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REFLEXIÓN ENCARNACIÓN
Creer en Cristo como Hijo de Dios es creer en él como Dios. Es creer en uno de los
misterios más grandes de la Fe cristiana: un Dios que es uno y a la vez trino, pues
está constituido por tres personas. El misterio de la Santísima Trinidad es el
misterio central de la fe y de la vida cristiana. Sólo Dios puede dárnoslo a conocer
revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo. La Encarnación del Hijo de Dios
revela que Dios es el Padre eterno, y que el Hijo es “de la misma naturaleza que el
Padre”, es decir, que es en Él y con Él, el mismo y único Dios. La misión del Espíritu
Santo, enviado por el Padre en nombre del Hijo y por el Hijo “de junto al Padre”,
revela que él es con ellos el mismo Dios único. “Con el Padre y el Hijo recibe una
misma adoración y gloria” (Catecismo 261-263). Pero esto... ¿Nos afecta en algo
más allá de una simple curiosidad? ¡Claro que sí! Dios ha querido, de alguna forma,
participar de nuestra naturaleza humana a través de Jesús; y hacernos participar a
ti y a mí de la naturaleza divina a través del Espíritu, que nos llama a ser hijos
adoptivos de Dios. ¡Tenemos entre manos el regalo más grande!
Nuestro Señor
Que Jesucristo sea Dios y que Él voluntariamente decidiera encarnarse en un
hombre nos escandaliza mucho. O lo haría si comprendiéramos realmente qué
significa. Pues nosotros vivimos en todo repitiendo el primer pecado de Adán:
buscando ser los dioses y señores de nuestra vida. De una forma u otra, más o
menos auto justificada: tratamos de dirigir nuestra vida según nuestros propios
criterios y forzándolos, aun amablemente, en los demás. Siempre buscamos en la
vida ser más y mejores. Un mejor trabajo, un mejor sueldo, un mayor prestigio,
más bienes, que me tengan en mejor estima, que me hagan caso, que me
reconozcan todos mis esfuerzos, que me saluden... Pero no somos capaces de,
como hizo Jesucristo, cargar en silencio con el pecado de los que atentaban contra
su vida. Pero si Él, nuestro Señor, así lo hizo... ¿Quiénes somos nosotros para exigir
siempre justicia y razón, decidiendo lo que está bien y lo que está mal?
Este pasaje que escribió el profeta Isaías fue más tarde la vida de Jesucristo, que
empezó al ser concebido en María por obra y gracia del Espíritu Santo.
Efectivamente, Jesús nació humilde, fue exiliado, trabajó, fue tentado,
experimentó la pérdida, la soledad, lloró, fue perseguido, murmuraron de él, fue
traicionado, abandonado, torturado y asesinado... ¡Y todo eso lo soportó
dócilmente por amor a ti y a mí! Todo eso lo ha hecho para hacernos sus
hermanos... ¡Hijos de Dios! Pues Él se ha hecho nuestro semejante, compartiendo
nuestra naturaleza de carne y hueso. Y todo eso lo ha hecho para salvarnos, pues
al vencer la muerte como hombre nos permite a nosotros, que sólo somos
hombres, vencerla con Él. ¡Y lo ha hecho también para que todas nuestras culpas,
sean graves o leves, queden expiadas! ¿Cuándo has hecho tú algo parecido?
¿Alguien lo ha hecho por ti? Ni tu novio o novia, ni tu mujer o marido, ni tus padres,
ni tus hijos, ni tus amigos. ¡Nadie te ama así cuando eres culpable! Pues Dios sí,
porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito (Juan 3, 16a).
María dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios,
mi salvador; porque ha mirado la humildad de su esclava. Desde ahora me
felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en
mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en
generación» (Lucas 1, 46-50). Recordemos, por otro lado, que también tenemos a
Eva que desobedeció a Dios y a Sara que dudó de su Palabra. Y tú... ¿Decides fiarte
como María, dudas como Sara o desobedeces como Eva? De esto depende que se
pueda encarnar en ti Cristo, engendrando en ti un hombre nuevo. Observa que el
«hágase» de María le valió ser concebida sin pecado original, ser virgen perpetua,
ser madre de Dios y, finalmente, ser asunta al cielo. Y gracias a Jesucristo al pie de
la Cruz... ¡María también es Madre nuestra y de la Iglesia! ¡Acude a tu madre!
Conclusión
¿Y nosotros? ¿Vivimos creyendo que Jesucristo es nuestro Señor, y no el dinero, el
afecto o nuestros criterios de cómo se hacen las cosas? ¿Tenemos algún dios o
proyecto al que le pidamos la felicidad? ¿Conocemos personalmente a Cristo?
¿Hemos visto la muerte vencida en nuestra vida por Cristo, permitiéndonos amar
incluso al enemigo? ¿Creemos firmemente que la actitud del Siervo de Jesús es la
Verdad, o exigimos simplemente justicia frente a la injusticia? ¿Elegimos siempre y
sin excusas a Dios y su plan sobre nosotros, tal y como hizo María? Si ves que no
vives así, pero lo deseas, encomiéndate también a tu madre María, para que le pida
a Dios la Fe que necesitas. Y no olvides nunca que... ¡Dios te ama y quiere tu bien!