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Los riesgos que valen la pena, por Josué Salgado.

Está por demás reconocer que la última mitad del siglo XX fue responsable de una trascendente
fiebre cinematográfica que marcaría la historia del cine como si de un dogma se tratara.

Y es precisamente, “trascendente”, la palabra que describe Los Hermanos del Hierro de Ismael
Rodríguez. Que si bien, también peca de ambición, la cual se convierte en una navaja de doble filo
para el director. Quien con tal atrevimiento, nos seduce con un velorio lleno de intimidad por parte
de Columbia Domínguez; además de cortes en J, alejamientos y paneos que nacen y tienen un
propósito de ser en el desarrollo de la escena, misma que nos plantea de forma sútil con Reynaldo
y el otro pueblerino, lo que será la dualidad entre Martín y Reynaldo, el cual a pesar de no ser
realmente el hijo de Reynaldo padre, se convierte en viva imagen de este.

Y si esto no fuera suficiente, Ismael Rodríguez, nos vuelve a sorprender con una escena de baile, la
cual, cuando Martín es golpeado por su arrogancia, nos introduce con un increíble manejo de
contrapicado, apoyado por una iluminación que encaja de manera perfecta con la actuación de
Julio Alemán, el rompimiento y decenso mental de Martín, presa del miedo y del deseo de la
venganza, inducido por su madre. Una yuxtaposición de elementos que mejor lograda no se
puede.

Ahora, el filo que sangra, es que tal ambición produce que el director, en un extásis sensorial, nos
llena los oídos con sonidos que, si bien, no carecen de sentido, podrían parecer un tanto excesivos.
En tal herida se nos clava otra navaja, el eco en las grabaciones en set, las cuales apuñalan la
verosimilitud de la obra, haciendo el rancho de gran extensión y naturaleza, un cuarto de cuatro
paredes. Siendo estos detalles los que implican que tal tormenta de ideas, pueden dejar uno que
otro charco.

No obstante, la construcción de personajes es constante, consistente y definida, lo que lleva a una


precisión que no se rompe en ningún momento. Representando por el lado de la viuda, Jacinta y
Martín, el ello que los gobierna, siendo Reynaldo y el Pistolero, el Yo que los mantiene en control.

La cámara deja de ser un medio para el director, y se vuelve el objeto mismo en sí, un ser sensible
que, además nos obliga, con travellings y puntos de vista, a ser participes (o víctimas) de las
decisiones de cada personaje.

“Maldito camino, oscuro y frío” el de la venganza, áquel que se expande fácilmente como veneno y
que obliga a la muerte a caminar en círculos.

La bendición se les da a los que creen que sin ella no podrán seguir viviendo, como a Martín, y Los
Hermanos del Hierro peca de maldita, porque vive bajo la luz de su propia magnificiencia.

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