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\LIANZA EDITORI AI
A. M alamat, H. Tadm or, M. Stern,
S. Safrai, H. H. Ben-Sasson, S. Ettinge

Historia
del pueblo judío
2. La Edad Media

Dirigida por H. H. Ben-Sasson

Alianza Editorial
Título de la edición inglesa: A History oj iht Jewish PtopU (Weidenfeld and Nicolson Ltd., 1976).
Esta obra ha sido publicada en hebreo por Dvir Publishing Company Ltd., de Tel-Aviv, Israel.
Versión española de Mario Calés
Revisión técnica de José Luis Lacave

© 1969 by Dvir Publishing House, Tel-Aviv


© Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1988
C alle Milán, 38; teléf. 200 00 45, 28043 Madrid
ISBN: 84-206-9598-X (Obra completa)
ISBN: 84-206-9592-0 (Tomo II)
Depósito legal: M.5.737-1988
Fotocomposición: F.FCA, S. A.
Avda. Dr Federico Rubio y Calí, 16; 28039 Madrid
Impreso en OFFIRGRAF, S. A.
Polígono La Hoya. San Sebastián de los Reyes (Madrid)
Printed in Spain
INDICE

Quinta parte
LA EDAD MEDIA
por Haim Hillel Ben-Sasson
I. INTRODUCCION............................................................... 455
Marco cronològico y conceptual, 455.—La expresión «Edad Me­
dia» y los problemas que encierra, 457.—Aspectos particulares
de la historia medieval judía, 458.—Vida económica de los ju­
díos: problemas básicos, 460.
II. LA CONFIGURACION DE LA DIASPORA. OFICIOS
DE LOS JUDIOS EN LOS COMIENZOS DE LA EDAD
MEDIA................................................................................. 465
La vuelta a las ciudades, 465.—Los judíos como colonizadores,
466.—Peregrinaciones a Tierra Santa, 467.—La vida de los ju­
díos en los países islámicos, 468.—«Banqueros de la corte»,
469.—Comercio internacional, 470.—Penetración en el comercio
local de la Europa occidental, 472.—Comercio y propiedad en la
Europa occidental del siglo XI, 473.—Nivel de vida. 475.
III. EFECTOS DE LA ANIMOSIDAD RELIGIOSA CON­
TRA LOS JUDIOS............................................................. 477
El Islam y los judíos, 477.—La situación durante la conquista mu­
sulmana y después de ella, 478.—El «pueblo protegido»,
479.—Posición de los judíos, 480.—Hostilidad cristiana,
481.—Gregorio I, 482.—La España visigoda, 484.—Normas y ac­
titudes de otros principados cristianos, 485.—La situación en el
siglo IX, 486.—El sentido de la presión, 488.—Las matanzas de
1096, 489.—Los efectos de las matanzas de 1096, 490.—Quidús ha-
sem en 1096, t'Ji.—Respuesta política a las matanzas, 49d.—Las
conclusiones de los judíos, 49/.
IV. FLORECIMIENTO DEL LIDERAZGO CENTRAL Y
SURGIMIENTO DE LA DIRECCION LOQAL............ 499
El exilarca (res galutá). 499.—El ceremonial que rodeaba el cargo
de «exilarca», 500.—Las academias (yesibot) de Babilonia y los
gaones, 501.—Principios orientadores de la dirección yesibática,
503.—Las siete hileras de sabios, t>04.—La lucha por la autori­
dad, 504.—Procedimientos de dirección, 505.—Influencia en la
Diàspora, 506.—Excomunión y compulsión, 507 Regimiento
autónomo, 508.—Ascenso de la comunidad meridional, olO.—
La dirección en el norte de Europa, 512.—Rabenu Guersom,
la luz del exilio, 513.—La comunidad local y 'a tendencia
centralista, 514.—Conquistas de la dirección en el periodo del gao-
nato, 516.—Conquistas de los dirigentes del Norte, 518.
449
V. VIDA SOCIAL V CULTURAL DE LOS JUDIOS HAS­
TA EL FIN DEL SIGLO X I............................................. 521
Influencia arabe, d21.— Ideales y principios, 522.—La agitación
religiosa y las doctrinas de Anán ben David, 523.—Clima racio­
nalista en la religión y la cultura, 5¿5.—Rab Saadya Gaon
(882-942), 525.—Él sistema teórico de R. Saadya, 526.—Su con­
cepto de la sociedad y de la historia, 526.—Amor y belleza en el
sistema de R. Saadya, 528.—Oposición de R. Saadya al «desdén
por el mundo», 529.—Su concepto del exilio, 529.—Sus opinio­
nes y su época, 530.—Los caraítas, 531.—Los caraítas de Jeru-
salén. «Los dolientes de Sión», 532.—La teoría de la catástrofe
cósmica y divina, 533.—-Jasday ibn Saprut, 535.—Ambiente cul­
tural de los siglos X y XI, 536.—Semuel Hanaguid, 537.—Ideario
social y cultural de Semuel Hanaguid, 539.—La naciente cultura
askenazi, 542.—Estudio de la Torá en los comienzos askenazíes,
543.—Rabí Selomó Isjaquí (Rasi, 1040-1 105), 544.
VI. POSICION Y ESTRUCTURA ECONOMICA DE LAS
COMUNIDADES JUDIAS (1096-1348)........................... 547
La expansión consciente de los judíos de Europa, 547.—Emigra­
ción a Tierra Santa, 551.—España, 552.—Participación judía en
la colonización de la Reconquista, 553.—Comercio judío en el
océano Indico, 554.—Medios de vida de los judíos en la España
cristiana, 554.—Medios de vida de los judíos en el imperio bi­
zantino, 554.—El tránsito de los askenazíes al préstamo a inte­
rés, 555.—Carácter del préstamo judío con interés, 557.—La mo­
narquía inglesa y los préstamos judíos, 559.—La oposición de la
Iglesia al préstamo, 560.—Otras profesiones judías, 562.
VIL MODIFICACIONES EN LA SITUACION JURIDICA
Y EN LA SEGURIDAD DE LOS JUDIOS.................... 565
La situación después del año 1096, 565.—La «servidumbre ju­
día», 566.—Calumnias, 570.—Imágenes judías en el arte cristia­
no, 573.—La Iglesia y los judíos en el siglo XIII, 574.—Medio si­
glo de terror para las comunidades askenazíes (1298-1348),
576.—España cristiana, 577.—Rabí Mosé ben Najmán (Rambán
o Najmánides) y la disputa de Barcelona (1263), 578.—Los
países islámicos, 579.
VIII. DIRECCION DE LAS INSTITUCIONES LOCALES Y
LOS ERUDITOS RABINICOS......................................... 581
«La ley del reino es ley», 581.—La nueva yesibá, 585.—La teoría
de la dirección de la yesibá, 586.—Demanda de autoridad por par­
te de los sabios rabínicos, 587.—Tensión social en las comunida­
des de España, 588.—El conflicto de los tributos, 589.— Institu­
ciones comunales en España, 590.—La asamblea de las comuni­
dades de Aragón en 1354, 591.—La dirección comunal entre los
askenazíes, 594.—Unanimidad o mayoría, 595.—Instituciones de
la comunidad askenazi, 596.—Distribución de los impuestos,
597.—Competencia de los tribunales rabínicos locales, 597.—El
derecho de asentamiento, 598.—La interrupción de las oraciones
como método de protesta social, 600.—Regulaciones económicas,
600.—Tendencia hacia una dirección centralizada: las Asam­
bleas, 601.—Las asambleas de «Sum», 604.—Los círculos selec­
tos, 605.—Dirección magnánima de los sabios y los eruditos ra­
bínicos, 607.—Símbolos de la posición de la clase dirigente, 609.
450
IX. VIDA SOCIAL Y CREACION CULTURAL................. 611
Principales fuentes de tensión, 611.—Ambiente cultural y nivel
de educación entre los judíos de la Europa del Sudoeste, 612.—Am­
biente cultural entre los judíos de Oriente, 615.—Ambiente cul­
tural y nivel de educación entre los judíos del noroeste de Euro­
pa, 616.—Actitud ante los libros, 618.—Los tosafistas y su obra,
620.—Significado del exilio, 623.—La idea de la elección divina,
631.—Racionalistas y místicos, 634.—Controversia sobre las
obras de Maimónides, 638.—Las doctrinas de los Jasidé Askenaz,
641.—Disputas con el mundo cristiano, 650.
X. DECADENCIA DE LOS ANTIGUOS ASENTAMIEN­
TOS Y ESTABLECIMIENTO DE OTROS NUEVOS
(1348-1517)........................................................................... 659
Situación de las comunidades judías en el imperio germánico,
659.—Restauración de las comunidades judías, 663.—Medios de
vida de los judíos en el imperio germánico, 664.—Los judíos de
Italia y sus medios de vida, 665.—Crisis económica y social en
la España cristiana, 667.—Expulsión de España, 669.—Estable­
cimiento de los judíos en la Europa oriental. La barrera de la Ru­
sia moscovita, 670.—Peregrinaciones y emigración a Tierra San­
ta, 671.—Base económica de las comunidades judías en los paí­
ses orientales, 672.
XI. PRESION POPULAR CONTRA LA SITUACION DE
LOS JUDIOS...................................................................... 675
Ambiente general, 675.—La situación en el Sacro Imperio Ro­
mano, 676.—La actitud de las ciudades germánicas: el caso de
Ratisbona, 677.—Ofensiva social y religiosa de los franciscanos,
680.—Los Monti di Pietà, 681.—Juan de Capistrano (1386-1456),
«azote de los judíos», 681.—Bernardino da Feltre y la acusación
de crimen ritual de Trento (1475), 682.—Situación de los judíos
en Polonia-Lituania, 682.—La evolución en los reinos de la Es­
paña cristiana (1391-1492), 686.—Provocación antijudía,
688.—Odio a los conversos y motines contra ellos, 689.—La «dis­
puta de Tortosa» (1413-1414), 690.—La Inquisición, 691.—Si­
tuación de los judíos durante el período inmediatamente anterior
a la Retorma cristiana, 694.—La polémica sobre el Talmud entre
el apóstata Johannes PfefTerkorn y el cristiano Johannes Reuch-
lin, 695.
XII. GOBIERNO INTERNO JUDIO DESDE LA PESTE
NEGRA HASTA LA REFORMA..................................... 697
El gobierno comunal en Askenaz, 697.—Teoría del gobierno co­
munal en Askenaz, 699.—Los eruditos rabínicos «dirigentes» en
las comunidades de Askenaz, 701.—Intentos de adopción de una
dirección centralizada en Askenaz, 705.—Los rabinos de carácter
territorial o estatal, 707.—El gobierno y los sínodos entre los ju­
díos italianos, 708.—La estructura del rabinato en España,
709.—Las comunidades españolas, 710.—La teoría del gobierno
interno en las comunidades judías de España, 713.—La asam­
blea de Valladolid del año 1432. Acciones y objetivos, 714.
XIII. CREATIVIDAD ESPIRITUAL Y SOCIAL.................. 719
La filosofía de los círculos dirigentes en España, desde el año 1391
hasta la expulsión, 719.—Los cabalistas y la oposición durante
los siglos XIV y XV, 721.— Polémica judeocristiana en España,
451
724.—El problema de los conversos, 727.—Ambiente social y es­
piritual de Askenaz, 729.—Base cultural, 732.—Las yesibot de As-
kenaz, 732.
XIV. ASENTAMIENTOS DE LOS JUDIOS Y SU ACTIVI­
DAD ECONOMICA EN LOS SIGLOS XVI Y XVII.... 737
Trasfondo de la actividad pobladora de los judíos, 737.—Los pri­
meros asentamientos de los expulsos españoles, 740.—El estable­
cimiento de la diáspora sefardí en el imperio otomano, 741.—Es­
tablecimiento en Tierra Santa, 743.—Establecimiento de los se­
fardíes en el noroeste de Europa, 747.—Los judíos de Italia,
750.—Los judíos de Polonia-Lituania, 750.—Nuevos medios de
vida. La «arenda», 752.—Medios de vida de los judíos en el im­
perio alemán, 756.
VI. MODIFICACIONES EN LA SITUACION JURIDICA
Y SOCIAL DE LOS JUDIO S........................................... 759
Significado de la Reforma cristiana para la historia de los judíos,
759.—Martín Lutero y los judíos, 761.—La persecución de los ju­
díos y su situación en los comienzos de la Reforma, 764.—Situa­
ción de los indios en Alemania en la época de la Reforma.
766.— La actitud hacia los judíos en Inglaterra al hemDO de su
readmisión, 767.—Situación de los judíos en Polonia-Lituania,
768.—Las matanzas de los años 1648-1649, 770.—Situación de
los judíos en Italia durante la Contrarreforma católica, 772.—Si­
tuación de los judíos en el imperio otomano, 772.
XVI. GOBIERNO INTERNO DEL JUDAISMO: INSTITU­
CIONES Y TENDENCIAS................................................ 775
La comunidad-sinagoga de ios exDulsos esDañoies y portugue­
ses, 775.—La santa comunidad de Saléd, 777.—Imputo de res­
taurar la ordenación rabínica. 78fl —Codificaciones de la lev,
782.—El caso ae Aneuna, 184.—Los Consejos Nacionales: raíces
y comienzos, 786.—El gobierno de los Consejos Nacionales,
789.—La comunidad local, 790.—Métodos y prácticas de los
Consejos Nacionales, 794.—Tensión social y gobierno de los Con­
sejos, 802.—El gobierno interno judío en el imperio alemán,
806.—El Consejo de 1603, 808.
XVII. IDEALES SOCIALES DE LA SOCIEDAD JUDIA A FI­
NES DE LA EDAD MEDIA.............................................. 811
Cuestiones que planteó la expulsión de España, 811.—Divinidad,
existencia y exilio en la doctrina de Safed, 815.—El liderazgo me-
siánico, 821.—El movimiento mesiánico de Sabetay Sebí
(1665-1666), 824.—Pensamiento askennA sobre la naturaleza del
pueblo judío y su destino, 82«.—Cuaca social, 832.—Situación
de los judíos durante la Contrarreforma, 834.—Controversia y to­
lerancia durante las eruerras de religión 835.—Teorías so^re la
educación, 838.—El pensamiento askenazí en las postrimerías de
la Edad Media, 840.—El tránsito a la modernidad, 840.

452
Quinta parte
LA EDAD MEDIA
por
HAIM HILLEL BEN-SASSON
I. INTRODUCCION

Marco cronológico y conceptual


Desde el punto de vista de la historia judía la Edad Media es el período
que se extiende desde las primeras conquistas árabes, iniciadas en el año
632 E.C., hasta la crisis espiritual que sufrió el judaismo en la segunda mi­
tad del siglo XVII, después del derrumbe del movimiento mesiánico sabe-
taico (véase pág. 840). Fue un período éste de más de mil años de duración,
demasiado largo incluso para un pueblo tan antiguo como el judío. Como
en toda época histórica, su relativa unidad reposa en las tendencias domi­
nantes en la sociedad específicamente descrita en medio de la marea de
acontecimientos y la cambiante sensibilidad que en ese mismo período ex­
perimenta la humanidad en general.
En toda esta época, el pueblo judío vivió en países regidos por el cris­
tianismo y el islamismo, religiones monoteístas que, si bien procedían de
los conceptos religiosos del judaismo, afirmaban que los comprendían me­
jor y que los judíos los habían entendido mal. La persecución y la humi­
llación a que sometían a los judíos eran por consiguiente acciones preme­
ditadas, aunque las dos religiones tenían para justificar la persecución razo­
nes distintas que se modificaban de cuando en cuando. Las acusaciones for­
muladas por los cristianos eran más vehementes que las expuestas por los
musulmanes, y se relacionaban más directamente con sus creencias pro­
pias. Condenaban a los judíos por haber rechazado a su Mesías judío y por
haber crucificado al hijo encarnado de Dios; y les imputaban ceguera es­
piritual y tosquedad religiosa por seguir observando los mandamientos «le­
galistas y materialistas» del Antiguo Testamento. Los judíos, por su parte,
sostenían que la adoración de un hijo encarnado de Dios dentro de una tri­
nidad era puramente idolatría, y no se podía equiparar con el culto del
Dios uno y único de la Torá y los profetas. Rechazaban asimismo la anu­
lación cristiana de los mandamientos prescritos claramente en las Escritu-
455
ras, cuyo texto y significado los mismos cristianos no podían negar.
La disputa con el Islam era más externa y menos aguda. La controver­
sia procedía de la negativa de los judíos a aceptar a Mahoma como emisa­
rio y profeta de Dios, y al Corán como texto sagrado. Se acusaba además
a los judíos de haber falsificado el texto de la Torá. No había discrepan­
cia sobre la naturaleza de Dios ni conflicto por las estatuas o los iconos.
Tampoco los estilos de vida según la ley eran tan diferentes entre estas dos
religiones como para originar entre los musulmanes una animosidad simi­
lar a la que movía a los creyentes cristianos, en cuya Biblia figuraba la re­
belión del judío Pablo contra las leyes y las prácticas judías. No obstante,
en muchos países regidos por musulmanes, y en numerosos períodos, los
judíos sufrieron hostilidad y humillaciones al igual que en los dominios cris­
tianos, aunque con menor intensidad.
En lo que coincidieron estas dos religiones durante la Edad Media fue
en su llamada a los judíos para que se unieran a ellas. Se ofrecía por en­
tonces la «igualdad de derechos» a los judíos que se convirtieran a una u
otra de las dos religiones dominantes, las cuales afirmaban constantemente
que la verdadera creencia judía reclamaba esa conversión. Una abrumado­
ra mayoría de judíos optaron por el destino de una incesante persecución,
prefiriendo seguir siendo fieles a su fe y a su pueblo, así como a la herencia
derivada de la existencia inicial de la nación judía en su país. Durante toda
la Edad Media, los judíos reclamaron tanto de la civilización dominante
como de sí mismos una autonomía nacional y religiosa y una responsabili­
dad cultural y social. Esto constituía un desafío para ellos mismos y para
la sociedad dominante. Pero el reto interno desarrolló una fuerza espiritual
creadora capaz de ofrecer una resistencia vigilante, y de forjar nuevas pau­
tas de vida para la comunidad y para el individuo judíos.
Nuestra exposición se inicia con las conquistas árabes (caps. II-V), las
cuales crearon un área política que puso a la gran mayoría de los judíos
bajo el dominio del califato musulmán. Hasta entonces, no había habido
una concentración semejante de diáspora judía dentro de un mismo rei­
no desde los días de Ciro y los aqueménidas persas. Las nuevas circuns­
tancias suministraron a los judíos amplias oportunidades de autogobierno,
así como también ventajas en su vida económica. Florecieron las activida­
des culturales y religiosas por el contacto con el mundo intelectual del ca­
lifato, particularmente cuando se impuso la tendencia helenista. Un histo­
riador moderno sugirió, con gran acierto, que la civilización del califato de
esa época se podría describir como la de un Islam helenizado. Los judíos
de la Europa occidental se vieron asimismo influidos por la forma en que
respondían a los nuevos desafíos planteados los judíos que vivían en los do­
minios musulmanes.
La segunda sección (caps. VI-IX) comienza con la primera cruzada del
año 1096, las matanzas de los cruzados en el valle del Rhin y la disposición
de los judíos a recibir el martirio por la gloria de Dios, hechos todos estos
que tuvieron gran repercusión en la historia judía. Los cambios que tuvie­
ron lugar tras estos hechos fueron de una gran importancia en muchos as­
pectos. El fenómeno del martirio en gran escala y la mentalidad a que dio
456
lugar dejaron su huella en los judíos askenazíes que vivían en el norte de
Europa y al este de los Alpes, e influyeron en el pensamiento de los judíos
sefardíes. El vivir entre gentiles ocasionó además una fundamental trans­
formación en la situación legal y económica, así como también en el ideario
de los judíos europeos.
La tercera sección (caps. X-XIV) se inicia con la peste negra de los años
1348-49, la cual señaló un cambio de dirección en la historia de la Edad
Media en toda la Europa occidental. La elevada mortalidad y los cambios
que experimentó la población en su estructura así como en su estado de áni­
mo y sus reacciones emotivas dieron entrada a una nueva época. Los ju­
díos se vieron seriamente sacudidos por las falsas acusaciones de haber pro­
vocado la plaga; tanto la cultura askenazí como la sefardí sufrieron graves
conmociones en este período. En el siglo y medio que transcurrió entre la
peste negra y el comienzo del siglo XVI se derrumban los viejos centros ju­
díos, comienzan las expulsiones y restricciones en la Península Ibérica, que
se prolongan hasta el año 1497, y surgen nuevos centros askenazíes en los
países eslavos occidentales.
En la cuarta sección (caps. XV-XVII) se examina la interacción de los
procesos y acontecimientos dentro y fuera del judaismo entre los años 1492
y 1517. Desde la aparición de Lutero hasta el final de la Edad Media, sur­
gió una nueva situación en el cristianismo occidental: la división perma­
nente creada por la Reforma protestante. Durante esc lapso de tiempo, las
comunidades judías que se habían instalado en el imperio otomano a raíz
de las expulsiones —principalmente las de la Península Ibérica— tuvieron
una destacada influencia, social y espiritual. Otros judíos exiliados se esta­
blecieron en los Países Bajos y sus alrededores; y en Polonia y Lituania pros­
peró social y económicamente la relativamente nueva comunidad askenazí.
Desde el punto de vista cultural y religioso, el período analizado en esta úl­
tima sección se caracterizó por la existencia de crisis y cambios indicadores
de una transformación interna y externa del judaismo medieval; por ello,
puede ser considerado como conclusión de una época.

La expresión «Edad Media» y los problemas que encierra


Esta expresión —Edad Media— refleja por sí misma la poca estima en
que se tuvo a esta época durante largo tiempo; y hasta hace poco se empleó
para denotar desaprobación cualitativa. Es una época, se decía, enclavada
entre la antigua gloria del período clásico y el Renacimiento, en el que se
cobijaron grandes esperanzas para el progreso y el desarrollo de la civili­
zación y la sociedad. Este criterio ya no es, sin embargo, aceptable para los
historiadores. La relatividad histórica tiene ahora un sentido más amplio.
Las conquistas humanas, las diferentes formas de vida y las civilizaciones
de diversa naturaleza se valoran ahora por sus características y sus méritos
propios, y sobre la base de su contribución a los múltiples valores de la
humanidad.
En la Edad Media se manifestaron grandes progresos en todos los campos
457
del esfuerzo humano. En arte y arquitectura, se crearon los estilos románico
y gótico; el pensamiento y la sensibilidad religiosas adquirieron entonces una
fuerza arrolladora. Una de las características más destacadas del mundo
medieval era la de que las disciplinas sociales y legales carecieran de auto­
ridad y validez independiente, y estuvieran subordinadas al pensamiento re­
ligioso. El hecho de emanciparlas de la religión fue una de las más impor­
tantes contribuciones que hizo la declinante Edad Media a la civilización.
La filosofía medieval fue inicialmente promovida y alimentada por la bús­
queda de la verdad divina, el deseo de interpretar la voluntad de Dios y el
significado de su obra en la tierra. La Edad Media supuso un valioso apor­
te a la filosofía, con su tentativa de lograr una síntesis entre la filosofía es­
pecíficamente religiosa del período —basada en las Escrituras monoteís­
tas— y la filosofía heredada de los griegos y los romanos, particularmente
la de Aristóteles y sus sucesores. La influencia de su filosofía se advierte
en primer lugar en los pensadores musulmanes; y en períodos posteriores,
sobre todo por medio de los traductores y maestros judíos, también en el
mundo cristiano.
En el plano político, el Estado medieval intentaba, por un parte, obte­
ner un mayor grado de autoridad, y por otra, establecer libertades clara­
mente definidas. De ahí que el individuo y el Estado, tal como actualmen­
te se entienden, estuvieran separados por diversas leyes y corporaciones. En­
tre las autoridades religiosas y las seculares existía una gran tensión, debi­
do a la presunción de aquéllas de que el único objetivo de la instituciones
humanas era el de servir la voluntad de Dios. Cuando aparecieron institu­
ciones religiosas, a menudo extremadamente ascéticas, interviniendo en los
asuntos y las pasiones mundanas, las tensiones sociales aumentaron en pro­
porción directa a la de su total convicción de que era preciso servir a Dios
en todas las cuestiones sociales. También en la sociedad judía de este pe­
ríodo se presentaron muchos de aquellos problemas, aunque generalmente
lo hicieron con significadas diferencias de forma y contenido.

Aspectos particulares de la historia medieval judía


La Edad Media judía difiere en muchos aspectos del período correspon­
diente de la historia europea. Una de las características principales de la
transición desde la época antigua a la medieval —sobre todo en la Europa
occidental, donde comenzó a manifestarse el cambio— es el declive de la
ciudad, que pierde la posición que ocupaba en la Antigüedad. También en
el Islam la ciudad había perdido su importancia para la organización y la
administración de la sociedad; pero en la vida económica y religiosa de­
sempeñaba una función mucho más prominente que en el Occidente cris­
tiano. La reaparición de las ciudades y su lucha por la autonomía y su po­
sición en la vida social y política constituyen un capítulo fundamental de
la historia europea.
Pero en la historia judía la Edad Media fue por el contrario una época
458
urbana por excelencia. Palestina había dejado de ser un importante centro
de población judía en el mismo comienzo del período. Ya en el siglo VIII
la agricultura había dejado de constituir el medio de vida básico para la
mayor parte de los judíos del Oriente Medio. En los países islámicos, las
ciudades atraían a los judíos que habían sido obligados a abandonar las al­
deas, y a medida que los judíos se instalaban en número creciente en las
ciudades, y se dedicaban al comercio, el ambiente urbano iba modelando
su forma de vida y sus ideas. Por su parte, los judíos que llegaron a la Eu­
ropa occidental encontraron una estructura social donde la tierra era la
base tanto de la autoridad social como de la servidumbre establecida. Las
normas feudales cristianas que predominaban en Europa impidieron en los
países cristianos la posibilidad de colonización agraria por parte de los ju­
díos. La ciudad tuvo que ser la primera escala, y finalmente se mantendría
como principal espacio de residencia, e incluso como unidad de autonomía.
Aparte de las diferencias existentes entre los judíos y las entidades na­
cionales que los albergaban, con respecto a las características residenciales
y sociales los separaban también sus relaciones con los elementos antiguos
y los nuevos, con lo clásico y lo primitivo de la historia. Los pueblos que
plasmaron la cultura de la Edad Media, árabes, germanos y eslavos, que
en posesión del poder efectivo dictaron a los judíos sus condiciones de exis­
tencia, eran grupos étnicos que tenían en la Antigüedad una cultura tribal
primitiva. Más tarde o más temprano invadieron el ámbito de la civiliza­
ción grecorromana, o de la cristiana que la sucedió, y adquirieron sus va­
lores, que se mezclaron con los conceptos propios de sus antecedentes tri­
bales. El pueblo judío constituía una manifiesta unidad nacional y cultural
del mundo antiguo, que había entrado en la Edad Media aportando los sig­
nos de su identidad cultural, y condujo consigo conscientemente hacia las
nuevas situaciones un vigoroso sentido de continuidad con su propio pasa­
do. Para los judíos, la fe era el eslabón principal en la cadena de continui­
dad, y en relación con los pueblos dominantes que les rodeaban, era un cri­
sol que les pulía, una fuerza que lograba transmitirles la herencia del mun­
do antiguo. En el interior del espacio determinado por las prácticas referi­
das al cristianismo, las tribus que con respecto a su experiencia anterior
eran recién llegados a la cultura aprendieron a aumentar el grado de su sen­
sibilidad de acuerdo con la creencia en un redentor humillado y ejecutado.
Diversas tribus guerreras de las selvas y las estepas se vieron obligadas a
aceptar valores basados en un ideal ascético que exigía entusiasmo por el
«derrumbamiento» anacorético del ego humano. En el mundo islámico los
árabes, empleando sus propios conceptos religiosos y sus particulares nor­
mas de cultura, adaptaban a la suya la antigua civilización de los pueblos
por ellos conquistados. Los judíos, no obstante, no habrían de compartir
las tensiones y los desafios creados por la fusión de culturas y civilizaciones
que la etapa histórica aportaba.
La sociedad judía, con su religión y cultura propias, continuó viviendo
y desarrollándose a lo largo de la Edad Media. Lo haría a través de con­
tactos y conflictos entablados con las culturas que la rodeaban, formadas
por un elemento judeocristiano que, si bien se iba esfumando, continuaba
459
constituyendo un poderoso ingrediente clásico y por un antiguo fundamen­
to tribal cuya huella seguía actuando incluso cuando solamente se hallaba
latente o reprimido. Este último fundamento no existía en absoluto en la
cultura judía, con la que tiempo atrás se había fusionado un decisivo in­
grediente clásico. De esta forma, la influencia primitiva o tribal llegaba al
ser nacional y cultural del judaismo medieval, de forma prácticamente ex­
clusiva a través de elementos foráneos.
Con la creencia judía en su elección divina se combinaba un permanen­
te sentido de unidad nacional, vigorizado firmemente por el carácter bási­
camente urbano de la vida común judía. Todo ello contribuiría a forjar el
espíritu de igualitarismo de los judíos que se emparejaba con una actitud
aristocrática dirigida hacia el mundo exterior. Dadas las condiciones en que
se desarrollaba la vida social de los judíos en las ciudades de Europa y del
Cercano Oriente, la fervorosa aceptación de la disciplina implantada en la
conciencia de los judíos favorecía su adhesión a la ley judía.
En la Edad Media, el sentimiento nacional judío se vio obligado a en­
carar repetidamente el problema de la justicia divina en la Historia. La in­
fluencia de las culturas que les rodeaban obligaría a los judíos al análisis
de la relación que pudiera existir entre sus tradiciones consagradas y las
enseñanzas de Platón y Aristóteles. A menudo, salía a la luz la clásica ten­
sión existente entre el misticismo y el racionalismo acerca de la doctrina ba­
sada en que la palabra de Dios había sido revelada directamente al hom­
bre. Estas diferencias, al igual que el trazado de esquemas especiales para
la actividad económica judía, y de los nuevos sistemas de pensamiento, ori­
ginaron una intensa creatividad espiritual y se grabaron, expresa e implí­
citamente, en el amplio desarrollo medieval de la halajá mediante la forma
de decisiones legislativas y de comentarios jurídicos. La halajá medieval sur­
gió esencialmente de la combinación de comentarios y decisiones. Las dis­
cusiones dieron origen al desarrollo de ideas, sistemas filosóficos, y doctri­
nas y fantasías místicas nuevas. La postura antagónica de los judíos se ex­
presaba de forma más clara por medio de sus polémicas con los miembros
de las demás religiones. La continuidad y el cambio, tal como se manifies­
tan en las células judías de la autonomía comunal, tienen el sello de esa
dialéctica de vida y pensamiento.

Vida económica de los judíos: problemas básicos


En torno a la naturaleza de las profesiones de los judíos en la Edad Me­
dia, se ha ido entrelazando todo un ovillo de interrogantes que es conve­
niente desenredar. Los antisemitas medievales y modernos; los judíos idea­
listas que en nuestro tiempo aspiraban a volver a los tiempos antiguos de
la nación, a unas primeras profesiones y a una vida de perfección; y los ju­
díos que se aborrecen a sí mismos; todos ellos «han colaborado» en distor­
sionar la imagen real de la historia económica de los judíos medievales.
En muchos estudios publicados se da por sentado que la ocupación domi­
nante entre los judíos de aquellos días era el préstamo a interés, al cual se
460
dedicaban bien por voluntad personal, bien por costumbre. Algunos hablan
de un espíritu financiero, emprendedor o explotador según las inclinacio­
nes del que escribe, que guiaría esta actividad económica.
A decir verdad, lo que caracteriza la economía de los judíos en la Edad
Media es mucho más la variedad y diversidad que esa supuesta concentra­
ción alrededor del préstamo a interés. En la época de que aquí se trata tu­
vieron lugar cambios considerables en los modos de ganarse la vida y los
oficios de los judíos. Además, la concentración en ciertas profesiones no fue
igual en los distintos países y en los diferentes tiempos. Causas diversas
apartaron de la tierra a la mayoría de los judíos. Este complejo proceso se
aprecia mejor en la zona del Oriente Medio a fines del siglo VIII (véase
pág. 465). La transición a la vida económica urbana en los países islá­
micos vino a llenar todas sus esferas de actividad: la artesanía, el comercio
en pequeña y gran escala, la buhonería y los grandes negocios financieros;
no hay profesión urbana que falte en el arco de las ocupaciones normales
de los judíos, desde el curtido hasta la medicina.
Esta amplia base perduró en los países islámicos a lo largo de todo el
período; es también la base de la vida económica de los judíos en las ciu­
dades de los reinos cristianos en la Península Ibérica. Al principio los ju­
díos llegaron al occidente de Europa, al norte de los Pirineos, como exper­
tos comerciantes internacionales y como reconocidos administradores de fi­
nanzas en cuyas manos se ponía a veces la honorable acuñación de mone­
da. Tanto en la España cristiana, desde el comienzo del progreso de la Re­
conquista en adelante, como en las ciudades alemanas en los inicios de su
surgimiento en el siglo XI, o en el reino polaco-lituano de los siglos XVI
y XVII se consideraba a los judíos como una población dotada de iniciati­
va y fortuna para las labores de colonización y administración, en cada país
y en cada época según sus diferentes circunstancias y necesidades. Pero de
todos los cambios que tuvieron lugar en el centro de gravedad de las ocu­
paciones de los judíos, lo único que atrajo la atención de los observadores
de que hemos hablado es precisamente este fenómeno de la tendencia de la
mayoría de los judíos en los países de Europa occidental y central al norte
de los Pirineos, y en algunas partes de Italia, hacia el préstamo a interés,
especialmente entre los siglos XII y XV más o menos. Aunque los judíos
que vivían en esos países eran una minoría en el conjunto del pueblo judío,
esta ocupación ha sido considerada como la actividad económica más ca­
racterística de los judíos en la Edad Media.
El principal error de los enemigos, los reformadores sociales y los apo-
logetas de los judíos conjuntamente en lo tocante al lugar de este fenómeno
económico en la conciencia de los judíos es que confunden el gobierno de
la Torá sobre el comportamiento de los judíos con su conciencia socioeco­
nómica. La evolución de la conciencia en esta materia puede observarse cu
los análisis de los intérpretes de la ley judía, al menos desde la época de
Rasi (hacia fines del siglo XI) en adelante, análisis que tienden a hallar un
camino para permitir el préstamo de dinero a interés de un judío a otro ju­
dío. Sobre ello dan también testimonio los esfuerzos por hallar una fórmula
específica que permitiera algo de ese tipo, fórmula que se encontró en el si­
461
glo XVII con la ordenanza llamada del héter iscá (autorización de tomar in­
terés sobre un préstamo empleado para negocios), que fue promulgada en
Polonia-Lituania. Esos esfuerzos exegéticos y legislativos ponen de mani­
fiesto que en lo profundo del corazón de los judíos fue madurando muy pron­
to el reconocimiento de que el préstamo de dinero para las necesidades de
las personas era cosa provechosa y digna desde el punto de vista social y
moral, bien se tratase de préstamos para el consumo, como eran los que
hicieron los judíos la mayor parte del tiempo en su «zona de interés», en
Europa occidental y central, bien de préstamos para la promoción del co­
mercio, como eran los que parte de los judíos hacían en el Oriente musul­
mán, en la España cristiana o en Polonia-Lituania.
El fenómeno histórico que tiene auténtico interés en este capítulo de la
relación entre la práctica económica y la conciencia que se tenía de ella, es
la fuerza con que la fidelidad a la Torá de la mayoría de los pensadores
judíos impedía reconocer claramente el cambio que se produjo en su con­
cepto sobre el beneficio que obtenían los que negociaban con dinero, cam­
bio que sin embargo se manifestaba en su comportamiento y en su búsque­
da de una fórmula para autorizar el préstamo.
En una disputa mantenida con cristianos en el año 1500, en Ferrara (Ita­
lia), por el rabino R. Abraham Farisol, natural de Aviñón, quedó clara­
mente expresada la posición judía acerca del interés, tal como cristalizó fren­
te a la actitud sostenida por la Iglesia Católica. El argumento principal
aportado por el rabino Farisol era que la estructura de la sociedad huma­
na,- como también los incentivos de la actividad económica por una parte,
y las normas de ayuda mutua por la otra, se habían transformado desde
los tiempos de los antiguos legisladores, que habían desacreditado el inte­
rés al considerarlo innatural. El mundo circundante que conocían él y los
clérigos con los que debatía estaba compuesto por distintos pueblos, cada
uno de ellos ocupado en sus propios intereses, así como de individuos que
actuaban cada cual para sí mismo...
Se originó de este modo una nueva situación y nuevas obligaciones, una nueva
ordenación intrínsecamente distinta de la anterior; por ejemplo, [la necesidad de]
asistir al prójimo en retribución por el pago que debe hacer el necesitado, y no dar­
le algo a cambio de nada a nadie, salvo si es pobre, o es ayudado por compasión...
En otros casos, cuando un hombre necesita algo de lo que su compañero posee mu­
cho... lo compra por un precio. De ahí... la establecida práctica de pagar por el
alquiler de las casas y el trabajo de los obreros..., todo lo cual tiene su precio [...].
Porque si reclamaran la naturaleza y la sabiduría que se les diera ayuda a todos
los que lo necesitan para satisfacer de ese modo sus deseos, y que el dinero se pres­
tase sin interés a los que necesitan dinero, la naturaleza pediría también que al que
necesita una casa, o un caballo, o trabajo se le diese, y se proveería a todos sin pago
(Abraham Farisol, Maguen Abraham, manuscrito).
Abraham Farisol afirma que si fuera de otro modo «habría envidia, dis­
putas, peleas, trastornos y enemistad... por ejemplo, acerca de quién debe
dar ayuda y quién merece recibirla. Debido a ello, se difundió la práctica
y la norma de ayudar por un precio justo y trabajar por un salario conve-
462
nido; siendo ésta la base de las costumbres y las leyes» (ídem). De este modo
pudo concebir, aunque de forma teórica, un diferente «orden de la natura­
leza»; y pudo aceptar únicamente una naturaleza social, en la que la ayuda
se pagase en todos los campos, y la caridad se limitase a los que fuesen
completamente pobres.
Para él, los precios, los sueldos y el interés son elementos reguladores
de las relaciones humanas, poseedores de un carácter socialmente benefi­
cioso dentro de una sociedad ordenada y pacífica. Rechaza por otra parte
la diferencia contenida en el fondo de la prohibición del interés entre los
ingresos producidos por el dinero y aquellos procedentes de cualquier otro
origen. Deduce, además, de forma expresa del sistema de pago por trabajo
o por alquiler de viviendas que de acuerdo con la esencia y la práctica se
desprende que el beneficiado con el dinero de su compañero tiene la obli­
gación de pagar algo por ello. Y lo hace debido a que en ocasiones el prés­
tamo de dinero puede ser más útil que el de un caballo o una casa. Por eso,
resulta natural y adecuado según la ley dar algo al dueño del dinero que ha
sido prestado. Señala Farisol a su contrincante que tanto los bienes mue­
bles como los inmuebles son recibidos por «el hombre por medio de dinero
y por medio de la cuenta [es decir, del interés]. Y lo mismo que el hombre
obtiene ganancias con sus animales o sus casas, es natural y correcto que
se logren beneficios con los intereses. Como el orden natural original ya no
existe... todo debe hacerse solamente por medio de un pago» {ídem,
págs. 292-293).
Resulta evidente que Abraham Farisol no concebía que existiese ningu­
na razón lógica válida para la prohibición del interés. Sin embargo, des­
pués de haber completado sus argumentos, se dedicó a explicar los textos
del Pentateuco que tratan de los préstamos otorgados a los gentiles. En rea­
lidad, la prohibición del interés fue en la Edad Media para muchos judíos
un «mandato» obligatorio, por el que no se daba ninguna razón, y por ello
se imponía únicamente sobre lo que se prohibía de forma expresa. Lo cier­
to es que en toda la serie de comentaristas judíos apenas aparece algún que
otro argumento que explique la prohibición del interés (véanse págs. 660,
755 y 756).

463
II. LA CONFIGURACION DE LA DIASPORA.
OFICIOS DE LOS JUDIOS EN LOS
COMIENZOS DE LA EDAD MEDIA

Las rápidas y extensas conquistas realizadas por los árabes tansforma-


rían la estructura de la diáspora judía y la vida de sus componentes huma­
nos. Casi todo el pueblo judío vivía en las zonas conquistadas por aquéllos
entre los años 632 y 711. Más del 90 por 100 se encontraron residiendo
dentro de un único imperio, con una red de comunicaciones compartida y
un cuerpo de relaciones básicamente uniforme. Babilonia, Palestina, Egip­
to y Persia estaban, al igual que en los tiempos de Ciro, bajo una misma
autoridad. Se posibilitaron nuevas áreas para la colonización judía y se vol­
vió a abrir para los judíos todo el país de Israel, incluida la ciudad de Je-
rusalén. En España, los que habían sido convertidos por la fuerza al cris­
tianismo podían volver al judaismo si lo deseaban, y parece que hubo una
apreciable inmigración a España de judíos procedentes de territorios
islámicos.

La vuelta a las ciudades


Los nuevos gobernantes, que en su mayoría habían sido nómadas de
los áridos espacios de Arabia, arruinaron la agricultura de Babilonia im­
poniendo gravámenes sobre la superficie de la tierra en lugar de hacerlo so­
bre su rendimiento, y descuidando la red de irrigación durante los prime­
ros años de la conquista. El resultado fue el empobrecimiento y el aban­
dono de las aldeas y de las áreas rurales en general. Además de esto, los
aldeanos judíos soportaban la pesada carga que suponía el jarach (capita­
ción) impuesto sobre los campesinos considerados «infieles» (véase
págs. 479 y 480). Al finalizar el siglo VIII, la población judía habita amplias
zonas de los territorios islámicos, y lógicamente su estructura económica se
había urbanizado. Una ordenanza emitida para todas las colonias judías,
en una comunicación que llevaba el sello del exilarca y los cuatro sellos
de los jefes de las academias, anunciaba que «el juez que no les cobrara
465
[las deudas a los huérfanos] con enseres sería despedido». Esta ordenanza
representaba un cambio radical en la práctica legal judía para la cobranza
de las deudas. Anteriormente, los enseres de los huérfanos quedaban exi­
midos, pero ya hacia el año 787 los judíos poseían principalmente bienes
muebles y enseres, con preferencia a las tierras.
El paso desde la aldea a la ciudad fue motivado por la atracción eco­
nómica que ofrecían las ciudades en los países musulmanes. Los conquis­
tadores vivían inicialmente en campamentos provisionales, que más tarde
conocerían un desarrollo que los transformaría en núcleos urbanos. Los mu­
sulmanes protegían las actividades comerciales; en los centros principales
de intercambio, situados en las rutas de las caravanas, se fundaron nuevas
ciudades, y las antiguas, localizadas asimismo sobre las rutas comerciales,
adquirieron nuevo auge. Los judíos se instalaron en todas aquellas ciuda­
des y llegaron a crear en su interior importantes comunidades, como las de
Bagdad en Irak y Kairuán en Africa septentrional.
En la Europa occidental de esa época, y hasta el siglo XI, las ciudades
eran los únicos lugares donde la cultura clásica seguía ejerciendo algún ves­
tigio de influencia. Los mercaderes encontraban seguridad en el dominio
del obispo, junto a los muros de la ciudad y dentro de ellos. Los judíos pe­
netraron en la Europa occidental como mercaderes y comprobaron que las
condiciones urbanas allí existentes favorecían sus actividades, ofreciéndoles
seguridad y posibilidades culturales a un tiempo. Progresivamente, la vida
urbana pasó a ser la forma normal de existencia de los judíos en todos los
países. Finalmente, habían de acostumbrarse a vivir en las ciudades, y el
campo les resultaría algo extraño y desconocido. En la sociedad rural feu­
dal cabían solamente dos clases: el señor, cualquiera que fuera su categoría
en la jerarquía campesina, y el labriego, que en muchas zonas se hallaba
vinculado al suelo que trabajaba y al servicio de su amo. En el estado de
señor, bajo cualquiera de sus formas, estaban absolutamente excluidos los
judíos. En el clima espiritual y social del cristianismo medieval resultaba
inconcebible que un siervo fuese un infiel y su señor un cristiano,
o viceversa.

Los judíos como colonizadores


A partir del siglo IX comenzó a aumentar en muchos países la pobla­
ción judía, según se advierte por la dispersión de sus comunidades hacia
otras naciones, de forma generalmente voluntaria y no impuesta. En la Es­
paña musulmana existían ciudades de población casi exclusivamente judía,
como Lucena. Puede suponerse que las conquistas musulmanas hubiesen
impulsado en un principio a las concentraciones judías situadas en la costa
septentrional del Mediterráneo a efectuar un traslado hacia el norte. En la
Europa occidental, había poblaciones judías en las antiguas ciudades ro­
manas situadas a lo largo de las vías fluviales y sobre las rutas comerciales
que atravesaban el continente. La cuenca del Rhin servía de punto de en­
lace con los ramales que llegaban hasta Champaña y las regiones del sur.
466
Los judíos fueron penetrando gradualmente en Flandes, y hacia el este, en
lo que más tarde sería Alemania, alentados en principio por el comercio de
esclavos (véase pág. 470). En el año 965, se afirma, el emperador del Sa­
cro Imperio Romano (tal era entonces su denominación) había puesto a «ju­
díos y otros mercaderes» bajo la autoridad del obispo de Magdeburgo.
En 1066, inmediatamente después de la conquista normanda, los judíos de
Francia establecieron una comunidad en Inglaterra, y al igual que los nor­
mandos mantuvieron durante mucho tiempo las más estrechas relaciones
posibles con la comunidad originaria de Francia. Los judíos, se verá en se­
guida, tuvieron una intervención muy activa en el comercio del Mediterrá­
neo y en el tráfico intercontinental, apareciendo inicialmente en los países
cristianos de Occidente como una colonia de comerciantes internacionales.
Los judíos, sin embargo, no se limitaron a establecerse en las grandes
ciudades. También se encontraban en las aldeas de Mesopotamia y Egipto,
en las islas del Mediterráneo y del Océano Indico, y en los centros mer­
cantiles del califato. Pero incluso los más reducidos asentamientos judíos
procuraban hacer vida comunal y mantener sus propias instituciones.
Es posible encontrar el caso de un marido tratando de convencer a su es­
posa con estas palabras: «Ven conmigo a mi ciudad, ya que es allí donde
están mi trabajo y mi oficio. Aunque mi ciudad es menor que ésta, tiene
sinagoga, casa de baños y molinos; y además murallas» (respónsum del gaón
Sémaj ben Paltoi en el Osar Hagueonim al tratado Ketubot, editado por B. M.
Lewin, pár. 8, pág. 372).
A fines del siglo XI, los judíos fueron reconocidos como elemento colo­
nizador tanto en la España musulmana como en la cristiana, y asimismo
en el imperio germano. El obispo de Spira consideraría que había dado
más importancia a su ciudad tras haber conseguido atraer a un grupo de
judíos de Maguncia para poblar un nuevo suburbio recientemente agregado a
la misma (1084).
En los comienzos de la Edad Media, la religión judía obtuvo nuevos ad-
herentes debido a la adopción del judaismo por parte de numerosos miem­
bros de la clase gobernante, encabezados por el monarca del reino deja-
zar, situado en el delta del Volga, en su desembocadura sobre el mar Caspio.

Peregrinaciones a Tierra Sarita


Los lazos de unión con el país de Israel nunca quedaron cortados. Los
judíos que vivían en los dominios musulmanes iban allí a orar y luego re­
gresaban, Como se verá luego, los caraítas del siglo X ansiaban instalarse
en Jerusalén. Otros judíos, situados en lugares más lejanos, también man­
tenían relaciones con la patria. Un peregrino le habla en un documento a
un pariente y amigo de la santidad del lugar y de los anhelos que muchos
manifiestan de trasladarse a aquel país. Dice una carta del siglo XI enviada
desde la congregación de Salónica a otra comunidad asentada junto a la
ruta hacia Palestina:
467
Fulano, que procede de la comunidad de Rusia y estuvo con nosotros se encon­
tró con un pariente que había venido a nuestra sagrada Jerusalén y que le contó la
esplendidez de Israel. Su espíritu lo indujo a ir él también y prosternarse en
el santo lugar.
Y el hombre no sabe más que el «lenguaje de Canaán», el eslavo. Un ju­
dío de Francia, que había perdido recientemente un hijo, dice: «Tengo un
gran deseo de ir a Israel y a Jerusalén y terminar allí mis días.» Los idio­
mas eslavos eran llamados «el lenguaje de Canaán», basándose en el ver­
sículo bíblico que reza: «Maldito sea Canaán; esclavos de esclavos será»
(Génesis, IX, 25; véase pág. 470).

La vida de los judíos en los países islámicos


La dominación musulmana alcanza a reunir un vasto conjunto de paí­
ses y pueblos. Dado que los musulmanes mantenían una opinión favorable
al comercio, sus ilotas controlaban el Mediterráneo y las vías fluviales que
conducían hacia los países productores de las especias y las sedas del Le­
jano Oriente. Debido a ello, los países y los mares regidos por el califato
pasaron a convertirse en el espacio más apropiado para establecer el inter­
cambio de mercaderías dentro del mundo medieval. Incluso cuando apare­
cieron brechas en la estructura del poder islámico, a partir del siglo X, y
disminuyó apreciablemente la seguridad de los viajeros en los caminos, los
contactos establecidos fueron capaces de soportar la tensión, y el comercio
siguió extendiéndose incluso a través de las nuevas fronteras. Los judíos de
las ciudades se ocupaban principalmente en las diversas ramas de la arte­
sanía y el comercio. De forma simultánea, en las zonas fronterizas del ca­
lifato y en África, otras comunidades judías continuaron dedicándose a la
agricultura durante largo tiempo.
Los artesanos judíos abundaban en las ciudades y constituían una im­
portante fracción de la población judía. Parece que este sector económico
existía en realidad desde las postrimerías del período clásico. Un escritor
musulmán hostil a ellos llegó a afirmar que «entre los judíos encontramos
solamente tintoreros, curtidores, sangradores [es decir, barberos y ciruja­
nos], carniceros y reparadores de mangueras». Pero hablaba únicamente
de los oficios acerca de los que pretendía llamar la atención. Otras fuentes
más objetivas citan también herreros, orfebres, plateros, talabarteros y za­
pateros, algunos de los cuales eran artesanos ambulantes que viajaban por
las aldeas musulmanas.
En todas las ciudades funcionaban tiendas de judíos que comerciaban
con los artículos que eran puestos a la venta. Según referencias existentes,
había grandes comerciantes judíos; algunos de ellos vendían alfombras per­
sas a países lejanos; otros, exportaban perlas procedentes del golfo Pérsico.
Este comercio judío en gran escala era en parte intercontinental, llegando
hasta más allá del Mediterráneo y de los océanos. Los judíos intervenían
de hecho y de forma muy activa sobre todas las ramas de la actividad ur-
468
baña. Asimismo, componían las profesiones que ahora se denominan libe­
rales; eran médicos, astrónomos, traductores, etcétera.

«Banqueros de la corte»
Los judíos fueron así convirtiéndose en un nutrido grupo social cuyas
principales ocupaciones eran las derivadas del comercio y las finanzas.
De entre ellos, habrían de surgir algunos elementos especialmente dotados,
que buscaron la forma y medios de concentrarse y organizar la hacienda
judía, comenzando a suministrar fondos a los gobernantes necesitados.
Se tienen noticias de que en los comienzos del siglo X existían algunos co­
merciantes judíos acaudalados que se convirtieron en una especie de «ban­
queros de la corte», en Bagdad, y prestaban, cuando se las requerían, gran­
des sumas al califa y sus ministros. Parece que estas vastas cantidades es­
taban a su disposición porque ellos eran para los comerciantes judíos aco­
modados como una suerte de caja de ahorros. Los comerciantes judíos con­
fiaban sus dineros a los «banqueros de la corte» para compartir los bene­
ficios generados por los grandes préstamos que les hacían a los gobernantes.
Es posible que se encuentren en una de las respuestas de los gaones las
huellas de esta combinación de comercio y banca formuladas en un conve­
nio modélico establecido entre dos socios:
En tal y tal día y tal y tal lugar, cerramos trato con A por la suma de tres mil
piezas de oro que B le confía, con la condición de que A agregue otras dos mil pie­
zas de oro... y lo que reciba en exceso,^ hará transacciones con ellos como lo hacen los
banqueros,y también con otras mercancías... Y A concertó muchos negocios desde el co­
mienzo de la asociación hasta ahora, unos diez años en total, y obtuvo muchas ga­
nancias. (La cursiva es del autor.)

A, que es el que pone el dinero, declara: «Ustedes tienen derecho úni­


camente a la parte que les corresponde de las ganancias producidas por las
cinco mil piezas de oro; todas mis restantes transacciones han sido hechas
con mi dinero y el dinero de otros; y ustedes no comparten las ganancias que
obtuve con ellos.» Durante la discusión legal se habla del empleo en el con­
trato de la palabra gahbadá, la que se traduce por «la actividad de los ban­
queros y asuntos similares» (Responsa, Saaré Sedee, Salónica, 1794, cap. 8,
núm. 12, fol. 96v.).
Esta asociación establecida entre banqueros prestamistas y acaudalados
comerciantes judíos depositantes, anónimos para las autoridades, que ser­
vían de socios silenciosos en esta esfera de la actividad económica, daba a
los banqueros una cierta protección frente a sus despóticos clientes. Los es­
critores árabes explican que el califa se abstenía de atacarlos «para que los
comerciantes estuvieran dispuestos a prestar su dinero por medio de los ban­
queros cuando fuera necesario». Los visires eran reemplazados de forma ar­
bitraria, pero generalmente el «banquero de la corte» se mantenía en su
puesto y sus propiedades no eran tocadas. Entre los socios más importan-
469
tes de este negocio bancario del siglo X se encuentran los nombres de Ne-
tirá y sus hijos, Yosef ben Pinjás y Aharón ben Amram.

Comercio internacional
Gran parte del extenso comercio judío seguía por una parte las rutas
que iban desde el califato hasta el Lejano Oriente, de donde se traían las
especias, y los países de Europa occidental, en la dirección opuesta, por
otra. Desde los comienzos del período que estamos tratando, las dificulta­
des reinantes en la Europa occidental contribuían a incrementar la impor­
tancia del comercio judío. Las conquistas de los musulmanes y su control
del Mediterráneo habían cortado los antiguos lazos comerciales que man­
tenían los reinos germánicos con el Oriente. Esto contribuyó al mismo tiem­
po a aumentar el aislamiento creciente y la firme animosidad bizantina ha­
cia la Iglesia y los reinos del Occidente. Los judíos pasaron a convertirse
en los comerciantes internacionales de la Europa occidental, a la que su­
ministraban los artículos de lujo y las especias que necesitaba, y exporta­
ban a cambio los escasos productos disponibles en Europa hacia los ricos
territorios del Islam. Algunos de estos comerciantes judíos se instalaron en
países cristianos; otros continuaron viviendo en los territorios islámicos.
Como consecuencia, los lazos que los unían originalmente contribuirían a
unificar estas redes mercantiles establecidas.
Las crónicas del obispo franco Gregorio de Tours habían informado ya
en el siglo VI acerca de comunidades judías en el interior del reino de los
francos. De su relato parece desprenderse que aquellos judíos comerciaban
con artículos de lujo, lo que habría de ponerles en contacto con la corte
real, la nobleza y los niveles superiores del clero. El obispo los considera
opulentos y describe un debate que mantuvo con el comerciante judío Pris­
co en la corte real, en presencia del rey franco. Presenta al comerciante ju­
dío como un hombre que mantiene estrechas relaciones con la realeza, ver­
sado en la Biblia y capaz de defender su religión con habilidad y firmeza.
Prisco sería finalmente asesinado por un converso al cristianismo en época
de conversiones forzosas. Este ejemplo demuestra la ambigua posición man­
tenida por los comerciantes judíos de gran cultura dentro de una estructu­
ra económica primitiva basada principalmente en el trueque, en una época
en que el Occidente se hallaba en un estado de pleno declive cultural. Los
judíos eran extranjeros, valiosos y vulnerables al mismo tiempo.
Hacia el año 825, el arzobispo Agobardo de Lyon se quejó del comercio
judío de esclavos, permitido por una cédula real especial y mencionado asi­
mismo ocasionalmente en las fuentes judías. Los esclavos eran casi en su
totalidad eslavos paganos capturados por cristianos y vendidos a judíos,
quienes a su vez los trasladaban a los países islámicos. Agobardo, de he­
cho, no se quejaba por el comercio de esclavos eslavos, ya que en aquella
época ninguna religión ponía objeción a la esclavitud de los miembros de
otras religiones, y menos aún de paganos. Además, la esclavitud de cristia­
nos por parte de cristianos sustentaba las bases de la sociedad cristiana feu­
470
dal. A lo que se oponía el arzobispo era al hecho de que los judíos se ne­
garan a dar libertad y entregar a la Iglesia a los esclavos que se convertían
al cristianismo cuando atravesaban un territorio cristiano. También afir­
maba que los judíos vendían en ocasiones cristianos a musulmanes, queja
ésta que en ocasiones iba dirigida contra los cristianos venecianos. El co­
mercio de esclavos era muy importante en la vida económica de la Europa
occidental, dado que la provisión de este bien recibido artículo a los países
musulmanes contribuía hasta cierto punto a equilibrar el flujo de oro que
la Europa occidental cristiana emitía hacia los espacios musulmanes. Des­
de el punto de vista actual era asimismo importante porque ponía a los ju­
díos en directo contacto con la Europa oriental. Durante mucho tiempo fi­
guraron los eslavos y su país de procedencia en las fuentes hebreas, deno­
minados respectivamente como «cananeos» y «país de Canaán», por ser
aquélla la tierra de origen de los esclavos.
En el siglo IX, el comercio judío se haría más amplio y completo. A me­
diados de siglo, un escritor musulmán describió a un grupo de comercian­
tes judíos llamado de los «rahudanitas» (vocablo de etimología confusa),
que partían de los puertos meridionales de la actual Francia y llegaban a
las rutas comerciales de los países islámicos a través de varios mares y ru­
tas terrestres, siguiendo luego hasta la India y China; de ahí traían artícu­
los de lujo y productos necesarios en Europa, como especias e incienso para
las iglesias y ropas de seda para la realeza y la nobleza. El autor elogia su
conocimiento de los idiomas. Según él, sus compañías actuaban siempre
por medio de rutas fijas y perfectamente conocidas.
Numerosos responsa de gaones, escritos entre los siglos IX y XI, dan tes­
timonio de las vastas actividades comerciales que realizaban los mercade­
res judíos en varios puertos del Mediterráneo. Ello posibilita el conocimien­
to de la existencia de asociaciones establecidas entre judíos de países dis­
tantes (por ejemplo, entre los judíos sicilianos y egipcios). Desde el Este,
se enviaban partidas de especias y tejidos al Oeste. Los mercaderes esta­
ban muy bien organizados y en los puertos más importantes tenían un ca­
pitán propio; era éste un funcionario nombrado por el Estado, que al pa­
recer suministraba depósitos, organizaba rutas y métodos de tráfico y so­
lucionaba disputas que pudiesen surgir. El aprendizaje comercial cruzaba
de hecho las fronteras políticas existentes y salvaba las distancias. Un hom­
bre —según datos de que se dispone— envió a su hijo desde el Magreb (no­
roeste de Africa) hasta Egipto, a la casa de su hermano, para que apren­
diera los procedimientos del comercio. En la primera mitad del siglo XI,
Semuel Hanaguid, «cuando era joven, atravesó el mar en compañía de mer­
caderes... llevado por los remos y por el viento» (Diwán, Ben Tehilín, pár. 8,
pág. 5). En su opinión, el comercio marítimo era una de las «tres ocupa­
ciones a que se dedican todos los que viven desafiando al peligro y son mag­
nánimos» (ídem, Ben Mislé, pár. 15¿, pág. 246). En este tráfico se estable­
cían estrechas relaciones entre los comerciantes, muchos de los cuales eran
hombres de cultura. En el siglo XI dijo uno de ellos: «Realmente, el libro
de caja de mi padre existe.» El gaón a quien le preguntaron qué significaba
esto, respondió que los dos comerciantes «manejaban sus asuntos por me-
471
dio de cartas que se escribían recíprocamente. Y tenían la norma de que...
sus cartas fueran tan imperativas como sus palabras» (B. M. Levin, Osar
Hagueonim, sobre Baba Cama, pág. 81). Se observa de esta forma que el co­
mercio se basaba entonces en convenios establecidos por escrito en docu­
mentos y cartas, de los que se llevaban anotaciones detalladas.

Penetración en el comercio local de la Europa occidental


Cuando los judíos se incorporaron a la estructura feudal, relativamente
primitiva, de la sociedad existente en los países cristianos se produjeron en
ella varios cambios de carácter económico. Al principio, fueron simplemen­
te reflejo de las transformaciones experimentadas por el comercio interna­
cional, pero con el transcurso del tiempo habrían de adquirir una impor­
tancia mucho mayor por cuenta propia. Los comerciantes judíos comenza­
ron a dedicarse al comercio local, y los señores feudales consecuentemente
resolvieron aprovechar el talento de los judíos para el manejo de sus com­
plejos asuntos financieros y comerciales. Es hoy conocido el proceso del
paso de los judíos desde el mundo de carácter estrictamente comercial al
ámbito feudal, con sus complejas transacciones de intereses, empeños y
otros tratos complementarios, por medio de la historia particular
de un judío
que solía viajar a muchos lugares y castillos próximos a la ciudad donde vivía, a
uno o dos días de distancia, y hacía sus negocios vendiéndoles y comprándoles... a
los señores de los castillos. Cuando no tenían dinero en efectivo le daban objetos
de plata y oro. A veces, les cambiaba mercaderías por el ganado que arrebataban
al enemigo. Compraba el ganado barato, se lo llevaba a su casa y lo vendía con
grandes ganancias. Durante seis o siete años, estuvo haciendo esto; pero los aldea­
nos y sus amos, los señores, acabaron resintiéndose, porque decían: «Este judío in­
cita a nuestros enemigos contra nosotros, ya que siempre está dispuesto a comprar
despojos. Por eso se dedican a cometer estas malas acciones, seguros de que pueden
contar [con un comprador del botín].» Además, muchos de estos gobernantes so­
lían disputar con el judío... acerca de las prendas que él retenía y las acusaciones
de usura que sobre él pesaban (Responso de Rabenu Guersom Meor Hagolá, S. Eidel-
berg, ed., ¿Nueva York. 1955, pár. 36, pág. 103).
Este judío terminaría por desaparecer sin dejar rastro, pero lo que se
dice de él ilustra acerca de sus funciones dentro del mundo social y econó­
mico determinado por los barones feudales. Canjeaba mercaderías que po­
seía, traídas sin duda de ultramar por él o por sus compañeros judíos, a
cambio de otros artículos, o animales tomados como botín de guerra.
Más o menos hacia esa misma época —alrededor del año 1000— se en­
cuentra el caso de una familia judía, dotada de una clase de derecho here­
ditario que la capacita para dirigir todos los negocios de la «hegemonía de
Narbona» (el término hebreo medieval significa «diócesis episcopal» o
«principado»). Esta actividad administrativa la cumplían un padre, su her­
mano y su hijo, que debían manejar los asuntos del hegemón y comprar para
472
él aquello de lo que hubiese necesidad. La totalidad de las transacciones
entabladas con el hegemón debían ser hechas asimismo por medio de esta fa­
milia, cuyas ganancias provenían en parte de los honorarios que imponían
a los intercambios establecidos entre los gentiles. El señor feudal corres­
pondiente también confiaba a los judíos metales preciosos de su propiedad.
No se sabe con seguridad si el judío se lucraba porque «prestaba dinero
por interés y se beneficiaba, o si cambiaba la plata y el oro [de su señor],
a tasa elevada, y lo invertía, comprando barato, o si cambiaba su dinero
propio por plata y oro a tasa baja y lo invertía a tasa elevada». En la res­
puesta a estas cuestiones, se considera la posibilidad de que el administra­
dor judío «invirtiera su dinero en mercaderías y las vendiese con ganancia;
o que vendiese su plata y su oro y entregara el dinero a un socio para que
comerciara con él y le diese la mitad de las ganancias obtenidas». Es evi­
dente que los judíos tenían «la sal» [la industria] del hegemón, pero este ne­
gocio «era beneficioso únicamente mediante la realización de un gran es­
fuerzo» (Responsa de antiguos «gaones», editado per D. Cassel, Berlín, 1848,
núm. 140, fols. 37v.-36r). Esta descripción del grado alcanzado por la ac­
tividad administrativa judía revela que en aquella época se consideraba en
Frovenza a los judíos como expertos conocedores de toda la escala vigente
del comercio y las finanzas.

Comercio y propiedad en la Europa occidental del siglo XI


El dinero comenzó gradualmente a recuperar su anterior importancia,
mientras la economía natural o de trueque declinaba progresivamente.
Al mismo tiempo, se inició la expansión del comercio, al ritmo que mar­
caba la vida ciudadana. Los judíos habían de tener una importante inter­
vención en esta evolución, de acuerdo con la función económica que ha­
bían cumplido dentro del cuadro de la economía esencial desde los mismos
comienzos de la Edad Media. Por las cláusulas económicas de las cédulas
emitidas en las ciudades del valle del Rhin, a fines del siglo XI, es posible
constatar que los judíos eran un elemento importante dentro del comercio
urbano. Quienes querían atraerlos a su ciudad respectiva les permitían de­
dicarse a cualquier negocio que eligiesen. Las escasas restricciones que fi­
guraban en las cédulas tenían por objeto impedir la posible competencia
entre los judíos y los acuñadores y cambistas, que constituían en esos mo­
mentos una singular fuerza económica y social. Acerca de esta cuestión un
«respónsum de gaones» menciona a un judío que «conocía al maestro de la
acuñación y que éste lo respetaba mucho»; y a otro judío que tenía «plata
refinada y se la quería dar al maestro de la acuñación... para que hiciera
monedas, pero temía que el estampado se demorara». Por eso pidió que el
judío que conocía al maestro hiciera fundir la plata como acuñación «en su
nombre y por su cuenta». Estas transacciones, realizadas con la finalidad
de acuñar monedas de metal, eran corrientes y continuas. Además, el «res­
pónsum» consideraba la posibilidad de que «el maestro de la acuñación fue­
se judío» (Responsa de los «gaones», Mantua, 1567, pár. 165).
473
Los responsa de Rasi, la mayoría de los cuales podrían ser localizados
a lo largo de la segunda mitad del siglo XI. ofrecen un cuadro vigoroso y
dinámico de las ocupaciones que desempeñaban los judíos de Champaña y
de los distritos del norte de Francia y el valle del Rhin. Resulta así posible
conocer negociaciones entabladas por ellos sobre tierras y viñas. Existe el
caso de una judía que, junto con su hijo, arrendaba una aldea y obtenía
por ello el diezmo que aquélla producía «como recompensa... [feudal], lo mis­
mo que otros que recibían recompensas de los señores». Todo ello significa
que estos judíos tenían tierra en arriendo según ciertas condiciones de ca­
rácter feudal. El hijo tenía vínculos sentimentales con la propiedad, o por
lo menos él suponía que al aducir esos vínculos la comunidad judía y sus
sabios los hallarían razonables, ya que explica una de sus acciones dicien­
do: «Me indignaba el que la reconocida herencia de mis padres se le en­
tregara irrevocablemente a un extraño» (Responsa de Rasi, editada por J. El­
fenbein, pár. 240, pág. 268). Otro ejemplo. Un judío poseía una gran ex­
tensión de tierra, equivalente por lo menos a cuatro viñedos y cinco casas.
También aquí se adujo el afecto tenido a dicha propiedad, porque el judío
explicó las cláusulas de su testamento diciendo: «No quiero que la heren­
cia de mis padres pase a manos ajenas» (ídem, pár. 242, págs. 282-283).
Aquí el concepto «ajeno» se refería a judíos que no eran de su familia.
En estos responsa del siglo XI aparecen también las transacciones de
créditos. Resulta así posible conocer el convenio comercial judío estableci­
do entre dos hombres que serían socios activos por una parte, y un tercero
y su madre socios comanditarios por otra. Los socios activos «asumen el
trabajo de la sociedad y se comprometen a hacer negocios mientras dure,
siempre que todos los gastos de comidas y bebidas sean por cuenta de la
sociedad, puesto que la actividad de Reubén y Simeón era mayor que la
de Leví y su madre Sara». Cuando se disolvió la sociedad uno de los pro­
blemas que se presentó se debió a haber incluido «en nuestros préstamos
a los gentiles de palabra», es decir, sin documentos ni prendas (ídem,
pár. 79, pág. 112). De la solución que da al caso el rabino se deduce cla­
ramente que el crédito de los judíos a los gentiles era por entonces acepta­
do y difundido; de ahí que Rasi haya considerado que era «realmente una
costumbre local que el que presta dinero por intermedio de un amigo le
acuerde al mediador un tercio, un cuarto o un quinto. Y a Simeón se le
impone por consiguiente que reparta los intereses de acuerdo Con la cos­
tumbre local» (ídem, pág. 107). En varios de sus responsa se halla la de­
mostración de que Rasi se ocupa del interés sobre el dinero que un judío
le cobra a otro, así como del procedimiento que debe seguirse cuando se
realizan esas transacciones por intermedio de un gentil. Las decisiones de
Rasi suelen permitir esa cláusula que elude la prohibición bíblica de obte­
ner intereses de los judíos.

474
Nivel de vida

Aquellos medios de subsistencia daban al parecer a los judíos —princi­


palmente a aquellos que se dedicaban al comercio en gran escala— niveles
de vida que a veces se acercaban a las que tenían los niveles superiores de
las sociedades cristianas o musulmanas. Existen informaciones que men­
cionan la presencia de esclavos y esclavas en hogares judíos de los países
islámicos. Las cartas de privilegios otorgadas en el Occidente cristiano per­
mitían a los judíos que tuvieran nodrizas y obreros cristianos, a pesar de
la oposición de la Iglesia. Es imposible extraer deducciones fidedignas del
silencio; pero lo cierto es que durante los años en que la Europa occidental
sufrió hambre de forma efectiva, en los siglos X y XI, no aparece nada que
lo sugiera o lo refleje en las fuentes judías de la zona correspondientes a
aquel período. Los judíos de las ciudades llevaban una vida a nivel aristo­
crático, propio de comerciantes internacionales y distinguidos financieros lo­
cales. En el siglo IX, antes de que la animosidad religiosa hubiese adqui­
rido su mayor virulencia, el arzobispo Agobardo se quejó al emperador Lu­
dovico Pío de que los judíos «se jactaban [...]. Asimismo nos muestran
ropa femenina que pretenden le dieron a sus mujeres las hijas de vuestra
familia o las matronas de la corte». Ya sea que haya incluido las palabras
«que pretenden» para suavizar la queja en los oídos del emperador, como
parecería desprenderse del contexto, o que el arzobispo dudara realmente
que se hubieran dado esos obsequios, lo que resulta evidente es que las ju­
días de Lyon tenían vestiduras tan magníficas como las de las damas de la
corte. La mesa de que se servía Rasi distaba mucho de ser ascética.
«He visto a veces», dijo su discípulo, rabí Semayá, «que le traían en una
vasija cónica carne, o carne sazonada, o huevos fritos en miel». Rasi pro­
nunciaba la bendición por estas confituras antes de recitar la bendición por
el pan, atribuyendo sus acciones al placer que aquellas le proporcionaban:
«Y me dijo: “...me causa placer... y lo encuentro apropiado para decir ben­
diciones en alabanza de mi Hacedor por esto que gozo”» (ídem, pár. 86,
págs. 114-115).
Los judíos acaudalados llegaron al máximo de esplendor y lujo en los
países del Islam, particularmente en la España musulmana. Se sabe que
los banqueros de la corte de Bagdad tenían las puertas abiertas para nu­
merosos huéspedes y también para los pobres. La etiqueta de los dirigen­
tes judíos de Babilonia y el patronazgo de los judíos principales de la Es­
paña musulmana (véase pág. 535) ilustran situaciones determinadas por
la holgura y la abundancia. Ofrece un claro testimonio de esto en la Espa­
ña musulmana, la descripción de la vida y el ambiente de Semuel Hana-
guid. En su residencia palatina había una «fuente... que echaba agua des­
de arriba en forma de cúpula sobre un piso de mármol y alabastro. Y den­
tro de la cúpula ponían luces... y una vela de cera en la punta». Además,
«en invierno ardía delante de él una lumbre rodeada de figuras de pájaros»
(Diwán, Ben Tehilín, párs. 113-115, pág. 89). Según algunos eruditos, él y
su hijo Yosef construyeron la Alhambra y allí vivían. De todos modos, Se-
475
lomó ibn Gabirol—el poeta y filósofo que murió poco antes del año 1058—
nos ha dejado la siguiente descripción:
Se alza en la campiña un palacio
construido con piedras poderosas...
de paredes gruesas como murallas
y rodeado de balcones...
Los edificios adornados con relieves...,
los pisos cubiertos de alabastro...
Arriba brillan las ventanas.
Innumerables portales y puertas de marfil.
Una piscina como la de Salomón, pero rodeada de leones.
Ni un solo buey...
(H. Shirman, Poesía hebrea en España y Provenza, I. Jerusalén, 1954,
núm. 84, págs. 223-224).
Es la descripción del palacio de un judío acaudalado, presumiblemente
el de Semuel Hanaguid. En el poema se advierte que el poeta se movía con
libertad tamo por el jardín como por la mansión que describe. La magní­
fica fuente, de la que puede verse una similar en la Alhambra, es asociada
Dor el poeta con el Mar de Salomón que se hallaba en el Primer Templo,
pero esta es incluso mas fastuosa que aquélla, debido a los leones
que la adornan.

476
III. EFECTOS DE LA ANIMOSIDAD RELIGIOSA
CONTRA LOS JUDIOS

El Islam y los judíos


La actitud básica del cristianismo hacia los judíos había cristalizado ya
en la última época del imperio romano, antes de la Edad Media. La afir­
mación de la elección divina proclamada por los judíos, que constituían un
poderoso rival poseedor de un rico pasado, estuvo relacionada, todavía en
el siglo IV, con el odio popular y las agudas polémicas sectarias existentes.
Cuando los árabes salieron de la península arábiga para emprender sus ex­
tensas conquistas, a principios del siglo VII, apareció en escena una nueva
religión monoteísta con sus principios propios y su particular actitud hacia
los judíos, ya que existe un marcada diferencia entre la posición mantenida
en este aspecto por el Islam y la sostenida por el cristianismo.
El contacto y la lucha establecidos entre el judaismo y el Islam carecie­
ron siempre de la intimidad y el encono que caracterizaron las primitivas
relaciones de judíos y cristianos, a partir del momento en que estos últimos
rompieron con el judaismo. Además, la disputa del judaismo con el cristia­
nismo estaba dinenua hacia la consideración de la validez de la Torá, la cues­
tión acerca de si realmente había llegauo el Mesías, la encarnación y la as­
censión de Jesús, y finalmente la naturaleza y definición de la divinidad.
En cambio, la controversia con el Islam cuestionaba si la profecía había
concluido antes de Mahoma o con él, así como también manifestaba la ten­
sión existente entre los dos códigos legales: el del judaismo y el del Islam.
En Arabia, existían desde tiempo atrás comunidades de judíos que ha­
bían adaptado sus formas de vida y organización comunitaria a las que te­
nían sus vecinos, parientes de ellos por origen y lengua, hasta el punto de
que solían ser llamados miembros de «tribus» judías. Éstas, juntamente con
los cristianos de la región, habían de originar la influencia monoteísta que
fue más tarde absorbida por Mahoma. Varias referencias del Corán, junto
con las modificaciones que transformaron la ley, las costumbres y las rela­
ciones con respecto a los judíos, revelan que en un principio Mahoma es-
477
peraba hallar sus principales partidarios entre las tribus judías. Para ganar
su apoyo pactaría con ellas alianzas, e incluso cumplió algunas de las leyes
relacionadas con los ayunos y la norma de rezar volviendo el rostro hacia
Jerusalén. Pero cuando la abrumadora mayoría de los judíos se negó a con­
siderarlo como último mensajero de Dios volcó su frustración en una cruel
guerra de exterminio dirigida sobre ellos. Divididas políticamente, causa
quizá de su derrota, al igual que lo estaban las tribus árabes, pero sin em­
bargo unidas por la Torá, las tribus judías habrían de caer en la lucha, en
defensa de su fe.
A pesar de la incidencia de ciertos cambios introducidos por Mahoma
durante su campaña contra los judíos, los conquistadores que partieron de
Arabia conservarían una firme fe en la unidad de Dios, una categórica opo­
sición a las imágenes y pinturas y, finalmente, la consideración de las pri­
mitivas religiones monoteístas como legítimos precursores del Islam. Alber­
gaban por lo demás la idea, proveniente quizá de Mahoma, de que «los pue­
blos del Libro», es decir, judíos y cristianos, tenían derecho a recibir un tra­
to diferente del que se daba a los idólatras, que no poseían escrituras sa­
gradas. Entre los musulmanes, por consiguiente, el recuerdo de las batallas
que habían librado en contra de los judíos se hallaba modificado por el re­
conocimiento de compartir con aquéllos una misma concepción de
la divinidad.

La situación durante la conquista musulmana


y después de ella
Aunque fue principalmente el fanático entusiasmo de los musulmanes
la causa que impulsó y posibilitó su conquista de vastos territorios y mul­
titud de poblaciones, la misma expansión y rapidez de sus triunfos termi­
naría por frenar sus ímpetus iniciales y obligaría a los mismos vencedores
a mostrar consideración hacia los vencidos. Aquí la diferencia entre cris­
tianismo e islamismo con respecto a los creyentes de otras religiones estuvo
determinada principalmente por el hecho de que el cristianismo haría sus
conquistas por medio de la conversión espiritual interna, accediendo desde
el interior a la dirección de estructuras existentes, mientras que el Islam con­
quistó regiones de antigua civilización, por medio de procedimientos de
carácter bélico.
Los conquistadores iniciaron sus actividades de expansión partiendo del
desierto. Erente a las victorias obtenidas, se vieron obligados a efectuar una
adaptación de su propio pensamiento y a concretar cuál debía ser su acti­
tud con respecto a los pueblos vencidos, que pertenecían a diversas reli­
giones y sectas rivales. En ningún momento podía surgir en el interior del
Islam una situación similar a la que se había manifestado en la Cristian­
dad tras un período de transición, relativamente breve; por ello, solamente
un grupo, el de los judíos, habría de constituirse en la única oposición ma­
nifiesta a la religión dominante. Pero en el islamismo en expansión, los ju­
díos no eran sin embargo los únicos elementos herejes o simplemente des-
478
creídos. Los victoriosos musulmanes se verían obligados a afrontar muchas
clases de problemas. Se cuestionaba la posibilidad de diluir su carácter ára­
be mezclándose con los conquistados que aceptaran el Islam, o por el con­
trario la de conservar su identidad propia por todos los medios. La impo­
sición de su fe a los conquistados, o la tolerancia para que siguieran con­
servando las suyas particulares constituía otro dilema a resolver. A lo lar­
go de los siglos VII y VIII, la vida habría de resolver por sí misma estos
problemas, aunque ciertamente no de forma incuestionable. Gran cantidad
de conquistados fueron recibidos en el Islam, pero a continuación se vieron
obligados a reclamar, llegando incluso a la rebelión abierta en algunos ca­
sos, su total integración en la dominante ummá, o comunidad de creyentes.

El «pueblo protegido»
La necesidad de mantener relaciones pacíficas con aquellos de quienes
dependía en definitiva la existencia de una estructura económica y una ci­
vilización fue conformando gradualmente la conducta que observaron los
musulmanes con respecto a los miembros de los «pueblos del Libro» que
se negaron a aceptar el Islam. La actitud hacia estos no musulmanes de
los territorios islámicos se habría de formar en teoría de acuerdo con el con­
cepto de la dhimma, la protección otorgada por medio de convenio o trata­
do. Los grupos religiosos a quienes era permitido vivir bajo los términos de
esta protección se denominaron ahí aldhimma, «el pueblo protegido», y los
infieles considerados individualmente pasaron a ser los dhxmmi.
Desde el punto de vista actual, carece de importancia el hecho de si real­
mente se había firmado algún convenio o si se trataba más bien de una fic­
ción legal, que sirviese de instrumento religioso para afirmar la dependen­
cia de los infieles. De todas formas, para los musulmanes aquéllos vivían
de hecho bajo su total autoridad, según normas establecidas por los victo­
riosos mahometanos con ocasión de la conquista. Las «condiciones de
Ornar», tradicionalmente atribuidas al gran conquistador musulmán, se
consideraron como arquetipos de las relaciones establecidas entre mahome­
tanos e «infieles». Contienen referencias a la «misericordia y compasión»
imploradas por los sometidos infieles para con ellos, sus familias y sus bie­
nes. Muchas de sus cláusulas, como las prohibiciones de portar armas y de
montar a caballo, se fundaban en la norma dominante de honrar al Islam
y a los musulmanes, y, consiguientemente, humillar a los descreídos y a sus
respectivas religiones. Las principales expresiones del estado de dhimmi eran
la capitación, o guizya, que debían pagar todos los varones no creyentes ma­
yores de quince años, así como el impuesto especial sobre la tierra poseída,
el jarach. Como contrapartida, se protegerían sus vidas y sus bienes y, de
acuerdo con la conducta general del Islam para con los infieles, se les ase­
guraba la libertad de religión y culto. Asimismo, se les permitía organizar­
se en la forma por ellos escogida; los judíos habrían de aprovechar amplia­
mente esta concesión. Se producirían, obviamente, cambios que mejoraban
o empeoraban según las circunstancias estas condiciones en distintos luga-
479
res y en diversas épocas, pero los principios establecidos en los primeros
días del Islam continuaron sirviendo de base para las posteriores relaciones
establecidas entre el poder musulmán y los dhimmi a través de los siglos de
común convivencia.

Posición de los judíos


Desde la particular perspectiva judía, resultaba indudablemente más fá­
cil vivir de acuerdo con este conjunto de disposiciones musulmanas hacia
los infieles que con las establecidas por el cristianismo, particularmente den­
tro del imperio bizantino. Como se ha dicho anteriormente, la gran mayo­
ría de los judíos estuvo viviendo durante centenares de años en territorios
musulmanes de hecho. Aunque es posible percibir cierta influencia cristia­
na en la conducta islámica hacia los no creyentes —y aun hacia los mis­
mos cristianos—, la moderación con que los musulmanes la aplicaron fue
decisiva para la mayoría de las poblaciones judías durante un largo perío­
do. A diferencia de las masas de cristianos y paganos que se incorporaron
al Islam en el primer medio siglo de la conquista, la inmensa mayoría de
los judíos de los países mahometanos mantuvo firmemente su propia
religión.
Existieron con todo variaciones en la actitud observada con respecto a
los judíos. Se verán más adelante los casos de judíos que debido a su ta­
lento personal ascendieron hasta la dirección política en la España musul­
mana, entre ellos Jasday ibn Saprut en el siglo X, Semuel Hanaguid y su
hijo Yosef en el XI y la familia Ibn Ezra (que en un principio sirvieron a
los gobernantes musulmanes y más tarde, algunos de ellos, a los gobernan­
tes cristianos). Ya se ha hablado de los «banqueros de la corte», que tu­
vieron una importante intervención en la economía política del califato y
vivían como nobles. Eran éstas sin embargo excepciones favorables a las
características generales dominantes. Los musulmanes reaccionaban fre­
cuentemente con furor ante la elevación de «degradados». En ocasiones, la
furia del populacho estallaba al mismo tiempo contra el ministro judío y
contra sus correligionarios, como sucedió en el caso de los motines de Grana­
da, del año 1066, cuando toda la comunidad, juntamente con Yosef Hana­
guid fue eliminada. Constituyó esto una expresión de la tensión interna pro­
vocada por el encumbramiento de un inteligente miembro de una minoría
que sobrepasaba o quebraba las rígidas limitaciones fijadas para los dhim­
mi, creando una situación dotada al mismo tiempo de buenas perspectivas
y de riesgos tanto para el interesado como para su comunidad de origen.
Los sunnitas, que constituían la mayoría de los mahometanos y fueron
quienes establecieron el sistema de leyes y funciones imperantes en el Is­
lam, tenían generalmente más tolerancia hacia los judíos que los miembros
de la chía, los partidarios de Alí. Los chiítas, una minoría que llegó al po­
der principalmente mediante la rebelión, no respetaban de hecho demasia­
do las tradiciones sunnitas. No fue por casualidad que el gobernante que
con más crueldad emprendió la persecución de los judíos —y de los cris-
480
tianos— fuera el jatimí (califa chiíta) de Egipto, Al-Jakem Beamar Alá. Ha­
cia el año 1008, emitió leyes brutales y degradantes, ordenando «que los
judíos se cuelguen del cuello la imagen de un becerro, como hacían en el
desierto», y fijó el peso del becerro en seis libras. Restableció antiguas pro­
hibiciones, como la de usar adornos y la de montar a caballo. Más tarde,
él mismo habría de mitigar algunos de sus decretos iniciales, y cuando mu­
rió, en 1021, éstos desaparecieron con él. Circunstancialmente, los gober­
nantes sunniias, y también los chutas, de forma espontánea o cediendo a la
presión de la opinión pública, despedían a algunos infieles que ocupaban
puestos influyentes. Pero hasta finales del siglo XI, estos episodios solían ser
simplemente males pasajeros. La actitud básica en general no cambió en
ningún sentido, ni con el califato único, ni con la división, concretada en
la formación de diversos principados musulmanes. De hecho, los judíos que
mayor influencia alcanzaron en los asuntos propios del Islam, como Semuel
Hanaguid y su hijo, se elevaron hasta el poder precisamente en los momen­
tos en que el reino omeya en España se fraccionó en numerosos principados.

Hostilidad cristiana
Se ha hecho notar con anterioridad que las raíces del rencor religioso
cristiano hacia los judíos se encuentran ya en la época clásica e incluso an­
tes de que los cristianos se apartasen de sus originales raíces judías. Pene­
traron éstos hasta el corazón de la religión y la cultura judías, partiendo
de una disputa entablada acerca de la identidad y el futuro de los israeli­
tas. El cristianismo surgió del fermento mesiánico y las luchas religiosas y
sociales que configuraron el judaismo en las postrimerías del período del
Segundo Templo, y finalmente acabó trasladándose hacia el mundo no ju­
dío. Acompañó a la divergencia la adopción de diversos principios y acti­
tudes cuya aplicación, manifestándose como una áspera realidad para los
judíos, tendría lugar siglos más tarde, ya en el mundo medieval. Para en­
tonces el cristianismo era, observado desde una óptica judía, un fenómeno
absolutamente no judío, mientras que el pensamiento y la imaginación cris­
tianos percibían a los judíos de acuerdo con el criterio personal de Pablo,
según el cual los judíos eran el resto físico de Israel, perdedores de su papel
original de elegidos por incumplimiento de su herencia, y a quienes su per­
versidad dejaba ciegos ante la luz de la Iglesia cristiana, portadora de la
continuidad religiosa, e «Israel espiritual» a quien había sido transferida la
elección divina.
En el siglo IV, mucho antes de que apareciesen los mismos rasgos ini­
ciales del mundo medieval, la enconada atmósfera polémica entablada en­
tre las distintas sectas cristianas agregó nuevos agravios a los argumentos
cristianos esgrimidos en contra de los judíos. Diversas expresiones de este
período presentaron una violenta condena de los judíos, de su carácter y
su forma de vida, lo que terminó por impregnar definitivamente la imagi­
nación de las masas paganas que se habían incorporado a la Iglesia cuan­
do ésta se vinculó al régimen imperial. Los polemistas cristianos afirmaban
481
y demostraban que jos judíos constituían una nación de cuya corrupción
básica dieron testimonio sus propios profetas, incluso en la época en que
los judíos eran los únicos que se hallaban en posesión de la Torá, la ley de
Dios. «Nación pecadora, pueblo cargado de iniquidad» y otras frases simi­
lares que los profetas le dijeron a Israel como afectuosa reprimenda, serían
ahora interpretadas como antiguas condenas que servían para confirmar
presentes y futuras acusaciones. En este siglo, la terminología injuriosa con­
tra los judíos y las leyes discriminatorias hallarían también un lugar en la
legislación imperial romana durante su última etapa de existencia.

Gregorio 1
En los escritos y las cartas del papa Gregorio I (590-604) se puede ob­
servar con claridad de qué modo cristalizó la actitud de la Iglesia hacia los
judíos en los umbrales de la Edad M^dia. Este papa, miembro de una no­
ble familia senatorial de Roma, fue el primer monje que alcanzó la silla pa­
pal. Maestro en oratoria sagrada y relatos milagrosos, era un estricto ad­
ministrador que actuó con sumo cuidado como inspector de todos los asun­
tos de la Iglesia, tanto los más destacados como los de reducida importan­
cia; Mommsen le describió con acierto como «un gran hombrecito». En to­
das sus actividades políticas y literarias se combinaban el sentido de decli­
nación de lo antiguo con el surgimiento de lo nuevo, estando asimismo es­
tos caracteres presentes en su actitud con respecto a los judíos. Suele ser
juzgada esta posición desde un punto de vista administrativo, expresado en
sus cartas, pero ésta es una apreciación insuficiente, incluso para intentar
la comprensión de su personalidad. Debe tomarse en cuenta además el tra­
tamiento que daba a los judíos en su papel de teólogo y predicador. Sólo
de este modo podrá entenderse hasta qué punto el referido tratamiento cons­
tituyó el modelo de pensamiento que imbuyó la herencia ideológica que
transmitió al futuro.
Según observaba Gregorio, los judíos seguían, en principio, disputando
a la Iglesia la elección divina. El libro de Job era para él, por otra parte,
la manifiesta condena de un Israel siempre recalcitrante. En su comenta­
rio sobre Job ataca a los judíos con innumerables parábolas y ejemplos vi­
vos y detallados. El texto de Job, XXXVIII, 14 («Cámbiase como la ar­
cilla en sello, y quedan como un vestido»), es interpretado por él
de este modo:
El Señor encontró al pueblo de Israel —la arcilla— cuando fue hacia ellos a Egip­
to y estaban abandonados a las normas de los gentiles y trabajaban con ladrillos.
Y cuando los condujo con tantos milagros a la tierra prometida y los llenó, al lle­
gar, con el conocimiento de su sabiduría, e igualmente cuando les cedió tantos múl­
tiples secretos, misterios en profecía, ¿qué hizo con ellos sino un sello para conser­
var sus misterios? [Sin embargo esta nación, aunque poseía las palabras de la pro­
fecía y los misterios que contenían] después de tantos secretos divinos, después de
los múltiples milagros que presentaron cuando llegó Nuestro Salvador, amaban a
su país más que a la verdad [se refiere al temor de que les darían el país a los ro­
482
manos si creyeran en Jesús, como se dice en San Juan, XI, 18]... volvieron, podría
decirse a convertirse en aquellos ladrillos que habían dejado en Egipto. V lo que
había sido el sello del Señor volvió a ser lo que El abandonara. Y después de haber
sido un sello volvieron a aparecer como arcilla a los ojos de la verdad; y por esta
perversidad impía perdieron el misterio del logos que habían recibido, y prefirieron
gozar únicamente de la corrupción de la tierra.

En otro lugar, en sus sermones sobre Ezequiel (libro I, sermón 6) Gre­


gorio presentó a Jacob como símbolo de los gentiles y a Esaú como símbolo
del judaismo. Todos los detalles de las historias de Isaac, Rebeca, Jacob y
Esaú se interpretan aquí como elementos precursores de la definitiva elección
de los gentiles y el consiguiente rechazo de los judíos. El hecho de que Ja­
cob se vista con la ropa de su hermano es el anuncio de que los gentiles
serán revestidos a su debido tiempo con los mandamientos de las Sagradas
Escrituras, aquellas que le fueron dadas a Esaú, el primogénito —es decir,
el judaismo— para que fueran observados espiritualmente. Pero Esaú salió
al campo a cazar venados; lo que significa que los judíos observaron los
mandamientos solamente de forma literal, en el mero aspecto material, que
quedó abolido mediante la venida de Jesús.
Este agudo antagonismo teórico y teológico no impidió que Gregorio,
dentro de su estricto papel de administrador, sentase precedentes acordes
con la tradición romana y que practicase la tolerancia hacia los judíos. So­
metió, esto resulta innegable, a los judíos a cierto grado de humillación,
pero no llegó a la coacción de carácter religioso, ni siquiera a una seria per­
secución de tipo económico. Pretendió atraer a los judíos hacia el cristia­
nismo, y sugirió para ello la posibilidad de concesiones económicas en su
beneficio con la finalidad de seducirlos en esta dirección, en la esperanza
de que si bien los padres no se adherían al cristianismo por convicción,
ellos mismos o sus hijos podrían terminar por convertirse en auténticos cris­
tianos. Este método establecido para alentar la conversión comprendía el
incentivo de la «igualdad política y económica» —según una terminología
actual—; los que no aceptaban el ofrecimiento eran presionados mediante
la amenaza de sufrir humillación y discriminación. El enfoque de Gregorio
provenía de su propia perspectiva teológica, y reflejaba su carácter misio­
nero y su técnica administrativa. Más tarde, habría de servir de guía para
toda actitud moderada observada hacia los judíos durante la Edad Media.
En el régimen establecido a fines del siglo VI por uno de los más hostiles
adversarios del judaismo, la prohibición de ediíiciar nuevas sinagogas y la
tentativa de atraer a los judíos con alicientes materiales quedarían equili­
bradas por las leyes que protegían, dentro de su precaria situación, a los
judíos que no habían accedido a la conversión.
Cuando Gregorio I hizo públicas sus posiciones al finalizar el siglo VI,
el cristianismo era la única religión monoteísta que competía con el judais­
mo. Pero existía una aguda división dentro del cristianismo, originada por
los reinos germánicos que adoptaron el cristianismo de signo arriano.
Ea posición oficial recibió asimismo las influencias de dos centros coordi­
nadores: de Bizancio, por una parte, dirigido por el emperador, y de Roma,
483
por otra, que aun estando subordinada a él, poseía teorías propias y acti­
tudes independientes.
Durante estos siglos de verdadera transición de una época histórica a
otra, quedó formulada y plasmada de forma definitiva la halajá talmúdica,
y adquirieron especial relieve los sermones morales y el material de leyen­
das y homilías de los tanaítas, amoraítas y saboraítas. En esa época, el cristia­
nismo afirmaba repetidamente a los judíos que el rechazo y la crucifixión
del Mesías había traído sobre el judaismo la calamidad que suponía la pe­
trificación, junto con la maldición derivada de la incomprensión religiosa.
Pero los sabios judíos se dedicaban por entonces a desarrollar y transmitir
a los judíos del medievo y de las generaciones siguientes las más altas rea­
lizaciones de los talmudes de Babilonia y Jerusalén, así como las numerosas
obras de exégesis realizadas por los tanaítas y los amoraítas (véase la cuarta
parte). El examen detenido de las obras escritas por la misma época por
los padres de la Iglesia muestran que el contenido y la orientación mental
recibieron en gran medida la influencia del sistema y las formulaciones ho-
miléticas propios de la exégesis judía.

La España visigoda
Prácticamente en vísperas de la expansión musulmana, se produjo un
cambio que empeoró la situación de una distinguida comunidad judía eu­
ropea, la compuesta por los judíos de la España visigoda. Cuando los reyes
arríanos de España se convirtieron al catolicismo, se esforzaron por conso­
lidar la unidad religiosa de su pueblo, obligando por ello a los judíos a con­
vertirse. Desde el siglo VI y hasta la conquista musulmana de España
—en el año 711—, los judíos se verían sometidos a toda clase de disminu­
ciones de su situación legal. Esta persecución, de la que da testimonio la
legislación de la época, sería llevada a cabo a pesar de la debilidad del Es­
tado visigodo y la tendencia de los nobles, que siguieron siendo arríanos en
proporción significada, hacia la no aceptación de los decretos emitidos.
Es posible que la legislación de carácter antijudío apuntara hacia los ele­
mentos convertidos por la fuerza, de quienes tanto la Iglesia como el go­
bierno sospechaban que mantenían en secreto la antigua religión. Contra
quienes continuaron observando el judaismo, fueron dispuestos temibles
castigos, como la esclavitud, la ejecución y la decalvación. Se exigía a los
judíos una declaración pública en la que afirmaban que profesaban el cris­
tianismo y aceptaban sus normas. Se adoptaron asimismo procedimientos
para la supervisión eclesiástica de los judíos que se trasladaban de un lugar
a otro. No les era permitido educar a sus hijos, que se ponían al cuidado
de cristianos. Resumiendo, durante el siglo VII, al igual que posteriormente
en el XIV y el XV, la actitud cristiana favorecería la creación de una po­
blación secreta de judíos convertidos por la fuerza —los que más tarde fue­
ron llamados marranos. Los visigodos, sin embargo, seguían considerándo­
los judíos incluso después de su conversión. Al igual que setencientos u
ochocientos años más tarde, también existieron convertidos entusiastas que
484
alcanzaron elevadas posiciones en la Iglesia, y se encontraron entre los prin­
cipales perseguidores de sus hermanos. El derrumbamiento de la España
visigoda en el año 711 supuso de hecho la redención de los marranos que
todavía quedaban en el país. Las crónicas cristianas tendieron entonces a
culpar del triunfo musulmán a la «traición judía», así como de la ayuda
prestada a los árabes en la invasión. Sería razonable pensar que los con­
vertidos forzosos se volviesen en su momento contra sus opresores, pero no
existe ninguna otra prueba que aporte más datos que los incluidos en estos
relatos de carácter antijudío.

Normas y actitudes de otros principados cristianos


En otros países cristianos, la situación legal de los judíos se presentaba
bajo caracteres más variados y menos estables que en las naciones ocupa­
das por el Islam, aunque de hecho eran mucho menos numerosos. La cau­
sa de esta situación residía en gran medida en el atraso en que se encon­
traban las instituciones políticas en los países cristianos de la época, orga­
nizadas según una sociedad de estructura y concepciones feudales.
En ocasiones, resulta difícil entender la forma en que se produjo el pro­
ceso mediante el que fue evolucionando la situación legal de los judíos, a
causa de la terminología que entonces se empleaba. Muchos de los térmi­
nos utilizados han quedado incluidos en las lenguas europeas, de posterior
fijación, pero su significado cambiaría según los casos. Las cédulas y los
«privilegios» otorgados a los judíos de entonces no indican la presencia de
derechos especiales o mayor cantidad de poderes para los destinatarios; se
trataba más bien de documentos que limitaban sus derechos dentro de la
zona respectiva. Constituían de hecho un elemento de la base social y le­
gal, establecida para fundamentar una estructura metódica que se hallaba
en proceso de formación.
La actitud observada hacia los judíos se manifestaba variada, en fun­
ción de los diversos sectores componentes de la sociedad. A pesar de los
elementos que tenían en común, sus pautas y propósitos variaban según los
casos, produciendo siempre contradicciones y desavenencias. Los objetivos
perseguidos por los dignatarios de la Iglesia, que se guiaban en este aspec­
to por los principios establecidos por Gregorio I, no coincidían con los fi­
nes del clero inferior ni con los de los cuerpos monásticos, que eran mucho
más extremistas que aquéllos. La posición de los gobernantes, que debían
ocuparse del orden público y para quienes resultaba fundamental la fun­
ción económica y social ejercida por los judíos, era indudablemente dife­
rente a la que tenía la población. A ésta, la movía un simplista fanatismo
de índole cristiana, tanto como la animosidad local dirigida hacia los pe­
queños grupos de mercaderes y financieros «infieles», prósperos y acauda­
lados. Las tendencias antijudías, de carácter social y religioso, siguieron su
curso, y se acumularon y descargaron sobre los judíos durante la tormenta
del año 1096. Antes de eso, existió siempre una permanente competencia y
tensión establecida entre las diversas actitudes en presencia.
485
La situación en el siglo IX
Alrededor del año 825, cuando era emperador Ludovico Pío, hijo de Car-
lomagno, se emitieron varios documentos que especificaban los derechos de
los grupos individuales de judíos. Los historiadores actuales tienden a atri­
buir a las opiniones y las acciones de Ludovico Pío una importancia mayor
que la que le reconocieron los cronistas anteriores. Se admite hoy que el
concepto del Imperio —su unidad y su carácter cristiano— tenía más valor
para él y su círculo próximo que el que había significado para su padre.
Además, se sabe que Ludovico Pío estuvo sometido de forma constante a
la influencia de los dignatarios eclesiásticos, que eran quienes guiaban de
manera determinante sus acciones. Mucho de lo que en un momento apa­
rentaba ser debilidad política se considera hoy como consecuencia del cre­
ciente grado de madurez y serenidad cultural y social alcanzado. Por esta
razón, los términos en que están redactados estos documentos, así como las
quejas del obispo Agobardo de Lyon hacia el espíritu de la política impe­
rial, son igualmente significativos.
Las cédulas, que se sitúan alrededor del año 825, autorizan a los judíos
«a vivir de acuerdo con su ley». Prometen protección de vida y bienes y
dan libertad de movimiento y comercio, incluso el derecho de traficar con
esclavos traídos del exterior y vendidos fuera del imperio, así como el de­
recho a contratar cristianos para trabajar en las casas. Eran, asimismo, ex­
ceptuados algunos judíos del juicio efectuado mediante la prueba del fuego
y el agua. Se trataba, en general, de documentos que concedían derechos a
los mercaderes internacionales cuyos negocios y presencia recibían la apro­
bación del emperador.
Las cartas dirigidas por Agobardo de Lyon contra los judíos informan
que se había «nombrado para los infieles judíos» un funcionario especial.
Relata asimismo que cuando el obispo lanzaba condenas en contra de los
judíos, los representantes imperiales de Lyon declararon que los judíos no
eran menospreciados en la corte imperial, eran, por el contrario, más bien
«valiosos» en opinión del propio emperador, e incluso considerados «más
meritorios» que los mismos cristianos. Aun contando con la posibilidad que
el obispo exagerara en su apreciación, con el fin de denigrar a los enviados
allí presentes, puede conjeturarse que éstos realmente quisieron de esta for­
ma destacar el aprecio de que gozaban entonces los comerciantes judíos en
la corte. Los judíos aportarían dos documentos imperiales en su favor, di­
rigidos respectivamente al obispo y al vicecomes —vizconde de Lyon. Según
la queja señalada por Agobardo, se les otorgaba permiso para construir nue­
vas sinagogas, el día del mercado era trasladado, en atención a ellos, del
sábado al domingo. Las denuncias apuntadas por Agobardo sirven para
completar la prueba aportada por las cédulas de protección imperial espe­
cial que les eran concedidas a los judíos: asimismo muestran la existencia
de derechos, como el de construir sinagogas, que eran ejecutados con pre­
ferencia en relación con las comunidades, antes que con respecto a indivi­
duos privados. El obispo se quejó agriamente debido a la respetable posi­
ción de que disfrutaban los judíos entre la comunidad cristiana. Él pensa-
486
ba que esa malévola influencia procedía en parte de la corte imperial, don­
de los judíos eran manifiestamente tratados de forma favorable. Al mismo
tiempo, el pueblo elogiaba también a los predicadores judíos, e incluso ha­
bía miembros de la nobleza que les pedían su bendición. Los judíos se enor­
gullecían de su antiguo abolengo, y sostenían que las leyes de la Iglesia no
imponían a los cristianos abstenerse de disfrutar de la hospitalidad judía.
Las reclamaciones de Agobardo, debidas a la influencia espiritual que
ejercían los judíos así como a la conducta que hacia éstos observaban los
niveles altos de la sociedad, no eran sin embargo creaciones de su imagi­
nación. Esto lo demuestra claramente la conversión al judaismo del joven
y culto diácono Bodo, su posterior huida a la España musulmana en 838-39,
y las actividades anticristianas que aquí desarrolló. En resumen, puede afir­
marse que durante la primera mitad del siglo IX, la política imperial favo­
reció a los mercaderes judíos y a sus negocios, incluido el tráfico de escla­
vos, y que la opinión pública se manifestaba asimismo amistosa hacia ellos,
como queda demostrado por las cédulas y las denuncias producidas.
Durante la segunda mitad del siglo IX, las incursiones normandas v la
decadencia del gobierno central contribuirían a la debilitación de las ga
lamias de seguridad existentes, aunque la importancia económica de los ju­
díos quizá hubiese experimentado entonces un incremento, como se ha he­
cho notar en el capítulo anterior. A lo largo de ese siglo, conocieron un au­
mento el odio y el rencor populares en contra de los judíos dentro del im­
perio bizantino. Durante los reinados de varios emperadores tuvieron lugar
varios movimientos de carácter iconoclasta dentro de la Iglesia oriental; se­
rían finalmente vencidos, pero sus opositores consideraban que habían sido
impulsados por un espíritu judaizante. Quizá también, al mismo tiempo, hu­
biese sido intensificado este encono por la conversión al judaismo de la cía
se gobernante de los jazares vecinos, junto con el temor de que este iiecno
influyese en las tribus eslavas que la Iglesia bizantina había conseguido con­
vertir poco tiempo antes.
Cierta cantidad de judíos fue obligada a convertirse, llegando incluso a
alcanzarse el máximo nivel hacia el año 873, durante el reinado del empe­
rador Basilio I. Una tradición conservada por una destacada familia judía
del sur de Italia, dominado entonces por Bizancio, afirma:
Pensó matar la creencia en la unidad del Creador... entre la descendencia de los
santos y sanos. Ochocientos años completos después de la destrucción de la ciudad
santa... se levantó... un rey llamado Basilio... contra el remanente de Israel... para
desviarlo de su herencia la Torá y hacerlo pecar (Meguilat Ajimaas, editado por
B. K.lar, Jerusalén, 1944, pág. 20).
En este caso, la incitación procedía de niveles altos. Los dignatarios de
la Iglesia, que propiciaban la conservación de los iconos para el culto, di­
rigieron la polémica antijudía. El influyente patriarca Focio pronunció, en­
tre los años 863-66, tres malévolos sermones en contra de los judíos

487
El sentido de la presión
En Occidente, la presión sobre los judíos comenzó a aumentar a partir
de varios extremos. Durante los siglos X y XI, el cristianismo pasó a con­
vertirse de forma indiscutible en la religión común de los pueblos. La pie­
dad y el ascetismo aportados por los monjes reformistas de Cluny habrían
de transformar la guerra y la caballería en valores cristianos e institucio­
nales, forjando así una unión sagrada de cristianos, convencidos de tener
el deber de luchar por el cristianismo y sus ideales. La tendencia a em­
prender una guerra santa se entrelazaba aquí con la convicción mantenida
por los caballeros de constituir una clase superior, al ser las capas más al­
tas de la sociedad feudal quienes dieron forma a las modalidades y orien­
taciones que predominaban en la sociedad. Los judíos advertirán muy pron­
to este nuevo sentir,r>nue había adnuirido **ste social. A fines del si­
glo X, R. Simeón bar Isjac, himnista de Maguncia, describió a los ca­
balleros que
Tienen sus fortalezas en cimas escarpadas...
la caza entre ceñudas rocas...,
donde se ubican muy juntos los escudos
y corazas y yelmos se entrelazan...
se ven emblemas relucir y blasonar.
Pelear con relampagueante espada...
con oro y plata ricamente forjadas...,
los jinetes con corceles que relinchan...
y flechas suspendidas en las cuerdas...
Mientras rogamos al Todopoderoso
que ponga fin a las guerras.
{Poemas litúrgicos de R. Simeón bar Isjac, editados por A. M. Haoer-
man Berlín-Jerusalén, 1938, págs. 160-162.)
La mayor presión que se ejercía sobre los judíos tenía su origen en la
penetración del cristianismo en la mente y el corazón de los elementos po­
pulares, que comenzaban a ver en sus convecinos judíos a los últimos opo­
sitores de la religión universal aceptada por todos. El cristianismo admitía,
y mostraba a sus seguidores, que los judíos eran los custodios del Antiguo
Testamento, que contenía los misterios cristianos y la verdad cristiana.
Dado que los judíos residían #*n las ciudades v sabían b*'*»' v escribir (véase
cap. V), el pueblo consideraba que su rechazo de la fe cristiana era una
deliberada negación de iu que, por medio del estudio de sus sagradas es­
crituras, conocían que era la verdad. Los piyutim (himnos) hebreos de esa
época revelan que los judíos tenían perfecta conciencia de ser presionados
para que aceptasen el cristianismo. El conocimiento de esta realidad que­
dó expresado en el '■ amamiento de Kabenu Guersom. la Lu? del Exilio, di­
rigido al rechazo del cristianismo: «El mortal corrompido [Jesús], que es
un recién llegado, ¿qué garantía me ofrece?» Se produjeron ataques y ase­
sinatos, así como casos de conversión impuesta por la fuerza, e incluso mar­
tirios como los ocurridos en el año 930 en Otranto, en el sur de Italia:
488
«Cuando fueron obligados por esta persecución... Rabí Yesayá se atravesó
el cuello con un cuchillo y lo mataron como a un cordero en el patio del
templo, y rahí Menaiem cavó... en el pozo, v a nuestro —aestro Eliyahu lo
estrangularon» (Texis and Studies. I, editado por Jacob Mann, Cincinati,
]ydl, pág. 24). £,n el ano 1007 hubo persecuciones en h rancia y, según la
tradición, la expulsión de judíos de Maguncia provocó gran cantidad de
conversiones en aquella ciudad.
Sin embargo, a pesar de las presiones que fueron ejercidas sobre los ju­
díos se siguió reconociendo el valor que suponían para la sociedad. Así las
autoridades fundamentales, tanto seculares como eclesiásticas, los conside­
raban generalmente como merecedores de derechos especiales y de Drotec-
cion. fcrn 1084, a soio doce años de las matanzas del y6, el obispo de Spi­
ra dio a los judíos una cédula detallada oue indicaba claramente su deseo
de atraerlos a la ciudad. Por un documento judio se sabe que se u ataba de
judíos procedentes de Maguncia, que en vista de la experiencia sufrida bus­
caban un lugar en el que se hallasen protegidos por un muro que rodease
el barrio en el que habitarían; y esto era lo que el obispo les prometía en
su cédula. En 1090. tan sólo seis años antes de las matanzas, el emperador
Enrique IV renovo ia cédula de bpira y emitió una nueva dirigida a la
comunidad de Worms. A pesar de sus importantes diferencias, amüos do­
cumentos garantizaban a los judíos la libertad de comercio dentro de la ciu­
dad, así como el derecho a vivir de acuerdo con sus leyes religiosas judías
y costumbres propias. Estos derechos quedaron claramente expuestos en
los documentos emitidos en i090 en Spira, ciudad cuyo obispo constituía
entonces un elemento ae apoyo al emperador.

Las matanzas de 10%


La primera cruzada supuso indudablemente el momento de apogeo para
el programa papal destinado a imponer su dirección sobre los pueblos cris­
tianos; el papa Urbano II proclamó esta cruzada en Clermont en el
año 1095. Tomaron parte en ella caballeros y dignatarios feudales de toda
clase, en unión de la gente del pueblo; los monarcas, no obstante, se man­
tuvieron ausentes de la misma. Un cronista judío del siglo XII aplicó a la
situación entonces presente estas palabras del libro de los Proverbios: «Las
langostas no tienen rey, pero van todas juntas, en bandadas.» La campaña
expresaba los ideales caballerescos, ahora santificados por la Iglesia, que
se apartaban de Europa y de las guerras cristianas fratricidas para volverse
hacia la guerra dirigida contra los infieles y la conquista de la Tierra San­
ta, «patrimonio del Señor». La venganza de la sangre de Jesús era el pro­
pósito declarado en la poesía de las cruzadas, los sermones populares y las
cartas que propiciaban la inclusión en las expediciones, motivo que lanzó
a nrasas de cruzados en contra de los judíos. Un cronista judío del siglo XII
relata que:
Cuando pasaban por pueblos donde había judíos decían entre ellos: «Viajamos
489
a tierras lejanas para buscar la casa de los débiles y difuntos [el sepulcro] y tomar
venganza en los ismaelitas, pero aquí están viviendo entre nosotros los judíos cuyos
antepasados lo mataron y crucificaron sin motivo. Primero tomemos venganza en
ellos y destruyámoslos como pueblo para que el nombre de Israel no se vuelva a
recordar o de modo que sean iguales a nosotros y se sometan al hijo de la lujuria
[Jesús].» (De la crónica de Rabí Selomó bar Simsón, Las matanzas de 1096, ed. A. M.
Haberman, Jerusalén, 1946, pág. 24.)
Las calamidades se iniciaron en Rouen, Francia, pero aparentemente
no se propagaron por esa zona. Las comunidades del valle del Rhin esta­
ban advertidas de los hechos, pero no se imaginaban que pudiera estallar
un tumulto de tal magnitud que convirtiese en inútil la protección ofrecida
por el obispo y el emperador. En los meses de abril y junio de aquel año,
se produjeron diversos desórdenes en la cuenca del Rhin. Los responsables
de las comunidades judías recurrieron entonces ante el emperador, y ape­
laron a los obispos, a otros señores de ciudades y a los dueños de plazas
fortificadas situadas dentro de las poblaciones y alrededor de ellas. Entre­
garon grandes sumas de dinero a estos potenciales protectores —que en mu­
chos lugares les ofrecieron de hecho recintos fortificados donde podrían de­
fenderse. e incluso les proporcionaron una custodia militar—, pero por el con­
trario, las ciudades abrirían sus puertas a los cruzados. Los soldados cris­
tianos se negaban a defender a infieles en contra de sus propios hermanos,
quienes habían declarado una guerra santa. Desde su punto de vista, ofre­
cían a los judíos la posibilidad de optar entre la verdadera religión cristia­
na y la represalia originada por su obstinación en negarse a ello. En algu­
nas zonas, como en Spira y Colonia, los obispos se mantuvieron firmes,
paralizando los tumultos en su comienzo y castigando a los amotinados con
las penas de muerte y desmembramiento. Pero sería diferente en otros lu­
gares, como en Maguncia, cuyo arzobispo, que trató de proteger a los ju­
díos, se vio precisado a huir de los cruzados para salvar la vida.

Los efectos de las matanzas de 1096


Los judíos hicieron todo lo posible para defenderse utilizando todos los
medios a su alcance. En algunas poblaciones, salieron a luchar a las puer­
tas de la ciudad, aunque nadie se podía esperar que aquellos ciudadanos
inexpertos pudieran derrotar a un ejército compuesto por guerreros entre­
nados y revestidos de armadura; cayeron así a millares. Los actos de quidús
hasem —véase más adelante—, vistos en toda su grandeza, transformaron
para los judíos aquella matanza en una batalla exaltada, cuyo resultado fue
sin embargo un mayor aumento en el número de víctimas. Sólo en Magun­
cia murieron más de mil judíos a manos de los cruzados o por decisión pro­
pia. Muchos de los que fueron apresados se negaron a convertirse al cris­
tianismo y serían por ello salvajamente torturados hasta la muerte.
Cuando los cruzados reanudaron su marcha en el verano del año 1096,
la mayoría de los judíos del Rhin habían sido asesinados u obligados a la
conversión. Continuaron aquéllos su camino, entre saqueos y motines. Una
490
de las poblaciones que habrían de sufrir su presencia, mencionada con el
nombre de Seló, se cree que es Praga. Cuando los cruzados tomaron Jeru-
salén, en 1099, reunieron a los judíos de la ciudad santa en el interior de
una sinagoga y los quemaron vivos.
En lo que respecta a la tentativa de atraer a los judíos, los cruzados fra­
casaron incluso con referencia a los convertidos por la fuerza, muchos de
los cuales retornaron inmediatamente al judaismo. En este plano concreto,
el emperador Enrique IV admitió que volvieran a su religión, a pesar in­
cluso de las protestas del Papa.
El quidús hasem —santificación del nombre de Dios por medio del mar­
tirio— vigorizó el judaismo en su interior, lo enriqueció espiritualmente y
cristalizó entre los judíos los conceptos del honor y el heroísmo, otorgán­
doles fuerzas para afrontar posteriores pruebas. Al mismo tiempo, los ju­
díos comprenderían que las cédulas no bastaban por sí mismas para pro­
porcionarles completa seguridad en contra de la cólera de las multitudes.
El fervor religioso cristiano habría encendido una hoguera en las tiendas
de Jacob y llevado la matanza hasta sus viviendas, entregando la sangre
de los judíos a las multitudes cristianas. Con respecto a las formulaciones
legales, la seguridad de la vida y las posibilidades de existencia, la primera
cruzada inició una nueva y dura época para los judíos localizados en países
cristianos.

Quidús hasem en 10%


Se hicieron de esta forma necesarios en aquellos momentos de prueba
todos los recursos espirituales y toda la cohesión social de que diponía el
judaismo askenaií. Ya en los siglos X y XI, los rabinos habían percibido la
creciente presión religiosa y social dirigida por el cristianismo para lograr
el abandono de la religión judía. Los judíos habían respondido de forma
constante por medio del más absoluto rechazo y desdén; pero ahora les era
presentada la opción con la directa amenaza de la espada: o conversión
o muerte.
Las informaciones acerca de este período proceden de la primera mitad
del siglo XII. Si bien la forma de la exposición y las ideas complementa­
rias no provienen exclusivamente de los mártires de 1096, derivan sin duda
de su ejemplo y su martirio, que hallarían expresión literaria en la siguien­
te generación. Los relatos de las matanzas y los saqueos cometidos en gran
número de comunidades omiten casi por completo los detalles referidos a
los sufrimientos físicos. Se pasa así por alto prácticamente la totalidad de
los pillajes, y los actos de rapacidad y codicia cometidos por los amoti­
nados. Esta omisión se debía de hecho al propósito de concentrarse sobre
los aspectos más significativos de cuanto entonces había ocurrido.
Desde la óptica judía, la esencia de los acontecimientos de 1096 era una
lucha de Israel para santificar el nombre de Dios. Rabí Selomó bar Simsón
lamentó la derrota en la batalla de la comunidad de Maguncia, cuando
«grandes y chicos vistieron coraza y tomaron las armas de la guerra» y sa­
491
lieron a hacer frente al enemigo cruzado a las puertas de la ciudad. Su ex­
plicación de la derrota no resalta el hecho de que los atacantes fueran gue­
rreros con una larga experiencia en el uso de la armadura y el manejo de
la espada, mientras que su propia gente era fuerte únicamente en materia
de rezos y preces, como afirmara rabí Simeón el Grande más de un siglo an­
tes al comparar a los paladines feudales con la congregación de Israel
(véase pág. 488).
Rabí Selomó, hombre de la época de las guerras santas y las expedicio­
nes, atribuyó la derrota sufrida al cansancio físico transitorio derivado de
la piedad y el ascetismo: «Por la gran cantidad de trastornos soportados y
los ayunos que cumplían, no tenían fuerza para oponerse al enemigo»
(op. cit., pág. 30). Estos relatos del siglo XII presentan al combatiente ju­
dío como un intrépido caballero que ataca al enemigo y desafía a la muerte
cuando ve que sus hermanos «son matados, arrojados a un lado y pisotea­
dos como inmundicia en la calle», salvándose solamente aquellos que aban­
donan la fe. El piadoso señor David, el ordenanza, se burla de la muche­
dumbre cruzada hasta el fin. Invita a los malvados y... a los ciudadanos...
a que vayan todos a él. Los cristianos creen que el judío está por someter­
se. La multitud se reúne jubilosamente «a millares» rodeando la casa del
judío; entonces el piadoso luchador sale, denuncia la religión cristiana y de­
clara su completa creencia en la redención de su alma como judío.
Cuando oyen las palabras del piadoso se sienten enfurecidos, porque el hombre
les hace reproches y les señala su vergüenza; y alzando los estandartes... comienzan
a gritar y dar voces en nombre del crucificado, y se lanzan sobre él y lo matan...
Allí cayó el justo juntamente con su familia (ídem, pág. 36).
Esta provocación a una muchedumbre cristiana era una declaración de
guerra efectuada por un hombre de fe, que sucumbió allí mismo a la muer­
te que él mismo había solicitado.
Un relato acerca de la actuación de un grupo de mujeres judías en el
castillo episcopal de Maguncia, presenta la valerosa vanguardia que denos­
tó a los que habían atacado a su Dios y desparramó dinero entre ellos para
retardar la acción emprendida, ganar tiempo y completar el suicidio colec­
tivo realizado en aras del quidús hasem. Las mujeres arrojaban piedras sobre
el enemigo y recibían los golpes de honda que eran dirigidos a sus caras
magulladas y lastimadas (ídem, pág. 33). Los heridos pedían agua, pero
se negaban a aceptarla cuando eran requeridos para que recibieran al mis­
mo tiempo el agua del bautismo (ídem, pág. 39). En un caso concreto, se
elogia a un joven «que santificó el nombre de Dios e hizo lo que no había
hecho el resto de la congregación, matando a tres de los incircuncisos con
su cuchillo» (ídem, pág. 97).
Los comentarios hechos acerca de las cruzadas, que llenaban entonces
el ambiente, tendrían una difusión tan amplia que, en una de las expedi­
ciones realizadas, el autor de una elegía escribió, como si las incitaciones
del cruzado (cartas de propaganda) se dirigieran a los judíos:

492
Levántate y ven, dicen...
Mira, viajamos hacia el lugar,
un país... cuya belleza ilumina los ojos,
vayamos a saquear las ciudades fortificadas y allí
repartiremos a todos los hombres ropa de color y bordada.
(Turé Vestirán, folleto de la sinagoga Yesurún, editado por A. M.
Haberman, Jerusalén, 1966, pág. 20.)

Pero la lucha llevada a cabo en el interior de los muros de un castillo


asaltado traería la terrible certidumbre de la muerte, la cual sin embargo
podía ser eludida mediante la conversión. Además, el mayor temor de los
judíos era que los atacantes se llevaran a los niños, tras el asesinato de los
adultos, y los bautizasen y criasen «en la abominación de ellos». De he­
cho, las ciudades, murallas, campos, ejércitos y gobernantes que los rodea­
ban no eran judíos. La opción final que veían era una debilidad de último
momento, que conduciría a la sumisión y la pérdida de la generación si­
guiente, o la comisión de suicidio para santificar el nombre de Dios, cuan-
uo fracasara toda tentativa de defenderse, o si se manifestase evidente des­
de el comienzo la imposibilidad de un éxito final en la lucha.
Resultaba natural que muchos se sometieran, con la esperanza de con­
servar clandestinamente cuanto pudieran del judaismo, y retornar a su fe
en la primera oportunidad que se presentase. Pero la imagen que se había
mantenido como modelo para las futuras generaciones era la de los lucha­
dores y la de aquellos que habían santificado el nombre de Dios. Contra la
conversión y el criptojudaísmo, los contemporáneos de Rasi instaron a cum­
plir el mandamiento de sinceridad «con el señor Dios de los ejércitos que
mandó que los judíos no cambiaran la pureza de su fe v fueran sincero*-
con él, como se ha escrito: “Serás,sinccio con ci señor tu Dios”» (rabí Selo-
mó ben Simsón, en Haberman, Las matanzas de Alemania y Francia, pág. 34).
De este modo declararon que no deseaban vivir para observar la Torá en
secreto y que se sentían obligados a sostener su ley y su le de
forma manifiesta.
Existía desde los tiempos antiguos la tradición que se basaba en la su­
misión a las torturas y el martirio en apoyo de la fe. A partir de la época
de Ana y sus siete hijos, durante el reinado de Antíoco Epífanes, el judais­
mo ratificó la expresa disposición existente en la jurisprudencia acerca de
que el judío a quien se le exigiese la comisión de alguna de las tres trans­
gresiones básicas: idolatría, incesto o derramamiento de sangre, debe de­
jarse matar antes que pecar. «En cuanto hay compulsión», y se adoptan dis­
posiciones para destruir la unidad judía, que ya no constituyan medidas
adoptadas contra individuos y acciones aisladas, el judío debe resistir la or­
den y permitir que lo maten, aunque solamente ordenen «atarse los cordo­
nes de los zapatos de otra manera», distinta de la que es habitual entre los
judíos. La sociedad cristiana también veneraba a sus mártires, aquellos que
habían sufrido torturas y se hallaban dispuestos a morir por su sagrada fe.
Sin embargo, estas tradiciones de martirio no consideraban la posibili­
dad de comisión de suicidios colectivos, ni la matanza de niños. Ya en el
493
siglo X, los judíos del sur de Italia habían advertido que su situación no
se mostraba segura en un mundo donde la guerra era útil instrumento para
glorificar la propia religión. Algunos de ellos optaron por el suicidio, pro­
cedimiento utilizado durante sus combates por los antiguos celotes, presen­
tados como valientes guerreros del Señor. En la crónica Yosipón —compi­
lada en esa zona hacia el año 953—, los celotes justifican, entre otras ra­
zones, con la gloria del Señor y el honor del guerrero indomable, el quidús
hasem por el suicidio. Así, a principios del siglo X, hubo judíos del sur de
Italia que se quitaron la vida para evitar la conversión. Quienes registra­
ron estos hechos observaron a los mártires como elementos de ofrenda y sa­
crificio destinados a lograr la sustracción del resto de la congregación a la
conversión obligada (véase pág. 488). Las crónicas reflejaban acciones in­
dividuales y hechos del pasado, tanto reales como imaginarios, teniendo
por ello cierto grado de influencia. Pero la aceptación del quidús hasem por
medio del suicidio masivo como expresión de fe sincera, y como principio
religioso rector para gran cantidad de personas, habría de hacer su prime­
ra aparición por medio de los mártires habidos en el valle del Rhin, en
el año 1096.
Estos mártires esperaban ver «la gran luz» en el mundo futuro, como
debida recompensa por su sacrificio. Se consideraban a sí mismos como
olrendas encendidas, corderos selectos dotados de perfección y carentes
de defecto alguno. No se suicidaban, por tanto, en estado de desesperación.
Su desquite se centraba en la expectativa, transmitida a los sobrevivientes,
del remordimiento que sufrirían los cruzados, aquellos luchadores de otra
fe, cuando finalmente advirtieran el error cometido.
Entonces, comprenderán, entenderán y admitirán en su corazón que nos mata­
ron por una futilidad... y que no tomaron una buena senda o un camino recto... y
que fueron tontos e insensatos en todas sus acciones. Destruyeron su sabiduría y
confiaron en la vanidad (ídem, pág. 43).
Los mártires previeron el día de la ejecución de la venganza y la obten­
ción de la inminente recompensa por medio de la derrota de los cruzados,
día de afirmación histórica que señalaría la victoria definitiva del judaismo.
Los cronistas ofrecieron diversas razones al tratar de explicar la actitud
adoptada por los judíos, y no ocultaron el espanto, el miedo y las dudas
que los afligían cuando mataron a los niños. Pero mediante su acción, estos
mártires trataban de afirmarse la imagen de la alta estatura humana del
judío humillado, firmemente aferrado a su religión en un mundo donde la
fe era un motivo de orgullo que debía ser defendido incluso con las armas.
Posteriormente, los judíos del siglo XII habrían de mantener amplia­
mente esta línea de razonamiento, así como la idea de la grandeza del
sacrificio realizado. Rabí Selomó bar Isjac, principal comentarista de la
Biblia y el Talmud, conocido generalmente con el nombre de Rasi, testigo
próximo de la catástrofe y los sacrificios que había ofrecido la comunidad
reclamaría a la eterna y perfecta Torá que apelase ante Dios por ios inocen
tes. El estremecimiento que experimenta se manifestará en un magnífico
494
himno; el comentarista exige a la Torá, en forma casi amenazante, que su
ruego no sea desatendido. Le advierte que «si no existiera Israel para can­
tar las alabanzas quedarías silenciada en todas las bocas y gargantas». Ex­
horta luego a la Torá que proclame su ira como corresponde a una madre
acongojada: «Acércate suplicando... vestida de negro como una viuda; re­
clama reparación por tus santificados... por las manos de... aquellos que cer­
cenaron a tus estudiosos y rasgaron las hojas de pergamino... y en su furia
torrencial destruyeron tus moradas.» También él, como los cruzados, quie­
re ver la victoria «en la Tierra Santa, explicar tus amables palabras para
que los hombres las entiendan, expulsar... a los arrogantes con inflamada
cólera; mientras los descendientes de los piadosos, eruditos y estudiosos se
dedican allí constantemente al estudio» (PiyutéRasi, editado por A. M. Ha-
berman, Jerusalén, 1941, núm. 6).
Este maestro de los mártires de esa generación vio de ese modo la ex­
clusión de la Tierra Santa del reino de los guerreros y el posterior estable­
cimiento allí del reino de la Torá, la piedad y el estudio. Al igual que to­
dos los que le rodeaban, tenía puestas las esperanzas en la tierra prometi­
da, en nombre de los ideales que había heredado y por medio de los sacri­
ficios humanos que había presenciado.

Respuesta política a las matanzas


Finalizados los días de terror, los judíos comenzaron a preguntarse con
qué protección y en qué condiciones podrían seguir viviendo entre gentiles.
No es casual que en las crónicas de las matanzas de 1096 figuren, junta­
mente con las palabras de los mártires, extensos discursos y conversaciones
atribuidas a obispos y gobernantes, así como diversas consideraciones acer­
ca de los motivos que habían impulsado la conducta de los habitantes de
las poblaciones. Las frases puestas en boca de los cristianos son en realidad
producto de la observación de los judíos y de las conclusiones que de ella
extrajeron, pero indudablemente contienen también expresiones emitidas
por cristianos. Fueron expuestas como base para posteriores intercesiones
ante príncipes y monarcas, y representan la opinión dominante en las co­
munidades judías residentes en el siglo XII en Alemania y Francia, acerca
de la sociedad mayoritaria en el interior de la cual vivían.
Según esos relatos, «el rey Enrique» se enfureció ante los simples rumo­
res de que hubiera alguien que quisiera perjudicar a los judíos. Sobre la con­
ducta del obispo de Maguncia, que se afirma recibió dinero de los judíos,
. pero no los pudo proteger, se presentan opiniones diversas y encontradas.
El obispo «informa» al parnás (jefe de la comunidad judía) rabí Calónimos:
No puedo salvaros, vuestro Dios os ha abandonado y no quiere que queden ni
restos ni vestigios de vosotros. Yo ya no dispongo de fuerza para rescataros o ayu­
daros de ahora en adelante. A partir de este momento deberéis optar por creer en
nuestra fe o sufrir las consecuencias de la iniquidad de vuestros antepasados (Ha-
berman, Las matanzas de Alemania y Francia, pág. 41).
495
La presente declaración indica que la ineficacia de las seguridades de
protección que proporcionaban quienes otorgaban cartas de amparo y la
protección de las ciudades se debía a la impotencia, a una sumisión fata­
lista, a la voluntad del cielo o, cuando no quedaba otro remedio, a la acep­
tación por parte del «protector» de la afirmación de los cruzados de que
los judíos debían ser castigados por negarse a adoptar el cristianismo. La si­
guiente excusa se cita en nombre del gobernador de la ciudad de Mórs:
Es cierto que al principio prometí protegerles y defenderles mientras quedase
un solo judío en el mundo. Y cumplí la promesa. Pero en adelante ya no podré sal­
varlos de todas estas multitudes [...]. Les he comunicado que si no consienten [en
convertirse al cristianismo] seguramente destruirán la ciudad; me parecé por lo tan­
to preferible entregarlos que dejar que me pongan sitio y destruyan la fortaleza
{ídem, pág. 50).
Esta nota permite extraer varias conclusiones acerca de las relaciones
que existían entre los judíos y sus protectores. El «convenio» de protección
era en principio sagrado para el otorgante. Pero de hecho renegaba de su
garantía afirmando que creía que ya no existía la situación para la que ha­
bía sido concedida, puesto que todos los judíos habían sido eliminados y
ya «no quedaba ni un solo judío en el mundo». (Esta referencia, dicho sea
de paso, podría indicar cuál había sido la impresión que produjeron las ma­
tanzas entre los contemporáneos.) Aducía, además, que al proteger a los
judíos ponía en peligro la ciudad y la fortaleza, lo cual equivalía a declarar
que su deber feudal hacia la ciudad y sus habitantes cristianos chocaba aho­
ra con la obligación contraída con los judíos.
Los cronistas judíos tuvieron presente y lo dejaron registrado para las
generaciones posteriores el hecho de que existieron protectores que procu­
raron no defraudar a quienes se situaban bajo su amparo. El obispo de
Tréveris estaba dispuesto, en un principio, a arriesgar su vida por los judíos,
aunque siendo bávaro «era un extranjero en la ciudad, donde no tenía ni
parientes ni amigos». Los judíos le dijeron: «Pero vos nos asegurasteis por
vuestra fe que nos protegeríais hasta que llegara el rey con sus fuerzas rea­
les.» «El plazo que os di», respondió, «tenía la misma duración que el de
la permanencia de cualquier comunidad judía en el país de Lorena.» Lue­
go, les explicó el obispo: «Yo quería realmente ser leal con vosotros de
acuerdo con la promesa que os hice. Pero, “¿qué podía hacer si todo el mun­
do se alzaba contra mí para matarme” por proteger a los judíos?» Cuando
los judíos comenzaron a sospechar que lo que quería era un soborno, su emi­
sario declaró: «El obispo no quiere nada de eso» {ídem, pág. 54). Final­
mente, después de un examen de conciencia, llegó la decisión: «Vosotros
vais a s£r aniquilados... dado que... no podéis ser salvados; y vuestro Dios
ya no quiere avudaros ahora, como hacía en los tiempos antiguos» {ídem,
pág. 55). El obispo Juan de Spira, que salvó a los judíos e impuso casti­
gos físicos a los amotinados, resulta elogiado en grado sumo. «Porque era
un gentil justo, y el Omnipresente obró el mérito de nuestra salvación por
su mediación {ídem, pág. 94), porque el Señor le tocó el corazón para de­
cidirle a protegerlos sin soborno» {ídem, pág. 95).
496
Los judíos quedaron estupefactos y agraviados ante el cambio que ma­
nifestaron «los que eran nuestros allegados y conocidos» (ídem, pág. 29), es
decir, la gente del pueblo, que los abandonó el día de la matanza. Cuando
los judíos comenzaron más tarde a considerar los pecados de comisión y
omisión cometidos por las masas populares y sus gobernantes, llegarían a
la conclusión de que no se debía dar crédito en absoluto a las cédulas exis­
tentes y las promesas realizadas, que no eran más que «pergaminos para
tapar cántaros». De hecho, se podía conseguir mucho más con dinero y sú­
plicas. A los gobernantes les remordía la conciencia, ya que consideraban
que la importancia de la garantía de protección justificaba el posible ries­
go... hasta cierto punto. En lo sucesivo, los judíos tuvieron que reconocer
que la ira de las multitudes cristianas poseía fuerza destructiva cuando exis­
tía alguna inquietud de carácter religioso o social. Esta realidad vital fue
conocida por los judíos de la Europa occidental a partir del siglo XII, y ha­
bría de constituir un elemento básico en sus relaciones con el mundo feudal
v corporativo dentro del cual, y contando con su protección, hubieron de
vivir durante toda la Edad Media.

Las conclusiones de los judíos


Estas consideraciones, juntamente con el fervor religioso, ahora acre­
centado por el ejemplo ofrecido por los mártires, inducirían a los judíos a
determinar cuál sería la conducta apropiada que deberían observar ante los
gobernantes y los decretos por ellos emitidos. Sería formulada ésta en la se­
gunda mitad del siglo XII, a través —podría decirse— de los mártires de
Blois, ciudad francesa, que fueron quemados vivos en el año 1171. R. Obad-
yá ben Majir (posiblemente un seudónimo) declaró en nombre de ellos:
Porque los santos dijeron: no hay ningún extraño entre nosotros. Y si los go­
bernantes decretan impuestos y gravámenes, es lícito obedecer a los reyes y supli­
car... por el alivio de la carga... Pero si el corazón se les vuelve hacia el mal y algún
inútil cree que podrá hacer que se olvide el nombre del Creador, persuadiendo a
los que le temen... los elegidos deberán atestiguar con airada elocuencia y declarar
en voz alta y firme: «En el monte del Señor [el monte de los Sacrificios] hará su
aparición, dejemos entonces que sea santo el hombre a quien el señor elija» [el már­
tir que sufrirá por la fe]. Despreciaremos vuestras mentiras y vanidades, porque
sois solamente nada. Y nos mantendremos en nuestra fortaleza (S. Spiegel, ed., Mi-
pitguemé haaquedá, en M. M. Kaplan Jubilee Volume, Nueva York, 1953, pág. 286).
Corresponde por tanto a todos los judíos, en días de prueba, sacrificar­
se sin someterse, haciendo una profunda afirmación de fe. Pero al mismo
tiempo, resulta correcto y razonable «dirigirse a los reyes para pedirles y
suplicarles» cuando la vida se mantiene dentro de los cauces normales en
las ciudades cristianas.
Asimismo sacaron los judíos ciertas conclusiones de carácter militar de
las matanzas de 1096. No existía esperanza alguna de defensa dentro de la
ciudad, ni siquiera en las zonas fortificadas. Después de la segunda cruza­
497
da, los judíos hicieron todo lo posible por obtener una ciudadela bien for­
tificada fuera de la ciudad y vaciarla de todos los elementos no judíos. Ame­
nazados los judíos por los motines producidos en el año 1146,
salieron todos de sus respectivas ciudades y se trasladaron a las fortalezas, y la ma­
yor parte de la comunidad de Colonia le dio al obispo... mucho dinero para que
pusiera en sus manos la fortaleza de YValkenburgo... E hicieron salir al gobernador
de la fortaleza con muchos obsequios y quedaron ellos solos, no quedando con ellos
ningún extranjero incircunciso [...]. Y desde que se difundió entre los gentiles la
noticia de que les habían entregado YValkenburgo a los judíos y que allí se habían
reunido [no volvieron a ser perseguidos].

Este hecho habría de producir la liberación de todos los demás judíos


que habían huido a los castillos:
Y yo, el joven que escribe esto, tenía trece años de edad en la fortaleza de YVal­
kenburgo... y los demás judíos que estaban en todos los países del rey se reunieron
y defendieron la vida, y cada cual se salvó en el castillo de su amigo gentil y llevó
a sus parientes consigo (rabí Eíraím ben Yacob, de Bonn, en Haberman, Las ma­
tanzas de Alemania y Francia, pág. 117).
No obstante, dadas las condiciones en que vivían los judíos de aquella
época, también resultaba peligroso hacerse cargo de un castillo, lo que se
habría de comprobar en 1190, en York, Inglaterra, durante los tumultos
que siguieron a la coronación de Ricardo Corazón de León. En ese año, poco
después de la Pascua, los judíos de York huyeron a un castillo solitario, por
temor a los motines que se habían propagado desde Londres. El goberna­
dor, a quien se habían negado a recibir de acuerdo con lo que ya era en­
tonces una costumbre establecida, pidió ayuda, y el sábado anterior a la
Pascua los sitiados judíos de York consagraron el Nombre Santo y se qui­
taron la vida en el interior del castillo.

49 «
IV. FLORECIMIENTO DEL LIDERAZGO CENTRAL
Y SURGIMIENTO DE LA DIRECCION LOCAL

El exilarca (res galutá)


Relata una leyenda que a Bustenai, primer exilarca de la época islámica,
le dieron por esposa una mujer perteneciente a la familia del derrotado em­
perador persa. Esta información atestigua que el cargo de exilarca siguió
siendo desempeñado por un miembro de la casa de David, sin que se inte­
rrumpiera la norma debido a la transición efectuada desde el dominio per­
sa (véase Cuarta Parte) a la dominación islámica. La leyenda debe conte­
ner una parte de verdad histórica, ya que en las generaciones posteriores
habría de ponerse en duda la legitimidad de ciertas ramas familiares de los
exilarcas, por ser descendientes de «los hijos de la mujer persa».
Hasta el año 825, la persona a quien los judíos reconocían por exilarca
era asimismo la única autoridad judía aceptada por los gobernantes mu­
sulmanes. Su posición no era discutida ni en el interior del judaismo ni fue­
ra de él. En ese año se produjeron disensiones entre los cristianos; ellos
también nombraban sus propios dirigentes, que las autoridades musulma­
nas aceptaban igualmente. Las disputas impulsaron al califa a decidir que
todo hombre proclamado por diez infieles como jefe obtendría reconoci­
miento oficial. En el plano teórico, este pronunciamiento abría el camino
a la anarquía y al derrumbamiento de la autoridad del exilarca. En la prác­
tica, ocasionó efectivamente un declive de su poderío y una cierta depen­
dencia del exilarca respecto de las dosyesibot de Babilonia (las academias tal­
múdicas) y de sus presidentes (véase pág. 586). No obstante, y debido al
gran aprecio que sentían los judíos por la estirpe de David junto con el de­
seo de que se mantuviera una sola autoridad reconocida, existió durante
todo el período, aparte de algunas escasas controversias, un solo exilarca en
el interior de la diáspora localizada en países islámicos.
A mediados del siglo IX, un autor árabe escribió que desde Adán los ju­
díos atribuían «la dirección del mundo a la estirpe de David, y al decirlo
afirman que la dirección pasa de padres a hijos». El autor proporciona una
499
relación de los ingresos del exilarca. Según él, le pagaban a su tesorero, o a
los funcionarios religiosos que estaban bajo sus órdenes, unas sumas fijas
de dinero por cada servicio prestado, al tiempo que también recibía dona­
ciones. Por ejemplo,
cuando uno de ellos se casa, le da al exilarca cuatro dirhems de plata maciza; y
la misma suma le pagan cuando construyen una casa. El que se casa no se puede
divorciar si no lo aprueban él... o sus representantes, y al divorciarse le cobran al
marido cuatro dirhems.
Según esta fuente, el exilarca era tutor de los niños que la ley judía de­
claraba ilegítimos, así como de los hijos de padres desconocidos. Cuando
éstos alcanzaban la edad madura, tenía derecho a manumitirlos o vender­
los. «Ellos son quienes le trasportan», al exilarca, «y no le permiten que
vaya a pie» (Ben Zion Dinur, Israel en la diáspora, I, b, Tel Aviv,
1961, págs. 83-84).
Con el paso del tiempo, la influencia real del exilarca iría disminuyendo
gradualmente, al mismo tiempo que su participación en los ingresos y su
autoridad para el otorgamiento de nombramientos. Rabí Natán el Babilo­
nio, durante el siglo X, ofrece en una carta agregada a la crónica Se'der olam
una brillante descripción contemporánea de las instituciones judías de la
época, y cuenta que en ciertas regiones el exilarca tenía el derecho exclusivo
de los nombramientos: «les mandaba un juez con su autoridad y la autori­
dad de los dirigentes de las yesibot». De aquellas regiones recibía por otra
parte una suma fija de dinero.

El ceremonial que rodeaba el cargo de «exilarca»


El relato de R. Natán describe las complejas ceremonias, cuidadosamen­
te ejecutadas, que venían a simbolizar la unicidad del cargo de exilarca den­
tro de la estructura dirigente judía. Un miembro de la casa de David pa­
saba a ser exilarca «si el consenso de la comunidad apoyaba su designa­
ción». La procesión ceremonial partía «de la casa de uno de los grandes
hombres que había en ese entonces en Babilonia, como Netirá u otro simi­
lar» (desde la casa de uno de los banqueros de la corte de los que ya se ha
tratado). Se planeaban en detalle todos los actos y movimientos para la ce­
remonia, que se realizaba en un sábado cuando llegaban a la sinagoga de
Bagdad unos y otros [dirigentes]. Se disponía un coro oculto debajo de una
torre de madera cuyas dimensiones, así como su multicolor cúpula, eran mi­
nuciosamente determinadas. Antes de que se iniciara la lectura de la Torá,
el exilarca entraba para la oración festiva «desde el lugar donde se hallaba
oculto», en el centro de la torre.
lo veían todos se ponían de pie y esperaban que ocupara su asiento en
detrás de él salía el presidente de la academia de Sura y tomaba asiento
haciendo en primer lugar una profunda reverencia ante el exilarca, a la
500
que éste correspondía. Luego salía el presidente de la academia de Pumbedita, tam­
bién se inclinaba y se sentaba a la izquierda del exitarca. La concurrencia perma­
necía entretanto en pie, erguida, esperando a que se hallasen sentados los
tres personajes.
Las bendiciones eran pronunciadas por el exilarca de forma dramática. El can­
tor las recitaba en voz baja, para que las oyesen únicamente quienes estaban senta­
dos alrededor de la torre y los jóvenes que se hallaban detrás. Y... los jóvenes le
respondían en voz alta: amén (Crónica «Séder olam zutá», en A. Neubau^r, Me­
diaeval Jewish Chronicles, II, Oxford. 1895, pág. 83).
El exilarca constituía una expresión del esplendor del pasado que los ju­
díos querían conservar, hasta donde el gobierno musulmán permitiera tra­
tándose de un pueblo dkimmi. Era «como uno de los ministros del rey en
su conducta», aludiendo a los ministros del califa musulmán. El exilarca en­
traba en la corte real y le hablaba al califa «con frases amables hasta que
le concretaba sus peticiones» (ídem). De este modo, el res galutá representa­
ba en forma majestuosa a los judíos, y cumplía su función diplomática como
intercesor ante la corte del califa. Además, como ya se ha apuntado, nom­
braba jueces y tenía autoridad decisoria en cuestiones legales judías y en
la organización de lasyesibot. Su cargo aunque se mantenía a la sombra del
califato y se entrelazaba con la acción de los eruditos y los sabios de las
academias, no dejaba de constituir un reflejo a pequeña escala de la anti­
gua monarquía de Judá.

Las academias (yesibot) de Babilonia y los gaones


Al igual que el exilarcado, las academias talmúdicas situadas en los paí­
ses islámicos habrían de considerarse continuadores de las yesibot babilóni­
cas de Sura y Pumbedita, que ya funcionaban con anterioridad a la domi­
nación musulmana. Existe constancia de que los gobernantes musulmanes
las reconocieron prácticamente desde el mismo momento en que conquis­
taron Babilonia. Pero muy pronto se pudieron advertir sin embargo las di­
ferencias existentes en su carácter y estructura. Es posible que las etapas
iniciales de esas transformaciones, o la tendencia al cambio ya se hubieran
manifestado durante la época del dominio persa. De cualquic* forma, las
normas específicas que caracterizaron el desarrollo de las yesibot durante la
dominación islámica señalan su carácter de instituciones destinadas a la di­
rección del judaismo y el estudio de la Torá. Estas academias eran centra­
listas en una medida desconocida en las yesibot de Babilonia y Palestina,
que varios siglos antes habían elaborado los dos talmudes. En éstos se en­
cuentran los nombres de centenares de sabios cuyas opiniones se citan. En
escasas ocasiones aparece un dictamen atribuido a una escuela, y aun en
estos casos se identifica a la escuela con el nombre del sabio que la dirige;
por ejemplo, «la casa de Rab», es decir, los eruditos procedentes de la es­
cuela de Rab. Y sólo se conoce el nombre de algunos sabios que fueron di­
rectores de una escuela o una academia. En cambio, en la Edad Media ocu­
rre lo contrario en casi todos los planos de las yesibot de Babilonia, y en ese
5o 1
mismo sentido también en las de Palestina. Sólo se conocen los nombres
de una pequeña cantidad de sabios de ese período, aunque existían enton­
ces numerosos eruditos y discípulos de los mismos; en cambio, se saben los
nombres de los directores —los gaones que encabezaban lasyesibot, y aun de
los que compitieron por el puesto y fracasaron— durante la mayor parte
del período y en todas las academias que entonces funcionaban.
El presidente de una yesibá era «su poderoso director». Le llamaban
gaón —«excelencia»—, por reducción del título pleno: «director de la yesibá
de la excelencia de Jacob». Era el único gobernante en el interior de la ye­
sibá, al tiempo que portavoz en el exterior de ella. En caso de controversia
acerca de las leyes alimentarias se enviaba desde Babilonia un mensaje por
transmisión oral: «Ésta es la opinión del sabio Fulano, pero no os la man­
damos por escrito, ya que él no es el gaón y presidente de la yesibá». De ahí
resulta posible deducir que los gaones eran los únicos elementos autorizados
para notificar a otras comunidades decisiones tomadas acerca de las leyes
judías y sus posibles aplicaciones.
Las yesibot situadas en los países islámicos, lo mismo en Babilonia que
en Palestina, ocupaban de hecho una posición central en la dirección de la
nación judía. Se consideraban encargadas de diversas tareas de capital na­
turaleza. Tenían por función educativa la de impartir enseñanzas a los es­
tudiantes, así como la de instruir a todo el pueblo en general. Imponían asi­
mismo las resoluciones legales definitivas para todos los problemas y cues­
tiones suscitados en la vida diaria. Los estudiosos y sabios de la yesibá in­
terpretaban y comentaban por otra parte la literatura canónica, siendo sus
versiones obligatorias para todos los miembros de la comunidad. En la ye­
sibá había escuelas de diferente nivel, que conducían posteriormente a una
escuela de estudios superiores. Comprendía asimismo una academia de es­
tudiosos calificados, que constituía la corte suprema, de donde eran difun­
didas las leyes judías para todo el pueblo judío.
De acuerdo con su carácter, la yesibá se organizaba en círculos concén­
tricos formados por miembros plenos y colaboradores que compartían los estu- ,
dios y los resultados creadores. Se ha apuntado anteriormente que existían
dos yarjé calá, en el mes de adar, antes de la Pascua, y otro en el de elul,
precediendo a las fiestas de otoño. Durante esos dos meses se reunían en la
yesibá muchos estudiantes de carácter temporal, como sucedía en la época
del Talmud. Estos períodos ofrecían al mismo tiempo oportunidades favo­
recedoras de la discusión y los planteamientos de solución de las cuestiones
que llegaban a las yesibot desde las distintas comunidades (véase págs. 516 y
517). La yesibá dictaba asimismo durante todo el año clases destinadas a la
enseñanza de jóvenes y niños en los textos de la Misná y el Talmud. Se
trataba en su mayoría de hijos de los eruditos habituales de la yesibá. En un
curso superior, existía también un grupo más adelantado de estudiantes,
que aprendían escuchando las deliberaciones y decisiones de los eruditos
de más edad. Se sentaban detrás de los eruditos, es decir, en la parte pos­
terior de sus asientos permanentes, sin puestos determinados, y sin inter­
venir en las decisiones legales adoptadas.

502
Principios orientadores de la dirección yesibática
La estructura que se ha descrito, al igual que los procedimientos que
empleaban comúnmente las yesibot, revelan la seria tentativa que se ponía
en práctica para mantener la dirección de eruditos y estudiantes y basar
la continuidad y la autoridad en principios jerárquicos y hereditarios. Los
miembros de la yesibá se localizaban en función de una clasificación esca­
lonada, en la que cada nivel poseía categoría específica y su título concreto.
El linaje familiar contribuía también a determinar la posición en el inte­
rior de la institución. Estas características se hallaban por otra parte cla­
ramente definidas en términos muy precisos.
La posición de las yesibot y el lugar que en cada una de ellas ocupaba
el gaón se transmitía dentro de los estrictos límites fijados por las familias
de eruditos. Un padre dejaba su puesto fijo de la yesibá a su hijo o al pa­
riente más próximo que considerase digno de heredar el puesto. Se ha di­
cho anteriormente que el cargo de exilarca constituía una prerrogativa re­
servada para la progenie de David. Teóricamente, el gaón era elegido por
todo el grupo de eruditos permanentes de la yesibá, pero en la práctica casi
siempre eran seleccionados de entre un número muy limitado de «familias
de gaones», que en Babilonia no superaban el número de seis. Una de ellas
entroncaba directamente con el linaje de David y era una rama de la fami­
lia de los exilarcas; otra era una familia de sacerdotes. En Palestina existían
tres «familias de gaones». Una de ellas afirmaba proceder de la familia pa­
triarcal de la época romana, que descendía de Hilel el Viejo; las otras dos
poseían prosapia sacerdotal, y una de ellas pretendía descender de Esdras
el Escriba. En períodos de crisis, como se verá más tarde, solían introdu­
cirse intrusos dentro de estos aristocráticos círculos. El gaón R. Saadya (véa­
se págs. 525 y 526) era uno de los pocos intrusos cuya poderosa personalidad
lo llevaría hasta la cúspide de los puestos dirigentes. Pero el gaón R. Serira,
perteneciente a la «familia de gaones», al referirse en su «Epístola» a un
gaón que no procedía de aquellas familias, agregó una frase destructiva, al
decir que «no era de las familias eruditas, sino de las de los mercaderes».
En muchos casos, se aseguraba la continuidad hereditaria del gaonato re­
servando para un miembro adecuado de la familia del gaón «reinante» el
segundo cargo en importancia de la yesibá. Era éste el puesto de ab bel din,
«padre —o jefe— del tribunal rabínico», que celebraba sesión en el portón
de entrada de la yesibá, de ahí su denominación en arameo escolástico de
la época como dayaná debabá, «juez del portón». Este funcionario actuaba
en nombre del gaón cuando era preciso, ejerciendo una decisiva influencia
en el interior de la yesibá. Resultaba natural por tanto que heredara más
tarde el cargo de gaón. R. Jay, por ejemplo, hijo del gaón R. Serira, era
«jefe del tribunal» de su padre antes de reemplazar a éste como gaón. «Nues­
tro preferido Hay», como era denominado, tenía ya un gran ascendiente
en vida de su padre. La elección, por consiguiente, se reducía en muchos
casos a la mera confirmación de una situación ya determinada de antemano.
El nombramiento de un gaón para alguna de las yesibot requería además
la legítima intervención del exilarca, al menos durante el siglo XI. También
503
tenían un cierto grado de poder los «banqueros de la corte», debido a sus
grandes recursos y al prestigio de que gozaban en el palacio del califa, el
cual, no obstante, solamente en parte se lo reconocía de manera formal. To­
dos estos factores convertían la elección de un gaón en un importante acon­
tecimiento público jalonado de frecuentes luchas de carácter social e ideo­
lógico. Pero de hecho los principios que se han expuesto anteriormente po­
seían tal fortaleza que incluso las luchas entabladas quedaban limitadas a
las «familias de los gaones».

Las siete hileras de sabios


El cuerpo principal de la yesibá — los sabios permanentes— se situaba
en siete hileras, ante el gaón y el presidente del tribunal, reuniéndose siete
sabios en cada hilera; constituían el Gran Sanedrín. A cada hilera corres­
pondían honores especiales, y tenía una importancia propia dentro de la ye­
sibá y ante el pueblo. La instalación en una de ellas indicaba la importan­
cia de la persona que ocupaba el asiento, su sabiduría y su conocimiento
de la Torá, así como también la alcurnia de quienes le habían dejado en
herencia el lugar que ocupaba en la jerarquía de la yesibá. Esta posición que­
daba señalada por su mayor o menor proximidad a la hilera de los gaones.
Los sabios más distinguidos se sentaban en primera fila, dentro de la
cual se diferenciaban entre sí por sus títulos honoríficos. Según un escrito de
R. Natán el Babilonio «siete de ellos eran jefes de cala (véase págs. 502 y 503)
y tres jaberim» (antiguo vocablo con el que se designaba a los eruditos ae
carácter santo). Cada «jefe de caló» era situado «sobre diez del Sanedrín»;
tenía el título de aluf (prácticamente equivalente en la primitiva termino­
logía bíblica a duque, en el sentido de líder). Parece que quienes ocupaban
las filas posteriores eran los masnín, los que enseñaban la Misná a los estu­
diantes más jóvenes.
La Torá era considerada casi como un tesoro de la herencia familiar per
teneciente a los sabios de Babilonia. Cuando las yesibot comenzaron a co­
nocer su decadencia, uno de los gaones presentes se quejó de que, debido a
la inexistencia de respaldo financiero, «muchos hijos de eruditos talmúdi­
cos se orientaron hacia otras artesanías... ganando sueldos o trabajando».
Aparentemente, tenía la convicción de que la ruptura de la cadena de eru­
dición en esas familias habría de impresionar a quienes oyeran o leyeran
su queja y los induciría por tanto a sostener la yesibá con la finalidad de
impedir semejante calamidad.

La lucha por la autoridad


La tensión inmanente que latía en las instituciones rectoras judías de
Babilonia amenazaba a menudo con desencadenar tormentosas controver­
sias. Lina de las polémicas más vehementes fue la que mantuvieron el exi-
larca David ben Zakay y el gaón R. Saadya, en el primer decenio del si-
5°4
glo X. Tomaron parte en ella prácticamente todos los sectores componen­
tes del nivel dirigente. El exilarca había tratado de salvar de la ruina la ye­
sibá de Sura. Hemos visto que el nombramiento en el año 928 de R. Saad-
ya —que por proceder de Fayum, en Egipto, era llamado al Fayumí— como
gaón de Sura había quebrantado la tradición basada en la elección del gaón
entre los miembros de las «familias de gaones»
En el año 930 estalló una disputa entre Saadya y David ben Zakay.
En esta oportunidad, Saadya fue apoyado por «todos los ricos de Babilo­
nia». En el transcurso de la disputa, fueron nombrados un contraexilarca y
un contragaón de Sura. Se establecieron enconadas polémicas por medio de
textos escritos, llegando el litigio hasta los tribunales. Triunfó finalmente
el exilarca y, en el año 937, el gaón R. Saadya se vio obligado a aceptar los
hechos.

Procedimientos de dirección

El núcleo central de la actividad dirigente entre los judíos de Babilonia


estaba formado por dos grupos procedentes de la aristocracia sacra e inte­
lectual: el reducido círculo de la familia del exilarcado y las familias gaóni-
cas, y alrededor de éstas, el círculo algo más amplio compuesto por las fa­
milias de los que ocupaban las primeras siete filas de asientos de la yesibá.
Ahí residía la autoridad suprema, en ese grupo de familias de sabios cuya
ocupación vitalicia eran la Torá y el estudio, y cuya posición social estaba
determinada por el rango que ocupaban en la yesibá y en los estratos diri­
gentes. Las facultades de mando eran ejercidas de acuerdo con normas
y métodos específicamente definidos, que derivaban en esencia de una vir­
tud consagrada por la misma naturaleza del respeto a la Torá. Tanto los
dirigentes como quienes eran gobernados, opinaban por medio de sus ins­
tituciones, y en manifestaciones claramente expresadas, que en \a.yesibá exis­
tía un elemento de «santidad» física, y que los jefes de lajyesibá, así como
sus sabios, se hallaban investidos de cierto «mérito sagrado» que otorgaba
a sus bendiciones y a sus maldiciones, orales o escritas, una especial efica­
cia. Los judíos debían respetarles y tributarles honores, en forma personal
o en grupo, debido a su posición y linaje familiar. Es éste el único período
de la historia judía en el que los judíos debían tratar a sus dirigentes, me­
diante la fórmula de «honorable grandeza del venerable X». La caracte­
rística más destacada de la clase dirigente en general era la exclusividad.
Este principio imponía a las familias aristocráticas la obligación de asegu­
rar con cuidadosa atención el ininterrumpido conocimiento de la Torá por
parte de sus hijos y nietos, así como el mantenimiento de «pureza de la es­
tirpe». Algunos de sus miembros equiparaban en sus escritos su propia ca­
lidad aristocrática con el antiguo sacerdocio. Asimismo a los sacerdotes se
les pedía que guardasen sus conocimientos, al tiempo que instruían al pue­
blo, y el pueblo, por su parte, tenía la obligación de mantener material­
mente a los sacerdotes por medio del pago de diezmos. En efecto, durante
5°5
la mayor parte de este período, la comunidad judía dispensó a su círculo
dirigente gran cantidad de riquezas y honores.
Estos elementos rectores cumplirían su deber de enseñanza de la Torá
al pueblo a través de una serie de instituciones. La Torá era discutida y
explicada durante los meses de calá, con ocasión de la reunión de millares
de personas. Era estudiada de forma más intensiva por los varios centena­
res de alumnos de varios niveles, existentes en las escuelas que componían
la organización de las yesibot. Pero las decisiones de halajá, las interpreta­
ciones obligatorias y los comentarios eran sancionados únicamente después
de haber obtenido la aprobación oficial en las deliberaciones del Gran Sa­
nedrín. Las resoluciones adoptadas por este cuerpo eran proclamadas por
uno de los gaones en términos personales, como dirigente facultado con la
autoridad de la consagrada corporación en cuyo nombre hablaba. En con­
tadas ocasiones resulta posible encontrar un pronunciamiento de la yesibá
como cuerpo colectivo.
Pero una dirección aristocrática y religiosa de ese carácter corría el ries­
go de petrificarse y degenerar. Este peligro iría incrementándose debido a
la prolongación del control existente y al crecimiento de las tensiones in­
ternas presentes en las diferentes secciones, hasta el punto de que otras fuer­
zas habrían de hacerse cargo de la conducción de la comunidad. Existen
noticias de un grupo nuevo que en el siglo X ejercía una gran influencia
sobre los dirigentes principales. Se trataba del compuesto por los banqueros
de la corte y otros hombres acaudalados de Bagdad. Cuando comenzaron a
tomar parte en la dirección de la comunidad, fueron descritos como «pie­
dras angulares de la congregación». Este grupo, que no tenía naturaleza
aristocrática ni académica, pudo acceder a su dominio debido a los estre­
chos lazos que unían a sus miembros con la corte del califato, así como a
la mediación que allí interponían en favor de sus correligionarios. Su in­
fluencia era particularmente grande cuando se entablaban controversias, y
su apoyo llegaba a poder inclinar la balanza en beneficio de una u otra de
las partes contendientes.
El gobierno de una clase compuesta por los sabios y sus particulares lí­
deres; el intento de integrar componentes sagrados, hereditarios e intelec­
tuales en una misma estructura, junto con el éxito obtenido por este pro­
pósito durante siglos constituyen un fenómeno único en la historia judía.
Las escasas grietas aparecidas en esta estructura —influencia de «las pie­
dras angulares de la congregación» y penetración de sabios del exterior,
que se elevaron a las mayores alturas de la dirección— al lado del declive
y disminución del nivel de influencia observado al final de la época, no al­
teran en forma alguna la singularidad e importancia del fenómeno tratado.

Influencia en la Diàspora
Cada yesibá afectaba a una región determinada, de la misma extensión
que la controlada por el exilarca, dentro de la cual el gaón respectivo nom­
braba a los jueces de la comunidad, y los vecinos aportaban una suma fija
506
para el mantenimiento de layesibá. Muchos de los jueces eran, naturalmen­
te, habitantes de la zona en cny'á. yesibá habían estudiado, personalidades
locales recomendadas por la institución central. En principio, este sistema
no habría de influir en la autoridad superior, que insistía en su derecho de
nombramiento y aprobación de personas para cargos, aunque no en el de
su propuesta y selección. Esta posición fue claramente expresada en el si­
glo X, por el gaón rabí Semuel ben Jofní, cuando afirmó que
el jefe de la generación tiene el deber de nombrarjueces para Israel. Vosotros ha­
béis visto, sin duda, que Moisés, el príncipe esclarecido, dijo a Israel: « lomad hom­
bre sabios e inteligentes...» y dijo «y yo los pondré al frente de vosotros». Si no los
hubiese nombrado Moisés, la elección de la nación no habría sido eficaz. Lo mis­
mo sucede en relación con Josué, aunque fue el Señor quien lo eligió. Sin embargo,
dijo a Moisés: «Trae a Josué ben Nuri y ponle la mano encima...» Lo que prueba
que su principado fuese perfeccionado únicamente a partir del momento en que fue
ordenado por Moisés. Al igual que Saúl por mano de Samuel. Con esto averigua­
mos que sólo existe nombramiento justo cuando se efectúa a través de las manos
del que dirige la generación de la época. Si no existiese ese dirigente, cada comu­
nidad debe nombrar para el cargo al hombre a quien considere más apto y apro­
piado (H. Taubes, ed., Osar hagueonim al tratado Sanedrín, pár. 239, págs. 124-125).

Esta cita demuestra que al menos durante el siglo X, los gaones acepta­
ban la propuesta de candidatos, conformándose con poseer únicamente el
derecho de aprobación de los mismos. El principio legal siguió gobernando
en la práctica durante un prolongado lapso de tiempo. Las comunidades
particulares tenían sin duda voluntad y vida propias, pero se hallaban so­
metidas a la autoridad y la influencia de las yesibol y la corte del exilarca.
Sólo en Palestina hubo un centro que reclamó la facultad de participar en
la dirección, pero esta exigencia procedía igualmente de una concepción del
principio del mando centralizado, junto con la teoría básica del manteni­
miento de una aristocracia dirigente. Para un mayor análisis de la influen­
cia ejercida por estos centros mediante la emisión de opiniones acerca de
cuestiones concretas, véanse las págs. 516 y 517.

Excomunión y compulsión
Las yesibol heredaron del pasado un arma religiosa y orgánica de gran
poder, que habrían de transmitir a todas las comunidades judías durante
la Edad Media: el jere'm, o excomunión, que se proclamaba en una sobre-
cogedora ceremonia. Pero su mayor fuerza procedía de la actitud espiritual
de los judíos medievales, que veían en la excomunión una especie de red do­
tada de gran fuerza, de acuerdo con el significado básico del vocablo he­
breo jérem. Después de declarado el jérem, el excomulgado se hallaba atra­
pado en él hasta el momento en que éste fuese revocado. El excomulgado
sufría un castigo tanto divino como social, dado que sus correligionarios ju­
díos le negaban cualquier forma de relación. Pero el mayor efecto del jérem
507
era el sentimiento que inspiraba al afectado, que se sentía excluido incluso
de lo más íntimo de su alma. Por medio de esta arma las comunidades ju­
días pudieron luego imponer diversos tacanot, o estatutos, también llamados
jérem, porque su violación podría acarrear la excomunión. De este modo,
se podía excomulgar también por cuestiones particulares o personales, ya
que no era la sanción pública del culpable el peor carácter del castigo, cons­
tituido por el contrario por el temor al juicio del cielo.

Regimiento autónomo
Cuando la dirección religiosa central de los judíos era estable y la es­
tructura política y las comunicaciones del califato musulmán mantenían su
firmeza, las nuevas fuerzas sociales que surgían en la comunidad judía,
como «las piedras angulares de la congregación», actuaban dentro del mar­
co de los principios establecidos. Pero el califato terminaría por fraccionar­
se en reinos independientes, y los lazos que unían a la periferia con el cen­
tro del imperio se quebraron. Los elementos, como «las piedras angulares»,
comenzaron a funcionar de acuerdo con sus principios propios, y asumi­
rían una dirección independiente de la comunidad. Los dirigentes de los paí­
ses distantes obtenían a veces un título otorgado por los miembros de los
antiguos centros de Babilonia y Palestina, cuyo reconocimiento y aproba­
ción seguían tratando de conseguir. Pero esta misma relación fue transfor­
mándose gradualmente en una mera tradición, en una reliquia del pasado
que se conservaba simplemente por inercia. Los nuevos dirigentes adopta­
ron pues formas y métodos propios. El antiguo linaje y la tradición deja­
ron de ser elementos importantes por sí mismos. El factor decisivo se ba­
saba ahora en la influencia económica y social, generada en la mayor parte
de los casos por los contactos establecidos entre los dirigentes judíos y las
autoridades musulmanas del país en cuestión.
El nuevo dirigente aparecía habitualmente a partir del cargo de médico
o de consejero financiero de la corte o de alguno de los ministros principa­
les; en algunos casos, del de katib, escriba real o secretario en el occidente
musulmán. Como reconocimiento por los servicios prestados a la sociedad
que les acogía, eran nombrados para dirigir los asuntos judíos dentro del
territorio del reino, en ocasiones contando con la aprobación de la comu­
nidad, y otras incluso sin ella. Debido a su mismo carácter, estos dirigentes
no podían aspirar a ningún tipo de influencia en el plano del judaismo uni­
versal; su poder terminaba en las fronteras de la región con cuyos gober­
nantes se hallaban asociados. Entre ellos era posible hallar eruditos rabí-
nicos y sabios, pero esto era solamente por coincidencia y no como funda­
mento básico de su posición.
Los líderes regionales de esta especie eran denominados generalmente
naguid. Carentes de derechos ancestrales o de carácter sagrado para recla­
mar el liderazgo, habrían de encontrar respaldo para su encumbramiento
en los grandes centros de Babilonia y Palestina. El conocimiento de la Torá
que estos centros difundían se multiplicó en los países periléricos, de tal
508
modo que se hizo innecesario consultarles a ellos. Desde el final del siglo X
en adelante había eruditos rabínicos incluso en comunidades como las de
Kairuán, en Africa del Norte. No fue por azar que el cronista del siglo XII,
Abraham ibn Daud, prologara su reseña sobre el surgimiento de la figura
del naguid con la historia de «los cuatro cautivos». Enviados éstos como emi­
sarios desde Babilonia, fueron apresados y liberados a su debido tiempo co­
menzando finalmente a difundir el conocimiento de la Torá en las regiones
donde se hallaban, adoptando cada uno de ellos una posición independien­
te en relación con su centro de origen.
El primer dirigente que adoptó esa norma fue Yaacob ibn Jau, residente
en la España musulmana a caballo de los siglos X y XI. No se conoce si
él mismo empleó el término naguid. pero lo que se narra de su designación
V actividades indica que era un dirigente de esa clase. Además, Abraham
ibn Daud afirma que antes de él, en la España musulmana del siglo X te­
nía mucho poder «rabí Jasdav, el gran nasí... en cuya época nadie podía
disentir» de un sabio a quien él apoyaba (Gerson D. Cohén, The Book oj
Tradition, Filadelfia, 1967, pág. 49). No obstante, no se dispone de ningu­
na información explícita acerca del nombramiento de rabí Jasday por los
gobernantes, para la dirección de los asuntos judíos dentro de la zona, aun­
que mantuvo sin duda gran influencia en cuestiones oficiales y en el inte­
rior de la comunidad judía. El caso de Yaacob ibn Jau era, sin embargo,
diferente. Abraham ibn Daud, el cronista que escribió sobre él, afirma con
cierto desdén que «eran dos hermanos, comerciantes y fabricantes de seda».
Según lo que cuenta Ibn Daud, Ibn Jau fue nombrado dirigente por un rey
de la España musulmana que también dominaba zonas de África del Nor­
te. Este rey escribió a todas las comunidades judías que existían entre Si-
jilmesa [en Africa] y el río Duero, límite del reino [en España], diciéndoles
que él los juzgaría a todos y que estaba autorizado para nombrar a quien
quisiera para mandarlos y para cobrar todos los tributos y pagos que les
eran impuestos.
Las instrucciones del rey revelan que dentro de este reino Ibn Jau tenía
toda la autoridad correspondiente a un exilarca o un gaón, y se interpreta
que tenían por objeto dejar establecido que estaba autorizado para cobrar
a los judíos los impuestos de la región. Recibía, además, demostraciones pú­
blicas de respeto. La comunidad judía de Córdoba, la principal del reino,
«lo ordenó nasí [príncipe]». Pero esta ordenación, tal como se cita, no deja
de traslucir un cierto tono de ironía (ídem, págs. 50-51).
Con todo, parece que Ibn Jau se proponía favorecer a sus gobernados,
ya que incluso el hostil cronista relata que fue relevado del cargo porque
el rey se había sentido engañado, creyendo «que tomaría en todas las co­
munidades el dinero de Israel, legal o ilegalmente, para dárselo a él. Como
no lo hizo así, el rey mandó arrestarle y enviarle a la cárcel». También se
mantendría fiel a la caritativa tradición de los judíos ricos. Abraham ibn
Daud reproduce las palabras que pronunció rabí Janoj, principal oponente
de Ibn Jau, cuando se enteró de la muerte de éste: «Me apeno y lloro por
todos los pobres a quienes él mantenía en su mesa. ¿Qué harán mañana?»
Al mismo tiempo, puede advertirse claramente el violento carácter que po-
5°9
seía, observando la amenaza que profirió contra rabí Janoj durante su pe­
ríodo de poder, cuando afirmó que si Janoj actuaba como juez entre dos
personas lo pondría «en un bote sin remos y lo echaría al mar» (ídem, págs.
51-52). La causa podría haber sido el hecho de que rabí Janoj fuera hijo
de uno de los «cuatro cautivos» de los que se ha hablado anteriormente y
hubiera sido arrojado al mar junto con su padre. Ibn Jau manifestaba que
lo haría regresar al lugar de donde había venido.
Se encuentran por lo demás en varios países otros dirigentes que lleva­
ban el título de naguid. Ln primer lugar, lo usaría respetuosamente un mé­
dico de la corte real de Kairuán, y allí se lo aplicarían posteriormente a
otras personas. En el siglo XI, llevaba este título rabí Semuel ibn Nagrela,
y después de él su hijo Yosef en la España musulmana que ya se desmo­
ronaba. Más adelante se verá que Semuel Hanaguid (significa «el naguid»)
sentía una gran responsabilidad debida a su cargo, y creía que le corres­
pondía la divina misión de proteger a su pueblo.

Ascenso de la comunidad meridional


A partir de fines del siglo X se observa en el interior de las comunida­
des locales la presencia de acciones y fórmulas legales destinadas a recla­
mar los derechos y las responsabilidades de la gobernación de las mismas,
algo que hasta entonces no había aparecido. Conservaban simultáneamen­
te los derechos y responsabilidades que tenían con el gaonato, pero las de­
sarrollaban y ampliaban, lo que les permitía hacer innovaciones que en oca­
siones eran casi revolucionarias.
En su libro Se/er hasetarot (El libro de los documentos, editado por S. J. Hal-
berstam. Berlín, 1898), el nasi R. Yehudá al-Bargueloní (el Barcelonés) reúne
ejemplares de antiguos contratos y habla de la antigüedad de algunos de
ellos, que son probablemente de fines del siglo X o principios del siglo XI.
Se encuentra entre ellos el del nombramiento de un jefe de comunidad ele­
gido por los miembros de la comunidad. El documento señala el avance
que supone pasar de un nombramiento efectuado por la autoridad central
de un miembro elegido para dirigir una localidad, al nombramiento efec­
tuado por los habitantes de la misma, que se han atribuido el derecho a
tomar decisiones de forma independiente.
El documento comienza haciendo una descripción de la crisis moral y
social que acosaba a la comunidad local hasta el punto de que práctica­
mente no existía diferencia alguna entre sus miembros y los gentiles veci­
nos, «salvo únicamente el nombre de judaismo». Es posible que se hubiese
producido una crisis de esa índole en el lugar donde fue extendido origi­
nalmente el documento; pero la inclusión de ese relato en el escrito indica
que los integrantes de aquella comunidad se sintieron obligados a justifi­
carse por efectuar ellos mismos los nombramientos. Dice el documento que
«los ancianos y los jefes de comunidad se levantaron y se unieron con todos
los demás miembros de nuestra comunidad»; dicho de otro modo, se trató
de un acuerdo unánime iniciado y dirigido por los principales miembros de
5 IQ
la población, con el propósito de designar a un solo dirigente «que nos guia­
ra por el camino apropiado y nos enseñara la Torá de nuestro Dios... y e*
ejercicio de la justicia» (ídem. págs. 7-8).
El documento y su justificación indican que sus firmantes se vieron en
la situación a la que alude el gaón R. Semuel ben Jofní: en su generación
no había ningún jefe como el que era necesario «para la era y los tiempos»;
por eso, tal como el gaón estipulaba para esa época de declive, se llevaba a
la práctica «que cada comunidad elija al hombre que pueda ser apto y ade­
cuado». Ea localidad y no el centro rector era, de esta forma, la que debía
determinar cuáles eran sus necesidades en esas situaciones y elegir de acuer­
do con ellas a sus dirigentes.
Entre los modelos que contiene el Séfer haselarot hay una «escritura de
convenio», relacionada con la distribución de los impuestos. «La extiende
el tribunal o los ancianos de la comunidad que conocen todos los asuntos
[comerciales] de la ciudad.» El convenio comienza diciendo: «Nosotros, los
ancianos, dirigentes y jefes de la comunidad de la ciudad X...» Especifica
luego la parte que cada cual debe dar «de cada cien denarios de los que
necesita la comunidad, para impuestos, gravámenes de propiedades o ca­
pitación... para caridades o para las demás necesidades de la ciudad que
debe costear la comunidad» (ídem, págs. 137-138). No se ofrece ninguna
disculpa especial por el hecho de tomar la iniciativa. Los dirigentes locales
debían de estar, pues, acostumbrados ya a realizar la distribución de im­
puestos, externos e intracomunales, y tendrían por ello experiencia para de­
terminar los principios y los métodos de las respectivas asignaciones.
En los Responso de R. Isjac Alfasi, que reflejan acontecimientos sucedi­
dos en los comienzos del siglo XI en el norte de África y en la España mu­
sulmana, se encuentra una decisión normativa que expresa:
La costumbre que se debe seguir [consiste] esencialmente en que la mayoría de
la comunidad pedirá consejo a los ancianos de la misma, aprobará todas las reso­
luciones que considere apropiadas y las cumplirá. Ésta es la costumbre, aunque ha­
yan pasado muchos años y aunque ellos mismos ya no conozcan su origen, pero la
comunidad la ha mantenido y seguirá haciéndolo.
Esta decisión se expone con carácter categórico, y su inequívoca índole
indica que representa el criterio con que se actuaba en regiones alejadas del
centro rector, incluso en la época en que se iniciaba el gaonato. Los dirigen­
tes locales, designados o no, determinaban siempre las costumbres locales.
La decisión informa que los componentes del cuerpo resolutor de la comu­
nidad eran los mismos que se mencionan en el nombramiento que integra
la colección de R. Yehudá el Barcelonés, esto es, toda la comunidad con sus
ancianos, y no solamente alguno de ellos. En cambio, en el sur ya se había
adoptado la idea del gobierno mayoritario (véanse págs. 595 y 596). Cuando
la mayoría adoptaba una norma de esa clase se establecía la misma cos­
tumbre para las generaciones futuras, aunque fueran olvidadas las causas
que habían conducido a su aprobación.
Resumiendo, al sur de los Pirineos y al oeste de Israel comenzaron a
surgir comunidades locales desde el final del siglo XI. Es posible que los
líderes locales se hubiesen ido independizando de la autoridad central con
anterioridad, como consecuencia de la tensión existente entre los centros de
Palestina y los de Babilonia. La tensión solía provocar el establecimiento
de dos comunidades separadas, con sus sinagogas propias, en una misma
localidad, denominadas «Israel» y «Babilonia», y la tirantez de las relacio­
nes obligaba a los pobladores a manejar sus asuntos de forma
independiente.
La formación de una dirección territorial limitada favorecía a la comu­
nidad local, que se desarrollaba en aquellos países donde asimismo se crea­
ba el cargo de naguid. Además de la correspondencia existente entre el es­
tablecimiento del naguid y el de las comunidades locales, la quiebra del ca­
lifato y la cristalización de unidades políticas más restringidas dentro del
Islam facilitaría la aparición de unidades de índole individualista; el estilo
literario de los pobladores locales es apologético. Parece que la situación lo­
cal y la «mano firme» empleada por el naguid los forzaba a un sometimien­
to, tanto con respecto a él como con referencia a su representante. Sin em­
bargo, siguieron existiendo títulos específicos para los dirigentes locales, así
como procedimientos para la reunión de asambleas y la adopción de reso­
luciones en las mismas. Los residentes locales, a partir de esta época, or­
ganizarían al mismo tiempo amplias esferas de actividad, tales como la asig­
nación de los impuestos, las obras de caridad, el régimen legal y moral, y
el funcionamiento de los estudios.

La dirección en el norte de FMropa


En las colonias de mercaderes judíos situadas al norte de los Pirineos,
no existía tradición alguna de sumisión a un centro concreto. Los exilarcas,
los gaones y los naguides de los territorios islámicos se hallaban muy aleja­
dos, no sólo íisicamente sino también por la barrera que se interponía entre
el cristianismo del noroeste de Europa y el Islam. Los judíos del norte co­
nocían perfectamente la autoridad y santidad de los antiguos centros orien­
tales, y periódicamente se comunicaban con ellos. Pero la conexión existen­
te no podía dar origen a la sumisión ni al ejercicio por parte de aquellos
centros de una verdadera dirección, por impedirlo la situación general geo­
política determinante. Además, en aquellas regiones no había ningún judío
que disfrutase de una posición en alguna corte real suficientemente fuerte
para permitirle obtener un nombramiento, o para erigirle en dirigente de
los judíos con el apoyo de los gobernantes, como lo hicieron los naguides en
los países del Islam. De ahí, que este territorio fuera tierra virgen en cuan­
to a las tradiciones y las instituciones de la jefatura de las comunidades res­
pectivas.
En cambio, se crearían allí varias formas de dirección, que se desarro­
llarían libremente. Es conocido un nuevo tipo de líder, que surgió en los
comienzos del siglo XI, el stadlán —«intercesor»—. Aparece en relatos que
podrían ser legendarios, pero los detalles de los mismos están basados en
5^
situaciones reales. Un stadlán va a ver al papa con el fin de gestionar pro­
tección para los judíos perseguidos, y anuncia en una carta firmada por él
que toda la comunidad deberá honrar al mensajero que pidió al papa pro­
tección para los judíos. Se cuenta también que el conde de Flandes envió
una invitación pidiendo que «dicho notable fuera a verlo trayendo consigo
a treinta judíos para instalarlos como colonos en sus tierras» (A. M. Ha-
berman, Matanzas de Alemania y Francia, págs. 20-21). Se presenta, por con­
siguiente, como organizador de nuevas colonias judías, actividad para la
que seguramente habría tenido que tramitar el otorgamiento de cédulas, de­
rechos y privilegios de dirección.

Rabenu Guersom, la luz del exilio


Rabenu Guersom ben Yehudá (¿960?-1028), conocido ñor las genera­
ciones subsiguientes como «ia luz dei exilio», tue un nuevo tipo de dirigen­
te que provino del mundo de los eruditos rabínicos y tomó el mando debi­
do al poder de su influjo personal. Rabenu Guersom no fue formalmente
nombrado ni era hijo de un dirigente oficialmente designado. Se desconoce
incluso si desempeñaba alguna función comunal determinada. De todas ma­
neras, no estaba, como los naguides, en contacto con los gobernantes ni ejer­
cía ninguna influencia derivada de estos últimos. Pero tuvo un vasto ascen­
diente en su tiempo, y en la generación siguiente, debido a sus reconocidas
sabiduría y devoción, su capacidad para tomar decisiones, su talento direc­
tivo y su disposición para utilizar sus propias cualidades.
Sin entrar a considerar si las reglamentaciones o tacanot que se atribu­
yen a Rabenu Guersom (véase págs. 518 y 519) son realmente obra suya, o si
fueron decretadas en las comunidades durante su vida o por el mismo tiem­
po, el hecho de que lleven su nombre es la prueba más clara de su poderoso
dominio personal y su capacidad para impulsar la adopción de medidas de
trascendencia. No fue tampoco el único de su género en la época, ni por
su forma de vida ni por su posición personal y sus actividades. Hubo «en la
sinagoga de Maguncia» una reunión a la cual, según una fuente del si­
glo XIII que conservó un acta, concurrieron, entre otros:
Rabenu Guersom ben Yehudá, la luz del exilio, R. Simeón el Grande bar Isjac,
R. Yehudá Hacohén, autor del Sefer hadinin (Libro de las leyes), y Rabenu Yehudá
el Grande, que era el jefe de los asesinados, y los restantes miembros de la santa «yesi-
bá», y todos ellos dieron instrucciones (Eidelberg, op. cit., pár. 32, pág. 99).
Estayesibá es claramente distinta de las que funcionaban en Babilonia.
Carecía de hileras de asientos situados en gradas, y sus miembros se iden­
tificaban por sus acciones personales, y no por el cargo o el origen parti­
cular de cada uno de ellos.
La comunidad local y la tendencia centralista
La tendencia hacia la centralización y la unificación de las comunida­
des judías se manifestó también en el noroeste de Europa, si bien allí fue
formándose de forma gradual en el interior de las mismas comunidades.
Ya en la época de Rabenu Guersom las comunidades habían adoptado la
costumbre de realizar asambleas de los miembros de ellas que coincidían
en un puerto o una plaza de mercado:
Las comunidades que se han reunido allí... decretan con anatema y juramento
que toda persona a cuyas manos haya llegado algo de lo que se ha perdido en dicho
barco debe devolverlo al dueño del objeto perdido... de acuerdo con la norma que
se sigue en la mayoría de las comunidades de Israel cuando alguien pierde algo, ya
sea por robo o de cualquier otra manera. Se han tomado medidas en su favor y se
decreta que toda persona a cuyas manos puedan haber llegado dichos objetos... debe
devolverlos a sus dueños (ídem, pár. 67, pág. 155).

Rabenu Guersom aprobó esa acción y explicó su aprobación por el he­


cho de que «Jefté —el juez— es en su generación lo que Samuel —el pro­
feta— fuera en la suya», y lo resume diciendo que: «Por consiguiente, en
todo lo que hizo la comunidad, su decreto es válido y sus acciones obliga­
torias» (ídem, pág. 157). En su día, como se verá, la comunidad solía re­
conocer oficialmente el derecho de un judío a proteger las relaciones co­
merciales con sus clientes habituales, eliminando la competencia.
Un contemporáneo, más joven, de Rabenu Guersom, R. Yosef Tob
Elem —en francés Bonfils— se ocupó en varias ocasiones del problema de
los impuestos comunales. Cierta vez tuvo que atender una cuestión concer­
niente a la comunidad de Troves, que había rescatado cautivos que no eran
de la comunidad y reclamaba que otras comunidades compartieran el de­
sembolso efectuado. Enviaron, pues, a éstas mensajeros amenazando con
que «los que se negasen serían excluidos, juntamente con todos sus descen­
dientes, de la comunidad y [se prohibiría] su pan y su vino; y les impusie­
ron una multa de treinta denarios». Las comunidades rechazaron la de­
manda de los mensajeros, afirmando que «ellos no tenían que someterse al
decreto porque no eran miembros de esa ciudad ni participaban en sus pro­
blemas». R. Yosef Tob Elem declaró en su réplica la autonomía de todas
las comunidades locales incluso frente a la que fuera más grande e impor­
tante, con la excepción de los casos relacionados con la halajá o cuando se
hubiera lanzado un falso cargo contra todo Israel. «En resumen, no pue­
den obligar a los demás de ninguna manera, aunque sean más numerosos
y más grandes, salvo cuando se trata de reprimir transgresiones, o si ellos
—los representantes de las comunidades mayores— aparecen relacionados
con una acusación que puede herirlos a todos... porque todos los judíos res­
ponden los unos por los otros» (LA. Agus, ed., Responso de los tosafistas, Nue­
va York, 1954, núm. 1, págs. 39-42).
Cada comunidad era, por consiguiente, autónoma con respecto a las de­
más. En opinión de R. Yosef Tob Elem la superioridad numérica de una
comunidad, su antigüedad o su mayor erudición no justificaban que impu­
siera su autoridad sobre otra. Había únicamente dos casos en los cuales
una comunidad podía intervenir en los asuntos de otra: cuando se trataba
de eliminar transgresiones, o cuando era necesaria la cooperación para con­
trarrestar medidas antijudias —guezerot— adoptadas contra varias comuni­
dades o contra una, a partir de la cual podían transmitirse a otras.
A fines del siglo XII, Rasi precisó con claridad y firmeza las funciones
de la comunidad y la autoridad que ésta tenía sobre sus integrantes. Cuan­
do le informaron que los dirigentes de una comunidad francesa habían or­
denado que debía terminar la disputa que mantenían dos de sus familias
integrantes, Rasi aprobó la intervención, calificando la medida adoptada
de «decreto comunal». Con la misma firmeza declaró que las comunidades
tenían derecho a revocar «disposiciones tomadas por los antepasados, de
acuerdo con las necesidades de la época». Su autorización para abolir an­
tiguas decisiones en corcondancia con las variables circunstancias posibles
se basaba, según su criterio, en la ley de la Torá. Rueden citarse ejemplos
de reglamentaciones que se realizaron adaptándolas a las necesidades del
momento, y se conocen otras que fueron anuladas por completo debido a
las mismas causas. Por ejemplo, a Rasi le comunicaron que en una comu­
nidad habían «abolido... todas las disposiciones que habían impuesto sobre
sus propios miembros por la amenaza de infortunios». No se aclara cuáles
serían los infortunios. Cabe preguntarse si temían castigos del cielo para
los que habían violado los antiguos decretos de la comunidad y no podían
ser sancionados, o si, por el contrario, esos infortunios se referían a los tu­
multos que acompañaron a la primera cruzada (véase págs. 489 y 490), que
serían más difíciles de afrontar si se mantuvieran las severas disposiciones
existentes. Sea como fuere, la comunidad de los tiempos de Rasi poseía cier­
ta proporción de soberanía para reglamentar sus asuntos, admitida por las
autoridades halájicas (Elfenbein, op. cit., pár. 70, págs. 80-88).
Rasi elevó la obediencia debida a los dirigentes de ía comunidad al ni­
vel de un mandamiento y una expresa prescripción legal, porque decidió
que el que formula el voto «de no cumplir un decreto de la comunidad»

antes de que ésta se haya pronunciado, ha jurado en vano... Se sumerge en aguas


profundas y saca un tiesto; y no se exime de cumplir el decreto de la comunidad
cuando lo han tomado de acuerdo con la ley judía y toda la comunidad ha dado
su conformidad al asunto... Su juramento tenía seguramente el propósito de anular
el mandamiento y apartarse de las leyes de Israel. Porque se ha escrito: «Tiende el
oído y escucha las palabras de los sabios» (ídem, pár. 247, págs. 288-289).

Este principio halájico derivaba de las palabras de los Proverbios, fuen­


te insólita para este objeto, incluso en el Talmud. Su validez se basaba en
la definición de las condiciones fundamentales requeridas para que las de­
cisiones adoptadas por los residentes locales pasaran a constituir una nor­
ma que debía ser forzosamente cumplida, aunque ello involucrase la rup­
tura de una ley anterior. Esas condiciones son la concordancia de la deci-
5*5
sión con las leyes, las reglamentaciones de la Torá y la aprobación unáni­
me de todos los habitantes locales.
En una ocasión, Rasi censuró a unas personas que habían prestado ju­
ramento para eludir la carga de las decisiones locales, y les informó «que
habían jurado inútilmente, y que cuando lo pronunciaron emitieron una fal­
sedad porque juraron transgredir el mandamiento y no cumplir las dispo­
siciones de la ley y la fe judías, que mandan prestar oído a la voz de los
ancianos, poner una valla y reforzar la barrera» (ídem, pár. 70,
págs. 83-84).
La valoración que hizo Rasi de la comunidad, su autoridad y sus diri­
gentes, procedía de su propia opinión acerca de la unidad y la ayuda mu­
tua, de las cuales todos los judíos son recíprocamente responsables. Cuan­
do le parecía que alguien trataba de eludir este deber, advertía: «Ésta no
es la conducta que corresponde al pueblo santo que responde a la santa
Torá. A Israel se le ha mandado: “Se los devolverás a tu hermano” con
toda la confraternidad física y social de sus necesidades; y se le previno:
“No debes despreocuparte”, y nadie debe decir: “Primero lo mío”» (ídem,
pár. 80, pág. 106).
La tendencia favorable a la existencia de una dirección centralizada para
las comunidades se mantuvo en la época de Rasi. En los relatos de los ac­
tos de martirio realizados durante la primera cruzada, escritos a lo largo
del siguiente medio siglo, se dice que «todas las comunidades iban a las fe­
rias de Colonia tres veces al año». Se trataba de reuniones de jefes de co­
munidades —pamasim. «El pamas que los dirigía a todos... Mar Yudá bar
Abraham... era su principal portavoz en la sinagoga... Y cuando los jefes
de comunidades comenzaron a hablar», las palabras de este rabí Yudá fue­
ron decisivas. Era presentado como una persona ejemplar que concordaba
con la descripción de la alta moralidad contenida en el salmo (XV, 1) de
David: «Señor, ¿quién residirá en tus tiendas?...» (A. M. Haberman, Las
matanzas de Alemania y Francia, pág. 47). En el valle del Rhin, existía pues
a finales dd siglo XI un núcleo de dirección que realizaba reuniones, y ya
se poseía una imagen ideal del tipo de personalidad que debería dirigirlas.

Conquistas de la dirección en el período del gaonato


Se ha considerado hasta aquí el aspecto institucional de lasyesibot, con
sus métodos de dirección, promulgación de decisiones, inerpretaciones y ex­
plicaciones. Pero ya diversos factores se combinaban para favorecer la li­
quidación de esas instituciones y de sus aspectos centralistas, así como para
reducir el poder de la dirección intelectual aristocrática. Como se ha dicho,
uno de los principales factores que produjeron el declive de su poder fue la
satisfactoria difusión de la erudición judía a través de todo el pueblo judío.
Las conquistas más importantes que se obtuvieron en el período gaónico
fueron las referidas al campo espiritual, y a la formación de una perspecti­
va judía y un modo de vida propio. Fueron siglos jalonados por imponen­
tes ceremonias v reuniones, dirigidas a la inculcación de la Torá en el más
5í 6
amplio sentido posible entre grandes cantidades de judíos, así como a la re­
dacción de respuestas que suministrasen guía e instrucción a quienes resi­
dían en zonas alejadas. Los gaones transformaron el Talmud en el más im­
portante instructor básico de la vida para la gran mayoría de los judíos. Se­
ría esto establecido con mano firme y gran aptitud didáctica. En lasyesibot
prosiguió el deliberado desarrollo del método «de las preguntas», sistema
de discusión oral, con un penetrante debate heredado de la tradición de las
academias iniciales que elaboraron el Talmud de Babilonia. Las declara­
ciones sumarias que contienen los pronunciamientos que se conservan, así
como la literatura basada en las preguntas y respuestas de los gaones, pue­
den ser consideradas como la etapa final y estática de las deliberaciones,
que originalmente tuvieron un carácter más activo.
Algunas de las respuestas gaónicas, al igual que sus declaraciones expre­
sas, indican que los gaones preferían la instrucción oral, teórica y práctica,
con el instructor y el estudiante que pregunta sentados frente a frente, an­
tes que las respuestas entregadas por escrito. Se consideraba que la escri­
tura era una necesidad obligada, a la que debía recurrirse cuando no exis­
tía posibilidad de responder de otra forma. En el siglo X las respuestas se
entregaban en una reunión solemne que se convocaba en la primavera, du­
rante el mes de adar —mes de cala, i.as preguntas —acompañadas ge­
neralmente de un honorario— se traían a las gradas del Gran Sanedrín, ini­
ciándose a continuación un debate libre en el que cada sabio aportaba su
opinión particular. Terminadas deliberación y discusiones, el gaón ordena­
ba al escriba de la yesibá que escribiera la respuesta en su nombre, pero en
virtud de la autoridad y la santidad de toda \z yesibá, de acuerdo con su
propia valoración sobre el sentido de la decisión aprobada por la yesibá, que
de este modo tenía como base el acuerdo general. Al final del mes, cuando
ya se habían presentado, discutido ampliamente y aclarado todas las cues­
tiones, se leían a la yesibá reunida en asamblea general juntamente con las
respuestas sumarias del gaón. Éstas, si contaban con la aprobación de toda
la yesibá, eran firmadas por el gaón y remitidas a los consultantes. Las res­
puestas eran guardadas en los archivos comunales, conservándose como un
influyente tesoro de carácter social y espiritual.
Los gaones solían asimismo enviar cartas especiales a las comunidades
de la diáspora, con homilías dirigidas al pueblo y sugerencias para la in­
troducción de mejoras en la forma general de vida. De esta especie eran
las cartas que enviaba el gaón R. Saadya a las comunidades egipcias, y las
del gaón R. Jay a los cohanitas —judíos descendientes de sacerdotes— del
norte de Africa.
Las tradiciones históricas fueron formándose en las yesibot y en torno a
las mismas, depositándose en relaciones y anotaciones escritas con finali­
dades varias. Surgirían asimismo a partir de la continua emisión de nor­
mas vitales que caracterizaba a las yesibot, que funcionaron sin interrupción
durante cuatro o cinco siglos, e incluso durante más largo tiempo. La car­
ta del gaón R. Serirá era resumen de una de esas cadenas de tradición re­
lacionada ron la yesibá de Pumbedita. En el capítulo siguiente- se obst* -
vará que, entre los círculos dirigentes ue las yesibot, y posiblemente entre
5 17
todos los eruditos a partir del siglo X, comenzó a imponerse una tendencia
religiosa tradicionalista, derivada indudablemente de los estudios a los que
estaban dedicados. El exilarca y los gaones, juntamente con quienes eran «las
piedras angulares de la comunidad», se ocuparon también en interceder
—stadlanut— en favor de los sectores de la diáspora que se hallaban en el
interior de los territorios islámicos.

Conquistas de los dirigentes del Norte


Los gaones organizarían también las tacanol —reglamentaciones. En este
aspecto, los mayores cambios fueron los que se efectuaron al norte de los
Pirineos, en las nuevas regiones de colonias judías. Como ya se ha dicho,
no se sabe con certeza si las reglamentaciones atribuidas a Rabenu Guer-
som, «la luz del exilio», procedían realmente de él. También es posible que
hayan llegado a su forma final a través de varias generaciones, y cristali­
zasen después de este período que se está ahora analizando. De cualquier
forma, existe suficiente base para deducir que la gran transformación halá-
jica, social y sentimental, es decir, el paso de la familia judía de la estruc­
tura poligàmica a la monogàmica, comenzó en los siglos X y XI en el noroes­
te de Europa.
Las reglamentaciones referidas reflejan dos cambios fundamentales en
la vida familiar: la prohibición de tomar dos esposas, bajo pena de exco­
munión, y, más importante todavía, la abolición de hecho del divorcio de
una esposa en contra de su voluntad. De este modo, la familia judía en As-
kenaz (Alemania) pasaba a ser monogàmica. Para la constitución de la fa­
milia siguió siendo necesaria la iniciativa del marido, pero su conclusión le­
gal dependía ya del mutuo consentimiento de los dos cónyuges. Para las es­
casas ocasiones en que se manifestaba necesario decidir el divorcio sin la
anuencia de la esposa, por ejemplo cuando ésta padecía una enfermedad
mental, se establecieron numerosas providencias dirigidas a establecer su
protección. Se otorgaba el permiso para ese divorcio únicamente con la
aprobación de «cien rabinos de tres países», es decir, de tres unidades te­
rritoriales gobernadas por distintos soberanos, para evitar una posible pre­
sión unificada ejercida sobre los rabinos decisores. El marido tenía en es­
tos casos que depositar una garantía financiera para el mantenimiento de
la mujer, de acuerdo con la ley judía.
En la época del Talmud comenzó a hacerse notar una tendencia hacia
el matrimonio monogàmico; y se alzaron al mismo tiempo muchas objecio­
nes morales contra el marido que se divorciaba de su primera mujer. Asi­
mismo, en los países orientales se adoptarían medidas para impedir que se
realizara un segundo matrimonio cuando todavía vivía y estaba presente la
orimera esposa; esto se hizo mediante la introducción de nuevas condicio­
nes en el contrato matrimonial, o Ketubá. Los referidos requisitos exigían
que la primera esposa otorgara su consentimiento para la segunda boda, e
imponían una pena pecuniaria al marido que comprara una esclava o se
casara con otra mujer sin el consentimiento de la primera esposa. Pero las
5í 8
normas legales expresas habrían de adoptarse únicamente en los países don­
de predominaba la nueva forma de gobierno de los sabios y las comunida­
des locales. Produjeron en ellos un cambio fundamental en la familia judía,
e identificaron de forma clara a la cultura judía askenazí■ Puede suponerse
con fundamento que el carácter monogámico de las familias cristianas ve­
cinas influyó decisivamente en este aspecto de la vida judía.
En cuanto a la vida económica, resulta posible conocer —por los respon­
so del Rabenu Guersom— que se procuró eliminar la competencia entabla­
da entre judíos para conseguir mantener una clientela constante. La defen­
sa se organizó sobre la maarufyá —la clientela—, según esto, ningún judío
debía entrar en relaciones comerciales con alguien que fuese ya cliente de
otro judío. La medida no tuvo sin embargo una aceptación general, pero
se sabe que la comunidad concedía el derecho de maarufyá a los sabios que
enseñaban en la comunidad local, o a otras personas, mediante el pago de
un canon establecido.

5 l9
V. VIDA SOCIAL Y CULTURAL DE LOS JUDIOS
HASTA EL FIN DEL SIGLO XI

Influencia árabe
Los judíos de la Edad Media, como se ha apuntado, heredaron de las
épocas antiguas una extensa serie de criterios e ideales que se transmitirían
por medio de una vasta literatura, y se conservarían a través de generacio­
nes. Muchas de sus instituciones fundamentales eran —o al menos preten­
dían serlo— continuadoras de las existentes en el pasado. Actuaron aquí,
desde luego, las características y las tendencias sociales y culturales pro­
pias del ambiente contemporáneo. La vida de los países islámicos, con su
dinamismo comercial y su bulliciosa actividad urbana, ejercería también
una gran influencia. Similar, o quizá mayor, fue el influjo supuesto por la
nueva cultura árabe, en la cual los elementos platónicos, neoplatónicos y
aristotélicos modelarían gran parte de los esquemas de pensamiento enton­
ces creados. El árabe llegó a dominar la literatura judía de la época, y se
fue convirtiendo gradualmente en la lengua que hablaban y escribían los
judíos, siendo asimismo idioma de estudio, incluso acerca de temas que per­
tenecían a la misma tradición judía sagrada. La filosofía religiosa judía,
que hizo su aparición en el siglo X, sería redactada con preferencia en len­
gua árabe. Resulta cierto, no obstante, que por entonces el árabe no desa­
lojó por completo al hebreo y el arameo entre los judíos. Además, el árabe
utilizado por los judíos, tanto los eruditos como los comerciantes, llegó a
ser escrito mediante el alfabeto hebreo, adquiriendo un estilo y una gramá­
tica particular, tornándose así en un verdadero dialecto judeoárabe.
Del siglo XI han llegado pruebas que demuestran que existían, dentro
del mundo judío, lazos culturales que enlazaban Babilonia con la España
musulmana, pasando por las islas del Mediterráneo. Además, había co­
municaciones de los gaones con otros eruditos judíos, y con las culturas de
los vecinos musulmanes y cristianos, durante todo este período de que se
trata. Afirma por entonces R. Yosef ibn Acnín:
521
En su libro Harneasef—El compilador— el gaón Rabenu Jay, de bendita memoria,
empleó la obra de los árabes... y también una estrofa de una canción de amor para
aclarar un dicho de nuestros maestros de bendita memoria... Cita también el Corán
y e| Jadit [la tradición musulmana extracoránica de frases y decisiones atribuidas
a Mahoma]. Y lo mismo hizo el gaón R. Saadya de bendita memoria antes de él,
en sus comentarios arábicos... Sobre esto cuenta el naguid—rabí Semuel— ...después
de extensas citas de los comentarios cristianos, que Rabí Maslíaj ben Albasec, dayán
_juez— de Sicilia vino de Bagdad con una misiva que contenía la biografía del
gaón Rabenu Jay de bendita memoria y su laudable experiencia; cuenta que... cierto
día se citó un versículo de la Biblia... en la yesibá, durante una discusión, y los pie-
sentes dieron distintas interpretaciones. Entonces Rabenu Jay, de bendita memo­
ria, indicó a Rabí Maslíaj que fuera a ver al católicos de los cristianos y le pregun­
tara lo que supiera sobre la interpretación de ese versículo (A. S. Halkim, ed., Re­
velaciones de los misterios y la apariencia de las luces, Jerusalén, 1960, págs. 493-495).
Con la impresión producida por la cultura y el idioma de los árabes,
los judíos adoptaron las formas literarias arábigas v su versificación con
su métrica v sus géneros Dropios. Emnleados con éxito en hebreo, serian
elementos fee anuos para la formación de nuevos estilos literarios. Asimis­
mo, el medio dominante alteraba la vida cotidiana de los judíos; por ejem­
plo, en las modas. En el paso del siglo X al XI los gaones hicieron notar un
hecho incontrovertible; «Estamos desparramados por los cuatro rincones
del mundo. Y en cada rincón, los hombres se diferencian en su vestimenta,
su conducta y sus atavíos. Por consiguiente, todo lo que hacen los pobla­
dores de dicho lugar... también lo pueden hacer los judíos que viven allí»
ÍT cu in. op. cit. sobre el tratado Nagir, pág. 200).

Ideales y principios
Dentro de un ambiente de movilidad relativamente amplia, la vida de
la comunidad judía se basaba en ideales y criterios plasmados por la vida
y la cultura judías durante la Edad Media. Los judíos demostrarían una
vez más su capacidad para absorber las fuertes influencias sociales y cul­
turales, tanto del islamismo como del cristianismo, así como para empler-
las en el enriquecimiento de su propia vida social y cultural. Lo lograrían
debido a la cohesión sociorreligiosa que poseían, supremo valor judío, que
sería esencial para la supervivencia nacional a partir del momento en que
entraron por primera vez en contacto con el mundo medieval.
En los países islámicos, los judíos veían a las principales instituciones
de dirección y de estudio del judaismo como una emanación de la voluntad
histórica divina, que era la razón por la cual y para la cual se mantenían.
Por eso el Santo y Bendito le erigió dosyesibot a Israel, en las que se estudia la
Torá día y noche [...]. Y deliberan y argumentan en discusiones de la Torá, hasta
dejar todas las cuestiones completamente aclaradas, y [presentan] la ley como real­
mente es, trayendo pruebas de la Biblia, la Misná y el Talmud, para que Israel
no ande desorientado en los temas de la Torá ( Tanjuma, como en Dinur,
op. cit., pág. 81).
522
Esta ideología sirvió de base para inspirar a los judíos un sentimiento
de la santidad del pueblo judío en todos sus lugares de dispersión. Formu­
laron este criterio en el siglo IX, y lo situaron frente a la secular creencia
en la santidad del país de Israel (Tierra Santa). «Y si dices que el país
[de la dispersión] es impuro, advierte que Israel es santo y no se le adhiere
la impureza. La Tora es sagrada y las sinagogas locales y las casas de es­
tudio reemplazan al sanctasantórum y ahora nos sostienen. E Israel está
apartado de los gentiles» (Lewin, op. cit. sobre el tratado Ketubot, pág. 182).

La agitación religiosa y las doctrinas de Anón ben David


Al finalizar el siglo VIII Anán ben David planteó su oposición a los ti­
tánicos esfuerzos que se realizaban para basar la unidad del pueblo judío
en las tradiciones de la ley oral y en los antiguos sistemas de las casas de
estudio y sus consagrados dirigentes. Adoptó esta posición, al mismo tiem­
po conservadora y revolucionaria, ante un Islam victorioso que se transfor­
maba y consolidaba. Apareció en la escena poco tiempo después de la triun­
fal rebelión de los abasidas y su asunción de la dirección del mundo islá­
mico. Con la toma del poder por este movimiento de oposición, su escuela
pasaría a ocupar un puesto esencial en el interior de la religión islámica.
Al mismo tiempo, se afirmó la dirección judía, manteniendo para todo el
pueblo judío una uniformidad basada en el Talmud.
Anán era miembro de la estirpe de los exilarcas. Una posterior tradición,
conservada por sus opositores rabanilas, atribuyó su cisma a su frustrado de­
seo de obtener el cargo de exilarca para el que fue elegido su hermano Ja-
nanyá. Una de las fuentes referidas explica que fue rechazado por la «sos­
pecha de un defecto». La palabra «defecto» o «impedimento» tiene un do­
ble significado en el hebreo utilizado en el mundo islámico. Puede indicar
impedimento debido a una procedencia de linaje dudoso, o por tener opi­
niones discutibles, sobre todo entre aquellos cuyas concepciones tendían ha­
cia el Islam. Resulta razonable suponer que en el caso de Anán se trataba
más bien de este último motivo señalado.
Han llegado hasta hoy algunos fragmentos del Libro de los mandamientos
de Anán; su lectura revela que el autor no era un caraíta en el sentido de
que sólo confiaba en las Escrituras hebreas, siguiendo «simplemente el sig­
nificado del texto bíblico». Por el contrario, Anán detalló numerosas pro­
hibiciones, y fundamentó costumbres que a él le parecían buenas con ex­
posiciones de la Biblia presentadas a menudo en el estilo del Talmud. Por
ejemplo, orden^: «No usarás ropa hecha... de animal y simiente.» La frase
es una extensión de la prohibición que se encuentra en el Pentateuco sobre
el uso del saatneg, vocablo que se ha interpretado como mezcla de lana y
lino, que está vedada por la tradición basada en la ley oral. Para demostrar
su hipótesis, Anán se empeña en una exégesis sustancial de varias frases bí­
blicas, y adjudica significado incluso al sonido de las palabras tratando de
justificar su interpretación. Su Libro de los mandamientos es virtualmente un
523
talmud personal, elaborado por un talmudista solitario, y reflejando su de­
cisión de oponerse a la explicación talmúdica general.
El enfoque de Anán no difiere en el fondo del mantenido por los exilar-
cas y los gaones, ni en su actitud hacia las Escrituras ni en su criterio básico
de interpretación y explicación textuales. La diferencia estriba de hecho en
su pretensión de reclamar autoridad absoluta para su halajá personal, y su
insistencia en afirmar que solamente la interpretación, las prácticas y las
costumbres sancionadas por él son los constituyentes de la ley. Según Anán,
los verdaderos creyentes debían apartarse de todos aquellos que no le
obedecieran a él:
Lo mismo si es el padre o la madre, un hermano o un hijo, si no sirven al cielo
como nosotros, son personas de las que debemos separarnos... El judío que no
observa la Torá, es un gentil... V es imprescindible que nos separemos de ellos.
A todos se nos exige que nos reunamos, como se ha escrito: «Agrupaos, piadosos
míos, conmigo» (E. Harkavy, ed., Libro de los mandamientos, San Petersburgo,
1903, pág. 7).
Examinando cuidadosamente los mandamientos de Anán se advierte
que muchos de ellos eran antiguos hábitos judíos, consagrados en'una u
otra región, y que Anán quiso transformar en leyes universales judías. Que­
ría, por ejemplo, que se realizase la circuncisión utilizando la tijera; su doc­
trina otorgaba mayor énfasis a la función y la santidad de los cohanitas —sa­
cerdotes—; el mandamiento del diezmo se ampliaba hasta convertirse en
un impuesto general, lo que permitía la existencia de una comunidad se­
parada como la que él ansiaba. Pueden, por lo demás, observarse en sus
escritos unas manifiestas tendencias de carácter ascético.
Anán surgió como representante de los grupos autónomos que existían
entre los judíos en el siglo VIII, dotados de costumbres y aspiraciones par­
ticulares. Antes que él, existieron sin duda otros que lucharon asimismo
por esas costumbres regionales y por su misma conservación. Cuando Anán
se afianzó sobre sus elementos sustentadores, este hijo de exilarcas puso en
juego todo el peso de su personalidad, sus profundos conocimientos y su ini­
ciativa sistemática, creando una oposición a la uniformidad que se había
establecido bajo la dirección del exilarcado y el gaonato. Ya en aquel enton­
ces, hubo quien protestó con motivo acerca de que «estaba ofreciendo el Tal­
mud de él» a la secta que lo rodeaba, que luego fue denominada como de
los ananitas. De hecho, el «talmud» de Anán resulta demasiado estricto, y
posee un evidente carácter homílico. Anán tenía una manera arcaica de en­
carar los conceptos consagrados del pasado, y frecuentemente justificaba
su ascetismo atribuyéndolo al duelo por Sión; no obstante, en los escritos
que se han conservado de él no se advierte ninguna aspiración mesiánica.
Anán da la impresión de haber poseído un carácter territorialista, ya que tra­
tó de establecer una comunidad de seguidores dentro de una región donde
pudieran mantener su singularidad y su separatismo propios.
Durante los siglos VIII y IX, antes y después de Anán se difundió den­
tro del judaismo un intenso fervor mesiánico despertado por las esperanzas
de redención que originó la conquista musulmana y la desilusión produci­
524
da posteriormente; algunos de aquellos «mesías» habían de caer en el cam­
po de batalla con la espada en la mano. Las crónicas hablan de los cam­
bios religiosos y sociales que perseguían, pero las informaciones disponibles
se encuentran en documentos escritos por judíos opositores o por musul­
manes, siendo así muy difícil determinar cuáles fueron exactamente sus ten­
dencias religiosas, lo que no ocurre en el caso particular de Anán.

Clima racionalista en la religión y la cultura


La oposición judía a las aspiraciones proféticas de Mahoma y a la doc­
trina trinitaria de los cristianos se combinaría con las inclinaciones mani­
festadas hacia la filosofía clásica griega, particularmente la de influencia pla­
tónica, neoplatónica y aristotélica, que en el siglo IX fueron penetrando en
el pensamiento de musulmanes y judíos. Esta combinación acentuó la base
racional de la posición religiosa judía, destacando principalmente en la com­
paración con el clima que reinaba en el mundo religioso cristiano. Se po­
seen pruebas procedentes de diversas corrientes del pensamiento judío in­
dicadoras de que en el siglo X el mencionado acercamiento predominaba
entre la mayoría de los dirigentes, tanto en \zs yesibot rabanitas como en la
oposición caraíta. Las conclusiones religiosas y sociales de los grupos, dis­
tintas y a veces diametralmente opuestas, revelan claramente el dominio de
la tendencia racionalista, que saturaba en esa época el pensamiento religio­
so de creación.

Rab Saadya Gaón (882-942)


La extensión e intensidad de las enseñanzas sociales y religiosas de
R. Saadya, junto con sus innovaciones, reflejan con carácter representativo
la disposición racionalista que existía entre los rabanitas. La vida y acti­
vidades de R. Saadya ben Yosef al-Fayumí abarcaron prácticamente to­
das las regiones, instituciones y tensiones existentes en el judaismo de los
países islámicos. Nació en Egipto, donde recibiría sus primeras enseñan­
zas. Posteriormente, mantuvo correspondencia con el filósofo y médico
R. Isjac Israelí, judío egipcio que emigró al África occidental, y cuya in­
fluencia se nota en el método de R. Saadya. Viajó luego a Palestina, fa­
miliarizándose con susyesibot. Dirigió la disputa con el gaón Ben Meir acer­
ca del calendario judío, objetando la autoridad que reclamaban las yesibot
palestinenses para sus opiniones y encabezó a los sustentadores de las es­
cuelas babilónicas. Más tarde, fue invitado a dirigir la yesibá de Sura, don­
de se encontraría envuelto en grandes conflictos. Mantuvo también un agu­
do, animado e indeclinable debate con los caraítas contemporáneos.
Perteneció al núcleo principal de la dirección autónoma judía, y cons­
tituyó un permanente centro de conflictos. Trazó el primer sistema univer­
sal racionalista del pensamiento religioso judío, influido por las filosofías
griega y arábiga; fue la suya la primera obra filosófica judía posterior a los
525
escritos de Filón de Alejandría, que habían sido casi completamente olvi­
dados en el interior del judaismo. La escribió en lengua árabe, dándole el
título de Creencias y opiniones. Al igual que sus demás escritos y acciones,
esta obra refleja claramente la agitación social y espiritual que reinaba en
el judaismo de la época. El libro presenta además un esquema de las po­
lémicas Filosóficas y religiosas sostenidas por los miembros de las distintas
religiones, así como los criterios que circulaban en la abigarrada sociedad
intelectual de Bagdad durante la primera mitad del siglo X.

El sistema teórico de R. Saadya


El afecto que sentía R. Saadya por los antiguos Filósofos griegos y sus
sistemas de pensamiento se advierte incluso cuando declara su oposición a
las opiniones que contrarían al judaismo. Los define, así, como «Aristóteles
y sus seguidores... esos Filósofos que fueron grandes en astronomía y en el
conocimiento de la naturaleza, en toda su verdad» (de su Comentario sobre
Génesis, cap. 1, editado por J. Kapah. Jerusalén, 1962, pág. 164). Conside­
raba al intelecto humano como una de las bases de la fe, instrumento fun­
damental por medio del cual la voluntad divina se revela a la humanidad.
«La Torá», explica, «no es por sí misma la fuente de todo nuestro cuerpo
de leyes y enseñanzas. Disponemos además de otras dos fuentes: una, que
tiene prioridad, es el venero del intelecto, y la segunda que le sigue en im­
portancia nace de la tradición» {Creencias y opiniones, sec. 3, editado por
J. Kapah, Jerusalén, 1970, pág. 144). Por consiguiente, el intelecto huma­
no es la primera de las tres fuentes por las que se adquieren los conoci­
mientos más elevados, siendo las otras dos la ley escrita y la oral. La in­
teligencia humana posee una importancia especial; además de suministrar
conceptos, facilita la comprensión de las otras dos fuentes y de su misma
autoridad. Porque «la interpretación que concuerda con el intelecto es ver­
dadera, y todo aquello que conduce a lo que no concuerda con el intelecto
carece de valor» (ibídem, sec. 9 pág. 268).
R. Saadya ofrece una explicación racionalista, al mismo tiempo histó­
rica y psicológica, del concepto de tradición, que es la base de la ley oral.
«La creencia en la cadena de la tradición resulta razonable y lógica por­
que la conducta humana se basa en la expectativa o en la aprensión, y am­
bas se originan en la tradición de pasadas experiencias, en la que tenemos
la necesidad existencial de creer» {ibídem, sec. 3, págs. 130-131).

Su concepto de la sociedad y de la historia


El racionalismo religioso del R. Saadya Gaón tenía sus raíces en una
vigorosa conciencia social y un profundo sentido de la historia. Estas cua­
lidades de pensamiento y sus actividades de dirigente le permitirían dedi­
car una atención especial a la historia, la sociedad y sus estructuras. In­
fluían en sus ideas tanto las tendencias manifestadas en el judaismo en épo­
526
cas muy anteriores a la suya, como las fuerzas, relaciones de grupos y có­
digo moral de su medio presente. Su análisis de estos temas se caracteriza
por el realismo y la afirmación del mundo en que vivimos. La observación
del mundo que lo rodeaba lo convenció de que «[la creación del mundo] la
hizo [Dios] destinada al hombre... porque la costumbre y la construcción
sitúan los objetos valiosos entre los de menos valor... Nuestro Dios... le
dio al hombre una ventaja sobre todas sus criaturas... y le dejó el derecho
de la libre elección, y le ordenó que optara por el bien... Y encontra­
mos su ventaja en la sabiduría que se le otorgó y le fue enseñada» {¡bídem,
sec. 4, págs. 150-151).
Según R. Saadva, el hecho de que el hombre sea el centro de toda la
creación no es únicamente un aspecto de la responsabilidad religiosa que
le corresponde a la criatura inteligente ante su Dios, sino que destaca al mis­
mo tiempo que la función cultural del hombre, la estructura de su sociedad
y los valores que la sustentan derivan todos ellos de la voluntad del Creador.
R. Saadva enumera los logros obtenidos con la sabiduría práctica que
Dios le otorgó al hombre:

En ella —<*1 hombre— conserva todos los acontecimientos del pasado; y en ella pre­
vé muchos de los que vendrán; y de este modo hace que los animales cultiven la
tierra para él y le traigan lo que produzca; y de este modo logra extraer agua de
las profundidades de la tierra para que brote en la superficie... y se fabricó unas
ruedas que la suben; y de este modo consigue construir magníficas casas y usar bue­
na ropa y preparar sabrosos manjares y golosinas; y de este modo puede dirigir sol­
dados y tropas para que haya normas y gobiernos apropiados y la humanidad viva
en orden; y de este modo adquiere conocimientos de astronomía y del zodíaco y de
los ciclos de los planetas, y la medida de sus rotaciones; y sus distancias, y otros
asuntos (ídem, pág. 152).

Sugiere de esta forma que el hombre se diferencia de los animales prin­


cipalmente por su memoria histórica y su previsión. El don de la humana
sabiduría trajo progresos económicos en general y de la irrigación en par­
ticular —referencia propia de un nativo de Egipto y residente de Irak—, el
reclutamiento de un ejército como la base del poder y su principal instru­
mento y la convicción de que el gobierno ordenado es beneficioso para la
humanidad, entre las restantes realizaciones de la civilización. Para
R. Saadya, las artes de la civilización son laudables no solamente porque
proveen lo que necesita la sociedad y le facilitan su desarrollo, sino espe­
cialmente porque perfeccionan la vida y aumentan el placer y la satisfac­
ción de los hombres.
Las ideas que aquí se han dado en síntesis sobre la sociedad, la civili­
zación material, la ciencia y las artes, se encuentran aclaradas y en detalle
en la décima y última sección de Creencias y opiniones, que trata de lo que
«es bueno que haga el hombre en este mundo». Aquí, R. Saadya analiza
los impulsos y los logros del hombre dentro de la sociedad. Dedica trece
párrafos al ascetismo, la comida y la bebida, las relaciones sexuales, el amor
527
espiritual, la acumulación de dinero, el amor de los hijos, el ordenamiento
de la sociedad, el amor a la vida por la vida misma, el apego al poder, la
venganza, la sabiduría, el trabajo y el descanso. En cada caso estudia tan­
to los aspectos positivos como los negativos. Del conjunto de estas exposi­
ciones, se deduce que R. Saadya afirma las creaciones de la humanidad en
este mundo, así como el gozo de la vida por el hombre. Sus amonestaciones
van dirigidas a los excesos, y por consiguiente al mal uso de las ventajas
que la vida ofrece. Las censuras más severas son las referidas al ascetismo.
El considera que las necesidades y las pasiones humanas tienen un objeti­
vo intelectual constructivo que beneficia al alma individual y a la sociedad
en general, si se persiguen en proporción razonable, de acuerdo con la vo­
luntad del Creador. R. Saadya supone que la naturaleza humana adolece
de exageración en todas las mencionadas actividades. De esta forma, la hu­
manidad del individuo puede surgir únicamente «del afianzamiento y el
control de la esencia humana», es decir, de la formación de las diversas fuer­
zas espirituales y fisicas y de su consolidación en la proporción adecuada.
En su clasificación particular, cada judío es una unidad de la Creación.
El ideal del «afianzamiento y control de la esencia humana» puede lograr­
se únicamente mediante la imposición de la autoridad del intelecto sobre
las tendencias y los deseos humanos. Esa especie de juicios racionales for­
man «la base... para que el hombre pueda gobernar su actitud hacia lo que
ama y lo que odia».

Amor y belleza en el sistema de R. Saadya


En ciertos círculos de la sociedad de la época de R. Saadya, se acepta­
ba tan ampliamente el amor platónico entre un hombre y su prójimo que
consideró necesario expresar el concepto de que «es la obra del Creador...
Se ha pretendido que Dios creó las almas de las criaturas como esferas y
las dividió en dos, poniendo cada mitad dentro de un hombre distinto. Por
eso cuando una de las partes encuentra a la otra se reúne con ella». R. Saad­
ya, desde luego, rechazó esta teoría de la atracción natural «magnética»,
que une las dos mitades de un alma en una sola, si se aplica exclusivamen­
te a la asociación masculina. Pero le pareció apropiado sugerir —y fue uno
de los primeros en hacerlo— que esta noción del magnetismo de dos unida­
des amantes que completan una esfera espiritual, es decir, el amor espiri­
tual, corresponde a las relaciones entre los sexos. «Porque este asunto es
bueno únicamente cuando se trata de una esposa a la que el marido debe
amar, y que debe querer a su esposo para la población del mundo.» Mu­
cho antes de que los trovadores de la tradición cortesana europea presen­
taran la oposición de amor y matrimonio, R. Saadya aconsejaba que el
amor espiritual fuese el fundamento de la vida familiar. Era cierto que el
propósito principal del matrimonio es el de engendrar hijos y perpetuar la
raza humana, pero debía ser obtenido mediante el amor espiritual.
Para R. Saadya, el elemento estético era tan importante en la psique hu­
mana que, antes de completar el análisis de lo que es mejor para el hombre
528
en este mundo, estudiaría la influencia de los colores y los sonidos en el hom­
bre v su carácter.

Oposición de R. Saadya al «desdén por el mundo»


La afirmación de la creación social humana tenía una función impor­
tante en el sistema de pensamiento de R. Saadya, lo que le hizo transfor­
mar el versículo del Eclesiastés, que tomado literalmente rebaja las activi­
dades del hombre, hasta un argumento de afirmación de la conducta hu­
mana. Su comentario del versículo que dice: «He visto todos los trabajos
que se hacen bajo el sol; todo es vanidad y vejamen del espíritu», demues­
tra que era incapaz de imaginar una negación tan absoluta de la existencia
«bajo el sol». Según él,
cuando el rey Salomón dice «vanidad y vejamen del espíritu» no habla de acciones
afianzadas y controladas, porque el Creador las hizo existir. Un hombre sabio no
diría que lo que el Creador hizo existir es «vanidad». Su intención era decir que
todo hecho que el hombre toma en sí... por separado es vanidad, pero si los hechos
se asocian no existe defecto, sino perfección y armonía.
Saadya aceptaba la existencia humana en toda su amplitud, concordan­
do con su conciencia del problema de la verdad y el error, particularmente
cuando la vida humana no se arruina o destruye. En varios pasajes de su
obra trata de dar una explicación moral y racional de hechos tales como
las epidemias, la destrucción causada por la guerra y el falleci­
miento de niños.

Su concepto del exilio


La noción que tenía R. Saadya del exilio era sutil y amarga. Lo veía
como un período de perfeccionamiento y purificación de Israel. En una «sú­
plica» que compuso en árabe, dice:
Sea tu voluntad, Señor Nuestro Dios, que esta era señale el fin de la dispersión
para tu pueblo, la casa de Israel y el tiempo de la conclusión de nuestro exilio y
nuestro duelo... Porque pesa sobre nosotros la servidumbre y el yugo de los rei­
nos se prolonga demasiado. Día a día disminuimos, creciendo menos a medida que
pasa el tiempo, reducidos por los años de retraso... Tú, Señor, te propusiste re­
tinar nuestra mena y quitarnos la escoria, y sacarnos las impurezas. Por eso nos des­
terraste y nos desparramaste entre los gentiles, para que nos hundamos en las ru­
gientes aguas de los reinos; y lo mismo que la fusión de la plata en el crisol, nos
hemos fundido en su fuego (J. Davidson et al., ed., Devocionario de R. Saadya Gaón,
Jerusalem 1963, págs. 77-78).
Sobre la base de que en el mundo de Dios no existe un mal intermina­
ble ni una existencia vacía, Saadya vio en el exilio la seguridad de la re-
529
dención final. Los gentiles, desde luego, no comprendían el significado de
los sufrimientos de Israel en el destierro; y se burlaban de los que soporta­
ban el sufrimiento con paciencia, porque no percibían el propósito final del
castigo. El pueblo elegido, por su parte, sufría, pero creía, porque sabía
cuál sería el resultado de sus torturas:
Los que nos ven de este modo... se asombran, o nos creen tontos. Porque no
han pasado por nuestra prueba ni han creído como creemos nosotros. Son como al­
guien que no ha visto sembrar trigo, y cuando ven que otro arroja semillas en la
tierra lo miran como a un majadero, y llegan a comprender que los majaderos son
ellos únicamente cuando llega el momento de la cosecha (Creencias y opiniones,
sec. 8, pág. 239).
Mirando hacia dentro en el corazón del judío, R. Saadya explica qué
es el exilio, que golpea al santo y al pecador, de la misma forma que ex­
plica otras calamidades de la naturaleza y la historia. Todas se producen,
en parte, para castigar al que lo merece y en parte para juzgar al que no
merece castigo, refinando su personalidad y poniendo a prueba su fe.

Sus opiniones y su época


La filosofía racionalista de R. Saadya no es una creación enteramente
personal. Su posición entre los sabios y su cargo a la cabeza de la dirección
judía lo convertían en un alto exponente de la época. A pesar de los nume­
rosos conflictos y disputas habidos a lo largo de su carrera, sus rivales no
objetaron sus opiniones filosóficas, aunque formularon otras acusaciones
contra él e incluso le consideraron sospechoso de acciones inmorales. Pue­
de, por lo tanto, admitirse que en el siglo X los dirigentes intelectuales ju­
díos en los países islámicos abrigaban tendencias y opiniones racionalistas
que aceptaban el mundo temporal, y aprobaban los logros productivos in­
dividuales destinados a beneficiar a la comunidad; el libro de R. Saadya,
Creencias y opiniones, es cabalmente una amplia expresión de los puntos de
vista de su círculo.
En realidad, R. Saadya distaba mucho de ser el pensador religioso ra­
cionalista más radical de su tiempo. Rabí Semuel ben Jofní, un gaón poste­
rior (c. 997-1013) expresó también conceptos sumamente racionalistas. De­
claró abiertamente que en realidad la mujer de En Dor «no lo resucitó
[a Samuel], sino que engañó a Saúl». Admitió que la Escritura le atribuye
a Samuel mismo el haberlo afirmado, «pero el sentido común dice que aquí
la Escritura no hace más que citar las palabras de la adivina». Le fue re­
cordado en este caso que R. Saadya se negó a interpretar el pasaje bajo
esa forma, porque dijo: «Si se adoptara esa interpretación sería lícito inter­
pretar del mismo modo todas las frases que rezan “y Dios dijo”, “y Dios
habló”.» Rabí Semuel respondió con un axioma:
Cuando encontramos las frases «v digo» o «y habló» y es imposible que aquellas
sean las reales palabras de la persona o la entidad a quienes se atribuyen, deciara-
530
mos lo que hemos declarado sobre este relato —el de Saúl en En Dor—. Pero si no
es imposible, no rechazamos el significado de ningún «y digo» o «y habló», siempre
que no contradiga a la inteligencia y no sea inconcebible (Lewin, op. cit. sobre el tratado
Jaguigá. págs. 2-5. La letra cursiva es del autor).

Los caraítas
La misma tendencia hacia el racionalismo religioso tuvo consecuencias
muy diferentes para quienes rechazaban la dirección del exilarcado y el gao-
nato, entre ellos los que en el siglo X se denominaron acertadamente caraí­
tas. Durante el siglo IX, el intervalo que va de Anán a los caraítas, la opo­
sición a la dirección establecida se manifestaría de varias maneras. El jefe
conocido de los que se oponían a los gaones en ese siglo era Binyamín ben
¿Ylosé al-Nahawendí —natural de Nahawend, Persia. Su libro Maseat Bin­
yamín (Las enseñanzas de Binyamín) es la expresión de una actitud y una es­
cala de valores que difieren totalmente en su aspecto social de las de Anán
y de las de los caraítas del siguiente siglo. Revela una gran preocupación
por la situación de los jueces locales y el respeto que éstos merecen a Bin­
yamín. Asumió la defensa de la propiedad particular sobre la base de la
Torá, e incluso llegó a dictaminar, como principio básico, que los hijos de
un deudor fallecido podían ser vendidos como esclavos si la familia no pa­
gaba las deudas, dictamen basado en el relato bíblico de la viuda y el pro­
feta Elíseo (2 Reyes IV). Reclamó sesiones protocolarias en los juzgados y
presentación de testigos. Por otra parte, se ha dicho que Binyamín sostenía
el criterio filosófico de que debía eliminarse totalmente la corporeidad del
concepto del Creador. Se advierte, por lo demás, en sus opiniones una con­
fianza exclusiva en las Escrituras, en mucho mayor medida que la obser­
vada en las de Anán.
En el siglo X es posible encontrar caraítas en el más amplio sentido de
la palabra, es decir, biblicistas. Se conocen opiniones de judíos basadas ex­
clusivamente en el texto bíblico, tal como ellos lo entendían. Rechazaban
categóricamente el Talmud y sus métodos homiléticos por constituir un las­
tre con el que no se debía seguir cargando, y una invención humana de los
que habían engañado al pueblo mediante la fuerza de la tradición y sus po­
deres institucionales. Desacreditaban la consiguiente eliminación del con­
tacto directo e individual entre los judíos y la Torá, así como el hecho de
que se indujera al pueblo a seguir a los «malos pastores». Podría decirse
acertadamente que fueron los caraítas del siglo X los que seguían el prin­
cipio, erróneamente atribuido a Anán, que afirma: «Busca bien en la Torá
y no dependas de mi opinión».
Las descripciones del gran cronólogo caraíta del siglo X Yaacob al-Quir-
quisani, revelan que existía una gran cantidad de opiniones y muy diversas
costumbres entre los que eran calificados por sus contrarios como caraítas.
Esta variedad se explica si se considera que los rabanitas llamaban caraítas
a todos los que se oponían al gobierno de las yesibot y el Talmud, cuales­
quiera que fueran sus razones o su origen. En cuanto a los mismos caraí-
531
tas, su diversidad derivaba del individualismo racionalista que presentaba
esta tendencia propia del siglo X.

Los caraítas de Jerusalén. «Los dolientes de Sión»


En el siglo X sería Jerusalén el centro principal de estas tendencias sec­
tarias. Allí se reunieron los pensadores caraítas, procedentes de los países
islámicos. Ascéticos, individualistas y racionalistas, se agruparían bajo la
denominación de Abele' Sión («Los dolientes de Sión»), o Sosanim («Rosas»),
como les llamaban sus admiradores. Vivían austeramente en la ciudad san­
ta, gimiendo por la destrucción del Templo y rogando por su restauración,
preocupaciones éstas a las que consideraban la esencia de su experiencia
religiosa. Y desde Jerusalén, lanzarían sus agudas polémicas contra los ra-
banitas, el Talmud y la dirección de los gaones.
El grupo produjo una abundante cantidad de comentarios, controver­
sias y escritos históricos. Pero, a pesar de los diferentes matices existentes
en ella, su obra se unifica por medio de un individualismo de carácter re­
ligioso. Según los caraítas, el individuo debe confiar en su inteligencia y en­
tender las Sagradas Escrituras con independencia. Este punto de vista que­
dó claramente expresado en la proclama que Sahal ben Maslíaj, uno de los
dirigentes caraítas, dirigió a los rabanitas:
Sabed, hermanos nuestros, hijos de Israel, que cada uno de nosotros es respon­
sable por su alma. Y nuestro Dios no escuchará las palabras del que se justifique
diciendo: «Esto es lo que me indicaron mis maestros», como tampoco aceptó las ex­
cusas de Adán cuando afirmó: «La mujer que me diste, etcétera.» Y no aceptará
los pretextos del hombre que diga: «Mis sabios me desorientaron», como no se los
aceptó a Eva cuando le dijo: «La serpiente me desconcertó tanto que comí.» Y sa­
bed que al que dice: «Seguí las normas de mi padre», esa excusa no le servirá para
nada... Porque no hay nada que nos imponga la obligación de seguir en todo a nues­
tros padres. Pero tenemos el deber de examinar sus normas y valorar sus acciones
y sus juicios a la luz de las palabras de la Torá. Si vemos que las siguen sin cam­
bios, aceptamos y obedecemos... Pero si sus palabras alteran de algún modo la Torá,
las rechazamos, y averiguamos e investigamos hasta obtener la verdadera imagen
de los mandamientos de la Torá...
Vosotros, los de la casa de Israel, compadeceos de vuestra alma y de vuestros
hijos. Ved, la luz ilumina y el sol brilla. Escoged la buena senda. Y no digáis: «¿Qué
haremos?» Porque los hijos de la Escritura cambian —es decir, hay diferencias de
opinión y de acción entre los caraítas. ¿A cuál de ellos seguiremos? Los hijos de la
Escritura no dicen que ellos sean dirigentes, ni se proponen conducir al pueblo a
su propia manera. Pero investigan, inquieren en la Torá de Moisés... y los libros
de los profetas... y examinan también las palabras de los antepasados. Por eso les
dicen a sus hermanos los hijos de Jacob: «Estudiad, buscad, escudriñad, investigad,
haced lo que se os haya establecido con visión clara y conforme a vuestra opinión
(S. Pinsker, ed., Licuté cadmoniot, 2.‘ parte, Viena, 1880, págs. 33-34).
La proclama impulsaba hacia un rechazo de toda autoridad humana an­
terior, tradicional o institucional, reemplazándola por la decisión individual
532
que deriva de la aplicación del intelecto y la conciencia a las Escrituras.
No son, pues, los antepasados ni los maestros quienes pueden señalar el ca­
mino. La proclama, por otra parte, emplea un marcado simbolismo indi­
vidualista y racionalista, proponiendo el método de la investigación selec­
tiva por medio de la mente.

La teoría de la catástrofe cósmica y divina


Otro miembro del grupo, el persa Daniel al-Cumisí, tenía ideas todavía
más extremistas y sistemáticas. Al-Quirquisani dice que «aceptaba todas
las conclusiones a las que llegaba por medio de la mente... y anunciaba los
cambios producidos en sus escritos». Daniel objetaba que Anán fuera apre­
ciado por ser el primero y el mayor; en su opinión, «los posteriores halla­
rán la verdad». En su Comentario sobre los doce profetas (editado por J. D.
Markon, Jerusalén, 1957), el primer comentario hebreo completo sobre esos
profetas que se ha conservado de la Edad Media, Daniel sostiene que si
Dios creó todas las cosas con un propósito determinado, se deduce que «dio
entendimiento y conocimiento a los hombres para pedirles cuenta de sus
acciones» (sobre Amns IV, 13). En su opinión, el período del exilio era, a
diferencia del período del Templo, una época en la que el conocimiento de
la Torá se había extendido y diseminado por todo el pueblo. Porque
el Señor no difundió la Torá, los profetas y los demás escritos... entre todos los pri­
meros hombres de Israel, sino solamente entre los sacerdotes, los levitas y el rey...
Pero en el exilio. Dios extendió el espíritu de su Torá para que éste le sirviera de
prueba acerca de aquéllos, en su petición de juicio (sobre Oseas VIII, 12).
Lo que decía Daniel era que en su tiempo se había acrecentado la res­
ponsabilidad, juntamente con la ampliación del conocimiento. No porque
aquélla fuera una época propicia; precisamente por ser días de una crisis,
divina y cósmica, que había destruido el buen orden existente en un tiem­
po en el mundo, él y sus contemporáneos tenían que afrontar una respon­
sabilidad mayor. Aquella crisis y su terrible carácter provenían de la des­
trucción del Templo de Dios.
Existe un documento básico que carece de nombre de autor, pero por
concordar muy estrechamente con su opinión, puede ser atribuido a Daniel
al-Cumisí. Dice que la destrucción del Templo provocó la abolición de la
justicia divina en el orden aparente del mundo:
Porque está arrasado el Templo del Señor... dejó arrasado el mundo... hizo que
abandonaran el mundo, sin juez y sin urim y tumim, y sin nadie a quien interrogar,
como el pez del mar que no tiene gobernante ante quien el engullido pueda recla­
mar su derecho ante el engullidor.
El autor rechaza todos los intentos de los rabanitas por reducir el rigor
de la calamidad mediante el uso de «un recordatorio del Templo» o de
«un templo menor», la sinagoga. Sostiene que las sinagogas de los raba-
533
nitas en el exilio eran material de adoración hecho de madera y piedra, tal
como se había escrito que sería el castigo en la dispersión. No se honraría
en la sinagoga al Arca Santa ni al rollo de la Torá, ni existiría un cortinaje
que los cubriese.
Actualmente, los altares idólatras de Israel... son las arcas que se encuentran
en todas las sinagogas del exilio; y ellos se ponen delante de las arcas para hacerles
reverencias. De igual modo, en la fiesta de los Tabernáculos toman una rama de
palmera y la hacen girar... con oraciones de acción de gracias y aleluyas [...].
«No vuelvas a prosternarte ante la obra de tus manos», pero ellos se prosternan aho­
ra ante los rollos de la Torá [...]. «Y destruiré tus aserás», que son las sinagogas
(sobre Miqueas V, 12-13).
El autor se opone a la consagración de cualquier oratorio en el exilio,
ya que «no se puede santificar ningún lugar en tierra poluta». Para los au­
ténticos creyentes, existe un solo lugar santo en el mundo, consagrado des­
de tiempo inmemorial, para el servicio del Creador: la ciudad y el sitio del
Templo destruido. La lealtad lleva al autor a reclamar el rechazo de este
mundo en el que ya no pueden cumplirse las directrices divinas.
Daniel insiste en que el duelo público por la destrucción y las súplicas
de redención deben realizarse sin cesar, y únicamente en Jcrusalén.
La mencionada proclama critica tanto a los rabanitas como a los caraítas,
afirmando que «todos en Israel persiguen continuamente beneficios y ga­
nancias» y «por eso olvidaron a Jerusalén». El autor les recuerda a sus her­
manos las peregrinaciones cristianas y musulmanas: «Otros pueblos vienen
de los cuatro rincones de la tierra a Jerusalén... por respeto a Dios... para
rezar.» No cree en la posibilidad de que muchos caraítas se instalen per­
manentemente en Jerusalén, pero tiene la esperanza de que vayan por un
cierto tiempo. Sugiere incluso un plan para establecer un sistema de jalucá
caraíta, de residencia en la ciudad santa financieramente respaldada —como
el que posteriormente pusieron en práctica los rabanitas, a partir del si­
glo XVI— para que los justos y los dolientes pudieran residir en Jerusalén,
en forma decorosa. Porque, indudablemente, «el que causa la ira debe ir»
a rezar «a la puerta del airado». Los que se instalaron en Jerusalén serían
así los emisarios de la mayoría que se quedaron en el exilio, y tendrían el
mérito de ser mantenidos por ella. Por eso dice: «Si no venís porque estáis
ocupados con vuestro comercio, enviad cinco hombres de cada ciudad con lo sufi­
ciente para mantenerlos; estaríamos así unidos para rogar constantemente a
nuestro Dios en las montañas de Jerusalén» (la letra cursiva es del autor).
Daniel siente amargura por la pobreza material de sus compañeros ca­
raítas. Ellos oyen «la vergüenza de los reproches, y las declaraciones acer­
ca de que aquel que abandonase las palabras de los rabanitas y sus fiestas
y ordenanzas perecerá en la pobreza y el pesar». Pero según su criterio, la
penuria «es el signo de los que temen al Señor en el exilio» (sobre Oseas
II, 7). Vio en las normas de los rabanitas una blandura indecorosa, como
el permiso concedido para «encender [fuego] antes del sábado [para dejarlo
encendido durante el mismo], el comer carne..., beber vino y alegrarse».
Los partidarios del racionalismo individualista y ascético, caracterizado
534
por un intenso pesar por Sión, rechazaban el racionalismo religioso de los
que dirigían la comunidad organizada, que asimismo añoraban Sión pero
vivían en el destierro con fidelidad a sus símbolos de fe y su claramente de­
finida forma de vida. El fracaso del caraísmo en el siglo X no se debería a
las agudas polémicas de R. Saadya, sino al estilo de vida que proponía. Por­
que la mayor parte de los judíos era atraída por la dirección y la instruc­
ción unificadoras del centro rector, así como por la alentadora guía ejerci­
da por lasyesibot de Babilonia y Palestina.

Jasday ibn Saprut


En la España musulmana la cultura judía comenzó a formarse a partir
del siglo X. Las ideas y los ideales del judaismo se formulaban en las salas
de los dirigentes judíos, en parte mediante el apoyo financiero que los di­
rigentes suministraban a poetas y sabios. De estos lugares, donde el lide­
razgo no se basaba en antiguos y consagrados fundamentos sino en el po­
der efectivo, se tiene noticia de diversas tensiones producidas en el interior
de la sociedad judía. Ya se han mencionado anteriormente los severos cas­
tigos aplicados por los elementos dirigentes de esta sociedad.
Rabí Jasday ibn Saprut, cuya actividad e influencia política tiene lugar
aproximadamente desde el año 940 al 975, alcanzó una importante posi­
ción durante el período de unidad y eminencia del califato omeya. Era un
médico famoso, traductor del griego y brillante diplomático. Las yesibot de
Babilonia le otorgaron el título de res cala y él, que era hombre acaudalado,
costeó el establecimiento de yesibot en España, e invitó a eruditos de otros
países a que las dirigieran e impartieran sus enseñanzas en ellas. Pero al
mismo tiempo, también manifestó el despotismo característico de los mi­
nistros de las cortes islámicas. Cuando se enojó con el gramático y poeta
hebreo Menajem ben Saruc, no sólo le retiró su patrocinio, sino que tam­
bién, por haberse quejado Saruc dirigiéndole una carta en verso, «me gol­
pearon en tu presencia, despojándome de mi manto en el sagrado día del
reposo y arrancándome el pelo en el sagrado sábado... Y en el día de la
fiesta... ordenaste que destruyeran mi casa... no por medio de gentiles, sino
con sus propias manos [judías]». Cuando el poeta se quejó, recibió esta ás­
pera respuesta: «Si has pecado... recibiste tu reprensión; si no has pecado,
le ganaste la vida eterna.» Esta conducta tiránica de su patrocinador llevó
al poeta a protestar, tanto en arrogante defensa de su honor como en nom­
bre de la igualdad humana:
Escucha lo que te digo, poderoso naguid y señor. Tú estás hecho del mismo ma­
terial que yo, y el que me hizo a mí es tu Hacedor... Y aunque esté ahora suspen­
dida la justicia, aguardo el día del juicio, el día en que me alzaré para siempre, ese
día en el que estaremos juntos... el día en el que no habrá pretextos y los poderosos
no podrán recurrir a la fuerza.
El orgullo del hombre permanece inconmovible. Podrá estar destrozado
535
y lleno de quejas, pero declara que no se limita a esperar el día del
juicio; arguye:
Hijo de hombre, escúchame... ¡Deberías conocer la ley!
El sabio tiene ante él
la senda de la moral y el camino de la fe
y el que lo entiende bien
lo admite y acepta
para él. y por ello
ésta es la gloria de los fuertes
y es su elogio.
Mas tú dices: «Si pecaste
y si no pecaste»,
¿y es correcto juzgar sobre un «si»?
Aquí se apela no solamente a la razón y la justicia, sino también al ele­
mento que es común al poeta sin poder y al todopoderoso naguid: su cultura
común, tanto como la gloria y las laudables características del protector.
El orgullo del culto lleva a Menajem a declarar:
¿Tengo que lamentarme?,
¿y derramar lágrimas ante ti?...
¿o subordinarte mi espíritu?
Sin duda, por el hecho de violencia,
lloré,
y por la falsa apreciación
desprendieron lágrimas mis ojos.
(Schirman, op. cit., págs. I 1-19.)

Ambiente cultural de los siglos X y XI


Esta clase de conducta no estaba limitada a las relaciones entre mece­
nas y eruditos y sabios empobrecidos. Un respónsum de R. Isjac Alfasi, del
siglo XI, relata el caso de un hombre que vende seda a otro por 950 piezas
de oro. A su debido tiempo, el vendedor demanda al comprador y éste lo
denuncia «ante Yehudá, que era en esa época un notable, y... el notable
ordena que lo encarcelen... y lo golpean y le aplican toda clase de tormen­
tos». El notable judío reclama 500 piezas de oro por poner en libertad a
su compatriota, a quien había hecho torturar en su propia cárcel. Pero ocu­
rre que «después de un tiempo se produce una persecución en ese país» y
matan al violento notable, juntamente con otros judíos que habían interve­
nido, menos el que fue encarcelado (Ms. Adler, núm. 1765, Responso oj R.
Isaac Alfasi, Schechter Jewish Theological Seminary, Nueva York, fol. 26).
Pero en medio de las tensiones sociales existentes, seguían conserván­
dose los ideales y aspiraciones de redención. Entre los años 956 y 961,
cuando Jasday ibn Saprut se hallaba en el pináculo de su carrera, envió
una carta (probablemente redactada por Menajem ben Saruc) al rey de los
jazares, expresándole sus plácemes por sus victorias militares. Le solicita­
ba al mismo tiempo información sobre su reino, y declaraba sus anhelos de
redención y esperanzas de liberación. El verso que encabezaba la
carta decía:
Los que esperan con tristeza ese momento le dirán a Dios:
la hora que ansiábamos ha llegado,
el tabernáculo de David y la ciudad de Dios
expulsarán a los gentiles
y el remanente verá con sus propios ojos
las alturas de la ciudadela
y el hijo dejesc reinará para siempre.
(Schirman, op. cit., págs. 7-8.)
Incluso los que dudan que esta carta fuera enviada por Jasday ibn Sa-
prut, están de acuerdo en que fue compuesta en su época y que imita el
estilo de Menajem (cuyo nombre figura en un acróstico). De todas formas,
expresa el espíritu que prevalecía en la fracción final del siglo X.
El patrocinio de la Torá y la sabiduría no era exclusivo de los notables
que servían al rey, aunque sin duda fueron ellos quienes iniciaron y perpe­
tuaron esta práctica. R. Isjac Alfasi relata el caso de un erudito «que vivió
muchos años en el este de Francia... lejos de España; dejó a su mujer y sus
hijos donde estaban para viajar por las comunidades de España. Llegó a
cierta ciudad, donde predicó en público». Su sermón tuvo éxito, porque
«cinco de los dirigentes de la comunidad le rogaron que trajera a su mujer
y sus hijos y se quedara a vivir con ellos en esa ciudad». Tuvieron que su­
plicarle encarecidamente para que accediera. «E hicieron con él un conve­
nio por el que aquellos cinco se comprometían a darle veinticuatro piezas
de oro... por año durante tres años.» Detallaron asimismo sus obligaciones,
determinando cuáles eran los contenidos de la cultura judía que buscaban
«los dirigentes de la comunidad». Querían que les enseñara «la halajá, la
Misná, la Escritura y la interpretación de las porciones semanales del Pen­
tateuco, y todo lo demás que pudieran pretender». Finalmente, se pusieron
de acuerdo y comenzaron por el tratado Berajot, que estudiaban durante
cuatro días por semana; «leyendo el quinto la Escritura, y el sexto la inter­
pretación de las porciones semanales». Pero uno de ellos protestó: «No en­
tiendo la profundidad de la halajá y no quiero entenderla.» Y se negó a pa­
gar su parte de los honorarios, a menos que estudiaran más Misná y me­
nos Talmud (Respoma of R. Isaac Alfasi, op. cit., pár. 223).

Semuel Hanaguid
La personalidad que simboliza a la clase superior judía, espiritual y ma­
terialmente poderosa, en la España musulmana, es R. Semuel ibn Nagre-
la, llamado el naguid. Nacido en 993, se sabe que aún vivía en 1056. Sus
acciones y sus puntos de vista ofrecen una imagen de lo que eran los cír­
culos judíos aristocráticos de aquella época. Sus realizaciones políticas, las
537
oportunidades que se le deparaban para actuar en su pueblo y por su pue­
blo, junto con la naturaleza de sus actividades derivaban principalmente
del declive de los omevas de España en el siglo XI, paralelamente al sur­
gimiento de minúsculos reinos y principados rivales.
Las cortes de estas corporaciones políticas se parecían en muchos as­
pectos a las que tendrían los principados italianos del Renacimiento. Los
gobernantes, los señores y hasta los mismos principados, carecían de raíces
profundas, y no tenían seguridad, estabilidad ni continuidad. La supervi­
vencia dependía del talento, el esfuerzo y la capacidad para aprovechar
cualquier fugaz oportunidad que pudiera presentarse. Los protagonistas te­
nían que confiar casi exclusivamente en principios como la personalidad,
la tenacidad y el carisma. Al igual que en Italia, en la España musulmana
el desarraigo político se produjo en medio de una antigua y profunda tra­
dición cultural. La convergencia de ambos factores dio a la creación cul­
tural y la renovación de personalidades un importante valor político, crean­
do fundamentos de gloria para el usurpador, y reforzando al tiempo su pre­
caria base inicial. Con esta configuración se orientaron sentimientos y pen­
samientos hacia el análisis racional y crítico del individuo y la sociedad:
sus motivos, fuerza, debilidad, la forma de influir en ellos y el modo de
manejarlos.
Como se ha apuntado el estilo de vida de R. Semuel Hanaguid refleja
las cualidades, fuerzas y tensiones que movían a los dirigentes judíos en el
pequeño reino berberisco de Granada en el siglo XI. Según las referencias
existentes, habría estado dedicado al comercio marítimo y viviría de ma­
nera opulenta —véase lo dicho anteriormente en las págs. 475 y 476. Ocu­
pó varios cargos políticos y administrativos, aun antes de haber llegado a
la cúspide de su carrera.
Rabí Semuel Hanaguid era también un brillante poeta. La historia ára­
be y la leyenda judía dan testimonio de su destacado estilo arábigo y de su
hermosa letra. «Dominaba la filosofía griega», dice un historiador árabe,
«y las diversas ramas de la matemática. Sabía más astronomía que los as­
trónomos, además de todo lo que se podía saber de geometría y lógica.»
Sus contemporáneos lo consideraban un gran talmudista; entre sus obras
figuran varios comentarios sobre el Talmud y Responsa a consultas de hala-
já. Mantenía correspondencia con R. Jay Gaón de Bagdad, y con los sabios
del norte de Africa. En una de sus poesías, escrita cuando fue rescatado de
manos de sus enemigos, se compromete a redactar una obra sobre la halajá,
en la que definiría temas aprobados por la ley:
Con dicción limpia y palabras elegidas.
Y rescatar la verdad de la tumba
y sepultar todo lo que es absurdo.
(Dxwán, fíen Tehilim, op. cit., pár. 107, pág. 82.)
Era similar al compendio de Maimónides de la halajá, conocido como
Misné Torá o Yad hajazacá, y fue publicado varias generaciones antes de que
Maimónides naciese; una obra que resume y hace fácilmente accesible todo
538
lo directo y generalmente aceptado de la tradición judía, y «sepulta» lo que
resulta complicado y de presentación tortuosa.
El naguid era también un jefe militar que en muchas ocasiones había lle­
vado a la lucha a los ejércitos musulmanes de su rey. Varias de sus poesías
registran impresiones del combatiente obtenidas en el campo de batalla, así
como también relatos de la lucha:
Les grabamos velozmente en la carne
bellas palabras con plumas de hierro.
Con nuestras (lechas y lanzas
les llenamos el cuerpo como un carcaj.
Los guerreros se tambalean, no por el vino.
Los embriaga la sangre de su corazón.
Y los que llevaban alzado el pendón
son llevados ahora a la fosa.
(Ibídem, pár. 103, pág. 76.)
Los versos reflejan las luces y los movimientos del campo de batalla:
Van y vuelven los caballos cual serpientes en la cueva,
refulgen las lanzas como rayos en el aire,
las flechas son gotas de lluvia y brillantes destellos las espadas.
[Ibídem, pár. 10, pág. 9.)
Rabí Semuel expresa los pensamientos de un hombre que aguarda, en
permanentemente tensión, la victoria o la derrota:
Alojé una pesada fuerza en un fuerte
destruido por guerreros de antaño.
Ahí abajo dormían sus dueños
y yo me dije: ¿dónde está la gente ‘
que aquí en otro tiempo vivía?,
¿dónde los constructores, los destructores, los señores,
los pobres, los príncipes y los esclavos?
Descansan ahora en sus tumbas
profundamente en la tierra.
Si ahora se alzasen y saliesen
nos despojarían incluso de la vida.
Es cierto, mi alma, lo mismo que las de ellos
mañana podría unirse a la multitud que se halla ahí.
(Ibídem, Ben Cohelet, pár. 132, pág. 275.)

Ideario social y cultural de Semuel Hanaguid


La gran erudición de R. Semuel y su dedicación al Talmud no le impi­
dieron lanzar demoledoras críticas en contra de eruditos cuyo aspecto o con­
ducta no eran de su agrado. Se mofaba de «los que creen que si uno lleva
flecos, barba y turbante alto reúne condiciones para dirigir una yesibá.
539
El ruido que hacen cuando estudian, oído desde lejos, le recuerda «el mu­
gido de un buey». Le fastidia, asimismo, la conducta que observan dentro
de la sinagoga, cuando los estudiantes asienten con la cabeza y discuten las
palabras del Talmud, «mientras el maestro alarga las explicaciones». Al fi­
nal de un poema acerca del presidente de una yesibá, deja grabada con sar­
cástico y vigoroso relieve su actitud hacia los favores exteriores y la manera
de estudiar de los sabios y sus discípulos. El presidente de la yesibá
Bendice a Dios por haberlo creado hombre
y no mujer. Yo le dije...: ¿Tu alma es de hombre?
Dios da testimonio de que eres mujer.
(Ibídem. Ben Tehilim, pár. 73, págs. 50-51.)
Aquello no era cultura ni conducta correcta, y no podía ser la sabidu­
ría ni la cultura judía que deseaba R. Semuel. Para él, la cultura más loa­
ble era la suya, por la cual elogia a un erudito a quien Dios
Hizo sabio en su Escritura y su fe
la que está por encima del saber total
e instruido en la sabiduría de los griegos
y también en la ciencia árabe.
(Ibídem, pár. 91, pág. 63.)
La experiencia, y una posición básicamente racionalista le enseñaron
que
La sensatez que te modela es duradera,
con sensatez aprendes y obtienes
lo que es, como la luz que permanece
sobre la lámpara de aceite, y el resplandor de la llama.
{Ibídem, Ben Mislé, pár. 1072, pág. 248.)
Rabí Semuel cumplió el deber de ayudar a los pobres, especialmente a
sabios y poetas. Era un verdadero mecenas de su época. Mantenía, por
ejemplo, al poeta y filósofo R. Selomó ibn Gabirol, aunque las relaciones
entre ambos eran tensas.
La opinión de R. Semuel sobre la política y el carácter de los insignifi­
cantes reinos de su tiempo puede apreciarse en sus reflexiones sobre las tres
etapas del establecimiento estatal:
Cuando el Estado se inicia es riguroso; todos
los rebeldes son rápidamente ejecutados.
El que se rebela cuando está afianzado, puede sufrir,
pero no la calamidad de la muerte.
Cuando está tranquilo al menos como Tiro
se queda así un momento hasta que cae
como el higo de un árbol que al principio
es duro y picante.
54°
Y así queda durante unos días, aunque su dureza
se cubre de humedad,
y cuando crece, lleno, hermoso y maduro,
sin duda se cae del árbol.
(Ibídem. Ben Misté, pár. 739, pág. 297.)
Su experiencia personal y las luchas habidas en su medio le enseñaron
que se precisa arrojo y audacia en la lucha por la existencia. Por eso, acon­
seja:
Arriésgate, cuando buscas el poder,
y derrota al enemigo con la espada.
(Ibídem, pár. 988, pág. 239.)
Reconoce al mismo tiempo la necesidad del tacto y la diplomacia. Aun­
que era ministro de un autócrata, dice que al que manda le conviene man­
tener buenas relaciones con el pueblo, y que el mejor gobernante es
El que olvida los delitos de su pueblo
y se afana por el bienestar de los pobres.
{Ibídem, pár. 44, pág. 124.)
Rabí Semuel consideraba que su función política era una misión divina
destinada a proteger a su pueblo en los países a cuyos gobernantes servía.
Los enemigos de los gobernantes y los suyos eran asimismo enemigos de
los judíos. Conocía con precisión el peligro que significaba servir lealmente
al tirano y ocuparse al mismo tiempo del bienestar de sus hermanos y de
su posición y honra entre ellos.
Les hizo ver cuáles serían las consecuencias de incitar a la sociedad
contra él:
Envían sus cartas por las ciudades
para informar sobre mí.
Pero se proponen destruir con sus mentiras
no sólo a mí sino a los que ama el Señor,
el huérfano y la mujer embarazada.
[Ibidem, Ben Tehilím, pár. 10, pág. 8.)
Al mismo tiempo se decía a sí mismo que, en general, los judíos le apre­
ciaban por su personalidad y las normas que emitía. Estaba convencido de
que después de su muerte la gente de todas las ciudades diría- «Venid, llo­
remos por este hombre, único en su tiempo para la Torá y el consejo» (ibí­
dem, pár. 24, pág. 19). Estas palabras las escribió cuando todavía eta jo­
ven. El destino de su hijo Yosel, que fue asesinado en 1066, en un ataque
mulsumán seguido el mismo día por la matanza de la comunidad de Gra­
nada, podría ser una confirmación de la forma en que, según él lo afirma­
ba, la comunidad dependía de él y de su posición. Pero también pudo ser
541
el indicio del peligro en que un miembro de una minoría pone a sus her­
manos cuando acepta servir a un tirano.

La naciente cultura askenazí


Durante los siglos X y XI, las nacientes comunidades de Europa occi­
dental, al norte de los Pirineos, formularon una serie de ideales sociales que
se basaban en la antigua tradición judía, y reflejaban también su estructu­
ra particular, organización social y relaciones con las vecinas comunidades
cristianas. Muy pronto, se establecieron normas para la orientación de esta
incipiente cultura judía. Los ideales y las normas quedarían registradas en
uno de los himnos de R. Simeón el Grande, según el cual ios sabios
de la Torá
Gobiernan los tesoros de la Torá y ron su luz avanzan
haciendo su obra, la de la azada polvorienta
sin gozar su honor ni su corona
ni usarla de instrumento ni diadema,
deseando solamente estudiar, conservar y enseñar.
Alejar el sueño de sus ojos
y enseñar la sabiduría de la Torá.
(Haberman, Poemas litúrgicos, pág. 186.)

Las autoridades debían conocer profundamente la Torá, guiar con el


ejemplo personal, ser instruidos y estar consagrados a su tarea. Fue desta­
cada de forma muy especial la importancia que tenía el servicio al pueblo
debido al impulso del deber, y no por los beneficios materiales o el agra­
decimiento público que se obtuviesen, expectativa ésta que sería inconce­
bible durante esa época en el judaismo babilónico. Es cierto que a los sa­
bios reconocidos como maestros de la comunidad se les otorgaba en oca­
siones un tratamiento de prelerencia en algunas clases de transacciones,
para que pudieran dedicarse al estudio y la enseñanza de la Torá. Rabenu
Guersom, por esa razón, decidió «que la comunidad debía adoptar dispo­
siciones de este tipo en favor de aquel erudito cuyo oficio fuese la obra del
cielo... para que no le fuesen perturbados sus estudios» (Eidelberg, op. cit.,
pár. 68, págs. 160-161). Pero había una diferencia cualitativa entre la asig­
nación de esta clase de concesiones comerciales especiales y la remunera­
ción oficial de los eruditos babilonios. Estos sabios tenían la obligación,
como dice R. Simeón, «de dirigir al remanente del pueblo santo» que no
había obtenido el privilegio por sí mismo de «acercarse al manantial de la
Torá o gozar de su vinculación».
Describió un comportamiento ideal para la gente del pueblo: «Tienen
que hacer sus transacciones de buena fe... y tener presentes todos los man­
damientos..., ser llamados hijos del Dios viviente..., acudir a la casa de ora­
ción... y acostumbrarse a demostrar bondad» (Haberman, Poemas litúrgicos,
pág. 187). Estas dos series de deberes y normas, para los sabios y para la
542
gente del pueblo, pasarían a convertirse en los faros conductores del judais­
mo askenazí durante la Edad Media.

Estudio de la Torá en los comienzos askenazíes


El ideal de la devoción al estudio ya se realizaba en gran medida en
esos tiempos iniciales, en una amplitud que puede ser apreciada observan­
do el litigio que dos judíos plantearon ante Rabenu Guersom por el dete­
rioro de manuscritos. Uno de ellos le había dejado «al otro unos libros en
garantía por un préstamo, y cuando fue a rescatarlos los encontró mano­
seados... y afirmó: “Eran libros nuevos, pero tú los usaste para estudiar y
se los prestaste a otros y se pusieron amarillos por el humo.” El otro repli­
có: “Yo te presté dinero sobre ellos con la condición de estudiar y enseñar con
ellos y prestarlos a otros”» (Eidelberg, op. cit., pár. 66, pág. 153).
Estos detalles informan de paso sobre la clase de iluminación que se usa­
ba para el estudio; los manuscritos se volvieron amarillentos porque los es­
tudiaban con lámparas que humeaban, o con antorchas. Parece también
que el prestamista consideraba meritorio que hubiera prestado los manus­
critos a otros para que los estudiasen; y afirmaba que los había tomado en
prenda con ese preciso objeto. En la sociedad cristiana de esa región y esa
época una disputa de esa índole sólo podría producirse entre dos monaste­
rios de estudiosos, o quizá entre la escuela de una catedral y la escuela de
un monasterio; pero es muy poco probable que tuviese lugar entre
laicos comunes.
El conocimiento de los textos bíblicos dependía en principio de la preo­
cupación paterna por la educación de los hijos. Se conoce el caso de un
maestro que presentó ante Rabenu Guersom la siguiente queja contra su
empleador: «Viniste una y otra vez a buscarme para llevarme a tu casa a
enseñar a tus tres hijos. Me diste por ello tres libras anuales, y si se agre­
gasen a tus hijos otros alumnos de fuera me aumentarías hasta diez libras»
(ibídem, pár. 71, pág. 164). La clase que el padre consideraba razonable
era la que contenía hasta diez alumnos; estaba dispuesto a alojarla en su
casa para asegurar la educación de sus hijos. Además, el relato del maestro
demuestra que el padre amplió la educación de uno de sus hijos, porque el
maestro le dice al padre: «Me enviaste a acompañar a tu hijo y a enseñar­
le, y presentarlo en las puertas de los sabios por la mañana y por la tarde»
(ibídem, pág. 165). Parece que el padre mandó al hijo a otra ciudad, jun­
tamente con el maestro, para «presentarlo en las puertas de los sabios», y
se comprometió a pagarle al maestro los gastos. Un esfuerzo de esa clase,
junto con la existencia de «puertas de los sabios» abiertas para los que que­
rían estudiar, era difícil de imaginar por aquel entonces en la sociedad cris­
tiana laica, ni aun entre la misma aristrocracia.
La Escritura era en aquellos primeros tiempos la materia central de es­
tudio de los judíos askenazíes. El maestro afirma: «Me encargaste que me
quedara en tu casa para enseñar a tu hijo toda la Escritura de la forma en
que yo lo considerara mejor.» En su opinión, así lo había hecho «hasta que
543
el alumno completó la Escritura» (ibídem, pág. 166). Por otra parte, se apre­
cia que el estilo y la terminología de los eruditos de esa época revela tam­
bién la influencia bíblica.

Rabí Selomó Isjaquí (Rasi, 1040-1105)


La fuerza creadora del grupo que sentó las bases de la cultura judía as-
kenazí aparece expuesta con claridad y vigor en las obras de R. Selomó,
más conocido como Rasi. No solamente contribuyó en gran manera a afian­
zar la cohesión judía dentro de los dominios cristianos, cuya hostilidad cre­
cía sostenidamente en el período durante el cual Rasi escribió; tuvo ade­
más a lo largo de todo el judaismo, y no solamente dentro del área de los
askenazíes, una influencia que ha llegado hasta la época actual, y que fue
creada casi enteramente por sus comentarios de la Biblia y el Talmud. En
ellos se combinan las tradiciones y métodos pedagógicos de las generacio­
nes anteriores, en una presentación lúcida, sucinta y esclarecedora. Sus ob­
servaciones contienen las enseñanzas askenazíes esenciales producidas hasta
su misma época. Rasi pone de manifiesto la influencia que recibió de sus
maestros: «Soy, por cierto, vástago de un gran árbol, R. Yaacob bar Ya-
car, y aunque él nunca lo dijo, igualmente mi corazón, mi aspecto y mi enten­
dimiento son los de él» (Elfenbein, op. cit., pár. 59, pág. 57). Sus interpreta­
ciones han llegado hasta hoy en forma de un comienzo del texto, seguido
por su comentario.
En sus glosas de la Escritura combina su interpretación con el espíritu
de la Biblia o de los midrasim —la literatura homilética interpretativa que
precede, acompaña y sigue a los dos talmudes—, de manera tan perfecta
que en ocasiones resulta difícil distinguir entre sus palabras y el texto que
cita. Los comentarios están saturados de elementos morales y contienen fra­
ses de consuelo tomadas de la agadá (las secciones no legislativas de los tal­
mudes); palpita en ellos el deseo de explicar el texto bíblico en la forma
más directa posible. El vigor espiritual de Rasi le permite combinar esas
dos aspiraciones dentro de un mismo comentario, aunque en ocasiones en­
cuentra necesario exponer el sentido homilético juntamente con el signifi­
cado común. Cuando no se halla seguro, evita cuidadosamente ofrecer opi­
niones definidas. Dice, por ejemplo, al comienzo del comentario sobre el
profeta Zacarías:
Las profecías de Zacarías son realmente muy oscuras. Contienen visiones que
parecen sueños sin interpretar; y no podemos determinar cuál es su verdadera in­
terpretación mientras no venga el Maestro de Justicia. Pero trataré de interpretar
los textos lo mejor que pueda, uno por uno, con el más minucioso examen.
En su breves y claros comentarios del Talmud, Rasi logró combinar los
conceptos con las claves de los temas más complejos y casuísticos. Sus glo­
sas resumen los hechos pasados y abren la puerta para los futuros, permi­
tiendo que sus sucesores sigan el camino que él trazó para comprender la
544
Biblia y el Talm ud. La creadora conquista de la exégesis y la legítima cons­
trucción, que veremos cuando tratemos de los tosafistas de Francia y Ale­
mania, en los siglos XII y XIII, debe observarse como una combinación y
ampliación de métodos y tendencias, para lo cual Rasi inició la vía a seguir.

545
VI. POSICION Y ESTRUCTURA ECONOMICA
DE LAS COMUNIDADES JUDIAS
( 1096- 1348)

La expansión consciente de los judíos de Europa


Las matanzas del año 1096 produjeron un gran cambio en la situación
política de los judíos y alteraron sus ideas religiosas y sociales, aunque su
distribución geográfica varió de hecho muy poco. Cuando Enrique IV per­
mitió a los convertidos por la fuerza de 1096 que volviesen al judaismo, se
restablecieron las comunidades en la mayoría de las poblaciones. Durante
los siglos siguientes, los judíos de Alemania comenzaron a extenderse hacia
el este y el sudeste, instalando comunidades en las ciudades situadas en
aquellas regiones. En el siglo XIII, la ciudad de Rotemburgo, situada junto
al río Tauber, se convirtió en un centro de estudio y de dirección comunal.
Parece que los centenares de comunidades de Baviera y Franconia, que fue­
ron destruidas por matanzas —especialmente las del terrible medio siglo
del 1298 al 1348—, se habían organizado durante esa expansión producida
en los siglos XII y XIII. Aun suponiendo que hubiera alguna exageración
en el informe sobre el número de comunidades destruidas y de residentes
judíos, las cifras siempre confirman la extensión de los centros judíos. Co­
menzaron los judíos en el siglo XIII por dirigirse hacia las regiones de los
eslavos occidentales, especialmente hacia Polonia; en el año 1264, un prín­
cipe polaco otorgó una cédula a los judíos que residían en sus tierras.
Los judíos de Alemania conocían perfectamente estos movimientos pro­
ducidos hacia nuevas regiones. Rabí Eleazar ben R. Yehudá (1165-1238),
uno de los dirigentes de los Jasidé Askenaz, examinó las diferencias climá­
ticas y las características regionales como factores que podían alterar las re­
laciones de los países:
El Santo y Bendito decidió que hubiera verano e invierno. ¿Pero, qué objeto tie­
ne que el invierno sea riguroso?... En ocasiones, es ventajoso, como lo es la nieve
que cubre las semillas. Y Dios creó lugares cálidos; cuando hay guerras y disputas,
los que viven en países cálidos no pueden... estar en un lugar frío; y pueden huir,
una nación de la otra... y las naciones están separadas por ríos, montañas, mares

547
o selvas, para que no haya batallas entre ellas. Éste es el significado del versículo de
los Salmos que dice: «El Señor fundó la tierra con sabiduría, estableciendo el mun­
do por su sapiencia» (R. Eleazar ben Yehudá, Jojmat hanefes —La sabiduría del
alma—, Safed, 1915, fol. 22v.).
Es evidente que este jasid tenía conocimiento de los traslados efectuados
hacia países más cálidos y hacia los bosques. Le interesaban las relaciones
ofensivas y defensivas de las naciones, la ventaja de las barreras que las se­
paren y la posibilidad de hallar refugio en tiempo de guerra mediante la
emigración. En el siglo XII, los Jasidé Askenaz prepararon normas para los
judíos que,
cuando fueron a instalar casas en los bosques, sufrieron una peste, porque el lugar
estaba reservado para los demonios; no siendo allí frecuente la presencia de seres
humanos, que se morían. Le preguntaron a un sabio qué debían hacer. «Elegid la
parcela para vosotros», les dijo.
Debían realizar una ceremonia con «diez hombres que llevaran el rollo
de la Torá por toda la superficie» del área señalada. Se han registrado los
versículos que serían recitados mientras recorrían la parcela, hasta que hu­
bieran pasado con el rollo de la Torá por todo el espacio en cuestión. «Por
último que digan: con la autoridad del Omnipresente y la autoridad de la
Torá y de Israel que la observa, se prohíbe a los espíritus perniciosos, ma­
chos o hembras, que vengan a este lugar, ahora y siempre» (J. Wistinetzky,
ed., Séfer Hasidim, 1924, pár. 371, pág. 113).
Este relato revela claramente la participación de los judíos en la tarea
de despejar selvas y colonizar comarcas montañosas. La ceremonia de la
Torá y el recitado de versículos tenía por objeto desterrar a los malos es­
píritus de los que anteriormente habían sido dominios suyos.
Los jasidim creyeron conveniente aconsejar «a los que andan por el país
en busca de un lugar para habitar» que observasen detenidamente a los po­
bladores de la ciudad, y estudiasen cuidadosamente a los gentiles», sus nor­
mas morales y su forma de vida. Porque «si en esa ciudad viven judíos, sus
hijos y sus hijas se conducirán como ellos —los gentiles—, ya que en mu­
chas ciudades los judíos se conducen como gentiles» (ídem, pár. 1301,
pág. 321). En Inglaterra se produjeron transformaciones en las poblacio­
nes impulsadas por las tendencias y las medidas características de ese país,
que era en ese período el más centralizado y autoritario de los reinos del
occidente europeo. Hay noticias de que las comunidades judías se expan­
dieron allí, llegando a fines del siglo XII a sumar docenas, muchas de ellas
dentro de las principales ciudades, y prosiguiendo la expansión en los comien­
zos del siglo XIII. Pero después de la atroz explotación fiscal de los gober­
nantes, la animosidad de la población y las autoridades, junto con los cam­
bios introducidos en los métodos financieros (véanse págs. 560-562), tuvo
lugar en 1290 la expulsión total de los judíos de Inglaterra. Se calcula que
salieron unos dieciséis mil judíos, la mayoría de los cuales se dirigieron a
Francia y Alemania. Hasta la segunda mitad del siglo XVII no habría po­
blación judía en Inglaterra.
548
En Francia la situación de los judíos fue empeorando, desde el inicial
éxito económico y la amplia expansión del comienzo del período, hasta una
persecución continuada que terminó finalmente con la expulsión. Las fuen­
tes disponibles indican que en varias ciudades de Francia había dos calles
judías, una reservada para los judíos ricos y otra para los menos beneficia­
dos económicamente. En las fuentes cristianas contemporáneas aparecen
en ocasiones quejas provocadas por la ostentación demostrada por los ho­
gares judíos y su mismo estilo de vida. En el sur de Francia, las circuns­
tancias que determinaban el desarrollo económico y social, así como las ca­
racterísticas de la vida se presentaban menos favorables, especialmente con
anterioridad al año 1230 (véase el cap. 33, sobre la forma de vida de
R. Yehudá ibn libón). En ciudades como Narbona existían antiguas fa­
milias acaudaladas que conservaban sus tradiciones propias junto con una
elevada posición jurídica. En la segunda mitad del siglo XII, todavía alis­
taba en su llinerarium Benjamín de l údela (Londres, 1907, editado por
M. N. Adler) ocho importantes comunidades que había visitado cuando via­
jaba por el sur de Francia. Según su relato, esas comunidades gozaban de
manifiesto bienestar económico y estabilidad social.
A partir del siglo XIII varios reyes franceses comenzaron a expulsar a
los judíos o a limitar su libertad de movimientos. Procuraban conseguir este
último objetivo mediante convenios concertados con gobernantes locales,
que debían devolver a sus amos originales a los judíos que huían. Estas ten­
dencias alcanzarían su máxima expresión con la gran expulsión del
año 1306. En 1315 invitaron a los judíos a volver, de igual forma que tras
expulsiones anteriores, pero esta vez solamente unos pocos regresarían. Las
terribles persecuciones de comienzos del siglo XIV, que culminaron con las
matanzas de 1348, pusieron fin al período dorado para los judíos franceses
del Medievo.
En Italia Benjamín de Tudela recorrió trece comunidades judías (ídem),
de las cuales la más importante era la de Roma. En aquel país, sin em­
bargo, existían probablemente muchas más. Entre los años 1290 y 1293,
quedaron casi totalmente destruidas las comunidades del reino de Nápoles,
y con ellas el antiguo centro judío del sur de Italia, que había sido la cuna
de la cultura askenazí■ Una campaña de predicación de monjes dominicos,
junto con expulsiones y episodios de matanzas, obligaron entonces a mu­
chos judíos a renunciar a su religión. En 1294 fueron otorgadas exenciones
de impuestos a mil trescientos jefes de familia que se habían convertido.
Fue ésta una de las mayores conversiones de grupo que se registran en la
historia judía (véanse págs. 483 y 484, sobre los judíos de la España visi­
goda, y págs. 670-672, sobre los judíos de España en el siglo XV). Este dato
indica que solamente en el sur de Italia vivirían como mínimo unos diez
mil judíos.
Las persecuciones del sur de Italia se asemejan a otras de naturaleza
similar sucedidas prácticamente al mismo tiempo en Francia e Inglaterra.
Los gobernantes de Nápoles durante ese período procedían de la casa fran­
cesa de Anjou. Cuando dispusieron la primera expulsión del sur de Italia,
en 1288, emitieron igual orden para la zona que gobernaban en Francia.
549
550
Entre 1288 y 1294, fue pulverizada la antigua comunidad judía del sur de
Italia, juntamente con sus yesibot y sus tradiciones. Por su parte, los judíos
de Inglaterra fueron expulsados en masa, y un destierro inminente amena­
zaba a los judíos franceses. Estos hechos constituían un coordinado esfuer­
zo dirigido a lograr la eliminación de los judíos de la mayoría de los reinos
de Europa occidental, particularmente de aquellos que se hallaban atrave­
sando un proceso de centralización y unificación. La Roma papal, que con­
servó las antiguas tradiciones sobre el trato a los judíos, siguió constituyen­
do para éstos un refugio relativamente tranquilo. Esta situación haoría de
influir en la misma dirección en vanos principados y reinos próximos al
Estado papal.
En el área bizantina, en las islas del sur de Europa y en el mismo con­
tinente, Benjamín de Tudela halló más de veinte comunidades (c. 1165).
Dice de Constantinopla: «Aquí, en la ciudad, no hay judíos; los traslada­
ron al otro lado de un brazo uel mar..., donde hay unos dos mil judíos ra-
banitas. Y hay unos quinientos caraítas en un lado, con una división entre
ellos (ídem, pág. 16). Había además otras varias comunidades, que Ben­
jamín no visitó. En 1204, en el transcurso de la cuarta cruzada, fue con­
quistado el imperio bizantino; la descripción de Benjamín que presenta la
situación de los judíos bajo el gobierno bizantino es, pues, la reinante antes
de la desmembración del país.
En los territorios dominados por los cruzados, y especialmente en Is­
rael, Benjamín halló solamente algunas comunidades judías, dotadas de
poca población. En cambio, observó, o mejor aún, tuvo noticias de la exis­
tencia de vastas comunidades judías en Irak y aún más allá de este país.
Recibió además información acerca de sus comunidades y sus lugares sa­
grados propios. De su relato se desprende que también en Egipto existía
una numerosa comunidad judía. Sus descripciones, que en este aspecto ob­
tuvieron una confirmación mayor que los informes del viajero R. Petajyá
de Regensburgo, revelan en general que en los territorios islámicos había
más colonias judías, y con mayor número de pobladores, que en cualquier
otro lugar.

Emigración a Tierra Santa


El movimiento de judíos hacia Tierra Santa aumentó en el siglo XIII,
sobre todo desde los países de Occidente. Ya en el año 1141, había mar­
chado desde España a Israel R. Yehudá Haleví (véanse págs. 625-627).
Su emigración expresaba su convicción de la santidad y el centralismo del
país para el pueblo judío, doctrina que influiría en muchas generaciones
posteriores. En 1211, marcharon a Israel trescientos rabinos de Inglaterra
v Francia, y más tarde les seguirían otros grupos. En 1267 se trasladó a
Tierra Santa R. Mose ben Najmán (Najmánides: véase pág. 627). En es­
tos casos, los judíos solían juramentarse y formar sociedades para instalar­
se y vivir juntos. No obstante, no se trataba de un movimiento de multi­
tudes; considerando las distancias y las dificultades que la empresa com­
551
portaba, representaba un gran esfuerzo, asumido y afrontado por un grupo
concreto, produciendo un impacto espiritual que sobrepasaba sus propias
dimensiones reales.

España
Benjamín de Tudela, en su relato, trata escasamente de la España mu­
sulmana y de las monarquías cristianas de la Península Ibérica, dado que
España era tanto su punto de partida como su lugar de retorno; de ahí que
le haya dedicado una atención muy limitada. Existe, de todas formas, in­
formación muy amplia acerca de las decisivas transformaciones sucedidas
en los lugares de residencia de los judíos durante este período. Dos mo­
vimientos políticos religiosos hicieron que el centro de gravedad de la po­
blación judía pasara desde los territorios musulmanes hasta los reinos cris­
tianos. El proceso hahía comenzado por la emigración He judíos de los
principados del sur hasta los estados cristianos del norte. El motivo del
cambio fue la reconquista cristiana de buena parte de la Península ibérica
durante el siglo XII. Los almohades, musulmanes «proclamadores de la uni­
dad de Alá», respondieron a esto invadiendo España desde el norte de Afri­
ca para defender la pureza del Islam y el dominio musulmán de la Penín­
sula. Trataron duramente a los judíos de Africa y más tarde a los judíos
de los países ibéricos, donde la invasión musulmana, juntamente con la Re­
conquista, ocasionaron serias transformaciones además de los daños cau­
sados por la guerra.
Diversas circunstancias, que se verán a continuación, harían que los ju­
díos españoles tuvieran una plena participación en las actividades econó­
micas y culturales de los reinos en que habitaban (véase pág. 553). Su par­
ticipación en la Reconquista al final del siglo XI y a lo largo del XII, se
derivó del declive del poder musulmán y el colapso de los reinos islámicos.
Se ha visto que a mediados del siglo XII entró enjuego un nuevo factor,
el del ardor religioso de los almohades, que empujarían a los judíos hacia
el norte. Según el relato de un cronista coetáneo, P Abraham ibn Daud.
los judíos huyeron de los almohades en masa y en precarias condiciones.
Algunos de ellos se dirigieron hacia los cristianos «y se vendieron, para po­
der huir de los países de Ismael, y otros escaparon desnudos y descalzos».
Fue entonces cuando surgió la figura del cortesano Yehudá ibn Ezra, el
nasí. Miembro de una familia que durante muchas generaciones había ocu­
pado altos cargos en los reinos musulmanes, transfirió ahora su lealtad al
rey cristiano de Castilla, quien le dio el mando de una fortaleza fronteriza
(Calatrava). Yehudá convirtió la fortaleza en
una ciudad de refugio para los exiliados... y en su hogar y en su mesa hallaron re­
poso los hijos del exilio. Dio de comer a los hambrientos y de beber a los sedientos,
v vistió a lo« desnudos v provevó de animales a los que apenas nod'*n andar —les
iio caballos a los débiles nara que pudieran seeuir su viaje hacia el norte— hasta
la ciudad de Toledo, por la reverencia y el honor que le dispensaba Edom —los
cristianos— (Cohén, op. cil., pág. 71).
552
P R O V E N Z A Montpellier
Pamplona Narbone*
.• Perpiñán
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Burgos* ^ /O ^Huesca v' ^
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España en el siglo XIV
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ibraltar C carta, jerusalem

Desde los países musulmanes pocos judíos huyeron hacia el sur; entre
los que marcharon en esa dirección se encontraba la aristocrática familia
de Maimónides. La corriente mayor pues se dirigió hacia el norte. Pero
tarde o temprano, con el triunio final de la Reconquista, el dominio cris­
tiano llegaría también hasta los que no habían huido.

Participación judía en la colonización de la Reconquista


A los judíos les fueron otorgadas tiendas, huertos y campos en el inte­
rior y en los aledaños de las ciudades conquistadas por los cristianos a los
musulmanes. Los reyes cristianos consideraban que los judíos constituían
un elemento sumamente deseable para el restablecimiento de las ciudades
conquistadas, que en su mayoría habían sido abandonadas por sus habi­
tantes musulmanes. Los reyes supusieron en forma acertada que contarían
con la fidelidad de las masas judías, y les asignaron de buena gana exten­
sos barrios, situados en lugares favorables para el comercio y fáciles de de­
fender. Algunos de esos barrios se hallaban incluso bien fortificados; el ba­
rrio judío de Tudela, por ejemplo, era virtualmente una ciudad amurallada
aparte. En un documento del año 1170, que enumera los derechos conce­
didos a los judíos de Tudela, el rey promete erigir los muros del barrio, y
les requiere a cambio que defiendan el barrio de sus enemigos, autorizán­
dolos al mismo tiempo a defenderse de los enemigos de ellos. Si los atacan-
553
tes fueran muertos en las acciones de defensa, los judíos no serían castiga­
dos. Esto indica que el barrio judío constituía para el rey en aquella época
uno de sus puntos fuertes dentro de la ciudad. H^cta el final del siglo XIII,
la comunidad de Tudela tenía por costumore arrendar el mercado fortili-
cado de la ciudad, con las tiendas de los orfebres y las de los zapateros. En
otra ciudad, después de su conquista en 1266, el rey les concedió noventa
y nueve casas. Las órdenes de caballería de España, así como las monásti­
cas, siguieron la misma política de procurar la participación de los judíos
en la obra de restablecimiento general que acompañó a la Reconquista.

Comercio judío en el océano índico


En el oriente musulmán, los judíos continuaron formando parte de la
vida económica de la ciudad. Por documentos encontrados en Fostat se sabe
que el comercio a gran escala que hacían los judíos en el océano índico pro­
siguió en el siglo XII, c<~>mo también lo sugieren los responso de Maimónides
lechados en esa época. Los mercaderes iban a los puertos de Egipto, el
sur de Arabia y la India, sirviendo Yemen como estación central de tránsito.
Algunos de ellos llegaron a instalar allí una «industria» de utensilios de me­
tal. Hasta ahora, los eruditos han encontrado registrados en esos documen­
tos setenta y cuatro artículos que los comerciantes judíos traían desde el
este en sus barcos y ciento tres que transportaban consigo al regresar del
oeste. Este hecho explica claramente cuáles eran los lazos que unían a Egip­
to con el Yemen, revelados por Maimónides en su «Epístola al Yemen (véa­
se págs. 630 y 631).

Medios de vida de los judíos en la España cristiana


Según las relaciones de los impuestos pagados por las comunidades ju­
días de la España cristiana, también allí se dedicaban los judíos a toda cla­
se de profesiones urbanas. En los reinos cristianos desempeñaban un papel
importante los médicos judíos, los traductores y los expertos en adminis­
tración, especialmente en el manejo de asuntos monetarios. Miembros de
aristocráticas e instruidas familias judías que habían huido de la España
musulmana alcanzaron importantes posiciones en las cortes de los reyes,
como administradores de las finanzas reales, médicos, consejeros y traduc­
tores de filosofía grecoárabe y literatura filosófica a las lenguas del
mundo occidental.

Medios de vida de los judíos en el imperio bizantino


En el imperio bizantino los judíos se ganaban la vida de distintas ma­
neras. Benjamín de Tudela encontró en Crisana «sólo unos doscientos ju­
díos, que sembraban y cosechaban en sus parcelas y en su tierra»; era, pues,
554
un asentamiento judío campesino. En Tebas encontró «unos dos mil ju­
díos, que son quienes confeccionan las mejores ropas de seda y púrpura en
el país de los griegos» (Itinerarium, op. cit., pág. 12); en otro lugar, halló ju­
díos «dedicados a la fabricación de seda». En el informe de Benjamín so­
bre la comunidad de Constantinopla, se perciben ecos de la tensión social
que existía entre judíos que se ocupaban en diferentes activida­
des económicas,
algunos de los cuales son artesanos de la seda, hay numerosos mercaderes y mu­
chos hombres ricos... Viven un arduo exilio. Y la mayor enemistad se origina en
que los curtidores preparan cueros y derraman el agua usada en la calle, delante
rlp las casas donde viven, ensuciando la cali** de los judíos. Por eso, los griegos odian
a los judíos, a los buenos y a Los malos, haciéndoles más pesado ei yugo que soportan
y apaleándolos en las calles (ídem, págs. 16-17).
La información, obviamente, no le fue facilitada por los curtidores; ya
que era esto lo que afirmaban los ricos para justificarse y explicar a los de­
más la animosidad de los griegos contra los judíos. Provenía, según ellos,
de las inmundas costumbres de los que se dedicaban a ese despreciable ofi­
cio, y por ellos sufrían todos los judíos, los buenos y los malos. En esa frase
«buenos» se refería a los sederos y los médicos, y «malos» a los desdicha­
dos curtidores, acusados de ser los culpables de la animosidad general.
Los judíos ejercían los mismos oficios en los países dominados por los
cruzados. Benjamín menciona tintoreros y sederos. El emperador Federi­
co II llevó judíos a Sicilia para introducir cultivos y oficios artesanos des­
conocidos en el país. Estos judíos procedían de los Balcanes, así como tam­
bién de la isla de Jerba, frente a la costa de Africa del Norte.

El tránsito de los askenazíes al préstamo a interés


Tras la primera cruzada, se produjo un decisivo cambio económico en
la vida de los judíos que residían en los países del noroeste y centro de Eu­
ropa. La variedad de sus medios de vida fue reduciéndose paulatinamente,
hasta que se hallaron en general dependiendo de una única actividad. Este
fenómeno, provocado por las circunstancias políticas y sociales que afecta­
ban en forma desfavorable a los judíos, tendría graves consecuencias en la
esfera social y en el ámbito de su propio sosiego. La declinante seguridad
de los judíos, cuando la sociedad en su conjunto se acostumbró a ver que
su sangre podía ser derramada impunemente; la actitud de la sociedad cris­
tiana, que a partir del siglo XII fue empeorando debido al continuo aumen­
to de la incitación y la animosidad; el desarrollo de las ciudades y el incre­
mento general del movimiento del dinero y el crédito, fueron elementos que
se combinarían con la prohibición eclesiástica del interés, hasta transfor­
mar la vida judía y producir su identificación con un singular y perjudicial
carácter de índole económica y social.
Por entonces eran muy pequeñas las sumas de dinero disponibles para
555
las necesidades económicas de la Europa occidental y central. Al mismo
tiempo, fue retirada de la circulación una gran cantidad de metal pre­
cioso, inmovilizándolo en forma de regalías para las cortes y la nobleza, y
de utensilios para iglesias y monasterios. Las ciudades italianas habían co­
menzado en la época de las Cruzadas a establecer relaciones comerciales
con los países musulmanes y aun con otros más alejados, suministradores
de especias. Las transacciones fueron aumentando con firmeza, y no sola­
mente desalojaron a los comerciantes judíos de su papel de intermediarios
para el comercio internacional del área del Mediterráneo, sino que además,
debido a la amplitud de las operaciones efectuadas, así como a las perspec­
tivas de grandes ganancias futuras, atrajeron la mayor parte del dinero dis­
ponible en la sociedad cristiana. Las transacciones comerciales permitían
asimismo la realización de inversiones de dinero en sociedad o en compras
anticipadas, pudiéndose de ese modo eludir formalmente la prohibición del
interés. La tala de bosques y el desarrollo de la industria textil en el norte
de Europa, juntamente con el comercio de la lana de los monjes cistercien-
ses, acabaría por agotar las limitadas reservas locales de dinero. El que ha­
bía quedado en poder de los capitalistas cristianos fue prestado bajo varias
formas de interés, legales e ilegales, para financiar las extensas activida­
des políticas y militares de los reinos en expansión y desarrollo. Con esto,
se habían hallado para los capitales cristianos disponibles otros canales de
inversión más remunerativos que los préstamos a los necesitados, y que
eran al mismo tiempo religiosa y legalmente aceptables.
Los judíos del noroeste de Europa y de Italia estaban siendo progresi­
vamente excluidos de la creciente actividad comercial existente. Y no go­
zaban de las condiciones de seguridad necesarias para efectuar viajes de lar­
ga duración. Los judíos, y también las autoridades, buscaban fórmulas le­
gales y políticas que otorgaran a los primeros un mínimo nivel de seguri­
dad (véanse págs. 566 y ss.). Entretanto, los comerciantes y las ciudades
cristianas donde vivían y comerciaban, se organizaban sobre la base de la
conjuratio municipal, acuerdo social reforzado por juramentos cristianos de
lealtad mutua. La ciudad medieval y sus corporaciones de mercaderes o ar­
tesanos eran asociaciones cristianas; incluso en ocasiones la corporación de
mercaderes era llamada ecclesia mercatorum. Por la naturaleza y objetivos de
estas células sociales, la admisión de un infiel habría supuesto una subver­
sión de sus mismos fundamentos básicos. En aquella época, las ciudades y
las corporaciones reclamaban el monopolio de la actividad económica, de
acuerdo con el área de especialización de cada una de ellas. El carácter cris­
tiano y la tendencia monopolista de la floreciente vida urbana, juntamente
con la inseguridad física que sufrían los judíos, habrían de servir para eli­
minar a éstos del comercio y la artesanía.
Pero todavía les quedaba el dinero, procedente de su anterior dedica­
ción al comercio internacional. Ahora, ya no podían invertirlo en el comer­
cio, pero había un campo del crédito no atendido aún, el de los préstamos
a los consumidores. Un monasterio que necesitaba dinero para gastos de
construcción que se habían elevado más allá de lo esperado; un caballero
o sacerdote que se hallaba implicado en un pleito prolongado; una familia
556
en la que uno de sus miembros se encontraba enfermo; un caballero cap­
turado por cuyo rescate era preciso pagar; un cura o un monje que necesi­
taba dinero para cubrir un desembolso del que no quería informar a sus
superiores, o que éstos no estaban dispuestos a sufragar; un pequeño arte­
sano o tendero que necesitaba dinero para efectuar sus compras; un cam-

I
pesino que afrontaba una mala cosecha; éstos eran algunos de los clientes
que comenzaron a dirigirse a los judíos. En la relación de deudores y deu­
das registradas por Aharón de Lincoln, en Inglaterra (véase pag. 559) exis­
te un anexo acerca de los que recurrieron a los judíos en el siglo XII.
Muy pronto, la Iglesia comenzaría a intensificar su campaña en contra
de la usura y los usureros. Su acción concernía especialmente a los que otor­
gaban préstamos a los consumidores. Los judíos se consideraban excluidos
de la esfera eclesiástica de competencia, y por ello no aceptaban la autori­
dad moral de la Iglesia; sostenían, de acuerdo con la Torá, que sólo esta­
ban prohibidos los préstamos con interés para sus hermanos judíos. Con el
tiempo, sin embargo, su moral y sentido social les llevaría a juzgar benefi­
cioso el interés para todos aquellos que lo solicitasen.
La combinación de estas circunstancias daría por resultado que los prés­
tamos con interés llegasen paulatinamente a constituir la principal activi­
dad de los judíos en las ciudades de Inglaterra, Francia, Alemania y el nor­
te de Italia, así como también en Bohemia y Polonia, a partir del momento
en que se instalaron en aquellos países. Esta situación se había iniciado en
el siglo XII en Inglaterra y Francia, pero no antes del XIII en Alemania.

Carácter del préstamo judío con interés


Aquella fuente de recursos se manifestaba provechosa. Como todo artí­
culo escaso, el dinero era caro, y el porcentaje de interés, por consiguiente,
alto. Un interés del 33 por 100, o incluso más, era habitual, y en ocasio­
nes el porcentaje alcanzaba un nivel mucho mayor. Además, dado que se
trataba de un préstamo al consumidor, al prestatario le resultaba difícil pa­
gar ambas sumas, la del capital y la del interés. Fmtonces, el interés gene­
ralmente se acumulaba y agregaba al capital, debiendo pagar el deudor un
interés compuesto. En raras ocasiones, los préstamos eran acordados me­
diante fianza o con una promesa verbal solamente, al fiado; pero la práctica
usual consistía en el depósito de una prenda. Cuando el prestatario nece­
sitaba el dinero con urgencia, el prestador podía tasar la prenda a su cri­
terio. Generalmente se especificaba que después de cierto tiempo, general­
mente un año, un mes y un día, el prestador tendría derecho a vender la
referida prenda. En ocasiones, la prenda era vendida ante el prestatario
cuando éste había pagado una parte de los intereses y dejaba luego de pa­
gar, perdiendo con ello el derecho de reclamación. Mediante las transac­
ciones de los préstamos de dinero, los judíos obtuvieron nuevos medios com­
plementarios de subsistencia: la venta de objetos de segunda mano, de gran
demanda entre las personas de escasos recursos económicos, y el uso y re­
paración de objetos empeñados, entre otros.
557
Los judíos estaban apartados de la sociedad cristiana. No siempre co­
nocían al que traía una prenda, ni les interesaba conocerlo, solamente se
ocupaban en conseguir que éste les dejase el objeto por el más bajo valor
posible. De ahí que un ladrón o un asesino cristianos encontraran un «es­
condrijo» conveniente para su botín dejándolo en prenda a cambio de un
préstamo. La ley de los países cristianos disponía que para el descargo de
aquel a quien le era hallado un objeto robado no bastaba la demostración
de que lo había comprado o recibido en prenda por un préstamo; esto, pues,
no lo eximía de devolver el artículo a su dueño sin recibir compensación
alguna. Tenía, además, la obligación de buscar al ladrón y cobrarle el im­
porte del préstamo. Esta ley, caso de ser aplicada, habría impedido a los
judíos prestar dinero sobre prendas que podrían resultar de naturaleza du­
dosa. Reclamaron pues, y recibieron en las cédulas que les fueron otorga­
das la autorización expresa de los reyes y otras autoridades, para que el ju­
dío a quien le fuesen encontrados objetos robados que le hubieran sido da­
dos en prenda, pudiera conservarlos en su poder, siempre que jurara que
había dado el préstamo de buena fe e ignorando que la prenda en cuestión
se trataba de un artículo robado. La buena fe en la transacción le protegía
de esta forma de la obligación de devolver el objeto, salvo en el caso de que
el dueño le pagase el importe del préstamo.
Los enemigos de los judíos declararon entonces que este derecho dio a
éstos el privilegio de asociarse con ladrones. Incluso un destacado jurista
como el papa Inocencio III pudo escribir, a comienzos del siglo XIII, que
«las puertas de los judíos están abiertas para los ladrones hasta la hora de
la medianoche». Además, como el valor de las monedas de aquella época
dependía de la cantidad de metal precioso que contenían, los judíos eran
frecuentemente acusados de «recortar monedas», es decir, de efectuar ras­
pados sobre el borde exterior de las mismas y extraer de ellas una fina capa
de plata o de oro que el inocente prestatario cristiano no notaría. Se verá
que estos episodios marginales del préstamo de dinero intensificaban la ima­
gen negativa de los judíos, para mostrar en ellos la presencia de las carac­
terísticas propias de un cruel opresor que explotaba la debilidad, inocencia
y bondad de sus vecinos cristianos.
La vital importancia que el crédito suponía para el consumo, y del que
los judíos eran los principales proveedores en las ciudades cristianas me­
dievales y sus alrededores, se advertía muy especialmente cuando aquéllos
eran perseguidos o expulsados de las mismas. En muchas ciudades euro­
peas, saqueaban y arrojaban a los judíos con la finalidad de explotar las
obligaciones de intereses de los ciudadanos, y posteriormente, después de
unos años, invitaban de nuevo a los judíos a regresar, dado que los habi­
tantes de las mismas no eran capaces de mantenerse sin utilizar el recurso
a los préstamos. En efecto, cuando se mantenían en las ciudades presta­
mistas cristianos sin contar con la presencia de competidores judíos, aqué
líos trataban a los prestatarios con mayor dureza que la desplegada ante­
riormente por éstos.
La actividad prestamista de los judíos era importante para los reinos
cristianos. Podían imponerse con facilidad altos impuestos sobre el dinero
558
acumulado en sus manos, y en ocasiones el rey confiscaba directamente par­
te de las propiedades judías, o la totalidad de ellas. De vez en cuando, los
gobernantes daban participación a sus súbditos no judíos en el capital ju­
dío, declarando la remisión de sus deudas. El papa Inocencio III escribió
en una de sus cartas que «ciertos príncipes... a quienes les da vergüenza
tomar usura por sí mismos, reciben judíos en sus ciudades y aldeas para
que actúen como agentes y cobren la usura». Casi podría designarse a los
prestamistas judíos como «funcionarios» de los gobernantes cristianos, para
quienes se dedicaban al préstamo de dinero mientras ellos mismos les in­
sultaban por hacerlo. Más tarde, se hizo proverbial decir que los presta­
mistas judíos eran como esponjas; estaban sumergidos en dinero cristiano,
y cuando absorbían bastante los gobernantes les exprimían el dinero den­
tro de sus propios cofres.

La monarquía inglesa y los préstamos judíos


Inglaterra era en el siglo XIII el territorio mejor administrado de la Eu­
ropa occidental; la opinión pública y el criterio de la nobleza tenían allí
una importante intervención. En este país puede apreciarse con especial
claridad la función económica desempeñada por los judíos y los peligros
que el ejercicio de la misma conllevaba.
Con ocasión de los destructores tumultos de 1190, averiguó el rey de In­
glaterra que cuando eran asesinados judíos les eran robados o quemados los
documentos de las deudas. Dado que el rey se consideraba heredero legal
de «sus judíos», resultaba manifiesto que había perdido «su dinero», esto es,
las sumas que debían ser pagadas a los judíos asesinados. Hubo quien afirmó
que los judíos, que sabían leer y escribir, solían falsificar los documentos
en su propio beneficio. Para eliminar esa posibilidad, los reyes de Inglate­
rra instalaron archae (arcas) en las principales ciudades del reino y las si­
tuaron bajo la custodia especial de dos cristianos y dos judíos fidedignos.
A partir de entonces, todas las deudas que eran contraídas con un judío
quedaban registradas en dos copias iguales. A los judíos se les exigía, con
juramento, que entregaran una copia de cada documento para el arca, don­
de eran guardadas bajo sello. Unicamente los guardianes estaban autori­
zados a retirar las copias, con la expresa indicación del gobernante, la or­
den del rey o la de su representante. El rey de Inglaterra podía de este
modo supervisar, por razones de impuestos o de confiscación, todos los prés­
tamos otorgados por los judíos; y al mismo tiempo el prestatario cristiano
quedaba protegido ante posibles falsificaciones, y el erario real de pérdidas
en caso de tumultos o matanzas. Así, los funcionarios de la tesorería po­
drían cobrar las deudas de los judíos asesinados mediante la utilización de
la copia de las arcas. Este procedimiento ofrecía, incidentalmente, un cier­
to grado de protección indirecta a los judíos, ya que los prestatarios sabían
que el asesinato no les permitiría eludir el pago de las deudas contraídas.
En el siglo XIII, existían veintisiete de esas arcas en Inglaterra. Se halla­
ban instaladas en todos los centros judíos importantes, principalmente en
559
Londres, pero también en York, Oxford, Lincoln, Leicester y Winchester.
En Francia, donde en la primera mitad del siglo XIII estaba formándo­
se de forma gradual el gobierno centralizado, también se manifestó la ten­
dencia hacia el control de las operaciones financieras de los judíos y sus do­
cumentos. En 1206, el rey Felipe Augusto, con la aprobación de príncipes
importantes, «dueños de los judíos», nombró funcionarios especiales para
registrar documentos de deudas y ponerles un sello. Se amenazaba con mul­
tas especiales a quienes dieran informaciones incorrectas sobre el importe
de los préstamos y sus condiciones. La misma orden real fijaba la tasa de
interés que podían cobrar los judíos en Francia, prohibiéndoseles aceptar
como prendas objetos húmedos o manchados de sangre, objetos de culto y
bienes de la Iglesia —prohibidos también por las tacanot judías. Las orde­
nanzas reales posteriores, emitidas a partir del año 1223, señalaban el de­
seo de abolir la usura judía hasta donde fuera posible.
Los judíos emprendieron entonces amplias transacciones monetarias en
el interior de estos ámbitos, con métodos muy perfeccionados. A menudo
establecían vastos consorcios con la finalidad de recibir capitales destina­
dos a financiar los préstamos. Los judíos acaudalados solían emplear para
ello agentes en localidades lejanas, generalmente parientes. El monto de
los préstamos otorgados por los prestamistas más opulentos puede apre­
ciarse por las transacciones de Aharón de Lincoln. En la segunda mitad
del siglo XII, éste concedió préstamos en veinticinco condados ingleses, en
diecisiete de los cuales tenía agentes. Nueve monasterios recibieron présta­
mos destinados a edificaciones, y asimismo fueron concedidos préstamos
para la construcción de dos catedrales. Cuando murió, en 1185, había en
Inglaterra cuatrocientas treinta personas que le debían un total de
15.000 libras esterlinas, suma equivalente a las tres cuartas partes de la can­
tidad total que ingresaba anualmente la tesorería real. Los judíos tenían
también en Francia numerosas conexiones financieras; así, durante el si­
glo XIII, los enemigos de los judíos afirmaban que gran parte de París «per­
tenecía» a los prestamistas judíos.

La oposición de la Iglesia al préstamo


Alrededor del año 1230, habría de manifestarse una línea de actuación
a iniciativa de los círculos eclesiásticos, dirigida a conseguir la extinción de
todas las transacciones judías que se realizasen mediante pago de intereses.
Raimundo de Peñafort, escolástico dominico español dotado de autoridad
legal, declaró que era preciso prohibir a los judíos el cobro de intereses, e
incluso que aquéllos deberían devolver las cantidades que habían recibido
por este concepto. Esta actitud se hizo popular entre los eruditos cristianos,
influyendo en las autoridades y los legisladores. Así, las leyes francesas re­
lativas a los judíos reflejarán, a partir del año 1230, el deseo de abolir la
usura judía.
Un decreto del año 1239 del príncipe Archambaud de Borbón, expre-
56o
saba de forma directa las perspectivas religiosas y económicas de esta
actitud:
Por la voluntad y el consentimiento... del rey de Francia, por la salvación de mi
alma y las almas de mis antecesores, resuelvo por la presente y requiero a todos los
judíos que quieran residir en mi país que en adelante trabajen en actividades per­
mitidas y transacciones comerciales comunes y se abstengan absolutamente de ejer­
cer la exacción usuraria.
La preocupación del príncipe por su salvación y la salvación de sus di­
funtos antecesores quedaría asimismo expresada en otras leyes de esa épo­
ca. En 1253 Luis IX de Francia envió desde su campamento cruzado de
Tierra Santa una orden por la que se expulsaba de su país a todos los ju­
díos, a excepción de aquellos que se ocupaban en trabajos manuales. La or­
den no daría resultados prácticos, y produciría únicamente actos de extor­
sión financiera, opresión social y lesiones corporales sobre la comunidad
judía.
En 1261 el príncipe de Brabante, deseoso de asegurar la salvación de
su alma, dejó instrucciones en su testamento acerca de que se expulsara del
país a todos los judíos y todos los cristianos prestamistas —cahorsini—, a ex­
cepción de aquellos que renunciaran a la usura y retornaran al comercio.
Su viuda, heredera del principado, consultó al respecto a los principales
eruditos cristianos de la época. Tomás de Aquino basó su respuesta —emi­
tida en el mes de marzo de 1274— en la hipótesis de que los judíos esta­
ban destinados a desempeñar una eterna servidumbre por sus pecados, de­
rivando de esta circunstancia la autoridad que existía para imponer tribu­
tos a sus propiedades:
Es cierto, como dicen las leyes, que los judíos, por su pecado —el de haber re­
chazado y crucificado a Jesús—, están destinados a la servidumbre perpetua, de
modo que los soberanos de los Estados pueden tratar los bienes de los judíos como
si fueran de ellos, con la única salvedad de que no deben ser privados de lo nece­
sario para conservar la vida.
Lo cierto es que aquellos que se beneficiaban con los bienes de los ju­
díos aprovechaban un producto de la usura, por lo tanto «sería mejor que
obligaran a los judíos a ganarse la vida trabajando, como se hace en algu­
nas partes de Italia [se refería probablemente a lo que ocurría en el sur de
Italia y en Sicilia: véanse págs. 567 y 568], en lugar de permitirles que vi­
van ociosos y se enriquezcan con la usura» (A. P. D’Entréves, Aquinas, Se­
lected Political Writings, Oxford, 1982, págs. 85 y ss.).
Aproximadamente un año más tarde de la emisión de esta decisión de
fundamento teológico, el rey de Inglaterra, Eduardo I, tomó medidas para
ponerla en práctica. En 1275 publicó una «ley sobre el judaismo» (Statutum
de Judeismo) que prohibía categóricamente la práctica de la usura por parte
de los mismos. En adelante, no podría ser cobrada ninguna deuda que tu­
viera intereses. A cambio, la ley permitía de forma expresa a los judíos que
pudiesen mantener actividades comerciales y artesanales. Además, se les au-
56 i
torizaba, durante un período no mayor de quince años a partir de la fecha
de promulgación de la ley, a tomar en arriendo tierras para cultivar por un
espacio de tiempo máximo de diez años. Todas estas soluciones se efectua­
ban, a sugerencia de los teólogos, con la finalidad de la salvación de los go­
bernantes, y en beneficio del cristianismo; no existía de hecho ninguna in­
tención de mejora de la suerte de los judíos. Incluso con anterioridad a la
promulgación de la ley, se les permitía vivir únicamente en las ciudades en
las que, antes del año 1275, existía un arca para guardar los registros de
las deudas productoras de intereses. Al mismo tiempo se haría más severa
la exigencia de llevar el «signo de la ignominia» (véase págs. 574 y 575).
Para los judíos de Inglaterra, las nuevas medidas produjeron un em­
peoramiento de su situación en todos los aspectos. Los gobernantes apa­
rentemente habrían de reconocer esta realidad, ya que antes de la decisión
de 1290 referente a la expulsión de los judíos, se presentó una propuesta
que les permitiera volver a la práctica de la usura, con algunas restriccio­
nes, la más importante de las cuales sería la condición de que los intereses
se acumulasen solamente durante tres años. De hecho, la expulsión puso
fin a la cuestión sin que la propuesta llegara a sancionarse.
El propósito de prohibir a los judíos que se dedicasen a la práctica de
la usura seguiría ocupando el pensamiento de los legisladores de la época.
El rey de Castilla Alfonso XI, quizá influido por el ejemplo inglés de 1275,
decretó en 1348 que a los judíos y a los musulmanes de su reino les fuera
prohibido el préstamo de dinero con interés. Asimismo, les impidió el co­
bro de deudas. Como contrapartida, les permitió la adquisición de tierras
a cambio de importantes sumas. Establecía, desde luego, una distinción en­
tre la zona sur y la zona norte del reino; en esta última los judíos podían
efectuar adquisiciones en menor volumen. Esta ley no era aceptada ni por
los judíos ni por los cristianos, y en 1351 las Cortes solicitaron su abolición.
En momentos en que la organización social, política y económica de las
comunidades cristianas reposaba exclusivamente en la coherencia religio­
sa, no existía ninguna posibilidad de abolición de la usura judía sin soca­
var completamente la misma existencia de los judíos. La intención que
daba fundamento a las leyes era similar en todas partes, pero sus efectos
variaban según los países y el momento en que se produjesen, de acuerdo
con las circunstancias imperantes. En Inglaterra, las leyes se emitieron
cuando la condición de los judíos empeoraba progresivamente; en Francia,
a pesar de las dificultades que afrontaban, los judíos no habían llegado to­
davía a situarse en una posición tan desesperada. Completamente diferente
sería, decenios más tarde, la situación de los judíos en Castilla, donde la
usura no constituía su principal medio de vida.

Otras profesiones judías


Aunque el préstamo de dinero era la forma principal de subsistencia
para la mayor parte de los judíos askenazíes, había quienes se gana­
ban la vida por otros medios, incluso en Inglaterra. En Francia y en el
562
Sacro Imperio Romano Germánico, se sabe que entre los siglos XIII y XV,
había judíos que comerciaban en lanas y las transportaban por el Rhin.
Los comerciantes judíos compraban diversas mercaderías en la zona de este
río, y las vendían en Hungría. Hay noticias de que en los siglos XII y XIII
los mercaderes, que «viajaban a Rusia» llegaron con sus caravanas y sus
cargas hasta el corazón del oriente eslavo. Pero se trataba solamente de una
minoría el número de judíos que se dedicaba a estas actividades.
A comienzos del siglo XIV había en el sudeste del Sacro Imperio Ro­
mano judíos que actuaban como intermediarios entre las aldeas y las ciu­
dades. Vendían directamente al público en las aldeas artículos de las ciu­
dades, y llevaban a los mercados urbanos productos de aquéllas. Luego, in­
vertían de forma creciente sus capitales en este tipo de transacciones, como
se verá más adelante con mayores detalles.

563
VII. MODIFICACIONES EN LA SITUACION
JURIDICA Y EN LA SEGURIDAD
DE LOS JUDIOS

La situación después del año 1096


Durante el período que se examina, habrían de continuar ejerciendo su
influencia las tendencias generales ya señaladas, en ocasiones actuando me­
diante diferentes combinaciones, y en otras contando con la incorporación
de nuevos elementos sociales y económicos, o fusiones de los mismos.
La mayor parte de los judíos de Europa occidental, al norte de los Piri­
neos, se vieron obligados —como se ha visto— a dedicarse a la actividad
del préstamo de dinero. Esta labor les convertiría en elementos muy valio­
sos a los ojos de los gobernantes necesitados de dinero; pero al mismo tiem­
po les acarrearía con frecuencia las iras de la población, que comprobó que
los judíos podían ser vejados y aun muertos con absoluta impunidad. Las
ciudades, lugar de residencia de los judíos, reclamaron para sí mismas y
obtuvieron un poder jurídico y político más elevado. Así, movidos por la
especial agitación social y religiosa propia de las ciudades de los siglos XII
al XIV, los pobladores de las mismas constituirían un activo elemento hos­
til a los judíos.
Durante la lucha entablada entre la Iglesia y el Imperio, que se inició
en la Europa occidental durante el pontificado del papa Gregorio VII, aqué­
lla manifestaría tendencias revolucionarias acompañadas por un estilo pro­
pio de predicación popular que se orientaba directamente hacia las masas,
en ocasiones en contra incluso de los mismos gobernantes. Esta lucha, que
empleaba los métodos señalados, promovida por los dirigentes eclesiásticos
y destinada a conseguir una elevación de la posición de la Iglesia, era lle­
vada a cabo principalmente por los monjes y los niveles inferiores del clero.
Las autoridades eclesiásticas mantenían el principio de que era preciso de­
jar vivir a los judíos, pero manteniéndolos en una permanente situación de
humillación; incluso un papa como Inocencio III llegaría a introducir un
común rasgo antijudío en sus epístolas dirigidas en contra de los judíos. El
IV Concilio Lateranense, que él presidió, sugirió que las masas cristianas
565
fueran impulsadas en contra del préstamo de dinero de los judíos, sin aten­
der incluso a las ordenanzas de las mismas autoridades civiles.
El emperador siguió constituyéndose en «protector de los judíos» aun
después del año 1096. Enrique IV expresó con toda claridad su opinión
acerca de los tumultos y las conversiones forzadas al cristianismo cuando,
en fundamental oposición a la doctrina mantenida entonces por la Iglesia,
permitió a los conversos forzados de 1096 la omisión de su bautismo y el
retorno al judaismo, recibiendo por ello directos reproches del papa. Pero
en los gobernantes habrían de influir también las enseñanzas de la Iglesia,
sobre todo a partir del momento en que declinó la utilidad económica de
los judíos, como se ha visto con relación al préstamo de dinero. Además, a
comienzos del siglo XIV, surgiría un nuevo peligro cuando las bandas de
campesinos rebeldes comenzaron a incluir a los judíos entre los objetivos
de sus ataques.

La «servidumbre judía»
Comprobada la práctica inutilidad de las numerosas cédulas y anterio­
res medidas de amparo a los judíos, demostrada en el año 1096, los gober­
nantes comenzaron a buscar nuevos métodos para establecer la protección
de los mismos. En 1103, se trató de incluirlos en la denominada «Paz del
país de Maguncia»; esta medida, dirigida hacia la consecución de la «paz
territorial», tuvo su origen en el concepto de la «tregua de Dios» en los paí­
ses cristianos, desgarrados por las guerras caballerescas y feudales. Tenía
por objeto la protección de los miembros de la sociedad cristiana que no
portaban armas ni estaban implicados en combates. La tentativa de incluir
a los judíos en ella no duraría mucho en el Imperio, dado que el concepto
de la «paz territorial», cristiano por definición, aportaría todos los elemen­
tos para conseguir su fracaso.
Fueron otorgadas, así, nuevas cédulas a los judíos. Las referidas a este
período y las que las siguieron, reflejaban la presencia de una presión ecle­
siástica destinada a elevar la humillación inferida a los judíos hasta el ma­
yor grado posible, excluyéndoles de las actividades que como la del prés­
tamo de dinero viciaban, según el criterio de la Iglesia, su debida posición
entre los cristianos. La objeción más enérgica era la que se oponía a la par­
ticipación de los judíos en alguna profesión que les confiriese una posición
respetable entre los cristianos, o les otorgase autoridad sobre ellos. En ade­
lante fue empleándose de forma sostenida la incitación de las multitudes
como medio para ejercer presión sobre los judíos. Conviene tener en cuen­
ta, además, que los más altos gobernantes «seculares» pertenecían en su ma­
yor parte, por educación, ideas y condición social y religiosa, al medio cul­
tural propio de las masas populares. Así, en aquella época la nueva función
prestamista ejercida por los judíos tendría una creciente participación en
la elaboración de las cédulas que les fueron otorgadas.
Estas cédulas y las condiciones en que fueron formuladas, revelan la gra­
dual aparición de un nuevo concepto, que está asimismo presente en las
566
epístolas papales y en la tentativa de incitar a las masas populares; es el
concepto de la servidumbre judía, una idea que combina una base teórica
destinada a producir la humillación de los judíos, con el incremento de su
sumisión a la voluntad de las autoridades. Al mismo tiempo, aseguraba a
aquéllos una mayor protección gubernativa, derivada del interés de los go­
bernantes por cuidar a esos «siervos» que tanto contribuían a los intereses
de la tesorería, al tiempo que respondían a la necesidad que éstos tenían
de velar por su posición y su prestigio en el interior de sus respectivos países.
Esta actitud fue formulada inicialmente en la España cristiana, donde
ya en 1176 las leyes de la ciudad de Teruel afirmaban de forma expresa
que «los judíos son los siervos del rey y propiedad absoluta de la tesorería
real». De hecho, las condiciones que se daban en el período de la Recon­
quista se presentaban favorables para los judíos, y sirvieron para contener
las posibles repercusiones generadas por esta naturaleza servil. Sin embar­
go, aunque en la Península Ibérica fueron extraídas varias conclusiones
prácticas a partir de ese concepto, no llegaron a alcanzar grados tan extre­
mos y rudos como los que se plasmaron más tarde, al finalizar la
Reconquista.
En Francia la servidumbre judía fue instrumentada de una manera in­
teresante; fue uno de los aspectos que adoptaron las divisiones políticas que
se produjeron en el país al principio del siglo XIII, al calor de su gradual
unificación. Los documentos de los territorios franceses presentan a los go­
bernantes de los diversos principados y ducados hablando cada uno de ellos
de «mi judío», y solicitando que éste les fuera devuelto caso de huir a otra
tierra. Entre los años 1198 y 1231, el rey y los príncipes «poseedores de ju­
díos» se comprometieron recíprocamente en dieciocho oportunidades dis­
tintas a efectuar la restitución de sus respectivos judíos. Guillermo de Bre­
taña, jurisconsulto que vivió entre 1217 y 1294, declaró que el gobernante
tiene derecho a despojar a los judíos de todo lo que tienen, si así lo desea...
«por tratarse de pertenencias de esclavos». Una orden real de 1230, refren­
dada por príncipes y duques «poseedores de judíos», afirmaba: «Nadie, sea
quien fuere, debe quedarse con el judío de otro señor; y el que encontrase
a su judío, dondequiera que fuese, tiene derecho a apoderarse de él, por ser
esclavo de su propiedad.»
También en Alemania se resolvió en la segunda mitad del siglo XII que
«los judíos pertenecen definidamente a la cámara imperial». El emperador
Federico I empleó este concepto de la propiedad de la cámara imperial con
ocasión de determinar cuáles eran los principios y deberes de su gobierno
ante todos los súbditos. En el preámbulo de la cofirmación de derechos de
los judíos de Ratisbona, del año 1182, declaró:
Es deber de nuestra Majestad imperial, reclamación de la justicia y exigencia
de la razón, que guardemos justamente sus derechos a cada uno de nuestros leales
súbditos, no solamente a los adheridos a la religión cristiana, sino también a los
que difieren de nuestra fe y viven de acuerdo con los ritos de sus tradiciones ances­
trales. Debemos tomar medidas para que puedan conservar sus costumbres y ase­
gurarles tranquilidad a sus personas y bienes. Por esta razón, anunciamos que [nos]

56 7
preocupa profundamente el bienestar de todos los judíos que residen en nuestro Im­
perio, de quienes se sabe que pertenecen a la cámara imperial en virtud de una es­
pecial prerrogativa de nuestra dignidad.
Federico II se refirió al concepto de la servidumbre de los judíos, prin­
cipalmente debido a la pugna que mantenía con el papa por la dirección
de la Cristiandad. Comenzó por crear la descripción de los judíos como
«siervos de nuestra cámara», la de Sicilia, y en el año 1236 extendió su uso
a todo el Sacro Imperio Romano al norte de los Alpes. Se opuso asimismo
a la autoridad que pretendía tener la Iglesia sobre los judíos, declarando
ese mismo año que «según la ley aceptada los judíos nos están sometidos
directamente a nosotros, tanto en el Imperio como en nuestro reino».
En 1237, sostendría en el fuero de la ciudad de Viena que, debido al «in­
tolerable pecado» de los judíos, él era su amo, por su condición de herede­
ro de los emperadores romanos, «porque la autoridad imperial impuso la
servidumbre eterna a los judíos desde los tiempos antiguos como castigo
por el pecado» de crucificar a Jesús. Las conclusiones adoptadas en bene­
ficio de los gobernantes fueron expresadas por Enrique III de Inglaterra
en su Mandatum regis, del año 1253: «Que no quede ni un solo judío en In­
glaterra si no está al servicio del rey, y que todos los judíos, varones y mu­
jeres, nos sirvan de algún modo desde el día de su nacimiento.»
Desde la época de los Padres de la Iglesia, afirmaba ésta que la verda­
dera imagen que correspondía a Israel —que se negó a reconocer a Jesús
y le dio muerte— era la de Caín, asesino de su hermano. La dispersión de
los judíos les había acarreado tanto la permanente sensación de temor como
la realidad de la servidumbre. Los predicadores difundieron sistemática­
mente la comparación de los judíos con Caín, idea que pasó entonces a for­
mar parte del fundamento ideológico que incluían los gobernantes en su de­
finición de la servidumbre judía. Esta misma comparación serviría de base
a la Iglesia para efectuar la reclamación del derecho a ejercer el control ab­
soluto sobre los judíos en toda la Cristiandad, si bien al mismo tiempo acep­
taba delegar la supervisión directa de esta servidumbre en los gobernantes
cristianos, dentro de sus respectivos territorios. Inocencio III afirmó
en 1205: «Dios no está disgustado; encuentra más bien aceptable que exis­
ta la dispersión judía y que esté al servicio de los reyes católicos y los prín­
cipes cristianos.» Desde su elevada posición de supereminencia espiritual,
la Iglesia se consideraba capacitada para erigirse en guía y orientadora de
la actitud que con respecto a los judíos debían asumir todos los creyentes.
En ocasiones, esta orientación era utilizada con la finalidad de protegerles.
Por ejemplo, en 1199 fue publicada una Constitutio pro judaeis. Empleando
una fraseología extraída de epístolas de anteriores pontífices sobre el mis­
mo tema, el edicto o constitución de Inocencio III disponía que no se de­
bía dañar físicamente a los judíos, y que era preciso mantener su presente
situación sin modificarla en ningún sentido. Esta protección se les otorgaba
«de acuerdo con la clemencia que impone la piedad cristiana... y siguiendo
los pasos de nuestros predecesores». De conformidad con la referida pie­
dad, ordena especialmente que no se emplee la fuerza para obligar a losju-
568
dios a aceptar el cristianismo, «porque no es verosímil que tenga la autén­
tica fe de un cristiano el que se sabe que no ha ido voluntariamente al bau­
tismo cristiano sino por la fuerza».
El papa prohibió expresamente matar o herir a los judíos, dañar sus bie­
nes y profanar sus fiestas. «Nadie debe molestarlos con palos o piedras [...].
Contra la perversidad y la avaricia de los malvados, decretamos que nadie
deberá atreverse a violar o degradar los cementerios de los judíos, ni exhu­
mar cadáveres para exigir dinero.» El papa anunció que serían excomul­
gados todos aquellos que contravinieran las disposiciones de la constitu­
ción. Se verá, no obstante, que en las epístolas del papa Inocencio y en las
decisiones del consejo encabezado por el pontífice, había pasajes que po­
dían servir para negar la protección proporcionada por el edicto. De todas
formas, el edicto reflejaba sin duda la actitud tradicional de los jefes de la
Iglesia con respecto a los judíos y los principios oficiales que fueron adop­
tados. De este modo, la servidumbre judía propiciada por la Iglesia inha­
bilitaba seriamente a los judíos y les daba una débil protección, cuidado­
samente definida pero aplicable solamente a ciertos aspectos de su vida.
Resumiendo, puede afirmarse que la servidumbre judía reposaba so­
bre la base ideológica de los principios generales adoptados por el cristia­
nismo con respecto al judaismo, y formulados con creciente severidad y as­
pereza a medida que iba incrementándose el control de la Iglesia sobre el
pensamiento y la conducta de la Cristiandad occidental. En el siglo XIII,
la hostilidad mutua originaría demandas de la Iglesia y contrademandas
de los monarcas, derivadas del principio de la protección para todos los súb­
ditos, independientemente de la fe profesada por los mismos y las ventajas
materiales que éstos reportasen para los gobernantes y sus países. La com­
binación de estos factores, unida a la tirantez que enfrentaba a las partes
interesadas cristalizaría en la fórmula «siervos de la cámara» con respecto
a los judíos. Con la afirmación de la humillación social, jurídica y personal
de los judíos, esta fórmula otorgaba a los gobernantes ventajas legales y ma­
teriales, pero también suponía para los judíos la conveniencia de contar con
un planteamiento claro y definido en el que poder confiar para conseguir
la protección de vida y bienes. Algunos tratadistas piensan que no fue ca­
sual el hecho de que se adoptara este concepto durante el decenio de 1230,
especialmente por el emperador Federico II, cuando se manifestaba la enér­
gica resistencia imperial ante la creciente influencia de la Iglesia.
Resulta razonable suponer que los puntos de vista de los judíos y sus
aspiraciones con respecto a su seguridad y situación jurídica hubiesen in­
fluido en los planteamientos trazados acerca de ellos tanto como en las me­
didas supuestas por las cédulas emitidas por las autoridades civiles y la Igle­
sia. En realidad, los judíos no tenían más opción que la de aceptar cual­
quier destino o situación que les acordaran; pero hallándose en peligro de
quedar interrumpida una existencia relativamente pacífica, trataron de ob­
tener por varias vías las medidas que consideraban convenientes; y algunas
de las providencias de las cédulas podrían ser una consecuencia de sus ges­
tiones. (En las páginas 495-497 han sido citados algunos de sus puntos de
vista.) Los gobernantes accedían gustosamente a ello cuando tenían algún
569
interés personal en las funciones económicas y las actividades que los ju­
díos desarrollaban, lo que proporcionaba a éstos cierto poder para negociar
y ejercer algún tipo de influencia. Los judíos que se hallaban en cont¿ cto
habitual con las cortes reales actuaban como intercesores en favor de >us
correligionarios, como diplomáticos, pues, de un grupo social que solamen­
te podía imponerse a través de su función económica. Los judíos se bene­
ficiaban también con el objetivo inherente al gobierno de imponer la ley y
el orden en sus territorios, aunque los gobernantes no siempre conseguían
imponerlo en las condiciones que imperaban durante la Edad Media, de­
bido a la actitud legal y la disposición moral ante los judíos que se halla­
ban enraizadas en la mente de reyes, eclesiásticos y cristianos en general a
partir de generaciones precedentes. La concesión era relativamente eficaz
en las regiones que se manifestaban favorables a los judíos, pero podía te­
ner también cierta influencia en tiempos de disturbios, incluso en el am­
biente dominante en la Europa noroccidental de aquel período.
Los judíos sabían que las autoridades no explotaban por completo su
índole servil; eran privados de libertad de movimiento únicamente en casos
excepcionales, lo que era considerado como un acto arbitrario de tiranía;
en escasas ocasiones, eran privados del derecho a la herencia familiar.
El carácter de su servidumbre comprendía dos elementos principales: la im­
posición de gravámenes especiales, con explotación económica que a veces
alcanzaba niveles que llegaban hasta el saqueo, y la protección que les otor­
gaban las autoridades. Para el pueblo en general la situación jurídica de
servidumbre de los judíos se hallaba de perfecto acuerdo con el criterio ecle­
siástico y popular de la degradación y la perversidad de los mismos; éstos,
sin embargo, alcanzarían a valorar la verdadera disminución de los efectos
generados por esta situación.

Calumnias
Durante este período surgiría una nueva manifestación en las relaciones
entre el cristianismo y el judaismo: el lanzamiento de falsas acusaciones,
que eclipsaría a todas las demás manifestaciones y supondría nuevas dificul­
tades en la vida de los judíos. Esta manifestación constituyó, por su mismo
carácter, un círculo vicioso; cada falsa denuncia constribuía a aumentar la
aterradora imagen de los judíos, y el deterioro de la de éstos hacía más creí­
bles las constantemente renovadas acusaciones. Los cargos en su contra
eran generados por la religiosidad y supersticiones populares de los cristia­
nos, y sostenidos y difundidos por monjes y sacerdotes. La agitación social
de las ciudades y el campo y la barbarie en general de aquella sociedad en
su conjunto favorecían la creencia en la crueldad de los judíos y la necesi­
dad de actuar con respecto a ellos en forma semejante.
Existían dos tipos de calumnias principales que hicieron acrecentar el
número de víctimas judías y dieron rienda suelta a los degradados instintos
del populacho. Eran la acusación de crimen ritual y la de profanación de la
hostia. La acusación de crimen ritual era la más antigua de las dos y ya había
570
sido lanzada en forma ligeramente distinta en contra de los cristianos del
siglo II. En 1144, los judíos de Norwich, Inglaterra, fueron acusados de ha­
ber asesinado a un niño cristiano; a partir de ahí, se repetirían acusaciones
de esa índole en toda Europa. La explicación lógica de quienes creyeron
esta acusación se basaba en la idea de que tras la crucifixión de Jesús los
judíos habían quedado sedientos de sangre pura e inocente. Dado que el
Dios antiguamente encarnado se hallaba en el cielo, los judíos ambiciona­
rían ahora la sangre de los más inocentes de los creyentes, los niños, los
tiernos cristianos. Merced a este razonamiento, la fecha más apropiada para
la mayoría de las acusaciones de crimen ritual, era la fiesta de la Pascua,
inmediata a la fecha de la pasión de Jesús.
Más adelante, a esta concepción serían añadidos algunos elementos adi­
cionales. En Norwich, se afirmaría que los judíos habían torturado a su víc­
tima y posteriormente la habían crucificado. En 1255 los judíos de Lincoln
fueron acusados de haber crucificado a un niño cristiano, a quien después
de bajarlo de la cruz le fueron extraídos los intestinos, al parecer para la
realización de actos de brujería. En 1286 se afirmó en Munich que los ju­
díos, como lo dice una elegía judía, «mataron varios niños cristianos hi­
riéndolos en todos los miembros... y bebieron cruelmente su sangre». A los
horrores generales fueron agregados en esta ocasión actos de sadismo rea­
lizados por judíos que ejecutarían bebiendo la sangre de los cadáveres.
Muchos cristianos creían que estas acusaciones eran directa manifesta­
ción de la verdad. Las proclamas públicas, incluso las emitidas en zonas
más avanzadas, no se demostrarían capaces de destruir esa creencia.
En 1235, serían acusados de comisión de un crimen ritual los judíos de Lui­
da. El emperador Federico II resolvió investigar el caso minuciosamente,
y llamó primeramente a los elementos directivos del clero. No pudiendo
dar una respuesta adecuada acerca de la veracidad de los cargos aducidos,
decidió reunir una convención especial compuesta por judíos convertidos al
cristianismo, con la finalidad de inquirir sobre el fundamento de tal acusa­
ción; se han conservado las cartas que fueron enviadas a varios países, para
tratar de conseguir la concurrencia de respetables conversos a la referida
asamblea. En aquella ocasión, se afirmó con la mayor claridad que los ju­
díos no producían daño alguno a los niños cristianos, y que no precisaban
sangre de los mismos para la realización de sus ritos. En 1236 el empera­
dor publicó una declaración especial anunciando los resultados de su in­
vestigación; el papa Inocencio IV, adversario del emperador, declaró asi­
mismo que las acusaciones de crimen ritual carecían de fundamento. Pero
aparentemente la abrumadora mayoría de los cristianos de Occidente no
creyó en los resultados de la investigación ni en las declaraciones del em­
perador y el papa, y las calumnias continuaron realizando su acción.
El peligro potencial de los cargos se cernía sobre la comunidad judía,
especialmente en la zona donde vivían los judíos askenazíes, manifestándose
durante las fiestas, en momentos de alegría o de duelo, cuando se produ­
cían disturbios sociales entre los cristianos, y si alguna tensión excepcional
enfrentaba a éstos con aquéllos. Durante los siglos que se contemplan, y a
lo largo de los siguientes, muchos judíos serían cruelmente asesinados por
571
la influencia de estas calumnias. Comunidades enteras serían exterminadas
u obligadas a trasladarse a otro lugar. Incluso cuando eran dispensados de
la destrucción y la tortura, siempre se mantenía la marca del daño social
y psicológico producido. Finalmente, cabe apuntar que en el ambiente cul­
tural de la Europa occidental durante la Edad Media, el judío pasó a ser
considerado como una verdadera amenaza diabólica.
Esta imagen puede observarse en el libro The Canterbury Tales, del gran
poeta inglés Geoflrey Chaucer, nacido en 1340, cincuenta años después de
la expulsión de los judíos de Inglaterra. Chaucer terminó su obra alrededor
del año 1387, aproximadamente un siglo con posterioridad a la salida de
los judíos. El cuento de «La priora», relata el caso de un inocente niño cris­
tiano, hijo de una viuda, que camina por la calle de los judíos cantando
alabanzas a María, madre de Jesús; los judíos se apoderan entonces de él
y le matan. El crimen es descubierto milagrosamente y toda la comunidad
judía es exterminada como consecuencia de ello. Este relato indica que la
ausencia de judíos no alteraba el prejuicio personal del poeta ni de los pe­
regrinos ingleses que describe en su obra. Se trata de la supervivencia de
la herencia cultural; lo que aquí se repite es la acusación de crimen ritual
de Lincoln, que había tenido lugar cien años antes.
La acusación de profanación de la hostia fue lanzada contra los judíos con
ocasión del IV Concilio de Letrán, que decidió en 1215 que según el dog­
ma cristiano, el pan y el vino del sacramento sufriría la literal transforma­
ción en el cuerpo y la sangre de Cristo. Los cristianos comenzaron a creer
entonces en el milagroso poder de la hostia, así como en su potencia como
amuleto o elemento mágico; en la misma actitud de los cristianos hacia los
judíos se traslucía entonces su propia lógica interior. Se sabía que los ju­
díos eran perversos; mataron al Dios encarnado que había venido a redi­
mirlos, el mismo Cristo que ahora actuaba en el misterio de la transubs-
tanciación y la hostia. Cabía entonces pensar qué otra cosa podía esperarse
de aquel pueblo más que el pecado de profanación de esa hostia sagrada.
La primera acusación de esa clase que ha quedado registrada procede del
año 1243, producida en una localidad próxima a Berlín; la imputación era
en general semejante. Un judío sobornaría o convencería a un cristiano o
una cristiana para que le diese un pedazo de hostia, llevándosela luego a
su casa o a la sinagoga; allí la torturarían —a Jesús— lo mismo un solo
individuo que toda la comunidad, apuñalándola y pisoteándola. Los judíos
en función de esta idea, se arriesgarían a todo, a cambio de cumplir su de­
seo de «volver a torturar a Jesús». Cuando se sospechaba que algún judío
hubiese cometido esa acción, era sometido a un doloroso tormento; tanto
si «confesaba» como si no lo hacía, generalmente era quemado y su familia
y comunidad castigadas. Esta calumnia originaría la devastación de zonas
enteras pobladas por comunidades judías. Examinando un mapa que seña­
lase la aparición de la calumnia, podría observarse que la mayor parte de
los lugares donde se originó y se manipuló la acusación se encontraba en
el interior del imperio germánico.
La imputación referida a la profanación de la hostia muestra con ma­
yor claridad todavía que la aportada por la del crimen ritual la opinión que
572
tenían de los judíos los cristianos de la Edad Media. Según ellos, los judíos
sabrían con certeza que el acto sacramental del sacerdote cristiano produ­
cía el misterio y milagro de la transubstanciación del pan en el cuerpo de
Jesús; pero, aun conociendo este altísimo misterio del cristianismo, no so­
lamente no lo aceptarían sino que harían todo lo posible para actuar en con­
tra de Dios y profanar los elementos sacralizados del cristianismo.

Imágenes judías en el arte cristiano


La sociedad cristiana de este período estaba inclinada a la recepción de
la influencia emotiva y conceptual producida por imágenes estereotipadas
de individuos, pueblos y religiones. Siglos atrás, la Iglesia cristiana había
comenzado a emplear pinturas y esculturas con la finalidad de inculcar los
principios de su fe; «las paredes de las iglesias eran las Escrituras del pue­
blo». Posteriormente, con la evolución del estilo gótico, los vitrales, la es­
tatuaria y los relieves de los pórticos y las paredes de las catedrales comen­
zarían a reflejar y aun predicar una visión del mundo y una moralidad he­
cha para cristianos. La Iglesia logró difundir su pensamiento a través de
este medio, sumamente eficaz en una sociedad compuesta básicamente por
analfabetos, pero sufrió a cambio una pérdida en el plano religioso y cul­
tural, al dar forma material a ideas abstractas, reduciendo en consecuencia
la capacidad personal de discernir criterios. Los conceptos espirituales eran
presentados por medio de la utilización de la madera, piedra, vidrio y pin­
tura. Se hacía así todo lo posible para capacitar a los cristianos al acceso
de aquello que quería expresarse: se empleaba siempre un mismo color para
expresar santidad, y otro para manifestar impureza; un costado de la igle­
sia era destinado a la exposición de las figuras del Antiguo Testamento;
otro lo era a la del Nuevo Testamento.
Las pinturas y esculturas de las iglesias estaban destinadas a la impre­
sión de los sentidos, y procuraban crear una sensación de realismo. Las es­
cenas que representaban a los judíos torturando a Jesús, y a los sabios del
judaismo dando dinero a Judas Iscariote por su traición, solían ser repre­
sentadas ataviando a los judíos con ropas que los identificaban a los que
por entonces convivían con los cristianos. Pasado el tiempo, cuando la su­
puesta «diabólica naturaleza» de los judíos hubo impregnado la imagina­
ción cristiana, los canteros y pintores comenzaron a esculpir y pintar figu­
ras de demonios y ángeles malos a semejanza de los judíos contemporá­
neos; más tarde, habrían de completar estos métodos de propaganda artís­
tica mediante la representación de dramas de carácter moral. A los direc­
tores de escena y los actores les era indicado que en la representación de
la obra los judíos perversos del pasado debían parecerse a los contemporá­
neos. La imagen de la sinagoga figuraba siempre entre las representacio­
nes estereotipadas de la escultura y la pintura cristianas; estaba represen­
tada por una mujer con los ojos cubiertos con una venda, que en ocasiones
tenía la forma de una serpiente o un escorpión, para indicar una ceguera
intencional; la mujer tenía la cara descompuesta, los cabellos revueltos y
573
la ropa desordenada, señales todas de infamia e ignorancia, y llevaba ge­
neralmente en las manos «una caña rota para apoyarse», junto con frag­
mentos de las tablas de la Ley. Frente a ella, se situaba la ecclesia cristiana,
de bello rostro juvenil y victorioso, que sostenía los símbolos de la salva­
ción. En la Europa occidental estas comparaciones entre la Sinagoga y la
Iglesia eran expuestas en las catedrales de las regiones donde existía una
comunidad judía, lo que revela su carácter propagandístico. En la mayoría
de los dramas de carácter moral producidos entre la comunidad cristiana,
figuraba una escena basada en un debate entablado entre la sinagoga y la
ecclesia, que servía al autor cristiano para castigar a los judíos tanto por sus
pecados del pasado como por sus deliberados errores de fe del presente.
La presentación visual de la predicación eclesiástica y las dramáticas
imágenes que generalmente eran empleadas habrían de servir para nutrir
el odio a los judíos, denigrando todavía más su imagen entre la población
cristiana, hasta el punto de que éstos llegarían a tener una más baja con­
sideración en la opinión del pueblo que en el mismo pensamiento de los di­
rigentes eclesiásticos. El prodigioso arte de la Edad Media cristiana, tanto
románico como gótico, contenía en sí mismo una perniciosa animosidad y
tergiversación con relación a quienes creían en el Antiguo Testamento.

La Iglesia y los judíos en el siglo XIII


En este siglo iría aumentando de forma sostenida la agresividad de la
jerarquía eclesiástica en contra de los judíos. La tendencia manifestada por
la Iglesia hacia el dominio de la sociedad, como ya se ha dicho, habría
de inducirla a tratar de asegurarse el control de los judíos de Occidente; y
va por sus hechos y palabras, puede advertirse que había adoptado para sí
las actitudes antijudías que se manifestaban entre la población. Los diri­
gentes de la Iglesia se verían obligados a encarar una agitación interna de
gran magnitud, que se manifestó en las nuevas órdenes mendicantes de fran­
ciscanos y dominicos. La Iglesia luchaba entonces con el Imperio; se había
empeñado en una guerra de exterminio con la herejía albigense en el sur
de Francia. La belicosidad y el extremismo de la Iglesia eran asimismo ob­
servables en su actitud con respecto a los judíos. El papa Inocencio III,
que había iniciado y llevado al apogeo la actividad de la Iglesia en este si­
glo, no vacilaría en instrumentar las murmuraciones que llegaban hasta él
cuando escribía acerca de los judíos. El rumor de que habían hallado muer­
to a un estudiante cerca de la casa de un judío le induciría a formular ge­
néricamente la afirmación de que los judíos mataban secretamente a los cris­
tianos; ya se ha citado a Inocencio III respecto a las relaciones que existi­
rían entre los judíos y los ladrones. No tendría así problemas en describir
a los judíos, «según el dicho popular, como un ratón en un bolsillo, como
una víbora enroscada en la cintura y como fuego en el pecho». En cambio,
formularía también el estatuto para los judíos mencionado anteriormente.
Inocencio no se olvidaría de los judíos en el IV Concilio de Letrán, con­
vocado por él en 1215, en el que se adoptaron varias resoluciones sobre los
574
mismos y en su contra. El concilio ordenó que los judíos llevaran una se­
ñal en una parte claramente visible de la ropa, para distinguirlos de los cris­
tianos. Se dio como razón principal para esta decisión la necesidad de evi­
tar cjue se mezclaran con los cristianos, que pudieran llegar en sus relacio­
nes hasta el plano sexual. Pero la disposición contenía la sugerencia irónica
de que se adoptaba esa medida para cumplir el requisito indicado por Moi­
sés, quien ordenó que los judíos llevaran una señal en la ropa (los flecos:
sisit) para distinguirse de los gentiles.
Esta norma marcó la aparición en los países cristianos del «signo de
la ignominia», cuyo uso se impuso a los judíos. En otras ordenanzas se alec­
cionaba al pueblo, mediante la orientación eclesiástica, a combatir la usura
judía con las diversas medidas expuestas en las reglamentaciones, a obligar
a los judíos a obedecer los mandatos de la Iglesia sobre la usura y a abs­
tenerse de hacer negocios con los judíos que no se adaptasen a las indica­
ciones de la misma. Con estas medidas el papa Inocencio se proponía gol­
pear al mismo tiempo a los judíos, al emperador y a los monarcas que los
protegían y se beneficiaban con los impuestos que gravaban la usura.
La medida antijudía concordaba perfectamente con su propósito de incitar
a las poblaciones contra los monarcas y contra todos los que no se plega­
ban a sus ordenanzas.
Las tensiones espirituales del cristianismo, las polémicas crecientemen­
te agudizadas en contra de los judíos, y los esfuerzos de la Iglesia por im­
poner su disciplina en la Cristiandad, se combinaron para provocar, con
ocasión de las denuncias lanzadas por Nicolás Donín, apóstata francés del
judaismo, una sucesión de tormentosas disputas sobre el Talmud, iniciadas
a partir del año 1240. La primera disputa tuvo lugar en París, y consistió
realmente en un juicio en el que a los sabios judíos únicamente les fue per­
mitida la emisión de su defensa. La acción tenía por objeto condenar el Tal­
mud y buscar con ello su supresión. Aquel mismo año, el papa ordenó a
las autoridades de la Iglesia y a los gobernantes que recogieran en un de­
terminado sábado todos los ejemplares del Talmud y se los entregaran a
los dominicos para que éstos los examinaran. Es conocido el hecho de que
la orden fue cumplida en París, centro de la disputa. Varios años más tar­
de, en diversos lugares fueron entregados a las llamas manuscritos del Tal­
mud. En 1240, los judíos fueron acusados de regocijarse porque presumi­
blemente las hordas tártaras que se acercaban señalaban para ellos la lle­
gada del Mesías. En 1241 los judíos de Francfort cayeron en valerosa
autodefensa, tras ser objeto de ataques durante el estallido de violen­
tos motines.
En 1247 los judíos lograron que el papa Inocencio IV emitiese una de­
claración afirmando que los judíos necesitaban en forma imprescindible el
Talmud como instrumento para que el judaismo continuase existiendo como
religión aparte, por lo que la quema de ejemplares del mismo debía cesar.
Cuando los dignatarios de la Iglesia actuaban en defensa de los judíos,
como hicieron durante el siglo XIII en numerosas ocasiones, condenando
la violencia física de las muchedumbres o de los gobernantes, cumplían con
el espíritu de la «Constitución para los judíos» trazada por Inocencio III,
575
y destacaban que aquéllos debían ser protegidos «solamente debido a sen­
timientos humanitarios del cristianismo» y no porque los judíos tuvieran
ningún derecho intrínseco a la protección.
Las tensiones religiosas y sociales se manifestaban con mayor evidencia
en el noroeste de Europa, y en general en los programas de las autoridades
eclesiásticas a lo largo de todo el siglo XIII. Las medidas adoptadas contra
el Talmud habían contribuido a reforzar la imagen negativa de los judíos,
ya que fue denunciado como fuente no solamente de herejía, sino también
de expresiones blasfemas contra la divinidad, al tiempo que como venero
de necedades, contradicciones y doctrinas sociales de carácter inmoral.

Medio siglo de terror para las comunidades askenazíes (1298-1348)


Durante el siglo XII y sobre todo durante la siguiente centuria, la inci­
tación que suponían las imágenes aportadas por la Iglesia, las diversas ca­
lumnias y la denuncia lanzada contra el Talmud habrían de sembrar en las
muchedumbres gérmenes de odio que darían su funesto fruto entre los años
1298 y 1348 en la región de las comunidades askenazíes. Allí se sucedieron
las falsas acusaciones, y las matanzas se producían a continuación de los
tumultos. Una denuncia de profanación de la hostia lanzada en 1298 en
Róttingen desencadenaría una ola de persecuciones destructoras, dirigidas
por el enemigo de los judíos Rindfleisch, a través de Baviera y territorios
vecinos. Más tarde, los judíos de la región fueron atacados por bandas de
campesinos; las perturbaciones sociales internas de la población cristiana
hallaban así desahogo. En 1298 rabí Aser ben Yejiel —conocido como Ros—
llegaría a temer que las llamas de la destrucción eliminasen hasta el último
judío del suelo alemán.
La animosidad y la persecución llegaron a su más alto nivel con oca­
sión de las matanzas de 1348-49, durante la época dominada por la inci­
dencia de la peste negra. La plaga cayó sobre una Europa habituada a
toda clase de epidemias en una escala sin precedentes y con demoledores
resultados; en muchos lugares falleció en poco tiempo más de la mitad de
la población. No se conocía ninguna explicación racional de la catástrofe,
y la población estaba anonadada y estupefacta ante un desastre al que no
podía enfrentarse. Hoy se sabe con absoluta certeza que la plaga había sido
extendida por medio de ratas infectadas transportadas por barco desde Asia
hasta Europa. Pero durante aquellos días se trataría de hallar chivos ex­
piatorios U quienes culpar del desastre. En un principio, las sospechas re­
cayeron sobre otros grupos, pero finalmente acabarían por localizarse so­
bre los judíos. La secular animosidad que existía en contra de ellos se unió
así al miedo general. Los judíos fueron acusados así de haber envenenado
los pozos para conseguir la destrucción de toda la Cristiandad. En Suiza
fueron torturados judíos hasta conseguir arrancarles la exigida confesión.
La noticia de que los culpables de la peste eran los judíos se difundió con
tanta rapidez que en algunos lugares éstos fueron exterminados aun con an­
terioridad al momento en que la plaga alcanzase a llegar a ellos.
576
El odio antijudío alcanzaría en esta ocasión proporciones desconocidas
hasta entonces. Desde la España cristiana hasta Polonia fueron asesinados
y quemados judíos, pero las peores matanzas fueron las producidas en el
imperio germánico. Elementos cristianos inteligentes no tardaron en obser­
var la injusticia cometida; y en 1348 el papa Clemente VI alzó la voz con­
tra «la infamia de que ciertos cristianos hayan sido incitados por el diablo
a achacar la causa de la plaga, con la que Dios había castigado al pueblo
cristiano por sus pecados, al veneno de los judíos». El papa negó que fuera
cierta la afirmación en que se hallaba basada la acusación:
en vista de que la plaga atacó en distintas partes del mundo, también a los mismos
judíos, y en otras naciones donde no vivía ningún judío; y de que bramaba de acuer­
do con la voluntad oculta de Dios; y de que es totalmente inconcebible que los men­
cionados judíos hayan realizado una acción tan terrible (B. Dinur, op. cit., II, 2,
págs. 628-29).
Pero la declaración del papa no habría de producir el más mínimo efec­
to. La condena y asesinato de los judíos formaba ya parte de la psicosis ge­
neral; era producto del miedo y fruto de tantos cargos falsos lanzados con­
tra los «diabólicos judíos» cuya maléfica imagen se había grabado profun­
damente, de diversa manera y mucho antes de 1348, en la imaginación de
las masas populares. Varias ciudades emitirían juramento en aquella opor­
tunidad acerca de que «nunca» permitirían la entrada de judíos dentro de
sus muros. En la práctica ese «nunca» no habría de durar más que escasos
años. Pero este detalle no podía reducir de ningún modo la abrumadora ene­
mistad que revelaba la decisión adoptada. La proporción de las matanzas
puede apreciarse por la gran cantidad de viudas y huérfanos que integra­
ban los grupos que volvían entonces a las ciudades.

España cristiana
Durante la mayor parte de este período, la situación de los judíos en los
reinos de España presentaba caracteres más positivos que los aportados por
cualquier otra región cristiana. Las consecuencias de la Reconquista que ha­
bían beneficiado a los judíos (véase págs. 553 y 554) se combinaban ahora con
la participación habitual de éstos en la vida económica y cultural, situación
aceptable para muchos cristianos de aquella época. Por todo ello, la vida
presentaba allí caracteres muy diferentes a los mostrados por su reverso,
las zonas askenazíes.
En el reino de Aragón los judíos no solamente eran bien recibidos, sino
que incluso su presencia era solicitada. En 1247 el rey emitió una procla­
ma asegurando su protección para todos los judíos que fueran, por tierra o
por mar, a instalarse en ciertas comarcas del país. La comunidad de Perpi-
ñán se consideraba a sí misma «un atrayente viñedo... plantado por la mano
derecha» del rey; los monarcas otorgarían de hecho amplios privilegios a
muchas comunidades. Los judíos poseían importancia política en los rei-
577
nos, y los eruditos y profesionales seguían desempeñando funciones desta­
cadas en la sociedad cristiana y en la corte real. En los documentos oficia­
les figuraba a menudo la firma de un nombre hebreo y en ocasiones escrita
incluso en caracteres hebreos.
Yehudá ben Labí de la Caballería desempeñaría, a partir del año 1257,
un alto cargo en la ciudad de Zaragoza; en 1260 fue nombrado para ocu­
par una plaza equivalente a la de ministro de finanzas de la totalidad del
reino; y no sería el único judío que ocupase un puesto oficial tan promi­
nente. Sin embargo, a finales del siglo XIII comenzó a declinar en Aragón
la influencia de los judíos, que a partir de entonces dejaron de actuar en
funciones de importancia. Con todo, incluso en los momentos en que los
judíos todavía gozaban de una posición elevada, habría de manifestarse la
presencia de cierto grado de animosidad religiosa en decisiones de las cor­
tes, como la que en el año 1241 fue manifestada en contra de los judíos y
su ejercicio de la usura; en 1250, llegó a producirse en Zaragoza una acu­
sación de crimen ritual, aunque esos episodios eran raros en España.
En Castilla, los judíos estuvieron firmemente situados entre los funcio­
narios superiores a lo largo de todo este período. Los médicos de la familia
Ibn Wacar eran personas muy próximas al rey Sancho IV, hallándose en­
tre quienes fueron nombrados testigos de su testamento. Con todo, la po­
sición de estos cortesanos se encontraba continuamente a merced de sensi­
bles fluctuaciones personales. Uno de los indicios que revelan tanto la po­
sición legal y social relativamente firme de los judíos como la tensión social
que existía en el seno de la comunidad judía es el hecho de la autorización
otorgada por el gobierno, a petición de la misma, para ejecutar delatores.
Esta facultad sería aplicada en cierto número de ocasiones, contando siem­
pre con la aprobación de los rabinos.
Rabí Afosé ben Najmán (Rambán o Najmánides) y la disputa
de Barcelona {1263)
Comparando la intervención de R. Mosé ben Najmán en la gran con­
troversia de Barcelona del año 1263 con la de R. Yejiel y sus compañeros
en los hechos de París de 1240 es posible advertir la diferente posición man­
tenida por los judíos de la España cristiana por una parte y los de Francia
y Alemania por otra. En Francia los judíos se defendían contra una acu­
sación; y Najmánides cuenta, acerca de la disputa de Aragón, que el rey
Jaime I le pidió que debatiera con el converso Pablo Cristiano. «Cumpliré
la orden de mi señor el rey», respondió, «si me dais permiso para hablar
de la forma en que yo quiera.» El dominico Raimundo de Peñafort quiso
imponer como condición: «Siempre que no insultéis.» Najmánides contestó:
«No estoy dispuesto a someterme a vuestra restricción, sino que diré todo lo
que quiera en el asunto que se discute al igual que vos decís lo que deseáis.
Me propongo hablar con corrección, pero será por mi propia voluntad.»
En París el Talmud era rechazado como falso y maligno, y en el debate de
Barcelona Najmánides dedicó una gran aprte de su exposición a demostrar
que no todas las declaraciones agádicas del Talmud ni las observaciones ho-
578
miléticas de los sabios comprometían a los judíos. En España se habían in­
tentado usar el Talmud y los midrasim como base para la demostración de
la verdad del cristianismo, tentativa derivada posiblemente del estrecho
contacto establecido entre judíos y cristianos. Más adelante podrá observar­
se (págs. 658 y 659) que el contenido de este importante debate revela
que durante el mismo Najmánides se habría sentido muy libre; quedando
demostrado además que se trataba de un mordaz polemista.
. En el año 1348, se producirían señaladas alteraciones en la situación de
los judíos en la España cristiana. En Aragón estallaron grandes tumultos,
y en algunos casos los tribunales llegaron a ordenar la tortura de judíos;
en el siguiente capítulo se considera la reacción manifiestada por las comu­
nidades ante los hechos. Al finalizar este período, alrededor del año 1348,
aumentaría sensiblemente el fanatismo cristiano en los dos reinos más im­
portantes de España, declinando los efectos producidos durante el período
de la Reconquista, que tan favorable se había manifestado para los judíos.

Los países islámicos


Durante todo el período señalado en los territorios del Islam se mantu­
vieron las características iniciales ya apuntadas. Pero el derrumbamiento
que siguió a la invasión mongola, juntamente con la decandencia y conflic­
tos internos de los reinos musulmanes, serían causa de transformaciones
muy destacadas. Los comentarios de Maimónides, efectuadas en el siglo XII
acerca de los musulmanes, indican que la nueva situación impuesta por las
autoridades tendría importantes consecuencias para los círculos más eleva­
dos de la sociedad judía, especialmente aquellos que se hallaban más pró­
ximos a los musulmanes. Resultaron por entonces también especialmente
significativas las persecuciones llevadas a cabo por los almohades en Espa­
ña y el norte de Africa, así como los hostigamientos religiosos registrados
en el Yemen.

579
VIII. DIRECCION DE LAS INSTITUCIONES
LOCALES Y LOS ERUDITOS
RABINICOS

«La ley del reino es ley»


En la diàspora los dirigentes judíos actuaban con la aprobación de las
autoridades seculares y con el respaldo de las mismas, pero trataban al mis­
mo tiempo de conservar la autonomía interna para la ley judía y, dentro
de su esfera, el poder jurídico sobre las personas. Pero tanto para estable­
cer esta dependencia como para mantener la celosa autonomía señalada era
preciso adoptar una actitud claramente definida ante la ley de la región,
los tribunales civiles y los jueces del país anfitrión. Para establecer la defi­
nición precisa, los judíos debían concretar su propia posición y dar forma
a sus conceptos sobre la dignidad real y el gobierno. El pensamiento judío
acerca de estos temas reflejaba de esta forma las opiniones contemporáneas
con respecto a las instituciones sociales y políticas sustentadas por la socie­
dad de cada uno de estos países. En teoría, el criterio de los sabios judíos
sobre este tema giraba principalmente alrededor de la sentencia del Tal­
mud que afirmaba que «la ley del reino es ley [para los judíos]», en sentido
general, con sus limitaciones y su implicación para el ordenamiento interno
del país anfitrión. Existían entonces numerosas opiniones al respecto, que
forman en conjunto un abundante cuerpo de teorías políticas sobre los re­
yes y la monarquía. La observación de un caso concreto ilustra la teoría
política de los judíos de la Edad Media, como fundamento para la direc­
ción autónoma judía y al mismo tiempo como faceta del pensamiento po­
lítico que predominaba a la sazón en la Europa occidental.
En los reinos medievales, los conceptos de centralización y de manteni­
miento de un mismo sistema legal dentro de los principados disponían de
bases muy endebles; el concepto de Estado en el pensamiento moderno tie­
ne poca relación con aquellos organismos. Entre el soberano y el individuo
que habitaba en su territorio se interponía una variedad de encuadramien-
tos de carácter corporativo, como el de las asociaciones de artesanos o de
mercaderes para sus miembros, el municipio o la comunidad para sus ciuda­
danos, y la universidad para sus profesores y estudiantes. Para los miem­
bros de cada corporación o de otras entidades similares, se establecían es­
tatutos legales especiales, contenidos en cédulas o determinados por la cos­
tumbre, que tenían por objeto señalar la antigüedad, real o imaginaria, de
las instituciones y los conceptos y sistemas legales que regulaban el funcio­
namiento de las mismas. En la Edad Media, la antigüedad de un sistema
de ley y orden señalaba su fundamental carácter de superioridad y justifi­
caba su aplicación.
Una ley antigua era así de hecho una buena ley, y como tal era amplia­
mente aceptada. La costumbre tenía un importante papel como fuente re­
conocida de buen orden y autoridad en la vida política y social; cuando se
podía comprobar que una costumbre era mos majorum, costumbre de los an­
tiguos, su valor se veía incrementado en la misma proporción. Existían lí­
mites precisos para el gobernante, sus acciones y su autoridad, trazados so­
bre las costumbres antiguas. Las luchas de la realeza contra esas limita­
ciones consagradas por el tiempo, las tentativas de modificación de las mis­
mas y las disputas entabladas entre las diferentes corporaciones habían de
jalonar la evolución de los sistemas políticos existentes en el plano legal, po­
sibilitando así su gradual transición desde la modalidad medieval hasta la
propia del período moderno inicial.
Había dos aspectos que considerar en la publicación de una «ley del rei­
no» en lo que concernía a los judíos: uno tenía que ver con la competencia
y autoridad de la halajá judía cuando contradecía a la ley del país; el otro
atañía a la clarificación de la naturaleza de la monarquía y su autoridad
jurídica. Hacia el final del período que aquí se considera, los rabinos de Pro­
venza formularían una amplia y original consideración de estos problemas.
Uno de ellos declaró, basándose en opiniones talmúdicas, lo siguiente:
De aquí se deduce con respecto a lo que se prohíbe en la clasificación de los ro­
bos, que si el rey del país quiere decretar lo contrario, se, suprime la prohibición
jurídica de robo y violencia, y tenemos derecho a obrar como queremos, por haber­
se quitado la barrera (Responsa de los sabios de Provenía, edil, por A. Soler, Jerusalén,
1967, pár. 174, pág. 419).

Las prohibiciones de esa clase dejaban de ser obligatorias para la co­


munidad cuando el soberano las declaraba abolidas. De hecho, el otorga­
miento en principio de esa prerrogativa al gobernante, capacidad en ciertos
aspectos dotada de rasgos modernos, quedó limitada de dos maneras. Así,
existía un campo de acción que era de la competencia del gobernante, y
otro que estaba sustraído a la misma. Las leyes del país regían para los ju­
díos únicamente con respecto a «lo que se le requiere al rey que haga... en
los asuntos que lo relacionan con el pueblo, pero puede ocurrir que en las
cuestiones suscitadas entre individuos ninguna de nuestras leyes tenga que
ser abolida en favor de la ley del país». Se hacía de este modo una clara
distinción entre el ámbito público, correspondiente al rey en razón de su
soberanía sobre sus súbditos por una parte, y el referido al derecho priva­
do, que «podría ocurrir» que no se hallase incluido en el ámbito de las pre-
582
rrogativas reales. Era, por lo tamo, de competencia de la comunidad judía
y constituía una área dentro de la cual ésta debía actuar de acuerdo con
su luz propia. La ley de la comunidad obligaba así a sus miembros, y nada
de ello resultaba de incumbencia del rey.
La otra limitación derivaba de los méritos de las «buenas» leyes del pa­
sado, para oponerse a deseos reformadores del legislador «porque la afir­
mación de que prevalece la ley del reino» no rige para los asuntos que no
proceden de sus buenas leyes (ídem, pág. 420). La ley del reino es válida úni­
camente para los asuntos locales, dentro de la órbita de su sistema de leyes
vigente; en cuanto a la protección dispensada por el rey a los mercaderes
v el comercio, categoría en la que se clasifican también los judíos por su
intervención en las actividades mercantiles, el rabino provenzal se aviene a
reconocer las innovaciones legales introducidas para el mejor funcionamien­
to del comercio, dándoles incluso preeminencia sobre la ley judía. Porque
se puede decir que los negocios en los que hay nuevas modificaciones todos los días
dependen de las condiciones con las que son pactados, y en estos casos las noveda­
des influyen. Es posible sostener, por consiguiente, que lo que el rey establece como
ley del reino es aceptado por todo el pueblo del país como condición determinante
para todos los tratos y convenios. Es una condición que se relaciona con las acti­
vidades del dinero, en las que toda condición que se acepta es obligatoria, aunque
se oponga a lo que dice la Torá (ídem, pág. 421).

Las negociaciones y el comercio son actividades dinámicas, cambiantes,


y sus métodos se basan en el convenio. Si no existiese un cierto poder de
renovación aceptado por todos sería imposible establecer un orden en ese
mundo de cambios y de libre voluntad. El rabino admitía por lo tanto, si
bien con cierta vacilación, que los comerciantes judíos tenían derecho a se­
guir la ley del reino en lugar de la ley de la Torá. El concepto de la halajá
sobre el «acuerdo económico», que es válido para quienes acuerdan usarlo
en sus transacciones, hace también posible que se consideren las leyes del
reino como condición similar aceptada por los que se dedican a los tratos
monetarios.
En el área legal, estable y sistemática del testimonio, los rabinos recla­
maban una especie de inmunidad para las leyes de Israel impuesta por el
Talmud o por el derecho de antigüedad de la integración legal. La ley del
reino no sería entonces obligatoria para los judíos con respecto a las leyes
basadas en la práctica de pruebas, dado que la ley de la prueba de los gen­
tiles además de contar con gran antigüedad, es específica del carácter de
los mismos, y cuando Israel recibió la Torá ya se había apartado expresa­
mente de la subordinación a esta ley para regirse por la lev de Dios. Por eso,
afirma el rabino:
Y a nosotros los hijos de Abraham nos apartaron de ellos y nos santificaron...
y como esto corresponde a sus antiguas leyes y costumbres, no debemos guiarnos
por ellas ni decir que ésta es la ley del reino. Pero [la ley de la prueba de los cris­
tianos y su régimen legalJ son leyes de los hijos de Noé [solamente] (ídem).
583
El criterio que aplica este erudito revela que conocía la teoría jurídica
de la sociedad gentil contemporánea. Estableciendo una serie de distincio­
nes, alguna de ellas basadas en la halajá y otras formadas por conceptos ju­
rídicos, sociales y económicos propios de la época, emplea tanto las ideas
del judaismo y de la comunidad mercantil como las innovaciones económi­
cas y jurídicas y la idea de la antigüedad. Parece haber dividido a ésta en
dos sectores: el referido a las leyes que obligaban al rey y anulaban las in­
novaciones por una parte, y la antigüedad primigenia de «las leyes de los
hijos de Noé» por otra. Esta última no regiría para Israel porque, habiendo
aceptado la Torá, «nos apartaron de ellos y nos santificaron» mediante tal
acción. Por consiguiente, el erudito se hallaba capacitado para ser flexible
con la ley del reino, aceptando las exigencias de la realidad jurídica y so­
cial que le rodeaba, conservando al mismo tiempo todo aquello que consi­
deraba sagrado de la ley de Israel.
El otro sabio que participó en la discusión opinaba que el amoraíta tal­
múdico Semuel había aceptado la autoridad de la ley civil debido a que las
condiciones sociales y económicas de la vida del exilio imposibilitaban de
hecho cualquier otra opción.
Este concepto —la obligatoriedad de la ley del reino— quedó fijado únicamente
por tratarse de una necesidad inevitable, ya que nosotros nos hallamos sometidos
a ellos. En cuestiones que corresponden al Estado, como los litigios por dinero, de­
bemos obrar indefectiblemente de acuerdo con las normas establecidas por el go­
bernante del país, que es quien debe determinarlas, quienquiera que sea. Es así
siempre que no contradigan los mandamientos de la Torá, aunque pueden no con­
cordar con algunas declaraciones de los escribas, y únicamente en lo que se refiere
a cuestiones financieras. Y ellos —los escribas, o los sabios— proclamaron las «sen­
tencias de los escribas», que se anulan por convenio, por ser necesario obedecer la
ley del reino— y confirmaron —que «la ley del país es obligatoria»—
(ídem, pág. 427).
El erudito considera que el área de actividad que corresponde al Estado
debe ser, por su mismo carácter, determinada por «el gobernante del rei­
no, que es quien establece las normas... quienquiera que sea». Esta mordaz
definición del legislador abarca igualmente las buenas leyes de antes y a todos
los gobernantes que sancionan nuevas legislaciones. Y, puesto que vivien­
do en el exilio «estamos sometidos a ellos», esta necesidad es ineludible;
pero los judíos podían avenirse a esta situación política y económica úni­
camente en el caso de que se lo permitiesen «las sentencias de los escri­
bas». Juntamente con esta amplia sumisión en un área que por su misma
naturaleza corresponde enteramente al soberano legislador del reino, exis­
tía la firme decisión de no ceder ni un ápice en lo que respecta a la Torá.
«Deben saber que no aceptamos sus testigos ni sus jueces y asesores con el
fundamento de que la ley del reino es ley.»
En este ambiente de tensión había de establecerse la siguiente diferen­
cia: lo que para el primer erudito era un traslado de una esfera legal a otra,
para el otro se trataba de un categórico rechazo de una situación imposible
de contrarrestar en términos políticos. El primer erudito retira la cuestión
584
de la prueba legal de la esfera de competencia que corresponde a la ley del
país, y el segundo utiliza esa retirada como prueba de que las palabras de
la Torá limitan el sometimiento judío al gobernante del Estado. Este con­
sidera que la autoridad de la ley soberana deriva del ámbito en el que im­
pera el gobernante, porque todo aquel que penetra en él, aunque no sea re­
sidente, debe obedecer sus leyes, salvo si el rey exime expresamente al ex­
tranjero del cumplimiento de las mismas. Por eso, cuando el rey establece
una ley, ésta es válida para todo el país, incluso para los que no proceden
de él, y es indudablemente la ley del reino (ídem, pág. 428).
La discusión de los eruditos provenzales representa un fragmento de la
serie de opiniones sobre la naturaleza de la soberanía secular y la ley que
se produjeron durante la Edad Media en las comunidades judías de los paí­
ses cristianos occidentales. En Provenza, el contacto establecido entre los
judíos y la cultura del medio era más estrecha que en las zonas del norte
y del este, pero la tentativa de definir cuáles debían ser las áreas goberna­
das por la halajá y aquellas que correspondían a la jurisdicción de las au­
toridades seculares originaría también allí una tensión dialéctica que adop­
tó varias formas y estableció diversas distinciones. Se encuentran así las
que se plantearon entre la antigüedad y la bondad de las distintas leyes, y
entre la autoridad del monarca y la que poseía la corporación. Sobre todo,
para los judíos, existía aquella reclamación debida a su exclusión de la ley
del reino, en base a su propia especificidad, que los diferenciaba del ser de
los gentiles. Dentro de la Torá, la diferencia de grado estaba establecida
entre las palabras de la Torá y la reglamentación de los escribas. De he­
cho, el objetivo perseguido por todos los polemistas era el de conservar has­
ta donde fuera posible, en el interior del dominio gentil, la ley independien­
te de Israel, así como facilitar la vida pacífica de los judíos con la autori­
dad de sus legítimos gobernantes.

La nueva yesibá
La modificación de las yesibot, o academias talmúdicas, que fue plas­
mándose durante los siglos X y XI, y la lucha por el carácter propio del
erudito rabínico (véase en la pág. 539 el juicio crítico del R. Semuel Ha-
naguid sobre la personalidad de los sabios de su tiempo) llegó a su culmi­
nación con la fundamental transformación que se introdujo en la índole de
la yesibá prácticamente en toda la extensión de la diàspora. La clase de^-
sibá que existía en Babilonia y en Palestina, basada en la jerarquía aristo­
crática de familias intelectuales cuya profesión era la del estudio de la Torá
y cuyo liderazgo derivaba de la santidad de su estudio, desaparecería sin
que, al parecer, hubiese arraigado en ninguna parte de Europa. A partir
del siglo XII, las yesibot de España y Alemania dejarían de exhibir su exclu­
sivismo y de reclamar las características propias de las yesibot que funcio­
naban en Babilonia y Palestina. Es cierto que cada país tenía sus familias
aristocráticas de eruditos rabínicos, pero su posición nunca se había acer­
cado a la que era prerrogativa de las familias de Babilonia y Palestina. A fi­
5 85
nes del siglo XII se registraría una vehemente contienda entablada entre los
sectores que accedían al liderazgo y aquellos que iban siendo apartados
del mismo.

La teoría de la dirección de la yesibá


En este conflicto rabí Semuel ben Eli representaría el criterio manteni­
do por la dirección anterior. Su opinión, manifestada en los debates direc­
tos que mantuvo con los representantes de los nuevos poderes, expresaba
para gloria propia, el pensamiento de quienes encarnaban las instituciones
antiguas. En una carta —una especie de epístola pastoral— que el gaón en­
vió a «nuestros queridos, selectos y elegidos hermanos de las santas comu­
nidades situadas en todo el país de Siria, los príncipes de cada comunidad
y sus ilustres sabios y las otras comunidades, grandes y humildes» (S. As-
saf, ed., «Lctters of R. Samuel ben Eli and His Contemporaries», en Tar-
biz, 1 [ 1930J, pág. 63) dice:
Ellos saben, benditos sean, que el lugar de la yesibá es el trono de la Torá, que
es como el trono de nuestro maestro Moisés, que en paz descanse, en todas y cada
una de las edades. Y precisamente, la palabra yesibá —«asiento»— deriva del ver­
sículo que dice: «Y Moisés tomó asiento para juzgar al pueblo», y ése es el lugar
destinado para el estudio de la Torá y su Talmud, y para transmitir la halajá de
generación en generación desde la época de nuestro maestro Moisés [...].Porque
con ellas se conservan las leyes de Israel y se fortalece la fe para no errar ni des­
viarse de la verdad... La yesibá es por cierto el asiento de nuestro maestro Moisés,
y en ella se guarda intacta la fe de Israel. Y el que se opone a la yesibá se opone al
Señor de la Torá cuyo trono es la yesibá, y también se opone a nuestro maestro Moi­
sés, que tiene allí su asiento (ídem, págs. 64-65).
La etimología a la que se atribuye el nombre de la institución indica la
permanente y absoluta santidad que para la institución reclama su direc­
tor. La imagen propia de la yesibá como guardiana de la ortodoxia, y el cri­
terio de que la oposición a la yesibá equivale a la oposición a Dios, a la Torá
y a Moisés, refleja el sentimiento de fuerza interior que todavía poseían las
yesibot de Babilonia en el siglo XII. Además, en esta misma carta, el gaón,
en el gran nombre de la yesibá, discute la autoridad del exilarca. Dice así a
sus lectores:
Vosotros sabéis que el Señor se enojó, en la época de Samuel, cuando el pueblo
quiso un rey... y en cuanto a éste, fue elegido porque necesitaban un capitán que
los guiara en la batalla y en la guerra. Ahora, en el exilio, no tienen rey, ni guerra,
ni nada que haga necesario un rey, y lo único que necesitan es alguien que los guíe,
los instruya, les enseñe los mandamientos de su fe, juzgue sus causas y decida la
halajá (ídem, págs. 65-66).
Ésta es una clara afirmación de que en la diáspora la yesibá y su direc­
tor constituyen la única autoridad que debe guiar al pueblo judío.
586
Este gaón del momento insistía además en la necesidad que había de
cumplir el ceremonial. En una carta que envió a las comunidades antici­
pándose a la llegada de su yerno, que viajaba como emisario suyo, les in­
dicaba de qué manera debían recibir a aquel dignatario religioso:
Cuando sepáis que está por llegar, salid a su encuentro... y que entre con hon­
ras rodeado por mucha gente. Cuando vaya a la sinagoga debe ser aclamado, y se
sentará majestuosamente en un sitial espléndido de finas colgaduras, apropiado para
los miembros de los juzgados, y con un almohadón detrás de él. Y dispondrá de
un anillo para sellar (ídem, pág. 62).
El gaón previno a los miembros de las comunidades para que excomul­
garan a todos los que se mostrasen descorteses con él... porque su palabra
es nuestra palabra... y su honor nuestro honor. Y a quien él bendiga noso­
tros lo bendecimos. Y a quien él excomulgue quedará —como si estuvie­
ra— expulsado de las puertas de la yesibá. La autoridad santificada, el mi­
nucioso ceremonial, el poder para excomulgar y para bendecir, y la forma­
lidad del anillo de sello con la divisa del presidente de la yesibá, eran los
componentes clásicos del liderazgo de la yesibá.

Demanda de autoridad por parte de los sabios rabínicos


La reclamación de autoridad por parte de los nuevos dirigentes espiri­
tuales se percibe claramente en las palabras de Rabenu Mosé ben Maimón
(1135-1204), conocido como Rambam o Maimónides. Cuando partió de Es­
paña al exilio de Egipto, se enteró de que el nuevo sistema implantado en
Europa era visiblemente distinto del antiguo, que seguía imperando en
Oriente. En manifiesta oposición a la reverencia con que se contemplaba
a las yesibot, y despreciando al mismo tiempo sus métodos y aspiraciones,
Maimónides reclamó la dirección para personalidades dotadas de carácter
más espiritual. Rechazó el pasado ofreciendo nuevas normas para el futu­
ro. En varios pasajes de sus comentarios —sobre la Misná— insistió en
que debían prohibirse los pagos de cualquier clase ofrecidos por estudiar y
enseñar la Torá, y censuró a las yesibot porque sus miembros se ganaban la
vida con «cuotas» exigidas al pueblo. En una carta dirigida a un alumno
sugiere que las características aristocráticas e institucionales del gaonalo per­
vierten el carácter de los funcionarios, y emplea una exégesis homilética
para desacreditar la exigencia de los eruditos de las yesibot acerca de apoyo
financiero. Considerando que tantos tanaítas y amoraítas de la era talmúdica
eran artesanos y vivían en la pobreza, resulta imposible suponer que si hu­
biesen solicitado a sus contemporáneos respaldo financiero éstos se lo ha­
brían negado. Se deduce, por consiguiente—afirmaba Maimónides—, que
si no lo pidieron fue porque les parecía un acto de violación.
Maimónides rechazó asimismo la presunción de las yesibot acerca de que
la educación talmúdica que suministraban era el único método apropiado
para adquirir una verdadera erudición en Israel. Destacó igualmente que
587
los mismos sabios talmúdicos hablaban desdeñosamente de «la manera de
argumentar de Abaye y Raba». En marcado contraste con su oposición a
lasyesibot, Maimónides respetaba el cargo del exilarcado, tanto en la teoría
como en la práctica, y lo honraba públicamente.
No existe certeza alguna acerca del hecho de que Maimónides hubiese
desempeñado la función de naguid en Egipto. Muchos estudiosos lo creen,
pero lo que resulta indudable es que ese cargo fue ocupado por sus descen­
dientes. De cualquier forma, él fue el jefe reconocido de su pueblo; su fir­
ma aparece en primer término en un documento de ordenanzas para los ju­
díos de Egipto, y su «Epístola al Yemen» revela que los judíos yemenitas,
que mantenían estrechas relaciones comerciales con el judaismo egipcio
(véase pág. 554), lo consideraban elemento dirigente y alentador, recurrien­
do en consecuencia a él en momentos de zozobra. Desde distintas partes
de la diáspora se le consultaba como si fuera gaón; sus escritos tuvieron una
difusión tan amplia que hacia el final de su vida recibía consultas incluso
desde el sur de Francia. Algunas de las distinciones que le fueron conferi­
das son, con toda seguridad, propias de la época y el ambiente social de
los gaones, pero las mayores expresiones de elogio tienen un carácter perso­
nal, en alabanza de su talento, sus actividades y su renombre.

Tensión social en las comunidades de España


Había por entonces en España instituciones que deseaban la implanta­
ción de una dirección centralizada, y fuerzas sociales concretas que aspira­
ban a desempeñarla. La monarquía de Castilla había reconocido el cargo
de «el rab», o como asimismo era denominado, «el rab de la corte». Pro­
cedía éste generalmente de una de las principales familias judías; cuando
además de ocupar un cargo oficial se trataba de algún destacado estudioso
de la Torá y dotado de reputación superior la comunidad judía le adjudi­
caba el carácter de jefe del exilio español, como sucedería en el caso del rab
don Todros Haleví Abulafia. En Aragón, por su parte, la familia Alcons-
tantini proporcionaba el nasí y juez para todo el reino. Pero las disputas in­
ternas existentes harían que el rey, influido por Najmánides, revocara en
1232 la prerrogativa de esta familia. Se señala asimismo el caso de varias
comunidades, que se unieron en collecta para el pago de impuestos. Más ade­
lante podrán observarse las tentativas efectuadas para el establecimiento
de una dirección central para todo el reino.
A pesar de esta señalada tendencia hacia la centralización, el desarrollo
de la vida judía en los reinos cristianos de España hizo que los asuntos ju­
díos fueran ordenados y dirigidos en gran medida por las mismas comuni­
dades locales, contando con la orientación de los principales sabios rabíni-
cos de la ciudad. Las grandes diferencias sociales y económicas que sepa­
raban a los pobladores judíos de las ciudades españoles, junto con el sur­
gimiento de una clase de cortesanos judíos, provocaron tensiones y nume­
rosas transformaciones en la estructura de las comunidades, así como tam­
bién en sus objetivos y costumbres. La pugna entablada ofrecería multitud
588
de facetas, derivando todas ellas del conflicto central presente entre las as­
piraciones de las familias aristocráticas, que pertenecían generalmente a los
círculos cortesanos por una parte, y los esfuerzos de la clase media y los
pobres por asumir la dirección y establecer la política que pretendían, y
que era en general la que propiciaban los círculos espirituales orientados
hacia el misticismo, por otra.

El conflicto de los tributos


El problema que, dada la situación social, debía convertirse en el eje
del conflicto, fue el principio que debía regir el reparto de los impuestos.
La comunidad judía había sido investida por las autoridades reales, como
cuerpo corporativo, del derecho y el deber de recaudar los impuestos que
sus miembros integrantes debían pagar al reino, así como las cargas com­
plementarias necesarias para costear los gastos comunales. Las autoridades
acostumbraban a imponer los tributos sobre la base que consideraban más
conveniente, generalmente por capitación o por valoración general de la
propiedad, pero en ocasiones la imposición se manifestaba puramente ar­
bitraria. Los dirigentes judíos trataban entonces de conseguir que las au­
toridades redujeran la suma total; pero después de fijada la cantidad, el go­
bierno ya no se preocupaba por los métodos que se emplearan para las ta­
saciones individuales o para el repartimiento del impuesto. En ocasiones,
cuando era necesario, las autoridades cooperaban con la comunidad en el
cobro de los impuestos, pero los métodos de imposición y las recaudaciones
quedaban siempre a cargo de aquélla.
Otro motivo más grave de tensión se originó en España cuando quienes
disfrutaban de privanza real o ministerial trataron de obtener cédulas per­
sonales o familiares para eludir su participación en las cargas impositivas.
Los dirigentes judíos lucharían enérgica y enconadamente contra esta prác­
tica, ejercida precisamente por los que contaban con grandes recursos
financieros.
Otra disensión se produjo con motivo de los principios de la tasación,
correspondiendo las diferencias de opinión a los niveles económicos y so­
ciales de los judíos. Los más bajos apoyaban generalmente el método de la
declaración jurada de los bienes imponibles. Las declaraciones eran, desde
luego, verificadas, y existe constancia de castigos aplicados por presentar
una información falsa, pero la verificación en sí misma no era dificultosa,
porque los elementos más pobres tenían la certeza de que obtendrían una
tasación justa debido al temor que inspiraban los juramentos. En cambio,
no estaban seguros de que los dirigentes comunales fueran objetivos. Estos
en muchos lugares solían ser personas acaudaladas y poderosas, y se man­
tenían en sus cargos a pesar de las luchas de las otras clases para la obten­
ción de representación. Las clases superiores por su parte preferían la ta­
sación de la propiedad individual por un comité de valoración que determi­
naría lo que cada cual debía pagar. Otro motivo adicional de conflicto den­
tro de las comunidades era el referido a la composición de los comités. Los
589
miembros de las clases inferiores querían que figurasen entre los tasadores
representantes de los niveles medios y bajos.
Una tercera causa de disensión estribaba en la disyuntiva acerca de si
los gravámenes debían ser impuestos sobre los bienes o per capita. La dis­
cusión era más amplia cuando el impuesto estaba destinado a la adopción
de medidas de seguridad o para la prevención de una amenaza inminente.
Las fricciones sociales y fiscales se complicaban además con el nuevo
enfoque espiritual que alcanzó a las comunidades en los comienzos del si­
glo XIII (véase el cap. IX sobre el conflicto provocado por las obras de Mai-
mónides). Lógicamente, las polémicas constitucionales se entremezclarían
en el interior de las instituciones comunales con los antagonismos fiscales
citados.

Instituciones comunales en España


En Castilla, las comunidades locales estaban dirigidas por los «ancia­
nos» o mucademín y por los jueces rabínicos. Había aquí, como ya se ha apun­
tado, una institución central consistente en el cargo de «rab». En Castilla,
se realizaban en el siglo XIV asambleas intercomunales que se fueron trans­
formando gradualmente en el centro de la dirección. En Aragón, eran uti­
lizados diversos títulos, siendo los más comunes los de «curadores» (neema-
ním) y mucademín, revelando claramente su empleo la influencia de los mo­
delos cristianos. En este reino, la autoridad centralizada era relativamente
escasa.
El sistema electoral judío en las diferentes comunidades y los reinos de­
pendía en cada período del grado de influencia que ejercía cada una de las
distintas capas sociales existentes. En algunos lugares, era necesaria la
aprobación de toda la población judía para que la comunidad pudiera ac­
tuar. Por el contrario, existían otros donde regía la disposición expresa acer­
ca de que únicamente los miembros de las escasas familias aristocráticas
estaban autorizados para efectuar la firma de las ordenanzas —tacanot. En­
tre estos dos extremos existían numerosas variantes. Así, en comunidades
importantes, como las de Barcelona o Zaragoza, las luchas sociales se ad­
vierten claramente en los frecuentes cambios del carácter y estructura de
las instituciones y por el sometimiento de las disputas a las autoridades rea­
les para las decisiones relativas a la elección de los cuerpos representativos.
En este período, los rabinos judíos, basándose en el principio talmúdico de
la legislación de emergencia, se permitían juzgar e imponer multas y cas­
tigos no autorizados en la Misná y el Talmud. En el siglo XII, ya había
declarado Maimónides que en la España musulmana los delatores solían
ser entregados a las autoridades seculares para que fueran ajusticiados. Este
procedimiento continuó empleándose en los siglos XIII y XIV; por él, los
rabinos condenaban a muerte a los delatores. Las mujeres que cometían
transgresiones sexuales eran sentenciadas al castigo de la amputación. Las
comunidades que apelaron al gobierno fueron autorizadas también a con-
590
denar a muerte a los delatores. También el rabino askenazí Aser ben Yejiel
impuso condenas de pena capital en España durante el siglo XIV.
Las estrechas relaciones que mantenían con la sociedad cristiana y los
holgados recursos económicos de que disponían algunos judíos crearon la
necesidad de establecer normas para prohibir la excesiva ostentación de ves­
timentas y alhajas. Se tomó la precaución de organizar instituciones encar­
gadas de controlar el comportamiento social y las costumbres y asegurar el
mantenimiento de la adhesión a los dictados de la halajá y los conceptos de
la moralidad judía. La interpretación y aplicación de esos conceptos de­
pendían, por supuesto, del criterio sustentado al respecto por los círculos
dirigentes. En el siglo XIII, tomó cuerpo en las comunidades españolas un
movimiento de «reforma moral» de carácter antirracionalista. Sus dirigen­
tes, entre los cuales se hallaba Rabenu Yoná de Gerona, predicaban la pe­
nitencia y hacían hincapié principalmente en la necesidad de que la comu­
nidad ejerciera un control constante sobre los individuos. Reclamaban al
mismo tiempo la ampliación y fortalecimiento de la institución elegida para
ejercer la supervisión de la conducta moral de las personas, los beruré aberot.
En algunos aspectos se mostraba decisiva en este plano la autoridad de
los eruditos rabínicos, pertenecientes en su mayor parte a las familias aris­
tocráticas, aunque ellos mismos no eran cortesanos. La lucha que se libra­
ba contra la dominación de esas familias era en realidad dirigida por los
descendientes de las mismas familias. Uno de los jefes dirigentes del círculo
antirracionalista, cuya queja presentada ante el rey originó la eliminación
de la familia Alconstantini como dirigentes de Aragón, era Najmánides,
quien también pertenecía a una familia aristocrática y estaba relacionado
por su educación y sus actividades con los círculos cortesanos, al igual que
los demás jefes principales del movimiento de la «reforma moral». Entre es­
tos últimos destacaba especialmente la familia del R. Aser bar Yejiel, pro­
cedente de Alemania. R. Aser, y después de él sus hijos, contribuyeron a
reestructurar la dirección comunal, la halajá y la imagen teórica y moral
del judaismo español, principalmente por el influjo de su personalidad y su
conocimiento de la Torá.

La asamblea de las comunidades de Aragón en 1354


La teoría política de los dirigentes de las comunidades judías de Ara­
gón al final de este período quedó expresada claramente en las resoluciones
de la Asamblea de las Comunidades de Aragón del año 1354. El hecho de
que las resoluciones no se cumplieran en forma efectiva refleja el estado de
tensión y desunión que imperaba en la sociedad judía local, pero no dismi­
nuye su importancia como plan convenido por los dirigentes responsables
en una época en que existía un fuerte peligro exterior y una tensión interna
acumulada durante varias generaciones. En las resoluciones de esta asam­
blea se advierten los métodos característicos empleados por los cortesanos
judíos y revelan su conocimiento de la situación política y la ideología de
la corte real cristiana y la corte papal de Aviñón.
591
Reunidos seis años después de los tumultos de 1348, los dirigentes ju­
díos de Aragón declaraban: «Hemos visto la imposibilidad de las comuni­
dades para satisfacer sus necesidades específicas... si no se ayudan mutua­
mente». Pero las resoluciones tomadas indican que los presentes en la reu­
nión temían que los que no habían concurrido a la misma apelarían a las
autoridades gubernativas y se opondrían al establecimiento de una direc­
ción central, por lo que se propuso la adopción de severas medidas contra
los que pudieran intentar tal acción.
La asamblea eligió «hombres probos» para que intercedieran «por todo
lo que atañese a las comunidades del reino... dos por las comunidades de
Cataluña, dos por las de Aragón, uno por las de Valencia y uno por las de
la isla de Mallorca, si las comunidades lo aprobaban». Estos representan­
tes deberían preparar el presupuesto y distribuir las cargas entre las comu­
nidades. El informe financiero sería presentado «por los hombres probos...
cada cual en su reino; lo que significa que los de Cataluña lo harían en Ca­
taluña», etc. Se esperaba que una vez realizado el plan y cuando «todas
las comunidades formen un solo organismo y todos tengamos una sola caja»,
los diversos dirigentes judíos estarían de esta forma en condiciones de ob­
tener mejor protección de la sociedad anfítriona, y al mismo tiempo de es­
tablecer un buen orden dentro de la comunidad judía.
Las persecuciones que habían sufrido los judíos seis años antes fueron
atribuidas a los incesantes esfuerzos que hacían los cristianos para obligar
a aquéllos al abandono de su religión: «Con sus mentiras y su desenfreno
presentaron falsas acusaciones para que —los judíos— abandonaran el ma­
nantial de la vida.» Consideraban asimismo que quienes habían resistido
las torturas autorizadas, poseían «fortaleza para comparecer en la sala del
juicio»; y acusaban a los que se habían doblegado y convertido, calificán­
doles de «pusilánimes y de carácter débil».
Los dirigentes afirmaban que se podría imponer el orden interno en las
comunidades únicamente cuando se obtuviera el permiso del rey «para li­
brar de abrojos el viñedo... y eliminar... a denunciantes y delatores». Este
párrafo se refiere evidentemente a la ejecución de delatores; las comunida­
des estaban dispuestas a pagar por ese permiso. Los participantes en la reu­
nión solicitaron igualmente «una cédula de nuestro señor, el rey», que les
permitiera cobrar a las comunidades el dinero necesario para afrontar los
gastos de la organización central, y otra cédula para defenderse contra quie­
nes intentasen derribar a sus dirigentes. Estos arreglos internos se registra­
ron aquí posiblemente procedentes del mundo exerior. Pero había otra se­
rie de resoluciones que reglamentaban la vida interna de la comunidad, ya
que las comunidades eran requeridas para «que se condujeran de acuerdo
con todas las normas y reglas convenidas por sus delegados, que fueron ano­
tadas en un libro y firmadas, o de acuerdo con lo que resolvieran los hom­
bres probos». Lamentablemente, ese «libro firmado» no se ha conservado.
Los dirigentes judíos de Aragón disponían de dos direcciones diplomá­
ticas ante las que podían acudir: la corte real de su país y la corte papal
de Aviñón, que estaban estrechamente relacionadas. Recurriendo al rey,
confiaban en la continuidad de la protección real, «porque siempre, desde
592
los tiempos antiguos, él, sus padres, sus antepasados y antecesores han sido
monarcas bondadosos a cuya sombra vivíamos entre gentiles». Hicieron del
rey su emisario ante el papa, y al mismo tiempo enviaban delegaciones pro­
pias directamente a la corte papal. Los dirigentes sabían que la opinión co­
mún era generalmente favorable a los judíos (véase la declaración del papa
Clemente VI en la pág. 577). Se quejaban de las multitudes fanáticas cris­
tianas, las cuales, como la experiencia reciente había hecho ver «cuando ha­
bía epidemia, cuando había hambre... gritaban, diciendo que era por los
pecados de Jacob, debemos exterminarlos». Los judíos pedían pues que el
papa reprobara al pueblo cristiano, el cual debía aprender, cuando viniera
a la humanidad «uno de los veredictos» del Señor, a ser más firme en la
observancia de la fe cristiana, «uno de cuyos principios manda que nos cui­
den como a la niña del ojo, porque vivimos aquí confiando en su fidelidad».
Las resoluciones revelan que los dirigentes judíos conocían muy bien las ins­
tituciones y los conceptos legales del cristianismo. La asamblea solicitó al
papa que «incorporara en sus edictos, las decretales, una ley y sentencia»
que hiciera imposible la culpabilización de toda la comunidad judía por he­
chos realizados por uno de sus miembros que perjudicasen a un cristiano.
Pidió también que se pusiera término a las acciones opresoras y dañinas a
que solían entregarse los cristianos contra los judíos durante los días
de fiesta.
La petición más audaz y fundamental que le fue presentada al papa fue
que explicara que la inquisición general de la herejía no debía aplicarse a los
judíos, salvo en el caso del judío que rechaza «lo que sostienen todas las
religiones».
En cuanto a las diferencias que existen entre las religiones —aun en el caso de un
judío que respalda a un cristiano herético en su fe—, el estigma de herejía no debe
extenderse hacia el judío. Porque no se puede calificar de herejía deljudío lo que él considera
justificado de acuerdo con sufe. (La letra cursiva es del autor).
Los responsables solicitaban que no fuera definida como herejía la opo­
sición judía a los principios del cristianismo o a los ritos religiosos cristia­
nos, ya que para los judíos esa oposición era la ortodoxia. Aunque un judío
apoyase a un cristiano hereje, no por ello debía ser juzgado y castigado él
mismo como hereje. El rey podía castigar a un judío que favoreciera la he­
rejía cristiana, pero esa cuestión no debía ser de incumbencia de la Inqui­
sición eclesiástica.
Esta solicitud suponía una reclamación de autonomía para la religión
judía en el más amplio sentido de la palabra, con una manifiesta declara­
ción de oposición básica al cristianismo. La reclamación revela asimismo
el temor que provocaban los procesos de la Inquisición. La definición ju­
día de aquello que entraba en la esfera de competencia de la Inquisición y
de lo que no le correspondía coincidía en general con las decisiones de los
mismos inquisidores. La asamblea resolvió empeñarse en lograr que fueran
castigados los que provocaran ataques contra los judíos, «porque podía re­
primir a los gentiles violentos únicamente con las palabras y se imponía
por lo tanto la represalia». Pidió también que las Cortes aprobaran leyes
593
dirigidas a la protección de los judíos, y que se eximiera a éstos de varias
exacciones e injusticias monetarias y administrativas vigentes (F. Baer, Die
Juden im christlichen Spanien, I, Berlín, 1929, pár. 253, págs. 350-358).
El programa de la asamblea, que nunca fue llevado a cabo, se basaba
en el conocimiento que tenían los dirigentes de la precaria posición en que
se hallaban los judíos, y tenía por objeto reforzarla mediante la aplicación
de varios conceptos cristianos extraídos de las instituciones de la monar­
quía y la iglesia contemporánea, y al mismo tiempo proteger la autonomía
judía en la religión y los asuntos internos.

La dirección comunal entre los askenazíes


Ya hemos tratado (véase págs. 495-498) de las teorías políticas susten­
tadas por el judaismo askenazí después de las matanzas de la primera cru­
zada, en el año 1096. Sirvieron aquéllas de guía para las relaciones de los
judíos con la Iglesia y las autoridades seculares durante todo este período.
Entre los siglos XII y XIV, se produciría entre las comunidades askenazíes
una extensa evolución institucional y conceptual. Las comunidades locales
adquirieron con ello un carácter más definido, tanto exterior como interior­
mente. Se impusieron diversas medidas y ordenanzas para crear dentro de
los muros de la ciudad una autoridad legal propia, y para fomentar la idea
de que los miembros de la comunidad tenían el derecho exclusivo de vivir
en su lugar de residencia. Eran dos innovaciones y se manifestaban, como
se verá más adelante, como dos tendencias opuestas sobre el derecho de
asentamiento: una de índole municipal y la otra de carácter judío. Estos he­
chos se producirían como respuesta a la autonomía otorgada a la comuni­
dad judía por los dirigentes cristianos.
Es posible que las fórmulas empleadas en las cédulas por las cuales se
permitía a los judíos que «vivieran de acuerdo con sus leyes» fueran una
adaptación cristiana de las fórmulas que los gobernantes helenísticos que otor­
garon a los judíos la autonomía en sus ciudades usaron para permitirles «vi­
vir de acuerdo con las leyes de sus antepasados». Los cristianos consentían
en reconocer el carácter único de la ley judía en estas comunidades, pero
de acuerdo con su criterio basado en la idea de que los cristianos eran
«la Israel auténtica», se negaban a admitir que la ley judía fuera la anti­
gua «ley de los antepasados» de Israel. Del mismo modo que la autonomía
judía integraba en el mundo helenístico las numerosas autonomías del siste­
ma de la polytheumai, en la ciudad medieval, gobernada por un obispo, o
posteriormente por una agrupación independiente de ciudadanos, la auto­
nomía judía formaba parte del régimen de las corporaciones autorizadas
Unanimidad o mayoría
Entre los siglos XII y XIII se manifestaron dos opiniones opuestas acer­
ca del procedimiento que habría que seguir para adoptar resoluciones do­
tadas de obligatoriedad para todos los miembros de la comunidad. Se ha
visto ya (pág. 511) que en el siglo XI R. Isjac Alfasi consideraba las de­
cisiones adoptadas por mayoría como método indiscutible. Pero a fines del
siglo XI, Rasi habría de manifestar que las reglamentaciones debían ser
sancionadas por unanimidad, para que pudieran ser consideradas justas y
obligatorias (véase pág. 515). Su nieto, R. Yaacob ben Meir Tam habría
de seguir abogando por el procedimiento de la unanimidad en el siglo XII.
Se emplearía la coacción únicamente con la persona que participara origi­
nalmente en la decisión unánime para luego rechazar lo que había apoya­
do como miembro de la comunidad. En cambio, varias ordenanzas del si­
glo XII, que fueron atribuidas al muy anterior Rabenu Guersom, estipula­
ban otros fundamentos de variada naturaleza para dar validez a una regla.
Uno de ellos determinaba que «cuando los miembros de una comuni­
dad propician una ordenanza destinada a ayudar a los pobres, o con cual­
quier otro propósito, y la mayoría de los miembros dignos para decidir otor­
gan su aprobación, los demás no podrán abolir la ordenanza» (L. Finkels-
tein,Jewish Self-Government in the Middle Ages, Nueva York, 1924, pág. 121).
La mayoría, por lo tanto, tenía derecho a imponer su criterio sobre la mi­
noría opositora. Además, la redacción del pasaje indica que tanto la mayo­
ría como la minoría se hallaban integradas únicamente por los miembros
dignos. Parece razonable suponer que en el siglo XII se consideraba digno
al poseedor de un sólido conocimiento de la Torá, una posición económica
estable y una reputación de persona honorable, todo lo cual se reflejaba en
su participación en las cargas de los impuestos y la práctica de la caridad.
La distinción entre «dignos» —meliores— y «no dignos» también se
efectuaría en las ciudades cristianas que se iban formando en este período.
En las instituciones eclesiásticas se hablaba de la autoridad «de la mejor
parte —sanior— o de la mayor —majar— parte». Tanto en la sociedad judía
de la época como en la no judía se procuraba darle un significado cualita­
tivo a la preeminencia que obtenía la opinión de la mayoría numérica. Esta
tendencia se unifica en el municipio y en la comunidad por medio de los
objetivos perseguidos por la clase patricia o capa social superior. Hay que re­
cordar que la mayoría de que hablaba Alfasi en el siglo XI, así como la
que figura en las ordenanzas askenazíes del siglo XII, es la mayoría de los
«dignos», es decir, del reducido grupo social que dirigía los asuntos de la
comunidad. Del mismo modo, el mandato bíblico: «no seguirás a los mu­
chos para hacer el mal» (Exodo XXIII, 2) se aplicaba únicamente en las
decisiones judiciales por opinión mayoritaria de los eruditos expertos que
juzgaban actuando en sesión como tribunal rabínico.
En la ciudad comunitaria de la Edad Media, el pensamiento legal y po­
lítico de los judíos adoptó por primera vez el principio de tomar las deci­
siones por la mayoría numérica de los que residían dentro de los muros de
la misma teniendo la responsabilidad de mantener la presencia de la vida
595
judía del lugar concreto. En el siglo XIII, el erudito askenazí R. Eliézer ben
Yoel Haleví, conocido como Rabyá, dispuso que las decisiones debían ser
aprobadas por la mayoría de los miembros de la comunidad o de sus diri­
gentes. La oposición teórica de estos dos principios, la aprobación por una­
nimidad o por mayoría, no habría de interrumpirse; pero en la práctica pa­
rece haber sido la norma de la mayoría el procedimiento que se adoptó.

Instituciones de la comunidad askenazí


En el siglo XIII, habrían de surgir instituciones bien definidas en el in­
terior de las comunidades askenazíes locales. En un documento del año 1301,
procedente de la comunidad de Colonia, hablan «los dirigentes, el admi­
nistrador —pamas— y toda la comunidad de los judíos». Los Responso del
mismo período hablan también del guardián —epitropos— de la comunidad.
Rabí Meir ben Baruj (1220-1293), conocido por el nombre de Maharam,
que vivió en Rotemburgo, dejó una abundante información sobre la vida, ins­
tituciones y costumbres de la comunidad judía. Le fue presentado en una
ocasión el caso de una disputa promovida en una comunidad cuyos miem­
bros «no se ponían de acuerdo para elegir dirigentes por unanimidad». Rabí
Meir decidió que si era imposible llegar a un acuerdo unánime «que elijan
por mayoría». En la presentación de esta decisión de halajá, describe la es­
tructura y funciones de las instituciones comunitarias. La comunidad debe
«elegir a sus dirigentes..., elegir cantores..., crear un fondo de caridad...,
nombrar a los gabaim [funcionarios]... para construir... la sinagoga..., com­
prar una casa para bodas, comprar una casa para los artesanos y suminis­
trar todo aquello que precise la comunidad» (M. Bloch, ed., Responso de Ma­
haram, Berlín, 1891, pár. 865, pág. 320). Esta decisión nos informa de que
los funcionarios comunales eran nombrados por elecciones y que para
R. Meir la decisión por mayoría era únicamente un recurso de última ins­
tancia.
En las comunidades askenazíes del siglo XIII, la imposición del jérem o
excomunión (véase pág. 507) se complementaba con el castigo aplicado por
las autoridades gentiles. Las grandes comunidades judías del Rhin dispu­
sieron en su sínodo que si un hombre se oponía al anatema durante cua­
renta días y no procuraba que se lo levantaran, se entregarían sus propie­
dades a los dirigentes. Las pautas que esta época dejó a las generaciones
posteriores para las comunidades locales cristalizarían en el proceso de las
situaciones concretas, así como también en las deliberaciones teóricas de la
halajá. Esas pautas acrecentaron el dominio del individuo por parte de la
comunidad. La dirección central se manifestaba por medio de la actividad
de los rabinos y los eruditos talmúdicos, nombrados en ocasiones por las
autoridades, y por medio de una dirección laica, cuyos miembros se reunían
en asamblea en la zona del Rhin y en Francia con ocasión de las ferias y
mercados, y obtenían la aprobación escrita de sus decisiones.

596
Distribución de los impuestos
El conflicto que se observaba en España entre «declaración» y «deci­
sión» para la tasación de los impuestos también existía en la región askena-
ZÍ, aunque en menor escala. Aquí la realidad modificó los ideales en mate­
ria de impuestos. R. Simjá de Spira, sabio rabínico y jasid del siglo XIII,
contaba:
Oí que mi tío Rabenu Calónimos, de santa y bendita memoria, estaba en estre­
cho contacto con el palacio real y tenía acceso a la corte. Cuando el rey impuso un
gravamen a los judíos les ayudó a obtener un buen trato, y luego solicitó del rey
que dedujera un tercio o un cuarto para su parte. Porque él solía decirle al rey:
«Yo te sirvo con préstamos y muchas otras cosas. Quiero que me eximas del im­
puesto; pero mi deber es pagarlo, lo mismo que los demás.» Aunque el rey accedía
a deducir su parte del impuesto, después lo pagaba juntamente con la comunidad
(Selomó Luria sobre el tratado Baba Cama, Jerusalén, 1887, cap. 460, pág. 74).
Se ve aquí a un stadlán que negocia con el rey y explota los servicios que
le ha prestado para ayudar a toda la comunidad. Primero encara el aspecto
práctico de conseguir un buen trato, es decir, una importante disminución
del total de los impuestos exigidos; más tarde, se dedica al aspecto moral
con la voluntaria cesión de su parte correspondiente.
En el siglo XIII, se anunció una «excomunión impositiva» para facilitar
el cobro de los gravámenes. En las ordenanzas de la asamblea de Speyer,
Worms y Maguncia—llamada Vaad «Sum»—, que tuvo lugar en el año 1220
se resolvió que «cuando uno jura ante la comunidad que posee solamente
tanto y cuanto dinero y luego se descubre que tiene más... queda inhabili­
tado para ser testigo y no se le acepta el juramento». En la comunidad de
Friburgo se adoptaron en el mismo siglo medidas económicas contra los
que hacían declaraciones falsas. Según un relato, a un miembro de la co­
munidad «de quien descubrieron que había violado la norma y poseía más
de lo declarado, la comunidad le quitó el importe restante». Parece, ade­
más, que la suma confiscada fue pagada a partes iguales por los demás
miembros de la comunidad, porque uno de los ricos dijo: «Les doy mi par­
te, que es más de dieciséis marcos» (Bloch, op. cit., pár. 127, pág. 205).
No se sabe si todas las comunidades adoptaron medidas tan rigurosas como
ésta, pero es evidente que en general se esforzaron por asegurar una distri­
bución equitativa de las cargas impositivas entre todos los miembros. Las
tacanot—ordenanzas— atribuidas a Rabenu Guersom determinaban que las
apelaciones contra los impuestos aplicados podían ser presentadas al tribu­
nal solamente después de haber sido pagada la suma tasada por la comu­
nidad.

Competencia de los tribunales rabínicos locales


La reciente urbanización de las comunidades judías y las dificultades
que éstas tenían para comunicarse, motivaron la incorporación de la exco-
597
munión o jérem del tribunal rabínico. El Talmud daba por supuesta la exis­
tencia de una corte suprema central con autoridad sobre todos los miem­
bros de la nación judía, dondequiera que tuvieran su residencia. En la Aske-
naz medieval no existía tal corte, y no se sabe si existió con anterioridad. En
varias oportunidades, grandes eruditos y sabios ejercieron algunas de las fun­
ciones de una institución similar, pero ningún tribunal y ninguna^e.n¿>fl ad­
quirieron el carácter permanente de suprema autoridad de la región. Las
tendencias contemporáneas de las ciudades impulsarían a las comunidades
a la instalación en cada una de ellas de un tribunal propio con jueces que
vivían dentro de la comunidad. De cualquier forma, la inseguridad que si­
guió a la primera cruzada supuso un serio obstáculo para la instalación de
una corte suprema, ya que era peligroso para los judíos viajar de una ciu­
dad a otra.
Diversos factores se combinaron para hacer que cada comunidad se con­
siderase región independiente con respecto a la autoridad de los jueces, y
todos los que iban a una comunidad quedaban incluidos dentro de su com­
petencia judicial. Las ordenanzas fijaban que «el que pasa por una comu­
nidad donde hay una ordenanza que establece la jurisdicción del tribunal
local y recibe una citación fundada en la ordenanza... queda sometido a la
excomunión —el jérem— hasta que se presente al tribunal a declarar» (Fin-
kelstein, op. cil., págs. 118-119). R. Simsón de Sens, erudito rabínico fran­
cés del siglo XM, afirmó que era indiferente que «el que pasaba por la co­
munidad» fuera el demandante o el demandado, y que «no podía recla­
mar: “Vayamos al tribunal de alzada”» (Alexandcr Süslein Cohén, Séjerhaa-
gudá, Cracovia, 1571 51#).
Se produjo una transformación en los conceptos legales y organizativos
del judaismo. Las ordenanzas y decisiones de esa índole anularon totalmen­
te en Askenaz la centralización de los tribunales judíos, y la autonomía de
las comunidades locales se extendió hasta el campo de la ley. Se mantenía
todavía un factor de centralismo, pero dependía exclusivamente del presti­
gio personal del destacado erudito a quien las comunidades recurrían cuan­
do se Ies presentaban problemas particularmente difíciles. Este recurso ad­
quiría a veces el carácter de una apelación del fallo local. Pero, como su
autoridad derivaba de su reputación y no de un nombramiento oficial, era
inestable y no bastaba como fundamento de una jurisdicción central.

El derecho de asentamiento
La urbanización de las comunidades se manifestó asimismo en la regla­
mentación del «derecho de asentamiento» en la comunidad. Además de pro­
mulgar sus leyes, las ciudades europeas medievales se esforzaban constan­
temente por imponer su soberanía en la totalidad del espacio cercado por
sus murallas. Insistían en que nadie tenía derecho a instalarse en la ciudad
sin previo permiso de la autoridad municipal. Generalmente, la ciudad im­
pedía el asentamiento de extranjeros, salvo en el caso de que efectuasen un
pago especial o aportasen algún destacado beneficio a la ciudad. Las regla-
598
mentaciones no eran uniformes, y las exigencias de una ciudad de direc­
ción predominantemente mercantil diferían de las que presentaba la diri­
gida por artesanos; pero la base principal era idéntica en todos los casos,
y se reflejaba en las disposiciones introducidas por las comunidades judías
de las ciudades.
La respuesta enviada por los jefes de la comunidad de Roma a la cues­
tión que les fue sometida desde París, en la primera mitad del siglo XII (so­
bre la posición de Roma como centro de la dirección judía, véase pág. 601)
suministra un ejemplo clásico de la orientación dominante. La comunidad
de París informó sobre una demanda basada en «el decreto de los asenta­
mientos emitido para el caso de que alguien se instalase en la ciudad sepa­
rado de los pobladores radicados allí y los hijos que hayan tenido, varones
y no mujeres» (el derecho de domicilio era heredado automáticamente por
los hijos y no por las hijas ni los yernos). La comunidad «decretó que na­
die podría quedarse permanentemente en la ciudad o dentro de un radio
de quince leguas a la redonda sin su permiso, salvo ellos y sus hijos». Los
dirigentes de la comunidad de Roma dicen en su respuesta que por su par­
te la clausura de la ciudad en esa forma «es algo que nosotros no practi­
camos»; pero agregan: «Atestigüen en cuatro reinos [Francia, Lorena, Bor-
goña y Normandía] que siguen esta regla.» El hombre que había presen­
tado la queja argüyó: «En cuanto a mí, soy miembro de la ciudad y tú eres
miembro de otra ciudad. Y no quiero que sigas obteniendo beneficios en
la ciudad; vete de la ciudad... mi herencia y mi heredad» (S. D. Luzzatto,
edit., Bet Haosar, sec. I, Lvov, 1847, fols. 57 r.-58 v.). En esta época las ciu­
dades judías del norte tendían a cerrar las puertas, pero los judíos del sur
no aceptaban esa norma.
Más tarde, la opinión se dividió también en el norte, pero la tendencia
exclusivista se mantendría, alimentada por el deseo de aceptar únicamente
a los que ya eran residentes de la comunidad o quienes eran juzgados conve­
nientes debido a las ventajas que podían aportar a la zona y sus pobladores.
A esta actitud se oponía la norma rabínica (que, al parecer, producía el per­
manente asombro de los dirigentes romanos) acerca de que las puertas de la
comunidad debían cerrarse únicamente para los judíos moral y socialmente
perjudiciales, y permanecer abiertas para todos los demás judíos. El conflic­
to presentaba elementos sociales y morales, enfrentando a la unidad local,
preocupada únicamente por el bienestar de los pobladores de la ciudad,
con el concepto más amplio del «todo Israel» (Kelal Israel), que considera
que todos los judíos son miembros idóneos para todas las comunidades ju­
días, independientemente del lugar donde se encuentren. Este último crite­
rio exigía que los habitantes de un pueblo presentaran alguna razón espe­
cial para inhabilitar a un judío que tratase de incorporarse a su comunidad.
En los períodos de persecuciones las tensiones aumentaban. Los habi­
tantes de una localidad en la que no había tumultos ni matanzas hubieran
deseado conservar su apartamiento; pero su sentido de la fraternidad los
impulsaba a recoger a sus atormentados compatriotas. Los Jasidé Askenaz
convirtieron el «derecho de asentamiento» en un concepto moral y religio­
so; deseaban clausurar su «buena» comunidad para proteger el linaje y la
599
alta moralidad de sus miembros y asegurar que no fuera desfavorablemen­
te alterada por la presencia de elementos forasteros.

La interrupción de las oraciones como me'todo de protesta social


Las ordenanzas de los siglos XII y XIII revelan que en las pequeñas co­
munidades askenazíes existía una costumbre por la que se permitía al judío
que se creía agraviado realizar un «escándalo autorizado». Tenía derecho
a interrumpir las oraciones de la comunidad, o a impedir la lectura de la
Torá hasta que recibiese la promesa de que se rectificaría el agravio sufrido
o de que la comunidad consideraría su queja. En varias ordenanzas figura
esta costumbre como una rutina aceptada que los dirigentes trataban de su­
primir. Por su mismo carácter, una costumbre de esa índole podía arraigar
únicamente en una comunidad de tamaño reducido, donde cada miembro
conoce a todos los demás y está enterado de sus problemas. Ésta sería la
explicación de que no se estableciese una norma similar en las comunida­
des mayores de España, y que fuera por el contrario aceptada en todo el
espacio territorial de la cultura judía askenazí, incluso en Polonia y Litua­
nia, así como en algunos países musulmanes, y que su uso se prolongase
hasta la Edad Moderna. Existe en el Talmud una base que fundamenta
esta costumbre, pero el hecho de que fuera practicada en una zona judía y
rechazada en otras indica que su aceptación dependía de las condiciones
sociales imperantes en cada lugar.

Regulaciones económicas
Ya se ha hablado anteriormente de la maarufyá, el derecho a la clientela,
que tuvo una importante intervención en la vida social y económica judía
a partir del siglo XI. En el judaismo askenazí no era aceptado por todos ni
en todo momento, pero se hallaba potencialmente disponible de forma per­
manente. Las tendencias sociales y espirituales que originaron la reglamen­
tación producirían asimismo las disposiciones de los siglos XII y XIII que
prohibían a los judíos competir entre sí para tratar de tomar en alquiler la
vivienda de un propietario no judío. Esta prohibición habría de adquirir
una creciente importancia para las comunidades judías a partir del mo­
mento en que su zona de residencia quedó limitada, de grado o por fuerza,
a la «calle de los judíos» que quedaría finalmente atestada debido al creci­
miento de la población. Para impedir que se eludiera la reglamentación,
quedó dispuesto que ningún judío podría alquilar una vivienda durante cier­
to tiempo tras haber sido desocupada por el inquilino judío anterior.
Estas normas reflejaban la determinación de que ninguna persona pu­
diera despojar a otra de su medio de vida, y de evitar que el dinero pasara,
debido a la competencia entablada, de las manos de un judío a las de no
judíos. La norma económica habitual en la Europa occidental durante la
600
Edad Media era asimismo contraria a la competencia, que se trató de res­
tringir en el mayor grado posible, por razones de moralidad social general.
Tendencia hacia una dirección centralizada: las Asambleas
Ya se ha mencionado la organización de una dirección central basada
en la asamblea de los jefes de las comunidades y los sabios, que represen­
taban a la unión de las comunidades locales. Cuando el centro judío del
valle del Rhin sufrió los efectos destructores de la primera cruzada, comen­
zaron a buscarse diferentes métodos de dirección y nuevos focos de activi­
dades, propuestos por uno y otro de los centros, y variables según la im­
portancia de los problemas que requerían entonces atención.
Se ha visto ya que a comienzos del siglo XII los judíos del norte de Fran­
cia apelaron a Roma para decidir una cuestión relativa a la residencia en
la comunidad. Parece que en aquella época Roma era un centro de autori­
dad y de orientación para los judíos del norte de Francia, como lo era para
toda la cristiandad occidental. En la carta mencionada, los que habían pro­
piciado la ordenanza destinada a limitar los asentamientos en la comuni­
dad se describían como «los más pequeños de la grey de París... y nos di­
rigimos sumisamente a nuestros maestros de Roma para pedirles su con­
formidad... Si están de acuerdo con nuestro decreto, éste será válido».
Probablemente enviaron a Roma una copia de las ordenanzas y recibieron
como respuesta la confirmación de su validez, porque los hombres de París
siguen diciendo: «Decretamos de acuerdo con la aprobación de una epísto­
la que trajeron del sur. Este derecho será promulgado por el rollo de la
Torá, por los 613 mandamientos, si lo aprueban nuestros maestros de
Roma, y lo que ellos dispongan quedará establecido.» En la segunda mi­
tad del siglo XII, la decisión obtuvo también la aprobación de Rabenu Tam,
quien lo apoyó por ser «un decreto justo y un decreto antiguo» (Finkels-
tein, op. cit., págs. 168-169). Se observa aquí un proceso en el que una co­
munidad eleva un reglamento al centro rector para su aprobación y a con­
tinuación lo pone en vigencia consagrándolo previamente con un juramen­
to sobre la Torá.
En aquella época, los judíos de Francia se preocupaban por mantener
la unidad y estabilidad de la familia. La disposición principal de las orde­
nanzas que se enviaron al centro de Roma para su aprobación afirmaba
que «ningún hijo de Israel podrá dejar a su mujer por más de dieciocho
meses sin que ella lo sepa y sin testigos fidedignos —que den testimonio de
que ella consintió—, salvo con la conformidad del bel din —tribunal— de
la ciudad más próxima». Incluso para el período de dieciocho meses, se im­
ponían diversas restricciones y condiciones. «Siete notables de la ciudad»
estaban autorizados para permitir, a su juicio, que el esposo se ausentara
«para atender a las necesidades de la esposa, para cobrar deudas y para
estudiar, escribir o comerciar», razones consideradas de suficiente urgencia
para justificar la ausencia por un espacio de tiempo limitado. Las ordenan­
zas contenían además artículos complementarios destinados a la protección
de las mujeres (ídem). El hecho de que Rabenu Tam aprobase estas orde-
nanzas varias generaciones más tarde revela que se habían difundido desde
París hacia todo el norte de Francia, lo cual a su vez indica que en esas
regiones se habían presentado problemas semejantes. En estos casos, la au­
toridad de Roma y la autoridad anexa de París eran decisivas.
En la segunda mitad del siglo XII, se cortaron los lazos que unían a los
judíos del noroeste europeo con los de Roma, y el centro de la dirección se
trasladó a Francia. En este período, las asambleas de los sabios y los diri­
gentes de la comunidad, guiados por Rabenu Tam, promulgaron nuevas ta-
canot (ordenanzas). La dirección central empleaba métodos propios con el
fin de obtener autoridad y conseguir la aprobación de sus acciones. Los di­
rigentes sabían que nunca se hallaban presentes todos aquellos que esta­
ban autorizados para tomar parte en la asamblea; se observa además por
las ordenanzas que no todos los distritos que figuraban entre los que ha­
bían dado su aprobación tenían realmente representantes presentes cuando
la asamblea se pronunciaba. No obstante, en estos casos las ordenanzas se
declaraban siempre válidas, porque se suponía que «algunos de los aquí
nombrados ya habían expresado su conformidad con ellas, aunque haya
otros cuya opinión no conocemos. Pero se trata de un asunto urgente y con­
fiamos por consiguiente en lo que sabemos de ellos. Los mayores —en eru­
dición y capacidad de dirección— se dignan escuchar a los menores»
(ídem, pág. 153).
En otro manuscrito de las mismas ordenanzas, se describe el método em­
pleado para obtener la aprobación de los que habían estado ausentes de las
sesiones. «Este reglamento... que ellos decretan... fue enviado a todos los
exilios que se encuentran en el reino de Francia, Lorena, valle del Rhin y
Askenaz —principalmente Alemania central—, y a muchos de Sefarad —pro­
bablemente comunidades de Provenza—... los grandes y generosos firma­
ron esta misiva» (ídem, pág. 159). Se deduce que en la segunda mitad del
siglo XII el eje de la dirección se hallaba en Francia, y se proponía exten­
der su autoridad desde Alemania hasta Provenza. La aprobación general
de las comunidades desparramadas por esa extensa área se obtendría a lo
largo de dos etapas. En primer lugar, se reunieron en una asamblea los ini­
ciadores y aquellos a quienes éstos invitaron, y se adoptó la ordenanza. Des­
pués, se hizo circular entre las comunidades el texto de la misma para su
aprobación. Los autorizados para firmar eran «los grandes y generosos»;
esta expresión se refería tal vez a los sabios talmúdicos y los ricos. Se pue­
de suponer que era empleado este método porque, si bien las comunidades
del norte de Francia se habían repuesto de la conmoción de 1096, los ca­
minos no eran todavía seguros y resultaba peligroso para los judíos efec­
tuar desplazamientos a grandes distancias.
Las asambleas se ocuparon de los problemas del orden público y, al pa­
recer, de las tensiones que generaban los conílictos internos de la dirección.
Los que promulgaron las ordenanzas condenaron enérgicamente la deca­
dencia moral que se había apoderado de los judíos; y, dirigidos por Rabe­
nu Tam, declararon la guerra
a los licenciosos de nuestro pueblo, algunos de los cuales se elevaron para ponerse
602
visiones en los labios cuando llevan la destrucción en el pecho, mientras otros in­
ducen [a la gente] a la transgresión, denunciando en secreto y también abiertamen­
te por medio de gentiles, príncipes y hombres simples; y ambos están dispuestos a
la transgresión (ídem, pág. 152).
Los autores de las ordenanzas se oponían en forma manifiesta a dos ti­
pos de transgresores: los que denunciaban a otros en asuntos particulares,
«en secreto y también abiertamente», y los que abordaban las normas no
judías en favor de las «palabras de visión», es decir, de algún objetivo pú­
blico y religioso. Es lógico suponer, teniendo en cuenta el espíritu de la épo­
ca, que «los licenciosos de nuestro pueblo» trataban de obtener poder en el
interior de la comunidad valiéndose de la ayuda de las autoridades no ju­
días. Las ordenanzas señalan la existencia en las comunidades de una lu­
cha social entablada entre dos grupos. La dirección condenaba tanto a los
que se dirigían a los gentiles para perjudicar a otras personas como a quie­
nes solicitaban su apoyo con finalidades públicas o religiosas. Ambos gru­
pos eran igualmente pecaminosos a los ojos de la asamblea, como se com­
prueba por el hecho de que los autores de las ordenanzas «exhortan a to­
dos los que conozcan [a las autoridades] del reino a someter con la ayuda
de gentiles a todos los que quieran [intentar] la violación de cualquiera de
estas nuestras ordenanzas» (ídem, pág. 155). Probablemente, algunos de
los que tenían «visiones en los labios» habrían solicitado a los gobernantes
ser nombrados jefes de las comunidades, porque la asamblea declaró, entre
otras cosas:
«Hemos proclamado y decretado que a nadie se le debe permitir que tome el
poder sobre sus compatriotas judíos por medio del rey, un príncipe o un juez para
castigarlos, multarlos u obligarlos en cuestiones seculares o religiosas, porque hay
algunos que pretenden ser piadosos pero no tienen ni siquiera modestia»
(ídem, pág. 154).
Se oponían, al parecer, a los que habían reclamado la jefatura alegando
una santidad especial, que Rabenu Tam y sus compañeros negaban que
poseyesen.
Estos conflictos eran característicos de la tensión producida por el em­
peño judío en conseguir el autogobierno, lo que suponía por una parte el
imperio de la ley judía sobre la comunidad judía, pero dependía por otra,
para que pudiera ser ejercido, de quienes se hallaban en contacto con las
autoridades gentiles. Muchas de las cláusulas de estas ordenanzas tratan
por otra parte del problema de los judíos que delataban los asuntos parti­
culares de sus compatriotas.
En la segunda mitad del siglo XII, la iniciativa para las ordenanzas de
la autonomía pasaba continuamente de un centro a otro; y en ocasiones se
encuentra situada más al sur, entre «nuestros grandes rabinos que viven
en Narbona». Los judíos del norte de Francia se dirigieron hacia algunos
de los ancianos del sur, y después de recibir sus noticias declararon: «No­
sotros los que residimos en Troyes y Reims lo aceptamos y enviamos men­
sajeros a los que están a un día de viaje» (ídem, pág. 164). Por eso, du-
603
rante la segunda mitad del siglo XII, Rabenu Tam no fue siempre el ini­
ciador y centro rector. En ocasiones, actuaba en su ciudad una asamblea
de eruditos y jefes de comunidad, y en otras tomaban la iniciativa en el Sur
los rabinos de Narbona. Los judíos de cierta región se unieron en un mo­
mento dado para transferir esa iniciativa a su distrito para un radio de
«un día de viaje». Las ordenanzas difundidas en esa época encaraban por
otra parte lo que constituía también un problema urgente en las ciudades
cristianas: el alto índice de mortalidad observado en el parto. Estas orde­
nanzas, como muchas ordenanzas municipales, tratan asimismo de la dote
y las alhajas que deja en herencia una mujer fallecida poco después de la
boda (ídem, págs. 136-165).

Las asambleas de «Sum»


En el siglo XIII, la situación en el valle del Rhin experimentó una me­
joría y la autoridad judía comenzó a restablecerse. Se habían mantenido
tres series de ordenanzas, que fueron puestas en vigor nuevamente a partir
del año 1220 por los eruditos rabínicos y los dirigentes de las comunidades
de la región. Lo hicieron mediante la actuación de las asambles convoca­
das por las llamadas comunidades del Sum —palabra formada por la iniciales
hebreas de los nombres Spira, Worms y Maguncia—, aunque entre las fir­
mas figuran asimismo las de eruditos y dirigentes de otras comunidades.
En la última de las tres asambleas celebradas, los participantes anotaron
que «al reunirse los dirigentes del pueblo decretamos... por la querida
[Tora]; y todo el pueblo se une al pacto» (ídem, pág. 225). Es evidente,
por tanto, que la extensión territorial y el procedimiento empleado para ob­
tener la aprobación de las ordenanzas estaban más restringidos en el si­
glo XIII que durante el anterior. Además, las tres comunidades principales
poseían el carácter expreso de centros de autoridad y justicia para las otras
comunidades. En las tres asambleas se determinó que «no se aceptará el
juramento de un delator y que éste será excomulgado por todas las comu­
nidades hasta que devuelva [lo que haya ganado injustamente] a sus co­
rreligionarios y haya hecho penitencia en Maguncia, en Worms y en Spi­
ra» (ídem, pág. 226).
Estas ordenanzas del siglo XIII eran «ordenanzas de techo», cuyo obje­
to era el de orientar a las comunidades acerca de la autoridad de la halajá,
y definir las atribuciones de la comunidad y los límites de su competencia.
Contienen disposiciones relativas a los impuestos, e instrucciones sobre los
festejos que se permitía a los jóvenes para las bodas (ídem, págs. 226-227).
Fueron enviadas a las comunidades varias órdenes de carácter permanen­
te; por ejemplo, la de «maldecir a los delatores todos los sábados» (ídem,
pág. 227). Fueron además restringidas las medidas que los jefes de las co­
munidades podían tomar con respecto a las personas: «El pamas no impon­
drá excomuniones en secreto, ni las levantará sin el conocimiento de la co­
munidad, ni lo hará el rabino en virtud de su cargo; la excomunión será
impuesta y levantada en presencia de la comunidad» (ídem, pág. 228). Por
604
otra parte, dos de las asambleas ordenaron «que los pobladores trajeran los
diezmos de acuerdo con lo que determine la comunidad» (ídem, pág. 230).
Asimismo figuraban, entre las reglas impuestas, las intrucciones de la co­
munidad para los particulares; por ejemplo, las que impedían afeitarse la
barba, tomar alimentos cocinados por gentiles, dejarse crecer el cabello, así
como sugerencias sobre la forma en que podrían hacerse préstamos con in­
terés a los judíos (ídem. pág. 225). La última asamblea decidió que «el que
viole cualquiera de estas ordenanzas será excomulgado oor todas las comu­
nidades. V si sigue siendo desobediente durante todo un mes, se entregará
su dinero al rey» (ídem, pág. 231).

La)s círculos selectos


Durante la Edad Media, la dirección de la sociedad judía se hallaba
casi siempre en manos de grupos claramente definidos y coordinados.
En algunas regiones, se advertía perfectamente su estructura interna y sus
bases económicas, al igual que los ideales sociales y espirituales que los guia­
ban. La oposición a su forma de vida y las propuestas de nuevos métodos
de dirección y de actividad espiritual también surgían por lo general en el
interior de esos mismos círculos dirigentes, que eran asimismo quienes las
orientaban. En toda la diàspora, eran conocidos esos grupos debido a sus
tendencias aristocráticas hereditarias, aunque la rigidez de la antigua aris­
tocracia judía del Cercano Oriente —«la babilónica»— ya había desapare­
cido (véanse págs. 585-588). En todas las áreas existían determinadas fa­
milias que desde siglos atrás conducían y guiaban al pueblo, algunas de
ellas incluso «especializadas» en sectores concretos de la actividad pública
y espiritual. Existen informaciones acerca de los estrechos lazos que unían
a la familia Alconstantini con los reyes de Aragón, y sobre la familia Ibn
Ezra, destacada en la corte (véase pág. 552) y en la vida espiritual e inte­
lectual (véase cap. IX). Los miembros de la familia Tibón sobresalían en
la actividad cultural, especialmente como traductores (véase pág. 613). Ra-
benu Yoná Girondí y Najmánides, que estaban en conflicto con los judíos
de la corte, procedían ambos de familias aristocráticas. En Francia, la casa
de Rasi —sus nietos y descendientes— tuvo una gran influencia durante
centenares de años, y una distinguida familia encabezaba a los Jasidé
Askenaz-
Desde fines del siglo XII, la gran mayoría de los judíos de la Península
Ibérica vivía en los reinos cristianos. Allí, al igual que en los territorios mu­
sulmanes, los dirigentes de las comunidades judías eran los acaudalados co­
merciantes de cuyas filas salían los financieros que se hallaban en estrecho
contacto con los gobernantes y poseían puestos en el servicio real. En este
grupo se encontraban asimismo los médicos, especialmente los que aten­
dían a la familia real y a los nobles, y los lingüistas que traducían de la
lengua árabe a la latina. A pesar de las diferencias que existían entre los
miembros de las distintas profesiones en sus formas de vida y en su edu­
cación y cultura, mantenían ideales comunes y similar organización de la
605
existencia. Durante el período que se está considerando, los dirigentes de
las comunidades judías de Frovenza, es decir, del sur de Francia, tenían mu­
cha semejanza con sus homólogos españoles.
Por debajo del círculo superior, en cuanto a recursos materiales, se si­
tuaban los eruditos: hombres de saberes bíblicos y talmúdicos, poetas, mé­
dicos de prestigio menor, etc. Muchos de ellos eran mantenidos por mece­
nas pertenecientes a las clases gobernantes y cortejaban, por así decirlo, a
los cortesanos judíos. Las relaciones de los dos grupos eran estrechas y al
mismo tiempo tensas; a los protegidos no les gustaba doblegarse ante los
mecenas. Rabí Abraham ibn Ezra, miembro de una familia aristocrática,
que por circunstancias particulares tuvo que ser candidato a la protección,
se queja de este modo:
Voy al alba a la casa del rico
y me dicen que salió en el coche.
Vuelvo luego, y de noche,
y entonces duerme; me explico.
O duerme o pasea su excelencia
y yo debo aguardar con paciencia.
(Schirman, op. cit., II, pág. 575.)
Las siguientes líneas de Ibn Ezra ilustran la situación en que debe en­
contrarse tal hombre:
Mi chaqueta parece un cedazo
para cerner cebada o bagazo.
Me canso de zurcir los rasgones
y remendar los faldones.
Si en la áspera tela aterriza una mosca
no tarda en volarse ofendida y hosca.
(ídem, pág. 576).
Pero había también hombres pobres del elemento cultural que integra­
ban el círculo dirigente, y a menudo ocupaban el centro, sobre todo en cues­
tiones de fe y filosofía. Para ellos, su pobreza o su dependencia de los ricos
no alteraba su orgullo. Ibn Ezra termina su poema de la chaqueta con la
siguiente súplica:
Cámbiala, señor, por el manto del renombre
(mejor cosido) para usarlo con raigambre.
(ídem.)
En la agitación social y espiritual que veremos en el capítulo siguiente,
los cortesanos judíos y sus seguidores actuaban generalmente como un gru­
po unido, impregnado de influencias de la cultura gentil imperante. Sus ad­
versarios, entre los que se hallaban elementos de su misma procedencia, afir­
maban que su forma de vida se caracterizaba por un deseo de comodidad
material y una virtual desatención de las prácticas judías cotidianas.
606
Hacia el final de este período surgió, donde este círculo era dominante,
un nuevo grupo dirigente rival, respaldado económica y socialmente por
comerciantes y eruditos pobres. Elegía sus dirigentes entre los miembros
más jóvenes del grupo establecido que se retiraban del plano decisorio. Esta
oposición se distinguía más por su unidad ideológica que por su origen o
su actividad económica. Sus miembros tenían una orientación más mística
y tendían hacia la severidad moral (véase cap. IX); sus juicios sobre los
asuntos comunales eran perspicaces y punzantes. La lucha entablada en­
tre los dos círculos suministraría el armazón social de la vida cultural judía
de España y Provenza, a partir del siglo XIII.
Cuando el préstamo con interés se convirtió en la base de la vida eco­
nómica de los judíos en la Europa occidental, al norte de los Pirineos (véase
pág. 555), la efectiva dirección cultural del judaismo askenazí pasó a ser desem­
peñada por los sabios y los eruditos rabínicos, que combinaban generalmente
un amplio conocimiento de la Torá con la prosperidad material. Los jefes de
las comunidades también solían ser grandes sabios de la Torá. Los Jasidé
Askenaz. por su parte, se oponían a esta dirección, de la cual ellos mismos
habían surgido. Diferían no solamente en su estilo de vida, sino también
en sus demandas dirigidas a la implantación de una absoluta consecuencia
y probidad en la forma de vida que todos los dirigentes afirmaban desear.
Estos, tanto aquellos que ocupaban puestos oficiales como los opositores,
ejercían influencia más por su erudición y su ejemplo personal que por su
peso económico o político.
En resumen, los círculos dirigentes de toda la escala de la cultura judía
seguían constituyendo pequeños grupos estrechamente unidos. En este pe­
ríodo, la vida judía presentó en Europa una nueva tendencia hacia la di­
rección abierta y formal; así, los dirigentes de Askenaz se hallaban más pró­
ximos al resto de la comunidad en agrupaciones y medios de vida que los
de España, donde la brecha existente entre las dos partes era más ancha.

Dirección magnánima de los sabios y los eruditos rabínicos


A pesar de la imagen generalmente aceptada acerca de la humildad y
modestia de los sabios judíos que vivieron en este período, los conceptos ex­
presados por muchos de ellos revelan la ayuda y necesidad que sentían de
que su «magnanimidad» tuviese una manifestación social y recibiese el re­
conocimiento público. Cuando Rabenu Tam obtuvo la impresión, en el si­
glo XII, de que un erudito rabínico de Provenza no había tratado su opi­
nión con el debido respeto y había emitido una norma que contradecía la
suya, le advirtió:
Te pido que no quiebres nuestro reino en astillas, porque nosotros bebemos en
la fuente de R. Selomó [Rasi, su abuelo]. No causes disturbios en su interior por
asuntos que carecen de importancia. ¿Tú nos consideras meros atadores de gavillas
o juncos en la orilla de algún lago, sin importarnos el honor de nuestros abuelos?
Hermanos, no hagáis el mal... V yo incito a todos los discípulos de nuestro maes­
tro R. Selomó a que no traten con ligereza la puerta del Este [del templo]; y si no
hacen caso, sus almas llevarán su castigo {Séfer hayasar, Berlín, 1858, núms. 45, 83
y 85).
Rabenu Tam reclamaba la absoluta autoridad en toda Francia, en mé­
rito a la tradición y la posición de su abuelo y por la unidad de las cos­
tumbres y la fe. Sobre éstos siempre mantendría una actitud firme. Prohi­
bió a los demás que corrigiesen el texto del Talmud, pero él por su parte
realizó en él correcciones. Objetó que otros discrepasen de su abuelo, pero
él discreparía. Sostuvo que el dirigente de la época, es decir, él, tenía
derecho a introducir modificaciones e innovaciones, correspondiendo a los
demás la obligación de obedecerle, por sus conocimientos de la Torá y su
autoridad dinástica heredada. Sus pronunciamientos de jurisprudencia y
sus interpretaciones normalmente contenían enmiendas tendentes a facili­
tar las relaciones comerciales con los no judíos. Se permitió además tomar de­
cisiones trascendentales sobre otros problemas de la vida económica y so­
cial; pero era estricto en otras cuestiones. Fn sus decisiones de jurispru­
dencia y en las asambleas que presidía (véanse págs. 601-603) pensaba y
actuaba como jefe del judaismo francés y en cierta medida del de más allá
de sus límites, desde la Provenza en el sur hasta el Askenaz de Alemania en
el este.
Hacia el año 1269, cuando tenía veinte años de edad, Menajem Hamei-
rí escribió el Jibur hatesubá (Tratado del arrepentimiento), un estudio sistemáti­
co de la conducta moral del hombre. El quinto capítulo contiene una ins­
tructiva discusión sobre la humildad. Para el autor «eso de la humildad no
supone de ninguna manera bajeza de espíritu». Especifica cuatro tipos de
orgullo, tres de los cuales son permisibles y hasta deseables para algunas
personas en determinadas condiciones; solamente el cuarto queda totalmen­
te prohibido. El primer tipo permisible es el orgullo del «alto puesto», por­
que
no contiene por su carácter un orgullo malintencionado, pero si una persona se sien­
te poseedora de cualidades eminentes y le confían la jefatura política, siendo noto­
rio que el bienestar de la comunidad requiere un dirigente y su población carece
de dirección, esa persona lleva el accidente de su encumbramiento a un fin apetecido.
Es lícito que un hombre tenga amor propio cuando se siente íntima­
mente convencido de que posee cualidades más apropiadas que otros, y sus
funciones como dirigente se lo exigen, porque «a decir verdad es conve­
niente que un gobernante le haga ver al pueblo que es superior». El rey
que actúa con completa humildad es un pecador, ya que induce a los
demás a que no guarden obediencia con respecto a él. Por ello, «es ade­
cuado que un rey se corone con esta cualidad en beneficio de la conducción
y de la continuidad de las funciones del Estado. Si no actuase de acuerdo
con este principio, estará defraudando a su ser y tornará la honra en ver­
güenza». En principio, la altivez corresponde únicamente a los reyes; pero
R. Menajem Hameirí opinaba que los dirigentes judíos de su tiempo—pos­
teriormente llegó a ser él mismo dirigente de su comunidad— también de­
berían mantener esa altivez, porque la conducción del pueblo requiere
ese rasgo:
6 o8
Siendo admisible esta cualidad en todos los aspectos para reyes y dirigentes,
debe traspasarse una parte a todos a quienes les es conferida alguna autoridad de­
pendiendo siempre de la autoridad que posee... y de esta forma puede permitirse
el paso de una porción de ella a los dirigentes de la comunidad.
La segunda clase de orgullo aceptable es la de «elevación del espíritu»,
lo que significa que el sabio se abstendrá «de estar en constante compañía
amistosa con el pueblo. Que se comporte... como si se considerara valioso.
Que no doble la espalda para servir a los inútiles, ni ponga la cara para
que la pisotee la multitud y los ignorantes». El erudito que no se comporta
de este modo merece ser considerado plebeyo. Asimismo, puede permitirse
el orgullo de ser apreciado, «porque nadie debe ser tan abyecto que des­
cuide el cuidado de sí mismo y se dedique a realizar acciones indignas y se
forme cualidades despreciables».
La única clase de orgullo que debe ser categóricamente rechazada por
todos es el engreimiento del sabio o del funcionario público que se aparta
de la equidad y la objetividad y no respeta la verdad. Hameirí condena ab­
solutamente esta clase de orgullo:
Todos deben alejarse de esa clase de persona... que cree que es de índole más
elevada que la de sus prójimos y más inteligente que ellos, y que odia y desprecia
a todos los que le niegan su superioridad o sus opiniones, no porque le haya sido
revelada la verdad sino porque se imagina que está por encima de todos aquellos
cuyos puntos de vista difieren de los de él en sabiduría o categoría. Su finalidad es
la destrucción de todas las opiniones ajenas, aunque sean verdaderas... y cuando la
verdad es contraria a su parecer, disiente incluso de la verdad y la combate (Jibur
hatesubá, editado por A. Schreiber. Nueva York, 1950, cap. 5, págs. 118-141).

Símbolos de la posición de la clase dirigente


En las ceremonias relacionadas con el cumplimiento de los mandamien­
tos se respetaba en Askenaz la posición social, y todos insistían en el dere­
cho de efectuar esos mandamientos como expresión de dignidad pública.
Una persona se dirigió a los Jaside Askenaz de Ratisbona —que no era pre­
cisamente a quien debía dirigirse (véase págs. 645 y 646)— pidiendo justicia
ante la acción de otras doce personas que habían hecho una donación para
caridad mayor que la de él, adquiriendo de ese modo el honor de envolver
en la sinagoga el rollo de la Torá después de la lectura pública. El deman­
dante declaró que «los transgresores, que se hicieron poderosos, querían ob­
tener el honor y la gloria de enrollar la Torá y se combinaron para acre­
centar su prestigio, y cambiaron ideas y se pusieron de acuerdo». Les ase­
guró a los jasidim que «gracias a Dios está en mi capacidad hacerles cam­
biar de opinión», y despreció a los donantes de caridad «porque algunos
de ellos no saben ni un solo versículo de la Torá, y yo no voy a decir to­
davía algo peor contra ellos». Explicó de este modo las razones de su queja:
No estoy defendiendo mi honor... Pero me inquietó el insulto a la Torá; y me
609
preocupa lo que podría surgir de ello. Porque si cinco o seis comienzan a enrollar
la Torá, al cabo de un año dirán otros: «Nosotros queremos enrollarla», y llegarán
hasta el crimen para ello. Por eso, prestad atención al asunto... y os advierto que
si declaran su opinión yo puedo enrollar a pesar de ellos (Wistinetzky, op. cit.,
pár. 1592, pág. 390).
La respuesta de los Jasidé Askenaz dejó atónito al recurrente, R. Efraím
ben Meir (véase pág. 648). Habría quedado más satisfecho si hubiese ape­
lado a Maimónides, en el Oriente del siglo Xíl. Maimónides fue consultado
sobre el caso de una persona que exigía un permanente derecho de priori­
dad para ser llamado a leer la Torá:
Kste derecho lo tenían él y sus antepasados; el resto de la comunidad reclamó
que fueran llamados ellos a leer la Torá... «No puede haber ningún derecho sobre
la Torá», afirmaban, «y no debe ser inaccesible para nadie.» [Respondió Maimó­
nides: j «Si el hombre que quiere subir en su lugar es más grande que él en sabi­
duría y en el temor a Dios, que suba, y entonces tendrá razón la comunidad al de­
cir que el ascenso a la lectura de la Torá no es un derecho que se adquiere por he­
rencia solamente. Pero si es igual y lo mismo que él. es más merecedor, en beneficio
de la paz, el heredero del derecho. Y si el que quiere subir es inferior al anterior, no
se puede permitir de ninguna manera» (Responso de Maimónides, editado por J. Blau,
Jerusalén, 1960, pár. 243, págs. 444-445).
Rabí Calónimos ben Calónimos, sabio de Provenza y traductor al latín,
fue a Italia y conoció los círculos de la sociedad judía. Dejó de ellos unas
descripciones gráficas de los comienzos del siglo XIV, en las que ridiculiza
diversos aspectos de la ostentación social manifestada. Pero detrás de las
burlas se reconocen, como si se vieran en un espejo deformante, los con­
ceptos y opiniones de quienes reclamaban honores y respeto. En su sátira
titulada Ebeti bojan — Piedra de loque— pregona las pretensiones del acauda­
lado stadlán:
No hay nadie que sea más que yo. Yo decido sí o no. Yo, con mi energía, hice
esta ciudad en donde ahora vive el pueblo. Yo la resguardé para que no quedara
abandonada cuando tantos pensaban huir... ante el peligro y en las horas de an­
gustia... Deposité dinero como piedras preciosas en las arcas del emperador.
Y el dinero lo soluciona todo... ¿Puede suspender un decreto malvado el que no
tiene dinero? ¿Puede cerrar la brecha el que no tiene con qué? (Eben bojan, editado
por A. M. Haberman. Tel Aviv, 1956, pág, 36).
El stadlán reclamaba el derecho de que la comunidad le honrase por su
intercesión y su desembolso financiero en favor del bienestar común.

6 io
IX. VIDA SOCIAL Y CREACION CULTURAL

Principales fuentes de tensión


El pensamiento y la conciencia del período que estamos conside­
rando habrían de verse ensombrecidos por la batalla que los cruzados li­
braban por la fe. El honor de una religión como el judaismo, que no po­
seía fuerzas militares para respaldarla, era difícil de conservar en aquella
atmósfera de guerra santa. Por algo R. Yehudá Haleví añadió a su obra
de polémica religiosa El cuzarí, el subtítulo «Defensa de la fe despreciada
y humillada». En un mundo en el que la conciencia nacional comenzaba
a formarse y seguía todavía mezclada con la percepción religiosa, los pro­
blemas del judío como pueblo elegido y la aceptación del ingreso al judais­
mo por la vía de la conversión eran aspectos que se enlazaban con los re­
feridos al problema del honor y la fe del pueblo judío. Resulta ilustrativo
observar aquí algunos ejemplos de las distintas soluciones, en ocasiones con­
tradictorias, propuestas ante el planteamiento de la cuestión del carácter
mismo de la nación y la índole de su particular elección.
La aprehensión racionalista del hombre, el mundo, la Torá y Dios, que
predominaba en el período de los gaones, pasaría a constituir el tema básico
de un enconado conflicto que abarcaría numerosos factores. Mientras tanto
las tendencias dirigidas hacia una concepción mística de Dios y del univer­
so, presentes de forma constante en el judaismo, hallaron una nueva y más
perfeccionada expresión, en los planos teórico y literario, en oposición al
planteamiento racionalista. Paralelamente, el racionalismo iría definiéndo­
se con gradual firmeza y precisión. Rabí Abraham ibn Daúd, uno de los
mayores pensadores del siglo XII, expresaría entonces la situación en que
se hallaban los racionalistas:
En estos tiempos en que vivimos, hay algunos que estudian un poco de filosofía,
pero no tienen la firmeza necesaria para mantener ambas luces en las manos: la luz
de la fe en la derecha y la luz de la filosofía en la izquierda, porque al encender la
luz de la filosofía se apaga la luz de la fe (S. Weil, ed., Séfer haemuná haramá fí.ibro
de la fe exaltada/. Francfort a. M., 1852, pág. 2).
También Maimónides, el mayor filósofo racionalista del judaismo, des­
tacaría este conflicto interno. En la introducción de su gran obra filosófica
Moré nebujim (Guía de perplejos), escrita en árabe, afirma que el libro está di­
rigido a los que han «estudiado la sabiduría de los filósofos y conocen sus
obras, a quienes la inteligencia de aquéllos les ha llevado a residir en sus
recintos, a quienes desconciertan las sencillas explicaciones de la Torá».
Pero el contemporáneo R. Yehudá Haieví advierte:
Mira bien, querido amigo, mira y comprende.
Aléjate de trampas, elude la vehemente
celada, para no perderte en la filosofía griega
que sólo ofrece flores sin simiente.
Dice que la tierra no es firme,
que no hay tiendas del cielo en el ambiente,
que no tuvo comienzo la acción creadora,
que la luna irá cambiando eternamente.
Si escuchas sus palabras sabias, confusas,
de base huera y ceguera creciente,
volverás con el corazón vacilante
y un vano razonamiento inconsistente.
¿Para qué buscar sendas nuevas y tortuosas
y abandonar el camino trascendente?
(Schirman, op. cit., II, págs. 493-494.)

Haieví todavía se encontraba seguro en España, en la atmósfera social


y espiritual de que disfrutaban los intelectuales de mayor categoría. Las du­
das, como las que germinaron en su ser, y los conflictos intelectuales que
R. Abraham ibn Daúd y Maimónides trataron de resolver con una síntesis
de filosofía y fe, habrían de contribuir a crear una sensación de cólera y
amargura en el interior de los nacientes círculos del misticismo. Las cues­
tiones relativas a las descripciones antropomórficas de Dios contenidas en
la Biblia, junto con la actitud a adoptar ante la era mesiánica y la resu­
rrección física, no eran temas reducidos a ámbitos simplemente teóricos,
sino focos de torbellinos de índole social y espiritual.
Hasta comienzos del siglo XII, la creatividad judía se desarrolló prin­
cipalmente sobre el fondo aportado por la cultura musulmana (véanse
págs. 525-542), tanto influida por ella como en conflicto con la misma. Pero
en el período que se está tratando comenzó a hacerse sentir la influencia
del ambiente cristiano, evidenciándose progresivamente los efectos de la re­
sistencia ofrecida por los judíos. La contienda entablada entre el raciona­
lismo y el misticismo reflejaba de hecho las influencias encontradas del Is­
lam y el cristianismo. La diáspora se presentaba ante los judíos como un
problema central al que debían enfrentarse en su vida personal, en los ar­
gumentos aducidos por los adversarios cristianos, y en la constante y de­
gradante presión ejercida por los musulmanes, aunque estos últimos no
6 12
siempre se entregaban a las matanzas y las graves injusticias sociales co­
metidas por los elementos procedentes de la Cristiandad. El debate con el
cristianismo y el islamismo produciría una literatura polémica valiosa por
sus francas declaraciones, y más aún por su contribución al propio enten­
dimiento de los judíos acerca de sí mismos.

Ambiente cultural y nivel de educación entre los judíos


de la Europa del Sudoeste
El clima cultural y espiritual que dominaba los círculos más elevados
de la España musulmana combinaba la devoción al estudio de la Torá con
la atención a las cuestiones referidas a la sensibilidad estética. Esta combi­
nación resulta evidente en el siguiente relato:
Uno de los ancianos de Granada, que en paz descanse en el Paraíso, me dijo
que en cierra ocasión se hallaban disfrutando de un banquete en uno de los excelsos
rincones de la cámara en la que se reunían los hombres más ilustres e importantes
de aquellos tiempos, entre ellos R. Yehudá Haleví, que en paz descanse en el Pa­
raíso, y mantenían una honorable y grata conversación. Mientras admiraban la sa­
biduría del Creador, que se observa erTtoda su creación, apareció una bella mujer,
lujosamente vestida y adornada; se maravillaron ante su hermosura y alabaron al
Señor, exaltado sea, por la perfección de su obra. Admiraban todavía su bello ros­
tro y su figura, cuando ella comenzó a hablar a su acompañante y oyeron que le
decía palabras duras en tono áspero. Oyendo aquella voz, dijo R. Yehudá Haleví:
«La boca que nos embelesó es la boca que nos libera» —retruécano de la frase tal­
múdica: «La boca que prohibió es la boca que permite»— . Y todos los que lo
oyeron admiraron su sabiduría al emplear en esa forma poética las palabras de nues­
tros maestros de bendita memoria (R. Yosef ibn Acnín, Hitgalut hasodot [Revelación
de los secretos], A. S. Halkin, ed., Jerusalén, 1964, págs. 177 y 179).
El conjunto aristocrático, compuesto por eruditos y notables, habría de
sentirse fuertemente convulsionado por la invasión de los almohades. Pero
incluso los que huyeron hacia el norte habrían de llevarse elementos de
aquella atmósfera, y la restablecerían en sus nuevos lugares de residencia.
El médico R. Yehudá ibn Tibón —que había nacido en Granada en el
año 1120, y se había trasladado al mediar el siglo a Lunel, en la Provenza,
donde murió en 1190— dejó a su hijo, R. Semuel, quien tradujo las obras
de Maimónides del árabe al hebreo, un testamento ético sumamente ins­
tructivo desde un punto de vista social y cultural. Aconseja a su hijo, entre
otras cosas, lo siguiente: «Hijo mío, hasta donde te sea posible, hónrate y
honra a tus hijos y familiares con el uso de buena ropa, porque no es apro­
piado que las vestiduras de un hombre sean indignas de su profesión. Y pon
menos en tu estómago y más en tus espaldas» (J. Abrahams, Hebrew Ethical
Wills, I, Filadelfia, 1948, pág. 66). Le daba importancia a la estética por
una razón mucho más fundamental:
Hijo mío, cuando escribas algo, vuelve a leerlo... Y no permitas que la prisa
te impida volver a corregir incluso la carta más breve. Ten cuidado; no te equivo-
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qucs en el lenguaje, la estructura gramatical, las conjugaciones y las formas del mas­
culino y el femenino... porque el hombre carga con la culpa de sus errores y se los
recuerdan toda la vida. Y los sabios dijeron: ¿Quién descubre su desnudez para que
todos la vean? El que escribe y comete errores al escribir (ídem, pág. 68).
La caligrafía era importante para este padre que aconseja a su hijo:
Escribe con buena letra. Procura que la obra de tu pluma esté bien hecha, y
que la tinta con la que escribes sea bien visible. Que tu carta sea lo mejor que seas
capaz de hacer... Una epístola es bella por su escritura, y la belleza de la letra de­
pende de la pluma, la epístola y la tinta; y la caligrafía indica la calidad del escri­
tor... Como ya te dije, la escritura es una de las formas más significativas. Cuanto
más se esmera el hombre por mejorarla tanto más hermosa es... Y que Dios te dé
entendimiento y te lleve por buen camino (ídem, págs. 69-79).
Se manifiesta una nota de piedad en esta advertencia relativa a la bue­
na letra y el material de escritura; parece como si toda la vida estuviera
contenida en estos conceptos de las formas y de «cuanto más se esmera el
hombre por mejorarla tanto más hermosa es» tanto ante Dios como ante
los hombres.
Rabí Yehudá habla del gran desembolso que supuso para él la decisión
de que fueran impartidos a su hijo conocimientos de caligrafía. Estaba or­
gulloso por los esfuerzos que había hecho por la educación de aquél:
Busqué en los confines del mundo y te traje un maestro de sabiduría secular.
Y no ahorré gastos, ni temí los peligros de los caminos. Y me habría encontrado
realmente en las peores situaciones, juntamente contigo en ese viaje, si el Señor no
nos hubiera acompañado (ídem, pág. 57).
La divina providencia habría de ayudarle en el estudio de las ciencias,
por el cual estaba dispuesto a correr riesgos. El hijo aprendió la profesión
del padre, la medicina, y el padre trató de inculcarle a él las normas éticas
de su ejercicio:
Hijo mío, atiende a todos amablemente, y cuando visites a los enfermos haz que
tus palabras contribuyan a su curación. Si les cobras a los ricos, cura a los pobres
sin cargo y el Señor te dará tu recompensa y pagará tus honorarios... Y te hon­
rarán grandes y pequeños, judíos y gentiles. Y obtendrás renombre aquí y en todas
partes (ídem, pág. 67).
De forma manifiesta, se exige la observación de la ética profesional con
todas las personas, judías y no judías.
La posición personal era importante para el padre, por lo que aconse­
jaba al hijo que la cuidase. En su testamento ético se manifiesta en repe­
tidas ocasiones orgulloso por el respeto que se le demuestra y el honroso
concepto que de él se ha formado. La humildad no era una de sus virtudes
preferidas, y por tanto no inducía a su hijo a la práctica de la misma:
«Tú ves a los grandes sabios que desde todos los confines del mundo se es­
fuerzan por gozar de mi compañía y mi presencia, y ansian verme a mí y
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a mis libros» (ídem, pág. 58). «En tu boda recibiste más honores que to­
dos tus compañeros, y fuiste honrado por la comunidad que no te impuso
cargas ni gravámenes de ningún tipo. Te presentaron sus respetos señores,
príncipes, obispos, sacerdotes y monjes, por el hecho de ser mi hijo» (ídem,
págs. 66-67). Este exagerado amor propio iba acompañado por la recomen­
dación de tratar con delicadeza y cortesía a la esposa y los hermanos, y la
sociedad en general.

Ambiente cultural entre los judíos de Oriente


El nivel medio de educación era muy elevado incluso entre los nive­
les menos acomodados y en el conjunto de los países musulmanes, aparte
el caso de España. Por una consulta que le fue formulada a Maimónides
es posible enterarse de la situación en que se hallaba una joven a quien ca­
saron a la edad de nueve años. La descripción revela que la pareja era po­
bre, y que la vida que la esposa llevaba con el marido era dura:
Mientras vivía con él, nunca el esposo le había encendido una lámpara, ni en
días de semana, ni en el sábado ni en días de fiesta. Sólo veía la luz de una lámpara
cuando entraba en la habitación de la madre o del hermano, porque vivía junto con
ellos en el mismo patio (Blau, edit., op. cit., pár. 34, pág. 50).
Pero la esposa era una mujer culta. «Tiene un hermano que enseña a
los niños la Biblia; y ella también conoce la Biblia. Pidió a su hermano que
le permitiera enseñar la Biblia a los niños junto con él para poder ganar
algo que le facilitara la manutención de ella y de sus hijos.» Desempeñaría
esta profesión durante seis años en compañía de su hermano, hasta que éste
se vio obligado a ausentarse; la mujer entonces le reemplazó, se hizo cargo
de los alumnos y enseñó la Biblia durante cuatro años, convirtiéndose en
la maestra principal del establecimiento educativo. Dice ella:
Mi medio de vida no es como otros, que si lo dejo hoy, lo recupero mañana.
Si abandono a los alumnos aunque sea por un solo día después los busco y no los
encuentro, porque los padres los llevan a otras escuelas de Torá. En cuanto a mi
hijo mayor... los padres le llevan a sus hijos solamente por mí, porque todavía es
un muchacho... Y si dejo de enseñar a Ins oequeños mis hijos v vo quedamos
sin trabajo y estamos perdidos (ídem, pag. 52).

Se dispone de mucha información acerca de la educación de las mujeres


en los países islámicos. Los ciegos tenían en este aspecto una ventaja, por­
que los padres estaban más dispuestos a enviar a sus hijas a estudiar con
ellos. En una carta conmovedora, presuntamente escrita en Egipto en la
primera mitad del siglo XII, escribió una mujer en su lecho de muerte:
Te digo, hermana mía —que el Señor me reciba por tu redención— que con­
traje una penosa enfermedad y es poco posible que me recupere, y ya veo sueños
que anuncian mi fin... Señora mía, si Dios decide en el cielo mi muerte, mi ma-
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yor deseo sería que tomases a tu cargo a mi hijita e hicieses un esfuerzo para que
curse estudios. Sé que te impongo una pesada carga, porque no contamos con los
medios necesarios para criarla y menos aún para educarla. Pero tenemos el ejemplo
de nuestra madre y maestra, la sierva del Señor (S. D. Goitein, Methods of education,
Jerusalen, 1962, pág. 66).
Éste es el caso de una familia judía no precisamente acomodada, en la cual
las mujeres de dos generaciones habían recibido instrucción y se habían
preocupado por educar a sus hijas.
Las obras de los grandes poetas judíos de la época, la filosofía y el estilo
empleado por sus elementos dirigentes dan testimonio de la existencia de
un nivel muy elevado de cultura y educación. En esta producción cultural
participaban posiblemente los judíos de todas las clases, tanto en la Espa­
ña musulmana como en los países orientales, aunque en concreto existe
muy poca información al respecto.

Ambiente cultural y nivel de educación entre los judíos


del noroeste de Europa
En las comunidades askenazíes del noroeste de Europa existían escasas
diíerendas entre los distintos estratos de la sociedad, dentro de un nivel de edu­
cación general que podía ser calificado de elevado. Un discípulo de Abe­
lardo, monje del siglo XII, afirma en uno de sus comentarios:
Los judíos, movidos por su fervor hacia Dios y su amor a la Torá, ejercitan en
las letras a cuantos hijos tienen para que todos ellos puedan entender la ley del Se­
ñor... Todo judío, por pobre que sea, y aunque tenga diez hijos, les da instruc­
ción a todos, no por motivo de lucro, como hacen los cristianos, sino para compren­
der la ley de Dios; y no solamente a los hijos, sino también a las hijas (B. Smalley,
The Study of the Bible in the Middle Ages, Oxford, 1952, pág. 78).
En las comunidades askenazíes los niños eran iniciados en el estudio de
la lora mediante una solemne ceremonia de carácter simbólico. Los judíos
askenazíes, que eran muy elogiados por este monje debido a su práctica de
la enseñanza, tenían una norma durante el siglo XII, por la que
después de la circuncisión, cuando ellos quieren, reúnen el quorum de diez personas,
toman un Pentateuco y adornan al niño en la cuna de la misma forma que en el
día de la circuncisión. Le ponen el libro encima y dicen: «Que éste cumpla lo que
se ha escrito aquí», y dicen: «Y que [Dios] te dé...» seguido por todos los versículos
de las bendiciones... y le ponen en la mano un tintero y un cálamo para que tenga
el privilegio de ser un hábil escriba en la Torá del Señor ^S. Hurvitz, edit., Mahzor
\itry, Nuremberg, 1923, pár. 507, pág. 628).
Siendo todavía un recién nacido entraba el judío en contacto con los ve­
nerados objetos de estudio, sagrados y fuertes símbolos del aprendizaje por
intermedio de los cuales el niño se impregnaría de amor a la lora y de de­
seo de estudiarla.
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Cuando los padres preparaban al niño para que iniciara sus estudios,
toda la familia celebraba el acontecimiento con ceremonias simbólic -*s, que
se caracterizaban por ser una mezcla de procedimientos didácticos y t-je ex­
presiones de fe en la santidad de la Torá:
Le escriben las letras del alfabeto hebreo en una tabla; luego lo lavan y le ponen
ropa limpia. Le amasan tres pequeños panes de harina en flor con miel... y le
cuecen tres huevos, y le traen manzanas y otras frutas, y buscan un sabio distin­
guido para que lo conduzca a la escuela. El sabio lo envuelve en su taled y lo lleva
a la sinagoga, donde le ofrecen para comer los pequeños panes de miel, los huevos
y la fruta; y le leen los textos. Luego, cubren la tabla con miel y hacen que la lama.
Finalmente lo llevan de vuelta a su madre (ídem, pár. 508, pág. 628).
Acerca de esta ceremonia acostumbraba a decir la gente de la época
que «es como si lo llevasen al monte Sinaí».
Han llegado hasta hoy informaciones acerca de los métodos educativos
que se aplicaban entonces: «Luego comenzaron a enseñarle; primero lo ha­
lagaban, pero finalmente le daban un correazo en la espalda... y le acos­
tumbraron a balancearse mientras leía.» Estos métodos y ceremonias se
mantuvieron en Francia a partir del siglo XII y en Askenaz a partir del si­
glo XIII. Esta ceremonia también fue registrada por los iluminadores de los
manuscritos judíos, a principios de) siglo XIV.
Más adelante, se tratara acerca ae ias tendencias fuertemente ascéticas
que existían entre los Jasidé Askenaz. Ya se ha hablado del quidús hasem, la
consagración del santo nombre de Dios mediante la muerte, su pavor y su
gloria. La vida familiar judía, incluso la de los ascetas y los dirigentes, era
en general una combinación simultánea de temor al cielo y alegría de vivir;
para el jefe de una familia ascética poseía gran valor incluso el juego de los
niños. R. Eleazar ben R. Yehudá, uno de los dirigentes de los Jasidé Askenaz
lloró en sentidas palabras a su esposa, «la piadosa señora Dolsá», que fue
asesinada por los cruzados, en 1096, juntamente con sus dos hijitas. Con
frases tomadas de la parte final del libro de los Proverbios, pero con deta­
lles extraídos indudablemente de la vida real, describe de este modo a la
digna mujer:
Corona de su marido, hija de nobles... el corazón de su esposo confiaba en ella,
la mujer alimentaba a su esposo, lo revestía de honor para que se sentara entre los
metanos del país y atesorara Torá y buenas acciones... estaba siempre con él, le
hacía libros con su esfuerzo... Buscó lana blanca para tejerle orlas... Hizo
hilo para filacterias, rollos y libros. Era rápida como una gacela para cocinar la co­
mida de los niños y cumplir los deseos de los estudiantes... Cosió los paños de
unos cuarenta rollos de la Torá... adornó novias v las llevó [a la boda] con hono­
res. La dulce [Dolsá] lavaba a los muertos y cosía sus mortajas. Sus manos hilva­
naban ropa para los estudiantes y reparaba libros rotos. Tenía mano abierta para
los pobres y daba de comer a sus hijos, a sus hijas y a su marido. Hacía pabilos
para [las velas de] la sinagoga... y recitaba salmos. Cantaba himnos y rezos... de­
clamando la relación sobre la preparación del incienso y los diez mandamientos.
En todas las ciudades enseñaba a las mujeres y cantaba con suavidad; llegaba tem­
prano a la sinagoga y se quedaba hasta muy tarde. Durante todo el Día de la Ex-
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piación contaba y cuidaba las velas... Abría la boca con sabiduría y conocía lo
prohibido Y 1° permitido... En el sábado hacía preguntas y, feliz, bebía las pa­
labras d el marido... Era sabia para hablar... compraba leche para los que estu-
diabar* Y contrataba maestros con su esfuerzo... Corría a visitar a los enfer­
mos. b-s daba de comer a sus hijos y les incitaba a estudiar... cumplía con pla­
cer la voluntad de su esposo y jamás y en ningún momento le enojaba (Haberman,
¡ ms matanzas de Alemania y Francia, págs. 165-166).
Esta elegía no es solamente un homenaje a una mujer excepcional ama­
da por el marido, sino también una descripción de la atmósfera doméstica
que existía entre los eruditos rabínicos de aquella época. Las mujeres par­
ticipaban en la vida de Torá y oraciones, no solamente atendiendo a los es­
tudiantes, y al presidente de la yesibá, sino también orando, escuchando ser­
mones, educando a los niños y realizando las buenas acciones que entra­
ban en su esfera de actividades, como las de conducir a las novias al palio
y preparar los cadáveres para la inhumación. Aquí los detalles aparecen en­
vueltos en una suave atmósfera de profundo afecto personal.
De la hija mayor, que contaba trece años cuando fue asesinada, escri­
bió el padre que todas las oraciones y melodías las había aprendido de su
madre. «Era piadosa y sabia, una hermosa doncella. Me preparaba todas
las noches la cama y me sacaba las botas. Bellette andaba ágilmente por
la casa y decía siempre la verdad, sirviendo a su Hacedor, hilando, cosien­
do y bordando» (ídem, pág. 166). El acongojado padre recordaba también
las hazañas de su hija menor: «Recitaba todos los días la Sema y las siguien­
tes oraciones. Tenía seis años de edad y sabía hilar, coser y bordar, y me
entretenía cantando» (ídem, págs. 166-167).
En la vida doméstica y familiar de los judíos que vivían en los países
de Askenaf se combinaban, como vemos, la devoción a la Torá con la ama­
bilidad (véanse en las págs. 649-651 detalles de la doctrina jasídica sobre el
papel del amor en la vida matrimonial), la urbanidad y el respeto mutuo de
las relaciones familiares. Los tosafistas de Francia llamaban señora a las mu­
jeres de la familia. El nivel educativo de todos los grupos de la comunidad
judía era probablemente más uniforme aquí que en España y los países
islámicos.

Actitud ante los libros


Durante todo este período y en la totalidad de la diàspora, los libros
eran respetados y apreciados, y existen pruebas de ello que se remontan has­
ta los siglos X y XI. En el siglo XII, R. Yehudá ibn Tibón le decía a su hijo:
«Te he honrado dándote muchos libros, y nunca tuviste necesidad de pe­
dir prestado un libro a nadie... De la mayoría de los libros tienes dos
o tres ejemplares; además, te hice libros de todas las ciencias» (Abrahams,
op. cit., pág. 57). El padre y el hijo se sentían enaltecidos cuando aumen­
taban la cantidad de libros que poseían, y R. Yehudá aconsejaba a su hijo
que los tratase con gran respeto y afectuoso cuidado:
618
Hijo mío, que tus libros sean tus compañeros, y tus bibliotecas y estantes aia_
medas y gratos jardines. Apacienta en sus bancales y selecciona sus flores... y s¡ tu
alma se fatiga y extenúa, pasa de un jardín a otro y de un cuadro de florcs a
otro... Porque entonces se restablecerá tu voluntad y se embellecerá tu esp;r¡tu
(ídem, pág. 63).
*
Los libros proporcionaban a R. Yehudá placer estético y renovación es­
piritual. Enseñó a su hijo la manera de tratar a los libros de su biblioteca:
«Ponlos bien ordenados, para que no te canses de buscarlo cuando te haga
(alta algún libro...» Le sugirió además que hiciera un catálogo particular
para cada armario (ídem, pág. 81).
Imanuel de Roma, que nació en la segunda mitad del siglo XIII y mu­
rió poco antes del año 1336, recoge en el octavo libro de sus Majbarot (Fas­
cículos) la opinión que tenía de los manuscritos un grupo contemporáneo de
«hombres sabios, morales y comprensivos». De acuerdo con su costumbre,
relata los hechos con maliciosa imaginación. Un hombre trajo
de Toledo, donde había pasado siete años, una carga de buenos libros bastante pe­
sados para un par de muías... y regresó llevando libros más valiosos que el oro; al­
gunos de ellos escritos en hebreo, y otros en árabe. No bien lo supe, quise saber el
título de aquellos libros y él me mostró un pergamino donde figuraban en orden;
había unos ciento ochenta nombres.
Según lo que cuenta, los libros se encontraban «en unos barriles, cerra­
dos con sellos sobre sellos». Cuando el dueño de los libros se fue a Roma,
Imanuel y sus compañeros abrieron los barriles y eligieron «los libros más
valiosos y selectos, y copiaron diez de ellos». El hombre volvió y se quejó,
e Imanuel le contestó con una carta elocuente en la que decía que «nues­
tras almas resecas anhelaban ansiosamente oír la voz de los nuevos cono­
cimientos y nuestros pensamientos declararon: ...todo lo mejor está ahí, lo
más selecto del conocimiento y la poesía más perfecta; vayan, extraigan de
ahí algo, para que vivamos y no perezcamos» (D. Yarden, edit., Majbarot
Imanuel, Jerusalén, 1957, págs. 161-166). Aconsejó al librero que aceptase
la situación sin protestar, porque «te conviene más guardar silencio y decir
amablemente que nos prestaste los libros por generosidad». Se conoce, a
través del relato de Imanuel, que los libros fueron transportados desde Es­
paña a Italia. Y aunque el incidente no hubiese ocurrido en la forma en
que es relatado por Imanuel, y sea en parte producto de su imaginación,
expresa indudablemente la actitud de los judíos italianos hacia los
libros hebreos.
Los Jasidé Askenaz habrían de solicitar que los libros fuesen tratados
como objetos sagrados; sus escritos informan que a este asunto le fue otor­
gada una gran importancia. Pidieron «que los compradores de libros no afir­
masen que «el libro no vale lo que cuesta», porque sería difamarlo. Que
dijesen más bien: «Le doy tanto; si le conviene me lo llevo» (Wistinetzky,
op. cit., pár. 665, pág. 176). En aquella época, había muchos en Askenaz
poseedores de grandes bibliotecas. Los jasidim procuraban reunir coleccio­
nes que fuesen lo más completas posible, con la esperanza de que después
619
de muertos fuesen conservadas por sus familias; y «los virtuosos suspiraban
de mied° de que sus herederos vendieran los libros». Pero un jas id explicó
la disf-*ersión de las bibliotecas después de la muerte de sus creadores desde
la óptica de otra actitud jasídica, según la cual los libros están en las manos
d-. sus poseedores sólo en calidad de préstamo y les está prohibido conser­
varlos exclusivamente para sí. A quienes se quejaban por la dispersión de
las colecciones, el sabio les contestó:
No os lamentéis. Os voy a decir cuál es el pecado por el que los libros no están
en poder de los herederos. La razón es que el difunto no le prestaba los libros a
nadie, porque decía: Soy viejo, y si se borran las letras quedarán veladas y no po­
dré verlas. Pero no se debe pensar en eso, porque es mejor que la gente estudie en
los libros, aunque las letras se vuelvan ilegibles, y no que éstos permanezcan en un
rincón oculto donde nadie puede leerlos (ídem, pár. 673, pág. 178).

Los tosafistas y su obra


Es indudable que este ambiente cultural de la sociedad judía constituyó
la base de su conquista espiritual. Pero no siempre se evidencia la relación
existente entre el fundamento cultural y la estructura levantada sobre el mis­
mo, sobre todo cuando solamente se dispone de informaciones fragmenta­
rias acerca de ello. No resulta posible, por ejemplo, determinar con certeza
en qué proporción contribuyó la herencia cultural de la aristocracia judía
de España a las obras de Maimónides, escritas en su mayor parte en Egip­
to, o en qué medida la cultura de las clases inferiores judías de Egipto, de
la que se ha hablado antes, influyó en el citado filósofo para decidirlo a de­
dicar una gran parte de sus trabajos a la orientación y la instrucción de las
masas judías. Más adelante, se hará referencia a la labor de los grupos se­
lectos, como el de los Jasidé Askenaz, cuyo propósito era el de servir de guía
y ejemplo para todo el pueblo, y será posible observar la formulación de la
sabiduría mística, que se proponía revelar una pequeña parte de la cábala
a la comunidad en general.
Una de las corrientes creadoras de entonces dedicó toda su actividad al
estudio de las tradiciones reveladas en la literatura halájica y midrásica.
Se especializó en la exégesis y el análisis del Talmud, la discusión legal y
la aplicación práctica de las leyes así como en los comentarios sobre la Torá
y los profetas. Este grupo, llamado de los tosafistas, se inició entre judíos fran­
ceses, extendiéndose posteriormente por todo Askenaz y ejerciendo una po­
derosa influencia incluso en la cultura judía de España. La escuela recibió
ese nombre por su principal realización, las tosafot o adiciones. Eran, con­
cretamente, notas, análisis, glosas y aclaraciones a anteriores comentarios
talmúdicos, especialmente los de Rasi. Estudiando su obra, se adiverte que
tras su modesta denominación existe una amplia proporción de indepen­
dencia espiritual y un enfoque estructural que comprende numerosos ele­
mentos integrantes y modelos de creación. Los autores denominaron tosafot
a sus trabajos en confirmación de su principio acerca de que las generacio­
nes anteriores habían sido superiores a la suya. El Talmud ya había sido
620
comentado por Rasi, y a ellos les quedaba únicamente el derecho de for­
mular glosas complementarias, ajustándose a las palabras del Cuntres, nom­
bre que se daba entonces a los escritos de Rasi. Las tosajot, no obstante, pa­
saron de hecho a constituir el «Talmud de Francia», exposición de juris­
prudencia rabínica desarrollada de acuerdo con los métodos y los objetivos
del Talmud. Los tosafistas analizaron con mentalidad aguda y penetrante
los temas, cuestiones y conceptos del mismo, en monografías destinadas a
los estudiantes que suponían, en todas las zonas de la vida judía, y espe­
cialmente en la esfera del judaismo askenazí, un importante sector de la po­
blación masculina adulta. Los procedimientos empleados en la tarea ha­
brían de ampliar la teoría y la práctica del método de la halajá; algunos de
sus sistemas de estudio se asemejan a la escolástica cristiana, que comen­
zaba entonces a ser difundida en las Universidades establecidas en las ma­
yores ciudades de la Europa occidental.
Las obras de los tosafistas fueron mucho más numerosas que las que se
encuentran actualmente impresas, ya que de algunos de sus trabajos han
sido conservados solamente los originales manuscritos. Empleaban la téc­
nica de las preguntas y respuestas establecida en la tradición talmúdica: un
sabio presenta el problema y otros ofrecen la solución al mismo; el debate
quedaba en ocasiones contenido en un solo párrafo, con una cita del Tal­
mud como introducción. Los comentarios de Rasi tienen la misma dispo­
sición; era el método habitual de exégesis empleado durante la Edad Me­
dia, basado en las explicaciones y los comentarios de anteriores autorida­
des. No obstante, el estudiante que enlace las afirmaciones aisladas de al­
gún tosafista principal encontrará que forman, al igual que en el Talmud,
un sistema de pensamiento coherente con el estilo característico de su autor.
El mundo espiritual de los tosafistas estaba caracterizado por una pers­
picacia legal combinado con un profundo amor a la halajá y a las actitudes
morales heredadas de sus antepasados. A menudo, las deliberaciones que
a primera vista aparecen como académicas y complejas suministran en rea­
lidad las bases espirituales necesarias para la vida comunitaria. De ahí que
sus innovaciones no hayan tenido de ninguna manera un carácter pura­
mente académico. Algunas de las cuestiones que fueron presentadas a las
autoridades legales judías de aquel tiempo —por ejemplo, los problemas
surgidos del comercio mantenido con los cristianos y su armonía o su de­
sacuerdo con las antiguas leyes que regían las relaciones entre judíos e idó­
latras, los préstamos acordados con intereses, la observancia del sábado en
un clima donde era preciso calentar constantemente las habitaciones, etc.—
eran resueltas de acuerdo con la halajá, la aguda sagacidad de los tosafistas
y las antiguas formulaciones que éstos transformaban para que sirviesen
de guía para la vida judía, de acuerdo con las cambiantes características
de la sociedad. En ocasiones, resulta evidente que incluso los más decidi­
dos alejamientos de los textos eran realizados en la creencia de que la in­
novación expresaba la real opinión de los grandes antecesores. En muy po­
cos casos era aprobada una modificación que se creía beneficiosa con la cla­
ra conciencia de que alteraba el carácter de una jurisprudencia de muy an­
tigua aplicación.
621
Las discusiones de los tosafistas alcanzarían finalmente a los demás es­
pacios de la cultura judía, y siguen constituyendo todavía ahora tema de
estudio en las academias talmúdicas. La obra de los tosafistas representa
una importante contribución de la cultura askenagí, especialmente la de
Francia, elaborada a lo largo de los siglos XII y XIII, y aportada al con­
junto del pensamiento judío.
El carácter colectivo de las discusiones, el método de estudio en conjun­
to y la forma de realizar la presentación de los temas, que reunía las frases
fragmentarias de varios eruditos en párrafos breves, no conseguían borrar
la notable personalidad de quienes intervenían en la tarea. Dos hermanos
habrían de destacarse de forma especial: R. Yaacob, conocido como Yaacob
Tam o Rabenu Tam, y R. Semuel, conocido como Rasbam; eran hijos ambos
de Rabí Meír, yerno de Rasi. Vivían muy próximos y eran personajes de
relieve entre los tosafistas. Rabí Yaacob se permitía refutar y criticar a los
dirigentes de épocas anteriores pero, como se ha dicho anteriormente, im­
pedía a los demás que hiciesen lo mismo, dado que carecían de la autori­
dad que él poseía. No es por tanto accidental el hecho de que lleven el nom­
bre de Rabenu Tam varias ordenanzas importantes del siglo XII. Y no
debe verse como una leyenda sin sentido el relato contemporáneo que ex­
plica cómo fue arrastrado por caballeros cristianos que trataron de infligir­
le las «heridas de Jesús», para vengarse en el reconocido dirigente judío
por la supuesta transgresión cometida contra el Mesías. Resulta, por el con­
trario, un hecho indudable que actuó y dirigió a la comunidad judía como
un verdadero «obispo de los judíos», al hallarse en posesión de una excep­
cional estatura moral.
La independencia espiritual de Rabí Semuel era posiblemente todavía
mayor que la de su hermano, Rabenu Tam. En su comentario sobre la
Torá rechaza toda la literatura exegética y homilética, incluyendo a la mis­
ma obra de su abuelo. Buscaba el significado más simple y claro del texto
en el sentido más amplio, desestimando ocasionalmente las interpretacio­
nes emitidas en la tradición halájica. Rasbam escribió comentarios sobre va­
rios tratados del Talmud, manifestándose más bien como un «segundo
Rasi» que como un analítico tosafista. Y aunque participó en las activida­
des comunales y en la promulgación de ordenanzas, su labor parece haber
sido principalmente dirigida hacia la orientación académica.
Considerando tanto los puntos de vista comunes como los divergentes
entre los tosafistas dedicados al estudio de los aspectos exotéricos de la Tora
y la tradición judía, se advierte con claridad que las enseñanzas y las opi­
niones de los eruditos judíos medievales se comprenden mejor si se presen­
tan dentro del contexto de los problemas que afrontaban por entonces los
judíos, y de los programas que individualmente o en grupos proponían para
solucionar las cuestiones de carácter social y espiritual planteadas.

622
Significado del exilio
Las generaciones que tuvieron la experiencia, directa o indirecta, de he­
chos como las cruzadas, las persecuciones de los almohades, la humilla­
ción «normal» impuesta por los musulmanes y las matanzas de los cristia­
nos, trataron inevitablemente de encontrar algún significado a los sufrimien­
tos padecidos por el pueblo judío, así como alguna razón que explicase la
fragilidad de la nación elegida por Dios. Analizando la situación de su pue­
blo en la diáspora del siglo XII, R. Abraham ibn Ezra no observó más que
la debilidad de los perseguidos, debilidad que no derivaba de su mismo ca­
rácter, sino de la adaptación a la degradación social existente. En su opi­
nión, la servidumbre puede destruir por sí misma la capacidad del hombre
para redimirse:
¿Por que no habrían de luchar:’ —los de la generación del Exodo— por su vida
y por sus hijos? Porque los egipcios eran los amos de Israel, y la generación que
salió de Egipto había aprendido desde su juventud a cargar el yugo de ese país, y
tenían el espíritu aplastado. ¿Podrían ahora dar batalla a los amos? Además, Israel
era indolente e inexperto para la guerra. Es cierto que Amalee vino con pocos hom­
bres, pero si no hubiera sido por las oraciones de Moisés habría dominado a Israel.
Pero Dios mismo, que hace grandes hazañas y proyecta poderosas acciones, se ocu­
pó en hacer que lodos los varones que salieron de Egipto perecieran por no haber
tenido energía para hacerles la guerra a los cananeos, y finalmente surgió una nue­
va generación, la generación del desierto, que no había conocido el exilio y tenía un espí­
ritu elevado (del comentario sobre el Exodo XIV’, 13; la letra cursiva es del autor).
Ibn Ezra, como se recordará, salió de su España natal y viajó por Ita­
lia, Francia e Inglaterra. En Londres, expuso a un hombre el criterio de
que en la parte final del libro del Génesis hay varios pasajes que fueron es­
critos con la finalidad de dar ánimo a los hombres con respecto a Israel, y
hacer que lo viesen como algo más apreciable, para que estuviesen allí en
la vida y en la muerte. Porque la mayoría de los mandamientos pueden cum­
plirse únicamente en Israel (véase su comentario sobre la última parte del
Génesis, M. Friedlander, edit., Londres, 1877, pág. 65).
La doctrina de R. Yehudá Haleví acerca del exilio, la redención y el
país de Israel, es mucho más amplia y compleja. Yehudá Haleví veía el
mundo que le rodeaba con el eco del martirio resonando en su oídos. Cier­
ta vez, en una boda, elogió a los que santificaban el nombre de Dios,
diciéndolcs:
Vosotros los que fuisteis... a derramar la sangre por la unicidad de Su nombre,
y por él destinasteis vuestra alma al fuego; vosotros, que podéis ser comparados con
vuestro padre Abraham... Éste es vuestro camino desde los tiempos pretéritos
y para el futuro, y es la senda de los vuestros por siempre jamás.

El heroísmo de los mártires le otorgó fuerza para sobreponerse al sen­


timiento de humillación que dominaba a su amigo y contemporáneo Ibn
Ezra. Pero sabía muy bien cpie los gentiles contemplaban a Israel con des-
623
precio debido a la degradación impuesta por el exilio. En su obra El cuzarí
dice: «El cuzarí pensó: les preguntaré a Edom y a Ismael [la Cristiandad
v el Islam], pues una de estas dos creencias es indudablemente deseable.
En cuanto a los judíos, es suficiente verlos en su degradación y pequeño
número, y en el hecho de que son despreciados por todos» (sección I,
pár. 4). La vida social judía es notable no por sus éxitos materiales, sino
por su sagrada constancia espiritual que extrajo al judaismo de las hondu­
ras en que se había sumido. R. Yehudá Haleví estaba convencido que el
exilio había dañado el sentido judío de la vida: le hace decir al rey de los
¡azares que el que otorgó la Torá «estableció el sábado y las fiestas por la
más grande de las razones, para que conservéis vuestra calidad y vuestra
grandeza. Si no fuera por las fiestas ninguno de vosotros usaría ropa lim­
pia, ni os reuniríais para conmemorar vuestra Torá, por la degradación es­
piritual en que habéis caído debido al prolongado exilio» (sección III,
pár. 10). Por entonces, los judíos comunes sufrían por la zozobra general
de toda la nación:
La confusión del que se preocupa seriamente por la prolongación del exilio y la
dispersión del pueblo, y lo ocurrido por la pobreza y la disminución de la canti­
dad... llega a preguntar si «estos huesos pueden vivir», y todo ello es debido a que
nos han destruido como nación y nuestro recuerdo se ha perdido (ídem, pár. 11).
La capacidad judía de creación también se vería afectada por el exilio.
«El idioma hebreo... tuvo la misma suerte que la sufrida por aquellos que
lo hablaban. La pobreza de éstos empobreció a aquél y su reducido núme­
ro lo dañó, a pesar de su natural superioridad sobre todas las demás len­
guas» (sección II, párrs. 67-68).
La sensibilidad de R. Yehudá Haleví ante el exilio se intensificó por la
situación del judaismo español de su tiempo, instalado en parte «en las re­
giones de Edom» y en parte, como antiguamente, «en las fronteras de Ara­
bia», según su poética descripción de la distribución de los judíos entre los
principados cristianos y los islámicos. Conoció de cerca los cambios que si­
guieron a la cruzada emprendida por entonces en España —la Reconquis­
ta—, y tuvo noticia de la guerra librada por los cruzados en Palestina. Re­
conoció la religiosa sinceridad de unos y otros, cristianos y musulmanes.
Incitado por los dos ejércitos que se combaten con meritorias intenciones
de ambos lados, sale «el rey de los jazares» de Yehudá Haleví a buscar
el camino de la verdad. En un sueño le es dicho que «tus intenciones me­
recen la aprobación del Creador, pero tus acciones no son deseables».
Los filósofos arguyen la total superioridad de la buena intención, y el
rey refuta sus argumentos refiriéndose a las cruzadas, señalando que
habrá indudablemente algún hecho que sea deseable por sí mismo, pero no de acuer­
do con la lógica. Porque si no, ¿cómo se explica que Kdom e Ismael, que se divi­
dieron el mundo habitado, estén peleando entre sí? Ambos dedicaron su alma a
Dios, ayunan, oran y observan una vida ascética; sin embargo, salieron cada uno
de ellos a matar al otro, creyendo que esa matanza es una hazaña grande y virtuosa
que lo acerca al Creador... Y cada uno de ellos cree que está en camino hacia
624
el paraíso. Darles la razón a los dos es algo que el entendimiento rechaza (sección I,
pár. 2).
No citaba la devoción de ambas partes simplemente como argumento
polémico; R. Yehudá Haleví era muy sensible a las manifestaciones de fe y
piedad de los miembros de otras religiones. Se levantaba por la mañana a
rezar cuando oía
La voz quejumbrosa de la gente
en oraciones de hondo fervor.
¡Levántate! Que el clamor candente
de los pueblos disipe tu sopor.
(J. Zemorá, edit., Complete Poems, Tel Aviv, 1946, libro V,
17, pág. 215.)
Conocía tanto la sincera devoción religiosa de los cruzados como la que
sentían los musulmanes de la vecina mezquita.
Los judíos que fueron heridos en España durante las guerras de la Re­
conquistar hicieron decir a Haleví: «Seír y Quedar [La Cristiandad y el Is­
lam]... libran sus batallas, pero somos nosotros los que caemos.» Con esta
declaración se abre su elegía:
En la ciudad que aloja tres veintenas
de mercaderes principales, poderío de Israel...
El día en que irrumpieron en la ciudad...
muertos por la venganza de los hijos de Seír.
Yacen pilas inmóviles de cadáveres
cuando pasa la espada del desquite.
Luego el cautiverio, hambre y sed
afrontan los hijos de Israel.
(ídem, libro X, págs. 593-596.)
Comparte el sufrimiento de sus hermanos, pero deplora al mismo tiem­
po la carencia de poderío militar de los judíos:
Entre los ejércitos de Seír y de Quedar
ya no aparece el ejército de Israel.
Para sobreponerse al sentimiento de debilidad y desesperación, R. Ye­
hudá formuló una teoría propia de la selección de Israel, que comprende
la elección física del país, situado en una región «de climas parejos y tem­
plados». De todas las tierras de esta excelente región «la más central y más
conveniente es la del país de Canaán, el territorio de la profecía». Los ju­
díos tienen que desear esta tierra no solamente a causa de la degradación
que les impuso el exilio, sino también porque el mismo estado de expatria­
ción contiene una ambigüedad esencial. Haleví pone una desacreditante ob­
servación acerca de los judíos en boca del rey de los jazares: «Estáis degra­
dados en este mundo y estaréis degradados en el mundo venidero.» Pero el
625
sabio judío replica: «Nos condenas debido a nuestra pobreza e infortunio,
pero la pobreza y el infortunio han sido el orgullo y la grandeza de otros
pueblos», refiriéndose a las sagradas figuras del cristianismo y el Islam
(El cuzarí, sec. I. pár. 113).
Sin embargo, Haleví no aceptaba respuestas fáciles ni se conformaba
con verdades a medias. La humildad es una virtud religiosa apropiada para
todas las creencias, pero sólo si es una manifestación voluntaria de abne­
gación y de sumisión espiritual. Por eso, el argumento de los judíos «sería
verídico si vuestra abnegación fuera espontánea; pero os la imponen, y si pu­
dieseis, mataríais» (ídem, pár. 114). Este razonamiento, que muestra el mis­
mo deseo de resistencia física y autodefensa expresado por Ibn Ezra y por
Maimónides, dio a R. Vehudá la oportunidad de penetrar profundamente
en la psicología de un judío común que sufre en el exilio:
La mayoría de nosotros no acepta la pobreza y el sometimiento a Dios por amor
a su Tora..., pero la minoría apoya esta opinión. No obstante, existe una recom­
pensa para la mayoría porque carga con el peso del exilio en un término medio en­
tre la compulsión total y la libre voluntad.
La expresión «termino medio» es muy significativa; indicaba que desde
el punto de vista espiritual, el judío común se hallaba en una posición am­
bivalente, por la que se entrelazaban en su aceptación del exilio y de sus
derivaciones la compulsión y el libre albedrío. R. Yehudá encontraba un ele­
mento de opción en el hecho de que rodeaban a los judíos religiones que
se conformaban con la simple declaración de los individuos de que acepta­
ban observarlas; si los judíos del exilio «quisieran unirse a sus opresores les
bastaría decir una sola palabra sin ningún esfuerzo» (ídem, pár. 115).
De ahí se deducía el elemento de opción,
porque hay entre nosotros personas importantes que podrían eliminar del alma el
desprecio y la esclavitud solamente pronunciando, sin dificultad alguna, una sen­
cilla palabra; se convertirían así en hombres libres de posición social más elevada
que la de aquellos que los mantenían en servidumbre, y si no lo hacen es porque
quieren conservar su Torá (ídem, sec. IV', pár. 23).
Haleví expresaba los sentimientos de los círculos aristocráticos, que se
consideraban iguales en todo a la nobleza cristiana e islámica, pero recha­
zaban las ventajas que la integración en esos grupos les hubiera reportado,
para defender su creencia en Dios.
Yehudá Haleví prefería, por consiguiente, residir en el desolado país
de Israel:
En el país de Israel una jornada
es mejor que mil en tierra extraña,
y las ruinas sagradas de la cima
las prefiero a una sala palaciega.
Por aquéllas queda el alma rescatada
y por éstas sigo siempre esclavizado.
(Schirman, of>. cit., II. pág. 491.)
626
La cruel esclavitud que rechazaba era la vida cortesana de la clase su­
perior:
puede estar complacido de servir a un reyfetiche?
¿ Q u ié n
Como un pájaro sometido que añora el cielo,
se pliega a los ídolos de los filisteos,
de los árabes y los líeteos.
Cumple su voluntad violando la de Dios,
reniega del Creador para servir a las criaturas.
(ídem, pág. 498.)
Los argumentos de Haleví parecen dirigidos contra los judíos que se opo­
nían a la emigración hacia Israel. En sus poemas y en El cuzarí presenta
los razonamientos de los que afirmaban que la Tierra Santa estaba en rui­
nas, que era gobernada por los cristianos y que los judíos no debían aban­
donar las tumbas de sus padres que se encontraban en España para mar­
char Icios. Al mismo tiempo, reconocía que a él también le resultaba difícil
renunciar a su éxito social, su círculo de amigos y sus discípulos. Pero fi­
nalmente se impuso su negativa a la vida en el exilio; a la oposición del cu­
zarí de viajar a la Tierra Santa responde el sabio:
La tierra de Canaán está dedicada exclusivamente al Dios de Israel; y sólo ahí
pueden observarse extensamente los mandamientos, dado que muchos de ellos se
relacionan con el país de Israel. El corazón y el alma son limpios y puros única­
mente en el lugar del que saben que está dedicado a Dios (sección V, pár. 23).
Haleví ponía en práctica lo que predicaba; su peregrinación del
año 1141 fue un acontecimiento general en la comunidad judía, destinado
probablemente a tener el carácter de una demostración pública. Los judíos
de Egipto recibirían jubilosamente al apreciado poeta con ceremonias
y banquetes.
Cuando R. Mosé ben Xajmán —Rambán o Najmánidcs, 1195-1270—
llegó a Tierra Santa en 1267, cantó las alabanzas de Jerusalén en una epís­
tola poética que informaba a los exiliados en España acerca de la esplen­
didez y la sempiterna santidad del país, de su degradación por la ausencia
de sus hijos y el anhelo que sentía por su regreso. Jerusalén era el lugar
donde estaba firmemente asentado el mundo y donde los fundamentos y los límites
de la tierra comenzaron a ramificarse..., de donde surgió la profecía y se extendió
hacia el alma de sus hijos —Israel—... De ahí extrae Israel su elevación y su
permanencia... y ahí es donde el monte del Templo es grande y sagrado, consagra­
do para el santuario... Esto es realmente lo menos que se puede decir en ala­
banza de la ciudad... Y hoy he visto su santidad y también una penosa visión.
Encontré dentro de la ciudad un judío oprimido y sufriente; es tintorero y está lleno
de desprecio. En su casa se reúnen grandes y pequeños, no alcanzando a formar
un grupo suficiente para orar. No hay bastantes personas para formar una comu­
nidad, ni entre los ricos y los propietarios, y ni aun entre los pobres y los necesita­
dos... Te comparo con una mujer a quien se le ha muerto su hijo de pecho; la
leche le produce dolor, y amamanta cachorros... Tus mismos enemigos te com-
627
padecen, le recuerdan épocas anteriores y glorifican la ciudad santa, diciendo: «Nos
la entregan como herencia.» V cuando van a visitarte y encuentran todo lo que de­
leita la vista, corren como si huyeran del enemigo cuando no hay nadie para per­
seguir. Sí, está todo abandonado, toda la tierra, espaciosa y fértil, porque no son
dignos de ti, y tú no eres suelo para sus plantas. (Del final de su comentario sobre
el Pentateuco.)
También aquí el lazo eterno existente entre los judíos y la ciudad santa
y el estado ruinoso de la urbe se contrastaba con la abyecta condición de
los judíos que allí vivían a la sazón y la actitud de los cruzados hacia la
ciudad. Y Najmánides constató otra oposición, destacada asimismo en su
comentario sobre la Torá, en el hecho de la imposibilidad de que se insta­
lasen extraños en el territorio ante la negativa de la tierra de ofrecerles sus
dones. Aguarda en cambio a sus hijos, y de ahí la desolación del país, que
fue prometido a Israel. En presencia de las santas ruinas, Najmánides,
como lo hiciera R. Yehudá Haleví, habla a su Dios y a la ciudad santa de
los mártires que murieron en nombre de Dios. Les recuerda
la sangre de... los santos y los inocentes que por ti entregaron el alma a la muerte,
y pusieron la cabeza bajo la espada para ofrecerte su sacrificio humano, que fue
para ellos de fragante dulzura... porque estaban alegres y gozosos. Uno dijo: «Soy
del Señor, pertenezco a mi Creador, la roca de Israel. Me sacrifico, sacrifico mi car­
ne y mi sangre. Doy mi primogénito por mis pecados, el fruto de mis entrañas por
la transgresión de mi alma.» Se les alegraba el espíritu... desde el padre hasta los
hijos; era un legado del Sinaí dar el alma como ofrenda voluntaria de paz y de acep­
tación ante el Señor (ídem).

Este dirigente del siglo XIII elogiaba la práctica de matar a los hijos
para impedir que cayesen en manos de cristianos. Recordando, delante del
monte del Templo, a los mártires de la diàspora, reprochaba amargamente
a Dios la situación de los judíos en el exilio: «Instalaste entre gentiles, des­
preciados y humillados, a los que se aferran al Dios vivo. Y muchos pue­
blos los combaten, arrancándoles la piel del cuerpo... robando y saquean­
do. Les asestaste golpes de enemigo» (ídem). Esta es la opinión que tenía
Najmánides de lo que pasaba en la diàspora cuando salió de su país natal
para trasladarse a la tierra prometida de sus padres. Cuando se encontraba
todavía en España, su valoración era más favorable con respecto a la exis­
tencia física y espiritual de los judíos que permanecían en su país: «Hemos
quedado unos pocos en cada pueblo... Pero todos juntos somos nume­
rosos, alabado sea Dios.» (De su comentario sobre el Deuteronomio,
IV, 27.) En ese momento, no observó muchas dificultades económicas en
la diàspora; en su opinión el propósito de las maldiciones del Deuterono­
mio era únicamente el de «aludir a las generaciones de la época en que fue
destruido el Segundo Templo, cuando estaban tomándose medidas para ani­
quilarlas» (sobre el Deuteronomio XXVIII, 42). La maldición del exilio
español consistía para él principalmente en el temor judío ante la persecu­
ción: «El miedo que tenemos en el exilio procede de las naciones que cons­
tantemente nos persiguen.» Por lo que respecta a las condiciones de vida,
628
«desde que estamos en exilio en los países de nuestro enemigo, nuestros es­
fuerzos no han sido inútiles, porque vivimos en esas tierras en igual forma
que los gentiles que residen en ellas, e incluso mejor que ellos» (ídem).
La añoranza de los judíos de España por Tierra Santa y sus interrogan­
tes sobre el exilio y el Mesías fueron haciéndose más apremiantes a medida
que declinaba su posición. Los cabalistas del siglo XIII ya habían comen­
zado a ver en el exilio la expresión de una catástrofe cósmica divina, siendo
los defectos e imperfecciones de Israel un reflejo del estado de imperfección
y deficiencia de todo el universo. La redención de Israel significaba la re­
dención del universo; la lucha entre Israel y Edom era la lucha entre el
bien y el mal, la pureza y la impureza. Los judíos que practicaban el bien
contribuían a poner en libertad los destellos de la «gran luz» original que
permanecía cautiva en las «cáscaras». Según la creencia cabalística, en el
mismo comienzo de la historia cósmica las vasijas en las que había pene­
trado la luz divina en gran cantidad no pudieron contenerla y estallaron,
quedando partículas de la luz en el interior de los recipientes que las sus­
tentaban. A su debido tiempo las buenas acciones de Israel las pondrían
en libertad y producirían la «rectificación» de la catástrofe cósmica, y con
la restauración del orden cósmico quedaría corregido el estado del exilio ju­
dío. Los círculos racionalistas mantuvieron su concepción del exilio y la re­
dención dentro del mismo cuadro de coordenadas, es decir, el restableci­
miento del reino de Israel y la visión de que el pueblo judío, después de
redimido, serviría de ejemplo y foco de irradiación de la salvación espiri­
tual e intelectual del mundo.
El más destacado maestro de esta escuela racionalista era Maimónides.
Enérgicamente opuesto a las descripciones apocalípticas acerca de los «do­
lores del parto del Mesías» y sobre el mundo que sería totalmente diferente
en el escatológico futuro, afirmó:
Que no suponga nadie que en la época del Mesías el orden natural del mundo
sufrirá cambio alguno, o que habrá alguna innovación en el universo creado; el mun­
do seguirá igual, y en cuanto al versículo de Isaías: «Y el lobo yacerá con el cor­
dero. el leopardo y la cabra juntos» es una parábola y un enigma. Significa que Is­
rael vivirá tranquilo entre los perversos idólatras que son como lobos y leopardos...
y todos volverán a la verdadera fe... Todos esos pasajes sobre el Mesías son pa­
rábolas. Y en los días del Mesías el rey, todos los hombres sabrán cuál era el pro­
pósito de la parábola, y cuál su contenido. Los sabios dijeron: La única diferencia
que hay entre este mundo y la época del Mesías es la relativa a la servidumbre
a reyes ajenos (Ynd hajazacá, Hiljot melajim, XII, párrs. 1 y 2).

Maimónides rechazó categóricamente las místicas descripciones de los


días del Mesías, en su opinión fantásticas y exageradas, y postergaba para
el futuro la comprensión de los textos bíblicos que describen aquella época
en términos milagrosos, destacando repetidamente el carácter humano y re­
gio del Mesías. También en este tema sus palabras tienen el estilo y el es­
píritu de las decisiones legales, así como el vigor propio de los escritos
polémicos:
629
No vayáis a suponer que el rey Mesías necesita presentar señales y milagros, in­
troducir modificaciones en el mundo, resucitar a los muertos o algo similar. Nada
de eso... Si surge un rey de la casa de David que es instruido en la Tora y cum­
ple los mandamientos como su antepasado David, de acuerdo con la Torá y la ley
oral, y si ordena a Israel que observe la Torá, cuyas brechas repara, y libra las
guerras del Señor, presenta sin duda las condiciones inherentes al Mesías. Si rea­
liza con éxito todo eso, construye el Templo en el lugar que le corresponde y reúne
a los dispersos de Israel, es con toda seguridad el Mesías. Y traerá la restauración
del mundo, para servir juntos al Señor (ídem, XI. párrs. 3 y 4).

En la descripción de la era del Mesías, Maimónides rechaza el deseo


de venganza y de dominación mundial, y apoya por el contrario las espe­
ranzas basadas en el advenimiento de un mundo de desahogo material y
de riqueza espiritual, tanto religiosa como intelectual. Con esta nota posi­
tiva finalizaba su gran obra de jurisprudencia.
La concepción naturalista intelectualizada de la redención derivaba de
su enfoque básicamente racionalista, combinado con su idea del tipo de di­
rigentes enviados por Dios a la humanidad. Desarrollaría su doctrina acer­
ca de la profecía y el Mesías bajo la influencia de la filosofía grecoárabe;
aquí un poderoso intelecto y una amplia erudición son los requisitos pre­
vios indispensables para efectuar la profecía. Pero si bien el acervo intelec­
tual, tanto como el moral, son condiciones necesarias, aisladamente no bas­
tan para su realización. A diferencia de los filósofos árabes que le prece­
dieron, Maimónides confiere a la divinidad el derecho de veto; el hombre
que ha llegado a estas alturas del desarrollo humano posee una capacidad
potencial para la misión de la profecía, pero depende siempre, independien­
temente de que haya profetizado o no, de la voluntad divina. Según su cri­
terio, también es posible que un hombre sea «profeta en sí mismo... capaz
de vaticinar para sí en su corazón, ampliando... y extendiendo sus conoci­
mientos y sus pensamientos hasta alcanzar a saber lo que nunca supo acer­
ca de estas grandes cuestiones», no siendo los milagros la característica dis­
tintiva de la profecía. El Mesías debe ser necesariamente profeta, esto es,
un hombre que haya alcanzado el vértice de la sabiduría. Cuando Maimó­
nides fue consultado desde el Yemen acerca de un hombre que se había pre­
sentado afirmando ser el Mesías, respondió que si el hombre no había sido
anteriormente un sabio no podía tener condiciones de profeta, y menos aún
de Mesías. Consecuentemente, aconsejó a los consultantes que considera­
sen al pretendiente como un desequilibrado.
El exilio constituía para Maimónides un poderoso desafío espiritual y
social. Los enemigos que deseaban destruir la verdad defendida por Israel
rodeaban constantemente el campamento de la verdad, el de la hueste de Is­
rael. Anteriormente los reyes de las naciones empleaban únicamente el mé­
todo de la coerción; más tarde tratarían de imponerse mediante la seduc­
ción. La innovación que introdujeron primero el cristianismo y luego el Is­
lam reposaba en una combinación de coerción y seducción, lo que explica­
ba que en la época de Maimónides la guerra de los judíos fuese tan difícil
de librar. Maimónides estaba convencido de que Israel saldría victorioso,
630
porque su triunfo significaría el triunfo de la verdad. Creía, al parecer, que
el Mesías vendría realmente en su época.
Puede decirse, en resumen, que en el mundo judío de los siglos XII
al XIV existía una gran preocupación por los problemas del exilio, la re­
dención y la santidad del país de Israel. La intensidad de la emoción no
abarcó a todas las esferas de la población, pero los grupos que se enfren­
taban a esas cuestiones ejercían una gran influencia en el pueblo, bien de
carácter místico o racionalista.

Im idea de la elección divina


Los judíos reconocían el fervor de los creyentes cristianos y musulma­
nes que se les enfrentaban (véanse en la pág. 548 los comentarios de los
Jasidé Askenaz sobre la influencia moral que ejercían los ciudadanos sobre
los judíos, y en la pág. 624 los de Ychudá Haleví sobre los efectos que pro­
ducían en los judíos los sentimientos religiosos de los miembros de otras re­
ligiones). Los judíos luchaban constantemente contra las declaraciones del
cristianismo y el Islam afirmando ser cada uno de ellos la única religión
verdadera, fiel a la voluntad del Dios de Israel. En estas circunstancias,
era natural que la elección divina de Israel adquiriera el carácter de un pro­
blema inmediato y crucial que parece haber conocido una especial agudi­
zación durante el siglo XII.
El racionalista R. Abraham ibn Daud basó la creencia en la elección di­
vina de Israel en el hecho de que la Voluntad divina le otorgó la fe en for­
ma completa, sin que Israel tuviera que realizar los esfuerzos requeridos
por los filósofos gentiles para alcanzarla:
Ellos anduvieron durante miles de años buscando a tientas el monoteísmo, y a
nosotros nos fue otorgado por revelación divina para ser confirmada por los profe­
tas. Cuando recitamos el «bendito seas, Señor, que nos elegiste entre todas las na­
ciones», no hay motivo para que ningún ser racional se maraville. Porque a noso­
tros se nos dio mu; pronto y sin ningún esfuerzo esta valiosísima fe que otras na­
ciones obtuvieron con tanta dificultad. Y si les llegó también a otras, es de nosotros
de quien partió (VVeil, op. cit., 63).
Justifica, por lo tanto, la afirmación de Israel de ser el pueblo elegido,
por la razón de que fue la primera nación que aceptó una fe puramente
monoteísta.
Sin embargo, para R. Yehudá Haleví, que sentía intensamente el pro­
blema del exilio y la degradación nacional, esa solución no resultaba sufi­
ciente. Su noción de la elección divina de Israel se basaba en la singular
combinación de una apreciación mística, antirracionalista, de la relación
del hombre con Dios, y una concepción naturalista de la elección hecha por
Dios de unos individuos y una nación en concreto. Según su criterio, den­
tro de un grupo pueden ser seleccionados determinados individuos sobre­
salientes que tengan muchas características en común con el resto del gru­
po, pero se hallen en posesión de cualidades superiores a los demás. Sobre
631
este principio de la elección reposa la jerarquía de las creaciones y las cria­
turas de Dios. Influido por las disciplinas científicas grecoárabes de su tiem­
po y por su actividad de médico pasó su vida tratando cuerpos sanos y en­
fermos, y concibió una escala del ser que se inicia en el reino mineral. El rei­
no vegetal es superior a éste debido a su capacidad para crecer; el reino
animal por su parte ocupa un plano más elevado dada la propiedad que
los animales tienen de moverse y asociarse. Al hombre corresponde el gra­
do más alto de entre los animales, por su facultad de hablar y su aptitud
para entender. Israel, cima o corona de la creación, se yergue escogido por
encima del resto por el efecto del don de la profecía, reservada únicamente
para él. Para sustentar la polémica. Haleví dio a este último punto una lo­
calización central en su obra, El cuzarí, en la que describe la conversión al
judaismo del rey de los jazares y su aceptación de la verdadera fe de Israel,
aunque no podía adquirir conscientemente esa elevada calidad, que es pe­
culiar del pueblo elegido.
Según Haleví, el proceso de la elección divina se hallaba ya funcionan­
do en la raza humana antes de que existiese el pueblo de Israel. En todas
las edades, partiendo de la época de Adán, Dios escogía personas especia­
les que se destacaban en su generación; «todos los demás eran cáscara».
En los días de Sem, el hijo de Noé, la elección se hizo sobre una base geo­
gráfica en «el país de la profecía»; quedó como patrimonio de los hijos de
Sem, y a su debido tiempo herencia de Israel. En la época del patriarca
Jacob se amplió la calidad de la elección; «se elige a los hijos de Jacob, to­
dos ellos dignos de dedicación divina... y aquí comienza la aplicación de la
dedicación divina a una comunidad completa, tras haberse realizado hasta
entonces únicamente sobre individuos en particular». Al pueblo de Israel
le fue concedido este privilegio no solamente debido a sus cualidades per­
sonales y su linaje, sino porque finalmente se le confiará el país de Canaán,
«el lugar señalado para la dedicación divina». Desde ese momento, pues,
quedó Israel eternamente elegido, pero en el interior de los judíos perver­
sos se encuentran latentes o adormecidas cualidades de elección y singula­
ridad, que pasan más tarde a los buenos hijos o nietos. La «cualidad de la
profecía» queda en posesión de Israel incluso en la situación del exilio; pero
para que esta cualidad pase de la potencia al acto, los judíos deben volver
al país de la profecía, Tierra Santa, Israel, y actuar de acuerdo con las en­
señanzas proféticas, es decir, la Torá de Israel (El cuzarí, sec. I, pár. 95).
Aun cuando los judíos no se encontraban en su país, y se les había re­
tirado la profecía, su misma elección poseía un significado. Israel era en el
exilio «un cuerpo sin cabeza ni corazón... y esos huesos... conservan toda­
vía ciertas cualidades de vida, y han sido recipientes para una cabeza, co­
razón, espíritu, alma e inteligencia» (ídem, II, párrs. 29-30). Haleví de­
muestra la superioridad de este pueblo en virtud de su vitalidad; de otras
naciones se había perdido incluso el recuerdo, pero el pueblo judío conti­
nuaba existiendo. «No nos comparamos a los muertos. Somos como un pa­
ciente a quien todos los médicos desahuciaron, pero él sigue esperando la
curación por algún milagro o cambio que sobrevenga en el orden vigente»
(ídem. pár. 34). Los sufrimientos de Israel en el exilio proceden de su po-
632
sición central para la humanidad y su divina elección, singular y eterna.
Según Haleví, no existe contradicción alguna entre la teoría de que Israel
fue desterrado de su país por sus pecados y la hipótesis de que los pasajes
de Isaías (caps. LUI y ss.) que habla del servidor del Señor que sufre
por transgresiones ajenas, se refieren a Israel. Explica esta compatibilidad
a su modo, en términos médicos: «Israel se encuentra entre las naciones
como el corazón entre los miembros del cuerpo; siente más que ellos la en­
fermedad y es más sano que todos ellos» (ídem, pár. 36). De este modo,
las deficiencias de los otros «miembros» de la humanidad hieren también
a Israel.
Como si quisiera rebatir esa opinión, Maimónides expresó el criterio de
que la nación judía había sido elegida en virtud de la libre voluntad de sus
padres e hijos, que aceptaron la fe verdadera. Israel es una «nación de pro­
sélitos». De esta forma, consultado por Obadyá, «el prosélito justo» —un
converso de Normandía—, acerca de si en sus oraciones debía incluirse
como elegido al referirse a «nuestro padre Abraham», Maimónides
respondió:
Obadyá, prosélito justo, sabio e inteligente, que el Señor retribuya tus acciones,
v que sea amplia la recompensa que recibas del Señor Dios de Israel bajo cuyas
alas has venido a cobijarte... Debes recitar las oraciones en su forma normal sin
cambiar ni una sola palabra. Tienes que orar y recitar bendiciones tal como hacen
todos los judíos... Lo fundamental es que fue nuestro padre Abraham quien en­
señó a todo el pueblo, le dio sabiduría y le habló de la verdadera religión y unidad
de Dios, rechazó la idolatría, desconcertó sus procedimientos, acogió a muchos bajo
las alas de la Sejiná, les enseñó e instruyó y ordenó a sus hijos y familiares sucesivos
que siguiesen los caminos del Señor... Por eso, quienes se convierten al judaismo
hasta el final de todas las generaciones, y los que unifican el nombre del Santo y Ben­
dito como está escrito en la Torá pasan a ser miembros de la familia y discípulos de
nuestro padre Abraham, que en paz descanse. Él los llevó al camino verdadero así
como hizo regresar al mismo a su propia generación con su palabra y sus enseñan­
zas. De esta manera, incluyó a todos los que se convirtieran en el futuro en el tes­
tamento que dispuso para sus hijos y sucesores. Se deduce que nuestro padre Abra­
ham, en paz descanse, es el padre de sus aptos y dignos descendientes que siguen
su senda, y el padre de sus discípulos y de todos los que se convierten al judaismo...
Puesto que has entrado bajo las alas de la Sejiná y te uniste a Él [a Dios], no hay
diferencia entre nosotros y tú, y todos los milagros que se hicieran quedarán para
nosotros y para ti... No hay ninguna diferencia entre tú y nosotros. Sin duda alguna
debes recitar «que nos has elegido», y «que nos has dado», y «que nos otorgaste
herencia», y «que nos has separado», porque el Creador, alabado sea, ya te eligió
y te separó de las naciones y te dio la Torá. La Torá es para nosotros y para todos
los prosélitos... y has de saber que la mayoría de nuestros antepasados que salieron
de Egipto eran idólatras, estaban allí mezclados con los gentiles e imitando sus ac­
ciones, hasta que el Señor envió a Moisés, que en paz descanse, nuestro maestro y
mentor de todos los profetas, y nos separó de las naciones y nos puso bajo las alas
de la Sejiná, juntamente con todos los prosélitos, y nos dio a todos una misma ley.
No permitas que te parezca insignificante tu linaje. Nosotros entroncamos en Abra­
ham, Isaac y Jacob, y tú empalmas en Aquel que habló y el mundo se hizo... Ten­
dría que ser evidente para ti el hecho de que debes decir que el Señor les juró a
nuestros antepasados que nos daría, y que Abraham es padre tuyo, y de nosotros
633
y de todos los justos que siguen sus normas... Éstas son las palabras de Mosé ben
Rabenu Maimón, de bendita memoria (Blau, op. cit., pár. 293, págs. 548-550).
Maimónides señala dos etapas en el proceso de «conversión» de Israel.
La primera se inició cuando Abraham reconoció al Dios verdadero y en­
señó el concepto monoteísta a todos los que estaban dispuestos a aceptarlo,
sin distinción de razas; la segunda, ocurrió cuando Moisés encontró a los
descendientes de los patriarcas dedicados a la idolatría y los guió de retor­
no, en el Sinaí, a la verdadera fe. Los que recibieron la Torá por opción
consciente son presentados como particularmente honorables. Los distintos
criterios de Maimónides y R. Yehudá Haleví sobre el carácter de la elec­
ción divina habrían de ejercer una gran influencia durante toda la Edad Me­
dia, y aun con posterioridad a la misma.

Racionalistas y místicos
Los racionalistas religiosos del siglo XII tenían conciencia, como ya se
ha dicho, de la tensión interna que oponía la fe del corazón a los conceptos
filosóficos de la interpretación intelectual. Las principales tentativas para
conseguir obtener una síntesis de las dos orientaciones, el Séfer, haemuná ha-
ramú, de R. Abraham ibn Daud y el Moré nebujim, de Maimónides, ambos
escritos en árabe, tendían a eliminar las contradicciones existentes y a re­
forzar la fe. Procuraban asimismo asegurar que esa fe no refutara al mismo
tiempo a la razón humana.
La tensión inmanente de los racionalistas estaba basada en la necesi­
dad de defender su sistema en contra de la acción de los círculos que se
oponían al racionalismo y a la síntesis con la filosofía griega. Por otra par­
te, la dinámica del sistema aristotélico se uniría a la sensibilidad mística
generando agitación en el mundo del cristianismo occidental. En las ciu­
dades donde fue desarrollándose un creciente dinamismo durante los si­
glos XII y XIII, y en las universidades que iban surgiendo en las ciudades,
como París, a partir del siglo XII habría de intensificarse la lucha entabla­
da entre la orientación aristotélica procedente del mundo islámico por una
parte—a menudo a través de los eruditos judíos, traductores y filósofos ra­
cionalistas— y los conceptos cristianos tradicionales por otra. Existieron in­
cluso durante el siglo XIII en la Universidad de París eruditos que recha­
zaban la creencia en el cielo y el infierno de transmisión legendaria. Ten­
dían a basar el pensamiento cristiano en la concepción de la inteligencia
confirmada por consideración teológica. Esta inclinación de los eruditos uni­
versitarios suele denominarse «averroísmo latino», por derivación de la fi­
gura de Averroes, el filósofo musulmán cuyas opiniones tuvieron fuerte in­
fluencia en esta corriente del pensamiento. Los comienzos de la orientación
del cristianismo hacia el racionalismo se hicieron evidentes en el siglo XII
por las enseñanzas de Pedro Abelardo, quien se vio enfrentado por una po­
derosa tendencia mística a la que Bernardo de Clairvaux abrió el camino
por medio de sus ataques dirigidos contra Abelardo. La lucha se agudiza-
634
ría en el siglo XIII, cuando se prohibió el estudio de algunas obras aristo­
télicas y determinadas opiniones fueron anatemizadas. El conflicto adqui­
rió también aspectos sociales y regionales, porque los sostenedores del ra­
cionalismo cristiano se concentraron en las ciudades y las universidades y
el misticismo tenía sus fortalezas en el interior de los muros de los monas­
terios y en los círculos sometidos a la influencia de los predicadores monás­
ticos populares.
Los racionalistas de los siglos XII y XIII creían, al igual que R. Abra­
ham ibn Daud, que
lo que llaman los filósofos la inteligencia activa... ya era conocido mucho tiempo
antes por los profetas como el Espíritu Santo. Dice la Escritura: «Sin duda, hay un
espíritu en el hombre, y el aliento del Todopoderoso que les hace comprender­
lo»... El espíritu que hay en el hombre es el intelecto humano, y el aliento del
Todopoderoso es el Espíritu Santo (VVeil, op. cit., pág. 58).
La identificación de los términos bíblicos con los conceptos filosóficos,
y la atribución al intelecto humano de una posición tan central hallarían
expresión en muchos aspectos de las tareas creativas, debiéndose en algu­
nos casos a las objeciones presentadas por la tendencia contraria. R. Abra­
ham ibn Ezra declaró en sus comentarios, como principio orientador, que
«la reflexión racional es básica, porque no se le da la Tora a quien no ra­
zona. El ángel que media entre el hombre y su Dios es la inteligencia»
(de la introducción a su comentario a la Torá). Estos filósofos religiosos
continuaban más profundamente y con mayores detalles la tradición inicia­
da en el siglo X, basada en la explicación de todos los ejemplos de antro­
pomorfismo del texto bíblico, es decir, las expresiones que indujeran a la
suposición de que Dios posee forma física o corporal. Trataban también de
negar el concepto de la «asociación» modificando la interpretación de las
frases bíblicas que pudieran sugerir la deducción de que Dios hubiera te­
nido asociados en la obra de la creación, o los tuviera en la ordenación del
universo. Estos dos esfuerzos, que también tenían un propósito polémico an­
ticristiano, movieron a los filósofos racionalistas a interpretar como pará­
bolas y enigmas los versículos de redacción ambivalente. Pero los místicos
no estaban solos en su oposición a esta tendencia homilética; los halajistas
consideraban que esas exégesis extremas equivalían a un rechazo del sen­
tido llano del texto bíblico, así como a trazar alegorías que privaban a la
Torá de su real significado, pudiendo llegar a negar incluso la obligación
de cumplir los mandamientos.
La influencia de la filosofía sistemática grecoárabe era tan grande que
muchos filósofos judíos llegaron a considerar innecesariamente fatigosa la
dialéctica talmúdica y su método casuístico de preguntas y respuestas, que
sólo producía confusión. En su gran obra Varí bajazoca. escrita en un her­
moso hebreo, Maimónides se propuso conducir al pueblo por la senda de
la halajá, conservando la esencia del I almud y descartando al mismo tiem­
po la hojarasca que suponía la discusión asistcmática.
para que la ley oral sea expuesta en su conjunto para todos, sin preguntas ni res-
635
puestas, sin dichos y contradichos, pero con decisiones categóricas... de acuerdo con
la ley... para que todas las leyes puedan manifestarse... Para que nadie reclame nin­
guna otra obra para las leyes de Israel, y que ésta sea el compendio de toda la ley
oral... Por consiguiente, llamé a esta obra Mimé Torá (Segunda Ley), porque es
preciso estudiar primeramente la Torá escrita y luego ésta... sin que haga falta leer
ningún otro libro fuera de ellos (de la Introducción).
Maimónides creía que su presentación de una guía y una codificación
sistemática que eliminase lo innecesario y complicado serviría de ayuda a
las futuras generaciones de judíos. Los eruditos rabínicos de su época y de
las siguientes, hasta la actual, confirmarían que en esta obra su autor logró
resumir, en ocasiones en una sola palabra o una sola frase, todos los puntos
de la ley oral y sus primeras interpretaciones.
Para Maimónides la halajá comprende una toma de posición ante el
mundo, los fundamentos del conocimiento —la primera de las catorce par­
tes se titula «El libro del conocimiento»— y una teoría sobre el Estado y
la sociedad, desarrollada en varias secciones, principalmente en las leyes
del sanedrín y las leyes de la monarquía del último libro. Su codificación,
con el declarado propósito que contenía, irritó a muchos sabios rabínicos,
v ni siquiera sus partidarios y comentadores estuvieron de acuerdo con la
eliminación de la discusión talmúdica; más aún, volverían a emplear la ca­
suística talmúdica en su interpretación de la obra de Maimónides. Su de­
seo no se cumplió, pero su intención daba testimonio de su pensamiento
racionalista.
La escuela de Maimónides excomulgaría a la literatura mística. En una
ocasión, consultaron a Maimónides acerca de un libro titulado Siur coma
(Dimensiones de la altura o el cuerpo) y el consultante citó al gaón Rabenu Jay,
quien había escrito que el tema del libro era «uno de los secretos de los sa­
bios de bendita memoria, relacionados con asuntos fundamentales, natura­
les o divinos». Respondió Maimónides:
Nunca pensé que éste fuera uno de los libros de los sabios... está muy lejos de haber
sido de ellos... Concretamente, elimina este libro y borra hasta el recuerdo de
su contenido; hacerlo será cumplir el mandamiento que dice: «No pronuncies el
nombre de otros dioses»... Porque el que tiene altura o cuerpo es indudable­
mente otro dios (Blau, op. cit., págs. 200-201).
En su Misné Torá declara categóricamente que toda idea de la divinidad
que contenga el menor indicio de corporeidad debe ser considerada como
una absoluta herejía.
Entretanto, la corriente mística comenzó a surgir con creciente ener­
gía, presentando su diferente criterio sobre el universo y la divinidad. Al
igual que los demás místicos, los del judaismo aspiraban a acercarse a Dios
antes que a comprenderlo. Anhelaban al Dios vivo, y de este deseo de con­
tacto con Dios surgían las visiones y revelaciones por ellos experimentadas.
Para ellos, la Torá era una revelación saturada de misterio, una guía en el
sendero hacia la verdad, abierta por medio del lenguaje. Uno de los místi­
cos principales, Yosef Chicatilla, siguió a Najmánides, quien había escrito
636
que el creyente debe admitir que «el lenguaje de la Torá no es convencio­
nal», «porque si dijésemos que el lenguaje de la Torá es como cualquier
otro idioma, estaríamos negando su misma divinidad, que fue otorgada en
su totalidad —incluso su forma literaria— por la potencia divina» y «la To­
ra sería adquirida sin alma» (de su «Ensayo sobre el significado interno de
la Torá», en H. D. Chavel, ed., Selected Works oj Mafimanides, 11, Jerusalén,
1963, págs. 467 y ss.). Según los místicos, también tienen significado
simbólico el ritmo musical de las vocales, las letras, la puntuación y los sig­
nos de entonación del texto bíblico. El Zohar (Esplendor), la obra básica de
la literatura cabalística, explica:
«Los sabios serán radiantes», como las vocales que son melodiosas y cuya me­
lodía atrae a las letras escritas y los signos vocales y hace que las sigan movimien­
tos ordenados como los soldados detrás del rey... «Como el esplendor», la me­
lodía de los signos de entonación; «el firmamento», la expansión de la melodía...
«Y los que justifican a la mayoría», que son los signos de puntuación... para quie­
nes se hace la declaración «serán esplendorosos», letras y puntos vocales que ilu­
minan juntos (el Zo/tar, sobre el Génesis).
Con la música de esta piadosa armonía ejecutada en los instrumentos
del idioma hebreo, los místicos se dedicaron a revelar los secretos ocultos
en la Torá.
Según ellos, la naturaleza tiene un estrato de misterio que constituye su
verdadero significado. Maimónides se empeña en explicar los milagros en
términos naturales, y en presentar como norma de jurisprudencia su teoría
filosófica sobre la humanidad y el cosmos, para acrecentar el amor del hom­
bre al Creador mediante el reconocimiento de la sabiduría de Dios que se
revela en el orden natural. Para un místico como Najmánides, el Creador
no podía ser identificado por los movimientos regulares de la creación, dado
que los místicos no admiten la existencia de un sistema natural fijo o esta­
blecido:
Porque el hombre participará en la Torá de nuestro maestro Moisés solamente
cuando hayamos llegado a creer que todos los hechos y acciones son milagros.
No tienen nada de las normas naturales del mundo, tanto si le ocurren a la socie­
dad como al individuo... Todo se produce por un decreto de arriba (de su Co­
mentario al Éxodo).
Por consiguiente el verdadero significado de los mandamientos se en­
cuentra en su misterio.
La literatura de los místicos judíos de la Edad Media se publicó inicial­
mente en Provenza, y más tarde en la España cristiana; se emplearon aquí
cimientos antiguos para la construcción de un edificio nuevo. Algunas de
las obras fueron presentadas expresamente como producciones colectivas,
siendo el libro que tuvo una mayor aceptación el Zohar, escrito y compilado
en su mayor parte probablemente en la España del siglo XIII, y retocado
en su forma definitiva, según la opinión general, por R. Mosé de León.
Está escrito en un notable arameo, y se afirma en él que está integrado por
637
trabajos de muchos tanaítas de la Misná y amoraítas talmúdicos, principal­
mente R. Simeón bar Yojay —a quien fue atribuida tradicionalmente la
obra— y sus discípulos. Atribuciones de esa clase a los antiguos se encuen­
tran también con ligeras variantes, antes del Zohar en el Stfer habahir (Libro
de la claridad) y, después del Zohar. en el Séjer hacaná (Libro de la caña) y el
Hapeliá (El enigma), trabajos contemporáneos que fueron atribuidos a per­
sonas del pasado.
El objetivo de los comentarios de Najmánides, el Zohar y los escritos de
los místicos de España y la Provenza de los siglos XII v XIII era el de pre­
sentar en forma comprensiva a los que basaban sus sistemas de referencias
en el lenguaje habitual, las finalidades y las obtenciones de los místicos
planteadas en sus visiones del cielo y su incursión en los arcanos estratos
de la Tora. Producían la literatura un grupo sumamente reducido de mís­
ticos que comunicaban vcrbalmenie visiones c interpretaciones ocultas.
El espíritu de la época, junto con la necesidad de polemizar con los racio­
nalistas, forzó a los místicos a expresarse en parte en una forma compren­
sible para el público en general.
Existían entre los racionalistas y los místicos algunos lazos ideológicos,
pero sus principales representantes habrían de quemar todos los puentes.
El conflicto se hizo más agudo porque abarcó inevitablemente el problema
de la clase de educación general que les estaba permitida a los judíos.
La tensión social complicaba a menudo las luchas espirituales; así entre los
judíos de la Península Ibérica y sus alrededores no solamente había reñi­
das discrepancias de opinión, sino también discordias entre las facciones so­
ciales en el interior de las comunidades.
Controversia sobre las obras de Maimónides
La oposición que se alzó contra los escritos y la filosofía de Maimónides
iría intensificándose durante los primeros decenios del siglo XIII. Los pri­
meros conflictos serios estallaron hacia el año 1232, cuando los contrarios
de los racionalistas comenzaron a rechazar públicamente sus opiniones.
La disputa se extendió por la Provenza y por toda España, interviniendo
también en dura oposición contra él los sabios del norte de Francia. Pero
los partidarios de Maimónides se impusieron en la lucha, mediante el lan­
zamiento de una serie de excomuniones y contraexcomuniones.
Najmánides adoptó en la disputa una posición conciliadora. Escribió a
los sabios del norte de Francia, manifestándoles que apreciaba sus inten­
ciones básicas. «Maestros nuestros de Francia, nosotros somos vuestros dis­
cípulos y bebemos en vuestras aguas.» Su carta indica que «todos los sa­
bios del norte de Francia convinieron en la excomunión y proscribieron a
los que hubieran alzado una mano para estudiar el Moré Nebujim y el Libro
del conocimiento —la sección de filosofía con que se inicia el compendio legal
Yad Hajagacá—... hasta apartarlos para siempre». Najmánides les explicó
que ellos no conocían el clima cultural y las características sociales impe­
rantes en los círculos intelectuales de España y la Provenza. «Vosotros es­
táis en el seno de la fe, afirmados en los frescos y exuberantes patios de la
638
tradición.» Las palabras que desterraron de las obras de Maimónides no
se referían a ellos: «¿Se tomó ese empeño por vosotros, gaones del Talmud?
Se diría que estaba forzado a construir un libro para eludir con él a los fi­
lósofos de Grecia, para apartarse de Aristóteles y Galeno. ¿Vosotros habéis
oído sus palabras? ¿Os han extraviado sus demostraciones?» Najmánides
canta alabanzas de Maimónides, destacando sobre todo su contrariedad por
el hecho de que los círculos dirigentes, de los cuales procedía él mismo,
imbuyeran de tradiciones cortesanas y quedaran iníluidos por la cultura
ajena. Por eso, se sentía Najmánides impulsado, espiritual y socialmente,
a aconsejar a los venerables sabios que moderaran sus objeciones.
La Provenza era por entonces el campo de batalla en el que la Iglesia
católica luchaba contra la herejía albigense. Los dominicos investigaban
enérgicamente la herejía y quemaban sus libros. Según el relato de los ra­
cionalistas, en una versión aceptada, entre otros, por R. Abraham, el hijo
de Maimónides, los opositores de Maimónides llamaron la atención de los
inquisidores cristianos sobre la herejía contenida en los escritos de aquél.
Otra versión afirma que los dominicos aprovecharon, por iniciativa propia,
la disputa interna de los judíos. De cualquier forma, los inquisidores que­
maron en el año 1232 los libros de Maimónides, acción que agitó incluso
a sus opositores; según relata una tradición fidedigna, Rabenu Yoná Gi-
rondí se arrepintió de haber participado en la disputa. Pero el fuego inqui­
sitorial apagaría las llamas de la contienda comunal; y cuando pocos años
más tarde el Talmud fue quemado no faltó quien viera en este hecho un
castigo aplicado a la casa de Israel por la quema de los libros de Maimó­
nides.
El valor especial que los judíos atribuían al estudio, y la permanente ten­
sión que existía entre la filosofía judía y la griega, promovida incluso por
los que trataban de tender un puente entre ambas, hizo que el eje central
de la controversia fuera, desde el primer momento, el problema de la cul­
tura en sentido general: ¿qué libros había que estudiar y cuáles debían ser
prohibidos? La polémica se fue extinguiendo, pero los factores que la pro­
dujeron siguieron vigentes y aún se intensificaron. Los racionalistas no re­
nunciaron a sus objetivos y la tendencia mística fue incrementándose de
forma gradual.
A comienzos del siglo XIV, los eruditos rabínicos de la Provenza pro­
testaron contra los predicadores de la escuela racionalista que explicaban
las leyendas talmúdicas e incluso los relatos bíblicos en un sentido extre­
madamente alegórico. Afirmaban, por ejemplo, que un predicador había di­
cho que «Abraham y Sara representan la materia y la forma». La tensión
social de la clase media y la inferior, que rodeaban a los eruditos de la ha-
lajá y a los místicos, aumentaba constantemente ante el espectáculo de la
vida opulenta y, al decir de los moralistas, disoluta, de las clases altas, mu­
chos de cuyos miembros optaban por Maimónides y el racionalismo.
En esta ocasión, no era fácil convencer a los dirigentes del judaismo es­
pañol para que se mostraran opuestos a la modalidad que imperaba en las
comunidades de la Provenza. La correspondencia que se publicó en la co­
lección Minjat Quenaot (Ofrenda de celo) revela que R. Selomó ben Adret
639
Rasbá— vaciló mucho tiempo antes de decidirse a actuar. Después de
varios enfrentamientos en los que la influencia de R Aser ben Yejiel
—Ros—, que había llegado a España desde Alemania, se puso del lado de
quienes se oponían a Maimónides, fueron pronunciadas dos excomuniones
en Barcelona, en el año 1305. Quienes emitieron las excomuniones lo hi­
cieron con un espíritu de avenencia similar al que mostró Najmánides en
la controversia anterior. En una de las proclamas exigían
que ningún miembro de nuestra comunidad estudie los libros de los griegos que tra­
tan de la ciencia de la naturaleza o de la divinidad, escritos en su idioma o tradu­
cidos a cualquier otra lengua, desde hoy y durante cincuenta años, hasta que los
miembros cíe muestra comunidad tengan veinticinco años de edad... Excluimos
de este decreto la ciencia de la medicina, aunque también deriva de la ciencia de
la naturaleza.
No se nombran los libros de Maimónides y otros judíos racionalistas, y
se prohíbe la lectura de la filosofía griega únicamente a los menores de vein­
ticinco años. El otro decreto de excomunión iba dirigido contra los que ex­
tremaban la interpretación alegórica de la Biblia.
Porque uno de ellos, cuando predicaba públicamente en la sinagoga, dijo apa­
rentando sorpresa: «¿Por qué razón prohibió Moisés la carne de cerdo? ¿Será por­
que es de inferior calidad? Los sabios no la encontraron tan mala.» Y uno de ellos
dijo: «El mandamiento de las filacterias no tiene por objeto su colocación en la ca­
beza y en el brazo, lo cual no presta ninguna utilidad, sino hacer que el hombre
comprenda y recuerde al Señor.»
Se ordenó que los libros de esos comentaristas fueran quemados y pro­
hibidos para el público.
En contraste con la actitud relativamente moderada del grupo antimai-
monista, los racionalistas partidarios de Maimónides adoptaron una posi­
ción totalmente intransigente. Rabí Menajem ben Selomó Hameirí
(1429-1306), autor de un amplio y sistemático comentario sobre el Talmud,
titulado fíet Habejirá (El Templo) emitió una contraexcomunión en respues­
ta a la firmada por Rasbá. Recuerda a los contrarios de Maimónides su fra­
taso en la controversia inicial, y les advierte que con su edicto no harán
más que agrandar la brecha abierta sin lograr el objetivo que perseguían.
Les dice, además, que por principio no se puede establecer cuándo se debe
estudiar el Talmud \ la filosofía judía y cuándo las otras filosofías. «Voso­
tros. honorables, sabéis que en el hombre hay varios compartimientos y ten­
dencias, ding dos unos hacia aquí, otros hacia allí.» Sugería que desde el
pm to de vista psicológico algunos se inclinan por el estudio del Talmud v
otros por la filosofía, de acuerdo con su talento innato y su disposición es­
piritual para una disciplina determinada «Además», sigue diciendo Ha­
meirí, «ésta es la edad —la de veinticinco anos— en la que el hombre tie­
ne pesos sobre los hombros —esposa e hijos, a quienes deoe mantenei—, y
lo que no se imprimió en él a esa edad ya se escribirá en la arena» Poi esta
razón, rechazó la restricción de la edad; y defendió además el valor de la
640
sabiduría seglar. Convencido de que el hombre tiende a estudiar lo que le
interesa, Hameirí hizo una advertencia a los autores de la excomunión:
«Veo también... un obstáculo, y es que dentro de otros siete años., o los
que sean, cada cual buscará lo que mejor le convenga de acuerdo con su
temperamento», y de todas maneras las generaciones venideras desconoce­
rán las prohibiciones de los estudios seglares.
En los Responso de Rasbá se halla incluida como «Una apología», aun­
que no lo es ni por su tono ni por su argumento, una epístola que consti­
tuye un verdadero tratado en defensa del punto de vista de los racionalis­
tas. Según este tratado, la mayor contribución de la filosofía griega al ju­
daismo era el restablecimiento en Israel del monoteísmo puro,
poraue uno de los fenómenos más conocidos es la popularidad aue tenía en toda la
diáspora, en los siglos anteriores, el concepto de un Dios corporeo... Pero en to­
das las épocas hubo en España, en Babilonia y en las ciudades de Ai-Andalus gao-
nes y eruditos rabínicos capaces, por su familiaridad con la lengua arábiga, de sa­
borear la filosofía griega cuando la traducían a ese idioma. Por eso comenzaron a
aclarar muchos conceptos de sus doctrinas, principalmente sobre la unidad de Dios,
y a eliminar la tendencia hacia la corporeidad, de manera especial por medio de
las pruebas teóricas extraídas de esos textos de filosofía.
Este protagonista del racionalismo aseguró a los autores de la excomu­
nión, encabezados por Rasbá, que
no será posible apartar del corazón del pueblo la filosofía y los libros que 1 Hla se
ronsagran, mientras los hombres tengan un alma en el cuerpo... Aunque 10 hu­
biera ordenado personalmente Josué ben Nun no estarían dispuestos a obedecer;
porque se proponen luchar por el honor del Gran Rabí —Maimomdes— y sus li­
bros, y pondrán su dinero, sus hijos y su espíritu a disposición de la' ¡mas doc­
trinas del maestro, mientras tengan aliento de vida en las narices. Y darán esa or­
den a sus descendientes para todas las generaciones.
Cuando se calmó la segunda controversia, los dirigentes del judaismo
español creyeron que se había impuesto la orientación religiosa que ofre­
cían al pueblo. En realidad, las influencias que llegaban de Askenaz a la Pro­
venza y a España conspiraban contra la escuela y sus enseñanzas. En Es­
paña se difundían las doctrinas de los halajistas y los Jasidé Askenaz por mt>-
dio de R. Aser ben Yejiel y a través de los sermones del francés R. ivlosé
de Coucy. La doctrina mística tenía suficiente atractivo para competir con
la influencia de la filosofía. La lucha continuaría durante las siguientes ge­
neraciones, inclinándose cada vez más la balanza hacia el sector del antirra-
cionalismo.
Las doctrinas de los Jasidé Askenaz
Un pequeño grupo de eruditos rabínicos y hombres selectos crearon en
Askenaz todo un sistema, en el que los aspectos positivos y críticos se combi­
naban de un modo original con una presentación social v mística. En la se-
641
gunda mitad del siglo XII y a lo largo de todo el XIII, se organizó dentro
del judaismo askenazí un grupo reducido en cuanto al número de sus miem­
bros, pero dotado de gran calidad. Eran los jasidim o «piadosos», que, mo­
vidos por un gran temor al pecado, trataban de vivir en forma simple y es­
tricta. Su doctrina básica era de doble carácter, austera y exigente para
ellos mismos, e indulgente y amable para el pueblo judío en su conjunto.
En ocasiones criticaban severamente a los que descarriaban al pueblo, pero
no al pueblo mismo. El objetivo de los jasidim era el de educar a los judíos
en una vida totalmente moral. Pugnaban por la bondad y la probidad de
las relaciones humanas, y se exigían a sí mismos lo máximo para ofrecer
un ejemplo que inspirara y elevara espiritualmente al resto del pueblo.
Los jasidim formaban un círculo cerrado y selecto que se imponía nor­
mas exigentes voluntariamente y con entusiasmo. «Los justos pueden po­
ner límites y aplicar multas a los piadosos y los que temen a Dios... Aun­
que la mayoría de la comunidad no puede adaptarse a las limitaciones, ellos
las aceptan de buena gana» (Wistinetzkv, op. cit., pár. 786, pág. 197). Es­
taban dirigidos desde el principio por los miembros de una familia aristo­
crática: R. Semuel Hejasid, su hijo, R. Yehudá Hejasid, y un pariente suyo,
R. Eleazar ben Yehudá de Worms, autor de Haroquéaj (El bálsamo). Sus en­
señanzas se formularon colectivamente; siendo su obra principal el Séfer ja­
sidim. Fue atribuida a R. Yehudá Hejasid, pero su estructura y su conteni­
do revelan que se trata de un trabajo de generaciones. Consiste en una co­
lección de relatos entretejidos con enseñanzas morales. Muchas de sus fra­
ses, en especial las que se incluyen en este tomo, estaban dirigidas a influir
en el corazón, la imaginación y la inteligencia del lector
LiOS Jasidé Askenaz teman sus propias doctrinas esotéricas y místicas.
Al igual que a la mayoría de los grupos de orientación mística, les preocu­
paba la manifestación de la Divinidad en el universo. Dedicaban asimismo
mucha de su atención al poder contenido en los nombres de Dios y en las
letras del alfabeto hebreo, al igual que a las combinaciones de letras que
podían influir en los universos más altos y en las esferas del ser (véanse en
la pág. 637 las opiniones similares del Zohar). Son particularmente intere­
santes, desde el punto de vista histórico, las conclusiones a que llegaron so­
bre la base de su teoría cósmica, con respecto a la estructura del mundo
espiritual del hombre y al esquema de la vida humana. Su posición com­
binaba un extremo desprecio hacia el mundo material con un extremo rea­
lismo ante la naturaleza y la sociedad humana.
Los Jasidé Askenaz creían que el mundo temporal que rodea a la huma­
nidad está repleto de demonios y malos espíritus. También los muertos se
encuentran en la tierra y ejercen sobre ella su influencia. Cuando el cuerpo
está vivo, sufre la amenaza de los activos elementos de corrupción que exis­
ten en su interior; las fuerzas de las tinieblas aguardan entretanto al alma.
La impureza y la muerte importunan incesantemente al alma viva, tratan­
do de seducirla. Rabí Eleazar, autor del Haroquéaj, concibió la sumisión del
hombre al diablo de la siguiente forma:
El hombre que se entrega al diablo anda saltando hacia atrás con las manos en
642
la espalda. Y pasa de los dominios del Creador a los del demonio. El demonio lo
trata bien pero finalmente le hace caer. Ellos —los demonios— están en la selva
donde crecen nuececillas (R. Eleazar ben Yehudá, Jojmat hanefes, fol. 14 r.).
Según los jasidim, la comunidad judía se hallaba compuesta no solamen­
te por los que viven en el barrio judío, sino también por los difuntos que
yacen en el cementerio, negándose a ser abandonados por los vivientes y
yendo sus almas de noche a rezar a la sinagoga. Los vivientes y los muertos
forman así juntos en cada localidad el cuerpo místico del judaismo.
Estas creencias estaban moldeadas por los temores y las supersticiones
que emanaban del ambiente germano cristiano. La influencia del mona­
quisino cristiano se advierte en el gran afecto que sentían los jasidim por el
ascetismo, al que valoraban principalmente como una forma de penitencia
por las transgresiones cometidas por el hombre. Según su criterio, el hom­
bre debe quebrar su espíritu y torturar su carne en la proporción de los pla­
ceres prohibidos de los que gozó, tanto en el cuerpo como en la mente y
las emociones, hasta que el peso de la penitencia lo agobie y expulse de él
sus pecados. Además, la automortificación posee su valor propio y su re­
compensa. Pero el hecho de ser judíos limitaba en los jasidim su práctica
del ascetismo, dado que la vida familiar constituía la base de la moralidad
judía, constituyendo el celihato una falta en la observancia de las normas
de la Torá. La tensión interna del movimiento producida poi ia necesidad
de hacer frente a la influencia del cristianismo en esie aspecto se obseda
claramente en el pensamiento jasídico y en su imaginación.
Probablemente sea la oración, más que ningún otro detalle, la que re­
vela la doble norma de la máxima exigencia para uno mismo, por un lado,
y la tolerancia hacia los demás judíos, por el otro. Los jasidim deben orar
con intensidad, tanto en el plano intelectual como en el emotivo, emplean­
do el tono que mejor corresponda al tema de la oración:
Estira las palabras para que puedas concentrarte en tu interior en lo que pro­
nuncian tus labios... con ritmo y con el tono de m melodía, y en voz alta...
Y cuando reces, agrega todo lo que sea adecuado a la bendición específica...
Y si no puedes agregar nada, elige melodías. Ora con la entonación que te parezca
dulce y agradable... para frases de súplica y petición deberá ser una melodía que
haga gemir al corazón... para palabras de alabanza, de las que regocijan el alma,
que tu boca rebose... de amor y alegría por el Uno que ve tu corazón y lo bendice
con generoso afecto y júbilo (VVistinctzky, op. cit., pár. 11, págs. 7-9).
En las oraciones individuales se contaban las letras, que eran las llaves
del reino de los cielos. El jasid dice:
Cuando estiro las palabras se acrecienta mi ventaja ante el Santo y Bendito.
En el mismo salmo cuento con los dedos los alefs y las bets; luego, cuando vuelvo
a casa analizo su significado, la razón de que haya precisamente esa cantidad en
ese salmo o en esa oración (ídem, pár. 1575, pág. 386).
Se han escrito comentarios en los que los autores cuentan y numeran
643
todas las letras, relacionándolas entre sí mediante razonamientos «engan­
chados» y «enlazados». Los jasidim se oponían a toda modificación de las
frases y a la supresión o agregación de cualquier palabra, porque así po­
dría alterarse la consagrada estructura numérica de las letras. Para ellos
la oración era una experiencia que aglutinaba una enumeración lormal y
mística, combinando la intención, la melodía y la construcción de los sis­
temas secretos de las letras de la lengua santa, con una actitud más libre
asumida en la oración, para enriquecerla con nuevas formulaciones y me­
lodías apropiadas.
Con respecto a los rezos del pueblo común, cambiaba la actitud de
los jasidim:
Si alguien ignorante del hebreo pero temeroso de Dios, o una mujer, van a ve­
ros, decidles que aprendan las oraciones en un idioma que entiendan. Porque las
oraciones no son más que comprensión del corazón, y si el corazón no entiende lo
que sale de la boca, ¿qué valor tiene? Por eso, es mejor orar en el idioma que uno
entiende (ídem, pár. 11, pág. 9).
El amor de Dios era uno de los principios más importantes, llenando la
totalidad de su universo. Al jasid se le exigía
servir y amar al Señor... porque el alma está llena de amor; el amor se une a la
alegría. •' K alegría extrae al corazón de los placeres del cuerpo y los deleites del
mundo, y por eso la alegría es más poderosa y domina al corazón... Y todo el
cariño y el deleite del corazón del que ama al Señor con toda el alma y cuyos pen­
samientos están dirigidos hacia la ejecución de la voluntad del Creador, para el be­
neficio de la comunidad y la santilicación de Dios... Y ese amor impide que el
hombre descuide la Torá para dedicarse a simplezas tales romo la de entretener a
los hijos, o solazarse mirando mujeres, o conversando, o caminando al azar, y le
induce a enconar dulces canciones que le alegran el corazón por el amor del Señor
(ídem, pár. 815, pág. 206).
Al verdadero jasid no le interesaban los placeres de este mundo porque
gozaba y obtenía satisfacción personal con el cumplimiento al máximo de
su deber, en el que ponía amor y alegría.
El pensamiento jasídico combinaba en ocasiones la santa simplicidad con
un extremado criticismo, sin que existiese contradicción alguna entre am­
bas actitudes. La santa simplicidad, que penetraba hasta los cimientos de
la fe, hacía reflexionar a los jasidim "obre la justicia de la lev bíblica Jun­
tamente con ésta, y ocasionalmente incluso en su contra, sostenían la ley del
cielo, la única —afirmaban— en la que el hombre puede hallar la espiritua­
lidad y la justicia en toda la magnitud requerida. La ley de la Torá era la
norma mínima, pero el jasid se imponía la conducta más rigurosa, es decir,
la determinada por los principios de la ley celeste. Un ladrón, por ejemplo,
Hphía devolver a la víctima, según la ley de la Torá, el valor total de los
objetos robados. Esto, para la doctrina jasiaica no resultaba suficiente:
El ladrón tiene que pensar en la aflicción que le ha causado [al robado] y en
las privaciones que ocasiona a todos los que de él dependen; y debe pagarles según
644
el importe del daño, más las derivaciones correspondientes, y según el carácter y la
posición de los robados... Y deberá agregar de su peculio una indemnización
por los placeres que le hayan producido los objetos robados, y deberá cumplir una
penitencia en la misma proporción de esos placeres... La intensidad del arre­
pentimiento... se le podrá comunicar únicamente al que sienta verdadero remordi­
miento y quiera quedar limpio ante el Santo y Bendito (ídem, pár. 22, pág. 26).
Según la ley de la Torá, la responsabilidad tiene un límite; el que cuen­
ta menos de trece años de edad o es desequilibrado mental no es legalmen­
te responsable por sus acciones. Este punto es completado por los jasidim
de esta manera:
Hay que pagar por lodos los pecados que se recuerden, cualesquiera que hayan
sido la edad y el estado mental de quienes los hayan cometido (ídem, pár.
216, pag. 7 7 ).

Esta posición se manifiesta de modo más radical todavía en las


cuestiones civiles.
Cuando se presentan ante un sabio dos personas para ser juzgadas, si son pen­
dencieras \ discutidoras el sabio debe aplicar la lev de la lora, aunque se pueda
prever una decisión contraria .. .as ley s del cielo Pero si esos dos son buenos v
temerosos de Dios v aceptan el consejo del sabio, qu se rija por las leyes del cielo aun­
que contraríen las leyes de la lora (ídem, par. ljtf I, pag. j j /).

Al analizar la cuestión de los castigos determinados en la Torá, los ja-


sidim llegaron a la conclusión de que «la [importancia] de los mandamien­
tos no se determina por la cantidad de los castigos prescritos [en la Torá,
ni] por cuál es su verdadero castigo o recompensa» (ídem, par. 157,
pág. 67). Es evidente que la escala esencial de importancia de los manda­
mientos no puede graduarse por los castigos de la lorá, porque
lo que la Torá castiga en algunos casos con la muerte y en otros casos no, deriva
de las convenciones humanas de lo que es vergonzoso,^ no aepende de lo que la acción
misma contiene de espiritualy emotivo. La hija de un sacerdote que se entregue a la pros­
titución es condenada a morir en la hoguera, y la hija de un israelita común a ser
estrangulada, pero elyéser, el impulso, es el mismo (ídem, par 43, pág. 42)
«Por eso los mandamientos no pueden compararse sobre la ba e de sus
castigos» (ídem, pár. 1046, pág. 262). En la consideración d la hatajó. los
jasidim destacaron el «verdadero» aspecto interior de los asuntos y no su apa­
riencia externa. Las leves oue ofrece la Torá habían sido expre^das como
convenciones humanas y no podían aclarar los vaiores esenciales
La atención dedicada a los aspectos internos de las cosas se mamles'
en una aguda crítica del orden social; preguntaban por qué no había igual­
dad en la distribución de las riquezas del mundo. Se veía en la acumu a­
ción de bienes en las manos de unos pocos una injusticia de la Providencia,
que «da a uno lo que puede mantener a ciento» Si el rico «no le da al po­
bre... el pobre irá a gritarle al Señor: “Le has dado a éste lo que puede ali-
645
mentar a mil”». Pero los jasidim encontraron la explicación y la solución
para la concentración de riquezas en el concepto del fideicomiso, según
el cual el rico recibe los bienes, en parte, como depósito fiduciario de Dios
para los pobres:
Te cedí bienes para que les dieras a los pobres de tu riqueza todo lo que [los
bienes] permitan. Como no les diste, te los quito por haberles robado y negado mi
promesa. Porque yo te confié los bienes para que los repartieses entre los pobres
(ídem, pár. 1345, pág. 331).
Buscaron también otras explicaciones para la desigualdad financiera:
Cuando ves que los hijos de un gran sabio se reúnen con un perverso adinerado
has de saber... que no lo hacen por sus merecimientos, sino por los méritos de sus
antepasados, o porque antes los sabios lo despreciaban (ídem, pár. 237, pág. 80).
Los méritos de los antepasados y la compensación por los sufrimientos
también pueden justificar las riquezas de un hombre perverso.
Rabí Eleazar ben Yehudá indagó más profundamente aún en el proble­
ma de la desigualdad. Vio que
en esta vida puede haber alguien que no sea temeroso de Dios, pero que tenga una
mentalidad más aguda que la de un temeroso de Dios. Porque es la norma de este
mundo honrar a unos más que a otros. Del mismo modo que un hombre rico tiene
todo lo que quiere, aunque no cumpla la voluntad de Dios tanto como se lo per­
mitirían sus riquezas, porque se ha dispuesto que obtenga en este mundo los hono­
res provenientes de su dinero para que los descendientes de los nobles alternen con
él, así en el estudio de la Torá recibe honores quien no los merece, porque asi se
dispone en el cielo. A los indignos se les dan riquezas para enviarlos al infierno; y
un erudito indigno que hace pecar a la gente, juzga con falsedad, desprecia a los
buenos, los envidia y los odia y «gobierna con mano dura» —porque el justo se hu­
milla ante el perverso— tiene buen éxito, porque en este mundo escuchan sus pa­
labras, sus discípulos lo apoyan y él triunfa sobre sus más valiosos oponentes. Pero
en el mundo venidero, el mundo del espíritu, a los justos se les da más sabiduría,
según sea su temor al cielo. A medida que van penetrando profundamente en el te­
mor a Dios, en ese mundo que vendrá al justo se le otorgará una mayor sabiduría
para que se imponga en la discusión, en el análisis de las cuestiones y también en
la concertación de las respuestas. Y el juicio será finalmente establecido en este
mundo en armonía con su declaración (R. Eleazar ben Yehudá, op. cit., fol. 10 r.).
Las dotes intelectuales y la caoacidad natural, incluyendo el dominio
de la i ora, son como posesiones y propiedades y no siempre son ventajas
para el hombre. En ocasiones se otorgan, al igual que los bienes materia­
les, con la finalidad de descarriar al hombre y rebajarlo. Pero en el mundo
venidero las dotes intelectuales y la erudición serán concedidas según el gra­
do en que uno se haya incluido en el temor del cielo, y ahí estará presente
la justicia de la que carece este mundo. La instrucción es un valor supre­
mo y los dones intelectuales son importantes, porque en el mundo futuro
serán la recompensa de los justos. Aquí, en este mundo, existe una distri­
bución desigual de todas las posesiones, espirituales y materiales.
646
No eran éstas simplemente meditaciones académicas. Según una teoría
de R. Eleazar «ha sido dispuesto que cada generación tenga abrojos a su
lado». Los justos y los «abrojos» disputan constantemente el derecho de in­
fluir en la comunidad. Cuando el justo fracasa es porque «los pobladores
no merecen el privilegio de obedecer a los buenos; por eso les hacen volcar
las simpatías hacia el mal para poder descarriarlos». Rabí Eleazar vivió en
una comunidad que apreciaba los libros y la poesía religiosa. Entre los au­
tores de esos libros y canciones probablemente consideraba que había
«abrojos», porque continúa con el mismo tono: «Además, hay personas per­
versas que escriben libros para las generaciones venideras, y componen him­
nos para ser entonados durante siglos, en tanto que los buenos no consi­
guen hacer lo mismo..., por lo cual los descendientes de mañana serán tam­
bién indignos e igualmente descarriados.» Rabí Eleazar encontraba «abro­
jos» incluso entre los fundadores de las instituciones públicas y
los stadlanim:
Y asimismo a un hombre perverso se le permite obtener beneficios en el mundo
y fundar una sinagoga, o un cementerio, o alguna otra cosa grande, para que a las
generac iones venideras no les aprovechen las hazañas de los buenos. Pero Dios no
quiere que las acciones de los buenos se hagan para favorecer a los que no lo me­
recen (ídem. fol. 23 r.).

Esta teoría de la eterna lucha por la dirección que se libra entre los abro­
jos y los justos es extremada y amarga, porque no sólo presenta la censura
de las malas artes de los que se disputan el mando, sino también el criterio
de que el buen éxito de los competidores se debe a la innata vileza de una
determinada comunidad o «generación». Expone además con elocuencia la
opinión de que las buenas acciones no prueban por sí mismas las buenas
intenciones de quienes las realizan, ya sea que su inventiva se manifieste
en buenas obras de dirección, erudición o liturgia.
Los jasidim juzgan con realismo y en detalle el orden establecido de la
sociedad. Cuando R. Efraím, acerca de quien ya se ha tratado, presentó
una queja contra los hombres que habían ofrecido para beneficencia una
suma de dinero mayor que la de él, quitándole el derecho que de tiempo
atrás tenía adjudicado para enrollar la Torá, recibió de los jasidim de Ra-
tisbona una respuesta que sin duda le debió dejar sorprendido: «Aun­
que no lo hacen por el cielo sino por los honores..., puesto que beneficia a
los pobres no se debe rechazar..., porque si se rechaza... se les estará ro­
bando a los pobres.» Con respecto a su deseo de cumplir el mandamiento,
le explicaron que si daba dinero sin cumplir el acto de enrollar la Tora re­
cibiría la recompensa por ese acto como si lo hubiera realizado.
En cuanto al que enrollaba y envolvía la Torá hasta entonces y lo hacía por el
cielo, si da a los pobres el dinero que solía donar a la sinagoga al envolver el rollo
su mérito es el mismo que si realmente lo envolviera..., porque de buena gana lo
haría pero se abstiene en favor de los pobres.
647
Además no debe temer que haya en adelante discusiones, porque si da
ahora un ejemplo personal de renuncia eliminaría nuevas discrepancias de
esa índole (Wistinetzky, op. cit., pár. 1593, págs. 390-391).
Los jasidim protestaron ante la injusticia que suponía la igualdad formal
para los impuestos de los ricos y los pobres, fundando su oposición en los
ejemplos de los tiempos bíblicos: «Entre un israelita pobre y un sacerdote
adinerado, ¿es posible que el pobre tenga que pagar el diezmo al rico?»
Tras hacer una crítica «simplemente» exegética de la ley bíblica de los diez­
mos, pasaron a considerar la situación de sus comunidades y pusieron en
duda la justicia de una distribución uniforme de las cargas impositivas en­
tre las comunidades que reclamaban «tanto por libra». Era un procedi­
miento inconveniente, porque «a veces el pobre que paga es más pobre que
el que recibe». En su opinión, el cobro de las contribuciones para el Tem­
plo y la imposición de gravámenes en su época se fijaban «según las con­
venciones humanas», porque la gente tendía a eludir los pagos justos cuan­
do se hacían tasaciones individuales. Los jasidim no sabían de qué modo po­
dría resolverse el problema dentro de la organización comunal existente, y
sugirieron «que los buenos devuelvan en secreto a los pobres lo que estos
dan, sin que lo sepan los malos» (ídem, pár. 914, pág. 226), lo que signi­
ficaba que preferían un impuesto progresivo. Lo que en realidad proponían
era que se les impusiera a ellos mismos una carga complementaria, pero
no sabían de qué forma podría incorporarse esa práctica en la
vida comunal.
Los jasidim rechazaron absolutamente el criterio acerca de que ciertas
clases de orgullo podían hallar justificación entre los dirigentes y los eru­
ditos rabínicos. No les preocupaba la extrema humildad; al contrario, cuan­
to más extrema era tanto mejor la consideraban. La conducta recomenda­
ble para un jasid era la de estar siempre entre aquellos que no devolvían
los insultos:
Lo humillaban y lo insultaban y él se quedaba como si fuera sordo y mudo...
sin ofender a nadie... Y la verdadera fuerza del espíritu jasídico está en que por
más que lo ridiculicen, el jasid no renuncia a su jasidismo ni a su propósito de obrar
por el cielo (ídem, pár. 975, pág. 241).
Los jasidim creían firmemente que «no hay en el mundo una cualidad
tan buena para proteger a los que la emplean y ayudarlos a obtener todo
lo que es bueno, y alejar todo lo que es malo, como el poder de la humil­
dad por el cielo» (ídem, pár. 14, pág. 9). La esencia de la humildad cons­
tituía, desde luego, su aspecto interior, no su forma exterior. El hombre
realmente humilde debe conducirse exhibiendo el orgullo exterior que los
soberbios le imponen en su fuero interno. Con penetrante sinceridad, los
jasidim hallaron una excelente expresión para definir la tensión dialéctica
que surge cuando la humildad adquiere validez en toda la sociedad. En es­
ta situación puede ocurrir
que otros hagan un honor de la humildad... como, por ejemplo, si son más grandes
que él pero no quieren marchar delante de él, como si dijeran: «Somos humildes.»
648
Pero él se avergüenza por tener que ir delante de ellos... porque ellos pueden decir:
«Qué desvergonzado es éste, que camina al frente de los que son más grandes que
él...». Eso es gran humildad, porque el hombre para honrarlos consiente que lo
humillen (ídem, par. 815, pág. 206).
El tema de la vida y los impulsos sexuales, juntamente con la vida fa­
miliar y las relaciones matrimoniales ocupaba un lugar importante en la
doctrina jasídica. Los jasidim describían con claridad y franqueza el poder
de la sexualidad, sus tentaciones y sus peligros. El amor entre el hombre
y la mujer era una parte positiva y necesaria de la vida familiar normal (véa­
se la opinión al respecto del gaón R. Saadya, en las págs. 528 y 529). Cuen­
tan los jasidim que:
Un hombre ayunó durante mucho tiempo para que Dios le otorgase la mujer
que amaba; sus ayunos y oraciones no le dieron resultado. «Mira», le dijo a un sa­
bio, «ayuné y lloré y no logré nada.» El sabio le explicó por qué no fueron atendi­
dos sus ruegos y lo consoló: «El Señor te habrá destinado una mujer que no te agra­
dó», pero «por tus ayunos y tus rezos llegarás a amar a ésta —a la mujer con la
que se casó— y ambos seréis felices» (ídem, pár. 1137, págs. 287-288).
Los jasidim tomaban en cuenta el amor que palpita en el alma de un
hombre. Uno de ellos
solía rezar: «Señor del universo: es sabido y manifiesto ante tu trono de gloria que
mi alma ama a una mujer, no porque la quiera pecadoramente, dado que todavía
no la conozco. Pero si es tu propósito que la ame, bendita sea tu voluntad, y yo sufriré como
a ti te parezca bien...» Y por su amor hacia ella dice: «Señor del universo, no es po­
sible que tome a otra mujer, porque podría hacerle daño y llegar a odiarla a causa
de mi amor por la otra» (ídem, pár. 1136, pág. 287; la letra cursiva es del autor).
El jasid explica que «el cielo hace a veces que un hombre ame a una
mujer y que una mujer ame a un hombre, aunque no se case con ella».
Debe haber varias razones para que el cielo decrete un amor no requerido.
«A veces el hombre ama porque sus hijos y herederos están destinados a
casarse», en cuyo caso el amor se cumple en la generación siguiente.
Los jasidim transplantaron los conceptos del amor contenidos en la poe­
sía de los trovadores situándolos en un marco doméstico, familiar. El mun­
do de los caballeros consideraba incompatible el matrimonio con el amor;
los Jasidé Askenaz, por su parte, aceptaron del mundo la noción del sufri­
miento espiritual en el amor —aunque es difícil determinar por qué vías
les llegó esta influencia—, pero la unieron a la de la vida familiar judía.
Se valoraba muy especialmente la buena estirpe familiar como factor
que contribuía al buen éxito del matrimonio. Incluso justificaban la veda
impuesta en las comunidades (véanse págs. 598 y 599) como un medio para
perpetuar las familias de buen linaje agrupadas en determinados lugares
para evitar las uniones matrimoniales con los de estirpe menos convenien­
te. También se apreciaba mucho el hecho de que el propio novio conociera
la Torá. En cambio, se miraba con ironía a quienes se casaban con una
649
mujer por su dinero. A uno de éstos, un cuento jasídico le hace pronunciar
la resignada «bendición de la muerte» por su matrimonio, mientras bendi­
ce a Dios por «una buena noticia» cuando se entera de la suma que su in­
deseada esposa le traerá como dote (ídem, pár. 1127, pág. 285).
A pesar del encono que sentían hacia la población no judía, los jasidim
atisbaban en sus vecinos cualquier leve signo de actitud humana que jus­
tificara la necesidad de propiciar un trato honesto en las relaciones entre
judíos y gentiles. Su consejo era que «si los judíos y los gentiles establecen
la condición de ayudarse mutuamente y los gentiles ayudan a los judíos cor­
dialmente, éstos deben hacer lo mismo con aquéllos» (ídem, pár.
1849, pág. 445).
El martirio y la santificación del nombre de Dios constituían el eje bá­
sico de sus pensamientos. Cantaban las alabanzas de los mártires y habla­
ban de sus ansias por el suplicio, exponiendo la decepción de un hombre
que quiso santificar el nombre de Dios y no tuvo el privilegio de hacerlo,
y calculando cuánto menor sería su parte que la de sus camaradas de cara
a su santificación, dado que murió apaciblemente en su cama mientras los
otros eran «los dirigentes de los que habían sido muertos».
La imagen jasídica quizá pueda ejemplificarse mejor por el mandato de
servir a Dios «con lo más profundo de tus pensamientos», e ilustrarse con
la historia de Rabenu Yaacob bar Yacar, quien solía limpiar con la barba
el lugar que quedaba delante del Arca Santa; y cuando la comunidad se
dirigía al rey o a las autoridades para presentar peticiones se quitaba las
botas antes de orar y decía: «Yo soy pobre; que vayan ellos [a ver al reyj
con su dinero, y yo me presentaré [ante Dios] con misericordia y súplicas»
(ídem, pár. 991, pág. 245). La profundidad de los pensamientos jasídicos
se manifestaba únicamente en acciones que combinaban la humildad total
con una expresión de auténtica relación personal en el servicio del Creador
y la participación en las inquietudes y desazones de todo Israel.

Disputas con el mundo cristiano


Los Jasidé Askenaz ofrecen la mejor prueba posible de que la barrera que
separaba al mundo judío del cristiano era al mismo tiempo su lugar de en­
cuentro y de que ese lugar de encuentro constituía la zona de tensión entre
ambos. Se ha dicho anteriormente que los jasidim se precavían contra la in­
fluencia del medio cristiano sobre las costumbres judías. Al describir la cul­
tura del judaismo español se llamó la atención sobre los estrechos lazos que
unían a los judíos, especialmente los de las capas superiores, con la cultura
que los rodeaba. Del mismo modo, el «espíritu magnánimo» de hombres
como Rabenu Tam y R. Menajem Hameirí y la doctrina jasídica de la hu­
mildad tenían sus paralelos en el mundo cristiano circundante.
Imanuel de Roma inicia su Libro de lamentos describiendo su reacción
ante una catedral cristiana:
Entramos en el gran templo de los cristianos; alrededor del mismo se encontra-
650
ban las tumbas de los poderosos reyes, los príncipes y los señores. En cada una de
ellas, hermosas frases dulces y lamentos, tallados en la roca de la inteligencia, ex­
traídas de las perlas de las voces sabias y entrelazadas con los diamantes de las pa­
labras buenas... Subyugan a los que las oyen y les provocan las lágrimas mien­
tras la soberbia se rinde y se somete, \ las rodillas se doblan y se hincan (Yarden,
op. cit., pág. 383).
Aunque los edificios cristianos sin duda impresionaban favorablemente
a Imanuel, a los judíos en general el esplendor exterior de las iglesias y sus
sacras pretensiones les producía una sensación de desaliento espiritual. Tan­
to los judíos como los cristianos conocían por las Escrituras las glorias del
destruido Templo de Jerusalén, y ese conocimiento sirvió de punto de par­
tida para el análisis y el debate sobre la posición de la espléndida iglesia.
En la obra Meguilat Ajimaas (Crónica de Ajimaas), completada en 1054 en
el sur de Italia, se dice que la catedral Haguia SoJia (Santa Sofía), de Cons-
tantinopla, fue objeto de un debate de esa índole. El mismo tema se repitió
en Alemania. En el norte, en el Occidente cristiano, la reacción judía fue
mucho más intensa que en la Italia bizantina. Es posible que las catedra­
les románicas y góticas fueran más difíciles de tolerar, porque los judíos
veían dentro y fuera de ellas no solamente la pompa exterior, sino también
una extensa adoración del lugar consagrado. El Séfer nisajón yasán (Libro del
debate viejo) habla de
Rabí Calónimos de Spira, a quien mandó llamar el perverso rey Enrique —III,
1030-56, uno de los constructores de las grandes catedrales de Spira, YVorms y Ma­
guncia— cuando terminó de construir el feo abismo [la catedral] de Spira. El rey
le dijo: «¿Qué más de lo que aquí hay podía haber en el edificio del Templo, para
que se hayan escrito tantos libros sobre él?»
El judío comenzó por requerirle la seguridad de que no sería castigado
por su respuesta, y luego le contestó que el rey, pese a todas sus riquezas,
no podría contratar tantos obreros como los que empleó Salomón, y que el
Templo era más grande que la catedral. Pero la acidez de la respuesta lle­
gó al extremo cuando R. Calónimos se refirió a la santidad del edificio:
Cuando Salomón terminó de construir el Templo y lo completó... se ha escrito:
«V' el sacerdote no pudo ponerse de pie para hacer el servicio porque la nube, pol­
la gloria del Señor, llenó la casa de Dios.» Pero si cargaran un asno de vómitos y
estiércol y lo condujeran a través de ese abismo, el animal no sufriría ningún daño
(Nisajón yasán, en J. Wagenseil, ed., Tela Ignea Satanae, I, Nuremberg, 1681,
págs. 41-42).
Los judíos admitían que a menudo recibían la influencia, voluntaria­
mente o no, del medio cristiano que los rodeaba. Los Jasidé Askenag habla­
ban de la influencia moral, positiva y negativa, de los pobladores cristianos
que vivían al lado de los judíos. Cuando querían dar un ejemplo de la gran
dedicación que los judíos debían poner al servicio del Creador, destacaban
como apropiada comparación, tomada de la literatura cristiana, el de los
caballeros que se disponían a guerrear por sus señores.
651
Pero ninguna de las influencias disminuyó el enfrentamiento ni la ten­
sión polémica. Se elaboraron teorías acerca del valor relativo de las reli­
giones monoteístas que no concordaran totalmente con la pura religión ju­
día (véanse las observaciones de Maimónides, pág. 657) y la más elevada
posición de los cristianos y los musulmanes frente a los antiguos idólatras
(véase la opinión de R. Menajem Hameirí en la pág. 658). En la esfera de
la religión y la moral se hacía visible a menudo la influencia cristiana cuan­
do ciertas maneras en boga entre los cristianos daban margen al restable­
cimiento o confirmación de un antiguo concepto o institución de los judíos.
En ciertos casos cabe suponer que la similutud de los aspectos religiosos y
sociales correspondientes a la vida cotidiana de judíos y cristianos origina­
ba espontáneamente derivaciones paralelas sin que hubiera una influencia
directa apreciable.
La discusión religiosa surgió por los esfuerzos que efectuaba la creencia
dominante, cristiana o musulmana, para eliminar el error doctrinario de
sus vecinos subordinados. Pero no siempre eran los judíos los requeridos
para ello; en ocasiones eran ellos quienes promovían el debate, haciéndolo
principalmente en los países islámicos, donde tanto los judíos como los cris­
tianos constituían minorías religiosas. La opinión que Maimónides trans­
mitió a su hijo era realmente una concepción básica en la conducta de to­
dos los judíos con respecto a sus vecinos: «Mi padre y maestro de bendita
memoria», recuerda R. Abraham,
interpretaba que la orden recibida por Israel de ser «un reino de sacerdotes» sig­
nificaba que del mismo modo, dice Dios, que el sacerdote de cada comunidad es el
dirigente y mayor ejemplo que deben seguir sus miembros para hallar por media­
ción suya la senda justa. Sed vosotros, observando mis enseñanzas, los dirigentes
del mundo. Y'uestras relaciones con otros pueblos deben ser como la relación del
sacerdote con su comunidad. Que el mundo siga vuestras huellas, imite vuestras ac­
ciones y siga por vuestra senda (E. J. YVeisenberg, edit., R. Abraham’s Commentary on
Exodus [cap. 19], Letchworth, 1959, pág. 502).
Conscientes de su deber como miembros de una sociedad modélica, los
judíos arriesgaban en ocasiones la vida al tomar la iniciativa en la refuta­
ción de la religión dominante.
Durante el período que aquí se observa, las disputas asumían dos for­
mas diferentes, una de las cuales era la controversia particular entablada
entre un judío y su vecino cristiano. Los debates se originaban ante la vista
de una catedral, o por la lectura de un pasaje de la Biblia o los Evangelios,
o cualquier otro hecho similar. En el Séfer nisajón yasán existen fragmentos
de esta clase de debates registrados por un judío en lengua hebrea. En al­
gunas partes se ve claramente la intención de que los argumentos sirvieran
de norma y guía para futuros polemistas; y es razonable suponer que en
ocasiones anotaban únicamente lo que el judío hubiera dicho a los cristia­
nos caso de disponer de plena libertad para expresar su opinión. Entre los
argumentos registrados hay algunos que no parece verosímil se hubieran
lanzado impunemente contra los cristianos —como los comentarios de
R. Calónimos sobre la catedral de Spira. Al lector suele quedarle la im-
652
presión de que el escritor judío analiza la presión que ejerce sobre él la rea­
lidad del mundo cristiano que lo rodea, y de que habla consigo mismo. Las
notas reflejan en algunos de sus detalles las tendencias y opiniones anticle­
ricales que eran habituales en la sociedad cristiana de la época. Los textos
del Sejer nisajón yasán datan del siglo XII y posiblemente del XIII. La fra­
seología y el espíritu del hebreo, así como su intensa amargura, indican el
animado contacto y el recíproco conocimiento que existía por entonces en­
tre los judíos y los cristianos que vivían en los territorios que corresponden
a los de las actuales Francia y Alemania.
El estilo y el espíritu de los debates, que oscilaban entre la injuria y una
aparente amistad, fueron expuestos mediante una paráfrasis hebrea de las
palabras de los cristianos, y revelan su interpretación cristológica y alegó­
rica del texto bíblico frente al enfoque de la halajá judía:
Son muchos los versículos que aplican al crucificado, diciéndonos: «¡Tontos! No­
sotros sabemos que la ley os la dieron a vosotros y no a nosotros. ¿Por qué no res­
pondéis a su verdadero carácter? ¿Por qué no tomáis en serio la naturaleza de esta
ley, que os ordena obedecer mandamientos extraños... sois realmente bestias brutas
que no entendéis lo que esta señal y sugerencia significa?» (Wagenseil,
op. cit., pág. 19).
Los judíos conocían a la perfección los planteamientos paulinos que cir­
culaban entre los cristianos, atribuyendo ceguera a los judíos. El cristianis­
mo dio una explicación alegórica del versículo que afirma que Moisés se
tapó el rostro con un velo, arguyendo que representa la cortina que nos col­
garon en la cara, es decir, que nosotros no entendemos el mandamiento del
Señor Dios, el cual según afirman ellos es el de creer en Jesús (ídem,
pág. 40).
En estas conversaciones particulares, los judíos atacaban la interpreta­
ción cristiana de las Escrituras, su forma de culto y las doctrinas de su fe.
Completaban los argumentos teológicos y exegéticos con la crítica social,
principalmente la del celibato de la clerecía y los monjes. Los judíos siem­
pre han creído que el celibato es contrario a la voluntad del Creador, ma­
nifestada en la creación de dos sexos, y que es una innecesaria provocación
del deseo sexual y las pasiones derivadas de él. En los países islámicos el
hijo de Maimónides impugnó el sistema monástico basándose en que dis­
ponía dos formas de vida: una para los elegidos y otra para la mayoría del
pueblo. Por eso, R. Abraham dio la siguiente interpretación del manda­
miento de Dios de que Israel fuera un pueblo santo:
En todas las comunidades, incluso entre los idólatras, hay hombres piadosos se­
parados del resto del pueblo. Son, en la India y entre los cristianos, los sacerdotes;
el resto de la comunidad sigue mezclada... según se sabe... Por eso dijo Dios-
«Prestad atención, todos vosotros seréis santos», es decir que no habrá entre vosotros
una fracción de piadosos apartados —de las costumbres del mundo— y otra frac­
ción de adúlteros y criminales. Porque todo Israel está sometido a todos los man­
damientos (Wiesenberg, op. cit., pág. 302).

653
También en el norte de Europa el celibato suponía uno de los proble­
mas más agudos en el interior de la sociedad cristiana. Los judíos insistían
en que monjes y monjas cumplían sus votos con el pecado en el alma...,
«porque los consumía la lascivia, ardían interiormente, ansiaban el inter­
cambio sexual sin poder consumarlo. ¡Es una batalla!» (Wagcnseil, op. cit.,
págs. 43-44). Los judíos se basaban aquí en lo dicho por Pablo, acerca de
que es preferible tomar esposa que arder —de lujuria. Al mismo tiempo
pregonaban la duda, muy extendida asimismo entre la sociedad cristiana,
de que los monjes se atuvieran realmente al cumplimiento de sus votos de
celibato, y los acusaban de que «si bien no fructificaban y se multiplicaban
abierta y legalmente, se saturaban de adulterio en secreto» (ídem, pág. 43).
Los polemistas judíos exponían asimismo otras críticas de los hábitos
de la Iglesia, difundidas en la sociedad cristiana; empleando las palabras
del profeta Isaías, particularmente apropiadas para el blanco de sus críti­
cas, denunciaban la adquisición de bienes raíces por las iglesias y los
monasterios:
«¡Ay de los que juntan casa con casa...», los sacerdotes y los monjes que se apo­
deraron de toda la tierra y juntan casa con casa y agregan un campo a otro hasta
no dejarles lugar a nadie. «Y estáis vosotros solos en el centro de la tierra»... que
es como están sus conventos (ídem, pág. 82).
Al argumento que solían lanzarles a los judíos acerca de que no hacían
nada por atraer a los demás a su religión, ellos replicaron:
«¿Que si nosotros tenemos prosélitos?» Con esta pregunta se cubren de vergüenza
y afrentan a su fe, porque el judío perverso que apostata... se desprende de todos
los mandamientos... y adopta la forma de vida que está de moda. Por eso no sor­
prenden sus malas acciones. Pero los prosélitos que adoptan el judaismo asumen el
deber de la circuncisión y todos los demás mandamientos positivos. Además, por
temor a la violencia de los cristianos, el prosélito se ve obligado a huir de un lugar
a otro y privarse de todos los bienes mundanos, y a fugarse al exterior para evitar
que los incircuncisos le golpeen y le maten... y la muier que se convierte también
se aparta de todos los placeres mundanos. A pesar de todo vienen a cobijarse bajo
las alas de la Sejiná. Y es evidente que lo hacen porque comprenden que no existe
nada tangible en su fe... Por eso a los cristianos debería darles vergüenza ha­
blar de nuestra falta de prosélitos (ídem, págs. 242-243).

Esta apreciación de los prosélitos es casi idéntica a lo que Maimónides


le escribió a R. Obadyá, el prosélito normando (véanse paes. 633 y 634).
Durante los debates, los cristianos solían preguntar: «¿Por qué la ma­
yoría de los gentiles son blancos y hermosos y la mayoría de los judíos, ne­
gros y feos?» El polemista judío estaba dispuesto a aceptar la norma esté­
tica del medio, según la cual lo rubio es bello. Explicó que la diferencia de
color del cutis se debía a que las mujeres copulaban durante la menstrua­
ción y transmitían de ese modo algo de la rojez de la sangre a la epidermis
de los hijos; además, cuando los gentiles practican el coito se rodean de her­
mosos retratos y engendran niños que se les parecen (ídem, págs. 251-252).
654
Los gentiles acusaban a sus vecinos judíos de asesinar niños cristianos
para beber su sangre. A esta difamación contestaron que
no hay ningún pueblo al que se le haya prohibido el asesinato tan enérgicamente
como al nuestro, y la amonestación sirve también para el asesinato de gentiles...
y tenemos asimismo más prohibiciones de sangre que cualquier otro pueblo, por­
que incluso la carne tratada de acuerdo con las prescripciones rituales debe ser sa­
lada para extraerle la sangre, dedicándonos cuidadosamente a sacársela íntegra­
mente.
Después de haber explicado que la acusación carecía totalmente de fun­
damento, el polemista judío denuncia el verdadero objetivo de la acusa­
ción: «Pero vosotros nos formuláis esos falsos cargos con el objeto de crear
una excusa para matarnos, porque nosotros tenemos al Todopoderoso»
(ídem, págs. 257-258).
Rabí Yejiel de París, perseguido y acusado, se refirió, cuando tuvo que
defender públicamente el Talmud, en el año 1240, a la situación en que se
hallaban los judíos en los dominios islámicos.
Quien toca el Talmud —dijo— nos toca la niña del ojo. Y si descargáis la furia
sobre nosotros, es porque hemos sido arrojados hacia los confines del mundo. Esta
Torá nuestra podemos encontrarla en Babilonia, en Madia, en Grecia, en Ismael y
entre los setenta pueblos de allende los ríos de Etiopía; ahí la hallaréis. Nuestros
cuerpos están sin duda en vuestras manos, pero no nuestras almas (de su Contro­
versia, editado por Margaliot, Lvov, s. f., pág. 13).
Cuando Najmánides disputó con los cristianos, en 1263, habló a los gen­
tiles sin restricciones, pero hubo de afrontar serios problemas internos. Sus
contendientes cristianos de España emprendieron una interpretación cris-
tológica de varias leyendas midrásicas y Najmánides se vio obligado a adop­
tar definiciones que se aproximaban al criterio de sus contrarios los judíos
racionalistas (véase págs. 641-642). Trazó la diferencia que separaba al Tal­
mud —al que describió como «una explicación de los mandamientos de la
Torá»— de las agadot o leyendas, las cuales afirmó, se hallaban en
un libro... llamado Midrás que significa Sermones; algo así como si el obispo se dis­
pusiera a pronunciar un sermón y uno de sus oyentes creyera útil anotar lo que di­
jera. Y en cuanto al libro, si alguien cree lo que dice, bien; y si hay quien no lo
cree, nadie se perjudica («Disputa de Najmánides», en la op. cit. de Chavel,
pág. 308).
Cuando Najmánides expuso su causa ante el rey, en cuya presencia se
llevaba a cabo la disputa, declaró que la existencia humana no había sido,
a partir de la época de Jesús, la de «la era del Mesías». La mentalidad y
los valores de la hidalguía cristiana contradecían en realidad a las de «los
días posteriores»:
Porque el gobierno de Roma no surgió a través de Jesús... Antes de que cre­
yeran en él ya dominaba Roma la mayor parte del mundo; y por cierto que después
655
de haber aceptado la fe cristiana perdió muchos de sus principados. Y ahora los
adoradores de Mahoma tienen más dominios que vosotros. Dice asimismo el pro­
feta... «Una nación no alzará la espada contra otra nación, y no volverán a conocer
la guerra.» Pero desde los días de Jesús hasta ahora el mundo entero ha estado lle­
no de violencia y pillaje. Los cristianos, además, derraman más sangre que cual­
quier otra nación; y qué difícil sería para vos, majestad... y para estos caballeros
vuestros, el que no volvieran a conocer la guerra (ídem, pág. 311).

Gradualmente, después de generaciones de polémicas, el debate termi­


nó por concentrarse en varios puntos básicos de interpretación bíblica, ta­
les como el significado de los pasajes de Isaías que hablan del «servidor del
Señor», el del versículo del Génesis que dice: «El mayor servirá al menor»,
la cuestión de si Jacob, al cruzar las manos para bendecir a los hijos de
José, no estaría haciendo la primera señal de la cruz como prenda para las
generaciones posteriores, y el sentido real de numerosos términos que des­
criben a Dios en plural. Éstos eran los temas de las polémicas con los cris­
tianos, no solamente en los reinos cristianos, sino también en los dominios
islámicos. Son conocidos a través de lo que dice R. Abraham, hijo de Mai-
mónides: «Los silencié —a los cristianos— en todas las discusiones... cuan­
do les enseñamos [lo que entendíamos los judíos por] “hasta que venga
Silo“» (Génesis XLIX, 10). Y agrega’ «Ellos insisten en esta liase porque
no encomiaron en la Tora, fuera de éste, ningún pasaje deso•ncertante
como los varios que hallaron en los Prolelas y los Salmos, de los que hacen
una falsa explicación» (R. Abraham’s Commentary on Exodus, op. cit., pág. 202).
En varios otros lugares de este comentario se hallan indicios de polémica
con el cristianismo.
Dentro del judaismo, existían círculos de orientación racionalista que se
refirieron al significado del buen éxito obtenido por el cristianismo y el is­
lamismo. Maimónides se ocupó en el siglo XII de esta cuestión en su ma­
yor obra de jurisprudencia, Yad Hajazacá, en la sección titulada «Leyes de
los reyes y sus guerras» (al final del capítulo 11; este párrafo se encuentra
únicamente en los manuscritos y ediciones impresas no sometidas a la cen­
sura cristiana, como la publicada en Constantinopla en el año 1509). Mai­
mónides explica que
todos estos asuntos... tienen por único objeto el de preparar el camino al Mesías,
ordenar el mundo y servir juntamente al Señor... ¿De qué manera? Ya está el
mundo saturado de las palabras del Mesías, de las palabras de la Torá y de los man­
damientos. Y todo esto se ha desparramado por islas lejanas y por muchos pue­
blos... donde se discuten las cuestiones y los mandamientos de la Torá. Unos dicen
que los mandamientos son verdaderos, pero que han sido revocados en estos tiem­
pos y que no fueron dados para generaciones futuras; otros afirman que aquí exis­
ten cuestiones ocultas que no son tan simples como aparentan, pero que el Mesías
ya vino y reveló los misterios. Cuando venga realmente el rey Mesías y prospere y
sea exaltado y se eleve muy alto, todos ellos se arrepentirán inmediatamente, dán­
dose cuenta de que sus creencias eran falsas.
Pero, ¿por qué decidió el Señor preparar al mundo para la verdad total
656
mediante un período gobernado por verdades mediatizadas y falsas creen­
cias? Sigue diciendo Maimónides:
El resultado fue la destrucción de Israel por la espada, la dispersión y degrada­
ción de sus restos, la sustitución de la Torá y el desvío de la mayoría de las gentes
para sen ir a otro dios. Pero los pensamientos del Creador del universo no pueden
ser entendidos por los que son de carne y hueso, ya que nuestras sendas no son las
de Él, y nuestros pensamientos no son sus pensamientos.
Según la teoría de Maimónides, el cristianismo y el islamismo se esta­
blecieron con el objeto de preparar a los gentiles para la aceptación de la
autoridad de la Torá y sus obligatorios mandamientos.
En el siglo XIII, uno de los grandes admiradores e intérpretes de Mai­
mónides, el R. Menajem Hameirí de Perpiñán (véase pág. 641) elaboró una
doctrina basada en la tolerancia religiosa. En muchas partes de su libro
Bet Habejirá (El Templo), amplio comentario sobre el Talmud, traza una ca­
tegórica distinción entre «los antiguos gentiles, adoradores de ídolos», de
los que, según la halajá, deben apartarse los judíos, y «los pueblos definidos
únicamente por las normas de su religión», es decir, quienes profesan úni­
camente el cristianismo o el islamismo sin caer en la categoría de idólatras.
«No existe confraternidad entre los idólatras no sometidos a los dictados
de la fe y las naciones determinadas y definidas por su religión» (por ejem­
plo Bet Habejirá sobre Baba Mesía, H. Schlesinger, edit., Jerusalén, 1959,
pág. 5). Basado en esa distinción, Hameirí llega a la conclusión de que la
expresión «tu hermano» que figura en la Torá se refiere siempre al que
cree en Dios (ídem, pág. 100). El mandamiento de ayudar a sacar la car­
ga «del asno de tu enemigo» rige «sin duda alguna para el enemigo perso­
nal dentro de Israel, y los que son como ellos» —los cristianos y los
musulmanes.
El enfoque de Hameirí está directamente relacionado con las activida­
des cotidianas de los judíos y con su forma de vida: «Queda siempre pro­
hibido engañar en las compras y las ventas, aunque no haya una verdadera
estafa; la prohibición vale para las transacciones hechas tanto con judíos
como con gentiles, y principalmente cuando se trata de la acuñación de mo­
neda, en la que muchos carecen de experiencia» (ídem, pág. 193). Consi­
dera su forma personal de vida, el préstamo de dinero con interés, como
un servicio beneficioso para los que necesitan dinero con urgencia.
La moralidad y los preceptos deben regir en todos los casos, incluso para el prés­
tamo de dinero con interés a los gentiles. Al que acude a ti no lo despidas con las
manos vacías; no obstante, no se te exige que efectúes préstamos sin cobrar. Y se­
gún lo explican algunos, fue ésta la intención de los sabios cuando aclararon —en la
obra midrásica Sifré— que «le cobrarás interés al extranjero»; es realmente un
mandamiento positivo y no una acción simplemente permitida (ídem, pág. 267).
Otros rabinos, que no habían alcanzado el mismo nivel de tolerancia,
defendían asimismo la idea de que los judíos, como sociedad en conjunto
y como individuos en particular, debían servir de modelo para los demás
657
pueblos, insistiendo en el hecho de que debido a ello tenían el deber de con­
ducir de manera ejemplar sus relaciones sociales y comerciales con los ve­
cinos gentiles. En el siglo XIII, R. Mosé de Coucy, un francés que solía via­
jar por España predicando, escribió:
Prediqué a los exiliados de Israel que quienes mienten a los gentiles y les roban pro­
fanan el Santo Nombre de Dios, porque les hacen decir a aquéllos que «Israel no
tiene ley»; y se ha dicho: «No dejéis que los sobrevivientes de Israel hagan daño,
hablen falsedades y pronuncien palabras engañosas» (Semag, Venecia, 1547, «Pro­
hibiciones», II, fol. 7 v.).

658
X. DECADENCIA DE LOS ANTIGUOS
ASENTAMIENTOS Y ESTABLECIMIENTO
DE OTROS NUEVOS (1348-1517)

Situación de las comunidades judías en el imperio germánico


La peste negra supuso el fin de una época y el comienzo de un cambio
decisivo para las comunidades judías de la Europa central, ante el resur­
gimiento acelerado de las antiguas tendencias antijudías. Durante el perío­
do de la plaga, que comenzó en 1348 (véanse págs. 576 y 577), en el odio
y el temor a los judíos no había excepciones. A primera vista podría creerse
que el odio quedó rápidamente compensado, dado que en varias regiones
se comenzó a permitir que los judíos retornasen a sus ciudades, aunque en
otras partes seguían exterminándoles. Es conocido que a partir del año 1349
fue aumentando con ritmo creciente la autorización otorgada a los judíos
para que regresasen a las ciudades de las que habían sido expulsados «para
siempre», así como para volver a aquellas que habían jurado no admitirlos
al menos durante doscientos años. Pero el permiso de entrada tenía como
fundamento ciertos condicionantes que, expresados en términos legales, sig­
nificaban en su conjunto un específico empeoramiento para la situación de
los asentamientos judíos en su posición económica, social y legal, sobre todo
en el noroeste y centro de Europa.
El análisis de las razones que indujeron a los obispos y a las ciudades
a recibir nuevamente a los judíos indica que precisaban con urgencia de
ellos con varias finalidades, principalmente económicas. En un primer mo­
mento, los judíos fueron asesinados o expulsados y sus barrios incendiados,
bien por los mismos judíos, bien por las muchedumbres cristianas, o bien
fueron abandonados quedando sin dueño sus bienes y las sumas que les de­
bían. Varios grupos comenzaron a disputarse entonces la posesión de los
despojos, los edificios subsistentes y los terrenos de su posesión. Los pobla­
dores que habían asesinado y saqueado no tardaron en llegar a un acuerdo
con los gobernantes por el cual quedaban perdonadas las matanzas al tiem­
po que les eran entregadas las propiedades de los judíos. El emperador y
los príncipes aprobaban generalmente estas componendas a cambio de la
659
percepción de elevados honorarios; asi, las ciudades contraían grandes com­
promisos financieros para apiuverhar el botín producido por sus acciones
en contra de los judíos. Pero muy pronto el emperador, los príncipes y los
obispos comenzaron a resentirse de la falta de los enormes impuestos que
los judíos pagaban anualmente. Los pobladores descubrieron rápidamente
que los préstamos con interés de los judíos, necesarios para el consumo, a
escala mayor y menor, eran irreemplazables. Recurrirían entonces a los
prestamistas cristianos, pero éstos, no contando con competidores judíos,
habían elevado sus tasas de interés.
Las ciudades se encontraron pronto cargadas de deudas debido al ale­
jamiento de un elemento social y económico cuyo valor se apreció cuando
ya no estaba presente; entonces trataron de conseguir el retorno de los ju­
díos. Estas comunidades urbanas, en ocasiones de acuerdo con alguna au­
toridad de carácter más central —un obispo o un príncipe— otorgaron pro­
tección a los judíos a cambio de una considerable suma de dinero inicial,
a hacer efectiva en el momento de su regreso, y el pago posterior de un gra­
voso impuesto anual. Pero la autorización concedida a los judíos ya no es­
taba referida a una estancia permanente, sino a un espacio de tiempo de­
terminado de tres, cinco o diez años de duración. Este arreglo aportaba a
los experimentados gobernantes de la ciudades la posibilidad de cancelar
el derecho de domiciliación de los judíos y retirarles la protección cuando
observasen que la población estaba alzándose nuevamente en contra de los
extranjeros.
En varios de los documentos de admisión existía incluso una cláusula
que disponía el «derecho» que el protector tenía de anular su protección,
debiendo —por ejemplo— notificarlo con la sola antelación de quince días.
La limitación del plazo establecido para el derecho de asentamiento tenía
por objeto principal el de extraer mayor cantidad de dinero a los judíos en
cada una de las renovaciones del derecho de domiciliación. Quienes expul­
saban a los judíos de algún lugar procuraban impedir cualquier contacto
posterior con ellos. Como en «el caso del... rabino Eberlin, quien ratificó
el juramento que le había hecho a su esposa... de visitar las tumbas de
Landshut. Después de la expulsión esas tumbas habían sido clausuradas y
no se permitió que las visitase ningún judío, ni aun mediante soborno; pero
ellos siguieron yendo en secreto, furtivamente, arriesgando la vida» (Res­
poma de R. Israel Bruna, Salónica, 1798, núm. 245, fol. 99 v.). Esta reitera­
da ruptura de los lazos locales y la consiguiente atmósfera precaria que a
este acto seguía caracterizaron la existencia judía en las ciudades del im­
perio germánico, agravada además por las crecientes cargas financieras que
los judíos debían soportar bajo la forma de nuevos pagos y de impuestos
progresivamente incrementados.
En teoría, el emperador conservaba la soberanía sobre los judíos, quie­
nes seguían siendo denominados siervos del tesoro, pero varias ciudades ale­
manas habrían de esforzarse por cambiar la situación mediante la adop­
ción de medidas formales. En Maguncia y en Spira, asiento de dos gran­
des y antiguas comunidades judías, los miembros constituyentes de éstas pa­
saron a ser oficialmente propiedad de las ciudades. En los libros del concejo
66 o
municipal de Spira consta que la ciudad volvió a recibir a los judíos en
el año 1352:
Hemos tenido el privilegio de recibir esta amabilidad que el Sacro Imperio Ro­
mano le ha hecho a nuestra ciudad de Spira, por la cual los judíos y la comunidad
que ahora residirá con nosotros en Spira será, desde ahora y para siempre, pro­
piedad nuestra y de nuestra ciudad, y será nuestra en cuerpo y bienes.
No todas las ciudades alemanas obtuvieron una declaración legal de
esta clase, pero en la práctica su imperio sobre los judíos fue aumentando
rápidamente, en un proceso evolutivo que éstos no dejaban de advertir.
En el siglo XV R. Yaacob VVeil decretó que el derecho de un judío a
residir en un lugar determinado se basaba en el hecho de que «los ciuda­
danos del mismo le otorgaron permiso para instalarse en él». Por consi­
guiente, «aquella mujer no tenía derecho a instalarse, dado que los ciuda­
danos no le habían concedido el permiso necesario». Cierto judío «tenía el
mencionado derecho y privilegio porque pagaba un impuesto a los ciuda­
danos». (Responso de R. Yaacob Weil, Jerusalén, 1959, núm. 118, pág. 78).
Los miembros de la comunidad que se opusieron a que fuera admitido ese
judío, ya
se habían impuesto un severo compromiso, so pena de excomunión, acerca de que
nadie de la comunidad intentaría establecer a ningún extraño entre ellos. Y en el
caso de que algún pariente visitase a alguno de ellos con la intención de pedirle que
intercediese en su favor ante los ciudadanos debería comunicarlo a la comunidad
para que ésta se resistiese con todas sus fuerzas a esta pretensión (ídem,
núm. 107, pág. 72).
Estos nuevos gobernantes de los judíos eran mucho más hostiles y me­
nos generosos que las anteriores autoridades centrales reglamentarias.
Se advertía esta diligencia principalmente en las ciudades donde los fun­
cionarios locales tenían que compartir los ingresos que obtenían de los ju­
díos con el arzobispo o el príncipe de la localidad. Este último era general­
mente menos exigente con los judíos, y trataba de protegerlos en mayor gra­
do que el manifestado por los ciudadanos o el magistrado local.
Los judíos autorizados a regresar eran instalados en calles diferentes a
aquellas en las que habían vivido anteriormente, lo cual empeoraba su si­
tuación en dos aspectos. Por una parte, la nueva localización era general­
mente menos céntrica y no tan conveniente como la que poseían antes
de 1348; por otra, el aislamiento de los judíos en su calle especial era es­
tablecido en forma más estricta que en la época anterior a la peste negra.
Estas tendencias ya existían antes de 1348: los esfuerzos de la ciudad
por controlar a los que vivían dentro de sus muros, la pretensión de ma­
nejar a los judíos desde la autoridad central, la limitación y cercamiento
de las zonas de residencia de los judíos y la extorsión financiera. La nueva
situación habría de intensificarlas y conducir a su imposición por medio de
la fuerza en una proporción mucho más extensa que en el pasado.

662
Restauración de las comunidades judías

Los judíos a quienes se invitó a volver a las ciudades bajo estas riguro­
sas condiciones, y mediante un precio tan alto, eran generalmente refugia­
dos de las matanzas de 1348 que habían huido a las aldeas y a las posesio­
nes de los nobles. Las nuevas comunidades estaban compuestas por lo co­
mún por viudas, sus hijos, y escasos hombres. En algunos distritos, como
los del norte de Alemania, las comunidades judías se restauraron en grado
muy reducido o se mantuvieron como estaban. Pero incluso en aquellas en
que se reinstalaban, las expulsiones —breves o prolongadas— {jasaron a con­
vertirse en una experiencia periódica de la vida comunitaria. En el siglo XV,
R. Mosé Mintz concluyó un detallado responsum sobre un tema de la halajá
con la declaración de que estaba escribiendo en una época de «expulsiones
y detenciones... porque el plazo que nos dio el obispo —de Bamberg— ex­
piró, y se negó a concedernos una prolongación, ni por un solo día, ni por
una sola hora» ( Responso de R. Mosé M intz, Salónica, 1806,
núm. 49, fol. 50 v.).
Estas comunidades, alternativamente restauradas y destruidas por ex­
pulsiones o por tumultos, se enfrentaban con frecuencia a complicados pro­
blemas de población y de domicilio, cuestiones que debían resolver de acuer­
do con las circunstancias locales continuamente transformadas. Se ha cita­
do antes el caso de una comunidad que trataba de desalentar la llegada de
nuevos colonos. Pero según las anotaciones de R. Mosé Mintz en los años
1456-57 «los propietarios responsables de esta ciudad son pocos y las car­
gas —de los impuestos y la conservación de la comunidad— son pesadas,
por lo que estamos buscando propietarios que compartan las cargas con no­
sotros». Es posible que después de 1348 muchas de las comunidades se ha­
llasen ante el problema de tener que atraer a nuevos miembros.
Los ciudadanos explotaban ampliamente las necesidades de residencia
de los judíos. Según se decía en esa ciudad y en el año mencionado, «aquí
los pobladores poseían casas en la vecindad de la sinagoga y las alquilaban
a los judíos. Cuando una de esas casas quedaba desocupada, los judíos que
necesitaban vivienda tenían que tomarla en alquiler a aquéllos (ídem,
núm. 39, fol. 34 r.).
Diversas calumnias contribuyeron a aumentar la inseguridad derivada
de la explotación y la extorsión. Cualquier agitación religiosa interna de los
cristianos hacía peligrosa igualmente la situación y la residencia de los ju­
díos. Por ejemplo, la rebelión de los husitas, que estalló en Bohemia y Mo­
ravia en los comienzos del año 1420, repercutió en contra de los judíos por
las crecientes sospechas y el fanatismo religioso que originó, particularmen­
te entre la población alemana y los círculos católicos de la Europa central.
El triunfante levantamiento de las muchedumbres provocado por el monje
italiano Juan de Capistrano, que predicó contra los husitas en la Europa
central en la segunda mitad del siglo XV, se sumó al daño que sufrían los
judíos, socavando la estabilidad de importantes comunidades judías, como
la de Breslau, en Silesia. En esas condiciones lo que asombra no es el oca-
663
sional debilitamiento de la \ it.did.id judía, .sino l.i c apacidad que c\slc pue­
blo tenía para conseguir una regeneración social y espiritual.
Las comunidades judías tendían a abandonar sus antiguos asentamien­
tos y las viejas ciudades para trasladarse a otros lugares nuevos. Algunos
judíos se instalaron en las aldeas y en fincas propiedad de la nobleza en
las cercanías de estas viejas ciudades. Otros se dirigieron hacia el sur y
el este del Imperio y pasaron a Austria, Bohemia, Moravia y Silesia, lle­
gando hasta Polonia. El traslado hacia el este se integró en el gran movi­
miento colonizador formado en aquella dirección por los colonos occiden­
tales. Esta tendencia iría transformando gradualmente las regiones de los
eslavos occidentales, sobre todo las de Polonia, en una zona de asentamien­
tos judíos; un centro que, como se verá más adelante, continuó amplián­
dose tanto respecto a su número de habitantes como a la diversidad de
sus profesiones. Mediante estos movimientos, los judíos alcanzaron las zo­
nas circundantes de las grandes ciudades y otras poblaciones menores, de­
jando con ello de encontrarse concentrados en los centros mercantiles y
políticos del Imperio. Por otra parte, los judíos formaban parte de un más
amplio movimiento colonizador de las zonas eslavas occidentales, y eran
por tanto, recién llegados a las ciudades, de igual forma que los ciudadanos
alemanes cristianos que llegaban en la misma oleada colonizadora, en es­
pecial los de Polonia. Debido a su condición de extranjeros, debían ser pues­
tos a prueba para demostrar su utilidad ante la nobleza agrícola gobernan­
te. A estos colonizadores judíos se les presentaban nuevas oportunidades
económicas, sociales y espirituales, así como también problemas, en los nue­
vos tipos de asentamiento en que se integraban y en las diversas condicio­
nes materiales que hallaban en los mismos.
Medios de vida de ¡os judíos en el imperio germánico
El más importante medio de vida de los judíos siguió siendo el présta­
mo de dinero con interés, el cual tuvo un papel preponderante en su retor­
no a las ciudades. Al mismo tiempo, los judíos comenzaron a orientarse ha­
cia nuevos medios de vivir, empujados por las difíciles circunstancias rei­
nantes y la creciente inestabilidad que gradualmente adquiría el préstamo
de dinero en el siglo XV. Eli cambio que experimentaba el carácter econó­
mico de las ciudades cristianas, cuyos habitantes se dedicaban en menor
medida que antes al cultivo de cereales y verduras para su consumo, ad­
quiriendo, en cambio, la producción agrícola de las aldeas y las fincas, pró­
ximas o lejanas, les posibilitó dedicarse a otros negocios. A los agricultores
y a los ganaderos les interesaba que sus productos fueran vendidos a buen
precio por personas expertas en los mercados urbanos; tanto los habitantes
de la ciudad como los aldeanos tenían interés en que se afirmara un comer­
cio regular de productos agrícolas. El traslado de alimentos de localidades
distantes a las ciudades beneficiaba a las grandes haciendas que producían
para el mercado urbano, empleando al mismo tiempo los servicios de los
intermediarios que operaban entre la ciudad y las aldeas y fincas.
Esta evolución permitió que los judíos se dedicaran al comercio agríco-
664
la y a la buhonería, en ciudades y aldeas. Facilitaba el ejercicio de estas
nuevas actividades económicas su instalación en las aldeas próximas a las
ciudades y en las haciendas de los nobles, que los aceptaban cuando eran
expulsados de las ciudades, así como también en nuevas regiones del Sur
y del este. Las transformaciones producidas dificultaron asimismo el que
pudiera limitarse el ingreso en los gremios a quienes conocieran el oficio.
El consumidor pasó a convertirse en un factor de mayor importancia den­
tro de los muros de las ciudades; de ahí que los judíos penetraran en la ar­
tesanía, aunque debieron hacerlo por la «puerta trasera» de la estructura
económico-social urbana. En el siglo XV R. Israel Isserlein escribió sobre
«las mujeres que lavan velos para las cristianas... y lo que hacen las muje­
res en los velos, antes de lavarlos, cuando les ponen el dobladillo en los bor­
des». Había además «mujeres que elaboran hilo para coser la ropa, y viven
de esa artesanía» (Terumat hadesen, Varsovia, 1882, núm. 152, pág. 46). En­
tre las mujeres que intervenían en las actividades económicas se encontra­
ban también aquellas que se ocupaban del cormrcio en las aldeas; no eran,
sin embargo, las únicas que participaban en la producción general.
En 1514, el concejo municipal de Leitmeritz dejó constancia de que «entre
los judíos de nuestra ciudad hay gente pobre y también algunos que viven
únicamente de trabajos manuales» (G. Bondy y J. Dvorsky, eds., Urkunden
und Regesten..., I, núm. 347, Praga, 1906, pág. 222).
Varios responsa nos informan de que algunos judíos se dedicaban a la
compra y venta de vinos, y R. Israel Isserlein habla de una ciudad en la
que los judíos «solían vender vino a los no judíos a un precio ligeramente
inferior al que le cobraban a los judíos» (Isserlein, op. cit., núm. 204,
pág. 61). En algunos documentos judíos y no judíos se habla, directa o in­
directamente, de viñedos que eran cultivados por aquéllos para la produc­
ción y venta de vino. Asimismo, parece que también había judíos posade­
ros, que se dedicaban simultáneamente a las tareas comerciales.
Los judíos del imperio alemán todavía seguían viviendo principalmente
del préstamo de dinero con interés, pero sus medios de vida fueron diver­
sificándose gradualmente a medida que iban dedicándose a la artesanía, la
buhonería y los corretajes dentro de las aldeas y entre éstas y las ciudades.
Debido a su gradual penetración en las actividades comerciales y a la pre­
sión ejercida por las condiciones de vida reinantes en el Imperio, los judíos
que se habían trasladado hacia el este en el interior de Polonia fueron en­
caminándose en forma creciente hacia el comercio y la artesanía. Se verá
más adelante (págs. 682-685) que esta tendencia produjo un nuevo desa­
rrollo económico y social entre los judíos de Polonia, al mismo tiempo que
una gran tensión entre ellos y los ciudadanos de origen alemán.

Los judíos de Italia y sus medios de vida


En los siglos XIV y XV, comenzó en Italia un nuevo tipo de asenta­
miento judio iniciado en Roma y propagado posteriomente a las ciudades
del (entro y norte del país. Los inmigrantes judíos de Alemania y Francia
665
se incorporaron a las comunidades establecidas, especialmente las del nor­
te, a condición de que fuera concedida a un judío autorización para abrir
un banco de préstamos para los habitantes de la ciudad; bancos de esta es­
pecie figuran en las fuentes judías como «tiendas». Los dirigentes de la ciu­
dad en cuestión debían fijar las condiciones detalladas reglamentarias de
las operaciones, que debían ser aceptadas por ambas partes, el prestamista
judío y el prestatario gentil. Era lo que se denominaba como la condolía. la
conducta; condolía que era fijada para un período de tiempo determinado.
El judío pagaba una sola vez una suma importante, o se comprometía a
abonar un fuerte impuesto anual por el privilegio de ser el prestamista mu­
nicipal, imponiéndosele la obligación de invertir cierta cantidad de dinero
en el banco. En la ciudad de Fano se dispuso, por ejemplo, en el año 1439,
que se abriera el banco con un capital de tres mil ducados; y en 1464, en
Urbino, con cinco mil ducados. También eran fijadas las condiciones re­
queridas para la aceptación de empeños y la tasa de interés, que en general
oscilaba entre el 15 y el 25 por 100; muy inferior pues a la percibida por
los prestamistas cristianos. Estas transacciones financieras originaron otras
actividades comerciales, así como el desarrollo de varias labores artesanas,
como la orfebrería, la platería, la sastrería, etc. En ocasiones un judío acau­
dalado podía obtener una condolía en varias ciudades; en general, estas co­
munidades judías eran de tamaño bastante reducido.
Pero no todos los judíos de Italia se dedicaban a las finanzas o la arte­
sanía. R. Yosef Colón, por ejemplo, tuvo que atender un asunto revelador
de las exigentes y agotadoras funciones que desempeñaban los judíos, al­
gunas de las cuales habrían de ponerlos, a ellos y a sus familias, en estre­
cho contacto con la sociedad cristiana. Era un problema relativo a un cohén
—judío descendiente de sacerdotes— que «vivía en la ciudad de Pavía».
En 1469 ó 1470, la esposa lo abandonó amenazándolo con convertirse al
cristianismo. Según cuenta el marido, esto se debía a que él era «posadero
en Pavía», y ella le había exigido que abandonara ese medio de vida, di-
ciéndole: «No quiero que sigas siendo posadero» (Responsa of R. Joseph Co­
lon, Nueva York, 1958, núm. 159, pág. 166). En Roma la vida era más or­
denada y variada, tanto social como profesionalmente. Pero también exis­
ten pruebas de la intervención de los judíos de otras ciudades en diversas
profesiones, incluidas la medicina y la artesanía.
Los judíos de Italia llegaron finalmente a atribuir el odio existente ha­
cia ellos al buen éxito y la expansión de sus préstamos de dinero. Esta ex­
plicación fue impuesta además por los franciscanos, quienes lanzaron una
campaña en contra de ellos y sus préstamos con interés, actitud que se ve­
ría robustecida por la introducción en la mentalidad judía de la posición
cristiana opuesta al ejercicio de la usura.
En una carta de R. Obadvá de Bertinoro, comentarista de la Misná
que luego se instaló en Tierra Santa, aparece una clara descripción de las
condiciones sociales y económicas imperantes en el sur de Italia. Dice, con
respecto a lo que ocurría en los años 1487 y 1488:
Palermo —en Sicilia—... tiene unas ochocientas cincuenta familias judías, reu-
666
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*. V * * r
¿*7 Fragmento de una carta comercial del siglo vm escrita en persa con caracteres hebreos;
hallada durante unas excavaciones en el Turquestán oriental, revela detalles acerca del co­
mercio judío durante aquel período.
28 P u e rta He m adera (s. XV) con die c isé is paneles ta lla d o s, procedente de la sinagoga E s d ra s
de P o s ta l, E g ip to , donde — según la tra d ic ió n — a s is tía M a im ú n id e s a lo s o fic io s sm agogales.
Superior: 29 C a ric a tu ra de un ju d ío en las m u ra lla s del c a stillo local (1 2 3 3 ); procedente del P u ­
b lic Re c o rd O ffic e .

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£ £ $ , juOu-.t» vUWcVy^uwr l|í^|ibr*>w uíh Snaqmtl'.Trr« .^se-i ^<?A^gs£.n¿l»jrcr9
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-r% ■af^*p4f‘ pqeffi^rmácp ^ W»*r$uÍferl
p»Ss5 xT'c^'f Í3Qo«c níf rf m*»«W'*{3*»w>e®^
~1*í LpPVe^íO- J«}¿, Woi^r-
> S V ^ ^ jy j£ ~ ?jP «: o"»i^ . p ^ í a VW lfcn#^ p*S ^T 1 í^nrn rtü»

*'V
Injenur: SU E s ta no ta del F o re s t R o ll de E s s e x , In g la te rra , contiene un a p u n te de un ju d ío m e­
d ie v a l, el m ás a n tig u o de lo s d a ta d o s (1 2 7 7 ). L a d iv is a en el m a n to es una re p re se n ta c ió n de
las ta b la s de la L e v ; todos los ju d ío s estaban o b lig a d o s a lle v a rla puesta en aquel tie m p o .
31 U n a re p re se n ta c ió n c ris tia n a del com ercio ju d ío de esclavos. E s un re lie ve en bronce de la
p o rta d a de la ig le sia de G n ie z n o , P o lo n ia (s. X I I ) , u n o b isp o rescata de m a no s de m ercaderes
ju d ío s a u n o s esclavos c ris tia n o s esposados.

Enfrente: 32 C a p ite l del m o n a ste rio de S a n M a r t ín de F u e n tid u e ñ a , E sp a ñ a , de la segunda m i­


tad del sig lo X II. E l ju d ío (h ijo de las tin ie b la s ) está re p re se n ta d o p o r un b ú h o , al que los
c ris tia n o s (p á ja ro s de la lu z ) picotean el cráneo. E s te s im b o lis m o a n tiju d ío era c o rrie n te en
este período.
• t K s c u ltu ra re p re se n ta n d o la sinagoga, de la ig le sia »le T r e v e r is (c. 1 2 5 0 ). N ó te se el velo so ­
bre lo s o jo s, la corona fue ra de su lu g a r, el báculo q u e b ra d o v la s ta b la s de la L e y boca abajo.
\r t z - * •n->2>4 y ijn ‘-n a r
•• ' -- i ^-»•
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* •*• .i 1^ • »»r »
1• ^ ■ •j>t *
V —‘'V»‘^ *H‘MI' » t V

Enfrente: 34 A n a \ s u s siete lu jo s ante su s a to rm e n ta d o re s; arriba, e n tre los s ím b o lo s del quidús


hmem. L ib r o de oraciones hebreo (s. X iv o x v ) en la B ib lio te c a de H a m h u rg » .
meque er ob quam mufam er nb
quem finem tentant, er qmft anc
nunc potiu fuperluja mfo:man V € irtp n çu
nolo indiare qb' pzobave no bfPiuin
VBlcrcuv <ß>c moto òrti qtf \n
bi er ftubjm intento portea rtuci
t^ n 'cn tiö n cm «

y~~nno a\V CfcV.riir rapa A er q* uciicmim m puma. m fon


cniiir miti er in fftrccrtfma oblia m nqm a fé n m p z o ttid ^ "'
/ ^ crpufbmbua omiicrftrtutr p»out pm V'i*r ec i)Of (tccrunr
-'p>fm m ommbualona vbmiip \\ \ pluntmo looa finir fama et
mo:abRnnir.(fAauo auefrn mp mmol cofa labozabar iT€i mit
nont¿ fiut-quoumm vdiemcna ftutem mrer eoa qmcftm re ferìft
fnfptao erat Giper coa q> ipfi p> «te « ih elogi (lionica er p a in qm
pulum cnlhanum m filiará: pn* fcomDuiu niriu**1rtcflrtruiti pie
venenum ttrtvuctv meebanmr nortifB bfnu eia iu o ;iH iim m tt
•»

Enfrente: 35 Ju d ío s en la hoguera (1 3 4 9 ) en una ilu m in a c ió n de una crónica de la pesie negra,


e sc rita e n tre 1349 y 1352.

A rriba: 3(> P á g in a de un códice b íb lic o ilu m in a d o , B u rg o s , 1260. N ó te se su p ro fu sa


o rn a m e n ta c ió n .
Izquierda 37 Inscripciones hebreas y vidrieras en la sinagoga toledana del siglo XIV, hoy lla­
mada del Tránsito, que lite convertida en iglesia tras la expulsión de los judíos.
A rriba: 33 E x t e r io r de la sinagoga A ltn e u s c h u l de Pra g a , del ú ltim o te rc io del sig lo X M l; ju n t o
a ella el e d ific io de la c o m u n id a d ju d ía , de fin a le s de la E d a d M e d ia .
39 L a recepción de las la b ia s de la L e y en el m o n te de S in a í, v ista p o r los jasitlé A<krna~. Ilu
im ita c ió n de un códice del Pe nta te uc o de R a tis b o n a (c o m ie n zo s del s. x iv ) .
■ fOju d ío s m a m a nd o d f las u b re s de la «cerda de lo s ju d ío s » al tie m p o que la a lim e n ta n . U n a
de las de te sta b le s c a ric a tu ra s de los ju d ío s , en un re lie ve en m adera en el re sp a ld o de una s illa
del coro de la catedral de C o lo n ia (s. x iv ) .
Enfrente: 41 L o s C u a tro S a b io s c o n ve rsa nd o en Bcnc Berac. E n re a lid a d es u n re tra to de ra ­
b ino s m edievales. Ilu m in a c ió n de la lla g a d a E r n a M ic h a c l, que se h a lla en el -M useo de Is ra e l.

Arriba: 42 E x p u ls ió n de lo s ju d ío s de F ra n c fo rt (1 6 1 4 ). o c u rrid a a c o n tin u a c ió n de u n o s a lb o ­


ro to s a n tiju d ío s . G ra b a d o en una crónica h is tó ric a e sc rita en 1642.
43 Sa b e ta y S e b i venerado p o r los ju d ío s de E s m ir n a ; de u n lib ro de v ia je s de fin a le s del
sig lo XVII.
nidas todas ellas en una misma calle, muy bien situada. Son... artesanos pobres de
diferentes especialidades, caldereros, herreros, cargadores y peones para toda clase
de trabajos pesados. Son despreciados por los gentiles, y andan andrajosos y sucios.
Y tienen que llevar sobre el pecho, como señal distintiva, un trozo de paño rojo del
tamaño de una moneda de oro. Las obligaciones reales de trabajo son muy duras
para ellos, porque los llaman a trabajar para el rey cada vez que los necesitan, por
ejemplo, para arrastrar hasta la costa las barcas de n^sra. construir terraplenes y
oirás laenas de esa clase (Gartas de Israel, editado por A. Yaari, 1, Tel Aviv,
1943, pág. 104).
En Mesina encontró una situación similar, aunque ligeramente mejor:
«Hay unas cuatrocientas familias —judías— que viven apartadas en su pro­
pia calle. Son más ricos que los de Palermo; son todos artesanos, pero tam­
bién hay algunos comerciantes» (ídem, pág. 108).
Por la impresión y el disgusto que las condiciones reinantes en el sur
de Italia le produjeron a este erudito procedente del norte, puede deducir­
se que existía una profunda brecha entre el estado en que se encontraban
las dos mitades del país. Quizá los judíos del sur conservaban las tradicio­
nes artesanas y la diversidad de actividades que se habían extendido entre
ellos en la cuenca del Mediterráneo, regida por los musulmanes.

Crisis económica y social en la España cristiana


Los acontecimientos del año 1348 pusieron una intensa sombra en la
vida de los judíos españoles, hecho que habría de causarles una profunda
impresión (véanse págs. 591-593). Su situación seguía siendo relativamen­
te estable; el deterioro de los círculos cortesanos judíos, particularmente en
Aragón, no había repercutido todavía en la situación general. En Castilla,
los judíos sufrieron las consecuencias del enfrentamiento entablado entre
Enrique de Trastámara y el rey don Pedro. Los mercenarios franceses e in­
gleses de ambos bandos, que se habían acostumbrado al saqueo y el pillaje
durante la Guerra de los Cien Años en Francia, y que eran profundamente
antijudíos, causaron grandes daños en las comunidades hebreas de las ciu­
dades que sitiaban y ocupaban entre los años 1366 y 1369. Algunas de es­
tas comunidades se vieron obligadas a pagar grandes sumas de dinero a am­
bos bandos; millares de judíos murieron en lo asedios y en las batallas ha­
bidas, produciéndose matanzas de judíos en varios lugares del país. La zo­
zobra de los judíos se habría de mantener incluso cuando Enrique II subió
al trono de Castilla después de la caída de don Pedro, en 1369. Los efectos
de las persecuciones, la extorsión de dinero y la venta de judíos como es­
clavos proseguirían durante mucho tiempo. La situación de éstos continuó
empeorando con el paso del tiempo con mayor intensidad, tanto en Casti­
lla como en Aragón. En el año 1378, se inició una larga serie de provoca­
ciones religiosas originadas en Sevilla y derivadas de la oposición al buen
éxito de los judíos en las actividades económicas y las funciones financieras
oficiales.
Una combinación de circunstancias originaría en el año 1390 un fuerte
667
declive en la situación general de los judíos. Murió el rey y le sucedió un
hijo menor de edad. En ese mismo año falleció también el arzobispo de Se­
villa, y la dirección de aquella importante región eclesiástica fue entregada
a un arcediano extremadamente antijudío, que a partir del año 1378 venía
pronunciando en forma constante ardientes sermones dirigidos en contra
de los judíos. Estos hechos suministraron la máscara política para los tu­
multos antijudíos que estallaron en Sevilla en 1391. Las dificultades eco­
nómicas que debieron afrontar los reinos cristianos de España desde el fi­
nal del siglo XIV habían producido fuertes tensiones sociales en las ciuda­
des, sobre todo durante los años de escasez y carestía. Esa creciente tensión
que caracterizó a la España cristiana cuando el siglo XIV llegaba a su fin,
principalmente en las ciudades castellanas, determinaría un deterioro emo­
cional generalizado. La autonomía de Castilla iba siendo sostenidamente
restringida en favor de la autoridad central, la cual se encontraba a su vez
implicada en las querellas dinásticas internas originadas por la enconada
lucha que le imponía la nobleza de Castilla que, nada dispuesta a aceptar
la autoridad del rey, había comenzado a revelar manifiestas tendencias
anárquicas. El sentido del orgullo de la nobleza y de su distinción como
clase se agudizaría entonces con extrema violencia. Por su parte, el patri-
ciado rector de la sociedad urbana adoptaría los ideales de la caballería,
dando pie a la formación de una creciente brecha entre él y los ciudadanos
comunes, que respondieron a su vez con anárquicas afirmaciones de su ho­
nor particular.
Este ambiente hizo que los sucesos de los años 1390 y 1391 desembo­
casen en un estallido del orgullo urbano de los cristianos, el cual, no bien
cedió el poder real, adoptaría un violento carácter antijudío terminando por
manifestarse en las repetidas asonadas y en la crisis final del año 1391.
La oleada de ataques a las comunidades judías comenzó en Sevilla, pro­
pagándose posteriormente por todo el país. Fueron martirizados judíos,
otros asesinados en los ataques, y una gran cantidad se convirtió al cristia­
nismo (véanse los efectos sociales y espirituales de estos hechos en las
págs. 686 y 687). Muchas comunidades que sobrevivieron a las conversiones
y los tumultos se derrumbaron luego por el peso supuesto por el pago del
rescate que habían efectuado a las turbas y a los gobernantes con el fin de
librarse de las matanzas y las conversiones forzadas. La sociedad judía se
empobreció no sólo económica, sino también espiritualmente, dado que una
gran mayoría de sus dirigentes abandonó la práctica manifiesta del judais­
mo y pasó a ser cristiana, privando a su comunidad de origen de sus bienes
materiales y de sus valores espirituales.
Desde ese año hasta la expulsión, ocurrida cerca de un siglo después,
los judíos de la España cristiana vivieron bajo la presión inexorable de pro­
fundas y repetidas crisis. Lo que excitaba a las muchedumbres e incremen­
taba su rencor no era solamente el antiguo odio a los judíos que ocupaban
cargos oficiales ni su posición económica, sino también la envidia hacia los
cristianos nuevos, los conversos, los bautizados por la fuerza que gozaban en
todos los aspectos de los mismos derechos que tenía el resto de la población
cristiana y que fueron infiltrándose incesantemente en las nuevas fuentes
668
de poder y en las más elevadas posiciones sociales, causando la irritación
de los cristianos viejos. También perjudicó a los judíos social y económica­
mente la legislación de las autoridades y las incitaciones de la Iglesia. Ade­
más, los judíos perseguidos sufrieron nuevas divisiones internas debido a
las sospechas recíprocas existentes y a la inevitable tensión que se alzaba
entre los que se mantenían judíos y aquellos que se habían visto obligados
a convertirse (véanse las págs. 727-729).
Las profesiones de los judíos en los reinos españoles seguían siendo bá­
sicamente las mismas, pero su radio de acción y perspectivas de buen éxito
conocerían una progresiva reducción. Los decretos reales desarticularían a
antiguas y honrosas profesiones, alterando los modos de vida de quienes
las ejercían. Rabí Selomó ibn Lajmis Alamí resumió la situación, en 1415,
en su Iguéret musar (Epístola de reproche)’.
Nos invadió el mal... a lo largo y ancho de las provincias de Castilla y en el rei­
no de Cataluña en el año 1391... y durante los veintidós años siguientes los que que­
daron en Castilla eran una parábola y una irrisión, y su situación seguí* empeo­
rando... Les exigieron que se cambiasen la ropa, y no les permitieron dedicarse
a diversos comercios, arrendamientos y artesanías... Quienes vivían cómoda­
mente en su hogar fueron expulsados de palacios de tranquinuad y piacer... y touos
los judíos residían en chozas, en verano y en invierno, en vergüenza y miseria... por­
que no habían aprendido oficios con los que pudieran vivir. Y además, por su de­
gradación y su desgracia... no fueron incluidos entre los artesanos... y lo mismo les
ocurrió en el reino de Aragón a las comunidades restantes cuando un nuevo rev se
alzó contra ellos para decretar nuevas discriminaciones (A. M. Haberman, ea., lgue-
ret musar, Jerusalén, 1946, págs. 39-40).
Según indican otros documentos esta descripción moralista podría ser
un tanto exagerada, pero hubo sin duda una fuerte agravación de las con­
diciones generales de vida.
La existencia de los nuevos cristianos por conversión, junto con los pro­
blemas que crearon a la Iglesia y a los gobernantes (véanse págs. 689 y 690)
hizo que los dirigentes cristianos atribuyeran a las comunidades judías la
fuente de la obstinación que mostraban los conversos por mantener las cos­
tumbres judías. En 1412 se hizo una tentativa legal para restringir los lu­
gares de residencia de los judíos, con el objeto de aislarlos y confinarlos.
Una apreciable proporción de los mismos, conversos o no, comenzó enton­
ces a emigrar hacia Africa del Norte y otros países musulmanes. Durante
el siglo XV aumentó la emigración a Palestina; se conservan documentos
en que constan las solicitudes de ayuda formuladas por las comunidades
españolas para quienes partían hacia Tierra Santa.

Expulsión de España
Después del establecimiento de la Inquisición, los Reyes Católicos, Fer­
nando e Isabel —con cuyo matrimonio se unieron los reinos de Castilla y
Aragón— derrotaron a los musulmanes que se mantenían en el sur de la
669
Península Ibérica y conquistaron Granada. Los Reyes Católicos ordenaron
entonces la expulsión general de los judíos españoles que no se habían con­
vertido. Les fue concedido un plazo de tres meses para marchar, hasta agos­
to de 1492 —el séptimo día del mes de ab, según el calendario judío. La le­
yenda registró esa fecha como la del Nueve de Ab, el día de duelo por la caí­
da de Jerusalén y la destrucción del Templo. Muchos judíos se convirtie­
ron, incluyendo miembros de las clases superiores, pero decenas de miles
salieron de España hacia el exilio. Más de cien mil judíos se dirigieron a
Portugal, donde hallaron un penoso destino, y solamente una parte de ellos
logró llegar hasta los países musulmanes. Unos cincuenta mil judíos par­
tieron de España directamente hacia los países islámicos e Italia, sufriendo
multitud de penalidades en su camino y a partir del momento en que al­
canzaron sus respectivos lugares de refugio.
A pesar de las numerosas crisis que se produjeron entre los años 1391
y 1492, los judíos expulsados de España dejaron el país con la sensación
de haber sido arrancados de su patria y obligados a abandonar una forma
de vida buena y envidiable. Ni aun la aterradora conversión forzosa que
les fue impuesta en Portugal —donde recibieron a las muchedumbres de
judíos expulsados y, tras separar a los hijos de los padres, les obligaron con
inhumana crueldad a aceptar el cristianismo— hizo que los judíos olvida­
sen los aspectos positivos de su anterior existencia en los reinos de España.
Según la opinión de algunos prominentes judíos exiliados, la situación de
éstos en España había sido antes de la expulsión mucho más favorable y
tranquila que la existente en cualquier otra comunidad judía.
Después de la amarga desilusión sufrida en Portugal, esta diáspora se­
fardí se desparramó por toda Italia y los países del Islam; algunos, sobre
todo los judíos conversos, pasaron a los Países Bajos, donde llegaron a crear
un medio social y cultural propio. Con el paso del tiempo, los exiliados es­
pañoles adquirirían una posición social especialmente elevada y establece­
rían comunidades de extraordinario carácter en zonas tan alejadas entre sí
como Amsterdam, en el mar del Norte, y Safed, encaramada entre las co­
linas de Galilea (véanse págs. 743-750).

Establecimiento de los judíos en la Europa oriental.


La barrera de la Rusia moscovita
A lo largo de este período los judíos fueron instalándose y formando co­
munidades en número creciente en las regiones eslavas occidentales de Bo­
hemia, Moravia y Polonia. Existen diversas pruebas de que en estos países,
y principalmente en Polonia, los judíos hallaron condiciones relativamente
mejores para el desenvolvimiento de su vida económica y social. Los prin­
cipales efectos que tuvieron estos hechos en la historia económica judía pue­
den apreciarse mejor en los acontecimientos de los siglos XVI y XVII (véan­
se págs. 752-755), pero sus fundamentos fueron establecidos durante el pe­
ríodo que se está tratando. Mas los límites orientales de esta emigración
judía serían fijados al finalizar el siglo XV; en el último cuarto de este siglo
670
surgió en Rusia, produciendo una honda impresión general, una difundida
corriente religiosa denominada comúnmente herejía judaizante. Independiente­
mente del hecho de que los judíos hubiesen tenido o no una participación des­
tacada en la misma, las autoridades rusas consideraron —quizá con parte de
razón— que era debida a la acción de su inlluencia. Así, tras la elimina­
ción de esa corriente religiosa los gobernantes rusos decretaron que no se­
rían aceptadas en Rusia nuevas entradas de judíos. A partir de ese mo­
mento, y hasta que se produjo la partición de Polonia, a fines del si­
glo XVIII, no solamente se impidió la entrada en Rusia de judíos declara­
dos, sino que las fuerzas militares rusas adoptaron la práctica de extermi­
nar a los que hallaban en los territorios que conquistaban.

Peregrinaciones y emigración a Tierra Santa


Las persecuciones provocaron en España —como se apuntaba antes—
una señalada renovación de las emigraciones a Tierra Santa. Entre los emi­
grantes y peregrinos existían también conversos que deseaban declarada­
mente expiar su conversión viviendo en Tierra Santa. Los judíos italianos
mantenían estrechos contactos con Palestina y seguían los acontecimientos
del país con permanente preocupación. Los Responsa de R. Yosef Colón in­
forman acerca de la forma en que eran enviadas regularmente contribucio­
nes a Jerusalén, designándose funcionarios especiales para que se ocupasen
de esa tarea en Italia. Cuando en Jerusalén era destruida una sinagoga y
«sus miembros se veían obligados a tomar mucho dinero en préstamo con
interés de los gentiles... enviaban a dos personalidades a todos los rincones
del exilio a fin de solicitar ayuda para pagar la deuda» (Responsa de R. Yosef
Colón, op. cit. núm. 5, pág. 15)
Hacia el final del siglo se establecerían relaciones todavía más estrechas
mediante la acción de personas destacadas que salían de Italia para Tierra
Santa y describían el estado en que la hallaban. Así, el banquero y comer­
ciante R. Mesulam de Volterra informó acerca de las diversas comunida­
des judías que encontró en 1481. En Gaza unos cincuenta «artesanos ju­
díos, algunos de ellos notables y valiosos. Tenían una pequeña y hermosa
sinagoga, viñedos, campos y casas». Entre ellos encontró dos a quienes des­
cribió como sefardíes aún antes de producirse la expulsión de España.
En Hebrón descubrió únicamente «unas veinte familias judías»; en Jeru­
salén había alrededor de doscientas cincuenta familias. En su descripción
dedicó especial interés a los lugares santos, el paisaje y los edificios. Por sus
palabras se advierte que entre los notables de Jerusalén había algunos a
quienes denominaban askenazíes, es decir, procedentes del norte de Europa.
A los jueces judíos los llama seij, jeque.
A Rabí Obadyá de Bertinoro, que llegó a Fierra Santa en 1488, le in­
teresaba mucho más la situación social. La epístola que envió desde Jeru­
salén ofrece un extenso informe sobre los caraítas y los samaritanos que vi­
vían allí y en Egipto. Declara haber hallado «unas setenta familias rabani-
tas residentes actualmente en Gaza... donde ahora hay un rabino askenazí
671
llamado Selomó de Praga». En Hebrón encontró «unas veinte familias, to­
das ellas rabanitas; cerca de la mitad de ellos proceden de los judeoconver­
sos que llegaron recientemente a cobijarse bajo las alas de la Sejiná».
La pobreza v debilidad mostradas por la comunidad de Jerusalén le im­
presionaron:
No han quedado más que setenta familias, todas pobres y sin medios de vida...
y aquí actualmente al que tiene o puede encontrar alimentos para un año lo llaman
rico. Hay muchas viudas, ancianas y solitarias, askenafíes y sefardíes y de muchos
otros idiomas; siete mujeres por cada hombre (Yaarí, op. cit., pág. 127).
Habla desdeñosamente acerca de los dirigentes de la comunidad y su
forma de dirigirla, y sobre la sinagoga destruida dice:
La sinagoga está en un patio realmente muy grande en el que hay muchas ca­
sas, todas ellas hecdés —albergues para pobres— de los askenazíes en las que suelen
vivir sus viudas. En Jerusalén, en el barrio de los judíos, hay muchos de esos pa­
tios, todos ellos de hecdés. Pero los ancianos los vendieron todos y quedó únicamente
el de los askenazíes; no pudieron venderlo al perteneccrles a ellos, y ningún otro po­
bre lo puede compartir (ídem, págs. 129-130).
Rabí Obadyá describe también las condiciones en que él mismo vivía,
y sus impresiones sobre la ciudad y su clima:
Tomé una casa aquí en Jerusalén al lado de la sinagoga. Mi dormitorio está en
el piso alto en la pared que rodea a la sinagoga. El patio en el que está mi casa
tiene cinco inquilinas, cinco mujeres. No hay ningún hombre, salvo uno que es cie­
go, y su esposa me sirve cuando me hace falta. Pero debo dar gracias al Señor por
haberme bendecido, porque hasta ahora no caí enfermo como todos los demás que
vinieron conmigo. Casi todos los que vienen a Jerusalén de un país lejano tienen
que guardar cama por la diferencia del clima, que cambia de un momento al otro,
de calor a frío y de frío a calor. Todos los vientos del mundo vienen a soplar en
Jerusalén. Dicen que antes de ir a donde tiene que ir el viento viene a Jerusalén a
prosternarse ante el Señor. Y bendito sea Él, que conoce la verdad (ídem, pág. 137).
Estas descripciones de Tierra Santa en la época en que volvieron a es­
tablecerse allí los inmigrantes judíos procedentes de España, y de Jerusalén
en la hora de su declive, deberán ser recordadas en el momento de tratar
acerca del desarrollo de la comunidad judía en el siglo XVI (véanse las
págs. 743-750).

Base económica de las comunidades judías


en los países orientales
Documentos judíos, fuentes externas y descripciones de viajeros presen­
tan un cuadro de comunidades compuestas por una gran población judía
dedicada a todas las ramas de la actividad económica urbana. El panora­
ma corresponde a Africa del Norte, de la que informan con bastantes de-
672
talles los judíos españoles que huyeron hacia allí y llegaron hasta la isla de
Rodas, que en el siglo XV seguía en manos cristianas. Existían diferencias
entre los distintos lugares o regiones, pero, aparte la paupérrima situación
en que se hallaban los judíos de Rodas y de Bizancio, en las comunidades
judías de esos países existían círculos sociales acaudalados que se hallaban
en estrecho contacto con las autoridades y dirigían los asuntos de grandes
comunidades integradas por tenderos, buhoneros y artesanos de todas
las ramas.

673
XI. PRESION POPULAR CONTRA LA SITUACION
DE LOS JUDIOS

Ambiente general
Dos acontecimientos que tuvieron lugar entre la segunda mitad del si­
glo XIV y el comienzo del XVI en la sociedad cristiana habrían de reper­
cutir en perjuicio de los judíos de Europa. Aunque opuestos fundamental­
mente entre sí en su origen, tuvieron un efecto combinado en la situación
de los judíos ya que pusieron en actividad dentro de la sociedad cristiana
elementos y tendencias que determinaron su situación en el interior
de la misma.
En la Europa central había comenzado a resquebrajarse la unidad cris­
tiana. La tensión que existía entre el clero y las demás clases sociales fue
intensificándose hasta crear una atmósfera determinada por las sospechas
recíprocas; el miedo llegó así a dominar los sentimientos religiosos del pue­
blo. Surgió entonces el nacionalismo implicado como elemento central en
las diferencias religiosas. La rebelión de los husitas, por ejemplo, expresaba
la oposición religiosa al dogma y la autoridad de la jerarquía eclesiástica,
así como también la resistencia eslava a las pretensiones de superioridad
de los germanos. En las ciudades las familias patricias aristocráticas lucha­
ban contra los gremios de artesanos; y a medida que iba desmoronándose
la autoridad central del Sacro Imperio Romano los príncipes, duques y con­
des, y también las autoridades municipales, se revestían con los atributos
del dominio y la soberanía. Entre las clases populares la piedad aumentaba
haciéndose al mismo tiempo gradualmente más confusa. La sociedad se es­
forzaba por purificar su estructura y sus ideales, restableciendo la unidad
dentro de la Iglesia católica universal, o el Imperio universal que regiría a
la Cristiandad. Poco importa el hecho de que esas visiones de la Iglesia
ideal y el Imperio del pasado se basasen en la realidad o fuesen un pro­
ducto de la imaginación; en aquel contexto era indiferente el carácter rea­
lista o utópico que las propuestas de mejora poseyeran. Toda aspiración di­
rigida hacia el retorno a una pureza anterior es, por definición, una rebe-
675
lión en contra de la situación existente. La sociedad estaba sumida en un
profundo desorden espiritual y social, aprisionada entre la tendencia a la
división y las aspiraciones de unidad y armonía, entre una sensación gene­
ral de decadencia y el anhelo por recuperar la grandeza y la gloria del pa­
sado.
Muchos de los libelos y las acusaciones lanzadas contra los judíos, como
también las deliberaciones sobre ellos, recibían la influencia de las tensio­
nes que atenazaban el noroeste y centro de Europa. Al mismo tiempo, avan­
zaba en España la tendencia hacia la unidad cristiana, y el espíritu de la
Iglesia militante iba imponiéndose con creciente intensidad. En este perío­
do, los reinos de España mostraron fortaleza a pesar de las luchas internas
producidas y la ya anteriormente mencionada decadencia general (véanse
págs. 668 y 669). El matrimonio de «sus Católicas Majestades» Fernando de
Aragón e Isabel de Castilla selló el proceso de la unidad cristiana, y la con­
quista de Granada en 1492 por las fuerzas unidas de Castilla y Aragón con­
virtió a toda España en un país cristiano. Aquel mismo año salió Cristóbal
Colón en misión real para descubrir el paso occidental hacia la India y
abrir una nueva ruta para el comercio y las posteriores conquistas cristia­
nas. Este confiado fervor religioso aspiraba a imponer la pureza de la fe,
ideal que era considerado susceptible de ser alcanzado inmediatamente a
través de los medios que se hallaban entonces al alcance de la sociedad cris­
tiana. La tradición de la Reconquista, que había tratado en general a los
judíos como asociados en la vida cultural y social de los reinos cristianos,
aparte de la económica, parecía ahora un peligroso anacronismo. Los ju­
díos de la Península Ibérica eran víctimas de la renovada confianza del cris­
tianismo en su rumbo hacia la unidad y la siempre creciente fuerza espiri­
tual basada en el fervor religioso.

La situación en el Sacro Imperio Romano


A partir de los años 1348-1349 los emperadores comenzaron a delegar
el dominio sobre los judíos en los gobernantes locales, y yendo más allá, en
las ciudades que habían vuelto a recibirles (véase págs. 662 y 663), pero sin
renunciar absolutamente al derecho de arrancarles beneficios y de ejercer
la soberanía legal sobre ellos, como demostró el rey Wenceslao. En junio
de 1385, después de varias infructuosas tentativas por restablecer los in­
gresos que obtenía de los judíos, Wenceslao llegó a un acuerdo con la Liga
de las ciudades suabias, cuyo artículo principa! estipulaba que a cambio de
la suma de 40.000 florines que pagarían las ciudades, el rey cancelaría una
cuarta parte de las deudas que los cristianos, cualesquiera que fuesen, te­
nían con los judíos. Las ciudades quedaban autorizadas a cobrar los otros
tres cuartos en la forma que prefiriesen, embolsándose generalmente esa
suma. Aunque los prestatarios cristianos no quedaban liberados de sus deu­
das, no se pagaba con su dinero a los acreedores judíos ya que las deudas
contraídas con éstos habían sido anuladas. De este modo, los habitantes
de las ciudades entre los cuales vivían los judíos se apoderaron del capital
676
que estos últimos tenían en circulac ión; solamente unos pocos judíos con­
siguieron pactar un convenio con las ciudades para recuperar una parte de
su dinero. En mnehas poblaciones, entre ellas Nuremberg, eran encarcela­
dos los judíos y 'Us bienes confiscados. Según diversos cálculos, Nurem­
berg, después de pag.n 15.000 llorincs al emperador, obtuvo un beneficio
de 60.000 florines, cantidad superior al total de los ingresos anuales
de la ciudad.
Pero no pasaría mucho tiempo antes de que la gente tuviese nuevamen­
te necesidad de pedir préstamos a los judíos, quienes, a pesar de las tre­
mendas pérdidas, todavía conservaban pai te de su capital en su poder.
En 1390 el emperador volvió a anunciar una cancelación de las deudas con­
traídas con los judíos, pero esta vez parece que sólo en una parte del Im­
perio; la cancelación se proclamó esta vez de acuerdo con las ciudades y
zonas donde vivían los prestatarios. Este cambio permitió a los judíos ha­
llar más protectores en 1390, ya que existían ciudades en las que sus judíos
perdían sus capitales sin que a cambio los ciudadanos obtuviesen ganancia
alguna.
A pesar de las tentaciones que ofrecía este categórico robo, el daño in­
ferido al sistema crediticio y a los ingresos procedentes de los impuestos de­
bió de ser tan grande que el procedimiento hubo de ser abandonado. Al co­
menzar el siglo XV, se prometió decididamente a los judíos que no volvería
a ser proclamada ninguna condonación más de deudas. Era característico
de esa época hacer esa especie de promesas sólo por un período determi­
nado; e incluso a un derecho tan elemental como ése se le otorgó una va­
lidez transitoria. Ésta fue, por otra parte, la cualidad que distinguía a todo
aquello que era acordado con respecto a los judíos.
A fines del siglo XIV y a principios del XV continuaron en todo el Im­
perio los tumultos y el lanzamiento de acusaciones difamatorias contra los
judíos. No eran acciones generalizadas; se producían primero en un distri­
to y luego en otro. Para los judíos siempre significaban pérdidas de dinero
y serios disturbios, además de las graves pérdidas de vidas tanto por los mo­
tines como por las sentencias de muerte pronunciadas por los tribunales
cristianos.

La actitud de las ciudades germánicas: el caso de Ratisbona


Con la creciente tendencia manifestada por las principales ciudades ha:
cia formas económicas capitalistas, junto con la intensificación de los pa­
decimientos soportados por las clases bajas, el odio que sentían los habi­
tantes de las ciudades germánicas hacia los judíos se haría más pronuncia­
do. En Nuremberg los propósitos de los patricios habrían de cumplirse: los
hombres adinerados objetaban con argumentos legales los intereses que co­
braban los judíos, cuestionando el derecho jurídico que podían tener para
la percepción de cualquier tipo de interés, mientras que ellos mismos prac­
ticaban abiertamente la usura, enfocada ante todo sobre préstamos de alta
cuantía. A partir del año 1473, el concejo municipal se empeñó en la tarea
677
de dirigir continuados y abiertos esfuerzos para conseguir la expulsión de
los judíos. En 1498 lograría sus propósitos cuando el emperador aprobó la
expulsión; y aunque la iniciativa procedía de las clases altas, la medida ha­
bría de contar con el apoyo de los niveles populares. El concejo municipal
de Nuremberg serviría de ejemplo a muchas otras ciudades germánicas que
expulsaron a los judíos, como consecuencia de una combinación del capi­
talismo embrionario y una animosidad religiosa de carácter popular.
En Ratisbona la situación era mucho más complicada, e históricamente
muy instructiva. La ciudad se hallaba en un estado de decadencia social y
económica, y el concejo municipal actuó en contra de los judíos sobre todo
por el sentimiento de amargura que originaría este declive y por la nece­
sidad de dar respuesta a la presión que ejercían las clases bajas. Entre
1475 y 1519 los hechos ocurridos en Ratisbona dilucidaron el complejo le­
galismo que suponía la «propiedad de los judíos», de la misma forma que
en el asunto, recíprocamente excluyente pero relacionado con ella, que se
planteaba entre una ciudad con su príncipe local —en este caso el de Ba­
viera— y la autoridad imperial. Los judíos solicitaron protección imperial,
pero la ciudad rechazó la petición con diversos argumentos. En 1476, sus
autoridades contestaron a la reclamación del emperador declarando que la
ciudad «considera que los judíos de Ratisbona son suyos, porque están ro­
deados de murallas y puertas en su ciudad libre». Pero reconocieron la sobe­
ranía del emperador sobre ellos (R. Straus, ed., fJrkunden und Aktenstücke zur
Geschichte der Juden in Regensburg, Munich, 1960, núm. 216, págs. 67-68).
Al mismo tiempo un abogado expuso una demanda más fundamental en
nombre de la ciudad, afirmando que los judíos eran los esclavos de todos
a causa de sus transgresiones, y que ninguna cédula de derechos podía li­
berarlos {Item quod Judaei propter demerita sua post passionem Domini venditi sunt
non Caesari sed ómnibus indistincte, ut generales serví omnes haberentur, non quodprop-
terea aliquod privilegium sortiretur [ídem, núm. 323, pág. 105]). En 1507 la
ciudad formuló detalladamente su reclamación de autoridad sobre los ju­
díos (ídem, núm. 760, págs. 264-265). Cuando la situación lo hacía nece­
sario, la ciudad se valía de la soberanía de los príncipes bávaros; éstos ha­
brían de sostener en el año 1476 que se hallaban en posesión de un antiguo
derecho de propiedad sobre los judíos por un período de ciento cuarenta y
siete años, confirmado por todos los reyes (ídem, núm. 284. pág. 90).
La gradualmente agravada actitud hacia los judíos se expresaba asimismo
por medio de calumnias, especialmente las referidas al crimen ritual, sur­
gidas por la influencia del caso de Trento (véase pág. 682).
En el año 1500, unos diecinueve años antes de la expulsión, se propuso
un convenio entre la comunidad judía y la ciudad de Ratisbona. Su arti­
culado demuestra que los judíos trataban principalmente de protegerse ante
las acusaciones de crimen ritual y otras calumnias, así como de la extor­
sión, buscando un convenio que garantizase sus préstamos con interés y su
forma de vida en general. Pero la ciudad exigió que los judíos pagasen im­
puestos particularmente elevados, se abstuviesen de dedicarse a labores ar-
tesanas —como la sastrería—, que dependiesen de los pobladores para ob­
tener los alimentos básicos y que dejasen de comerciar con empeños, y que
678
retirasen los que se hallaran en su poder fuera de los muros de la ciudad.
El convenio propuesto fue rechazado por ambas partes.
En el transcurso de esta larga contienda, que se prolongó durante de­
cenios, la comunidad judía demostró un gran talento para la propia defen­
sa, recurriendo a diversas autoridades cristianas legales con la finalidad de
respaldar su posición; el último abogado que representó a los judíos fue el
famoso jurista Zasio. Al finalizar la controversia, cuando las esperanzas de
un arreglo se evaporaban y el asunto había llegado al grado de disputa pú­
blica, los judíos expusieron enérgicamente sus argumentos en contra de las
reclamaciones de la ciudad, empleando en ocasiones la ironía y mostrán­
dose en otras en forma agresiva. En julio de 1518, un año antes de la ex­
pulsión, los judíos afirmaron, ínter alia, que la ciudad de Ratisbona se en­
contraba realmente en proceso de declive. Conocían las causas, pero no se
había demostrado aún que los negocios de los judíos hubieran provocado
tal decadencia. No se debía responsabilizar a los judíos por los crímenes
de la ciudad, dado que existían muchos criminales en otras ciudades donde
no residían judíos. Era cierto que practicaban diversas labores artesanas,
pero lo hacían únicamente dentro de los límites que les estaban permitidos,
con escasos resultados materiales, cargando además con las pesadas obli­
gaciones que les eran impuestas de forma expresa. Los judíos presentaron
en su réplica una detallada justificación de las diversas profesiones que de­
sempeñaban, juntamente con la queja de que la desfavorable actitud de las
autoridades fuera «el agradecimiento que reciben los judíos porque en con­
tra de sus propios deseos y criterios dan préstamos sin interés, o con un in­
terés solamente nominal, a los artesanos de Ratisbona, cuando los piden
con urgencia». El memorándum concluía con estas palabras:
Si es conveniente y necesario conservar a los judíos, también es necesario man­
tenerlos de manera humana... y cumplir las promesas que les hicieron. Que los ju­
díos deben estar en Ratisbona... tratados en forma humana... lo demuestran... nues­
tras libertades... Declaramos que somos judíos y no somos mejores que el resto
de los judíos (ídem, núm. 988, págs. 355-361).
En otro memorándum declararon que no tenían necesidad de justificar la
práctica de la usura porque contaban con la autorización que desde tiempo
inmemorial les habían otorgado el emperador y la Iglesia. Además, exigían
a la ciudad que se disculpase por mantener una casa de mala reputación
que había sido prohibida de común acuerdo. «Si la usura judía», pregun­
taban los judíos, «está tan llena de veneno y maldad, ¿por qué la aceptan
de tan buena voluntad los cristianos, sacerdotes y laicos, incluyendo a los
mismos señores de Ratisbona?» (ídem, núm. 993, pág. 367).
De nada sirvieron los ruegos, la asistencia legal, los deseos de obtener
beneficios del emperador y los príncipes y la ironía de los judíos. En 1519
fueron expulsados los judíos, cuya comunidad, según uno de sus memoranda,
tenía más de mil quinientos años de antigüedad. La sinagoga fue saqueada
y posteriormente transformada en iglesia. El empobrecimiento y el declive
de la ciudad traerían así a los judíos de Ratisbona las mismas consecuen­
cias que el desarrollo y la expansión acarrearon a los de Nuremberg.
679
Ofensiva social y religiosa de los franciscanos

En el siglo XV los monjes franciscanos se dedicaron en forma muy ac­


tiva al fomento del odio contra los judíos, principalmente en Italia pero tam­
bién más allá de sus fronteras. La orden de los franciscanos había estado
durante mucho tiempo fraccionada por una enconada lucha, acompañada
por agudas diferencias teológicas, librada entre los que abogaban por la ad­
hesión estricta a una vida de pobreza y ascetismo y quienes se manifesta­
ban menos rigurosos. Los franciscanos actuaban en las ciudades, donde los
pobres eran sus más ardientes admiradores. Y. a diferencia de los domini­
cos, que se dedicaban principalmente a la teología basada en conceptos úni­
camente teóricos, los franciscanos nracticaban una piedad de carácter sim­
ple y popular. En Italia solía acompañar a la piedad un legalistas pedan­
tesco; los miembros de ambas ramas de la orden franciscana eran predica­
dores viandantes que ejercían una gran influencia entre la gente del pueblo
de extensas zonas, ocupándose especialmente del problema de la explota­
ción económica de los pobres.
Cuestiones relacionadas con el comercio, el «beneficio lícito» y el inte­
rés ocupaban un lugar importante en el pensamiento y los sermones de es­
tos predicadores. Tales cuestiones se debatían con el trasfondo de la vida
social de las ciudades italianas, en las que el comercio era floreciente y el
apetito de dinero, insaciable. En el plano teórico, el debate se basaba en
formulaciones moderadas en relación con el comercio y las ganancias del
capital, pero el sentimiento popular se rebelaba contra estas tendencias.
Bernardino de Siena, uno de los grandes predicadores que formaba parte
de aquellos cuyo odio contra los judíos se entremezclaba con sus simpatías
y antipatías sociales, dedicó a materias económicas veintitrés de sus sermo­
nes en latín y algunos otros en italiano. Al interés libre se oponía con gran
aspereza. Ciertamente, para él, quien se veía obligado a prestar su dinero
a petición del Estado—como acostumbraban a hacer las autoridades de Ve­
necia, Florencia y Génova— y recibía por ese préstamo un interés, no era
un usurero, puesto que estaba forzado a hacerlo. De ese modo autorizaba
una serie de actividades financieras corrientes en las ciudades-estado ita­
lianas de aquel tiempo. Pero en cambio desaprobaba con dureza otros mo­
dos de evadir la prohibición del interés. Sus sermones revelan una gran fa­
miliaridad con los mercados comerciales y de dinero de su tiempo, así como
con sus métodos.
En líneas generales el pensamiento de Bernardino de Siena en estas cues-
nones vacila entre lo viejo y lo nuevo. Sólo respecto al préstamo con interés
de los judíos consideraba necesario observar un pleno y constante rigor en
la prohibición. En su actitud hacia el judío, el odio religioso venía a su­
marse al pensamiento económico, dando lugar a un rencor vehemente. Así,
dijo de los judíos: «Con amor abstracto, general, se nos permite amarlos;
ahora bien, el amor concreto hacia ellos no es posible.» Se ve que la idea
del amor, en la que la Cristiandad por regla general no ahorraba palabras,
quedaba restringida cuando se trataba del judío; y el préstamo con interés
68 o
era una de las razones que este predicador aportaba para justificar el ren­
cor personal contra todo individuo judío.

Los Monti di Pietà


El buen éxito que tuvieron los judíos en las operaciones de crédito rea­
lizadas en el norte y centro de Italia, sirvieron de punto de referencia para
la actividad de los franciscanos. Como recurso dirigido contra las «tiendas»
de los judíos, los franciscanos propiciaron, a mediados del siglo XV, el es­
tablecimiento de fondos para préstamos con capitales cristianos, destinados
a facilitar dinero sobre prendas a los cristianos necesitados y librarlos de
esta forma de las garras de los judíos usureros. Dicho de otro modo, había
que combatir a la usura judía con sus métodos, lo que confirma la actitud
ambivalente de esos frailes con respecto al interés. En 1462 comenzaron a
instalarse «montes de piedad» en los lugares donde existían judíos que prac­
ticaban el préstamo de dinero. En algunos casos se llegó a la expulsión de
los prestamistas judíos; en otros la «tienda» judía funcionaba al lado del
monte cristiano. Llegó un momento en que esas instituciones franciscanas
crearon un difícil problema a sus fundadores, ya que descubrieron que sin
la imposición de alguna tasa de interés, y sin intervención de personas ex­
pertas en esas transacciones, el dinero de los montes iría disipándose. Pero
la ley canónica prohibía todas las formas de interés, más aún como prácti­
ca permanente. Solamente a principios del siglo XVI se decidió el papa, des­
pués de prolongado debate, a permitir que los montes cobrasen una peque­
ña tasa de interés.

Juan de Capistrano (1386-1456), «azote de los judíos»


La tradición franciscana de radical encono hacia los judíos en la forma
presentada por Bernardino de Siena se ampliaría con la exhortación diri­
gida a combinar los objetivos sociales de los franciscanos con la actividad
política inquisitorial. El inspirador de esta actividad social y de la intensi­
ficación del odio a los judíos fue un discípulo y seguidor de Bernardino,
Juan de Capistrano (ambos fueron posteriormente canonizados por la Igle­
sia Católica). En 1417, Juan de Capistrano inició una campaña de predi­
cación contra los judíos, desarrollada simultáneamente ron una infiuvente
actividad de propaganda en las cortes gobernan incluida la del papa,
dado que era jurisperito luii poderes inquisitoriales. La combinación tie ta­
lento y autoridad en un hombre conocedor de la ley y dirigente de los es­
fuerzos por erradicar la herejía, proporcionó a este franciscano unos gran­
des recursos V numerosas oportunidades para atacar a los judíos; diversas
calumnias y varias expulsiones fueron resultado directo de su influencia; in­
cluso logró la anulación de cédulas emitidas en favor de los judíos. En el
reino de Nápoles persistió el impacto de su influencia antijudía hasta mu­
cho después de su época, mientras que en Palermo y en el resto de Sicilia
(véase págs. 667 y 668) la miserable situación posterior de los judíos se de­
bió en gran parte a su actividad.
Juan de Capistrano extendió finalmente sus esfuerzos antijudíos más
allá de las fronteras italianas. En una campaña que realizó por las ciuda­
des austríacas y germánicas, lleeando hasta Polonia, para destruir la here-
úa husití» v restaurar la verdadera fe cnctiana, incito a sus oyentes en contra
de ios judíos, y en sus sermones de Alemania afirmó haber recibido la in­
formación de que los judíos difundían una «terrible» idea entre los cristia­
nos: «Los judíos sostienen que cada cual puede ser salvado por su propia
fe, lo cual es imposible.» En 1453 participó activamente en Breslau en un
proceso por crimen ritual que provocó el empalamiento y cremación de va­
rios judíos, así como la expulsión de aquella ciudad para la comunidad ju­
día.

Bernardino da Feltre y la acusación de crimen ritual


de Trento (1475)
Discípulo y admirador de Juan de Capistrano, Bernardino da Feltre re­
presentó la tercera generación de predicadores franciscanos antijudíos. Pre­
dicaba a fines del siglo XV contra los judíos en muchas localidades de Italia;
en 1475 predicaba en Trento, cerca de la lrontera germana. En un ambien­
te inflamado por sus sermones, que caían en un terreno ya saturado de sen­
timientos antijudíos por influencia germánica, se difundió el rumor de que
había desaparecido un niño de dos años llamado Simón, y en seguida se
lanzó la habitual acusación contra los judíos. Toda la comunidad fue arres­
tada y torturada, obteniendo de esta forma confesiones contradictorias. Los
condenados fueron ejecutados rápidamente, y los demás judíos fueron ex­
pulsados. El caso tendría una amplia repercusión, según se desprende de
ios sueleo«; He Ratisbona. El paüa se negaría al principio a autorizar la ado­
ración de esta «víctima de los judíos», pero posteriormente habría de reti­
rar su inicial oposición, y en 1582 el niño Simón fue proclamado oficial­
mente santo de la Iglesia católica. En el año 1965 la Iglesia anuló la cano­
nización y reconoció que en el proceso había cometido un error judicial con­
tra los judíos de Trento.

Situación de los judíos en Polonia-Lituania


Durante todo este período de que estamos tratando continuó la emigra­
ción de judíos hacia el reino de Polonia y el gran ducado de Lituania. Cuan­
do Juan de Capistrano llegó a constituir una amenaza también para los ju­
díos de Polonia, escribieron los sabios judíos:
Nunca fue tan necesaria la unidad como ahora... Os habéis enterado de que
ese sacerdote ataca incluso a los que viven bajo la autoridad del rey de Polonia...
los que hace mucho que son considerados como resto y refugio para los judíos de
682
la diàspora; nadie habría creído que ese enemigo y opresor llegaría hasta las puer­
tas de Polonia (I. Halperin, Bel Israel be-Polín [Los judíos en Polonia], 11. Jerusalcn,
1954, pág. 234).
Mediando el siglo XV, hacía tiempo que los judíos de Alemania tenían
a Polonia como el lugar más seguro para ellos. Y conservarían esta impre­
sión aun después de conocer los motines antijudíos que estallaron allí du­
rante la peste negra y en el año 1407.
Los progresos sociales y económicos de los judíos de Polonia y Litua­
nia, que se iniciaron en esta época, tenían fundamentos políticos y finan­
cieros. Los usos sociales de la ciudad y las tradiciones mercantiles de los
ciudadanos, que eran de origen alemán, no habían arraigado todavía en el
nuevo suelo polaco; menos desarrollada todavía se hallaba la vida urbana
en Lituania. Los cambios políticos que se producían en Polonia y sus alre­
dedores hacían que el comercio internacional de tránsito fuese particular­
mente importante para todos los sectores de la vida económica urbana de
aquel país. Los judíos participaban de forma gradualmente incrementada
en las relaciones comerciales que se habían establecido con Hungría y
Bohemia-Moravia, por un lado, y las colonias comerciales y «factorías» in­
dustriales italianas instaladas a lo largo del mar Negro, por el otro. Las ne­
cesidades internas, ordenadas en función de los intereses económicos de la
nobleza polaca, también favorecieron a los judíos, que penetraron profun­
damente en las diversas ramas del comercio urbano polaco y vieron mejo­
radas sus perspectivas después de la conquista de Constantinopla por los
turcos en 1453. La ruta terrestre, que a través de Polonia enlaza el impe­
rio otomano con el centro y el occidente de Europa, se hizo vitalmente im­
portante para el comercio internacional. Los judíos ocupaban un lugar des­
tacado entre los grandes mercaderes que viajaban de Constantinopla a Lem­
berg (Lvov) y más allá hacia el oeste y entre los que salían de Lemberg
para Constantinopla, y más allá, hacia los países de Oriente. Los judíos te­
nían una intervención de creciente importancia en el comercio textil con
los mercaderes del occidente europeo y en la venta de productos del oriente
musulmán, así como en la adquisición a gran escala de grano y ganado en
los mercados polacos y su exportación hacia el oeste, por vías terrestres,
marítimas y fluviales. Las telas y otros artículos de lujo que los comercian­
tes judíos ofrecían les convertían en proveedores bienvenidos de la
nobleza polaca.
Cuando los judíos llegaron a introducirse en la totalidad de las ramas
del comercio existente, su buen éxito acrecentó la tensión que se mantenía
entre ellos y los pobladores de las ciudades, particularmente en la capital.
En 1485, los dirigentes de la comunidad judía de Cracovia, presionados
por el pueblo, firmaron un documento que decía:
con la conformidad de los miembros de la comunidad nos hemos comprometido...
a no dedicarnos al comercio... ni a recibir mercaderías... de los comerciantes para
venderlas a otros gentiles, con la excepción de los empeños que nos hayan dado an­
teriormente y cuyo plazo esté ya vencido. Estos podrán ser vendidos en nuestras ca­
sas cuando se presente la oportunidad. Pero no tendremos permiso para usar o tras-
683
ladar esos empeños, o venderlos en calles o mercados dentro de la ciudad, salvo en
dos días determinados de la semana... Pero las judías pobres podrán vender to­
dos los días pañoletas y collares hechos por ellas mismas (ídem, págs. 235-236).
Esta declaración ilustra el hecho de que se había tratado de obligar a
los judíos a abandonar sus posiciones en el campo del comercio con la fi­
nalidad de que volviesen a su profesión de prestamistas, permitiéndoles ven­
der las prendas abandonadas, y al tiempo que entre las ocupaciones de las
judías pobres se incluía la práctica de algún tipo de artesanía. La renuncia
de los judíos a la actividad comercial recibiría confirmación oficial; en 1492,
la ciudad tradujo la declaración al alemán para difundirla entre todos los
comerciantes y artesanos. Pero incluso la comunicación municipal tiende a
respaldar la opinión dominante acerca del hecho de que los judíos no ha­
bían dejado de comerciar aun después de la renuncia a esta actividad que
les fuera impuesta.
En 1494 estallaron motines contra los judíos de Cracovia; cuando el con­
cejo municipal se quejó ante las autoridades reales, los dirigentes judíos fue­
ron arrestados. Después de una breve pero dura lucha legal en la corte real
prevaleció la negativa actitud de las autoridades eclesiásticas, y el rey or­
denó que los judíos fueran expulsados de Cracovia. En 1495 los judíos sa­
lieron de la capital, instalándose en el vecino suburbio de Cazimierz.
Los pobladores que habían creído que la expulsión de los judíos iba a
librarles de su competencia no tardarían en desengañarse. Éstos prosiguie­
ron desde su nueva base los esfuerzos dirigidos a conseguir la introducción
en las actividades del comercio y el intercambio, y lo hicieron con muy bue­
nos resultados. Cracovia no era la única ciudad polaca en la que disputa­
ban los pobladores de origen alemán a los judíos el control del intercam­
bio; la difundida naturaleza de la contienda demuestra que los judíos re­
tornaban a la actividad comercial en todas las principales poblaciones de
Polonia. Y tampoco sería Cracovia el único lugar de Polonia y Lituania
del que los judíos fuesen expulsados.
En el gran ducado de Lituania se estableció en la segunda mitad del si­
glo XIV la formulación legal que regulaba la situación de los judíos; se hizo
en concordancia con las cartas de privilegio de Polonia, país con el que el
gran ducado se hallaba en trance de estructurar su unión. En 1388, el gran
duque Witaustas —Witold— adjudicó a los judíos del ducado derechos
«como los que tenían los judíos de Lemberg (Lvov)». Un año más tarde,
decretó que «los demás derechos y libertades que hemos otorgado median­
te documento a los judíos de Brest Litovsk —Brzesc— en 1388 rigen tam­
bién para... los judíos de Grodno». Pero en realidad la situación social, eco­
nómica y política de los judíos de las ciudades lituanas era muy distinta de
aquella en que se encontraban los de Lemberg o de cualquier otra ciudad
de Polonia. Además de los «otros derechos y libertades» formales, la carta
otorgada a los judíos de Grodno en 1389 ofrece testimonio de que eran ciu­
dadanos de sus localidades en la plenitud del término, gozando de todos
los derechos económicos y de asentamiento. El barrio que les había sido
asignado se hallaba situado al lado de la ciudadela, dentro de la zona de
684
mercados municipal y junto al río que la atravesaba; se trataba pues de
una excelente localización céntrica. Con respecto a las transacciones el gran
duque permitía a los judíos
el almacenamiento en sus hogares de forraje de toda clase, la venta de licores..., la
dirección de negocios y transacciones, la compraventa en la misma forma... que los
pobladores de la ciudad; la dedicación a artesanías de carácter diverso... el uso de
las tierras de labranza y las dehesas que poseyesen o adquiriesen en el futuro.
A los judíos de Lituania se les permitió una amplia gama de profesio­
nes, así como la igualdad con el resto de la población para las tareas co­
merciales, artesanas y agrícolas, no solamente porque el gran duque nece­
sitaba colonos que impulsasen el progreso de las ciudades y el desarrollo
de las industrias, sino también, muy probablemente, debido a los antece­
dentes que había manifestado la vida económica y social de aquéllos du­
rante el anterior ducado de Kiev y en Bizancio, de donde habría llegado
originalmente parte de la comunidad judía de Lituania. Esta derivación po­
dría explicar el hecho de que se encontrasen comerciantes judíos de Brest-
-Litovsk entre los principales comerciantes en tinturas de Polonia y Litua­
nia, así como que a comienzos del siglo XVI existieran entre ellos recono­
cidos expertos en una clase específica de colorante. Estos oficios se encon­
traban con toda probabilidad incluidos dentro de la tradición de las arte­
sanías y el comercio de los judíos del imperio bizantino y la cuenca del Me­
diterráneo en general. El fortalecimiento de las relaciones que unían a Po­
lonia y Lituania beneficiaría a la comunidad judía de Brest-Litovsk; y los
más acaudalados de entre sus miembros combinarían la recaudación de im­
puestos con el comercio mayorista en las ciudades occidentales del primero
de estos países.
A finales del siglo XV parecía que el gran aluvión de expulsiones sería
capaz de erradicar también a los judíos de Lituania. En 1495 se decretó
su expulsión general del territorio del gran ducado; pero aquí, de la misma
forma que en las ciudades de Polonia, se trató de un destierro temporal.
En 1503 se les concedió permiso para volver a Lituania, sobre el compro­
miso de costear el mantenimiento anual de mil soldados de caballería; esta
obligación se dejaría posteriormente sin efecto. En la autorización que les
concedió para el retorno afirmó Alejandro, rey de Polonia y archiduque de
Lituania: «Les hemos dado permiso para que residan en todos los lugares
de nuestros Estados y ciudades en los que antes se encontraban., para dar­
les... la casa de oración y el cementerio, lo mismo las granjas que los cam­
pos... como antes.»
No existían restricciones temporales ni otros condicionamientos con el
permiso de retorno, que restablecía el statu quo ante, por el que los judíos
podían poseer tierras y enseres varios. Los judíos expulsados volvieron y re­
clamaron el dinero que se les debía, ya que el archiduque declaró además
que los judíos «protestaron ante Nos porque muchos duques, nobles, bo­
yardos y ciudadanos del distrito de Grouno les ueoen diiiciu o mercaderías
y se niegan a pagar; por eso... ordenad que les paguen todo lo que les de-
685
ban» (ídem, pág. 236). La tentativa de expulsar a los judíos de Lituania
había fracasado; a partir de entonces sus asentamientos judíos serían fe­
cundos, tanto económica como socialmente.
La evolución en los reinos de la España cristiana
(1391-1492)
Durante el siglo transcurrido entre los tumultos de 1391 y la expulsión
total de España en 1492, el destino de los judíos, en cuanto a su situación
jurídica y su seguridad estuvo determinado por el deseo cristiano de una
unidad política y religiosa en grado máximo. El buen éxito obtenido en la
coerción para atraer a gran número de judíos a la pila bautismal alentaría
la repetición de los intentos —realizados mediante una combinación de in­
fluencia espiritual y presión social y económica— de inducir a más y más
judíos a la conversión. Hubo frailes, como Vicente Ferrer, que se especia­
lizaron en esa tarea; la disputa de Tortosa (véase pág. 690) se llevó a cabo
principalmente para promover la conversión de grandes núcleos de judíos,
prolongándose con ánimo de conseguir este propósito.
Al mismo tiempo, la entrada de estos nuevos cristianos —conocidos tam­
bién como conversos, o con el apodo despectivo de marranos— en la sociedad
cristiana produciría una extrema tensión, de carácter religioso y social, den­
tro de las estructuras vigentes. Los escrúpulos eclesiásticos de conciencia
acerca del hecho de la incorporación de creyentes por la fuerza, junto con
la conducta manifestada por multitud de conversos, hicieron sospechar que
la adopción del cristianismo por éstos era solamente una pantalla tras la
que mantenían unos modos de vida tan absolutamente judíos como les era
posible. Los círculos cristianos advirtieron repentinamente que los conver­
sos gozaban de los mismos derechos que ellos, y que habían comenzado a
introducirse en todas las profesiones y posiciones sociales que anteriormen­
te les habían sido vedadas debido a su condición. La sociedad y la Iglesia
se cargaban de esta forma con el problema de los conversos forzados, y mu­
chos opinaban que ahora tenían entre ellos una formación judía subterrá­
nea potencialmente destructiva. El resultado efectivo de esas aprensiones
sería la Inquisición española. Los judíos que habían permanecido fieles a
su religión se encontraron entonces, por un lado, invitados a bautizarse por
medio de la presión combinada de predicadores, leyes y tumultos; y por
otro, eran sospechosos de constituir una fuente de influencia e inspiración
judías entre los ya bautizados. El odio a los conversos y la aversión a los
judíos se mezclaron así de forma extraña e intensa.
Este aborrecimiento a los judíos estaba fomentado además en España
por la incitación de ciertos conversos fanáticos que deseaban destruir el ju­
daismo para proporcionar a sus hermanos los beneficios espirituales que
ellos mismos habían recibido. Muchas de las incitaciones antijudías eran
dirigidas por esos conversos, algunos de los cuales, como se verá más ade­
lante, reclamaban incluso la realización de matanzas; serían asimismo des­
tacados impulsores de la legislación antijudía.
Los problemas que afrontaron los judíos españoles en este período eran
muy específicos, por estar ligados en gran parte a los problemas que afec-
686
taban a la sociedad cristiana. La comunidad judía trataba de restaurar sus
ruinas y protegerse de las depredaciones que sobre ellos realizaba la socie­
dad de la que eran huéspedes; y el mundo cristiano sostenía por su parte
que la existencia de un judaismo abiertamente practicado ponía en peligro
sus prácticas de evangelización, incapacitándolo para conseguir la asimila­
ción de los elementos conversos. El reverso de este complejo panorama era
el hecho de que los judíos consideraban como propios muchos de los pro­
blemas cristianos, particularmente el supuesto por la existencia de los con­
versos. El período de separación entre judíos y cristianos es por tanto tam­
bién aquel en que más enredados se vieron unos con otros.
Legislación antijudía
Las provocaciones antijudías y la presión de los problemas de creciente
intensidad que agitaban las relaciones triangulares entre cristianos viejos,
conversos y judíos, induciría a los reyes de Castilla y Aragón a promulgar
una serie de leyes cuyo declarado propósito religioso era el de aislar y de­
gradar a las comunidades judías. En 1380, el rey Juan de Castilla prohibió
a los judíos la recitación en la oración amida —«en pie»— del pasaje que
condena a los herejes:
Porque nos han explicado que los judíos... hablan mal en él de los cristianos,
los sacerdotes y los fieles difuntos... ordenamos... que en adelante nadie la pronun­
cie, y que no lo tengan escrito en sus libros... y si alguien lo recita... o responde
[amén] recibirá cien azotes en público, y si se encuentra escrita en los libros de ora­
ciones, o en otro libro cualquiera, se aplicará a su poseedor una multa de tres mil
piezas de oro. El que no tenga dinero para la multa recibirá cien azotes, para que
sepan en adelante que trataremos con rigor a quien execre a la religión cristiana.
Al mismo tiempo, el rey retiró a los judíos el derecho a juzgar casos pe­
nales y les prohibió que circuncidasen a sus esclavos musulmanes (Baer,
op. cit., II, pár. 227, págs. 221-222). En la cláusula relativa al derecho pe­
nal se reconoce también la impronta del razonamiento teológico, pues, dice
el rey, otorgar a los judíos el derecho de juzgar causas criminales «es una
gran iniquidad... pues, como dijeron los profetas, ellos perdieron todo el po­
der y toda la libertad con la llegada de Nuestro Señor Jesús de
Nazaret» (ídem).
En 1412 el rey Juan II promulgó varias leyes que principiaban con una
declaración acerca del deber real de «buscar la mejor manera... para que
los creyentes cristianos... no sean inducidos a algún error por su estrecho con­
tacto con los infieles». Las leyes, promulgadas para «alejar a los cristia­
nos... de cualquier... herejía», fijaban para los judíos y los musulmanes de
las ciudades españolas barrios separados rodeados de muros. Les era pro­
hibido el ejercicio de determinadas profesiones, entre ellas la medicina y la
venta de alimentos a los cristianos. Asimismo, se les impedía la dedicación
al arriendo de contribuciones y la recaudación de impuestos, retirándoseles
la prohibición de juzgar casos penales. Al mismo tiempo, las leyes subra­
yaban una vez más que no se podían poner obstáculos a quienes quisieran
adoptar el cristianismo'. Junto a esto, se daban instrucciones detalladas acer-
687
ca de la clase de ropa que los infieles-no podían usar y aquella que estaban
obligados a ponerse. Se prohibía a los judíos la utilización de títulos hono­
ríficos, y se les imponía el uso de barbas, absteniéndose de afeitarse. Mu­
chos oficios artesanos quedaron vedados para ellos, y se impusieron multi­
tud de restricciones a las relaciones sociales entre judíos y cristianos. Aun­
que las leyes de 1412 hablaban siempre de musulmanes y judíos, eran éstos
últimos los verdaderos destinatarios de la legislación; la general tendencia
dirigida a degradar, restringir y aislar a los miembros de esta comunidad
habría de continuar incrementándose progresivamente hasta alcanzar su
máximo nivel con la orden de expulsión.

Provocación antijudía
El padre espiritual de la fanática incitación contra los judíos fue Abner
de Burgos, un judío cabalista y erudito rabínico que se convirtió al cristia­
nismo hacia el año 1321, tras haber sufrido una profunda crisis religiosa y
espiritual. Conocido de cristiano como Alfonso de Valladolid, sus escritos
de poli mica —algunos en hebreo v otros en castellano— expresan su pos­
tura antirracionalista y su desesperanza ante la cuestión judía; contienen
de hecho una doctrina completa de recusación de los judíos, de sus leyes y
sus costumbres. La ley oral judía, afirmaba, constituye un código del robo,
la usura y la impostura; los judíos, de esta forma, obtendrían la redención
en el momento en que aceptasen la creencia en el Mesías que ya había ve­
nido. Este apóstata interpreta varias expresiones de los sabios talmúdicos
sobre los signos de la redención en el sentido de que los judíos deben ser
privados de los fáciles medios de vida supuestos por la usura y la medicina.
Era pues preciso anular su autonomía, aterrorizarlos y someterlos al impe­
rio de leyes severas; solamente entonces merecerían la redención. El pro­
fesor Baer resume de este modo la cuestión:
A base de interpretaciones de los textos tan llenas de perfidia como éstas, el após­
tata dibuja su visión del fin de los tiempos... Aquí quedó fijado por primera vez
aquel plan que los enemigos de Israel pusieron literalmente en práctica en 1391.
El anciano y fanático apóstata que escribió estas palabras emprendió él mismo su
guerra santa, no sólo con palabras sino también con hechos (Y. Baer, Historia de tos
judíos en la España cristiana, I, Madrid, 1981, pág. 282).
El mayor y más apasionado de los apóstatas posteriores al año 1391 fue
el ex rabino don Selomó Haleví, que después de su conversión pasó a ser
el obispo de Burgos Pablo de Santa María. Una vez convertido, juntamen­
te con sus hijos menores —uno de los cuales heredó del padre la sede epis­
copal de Burgos— Pablo estudió teología y llegó a ser uno de los principa­
les polemistas y opositores al judaismo. También él cuestionaba el racio­
nalismo escéptico desde el punto de vista místico. Uno de los judíos que
debatían con él, Yehosúa Halorquí, posteriormente también habría de con­
vertirse, transformándose en Jerónimo de Santa Fe; sería el mayor polemis­
ta en la disputa sostenida con los judíos en Tortosa, en los años 1413-1414.
688
Este grupo de apóstatas fanáticos contribuiría a iniciar la persecución de
los judíos, siendo quienes más activamente alentaban las conversiones for­
zosas entre aquéllos.

Odio a los conversos y motines contra ellos


A mediados del siglo XV los cristianos viejos comenzaron a advertir el
problema que se habían creado al imponer por la fuerza las creencias cris­
tianas sobre muchedumbres de judíos. Las principales campañas realiza­
das en este sentido fueron la de 1391, la derivada de las predicaciones de
Vicente Ferrer y la oleada de conversiones producida durante la disputa de
Tortosa e inmediatamente después de ella. Las familias se dividieron; la es­
posa de Pablo, obispo de Burgos, siguió siendo una fiel judía. Las relacio­
nes en el interior de las familias fraccionadas adquirían en ocasiones rasgos
tensos y delicados; de hecho, los lazos establecidos a través de muchas ge­
neraciones no eran quebrados por el eventual anuncio de una conversión.
Asimismo, tampoco habían de manifestarse modificaciones en la acti­
tud de los cristianos para con sus vecinos a partir del momento en que és­
tos se convirtieron. En un principio, los cristianos habrían imaginado que
con el paso del tiempo los conversos serían absorbidos por la comunidad
cristiana dominante. Pero a medida que transcurrían los decenios se fue ha­
ciendo evidente el hecho de que una gran parte de los conversos no desea­
ba ser asimilada; al mismo tiempo, la comunidad cristiana tampoco daba
muestras de desear incorporar en su seno a grandes núcleos de conversos.
Surgió así el problema de los cristianos nuevos y su imagen dentro de la
comunidad de los cristianos viejos. Las sospechas surgidas en el campo re­
ligioso se unían a la competencia de carácter económico o social, y el an­
tiguo desprecio dirigido hacia los obstinados judíos se complementaba con
nuevas formas de postergación que afectaban a quienes habían abandona­
do la fe de sus progenitores y se habían apresurado, bajo la amenaza de
violencia física, a incorporarse al grupo poseedor de mayores derechos. És­
tos fueron los elementos que se combinaron para hacer del converso una
figura tan despreciada como la del judío, y posiblemente todavía más
que ésta.
El profesor Baer incluyó en su Historia de los judíos en la España cristiana
un resumen de varios tratados, escritos a partir de mediados del siglo XV,
que contienen ásperas afirmaciones acerca de la conducta y el carácter de
los conversos. No existiendo ya ninguna distinción religiosa manifiesta en­
tre los cristianos viejos —que eran «buenos y fieles»— y los cristianos nue­
vos —que eran «perversos y traidores»— comenzó a presentarse una posi­
bilidad de establecer una calificación racial. La única diferencia que sub­
sistía dentro de la Iglesia cristiana y la sociedad era la determinada por el
origen. En estas circunstancias, fue formándose gradualmente el concepto
de la «limpieza de sangre», determinante de un linaje que no incluía a nin­
gún cristiano nuevo. La Iglesia nunca admitiría oficialmente estas ideas de
índole racial, ni siquiera en España, y algunos de los conversos que habían
689
alcanzado elevadas posiciones en la institución eclesiástica y en la sociedad
emprenderían un profundo debate en contra de este punto de vista que con­
tradecía a los mismos principios del cristianismo. Harían referencia a los
conversos que eran fieles y devotos de su nueva religión, pero esos criterios
racistas habrían de arraigar profundamente entre las masas cristianas, en
algunos escritores y pensadores de la Iglesia y en miembros de los más al­
tos niveles sociales.
Las consecuencias no se harían esperar; así, en el año 1449 comenzaron
a producirse en Toledo violentos choques entre cristianos viejos y nuevos.
Los antagonismos estallaron sobre oposiciones raciales, pero tenían un fuer­
te sustento de carácter económico y social; el movimiento, que se había ini­
ciado entre las clases bajas, acabaría contando con el apoyo de la nobleza.
Las casas de los conversos más destacados fueron incendidadas, algunos de
sus propietarios arrestados, y unos cuantos de entre éstos entregados a las
llamas. Eran acusados de observar en secreto las prácticas judaicas, así
como de cometer traición, impostura y extorsión monetaria. A todos los
cristianos nuevos les fue prohibido ocupar cargos de poder y servir de tes­
tigos en la ciudad y sus aledaños; al mismo tiempo se distribuirían sátiras
en su contra. Pero este movimiento no habría de eliminar la influencia que
ya poseían los conversos en los más altos círculos de la corte real, en las
universidades y en las escalas elevadas de la Iglesia. Así, la lucha y la ten­
sión permanentes que enfrentaban a estos dos sectores de la comunidad cris­
tiana habrían de mantenerse durante generaciones, incluso con posteriori­
dad a la expulsión de los judíos.

La «disputa de Tortosa» (1413-1414)


Esta prolongada disputa, particularmente agotadora para los judíos,
constituyó en gran medida una ampliación de las actividades misioneras de
Vicente Ferrer; fue él quien de hecho convirtió a Yehosúa Halorquí. Del
papa cismático Benedicto XIII, que por entonces residía en Aragón, se sa­
bía que estaba interesado en la conversión de judíos mediante el debate
—tenía en su biblioteca los escritos de Abner de Burgos. Las preparaciones
para la disputa fueron iniciadas en el año 1412, y los representantes de las
comunidades judías recibieron la orden de trasladarse a Tortosa a comien­
zos de 1413. Se trataba de un acontecimiento importante y solemne. Los
representantes de las posiciones judías eran muchos y dotados de especial
talento, pero el elemento decisivo del debate se centraba sobre la amenaza
social que pendía sobre sus comunidades de origen y la presión económica
que las asfixiaba por entonces. Debe recordarse que la disputa se había ini­
ciado cuando ya los judíos estaban siendo aislados en barrios especiales den­
tro de las ciudades.
El que había sido Yehosúa Halorquí presentó, hablando por parte cris­
tiana, dos temas principales de discusión: el Mesías y el Talmud. Los ar­
gumentos dirigidos en contra de los judíos procedían en gran medida de la
obra Pugio fidei (Puñal de la fe), de Raimundo Martí, quien se había pro-
690
puesto demostrar, basándose en el Midrás y en expresiones de los sabios del
Talmud, que el Mesías ya había venido. Los cristianos contestaban en oca­
siones con expresiones de furor y con amenazas a las respuestas presenta­
das por los judíos. Las sesiones se fueron sucediendo, hasta que en abril y
mayo de 1414 los participantes comenzaron a considerar «los problemas re­
lativos a los errores, la herejía, la blasfemia y los ultrajes a la religión cris­
tiana» contenidos en el Talmud. También sobre este asunto se mantuvie­
ron los judíos firmes en su defensa, pero más larde, cuando comprobaron
que la presión ejercida sobre ellos no cedía y que la prolongación de la dis­
puta perjudicaba a las comunidades judías y a su fe, declararon que no que­
rían defender las manifestaciones de los sabios que podían interpretarse
como herejías. Se trató evidentemente de una medida táctica adoptada para
desprenderse de la controversia fútil y destructiva que se realizaba en Tor-
tosa.
En 1415 se promulgaron en Aragón, como consecuencia de esos deba­
tes, varios decretos similares a los promulgados en Castilla tres años antes.
Como consecuencia de ello muchos dirigentes judíos se decidieron a con­
vertirse, incluyéndose entre ellos varios honorables ancianos. El debate ha­
bía agudizado el problema de la conversión, tanto en el plano cuantitativo
como en el cualitativo, aunque al mismo tiempo habría de tener también
fructíferos efectos en la actitud general mantenida por los judíos (véanse
págs. 724-727).

La Inquisición
La Inquisición era, según su definición y su filosofía, un tribunal legal­
mente constituido. Para comprender su naturaleza y las motivaciones de su
actividad, su poder y el terror que producía es preciso considerarla desde
su propia óptica y tratar de conocer las razones por medio de las que se ha
pretendido justificar tanto su creación como su funcionamiento. La visión
que del mundo tenía la Inquisición hallaba su punto de partida en el amor;
el inquisidor dirigía su investigación actuando por amor al alma del cre­
yente, a quien trataba de impedir que pecase y descarriase a los demás, aun­
que los individuos quizá no advirtiesen ellos mismos esta perniciosa posi­
bilidad. El inquisidor estaba así lleno de amor hacia el acusado presentado
ante él, y cuando se veía obligado a excluir a alguien de la Iglesia, lo que
hacía, a su modo de ver, no era más que podar las ramas enfermas y secas
de la viña del Señor de los ejércitos. Si se veía obligado a solicitar de las
autoridades la ejecución del condenado se hallaba en esencia realizando
una acción de cirugía, amputando un miembro infectado que desparrama­
ba el veneno por otras partes del cuerpo. Esta era la lógica de la Inquisi­
ción, algo que permitía al inquisidor la audición de pruebas detalladas en
ausencia del acusado, ya que se alzaba al mismo tiempo como representan­
te del reo y como su propio juez.
La institución y los principios de la Inquisición ya estaban perfectamen­
te establecidas cuando a fines del siglo XV les fue dada una nueva forma
691
dotada de mayor energía. Los miembros más radicales de la Iglesia espa­
ñola afirmaban que la Inquisición episcopal y papal actuaban en su lucha
contra el criptojudaísmo de los conversos con demasiada lentitud y toleran­
cia. Ellos, en cambio, pretendían conseguir la creación de una institución
española soberana, que se enfrentase a aquella plaga dentro del marco ge­
neral de la grave situación local. En 1482, el papa seguía tratando de con­
trolar a la Inquisición logrando que se aceptara su posición ante los cris­
tianos nuevos, dado que era en general más moderada que la actitud mos­
trada por la institución y los mismos gobernantes locales. Pero durante los
años 1482 y 1483 las medidas inquisitoriales y los decretos reales irían pro­
gresivamente incrementando su rigor.
Este último año sería decisivo, ya que durante el mismo los judíos fue­
ron expulsados de la totalidad del territorio de Andalucía, y llegado el oto­
ño el dominico Tomás de Torquemada alcanzó el cargo de inquisidor ge­
neral de Castilla y Aragón. Sería Torquemada quien fijase las normas ge­
nerales de la actuación de la Inquisición española. En todos los lugares don­
de se instalaba un nuevo tribunal era proclamado un «plazo de gracia» de
treinta o cuarenta días, durante el cual los inquisidores recibían confesio­
nes y obtenían pruebas de carácter voluntario. El estudio de los documen­
tos de la Inquisición revela que este procedimiento permitía apresar por sor­
presa en la red que se le había tendido a un converso que siguiese siendo
secretamente fiel al judaismo, o que no se condujese como un cristiano de­
voto. Por lo general, el sospechoso confesaba durante el período de gracia
transgresiones baladíes; y al mismo tiempo sus vecinos y conocidos comu­
nicaban al tribunal sus sospechas acerca de la conducta del investigado.
Aseguraban, por ejemplo, que no habían visto que de la chimenea del ve­
cino saliese humo los sábados, o que los miembros de la familia compraban
grandes cantidades de verduras antes de la fiesta de la Pascua judía, o que
el sospechoso y otros cristianos nuevos compraban carne a un carnicero de
su mismo origen. Los hijos e hijas de los conversos contraían matrimonio
entre sí, y mantenían relaciones con judíos que conservaban su fe. Cuando
un converso era arrestado después del plazo de grada, los inquisidores le su­
gerían que presentara una relación de testigos de descargo, que resultaban
ser en realidad testigos de acusación. El interesado acudía a sus vecinos
cristianos con la finalidad de dar testimonio de su conducta pública como
cristiano, y éstos lo hacían, exponiendo sin embargo al mismo tiempo sus
sospechas acerca del hecho de que aquel pudiese seguir siendo judío
en secreto.
La Inquisición, como otros tribunales de la época, empleaba la tortura
para obligar al acusado a decir la verdad; existe un documento del final de
este período que revela de qué modo los cristianos nuevos que habían per­
manecido fieles al judaismo convertían la tortura en una forma de martirio.
Según el documento, se empleaban técnicas espirituales y psicológicas para
dominar el dolor y pasar de la negación del judaismo a su afirmación, en
primer lugar en el plano interior, y más tarde en forma abierta. Un miem­
bro de esa generación dio consejos al converso que fuese a ser «inquirido»
y sometido a las torturas inquisitoriales:
692
Cuando lo llevan a sufrir dolores y torturas... con cruel angustia... que en ese
momento se reconcentre y se ponga entre los ojos, con la imaginación el grande y
pavosoro Nombre... con lo cual tendrá la prueba... y aunque esto no sea nada ló­
gico ha sido demostrado por la experiencia.
Se aconsejaba al converso que durante la tortura fijase sus pensamien­
tos en las cuatro letras hebreas que componen el nombre de Dios, a las que
debería estar viendo con la imaginación. De este modo le sería más fácil
aguantar el tormento.
K1 sabio que se enteró de este método de resistencia supo también que
la crisis espiritual sobrevenía cuando le decían a la víctima que el tormento
concluiría si aceptaba de todo corazón el cristianismo. En el siglo XV fue
formulada una respuesta adecuada para esta tentación:
Cuando se proponen torturarlo e interrogarlo... y le dicen que si cambia su ho­
nor le soltarán... ose es el momento en el que debe decidir la santificación del nom­
bre de Dios por el martirio. He llegado a la conclusión de que la respuesta debe
ser la que escribió uno de los piadosos: «No me preguntéis. Yo soy judío. Como
judío vivo y como judío muero. ‘J udío, judío, judío!»
Esta reacción del converso apresado entre el dolor de la tortura y el in­
centivo de la integración en la sociedad cristiana, constituía una protesta
que cerraba todas las vías de salida; era también una reacción muy apre­
ciada por los judíos que conservaban su fe. El escritor al que nos estamos
refiriendo consideraba que
es posible que... el alma del mártir que unifica su espíritu con Dios e incrementa
constantemente su amor, dando su tumba a los perversos y su cuerpo al consumo
de las llamas, haya sido la que describió la agudeza del rey sabio: «¿Quién es la
que surge del desierto, apoyada en su amado?» [Cantar de los cantares, VIII, 5],
Porque todas estas palabras divinas son probadas y examinadas, y el alma se parte
y cae miembro por miembro y trozo por trozo (Meguilat Amrajel, editado por
G. Scholem, Jerusalén, 1930-31, págs. 153-155).
No todos los conversos elegían este camino; ni siquiera la mayoría. Mu­
chos de ellos, principalmente los acaudalados, lograron escapar de las re­
des de la Inquisición sin ser obligados a confesar. Una gran cantidad hizo
la confesión requerida y cumplió la penitencia cristiana impuesta. Pero las
acciones de la Inquisición dirigidas contra los criptojudíos habrían de pro­
seguir durante generaciones, incluso mucho tiempo después de
la expulsión.
Dos años antes de la expulsión tuvo lugar un proceso por crimen ritual
en que se acusaba a unos cristianos nuevos: el caso del «santo niño de
Laguardia». En el confuso proceso varios conversos fueron acusados de
haber crucificado a un niño cristiano. El pliego de cargos sostenía que ha­
bían intentado obtener una hostia cristiana con la finalidad de realizar con
ella y con el corazón del niño crucificado actos de brujería, haciendo morir
de hidrofobia a todos los cristianos; en 1491, todos los acusados fueron en-
693
tregados a las llamas. Desde el punto de vista histórico, el aspecto impor­
tante de este caso es la explotación por parte de la Inquisición de una im­
putación que carecía de fundamento real. Este cargo, fuese producto inten­
cionado de la Inquisición o no, habría de contribuir a preparar el terreno
para realizar la expulsión de los judíos que conservaban su fe y para incre­
mentar la animosidad existente en contra de los conversos. Las predicacio­
nes y los debates que se habían iniciado con Vicente Ferrer y la disputa de
Tortosa continuarían posteriormente bajo diversos grados de intensidad
hasta el momento de la expulsión.
La Inquisición no apuntaba solamente hacia los cristianos nuevos. En
todos los procesos se lanzaban sospechas sobre la comunidad de los judíos
que conservaban su fe, y se hacían esfuerzos por conseguir que las autori­
dades promulgasen nuevos decretos en contra de ellos. La masiva aversión
que predisponía a los cristianos viejos a creer cualquier maldad de los ju­
díos y los cristianos nuevos, asumiría un manifiesto matiz racista. Existían
todavía judíos que ocupaban altos cargos en la corte real y dirigentes ju­
díos que mantenían estrechas relaciones con la corte de la reina Isabel,
como el anciano «rab mayor» don Abraham Sénior, quien se convertiría en
el momento de producirse la expulsión. Según una leyenda conservada por
la tradición popular sefardí, los judíos principales intentaron pagar gran­
des sumas de dinero para que fuera anulado el decreto que imponía esta
medida. Las mismas fuentes afirman que el violento fanatismo de Tomás
de Torquemada hizo inútiles todos los esfuerzos realizados en esa dirección.

Situación de los judíos durante el período inmediatamente


anterior a la Reforma cristiana
A comienzos del siglo XVI los judíos de la Europa central estaban so­
metidos a expulsiones parciales, y en gran medida temporales. Por el con­
trario, los asentados en el oeste del continente desde España hasta Ingla­
terra, habían sido arrojados de la práctica totalidad de los países. Dentro
del Sacro Imperio Romano, las comunidades relativamente pequeñas de Al-
sacia comenzaban a ocupar una posición central en la vida judía, dado que
las más grandes y antiguas de otras zonas habían perdido su categoría y
sufrían constantemente persecuciones masivas o eran por completo expul­
sadas. Cuenta, por ejemplo, Yojanán Luria, un rabino de Alsacia: «Vino a
verme un cura y me dijo: "Judío, ¿qué es esa placa amarilla que vosotros
lleváis en la ropa v qué significa?”» El judío le dio una respuesta firme y
altiva. El cristiano entonces le preguntó por qué no usaban los judíos las
sisiyot —los flecos rituales— abiertamente. El rabino le explicó que era de­
bido a los insultos y los ataques que todos los días les dirigían los cristianos:
Desde que nos instalarnos entre vosotros, nos habéis mirado con desprecio...
siempre ha\ alguno de vosotros que nos .manca las sisiyot para estropearlas, por lo
que lies .uniólas abiertamente nuestro benelii io se trueca en perdida. Tenemos que
llevarlas ocultas para que por lo menos sean visibles en nuestros hogares (H. H.
Ben-Sasson, en Zion, 27 [1962], págs. 168-169).
694
La polémica sobre el Talmud entre el apóstate Johannes Pfefferkom
v el cristiano Johannes Reuchlin
También en Alemania varios judíos apóstatas se dedicaron a perseguir
a sus antiguos correligionarios; valiéndose de las facilidades que la impren­
ta ofrecía para la difusión de opiniones diversas y opuestas los apóstatas co­
menzaron a atacar a los judíos imprimiendo libros contra ellos (véase
pág. 688). Uno de estos renegados, Johannes PfefTerkorn, decidió recupe­
rar la idea de destruir el Talmud a causa de sus pasajes anticristianos. Pero
el clima del naciente humanismo que reinaba en Alemania ya no le permi­
tiría realizar su designio, ni a él ni a quienes patrocinaban su acción, los
dominicos de Colonia. En 1509 obtuvo una orden del emperador Maximi­
liano para confiscar los escritos judíos. Pero el monarca ordenó asimismo
que se solicitase consejo acerca de esta cuestión a las Universidades de Ma­
guncia, Colonia, Erfurt y Hcidelberg, así como al inquisidor dominico de
Colonia, el converso Víctor de Carben, y al filólogo y jurista cristiano Jo­
hannes Reuchlin. Este último se opuso a la quema del Talmud, aduciendo
que contenía, al igual que los libros de la Cabala, mucho material del que
se valía el cristianismo para confirmar su reivindicación de la verdad. Por
todo ello, consideraba que debían ser conservados debido a la importante
información que ofrecían. Al presentar su argumentación, el filólogo y hu­
manista declaró que el hebreo era una maravilla, que ninguna de las traduc­
ciones —de la Biblia, etc.— igualaba al original y que la literatura hebrea
debería ser estudiada en su idioma original. En su opinión, la Cúbala con­
tenía misterios cristianos; en ello coincidía con lo afirmado por el célebre
humanista italiano Pico della Mirándola. Reuchlin citó asimismo conside­
raciones de índole legal, comenzando con el Derecho romano, y recordó in­
cluso que antiguamente el judaismo y el cristianismo eran para el derecho
imperial romano «dos sectas». De acuerdo con ello, recordó, los judíos eran
ciudadanos del Imperio romano, concives imperii, y que poseían por ello el
derecho de defensa, en virtud de sus actas de privilegios y la ley imperial.
Desde ese momento, el núcleo de la actividad polémica trascendió del
tema de los judíos para integrarse dentro de la controversia sostenida por
los humanistas alemanes y sus antagonistas escolásticos, que tenían su prin­
cipal bastión en la orden dominica. A partir del año 1509, irían así salien­
do de las prensas sucesivos llamamientos y réplicas dirigidos tanto al em­
perador como a las universidades, junto con tratados elaborados en pro o
en contra de la posición de Reuchlin. El Talmud no fue quemado, en de­
finitiva, y desde entonces los judíos conservan el recuerdo vivo de Reuch­
lin. En aquella época los humanistas publicaron las Epistolae obscurorum vi-
rorum (Epístolas de hombres oscurantistas), burlándose de los dominicos y paro­
diando su confuso estilo latino. El odio religioso popular y el razonamiento
humanista evidenciados en esta controversia habrían de reaparecer bajo va­
rias formas a partir de 1517, durante la permanente confrontación que ca­
racterizó al período de la Reforma y la Contrarreforma.

695
XII. GOBIERNO INTERNO JUDIO DESDE
LA PESTE NEGRA HASTA
LA REFORMA

El gobierno comunal en Askenaz


Después de la peste negra y las matanzas que la acompañaron, las co­
munidades instaladas en la región conocida con la denominación de Aske­
naz hubieron de ocuparse del restablecimiento del orden básico de la socie­
dad judía. Las frecuentes expulsiones y los cambios producidos en sus lu­
gares de residencia (véanse págs. 661-665) hacían que la reconstrucción de
la vida comunal constituyese un problema frecuentemente repetido. Es evi­
dente que los judíos recurrían a fórmulas ya probadas; así, en general, la
vida comunal reanudaba su curso de acuerdo con los precedentes conoci­
dos; pero en algunas materias, sin embargo, los conceptos antiguos ya no
se adaptaban a las nuevas circunstancias. El criterio acerca de la prohibi­
ción de asentamiento, por ejemplo, varió en gran medida en las comunida­
des que precisaban de nuevos colonos. Más tarde, se observará cómo el po­
der de los rabinos se manifestaba de otro modo a causa de las cambiantes
circunstancias. La mejor información existente acerca de la estructura co­
munal en las postrimerías de este período es la procedente de la ciudad de
Ratisbona. Hacia el año 1498 esta comunidad judía se hallaba dirigida por
un grupo compuesto por diez miembros; las ordenanzas se aprobaban en
una asamblea de treinta y un «boni viri —hombres buenos— de la comu­
nidad y los [demás] habitantes de la calle de los judíos». Esta asamblea se
dedicó a restablecer el orden en la antigua y acosada comunidad, teniendo
como principal objetivo el de ofrecer solución a las querellas planteadas, evi­
tando el recurso a las autoridades gentiles. En dos ocasiones afirma esta
fuente que las resoluciones eran adoptadas «por el voto de la mayoría»
(Straus, op. cit., núm. 676, págs. 228-230).
Las comunidades de menor tamaño estaban dirigidas por un número
más reducido de miembros. La de Schweidnitz obtuvo en 1370 autoriza­
ción para elegir por sí misma cuatro dirigentes cada año. Además, la co­
munidad que podía hacerlo tenía derecho a nombrar un obispo —juez para
697
asuntos de la ley judía— para períodos de uno o dos años; en caso de que
la comunidad no se hallase en condiciones de efectuar este nombramiento,
los cuatro dirigentes elegidos actuaban como jueces de acuerdo con la ley
judía, dirigiendo las cuestiones más dificultosas a un erudito rabínico com­
petente. En este estatuto figura en forma expresa el principio de la decisión
por votación, que disponía que la opinión de la mayoría debía ser decisiva
en el gobierno de los asuntos comunales, no pudiendo nadie rechazar su pro­
nunciamiento (Bondy y Dvorsky, op. cit., núm. 145, págs. 74-75). «Noso­
tros... los dirigentes de la santa comunidad de Cracovia... con la aproba­
ción de todos los miembros de la comunidad», era la fórmula habitual; quie­
nes firmaron el documento de renuncia al comercio en 1485 (véase
pág. 683), eran también cuatro en número.
A «nuestros dignos y sabios señores, los magistrados y el concejo de la ciu­
dad de Worms», no les satisfizo el compromiso de los dirigentes de la comu­
nidad judía en materia económica. Reclamaban al parecer la firma de todos
los productores «judíos de Worms... contribuyentes que viven aquí... viejos
y jóvenes». El documento estaba firmado por treinta y cinco judíos (Libro
de documentos de Worms, II, núm. 217). En las negociaciones sobre sus dere­
chos con las autoridades de la ciudad, que sin duda fueron frecuentes, el
portavoz de los judíos era «rabí Meír de Jeschenau, que es aquí el intercesor
y fue nombrado para ello por los ciudadanos» (Responso de R. Alosé Mintz,
op. cit., núm. 39, fol. 34 r.). Así pues, el gobierno y la representación de
una comunidad judía, tanto para asuntos internos como para los de carác­
ter externo variaban según su estructura, el número de sus integrantes, las
reclamaciones del magistrado o de los ciudadanos, y las disposiciones de
los privilegios.
La cuestión de los impuestos aparece repetidamente en la agenda de es­
tas comunidades. Tenían fórmulas de juramento fijas y detalladas.
«En Austria, cuando alguien tenía que prestar juramento iba a ver al cantor
y al ordenanza de la sinagoga y les abonaba los honorarios determinados
para realizar esa acción.» Los judíos austríacos habían adoptado esta nor­
ma según un modelo veneciano, disponiendo que el juramento fuese pres­
tado en presencia de diez miembros de la comunidad; de esta manera de­
bía jurar el hombre que «venía a reducir la evaluación... que le habían asig­
nado los tasadores». Evidentemente la tasación era el método fundamental
para determinar los impuestos, y podía ser rebatido mediante un juramen­
to, que confirmase la declaración fiscal que contenía la relación de todas
sus posesiones, la cual el apelante debía someter a dos de aquellos ante quie­
nes juraba (Josef ben Mosé, Léquet Yóser, Yoré deá, J. Freimann, edit., Ber­
lín, 1904, págs. 36-37).
La contienda por el pago de los impuestos reflejaba lógicamente la ten­
sión social y económica de la época. Afirma un relato de entonces que «una
comunidad había llegado a un acuerdo para elegir cinco personas que pro­
cedieran a tasar a todos los hombres y mujeres y fijaran el impuesto según
esta tasación... dos hermanos, acaudalados y de influencia en la comuni­
dad, exigieron que dos de las cinco personas a elegir... fueran de su grupo»
(Isserlein, op. d/., núm. 344, pág. 138). El poder de unos cuantos elemen-
698
(os acaudalados para oponerse a la autoridad comunal queda claramente
revelado en las razones que ofrece R. Israel Isserlein para aceptar las de­
mandas de aquellos hermanos:
Cuando los opulentos y arrogantes eligen a los tasadores... están más dispuestos
a aceptar sus decisiones. Se mantiene el orden y ellos en su arrogancia no presen­
tan nuevas reclamaciones... Pero no hay razón para extremar las precauciones
en estos asuntos con respecto a los miembros de la clase media, porque de todas
maneras aceptarán lo que se resuelva y no causarán trastornos (ídem, pág. 139).
R. Israel se consolaba con la idea de que, aun aceptando la exigencia
de los ricos, serían solamente dos los tasadores de su grupo y los miembros
de la clase media constituirían mayoría (ídem). Este dato debe ser consi­
derado importante porque demuestra la preponderancia de la riqueza so­
bre las decisiones de la mayoría en algunos casos, circunstancia que en oca­
siones era preciso tener en cuenta para conseguir el mantenimiento del or­
den. El rabino comprendía que la clase media, a pesar de su superioridad
numérica, no poseía suficiente fuerza para originar trastornos.

Teoría del gobierno comunal en Askenaz


Afirmaba de nuevo R. Israel Isserlein que la esencia de la comunidad
y el origen de su autoridad sobre sus miembros emanan fundamentalmente
de la idea de que constituye una asociación facultada para cumplir las obli­
gaciones comunes. Tenía claro que «los integrantes de la ciudad y los hom­
bres de la comunidad que se unen para pagar los impuestos presentan to­
dos los aspectos legales de la asociación» (ídem, núm. 343, pág. 138).
El hecho de que todos los miembros compartiesen la carga de los impues­
tos era a la vez un signo de cooperación comunal y la verdadera expresión
legal de la asociación, fundamento de la autoridad en cuanto a la recauda­
ción de gravámenes y en otros asuntos financieros, así como del derecho de
la comunidad a imponer sus decisiones a sus miembros discrepantes. Del
mismo modo, «en todos los asuntos en que muchos pleitean con uno, aun­
que no sea nada relacionado con los impuestos y los tributos reales, debe
siempre considerarse que la mayoría es poseedora del asunto en discusión»
y se le debe dar preferencia sobre el individuo (ídem, núm. 341, pág. 132).
Los funcionarios de la comunidad tenían autoridad sobre los individuos,
principalmente en función de su categoría como jefes de esta «asociación».
En Alsacia, la teoría del gobierno comunal fue formulada de forma ra­
dical, de una manera que R. Israel habría posiblemente rechazado. «La ex­
plicación es la siguiente... los dirigentes, los ancianos y los funcionarios...
representan de forma efectiva a todo Israel», no participando la gente co­
mún en la dirección de los asuntos. Según este criterio, es imposible dirigir
una comunidad mediante la consulta continua al pueblo, «porque no se
logran buenos acuerdos con el vulgo». Incluso para exhortar a la comunidad
al arrepentimiento, era necesario «que todo fuera hecho por los dirigentes».
699
Quienes respaldaban este criterio sostenían que era preciso distinguir entre
la participación del individuo en la Torá y el dominio público de la Torá
cuando ésta era presentada en este ámbito, «porque todo Israel comparte la
Torá pero [Dios] ilustró únicamente a los ancianos acerca de ellas [las leyes
de la Torá] y no al vulgo. ¿Pueden echarse perlas ante quienes van a pisotear­
las?» Los miembros ordinarios de la comunidad debían observar ante sus
dirigentes el respeto que corresponde a la realeza, porque «si bien no te­
nemos rey ni príncipes... los dirigentes y jefes reemplazan al monarca».
La dimensión real de los dirigentes era condición indispensable para el co­
rrecto funcionamiento de la nación, «porque no se pueda resolver nada ni
realizarlo con buen éxito sin los jefes y dirigentes». Lo que éstos deciden
es válido, aunque sea objetado por el pueblo, ya que
si un dirigente so empeña... en un asunto que concierne al común, nadie [de éste]...
podrá decir: «El quiere hacerlo, pero nosotros no lo aprobamos»... porque el pa­
triarca de la época es la época... y es lógico... que el dirigente de la época se cons­
tituya en jefe espiritual de ella... Representa a la generación aunque actúe en su per­
juicio. Resulta fácil de comprender.
Después de averiguar que la voluntad del dirigente predomina en todos
los asuntos comunales, con la aprobación de la comunidad o sin ella, «rtos
enteramos por ese medio de que todas las ordenanzas y convenios elaborados
por los boni viri de la ciudad son obligatorios para la población aun en con­
tra de su voluntad». Esta es la forma en que el mundo fue dirigido desde
los tiempos primitivos. «A Eva misma no le fue prohibido expresamente
que comiera la fruta de ese árbol; pero Adán era el jefe, y si él aceptó la
orden todos debían hacer lo mismo» (Ben-Sasson. op. cit., 175, 176, 184, 185).
Estos conceptos harían posible no solamente el acentuamiento de la im­
posición de la autoridad de los dirigentes comunales, sino también que és­
tos abusasen de su posición; incluso en algunas comunidades su actitud ha­
bía de tender hacia el despotismo. Rabí Yaacob VVeil fue consultado acerca
de «un administrador que la comunidad había nombrado; después de vein­
te años existían quejas contra él. ¿Tenía que dar un informe financiero a
todos y cada uno» de los miembros de la comunidad? En su respuesta dis­
tingue entre dos métodos que él conocía por los cuales un administrador
adquiría poder sobre la comunidad. Uno de ellos era el de «un hombre
nombrado por la comunidad, que lo elige para ser administrador de acuer­
do con su opimon»; en este caso, no está obligado a rendir cuentas. El otro
es «cuando no es nombrado por la opinión de la comunidad sino por los
gobernantes, o por la fuerza y la violencia, como cuando todos le temen y
nadie tiene derecho a criticarlo o protestar contra él; en tal caso, es claro
que es necesario que presente un informe». Pero no a cada uno de los miem­
bros de la comunidad, «porque, como es sabido, ciertos asuntos en los que
es necesario invertir fondos comunitarios... deben ser revelados únicamente
a los modestos, [es decir, a los discretos]». Esta enérgica condenación teó­
rica aparece suavizada por la recomendación de mantener el secreto así
como la de confiar ciertas acciones de la dirección y control del presupues­
700
to únicamente a personas elegidas. El rabino formula al mismo tiempo una
áspera queja por «el gran escándalo que está ocurriendo en muchas comu­
nidades; los administradores oprimen y tiranizan intensamente al pueblo,
no por servir a Dios sino para beneficiarse ellos, desprendiéndose de su yugo
para cargarlo en el cuello de los infortunados» (Responso of Rabbi Jacob Weil,
op. cit., núm. 173, pág. 120).
Por los detalles sobre los asuntos institucionales y las cláusulas de las
ordenanzas se advierte claramente que tanto en la teoría como en la prác­
tica existía una estrecha similitud entre el gobierno comunal judío de la se­
gunda mitad de la Edad Media y el de la ciudad cristiana en cuanto a po­
der y control. Pero en las ciudades la pugna entablada entre los diferentes
elementos presentaba caracteres mucho más agudos, produciéndose violen­
tos conflictos entre los patricios deseosos de poder, y los artesanos y el pue­
blo bajo común que también reclamaban el mando. En las comunidades ju­
días, la teoría patricia, donde la autoridad debía ser ejercida por los eru­
ditos rabínicos acomodados, y la oposición de los moralistas y el pueblo al
gobierno de una minoría privilegiada, surgirían dentro de un marco caren­
te de auténticas distinciones de clase. Entre quienes se dedicaban a una mis­
ma tarea y mantenían un mismo estilo de vida aparecían notables diferen­
cias en los planos de la riqueza y la educación. De igual forma actuaba la
yesibá; constituía por una parte un elemento de unificación para quienes es­
tudiaban dentro de sus muros, y servía por otra para mantenerlos separa­
dos de todos los demás. Los títulos honoríficos que esas instituciones edu­
cativas comenzaron a otorgar constituyeron un signo exterior que eviden­
cia la presencia de caracteres diferenciadores y unificadores al mismo
tiempo.

Los eruditos rabínicos «dirigentes» en las comunidades


de Askenaz
Parece que después de la catástrofe de 1348-49 —cuando las oleadas de
matanzas V resentimientos se sumaron a los efectos de la peste negra, de­
sarticulando los asentamientos, la economía y la seguridad de los judíos, y
en el difícil período posterior que se extendió durante varias generaciones
en las ciudades germánicas, dominó la creciente sensación de que el único
valor efectivo que conservaban los judíos era el constituido por la Torá; que
por lo tanto, era necesario enaltecer a los escasos elementos que la estudia­
ban v la conocían. La autoridad de los sabios rabínicos pasó entonces a con­
vertirse en el factor que aportaba continuidad y estabilidad a la devastada
estructura social judía. Su situación en el gobierno y en la estima pública
de las comunidades, comenzó a subir y a señalarse en las maneras sociales
y en las prácticas institucionales; paralelamente iría creciendo su autoesti­
ma. Una de las figuras destacadas del siglo XV afirmó que «los eruditos tal­
múdicos se habían vuelto objetos de santidad, por los conocimientos de la
Torá que atesoraban» (Responsa de Ma/iari Segal. Hanau, lblO, núm. 1,
pág. 3).
701
La institucionalizado!! que adquirió la veneración por los eruditos ra-
bínicos se advierte en las formas externas. Los rabinos de la comunidad
eran honrados con el título de dirigente, término que reflejaba la realidad.
Un erudito talmúdico escribía a un amigo: «Te informo de que pedí al gaón
exilarca —este título honorable había vuelto a ser utilizado—, nuestro maes­
tro, rabí Isserlein, que escribiera que debes tener la plena calidad de diri­
gente, juez y hombre con capacidad de decisión» {Le'quet yóser, op. cii., Yoré
dea, pág. 37). El dirigente era elegido generalmente en los días intermedios
de la celebración de la Pascua; en caso de que viviese en una ciudad dife­
rente era invitado a presentarse por medio del envío de una carta. «La co­
munidad de Viena envió» una carta a R. Israel Isserlein, comunicándole
que había sido elegido y pidiéndole que fuera «a instalar su hogar» en su
ciudad. Isserlein anunció su aceptación durante los mismos días interme­
dios de la Pascua, y «su respuesta fue escrita sin ninguna alteración del tex­
to —podían hacerse alteraciones cuando se escribía algo que no era abso­
lutamente necesario durante el período de la media fiesta—..., porque pos­
tular a un erudito para el cargo de dirigente de la ciudad constituía una
necesidad de la comunidad» (ídem, Oraj jayim, pág. 105).
LIn rabino comunal acostumbraba a verse a sí mismo como el único «se­
ñor del lugar» —en arameo, mará deatrá—, y no toleraba que hubiera otro
erudito residiendo o «dirigiendo» en «su» ciudad; pero todavía en el si­
glo XV esta tendencia debía enfrentarse con las anteriores tradiciones. R. Is­
rael Isserlein protestó contra aquellos que pretendían ejercer una autori­
dad excesiva en sus ciudades, afirmando que «la corona y el dominio de la
Torá... quedaban abandonados por cualquiera que quisiera poseer sus mé­
ritos».. Creía que quienes se oponían a la entrada de otro erudito rabínico
en la ciudad lo hacían por razones «de subsistencia... por el dinero que lle­
van a los bolsillos de los dirigentes los divorcios, la jalisá, la recepción de
los juramentos de las mujeres y el pago por la bendición de esponsales y
bodas» (Pesaquim u-Ketabim [Decisionesy escritos], Varsovia, 1882, núm. 128,
pág. 25). Pero las noticias existentes acerca de una disputa que se libró du­
rante las primeras generaciones posteriores a la peste negra indican clara­
mente que esta tendencia hacia el monopolio se iba fortificando en forma
creciente. Se hallaba ésta fomentada y sostenida por la institución de la se-
mijá, u ordenación de rabinos y eruditos, bien definida y establecida en /U-
kenag en este período. Es probable que siempre haya habido procedimien­
tos por medio de los cuales las personas y las comunidades distinguían a
los sabios capacitados, en opinión de sus iguales en el plano de la erudi­
ción, para enseñar y guiar de acuerdo con la halajá. Durante este período,
el reconocimiento adoptaría la forma de una confirmación escrita y la ad­
judicación de títulos específicos —como el de morenu, «nuestro maestro»—,
la exigencia de un respeto especial y el derecho a ser dirigente y a regir la
yesibá. El español R. Isjac ben Séset —Ribas— definió la semijá como «una
costumbre de Francia y Askenaz, donde los rabinos ordenan a sus discípu­
los con su mismo grado en el momento en que observan que éstos han ob­
tenido los conocimientos necesarios para impartir enseñanzas, autorizán­
doles a instalar una yesibá en el lugar que deseasen, así como a juzgar y en-
702
señar» (Responso de R. Isjac ben Se'set, Riva da Trent, 1558, núm. 271,
fol. 192 v.). Más tarde, al acto de la ordenación se uniría de forma espon­
tánea un aura de autoridad santificada. Rabí Mosé Mintz afirmó que «cada
rabino y cada experto ha sido ordenado como tal por un rabino anterior,
hasta llegar a nuestro maestro Moisés... se le pone en la mano una vara y
una correa... y ningún dueño de casa... puede ya poner en duda de ningún
.nodo sus palabras» (Ben-Sasson, op. cit., pág. 179). De este modo se for­
maría sobre «la cadena de la ordenación» una virtual halajá, que nabría
de tener una gran influencia aunque careciese de base histórica. Esto posi­
bilitaría el hecho de que los ordenados reclamasen respeto y se sintiesen su­
periores «a los rústicos y los dueños de casa», que no poseían esa semijá.
El director de la yesibá era elegido entre el círculo de los ordenados, que
tenían muy arraigada en su interior la sensación de ser titulares por dere­
cho propio del poder y el ejercicio de la autoridad sobre el pueblo. En el
tránsito del siglo XV al XVI, R. Yojanán Luria predicaba en Alsacia ante
el director de una yesibá recientemente nombrado:
Quedan todavía sabios que conocen la Torá como tú y como yo; ¿de dónde
viene a ti la magnificencia que supone ser nombrado director de la yesibá? Dic
los salmos: «Amas la rectitud y odias la perversidad»... la grandeza de nuestro ma
tro Moisés... y los levitas consistía en que poseían la firmeza de ánimo suficie
para castigar a los malvados... por eso luiste ungido con el aceite ae la satislácci
por encima de tus camaradas cuando te nombraron director de la yesibá. Porque
jefe de la yesibá es llamado rey para proclamar que el mérito de la edad es poseído
por quienes están definidos por el amor del cielo, y no por aquellos que son ama­
bles con la gente, sin importarles lo que ésta haga (ídem, pág. 186).
El sabio es elegido «de entre la tribu de los levitas», es decir, de entre
los ordenados, en razón de su firmeza y su disposición para conducir a su
generación con mano vigorosa.
Posteriormente, habrían de formularse dudas acerca de la «ordenación
askenazí»; en el siglo XIV ya había sido objetada, cuando se intentó su ins­
trumentación para consolidar la autoridad de la dirección central en Fran­
cia. Sería impugnada principalmente por los eruditos y los sabios exiliados
de España, que la refutaron en Italia y otros países incluidos en las fron­
teras de Askenaz, ante la superioridad que reivindicaban para sí los rabinos
locales. En la misma Askenaz siguió empleándose este tipo de ordenación
hasta los tiempos modernos, como institución básica para el estudio de la
Torá, la organización social y la autoridad rabínica.
El «dirigente» actuaba en todos los ámbitos de la vida existentes en cada
ciudad; además de dirigir la yesibá, se ocupaba en las tareas referentes a los
matrimonios y los divorcios. En Francia, durante el siglo XIV, existían ra­
binos denominados casamenteros, nombre que nacía bien por la acusación
que recibían por entregarse principalmente a esa lucrativa actividad, o por­
que se dedicaban a concertar matrimonios en favor de los estudiantes de
su yesibá. Muchos de los convenios y ordenanzas de la comunidad local se
harían con su aprobación, su supervisión o a iniciativa suya. Entre ellos apa­
recían algunos que constituyen ejemplos indudables de la autonomía exis-
703
tente dentro de la ciudad medieval; por ejemplo, lo que respecta a la venta
de licores. «Cierta vez los boni viri de la comunidad fueron desde Neustadt
a ver al gaón —R. Israel Isserlein— para conseguir buenas medidas para
el vino y el aceite, y él se las suministró; porque las medidas habían sido
olvidadas. Los judíos tenían una medida grande, diferente a la utilizada
por los gentiles, ya que no tenían que pagar impuestos. Después de consul­
tar con estos dirigentes comunales, el rabí mandó a su ordenanza que en­
cargase vasijas de madera a un artesano cristiano, quien las hizo como le
pidieron. Cuando les hubieron grabado una marca en el borde, dio las me­
didas al ordenanza y todo aquel que quería vender vino iba a ver a éste,
que le facilitaba la medida. Después de usarla se la devolvía... al ordenan­
za. Parece que las medidas de aceite y de leche eran de hierro o de estaño»
(Léquetyóser, oraj jayim, pág. 139). Este ejemplo ofrece una idea acerca de
la amplitud del control que la comunidad llevaba sobre las medidas. Es
evidente que era el rabino quien decidía en este terreno todos los detalles,
del principio al fin; además, su propio ordenanza perfilaba esta clase de re­
glamentos y los supervisaba.
En ocasiones, el rabino se encargaba de reanimar la comunidad, resta­
bleciendo sus actividades sociales. Rabí Mosé Mintz dice que, al final de
este período:
Antes de mi llegada a la comunidad de Bamberg, esa casa era una pared que­
brada y rajada... y no había nadie que pensara en mejorar los asuntos locales y en
su regulación. La comunidad era como un rebaño de ovejas sin pastor..., y no ha­
bía dinero en la institución de beneficencia, ni en la sinagoga ni en el cementerio
—se constata por consiguiente, que había dos fondos de caridad, que quedaban
abandonados cuando la comunidad carecía de rabino—... y los pobres venían siem­
pre... y decían: «Dadnos ropa o comida», gemían con amargura y nadie les presta­
ba atención... Además, cuando había que hacerle los ritos fúnebres a un difunto no
había elementos para ello... y el cadáver quedaba ahí tendido.
Esta situación anárquica, cuya descripción ilustra acerca de cuáles eran
los deberes elementales de una comunidad judía de Askenaz con respecto a
la administración pública y la caridad, es la que existía en Bamberg en el
verano de 1469. Elogiándose a sí mismo, afirma R. Mosé Mintz: «Elaboré
muchas ordenanzas», imponiendo la autoridad, «para que sus disposicio­
nes fuesen cumplidas por hombres, mujeres y niños, jóvenes y viejos.»
De entre las ordenanzas, anota la que establecía la formación de un fondo
permanente de caridad; prescribía ésta que «todos los hombres y mujeres
debían entregar al fondo una cuarta parte del diezmo... por su fe y su alma...
sobre lo que sea que gane —un dos y medio por ciento de los ingresos—...
por intereses o por mercaderías... y el conserje o el recaudador de carida­
des se la recibirá todos los meses a todos los hombres... yendo con la al­
cancía cerrada de casa en casa» (Responso de R. Mosé Mintz, op. cit., fol. 57 r.).

704
Intentos de adopción de una dirección centralizada
en Askenaz
La asignación de la autoridad a los rabinos comunales había de origi­
nar el fomento de una tendencia natural dirigida hacia la centralización de
la dirección. El erudito rabínico se veía satisfecho indudablemente por su
posición como dirigente de la ciudad que lo elegía; pero la tradición de los
responso y la consiguiente interacción halájica promoverían el deseo de
llegar a ejercer una influencia dotada de un mayor grado de transcen­
dencia. Cualificación ésta que se consideraba proporcionada a la ampli­
tud de su erudición rabínica y al grado de reconocimiento de que gozaba
el sabio en su medio propio y aún más allá del mismo. Los trastornos que
se producían de forma periódica, así como la presión ejercida por los go­
bernantes que consideraban invadidos sus ámbitos de actuación —tanto for­
mal como informalmente— por parte de la local autonomía judía, reforza­
rían en las comunidades judías la tendencia encaminada hacia la unión
para la creación de sistemas válidos de defensa y mediación. Como conse­
cuencia de los tumultos, las acusaciones de «crimen ritual» y las expulsio­
nes, \ mu\ a menudo al cabo de un período de tiempo relativamente breve,
las comunidades sentían la necesidad de contar con orientaciones emanadas
de algún centro rector determinado. Estos factores se combinaban al mismo
tiempo para contrarrestar la tendencia dirigida hacia el separatismo, pro­
vocada por la gradual sumisión que se producía con respecto a las ciuda­
des cristianas complementada por la destrucción de las antiguas comuni­
dades que durante siglos habían sido reconocidas como centros rectores.
Parece que, durante el siglo XV, la costumbre de que las comunidades
considerasen como satétiles a «los reducidos grupos de judíos que nos ro­
dean», tendría un grado de difusión mayor que aquel que la supervivencia
de sus orígenes podría sugerir. Esta relación queda demostrada por el he­
cho de que los pobladores de las pequeñas comunidades exteriores «están
conectados con nuestros cementerios». Las ordenanzas de las comunidades
eran por lo general obligatorias únicamente para aquellos que residían den­
tro de sus muros; no comprendían, por consiguiente, a las comunidades ve­
cinas: «Nuestras ordenanzas no rigen para ellos; si violan nuestras orde­
nanzas no los multamos dado que no están dentro del ámbito de nuestros
estatutos.» Pero en algunas circunstancias las comunidades mayores trata­
ban de incorporar a las menores que las rodeaban a las ordenanzas relati­
vas a los asuntos de importancia pública. Cabe suponer que esos intentos
se presentaban con mayor frecuencia en momentos de peligro exterior o de
crisis interna, tanto de carácter espiritual como social. Con este objetivo,
habría de establecerse un procedimiento determinado: «fijaron entonces un
día; las comunidades y asentamientos que iban a ser incorporados en las
ordenanzas se reunieron, enviando cada ciudad dos o tres representantes.
Prepararon las ordenanzas y enviaron cartas por todos los alrededores para
que fuesen leídas en proclama pública con la finalidad de que todos que­
daran advertidos». La proclamación servía asimismo como advertencia
acerca del hecho de que habría castigo en caso de transgresión de las nor-
705
mas adoptadas (ídem, núm. 63, fol. 59 v.). Resulta posible comprobar que
existía realmente la costumbre de incorporar pequeñas comunidades, a tra­
vés de comisiones de representantes, a la dirección de una comunidad ma­
yor. Estos representantes eran convocados mediante un acuerdo previo, y
en la mayor parte de los casos seguían los procedimientos propios de las
comisiones de fines del siglo XII (véanse págs. 662 y 663).
También en estas comisiones los sabios rabínicos constituían un elemen­
to importante. Relata R. Israel Isserlein: «Vi una ordenanza escrita, pro­
mulgada para la percepción de un fuerte impuesto... en la comunidad de
Neustadt y todas las comunidades con sus residentes —posiblemente las co­
munidades menores— de los países de Estiria. El documento estaba redac­
tado por dos dayanim y otros eruditos rabínicos, y fue elaborada en los años
1415-1416» (Isserlein, Terumat hadesen, pár. 342, pág. 136). «Cuando nos
reunimos en Nuremberg», dice R. Yaacob Weil, «se promulgaron muchas
ordenanzas. Una de ellas era ésta: “Si uno de los litigantes de un pleito
quiere alegar en alemán, el otro también deberá alegar en la misma len­
gua”» (Responso de R. Yaacob Weil, op. cit., núm. 101, pág. 69). En otro res­
ponsiva, afirma que las comunidades se congregaron en Nuremberg para ne­
gociar con las autoridades el importe del impuesto anual aplicado a los ju­
díos del Imperio. En ocasiones, los gobernantes se oponían a la actuación
de las representaciones centrales de los judíos para estas cuestiones. «Y si
los consejeros reales lo exigían, cada comunidad por separado se veía obli­
gada a tratarlos» (ídem, núm. 147, pág. 95).
El conflicto suscitado entre la autoridad de los rabinos en sus respecti­
vas localidades por una parte, y la tendencia hacia la dirección central por
otra, habría de manifestarse en la disputa del año 1455 sobre el Sínodo de
Bingen, y aun antes de la apertura del mismo. Previamente a la reunión
de sus miembros integrantes, se entablarían las siguientes negociaciones en­
tre sus organizadores y los rabinos invitados. Rabí Veibisch, uno de los prin­
cipales impugnadores de las resoluciones adoptadas en esta ocasión, «escri­
bió... que él en primer lugar quería saber claramente y no por medio de
insinuaciones, con detalle y no en términos generales, qué era lo que se que­
ría establecer y qué remedios se proponían emplear... que no asistiría si an­
tes no tenía constancia del carácter y calidad de las disposiciones». Rabí
Seligman de Bingen, el espíritu orientador del sínodo, «le escribió que él
tampoco sabía todavía qué se discutiría y qué sería aprobado». Otro orga­
nizador explicó a R. Veibisch que él no deseaba que los estatutos se apro­
baran en la actual sesión del sínodo, y que tampoco tenía el propósito de
firmar apresuradamente, aunque hubiera acuerdo, sino después de discutir
y consultar. No obstante, cuando el sínodo finalmente se reunió fueron ana­
lizados y promulgados varios «estatutos y decretos». Además, una ordenan­
za de protección de este sínodo determinaba que si en otros países surgía al­
guna duda sobre el sentido de la redacción de las ordenanzas... nuestro
maestro R. Seligman de Bingen sería su intérprete». Las comunidades en
general y sus rabinos en particular se opondrían enérgicamente a esta su­
prema potestad de interpretación. Por los escritos de los opositores se co­
noce hasta qué punto este sínodo constituyó una asamblea de rabinos y de
706
sus representantes, ya que el mencionado R. Veibisch afirma que «man­
dó... a su hijo allí —a Bingen— el día del sínodo... únicamente por su res­
peto a R. Seligman, para acceder a su petición, y no para firmar. Y si él
—el hijo— firmó en nombre de su padre... fue debido al temor, y por las
imperiosas amenazas que empleó R. Seligman» (Isserlein, Pesaquim u-Keta-
bim, núm. 252, pág. 55). La oposición al sínodo era muy grande, lo que
en definitiva contribuía a la destrucción de su influencia y objetivos.

Los rabinos de carácter territorial o estatal


Los rabinos reconocidos y aceptados como autoridades halájicas, y en es­
pecial aquellos que eran «dirigentes» de comunidad, tendían en ocasiones
a extender sus zonas de influencia. Rabí Yojanán ben Matityahu de Fran­
cia se quejaría ante los sabios rabínicos de Cataluña de que R. Meir Ha-
leví de Yiena, a quien llama «rab de Askenaz», le había otorgado autoridad
a R. Yesayá ben Abá Morí «sobre todo el reino de Francia en su totali­
dad»: «Si alguien decide instalar una yesioa sin su autoridad, sus divor­
cios, etc., quedan descalificados, y todas sus vasijas de cocina —las de aque­
llos que cumplan las decisiones de rabinos no autorizados por R. Yesaya—
son terefá —-ritualmente prohibidos— ya que el dominio de R. Yesaya abar­
ca todo el país de Francia» (Responsa de R. Isjac ben Séset, op. cit., núm. 270,
fol. 192 r.). Rabí Meir de Viena había nombrado un rabino principal para
toda Francia, y lo interesante de la cuestión estriba en el hecho de que
R. Yojanán reclamaba la autoridad para sí porque su padre, R. Matitya­
hu había sido el dirigente del judaismo francés antes de él; y, aunque se
quejaba de la intervención de Askenaz, implicaba a Cataluña en la disputa
planteada.
En ocasiones había rabinos que recibían de los gobernantes su nombra­
miento como rabinos de todos los judíos del principado, o de una parte de
él; los gobernantes se proponían con ello la creación entre los judíos de una
autoridad central que colaborase en el cobro de los impuestos. Los rabinos,
por su parte, aceptaban el nombramiento porque éste les permitía ampliar
su control sobre las comunidades en virtud del poder que les confería la fun­
ción secular. En 1407 un tal R. Israel recibió un nombramiento de esa cla­
se; en 1426 tres rabinos fueron designados en nombre del emperador, uno
de ellos Yaacob Moellín, llamado el Maharil. En 1435 R. Anselm fue
puesto al frente de todas las regiones occidentales del Imperio; mantenía
una controversia con R. Israel Bruna, pero no figura en parte alguna cons­
tancia de que su nombramiento fuese esgrimido en su contra durante la mis­
ma En 1490, aparece «el judío Meir, rabino —Mistr— del reino de Bohe­
mia y el rriaigraviato ae Moravia« como dirigente de quienes garantizan el
pago de los impuestos anuales por los judíos de Moravia (Bondy y Dvorsky,
op. cit., núm. 285, pág. 167). En Polonia el rey Alejandro nombró en 1503
a R. Yaacob Polak «rab de los judíos». El rey le otorgó «amplia autoridad
para zanjar de acuerdo con la ley judía... las disputas de todos los judíos,
eliminar las querellas, reparar lo corrompido, mejorar las costumbres y ejer-
707
cer... otras funciones correspondientes al oficio de rab». A este dirigente de
los judíos de Polonia le fueron conferidos formalmente los poderes que eran
habituales de los sabios y eruditos rabínicos de Askenaz. El rey ordenó a los
judíos de Polonia que aceptasen a R. Yaacob «como rab de acuerdo con
vuestra ley... para someterse a su autoridad en todos los asuntos correspon­
dientes a su función» (Halperin, op. cit., pág. 236). Este hecho reproduce
con claridad el concepto de rabino territorial y estatal nombrado por los
gobernantes del reino, a la manera de la Edad Media.

El gobierno y los sínodos entre los judíos italianos


También en Italia podían observarse en el gobierno de las comunida­
des judías ciertos cambios producidos tanto por los asentamientos que iban
instalándose alrededor de los condotti (véase pág. 680) como por las incita­
ciones de los franciscanos (véase pág. 667). En todas las comunidades, ex­
cepto la de Roma que era más estable, el elemento decisivo para la deter­
minación del gobierno pasó a ser el poder personal del acaudalado indivi­
duo que poseía la «tienda». Se manifestaba también una perceptible ten­
sión entre las familias antiguas y los recién llegados de Francia y Alema­
nia, que pretendían obtener sólidas posiciones y participación en la direc­
ción comunitaria, incluso en Roma. Estos «advenedizos» eran denomina­
dos transmontam, y solamente llegado el año 1524 los judíos establecidos en
Roma alcanzarían ufi acuerdo con los forasteros, que a partir de entonces
serían ya aceptados en los círculos principales.
Las medidas antijudías que eran adoptadas junto con los peligros de
diversa clase que se manifestaban harían que también en Italia fuese adop­
tada la dirección central de los sínodos. Han quedado registradas las ac­
ciones que a partir del año 1399 iniciaron las asambleas de sabios rabínicos
y jefes de co m u n id a d es I.ás preparaciones para la intercesión unificada
ante el papa y ia orientación de las comunidades aseguran que los distintos
sínodos se reunían con frecuencia —en Bolonia en 1416 y en Forli en 1418.
Parece que varios sínodos regionales, como el de las comunidades de la Mar­
ca en 1420, se mantenían vigentes con la finalidad de dar cumplimiento a
las decisiones adoptadas por las sesiones de Forli. A mediados del siglo XV
se realizaron nuevas reuniones con finalidades defensivas, por ejemplo, para
contrarrestar los ataques de Juan de Capistrano (véase pág. 681). A co­
mienzos del siglo XVI habría de reunirse multitud de esos sínodos a raíz
de los numerosos problemas internos y externos generados en relación con
las expulsiones de España y el sur de Italia, y la consiguiente llegada
de gran cantidad de refugiados. A lo largo del siglo XV y primeros años
del XVI, hubo una serie prácticamente continua de sínodos reunidos para
resolver los problemas especiales que se presentaban; ninguno de ellos ba­
saba su actuación en las decisiones de los anteriores.

708
La estructura del rabinato en España
La posición de los rabinos en las comunidades españolas no alcanzó nun­
ca, ni aun en los momentos más críticos, el grado de autoridad institucio­
nal que adquirieron los «dirigentes» en virtud de la «ordenación» formal
en Askenaz y en Italia. Rabí Isjac ben Séset —Ribas— definió las condicio­
nes que debía reunir el rabino de una comunidad menor: debía tener «más
que suficientes —conocimientos— para poder juzgar, instruir, enseñar a los
alumnos, predicar y expresarse con eficacia oralmente y por escrito». Dio
esta definición cuando fue interrogado por «esa honorable comunidad so­
bre qué rabino o aayán elegiría yo para ellos de «,*.tre aquellos que hay en el
país y al que ellos podrían inducir a venir» (Responso de R. Isjac ben Séset, op.
cit., núm. 287, fol. 204 r.). Estos rabinos, dayanim, predicadores y maestros
debían afrontar en ocasiones la fuerte oposición de los más poderosos jefes
de familia; algunos de los más destacados, como R. Nisim y R. Isjac ben
Séset tuvieron que hacer frente a un duro antagonismo. Rabí Isjac ben Séset,
respondiendo a un rabino que debía decidir si se quedaba en una comuni­
dad próxima a Valencia o bien se iba a Teruel, explicaba cuáles eran las
pautas que debían emplearse para valorar la naturaleza y ía importancia
de una comunidad, con todas sus ventajas y desventajas. «No comprendo
tu intención. ¿Piensas de veras irte de esta benemérita comunidad donde
hay tantos hombres inteligentes y comprensivos, el doble y el cuádruple de
los que hay en Teruel, siendo además esta comunidad más grande que
aquélla? Y si hay alguien que tiene el propósito de afligirte, son muchos
los que luchan por ti con fervor» (ídem, núm. 445, fol. 352 r.).
También en España, aunque en forma más moderada que en Askenaz,
insistían los rabinos en ser reconocidos como funcionarios comunales. Rabí
Isjac ben Séset reprochó al rabí Jasday Selomó de Valencia por «tus que­
rellas con el ciocto rabí Amram... corresponde que le respetes..., porque tú
has penetrado en sus fronteras, y aunque considerase que tu presencia ahí no
era correcta, no por eso te odiaría; sólo que hace cuarenta años que es gran­
de en ese reino; y él ocupaba en solitario la sede de la instrucción. Y no
quiere que un segundo rabino penetre en su casa, y teme que tú puedas
pronunciarte de manera opuesta con respecto a las leyes... y lo que él temía
le ocurrió». Este R. Amram era un dirigente que promulgaba decisiones le­
gales, pero no era el jefe de Xayesibá, porque R. Isjac explica a continua­
ción: «En realidad no me sorprende que a veces diga cosas no todo lo co­
rrectas que sería de desear... debido a que no estudia constantemente el Tal­
mud con alumnos inteligentes y se limita a leer mañana y tarde los pron­
tuarios de veredictos rabínicos y las compilaciones» (ídem). Las formas ex­
ternas de respeto eran importantes en las relaciones entre el anterior adju­
dicatario, el dirigente comunal y el joven maestro que invadía su territorio.
El consejo que daba R. Isjac a R. Jasday era que «sería conveniente ren­
dirle pleitesía en público y tratarlo con respeto; y a puertas cerradas, cuan­
do estéis solos, hazle entender su error e indudablemente reconocerá lo que
tú vales» (ídem).
Existe una descripción acerbamente satírica, de un rabino de Zaragoza
7«9
de la primera mitad del siglo XV, escrita por Selomó Bonafed; a través de
ella es posible ver qué era lo que se consideraba digno de elogio en la con­
ducta pública y el método de dirigir a los fieles en la Zaragoza de aquel
período. El aludido rabino, Yosef ben Yesúa, era un siciliano aceptado
como dirigente y maestro de aquella gran comunidad y honrado asimismo
en otros lugares. Según el autor de la sátira tenía muy poca presencia física
y solía andar «entre los miembros de la comunidad con un taled guarneci­
do de ocho hilos largos y cinco nudos... y cuando va a la casa de oración
con un grupo de amigos la cabeza le golpea las canillas, gimiendo cabizba­
jo en una fina vestidura de lino..., la cabeza baja..., el talón humilde»
(H. Schirman, edit., Cobes alyad (Miscelánea), Nueva Serie IV, Jerusalén,
1946, pág. 17). No sólo su ropa, conducta y acciones eran de evidente pie­
dad y humildad; sino que también su misma persona «se santificaba entre
el pueblo... y según dicen no comía en una vasija usada anteriormente por
un judío —que en su opinión no cumpliese meticulosamente la ley—... y
en el sábado grande —antes de la Pascua—... predicaba durante seis horas
sobre las leyes del jaróset —mezcla de frutas, especias y vino que se sirve
en la cena de la Pascua— y el perejil... para exhibir su casuística... y fati­
gar a la gente con enigmas o... inventando asombrosamente ochenta for­
mas diferentes de preparar alimentos no aptos para el consumo... y toman­
do y trayendo todo el día... objetos de uso prohibido» (ídem, págs. 18-19).
Este rabino estricto y predicador casuista también enseñaba la filosofía de
Aristóteles, se dedicaba a la astronomía «y tenía un orgullo desbordante
por su medicina» (ídem, pág. 21). Bonafed se vio obligado a confesar que
«la gente ane anda en tinieblas le honraba con su oro y su plata... y lo eri­
gían como su jefe» (ídem, pag. 31). A pesar de la distorsión que nuede
haber causado la animosidad, esta descripción no deja ae implicar que el
rabino y maestro ideal era quien estimulaba a los demás con su ejemplo
personal, su habilidad para discutir, sus enseñanzas, sus sermones y sus nu­
merosos alumnos y discípulos.

Las comunidades españolas


La tensión que con respecto al gobierno interno existía, como se ha
apuntado más arriba, entre los elementos sociales de las comunidades ju­
días continuó originando divisiones durante toda esta época, haciéndose en
cierta manera más aguda de forma gradual. En la gran comunidad de Bar­
celona el gobierno se mantuvo hasta el año 1386 en manos de un pequeño
grupo compuesto por varias familias aristocráticas que formaban el Conse­
jo de los Treinta. A lo largo de los decenios de 1370 y 1380, fueron descri­
tos como «treinta hombres que supervisan los asuntos de la comunidad re­
lativos a los impuestos y los cobros obligatorios, así como la designación
de un magistrado de la comunidad... La elección de esos treinta se rea­
liza cada tres años». l ,os eleciores se citaban mediante «un sello —una ce-
dula— de nuestro rey que daba poder a los tres síndicos v al tribunal para
seleccionar a los treinta hombres» (Responso de R. Isjac ben Séset, op. cit.,
710
núm. 228, fol. 153 v.). Este organismo directivo tenía la estructura de un
círculo dentro de otro; uno elegía al otro, y ambos manejaban juntos todos
los asuntos de la comunidad judía de Barcelona. El Consejo de los Treinta
controlaba la mayoría de las instituciones, «a los procuradores y a sus sín­
dicos. al tribunal de justicia, a los revisores de cuentas y a los custodios
de las limosnas». Las numerosas instituciones y la diversidad de funciones
y de términos que las describían no impedían el amplio control de la oli­
garquía. La elección de los cargos ejecutivos se llevaba a cabo cuando «los
treinta lo deciden y determinan el procedimiento para la votación de los mis­
mos. Los tres primeros que salen por sorteo seleccionan a los demás» para
las distintas funciones comunales mencionadas anteriormente (ídem,
núm. 214, fol. 144 r.).
Solía haber divisiones en este grupo limitado; y las clases inferiores fi­
nalmente presionaron. En 1386, cuando se produjo en la ciudad un movi­
miento en favor de la democracia, se decidió que en lo sucesivo se eligieran
entre las tres clases, superior, media y baja, los tres procuradores y el Con­
sejo de los Treinta, concediéndose poco menos que una amplia igualdad a
la tercera clase. Existiría un pequeño «consejo de los dieciocho», integrado
por cinco representantes de cada clase y los tres secretarios de la comuni­
dad. También se redujo el control oligárquico de los cargos mediante la dis­
posición que establecía que los secretarios fuesen elegidos por un año y pu­
diesen ser reelegidos únicamente después de un intervalo de tres años. Pero
la posición superior de los círculos aristocráticos dentro de la sociedad y la
lucha que estos sostenían con las clases bajas no fueron eliminadas, y la con­
tienda prosiguió acompañada por asperezas y amargas censuras de carác­
ter social (véase pág. 723).
En las comunidades menores los pobres conseguían todavía menos de­
rechos que en las grandes, y el dominio oligárquico continuaba imponién­
dose. La injusticia social también habría de adquirir grandes proporciones
en lugares donde la lucha entablada entre las clases carecía de una expre­
sión institucional específica. La tensión se reflejaba asimismo en la cons­
tante actividad, ejercida en el interior de las comunidades, de «los beruréabe-
rot», hombres que vigilaban la vida de las personas y disponían de poder
para hacerlas procesar y para imponer castigos por violaciones de la halajá
o la moral.
Los ingresos de la comunidad procedían de las sisas, tasas que se car­
gaban sobre el precio del vino y la carne, que generalmente se otorgaban
en arriendo. Cuando, por ejemplo, la ciudad de Huesca recibió la orden
real de que «...todo aquel, cualquiera que sea su religión, que no sea vecino
permanente de la ciudad salga de ella y de sus muros en el término de tres
días, y así se hizo», quedó explicada la razón por la que las comunidades
judías preferían esta forma indirecta de impuesto. El arrendador del im­
puesto se presentaba y reclamaba la devolución del alquiler «porque la ma­
yoría de los gravámenes sobre la carne y el vino son pagados por personas
que no son habitantes permanentes de la ciudad», y cuando eran expulsa­
dos él perdía los ingresos con los que contaba cuando pagaba por adelan­
tado a la comunidad (ídem, núm. 426, fol. 344 v.-345 r.). Dicho de otro
7 1 '
modo, la sisa indirecta impuesta sobre el consumo de alimentos producía
grandes ingresos aportados por los consumidores que no eran miembros per­
manentes de la comunidad, aliviando de este modo las cargas a los residen­
tes. Para consolidar este ingreso las comunidades decretaban en ocasiones
«que no se permite a nadie, dondequiera que esté y en ningún caso, que
traiga vino de otras partes... excepto... aquel por el que se haya pagado le­
galmente cuando se hizo... al arrendatario de la sisa...» y se comprometían
a que «todo el vino traído en esas condiciones quedara prohibido, al igual
que el usado para la práctica de la idolatría» (ídem, núm. 262, foi. 180 r.).
La comunidad acostumbraba en ocasiones a «seleccionar doce hombres
para que preparasen y dispusiesen las normas sobre declaración de bienes».
Los encargados de recibir las declaraciones fijaban la fecha en que debían
ser presentadas; frecuentemente se producían discusiones. En estos casos
se realizaban consultas; así, R. Isjac ben Séset fue preguntado entre otras
cuestiones acerca de si podían modificar disposiciones tomadas por ellos
mismos y postergar la fecha determinada para entregar las declaraciones
(ídem, núms. 457 y 461, íols. 359 r.-361 v.). Un hombre fue a ver a este
mismo rabino para consultarle sobre una cuestión de impuestos; el rabino
se negó en un principio a contestarle, «porque temo que haya entre voso­
tros una disputa con respecto a las declaraciones y tú perteneces a un gru­
po. No sería apropiado que te contestara si no me consultan ambos grupos
juntos, sobre todo porque no me has traído ninguna carta de la comuni­
dad» (ídem, núm. 473, fol. 371 v.). Las comunidades extendían en ocasio­
nes su influencia sobre zonas muy amplias, y no vacilaban en relegar prin­
cipios de jurisprudencia muy antiguos.
Un responsum enviado a Granada ofrece una idea de la situación en la
España musulmana en esa época y refiere las actividades de ciertas asocia­
ciones que, aunque formadas con objetivos determinados, actuaban en coo­
peración con los dirigentes. La respuesta anota que
una comunidad observó que existían dificultades para cavar las sepulturas y que
haría falta contratar sepultureros... y para que siempre hubiese alguien dispuesto a
cumplir esa tarea aprobaron la organización de cierta asociación... y convinieron
que cuando muriera un hombre pudiente se tomaran treinta piezas de plata de sus
bienes y si fuese medianamente acomodada, entre diez y veinte, pero el que careciese
de medios sería enterrado gratuitamente. Esas sumas de dinero, juntamente con las
que se suelen recoger en todos los sepelios y de forma mensual se guardarían para
los requisitos fúnebres de los necesitados: el féretro y las mortajas. Si algún miem­
bro de la asociación fuese menesteroso y le tocase por sorteo ir a cavar deberá ser
pagado como un jornalero... por el día de trabajo realizado, para que pueda man­
tener a su familia. Entre los párrafos de la resolución se dispone también que se
retire dinero de ese fondo para rescatar cautivos y para las caridades que sean ne­
cesarias ajuicio de los ancianos —la autoridad central que también dirigía en esa
época los asuntos de la comunidad de África del Norte. Los celadores y los boni viri
de la ciudad y toda la comunidad estuvieron de acuerdo y lo acataron durante un
tiempo (Responso de R. Simeón ben Sémaj Duran, 3.' parte, Amsterdam, 1738, fol. 5 r.).

7 I2
La teoría del gobierno interno en las comunidades
judías de España
Los principios del gobierno interno de las comunidades judías fueron
aplicados en España por los dirigentes y rabinos pertenecientes a las fami­
lias aristocráticas, cuya educación legal y orientación política estaba inspi­
rada principalmente en los criterios habituales entre la población cristiana.
Esta inlluencia también se hacía sentir en la crítica social, procedente sobre
todo de los círculos místicos opositores (véanse págs. 638-642 y 721-724).
En el período más difícil para el judaismo español, R. Isjac ben Séset
salió a refutar
la afirmación que pudiera hacerse... de que habiendo sido los derechos —de Bar­
celona— concedidos por el rey a la comunidad, los judíos no debían ser juzgados
de acuerdo con la Torá, sino de acuerdo con la ley de los gentiles, porque sobre esa
base otorgó el rey los derechos... Y' la comunidad también —lo hizo sobre esa
base— cuando aceptó... —que había sido— con el conocimiento de la intención del
rey... y la plenipotencia otorgada en esos derechos era para actuar de acuerdo con
los jueces de su pueblo —el del rey—, sólo que ellos —los judíos— deben ser juz­
gados por sus sabios (Responso de R. Isjac ben Se'set, op. cit., núm. 228, fol. 155 r.).
En respuesta a esa hipotética afirmación, escribió:
Es indudable que incluso sin el sello de su majestad real... esta comunidad ten­
dría derecho a aprobar ordenanzas de acuerdo con la Torá y proscribir, excomul­
gar y multar de forma autónoma a los transgresores..., pero se encuentra dominada
por el temor al rey en el caso de que los gobernantes afirmen: «Os habéis atribuido
autoridad sin permiso real», y para amenazar al transgresor y hacerle temer la ira
del rey, obtuvieron la voluntad de su real majestad... en este sello (ídem).
Esto nos informa de que, por principio, las ordenanzas de la comuni­
dad derivaban de la ley judía y las decisiones de los jueces judíos se basa­
ban en esa autoridad judía original. Solicitaban los privilegios al rey posi­
blemente con el único objeto de evitar que las comunidades fuesen falsa­
mente acusadas de presunción y excesiva independencia y para completar
la aplicación judía de las ordenanzas con el poder punitivo del Estado. Pero,
agrega R. Isjac, aunque no era legalmente necesaria la confirmación de la
autoridad secular para imponer las ordenanzas, después de obtenida aqué­
lla, éstas pasaban a ser obligatorias en la comunidad y no se apartaban de
los límites determinados por el rey.
Es evidente que el propósito de la comunidad se concreta en lo que expresa el
documento y lo que es válido para las leyes de los gentiles, y concuerda con sus ex­
pertos eruditos, que no deforman la alegación; y las ordenanzas promulgadas no
deben exceder del poder que les ha dado el rey... de conformidad con las autorida­
des gentiles (ídem).
La ley del Estado, según la interpretación de los jueces reales —cuando
les era solicitada su aprobación—, limitaba las actividades legislativas de
7!3
la comunidad. «Y aunque el texto de su ordenanza abarque más que el lí­
mite otorgado por las palabras del rey, no hay que guiarse por ese texto
sino más bien por el espíritu de la autoridad que garantiza el sello real...,
pero nada más que eso. Porque si sobrepasan lo autorizado con la aproba­
ción de los instruidos jueces reales serán castigados por éstos.» No obstan­
te, y dejando de lado las consideraciones políticas, la ley judía era suficien­
te como fuente de origen de la autonomía de las comunidades y de su de­
recho para dirigir sus asuntos de acuerdo con sus conceptos y tribunales
propios.
En el siglo XV aparecen muestras de que la autonomía legal judía se­
guía ejerciéndose incluso en causas criminales, aunque recibiendo la in­
fluencia de los métodos y criterios legales de los juristas cristianos. Con el
objeto de conservar esta autonomía los tribunales judíos pronunciaban en
ocasiones sentencias de muerte cuando correspondía aplicar esta pena. Los
adelantados de la comunidad de Teruel preguntaron a R. Isjac ben Séset
cuál era en su opinión el castigo que habría que aplicar a un delator, al
que según la ley judía correspondería la pena de muerte. Al comienzo de
su respuesta declaraba R. Isjac: «...que avance el fuego de su celo, y si
encuentra abrojos..., que los destruya en la viña del Señor de los ejércitos».
Justificó que se aceptase la confesión del acusado como base para declarar­
lo culpable, aunque esta medida no concordaba con la ley talmúdica. Res­
paldaba su opinión en el hecho de que
ahora los tribunales no tienen derecho para juzgar causas criminales, salvo con au­
torización real. Por eso es necesario hacer que los jueces reales, que no son de nues­
tra fe, justifiquen la sentencia, para que no supongan que actuamos sin juicio ni jus­
ticia. Porque actualmente... las causas criminales se juzgan únicamente cuando exis­
te una urgente necesidad, por haberse suprimido en nuestra jurisdicción la pena ca­
pital... Por eso se suele aceptar la confesión del transgresor también en las cau­
sas criminales, para que la cuestión quede aclarada tanto por sus afirmaciones como
por las pruebas circunstanciales, cuando no hay testimonio preciso (ídem, núm.
234. fol. 162 r.-v.).
Todas estas tendencias podían manifestarse en un mundo donde tanto
la orientación principal del pensamiento político cristiano como las ideas y
necesidades de la sociedad judía tenían por objetivo la obtención de una
dirección central, manifestado durante la celebración de la gran asamblea
del siglo XV convocada en Valladolid.
La asamblea de Valladolid del año 1432.
Acciones y objetivos
El día 22 de abril de 1442 se reunió en Valladolid una asamblea de las
comunidades judías de Castilla, cuyas sesiones se prolongaron hasta el 2
de mayo. La tendencia orientada hacia la implantación de una dirección
centralizada fue siempre más firme en Castilla que en Aragón; y la fuerte
aspiración centralizadora del reino se expresaba con la mayor intensidad
en las ciudades donde existían comunidades judías, en virtud del cargo de
7H
rab de la corte (véase pág. 588) que por entonces ocupaba don Abraham Ben-
veniste. Las ordenanzas aprobadas en esta asamblea son ilustrativas no so­
lamente con respecto a las orientaciones que los participantes deseaban afir­
mar para el futuro, sino —como afirma Baer— porque «se pueden extraer
de ellas muchas enseñanzas, no sólo acerca de la situación general de su
época sino también acerca de la organización de las comunidades castella­
nas en los buenos días pasados, sobre todo en el siglo XIV. Porque sus re­
dactores se propusieron únicamente restaurar la elevada posición de las co­
munidades y reconstruir el edificio destruido en 1391» (Baer, Historia de los
judíos en la España cristiana, II, pág. 516).
Los motivos declarados de la asamblea revelan que también aquí esta­
ba presente el deseo firme de establecer un gobierno judío autónomo junto
con la aspiración por lograr la aprobación de las autoridades no judías y
de la opinión de la comunidad cristiana. Las deliberaciones evidenciaron
una marcada consideración por las ideas de los gobernantes no judíos, a
los que repetidamente se dirigían empeñándose en explicarles los objetivos
perseguidos por la asamblea. Los argumentos y las formulaciones se adap­
taban generalmente a las consideraciones diplomáticas. Las ordenanzas co­
mienzan enumerando los precedentes de las acciones emprendidas por las
comunidades con la aprobación de las autoridades. Pues «en otros tiempos
los antiguos reyes autorizaban a los dirigentes de las comunidades... a le­
gislar... las sendas más apropiadas para que las transiten todos los miem­
bros de las comunidades... y de ese modo quedaba la Torá bien afirmada
y todas las comunidades bien establecidas».
Estas ordenanzas, la mayor parte de las cuales están escritas en caste­
llano, refieren que don Abraham invitó a las comunidades «a que enviasen
personas de confianza para cuidar las normas de la justicia y asesorarse de
común acuerdo. Y las comunidades... hicieron lo que se les mandaba. Al­
gunas de ellas enviaron misivas al noble rab... para confirmar y aceptar para
sí lo que... el rab disponga. Otras mandaron representantes fieles en su nom­
bre.» A esta asamblea, de igual forma que a la de Aragón celebrada cien
años antes (véase págs. 591-594) no concurrieron todos los que fueron invi­
tados. Pero en Castilla fueron enviadas cartas de conformidad y aceptación
en las que califican al noble rab de espíritu vital y decisivo de la asamblea
y sus actividades. Los asistentes son descritos como «un grupo de eruditos
rabínicos procedentes de diversas comunidades... y hombres buenos... con
varias autorizaciones... que trajeron... cada uno de su respectiva comuni­
dad y... algunos hombres buenos que andan en la corte de nuestro señor el
rey». Los participantes, por consiguiente, estaban presentes debido a sus co­
nocimientos de la Torá, porque representaban a una comunidad determi­
nada o en su calidad de cortesanos que podían hacer algo en beneficio de
la comunidad judía en general. Definieron el propósito de sus ordenanzas
como «asuntos... relacionados con el culto divino... y el honor de la sagrada
Torá y el servicio del rey..., la prosperidad de las comunidades... y su be­
neficio». La asamblea se realizó «en la sinagoga mayor... situada en el ba­
rrio judío». Según la redacción oficial, las ordenanzas fueron aprobadas
«con la aquiescencia de todos, sin ninguna discrepancia», para que se cum-
7r5
pliese la exigencia de que las decisiones fuesen adoptadas por unanimidad.
Las ordenanzas tenían por lo general el carácter de «amplias instruc­
ciones» encaminadas a indicar aquello que cada comunidad debía hacer en
su localidad para conseguir el bienestar general. Por consiguiente, la pri­
mera preocupación de las ordenanzas era la del estudio de la Torá, porque
«la Torá es lo que sostiene al mundo», razón tradicional judía para que to­
dos se dedicasen ante todo a aprender, y también porque en aquella época
«los que estudiaban la Torá se habían vuelto en muchas partes relajados
y se mantenían con grandes dificultades. Por eso el número de alumnos dis­
minuía cada vez más... Para restaurar la corona a lo que era antes» se
dieron las instrucciones. La restauración, por lo tanto, de la posición de la
Torá y de los que la estudiaban, era el propósito declarado y el ideal
permanente.
La asamblea solicitó que cada comunidad «ordenase y recogiese entre
sus miembros una contribución para la escuela de la Torá». Esta «contri­
bución voluntaria» debía ser en realidad un impuesto indirecto al consumo
calculado sobre la cantidad y el peso de los animales sacrificados y la can­
tidad de vino consumido. La asamblea dio indicaciones detalladas sobre el
pago que se recabaría como recargo comunal: «Y ordenamos este [tributo]
para la escuela de la Torá, por la carne y el vino, que se impondrá sobre
el precio de los mismos para que el comprador pague el impuesto.» Tam­
bién pedían, con referencia a la escuela de la Torá, un pago fijo que debía
satisfacerse en los casamientos y en las circuncisiones «no bien se pueda ase­
gurar que el recién nacido es viable». Además, «que los herederos de todos
los muertos de ambos sexos y de más de diez años de edad entreguen la
ropa que el difunto usaba sobre la camisa, o si no diez piezas de oro para
la escuela de la Torá, más todo lo que los herederos quieran agregar. Y el
que aumente esa suma bendito sea». La asamblea ordenó a las comunida­
des que cuidasen que ese impuesto «para la escuela de la Torá» fuera arren­
dado como los demás gravámenes comunales, y acordó un plazo de treinta
días para ejecutar esas medidas en los lugares donde todavía no estuviesen
vigentes. Impuso esta obligación a las comunidades con el fin de disponer
de «eruditos [y] maestros de Torá para ser nombrados en la comunidad»
como maestros de adultos, para suministrar buenos profesores de niños en
edad escolar en número proporcional a la población, y asegurar que los edu­
cadores contratados para esos deberes recibiesen un sueldo decente. Tam­
bién se especificaba la obligación de sostener una yesibá y dar instrucción
en la misma. (Se limitaba el número de alumnos de una clase elemental a
veinticinco cuando el maestro no disponía de asistente, y a cuarenta si po­
seía uno.) La asamblea pidió a las comunidades que mantuviesen un quo­
rum permanente de diez personas para efectuar las oraciones e impuso se­
veras penas para los que promoviesen disputas en el interior de la sinagoga.
Con respecto a la elección de jueces y otros funcionarios, la asamblea
sufría la influencia de un sentimiento de declive y de crisis, «por nuestros
pecados... hubo una disminución en el número de los eruditos temerosos
de Dios que conocen la Torá, tienen fe completa y son aptos y dignos para
actuar como jueces de acuerdo con la Torá». Este problema «hizo que nues-
716
tros predecesores... se apartasen en sus estatutos de los mecanismos indi­
cados por el Talmud para la elección de los jueces». Los miembros de la
asamblea tampoco se ajustarían meticulosamente a los detalles, porque la
carencia de jueces y funcionarios podría originar una situación en la que
«cada cual trataría de tragarse vivo al prójimo... y donde no hay buena jus­
ticia no hay paz ni armonía». La función de los jueces es la de «juzgar las
demandas, querellas y quejas y castigar los delitos». La asamblea señaló
un breve período de diez días para que las comunidades en las que no exis­
tiesen jueces de esa clase se reuniesen con la finalidad de proceder a su elec­
ción. Las que ya los tenían debían convocar asamblea dentro de los diez
días anteriores a que se acabara el período para el que habían sido nom­
brados a fin de elegir a quienes les iban a reemplazar. «Y lo mismo rige
para todos los demás funcionarios de nombramiento, como los tesoreros...
y otros cargos.» La asamblea dio también instrucciones detalladas sobre
las funciones de los jueces, las audiencias de pruebas, el asiento de los tri­
bunales y las restricciones del poder judicial.
I na sección especial de estas ordenanzas se dedicó «al tema de los de­
latores». Las razones que se daban estaban sin duda orientadas a ser con­
sideradas únicamente por las autoridades, dado que la asamblea destacaba
el derecho de juzgar que el rey había acordado a los judíos «graciosamen­
te... para que nuestros juicios, civiles y criminales, se hagan de acuerdo con
las leyes de Israel». Fundaba cuidadosamente su posición en este delicado
asunto sobre cuatro argumentos, de entre los que destacaba el que afirma­
ba que «los judíos protegen con ello su Torá... [y] que los jueces [de los
tribunales seculares], aunque muy sabios pero solamente hombres, no co­
nocen nuestras leyes». A continuación de esa sección había una serie de me­
didas que debían ser adoptadas y de castigos aplicables por medio de for­
mas de exhortaciones hechas a los tribunales no judíos y de denuncias o
delaciones «directas o por habladurías capaces de dañar a un judío en un
lugar donde hay gente que no es de nuestra fe». Entre las enérgicas medi­
das que proponía la asamblea estaba la de «grabar en la frente del delator,
de quien se sabe que insiste en esa mala práctica, con un sello de hierro al
rojo, la palabra delator». Se sugiere además la aplicación del castigo de cien
latigazos y la expulsión, y si de alguien se comprueba que haya sido dela­
tor tres veces, «que se den los pasos necesarios para su ejecución».
Después de proponer medidas contra otras violaciones de la autonomía
judía mediante incitaciones a los no judíos o solicitudes en contra de la
autoridad comunal, las ordenanzas rechazan expresamente los nombra­
mientos realizados en las comunidades judías «por mandatos de su majes­
tad real... o de nuestra señora la reina... y lo mismo de otros señores o se­
ñoras». Al final de esta sección las ordenanzas determinan que «ningún ju­
dío debe tener a su servicio... en su hogar con carácter fijo a ninguna mujer
cristiana, ni con sueldo ni sin paga». Esta norma concordaba con una an­
tigua exigencia eclesiástica; la asamblea lo dispuso para evitar los numero
sos contratiempos que podría ocasionar este servicio no aprobado por
la Iglesia.
La cuarta sección de los estatutos de Valladolid trata del problema de
717
los impuestos, especialmente de las evasiones de su pago y del cuidado de
que las cargas de la comunidad fuesen distribuidas por igual entre todos
sus miembros. Se toman en cuenta la justicia y la injusticia de la distribu­
ción de los impuestos entre las comunidades, y también la evasión de im­
puestos, vista como una desafiante afirmación en contra de la autonomía
judía. La quinta sección está dedicada a las leyes relativas los excesos en
la ropa y en las joyas que exhibían las mujeres de la época (Baer, Die Juden
im christlichen Spanien, II, núm. 287, págs. 280-297).

718
XIII. CREATIVIDAD ESPIRITUAL Y SOCIAL

La filosofía de los círculos dirigentes en España,


desde el año 1391 hasta la expulsión
A diferencia de lo que habitualmente se cree, el racionalismo no per­
manecería mudo en España durante este período, ni sus ideales perderían
su fuerza original. Durante una gran parte del siglo, la orientación racio­
nalista fue, aparte de la halájica, la única que conservó su impulso creador.
Su expresión no fue tampoco de debilidad o de derrotismo; hablaba con fir­
meza religiosa y filosófica, conservando sus formulaciones la misma pauta
que las de las generaciones anteriores. Quizá incluso las mejorasen con la
clara determinación de fortificar la fe de los acosados judíos restaurando
sus esperanzas en el transcurso de ese difícil período. Durante la mayor par­
te del siglo XV serían los racionalistas quienes guiasen al judaismo español
en todas las cuestiones relacionadas con la sociedad y su desenvolvimiento
vital.
Rabí Abraham Bivach (Bivago) vio en el racionalismo consustancial con
el pueblo judío la explicación de las desgracias de Israel y de su falta de
buen éxito en el mundo.
La nación judía es la única que se siente atraída hacia el puro intelecto...
Por eso... el pueblo judío se encuentra entre los pueblos como el intelecto entre los
elementos del alma y lo mismo que este elemento intelectual... no puede establecer
su superioridad sobre ellos...; de igual modo se hallan los judíos, con pobreza y de­
gradación entre las demás naciones, porque a la multitud le disgusta la senda as­
cendente. Además, el intelecto se encuentra exiliado entre los elementos del alma...
porque viene hacia nosotros —los seres humanos— desde el universo del intelecto
«como forastero y transeúnte en el país»... La nación judía se ha exiliado... ac­
tualmente en Edom (Abraham Bivach, De'rej emuná [El camino de la fe], Constanti-
nopla, 1522, fol. 22 r.).
Esto es en realidad una paráfrasis de lo que dijo R. Yehudá Haleví so-
719
bre que: «Israel entre las naciones es como el corazón entre los miembros
del cuerpo» (véase págs. 632 y 633). Transfirió la imagen del «corazón» a
la del «intelecto» para que se viera a Israel entre las naciones como a una
nación intelectualmente aristocrática dentro de la «multitud» de gentiles
creyentes. Rabí Abraham Bivach destacó en realidad que la elección de Is­
rael es la elección del hijo
que ha de ser inocente y probo; vivirá en las tiendas de la sabiduría y la compren­
sión y se conducirá según las normas más elevadas y dignas, siempre leyendo y es­
tudiando libros de ciencia y perfeccionando su intelecto... Sin duda amará... a
su parte más enaltecida, que es el intelecto humano... y por eso el que es llamado
para leer la Torá pronuncia una bendición: «El que nos eligió entre todos los pue­
blos y nos elevó por encima de todas las lenguas y nos santificó con sus manda­
mientos»; porque éste es el amor esencial y la verdadera providencia... de acuerdo
con la porción más perfecta y elevada, que es el intelecto, cuando nos ordenó man­
damientos y creencias para Su pueblo, con ello su intelecto surge de la potencia al
acto (ídem).
Considera, por consiguiente, que la elección de Israel no tuvo por único
objeto el de separarlo en virtud de sus más altos valores y su vida de eru­
dición, sino que el propósito, además, del otorgamiento de la Torá y los
mandamientos era el de promover el desarrollo del intelecto y su paso «de la
potencia al acto», método educativo, si se quiere, destinado a nutrir la ra­
zón. Rabí Abraham era contrario a quienes «dicen que hay en nuestro pue­
blo sabios que se salen del límite —de la vida judía— y son perversos y
pecadores. A esto respondemos... que también vemos otros que no cono­
cen ni comprenden la filosofía racional, pero son llamados eruditos y sabios
porque han penetrado profundamente en el conocimiento literal del sagra­
do Talmud, aunque no entienden su sabiduría más honda, las selectas ex­
presiones que son el verdadero saber divino; advertid, pues, que entre ellos
hay hombres perversos y grandes pecadores» (ídem, fol. 45 r.). No sola­
mente justificó los defectos de los filósofos judíos señalando fallos similares
en «los sabios del sagrado Talmud», sino que criticó al mismo tiempo a
los talmudistas por no percibir el espíritu del Talmud y ver solamente
«la letra de la ley». Rabí Abraham sostenía que esto se producía porque
no habían comprendido el verdadero sentido «interior» del Talmud. (Véa­
se al respecto en la pág. 722 la opinión de un cabalista anterior que soste­
nía la misma orientación crítica.)
Además del Dérej emuná. otras obras racionalistas como el Sucat salom (Ta­
bernáculo de paz), de R. Abraham Salom, y el Séfer ha'icarim (El libro de ios
dogmas), de R. Yosef Albo, reclamaban tanto la piedad como la compren­
sión racional de los dogmas de la fe. Predicaban una forma de vida orto­
doxa basada en el razonamiento filosófico en que reposa la halajá. La nue­
va actitud hacia la ley significaba, en su opinión, un escudo que los prote­
gía del cristianismo y la herejía. Era una literatura que derivaba en parte
del papel central desempeñado por los racionalistas para la defensa del ju­
daismo en las continuas disputas mantenidas con los cristianos en la Espa­
ña de la época.
720
Las críticas del racionalismo lanzadas por los miembros de la genera­
ción de la expulsión deben ser consideradas principalmente como la expre­
sión de la amargura producida entre los dirigentes judíos que no habían
sido capaces de salir airosos de la prueba fundamental. Quienes habían di­
rigido la defensa asumirían con posterioridad la responsabilidad por la
derrota sufrida.
En 1487, solamente cinco años antes de la expulsión, los dirigentes del
judaismo español afirmaron enérgicamente que el racionalismo religioso y
la cultura judía que propiciaba, así como también el estilo de vida de las
clases superiores, eran sobresalientes valores judíos que podían ser mostra­
dos con orgullo. En una carta dirigida a los judíos de Roma y Lombardía
ponían en la misma categoría de la erudición bíblica las virtudes del escla­
recimiento racionalista general y los esfuerzos de los judíos dentro de los
círculos cortesanos «...para obtener el favor —de los gobernantes— [...].
Hombres sabios y respetados combinaron sus conocimientos en la Biblia,
la Misná y la Guemará con las culturas ajenas para la gloria del cielo».
En cuanto a las decisiones de la halajá «confiamos principalmente en Mai-
mónides, de bendita memoria... en la sabiduría y la Torá que él estudió,
enseñó y escribió, siempre que no discrepe'de él nuestro gran maestro Ra-
benu Aser» (Baer, Die Juden im christlichen Spanien, II, núm. 360, pág. 385).
Ésta es la posición que asumieron los dirigentes judíos de España, tanto in­
teriormente como hacia el exterior; posición que sería finalmente abatida
por el ataque conjunto de las fuerzas hostiles interiores y externas.

Los cabalistas y la oposición durante los siglos XIV y XV


Los escritos del judaismo español que han llegado hasta hoy, junto con
las referencias a su vida interna contenidas en las fuentes disponibles, in­
dican que después del gran florecimiento de la literatura mística del si­
glo XIII (véanse págs. 636-638) se produjo una pausa en la elaboración de
obras escritas y en la formación de escuelas cabalísticas casi hasta el mo­
mento mismo de producirse la expulsión. El centro principal del estudio
de estas doctrinas era en aquellos días la yesibá del R. Isjac Canpantón;
pero sin embargo de todas sus obras sólo habrían de sobrevivir las halájicas.
Después de la expulsión, la actividad cabalística revivió y aumentó su
influencia. El resurgimiento parece que fue iniciado por los discípulos del
círculo de Canpantón, pero la única expresión sistemática que se conserva
del período de tiempo comprendido entre el comienzo del siglo XIV y la ex­
pulsión es una obra anónima atribuida a un escritor de la segunda mitad
del siglo XIV que adoptó el nombre de Caná ibn Guedor. Su sistema, se­
gún lo revelan sus obras Séfer hacaná y Séfer hapeliá, ofrece un programa úni­
co para la vida religiosa judía. Por una parte refuta sistemáticamente los
principios establecidos del Talmud empleando los métodos talmúdicos de
discusión, y por otro lado descarga una acerva crítica de carácter social.
La agitación teológica y el deseo de innovarse se aprecian por ejemplo a
721
través de la forma en que analiza la obligatoriedad de los mandamientos
en el exilio. Porque el Dios de Israel
los vendió y desterró —a los judíos— y ellos se desparramaron entre otras nacio­
nes. No hay boca ni lengua que declare que están ligados a los mandamientos del
Señor... y siendo así ya no tienen obligación de servirlo... como Dios es recto y no
hay injusticia en él, no debería juzgarlos... El incesto se permite, lo mismo que
hay alimentos prohibidos. Y la Torá en su conjunto es ahora de aceptación volun­
taria, y para nosotros —los judíos— no es obligatoria y no estamos sometidos a nin­
guna obligación ni castigo (Séfer hacaná, Poryck, 1786, fol. 15 v.).
La actualidad de la discusión y del marco en que ésta fue presentada
se advierten en las palabras del interlocutor del debate, quien insiste en que
la Torá obliga también en el exilio. De lo contrario
los sabios del Talmud nos habrían explicado inútilmente la Torá, y en vano ha­
brían promulgado sus decretos... y si no nos correspondiera no se habrían tomado
el trabajo de preparar los setenta y un tratados del Talmud, porque ello no habría
tenido objeto alguno. Y se habrían bautizado para obtener honores y poder, y se
habrían casado con mujeres gentiles. Porque Rabina y Rab Asi —los redactores del
Talmud de Babilonia— vivían fuera del país de Israel (ídem, fol. 16 r.).
Las razones sociales y materiales de la conversión que fueron imputa­
das a quienes abandonaron el judaismo durante los días críticos para los
judíos de España son presentadas aquí como una conclusión lógica que
debe ser extraída de la abolición en el exilio de la Torá y los mandamien­
tos. Además, la excepcional experiencia judía y la creación del Talmud
—como se ha explicado anteriormente— eran para Ibn Guedor la prueba
de la ininterrumpida validez de los mandamientos. No obstante, el Tal­
mud en su sentido literal era visto como algo muy alejado de la perfección.
El estudio del mismo, sin la comprensión de sus secretos intrínsecos, sería
así peligroso y perjudicial: «El que ha estudiado la Torá y el Talmud sin
interpretarlos adecuadamente, sin conocer sus más profundas raíces, como
hacen tantos actualmente, es como un paciente que tiene en los intestinos
un tumor que los médicos no pueden curar porque se le produjo una me­
tástasis» (ídem, fol. 23 r.). Es lo mismo que los pasajes agádicos que dicen:
«Todas las sentencias son misterios; sus discusiones, que parecen sencillas,
son como la tapa puesta en una vasija para que la mayoría ignore lo que
contiene. Porque, ¿quién va a creer que Sara rasca a Abraham la cabeza y
que sus rostros son rojos cuando duermen?... Pero todos estos son secretos
ocultos» (ídem). Tanto los temas de la agadá que elige para remedar su sig­
nificado vulgar como la argumentación que emplea para rechazar su acep­
tación literal son casi idénticos a los ejemplos y los argumentos esgrimidos
por los filósofos. La diferencia se encuentra en el hecho de que estos úl­
timos buscan razones para los mandamientos y utilizan para ello alegorías,
mientras que este autor sigue el camino de los místicos y revela el signifi­
cado oculto de la Torá. El significado literal es rechazado categóricamente
tanto por los filósofos como por los místicos.
722
Cuando el autor del Séfer hacaná se dispone a poner al desnudo «el sig­
nificado interior de las leyes de daños y perjuicios» establece una relación
de los preceptos que son lógicamente inaceptables (ídem, fol. 123 y sig.).
Los ejemplos que elige y el espíritu crítico con que los analiza para revelar
sus contradicciones internas se encuentran muy cerca de las críticas cris­
tianas a la halajá. Pero aún antes de que Ibn Guedor tratase de explicar el
sentido de las halajot queda vigorosamente expresada en sus palabras la pre­
sión que debieron haber ejercido sobre él las opiniones cristianas: «Éstas y
otras halajot similares son conocidas por los cristianos entre quienes nos en­
contramos, y nos menosprecian por ello diciendo que Israel tiene una ley
plagada de tonterías. Y hasta los ignorantes de nuestro medio ridiculizan
la Torá, por no hablar de quienes ponen en duda las palabras de nuestros
sabios» (ídem, fol. 124 v.).
El Séfer hacaná formula la exigencia radical de que las mujeres compar­
tan en igualdad de condiciones el cumplimiento de los mandamientos y el
culto divino: «El que oye las palabras —de los sabios de Israel— clama a
Dios y pregunta al Santo y Bendito: “¿Por qué creaste a la pobre mujer
que no tiene ni recompensa ni castigo al estar eximida del cumplimiento
de ciertos mandamientos?”» (ídem, fol. 22 r.). Al que pregunta le satisface
percibir que se siente impresionado por las palabras de los sabios de anta­
ño: «Bendito sea Dios que nos dio una inteligencia que no tolera las pala­
bras de ellos [los sabios]» (ídem). Las autoridades talmúdicas enseñaban
que las mujeres no tenían la obligación de cumplir determinados manda­
mientos, y el autor usa los mismos pasajes para demostrar que las mujeres
sí tienen esa obligación. Los eruditos de antes decían que la frase «vuestros
hijos» en ocasiones significa niños —varones y mujeres— y otras veces so­
lamente varones. Y veo que ellos construyen todo como quieren; por con­
siguiente yo también construiré como quiera» (ídem, fol. 22 v.). Su expo­
sición refleja su sentido del respeto debido a la mujer:
Y lo peor es que no siendo suficiente que la hayan rebajado hasta el suelo cuan­
do al eximirla de los mandatos del rey, además la equipararon a un esclavo decla­
rando que «todo mandamiento que debe cumplir una mujer también debe cumplir­
lo un esclavo». Dime entonces, maestro, por el cielo, ¿puede ser comparado un es­
clavo con una mujer? La mujer es libre y es de la simiente de Israel, y el esclavo
es un cananeo de la simiente de un inútil gentil (ídem).
El autor de esa obra no puede demostrar la verdad del texto literal del
Talmud en oposición al «Talmud antagónico» que presenta en su alegato.
El interlocutor explica la exención de la mujer de los mandamientos que
deben cumplirse en ocasión determinada, mediante el argumento cabalís­
tico de que esos mandamientos se dirigen hacia «la biná —el entendimien­
to, una de las diez sefirot, esferas, de la cábala—... que está por encima de
la circunferencia terrestre». Pero ni aun esta distinción mística puede exi­
mir a la mujer del estudio de la Torá. La exención es «un decreto del rey»,
no depende de la razón y se basa en las palabras «vuestros hijos». «Y si
no dijera expresamente “vuestros hijos” yo afirmaría que la mujer tiene la
obligación de estudiar por su excelencia» (ídem, fols. 22-23).
723
Ibn Guedor también se extiende objetando el consumo de carne: «Hijo
mío, abstente de la matanza ritual... tú, ignorante... ¿es que no compren­
des... que los animales tienen... más inteligencia que tú?» (ídem, fol. 120 r.).
A pesar de todas las razones básicamente cabalísticas de su oposición al
consumo de carne parecería que su objeción derivara también de su cam­
paña contra el lujo: «¡Ay de aquellos que se solazan exhibiendo ropas
llamativas!»
Estos ataques a los placeres materiales integran la ácida censura que
aparece en los libros de Ibn Guedor. Sus críticas se expresan en parte median­
te la forma de relatos satíricos sobre los dirigentes contemporáneos de la
comunidad judía.
I
Los arrogantes, que son médicos, insisten cuidadosamente en el consumo de ex­
quisiteces. Ay de vosotros, multitud ignorante, que descendéis a la perdición. Cuan­
do veis eruditos y sabios huís de su presencia, y donde veis a los arrogantes que
comen carne gorda y beben vino aromático, os esclavizáis y os comprometéis co­
miendo con ellos... y ellos suponen que han adquirido ventajas para el alma. Me
apeno por vosotros, los justos de esta época perversa (ídem, fol. 10 r.).
Cuando se aproximaba la expulsión y el colapso de la estructura social
y la dirección de la comunidad judía aumentarían las protestas en contra
de los racionalistas aduciendo que sus explicaciones de la religión habían
despertado dudas y debilitado la confianza de los judíos en su fe. Pero an­
tes de que se concretase la expulsión esos argumentos eran esgrimidos úni­
camente por la oposición. El contenido ecléctico del Séfer hacaná y el Séfer
hapeliá solamente haría que la oposición particular del autor fuese más re­
presentativa del ataque general producido.

Polémica judeocrisliana en España


Los judíos habían intervenido en la disputa de Tortosa soportando una
fuerte presión social que, unida a los recientes recuerdos de los sucesos
de 1391, había de inducirlos a advertir que la controversia produciría se­
rios daños físicos a las comunidades. En estas difíciles circunstancias los re­
presentantes judíos actuaron con mucha sagacidad y gran valor; en este pla­
no destacó muy especialmente R. Zerajya Haleví Ferrer. Los cristianos pre­
firieron comenzar por demostrar con pasajes bíblicos y de la agadá que con
Jesús ya había venido el Mesías, pero R. Zerajya exigió que primero se con­
siderasen las «condiciones» de autenticidad del Mesías. Durante el prolon­
gado debate sobre el Mesías los representantes judíos insistieron repetida­
mente en el hecho de que las diferencias esenciales entre judaismo y cris­
tianismo no estribaban en la realidad del Mesías. El judaismo prescribe
una serie de características definidas que debe tener el esperado salvador;
sería un hombre regio y no un Dios encarnado; en cuanto a la expiación
por el «pecado original» no existe relación alguna entre la venida del Me­
sías y la reparación de la humanidad por el «pecado original». El signifi­
724
cado de los versículos de la Biblia es el literal, y no una interpretación ale­
górica. El Mesías vendrá como rey para restaurar la Jerusalén terrenal,
negando importancia mesiánica a la imagen de la «Jerusalén celestial».
La prolongación del exilio judío es un misterio divino; las razones que se
habían dado para explicar su duración hasta entonces eran simples consue­
los morales originados en la visión humana y en las decisiones arbitrarias
de los intérpretes de enigmas. Los judíos concluían su argumentación con
una consideración metodológica y moral de la actitud que se ha de adoptar
ante la interpretación: no debe extraerse un fragmento de su contexto, y me­
nos aún darle una interpretación contraria al espíritu del contexto y sus
principios inmanentes. Por consiguiente, nadie debe extraer expresiones ais­
ladas del Talmud para interpretarlas en cualquier sentido si no se cree en
el Talmud en conjunto sometiéndose a su autoridad.
Rabí Astruc Haleví afirmó durante la disputa que eran incompatibles
los dos cuadros mesiánicos, el judío y el cristiano. El Mesías del que ha­
blan los cristianos no es el mismo esperado por los judíos, ya que el Mesías
de los cristianos es un Dios encarnado que vino a salvar almas humanas,
y los judíos no se representan por el contrario un Mesías de esa clase.
A quien aguardan es a un ser humano de elevada cualidad moral, cuya
«obra de redención será la de guiar a los judíos físicamente desde la servi­
dumbre hasta la libertad, para situar a la nación en permanente estado de
victoria, para reconstruir el Templo y mantenerlo en su exaltación».
Rabí Zerajya Haleví recapituló esta posición solicitando que cristianos
y judíos convinieran en que los principios de sus religiones no podían ser
demostrados; debían por el contrario ser creídos. Además, los escritos sa­
grados de cada religión debían ser interpretados de acuerdo con sus prin­
cipios propios, y no por medio de los de la otra fe. Si, por ejemplo, las le­
yendas del Talmud contienen algún elemento que aparentemente contra­
diga los principios de la fe judía, éste no debe ser interpretado aisladamen­
te para oponerlo a los mismos, sino que debe serlo en forma adecuada
a ellos.
Los sermones y escritos elaborados por los eruditos judíos de España
en la segunda mitad del siglo XV, y aun entre los primeros expulsos, se­
guirían respetando la cultura cristiana y reconociendo los peligros que ese
respeto suponía para el judaismo. Y no sólo los racionalistas tenían esa im­
presión de los progresos obtenidos por la civilización cristiana española; ha­
bía también destacados antirracionalistas imbuidos de la conciencia de que
se trataba de una civilización dotada de gran capacidad.
El método polémico adoptado por los racionalistas moderados puede
ser deducido del relato de R. Abraham Bivach. Cuenta éste «lo que ocu­
rrió cierta vez, cuando era joven, con un notable sabio en la mesa del rey
don Juan, en el reino de Aragón. Me preguntó: “¿Sois judío y filósofo?”
Le contesté: “Soy un judío que cree en la divina Torá y no soy filósofo, aun­
que seguí la sabiduría de la filosofía en la medida en que pude”» (Bivach,
op. cit., fol. 96 v.). En el transcurso de la discusión, R. Abraham definió su
punto de vista, que era «similar al que puede hallarse entre los discípulos
de Maimónides». A diferencia de la creencia cristiana en un Dios que libra
725
a la humanidad del pecado original mediante su muerte, R. Abraham pre­
sentó la creencia judía en un futuro Mesías humano. Este tema fue, como
se ha indicado anteriormente, el elemento central de la disputa de Tortosa
y el centro de la actividad misionera cristiana.
Los problemas del exilio y la redención se fueron haciendo más agudos
a medida que aumentaba la dureza de las persecuciones y se incrementaba
la actitud de apostasía de judíos en dirección al cristianismo. Éstos no pre­
cisaban de debates públicos, conversaciones particulares ni monjes predi­
cadores para plantearse estas cuestiones; la amarga realidad de la vida en
España presentaba ante ellos los problemas supuestos por el exilio y la re­
dención con una claridad insuperable.
Rabí Abraham formuló la creencia en la venida del Mesías en términos
claramente maimonidesianos, destacando que la única diferencia que exis­
tiría entre la situación actual y los días del Mesías sería el fin de la servi­
dumbre de los judíos en reinos extranjeros. Bivach subraya en esta teoría
que el Mesías sería sucedido por sus descendientes, «porque el maestro
[Maimónides] no creía que las personas vivirían eternamente después de
la venida del Mesías» (ídem), porque éste sería únicamente «un rey va­
liente, sabio y piadoso», fundador de la dinastía de los reinos de Israel
(ídem, fol. 96 r.). Las conquistas del Mesías, tal como las formula R. Abra­
ham, reflejan los problemas inmediatos del judaismo español de la épo­
ca. Se reafirma su carácter de «redentor que reunirá a los dispersos y ale­
jados de Israel... para que no quede ni uno solo sin redimir y todos, como
hombres libres, salgan del exilio y se dirijan a la tierra en la que servirán
a su Dios... Todos los judíos serán redimidos; no quedará abandonada
ni siquiera una herradura. Todos ellos irán al país de Israel» (ídem). La re­
dención adquiere aquí el tono de una liberación de las presiones para
bautizarse.
En el período comprendido entre el año 1391 y la disputa de Tortosa
Profiat Durán, más conocido como el Efodi, compuso escritos polémicos, an­
ticristianos y propagandísticos. Entre los más difundidos está la carta satí­
rica dirigida a un apóstata, famosa por un estribillo que dice: «No seas
como tus padres», y su más amplia obra titulada Kelimat hagoyim (La ver­
güenza de los gentiles). Con su ironía característica afirma que la apostasía se
origina en el cansancio producido por la investigación religiosa racional del
judaismo y la búsqueda de refugio en el misticismo cristiano. Al apóstata
se le induce a suponer: «Tus antepasados dejaron una herencia de false­
dad, buscando constantemente la vanidad; perdieron la razón en sus múl­
tiples investigaciones... Comprendo por otra parte de tu carta», escribe
con ironía el polemista judío, «que el Espíritu Santo se cierne sobre tu ros­
tro mientras duermes, y cuando despiertas conversa contigo... La ra­
zón humana no te atrae para residir en su morada —expresión retórica usa­
da por Maimónides en el comienzo de su obra Moré nebujim— que es habi­
tación de tinieblas... Tú creiste que era un extraño y cruel veneno d#>
serpiente, un enemigo eterno de la fe... y el que dijo que la razón y la creen­
cia son dos luminarias es un granuja. La razón no tiene nada que ver con
nosotros... no sabe dónde se aposenta la luz... La fe es la que se eleva»
726
(Iguéret al tehí keaboteja, editado por A. Poznanski, Jerusalén, 1970,
págs. 32-34).
Rechazando el racionalismo el converso alcanza una creencia imposible
de aceptar para los buenos judíos. El sistema intelectual de las clases altas
racionalistas de España se presenta aquí como nota característica del ju­
daismo; la aceptación del cristianismo, en cambio, implica el rechazo de ese
mismo racionalismo. El Efodi opina que en la comprensión judía de las Es­
crituras hay un enfoque filosófico, por eso exhorta al apóstata: «No seas
como tus padres que profundizaron en el relato de la creación para expo­
ner los secretos que oculta y la sabiduría que contiene, extrayendo conclu­
siones que concordaban con la filosofía... y de ese modo desarrollaron sus
teorías. Pero tú no eres así, no aceptas ningún razonamiento que lo analice.
No lo hagas difícil; pero añade el castigo espiritual del hombre por su de­
sobediencia» (ídem, pág. 72).
El Efodi afirma que compuso el Kelimat hagoyim influido por R. Jasday
Crescas, quien a su vez había escrito una obra polémica contra el cristia­
nismo. Al Efodi le fue solicitado «que contestase al respecto de acuerdo con
la forma de discutir del controversista, porque ésa es la verdadera y deci­
siva respuesta para esta clase de asuntos» (Kelimat hagoyim, dedicatoria a
R. Jasday Crescas, en Hasofé be-eres Hagar, III, editado por A. Poznanski,
Budapest, 1913, pág. 102). El Efodi consideraba a Jesús y a los apóstoles
únicamente como «equivocados», pero a sus seguidores los tenía por «em­
baucadores» (ídem, pág. 104). Había sabido «por boca de hombres que co­
nocían la ciencia de la Cábala que Jesús de Nazaret y sus discípulos eran
cabalistas, pero tenían de la Cábala una noción confusa... Repasando
los relatos de los equivocados encontré respaldo para esta explicación», por­
que en los primeros escritos cristianos hay términos similares a los emplea­
dos en la doctrina cabalística. Pero «en ella la finalidad de los cabalistas
es la misma que la de los filósofos» (ídem, Rágs. 143-144). Jesús y sus dis­
cípulos le parecían conversos forzados que ignoraban lo que era el judais­
mo.. «Es indudable que Jesús, sus discípulos y apóstoles no eran instrui­
dos... por eso los judíos llamaban a los que creían en Jesús marranos —«cam­
biadores»—, del verbo hebreo cambiar, del que también deriva el término
apostasía —porque cambiaban el sentido de los versículos y presentaban
inadmisibles explicaciones de la Torá» (ídem, IV, 1915, pág. 47). «Eran
personas comunes que conocían el texto de la Biblia únicamente por los ser­
mones que escuchaban, y a causa de su ignorancia acostumbraban a con­
fundir lo que oían» (ídem). Existían todavía vestigios de esa confusión, se­
gún él, en las citas bíblicas de los predicadores cristianos.

El problema de los conversos


Las numerosas conversiones de judíos que se produjeron a partir del
año 1391 crearon muchos problemas a la Iglesia y a la sociedad cristianas
(véase pág. 689), y asimismo a los judíos españoles fieles a su credo. Algu­
nos de ellos optaron por el martirio; muchos resolvieron «salir del reino...
727
y cruzar los mares. Los que partieron llegaron hasta los confines del mun­
do, unos hacia el este, otros hacia el oeste; se fueron para sacar del in­
fierno su alma y servir a Dios». De este modo describe R. Isjac ben Séset
la emigración de España. (Responso de R. Isjac ben Séset, op. cit., núm. 88,
fol. 43 r.). Los que se marchaban no siempre eran judíos declarados; el he­
cho de que muchos conversos también se esforzasen por huir aumentaba el
desagrado contra los que no se marchaban. «Es evidente que los conversos
podrían haber escapado salvando la vida en la fuga, como hicieron tantos
de ellos» (Responso de R. Simeón ben Sémaj Durán, op. cit., núm. 63,
fol. 31 r.-v.). No obstante, el mismo rabino dice luego:
Pero por muchas razones es difícil afirmar esto; por eso saldré en su defensa. Es
injusto decir que se podían salvar... considerando que podría haber motivos impe­
riosos que los detuvieron. Tal vez no conseguían el dinero necesario para pagar los
altos precios que pedían los capitanes de los barcos; o temían que se descubriera el
asunto por sus pecados y les acarreara castigos corporales; y quizá hayan hecho to­
dos los esfuerzos posibles para huir pero el momento no les fue propicio y fracasa­
ron; o algún otro motivo lo había impedido (ídem).

Los judíos trataban de comprender los motivos que impulsaron a sus


hermanos apóstatas, así como de diferenciar apropiadamente sus diversos
matices y no juntar a todos en una misma consideración. Algunos se con­
vertían realmente por convicción entusiasta, y la subsiguiente persecución
que emprendían contra sus correligionarios judíos y sus predicaciones mi­
sioneras contribuían a aumentar el encono con el que se miraba a todos los
que se hacían cristianos. Pero muchos otros se convertían por la fuerza, y
había también quienes sobrellevaban una mezcla de sentimientos y moti­
vos diversos. Si era difícil para los cristianos viejos apreciar la fidelidad de
los cristianos nuevos hacia la Iglesia, más difícil era para los judíos medir
su lealtad o animosidad hacia su religión original. Los judíos sabían que
muchos de los conversos se apoyaban en los ejemplos bíblicos de Naamán
—que se doblegó en la casa de Rimón— y de la reina Ester —que no re­
veló su origen— para justificar su ostensible sumisión, pero en su corazón
seguían siendo fieles al Dios de Israel.
Hubo judíos a quienes estas concepciones de los criptojudíos Ies indig­
naban. Rabí Abraham Bivach tuvo en cuenta la referida justificación cuan­
do apuntaba que no se debía atribuir la prolongada duración del exilio a
la presencia de una falsa creencia. También hubo creencias equivocadas en
los tiempos del Primer Templo y del Segundo; los hombres que yerran en
su interior son, lo mismo antes que ahora, castigados individualmente en
el infierno después de la muerte, y no colectivamente con el exilio en esta
vida. El exilio se prolonga por los delitos de idolatría. «Porque hacen ge­
nuflexiones idolátricas, se prosternan, queman incienso. Por eso, cuando la
Sagrada Escritura amenaza con el exilio como castigo por la idolatría no
es debido a la creencia equivocada, que se castiga en el infierno, sino pre­
cisamente por las acciones que van unidas al culto erróneo y que derivan
de él..., porque el exilio es el castigo por prosternarse. Se verifica de este
728
modo que las acciones pecadoras... impusieron la expulsión de Israel de su
país (Bivach, op. cit., fol. 22 v.).
No todos los rabinos judíos rechazaron el valor de la fe interior; así, en
el responsum citado anteriormente R. Simeón ben Sémaj Durán extiende sus
consideraciones más allá de los factores que tienden a disuadir directamen­
te al converso de huir, obligándole a permanecer dentro del cristianismo:
Y digo además que aunque sepamos que no hay... ningún temor en la fuga, pues­
to que el perverso rey... anunció por todo el reino que se podían ir, ni aun así de­
bemos condenar al que no parte y se queda... porque quizá teman que ese permiso
que les dieron no sirve más que para ponerlos a prueba y comprobar si se convir­
tieron por la fuerza o por su propia voluntad, y que si huyen serán asesinados...
Podemos decir todo esto con respecto a los conversos porque es razonable..., ya que
su designio demuestra que fueron obligados. Démosles el beneficio de la duda hasta
que los veamos violar la Torá en un lugar donde no haya peligro... (Responso de R. Si­
meón ben Sémaj Duran, op. cit., núm. 63, fol. 31 r.-v.).
La actitud que la mayoría de los judíos observaba con respecto a los con­
versos estaba basada sobre estos principios, aunque había quien eventual­
mente recibía una impresión diferente. Otros, como Bivach, sostenían que
lo importante era la acción; lo decisivo no estaba en la intención, y los he­
chos de los conversos constituían la maldad. Algunos, como Simeón Du­
rán, le daban más importancia a la intención, aunque ésta no se expresase
por medio de la acción. Lógicamente estas actitudes irían conociendo su­
cesivas modificaciones a medida que se incrementaba la gravedad de la si­
tuación en España. Después de la expulsión, este problema pasaría a con­
vertirse en una de las preocupaciones centrales para el judaismo sefardí.

Ambiente social y espiritual de Askenaz


Las comunidades judías que se consolidaron en Askenaz después de la
peste negra restablecieron unas formas de vida estable y una serie de idea­
les en un tiempo relativamente breve, y ciertos círculos se dedicaron a po­
nerlos en práctica de forma rigurosa.
En el siglo XV gozaban en Austria de gran estima los «primeros jasidim
de Neustadt». Sus orientaciones generales y su forma de vida pueden apre­
ciarse por el relato de R. Salom de Austria:
En su tiempo había un padre de familia... que llevaba en su casa una vida muy
piadosa. Tenía una habitación especial... para comer los platos de carne y otra para
los alimentos lácteos. Insistía en que los gentiles que le llevaban el agua se pusiesen
un manto blanco, y en unas cuantas cuestiones similares ponía un seto y una cerca
para que quedara alejado todo lo que era prohibido. En su casa crió dos hermanos
huérfanos... Y era uno de los primeros jasidim de Neustadt {Séfer Slaharil, Sa-
bioneta, 1556, fol. 119 v.).
Estos grupos de personas piadosas cumplían estrictamente la ley; hay
729
noticias de que «la esposa del rabino de una ciudad llevaba puestos per­
manentemente los flecos», aunque el mandamiento es solamente para los
hombres. Este gran rabino explicó que no hizo ninguna objeción por temor
de «que no me obedeciera» (ídem, «Las leyes de los flecos y las filacterias»,
fol. 110 r.). Aquí se aprecia además la tendencia hacia la igualdad de las
mujeres en la vida religiosa que ya estaba extendida entre los cabalistas de
España (véase pág. 723).
Cuando las comunidades judías consiguieron alcanzar una mayor esta­
bilidad, R. Yaacob Moellin, que actuaba entre las más antiguas comuni­
dades de la región del Rhin, trazó una escala de valores de servicios públi­
cos para los miembros de las distintas clases. El principio básico era:
«Apártate del mal y haz el bien, para que nadie pueda decir... “No haré el
mal ni haré el bien”. Por eso prescribe la Biblia “y haz el bien”, y no hay
bien superior a la caridad, que es el mandamiento fundamental en virtud
del cual existe el mundo.» Este mandamiento se puede cumplir de diversas
maneras y de acuerdo con la capacidad de cada cual:
Si el hombre es un erudito rabínico, que sea generoso enseñando la Torá a la
gente sin cobrar. Y que sea atento en sus relaciones... en todo momento, dispuesto
a juzgar o a instruir sin tardanza. Si uno es rico y las autoridades le prestan aten­
ción, que esté preparado para apoyar las necesidades del pueblo ante los gobernan­
tes. Si uno es pobre y le hace falta el dinero que tiene, que trate siempre de hacer
todo el bien que esté en sus manos. Y si es necesitado y debe vivir de lo que otros
le den por su trabajo, que reciba nada más que lo que su esfuerzo valga, y que le
cobre a un judío menos que a un gentil, y a una comunidad menos que a los par­
ticulares. Y por cierto que... la esencia de la caridad es preocuparse por la comu­
nidad (ídem, «Las leyes de la Pascua» fol. 3 r.).
La actividad diplomática en favor de los judíos en general era una fun­
ción que se consideraba apropiada para las clases altas, mientras que la en­
señanza y la justicia debían estar a cargo de los eruditos rabínicos. El hom­
bre dedicado a las tareas manuales figura al final de la clasificación, des­
crito como el que «debe vivir de lo que otros le dan por su trabajo». Según
lo veía el rabino su situación era peor que la del pobre, descrito como el hom­
bre de pocos bienes, invertidos totalmente en la necesidad de ganarse la
vida. Se deduce que el artesano necesitado trabajaba para judíos y no ju­
díos, y tanto los particulares como las comunidades podían requerir sus
servicios.
La explicación que R. Yaacob Moellin escuchó a R. Meir Haleví de Vie-
na, acerca de la observación talmúdica según la cual R. Yehudá el Prínci­
pe acostumbraba a honrar a los ricos, revela la tensión social existente en la
época. La explicación afirmaba que «por ser R. Yehudá una persona in­
mensamente rica acostumbraba a honrar a los acaudalados para que el pue­
blo supiese que también él debía ser honrado por sus riquezas y no por su
conocimiento de la Torá. Porque no quería emplear la corona de la Torá»
(ídem, fol. 116 r.). «Había un padre de familia que tenía suficientes me­
dios de vida, pero andaba en busca de dinero día y noche, pensaba siempre
en riquezas y sus tratos no eran siempre de buena fe, y le dijo el gaón
73 0
—R. Israel Isserlein—: “¿Tú quieres volverte rico a la fuerza? Es asombro­
so ” [Estas palabras se citan textualmente en su lengua coloquial: Wil Du
Tmi Gewalt reich werden; das ist ein Wunder.\ Hay incluso sabios que no mere­
cen la nqueza, que es un don del cielo» {Léquet yóser, op. cit., Oraj Jayim,
pág. 32).
fuede verse otra reacción más extremosa aún en un sermón anónimo
originado, como lo indica su contenido, en los círculos de los eruditos ra-
bínicos pobres. Según el mismo se comprueba que los ricos son incompe­
tentes «para recibir la Tora» por el orgullo que forma parte de su carácter
Ésa es la razón por la que se haya impuesto la costumbre de leer el libro de Rut
en la fiesta de Sabuoi, que señala la fecha en que se descendió la Torá para Israel;
para enseñar que ésta fue otorgada únicamente «descendiéndola» y por pobreza.
Y en el caudal de la Torá se dio la tribu de la pobreza, porque si intervienen los
acaudalados enorgullecen. Pero si los que e^fHian la Torá son pobres, modestos
y humiides, se conducen humildemente aunque sean eruditos (tíen-aasson, op. cit.,
pág. 175).
En la vida doméstica había un clima de mayor satisfacción de lo o"p
habitualmente ce supone. R. Yaacob Moellín «permitía que ramas ae
árboles cortadas en verano se pusiesen el sábacio en agua para alegrar la
fiesta» (Séfer Maharil, op. cit., fol. 38 v.). Rabí Israel Isserlein cuenta que
«en la yesibá —es decir, cuando era joven— decía uno de los grandes ra­
binos que tiempo atrás, en Krems... el rabino de la ciudad, uno de los gran­
des hombres de la época, juntamente con todos los hombres valiosos de la
comunidad... salían a caminar por la orilla del Danubio después del ban­
quete sabático» (Isserlein, Terumat hadesen, núm. 1, pág. 9). Ese paseo no
era tampoco el único desahogo, ya que en la época de R. Israel Isserlein
«mucha gente, incluso los más serios, solían reunirse los sábados, al salir
de la sinagoga, y se comunicaban las novedades acerca de los reyes, los no­
bles y las guerras». El rabino por supuesto lo permitía «si a la gente le gus­
taba... y así era para muchos», pero luego comprobaría molesto que en di­
versas ocasiones a algunos de los que conversaban «no les agradaban esas
charlas y que participaban en ellas solamente por complacer a sus acom­
pañantes accidentales» (ídem, núm. 61, pág. 25).
Parece que los judíos vestían ropas iguales a las que usaban los genti­
les, al menos cuando viajaban, porque dice que «los judíos se alojaban en
una posada de no judíos. Y había muchos judíos allí. Y cuando se senta­
ban... a comer... nadie sabía que había judíos en la posada» (ídem,
núm. 239, pág. 84). Los judíos también salían «a contemplar las diversio­
nes de los incircuncisos cuando apostaban y hacían correr a los caballos,
ganando oro el que llegaba primero». El rabino lo permitía porque no era
por placer, sino «para aprender a comprar los caballos que huyeran más
velozmente del enemigo; y eso es lo que les he visto hacer a personas co­
nocidas por sus obras piadosas» (Responso de R. Israel Bruna,
núm. 71, fol. 32 r.).
Por el relato de R. Yaacob Moellín acerca de un incidente ocurrido en
Maguncia, su ciudad, es posible saber que había en la yesibá una animada
731
vida social. Parece que «un joven e importante erudito... atendía en su casa
a jóvenes, estudiantes y amigos que comían allí y pagaban... y a quienes
les enseñaba el sentido estricto del Talmud y algo de las discusiones». Esta
«hostería de estudiantes» era atendida por una sirvienta viuda; por la no­
che «se reunían cuatro de los estudiantes para escuchar problemas difíciles
expuestos por su maestro», el dueño de la casa. Uno de ellos «estaba com­
prometido con una digna doncella de buena familia, hija de un hombre
muy rico que poseía grandes bienes». El muchacho tenía unos dieciséis años
de edad, y a pesar de su compromiso, «se casó» en broma con la viuda (Res­
ponso de R. Yaacob Moellín, núm. 101, fol. 37 r.-v.).

Base cultural
A diferencia de lo que generalmente se cree, los eruditos rabínicos y las
principales personalidades askenazíes de aquella época conocían perfecta­
mente la cultura secular y opinaban favorablemente de ella, lo cual gene­
ralmente se cree característico únicamente de los judíos españoles. El emi­
nente polemista y comentarista de la Biblia, R. Yom Tob Lipmann Mül­
hausen, que escribió el Séfer hanisajón (Libro de la disputa) hacia el año 1420,
rechaza que el estudio deba limitarse a la Torá y el Talmud:
Y si el esclavo dijera: «Amo a mi Dios» que está en el cielo, «y a mi esposa»,
gacela del amor, y estudio la Torá, el Talmud y las opiniones posteriores, y amo
al Señor y a su unicidad, y tengo su fe grabada en mi pecho, y sé distinguir una
cosa de otra, por eso no necesito estudiar a otros ni la sabiduría de los ancianos»,
que se le afirme en el corazón... que eso no basta para ser un gran erudito {Séfer
hanisajón, Génesis, T. Hackspann, edit., Aldorf-Nuremberg, 1644, núm. 2, págs. 5
y 6).
Como si se hubiera puesto de acuerdo con la escuela de la que R. Abra­
ham Bivach había formado parte en España, declaró en otro lugar el rabi­
no askenazí-
Los sabios de Grecia poseen muchos de los grados de la sabiduría..., pero no
cometas el error de creer que por eso esos grados están prohibidos: las ciencias na­
turales, la astronomía, la filosofía, son ramas de nuestra fe y conducen al amor de
su Bendito Nombre y a su temor... y no es sabiduría griega, sino la sabiduría de
todos los que son sabios (ídem, Jueces, núm. 136, pág. 91).

Las yesibot de Askenaz


Los alumnos de las yesibot de Askenaz eran muy diferentes por su origen
social y sus recursos económicos. Los jóvenes solían formular críticas y que­
jarse de los profesores y los directores de la yesibá, a pesar de lo cual ésta,
más aún que la Universidad cristiana donde el fenómeno social era muy
similar, constituía el yunque donde se forjaba el mundo ilustrado que iba
732
a formar la cultura del judaismo askenazí. Lasyesibot siguieron mantenién­
dose como lo que habían sido originalmente las universidades, esto es, cír­
culos de estudiantes reunidos alrededor de un solo maestro, especializado
generalmente en un solo tema que era una combinación de piedad y ley
religiosa.
Existen descripciones de diversas fuentes que presentan el cuadro de un
grupo de estudiantes reunidos alrededor del maestro, con quien vivían fa­
miliarmente compartiendo su hogar y organización doméstica. Los jóvenes
acompañaban al maestro cuando salía a la «calle judía» en los días festi­
vos; cuando R. Israel Isserlein «se hallaba bien de salud iba con todos los
muchachos a la sinagoga de la comunidad», en la fiesta de Purim para la lec­
tura del libro de Ester. Pero generalmente «estaba poco dispuesto a salir
de su sinagoga —donde enseñaba a sus alumnos— y oraba allí; incluso
cuando se iba de la ciudad recomendaba a sus discípulos que se quedasen
en casa para rezar» (Léquetyóser, op. cit., Orajjayim, págs. 31-32'!. Los estu­
diantes comían en la mesa del maestro «y en la víspera del sábado el maes­
tro era el primero en lavarse las manos, después de él lo hacía su esposa y
a continuación los discípulos» (ídem, pág. 33). «Y luego —después de can­
tar en la mesa los himnos sabáticos— daba a cada estudiante una trozo de
pastel» (ídem, pág. 36). «Al lado de la sinagoga y el hogar del maestro es­
taba la casa de los estudiantes, y aquél solía llamar a algún estudiante ca­
sado para que comiese allí con sus amigos, pero solamente después de que
hubiese recitado en su casa el quidús —la bendición sabática— para que su
esposa oyese la bendición (ídem, pág. 51). La ceremonia de la habdalá, al
final del sábado, era hecha por el rabino para su familia y sus estudiantes.
Y dio el especiero a la esposa y después lo tomó él, y todos sus hijos, nueras y
nietos fueron a olerlo en su mano. A continuación lo dio a los estudiantes. Y re­
cuerdo que él aguardaba hasta que lo hubieran olido todos. Y si le molestaba per­
manecer de pie se sentaba hasta que terminaban (ídem, pág. 57).
De este modo, los alumnos, al mismo tiempo que estudiaban la Torá
con el maestro, aprendían a cumplir cuidadosamente los mandamientos, a
vivir como debía hacerlo un erudito rabínico y a comportarse según corres­
pondía a un respetado jefe de familia.
Concurrían a la yesibá tanto los ricos como los pobres. «Un judío le
debía al fondo de caridad de los estudiantes tres libras» por un voto que
había hecho para el mantenimiento de los alumnos. No estaba en buena
posición económica, porque «no tenía dinero para cumplir» el voto (ídem,
Yoré deá, pág. 15). En ocasiones los colaboradores acaudalados que reci­
bían el honor de participar en el banquete de la yesibá a la mesa del maes­
tro pagaban el mantenimiento de los estudiantes pobres. Uno de estos hom­
bres compartió en \a. yesibá de R. Abraham Klausner «su fiesta con los jó­
venes... y pagó la suma periódica de una pieza de oro para ayudar a los
estudiantes» (ídem, Oraj jayim, pág. 97). Por otra parte, estaban «esos jó­
venes ricos y consentidos, que ellos mismos se abastecían sus mesas; cuan­
do estaban sentados en sus lugares, giraban la mesa hacia todas partes, con
733
todos los libros encima». Desde luego que R. Israel Isserlein director de la
yesibá, desaprobaba esto; prefería que uno se preocupase por la Torá inclu­
so buscando los libros. «Dijo... no hicieron Dien. Ai contrario, cuando al­
guien necesita un libro y le resulta muy difícil obtenerlo, hallará alivio pen­
sando en lo que quiere aprender» (ídem, Yoré dea, pág. 39). De todas ma­
neras se observa aquí que a las yesibot concurrían diversas clases de estu­
diantes y que existía un conflicto didáctico planteado entre el sistema de
las «ayudas técnicas» y el del esfuerzo personal.
Los estudiantes tendían con bastante frecuencia a cambiar de localidad
y de maestro. Era costumbre el estudiar de forma errante, actitud muy di­
fundida asimismo entre los alumnos de las universidades cristianas de esa
época. Tener muchos alumnos era por consiguiente un motivo de orgullo
para el director de la yesibá, o «sostén de la yesibá» como solía ser denomi­
nado. Si era económicamente acomodado atraía estudiantes no solamente
por su conocimiento de la Torá, sino también por la ayuda que prometía.
«Rabí Abranam de Katzenellenbogen» decía con orgullo a su maestro
R. Israel: «Gasté en los alumnos... el doble de lo que gané por todos con­
ceptos en mi profesión de rabino. Y si a algún joven no le pagué lo que
hice voto de darle para su mantenimiento, que me demande ante... mi maes­
tro, y lo que el gaón me imponga... lo pagaré... Le solicité a mi hono­
rable jefe... que me mande alumnos duraderos, y me comprometo a darles
lo que él me ordene, y hoy mismo lo haré» (ídem, pág. 26). Se cuenta de
otro rabino «que se volvió pobre y no podía mantener estudiantes como so­
lía... gastando dinero durante años en la conservación de su yesibá»(ídem,
pág. 38). Esta disposición de los maestros para sostener a sus alumnos in­
dica claramente el gran significado social que se adjudicaba no solamente
al mandamiento de respaldar a los que estudiaban la Torá, sino también
al honor y ei orgullo que un grupo de alumnos, preferiblemente permanen­
tes, aportaba a su maestro. Había, por supuesto, directores dtyesibot y sa­
bios que vivían de la enseñanza y cobraban aparte por alojamiento y co­
mida; pero el aprecio de que gozaban dependía igualmente del número de
alumnos que tenían.
En ocasiones se producían querellas entre los jóvenes; en la yesibá de
R. Meir Haleví, por ejemplo, «un distinguido estudiante, impulsado por la
ira, arrojó un plato a la cabeza del mozo que servía a los alumnos». El ra­
bino lo quiso excomulgar, «y toda la compañía intervino denodadamente
hasta que al maestro se le fue el enojo» (Séfer Maharil, op. cit., fol. 116 v.).
En la yesibá de R. Yaacob Haleví, el hijo del sirviente insultó a un estu­
diante y el director lo excomulgó. Le perdonaron el pecado únicamente
cuando pidió perdón en público, «mientras el maestro se acercaba a \aye­
sibá con más de cincuenta alumnos, el sirviente y su hijo les pidieron per­
dón... al maestro, a aquel estudiante y a todos los estudiantes de la
yesibá» (ídem).
El mismo R. Abraham de quien hemos hablado anteriormente con res­
pecto a los pagos que hacía a los estudiantes de su yesibá, se preocupaba
por la tendencia a la disipación que éstos demostraban. Uno de ellos «be­
bía siempre furtivamente vino de uno de mis barriles... después de la me-
734
dianoche me abría la despensa y robaba pan, carne y otros alimentos». Pero
de acuerdo con el testimonio de este director de yesibá, éste no era más que
un caso extremo de conducta desenfrenada.
No me opongo a los alumnos que estudien conmigo en ningún sentido, pero a
veces me resulta difícil tolerar sus frecuentes borracheras y su intromisión en diver­
sos asuntos para fastidiar a los padres de familia... Porque esas acciones rebajan
en toda forma la gloria del Señor y de la yesibá... En un breve plazo de tiempo
se pelearon veinte alumnos; y Salom Bruner... pegó a su cuñado Sussman... y lodos
los que fueron golpeados reclaman justicia, pero no hay arreglo; no hay justicia ni
juez. Sinceramente, me abstuve de juzgarlos, debido a que hay delatores entre los
estudiantes {Lequetyóser, op. cit., Yoré dea, pág. 26).
Se puede suponer que muchos profesores universitarios contemporáneos
habrían aprobado esta actitud. Pero en general la energía y la dedicación
de los estudiantes de lasyesibot estaban volcadas principalmente en los ani­
mados debates que se desarrollaban en el transcurso de los estudios.
En el siglo XV las yesibot de Askenaz y de España crearon el nuevo pilpul,
búsqueda de minuciosas distinciones legales en el Talmud. Quienes lo pro­
piciaban pretendían organizar métodos intelectuales de análisis entre los es­
tudiantes de las yesibot animándolos a descubrir aparentes contradicciones
entre varias fuentes consagradas, y conciliarias para alcanzar la decisión ha-
lájica requerida en determinado momento. Esta organización expresaba en
realidad un deseo de librar el pensamiento jurídico judío de conceptos y nor­
mas antiguos. Varias yesibot de Askenaz trazaron particularmente sus méto­
dos específicos de análisis —los jiluquim—, conocidos por el nombre de las
comunidades donde funcionaban las yesibot. En los debates, el comporta­
miento de los «pilpulistas» y de los jóvenes del auditorio solía ser muy a
menudo tumultuoso y antiestético; los maestros tampoco se expresaban
siempre con prudencia. A veces la forma de enseñar, las exégesis y las de­
cisiones legales de una autoridad eran rechazadas mediante análisis ridícu­
los e incompetentes; pero con mucha frecuencia el método de pilpul del con­
trario se ofrecía como base para un nuevo entendimiento y la adopción de
otras decisiones. El pilpul servía como demostración de capacidad y como
fundamento del prestigio social; las reglas de los métodos utilizados en el
mismo se presentaban en obras sistemáticas.
El pilpul tuvo una amplia difusión tanto en las escuelas de España como
en las de Askenaz■ En España es posible encontrar el pilpul en obras siste­
máticas sobre el método; en Askenaz existen descripciones de los debates en
reseñas de la vida de las yesibot. El hecho de que el método tuviera oposi­
tores, no obstante la aceptación prácticamente general de sus fórmulas, in­
dica que la vida judía estaba sustentada inevitablemente en las decisiones
que se alcanzaban por medio del pilpul no menos que en la apetencia de
las agudas discusiones intelectuales que éste promovía. Es posible que una
parte al menos de la enconada oposición al pilpul presentada por algunos
que eran ellos mismos «pilpulistas» pueda ser atribuida al hecho de que per­
cibiesen la fuerza permisiva y desgarradora que aportaba esta exagerada in­
tensidad de actuación.
735
XIV. ASENTAMIENTOS DE LOS JUDIOS Y SU
ACTIVIDAD ECONOMICA EN LOS
SIGLOS XVI Y XVII

Trasfondo de la actividad pobladora de los judíos


En las postrimerías de la Edad Media una serie de factores animarían
a los judíos a establecerse en varias regiones y fundar en ellas núcleos de
población. No eran éstos factores de influencia uniforme y tuvieron por
ello diferentes efectos. Algunos de ellos habían de causar al mismo tiempo
perjuicios y expulsiones por una parte, y beneficios y alivio por otra. Pero
todos formaron en conjunto el trasfondo del proceso colonizador judío.
A partir del siglo XII, la población de Europa había aumentado gradual­
mente, lo que hacía innecesario que los judíos poblasen las ciudades.
Al norte de los Pirineos, la función económica de éstos se veía progresiva­
mente reducida y especializada. Esta realidad contrariaba de hecho los ob­
jetivos de la comunidad cristiana. La peste negra había contenido este pro­
ceso por la reducción de población producida, aunque lo intensificó en otros
aspectos, agregando a las características y comportamientos negativos atri­
buidos a los judíos la aterradora imagen que los presentaba como envene­
nadores de los pozos de agua. De cualquier forma, en la segunda mitad del
siglo XIV y en los cien años siguientes iría llenándose rápidamente la bre­
cha producida en la población. Pero la crisis económica y social se combi­
naría con la suspicacia y la violencia que brotaron en ese período para con­
tribuir a deteriorar la posición de las comunidades judías.
Las expulsiones, las mayores y las más reducidas, realizadas a finales
del siglo XV y comienzos del XVI fueron, tanto demográfica como econó­
micamente, la violenta expresión del traslado de los asentamientos judíos
y el incentivo final de su instalación en otros lugares del este de Europa y
la región del Mediterráneo. Pero en el plano social, y como consecuencia
de la actitud asumida por los cristianos hacia los judíos, este período al­
canzó el máximo nivel de crueldad y xenofobia que desató en Europa el te­
rror engendrado por la peste negra, manteniéndose posteriormente duran­
te siglos.
737
Antes del año 1348 el clima social y religioso de Europa tenía decisivas
características de vitalidad y creación; después de la catastrófica experien­
cia de la peste negra las estructuras existentes quedaron intactas, pero el
espíritu vigoroso desapareció, agotándose la energía del humanitarismo. Es­
tas circunstancias actuaban no solamente sobre los judíos; según algunos
historiadores este «quebrantamiento de la crisálida» constituyó uno de los
factores principales de la fractura interna que se produjo en el cristianismo
occidental en la época de la Reforma iniciada en el siglo XV'I. No obstan­
te, el aislamiento de los judíos, su negativa imagen y su misma debilidad
física y política hacían de ellos una víctima propiciatoria muy conveniente
para su instrumentación por parte de las fuerzas sociales en litigio.
Entretanto, iban cristalizando nuevas condiciones demográficas y socia­
les en Polonia, Lituania y el este de Europa. También se producía un pro­
ceso semejante en el imperio otomano, pero aquí la vida urbana todavía no
formaba parte de la estructura nacional y política en el mismo grado que
en Polonia y Lituania. Las ciudades, además, no tenían ni tradición ni ca­
pacidad suficiente para conservar su independencia en contra de la volun­
tad del gobernante del Imperio. Debido a ello, a los judíos que se instala­
ban en esas ciudades les resultaba fácil obtener las posiciones y las funcio­
nes económicas que deseaban, siempre que conviniera así a los gobernan­
tes. A partir de la segunda mitad del siglo XV esos reinos conocerían un
creciente progreso, cada uno de ellos en su espacio propio y bajo sus for­
mas particulares.
Debe ser tenido en cuenta el hecho de que las expulsiones de Europa
se habían originado en las crisis económicas y sociales de los siglos XIV
y XV. Pero en la época en que los judíos fueron desterrados de España, y
posteriormente de Portugal, en el Continente se producían cambios de ma­
yor trascendencia, creadores de la expansión económica y el progreso so­
cial. El año de la expulsión fue también aquel en que Cristóbal Colón des­
cubrió el Nuevo Mundo. Este hecho, juntamente con la apertura de las ru­
tas que rodeaban Africa y la India provocaría en el oeste de Europa la de­
nominada «revolución de los precios»; consistía principalmente en un pro­
ceso determinado por una creciente demanda de productos agrícolas del
este de Europa para atender las exigencias de los centros comerciales y fa­
briles establecidas en el oeste. Las demandas hicieron subir los precios de
los productos y promovieron el intercambio comercial entre los países de
Europa y simultáneamente el crecimiento del comercio colonial. Con el des­
cubrimiento de nuevos territorios el tráfico internacional de Europa fue tras­
ladándose desde el Mediterráneo hasta el Atlántico. A primera vista pare­
cería que los judíos quedaban eliminados casi totalmente de la región del
Atlántico precisamente cuando esta zona se convirtió en el foco de la acti­
vidad económica y de colonización. Los pueblos del sur, como los portu­
gueses y los españoles, que fueron los primeros que se beneficiaron con los
nuevos descubrimientos, y también los más septentrionales —ingleses, ha­
bitantes de los Países Bajos y franceses—, que comenzaron a participar con
ritmo acelerado en estos nuevos intercambios y en los viajes por mar, pre­
sentaban una característica común: apenas si había judíos públicos en sus
738
respectivos países. Pero la aparición de varias formas de protestantismo y
el traslado de los cristianos nuevos hacia Holanda, y de ahí hacia el no­
roeste de Alemania e Inglaterra, llegó con el tiempo a transformar este cua­
dro y condujo a la reaparición de los judíos sobre la costa atlántica.
En un mapa de población judía de esta época se observa que durante
los siglos XVI y XVII se hallaba concentrada en dos grandes reinos que fue­
ron progresando incesantemente durante la mayor parte del período. El rei­
no de Polonia-Lituania era cristiano, y el imperio otomano, musulmán, pero
en ambos territorios existían núcleos de judíos a quienes favorecían los re­
sultados indirectos de los descubrimientos del Nuevo Mundo y el creciente
poderío de estos extensos imperios políticos y económicos. En 1515 el im­
perio otomano obtuvo el dominio de Tierra Santa; en 1517 conquistó Egip­
to. Vastas regiones pobladas por judíos y el país al que siempre aspiraban
regresar los judíos quedaron de esta forma incorporados a los amplios lí­
mites de un Imperio que antes de ser derrotado en el sitio de Viena de 1683
continuó extendiéndose sobre territorio europeo.
También el reino de Polonia y el gran ducado de Lituania atravesaron
entonces un período de fuerte expansión económica y social. Después de de­
rrotar a los alemanes en el oeste, Polonia consiguió, en 1569, la unifica­
ción con el gran ducado, por medio de la Unión de Bresk —Brest-Litovsk.
A partir de entonces, y hasta 1648, la nobleza polaca se dedicó a consoli­
dar la paz y a explotar los vastos y fértiles territorios del sudeste del reino,
en cuya área se incluía la mayor parte de la actual Ucrania. Las victorias
obtenidas por Polonia en el oeste le proporcionaron una salida al mar Bál­
tico por medio de la red de ríos conectados entre sí por canales, y una ruta
hacia el oeste para trasladar la madera y los productos agrícolas de las zo­
nas que estaban desarrollándose en el este. De estos productos había, como
se ha dicho, una gran demanda en el oeste de Europa. Los mercados y ca­
minos de Polonia atendían asimismo el comercio terrestre mantenido entre
el imperio otomano y la Europa central y occidental. En el interior del rei­
no polaco-lituano, los judíos eran una especie de «clase antiburguesa», un
grupo sumamente deseable para la nobleza polaca dominante debido a su
capacidad comercial y administrativa. En el imperio otomano, por su par­
te, los judíos exiliados de la Península Ibérica desarrollarían una vigorosa
actividad económica y cultural, convirtiendo a la sociedad judía, que ya se
dedicaba anteriormente a múltiples actividades en las ciudades islámicas,
en una sociedad diversiforme de mayor influencia todavía.
Con el paso del tiempo, las comunidades de cristianos nuevos de los Paí­
ses Bajos, especialmente los del sector protestante que se había rebelado
contra España, comenzarían a participar con ritmo creciente en las activi­
dades económicas y colonizadoras derivadas de los descubrimientos geo­
gráficos. Se vincularon además con Alemania, Polonia-Lituania y el impe­
rio otomano, por medio de sus hermanos judíos situados en estos países.
Los grupos de ex marranos, o sus descendientes, procedentes de los Países
Bajos, se instalaron en el noroeste de Alemania y en Inglaterra, y estas nue­
vas colonias del oeste también habrían de progresar tanto económica como
socialmente. En ambas regiones, estos judíos reintegrados desempeñaron
739
un importante papel dentro de un capitalismo en renovada expansión. Los
judíos de Italia encontraron igualmente su localización en este sistema de
vinculaciones comerciales y sociales, que partieron del centro de los Países
Bajos y llegaron hasta Polonia y Lituania, pasando por Alemania. De ahí
se extenderían hasta el imperio otomano, desde donde, por otra ruta
—en parte terrestre y en parte marítima— se restableció el enlace a través
de Italia con los prósperos centros judíos de los Países Bajos, el noroeste
de Alemania e Inglaterra. En el siglo XVIII, llegaron desde el noroeste de
Europa los primeros colonos judíos al continente americano, a las Indias
Occidentales. Por otra parte, los exiliados de España y Portugal mantenían
con esos países estrechos contactos y relaciones comerciales, políticas
y sociales.
Como resumen, cabe decir que dentro de esta dinámica situación los ju­
díos pudieron estabilizar su existencia por medio de nuevas actividades,
principalmente en Polonia-Lituania y el noroeste de Europa. Extinguido el
período de expulsiones a fines del siglo XV, y después de las crisis sufridas
por Alemania, los judíos acometieron con éxito una vasta empresa econó­
mica y demográfica, en el marco del general dinamismo colonizador y eco­
nómico de los siglos XVI y XVII.

Los primeros asentamientos de los expulsos españoles


El principal objetivo de los expulsos era, ante todo, encontrar refugios
en los que pudieran mantener una vida abiertamente judía. El primer pun­
to hacia el que se dirigieron fue Portugal, que estaba más próximo y era
atrayente debido a la similitud de idioma y cultura. Pero en 1497 se en­
contraron ante un nuevo decreto que exigía la conversión forzosa al cris­
tianismo; ante esta situación los que pudieron hacerlo huyeron a otro país.
La fuga de Portugal habría de continuar en forma más sostenida que la de
España durante la totalidad de los siglos XVI y XVII.
Anteriormente, en 1492, algunos de los expulsos habían puesto rumbo
hacia las costas del norte de Africa. Existía un precedente en esta dirección
en la huida que se había producido tras el estallido de los tumultos de 1391
(véase págs. 672 y 673). En algunos de los puertos de África del Norte los re­
fugiados habrían de encontrar gobernantes portugueses y un medio lingüís­
tico y cultural familiar. En esos lugares hubo cierto grado de cooperación
entre las autoridades portuguesas y los judíos, tanto públicos como conver­
sos, incluso después de la conversión forzada impuesta en Portugal. Los
puestos avanzados portugueses de la costa africana necesitaban a los mer­
caderes y los hábiles artesanos judíos y por ello prestaban poca atención a
las leyes de la Inquisición. Entre los grupos principales de judíos estable­
cidos en esos enclaves portugueses había varias familias, como la de Ben-
zamero, que se convirtieron en «agentes de la corte» de los gobernantes.
Se produjo por eso cierta tensión entre los berberiscos musulmanes locales
y los judíos que ayudaban a los portugueses, estado de ánimo que en oca­
siones se reflejaba en las relaciones de los expulsos con la población judía
740
preexistente, que se inclinaba más hacia los vecinos musulmanes. Los ex­
pulsos observaban generalmente con respecto a antiguos miembros de las
comunidades judías a las que habían accedido una actitud de superioridad,
considerándolos despectivamente, desde una cultura más elevada, un or­
den social mejor organizado, una fe más encumbrada y las excelentes cos­
tumbres que en su opinión habían traído de la Península Ibérica (véanse
págs. 670-672).
Los expulsos llegarían también hasta las regiones del norte de Africa
que estaban en poder de los musulmanes. La recepción que éstos les ofre­
cieron no fue similar por parte de todos los gobernantes, pero en general
puede afirmarse que la práctica totalidad de estos grupos sufrió muchas pe­
nalidades dondequiera que hubiesen ido durante el período de absorción.
El gobernante de Fez era recordado con particular afecto; era «uno de los
temerosos de Dios de las naciones del mundo, que recibió a los judíos ex­
pulsados de España y trató bien a Israel hasta el día de su muerte, en 1505.
Porque Dios lo puso sobre el reino de Fez para permitirnos vivir» (R. Abra­
ham Ardutiel, continuación del Séfer hacabalá, en A. Neubauer, op. cit., I,
Oxford, 1887, pág. 1). Fez absorbió a unas veinte mil personas; los expul­
sados no tardaron en progresar allí en sus actividades y llegaron a adquirir
propiedades. Uno de ellos refiere que ya en el año 1498 «el Señor nos ben­
dijo con abundancia, y construimos casas de piso alto adornado con pin­
turas y esculturas. Y el Señor nos bendijo dándonos yesibot... y hermosas
sinagogas... con rollos de la Torá revestidos de seda y satén... y con coro­
nas de plata» (R. Jayim Gaguín, Es jayim, en J. M. Toledano, Ner hamaa-
rab, Jerusalén, 1911, pág. 55). Estos espléndidos hogares particulares y edi­
ficios públicos reflejan los progresos económicos que lograron los judíos so­
lamente seis o siete años después de su expulsión de España.

El establecimiento de la diàspora sefardí


en el imperio otomano
Una gran corriente de expulsos de España se derramó por el imperio
otomano, el cual, inmediatamente después de haberse anexionado Tierra
Santa, se convertiría en un verdadero imán para los conversos que querían
arrepentirse y retornar a su religión anterior. Rabí Eliyahu Capsali, cronis­
ta contemporáneo de la expulsión y miembro de la antigua población judía
del imperio otomano, relata que después de 1492 «vinieron al imperio oto­
mano miles de millares de judíos expulsados que... llenaron el país»
(M. Lattes, edit., Séder Eliyahu, Padua, 1896, pág. 13).
El camino desde la Península Ibérica hasta los Balcanes y Asia Menor,
y frecuentemente de allí a Siria y Tierra Santa, era largo, difícil y peligro­
so. Los expulsos establecían a menudo estaciones de tránsito, entre otras
los puertos y las ciudades de Italia. El malestar físico y el súbito empobre­
cimiento sufrido eran cargas muy pesadas de sobrellevar. Uno de los ex­
pulsos que halló refugio en el imperio otomano refirió que había llegado
cuando «ya se les había agotado todo el dinero en sus andanzas... entre gen-
741
te que no entendía su idioma». Según este testigo también se quebraban
en esos viajes las relaciones familiares, porque «los hombres llegaban sin
esposa y las mujeres sin marido». Esta situación socavaba la ley religiosa
de la familia «porque los que quedaban solos trataban de encontrar com­
pañía... sin preocuparse... de que fuera una relación permitida».
Bayaceto, el sultán gobernante entonces, acogería a los refugiados que
huían de los fanáticos cristianos. Según escribió un judío contemporáneo
«el sultán envió mensajeros a dar la voz en todo el reino, también por es­
crito, de que ninguno de sus funcionarios de las ciudades debía atreverse
a hacer salir a los judíos, o expulsarlos; todos ellos debían recibirles cor­
dialmente» (ídem, pág. 12). Puede afirmarse que la protección imperial y
la orden que les otorgaba el derecho de residencia fueron originadas por la
influencia que ejercieron los dirigentes de las comunidades judías estable­
cidas mucho tiempo atrás en el Imperio. La comunidad y sus dirigentes ha­
rían asimismo grandes esfuerzos para dar ayuda material a sus hermanos
exiliados. «Luego las comunidades —del imperio otomano— trabajaron ac­
tivamente... dando dinero como piedras para rescatar a los cautivos... en
esos días el noble... Mosé Capsali hizo mucho en Constantinopla... reco­
rriendo las comunidades y obligando a todos los hombres a dar la cantidad
que les correspondiera» (ídem). La ayuda respondió a una genuina preo­
cupación por los hermanos judíos, pero creó un sentimiento de superiori­
dad en los judíos locales, que se vieron a sí mismos tendiendo una mano a
los oprimidos expulsos y otorgando generosamente a estos desdichados le­
gitimidad y reconocimiento. Pero después de establecidos los expulsos es­
pañoles, y en el imperio otomano lo hicieron con relativa rapidez, la dig­
nidad cultural y social de los mismos no tardaría en reaccionar en contra
de los judíos locales.
Sin embargo, no todos los expulsos necesitaban ayuda; también en el
imperio otomano hubo quienes entraron inmediatamente en los círculos cor­
tesanos. Uno de ellos fue el médico Yosef Hamón, que llegó a Turquía des­
de Granada «y sirvió cerca de veinticinco años —como médico desde
1493— en esta casa real en la época del rey sultán Bayaceto, y también
como amigo de confianza de su hijo... el sultán Selim... y que corrió riesgos
para salvar judíos de abrumadores peligros», como lo atestigua el discurso
fúnebre pronunciado en 1517 después de su muerte (H. H. Ben-Sasson, en
Zíoh, 26 [1961], pág. 27). Las fechas revelan que fue médico real y corte­
sano desde el momento en que llegó al imperio otomano. Se sabe también
que su hijo Mosé le sucedió en su elevado cargo.
El buen éxito no era exclusivo de los círculos médicos y cortesanos. Pa­
rece que en el imperio otomano se opinaba que la absorción de los expulsos
de Occidente aportó ventajas sociales, culturales e incluso militares. Entre
ellos había al parecer hábiles fundidores de hierro y expertos en pólvora,
que con su oficio ayudaban al Imperio. Rabí Eliyahu Capsali dice que Dios
bendijo «a los turcos por medio de los judíos..., porque gracias a los judíos
los turcos se apoderaron de grandes y poderosos monarcas... Los judíos
enseñaron a los turcos a usar armas destructivas, baterías y cañones de cam­
po. Gracias a ellos los turcos se hicieron más poderosos que todos los pue-
742
blos del mundo» Se había enterado asimismo de que el hijo del sultán Ba-
vaceto, «el sultán Selim, quería mucho a los judíos, porque vio que con
ellos podía derrotar naciones... porque le habían hecho una gran cantidad
de baterías y armas» (tomado de su Crónica, en I. Baer Jubilee Volume, Jeru-
salén, 1960, pág. 224).
Ciertamente se sabe por la historia militar que el ejército turco incor­
poró en sus equipos las armas de fuego alrededor de la época en que fueron
admitidos en el Imperio los expulsos de España. Las victorias de los turcos
sobre los mamelucos y los persas a comienzos del siglo XVI se atribuyen
generalmente al uso de armas de fuego; por las declaraciones de Capsali
parece que entre los judíos españoles que se trasladaron al imperio otoma­
no había expertos en esas armas de fuego que colaboraron eficazmente en
la tarea de equipar a las fuerzas turcas.
Los expulsos fueron dispersándose por las principales poblaciones del
Imperio, y en el siglo XVI había muchas sinagogas en Constantinopla, ciu­
dad en la que se instalaron en barrios en los que anteriormente no residían
judíos. También Salónica se convirtió en uno de sus principales núcleos de
población, lo mismo que Adrianópolis y Esmirna (Izmir); otros expulsos se
establecieron en ciudades de menor tamaño. Las expulsiones del sur de Ita­
lia habrían de contribuir además a diversificar la población judía y a au­
mentar las comunidades en el Imperio. En la ciudad griega de Arta, que
no era de gran tamaño, «se intalaron cuatro comunidades con expulsados
de los reinos de España, Portugal, Sicilia, Calabria y Apulia». Estas comu­
nidades se establecieron junto a «la comunidad de los residentes que vivían
allí desde mucho antes en sus hermosas casas y patios» (Responso de Binya-
min Zeev, núm. 303).

Establecimiento en Tierra Santa


Ya en la centuria que transcurrió entre el año 1391 y el de la expulsión
los judíos habían ido emigrando desde España a Tierra Santa (véase
pág. 673). En el siglo XVI la comunidad judía de Tierra Santa se acreció
no solamente con los que habían abandonado España para conservar su ju­
daismo, sino también con los cristianos nuevos de la Península Ibérica atraí­
dos allí para retornar al judaismo y hacer penitencia en los lugares sagra­
dos. El número de estos últimos aumentó cuando Tierra Santa pasó en 1516
a formar parte del imperio otomano. Esta corriente incesante no solamente
operó sobre el poblamiento de la zona; contribuyó también a formar la con­
ciencia de las comunidades integradas por descendientes de exiliados espa­
ñoles en Oriente. El cabalista R. Jayim Vital registró en su Séfer hajezyonot
(Libro de las visiones), escrito en las postrimerías del siglo XVI o comienzos
del XVII, varios hechos que indican el efecto causado por este fenómeno en
el pensamiento de los sefardíes de Siria y Tierra Santa (Séfer hajezyonot, edi­
tado por A. Eshkoli, Jerusalén, 1954, págs. 244-249; véase también infra,
págs. 813-815).
Entre los judíos que llegaron a Tierra Santa en la primera oleada había
743
también artesanos y mercaderes, que siguieron desempeñando sus anterio­
res oficios. Un miembro de la generación de los expulsados, «que reside en
la ciudad santa de Jerusalén, Semuel ben Yosef Picho» cuenta que él, su
familia y amigos sufrieron grandes pérdidas después de instalarse en ella.
Declara con tristeza que «de la familia de mi padre quedé solamente yo...
todos ellos fueron sepultados en el valle de Josafat, en Jerusalén... y de la
familia íntegra del rab Mosé Navarro, de bendita memoria, no quedó ni vás-
tago ni recuerdo. Queda solamente su esposa, que se conduce como una de­
mente». No obstante, la carta portadora de estas malas noticias se interesa
principalmente en destacar que es posible llevar una vida económica nor­
mal en las ciudades de Tierra Santa. El escritor exhorta a todos a acom­
pañarlos: «El que quiera venir que venga; aquí podrán vivir de sus arte­
sanías, siendo éstas las profesiones más adecuadas: orfebre, platero, sastre,
cortador, carpintero, talabartero, tejedor y herrero, y para comprar y ven­
der todo aquel a quien Dios favoreció con un poco de dinero. Y también
a decir verdad, todos los que sepan estudiar encontrarán lo suficiente, por­
que... yo, que no tengo ningún oficio fuera de mis estudios obtengo lo que
necesito para vivir con el estudio de la Torá (Yaari, op. cit., núm. 28,
págs. 180-181).
Después de los cambios políticos de los años 1516-17, la comunidad ju­
día de Tierra Santa saldría beneficiada con la incorporación del país al im­
perio otomano v a ^ausa de sus vinculaciones con los centros comerciales,
con la comunidad judía de Egipto en el sudoeste y más aún con la de Siria
al norte. En e«ta nueva situación la comunidad de Safed, hasta entonces
carente de importancia, se transformó en un gran centro nacional y cultu­
ral (véase pág. 777). Los exiliados de España escogieron este lugar para su
instalación por varias razones; era el centro judío más próximo a Siria y la
ruta por la cual llegaban los judíos de otras provincias situadas al noroeste
del imperio otomano para dirigirse al país de sus antepasados. Safed no era
ciudad santa de ninguna otra religión, y no estaba reclamada por los mu­
sulmanes ni por los cristianos. Por lo que concernía a los judíos, Safed es­
taba situada cerca de las numerosas tumbas de los tanaítas sepultados en
Galilea; poseía un especial atractivo la tumba de Simeón bar Yojay, «el au­
tor del sagrado Zohar», en la vecina Merón. Todos estos factores otorgarían
a Safed un aura de santidad judía. Sus provechosas relaciones comerciales
con Siria en el norte por una parte, y con la campiña local circundante por
otra, posibilitaron la formación en la comunidad de una amplia base eco­
nómica y social.
La tensión entre Safed y Jerusalén no fue solamente fruto del diferente
clima religioso y cultural (véase infra la disputa sobre el restablecimiento
de la antigua semijá). Las características económicas y sociales de cada una
de las dos comunidades eran muy diferentes. En el decenio de 1520-30 el
viajero Mosé Bassola halló en Jerusalén «una comunidad de todas las cla­
ses», es decir, comunidades de distinto origen y diferentes tradiciones,
«en total unas trescientas familias». Pero dentro de esta comunidad irre­
gular había también unas «quinientas viudas que tenían una posición es­
pecial. Hacían... una vida holgada porque no tienen que pagar ningún im-
744
puesto ni carga, y mantienen a la comunidad, porque si mueren sin dejar
herederos la comunidad toma todos sus bienes. Y con esto se costean todas
las necesidades públicas». Pero los padres de familia dependían principal­
mente de la caridad, que obtenían de distintas fuentes. Por entonces, la co­
munidad de Jerusalén tenía «más de doscientas personas que recibían ca­
ridades [...]. Muchas de las limosnas se las mandan de Egipto, Turquía y
otros lugares». Dentro de Jerusalén los asken.az.ies dependían de la caridad
más que los sefardíes (A. Yaari, ed., Travellers’ Tales from Erez Israel, Tel
Aviv, 1946, pág. 149). En 1650 un judío de Praga observó que en Jerusa­
lén «hay judíos sefardíes que tienen viviendas y tiendas... y muchos de ellos
son artesanos..., pero nosotros los askenazíes no conocemos los idiomas para
hablar con los gentiles; por eso no nos dedicamos al comercio» (ídem,
pág. 283).
No ocurría lo mismo en Safed, donde las condiciones de vida eran en
general más normales y estaban mejor establecidas. Pero también allí tenía
la beneficencia una función importante, particularmente para los eruditos
rabínicos que se dedicaban al estudio de la Torá. La ciudad creció rápida­
mente, tanto en población como en medios de vida; en 1522 se decía que
en Safed había más de trescientas familias, número que igualaba al de la
población judía de Jerusalén. A mediados del siglo XVI ya informaban los
viajeros que en Safed vivían de ocho a diez mil judíos, la mayoría de ellos
sefardíes. A comienzos del siglo XVII había unos veinte mil judíos en la ciu­
dad, y según ciertas autoridades podrían incluso alcanzar la cifra de
treinta mil.
Ya en las primeras etapas de ese crecimiento impresionaron a Mosé Bas-
sola las oportunidades económicas que ofrecía la ciudad. Destaca sobre todo
el comercio de granos, textiles y mercería establecido entre Safed, Damasco
y Beirut. Se sintió sorprendido ante la presencia de los buhoneros y peque­
ños comerciantes judíos de las aldeas vecinas, así como por las posibilida­
des que se presentaban a los artesanos. Pensó que «en general, esta cam­
piña es mucho más comercial que Italia» para los judíos (ídem,
págs. 138-139). Los eruditos rabínicos de Safed asimismo tenían vincula­
ciones con los medios agrícolas; esta circunstancia es conocida a través del
caso de un tal rabí Mosé contra quien fue presentada una reclamación ase­
gurando que no siempre se dedicaba al estudio de la Torá. Poraue se va
«a las aldeas a traer la miel de sus abejas... y su vino nuevo, su aceite y
sus granos» (R. Gottheil y W. Worrell, Fragmentsfrom the Cairo Geniza, Nue­
va York, 1927, pág. 257).
En Safed se desarrolló una industria textil judía; la utilización del cré­
dito se incrementó, e incluso hubo quejas contra judíos que cobraban in­
tereses a otros judíos, a pesar de la antigua prohibición de hacerlo. Los sa­
bios principales, halajistas y místicos, participaban asimismo en la actividad
económica. Rabí Yaacob Berab (véase pág. 780) era un acaudalado comer­
ciante en especias cuyas transacciones suponían el cobro de grandes canti­
dades de dinero; incluso el santo R. Isjac Luria (véase págs. 816-820) co­
merciaba con pimienta y otros artículos. En los relatos de los milagros y
prodigios que ocurrían en Safed, resulta posible hallar un eco de las ten-
745
siones que se producían entre los patronos por una parte y sus obreros em­
pleados por otra en el interior de los grandes talleres textiles.
Los niveles de desarrollo económico alcanzados habían de causar im­
presión a todos los observadores de aquella realidad. La conmoción que la
misma produjo en 1535 a un judío italiano le llevó a escribir que «igual
que en Italia, donde se están introduciendo mejoras y formando nuevas
plantaciones y la comunidad crece día a día, lo mismo se está haciendo en
esta ciudad. El que haya visto Safed hace diez años y la vea ahora se que­
dará maravillado. Están viniendo muchos judíos continuamente y la indus­
tria del vestido aumenta día a día» (Yaari, Lettersfrom Erez Israel, pág. 184).
En el siglo XVI se haría un intento de establecer otro centro judío en
Galilea, en la antigua Tiberíades. El proyecto está relacionado con doña
Gracia y don Yosef Nasí Méndez (véase págs. 772 y 773). Los documentos
que se encuentran en los archivos turcos indican que la iniciativa partió de
doña Diaria mas que de su yerno don Yosef, aunque la opinión pública ju­
día de la época se la atribuyera a él. En 1561 un viajero halló en Tibería­
des una comunidad judía que tenía por patrona a doña Gracia. En junio
de 1560 fue enviada al gobernador general de Damasco y director del Waqf
—tierras destinadas para objetivos religiosos— una orden en la que se
decía que
se presentó una solicitud: en una región conocida con el nombre de Tiberíades...
hay unas construcciones subterráneas de los infieles—aparentemente los cruzados—
y casas dentro de la fortaleza... Junto a las casas hay un gran lago y más allá
varias fuentes de agua caliente; brota agua de gran calidad especial, y hay una casa
de baños abandonada. También existen innumerables palmeras, y lugares apropia­
dos para la manufactura de seda v el rultivn Hp la caña de azúcar. Todos los años
vienen a bañarse mil, dos mil, tres mil musulmanes, judíos y cristianos... Si esa
cantidad de gente se reúne estando [la casa de baños] en rumas, ¿cuánto dinero
podría producir si estuviera restaurada? Los que han presentado la solicitud han
declarado: «Nos comprometemos a pagar una suma.»
La persona c.ut presentó esta solicitud, según se desprende de otro do­
cumento complementario fechado en 1566, era doña Gracia, ya que el do­
cumento expresa: «Una judía llamada Gracia se comprometió [a pagar]
una cuota anual de mil piezas de oro [por el arriendo de Tiberíades], jun­
tamente con varias aldeas que la rodean.» La orden requería que se cons­
truyese un muro y se trajese agua a Tiberíades lo antes posible. Menciona
al «médico David, que está a cargo de este asunto en nombre de la ante­
riormente nombrada Gracia Nasí» (U. Heyd, en Sefunot, 10 [1966], docu­
mentos 1-2, págs. 202-205).
Después de obtener los necesarios permisos de las autoridades turcas,
don Yosef Nasí se dirigió a las comunidades judías de otros países. La de
Cori, en Italia, recordaba la impresión que hizo el llamamiento de don Yo­
sef en esta pequeña comunidad. Contaban «que él pedía artesanos judíos
para restablecer y restaurar el país». Se enteraron además de que don Yo­
sef «había contratado barcos y alimentos en diversos lugares, como Vene­
cia y Ancona», para trasladar a los judíos a Tiberíades. Comprendieron
746
que había elegido de forma expresa Tiberíades «por haberlo dispuesto el
Señor, ya que la región de Tiberíades, que le fue otorgada, nuestro bendito
Dios la eligió para señal y milagro de nuestra redención y la liberación de
nuestras almas, como dice Maimónides» (D. Kaufman, en Jewish i¿uarterly
Review, 2 [1890], págs. 307-308). Se había realizado así un intento de es­
tablecer una colonia en el lugar donde según la tradición habría de produ­
cirse la redención y al mismo tiempo se procuraba desarrollar allí una vida
económica normal.
El cronista Yosef Hacohén afirma que en Tiberíades don Yosef Nasí
nombró «a su servidor Yosef ben Adret para construir los muros de la ciu­
dad»; los musulmanes se opusieron, pero las autoridades rechazaron su ob­
jeción. La construcción de la muralla concluyó en 1565; luego «don Yosef
ordenó que se plantara una gran cantidad de moreras para alimentar a los
gusanos de seda, y mandó además que se trajese lana de España para ha­
cer [en Tiberíades] ropa como la que se hace en Venecia» (crónica Emeq
habajá [El valle del llanto], M. Letteris, edit., Cracovia, 1895, págs. 145-147).
Se trataba, por consiguiente, de una obra que reunía funciones de asenta­
miento y anhelos mesiánicos, y fue dirigida íntegramente por la amplia y
acaudalada familia de cortesanos judíos procedentes de la Península Ibé­
rica que conservaron sus posiciones de confianza en el imperio otomano.
Eormaron la base económica de la empresa artesanos judíos, plantaciones
para la cría de gusanos de seda y lana de tipo merino originaria de
España. La carta de la comunidad de Cori revela que fueron enviados
llamamientos de participación en la misma a toda la región del Medi­
terráneo.
Cuando murió don Yosef Nasí, duque de Naxos, en 1579, prosiguió en
la labor de Tiberíades don Selomó Abenaes, duque de Mitilene, otro cor­
tesano judío de Turquía también originario de España. Confió la atención
de los asuntos a su hijo, que habría de convertirse en el más entusiasta eje­
cutor de las ideas de su padre. Llegado el año 1598, la comunidad de Ti­
beríades se hallaba en estado de crisis, pero en términos generales en Ga­
lilea, en Safed y en el experimento de Tiberíades habrían de asentarse los
firmes fundamentos económicos de una notable actividad social y espiritual.

Establecimiento de los sefardíes


en el noroeste de Europa
En la época en que los Países Bajos se encontraron bajo el dominio de
España constituían, debido a su localización geográfica, un centro funda­
mental de actividad comercial de la zona del océano Atlántica Muchos de
los cristianos nuevos nabian creído conveniente abandonar la Península Ibé­
rica y dirigirse hacia el norte, región que estaba menos afectada por la ac­
ción de la Inquisición española y portuguesa, y en la que disminuía la pro­
babilidad de que ellos y su pasado fuesen conocidos. Un número crecido
de marranos ricos y nobles se instalarían así en Amberes y Amsterdam, lu­
gares donde su actividad económica les había de resultar especialmente pro-
747
ductiva. Los más acaudalados de entre ellos alcanzarían una activa y des­
tacada participación en las tareas comerciales efectuadas en Amberes, Ams­
terdam y Brujas, mientras que médicos y artesanos se dedicaban al desa­
rrollo de sus respectivas profesiones.
Con la aparición de la Reforma protestante, la situación habría de ex­
perimentar modificaciones en muchos aspectos. En los espacios territoria­
les donde la Reforma triunfó se permitió a los judíos la libre práctica de su
religión. Los calvinistas habrían de discutir este problema, pero en general
tendían a permitir que los judíos vivieran como tales. En la actual Bélgica,
en sus regiones del sur, se mantendría el predominio del catolicismo, lo que
haría que la comunidad judía de Amberes fuese reduciendo de forma pro­
gresiva sus efectivos humanos y la totalidad de sus actividades. Por el con­
trario, en Amsterdam existía una comunidad compuesta por judíos obser­
vantes desde el año 1602, o según otras fuentes desde 1591. A partir de
1608 tenían rabino y laboraban de forma muy activa en todas las ramas
del comercio. Su actividad mercantil prosperaba notablemente, no sola­
mente debido a los enlaces que mantenían con los judíos del centro y el
este de Europa, por un lado, y los de Italia, Africa del Norte y el imperio
otomano, por otro, sino también como consecuencia de las estrechas rela­
ciones que habían establecido con Portugal y los monarcas de todos los paí­
ses de donde habían sido expulsados. Su comercio de diamantes, por ejem­
plo, estaba totalmente basado en las adquisiciones de piedras en bruto he­
chas a los marineros portugueses que regresaban de los territorios produc­
tores de las mismas.
Entre los judíos holandeses había hombres muy acaudalados y algunos
de ellos eran accionistas de la Compañía Holandesa de las Indias Orien­
tales; a finales del siglo XVII poseían prácticamente una cuarta parte de las
acciones de la compañía. En 1688, un comerciante judío dio al príncipe Gui­
llermo de Orange un préstamo de dos millones de piezas holandesas de oro
sin interés, lo cual posibilitó su traslado junto con su esposa María a In­
glaterra, donde se convertirían en gobernantes asociados. Amsterdam po­
seía por entonces varias imprentas hebreas, y constituía un centro funda­
mental del comercio judío de libros.
En 1601 los marranos de España y Portugal, Estados que se encontraban
por entonces unidos, obtuvieron permiso para abandonar esos países y ven­
der los bienes que tuvieran en ellos, todo lo cual acrecentaría el éxodo. De
Portugal y España salieron colonias de comerciantes «portugueses», que se
dirigieron al noroeste de Alemania y se instalaron en Hamburgo, Altona,
Glueckstadt y ciudades vecinas, así como en Dinamarca y en otros países
del noroeste. Llegaban como cristianos, pero vivían como judíos; conser­
vaban lazos de unión con Portugal jactándose de las relaciones familiares
que los unían a la nobleza cristiana de aquel país, pero al mismo tiempo
se instalaban en secreto como comunidades judías. Resulta hoy posible co­
nocer estos hechos debido a la información que suministraron los espías de
la Inquisición acerca de los mismos, así como por las quejas que las auto­
ridades expresaron en este sentido. En ocasiones los agentes de la corte por­
tuguesa eran en realidad los dirigentes de las comunidades judías secretas;
748
con el paso del tiempo irían siendo conocidos, pero el número de miembros
integrantes de las mismas no cesaría de incrementarse.
En 1646 existían unas cien familias en Hamburgo dedicadas activamen­
te al comercio entre Alemania y la Península Ibérica; una gran parte del
comercio alemán de los denominados productos coloniales se encontraba
por entonces en sus manos. Estaban en permanente contacto con sus her­
manos de Amsterdam, y establecieron relaciones con los judíos askenazíes
que fueron a instalarse junto a las comunidades de éstos. Tanto el reino de
Portugal como los marranos que de allí habían huido habían de beneficiarse
ampliamente con esta conexión ambivalente; los segundos eran excelentes
agentes e intermediarios, especializándose en el comercio de Levante y en
el de especias, particularmente entre la Península Ibérica y aquellas dis­
tantes regiones. Además, enlazarían el comercio de Portugal con los países
del norte de Europa, lo que explica el curioso hecho de que los marranos de
ultramar, dispersados en todas las direcciones, hubiesen contribuido deci­
sivamente a restaurar la independencia portuguesa respecto de España en
el año 1640.
El retorno de los judíos a Inglaterra había de comenzar realmente en
Amsterdam. Ayudaron a ello las esperanzas y los anuncios mesiánicos jun­
to con las aspiraciones religiosas manifestadas por las sectas protestantes y
puritanas más rigurosas de Inglaterra; las actividades de R. Menasé ben Is­
rael (véase págs. 767 y 768) tendrían dentro de este marco una gran importan­
cia. En Inglaterra existía una fuerte oposición pública a la reinstalación de los
judíos, pero la propaganda desplegada en apoyo de su regreso, al hallarse
respaldada por válidas consideraciones económicas, daría resultados efec­
tivos. Los propagandistas no judíos habrían de destacar en este plano las
ventajas obtenidas por la ciudad de Amsterdam en particular, y por los Paí­
ses Bajos en general después de haber efectuado la recepción de marranos y
judíos; eran beneficios éstos que habían despertado grandes envidias en la
Inglaterra de Cromwell. La constatación de estos hechos servía para de­
mostrar de forma palpable que el retorno de los judíos animaría las activi­
dades comerciales y el tráfico de mercancías en el país. Menasé ben Israel
informó a los lectores ingleses:
Por eso se puede ver que Dios no nos abandonó; si uno nos persigue, otro nos
recibe civilizada y cortésmente, y si este príncipe nos trata mal, aquél nos trata
bien. Si uno nos destierra del país, otro nos invita con mil privilegios; como lo han
hecho varios príncipes de Italia, el muy eminente rey de Dinamarca y el poderoso
duque de Saboya en Niza. ¿Y no vemos acaso que esas repúblicas prosperan y de­
sarrollan el comercio cuando admiten a los israelitas? (Esperanza de Israel, Londres,
1652, sec. 33, en L. YVolf, ed., Menasseh ben Israel’s Mission lo Oliver Cromwell, Lon­
dres, 1901, págs. 50-51).

De esta forma, el fenómeno de la expulsión experimentaría un completo


vuelco, y el buen éxito obtenido por los refugiados se transformaría en ra­
zón suficiente para justificar la renovación de su residencia. Ésta es tam­
bién la raíz original para la afirmación hecha en los tiempos modernos acer-
749
ca de que los judíos habrían aportado especiales beneficios a la economía
capitalista urbana.

Los judíos de Italia


En las regiones de Italia donde pudieron mantener su presencia, los ju­
díos habrían de sentir todas las consecuencias del movimiento católico de
la Contrarreforma. La fragmentación del país en numerosos principados
restaría unidad y consistencia a la política mantenida con respecto a los mis­
mos; no obstante, puede distinguirse algún esquema en la historia de las
comunidades judías. Inicialmente halló expresión en la disposición de con­
finar a los judíos en barrios especiales, fuera de los cuales no les era per­
mitido residir. Esta política comenzó en Venecia, donde en el año 1516 los
judíos fueron encerrados en la zona denominada el «ghetto» —«la fundi­
ción». Más tarde, debido al constante aumento del número de judíos que
vivían en la ciudad en el siglo XVI les serían asignados nuevos barrios, que
recibirían la misma denominación. Con el transcurso del tiempo, la pala­
bra ghetto pasaría a convertirse en la designación general en Europa de los
barrios cerrados en los que los judíos eran obligados a vivir. Cabe decir ade­
más que en Italia, durante el mismo siglo y a comienzos del siguiente, ha­
brían de producirse numerosas expulsiones.
En el ghetto de Roma las viviendas y las condiciones sanitarias presen­
taban caracteres muy precarios; la comunidad judía, no obstante, siguió
existiendo e incrementando el número de sus miembros. En 1655 había unos
cinco mil judíos en Venecia, siendo la mayor comunidad de Italia. La co­
munidad de Mantua, en Lombardía, tenía mucha importancia, así como
la excepcionalmente favorecida de Pisa, y todavía más la de Livorno, don­
de con el tiempo habría de formarse un gran centro judío, carente de ghetto
y de restricciones económicas especiales.
Los judeoconversos organizaron en Ancona un activo tráfico comercial
ultramarino que habría de desarrollarse hasta el año 1556, momento en
que sufrieron graves persecuciones organizadas por el papado. Sin embar­
go, la reacción de los judíos (véanse págs. 784-786) indica la importancia
que poseía el comercio marítimo judío para los puertos de Italia, así como
el conocimiento que tenían quienes lo ejercían del valor de esta actividad.
Las transacciones comerciales, los préstamos con interés, la venta de ropa
usada, el creciente tráfico ultramarino, la medicina y las artesanías serían
los medios de vida más destacados de los judíos de Italia durante
este período.

Los judíos de Polonia-Lituania


En estos reinos, iría incrementándose progresivamente el número de ju­
díos durante el siglo XVI y la primera mitad del XVII, hasta el año 1648.
Constituía éste el primer aumento sustancial experimentado por la pobla-
75 °
ción askenazí, sirviendo como impulso a la permanente formación de nuevas
comunidades. Aunque a algunas ciudades polacas les fue concedido el pri­
vilegio de non tolerandis Judeais («no permitir la presencia de judíos»), éstos
continuaron residiendo en la mayoría de las antiguas ciudades importantes
del país, o cerca de ellas, instalándose además en multitud de centros nue­
vos, unos situados en las ciudades privadas fundadas por los grandes nobles
polacos, y otros en las aldeas y fincas que fueron tomadas en arriendo a la
nobleza. Los judíos viajaban con frecuencia por los caminos, cumpliendo
una función central en las principales ferias del reino, como las de Lublin
y Jaroslaw. Estos comerciantes judíos intervenían también en forma muy
activa en el exterior, en las ferias alemanas en el oeste y en los centros mer­
cantiles del imperio otomano en el sudeste.
Los judíos desarrollaban una actividad económica normal, tanto en las
ciudades nuevas como en las antiguas. En 1521 el procónsul y los cónsules
de la ciudad de Lemberg (Lvov) escribieron a sus colegas los consejeros de
la ciudad de Posen (Poznan) quejándose de que «los infieles judíos nos ro­
baron a nosotros y a nuestros ciudadanos comerciantes casi todos nuestros
medios de subsistencia..., son los únicos que se dedican al comercio, van a
los pueblos y las aldeas y no dejan llegar nada a las manos de los cristia­
nos». Los patriarcas de la ciudad consideraban este hecho como una rup­
tura de las condiciones con las cuales se les había permitido a los judíos la
instalación en la misma, así como un perjuicio para la vida de los cristia­
nos residentes en ella. La finalidad que se proponían conseguir a través de
su llamamiento era la unidad de acción de los pobladores cristianos en con­
tra de los judíos. Pero no habrían de tener éxito; los judíos continuaron de­
dicándose al comercio todavía con niveles de mayor eficacia aún y, como
se verá más tarde, penetrarían en los nuevos espacios económicos que sur­
gían por entonces. En 1618 un ciudadano antisemita Sebastián Miczynski,
escribió una diatriba contra los judíos describiendo su comercio:
En Lemberg, Lublin y Posen, y sobre todo en Cracovia, para no hablar de Vil­
na, Mohilev, Slutsk, Brest-Litovsk, Lutsk y otros lugares, los judíos tienen en casi
todas las casas de ladrillo cinco, diez, quince o dieciséis tiendas, llenas de merca­
derías y toda clase de artículos..., van a otros países de donde importan a Polonia
diversos productos... y cuando llega a Polonia cualquier clase de mercadería los ju-
"iíl(S van en seguida y compran todo... Además exportan productos... a Hun-
gna a Moravia... y otros lugares... Comercian en especias y toda clase de gra­
no, en miel y azúcar, en productos lácteos y otros alimentos. Casi no hay artículo,
caro o barato, con el que no comercien los judíos... No les satisface quedarse
en la tienda para hacer negocios... Algunos de ellos andan por el mercado, las casas
y los patios vendiendo baratijas... Tientan... a los clientes... y los atraen a las
tiendas judías prometiéndoles buenas gangas (Zwiercidlo Korony Polskiey,
Cracovia, 1618).
Se quejaba, por consiguiente, no solamente debido a la competencia que
ejercían los judíos en las tiendas y en las importaciones y exportaciones a
gran escala, sino también por la novedad que suponía la venta ambulante
y la atracción de los compradores hasta los locales de venta propios. A con-
751
tinuación, presenta una lista de las transacciones efectuadas por los gran­
des comerciantes judíos, de entre los que nombra a «un judío... llamado Bo-
cian», quien, «además de otras transacciones y de embarcar mercaderías
hacia Danzig... tiene siete tiendas en Cracovia y agencias por casi toda Po­
lonia. Sus transacciones están en la proporción de trescientas o cuatrocien­
tas mil piezas de oro, porque no hay mercadería con la que no comercie.
Otro judío... llamado Mosé, importa diversos artículos de Francfort, Leip­
zig y los Países Bajos; allí solían comprar los comerciantes de Cracovia,
pero ahora tienen que comprarle a este bribón» (ídem). Miczynski protes­
taba porque los judíos eran los más activos en las ferias y porque comer­
ciaban con las ciudades de Alemania y los Países Bajos. Se quejaba porque
el comerciante judío acaudalado «se queda sentado como un demonio... en
una silla de su tienda, y tiene docenas de cazadores judíos vestidos de ha­
rapos que con recursos falsos atraen y seducen a personas nobles y otras
para que vayan a comprarle» (ídem). El volumen de sus ventas es grande,
V el de los comerciantes cristianos se reduce continuamente. En resumen,
aunque descartemos esta descripción por ser una exageración inspirada en
la animosidad, queda siempre la prueba fidedigna del buen éxito logrado
por los judíos en el comercio realizado a gran escala, así como de su posi­
ción central en el tráfico de importación y exportación. De esta forma que­
da demostrado el hecho de que en Polonia-Lituania los comerciantes y ar­
tesanos judíos constituían una especie de «tercer estado» similar a «su ho­
mólogo» urbano de los cristianos, pero más próspero que éste.
Este éxito era en gran parte debido a las relaciones de los judíos con la
nobleza polaca, la cual incrementaba de forma continua su poder. A pesar
del fanatismo de los nobles católicos, que también se acrecentaría durante
este período, así como de las incitaciones del clero, la nobleza consideraba
útil a la clase urbana judía y la apoyaba de buen grado. Este apoyo podría
atribuirse principalmente al hecho de que los judíos, que adoptaban por en­
tonces nuevos medios de subsistencia, de los que se tratará más adelante,
podían convertirse en consejeros y administradores económicos de los no­
bles. Los enemigos de los judíos protestaban de que casi todos los nobles
polacos poseyesen un judío «propio» que actuaba como asesor y guía en
sus negocios.

Nuevos medios de vida. La «arenda»


A partir de la Unión de Brest-Litovsk en 1569, cuando el gobierno de las
estepas de Ucrania quedó a cargo de Polonia, la nobleza polaca se dedicó
a la tarea de pacificar y asegurar los caminos y toda la amplia extensión
de aquéllas. Simultáneamente a esta pacificación y en gran medida como
corolario de la misma, comenzaron a ordenar el cultivo de esa superficie,
activando las cosechas, el aprovechamiento de los ríos y los viveros de pe­
ces. Más al norte, en Lituania y Rusia Blanca, intensificaron la produc­
ción forestal de resina y madera, productos de los que existía una gran de­
manda en la Europa occidental. Estas aspiraciones económicas de la no-
752
bleza polacolituana habrían de servir para acrecentar la explotación que su­
frían los campesinos. Pero el despliegue de esta actividad requería dinero;
los nobles que tenían planes económicos comenzaban entonces por dirigir­
se a un judío para obtener un préstamo que les permitiese enfrentarse a los
costes generados por el desarrollo de su propiedad. Efectuada en forma sa­
tisfactoria la pacificación de las regiones del sudeste del país y comproba­
dos los resultados favorables de las cosechas y el rendimiento de los bos­
ques, habría de originarse una creciente explotación y opresión de los la­
bradores de forma paralela a un mayor nivel de exigencia en la adminis­
tración sistemática y comercialmente racional de las propiedades. Por lo ge­
neral, la nobleza polaca no tenía interés en ocuparse personalmente de esos
menesteres. Su poder y su posición social procedían de su actividad diri­
gente dentro del ejército y de su autoridad en el plano político. Desde el
comienzo de su instalación en las estepas de Ucrania los nobles optaron
por dejar sus tierras «en prenda» a los prestamistas judíos. Con el tiempo
la prenda habría de comprender también la administración de los asuntos
de la propiedad por parte del prestamista, quien recibía una proporción de
los ingresos obtenidos junto con el pago del préstamo efectuado.
En Ucrania los asentamientos fueron multiplicándose con rapidez. Los
judíos participaban en ellos y su número fue también aumentando. De vein­
ticuatro asentamientos con unos 4.000 habitantes en esa región antes
del año 1569, el número de judíos alcanzaría, poco antes de 1648, a ciento
quince comunidades y un total de 51.325 residentes según un censo oficial.
En realidad, existen razones para suponer que existía un mayor número
de asentamientos judíos en el territorio. En este período los judíos y los po­
lacos pasarían del sistema de la «prenda» al de la «arenda»; en esencia este
sistema permitía arrendar por un precio fijo y un número determinado de
años —generalmente tres— un grupo de haciendas, o un solo campo o par­
te de él, para administrarlo y recibir las rentas correspondientes. En 1595,
por ejemplo, Abraham ben Semuel tomó en arriendo al duque Gregorio
Koszirski y su esposa una «llave» entera (un grupo de propiedades, según
el lenguaje de las fuentes) en las siguientes condiciones: los arrenda­
dores daban
al digno señor Abraham ben Semuel y su esposa... y sus descendientes nuestra pro­
piedad, según se detalla más abajo... a saber, la ciudad... y con ella [campos y al­
deas]... y los siguientes pagos en dinero procedentes de ellos, de sus molinos, alo­
jamientos y posadas [para la venta de todas las] bebidas y aguamiel; asimismo los
derechos de aduana regulares de la ciudad juntamente con los boyardos y todas las
personas, obligadas a trabajar o no obligadas, los que residen en esos pueblos y al­
deas, sus campos de arada, su trabajo y sus carros, el impuesto sobre el grano y
sobre las colmenas... sobre los estanques de peces, molinos y su pago, tanto si ya
existen como si fuesen construidos más tarde, juntamente con los lagos y cotos para
la caza de castores, los campos, las praderas, los montes, los bosques, las eras... y
en general todas las diversas fuentes de subsistencia, por cinco años completos y
consecutivos... por la estipulada suma de dinero... cinco mil sloti polacos —piezas
de oro—, suma que ha sido puesta íntegramente en nuestras manos por cinco años.
Así pues, el judío recibía el conjunto compuesto por pueblos, aldeas y
753
haciendas para administrarlos solamente él. Con este documento quedaba
asimismo autorizado «para percibir todos los cobros de cualquier clase, de
dichos bienes, y usarlos; para juzgar y sentenciar... a todos nuestros súbdi­
tos; para castigar con multas de dinero o sentencias de muerte a los que
sean culpables o que desobedezcan impulsados por sus malas acciones».
Cuando un judío arrendaba una «llave» de este género habitualmente ins­
talaba a otros judíos, miembros más pobres de la familia o conocidos, en
las distintas propiedades afectadas y en ocasiones en las dependencias eco­
nómicas de las mismas, como posadas, molinos o estanques de peces. Este
sistema de arriendo múltiple daría origen a la instalación en las aldeas de
familias judías aisladas como posaderos, administradores o encargados de
otras actividades específicas en el interior de los predios referidos. Lógica­
mente el judío que vivía en una aldea no se limitaba a vender bebidas al­
cohólicas y artículos de uso o consumo a los campesinos; les compraba ade­
más su producción agrícola. El procedimiento de la «arenda» introduciría
a los judíos en el campo de la agricultura, pero no en el plano del cultivo
de la tierra sino en el de la administración y comercialización de sus pro­
ductos. Los judíos establecidos en las aldeas gozaban por entonces de gran­
des ventajas materiales, aunque su presencia habría de ocasionar en algu­
nos momentos múltiples problemas de carácter social y religioso (véase
pág. 800).
La administración de las propiedades habría de producir un estado de
tensión entre los administradores judíos por una parte y la población de sier­
vos de las aldeas por otra. Más tarde veremos (pág. 799) que los judíos te­
nían cierta consideración hacia los sentimientos y la situación de los sier­
vos, a pesar de ser considerados por éstos como el brazo explotador de los
nobles polacos, lo que hacía que les mostrasen en general una actitud de
mala voluntad. La animosidad adquiriría caracteres particularmente inten­
sos en Ucrania, donde las medidas de seguridad adoptadas en campos y
caminos, así como también las demás manifestaciones del gobierno de los
nobles constituían verdaderas novedades para la población. Se presentaba
además como elemento agudizador de la enemistad el hecho de que los sier­
vos de esa región perteneciesen generalmente a la religión ortodoxa orien­
tal, mientras que los nobles eran católicos. Las tensiones, derivadas del ca­
rácter de la «arenda», habrían de estallar en forma marcada durante las
matanzas de los años 1648 y 1649 (véanse págs. 770 y 771).
La «arenda» comprendía asimismo el arrendamiento de los derechos de
aduana. En el año 1580 el Consejo Nacional de Polonia, institución cen­
tral de la autonomía judía, hizo una advertencia contra los grandes arrien­
dos de los derechos aduaneros y las minas reales, debido a la animadver­
sión que podrían crear por parte de la nobleza polaca. No obstante, toda­
vía en 1623 el Consejo del gran ducado de Lituania —la otra institución
central de la autonomía judía— seguía sosteniendo que los judíos se bene­
ficiaban con aquellos arriendos. También en Polonia los judíos siguieron
siendo funcionarios aduaneros y asimismo socios de los nobles polacos, o
de los armenios, que eran los concesionarios oficiales de los derechos de
aduana. La percepción de estos derechos se veía complementada con las
754
tasas derivadas del comercio de mercaderías que entraban por puestos de
aduana y por la instalación de alojamientos para los comerciantes que se
retrasaban en su ruta. Esta múltiple actividad económica se mantendría
después de la catástrofe de 1648, aunque los problemas que involucraba se
hicieron más dilíciles y complicados y las condiciones de arrendamiento
eran cada vez más gravosas para el arrendatario judío. El acuerdo de to­
mar la «arenda», por el cual un judío tenía prohibido competir con otro que
hubiese arrendado una propiedad por el término de tres años, a fin de im­
pedir la rivalidad descabezadora, se volvió más intrincada y difícil de cumplir
a partir de 1648, a la par que se producía una considerable disminución de
las propiedades disponibles para su arrendamiento.
El control que mantenían los judíos sobre la exportación de la produc­
ción agrícola de Polonia y Lituania les proporcionó, dentro del imperio ale­
mán, la ocasión de intervenir decisivamente en el suministro de alimentos
y productos agrícolas para los ejércitos de los gobernantes, príncipes y du­
ques germanos. Daría origen además, de forma indirecta, a la figura del hof­
jude (judío de la corte), en el imperio alemán durante el siglo XVII.
El rápido desarrollo alcanzado por los negocios judíos en Polonia y Li­
tuania crearía una gran tensión en el seno de las actividades crediticias.
Se manifestaba el descontento tanto por parte de los moralistas judíos como
de los elementos antisemitas, unos y otros desde sus respectivos puntos de
vista. Todos ellos afirmaban que los comerciantes judíos habían extendido
sus operaciones de crédito hasta llegar al borde de la bancarrota. Las or­
denanzas de los Consejos Nacionales de Polonia y Lituania se ocupaban
con cierta amplitud de los denominados «fugitivos», es decir, los que iban
a la quiebra y se veían obligados a huir de sus lugares de residencia. En las
discusiones entabladas entre los moralistas, así como en las ordenanzas se
advierte claramente el temor de que los comerciantes judíos pudiesen per­
der su reputación, que estimaban muy importante para el mantenimiento
intacto de la estructura económica propia. Parece que los judíos poseían un
alto crédito entre los comerciantes de los Países Bajos y Alemania que vi­
sitaban los puertos polacos como el de Danzig. Se sabe también que los ju­
díos polacos crearon un tipo especial de documento de crédito, denomina­
do el manirán, que era un equivalente de la letra de crédito susceptible de
ser transferido rápidamente de un lugar a otro y de mano en mano. No es
por tanto mera casualidad el hecho de que los judíos de Polonia y Lituania
incorporasen en sus ordenanzas el año 1607 el heter iscá, una norma por la
que se permitía que un judío participara en las transacciones de otro, ade­
lantando dinero a cambio de un determinado porcentaje sobre el capital in­
vertido. Este método fue adoptado debido a que, según se explica en el
preámbulo de las correspondientes ordenanzas, «se difundió... en estos paí­
ses el procedimiento de hacer préstamos, contratar transacciones y adelan­
tar dinero sobre varias clases de artículos». En esta situación uno de los
principales pensadores judíos de la época, el gran rabino Yehudá Loew, lla­
mado el Maharal de Praga que había vivido durante muchos años en Polo­
nia, llegó a la conclusión de que «lo cierto es que los intereses benefician
a ambos [el prestatario y el prestamista]; sólo que la prohibición [bíblica]
755
del interés no estaba encaminada a perjudicar las transacciones comercia­
les, sino que era una disposición divina promulgada en la Escritura...
El que no tenga nada mejor, es preferible que se dedique al préstamo de
dinero antes que no hacer nada» (Jidusé agadot sobre Baba Mesía; véanse
también las págs. 460-463).

Medios de vida de los judíos en el imperio alemán


Los judíos de Bohemia y Moravia se ganaban la vida más o menos en
la misma forma que sus hermanos de Polonia y Lituania; sin embargo, en
la parte alemana del Imperio la situación era distinta. Las expulsiones ha­
bían destruido —como ya se ha apuntado— primeramente las comunida­
des antiguas. Más adelante, aunque los judíos sufrieron mucho durante la
Reforma, tuvieron no obstante la oportunidad de dedicarse al desempeño
de nuevas profesiones. Las relaciones que tenían con Polonia y Lituania,
por una parte, y con los Países Bajos y las comunidades sefardíes del noroes­
te de Alemania, por la otra, les permitieron volver gradualmente duran­
te el siglo XVII a introducirse en las más importantes ramas del tráfico
comercial. Glückel de Hameln dice en su autobiografía que su padre, que
vivía en Hamburgo, comerciaba en joyas y, como judío, en todo lo que
pudiera ser beneficioso. Y cuenta de su marido: «Teníamos un pequeño
negocio... hacíamos tratos con pequeños granjeros y prestábamos dinero
sobre prendas. Pero mi esposo, de bendita memoria, no se conformaba, y
desde el momento en que nos casamos quiso instalarse en Hamburgo», es
decir, cerca del centro comercial de los judíos portugueses. Cuando lo consi­
guió, comenzó a comerciar enjoyas de oro, y procedía de este modo: «Iba
casi todo el día de casa en casa, compraba oro y lo vendía a los fundidores
o a los mercaderes, y solía ganar bien.» Con el tiempo agregó el comercio
de diamantes con un volumen de millares de táleros (antigua moneda ale­
mana) de oro. Sus negocios le llevaron a relacionarse incluso con Moscú.
Los hijos de esta pareja habrían de casarse con hijos de «judíos de la
corte». Esta última posición podía ser adquirida de varias formas: podía co­
menzar proveyendo de joyas a un gobernante, luego se suministraban pro­
ductos agrícolas al ejército, y después de esto existía la posibilidad de par­
ticipar en misiones diplomáticas. En el comercio de piedras preciosas de
forma concreta tenían una gran importancia los tratos personales entre el
hojjude y el gobernante local.
Con la evolución de estas prácticas económicas y sociales comenzaron
a resquebrajarse gradualmente las normas comerciales características de la
Edad Media. Rabí Jayim Yaír Bajaraj sería requerido para dirimir una
cuestión que se suscitó en un grupo de vendedores de ropa y textiles que
solían estudiar juntos todos los días con un erudito rabínico y que habían
convenido que «cualquier disputa que se promoviera entre ellos por com­
petencia desleal o intrusión en los derechos mercantiles de otros» sería so­
metida a la decisión del maestro que dirigía la lección talmúdica. Pero la
competencia interna iba sin embargo en aumento, y su custodio les dijo:
756
«¿Por qué gastar tiempo y dinero en fallos legales y en querellas, quedan­
do, por añadidura, mucho sin descubrir, porque uno no conoce la compe­
tencia desleal del otro; por ejemplo, la de hablarles a los clientes menos­
preciándose recíprocamente la mercadería?... La brecha no puede ser re­
parada, porque la transgresión ya ha quedado fuertemente arraigada. Pon­
gámonos entonces de acuerdo para permitir entre nosotros la infracción de
cualquier forma que se produzca.» Vemos aquí la aparición de la compe­
tencia moderna y el derrumbamiento de la ética comercial medieval. Los
comerciantes judíos habrían de reconocerlo así, aunque el rabino no estaba
de ningún mudo dispuesto a aceptar que se diese por liquidada la morali­
dad corporativa.

757
XV. MODIFICACIONES EN LA SITUACION
JURIDICA Y SOCIAL DE LOS JUDIOS

Significado de la Reforma cristiana para la historia


de los judíos
La importancia de la Reforma en la historia judía fue aumentando de
forma constante. Este intento de renovación no lograría su declarado pro­
pósito de reunir a todos los cristianos en una religión reformada y purifi­
cada, tal como sus dirigentes pensaban que había existido en la Iglesia pri­
mitiva. Por su parte, tampoco la Iglesia católica alcanzó su aspiración de
erradicar la nueva herejía. Desapareció, por consiguiente, con ello la uni­
dad ideológica y práctica de la cristiandad occidental que hasta entonces
sofocaba la existencia judía dentro de sus límites. A partir de entonces ya
no existiría en el centro y oeste de Europa ningún poder espiritual que pre­
tendiese poseer el control de toda la cristiandad occidental, y cuya preten­
sión pudiera ser considerada indiscutible. Desaparecida en la tempestad re­
volucionaria la hegemonía social y espiritual de la Iglesia católica, ninguna
de las otras Iglesias que aparecieron entonces pudo ejercer una autoridad
similar a la que había poseído la Iglesia medieval. Con ello los judíos de­
jaron de ser los únicos elementos disidentes manifiestos en las ciudades y
los reinos de Europa. Ahora vivían junto con cristianos de diferentes ideas,
que entre sí se consideraban recíprocamente como heréticos. Es cierto que
durante este período todas las Iglesias cristianas se hallaban teóricamente
de acuerdo en el hecho de que la actitud de descreimiento de los judíos era
peor que cualquiera de sus respectivas herejías, semejante e igual única­
mente a la de los musulmanes. Pero ya por entonces en esas cuestiones no
existían más que diferencias de grado. Había, además, una serie de peque­
ños grupos, como las sectas de puritanos extremistas de Inglaterra, las di­
versas sectas anabaptistas y los antitrinitarios de Polonia y Transilvania,
así como también destacadas personalidades religiosas como Sebastian
Franck, de Alemania, que habían quedado al margen de las principales Igle­
sias. Esta división sectaria, junto con la expresión de opiniones individua­
759
listas, habría de contribuir a socavar todas las tendencias, conduciéndolas
a la adopción de actitudes compulsivas o a la asunción de principios de in­
tolerancia religiosa.
Otra ventaja para los judíos, no menos importante que las anteriores,
estaría constituida por el hecho de que las sectas protestantes se volviesen
hacia la Biblia como instrumento dotado de una autoridad fundamental.
La tendencia humanista de acudir a los documentos originales (véase
pág. 695) asumiría en este caso un aspecto religioso. Para los cristianos, la
Biblia comprende por igual el Antiguo Testamento y el Nuevo. Pero la as­
piración de construir una sociedad cristiana mejor y un estado más perfec­
to haría que varias sectas cristianas y destacados pensadores protestantes
retornasen a los sistemas y los objetivos de la Ley tal como se hallan ex­
presados en el Antiguo Testamento por medio de la conducta de los jueces,
los profetas y los reyes de Israel. La Biblia hebrea y el idioma hebreo pa­
saron así a erigirse en valores religiosos, sociales y políticos de primordial
significado en la sociedad protestante y en su cultura propia.
También aquí el nuevo interés en el texto bíblico generaría actitudes am­
bivalentes con relación a los judíos. LJnos tendían a tratarlos con más se­
veridad y a castigarlos, invocando para ello ciertos versículos bíblicos; otros,
en cambio, como resultado de sus estudios de la Biblia y la lengua hebrea,
se inclinaban a respetarlos, a interesarse por su forma de vida y a apreciar
su pasado y su prolongación hasta el presente. En los Países Bajos y en In­
glaterra concretamente estas tendencias habrían de tener con posterioridad
un resultado muy favorable para los judíos. Otro cambio que se manifes­
taría beneficioso fue el hecho de que los protestantes no se sintieran liga­
dos, respecto de los judíos, a los precedentes medievales de los papas, la
Iglesia, los sacerdotes y los monjes. Los mismos esfuerzos misioneros de los
protestantes, que serán tratados más adelante, harían posible la aparición
de unas formas de trato para con los judíos dotadas de un menor grado de
hostilidad que el que había caracterizado a las mantenidas por sus prede­
cesores católicos. Es cierto que sufrieron un desengaño ante la escasa im­
presión que produjo a los judíos el nuevo cristianismo «purificado» de la
Reforma. Ante la constatación del hecho de que éstos no se sintieran indu­
cidos a convertirse a la vista de la amistosa actitud adoptada, los jefes re­
formistas terminarían por mostrar su indignación. El carácter popular que
poseían algunos dirigentes y varias tendencias reformistas actuaría además
en desventaja de los judíos ya que habría de permitir que el odio antijudío
de la gente del pueblo se manifestase libre y enérgicamente.
No se debió, pues, a la casualidad el activo y cruento odio hacia los ju­
díos de que en el año 1525 estaban empapados la rebelión campesina de
Alemania y sus mismos dirigentes. La gran influencia que las ciudades y
sus habitantes ejercían sobre las sectas reformistas habría de presionar asi­
mismo en contra de los judíos durante la mayor parte de este período en
casi todas las regiones de Europa. La tradición ciudadana antijudía parti­
cularmente entre los trabajadores artesanos, se volcaría con autoridad y vi­
gor en el ámbito de la religión. La tendencia a la innovación y el debilita­
miento de los lazos anteriormente existentes actuaría, de esta forma, tanto
760
en favor como en contra de los judíos. La tradición de protegerles de las
drásticas ofensas inferidas por el papa y los diversos dirigentes eclesiásticos
en sus respectivos países, así como por emperadores y príncipes, perdería
todo su valor a los ojos de los innovadores extremistas.
En contradicción con los objetivos declarados de la Reforma, su visión
crítica, su apelación humanista a las fuentes y al juicio individual y su rom­
pimiento con los antiguos valores y sistemas contribuyeron a libertar y con­
solidar tendencias seculares que eran esencialmente antirreligiosas. Aunque
la Reforma cristiana era diametralmente opuesta a la secularización de la
vida, ocasionó indirectamente, junto con la Contrarreforma católica, la apa­
rición de tendencias secularistas. Tambián esto favoreció, como es lógico,
los principios de una comprensiva tolerancia que estaba dispuesta a incluir
a los judíos en su radio de acción.
La abolición del celibato sacerdotal y la eliminación del monaquismo,
tendencias que compartían todas las escuelas protestantes de pensamiento,
contribuyeron a suprimir indirectamente la tangible distinción entre judíos
y cristianos que se manifestaba en la vida cotidiana. Dado que a la gran
mayoría de los protestantes le disgustaba las imágenes y muchos de los ri­
tos de la Iglesia, la vida y el culto de judíos y cristianos dejaron de ser ele­
mentos recíprocamente extraños para unos y otros. Al mismo tiempo, la op­
ción de las Iglesias protestantes, sobre todo las luteranas, de confiar el man­
do y la supervisión del templo y de la vida espiritual a las autoridades ci­
viles habría de limitar también la jurisdicción religiosa y cultural en todos
los lugares y para todas las cuestiones que pudieran plantearse.
Esta nueva realidad tendría entre los judíos un doble efecto; por una par­
te, los grupos respectivos acataron al gobernante y sus opiniones ante todo
porque era quien poseía el poder, pero con el paso del tiempo la medida
habría de resultar peligrosa para todas las minorías existentes. En ocasio­
nes, no obstante, algún gobernante usaba su autoridad para defender a los
judíos, en función de la actitud de los poderes seculares que siempre ten­
dían a debilitar la legislación antijudía generada por la Iglesia.

Martín Lulero y los judíos


El fraile agustino que quebró el poder de la Iglesia en Alemania segui­
ría manteniéndose en lo más íntimo de su ser y en su fe como un hombre
de la Edad Media. Aquel cuyas acciones habrían de contribuir a transfor­
mar a la mayoría de los países europeos era alemán en el más pleno sen­
tido del término. Ignaz von Dóllinger definió muy bien su estilo espiritual
y propagandista, sus reacciones ante hombres y sucesos: «Nunca se vio un
alemán como aquel monje agustino que vivió en Wittenberg, que tenía un
conocimiento tan profundo e intuitivo de su pueblo y a quien éste a su vez
comprendía tan ampliamente que, si puede decirse, quedó absorbido den­
tro de él. En sus manos la esencia y el espíritu de los alemanes eran como
arcilla en las manos del alfarero.» Estos tres elementos, su revolucionaris-
761
mo conservador, su medievalismo revolucionario y su germanismo instin­
tivo, determinarían de igual forma su actitud hacia los judíos.
Cuando todavía era monje, Lutero había manifestado su interés por és­
tos. En las conferencias que pronunció sobre el Libro de los Salmos, en los
años 1513-16, trató extensamente de ellos con una clara terminología me­
dieval. Aunque tendía a apoyar a Reuchlin en 1513 (véase pág. 695), su
posición con respecto a los judíos como tales era ambigua. En general, du­
rante el período anterior a sus actividades reformistas no creía que se ha­
llasen dispuestos a cambiar de religión. Parece, no obstante, que cuando
ya había comenzado a predicar un nuevo estilo de cristianismo había de
concebir la esperanza de atraer también a aquéllos hasta sus posiciones par­
ticulares. En 1520 se pronunció en contra de quienes perseguían a los ju­
díos lanzándoles acusaciones difamatorias: los cristianos deben sentir y su­
frir el dolor de la obstinación de los judíos, por quienes siempre hay que
orar; la crueldad les hace rechazar el cristianismo; la afirmación teológica
de que los judíos son siervos del emperador es un disparate; quienes les per­
siguen son como los niños tontos que raspan los ojos a las figuras que re­
presentan a los judíos, como si esto favoreciese a Jesús. El planteamiento
esencialmente misionero de esperanza en la conversión de los judíos con la
condolencia por sus sufrimientos culminaría en 1523 con la publicación por
Lutero de un panfleto titulado Jesucristo era judío de nacimiento. Tenía por ob­
jeto contestar a quienes le acusaban de mantener tendencias judaizantes y
predicar al mismo tiempo el cristianismo a los judíos, pero contenía ade­
más nuevos argumentos contra el mal trato de que eran objeto:
Nuestros necios, los papas, los obispos, los sofistas y los monjes, esos brutos de
cabeza de asno, trataron hasta ahora a los judíos de tal manera que todo buen cris­
tiano se podría volver judío. Y si yo fuera judío y viera a unos estúpidos bribones
como esos dirigiendo la religión cristiana y dando en ella instrucciones preferiría con­
vertirme en un cerdo que en un cristiano. Porque trataron a los judíos como si fue­
sen anatemas, sin tener nada en común con la humanidad. Siguen denigrándolos
y les quitan el dinero, incluso después de haberlos bautizado como cristianos. No les
enseñaron la doctrina cristiana ni la forma de vida cristiana; se limitaron a poner­
los bajo el papismo y el monaquismo. Cuando [los conversos] ven que los argu­
mentos de los judíos tienen el firme fundamento de la Sagrada Escritura y los ar­
gumentos de los cristianos no son más que charla insustancial sin nada de la Sa­
grada Escritura, ¿es posible que sean buenos cristianos de corazón? Les he oído de­
cir a judíos temerosos de Dios convertidos que si no hubiesen tenido en estos días
el privilegio de oír las nuevas de los evangelistas habrían seguido siendo toda la
vida judíos disfrazados de cristianos... Tengo la esperanza de que muchos judíos,
si son tratados amistosamente e instruidos en la Sagrada Escritura, pasen a ser dig­
nos cristianos (Das Jesús Christus eyn gebomer Jüd War, Wittenberg, 1523, págs. 1-2).

La crítica revisión del pasado, el ofrecimiento de un mejor trato en el


presente y el tono cortés con que se presenta la predicación misionera mues­
tran la esperanza de que los judíos responderían al llamamiento del refor­
mador. Pero esta esperanza no habría de cumplirse; en adelante, la actitud
de Lutero hacia los judíos evolucionaría de forma paralela a su transfor-
762
marión de diligente religioso y predicador dispuesto al debate y la toleran­
cia en jefe de Iglesia tiránico y dominador que no admitía oposición algu­
na. Su actitud pasó de la tentativa de convicción amistosa a la crueldad y
la injuria no sólo en relación con los judíos. Ya antes de su cambio de pos­
tura para con los judíos había comenzado a escribir de forma semejante so­
bre los campesinos y los grupos rivales de protestantes.
El cambio de actitud que experimentó Lutero desde el final del decenio
de 1530-40 comenzó a mostrar similitudes con el experimentado por Ma-
homa respecto a los judíos unos novecientos añps antes (véase pág. 477).
Ambos renovadores religiosos habían supuesto que la superioridad de sus
respectivas creencias y su adhesión a la Biblia judía traerían a los judíos a
su lado. Muy pronto desilusionados, las tendencias sociales del pueblo de
cada época los empujaría hasta duras posiciones antijudías. Y ambos die­
ron plena expresión a esa animosidad. Los judíos no solamente no se ple­
garon a la religión de Lutero, sino que declararon además su esperanza de
que el cambio ocurrido en el cristianismo llevaría a los cristianos, entre ellos
al mismo Lutero, hasta el judaismo. Sin duda Lutero no mentía cuando es­
cribió en 1543, en una diatriba «Sobre los judíos y sus mentiras» (Von den
Jüden ind ihren Lügen) que
Tres judíos ilustrados vinieron a verme con la esperanza de encontrar en mí un
nuevo judío, porque aquí en Wittenberg habíamos comenzado a leer el hebreo. In­
cluso supusieron que por habernos puesto los cristianos a leer sus libros podrían rá­
pidamente cambiarnos. Cuando discutí con ellos, conduciéndose de acuerdo con sus
costumbres, me ofrecieron sus interpretaciones, y como yo los obligué a volver al
texto de la Sagrada Escritura eludieron la palabra escrita y dijeron que deben creer
a sus rabinos lo mismo que nosotros creemos al papa y los doctores, etc. Me die­
ron lástima y les di una carta de recomendación para el viaje, para que, en nombre
de Jesús, les permitiesen viajar libremente. Pero llegó a mis conocimientos que lla­
maban a Jesús «el colgado»... Por eso no quiero volver a encontrarme con nin­
gún judío (en W. Linden, Luther’s Kampfschrijten gegen das Judentum, Berlín,
Í936, pág. 144).
Linos cinco años antes Lutero había tenido noticias de la influencia que
poseían los judíos sobre los cristianos de Bohemia y había escrito en contra
de ellos. El reformador volvió a su opinión original sobre la obstinación de
los judíos y la imposibilidad de situarlos en el buen camino. No obstante
en 1543 presentó, como gobernante y propagandista a la vez, un completo
plan para tratar con ellos:
Qué podemos hacer nosotros, los cristianos, con esa gente rechazada y maldita,
los judíos, a quienes no podemos soportar, porque están entre nosotros y sabemos
mucho de sus mentiras, sus depravaciones y sus maldiciones... Y no nos per­
miten convertirlos. Si queremos librar a alguien del fuego \ las cenizas tenemos que
emplear una gran amabilidad juntamente con la oración y el temor a Dios...
Ofreceré mi sincera sugerencia: primero, prender fuego a las sinagogas y enterrar
lo que no se pueda quemar, para que ya nadie pueda ver de ellas ni piedra ni re­
siduo...; segundo, hay que despojarles de sus casas y destruirlas, porque según he­
mos averiguado realizan en ellas los mismos actos que en las sinagogas, alojándoles
76 3
luego bajo algún techado o en un establo de vacas, como gitanos, para que sepan
que no son señores en nuestro país, como pretenden, sino que están en exilio y en
cautiverio...; tercero, hay que quitarles los libros de oraciones y los libros del Tal­
mud...; cuarto, prohibir a los rabinos que impartan enseñanzas, bajo pena de cas­
tigos corporales y de muerte...; quinto, prohibir totalmente a los judíos andar por
los caminos...; sexto, prohibir sus transacciones usurarias y sacarles todo el dinero
y los objetos valiosos de oro y plata, dejándolos en depósito...; séptimo, dar, a los
judíos y judías jóvenes y sanos, mazos, azadas y husos para que se ganen el pan
con el sudor de la frente... Hay razones para temer, sin duda, que serían capaces
de hacernos daño... si nos sirvieran o trabajaran para nosotros... Seamos enton­
ces tan avisados como los pueblos de Francia, de España, de Bohemia... y expul­
sémosles para siempre del país (ídem. págs. 201-205).
Este plan detallado, del mismo estilo que el del libro en el que fue su­
gerido, consternaría a varias de las personas que seguían a Lutero y sus opi­
niones. El plan le sitúa de hecho en lugar semejante al ocupado por Hitler.
Pero la vitalidad del movimiento que engendró Lutero y las circunstancias
en las que se desarrolló dieron por resultado que en la mayor parte del pe­
ríodo posterior a su creador y en numerosos ámbitos del mundo luterano,
se otorgase una mayor importancia, hasta el mismo siglo XX, al Lutero
del año 1523 que al de 1543.
Precisamente en la época en que Lutero adoptó esta posición violenta­
mente antijudía se hallaban dentro de su círculo elementos que mantenían
amistosas relaciones con los judíos con más sistemática firmeza aun que la
manifestada por él mismo. Hacia el año 1540 el reformista Andreas Osian-
der publicó un folleto anónimo en el que se atacaban las acusaciones de cri­
men ritual. En este folleto refuta en detalle las denominadas «pruebas» de
la culpabilidad y responsabilidad de los judíos en la matanza de niños cris­
tianos. Acusa a monjes y sacerdotes de difamar y perseguir a los judíos y
señala la motivación económica de esa persecución. «Los mismos judíos»,
dice, «basados en su amplia experiencia, crearon la frase que afirma que
no conviene que un judío rico y un noble pobre sean vecinos» (Schrift über
die Blutbeschuldigung, editado por M. Stern, Kiel, 1893, pág. 44). A pesar
de las malignas predicaciones de Lutero, del odio de la multitud a los ju­
díos V de las guerras religiosas que asolaron Alemania hasta 1648, se pro­
dujeron relativamente pocos tumultos antijudíos durante este período. Las
incitaciones de Lutero quedarían en gran medida anuladas por la orienta­
ción espiritual y social impuesta a sus seguidores en su conflicto con la Con­
trarreforma católica.

La persecución de los judíos y su situación


en los comienzos de la Reforma
El odio de las multitudes alemanas y la animadversión mostrada por la
Reforma hacia los judíos en la segunda mitad del decenio de 1520-30 pro­
vocó numerosas persecuciones sociales. El emperador de Alemania era por
entonces Carlos V, dirigente también de los católicos y rey de España. Aun­
que en este reino los judíos no eran todavía admitidos, dentro de las fron-
764
teras del imperio alemán los dirigentes judíos consideraban al emperador
como su benefactor y protector en contra de los protestantes. El gran in­
tercesor y dirigente del judaismo alemán era en esta época Yosef—Josel-
man— de Rosheim, en Alsacia (véase pág. 805). En su diario (publicado
por J. Kracauer en Revue des Etudes Juives, 16 [1888], págs. 85-95), revela
la naturaleza de la lucha sostenida por los derechos de los judíos y el am­
biente que estaba cambiando, incluso entre amotinados y perseguidores, y
comenzaba a tender hacia la discusión y la persuasión. Yosef de Rosheim
confiaba en general en las autoridades imperiales para obtener protección
frente al populacho. No obstante, afirma que en la rebelión de 1525 los
campesinos de Alsacia
trataron de aniquilarnos, y ya habían comenzado los ataques en algunos países...
por la gracia de Dios lui a verlos en la casa de un sacerdote llamado Altdorf y allí
les hablé al corazón claramente con el Libro [la Biblia] y también a sus dirigentes,
que clamaron contra la decisión de levantar la mano contra los judíos. Se manda­
ron también muchas misivas a todas las ciudades y todos los países, y aunque por
último se desdijeron y volvieron a los ladridos, la proclama aportó a los judíos ali­
vio y salvación hasta que llegó la hora de su derrota (ídem, pág. 89).

El intercesor de los judíos logró convencer a los dirigentes de los rebel­


des en su propio campo y con la ayuda de la Biblia. Es cierto que luego
ellos se retractaron y quisieron amotinarse, pero no habrían de obtener re­
sultado alguno. Esta posibilidad de discutir y de convencer mediante «el Li­
bro» ofrece una idea del clima cultural que imperaba en la época de la Re­
forma.
Para 1537 la animadversión de Lutero hacia los judíos ya era innegable
y bien conocida. Yosef de Rosheim le acusará de ser el promotor de la or­
den promulgada por el duque de Sajonia de expulsar a los judíos del país;
pero también aquí cabían la argumentación legalista y la biblicista. Yosef
obtuvo «importantes documentos de otros sabios de las naciones —es de­
cir, de dirigentes de la Reforma— y de la sede de Strosspurk —los conse­
jeros de Estraburgo—» (ídem, pág. 92). Con la ayuda de esas cartas de
recomendación discutió con los eruditos protestantes, y aunque no logró
que se rescindiera la orden de expulsión de Sajonia, consiguió que se deja­
ra sin efecto la decidida para Brandemburgo. Y todo esto fue debido «a las
disputas que sostuve frente a muchos hombres sabios, los más sabios de las
naciones, para convencerlos de que las cosas no eran como Lutero... y sus
seguidores pretenden derivar de las palabras de nuestra santa Torá» (ídem).
Yosef de Rosheim presentó pruebas tomadas de la Biblia ante un público
de protestantes y obtuvo un cierto grado de éxito. Para el emperador,
su principal argumento fue el de la continuidad de los privilegios impe­
riales, mientras tácitamente se identificaba con el concepto humanista de
la igualdad de la raza humana. Esos fueron los fundamentos de la argu­
mentación general que sostuvo ante el emperador y sus consejeros, junta­
mente con la reclamación legal basada en las antiguas cartas de privilegios.
En los artículos que propuso al Reichstag de Augsburgo en 1530, incluyó
la tesis básica de la igualdad de judíos y cristianos ante la ley «tal como
765
también lo indica la ley natural, porque no hay nada que diferencie a los
seres humanos en la tierra» (L. Feilchenfeld, ed., Rabbi Josef von Rosheim,
Estrasburgo, 1898, anexo III, pág. 156). En el mismo contexto argumen­
ta que «después de todo nosotros también somos seres humanos creados
por Dios todopoderoso para vivir en el mundo y para residir y trabajar en­
tre vosotros y con vosotros» (ídem, pág. 157). En 1548 presentaría una so­
licitud a los dirigentes de la ciudad de Colmar: «...es indudable que no com­
partimos la misma religión, pero no obstante somos seres humanos a quie­
nes Dios todopoderoso creó para habitar en el mundo juntamente con otros
seres humanos... Del mismo modo, las leyes escritas y aceptadas, canó­
nicas y civiles, muestran claramente que a nosotros, los pobres judíos, nos
deben mostrar misericordia, lo mismo que a otros pueblos de la tierra, y
darnos trato tolerante. Nuestro muy gracioso señor, lo mismo que los em­
peradores romanos, tiene voluntad y gracia para tratarnos siempre en for­
ma amable» (ídem, anexo XXIV, pág. 198).

Situación de los judíos en Alemania en la época


de la Reforma
A pesar de las destructivas intenciones de Lutero, los judíos, en los si­
glos XVI \ XVII, vivían en muchas ciudades y principados alemanes, y en
el noroeste del reino fueron agregándose nuevas comunidades, respetadas
y ricas. Se dedicaban asimismo y en gran escala al comercio, al aprovisio­
namiento de los ejércitos y al tráfico de joyería y piedras preciosas, llegan­
do a ser algunos de ellos judíos de la corte. Pero a lo largo de todo este pe­
ríodo continuaría bullendo y fermentando la aversión popular hacia los ju­
díos. En las experiencias que afrontaron las comunidades judías de la gran
ciudad de Francfort del Meno puede verse un ejemplo de la amenaza que
partía de las multitudes y de la asistencia suministrada por el gobierno
central.
Las masas siguieron mostrando su odio a los judíos durante todo el si­
glo XVI, mientras los patricios que contaban con la ayuda del emperador
les protegían. A comienzos del siglo XVII la relación de los patricios con
el pueblo se volvería muy tirante, reflejándose esta tensión en el trato con­
cedido a los judíos. En 1612 las corporaciones de artesanos exigieron que
se limitara el número de judíos permitidos en la ciudad y que se rebajasen
las tasas de interés vigentes. Pero el Consejo municipal rechazó la exigen­
cia y el emperador lo respaldó. En 1613 una comisión propuso secreta­
mente un plan en relación con los judíos que combinaba elementos econó­
micos, sociales y religiosos; según el mismo, la admisión de judíos en la ciu­
dad dependería de la cantidad de riquezas que poseyesen. Los que tuvie­
ran menos de quince mil piezas de oro serían expulsados de la ciudad, y a
los restantes les sería impuesto un préstamo forzoso. No se permitiría la en­
trada de más judíos, la tasa de interés sería reducida al 5 ó 6 por 100 y,
finalmente, los judíos que quedaran en la ciudad estarían obligados a es­
cuchar un sermón cristiano todas las semanas.
766
Se tomaron medidas para poner en marcha este plan v sesenta judíos
fueron expulsados, pero intervino el emperador y ordenó que se les permi
tiera el regreso; el Consejo municipal confirmaría esta decisión. El popu­
lacho, dirigido por VVintz —Vicente— Fettmilch irrumpió en el barrio ju­
dío el 22 de agosto de 1614; sus habitantes cerraron los portones y se de­
fendieron, pero la multitud derribó una puerta y durante trece horas se de­
dicó a robar y saquear las casas de los judíos. Mil trescientos ochenta de
éstos se reunieron en el cementerio para esperar ayuda y prepararse para
lo que pudiera ocurrir. Fettmilch les permitió abandonar la ciudad y salie­
ron así acompañados por ciudadanos armados. Entretanto continuaba el sa­
queo de las casas. Los ladrones, según una lamentación contemporánea es­
crita en hebreo, se llevaron
camas, oro y plata y dinero en efectivo, enseres domésticos, ropa, joyas hechas por
artesanos juntamente con mucho vino fino... y los valiosos libros sagrados...; los per­
versos bellacos encendieron fuego y quemaron los venerados libros, y asaron carne
sobre esos... libros de pergaminos, nuevos y viejos, que valían varios miles... los ven­
dieron a un artesano para que encuadernara otros libros con ellos. Se llevaron ex­
celentes mercaderías. También sacaron bonos, pagarés, y lo pusieron todo en
un carro.
La descripción del pillaje da idea de los bienes y las condiciones cultu­
rales que había en la calle de los judíos de Francfort en aquella época.
La intervención del emperador anuló la expulsión, reprimió la rebelión y
ordenó la ejecución de Fettmilch y sus compañeros. Los judíos expulsados
fueron conducidos de vuelta a la ciudad con protección militar y acompa­
ñados por una banda de música.

La actitud hacia los judíos en Inglaterra al tiempo


de su readmisión
Se ha apuntado ya (véase pág. 749) que una de las razones que expli­
caban la autorización otorgada a los judíos para que regresasen a Inglate­
rra era que la experiencia en los Países Bajos había enseñado que los judíos
aportaban grandes beneficios económicos a sus lugares de residencia. Pero
no era ésta la única consideración. De hecho habría de producirse una com­
binación específica de ideas y sentimientos dirigida a crear un estado de opi­
nión pública favorable. Entre las sectas extremistas de la época de Crom­
well había algunas para quienes la guerra civil y la zozobra de Inglaterra
habían sido un castigo impuesto por la expulsión de los judíos, y proponían
que se eliminase la causa para atenuar sus consecuencias. Rabí Menasé
ben Israel de Amsterdam y algunos de sus simpatizantes cristianos de In­
glaterra expresaron la convicción de que los restos de las diez tribus se ha­
llaban en el Nuevo Mundo. De acuerdo con esta escatología, la llegada del
Mesías había quedado aplazada porque no había judíos en el «extremo del
mundo», en Angleterra, dándole esa interpretación al nombre normando
de Inglaterra.
767
Había además una creciente tendencia a la tolerancia entre algunos cír­
culos extremistas. Roger Williams había publicado en 1644 un libro de­
nunciando expresamente la persecución religiosa y propiciando la toleran­
cia; exigía que se permitiera a los judíos exhibir su capacidad de buenos
ciudadanos, otorgándoles igualdad de derechos aunque rechazasen el cris­
tianismo. En otras agrupaciones más extremistas todavía, especialmente la
secta puritana radical denominada «Los hombres de la quinta monarquía»,
se sugirió incluso que se ayudara a los judíos a rescatar el país de Israel.
Estas sectas menores concretaban los propósitos moderados que se podían
señalar en numerosas organizaciones, pero todavía existían grupos conser­
vadores en Londres que propalaban su oposición. Rabí Menasé ben Israel
publicó panfletos para inducir a los ingleses a que permitiesen el retorno
de los judíos, siendo apoyado por personas que rodeaban a Cromwell; pero
en los años 1655-56 tropezarían con la resistencia popular expresada en vio­
lentas demostraciones.
No obstante, en 1656 se tomó la decisión de permitir el regreso de los
judíos a Inglaterra. La resistencia impidió la promulgación pública de la
medida, pero el antagonismo dominante resultaría beneficioso para aqué­
llos. Cromwell quiso imponer sobre el retorno varias restricciones degra­
dantes, pero la resolución oficial no llegó a convertirse en ley y los judíos
que vivían en Inglaterra siguieron allí incluso después de la restauración
de la monarquía sin ser coartados por legislación específica alguna. Se les
concedía en la práctica la igualdad económica, pero no alcanzarían a tener
derechos políticos hasta mediados del siglo XIX. Entretanto, el pueblo fue
acostumbrándose gradualmente a su presencia, y les respetaba debido al
nuevo interés que despertaban el Antiguo Testamento y el idioma hebreo,
observando en general hacia ellos una actitud amistosa.
Situación de los judíos en Polonia-Lituania
En Polonia-Lituania los judíos siguieron siendo considerados siervos de
la cámara real durante todo este período de que se está tratando. La Iglesia
católica los miraba aquí con similar aversión que en otros países, y su in­
fluencia fue creciendo continuamente desde finales del siglo XVI. No obs­
tante, los judíos lograron una situación jurídica y social singular, que pro­
dujo unas condiciones favorables para su existencia y su actividad precisa­
mente cuando la Contrarreforma católica adquiría sus mayores triunfos en
esta zona de Europa. Naturalmente, la actividad económica que ya ha sido
descrita, habría de tener una importante intervención en el afianzamiento
de esta nueva situación. Estuvo, sin embargo, entrelazada con una serie de
factores religiosos y sociales que se manifestarían favorables a los judíos has­
ta el año 1648.
En el siglo XVI Polonia-Lituania serviría como refugio para los protes­
tantes extremistas; también los antitrinitarios se cobijaron en este país ex­
pandiendo sus teorías con una apreciable repercusión pública y un buen éxi­
to misionero. Entre la nobleza polaca existían importantes sectores posee­
dores de una elevada cultura, y muchas familias principales y acaudaladas
768
mantenían contactos con Italia y Suiza. Paralelamente, sus relaciones con
Bohemia contribuían también a introducir en el país opiniones de índole
herética. El país se encontraba en un estado de florecimiento cultural y agi­
tación religiosa; estos factores seguirían mostrando su importancia durante
la primera mitad del siglo XVII, y tanto los judíos como los cristianos habían
de reconocer esta excepcional característica que entonces definía a Polonia.
En resumen, las circunstancias especiales que existían en Polo-
nia-Lituania, el vigor que mantuvieron allí los protestantes hasta los
comienzos del siglo XVII junto con las condiciones sociales que inicialmen­
te auspiciaban la tolerancia religiosa, propiciaron indirectamente una acti­
tud más favorable hacia los judíos. Por otra parte, tanto los protestantes
como sus adversarios, los católicos moderados, se basaban en la situación
de los judíos para tratar de mejorar la condición de los protestantes heré­
ticos, aduciendo que si la vida era tan fácil para los judíos debería serlo
con mayor razón para los que compartían con ellos la creencia básica del
cristianismo.
El apoyo político y social a los judíos, mantenido incluso cuando se
adoptó con respecto a los protestantes una actitud más severa, procedía de
la nobleza polaca, la Szlachta, que era todopoderosa en el reino (véase
pág. 752), V principalmente de los magnates, que constituían la capa más
alta de la misma. A pesar de su odio antisemita encontraban conveniente
la existencia de un «tercer estado» judío para cubrir sus necesidades eco­
nómicas y sociales. Cuando las ciudades más antiguas obtenían el derecho
de no tolerarlos, los judíos iban a residir en las casas y propiedades urba­
nas de los magnates que estaban legalmente exentos de la autoridad mu­
nicipal. Eran éstos enclaves situados dentro de los límites municipales, co­
nocidos en la terminología legal polaca con ei nombre de jurídica. JnHuso
en las ciudades donde se permitía la residencia a los judíos había muchos
de ellos que se instalaban en las propiedades de estos nobles. Las ciudades
luchaban contra esta situación, en ocasiones con éxito, pero su oposición
no hacía más que estrechar los lazos que unían a los judíos con los magnates.
Aquéllos se instalaban asimismo en las propiedades de la nobleza y la
clase media situadas fuera de las ciudades, eludiendo de este modo la con­
gestión urbana y las restricciones que las autoridades municipales impo­
nían a su comercio. Poco a poco comenzarían a establecerse en «ciudades
privadas» fundadas por la nobleza, que por su tamaño no eran más que pe­
queños pueblos, recibiendo en ellas privilegios especiales. Los dueños de es­
tas ciudades entregaban a los colonos judíos casas, huertos y materiales
para construir sinagogas, y éstos por su parte participaban en la defensa
de la ciudad. En Rzeszów, que pertenecía a la familia magnate de los Lu-
bomirski, requerían a los colonos judíos «que cada padre de familia tuviera
tantas armas como hombres hubiera en la casa, con sesenta cartuchos y
tres libras de pólvora por cada arma». La comunidad debía tener un de­
pósito de pólvora, balas para cañones ligeros y cuatro de esos cañones «para
la sinagoga y un judío para cuidarlos y dispararlos». Por esa razón fueron
edificadas sinagogas fortificadas en las provincias orientales, con troneras
y lugares para situar armas de fuego sobre los techos. La participación de

769
los judíos en la defensa y su entrenamiento con ese propósito era habitual
en toda la zona oriental del reino. Estas nuevas ciudades «privadas» fueron
abrumadoramente judías desde el principio, y tendrían una importante par­
ticipación en el establecimiento de estrechas relaciones entre los judíos y la
nobleza. Teóricamente el rey conservaba su autoridad sobre los judíos, de
quienes era legalmente propietario, pero en la práctica se encontraban cre­
cientemente sometidos a la protección y la buena voluntad de los magna­
tes. Esta situación, unida al progreso económico experimentado, demostra­
ría ser muy beneficiosa para la comunidad judía hasta el año 1648.
Sin embargo, nunca desapareció la posiblidad del estallido de esporá­
dicas perturbaciones. Entre los años 1539 y 1540 tuvo lugar una «acusa­
ción de conversión» cuando un delator acusó a los judíos de estar convir­
tiendo secretamente cristianos a su religión para enviarlos luego al imperio
otomano, donde podrían vivir sin peligro como tales. En la agitación reli­
giosa que por entonces caracterizaba a Polonia, estas conversiones no po­
dían ser totalmente descartadas. La acusación originó persecuciones, res­
tricciones e indagaciones, después de lo cual la inquietud se aplacó. Pero
dado que el daño inferido a los judíos había entorpecido seriamente las ac­
tividades económicas, las reclamaciones de los afectados serían escuchadas
con especial atención. De vez en cuando se producían también acusaciones
de menores proporciones. Los judíos de las grandes ciudades sufrían em­
bates de alumnos de las escuelas eclesiásticas, particularmente de los jesuí­
tas; de hecho los tumultos provocados por los estudiantes constituían una
frecuente amenaza para la vida judía. Las comunidades judías hacían co­
lectas de Schüler Gelt para los maestros de estos alumnos y para los alumnos
destinadas a evitar los tumultos. En el sudeste del reino, donde se estaba
extendiendo la población judía y su actividad económica, solían ser vícti­
mas de las rebeliones de campesinos y cosacos opuestos al gobierno de la
nobleza polaca. Los Consejos (véase págs. 800 y 801) aprobaban ordenanzas
especiales que suministraban fondos para la «venganza», es decir, para po­
ner en movimiento el mecanismo de la ley polaca en contra de los que ase­
sinaban judíos en los caminos. Pero a pesar de los peligros existentes, la si­
tuación de los judíos de Polonia continuó mejorando, hasta el año 1648, tan­
to en el aspecto jurídico y de la seguridad como social y económicamente.
Las matanzas de los años 1648-1649
Al finalizar este período de relativo éxito, expansión e incremento del
número de actividades en que se ocupaba, la comunidad judía sufrió re­
pentinamente el terrible impacto de los motines criminales que acompaña­
ron a la rebelión de los cosacos bajo la dirección de Bogdán Jmelnitski, lla­
mado por los judíos «Jmel el Perverso». Contribuyeron a empeorar la si­
tuación el triunfo de la rebelión, la alianza sellada por Jmelnitski con los
tártaros y el carácter del enfrentamiento producido entre las fuerzas cosa­
cas, que se consideraban ejército de nobles por derecho propio, y el ejército
de la nobleza polaca. Los cosacos se lanzaron sobre los judíos con una te­
rrible crueldad. Todos aquellos
770
que no pudieron huir... fueron martirizados y asesinados con muertes monstruosa­
mente brutales. A algunos los desollaron y arrojaron la carne a los perros. A otros
les cortaron.las manos y los pies y los tiraron en los caminos donde los pisotearon
los caballos y los aplastaron los carros. A otros les infligieron heridas no mortales
y los lanzaron a la calle para que no murieran rápidamente, sino sufriendo y de­
sangrándose. Y a muchos otros los enterraron vivos. Mataban a los niños en brazos
de la madre y a muchos niños los despedazaron como a pescados. Abrían el vientre
a las embarazadas, sacaban el feto y lo lanzaban a la cara de la madre. A algunas
les rasgaban el vientre y le ponían dentro un gato vivo y ahí lo dejaban, cortándoles
previamente las manos a ellas para que no se lo pudieran sacar... y no hubo nin­
guna muerte inhumana que no les infligieran (N. Hanover, Yeven mesulá, Tel Aviv,
1966, págs. 31 y 32).
La crueldad de los cosacos sediciosos creó un modelo aterrador y mu­
chos judíos prefirieron huir hacia el cautiverio bajo los tártaros de Crimea.
Era también un duro destino, pero existía la posiblidad de obtener la libe­
ración final mediante la redención judía de los cautivos en los mercados de
esclavos. En muchos casos los judíos de Ucrania, que estaban habituados
a protegerse, participaron activamente en la defensa de sus ciudades. En la
fortaleza de Tulchin unos dos mil de ellos lucharon con valor y fueron por
último traicionados por sus aliados polacos.
Las matanzas de 1648 y 1649 causaron la ruina de los judíos en la ma­
yor parte de Ucrania. La destrucción producida por la rebelión cosaca fue
luego completada por las invasiones moscovitas de Polonia que también su­
pusieron daños para ellos. El gran número de refugiados producido crearía
nuevos problemas a las comunidades judías que no habían sido perjudica­
das. Después de los años 1648 y 1649 había de iniciarse una emigración
judía a gran escala desde el este de Alemania hacia los países occidentales.
Las matanzas y sus efectos posteriores supusieron una dura experiencia
para los dirigentes y para las relaciones sociales que gobernaban el judais­
mo polaco y lituano. El impulso de expansión económica y social quedó
contenido, aunque muchos judíos seguían prosperando con el sistema de la
«arenda»; y de hecho los judíos continuaron integrando, junto con los cris­
tianos, la población urbana de Polonia, hasta el estallido del holocausto
nazi (véase la cuarta parte). Pero las humillaciones, la vulnerabilidad y las
restricciones a su desarrollo aumentaban constantemente.
La multitud de cautivos rescatados en los mercados de esclavos de Cons-
tantinopla contribuyó a fortalecer la conciencia de la unidad judía entre los
israelitas del imperio otomano y los de Polonia-Lituania, los dos centros
más importantes del judaismo en aquellos días. Se unía a este afianzamien­
to de los lazos de unión una común impresión acerca del carácter inestable
y temporal que revestían todos los éxitos en la diáspora y de la siempre cre­
ciente amenaza de dispersión (véase en las págs. 824-828 sobre el movi­
miento mesiánico de Sabetay Sebí).

771
Situación de los judíos en Italia durante
la Contrarreforma católica
En Italia la Contrarreforma actuó con poderosa eficacia en contra de
los judíos uniéndose a la persistente animadversión que se daba en el ám­
bito urbano. Con la elección del cardenal Carafla como papa Paulo IV, en
el año loo5, se inicio un periodo de persecuciones y humillaciones. El pon­
tífice promulgo muy pronto una enérgica bula que incluía graves disposi­
ciones contra los judíos. Comenzó por perseguir a los conversos que vivían
en Ancona, haciéndolos torturar y haciendo que muchos de ellos fuesen que­
mados en la hoguera (véase pág. 784). Las restricciones económicas y los
insultos contra los judíos eran muy frecuentes en los territorios papales y
en otras ciudades y principados italianos. Los judíos iban siendo acorrala­
dos en ghettos, manteniendo esta norma con algunas modificaciones y me­
joras los papas que sucedieron al citado pontífice.
El fraccionamiento de Italia en ciudades-estado y ducados, así como las
rivalidades existentes entre los gobernantes de los mismos sirvieron tam­
bién aquí, lo mismo que en Alemania, para evitar que esas actividades al­
canzasen unos grados irreparables. La humillación de los judíos en Italia
era severa, y serviría para afectar negativamente el estado de su espíritu.
No obstante, se habituarían de forma gradual a la situación, y sus activi­
dades y precauciones servirían para aminorar los ataques dirigidos contra
el Talmud y la censura impuesta sobre éste y otros libros judíos.

Situación de los judíos en el imperio otomano


En el imperio otomano los expulsos de España habían sido, como se ha
apuntado antes, muy favorablemente recibidos. Todos los indicios revelan
que a pesar de la tradición islámica de humillar a los judíos, y no obstante
las medidas ofensivas impuestas sobre individuos y comunidades, frecuen­
temente subordinados al despótico y caprichoso dominio otomano sobre
todo durante la rebelión de los jenízaros, los judíos del imperio otomano
gozaron generalmente de condiciones favorables de vida y de oportunida­
des para realizar sus actividades económicas. La clase superior mantenía
en ocasiones relaciones amistosas con los gobernantes y llegó a poseer mu­
cha influencia. En la corte del sultán y sus visires había financieros, médi­
cos y consejeros judíos que obtenían grandes ingresos por el desempeño de
sus funciones. Hubo también judías que ejercían influencia a través de las
mujeres del harén del sultán.
Se ha hablado anteriormente del médico Yosef Hamón, y de la elevada
posición que había alcanzado. Su hijo Mosé, también muy influyente, ob­
tuvo en 1552 una carta del sultán dirigida al dux de Venecia, en la que
Soleimán solicitaba permiso para que las viudas y las hijas de dos judío;
parientes de Mosé Hamón abandonasen los países cristianos para instalai-
se en Estambul; se trataba de doña Gracia Nasí y su hija Reina. Estas dos
acaudaladas mujeres lograron llegar al imperio otomano en 1553, reunién-
772
dose allí con un pariente que había retornado al judaismo adoptando el
nombre de Yosef Nasí. En 1556 don Yosef recibió el título de duque de Na­
xos que le fue otorgado por el sultán Selim II, en cuya corte tenía mucho
poder. De hecho, los emisarios de los gobiernos cristianos enviados a ver
al sultán se dirigían en primer lugar al duque de Naxos con la finalidad de
conseguir un mejor éxito en sus respectivas misiones. (Véase en la pági­
na 747 sobre las actividades desarrolladas por la familia en la fundación
de Tiberíades.)

773
XVI. GOBIERNO INTERNO DEL JUDAISMO:
INSTITUCIONES Y TENDENCIAS

La comunidad-sinagoga de los expulsos españoles


Vportugueses
Los expulsos de España y Portugal llevaban consigo un sentimiento de
unión con su pasado español, y de orgullo por ese pasado, e incluso con
las localidades de donde procedían. Cuando se establecieron en los países
a donde les llevó su dispersión adoptaron, como se ha señalado ya, una ac­
titud de altanería con respecto a los judíos que habitaban de antiguo aque­
llos lugares. Al principio, cuando los primeros eran todavía exiliados que
necesitaban ayuda, los residentes locales aún pudieron mantenerse como
iguales, pero esto no duraría mucho tiempo.
Las costumbres litúrgicas del judaismo español era muy estimadas por
quienes habían salido de España y sus descendientes siguieron observán­
dolas. En el transcurso de una o dos generaciones, los llegados de aquel
país, los sefardíes, habrían de establecer una sólida base económica y so­
cial, afirmando en ella su pretensión de dominio cultural y superioridad so­
cial sobre las comunidades judías allí residentes con anterioridad. Semuel
de Medina, rabino del círculo de expulsos, escribió:
Lo esencial de la oración es que debe ser dicha en una lengua hermosa que to­
dos... Por eso, como he dicho antes, me parece que el que abandona otros ritos
como es sabido, las oraciones que los sefardíes rezamos son únicamente las ordena­
das por los sabios. Incluso los piyutim —himnos posteriores en verso—, que recita­
mos además de las oraciones, han sido compuestos por R. Yehudá Haleví, de ben­
dita memoria, R. Selomó ibn Gabirol, de bendita memoria, y R. Abraham ibn Ezra,
de bendita memoria, todos en perfecto hebreo que puede ser entendido por to­
dos [...]. Por eso, como he dicho antes, me parece que el que abandona otros ritos
de oración y adopta el de Separad no sólo no debe ser reprochado, sino que debe ser
alabado. Porque podría ser, tal vez, que si sus ancianos —los de los otros ritos—
hubieran visto el oracional sefardí habrían hecho lo mismo —es decir, aceptarlo—
por razón que expuse (Responsa de R. Semuel de Medina, en Oraj jayim, Lvov, 1862,
núm. 34, fol. 8 v.).

775
Aportó esta opinión cuando «en el reino de Turquía... las costumbres
de los rezos se hicieron confusas, y casi todos optaron por el libro de ora­
ciones de los sefardíes. Porque ellos son mayoría en este reino, y sus oracio­
nes son puras y dulces. Y todos o casi todos abandonaron sus ritos y si­
guen los de Sefarad tal como se practican ahora en la ciudad... Salónica»
(ídem). Se observa, pues, aquí el reflejo de la nueva influencia sefardí; una
o dos generaciones después de haberse establecido allí, los exiliados espa­
ñoles comenzaron a reformar la cultura judía local sobre el molde de sus
tradiciones.
La división que se produjo en las primeras etapas de esta intrusión da­
ría lugar a un nuevo estilo de vida y una nueva estructura de gobierno co­
munitario, basados en la hegemonía del judaismo sefardí. Las diversas co­
munidades que se fundaron después de la llegada de los exiliados trataron
en algunos lugares de organizar un sistema de comunidad única en el que
las decisiones de la mayoría fueran obligatorias para la minoría. Este com­
promiso no arraigó sin embargo en todas partes, y la tensión aumentó cuan­
do los judíos residentes allí de antiguo comenzaron a preguntar cuántas ge­
neraciones deberían pasar para que los exiliados dejaran de ser «los expul­
sados», «los españoles» o «los portugueses». En una localidad trataron de
resolver este problema:
Las comunidades de una ciudad llegaron a un acuerdo por el cual si viene a
la ciudad alguien cuyos padres o él mismo hubiesen nacido en Italia, aunque el abue­
lo fuese oriundo de Portugal, Castilla, Aragón o cualquier otro reino, se unirá a la
comunidad italiana. Pero si el padre nació en alguno de los reinos nombrados, aun­
que él mismo hubiese nacido en Italia, irá únicamente a la comunidad donde se ha­
ble el idioma de su reino (Responsa de R. Masé de Trani, Lvov, 1861, núm. 307,
fol. 56 v.).
Por consiguiente, la primera generación y la segunda llevaban todavía
el sello de la expulsión, mientras que la tercera sería ya absorbida. Pero los
miembros de la comunidad de Aragón protestaron, afirmando que si al­
guien sabe que es aragonés o de cualquier otra lengua no es correcto ni apro­
piado que se vaya a reunir con los italianos solamente porque él y su padre
nacieran en Italia. Por lo que respecta a los aragoneses su carácter ibérico
era considerado permanente.
El rabino que respondió a la consulta desde Safed aceptó su criterio, por­
que «Aragón es una comunidad independiente con tribunal propio», es de­
cir que la independencia comunal de una comunidad-sinagoga era prácti­
camente absoluta. Otra de las razones alegadas era que el traslado de una
comunidad a otra ocasionaba una pérdida de dinero en el fondo de caridad
para los pobres de la comunidad abandonada. Un tercer argumento era
que la reciprocidad de este acuerdo existía solamente sobre el papel y era
puramente formal. Además, que mientras había aragoneses que tenían hi­
jos y nietos en Italia, esto no significaba que otros tuvieran que pasar de
una comunidad italiana a una aragonesa, porque «evidentemente no es po­
sible imaginarse que un italiano haya ido a Aragón y allí hayan nacido él
y su padre. Porque hace setenta años que no hay ningún ju'b'o en Aragón,
776
y estamos seguros que ningún judío volverá a plantar allí su tienda. Porque
Dios bendito reunirá en el próximo futuro a los dispersos de Israel en el
país de Israel» (ídem).
Esta insistencia en la continuidad de la autonomía e independencia de
las comunidades-sinagoga sefardíes no significaba forzosamente el rechazo
de las decisiones adoptadas por la mayoría de las comunidades de la ciu­
dad; sólo era la negativa a someterse a la gradual extinción de la identidad
sefardí. Aunque esa estructura de gobierno autónomo originaba muchas di­
visiones en la vida urbana de los judíos junto con una aguda tensión entre
las distintas comunidades, también impedía que se produjese un extraña­
miento total entre unos grupos que estaban obligados a vivir en estrecha
vecindad dentro de unos mismos confines urbanos. En una época de gran
movilidad y de una creciente relación mutua de los respectivos estilos de
vida judíos, así como de los criterios filosóficos desarrollados en las postri­
merías del siglo XV, la comunidad-sinagoga posibilitó una forma segura de
autonomía —primero para las diversas comunidades sefardíes y en seguida
también para las comunidades anfitrionas— en los ritos, las pautas cultu­
rales y las reacciones sociales. Impidió además que una de ellas impusiese
su forma de vida comunal y sus normas rituales a las demás. Fenómenos
de este tipo volverían a aparecer en los siglos XIX y XX, en tiempos de di­
visiones religiosas y grandes migraciones en el judaismo (véase la sexta par­
te).
La santa comunidad de Safed
El vigor cultural y religioso de los expulsos españoles, el normal funda­
mento económico junto con la nueva forma de asociación vitalicia volunta­
ria con la sinagoga, el estilo de vida y el «idioma», y la vitalidad de las nue­
vas tendencias sociales y culturales fueron las columnas sobre las que se
afianzó durante el siglo XVI y principios del XVII la comunidad de Safed,
única por sus características.
Más adelante se considerará la fecundidad creadora de Safed en nume­
rosos campos del pensamiento y de la vida de los judíos, pero ante todo
debe tratarse acerca de los métodos de gobierno interno, en los que tam­
bién ofreció Safed sus propios y exclusivos moldes. Estaban éstos basados
en un intenso sentimiento de concordia en el servicio y culto al Creador en
asociaciones y sinagogas. Parece que de Safed, o de alguna comunidad de
su esfera de influencia, le presentaron a R. Mosé de Trani la cuestión
referente al acuerdo al que llegaron ciertas personas para constituir una asociación,
unida de todo corazón, con el objeto de orar todos juntos en un lugar determinado
y en momentos fijados; y no podrían separarse ni dejar de rezar juntos nunca, ni
por razones de enemistad... Buscarán siempre la paz y ayudarán al prójimo...
Y en los regocijos de cada uno de ellos, o lo contrario, lo honrarán y lo alegrarán;
y si alguien sale a insultar groseramente a cualquiera de ellos acudirán todos en su
ayuda; y si formulan una falsa acusación —que no lo permita el cielo— contra cual­
quiera de ellos, todo el grupo se solidarizará con él, y que todos sean una sola so­
ciedad para ayudarse mutuamente (ídem, núm. 151, fol. 10 v.).
777
ti deseo de estos hombres de reunirse, celebrar regocijos comunes, ani­
marse y ayudarse mutuamente y rezar juntos constituía el eje de la unidad.
Las asociaciones de Safed crearon costumbres y fijaron normas de conduc­
ta que con el tiempo fueron adoptadas por la mayoría de las comunidades
judías, quedando las restantes como exóticas para aquellos grupos especí­
ficos. En Safed «hay una asociación en la que al finalizar cada sábado can­
tan y bailan y alegran al novio y a la novia» (S. Schechter, Studies in Ju­
daism, Philadelphia, 1928, pág. 298). En esta santa comunidad de Safed exis­
tía una costumbre especial para recibir al sábado; los miembros destacados
de la misma «van en la víspera del sábado al campo o al patio de la sina­
goga y le dan entre todos la bienvenida, vestidos con sus ropas sabáticas»
(ídem, pág. 295). Otra descripción dice que «varios grupos salían en la vís­
pera del sábado, cuando aún era de día, vestidos con ropa blanca, para dar­
le la bienvenida». Recitaban el salmo «Aplicaos al Señor, hijos del poder»,
el himno Leja, dodí (Ven, mi amor), el «Salmo y canción para el sábado» y
Boí, kalá (Ven, novia). Safed difundió la costumbre de la recitación especial
en la noche de Sabuot, «porque esa noche después de la cena, se reúne cada
comunidad en su sinagoga, y se pasan toda la noche sin dormir y leyendo
la Torá, los libros de los profetas, los sapienciales, las escrituras, la Misná,
el Zohar y los sermones... hasta el amanecer. Y luego todos cumplen las
abluciones de la mañana antes de las oraciones» (ídem).
Estas prácticas colectivas eran propiciadas por destacadas personalida­
des; una de ellas introdujo la costumbre del tiain jasot, oraciones de peni­
tencia de media noche:
Había uno aquí en Safed... nuestro honrado maestro Rabí Abraham Haleví...
Se levantaba todos los días a medianoche, y recorría las calles y clamaba con acen­
to amargado: «Levantaos para honrar al Nombre Bendito, porque la Sejiná está en
el exilio, el fuego consumió nuestro santo Templo y una gran congoja apena a Is­
rael.» Proclamaba otros anuncios similares y llamaba por sus nombres a todos los
sabios y eruditos rabínicos y no se apartaba de la ventana mientras no viese que
los había sacado realmente de la cama. En la hora uno después de la medianoche
resonaban en toda la ciudad las voces de los que recitaban la Misná, el Zohar y los
midrasirn de nuestros maestros de bendita memoria, y salmos, profetas, himnos e im­
ploraciones (Yaari, Letlers from Erez Yisrael, pág. 205).
En Safed «hay hombres piadosos, de buenas acciones, que en cada guar­
dia de la noche predican la austeridad, la humildad, el arrepentimiento y
la gravedad del pecado. Y los hombres vuelven arrepentidos al Señor. Hay
gente piadosa que va por las casas para inspeccionar las mezuzot y ver si
hay alguna que no es apropiada, y les dan mezuzot a los pobres... de los fon­
dos de caridad» (Schechter, op. cit., pág. 300). Allí en Safed «la mayoría
de los habitantes se dejan crecer un bucle de un dedo de ancho por encima
de las orejas, y algunos de dos dedos». Otra tradición explica de este modo
esta costumbre de Safed: «La razón de este mandamiento es que sólo así
se puede identificar al que es judío, vivo o muerto» (ídem). Entre los há­
bitos que se originaron en Safed y se siguen conservando actualmente está
el del «Día de la Expiación Menor»: «Porque hacen guardia en la víspera de
778
la luna nueva, reunidos en la sinagoga y las casas de oración, y se pasan
la mayor parte del día entre rezos y lágrimas, envueltos en harpilleras y
cenizas» (ídem).
Los responsa, las descripciones y los relatos sobre Safed evidencian tam­
bién la tensión social allí existente. Se producían disputas sobre la distri­
bución de las caridades entre las diversas sinagogas y entre los originarios
de países diferentes. El Séjer hajezyonot (Libro de las visiones), de R. Jayim
Vital, el gran discípulo de R. Isjac Luria (véanse págs. 813-815) es una fuen­
te incomparable de información que reíleja las tensiones sociales y perso­
nales que existían incluso entre los cabalistas. No obstante también este au­
tor transmite la singular atmósfera de unidad obtenida mediante la asocia­
ción que caracterizaba la vida comunal de Safed. Así dice que
Ese año —1570— varios de los devotos, piadosos eruditos y sabios de la ciudad
de Safed convinieron en reunirse en la sinagoga en la víspera de los sábados para
que cada uno de ellos relate en presencia de los demás sus acciones, buenas y ma­
las, declarando lo que hizo durante la semana. Porque de este modo uno se aver­
güenza y deja de pecar (Séjer hajezyonot, op. cit., pág. 52).
Rabí Jayim se valió de esa organización de grupo para expandir sus doc­
trinas y las de su maestro R. Luria. Diez sabios firmaron un convenio
declarando que
nos hemos comprometido a constituir una asociación para servir al Señor, Bendito
sea, y para dedicarnos a su Torá de día y de noche conforme a todo lo que nos en­
señe nuestro maestro el sabio y divino R. Jayim Vital... Y estudiaremos con él la
verdadera sabiduría y seremos leales y guardaremos el secreto de todo lo que nos
diga. No lo abrumaremos ni le preguntaremos demasiado acerca de temas que no
quiera revelarnos, ni le descubriremos a nadie ningún secreto que sepamos por él
en esta forma de verdad ni de lo que nos haya enseñado anteriormente... y este com­
promiso lo tomamos con un severo juramento... y el compromiso será desde ahora
y por una duración de diez años consecutivos (ídem, pág. 254).
Este grupo cerrado de estudiantes dedicados a estudiar los misterios se­
guía el modelo de las sociedades de Safed de carismáticos líderes, convir­
tiéndose en una de las piedras angulares del gobierno interno judío esta­
blecido en Safed.
Safed, por supuesto, tenía un gobierno comunal más amplio. Se produ­
cían allí problemas de transgresiones, de disciplina y de castigos; dice el ra­
bino: «Me citaron al consejo de los sabios, consejeros y dirigentes de Sa­
fed, por el asunto de Yaacob Zarkón, que había dado muestras de herejía
y de homosexualidad. Autorizaron a los dirigentes de la comunidad... para
que fuera castigado por medio de los gentiles, y ellos lo apresaron y lo azo­
taron.» Cuando pidió que lo libraran de manos de los gentiles, los funcio­
narios —judíos— le dijeron: «Queremos que te vayas de la ciudad y dejes
de manchar el país con tus malas acciones» (Responsa de R. Mosé de Trani,
op. cit., núm. 22, fol. 5 r.). Así pues, la comunidad de Safed empleaba las
medidas más extremas, propias solamente de una sociedad exigente, y las
aplicaba como castigo de las desviaciones heréticas y sexuales. La apela­
779
ción a las autoridades gentiles para castigar a ese judío, el apresamiento,
el castigo y la posterior insistencia en su expulsión de la ciudad para «cau­
terizar el mal» de entre los buenos habitantes indican que los sabios rabí-
nicos y dirigentes de Safed imponían la disciplina según la tradición de las
comunidades de España en su edad dorada. Incluso podría decirse, sobre
la base de este incidente, que el castigo impuesto y las expresiones aplica­
das al castigado no dejaban de poseer un cierto sabor inquisitorial.
No obstante, la singularidad y grandeza de Safed se encuentran en su
firmeza de voluntad y sus formas individuales de vida social más que en el
gobierno comunal de los «consejeros y los dirigentes... de las comunidades»
que funcionaban aquí de igual forma que en las demás poblaciones judías
en las que había comunidades-sinagoga.
Intento de restaurar la ordenación rabínica
La ferviente religiosidad de Safed y la conciencia del vigor creativo y
carismàtico de sus principales dirigentes dieron origen al intento de resta­
blecer aquella antigua institución de gobierno del pueblo judío, fuente re­
conocida de decisiones halájicas imperativas, que había sido la semijá (or­
denación rabínica; véase la cuarta parte). Quienes pretendían reponerla
estaban, sin duda, imbuidos de esperanzas mesiánicas. Querían instaurar
nuevamente la antigua dirección sacra y la plena autoridad de la halajá. Teó­
ricamente se basaban en la autoridad de Maimónides, quien había soste­
nido que en ciertas circunstancias era posible restablecer la institución de
la semijá si ésta era aprobada por todos los sabios y eruditos rabínicos.
El iniciador del plan era el poderoso y acaudalado erudito R. Yaacob
Berab (véase pág. 745) y él mismo fue el primero en ser ordenado. Estaba
apoyado por la mayor parte de los eruditos rabínicos de Safed. Ordenó a
cuatro sabios que posteriormente ordenaron a varios más. Uno de los or­
denados por él fue R. Yosef Caro, que más tarde logró imponer su codifi­
cación de la ley judía como guía indiscutible de la halajá.
Rabí Yaacob Berab emprendió su obra en 1538, cuarenta y seis años
después de la expulsión de España; numerosos factores influyeron en la res­
tauración de la ordenación rabínica. El fervor mesiánico anegaba Safed, en
parte debido a la personalidad y las predicaciones de Selomó Moljo (véase
pág. 822). Los conversos arrepentidos deseaban que hubiera una institu­
ción autorizada para decidir sobre la penitencia e imponer las formas apro­
piadas para su cumplimiento. Hervía el deseo de hacer de Tierra Santa el
centro del judaismo, del cual saliera la halajá para derramarse sobre toda
la diàspora y atraer a ese centro a gente «de todos los confines del mun­
do». Vibraba al mismo tiempo la esperanza de que el restablecimiento de
esa consagrada institución permitiría «restaurar la corona a su antiguo es­
tado», despertando la misericordia del cielo para restituir toda la gloria de
la nación, lograr su redención y restablecer su reinado como en tiempos pa­
sados. Éstos eran los factores básicos de la obra emprendida por R. Yaa­
cob Berab y sus compañeros.
Uno de los opositores a esta medida la resumiría de este modo:
780
Kl motivo principal que llevó a nuestros hermanos que residen en Galilea fen
Salcd] a dar ese paso es que ellos gimen y claman ante el desamparo de los que
enarholan el estandarte di' la Tora: sobre todo en d'stc país nuestro, desolado por
nuestros pecados, del cual salió en un tiempo la Tora para lodo Israel. Pero ahora
Israel «se ha vuelto pobre», y los violentos y las malas lenguas son poderosos y na­
die averigua ni pregunta nada. Por eso dijeron ellos [los habitantes de Safed]: «Vol­
vamos al Señor y levantemos la bandera de la Torá.» Y vendrán hacia nosotros des­
de todos los extremos del mundo a honrar al Dios del país. Porque se dirá que hay
jueces poderosos en Israel «e Israel prevalece». Y debemos hacer todo lo que po­
damos por restaurar la corona a su antiguo estado. Tal vez el Señor se muestre in­
dulgente con los que hemos quedado y vuelva a ser 'misericordioso con nosotros
como en los tiempos antiguos («Responsum of K. Moses de Castro», en Sefunot, 10
[1966], 147).

Aunque la iniciativa había sido tomada por Safed, se advierte por la


cita anterior que los eruditos rabínicos de Jerusalén reconocieron su impor­
tancia y valor. Los eruditos de Safed enviaron una carta a Jerusalén y, se­
gún dicen sus opositores, cuando los jerosolimitanos se enteraron de «esas
buenas nuevas, se nos llenó de regocijo el corazón, se alegró nuestro honor
y nuestro espíritu revivió, y alabamos y agradecimos al Señor, Bendito sea,
porque nos conservó la vida, nos mantuvo y nos llevó a discutir y tratar
este asunto..., un asunto de vasto significado que nos concierne a nosotros
y a otros» (ídem).
Pero el conservadurismo institucional y conceptual prevalecería sobre
la tendencia de Safed encaminada a la restauración y la innovación. Los
eruditos rabínicos de Jerusalén, encabezados por R. Leví ben Jabib, se
opusieron con vehemencia a la tentativa y la oposición conservadora se alzó
con el triunfo tras una incisiva disputa. Rabí Yaacob Berab y sus discípu­
los ordenados, entre ellos R. Yosef Caro, parece que se mantuvieron du­
rante algún tiempo ordenando y empleando el término ordenado, pero esta
práctica habría de extinguirse ya en vida de los discípulos de R. Yaa­
cob Berab.
Las inclinaciones mesiánicas y de restauración que cimentaban la reno­
vación de la semijá sin duda se fusionaron con la constante agitación me-
siánica de la que procedían. La idea de la semijá, que no tuvo una acogida
muy amplia, tampoco atrajo a mucha gente a Tierra Santa. Los que ini­
ciaron la práctica no lo lamentarían; muy al contrario, se consideraban hon­
rados por haberla secundado. El maguid de R. Yosef Caro —el guía espi­
ritual que lo instruía, «el alma de la Misná» como decía él— le dijo cier­
ta noche, en una visión tenida en sueños, cinco años después de ser orde­
nado por R. Yaacob Berab: «Te elevaré al rango de príncipe y dirigente
de todo el exilio de Israel en el reino de Arabistán. Y puesto que has de­
dicado tu alma a restablecer a su antiguo estado la corona de la semijá, me­
recerás ser ordenado por todos los sabios del país de Israel y de otras par­
tes; y yo restauraré por tu mano la semijá a su antiguo estado» (Maguid me-
sarim, Y’ilna, 1875, pág. 57).
Cinco años después de las objeciones enunciadas por los eruditos rabí­
nicos, R. Yosef Caro vio por tanto el origen de su liderazgo en el hecho de
haber sido ordenado. En sus esfuerzos por «restablecer la corona de la se-
mijá a su antiguo estado» —fraseología que por sí misma revela la inten­
ción restauradora y el sentido de conquista que involucraba— experimen­
taba un sentimiento de dedicación y esperaba tener el privilegio de llevar
a cabo su tarea. De cualquier forma, el tribunal rabínico de Safed recla­
maba para sí una posición especial y central. Dieciséis años después de la
tentativa de revivir la antigua práctica, R. Yosef Caro declaró: «Actual­
mente el tribunal de esta ciudad [Safed] es el único autorizado para el pue­
blo y tiene más sabiduría y más quorum que cualquier otro lugar que co­
nozcamos, y desde los cuatro rincones del mundo envían consultas y acep­
tan lo que dicen sus respuestas. Por eso tiene la autoridad legítima del Gran
Tribunal, sobre todo porque las comunidades reconocen su autoridad (Res­
ponso de R. Yosef Caro, núm. 17). Esta forma de expresión es menos categó­
rica de lo que debiera de acuerdo con la autoridad de la sagrada ordena­
ción de aquellos que la habían obtenido; no obstante, sus términos y su
tono constituyen un eco de esa gran reclamación presentada por R. Yaa-
cob Berab, y esta reivindicación más moderada de la autoridad central para
Safed se difundió por todas las comunidades produciendo un efecto muy
prolongado.

Codificaciones de la ley
Rabí Yaacob Berab convirtió el compendio del Talmud de R. Isjac Al-
fasi en fuente fundamental cuyo conocimiento profundo dispuso que fuera
un requisito previo indispensable para la ordenación sagrada. Con ello
R. Yaacob, que deseaba restaurar una institución que consagrase rabinos
dignos de ocupar un asiento en el Sanedrín, seguía las huellas de los inten­
tos que se habían hecho de forma periódica, al menos desde fines del si­
glo X, por resumir las discusiones talmúdicas en decisiones jurídicas senci­
llas, claras e imperativas. Ya se han mencionado los esfuerzos hechos por
Maimónides para otorgar a su Misné Tora el carácter de autoridad única
en las decisiones de halajá, y también de la enérgica resistencia a ese inten­
to (véase pág. 636). A comienzos del siglo XIV se llevó a cabo otra tenta­
tiva para imponer un código de la ley imperativo. Rabí Yaacob ben Aser
no pretendía que su obra reemplazase al Talmud; quería solamente que lo
acompañase. Por ello no incorporó en ella todas las leyes de la vida judía,
como hiciera Maimónides; suprimió aquellas, como las de los reyes, que se­
rían tema para el futuro. El libro, denominado Séfer haturim (El libro de las
hileras) —con referencia a las hileras de piedras preciosas que contenía la
placa pectoral del sumo sacerdote— estaba dividido en cuatro partes:
1.* Oraj jayim («Forma de vida»), que contiene las leyes de la vida diaria
a las que debe ajustarse cada judío desde el momento en que se levanta por
la mañana para servir al Creador hasta que se va a dormir después de re­
citar las oraciones de la noche, así como el orden detallado de la oración,
las leyes de la lectura de la Torá y las normas que rigen los deberes del
individuo, entre ellos los relativos al sábado y a las festividades; 2/ Yoré deá
782
(«Instrucción del conocimiento»), que incluye todas las leyes de las prohi­
biciones, incluidas las de carácter pecuniario, como las relativas al interés;
3.' Eben haézer («Piedra de ayuda»), leyes del matrimonio y la vida fami­
liar, y 4.' Josen mispat («Pectoral del juicio»), que comprende las leyes de
tipo económico. Rabí Yaacob excluyó no solamente las leyes que estaban
en suspenso durante el exilio, sino también toda presentación sistemática
de una orientación o filosofía religiosa; cabe suponer que lo haya hecho para
evitar la controversia. Entre las leyes detalladas aparecen varios dichos y
razonamientos morales basados en su perspectiva particular. La obra ob­
tuvo un notable éxito pasando a la base de todas las codificaciones y com­
pilaciones de la halajá realizadas con posterioridad.
Rabí YosefCaro (1488-1575) actuó con el profundo sentido del lideraz­
go y la responsabilidad que había recibido de su maestro R. Yaacob Be-
rab. Poseía una singular fuerza mística; creía que durante la noche, mien­
tras dormía, era visitado por «el alma de la Misná», su maguid o guía es­
piritual, que le transmitía instrucciones del más allá. Caro era una desta­
cada autoridad en halajá; resulta así posible ver en él a un místico activo
y productivo, un pensador talmúdico y halájico perspicaz y muy conocedor,
así como a un dirigente religioso que afirmaba poseer la autoridad de los
antiguos rabinos ordenados que integraron originalmente el Sanedrín.
Cuando residía todavía en Adrianópolis, en la península balcánica, era ya
presidente de una yesibá y había comenzado a escribir un comentario pro­
pio del Séfer haturim llamado Bet Yosef (La casa de José). En 1525 se instaló
en Safed, donde trece años después tuvo el privilegio de obtener la ordena­
ción rabínica de manos de R. Yaacob Berab, hecho que le hizo sentirse au­
torizado para luchar juntamente con su maestro por el establecimiento de
la institución de la semijá. En 1542 completó su obra Bet Yosef en su yesibá
de Saléd, y en 1555 compuso el Sulján aruj (Mesa dispuesta), un resumen de
su comentario como obra independiente de autoridad halájica. Estaba or­
denado al estilo del Séfer haturim, a base de párrafos breves, tratando cada
uno de ellos sobre una halajá determinada y su aplicación práctica. Como
regla general R. Yosef Caro seguía los principios y costumbres halájicos de
los sabios de España y la adaptación práctica del judaismo sejárdí.
Por la misma época, en Polonia, R. Mosé Isserles, rabino de Cracovia
—conocido por Ramá, c. 1520-c. 1572— componía un comentario sobre el
Séfer haturim al que llamó Darjé Mosé (Las sendas de Moisés). Se trataba de
una formulación de la halajá y las costumbres de los judíos askenazíes. Cuan­
do se publicó la obra de R. Yosef Caro y llegó a Polonia R. Mosé Isserles
redactó un resumen de las diferencias existentes entre sus decisiones halá-
jicas y las de R. Yosef, empleando la misma forma de párrafos breves para
comentar los del Sulján aruj o discrepar de ellos. De este modo tendió su
Mapá («Mantel») askenazí sobre la «Mesa dispuesta» sefardí. Ambos textos
se fundieron en las ediciones impresas del Sulján aruj, que así fue aceptado
en todo Askenaz■ Sin embargo, entre los sefardíes las decisiones halájicas si­
guen en exclusiva a R. Yosef Caro.
Estos dos hombres no eran las únicas autoridades que intentaron re­
dactar compendios de la halajá. Ambos tuvieron sus críticos, en cuanto a
783
los principios y con respecto a los detalles de sus decisiones. Al igual que
R. Isjac Allasi y Maimónides, también a ellos se les añadieron comenta­
rios y más comentarios sobre minuciosos aspectos de sus conclusiones. No
obstante, las obras de Yosef Caro y Mosé Isserles quedarían como guías
prácticas de la vida judía, individual y comunal, a partir del final del si­
glo XVI. Sólo a comienzos del siglo XIX, con el advenimiento del movimien­
to de la Reforma (véase la sexta parte) se intentaron nuevos enfoques, prác­
ticos y filosóficos, de la halajá y el modo de vivir judío.
Existieron asimismo factores técnicos que promovieron el éxito de estas
obras; la creación de la imprenta facilitó la amplia difusión de los libros in­
mediatamente después de ser publicados; anteriormente las obras solamen­
te podían ser adquiridas en copias manuscritas. Las relaciones establecidas
de forma más estrecha, debido a las mejores formas de comunicación exis­
tentes dentro de la diáspora también contribuyeron a incrementar su po­
pularidad, y en el caso de Yosef Caro se sumó para ello la autoridad y la
santidad de Safed y su propio carisma personal.
El caso de Ancona
En 1556 el pontífice Paulo IV, continuando su persecución de los ju­
díos, hizo procesar a un grupo de conversos que vivían en Ancona, puerto
del Estado papal, donde les había sido concedido derecho de residencia de­
bido a las ventajas comerciales que aportaban al territorio. El sultán, per­
suadido por doña Gracia y don Yosef Nasí, intervino en favor de los con­
versos, sin obtener resultado alguno. Varios de ellos huyeron de la ciudad
y hallaron refugio en el puerto rival de Pesaro, pero el papa no cedió en
sus posiciones. De los procesados, veinticuatro hombres y una mujer que
mantuvieron con firmeza su adhesión al judaismo, fueron con dignidad a
la hoguera. Los veintisiete que confesaron y se sometieron fueron enviados
a trabajar duramente a Malta, pero lograron escapar durante el camino ha­
cia allí.
El incidente sacudió a todo el mundo judío; existieron posiblemente mu­
chas tentativas de intervención dentro de Italia, pero ha quedado muy poca
constancia al respecto. Ese mismo año se registraron decisiones del «Con­
sejo menor» de los judíos de Venecia, disponiendo «ocuparse de cierto asun­
to de beneficio público que... no es apropiado que se anote en este libro».
Enviaron emisarios a Verona «para elegir a dos de ellos a quienes no de­
tengan la lluvia, la nieve, el frío o el calor... padre y rey nuestro... anula
todos los duros decretos promulgados contra nosotros». En Verona la co­
munidad judía aprobó el envío de «dos hombres para que estuvieran con
ellos en Venecia... porque allí se proponen ocuparse en cierta actividad de
bienestar general, que es secreto; se le puede comunicar únicamente a los
discretos y no se puede escribir en este libro» (I. Sonne, ed., From Paulo IV
to Pius V, Jerusalén, 1964, pág. 149). En Italia, por lo tanto, los judíos po­
dían tratar de conseguir ayuda, pero sin embargo temían llamar al inciden­
te por su nombre, ni aun en hebreo, y ni siquiera en documentos
judíos internos.
784
Doña Gracia decidió entablar una guerra mercantil abierta contra el Es­
tado papal desde el imperio otomano, proclamando el boicot comercial del
puerto de Ancona. Se trataba no solamente de castigar a esta ciudad, sino
también de recompensar a Pesaro, que había convenido en recibir a los con­
versos refugiados. Era una primera tentativa audaz de emplear el poderío
comercial de los judíos en el intercambio marítimo del Mediterráneo como
instrumento usado en beneficio de los que les prestaban ayuda, asestando
al mismo tiempo un golpe a quienes les causaban daño. La iniciativa par­
tió de «la gran señora» y de su grupo, pero ella reclamó el apoyo de los
eruditos rabínicos. Los rabinos de Italia no podían expresar su opinión
abiertamente, pero existen muestras conceptuales expresadas en otros lu­
gares. De hecho, se originó una disputa entre los que respaldaban el boicot
de doña Gracia y los que se oponían a la realización del mismo.
Esas discusiones partían de puntos de vista opuestos, pero todos ellos
encaminados a la formación de una política judía común para el problema
discutido. Los protagonistas del boicot argüyeron en nombre de los conver­
sos que habían huido de Ancona a Pesaro que con esta acción se obten­
drían «dos resultados: primero, vengar la sangre de nuestros hermanos ase­
sinados... y segundo, permitir que los que se reunieron en Pesaro... puedan
vivir seguros». Porque el duque de Urbino, que allí gobernaba, vería «cuán­
tas buenas ventajas se lograrían organizando el intercambio y el comercio
de su país» mediante el traslado hasta allí del tráfico judío de Ancona. De­
clararon que en realidad el duque los había recibido porque le habían di­
cho que los judíos decidirían el rechazo de Ancona; y que si ahora no lo
hicieran «se enfurecería y pondría un merecido fin a la residencia de los
judíos en su país» (ídem, pág. 156). Pero en Ancona quedaban todavía ju­
díos que se oponían a la acción porque pensaban que no se debía irritar
todavía más al papa. Había muchos judíos entre sus súbditos y el pontífice
arremetería contra ellos si advirtiera alguna acción despectiva hacia su per­
sona por parte de los establecidos en Turquía. Explicaron los opositores al
boicot que el duque de Urbino se conformaría con las ventajas comerciales
logradas a través de los conversos que se habían instalado por necesidad
en su puerto. No serían castigados en el caso de que no se actuase contra
Ancona, porque «es un hombre sabio y comprensivo y se da cuenta que
excede la capacidad de esos pobres judíos la posibilidad de obligar a todo
Israel» (ídem).
Rabí Yehosúa Soncino escuchó los argumentos de ambas partes y se pro­
nunció en contra del boicot por las siguientes razones: no se podía precisar
quién correría más peligro, si los judíos profesantes que seguían viviendo
en Ancona, en el caso de que se impusiera la acción, o los conversos que
se habían instalado en Pesaro, si no se impusiera. Además, él no veía que
en este caso correspondiera cumplir el mandamiento de «vengar... la san­
gre de nuestros hermanos», porque las víctimas eran conversos que habían
seguido en público las prácticas religiosas cristianas. Cometieron un grave
error pasándose abiertamente al judaismo bajo la dominación cristiana.
El rabino quería establecer la política judía que habría que observar en es­
tos casos con respecto a los conversos: «Si encontrara a alguien que me apo-
785
vara diría que es preciso excomulgar a todos los convertidos por la fuerza
en Portugal que se establecen en los dominios de un gobernante o duque
de los países cristianos. Porque si bien en esa oportunidad les hablan ama­
blemente y los halagan..., cuando llega el momento se vuelven contra ellos.»
Extrae, entonces, la conclusión de que la adhesión al boicot dependerá de lo
que cada cual decida. El que quiera apoyarlo puede hacerlo y el que no
quiera tiene derecho a abstenerse (ídem. pág. 157).
Otra posición muy distinta.es la que tomó el rabino sefardí Yosef ibn
Leb, quien definió el boicot como «un acuerdo permanente y obligatorio por
el que ningún judío de Turquía podía comerciar en Ancona». Definió a los
que lo reclamaban no como los refugiados de Pesaro, tal como les llamara
R. Yehosúa, sino como «unas cuantas personas enardecidas por la quema
de aquellos santos» (ídem, pág. 155), destacando de ese modo el idealismo
de los promotores de la acción. A las razones para la venganza, la bené­
vola actitud del duque de Urbino y la consideración de que si no se boico­
teaba a Ancona quedarían en situación desfavorable los refugiados en Pe­
saro, agrega luego la siguiente razón, de índole religiosa y nacionalista:
«Es casi seguro que el papa, que es señor en ese lugar, profanó el Nombre
del cielo.» Sugería con eso que los que pedían el boicot consideraban que
con la quema de los mártires se había profanado el Nombre del cielo y el
honoi del Dios de Israel. Se queja R. Yosef de que el papa sea «perver­
so... y lo que no se ha hecho nunca lo hace él, como quemar despectiva­
mente el Talmud». La actitud generalmente hostil del papa hacia el ju­
daismo fue razón suficiente para la organización de una campaña comer­
cial generalizada contra él. Además, cuando el duque de Urbino viese que
no se había cumplido la promesa de rechazar el trato con Ancona podría
entregarle los refugiados «al papa, que se los está reclamando para senten­
ciarlos a la pena de muerte». Rabí Yosef ibn Leb opinaba que la mayoría
de las comunidades judías tenía derecho a exigir a la minoría que partici­
paran en la acción (ídem).
La tentativa fracasaría finalmente debido a las disensiones internas exis­
tentes entre los judíos, el mismo fenómeno que había malogrado la restau­
ración de la sernijá. Las dos tentativas, la de revivir una antigua y consa­
grada institución y la de emplear el poderío comercial como fuerza política,
procedían de los círculos de antiguos conversos españoles; ambas iniciati­
vas, juntamente con el nuevo interés puesto en la codificación de la ley, re­
flejaban el deseo de unificar a las comunidades judías de toda la diáspora
en una forma de vida común basada en la halajá y en la acción conjunta
mediante el poderío económico.

Los Consejos Nacionales: raíces y comienzos


Las tendencias hacia la unificación expresadas en los citados intentos
de la diáspora sefardí habían de concretarse con éxito en el establecimiento
en varios países grandes de una serie de instituciones centrales destinadas
a dirigir los asuntos judíos. Han sido mencionadas anteriormente las repe-
786
tidas tentativas que para crear una dirección central judía se habían lleva­
do a cabo en las reuniones de eruditos rabínicos y dirigentes comunales.
Se ha citado la existencia de Consejos y asambleas de esa clase en Alema­
nia, en España —Aragón y Castilla— y en Italia, y se han mencionado sus
actividades y ordenanzas. Un Consejo — Vaad— era, de acuerdo con la ter­
minología de la Edad Media, una reunión o asamblea que tenía una fina­
lidad determinada. Por consiguiente esas instituciones centrales no eran per­
manentes; aunque se reunían con bastante frecuencia y establecían un sen­
tido de continuidad, conservaban su carácter de temporalidad derivado del
momento de su desarollo inicial.
Los Consejos que lograron una mayor amplitud y continuidad fueron los
establecidos en los países eslavos occidentales, en Polonia y Lituama, así
como también los de Bohemia y Moravia. El éxito que obtuvieron en esas
regiones fue debido a la conjunción de varios factores. Se ha visto (en la
pág. 769) que la población judía de Polonia-Lituania experimentó un pro­
ceso generalizado de expansión durante el siglo XVII. Los judíos abando­
naban las ciudades «reales» para trasladarse a las nuevas ciudades «priva­
das» de la nobleza y creaban muchas comunidades nuevas, algunas de las
cuales se desarrollaron y prosperaron todavía en mayor grado que las es­
tablecidas anteriormente. El sistema de arrendamiento originaría en las al­
deas una serie de pequeños asentamientos judíos, integrados en ocasiones
por poco más de dos o tres familias. Las comunidades antiguas reclamaban
la autoridad sobre las nuevas, y semejante exigencia tenían las comunida­
des prósperas con respecto a las de escaso vigor. Además, todas las comu­
nidades pretendían tener el mando sobre «las zonas circunvecinas», es de­
cir, sobre los grupos de familias dispersas en torno a las mismas.
Desde comienzos del siglo XVI las autoridades polacas se propusieron
formar un «gobierno» judío central al que pudieran encomendarle el cobro
de los impuestos a los miembros de las comunidades ahora dispersos por
todo el territorio. Lo intentaron en un principio mediante el nombramien­
to por la autoridad real de los rabinos centrales o principales. En 1503
R. Yaacob Polak fue nombrado rab de los judíos de Polonia; el rey Alejan­
dro proclamó que «en virtud de su dedicación a la ley de Moisés, de la que
posee un profundo conocimiento, lo mismo que de todas sus normas» le
otorgaba «esta carta de nombramiento... para ascenderlo y designarlo rab
de los judíos». El rey le otorgaba «completa autoridad para juzgar y solu­
cionar las disputas de los judíos, rectificar los errores, mejorar las costum­
bres y cumplir... otras funciones relacionadas con el cargo de rab de acuer­
do con la mencionada Torá». El rey polaco ordenaba asimismo a todos los
judíos de su reino, ya fueran residentes en sus propiedades o en las de los
magnates, «con toda la severidad de la ley, reconocer a dicho judío... como
rab de acuerdo con vuestra Torá, tener cuidado y someterse a su disciplina
en todos los asuntos correspondientes a su cargo» (Halperin, op. cit.,
pág. 236).
La población judía de Polonia siguió incrementando su número mien­
tras iba disminuyendo paralelamente la fuerza centralizadora de la corte
real. A mediados del siglo XVI, las autoridades reales de Polonia tendían
787
a mostrar mucha tolerancia hacia las distintas religiones y opiniones, incli­
nándose a otorgar autonomía de gobierno a diversas regiones y grupos de
residentes. De acuerdo con esto, la jefatura del rabinato dejó de depender
del Estado y pasó a ser cuestión decidida por los mismos judíos. En 1551
el rey Segismundo Augusto dio permiso a los judíos de la «Gran Polonia»
para que eligieran «al rabino mayor y juez religioso en el momento reque­
rido, siempre que... haya quedado vacante este cargo de rabino o el de juez»
(ídem, pág. 238).
La tendencia hacia la centralización en el gobierno interno judío se man­
tuvo, extendiéndose los límites de la autonomía obtenida. Incluso la auto­
rización concedida a este rabino mayor, elegido por los mismos judíos, co­
menzó a ser expresada en términos más honrosos. El rey le otorgó a esta
figura «la autoridad total para juzgar, investigar, indagar, fallar sin apela­
ción con respecto a todos los países... que están dentro de su jurisdicción;
para imponer castigos y excomulgar de acuerdo con la Torá de Moisés y
sus normas, y para dedicarse a todas las demás cuestiones relativas a la re­
ligión». Esta amplia autoridad le fue otorgada a petición de los mismos ju­
díos, pues el rey advierte a continuación:
Repetimos y confirmamos expresamente lo que esos mismos judíos nos han de­
clarado; y si alguno de los mencionados se atreviese a prestar poca atención a los
castigos y excomuniones impuestos sobre él por el rabino, el juez u otro de sus di­
rigentes y no se sometiera meticulosamente a las sanciones en el término de un mes,
será puesto en nuestras manos para ser castigado con la pena de muerte, confiscán­
dose todos sus bienes en beneficio de nuestra tesorería (ídem, págs. 238-239).
El rey ordenó a los príncipes y nobles que prestasen su ayuda al rabino
y no a los judíos que le negaban autoridad. Parece que R. Mosé Isserles
también tenía un cargo rabínico con poderes similares, confirmados por el
Estado; y es posible que hubiera sido elegido igualmente por los judíos, de
acuerdo con su opinión sobre los rabinos nombrados por el Estado, según
figura en el número 123 de sus Responso.
En 1577 en Bohemia y Moravia los dirigentes comunales y rabínicos de
la comunidad de Praga firmaron una ordenanza que reglamentaba la elec­
ción de su rabino mayor. Entre los signatarios del acuerdo, que se basa en
la autoridad de rabinos anteriores, figuran el Maharal de Praga y su her­
mano R. Sinay. Los puntos principales de esta ordenanza eran que «nadie
deberá aceptar un cargo elevado sin contar con la aprobación mayoritaria
de la comunidad, como se estila en todos los barrios donde viven judíos».
«Nadie deberá hacerse cargo de un puesto en esta comunidad, ni de jefe,
ni de rabino, juez o cualquier otro, por más de un año; y al final del mismo
deberán renovarse todos los puestos de acuerdo con las ordenanzas.» Estas
ordenanzas fueron presentadas al emperador, recordándole que «Moisés,
que fue el primero y principal de los profetas, siendo todas sus palabras ex­
presión de Dios y sus mandamientos, cuando quiso nombrar sobre ellos je­
fes y comandantes, dijo a la comunidad: “Traedme hombres sabios, inteli­
gentes y notables... y los pondré al frente de vosotros”» (Bondy y Dvorsky,
op. cit.. núm. 772, págs. 558-559). Según otros documentos hubo en aque-
788
lia época en Fraga una lucha interna y externa por la independencia de la
comunidad para elegir a sus dirigentes, y de manera especial por la parti­
cipación de los rabinos en esa elección.
Tanto en Polonia-Lituania, como en Bohemia y Moravia el Estado tuvo
interés en la elección del gobierno interno judío. En esos reinos los judíos
insistieron en reclamar la más completa independencia para elegir a sus re­
presentantes, de acuerdo con las mejores tradiciones de autonomía judía.

El gobierno de los Consejos Nacionales


Existen indicios reveladores de que a partir de la segunda mitad del si­
glo XVI el gobierno interno judío fue ejercido de forma creciente por diri­
gentes elegidos y grandes rabinos que eran considerados como dirigentes y
representantes de los «países» o «estados», tal como llegaron a ser denomi­
nadas extensas zonas de Polonia y de Lituania. Del año 1567 data una re­
ferencia concreta a dos jefes que disponían en las cuestiones relativas a los
impuestos «en nombre de todas las comunidades judías... del ducado de Li­
tuania». Se conservan asimismo ordenanzas promulgadas hacia el año 1569
«por personas escogidas de todos los países de Lituania» que atribuyen a
sus actos el hecho de haber sido realizados en nombre de «todas las comu­
nidades de los estados de Lituania, cuya autoridad nos ha sido conferida»
(I. Halperin, East European Jewry, Jerusalén, 1968, pág. 49). Las mismas or­
denanzas que hablan de «las personas escogidas... de Lituania» disponen
la realización de reuniones cada tres años, y como primera medida «se eli­
gieron nueve jefes del Estado y tres rabinos» (ídem). Este número de re­
presentantes podría indicar que Lituania ya tenía establecidas tres «comu­
nidades [que son] cabeceras de tribunal». De todas maneras el Consejo Na­
cional de Lituania estaba constituido con este esquema de tres comunida­
des rectoras desde 1623, cuando las tres comunidades constituyentes del
Consejo —Brest-Litovsk, Grodno y Pinsk— firmaron un acuerdo señalan­
do los «límites y los alrededores» de las regiones que quedaban en la juris­
dicción de cada una de ellas. Varias generaciones más tarde se unirían a
éstas otras dos comunidades, las de Vilna y Slutsk. De todas formas, unas
pocas comunidades eran las que controlaban el Consejo de Lituania y re­
solvían sus asuntos.
En Polonia existía una estructura diferente. Allí las comunidades esta­
ban reunidas en «distritos» ya antes de que se organizara el Consejo Na­
cional de Polonia. El distrito de la «Gran Polonia», por ejemplo, comenzó
a tomar forma ya en 1519, quedando posteriormente encabezado por la co­
munidad de Posen (Poznan). Otras regiones parecen haberse creado sólo
en la segunda mitad del siglo XVI; de todas maneras, de los últimos años
del decenio de 1570 han quedado noticias de «los rabinos de los tres Esta­
dos» de Polonia y de «los jueces de los tres países».

789
Im comunidad local
En Polonia y Lituania los Consejos se establecieron sobre los cimientos
de las organizaciones comunales locales, principalmente las de las grandes
ciudades. En 1595 la comunidad judía de Cracovia aprobó una serie de or­
denanzas inspiradas en las instituciones y formas de vida de aquella gran
comunidad. Fueron escritas en yídico con gran cantidad de frases y pala­
bras hebreas (M. Balaban, ed., «Die Krakauer Juden-gemeindc- Ordnung
von 1595 und ihre Nachträge», en Jahrbuch der Jüdisch-Literarischen Gesell­
schaft, Francfort a. M., 10 [1913], págs. 296-360; 11 [1916], págs. 88
y 114). La de Cracovia era la primera comunidad judía de la región «Pe­
queña Polonia» y una de las principales del Consejo Nacional. Cuando se
sancionaron las ordenanzas esta comunidad tenía «cuatro presidentes, cin­
co lobim — boni viri—, catorce cabal, tres jueces inferiores..., tres jueces se­
cundarios..., tres jueces terciarios..., tres contadores..., cinco tesoreros...,
cinco notables a cargo de los huérfanos... y guardias del estado para los im­
puestos sobre las bebidas alcohólicas» (ídem, 10, pág. 316). La ordenanza
detallaba claramente la esfera de actividades y las atribuciones de cada gru­
po de funcionarios comunales; por ejemplo: «los tesoreros deben visitar,
cada uno durante el mes en que le toca el turno, las casas destinadas a la
caridad, y por lo menos una vez durante su mes, las casas de baños y las
carnicerías, y deben inspeccionar la forma en que todo se organiza, y tam­
bién a los bañeros y los carniceros» (ídem, pág. 341). Las facultades de los
tres grados de jueces —dayanim— se fijan de acuerdo con el importe del di­
nero que haya en litigio. Los jueces «inferiores» estaban autorizados para
dirimir las querellas «por valores comprendidos entre un centavo y diez pie­
zas de oro» (ídem, pág. 331). Los jueces «secundarios» tenían poder para
resolver las demandas por sumas que iban «de diez... a cien piezas de oro»
(ídem, pág. 332). «Los jueces terciarios, los eminentes», juzgaban todos los
pleitos que pasaban de cien piezas de oro (ídem, págs. 332-333). Había mu­
chos directores deyesibot cuya posición dependía de la academia que diri­
gían, a menudo con recursos propios, y de su conjunto de alumnos. Sobre
todos los jueces y eruditos rabínicos que enseñaban en la ciudad estaba el
«presidente del tribunal rabínico», que era el rabino mayor de la ciudad,
su jefe espiritual y director de layesibá más importante, siempre mantenida
con fondos públicos. En una ciudad de primera línea, como Cracovia o Poz­
nan, su presidente del tribunal rabínico era también el gran rabino de la
región. Más tarde, la comunidad de Cracovia tuvo también un predicador
oficial cuya función era sermonear al pueblo en la sinagoga y ocupaba en
la comunidad una respetable posición. Entre los elegidos en Cracovia figu­
raban funcionarios menores, tales como «ordenanzas y un cantor para la
sinagoga vieja —la mayor—, bañeros, matarifes rituales, el ordenanza prin­
cipal de la comunidad y ordenanzas y maestros para las sinagogas —me­
nores—» (ídem, pág. 323). La comunidad también nombraba «un stadlán
—intercesor— para acompañar a quien lo necesitara» (ídem), es decir, el
stadlán ya no representaba como antes a la comunidad judía frente al Es­
tado, los ministros o la ciudad; esta función era cumplida ahora por los di-
790
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Polonia-Lituania cu los siglos XVI y XVII
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rectivos de la comunidad. Al stadlán se le encargaban los asuntos diarios
de menor importancia, «para aliviarles la tarea de las negociaciones a los
dirigentes, que no pueden interceder por todos y cada uno. Nuestro pueblo
tiene numerosas necesidades, y son imperiosas. Que acompañe entonces
—el stadlán— a quien lo solicite a ver al juez, al escribano, a un funciona­
rio, a los aduaneros, o a los asesores municipales, o a cualquier otro lugar
adonde haya que ir» (ídem, pág. 328). Así pues, esta comunidad propor­
cionaba a sus miembros una especie de abogado que intercedía ante los ni­
veles inferiores de las autoridades gentiles.
La comunidad de Cracovia poseía asimismo comisiones de evaluación
que determinaban el importe de los impuestos que cada miembro debía pa­
gar al Estado y para el mantenimiento de la comunidad. Los métodos que
empleaban las comisiones eran cuidadosamente regulados, así como tam­
bién el procedimiento que empleaban para verificar las declaraciones de bie­
nes. Dirigían a los funcionarios de la comunidad administradores que se tur­
naban mensualmente, siendo cada uno de ellos durante su mes de turno el
verdadero gobernante de la misma. Supervisaba a todos los empleados y
juntamente con el presidente del tribunal rabínico daba instrucciones, toma­
ba parte en las cuestiones legales y representaba a la comunidad en general.
Las ordenanzas de Cracovia del año 1595 revelan que las comunidades
judías de Polonia se consideraban con derecho y aun con la obligación de
fiscalizar todos los ámbitos de la vida de sus miembros, de dar orientacio­
nes, controlar las conductas e incluso aplicar castigos al que se apartara
del buen camino. Había ordenanzas para las actividades comerciales, el mo­
vimiento mercantil, las tasas de interés de los préstamos otorgados a los gen­
tiles, que no eran inferiores al 12 por 100; asimismo había para determi­
nar quién debía recibir limosna, quién debía darla y cuándo no se debía
dar, cuándo debían abstenerse los judíos de entrar en las calles de los gen­
tiles, cómo debían reaccionar cuando eran insultados, cómo debían condu­
cirse para conseguir que les vendieran barata la mercadería, qué se debía
hacer para impedir que les tiraran por encima de la pared basuras y es­
tiércol. «Los vecinos deben informar a los funcionarios, quienes deben re­
clamar la multa», a quienes hayan violado las ordenanzas relativas a la lim­
pieza (ídem, págs. 359-360).
Había otras comunidades que tenían los mismos reglamentos; en Poz­
nan, en 1629, «los residentes de la calle de los Arboles se quejaron amar­
gamente de que ellos eran los que más pagaban para la retirada de las ba­
suras y a pesar de ello de su calle no se retiraba nada». Los «keserim» (pro­
bos) de Poznan, institución consultiva de la comunidad compuesta por ex
dirigentes de la comunidad, aconsejaron, en respuesta al clamor manifes­
tado, «que la comunidad debe nombrar funcionarios especiales para la ca­
lle de los Arboles, encargados de supervisar la retirada de las basuras y la
limpieza de la calle, como se hace en la de la Sinagoga. Y el dinero recau­
dado para las basuras en la calle de los Arboles debe ser usado justamente
para retirar las basuras de esa calle» (1). Avron, ed., Fincas hakeserim, Je-
rusalén, 1966, pár. 108, pág. 21). Un año más tarde, la misma comuni­
dad de Poznan aprobó otro reglamento todavía más amplio: «En las calles
792
habrá funcionarios especiales, dos por cada una, encardados de los asuntos
de su calle. Los funcionarios recaudarán dinero para los gastos y necesida­
des de la misma, para que el campamento de Israel sea santo» (ídem,
pár. 141, pág. 28). Tres años después los Keserim establecieron que «la co­
munidad... debe nombrar funcionarios en cada calle de los judíos, como se
acostumbra desde hace tiempo; y ellos recaudarán dinero para retirar las
basuras en la forma acostumbrada» (ídem, pár. 216, pág. 43). La limpie­
za de las calles era, por lo tanto, un requisito, establecido de mucho tiempo
atrás, del que se seguían ocupando los dirigentes de la comunidad
de Poznan.
A través de estas disposiciones se advierte que estos dirigentes contro­
laban cuidadosamente todos los puntos tratados en las ordenanzas y sus ins-
truciones revelan que conocían a fondo el carácter de los problemas con los
que se enfrentaban. En Cracovia, por ejemplo, precisaron los métodos de
enseñanza que se debían adoptar y los principios que determinarían la paga
de los maestros. Lo que salta a la vista es la distinción fundada en los pro­
gramas enseñados; se empleaba una escala que fijaba el pago por hora, pero
establecía asimismo el número de horas que debían dictarse de acuerdo con
la dificultad de la materia. La tendencia a limitar los derechos del maestro
respecto de sus horas de enseñanza es por sí misma instructiva. Es una ex­
presión característica de la autoridad que ejercía la comunidad sobre el in­
dividuo para evitar que hiciera en su beneficio algo que pudiera perjudicar
al grupo en conjunto. En este caso el maestro no ganaría más que lo com­
patible con una instrucción satisfactoria (Balaban, op. cit., 10, págs. 99-100).
Los presupuestos de las comunidades de Polonia estaban dirigidos prin­
cipalmente a proteger a los judíos de los daños que pudiesen provenir del
medio gentil. Más del 60 por 100 se invertía en contribuciones pecuniarias
y obsequios para potentados y dignatarios gentiles como retribución a sus
acciones de intercesión y mediación en litigios contra ofensores de los ju­
díos. Cerca de la mitad del 30 por 100 restante era invertido en gastos de
administración y sueldos; la otra mitad era para la beneficencia. En Poz­
nan, en la primera mitad del siglo XVII, entre los que cobraban sueldo de
la comunidad estaban los médicos, el sladlán, los cantores, los ordenanzas,
las parteras, los guardianes de las calles, judíos y gentiles, y el escribano.
En esta ciudad los sueldos más altos eran los percibidos por el presidente
del tribunal rabínico y el predicador de la comunidad. De la beneficencia,
una suma importante era destinada para el pago de la dote y la boda de
las novias carentes de recursos económicos.
Los dirigentes de la comunidad eran elegidos por un año, con la excep­
ción de ciertos funcionarios cuya actividad requería conocimientos especia­
les y una posición especial, como la del presidente del tribunal rabínico,
que era elegido generalmente por tres años y solía ser nombrado nueva­
mente para tres años más. Las elecciones se celebraban habitualmente en
los días intermedios de la Pascua. Los electores eran pocos; se ha calculado
que, en general, la proporción de personas con derecho a voto dentro de
cada comunidad no pasaba del 11 o el 12 por 100 del total de sus miem­
bros, cifra que en ocasiones descendía hasta el 4 ó el 5 por 100. Los vo-
793
tantes elegían entre cinco y nueve integrantes de su grupo con el carácter
de compromisarios, los cuales se reunían y elegían a los funcionarios comu­
nales. En los cargos elegidos las funciones se desempeñaban en la práctica
por turnos mensuales. Por esta razón se llamaba al pamas (dirigente prin­
cipal) «el pamas del mes»; la rotación mensual solía aplicarse también a los
tesoreros. Cada cual cumplía sus obligaciones durante el mes que le corres­
pondía, después de lo cual pasaba a ser miembro del consejo institucional
como los demás, hasta que, por rotación, volvía su turno y asumía una direc­
ción activa.
En muchas comunidades existían corporaciones y asociaciones de afi­
liación voluntaria. En 1640, por ejemplo, los barberos de Cracovia, que
eran también los cirujanos de aquella época, se unieron en una corporación
gremial. La finalidad principal era la de impedir que los aprendices ejer­
cieran la profesión antes de haber trabajado el tiempo suficiente para ser
reconocidos como artesanos confirmados. Establecieron por consiguiente
que ningún miembro de la corporación «tiene derecho a tener consigo más
de un aprendiz para enseñarle el oficio; y éste —el aprendiz— estará con
él durante tres años consecutivos. Durante dos años completos dicho apren­
diz no tendrá derecho a hacer sangrías a ninguna persona en el mundo.
En el tercer año podrá sangrar únicamente estando el maestro a su lado,
para que aprenda el oficio de la mejor manera y no se desmaye ni se des­
cuide en su trabajo». Juntamente con estos estatutos de índole estrictamen­
te profesional, los barberos cirujanos dispusieron que fuese colocado un ca­
jón «para recibir semanalmente las limosnas de los asociados, de acuerdo
con la generosidad de cada uno». Se impusieron asimismo la obligación de
cobrar una tarifa uniforme y justa y fijaron normas para evitar la compe­
tencia interna. El grupo tenía también carácter social, porque «se compro­
metieron... a vivir fraternal y amistosamente entre ellos, a celebrar afectuo­
samente las tres fiestas de peregrinaje, a estar contentos y alegres y de áni­
mo jovial» (F. Wetstein, Cadmoniyot mi-pincasim yesanim, Cracovia, 1892,
núm. 9, págs. 28-29). Además de estas corporaciones, hay noticias de aso­
ciaciones destinadas al cumplimiento de los ritos fúnebres (Jebrá cadisa),
para visitar a los enfermos, reunirse a recitar salmos, etcétera.
Es posible que las tendencias sociales emanadas de Safed influyeran en
el surgimiento de estas asociaciones durante la segunda mitad de este
período.

Métodos y prácticas de los Consejos Nacionales


Las grandes comunidades judías estaban bien organizadas dentro de las
ciudades, aunque las más pequeñas no tenían sin duda una organización
tan evolucionada como las de Cracovia y Poznan. Sobre esta base firme de
las comunidades locales estrechamente entrelazadas entre sí se cimentó, a
fines del siglo XVI y principios del XVII, la complicada estructura del go­
bierno interno central, nacional, de los judíos de Polonia y Lituania. En Bo­
hemia y Moravia se desarrolló una organización similar, probablemente en
794
la segunda mitad de este período, pero sus estatutos sólo son conocidos a
partir del año 1651. En Polonia y Lituania, la comunidad mayor contro­
laba generalmente las zonas aledañas, integradas, como se ha dicho, por
pequeños pueblos y aldeas que carecían de comunidad judía organizada, o
si la poseían era de creación reciente y estructura débil. Con el paso del
tiempo, estas comunidades y sus vecinos constituirían bloques regionales de­
nominados galil. esto es, distritos. En un contexto más amplio serían de­
nominados «estado» (mediad) o «país» (eres). Eos representantes de las co-
minidadcs de un distrito se reunían regularmente en los Consejos de dis­
trito. El rabino presidente del tribunal rabínico de la comunidad principal
d< un distrito era considerado presidente del tribunal rabínico de lodo él
y era llamado «presidente del tribunal rabínico del Estado». Los Consejos
d( los distritos y sus instituciones promulgaban ordenanzas y daban las ins-
ti\ cciones. En ocasiones una comunidad principal citaba a los represen­
tantes de comunidades subordinadas para sancionar ordenanzas ad hoc. Por
cjt nplo, en el año 1602 «se reunieron los dirigentes del pueblo, jefes y man­
datarios de la santa comunidad de Vladimir —Volhynia—... con los com-
pri/misarios de cada una de las comunidades de los alrededores, pertene­
cí ates a la santa comunidad de Vladimir, que habían sido elegidos por las
cc i unidades para reunirse en sesión con nuestro presidente del tribunal ra­
bí ico y adoptar las medidas necesarias para evitar la profanación del sá­
bado y de las fiestas» (H. H. Ben-Sasson, en Zion, 21 [1956], pág.195).
En Polonia, los jefes de los «Estados» y sus rabinos solían reunirse en
a.1- mblea en las ferias de Lublin y Jaroslaw. Es posible que la costumbre
ln <iese comenzado por una reunión de «los jueces de los países», tribunal
in grado por importantes eruditos rabínicos de las principales comunida-
di >de los diversos países, cuva autoridad era reconocida por todos. Este tri-
l)i nal resolvía durante esas ferias cuestiones relativas a todos los judíos de
P< ionia, disputas promovidas entre los países, o entre las comunidades, y
re ursos presentados por las personas individuales contra decisiones de
ot os rabinos u otros tribunales. Las deliberaciones de este tribunal adqui­
rían así inevitablemente un cierto carácter publico y político. Los jefes de
lo diversos «Estados» fueron uniéndose a los jueces, comenzaron a traba­
ja juntamente con ellos y dieron origen al «Consejo de los países» o Con­
sejo Nacional de Polonia, al menos en la forma que se sabe tenía a partir
del año 1580. Aparece también designado con el nombre de «Consejo de
los cuatro países», aunque en ocasiones había en él representantes de más
de cuatro países. Este Consejo constaba de dos cámaras: la primera com­
puesta por los jefes de los «Estados», elegidos por los distritos y sus repre­
sentantes, una especie de parlamento de los judíos de Polonia; y la segunda
poi los «Maestros de justicia de los cuatro países», la institución desarro­
llada a partir de «los jueces de los países», la cual pasó a ser una especie
de corte suprema de los judíos de Polonia, un collegium de jueces elegidos.
Son conocidas las relaciones entre estas dos cámaras, el parlamento y
el tribunal supremo, por el preámbulo de las ordenanzas relativas al héter
iscá, la fórmula legal que permitía el préstamo con interés entre judíos, y
por las ordenanzas de las prohibiciones sabáticas del año 1607. Estas orde-
795
nanzas fueron promulgadas «cuando se reunieron los dirigentes y los jefes
del pueblo de los tres países y analizaron el estado de la nación». Describen
detalladamente las deliberaciones que aquéllos sostuvieron acerca de lo que
había de incorrecto en la vida de los judíos. De ellos, por tanto, partieron
las ordenanzas. Pero para redactarlas «eligieron rabinos de las grandes co­
munidades», y fueron éstos quienes en realidad las formularon. Al mismo
tiempo «los jefes de los Estados se comprometieron... a que cada uno de ellos
impusiese en su respectivo territorio el cumplimiento de lo que fuese orde­
nado» (H. H. Ben-Sasson, Hagut vehanhagá, Jerusalén, 1959, págs. 259-260).
La promulgación y puesta en práctica de las ordenanzas redactadas por
los rabinos fueron encomendadas a los dirigentes, porque la gobernación
de la sociedad y la toma de iniciativas estaba en sus manos. Este reparto
de funciones no siempre se cumplía de forma estricta, pero en general exis­
tía una satisfactoria cooperación entre la sección parlamentaria y la judi­
cial del Consejo.
En Lituania, el gobierno poseía una estructura diferente en varios as­
pectos. El Consejo del Estado de Lituania o Consejo del Estado no estaba estruc­
turado sobre países. Tres, cuatro y finalmente cinco comunidades princi­
pales eran sus componentes esenciales. En las reuniones del Consejo, inte­
grado por sus dirigentes y rabinos y dividido en las dos grandes secciones
antes descritas, estaban autorizados a estar presentes «portavoces» de las
demás comunidades, pero sin tomar parte en las deliberaciones. Si bien
existen indicios de que el Consejo de Lituania es anterior al Consejo de los
países de Polonia, noticia de sus actividades sólo se tiene desde el año 1623.
El funcionamiento de estos dos Consejos, el de Polonia y el de Lituania, se
prolongaría hasta más allá del período que se está tratando ahora; fueron
finalmente abolidos por las autoridades polacas en el año 1764 (véase la
sexta parte).
Las ordenanzas de Moravia'de 1651 mencionan, y a veces citan, otras
anteriores, pero ellas son la primera compilación y la primera noticia que
ofrece un panorama sobre los Consejos que dirigían los asuntos judíos en
aquella región. Según éstas fueron «elegidas seis personas... como jefes de
Estado; a saber, en cada distrito había dos... jefes de Estado..., así que en
en total serán seis jefes de Estado... y tendrán autoridad coactiva para ex­
comulgar y castigar pecadores y rebeldes, y dirigirán con severidad». Otras
seis personas fueron elegidas para recaudar los impuestos, también dos por
cada distrito. La elección se hizo de una manera interesante. Las comuni­
dades integrantes del Consejo enviaron emisarios al «Consejo de renova­
ción», donde «resolvieron reunirse... para volver a nombrar jefes de Estado
y nuevos elegidos». Se fijó la representación de cada comunidad de acuer­
do con su participación en el impuesto. El Consejo de renovación se reunió
al principio como si fuera una convención de «Consejos» de distrito inde­
pendientes; «los emisarios del distrito superior por su lado, los emisarios
del distrito central por su lado y los emisarios del tercer distrito por su lado.
Y cada distrito hubo de elegir de entre los suyos cinco hombres inteligen­
tes, entendidos e informados». Estas quince personas formaban una especie
de comité ampliado que se ocuparía de los asuntos del Estado, por separado
796
y también conjuntamente con los jefes del Estado. Para elegir a los jefes del
Estado, todos los emisarios y los que tenían un cargo elegidos en el Consejo
anterior se reunían y se repartían según los tres distritos. Ponían las pa­
peletas en una urna y las iban sacando una a una hasta que resultaban
elegidos los nueve compromisarios. Estos nueve a su vez elegían a los seis
jefes del Estado, dos por cada territorio, y según este mismo principio tam­
bién a los seis tasadores de impuestos. Los elegidos resolvían a fin de cuen­
tas por mayoría, aunque se procuraba obtener la unanimidad (I. Halpe­
rin, ed., Ordenanzas de Moravia, [en hebreo], Jerusalén, 1951, pár. 24-25,
págs. 11-16). Los Consejos de Polonia y Lituania trataban de reunirse en
plazos determinados, los de Polonia dos veces por año v los de Lituania
cada dos años, pero no siempre lo conseguían. Los Consejos regionales tam­
bién trataban de realizar sesiones en plazos determinados. Los Consejos, so­
bre todo en Polonia, tenían un sistema completo de funciones y títulos.
Nombraban «un pamas de la casa de Israel de los cuatro países» que presi­
día el Consejo. Se elegía siempre para este cargo a uno de los jefes del Es­
tado, y no a uno de los rabinos. El siguiente en categoría era el «neemán de
la casa de Israel de los cuatro países», el tesorero y primer secretario del
Consejo. Este cargo era retribuido y para ocuparlo también eran elegidos
rabinos; estaba bajo las órdenes del «pamás de la casa de Israel». Otro car­
go importante, honorable, era el de «stadlán de la casa de Israel»; tenía un
sueldo alto y debía estar siempre presente en la corte real o en las reunio­
nes de los Sejms (dietas) reales, para dar a conocer la opinión judía sobre
las cuestiones presentadas a las autoridades. El Consejo tenía además un
«escritor», o secretario, y más tarde sería necesaria la existencia de varios
más. Por su parte, la función de ios evaluadores de impuestos era impor­
tante. El Consejo del Estado de Lituania tenía funciones y cargos paralelos,
pero durante mucho tiempo estaría dirigido por el gran rabino de
Brest-Litovsk.
El número de personas de entre los padres de familia de las comunida­
des que tenían derecho al voto para elegir el Consejo dependía del tamaño
de la misma y de la cantidad de comunidades menores situadas bajo su
autoridad. Ninguno de los residentes de estas comunidades menores, que
constituían entre un cuarto y un tercio del total de la población judía
de Polonia, tenía derecho al voto. El derecho de elegir los Consejos
correspondía a lo sumo a un 5 por 100 de los padres de familia, y ocasio­
nalmente sólo al 1 por 100. En Lituania su participación era todavía más
limitada.
Los representantes de las comunidades principales en el Consejo de
los países eran elegidos de distintas formas y en diferentes épocas,
no coincidían para todas las comunidades. En algunas de ellas eran
seleccionados por siete compromisarios durante los días intermedios de
la Pascua; en otras la elección era hecha por los funcionarios de mayor
jerarquía del aparato comunal, «los magistrados de mesa llena». Finalmen­
te, en otras eran designados por un cuerpo de treinta o treinta y dos per­
sonas, integrado por los jefes de la comunidad y «personas destacadas»,
principalmente tesoreros y jueces. Los representantes de los distritos eran
797
nombrados generalmente por los «compromisarios de distrito», o por las co­
munidades. Las elecciones de las comunidades lituanas se hacían al prin­
cipio por medio de un cuerpo de entre once y dieciséis personas: jefes, no­
tables y los principales dirigentes de la comunidad. Posteriormente, las elec­
ciones quedaron en manos de un grupo de «veintisiete personas», cuya com­
posición era equivalente al de treinta y dos de Polonia.
Desde un punto de vista formal para las autoridades polacas, los Con­
sejos eran los arrendadores de los impuestos de toda la población judía del
reino. Llevaban a cabo las negociaciones para lijar la tasa de los mismos y
se les confiaba su recaudación. No obstante, muchas fuentes de informa­
ción indican que las autoridades reales sabían perfectamente que los Con­
sejos eran instituciones de gobierno interno judío. Aceptaban tácitamente
este hecho, pero no se encontraban dispuestos a otorgar ninguna confirma­
ción oficial de esta autonomía. Como órganos responsables de los impues­
tos estatales, los Consejos repartían el impuesto de todos los judíos del rei­
no de Polonia y del gran ducado de Lituania entre las diversas comunida­
des y distritos. La evaluación y la recaudación estaban basados en los cen­
sos y tasaciones preparadas por las comunidades. Ocasionalmente, los Con­
sejos intervenían en las comunidades para cuidar que hubiera justicia y
equidad en la distribución del impuesto. En 1627, por ejemplo, el Consejo
de Lituania decidió despachar «emisarios» a las comunidades «para esta­
blecer... en cada distrito una suma justa y legítima... los ricos pagarán más
y los pobres menos». Pero a esta aspiración de una distribución justa de la
carga impositiva siguió la necesidad de una recaudación eficiente. El Con­
sejo requirió a los emisarios «que eligiesen en la sociedad a dos o tres de
los miembros acaudalados a quienes se les pediría el dinero a recaudar...
y se les confiaría a esos... hombres ricos una vara de poder... para cobrar
todas las sumas requeridas» (S. Dubnow, ed., Píricas hamediná, Berlín, 1925,
pár. 125, pág. 30).
Cuando la situación de los judíos de Polonia y Lituania comenzó a de­
teriorarse, sobre todo después de las matanzas de 1648 y 1649, fue hacién­
dose cada vez más difícil la recaudación de los impuestos. El Consejo em­
pleó inútilmente todos los métodos posibles para facilitar una recaudación
más eficiente. Las dificultades para equilibrar el presupuesto que tenía el
Consejo no procedían de los pagos que debían hacer al Gobierno ni de las
partidas destinadas a las necesidades internas. Es lógico suponer que la ma­
yor parle del gasto sería para la defensa, la intercesión diplomática, los so­
bornos y otros requisitos necesarios para una acción apropiada, y que esas
sumas no quedaban registradas en libros, ni siquiera en lengua hebrea. Las
exigencias de esa clase se presentaban siempre de forma repentina, por lo
que era difícil prever los gastos e imposible equilibrar el presupuesto. Los
Consejos estaban constantemente abrumados por deudas, no por falta de
talento económico, sino debido a la singular situación jurídica y social de
los judíos, crecientemente empeorada con el transcurso del tiempo. Repa­
sando sus libros de registro es posible advertir que se esforzaban por man­
tener las cuentas equilibradas mediante diversas operaciones de crédito, de
forma cada vez más audaz y arriesgada. Las tensiones y las dificultades
798
pura recaudar los impuestos iban así aumentando, mientras crecían las deu­
das de los Consejos y las comunidades.
Ksto se comprueba muy bien en el caso del Consejo de Lituania. por­
que se conserva el libro de registro completo de sus ordenanzas, pero tam­
bién porque el ( Consejo se negó a permitir que las comunidades menores par­
ticipasen en el gobierno central, lo que originó que estas últimas se empe­
ñaran en quebrar el yugo del mismo. Las comunidades, cada una por su
parte, fueron estableciendo gradualmente un mecanismo propio de ingre­
sos, basado en los gravámenes indirectos sobre los artículos de consumo.
A esto lo llamaron la corobca, o cesta de la compra. Kn un principio este im­
puesto fue aplicado principalmente sobre los animales destinados a su ven­
ta como carne, cuadrúpedos o aves, en función de cada unidad consumida.
Posteriormente, algunas comunidades comenzaron a gravar con el mismo
tributo también la renta. Esta innovación complicó todavía más las tradi­
cionales fuentes de ingresos de la autoridad central.
Los Consejos dirigían también a las comunidades en los períodos inter­
medios entre las sesiones oficiales. Aquí se vuelve a comprobar con clari­
dad el sistema de operaciones en Lituania, donde las comunidades que for­
maban el Consejo se valían de un mecanismo de consultas por correspon­
dencia cuando era preciso actuar en los períodos de suspensión de las se­
siones. Determinaron cuál sería la comunidad que iniciara el escrito y a
cuál le llegaría en último término el documento. Generalmente se adjudi­
caba a la comunidad de Brest-Lilovsk, tanto el derecho de comenzarlo como
el de su confirmación final. Cuando una comunidad nueva, como la de Vil­
na. adquiría el derecho a participar en el Consejo se reelaboraba el orden
de la correspondencia:
Cuando los dirigentes de la santa comunidad de Brzesc —Brest-Litovsk— en­
vían cartas a las comunidades, deben ajustarse a la antigua ordenanza de transmi­
tirlas en este orden: primero, a la comunidad de Grodno, que expresa su opinión y
la remite a la comunidad de Pinsk; los jefes de la santa comunidad de Pin.sk envían
sus puntos de vista y los de la santa comunidad de Grodno a la santa comunidad
de Brzesc. Kn cuanto a la transmisión a la comunidad de Vilna, la norma es que...
cuando se trata de dinero tienen que mandarla también a la santa comunidad de
Vilna. y ellos remiten todas las opiniones a la santa comunidad de Brzesc (ídem,
par. 699, pág. 168).
Así pues, al nuevo miembro Vilna sólo se le permitía en un principio
una participación parcial en este sistema de correspondencia, limitada a las
cuestiones del presupuesto y las finanzas únicamente.
Kn teoría, los Consejos se consideraban responsables de las comunida­
des judías en todos los asuntos y se preocupaban de dar instrucciones a és­
tas para todos los problemas que pudieran presentarse. Por lo general, tra­
taban cuidadosamente de no intervenir en las relaciones entre la comuni­
dad y sus miembros, pero existían excepciones también en este aspecto, so­
bre todo en Lituania. Kra mucho mayor la tendencia de los Consejos a me­
diar en las relaciones entre comunidades y entre distritos; las ordenanzas
conservadas revelan en su letra y su espíritu que estas corporaciones se con-
sideral).m a sí mismas mentores generales ríe las comunidades loe ales y sus
guí.i-> las a< li\ i<ladt s lia I>iina Irv I << <• «ordniau/.is permanentes»
<11 11. 11 11

para enseñarles como conducirse. Los Consejos consideraban que era mi­
sión suva reglamentar lo que se derivaba de las innovaciones introducidas
en la actividad económica, en la sociedad V en el estilo de vida de los ju­
díos, y lo hacían generalmente, como se ha dicho, con la aprobación de los
grandes rabinos que tenían asiento en el tribunal del Consejo. Pero hay en
las disposiciones de los Consejos numerosas sugerencias indicadoras de que
sus demandas eran superiores a la respuesta que obtenían. Las exigencias
presentadas por los Consejos a la autoridad central no siempre eran total­
mente satisfechas, al igual que muchas de sus aspiraciones.
En cuanto a las relaciones sociales y la actitud general, las ordenanzas
de los Consejos reflejan, principalmente en Lituania, una marcada tenden­
cia oligárquica. Las ordenanzas acerca de la disciplina pública, destinadas
a los que pudieran tratar de rebelarse, están redactadas con un lenguaje
enérgico y anuncian severos castigos. Este estilo no refleja sólo los objetivos
de los gobernantes; apunta asimismo la existencia de una oposición al cír­
culo gobernante que parece haber sido bastante fuerte dentro de las comu­
nidades y haber ido intensificándose de forma sostenida hacia el final del
período que está siendo tratado aquí.
Cuando las innovaciones introducidas en la vida económica de Polonia
se incorporaron a la situación económica judía (véase pág. 752), los Con­
sejos las reglamentaron mediante las correspondientes ordenanzas. Por
ejemplo: «El derecho de prioridad sobre la arenda» y el derecho a renovar
un arrendamiento (véase pág. 754). Tenía esto por objeto impedir la com­
petencia entre judíos para tomar en arriendo de un noble polaco fincas o
un negocio dentro de ellas (por ejemplo, un molino o una posada). El no­
ble, por su parte, ofrecía lo que quería arrendar en un mercado de libre com­
petencia. Pero en la práctica se trataba de un mercado cerrado, porque
siempre respondía a la oferta un solo judío, el anterior arrendatario. Como
ya se ha dicho, la eficacia de esta ordenanza había de disminuir conside­
rablemente después de las matanzas de 1648-49.
Los Consejos eran también conscientes de los problemas de halajá que
se relacionaban con el crédito, del que dependía en gran manera la expan­
sión de la economía judía. El cobro de intereses a los clientes judíos co­
menzó a ser una práctica aceptable para los halajistas y los moralistas (véa­
se en la página 755 la opinión del Maharal de Praga). Con objeto de hacer
que la nueva situación económica concordara con la ley de la Torá, el Con­
sejo de 1607 requirió de los rabinos que se habían reunido allí bajo la pre­
sidencia de R. Yehosúa Falk —cuyo nombre quedaría durante generacio­
nes unido a estas ordenanzas— que redactasen un sistema detallado de
normas destinadas a fijar el procedimiento de los préstamos con interés en­
tre judíos que estuviese de acuerdo con la halajá. Éste es el bien conocido
método de héter iscá. También se preocuparon por los problemas económi­
cos y morales que planteaba el hecho de que los judíos, como representan­
tes del dueño \ señor de una propiedad, pasaban a convertirse de hecho en
amos de los campesinos, quienes por su parte debían trabajar los sábados.
8oo
En 1602 se reunió una asamblea de la comunidad de Vladimir y sus alre­
dedores para considerar el problema, y proclamaron que el mencionado
«trabajo pesado... como se sabe... está prohibido para un judío permitir
que los gentiles de la aldea trabajen durante el sábado y los días de fiesta.
El judío se ocupará de que la norma —el número de días que los campe­
sinos debían dedicar legalmente a la propiedad—... se cumpla en los días
de semana y no en sábado. Y si los aldeanos están obligados a trabajar to­
dos los días de la semana... dejará a un lado esa exigencia y les permitirá
descansar durante el sábado y los días de fiesta». La obligación de renun­
ciar a la séptima parte de los días de labor de los siervos, en una época en
que la tendencia general de la nobleza polaca era agobiar a sus siervos has­
ta lo máximo posible, la explican los dirigentes de esas comunidades ale­
gando que en ello hay una sensación de libertad, una participación en el
destino de esos siervos y una expresión del éxito y la abundancia económi­
ca de los judíos en aquellos lugares y durante esa época. Según los redac­
tores de las ordenanzas, los siervos no debían trabajar durante los días ju­
díos de descanso, sin que hubiera alternativa, porque
...cuando vivían en el exilio y en el cautiverio egipcio nuestros antepasados... eli­
gieron este día del sábado por sí mismos, antes aun de que les hubiese sido orde­
nado. El cielo les ayudó a establecerlo como día de descanso para todos los siglos.
Por eso, donde hay gentiles al servicio de los judíos nos corresponde a nosotros cum­
plir el mandamiento de la Torá y de los sabios. Jamás se nos ocurra rebelarnos con­
tra la fuente de todas las bendiciones —Dios— utilizando el bien con que nos ha
bendecido. Y que el nombre del cielo sea santificado y no profanado, guárdenos el
cielo de ello (Ben-Sasson, en Zion, 21 [1956], pág. 205).
No siempre las decisiones eran adoptadas con tanta firmeza y genero­
sidad social, pero las diversas ordenanzas de los Consejos, de los Consejos
de distrito y de las comunidades revelan que todos estos problemas les preo­
cupaban intensamente. Debían resolver no solamente la cuestión del tra­
bajo de los siervos durante el sábado en las propiedades entregadas en
arriendo a judíos, sino también el problema supuesto por los cerdos y otros
animales de consumo ritualmente prohibido que los judíos recibían en el
inventario general del ganado, el supuesto por la apertura de las posadas
en sábado y otros similares.
Parece demostrado que los Consejos también se esforzaban por que se
produjesen menos bancarrotas y por que fuesen castigados los cupables de
las mismas, así como por la competencia desleal entre los judíos que tra­
taban de atraer a clientes no judíos. Los Consejos aprobaron numerosas or­
denanzas relativas al estudio de la Torá, el mantenimiento de las yesibot y
sus alumnos y la supervisión de sermones y predicadores. Trataban tam­
bién de imponer normas con respecto a la ropa de fiesta y a los festines pú­
blicos. La finalidad expresa de estas medidas era la de evitar la envidia de
los gentiles; posiblemente también intentaron contener el derroche y el li­
bertinaje. Algunos han supuesto que mediante esa norma se deseaba pre­
venir que los pobres se adornaran y se presentaran en público con un atuen­
do que no correspondía a su posición social.
Los Consejos lograron resultados aprcciables en la protección y la de­
fensa de los judíos. La nobleza polaca sospecho que habían logrado per­
suadir a varios miembros del Sejtn polaco —el parlamento— para que re­
currieran a su derecho al veto a fin de interrumpir las deliberaciones cuan­
do hubo peligro de que se adoptaran decisiones perjudiciales para los ju­
díos. Esta sospecha, expresada principalmente por elementos antijudíos, era
indudablemente exagerada, pero podía tener sin duda algún fundamento
real. En las ordenanzas del Consejo de Lituania se advierte que este orga­
nismo se mantenía permanentemente en guardia para ejercer venganza; lo
cual significa que el Consejo cubría una parte de los gastos necesarios para
inducir a los tribunales polacos para que aplicasen el correspondiente cas­
tigo a todos los que resultasen culpables de haber asesinado a un judío.
El importe de la participación era determinado por la posición económica
de la familia de la víctima y de la comunidad en la que vivía ésta.
En resumen, entre la segunda mitad del siglo XVI y la segunda
del XVIII (véase la sexta parte) funcionó en Polonia-Lituania, Bohemia y
Moravia un sistema de instituciones judías de gobierno interno, basado en
una tendencia hacia la concentración territorial del gobierno. Sus resulta­
dos no alcanzaron a satisfacer sus aspiraciones, pero fueron indudablemen­
te señalados. En sus ordenanzas y actividades se percibe una vigilante ini­
ciativa social que advertía de todos los peligros y reaccionaba ante los vie­
jos y nuevos riesgos mediante la aplicación de métodos de extraordinaria
elasticidad y realismo. Su escala de actividades, su organización y su es­
tructura, así como el cuadro de sus presupuestos, deben ser evaluados no
solamente en función de sus objetivos específicos, sino también por el he­
cho de que reat eionaban ante los desafíos ocasionales y respondían en gran
medida a las actuaciones de los demás.

Tensión social y gobierno de los Consejos


En las ordenanzas, como también en los sermones y la literatura mora-
lizadora, de Polonia y Lituania, aparece un constante temor a las disputas
disgregadoras. Describen las tendencias sectarias como un elemento per­
manente de la vida comunal. Se presentan, por un lado, como derivando
de las aspiraciones individuales de poder, y por otro como intentos de las
clases inferiores de reclamar justicia. Respecto a estas últimas empleaban
los dirigentes del Consejo de Lituania un lenguaje excesivamente mordaz:
Son holgazanes, por eso se reúnen con los inútiles... y difaman, y ríen y bro­
mean de las hazañas de los siete hombres dignos de la ciudad... Los dirigentes
de todas las comunidades tienen la obligación de quebrar los colmillos a esos mal­
vados con enérgicos castigos que los conduzcan a las mismas puertas de la muerte,
de apartarles... con todas las fuerzas de que disponen (Dubnow, op. cit., pár. 59,
pág. 12).
La amargura se nutría sin duda del control que ejercían las comunida­
des grandes sobre las más reducidas que las rodeaban, el cual adquiría ca-
racteres más absolutos en Lituania; pero también se veía alimentada por
los intereses de clase de los niveles superiores. Las ordenanzas reflejan un
cierto paternalismo de los círculos acaudalados sobre los grupos más po­
bres. Puede apreciarse esta actitud en algunas de las ordenanzas que tra­
tan de la beneficencia «para conducir a las novias al palio nupcial» y al mis­
mo tiempo de las cuestiones relativas a las sirvientas y las amas de cría
empleadas en los hogares judíos. Lntre las familias judías, muchas de las
cuales se iban enriqueciendo, había una gran demanda de servidoras do­
mésticas judías, preferidas porque se podía confiar en ellas para la obser­
vancia de las leyes rituales en los alimentos y también porque se advertía
claramente el peligro moral y social que suponía la introducción de jóvenes
sirvientas cristianas en los hogares judíos. Además, una antigua y consa­
grada tradición requería que la comunidad auxiliase a las hijas de los po­
bres, dándoles dote y ropas para que pudiesen casarse cuando llegasen a
la edad matrimonial. En el año 1595, los dirigentes de la comunidad de
Cracovia combinaron estos dos objetivos; dispusieron que «si una hija de
padres pobres llega a la edad de diez años y [los padres] se niegan a per­
mitirle que haga servicio [doméstico], dejarían de percibir la pensión que
hubiesen estado recibiendo!del fondo de beneficencia]. Y cuando la hija se
case no obtendrá ninguna contribución para la boda, aunque [los padres]
ya no estén recibiendo la pensión» (Balaban, op. cit., 10 pág. 345). Cua­
renta y tres años más tarde, el Consejo del Estado de Lituania dispuso que
las jóvenes pobres de los alrededores de las grandes comunidades tendrían
la obligación de «hacer servicio [doméstico] durante tres años». «A las don­
cellas pobres de los alrededores... no se les dará nada si no pueden exhibir
alguna prueba otorgada por dirigentes de la comunidad de que han servido
en casas de familias residentes en la misma durante un período de tres años
a partir de los doce de edad, que es la apropiada para el servicio domésti­
co». También ordenaron que el dinero que hubiesen ganado esas jóvenes
durante los tres años «debe ser entregado al tesorero de la ciudad V no al
padre; y si ella quiere hacerse un vestido sabático con su sueldo tendrá que
someterlo previamente a la aprobación del tesorero» (Dubnow, op. cit.. pár.
128, pág. 32).
Aquí se advierte claramente la actitud de clase adoptada con respecto
a la población de las localidades vecinas; los detalles de la ordenanza des­
tacan la paternalista hipótesis de que ni la muchacha pobre ni su padre sa­
ben qué es lo que les conviene. Los honorables parecían estar convencidos
de que hacían un gran favor a la hija de padres pobres de una pequeña co­
munidad poniéndola a servir en un hogar decente de una comunidad ma­
yor, en el que podría aprender los modales de las buenas familias, así como
el valor del dinero.
Pero también ellos se veían afectados por consideraciones de clase de
esta especie. Encontramos un ejemplo muy interesante de un conflicto sus­
citado entre el deseo de explotar la pobreza de un matrimonio joven por
conveniencias de una familia joven acaudalada y la profundamente arraiga­
da moralidad judía que impregna la observancia de los mandamientos de
la cohabitación conyugal y la procreación. En 1637 el Consejo de Lituania
803
rechazó la pretensión de «un hombre... que quería entregar a su hijo en el
domicilio de su ama de cría, o que ésta y su marido vivieran en la casa de
aquél siempre (pie la nodriza se comprometiera bajo juramento o con un
apretón de manos a no tener contactos sexuales con su marido» (ídem,
pár. 32i). p.ig o't l'.sie arreglo tenía por objeto asegurar el suministro con­
tinuado de lo he de la nodriza judía al niño rico sin la interrupción que cau­
saría el embarazo. El Consejo puntualizó que «aquí y ahora declaramos que
carece de valor esa promesa y que ella o su marido tienen derecho a anular
lo convenido». El Consejo revocaba así un convenio de tal naturaleza,
«aunque se hubiese hecho con la aprobación del marido». Prohibía además
expresamente a todos los hombres «tomar a su servicio a una criada o no­
driza que tuviera necesidad de estar con el marido». No obstante el Con­
sejo estaba dispuesto a aceptar un convenio de esa clase, que suspendía las
relaciones sexuales de una pareja durante un prolongado período de tiem­
po, «cuando estuviese fundado en urgentes razones médicas determinadas
por un experto facultativo». Siendo en beneficio de la criatura que ha ve­
nido al mundo «todo se permite, y dar la mano en señal de avenencia es
válido» (ídem).
Las ordenanzas de los Consejos y comunidades dejan también observar
otra clase de tensión social entre los residentes y los mendigos; recelaban
sobre todo de vagabundos y holgazanes. Las ordenanzas de Lituania po­
nían en guardia contra esos individuos, con advertencias especiales acerca
de los predicadores que existían entre ellos. Les prohibían hablar desde el
estrado de la sinagoga sin permiso especial de los representantes de la co­
munidad, acusándoles de cometer transgresiones morales. Los mendigos
por su parte se quejaban ante esa falta de humanidad. En el archivo de los
keserim de Poznan, una de las instituciones principales de aquella comuni­
dad judía, puede observarse otro ejemplo de esta tensión. Comentan en su
libro de registro
el clamor de la gente del pueblo por la gran cantidad de colectas que le es impuesta
con destino a diversos fondos... que provoca que se sientan avergonzados muchos
de ellos que no pueden aportar... Y las mujeres, sobre todo, [protestan contra]
aquellas otras que se reúnen en la entrada de su sección correspondiente de la si­
nagoga y no dejan salir a las que no hayan puesto dinero [en la caja o plato de las
mujeres pobres]. Y a veces también se burlan de ellas de esta manera: «Tú tienes
dinero para comer, pero no para ponerlo aquí.» Se exige por ello a la comunidad
que elimine inmediatamente los platos de caridad de la entrada (Avron, op. cií.,
pár. 446, pág. 88).
Pero en el conjunto de los hechos y las ordenanzas de las comunidades
y Consejos se observa claramente que los conflictos de esa clase no eran, a
pesar de los resquemores que a veces producían más que incidentes tran­
sitorios en la vida y la moral de las comunidades. Los magistrados, de acuer­
do con la Torá, se consideraban obligados a preocuparse por toda la po­
blación de su comunidad. Así, por ejemplo, fue estipulado en Moravia el
año 1561 que
Los dirigentes elegidos por los judíos del país... no deberán dar ningún paso
para desprenderse de los trastornos y cargas producidos por su puesto de direc-
804
ción... y desempeñarán su alto cargo por el bien del cielo, y seguirán la senda de
los buenos; de ese modo prosperarán en todo lo que emprendan. Y proseguirán de­
talladamente la intercesión por este país y cualquier otro ante nuestro señor, Su Ma­
jestad Imperial el emperador y los ministros de la Corona. Que no se vean deteni­
dos por la lluvia ni la nieve, y que no descansen en otros, y que sean diligentes por
el amor del cielo, y que las buenas acciones de sus padres acudan en su ayuda (Hal­
perin. Ordenanzas de Moravia [en hebreo], pár. 50, pág. 18).
Ideales similares habrían de ser formulados en otros Consejos y
comunidades.
En los grupos dirigentes se manifestaba además otra tensión de diferen­
te especie entre los rabinos, para quienes el estudio de la Torá era al mis­
mo tiempo un ideal y la ocupación de su vida, y los ricos y respetados jefes
de familia que dirigían los asuntos comunales tras haber sido elegidos por
los votantes de las comunidades y los Consejos para ocupar el cargo. Los
rabinos se quejaban cuando estos dirigentes laicos se atrevían a atribuirse
la potestad para imponer castigos sobre la base de ordenanzas que ellos ha­
bían promulgado, sin la autorización de aquéllos. Mayores todavía eran sus
protestas cuando los dirigentes de la comunidad ejercían por sí mismos sus
poderes legales, como hacían en muchos casos. En el decenio de 1620-30
R. Yoel Sirkes, de Polonia, escribió dos cartas «a los nobles del país... que
son los presidentes y dirigentes del país reunidos en Consejo en la feria de
Lublin», rcliriéndose a los dirigentes del Consejo de los países de Polonia.
En la segunda carta ofrece una serie completa de regulaciones detalladas
destinadas a impedir que los jefes de los países apliquen la sanción del jérem
—excomunión— sin la autorización de los rabinos. «¿Quién os ha permi­
tido proclamar la excomunión de toda la comunidad sin la aprobación de
los grandes rabinos? Y aunque hayáis sido elegidos y nombrados delega­
dos por todas las comunidades de la región es indudable que carecen de
valor las penas de excomunión que estáis aplicando.» Les aconseja que no
vuelvan a usar la excomunión como castigo, y que empleen un sistema de
sanciones «laicas». «No digo que no deben promulgarse ordenanzas..., por­
que todo lo que habéis dispuesto hasta ahora y lo que seguiréis disponien­
do es de urgente necesidad. Pero debéis especificar en las ordenanzas... que
aquellos que las violen serán multados por tal o cual cantidad de dinero,
o sufrirán un castigo lísico, o serán expulsados del reino o entregados a las
autoridades civiles, como lo veáis más conveniente para el bien de la gene­
ración» (Yoel Sirkes, Responso Báyit jadas hajadasoi. Korzec, 1785, núm. 43,
fols. 22 v.-23 r.).
El Mahara! de Praga atacó severamente la costumbre de los dirigentes
comunales de infringir la autoridad de los rabinos como jueces. Trató de
apoyar su actitud en un pasaje de la Torá, diciendo que «es posible que la
Torá aluda a este caso en el mandamiento que dice: “No plantes para ti
una aserá que el Señor tu Dios odia”, porque las letras de la palabra aserá,
un soto o un árbol plantado para la idolatría, son las mismas de la palabra
haros -—la cabeza. “Que Dios el Señor tu Dios odia” alude por lo tanto a
la aserá, o sea a la cabeza que es odiada por el Señor tu Dios». Afirma el
Mahara/ haberse enterado de que «el jefe y sus pares y sus iguales dicen:
805
“Tú no eres el presidente de nuestro tribunal a quien debemos obedecer.”
Y es muy penoso sufrir su yugo». En su opinión, por causa de esos inca­
lificables tribunales laicos «la gente ya no puede obtener justicia de acuer­
do con la Tora» y aconseja «que los temerosos de Dios sean sensatos y no
acudan ante ellos —los jueces laicos— para ser juzgados». Y no es sola­
mente la injusticia lo que teme; refiere que un dirigente de esa clase, «cuan­
do cree que alguien no se conduce con el respeto que le debe y se niega a
someterse, le humilla, le agobia, le persigue, y desde su inutilidad insulta
a los hombres dignos y eruditos, opinando que estos hombres no quieren
someterse». Su rencor llega hasta el extremo de decir que «mi espíritu se
calmó y el furor de mi corazón se apagó., cuando vi que no tenían hijos ni
nietos... celebrados por los eruditos ni ocupando un lugar entre los estu­
diantes» {Gur aryé, comentario sobre el Exodo).
Es posible que la situación hubiese alcanzado niveles especialmente gra­
ves en Moravia; por su parte, varios rabinos de Polonia y Lituania legiti­
maron y confirmaron la existencia de los tribunales laicos. Pero la tensión
no impediría la fructífera y productiva cooperación para bien del pueblo ju­
dío, incluso en los círculos dirigentes.

PII gobierno interno judío en el imperio alemán


A comienzos del siglo XVI el gran stadlán R. Yosef de Rosheim
(1478-1554) era la principal figura judía del Sacri) Imperio Romano. Se ha
visto anteriormente el éxito que obtuvo con los nuevos métodos que empleó
en la intercesión ante los rebeldes protestantes y su moderado y confiado
acercamiento a los gobernantes del imperio católico (véanse págs. 784-766).
Durante la agitación producida por la aparición de Lutero, R. Yosef via­
jaba anualmente de una localidad a otra para gestionar la renovación de
las cartas de privilegio, asegurar la anulación de los decretos antijudíos y
responder a las quejas y acusaciones formuladas contra los judíos. Empleó
para eso diversos medios; a los protestantes «les hablé al corazón citando
la Biblia»; ante los gobernantes imperiales y los abogados en el caso de acu­
sación de crimen ritual de Moravia «tuve que exhibir en la ciudad de Giinz-
burg todas las antiguas ratificaciones —cédulas y bulas papales— de pon­
tífices y emperadores. Luego las copié juntamente con una disculpa en un
manuscrito y se lo mandé al rey y sus cortesanos para que vieran la justicia
de nuestra causa» (Kracauer, op. cit.. pág. 90) Es decir, presentó una ex­
posición legal e histórica basada en la posición adoptada por dirigentes de
la Iglesia v del Estado en generaciones anteriores.
En 1580 R. Yosef sometió a la aprobación del Reic/istag, reunido en Augs-
burgo, «párrafos y ordenanzas», en su carácter de «emisario de todos los
judíos». Cuenta el mismo que esas ordenanzas habían sido promulgadas en
un Consejo general «donde los dirigentes electos de muchas localidades y
barrios» se reunieron y decidieron «en nombre de todo el judaismo apro­
bar ordenanzas apropiadas para él, como las que se promulgaron y resol­
vieron». Entre ellas se encontraban una reducción obligatoria de las tasas
8ob
de interés, un compromiso de no agregar intereses al principal —no cobrar
interés compuesto—, prudencia y equidad con respecto a las prendas to­
madas por los judíos, un compromiso de no otorgar préstamos a los hijos
solteros de los ciudadanos ni a sus hijas, empleados y sirvientes, y de no
comprarles nada sin la aprobación del padre o la madre. Estas ordenanzas
se promulgarían de nuevo para los judíos en la época de Napoleón (véase
la sexta parte). Recomendaban moderación en el cobro de las deudas de
huérfanos y viudas, así como el compromiso de hacer justicia a los cristia­
nos que presentasen ante los dirigentes y sus jueces quejas contra judíos.
Rabí Yosef consideraba un éxito personal que se hubiese logrado, mediante
la presentación de los proyectos de ordenanzas al emperador y el Reichstag,
la revocación de los decretos antijudíos que las autoridades se hallaban a
punto de promulgar.
Como dirigente de los judíos R. Yosef era sumamente cauteloso. Cuan­
do Selomó Mol ¡o fue a Ratisbona en 1532 a proponer en nombre de David
Rcubení que el emperador «convocase a todos los judíos para ir a la guerra
contra los turcos» —expresión de las propuestas de Reubeni y Moljo que
no figura de este modo en sus propios archivos—, R. Yosef calificó las pro­
puestas de «extrañas ideas». Afirma: «Cuando supe lo que pensaba le es­
cribí una carta advirtiéndole que no debía provocar al emperador, porque
el gran fuego podría consumirlo. Y me fui de la ciudad... para que no ima­
gine el emperador que le ayudo en sus ideas y actividades.» Temía que la
audaz tentativa perjudicase a todos los judíos. Pero más tarde, cuando mu­
rió Moljo, escribió sobre él que había muerto «santificando el Nombre de
Dios y la fe de Israel, y apartando a muchos del pecado. Su alma descanse
en el jardín del Edén» (ídem, pág. 91). Aunque admitió el peligro que po­
día venir del emperador y advirtió que debían precaverse de esa amenaza,
llegó a la conclusión, al final de su vida, de que el objetivo de los luteranos
era «el de provocar motines contra nosotros y desarraigar a la nación de
Israel de tal modo que deje de ser un pueblo mediante diversos tipos de
rigurosos decretos y persecuciones». Fue también comprendiendo de forma
sostenida que los judíos debían rogar por la salud del emperador católico
y por el triunfo de sus fuerzas sobre los luteranos. Juzgó la derrota infligida
en 1547 a los protestantes por el ejército del emperador como un signo de
que «el Señor vio los sufrimientos de su pueblo y mandó a su ángel, go­
bernantes misericordiosos, a darle fuerza y poder a nuestro Señor el empe­
rador Carlos» (H. Fraenkcl-Goldschmidt, ed., Yosef de Rosheim. Séfer hamic-
ná, Jcrusalén, 1970, pág. 74).
Rabí Yosef gobernaba a los judíos alemanes con energía y firmeza, y or­
ganizó sus actividades económicas para que se hallasen en armonía con los
propósitos de las autoridades cristianas centrales. Con respecto a los gober­
nantes, empleó diversos procedimientos para obtener éxito en los ámbitos
de su atención personal. Pero después de los rencorosos escritos de Lulero
de 154.3 (véanse págs. 762-7fi4) optaría por una cautelosa sumisión a las
medidas protectoras del emperador católico, convencido de que las espe­
ranzas de los judíos dependían en definitiva de éste.

807
El Consejo de 1603
Después de la muerte de R. Yosef'de Rosheim las actividades de la di­
rección judía en Alemania conocerían una época de declive. A principios
del siglo XVII, se pretendió organizar los asuntos de los judíos del inmuno
alemán, según el modelo de los Consejos Nacionales, que entonces comenza­
ban a mamtestar un positivo resultado en los países eslavos del este.
En 1603 se reunió en Francfort del Meno, ciudad que tenía una comuni­
dad judía antigua y de historia continuada desde su fundación, un Consejo
de delegados y rabinos de casi todas las comunidades alemanas. Los con­
vocados se describieron como «dirigentes del pueblo judío, de las comuni­
dades y los barrios... por decreto [la convocatoria del Consejo y la apro­
bación de sus resoluciones eran decisiones de la halaja] de nuestros maes­
tros, los sabios de Askenaz» (M. Horovif* “d., Die trankfurter Vnbbiner ver-
samnlung vom Jahre 1603, Francfort del Meno, 1897, pag. 2U). De esta sesiór
del Consejo quedaría anotado el hecho de que tuvo lugar «cuando se reu­
nieron los dirigentes del pueblo judío, las tribus de Israel de todos los dis­
tritos de Askenaz» (ídem, pág. 27). Los que se atreviesen a oponerse a sus
ordenanzas «se estarían rebelando contra los delegados de los dispersos de
Israel» (ídem, pág. 28). El propósito del Consejo quedó caracterizado de
un modo que indica el inicio de una institución permanente destinada a re­
frenar la naciente anarquía. Porque los convocados fueron «para reunirse
y estudiar lo que es necesario para el bienestar general..., legislar de acuer­
do con los requerimientos de la época y evitar que el pueblo santo se en­
cuentre como un rebaño sin pastor» (ídem, pág. 20). Los problemas que
se presentaban ante este Consejo se advierten en la decidida reglamenta­
ción que condena a quienes llevan sus asuntos ante los tribunales gentiles,
a los nue se sanciona con severas penas. El Consejo se dedicó a restablecer
los métodos adecuados para la evaluación de impuestos y lijó la obligación de
elegir tasadores «en todas las comunidades y barrios». Con objeto de ase­
gurar un ingreso permanente para las necesidades de la defensa de los ju­
díos, «los rabinos de Askenaz acordaron que cada hombre aportase un pfen­
nig por ciento mensual, según su valor material, desde el mes de tisú Hp 6365
—1605— en adelante». A todas las comunidades se les indicó que debían
transferir el impuesto a unas cuantas de mayor tamaño, y que las evasiones
fundadas en cualquier excusa serían severamente castigadas. El gravamen
se impuso «para que se acumulara el importe total de todas las localida­
des... para seleccionar hombres de prestancia y apropiados para presentar­
se en las cortes reales, ir y venir en el momento oportuno en nombre de la
comunidad del Señor y según las necesidades de la hora con la ayuda de
su Salvador que no los abandonó». El Consejo determina también en de­
talle en qué forma debería guardarse el dinero: «Todas las monedas de pla­
ta recogidas se pondrán inmediatamente en un arca cerrada destinada es­
pecialmente para esta función. Y todos los que se encarguen de este asunto
tendrán una llave de dicha arca, y nadie sacará de ella nada sin el conoci­
miento v ia aprobación ae sus colegas... Que obren de Dueña le» (íuem,
págs. 21-22).
8o8
Lo mismo que ei celebrado en el año 1530, el Consejo de 1603 aprobó
varias ordenanzas destinadas a eliminar las prácticas mercantiles que eran
moralmente inaceptables, o que irritaban a la sociedad gentil en la que vi­
vían. El Consejo denunció a «los judíos perversos» que engañaban a sus
clientes gentiles, «empleando monedas nuevas, algunas de las cuales care­
cen completamente de valor..., las sacan engañosamente para deslumbrar
a los que las reciben en lugar de otras monedas a las que se parecen». Ade­
más de estas artimañas del cambio del dinero, el Consejo reprobaba «a los
que reclamaban el pago de deudas con documentos y palabras fraudulen­
tas». Expresó además su disgusto por el comentario efectuado por los gen­
tiles que, a raíz de aquellos hechos, dijeron: «¿Dónde está el Dios de esa
gente?» (ídem, pág. 24), en lugar de decir: «el remanente de Israel no en­
gañará». El Consejo previno en contra de aquellos que compraban a los
gentiles artículos robados y amenazó con excomulgar «a los que entren en
tratos con ladrones, comprándoles o prestándoles dinero sobre cualquier ob­
jeto»; y señaló también la «gran preocupación» que habían causado a to­
dos los judíos de su tiempo aquellas malvadas acciones de un puñado de
ellos (ídem, págs. 24-25).
Al igual que en Polonia-Lituania, también en Alemania llamó la aten­
ción el Consejo de aquella época acerca del peligro que representaban para
todo el pueblo judío quienes explotaban el crédito, quebraban y daban mala
fama a todos los demás judíos «por los ecos de una gran conmoción, el al­
boroto de los gentiles ante los malvados que existen entre nosotros... que
se presentan con falsos recursos a comprar a crédito o tomar a los gentiles
préstamos que no piensan pagar. Y con eso originan mucha enemistad...
entre los gentiles y nosotros. Además, ocasionan una gran profanación del
Nombre del Señor». El Consejo amenazó con excomulgar a todos los sos­
pechosos de declararse premeditadamente en bancarrota y cortar con ellos
todas las relaciones económicas (ídem, pág. 25).
El Consejo de 1603 se propuso reglamentar el procedimiento de la or­
denación de rabinos y renovó para ello una antigua ordenanza según la
cual «en Askenaz no será ordenado ningún rabino como morenu —«nuestro
maestro»— sin la aprobación de tres maestros, directores dzyesibot de A¿-
kenaz... para que no sea profanado el nombre de nuestra sagrada Tora»
(ídem, pág. 24). El Consejo trató asimismo de determinar la competencia
de los distintos tribunales rabínicos, estableciendo que «ningún erudito, rabí,
presidente de tribunal rabínico o tribunal rabínico deberá invadir la juris­
dicción de un colega con respecto... a lo que ya esté sometido a la autori­
dad» de otra institución (ídem, pág. 27). El Consejo requirió la supervi­
sión de la matanza ritual, e intimó a los judíos para que se abstuviesen de
usar leche o vino comprados a los gentiles, dado que no se obtenían me­
diante una adecuada preparación. De igual forma que en las ordenanzas
de Polonia-Lituania, el Consejo dispuso «quitar un obstáculo de la senda
de nuestro pueblo, y que las mujeres no vayan solas al hogar de incircun­
cisos y por caminos no frecuentados» (ídem, pág. 26). Previno que no se
debía imitar la vestimenta de los gentiles, y reclamó circunspección en la
utilización de artículos de lujo.
809
Este Consejo representó una seria y sistemática tentativa de unificación
de los judíos del Imperio en una entidad nacional; de establecimiento de
un fondo especial de impuestos para atender las necesidades de la interce­
sión diplomática; de supervisión de las transacciones económicas y asegu­
ramiento de la moralidad mercantil con el control de los mismos judíos; fi­
nalmente, significó un intento de reglamentar los asuntos del rabinalo y las
vesibot. Pero estos designios habían de tener en definitiva una existencia muy
breve. Quizá esto se produjo por haber sido denunciado el Consejo como
una especie de confabulación tramada contra los gobernantes, o porque sus
participantes fueron posteriormente procesados, acusados de alta traición
contra el Estado.
XVII. IDEALES SOCIALES DE LA SOCIEDAD
JUDIA A FINES DE LA EDAD MEDIA

Cuestiones que planteó la expulsión de Pisparía


Durante varias generaciones los judíos expulsos de España estuvieron
preguntándose por qué los habían expulsado de la Península Ibérica, sin
que pudieran oponerse. Algunos se decían que la dispersión de los judíos
en pequeños grupos dentro de las ciudades gentiles les convertía en vícti­
mas impotentes de éstas, impidiéndoles ofrecer cualquier clase de verdade­
ra oposición. Rabí Yosef ibn Yajya afirmó que cuando Hamán propuso que
los judíos fuesen expulsados de la antigua Persia, argüyó que «no hay ra­
zón para creer que el día de su destrucción provocarán disturbios en el rei­
no ni que se resistirán a los que se levanten contra ellos. No se oirá ni un
susurro cuando los destruyan, porque se encuentran disgregados, unos
cuantos aquí y algunos otros allá». Su expulsión no tendrá tampoco nin­
gún efecto negativo sobre su vida cotidiana porque, como explicó Hamán
al rey, «no creas que va a quedar desierta ninguna parte de tu reino —por
la expulsión de los judíos—... pues... su dispersión los mantiene completa­
mente aislados, porque no existen mas que pequeños grupos en una y otra
parte y su comunidad es incapaz de reunirlos» ( Comentario sobre el libro de
Ester, Bolonia, 1538, fol.. 37 r.).
Estas reflexiones de los judíos quedaron formuladas en una declaración
apologética de R. Simjá (Simone) Luzzatto, cuyo motivo central es la re­
signación ante la expulsión:
Eos judíos... nunca quieren buscar nuevas sendas para elevar la situación de su
pueblo. Porque creen que cualquier cambio reconocible que se relacione con ellos....
procede de una Causa Superior y no del esfuerzo humano. El decreto de expulsión
de Castilla y de los otros reinos vecinos... comprende a casi medio millón de per­
sonas..., entre los cuales hay hombres de gran inteligencia y consejeros de Estado...,
no obstante dentro de esa gran cantidad no hubo ni uno solo que se atreviese a dar
un firme y enérgico consejo para salvarse de la amarga expulsión. Fueron disper­
sados y desperdigados por todo el mundo, prueba decisiva de que los judíos tien-
8l I
den... a la sumisión y la obediencia a sus gobernantes (Ensayo sobre los judíos de l'e-
necia fen hebreo], Jerusalén. 1900, págs. 122-123).
Otros dos sabios de ese período, el expulso de España R. .Selomó ben
Verga en el siglo XVI, y el italiano R. Velluda Aryéh de Módena en
el XVII, resumieron las razones de la aflicción de los judíos en una combi­
nación de resignación religiosa, ironía racionalista y pesimismo de hombres
apaleados que siguen viviendo de casualidad y terminan por confiar su sal­
vación a los milagros. Pero se salvan únicamente cuando demuestran me­
recerlo, y su caída es así entendida como natural. Selomó ben Verga
escribió:
Los judíos al principio, cuando obtuvieron favor a los ojos de Dios, El libraba
sus batallas, como todos saben.....y por eso no aprendieron las estratagemas de la
guerra, porque no precisaban de ellas. De ahí que se afirme de ellos en el libro de
los Jueces: «No se veía ni escudo ni jabalina.» Pero pecaron, y Dios les volvió la
cara, y se volvieron vulnerables por todas partes. No conocían los métodos de la
guerra, ni sus armas, y la voluntad divina ya no estaba de su lado... y cayeron como
ovejas sin pastor (Selomó ben Verga, Sébet Yehudá, E. Shohat, ed., Jerusalén,
1947, pág.. 44).
Aunque el comentario se refiere a la derrota de los judíos en tiempos
bíblicos, las palabras contienen evidentemente los sentimientos que embar­
gaban al autor ante la situación contemporánea. El rabino italiano comen­
tó el texto bíblico «Israel ha pecado y también han quebrantado mi alian­
za» de la siguiente manera: «Retornaron con esto al orden natural, y es com­
prensible que hayan sido derrotados por esas naciones, porque son el más
inferior de los pueblos además de ser débiles» (Yehudá Aryeh de Módena,
Midbar Yehudá, Venecia, 1602, fol. 38 r.). Este pesimismo, que procede del
mundo de la fe, terminaría por socavar los fundamentos de la misma.
Los expulsos fueron también puestos a prueba en cuanto a sus esperan­
zas mesiánicas, que parecían estar muy lejos de cumplirse La reacción a
esto fue no solamente un resurgimiento del fervor mesiánico. Incluso R. Is-
jac Abrabanel, el guía principal de los expulsos españoles, que daría repe­
tidas expresiones de una ardiente esperanza mesiánica, dio forma a lo que
sin duda constituía su más íntimo sentir cuando escribió que
en los días de la Redención... contaré que solía decir por entonces —durante la de­
sesperanza que siguió a la expulsión—... todos los profetas que me vaticinaron la
redención y la salvación son falsos..., las manifestaciones de Moisés, que en paz des­
canse, eran falsas; Isaías mintió con sus consuelos; Jeremías y Ezequicl lo hicieron
con sus profecías, y lo mismo todos los demás profetas... Que recuerde el pueblo...
todas las frases de pesimismo que pronunciaban en los tiempos del exilio (Ze'baj pé-
saj, Constantinopla, 1505, fol. 35 r.).
También el problema de la actitud que había que observar con respec­
to a los conversos habría de agudizarse y complicarse. Los que habían aban­
donado los sepulcros de sus padres, el hogar, las propiedades y los lazos
con la tierra y la cultura de España, a la que amaban y apreciaban, para
8i 2
permanecer fieles al judaismo, observaban naturalmente con mirada severa
a los que, pagando el precio de una pretendida aceptación del cristianismo,
siguieron conservando todo aquello a lo que habían renunciado los que se
habían ido. En relación con esto, los que marchaban al exilio dirigían a los
conversos ásperas y enconadas frases en la misma víspera de la expulsión
En esos momentos, incluso los sufrimientos infligidos por la Inquisición
aparecían como un bien merecido castigo. Dos años antes de la expulsión,
R. Yoel ibn Suayb proclamó
estas palabras con respecto a los que abandonaron la Torá y se fueron de la comu­
nidad judía... que el bendito Señor los rechace... y los destruya completamente...
Que los rechace con ambas manos como humo que se aventa.., porque creyeron
que quedarían apartados del fuego al apartarse de la comunidad judía; por eso el
Señor los separó de todas las tribus de Israel lo mismo que el humo es separado
del fuego y rechazado... Que caigan por medio de lo que esperaban eludir y sean
consumidos por el fuego, perdidos totalmente en este mundo y en el próximo..., por­
que eran de la simiente de Israel y se alejaron perversamente de ella (Comentario
al libro de los Salmos, Salónica, 1569, íol. 155 r.).
Los conversos, según este criterio, constituyen una parte del pueblo que
buscó la cancelación de su judaismo, obteniendo un efecto mayor que el
que pretendía: el olvido total. En su comentario, R. Yoel se dirige a los
conversos para explicarles lo que pueden esperar después de adoptar el cris­
tianismo: «Aunque habéis olvidado a vuestro Dios, no obtendréis descanso,
porque el enemigo os quiere destruir de cualquier modo... No hay re­
fugio ni salvación, ni en la tierra ni en el cielo» (ídem, fol. 103 V.-104 r.).
No mucho después de la expulsión comenzarían a circular argumentos
en favor de los conversos, sobre todo cuando Portugal impuso obligatoria­
mente la religión cristiana a los que habían huido hacia este país. Los ju­
díos que habían huido compartirían allí la angustia de los conversos. Un ra­
bino que llegó a Salónica en 1500 declaró: «Yo y todos los miembros de
esta generación tendremos la obligación de pasar toda la vida apenados,
preocupados y doloridos por nuestros padres y hermanos que sufrieron
la gran destrucción de España, porque quieren venir a servir al Señor,
pero no les permiten partir y deben servir de forma obligatoria a otros
dioses» (Yosef Guerson, Ben Porat Yosef, manuscrito del British Museum,
Or. 10, 726, fol. 166 r.). El mismo rabino formuló claramente el punto de
vista de los conversos de que la conversión forzosa constituía la terrible cul­
minación de la condición del exilio, siendo sancionada para el pueblo de
Israel en el mismo momento en que se decretó el exilio: «Ya estaba todo
predestinado desde un principio y declarado por Moisés en nuestra sagrada
Torá... ved, si adoramos ídolos, dijo Moisés: Y allí serviréis a otros dioses de
madera y piedra... v así es. literalmente, lo hemos visto con nuestros oios....
porque es verdadera idolatría... y en ese caso el Señor, bendito sea, cum­
plió lo que había decretado contra nosotros por nuestros pecados, y por eso
no existe razón para el asombro» (ídem). Esta teoría alega una razón de
predestinación para la conversión religiosa obligada y una significación
histérico-religiosa a los fundamentos religiosos judíos.
8 13
Diversos problemas teóricos y prácticos fueron ejerciendo su influencia
con el transcurso del tiempo en la actitud hacia los conversos. No obstan­
te, ellos y su forma de vida constituían factores sumamente activos en el
gobierno de los asuntos comunales judíos, así como en la practica y en el
pensamiento religioso de los judíos. Dentro de la población judía en gene­
ral iría creándose un cierto estado de sentimentalismo con respecto a los
conversos y sus lazos de unión con el judaismo. Existía una alta proporción
de leyenda o fantasía en estas consideraciones, pero aunque no tenían mu­
cho que ver con la vida real de los conversos, sin embargo, revelan lo que
pensaban de ellos los judíos. A comienzos del siglo XVM el gran cabalista
R. Jayim Vital relata en su libro Séfer hajezyonot lo que le dijo un médico,
acerca de «que era servidor del rey de España». Cierta vez, cuando le dio
agua para que se lavara, antes de un banquete, vino un sacerdote y le con­
tó al rev unos sueños que había tenido, en los cuales se le presentaron unos
ángeles que le hablaron de este modo: «Ve a decirle al rey que en realidad
él también es un cristiano nuevo, y es nieto de una judía; ¿por qué, enton­
ces, odia y mata a los judíos que son conversos como él?» Según este rela­
to, el rey mantuvo al sacerdote en el palacio como prisionero. «Y todo eso
por los nobles que están celosos de los judíos. Y el rey y el sacerdote cu­
chicheaban continuamente en secreto sobre nuestra Torá.» El sacerdote
converso esboza un plan político para el rey converso de España, cuyo pun­
to principal es la partición del campo católico y una alianza con los pro­
testantes. El sacerdote dice a su rey: «Es cierto que tu padre, antes de mo­
rir, te ordenó que evitases guerrear con el rey de Francia, porque mientras
él esté bien habrá paz para todas las naciones cristianas, es decir, las ca­
tólicas. Pero ahora pon Un a esa política, para que comience la destrucción
del dominio cristiano.» Y el rey realmente le obedece y hace que maten al
rey de Francia «con una estratagema, por intermedio de un hombre de con­
fianza». (¿Podría ser esto una referencia al asesinato del rey de Francia En­
rique IV?) El sacerdote «le aconseja por boca de los ángeles que establez­
ca la paz con el país de Flandes»; los ángeles le explican al rey de España
que la lucha «de estos ochenta años pasados» con los protestantes de los
Países Bajos «ocasiona muchos daños y perjuicios al rey de España», y que
sería imposible alcanzar la paz con los holandeses si antes no la acuerda
con el gobernante de Inglaterra, «y luego vendrá la paz por mediación
suya». Rabí Jayim agrega muchos otros relatos acerca de este tema. Vie­
nen hombres de España, posiblemente conversos, y hablan de nuevas pro­
fecías, signos y señales del cielo. Una de las profecías adicionales especifica
que después de la muerte del gran inquisidor y del rey de España «estalla­
rán muchas guerras en el mundo, y se levantará la fe de la humillada na­
ción judía y será exaltada para siempre». Rabí Jayim Vital da testimonio
de que vio con sus propios ojos «la versión escrita procedente de la misma
España» {Séfer hajezyonot, op. cit.. págs 244-249).
Esta serie de relatos contiene muchos elementos concernientes a las lu­
chas políticas que se produjeron en la Europa occidental durante el perío­
do de las guerras de religión y la Contrarreforma. En Safed y en Damasco,
donde vivió R Jayim Vital, los relatos despertaron un gran interés porque
la pintura do conversos que gozaban de poder y fuerza trabajando en se­
creto por su religión tendría gran eco. Muchas crónicas judías de ese pe­
ríodo Hendí n .i ,i iIn iii el progreso del protestantismo en varias zonas de
11

Europa, como en el sur de Francia, a la presencia en esos lugares de des­


cendientes de conversos. Los hijos, se decía, de aquellos a quienes se había
impuesto por la fuerza el cristianismo se habían alzado para romper la uni­
dad del mismo y se vengaban en los gobernantes católicos por medio de las
guerras de religión.
Se ha dicho ya (véase pág. 775) que la marcha de España originó una
gran tensión social y cultural entre los expulsos y las comunidades judías
que los recibieron. La cultura de los provenientes de España se desplega­
ría con vigor, y en muchas zonas llegó a dominar a las culturas judías lo­
cales. Pero en aquellos lugares y culturas judías donde no se impuso se creó
una cierta tensión. Los expulsos menospreciaban la cultura judía de los lu­
gares a los que habían llegado, sobre todo en Italia, donde se encontraron
con el clima intelectual propio del judaismo askenazí■ Rabí Isjac Abrabanel
ridiculizó el estilo hebreo y la pronunciación «del país de Askenaz... en la
boca de sus rabinos..., aunque son numerosos, su manera de hablar... es
un remedo y una parodia sin ritmo ni sensatez». También de la ordenación
de rabinos askenazí se mofaban los rabinos sefardíes. Los rabinos askenazíes
replicaban con críticas palabras agresivas sobre los descendientes de los con­
versos. los cuales, a pesar de que su cultura judía se hallaba penetrada por
la cultura cristiana del medio en que vivían, tenían la audacia de censurar
el estilo de vida y la creatividad literaria de los askenazíes, que en ningún
momento habían adoptado la cultura de sus vecinos. En Safed y otras lo­
calidades inlluidas por la cultura sefardí la tensión terminaría por desapa­
recer. Es característico al respecto lo que el gran sabio askenazí R- Yesaya-
hu Horovvitz, de Polonia, escribe en su libro Sene lujot habrit (Las dos tablas
de la Alianza) cuando afirma que las prácticas de los sefardíes, que observó
en Jerusalén, Safed y Hcbrón, podían servir a sus hermanos askenazíes como
modelo. El mismo difundió sus criterios filosóficos y morales con gran vi­
gor, elogiando a los grandes rabinos y sabios sefardíes.

Divinidad, existencia y exilio en la doctrina de Safed


La capacidad creativa de los judíos españoles del exilio, la fuerza espi­
ritual que liberó el impacto de la expulsión y la energía psicológica de los
conversos y sus descendientes —expresada por la reacción contra el terror
ante el bautismo compulsivo— habían de manifestarse en la forma de vida
y las doctrinas de los sabios de Safed con el máximo vigor; se ha tratado
ya anteriormente del carácter del liderazgo en esta comunidad y de sus ten­
dencias voluntarias. Sobre los cimientos sociales edificados en Safed por los
allí establecidos en el siglo XVI, y con la base de las ideas y la experiencia
espiritual de aquellas generaciones, fue surgiendo de nuevo la estructura
del pensamiento místico judío. La cábala, denominación que se dio en ade­
lante a la doctrina judía del misticismo, comenzó a dar señales de creati-
vidad poco antes de la expulsión de España tras un prolongado intervalo
desde mediados del siglo XIV. Después de la expulsión, la doctrina se de­
sarrollaría tanto en extensión como en profundidad; los que se dedicaban
a su cultivo ya no consideraban necesario restringirla a círculos reducidos.
Es cierto que, como se decía más arriba, un pequeño grupo de discípulos
se comprometió a guardar en secreto las enseñanzas recibidas de su maes­
tro (véase pág. 779) y que éste relató que su propio profesor, R. Isjac Lu-
ria, había dicho a uno de sus discípulos antes de morir:
Dile a los eruditos en mi nombre que a partir de hoy no deberán dedicarse a
esta ciencia que les enseñé. Porque no la entendieron bien, y pueden caer, Dios no
lo quiera, en la herejía y la destrucción espiritual. Sólo R. Jayim [Vital] podrá de­
dicarse a ella, por sí mismo, susurrándola en secreto.» [El discípulo] le dijo: «¿En­
tonces, para nosotros ya no hay esperanza?» Pero él le respondió: «.Si lo merecéis,
vendré a enseñaros» (ídem, pág. 230).
Sin embargo, R. Jayim instruyó a otros, y estos discípulos de Luria es­
parcirían profusamente la doctrina secreta, ya que estos círculos estaban
convencidos de que los preparativos para la llegada del Mesías requerían
el estudio del Zohar y las demás obras cabalísticas. «Y desde el año 1540
es mandato supremo que todos, jóvenes y viejos, las cultiven públicamen­
te... Porque mediante este impulso vendrá el Mesías, el rey, y no a tra­
vés de ningún otro» (introducción de R. Abraham Azulay a su comentario
sobre el Zohar).
L^as doctrinas de Safed contaban con el respaldo de cierto número de
personalidades destacadas, cuyas cualidades habían quedado grabadas en
la conciencia y la imaginación del pueblo, a la vez que se basaban en un
amplio sistema de criterios de carácter teórico y místico. La figura central
y principal de esas personalidades era la de R. Isjac Luria, «el santo Ari»,
fallecido en 1572 a la edad de treinta y ocho años. Sus doctrinas, difundi­
das por sus destacados discípulos, dejarían una profunda huella en el mun­
do judío. Rodea a su imagen una luminosa santidad, relatándose varios mi­
lagros acerca de su nacimiento y circuncisión. Su padre lloró en este acto,
«y Elias, de bendita memoria, se le acercó y le dijo: “No llores, siervo del
Señor. Haz ante el altar tu sacrificio, que es enteramente para El, y sién­
tate... Yo me sentaré en tu regazo y tendré en mis manos a! niñn”»
(M. Benavahu, ed., Séjer toledot ha-Ari, Instituto Ben Zvi, Jerusalén, 1967,
pág. 152). Su educación y las raíces de su grandeza estaban ligadas a los
vestigios de la cultura sefardí que poseían los conversos, que en ocasiones
desconocían el tesoro que poseían. Relata la leyenda, que estando cierta vez
el joven R. Isjac en una sinagoga de Egipto vio a un hombre que tenía en
la mano un libro colmado de «grandes misterios».. Preguntó al hombre qué
libro era ése y el otro le respondió: «Qué puedo decir... porque yo soy uno
de los conversos. Y como vi que todos los miembros de la comunidad te­
nían en las manos su libro de oraciones, me dio vergüenza y tomé este li­
bro..., pero no sé qué es lo que tiene escrito» (ídem, pág. 153).
En estos relatos populares, R. Isjac asciende a la asamblea superior del
cielo. Pero contienen además secciones que revelan aspectos de la vida co-
8 16
tidiana en la Safed sefardí. Dice un relato que «los sabios de Safed nom­
braron diez hombres para controlar las transgicminns —véase pági­
na 779—... Cierto día... uno de estos funcionarios se levantó tempra­
no... y abrió la ventana para ver si había amanecido; tenía que ir a la si­
nagoga y quería ser, según su costumbre, uno de los primeros en llegar.
Vio a una mujer que salía del patio de su casa vestida con sus mejores ador­
nos. Salió y siguió a la mujer y la vio entrar en el patio de un hombre sos­
pechoso de adulterio. Dijo el funcionario: “Ahora es evidente que esta mu­
jer es una desenfrenada prostituta.” Se fue a la sinagoga y no bien termi­
naron los servicios dijo al ordenanza que reuniera “a los diez encargados
de evitar las transgresiones”; así lo hizo este ordenanza. El funcionario se
levantó para relatar lo que había visto aquella mañana, pero antes de que
pudiera abrir la boca, el Ari se adelantó y le dijo: “Cierra la boca, no ha­
bles..., porque la mujer que viste... está... limpia de todo pecado. Había sa­
lido a la madrugada para no ser vista, pero solamente porque en ese patio
estaba un hombre que había venido del oeste y le había traído a la mujer
una carta con una prenda de su esposo.” Entonces ese erudito se prosternó
a los pies del Ari, de bendita memoria, y le dijo: “Te obedezco, perdóname.”
Y el Ari dijo: “No te arrodilles ante mí; ve a arrodillarte ante la mujer y
pídele perdón por haber sospechado de una persona honorable y digna”»
(ídem, págs. 159-160). La suspicacia del funcionario y la vigilancia inqui­
sitiva se muestran aquí en directo contraste con la sencilla intuición del mís­
tico. Algunos de los relatos lo presentan dando la bienvenida al sábado con
un ropaje blanco, u oyendo en el gorjeo de los pájaros las voces de los san­
tos que han venido a enseñar la verdad. Esos cuentos dejan la impresión
de su posición como auténtico profeta.
Así, se encuentra la historia de un hombre que confesó sus pecados y
fue hallado merecedor de la muerte en la hoguera. El hombre «se apresu­
ró a comprar la leña para la pira. Y dijo el rabí: “Nuestra sentencia no es
como la que pronuncian los pueblos del mundo [quiere decir, que no es
como la de la Inquisición, que quema seres humanos en la hoguera], sino
que consiste en echarte plomo derretido por la garganta.” El hombre le con­
testó: “Haz como tú sabes, maestro.” Y mandó en seguida buscar plomo
y pusieron éste al fuego. El rabí dijo al hombre que recitara la confesión
del moribundo, y así lo hizo; y cuando terminó le ordenó el rabí: “Échate
de espaldas”; se echó. “Estira las piernas”, le dijo... “Abre la boca”; la
abrió. “Cierra bien fuerte los ojos”; los cerró. El rabí tenía preparada agua
dulce y se la echó por la garganta... y le dijo: “El Señor ha extirpado tu
pecado; no morirás.” En seguida lo alzó y le preparó una relación de pe­
nitencias... y mandó a buscar a su esposa e hijos; y el hombre se convirtió
en un completo y perfecto penitente» (ídem, pág. 239). La creencia popu­
lar relacionaba al Ari con las esperanzas mesiánicas; pero, por encima de
todo, lo veía como a un hombre benévolo y santo.
Las doctrinas místicas emanadas de Safed, especialmente de la escuela
del Ari, darían al exilio y a la idea de la Redención una significación cós­
mica y humana. Poseían fundamentos antiguos, pero mediante una enfáti­
ca forma de expresarlos, adquirirían una nueva valoración mística. El pun-
8 17
lo de partida habría sido un interrógame: «¿Si la divinidad está en todo y
todo lo llena, podrá haber en el universo algún lugar que no sea Dios?»
1.a respuesta de los cabalistas de Sal'ed se encontraba orientada hacia el
«misterio del simsum» —retirada, contracción. Cuando Dios, el en-soj. lo ilimi­
tado, lo infinito, resolvió crear el universo, se retiró, se redujo [jara darle
espacio a su universo, un oscuro vacío. De esta forma la Creación no es
una expansión de la divinidad, sino su retroceso, una concentración en
sí misma.
Guershom Schoiem señaló, no sin acierto, que si bien los cabalistas no
lo dijeron expresamente, «esa primera acción del simsum deia la impresión
de un primitivo exilio. Más que revelarse, Dios se exilió en las interiorida­
des de su ser» (Sabbetai, Zvi, Tel Aviv, 1957. pág. 25). En el universo hay
varias sefnvt —esferas fie emanación divina— que irradian una abundante
inlluencia divina. Las sejlrot son vasijas que contienen la abrumadora irra­
diación divina. Pero solamente las tres primeras podían contener adecua­
damente la luz divina original. Cuando la radiación alcanzó a las seis sejlrot
inferiores, éstas perdieron capacidad y tueron destrozadas por la luz. En sus
fragmentos quedaron atrapados destellos de la luz divina original; algunos
de ellos se elevaron y otros descendieron y se hundieron. Los que se hun­
dieron son las clipot, o cáscaras, que se transformaron en las fuerzas de la
impureza y el mal. Su poder deriva de los destellos de luz divina que si­
guen apresados dentro de ellos. Ese es el exilio, la luz apresada dentro de
las vasijas rotas y sometidas al mal. La Sejiná. la presencia divina, está en
el exilio; por eso el universo es defectuoso. C uando sean redimidos los des­
tellos atrapados en las vasijas rotas, concluirá el exilio de la luz y sobre­
vendrá la redención cósmica y humana. Esa será la hora de la redención
nacional judía. La Torá y los mandamientos son los instrumentos otorga­
dos por Dios a los que le sirven en la tierra, el pueblo judío, y con ellos
podrán reparar el cosmos. Cumpliendo los mandamientos y evitando las
transgresiones podrán perfeccionar no solamente el alma de los judíos, sino
también la de todo el mundo, liberando y redimiendo la luz divina. La fi­
nalidad del exilio es pues la de obrar constantemente para rescatar la luz
de su cautiverio, para privar al mal de su poder. Esta, según la cábala, es
la misión de todas V cada una de las almas judías.
Los esfuerzos personales suelen repetirse de forma continuada a través
de las generaciones; por eso, los cabalistas luriánicos creían en la transmi­
gración de las almas. La situación de los judíos, la persistencia del alma
individual judía en sus diversas encarnaciones, los sufrimientos de Israel
en el exilio, son características que cumplen funciones propias en el «mis­
terio de la perfección». Los días del Mesías señalan la culminación de este
proceso. Rabí Isjac Luria ofrecería a los judíos un nuevo mito para la in­
terpretación de su existencia, en la prosperidad y en las congojas. La epo­
peya judía contiene toda la significación de la historia humana, y ambos
aspectos del misterio de la Creación. Los fracasos del individuo y la comu­
nidad no pueden ser nunca definitivos ni absolutos; constituyen únicamen­
te una etapa en la sucesión de encarnaciones, un proceso incesante que ine­
vitablemente «perfeccionará al universo como reino del Todopoderoso». Por
818
consiguiente, los que seguían esa doctrina se consideraban obligados a di­
fundirla, ya que mediante ella revelaban al judío común no solamente la
razón de sus zozobras y sufrimientos, sino también el elevado sentido que
poseía cada detalle de los mandamientos. Se comprende entonces que las
doctrinas del Ari se hubiesen difundido no solamente por medio de obras
cabalísticas, sistemáticas y filosóficas, sino también a través de la extensa
literatura generada por la predicación homilética.
En una de las primeras de estas obras, concluida en Safed en 1575, el
autor explica en la terminología propia de la doctrina cabalística, «que ese
ropaje [el del universo tal como es, analogía tomada del Zohar] contiene re­
presentaciones de todo lo que existe, y constituye la raíz [dentro del uni­
verso actual] de todos los mundos inferiores. Y cuando los mandamientos
que cumplen los judíos aquí abajo iluminan la raíz hay misericordia y bon­
dad en el mundo; pero si la conducta de Israel no es perfecta, todo el ro­
paje absorbe severidad y tinieblas». Aclara el autor que según su maestro
ésa es la razón por la que los libros de Hejalot. qi e están entre las primeras
obras cabalísticas, llaman a Dios «el monarca desdichado», «...porque no
hay nada más desdichado y vergonzoso que el hecho de que el hombre uti­
lice [jara pecar contra Dios esa misma vida que El insufló en su cuerpo,
con el objeto de que la emplease para servirle. Este caso puede ser compa­
rado con el de un rey que da al sirviente dinero para comprar pan, y el sir­
viente compra un palo para golpear a su amo. ¿Puede existir un sirviente
peor que éste?» Esta conducta permite «comprender que se castigue la vio­
lación de las prohibiciones indicadas en la I'orá. Porque las violaciones son
barreras y cercados destinados a contener a SnmaeL la personificación del
mal, y no a darle libertad; y el que las infringe le desata las ligaduras. Con
eso se daña a sí mismo, porque lo consumirán los sufrimientos en este mun­
do, o en el siguiente si no sufre en éste». Dentro de este mecanismo, en el
que Satán es visto como un perro que está atado pero puede morder, la Se­
jiná se presenta como la madre de los exiliados que espera ser mantenida
por los mandamientos que cumplen sus hijos.
Debéis saber que todos los milagros que se han realizado para nosotros, y lo
que se hace todos los días, y lo que se hará, todo eso ocurre a través de la Sejiná
unida a nosotros, que es la madre misericordiosa... Es conveniente que todos
se apresuren a ligarse a su amor para despertar el más elevado Amor y con ello li­
garse a la Sejiná. Este despertar dependía de las acciones de los justos todavía cuan­
do existía el Templo... cuánto más ahora, a causa de nuestras múltiples violaciones
cometidas en este extenso y penoso exilio en el que la Sejiná no está nutrida por los
sacrificios y recibe solamente un poco de sustento por la acciones de los justos. Eos
hombres están obligados a sostenerla en su caída, porque ella es «la cabaña caída
de David», que se va derrumbando día a día, y todo ello debido a nuestras trans­
gresiones, como se dice en la Escritura: «Y por causa de vuestras transgresiones
fue despedida vuestra madre.» Porque la iniquidad la derrumba, y las buenas ac­
ciones la alzan \ protegen... Y puesto que la Sejiná pide a los hijos de Israel que
la sostengan, ese sostén depende indudablemente de nosotros, es decir, dr los judíos
[la unificación espiritual por medio de fórmulas derivadas de los versículos bíbli­
cos |, con mustias oraciones \ con el estudio de la Tora, epte la avudan v la ampa­
ran... ^ este es el deseo de la Sejiná: que siempre la recordemos en los judíos, ya
8l()
sea mandil i iimpliendo los mandamientos, por medio de favores y otras buenas
acciones, o dedicándose al estudio de la lora.
Esta doctrina está saturada de la ternura de dar ayuda a la madre Se-
jiná, que sufre con sus hijos en el exilio. En ella se eleva el amor como emo­
ción humana y como fuerza mística al mismo tiempo:
Porque el amor es la gloria del alma, que se ensalza en la magnificencia de la
alegría inspirada por su Dios, y se une al temor del Señor irradiado cuando adquie­
re el esplendor de su majestad. La luz de su anhelo por el Hacedor se mezcla con
la pasión de su amor, un deseo ansioso de ser coronada con la diadema de los pen­
samientos bellos, claros y puros. Y ella gemirá en medio de un grande y alboroza­
do placer por su amigo, su más exaltado amigo, con quien se unirá por medio de
lazos de afecto. Y preguntará y averiguará acerca de cuáles son los pasos que con­
ducen a la luz de la vida... En esa hora será consagrada con la santidad del San­
tísimo y, posteriormente, en su plenitud amorosa, hallará favor ante el rey que es
Rey de reyes. Y en ese momento se manifestará totalmente existente, bella y es­
plendorosa con el glorioso vigor, la fuerza y la poderosa majestad del amor. Y en­
tonces el Altísimo la distinguirá y hará brillar su irradiación, introduciéndola en la
cámara de los fulgores y ligándola al círculo de la vida.

Resonancias eróticas, delicados sentimientos estéticos y deslumbrante fe


se combinan aquí para producir un mosaico de amor, alegría, belleza y san­
tidad. Estos moralistas predicaban también las deducciones que debían ex­
traerse de la doctrina mística de las clipot.
\n< -uros pecados hacen que el Santo y Bendito se atavíe juntamente con la .Se­
jiná con diez (áse.iras. Y esa cáscara de la (pie el Santo v Bendito se reviste
por nuestros pecados nos sera reclamada a nosotros... .No es posible, por lo tan­
to, que los judíos, se regocijen sabiendo que Dios y su Sejiná deben revestirse de tan­
tas barreras sobre barreras a causa de nuestros pecados; y ésa es la causa de que
se prolongue nuestro exilio... Y por eso nuestros maestros, bendito sea su re­
cuerdo, han dicho que «Israel se podrá redimir únicamente mediante el arrepenti­
miento», para que las clipot sean destruidas.
Este sistema ético deriva en cada etapa de los conceptos propios de la
teoría cabalística. La tensión entre el exilio y la redención, el horror sus­
citado por la expatriación de la Sejiná, la luz atrapada dentro de las clipot,
todo ello son elementos que son utilizados para guiar e instruir a todos y
cada uno de los judíos en sus acciones de cada momento, porque son los
hechos que reparan y perfeccionan el universo conduciéndolo a su restau­
ración final, o que por el contrario pueden profanar al hombre y al univer­
so, provocando la crueldad de los judíos con respecto a su madre, la Sejiná,
e impidiendo que el alma se regocije por la unión del más excelso amor con
la belleza.
L xímí .i una fuerte tensión en el mundo de los cabalistas de Safed. El li­
bro Sefer hnje~\mtot de R. Javim Vital, discípulo principal del .1/7. nos lo mues­
tra, sometido a la presión de las diversas tuerzas e impulsos que lucha­
ban en su interior. El autor registra en él sus sueños particulares y los que
820
oíros se imaginaban ver en su persona. La práctica totalidad coincide en
señalar la grandeza de R. Jayim en este mundo y en el mundo futuro, pero
también tienen cabida en los sueños su odio a los opositores, sus aspiracio­
nes y sus deseos. En uno de ellos vio «que traían a la sinagoga el cuerpo
de Moisés, que tenía casi diez codos de largo. Prepararon un banco largo
cubierto de libros, y sobre él depositaron el cuerpo. Y vi que éste llevaba
puesta su ropa. Y cuando lo acostaron se transformó en un rollo de la
Torá..., desenrollado, como una carta grande extendida sobre toda la lon­
gitud del banco» (Séfer hajezyonot, op. cit., pág. 78). En este sueño hay una
manifiesta identificación con R. Jayim.
Las esperanzas mesiánicas que arraigan en un período de tensión espi­
ritual se manifiestan igualmente de manera violenta y apasionada. En 1562,
«soñé que estaba de pie sobre la cima de la alta montaña situada al oeste
de Safed... y oí una voz que anunciaba: “¡Viene el Mesías!” Y he aquí al
Mesías, delante de mí, soplando el cuerno de carnero. Y miles de millares
de judíos lo rodeaban. Y entonces nos dijo: “Venid conmigo, veréis la ven­
ganza por la destrucción del Templo.” Lo seguimos, y él luchó y castigó a
todos los cristianos presentes.» No se sabe con seguridad si empleó el tér­
mino «cristianos» porque, como descendiente de los exiliados españoles,
consideraba a éstos como principales enemigos de los judíos, aunque sabía
que en su época dominaban el monte del Templo los musulmanes, o si lo
empleó para no nombrar a éstos en su diario, ya que eran entonces los go­
bernantes de Tierra Santa. Sigue diciendo R. Jayim que el Mesías «...en­
tró en el Templo, y mató a los que estaban en él... y lo purificamos y ree­
dificamos sobre sus cimientos. El sumo sacerdote que ofrecía el sacrificio a
diario se parecía a mi vecino R. Israel Haleví. Pregunté entonces al Me­
sías: “¿Puede ser sacerdote un levita?”; me contestó: “Te equivocaste al su­
ponerlo levita; es un cohén [sacerdote].” Sacó un rollo de la Torá del edifi­
cio del Templo y comenzó a leerlo; entonces me desperté» (ídem, pág. 41).
Las visiones y ensueños daban expresión a los ideales espirituales que
cimentaban los conceptos de las doctrinas místicas. En su mundo visiona­
rio lo cercano se alejaba y lo lejano se aproximaba. El vidente percibía ante
sus ojos al Señor de todos los profetas, transformándose en un libro, con­
virtiéndose en un hombre. El sumo sacerdote se le aparecía con una ima­
gen similar a la de su vecino de Safed. Concebía en sus sueños la mansión
del "Templo como el an a sagrada que guardaba los rollos de la Torá en la
sinagoga donde oraba. Estos impulsos espirituales y emotivos, contenían el
vigor de los círculos cabalísticos que difundían las doctrinas del Ari. En un
espacio relativamente breve de tiempo, la cábala luriánica y sus propagado­
res llegaron a constituir los cimientos de un poderoso movimiento
mesiánico.

El liderazgo mesiánico
Desde comienzos del siglo XVI son varios los individuos que reclama­
ban la dirección del judaismo en virtud de su misión redentora. Uno de
rijos parece haber sido el rabino askenazí R. Aser Lemlein, que a principios
de sisólo predicó la necesidad de arrepentimiento a las comunidades del nor­
te de Italia. Más interesante es el caso de quien se hacía llamar David Rcu-
bení, príncipe de la casa real de la tribu de Rubén. Este hombre combinó
la antigua creencia de que las últimas diez tribus vivían con un abrumador
poderío político \ militar al otro lado de las montañas de las Tinieblas, pre­
parados para acudir en ayuda de sus hermanos judíos, con la aspiración
cristiana de establecer un «segundo írentc» para vencer a los musulmanes.
Apareció entre las comunidades de Italia durante el decenio de 1520 y an­
duvo también por las comunidades de conversos de Portugal, antes de de­
saparecer durante la década de 1530. En Portugal indujo al cristiano nue­
vo Diego Pires a la circuncisión y a convertirse en el cabalista y visionario
judío Selomó Moljo. Se presentaron juntos ante el emperador de Alema­
nia, encontrando allí Moljo una muerte de mártir en la hoguera; David Reu-
bení, por su parle, se esfumaría, en consonancia con su carácter misterioso.
Dejó escrito un diario, en el que revela que más importante aún que el hom­
bre —sobre cuyo origen siguen en desacuerdo los historiadores— resulta la
imagen (pie del mismo se quería presentar. En su lórma de vida y en sus
relatos ofrecía la efigie de un paladín judío, asceta y temeroso de Dios, di­
plomático y predicador (.jue al mismo tiempo atraía y repelía a las comu­
nidades con la personalidad imaginaria que proyectaba.
Sabetay Scbí \ su profeta Natán de Gaza son las figuras que destacaron
en mayor medida durante este período de agitación mesiánica. El estilo que
adoptaron se demostraría fundamental para la obtenciéin de sus lines.
El profeta Natán de Gaza envió instrucciones recabando una severa peni­
tencia, que fue aceptada literalmente y obedecida por muchos hombres en
lejanos países, desde Amstcrdam hasta el Yemen y desde la frontera orien­
tal de Polonia hasta las distantes aldeas de las montañas del Atlas en el nor­
te de Africa. En todas partes sería puesta en práctica con buena voluntad
y entusiasmo. Eos escasos opositores que encontró se verían obligados a ba­
jar la voz, quedando silenciosos en las sinagogas cuando se pronunciaban
las bendiciones al Mesías Rey, que curiosamente se basaban en las fórmulas
establecidas \ empleadas por los judíos con respecto a los gobernantes gen­
tiles, completadas con expresiones de adoración mesiánica.
Y éste es el texto de la bendición: «Que el que otorga victorias a los reyes y po­
der a los príncipes y cuyo reino domina en lodos los universos..., el que hizo un pac­
to con David, su siervo, para establecer su trono real eternamente, que f’,1 bendiga
y guarde, \ proteja y ayude, y exalte y acreciente, y eleve todavía más a nuestro
señor y re\ el santo rabí, justo y salvo, Sabetay Sebí. ungido por el Dios de Jacob,
exaltada sea su gloria y puesto en lo alto su reino... que su trompeta se alce en su
honor y repose en su cabeza la diadema de Dios... que viva su nombre para siem­
pre, que brille su nombre ante el sol y que la gente sea bendita con esto. Que lodos
los pueblos lo reconozcan. Que nuestros ojos contemplen con el corazón gozoso la
reconstrucción del Templo y de nuestra gloria, la santa casa del Señor que tus ma­
nos establecieron, y que ésta sea Su voluntad y digamos amén» (J. Sasportas, Sisal
nobel Sebí. edición de J. Tishby, Jerusalén, 1954, pág. 62).

822
El m ás a gu d o e im p etu oso d e su s o p o sito res a d m itió q u e él y su s igu ales
se hallaban todos reverentes y temerosos... y cada cual seguía su camino: los cre-
ventes por respeto a su reino y por el honor del rey al que aceptaban. En cuanto
a nosotros, nos asustaba y atemorizaba la exigencia de dominio careciendo de po­
der. v en favor de la paz, por si se producía algún escándalo en la sinagoga...
Y vi además que yo era apenas un grano de arena en el país. Iodos los eruditos
de la Torà v sus discípulos se pronunciaron en mi contra... Tenía que levantar­
me v quedarme en pie cuando ellos se levantaban. Y cuando ellos respondían amén
a las bendiciones y las alabanzas, yo contestaba amén después de ellos a las maldi­
ciones que en mi interior profería... Cada cual, por lo tanto, decía amén de acuer­
do con sus intenciones v sus opiniones (ídem, pág. 132).
El sentimiento de altivez y de liberación del yugo extranjero que satu­
raba a Sabetay Sebi era tan fuerte que cuando se convirtió al islamismo
aquel oponente suyo, R. Yaacob Sasportas expresó su impresión de que Is­
rael había perdido una vez más el honor y de que la esperanza que alber­
gaban en el corazón había quedado reducida a la nada:
Ahora que toda la casa de Israel quedó despojada de gozo y alegría... sobre este
hecho corresponde llorar, corresponde gemir. Nuestro júbilo se transforme) en dolor
v nuestra alma derrama lágrimas en secreto ante la abrumadora altanería de las
naciones y por el orgullo de cpie han privado a Israel. Porque el rebaño del Señor
pensó que debían tener un solo rey sobre ellos y un pastor para todos. Ahora nues­
tras esperanzas se vieron frustradas al nacer, mientras que los numerosos esclavos
de las naciones irrumpen y avanzan... y el más insignificante de ellos... se ríe y nos
escupe en la caía porque basamos nuestras esperanzas en falsedades... \ ha habido
vergüenza e indignai ion más que de sobra desde que el honor de la Torà ha sido
profanado y arrojado a tierra (ídem, pág 212).
Hubo ciertamente en anteriores generaciones diversos mesías que se
jactaron de que redimirían a Israel (véase págs. 524 y 525). pero sus afirma­
ciones no fueron tan extensamente aceptadas por el pueblo judío, que tam­
poco obedeció con la misma intensidad sus órdenes ni respetó su propio en­
cumbramiento. Pues en unos pocos años, años de gran intensidad emocional
e intelectual, Israel tuvo un mesías rey, un profeta de Dios; experimentó
un sentimiento de independencia. Esto significó hasta cierto punto un rena­
cimiento, aunque breve, de las antiguas formas bíblicas de gobierno. Simó al
mismo tiempo, de algún modo, como preparación para las tendencias pos­
teriores de marchar tras una personalidad carismàtica que se atribuía a sí
misma el carácter de caudillo y salvador.
Aunque no se acepte la hipótesis de una cierta relación entre la ideolo­
gía sabetaica y la del jasidismo fundado por R. Israel Baal Sem Tob (véase
la sexta parle), resulta evidente que la mera posibilidad de rendir una ve­
neración total a un sadic (justo), y después de él a sus hijos, tuvo su origen
en el s i g l o Incluso es posible que la adhesión del pueblo judío a una
X V II.

figura como la de I’heodor Herzl, durante los siglos y tenga sus


X IX XX,

raíces en la reacción popular ante el éxito de Sabetay Sebi.


El movimiento mesiánico de Sabetay Sebí (1665-1666)
Va se ha tratado antes de las tendencias y características de liderazgo
que había en este movimiento. Sus iniciadores fueron hombres jóvenes.
Su figura central, Sabetay Sebí, el hijo de Mordejay de Esmirna, nació en
Asia Menor en 1626 y murió a los cincuenta años de edad en 1676. Cuan­
do reclamó el título de mesías y atrajo a las masas judías tenía por consi­
guiente menos de cuarenta años. El profeta del movimiento y su espíritu
orientador e ideólogo, Natán de Gaza, nació al parecer en 1644 y murió a
los treinta y seis años de edad en 1680. Tendría unos veintiún años cuando
comenzó a anunciar la llegada de su mesías y a conducir a los judíos al arre­
pentimiento. El mesías era sefardí, mientras que el profeta era askenazí.
El mesías poseía una personalidad atractiva, cautivadora, y su capacidad
de emocionar y su imaginación parecen haber sido mayores que su capa­
cidad intelectual. Gershom Scholem, una autoridad en el movimiento sa-
betaico, llegó a la conclusión de que si bien este movimiento estaba influi­
do por las fuerzas de la cábala luriánica, «no se puede afirmar que repre­
sentase el poder de la cábala y su pensamiento nuevo, renaciente en su
época. Y si bien sirvió de transmisor de esa causa, no lo hizo de forma cons­
ciente... Entre los judíos el ambiente era más propicio para dar forma
al movimiento que para el peculiar estado espiritual del joven cabalista Sa­
betay Sebí» (Scholem, op. cit., pág. 95).
El joven rabino de Esmirna poseía su método cabalístico propio, más o
menos siguiendo al del Zohar; pero no era éste el factor más importante
en él. Era de carácter blando, con tendencia a los cambios; sus admirado­
res hablan de períodos en los que tenía «la gran iluminación» visible en su
rostro y en su disposición para llevar a cabo grandes y revolucionarias ha­
zañas. Hablan también de etapas en las que presentaba «el semblante des­
viado», es decir, momentos de depresión, de humildad y de pesar debido
a las acciones revolucionarias que había realizado anteriormente.
Natán de Gaza mantenía siempre una posición firme y consecuente. Es­
taba consumido por el fuego de la visión que se le había presentado y no
se había realizado, pero se negaba a demostrar remordimiento por la luz
que había aportado a la casa de Israel. Natán se mantenía fiel a sus prin­
cipios ascéticos. Se manifiesta a sí mismo en sus escritos y en las impresio­
nes de los que lo trataron como un hombre de gran vigor intelectual. La
fuerza que lo empujó hasta la profecía era la misma que había impulsado
el surgimiento del Maguid de Yosef Caro, idéntica al complejo psicológico
que atribuyó al «maestro de sueños» de R. Jayim Vital y sus círculos próxi­
mos las numerosas y expresivas visiones que contemplaron. Pero Natán tra­
dujo esos sueños, para sí y para el pueblo judío, en anuncios de redención
que identificó con personas y acontecimientos reales. Partiendo del éxtasis
del asceta solitario se convirtió en profeta de multitudes. Posteriormente
contó que había tenido el honor de proclamar «ante la comunidad de Is­
rael nuestra redención y la salvación de nuestras almas». Este privilegio le
fue otorgado mientras se hallaba

824
recluido con pureza y santidad en una estancia especial. Cuando después de orar,
susurrando y sollozando mucho, estaba en medio de mis súplicas, vi pasar un es­
píritu delante de mí, y se me erizó la carne y el cabello... Vi la merkabá —la ca­
rroza celestial de Ezcquid, uno de los dos temas principales del primitivo misticis­
mo judío— y estuve todo el día y toda la noche divisando escenas divinas, y enton­
ces pronuncié una verdadera profecía, como auténtico profeta —«Dijo esto el Se­
ñor»— y en mi corazón tenía claramente grabado quién había inspirado mi vatici­
nio, así como también que Él estaba vivo y debía vivir eternamente... y no he teni­
do hasta ahora ninguna visión tan grande como ésta. Y todo eso quedó oculto en
mi corazón hasta que el redentor —es decir, Sabetay Sebí— se proclamó en Gaza
y asumió el nombre de Mesías. Entonces el ángel de la Alianza me autorizó a anun­
ciar lo que había visto y la verdad de lo que yo sabía (ídem, págs. 166-167).
No abandonaría su visión, ni aun cuando su mesías cambió de religión,
sino que se desplazaría de comunidad en comunidad predicando el poder
de la fe, y estimulando el arrepentimiento y la pureza del espíritu en nom­
bre del mesías convertido. Tanto su imponente personalidad como su fra­
caso público se advierten en la carta que se vio obligado a firmar en Ve­
necia en el año 1668, dos años después del colapso del movimiento. Lo úni­
co que un firme y estricto tribunal rabínico pudo extraer de él fue esto:
«Aunque declaré que había visto la merkabá como la había visto el profeta
Ezequiel y la profecía afirmaba que Sabetay Sebí es el mesías, los rabinos
y gaones de Venecia dictaminaron que estaba en un error y que no había
nada de verdadero en la visión. Acepté sus palabras y digo que lo que pro­
feticé sobre Sabetay Sebí no tiene consistencia» (Sasportas, op. cit.,
pág. 267).
La noticia de la profecía de Natán se conoció unos diecisiete años des­
pués de haber llegado a las comunidades judías del imperio otomano (véa­
se pág. 772) los askenazíes de las comunidades ucranianas, que habían sido
reducidas al cautiverio por los tártaros en las matanzas de los años 1648
y 1649. Los círculos dirigentes de las comunidades que los rescataron eran
sefardíes que todavía estaban influidos por los recuerdos de la crisis produ­
cida por la expulsión de España. La doctrina luriánica de la restauración
del mundo como acto de redención al mismo tiempo universal y judía se
había difundido de diversas maneras, tanto en el nivel superior de la co­
munidad como en sus capas inferiores. Las relaciones comerciales a través
de toda la diáspora judía se estrechaban continuamente debido al progreso
de las comunicaciones. Por consiguiente los dirigentes del movimiento y
sus doctrinas pudieron apelar a diversas fuerzas y tendencias espirituales a
un mismo tiempo. Los requerimientos del profeta Natán hacia la perfec­
ción y la penitencia, despertaron el celo ascético de individuos y pueblos,
y lo convirtieron en el elemento unificador del movimiento. Se cuenta que
fue consultado por destacadas personalidades acaudaladas y por intelectua­
les de Amsterdam, pidiéndole que les informase acerca de cuáles eran las
prácticas ascéticas apropiadas para la «raíz» de su alma, empeñándose en
cumplirlas por estrictas que éstas fuesen. Se escribieron libros para la masa
del pueblo, algunos de ellos en yídico, con instrucciones para cumplir las
penitencias; todos ellos se venderían muy rápidamente. Según el relato de
825
un sacerdote polaco los judíos «ayunaban varios días a la semana por su
mesías, y algunos de ellos toda la semana. No daban de comer a los niños-
en invierno se hundían en el hielo y allí rezaban una oración de reciente
composición; muchos judíos morían debido al terrible frío que suponía la
inmersión. Iban todos los días a orar en la sinagoga» (Scholem, op. cit..
págs. 495-496).
Entretanto, en la «corte» de Sabetay Sebí, durante los años 1665 y 1666
—incluso cuando Sabetay estaba preso en Gallípoli— la pompa externa era
fastuosa. En los días de «la gran iluminación», Sabetay prometía vengarse
de los gentiles y destacaba sobre todo que se vengaría de los asesinos de
Polonia y Lituania. También cuando el espíritu rebosaba sobre él, distri­
buía tierras, principados y reinos entre sus seguidores; en aquella corte rei­
naba en general un ambiente henchido de emoción que era casi erótico.
De entre la serie de faltas y violaciones de que se acusó a Sabetay Sebí.
como instigador o ejecutor, figuran numerosos mandatos de sustituir los
ayunos dispuestos a causa de la destrucción del Templo por fiestas en ho­
nor del mesías y la redención. Estos hechos expresan el vigor con que creía
en su misión y en sí mismo. Sus enemigos le achacaron el haber «permitido
el asesinato» de sus ri\ales, lo cual revela igualmente su sentimiento de me-
siánica majestad. También le acusaban, antes de su conversión, de «pro­
nunciar el Nombre divino tal como se escribe», acción que le corresponde
al Mesías y a los días de la redención; «de comer la grasa prohibida y de
hacerla comer a otros y de profanar el sábado». Estas dos últimas acusa­
ciones, en caso de ser reales, constituirían la prueba de una clara tendencia
antinómica, de un sentimiento de liberación de las trabas impuestas por la
ley judía tradicional. Las diversas historietas acerca de los matrimonios de
Sebetay Sebí y el libertinaje de su corte, incluso con orgías sexuales, expre­
sar ían, si fuesen ciertas, una especie de arcaísmo religioso en el que vibra
el aspecto ritual de esas acciones, del mismo modo que manifiestan una re­
belión contra las leves judías (véase la sexta parle, sobre las prácticas se­
xuales de las sectas continuadoras de la tradición sabetaica. como la secta
de los franquistas).
Penitentes y buscadores de libertad —ricos y pobres, ilustrados e igno­
rantes— se reunieron, pues, en torno a este movimiento con sus numerosos
símbolos, antiguos y consagrados, y con su amplia dotación de figuras ca-
rismáticas. preferidas cada una de ellas por un tipo diferente de persona.
El movimiento surgió cuando askenazíes y sefardíes sufrían lo que se ha ca­
lificado de «dolores de parto» por la venida del Mesías. Apeló al pueblo ju­
dío no solamente en nombre del «Ungido por el Dios de Jacob», sino tam­
bién en nombre del profeta de verdad; en varios documentos del movimien­
to figura el año 1666 como «el primer año de la renovación de la profecía
y la majestad». Se trataba de un vasto movimiento nacional favorecido por
el mayor desarrollo alcanzado por los medios de comunicación y una gene­
ralización de la conciencia; un movimiento popular impulsado por las ten­
dencias extremadamente individualistas de un pequeño grupo de dirigentes
jóvenes. En cuanto a sus fundamentos simbólicos y místicos, era a la par
antiguo v medieval, incluso en sus inclinaciones revolucionarias v antinó­
826
micas. Por otro lado, su carácter emotivo y sus características sociales y psi­
cológicas estaban totalmente inspirados por unas tendencias que con el
tiempo se irían vigorizando, incluyendo la exhortación al ascetismo y el con­
servadurismo. La crisis del movimiento se produciría a causa de la presión
sobre el más débil de sus dirigentes, el mismo Sebetay Sebí. Tras haber
sido amenazado con grandes castigos físicos, incluso la muerte, en 1666
adoptó la religión del Islam. Los judíos que lo vieron entrar en el palacio
del sultán pensaron que iba a remover la corona de su cabeza; sufrieron
una amarga decepción cuando supieron que el mesías había adoptado la
religión islámica y la corona se les cayó a ellos de la cabeza. Parece que
después de la conversión, Sabetay se hundió en una profunda depresión per­
sonal, que finalmente habría de superar. Es posible que le infundiese áni­
mos su fiel profeta Natán, quien, por su parte, conservaría el respeto y la
estima de grandes círculos judíos incluso después de la conversión. Las va­
cilaciones en su estado de espíritu, las cartas que escribió y las extrañas ap­
titudes que Sabetay Sebí adoptaría tras su conversión hasta el momento de
su muerte, pertenecen ya más a su biografía personal que a la historia del
movimiento. Un reducido grupo de los que seguían creyendo en él le había
acompañado en la conversión; ellos y sus descendientes habrían de consti­
tuir posteriormente la secta islámica de los dónmé, que persistió durante va­
rias generaciones (véase la sexta parte).
La mayor parte de los judíos se sintió profundamente conmocionada al
conocer la conversión. El golpe fue todavía mayor que el supuesto por la
crucifixión de Jesús para sus creyentes. Como dijo Gershom Scholem, es di­
fícil comparar la muerte de Jesús con la conversión de Sabetay Sebí; Jesús
pagó el precio más alto que puede ser reclamado a un hombre; Sabetay,
no. «La paradoja de un Mesías traidor es mucho más grande que la de un
Mesías ejecutado» (ídem, págs. 683-684).
Las diversas comunidades judías trataron por todos los medios a su al­
cance de que Sabetay fuese olvidado; borraron todo lo que se había escrito
de él en libros y actas comunales. La conmoción producida habría de in­
ducirlas indudablemente a buscar nuevas sendas, distintas de las que ofre­
cían los movimientos mesiánicos y a tratar finalmente de llevar a cabo la
esperanza del restablecimiento del país de Israel y la redención del pueblo
judío en los tiempos modernos (véase la sexta parte).
Fue formándose gradualmente un sistema simbólico destinado a justi­
ficar la conversión al islamismo de Sabetay Sebí, así como a mantener la
creencia en su carácter de mesías. Posiblemente la primera reacción directa
haya quedado reflejada en las palabras de una carta sobre el ayuno del Nue­
ve de ab que el profeta Natán escribió poco después de la conversión:
El que cree en el grande, santo e imponente sábado —sabat, juego de palabras
en alabanza de Sabetay— será esplendoroso —Sebí— todos los sábados. Y el que
se haya puesto el inmaculado turbante no es profanación de su santidad. Él es sa­
grado y todos los hechos del sábado son santos. Es preciso creer igualmente que la
sejiná ascendió a su sede original y ya no reside en el exilio... y no se dice tampoco en
las palabras de nuestros sabios de bendita memoria que el Señor haya jurado que
la Sejiná se irá del exilio únicamente en compañía del pueblo de Israel. Por consi-
827
guíente... ya no necesita nuestra ayuda; nosotros tenemos que ser redimidos y ella
debe ascender, porque penetró en el universo un acrecentamiento del principio del
sábado, y por eso se considera que hemos sido redimidos aunque nos encontremos
todavía en el exilio y el rey Mesías está oprimido entre los clipot para lavar todos
nuestros pecados y corregir lo que hemos manchado. Por haberlo nosotros mereci­
do, la Sejiná ya no se encuentra en el exilio... ahora se le ha añadido una ilumina­
ción grande y poderosa... por lo cual ya no es correcto quejarse, ni despertar envi­
dias, ni llorar ni gemir, porque ella vive gozosa. El ayuno —el del Nueve de ab— me­
rece sin duda ser cumplido para compartir el pesar de Israel, hasta que todo esto
sea amplia y totalmente revelado y podamos convertirlo en una fiesta completa
(A. Amarillo, en Sefunot, 5 [1961], págs. 253-254).
Esto suponía la deliberada división en dos partes del concepto luriánico
del ticún, o restauración; la Sejiná ha sido redimida, e Israel sigue aguardan­
do su restauración. En términos más seculares, el sentido de libertad inte­
rior que poseía quien creía en Sabetay Sebí encontró su expresión en la
creencia de que se había alcanzado la redención divina del cosmos, pero
no era todavía visible en este mundo. Al separarse la liberación física y po­
lítica del judaismo de la salvación de la Sejiná del exilio, se originó poste­
riormente el deseo de trabajar por la redención del pueblo sin preocuparse
por la situación de la Sejiná (véase la sexta parte).
Después de la conversión de Sabetay Sebí sus creyentes, ante la nueva
complejidad de los hechos que los impulsaban a buscar explicaciones a las
cuestiones planteadas, adoptarían una imagen tomada de los conversos que
odiaban al cristianismo, comparando al mesías con un gusano que abre un
agujero en un árbol o en una manzana para consumirlos por dentro. Sabe­
tay. por consiguiente, habría penetrado en el Islam con la finalidad de des­
truirlo desde dentro. Éste era en realidad un sentimiento nihilista; de su
idealismo no les quedaba más que la fe en un mesías que se ocultaba. Los
que continuaban creyendo secretamente en Sabetay Sebí eran torturados
por las dudas; se ha supuesto incluso que de ellos partieron las tendencias
a la herejía y la disolución que se observan entre los judíos de los tiempos
modernos (véase la sexta parte).
El movimiento sabetaico llevaría al judaismo medieval a una crisis cu
el pleno significado de este término. Se trataba de una tentativa de reno­
vación creadora concordante con las tendencias del mundo medieval, pero
significaba la virtual destrucción del mundo judío medieval debido a la exis­
tencia de extremadas exigencias de signo individualista. Combinaba el fer­
vor de un amplio movimiento de masas con el fuego externo de la deses­
peranza y la duda.

Pensamiento askenazí sobre la naturaleza del pueblo


judío y su destino
Durante el siglo XVI y la primera mitad del XVII los judíos de los paí­
ses de cultura askenazí —Alemania, Italia, Bohemia, Moravia y
Polonia-Lituania— irían formulando sistemáticos conceptos sobre el desti-
828
no del pueblo judío. Los pensadores que los plantearon, incluso los que
eran básicamente místicos, adoptarían puntos de vista de índole raciona­
lista. También aquí habría de manifestarse el individualismo, pero en un
grado menos fervoroso e insistente que en el caso presentado por los caba­
listas y mesianistas sefardíes. También aquí incidiría en profundidad el
amargo pesar producido por la expulsión, la persecución y el insulto; pero
en esta parte del mundo se enfrentaba además a la nueva situación creada
por la Reforma.
El stadlán Yosef de Rosheim redactó, para sí mismo y para las genera­
ciones posteriores, una especie de reelaboración y resumen de aquello que
había merecido su aprobación en la obra del racionalista español Abra­
ham Bivach (véanse págs. 719-721). Un anónimo polemista religioso ju­
dío de la misma época asesoró a sus hermanos acerca de la manera de con­
ducirse en el debate con los cristianos de la Reforma, los del campo bibli-
cista. Los judíos deberían enfrentarse a él con criterio racionalista, y no con­
fiando ciegamente en la Biblia:
No iniciéis la discusión con ellos citando pasajes de la Biblia, sino transitando
solamente por el camino de la naturaleza, el corazón y la razón. Ks necesario creer y es
preciso que exista una unidad que dirija todo el universo... Y esto es lo que de­
béis hacer para purificarlos y clarificarlos, y decirles: «¿Qué haríais si no existiera
la Biblia?» Porque su fe reposa en nuestros profetas y nuestras Sagradas Escrituras,
pero si nosotros no tuviéramos profetas no tendrían ninguna prueba que ofre­
cer... Nosotros tenemos un principio, incluso sin ningún libro de Escrituras y
está en la naturaleza: que nosotros creemos en la unidad y la grandeza de Dios a
partir de Su misma actividad y que nada de lo que acontece todos los días podría
ocurrir si no mediara Su voluntad (H. H. Ben-Sasson, en Harvard Theological Re­
view, 59 (1966J, pág. 389).

Varios testimonios recogidos en diversas fuentes permiten deducir que


en Askenaz la lectura de las obras de los filósofos judíos españoles estaba
muy extendida, sobre todo en Alsacia a comienzos del siglo XVI.
En Italia R. Obadvá Sforno, excelente médico, filósofo, gran talmudista
y comentarista de la Biblia, crearía un sistema propio que combinaba el ra­
cionalismo con un leve misticismo. En concordancia con las mejores tradi­
ciones de esta tendencia, adjudica a las prácticas nazarenas descritas en la
Torá la intención de excluir el ascetismo que se practicaba en la Edad Me­
dia. Se abstendrá de vino y aguamiel (Números VI, 3). No debe mortificarse
con los ayunos que reducen la capacidad para servir al cielo, como afirma­
ron aquellos de bendita memoria: «Que no se torture el cuerpo flagelán­
dose como los hipócritas, pero que se aparte del vino para atenuar las pa­
siones y dominar las malas inclinaciones, y que no se debilite de ningún
modo.» Uno de los principios más importantes es la afirmación de que Dios
ama a la raza humana, que debe ser cuidada para que sirva al Señor. En su
comentario sobre el cántico de Moisés, del Deuteronomio, llega incluso a
explicar que Israel fue elegido entre las naciones por un error histórico de
la divinidad, sin que hubiese sido ésta la intención fundamental de Dios:
829
Cuando Moisés dijo: «Recuerda el tiempo pasado» quiso explicarlo relacionan­
do el pasado con el futuro, y declarando primeramente que la intención de Dios ha­
bía sido la de lograr su objetivo para toda la raza humana en el tiempo pasado y
en los años de las generaciones anteriores. No lo consiguió, y actuó con empeño
para elevar a Israel hasta una gran altura. La transgresión cometida por los israe­
litas con el becerro de oro y el pecado de su obstinación consisten en que Dios que­
ría consagrar a través de ellos a Israel y a su propio Nombre en el universo del Se­
ñor, para que ellos sirvieran de luminarias para la raza humana, para explicar e
instruir, como dijo Dios: «Porque toda la tierra es mía y vosotros seréis para mí un
reino de sacerdotes.» V' ellos lo destruyeron todo desenfrenadamente con el becerro.
Y en la sección final de las bendiciones de Moisés explica estas pala­
bras: «Ama asimismo a las naciones» (Deuteronomio XXXIII, 3), aunque
sientes afecto por las naciones, pues dices: «Seréis para mí mi propiedad
peculiar entre todos los pueblos», habiendo en esto una declaración de que
toda la humanidad es tu propiedad peculiar, como dijeron los sabios de ben­
dita memoria en la Ética de los Padres: «Amado es el hombre, que fue crea­
do a imagen divina.» Resumiendo, las enseñanzas de Sforno expresan una
doctrina claramente humanista, derivada de fuentes judías y desarrollada
con un amplio criterio de base humana.
Rabí Yehudá Loew ben Bezalel (1525-1609), conocido como el Maharal
de Praga, compuso un enfoque filosófico propio destinado a animar y guiar
al pueblo. En él expone como base en la que reposa la esencia social y re­
ligiosa del exilio conceptos que son asombrosamente similares a las teorías
nacionalistas difundidas en Europa durante el siglo XIX. En su opinión,
el exilio es un cambio y un alejamiento del orden natural con el cual Dios situó a
las naciones en el lugar que más les convenía... El lugar que merecían según el
orden de la existencia era ser independientes en el país de Israel... en la misma for­
ma en que tampoco están divididos en dos las entidades naturales... Y puesto
que la nación judía es indivisa, aunque esté más diseminada que cualquier otra...,
la dispersión es antinatural... Además, de acuerdo con el orden de la existencia,
no es apropiado que una nación esté subyugada por otra..., porque Dios bendito
creó a cada nación para ella misma..., según el orden natural no es correcto que
Israel esté bajo el dominio de otros (Nésaj Israel, Praga, 1591, fol. 2 r.).
Los conceptos de la integridad de la unidad natural, de la concentra­
ción nacional en un país determinado y de la reclamación de independen­
cia y libertad política se combinan, según el Maharal, para producir la ine­
quívoca certeza de que es el mismo fenómeno central del exilio el que ori­
ginó su autodestrucción; pero este fenómeno, por ser el que destruye el or­
den natural de la vida nacional, no puede persistir eternamente. Porque si
persistiera dejaría de tener imperio el concepto del orden nacional, y los
principios no pueden ser cambiados por un descarrío. Existen leyes que go­
biernan la vida de las naciones independientes, y esas leyes son la garantía
de que finalmente también se conformará en función de ellas la existencia
de Israel. Porque «aquello que se aleja de su posición natural carece de es­
tabilidad en una situación que no es la que le corresponde de forma na­
tural... Si permaneciera allí, lo antinatural se volvería natural, lo cual es
830
imposible... y por eso el exilio es en sí mismo un signo de la redención»
(ídem). Mientras exista el exilio tendrá su justificación, si bien de carácter
antinatural. Dice esto de una manera que concuerda básicamente con los
conceptos cabalistas del cosmos defectuoso; pero su planteamiento compren­
de la concepción de elementos nacionales esencialmente opuestos entre sí.
Para el Maharal, existe una división natural entre Edom e Israel, «como la
del agua y el fuego, los cuales no lo saben ni lo desean, son por naturaleza
contrarios; y así son Jacob y Esaú». Esaú, o Edom, se toman aquí como
representación del mundo cristiano occidental, similar a la que el Talmud
le adjudica a la palabra Roma. Siendo opuestos entre sí, ambos quieren do­
minar todo el universo, y también el cielo. Tanto Esaú como Edom «pre­
tenden cada uno de ellos que toda la existencia que es este mundo sea de
él..., así como también el mundo que vendrá y rechazan al rival». La ac­
tual victoria de Esaú se debe a que su carácter imperfecto y defectuoso con­
cuerda con el estado defectuoso e imperfecto del mundo. Por eso «obtuvo
mediante disputas su parte, que es este mundo con su deshonra y su ver­
güenza... y al cual se aproxima; pero Jacob está lejos de él, habiéndose re­
tirado de la suciedad». El futuro triunfo de Israel está por consiguiente ase­
gurado por el mismo proceso de mejora del mundo. Cuando este mundo
sea digno de Israel, Israel lo gobernará.
Polonia y Lituania también tenían su tendencia mística racionalista pro­
pia, que quedó expresada en Torat Haolá (La doctrina de la ofrenda), la obra
semifilosófica del gran halajista del siglo XVI Mosé Isserles (véase
pág. 783). En ella explica de manera simbólica el valor jerárquico de los
mandamientos a través de la estructura del Templo y sus diversas seccio­
nes. Pero él opina que la razón revelada al hombre de las nueve décimas
partes de los mandamientos es el provecho social y material que ellos ase­
guran. «Porque en verdad los mandamientos prescritos en la Torá se basan
principalmente en las necesidades físicas y en la conducta que observan los
seres humanos entre sí. Y aunque son también de beneficio espiritual, su
provecho principal está expresado por requerimientos humanos, o exigen­
cias del cuerpo.» Este erudito citó asimismo a Aristóteles para respaldar
una decisión halájica. y recibió por eso el furioso ataque de un contempo­
ráneo. En su concepto es de gran valor la riqueza económica otorgada al
hombre, que debe ser considerada como un don de Dios. Y tiende a expli­
car la existencia de virtuosos pobres con la hipótesis de que Dios sabe que
por su carácter innato esos hombres probos no pasarían la prueba de la ri­
queza, y por eso los deja en la pobreza. Estos criterios eran compartidos
por algunos de sus coetáneos. En la segunda mitad del siglo XVI se mani­
festaba la presencia de una tendencia generalizada hacia el abandono del
racionalismo; un ejemplo de esta orientación es el presentado por el caso
de R. Abraham Horowitz, destacado discípulo de R. Mosé Isserles, que es­
cribió en su juventud un notable comentario racionalista de los «Ocho ca­
pítulos» de Maimónides, integrantes del comentario de éste a la Misná.
Pero en la vejez lo reemplazaría por otro, en el que afirma que con respecto
a diversos temas su presente comentario, que no es racionalista, «es la raíz,
y el anterior el desarraigo».
831
Cuando Moisés dijo: «Recuerda el tiempo pasado» quiso explicarlo relacionan­
do el pasado con el futuro, y declarando primeramente que la intención de Dios ha­
bía sido la de lograr su objetivo para toda la raza humana en el tiempo pasado y
en los años de las generaciones anteriores. No lo consiguió, y actuó con empeño
para elevar a Israel hasta una gran altura. La transgresión cometida por los israe­
litas con el becerro de oro y el pecado de su obstinación consisten en que Dios que­
ría consagrar a través de ellos a Israel y a su propio Nombre en el universo del Se­
ñor, para que ellos sirvieran de luminarias para la raza humana, para explicar e
instruir, como dijo Dios: «Porque toda la tierra es mía y vosotros seréis para mí un
reino de sacerdotes.» Y ellos lo destruyeron todo desenfrenadamente con el becerro.
Y en la sección final de las bendiciones de Moisés explica estas pala­
bras: «Ama asimismo a las naciones» (Deuteronomio XXXIII, 3), aunque
sientes afecto por las naciones, pues dices: «Seréis para mí mi propiedad
peculiar entre todos los pueblos», habiendo en esto una declaración de que
toda la humanidad es tu propiedad peculiar, como dijeron los sabios de ben­
dita memoria en la Ética de los Padres: «Amado es el hombre, que fue crea­
do a imagen divina.» Resumiendo, las enseñanzas de Sforno expresan una
doctrina claramente humanista, derivada de fuentes judías y desarrollada
con un amplio criterio de base humana.
Rabí Yehudá Loew ben Bezalel (1525-1609), conocido como el Maharal
de Praga, compuso un enfoque filosófico propio destinado a animar y guiar
al pueblo. En él expone como base en la que reposa la esencia social y re­
ligiosa del exilio conceptos que son asombrosamente similares a las teorías
nacionalistas difundidas en Europa durante el siglo XIX. En su opinión,
el exilio es un cambio y un alejamiento del orden natural con el cual Dios situó a
las naciones en el lugar que más les convenía... El lugar que merecían según el
orden de la existencia era ser independientes en el país de Israel... en la misma for­
ma en que tampoco están divididos en dos las entidades naturales... Y puesto
que la nación judía es indivisa, aunque esté más diseminada que cualquier otra...,
la dispersión es antinatural... Además, de acuerdo con el orden de la existencia,
no es apropiado que una nación esté subyugada por otra..., porque Dios bendito
creó a cada nación para ella misma..., según el orden natural no es correcto que
Israel esté bajo el dominio de otros (Nésaj Israel, Praga, 1591, fol. 2 r.).
Los conceptos de la integridad de la unidad natural, de la concentra­
ción nacional en un país determinado y de la reclamación de independen­
cia y libertad política se combinan, según el Maharal, para producir la ine­
quívoca certeza de que es el mismo fenómeno central del exilio el que ori­
ginó su autodestrucción; pero este fenómeno, por ser el que destruye el or­
den natural de la vida nacional, no puede persistir eternamente. Porque si
persistiera dejaría de tener imperio el concepto del orden nacional, y los
principios no pueden ser cambiados por un descarrío. Existen leyes que go­
biernan la vida de las naciones independientes, y esas leyes son la garantía
de que finalmente también se conformará en función de ellas la existencia
de Israel. Porque «aquello que se aleja de su posición natural carece de es­
tabilidad en una situación que no es la que le corresponde de forma na­
tural... Si permaneciera allí, lo antinatural se volvería natural, lo cual es
830
imposible... y por eso el exilio es en sí mismo un signo de la redención»
(ídem). Mientras exista el exilio tendrá su justificación, si bien de carácter
antinatural. Dice esto de una manera que concuerda básicamente con los
conceptos cabalistas del cosmos defectuoso; pero su planteamiento compren­
de la concepción de elementos nacionales esencialmente opuestos entre sí.
Para el Maharal, existe una división natural entre Edom e Israel, «como la
del agua y el fuego, los cuales no lo saben ni lo desean, son por naturaleza
contrarios; y así son Jacob y Esaú». Esaú, o Edom, se toman aquí como
representación del mundo cristiano occidental, similar a la que el Talmud
le adjudica a la palabra Roma. Siendo opuestos entre sí, ambos quieren do­
minar todo el universo, y también el cielo. Tanto Esaú como Edom «pre­
tenden cada uno de ellos que toda la existencia que es este mundo sea de
él..., así como también el mundo que vendrá y rechazan al rival». La ac­
tual victoria de Esaú se debe a que su carácter imperfecto y defectuoso con­
cuerda con el estado defectuoso e imperfecto del mundo. Por eso «obtuvo
mediante disputas su parte, que es este mundo con su deshonra y su ver­
güenza... y al cual se aproxima; pero Jacob está lejos de él, habiéndose re­
tirado de la suciedad». El futuro triunfo de Israel está por consiguiente ase­
gurado por el mismo proceso de mejora del mundo. Cuando este mundo
sea digno de Israel. Israel lo gobernará.
Polonia y Lituania también tenían su tendencia mística racionalista pro­
pia, que quedó expresada en Torat Haolá (La doctrina de la ofrenda), la obra
semifilosófica del gran halajista del siglo XVI Mosé Isserles (véase
pág. 783). En ella explica de manera simbólica el valor jerárquico de los
mandamientos a través de la estructura del Templo y sus diversas seccio­
nes. Pero él opina que la razón revelada al hombre de las nueve décimas
partes de los mandamientos es el provecho social y material que ellos ase­
guran. «Porque en verdad los mandamientos prescritos en la Torá se basan
principalmente en las necesidades físicas y en la conducta que observan los
seres humanos entre sí. Y aunque son también de beneficio espiritual, su
provecho principal está expresado por requerimientos humanos, o exigen­
cias del cuerpo.» Este erudito citó asimismo a Aristóteles para respaldar
una decisión halájica, y recibió por eso el furioso ataque de un contempo­
ráneo. En su concepto es de gran valor la riqueza económica otorgada al
hombre, que debe ser considerada como un don de Dios. Y tiende a expli­
car la existencia de virtuosos pobres con la hipótesis de que Dios sabe que
por su carácter innato esos hombres probos no pasarían la prueba de la ri­
queza, y por eso los deja en la pobreza. Estos criterios eran compartidos
por algunos de sus coetáneos. En la segunda mitad del siglo XVI se mani­
festaba la presencia de una tendencia generalizada hacia el abandono del
racionalismo; un ejemplo de esta orientación es el presentado por el caso
de R. Abraham Horowitz, destacado discípulo de R. Mosé Isserles, que es­
cribió en su juventud un notable comentario racionalista de los «Ocho ca­
pítulos» de Maimónides, integrantes del comentario de éste a la Misná.
Pero en la vejez lo reemplazaría por otro, en el que afirma que con respecto
a diversos temas su presente comentario, que no es racionalista, «es la raíz,
y el anterior el desarraigo».
831
A comienzos de la segunda mitad del siglo XVI todavía le fue posible
a R. Eliézer Askenazi, que había llegado a Polonia desde Egipto, pasando
por Chipre, Venccia y Praga, convertirse en un rabino muy influyeme y pre­
sidente del tribunal rabínico en importantes comunidades polacas. Llevó a
Polonia una inteligencia poderosa y penetrante que tendía hacia la crítica
libre y el racionalismo religioso, aunque sin abandonar un cierto misticis­
mo. A quienes le escuchaban les dijo que con respecto a los principios de
la fe debían decidir de acuerdo con lo que la razón les dictase.
Porque en todo lo que se refiere a la fe humana... cada uno de nosotros... tiene
la obligación, hasta el fin de todas las generaciones, de investigar los secretos con­
tenidos en las palabras de la Torá y de conducir sus creencias con rectitud y equi­
dad... aceptando la verdad de cualquier fuente que hayamos llegado a conocer.
Y que las opiniones de otros, aunque nos hayan precedido, no nos impidan inqui­
rir... Incurrimos en culpa si cedemos en la investigación de los secretos de la
Torá y declaramos que la palabra de los «leones» que los dominaron debemos acep­
tarla sin más examen... Es pertinente que investiguemos y revisemos con los
ojos de la razón y anotemos nuestras opiniones para que sirvan a los que vengan
después de nosotros, tanto si se hallan de acuerdo con ellas como si las rechazan
por motivos que ellos tengan y que no nos hayan sido revelados a nosotros (Ala asé
Adonay, Venecia, 1583, lol. 169 r.).

Crítica social
La floreciente vida social, la prosperidad económica de ciertos grupos y
la tensión creada en esas circunstancias entre los triunfadores y los de me­
nos éxito se combinarían para originar una intensa actividad espiritual y
un penetrante pensamiento social, acompañados por una aguda y perspi­
caz crítica. No todos estaban dispuestos a aceptar los razonamientos de
R. Mosé Isserles, según los cuales a los buenos que son pobres les ha sido
negada la riqueza para que no sucumban a las tentaciones del dinero. Los
eruditos que observaban la codicia y la ostentación de los enriquecidos, pre­
sentaron diversas explicaciones que llegaban hasta la enérgica condena de
la riqueza y la categórica negación de que constituyese un don positivo de
Dios. Rabí Efraim Selomó de Luntshits, principal predicador y moralista
de Polonia durante aquella época, odiaba a los ricos de su país y condena­
ba enérgicamente su lorma de vida. En la colección de sus sermones se le
puede observar volviendo continuamente a este tema principal, que puede
ser resumido con sus mismas palabras: «Para replicar a los extraviados de
nuestro pueblo que gozan de todos los éxitos transitorios.» Conviene recor­
dar que sus libros contienen los centenares de sermones que predicó en in­
numerables ocasiones, entre ellos los que pronunció ante el Consejo de los
países de Polonia. Según él «los ricos... son generalmente los poderosos. Em­
plean la fuerza bruta para imponer su dominio sobre las dispersas ovejas
de Israel, los oprimidos que se encuentran entre ellos». Los pobres de Is­
rael —afirma— se hallan en penoso exilio, sometidos por este grupo, pode­
roso y acaudalado, entregado a la lujuria del dominio y manteniendo acti-
832
tudes insensibles hacia los demás. En su opinión, el hombre aspira a la ri­
queza porque quiere honores; pero la riqueza conduce al orgullo. «El que
es espiritualmente altivo, por lo general quiere ser rico, para poder exhi­
bir... el esplendor de su grandeza. Pero la riqueza produce la arrogancia.»
Rabí Efraim repite continuamente que las que él expone son «las dudas
que surgen en el corazón de todos los hombres que meditan y analizan los
procedimientos de Dios. Cuando ven que un hombre bueno sufre... su ra­
zón es impotente para explicar la angustia que lo embarga... Y cual­
quiera que lo piense deberá admitir claramente que existe motivo para que­
jarse por una perversión semejante». La explicación inicial de los Jasidé As-
kenaz (véase págs. 646 y 647) de que Dios otorga riquezas a los que las jxiseen
como «depósito» o «prenda», para que los ricos mantengan a los pobres,
ya no satisfacía a los que se hallaban de acuerdo con Efraim Selomó. Los
pobres, de todas maneras, se quejaban con razón de esa clase de dictamen:
«r;Por qué había de dar el Santo y Bendito un fallo semejante, para conce­
der una doble ración de riquezas en este mundo a un semejante mío, el
cual luego, por haberme ayudado, se libraría incluso de los castigos del in­
fierno —giie/unom— y yo en cambio no tendría nada? Que me den a mí las
riquezas y yo me librare del infierno ayudándolo a él.»
Rabí Efraim insistía en un doble cotejo, comparaba por una parte el éxi­
to de los judíos adinerados con el de los pueblos gentiles, y por otra con­
frontaba la degradación de los judíos pobres con la de todo el pueblo judío
en el exilio. Estas comparaciones le permitían decir: «Vosotros, judíos opu­
lentos, desde vuestra propia fe debéis admitir que la prosperidad de los pue­
blos gentiles no es testimonio de que Dios los aprueba a ellos y no a Israel.
Y vosotros, creyentes cristianos temerosos de Dios, estaréis de acuerdo
en que el triunfó de los perversos malvados que tenéis entre vosotros no es
prueba de que Dios los haya preferido a ellos.» Eos dos grupos a los que
R. Efraim se oponía, los judíos ricos y los pueblos gentiles del mundo, tie­
nen el íntimo compromiso de reconocer
que no iodos a quienes les toca ese éxito [material|... tienen asegurada la salvación
y la misericordia que se imaginan... es como el caso de un hijo... a quien el padre
no le instruye... Un día ve que el padre tiene en las manos pan enmohecido v
carne podrida y le pide que se los dé... ¿Que hace el padre? bes tira esos alimentos
malos a los perros... Así son los benclicios del mundo en las manos del Se­
ñor... El Santo y Bendito los tira a los perros dando un triunfo temporal a los
malvados... ^ esta suposición es una respuesta decisiva fiara los turbulentos de
nuestro pueblo y de los pueblos gentiles.
La pirámide de valores sociales establecida por R. Isserles queda aquí
situada en posición invertida. La riqueza es por definición una perversi­
dad, y es obtenida por los perversos.
Otro lema primordial en el pensamiento de R. Efraim es el de la hipo­
cresía: sus descripciones revelan que sabía que ésta se hallaba presente en
la sociedad judía de su tiempo. En muchos de sus sermones, y sobre todo
en su libro Ora] Lejayim (Un estilo de vida), examina las buenas acciones y
las instituciones de sus contemporáneos, y descubre que si bien parecen ser
8.33
buenos, están corrompidos por indignos propósitos de quienes los dirigen.
De esta comparación entre la apariencia sana y las malas intenciones in­
ternas, deduce que en su generación «todos los mandamientos comienzan
y terminan en impostura». La importancia que se atribuye a las buenas ac­
ciones, al estudio de la Tora y a la oración en una época sumida en la bús­
queda de riqueza y beneficios tangibles, impulsa a las personas a llevar a
cabo buenas acciones para recibir a cambio recompensas materiales y so­
ciales, que la sociedad judía brinda a los que considera justos y eruditos
de la Tora. Por eso «en esta generación trastornada se han deteriorado las
acciones..., porque los hipócritas... se multiplicaron y exhiben grandes y pia­
dosas cualidades, siendo en realidad su objetivo el de conquistar respeto y
honores... y en ocasiones lo que quieren es dinero y esperan conseguirlo de­
mostrando ascetismo». Prefiere, pues, R. Efraim evaluar las acciones por
su intención intrínseca y a los ejecutantes de ellas por su propósito real. Te­
mía que la pretendida piedad de una comunidad materialista deformase la
auténtica piedad del alma, remunerándola con recompensas materiales..

Situación de los judíos durante la Contrarreforma


A comienzos del siglo XVI1 había en Venecia, ciudad que por entonces
tenía la mayor comunidad judía de Italia y era donde se había instalado el
primer ghetto, un rabino que consideró necesario, para inlluir en la opinión
de la sociedad católica circundante, presentar ante el mundo no judío un
cuadro de las características y aspiraciones de la comunidad judía. Supo­
nía el rabino que se podría persuadir de ese modo a los gentiles para que
tratasen bien a los judíos, o por lo menos para que cesasen de causarles per­
juicio. Pero no era posible ofrecer una visión amplia y sistemática sin dar
una extensa respuesta a los conceptos sociales y políticos que prevalecían
en el catolicismo italiano.
La obra en cuestión, compuesta por el rabino y halajista R. Simjá Luz-
zatto es el Ensayo sobre los judíos de Venecia y fue escrita en italiano en el año
1638. El propósito declarado del autor era el/ de «llamar la atención sobre
los beneficios que los miembros de la nación judía que residen en Vene­
cia... aportan a la ciudad». Pero, además de en las ventajas económicas, se
apoya en la antigüedad de su pueblo. Emplea términos y conceptos toma­
dos de los humanistas y de la misma Iglesia:
Del mismo modo que los restos de las viejas estatuas son valiosos para los aman­
tes de las antigüedades porque fueron hechas por Fidias o Lisipo, los restos del mi­
lenario pueblo hebreo no deben ser despreciados, aunque su aspecto se haya estro­
peado por las desventuras que sufrió durante su largo exilio; porque es sabido que
antiguamente, en la época de su glorioso pasado, esta nación recibió del Gran Ar­
tífice su constitución política y la forma de vida (Luzzatto, op. cit., pág. 79).
Explica a los gobernantes de Venecia que les conviene que sean los ju­
díos, más que nadie, quienes acumulen las ganancias del comercio, «por­
que éstos carecen de patria propia a la que pudieran transferir las riquezas
834
c|uc obtienen en la ciudad y no tienen, a diferencia de otros comerciantes,
permiso para adquirir bienes raíces en ninguna parte» (ídem, pág. 87).
Le parece apropiado informar a los gobernantes católicos de la
ciudad de que:
Esta gente tiene un espíritu endeble, extenuado, y en su estado actual no posee
capacidad para ningún dominio político. Se dedican a sus asuntos particulares y
les interesan poco o nada las cuestiones públicas. Sus hábitos económicos bordean
la avaricia. Aprecian el pasado y ponen muy poca atención en el desarrollo de los
asuntos contemporáneos. Muchos de ellos se guían por costumbres sencillas y sólo
unos pocos se dedican a las ciencias y al conocimiento de los idiomas. En la obser­
vancia de su religión —según lo que otros arguyen— van demasiado lejos en ciertos
aspectos y tienden a exagerar los meticulosos cuidados. Frente a estos defectos en­
contraréis que poseen cualidades estimables: firmeza e ilimitada constancia en su
fe y en el mantenimiento de su religión, unidad en los dogmas de sus creencias...,
extraordinario valor, si no hasta el extremo de suponer el riesgo de peligro, pero sí
al menos hasta el de sufrir pesares; poseen asimismo una singular familiaridad con
las Sagradas Escrituras y su significado, caridad y benevolencia para los hombres
y hospitalidad para todos los de su nación, aunque sean extranjeros y desconocidos.
Los judíos de Persia comparten las angustias de los judíos italianos... Se preo­
cupan cuidadosamente por conservar la pureza de su raza, protegiéndola de cual­
quier mezcla. Muchos de ellos son sumamente sagaces y pueden negociar las tran­
sacciones más difíciles. Son humildes y respetuosos con todos los que no pertenecen
a su religión. Sus pecados y crímenes tienen casi siempre más de bajeza y repul­
sión que de crueldad y depravación (ídem, pág. 106).
Muchos de estos argumentos: capacidad económica, diligencia, hones­
tidad fueron también empleados por Menassé ben Israel en los Países Ba­
jos y en Inglaterra. Pero allí se estaba dirigiendo a un medio cristiano en
el que existían sectores de la población dispuestos a tratar honorablemente
a los judíos por respeto a su pasado, su cultura y su carácter. En un am­
biente católico, el apologista judío tenía que destacar su disposición a ser
humillado y admitir que era despreciable y bajo, para que sus argumentos
fueran aceptados por los señores de Venecia.

Controversia y tolerancia durante las guerras


de religión
Los acontecimientos posteriores a la Reforma y los conflictos suscitados
entre sus dirigentes habrían de influir intensamente sobre las ideas sociales
de los askenazíes durante los siglos XVI y XVII. Se ha descrito anteriormen­
te la reacción en los primeros días de la Reforma que llevó a hacer hin­
capié por parte judía en «la naturaleza, el corazón y la razón» frente a los
argumentos biblicistas de los protestantes. Con el transcurso del tiempo los
protestantes se dividirían, pero la permanencia del protestantismo conse­
guiría destruir la unidad del mundo cristiano, que se había convertido en
una agobiante realidad para los judíos a comienzos de la Edad Media. En
Polonia-Lituania, y también en Bohemia y Moravia, existían muchas sec-
835
las protestantes menores, algunas de las cuales censuraban con violencia al
cristianismo oficial. En una reunión de protestantes que tuvo lugar en Po­
lonia en 1567. se afirmó que ciertas personas procedentes de Lituania ejer­
cían una perniciosa influencia sobre la comunidad de Lublin, al predicar
en contra de la divinidad de Jesús en favor de la aceptación de ciertos pre­
ceptos de la Tora judía. El dirigente de esta tendencia judaizante era el eru­
dito predicador cristiano Szymon Budny. Su traducción de la Biblia se di­
ferenciaba en muchos detalles de la versión cristiana aceptada; seguía es­
pecíficamente a la hebrea, basándose en su conocimiento de los comenta­
rios judíos. Por su parte el polemista judío R. Isjac Troki usaba muchos
de los argumentos de Budny y sus amigos en sus discusiones con otros cris­
tianos. Estos polacos judaizantes constituían el ala extremista de un grupo
mucho mayor, el de los polacos arríanos, que rechazaban la divinidad de Je­
sús. En Bohemia y Moravia también había individuos y sectas de reforma­
dores extremistas que reclamaban, al igual que las sectas polacas del mis­
mo signo, un mayor grado de tolerancia.
La controversia que mantenían en Polonia los judíos con el cristianismo
solamente puede ser comprendida sobre la base de los citados anteceden­
tes. Rabí Isjac Troki, el principal polemista, era en realidad caraíta, pero
en su obra Jigüe emuná (Fortalecimiento de la fe) no hay nada que indique una
posición individualcmente caraíta en el debate sostenido con los cristianos;
polemiza como un portavoz de toda la nación judía. Se manifiesta en sus
argumentos una visible afinidad con las opiniones de las sectas cristianas
extremistas, mencionadas líneas atrás, y cita expresamente las traduccio­
nes y los tratados de sus dirigentes, utilizando la situación en que se halla­
ba el cristianismo en Polonia y Lituania para replicar a los cristianos, es­
pecialmente a los católicos.
Esta atmósfera de controversia moderada en un mundo donde prolife-
raban las sectas y opiniones crearía inevitablemente una actitud diferente
ante la obligatoriedad de carácter religioso, incluso entre aquellos que eran
básicamente intolerantes. Anteriormente se ha tratado de la brecha que
el Maharal de Praga veía entre Israel y Edom; no obstante, cuando ele­
vó su protesta por la censura de libros que había impuesto la Iglesia cató­
lica —censura que perjudicaba principalmente a los libros judíos— incluyó
en sus argumentos varios principios relativos a la tolerancia y la coerción
religiosa. Desde el punto de vista de la cultura judía resulta importante ad­
vertir que este erudito rabino expresó sus ideas más de medio siglo antes
de que el poeta ingles John Milton publicara en su Aeropagitica, la célebre
protesta contra la limitación de libertad para escribir y para la imprenta.
En el «Séptimo pozo» de su Beer hagolá (Bozo del exilio, Praga, 1598)
R. Loew enumera cuatro fuerzas —a las que denomina «sectas»— que con­
ducen a la «negación de la religión». La tercera de ellas es observada como
destructora de la unidad del pueblo que lo rodeaba. «Es el fanatismo reli­
gioso el que crea, cuando la religión produce divisiones dentro de una na­
ción, animosidad y odios en el pueblo... Porque cada nación tiene su re­
ligión propia. V es precisamente esa nación debido a su religión» (ídem,
fol. 44 r.). Pide, por consiguiente, que a cada nación se le permita conser-
836
var sus creencias propias, dando a entender que al pueblo judío se le debe
permitir mantenerse unido en su antigua fe. El cuarto factor negativo pro­
cede de la coerción religiosa y la experiencia del autor se lo presenta como
una expresión de tiranía política que invade el campo de la libre voluntad
religiosa.
El hecho de que todas las religiones del mundo acepten la soberanía del Rey de
reyes basta por sí mismo para oponerse al concepto de la monarquía humana. Por­
que si un rey de carne y hueso ordena algo en contra de la religión, su decreto debe
ser desechado, pues sólo ha de obedecerse al Rey de reyes; y esto es un rechazo del
decreto de su autoridad real. Podrá haber quien aspire al poder real por métodos
violentos, deseando que el pueblo quede totalmente sometido a su voluntad; que lo
obedezca y desatienda los mandamientos de ese rey que es el Rey de reyes. Éste es
entonces un «reino deliberadamente perverso», porque ese hombre tiene el maligno
propósito de regir al pueblo con excesiva autoridad de gobierno..., exigiendo que la
gente acepte sus órdenes, aunque contradigan lo dispuesto por Dios bendito; y no
puede haber mayor malicia que ésa, que muchos reyes pusieron en práctica. Impo­
nen decretos contra la religión de los judíos para demostrar su autoridad sobre és­
tos... V lo hacen indudablemente dado que la observancia de la religión decre­
tada por el Rey de lo alto aparta al hombre de la autoridad de un rey humano...
Y es tanta, su ansiedad por demostrar gran poder, que exigen que se obedezcan sus
mandatos y se desechen los del Rey eterno (ídem, fols. 44 v.-45 r.).
El argumento tenía por destinatarios a los judíos, pero su contenido y
razonamiento se desprendían de la situación general que rodeaba al autor.
El que impone sus edictos sobre la religión es un tirano absolutista, que se
propone anular la autonomía de la fe puesta bajo la autoridad de Dios, su
único soberano. El gobernante opresor se niega a entenderse con los cre­
yentes; la obligatoriedad que impone es enteramente política, en tanto que
los que sufren por su fe defienden la libertad de su conciencia religiosa, su­
bordinada únicamente a Dios y en la que el hombre no tiene derecho a in­
tervenir. Se observa aquí a un judío que emplea la serie de argumentos de
las pequeñas sectas cristianas extremistas que se alzaron contra el compro­
miso pactado en el siglo XVI entre los gobernantes protestantes y los cató­
licos, según el cual cuius regio eius religio, lo que quería decir que según cuál
fuera la religión del rey, sería la de sus súbditos.
Estos principios generales sirven de introducción a su argumento con­
tra la censura de imprenta. El rabino explica al poderoso gobernante que
«en beneficio de la investigación y el conocimiento, no está bien que se su­
prima aquello que se oponga a su opinión»; es ante todo necesario que se
permita la expresión de ideas que no se proponen incomodar, «sino expo­
ner lo que cree el escritor. Aunque contradigan las creencias y la fe del go­
bernante, no se le debe decir al escritor: “No hables y no abras la boca.”
De este modo no existirá clarificación religiosa» (ídem, fol. 45 v.).
En estas ocasiones —explica— es mejor invitar al contendiente a que
diga lo que piensa. Hay varias razones para ello; en caso de represión el
contrario puede argüir que «si le hubieran permitido hablar habría dicho
mucho más». Y apela luego a la hidalguía del gobernante: «El caballero
837
que quiere contender con otro para demostrar su valentía, prefiere que su
contrario sea fuerte. Y si el contrario lo derrota queda él como gran caba­
llero. ¿Pero dónde está la bravura si no se le permite al desafiante que se
levante y luche?» (ídem, fol. 46 r.). Repite que silenciar al que es contrario
a una religión determinada no revela fortaleza, sino más bien debilidad.
Los cristianos —observa— permiten que se publiquen las obras de los fi­
lósofos paganos que atacan la religión. Insiste en que el concepto de la cen­
sura es nuevo. Sugiere, además, que la coerción provoca la protesta sote­
rrada o las actitudes hipócritas: «Y los moralistas han dicho: “Guardaos
del enemigo secreto... que no es como el que declara sus creencias y a quien
se puede replicar y afrentar con palabras... No hay conocimiento cierto
cuando la gente no cree en la religión, de la que se aparta porque no ponen
en ella el corazón y el pensamiento» (ídem).
En todo el conjunto de pensamientos del Maharal se advierte que recla­
ma una tolerancia en el mundo exterior mayor que la que él aceptaría po­
ner en práctica dentro del judaismo. No obstante, los detalles de los argu­
mentos y sus fundamentos en asuntos teóricos y prácticos, lo mismo que
su extrema semejanza con los empleados por las sectas cristianas indican
que el pensamiento de los judíos de los países eslavos estaba profundamen­
te imbuido de la idea de tolerancia.
Teorías sobre la educación
Entre los judíos askenazies de este período, y particularmente entre los
rabinos que pasaron la mayor parte de su vida en países eslavos, se hallan
Críticas de los antiguos métodos educativos y muchas sugerencias para
reemplazarlos por otros nuevos. El Maharal de Praga llegó a ser considera­
do el principal dirigente, reconocido por sus contemporáneos y seguidores,
de esta escuela crítica; de este tema se ocupó en muchas de sus obras. Va­
rios de sus contemporáneos y sucesores de la generación posterior aclara­
ron que en este aspecto seguían sus huellas. Censuraba fundamentalmente
el Mañaral que no hubiera un sistema para hacer avanzar a los alumnos des­
de planos más fáciles hasta los más dificultosos. Atribuía un gran valor a
la enseñanza de la Misná, el texto básico de los dos talmudes —el de Ba­
bilonia y el de Jerusalén— en el que apreciaba que había santidad, un es­
tilo sencillo y una norma de vida. El tiempo que se dedicara al estudio de
la Misná serviría para orientar la mente de los estudiantes hacia la senci­
llez, y cuando más tarde continuasen con el estudio del Talmud el minu­
cioso debate del mismo —el pilpul— los encaminaría hacia la verdad. «Y ya
he comenzado a recomendar a la gente que primero hicieran enseñar a sus
hijos la M isn á .. pero esto duró mucho tiempo.» Dado que sus opiniones
eran similares a las de su hermano, R. Jayim, explicó a los que querían agu­
dizar su mente por medio del pilpul que «les convendría más dedicarse a
algún oficio que requiera habilidad, como la carpintería, para dominar las
sutilezas de la Torá..., porque la perspicacia que se adquiere aprendiendo
un arte es la misma que hace falta para la Torá, porque ésta y aquél se
proponen llegar a la verdad mediante la penetración mental».
838
Algunos de sus sucesores irían todavía más lejos; así lo muestran las ob­
servaciones formuladas por el rabino polaco R. Yaacob Horowitz, hermano
de R. Yesavá e hijo de R. Abraham (véase pág. 831). Glosando el testa­
mento ético de su padre censura en su Yes nojalín (Algunos heredan) a los ju­
díos de su época por no encontrarse suficientemente familiarizados con las
Escrituras.
Si bien por culpa de nuestros pecados, ya no se producen en nuestro tiempo vi­
siones ni revelaciones, ni tampoco hay profetas ni videntes, lo que éstos han dicho
pervive aunque ellos mismos ya no existan. Y nosotros tenemos el deber de prestar
oídos a sus palabras, que son las palabras del Dios viviente. Es indiferente el hecho
de que oigamos las palabras pronunciadas por los mismos labios del profeta, o que
sus dichos pervivan entre nosotros, seguros y tranquilos por toda la eternidad. Por
eso debemos atender lo que dicen, asociarnos a sus palabras y trabajar y creer en
ellas, porque son pronunciadas con la verdad... Si no los estudiamos ni los co­
nocemos, ni nos familiarizamos con ellos, ¿cómo vamos a escuchar su voz y obede­
cer? Ni siquiera para aquellos para los cuales el estudio del Talmud es la ocupa­
ción de su vida, resulta posible que un estudio, de la naturaleza que sea, suprima
totalmente el estudio de la Escritura, es decir, de la Biblia del principio al fin; de­
ben por el contrario ser especialmente versados en ella (Yes nojalín, Amsterdam,
1701, tol. 25 v.).
Rabí Yaacob se manifiesta en coincidencia con el Maharal acerca de la
importancia de la Misná, pero insiste en la prioridad de las Escrituras.
No había propuesto un cambio en el plan de estudios por la razón didác­
tica de que se debiese avanzar desde lo fácil hasta lo difícil, sino porque
era exigido por los principios religiosos básicos; se trataba de un llama­
miento para el retorno a la vitalidad profètica de las Escrituras.
Este juicio acerca de la educación supone una intervención dentro del
contenido cultural de los diversos estratos históricos, así como del valor que
les es asignado a éstos. Revela, asimismo, los problemas que debían afron­
tar en esas regiones los niveles superiores de la intelectualidad judía. El gru­
po no estaba formado únicamente por rabinos de profesión; contaba tam­
bién con una destacada intervención de ex alumnos de lasyesibot dedicados
ahora a diversas profesiones más prácticas. David Ganz, el gran historia­
dor del judaismo askenazí, fue alumno en Cracovia de R. Mosé Isserles y
más tarde estudió en Praga bajo la dirección del Maharal. Su crónica Sémaj
David (Vástago de David), publicada en 1592, estaba dirigida, como afirma
el autor, «a los que son padres de familia como yo». La estructura de la
obra deja ver que estos hombres laicos atribuían a la historia un valor pro­
pio. La crónica está dividida en dos partes: la historia judía, por una par­
te, y la historia de las naciones gentiles y de los emperadores, por otra.
En ambas resulta posible advertir hasta qué punto se hallaba el autor arrai­
gado en su siglo. Le enorgullece la magnificencia de Praga, y siente un afec­
to especial por Bohemia y su historia. Aporta numerosas citas, indicando
incluso el número de la página de las crónicas cristianas, y explica que le
parecía necesario hablar hasta este grado acerca de quienes gobiernan los
países gentiles, porque «se puede hallar moralidad en la historia de los em­
peradores, que... son más fácilmente aceptados por el pueblo común cuan-
839
do Ies cuentan que el emperador X dijo que...». Rabí Menajem Méndel
de Berestechko, una aldea de Volhynia al este de Polonia, demostró poseer
un amplio conocimiento de todas las ramas de la enseñanza, sobre las cua­
les existían en ese entonces varias obras redactadas en hebreo.
Los cambios introducidos en los valores educativos y culturales queda­
ron marcados por tanto por una cierta continuidad en los esquemas de la
cultura askenazí (véase pág. 829); procedían principalmente de las fuerzas
que actuaban en la sociedad durante los siglos XVI y XVII. Muchas de las
propuestas y las críticas consideradas anticipaban los programas que ha­
brían de adoptarse en épocas posteriores (véase la sexta parte).

El pensamiento askenazí en las postrimerías


de la Edad Media
La actividad creadora de cada uno de esos rabinos y pensadores de que
se ha tratado más arriba revela diferentes fases de pensamiento. A pesar
de ello, algunas de esas fases se combinaban para originar una misma en­
tidad influyente v formativa, sometida a su vez a influencias internas de la
vida askenazí del momento, mucho más de lo que habitualmente suele
suponerse.
En el ambiente askenazí —desde Italia hasta Polonia-Lituania y desde
R. Yosef de Rosheim hasta el Marahal de Praga— hay una corriente de pen­
samiento cuyo contenido racionalista y tendencia educativa se distingue cla­
ramente, incluso en los círculos que utilizan conceptos místicos y termino­
logía cabalística. En todos estos pensadores se puede reconocer el sello de
las fuerzas económicas y sociales que actuaban dentro de la población ju­
día. Sobre la sociedad judía ejercían gran influencia su éxito, su diversifi­
cación y sus conquistas en lo material y en lo espiritual. La principal in­
fluencia que recibió de sus vecinos gentiles es la de la atmósfera del huma­
nismo tardío, la de aquella cultura que propiciaba el retorno a las fuentes
bíblicas. Los fundamentos que brotaban de la sociedad judía y la influen­
cia de este ambiente entraban a veces en conflicto. No obstante, este con­
flicto producía una síntesis antes que un enfrentamiento. Safed, además,
iría haciendo sentir su influencia de forma creciente (como puede apreciar­
se claramente en el caso presentado por la familia Horowitz) hasta que sur­
gió la tormenta del movimiento sabctaico.

El tránsito a la modernidad
En Italia por un lado y en los Países Bajos por otro surgieron pensado­
res judíos que, impulsados por los cambios y las crisis ocurridos en la his­
toria judía, decidieron someter a revisión los fundamentos del judaismo tal
como se habían establecido durante la Edad Media. En su libro Saagat aryé
we-col sajal (El rugido del león y la voz del tonto) el erudito rabino italiano Ye-
hudá Arvéh de Módena presenta, irónicamente y procurando evadirse'de res-
840
ponsabilidadcs, argumentos básicos contra la halajá y contra el deber de obe­
decer. En su propio estilo de vida, con sus diversas ocupaciones y sus nu­
merosos contactos con el mundo gentil se trasluce el misino carácter escép­
tico e irónico. No era el único en manifestar tal conducta y opiniones, pero
su extremismo y sus precauciones eran excepcionales.
En Italia esta actitud era fruto de la influencia del Renacimiento, con
su inclinación hacia el goce de la vida y el abandono de las trabas impues­
tas hasta entonces. En los Países Bajos, por el contrario, las ideas de na­
turaleza semejante que surgieron tuvieron su origen principalmente en las
vacilaciones que hacían fluctuar a los conversos entre el cristianismo y el
judaismo. Había conversos, especialmente en las últimas generaciones des­
pués de la expulsión de España, que se habían formado acerca del judais­
mo, al que secretamente ansiaban retornar mientras se hallaban en el cris­
tianismo, una idea muy diferente de lo que hallaron cuando finalmente vol­
vieron a él. Habían concebido un judaismo identificado con la libertad de
pensamiento y opinión, y liberado del yugo eclesiástico. Se habían acos­
tumbrado a formular juicios críticos, secreta o abiertamente, acerca de la
Iglesia católica, sus leyendas y sus leyes, su clero y su forma de vida. Cuan­
do conversos como estos llegaron a las comunidades judías españolas y por­
tuguesas de los Países Bajos, especialmente en Amsterdam, encontraron
una sociedad judía que había aprendido por amarga experiencia lo que les
había causado a sus antepasados el contacto en España con la cultura no
judía. Ahora gobernaban sus asuntos en un medio calvinista y habían adop­
tado un sistema de estricta supervisión del individuo, de su forma de vida
y de sus opiniones. Era difícil que los conversos se abstuvieran de criticar
la agadá y la halajá judía, y les resultó inaceptable el control de la vida in­
dividual ejercido por los rabinos y los presidentes de comunidad después
de haberse opuesto tan enérgicamente al que llevaban a cabo las autorida­
des eclesiásticas de la Península Ibérica.
Uriel da Costa puede representar el prototipo de ese tipo de converso
que huyó del cristianismo y se encontró fuera de lugar en la comunidad ju­
día. Nacido en Portugal de una familia noble de origen judío, estudió de­
recho canónico en una universidad jesuíta e hizo votos sacerdotales. Co­
menzó al mismo tiempo a percibir que no hallaría salvación en el cristia­
nismo, y decidido a marchar de Portugal, persuadió a su madre y a sus fa­
miliares para que se fuesen con él a Amsterdam. Allí adoptaron el judais­
mo, pero Uriel se sublevó contra los principios y mandamientos de la ley
oral y publicó tratados para defender sus opiniones, convirtiéndose en foco
de polémica. También se escribieron tratados contra él y finalmente fue ex­
comulgado por la comunidad. Vivió a partir de entonces aislado durante
varios años, proscrito por sus mismos correligionarios.
En su retiro, sus ideas se harían todavía más radicales, y acabó por re­
chazar los fundamentos de la Torá y la halajá; pero su deseo de vivir en
compañía de los judíos le impulsaría a declarar que se arrepentía de esta
actitud. Fue obligado a aceptar ser azotado en la sinagoga y a cumplir una
penitencia pública degradante. Su temperamento rebelde había de sufrir in­
tensamente a causa de esta sumisión a la disciplina social, que para él no
841
tenía justificación espiritual alguna. Poco después de celebrar su acto de con­
trición se suicidaría.
Más profundamente enraizado en el judaismo y más austero luchador
que Da Costa fue Baruj Spinoza (1632-77). Es el primer judío que se co-
nocé que habiendo rechazado la religión judía y habiéndose retirado de la
sociedad de sus correligionarios, sin embargo no adoptó ninguna otra creen­
cia. Spinoza estudió la Torá con los rabinos de Amsterdam, y la huella de
sus estudios, principalmente los de Maimónides, puede advertirse en sus es­
critos. En éstos hay asimismo un recuerdo del movimiento mesiánico de Sa-
betay Sebí, que sacudió intensamente a los judíos de Amsterdam. Cuando
Spinoza comenzó a exponer sus ideas en público se encontró con la oposi­
ción de los rabinos y los dirigentes de la comunidad de Amsterdam, quie­
nes en el año 1656 procedieron a su excomunión. Pero no había de quedar
totalmente solo; se rodeó por el contrario de un círculo de amigos cristia­
nos que mantenían hacia él un alto aprecio. El único efecto del ostracismo
a que fue sometido estuvo constituido por el hecho de verse excluido de
toda asociación con judíos. Se ganaba la vida puliendo lentes, mientras iba
cimentándose su fama como destacada figura de la filosofía mundial. Pre­
sentó una particular clasificación de la divinidad y la moralidad, investi­
gando la relación existente entre Dios y la Creación y formulando un cri­
terio panteísta. Sus ideas influyeron —y continúan influyendo— sobre el
pensamiento de muchos importantes filósofos de todo el mundo. Pero su in­
clinación hacia la objetividad, que caracterizó sus investigaciones acerca de
las cuestiones abstractas, le abandonaría cuando pasó a considerar la rela­
ción entre el Estado y la religión. Sus discusiones acerca de esta conexión
reflejan la maraña de tensiones y resentimientos que saturaban la comuni­
dad judía de Amsterdam, así como también las ideas que prevalecían en la
Europa occidental durante la segunda mitad del siglo XVII. En este aspec­
to, la única obra que Spinoza publicó en vida —y lo hizo sin incluir el nom­
bre del autor— resulta de especial importancia; todas las demás aparecie­
ron después de su muerte. Esta obra, impresa en el año 1670, se titula en
latín Tractatus Theologico-Politicus. Tenía por finalidad la de «explicar que en
un Estado libre todos deben tener el derecho de pensar lo que quieran, y
también de declarar lo que piensan». Por su enfoque histórico y religioso
la obra está totalmente dedicada a presentar una crítica de la Biblia y se
empeña en saldar cuentas con el pueblo judío y sus tradiciones. En la men­
te de Spinoza se combinan las expresiones y opiniones del historiador de la
Roma antigua, el antijudío Tácito, con los reproches de los primeros Pa­
dres de la Iglesia cuando escribe acerca del pasado de su pueblo. Su recla­
mación de libertad de conciencia y su rechazo de la Torá aparecen impreg­
nados de su aversión a la halajá y los halajistas, manifestándose en su carac­
terización de la Torá y del pueblo judío. Uno de los aspectos de esta mo­
dalidad, es su tendencia a ver en muchas de las leyes de los judíos y en sus
acontecimientos históricos asuntos nacionales y políticos, exclusivos de esta
nación.
Para Spinoza el único valor espiritual que posee la Torá es el de los as­
pectos que comparte con la ley natural y que son por consiguiente obliga-
842
lorios para todos los mortales. «Las ceremonias sagradas, al menos las que
contiene el Antiguo Testamento, fueron establecidas solamente para los he­
breos y adoptadas en su reino de tal modo que en su mayor parte la socie­
dad entera puede ejecutarlas, pero no los individuos... Por eso no tie­
nen relación con la felicidad... y sólo les preocupa... el éxito temporal del
cuerpo y la paz del reino»; después de la destrucción del Templo tampoco
es obligatoria la Tora para los judíos. Tras la abolición de su reino, los ju­
díos no quedaron sometidos a la ley de Moisés más de lo que estaban antes
del inicio de su sociedad y su Estado. La obstinación de los dirigentes judíos
junto con su odio a las otras naciones les hicieron actuar en contra de esta
verdad. Los fariseos siguieron observando las leyes de la Torá después de
la destrucción, «más por oponerse al cristianismo que por obtener el favor
de Dios». Por su parte, los rabinos se aferraron a la Torá porque querían
gobernar. Parece que los dirigentes de la comunidad judía de Amsterdam
sirvieron a Spinoza como muestras válidas para juzgar a los que su pueblo
había tenido a lo largo de todas las generaciones.
Según él, los judíos odian a todos los demás pueblos; este odio se había
convertido en consubstancial con ellos, porque había sido fomentado todos
los días en su liturgia. Su forma de adorar a Dios no solamente es diferente
de la de otros pueblos, sino también contraria a la de éstos; Spinoza con­
sidera el período del Segundo Templo como una larga guerra civil. Incluso
las buenas cualidades que encuentra en sus hermanos derivan de su mal
carácter. La unidad de los judíos y su actual afecto recíproco procederían
así de su odio hacia todos los demás pueblos, V la consecuencia es que éstos
les odian a ellos. La destrucción de su reino se debió a que Dios también
los odiaba y les dio «estatutos que no eran buenos y leyes con las cuales
nadie podía vivir». Cita al profeta Ezequiel para expresar esta opinión cris­
tiana sobre la Torá y sobre lo que inevitablemente les causó a los judíos
que la seguían. Opina también que «cuando el Señor convino en que fue­
ran los levitas los que sirvieran, en lugar de ser los primogénitos los que lo
hicieran tras la comisión del pecado del becerro de oro, lo que entonces que­
ría el Señor no era buscar su bienestar sino su castigo».
Incluso la misma base y raíz de la comunidad judía donde vivía, que
era la fuente social e intelectual directa de la que había extraído sus ideas,
la existencia de los conversos, no fue atribuida por Spinoza a la fuerza es­
piritual de los judíos perseguidos, sino al cambio de actitud hacia ellos que
mostraban las autoridades cristianas. Señala la diferencia que a su juicio
puede hallarse entre la conducta de los conversos de España y los de Por­
tugal. En España, donde a los judíos, es decir, a los cristianos nuevos, les
fue permitido el ejercicio de todas las funciones de gobierno, se produciría
la asimilación. Por el contrario, en Portugal, donde fueron excluidos de los
cargos oficiales, este proceso no había de realizarse. De ahí se deduce que
no tiene objeto que los cristianos persigan a los judíos convertidos ni los so­
metan a discriminación. La persecución vuelve a situarles en su error ju­
dío; el buen trato puede por el contrario contribuir a que desaparezcan es­
tos electos. Es posible que Spinoza hubiese querido sugerir que no conve­
nía a los cristianos perseguir a los judíos observantes, porque la persecu-
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ción les fortalecería en su odio; en cambio una actitud amistosa disminuiría
su aversión y los acercaría a los demás pueblos. Parece dar a entender que
los mártires torturados por su fe en Portugal, de cuyo valor y sacrificio es­
taban tan orgulloso sus hermanos de la comunidad de Arnsterdam, eran
producto de una absurda política por parte de un solo reino cristiano a la
vez que víctimas de su propio deseo de pompa y poder. Spinoza no trata
de ocultar su rencor hacia la vida medieval de los judíos y hacia los fenó­
menos religiosos y sociales de su antiguo pasado, de los que extraía su vi­
gor el judaismo medieval.
Pero no rechazaba del todo la nacionalidad y el Estado de los judíos.
Consideraba la posibilidad de que los judíos regresasen a su país y a su rei­
no, aunque no sabía de qué modo podría acontecer esto. La amargura de
este filósofo fue la primera señal de las futuras rebeliones que tendrían lu­
gar contra las leves de la Torá, el pasado de la nación y la estructura co­
munal. Al igual que muchos rebeldes similares, Spinoza obtendría más éxi­
to entre los cristianos que entre sus contemporáneos judíos. En su época
no pasó en realidad de ser un pensador aislado desgajado del campo judío.
Es indudable que muchas de las tendencias y corrientes de la historia
judía moderna surgieron durante la etapa final de la Edad Media, no so­
lamente debido a la aüarición del individualismo y la crisis que desgastaba
el movimiento de los cabalistas de Safcd y el mesiánico de Sabetay Sebí, ni
por la posición adoptada ante el ambiente gentil durante la Reforma y los
períodos de éxito social y material de los judíos asketiazíes, sino también a
causa de los juicios críticos expresados por varios pensadores en Italia y los
Países Bajos.
La Edad Media judía intensificó en su tramo final su particular moda­
lidad de fe y esperanza, y alcanzó después la cúspide, donde chocó violen­
tamente con la realidad y se desplomó sobre sus bases. Pero las llamas
generadas a fines del siglo XVII habían de consumir todavía en mayor
medida a los excesos que a las mismas normas. La continuidad sobrevivió
también a esta crisis de la vida judía. Los restos del naufragio sirvieron al
mismo tiempo para efectuar el tránsito a la modernidad conservando los
valores antiguos. El cambio de la realidad y de las ideas fue el desafio bá­
sico, pero serviría para dar asimismo forma a la respuesta. Así, los prime­
ros pasos del judío moderno estuvieron impregnados del judío medieval: y
en esta influencia recíproca de mutación y continuidad, buena parte del pe­
ríodo medieval continuó hasta bien entrado el moderno.

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