Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
desplazado a Dios de su vida y viven como si Dios no existiera; bastantes incluso niegan
explícitamente su existencia. La increencia, la indiferencia, el ateísmo, nos rodean y
acechan nuestra vida de fe. Y no se trata solamente de posturas individuales, sino de un
fenómeno social amplio y difuso, que condiciona la visión del mundo, el modo de entender
la vida, los criterios de valor, los comportamientos, la convivencia...; en una palabra, la
cultura de nuestra sociedad.
Como este fenómeno nos afecta también a los creyentes, que vivimos en la misma sociedad
y respiramos los mismos aires que todos, necesitamos replantearnos los fundamentos de
nuestro creer y esperar, para afianzarlos y para poder dar razón de ellos ante todos los que
nos rodean.
Sin entrar en análisis profundos de tipo filosófico o sociológico, podemos individuar así los
aspectos más relevantes de nuestra cultura que están incidiendo sobre la fe cristiana:
No se pueden negar los bienes que la ciencia y la técnica han aportado y aportan a la
persona y a la sociedad. Pero, aun reconociendo tales bienes, es preciso reconocer también
ciertos riesgos: que el hombre se embriague con sus conquistas, se fascine ante ellas y
piense que «es como Dios», excluyendo por tanto a un Dios trascendente. El hombre puede
llegar a absolutizar la ciencia y la técnica, y acabar, o bien por excluir la fe como
innecesaria (si la ciencia lo explica todo, ¿para qué sirve la fe?), o bien por crear un
antagonismo entre la ciencia y la fe (ciencia y fe son dos mundos diferentes y hasta
enemigos), o bien por vivir en un permanente dualismo (recurrimos a la ciencia para todo; a
la fe en lo que nos resulta misterioso, incomprensible).
Los avances de la ciencia y de la técnica han traído consigo en el mundo occidental una
gran expansión económica, cuyo resultado ha sido la sociedad del bienestar que, a su vez,
ha traído un espíritu desmedido de consumo: se procura un exceso de bienes y se crean
falsas necesidades; la producción tiende a convertirse en un fin en sí misma; lo superfluo se
convierte en necesario; el hombre se convierte en consumidor.
Porque la libertad es don y tarea, no resulta fácil. Unida al bienestar material, puede llevar o
bien al individualismo, por el que nos aislamos y despreocupamos de los demás, o a un
espontaneísmo que confunde libertad con realización del impulso del momento. Muchos,
además, entienden la libertad como una libertad absoluta y sin límites, piensan que
cualquier cosa atenta contra ella. Por ello consideran que la libertad es incompatible con la
existencia de Dios porque pone límites a la libertad del hombre.
«La ruptura entre el Evangelio y la cultura es, sin duda alguna, el drama de nuestro
tiempo», decía el papa Pablo VI. Esta ruptura afecta a lo central del Evangelio, es decir, al
sentido de Dios y al sentido del hombre. Por eso resulta necesario exponer, aunque sea
brevemente, los retos que la cultura contemporánea presenta a la fe cristiana.
El primer reto que se le presenta a la fe cristiana es que, para el hombre de hoy, Dios ya no
resulta fácil de encontrar porque la mentalidad científico-técnica parece relegarle a la
periferia y a los confines del mundo. Antes que buscar explicaciones en la religión, se
buscan en la ciencia, de modo que Dios y su misterio son cada vez menos «misterio» y
acaba por ser innecesario y hasta superfluo.
Sin embargo, esta misma cultura, aún con grandes ambigüedades, está provocando una gran
sensibilidad por la dignidad de la persona y su libertad, y un resurgir de lo sagrado.
En efecto, la sensibilidad por los derechos humanos aparece y crece con fuerza; los
derechos de las minorías son cada vez más promovidos y respetados; en los países más
ricos, se aprecia un aumento de solidaridad social hacia los países más pobres; se
multiplican las iniciativas basadas en el voluntariado social... Todos estos hechos no
pueden más que interpelar, y alegrar, a una conciencia cristiana que sabe que el camino del
hombre es el auténtico camino hacia Dios.
Junto a esta sensibilidad, se descubre también una solicitud de valores religiosos que den
sentido a la vida. En el corazón de muchos de nuestros contemporáneos brotan anhelos por
encontrar respuestas más válidas, con mayor sentido y fundamento y de mayor alcance y
repercusión vital que las que proporcionan los modelos de pensamiento actualmente de
moda. Pero esta búsqueda de lo religioso irrumpe muchas veces bajo formas no siempre
auténticas ni exentas de ambigüedad, como lo pone de manifiesto la búsqueda de una
religión sin Dios, el desarrollo de las sectas, el auge de todo tipo de superstición y magia o
el resurgir de los «fundamentalismos». Todos estos fenómenos exigen de los cristianos un
cuidadoso discernimiento y un esfuerzo por conectar adecuadamente con las inquietudes
religiosas de muchos con ofertas auténticas de sentido.
Sin embargo, a los ojos de la fe, el mundo no es un caos ni está sujeto a su propio albedrío
ni dirigido por un destino fatal. Para la fe, el mundo aparece «fundado y conservado por el
amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, liberado por Cristo,
crucificado y resucitado, roto el poder del Maligno, para que se transforme según el
designio divino y llegue a su consumación» (Gaudium et spes, 2). Por eso los creyentes nos
sentimos impulsados por el amor de Cristo a llevar la luz de Dios a los que no le conocen o
lo rechazan, y a desarrollar todo el dinamismo de la caridad para que el mundo sea más
Reino de Dios y casa del hombre.
Para responder a todos estos retos, ¿qué calidades o características ha de tener la fe de los
cristianos actuales?
La fe no puede relegarse a la periferia de la vida, como una cosa más entre otras. Si Dios es
el fundamento y está en el centro de la vida del hombre, nuestra adhesión a él tiene que
estar también en el centro. La fe cristiana es verdadera fe cuando toda la existencia del
cristiano se estructura y desarrolla en torno a ella, de modo que no sea algo añadido a la
persona, sino el principio motivador y operante de toda la vida. La fe se convierte entonces
en la fuerza que transforma e inspira «los criterios de juicio, los valores determinantes, los
puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida»
(Evangelii nuntiandi, 19).
Por eso no podemos considerar la fe como algo que tenemos «de una vez para siempre».
Tampoco tiene respuestas prefabricadas para todas las situaciones de la vida. La fe cristiana
vive de la relación amorosa, viva y personal, con Dios, no sólo de las prácticas piadosas o
de las fórmulas con que solemos confesarla. En una crisis como la actual, la fe cristiana
sólo puede cimentarse en la escucha de Dios, en la intimidad con él y en la obediencia a su
palabra.
Ciertamente, la fe es un acto personal. Pero llegamos a la fe, podemos decir «yo creo»,
gracias al «nosotros creemos» que pronuncia la Iglesia. Es ella la que nos ha hecho y hace
llegar continuamente la palabra de Dios y su presencia salvadora en los sacramentos.
Los cristianos, llamados a transformar el mundo en Reino de Dios, lo hemos de hacer desde
dentro del mismo mundo y de su historia. Es la ley de la encarnación señalada por el mismo
designio salvador de Dios, que, para rescatar al hombre, «plantó su tienda entre nosotros».
Una fe que no se encarne en el mundo corre el riesgo de ideologizarse, de convertirse en
teoría sobre Dios, pero no en adhesión al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo.
e) Una fe testimonial
La fe no es «para uso privado» del cristiano; tampoco para recurrir a ella en momentos de
dificultad ni mucho menos para tenerla como «tapagujeros». La fe es para anunciarla a todo
el mundo sin ningún complejo de superioridad, porque servimos al Reino de Dios, pero
tampoco sin ningún complejo de inferioridad, como pidiendo permiso para anunciarla.
No puede vivirse la fe con la actitud vergonzante del silencio. Todo el que ha oído a Cristo
y se ha adherido a él, se convierte en testigo de Cristo. Por eso, el testimonio nos es hoy
más necesario que nunca. «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan
testimonio que a los que enseñan...; o si escuchan a los que enseñan es porque dan
testimonio» (Evangelii nuntiandi, 41).
A la crisis de civilización hay que responder con la civilización del amor, fundada sobre los
valores universales de la paz, solidaridad, justicia y libertad, que encuentran en Cristo su
plena realización. A esta tarea estamos convocados todos los cristianos en estos tiempos de
cambio de época en que nos ha tocado vivir.