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Apegarnos a los artefactos no nos hace innovadores

Hay más posibilidades de innovar en la escuela si inquirimos acerca de las representaciones


que dan impulso a los consumos culturales, dialogamos acerca de sus expectativas
(preferentemente no académicas) y buscamos el modo de aproximarnos (aunque sea
artificialmente) a las dinámicas, vínculos, goces y prácticas que configuran la realidad elegida
de las y los estudiantes, que, incorporando tecnología, aún la más sofisticada.

La persistencia en la aplicación educativa de la inteligencia artificial, cuyo exponente máximo


es – hasta el momento – el Chat GPT nos vuelve previsibles, incapaces de salirnos de la rutina
que nos brinda seguridad, que nos ayuda a encajar cualquier emergente externo como una
nueva pieza para mejorar la enseñanza. Parece que no hemos podido advertir que la
enseñanza nos pertenece cada vez menos. Y si continuamos en esa actitud que busca la forma
de escolarizar cualquier experiencia, para volverla inteligible, menos posibilidades tendremos
de ser relevantes en un futuro muy próximo.

Las experiencias que están delineando las subjetividades contemporáneas no requieren de


docentes, sino más bien de refrentes con mayor experiencia en los asuntos que les competen,
no en las asignaturas, ni en las evaluaciones. Un tema cuando se vuelve contenido pierde su
fuerza, se detiene, se cosifica. Es la misma relación que existe entre una acción y una foto, si
bien existe la posibilidad de conocer cómo se ha desarrollado gracias a la imagen, es imposible
suponer que ésta podrá replicarla. Mientras una es cambiante y sujeta a la voluntad de cada
protagonista, la otra sólo puede aspirar a convertirse en una referencia, en una representación.

Debería resultarnos sospechoso la profusión de especialistas que no cesan en su afán de


mostrarnos las soluciones disruptivas (porque ese es uno de sus adjetivos más), las estrategias
didácticas eficaces y la reformulación del rol docente sin salirse del aula. El futuro de la
educación estaría en la escuela, sólo habría que hacer los ajustes que se proponen. ¿Si fueran
periodistas o banqueros opinarían igual? Hace veinte años que se impulsa la incorporación de
tecnología para mejorar los procesos de enseñanza y aprendizaje y salvo excepciones muy
puntuales, los resultados no han sido tan extraordinarios.

No es posible adjudicarle las bajas notas obtenidas al desarrollo de los dispositivos digitales y
las plataformas, pues no han cesado de expandirse y hacerse más sofisticadas. Queda por lo
tanto indagar en su adopción, y si exceptuamos la brecha digital y nos detenemos en las
instituciones que sí han podido (gracias, por ejemplo, a Conectar Igualdad) los beneficios han
sido más bien magros, ¿no es cierto?
Buscar las soluciones allí donde se multiplican las dificultades parece una obstinación digna de
suscitar vergüenza, y sin embargo propicia la multiplicación de conferencias, paneles y libros.
Incluir la informática, el uso de YouTube o de cualquier aplicación no debe encandilarnos, por
el contrario, significa la falta de conceptos para abordar los desafíos contemporáneos. Es como
si estuviésemos en Europa hacia 1440 y consideráramos que con explicar cómo funciona la
imprenta nuestros estudiantes podrán afrontar los cambios que anuncia la naciente
modernidad. Apegarnos a los artefactos no nos hace innovadores.

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