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Aprender historia a través de las imágenes: mapas, fotos y artes plásticas

Las artes plásticas

¿Si el arte es capaz de hacernos felices, puede también hacernos buenos?


¿Si puede llevarnos al éxtasis o conmovernos hasta hacernos llorar, podría
también convertirnos en violentos ciudadanos? ¿Puede la pintura secular
moderna tener el poder de conversión de las grandes obras maestras del arte
cristiano: el poder de salvar almas, no del pecado, sino de caer en el
egoísmo? ¿Debe el poder del arte prestarse al arte del poder?

A todas estas cuestiones Jacques-Louis David respondió con un rotundo sí,


al menos durante el período de su vida que fue más importante, la época en
la que Francia se transformaba por la Revolución. Fue entonces cuando
creyó que un tipo de arte apropiado podía convertir a un simple grupo de
espectadores en una comunidad moral. De ese modo, sus cuadros –un
desfile de héroes, víctimas y mártires– vibraban con la orden de pertenecer.
Entrad en nuestro mundo, decían sus cuadros, un lugar magnífico y
grandioso, y escaparéis de la solitaria aleatoriedad de la existencia individual:
entraréis en el interior de la carpa de la ciudadanía virtuosa. Para ejercer esa
magnética atracción, el arte, como bien sabía David, debía ser mucho más
que un mero vehículo de deleite. Tenía que contar emocionantes relatos;
tenía que impactar, embelesar, estimular y, a veces, aterrorizar. Debía servir
para cambiar vidas, y con ellas también la propia historia. Impulsado por lo
que creía a pies juntillas, pero poniéndolo en práctica en imágenes de una
pasión controlada hasta extremos insospechados, Jacques-Louis David
inventó la propaganda visual moderna (Simon Schama, El poder del arte).

Las historias del arte suelen establecer una periodización


relativamente canónica para clasificar las formas de expresión
asumiendo como presupuesto básico que cada época y cada
sociedad han expresado sus visiones del mundo, sus emociones y
sus ideas a través de la pintura, la escultura, la arquitectura, la
música, la danza y la literatura según estilos propios. Las tres
primeras suelen ser agrupadas en lo que se conoce como artes
plásticas.
En sintonía con las grandes periodizaciones de la historia, los
períodos en los que se clasifica la tradición artística de las
sociedades occidentales también son la prehistoria, la Antigüedad
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clásica, la Alta y la Baja Edad Media, la Edad Moderna y la Edad


Contemporánea. Cada uno de estos períodos estaría, a su vez,
segmentado en otros, según estilos, épocas y sociedades. Solo por
mencionar algunos ejemplos: la prehistoria se identifica con las
pinturas rupestres del paleolítico (períodos a veces incluso
restringidos a regiones específicas); la Baja Edad Media, con el arte
románico de los murales de escenas religiosas y con el arte gótico de
los retablos típicos en todas las iglesias (aunque también, según
estilos regionales particulares: italiano, flamenco, etc.); en la Edad
Moderna, el Renacimiento, marcado por el naturalismo y la
introducción de la perspectiva en la representación de objetos y
escenas.
Pero no se trata solo de cuestiones estilísticas. Otro de los elementos
que permiten establecer distinciones entre las expresiones plásticas
a lo largo de la historia es la dimensión social o cultural de la práctica
artística y de sus objetos: por un lado, cada época está atravesada
por un modo de concebir la imagen; por otro, en cada tiempo, las
imágenes son elaboradas y puestas a circular de maneras concretas.
Tanto lo uno como lo otro sugieren las funciones que esa imagen
podía o pretendía desempeñar. Por ejemplo, la iconografía cristiana,
que era abundante y variada, circulaba en diversos soportes y
tamaños, y contribuía a difundir la historia cristiana y a reforzar el
valor simbólico de los rituales entre los fieles, especialmente entre
una población mayormente analfabeta. En los relatos de viajes, las
imágenes aparecían “evidentemente destinadas a facilitar al lector la
transferencia del texto a la visión y, por este medio, a instruir
conmoviendo o provocando la risa” (Zumthor, 1993: 257) y podían
ser añadidas en sucesivas copias o ediciones:
La historia de los manuscritos de Marco Polo es ejemplar a este
respecto: el más antiguo, posterior en pocos años al original, no está
ilustrado; algunas miniaturas se introducen en las copias ejecutadas
hacia 1350. Su número (y su originalidad relativa) aumenta en el siglo
XV, y el manuscrito 5219 de la Biblioteca del Arsenal, de principios del
siglo XVI, incluye casi doscientas (Zumthor, 1993: 257).

En las cortes, además, estaba extendida la costumbre de utilizar, en


la decoración de palacios y monasterios, imágenes murales
(pinturas, tapices, etc.) que ilustraran acontecimientos de gran
trascendencia. Más allá de estos usos específicos, hacia el siglo XV,
las imágenes (ya fueran figurativas u ornamentales sin un valor
semántico claramente definido) tenían una gran fuerza comunicativa
porque no funcionaban como representaciones mentales, sino como
indicios de lo real:
La imagen medieval “hace presente”, bajo las apariencias
antropomórficas y familiares, lo invisible en lo visible, Dios en los

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Material de lectura: Las artes plásticas

humanos, lo ausente en lo presente, el pasado o el futuro en lo


actual. Repite, a su manera, el misterio de la encarnación, ya que
otorga una presencia, una identidad, materia y cuerpo a lo que es
trascendente e inaccesible (Schmitt, 1999: 367).

Entre los géneros de la pintura, la representación de acontecimientos


históricos acredita una larga tradición en la que es posible incluir
tanto algunas narrativas visuales del arte sacro medieval como los
motivos épicos que cristalizaron los cuadros de batallas y guerras en
la Antigüedad clásica. Sin embargo, como señala Simon Schama,
desde los tiempos de la Revolución francesa se ha ido consolidando
la preocupación por reconstruir ciertas escenas del pasado a modo
de “testimonio”, es decir, no alcanzaba con pincelar alegorías
meramente retóricas, sino que se buscaba también lograr una
sensibilidad particular respecto del pasado. Se trataba, ni más ni
menos, de interpelar a un nuevo sujeto político: el ciudadano.
La aparición de este tipo de pintura histórica –entendida en un
sentido relativamente restringido– estaría vinculada con el
surgimiento de la novela histórica “al estilo de sir Walter Scott (1771-
1832) y Alessandro Manzoni (1785-1873), género literario en el que
el autor no solo cuenta un episodio del pasado, reciente o remoto,
sino que además intenta evocar y describir la forma de vida y la
mentalidad de las gentes que vivieron en aquella época” (Burke,
2001: 200).
En cierto sentido, la búsqueda de rigor histórico imponía al pintor la
necesidad de informarse de buena fuente tanto sobre el evento-
motivo del cuadro como de aquellos detalles que le permitirían
componer una escena verosímil. Por eso, dice Burke, esos pintores
pueden ser considerados historiadores por derecho propio:
“aprendieron de la labor de los historiadores profesionales que cada
vez eran más numerosos en las universidades del siglo XIX, pero
realizaron su propia contribución a la interpretación del pasado”
(Burke, 2001: 200).
Para el historiador francés Jules Michelet (1798-1874), el interés que
tenía el arte pictórico para el historiador no se reducía solamente a
su capacidad de registrar eventos que fueran dignos de ser
integrados a cierta memoria colectiva. Para él, las artes también
ofrecían indicios para que el historiador pudiera comprender el
temperamento y, por tanto, la historia de los habitantes de las
diferentes regiones que daban unidad a Francia: las pinturas podían
hablar de las sociedades que retrataban. Independientemente de la
direccionalidad de la reflexión (algunos que más tarde evocaron las
ideas de Michelet, en realidad, postularon que eran las condiciones
sociales, políticas y religiosas lo que imprimía cierta identidad
específica a las escuelas artísticas), hay que recalcar el debate que

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pone en el centro la cuestión de la utilidad de las imágenes de las


artes plásticas para el trabajo del historiador.
¿En qué medida estos cuadros pueden ser una fuente para el
historiador de hoy? ¿Cómo interpelar una obra pictórica? ¿La obra
pictórica puede ser una fuente autónoma?

1. La pintura y la propaganda política


No es casual que tanto Simon Schama como Peter Burke y otros
especialistas reconozcan en la Revolución francesa un punto de
inflexión decisivo para el desarrollo de la pintura histórica. En rigor, el
auge de la novela y de la pintura histórica no puede entenderse
deslindado del fenómeno del nacionalismo.
En términos generales, se trata de una época en la que las clases
medias occidentales tendieron a hacer interpretaciones nacionalistas
de la literatura, del arte, de la ciencia, de la cultura y del paisaje. Las
tradiciones y las iconografías nacionales –se trate de aquellas ya
existentes o de otras nuevas, de algunas ya inventadas o de otras
emergentes– cargaron el peso de simbolizar, estrechar o sustentar la
cohesión de la nación. Se trató de un doble proceso: al mismo tiempo
que se popularizaban esas iconografías, se inducía a una
“reinterpretación nacionalista” de ciertos elencos de símbolos.
Porque a la sincronía entre pintura y literatura históricas que
señalaba Peter Burke habría que agregar que esos estilos artísticos
también dialogaban con múltiples imágenes y textos con los que
podían compartir el estilo pero, sobre todo, contribuían a una
amalgama de narrativas convergentes en torno a la construcción de
una identidad nacional.
En la pintura, el nacionalismo se ha plasmado en imágenes de
diversas maneras. Por un lado, se ha visto la estilización de ciertos
escenarios naturales, algo así como “la nacionalización de la
naturaleza, que se convirtió en un símbolo de la madre o de la patria”
(Burke, 2001: 55), fundamentalmente a través de la idea de paisaje.

La libertad guiando al pueblo,


Eugène Delacroix, 1830.

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Esa idea de paisaje estaba basada en una convicción ampliamente


compartida en la época: el “entorno físico formaba el carácter de sus
habitantes y, por lo tanto, los paisajes y las imágenes de paisajes
fueron entendidas como representaciones de la esencia del carácter
nacional” (Jäger, 2003: 117).
También los artistas representaron conceptos abstractos ligados a la
identidad nacional a través de recursos diversos tales como la
personificación de la libertad (La libertad guiando al pueblo, de
Delacroix: Burke menciona este cuadro también para ejemplificar el
modo en que se transformó la representación de las multitudes en la
pintura francesa después de la Revolución de 1830: mientras que
antes se componía de personajes marginales –borrachos, mendigos–
, el cuadro de Delacroix retrata hombres limpios y prolijamente
vestidos).
Los derroteros de la vida del célebre pintor francés Jacques-Louis
David y los entretelones de la realización de cuadro A Marat (también
conocido como El asesinato de Marat, patrimonio del Museo de
Bellas Artes de Bruselas) han servido para que Simon Schama narre
con maestría y sencillez el momento en que la obra pictórica puede
asumir la capacidad de transformarse en propaganda política.

Para visitar la Web


Museo Real de Bellas Ante la encomienda de inmortalizar a Marat, David pudo contemplar
Artes de Bélgica el cuerpo precariamente conservado (embalsamado, pero
Colecciones de los
fuertemente afectado por el calor, la enfermedad cutánea de Marat,
siglos XVII y XVIII
la brutal cuchillada que le causó la muerte y el rigor mortis) que se
http://www.fine-arts-
museum.be/site/Nl/frame exhibió en los funerales. Aun así, para el trabajo del artista, el cuerpo
s/F_peinture.html inerte no era su único modelo ni, menos aún, la única fuente de
inspiración. Tan importante como el cadáver era la motivación del
encargo: la Convención encargó a David un cuadro monumental para
que el público se viera conmovido ante la escena del asesinato de un
líder de la Revolución cometido por un traidor. La obra de arte debía
conmover sin horrorizar y enaltecer las virtudes del mártir. La
estrategia para lograr eso fue combinar la descripción de una idea o
valor con la crónica de un suceso de relevancia histórica.

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La muerte de Marat, Jacques-Louis David, 1793.

Entonces, aunque los avatares de un verano caluroso sumados a la


soriasis de Marat aceleraban el deterioro del cadáver, el cuadro
muestra un cuerpo rosado (y no verdoso), apenas escoriado, con una
herida estéticamente emplazada. El aspecto aterrador del cadáver
fue filtrado a través del tamiz de una estética estratégica y efectiva.
El escenario retratado en la obra también fue modificado: el mapa de
Francia que había en el baño fue eliminado con la intención de darle
un carácter universal a los valores que el cuadro debía movilizar.
Por lo tanto, analizar el cuadro “al pie de la letra”, es decir,
describiendo los objetos reconocibles y adscribirles un realismo
transparente, puede enmascarar imprecisiones de diversa
naturaleza. Pero, sobre todo, puede resultar un obstáculo para
comprender la imagen en la materialidad concreta que le da un
valor histórico específico. En rigor, quienes se interesan por
leer las imágenes que corresponden a otras culturas u otras
épocas deben ser conscientes de ciertas dificultades que
pasan desapercibidas cuando intentamos analizar imágenes
que nos son contemporáneas. Una de ellas es la necesidad de
identificar las convenciones narrativas, es decir, las formas de
representar cosas que son tácitamente comprendidas por una
comunidad. Una de las convenciones narrativas son los
elementos estereotipados. Sobre estos, Peter Burke distingue
las fórmulas de los temas. Llama fórmula:
“[…] a una composición de pequeñas dimensiones como, por
ejemplo, una figura en una determinada postura, una figura “de
repertorio”, en el sentido de que forma parte del repertorio al que el
artista podría echar mano en caso de necesidad y adaptarlo a
diferentes cometidos. Un famoso ejemplo sería el de la figura de
Cristo bajado de la cruz, adaptada por los pintores del siglo XVIII a los
casos del asesinato de Wolfe o de Marat. Los temas, en cambio, son
composiciones de grandes dimensiones, escenas “de repertorio”,
tales como batallas, concilios, reuniones, partidas, banquetes,
procesiones y suelos, elementos recurrentes en relatos extensos
como, por ejemplo, en el tapiz de Bayeux.” (Burke, 2001: 182).

El caso del cuadro del asesinato de Marat, a su vez, puede ser


puesto en relación con otros en los que los grandes próceres también
fueron retratados como la representación pública de una
personalidad idealizada. Incluso más recientemente, la pintura
histórica en “estilo democrático” (Burke, 2001: 90) también adapta la

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figura para hacerla encarar valores de su época (por ejemplo,


virilidad, juventud y condición atlética).
En todo caso, la pintura histórica parece tener un carácter, si no
adoctrinador, al menos pedagógico o didáctico. El tamaño mural y la
exposición en ámbitos públicos están relacionados con esa voluntad
comunicativa que se diferencia de los cuadros de pequeña
envergadura que adornaban las salas de los nobles y burgueses y,
en cambio, podría sugerirse que los emparientan con los retablos
cristianos que decoraban las iglesias.
Sin embargo, más allá de ese tipo de licencias retóricas que “alteran”
el evento que se está representando, el testimonio de las imágenes
en el género de la pintura histórica puede ser particularmente fiable
en cuanto a los detalles de la escena: dado que ellos están llamados
a “ambientar” y dar cierto realismo a la escena, suelen aparecer
articulados en situaciones verosímiles.
El giro “propaganda”, además de ser relativamente reciente, está
atravesado por una serie de connotaciones asociadas al marketing y
al consumo. Pero, en un sentido más amplio, en la noción de
“propaganda”, lo que resuena es la voluntad de persuadir (para
generar aprobación, consenso o identidad) y generar algún tipo
comportamiento (que puede ser el consumo, pero también puede ser
el compromiso con una causa). Peter Burke lo explica en estos
términos:
“Aunque por entonces todavía no se había acuñado el término, cabría
afirmar razonablemente de las medallas producidas cada vez en
mayor cantidad para príncipes, tales como la victoria de Carlos V o
Luis XIV, que hacían propaganda pues ofrecían una interpretación
oficial de determinados acontecimientos, y de paso elogiaban de
forma un tanto vaga a los monarcas anteriores. […] Esas imágenes
fueron en cierto modo agentes históricos, pues no solo guardaron
memoria de los acontecimientos, sino que además influyeron en la
forma en que esos acontecimientos fueron vistos en su época.”
(Burke, 2001: 183-184).

2. Los afiches políticos


Mientras que en la época de la Revolución francesa, la pintura era el
arte plástico por excelencia (junto con la escultura y la arquitectura),
en nuestro mundo contemporáneo, el cine, la televisión, la publicidad,
la animación, la Web y los videojuegos completan un universo de las
artes visuales contemporáneas bastante diversificado.
Evidentemente, cada uno de estos modos de expresión plástica tiene
sus propios modos de funcionamiento. Además, como se ha
señalado, cada uno de estos campos ha tomado nuevas formas a lo

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largo del tiempo. Sin embargo, independientemente de la cuestión


estilística, la historia de las artes plásticas también registra
continuidades que merecen ser remarcadas.
El asunto de la identidad nacional y del uso de la imagen para
interpelar al ciudadano (o a un ciudadano en potencia, como los
niños), que daba cierta coherencia a la pintura histórica como género
artístico, vuelve a emerger, en el siglo XX, en la producción de
afiches políticos.
La producción de afiches para la promoción de espectáculos o para
la publicación de productos ya convocaba y reunía a prestigiosos
artistas: algunos de ellos eran célebres realizadores, tales como el
moravo Alphonse Mucha y el francés Henri Toulouse-Lautrec (quien,
al mismo tiempo que pintaba bailarinas, cabarets y otros momentos
de placeres, también hacía afiches de anuncios de espectáculos).
Pero, asimismo, la producción de afiches fue una práctica que
incluyó numerosos trabajos de autores anónimos.
Para visitar la Web
Afiches comerciales

http://es.wikipedia.org/wiki/
Archivo:Savonnerie_de_bagnolet_Alfons_Mucha.jpg

Savonnerie de Bagnolet, Alphonse Mucha, 1897, litografía, 51,5 × 37 cm.

En muchos casos, además, la cuestión de los afiches se engarzó con


la tradición pictórica: por ejemplo, el realismo socialista de la pintura
que se impuso luego de la Revolución rusa (al que, dice
provocadoramente Peter Burke, deberíamos llamar “idealismo
socialista”, 2001: 150) y que estuvo marcado por un temario
recurrente que, evocando los ideales del trabajo, la fuerza y el orden,
ponía en escena trabajadores, fábricas, campos cultivados y

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multitudes, también siguió resonando en la prolífica elaboración de


“publicidad del régimen” y de “evangelización del pueblo”.
Aunque tanto en la pintura como en el póster se buscaba persuadir al
pueblo, el paso del mural al afiche implicó una serie de novedades.
Por un lado, el soporte físico que da materialidad a la imagen en el
caso del afiche implicaba una reducción del tamaño de la imagen
(algo que no siempre es fácil de apreciar cuando nos acostumbramos
a acceder a reproducciones que no hacen referencia a las
dimensiones originales). La naturaleza del soporte material de la
imagen y su tamaño, necesariamente, afectan los modos en que las
imágenes pueden ser consumidas: el carácter contemplativo
asociado a la presencia de un gran mural dejó lugar a una mirada
bastante más fugaz que apenas se “desliza” sobre el póster. Para
captar la atención del espectador, resultaba fundamental que la
nitidez gráfica apelara a figuras reconocibles y fácilmente
identificables, que no requirieran una interrogación profunda por
parte del lector. Esto último era particularmente importante:
consideremos que se trata de un material que debe captar la
atención de un potencial observador (a diferencia de los lectores que
abren un libro y se disponen a leerlo, el afiche es puesto delante de
los ojos de quienes deberían, primero, verlo y, luego, recordarlo).
El afiche político de la primera mitad del siglo XX configura, entonces,
una nueva forma de comunicar. Esas modalidades estuvieron
asociadas, por un lado, a las condiciones materiales de los afiches.
En primer lugar, debido a la reducción progresiva de los costos de la
impresión litográfica, resultaba posible imprimir grandes y crecientes
cantidades de pósters. Los afiches del período de entreguerras eran,
en su gran mayoría, materiales impresos en papel, pensados para
ser exhibidos en lugares públicos. Los afiches se multiplicaban y
circulaban por los itinerarios previstos por sus creadores, pero,
también, se colaban a través intersticios impensados en la estrategia
original y no siempre resulta fácil seguir las huellas de esos
itinerarios.
El afiche era, por lo tanto, un objeto bastante más efímero que un
cuadro al óleo. Estaban diseñados con consignas más inmediatas
porque buscaban interpelar y comunicar con inmediatez. Por eso,
aunque el afiche suele estar protagonizado por imágenes, también
tiene textos (leyendas, interpelaciones, fechas o nombres) que
procuran dirigir la estrategia de interpretación del público con un sesgo
específico para garantizar la correcta interpretación que se espera.

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El Tío Sam

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http://en.wikipedia.org/wiki/File:Unclesamwantyou.jpg

Una de las imágenes más conocidas que interpelan al alistamiento


es la que realizó James Montgomery Flagg entre 1916 y 1917: el Tío
Sam mira a los ojos al ciudadano con una mirada severa y,
apuntándolo con el dedo índice, lo interpela en primera persona para
que se enrole en el Ejército.
Sin embargo, aunque a primera vista se trata de mensajes sencillos
(“¡Alístese en el Ejército!”), suelen ser imágenes complejas que
admiten diversos niveles de lectura.
Como señala Peter Burke, por el hecho de ser contemporáneos a las
culturas en las que esos afiches fueron puestos a circular, no
siempre resulta sencillo ver las convenciones estéticas de los “temas”
y las “fórmulas”.

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El diseño gráfico al servicio de la propaganda política.

http://www.slideshare.net/jlmartinilustracion/el-diseo-grfico-al-servicio-de-la-
propaganda-poltica

A menudo se ha señalado que la iconografía peronista acusa una


fuerte empatía estética con ciertos programas plásticos propios de
sociedades con gobiernos totalitarios (en particular, la Rusia
estalinista, la Alemania nazi y la Italia fascista): en el nivel
iconográfico, esos programas no solo se caracterizaron por el culto al
trabajador, a la familia y al pueblo (elenco clásico de personajes),
sino también por la exaltación de la fuerza (uso de colores saturados,
tipografía sólida, iconografía alusiva) y por el uso de imperativos y
signos de exclamación (marcas de un tipo de emotividad muy
particular). Esa vinculación ha empezado a ser revisada, por un lado,
por aquellos que sostienen que la gráfica peronista tiene rasgos que

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Material de lectura: Las artes plásticas

parecen haberle sido propios y particulares dentro de una cultura


política y una estética específicas. Así, Marcela Gené sostiene que
“por lo menos en el caso del peronismo, sostener el trasvasamiento
directo de modelos importados limita la posibilidad de considerar los
aportes de las tradiciones y las prácticas políticas locales, los
repertorios iconográficos preexistentes y los elementos de la cultura
popular” (Gené, 2005: 16).
Por su parte, otros resaltan que el “estilo sencillo, sólido y
monumental que se había convertido en símbolo de poder y la
belleza de Alemania” (Mosse, 2005: 87) –cuyos ecos se perciben en
las formas de la estética peronista– no es solo propio de los sistemas
totalitarios, sino, más en general, de la nueva política de masas.
La variedad y la cantidad de registros visuales que los gobiernos
peronistas (1946-1955) produjeron, publicaron y pusieron en
circulación fueron lo suficientemente amplias como para que la
dirigencia se asegurara una intervención sostenida en la radio, el
cine, la prensa, los espectáculos públicos y en casi todos los
dominios de la cultura popular. Específicamente, la Subsecretaría de
Informaciones y Prensa (creada por decreto del general Ramírez,
presidente militar de facto, en octubre de 1943) desplegó una serie
de controles sobre las artes gráficas –concebidas como el vehículo
privilegiado para visualizar la acción y los objetivos del gobierno– que
se tradujo en una normativa precisa en cuanto a los temas y figuras
(Gené, 2005: 19) que circularon bajo diversos formatos y
configuraron cierta cultura visual propia de su tiempo. El repertorio
temático de ese imaginario visual pivoteó en torno a temas y figuras
recurrentes “que identificaron simultáneamente Movimiento, Partido y
Estado” (Gené, 2005: 14). En términos generales, la iconografía
peronista estuvo concentrada en explotar la imagen del trabajador,
de la familia, del propio Perón y su mujer, Evita; sin embargo, no
fueron las únicas: el repertorio temático también incluyó la metáfora
cartográfica, que fue ampliamente movilizada en los más diversos
textos para hablar de la Argentina.
El voluminoso libro que llevaba por título el eslogan del Primer Plan
Quinquenal (1947-1951): Argentina, Libre, Justa y Soberana,
publicado por la dependencia Control de Estado de la Presidencia de
la Nación (a cargo del teniente coronel Vicente A. Sosa Molina) en
colaboración con la Subsecretaría de Informaciones es una cantera
de ejemplos. A lo largo de sus casi 800 páginas, una sucesión de
imágenes, gráficos estadísticos y mapas se esfuerza para comunicar
la obra del gobierno peronista, asimilada a la idea de progreso
material, modernidad y justicia social.

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La Nación Argentina. Libre, Justa y Soberana (1950)”

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Material de lectura: Las artes plásticas

Bibliografía citada
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operación territorial de Ezeiza (1944-1955)”, en Entrepasados.
Revista de Historia, Nº 22, Buenos Aires.
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Buenos Aires, Ediciones de la Flor.
 GENÉ, Marcela (2005), Imágenes de los trabajadores en el primer
peronismo. 1946-1955, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.
 JÄGER, Jens (2003), “Picturing nations: landscape, photography
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Century”, en SCHAWRTZ, Joan y James RYAN, Picturing Place.
Photography and the Geographical Imagination, Londres-Nueva
York, Routledge.
 PLOTKIN, Mariano (1993), Mañana es San Perón, Buenos Aires,
Espasa Calpe Ariel.
 SARLO, Beatriz (1994), Escenas de la vida posmoderna, Buenos
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Jean-Claude SCHMITT (eds.) (2003), Diccionario razonado del
Occidente medieval, Madrid, Akal, pp. 364-374.
 ZUMTHOR, Paul (1993), La medida del mundo. Representación del
espacio en la Edad Media, Madrid, Cátedra.

Bibliografía complementaria
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 HASKELL, Francis (1971), “The Manufacture of the Past in
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Carlos (ed.), La Argentina en el siglo XX, Buenos Aires, Ariel-
Universidad Nacional de Quilmes.
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Pons, Madrid, Buenos Aires, Siglo XXI Editores Argentina.
 BURKE, Peter (2001), Visto y no visto. El uso de la imagen como
documento histórico, Madrid, Crítica.

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 Schama Simon (2007), El poder del arte, Barcelona, Editorial


Crítica.

Autor: Carla Lois

Cómo citar este texto:

Lois, Carla (2012), “Material de lectura: Las artes plásticas”, Especialización docente de nivel superior en
educación y TIC, Buenos Aires, Ministerio de Educación de la Nación.

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