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Por Jeniffer Díaz

¿Qué ha pasado con la verdad? Esta es una pregunta bien pertinente que
todo cristiano debe hacerse en pleno siglo XXI. “Cada persona define lo
que es verdad”; “es intolerante decir que el cristianismo es la verdad
absoluta”. Frases como estas ocasionan interminables discusiones en
nuestras redes sociales todos los días. Sin embargo, ya la mera
proposición de que no existen verdades absolutas genera una
contradicción léxica importante, debido a que si la verdad es relativa, la
propia frase es también relativa y, por lo tanto, se invalida a sí misma. En
palabras de un artículo publicado por el Instituto de Ciencia y Política de
Colombia: “Esa es una afirmación que se refuta a sí misma”. No es de
extrañar que en un mundo posverdad, intentar afirmar que existe la verdad
absoluta resulte en un mal entendimiento de la fe cristiana, y se la
considere erróneamente como un movimiento extremista que “violenta la
libertad” que debería gozar todo ser humano.

El pragmatismo se hace cada vez más evidente, ya no solo como


herramienta para conseguir beneficios en el área del marketing y la
publicidad, sino también en las relaciones y en la manera como percibimos
y valoramos lo que debe ser socialmente aceptado, reduciendo así la
verdad a un valor privado que debe limitarse a intervenir en la
individualidad de cada persona, para evitar incomodar a otros con esos
conceptos tan pasados de moda como la verdad absoluta o la objetividad.

Sin objetividad y sin absolutismos, nos encontramos en la era de lo


absurdo, donde la experiencia personal supera la realidad objetiva y la
lógica. Con el “Yo” como único juez absoluto de todas las cuestiones
que atañen al ser humano, discernir lo erróneo de lo verdadero se ha
vuelto una batalla campal.

Para ejemplificar cómo luce la pérdida de valores absolutos en nuestra


sociedad actual, traigo a colación una escena muy particular de la
película Zoolander 2 que me aventuré a ver mientras navegaba en una
famosa plataforma de películas. A los pocos minutos de exponerme a la
trama, dejé de verla debido a que me desencantó el argumento del guion
y los valores que ahí se promovían chocaban contra mi fe. Sin embargo,
pude ver lo suficiente hasta llegar a un cuadro casi tragicómico en donde
aparece un extraño personaje que se denomina a sí mismo como
Everything, o ‘Todo’ en español. Este personaje andrógino, usaba una
larga peluca, no tenía cejas y su era piel pálida. Con una intensa mirada
responde así ante la bien pertinente pregunta que le hace uno de los
personajes respecto a su identidad de género: “A ‘Todo’ no lo definen
conceptos binarios, ‘Todo’ lo es todo, para todos”. A lo que los personajes
reaccionan con un desconcertante silencio. Luego, otro personaje agrega:
“Por cierto, ‘Todo’ acaba de casarse con él misma. ¡El mono matrimonio
al fin es legal en Italia!”.

La escena es en realidad tragicómica, pero no deja de ser inquietante que


esta película estrenada en el año 2016, es el fiel reflejo de la era
posmoderna en que vivimos.

Lo cierto es que, nos guste o no, la posmodernidad llegó tal vez para
quedarse por mucho tiempo. Seamos o no conscientes, es evidente que la
cultura popular actual se propone día a día ahogar en el mar del relativismo
los pilares fundamentales del cristianismo. Pero es precisamente en este
contexto desalentador donde aparece el evangelio como un firme
centinela. El cristianismo se alza como una verdad comprobable y
objetiva, como un absoluto que sienta las bases de lo verdadero,
expone lo erróneo y se ratifica como la única cosmovisión que permite
al hombre vivir de manera coherente con la realidad y en el mundo que le
rodea.

Uno de los conceptos claves para situarnos correctamente en esta batalla


cultural es el de ‘cosmovisión’, que puede ser entendida como las ideas
preconcebidas y las creencias sobre las que todo ser humano interpreta y
entiende el mundo que le rodea. Dichas creencias son ideas que
construimos en nuestra mente como verdaderas, ya sea por transmisión
familiar o crianza, o por la constante exposición a la cultura, que van
conformando nuestro sistema de valores y va moldeando la concepción
que tenemos del mundo. Ya que todos tenemos una manera particular de
entender el mundo, todos tenemos una cosmovisión que rige nuestras
elecciones diarias y que, en última instancia, es una filosofía personal de
la realidad. Por lo tanto, el mundo está lleno de cosmovisiones.

Entonces, ¿por qué debería a los cristianos importarles la cultura


popular? Porque necesitamos echar mano de todo lo que esté a
nuestro alcance para comunicar el mensaje más importante de todos:
el evangelio. Y la cultura popular provee esos medios. Sin embargo, la
cultura popular se ha satanizado tanto desde nuestros púlpitos evangélicos
que el creyente no sabe qué postura tomar frente a este fenómeno que, a
menos que logremos sortear como una gran ola, nos puede ahogar en
instantes en el mar de la irrelevancia.
Ahora bien, cuando menciono el concepto de irrelevancia, no estoy
sugiriendo que el evangelio necesita de algún agregado para ser relevante,
pues defiendo la idea de que este mensaje es completo, eficaz y
transformador en sí mismo. El evangelio no necesita ser redefinido,
necesita ser difundido. Es ahí donde la cultura popular juega un rol
importante, pues sabemos que todo mensaje que desee impactar en su
receptor, debe ser comunicado en un formato que sea reconocible y
valorable para la audiencia en el contexto en que se habla. Para lograrlo
es necesario estar dispuestos al diálogo. En palabras de Mardones:
“Queremos, por tanto, dialogar con la postmodernidad con el ánimo de
conocer y diagnosticar mejor nuestro tiempo”.

Turnau, entendiendo la dicotomía que se produce entre la cultura popular


y el cristianismo, escribió: “La cultura popular es algo que flota en el aire
a nuestro alrededor y que tiene el poder de influir en nuestras
convicciones. Pero realmente no estamos seguros de qué hacer con ella”.

Otra razón que nos debe movilizar a entender la cultura popular es la cruda
verdad de que un cristiano desconectado de la realidad resulta poco
influyente y útil para la sociedad. Si seguimos aceptando la falsa idea
de que la religión pertenece a un sector privado, a un valor personal que
debe limitarse a ser vivido en la esfera de lo individual y no de lo
colectivo, perdemos de vista el hecho de que, sobre todo, el cristianismo
es una verdad total, objetiva y completa que explica la realidad del hombre
y su relación con el mundo.

Es menester que la apologética deje de ser


centralizada para un grupo específico de la
iglesia y comience a ser del interés colectivo
de toda la comunidad cristiana.
Lo anterior es esencial, pues quiere decir que cualquier otra cosmovisión
que intenta explicar el origen, propósito y destino final del hombre es
falsa, ya que es irreconciliable con la realidad.
Así que, ¿cómo puede el cristianismo ser relevante en la cultura popular?
El cristianismo actual debe dejar de limitar el llamado a la preparación
académica solo para aquellos que deseen ejercer algún rol ministerial
dentro de la iglesia o para quienes anhelen ocupar roles académicos en
seminarios o universidades cristianas. Por mucho tiempo, nuestros
debates académicos han girado en torno a discusiones que solo atañen a
los creyentes, pero que en la práctica no ejercen ninguna influencia en el
caótico panorama mundial en que vive nuestra sociedad. Limitamos la
apologética a cuestiones académicas y nos olvidamos de aplicarla en
nuestra vida diaria y en relación con el mundo. Mientras reducimos la
disciplina apologética a disputas que solo competen al cristiano, el mundo
se hunde en cosmovisiones falsas que intentan redimir al hombre. El
cristianismo debe salir del armario.

Frente a este escenario, el cristianismo tiene una gran oportunidad. ¿Por


dónde empezamos? Liberando al cristianismo de su cautiverio cultural,
como pregona la autora Nancy Pearcey. Siendo influyentes desde el rol en
la sociedad que cada creyente desempeña. Aunque valoramos y
agradecemos a Dios por los ministros a tiempo completo y pastores, no es
necesario que cada hombre y mujer que anhela servir a Dios se aísle en
los ‘sacrosantos’ salones de la iglesia en desconexión con su
entorno. Podemos impulsar el avance del reino de Dios desde las
esferas locales de nuestra comunidad, siendo médicos responsables,
abogados íntegros, músicos apasionados o en cualquier tarea, mientras
se hace uso del talento que Dios ha depositado en las manos de cada
creyente.

Todos los días somos bombardeados por diferentes ideas que van
conformando nuestra manera de pensar. Todos tenemos presuposiciones
y una opinión respecto a casi todos los asuntos esenciales que competen a
nuestra humanidad. La cosmovisión es tan intrínsecamente humana
que, de hecho, no existe tal cosa como una persona sin una respecto a
algún tema.

Al echar un vistazo a la historia de la humanidad y más específicamente,


a los grandes movimientos culturales que han marcado nuestra cultura,
encontramos cosmovisiones que en la realidad no son funcionales y que
carecen de lógica. Como el marxismo, que enseña que la propiedad
privada es el mal de la sociedad y que el hombre volverá a su estado de
inocencia una vez derroquemos a los opresores capitalistas; o el
materialismo filosófico, que defiende la idea de que las relaciones
humanas no son más que métodos de sobrevivencia para preservar la raza
humana. No nos olvidemos del relativismo moral, que como ya he
mencionado, eleva la opinión personal al mismo nivel que la verdad, y en
última instancia la anula totalmente.
Sin embargo, el cristianismo no solo es coherente con la realidad humana,
sino que es el único sistema de pensamiento que explica de manera lógica
y en base a hechos históricos ocurridos en nuestro espacio/tiempo (la
creación, la caída y la redención del hombre) sienta las bases para
construir una sociedad efectiva y le entrega al hombre sentido de
propósito. Es el mensaje más importante para la humanidad. ¿Qué
hacemos con esta gran responsabilidad? Seamos fieles emisores.

Podemos disfrutar de ese lado de la gracia común de Dios que se hace


evidente a través de la música, el teatro, el cine, el arte, en general, sin
temor a perder nuestra fe. ¿Cómo? Siendo más creadores de cultura que
solo críticos de ella. Dejando de considerar el cristianismo como un valor
de carácter privado deficiente e incapaz de afectar a las diferentes esferas
de la vida en sociedad. Impulsando a las nuevas generaciones a ser fieles
a Dios haciendo uso de sus talentos y habilidades, en roles activos de la
sociedad que les permita expresar los valores del cristianismo como una
realidad integral.

Jeniffer Díaz tiene realizados estudios en marketing y actualmente estudia


teología en la Facultad Internacional IBSTE
Artículo tomado de Protestante digital, en su página de Facebook

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