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TEMA 1 MODERNISMO Y GENERACIÓN DEL 98

Desde finales del siglo XIX se estaba gestando una nueva literatura que triunfó en los inicios
del siglo XX. Esta nueva literatura respondía a la crisis de fin de siglo que había impulsado la pérdida
de la fe en el racionalismo positivista y el desarrollo de las corrientes irracionalistas y vitalistas
presentes en las obras de Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche y Bergson.
Junto a estas nuevas tendencias filosóficas, configuran el espíritu finisecular un fuerte
sentimiento antiburgués, la expresión del hastío vital (el llamado "mal del siglo"), el deseo de evasión
de la realidad y el culto a la belleza como ideal prioritario enfrentado a la vulgaridad del mundo
contemporáneo.
A esta crisis de carácter general que cuestionó los valores de la civilización burguesa se le
sumaron en España el descontento por la situación del país (escaso desarrollo económico,
analfabetismo y desigualdades sociales) y por el sistema político de la Restauración. Además, a finales
de siglo, se produjo el llamado Desastre de 1898, fecha en la que España, derrotada por EEUU, perdió
sus últimas colonias (Cuba, Filipinas, Puerto Rico y la isla de Guam). Este hecho sacudió la conciencia
de los españoles y se tomó como punto de partida del inconformismo crítico y del afán de regeneración.
La literatura de fin de siglo buscó nuevos cauces expresivos que la alejaran del Realismo y del
Naturalismo precedentes. A los escritores que compartían este nuevo espíritu de cambio se les empezó
a llamar despectivamente modernistas. Después, el término modernismo fue aceptado por los propios
escritores nuevos, pero entendido de modo positivo. Y a partir de 1913, fecha en la que Azorín utilizó
el concepto de Generación del 98 para referirse a los nuevos escritores de esta época, comenzó a
hacerse una distinción entre los que se refugiaban en el esteticismo para huir del mundo (modernistas)
y aquellos que se mostraban críticos y adoptaban un compromiso social y político explícito
(Generación del 98). Pero esta distinción no es tan clara. Ambos grupos tenían una relación personal
y literaria constante, y todos tenían en común el subjetivismo, su actitud inconformista y su afán
renovador.

El Modernismo literario
Definido por Juan Ramón Jiménez como “un movimiento de entusiasmo y libertad hacia la
belleza”, se inicia en torno a 1880 y alcanza hasta la 1ª Guerra Mundial. Su objetivo es la renovación
estética mediante la búsqueda de la belleza y recibe influencias del parnasianismo francés (búsqueda
del “arte por el arte” y culto a la perfección formal), del simbolismo (arte de la sugerencia) en el que
destacaron los llamados "poetas malditos" (Mallarmé, Verlaine y Baudelaire), del decadentismo
(atracción por lo prohibido, escandaloso, malsano…) y del intimismo sentimental de Bécquer y Rosalía
de Castro.
Los modernistas rechazan el mundo que los rodea. La fantasía y la imaginación llevan a estos
poetas a evadirse de la realidad mediante la referencia a lo exótico, a lo oriental, a lo legendario, a lo
aristocrático y a lo mítico. Junto a esta recreación de la realidad sensible dirigen su mirada hacia la
propia intimidad angustiada o melancólica. El objetivo de la poesía modernista era sugerir a través de
la palabra, por eso es una poesía musical y colorista (flores, colores, instrumentos musicales,
aliteraciones...). Abundan los epítetos, los símbolos, las imágenes y las sinestesias atrevidas. El léxico
se enriquece con cultismos y neologismos. Los ambientes son asimismo simbólicos y evocadores:
jardines otoñales, fuentes, animales fabulosos (cisnes, unicornios, ruiseñores, pavos reales) y
personajes reales o mitológicos cargados de erotismo (princesas, caballeros, ninfas, sirenas…). La
métrica es también variada y llena de ritmo y musicalidad: alejandrinos, dodecasílabos, eneasílabos...
Rubén Darío fue el máximo representante y difusor del movimiento. Se sintetiza su trayectoria poética
en dos etapas: la primera, entre la publicación de Azul (1888) y la de Prosas profanas (1896), que se
corresponde con el modernismo más exuberante y preciosista (etapa parnasiana); y la segunda, a partir
de 1896, representada por Cantos de vida y esperanza (1905), donde se humanizan los temas y la
expresión se hace más sobria. En el Modernismo español, más simbolista que parnasiano, destaca
Manuel Machado (Alma, Caprichos y Cante hondo), cuya poesía se caracteriza por su gran
plasticidad y por su tono alegre y delicado. Otros poetas como Antonio Machado y Juan Ramón
Jiménez tuvieron una etapa modernista, pero evolucionaron hacia la Generación del 98 o el
Novecentismo, respectivamente.
Se incluye, pues, dentro del modernismo simbolista la primera etapa de Antonio Machado con
Soledades, galerías y otros poemas (1907), ya que recoge poemas de tono melancólico e intimista,
donde aparecen diversos símbolos (el camino, la fuente, el río, el otoño, la tarde) y se repiten
determinados temas como el amor, la soledad, el paso del tiempo, la infancia o juventud perdidas, los
sueños, la muerte, la búsqueda de Dios... El paisaje se impregna del estado emocional del poeta.
Lo mismo ocurre con la primera época o etapa sensitiva (1898-1915) de Juan Ramón Jiménez, que
comprende toda su producción anterior a Diario de un poeta recién casado (1916). Aunque cuenta con
unos primeros libros más sencillos, en obras como Arias tristes (1903), Jardines lejanos (1904), Elejías
(1908), La soledad sonora (1908), Poemas májicos y dolientes (1909) y Poemas agrestes (1911)
cultiva una poesía modernista musical, sensorial y colorista, aunque siempre en tonos grises e
intimistas. Esta etapa culmina con un libro de prosa poética, Platero y yo (1914), elegía evocadora y
nostálgica que pretende captar la sensibilidad ambiental.
Por último, destaca la obra narrativa de Ramón María del Valle-Inclán cuyas Sonatas
constituyen la cumbre de la prosa modernista. En ellas recrea las andanzas decadentes del marqués de
Bradomín y cultiva un modernismo brillante, rico en imágenes ostentosas, y un lenguaje donde los
elementos sensoriales sirven para la estilización del ambiente gallego.

Generación del 98
Tras el desastre de 1898, un grupo de escritores que se sienten muy afectados por la profunda
crisis que padece el país adoptan una actitud crítica ante la realidad y proclaman la necesidad de una
urgente regeneración social, moral y cultural. El punto de partida de esta generación fue el llamado
“Manifiesto de los tres”, firmado por Pío Baroja, Ramiro de Maeztu y Azorín. También se incluye en
esta Generación a Unamuno, Antonio Machado y Valle-Inclán en alguna de sus etapas.
Desde el punto de vista temático, plantearon temas filosóficos, existenciales y religiosos. Algunos
temas o motivos compartidos por todos son la angustia existencial, el tema de Dios, el subjetivismo e
intimismo y el problema de España. Este último tema es fundamental en el grupo del 98. Proponen
recuperar los valores que constituyen la identidad de España (austeridad, nobleza, espiritualidad o
entereza en la adversidad, que se encarnan en el paisaje de Castilla) y desterrar otros valores como la
abulia, la envidia o el cainismo.
Desde el punto de vista formal, los autores noventayochistas renovaron el lenguaje y los
géneros literarios, aunque, en general, buscaron la sencillez, alejándose de la elocuencia retórica.
Antonio Machado es considerado miembro de la Generación del 98 por su obra poética
Campos de Castilla (1912). En ella pasa a primer plano la realidad exterior. Así, se describen el paisaje
y las gentes de Castilla, oponiendo el pasado glorioso al “andrajoso presente”. No falta tampoco la
crítica a la España conservadora y religiosa. También incluyó aquí el autor los poemas dedicados a su
esposa muerta.
Los autores del grupo del 98 cultivaron, sobre todo, la novela y el ensayo ya que estos géneros
se adaptaban mejor a sus inquietudes intelectuales.
Tres obras publicadas en 1902 (La voluntad de Azorín, Amor y pedagogía de Unamuno y
Camino de perfección de Baroja) rompen con las hechuras de la novela realista y naturalista del siglo
XIX. El propósito de la novela ya no es recrear objetivamente la realidad, sino mostrar el reflejo de la
realidad en el individuo y los procesos que desencadena en la conciencia. Sus características son, por
lo tanto, la introspección, el simbolismo, el predominio de la reflexión frente al componente narrativo,
la tendencia al relato fragmentario y desestructurado, y la voluntad de renovación estilística.
Sobresalen Azorín, Unamuno y Baroja.
Las novelas de Azorín están muy próximas al ensayo, y en ellas apenas hay hilo argumental o
acción, aunque sí abundan los datos autobiográficos y las evocaciones del paisaje. Se centra en los
pequeños detalles y emplea períodos sintácticos breves. El tema fundamental de sus obras es el tiempo,
además de la literatura como fuente de inspiración (La voluntad, Antonio Azorín, Las confesiones de
un pequeño filósofo, Castilla).
Unamuno fue sin duda uno de los ensayistas más importantes de su tiempo. En su primer
ensayo, En torno al casticismo, defiende que España debe acercarse a Europa. También acuña en este
ensayo el concepto de intrahistoria, entendido como la vida cotidiana de los hombres, más importante
que los hechos históricos de libros y periódicos. Destacan, después, otros dos ensayos: Del sentimiento
trágico de la vida y La agonía del cristianismo. En ellos confiesa que su duda existencial le hace
luchar, vivir. En el ensayo Vida de don Quijote y Sancho nos ofrece una visión personal de la obra de
Cervantes.
Sus novelas no incluyen descripciones porque el decorado externo realista no le interesa; y el
tiempo y el espacio son imprecisos. Unamuno se centra sobre todo en los conflictos de los personajes,
de ahí la importancia del diálogo y el monólogo. En definitiva, sus novelas se acercan al ensayo porque
se convierten también en cauce de expresión de problemas filosóficos y existenciales. Él mismo llamó
a algunos de sus peculiares relatos “nivolas”. Destacamos los siguientes títulos: Paz en la guerra
(autobiográfica), Amor y Pedagogía, Abel Sánchez, La tía Tula, San Manuel Bueno, mártir (cura que
ha perdido la fe, pero que finge tenerla para que sus feligreses mantengan intactas sus creencias
religiosas) y Niebla (aquí el protagonista se opone a su autor exigiéndole ser dueño de su futuro. Se
desdibujan, así, las fronteras entre lo real y la ficción).
Pío Baroja fue sin duda el novelista de la época. En un principio, escribió novelas con
personajes inadaptados, que se enfrentan al mundo: Camino de perfección, El mayorazgo de Labraz,
la trilogía de La lucha por la vida (La busca, Mala hierba, Aurora roja), El árbol de la ciencia…
También destaca por algunas novelas de aventuras y acción: Zalacaín el aventurero y Las inquietudes
de Shanti Andía. Después, además de otras muchas novelas, se decidió por la novela histórica (las
veintidós novelas de Memorias de un hombre de acción, donde hace un recorrido por la España del
XIX).
Los rasgos de la narrativa barojiana son el pesimismo (idea de la cruel y dramática “lucha por la vida”),
la visión crítica de España, teñida de escepticismo, el gusto por la acción y la presencia de personajes
polarizados (hombres de acción y abúlicos), la estructura abierta, las descripciones impresionistas y el
lenguaje ágil y espontáneo.
En cuanto al teatro del 98, también persiguió la renovación del texto teatral, innovando en el
lenguaje escénico principalmente. Tanto Unamuno como Azorín escribieron obras teatrales de carácter
intelectual, pero fue Valle-Inclán el verdadero transformador de la escena con Luces de bohemia
(1920), la obra en la que define el “esperpento”, como la estética que persigue la deformación
sistemática de la realidad para expresar lo trágico, lo grotesco y lo absurdo de la vida española.

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