aguardado hasta
alcanzar una edad lo bastante madura como para no poder
esperar que haya otra, tras ella, más apta para la ejecución
de mi propósito; y por ello lo he diferido tanto, que a partir de
ahora me sentiría culpable si gastase en deliberaciones el
tiempo que me queda para obrar. Así pues, ahora que mi
espíritu está libre de todo cuidado, habiéndome procurado
reposo seguro en una apacible soledad, me aplicaré seria-
mente y con libertad a destruir en general todas mis antiguas
opiniones. Ahora bien, para cumplir tal designio, no me será
108 René Descartes

necesario probar que son todas falsas, lo que acaso no con-


seguiría nunca; sino que, por cuanto la razón me persuade
desde el principio para que no dé más crédito a las cosas no
enteramente ciertas e indudables que a las manifiestamente
falsas, me bastará para rechazarlas todas con encontrar en
cada una el más pequeño motivo de duda. Y para eso tam-
poco hará falta que examine todas y cada una en particular,
pues sería un trabajo infinito; sino que, por cuanto la ruina
de los cimientos lleva necesariamente consigo la de todo el
edificio, me dirigiré en principio contra los fundamentos
mismos en que se apoyaban todas mis opiniones antiguas.
Todo lo que he admitido hasta el presente como más
seguro y verdadero, lo he aprendido de los sentidos o por
los sentidos; ahora bien, he experimentado a veces que tales
sentidos me engañaban, y es prudente no fiarse nunca por
entero de quienes nos han engañado una vez.
Pero, aun dado que los sentidos nos engañan a veces,
tocante a cosas mal perceptibles o muy remotas, acaso ha-
llemos otras muchas de las que no podamos razonablemente
dudar, aunque las conozcamos por su medio; como, por
ejemplo, que estoy aquí, sentado junto al fuego, con una
bata puesta y este papel en mis manos, o cosas por el estilo.
Y, ¿cómo negar que estas manos y este cuerpo sean míos, si
no es poniéndome a la altura de esos insensatos, cuyo cere-
bro está tan turbio y ofuscado por los negros vapores de la
bilis, que aseguran constantemente ser reyes siendo muy
pobres, ir vestidos de oro y púrpura estando desnudos, o
que se imaginan ser cacharros o tener el cuerpo de vidrio?
Mas los tales son locos, y yo no lo sería menos si me rigiera
por su ejemplo.
Con todo, debo considerar aquí que soy hombre y, por
consiguiente, que tengo costumbre de dormir y de repre-
sentarme en sueños las mismas cosas, y a veces cosas menos
verosímiles, que esos insensatos cuando están despiertos.
Meditaciones metafísicas 109

¡Cuántas veces no me habrá ocurrido soñar, por la noche,


que estaba aquí mismo, vestido, junto al fuego, estando en
realidad desnudo y en la cama! En este momento, estoy se-
guro de que yo miro este papel con los ojos de la vigilia, de
que esta cabeza que muevo no está soñolienta, de que alar-
go esta mano y la siento de propósito y con plena conciencia:
lo que acaece en sueños no me resulta tan claro y distinto
como todo esto. Pero, pensándolo mejor, recuerdo haber sido
engañado, mientras dormía, por ilusiones semejantes. Y fi-
jándome en este pensamiento, veo de un modo tan
manifiesto que no hay indicios concluyentes ni señales que
basten a distinguir con claridad el sueño de la vigilia,
que acabo atónito, y mi estupor es tal que casi puede per-
suadirme de que estoy durmiendo.
Así, pues, supongamos ahora que estamos dormidos, y
que todas estas particularidades, a saber: que abrimos los
ojos, movemos la cabeza, alargamos las manos, no son sino
mentirosas ilusiones; y pensemos que, acaso, ni nuestras
manos ni todo nuestro cuerpo son tal y como los vemos.
Con todo, hay que confesar al menos que las cosas que nos
representamos en sueños son como cuadros y pinturas que
deben formarse a semejanza de algo real y verdadero; de
manera que por lo menos esas cosas generales, a saber: ojos,
cabeza, manos y cuerpo entero no son imaginarias, sino
que en verdad existen. Pues los pintores, incluso cuando
usan del mayor artificio para representar sirenas y sátiros
mediante figuras caprichosas y fuera de lo común, no
pueden, sin embargo, atribuirles formas y naturalezas del
todo nuevas, y lo que hacen es sólo mezclar y componer
partes de diversos animales; y, si llega el caso de que su
imaginación sea lo bastante extravagante como para
inventar algo tan nuevo que nunca haya sido visto, repre-
sentándonos así su obra una cosa puramente fingida y
absolutamente falsa, con todo, al menos los colores que usan
deben ser verdaderos.
110 René Descartes

Y por igual razón, aun pudiendo ser imaginarias esas


cosas generales, a saber: ojos, cabeza, manos y otras seme-
jantes, es preciso confesar, de todos modos, que hay cosas
aún más simples y universales realmente existentes, por cuya
mezcla, ni más ni menos que por la de algunos colores ver-
daderos, se forman todas las imágenes de las cosas que
residen en nuestro pensamiento, ya sean verdaderas y rea-
les, ya fingidas y fantásticas.
De ese género es la naturaleza corpórea en general, y su
extensión, así como la figura de las cosas extensas, su canti-
dad o magnitud, su número, y también el lugar en que están,
el tiempo que mide su duración y otras por el estilo. Por lo
cual, acaso no sería mala conclusión si dijésemos que la físi-
ca, la astronomía, la medicina y todas las demás ciencias
que dependen de la consideración de cosas compues-
tas, son muy dudosas e inciertas; pero que la aritmética, la
geometría y demás ciencias de este género, que no tratan
sino de cosas muy simples y generales, sin ocuparse mucho
de si tales cosas existen o no en la naturaleza, contienen algo
cierto e indudable. Pues, duerma yo o esté despierto, dos
más tres serán siempre cinco, y el cuadrado no tendrá más
de cuatro lados; no pareciendo posible que verdades tan
patentes puedan ser sospechosas de falsedad o incertidum-
bre alguna.
Y, sin embargo, hace tiempo que tengo en mi espíritu
cierta Opinión, según la cual hay un Dios que todo lo puede,
por quien he sido creado tal como soy. Pues bien: ¿quién
me asegura que el tal Dios no haya procedido de manera
que no exista figura, ni magnitud, ni lugar, pero a la vez de
modo que yo, no obstante, sí tenga la impresión de que todo
eso existe tal y como lo veo? Y más aún: así como yo pienso,
a veces, que los demás se engañan, hasta en las cosas que
creen saber con más certeza, podría ocurrir que Dios haya
querido que me engañe cuantas veces sumo dos más tres, o
Meditaciones metafísicas 111

cuando enumero los lados de un cuadrado, o cuando juzgo


de cosas aún más fáciles que ésas, si es que son siquiera
imaginables. Es posible que Dios no haya querido que yo
sea burlado así, pues se dice de El que es la suprema bon-
dad. Con todo, si el crearme de tal modo que yo siempre me
engañase repugnaría a su bondad, también parecería del
todo contrario a esa bondad el que permita que me engañe
alguna vez, y esto último lo ha permitido, sin duda. Habrá
personas que quizá prefieran, llegados a este punto, negar
la existencia de un Dios tan poderoso, a creer que todas las
demás cosas son inciertas; no les objetemos nada por el
momento, y supongamos, en favor suyo, que todo cuanto
se ha dicho aquí de Dios es pura fábula; con todo, de cual-
quier manera que supongan haber llegado yo al estado y
ser que poseo, ya lo atribuyan al destino o la fatalidad, ya al
azar, ya en una enlazada secuencia de las cosas, será en cual-
quier caso cierto que, pues errar y equivocarse es una
imperfección, cuanto menos poderoso sea el autor que atri-
buyan a mi origen, tanto más probable será que yo sea tan
imperfecto, que siempre me engañe. A tales razonamientos
nada en absoluto tengo que oponer, sino que me constriñen
a confesar que, de todas las opiniones a las que había dado
crédito en otro tiempo como verdaderas, no hay una sola
de la que no pueda dudar ahora, y ello no por descuido o
ligereza, sino en virtud de argumentos muy fuertes y
maduramente meditados; de tal suerte que, en adelante,
debo suspender mi juicio acerca de dichos pensamientos, y
no concederles más crédito del que daría a cosas manifies-
tamente falsas, si es que quiero hallar algo constante y seguro
en las ciencias.
Pero no basta con haber hecho esas observaciones, sino
que debo procurar recordarlas, pues aquellas viejas y ordi-
narias opiniones vuelven con frecuencia a invadir mis
pensamientos, arrogándose sobre mi espíritu el derecho de
ocupación que les confiere el largo y familiar uso que han
2: René Descartes

hecho de él, de modo que, aun sin mi permiso, son ya casi


dueñas de mis creencias. Y nunca perderé la costumbre de
otorgarles mi aquiescencia y confianza, mientras las consi-
dere tal como en efecto son, a saber: en cierto modo dudosas,
como acabo de mostrar, y con todo muy probables, de suer-
te que hay más razón para creer en ellas que para negarlas.
Por ello pienso que sería conveniente seguir deliberadamen-
te un proceder contrario, y emplear todas mis fuerzas en
engañarme a mí mismo, fingiendo que todas esas opiniones
son falsas e imaginarias; hasta que, habiendo equilibrado el
peso de mis prejuicios de suerte que no puedan inclinar mi
opinión de un lado ni de otro, ya no sean dueños de mi jui-
cio los malos hábitos que lo desvían del camino recto que
puede conducirlo al conocimiento de la verdad. Pues estoy
seguro de que, entretanto, no puede haber peligro ni error
en ese modo de proceder, y de que nunca será demasiada
mi presente desconfianza, puesto que ahora no se trata de
obrar, sino sólo de meditar y conocer.
Así pues, supondré que hay, no un verdadero Dios que
es fuente suprema de verdad, sino cierto genio maligno, no
menos artero y engañador que poderoso, el cual ha usado
de toda su industria para engañarme. Pensaré que el cielo,
el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y las demás
cosas exteriores, no son sino ilusiones y ensueños, de los
que él se sirve para atrapar mi credulidad. Me consideraré
a mí mismo como sin manos, sin ojos, sin carne, ni sangre,
sin sentido alguno, y creyendo falsamente que tengo todo
eso. Permaneceré obstinadamente fijo en ese pensamiento,
y, si, por dicho medio, no me es posible llegar al conoci-
miento de alguna verdad, al menos está en mi mano
suspender el juicio.
Por ello, tendré sumo cuidado en no dar crédito a nin-
guna falsedad, y dispondré tan bien mi espíritu contra las
malas artes de ese gran engañador que, por muy poderoso
Meditaciones metafísicas 113

y astuto que sea, nunca podrá imponerme nada. Pero un


designio tal es arduo y penoso, y cierta desidia me arrastra
insensiblemente hacia mi manera ordinaria de vivir; y, como
un esclavo que goza en sueños de una libertad imaginaria,
en cuanto empieza a sospechar que su libertad no es sino
un sueño, teme despertar y conspira con esas gratas ilusio-
nes para gozar más largamente de su engaño, así yo recaigo
insensiblemente en mis antiguas opiniones, y temo salir de
mi modorra, por miedo a que las trabajosas vigilias que ha-
brían de suceder a la tranquilidad de mi reposo, en vez de
procurarme alguna luz para conocer la verdad, no sean bas-
tantes a iluminar por entero las tinieblas de las dificultades
que acabo de promover.
Meditación segunda

De la naturaleza del espíritu humano;


y que es más fácil de conocer
que el cuerpo

M; meditación de ayer ha llenado mi espíritu de tantas


dudas, que ya no está en mi mano olvidarlas. Y, sin embar-
go, no veo en qué manera podré resolverlas; y, como si de
repente hubiera caído en aguas muy profundas, tan turba-
do me hallo que ni puedo apoyar mis pies en el fondo ni
nadar para sostenerme en la superficie. Haré un esfuerzo,
pese a todo, y tomaré de nuevo la misma vía que ayer, ale-
jándome de todo aquello en que pueda imaginar la más
mínima duda, del mismo modo que si supiera que es com-
pletamente falso; y seguiré siempre por ese camino, hasta
haber encontrado algo cierto, o al menos, si otra cosa no
puedo, hasta saber de cierto que nada cierto hay en el mun-
do. Arquímedes, para trasladar la tierra de lugar, sólo pedía
un punto de apoyo firme e inmóvil; así yo también tendré
derecho a concebir grandes esperanzas, si por ventura ha-
llo tan sólo una cosa que sea cierta e indubitable.
Así pues, supongo que todo lo que veo es falso; estoy
persuadido de que nada de cuanto mi mendaz memoria me
116 René Descartes

representa ha existido jamás; pienso que carezco de senti-


dos; creo que cuerpo, figura, extensión, movimiento, lugar,
no son sino quimeras de mi espíritu. ¿Qué podré, entonces,
tener por verdadero? Acaso esto solo: que nada cierto hay
en el mundo.
Pero ¿qué sé yo si no habrá otra cosa, distinta de las que
acabo de reputar inciertas, y que sea absolutamente indu-
dable? ¿No habrá un Dios, o algún otro poder, que me ponga
en el espíritu estos pensamientos? Ello no es necesario: tal
vez soy capaz de producirlos por mí mismo. Y yo mismo,
al menos, ¿no soy algo? Ya he negado que yo tenga sentidos
ni cuerpo. Con todo, titubeo, pues ¿qué se sigue de eso? ¿Soy
tan dependiente del cuerpo y de los sentidos que, sin ellos,
no puedo ser? Ya estoy persuadido de que nada hay en el
mundo); ni cielo, ni tierra, ni espíritus, ni cuerpos, ¿y no es-
toy asimismo persuadido de que yo tampoco existo? Pues
no: si yo estoy persuadido de algo, o meramente si pienso
algo, es porque yo soy. Cierto que hay no sé qué engañador
todopoderoso y astutísimo, que emplea toda su industria
en burlarme. Pero entonces no cabe duda de que, si me en-
gaña, es que yo soy; y engáñeme cuanto quiera, nunca podrá
hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que
soy algo. De manera que, tras pensarlo bien y examinarlo
todo cuidadosamente, resulta que es preciso concluir y dar
como cosa cierta que esta proposición: “Yo soy, yo existo”,
es necesariamente verdadera, cuantas veces la pronuncio o
la concibo en mi espíritu.
Ahora bien, ya sé con certeza que Soy, pero aún no sé
con claridad qué soy; de suerte que, en adelante, preciso del
mayor cuidado para no confundir imprudentemente otra
cosa conmigo, y así no enturbiar ese conocimiento, que sos-
tengo ser más cierto y evidente que todos los que he tenido
antes. Por ello, examinaré de nuevo lo que yo creía ser, an-
tes de incidir en estos pensamientos, y quitaré de mis
Meditaciones metafísicas 117

antiguas opiniones todo lo que puede combatirse mediante


las razones que acabo de alegar, de suerte que no quede
más que lo enteramente indudable. Así pues, ¿qué es lo que
antes yo creía ser? Un hombre, sin duda. Pero ¿qué es un
hombre? ¿Diré, acaso, que un animal racional? No por cier-
to: pues habría luego que averiguar qué es animal y qué es
racional, y así una única cuestión nos llevaría insensible-
mente a infinidad de otras cuestiones más difíciles y
embarazosas, y no quisiera malgastar en tales sutilezas el
poco tiempo y ocio que me restan. Entonces, me detendré
aquí a considerar más bien los pensamientos que antes na-
cían espontáneos en mi espíritu, inspirados por mi sola
naturaleza, cuando me aplicaba a considerar mi ser. Me fi-
jaba, primero, en que yo tenía un rostro, manos, brazos, y
toda esa máquina de huesos y carne, tal y como aparece en
un cadáver, a la que designaba con el nombre de cuerpo.
Tras eso, reparaba en que me nutría, y andaba, y sentía, y
pensaba, y refería todas esas acciones al alma; pero no me
paraba a pensar en qué era esa alma, o bien, si lo hacía, ima-
ginaba que era algo extremadamente raro y sutil, como un
viento, una llama o un delicado éter, difundido por mis otras
partes más groseras. En lo tocante al cuerpo, no dudaba en
absoluto de su naturaleza, pues pensaba conocerla muy
distintamente y, de querer explicarla según las nociones que
entonces tenía, la hubiera descrito así: entiendo por cuerpo
todo aquello que puede estar delimitado por una figura,
estar situado en un lugar y llenar un espacio, de suerte que
todo otro cuerpo quede excluido; todo aquello que puede
ser sentido por el tacto, la vista, el oído, el gusto o el olfato;
que puede moverse de distintos modos, no por sí mismo,
sino por alguna otra cosa que lo toca y cuya impresión reci-
be; pues no creía yo que fuera atribuible a la naturaleza
corpórea la potencia de moverse, sentir y pensar: al contra-
rio, me asombraba al ver que tales facultades se hallaban en
algunos cuerpos.
118 René Descartes

Pues bien, ¿qué soy yo, ahora que supongo haber al-
guien extremadamente poderoso y, si es lícito decirlo así,
maligno y astuto, que emplea todas sus fuerzas e industria
en engañarme? ¿Acaso puedo estar seguro de poseer el más
mínimo de esos atributos que acabo de referir a la naturale-
za corpórea? Me paro a pensar en ello con atención, paso
revista una y otra vez, en mi espíritu, a esas cosas, y no ha-
llo ninguna de la que pueda decir que está en mí. No es
necesario que me entretenga en recontarlas. Pasemos, pues,
a los atributos del alma, y veamos si hay alguno que esté en
mí. Los primeros son nutrirme y andar; pero, si es cierto
que no tengo cuerpo, es cierto entonces también que no
puedo andar ni nutrirme. Un tercero es sentir, pero no pue-
de uno sentir sin cuerpo, aparte de que yo he creído sentir
en sueños muchas cosas y, al despertar, me he dado cuenta
de que no las había sentido realmente. Un cuarto es pensar:
y aquí sí hallo que el pensamiento es un atributo que me
pertenece, siendo el único que no puede separarse de mí.
Yo soy, yo existo; eso es cierto, pero ¿Cuánto tiempo? Todo
el tiempo que estoy pensando: pues quizá ocurriese que,
si
yo cesara de pensar, cesaría al mismo tiempo de existir.
No
admito ahora nada que no sea necesariamente verdadero:
así, pues, hablando con precisión, no soy más que una
cosa
que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento
o una
razón, términos cuyo significado me era antes desconocido
.
Soy, entonces, una cosa verdadera, y verdaderamente
exis-
tente. Más, ¿qué cosa? Ya lo he dicho: una cosa que
piensa.
¿Y qué más? Excitaré aún mi imaginación, a
fin de averi-
guar si no soy algo más. No soy esta reunión
de miembros
llamada cuerpo humano; no soy un aire sutil
y penetrante,
difundido por todos esos miembros; no
soy un viento, un
soplo, un vapor, ni nada de cuanto pueda fingir e imaginar,
puesto que ya he dicho que todo eso no era nada. Y, sin
modificar ese supuesto, hallo que no dejo de estar cierto de
que soy algo. Pero acaso suceda que esas mismas cosas que
Meditaciones metafísicas 119

supongo ser, puesto que no las conozco, no sean en efec-


to diferentes de mí, a quien conozco. Nada sé del caso: de
eso no disputo ahora, y sólo puedo juzgar de las cosas que
conozco: ya sé que soy, y eso sabido, busco saber qué soy.
Pues bien: es certísimo que ese conocimiento de mí mismo,
hablando con precisión, no puede depender de cosas cuya
existencia aún me es desconocida, ni por consiguiente, y
con mayor razón, de ninguna de las que son fingidas e in-
ventadas por la imaginación. E incluso esos términos de
fingir e imaginar me advierten de mi error: pues en efecto,
yo haría algo ficticio, si imaginase ser alguna cosa, pues
imaginar no es sino contemplar la figura o imagen de una
cosa corpórea.
Ahora bien: ya sé de cierto que soy y que, a la vez, pue-
de ocurrir que todas esas imágenes y, en general, todas las
cosas referidas a la naturaleza del cuerpo, no sean más que
sueños y quimeras. Y, en consecuencia, veo claramente
que decir: excitaré mi imaginación para saber más distin-
tamente qué soy, es tan poco razonable como decir: ahora
estoy despierto, y percibo algo real y verdadero, pero como
no lo percibo aún con bastante claridad, voy a dormirme
adrede para que mis sueños me lo representen con mayor
verdad y evidencia. Así pues, sé con certeza que nada de lo
que puedo comprender por medio de la imaginación perte-
nece al conocimiento que tengo de mí mismo, y que es
preciso apartar el espíritu de esa manera de concebir, para
que pueda conocer con distinción su propia naturaleza. ¿Qué
soy, entonces? Una cosa que piensa. Y ¿qué es una cosa que
piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que afirma,
que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también,
y que siente. Sin duda no es poco, sitodo eso pertenece a mi
naturaleza. ¿Y por qué no habría de pertenecerle? ¿Acaso
no soy yo el mismo que duda casi de todo, que entiende, sin
embargo, ciertas cosas, que afirma ser ésas solas las verda-
deras, que niega todas las demás, que quiere conocer otras,
120 René Descartes

que no quiere ser engañado, que imagina muchas cosas aun


contra su voluntad y que siente también otras muchas, por
mediación de los órganos de su cuerpo? ¿Hay algo de esto
que no sea tan verdadero como es cierto que soy, que exis-
to, aun en el caso de que estuviera siempre dormido, y de
que quien me ha dado el ser empleara todas sus fuerzas en
burlarme? ¿Hay alguno de esos atributos que pueda distin-
guirse en mi pensamiento, o que pueda estimarse separado
de sí mismo? Pues es de suyo tan evidente que soy yo quien
duda, entiende y desea, que no hace falta añadir aquí nada
para explicarlo. Y también es cierto que tengo la potestad
de imaginar: pues aunque pueda ocurrir (como he supues-
to más arriba) que las cosas que imagino no sean verdaderas,
con todo, ese poder de imaginar no deja de estar realmente
en mí, y forma parte de mi pensamiento. Por último,
tam-
bién soy yo el mismo que siente, es decir, que recibe y conoce
las cosas como a través de los órganos de los sentidos, pues-
to que, en efecto, veo la luz, oigo el ruido, siento el calor.
Se
me dirá, empero, que esas apariencias son falsas, y
que es-
toy durmiendo.
Concedo que así sea: de todas formas, es al menos
muy
cierto que me parece ver, oír, sentir calor, y eso es propia
-
mente lo que en mí se llama sentir, y, así preci
samente
considerado, no es otra cosa que pensar. Por donde
empie-
zo a conocer qué soy, con algo más de claridad
y distinción
que antes.
Sin embargo, no puedo dejar de creer que las cosas
cor-
póreas, cuyas imágenes forma mi pensamient
o y que los
sentidos examinan, son mejor conocidas que esa
otra parte,
no sé bien cuál, de mí mismo que no es objeto
de la imagi-
nación: aunque desde luego es raro que yo conoz
ca más clara
y fácilmente cosas que advierto dudosas y
alejadas de mí,
que otras verdaderas, ciertas y pertenecientes
a mi propia
naturaleza. Mas ya veo qué ocurre: mi espíri
tu se complace
Meditaciones metafísicas 121

en extraviarse, y aun no puede mantenerse en los justos lí-


mites de la verdad. Soltémosle, pues, la rienda una vez más,
a fin de poder luego, tirando de ella suave y oportunamen-
te, contenerlo y guiarlo con más facilidad.
Empecemos por considerar las cosas que, comúnmente,
creemos comprender con mayor distinción, a saber: los cuer-
pos que tocamos y vemos. No me refiero a los cuerpos en
general, pues tales nociones generales suelen ser un tanto
confusas, sino a un cuerpo particular. Tomemos, por ejem-
plo, este pedazo de cera que acaba de ser sacado de la
colmena: aún no ha perdido la dulzura de la miel que con-
tenía; conserva todavía algo de olor de las flores con que ha
sido elaborado; su color, su figura, su magnitud son bien
perceptibles; es duro, frío, fácilmente manejable y, si lo gol-
peáis, producirá un sonido.
En fin, se encuentran en él todas las cosas que permiten
conocer distintamente un cuerpo. Mas he aquí que, mien-
tras estoy hablando, es acercado al fuego. Lo que restaba de
sabor se exhala: el olor se desvanece; el color cambia, la fi-
gura se pierde, la magnitud aumenta, se hace líquido, se
calienta, apenas se le puede tocar y, si lo golpeamos, ya no
producirá sonido alguno. Tras cambios tales, ¿permanece
la misma cera?
Hay que confesar que sí: nadie lo negará. Pero enton-
ces, ¿qué es lo que conocíamos con tanta distinción en aquel
pedazo de cera? Ciertamente, no puede ser nada de lo que
alcanzábamos por medio de los sentidos, puesto que han
cambiado todas las cosas que percibíamos por el gusto, el
olfato, la vista, el tacto o el oído; y, sin embargo, sigue sien-
do la misma cera. Tal vez sea lo que ahora pienso, a saber:
que la cera no era ni esa dulzura de miel, ni ese agradable
olor a flores, ni esa blancura, ni esa figura, ni ese sonido,
sino tan sólo un cuerpo que un poco antes se me aparecía
bajo esas formas, y ahora bajo otras distintas.
122 René Descartes

Ahora bien, al concebirla precisamente así, ¿qué es lo que


imagino? Fijemonos bien, y apartando todas las cosas que no
pertenecen a la cera, veamos qué resta. Ciertamente, nada
más que algo extenso, flexible y cambiante. Ahora bien, ¿qué
quiere decir flexible y cambiante? ¿No será que imagi-
no que esa cera, de una figura redonda puede pasar a otra
cuadrada, y de ésa a otra triangular? No: no es eso, puesto
que la concibo capaz de sufrir una infinidad de cambios se-
mejantes, y esa infinitud no podría ser recorrida por mi
imaginación; por consiguiente, esa concepción que tengo de
la cera no es obra de la facultad de imaginar. Y esa exten-
sión, ¿qué es? ¿No será algo igualmente desconocido, pues
que aumenta al ir derritiéndose la cera, resulta ser mayor
cuando está enteramente fundida, y mucho mayor cuando
el calor se incrementa más aún? Y yo no concebiría de un
modo claro y conforme a la verdad lo que es la cera, si no
pensase que es capaz de experimentar más variaciones se-
gún la extensión, de todas las que yo haya podido imaginar.
Debo, pues, convenir en que yo no puedo concebir lo que es
esa cera por medio de la imaginación, y sí sólo por medio
del entendimiento: me refiero a ese trozo de cera en particu-
lar, pues en cuanto a la cera en general, ello resulta aún más
evidente. Pues bien, ¿qué es esa cera, sólo concebible por
medio del entendimiento? Sin duda, es la misma que veo,
toco e imagino; la misma que desde el principio juzgaba yo
conocer. Pero lo que se trata aquí de notar es que su percep-
ción, o la acción por cuyo medio la percibimos, no es una
visión, un tacto o una imaginación, y no lo ha sido nunca,
aunque así lo pareciera antes, sino sólo una inspección del
espíritu, la cual puede ser imperfecta y confusa, como lo era
antes, o bien clara y distinta, como lo es ahora, según atien-
da menos o más a las cosas que están en ella y de las que
consta.
Noes muy deextrañar, sin embargo, que me engañe, su pues-
to que mi espiritu es harto débil y se inclina insensibleme
nte
Meditaciones metafísicas 123

al error. Pues aunque estoy considerando ahora esto en mi


fuero interno y sin hablar, con todo vengo a tropezar con
las palabras, y están a punto de engañarme los términos del
lenguaje corriente; pues nosotros decimos que vemos la mis-
ma cera, si está presente, y no que pensamos que es la misma
en virtud de tener el mismo color y figura: lo que casi me
fuerza a concluir que conozco la cera por la visión de los
ojos, y no por la sola inspección del espíritu. Mas he aquí
que, desde la ventana, veo pasar unos hombres por la calle:
y digo que veo hombres, como cuando digo que veo cera;
sin embargo, lo que en realidad veo son sombreros y capas,
que muy bien podrían ocultar meros autómatas, movidos
por resortes. Sin embargo, pienso que son hombres, y de
este modo comprendo mediante la facultad de juzgar que
reside en mi espíritu, lo que creía ver con los ojos.
Pero un hombre que intenta conocer mejor que el vul-
go, debe avergonzarse de hallar motivos de duda en las
maneras de hablar propias del vulgo. Por eso prefiero se-
guir adelante y considerar si, cuando yo percibía al principio
la cera y creía conocerla mediante los sentidos externos, o al
menos mediante el sentido común, según lo llaman, es de-
cir, por medio de la potencia imaginativa, la concebía con
mayor evidencia y perfección que ahora, tras haber exami-
nado con mayor exactitud lo que ella es, y en qué manera
puede ser conocida. Pero sería ridículo dudar siquiera de
ello, pues ¿qué habría de distinto y evidente en aquella per-
cepción primera, que cualquier animal no pudiera percibir?
En cambio, cuando hago distinción entre la cera y sus for-
mas externas y, como si la hubiese despojado de sus
vestiduras, la considero desnuda, entonces, aunque aún
pueda haber algún error en mi juicio, es cierto que una tal
concepción no puede darse sino en un espíritu humano.
Y, en fin, ¿qué diré de ese espíritu, es decir, de mí mis-
mo, puesto que hasta ahora nada, sino espíritu, reconozco
124 René Descartes

en mí? Yo, que parezco concebir con tanta claridad y distin-


ción este trozo de cera, ¿acaso no me conozco a mí mismo,
no sólo con más verdad y certeza, sino con mayores distin-
ción y claridad? Pues si juzgo que existe la cera porque la
veo, con mucha más evidencia se sigue, del hecho de verla,
que existo yo mismo. En efecto: pudiera ser que lo que yo
veo no fuese cera, o que ni tan siquiera tenga yo ojos
para ver cosa alguna; pero lo que no puede ser es que, cuan-
do veo o pienso que veo (no hago distinción entre ambas
cosas), ese yo, que tal piensa, no sea nada. Igualmente, si
por tocar la cera juzgo que existe, se seguirá lo mismo, a
saber, que existo yo; y si lo juzgo porque me persuade de
ello mi imaginación, o por cualquier otra causa, resultará la
misma conclusión.
Y lo que he notado aquí de la cera es lícito aplicarlo a
todas las demás cosas que están fuera de mí. Pues bien, si el
conocimiento de la cera parece ser más claro y distinto des-
pués de llegar a él, no sólo por la vista o el tacto, sino por
muchas más causas, ¿con cuánta mayor evidencia, distin-
ción y claridad no me conoceré a mí mismo, puesto que todas
las razones que sirven para conocer y concebir la naturale-
za de la cera, o de cualquier otro cuerpo, prueban aún mejor
la naturaleza de mi espíritu? Pero es que, además, hay tan-
tas otras cosas en el espíritu mismo, útiles para conocer la
naturaleza, que las que, como éstas, dependen del cuerpo,
apenas si merecen ser nombradas.
Pero he aquí que, por mí mismo y muy naturalmente,
he llegado adonde pretendía. En efecto: sabiendo yo ahora
que los cuerpos no son propiamente concebidos sino por
el
solo entendimiento, y no por la imaginación ni por los sen-
tidos, y que no los conocemos por verlos o tocarlos, sino
sólo porque los concebimos en el pensamiento, sé enton-
ces con plena claridad que nada me es más fácil de conocer
que mi espíritu. Mas, siendo casi imposible deshacerse
con
Meditaciones metafísicas 125

prontitud de una opinión antigua y arraigada, bueno será


que me detenga un tanto en este lugar, a fin de que, alar-
gando mi meditación, consiga imprimir más profundamente
en mi memoria este nuevo conocimiento.
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Meditación tercera

De Dios; que existe

Cuente ahora los ojos, me taparé los oídos, suspenderé


mis sentidos; hasta borraré de mi pensamiento toda imagen
de las cosas corpóreas, o, al menos, como eso es casi imposi-
ble, las reputaré vanas y falsas; de este modo, en coloquio
sólo conmigo y examinando mis adentros, procuraré ir co-
nociéndome mejor y hacerme más familiar a mí propio. Soy
una cosa que piensa, es decir, que duda, afirma, niega, co-
noce unas pocas cosas, ignora otras muchas, ama, odia,
quiere, no quiere, y que también imagina y siente, pues,
como he observado más arriba, aunque lo que siento e ima-
gino acaso no sea nada fuera de mí y en sí mismo, con todo
estoy seguro de que esos modos de pensar residen y se ha-
llan en mí, sin duda. Y con lo poco que acabo de decir, creo
haber enumerado todo lo que sé de cierto, o, al menos, todo
lo que he advertido saber hasta aquí. Consideraré ahora con
mayor circunspección si no podré hallar en mí otros conoci-
mientos de los que aún no me haya apercibido. Sé con certeza
que soy una cosa que piensa; pero ¿no sé también lo que se
requiere para estar cierto de algo? En ese mi primer conoci-
miento, no hay nada más que una percepción clara y distinta
128 René Descartes

de lo que conozco, la cual no bastaría a asegurarme de su


verdad si fuese posible que una cosa concebida tan clara y
distintamente resultase falsa. Y por ello me parece poder
establecer desde ahora, como regla general, que son verda-
deras todas las cosas que concebimos muy clara y
distintamente.
Sin embargo, he admitido antes de ahora, como cosas
muy ciertas y manifiestas, muchas que más tarde he reco-
nocido ser dudosas e inciertas. ¿Cuáles eran? La tierra, el
cielo, los astros y todas las demás cosas que percibía por
medio de los sentidos. Ahora bien: ¿qué es lo que concebía
en ellas como claro y distinto? Nada más, en verdad, sino
que las ideas o pensamientos de esas cosas se presentaban
a mi espíritu. Y aun ahora no niego que esas ideas estén en
mí. Pero había, además, otra cosa que yo afirmaba, y que
pensaba percibir muy claramente por la costumbre que te-
nía de creerla, aunque verdaderamente no la percibiera, a
saber: que había fuera de mí ciertas cosas de las que proce-
dían esas ideas, y a las que éstas se asemejaban por completo.
Y en eso me engañaba; o al menos si es que mi juicio era
verdadero, no lo era en virtud de un conocimiento que yo
tuviera.
Pero cuando consideraba algo muy sencillo y fácil, to-
cante a la aritmética y la geometría, como, por ejemplo, que
dos más tres son cinco o cosas semejantes, ¿no las concebía
con claridad suficiente para asegurar que eran verdaderas?
Y si más tarde he pensado que cosas tales podían ponerse
en duda, no ha sido por otra razón sino por ocurrírseme
que acaso Dios hubiera podido darme una naturaleza
tal, que yo me engañase hasta en las cosas que me parecen
más manifiestas. Pues bien, siempre que se presenta a mi
pensamiento esa opinión, anteriormente concebi
da, acerca
de la suprema potencia de Dios, me veo forzado a recono-
cer que le es muy fácil, si quiere, obrar de manera que yo
me
Meditaciones metafísicas 129

engañe aun en las cosas que creo conocer con grandísima


evidencia; y, por el contrario, siempre que reparo en las co-
sas que creo concebir muy claramente, me persuaden hasta
el punto de que prorrumpo en palabras como éstas:
engáñeme quien pueda, que lo que nunca podrá será hacer
que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo,
ni que alguna vez sea cierto que yo no haya sido nunca,
siendo verdad que ahora soy, ni que dos más tres sean algo
distinto de cinco, ni otras cosas semejantes, que veo clara-
mente no poder ser de otro modo, que como las concibo.
Ciertamente, supuesto que no tengo razón alguna para
creer que haya algún Dios engañador, y que no he conside-
rado aún ninguna de las que prueban que hay un Dios, los
motivos de duda que sólo dependen de dicha opinión son
muy ligeros y, por así decirlo, metafísicos. Mas a fin de po-
der suprimirlos del todo, debo examinar si hay Dios, en
cuanto se me presente la ocasión, y, si resulta haberlo, debo
también examinar si puede ser engañador; pues, sin conocer
esas dos verdades, no veo cómo voy a poder alcanzar certe-
za de cosa alguna. Y para tener ocasión de averiguar todo
eso sin alterar el orden de meditación que me he propuesto,
que es pasar por grados de las nociones que encuentre pri-
mero en mi espíritu a las que pueda hallar después, tengo
que dividir aquí todos mis pensamientos en ciertos géneros,
y considerar en cuáles de estos géneros hay, propiamente,
verdad o error.
De entre mis pensamientos, unos son como imágenes de
cosas, y a éstos solos conviene con propiedad el nombre
de idea: como cuando me represento un hombre, una qui-
mera, el cielo, un ángel o el mismo Dios. Otros, además,
tienen otras formas: como cuando quiero, temo, afirmo O
niego; pues, si bien concibo entonces alguna cosa de la que
trata la acción de mi espíritu, añado asimismo algo, me-
diante esa acción, a la idea que tengo de aquella cosa; y de
130 René Descartes

este genero de pensamientos, unos son llamados volunta-


des o afecciones, y otros, juicios.
Pues bien, por lo que toca a las ideas, si se las considera
sólo en sí mismas, sin relación a ninguna otra cosa, no pue-
den ser llamadas con propiedad falsas; pues imagine yo una
cabra o una quimera, tan verdad es que imagino la una como
la otra. No es tampoco de temer que pueda hallarse false-
dad en las afecciones o voluntades; pues aunque yo pueda
desear cosas malas, o que nunca hayan existido, no es me-
nos cierto por ello que yo las deseo. Por tanto, sólo en los
juicios debo tener mucho cuidado de no errar. Ahora bien,
el principal y más frecuente error que puede encontrarse en
ellos consiste en juzgar que las ideas que están en mi son
semejantes o conformes a cosas que estan fuera de mi,
pues
si considerase las ideas sólo como ciertos modos de mi pen-
samiento, sin pretender referirlas a alguna cosa exterior,
apenas podrian darme ocasión de errar.
Pues bien, de esas ideas, unas me parecen nacidas con-
migo, otras extrañas y venidas de fuera, y otras hechas
e
inventadas por mi mismo. Pues tener la facultad de conce-
bir lo que es en general una cosa, o una verdad,
o un
pensamuento, me parece proceder únicamente de mi propia
naturaleza; pero si oigo ahora un ruido, si veo el sol, si
sien-
to calor, he juzgado hasta el presente que esos sentimientos
procedían de ciertas cosas existentes fuera de mí: y,
por ul-
timo, me parece que las sirenas, los hipogritos
y otras
quimeras de ese género, son ficciones e invenciones
de mi
espiritu. Pero también podría persuadirme de que
todas las
ideas son del género de las que llamo extrañas y venida
s de
fuera, o de que han nacido todas conmigo, o de
que todas
han sido hechas por mí, pues aún no he descubierto
su ver-
dadero origen. Y lo que principalmente debo hacer,
en este
lugar, es considerar, respecto de aquellas que
me parecen
proceder de ciertos objetos que están fuera de mi,
que razo-
nes me fuerzan a creerlas semejantes a esos objetos
.
Meditaciones metafísicas 131

La primera de esas razones es que parece enseñármelo


la naturaleza; y la segunda, que experimento en mí mismo
que tales ideas no dependen de mi voluntad, pues a menu-
do se me presentan a pesar mío, como ahora, quiéralo o no,
siento calor, y por esta causa estoy persuadido de que este
sentimiento o idea del calor es producido en mí por algo
diferente de mí, a saber, por el calor del fuego junto al cual
me hallo sentado. Y nada veo que me parezca más razona-
ble que juzgar que esa cosa extraña me envía e imprime en
mí su semejanza, más bien que otra cosa cualquiera.
Ahora tengo que ver si esas razones son lo bastante fuer-
tes y convincentes. Cuando digo que me parece que la
naturaleza me lo enseña, por la palabra “naturaleza” en-
tiendo sólo cierta inclinación que me lleva a creerlo, y no
una luz natural que me haga conocer que es verdadero.
Ahora bien, se trata de dos cosas muy distintas entre sí;
pues no podría poner en duda nada de lo que la luz natu-
ral me hace ver como verdadero: por ejemplo, cuando antes
me enseñaba que del hecho de dudar yo podía concluir mi
existencia. Porque, además, no tengo ninguna otra facultad
o potencia para distinguir lo verdadero de lo falso, que pue-
da enseñarme que no es verdadero lo que la luz natural
me muestra como tal, y en la que pueda fiar como fío en
la luz natural. Mas por lo que toca a esas inclinaciones
que también me parecen naturales, he notado a menudo que,
cuando se trataba de elegir entre virtudes y vicios, me han
conducido al mal tanto como al bien: por ello, no hay razón
tampoco para seguirlas cuando se trata de la verdad y la
falsedad.
deben
En cuanto a la otra razón, la de que esas ideas
den de mi volunt ad, tam-
proceder de fuera, pues no depen
esas
poco la encuentro convincente. Puesto que, al igual que
acabo de hablar se hallan en mí,
inclinaciones de las que
concu erden con mi volunt ad, podría
pese a que no siempre
182 A René Descartes
a SS RR A E E

también ocurrir que haya en mí, sin yo conocerla, alguna


facultad o potencia, apta para producir esas ideas sin ayu-
da de cosa exterior; y, en efecto, me ha parecido siempre
hasta ahora que tales ideas se forman en mí, cuando duer-
mo, sin el auxilio de los objetos que representan.
Y en fin,
aun estando yo conforme con que son causadas por esos
objetos, de ahí no se sigue necesariamente que deban
ase-
mejarse a ellos. Por el contrario, he notado a
menudo, en
muchos casos, que había gran diferencia entre el objeto
y
su idea.
Así, por ejemplo, en mi espíritu encuentro dos ideas
del
Sol muy diversas; una toma su origen de los sentid
os, y debe
situarse en el género de las que he dicho vienen de
fuera;
según ella, el sol me parece pequeño en extremo,
la otra
proviene de las razones de la astronomía, es decir,
de cier-
tas nociones nacidas conmigo, o bien ha sido elabor
ada por
mí de algún modo: según ella, el sol me parece
varias veces
mayor que la tierra. Sin duda, esas dos ideas
que yo formo
del Sol no pueden ser, las dos, semejantes al mismo
Sol; y la
razón me impele a creer que la que procede inmed
iatamen-
te de su apariencia es, precisamente, la
que le es más disímil.
Todo ello bien me demuestra que, hasta el
momento, no ha
sido un juicio cierto y bien pensado, sino
sólo un ciego y
temerario impulso, lo que me ha hecho creer
que existían
cosas fuera de mí, diferentes de mí, y que,
por medio de los
órganos de mis sentidos, o por algún otro,
me enviaban sus
ideas O imágenes, e imprimían en mí sus
semejanzas. Mas se
me ofrece aún otra vía para averiguar si,
entre las cosas cu-
yas ideas tengo en mí, hay algunas que
existen fuera de mí.
Es a saber: si tales ideas se toman sólo
en cuanto que son
ciertas maneras de pensar no reconozco
entre ellas diferen-
cias o desigualdad alguna, y todas parece
n proceder de mí
de un mismo modo; pero, al considerarlas
como imágenes
que representan unas una cosa y otras
otra, entonces es evi-
dente que son muy distintas unas
de otras. En efecto, las
Meditaciones metafísicas 133

que me representan substancias son sin duda algo más, y


contienen (por así decirlo) más realidad objetiva, es decir,
participan, por representación, de más grados de ser o per-
fección que aquellas que me representan sólo modos o
accidentes. Y más aún: la idea por la que concibo un Dios
supremo, eterno, infinito, inmutable, omnisciente, omnipo-
tente y creador universal de todas las cosas que están fuera
de él, esa idea, digo ciertamente tiene en sí más realidad
objetiva que las que me representan sustancias finitas.
Ahora bien, es cosa manifiesta, en virtud de la luz natu-
ral, que debe haber por lo menos tanta realidad en la causa
eficiente y total como en su efecto: pues ¿de dónde puede
sacar el efecto su realidad, si no es de la causa? ¿Y cómo
podría esa causa comunicársela, si no la tuviera ella mis-
ma? Y de ahí se sigue, no sólo que la nada no podría producir
cosa alguna, sino que lo más perfecto, es decir, lo que con-
tiene más realidad, no puede provenir de lo menos perfecto.
Y esta verdad no es sólo clara y evidente en aquellos efectos
dotados de esa realidad que los filósofos llaman actual o
formal, sino también en las ideas, donde sólo se considera
la realidad que llaman objetiva. Por ejemplo, la piedra que aún
no existe no puede empezar a existir ahora si no es produci-
da por algo que tenga en sí formalmente o eminentemente
todo lo que entra en la composición de la piedra (es decir,
que contenga en sí las mismas cosas, u otras más excelen-
tes, que las que están en la piedra); y el calor no puede ser
producido en un sujeto privado de él, si no es por una cosa
que sea de un orden, grado o género al menos tan perfecto
como lo es el calor; y así las demás cosas. Pero además de
eso, la idea del calor o de la piedra no puede estar en mí si
no ha sido puesta por alguna causa que contenga en sí al
menos tanta realidad como la que concibo en el calor o en la
piedra. Pues aunque esa causa no transmita a mi idea
nada de su realidad actual o formal, no hay que juzgar por
ello que esa causa tenga que ser menos real, sino que debe
134 René Descartes

saberse que, siendo toda idea obra del espíritu, su naturale-


za es tal que no exige de suyo ninguna otra realidad formal
que la que recibe del pensamiento, del cual es un modo.
Pues bien, para que una idea contenga tal realidad objetiva
más bien que tal otra, debe haberla recibido, sin duda, de
alguna causa, en la cual haya tanta realidad formal, por lo
menos, cuanta realidad objetiva contiene la idea. Pues si su-
ponemos que en la idea hay algo que no se encuentra en su
causa, tendrá que haberlo recibido de la nada; mas, por im-
perfecto que sea el modo de ser según el cual una cosa está
objetivamente o por representación en el entendimiento,
mediante su idea, no puede con todo decirse que ese modo
de ser no sea nada, ni, por consiguiente, que esa idea tome
su origen de la nada.
Tampoco debo suponer que, siendo sólo objetiva la rea-
lidad considerada en esas ideas, no sea necesario que
la
misma realidad esté formalmente en las causas de ellas,
ni
creer que basta con que esté objetivamente en dichas
cau-
sas; pues, así como el modo objetivo de ser compete
a las
ideas por su propia naturaleza, así también el modo formal
de ser compete a las causas de esas ideas (o por lo menos
a
las primeras y principales) por su propia naturaleza.
Y aun-
que pueda ocurrir que de una idea nazca otra
idea, ese
proceso no puede ser infinito, sino que hay que llegar
final-
mente a una idea primera, cuya causa sea como
un
arquetipo, en el que esté formal y efectivamente
contenida
toda la realidad o perfección que en la idea está sólo
de modo
objetivo o por representación. De manera que
la luz natural
me hace saber con certeza que las ideas son
en mí como
cuadros O imágenes, que pueden con facilidad
ser copias
defectuosas de las cosas, pero que en ningún
caso pueden
contener nada mayor o más perfecto que éstas.
Y cuanto más larga y atentamente examino
todo lo an-
terior, tanto más clara y distintamente
conozco que es
Meditaciones metafísicas 195

verdad. Mas, a la postre, ¿qué conclusión obtendré de todo


ello? Ésta, a saber: que, si la realidad objetiva de alguna de
mis ideas es tal que yo pueda saber con claridad que esa
realidad no está en mí formal ni eminentemente (y, por con-
siguiente, que yo no puedo ser causa de tal idea), se sigue
entonces necesariamente de ello que no estoy solo en el
mundo, y que existe otra cosa, que es causa de esa idea, si,
por el contrario, no hallo en mí una idea así, entonces care-
ceré de argumentos que puedan darme certeza de la
existencia de algo que no sea yo, pues los he examinado
todos con suma diligencia, y hasta ahora no he podido en-
contrar ningún otro.
Ahora bien: entre mis ideas, además de la que me re-
presenta a mí mismo (y que no ofrece aquí dificultad alguna),
hay otra que me representa a Dios, y otras a cosas corpóreas
e inanimadas, ángeles, animales y otros hombres semejan-
tes a mí mismo. Mas, por lo que atañe a las ideas que me
representan otros hombres, o animales, o ángeles, fácilmente
concibo que puedan haberse formado por la mezcla y com-
posición de las ideas que tengo de las cosas corpóreas y de
ni
Dios, aun cuando fuera de mí no hubiese en el mundo
hombres, ni animales, ni ángeles. Y, tocante a las ideas de
las cosas corpóreas, nada me parece haber en ellas tan exce-
lente que no pueda proceder de mí mismo; pues si las
considero más a fondo y las examino como ayer hice con la
idea de la cera, advierto en ellas muy pocas cosas que yO
conciba clara y distintamente; a saber: la magnitud, o sea, la
la figura,
extensión en longitud, anchura y profundidad;
que
formada por los límites de esa extensión; la situación
mantienen entre sí los cuerpos diversa mente delimita dos;
; pueden
el movimiento, o sea, el cambio de tal situación
sustanci a, la duración y el número. En cuanto
añadirse la
sonidos, los
las demás cosas, como la luz, los colores, los
per-
olores, los sabores, el calor, el frío y otras cualidades
ceptibles por el tacto, todas ellas están en mi pensami ento
136 René Descartes

con tal oscuridad y confusión, que hasta ignoro si son ver-


daderas o falsas y meramente aparentes, es decir, ignoro si
las ideas que concibo de dichas cualidades son, en efecto,
ideas de cosas reales o bien representan tan sólo seres qui-
méricos, que no pueden existir. Pues aunque más arriba haya
yo notado que sólo en los juicios puede encontrarse false-
dad propiamente dicha, en sentido formal, con todo, puede
hallarse en las ideas cierta falsedad material, a saber: cuan-
do representan lo que no es nada como si fuera algo. Por
ejemplo, las ideas que tengo del frío y el calor son tan poco
claras y distintas, que mediante ellas no puedo discernir si
el frío es sólo una privación de calor, o el calor una priva-
ción de frío, o bien si ambas son o no cualidades reales; y
por cuanto, siendo las ideas como imágenes, no puede ha-
ber ninguna que no parezca representarnos algo, si es cierto
que el frío es sólo privación de calor, la idea que me lo re-
presente como algo real y positivo podrá, no sin razón,
llamarse falsa, y lo mismo sucederá con ideas semejantes. Y
por cierto, no es necesario que atribuya a esas ideas otro
autor que yo mismo; pues si son falsas, es decir, si represen-
tan cosas que no existen, la luz natural me hace saber que
provienen de la nada, es decir, que si están en mí es porquea
mi naturaleza, no siendo perfecta, le falta algo;
y si son
verdaderas, como de todas maneras tales ideas me ofrecen
tan poca realidad que ni llego a discernir con claridad
la
cosa representada del no ser, no veo por qué no
podría
haberlas producido yo mismo. En cuanto a las ideas
claras
y distintas que tengo de las cosas corpóreas, hay
algu-
has que me parece he podido obtener de la idea que
tengo
de mí mismo, así, las de sustancia, duración, número
y otras
semejantes. Pues cuando pienso que la piedra
es una sus-
tancia, o sea, una cosa capaz de existir por sí, dado
que yo
soy una sustancia, y aunque sé muy bien que
soy una cosa
pensante y no extensa (habiendo así entre ambos
conceptos
muy gran diferencia), las dos ideas parecen
concordar en
Meditaciones metafísicas 137

que representan substancias. Asimismo, cuando pienso que


existo ahora, y me acuerdo además de haber existido antes,
y concibo varios pensamientos cuyo número conozco, en-
tonces adquiero las ideas de duración y número, las cuales
puedo luego transferir a cualesquiera otras cosas.
Por lo que se refiere a las otras cualidades de que se
componen las ideas de las cosas corpóreas, a saber: la ex-
tensión, la figura, la situación y el movimiento, cierto es que
no están formalmente en mí, pues no soy más que una
cosa que piensa; pero como son sólo ciertos modos de la
sustancia (a manera de vestidos con que se nos aparece
la sustancia), parece que pueden estar contenidas en mí
eminentemente.
Así pues, sólo queda la idea de Dios, en la que debe
considerarse si hay algo que no pueda proceder de mí mis-
mo. Por Dios entiendo una sustancia infinita, eterna,
inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente,
que me ha creado a mí mismo y a todas las demás cosas que
existen (si es que existe alguna). Pues bien, eso que entien-
do por Dios es tan grande y eminente, que cuanto más
atentamente lo considero, menos convencido estoy que
una idea así pueda proceder sólo de mí. Y, por consiguien-
te, hay que concluir necesariamente, según lo antedicho,
que Dios existe. Pues, aunque yo tenga la idea de sustan-
cia en virtud de ser yo una sustancia, no podría tener la
idea de una sustancia infinita, siendo yo finito, si no la hu-
biera puesto en mí una sustancia que verdaderamente
fuese infinita.
Y no debo juzgar que yo no concibo el infinito por me-
dio de una verdadera idea, sino por medio de una mera
negación de lo finito (así como concibo el reposo y la oscuri-
dad por medio de la negación del movimiento y la luz):
pues, al contrario, veo manifiestamente que hay más reali-
dad en la sustancia infinita que en la finita y, por ende, que
138 René Descartes

en cierto modo, tengo antes en mí la noción de lo infinito


que la de lo finito: antes la de Dios que la de mí mismo.
Pues ¿cómo podría yo saber que dudo y que deseo, es decir,
que algo me falta y que no soy perfecto, si no hubiese en mí
la idea de un ser más perfecto, por comparación con el cual
advierto la imperfección de mi naturaleza?
Y no puede decirse que acaso esta idea de Dios es mate-
rialmente falsa y puede, por tanto, proceder de la nada (es
decir, que acaso esté en mí por faltarme a mí algo, según
dije antes de las ideas de calor y frío, y de otras semejantes);
al contrario, siendo esta idea muy clara y distinta y conte-
niendo más realidad objetiva que ninguna otra, no hay idea
alguna que sea por sí misma más verdadera, ni menos
sospechosa de error y falsedad.
Digo que la idea de ese ser sumamente perfecto e infini-
to es absolutamente verdadera; pues, aunque acaso pudiera
fingirse que un ser así no existe, con todo, no puede fingirse
que su idea no me representa nada real, como dije antes de
la idea de frío. Esa idea es también muy clara y distinta,
pues que contiene en sí todo lo que mi espíritu concibe clara
y distintamente como real y verdadero, y todo lo que com-
porta alguna perfección. Y eso no deja de ser cierto, aunque
yo no comprenda lo infinito, o aunque haya en Dios innu-
merables cosas que no pueda yo entender, y ni siquiera
alcanzar con mi pensamiento: pues es propio de la natura-
leza de lo infinito que yo, siendo finito, no pueda
comprenderlo. Y basta con que entienda esto bien, y juzgue
que todas las cosas que concibo claramente, y en las que
sé que hay alguna perfección, así como acaso también infi-
nidad de otras que ignoro, están en Dios formalmente o
eminentemente, para que la idea que tengo de Dios sea la
más verdadera, clara y distinta de todas.
Mas podría suceder que yo fuese algo más de lo que pien-
so, y que todas las perfecciones que atribuyo a la naturaleza
Meditaciones metafísicas 139

de Dios estén en mí, de algún modo, en potencia, si bien


todavía no manifestadas en el acto. Y en efecto, estoy expe-
rimentando que mi conocimiento aumenta y se perfecciona
poco a poco, y nada veo que pueda impedir que aumente
más y más hasta el infinito y, así acrecentado y perfecciona-
do, tampoco veo nada que me impida adquirir por su medio
todas las demás perfecciones de la naturaleza divina; y, en
fin, parece asimismo que, si tengo el poder de adquirir esas
perfecciones, tendría también el de producir sus ideas. Sin
embargo, pensándolo mejor, reconozco que eso no puede
ser. En primer lugar, porque, aunque fuera cierto que mi
conocimiento aumentase por grados sin cesar y que hubie-
se en mi naturaleza muchas cosas en potencia que aún no
estuviesen en acto, nada de eso, sin embargo, atañe ni aun
se aproxima a la idea que tengo de la divinidad, en cuya
idea nada hay en potencia, sino que todo está en acto. Y
hasta ese mismo aumento sucesivo y por grados argúiría
sin duda imperfección en mi conocimiento. Más aún: aun-
que mi conocimiento aumentase más y más, con todo no
dejo de conocer que nunca podría ser infinito en acto, pues
jamás llegará a tan alto grado que no sea capaz de incre-
mento alguno. En cambio, a Dios lo concibo infinito en acto,
y en tal grado que nada puede añadirse a su perfección. Y,
por último, me doy cuenta de que el ser objetivo de una
idea no puede ser producido por un ser que existe sólo en
potencia, el cual, hablando con propiedad, no es nada, sino
sólo por un ser en acto, o sea, formal.
Ciertamente, nada veo en todo cuanto acabo de decir
que no sea facilísimo de conocer, en virtud de la luz natu-
ral, a todos los que quieran pensar en ello con cuidado. Pero
cuando mi atención se afloja, oscurecido mi espíritu y como
cegado por las imágenes de las cosas sensibles, olvida fácil-
mente la razón por la cual la idea que tengo de un ser más
perfecto que yo debe haber sido puesta necesariamente en
mí por un ser que, efectivamente, sea más perfecto. Por ello
140 René Descartes

pasaré adelante, y consideraré si yo mismo, que tengo esa


idea de Dios, podría existir, en el caso de que no hubiera
Dios. Y pregunto: ¿de quién habría recibido mi existencia?
Pudiera ser que de mí mismo, o bien de mis padres, o bien
de otras causas que, en todo caso, serían menos perfectas
que Dios, pues nada puede imaginarse más perfecto que Él,
y ni siquiera igual a El. Ahora bien: si yo fuese indepen-
diente de cualquier otro, si yo mismo fuese el autor de mi
ser, entonces no dudaría de nada, nada desearía, y ninguna
perfección me faltaría, pues me habría dado a mí mismo
todas aquellas de-las que tengo alguna idea: y así, yo seria
Dios. Y no tengo por qué juzgar que las cosas que me faltan
son acaso más difíciles de adquirir que las que ya poseo; al
contrario, es, sin duda, mucho más difícil que yo, esto es,
Una cosa o sustancia pensante haya salido de la nada, de lo
que sería la adquisición, por mi parte, de muchos conoci-
mientos que ignoro, y que al cabo no son sino accidentes de
esa sustancia.
Y si me hubiera dado a mí mismo lo más difícil, es de-
cir, mi existencia, no me hubiera privado de lo más fácil a
saber: de muchos conocimientos de que mi naturaleza no se
halla provista; no me habría privado, en fin, de nada de lo
que está contenido en la idea que tengo de Dios, puesto que
ninguna otra cosa me parece de más difícil adquisición; y si
hubiera alguna más difícil, sin duda me lo parecería (supo-
niendo que hubiera recibido de mí mismo las demás cosas
que poseo), pues sentiría que allí terminaba mi poder. Y no
puedo hurtarme a la fuerza de un tal razonamiento mediante
la suposición de que he sido siempre tal cual soy ahora, como
si de ello se siguiese que no tengo por que buscarle autor
alguno a mi existencia. Pues el tiempo todo de mi vida pue-
de dividirse en innumerables partes, sin que ninguna
de
ellas dependa en modo alguno de las demás: y asi, de haber
yo existido un poco antes no se sigue que deba existir
aho-
ra, a no ser que en este mismo momento alguna causa me
Meditaciones metafísicas 141

produzca y por decirlo así, me cree de nuevo, es decir, me


conserve. En efecto, a todo el que considere atentamente la
naturaleza del tiempo, resulta clarísimo que una sustancia,
para conservarse en todos los momentos de su duración,
precisa de la misma fuerza y actividad que sería necesaria
para producirla y crearla en el caso de que no existiese. De
suerte que la luz natural nos hace ver con claridad que con-
servación y creación difieren sólo respecto de nuestra
manera de pensar, pero no realmente.
Así pues, sólo hace falta aquí que me consulte a mí mis-
mo, para saber si poseo algún poder en cuya virtud yo, que
existo ahora, exista también dentro de un instante; ya
que, no siendo yo más que una cosa que piensa (o, al me-
nos, no tratándose aquí, hasta ahora, más que de esta parte
de mí mismo), si un tal poder residiera en mí, yo debería
por lo menos pensarlo y ser consciente de él; pues bien, no
es así, y de este modo sé con evidencia que dependo de al-
gún ser diferente de mí.
Quizá pudiera ocurrir que ese ser del que dependo no
sea Dios, y que yo haya sido producido, o bien por mis pa-
dres, o bien por alguna otra causa menos perfecta que Dios.
Pero ello no puede ser, pues, como ya he dicho antes, es del
todo evidente que en la causa debe haber por lo menos tan-
ta realidad como en el efecto. Y entonces, puesto que soy
una cosa que piensa, y que tengo en mí una idea de Dios,
sea cualquiera la causa que se le atribuya a mi naturaleza,
deberá ser en cualquier caso, asimismo, una cosa que pien-
sa, y poseer en sí la idea de todas las perfecciones que
atribuyo a la naturaleza divina. Ulteriormente puede
indagarse si esa causa toma su origen y existencia de sí mis-
ma o de alguna otra cosa. Si la toma de sí misma, se sigue,
por las razones antedichas, que ella misma ha de ser Dios,
pues teniendo el poder de existir por sí, debe tener también,
sin duda, el poder de poseer actualmente todas las perfecciones
142 René Descartes

cuyas ideas concibe, es decir, todas las que yo concibo como


dadas en Dios. Y si toma su existencia de alguna otra causa
distinta de ella, nos preguntaremos de nuevo, y por igual
razón, si esta segunda causa existe por sí o por otra cosa,
hasta que de grado en grado lleguemos por último a una
causa que resultará ser Dios. Y es muy claro que aquí no
puede procederse al infinito, pues no se trata tanto de la
causa que en otro tiempo me produjo, como de la que al
presente me conserva.
Tampoco puede fingirse aquí que acaso varias causas
parciales hayan concurrido juntas a mi producción, y que
de una de ellas haya recibido yo la idea de una de las per-
fecciones que atribuyo a Dios, y de otra la idea de otra, de
manera que todas esas perfecciones se hallan, sin duda,
en algún lugar del universo, pero no juntas y reunidas en
una sola “causa” que sea Dios. Pues, muy al contrario, la
unidad, simplicidad o inseparabilidad de todas las cosas
que están en Dios, es una de las principales perfeccio-
nes que en Él concibo, y, sin duda, la idea de tal unidad y
reunión de todas las perfecciones en Dios no ha podido ser
puesta en mí por causa alguna, de la cual no haya yo recibi-
do también las ideas de todas las demás perfecciones. Pues
ella no puede habérmelas hecho comprender como juntas e
inseparables, si no hubiera procedido de suerte que yo su-
piese cuáles eran, y en cierto modo las conociese.
Por lo que atañe, en fin, a mis padres, de quienes parece
que tomo mi origen, aunque sea cierto todo lo que haya
podido creer acerca de ellos, eso no quiere decir que sean
ellos los que me conserven, ni que me hayan hecho y pro-
ducido en cuanto que soy una cosa que piensa, puesto que
sólo han afectado de algún modo a la materia, dentro de
la cual pienso estar encerrado yo, es decir, mi espíritu, al
que identifico ahora conmigo mismo. Por tanto, no puede
haber dificultades en este punto, sino que debe concluirse
Meditaciones metafísicas 143

necesariamente, del solo hecho de que existo y de que


hay en mí la idea de un ser sumamente perfecto (esto es, de
Dios), que la existencia de Dios está demostrada con toda
evidencia.
Sólo me queda por examinar de qué modo he adquirido
esa idea. Pues no la he recibido de los sentidos, y nunca se
me ha presentado inesperadamente, como las ideas de las
cosas sensibles, cuando tales cosas se presentan, o parecen
hacerlo, a los órganos externos de mis sentidos. Tampoco es
puro efecto o ficción de mi espíritu, pues no está en mi po-
der aumentarla o disminuirla en cosa alguna. Y, por
consiguiente, no queda sino decir que, al igual que la idea
de mí mismo, ha nacido conmigo a partir del momento mis-
mo en que yo he sido creado. Y nada tiene de extraño que
Dios, al crearme, haya puesto en mí esa idea para que sea
como el sello del artífice, impreso en su obra; y tampoco es
necesario que ese sello sea algo distinto que la obra misma.
Sino que, por sólo haberme creado, es de creer que Dios me
ha producido, en cierto modo, a su imagen y semejanza, y
que yo concibo esta semejanza (en la cual se halla contenida
la idea de Dios) mediante la misma facultad por la que me
percibo a mí mismo, es decir, que cuando reflexiono sobre
mí mismo, no sólo conozco que soy una cosa imperfecta,
incompleta y dependiente de otro, que tiende y aspira sin
cesar a algo mejor y mayor de lo que soy, sino que también
conozco, al mismo tiempo, que aquel de quien dependo
posee todas esas cosas grandes a las que aspiro, y cuyas
ideas encuentro en mí; y las posee no de manera indefinida
y sólo en potencia, sino de un modo efectivo, actual e infini-
to, y por eso es Dios.
Y toda la fuerza del argumento que he empleado para
probar la existencia de Dios consiste en que reconozco que
sería imposible que mi naturaleza fuera tal cual es, o sea,
que yo tuviese la idea de Dios, si Dios no existiera realmente:
144 René Descartes

ese mismo Dios, digo, cuya idea está en mí, es decir,


que posee todas esas altas perfecciones, de las que nuestro
espíritu puede alcanzar alguna noción, aunque no las com-
prenda por entero, y que no tiene ningún defecto ni nada
que sea señal de imperfección. Por lo que es evidente que
no puede ser engañador, puesto que la luz natural nos en-
seña que el engaño depende de algún defecto.
Pero antes de examinar esto con más cuidado, y de pa-
sar a la consideración de las demás verdades que pueden
colegirse de ello, me parece oportuno detenerme algún tiempo
a contemplar este Dios perfectísimo, apreciar debidamente
sus maravillosos atributos, considerar, admirar y adorar la
incomparable belleza de esta inmensa luz, en la medida, al
menos, que me lo permita la fuerza de mi espíritu. Pues,
enseñándonos la fe que la suprema felicidad de la vida no
consiste sino en esa contemplación de la majestad divina,
experimentamos ya que una meditación como la presente,
aunque incomparablemente menos perfecta, nos hace go-
zar del mayor contento que es posible en esta vida.
Meditación Cuarta

De lo verdadero y de lo falso

Lino me he acostumbrado estos días a separar mi espíri-


tu de los sentidos, y tan exactamente he advertido que es
muy poco lo que sabemos con certeza acerca de las cosas
corpóreas, así como que sabemos mucho más del espíritu
humano, y más aún de Dios, que ahora ya no tendré dificul-
tad en apartar mi pensamiento de la consideración de las
cosas sensibles o imaginables, para llevarlo a las que des-
provistas de toda materia, son puramente inteligibles.
se-
Y sin duda, la idea que tengo del espíritu humano,
pensant e, y no una extensa con
gún la cual éste es una cosa
lo
longitud, anchura, ni profundidad, ni participa de nada de
que pertenece al cuerpo, es incomp arable mente más distin-
mi
ta que la idea de una cosa corpórea. Y se presenta a
e in-
espíritu con tanta claridad la idea de un ser completo
o sea,
dependiente (es decir, Dios) al considerar que dudo,
con tanta
que soy incompleto y dependiente, e igualmente
y la comple ta depen-
evidencia concluyo la existencia de Dios
de que
dencia en que la mía está respecto de ÉL, partiendo
que yo, poseed or de dicha
aquella idea está en mí, O bien de
el espírit u human o pueda
idea, existo, que no creo que
146 René Descartes

conocer mejor ninguna otra cosa. Y me parece ya que descu-


bro un camino que nos conducirá, desde esta contemplación
del Dios verdadero (en quien están encerrados todos los
tesoros de la ciencia y la sabiduría) al conocimiento de las
restantes cosas del universo.
Pues, en primer lugar, reconozco que es imposible que
Dios me engañe nunca, puesto que en todo fraude y engaño
hay una especie de imperfección. Y aunque parezca que
tener el poder de engañar es señal de sutileza o potencia,
sin embargo, pretender engañar es indicio cierto de debili-
dad o malicia, y, por tanto, es algo que no puede darse en
Dios.
Además, experimento en mí cierta potencia para juz-
gar, que sin duda he recibido de Dios, como todo lo demás
que poseo, y supuesto que Dios no quiere engañarme, es
cierto entonces que no me la ha dado para que yerre, si uso
bien de ella. Y ninguna duda quedaría sobre esto, si no fue-
ra que parece dar pie a la consecuencia de que no puedo
equivocarme nunca; pues, en efecto, si todo lo que tengo lo
recibo de Dios, y si El no me ha dado la facultad de
errar,
parece que nunca debo engañarme.
Y en verdad, cuando no pienso más que en Dios, no
descubro en mí causa alguna de error o falsedad; mas vol-
viendo luego sobre mí, la experiencia me enseña que estoy
sujeto a infinidad de errores; y, al buscar la causa
de ellos,
noto que no se presenta sólo a mi espíritu una real y positi-
va idea de Dios, o sea, de un ser sumamente
perfecto, sino
también, por decirlo así, cierta idea negativa
de la nada,
o sea, de lo que está infinitamente alejado de toda
perfec-
ción; y advierto que soy como un término medio entre
Dios
y la nada, es decir, colocado de tal suerte entre el suprem
o
ser y el no ser que, en cuanto el supremo ser me ha creado,
nada hallo en mí que pueda llevarme a error, pero,
si me
considero como partícipe, en cierto modo, de la nada
o el no
Meditaciones metafísicas 147

ser, es decir, en cuanto que yo no soy el ser supremo, me


veo expuesto a muchísimos defectos, y así no es de extrañar
que yerre.
De ese modo, entiendo que el error, en cuanto tal, no es
nada real que dependa de Dios, sino sólo una privación o
defecto, y, por tanto, que no me hace falta para errar un
poder que Dios me haya dado especialmente, sino que ye-
rro porque el poder que Dios me ha dado para discernir la
verdad no es en mí infinito.
Sin embargo, esto no me satisface del todo; pues el error
no es una pura negación, o sea, no es la simple privación o
carencia de una perfección que no me compete, sino la falta
de un conocimiento que de algún modo yo debería poseer.
Y, considerando la naturaleza de Dios, no me parece posi-
ble que me haya dado alguna facultad que sea imperfecta
en su género, es decir, que carezca de alguna perfección que
le sea propia; pues si es cierto que, cuanto más experto es el
artífice, más perfectas y cumplidas son las obras que salen
de sus manos, ¿qué ser podremos imaginar, producido por
ese supremo creador de todas las cosas, que no sea perfecto
y acabado en todas sus partes? Y, además, no hay duda de
que Dios pudo crearme de tal modo que yo no me equivo-
case nunca: ¿tendré que concluir que es mejor para mí errar
que no errar?
Sopesando esto mejor, se me ocurre, primero, que no
debo extrañarme si no entiendo por qué hace Dios ciertas
cosas, ni debo dudar de su existencia por tener experiencia
de muchas sin comprender por qué ni cómo las ha produci-
y
do Dios. Pues, sabiendo bien que mi naturaleza es débil
limitada en extremo, y que, por el contrario, la de Dios es
inmensa, incomprensible e infinita, nada me cuesta recono-
cer que Dios puede hacer infinidad de cosas cuyas causas
sobrepasan el alcance de mi espíritu. Y basta esta razón sola
para persuadirme de que todas esas causas, que suelen
148 René Descartes

postularse en virtud de los fines, de nada valen en el domi-


nio de las cosas físicas; pues no me parece que se pueda, sin
temeridad, investigar los impenetrables fines de Dios.
Se me ocurre asimismo que, cuando se indaga si las obras
de Dios son perfectas, no debe considerarse una sola criatu-
ra por separado, sino el conjunto de todas ellas; pues una
cosa que no sin razón podría parecer muy imperfecta, si
estuviera aislada en el mundo, resulta ser muy perfecta cuan-
do se la considera como una parte del universo. Y aunque
yo no he conocido con certeza, desde que me propuse du-
dar de todo, más que mi existencia y la de Dios, sin embargo
,
como también he reconocido el infinito poder de Dios,
me
sería imposible negar que ha producido muchas otras cosas
o, que ha podido, al menos, producirlas de tal manera que
yo exista y esté situado en el mundo como una parte
de la
totalidad de los seres.
Tras esto, viniendo a mí propio e indagando cuáles
son
mis errores (que por sí solos ya arguyen imperfección
en
mí), hallo que dependen del concurso de dos causas
, a sa-
ber: de mi facultad de conocer y de mi facultad de
elegir, o
sea, mi libre arbitrio; esto es, de mi enten
dimiento y de mi
voluntad. Pues, por medio del solo entendimient
o, yo no
afirmo ni niego cosa alguna, sino que sólo concib
o las ideas
de las cosas que puedo afirmar o negar. Pues
bien, conside-
rándolo precisamente así, puede decirse que
en él nunca
hay error, con tal de que se tome la
palabra “error” en su
significación propia. Y aun cuando tal vez haya
en el mun-
do una infinidad de cosas de las que no tengo
idea alguna
en mi entendimiento, no por ello puede
decirse que esté
privado de esas ideas como de algo que
pertenece en pro-
piedad a su naturaleza, sino sólo que no
las tiene; pues, en
efecto, ninguna razón puede probar que
Dios haya debido
darme una facultad de conocer más amplia
que la que me
ha dado; y por muy hábil artífice que lo
considere, no tengo
Meditaciones metafísicas 149

por qué pensar que debió poner, en todas y cada una de sus
obras, todas las perfecciones que puede poner en algunas.
Tampoco puedo quejarme de que Dios no me haya dado un
libre arbitrio, o sea, una voluntad lo bastante amplia y per-
fecta, pues claramente siento que no está circunscrita por
límite alguno. Y debo notar en este punto que, de todas las
demás cosas que hay en mí, ninguna es tan grande y perfec-
ta como para que yo no reconozca que podría serlo más.
Pues, por ejemplo, si considero la facultad de entender, la
encuentro de muy poca extensión y limitada en extremo, y
a un tiempo me represento la idea de otra facultad mucho
más amplia, y hasta infinita; y por el solo hecho de poder
representarme su idea, sé sin dificultad que pertenece a la
naturaleza de Dios.
Del mismo modo, si examino la memoria, la imagina-
ción, o cualquier otra facultad, no encuentro ninguna que
no sea en mí harto pequeña y limitada, y en Dios inmensa e
infinita. Sólo la voluntad o libertad de arbitrio siento ser en
mí tan grande, que no concibo la idea de ninguna otra que
sea mayor: de manera que ella es la que, principalmente,
me hace saber que guardo con Dios cierta relación de ima-
gen y semejanza. Pues aun siendo incomparablemente
mayor en Dios que en mí, ya en razón del conocimiento y el
poder que la acompañan, haciéndola más firme y eficaz, ya
en razón del objeto, pues se extiende a muchísimas más co-
sas, con todo, no me parece mayor, si la considero en sí
misma, formalmente y con precisión. Pues consiste sólo en
que podemos hacer o no hacer una cosa (esto es: afirmar O
negar, pretender algo o evitarlo); o, por mejor decir, consis-
te sólo en que, al afirmar o negar, y al pretender o evitar las
cosas que el entendimiento nos propone, obramos de ma-
nera que no nos sentimos constreñidos por ninguna fuerza
exterior. Ya que, para ser libre, no es requisito necesario que
me sean indiferentes los dos términos opuestos de mi elec-
de
ción; ocurre más bien que, cuanto más propendo a uno
150 René Descartes

ellos, sea porque conozco con certeza que en él están el bien


y la verdad, sea porque Dios dispone así el interior de mi
pensamiento, tanto más libremente lo escojo. Y, ciertamen-
te, la gracia divina y el conocimiento natural, lejos de
disminuir mi libertad, la aumentan y corroboran. Es en cam-
bio aquella indiferencia, que experimento cuando ninguna
razón me dirige a una parte más bien que a otra, el grado
ínfimo de la libertad, y más bien arguye imperfección en el
conocimiento, que perfección en la voluntad; pues, de co-
nocer yo siempre con claridad lo que es bueno y verdadero,
nunca me tomaría el trabajo de deliberar acerca de mi elec-
ción o juicio, y así sería por completo libre, sin ser nunca
indiferente.
Por todo ello, reconozco que no son causa de mis erro-
res, ni el poder de querer por sí mismo, que he recibido de
Dios y es amplísimo y perfectísimo en su género, ni tampo-
co el poder de entender, pues como lo concibo todo mediante
esta potencia que Dios me ha dado para entender, sin duda
todo cuanto concibo lo concibo rectamente, y no es posible
que en esto me engañe.
¿De dónde nacen, pues mis errores? Sólo de esto: que,
siendo la voluntad más amplia que el entendimiento, no la
contengo dentro de los mismos límites que éste, sino que
la extiendo también a las cosas que no entiendo y, siendo
indiferente a éstas, se extravía con facilidad, y escoge el mal
en vez del bien, o lo falso en vez de lo verdadero. Y ello
hace que me engañe y peque.
Así, por ejemplo, cuando estos días pasados examinaba
yo si existía algo en el mundo, y venía a saber que, del solo
hecho de examinar dicha cuestión, se seguía con toda evi-
dencia que yo mismo existía, no pude por menos de juzgar
que una cosa que yo concebía con tanta claridad era verda-
dera, y no porque a ello me forzara causa alguna exterior
,
sino sólo porque, de una gran claridad que había en mi
Meditaciones metafísicas 151

entendimiento, derivó una fuerte inclinación en mi volun-


tad; y con tanta mayor libertad llegué a creer, cuanta menor
fue mi indiferencia. Por el contrario, en este momento ya no
sé sólo que existo en cuanto cosa pensante, sino que se ofre-
ce también a mi espíritu cierta idea acerca de la naturaleza
corpórea; pues bien, ello hace que dude de si esta naturale-
za pensante que está en mí, o mejor, por la que soy lo que
soy, es diferente de esa naturaleza corpórea, o bien las dos
son una y la misma cosa. Y supongo aquí que todavía no
conozco ninguna razón que me persuada de lo uno más bien
que de lo otro: de donde se sigue que soy del todo indife-
rente a afirmarlo o negarlo, o incluso a abstenerme de todo
juicio.
Y dicha indiferencia no se aplica sólo a las cosas de las
que el entendimiento no tiene conocimiento alguno, sino,
en general, a todas aquellas que no concibe con perfecta cla-
ridad, en el momento en que la voluntad delibera; pues, por
probables que sean las conjeturas que me inclinan a juzgar
acerca de algo, basta ese solo conocimiento que tengo, se-
gún el cual son conjeturas, y no razones ciertas e indudables,
para darme ocasión de juzgar lo contrario. Esto lo he expe-
rimentado suficientemente en los días pasados, cuando he
considerado falso todo lo que antes tenía por verdadero, en
virtud sólo de haber notado que podía dudarse de algún
modo de ello.
Ahora bien, si me abstengo de dar mi juicio acerca de
una cosa, cuando no la concibo con bastante claridad y dis-
tinción, es evidente que hago muy bien, y que no estoy
engañándome; pero si me decido a negarla o a afirmar-
y si
la, entonces no uso como es debido de mi libre arbitrio;
afirmo lo que no es verdadero, es evidente que me engaño;
y hasta cuando resulta ser verdadero mi juicio, ello ocurrirá
por azar, y no dejo por ello de hacer mal uso de mi libre
arbitrio y de equivocarme, pues la luz natural nos enseña
a René Descartes

que el conocimiento del entendimiento debe siempre pre-


ceder a la determinación de la voluntad. Y en ese mal uso
del libre arbitrio está la privación que constituye la for-
ma del error. Digo que la privación reside en la operación,
en cuanto que ésta procede de mí, y no en la facultad que he
recibido de Dios, ni siquiera en la operación misma, en cuan-
to que ésta depende de Él. Pues no debo quejarme porque
Dios no me haya dado una inteligencia o una luz natural
mayores de las que me ha dado, ya que, en efecto, es propio
del entendimiento finito no comprender muchas cosas, y
es a su vez propio de un entendimiento creado el ser fini-
to; más bien tengo motivos para agradecerle que, no
debiéndome nada, me haya dado sin embargo las pocas
perfecciones que hay en mí, en vez de concebir sentimien-
tos tan injustos como el de imaginar que me ha quitado o
retenido indebidamente las demás perfecciones que no me
ha dado.
Tampoco debo quejarme porque me haya dado una
voluntad más amplia que el entendimiento, puesto que,
consistiendo la voluntad en una sola cosa y siendo, por así
decirlo, indivisible, parece que su naturaleza es tal que no
podría quitársele algo sin destruirla; y, sin duda, cuanto más
grande resulte ser, tanto más agradecido debo estar a la
bondad de quien me la ha dado.
Y, por último, tampoco tengo motivo de queja porque
Dios concurra conmigo para formar los actos de esa volun-
tad, es decir, los juicios, que hago erróneamente, puesto que
esos actos, en tanto dependen de Dios, son enteramente ver-
daderos y absolutamente buenos; y, en cierto modo, hay
más perfección en mi naturaleza por el hecho de poder for-
marlos, que si no pudiese hacerlo. En cuanto a la privación,
que es lo único en que consiste la razón formal del error y el
pecado, no necesita concurso alguno de Dios, pues no es
una cosa o un ser, y, si la referimos a Dios como a su causa,
Meditaciones metafísicas NOS

entonces no debe ser llamada privación, sino sólo negación,


según el significado que la Escuela da a estas palabras. En
efecto, no hay imperfección en Dios por haberme otorgado
la libertad de dar o no dar mi juicio acerca de cosas de las
que no tengo conocimiento claro en mi entendimiento;
pero sí la hay en mí por no usar bien de esa libertad, y dar
temerariamente mi juicio acerca de cosas que sólo concibo
como oscuras y confusas.
Con todo, veo que hubiera sido fácil para Dios proceder
de manera que yo no me equivocase nunca, sin por ello de-
jar de ser libre y de tener limitaciones en mi conocimiento, a
saber: dando a mi entendimiento una clara y distinta inteli-
gencia de aquellas cosas que hubieran de ser materia de mi
deliberación, o bien, sencillamente, grabando tan profun-
damente en mi memoria la resolución de no juzgar nunca
de nada sin concebirlo clara y distintamente, que jamás pu-
diera olvidarla. Y fácilmente advierto que, en cuanto me
considero aislado, como si nada más que yo existiese en el
mundo, yo habría sido mucho más perfecto si Dios me hu-
biera creado de manera que jamás incurriese en error. Mas
no por ello puedo negar que haya, en cierto modo, más per-
fección en el universo, siendo algunas de sus partes
defectuosas y otras no, que si todas fuesen iguales.
Y no tengo ningún derecho a quejarme de que Dios, al
ponerme en el mundo, no me haya hecho la cosa más noble
y perfecta de todas. Más bien debo estar contento porque, si
bien no me ha dado la virtud de no errar, mediante el pri-
mero de los medios que he citado, que es el de darme un
conocimiento claro y evidente de todas las cosas sujetas a
mi deliberación, al menos ha dejado en mi poder el otro
medio: conservar firmemente la resolución de no dar nunca
mi juicio acerca de cosas cuya verdad no me sea claramente
conocida. Pues aunque advierto en mí la flaqueza de no
poder mantener continuamente fijo mi espíritu en un solo
154 René Descartes

pensamiento, puedo, sin embargo, por medio de una medi-


tación atenta y muchas veces reiterada, grabármelo en la
memoria con tal fuerza que nunca deje de acordarme de él
cuando lo necesite, adquiriendo de esta suerte el hábito de
no errar. Y como en eso consiste la mayor y más principal
perfección del hombre, estimo que, al haber descubierto la
causa de la falsedad y el error, no ha sido poco lo que he
ganado con esta meditación.
Y, sin duda, no puede haber otra causa que la que he
explicado; pues siempre que contengo mi voluntad en los
límites de mi conocimiento, sin juzgar más que de las cosas
que el entendimiento le representa como claras y distintas,
es imposible que me engañe, porque toda concepción clara
y distinta es algo real y positivo, y por tanto no puede to-
mar su origen de la nada, sino que debe necesariamente tener
a Dios por autor, el cual, siendo sumamente perfecto, no
puede ser causa de error alguno; y, por consiguiente, hay
que concluir que una tal concepción o juicio es verdadero.
Por lo demás, no sólo he aprendido hoy lo que debo
evitar para no errar, sino también lo que debo hacer para
alcanzar el conocimiento de la verdad. Pues sin duda lo al-
canzaré, si detengo lo bastante mi atención en todas las cosas
que conciba perfectamente, y las separo de todas aquellas que
sólo conciba de un modo confuso y oscuro. Y de ello me
cuidaré en lo sucesivo.
Meditación quinta

De la esencia de las cosas materiales;


y Otra vez de la existencia de Dios

M. quedan muchas otras cosas por examinar, tocantes a


los atributos de Dios y a mi propia naturaleza, es decir,
la de mi espíritu: pero acaso trate de ellas en otra ocasión.
Pues lo que me urge ahora (tras haber advertido lo que hay
que hacer o evitar para alcanzar el conocimiento de la ver-
dad) es tratar de librarme de todas las dudas que me han
asaltado en días pasados, y ver si se puede conocer algo
cierto tocante a las cosas materiales.
Pero antes de examinar si tales cosas existen fuera de
mí, debo considerar sus ideas, en cuanto que están en mi
pensamiento, y ver cuáles son distintas y cuáles confusas.
En primer lugar, imagino distintamente esa cantidad
que los filósofos llaman comúnmente cantidad continua, O
sea, la extensión con longitud, anchura y profundidad, que
hay en esa cantidad, o más bien en la cosa a la que se le
atribuye. Además, puedo enumerar en ella diversas partes,
y atribuir a cada una de esas partes toda suerte de magni-
tudes, figuras, situaciones y movimientos; y por último,
puedo asignar a cada uno de tales movimientos toda suerte
de duraciones.
156 René Descartes

Y no sólo conozco con distinción esas cosas, cuando las


considero en general, sino que también, a poca atención que
ponga, concibo innumerables particularidades respecto de
los números, las figuras, los movimientos, y cosas semejan-
tes, cuya verdad es tan manifiesta y se acomoda tan bien a
mi naturaleza que, al empezar a descubrirlas, no me pare-
ce aprender nada nuevo, sino más bien que me acuerdo de
algo que ya sabía antes; es decir, que percibo cosas que
estaban ya en mí espíritu, aunque aún no me hubiese fija-
do antes en ellas.
Y lo que encuentro aquí más digno de nota es que hallo
en mí infinidad de ideas de ciertas cosas, cuyas cosas no
pueden ser estimadas como una pura nada, aunque tal vez
no tengan existencia fuera de mi pensamiento, y que no
son fingidas por mí, aunque yo sea libre de pensarlas o
no; sino que tienen naturaleza verdadera e inmutable. Así,
por ejemplo, cuando imagino un triángulo, aun no existien-
do acaso una tal figura en ningún lugar, fuera de mí
pensamiento, y aun cuando jamás la haya habido, no deja
por ello de haber cierta naturaleza, o forma, o esencia de
esa figura, la cual es inmutable y eterna, no ha sido inventa-
da por mí y no depende en modo alguno de mi espíritu; y
ello es patente porque pueden demostrarse diversas pro-
piedades de dicho triángulo, a saber, que sus tres ángulos
valen dos rectos, que el ángulo mayor se opone al lado
mayor, y otras semejantes, cuyas propiedades, quiéralo o
no, tengo que reconocer ahora que están clarísima y
evidentísimamente en él, aunque anteriormente no haya
pensado de ningún modo en ellas, cuando por vez primera
imaginé un triángulo, y, por tanto, no puede decirse
que yo
las haya fingido o inventado.
Y nada valdría objetar en este punto que acaso dicha
idea del triángulo haya entrado en mi espíritu por
la me-
diación de mis sentidos, a causa de haber visto yo alguna
Meditaciones metafísicas 197

vez cuerpos de figura triangular; puesto que yo puedo for-


mar en mi espíritu infinidad de otras figuras, de las que no
quepa sospechar ni lo más mínimo que hayan sido objeto
de mis sentidos, y no por ello dejo de poder demostrar cier-
tas propiedades que atañen a su naturaleza, las cuales deben
ser sin duda ciertas, pues las concibo con claridad. Y, por
tanto, son algo y no una pura nada; pues resulta evidentísi-
mo que todo lo que es verdadero es algo, y más arriba he
demostrado ampliamente que todo lo que conozco con cla-
ridad y distinción es verdadero. Y aunque no lo hubiera
demostrado, la naturaleza de mi espíritu es tal, que no po-
dría por menos de estimarlas verdaderas, mientras las
concibiese con claridad y distinción. Y recuerdo que, hasta
cuando estaba aún fuertemente ligado a los objetos de los
sentidos, había contado en el número de las verdades más
patentes aquellas que concebía con claridad y distinción
tocante a las figuras, los números y demás cosas atinentes a
la aritmética y la geometría.
Pues bien, si del hecho de poder yo sacar de mi pensa-
miento la idea de una cosa, se sigue que todo cuanto percibo
clara y distintamente que pertenece a dicha cosa, le perte-
nece en efecto, ¿no puedo extraer de ahí un argumento que
pruebe la existencia de Dios? Ciertamente, yo hallo en mí
su idea, es decir, la idea de un ser sumamente perfecto, no
menos que hallo la de cualquier figura o número; y no co-
nozco con menor claridad y distinción que pertenece a su
naturaleza una existencia eterna, de como conozco que todo
lo que puedo demostrar de alguna figura o número perte-
nece verdaderamente a la naturaleza de éstos. Y, por tanto,
aunque nada de lo que he concluido en las Meditaciones
precedentes fuese verdadero, yo debería tener la existencia
de Dios por algo tan cierto, como hasta aquí he considerado
las verdades de la matemática, que no atañen sino a núme-
ros y figuras; aunque, en verdad, ello no parezca al principio
del todo patente, presentando más bien una apariencia de
158 René Descartes

sofisma. Pues teniendo por costumbre, en todas las demás


cosas, distinguir entre la existencia y la esencia, me persua-
do fácilmente de que la existencia de Dios puede separarse
de su esencia, y que, de este modo, puede concebirse a Dios
como no existiendo actualmente. Pero, sin embargo, pen-
sando en ello con más atención, hallo que la existencia y la
esencia de Dios son tan separables como la esencia de un
triángulo rectilíneo y el hecho de que sus tres ángulos val-
gan dos rectos, o la idea de montaña y la de valle; de suerte
que no repugna menos concebir un Dios (es decir, un ser
supremamente perfecto) al que le falte la existencia (es de-
cir, al que le falte una perfección), de lo que repugna concebir
una montaña a la que le falte el valle.
Pero aunque, en efecto, yo no pueda concebir un Dios
sin existencia, como tampoco una montaña sin valle, con
todo, como de concebir una montaña con valle no se sigue
que haya montaña alguna en el mundo, parece asimis-
mo que de concebir a Dios dotado de existencia no se sigue
que haya Dios que exista: pues mi pensamiento no impone
necesidad alguna a las cosas; y así como me es posible ima-
ginar un caballo con alas, aunque no haya ninguno que las
tenga, del mismo modo podría quizá atribuir existencia a
Dios, aunque no hubiera un Dios existente.
Pero no es así: precisamente bajo la apariencia de esa
objeción es donde hay un sofisma oculto. Pues del hecho de
no poder concebir una montaña sin valle, no se sigue que
haya en el mundo montaña ni valle alguno, sino sólo que la
montaña y el valle, háyalos o no, no pueden separarse uno
de otro; mientras que, del hecho de no poder
concebir, a
Dios, sin la existencia, se sigue que la existencia es insepar
a-
ble de El, y, por tanto, que verdaderamente existe. Y
no se
trata de que mi pensamiento pueda hacer que ello sea
así,
ni de que imponga a las cosas necesidad alguna; sino
que,
al contrario, es la necesidad de la cosa misma, a
saber, de la
Meditaciones metafísicas 159

existencia de Dios, la que determina a mi pensamiento para


que piense eso. Pues yo no soy libre de concebir un Dios sin
existencia (es decir, un ser sumamente perfecto sin perfec-
ción suma), como sí lo soy de imaginar un caballo sin alas o
con ellas.
Y tampoco puede objetarse que no hay más remedio que
declarar que existe Dios tras haber supuesto que posee to-
das las perfecciones, siendo una de ellas la existencia, pero
que esa suposición primera no era necesaria; como no es
necesario pensar que todas las figuras de cuatro lados pue-
den inscribirse en el círculo, pero, si yo supongo que sí, no
tendré más remedio que decir que el rombo puede inscri-
birse en el círculo, y así me veré obligado a declarar una
cosa falsa.
Digo que esto no puede alegarse como objeción, pues,
aunque desde luego no es necesario que yo llegue a tener
alguna vez en mi pensamiento la idea de Dios, sin embar-
go, si efectivamente ocurre que dé en pensar en un ser
primero y supremo, y en sacar su idea, por así decirlo, del
tesoro de mi espíritu, entonces sí es necesario que le atribu-
ya toda suerte de perfecciones, aunque no las enumere todas
ni preste mi atención a cada una de ellas en particular. Y
esta necesidad basta para hacerme concluir (luego de haber
reconocido que la existencia es una perfección) que ese ser
primero y supremo existe verdaderamente; de aquel modo
tampoco es necesario que yo imagine alguna vez un trián-
gulo, pero, cuantas veces considere una figura rectilínea
compuesta sólo de tres ángulos, sí será absolutamente ne-
cesario que le atribuya todo aquello de lo que se infiere que
sus tres ángulos valen dos rectos, y esta atribución será im-
plícitamente necesaria, aunque explícitamente no me dé
cuenta de ella en el momento de considerar el triángulo.
Pero cuando examino cuáles son las figuras que pueden
inscribirse en un círculo, no es necesario en modo alguno
160 René Descartes

pensar que todas las de cuatro lados son capaces de ello;


por el contrario, ni siquiera podré suponer fingidamente que
así ocurra, mientras no quiera admitir en mi pensamien-
to nada que no entienda con claridad y distinción. Y, por
consiguiente, hay gran diferencia entre las suposiciones fal-
sas, como lo es ésta, y las ideas verdaderas nacidas conmigo,
de las cuales es la de Dios la primera y principal.
Pues, en efecto, vengo a conocer de muchas maneras
que esta idea no es algo fingido o inventado, dependiente
sólo de mi pensamiento, sino la imagen de una naturaleza
verdadera e inmutable. En primer lugar, porque, aparte
Dios, ninguna otra cosa puedo concebir a cuya esencia per-
tenezca necesariamente la existencia. En segundo lugar,
porque me es imposible concebir dos o más dioses de la
misma naturaleza, y, dado que haya uno que exista ahora,
veo con claridad que es necesario que haya existido antes
desde toda la eternidad, y que exista eternamente en el fu-
turo. Y, por último, porque conozco en Dios muchas otras
cosas que no puedo disminuir ni cambiar en nada.
Por lo demás, cualquiera que sea el argumento de que
me sirva, siempre se vendrá a parar a lo mismo: que sólo
tienen el poder de persuadirme por entero las cosas que
concibo clara y distintamente. Y aunque entre éstas, sin duda,
hay algunas manifiestamente conocidas de todos, y otras
que sólo se revelan a quienes las consideran más de cerca y
las investigan con diligencia, el caso es que, una vez descu-
biertas, no menos ciertas son las unas que las otras. Así, por
ejemplo, aunque no sea a primera vista tan patente que, en
todo triángulo rectángulo, el cuadrado de la base es igual a
la suma de los cuadrados de los otros dos lados, como que,
en ese mismo triángulo, la base está opuesta al ángulo ma-
yor, sin embargo, una vez sabido lo primero, vemos que es
tan verdadero como lo segundo. Y por lo que a Dios toca,
es cierto que si mi espíritu estuviera desprovisto de algunos
Meditaciones metafísicas 161

prejuicios, y mi pensamiento no fuera distraído por la conti-


nua presencia de las imágenes de las cosas sensibles, nada
conocería primero ni más fácilmente que a Él. Pues, ¿hay
algo más claro y manifiesto que pensar que hay un Dios, es
decir, un ser supremo y perfecto, el único en cuya idea está
incluida la existencia, y que, por tanto, existe?
Y aunque haya necesitado una muy atenta considera-
ción para concebir esa verdad, sin embargo, ahora, no sólo
estoy seguro de ella como de la cosa más cierta, sino que,
además, advierto que la certidumbre de todas las demás
cosas depende de ella tan por completo, que sin ese conoci-
miento sería imposible saber nunca nada perfectamente.
Pues aunque mi naturaleza es tal que, nada más com-
prender una cosa muy clara y distintamente, no puedo dejar
de creerla verdadera, sin embargo, como también mi natu-
raleza me lleva a no poder fijar siempre mi espíritu en una
misma cosa, y me acuerdo a menudo de haber creído ver-
dadero algo cuando ya he cesado de considerar las razones
que yo tenía para creerlo tal, puede suceder que en ese mo-
mento se me presenten otras razones que me harían cambiar
fácilmente de opinión, si no supiese que hay Dios. Y así
nunca sabría nada a ciencia cierta, sino que tendría tan sólo
opiniones vagas e inconstantes. Así, por ejemplo, cuando
considero la naturaleza del triángulo, sé con evidencia, pues
estoy algo versado en geometría, que sus tres ángulos valen
dos rectos, y no puedo por menos de creerlo, mientras está
atento mi pensamiento a la demostración; pero tan pronto
como esa atención se desvía, aunque me acuerde de haberla
entendido claramente, no es difícil que dude de la verdad
de aquella demostración, si no sé que hay Dios. Pues puedo
convencerme de que la naturaleza me ha hecho de tal ma-
nera que yo pueda engañarme fácilmente, incluso en las
cosas que creo comprender con más evidencia y certeza; y a
ello me persuade sobre todo el acordarme de haber creído
a menudo que eran verdaderas y ciertas muchas cosas, que
162 René Descartes

luego otras razones distintas me han llevado a juzgar ab-


solutamente falsas.
Pero tras conocer que hay un Dios, y a la vez que todo
depende de ÉL, y que no es falaz, y, en consecuencia, que
todo lo que concibo con claridad y distinción no puede por
menos de ser verdadero, entonces, aunque ya no piense en
las razones por las que juzgué que esto era verdadero, con
tal de que recuerde haberlo comprendido clara y distinta-
mente, no se me puede presentar en contra ninguna razón
que me haga ponerlo en duda, y así tengo de ello una cien-
cia verdadera y cierta. Y esta misma ciencia se extiende
también a todas las demás cosas que recuerdo haber de-
mostrado antes, como, por ejemplo, a las verdades de la
geometría y otras semejantes; pues ¿qué podrá objetárseme
para obligarme a ponerlas en duda? ¿Se me dirá que mi
naturaleza es tal que estoy muy sujeto a equivocarme?
Pero ya sé que no puedo engañarme en los juicios cuyas
razones conozco con claridad. ¿Se me dirá que, en otro tiem-
po, he considerado verdaderas muchas cosas que luego he
reconocido ser falsas? Pero no había conocido clara y
distintamente ninguna de ellas, e ignorando aún esta regla
que me asegura la verdad, había sido impelido a creerlas
por razones que he reconocido después ser menos fuertes
de lo que me había imaginado. ¿Qué otra cosa podrá
oponérseme? ¿Acaso que estoy durmiendo (como yo mis-
mo me había objetado anteriormente), o sea, que los
pensamientos que ahora tengo no son más verdaderos que
las ensoñaciones que imagino estando dormido? Pero aun
cuando yo soñase, todo lo que se presenta a mi espíritu
con
evidencia es absolutamente verdadero.
Y así veo muy claramente que la certeza y verdad de
toda ciencia dependen sólo del conocimiento del verdad
ero
Dios; de manera que, antes de conocerlo, yo no
podía saber
con perfección cosa alguna. Y ahora que lo conozco
tengo
Meditaciones metafísicas 163

el medio de adquirir una ciencia perfecta acerca de infini-


dad de cosas: y no sólo acerca de Dios mismo, sino también
de la naturaleza corpórea, en cuanto que ésta es objeto de la
pura matemática, que no se ocupa de la existencia del cuerpo.
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Meditación sexta

De la existencia de las cosas materiales,


y de la distinción real entre
el alma y el cuerpo

Sólo me queda por examinar si hay cosas materiales. Y ya


sé que puede haberlas, al menos, en cuanto se las considera
como objetos de la pura matemática, puesto que de tal suer-
te las concibo clara y distintamente. Pues no es dudoso que
Dios pueda producir todas las cosas que soy capaz de con-
cebir con distinción; y nunca he juzgado que le fuera
imposible hacer una cosa, a no ser que ésta repugnase por
completo a una concepción distinta. Además la facultad de
imaginar que hay en mí, y que yo uso, según veo por expe-
riencia, cuando me ocupo en la consideración de las cosas
materiales, es capaz de convencerme de su existencia; pues
cuando considero atentamente lo que sea la imaginación,
hallo que no es sino cierta aplicación de la facultad
cognoscitiva al cuerpo que le está íntimamente presente, y
que, por tanto, existe.
Y para manifestar esto con mayor claridad, advertiré
primero la diferencia que hay entre la imaginación y la pura
intelección o concepción. Por ejemplo: cuando imagino un
166 René Descartes

triángulo, no lo entiendo sólo como figura compuesta de


tres líneas, sino que además considero esas tres líneas como
presentes en mí, en virtud de la fuerza interior de mi espíri-
tu: y a esto, propiamente, llamo “imaginar”. Si quiero pensar
en un quiliógono, entiendo que es una figura de mil lados
tan fácilmente como entiendo que un triángulo es una figu-
ra que consta de tres; pero no puedo imaginar los mil lados
de un quiliógono como hago con los tres del triángulo, ni,
por decirlo así, contemplarlos como presentes con los ojos
de mi espíritu. Y si bien, siguiendo el hábito que tengo de
usar siempre de mi imaginación, cuando pienso en las co-
sas corpóreas, es cierto que al concebir un quiliógono me
represento confusamente cierta figura, es sin embargo evi-
dente que dicha figura no es un quiliógono, puesto que en
nada difiere de la que me representaría si pensase en un
miriágono, o en cualquier otra figura de muchos lados, y de
nada sirve para descubrir las propiedades por las que el
quiliógono difiere de los demás polígonos. Mas si se trata
de un pentágono, es bien cierto que puedo entender su fi-
gura, como la de un quiliógono, sin recurrir a la imaginación;
pero también puedo imaginarla aplicando la fuerza de mi
espíritu a sus cinco lados, y a un tiempo al espacio o área
que encierran. Así conozco claramente que necesito, para
imaginar, una peculiar tensión del ánimo, de la que no hago
uso para entender o concebir; y esa peculiar tensión del áni-
mo muestra claramente la diferencia entre la imaginación y
la pura intelección o concepción.
Advierto, además, que esta fuerza imaginativa que hay
en mí, en cuanto que difiere de mi fuerza intelectiva, no
es en
modo alguno necesaria a mi naturaleza o esencia; pues,
aunque yo careciese de ella, seguiría siendo sin duda el mis-
mo que soy: de lo que parece que puede concluirse que
depende de alguna cosa distinta de mí. Y concibo fácilmen-
te que si existe algún cuerpo al que mi espíritu esté
tan
estrechamente unido que pueda, digámoslo así, mirarlo
en
Meditaciones metafísicas 167

su interior siempre que quiera, es posible que por medio de


él imagine las cosas corpóreas. De suerte que esta manera
de pensar difíere de la pura intelección en que el espíritu,
cuando entiende o concibe, se vuelve en cierto modo sobre
sí mismo, y considera alguna de las ideas que en sí tiene,
mientras que, cuando imagina, se vuelve hacia el cuerpo y
considera en éste algo que es conforme, o a una idea que el
espíritu ha concebido por sí mismo, o a una idea que ha
percibido por los sentidos. Digo que concibo fácilmente que
la imaginación pueda formarse de este modo, si es cierto
que hay cuerpos; y como no puedo encontrar otro camino
para explicar cómo se forma, conjeturo que probablemente
hay cuerpos; pero ello es sólo probable, y, por más que exa-
mino todo con mucho cuidado, no veo cómo puedo sacar,
de esa idea distinta de la naturaleza corpórea que tengo en
mí imaginación, argumento alguno que necesa riamente con-
cluya la existencia de un cuerpo.
Ahora bien: me he habituado a imaginar otras muchas
cosas, además de esa naturaleza corpórea que es el objeto
,
de la pura matemática, como son los colores, los sonidos
los sabores, el dolor y otras semejantes, si bien de un modo
menos distinto. Y como percibo mucho mejor esas cosas por
los sentidos, los cuales, junto con la memoria, parecen
haberlas traído a mi imaginación, creo que, para examinar-
las con mayor comodidad, bien estará que examine al propio
tiempo qué sea sentir, y que vea si me es posible extraer
alguna prueba cierta de la existencia de las cosas corpóreas,
a partir de las ideas que recibo en mi espíritu mediante esa
manera de pensar que llamo “sentir”.
Primeramente recordaré las cosas que, recibidas por
s
los sentidos, tuve antes por verdaderas, y los fundamento
ba mi creenci a; luego examin aré las razone s
en que se apoya
Y, por
que me han obligado, más tarde, a ponerlas en duda.
último, consideraré lo que debo creer ahora.
168 René Descartes

Así pues, sentí primero que tenía una cabeza, manos,


pies, y todos los demás miembros de que está compuesto
este Cuerpo que yo consideraba como una parte de mí mis-
mo, y hasta, acaso, como el todo. Además, sentí que este
cuerpo estaba colocado entre otros muchos, de los que po-
día recibir diversas ventajas e inconvenientes; y advertía las
ventajas por cierto sentimiento de placer, y las desventajas
por un sentimiento de dolor. Además de placer y dolor, sen-
tía en mí también hambre, sed y otros apetitos similares, así
como también ciertas inclinaciones corporales hacia la ale-
gría, la tristeza, la cólera y otras pasiones. Y fuera de mí,
además de la extensión, las figuras y los movimientos de
los cuerpos, notaba en ellos dureza, calor, y demás cualida-
des perceptibles por el tacto. Asimismo, sentía la luz, los
colores, olores, sabores y sonidos, cuya variedad me servía
para distinguir el cielo, la tierra, el mar y, en general, todos
los demás cuerpos entre sí.
Y no me faltaba razón, por cierto, cuando, al consid
erar
las ideas de todas esas cualidades que se ofrecían a mi
pen-
samiento, y que eran las únicas que yo sentía
propia e
inmediatamente, creía sentir cosas completamente
distin-
tas de ese pensamiento mío, a saber: unos cuerpo
s de donde
procedían tales ideas. Pues yo experimentaba
que éstas
se presentaban sin pedirme permiso, de tal maner
a que yo
no podía sentir objeto alguno por mucho que quisier
a, si
éste no se hallaba presente al órgano de uno de
mis senti-
dos; y, si se hallaba presente, tampoco estaba
en mí poder
no sentirlo.
Y puesto que las ideas que yo recibía por medio
de los
sentidos eran mucho más vívidas, expresas,
y hasta más
distintas, a su manera, que las que yo mism
o podía fingir
meditando, o las que encontraba impresas en
mi memoria,
parecía entonces que aquéllas no podían prove
nir de mi
espíritu: así que era necesario que algunas otras
cosas las
Meditaciones metafísicas 169

causaran en mí. Y no teniendo de dichas cosas otro conoci-


miento que el que me suministraban esas mismas ideas, por
fuerza tenía que dar en pensar que las primeras se asemeja-
ban a las segundas.
Y como recordaba, asimismo, que había usado de los
sentidos antes que de la razón, y reconocía que las ideas
que yo formaba por mí mismo no sólo eran menos expre-
sas que las recibidas por medio de los sentidos, sino que las
más de las veces estaban incluso compuestas de partes pro-
cedentes de estas últimas, me persuadía con facilidad de
que no tenía en el entendimiento idea alguna que antes no
hubiera tenido en el sentido
Tampoco me faltaba razón para creer que este cuerpo
(al que por cierto derecho especial llamaba “mío”) me per-
tenecía más propia y estrictamente que otro cuerpo
cualquiera. Pues, en efecto, yo no podía separarme nunca
de él como de los demás cuerpos; en él y por él sentía todos
mis apetitos y afecciones; y era en sus partes, y no en las de
otros cuerpos de él separados, donde advertía yo los sen-
timientos de placer y de dolor.
Mas cuando examinaba por qué a cierta sensación de
dolor sigue en el espíritu la tristeza, y la alegría a la sensa-
ción de placer, o bien por qué cierta excitación del estómago,
que llamo hambre, nos produce ganas de comer, y la seque-
dad de garganta nos da ganas de beber, no podía dar razones
de ello, a no ser que la naturaleza así me lo enseñaba;
pues no hay, ciertamente, afinidad ni relación algunas (al
menos, a lo que entiendo) entre la excitación del estómago
y el deseo de comer, como tampoco entre la sensación de la
cosa que origina dolor y el pensamiento de tristeza que di-
cha sensación produce. Y, del mismo modo, me parecía
haber aprendido de la naturaleza todas las demás cosas que
juzgaba tocante a los objetos de mis sentidos, pues advertía
que los juicios que acerca de esos objetos solía hacer se
170 René Descartes

formaban en mí antes de tener yo tiempo de considerar y


sopesar las razones que pudieran obligarme a hacerlos.
Más tarde, diversas experiencias han ido demoliendo
el crédito que había otorgado a mis sentidos. Pues muchas
veces he observado que una torre que de lejos me había
parecido redonda, de cerca aparecía cuadrada, y que
estatuas enormes, levantadas en lo más alto de esas torres,
me parecían pequeñas, vistas desde abajo. Y así, en otras
muchas ocasiones, he encontrado erróneos los juicios fun-
dados sobre los sentidos externos. Y no sólo sobre los
externos, sino aun sobre los internos; pues ¿hay cosa más
íntima o interna que el dolor? Y, sin embargo, me dijeron
hace tiempo algunas personas a quienes habían cortado bra-
ZOS O piernas, que les parecía sentir a veces dolor en la parte
cortada; ello me hizo pensar que no podía tampoco estar
seguro de que algún miembro me doliese, aunque sintiese
dolor en él.
A estas razones para dudar añadí más tarde otras dos
muy generales. La primera: que todo lo que he creído sentir
estando despierto, puedo también creer que lo siento estan-
do dormido; y como no creo que las cosas que me parece
sentir, cuando duermo, procedan de objetos que estén fue-
ra de mí, no veía por qué habría de dar más crédito a las que
me parece sentir cuando estoy despierto. Y la segunda:
que no conociendo aún, o más bien fingiendo no conocer, al
autor de mi ser, nada me parecía oponerse a que yo estuvie-
ra por naturaleza constituido de tal modo que me engañase
hasta en las cosas que me parecían más verdaderas.
Y en cuanto a las razones que me habían antes persua-
dido de la verdad de las cosas sensibles, no me costó gran
trabajo refutarlas. Pues como la naturaleza parecía condu-
cirme a muchas cosas de que la razón me apartaba, juzgué
que no debía confiar mucho en las enseñanzas de esa natu-
raleza. Y aunque las ideas que recibo por los sentidos no
Meditaciones metafísicas 171

dependieran de mi voluntad, no pensé que de ello debiera


concluirse que procedían de cosas diferentes de mí mismo,
puesto que acaso pueda hallarse en mí cierta facultad (bien
que desconocida para mí hasta hoy) que sea su causa y las
produzca.
Ahora, empero, como ya empiezo a conocerme mejor,
y a descubrir con más claridad al autor de mi origen,
ciertamente sigo sin pensar que deba admitir, temeraria-
mente, todas las cosas que los sentidos parecen enseñarnos,
pero tampoco creo que tenga que dudar de todas ellas en
general.
En primer lugar, puesto que ya sé que todas las cosas
que concibo clara y distintamente pueden ser produci-
das por Dios tal y como las concibo, me basta con poder
concebir clara y distintamente una cosa sin otra, para estar
seguro de que la una es diferente de la otra, ya que, al me-
nos en virtud de la omnipotencia de Dios, pueden darse
separadamente, y entonces ya no importa cuál sea la poten-
cia que produzca esa separación, para que me sea forzoso
estimarlas como diferentes. Por lo tanto, como sé de cierto
que existo, y, sin embargo, no advierto que convenga nece-
sariamente a mi naturaleza o esencia otra cosa que ser cosa
pensante, concluyo rectamente que mi esencia consiste
sólo en ser una cosa que piensa, o una sustancia cuya esen-
cia o naturaleza toda consiste sólo en pensar. Y aunque
acaso (o mejor, con toda seguridad, como diré en seguida)
tengo un cuerpo al que estoy estrechamente unido, con todo,
puesto que, por una parte, tengo una idea clara y distinta
de mí mismo, en cuanto que yo soy sólo una cosa que pien-
sa, y no extensa, y, por otra parte, tengo una idea distinta
del cuerpo, en cuanto que él es sólo una cosa extensa, y no
pensante, es cierto entonces que ese yo (es decir, mi alma,
por la cual soy lo que soy), es enteramente distinto de mi
cuerpo, y que puede existir sin él.
172 René Descartes

Además, encuentro en mí ciertas facultades de pensar


especiales, y distintas de mí, como las de imaginar y sentir,
sin las cuales puedo muy bien concebirme por completo,
clara y distintamente, pero, en cambio, ellas no pueden con-
cebirse sin mí, es decir, sin una sustancia inteligente en la
que están ínsitas. Pues la noción que tenemos de dichas fa-
cultades, o sea (para hablar en términos de la escuela), su
concepto formal, incluye de algún modo la intelección: por
donde concibo que las tales son distintas de mí; así como las
figuras, los movimientos, y demás modos o accidentes de
los cuerpos, son distintos de los cuerpos mismos que los
soportan.
También reconozco haber en mí otras facultades, como
cambiar de sitio, de postura, y otras semejantes, que como
las precedentes, tampoco pueden concebirse sin alguna sus-
tancia en la que estén ínsitas, ni, por consiguiente, pueden
existir sin ella; pero es evidente que tales facultades, si en
verdad existen, deben estar ínsitas en una sustancia corpó-
rea, o sea, extensa, y no en una sustancia inteligente, puesto
que en su concepto claro y distinto está contenida de algún
modo la extensión, pero no la intelección. Hay, además, en
mí cierta facultad pasiva de sentir, esto es, de recibir y reco-
nocer las ideas de las cosas sensibles; pero esa facultad me
sería inútil y ningún uso podría hacer de ella, si no hubiese,
en mí o en algún otro, una facultad activa, capaz de formar
y producir dichas ideas. Ahora bien: esta facultad activa no
puede estar en mí en tanto que yo no soy más que una cosa
que piensa, pues no presupone mi pensamiento, y además
aquellas ideas se me representan a menudo sin que yo con-
tribuya en modo alguno a ello, y hasta a despecho de mi
voluntad; por lo tanto, debe estar necesariamente en una
sustancia distinta de mí mismo, en la cual esté contenida
formal o eminentemente (como he observado más arriba)
toda la realidad que está objetivamente en las ideas que di-
cha facultad produce. Y esa sustancia será, o bien un cuerpo
Meditaciones metafísicas vzS

(es decir, una naturaleza corpórea, en la que está contenido


formal y efectivamente todo lo que está en las ideas objeti-
vamente o por representación), o bien Dios mismo, o alguna
otra criatura más noble que el cuerpo, en donde esté conte-
nido eminentemente eso mismo.
Pues bien: no siendo Dios falaz, es del todo manifiesto
que no me envía esas ideas inmediatamente por sí mismo,
ni tampoco por la mediación de alguna criatura, en la cual
la realidad de dichas ideas no esté contenida formalmente,
sino sólo eminentemente. Pues, no habiéndome dado nin-
guna facultad para conocer que eso es así (sino, por el
contrario, una fortísima inclinación a creer que las ideas me
son enviadas por las cosas corpóreas), mal se entendería
cómo puede no ser falaz, si en efecto esas ideas fuesen pro-
ducidas por otras causas diversas de las cosas corpóreas. Y,
por lo tanto, debe reconocerse que existen cosas corpóreas.
Sin embargo, acaso no sean tal y como las percibimos
por medio de los sentidos, pues este modo de percibir es a
menudo oscuro y confuso; empero, hay que reconocer,
al menos, que todas las cosas que entiendo con claridad y
distinción, es decir, hablando en general, todas las cosas que
son objeto de la geometría especulativa, están realmente en
los cuerpos. Y por lo que atañe a las demás cosas que, o bien
son sólo particulares (por ejemplo, que el sol tenga tal ta-
maño y tal figura), o bien son concebidas con menor claridad
y distinción (como la luz, el sonido, el dolor, y otras seme-
jantes), es verdad que, aun siendo muy dudosas e inciertas,
con todo eso, creo poder concluir que poseo los medios para
conocerlas con certeza, supuesto que Dios no es falaz, y que,
por consiguiente, no ha podido ocurrir que exista alguna
falsedad en mis opiniones sin que me haya sido otorgada a
la vez alguna facultad para corregirla.
Y, en primer lugar, no es dudoso que algo de verdad
hay en todo lo que la naturaleza me enseña, pues por
174 René Descartes

“naturaleza”, considerada en general, no entiendo ahora otra


cosa que Dios mismo, o el orden dispuesto por Dios en
las cosas creadas, y por “mi” naturaleza, en particular, no
entiendo otra cosa que la ordenada trabazón que en mí guat-
dan todas las cosas que Dios me ha otorgado.
Pues bien: lo que esa naturaleza me enseña más expre-
samente es que tengo un cuerpo, que se halla indispuesto
cuando siento dolor, y que necesita comer o beber cuando
siento hambre o sed, etcétera. Y, por tanto, no debo dudar
de que hay en ello algo de verdad.
Me enseña también la naturaleza, mediante esas sensa-
ciones de dolor, hambre, sed, etcétera, que yo no sólo estoy
en mi cuerpo como un piloto en su navío, sino que estoy tan
íntimamente unido y como mezclado con él, que es como si
formásemos una sola cosa. Pues si ello no fuera así, no sen-
tiría yo dolor cuando mi cuerpo está herido, pues no soy
sino una cosa que piensa, y percibiría esa herida con el solo
entendimiento, como un piloto percibe, por medio de la vis-
ta, que algo se rompe en su nave; y cuando mi cuerpo
necesita beber o comer, lo entendería yo sin más, no avisán-
dome de ello sensaciones confusas de hambre y sed. Pues,
en efecto, tales sentimientos de hambre, sed, dolor, etcéte-
ra, no son sino ciertos modos confusos de pensar, nacidos
de esa unión y especie de mezcla del espíritu con el cuerpo,
y dependientes de ella.
Además de esto, la naturaleza me enseña que existen
otros cuerpos en torno al mío, de los que debo perseguir
algunos, y evitar otros. Y, ciertamente, en virtud de sentir yo
diferentes especies de colores, olores, sabores, sonidos, ca-
lor, dureza, etcétera, concluyo con razón que, en los cuerpos
de donde proceden tales diversas percepciones de los senti-
dos, existen las correspondientes diversidades, aunque acaso
no haya semejanza entre éstas y aquéllas. Asimismo, por
serme agradables algunas de esas percepciones, y otras
Meditaciones metafísicas 175

desagradables, infiero con certeza que mi cuerpo (0, por


mejor decir, yo mismo, en cuanto que estoy compuesto de
cuerpo y alma) puede recibir ventajas e inconvenientes va-
rios de los demás cuerpos que lo circundan.
Empero, hay otras muchas cosas que parece haberme
enseñado la naturaleza, y que no he recibido en realidad
de ella, sino que se han introducido en mi espíritu por obra de
cierto hábito que me lleva a juzgar desconsideradamente, y
así puede muy bien suceder que contengan alguna false-
dad. Como ocurre, por ejemplo, con la opinión de que está
vacío todo espacio en el que nada hay que se mueva e im-
presione mis sentidos; o la de que en un cuerpo caliente hay
algo semejante a la idea de calor que yo tengo; o que hay en
un cuerpo blanco o negro la misma blancura o negrura que
yo percibo: o que en un cuerpo amargo o dulce hay el mis-
mo gusto o sabor, y así sucesivamente; o que los astros, las
torres y, en general, todos los cuerpos lejanos, tienen la mis-
ma figura y el mismo tamaño que aparentan de lejos,
etcétera.
Así pues, a fin de que en todo esto no haya nada que no
esté concebido con distinción, debo definir con todo cuida-
do lo que propiamente entiendo cuando digo que la
naturaleza “me enseña” algo. Pues tomo aquí “naturaleza”
en un sentido más estricto que cuando digo que es la re-
unión de todas las cosas que Dios me ha dado, ya que esa
reunión abarca muchas cosas que pertenecen sólo al espíri-
tu (así por ejemplo, la noción verdadera de que lo ya hecho
no puede no haber sido hecho, y muchas otras semejantes,
que conozco por la luz natural sin ayuda del cuerpo), y
aquí
otras que sólo pertenecen al cuerpo, y que tampoco caen
bajo el nombre de “naturaleza” (como la cualidad que tiene
el cuerpo de ser pesado, y otras tales, a las que tampoco me
refiero ahora). Hablo aquí sólo de las cosas que Dios me ha
dado, en cuanto que estoy compuesto de espíritu y cuerpo.
176 René Descartes

Pues bien: esa naturaleza me enseña a evitar lo que me cau-


sa sensación de dolor, y a procurar lo que me comunica
alguna sensación de placer; pero no veo que, además de
ello, me enseñe que de tales diferentes percepciones de los
sentidos debamos nunca inferir algo tocante a las cosas que
están fuera de nosotros, sin que el entendimiento las exami-
ne cuidadosamente antes. Pues, en mi parecer, pertenece al
solo espíritu, y no al compuesto de espíritu y cuerpo, cono-
cer la verdad acerca de esas cosas.
Y así, aunque una estrella no impresione mi vista más
que la luz de una vela, no hay en mí inclinación natural
alguna a creer que la estrella no es mayor que esa llama,
aunque así lo haya juzgado desde mis primeros años, sin
ningún fundamento racional. Y aunque al aproximarme al
fuego siento calor, e incluso dolor si me aproximo algo más,
no hay con todo razón alguna que pueda persuadirme de que
hay en el fuego algo semejante a ese calor, ni tampoco a ese
dolor; sólo tengo razones para creer que en él hay algo, sea
lo que sea, que excita en mí tales sensaciones de calor o dolor.
Igualmente, aunque haya espacios en los que no encuen-
tro nada que excite y mueva mis sentidos, no debo concluir
de ello que esos espacios no contengan cuerpo alguno, sino
que veo que, en ésta como en muchas otras cosas semejan-
tes, me he acostumbrado a pervertir y confundir el orden
de la naturaleza. Porque esas sensaciones que no me han
sido dadas sino para significar a mi espíritu qué cosas con-
vienen o dañan al compuesto de que forma parte, y que en
esa medida son lo bastante claras y distintas, las uso, sin
embargo, como si fuesen reglas muy ciertas para conocer
inmediatamente la esencia y naturaleza de los cuerpos que
están fuera de mí, siendo así que acerca de esto nada pue-
den enseñarme que no sea muy oscuro y confuso.
Pero ya he examinado antes suficientemente cómo pue-
de ocurrir que, pese a la suprema bondad de Dios, haya
Meditaciones metafísicas 177

falsedad en mis juicios. Queda aquí, empero, una dificultad


tocante a las cosas que la naturaleza me enseña que debo
perseguir o evitar, así como a los sentimientos interiores que
ha puesto en mí, pues me parece haber advertido a veces
algún error en ello, de manera que mi naturaleza resulta
engañarme directamente. Así, por ejemplo: cuando el agra-
dable sabor de algún manjar emponzoñado me incita a tomar
el veneno oculto, y, por consiguiente, me engaña. Cierto es,
con todo, que en tal caso mi naturaleza pudiera ser discul-
pada, pues me lleva sólo a desear el manjar de agradable
sabor, y no el veneno, que le es desconocido; de suerte que
nada puedo inferir de esto, sino que mi naturaleza no cono-
ce universalmente todas las cosas: y no hay en ello motivo
de extrañeza, pues, siendo finita la naturaleza del hombre,
su conocimiento no puede dejar de ser limitado.
Pero también nos engañamos a menudo en cosas a que
nos compele directamente la naturaleza, como sucede con
los enfermos que desean beber o comer lo que puede serles
dañoso. Se dirá, acaso, que la causa de que los tales se enga-
ñen es la corrupción de su naturaleza, mas ello no quita la
dificultad, pues no es menos realmente criatura de Dios un
hombre enfermo que uno del todo sano, y, por lo tanto, no
menos repugna a la bondad de Dios que sea engañosa la
naturaleza del enfermo, de lo que le repugna que lo sea
la del sano. Y así como un reloj, compuesto de ruedas y pe-
sas, observa igualmente las leyes de la naturaleza cuando
está mal hecho y no señala bien la hora, y cuando satisface
por entero el designio del artífice, así también, si considero
el cuerpo humano como una máquina fabricada y compuesta
de huesos, nervios, músculos, venas, sangre y piel, y ello de
modo tal que, aun cuando no hubiera en él espíritu alguno,
se movería igual que ahora lo hace cuando su movimiento
no procede de la voluntad, ni por ende del espíritu, y sí sólo
o,
de la disposición de sus órganos, entonces, así considerad
bien que tan natural le sería a ese cuerpo, si,
conozco muy
178 René Descartes

por ejemplo, sufre de hidropesía, padecer la sequedad de


garganta que suele transmitir al espíritu la sensación de sed,
y disponer sus nervios y demás partes del modo requerido
para beber, y, de esa suerte, aumentar su padecimiento y
dañarse a sí mismo, como le es natural, no sufriendo indis-
posición alguna, que una sequedad de garganta semejante
le impulse a beber por pura conveniencia.
Y aunque, pensando en el uso a que el relojestá destina-
do, pueda yo decir que se aparta de su naturaleza cuando
no señala bien la hora, y asimismo, considerando la máqui-
na del cuerpo humano por respecto de sus movimientos
habituales, tenga yo motivo de creer que se aparta de su
naturaleza cuando su garganta está seca y el beber perjudi-
ca su conservación, con todo ello, reconozco que esta
acepción de “naturaleza” es muy diferente de la anterior.
Pues aquí no es sino una mera denominación que depende
por completo de mi pensamiento, el cual compara un hom-
bre enfermo y un reloj mal hecho con la idea que tengo de
un hombre sano y un reloj bien hecho, cuya denominación
es extrínseca por respecto de la cosa a la que se aplica, y no
mienta nada que se halle en dicha cosa; mientras que, muy
al contrario, la otra acepción de “naturaleza” se refiere a
algo que se encuentra realmente en las cosas, y que por tan-
to, no deja de tener algo de verdad.
Y es cierto que, aunque por respecto del cuerpo
hidrópico digamos que su naturaleza está corrompida sólo
en virtud de una denominación extrínseca (cuando decimos
eso porque tiene la garganta seca y, sin embargo, no necesi-
ta beber), con todo, atendiendo al compuesto entero, o sea,
al espíritu unido al cuerpo, no se trata de una mera denomi-
nación, sino de un verdadero error de la naturaleza, pues
tiene sed cuando le es muy nocivo beber; y por lo tanto,
falta por examinar cómo la bondad de Dios no impide que
la naturaleza, así entendida, sea falaz.
Meditaciones metafísicas 179

Advierto, al principio de dicho examen, que hay gran


diferencia entre el espíritu y el cuerpo; pues el cuerpo es
siempre divisible por naturaleza, y el espíritu es enteramente
indivisible. En efecto: cuando considero mi espíritu, o sea, a
mí mismo en cuanto que soy sólo una cosa pensante, no
puedo distinguir en mí partes, sino que me entiendo como
una cosa sola y enteriza. Y aunque el espíritu todo parece
estar unido al cuerpo todo, sin embargo, cuando se separa
de mi cuerpo un pie, un brazo, o alguna otra parte, sé que
no por ello se le quita algo a mi espíritu. Y no pueden lla-
marse “partes” del espíritu las facultades de querer, sentir,
concebir, etc., pues un solo y mismo espíritu es quien quie-
re, siente, concibe, etc. Mas ocurre lo contrario en las cosas
corpóreas o extensas, pues no hay ninguna que mi espíritu
no pueda dividir fácilmente en varias partes, y, por consi-
guiente, no hay ninguna que pueda entenderse como
indivisible. Lo cual bastaría para enseñarme que el espíritu
es por completo diferente del cuerpo, sí no lo supiera ya
de antes.
Advierto también que el espíritu no recibe inmediata-
mente la impresión de todas las partes del cuerpo, sino sólo
del cerebro, o acaso mejor, de una de sus partes más peque-
ñas, a saber, de aquella en que se ejercita esa facultad que
llaman sentido común, la cual, siempre que está dispuesta
de un mismo modo, hace sentir al espíritu una misma cosa,
aunque las demás partes del cuerpo, entretanto, puedan
estar dispuestas de maneras distintas, como lo prueban in-
numerables experiencias, que no es preciso referir aquí.
Advierto, además, que la naturaleza del cuerpo es tal,
que, si alguna de sus partes puede ser movida por otra par-
te un poco alejada, podrá serlo también por las partes que
hay entre las dos, aun cuando aquella parte más alejada no
actúe. Así, por ejemplo, dada una cuerda tensa AB CD, si
se tira, desplazándola, de la última parte D la primera, A, se
180 René Descartes

moverá del mismo modo que lo haría si se tirase de una de


las partes intermedias, B o C, y la última, D, permaneciese
inmóvil. De manera semejante, cuando siento dolor en
un pie, la física me enseña que esa sensación se comunica
mediante los nervios esparcidos por el pie, que son como
cuerdas tirantes que van de allí al cerebro, de modo que cuan-
do se tira de ellos en el pie, tiran ellos a su vez de la parte
del cerebro de donde salen y a la que vuelven, excitando en
ella cierto movimiento, establecido por la naturaleza para
que el espíritu sienta el dolor como si éste estuviera en el
pie. Pero como dichos nervios tienen que pasar por la pier-
na, el muslo, los riñones, la espalda y el cuello, hasta llegar
al cerebro, puede suceder que, no moviéndose sus partes
extremas; que están en el pie, sino sólo alguna de las inter-
medias, ello provoque en el cerebro los mismos movimientos
que excitaría en él una herida del pie; y, por lo tanto, el espí-
ritu sentirá necesariamente en el pie el mismo dolor que si
hubiera recibido una herida. Y lo mismo cabe decir de las
demás percepciones de nuestros sentidos.
Por último, advierto también que, puesto que cada uno
de los movimientos ocurridos en la parte del cerebro de la
que recibe la impresión el espíritu de un modo inmediato,
causa una sola sensación, nada mejor puede entonces ima-
ginarse ni desearse sino que tal movimiento haga sentir al
espíritu, de entre todas las sensaciones que es capaz de cau-
sar, aquella que sea más propia y ordinariamente útil para
la conservación del cuerpo humano en perfecta salud. Aho-
ra bien: la experiencia atestigua que todas las sensaciones
que la naturaleza nos ha dado son tal y como acabo de decir:
y por lo tanto, que todo cuanto hay en ellos da fe del poder y
la bondad de Dios.
Así, por ejemplo, cuando los nervios del pie son movi-
dos con más fuerza de la ordinaria, su movimiento, pasand
o
por la médula espinal hasta el cerebro, produce en el espírit
u
Meditaciones metafísicas 181

una impresión que le hace sentir algo, a saber: un dolor ex-


perimentado como si estuviera en el pie, cuyo dolor advierte
al espíritu, y le excita a hacer lo posible por suprimir su
causa, muy peligrosa y nociva para el pie.
Cierto es que Dios pudo instituir la naturaleza huma-
na de tal suerte que ese mismo movimiento del cerebro
hiciera sentir al espíritu otra cosa enteramente distinta;
por ejemplo, que se hiciera sentir a sí mismo como estando
alternativamente, ora en el cerebro, ora en el pie, o bien
como produciéndose en algún lugar intermedio, o de cual-
quier otro modo posible; pero nada de eso habría contribuido
tanto a la conservación del cuerpo como lo que en efecto
ocurre.
Así también, cuando necesitamos beber, nace de ahí cier-
ta sequedad de garganta que mueve sus nervios y, mediante
ellos, las partes interiores del cerebro, y ese movimiento hace
sentir al espíritu la sensación de la sed, porque en tal oca-
sión nada nos es más útil que saber que necesitamos beber
para conservar nuestra salud. Y así sucede con las demás
cosas.
Es del todo evidente, por ello, que a la suprema bondad
de Dios, la naturaleza humana, en cuanto compuesta de
espíritu y cuerpo, no puede dejar de ser falaz a veces.
Pues si alguna causa excita, no en el pie, sino en alguna
parte del nervio que une pie y cerebro, o hasta en el cerebro
mismo, igual movimiento que el que ordinariamente se
produce cuando el pie está indispuesto, sentiremos dolor
en ei pie, y el sentido será engañado naturalmente; porque
un mismo movimiento del cerebro no puede causar
sino una misma sensación en el espíritu, y siendo provoca-
da esa sensación mucho más a menudo por una causa que
daña al pie que por otra que esté en otro lugar, es mucho
más razonable que transmita al espíritu el dolor del pie que
el de ninguna otra parte. Y aunque la sequedad de garganta
182 René Descartes

no provenga a veces, como suele, de que la bebida es nece-


saria para la salud del cuerpo, sino de alguna causa contraria,
como ocurre con los hidrópicos, con todo, es mucho mejor
que nos engañe en dicha circunstancia, que si, por el contra-
rio, nos engañara siempre, cuando el cuerpo está bien
dispuesto. Y así sucesivamente.
Y esta consideración me es muy útil, no sólo para reco-
nocer todos los errores a que está sometida mi naturaleza,
sino también para evitarlos, o para corregirlos más fácil-
mente. Pues sabiendo que todos los sentidos me indican con
más frecuencia lo verdadero que lo falso, tocante a las cosas
que atañen a lo que es útil o dañoso para el cuerpo, y pu-
diendo casi siempre hacer uso de varios para examinar una
sola y misma cosa, y, además, contando con mi memoria
para enlazar y juntar los conocimientos pasados a los pre-
sentes, y con mi entendimiento, que ha descubierto ya
todas
las causas de mis errores, no debo temer en adelante que
sean falsas las cosas que mis sentidos ordinariamente
me
representan, y debo rechazar, por hiperbólicas y ridículas
,
todas las dudas de estos días pasados; y en particular,
aque-
lla tan general acerca del sueño, que no podía yo distingu
ir
de la vigilia. Pues ahora advierto entre ellos una muy
nota-
ble diferencia: y es que nuestra memoria no puede
nunca
enlazar y juntar nuestros sueños unos con otros, ni
con el
curso de la vida, como sí acostumbra a unir
las cosas que
nos acaecen estando despiertos, En efecto: si estando
des-
pierto se me apareciese alguien de súbito, y desapare
ciese
de igual modo como lo hacen las imágenes que
veo en sue-
ños, sin que yo pudiera saber de dónde venía ni
adónde iba,
no me faltaría razón para juzgarlo como un espectro
o fan-
tasma formado en mi cerebro, más bien que
como un
hombre, y en todo semejante a los que imagino,
cuando
duermo. Pero cuando percibo cosas, sabiendo
distintamente
el lugar del que vienen y aquél en que están,
así como el
tiempo en el que se me aparecen, y pudiendo
enlazar sin
Meditaciones metafísicas 183

interrupción la sensación que de ellas tengo con el restante


curso de mi vida, entonces estoy seguro de que las percibo
despierto, y no dormido. Y no debo en modo alguno dudar
acerca de la verdad de esas cosas, si, tras recurrir a todos
mis sentidos, a mi memoria y a mi entendimiento para
examinarlas, ninguna de esas facultades me dice nada que
repugne a las demás. Pues no siendo Dios falaz, se sigue
necesariamente que no me engaña en esto.
Empero, como la necesidad de obrar con premura nos
obliga a menudo a decidirnos sin haber tenido tiempo para
exámenes cuidadosos, hay que reconocer que la vida hu-
mana está frecuentemente sujeta al error en las cosas
particulares; en suma, hay que confesar la endeblez de nues-
tra naturaleza.
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Una reflexión

E su Discurso del Método, Descartes expone su forma de


pensar, su método, para poder llegar a conclusiones verda-
deras, utilizando la razón.
Descartes expone brevemente cuatro reglas.

1o. ”...no recibir como verdadero lo que con toda eviden-


cia no reconociese como tal, evitando cuidadosamente
la precipitación y los prejuicios, y no aceptando como
cierto sino lo presente a mi espíritu de manera tan clara
y distinta que acerca de su certeza no pudiera caber la
menor duda”.

Sólo estamos seguros de que no estamos seguros de


nada. Unas palabras acerca de las verdades. Una verdad
absoluta, se cumple en todo el universo. Como no conoce-
mos todo el universo, y este es infinito, no podemos
comprender verdades absolutas porque éstas son infinitas
(y nosotros no). Nunca podremos hablar de verdades abso-
lutas (ni de falsedades absolutas). Nuestras verdades son
verdades relativas, ya que no podemos decir si son válidas
universalmente, debido a nuestra finitud. Y uno nunca pue-
de tener una certeza absoluta de nuestras verdades relativas.
Descartes dijo que cada cosa tiene sólo una verdad. Sí, una
186 René Descartes

sola verdad absoluta. Pero ésta es inalcanzable. En nuestro


mundo (el mundo de cada quién), pueden cumplirse siem-
pre las verdades relativas, pero lo más probable es que una
vez saliéndose del contexto en que una verdad se cumplía,
deje de cumplirse. Hay que tener en cuenta que el precepto de
Descartes se cumple sólo para verdades relativas. El méto-
do de Descartes es válido en el mundo de Descartes. Todas
las ideas son válidas en el contexto en el que fueron planteadas.
¿Que las matemáticas son verdades absolutas? ¡Claro
que no! Fue precisamente ahí donde se empezó a derrumbar
el mundo/ monstruo de la lógica y la razón. Aparentemen-
te no hay problemas porque nosotros creamos sus axiomas. Y
así de fácil como los creamos, los podemos cambiar. ¿Pero
en la naturaleza? Ahí no pusimos los axiomas. Las ciencias
naturales tratan de descubrirlos, ¿pero en verdad hay axio-
mas que descubrir?

20. ”...la división de cada una de las dificultades con


que tropieza la inteligencia al investigar la verdad, en
tantas partes como fuera necesario para resolverlas”.

Es cierto que si un problema es grande, hay que atacar-


lo por partes. Pero un reduccionismo “a lo bestia” hace que
se pierda la comprensión del sistema que se está estudian-
do al tomar las partes sin tomar en cuenta las interacciones
que hay entre ellas. La teoría de Sistemas Complejos actual-
mente trata de sanar este bache.

30. ”...ordenar los conocimientos, empezando siempre


por los más sencillos, elevándonos por grados hasta lle-
gar a los más compuestos, y suponiendo un orden en
aquellos que no lo tenían por naturaleza”.

Esta es un arma de doble filo. Sirve para comprender,


pero también para distorsionar las relaciones entre las cosas.
Una reflexión 187

Otro punto es que los más sencillos, desde el punto de la


evolución de la cognición, son producto de los más com-
puestos. Un animal primero ve objetos. Al su cerebro
reconocer similitudes entre objetos, empieza a crear sujetos
(conceptos). Después clasifica estos sujetos, dependiendo de
las propiedades en común que estos tengan, para finalmen-
te llegar al Ser. Este proceso evolutivo tomó millones de años,
pero hay que tener en cuenta de dónde vienen las cosas.
Descartes propone ir de lo más sencillo a lo más compuesto,
cuando evolutivamente fue al revés. Esto implica que es más
fácil tener un error en los conceptos más sencillos que en los
más compuestos. Al basar un sistema en los conceptos más
sencillos, se le están poniendo a un rascacielos cimientos de
popote. Es una pirámide invertida. Con tirar el Ser, se cae
todo su mundo. Sería más robusto poner al Ser hasta arriba,
pero creo que la opción más completa es las dos al mismo
tiempo (¡no con ese tipo de lógica!).

40. “...hacer enumeraciones tan completas y generales,


que me dieran la seguridad de no haber incurrido en
ninguna omisión”.

La misma crítica que en el primer precepto. La seguridad


es para su mundo, pero muy dentro de sí, Descartes sabe
que nunca podrá decir que ya no hay ninguna omisión.
Descartes, al ver que no son fiables las formas de pen-
sar que le fueron enseñadas, se propone el crear la suya
propia. Toma una posición escéptica: ya que no se puede
fiar de lo que le fue enseñado, ni de sus bases, empieza por
dudar de “todo”. Hay que notar que Descartes nunca duda
de su fe. Esto lo lleva a preguntarse: ¿de qué puedo estar
seguro? Se responde que puede estar seguro que se está
preguntando de qué puede estar seguro. Por lo tanto, Des-
cartes está seguro de que piensa, y por lo tanto, existe. Esta
188 René Descartes

es su metafísica, la base para su razón. Sólo hay que notar


que, aunque cada quién tenga una metafísica distinta, Des-
cartes distingue (tal vez inconscientemente) muy bien en
qué debe de consistir una metafísica: son los axiomas de la
razón.
El “problema” en Descartes es que no duda de sus creen-
cias, su fe, su metafísica. Una vez que cree estar seguro de
algo, no lo pone en duda, porque “ya lo probó”. No permite
que su método se mejore a sí mismo, se adapte, en base a
la experiencia. ¿Pero entonces, debemos basar, como los
existencialistas, el ser en la existencia? No, por las razones
ya expuestas por Descartes, pero sí, por lo que acabamos de
exponer. Podemos decir que la razón se basa en la existen-
cia, y la existencia en la razón: pienso, luego existo. Y existo
y luego pienso. Pienso sí y sólo si existo.
Tantas discusiones y críticas a Descartes se dan preci-
samente por que tenemos distintas creencias, y estamos en
distintos contextos. Si Descartes hubiese vivido en nuestros
tiempos hubiera pensado muy diferente (¡la razón depende
de la experiencia! y la experiencia de la razón, las dos de las
creencias y las creencias de las dos primeras).
¿Entonces el trabajo de Descartes fue inútil? ¡Claro que
no! Es en los errores de nuestros antepasados donde apren-
demos. Es de los escombros de sus ideas derrumbadas donde
construimos las nuestras. Además, si hubiese logrado su
propósito, los filósofos no tendrían trabajo, la vida no val-
dría la pena de ser pensada, y finalmente los humanos no
seríamos humanos. El trabajo de nuestros ancestros es in-
completo. Tenemos la oportunidad de hacerlo más completo.
Por suerte, nunca llegaremos a completarlo.
Contenido

OA A 5

A A OS 19

Primera Parte ,icaoncacarronianeroao oneneratenanen eocacon cinnoras


onenno 21
Segunda Parte momcnicconinconinnnnnncancononcerancerenne ricota 29
Tercera parte commcioccocnonoonnnnnennennononncoronenenn nnrre 399
Cuarta PATÍÉ ..coconconnnonarcnnoren onconoennencnaneninezna ros oda 47
Quinta parte .coocioonaconinonencnronanncnnononacananonenon orosrresnrnaneness 27
Sexta Parte cococcnconononannenasno ncencorencncnnarac ninos 71

Meditaciones Metafísicas

PIOÍOBO coimncrsconnnsionnicinntoordaro rotaciones 29

Resumen de las seis meditaciones siguientes ........... 99


Meditación priMeTA coocococcnnncnnnnncorencnnennorocnonennnenienens 107
190 René Descartes

Meditación seguida A 115


Mediación terra A 127
Meditación cdta EN 145
peditación: QUID dl eto a 155
Meditación str a e a to 165

Una refléión a pides erro e loteo: ds 185


TÍTULOS DE ESTA COLECCIÓN
Diálogos 1. Platón

Diálogos II. Platón

Diario de un Seductor. Sóren Kierkegaard

Discurso del Método. René Descartes

El Amor y la Religión. Sóren Kierkegaard

El Contrato Social. J..J. Rousseau

El Hombre Mediocre. José Ingenieros

El Origen de la Vida. 4. 1. Oparín

El Príncipe. N. Maquiavelo

Ética Nicomaquea. Aristóteles

Lo Bello y Lo Sublime. Immanuel Kant

La Conquista de la Felicidad. B. Russell

Teoría del Conocimiento. J. Hessen

Tratado de la Desesperación. Sóren Kierkegaard

Utopía. Tomás Moro


Esta obra se terminó de imprimir en
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con el núm. de registro RSC-048 e
ISO-14001-1996/NMX-SAA-001: 1998 IMNC
Con el núm. de Registro RSAA-003
¡PA estableció: "En nuestra búsqueda del
camino directo a la verdad, no deberíamos ocuparnos de
objetos de los que no podamos lograr una certidumbre
similar a las de las demostraciones de la aritmética y la
geometría”. Por esta razón determinó no creer ninguna
verdad hasta haber establecido las razones para creerla. El
único conocimiento seguro a partir del cual comenzó sus
investigaciones lo expresó en la famosa sentencia:
Cogito, ergo sum, "Pienso, luego existo". Partiendo del
principio de que la clara conciencia del pensamiento prue-
ba su propia existencia, mantuvo la existencia de Dios.
Su pensamiento supone la implantación del método
científico de carácter lógico-deductivo, en el que los fenó-
menos pueden ser explicados a partir del mecanismo
natural causa-efecto y están, por tanto, sujetos a predic-
ción e interpretación por parte del intelecto humano. La
duda, el cuestionamiento de raíz de lo establecido, supone
la herramienta básica de búsqueda de la verdad y el inicio
de todo conocimiento.
Es en la presente obra, Discurso del Método, donde
Descartes describe sus especulaciones filosóficas.

ISBN 970-666-962-0 >

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Clásicos Philosophia

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