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En 1951 Enrique Lafuente Ferrari postulaba sobre La fundamentación y los problemas de la Historia
del Arte y reclamaba protagonismo para esta última disciplina como nueva ciencia rectora de lo
que él denominaba las nuevas humanidades visuales, que en su opinión habían venido a desplazar a
las humanidades clásicas y de naturaleza literaria.
Desde los años noventa, se ha acrecentado el interés por el estudio de las imágenes desde otras
disciplinas de las humanidades más allá de la historia del arte. Uno de los primeros en abordar los
orígenes de las relaciones existentes entre las artes y las imágenes como forma de interpretar el
pasado en su propio devenir histórico fue Francis Haskell en la obra La historia y sus imágenes
(1994). En su libro reconoce la falta de sensibilidad y la forma algo tosca del historiador al recurrir a
la iconografía.
El primer aspecto de interés para determinar el valor documental de una imagen es el grado de
veracidad que se le pudo haber reconocido como testimonio ocular de un hecho en opinión de sus
coetáneos. La inserción de leyendas y descripciones junto a imágenes de acontecimientos históricos
es uno de los elementos que permiten entrever la intención de conservar la memoria de un hecho.
Ejemplo:
Lo normal en este tipo de programas iconográficos durante la Edad Moderna fue tender a
composiciones más complejas que hacían resaltar la exaltación del personaje a través de
diferentes recursos simbólicos, como el uso de alegorías y deidades de la mitología clásica. Un
ejemplo representativo de estas prácticas en pleno apogeo del barroco fue el ciclo de veinticuatro
cuadros que empezó a pintar Peter Paul Rubens en 1621 consagrados a la gloria de María de Médicis.
Una práctica habitual entre las casas reales europeas será el encargo de obras conmemorativas
sobre los acontecimientos ligados a su historia que se materializara en diversos soportes, escenarios
y lugares, siendo además promovidos por toda clase de particulares e instituciones. Las escenas
alegóricas acabarán siendo enormemente frecuente, constituyéndose convenciones comunes a
determinados hechos -como el de los nacimientos de príncipes- y usando aquellas personificaciones
más habitualmente asociadas a las ideas y virtudes propias del buen gobierno, de ahí que se
repitieran composiciones muy similares entre sí en diferentes monarquías usando los mismos
códigos simbólicos de representación como semántica del poder.
Con el nacimiento de la imprenta y del grabado, las posibilidades de difusión del poema se
multiplicaron. A principios del siglo XVI el libro impreso comenzaba a desarrollar unas formas
propias y autónomas del códice manuscrito, con la incorporación de motivos decorativos -orlas,
viñetas o iniciales- y de escenas más complejas que ilustraran sus contenidos. El medio más
económico, rápido y eficaz de ilustrar los libros fue el grabado en madera o entalladura, ya que
facilitaba estampar a la vez y en una misma página el texto del molde tipográfico y el taco de madera
sobre el que se grababa la imagen.
A mediados del siglo XVI aparecen nuevas maneras de concebir sus ilustraciones, con profusión de
imágenes que se conciben como una traducción pictórica paralela a la narrativa.
Frente a estas ediciones profusamente ilustradas impulsadas en el entorno de Francia, Países Bajos y
Alemania, en Italia y España fue quizás más común la tendencia de ilustrar las primeras traducciones
a estas lenguas con una única imagen por cada uno de los quince libros en que se dividía el poema.
CONCLUSIONES
El creciente interés experimentado hacia el estudio de las imágenes en nuestro tiempo ha obligado a
reformular la concepción en torno a su valor documental y los diferentes usos y fines que se les ha
dado como testimonios históricos de un periodo determinado por lo que se hace igualmente
necesario conocer nuevas fórmulas de análisis que permitan comprender los procesos de cambio,
asimilación y apropiación que experimentaron estos materiales y los diversos escenarios en los que
tuvieron lugar