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La Religion en Roma Scheid PDF
La Religion en Roma Scheid PDF
JOHN SCHEID
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La religión en Roma
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JOHN SCHEID
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LA RELIGIÓN EN ROMA
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Traducción de
José Joaquín Caerols Pérez
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EDICIONES CLÁSICAS
MADRID
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Ed
SERIES MAIOR
Religiones Antiquitatis
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Primera edición en lengua española 1991
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© John Scheid
© Gius. Laterza e Figli, Roma-Bari 1983, para la edición italiana
© Editions La Découverte, Paris 1985, para la edición francesa
© José Joaquín Caerols Pérez, para la traducción española
© EDICIONES CLÁSICAS S.A., para la edición española
in
ISBN: 84-7882-023-X
Depósito Legal: M-26833-1991
Impreso en España
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Imprime: EDICLÁS
Magnolias 9, bajo izda.
28029 Madrid
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Para N elly y Roger, en recuerdo de los días de M ercurio
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ÍNDICE
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Introducción..................................................................................... IX
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Prefacio ......................................................................................XIX
Abreviaturas............................................................................... XXI
Piedad e impiedad ...........................................................................1
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1. La comunidad cu ltu al........................................................... 1
2. La im piedad.............................................................................7
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1. Nuevas perspectivas ........................................................... 56
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2. Del sacerdocio republicano al emperador-sacerdote .. .61
3. Leer a Dumézil ....................................................................69
N o ta s..........................................................................................91
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¿Una religión en crisis? ............................................................... 99
1. La armonía relativa............................................................100
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2. La ruptura del equilibrio socio-económico y sus
consecuencias religiosas.....................................................109
3. La crisis del siglo I y sus consecuencias religiosas . . . . 118
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a) La manipulación del culto público .......................... 118
b) La evolución de la mentalidad rom ana.....................121
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N o ta s........................................................................................124
La nueva religión.........................................................................127
N o ta s ........................................................................................139
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INTRODUCCIÓN
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A un profano, la historia de la religión romana ha de resultar
le sorprendente. Al cabo de un siglo de intensas investigaciones y
una cantidad extraordinaria de descubrimientos —pensemos,
por ejemplo, en el enorme trabajo de desciframiento llevado a
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cabo por la filología histórica—, aún es difícil saber cómo fun
cionaba, en tal o cual época, la religión romana. Ya sea al con
sultar los manuales, ya al reunir las alusiones dispersas en los
estudios de detalle, observamos, con cierta perplejidad, que los
romanos, que se consideraban —y como tales eran tenidos— el
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pueblo más religioso de la tierra, no eran, precisamente, muy
piadosos.
«Asombra que un harúspice no se eche a reír cuando ve a
otro harúspice»: ¿quién no conoce este dicho de Catón (Cicerón,
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indicios corrigen la crudeza de esta impresión. Y el resultado
mismo de una evolución religiosa que lleva al triunfo del cristia
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nismo invita a buscar, por debajo de la sequedad ceremonial,
realidades psicológicas distintas de las que se encuentran en un
contrato entre el hombre y la divinidad.»2. Si se acepta este tipo
de enfoque, los romanos habrían conocido la «verdadera» reli
giosidad en una época remota o, al menos, habrían desarrollado
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para ese entonces una religión pura y sincera, perdida poco a po
co al ceder su lugar a un ritualismo sin lustre y a cálculos irreve
rentes, antes de renacer definitivamente con el advenimiento de
la nueva religiosidad del Alto Imperio. Entre ambos polos no
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existiría más que una forma inferior y completamente decepcio
nante del verdadero sentimiento religioso. Lo mismo da que se
trabaje sobre las épocas remotas o que se busquen los signos que
anuncian el renacer del sentimiento religioso. En último térmi
no, resulta imposible conocer el funcionamiento de la religión
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romana propiamente dicha en tanto en cuanto esta religión, en
cierto modo, ya no existe en época histórica. La única práctica re
ligiosa digna de tal nombre se descubre, siempre bajo este punto de
vista, entre los espíritus elitistas que frecuentaban los jardines de los
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sus adoradores «tardíos» a esta búsqueda de los orígenes o, lo
que es lo mismo, al placer solitario de la investigación filológica.
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Caso de que el profano conciba la descabellada idea de intere
sarse por la época histórica y quiera comprender el funciona
miento del culto romano, pronto se verá obligado a desistir. En
sus síntesis de las investigaciones filológicas, epigráficas e histó
ricas, los manuales se contentan, en la mayoría de los casos, con
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ofrecerle un conjunto de divinidades, ritos y mitos tan caótico
que acaba por preguntarse cuál es el fin que persiguen: facilitar
la consulta o describir una realidad objetiva.
Esta perspectiva tiene unos antecedentes. Sin necesidad de in
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sistir en la paternidad de los tratados apologéticos de los anti
guos, ni sobre la prehistoria de las ideas del siglo XIX, podemos
recordar que en la historia de la humanidad de Herder o, algo
más tarde, en la grandiosa historia hegeliana del Espíritu y, en
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fin, también en los trabajos de J.G. Droysen sobre el helenismo,
lo que aquí se plantea es una etapa de vacío religioso. Un perío
do en el que la religión sería, en cierto modo, atea, destinado a
enlazar dos fases históricas capitales: la del espíritu griego y la de
la civilización cristiana. En resumidas cuentas, la época helenís
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bres de primera illa que, por su importancia, han contribuido a
difundirla hasta nuestros días.
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Como ya habrá adivinado el lector, rechazo una perspectiva
negativa como ésta sobre la que vengo ironizando. La historia
de la religión romana —especialmente, la de la época histórica—
puede ser diferente. Una vez señalada la aporía, hay que decir
que semejante contradicción entre la opinión de los romanos y el
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juicio de los modernos, el peso histórico de una religión que no
tiene apariencia de tal, en modo alguno es fruto de un error de
método. Por el contrario, las fuentes han sido bien estudiadas en
conjunto (además, son precisamente estos métodos los que se
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deben aplicar a su examen): hoy día nadie se plantea en serio
una revisión de estos logros. Lo que se cuestiona es, más bien, la
perspectiva general del procedimiento seguido, que aborda el
hecho religioso desde el exterior, explorándolo no tanto por lo
que es como por lo que no es, en relación con un juicio de valor
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que no viene al caso explicitar aquí.
Es preciso darle la vuelta a esta perspectiva y estudiar la reli
gión romana desde dentro, olvidando nuestros propios prejui
cios, sean cuales sean. En lugar de limitar la investigación a los
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investigar «la significación de una religión histórica en la vida de
aquéllos que la han practicado y no en las costumbres de sus an
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cestros o de los pueblos primitivos, ni tampoco en filosofía mo
derna alguna.»3. Las preguntas deben recibir una orientación
distinta (por no decir que se las debe desplazar con relación a la
perspectiva tradicional) y, al mismo tiempo, constituir el objeto
único de la investigación.
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Este libro no se propone reescribir la historia de la religión
romana. El lector francés dispone actualmente de manuales de
fácil acceso, como la H istoire politique et psychologique de la
religion rom aine de J. Bayet o La Religion rom aine archaïque de
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G. Dumézil y, siempre, los Cultes païens dans l ’E m pire romain
de J. Toutain. Si esto no basta para calmar su apetito, aún puede
consultar las numerosas monografías francesas sobre los dioses
romanos, los artículos del D ictionnaire des antiquités grecques
et latines de Daremberg-Saglio —no siempre necesitado de re
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formas—, sin olvidar ciertos capítulos del D roit public romain
de Th. Mommsen, el magistral Religion und K ultus der Röm er
de G. Wissowa, los trabajos de Bouché-Leclerq sobre la adivina
ción y los pontífices y, por último, las siempre útiles conferencias
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de W. Warde Fowler.
Estos tratados existen: la mayor parte todavía se encuentra en
las estanterías de las librerías. Tal es la razón que explica que el
presente libro no deba —o, en todo caso, no quiera— ser un ma
nual de ese tipo. El lector no va a encontrar aquí una exposición
progresiva desde el punto de vista cronológico, ni tampoco una
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Semejante enfoque no constituye un intento aislado. Además
de las investigaciones relativas a la vida municipal bajo el Impe
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rio (F. Jacques, C. Lepelley) o a las representaciones religiosas
de los comienzos del Imperio cristiano (P. Brown), hay que citar
aquí los trabajos de J.H.W.G. Liebeschuetz, de R. Mac Mullen
y, sobre todo, los de M. Beard, J. North y S.R.F. Price, que
adoptan un punto de vista muy cercano al que me propongo de
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fender.
Escritas entre 1979 y 1980, estas reflexiones arrojan su luz so
bre la religión romana —sobre eso que se ha dado en llamar «re
ligión romana»— desde muchos puntos de vista, a fin de ofrecer
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al lector la posibilidad de hacerse una idea sobre la naturaleza de
su culto, la forma como se practicaba y experimentaba dicha re
ligión, de qué modo se insertaba en el entramado ideológico de
la época. En lugar de las divinidades y su exotismo tornasolado,
serán los propios romanos y su actividad religiosa lo que aquí se
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estudie. Este libro no pretende justificar ningún sistema de
creencias moderno: su propósito no es convertir al lector a la re
ligión romana, sino únicamente mostrarle en qué consistía, cuál
era el comportamiento religioso de los romanos, lo que «creían».
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hombre como miembro de una comunidad y no como individuo
subjetivo, como persona. Es, en el más puro sentido de la pala
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bra, una religión de participación: sólo esto. El espacio en que se
desarrolla la vida del hombre romano es la familia, la asociación
profesional o cultual y, sobre todo, la comunidad política. En pala
bras de P. Boyancé a propósito de la H istoire politique et
psychologique de la religión romaine, de J. Bayet: «[...] la reli
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gión romana se presenta como política en el sentido de que el
Estado es para el individuo el mediador natural entre los dio
ses y él. El civismo se liga indisolublemente a la tradición religiosa,
y para un romano es ésta la que le pone, con mayor seguridad que
cualquier otra concepción personal —ya sea sentimental o racio
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nal—, en presencia de lo divino.»4. Esta religión nada tiene que
ver, por tanto, con la fe, la emoción, la imaginación o la especu
lación previa e íntima del individuo. «La actitud religiosa del ro
mano debe [...] diferenciarse del sistema de creencias. Religio no
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equivale a credo.»5. Gerto es que en la religión romana hay lu
gar para las emociones, pero éstas no se pueden disociar de la
conducta religiosa como tal, ni tampoco determinarla. La roma
na es una de esas religiones en las que «los hombres, en tanto
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cesidad como la justificación racional de la práctica religiosa se
deducen de un argumento histórico inmanente: las impresionan
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tes hazañas de la piadosa Roma.
El segundo rasgo fundamental de la religión romana se en
cuentra perfectamente definido en la célebre fórmula de Cice
rón: «La religión, es decir, el culto de los dioses» (.religions, id est
cultu deorum). Este culto, este conjunto de ritos legados por la
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tradición, es ejecutado y conservado con meticulosidad. La falta
religiosa, la única que puede suscitar algún tipo de emoción reli
giosa, consiste en una infracción material de las prescripciones
cultuales por parte del individuo, o bien en un descuido de la
tradición, y entraña para la com unidad una ruptura de la pax
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deorum («la benevolencia de los dioses»), a menudo cargada de
consecuencias.
Paralelamente, aunque apenas podamos insistir aquí sobre
esta cuestión, el romano se adhería por medio del culto piadoso
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—o, en todo caso, encontraba en él un marco para adherirse— a
las grandes representaciones del pensamiento tradicional. La re
ligio, en efecto, define, crea y orienta la percepción de la posi
ción del hombre, el ciudadano y la ciudad en el universo, dato
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giosidad. Así, cuando tal o cual aspecto de la religión antigua se
puede rastrear en la práctica religiosa de nuestros días, conviene
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distanciarse del hecho religioso romano, considerando, para
ello, que los romanos son distintos. Su sistema religioso, por
muy ajeno que pueda parecemos, tenía para ellos un sentido ple
no, indiscutido, «natural». Ciertamente, cabe pensar que esta re
ligio no agotaba la experiencia religiosa, en el sentido moderno
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del término, del hombre antiguo. Sin embargo, las creencias y
aspiraciones subjetivas del individuo se actualizan fuera del sis
tema religioso propiamente dicho, en un plano que podríamos
denominar vida espiritual, religiosidad subjetiva. Al respecto,
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hemos de llamar una vez más la atención sobre la inexistencia,
para la mayoría de los romanos, de vínculos directos entre este
tipo de sentimientos y la religión, y sobre el hecho de que esta
«espiritualidad» pagana en modo alguno se puede identificar
con lo que hoy día conocemos en Europa.
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No hay que perder de vista otras definiciones fundamentales.
Cuando hablamos de la religión en Roma se piensa, en el caso
del occidental cristiano, por ejemplo, en algo decepcionante, re
lacionado sobre todo con malas prácticas. De ahí las críticas a
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justificaciones.
Dado que la religión de la época arcaica plantea problemas
específicos, comenzaremos por analizar los aspectos relativos a
te d
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hasta las épocas más oscuras de la monarquía, en primer lugar, antes
de volver al final de la República y los comienzos del Imperio.
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El viaje que propongo a los lectores nos llevará a visitar, so
bre todo, los ámbitos del culto público. Ciertas páginas intenta
rán definir algunos valores en el dominio de los cultos privados,
pero no se hablará de los cultos de peregrinación, algunos de los
cuales devendrán, bajo el Imperio, cultos públicos: Isis, Mitra y
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el cristianismo. Queda incompleto, cierto, pero era preciso ele
gir. En la medida en que, paradójicamente, los cultos extranjeros,
«orientales», se estudian y conocen mejor que él culto público tradi
cional, he optado por la solución más simple y urgente.
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Notas
tenidos en cuenta.
4. P. BOYANCÉ, Études sur la religion romaine, Roma 1972, p.28.
5. R. SCHILLING, Rites, Cultes, Dieux de Rome, París 1979, p.74.
6. C. L évi-Strauss, Le Totémisme aujourd’hui, Paris 19744, pp. 105-107.
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PREFACIO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA
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Los libros siguen un camino propio, que no se confunde con
el de sus autores. Por esta misma razón pienso que no es necesa
rio modificar ni corregir este pequeño ensayo escrito entre 1978
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y 1980, aun cuando no refleje por completo mis posiciones, ni
tampoco el estado actual de los estudios sobre la religión roma
na. A pesar de las imperfecciones que hoy día encuentro en él,
continúa cumpliendo el papel que se le asignó.
Este ensayo fue escrito a modo de introducción a la lectura de
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los grandes manuales y no pretendía sino llamar la atención so
bre las particularidades irreductibles de la religión, tal y como la
practicaban y pensaban los romanos. Hoy día ya no constituye
un intento aislado: cada vez son más los investigadores que resti
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España y hablar una lengua románica para pensar como un roma
no, para poder contemplar la civilización romana desde dentro de
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ella misma, para captar a primera vista lo que aquél habría llamado
«religión». Al contrario: él procedimiento más prudente —y tam
bién él más eficaz— consiste en desconfiar de nosotros mismos y re
conocer que estos romanos tenían ideas extrañas. A partir de aquí,
puede dar comienzo el verdadero trabajo.
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París, 26 de mayo de 1991
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ABREVIATURAS
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AJPh American Journal of Philology
ANRW Aufstieg und Niedergang der römischen Welt
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CIL Corpus Inscription um Latinarum
CPh Classical Philology
CRAI Comptes rendus de 1Académie des Inscriptions et Belles-Lettres
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PIEDAD E IMPIEDAD
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Para describir el sistema religioso romano en época cristia
na, el camino más cómodo y prudente consiste en arrancar de
puntos de partida diferentes, pero convergentes. Poco a poco
se irá conformando una imagen coherente, en ocasiones por
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oposición a la mentalidad cristiana, y, a través de estas sucesi
vas definiciones, conseguiremos tener una perspectiva lo sufi
cientemente amplia como para eludir cualquier posible crítica
de etnocentrismo. La investigación se inicia en la comunidad
cultual, estudiando la impiedad, antes de pasar a los dioses y
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los sacerdotes. Tras un viaje a los orígenes, destinado a com
pletar los datos obtenidos, se hablará de los problemas plan
teados por la helenización y se examinará lo que cambia y lo
que permanece en la religión romana durante el Imperio.1
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1. LA COMUNIDAD CULTUAL
Escribe Cicerón: Sua cuique civitati religio [...] est, oostra
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1
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no han querido, ni podido, abandonar este espacio religioso.
Fuera del recinto, encontramos recreado ese mismo entorno en
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los santuarios de los alrededores, en los bosques sagrados y, más
allá del ager Rom anus, en los campamentos legionarios y en
las colonias. Tan precisa es esta definición que en el último ca
so, el de la colonia, si bien la constitución religiosa emana de la
propia autoridad religiosa de Roma y cualquier ciudadano ro
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mano puede practicar en ella el culto, la religión, en cambio,
deviene, hablando con propiedad, la de la colonia como tal.
Aun cuando sea prácticamente idéntica y pueda existir cierto
control, la colonia tendrá, en adelante, su propia religión, sus
sacerdotes, sus fiestas. Por otro lado, ningún culto extranjero
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puede penetrar en el pom oerium o en alguno de los santuarios
de las afueras sin provocar las iras del Senado. Para franquear
este límite es preciso que el dios «ingrese en la ciudad». En caso
contrario, es preciso expulsarlo, tanto más rápido cuanto que
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su presencia puede provocar habladurías. Así, cuando en el 58
Isis y, sobre todo, sus sectarios, empiezan a plantear proble
mas, los cónsules hacen demoler una capilla que se había le
vantado subrepticiamente en el Capitolio.
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«público»: se celebra en nombre de la familia y en su presencia;
en ciertos casos, delante de los vecinos o, incluso, de toda la
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ciudad (matrimonios, duelos). Esta religión familiar constituye
de por sí una pequeña célula independiente, impermeable a
quienes no participan en ella. Su culto se regula con arreglo a
unas costumbres y un calendario autónomos. Bien es cierto
que las autoridades de la República se interesan en ocasiones
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por el culto doméstico, como, por ejemplo, cuando ciertos
comportamientos provocan inquietud. Una familia que no ce
lebre como es debido o bien descuide por completo los ritos fu
nerarios incurre en impureza y puede constituir un peligro para
el resto de la ciudadanía, los magistrados y los sacerdotes. El
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ciudadano debe estar puro para poder participar en la vida pú
blica. Esta pureza se adquiere, sobre todo, cumpliendo con los
deberes domésticos, como es el caso de los tributados a los di
funtos.
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A decir verdad, son muy raras las intervenciones de las au
toridades de la ciudad en la esfera del culto familiar. Sin em
bargo, las costumbres, recomendaciones y controles sobre las
prácticas funerarias demuestran que, en ciertos aspectos, a la
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gentilicio: el culto de Hércules en el Ara M axim é. Hasta el
312, este culto era celebrado por los P otitii y afectaba a todos
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los ciudadanos. Ese año, en atención a la solicitud del censor
Apio Claudio, renuncian a su privilegio en favor del Estado.
Cuenta la tradición que, tras este acto, toda la gens (doce fami
lias y treinta varones adultos) desapareció en un año; el censor
quedó ciego. Sin profundizar en este problema, prestaremos
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atención a dos cuestiones. Por un lado, la importancia de este
tipo de culto, patente, no sólo en el hecho de que la propia ciu
dad lo haya recuperado, sino también en la cólera de Hércules:
las reglas existentes son intocables y su modificación constituye
un sacrilegio. Por otro lado, se puede entrever en la desapari
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ción total de los P otitii la importancia fundamental que reviste
el culto privado para esta mentalidad. En efecto, la tradición li
ga de alguna forma los P otitii a su culto: una vez que éste ha si
do cedido a otro y, por lo tanto, abandonado, la gens desapa
s te
rece. Dicha desaparición no depende únicamente de la falta co
metida, del abandono reprehensible de los deberes religiosos
privados, sino también de la simple dejación de su religio por
esta gens, que sale, de ese modo, de la historia: para la mentali
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La religión en R oma
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Ahora bien, en la época en que nosotros la estudiamos, la
comunidad por excelencia del hombre romano es la ciudad, la
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respublica. Ya hemos señalado que para practicar es preciso
ser ciudadano: no se trata de convertirse, sino de poseer o ad
quirir la ciudadanía. El extranjero se encuentra excluido del
culto. Si por una u otra razón este extranjero, ya se trate de un
rey o una ciudad, quiere sacrificar o dedicar bienes en un san
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tuario romano, tendrá que pedir autorización al Senado: los
ejemplos son abundantes (los panfilios, Tito Livio 44.14.3,
Prusias, Tito Livio 45.44.8, etc.). Si un ciudadano abandona el
culto poliádico, deserta, se separa de la ciudad. El escándalo de
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las Bacanales (186 a.C.) se debe a una de estas «deserciones».
Del conjunto de crímenes contra el Estado denunciados en la
ocasión por los cónsules, fijaremos nuestra atención en dos. El
primero consiste en que estos jóvenes, procedentes de las mejo
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res familias, se entregaban en exclusiva al culto báquico preci
samente en el momento en que debían entrar a la vida cívica
activa. Más grave aún resultaba el hecho de que estos ciudada
nos dieran la impresión de ser muy numerosos, no sólo en Ro
ma, sino también en toda Italia. El culto báquico tenía una vi
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Estos ejemplos demuestran que el ciudadano está destinado,
por su propia condición social, a practicar el culto romano.
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Hasta ahora, hemos empleado de forma deliberada el término
«ciudadano». En efecto, el principal actor del culto romano es
aquél que ocupa también la totalidad del edificio institucional,
el ciudadano varón y adulto.
El rol cultual asignado a las mujeres y, de forma paralela, a
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los esclavos y los niños, no se encuentra delimitado con clari
dad en ningún momento: esto es, ya, un indicio. Sin embargo,
se sabe, gracias a las representaciones plásticas, las alusiones li
terarias y ciertas fiestas y funciones religiosas, que la participa
ción de los esclavos (como también la de los extranjeros) de
rP
pendía siempre de la voluntad de la comunidad. Además, esta
asistencia se limitaba, de todos modos, a un papel pasivo y su
bordinado. Así, los esclavos podían asistir a los sacra si reci
bían autorización para ello. Por lo demás, lo normal era que se
s te
les utilizara como ayudantes en el culto. También encontramos
esclavos que celebran ritos en lugar del dom inus (como, por
ejemplo, el villicus de Catón), pero en ningún caso pueden ofi
ciar un acto sagrado en su nombre: ese rol está reservado al
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La religión en R oma
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que sirven como camilli. A pesar de ello, mujeres y niños pue
den oficiar en nombre propio en determinadas ocasiones: los
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segundos pueden convertirse en salios, en tanto que aquéllas
aparecen como sacerdotisas celebrando las M atronalia o la
fiesta de la Bona Dea. Ahora bien, las Vestales, por ejemplo,
no son matronas por entero, sino algo más, o algo menos. O
bien ocurre que el rol sagrado transforma el estatuto de la mu
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jer, o bien prevé la economía de lo sagrado, en determinada cir
cunstancia, una inversión de la situación, como es el caso de las
mujeres que sacrifican, en secreto, en honor de la Bona Dea.
Pero estas excepciones no suponen ningún cambio. Cuando
dos matronas de época imperial hacen una dedicatoria a la Bo
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na Dea, la inscripción recoge, en primer lugar y con grandes
caracteres, el nombre de sus maridos, precediendo a los pro
pios... escritos con letras más pequeñas (C7Z.XI.1735).
Así pues, la comunidad cultual romana comprende, ante to
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do y casi en exclusiva, a los ciudadanos. Son ellos, en todo ca
so, los que tienen siempre la iniciativa, los que son, por encima
de todo, piadosos. La comunidad engloba, asimismo, a las mu
jeres, los niños y los esclavos, si bien su papel es pasivo y se en
cuentran menos involucrados que los ciudadanos. Del mismo
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2 . LA IMPIEDAD
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tente en estudiar la piedad partiendo de su contrario, puede re
sultar particularmente fructífero, toda vez que permite obser
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var cómo nuestros testimonios, tan fríos y silenciosos cuando
nos describen los aspectos regulares de la piedad, se alteran
violentamente cuando constatan una falta religiosa. Y, cuando
los espíritus se enardecen, cambia el discurso, se buscan justifi
caciones y se exponen principios. Esta perspectiva ofrece una
DF
vía, quizá la más segura, para conocer el sentimiento religioso
romano. A través del estudio del escándalo, la impiedad y su
represión, puede captar el historiador moderno la esencia de la
religión antigua, sin que para ello tenga que correr el riesgo de
ponerse en lugar sus fuentes3.
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Algunos ejemplos pueden ayudar a comprender la naturale
za de la impiedad en Roma. El caso más corriente, casi cotidia
no, de infracción es el de la falta cometida durante la celebra
ción de un culto o, más frecuentemente, de las fiestas. En tales
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casos, la falta consiste en un error ritual, un olvido. Además,
puede ser denunciada por medio de un prodigio. Una vez cons
tatada, basta con repetir total o parcialmente (.instaurare) la ce
remonia viciada para que su efecto religioso sea com pleto. La
frecuencia y facilidad de estos piacula o instaurationes no de
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tuales y llevar vestimentas puras; la piedad, en respetar al pie
de la letra todas las prescripciones rituales. No se requiere nin
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gún sentimiento íntimo, como no sea el de no ser un im pius no-
tono. Dicho de otro modo, la piedad consiste en respetar es
crupulosamente la tradición común, ya se trate de una «ley»
cultual, una orden emanada de la autoridad religiosa o, simple
mente, la tradición conservada por los pontífices. Para el indi
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viduo, el delito religioso consiste en violar las reglas públicas.
Es impío y no admite expiación alguna quien transgrede deli
beradamente las prescripciones rituales. Como quiera que los
ritos están muy lejos de encontrarse vacíos, antes bien, tradu
cen y suscitan todo un sistema de pensamiento, la infracción
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grave de las prescripciones rituales trastorna de igual modo la
expresión propiamente espiritual que éstas deben conformar
(así, por ejemplo, la definición de la condición humana, instau
rada por medio del sacrificio). Lejos de ser sólo una infracción
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material, la impiedad revela, también, una impureza funda
mental, del mismo modo que la conducta piadosa hace posible
la pureza espiritual y crea las condiciones para una vida armo
niosa. Sólo el rechazo público, sin embargo, castiga al impío. Si
la comunidad lo persigue, lo hace en el plano de lo profano. Evi
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Tras la toma de Locros en 204, el legado de Escipión, Pie-
minio, entrega la villa al pillaje y viola los templos, especial
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mente el tesoro del santuario de Proserpina. Una embajada lo-
cria presenta sus quejas por este crimen ante el Senado. Irrita
dos contra Pleminio y su superior, Escipión, los senadores reci
ben de los pontífices los informes relativos a las medidas
religiosas que se deben adoptar y envían al lugar una comisión
DF
que expíe el sacrilegio y lleve a cabo una investigación sobre
Pleminio y Escipión. Llegada a locros, la comisión devuelve,
en primer lugar, el doble de los tesoros robados y ofrece los sa
crificios expiatorios prescritos. A continuación, arresta a Ple
minio, lo juzga culpable y lo envía a Roma para que comparez
rP
ca ante el pueblo. En cuanto a Escipión, recibe las felicitacio
nes de la comisión. Tres puntos nos interesan directamente:
1. El delito cometido por Pleminio compromete y amenaza,
en primer lugar, a la propia comunidad romana. Según Livio,
s te
los embajadores locrios habrían presentado la impiedad como
un peligro acuciante para Roma: «Hay, no obstante, un hecho
del que debemos lamentamos especialmente, debido al respeto
a la religión grabado en nuestras almas, y del que queremos
Ma
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r
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La religión en Roma
dente y, por ello, necesitada de tal purificación. A lo largo de
esta fase del procedimiento no se relatan en ningún momento
Ed
los hechos de Pleminio. Antes bien, Livio no menciona sino un
acto anónimo: «el dinero arrebatado»; «el traslado, la apertura
y la violación de este tesoro» (29.19); «la expiación de los he
chos impíos cometidos en Locros, [...] tocando, violando o lle
vándose los objetos» (29.20).
DF
3. El propio Pleminio carece, evidentemente, de posibilidad
de expiación. Se le envía a Roma para ser juzgado. No sabe
mos de qué debería defenderse, si bien queda excluido, en mi
opinión, que haya podido tratarse de algo que no fuera un deli
to «profano».
rP
En lo tocante a la impiedad de Pleminio, el relato de Livio
refleja, quizá, una mentalidad bastante extendida en Roma,
que no hace sino traducir el carácter inexpiable de la mancha.
Cuando los locrios evocan el caso de Pirro, también él culpable
s te
de sacrilegio, recuerdan que, aun después de haber restituido
los tesoros robados, el rey no logró llevar a cabo ninguna de
sus empresas; tras el sacrilegio, era otro hombre y murió oscu
ramente, con un final indigno de su rango («tras esto, nada le
Ma
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John Scheid
Consideremos un segundo ejemplo (Tito Livio 42.3, 42.28.10).
En 173, el censor y pontífice Q. Fulvio Flaco despoja el templo de
Ed
Hera Lacinia en Crotona de sus tejas de mármol para cubrir
con ellas el techo del templo de la Fortuna Ecuestre, que él
mismo estaba construyendo en Roma. El hecho suscita una
fuerte reacción emocional en la ciudad. Fulvio recibe una seve
ra reprimenda del Senado, no sólo por la profanación de un
DF
templo, sino también por haber arruinado por completo un
edificio que, en principio, hubiera debido mantener y conservar
en tanto que censor. Éste se ve acusado, pues, de una especie de
Am tsverbrechen que implica al Pueblo Rom ano en un sacrile
gio: «Verle cometer parecidos destrozos en las mansiones parti
rP
culares parecía, sin duda, algo indigno; lo que resultaba escan
daloso era verle demoler los templos de los dioses inmortales y
cometer, al servirse de las ruinas de estos templos para cons
truir otros nuevos, un sacrilegio del que el Pueblo Romano re
s te
sultaría responsable» (Tito Livio 42.3). Paralelamente, el Sena
do ordena que se restituyan al cabo Lacinio las tejas robadas y
se ofrezcan piacula (sacrificios expiatorios) a Juno, todo ello,
evidentemente, en nombre del Pueblo Romano, involucrado de
Ma
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La religión en R oma
do por su impiedad. Sus fracasos, su locura, su muerte deshon
rosa, se trate o no de una invención o una reinterpretación de
Ed
hechos realmente acaecidos, sirven para mostrar al público la
exclusión social que se abate sobre aquél que se encuentra con
taminado por un acto impío, así como los efectos de la vengan
za «privada» de la divinidad ofendida.
Los ejemplos que hemos examinado demuestran que los delitos
DF
voluntarios y, por lo mismo, inexpiables, se consideran bajo dos
aspectos diferentes. Por una parte, la respublica, repara y expía el
delito religioso que ella ha cometido involuntariamente. Por otro
lado, juzga a los culpables del delito por haber violado las normas,
por un Amtsverbrechen, no por su impiedad.
rP
Todo ocurre como si el ciudadano e, incluso, el magistrado
no pudieran, en el fondo, cometer un delito religioso. Es cierto
que el culpable puede resultar im pius en el caso de que haya
cometido su falta dolo malo, pero ese aspecto de sus actos en
s te
nada interesa a la comunidad. Lo que ésta hace es despreciar y
expulsar al impío: una exclusión en la que el fin trágico de los
impíos, maquillado o no, patentiza el carácter inexorable de la
venganza de los dioses. En lo referente al individuo, el delito
Ma
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John Scheid
razón, asimismo, de que todas las ofensas voluntarias contra
los objetos sagrados, todas las infracciones religiosas, no alcan
Ed
cen ipso facto el rango de impiedad. Para que exista el delito
religioso es preciso que la comunidad lo asuma públicamente.
Personajes como Clodio, Sila o Nerón, por ejemplo, han come
tido sacrilegia y otras muchas infracciones religiosas, pero la
comunidad no ha asumido sus actos, ya fuera porque la mayo
DF
ría de los ciudadanos consideraba que no se había roto la pax
deorum, ya porque les resultara imposible reconocer el sacrile
gio: en tal caso, la comunidad siempre tenía la posibilidad de
recordar el delito una vez muerto el tirano y dejar a éste al mar
gen de la historia. Pero no siempre se restablecía el orden de es
rP
ta forma —pensemos en Sila—, así que se puede concluir que
Roma fue dueña en todo momento de su conducta. Sólo por
ella y a través suyo podía devenir impío determinado acto.
También era ella la que ponía al ciudadano de buena fe al abri
s te
go de la cólera, demasiado intempestiva, del dios.
Esta mediación social, indispensable para «crear» la impiedad,
se pone de manifiesto, con toda claridad, en los innúmeros escán
dalos que rodean el sistema de los auspicios urbanos y las obnun-
Ma
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La religión en Roma
i to
toda la realidad. Existen, además, actos piadosos contradicto
rios: lo que se declara impío en una orilla del Rubicón no lo es
Ed
en la otra. La religión «funciona» en cada campo, y lo hace ate
niéndose a la tradición. Así, una situación excepcional como
ésta hace patente la contingencia del acto impío: no sólo nece
sita de la mediación social para existir, sino que, además, es va
lorado, no tanto en relación con un absoluto divino, como a
DF
partir de los intereses y voluntades de la comunidad histórica
que reúne a los hombres y los dioses, es decir, la ciudad.
Podemos citar en apoyo de esta interpretación la conocida
anécdota de los comicios consulares dirigidos por el padre de
los Gracos, Tiberio Sempronio Graco (Cicerón Sobre la natu
rP
raleza de los dioses 2.10). Éste se niega a tomar en considera
ción el ornen («signo desfavorable») designado por la muerte
del primer votante. Como quiera que este ornen provoca cier
tos escrúpulos entre el pueblo, Graco eleva su informe al Sena
s te
do. Se consulta a los harúspices (no a propósito de las reglas
infringidas, sino a cuenta del significado del ornen) y éstos res
ponden que Graco no es un rogator (presidente de asamblea)
legítimo (non fuisse iustum ). Graco se enfurece y ataca violen
Ma
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contraria o no a las reglas. Otro tanto ocurría cuando un ornen
parecía señalar una infracción. Su negativa a aceptar el ornen,
Ed
en modo alguno contraria a la tradición, nunca la fue repro
chada a Graco, posiblemente, suponemos, porque ninguna ca
tástrofe vino a denunciar la existencia de una mancha.
La misma anécdota demuestra quién está contaminado o
corre el riesgo de estarlo. Cicerón escribe así: «Un hombre sa
DF
bio y quizá superior a todos ha preferido reconocer su falta,
cuando podía haberla ocultado, antes que ver una mancha reli
giosa atribuida a la República, y los cónsules han preferido
abandonar de inmediato el poder soberano en vez de conser
varlo un segundo más en contra del derecho religioso» (Cice
rP
rón Sobre la naturaleza de los dioses 2.11). Así pues, la mancha
religiosa se atribuía a la República, como si fuera ella quien hu
biera cometido el delito; en cuanto a la impureza, había sido
provocada por una infracción del derecho religioso. Graco, por
s te
su parte, había cometido un error, un peccatum , pero no había
pecado en sentido religioso. Su grandeza radica en que, a pesar
de la ausencia de catástrofes, ha preferido denunciar el error en
interés de la República, justa precaución que se engloba, del
mismo modo, en la concepción ciceroniana del delito religioso,
Ma
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La religión en R oma
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lidad no puede existir sino en función de leyes naturales, por
retomar la expresión de Cicerón, que el hombre no puede igno
rar y que, a su pesar, ejercen un imperio absoluto sobre su espí
Ed
ritu. Esta novedad es fundamental: asistimos, en cierto modo,
al nacimiento, en el contexto religioso, de la noción de persona,
situada de golpe en el centro mismo de la religión. Para Cice
rón, la falta no se concibe ya como una especie de enfermedad
DF
o maldición que se abate sobre un individuo impotente, sino
que nace de la libre voluntad de un sujeto consciente, que sabe,
como Graco, que ha infringido las leyes naturales y experimen
ta un sentimiento de culpabilidad. Por vez primera entra en es
cena, con Cicerón, la figura de la conciencia desdichada, al
rP
tiempo que, de forma paralela, las prescripciones religiosas tra
dicionales reciben una fundamentación trascendental {Leyes
2.15-16). Conviene señalar que, en un sistema así, la expiación
no tiene ya razón de ser, dado que los dioses saben que un acto
s te
perturbado involuntariamente por una omisión o infracción ri
tual sigue siendo puro. Cicerón, sin embargo, no llega a dar es
te paso, lo que demuestra hasta qué punto sigue rindiendo tri
buto a la mentalidad tradicional. La impiedad remite, cierta
mente, a una teología moral interiorizada, pero, en el fondo,
Ma
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se convierta en un acto de impiedad que reclama venganza. En
los casos de impiedad, como se ha podido constatar, el elemen
Ed
to central no es el delito en sí, sino la mancha que recae sobre
la comunidad, mancha que ponen de manifiesto los fracasos de
la República. Este infortunio constituía la piedra de toque en
que se verificaba el rompimiento de la pax deonun, y sólo en
un segundo momento se investigaba la responsabilidad de la
DF
comunidad humana en esa ruptura. Pero no es la infracción
contra la ley sagrada como tal la que provoca automáticamen
te la quiebra. Hemos podido observar que la noción de delito
religioso era contigente y se encontraba estrechamente unida a
la salud de la República o, al menos, a lo que pudiera pensar al
rP
respecto la mayoría de los romanos. En otras palabras, la exis
tencia del delito y la obligación piacular sólo se puede apreciar
en relación con un hecho objetivo, el éxito o el fracaso, que vie
ne a traducir la opinión de los dioses. La mancha religiosa con
s te
serva, a pesar de su larga tradición piacular y de las1indagaciones
teológicas, un aspecto misterioso y contingente para los romanos
de las postrimerías de la República. A sus ojos, un mismo acto po
día entrañar la ruptura o no de la pax deorum (pensemos en Fia-
minio y Tiberio Sempronio Graco); cuando una infracción era útil
Ma
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La religión en R oma
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la exégesis de los amenazadores prodigios anunciados por los
harúspices).
Ed
¿Qué rol desempeña, entonces, el piaculum, la expiación? Im
potentes ante esta mancha, este castigo que se abate sobre ellos a
consecuencia de un crimen, del que, por regla general, no se han
apercibido, los hombres anulan el tiempo de la impiedad y repiten
el acto religioso —si es preciso, con un sacrificio específico, fijado
DF
por la tradición— para hacer patente de este modo su buena fe y,
por así decirlo, probar fortuna una vez más. Al repetir el mismo
ademán tal y como lo prescribe la tradición, los romanos intentan
recobrar los efectos positivos del acto sagrado. La mancha de la
obligación piacular deriva, en consecuencia, no del delito como
rP
tal, sino de la naturaleza misteriosa (a los ojos de los romanos) de
lo sagrado.
Los piacula operís faciundi (sacrificios de expiación previos
a las infracciones) se pueden comprender en este contexto co
s te
mo una anticipación frente a un fracaso siempre posible: se
combina el acto religioso propiamente dicho con una contun
dente prueba a contrariis de la voluntad de respetar la tradi
ción y manejar la esfera de lo sagrado de la forma más conve
niente. En este sentido, el piaculum ofrecido inmediatamente
Ma
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hay que buscarla siempre en el plano comunitario, es decir,
aquél en que se desenvuelven los magistrados, el Senado y los
Ed
sacerdotes (consultados, si es necesario), que asumen una espe
cie de tutela religiosa sobre el conjunto del cuerpo cívico. Así,
los ciudadanos romanos «pecan» como grupo: la persona indi
vidual nunca tiene acceso inmediato a la impiedad, a la divini
dad. El individuo que se encuentra en el origen directo de la
DF
falta de la ciudad es la mancha, la impiedad, una especie de
prodigio humano que expresa en su persona y su desgracia el
resentimiento de los dioses contra el conjunto de la ciudad (nos
referimos, evidentemente, a los casos en que la impiedad ha si
do reconocida a raíz de un desastre, no a las infracciones invo
rP
luntarias): encamación monstruosa de la ruptura de la pax
deorum, la responsabilidad de este impío es, en suma, marginal
en todo el asunto. Una comparación con las relaciones entre
familias o entre ciudades puede aclarar lo dicho. Cuando un in
s te
dividuo rompe la armonía existente entre estas comunidades,
arriesgándose a poner en movimiento acontecimientos que le
sobrepasan con mucho, los dos grupos reanudan los contactos
y reafirman sus buenas intenciones para, a continuación, entre
gar a la parte ofendida el monstruo que ha osado inmiscuirse
Ma
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La religión en R oma
tienen por qué intervenir los sentimientos —y la responsabili
dad— personales: el papel de los celebrantes consiste en inte
Ed
grarse estrictamente en una tradición secular y repetir al pie de
la letra los ademanes prescritos. Se desvanecen enfrentados a
su propia existencia como colectividad.
Cicerón define la religión en su conjunto como el «culto de
los dioses» (Cicerón Sobre la naturaleza de los dioses 2.8,
DF
1.117). Sabemos que se trata del conjunto de costumbres y re
glas impuestas a los ciudadanos y, de forma especial, a quienes
los representan. Ningún acto puede o debe ser personal, ni es
capar a la esfera de lo público. Todo está codificado y contro
lado, precisamente porque todo se hace públicamente, en nom
rP
bre de la totalidad de los ciudadanos.
He aquí por qué casi todos los ritos —si se exceptúan una o
dos ceremonias extraordinarias celebradas por un grupo de
ciudadanos(-as) en representación del resto— se cumplimentan
s te
en público. El sacrificio y la plegaria, la toma de los auspicios y
la inauguración, todo se hace ante un templo, en una plaza pú
blica, en un edificio público: exigen y presuponen la presencia,
siquiera simbólica, de los ciudadanos. Éstos, además, partici
pan directamente en los sacrificios, asistiendo, por ejemplo, a
Ma
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De igual forma se puede captar el verdadero alcance de las
fiestas, los sacrificios o los votos celebrados por la respublica.
Ed
Conviene no llamarse a engaño: a la ciudad no le interesan sólo
ciertos actos excepcionales, como las plegarias que todavía en
nuestros días se formulan en pro de la República o del sobera
no, sino todos los actos litúrgicos (públicos). Sólo las celebra
ciones del culto doméstico o del culto colegial, por ejemplo,
DF
quedan limitadas al reducido círculo de aquéllos que están au
torizados a participar en ellas. Con todo, si exceptuamos este
matiz, los principios siguen siendo, incluso en la dimensión del
grupo familiar o del colegio, idénticos.
En la medida en que el espacio religioso se confunde con el
rP
espacio político, no ha de extrañar que sean los magistrados los
encargados de regular las relaciones del populus con los dioses,
de la misma manera que regulan sus relaciones con los particu
lares y con otras ciudades.
s te
Antes de convocar una asamblea, el magistrado cum im pe
rio del que parte la iniciativa debe tomar los auspicios, es de
cir, consultar a los dioses, sobre todo a Júpiter, para saber si
aprueban o no su decisión de convocar dicha reunión. Si la res
Ma
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La religión en Roma
sentantes. En el plano de la práctica, la obnuntiatio introduce
cierto equilibrio en el juego político. Más aún, unos auspicios
Ed
constantemente favorables y no revocados por un súbito mal
humor de Júpiter Capitolino confieren otra dimensión a una
ley, a una elección, situándolas en un plano absoluto, en la me
dida en que los dioses, los magistrados y los ciudadanos aprue
ban o rechazan «democráticamente» tal o cual rogatio (proyec
DF
to de ley).
Lo que aquí nos interesa es que la obnuntiatio pone de ma
nifiesto lo que se podría llamar un «mandato» de la religión ro
mana, cuya finalidad no es tanto mostrar un código moral dic
tado por el dios en relación con tal o cual comportamiento in
rP
dividual e íntimo, como, por el contrario, regular el correcto
desarrollo de los comicios y proveer de autoridad para conju
rar ciertos excesos y faltas que podrían resultar especialmente
peijudiciales. Será «justo» el ciudadano o magistrado que utili
s te
ce o reciba los auspicios y la obnuntiatio con arreglo a las cos
tumbres, sin abusar de ellas. Ejemplar es el hombre que, como
el padre de los Gracos, prefiere anular, meses después de su ce
lebración, las elecciones consulares —aun cuando podría haber
Ma
forma, la ley Fuña, confirmada más tarde por la ley Aelia, con to
da probabilidad en la segunda mitad del mismo siglo4.
Si quisiéramos escribir, pues, el decálogo de la religión ro
te d
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del que el derecho sagrado no constituye sino una parte. No
deja de ser un grave error, por tanto, sonreírse ante la «punti-
Ed
llosidad» de ciertos jurisconsultos, magistrados y sacerdotes, o
ante la fría pedantería del ritualismo romano: es necesaria una
codificación lo más precisa posible si se desea que las costum
bres religiosas sean realmente objetivas, es decir, públicas.
¿Existe acaso otro medio de expresarse en nombre de todos, y
DF
no tanto como individuo, que no sea la repetición, lo más
«fría» posible, de ritos codificados e inmutables, fijados en vir
tud de decisiones públicas? Sería un contrasentido señalar los
abusos de la obnuntiatio, por ejemplo, pensando que la reli
rP
gión sólo servía a los intereses políticos, que se trataba de una
manipulación rastrera de lo sagrado. Hay faltas, sí, y, en oca
siones, son graves, pero no porque se dé una utilización políti
ca de la obnuntiatio, ya que la aplicación de este precepto no
puede ser más que política y sólo afecta al interés común de los
s te
dioses, los magistrados y los ciudadanos. El abuso radica, más
bien, en que el acto litúrgico deja de ser público y no expresa
ya el consensus que fundamenta la respublica. El escándalo
consiste en que determinados grupos rivales intentan imponer
Ma
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La religión en R oma
modo alguno puede correr pareja con una práctica religiosa
confusa. Para intentar precisar estas observaciones y ahondar
Ed
más en la comprensión del culto público puede resultar de utili
dad el examen de los cargos religiosos y las relaciones entre ciu
dadanos, sacerdotes y magistrados.
DF
3. «ESTATUAS VIVAS» Y SEÑORES DE LO SAGRADO
El ciudadano es, sin lugar a dudas, sacerdote en su casa: el
paterfam ilias garantiza el culto de la comunidad doméstica.
rP
También ejerce la función sacerdotal en los ámbitos de la vida
pública restringidos a los barrios y las asociaciones profesiona
les. En fin, puede ser llamado a celebrar el culto público por el
conjunto de la ciudadanía. Pero estas observaciones deben ser
s te
reconsideradas y precisadas en, al menos, dos puntos. Para em
pezar, no todos los ciudadanos pueden desempeñar este rol.
Del mismo modo que en el plano familiar el paterfam ilias, y
sólo él, es «sacerdote», así también, al pasar al plano de la ciu
Ma
a su control.
A pesar del rol religioso de los magistrados, existe en la vida
pública una esfera específicamente sagrada, de la que quedan
excluidos como tales, toda vez que está reservada a los sacerdo
tes propiamente dichos. Además, no sería correcto calificar de
re a
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sacerdotales las funciones religiosas de los magistrados. Lossa-
cerdotes publici o populi rom aai (sacerdotes públicos o del
Ed
Pueblo Romano) ocupan en la respublica una posición dema
siado específica como para que se la pueda definir, a pesar de
la etimología originaria del término (*sakro-dhff-t-s, «aquél
que es el agente del sacrifícium , el que está investido de poderes
que le autorizan a “sacrificar”, a consagrar»5), por la simple ce
DF
lebración de los sacra. De hecho, si bien tienen el encargo de
celebrar ciertos ritos (especialmente, las fiestas del calendario)
o insistir al magistrado y al ciudadano en el ejercicio de sus de
beres religiosos, los sacerdortes son, al mismo tiempo, y por en
cima de todo, los depositarios y gestores de la tradición religio
rP
sa y los instrumentos del culto. Son, en pocas palabras, la auto
ridad religiosa nacional. Con un número limitado de miem
bros, investidos —con algunas excepciones que no contradicen
la regla— de un sacerdocio vitalicio, los sacerdotes forman co
s te
legios, de los que los más importantes son los tres y, posterior
mente, cuatro mayores (quattuor amplissima collegia): en or
den de jerarquía descendente, el colegio pontificial, el colegio
augural, el colegio (quin)decenviral y el de los septenviros de
Ma
dotal romana.
Férreamente estructurados, permanentes y especializados,
los colegios sacerdotales eran, para los romanos, inseparables
del principio mismo de la ciudad y de su sistema político. ¿Aca
so no afirma Cicerón que los sacerdotes más importantes han
re a
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La religión en Roma
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contribuido al mantenimiento del Estado tanto como los ma
gistrados (uno y otro cargo coinciden, a menudo, en los mis
Ed
mos hombres)? «Si un espíritu divino, pontífices, parece haber
inspirado a nuestros ancestros gran número de sus invenciones
y de nuestras instituciones, nada de lo que nos han transmitido
es más admirable que su decisión de confiamos, a la vez, la
presidencia de la totalidad del culto de los dioses inmortales y
DF
la suprema dirección del Estado, de modo que los hombres me
jor considerados y más ilustres gobiernan juiciosamente el Es
tado como ciudadanos y, al interpretar con sabiduría la reli
gión, como pontífices, aseguran por partida doble la salud de
la patria» (Cicerón Discurso sobre su casa 1.1). Estos sacerdo
rP
tes, sin embargo, no forman una casta sacerdotal consagrada
en exclusiva al culto de los dioses y, por lo mismo, de carácter
supranacional. El sacerdote romano no es más que un delega
do de la ciudad, escogido, sí, con arreglo a criterios especiales
s te
impuestos por la tradición, si bien esta elección en modo algu
no viene determinada por su competencia o por un saber teoló
gico particular: el sacerdote es un ciudadano como los otros,
investido de una función que no ejerce a no ser que reciba un
requerimiento formal de la autoridad política.
Ma
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culto, su tradición religiosa e, incluso, su sistema social. Los sa
cerdotes se sitúan, en razón de su especial estatuto, en un lugar
Ed
netamente superior al de los ciudadanos y, en ocasiones, inclu
so por encima o, como poco, al mismo nivel que el poder polí
tico. Hasta tal punto es así que se les puede reconocer un cierto
papel de moderadores de la vida política y, sobre todo, en ra
zón de su reclutamiento, restringido en exclusiva a las familias
DF
hegemónicas, considerarlos un pujante instrumento de poder y
de conservación del dominio en favor de las élites. No ba de ex
trañar, pues, que esta situación haya provocado los que po
dríamos considerar los enfrentamientos religiosos más impor
rP
tantes de la historia republicana, a saber, las luchas entre el
pueblo y la oligarquía por el control del reclutamiento de los
«magistrados» religiosos, por un lado, y los conflictos entre la
autoridad religiosa y la autoridad política, por otro. Más ade
lante volveremos sobre estos problemas, ricos en documenta
s te
ción. Veamos ahora, en primer lugar, en qué consiste la fun
ción del sacerdote en Roma.
A la hora de examinar el conjunto de las funciones sacerdo
tales romanas nos parece que se pueden distinguir grosso modo
Ma
28
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La religión en Roma
nados sacerdocios hayan podido ganar por la mano —algo in
negable e inevitable— a otros.
Ed
4. LOS «SACERDOTES-ESTATUAS»
DF
En un conocido texto sobre el flamen de Júpiter, Plutarco lo
describe «como una estatua viviente y santa» (Cuestiones ro
manas 111). Todo lo que sabemos sobre este sacerdote corro
bora dicha observación que, además, puede aplicarse también
rP
a la flam inica y a los otros flámines; al menos, a aquéllos que,
junto con el Dial, recibían el nombre de mayores en boca de los
romanos (los flámines Marcial y Quirinal). Estos flámines re
presentaban el tipo perfecto del «sacerdote-estatua», el «sacerdo
te-dios», que no deja de recordamos al brahmán védico6. Ya
s te
les corresponda participar u ocuparse —los textos nunca resul
tan muy claros en este punto— de la celebración de los ritos,
no son, en lo esencial, ni sacrificadores ni depositarios de la
tradición. «No es en virtud de su competencia como sabio o,
Ma
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i to
pecial, sobre todo con ropas desprovistas de nudos y ataduras
(su aspecto es completamente opuesto al cinctus Gabinus del
Ed
sacrificador común), cubierta la cabeza con un bonete (alboga-
/eras) hecho con la piel de ima víctima ofredda a Júpiter, no
podía entrar en contacto con hombre alguno encadenado ni
ver lo que se oponía radicalmente al cielo de Júpiter: la muerte.
La esposa del flamen Dial, la fiammica, completaba dertos
rasgos de su marido: su calzado estaba confecdonado con la piel
DF
de una víctima sacrificial y llevaba un vestido de color rojo fuego,
como el rayo de Júpiter (obsérvese, de pasada, que la encamación
fundonal no tiene en cuenta el sexo). El flamen de Júpiter no
puede prestar juramento, ya que él mismo es el juramento, él
rP
es quien encama al señor del derecho y del juramento. Du
rante la vendimia es él quien, en el transcurso del sacrificio en
honor de Júpiter, in ter caesa et porrecta («entre el momento
en que parte los exta [asadura] y aquél otro en que los ofre
s te
ce»), cuando tiene lugar la distribución de la parte del dios y
la parte humana, toma posesión, en nombre de Júpiter, de la
primera uva, es decir, la que ha de convertirse en vino, brebaje de
la soberanía, reservado en el mito de los Vinalia a Júpiter. Resul
taría interesante, además, saber lo que consume el flamen Dial
Ma
30
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La religión en R oma
como está entre el foculus («fogón») y Marte, en cuyo nombre
parece «consumir» el humo. En cuanto al flamen de Júpiter,
Ed
también sabemos que le estaba prohibido tocar, incluso nom
brar, la harina, la levadura o la carne cruda, como si no pudie
ra comer más que alimentos acabados, «civilizados» o, incluso,
ateniéndonos a la lectura de Plutarco (Cuestiones romanas
109-111), sacrificiales, como lo era, por lo demás, el bonete del
DF
sacerdote*. De la casa del flamen Dial no se podía sacar otra
cosa que el fuego sagrado, destinado a los sacrificios. En resu
midas cuentas, todos estos indicios parecen sugerir que tam
bién en su modo de alimentación estaba el flamen Dial más
cerca de los dioses que de los hombres. Calígula (o los invento
rP
res de esta historia) se sabía bastante bien este catecismo, toda
vez que, en su deseo de ser Júpiter, decidió, según parece, que
dar investido de este sacerdocio9. ¿Es necesaria una prueba más
evidente?
s te
Los restantes flámines debían ser los protagonistas de un es
quema simbólico del mismo tipo —ya hemos citado la docu
mentación relativa al de Marte—, aunque la carencia de fuen
tes al respecto no nos permita tener más información sobre este
Ma
31
r
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En el lado opuesto, las Vestales, garantes de la identidad y la
permanencia de Roma, simbolizan a la perfección el hogar y la
Ed
morada de la «gran familia romana»11. Puras como el fuego,
representando en ciertas ocasiones las labores domésticas, se
convierten también en prodigios vivientes cuando violan el pre
cepto de castidad: es el fuego de Vesta el que ve alterada su pu
reza a través de su carne. Este simbolismo parece tan importante,
DF
al menos, como los propios ritos que celebraban las vírgenes.
¿Pertenecen los salios de Marte (salios Palatinos de Marte
Desencadenado y salios C ollini de Marte Tranquilo) a este tipo
de sacerdocio? Algo así se podría pensar al verlos transportar,
entre danzas, vestidos como guerreros de antaño, sus talisma
rP
nes, de los que Júpiter había enviado el primero.
Ciertos sacerdocios creados durante el Imperio según el mo
delo de los flámines perpetúan, al parecer, un simbolismo aná
logo. En efecto, ciertos bustos, ciertas estatuas de flámines pro
s te
vinciales de Oriente —en Occidente, el título de coroaatus su
giere el mismo fenómeno— demuestran que estos sacerdotes
llevaban puesta una diadema adornada con bustos imperiales:
los flámines se identifican con sus divi, se ocultan tras sus bus
Ma
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r
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La religión en R oma
para mezclarse físicamente con los vivos, a fin de escoltar al di
funto hasta su nueva condición. En el triunfo, el general victo
Ed
rioso, vestido como Júpiter, desempeñaba por un dia el papel
del dios: ese día, era el propio señor del Capitolio el que entra
ba victorioso entre los suyos.
En resumen, toda una serie de ejemplos tienden a demostrar
que ciertos sacerdotes, a lo largo de la historia de Roma, han sido,
DF
antes que expertos en lo sagrado, lugartenientes divinos, encarna
ción de una función divina. De hecho, este tipo de sacerdotes pue
de proporciónanos una explicación acerca de la ausencia de esta
tuas cultuales anteriores al siglo VI a.C.15: ¿qué necesidad había
de una estatua del dios cuando éste poseía un flamen?
rP
5. LOS SEÑORES DE LO SAGRADO
s te
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ces. Presidido por el pontífice máximo, verdadero príncipe del
Estado, el colegio pontificio constituía la más alta autoridad
Ed
religiosa de Roma. Todo se le encontraba sometido y él era el
que controlaba, vigilaba y preservaba el conjunto de la vida y
la tradición religiosa. De forma paralela, los pontífices interve
nían a menudo en la vida litúrgica asistiendo activamente a los
magistrados, ciudadanos o flámines en las celebraciones reli
DF
giosas. Del mismo modo que protegía toda la tradición, el pon
tífice máximo conservaba y proveía los antiguos sacerdocios,
como los flámines mayores, las Vestales y, sin duda, el rey de
los sacra (otro fósil conservado como si de un monumento se
tratara). También era de su incumbencia la inauguración de los
rP
flámines mayores, del rex sacrorum y de los augures (o de to
dos los sacerdotes, según ciertos eruditos), que venía a confir
mar, a través de una solemne ceremonia de investidura en que
se anunciaba la aprobación divina, la elección humana. Está de
s te
más añadir que la competencia y jurisdicción de los pontífices
alcanzaba a todos los niveles de la vida religiosa.
Con el paulatino crecimiento de Roma, no sólo aumenta el
número de pontífices, sino que, además, se crean nuevos cole
Ma
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La religión en R oma
formato completamente helenizado. Consultados en casos de
urgencia nacional, los Libros aconsejan a menudo la introduc
Ed
ción de ritos y cultos de origen no romano: los (quin)decénvi-
ros se encargan de su organización y de vigilar las correspon
dientes celebraciones. A medio camino entre la adivinación
propiamente dicha y el control religioso al modo de los pontífi
DF
ces, el colegio (quin)decenviral entraba en juego cuando los sig
nos exteriores, los prodigios, denunciaban la ruptura de la ar
monía existente entre la ciudad y la divinidad, a pesar de todas
las precauciones y expiaciones. Su actividad se incrementa no
tablemente a partir, sobre todo, del siglo III a.C., cuando pare
rP
ce romperse el equilibrio entre una realidad romana que había
desbordado ampliamente el marco de la ciudad, y aun de la
misma Italia, y las divinidades nacionales. A través de su muy
s te
particular práctica oracular, ejercida sobre un texto «profètico»
cerrado y celosamente conservado, adaptada a las situaciones
excepcionales y abierta al universo extra-nacional, los decénvi-
ros solían poner en práctica procedimientos para la extensión del
panteón o del culto romano, en un proceso paralelo al crecimien
Ma
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John Scheid
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b) Los garantes de la legitim idad
Si se exceptúan los colegios, cierto que bastante peculiares,
Ed
de los decénviros y los harúspices (sólo nacionalizados bajo
Claudio), Roma no conocía un sacerdocio adivinatorio propia
mente dicho. Para este tipo de servicios, los romanos recurrían
en privado a los profetas ambulantes, más o menos inspirados,
y, en público, a los grandes oráculos del Mediterráneo o a la
DF
vieja haruspicina de los vecinos etruscos. Dicho de otro modo,
se dirigían al extranjero. Incluso cuando, bajo Claudio, se ad
mitió a los harúspices entre los colegios sacerdotales romanos,
no fue sólo por disponer de adivinos autorizados, sino tam
rP
bién, y en la misma medida, por conservar una antigua doctri
na itálica. No hay que confundir, pues, augures y adivinos.
El colegio augural, que remontaba, se decía, a Rómulo, con
servó en todo momento, en virtud del rol que tenía asignado,
s te
una estrecha y privilegiada vinculación con la vida política.
Los augures, en efecto, eran los expertos en la toma de los aus
picios, el rito fundamental que obligaba a los magistrados a
constatar, con la ayuda y las garantías dadas por los augures,
Ma
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La religión en R oma
o, en otro plano, entre determinada realidad humana y un ab
soluto divino. Políticamente, este rito desempeña el rol «de una
Ed
instancia oñcial de legitimación, proponiendo, en los casos de
elecciones trascendentales para el equilibrio de la comunidad,
decisiones social y políticamente “objetivas”, es decir, inde
pendientes de los deseos de los partidos involucrados, y benefi
ciándose, por parte del cuerpo social, de un consenso general
DF
que sitúa este tipo de respuestas por encima de las disputas.»18.
Con el paso del tiempo, los augures consiguieron dominar su téc
nica y, poco a poco, fueron conformando una ciencia (disciplina),
guardada en secreto, de la que ellos eran los únicos depositarios e
rP
intérpretes. El rol y el prestigio de estos garantes de la legitimi
dad político-religiosa eran tan temibles al final de la República
que todos los im peratores de aquel agitado período ambiciona
ron el bastón de augur: el propio fundador del Imperio convir
s te
tió un simple epíteto augural en un sobrenombre que indicaba
bien a las claras sus ambiciones.
Dicho esto, ¿qué diferencia hay entre un sacerdote y un ma
Ma
37
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6. EL SACERDOTE Y EL MAGISTRADO
Ed
Superior, en principio, el sacerdote se encuentra sometido
materialmente, sin embargo, al poder de los magistrados. Al
menos, de los magistrados más importantes. La actividad de és
tos depende a menudo del parecer y la necesaria colaboración
del sacerdote, como ocurre, por ejemplo, con la toma de los
DF
auspicios, los ritos vinculados a su función, las medidas religio
sas extraordinarias... El sacerdote puede, innegablemente, con
trolar la política. Sin él, sin la colaboración de los augures y los
pontífices, por ejemplo, difícilmente funcionaría el poder. Co
mo contrapartida, es igualmente cierto que el sacerdote carece
rP
por entero de poder político: no hay sacerdote alguno, ni si
quiera el pontífice máximo, que posea el imperium, los auspi
cios o la misma potestas. Es cierto que, como bien ha demos
trado A. Magdelain19, el colegio de los pontífices convoca y
s te
preside —con toda probabilidad a través de su portavoz, el
pontífice máximo— los com itía calata de las curias en ocasio
nes tales como el testamento, la acogida de ciertos sacerdotes,
la detestado sacrorum (renuncia a los sacra de la gens que se
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La religión en Roma
poderes normales de los sacerdotes. En este sentido, también
se podría citar la convocatoria y presidencia de los comicios sa
Ed
cerdotales (desde finales del siglo OI) a cargo de los sacerdotes: se
trata, de nuevo, de unos cuasi comicios tribunados, reunidos con
ocasión de un asunto que concierne a la religión20.
En los restantes casos, los sacerdotes intervienen sólo para
hacerse cargo de los ritos que les son confiados por el ius sa-
DF
crum o, lo que es lo mismo, por las disposiciones permanentes
de esos magistrados silenciosos que son las leyes y las costum
bres. Sin entrar en las ceremonias del culto regular, podemos
citar aquí, a título de ejemplo, la prerrogativa de los augures de
suspender o anular los comicios: al releer el célebre pasaje del
rP
D e iegibus en que Cicerón alaba este privilegio (2.12.31) se
puede constatar que no lo pone en relación con el libre arbitrio
de los augures, ni con sus poderes políticos, sino con su ius, ha
ciendo especial hincapié en la suprema aucíorítas que lo carac
s te
teriza. La intervención, netamente política, de los augures no se
justifica en virtud de un im períum de auspicios superiores o,
como poco, iguales a los de los magistrados supremos, sino
únicamente por el ius de los augures, por las costumbres sagra
Ma
del acto.
El ejemplo de los augures pone de manifiesto que el sacerdo
te, imposibilitado para convocar los comicios tribunados o
centuriados, pero con plena capacidad para suspender por en
re a
39
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tero el desarrollo de una asamblea, prevalece, en última instan
cia, sobre el magistrado, que no puede hacer otra cosa que in
Ed
clinarse. En compensación, los sacerdotes, cuyos decretos, con
sejos o intervenciones deben ser demandados y respetados por
los magistrados, no pueden ejercer sus «poderes» sin ser reque
ridos previamente o, como ya hemos dicho, sin haber sido co
misionados de forma permanente. Sin la consulta expresa a
DF
cargo del magistrado y el Senado, sin la publicación de un de
creto de los magistrados, no puede existir ningún anuncio de
los sacerdotes. Una vez ha sido dado a conocer bajo la autori
dad del magistrado y del Senado, se impone a todos. Hay razo
nes, pues, para considerar que los sacerdotes se encuentran some
rP
tidos al poder de los magistrados, lo mismo que los ciudadanos.
Esta solidaridad entre el magistrado y el sacerdote, tanto en
el plano teórico como en el de los hechos, en lo humano y lo di
vino, se ajusta a la estructura profunda de la ciudad romana.
s te
Nos describe, con gran claridad, un principio fundamental de
la civilización romana: lo sagrado prima sobre lo político, lo
precede y fundamenta, delimita la forma en que se desarrolla lo
«político». Es Cicerón quien describe el rol político de la reli
Ma
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La religión en R oma
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primordial de la religión en el devenir político de Roma, opo
niendo a la ciudad de Rómulo, fundada por la fuerza de las ar
Ed
mas, desgarrada por disensiones internas y presa de una guerra
interminable, la de Numa, ordenada, pacífica, orientada hacia
«la tercera función»21. Esta paz pública, este consenso, esta ca
pacidad de acción han sido instauradas por Numa al fundar la
religión pública: «Numa muere, escribe Cicerón, dejando tras
DF
de sí, sólidamente implantadas, dos cosas especialmente ade
cuadas para asegurar la vida de una ciudad: el culto de los dio
ses y la benevolencia mutua» (República 2.14).
los magistrados se ajustan siempre a este principio. Su pri
rP
mer acto público es, siempre, religioso, ya que, una vez votada
la lex de im perio, comienzan el ejercicio de su cargo tomando
los auspicios de investidura, operación que repetirán antes de
adoptar cada una de sus decisiones. La primera sesión del Se
nado convocada por los cónsules se dedica a los asuntos reli
s te
giosos. Cuando se funda una colonia, lo primero que se hace,
además de la inauguración del emplazamiento, es poner por es
crito la constitución religiosa de la nueva ciudad. Así, leemos
en el capítulo 64 de la lex coloniae Genetíuae (Urso, en la Es
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De este modo, el lugar específico de la religión romana se
encuentra en el foro, espacio público en que se entrelazan las
Ed
enmarañadas relaciones existentes entre lo religioso y lo políti
co. Es en el plano comunitario donde practica el conjunto de
los ciudadanos, y sólo en función de los intereses de esta colec
tividad cívica se organiza el culto. Los agentes de esta vida reli
giosa son los que realizan y encaman la comunión de los ciuda
DF
danos: los magistrados y los sacerdotes. En términos absolutos,
son los segundos los que prevalecen sobre los primeros, de la
misma forma que lo sagrado es anterior y superior a lo políti
co, pero, al mismo tiempo, los sacerdotes y los dioses —dioses
cuyos intereses están representados, de alguna forma, por
rP
aquéllos— se encuentran sometidos al poder de los magistra
dos. No quiero decir con ello que lo político estuviera ya com
pletamente secularizado, como ocurre en nuestros días, al me
nos desde hace varios siglos. Más adelante abordaré esta
s te
cuestión. Por el momento, baste con señalar que la política no
era completamente autónoma en relación con la religión. Antes
bien, ni siquiera tenía una entidad absoluta.
Llegados a este punto, hemos de prestar atención a uno de
los partícipes de este pacto tripartito que es la ciudad antigua,
Ma
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La religión en Roma
lugar de admitir, con Mommsen23, que este control estaba des
tinado a poner dichos bienes a salvo de los abusos sacerdotales,
Ed
pienso que demuestra, una vez más, que los dioses, como el res
to de los ciudadanos, se encuentran sometidos al poder de los
magistrados. Bien es verdad que los dioses son ciudadanos un
tanto particulares, pero, en líneas generales, su posición en Ro
ma se entiende mejor si se la equipara con la de un ciudadano,
DF
un ciudadano particularmente ilustre.
Para empezar, ¿cómo nacen los dioses romanos? No a través
de una revelación o, al menos, no exclusivamente. Según la tra
dición analística, filosófica y, sin duda alguna, popular, los
dioses de la ciudad han sido instalados por los «magistrados».
rP
Como ha escrito G. Wissowa, no existían dioses públicos ro
manos con anterioridad a la creación del Estado romano24. To
dos los dioses y cultos nacionales tienen un fundador conocido,
un magistrado que ha escogido al dios, lo ha dotado de un
s te
templo y un terreno —algo así como si acogiera a un ciudada
no en la ciudad—, ha provisto a su mantenimiento y ha dicta
do la ley relativa a su culto, es decir, lo que llamaríamos un
acuerdo de derechos y deberes recíprocos. Por lo que hace a los
Ma
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John Scheid
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pom oerium (los Castores, la M agna M ater Cibeles), en tanto
que otras han recibido un «derecho de ciudadanía» inferior, to
Ed
da vez que se hallan establecidas fuera del recinto sagrado
(Apolo y Hércules, por ejemplo).
Los dioses, como los ciudadanos, pueden enfadarse. Sin em
bargo, necesitan la mediación de los magistrados para expre
sarse, del mismo modo que sólo éstos pueden canalizar la cóle
DF
ra de los ciudadanos. Supongamos que el gran señor del Capi
tolio se irrita y lanza el rayo en el curso de la celebración de
unos comicios. ¿Cuáles serán las consecuencias? El magistrado
que preside puede aceptar o no el signo: las costumbres le dan
derecho a hacerlo. Eventualmente, puede consultar a los augu
rP
res in auspicio (es decir, comisionados para asistirle) a la hora
de adoptar una decisión, aunque conservando en todo momen
to su independencia, como cuando un magistrado consulta a su
consüium antes de promulgar, él solo y de forma independiente,
s te
determinado decreto. El signo en cuestión sólo existirá cuando el
magistrado, en virtud de una especie de decreto, lo acepte. Así
pues, hasta el mismo Júpiter, a pesar de toda su grandeza, se en
cuentra sometido al poder del magistrado. Ahora bien, en la
medida en que es superior en el plano de lo absoluto, resulta
Ma
otro magistrado, o bien los augures, para hacer valer sus dere
chos. Así pues, aun para el caso de las manifestaciones menos
previsibles del dios, la República cuenta con normas cuyo obje
to es limitar hasta el detalle las intervenciones subjetivas del
te d
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La religión en Roma
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de los Libros Sibilinos son prohibidos —en ocasiones, destrui
dos, incluso—, y los dioses que los inspiran, silenciados. Los
Ed
Oráculos Sibilinos existen, pues, oficialmente: su cometido es
ayudar a la República a comprender los motivos de las crisis
graves, aquéllas en que resulta imposible, a todas luces, desve
lar por medio de una investigación rutinaria las causas de la
contaminación de la ciudad y expiarlas conforme a la tradi
DF
ción. Dado lo urgente del caso, se podría pensar que la consul
ta tenía lugar de forma inmediata y que se recibía directamente
la respuesta oficial de la Sibila inspirada. Pero no es así. Para
empezar, como hemos dicho, no se trata de consultar cualquier
oráculo: sólo se admite una colección cerrada y conservada en
rP
Roma bajo la custodia de los (quin)decénviros. Hay constancia
de consultas a los harúspices o bien a otros oráculos, como los
de Preneste o Delfos, pero nada de ello podía hacerse sin una
decisión oficial al respecto; más de un magistrado tuvo que su
s te
frir críticas en relación con el oráculo de Preneste26. Lo normal
es que se consulten los Libros Sibilinos, y siempre por orden
del Senado. Éste recurre a los sacerdotes encargados de los Li
bros —quienes, excepto en este caso, tienen prohibida su lectu-
ra— y les ordena «ir a los Libros». Tras la consulta, el Senado
Ma
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preciso que le sea dedicado y consagrado. Por otro lado, el
simple hecho de que un individuo consagre un objeto no es su
Ed
ficiente para hacerlo sagrado. Las fuentes demuestran que sólo
es sagrado aquello que ha sido dedicado y consagrado publice,
es decir, por orden del pueblo y a manos de un magistrado asis
tido por un pontífice, si no por el propio pontífice máximo. En
cambio, aquello que ha sido consagrado príuatim , sin media
DF
ción pública, sigue siendo profano29. La célebre capilla de la Li
bertad, consagrada apresuradamente por el tribuno Clodio y
un pontífice inexperto en el solar donde se levantaba la casa de
Cicerón, pudo ser demolida gracias a que no era sagrada, ya
que no había sido consagrada según las reglas, populi iussu o
rP
plebis scitu (por orden del pueblo o de la plebe) (Cicerón Car
tas a Á tico 4.2.3).
También el culto funerario puede aportar algo de luz. Cuan
do el difunto se reúne con los dioses Manes se le dota, como
s te
tal, de una pequeña propiedad. Ahora bien, no basta sólo con
adquirir un terreno en un cementerio y depositar los restos del
difunto en un mausoleo para que la sepultura sea sagrada. Es
preciso, sí, que el muerto haya sido enterrado con arreglo a los
ritos, pero importa sobre todo que el colegio pontificial haya
Ma
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La religión en Roma
cuyo caso se hace una excepción—, el difunto se convertirá en
un fantasma sin descanso, hasta el día en que sus allegados le
Ed
hagan justicia31.
Estas observaciones acerca del estatuto de los dioses habrán
servido para demostrar, espero, que la ciudad se presenta, en
cierto modo, como un cuerpo con tres miembros: los dioses,
DF
los magistrados —civiles y religiosos— y los ciudadanos. Los
magistrados ejercen una especie de tutela sobre la comunidad
cívica, dado que ésta no tiene capacidad para expresarse direc
tamente. Los sacerdotes y, de forma especial, el pontífice máxi
rP
mo, ocupan, según una genial intuición de Th. Mommsen32,
más o menos la misma posición en relación con los dioses, en el
sentido de que éstos aceptan someterse a su tutela, aunque con
servando en todo momento su superioridad indiscutible en vir
tud, precisamente, del «pacto» fundador de la ciudad: la pie
s te
dad consiste, de hecho, en reconocer dicha superioridad. La
ciudad estaría compuesta, pues, por los dioses, los magistrados
y los ciudadanos. En el centro se encuentran los magistrados
de uno y otro tipo, ocupando el espacio comunitario y en
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actuando en nombre del pueblo, también los sacerdotes admi
nistran de forma autónoma el derecho sagrado y se expresan
Ed
en nombre de los dioses. Así pues, los sacerdotes no se sitúan
por completo en el mismo plano que los magistrados, ni tienen
sus mismos poderes, aun cuando unos y otros coinciden en el
mismo espacio, el espacio público: los primeros tienen compe
tencias con respecto a los dioses, no a los ciudadanos. A ellos
DF
compete asumir la vertiente religiosa del acto político, insosla
yable y necesaria para despojarlo de su contingencia, si bien se
hallan bajo la autoridad del magistrado —que, a su vez, se en
cuentra comprometido por la obligación religiosa— . Al con
trario, pues, de lo que Mommsen afirma, los sacerdotes y los
rP
dioses se avienen a ceder en la vida cotidiana el primer lugar a
los magistrados. La realidad histórica de la República consiste
en este consenso, un consenso prudente, podríamos decir, entre
dioses, sacerdotes y ciudadanos, por el que se someten a los
s te
magistrados cum im perio: los controlan, son superiores a ellos,
pero les obedecen.
La autonomía de lo sagrado con respecto a lo político (siem
pre dentro de la esfera de lo pubiicum ) se traduce, en el plano
Ma
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La religión en Roma
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trados. En una palabra, traduce la autonomía de las dos clases
de representantes de la comunidad poliádica: los sacerdotes y
Ed
los magistrados.
Tras haber planteado diversos puntos de vista en relación
con la práctica religiosa de los romanos y, de forma especial,
con la realidad de dicha práctica, reservada, de hecho, a los
DF
magistrados y a los sacerdotes —o bien a aquéllos en quienes
se delega ocasionalmente—, hemos ido deslizándonos de forma
imperceptible hacia un plano diferente, el de los principios fun
damentales de la religión romana. Hemos llegado a la conclu
sión de que en la época republicana la religión romana traduce
rP
un consenso entre los diversos grupos que participan en la res
publica. Situados en el punto más álgido del ejercicio temporal
del poder, los magistrados detentan la iniciativa, si bien están
bajo el control de los dioses (a través de los sacerdotes) y los
s te
ciudadanos. Si hubiera que describir brevemente la religión ro
mana de esta época, diríamos que se trata de una religión arti
culada en tomo a dos ejes complementarios que sirven de apo
yo a la teología. Por un lado, el eje formal: la religión se sitúa
en el centro, en el espacio que es de todos. De ahí que se desa
Ma
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magistrados se encuentran muy alejados del plano sagrado y
sus funciones se orientan, ante todo, a la vida «laica», aun
Ed
cuando celebran en nombre del Estado (no de los dioses) deter
minados actos litúrgicos. Recurren a los sacerdotes, pero no
son señores de lo sagrado.
¿Siempre ha sido así? Si no es éste el caso, ¿qué repercusión
ha podido tener dicho cambio en el plano religioso? Podemos
DF
intentar dar una respuesta a esta cuestión examinando la época
monárquica y, posteriormente, la imperial.
rP
Notas
1. A] respecto, véase J. BAYET, Les Origines de l’Hercule romain, París 1926,
s te
pp.248-274.
2. Al respecto puede verse, en último término, J.M. F lambard , «Clodius,
les collèges, la plèbe et les esclaves. Recherches sur la politique populaire au
milieu du 1er siècle», en MEFRA 89, 1977, pp,115s.
Ma
50
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La religión en Roma
9. D.C.59.28.5. BoiSSEVAlN propone corregir este difícil texto. Ahora bien,
esa corrección no seria necesaria, quizá, si interpretamos el pasaje a la luz
Ed
de los datos aportados.
10. Cic.CaeJ.26. Véase G. Dumézil, op.a't., pp.340-341.
11. G. D umézil , op.a't., pp.307-321.
12. Véase, por ejemplo, H. VON H esberg, «Archäologische Denkmäler
zum römischen Kaiserkult», en Aufstieg und Niedergang der römischen
Welt(= ANRW) n, 16,2, pp.926-927.
DF
13. Andreae , op.cit, p.387, fig.332.
14. P. Veyne , «Tenir un buste. Une intaille avec le génie de Carthage, et le
sardonyx de Livie à Vienne», en Cahiers de Byrsa, 1958-1959, pp.61-78.
rP
15. Varro Ani.D7u.fr.18 Cardauns; Plu.M m.8.
16. G. D umézil , op.cit, pp. 110-119, 551-554.
17. Ibid., p.126.
18. J.-P, VERNANT, Divination et Rationalité, Paris 1974, p.10.
s te
19. A. Magdelain , La Loi à Rome. Histoire d ’un concept, Paris 1978,
pp.82-85.
20. J. Bleicken , «Oberpontifex und Ponti&kalkollegium», en Hermes,
1957, p.357.
Ma
Droit public romain, Paris 1893, pp. 70-71. El lector encontrará en este ma
nual y en el libro de C. NlCOLET, Rome et la conquête du monde méditerra
néen, Paris 1977 (1991), todas las explicaciones necesarias para comprender
el funcionamiento de las instituciones romanas. Veáse también C. NlCOLET,
Le métier de citoyen dans la Rome républicaine, París 1976.
te d
51
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27. Al respecto, véase el libro de R. Bloch , Les Prodiges dans l ’Antiquité
classique, Paris 1963, pp.77ss.
Ed
28. R. Schilling , «Sacrum et profanum. Essai d’interprétation» en Rites,
Cultes..., pp.54s.; G. WlSSOWA, RKR, pp.385 y 394, n.7.
29. Fest.424 L.; Ge. Domo 49.127; Gai.Inst.2.5', Diog.1.8.6.3. Véase A.
WATSON, The Law of Property in the LaterRepublic, Oxford 1969, pp.1-5.
30. G. Wissowa, RKR, pp.478-479.
DF
31. Véase J. Scheid , «Contraria facere», en Annali del Istituto Orientale di
Napoli6 , 1984, p.117.
32. T h . Mommsen , Staatsrecht2, 2,1, pp.22-23 = Droit public, 3, pp.25-26.
rP
s te
Ma
in
te d
re a
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LA ÉPOCA ARCAICA. CAMBIOS Y PROBLEMAS
DF
A menudo se suele presentar la religión de la época arcaica
como algo exótico, dependiente, sobre todo, de las prácticas
«mágicas». Si ello equivale a decir que el discurso de esta reli
gión —allí donde se deja conocer— no es, por fuerza, el del ra
cionalismo (pero, ¿acaso es ésta una característica exclusiva de
rP
las religiones arcaicas?), podemos conceder que existen motivos
para hablar en ciertos casos de rasgos «mágicos», aun cuando
sea preferible reservar este término para el dominio extra o pa
rareligioso que le asigna M. Mauss. Pero si la conclusión que
s te
se pretende extraer de todo esto es que se trata de una religión
inorgánica, infantil, naturalista, etc., una religión que se pre
senta como una colección de gestos misteriosos, habría que de
cir entonces que ese mismo juicio se puede aplicar a todas las
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ligión de esa época sólo a la luz de los ritos exóticos —o, lo que
es lo mismo, difícilmente comprensibles—, todavía atestigua
Ed
dos durante la República o el Imperio, ya que es muy posible
que los propios contemporáneos de Rómulo se encontraran
tan alejados de ellos como los de Varrón. Hemos de admitir,
por tanto, que en ciertos casos, y teniendo en cuenta el estado
actual de nuestra documentación, poco más se puede averiguar
DF
al respecto.
En Homero y Hesíodo —en tomo al VIH a.C.— los dioses y
el culto griegos se presentan como un todo ya consolidado,
donde no hay rastro alguno de «primitivismo». Cabe suponer,
pues, que los romanos de estos siglos han debido contar con
rP
una religión estructurada, razonada, si no razonable. El pro
blema se plantea a la hora de entender qué era esa religión. Son
muchas las vías que se abren ante este deseo de conocimiento.
Podríamos adoptar la de la disección: hacer uso, desde diver
s te
sos puntos de vista (lingüístico, etimológico, histórico), de la
tradición religiosa de las épocas posteriores y combinar estos
elementos con las informaciones proporcionadas por los fas
tos epigráficos y los autores antiguos. Así, por poner un
Ma
54
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La religión en Roma
les y religiosas de la época arcaica, además de proponer una
trama evolutiva de su culto en época histórica. Sin embargo,
Ed
seguimos sin saber nada en absoluto sobre la forma que adop
taba el conjunto de sus prácticas religiosas en época arcaica. Es
evidente que se empleaban diversas modalidades de plegarias y
sacrificios «venusianos», además de las relaciones de tipo con
tractual, pero, ¿en qué contexto?, ¿en qué marco significativo?
DF
Cabe hacer las mismas observaciones acerca de la obra de E.
Benveniste2. Por muy valiosas que resulten, sus informaciones
son, a todas luces, más estructurales que históricas. Por otra
parte, una vez se ha aislado un elemento inserto en el vocabula
rP
rio y la mentalidad del siglo I a.C., se le puede atribuir una
gran antigüedad, en la medida en que fundamenta determina
do culto: pero, aunque así fuera, seguimos sin saber cómo se
presentaba exactamente este culto en época arcaica. Se respon
derá que de la misma forma. ¿Habrá que suponer, entonces,
s te
que el resto del culto se organiza de idéntico modo? ¿Qué posi
ción se reservaba a los dioses, a los sacerdotes, a los magistra
dos, a los ciudadanos?
Un modo de proceder especialmente fértil en nuestro ámbi
Ma
55
r
i to
John Scheid
1. NUEVAS PERSPECTIVAS
Ed
Desde hace ya varios años, el periodo monárquico y los co
mienzos de la República han sido objeto de numerosas investi
gaciones que, a su vez, se han beneficiado de las aportaciones
debidas a las nuevas excavaciones arqueológicas llevadas a ca
bo en Roma, Etruria y el Lacio. Por regla general, estas investi
DF
gaciones parten de las características estructurales de la ciudad
antigua tal y como han sido definidas por la erudición moder
na, desde Fustel de Coulanges hasta V. Ehrenberg, e intentan
descubrir la existencia de «signos» materiales de una transfor
mación de los diversos núcleos habitados de la zona de Roma
rP
en «ciudad». Son los tales signos de naturaleza política y reli
giosa, y permiten espigar alguna que otra información acerca
del sistema religioso de la Roma arcaica. Dicho de otro modo,
nos dan la oportunidad de ir más allá del atomismo de la inves
s te
tigación tradicional, para acceder al plano histórico general. Es
imposible —y prematuro, todavía— presentar aquí y ahora
una síntesis de las investigaciones en curso. Contentémonos,
pues, con señalar, a partir de los brillantes trabajos de C. Am-
Ma
polo3, algunos de sus hitos. Tres son los indicios que se desta
can con más claridad.
a) En el curso de la segunda mitad del siglo VII a.C., el sec
tor meridional del foro, ya ocupado por cabañas, sufre una
transformación. Aquéllas son sustituidas por casas, en tanto
que cambia el rango de la zona de la futura regia, donde se des
in
56
r
La reugión en Roma
i to
cho de que esté recubierto de tejas obliga a pensar en un edifi
cio contiguo. Los investigadores concluyen que el pozo y las te
Ed
jas se han de poner en relación con el culto de Vesta, no sólo
por la presencia de agua en este culto, sino también por la con
tinuidad en la ocupación, atestiguada por la cerámica descu
bierta en las fundaciones de la aedes Vestae.
Así pues, a finales del VII a.C. existe un espacio cultual pú
DF
blico, pronto reemplazado por la regia, asociada, a su vez, al
culto de Vesta. El conjunto, que se corresponde, desde el punto
de vista funcional, con el pritaneo de las ciudades griegas,
constituye un serio indicio de la emergencia de la ciudad en
Roma. Este complejo cultual, en efecto, es indudablemente pú
rP
blico y comunitario, a la vista del espacio que se extiende ante
el cipo —ocupado posteriormente, por la primera regia—. El
culto que aquí se celebraba no se ocultaba tras los muros de
una mansión privada, sino que se desarrollaba fuera de ella, en
s te
público, a la vista de todos.
Al mismo tiempo, este conjunto arquitectónico autoriza a
pensar que el rey se encontraba integrado en un contexto reli
gioso, dado que su residencia tiene todo el aspecto de ser un
Ma
57
r
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John Scheid
edificio, quizá la primera Curia Hostilia. En 580, la zona es
reacondicionada y provista, en uno de sus extremos, de un lu
Ed
gar de culto (que bien podría ser el Vulcanal) y de un cipo célebre4.
Desde el punto de vista religioso, este pequeño santuario es
especialmente interesante. En primer lugar, porque constituye
un nuevo testimonio del carácter público del culto. A dm ás,
supone una eventual confirmación del análisis de Dumézil so
DF
bre el fuego de Vesta o, para ser más exactos, de su teoría de
los fuegos cultuales romanos en los términos en que ha sido
planteada tras la comparación con los datos recabados en la
India5. En el centro de la ciudad se encuentra el fuego circular
de Vesta: significa el arraigo de la comunidad en el suelo roma
rP
no, a la vez que confiere a esta comunidad la identidad necesa
ria para la celebración de un acto cultual. Dentro del espacio
público, los altares del culto público, cuadranglares e inaugu
rados, establecen la comunicación con los dioses. Por fin, en
s te
uno de los márgenes de este espacio, vuelto hacia lo externo, el
inquieto fuego de Vulcano defiende ese mismo espacio de un
exterior que se presume hostil. Ahora bien, el lugar que F.
Coarelli identifica con el Vulcanal no se encuentra muy lejos
Ma
58
r
i to
La religión en Roma
con el ámbito religioso. Ambos datos, al margen del texto pro
piamente dicho, son importantes. Para empezar, se trata de un
Ed
reglamento escrito, expuesto al público en una zona comunita
ria: una prueba contundente de la existencia, en esta época, de
un culto comunitario, ya que el reglamento interesa a toda la
población. Esta reglamentación escrita se debe poner en relación
con el pseudo-calendario llamado «numaico», otro testimonio de
DF
la puesta por escrito de las cuestiones religiosas que conciernen
al conjunto de la ciudadanía.
Obsérvese, por otra parte, que el rey dicta un reglamento re
ligioso en nombre propio, según parece, sin atenerse en modo
rP
alguno a la autoridad de un colegio sacerdotal. De ser así, se
debería considerar al rey como señor de lo sagrado, investido
de poderes que no tienen los magistrados de la República.
No proseguiremos esta discusión, toda vez que el propio
texto se encuentra muy mutilado y no parece que haya dema
s te
siada unanimidad entre los investigadores en lo tocante a su
restitución. Únicamente diremos que, desde el punto de vista
lingüístico y religioso, la brillante interpretación de G. Dumé-
zil6 nos parece la más convincente. Alguna claridad puede
Ma
que remonta a los siglos VII-VI a.C., distinto del templo de Jú
piter. Tenemos aquí otro indicio de un culto que se instala en el
Capitolio, lejos de todo habitáculo privado, en una época en
que se produce un cambio importante en el valle del foro: se
siente uno tentado a ver en él un nuevo elemento del culto público.
re a
59
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John Scheid
i to
No hablaremos de los santuarios posteriores a este período,
toda vez que se trata de algo ya conocido, sobre todo el templo
Ed
de Júpiter, que, desde finales del VI a.C., y lejos del palacio real,
constituye una clarísima manifestación del espíritu del culto públi
co, al menos, tal y como se presenta bajo la República.
Los hechos precedentes, recabados únicamente en el ámbito
DF
de la arqueología, aportan dos datos de importancia para el
propósito que nos guía:
1. La creación, en un lapso de tiempo bastante breve, de una
área pública político-religiosa, puesta en relación con el naci
miento de la ciudad. Se instituye un culto público, un culto en
rP
el que se encuentran ya algunos elementos atestiguados luego
en época republicana. Podemos considerar, por tanto, que a fina
les de la época monárquica los principios del culto romano son, en
cualquier caso, análogos a los del culto público posterior.
s te
2. Las relaciones entre lo político y lo sagrado son muy pa
recidas a las que hemos señalado en la época republicana, aun
que, al mismo tiempo, diferentes. De hecho, ciertos indicios
nos muestran, de acuerdo con la tradición literaria, un rey muy
presente en el campo de lo sagrado.
Ma
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La religión en Roma
i to
mos los datos expuestos más arriba. Dicho estudio puede propor
cionamos alguna indicación acerca del carácter específico de los sa
Ed
cerdotes republicanos en relación con los de la época monárquica.
DF
EMPERADOR-SACERDOTE
Hemos tenido ocasión de ver anteriormente que el sacerdo
cio, solidario, pero sometido a la autoridad «laica», conserva
su independencia y cierta superioridad «espiritual»: remite al
rP
plano celeste, a lo absoluto, en tanto que el magistrado se ocu
pa de la esfera terrestre. De ahí que la institución sacerdotal, a
semejanza del derecho sagrado, obedezca a reglas específicas,
no se encuentre sometida a los requisitos exigidos para la ma
s te
gistratura y, en resumen, haya seguido un desarrollo paralelo.
Cuando, a raíz de la caída de la monarquía, se fue creando, po
co a poco, un sistema de poder «secularizado» completamente
distinto, los sacerdotes, como tales, quedaron al margen de es
ta evolución. Hasta el fin de la República, como hemos visto,
Ma
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John Scheid
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tereses de los dioses: dicho de otro modo, desde que el poder se
seculariza (en la medida en que es posible algo así en el mundo
Ed
antiguo). Tal y como observa J. Bleicken8, esta evolución no se
ha producido de la noche a la mañana. Antes bien, se ha ido
desarrollando y perfeccionando con el pasar de los siglos, evo
lucionando hacia una segmentación cada vez más pronunciada
de los poderes: aumento del número de sacerdotes, apertura de
DF
los sacerdocios a los plebeyos, creación de nuevos colegios.
Ello no obsta para que el principio fundamental de la separa
ción de los poderes religiosos y políticos sea resultado directo
del advenimiento de la República, que no tuvo, según A. Mag-
delain, «un comienzo larvario, sino radical»9. El carácter espe
rP
cífico de los sacerdotes, o la necesaria complementariedad de
los sacerdotes y los magistrados, son expresión, según parece,
de una misma voluntad: la de restingir al máximo el elemento
subjetivo y no democrático en el desempeño del cargo y evitar,
s te
en la medida de lo posible, la concentración de poderes. Con
arreglo a este sistema, ningún magistrado debía encontrarse en
condiciones de aspirar a una completa libertad de acción, ni
tampoco al poder total. Ni siquiera la dictadura ha permitido
Ma
62
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LA RELIGIÓN ENROMA
La evolución se ha producido en dos tiempos y ha traído
consigo, como consecuencia de una voluntad de control popu
Ed
lar de los sacerdocios, una modificación importante de su posi
ción en el edificio institucional. Entre el 200 y el 100 a.C. en
contramos una serie de medidas y conflictos religiosos que se
pueden explicar apelando al deseo de los plebeyos —más tarde,
de los «populares»— de ir haciéndose con el control sobre el
DF
poder religioso, es decir, sobre el pontífice máximo y los otros
sacerdotes12.
Por lo que hace a nuestro objetivo, hemos de señalar que la
primera brecha se abre en el sistema de reclutamiento de los sa
rP
cerdotes. Hasta finales del siglo II a.C., los cargos sacerdotales
se renovaban por cooptación, un sistema que escapaba por
completo al control popular, lo que implicaba que el «poder re
ligioso», uno de los componentes del poder en términos abso
lutos, no era controlado por el pueblo. En el caso del pontifex
s te
maximus, por lo menos, la elección correspondía, desde media
dos del siglo III a.C.u , a una asamblea especial de diecisiete
tribus, designadas, sin duda, por sorteo entre las treinta y cinco
en el momento de mismo de la elección14. El pueblo adquiría
Ma
63
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mientos feudales que gravaban la vida religiosa y, por tanto,
política, aunque para lograrlo se destruyera, de hecho, el equi
Ed
librio entre sacerdocio y magistratura. Mommsen, en efecto,
observa que, al reclutar sus miembros según el nuevo procedi
miento, los colegios sacerdotales, es decir, los pontífices, los
augures, los decénviros y, con toda probabilidad, los septénvi-
ros16, han recibido, por vez primera desde la fundación de la
DF
República, el rango de cuasi magistrados17. No sólo había que
convocar unos cuasi comicios, sino que, además, los cuatro sa
cerdocios pasaban a detentar una posición de prestigio en vir-
turd de este mismo procedimiento comicial (amplissima colle-
rP
gia [«colegios ilustrísimos»])18. Ello no quita para que se man
tuviera la separación entre lo sacrum y lo publicum: la elección
se confiaba sólo a una m inor pars populi (una minoría del
pueblo), las candidaturas se encontraban sometidas a la autori
dad de los propios colegios y, tras la elección comicial, eran los
s te
sacerdotes quienes se encargaban de llevar a cabo la coopta
ción propiamente dicha19. Desde el punto de vista formal,
pues, se habían mantenido, al menos, las apariencias, aunque,
en el fondo, la ley Domicia refleja, en nuestra opinión, una
Ma
64
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La religión en Roma
miento que la reforma de las magistraturas. En resumidas
cuentas, a pesar de su retorno aparente a los principios republi
Ed
canos, Sila parece considerar los sacerdocios como magistraturas.
El 63 a.C., la ley Labiena devuelve a las tribus el derecho a
elegir los sacerdotes de los cuatro amplissima collegia. El pro
pio Cicerón equipara la autoridad religiosa de un pontífice con
su rango político22. No estamos en condiciones de precisar la
DF
actuación de César en este plano. Sabemos que aumentó ligera
mente el número de sacerdotes, algo comprensible si se tiene en
cuenta la multiplicación del número de magistrados. Sólo con
Augusto, sin embargo, se manifiesta de forma nítida la nueva
concepción del poder sacerdotal.rP
Los estudios más recientes vienen insistiendo en la interven
ción de Augusto en la cuestión del reclutamiento del Senado, es
decir, la creación, durante los primeros decenios de su reinado
—y, sobre todo, entre el 18 y el 13 a.C.— de un orden senato
s te
rial distinto del orden ecuestre23. Este mismo espíritu informa
la reorganización, por parte del príncipe, del reclutamiento de
los sacerdocios a partir del 29 a.C., distribuidos entre los sena
dores, los caballeros e, incluso, algo más tarde, los libertos, en
Ma
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John Scheid
i to
lante, éstos disfrutarán de la autoridad que confiere la elección
comicial. Ahora bien, ¿es éste el único análisis posible de lo su
Ed
cedido? Nadie ignora en qué se han convertido los magistrados
a partir de César y de Augusto. Su posición en los peldaños
más altos de la escala social no puede ocultar su declive en el
plano político: de magistrados responsables e independientes,
dentro de los límites previstos por las leyes y las costumbres,
DF
han pasado a ser poco más que consejeros y ejecutores, una es
pecie de cantera de auxiliares de rango superior. Desde el mo
mento en que existe en la República un hombre que disfruta de
forma permanente de un im períum superior y posee el derecho
exclusivo de los auspicios supremos, el im perium y los auspi
rP
cios de los magistrados tradicionales han de quedar, por fuer
za, disminuidos. La misma evolución se da en el caso del poder
sacerdotal. Cuando el primer «magistrado» de la República es,
al mismo tiempo, pontífice máximo, detenta en. exclusiva los
s te
auspicios supremos, demuestra con su propio sobrenombre y
sus victorias que tales auspicios son inatacables y, además, está
investido de todos los sacerdocios importantes, el resto de los
sacerdotes se ven rebajados a la categoría de consejeros en de
Ma
66
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La religión en Roma
i to
importancia política de los augures se ha visto considerablemente
disminuida debido a la nueva concepción de los auspicios:
Ed
una vez que Octaviano, augur él mismo, se convierte en Au
gusto, la presencia en él de esa «plenitud de fuerza» casi mila
grosa, equivalente a la que proporcionarían unos auspicios
permanentemente favorables, unida a la posesión exclusiva de
los auspicios26, le permiten prescindir de la colaboración, en
DF
otro tiempo esencial, del colegio augural. En resumidas cuentas,
todos los grandes sacerdocios romanos se han visto sometidos,
de una u otra forma, al príncipe, convertido en fuente única del
derecho y del poder político y religioso. Los colegios sacerdo
tales vuelven -a ser lo que, según nuestras fuentes, habían sido
rP
en la época monárquica: auxiliares de un magistrado-sacerdo
te. Con esta pérdida de la independencia sacerdotal desapa
rece igualmente el principio de distribución del poder (lo pu-
blicum en su plenitud) entre dos polos solidarios, aunque
s te
formalmente separados, lo sacrum y lo publicum , así como,
dentro de la esfera de lo sagrado, entre los diferentes cole
gios sacerdotales.
Así pues, la posición del sacerdote en la sociedad y en la po
lítica dependía en gran medida de la evolución política. Una
Ma
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John Scheid
i to
blecer una autoridad personal, los poderes sacerdotales se han
visto afectados en cada una de estas ocasiones y lo sacrum ha
Ed
perdido paulatinamente su autonomía irreductible. De este
modo, los sacerdotes se han ido convirtiendo progresivamente
en magistrados y la distinción entre unos y otros ha dejado de
tener sentido, tanto en el plano formal como en el de la reali
dad de los hechos.
DF
Resta una última cuestión: la posibilidad de utilizar las fuen
tes del siglo I a.C. para intentar la reconstrucción, siquiera su
maria, de los datos de la época monárquica. Ahora bien, la li
teratura, las inscripciones y los monumentos figurativos de la
época augustea insisten hasta tal punto en la época monárqui
rP
ca y son tales los paralelismos que establecen entre Octaviano y
Rómulo27 —al primer emperador sólo le faltó adoptar también
el nombre del fundador de Roma—, que resulta muy difícil ne
gar la existencia de una atmósfera «monárquica» en el princi
s te
pado augusteo, aun cuando el propio término de «rey» no tu
viera cabida en el lenguaje político. Y ya que hablamos de los
sacerdocios, aún se puede aportar un detalle en apoyo de estas
reflexiones. Durante su período «romuliano» —grosso modo,
hacia el 29 a.C.—, Augusto ha recobrado una serie de cultos y
Ma
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r
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La religión en Roma
antes secundaban al rey (pontífices, duum viri sacrís faciundis)
o coexistían con él (fiámines, augures). Como quiera que se ha
Ed
llaban especialmente comprometidos en la actividad pública,
estos sacerdotes se han visto en la imposibilidad de invadir el
campo de lo sagrado a partir de la época en que comienza a de
sarrollarse la lógica del sistema republicano. Una inscripción
recientemente descubierta en Satricum atestigua de forma feha
DF
ciente la existencia en el siglo VI a.C. de los sodales—vincula
dos, quizá, a los Valerii28—, y sirve para ilustrar nuestra re
construcción.
En resumidas cuentas, el resurgimiento de estos sacerdocios
«no republicanos» en época de Augusto y el testimonio de la ins
rP
cripción de Satricum pueden arrojar alguna luz sobre lo que pudo
existir en Roma con anterioridad al nacimiento de la ciudad y la
República, antes de que se creara la religión pública. Hay grupos
que cuentan con apoyo gentilicio y celebran ciertos cultos, inde
s te
pendientemente de otras cofradías, aun cuando en determinados
casos dichos cultos posiblemente afectaban al conjunto de la co
munidad. El rey-sacerdote plantea en este contexto un problema
particular, en tanto en cuanto cabe preguntarse si los signos distin
Ma
3. LEER A DUMÉZIL
La obra de Georges Dumézil ha sido siempre motivo de es
cándalo. Escándalo fecundo para el propio autor, en la medida
en que le ha obligado a hacer frente una y otra vez a la oposi
re a
69
r
i to
John Scheid
ción de los especialistas y explicitar los elementos de su argu
mentación, sometiéndolos a continuas revisiones críticas. Esta
Ed
«defensa», que dura ya bastantes decenios, no ha concluido, ni
mucho menos, ya que todavía hoy encuentra G. Dumézil ad
versarios decididos y, gracias a ellos, otras tantas ocasiones de
precisar sus ideas. El resultado es una obra meditada y cons
ciente en todos sus aspectos. Sus derivaciones, aunque no ex-
DF
plicitadas, también han sido exploradas. Se trata, pues, de una
obra coherente que presenta, al menos en el ámbito romano,
una rara perfección. Será ese mismo escándalo el que nos per
mita delimitar, a grandes rasgos, el carácter específico de los
trabajos de Dumézil sobre la religión romana.
rP
Para empezar, es preciso situar la aparición de los primeros
trabajos de George Dumézil, hacia los años 40, en el contexto
científico de la época. A pesar de lo prolífico de su producción,
la investigación sobre los comienzos de la religión romana ha
s te
bía abocado a un punto muerto. Tres eran las tendencias que
predominaban, a menudo colaborando entre sí: los enfoques
histórico, positivista y primitivista. Los trabajos del inglés H.J.
Rose y del alemán F. Altheim representaban lo más sustancio
Ma
70
r
La religión en Roma
i to
ca (por ejemplo, el descubrimiento de antiquísimas relaciones
con los griegos) y arqueológica (así, la interpretación étnica de
Ed
las necrópolis arcaicas del Foro, que llegó a hacer época). Pero,
¿qué acogida podía esperar G. Dumézil por parte de autores
que describían la religión romana arcaica en estos términos:
«Los romanos han temido, en primer lugar, a los espíritus
errantes, caprichosos. Faunus, Silvanus, constituyen un legado
DF
de los primeros tiempos y son, de entre los dioses romanos,
aquéllos que, quizá, han tenido una vida más resistente. El dios
Mars, el propio Hércules, no son sino formas del dios Faunus,
a las que la influencia griega ha impuesto un aspecto más no
ble. Los dioses son energías (numina virtutes), y toda acción
rP
tiene su dios. Los más antiguos lugares de culto son bosques
sagrados de los que salen voces»29? Este pasaje —los hay peo
res— da una buena idea de lo que gran parte de los historiado
res enseñaban acerca de la religión romana en los años treinta.
s te
Detrás de este lenguaje campechano y paternalista se percibe
una gran irritación y, a la vez, cierta compasión hacia estos ro
manos, piadosos, sí, pero carentes de una «verdadera» religión.
Aquellos campesinos zafios constituían y debían constituir,
desde la perspectiva exclusivamente evolucionista de la época,
Ma
71
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John Scheid
i to
Asi, todavía en 1955 consideraba Altheim a Júpiter como dios
del cielo y del sol30 y a Marte, bien como dios toro31, bien co
mo dios lobo32. En el extremo opuesto, Rose intentaba descu
Ed
brir —como los primeros sociólogos un cuarto de siglo antes—
los orígenes de la religión en Roma a base de construir extra
ños edificios de lo que uno de sus discípulos ha dado en llamar
«un país electrodinámico de encantamiento», pronto bautizado
como Magic City por la pluma irónica de G. Dumézil. Influen
DF
ciado por la etnología y por M. Usener, Rose imaginaba una
genealogía de dioses que llevaba, partiendo de fuerzas misterio
sas, dioses momentáneos que los romanos inventarían en el
instante mismo en que entraban en contacto con ciertos seres
rP
reales (minerales, vegetales, animales o humanos), hasta las di
vinidades particulares, surgidas de la repetición de este tipo de
experiencias; así, Marte sería, originalmente, la lanza de gue
rra. Tras haber sido objeto de un enérgico ataque por parte de
s te
G. Dumézi]33, ambas tendencias —todavía hoy muy difundi
das, por desgracia; de forma especial, en Alemania— han sido
expulsadas, gracias a él, de la historia de la religión romana:
con ello se ha ganado el anatema por parte de Rose y la dam-
natio memoríae al otro lado del Rin.
Ma
72
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La religión en Roma
i to
ne que el ser humano, por muy primitivo que nos parezca,
«desde el momento en que piensa, piensa con arreglo a siste
Ed
mas». De modo particular, toda religión es, a priori, un sistema
en el que las representaciones y los actos no se limitan a yuxta
ponerse, sino que se adaptan y sostienen mutuamente. De esta
forma, para comprender una religión es preciso, según Dumé-
zil, desentrañar sus articulaciones fundamentales: son éstas las
DF
que hay que estudiar, no sus elementos (previamente separa
dos)34. En consecuencia, intenta analizar las relaciones entre
los elementos del sistema, las relaciones de oposición, de com-
plementariedad y de jerarquía existentes, por ejemplo, entre los
dioses. Las propias divinidades no se definen sino por sus rela
rP
ciones entre sí: lo que las domina y explica en su totalidad es el
plano de conjunto, del que no son otra cosa, aun las de mayor
renombre, que simples partes35. Tomemos, por ejemplo, los
dioses más importantes del panteón romano y, de modo espe
s te
cial, Júpiter. En lugar de concebirlo, como en tiempos de M.
Müller, en relación con los fenómenos naturales, convirtiéndo
lo en dios del cielo o del sol, o bien en personificación progresi
va del misterioso poder transmitido por las piedras de sílex con
que tropezaban el pie y el espíritu de los romanos, G. Dumézil
Ma
73
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John Scheid
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sea algo ajeno. Se la ve como un sistema de pensamiento pues
to en función de una concepción del mundo. Este sistema reli
Ed
gioso implica lo que Dumézil llama una ideología, capaz de in
formar distintos niveles de discurso, como el mito, el acto o el
relato. Para comprender esta ideología es preciso tener presen
te que sirve para expresar los grandes modos de representación
del universo o de la organización de la sociedad en Roma, y
DF
que no se la debe buscar en las representaciones modernas.
Dumézil encuentra sus pruebas en dos planos: por un lado,
en las representaciones análogas de otras sociedades de lengua
indoeuropea; en segundo lugar —y dentro de la propia Ro
ma—, en fuentes distintas de los documentos religiosos propia
rP
mente dichos. Tras haber partido de la lingüística comparativa,
Dumézil no ha establecido en ningún momento una separación
entre sus investigaciones y los estudios comparitivistas. El mé
todo no era nuevo, ya que otros habían recurrido a él con ante
s te
rioridad. G. Dumézil, sin embargo, le ha insuflado nuevo vi
gor y lo ha inscrito en un contexto más amplio y preciso. Al ne
garse, tras algunos intentos más tradicionales, a tratar una
cuestión dada limitándose a los hechos aislados (como, por
ejemplo, la homofonía, real o supuesta, de términos importan
Ma
tes, tales como Jupiter-D yaub p ita r o fíam en-brabm ao), Du
mézil extiende y limita las investigaciones a las corresponden
cias entre conjuntos de conceptos, entre temas o, mejor aún,
entre secuencias temáticas a menudo complejas, recorridas y
comparadas en su totalidad. De esta manera, puede rechazar la
in
74
r
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La religión en Roma
valencias) que constituye la clave de bóveda de la arquitectura
de los panteones. Es sabido que, según una de las actualizacio
Ed
nes de esta ideología, el mundo (o el panteón), tomado en su
totalidad, no puede existir ni funcionar a no ser que tres fun
ciones jerarquizadas y bien diferenciadas colaboren entre sí de
forma armónica: la soberanía (bajo sus dos aspectos, mágico y
jurídico), la fuerza guerrera (eventualmente duplicada en for
DF
ma de potencia física) y, por último, la fecundidad, la prosperi
dad, la producción de alimentos. Tal es, también, la ideología
que expresa la vieja tríada precapitolina. G. Dumézil ha logra
do demostrar que los tres dioses que la componen gobiernan
sólo el ámbito que les corresponde, es decir, actúan con arreglo
rP
a su función, sea cual sea el lugar o la ocasión en que intervie
nen. Esta demostración ha resultado especialmente novedosa
en el caso de Marte, ya que no faltaban quienes pretendían ha
cer de él un dios con competencias agrarias. Dumézil ha logra
s te
do probar, no sólo que Marte actúa en el contexto agrícola co
mo defensor del territorio, sino también que su intervención se
integra en un plano superior, netamente diferenciado de una
función inmediata.
Ma
75
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John Scheid
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jaba entre paréntesis, como algo ajeno a su competencia: es el
resultado, el texto final, lo que somete a su análisis. Se enfren
Ed
taba, además, al historiador, desde el momento en que estudia
ba en una perspectiva sincrónica relatos que se exponen y reci
ben en el plano diacrònico, relacionando este conjunto estruc
turado con una ideología más antigua, claramente anterior a la
fecha en que aquél fue creado. Al respecto, es muy conocido el
DF
ejemplo de los cuatro reyes latinos. La vulgata romana de los
orígenes conocía la secuencia de Rómulo, Numa, Tulo Hostilio
y Anco Marcio. En lugar de cuestionar, como hacen los histo
riadores, la credibilidad de los elementos históricos transmiti
dos por esta tradición o, como es el caso de los filólogos, estu
rP
diar su génesis, Dumézil toma el texto final como un todo, co
mo punto de partida para verificar si la ideología trifuncional,
cuya actividad ya se había puesto de manifiesto en el plano teo
lógico, funcionaba también en este ámbito. Descubre así que
s te
Rómulo y Numa mantienen entre sí las mismas relaciones que
Júpiter y Dius Fidius, es decir, representan la soberanía bajo
sus dos aspectos solidarios, en tanto que Tulo encama el gue
rrero intempestivo, y Anco, por último, el pacífico creador de
Ma
76
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La religión en R oma
i to
polis, únicos vestigios positivos que conservamos de esta épo
ca— de que se trata, más bien, de estructuras de orden mental.
Ed
A pesar de estas rectificaciones, todavía hoy persiste este equí
voco entre ciertos adversarios de Dumézil. El ejemplo de la In
dia moderna, estudiada por L. Dumont, demuestra, sin embar
go, que la ideología no se transmite tal cual en los hechos, sino
que los hombres pueden explicar una situación social dada en
DF
virtud de un sistema ideológico: en este caso concreto, en vir
tud del sistema funcional de los varnas, que nada tiene que ver
con aquélla37.
Frente a la objeción de que es impensable que los romanos
rP
de los siglos IV y III a.C., o bien los de la época augústea, se
encontraran determinados por una ideología tan antigua, G.
Dumézil responde, por una parte, con el hecho de que Cicerón
y Floro, por ejemplo, comprendían, sin lugar a dudas, el siste
s te
ma funcional y, por otra, con ciertos vestigios tan antiguos co
mo la propia ideología, comenzando por los tres flámines ma
yores. En términos igualmente escépticos se habla de la super
vivencia de la jerarquía de los varnas en la India moderna:
Ma
77
r
John Scheid
i to
El hecho comparativo fascina y G. Dumézil debe, sin lugar
a dudas, parte de su celebridad al poderoso encanto que ejer
Ed
cen las reconstrucciones comparativistas. Menos famoso —y, a
menudo, silenciado— es el procedimiento adoptado por Du
mézil para dirigir con rigor su investigación comparativa. En
efecto, los relatos y los hechos se analizan con tanto acierto y,
para su época, tanta originalidad, que cabe preguntarse si, con
DF
independencia del marco comparativo, una de las rupturas in
troducidas por Georges Dumézil no sería su forma de plantear
las cuestiones y buscar un sentido a los textos. Ciertos aspectos
inusuales de este procedimiento dan fe de la hostilidad que ha
suscitado, y todavía suscita, entre los historiadores y los filólo
rP
gos. Se podría pensar que las dudas y los ataques se deben a
una interpretación excesivamente histórica de la trifuncionalidad,
o bien a los problemas que plantea el transfondo indoeuropeo. Pe
ro, según parece, no es ésta la cuestión, ya que Dumézil se desdijo,
s te
y corrigió, ya hace mucho, su primera interpretación de las tres
funciones; además, ha procurado observar una prudente reserva
con respecto al problema indoeuropeo. Esta retractación de Du
mézil —que se encuadra, por lo demás, en un hábito de autocríti
ca tan firme como alguna de sus polémicas— no significa que su
Ma
78
r
La religión en R oma
i to
científica las razones de las correspondencias descubiertas), pe
ro tales dudas no afectan a lo esencial, incluido lo que se refiere
Ed
al sistema trifuncional: no faltan ejemplos que resistan una crí
tica honesta, ejemplos que hay que tomar en consideración.
Además, junto con las famosas funciones, este método ha lo
grado sacar a la luz muchas otras cuestiones que todavía hoy
son desconocidas para una mayoría. Dicho con pocas pala
DF
bras, parece que lo que produce rechazo en Dumézil no son
aquellas posiciones abandonadas hace ya treinta años, ni tam
poco el comparativismo indo-europeo como tal, sino su apar
tamiento del historicismo estricto y su desacuerdo con el ideal
humanista moderno. No ha de extrañar, pues, que el período
rP
frazeriano de Dumézil suscite, a fin de cuentas, menos hostili
dad, toda vez que esta línea de trabajo armoniza sin demasia
dos problemas con el evolucionismo y el humanismo. Semejan
te escándalo, que denota una innovación, me parece lo bastan
s te
te importante como para merecer que nos detengamos a consi
derarlo, aun cuando, en apariencia, ello nos aparte de nuestro
objetivo. En cualquier caso, nos depara una excelente oportu
nidad para apreciar la armonía y la originalidad de la forma de
Ma
proceder de Dumézil.
Este método de análisis se distingue, de forma especial, en
tres aspectos: por su concepción de la religión, por su aprecia
ción de los datos y por su rechazo de ciertos excesos, tanto del
método histórico como de la filología. Tales rupturas metodo
lógicas son, evidentemente, las responsables de las resistencias
in
mal soldados por los azares de una historia que nunca llegare
mos a conocer [...] Una religión, como toda manifestación del
pensamiento, es un sistem a. Sea cual sea el nivel de civiliza
ción en que se lo considere [...] el hombre nunca se sentirá satis
fecho con una acumulación inorgánica de representaciones. Las
re a
79
r
John Scheid
i to
religiones que le sirven para tomar conciencia del funciona
miento del mundo y de su propio funcionamiento son, siempre,
Ed
conjuntos en los que los conceptos, las imágenes y las acciones
se articulan y forman, en virtud de sus ligazones, una especie de
entramado donde, por derecho, debe adherirse y distribuirse
toda la materia de la experiencia humana»40. Son estos con
juntos los que estudia Dumézil: «se dedica a determ inarlas es
DF
tructuras teológicas en que se insertan como elementos las di
versas figuras divinas»41. Así enuncia su regla fundamental:
«No se trata de estudiar tanto cada figura divina o cada con
cepto religioso, como las relaciones que mantienen entre ellos y
los equilibrios que dichas relaciones ponen de manifiesto. Di
rP
cho brevemente, la definición más segura de un dios es diferen
cial, clasificatoria.»42. Al mismo tiempo, estas estructuras exce
den ampliamente su ámbito específico, es decir, en términos
más prosaicos, el programa universitario de las ciencias religio
s te
sas. «El sistema religioso de un grupo humano ^-escribe— se
expresa en muchos planos de forma simultánea: en primer lugar,
en una estructura conceptual más o menos explícita, en ocasiones
casi inconsciente, pero siempre presente, que es como el campo de
Ma
80
r
La religión en Roma
i to
ta ideología se encuentra siempre estrechamente relacionada
con la vida de los hombres, que obedecen a su dictado silencio
so. «Aunque llamados, antes o después [...] —escribe, por ejem
Ed
plo, a propósito de los mitos—, a tener una carrera literaria
propia, no son invenciones dramáticas o líricas gratuitas, sin
relación con la organización social o política, con el ritual, la
ley o la costumbre. Su papel consiste, por el contrario, en justi
DF
ficar todo esto, expresando con imágenes las grandes ideas que
lo organizan y sostienen.»46.
Así se define el trabajo del comparativista según la óptica
del programa de investigación de Dumézil. Además, ha sido,
en parte, el procedimiento comparativo, la redacción de una
rP
nueva gramática del comparativismo, lo que ha contribuido a
la eclosión de este método de análisis. Sea como fuere, su for
ma de proceder ha vuelto una página en la historia de la reli
gión romana, incluso en otros campos ajenos al comparativis
s te
mo indoeuropeo, como se puede comprobar cuando se la asocia,
por ejemplo, con los trabajos contemporáneos de L. Gemet.
Entre las consecuencias que de todo ello se desprenden hay
una de especial importancia: a los romanos se les toma, se les
Ma
81
r
John Scheid
i to
correspondencias simbólicas, comparable a las existentes por
aquel entonces?»47.
Ed
Por otra parte, Dumézil rechazaba tajantemente, como ya se
ha señalado, una tendencia muy extendida en su época (y tam
bién en nuestros días) dentro de la historia de las religiones,
consistente en considerar esenciales los símbolos asignados a
una personalidad divina mucho más compleja, símbolos que
DF
«no hacen sino dar una expresión embellecida a otros rasgos
más esenciales para la vida religiosa»48. Quedaban descarta
das, de este modo, todas las interpretaciones naturalistas que
remontaban a Max Müller y Frazer: por ejemplo, Júpiter, a pe
sar de su nombre, deja de ser simplemente «el cielo luminoso».
rP
Paralelamente, Dumézil advertía sobre la conveniencia de dis
tinguir, «en cualquier dios, el m odo de su acción, que es preciso
y constante, y lo define, de los puntos de aplicación de su ac
ción, que pueden ser numerosos»49. Al respecto, basta con
s te
pensar en su informe sobre el M arte «agrario». ¡Su tratamien
to en este caso, que todavía hoy sigue sin lograr la adhesión de
la totalidad de los especialistas, es poco menos que ejemplar.
La tercera liebre que levanta y acosa es la explicación evolu
cionista, la tendencia a introducir, de forma sistemática, un or
Ma
82
r
La religión en R oma
i to
romanos, incluso en sus orígenes, que en otros lugares. Esta
misma crítica se dirige también contra las especulaciones cro
Ed
nológicas sobre los dioses, que se metamorfosean y cambian
periódicamente de esencia, según las necesidades del análisis.
Frente a estas especulaciones, que «revisten en ocasiones la
apariencia de historia y hablan el lenguaje de la historia», Du-
mézil prefiere, allí donde no existen testimonios de una evolu
DF
ción real, la constatación de una estructura51. Según él, para
hablar de evolución es preciso que evolucionen las estructuras: se
mejante cambio, sin embargo, es mucho más lento que las modifi
caciones superficiales, que afectan, sobre todo, a la simbología.
A estas críticas, destinadas a contrariar a los herederos de la
rP
historia positivista, se añade también su rechazo tanto de la
credulidad como de la hipercrítica52. Ahora bien, al caminar
distanciado por igual de uno y otro escollo, al proporcionar, en
última instancia, una clave de lectura o exponer una actitud
s te
tan crítica como despegada con respecto a las fuentes, Dumézil
no ha hecho otra cosa que reclamar un pequeño sitio en el pri-
taneo de los historiadores, un lugar desde el que aportar he
chos que competen a la historia de las ideas53.
Ma
83
r
John Schedo
i to
fullerías que, en realidad, nada tienen que ver con éste. Como
quiera que su adversario no puede hacer acto de presencia para
Ed
defenderse, suele ocurrir que es el filólogo quien se alza con la
victoria55. Tres son los medios propuestos por Dumézü para
acabar con la «fiebre de la hipercrítica». El primero estriba en
«hacer que el crítico sea sensible ante hechos distintos de aqué
llos que son su objeto, hechos que, por regla general, no son
DF
menos aparentes (antes bien, son, incluso, más masivos), pero
a los que no presta atención a causa de su predisposición. Se
trata, simplemente, sin abandonar el método analítico que le es
propio, de lograr que lleve a cabo una revisión más completa y
atenta de los datos del problema, que tenga en cuenta, sobre
rP
todo, las arm onías y los conjuntos»56. El segundo expediente
consiste en «sensibilizar al critico ante la fragilidad y arbitrarie
dad de sus propias construcciones», recordando la flexibilidad
infinita del espíritu humano, imposible de contener en un sim
s te
ple dilema, así como la pobreza de nuestra información y, en
fin, la diferencia de siglos: en efecto, cuanto más se represente
el filólogo a su oponente antiguo «a imagen de uno de esos au
tores de historias novelescas que tanto abundan en nuestra
época, incluso en las universidades, tanto más fácil le resultará
Ma
84
r
La religión en R oma
i to
tre los hechos griegos o romanos y los observados en otras civi
lizaciones, apelando, para ello, a la existencia de un foso «ra
Ed
cial» y a las diferencias culturales59. El comparativismo de Du-
mézil, que recurría lo mismo a los irlandeses o a los escandina
vos que a los hindúes, los iranios o los pieles rojas50, no casaba
muy bien con todo ello. Tanto más si tenemos en cuenta que
este comparativista, que se había acercado a las escuelas de los
DF
chinos (M. Granet) y los «primitivos» (M. Mauss) —y esta cla
ve de relaciones es algo que no tarda mucho en conocerse en
los ambientes universitarios—, proponía sin ningún recato una
apertura del pensamiento latino a las «luces esenciales de otras
filologías o, por qué no decirlo, de otros humanismos»61. Por
rP
último, y sobre todo, Dumézil acusaba a los filólogos, a los his
toriadores y a los arqueólogos de deformar sistemáticamente, y
con cierta intrepidez, los datos antiguos, imponiéndoles cate
gorías propias de otra época62. Todos estos métodos, en efec
s te
to, se basan en un sólido etnocentrismo, indestructible, por lo
demás, hasta el presente, a pesar de las advertencias de Dumé
zil y algunos otros63. Son estos a priori los que denuncia Du
mézil, poniendo de manifiesto la espantosa pobreza, la sor
Ma
85
r
i to
John Scheid
Este deseo de evitar la proyección de nuestra propia forma
de pensar sobre la de los antiguos se une a una tendencia bas
Ed
tante extendida dentro de los estudios griegos, que ha determi
nado, por ejemplo, los trabajos de J.E. Harrison, F.M. Com-
ford, K. Reinhardt, H. Fr&nkel, B. Snell y, en Francia, L. Ger-
net, J.-P. Vemant, E. Will, P. Vidal-Naquet y M. Detienne, en
tre otros. A la lista propuesta por B. Bravo en el prefacio de su
DF
libro65, yo añadiría el nombre de G. Dumézil, en tanto en
cuanto también él ha contribuido, de forma implícita, a reno
var esa gran filología de comienzos del XIX (Bóckh, Welcker,
K.O. Müller) que, «por muy dominada que se encontrara por
esta tendencia a idealizar, ha sido capaz de ver muchas cosas
rP
con más acierto que la época posterior, ya que se encontraba
en situación de comprender con más facilidad al hombre anti
guo en su totalidad»66. En esta denuncia del reduccionismo
también se detecta, con todo, la influencia —más directa, sin du
s te
da, y muy explícita67— del trabajo desarrollado sobre el terreno
por loS antropólogos, así como, por supuesto, la de la lingüisti-
ca, siempre omnipresente .o
ber ido más lejos que algunos de sus maestros, para acceder —en
paralelo con otros eruditos, como Gemet, por ejemplo, y, sobre
todo, Lévi-Strauss— a problemas y posiciones que la filoso
fía moderna, por su parte, estaba desarrollando activamente.
Ya he señalado la novedad que representa, en el ámbito lati
no, su rechazo a dejarse determinar por la psicología y la ra
in
86
r
i to
La religión en R oma
que asume naturalmente, en las ciencias humanas, el método
experimental». Un año más tarde desarrollaría esta afirmación
Ed
en relación con el método aplicado al problema de Júpiter,
Marte y Qurino: «La comparación ha [...] proporcionado una hi
pótesis de trabajo. Pero la verificación —y, por tanto, la demos
tración— ha sido analítica.»71. A la hora de hacer balance no se
reniega de este punto de vista: «[...] Los procedimientos de las nue
DF
vas interpretaciones no habían sido tomados de teorías preexisten
tes, frazerianas o de otro tipo, sino que tenían su origen en los he
chos: la labor del exégeta consistía únicamente en observarlos en
toda su extensión, con todas sus enseñanzas implícitas y explícitas,
con todas sus consecuencias»72, o también: «Lo que a veces en
rP
cuentro denominado como “teoría dumeziliana” consiste, de
forma global, en recordar que han existido, en un momento de
terminado, los indoeuropeos, y en pensar, siguiendo los pasos
de los lingüistas, que la comparación entre las más antiguas
s te
tradiciones de los pueblos que, parcialmente, al menos, son sus
herederos, ha de permitir que vislumbremos las líneas maestras
de su ideología. A partir de aquí, todo es observación.»73. En fm,
no hace mucho que Dumézil describía así sus relaciones con
Ma
87
r
i to
John Scheid
momento anterior a la inducción que aporta el conocimiento
de los hechos, la definición de las nociones que han de servir
Ed
para elaborar tales hechos incumbe a los comparativismos lin
güístico e ideológico, basados, ellos mismos, en la observación.
También se podría calificar de husserliana su oposición a un
análisis atomizador de los hechos que considere la realidad co
mo la suma de todos los hechos aislados, así como su decisión
DF
de buscar en los propios hechos la razón que los constituye (la
ideología). Las tesis fenomenológicas estaban tan difundidas
que nada tiene de particular que el joven Dumézil haya sufrido
su influencia, al pairo, sobre todo, de la lingüística. Su pensa
miento, sin embargo, recuerda igualmente, tanto por sus prin
rP
cipios como por su desarrollo, el empirismo del círculo de Vie-
na, sobre todo por su convicción de que es imposible compren
der la organización y las leyes del mundo real mediante la sola
reflexión y sin un control empírico de la observación. En los
s te
mismos términos se rechazan los enunciados metafisicos y se
exige que se utilicen únicamente conceptos previamente defini
dos. Pero aquí no se trata de relacionar —tras un examen su
mario como éste, obra de un profano— unos sistemas de pen
Ma
88
r
i to
La religión en R oma
pecto a las fuentes, su rechazo del idealismo y, también, la exi
gencia comparativista, encuentran su lugar en este contexto. El
Ed
comparativismo representa, como ya se ha señalado, la prime
ra condición de un método experimental aplicado a las fuentes
clásicas (algo que en si constituía una herejía a los ojos de los
defensores del «tercer humanismo», para quienes la unión psi
cológica con los Antiguos era tan completa e inmediata que
DF
hacía superflua todo procedimiento empírico que buscara obje
tivar la investigación).
Ahora bien, ¿es preciso que este comparativismo sea forzo
samente indoeuropeo? El hecho de que Dumézil haya limitado
su observación sólo a las sociedades de lengua indoeuropea se
rP
explica por su profunda impregnación lingüística, así como por
sus descubrimientos y, también, por un proyecto global en el
que se pretendía estudiar un número determinado de corres
pondencias en el ámbito indoeuropeo que sirvieran para poner
s te
de manifiesto algunos aspectos de una «ideología» compartida.
Esta prudencia halla otra justificación en las enormes distan
cias cronológicas y geográficas que separan a sus fuentes, así
como, sobre todo, en los abusos cometidos anteriormente por
Ma
89
r
i to
J ohn Scheid
dad de estas correspondencias, asi como el principio mismo del
análisis experimental, es decir, comparativo, son una adquisi
Ed
ción definitiva. Conviene, pues, disociar esta forma de proce
der de Dumézil de los datos que ha sacado a la luz, se los acep
te o no. Además, el propio Dumézil no siempre se ha limitado
en exclusiva al ámbito indoeuropeo, como ya se ha dicho antes,
salvo en lo tocante a la ideología trifuncional: pero esta limita
DF
ción aparece como una respuesta empírica, no como un recha
zo a priori77. Justificada o no esta limitación78, lo cierto es que
Dumézil no ha excluido en ningún momento la posibilidad de
volver a encontrar esta estructura en otros lugares, siempre y
cuando nos atengamos a los datos de la estructura en cues
rP
tión79. Por otro lado, en lo tocante a los análisis, siempre pri
ma la búsqueda del sentido histórico de su objeto a través de la
oposición, es decir, de la comparación. En lugar de definir a
Vesta según ciertos criterios a priori —determinados, pues, por
s te
nuestra psicología—, Dumézil la describe a través de su oposi
ción a Jano, antes de llevar la comparación a otros planos de la
realidad: el fogón circular se opone a su «contrario», el altar
cuadrangular; el enraizamiento en la tierra a la comunicación
Ma
90
r
i to
La reugión en R oma
rir una primera intuición, que el dispositivo científico de la in
ducción se encargará de verificar a continuación.
Ed
Hoy día no causa sorpresa este método: antes bien, es nor
mal verlo aplicado a muy diversos ámbitos. A fuerza de apasio
namos por los indoeuropeos y las tres funciones, nos hemos ol
vidado de que la obra de Dumézil no se limita a esto. Es, tam
bién —y puede que sobre todo—, una ruptura con los métodos
DF
de la historia de la religión romana.
Los capítulos precedentes han intentado ofrecer \
una rápida
visión de la religión romana, basada en diversas épocas y confi
nada al espacio institucional que se sitúa fuera de la historia,
rP
por encima de la historia. Ya se ha esbozado, con todo, una
cierta evolución a propósito de las reflexiones sobre la época
monárquica, los comienzos y el final de la República. Ahora
podemos abandonar el ámbito de las estructuras para hacer
s te
una incursión en el plano histórico, donde hay un problema
que reclama especial atención: el de la crisis religiosa que su
puestamente se inicia a finales del III a.C., una crisis de la que
la religión romana no lograría recuperarse nunca. Examinare
mos diversos elementos significativos del problema, antes de
Ma
Notas
in
2. Sobre todo, en lo tocante a los brillantes análisis del Vocabulaire des ins
titutions indo-européennes, París 1969.
3. C. A mpolo , «Le origini di Roma e la ‘cité antique’», en MEFRA 92,
1980, pp.567-576; id., «La formazione della città nel Lazio (seminario, Ro
ma, 1977)», en DdA n.ser. 2, 1980, pp. 165-187.
re a
91
r
John Scheid
i to
4. Véanse los análisis de F. COARELLI, «II comizio dalle orígini alia fine de-
lia Repubblica: cronología e topografía», en PP 174, 1977, pp. 166-238 y en
D Foro romano. I. Periodo arcaico, Roma 1983, pp.119-226.
Ed
5. G. DUMÉZIL, Religion romaine archaïque, pp.307-321.
6. Ibid., pp.93-98; id., «Chronique de l’inscription du Lapis niger», en Ma
riages indo-européens, Paris 1979, pp.259-293. Allí se puede encontrar toda
la bibliografía relativa a esta controversia.
7. F. COARELLI, H Foro romano, pp. 11-118.
DF
8. J. Bleicken , «Kollisionen zwischen Sacrum und Publicum», en Hermes
85,1957, p.447.
9. A. M agdelain , «Le suffrage universel à Rome au Ve siècle av. J.-C.», en
CRAI, 1979, p.699.
rP
10. C. NlCOLET, Rome et la Conquête du monde méditerranéen, I, Paris
1977(1981), pp.412-414.
11. Véase J. RUFUS F ears, «The coinage of Q. Comificius and augurai
symbolism on late Republican denarii», en Historia 24,1975, pp. 592-602.
s te
12. Véase E. RAWSON, «Religion and politics in the late second century B.C.
at Rome», en Phoenix 28, 1974, pp.193-212; T. Cornell , «Some observa
tions on the “crimen incesti”», en Le Délit religieux', J.-Cl. R ichard , «Sur
quelques grands pontifes plébéiens», en Latomus 27,1968, pp.786-801.
13. Véase al respecto L. MERCKLIN, Die Cooptation der Römer, Mitau-
Ma
92
r
La religión en R oma
i to
to al respecto: los cuatro sacerdocios afectados por la ley Domicia eran,
prácticamente, los únicos que guardaban relación con la religión pública co
mo tal y expresaban a la perfección el aspecto republicano de la religión,
Ed
frente a las sodalidades, que representaban una solidaridad de otro tipo, en
cierto modo prepoliádica. De alguna manera, los septénviros participan de
las competencias de los pontífices, sobre todo en una cuestión importante:
los juegos.
17. Ibid
DF
18. Ibid., pp.17-18 = Droitpublic, 3, pp.19-21.
19. Según E. PAIS, op.át., la asamblea de las 17 tribus, instituida para la
elección del pontífice máximo, pretendía demostrar que el pueblo no deten
taba sino una parte de la potestad de nombramiento, en tanto que la otra
rP
parte quedaba en manos del colegio pontificia!, que procedía a la nominado
de los candidatos y, luego de la elección, a la cooptación del elegido. J.
BLEICKEN, Hermes 1957, p.357, considera que esta minor pars populi, este
pueblo que no lo es, traducía el principio fundamental de que lo sacrum no
podía estar sometido a lo publicnm. Tal es la interpretación que aquí segui
s te
mos.
20. De hecho, sólo disponemos de dos textos algo precisos: Tito Livio Epí
tome 89; Servio Comentarios a la Eneida 6.73 (texto restituido). Puede verse
también una noticia en Aurelio Víctor Sobre los hombres ilustres 75. El au
mento del número de decénviros a 15 y el de los triúmviros a 7 se deduce de
Ma
textos referidos a las reformas de César: Dión Casio 42.51.4, 43.51.9. Véase
G. W issowa, RKR, p.485, n.5.
21. Considerando que el número de magistrados regulares fue aumentado
de 23 (10 cuestores, 4 ediles, 7 pretores, 2 cónsules) a 34 —un tercio, por lo
tanto—, resulta interesante constatar que el de los sacerdotes pasó de 31 (9
pontífices —sin los flámines—, 4 augures, los decénviros y los triúnviros) a
in
93
r
J ohn Scheid
i to
23. A. C hastagnol , «La naissance de J’ordo senatorius», en MEFRA 85,
1973, pp.583-607; C. NiCOLET, «Les cens senatorial sous la République et
sous Auguste», en J RS 67,1977, pp.20-38.
Ed
24. T h . M ommsen , op.cit., pp.11-13; id., Droit public, 3, pp.12-15; E. P ais,
«La relazioni fra i sacerdoci e le magistrature civile nella Reppublica roma
na», en Richerdhe..., 1,1915, pp.273-335. Sobre las tentaciones monárqui
cas, véase E. RAWSON, «Caesar’s heritage: Hellenistic Kings and their Ro
man equals», en 1RS 65,1975, pp. 148-159; J. G agé , «Romulus-Augustus»,
en Mélanges d’arch. et d’hist. 47, 1930, pp. 138-181 y, por supuesto, J. Ru-
DF
FUS F ears, «Princeps a Diis Electus: The Divine Election of the Emperor
as a Political Concept at Rome», MAAR 26, Roma 1977.
25. J. SCHEID, «Les prêtres officiels sous les empereurs julio-claudiens», en
ANRW 2,16, pp.634-635.
rP
26. J. GAGÉ, MEFR 1930, y «Les sacerdoces d’Auguste et ses réformes reli
gieuses», en Mélanges d’arch. et d’hist. 48, 1931, pp.1-34; G. D umézil ,
Idées romaines, Paris 1969, pp.80-102.
27. Véase J. G agé , «Romulus-Augustus», Mél. d ’arch. et d’hist., 1930,
pp.138-181.
s te
28. C.M. Stibbe - G. Colonna - C. D e Simone - H.S. Versnel , Lapissa-
tncanus. Archeological, Epigraphies!, Linguistic and Historical Aspects of
the New Inscription from Satricum, ’s-Gravenhage 1980.
29. A. P iganiol , Histoire de Rome (Clio. 3), Paris 1939, p.33.
Ma
94
r
i to
La religión en Roma
39. Estas páginas ya han aparecido con anterioridad en la revista OPUS 2,
1983, donde se pueden encontrar otros estudios sobre G. Dumézil. Véase
Ed
G. D umézil , L ’Héritage indo-européen à Rome. Introduction aux séries
«Jupiter Mars Quirinus» et «Les mythes romains» (= Héritage), Paris 1949,
pp.29-31. Recientemente, también en Le Nouvel Observateur, 14-20 de ene
ro de 1983, p.20, a propósito de los delirios nostálgicos de algunos autores
contemporáneos: «Pregunta: Al recibirle en la Academia Francesa, Claude
Lévi-Strauss recordaba hasta qué punto usted se había desligado de aqué
llos que todavía hoy sueñan con un “alma indoeuropea”. G. Dumézil'. ¿Qué
DF
es el “alma indoeuropea”? Todo lo que puedo decir es que lo que acierto a
entrever del mundo indoeuropeo me habría horrorizado. No me habría gus
tado vivir en una sociedad en la que existía un Mannerbund... o los druidas.
En la medida en que podemos imaginárnoslos a través de sus herederos, los
indoeuropeos no debieron ser gente que valiera la pena frecuentar. Vivir en
rP
un sistema trifuncional me haría sentirme como en una prisión. Estudio, sí,
las tres funciones, exploro esta prisión, pero nunca habría querido vivir en
ella. Si me encontrara entre los antropófagos, trataría de averiguar sobre
ellos todo lo que pudiera, pero procuraría estar bien lejos de la marmita.
No, prefiero a los griegos. [...] Pregunta: Sin embargo, hay quienes se refie
s te
ren a sus trabajos en la creencia de que en ellos se puede encontrar un elogio
de la ideología indoeuropea. G. Dumézil: Sólo me puedo responsabilizar de
lo que hago o apruebo públicamente. Hay estudios que, supuestamente, si
guen la línea de mis trabajos y, sin embargo, me horripilan. No tengo nada
que decir al respecto. No deseo ocuparme de los fantamas de otros...». Véase
igualmente Georges Dumézil. Cahierspourun temps, Paris 1981, pp.38-39.
Ma
40. Héritage, p.64. Véanse también las pp.20, 36 y 44, así como «Civilisa
tion indo-européenne», en CS 34,1951, p.223.
41. RHR 138, 1950, p.228. Cf. igualmente la p.313. La delimitación de las
estructuras anteriores en Roma es posterior a este estadio del análisis, así
que no domina, en modo alguno, la primera fase de la investigación.
42. Héritage, p.65. Cf. Mythe et Epopée (= ME), III, París 1973, pp,13ss.
in
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John Scheid
\
49. Ibid., pp.80-81.
50. Ibid., pp.58ss.
Ed
51. /& tf,p.l01.
52. Ibid., pp.l20ss.; id., Servius et la Fortune: essai sur la fonction socia
le de louange et de blâme et sur les éléments indo-européens du cens ro
main (= Servius), Paris 1943, pp. 147-148.
DF
53. ME, I, p.23.
54. Loki, Paris 1948, p.82. En la p.87 describe «la hipercrítica como la enfer
medad natural del conjunto de la filología abandonada a sí misma». Vale la pe
na leer su requisitoria, que abarca las páginas 81 a 168, es decir, el segundo capítulo
de Loki completo. Véase también Mitra-Varuna. Essai sur deux représentations
rP
indo-européennes de la Souveraineté, Paris 1940, pp.28-29; Horace et les Cu-
riaces, Paris 1942, pp.40-41; Heritage, pp.100 y 137.
55. Loki, pp.87-88.
56. Ibid., p.88.
s te
57. Ibid., p.89.
58. Ibid, p.90.
59. W. JAEGER, Paideia. Die Formung desgrieschischen Menschen, Leip
zig 1934, pp.6ss. (= Paideia. La formation de l ’homme grec, Paris 1964,1,
Ma
pp.l5ss.).
60. Horace, pp.32 y 128; Servius, pp.25-26. Véanse, sobre todo, los siguien
tes pasajes de Héritage', pp. 124-125 y 248-249.
61. Héritage, p.248. Dumézil llegaba, incluso, a vislumbrar un tiempo «en el
que unas técnicas educativas audaces y unos manuales bien confeccionados
permitan enseñar a la élite de los jóvenes escolares el suficiente latín, griego,
in
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i to
La religión en R oma
l
Essai sur Jes notions de pollution et de tabou (Purity and Danger), Paris
19812, pp.43-45 y, más en general, la parte inicial del libro.
Ed
64. B. BRAVO, Philosophie, Histoire, Philosophie de l’histoire, Wroclaw -
Varsovia - Cracovia 1968, p.6.
65. Ibid., p.5. Se encuentra en este libro indispensable (de forma resumida,
en su introducción) una excelente descripción de las diversas tendencias pre
sentes en la historia antigua.
DF
66. J. HASEBROEK, Griechiscbe Wirtschafts- und Gesellschañgeschichte bis
zur Perserzeit, Tübingen 1931, p.X, citado por B. Bravo.
67. Además de las referencias explicitas, toda la concepción de los hechos
sociales y, de forma especial, la elección de la sincronía para resolver ciertos
problemas, así como el empirismo, vienen condicionados por las enseñanzas
de los sociólogos. rP
68. Véase, por ejemplo, Héritage, pp.30ss. También es significativa su re
nuncia a preguntarse por el origen de las correspondencias que deduce, de
pleno acuerdo con una de las posturas mantenidas por la filología de co
s te
mienzos del XIX y también con quienes las han retomado en la actualidad,
frente a la Entstehungs- y Entwicklungsgeschicbte (cf. Bravo, op.cit.,
pp.óss.). El objeto del estudio lo constituyen las correspondencias, no los
indoeuropeos como tales, así como las evoluciones divergentes de los mitos
o los ritos en los que se descubren relaciones de parentesco, no el mito tal
cual era en su origen (p.31).
Ma
97
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John Scheid
i to
75. Véase el artículo de L. D umont en L ’A rc 48,1972 («M. Mauss»), pp.8-
21, especialmente las pp. 18-20.
Ed
76. Véase, por ejemplo, la reseña de los libros de O. Grundler y J. Geyser a car
go de M. MAUSS en Année soáologiquc n.ser. 1,1925, pp.381-383 = Oeuvres,
I, París 1968, ed. V. Karady, pp.157-159, donde alude brevemente al «parentes
co seguro que une a la sociología con la forma en que M. Scheler y sus comen
tadores plantean la cuestión» en el ámbito religioso.
77. Véase, por ejemplo, ME, m , pp.341-342; Le NouveJ Observateur, 14/20
DF
junio, 1983, p.21.
78. En la entrevista publicada en los Cahierspovr un temps, Dumézil explica
su postura, que describe como «una elección, un poco a disgusto» (pp.21-22).
Queda el problema de la teoría de la difusión de los temas indoeuropeos. Du
mézil, como la mayor parte de los especialistas, opta por una explicación a par
rP
tir de los contactos históricos, aunque no deja de considerarla como una simple
hipótesis. Ahora bien, este debate, todavía en vigor, va más allá del hecho de
que las estructuras en cuestión se encuentran en puntos muy alejados en el
tiempo y el espacio. Con todo, aún se pueden plantear otros intentos de expli
cación. Véase, por ejemplo, C. LÉVI-Strauss, Anthropologie structuraJe, Pa
rís 19742, pp.269-294.
s te
79. Para que se pueda hablar de estructura trifuncional son precisas cinco
condiciones. En primer lugar, que los tres términos (o seis, en la fórmula de
seis valencias) se encuentren lo suficientemente diferenciados; segundo, que
los términos sean, al mismo tiempo, solidarios, y que se los presente como
tales; tercero, que sean homólogos (por ejemplo, deben ser todos dioses, o
Ma
todos hombres, etc.); cuarto, que la explotación de las relaciones sea ex
haustiva y que no haya lugar para otro término; quinto, que todos estos
rasgos resulten evidentes, al menos, para dos de los tres términos
80. Tarpeia. Cinq essais de philologie comparatíve indo-européenne, París
1947; Rituels, Quaestiunculae indo-italicae,!1. Tres reglas del acdes Ves-
tae en REL 37,1959, pp.94-101.
in
te d
re a
98
r
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Ed
¿UNA RELIGIÓN EN CRISIS?
DF
Hemos podido constatar en las páginas precedentes que en
Roma política y religión se encontraban indisolublemente uni
das: la religión se desarrollaba en el campo específico de la po
lítica. No ha de extrañar, pues, que también la política invadie
ra el campo de la religión. Tampoco sorprende que la religión
rP
romana haya reflejado en cierto período el papel de primer or
den desempeñado por la nobleza en la vida de la República.
También habremos de considerar «normal» que la religión de
finales del II a.C. se haya visto muy influenciada por la activi
s te
dad de los «populares». No es en este plano, pues, donde he
mos de buscar las razones de una crisis. Sin embargo, más allá
de los cambios ya reseñados en relación con el rol de los sacer
dotes (responsabilidad, en último término, de todas las faccio
Ma
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John Scheid
preceden al Imperio se produce en Roma un hecho de impor
tancia: capital: la expansión, el imperialismo romano. Vencedo
Ed
ra en las Guerras Púnicas, Roma conquista el Oriente helenísti
co; a continuación, el Occidente céltico, para acabar por con
vertirse en el imperio universal que todos conocemos. Un suce
so de tal importancia no podía dejar de suscitar en Roma
problemas políticos, sociales, económicos, culturales y religio
DF
sos. Consecuentemente, no es posible estudiar la vida religiosa
de esta época si no es en relación con la extensión desmesurada
del Imperio y las contradicciones internas de la sociedad roma
na. Dos son las mutaciones que se destacan con más nitidez: un
cambio en la posición de la aristocracia —detentadora del cul
rP
to— con relación a la religión, y una transformación del carác
ter mismo de la religión tradicional, que acabará por fundar la
«nueva» religión del Imperio. Sin embargo, conviene precisar
cuál era la situación a finales del II a.C., antes de pasar a estu
s te
diar ambos acontecimientos.1
Ma
1. LA ARMONIA RELATIVA
Podemos considerar, desde una perspectiva global, que en el
siglo III ha existido una relativa armonía social, económica y
política en Roma. La autoridad se encontraba en manos de la
nobilitas patricio-plebeya, heredera de la ideología de quienes
in
100
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La religión en R oma
tiempos de la República y los comienzos del Imperio como un
punto de referencia ideal. Pero son numerosos los eruditos que
Ed
parecen negar semejante armonía y hablan, en relación con es
ta misma época, de helenizadón, alteración y crisis religiosa (du
rante la Segunda Guerra Púnica). ¿Qué ha ocurrido en realidad?
los nuevos cultos introducidos en Roma durante el siglo III,
antes de la Segunda Guerra Púnica, son, sobre todo, los de Es
DF
culapio y la pareja Dis-Proserpina. ¿En qué medida ha podido
suponer su introducción una contradicción con la homogenei
dad religiosa1? La religión romana, como todas las religiones
de este tipo, no ha dejado de redefínir, en ningún momento, la
realidad divina que garantizaba y consagraba el estatuto de la
rP
ciudad. Siempre que lo ha considerado necesario, la República
ha introducido divinidades originarias de otras ciudades: era,
para Roma, una forma de hacer frente a sus propias contradic
ciones, de «vivir» su religión, a la vez que una extensión del do
s te
minio que ejercía, dominio que se traducía en el plano civil en
la concesión del derecho de ciudadanía. Ahora bien, antes del
siglo III estas divinidades pertenecían a ciudades itálicas más o
menos próximas, en tanto que, a partir de ahora, los contactos
Ma
101
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John Scheid
un sacrificio por una divinidad) debía ser investigada y enmen
dada lo antes posible, también las faltas o errores más impor
Ed
tantes, puestos de manifiesto repentinamente por una calami
dad, exigían ser conjurados urgentemente y con los medios
apropiados. En el caso que nos ocupa, los especialistas habían
descubierto la falta, la ausencia de un dios que garantizase la
buena salud física de la comunidad, así como el medio para ex
DF
piarla: crear un culto a Esculapio2. Por otra parte, no pode
mos excluir, siguiendo a J. Gagé3, que Roma también haya te
nido en cuenta la popularidad de este culto en el mundo griego,
quizá en la Magna Grecia: dicho de otro modo, que hayan
existido intereses propiamente políticos. Lo mismo que el culto
rP
de Hércules, reformado unos veinte años antes, el de Esculapio
ha podido desempeñar un papel integrador y federativo de cara
a las ciudades de la Magna Grecia. En el caso de que esta hipó
tesis fuera cierta, la introducción de Esculapio habría venido
s te
determinada, en parte, por la actividad de Q. Ogulnio —cuyo
nombre se encuentra ligado a la célebre ley sacerdotal del
300—, que fue, junto con su hermano, promotor, precisamen
te, de una política religiosa «federativa». El hecho de que se ha
Ma
102
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La religión en R oma
existentes en la documentación no permiten escoger entre los
años 249 (que resulta bastante apropiado, aunque, a tenor del
Ed
testimonio de Amobio Contra las naciones 2.73, constituye
una datación demasiado alta) y 226 (tumultus Gallicum), que
se ajusta al relato de Amobio, pero a costa de suscitar otros
problemas. Teniendo en cuenta los aspectos federativos de la
introducción del culto de Dis y Proserpina, puestos de mani
DF
fiesto por H. Le Bonniec, cabe preguntarse si este argumento
no permitiría rehabilitar la fecha de 249, tanto más cuanto que
la reforma de los Ludí Tarentini parece haber perseguido el
mismo fin. Dicho brevemente, en un momento difícil de la Pri
mera Guerra Púnica, ciertos presagios alarmantes han puesto
rP
al descubierto un desequilibrio, una tara, en el culto. A partir
de aquí se ha procedido con arreglo a la tradición: los decénvi-
ros han recomendado, tras la consulta de los Libros Sibilinos,
la celebración de los Ludí terentini, con la unión de ritos roma
s te
nos y el culto de una nueva pareja divina, Dis y Proserpina,
que remite claramente a la Magna Grecia, cuya fidelidad es
crucial en estos momentos5. Tales episodios ponen de mani
fiesto el funcionamiento del pensamiento religioso romano.
Apoyándose en un prodigio determinado, que hace patente la
Ma
103
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John Scheid
i to
de los dioses a través de los Libros—, los magistrados, el Sena
do y los sacerdotes pasan a reordenar el pensamiento y las in
Ed
tenciones de la ciudad, adaptando la ideología a la situación
histórica: todos estos cambios son anunciados al mundo de
forma solemne. A pesar de la innegable realidad de los intere
ses materiales de Roma, sería erróneo explicar estos sucesos
únicamente desde la perspectiva de un pragmatismo cínico.
DF
De todos estos ejemplos se desprende que la apertura reli
giosa romana tenía, sobre todo, un valor político y diplomático
(algo que, a la postre, venía a comulgar con la esencia misma
de la religio): se trataba de asegurar el éxito de la República e
integrar estrechamente a los italiotas, cuya fidelidad era una de
rP
las cuestiones que se ventilaban en la guerra de Aníbal6. En re
sumen, estos nuevos cultos estaban poniendo los fundamentos re
ligiosos —y políticos, por tanto— de la nueva Roma, que des
bordaba ampliamente sus fronteras para reunir progresivamen
s te
te bajo su hegemonía un número cada vez mayor de ciudades y
pueblos. Dicho de otro modo, esta comunión cultual revela la
estructura de relaciones políticas que existía o debía existir en
tre Roma y sus ciudades.
No cabe hablar, pues, de crisis en relación con estos nuevos
Ma
104
/■
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La religión en Roma
i to
cultos no constituye, en absoluto, una novedad o una ruptura
en la tradición religiosa de Roma.
Ed
Considerada desde esta perspectiva, la «crisis» religiosa de la
Segunda Güera Púnica ya no se presenta como una ruptura ra
dical. Lo que ocune es que, en la medida en que la ciudad se en
cuentra en ocasiones al borde de una catástrofe irremediable, la si
tuación se toma infinitamente más grave, y sus repercusiones en el
DF
plano religioso son mucho más espectaculares. Se pueden distin
guir dos series de acontecimientos religiosos: la represión de las su
persticiones y la solución de ciertos desequilibrios descubiertos en
el sistema religioso. Tales sucesos han sido objeto de profundos estu
dios a cargo de J. Gagé, R. Schilling y G. Dumézil, así que aquí
rP
nos limitaremos a describirlos a grandes trazos8.
En 213-212 el Estado lleva a cabo una severa represión en el
ámbito religioso de todo aquello que no sea compatible con el
culto: los profetas, los sacrificadores y los predicadores que ha
s te
bían ocupado, al pairo de los desastres militares y el profundo
desconcierto de las autoridades romanas, el espacio reservado
a la religión pública. Las angustias personales podían expresar
se con total libertad: en Roma no había más que individuos
que buscaban tranquilidad, sin reparar en los medios para lo
Ma
105
r
John Scheid
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ses superiores de la ciudad, de los boni\ se distinguía con niti
dez, en razón de su naturaleza estrictamente comunitaria, su
carácter ordenado7y su sumisión a los magistrados, de la que
Ed
parecía definir esta nueva Roma, la de las mujeres y los «po
bres» (¡precisamente los que no son movilizados ni moviliza-
bles!), completamente anárquica y centrada en el individuo: un
«nuevo» pueblo que, según Livio, carecía de capacidad para
DF
darse una religión digna de tal nombre. Las clases inferiores no
podían ser piadosas como es debido para el bien de la Repúbli
ca, sino únicamente para su mal. Las autoridades lograrán re
hacerse, sin embargo, como en tantas otras ocasiones a lo largo
de estos años difíciles, dispuestas a luchar a muerte contra su
rP
rival, hasta restablecer el respeto al culto público.
Pero la situación persistía: desde el 217 algo no iba bien en
Roma, los desastres y la avalancha de presagios siniestros indi
caban claramente que la pax deorum se había roto, que la ar
s te
monía estaba en peligro por culpa de la ciudad. Así las cosas,
sacerdotes y magistrados se entregan a una búsqueda enfebre
cida para saber qué rito había sido mal cumplimentado, cuáles
eran las taras ocultas del edifídio cultual. Esta expiación sólo
podía ser comunitaria: toda solución individual del problema
Ma
106
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La religión en R oma
i to
giosos. Con sus intervenciones religiosas las autoridades inten
taban, pues, calmar los espíritus (así se dice, de forma contun
dente, en el oráculo dèlfico traído por Fabio Píctor, y el nuevo
Ed
culto de M eas lo expresa con toda claridad) y cohesionar la
unidad romana (piénsese en la conütas recomendada por los
carmina M arciana), por ima parte, y asegurarse la benevolen
cia, si no la ayuda, de las ciudades italianas y secundar la diplo
macia romana en el Oriente griego, por otra parte.
DF
Detengámonos ahora en otra innovación religiosa acaecida
hacia el final de la guerra, una innovación que siempre ha sus
citado el interés de los historiadores: la instalación en Roma,
en 205-204, sobre el Palatino, de la Gran Madre de Pesinunte,
rP
Cibeles. Observemos, para empezar, que a los ojos de un roma
no no había diferencia entre el culto de esta diosa y cualquier
otro culto del mundo itálico o griego. En las ciudades de Asia
Menor y, sobre todo, en Pesinunte, la diosa recibía un culto
s te
particular que los romanos conocían y respetaban: cada ciudad
debe tener su propia práctica cultual. Una vez requerida en
Roma, Cibeles fue agregada al panteón nacional, lo que equi
valía a recibir un culto reglamentado con arreglo a la tradición
romana y sujeto al control del sacerdocio romano: en adelante,
Ma
107
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J ohn Scheid
i to
viros, encargados de inspeccionar los Libros. Movidos por una
idea religiosa, recababan para las armas romanas el concurso
Ed
de una divinidad poderosa. Impulsados por una idea política,
consideraban a la gran diosa de Anatolia como la auxiliar in
dispensable de la diplomacia senatorial. Por último, también
ha debido atraerlos hacia la Idea un prurito de vanidad nobi
liaria. Pero las pretensiones de la aristocracia gobernante se
DF
confundían en esta ocasión con los intereses del Pueblo Roma
no. Se convertían en razón de Estado, ya que permitían a Ro
ma presentarse a renglón seguido como heredera natural de
Asia Menor.»11. Como quiera que la guerra implicaba ahora a
los territorios griegos y Roma necesitaba aliarse con Átalo de
rP
Pérgamo para acabar con Aníbal, aprovechaba para buscar
también, basándose en la leyenda troyana, un «acrecentamien
to del capital religioso» (Dumézil) por este lado. Además, es in
teresante observar, con Graillot, que el grupo social que defen
s te
día esta iniciativa y que, gracias a ella, pasó a un primer plano,
estaba integrado, sobre todo, por los Escipiones, promotores
principales de la ideología «imperial» a lo largo del siglo II a.C.
Sin pretender minimizar la gravedad de las crisis política y
militar que había puesto enjuego la propia existencia de Roma
Ma
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La religión en R oma
i to
2. LA RUPTURA DEL EQUILIBRIO SOCIO-ECONÓMICO
Y SUS CONSECUENCIAS RELIGIOSAS
Ed
La ciudad romana llevaba, pues, en su seno una contradic
ción que determinarla la historia de los últimos siglos de la Re
pública. Esta «fisura —que ya había anticipado en sus rasgos
esenciales el contraste entre Catón y el primer Escipión—, que
DF
se desarrollará a lo largo de todo el siglo segundo en tomo al
eje de una contradicción histórica interna de la clase dirigente y
que acabará por arruinar a toda la nobilitas antigua y contem
poránea como clase hegemónica. Contradicción entre la ten
dencia a cristalizar las relaciones sociales y políticas agrupán
rP
dolas en tomo al predominio —que empezaba a quedarse
anticuado— de los beneficios agrícolas, por un lado, y la elec
ción del imperialismo (contestado a menudo, pero victorioso a
la larga), por otro.»13. Esta contradicción se vio inesperada
s te
mente acentuada por las consecuencias socio-económicas de la
Segunda Guerra Púnica, y acabó por consolidar la prevalencia,
tras una serie de compromisos y ajustes, de la tendencia «impe
rialista». Al lado de la pequeña y mediana propiedad agrícola,
Ma
109
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John Scheid
i to
del hexámetro dactilico, por poner un ejemplo14. El estoicismo,
adaptado por Panecio para uso del grupo hegemónico romano,
Ed
ejerce progresivamente una gran influencia en la ideología domi
nante. Si en el seno de la ciudad empezaba a abrirse una brecha
social, política y cultural tan profunda, el ámbito religioso no po
día verse libre de sus efectos. ¿Podemos decir que, efectivamente,
se da el mismo fenómeno en el plano religioso?
DF
Para responder a esta cuestión compleja —que aquí no po
demos tratar de forma exhaustiva— creemos que será de gran
utilidad comenzar por uno de los personajes más discutidos de
la religión romana: Q. Mucio Escévola. En efecto, el pensa
miento de este hombre permite delimitar toda la problemática
rP
planteada y establecer una comparación con las reflexiones de
otros intelectuales de los dos últimos siglos de la República:
Polibio, Cicerón y Varrón. La historia es conocida. El Pontífi
ce Máximo Q. Mucio Escévola, perteneciente a una célebre fa
s te
milia noble y sacerdotal, veía de este modo el fenómeno divino
(transmitido por Varrón, el texto aparece citado en La Ciudad
de D ios de S. Agustín): «Escévola sostenía que había que dis
tinguir tres categorías de dioses: una introducida por los poe
Ma
tas, otra por los filósofos y la tercera por los hombres del esta
do. Según él, la primera categoría era un puro divertimiento, y
contenía numerosas invenciones indígenas sobre los dioses. La
segunda no convendría a las ciudades, ya que comporta super
ficialidades e, incluso, ideas cuyo conocimiento puede ser per
judicial para los pueblos» (S. Agustín La ciudad de D ios 4.27,
in
110
r
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La religión en R oma
ducción intelectual que no remitan a la ciudad y a la práctica
política. Con arreglo a los argumentos que el propio Varrón in
Ed
voca para rechazar la teología mítica (fr.7 y 10, ed. Cardauns),
no es difícil darse cuenta de que habla de las producciones poé
ticas y, sobre todo, del teatro (fr.10: «La primera teología es,
ante todo, aquélla que conviene al teatro»). Lo más probable
es que también Mucio Escévola estuviera pensando en el tea
DF
tro, el lugar donde se ofrecían al pueblo los divertimientos so
bre los dioses. La crítica resulta tanto más pertinente cuanto
que las representaciones teatrales siempre se han hallado vincu
ladas a las fiestas religiosas16. Semejante confusión de géneros
parecía, pues, peligrosa, si no condenable, en el plano de la reli
rP
gión pública. Se adivinan por debajo de esta crítica las tensio
nes existentes en el interior de la clase dirigente: una parte de
ésta ha favorecido, desde la segunda mitad del siglo III, al tea
tro, en el sentido que ya conocemos.
s te
También la teología filosófica queda descartada, pero de
otra forma. Por un lado, el hecho de abordar el ámbito religio
so desde un punto de vista filosófico no es condenable en sí: las
explicaciones dadas por este tipo de teología no son rechaza
Ma
111
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John Scheid
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tradicional con nuevas formas, basadas en la apoteosis de los
prim ores, de los hombres de la élite. El episodio de Valerio So
Ed
rano pone de manifiesto los mismos antagonismos (Plinio H is
toria N atural 3.5.9, Plutarco Cuestiones romanas 61). Lejos de
condenar estas teorías —y dando a entender que se encontra
ban muy difundidas ya en ciertas capas sociales—, Mucio pare
ce apuntar sobre todo, además de a las imprevisibles conse
DF
cuencias de un cambio de la mentalidad religiosa popular, al
elemento dinámico que se ocultaba en ellas: la teoría de la apo
teosis, utilizada principalmente por Ennio18, daba pie a pensar,
en efecto, que el proceso de divinización de los héroes benefac
tores se podía repetir, algo que resultaba, en sí, reprehensible.
rP
No hay duda de que Mucio está pensando en todo el grupo
«ilustrado» de la aristocracia romana que había alentado, co
menzando por los Escipiones, la circulación de este tipo de
ideas. El Pontífice Máximo Escévola no pretendía, pues, de
s te
nunciar y combatir cierta forma de pensamiento filosófico, si
no una extensión y divulgación demasiado amplias y, sobre to
do, complacientes de este pensamiento o, para ser más exactos,
de algunos elementos del mismo. Lo que deseaba era reducir a
Ma
112
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La religión en Roma
i to
ca contra éste abre la vía a aquélla, son los dos extremos de
una alternativa. M udo no opone una filosofía a otra, la verdad
Ed
al error, sino, más bien, lo que es útil a lo que puede ser peiju-
dicial, la razón política a la razón filosófica. La religión ofidal
de la ciudad, inspirada, controlada y transmitida por la élite
política, los príncipes civitatis, resulta privilegiada debido a
que es un factor poderoso —el más poderoso— de cohesión del
DF
sistema político20. A menudo se ha calificado de cínica y ma
quiavélica esta actitud, interpretando las palabras del Pontífice
Máximo como una simple instigación a utilizar el culto como
un instrumento de poder21. No debemos, sin embargo, precipi-
tamos a condenar a la nobleza romana, que no era ni más ni me
rP
nos cínica que cualquier otra casta política. Además, tal y como
han demostrado P. Boyancé y J. Pépin, el pensamiento de Mudo
no es en absoluto maquiavélico. En efecto, dado que la referencia
fundamental del sistema religioso público no es la verdad filosófi
s te
ca, sino la utilidad política —jes decir, el bien de la dudad!—, es
normal que el Pontífice Máximo razone en términos políticos.
Por otra parte, no discute el hecho religioso como tal, sino que se
limita a prestar atención exclusivamente al interés público.
En este contexto debemos examinar, brevemente, un célebre
Ma
113
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John Scheid
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él admira porque funciona (6.56.7: «A ella debe Roma su cohe
sión» y 12: «Los antiguos no actuaron a la ligera ni al azar»).
Ed
Dicho de otro modo, Polibio no tiene intención de menospre
ciar o poner en duda la institución religiosa pública.
b) Sin embargo, es precisamente en su actitud respecto a es
ta religión donde el paneciano Polibio se desmarca claramente
del pueblo. En su descripción emplea el término deisidamonla
DF
que, desde luego, no se puede traducir por pietas, sino, más
bien, por «miedo (supersticioso) a los dioses»24. Para Polibio,
la deisidamonía es condenable en otros lugares, sin duda por
que su función no es la misma —o ha dejado de serlo—, como
ocurre, por ejemplo, en Grecia, donde los desastres y catástro
rP
fes habían hecho vacilar momentáneamente la confianza en los
dioses poliádicos: sólo quedaban la especulación erudita y las
supersticiones. Puede que así fuera. En todo caso, por lo que
hace a Roma, el empleo de este término plantea un problema,
s te
porque parece sugerir que, si bien Polibio conocía la utilidad
del culto público, no por ello dejaba de menospreciarlo. Me
parece una opinión un tanto exagerada, porque no se tacha de
superstición a la religio, sino, más bien a la actitud de un pue
blo que vive agobiado por el peso de las opiniones tradiciona
Ma
114
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La religión en R oma
ma fútiles y criticables, en relación con la teología filosófica, la
«teología» y las creencias populares, pero no deja de reconocer
Ed
que éstas en modo alguno contradicen los intereses de la ciu
dad. Así pues, nada autoriza a pensar que Polibio consideraba
los dioses del culto público como una invención destinada a en
gañar a la masa, ya que no es esto lo que aquí se discute, sino
sólo la práctica popular del culto público.
DF
Lo que, en definitiva, se deduce de la actitud de Polibio es la
gran distancia que mediaba, ya entonces, entre una élite filoso
fante y las capas populares. Esta diferenciación no cuestiona la
práctica religiosa como tal, sino que pone de manifiesto las se
paraciones sociales y culturales ya existentes en Roma.
rP
Al igual que Polibio, Mucio comprendía a la perfección el
funcionamiento de su propia religio: un análisis objetivo, lleva
do a cabo con los medios más «modernos» —el método filosó
fico—, había hecho comprender a estos hombres que el hecho
s te
religioso consistía, antes que nada, en la práctica tradicional
del culto. Sabían que la gente practicaba, no porque creyera en
la verdad de la religión, de la que, a menudo, ni siquiera cono
cía los «dogmas», sino porque así debía hacerlo y porque todos
Ma
115
r
John Scheid
i to
na, elemento central del consenso cívico, con notable agudeza.
¿Qué necesidad tenían de aparecer como unos cínicos cuando
Ed
el sistema religioso existente, aceptado por la mayoría de los
romanos, consagraba el papel hegemónico de la élite romana?
El pensamiento de Escévola y la problemática que plantea
permiten subrayar una serie de hechos importantes acaecidos a
lo largo del siglo II a.C.:
DF
a) La totalidad de los documentos ponen de manifiesto que
el sistema religioso funcionaba a la perfección, y la mejor prue
ba de ello es la participación activa y espontánea del conjunto
del pueblo, incluida la élite, en el culto púbüco. La misma ra
zón explica que esta élite, tuviera o no intención de reactivar el
rP
culto, se haya preocupado de conservar el sistema religioso im
perante.
b) Con todo, es evidente que se había producido una doble
ruptura en el plano religioso. Una ruptura, en primer lugar, en
s te
tre el pueblo y la élite. En efecto, la élite socio-política se dife
rencia ahora del pueblo en que considera el hecho religioso en
términos eruditos, filosóficos. Hasta los más conservadores y
tradicionalistas de entre los nobles razonan ya con arreglo a ca
Ma
116
r
i to
La religión en Roma
eos, un ámbito del que el pueblo se encontraba excluido por re
gla general (y por el momento). No cabe mejor caracterización
Ed
de esta situación que la propuesta por P. Pédech: «Pero las al
tas motivaciones de estos hombres y su convicción de ser supe
riores en inteligencia les impedían adherirse a las creencias or
dinarias y a las pretendidas revelaciones de las religiones iniciá-
ticas y orgiásticas. Ellos se reservaban para una teodicea más
DF
elevada.»25. Con todo, hemos podido observar, siguiendo a A.
Schiavone, que ciertas capas sociales comenzaban a familiari
zarse, desde finales del siglo II a.C., y bajo el impulso de una
parte de la élite, con el pensamiento estoico: es éste uno de los
fermentos de la evolución psicológica posterior.
rP
c) La problemática de los tres géneros teológicos pone de
manifiesto, sin embargo, otra ruptura que acabará por deter
minar toda la historia de la religión y la sociedad romanas: la
escisión, cada vez mayor, entre los defensores de una fidelidad
s te
absoluta a las tradiciones religiosas de un pasado idealizado y
aquéllos que preferían reactivar el contenido de la religión con
arreglo a las categorías filosóficas «modernas». Los primeros
descendían, en línea directa, de la aristocracia del siglo III, de
Ma
117
r
John Scheid
i to
las teorías sobre la apoteosis, precursoras del camino hacia la
divinización de los nuevos dirigentes de la religión poliádica—.
Ed
Esta contradicción entre dos concepciones opuestas de la ciu
dad se agravará progresivamente hasta explotar, tras una serie
de compromisos, en el curso del siglo I a.C.
DF
3. LA CRISIS DEL SIGLO I
Y SUS CONSECUENCIAS RELIGIOSAS
rP
Los problemas religiosos relacionados con las guerras civiles se
pueden reducir a dos. El primero afecta directamente al culto pú
blico y constituye, por regla general, el foco de atracción de cuan
tas reflexiones se han hecho sobre la «vida religiosa» de esta época
s te
agitada: la manipulación de la religión por los partidos en lucha.
El segundo problema, de orden psicológico e ideológico, se puede
abordar a través de las obras de Cicerón y, sobre todo, de Varrón,
donde se hace patente la evolución general de la mentalidad reli
Ma
118
r
i to
La religión en Roma
pretexto para el jolgorio y ciertos sacerdocios, como el flam o-
nium de Júpiter, permanecen vacantes.
Ed
Sin embargo, se encuentra en Georges Dumézil, a propósito
de esta época, una observación sorprendente. Escribe, en efec
to, que «en medio de esta fermentación política y social, la reli
gión permanece en calma: la rutina de los antiguos cultos con
tinúa»26. Esta reflexión encierra, sin duda, la clave que permite
DF
comprender el funcionamiento de la religión romana en el
transcurso de la gran crisis, especialmente si consideramos, con
G. Dumézil, que la historia religiosa de Roma se confunde des
de ese momento con su historia política27.
¿Qué ocurre cuando una comunidad desgarrada por sus
rP
contradicciones políticas, sociales y económicas se descompo
ne? Con arreglo al carácter profundo de la religión poliádica, la
propia religión ha de sufrir, inevitablemente, los efectos de esta
disolución. Acabamos de observar las divergencias existentes
s te
entre las concepciones que se enfrentaban dentro de la élite ro
mana. Desde el momento en que tales contradicciones estallan
abiertamente bajo la presión de los acontecimientos, es inevita
ble que también las concepciones religiosas acaben por oponer
Ma
119
r
John Scheid
i to
gún una juiciosa observación de L. Ross Taylor28—, los parti
darios de César habían dejado de reconocer prácticamente los
Ed
auspicios y los augurios, controlados por un colegio augural
fiel a sus enemigos, lo más probable es que «nunca hayan vio
lado el ceremonial que César dirigía como Pontífice Máximo».
Las religiones de los partidos no se diferenciaban demasiado
entre sí y dependían de la voluntad de los im peratoies, afirma
DF
da con mayor o menor claridad, de proclamarse fuente única
de legitimidad y éxito29. Mario, cuya «política» religiosa ha si
do revalorizada por J.-Cl. Richard, instituye en Roma «una
forma de poder personal que busca su fundamento en la ideo
logía renovada del triunfo»30: Sila intentará institucionalizar
rP
lo31, vinculándolo a una protección divina particular. En cuan
to a Pompeyo, aunque quizá haya sido el que más cercano se
encontraba a la tradición romana, sólo cabe hablar de fracaso
religioso por no haber «percibido», o no haber querido «perci
s te
bir», la nueva mentalidad extendida por el mundo romano, di
rectamente inspirada en las teorías estoicas de las que hemos
hablado, y dependiente, también, de las estructuras más pro
fundas del poder romano: no ha logrado establecer entre su
Ma
120
r
i to
La religión en Roma
por ejemplo, se explica que, siguiendo a Sila, haya puesto es
pecial acento en el carácter excepcional de sus auspicios per
Ed
sonales: una conducta muy perspicaz, a tenor de su éxito pos
terior.
Se puede decir, para concluir, que la religión romana ha se
guido siendo estrictamente la misma en sus fundamentos, aun
que su unidad se ha roto a causa de los desgarros sufridos por
DF
la ciudad. Se ha dividido en tantas religiones como partidos
había en lucha, hasta el momento en que uno de los herederos
de los «modernistas» del siglo II ha logrado asentar las bases
de una reactivación global de la religión oficial: de ello hablare
mos más adelante.
rP
b) La evolución de la m entalidad romana
Ya hemos subrayado, siguiendo a A. Schiavone, que cier
s te
tas ideas de procedencia filosófica se habían difundido bajo el
impulso de la élite «imperialista», antes de ser consagradas
por César. El resultado de la evolución de la mentalidad, de
sarrollada en tom o a la contradicción entre la vieja ideología
tradicionalista y un pensamiento más «moderno», encuentra
Ma
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John Scheid
i to
renda de M udo— las categorías filosóficas para insuflar nueva
vida a su vieja religión pública. Es en la obra de Varrón donde
Ed
mejor se pueden calibrar los progresos alcanzados, de modo es
pecial en la reanudadón del discurso sobre la teología tripartita.
Varrón, al igual que Cicerón, no diserta ya acerca de los dio
ses, sino que practica una dencia religiosa33 liberada de atadu
ras demasiado rígidas con la dudad, una denda racional, pro
DF
ducida por intelectuales desinteresados y exentos, en sus estu
dios, de obligaciones y vínculos casi exclusivamente políticos.
Las tres tradiciones sobre los dioses se han convertido en cate
gorías de una cienda racional, la teología: la más importante
de ellas es la filosofía. Varrón llega a confesar que, si un día se
rP
viera en la tesitura de crear (entiéndase: ex aihilo) una ciudad,
le daría un culto (público) regulado por la razón filosófica:
«[...] si tuviera que fundar una ciudad, consagraría los dioses y
sus nombres con arreglo a una norma extraída, sobre todo, de
s te
la naturaleza» (fr.12, ed. Cardauns). Pero, dado que se encuen
tra en Roma, que aún es inseparable de su tradición cultual,
Varrón no puede hacer otra cosa que permanecer fiel a la reli
gión de la ciudad, tal y como es en su momento: «Pero, al for
Ma
122
r
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La religión en R oma
muy por encima de la religión poliádica. Esta subordinación
voluntaria de la teología erudita viene determinada por la reali
Ed
dad práctica, ya que sigue existiendo una separación absoluta
entre los sentimientos personales y la religión propiamente di
cha, y en ningún momento se ha planteado la posibilidad de
reemplazar la religión poliádica por otra nueva. Así las cosas,
se intenta dar, al menos, un contenido más lógico, más accesi
DF
ble para la razón, a la religión poliádica. Además, en su bús
queda de una práctica cultual satisfactoria para un miembro de
la élite, Varrón se ha esforzado por crear una ciencia de la reli
gión romana tradicional a base de exhumar cultos caídos en
desuso, explicándolos (con el recurso, por ejemplo, al método
rP
etimológico) y poniendo de reüeve su originalidad. Así pues, la
teología de Varrón hace patente el resultado de la evolución de
la sociedad romana: por un lado, la élite, instruida por sus inte
lectuales, practica el antiguo culto con pleno conocimiento de
s te
causa; por otra parte, el pueblo, abierto al pensamiento mitoló
gico, pero excluido del conocimiento científico, se adhiere con
fidelidad —es decir, en la ignorancia— a la vieja tradición. Ha
desaparecido el miedo de la aristocracia ante la reactivación de
Ma
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John Scheid
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N otas
Ed
1. Véase al respecto J. NORTH, «Conservatism and Change in Roman Reli
gion», en PBSR 1974, p.ll, que pone en relación esta práctica con la conce
sión de la ciudadanía a los extranjeros.
2. Véase J. G agé , Apollon romain. Essai sur le culte d'Apollon et le dévelopr-
pem entdu «ritusgraecus» à Rome, des origines à Auguste, Paris 1955, pp.151-
154.
DF
3. Ibid., p. 151.
4. H. L e Bonniec , Le Culte de Cérès à Rom e des origines à la fin de la R é
publique, Paris 1958, pp.393-394.
5. J. Gagé , op.cit., pp.233-238.
6. Ibid., p.238.
7. J. N orth , PBSR 1974, pp.8s.
rP
8. J. G agé , op.cit., pp.257-296; R. Schilling , Religion de Vénus, pp.242-
266; G. DUMÉZIL, Religion romaine archaïque, pp.455-472.
s te
9. H. G raillot, Le Culte de Cybèle, M ère des dieux, à Rom e et dans l ’E mpire
romain, Paris 1912, pp.90-91; G. DUMÉZIL, Religion romaine archaïque,
p.471; C. Gallini, «Politica religiosa di Godio», en SMSR 1962, pp.270-271.
10. T. K öVES, «Zum Empfang der Magna Mater in Rom», en Historia 12,
1963, p.330 y G. D umézil , op.cit., p.470. En contra, F. Bömer , «Kybele in
Ma
15. Sobre este problema véase A. SCHIAVONE, op.cit., p.57. Para una revi
sión critica de las interpretaciones de este pasaje, véase J. PÉPIN, Mythe et
Allégorie, Paris 1958, pp.13-32; B. Cardauns, M. Terentius Varrò. Anti-
quitatesrerum divinarum, Wiesbaden 1976, pp.139-143.
re a
124
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i to
La religión en R oma
16. N. ZORZETTI, «Letteratura, religione, politica: una prospettiva interdisci
plinare nello studio del teatro latino», en Quaderni d i Storia 8, 1978, pp.121-
149.
Ed
17. Véase P. Boyanc É, «Sur la théologie de Varron» (1955), en Études sur
la religion romaine, Roma 1972, pp.257ss.; PÉPIN, op.cit., pp.281-283.
18. Ennio Anales 63-64, ed. Warmington (Rómulo); Epigramas 3-4, ed.
Wannington (Escipión Africano).
19. A. SCHIAVONE, Nascita, p.48.
DF
20. Pépin , op.cit., p. 16
21. Véase, por ejemplo, BOUCHÉ LECLERCQ, Le Pontifes de l ’ancienne R o
me, Paris 1871, pp.312-313; H. Hagendahl , «Augustine and the Latin
Classics», en Studia graeca et latina gothoburgensia 20,1967, p.611, n.3; K.
rP
Latte , Röm ische Religionsgeschichte, Munich 1960, p.277.
22. P. PÉDECH. «Les idées religieuses de Polybe. Étude sur la religion de l’élite
gréco-romaine au IIe siècle av. J.-C.», en RH R 166-167,1965, pp.35-68.
23. Cardauns , op.cit., p.139.
s te
24. J.P. K oets, Deisidaimonia. A contribution to the Knowledge o f the R e
ligious Terminology in Greek, Utrecht 1929, pp.54ss.; H. DÖRRIE, «Poly
bius über pietas, religio und Tides (/a Buch 6, Kap. 56)», en M élanges P. Bo-
yancé, Roma 1974, pp.251s.
25. P. PÉDECH, op.cit., pp.64-65.
Ma
125
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John Scheid
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34. Ibid., pp.285-290.
35. Eso parecen dar a entender ciertos fragmentos de las Antigüedades'.
Ed
fr.lOy 19, ed. Cardauns (véase Cardauns, op.cit., p. 148).
36. Véase P. BoyancÉ, Études sur la religión, pp.64s. Para la difusión de
estas ideas se pueden citar, a guisa de ejemplo, Cic. N D 2.62, Lg.2.8, 2.19,
Rep.e.W-, Hor.CÜ.3.3,4.8, Epist.2A .\-S.
DF
rP
s te
Ma
in
te d
re a
126
r
i to
Ed
LA NUEVA RELIGIÓN
DF
No podemos describir, ni aun superficialmente, la religión
romana bajo el Imperio. El tema es inmenso, más difícil de lo
que a menudo se admite y, sobre todo, no está bien estudiado.
Cierto es que la bibliografía resulta, al menos, tan importante
como la cantidad de documentos, de suerte que ya se puede
rP
contar con todo el material necesario para llevar a cabo un es
tudio en profundidad. Pero, como suele suceder en la historia
de las religiones de la Antigüedad, los árboles tapan el bosque.
Exceptuando una serie de trabajos de primer orden o dedica
s te
dos a análisis sectoriales1, la historiografía se ha formado una
idea casi siempre equivocada acerca de la religión del Imperio.
Más aún que el culto público de la época republicana, la reli
gión de este período se presenta como un conjunto de vestigios
Ma
127
r
i to
John Scheid
ranas, concluyéramos que existió realmente una decadencia y
una disolución de la religión tradicional. Según Friendlánder,
Ed
la opinión predominante en las fuentes literarias —y también
en los monumentos religiosos de todo tipo— es, más bien, la
contraria. En nuestros días, algunos estudios sobre el culto im
perial3 comparten las conclusiones de Friendlánder: no se pue
de hablar de una decadencia de la religión romana en el Alto
DF
Imperio. Hay cambios, una evolución, pero no una disolución.
Además, ¿cómo habría podido ser de otro modo en una civili
zación en la que religión y política se encontraban indisoluble
mente unidas? Así pues, es preciso rechazar de plano, por las
razones señaladas, el argumento de que la religión sería deca
rP
dente en tanto que política o politizada. De hecho, si tal era el
caso, ello significaba que nada había cambiado, que todo se
guía en su sitio. Podemos dejar sentado, por tanto, este primer
punto. Dado que la religión romana no constituye un plano
s te
autónomo y celosamente reservado, sino que se encuentra ínti
mamente unida a la actividad cívica, a la política —cuya es
tructura profunda pone de manifiesto, al tiempo que la inserta
en una representación global del mundo—, no se la puede ta
Ma
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r
La religión en R oma
i to
Uno de los rasgos fundamentales del nuevo régimen es su
aspecto triunfal. No vale la pena describir en detalle todo el
Ed
aparato exterior de un poder triunfante, invencible y siempre
victorioso. Los trabajos de los historiadores han insistido en
esta voluntad constante de los im peratores del final de la Repú
blica y, obviamente, de los emperadores propiamente dichos,
de celebrar en todos los planos —público y privado— su poder
DF
victorioso (poco importa que fuera real o no). Toda Roma se
transforma, por obra de esta ideología, en la ciudad del triun
fo. Pronto ocurre que el poder de triunfar se convierte en patri
monio exclusivo del emperador. Dicho brevemente: todos los
títulos, el aparato, el entorno arquitectónico remiten al éxito
rP
militar. Las manifestaciones directas de esta ideología no son
menos evidentes en el plano religioso: las dedicatorias de tro
feos, de despojos, de arcos de triunfo, de altares y de templos,
participan de esta voluntad permanente de celebrar la victoria.
s te
Incluso la clausura solemne del templo de Jano o la construc
ción del Ara Pacisen el reinado de Augusto testimonian, desde
el punto de vista de las consecuencias, la misma voluntad.
Se le pueden dar diversos nombres a este aparato militar:
Ma
129
r
J ohn Scheid
i to
Para avanzar en la comprensión de la ideología que sustenta
el sistema imperial hay que partir de la hipótesis de que este ré
Ed
gimen se basa en la confluencia de elementos formales diversos
—el aparato de las cortes helenísticas, las celebraciones milita
res romanas— y una estructura fundamental de la mentalidad
propiamente romana. Ello explica que este lenguaje formal ha
ya encontrado eco de inmediato en uno de los principios pri
DF
mordiales de la fe romana, hasta invadir todo el espacio políti
co y religioso. Este «artículo de fe» básico, del que ya hemos
hablado, ha determinado la representación romana del mundo
(al menos, al fínal de la República): se trata de la creencia en
una legitimidad histórica lograda gracias a la sumisión piadosa
rP
a los dioses, y corroborada por las extraordinarias victorias del
poder romano. Dicha creencia se halla en relación directa con
el sistema auspicial. Ya hemos visto que el envío de auspicios
favorables por parte de Júpiter legitima de forma absoluta los
s te
actos de un magistrado. Esta legitimidad, confirmada en oca
siones por otros presagios favorables, confiere una potencia su
perior, transfigura los actos del magistrado. El resultado —o,
mejor dicho, la prueba última de esta legitimación perfecta—
es la victoria. Dioses y hombres, cada uno en el plano que le
Ma
130
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La religión en Roma
i to
investido por Júpiter, que en él se realiza magníficamente la
unión de la ciudad con sus dioses. La gesta primordial de Ró-
Ed
inulo ofrecía la referencia más venerable de esta investidura.
Nada de esto es, pues, nuevo. Al contrario. El cambio radi
ca en la forma que reviste el discurso triunfal en los últimos si
glos de la República. No se trata ya de un magistrado que
triunfa por un día, antes de volver, por así decirlo, a su puesto.
DF
Tampoco es la respublica, como tal, la que aparece totalmente
legitimada a través de los auspicios, magníficamente confirma
dos por la victoria de su magistrado: es un solo hombre el que,
progresivamente, va sustituyendo a la República. Un hombre
que se atribuye de forma permanente las cualidades y efectos
rP
de ese acontecimiento capital, de esa ordalía que es la batalla.
Los auspicios se convierten así, en el período de las guerras civi
les, en un objetivo prioritario, en la medida en que cada uno de
los pretendientes al poder quiere imponer de forma permanen
s te
te la superioridad de sus auspicios. De forma paralela, el im pe-
rium del im perator tiende a elevarse por encima del de los
otros magistrados. Los títulos, los sobrenombres, la forma de
vestir, las construcciones, las fiestas y, en general, también los
Ma
131
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John Scheid
i to
una dictadura militar, el simbolo profundo de los auspicios ex
cepcionales que han consagrado a jefes indiscutibles. Constitu
Ed
yen los archivos de ima preeminencia innegable, piezas capita
les en el expediente sobre una eventual deificación. Pasaremos
por alto el período de experimentación de la nueva ideología para
exponer sólo (y de forma concisa) el caso de Augusto, resultado de
esta evolución y fundamento de su posterior desarrollo.
DF
Heredero del prestigio de un padre (adoptivo) excepcional,
el joven César se presenta como hijo de un divus. Tal y como
ha demostrado R. Syme4, este ambicioso joven se procura, des
de el 40 a.C., un nombre que resume sus pretensiones de forma
inequívoca: Im p(erator) Caesar diui f(ilius), «Emperador Cé
rP
sar, hijo del divinizado» (véase, por ejemplo, A. Degrassi, Ins-
criptiones latinae Liberae R ei Publicas 417). Como praeno-
men, la afirmación de un im períum que se presenta como ex
cepcional y remite al triunfo; como gentilicio, el sobrenombre
s te
glorioso de un jefe carismàtico; a guisa de filiación, una descen
dencia casi divina. El joven César desciende de un diuus y se
inscribe, de forma paralela, en un linaje glorioso que remonta a
una de las más decididas protectoras de Roma, Venus, patrona
Ma
132
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La religión en R oma
i to
das, de la finalización del proceso de transformación del viejo
foro6, destinado todo ello a celebrar la victoria y el nuevo po
Ed
der, a fin de detenemos en ciertas medidas que ponen directa
mente de manifiesto la esencia profunda del régimen. Desde el
29 a.C., el César ha recibido poderes especiales en relación con
las instituciones sacerdotales. Miembro ya de los tres principa
les colegioss, con una influencia predominante en el seno de las
DF
restantes corporaciones, investido, además, de otras muchas
dignidades sacerdotales (pronto será miembro de todos los co
legios), el principe obtiene también el derecho de crear tantos
cargos sacerdotales como desee. Dicho de otro modo, antes,
incluso, de ser Pontífice Máximo, el príncipe controla, en vir
rP
tud de su posición preeminente (y a través de sus amigos), el
poder sagrado. Así llega a su cumplimiento el cambio institu
cional al que ya hemos aludido. En adelante, el emperador será
señor absoluto de lo sagrado y de lo profano: ha recobrado to
s te
dos los poderes monárquicos. Como Rómulo —sobre cuyo
modelo ha reflexionado durante estos años—, el César se con
vierte en fuente única de la legitimidad sagrada, algo que será
todavía más cierto a partir del 12 a.C. Hay, además, otra evo
Ma
133
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John Scheid
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Siguiendo la lógica del sistema religioso romano, esta «augusta-
lidad» se logra gracias, sobre todo, a una piedad ejemplar. Dicha
Ed
piedad, que fue en otro tiempo la de la República, será en adelante
del principe: éste se sitúa, por tanto, entre la ciudad y los dioses.
De esta consideración hay que partir para explicar la restauración
religiosa, restauración que constituye un testimonio incontestable
de la permanencia de la piedad romana, encarnada ahora en la del
DF
emperador, y sirve para justificar, así, sus éxitos. Tras un siglo de
guerras civiles, esta piedad es algo más que una tranquila conti
nuidad: se trata de una re-fundación de la piadosa Roma. Des
pués de Rómulo, Augusto ha re-fundado la nueva Roma, inaugu
rada por victorias «sin igual», al tiempo que restablece una tradi
rP
ción institucional desterrada del lenguaje oficial, pero transfigura
da en un nuevo lenguaje político para proporcionar una sólida
fundamentación al nuevo poder.
Estas pocas observaciones pueden servir para esbozar a
s te
grandes rasgos las modificaciones acaecidas en Roma a finales
del siglo I d.C. Siempre habrá que tener en cuenta estos ele
mentos a la hora de descifrar los documentos religiosos y polí
ticos, en la medida en que hacen constante referencia, con dife
Ma
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La religión en R oma
i to
la responsabilidad religiosa se transfiere de la comunidad al
príncipe. Es el emperador —y, sólo en segundo término, la Re
Ed
pública— el depositario de la piedad (o de una eventual impie
dad) de Roma. Es preciso tener en cuenta esta restricción es
pectacular de la personalidad religiosa a la hora de analizar los
eventos religiosos, como, por ejemplo, la introducción de nue
vos cultos o el interés mostrado por determinado culto tradi
DF
cional. Las naturalizaciones de dioses extranjeros, el lustre da
do a tal o cual divinidad antigua frente al resto, deben interpre
tarse siempre en función del interés del emperador, de su prác
tica personal del culto público o de su propia interpretación del
derecho sagrado. Esta «política» es el resultado directo de los
rP
criterios de actuación del príncipe: en modo alguno representa
los intereses del pueblo. En este sentido, los cambios pueden
ser más tangibles y espectaculares en la medida en que ahora se
puede hablar de la intervención directa, no mediatizada, de
s te
una sola persona. No significa ello, sin embargo, que ésta sea la
religión privada del emperador, expresada a través de la reli
gión pública: se trata de la práctica del culto público a cargo de
un magistrado preeminente, independiente y permanente, cu
Ma
135
r
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John Scheid
acción conjunta de magistrados y sacerdotes. Por encima de
ellos se encuentra ahora el soberano pontífice, el emperador.
Ed
Pero una importante modificación salta a la vista. La reli
gión tradicional se enriquece con un nuevo culto, yuxtapuesto
o agregado al resto de los cultos públicos y privados: el culto
imperial. Existen, ciertamente, variantes, según las regiones y
los reinos. Aquí expondremos sólo los principios fundamenta
DF
les de este culto. Surgido por igual de los cultos funerarios ro
manos y de los cultos heroicos y dinásticos del helenismo, el
culto imperial sacraliza la preeminencia del emperador y expre
sa la confianza profunda de la ciudad. Impregna todos los ac
tos públicos y pone de manifiesto las estructuras profundas del
rP
régimen. En Occidente se venera a los emperadores difuntos,
debidamente admitidos como diui por el nuevo emperador y el
Senado. Lo mismo que la victoria, la «augustalidad» o el im pe-
rium del príncipe reinante, este culto reconoce el eslabón que lo
s te
une a los diui y justifica de este modo su eficacia reforzada, al
tiempo que prepara su propia divinización. En vida, el empera
dor sigue siendo, sin embargo, lo que es: un hombre completa
mente excepcional o, mejor, dotado de una fortuna excepcio
Ma
136
r
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La religión en R oma
es a los dioses a quienes se invoca en pro del emperador. Lo
que se venera son los aspectos divinos y diviniza bles de su acti
Ed
vidad. Justo es, en cambio, reconocer que el culto imperial in
troduce cierta ambigüedad acerca del estatuto del emperador,
aunque sólo sea por la asociación de epítetos imperiales a los
nombres de los dioses o, incluso, por la simbología imperial,
que adopta ciertos emblemas pertenecientes a la esfera divina,
DF
para inscribirse, de este modo, en una vieja tradición sacerdotal
romana de la que ya hemos hablado.
Podemos concluir constatando que la nueva religión del Im
perio gira por completo en tomo al estatuto excepcional, ambi
guo incluso, del emperador. Con él, y para apoyar su actividad
rP
primordial, los ciudadanos tienen el deber de perpetuar, tanto
en el plano privado como en el público, la piedad ejemplar de
los romanos que fundamenta la pax deorum y sus beneficios.
Beneficios que aquéllos celebran a través de los éxitos del prín
s te
cipe. En la medida en que el ciudadano ha de tener siempre en
cuenta, antes que el interés de un grupo social o de la comuni
dad cívica, el del emperador, encamación del interés común,
todo acto litúrgico se encuentra imbuido de un apoyo activo y
Ma
137
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miento de sus cimientos ante el fracaso, la derrota y el desor
den. No era necesario, siquiera, que tales derrotas fueran real
Ed
mente preocupantes. El golpe que sufre Augusto tras el anun
cio del desastre del bosque de Teutoburgum encuentra aquí
una explicación. Un emperador y, sobre todo, muchos empera
dores seguidos no pueden permitirse el lujo de fracasar, desde
el momento en que el tejido humano de la respublica se hace
DF
inmenso, heterogéneo, y la fe político-religiosa en la felicidad
del príncipe constituye su más profundo factor de cohesión.
Una fe que no ha dejado de sufrir quebrantos a causa de las in
vasiones del reinado de Marco Aurelio, seguidas de una sinies
tra epidemia de peste. Aun cuando, en realidad, la alerta ha si
rP
do pasajera, algo en la mentalidad se ha visto afectado, una
duda ha podido infiltrarse en esta confianza. Una duda que ha
debido extenderse de forma inquietante desde mediados del si
glo III, sobre todo, a raíz de las tremendas derrotas de ciertos
s te
emperadores, como Valeriano. Una religión que se encuentra
indisolublemente unida a una fe política ha de sufrir, por fuer
za, una herida profunda cuando las estructuras del Estado se
transforman —o, lo que es lo mismo, cuando se encuentran en
Ma
138
r
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La religión en R oma
Notas
Ed
1. Por ejemplo, A.D. NOCK., «Sumíaos Theos (1930)», en Essays on R eli
gion and (he A n dent World, Oxford 1972, pp.202-251; L. Ross Taylor ,
The D ivinity o f the Román Emperor, Middletown 1931; los artículos de J.
G agé consagrados a Augusto, junto con el estudio de J. BAYET sobre la pre-
divinización imperial (víase en la Bibliografía). En ¿poca más reciente, los tra
bajos de J.-G. R ichard sobre los funerales imperiales; los Entretiens de la
DF
Fondation H ardt sobre el culto imperial; J. N orth , «Praesens diuus», en JRS
65, 1975, pp. 171-177; S.F.R. PRICE, R ituals and Power. The Rom an Im pe
rial C ultin Asia M enor, Cambridge 1984.
2. L. F riendl Ander , Civilisation et moeurs romaines du règne d ’A uguste
à la fin des Antonins (trad. fr.), Paris 1874, IV, pp. 156ss.
139
re a
te d
in
Ma
s te
rP
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Ed
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Ed
LA RELIGIOSIDAD SUBJETIVA
DF
Hasta el presente no hemos hablado más que del culto pú
blico o, para emplear la lengua de Roma, de la religio. Como
ya habrá adivinado el lector, sólo dedicaremos algunas pala
bras a lo que no es religioso en sentido romano, sino supersti
rP
cioso, es decir', todo lo que guarda relación con la religiosidad
íntima del individuo, lo que éste no expresa en el plano religio
so propiamente dicho. A decir verdad, esta distinción puede
causar perplejidad al hombre moderno, pero es completamente
real. Gran parte de los sentimientos que hoy día llamamos reli
s te
giosos no lo eran a los ojos de las autoridades religiosas roma
nas, toda vez que ese espacio lo ocupaba la religión cívica tra
dicional y la fe que ésta recubría. Dado que lo religioso no
constituía una parcela autónoma en Roma, sino que pertenecía
Ma
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John Scheid
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difundirse entre los ciudadanos —a un nivel subordinado, en
un primer momento—, antes de integrarse en el culto público.
Ed
Pero, a partir de este momento, cambia también su estatuto, se
convierten en «religiosas» y participan de la piadosa práctica
religiosa de la ciudad. Es así como las creencias de origen hele
nístico relativas a la divinización de los hombres excepcionales
han pasado a ser, tras uno o dos siglos de gestación a un nivel
DF
subordinado, uno de los componentes de la religión imperial.
El culto de Isis, practicado en Roma, a partir del siglo II,
por los egipcios y, posteriormente, por ciertas grandes familias
a título privado (como, por ejemplo, la de los Mételos) o, ya en
un plano más importante, por los colegios de negotíatores vin
rP
culados de una u otra forma a Délos (los Capitolinos)1, se con
vierte, a continuación, en el culto de los partidarios de Clodio
y, más tarde, tras una serie de prohibiciones, en culto público.
Resulta interesante observar en este caso la lenta difusión del
s te
culto, directamente relacionada con las diversas situaciones so
ciales, económicas y políticas de Roma. Ligado, como los ludí
com pitalici, a la práctica política de los «populares», el culto de
Isis experimenta la represión de los enemigos de los «popula
res», como, más adelante, el favor de sus amigos. En el año 59
Ma
hace patente, como también los ludí com pitalici, un talante su-
bersivo, una mentalidad peligrosa: como tal sería reprimido.
Prohibido, fue también expulsado del Capitolio, dado que to
davía no había sido reconocido oficialmente. La resistencia
popular y la amplitud de la protesta prueban que la medida
in
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La religión en Roma
i to
política. Considerando que, precisamente el año 58, los Compi-
talia caían el primer día de enero, se puede adivinar con facili
Ed
dad su intención: organizar en el Capitolio, en paralelo con las
celebraciones religiosas oficiales, «su» fiesta de comienzo del
año civil, lo que habría constituido una clara muestra de su po
derío. Vemos, pues, cómo un culto de origen extranjero se pre
senta, en realidad, como un fenómeno completamente romano.
DF
Progresivamente adoptado por un estrato social como culto
constitutivo de su actividad —lo que invita a reflexionar sobre
el sentido de esta «conversión»—, el culto de Isis se comporta
—el año 59, por ejemplo— como cualquier otro culto romano.
Sus adeptos no se oponen a los otros cultos: simplemente, rei
rP
vindican para el culto de Isis (y para los lu d í com pitalici) una
vuelta a la situación de tolerancia. Pero, como ya sabemos, su
objetivo no era otro que lograr el reconocimiento de un culto
que formaba parte de la «ciudad» de los populares. Al funcio
s te
nar dentro de este grupo como «culto público», el culto de Isis
estaba, pues, en disposición de ser integrado en la religión ro
mana. Bastaba que los adversarios de los «populares» dejaran
la vía libre a los amigos de éstos —y que las circunstancias lo
Ma
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John Scheid
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bién el ejemplo de una práctica como la astrologia. Desprecia
da al fmal de la República por la élite como una superstición
Ed
de crédulos ignorantes, la astrologia evoluciona bajo el Impe
rio hasta el punto de convertirse en una práctica extendidísima
en todos los ambientes y, ya en la cúspide del Estado, llega casi
a integrarse en los ritos públicos. En este nivel, por ejemplo, se
pueden encuadrar las consultas astrológicas imperiales en el
DF
marco de una práctica auspicial de nuevo cuño, más amplia, más
profunda y compleja que las tradicionales tomas de auspicios.
Con lo dicho ahora no hemos hecho otra cosa que describir
un aspecto de la cuestión. Hemos ilustrado, con la ayuda de
varios ejemplos, el camino recorrido por ciertos cultos, ciertas
rP
concepciones, hasta abocar a un culto público. Hemos insisti
do, ante todo, en la etapa final de dicha evolución, cuando ta
les cultos son practicados ya por grupos sociales importantes.
Cabe preguntarse, con todo, cómo han vivido sus practicantes
s te
esa evolución, antes de llegar a la fase final.
La primera constatación que se impone es que estos cultos
extranjeros, estas enseñanzas filosóficas y esotéricas, pululan
sin problemas por Roma. Tales ideas se encuentran amplia
mente atestiguadas y difundidas durante el Imperio y no con
Ma
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La religión en R oma
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Otro problema que sigue sin resolver —¿se conseguirá algún
día?— es el del número de adeptos de las «supersticiones».
Ed
Aunque se puede admitir que las prácticas mágicas han debido
estar muy difundidas desde fecha muy temprana (aun cuando
la reflexión sobre la magia sea, a todas luces, más reciente), re
sulta más difícil, en cambio, incluso durante el Imperio, saber
cuántos romanos practicaban cultos extranjeros. No se pueden
DF
aceptar, en efecto, los abusos provocados por el aspecto «mo
derno» de ciertas enseñanzas, hasta el punto de concluir que ta
les prácticas estaban muy difundidas, traduciendo, de este mo
do, en datos cuantitativos una apreciación cualitativa. Por otra
parte, ¿hasta qué punto los seguidores de las nuevas ideas te
rP
nían una práctica religiosa diferente de la de los romanos que
no se adherían a ningún culto?
Es muy probable que no existiera tal diferencia, toda vez
que la mayor parte de las ideas filosóficas, los cultos extranje
s te
ros y, por supuesto, las prácticas mágicas, se acomodaban a la
perfección al culto poliádico. Así pues, se trata, por regla gene
ral, de simples ciudadanos entregados a una práctica religiosa
más rica, más amplia que la de sus conciudadanos. Además,
con el tiempo buena parte de estos cultos serían asumidos por
Ma
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nes en este ámbito que aquéllos que forman parte de la comu
nidad cívica. Así pues, desde el momento en que el sistema tra
Ed
dicional conserva su credibilidad —al menos, hasta mediados
del siglo III d.C.—, no cabe que las diferentes prácticas religio
sas hayan planteado problemas. Las crisis aparecen sólo cuan
do un culto reclama una posición que, a los ojos de la élite se
natorial, no es la que le corresponde (el escándalo de Isis), o
DF
bien, aunque esto es ya mucho más grave, cuando un culto se
opone a todos los otros. Al reivindicar el monopolio religioso,
el cristianismo no puede integrarse en la religión: la confronta
ción violenta es inevitable. La represión no viene determinada
por motivos teológicos, sino por lo que constituye la naturale
rP
za profunda de la mentalidad romana: ser ciudadano consiste,
también, en practicar la religión pública en su integridad. El
ciudadano que se niega a hacerlo rechaza su condición cívica y
se adhiere a otro pueblo, a una ciudad peregrina. Los extranje
s te
ros, en tanto que tales, sí pueden hacerlo, siempre que ello no
suponga un amenaza para el orden público; un ciudadano ro
mano, jamás. Ahora bien, ¿cuántos extranjeros quedan en el
mundo romano tras la Constitución Antoniana (212)?
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La religión en R oma
—en sentido pontificial— y, llamémosle así por comodidad, el
supersticioso, se transforma a menudo en oposición rigurosa
Ed
entre la buena y la mala teología, si bien los signos de más y
menos se aplican según las preferencias y referencias de cada
cual. Aquéllos que quieren reproducir, sin tocar un ápice, el siste
ma de valores de los antiguos oponen la religión pública, venera
ble y pura, a un conjunto de supersticiones ridiculas y perniciosas,
DF
en las que sólo anida el error. Otros, los que optan por inscribir la
historia de la religión romana en una línea ascendente que lleva al
triunfo del cristianismo, invierten los signos: a un cadáver despre
ciable oponen ahora el frescor de unas supersticiones dispuestas a
rP
entrar en la gran historia. En resumidas cuentas, de una u otra
manera, se oponen religión y superstición como si de ortodoxia y
herejía se tratara.
Planteada en tales términos, esta oposición no es defendible,
en mi opinión, lo que no quiere decir que no exista realmente
s te
una contraposición, sino que no es tal y como se piensa: esto es
lo que pretendo demostrar, basándome para ello en una breve
investigación acerca de la noción de superstitio3. No tengo in
tención de recurrir por trigésimo sexta vez al expediente de las
Ma
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plenamente a partir de la época de Cicerón, en paralelo, ade
más, con la acepción negativa de m agias.
Ed
Escogeré el inicio del siglo II d.C. para dar comienzo a esta
encuesta, no sólo porque en esa época el concepto de supersti
ción se halla plenamente conformado, sino también porque, se
gún una opinión bastante extendida, es entonces cuando su-
perstitio ha debido adquirir un nuevo valor —que es, grosso
DF
modo, el nuestro—, al aplicarse en lo sucesivo a la «religión de
los otros», juzgada «tan detestable que nada de ella —ni siquie
ra en el delirio— se podría conservar o adoptar». Superstitio
define, a partir de Plinio el Joven, «las malas creencias de gru
pos enteros, no las de hombres aislados»6. Es esa «mala reli
rP
gión de los otros» la que habría originado el concepto cristiano
de superstitio, expresado de forma inequívoca en esta fórmula
de Lactancio: «La religión es el culto del verdadero dios; la su
perstición, el de los falsos» {Instituciones divinas 4.28.11).
s te
Si examinamos las fuentes más importantes de finales del si
glo I y comienzos del II comprobaremos que no es difícil sacar
de inmediato una primera conclusión. Esta visión superficial
sólo toca de pasada el contenido de las supersticiones y define,
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La religión en R oma
son las herejías en contra de la religio, ni tampoco las religiones
falsas, sino ciertos comportamientos ajenos al ámbito religioso,
Ed
comportamientos que afectan a la esfera de lo privado, de lo
individual. La contraposición entre religión y superstición no
se concibe como la que hay entre la verdad y el error o entre el
falso dios y el verdadero dios. La raya que separa la religión de
la superstición es la misma que diferencia lo público de lo pri
DF
vado, la condición comunitaria de los ciudadanos romanos de
su vida privada. La superstición —criticada o no— concierne
al ciudadano en tanto que individuo, se apodera de él en su vi
da privada, o bien se interesa por aquéllos que no pueden reali
zarse más que en la dimensión no pública, como las mujeres,
rP
los esclavos y los extranjeros, aun cuando esta misma indivi
dualidad llegue a invadir en ocasiones —aunque indebidamen
te, nos dirán los defensores del orden establecido— el espacio
que únicamente debería ocupar la religio.
s te
Así, por ejemplo, cuando los soldados del Rhin se rebelan
contra Druso (Tácito Anales 1.28.2-3; 1.21.11), el «espanto su
persticioso» se integra armoniosamente, si se nos permite decir
lo, en el comportamiento general de los soldados: olvidada la
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Una situación similar se plantea en el caso de la magia y la
astrología. Indiferente siempre que se limite a la esfera de lo
Ed
privado, esta «superstición» puede tener una repercusión públi
ca si excede el marco de la vida privada. La misma considera
ción debe aplicarse a los peregrinos, situados con respecto a los
cultos públicos romanos en una posición similar, en cierto mo
do, a la de la familia. Añádase a ello que los romanos traspo
DF
nen fácilmente esta distinción entre público y privado a los
propios peregrinos.
Asi pues, la conducta religiosa es, en gran medida, indiferen
te para las autoridades religiosas y públicas, ya que lo que es
propio del ámbito privado sólo les preocupa cuando se trata de
rP
comportamientos que ponen en contacto a muchos ciudada
nos, es decir, cuando se traspasa la frontera entre lo individual
y lo doméstico. Cuando se plantean este tipo de relaciones,
puede recaer sobre ellas una acusación relativa a sus nefastos
s te
efectos sociales —reales o imaginados—. Los cargos serán, pa
ra el común de los mortales y para los extranjeros, el de altera
ción del orden público y, para los miembros del orden senato
rial, el de atentado contra la seguridad de la República7.
Ma
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La religión en Roma
orden público, también son indiferentes a este respecto: las mu
jeres, los esclavos y los peregrinos.
Ed
Con tal de que un romano no se convierta a un monoteísmo
riguroso, no tiene por qué existir ninguna incompatibilidad en
tre la práctica del culto público y su comportamiento «religio
so» privado. Se trata, en efecto, de dos planos yuxtapuestos,
complementarios, sí, pero separados e independientes, a pesar
DF
de todo: no puede haber, in extremis, incompatibilidad u opo
sición entre ambos, siempre y cuando el orden público quede
preservado y los ciudadanos no adopten una «religión» que as
pire a imponerse en ambos planos a la vez. Además, la organi
rP
zación y las condiciones de la práctica son diferentes en el culto
público y en el privado, a pesar de la evidente homología de sus
representaciones y gestos. En el plano público, como ya hemos
tenido ocasión de ver, es la comunidad cívica la que practica,
s te
bajo la égida de sus magistrados y sacerdotes; en cuanto al ciu
dadano, basta con que no se oponga al correcto desarrollo del
culto público y participe en los sacrificios, comprando, por
ejemplo, la comida del sacrificio, o asistiendo, en el puesto que
le corresponde, a los banquetes y sacrificios. En el plano priva
Ma
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John Scheid
de que no perturbe la paz doméstica —donde la decisión co
rresponde al paterfam ilias— o el orden público.
Ed
Conviene, por tanto, que no pongamos una misma etiqueta
a todas las prácticas «religiosas» —siempre según nuestras con
cepciones— cuando hablamos de los romanos, incluidos los del
Alto Imperio. Antes bien, es preciso analizar el contexto social
de cada práctica cultual. Cuando determinado culto se implanta
DF
en una familia o en una asociación, no ocurre del mismo modo en
todos los restantes ni tampoco, y esto es lo más importante, en el
plano público. Aún más, si ese culto se encuentra documentado en
el seno de una familia, ello no implica —dejando a un lado los ca
sos del judaismo y del cristianismo rigurosos— que aquélla se ha
rP
ya convertido en exclusiva a dicho culto, en tanto en cuanto sus
relaciones con los dioses son mucho más complejas. No basta co
mo prueba, además, la pretendida afinidad de ese culto con
nuestra propia sensibilidad religiosa. Incluso fuera de la casa
s te
los comportamientos «religiosos» del ciudadano son diferentes
según esté participando en un culto público, o bien practicando
a título particular —lo que es indiferente, en todo caso, para
las autoridades— y ofreciendo sacrificios, ajeno a los ritos pú
Ma
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La religión en R oma
sentaciones tradicionales, pero esto siempre lo hablaban «en
privado». En público, en cambio, asumían sin el menor asomo
Ed
de burla su participación en el culto público.
Cuando estalla una crisis no es porque las autoridades ro
manas se opongan a determinado dios o enseñanza religiosa,
sino porque existe una fricción entre lo público y lo privado:
los aspectos «religiosos» no son en ella más que un elemento
DF
secundario8. Las divinidades y las prácticas privadas son indi
ferentes para las autoridades romanas, ya se trate de cultos lle
gados del extranjero o de prácticas que, como la magia, han
existido desde siempre, con contenidos variables, en Roma9.
rP
No ha de extrañar que los magistrados y los emperadores ha
yan condenado las prácticas mágicas o astrológicas, aun te
niendo junto a ellos magos o calderos: en el primer caso actúan
como magistrados en defensa del orden público; en el segundo,
practican la magia o la astrología en su vida privada.
s te
En fin, en la medida en que la oposición entre superstición y
religión es, antes que nada, una distinción entre dos comporta
mientos similar a la que se plantea en otras tantas dimensiones
jerarquizadas de la vida social, no hay por qué considerar, des
Ma
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John Scheid
o de los sacerdotes. Sus acusaciones se dirigirían, en todo caso,
contra la parcialidad con que los senadores hubieran estableci
Ed
do, en tal o cual ocasión, el limite de lo tolerable en las relacio
nes, siempre problemáticas, entre lo público y lo privado. En
cualquier caso, nunca habría considerado —de perfecto acuer
do con los magistrados— a unos dioses privados por encima de
los de la ciudad (ni a la inversa): era una cuestión que no se
DF
planteaba —todavía, al menos— más que de forma limitada.
Esta tolerancia dogmática responde a una razón muy sencilla:
los dioses antiguos eran fáciles de llevar, no excluían a nadie, ni
siquiera a otro dios. Así las cosas, ¿quién podría quejarse de
ellos? rP
Hasta ahora hemos dado vueltas, por así decirlo, al concep
to que nos ocupa, definiéndolo en el espacio y en el tiempo. La
s te
superstición se desarrolla, como hemos visto, en la esfera de lo
privado, o bien en pueblos extranjeros, y, como tal, nunca en
tra en competencia con la religión oficial, en la medida en que
su lugar se encuentra en otra parte, a lo que hay que añadir la
tolerancia congènita de los dioses antiguos y de sus fieles.
Ma
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La religión en Roma
El examen de los testimonios demuestra que la superstición
es, sobre todo, un «miedo supersticioso», prácticas suscitadas
Ed
por el pavor y por las creencias que le dan cuerpo. En fin, son
supersticiones, también, los cultos caracterizados por este tipo
de angustia y por las mismas consecuencias. En ocasiones, las
supersticiones se presentan como algo desmesurado, pero lo
más frecuente es que se las vea como algo que esclaviza y enlo
DF
quece a los hombres supersticiosos11. Un rasgo fundamental
da unidad a estos diversos aspectos de la superstición: ésta es,
ante todo, un comportamiento del hombre en su práctica reli
giosa, una forma de vérselas con los dioses o con los signos que
éstos envían, sean cuales sean tales dioses o, incluso, la propia
rP
doctrina. Tres de los textos estudiados sirven para ilustrar esta
constatación. El célebre pasaje en el que Aulo Gelio cita las de
finiciones de religiosus dadas por Nigidio Fígulo {Noches Áti
cas 4.9.1) —para quien «se llama religioso al que se ha dejado
s te
atrapar por una práctica excesiva y supersticiosa de la reli
gión... actitud que se considera defectuosa»— evoca todos los
elementos puestos de relieve más arriba: servidumbre, exceso
criticable, una práctica religiosa «supersticiosa»... pero no una
Ma
religión falsa. Ahora bien, este texto nos sitúa en el siglo I a.C.
¿Qué se puede decir de los testimonios contemporáneos de Au
lo Gelio? Para definir la periergía (curiosidad vana y super-
fiua), el rétor Quintiliano establece las siguientes oposiciones:
«También está la periergía, que es, por asi decirlo, un celo su-
perfluo, que difiere [del trabajo] como la curiosidad de la apli
in
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antiguo —y, sin duda, fundamental, si seguimos a W. Belar-
di— de superstitio, a saber, esa voluntad (inútil para un roma
Ed
no bienpensante) de «conocimiento verdadero»12. Tácito, por
último, nos informa que los judíos, ante los prodigios amena
zadores, creían que no les estaba permitido conjurarlos con víc
timas y votos. «Esta nación —escribe— [está] sujeta a la su
perstición, pero [es] enemiga de las prácticas cultuales» (H isto
DF
rias 5.13.2). También en este caso la superstición es, en parte,
la fe en una profecía —como lo demuestra la continuación del
texto—, una sumisión ciega a cierto conocimiento que, en el
fondo, no deja ninguna libertad al hombre. Pero la observa
ción de Tácito es todavía más precisa: el comportamiento su
rP
persticioso consiste en creer que no se puede dialogar con los
dioses ni utilizar ese medio de comunicación que son las reli
giones, las prácticas religiosas, como el sacrificio o los votos.
En lugar de intentar arreglar la situación con los dioses, los ju
s te
díos, sujetos a la superstición, prefieren, según Tácito, recurrir
a una predicción recogida en sus antiquae sacerdotum litterae,
«sus antiguos libros sacerdotales».
Gracias a ciertas constantes, la lectura de los documentos
nos ha permitido avanzar en la reconstrucción de la noción de
Ma
blos, es, ante todo, una postura extraña con respecto a los dio
ses y el culto tradicionales: como tal, supone una ceguera, una
traba a la libertad, en una palabra, una esclavitud. En estas dis
tinciones, el polo positivo lo constituye el culto tradicional ro-
re a
156
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La religión en R oma
mano y, como es suponer, las relaciones con los dioses que ca
racterizan a dicho culto. Llegados a este punto de la reflexión,
Ed
es indispensable, para poder seguir adelante, que dispongamos
de un texto más amplio, en el que se analice en detalle la su
perstición y se la defina, ya que los textos dispersos y alusivos
difícilmente pueden dar una respuesta a la cuestión que ahora
se plantea: si la superstición consiste en tener cierta actitud con
DF
respecto a los dioses, ¿cuál es esa actitud?
Disponemos de un pequeño tratado, contemporáneo de los
documentos que hemos utilizado hasta ahora, dedicado preci
samente a definir y juzgar la superstición: es el Peri deisidaimo-
rP
nías (Sobre la superstición) de Plutarco, una de las poquísimas
obras sobre este tema que se nos han conservado. A la hora de
sentar en el banquillo de los acusados a las supersticiones —que
comprenden las mismas manifestaciones positivas señaladas por
nuestros autores: magia, ritos exóticos, bárbaros y crueles, puri
s te
ficaciones ignominiosas, etc.—, Plutarco les añade un segundo
inculpado, el ateísmo. Ambos defectos, ambos excesos se si
túan en los dos extremos del sistema que aquél nos presenta: a
un miedo excesivo ante los dioses le corresponde una desmesu
Ma
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John Scheid
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tener miedo de los dioses, sean éstos cuáles sean15. ¿Quiere de
cir ello que los hombres piadosos no tienen miedo de los dio
ses? No exactamente. El hombre piadoso piensa que los dioses
Ed
son buenos y generosos: de ahí que no pueda sentirse aterrori
zado ante ellos. El temor no rige sus relaciones con los dioses16.
Hacia ellos siente piedad, esa buena piedad que, según Plutar
co, se encuentra a medio camino entre la superstición y el ateís
mo: lo que podríamos definir, con Cicerón, como justicia para
DF
con los dioses17.
El supersticioso, en cambio, cree que los dioses son malva
dos, los considera desconfiados, pérfidos, malintencionados.
En una palabra, despóticos. De ahí que sea —y se crea— un es
rP
clavo de los dioses18. El ateo, en su arrogancia, no se preocupa
para nada de los dioses. Esta definición de la superstición no
difiere demasiado de la dada por Varrón, que, según Agustín,
distingue entre el hombre religioso, que no tiene miedo de los
s te
dioses, sino que los considera como sus padres, y el supersticio
so, que los teme como a enemigos19. Volveremos a encontrarla
en Séneca20. Hay que admitir que, si bien las formas en que se
manifiesta la superstición van cambiando, el concepto, como
tal, se mantiene inalterable entre Varrón y Plutarco. Ello se de
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La religión en Roma
de una jerarquía de seres que lleva, sin solución de continui
dad, desde los animales hasta los dioses, pasando por los
Ed
hombres, los héroes y los diui. Y en la ciudad, donde son
como conciudadanos, los dioses forman una especie de «or
den» supremo de ciudadanos especialmente poderosos: tie
nen derecho a todos los miramientos debidos a su autori
dad, pero sus prerrogativas no van más allá de los intercam
DF
bios normales entre patrones y clientes, con arreglo a las
normas de la buena fe21. Nada de esto se encuentra en las
supersticiones, que niegan la progresión por grados y termi
nan abriendo un abismo entre hombres y dioses al desgarrar
rP
el velo del orden natural. Tal rompimiento transforma la
naturaleza de las relaciones entre quienes integran la respu
blica-. convierte a los dioses en déspotas y a los hombres en
esclavos. En una palabra, se opone radicalmente a la ideolo
gía de la ciudad. De ahí el escándalo.
s te
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vada y, como tal, escapa a las autoridades, a menos que ten
ga una repercusión pública, es decir, que trastorne el orden
Ed
público. Pero a partir de ese momento ya no se podría ha
blar de superstición: las persecuciones las ocasionarían los
robos, las violaciones, la violencia, la revolución, la lesa ma
jestad (reales o imaginarios). Las hogueras sólo arden, pues,
en los debates de los filósofos o, lo que es lo mismo, todavía
DF
en el ámbito de lo privado y lo superficial. No son, evidente
mente, peligrosas. Por regla general, los harúspices y los fi
lósofos22 se contentan con sonreír o insultarse, sin que ello
les impida ponerse de acuerdo a la hora de estigmatizar la
ignorancia del vulgo o del bárbaro supersticioso. Es signifi
rP
cativo, sin embargo, que incluso en este plano, y tratándose
de eruditos, la referencia constante sea todavía la religión
tradicional, el modelo de la ciudad.
Ningún proceso inquisitorial se plantea en el plano público,
s te
ya que, nos dicen los politikoi ándres, la religio es diferente de
la superstitio y no hay lugar para este tipo de excesos en los
cultos de la ciudad. Podremos darles crédito o no, pero lo cier
to es que ellos sí estaban dispuestos a creer que así eran las co
Ma
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La religión en R oma
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a quienes no intervienen de forma autónoma en la religión
romana: los esclavos. Por razones de método y (más modes
Ed
tamente) de espacio, he optado por tratar el tema desde el
punto de vista más restringido, es decir, desde el punto de
vista romano. He estudiado la religión de los ciudadanos ro
manos en Roma. Las ideas aportadas pueden, en la mayoría
de los casos, aplicarse, con prudencia, al conjunto de los
DF
municipios y colonias del Imperio, toda vez que se trata del
mismo universo conceptual. Esto, evidentemente, vale para
los principios de la religión, no necesariamente para el con
tenido del culto. A priori, queda excluida su transposición al
rP
marco de las ciudades peregrinas, a menos que un estudio
previo logre establecer una homogeneidad efectiva. Hay que
evitar, por tanto, hablar de religión romana en general, sin
pensar en un marco institucional, histórico y geográñco es
pecífico.
s te
El presente estudio ha puesto de manifiesto otra ambigüe
dad. Hemos podido observar hasta qué punto existe una impli
cación de lo religioso en lo político, y viceversa. Ahora bien, al
consagrar en esta colección un libro a «la religión en Roma»
Ma
161
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John Scheid
i to
Si se comprenden estas ambigüedades, habremos recorrido la
mitad del camino. Y eso ya es mucho.
Ed
Notas
DF
1. Para los «populares» véase ahora J.L. F errary , «Le idee politiche a Ro
ma nell’epoca repubblicana», en L. F irpo , Storia delle idee politiche, eco
nom iche e sociali, Turin 1984, pp.748-766.
2. J. MOREAU, La Persécution du christianisme dans l ’Empire romain, Paris
1956; A.D. N ock , «Roman army and religious year», Essays..., 1940,
rP
pp.757-769; F. M illar , «The imperiai cult and thè persecutions», Entre-
tiens de la Fondation H ardt 19,1973, pp. 145-175; P rice , Rituals, pp.220ss.
3. Esta investigación se presentó en su totalidad en el «Coloquio sobre la re
ligión y la superstición en el Imperio romano» (Cádiz). Las actas de dicho
coloquio se encuentran en prensa en la actualidad. A ellas remito al lector
s te
que desee más información al respecto.
4. W. Belardi, Superstitio, Roma 1976.
5. R. G arosi, Magia. Studi d i storia delle religione in memoria di R. Garo
si, (ed. P.Xella) Roma 1976, pp.55ss. Cualquier estudio sobre la magia de
berá partir obligatoriamente, ahora, del publicado por P. Garosi en este vo
Ma
religieux, Roma 1981, pp. 157-166. Los perniciosos efectos de las «conspiracio
nes» supersticiosas se reflejan en el vocabulario; Tac. Ano. 15.44.4 (exitiabilis su
perstitio, malum), o Suet.Afero 16.2 (superstitio malefica), dicho del cristia
nismo.
8. Para estas crisis, véase J. SCHEID, L e D élit..., pp. 157ss. (con bibliografìa).
re a
162
r
i to
La religión en Roma
9. R. G arosi, op.àt., pp.33ss.
Ed
10. Convendría, además, desembarazarse de Frazer de una vez por todas.
Ningún antropólogo contemporáneo defendería sus clasificaciones, ni tam
poco su enfoque general de los fenómenos religiosos o mágicos. Véase p.96,
n.63. No seremos, pues, los últimos en abandonar una explicación de los
usos «primitivos» que, según la fórmula de Wittgenstein, tiene «muchas más
groserías que el sentido de los propios usos» (WITTGENSTEIN, op.cit., p.21).
DF
11. Términos que denotan la sumisión: Quint. 12.2.26 («encadenados»),
Suet.Afero 51.1 («prisionero», «sigue atado con empecinamiento»), Suet. 7Y-
óer36.1 («estaban poseídos»), Tac.A nn.l.28.2 («las mentes trastornadas»),
1.29.11 («apremiante»), etc.
12. Períergos se asocia, además, en Plutarco (Alex.2) a la bierourgía para
Hechos de Jos A póstoles 19.19. rP
aludir a los «ritos supersticiosos». 7a perierga significa «arte mágica» en los
13. Así es, además, como lo califica Cicerón, por oposición a algo merito
rio, la religión: «Entre supersticioso y religioso hay, pues, la siguiente dife
rencia: el primero de estos términos designa una debilidad; el segundo, un
s te
mérito» (N D 2.28.72).
14. Según J. R udhardt , N otions fondam entales de Ja pensée religieuse et
A ctes constitutifs du culte dans la Grèce classique, Ginebra 1958, p. 17. Cf.
Plu.2.171F14 (= Sóbrela superstición, ed. Loeb).
15. Por ejemplo, Plu.2.165B2,166D4.
Ma
ejemplo, ND 1.34.94 (Cota contra Veleyo), o 1.8.18 (Veleyo contra los es
toicos), donde unos y otros utilizan la comparación de la vieja crédula y su
persticiosa. Pero es, sobre todo, en el célebre pasaje, tantas veces citado, en
que Cota refuta a Veleyo y le dice que «causa extrañeza que un harúspice no
rompa a reír cuando ve a otro harúspice», donde se pone de manifiesto el
paralelismo entre las supersticiones y la filosofía (entiéndase: la de los
re a
163
r
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John Scheid
otros). En efecto, a la famosa sonrisa de los harúspices le sigue una segunda
sonrisa, la de los dos epicúreos que se encuentran: «Todavía es más sorpren
dente que podáis ahogar los ataques de ñsa cuando os reunís muchos epicú
Ed
reos» (A© 1.26.71).
DF
rP
s te
Ma
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te d
re a
164
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Ed
TABLA CRONOLÓGICA
DF
fin. VII / inic. VI a.C. primer altar del santuario de S. Omobo-
no; calendario de Numa
ca. 580 primera regia (?); santuario de Vesta (?);
Vulcanal (?); primer templo de S. Orno-
fin. VI
bono rP
templos de M ater M atuta y de Fortuna
en S. Omobono; Regia
509 templo de Júpiter Capitolino
s te
497 templo de Saturno
493 templo de Ceres, Líber y Libera
484 templo de Cástor
431 templo de Apolo
367 templo de la Concordia
Ma
na
217 período de crisis religiosa
196 Lex Licinia de III uirís epulonibus
creandis
te d
165
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John Scheid
i to
ca. 89 Q. M udo Escévola, pontifex m axim us
87 el Harnea D ialis se suidda y su puesto
Ed
queda vacante
82 asesinato del pontifex m axim us Q. Mu
do Escévola
82/81 L ex Cornelia de sacerdotiis
63 Lex A Lia de sacerdotiis
DF
47 Varrón publica las A ntiquitates rerum
hum anarían et diuinarum
46 L ex Iulia de sacerdotiis
45/44 Cicerón publica D e natura deorum y D e
diuinatione
29
28
rP
templo del diuusluiius
templo de Apolo Palatino
27/25 inido del culto imperial en Asia y en
Hispania
s te
17 Juegos Seculares
ca. 12 Augusto, pontifexm axim us\ reorganiza
ción del culto de los Lares Compítales
11 se vuelve a ocupar el cargo de ñamen
D ialis
Ma
47 Juegos Seculares
69/71 incendio y reconstrucción del Capitolio
Vespasiano templo del divino Claudio
75 templo de la Paz
te d
166
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La religión en R oma
Hadriano templo del diuus Traianus
135 templo de Venus y Roma
Ed
141 templo del diuus A ntoninus y la diua
Faustína
145 templo del diuus Hadrianus
148 Juegos Seculares
Cómodo templo del diuus M arcus
DF
204 Juegos Seculares
Caracalla templo de Serapis
Heliogábalo templo del Sol inuictus Elagabal
248 Juegos Seculares
312 visión de Constantino
341
346 (?)
rP
edicto de prohibición de los sacrificios
edicto que ordena la clausura de los tem
plos
361 intento de restauración pagana bajo Juliano
s te
382 decisiones anti-paganas de Graciano
391 ley que prohíbe el culto pagano
Ma
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te d
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167
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te d
in
Ma
s te
rP
DF
Ed
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Ed
BIBLIOGRAFÍA
DF
Para un enfoque global de la cuestión, recomendamos los si
guientes libros: G. WISSOWA, Religion und K ultus der Römer,;
Munich 19122, muy superior a K . LATTE, Römische Religions
geschichte, Munich 1960; G. DUMÉZIL, La Religion romaine ar
rP
chaïque, Paris 19661 (para la comprensión de las divinidades y la
coherencia del sistema); J. North, en la Cambridge Ancient His-
tory, Vm\2, pp. 573-625; para d Imperio, uno de los mejores estu
dios lo constituye la síntesis de A.D. NOCK en la Cambridge A n
cient History, EX, 1934-1971, pp.464-511, con bibliografía en
s te
pp.951-953. También se encuentran numerosos análisis de gran
valor en la obra del mismo autor, Essays on Religion and the A n
cient World, Oxford 1972. Un excelente estudio de la mentalidad
religiosa romana se encuentra en el reciente libro de J.H.W.G.
Ma
Bibliografías comentadas
in
169
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República); II, 16, 1, 1978, pp.3-44 (para el Imperio); II, 16, 2,
1978, pp.834-910 (para el culto imperial).
Para el estudio del hecho religioso en sí se puede leer, ade
Ed
más de las obras señaladas más arriba, J.-P. V e r n a n t , R eli-
gions, H istoires, Raisons, París 1979 {passim); J. NORTH,
«Conservatism and Change in Roman Religion», PBSR 44,
1976, pp. 1-12. Para el sentido de religio, véase R. S c h il l in g ,
R ites, Cuites, D ieux de Rom e, Paris 1979, pp.30-93, donde
DF
también se encontrarán análisis sobre el resto del vocabulario
religioso, así como sobre las actitudes religiosas. Véase también
R. M UTH, «Vom Wesen römischer “religio”», A N R W II, 16,
1, 1978, pp.290-354 (aunque criticable en algunas cuestiones,
rP
da toda la bibliografía), al que hay que añadir el artículo de D.
GRODZYNSKI, «Superstitio», REA 1974, pp.36-60, y, por su
puesto, los trabajos de E. BENVENISTE, recogidos en Le Voca-
bulaire des institutions indo-européennes, II, París 1969, junto
s te
con los artículos de DUMÉZIL sobre este tema, como, por
ejemplo, los publicados en Idées romaines, París 1969, cuya au
sencia en una bibliografía sobre los conceptos clave seria, como
poco, sorprendente. Los sacerdocios romanos han sido trata
dos en una serie de artículos entre los cuales se pueden seleccio
Ma
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La religión en R oma
i to
Londres 1990. Para una bibliografía más especializada, remiti
mos a las síntesis y a las obras de referencia.
Ed
En lo tocante a la época arcaica y, sobre todo, la obra de G.
Dumézil, remitimos a las obras de referencia. Hay que hacer men
ción especial del reciente Dictionnaire des mythologie^ París
1981, donde se pueden encontrar diversas entradas sobre la Roma
DF
arcaica y los itálicos. En los Cahiers pour un temps, París 1981, se
ha publicado una recopilación de textos de Dumézil, con una bi
bliografía completa. En fm, la revista Opus 2, 1983, 2, pp.327-
341, ha publicado últimamente las contribuciones presentadas en
un seminario organizado por A. Momigliano en Pisa.
rP
Para la «crisis» y el problema de la helenización, los siguien
tes estudios pueden constituir un buen punto de partida: E.
RAWSON, «Religion and Politics in the Late Second Century
B.C. at Rome», Phoenix 28, 1974, pp,193ss.; Le D élit religieux
s te
dans la cité antique», mesa redonda celebrada en Roma, 1981
(passin3); M. VAN DOREN, «Peregrina sacra. Ofïïzielle Kultü-
bertragungen im alten Rom», H istoria 3, 1955, pp.488-497; C.
GALLINI, «Che cosa intendere per ellenisazione. Problemi di
método», D dArch 7, 1973, pp.175-191; F. COARELLI, «Classe
Ma
171
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i to
G. LIEBERG («Die “theologia tripartita” in Forschung und Bezeu-
gung», AN R W 1,4,1973, pp.63-115), A. SCHIAVONE (Nascita de
Ed
lla giurisprudenza, Roma-Bari 1976, pp. 1-68), P. PÉDECH («Les
idées religieuses de Polybe. Étude sur la religion de M ite gréco-ro
maine au second siècle av. J.-C.», RH R 167-168, 1965, pp.35-68),
al que no ha logrado reemplazar (junto con el artículo de H. D0-
RRIE, «Polybios über pietas, religio und lides», M élanges P.
DF
Boyancé, Roma 1974, pp.251-272) el estudio de A.J. VAN HOOF
(«Polybius’ reason and religion. The relations between Polybius’
casual thinking and his attitude towards religion in the studies of
history», K lio 59, 1977, pp.101-128).
rP
No nos detendremos demasiado en la bibliografía sobre las
reformas de Augusto y el culto imperial. Al respecto, remitimos
a los volúmenes II, 16 y 17 de A N R W, donde se pueden encon
trar bibliografías, obras de síntesis y documentos. Cualquier
s te
trabajo en este ámbito deberá comenzar por los estudios de J.
G a g é , A. A l f ô l d i , J. B é r a n g e r , S. W e in s t o c k , R u f u s
FEARS y S.F.R. PRICE.
Para la religión popular, la magia y la hechicería hay que
Ma
172
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Ed
ÍNDICE ANALÍTICO
DF
A eh a, lex, 23 cultos extranjeros, 101-105
Alus Locuüus, 43 culto impenal, 129ss., 136s.; v. diui,
Apolo, 44, 132 emperador, Augusto
arvales, 35, 68 cultos nuevos, v. cultos extranjeros
astrologia, 144 culto pnvado, 2s., 25, 35
ateísmo, 157
augures, 15, 22ss., 26s., 33-40
Augusto, 65-68, 132ss.
auspicios, 15ss.,36ss., 130ss.
rP culto publico, v piedad, religión
curias, 38s.
Cibeles, 44, 107s
Cicerón, 16ss
ciudad, Iss , 17, 23ss., 41, 47ss., Dumézil, 69-91
56ss., 131, 158s
Clodio, 46, 142s emperador, 132ss.
colegios, 4 empinsmo, 86s
colegios sacerdotales, v. sacerdotes, Escipiones, 112s.
arvales, augures, feciales, fiámi- esclavos, 6
in
173
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Frazer, 85 n.63, 153 n 10 po testas, 38
Fuña, lex, 23 privado-público, 150-153
Ed
Q Fulvio Flaco, 12ss público-sagrado, 47-50, 60, 68s
Potitii, 4
harúspices, 15ss., 36 practicar, 2; v, piedad
helenización, 109ss. prodigios, 44
Fiera Lacinia, 12s. Proserpina, 1Os., 102s.
Hércules, 44
hipercrítica, 84 Quindecénviros, 26s., 34s., 63ss.
DF
impenum, 38s. Regia, 56s
impiedad, 7ss religión, XTVss., 2, 73s., 79ss., 105s.,
indoeuropeos, 74s., 78s., 89s 113ss., 128, 141 ss.
instauraLio, 8 — en época arcaica, 53ss.
rcspublica, v. ciudad
Isis, 142s., 152
Polibio, 113ss.
política, 39ss., 128s ; v. sacerdotes, Varrón, 121ss.
público-sagrado Vesta, santuario de, Sis.
pomoerium , 1s., 44 Vestales, 32
pontífices, 26s., 33s., 63ss.; v. sacerdotes Vicomagistri, altar de los, 32
Pontífice Máximo, 63 Vulcanal, 58
re a
174