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CREO EN JESUCRISTO

REFLEXIÓN ENCARNACIÓN

Creo en Jesucristo, su único Hijo


Decir creo en Jesucristo implica darse cuenta de una cosa muy importante: No hay
nadie bueno más que Dios (Marcos 10, 18b). Significa tener claro que, sin Jesús, el
ungido, el cristo, no podemos hacer obras de vida eterna, porque nosotros no
somos buenos. Y por eso no decimos creo en mí mismo, o creo que con esfuerzo
puedo cumplir la ley de Dios, o creo en cumplir los mandamientos para salvarme.
Y actuar de esa forma, como hacemos muchas veces, es enfocar de forma
incompleta el ser cristiano. La Fe en Jesús es una fe personal que acepta a una
persona concreta llamada Jesús, no principalmente a una doctrina, ni a una
filosofía, ni a una moral, ni a un estilo de vida, pues la obra de Dios es esta: que
crean en el que Él ha enviado (Juan 6, 29b). Lo demás viene luego como
consecuencia directa, si nosotros respondemos con amor al Amor. Y por eso,
algunos santos afirman sin problema que toda la vida cristiana se resume en: Ama
y haz lo que quieras (San Agustín), pues quien no ama no ha conocido a Dios, porque
Dios es amor (1 Juan 4, 8). ¡Pues Dios nos ha amado tanto que se ha hecho débil
como nosotros! ¡Se ha encarnado en un frágil niño llamado Jesús!

Creer en Cristo como Hijo de Dios es creer en él como Dios. Es creer en uno de los
misterios más grandes de la Fe cristiana: un Dios que es uno y a la vez trino, pues
está constituido por tres personas. El misterio de la Santísima Trinidad es el
misterio central de la fe y de la vida cristiana. Sólo Dios puede dárnoslo a conocer
revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo. La Encarnación del Hijo de Dios
revela que Dios es el Padre eterno, y que el Hijo es “de la misma naturaleza que el
Padre”, es decir, que es en Él y con Él, el mismo y único Dios. La misión del Espíritu
Santo, enviado por el Padre en nombre del Hijo y por el Hijo “de junto al Padre”,
revela que él es con ellos el mismo Dios único. “Con el Padre y el Hijo recibe una
misma adoración y gloria” (Catecismo 261-263). Pero esto... ¿Nos afecta en algo
más allá de una simple curiosidad? ¡Claro que sí! Dios ha querido, de alguna forma,
participar de nuestra naturaleza humana a través de Jesús; y hacernos participar a
ti y a mí de la naturaleza divina a través del Espíritu, que nos llama a ser hijos
adoptivos de Dios. ¡Tenemos entre manos el regalo más grande!
Nuestro Señor
Que Jesucristo sea Dios y que Él voluntariamente decidiera encarnarse en un
hombre nos escandaliza mucho. O lo haría si comprendiéramos realmente qué
significa. Pues nosotros vivimos en todo repitiendo el primer pecado de Adán:
buscando ser los dioses y señores de nuestra vida. De una forma u otra, más o
menos auto justificada: tratamos de dirigir nuestra vida según nuestros propios
criterios y forzándolos, aun amablemente, en los demás. Siempre buscamos en la
vida ser más y mejores. Un mejor trabajo, un mejor sueldo, un mayor prestigio,
más bienes, que me tengan en mejor estima, que me hagan caso, que me
reconozcan todos mis esfuerzos, que me saluden... Pero no somos capaces de,
como hizo Jesucristo, cargar en silencio con el pecado de los que atentaban contra
su vida. Pero si Él, nuestro Señor, así lo hizo... ¿Quiénes somos nosotros para exigir
siempre justicia y razón, decidiendo lo que está bien y lo que está mal?

La Iglesia recomienda que, si alguien te fastidia con frecuencia e


intencionadamente te mortifica a menudo con injurias y con ultrajes, no te enfades
(León XIII). Sin embargo, ante una injusticia o un desprecio respondemos con ira,
enfado o el deseo de hacer justicia. Pero esa no es la actitud de Cristo. Cristo,
nuestro Señor, es el Siervo de Yahvé. Y nosotros somos siervos de Cristo, si es que
realmente Él es nuestro Señor. Por tanto, sean humildes ante Dios, pero resistan al
diablo y huirá de ustedes. Acérquense a Dios y él se acercará a ustedes. Lávense las
manos, pecadores; purifiquen el corazón, los inconstantes. Lamenten su miseria,
hagan duelo y lloren; que su risa se convierta en duelo y su alegría en aflicción.
Humíllense ante el Señor y él los ensalzará. No hablen mal unos de otros, hermanos.
El que habla mal de un hermano o el que critica a su hermano está hablando mal
de la ley y criticando la ley; y si criticas la ley, ya no eres cumplidor de la ley, sino su
juez. Uno solo es legislador y juez: el que puede salvar y destruir. ¿Quién eres tú
para juzgar al prójimo? (Santiago 4, 7-12).

Que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo


Jesucristo se encarnó y se hizo hombre. Creció en su presencia como brote, como
raíz en tierra árida, sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente,
despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado
a sufrimientos, ante el cual se ocultaban los rostros, despreciado y desestimado. Él
soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos
leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones,
triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus
cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su
camino; y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes. Maltratado,
voluntariamente se humillaba y no abría la boca: como cordero llevado al
matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca. Sin
defensa, sin justicia, se lo llevaron, ¿quién se preocupará de su estirpe? Lo
arrancaron de la tierra de los vivos, por los pecados de mi pueblo lo hirieron. Le
dieron sepultura con los malvados y una tumba con los malhechores, aunque no
había cometido crímenes ni hubo engaño en su boca (Isaías 53, 2-9).

Este pasaje que escribió el profeta Isaías fue más tarde la vida de Jesucristo, que
empezó al ser concebido en María por obra y gracia del Espíritu Santo.
Efectivamente, Jesús nació humilde, fue exiliado, trabajó, fue tentado,
experimentó la pérdida, la soledad, lloró, fue perseguido, murmuraron de él, fue
traicionado, abandonado, torturado y asesinado... ¡Y todo eso lo soportó
dócilmente por amor a ti y a mí! Todo eso lo ha hecho para hacernos sus
hermanos... ¡Hijos de Dios! Pues Él se ha hecho nuestro semejante, compartiendo
nuestra naturaleza de carne y hueso. Y todo eso lo ha hecho para salvarnos, pues
al vencer la muerte como hombre nos permite a nosotros, que sólo somos
hombres, vencerla con Él. ¡Y lo ha hecho también para que todas nuestras culpas,
sean graves o leves, queden expiadas! ¿Cuándo has hecho tú algo parecido?
¿Alguien lo ha hecho por ti? Ni tu novio o novia, ni tu mujer o marido, ni tus padres,
ni tus hijos, ni tus amigos. ¡Nadie te ama así cuando eres culpable! Pues Dios sí,
porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito (Juan 3, 16a).

Nació de Santa María Virgen


Para que todo el plan de Salvación universal se hiciese realidad, Dios quiso
necesitar de la libertad de María. Y lo mismo pasa con el plan de Salvación personal
que Él ha pensado para ti, pues Dios quiere que libremente le digas hágase, es decir,
que libremente le elijas. Y el resto es cosa suya, porque sólo Dios salva.
Efectivamente, Dios elige nacer de una virgen, sin intervención de ningún hombre,
porque suya es siempre la iniciativa. El «fiat» de María es impresionante, pues
regaló su vida entera a Dios pese a lo imposible que parecía el asunto, y pese a que
si se cumplía se jugaba la vida, pues podría ser condenada a muerte por adultera.
Decir «hágase» al ángel significaba creer que Dios podía hacer lo imposible, y que
lo que le proponía era, sin duda, lo mejor para ella. Ten en cuenta que lo que le
pedía el ángel era entregar toda su vida a Dios, pues si aceptaba iba a ser madre el
resto de su vida. ¡Y ella creyó y aceptó! Por eso, más feliz fue María por acoger la
fe en Cristo que por concebir la carne de Cristo (San Agustín).

María dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios,
mi salvador; porque ha mirado la humildad de su esclava. Desde ahora me
felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en
mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en
generación» (Lucas 1, 46-50). Recordemos, por otro lado, que también tenemos a
Eva que desobedeció a Dios y a Sara que dudó de su Palabra. Y tú... ¿Decides fiarte
como María, dudas como Sara o desobedeces como Eva? De esto depende que se
pueda encarnar en ti Cristo, engendrando en ti un hombre nuevo. Observa que el
«hágase» de María le valió ser concebida sin pecado original, ser virgen perpetua,
ser madre de Dios y, finalmente, ser asunta al cielo. Y gracias a Jesucristo al pie de
la Cruz... ¡María también es Madre nuestra y de la Iglesia! ¡Acude a tu madre!

Conclusión
¿Y nosotros? ¿Vivimos creyendo que Jesucristo es nuestro Señor, y no el dinero, el
afecto o nuestros criterios de cómo se hacen las cosas? ¿Tenemos algún dios o
proyecto al que le pidamos la felicidad? ¿Conocemos personalmente a Cristo?
¿Hemos visto la muerte vencida en nuestra vida por Cristo, permitiéndonos amar
incluso al enemigo? ¿Creemos firmemente que la actitud del Siervo de Jesús es la
Verdad, o exigimos simplemente justicia frente a la injusticia? ¿Elegimos siempre y
sin excusas a Dios y su plan sobre nosotros, tal y como hizo María? Si ves que no
vives así, pero lo deseas, encomiéndate también a tu madre María, para que le pida
a Dios la Fe que necesitas. Y no olvides nunca que... ¡Dios te ama y quiere tu bien!

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