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CINE/La película del año

Por Horacio Bernades

El 31 de diciembre es el día ideal para decirlo: Las mil y una, exhibida en el Festival de Mar del
Plata y actualmente en la plataforma de Cine.Ar Estrenos, es para mí la película del año (no
sólo entre las argentinas, sino en general) y la mejor argentina en varios años a la redonda.
Veamos por qué.

Hoy partido a las 3, ópera prima de la correntina Clarisa Navas, había anunciado tres años
atrás la existencia de una realizadora “polentosa” y con un dominio de la puesta en escena
inusual para un/a cineasta debutante. Protagonizada por jugadoras de un equipo de fútbol
femenino, lo más destacado de la ópera prima de Navas era una puesta de cámara que las
seguía bien de cerca, sin que “de cerca” signifique la obviedad de un primer plano. De cerca
porque no dejaba de poner el ojo en ellas, con tal compromiso que en los partidos se metía
entre sus piernas, como si fuera un jugador más y sin imitar la estética efectista de algún
comercial de televisión. Película de canchitas polvorientas y calles de tierra, Hoy partido a las 3
entroncaba, desde aquella provincia del Noreste, con el realismo sucio de las primeras
películas del quilmeño José Celestino Campusano, antes de que éste perdiera el rumbo.

Dicen que la película más difícil de hacer no es la primera, sino la segunda. Junto con La sangre
en el ojo, de Toia Bonino, y Nosotros nunca moriremos, de Eduardo Crespo --las otras dos
Reinas de Mar del Plata--, Las mil y una desdice ese axioma. Navas vuelve a asentarse en un
mundo que se adivina como propio, poniendo otra vez el foco sobre chicas (y chicos)
habitantes de un barrio de monoblocks de la capital correntina. Ahora no es el fútbol el
vehículo con que la protagonista manifiesta su voluntad de independencia, sino el básquet.
Haciendo picar una pelota se presenta Iris en el primer plano de la película, un virtuoso
travelling sin cortes que la introduce (a ella y, por supuesto, al espectador) en el barrio.
Atención acá: tanto como el abuso de drones y los pequeños temblores de cámara que
quieren transmitir una inestabilidad puramente formal, el plano secuencia de larga duración
en movimiento es uno de los estigmas del cine contemporáneo. El cine es endocéntrico.
Ciertos recursos “lindos” se contagian como virus, imitativos y efímeros como cualquier moda.
En los 60 fue el horrible zoom, en los 70 los filtros flou, que difuminaban la imagen como
ensoñaciones kitsch, en los 80 la estética clipera. Hoy son los drones, los temblequeos de
cámara, los travellings en maratónicos planos secuencia y los desenfoques. Obviamente
recursos potencialmente productivos (los últimos de los nombrados, al menos), cuando se los
reproduce al tuntún se convierten en tics, moda pa(sa)jera o mero exhibicionismo técnico.

El travelling introductorio de Las mil y una es absolutamente funcional a la narración, dirigido a


meter de cabeza al espectador en el ámbito cotidiano de la protagonista, el monoblock Las
Mil, de existencia real y de allí en más geografía de la película. El movimiento hereda si se
quiere la clase de planos secuencia con que Scorsese ingresa junto a sus protagonistas en el
espacio dominante, en películas como Mean Streets o Buenos muchachos. Pero hay una
diferencia: en Scorsese esos travellings son siempre en una falsa subjetiva, en tanto el
realizador de El irlandés busca identificar al espectador con el héroe. En Las mil y una, en
cambio, la cámara mantiene con la protagonista una distancia que signa la película entera.
Navas nunca deja de observar a Iris, pero la película no está narrada desde su punto de vista,
como ocurre en Scorsese. Que Iris es una chica solitaria, que mantiene con su medio una
relación de inclusión-distancia equivalente a la que la cámara establece con respecto a ella,
queda claro también en ese plano introductorio de Las mil y una. Unos flacos que boludean
por ahí le dicen algún piropo y ella no lo rechaza ni lo acepta, conjunción de firmeza y temor al
qué dirán que la marcará de allí en más.

Iris no deja de jugar al básquet aunque la chicaneen con que ese es deporte de hombres
(Corrientes no es precisamente una de las provincias más progresistas del país). No acepta la
cerveza que le ofrecen unos guachines del barrio, pero se queda junto a ellos. No se vuelve a
su casa aunque los flacos la dejen sola, cuando todos se van a jugar a unas escondidas que
incluyen garche, en los rincones más oscuros de Las Mil. No se anima del todo a encarar a
Renata, pero no deja de seguirla. No quiere besarla en público por temor al ojo público, pero
igual no afloja. Ese estado intermedio que Iris no termina de resolver se materializa en el plano
final, tan coherente como toda la puesta en escena. La notable DF, Armin Marchesini
Weihmuller, rse lanza en travellings extraordinarios (por su fluidez, por su carácter necesario),
pero ninguno de esos travellings aspira a ser bonito. Todos son de seguimiento, funcionales a
la acción, orgánicos, hasta el punto de que en un primer vistazo pueden no advertirse. Signo
inequívoco de una puesta en escena “transparente”, en la mejor tradición del realismo.
Realismo sucio, en el caso de Las mil y una. Los protagonistas saltan los charcos estancados en
las calles de tierra, se hacinan en habitaciones pequeñas, llevan remeras no precisamente
glamorosas, que les dejan las panzas al aire.

Filmada no desde afuera hacia adentro sino a la inversa (como Pizza, birra, faso, como las
series Okupas y Un gallo para Esculapio, como las películas más valiosas de Campusano), Las
mil y una no pretende “denunciar” nada: ni las malas condiciones habitacionales de la clase
media baja correntina, ni la promiscuidad entre deseante y brutal, ni ninguna clase de destrato
familiar. La relación que tienen con su madre los dos hermanos gay e íntimos amigos de Iris,
Darío y Ale, es tan cómplice como para incluir un amoroso baile de a tres (gran escena, tanto
como el baile solista de uno de ellos, acompañando un tema íntegro de Sandro). Que hay un
padre ausente y maltratador se sugiere con economía de medios infrecuente, en una única
escena, de modo apenas insinuado y mediante un inspirado fuera de campo. Hay violencia
homofóbica en tres escenas clave. Pero en dos de ellas ese abuso convive con el deseo y la
humillación sadomaso (creo que desde Fassbinder no se veía semejante imbricación). La
primera es la de las escondidas hardcore, donde se da y se recibe con igual crudeza (“¿vos sos
activo o pasivo?”, pregunta alguien), pero que terminan con el “macho” sacándose de encima
al puto con una mezcla de violencia y asco. Como si penetrar al otro fuera un factor de orgullo,
y gozar siendo penetrado, de repulsiva debilidad. La segunda, particularmente dolorosa,
muestra en un video casero (tomado a la distancia, como corresponde) cómo un jueguito
aparentemente compartido vuelve a derivar en la humillación del puto.

El de Iris y Renata es un típico dúo de opuestos. Renata es una lesbiana orgullosa de tal, que
proclama que la única forma de amor posible es una buena chupada de concha. Iris parece
estar iniciándose, con timidez y rodeos, y todavía no se banca ser “escrachada“ como lesbiana.
Renata es punk, autodestructiva, nihilista y extrema: tose tanto como lo que fuma, tras
sentirse mal en una disco se pone a apretar con cuanta mina se le arrime y coger con forro le
parece “cosa de chetos”, tanto como cualquier otro cuidado de la salud. Iris es “una chica de
familia”, que pasa las horas en casa de sus amigos, acariciando a la perra y compartiendo
intimidades. Irreductible, Navas no incurre en la dominante forma de fábula autocomplaciente
en la que la temeraria inicia a la pudorosa, hasta que ésta finalmente se libera y es feliz. De
hecho Las mil y una no tiene ni siquiera final. O final cerrado, al menos: con rigor clásico,
empieza “in media res”, con Iris andando por los pasillos del barrio, y termina del mismo
modo, con la protagonista en plena indefinición. Qué será de ella después de que termine la
película, no hay forma de saberlo. De modo comparable al final de Vértigo, Iris queda
asomada, no exactamente al abismo (Las mil y una es seca, no melodramática) sino a un futuro
que ignoramos. Tanto como lo ignora ella.

Con una dirección de actores no profesionales que debe haber llevado largo tiempo de
“ablande” (la actuación de Sofía Cabrera debería ser materia obligatoria en todo curso del
rubro), Las mil y una es una película cruda y cocida. Es cruda por su aproximación al sexo,
omnipresente, en cuerpo o de palabra: todos se cogen entre sí, o piensan en coger, o hablan
de coger. Los varones se montan, las mujeres aprietan, en la calle se perrea, una chica trans
cuenta que su forma favorita de masturbación es “meterse los dedos en el agujerito”, y un
amigo hace la prueba en las inmediaciones de Las Mil. Física y sensorial, la película de Navas
está cocida en el punto justo. En perspectiva ejemplar, en una escena la cámara se ubica en un
emplazamiento que permite ver, en primer plano, un diálogo entre dos mujeres, y al fondo del
cuadro el rostro de Iris, asomándose para escuchar lo que las mujeres murmuran. La película
no se llama Las Mil sino Las Mil y una. El título puede entenderse como “Las Mil y una que vive
allí” o como “Las Mil y una… noches”. En efecto, el de Navas es un film casi enteramente
nocturno. De todas sus noches, una escena en una terraza simplemente memorable. Por todo
lo que pasa sin corte de cámara, por todo lo que el plano fijo comunica sin mostrar en forma
directa, por la distancia que guarda la lente con respecto a la acción, por el crescendo
dramático y por ese cielo turbio de noche de verano, encapotado y de color cemento, que
parece sumir a las protagonistas en un calor asfixiante y a la vez, tal vez, liberador. Marchesini
Weihmuller fotografía ese cielo, esa noche, esa terraza, como si fueran cosas palpables, con
volumen y peso propios. A propósito: sin necesidad de que corra una gota de sudor, el calor
pesa en la película de Navas. Un calor pegajoso y naturalizado, que parece forzar a la acción
brusca.

No quiero terminar esta nota (la escribí de corrido, desordenadamente) sin hacer referencia a
la infrecuente calidez que transpira la amistad entre Iris, Darío y Ale. Pasan las horas juntos,
chusmean, fantasean, se pintan los labios, se consuelan, se aburren. Otra vez: esa complicidad,
esta confianza mutua, esta fidelidad entre una chica y dos chicos no quiere “decir” nada.
Simplemente es, y es concreta, palpable, verdadera. A lo largo de toda la película y remando
exactamente en contra de la agenda preestablecida que signa la corriente mainstream del cine
indie contemporáneo, da la sensación de que Navas no se propuso decir cosas, afirmar cosas,
refrendar certezas, sino por el contrario mostrar cosas. Cuerpos, gestos, relaciones, como
siempre lo hizo el realismo cinematográfico en su mejor versión. “El cine muestra, no
demuestra”, dijo alguna vez Truffaut, imprimiendo esa certeza para siempre.

Voy a decirlo: Las mil y una no me parece buena, ni muy buena, mucho menos interesante. Me
parece magistral, y ya mismo empiezo a transpirar, esperando la próxima película de Clarisa
Navas.

Y mejor que no me corran, porque le pongo un 10.

@horaciobernades

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