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Sinful Brides Series (1)

Christi Caldwell

Traducción: Manatí
Lectura Final: Bicanya
Lord Robert Dennington, el Marqués de Westfield, se ha deleitado durante
mucho tiempo con la libertad que se le otorga como heredero ducal. Sabe que
algún día debe hacer lo correcto por la línea de Somerset, pero no tiene prisa por
renunciar a su existencia sin preocupaciones. No después de haber sufrido
desengaños y manipulaciones en su juventud.

Helena Banbury, es contadora en un club de juego para caballeros, experta en


analizar números y cuentas, pero sin posibilidad de tomar cualquier decisión sobre
sí misma. Nunca ha pertenecido a la nobleza, sólo ha observado a sus miembros
masculinos desde las sombras mientras derrochan fortunas y se entregan a los
vicios, pero tampoco se siente completamente cómoda entre los hombres que
dirigen el Club Infierno y Pecado, a pesar de que son la única familia que ha
conocido. La una vez chica torturada, hambrienta y analfabeta de las calles, quiere
más que las paredes doradas de la jaula protectora en que sus hermanos la han
mantenido.

Cuando una noche Robert ingresa por error a sus aposentos, Helena se ve
obligada a abandonar su vida predecible y es empujada al reluciente mundo de la
alta sociedad. ¿Serán los encantos del marqués más peligrosos que cualquier
peligro que haya conocido en las calles?
La presente traducción fue realizada por y para fans. Y no pretende ser o sustituir al libro original.

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Londres, Inglaterra
Invierno de 1810

Él había sido convocado. Y cuando el poderoso, austero e implacable Duque de


Somerset lo convocaba a uno, era obligatorio responder a esa convocatoria.
Especialmente cuando ese hombre controlaba los proverbiales hilos de las
finanzas y el estatus de uno.
Más aún cuando uno estaba a horas de casarse y, por ello, muy necesitado de
esos fondos.
Lord Robert Dennington se quitó la capa y se la entregó al mayordomo de su
abuelo, Carmichael, con un murmullo de agradecimiento. —¿Mi abuelo...?
El criado anciano desvió la mirada. —Está en su despacho, milord— Las mejillas
del hombre se ruborizaron.
Por supuesto que estaba en su despacho. Robert se quitó los guantes y los metió
dentro de su chaqueta. ¿Había otro lugar para el poderoso par del reino? El duque
controlaba todos los aspectos de la familia Dennington con el mismo control que
mostraba en todos los negocios.
El mayordomo se movió de un lado a otro. —¿Puedo guiarlo hasta el despacho
de S-Su Excelencia?— Carmichael tragó saliva.
El sirviente de rostro impasible, que había servido al miserable duque desde que
Robert era un niño de cinco años, nunca había esbozado una sonrisa, ni fruncido el
ceño, ni reído. Y, desde luego, no tragaba de esa manera tan ruidosa y preocupante.
El nerviosismo se apoderó de él. Había recibido la brusca citación para venir en
este día de todos los días... el momento era demasiado preciso, y Su Excelencia, frío
e insensible, nunca había sido ni sería uno de esos patriarcas devotos y cariñosos
que realmente deseaban la compañía de su nieto. No, el mismo hombre que había
utilizado a sirvientes traidores para descubrir el amor de Robert por la niñera, y que
luego había llamado fríamente a su nieto "maldito tonto", no tenía ni un punto de
calidez en su corazón.
Él sabe sobre la fuga.
—¿M-milord?— Carmichael interrumpió los pensamientos de pánico de Robert.
Robert tiró de las solapas y forzó una sonrisa. —Prefiero ir sólo al despacho de
Su Excelencia—. Después de todo, a los veintiún años ya no era un niño para ser
intimidado por nadie, incluido el igualmente temido y venerado Duque de
Somerset. —Ciertamente he sido convocado previamente al despacho de mi abuelo,
se cuál es el camino—, agregó en un intento desesperado por aparentar tranquilidad.
En respuesta, Carmichael asintió con la cabeza y luego salió corriendo en la
dirección opuesta con una velocidad mejor reservada para un hombre dos décadas
menor que él.
Eso no es del todo cierto, una voz burlona susurró en el fondo de su mente. Si no le
tuvieras miedo, no estarías planeando fugarte esta misma noche y en cambio le darías a Lucy
Whitman la ceremonia pública que se merece.
Robert obligó a sus piernas a moverse, comenzó a caminar por el pasillo y siguió
un sendero familiar hacia el despacho de su abuelo. La verdad era que todos le
temían más que un poco al hombre. Después de todo, había cortado relaciones con
su hija, la tía de Robert, por casarse con un criado, tan fácilmente como si hubiera
arrancado el hilo que colgaba de su chaqueta.
No, un hombre así nunca toleraría el matrimonio de Robert con una niñera. Una
institutriz, que había venido de una familia respetable, tal vez, pero nunca una
niñera. Se secó las palmas húmedas a los lados de los pantalones. El duque estaba
emocionalmente muerto como para ver a un sirviente como un igual, o al menos,
como un ser humano. Por eso, no podía conocer la bondad del alma de Lucy. O la
forma en que bromeaba, se sonrojaba y sonreía. No de la manera en que lo hacía
Robert. Robert, quien diariamente, a través de sus tratos con su hermana, Beatrice,
veía más que una sirvienta. Veía a la joven que se preocupaba más por él que por su
título, y que quería ser su esposa porque deseaba compartir una vida con él y no
porque sería una futura duquesa.
Ahora, tenía que convencer a su abuelo para que entrara en razón y no se
interpusiera entre él y su amada. Porque no cabía duda de que el Duque de
Somerset, que lo veía todo y sabía aún más, había convocado a Robert aquí por la
fuga que había planeado para esa noche.
Robert se detuvo frente al temido despacho.
Buscando la fuerza para enfrentarse al poderoso patriarca Dennington, respiró
hondo y volvió a pasar las manos por la parte delantera de las solapas de su
traje. Antes de que su coraje lo abandonara, levantó la mano para tocar... justo
cuando un gemido bajo y agónico penetraba la puerta de paneles de madera. Hizo
una pausa, con su mano suspendida.
Otro gemido torturado, uno que heló las venas de Robert, se filtró en el pasillo:
el sonido de la muerte.
Por Dios, nunca había amado al hombre, pero tampoco deseaba que se fuera al
más allá. Con movimientos rápidos, Robert presionó la manija y abrió
frenéticamente la puerta para llegar a su anciano abuelo. Se detuvo bruscamente.
Mientras permanecía inmóvil, un zumbido sordo llenó los oídos de
Robert. Parpadeó varias veces, pero no importaba cuántas veces lo hiciera, el horror
permanecía, y a través de él, Robert se quedó clavado en el suelo: como el observador
externo de una sórdida escena. Tumbada sobre su espalda, con el duque empujando
entre sus piernas, Lucy pasó los dedos por la espalda del anciano, instándolo a
seguir. —Es usted tan bueno, Su Excelencia—, jadeó ella, levantándose para igualar
los rápidos empujes del duque. —Quiero más de usted.
La bilis quemó la parte posterior de la garganta de Robert, y él extendió una
mano y atrapó el borde de la puerta. Oh Dios no. No Lucy. Ella había sido la única
maldita mujer que lo había visto como un hombre, y no un futuro
duque. ¿Seguramente no había sido tan ciego, tan torpe de juicio como para haberle
dado su corazón a una confabuladora rapaz? Excepto... ¿De qué otra manera se
justificaría la exhibición licenciosa ante él ahora?
Su abuelo levantó la vista. Él bien podría haber estado evaluando sus libros de
contabilidad, ya que se podía ver el brillo preciso y metódico en sus ojos de color
gris acero. —¿Soy mejor que mi nieto?— exigió, sin aliento por sus esfuerzos.
Lucy gimió en respuesta. —Oh, sí—, jadeó.
—Y lo dejarás como dijiste y serás mi duquesa.
—¡Haré cualquier cosa!—, gritó, arqueando la espalda.
El estómago de Robert se sacudió y cerró los ojos. Voy a estar enfermo.
Con un movimiento brusco, su abuelo se enderezó. —Eso será todo—, dijo con
un hilo de hielo cubriendo su tono. En el momento en que dejó de moverse, Lucy
yacía boca abajo sobre el escritorio. Ella frunció el ceño sudoroso. —¿Su Excelencia?
La calidad lírica de su voz, que una vez lo había cautivado, sacó a Robert del
borde de la locura.
—Llegas tarde—, espetó el duque, y Lucy giró la cabeza hacia un lado.
Un jadeo se derramó de sus labios, y el color se filtró de sus mejillas. —Robert.
Mientras su abuelo se ajustaba la ropa, rodeó a Lucy. Lucy, la única mujer a la
que le había importado un bledo que Robert fuera un día duque. Lucy, que había
capturado su corazón por completo. Él se formó puños con sus manos a los costados
con tanta fuerza que sus uñas rasgaron la carne y la sangre cubrió sus palmas. —
¿Me convocó, Su Excelencia?— dijo con un hielo para rivalizar con una helada de
invierno, una que incluso su abuelo estaría en apuros para no admirar. Todo el
tiempo mantuvo deliberadamente la mirada apartada de la mujer que lloraba y
suplicaba, que se apresuraba a enderezar sus prendas.
—Robert—, gritó ella.
—¡Silencio!— La firme directiva del duque tenía el poder de comandar con
mayor fuerza que cualquier grito atronador. —Te advertí sobre la gente como ella—
. Agitó una mano hacia Lucy. —Esta podría haber sido una esposa terrible.
Una risa cínica retumbó en la garganta de Robert. Esas fueron quizás las únicas
palabras verdaderas que este hombre había dicho. —De hecho, tiene razón—, dijo
arrastrando las palabras, orgulloso al haber dado esa afirmación suave, cuando por
dentro su corazón se congeló, renunciando en ese instante al amor.
—¡Robert!—, suplicó Lucy una vez más, intentando pasar rápidamente frente
al duque, pero el poderoso lord fácilmente se interpuso entre ella y el camino hacia
Robert, cortando su movimiento hacia adelante.
—Hay algo mal con la sangre en esta línea que todos se sienten atraídos por la
sangre miserable de sus inferiores—. Su boca se apretó. —Primero, mi hija y el
maldito lacayo—. Él inclinó la cabeza. —Fue bastante fácil separarla de la
familia. Hay poca necesidad de una hija más allá de las conexiones que pueda
hacer. Pero tú— continuó sobre el copioso llanto de Lucy.
Su corazón se endureció aún más. Esas falsas lágrimas de una puta mentirosa.
—Pero tú, Robert, algún día serás duque, y estaré condenado si veo a una puta
perpetuar nuestro linaje—. Sin detenerse para apartar la mirada de Robert, el duque
señaló con el dedo la puerta. —Fuera de aquí, señorita Whitman—. El viejo bastardo
la había tomado como una prostituta común en su escritorio, a mediodía, y ni
siquiera sabía su nombre. Entonces, ¿no es eso lo que ella era? Un escalofrío de asco
recorrió la columna de Robert. Por el duque, por Lucy y por él mismo al ver a una
criada y creer que era especial. Ella había sido diferente a todas las damas de la
nobleza, esta mujer a la que había dado su corazón y habría dado su nombre, en
unas pocas horas. Su Excelencia habló, interrumpiendo las reflexiones de Robert. —
Mi hombre de negocios se encargará de darle su pago.
Su pago. Nuevamente, el estómago de Robert se encogió y se concentró en el
odio que se acumulaba en su interior como un cáncer de crecimiento lento, cualquier
cosa menos el crujido gradual e interminable de su corazón.
Con las mejillas húmedas y rojas por la fuerza de sus lágrimas, Lucy corrió
alrededor del duque y se detuvo rápidamente ante Robert. —Robert—, rogó. —Él
me prometió que sería su duquesa.
Te habría hecho mi esposa y tú habrías sido mi duquesa... Excepto que su codicia era
demasiado grande y su avaricia aún mayor, y no había podido esperar a que este
hombre muriera. Robert sonrió. Y aún quedaba su padre, que con una salud robusta
nunca habría considerado a esta mujer como duquesa... no en un futuro próximo.
—Seguramente entiendes, Robert. No soy una institutriz. No soy de noble cuna,
siempre he...
—No tengo nada que decirte—, interrumpió. Incapaz de mirar esos ojos
marrones traicioneros, miró más allá de su hombro y sostuvo la mirada de su abuelo.
—No me gusta repetir lo que digo, señorita Whitman—, dijo su abuelo en tono
aburrido, de la misma forma en que podría pedirle a una criada que aplique una
capa extra de cera en su preciado escritorio. —Si no se va en este instante, le
aconsejaré a mi hombre de negocios que se asegure de no entregarle ningún tipo de
pago, y se marchará sin nada.
Eso la puso en movimiento. Sin otra mirada, ni siquiera una mirada hacia atrás,
Lucy Whitman salió de la habitación y de su vida.
Su abuelo se acercó a su aparador y se sirvió una copa de brandy. —Me odias, y
eso está bien, pero te salvé de tí mismo—, dijo mientras llevaba su bebida a su
escritorio.
Robert se puso rígido, con las manos apretadas todavía a su lado. —Me
conmueve su devoción—. El odio entrelazó su tono, y el duque frunció los labios.
—Como duque, y en tu caso un futuro duque, harías bien en recordar que los
únicos riesgos que vale la pena tomar son aquellos que pueden aumentar tu
riqueza—. Su labio se despegó burlonamente. —No tomamos decisiones con o por
nuestros corazones. Así que puedes enojarte y odiarme ahora, pero algún día me lo
agradecerás.
¡Nunca!
Excepto que, incluso cuando la protesta silenciosa surgió en su mente, la
aplastó. Incluso sabiendo que si se hubiera casado con Lucy, se habría convertido en
un cornudo, el tonto más grande, nunca le agradecería nada a su abuelo. No por
esto. El duque reclamó su silla de respaldo alto y se tumbó en su asiento. —No soy
como tu padre, mi hijo es un tonto, hablando sobre romanticismo y alentándote a
casarte igual que él lo hizo con tu madre.
No, el alma del duque era negra, cruel y miserable, de la forma en que la de su
único hijo nunca había sido, ni lo sería ya que su padre, el Marqués, era un hombre
lleno de amabilidad y amor. Cuando el duque desterró a su propia hija de la familia
por haberse casado con un lacayo, el padre de Robert le había mostrado amabilidad
y apoyo. Fue ese acto el que lo hizo tener esperanzas... No, creer... Que podría tener
una unión honorable, construida a base de amor, con Lucy. Los músculos de su
estómago se apretaron. Tonto. Tonto. Tonto.
—Mi hijo tiene una buena cabeza para los negocios, pero tiene un corazón
blando—. Él hizo un sonido de disgusto. —No te ha hecho ningún favor al presentar
una visión débil y romántica de las mujeres y el matrimonio.
La verdad de las duras palabras de su abuelo lo golpeó. No, las nociones
románticas que su padre le había inculcado no le habían hecho ningún favor. Sus
padres habían encontrado el amor, pero Robert ahora se enfrentaba a la cruda
realidad de cuán raro era ese vínculo.
—Harás bien en recordar la lección de este día, Robert—. Luego, en un
movimiento despectivo, el duque dejó el vaso, agarró el libro y la pluma, y se puso
a trabajar.
La reunión había terminado. Robert se recuperó. Su corazón podría estar
destrozado, pero su abuelo le había enseñado una invaluable lección. La única
sinceridad que podía esperar en el matrimonio sería con una mujer de la
nobleza. Anteriormente las había despreciado por su insensibilidad. Ahora
apreciaba la despiadada honestidad de esas criaturas astutas. Al menos, con su
hambre por su futuro título, ellas eran claras en su deseo. A diferencia de Lucy, que
no le había dado más que mentiras, y que habría vendido su alma por el título de
duquesa si el Diablo le hubiera ofrecido ese trueque.
El duque levantó la vista de su trabajo. —¿Hay algo que requieras, Robert?
Él aplastó su boca en una línea dura. —Váyase al infierno—, dijo en voz baja, y
sin permitir que el hombre con un rango apenas por debajo de un príncipe dijera
otra palabra, salió a grandes zancadas de la habitación. No se molestó en cerrar la
puerta a su paso, sino que se alejó con determinación y firmeza de este odiado hogar.
Se había equivocado antes.
En dos aspectos: En primer lugar, deseaba, de hecho, la muerte del Duque de
Somerset. Y segundo, las mujeres no eran de fiar..
Regla 1
Nunca pises las salas de juego

St. Giles, Inglaterra


Invierno 1821
Al entrar en la sala de desayunos, no hizo falta más que una mirada al Duque
de Somerset, con su saludable palidez y sorbiendo despreocupadamente su café,
para que Lord Robert Dennington, el Marqués de Westfield, confirmara un detalle
muy importante: su padre, con toda seguridad, no se estaba muriendo.
Robert se detuvo en la puerta y entrecerró los ojos. No era que
estuviera descontento con la vigorosa salud de su padre, sino todo lo contrario, y no
simplemente porque se había deleitado con la libertad que le había otorgado como
heredero ducal, sino más bien, porque realmente amaba a su padre y eso era decir
mucho en una sociedad donde cualquier emoción era rara e incluso desalentada.
Lo que Robert no amaba eran los esfuerzos encubiertos de su padre, quien
recientemente había organizado una fiesta de verano con un propósito muy
específico, casar a su hijo.
Su padre levantó la vista de su copia de The Times. —Robert—, espetó,
reconociendo a su hijo en un tono fuerte, saludable y decididamente no moribundo
antes de regresar rápidamente su atención al papel en sus manos.
Un músculo saltó por el rabillo del ojo de Robert y la furia lo atravesó. Había
pasado todo el verano en la finca de su familia, con la cabeza entre las manos,
devastado por lo que creía que era la muerte inminente de su padre. Sólo para
descubrir ahora, de esta manera muy casual, que había sido engañado. Todo con el
propósito de asegurar que Robert se casara. Otro músculo se crispó cerca de su
ojo. Entonces, ¿no había demostrado el duque anterior el mismo poder de influencia
sobre la vida de una persona? —Buenos días— Robert se quitó los guantes y los
guardó en el bolsillo de la chaqueta. —Tú eres la imagen de la salud perfecta,
padre—, dijo y se dirigió a la mesa.
—Tarde—, dijo su padre, sin apartar la mirada de la portada de The Times.
Robert llamó la atención a un criado que se apresuró y sacó su silla. —¿Perdón?
—Es la tarde y tú apenas te pones en pie, ¿Es que pasaste la noche otra vez en el
club?
Ah esto. De nuevo.
Reclinado en su silla, Robert colocó las palmas de sus manos sobre los brazos y
tamborileó la punta de los dedos. —Tenemos que hablar Su Excelencia— Su padre
bajó un poco su periódico, mirándolo desde arriba con una mirada puntiaguda y
conocedora.
Y tal vez, si Robert fuera como la mayoría de los hombres, y no hubiera sido
criado desde la guardería para perfeccionar esa misma mirada ducal, entonces esa
mirada sería atemorizante. Robert se encogió de hombros. — Me atrevo a decir que
tenemos que discutir algo más que mi visita a White's—. Hizo un gesto a un sirviente
y el criado con librea se adelantó con una taza de café humeante. Aceptó la bebida
del lacayo y sopló en el contenido caliente.
—¿Y qué tendríamos que discutir?— preguntó su padre en tonos aburridos que
hicieron que Robert apretara los dientes.
Robert tomó un pequeño sorbo de la bebida amarga. —¿No lo sé?— Desde el
borde de su taza, levantó una ceja. —¿Quizás tu repentina y milagrosa
recuperación?— Una recuperación que siguió a innumerables meses de
la inminente muerte del duque.
Su padre al menos tuvo la gracia de sonrojarse. Echó un vistazo al puñado de
criados presentes y, siguiendo esa señal silenciosa, los lacayos con librea salieron
rápidamente de la habitación. —El Dr. Carlson está asombrado—, dijo tan pronto
como la puerta se cerró detrás de ellos.
—Oh, diría que indudablemente lo está—. Robert infundió un tono seco a esa
réplica, que hizo que su padre frunciera el ceño.
—De todos modos, no estábamos discutiendo mi salud.
—Discutíamos sobre tu salud restableciéndose abruptamente—, corrigió Robert,
bajando su taza.
—No, te equivocas, estamos discutiendo sobre ti, querido hijo.
¿De verdad? Robert solo pudo llenar su mente de las conversaciones que había
tenido con su padre a lo largo de los años: habían sido muchas y muy variadas, unas
interesantes, otras divertidas y otras más reflexivas. Desafortunadamente, todas esas
conversaciones con su padre inevitablemente seguían la misma trayectoria familiar
y esta no era la excepción.
—Tienes treinta y tres años, Robert— comentó su padre.
—Soy consciente de mi edad, padre. Una edad que me siento obligado a señalar
todavía es bastante joven—. Robert se preparó para el inminente sermón. Su padre
le hablaría sobre encontrar a su futura duquesa y hacer lo correcto por la línea
Somerset, pero Robert estaba bastante contento de continuar viviendo la misma vida
pícara, despreocupada y soltera que había adoptado en los últimos años.
El matrimonio y asegurar la línea familiar eran un esfuerzo que un día él llevaría
a cabo. Finalmente, cuando lo hiciera, no habría escasez de posibles novias. Las
mujeres, de la alta sociedad y la clase servil, habían demostrado una avaricia notable
por ese título tan alabado. Por ahora, sin embargo, con su padre aún joven y gozando
de buena salud, estaba bastante contento de vivir tal como lo había hecho durante
los últimos once años.
En lugar de una discusión bien estructurada, su padre se sentó en silencio, hojeó
su periódico y ocasionalmente hizo una pausa para tomar un sorbo de café.
Robert tamborileó con los dedos sobre el brazo de su silla. Él nunca se había
sentado frente a su padre en una mesa de juego. Su padre desaprobaba con
vehemencia todos los tipos de juegos de azar, a menudo diciendo que si el duque
actual tomara sus placeres allí, el hombre merecía perder su título ducal. Las líneas
apretadas en la esquina de la boca de su padre, y la manera en que se inclinó hacia
adelante en su silla, insinuaban a una persona que necesitaba decir algo.
—¿Sabes, Robert? El día que mostraste interés por la niñera de tu hermana, no
estaba disgustado.
Robert se quedó quieto cuando el pronunciamiento en voz baja de su padre lo
desencajó. Él no había hablado de Lucy en más de diez años, y luego, solo con su
único amigo en el mundo, Richard Jonas. Nunca había dicho una palabra de su
afecto romántico por la sirvienta de pelo ardiente, con quien había tenido la
intención de fugarse, a nadie más.
De hecho, tal vez él era el peor de los Dennington en términos de apuestas, ya
que habría apostado toda su vida a que su padre ni siquiera sabía de la joven que
había capturado el corazón de su hijo. A diferencia de su abuelo al mando, quien
había hecho todo lo posible para controlar cada remoto punto de la familia. Una ira
negra, todavía potente, por ese patriarca ahora muerto hace mucho tiempo invadió
su corazón.
—Y cuando tu abuelo vino a verme y me dijo que se enteró de tus planes de
fuga—, continuó a través del tumulto silencioso de Robert, —Yo estaba... contento,
porque pensé que alcanzarían la felicidad que yo alcancé con tu madre— Él hizo una
mueca. —Quizás es por eso que no comprendí las implicaciones tanto de su
descubrimiento y su abominable actuar, como de mi aprobación, de tu relación con
la señorita Whitman. El duque nunca habría apoyado semejante unión.
No. Él habría preferido pelear contra el Diablo antes que atreverse a manchar la
línea Dennington. Robert sacudió la cabeza con asco. Qué ingenuo había sido su
padre ante la maldad de aquel difunto duque. Entonces, ¿no había sido Robert
mismo culpable de esa misma debilidad?
El duque lo miró con ojos tristes. —Estás callado—, observó innecesariamente
su padre.
—No sabía que necesitabas una respuesta—, espetó, mientras el joven procedía
a servirle una taza. El tiempo para una discusión sobre Lucy Whitman, y la mano
del difunto duque en el futuro de Robert, había pasado hacía mucho tiempo. No es
que quisiera discutir esa tarde hace once años con este hombre, o con cualquiera
realmente. Incluso Jonas no había recibido nada más que un breve relato de la
traición de la dama, con la omisión de vergonzosos detalles.
Su padre continuó hablando en tonos demasiado casuales. —Entonces creí que
este verano habías elegido a Lady Diana Verney.
Ah, Lady Diana Verney. La querida hija del Duque de Wilkinson. Esa suposición
solo demostró cuan alejados se encontraban padre e hijo. —Gemma Reed.
El duque inclinó la cabeza.
—Me hubiera casado con Gemma Reed—. La amiga intelectual de su hermana,
por lo menos, había sido interesante cuando todas las demás mujeres inspiraban
tedio. Al final, la mujer se había casado con el mejor amigo de Robert, Richard
Jonas. Lo cual estaba bien. El corazón de Robert no había estado comprometido, ya
que se encontraba resguardado desde hacía mucho tiempo, oculto intencionalmente.
—No lo dices en serio ¿verdad?—, dijo su padre.
Robert se inclinó sobre las patas de su silla. —No he descartado a Lady Diana
como una posible pareja. Solo pensé que, dados sus tiernos años, esperaría hasta que
al menos realizara su presentación antes de solicitar formalmente su mano.
La sorpresa estalló en los ojos del hombre mayor.
—¿Entonces tienes la intención de casarte con la hija de Wilkinson?— Después
de todos los intentos poco discretos de emparejar a Robert con aquella joven en la
fiesta de verano, ¿era de extrañar por quién se había decantado finalmente? —No
tenía idea—, dijo su padre, y su boca se cerró en las esquinas.
Robert se movió en su asiento. —Sí, bueno, ella parece buena opción—. El
último estado del que quería hablar era el civil. Su matrimonio sería uno basado en
la practicidad y las conexiones adecuadas; Una unión fría que ofrecía la única
honestidad verdadera que se le concedía a la nobleza. Por eso, Lady Diana
serviría... así como cualquier otra dama bien educada. Su matrimonio uniría a dos
familias ducales con una historia de amistad que databa de siglos atrás. Los
corazones no estarían involucrados. En cambio, el matrimonio se construiría sobre
arreglos estructurados de tierra y dinero. Era una situación que el duque actual
aprobaba por completo.
—¿Robert...?— Por un breve momento, el dolor contorsionó los rasgos del
hombre mayor, retorciéndolos con tanto pesar y pena que Robert tuvo que mirar
hacia otro lado. —Siento lo de Lucy Whitman—, dijo en voz baja. La mayoría de los
duques nunca ofrecerían palabras de compunción. Ciertamente no el último hombre
que había ostentado el título de Somerset.
Esa simple disculpa suavizó los bordes del estoicismo de Robert. El duque actual
nunca había sido como ninguno de esos otros lores. Un padre cariñoso, un esposo
leal y amoroso, un hermano devoto, había demostrado tener una forma idealista de
vivir la vida. Sin embargo, también había sido débil... como lo había evidenciado la
manipulación del difunto duque hacia Robert. Yo nunca habría sido tan débil. Por sus
hijos algún día, Robert mataría dragones, y ciertamente nunca permitiría que un
bastardo villano como el difunto duque dominara a su familia.
Su padre lo miró fijamente, y Robert se movió bajo esa mirada inquisitiva. —No
hay nada por lo que disculparse—, dijo con firmeza. Hubo un tiempo en que tuvo
un resentimiento igualmente fuerte por su padre, ya que él, su hijo y todos los
Dennington eran controlados por el difunto duque. Con el paso del tiempo, había
dejado ir su ira y se consideraba afortunado de haber sido salvado de un error del
que se habría arrepentido toda su vida. ¿Ahora su único padre vivo traería consigo
años de resentimiento y amargura?
—Hay mucho por lo que disculparse.
Si, así era.
En el interior, se irritó ante la lástima que brillaba en los ojos de su padre. No
necesitaba compasión por haberle dado su corazón a una mujer y para luego ser
arrancado en esa vergonzosa exhibición a la que su abuelo lo había sometido. —Era
mejor que yo supiera de sus intenciones—. Y ese era el problema. Si no hubiera
entrado en ese despacho hace doce años, se habría casado con una mujer con
mentiras en sus labios y aspiraciones despiadadas.
—No me entiendes—, corrigió su padre. Dejó su periódico, lo dobló
cuidadosamente, luego alisó las palmas sobre la superficie. —Estuve encantado el
día en que la miraste como mujer, porque hablaba de un caballero que veía más allá
de los títulos y consideraba el valor de una persona.
Una risa cínica retumbó en su pecho. —Mostré una notable falta de juicio—, dijo,
queriendo no decir nada más, deseando nunca haber entrado en este comedor,
deseando que su padre hubiera dejado enterrado ese día. Prefería su existencia
cuando se había movido por la vida creyendo que su padre no sabía nada de eso.
—Sí, así fue—, admitió su padre.
Fue un error que Robert nunca volvería a cometer. No en nombre de esa voluble
y falsa emoción de amor.
—Pero—, dijo el duque, levantando un dedo. —También mostraste un juicio
notable al desear el amor y la respetabilidad por encima del rango.
Esta vez una aguda carcajada de risa inesperada brotó de Robert. Su padre era
el único par del reino que alabaría a su hijo por amar debajo de su posición social.
Su padre frunció el ceño y le clavó una mirada que era muy parecida a la del
difunto duque. —Sin embargo, has mostrado una falta de juicio aún más
notable desde entonces.
Ah, por fin, el sermón. Todos los duques se preocupan inevitablemente por el
estado del título, y a sus treinta y tres años, Robert se había tomado muchos más
años para sus propios placeres que la mayoría de los nobles, y sin duda que todos
los duques. —No soy imprudente—, dijo con los labios apretados. No apuesto más
que la mayoría de los caballeros. Tengo amantes y tengo cuidado de nunca
engendrar un bastardo con esas mujeres—. A través de su lista metódica, el ceño de
su padre se profundizó. —Visito White's y Brooke's, y casi nunca los clubes más
escandalosos—. Aunque en verdad, frecuentaba varios de esos establecimientos
y siempre en este día en particular.
Había algo interesante en el hecho de tomar intencionadamente un riesgo en el
aniversario del día que le había costado por el amor a una mujer que no valía nada.
Su padre se inclinó más hacia delante y su asiento gimió en protesta por el peso
cambiante. —Lo que no notas—, dijo en voz baja, apoyando los codos sobre la mesa,
—es que no me preocupa que seas igual que otros nobles—. Él se detuvo. —Me
preocupa que resaltes por sobre ellos.
Desconcertado por el poderoso destello en esos ojos azules casi idénticos a los
suyos, Robert volvió su atención a su café, soplando la ya tibia bebida. Nunca había
buscado el orgullo o el elogio de nadie. Más bien, se había contentado con ser la
persona en la que se había convertido. No ensuciaba el campo con sus bastardos y
se había considerado un hermano devoto y un hijo respetuoso. Tener sus treinta y
tres años en tela de juicio lo sacudió abruptamente de una manera que despreciaba.
—No estoy decepcionado de ti—, agregó su padre cuando Robert todavía no
dijo nada.
—Gracias.
¿Su padre escuchó el tono irónico de esas dos palabras? O tal vez era que no le
importaba.
—Estoy decepcionado con tu falta de vida.
¿Su falta de vida? Un sermón bastante poderoso, en este día, de todos los días. —
Estoy contento con mi vida—, dijo simplemente. Y lo estaba. Mientras recordaba el
chico que una vez fue. Las esperanzas que había tenido una vez, de amor y familia,
habían sido esperanzas poco realistas que no se le permitían a un futuro duque. Era
la muerte de un sueño con el que había hecho las paces.
El duque movió las cejas. —Ah, pero no eres feliz, hijo mío.
Robert reflexionó. ¿Había verdad en esa afirmación? No lo había pensado
mucho, hasta ahora. Se movía por la vida, su compañía era buscada por casi todos,
siendo el receptor de la atención concedida por el futuro título que le llegaría. Su
vida era... segura.
—Es hora de que encuentres un propósito.
Robert echó hacia atrás las patas de su silla y lanzó otra media sonrisa. —Y yo
aquí creyendo que todo mi propósito era conseguir una pareja respetable y
proporcionar el heredero necesario y un repuesto.
—Ah, pero ni siquiera has hecho eso.
La acusación sonó ruidosamente en las paredes. Al igual que había ocurrido con
la maldita fiesta de verano, no hace ni tres meses, todos los asuntos se reducían
inevitablemente a la mención de una novia adecuada. Apoyando las patas de su silla
completamente, se inclinó hacia adelante, igualando la pose de su padre. —¿Se trata
de que cumpla con mi deber? ¿O se trata de que sea un hombre de mayor valor que
debe buscar su felicidad?
—Se trata de ambas cosas—, respondió su padre suavemente.
El cuello de Robert se calentó. No todos los días se cuestionaba el honor de un
caballero, nada menos que por parte de su padre. ¿Debería esperar algo diferente de
un hombre engendrado por el difunto duque? —Aprendí cada lección que me
enseñaste sobre las propiedades y haciendas. Visité propiedades contigo y me puse
al día con las ganancias y el estado de nuestros inquilinos—. Incluso con eso, no era
suficiente. Tal vez su padre se parecía más al difunto duque de lo que había creído.
En una ruptura inusual en la compostura, su padre se pasó una mano por la
cara. —No se trata de que yo cuestione tu capacidad como futuro duque.
—Entonces, ¿de qué se trata?— él respondió. Porque en algún punto del camino,
las palabras de su padre se habían vuelto confusas.
Durante un largo rato, el duque no dijo nada. Acabó de pasar sus ojos
penetrantes y solemnes sobre su hijo. Robert se sentó congelado a través de ese
escrutinio silencioso, preparado para otra diatriba moral. Entonces su padre dio otro
triste movimiento de cabeza. —Si no lo sabes o no entiendes, me temo que no puedo
decírtelo, Robert. Depende de ti descubrir quién eres.
Cansado de sermones y mentiras a manos de todos los duques de Somerset,
Robert terminó su café y luego dejó su taza. —¿Si me disculpas? Tengo una cita que
debo atender—. Lo que incluía asistir a ese club escandaloso, como lo hacía todos
los años en este momento. En el talón de eso había una queja de culpa. Solo
demuestras que tu padre está en lo correcto al ir. Robert echó la silla hacia atrás y se puso
de pie. —Me complace ver que tu salud se restablezca—. Se giró para irse.
—Nuestros bolsillos están vacíos, Robert—. Esas palabras en voz baja lograron
tronar alrededor de la sala del desayuno, y lo detuvieron lentamente.
—¿Qué?— Seguramente lo habría entendido mal.
En otra notable pausa en la compostura, su padre se pasó la mano por un lado
de su cara repentinamente demacrada. —Estamos en quiebra—, dijo, confirmando
que las orejas de Robert no eran realmente defectuosas.
Él se burló. —Imposible—. Tenían uno de los títulos más antiguos y con más
propiedades. Entonces, ¿qué sabrías realmente tú de eso? Has estado viviendo una
existencia pícara y despreocupada durante más de diez años, en realidad.
—Oh, te lo aseguro—, dijo su padre, y luego, de una manera
enloquecedoramente tranquila, tomó un sorbo de café. —Es muy posible.
Se le formó un nudo en el pecho y esperó hasta que la presión disminuyó. Dada
la larga historia de los Duques de Somerset de manipular a sus hijos, Robert no sería
tan tonto como para ser víctima de otro plan. —No tengo tiempo para más de tus
juegos—, dijo con firmeza, y se dirigió hacia la puerta.
—¿Por qué crees que yo, que he expresado mi deseo de que tengas un
matrimonio amoroso por encima de todo, organizaría una fiesta de verano para
tratar de conseguir uniones ventajosas para mis hijos?
Las palabras congelaron a Robert, palabras que hacían eco de la verdad. Apretó
las manos reflexivamente, y cuando confió en sí mismo para hablar, se volvió e
intentó una vez más. —Si esto es solo para verme casado, entonces…
—No es eso, Robert—, interrumpió su padre cuidadosamente. Un destello de
algo iluminó sus ojos, pero desapareció rápidamente, por lo que Robert no supo si
se trataba simplemente de un giro de los rayos del sol que penetraban en los cristales
de las ventanas del piso.
Con pies de plomo, se acercó y recuperó su silla vacía. —¿Qué pasó?
Su padre acunó su vaso de café en sus manos. —Conocías a tu abuelo—
Demasiado bien. —Su riqueza y poder nunca fue suficiente—. Al final de... — Miró el
contenido de su taza. —Al final, no estaba lúcido. Me alejó de todas las discusiones
financieras y permitió que su hombre de negocios hiciera grandes inversiones.
Robert arrastró su silla más cerca—¿Inversiones en qué?— Su mente daba
vueltas, como con cada revelación, su padre confirmó el estado de sus finanzas.
—Vapor.
—¿Vapor?— él repitió. ¿Su abuelo siempre apropiado había incursionado en el
comercio?
—Había pedido préstamos, poniendo como garantía las rentas de las
propiedades—. El hizo una mueca. —Son demasiadas deudas. Como resultado, me
he asegurado que los inquilinos no paguen por los crímenes de mi padre.
Y los Dennington estaban endeudados.
Miró a su padre. Tal vez esto fue tan falso como esa maldita fiesta de verano.
—Es cierto, Robert—, dijo su padre, siguiendo infaliblemente sus
pensamientos. —Es una de las razones por las que deseaba verlos a ambos casados.
Robert se recostó en su silla, desconcertado. —¿Una de las razones?— Una risa
cínica se le escapó. —No me digas, ¿el amor es lo más importante?
Su padre frunció el ceño. —Sí. Tenía tantas esperanzas de que tú y tu hermana
pudieran concretar las uniones correspondientes que les trajeran amor y mejoraran
nuestras finanzas—. Él tosió en su mano. —Ahora lo sabes.
Ahora lo sé. Una maldición negra salió de sus labios. La culpa... por su propio
egoísmo, por su fracaso en tomar un papel activo en la finca, lo asaltó. Y le causaba
molestia... que su padre creyera que la única forma en que Robert podía mejorar sus
circunstancias era consiguiendo una novia adinerada.
La mirada del duque se desvió hacia la puerta. —Tu hermana no puede saberlo.
—No—, estuvo de acuerdo. A pesar de la furia de ser engañado por su padre,
eran de la misma opinión en lo que respectaba a Bea. De repente, la discusión del
pasado, las revelaciones de hoy, fueron demasiado. Necesitaba alejarse de esta
casa. Robert empujó bruscamente su silla hacia atrás. —¿Si me disculpas? Tengo la
intención de tomar habitaciones en mi club—. Al menos por la noche podría buscar
escapar de su fea realidad. Robert se preparó para una pelea. Le dio la bienvenida.
En cambio, como era de esperar, su padre era tan amable como siempre. —
Buenas tardes, Robert—. ¿Buenas tardes? No había nada remotamente bueno, o
incluso justo, al respecto.
Con la poderosa mirada del duque en su espalda, Robert se apresuró a
retirarse. Se abrió paso por los pasillos, los mismos pasillos que había evitado
cuando era niño, y luego odió como un joven al que le rompieron el corazón. Apretó
los dientes, la ironía no le pasó desapercibida. Hace doce años, en este día, su vida
se había desmoronado. Y ahora, se había desgarrado una vez más.
Su padre lo convertiría en un maldito cazador de fortuna. Entonces, dada su
despreocupada existencia estos años, ¿por qué debería esperar que Robert sea capaz
de corregir el desastre de sus finanzas?
Robert llegó al vestíbulo.
Su hermana, Beatrice, estaba parada con las manos apoyadas en las caderas,
bloqueando la entrada, o en este caso, la salida, de la casa Somerset. Ella frunció sus
cejas rubias en una línea. —Robert—, dijo, con los tonos regios acorde con una reina
en lugar de una hermana menor. —¿Dónde has estado?
—Bea—, dijo con una sonrisa forzada.
Después de haber tenido su presentación cuatro temporadas atrás, su única
hermana aún no estaba casada, aferrándose a esa gran esperanza de amor. Pobre de
ella... Todavía tenía que comprender y aceptar que los Dennington no estaban
predestinados a ese sentimiento.
Especialmente ahora, dado el cambio de sus circunstancias financieras. El
mundo, lores y damas, sirvientes y pobres, nunca podría ver más allá del antiguo
título. Ahora, esa verdad podría salvarlos.
—Estoy aquí por nuestro padre. Él…
—Bueno…—, dijo, mientras metía la mano en la chaqueta y sacaba los
guantes. Luego se los puso. —Nosotros sólo... hablamos, sobre su salud y la fiesta
de verano.
Ella frunció el ceño. —No…
—Sí—, dijo, mientras el mayordomo, Davidson, se apresuraba a acercar la capa
de Robert. Agradeciendo al criado, se encogió de hombros en la prenda. —Él es la
imagen misma de la buena salud, jamás estuvo enfermo.
Beatrice ladeó la cabeza. Dios amara a Bea. Ella solo veía lo mejor en
todos. Robert sabía que llegaría el día inevitable en que esa inocencia se haría
añicos. Robert también sabía que cuando lo hiciera, acabaría con el bastardo
responsable de lastimar a su querida hermana.
Cuando Beatrice aún no dijo nada, Robert se compadeció de ella. —Él mintió
sobre su salud, solo estaba tratando de emparejarnos con alguna familia propicia—
. “Para rellenar los cofres agotados”. Y en ese momento el dolor del engaño volvió a
invadir su corazón, ¿por qué no había confiado en Robert antes? En cambio, había
tratado de manipularlo. Así como todos lo hicieron en última instancia.
Beatrice abrió y cerró la boca varias veces.
—Seguramente, estás equivocado— Ella pronunció esas palabras como un
hecho. —Yo lo vi.
Sí, habían visto exactamente lo que el duque había deseado que vieran. —Él
quiere que nos casemos, Bea—, dijo, suavizando su tono.
Su obstinada hermana llevó sus hombros hacia atrás. —El querer vernos
emparejados no es suficiente para mentir —. El énfasis puesto en esa palabra en
particular sólo podía provenir de una mujer que nunca había visto todo lo feo que
existía en la vida.
Robert la tomó de la barbilla. —Te aseguro que está bastante sano y saludable,
y no podría estar más feliz—. Puede que Robert estuviera resentido con el hombre
por obligarlo a revisar la vida que llevaba, y por sembrar dudas de manera poco
sutil, pero aún así lo amaba. Era difícil no hacerlo. Sobre todo cuando uno veía el
tipo de bestia que había sido el difunto duque.
—¿Estás seguro?— Bea presionó. —¿No está simplemente diciendo que se
siente mejor para nuestro beneficio?
—Apostaría todos mis fondos a ello—, aseguró, excepto que tan pronto como
las palabras lo abandonaron, el pánico llegó a su núcleo. Sus vidas no eran más que
un castillo hecho de arena.
Sus hombros se hundieron, y él encontró un poco de consuelo en la alegría de
su hermanita. —Oh, gracias a Dios— Luego, una sonrisa lenta y amplia abrió sus
mejillas y se hizo a un lado. —Puedes irte ahora.
Davidson se apresuró y abrió la puerta. Desesperado por salir de esta casa, y
contemplar todas las admisiones hechas por su padre, Robert se apresuró a avanzar.
—Oh, y Robert— Bea llamó, deteniendo sus movimientos.
Lanzó una mirada inquisitiva sobre su hombro.
—Compórtate.
Él guiñó un ojo. —Siempre lo hago.
Su hermana puso los ojos en blanco y, con una media sonrisa, se dirigió hacia su
caballo.
Regla 2
Nunca visites el club de juegos durante las horas de la medianoche.

Desde que Helena Banbury era una niña pequeña, sus "hermanos" se burlaban
de ella por ser mejor leyendo números que personas.
Dada su notable falta de exposición a la gente, pensó que sus palabras dichas en
broma tenían mucho sentido.
Este momento en particular no era una excepción a sus días -y noches- más bien
predecibles, aunque seguros, dentro del Club Infierno y Pecado.
Escondida en la pequeña oficina en la parte de atrás del Infierno y con sus gafas
puestas sobre su nariz, Helena recorrió con la mirada las ordenadas columnas de
números. Se escucharon gritos fuera de la puerta, y ella continuó trabajando a través
de la pelea que se desarrollaba más allá del pesado panel de madera. Era algo bueno
tener una sólida puerta de roble entre una y el peligro. Hasta su rescate años antes a
manos de su hermano, Ryker, no había tenido nada que la protegiera de los peligros
del mundo. Esa era la precaria suerte de una niña sin madre y sin padre en las calles
de Londres.
Mordiéndose el labio inferior, Helena rápidamente tabuló los gastos semanales
de licor.
Quince cajas de whisky.
Quince cajas de jerez.
Veinte cajas de brandy.
Un molesto mechón de cabello castaño escapó de su apretado peinado y cayó
sobre su frente. Nobles y sus malditas bebidas. Sin detenerse en su escritura, sopló
el mechón y marcó una nota final en la columna. Mirando rápidamente los números,
ella maldijo en silencio. Requerían mucho más brandy. Se estiró en su silla, frotando
su espalda baja. Su maldito y obstinado hermano insistía en comprar sólo los
mejores licores franceses, a pesar de la persistencia de Helena en que cualquier
brandy más barato serviría igualmente. El rápido consumo de licores de esa semana
era una prueba de ello.
Una sonrisa irónica tiró de sus labios. Sí, sus cuatro hermanos de la
calle. Aunque solo compartía sangre con uno de ellos, el vínculo entre todos no era
menos fuerte. Lo que la mayoría no comprendía era que, si se sabía leerlos, los
números podían decir mucho sobre las personas. Y los detalles más evidentes de las
pulcras filas de su libro de contabilidad decían toda una serie de cosas desfavorables
sobre los nobles: bebían demasiados licores; gastaban demasiadas libras
satisfaciendo sus caprichos. Y demostraban tener una notable falta de autocontrol.
Por supuesto, esas fallas de carácter habían dado como resultado el triunfo del
Club Infierno y Pecado. Y habiendo resucitado del polvo y las cenizas de las calles
para convertirse en el líder del deslumbrante centro de St. Giles, su hermano, el
dueño mayoritario del Club, era poseedor de riqueza y poder. Sin embargo, siempre
se mostraba deseoso de un mayor éxito. Sumergiendo su pluma en el tintero de
cristal, procedió a agregar el costo de esas botellas caras. Helena tamborileó el
reverso de su pluma sobre la superficie lisa de caoba de su escritorio, mientras
contemplaba las columnas.
Sonaron pasos en el pasillo, y ella levantó la cabeza justo cuando la puerta se
abrió. Una risa estridente del piso del Infierno se derramó en la habitación, sólo para
ser amortiguada momentos después, cuando su hermano Calum entró.
El hombre alto y ancho, con una cicatriz irregular en la esquina de la boca, que
estaba parado en la parte delantera de la habitación habría aterrorizado a la mayoría
de las mujeres. —Tu hermano quiere las cuentas.
Pero entonces, ella no era como la mayoría de las mujeres. Las cicatrices
irregulares que le cruzaban la espalda eran prueba de ello. —¿Qué hermano?— dijo
ella, infundiendo una nota aburrida en su pregunta.
Calum resopló. —Ya sabes cuál.
Si, ella lo sabía. La broma consistía en que Ryker tenía las manos, y la cabeza, en
nada más que el club... y si tenía corazón, también estaría en él. Sin embargo, hace
mucho tiempo, el socio mayoritario y jefe del club había demostrado tener un
enfoque frío y calculado para todo... y todos, incluidos los hermanos con los que
había crecido en la calle.
Helena volvió su atención a sus columnas. —Dile que no he terminado—
. Dirigió ese pronunciamiento a la página, mientras consideraba el área para reducir
mejor los gastos.
—¿No es lo suficientemente bueno?—, Calum espetó, y ella levantó la vista y
dejó escapar un jadeo.
—¡Cristo!—. La pluma se deslizó de sus dedos. —¿Tienes que moverte de ese
modo?— Varios centímetros más allá del metro ochenta y de ancho pecho, un
hombre de su tamaño no tenía derecho a ser tan sigiloso. Le había servido bien esa
cualidad cuando había sido uno de los carteristas más hábiles de todo Londres, pero
resultaba ser una molestia cuando uno intentaba concentrarse.
Él apoyó la cadera en el borde del escritorio y la miró fijamente. —Los números,
Helena—, dijo, avivando su exasperación.
A pesar de la suerte que tenía de no ser una niña bastarda prostituyéndose en
las calles, en su interior bullía una profunda irritación por el papel todavía impotente
que suponía ser una mujer de veinticuatro años con tan poca influencia.
—¿Los quiere ahora?— espetó ella, quitándose las gafas y arrojándolas sobre el
escritorio. —¿O los quiere bien hechos?
Calum sonrió. —Él quiere ambas cosas.
Apuntando sus ojos al techo, Helena arrojó su pluma. —Muy bien— Ella echó
hacia atrás su silla.
Ignorando la forma en que Calum elevó sus ojos marrones oscuros, se dirigió
hacia la puerta.
—¿A dónde diablos vas?
Ella se congeló a mitad de la marcha, y se dio la vuelta. —Voy a ver a Ryker,
para decirle unas cuantas cosas sobre las cuentas.
—Ryker está en el área de juegos—, interrumpió, todo indicio de diversión
desapareció, reemplazado por un ceño oscuro. Y con razón. Incluso la posibilidad
de que Helena pusiera un pie en el piso de abajo, dónde estaba el área de juegos o
fuera del club, a esas horas de la madrugada, era un acto que había sido
expresamente prohibido. Diez años atrás, había visto a un guardia descuidado ser
despedido, cuando ella había vagado por el piso de abajo.
Helena cruzó los brazos sobre su pecho. —Yo también vivo aquí y tengo derecho
a andar por el lugar libremente— Después de todo este era el lugar donde había
vivido durante casi la mitad de su vida.
Calum resopló y luego hizo juego con su pose. —Yo sé dónde vives. ¿Y tú,
Helena?
Ella apretó los dientes y aplastó el aluvión interminable de preguntas y súplicas
que había hecho a todos sus hermanos a lo largo de los años, sin éxito. Había razones
válidas para que ella permaneciera escondida, pero también, como mujer adulta a
cargo de las finanzas del club, había una inquietud irritante en su interior. ¿Qué
poder tenía ella realmente? En un lugar en el que los lores gobernaban el mundo
educado y los hombres despiadados dirigían los bajos fondos, las mujeres quedaban
al margen de ambos. —Estoy tan cansada de que ustedes me mantengan prisionera
en mi propia casa—, murmuró en voz baja. Lanzó una mirada codiciosa a la puerta
que se sacudió bajo la fuerza de la risa entrecortada del piso de abajo.
Calum colocó una gran palma sobre su hombro y ella se puso rígida. —Hay
reglas por una razón—, dijo con brusquedad gentil.
Desde que Ryker había rescatado a Helena, una niña de seis años, de las garras
de Diggory, él había arraigado en ella la necesidad de reglas. Solo había, y siempre
habría, reglas. Levantó la vista y sostuvo la mirada de Calum con una franqueza
inquebrantable. —Ya no soy una niña, Calum—. Y, sin embargo, todos todavía la
veían como la pequeña Helena, necesitada de protección. Ella era una mujer de más
de un metro setenta, por lo cual se alzaba sobre la mayoría de los hombres.
—No, no eres una niña. Eres algo mucho más peligroso—. Tomándola de la
barbilla, para que lo mirara a los ojos, le dijo. —Eres una mujer.
Con un suspiro, se dirigió a su escritorio. Sí, ella era una mujer, que estaba entre
dos mundos. Nunca pertenecería a esos petimetres que desperdiciaban su dinero en
el juego y la bebida, pero tampoco sería vista como miembro de la clase más baja
llena de mujeres sórdidas y hombres ruines. No siendo la hermana más joven y
protegida del letal Ryker Black. —Necesitará al menos diez cajas más de brandy
antes de que termine la semana.
Calum silbó.
Su silencio, por lo demás, decía más palabras que una novela de
Shakespeare. Las orejas de Helena ardieron con calor y se tragó las palabras
defensivas en sus labios. En su mundo, no se daban excusas. Cada cual se hacía
responsable de sus decisiones y acciones. Aunque uno no tuviera toda la culpa. —Le
aconsejé que comprara vino de una calidad más barata y una cantidad mayor—
. Incluso cuando las palabras salieron de su boca, la futilidad de ellas era clara.
Calum le dirigió una mirada aguda que solo envió más calor en espiral a sus
pálidas mejillas con piel pálida arruinada.
—Ryker espera lo mejor.
Ella apretó la mandíbula, el significado de Calum era claro. Ryker esperaba lo
mejor para sus clientes y la precisión de sus empleados. Y su condición de hermana
del despiadado dueño no significaba nada. Lo que importaba era que todos
cumplían con sus responsabilidades y el establecimiento funcionaba con una
eficiencia fluida que llenaba los bolsillos de los propietarios.
Calum se dirigió hacia la puerta y ella habló. —Tal vez si me permitieran
supervisar los pisos de juego, eso me ayudaría a evaluar los hábitos de nuestros
invitados...
—No.— El acero en ese enunciado de una sola palabra debería haber matado
sus esfuerzos.
—Pero…
—Enfócate en los malditos números, Helena, tal y como lo has hecho hasta
ahora—. Calum sofocó su protesta con una mirada fulminante.
Ella levantó la barbilla. Ya sea un hermano o un lord poderoso, no dejaría que
nadie la intimidara. Así como Ryker, Calum, Adair y Niall se enorgullecían de haber
salido del lodo de las calles de Londres para construir un imperio de riqueza y
poder, ella también encontraba satisfacción en todo lo que había logrado. La una vez
gruñona y analfabeta chica de los Barrios Bajos había desarrollado una capacidad
casi mecánica para los números, que incluso su indomable hermano nunca podría
esperar alcanzar.
Soltando su mirada, Calum miró hacia otro lado. Sus ojos se clavaron en los
libros de contabilidad y les hizo un gesto. —No tienes que pasar por los pasillos a
medianoche, Helena—, dijo con brusquedad. — Tienes libre acceso al piso durante
el día, y durante la noche tienes los libros para que te digan todo lo que necesitas
saber
Sí, esos números le enseñaban todo sobre el funcionamiento interno del
club... pero nada sobre el mundo más allá de estos muros cada vez más
sofocantes. Helena apretó las manos a su lado. Ella bien podría estar escupiendo al
viento con todas sus protestas. —Dile que tendré números adicionales por la
mañana.
Calum asintió y se dirigió hacia la puerta.
—¿Y Calum?— ella espetó. Él se volvió. —Además, dile que sería prudente
considerar buscar un nuevo proveedor. Su proveedor de licores ahora lo está
estafando entregando botellas rotas.
Una sonrisa irónica torció sus labios. —Puede que te sientas frustrada con tus
circunstancias, Helena, pero eres muy buena en lo que haces.
—Temo que Diggory haya llegado hasta su proveedor.
Todo indicio de diversión se esfumo, reemplazado por un semblante sombrío
en sus rasgos.
Diggory, el líder de una pandilla que también se había levantado de los Barrios
Bajos, ahora dirigía La Guarida del Diablo. Donde el Infierno y el Pecado atendía a
todos: mercaderes, nobles y marineros en la calle, el Infierno de Diggory solo atendía
al peldaño más bajo de la humanidad. —Se lo haré saber a Ryker.
Ella asintió, agradecida cuando se despidió. En cuanto la puerta se cerró, dejó
que la tensión se desprendiera de sus hombros. Aunque las palabras de despedida
y la confianza de Calum habrían inspirado orgullo en la mayoría, a ella sólo le
molestaban. Soltando una maldición que habría escandalizado a la mayoría de los
ladrones de los Diales, comenzó a caminar. Cómo despreciaba la declaración
demasiado elegante de Calum. Si él percibía su frustración, entonces también lo
hacía Ryker, y todos los demás propietarios, guardias y prostitutas del club. Y ella
odiaba que lo vieran... lo odiaba sobre todo porque reconocían que ella misma quería
algo más que las paredes doradas de esta jaula protectora.
Por mucho que hubiera aprendido la razón para temerle a las calles de Londres
de primera mano cuando era una niña, también estaba su creciente necesidad de ver
el mundo como una mujer adulta y tener algo de control. Un control que se extendía
más allá de la influencia protectora de su hermano.
Se detuvo repentinamente, y mientras sus modestas faldas de raso verde se
agitaban ruidosamente en sus tobillos, Helena miró fijamente la puerta.
¿Cuántos años llevaba ella acatando órdenes? Tenía un papel decidido que
cumplir, al igual que cada hermano... y no ellos no miraban más allá de esas
responsabilidades.
No lo hagas, Helena... No lo hagas...
Ignorando la lógica letanía que resonaba en su mente, se dirigió a la puerta y la
abrió de un tirón. El lejano estruendo de risas y vítores llenó el pasillo. Antes de que
su valor la abandonara, o de que la lógica se restableciera, Helena comenzó a
recorrer el pasillo.
Contuvo la respiración y echó un vistazo a su alrededor. Por desgracia, su
despacho privado estaba estrictamente prohibido incluso para los trabajadores más
leales del club. Había guardias apostados en varias entradas y escaleras para evitar
que los lores errantes llegaran a las habitaciones y despachos principales.
—No estás haciendo nada malo—, murmuró en voz baja.
No, ¿qué daño podía hacer al mirar debajo de las escaleras y evaluar
discretamente los hábitos de consumo reales de los invitados? Los mismos invitados
que estaban haciendo un maldito lío con sus cálculos. Helena llegó al final del pasillo
y comenzó a bajar la escalera. Parpadeó varias veces, luchando por adaptarse al
espacio débilmente iluminado. Sombras siniestras, proyectadas por un puñado de
candelabros, bailaban en las paredes de yeso blanco. El pánico se apoderó de su
mente. Tal vez fuera la charla anterior sobre Diggory, el demonio de su pasado, pero
un escalofrío le recorrió la columna. No mires. No mires... Excepto que, como una
polilla atraída por esa llama fatal, su mirada se desvió hacia la punta carmesí de una
vela. El olor acre del humo y la carne quemada inundó sus sentidos, y se aferró a la
barandilla de la escalera.
Helena aspiró lenta y uniformemente mientras los recuerdos la asaltaban. La
cruel agonía cuando Diggory derritió su carne con una vela encendida... sus propios
gritos y súplicas... ¡Basta!
Se oyó un fuerte grito, que devolvió a Helena al momento actual. Cerró los ojos
mientras la bulliciosa excitación del club seguía filtrándose por la escalera,
tranquilizadora y segura. Sonidos ordinarios que borraban los gritos recordados.
Helena rozó con las palmas de las manos sus faldas.
¿Es por esto que Ryker la mantenía oculta de los pisos de juego y del mundo
exterior? ¿Acaso veía que, a pesar de haber logrado sobrevivir todos esos años,
seguía existiendo esa debilidad en ella? Con firmeza, se apartó de la pared y reanudó
su decidida marcha escaleras abajo.
La madera crujía bajo sus pasos; sin embargo, el creciente estruendo en el piso
del infierno de juegos ahogaba todo indicio de sonido. Llegó al rellano inferior y se
limpió las manos en el vestido una vez más. Uno de los guardias se giró
rápidamente. Maldita sea. Al parecer, había llegado el día en que ella, que antes era
una hábil carterista, no podía escapar de la atención de un puñado de guardias. Su
boca se agrió. Cuán malditamente frustrante era haber tenido más libertad de
movimiento cuando era una niña de cinco años que una mujer casi dos décadas
mayor.
Oswyn frunció el ceño. —¿Señorita Banbury?
—Hola, Oswyn—. Todas las mujeres empleadas en Infierno y Pecado habían
perfeccionado una sonrisa suave y distractora. Por el doloroso giro de sus labios, el
intento de Helena era en realidad más una mueca que otra cosa. El alto y musculoso
guardia se rascó la calva.
Su lengua se engrosó en la boca. Me va a enviar a subir las escaleras. Y una vez más
estaría encerrada mientras el mundo continuaba fluyendo a su alrededor. Di algo. Lo
que sea... —Ryker deseaba que evaluara el inventario de licores para el resto de la
semana—, dijo rápidamente. Lo cual no era del todo falso. Después de todo,
ella había recibido instrucciones de calcular los números. Sin embargo, esos cálculos
no habían merecido en absoluto una visita nocturna a los pisos. Al menos, no según
la opinión de Ryker. En la de Helena, bueno, requería moverse con más sensatez en
el club... y más allá.
Asintiendo, Oswyn se hizo a un lado.
Ella dudó. ¿Cuántas veces, de jovencita, se había sentado en lo alto de esas
mismas escaleras, intentando descifrar las conversaciones y las risas de los
poderosos nobles de abajo? Seguramente no podía ser tan fácil entrar. Oswyn la miró
interrogativamente, y eso la hizo ponerse en movimiento.
Helena se apresuró a pasar por delante del guardia y entró en la sala. Una nube
de humo de cigarro flotaba en la amplia sala, picándole los ojos. Parpadeó varias
veces y siguió observando el club en plena actividad. Las lámparas de cristal
proyectaban un resplandor brillante sobre los suelos que daba una sensación casi
artificial de día a la escena nocturna. Recorriendo apresuradamente con la mirada
las abarrotadas plantas, realizó una búsqueda de Ryker. Sin ver a su feroz hermano,
comenzó a recorrer el perímetro, teniendo cuidado de evitar miradas y atenciones
indeseadas... una hazaña fácil dados los pilares bien colocados que se habían
construido en el vestíbulo. Con el corazón latiendo fuerte, Helena se refugió en una
columna y observó a los invitados.
El alcohol corría a raudales, con el tintineo del cristal tocando el cristal cuando
se servían las botellas. Las mujeres del Club del Infierno y el Pecado se movían entre
las mesas, proporcionando más bebidas alcohólicas a los venerados clientes. Helena
hizo un rápido inventario, contando en silencio. Uno, dos, tres... —Como mínimo,
quince cajas de whisky—, murmuró para sí misma. Y eso que aún era conservadora
con los números por culpa de su frugal hermano.
Ella estudió a los caballeros que arrojaban libremente sus preciadas monedas
sobre las mesas de juego y sacudió la cabeza con tristeza. Es cierto que su libertad
con los fondos le proporcionaba a ella y a todos los demás empleados de la sala un
medio de vida. Sin embargo, a pesar de ello, el despilfarro la llenaba de disgusto.
¿Era la vida tan aburrida y vacía para estos hombres, que ésta era toda la alegría que
podían tener? Recordando la tarea que tenía entre manos, Helena sacudió de nuevo
la cabeza e hizo un inventario de las mesas que tenía a la vista. Contando en silencio
las botellas y los vasos, sacudió la cabeza con exasperación. Su hermano podría
reprocharle el recuento erróneo de las provisiones, pero los lores ebrios pasados de
copas consumían los licores de la misma manera que lo haría un hombre varado en
un desierto que hubiera tropezado con agua.
¿Cómo se supone que debo saber eso, a menos que observe las propensiones de nuestros
huéspedes?
En un intento de ver más mesas, dio un paso y se detuvo. Su mirada chocó con
un par de ojos azul zafiro. El tiempo se detuvo en un momento cargado, con el
jolgorio nocturno que se desarrollaba a su alrededor convirtiéndose en un zumbido
de ruido sordo. En un mundo en el que era invisible para todos, la ardiente
intensidad de la mirada del desconocido la despojaba de su anonimato, y había algo
tan gloriosamente embriagador en ser vista. Su corazón dio un vuelco. Tal vez por eso
Ryker me mantiene encerrada. No por temor al daño que Diggory pudiera hacerle, sino
para evitar que experimentara esa atracción irracional que le quitaba la lógica a una
mujer.
Y entonces registró el vacío dentro de las profundidades insondables. Una
profunda tristeza y un dolor tan profundo que se extendía por la habitación y la
mantenía congelada.
Más allá de la belleza de sus rasgos cincelados y su nariz aguileña, la angustia
apenas disimulada del desconocido lo hacía destacar entre la alegría de los demás
clientes. Era una figura solitaria, que pertenecía aún menos que ella a esta sala. El
lord de pelo dorado tomó una botella de brandy y se sirvió rápidamente un trago.
Entonces sus ojos se encontraron una vez más. Esta vez no había tristeza, sino una
intensidad punzante que hizo que su pulso se acelerara en las venas.
Ella tragó con fuerza. Ningún caballero tenía derecho a ser tan gloriosamente
dorado y masculinamente perfecto. Incluso con la distancia que los separaba, había
un aura de fuerza dominante en sus anchos hombros y su cuadrada y noble
mandíbula. La más leve hendidura le daba un...
Un dandi con pantalones de raso naranja se interpuso entre ellos y la hizo volver
al momento.
Con las mejillas encendidas, Helena sacudió la cabeza con fuerza y siguió
adelante. Al fin y al cabo, su visita al piso no tenía nada que ver con un lord
demasiado atractivo para el bien de alguien, y sí con las responsabilidades de las
que se ocupaba en el Infierno y el Pecado. A pesar de todas las preocupaciones que
sus hermanos tenían por su bienestar y seguridad, Helena había crecido en las calles.
Podía hablar como una dama y leer con una facilidad que habría impresionado a un
erudito de Oxford, pero podía protegerse mejor que la mayoría de los hombres.
Desde el otro lado del club, se oyó un leve zumbido, y ella siguió la atención.
Ryker se abrió paso a través del club. Con su rostro, convertido en una máscara dura
e inflexible, pasó por delante de una mesa de juego tras otra. Un momento horrible
se prolongó hasta la eternidad mientras ella esperaba que se percatara de su
presencia. Sólo cuando se detuvo a hablar con Calum, sin siquiera mirar en su
dirección, volvió a respirar. Gracias a Dios.
Una cosa era abrazar la libertad y la sensación de control, pero otra muy distinta
era desafiar abiertamente a aquel hombre. Hermano o no, Ryker Black nunca
toleraría que se rompieran las reglas, no en su club, y definitivamente no por parte
de su hermana.
Regla 3
Nunca te excedas en los licores.

Si Robert Dennington, el Marqués de Westfield, era manipulado o engañado por


otro Suque de Somerset, iba a perder su maldita mente para siempre. Tal como
estaban las cosas, optó por la bienvenida distracción de la bebida.
Particularmente, porque le impedía pensar en todas las miradas dirigidas a
él... y todo por la mentira perpetuada por su intrigante padre.
Sus labios se torcieron en una sonrisa cínica. Era su suerte ser manipulado... y
por aquellos en quienes más confiaba. Las matronas mayores, las señoritas con
mentalidad matrimonial, en los últimos tiempos, lo miraban con un interés creciente
aspirando a ese codiciado premio ducal. Con los periódicos informando sobre la
inminente muerte del duque, bueno, las noticias más relevantes en toda Inglaterra
resultaban ser sobre el estado civil de Robert.
Robert tomó otro trago de su bebida. O tal vez ya había perdido la
cabeza. También era la razón por la cual, en este momento, con una botella de
brandy delante de él, en un club que decididamente no era cortés ni respetable,
Robert tenía la intención de emborracharse.
Después de su tercer vaso, había dejado de sentir el ardor o el aguijón de los
licores ardientes.
Entonces ya estaba en camino hacia la meta eterna.
—Mis condolencias por tu padre, Westfield.
Oh, maldito infierno. ¿Esto? El saludo cortés y murmurado apartó su atención
de su noble tarea de embriagarse por el caballero que estaba en su mesa. Lord
Hubert, ¿verdad? Él frunció el ceño. ¿O Lord Halpert? Después de cuatro tragos de
buen brandy francés, era realmente difícil distinguir la identidad del hombre. Lord
Esto-o-Aquello le devolvió la mirada expectante.
Levantando su vaso en agradecimiento, Robert murmuró las esperadas y
apropiadas palabras de agradecimiento que uno le daría a una persona que lamenta
la inminente partida un padre. Después de todo, había expectativas sociales que
iban con ser un futuro duque... y eso incluía reconocer a la compañía cortés cuando
preferiría enviarlos al diablo y ocuparse de sus propios asuntos.
Agradecido por la partida del otro hombre, Robert terminó su bebida y tomó la
botella.
Uno podría argumentar correctamente que no había nada aceptable en que un
duque se emborrachara en uno de los infiernos de juegos más deshonrosos y
notorios de St. Giles.
Entonces, se les permitían ciertas libertades a los duques. Y aún más libertades
se permitían a los marqueses cuyos padres estaban a punto de conocer a su creador.
Sus labios se tensaron con disgusto. Al no abandonar el lado de su padre durante el
verano, Robert habría hecho un trato con Satanás para prolongar la vida de su padre.
Pero entonces, tal vez lo había hecho. Por toda su devoción, por haber prometido
casarse y hacer lo correcto por el linaje de los Somerset, había recibido esta
recompensa.
Por toda la traición de Lucy Whitman y su abuelo, ahora añadiría a su padre a
la lista de los que lo habían traicionado. Porque aunque esos dos hombres habían
tratado de proteger a Robert, lo habían hecho de una manera tan sumamente
manipuladora, que nunca podría ser verdaderamente perdonada.
Es cierto que en su juventud había estado demasiado cegado por la ilusión del
amor como para escuchar el razonamiento de su abuelo. Sin embargo, ya no era el
mismo muchacho inocente. Si su padre hubiera tenido la decencia de hablar con él
sobre la solvencia de las fincas, lo habría escuchado. En cambio, su progenitor había
desarrollado un plan turbio mejor reservado para el difunto duque.
A los treinta y tres años, Robert conocía bien las responsabilidades que se
esperaban de él. Sólo que no se había percatado del alcance de esas
responsabilidades... hasta hoy. Entonces, eso no es realmente culpa de tu padre. Apretó
el vaso con tanta fuerza que la sangre se le escurrió de los nudillos, ya que ese día,
de entre todos los días, la traición escocía aún más.
Aligerando su agarre, Robert hizo girar el contenido de su vaso en un
círculo. Durante los últimos doce años, había vivido para sus propios placeres, una
existencia bastante despreocupada y pícara. Qué diferente habría sido su vida si
hubiera continuado a lo largo de una trayectoria diferente, con Robert casado esa
noche hace mucho tiempo. Incluso ahora estaría casado, y muy probablemente sería
un padre. No estaría plagado de casamenteras y familias confabuladoras.
Levantando la mirada de su bebida, Robert recorrió el jolgorio sin sentido que
se celebraba en todo el infierno del juego. No era un padre. No era un esposo. Y,
según admitió hoy su padre, Robert, con su repentino cambio de circunstancias
financieras, no era diferente de cualquier otro caballero aburrido que perdía una
fortuna en su respectiva mesa de faro.
Y había algo muy humano en esa verdad. Apretando la boca, volvió a concentrar
sus energías en su bebida. Mañana podría centrarse en las expectativas que el
mundo depositaba en él. Ahora, pasaría la noche avivando el resentimiento y los
remordimientos largamente enterrados por lo que casi había sido y lo que nunca
sería a causa del título que le había tocado.
Una mujer joven, con el pelo rubio y grueso y una invitación en los ojos, se acercó
a él. —¿Quiere compañía, milord?— ronroneó con un ronco susurro que prometía
delicias carnales.
Miró a la exuberante belleza. En cualquier otra noche, si él no fuera sensiblero y
estuviera más ansioso por perderse en las divertidas distracciones del club y el
excelente brandy francés, habría seguido a la belleza sin nombre por las
escaleras. Ella le pasó los dedos por la manga y se acercó.
No esta noche. Esta noche, había venido con un solo propósito. Él agitó su
mano. Ante su claro despido, sus labios regordetes y rojos formaron un pequeño
mohín de disgusto, y luego pasó a otro cliente.
Las risas estridentes y el tintineo de las monedas al chocar con las mesas de juego
resonaban por los pasillos del club, ese jolgorio se burlaba de Robert con la
despreocupada frivolidad de los que lo rodeaban. Se llevó el vaso a los labios una
vez más y se congeló. El más leve movimiento en el borde del suelo del infierno de
juegos centró su atención en una mujer al margen de la diversión. Tal vez fuera la
tonalidad de su vestido verde menta en medio de los abrigos mayoritariamente
negros, ese color pálido y puro frente a los chillones chalecos amarillo canario y
naranja intenso de los dandis que circulaban por el club.
Robert agitó el contenido de su vaso y estudió a la mujer mientras bordeaba las
mesas, zigzagueando entre los caballeros apostadores y los guardias de aspecto
feroz. Si no fuera por la cicatriz en el lado derecho de la cara, no habría nada que
destacar en ella. Su pelo recogido en la nuca acentuaba unos rasgos demasiado
afilados. Su vestido colgaba de un cuerpo demasiado delgado y de caderas
estrechas. No, apenas poseía alguna clase de belleza que llamara la atención. Más
bien, fueron sus astutos pasos los que provocaron dudas en él. La mujer no
caminaba, ni corría, ni daba zancadas. Más bien... andaba de puntillas por la
habitación. De vez en cuando se detenía y echaba miradas furtivas.
Se detuvo junto a una columna y observó la sala. Sus labios carnosos, en forma
de arco, se movían como si estuviera hablando consigo misma.
Y en ese momento, toda la melancolía anterior desapareció y fue reemplazada
por una repentina intriga. ¿Buscaba ella quitarle a un hombre su dinero? ¿O buscaba
un compañero de cama?
Maldijo cuando una figura alta se interpuso directamente en su línea de visión,
borrando el rastro de la misteriosa mujer. Robert se inclinó, buscando una visión de
la criatura mágica...
—Te ves como el infierno.
Bueno, ese no era el saludo cortés estándar que había esperado. Con los ojos
entrecerrados, levantó la vista hacia el intruso y parpadeó varias veces. Richard
Jonas se paró frente a él. Lo que realmente no sería impactante para la mayoría de
los caballeros... lo era para él. Recientemente casado, y extremadamente feliz, el
criador de caballos no abandonaba el campo... y decididamente no visitaba clubes
escandalosos. —Jonas—, saludó. Luego de haber sufrido por un corazón roto
cuando la mujer que amaba se casó con su hermano, Jonas finalmente había
encontrado la felicidad merecida. Aunque nunca fue asiduo a visitar Londres, ahora
sus visitas eran aún más escasas desde sus alegres nupcias.
—Estoy en Londres por negocios—, explicó. —Discutiendo la venta de una
yegua para la joven hija de Lord Drake—. Jonas hizo un gesto hacia el asiento
vacante. —¿Puedo?
Robert inclinó la barbilla hacia la silla. Había sufrido un desfile de caballeros
preguntando por su padre, y se había propuesto no invitar a ninguno de ellos a
sentarse. Este era un amigo al que nunca rechazaría. Y con todo lo que había
descubierto hoy, Robert agradecía la compañía.
—Tu hermana visitó a Gemma hace poco tiempo.
Robert frunció el ceño. Eso no era noticia. Las dos mujeres jóvenes, que de
alguna manera se habían encontrado como floreros durante tres temporadas en
distintos eventos, se habían vuelto amigas —¿Lo hizo?
—Tu hermana está preocupada—, dijo Jonas, dejando a Robert en un silencio
aprensivo.
¿Bea había descubierto que su familia estaba terriblemente endeudada? —
¿Preocupada?— repitió rotundamente.
Jonas miró intencionadamente la habitación. —Sí, por los clubes que visitas.
El alivio lo recorrió. —No hay nada de qué preocuparse—, aseguró. Ese era el
menor de los problemas de los Dennington. En un intento de dirigir la conversación
hacia temas que no le implicaran dar cuenta de su presencia aquí, Robert preguntó:
—¿Cómo está la encantadora Señora Jonas?
Su amigo sacó la silla opuesta y tomó asiento.
—Ella está llenando de vida y amor nuestra casa… es decir, está bien. — En un
inesperado rápido romance, Jonas se había encontrado cortejando y ganando a la
interesante Gemma Reed. Lo que solo le hacía recordar la maldita fiesta de verano y
las maquinaciones de su padre. Tomó otro trago largo.
—Es el día, ¿no?— Ante el cambio abrupto de tema, Robert se puso rígido y
permaneció en silencio mientras su amigo hablaba. —Nunca fuiste el mismo
después de la traición de la señorita Whitman—. No, no lo había sido.
Antes de conocer a su esposa, Jonas había amado a otra, una mujer que en
cambio había entregado su corazón al hermano menor de Jonas. Por eso, sabía mejor
que la mayoría el dolor de un corazón roto. De lo que no se percataba, era de que
Robert no recordaba a Lucy Whitman con afecto real. Más bien, su recuerdo servía
para recordarle todos los errores que había cometido. De la locura de
amar. Tampoco Jonas sabía los detalles de con quién Robert había descubierto a su
antiguo amor. El otro hombre sacudió la cabeza con ironía.
—Eventualmente disminuye el dolor y la pena—, murmuró su amigo,
interrumpiendo sus pensamientos.
Robert parpadeó varias veces. Conociendo a Robert como lo conocía, y lo que
ese día le recordaba, Jonas seguramente esperaría que se lamentara de su pasado.
—Crees que nunca encontrarás el amor porque, francamente, estás seguro de
que tu corazón no es capaz de soportar ese tipo de dolor nuevamente—. Jonas lo
miró. —Lo que descubrirás es que hay otra persona que te merece, que te brindará
la felicidad que con Lucy Whitman nunca podrías haber tenido.
—Te aseguro que visitar mis clubes no tiene nada que ver con Lucy Whitman o
con un corazón roto. Es por mi padre—, aclaró.
Su amigo alternaba su mirada entre la botella casi vacía y la cara de Robert. —
Lo siento. Por supuesto. Los periódicos han hecho mención de su deteriorado estado
de salud y...
Robert esbozó una sonrisa irónica y lo interrumpió. —No se está muriendo—
. Aunque si algo le había dado el empujón para casarse, había sido la inminente
muerte de su padre.
Jonas ladeó la cabeza. —¿Qué dices?
—No va a morir—, dijo Robert. —Él mintió— Terminando el resto de su bebida,
dejó su vaso a un lado. —Hizo un trabajo bastante convincente al fingir su pronto
deceso.
La confusión llenó los ojos del otro hombre. —¿Por qué haría algo como eso?
Robert echó un vistazo alrededor de las mesas cercanas. Lo que su padre había
compartido hoy era el tipo de rumor que alimentaría a los chismosos hasta el
próximo siglo. Este hombre ante él ahora era más hermano que amigo. Acercó su
silla más y apoyó los codos sobre la mesa. —Mi abuelo hizo negocios arriesgados,
que mi padre no ha podido resolver en los últimos años.
Jonas se rascó la frente. —¿Qué…?
—Nuestros bolsillos están vacíos—, dijo en voz baja; y decir esas palabras en voz
alta por primera vez dio una sensación de realidad aún mayor que le provocó una
espiral de pánico.
El otro hombre se hundió en su silla. —Dios mío.
Con un gesto de su mano, Robert dijo: —Esa es la razón por la que mi padre
deseaba que me casara. No por su muerte inminente—. Una risa oxidada brotó de
su boca —Es un sentimiento peculiar el sentirse aliviado y enfurecido al mismo
tiempo—. La vergüenza en el engaño de su padre se agudizaba especialmente
cuando se presentaba ante este hombre, cuyo propio padre había muerto no hacía
ni dos años.
Con movimientos rápidos y fluidos, Jonas procedió a servirse un trago.
Se produjo un silencio agradable entre ellos, dos hombres que habían sido
amigos desde Eton y que una vez habían compartido un vínculo basado en la
pérdida, y mientras Robert bebía, Jonas se mantenía firme haciéndole compañía a
medida que pasaban las horas. Fue Jonas quien rompió el hielo.
—¿Entonces tu padre espera que te cases con cierta dama?
—Él preferiría que me casara por...— Sus labios se estiraron. —Amor— Un
cazador de fortuna que encontró el amor. Él resopló. Ese era el tipo de basura que
mejor se servía en las páginas de las novelas románticas que le gustaban a su
hermana. Y, aparentemente, para el padre de Robert, una posibilidad más realista
que la de que su hijo consiguiera invertir de algún modo sus circunstancias
económicas. —Irónico, ¿no?— preguntó, tomando otro sorbo.
Su amigo frunció el ceño.
—El hijo y la hija de un duque, y ninguno de los dos puede conseguir una sola
pareja—. Aunque, dado el juramento que había hecho, el asunto estaba en gran
medida resuelto. Sólo que no formalmente... dadas las reglas del luto.
Jonas frunció el ceño. —Bueno, eso no es del todo cierto. Los dos han sido...— El
hombre pareció buscar en sus pensamientos. —Selectivos—, optó.
Él resopló y no dijo nada más. Robert había sido un pícaro que había vivido
para sus propios placeres, y Bea... bueno, Bea seguía siendo una romántica con la
esperanza de que algún hombre digno llegara a amarla a ella y no a su derecho de
nacimiento. Robert pasó el tobillo por encima de la rodilla. —De todos modos, el
asunto está en gran parte resuelto—. Al menos a los ojos de su padre. Con la
expectativa de que cuando la hija de diecisiete años del Duque de Wilkinson llegara
a Londres, el acuerdo tácito finalmente resolvería la incierta línea de Somerset.
—Y ¿la dama es...?
—La hija del Duque de Wilkinson—, dijo.
—Ah—, dijo Jonas, inclinando la cabeza.
Sí, bueno, ¿realmente qué más había para decir, aparte de eso? Él se removió en
su asiento. Los lores se casaban con damas más jóvenes que ellos todos los días. Era
lo esperado y la norma, y aun así... había algo... totalmente desagradable ante la
perspectiva de casarse con una mujer más de quince años menor.
—De todas las familias con las que fusionar los Dennington, la línea Verney es
honorable—. Y una muy rica. Esa admisión colgaba tácita entre ellos. Se movió en
su asiento. Si él entraba en una unión para salvar la riqueza de su familia, entonces
no era diferente a Lucy Whitman. Él apretó sus manos. No podía casarse con esas
intenciones feas. Seguramente había algo que pudiera hacer…
—Lo siento—, dijo Jonas en voz baja, sacándolo de su contemplación.
Robert forzó una risa. —¿Estás tan desesperadamente enamorado que lamentas
mi posible matrimonio sin emociones, aunque ventajoso?
Su amigo encontró su seca diversión con una mirada triste y penetrante. —
Esperaba más para ti.
Dirigió su atención a su bebida. Nunca había sido uno de esos lores que había
lanzado sonetos con expectativas románticas para sí mismo. Después de haber sido
preparado para el puesto de duque desde la guardería, había aprendido temprano
sobre las expectativas y responsabilidades que le pertenecerían. Se encogió de
hombros. —Así es nuestro mundo—, dijo con un pragmatismo que provocó otro
ceño fruncido.
Rodando los hombros, Robert echó un vistazo al club una vez más cuando, por
el rabillo del ojo, la peculiar mujer de antes volvió a captar su atención.
Vestida con un modesto vestido de raso verde, no llevaba las mismas
escandalosas creaciones de gasa que llevaban las demás mujeres que deambulaban
por la sala. Sus mejillas pálidas y marcadas, sin colorete, y sus labios sin color
también la señalaban como una rareza más, diferente de las otras putas empleadas
en el Infierno y el Pecado. Cuando la mujer dirigió su mirada a su alrededor, la
intriga de Robert se duplicó. Frunció un poco el ceño y volvió a agacharse detrás de
la única columna, apretándose contra ella como si quisiera convertirse en una sola
cosa con la imponente estructura blanca.
Desde que había empezado a frecuentar el Club del Infierno y el Pecado nunca
había visto a la alta y delgada criatura. Terminó su brandy. Se habría acordado de
alguien como ella. No poseía la belleza necesaria para igualar a las voluptuosas y
blandas criaturas que eran las chicas habituales del Infierno y, sin embargo, el
nostálgico brillo de sus ojos verdes lo cautivó por completo. Robert no podía apartar
la mirada. Aquellos ojos no mostraban nada de la dureza hastiada que helaba a la
mayoría de los demás empleados. Quizás eso llegaría con el tiempo. Por el momento,
se las había arreglado para mantener una apariencia de inocencia en medio de una
opulenta guarida de pecadores.
Su anterior deseo de emborracharse se disipó y fue sustituido por la curiosidad
por la atractiva mujer que asomaba la cabeza de vez en cuando por detrás de la
columna. Robert miró a su fiel amigo. Con su copa de brandy prácticamente intacta,
acunada entre sus dedos, dejaba claro con su presencia que Robert contaba con su
apoyo incondicional. —Ve a casa con tu esposa—, dijo Robert en voz baja. —No
necesitas estar aquí—. Antes, después de que Jonas sufriera de un corazón roto, ese
no había sido el caso. Ya no. Y Robert podría ser un día un duque, pero nunca sería
uno de esos bastardos estirados que esperaban que el mundo aguardara y velara por
él debido al título que llevaba su nombre.
Jonas vaciló.
—Vete—, insistió Robert, otra vez. Él movió las cejas. —Terminaré mi bebida,
ahogando en ella mi tristeza y luego regresaré a mis habitaciones. No te preocupes,
no deambularé por las calles de St. Giles.
Su amigo tomó un sorbo final de su bebida y la dejó. —No hagas nada
imprudente aquí—, dijo secamente. —Ya pasamos nuestros días de conductas
impetuosas.
Robert dibujó una equis en su pecho. —Te doy mi palabra—, su falsa
solemnidad ganó una risa de Jonas. Suavizando su diversión anterior, miró al otro
hombre a los ojos. —Gracias—, dijo simplemente, las palabras suficientes, el
significado claro en el leve asentimiento que Jonas había dado. No se necesitaba dar
las gracias. Durante los días más oscuros de Jonas, Robert había estado firme a su
lado, sentado en otros pasillos de mala reputación, permitiendo que el hombre
ahogase sus penas en los licores. —Dale mis saludos a la señora Jonas—, agregó.
—Si hay algo que pueda hacer para ayudar—, ofreció su amigo. —Cualquier
cosa... — Su intención era clara. Robert sólo tenía que pedirlo.
—Gracias—, dijo de nuevo. Nadie más que un maestro de los números podría
salvar a su familia, ahora.
Jonas asintió con la cabeza y, con una breve reverencia, se marchó.
Robert le siguió con la mirada mientras recorría el club hasta llegar a las puertas
principales, y entonces, con un criado abriéndolas, Jonas se marchó. A pesar de lo
que su amigo había esperado o deseado para el propio estado civil de Robert, la
realidad siempre había sido, y siempre sería, la responsabilidad que acompañaba a
la línea ducal. Como segundo hijo de un vizconde, a Jonas se le habían concedido
libertades y lujos que no se le permitían a un duque. Era simplemente, como había
dicho Robert antes: así era su mundo.
Dejando de lado los pensamientos sobre futuras novias y responsabilidades
ducales, Robert volvió a su bebida.
~*~
Poco tiempo después… o tal vez mucho tiempo después, todo se había vuelto
borroso, y Robert se apartó de la mesa de juego. La habitación se inclinaba y
balanceaba. Luego se enderezaba. Él se aferró a los lados de la mesa y se movió con
pasos lentos y deliberados por el infierno.
Los saludos que le gritaron llegaron como si procedieran de un largo pasillo.
Parecía haber un buen murmullo... En la mesa de hazard sobre el estado de
embriaguez del Marqués de Westfield. Y parpadeó. Un momento, yo soy el Marqués de
Westfield.
Frunció el ceño, resintiendo la inexactitud. Él no se emborrachaba. Bueno, esta
noche había tenido la intención de hacerlo, pero sólo había bebido una... ¿o habían
sido dos? ¿Tal vez tres copas...? Se dio la vuelta y miró el vaso vacío sobre la mesa.
Una única gota de color ámbar se había aferrado en el borde del vaso. ¿O eran
cuatro? Seguramente no había tomado cuatro.
Sacudió la cabeza y giró tan rápido que lo único que le impidió caerse fue el
borde de la mesa de faro. El crupier, con cara de piedra, le repartió inmediatamente
su mano.
—Gracias—, dijo con dificultad.
Las cartas se desdibujaron ante sus ojos. Arrojó su mano hacia abajo. Alguien le
dio una palmada en la espalda y la mesa se llenó de aplausos.
Se estremeció. ¿Por qué demonios estaban aplaudiendo? El crupier empujó un
montón de ganancias en dirección a Robert. Éste parpadeó, con los ojos
desorbitados, ante otra mano ganadora de faro y recogió sus monedas,
metiéndoselas en el bolsillo.
El estruendo del infierno del juego retumbó en su cráneo hasta que sus tripas se
llenaron de náuseas.
O tal vez era demasiada bebida.
Mientras se abría paso por el Club del Infierno y el Pecado, se esforzaba por ver
su camino a través de la sala poco iluminada y llena de columnas de humo de
cigarro. Quería taparse los malditos oídos con las manos para ahogar las estridentes
risas y las excitadas llamadas de las animadas mesas.
Salió del infierno del juego por la puerta que conducía a una escalera de caracol,
y luego a las suites privadas alquiladas por los caballeros.
Robert se pasó una mano por el ojo deseando haberse detenido en la mitad de
la botella de brandy. Una botella entera era demasiado. Al menos si se esperaba que
luego subiera... entornó los ojos... uno, dos, tres, cuatro...
Ya había contado el escalón cuatro.
Maldijo.
Señaló con el dedo las escaleras revestidas de una fina alfombra de color rojo
sangre. —Uno, dos, treeees...— Oh, diablos, esto realmente no estaba funcionando.
Tal vez sería más fácil subir la maldita cosa y contar los pasos de esa manera.
Robert frunció el ceño. Sólo que... ¿Por qué demonios estoy contando escalones?
La escalera se inclinó y se agarró a la barandilla para estabilizarse.
Ah, claro, todo el asunto de la traición. Al fin y al cabo, todo el mundo acaba
manipulándolo.
Evitó la verdad de su propio juicio defectuoso, incluso todos estos años después,
y en su lugar fijó su atención en asuntos más urgentes: subir las escaleras sin caerse
y romperse el cuello.
¿En qué había estado pensando antes de las sensibleras reminiscencias de Lucy
Whitman?
Ah, sí... contando los escalones hacia sus habitaciones privadas. Había estado
contando los escalones por razones que aún no podía recordar. Robert respiró lenta
y largamente y puso el pie en el primer escalón, comenzando el largo y arduo
ascenso.
A mitad de camino, se precipitó contra la pared. Apretó los ojos y quiso que la
escalera se quedara quieta. —¿No se dan cuenta de que soy un marqués?, ¡Dejen de
moverse!—, regañó a los escalones. Estos se movieron ante su pronunciamiento. Sí,
bastante pomposo de su parte. Tampoco servía para ofender esas escaleras.
Llegó al piso principal y se balanceó inestablemente.
Robert maldijo, abriendo los brazos para equilibrarse.
Luego dio varios pasos por el largo y estrecho pasillo iluminado con candelabros
alternos en cada puerta. Tropezó contra una puerta.
Una mujer vestida con un camisón de noche apareció al final del largo pasillo.
Una mujer familiar. Robert entornó los ojos cuando un recuerdo se deslizó a través
de su neblina inducida por el licor de la criatura de aspecto espartano en el borde
del piso del infierno de los juegos. La misma criatura de aspecto espartano que ahora
levantaba el brazo y un destello de plata brillaba en la oscuridad.
Él frunció el ceño. Tal vez los miembros del club abajo tenían razón y él se había
excedido con la bebida. La mujer no había parecido asesina más temprano esa
noche. —¿Está blandiendo un cuchillo?— Hizo una mueca cuando su voz retumbó
en las paredes del corredor.
La mujer de ojos fieros se acercó a él, y entonces, como los hombres de
Wellington a la carga, la diablilla de cintura delgada voló por el pasillo con tanta
rapidez que su camisón y su bata bailaron y se agitaron salvajemente alrededor de
sus esbeltos tobillos.
—Por supuesto—, murmuró para sí mismo. Al parecer, no se había excedido
tanto como pensaba hace un momento. De hecho, ella tenía una navaja en la mano.
Una daga de aspecto vicioso que blandía como una princesa guerrera.
—¡Usted allí!— Ella sacó su espada y la movió en su dirección. —¿Qué hace en
este piso? ¡Estos son los apartamentos privados del señor Black!
De repente, más lúcido de lo que había estado toda la noche, Robert se tomó un
momento para evaluar a la tigresa enérgica. Con sus rasgos pálidos y afilados, nunca
sería considerada una belleza. El modesto camisón acentuaba la estrechez de sus
caderas y la delgadez de su cintura. Sin embargo, aunque la mujer parecía ordinaria,
el fuego bailaba en sus ojos verdes, prestándoles interés; esa sombra realzada por el
apretado y sin duda doloroso peinado en la base de su cráneo. Aunque... frunció el
ceño. ¿Cuál era el tono exacto de su cabello? —Ni rojo ni castaño—, murmuró. Rayas
rojas en marrón. Seguramente había un nombre para tal...
La mujer entrecerró los ojos en finas rendijas. —¿Qué hace aquí?— ladró,
nuevamente blandiendo su cuchillo.
Robert levantó una mano. Podía nombrar todo tipo de actos malvados que
preferiría hacer con ella antes que ser apuñalado. Las hojas de escándalo tendrían
mucho que decir sobre el futuro Duque de Somerset asesinado en el infame club. El
asunto del exceso de bebida parecería más bien secundario frente a un percance tan
jugoso.
—Necesito ir a mis habitaciones—. Hizo un gesto hacia el pasillo, más allá de su
hombro.
El brusco movimiento lo hizo tambalearse aún más. Se agarró a la jamba de una
puerta cercana para no caerse, pero pasó deslizándose. ¿O la puerta se movió?
¿Cómo se las arreglaban los dueños para hacer semejante hazaña...? Su mano chocó
con el pomo de la puerta y se precipitó hacia las oscuras cámaras.
Robert gruñó y extendió los brazos para frenar la caída. Aterrizó con fuerza
sobre las palmas de las manos y el dolor le subió por los brazos. Con un gemido,
rodó sobre su espalda... y fijó su mirada en un travieso mural de sonrientes y
pechugonas damas entrelazadas en los abrazos desnudos de otra.
Gimió cuando la mujer alta y decididamente sin sonrisa se inclinó sobre él,
borrando esa deliciosa vista. —Le he preguntado qué hace aquí— reclamó ella,
echando un vistazo superficial a su persona. Robert abrió la boca para hablar cuando
ella le enterró la punta del pie en el costado, arrancándole un gemido.
—¿Acaba de patearme?— espetó. Maldito brandy. Si alguna vez hubo un
momento para emplear el tono ducal apropiado, entonces este era el indicado.
—Si.
Con un largo y doloroso gemido que resonó alrededor de su palpitante cabeza,
se pasó una mano por los ojos. —No pude encontrar la belleza de la boca dulce—,
murmuró.
—¿Qué dijo?— El agudo escozor del metal que picaba en la tela de su chaqueta
le hizo abrir los ojos de golpe, y dejó caer el brazo a su lado. Robert se quedó quieto.
La mujer empuñaba una daga con una fuerza inquebrantable. Se tragó una
maldición, repentinamente sobrio. Entonces, la amenaza de muerte tuvo ese efecto.
Un movimiento rápido por parte de ella, y un fallo por parte de él, lo verían con una
reluciente navaja enterrada en su carne. Con la mente embotada por el exceso de
bebida, se esforzó por encontrar las palabras encantadoras que le habían servido a
lo largo de los años con viudas y debutantes por igual. Realmente no serviría de
nada insultar a la mujer que tenía un arma despiadada en sus dedos y que ahora la
apuntaba a él. —Uh...— Esa fue la mejor respuesta que pudo esbozar. Sacudió la
cabeza en el suelo. Jamás volveré a tocar una maldita bebida.
La mujer entrecerró los ojos aún más. —No importa—, murmuró. —Necesita
irse.
Algo de la tensión lo dejó. Bueno, parecían estar de acuerdo con ese
punto. Él... Su mirada captó la traviesa escena de las deliciosas criaturas con alas.
Robert entornó los ojos. ¿Tenían alas? Como ángeles voluptuosos. Algo ridículo...
Su asaltante de casi metro ochenta enterró su pie en su costado, una vez más
provocando otro gemido de dolor de él. —¿Me pateó de nuevo?
—Lo hice.— Ella habló entre dientes apretados. —Levántese. Ahora.
Robert se levantó con los codos y luchó por ponerse de pie.
Por fin, ella bajó esa cuchilla malvada. —Oh, por Juana de Arco y todo su
ejército—, dijo, exasperada cubriendo su tono mientras le ofrecía su mano.
Volvió a mirarla. Incluso con su altura, la mujer era tan delgada que un viento
fuerte podría derribarla. Sonrió y colocó su mano en la de ella, aunque sólo fuera
para sentir el calor de su delicada palma doblada dentro de la suya, mucho más
grande.
Ella tiró.
En vano.
El desconocido gruñó y dio otro tirón.
Tiró una vez más y ella salió volando hacia atrás, aterrizando con fuerza sobre
sus nalgas. Su cuchillo cayó al suelo, con un ruido sordo debido a la fina alfombra.
Se sentó despatarrada en medio de la sala, con las faldas recogidas por las rodillas.
El severo peinado que sujetaba sus mechones castaño rojizos en la base del cuello se
soltó y su pelo cayó en cascada sobre sus hombros y su cintura.
Parpadeó varias veces. Por Dios. Ella realmente era... bonita. De una manera
extraña, demasiado alta, de rasgos afilados. En cierto modo, nunca había tenido una
mujer así.
La mujer alta se apartó el mechón que le caía sobre los ojos. —¿Qué le
ocurre?— Incluso ebrio como estaba, tendría que estar sordo para no escuchar la
vacilación en esa pregunta.
Dado su intercambio hasta el momento, los cumplidos solo se desperdiciarían
con ella. Ignorando su pregunta, él intentó levantarse.
La mujer se puso de pie de un salto y apresuradamente recuperó su cuchillo. Un
momento después, regresó con la mano extendida, una vez más.
Esta vez, le permitió que lo ayudara a ponerse de pie. —Necesito encontrar mis
habitaciones, un baño caliente y comida—. De lo contrario, voy a despertar
diabólicamente enfermo.
Un resoplido poco elegante escapó de sus labios carnosos. —Apuesto a que se
despertará diabólicamente enfermo, independientemente de lo que coma a última
hora, señor.
¿Señor?
Él frunció el ceño y miró a su alrededor en busca de ese señor al que ella se
refería.
Ella suspiró. —Debe ir por ese camino, señor.
Oh, él era el señor del que ella hablaba. No: milord. No: Lord
Westfield. Descubrió que prefería el anonimato de un simple "señor".
El disgusto estalló en sus expresivos ojos, y ella meneó la mano. Sacudiendo la
cabeza, Robert siguió su dedo puntiagudo y la habitación se tambaleó. Él logró
asentir bruscamente.
La mujer lo miró por debajo de la nariz. Él frunció el ceño. Como futuro Duque
de Somerset, era buscado por señoritas, su presencia era deseada por las anfitrionas
más distinguidas y, sin embargo, nunca nadie había condescendido a mirarlo como
esta mujer de ojos ardientes cuya sonrisa burlona penetraba incluso su estupor
borracho. ¿Lo veía ella como los mismos temerarios imprudentes e ingenuos que
apostaban sus fortunas y se ahogaban en licores todas las noches? —Quiero que
dejar en claro que no suelo beber en exceso—, espetó. Porque, de alguna manera, ser
visto en esa misma luz desfavorable, lo molestaba.
Ella resopló.
Él se erizó. —Yo no…
—No importa—, dijo con un movimiento de su exuberante cabello. Ella señaló
de nuevo. —Necesita caminar por el pasillo, pasando el reloj de caja larga... —Sus
palabras zumbaban una y otra vez. La voz cálida y ronca, casi musical lo arrullo
hasta distraerlo...
La tierra se balanceó bajo sus pies una vez más y cayó en un montón innoble a
los pies de la infernal mujer sedienta de sangre que empuñaba una daga.
Ella maldijo, y las palabras lo suficientemente vulgares como para hacer sonrojar
las mejillas de un guardia de Newgate.
Qué refrescante que con todas las palabras y sonrisas falsas a su alrededor, su
respuesta fuera tan honesta. Él sonrió.
La mujer plantó sus brazos en jarras. —¿Le parece esto divertido?
—Er...— Su mirada mató la admisión en sus labios. De cualquier manera, él
habría dicho que esto era entretenido y relajante, y sí, suponía que divertido.
Teniendo en cuenta el giro de los acontecimientos, encontró todo este intercambio
divertido. Escuchar a una desconocida de boca agria y ojos fieros y sus inventivas
maldiciones era mucho mejor que los pensamientos que lo habían llevado al club.
Ella le dio un empujón con la punta del pie y, al inclinar la cabeza hacia un lado,
su mirada se fijó en los delicados dedos de los pies. Extraño, nunca había apreciado
lo tentadores que eran un par de pies. Fijó su cansada mirada en el pie derecho y en
el dedo más pequeño, ligeramente torcido. Qué entrañable... esa ligera imperfección
en un pie por lo demás perfecto.
Sus ojos se volvieron pesados, incluso cuando las palabras melódicas de la mujer
lo bañaron, adormeciéndolo.
Regla 4
Nunca te acerques a un hombre borracho.

Con la excepción de su hermano, Ryker, sus socios y Clara, la mujer responsable


de las prostitutas, nadie entraba en las habitaciones principales del salón.
Muchas, no, casi todas las mujeres se habrían disuelto en un ataque de lágrimas
o se habrían entregado a los vapores al encontrarse con un extraño caballero en su
casa, pero se necesitaría más que un caballero borracho para despertar el miedo en
el pecho de Helena Banbury.
De pie en el pasillo principal de la habitación del dueño del Club Infierno y
Pecado, con un extraño demasiado alto y musculoso, la cuarta regla de Ryker sonó
alrededor de su cerebro.
Nunca te acerques a un hombre borracho.
¿Cuántas veces la habían impresionado esas palabras? Si su hermano supiera
que ella había sido tan insensata como para investigar el alboroto en lugar de trabar
la cerradura y llamar a un sirviente, construiría una fortaleza y la encerraría en ella
como siempre amenazaba con hacer cuando era una niña.
Excepto, que Ryker realmente debería haber enmendado la regla para incluir,
“Nunca te acerques a un caballero bien musculoso y mucho más alto que tu”. Eso lo
ponía a uno en una desventaja extrema.
Un ronquido balbuceante brotó del mismo caballero que ella había estado
estudiando antes en la sala de juego. Ahora, completamente ebrio y sin gracia, no
tenía nada que ver con la figura imponente y ligeramente triste que estaba sentada
sola en su mesa. Se inclinó hacia él, con el cuchillo extendido, y luego agitó la hoja
frente a su rostro duramente hermoso. Él... ¡se había quedado dormido! Aquí. Con la
punta del pie, Helena le dio un empujón en la pierna. Frunció el ceño cuando sus
inefectivos esfuerzos se encontraron con otro ronquido entrecortado. Parte de la
ansiedad se desprendió de su tensa estructura, al tiempo que se disipaba la anterior
amenaza de un desconocido borracho e imprevisible. Helena empuñó su navaja, su
mirada inextricablemente atraída por él. A lo largo de los años se había propuesto
no mirar nunca a los nobles que visitaban los clubes, ni desde su ventana ni desde
los pisos cuando se le permitía pasear durante el día. Aquellos hombres eran unos
desalmados traicioneros que sólo tenían una cosa en mente cuando se trataba de una
mujer de su posición.
En las innumerables reglas que Ryker le había impuesto, la mayoría de ellas se
referían a la falta de fiabilidad y a la depravación de los nobles, que creían que las
mujeres no existían más que como distracción en sus vidas estables y correctas.
Evitar su atención a toda costa. La lección que había aprendido al lado de su
desconsolada madre había sido suficiente.
O aparentemente no, dada su involuntaria fascinación por este extraño en
particular. Era solo que... Se mordió el interior de la mejilla.
Echó una mirada nerviosa a su alrededor. No había nada de malo en observar al
altivo lord. Sobre todo si ese mismo altivo lord, en su estado de embriaguez y
desmayo, permanecía totalmente inconsciente. Dio un paso más para estudiarlo.
Sin embargo, este desconocido, con su inmaculado abrigo negro y su impecable
corbata blanca, tenía el aspecto fascinante de ningún otro hombre que ella hubiera
visto antes. Es cierto que su exposición al mundo era bastante limitada, pero esa
inexplicable atracción la tenía cautivada. Tal vez fuera la corona de mechones
dorados, demasiado largos, o la mandíbula firme e inflexible, suavizada apenas por
una leve hendidura en el centro de la barbilla.
Con la cuchilla cerca, Helena bajó con cuidado al suelo y continuó su examen.
Con sus pestañas rubias y doradas y la calidad esculpida de sus rasgos afilados, era
mucho más hermoso de lo que cualquier hombre tenía derecho a ser.
Tragó con fuerza y volvió a mirar a su alrededor. Si la descubrieran, sus
hermanos la internarían en Bedlam por su locura de permanecer al lado de un noble
borracho. Pero ella estaba fascinada, cautivada por la gloriosa perfección dorada de
él. Con el corazón martilleando salvajemente, volvió a centrar su atención en el
desconocido y jadeó cuando sus ojos se abrieron de golpe y él sonrió.
Las mariposas bailaron con fuerza en su estómago. ¿Dónde estaban el miedo y
la cautela adecuados? Durante mucho tiempo se había enorgullecido de ser lógica y
práctica en todos los asuntos.
Porque... con la distancia previa entre ellos en la habitación oscura, el color de
sus ojos la había eludido. Un azul infinito. El color que ella imaginaba que tendría
un cielo de verano en el campo. No es que ella haya estado nunca fuera de las oscuras
y mugrientas calles de Londres. Ni probablemente lo haría nunca, para constatar
tales cavilaciones. Pero en su mente, imaginaba que el campo era diferente... y que
tenía la apariencia... de los ojos de este extraño.
Aunque estuviera borracho, había inteligencia en su mirada, una intensidad,
como si pudiera ver todos los anhelos tontos que ella había ocultado incluso de sí
misma.
Unos ojos que también sugerían que él sabía que había sido objeto de su
escrutinio. Una media sonrisa diabólica se abrió paso en los labios de él, sacándola
de la locura momentánea que había nublado sus sentidos.
Con la piel inundada de calor humillado, Helena se puso de pie. —Tiene que
irse—. Ella apuntó con su dedo hacia el reloj de caja larga. —Ahora—. Enderezando
los hombros, ella permaneció con los pies abiertos y las manos en las caderas, hasta
que el intruso se levantó y se tambaleó en dirección contraria. Dobló la esquina y
parte de la tensión la abandonó. Desde el fondo del pasillo, llegó a sus oídos un
fuerte golpe, seguido de unas inventivas maldiciones. Luego, el silencio, cuando él
se marchó del todo.
Sacudió la cabeza con disgusto y volvió a dirigirse a sus habitaciones. Eran días
muy tristes, en los que un intercambio con un extraño borracho debía realzar su
existencia, por lo demás tediosa, aquí.
Llegó a su habitación y pulsó el pomo.
Con la tensión retorciéndose en su interior, Helena comenzó a caminar. La
audacia de él. De entrar en las habitaciones privadas y caer en su estupor de borracho,
nada menos. Ella golpeó la empuñadura de su cuchillo contra la palma de la mano.
Le habría pesado más al canalla si ella hubiera convocado a uno de los hombres y lo
hubiera sacado físicamente.
Entonces, ¿por qué no lo hiciste?
Los guardias estratégicamente situados alternaban sus turnos durante todo el
día, pero siempre había alguien estaba asignado a esos puestos en todo
momento. Solo su propia incursión anterior en el piso de juego, las mesas llenas de
gente y la aglomeración de clientes, merecían que uno de los guardias se alejara de
su puesto.
Ryker habría golpeado al empleado que había abandonado su puesto, y luego
habría arrojado al descuidado a la calle por sus errores. Habiendo vivido con la
incertidumbre de nada más que el miedo y el hambre de compañía, no arriesgaría
la seguridad de otro de esa manera... aunque hubiera demostrado una atroz falta de
juicio.
Pero esa no es la única razón, le dijo una voz en la nuca. Porque si era honesta, al
menos con ella misma... sus razones para no llamar a Ryker iban más allá de una
noble razón para proteger a un guardia de una paliza y un despido.
Si hubiera dado la alarma, los hombres de su hermano le habrían roto algo más
que la nariz al desconocido por haber pisado siquiera los mismos pasillos que los
aposentos de Helena, y una nariz tan elegante y aguileña merecía mucho más que
ese innoble destino.
Llena de energía inquieta, se dirigió al escritorio con incrustaciones de rosas
repleto de libros de contabilidad. Desde que su hermano había contratado a los
mejores tutores, y ella había descubierto una paz tranquilizadora en la constancia de
esos números, sólo ellos tenían sentido. Podían entenderse y explicarse. Y además...
suponían una distracción de los recuerdos infernales que sólo podían provenir de
vivir en la calle, a merced de una banda despiadada. Helena arrojó su cuchillo sobre
el libro de cuero que contenía los números del año pasado del club y apretó las
yemas de los dedos contra sus sienes. En esta ocasión, su mente estaba demasiado
confusa para calcular los números que Ryker esperaba de ella mañana.
Inquieta, apartó el borde de la gruesa cortina azul zafiro y contempló las
peligrosas calles de St. Giles Incluso con la distancia que la separaba del suelo, el
estruendo de las ruedas de los carruajes al pasar y los gritos estridentes de las calles
llegaban hasta su solitaria habitación. Apoyó la frente en la ventana y estudió a dos
dandis que salían a trompicones del club y se adentraban en las calles, como una
brillante salpicadura de color chillón en una noche oscura. Qué pequeño era su
mundo. La envidia se retorcía en su interior ante el poder que se concedía y permitía
a hombres y caballeros por igual. En compañía de un desconocido borracho, todos
sus anhelos más profundos, largamente enterrados, de conocer un mundo más allá
de estas paredes surgieron una vez más. Oh, ella no deseaba la compañía de un
borracho. Ya había soportado suficientes palizas y latigazos a manos de uno de esos
bastardos imprevisibles: el hombre con el que su madre se había casado después de
que su protector la echara.
Pero, ¿realmente deseaba seguir siendo una contadora y nada más? Una mujer
a la que no le faltaban muchos años para cumplir los treinta, nunca había salido de
Londres ni se había relacionado con nadie más allá de un puñado de familiares de
facto dentro del Infierno y el Pecado. ¿Era de extrañar que se sintiera más cómoda
con los números que con las personas?
Con un suspiro, soltó la cortina y rescató el libro de contabilidad de la parte
superior de la pila, junto con uno de los muchos pares de gafas que había en el club.
Estudió las gafas, jugueteando con las monturas de alambre. Había estado tan
contenta con la gestión de los libros que no había pensado realmente en lo que quería
que fuera su futuro. Con los crecientes controles sobre sus movimientos dentro y
fuera del club, empezó a irritarse por los límites impuestos. A pesar del papel vital
que desempeñaba en el éxito del club, seguía sin tener... poder alguno. Con esa
absoluta falta de control, había llegado a apreciar todo lo que ansiaba: la capacidad
de ir adonde quisiera, la libertad de hablar con quien quisiera y el derecho a
desempeñar un papel público en el funcionamiento del club, y no desempeñar el
secreto cuidadosamente guardado que había sido.
Haciendo a un lado la frustración en ciernes, Helena se puso las gafas, recogió
el libro de contabilidad y atravesó la habitación. En el Infierno y el Pecado no había
espacio ni lugar para fantasear, y menos aún cuando sus informes aún no estaban
terminados.
Helena se subió a la enorme cama de cuatro postes y, bajo la tenue luz que
proyectaba el fuego de la chimenea, repasó los gastos en licores del año anterior. El
tenue tic-tac del reloj de porcelana situado al lado de la cama marcaba el paso de los
minutos con un ritmo chirriante y punzante, que le impedía realizar sus esfuerzos.
Sin quererlo, su mirada se desvió de la página hacia la puerta, mientras el rostro
del desconocido volvía a pasearse por sus pensamientos. ¿Quién era él, el errante
nocturno de ojos tristes que había enterrado esa miseria en la bebida?
Durante toda su vida, con la tutela de su hermano, había sido entrenada para
ver a los nobles como bastardos sin emociones ni sentimientos. Había sido una
lección ya aprendida a través de su propia experiencia en las calles cuando era niña,
mendigando por una moneda a manos de esos lores y damas, sólo para ser invisible
en sus luchas.
Sin embargo, la profundidad de la emoción que había detectado en la agonizante
mirada del rubio desconocido contradecía esas verdades largamente sostenidas.
¿Qué dolor debía conocer él para embriagarse hasta el punto de desplomarse
inconsciente en un infierno de juego de tan mala reputación? Oh, sí, su hermano
decía que todos los hombres bebían, pero cuando ella lo había visto en el club, había
habido una gran cantidad de emoción en sus ojos. Una inteligencia y una tristeza
ausentes en la mayoría de los hombres que ella observaba desde su solitaria ventana
en la planta baja.
Toda esa emoción se había perdido por los efectos del alcohol, pero también
quedaban las preguntas sobre lo que lo había llevado a perderse en aquella
botella. —Suficiente—, murmuró, y abandonando toda esperanza de trabajar, cerró
el libro con un golpe reconfortante. Lo arrojó sobre su mesita de noche.
El hecho de que permitiera que un encuentro casual con un desconocido
borracho diera forma a sus pensamientos y reflexiones decía mucho de su previsible
existencia. Se quitó las gafas y las dejó caer sobre el libro de cuero.
Helena se hundió en el mullido colchón de plumas... y miró sin pestañear al
techo. Frunció el ceño y se removió en su sitio. Llevaba demasiadas noches despierta,
temiendo las pesadillas que le llegaban cuando se dormía. Con un suspiro agravado,
se puso de lado... y miró a la pared opuesta. La inquietud de esta noche no tenía
nada que ver con los demonios que la acechaban en su pasado.
Más bien, la sonrisa perversa de un caballero de poderosa complexión la
perseguía en sus pensamientos de vigilia.
~*~
Unos labios firmes encontraron el punto sensible a lo largo de su cuello, donde se agitaba
su pulso. Con un gemido vergonzoso, Helena se entregó a esa dulce caricia. En respuesta, el
desconocido le pasó una mano grande y fuerte por la espalda, más abajo, cada vez más abajo.
Tiró del dobladillo de su camisón. Sus dedos danzaron por su piel y ella se arqueó, dejando
escapar un grito sin aliento. Sus labios se apartaron del punto dulce que amaba en su cuello
y ella gimió en señal de protesta, pero él se limitó a cambiar su atención al pico de un pecho.
Sus caderas se levantaron de la cama mientras pedía más. Sin saber en su inocencia lo que
era más, pero sabiendo que él se lo mostraría.
Y él lo hizo.
Otro gemido escapó de ella mientras él empujaba su modesto camisón aún más arriba.
Recorrió con las palmas de las manos la curva de las caderas de ella y acercó sus nalgas a la
línea de sus duros muslos.
El calor, del tipo que cae con una corriente de luz solar, bañó a Helena desde dentro. La
sensación llenó cada rincón de su cuerpo, antes frío.
Helena se levantó de golpe. Su pecho se movió rápidamente por la fuerza de su
sueño. No se trataba de las pesadillas que tan a menudo la atormentaban, sino de un
sueño que una virgen, aún con veinticuatro años, no tenía por qué tener. Con el tictac
del reloj, que marcaba un ritmo chirriante en el silencio, Helena se llevó las palmas
de las manos a las mejillas encendidas y se concentró en respirar lenta y
uniformemente. Eso fue totalmente impropio y escandaloso, y sin embargo... Helena
cerró los ojos y luchó por recordar al desconocido sin rostro que había acudido a
ella. Sus rasgos inidentificables se movían dentro y fuera del foco, hasta que él se
transformó en un audaz visitante nocturno con el rostro y el físico de un dios griego
esculpido en piedra, tan ampliamente preferible a los horrores que a menudo
perseguían su sueño.
—Basta—, murmuró. Había asuntos que atender. Siempre había asuntos que
atender. Miró hacia la ligera grieta en las cortinas de brocado y se atragantó. La luz
del sol se filtraba por esa estrecha abertura. ¿La luz del día? No era posible. Miró el
reloj. ¿Las nueve y diez? Un gemido salió de sus labios y se cubrió la cara con las
manos.
Se había propuesto levantarse justo antes de que el sol se asomara por el
horizonte, y nunca se quedaba dormida. La pereza y la holgazanería eran pecados
imperdonables en el Club del Infierno y el Pecado, y ella se exigía a sí misma tanto
como Ryker le exigía a todos sus empleados. Se había esforzado por construir su
posición como una persona digna de respeto por lo que hacía para el club y no por
su relación con el propietario del mismo.
Helena se echó hacia atrás, su cabeza chocó con la almohada suave y aún
caliente, y cerrando los ojos repasó ansiosamente sus tareas diarias. Los libros debían
ser revisados. Todavía tenía que preparar los informes sobre el licor para Ryker, y
con el desorden en el que se encontraban, y su holgazanería en la cama, se retrasaría
en su trabajo. Y ella nunca, nunca se retrasaba en completar un...
Un fuerte ronquido penetró en la tranquilidad y se quedó helada.
Tic-tac-tic-tac.
Helena giró la cabeza hacia la derecha y su mirada se posó en el mismo extraño
dorado que se había colado en sus sueños. Todo el aire la abandonó en una rápida
exhalación, mientras los perversos recuerdos de su sueño se precipitaban.
Había sido un sueño. Tal vez seguía siendo un sueño.
Rápidamente dirigió su atención al techo, concentrándose en la débil grieta en
el yeso, en el tictac del reloj, en cualquier cosa que no fuera el pánico que se agitaba
en su pecho.
Inclinando ligeramente la cabeza, echó un vistazo de reojo. Oh, ¡maldito infierno!
La nariz aguileña y los pómulos altos y orgullosos daban al errante nocturno un
aura de fuerza y confianza, incluso en el sueño. Su respiración se producía en
rápidos espasmos de pánico y enseguida cerró los ojos. Soltando un torrente
silencioso de maldiciones, se obligó a mirar al hombre que yacía a su lado. En su
cama. Sus pensamientos, redundantes y llenos de pánico, rodaban unos sobre otros
y ella intentaba frenarlos mientras se descontrolaban rápidamente. Todavía le ardían
los labios por el recuerdo de...
Se llevó los dedos a la boca hinchada y reprimió un gemido. Él la había besado.
Helena se pasó las palmas de las manos por la cara. ¿Cómo no había cerrado la
puerta con llave? Esa regla había sido la más simple de todas las malditas reglas
establecidas por Ryker. La presión crecía detrás de sus ojos mientras intentaba
recordar los detalles de lo que había sucedido después de que por fin consiguiera
conciliar el sueño. Había estado tan distraída por su encuentro con el alto demonio
de pelo dorado en el pasillo que no se había tomado el segundo que habría
necesitado para cerrar la puerta. Se frotó las sienes en un vano intento de despertar
de esta horrible pesadilla. Fue inútil. Oleadas de náuseas la azotaron mientras
trataba de distinguir entre lo que había sido un sueño y lo que era, de hecho, su
realidad.
Y si él la había besado... Sus pensamientos desordenados se detuvieron y luego
se aceleraron a un ritmo frenético. Oh, Dios. Su cuerpo seguía ardiendo con el
recuerdo de las caricias del apuesto desconocido. ¿Y si hubiera entregado su
virginidad al lord de cabello dorado sin quererlo? ¿Y si en su sueño, en algún lugar
entre el sueño y la fantasía, había hecho el amor con él?
Helena apretó los dientes con fuerza en el labio inferior. Habiendo conservado
su virtud cuando la mayoría de los niños y mujeres de la calle eran despojados
tempranamente de ese regalo, seguramente sabría si ahora carecía de ella. Una de las
chicas empleadas por Ryker se había tomado la libertad de responder a las
preguntas que Helena tenía sobre lo que ocurría en las habitaciones alquiladas por
los poderosos nobles. Decidida a mantener su libertad y seguridad, Helena había
resuelto no casarse nunca. Por lo tanto, no había pensado mucho en esa lección tan
lejana. Ahora deseaba haberlo hecho. Repasó rápidamente todas las palabras
impartidas aquel día. Se había hablado de dolor, incomodidad y sangrado, incluso
durante el primer encuentro. Movió las nalgas, moviendo las piernas de forma
experimental. No hubo dolor.
Levantando ligeramente la sábana, miró a su alrededor en busca de algún
indicio de manchas de color carmesí. En cambio... tragó saliva, y sus ojos se posaron
en el amplio y desnudo pecho de su compañero de cama. Espirales de pelo dorado
sobre un lienzo musculoso. Su boca se secó y buscó desesperadamente el pánico y
la furia, sensaciones mucho más seguras. En lugar de eso, sus ojos curiosos vagaron
hacia abajo.
Él todavía llevaba pantalones.
Agradecida por los pequeños logros, Helena lanzó una oración hacia el cielo.
El caballero a su lado dejó escapar otro ronquido balante y ella dio un salto. Él
le pasó un brazo por el estómago, atrapándola. Su tacto penetró en la fina tela de su
camisón.
Con una espiral de pánico, trató de apartar el musculoso brazo de su persona,
pero bien podría haber sido tallado en hierro.
Si conseguía vestirse rápidamente y escapar, nadie sabría que había pasado la
noche con ese hombre. Con su familia y su educación, nunca sería una dama
respetada, pero tenía su virtud y eso significaba algo en su mundo, donde las chicas
se desprendían de su virginidad por unas monedas y una comida caliente. Apretó
el dorso de sus manos contra sus ojos. O tal vez ella había hecho la noche anterior.
El pánico crecía en su pecho, asfixiante.
Reanudando sus movimientos, Helena consiguió zafarse de su brazo. Libre de
su agarre, se detuvo. Conteniendo la respiración, echó otro vistazo al desconocido.
Sus gruesas pestañas rubias se agitaban, unas pestañas que ningún hombre
debería tener la suerte de poseer. Él giró la cabeza sobre la almohada y sus miradas
chocaron.
Una sonrisa perezosa se formó en sus firmes labios. —Usted—, dijo, con la voz
ronca, y enseguida hizo una mueca de dolor.
Sin duda, el alcohol le había dejado un dolor de cabeza horrible. Bien, se lo merecía
el maldito infeliz.
Y debido a que él tenía una sonrisa tan amplia como un gato que ha atrapado al
ratón de la cocina, ella siseó, —Bastardo—. ¿Cómo se atrevía a verse
así? Tan... satisfecho de sí mismo.
Su sonrisa decayó y parpadeó varias veces.
Helena arqueó las cejas en una línea. ¿Creía que ella estaría encantada con su
presencia en su cama? La arrogancia de estos nobles.
—¿Qué hace en mi habitación?— preguntó con su voz grave. —No es que me
queje o sea desagradecido—. El guiñó un ojo.
Le guiñó un ojo.
¿Le guiñó un ojo? Como si fuera una especie de prostituta de Covent Garden. —
¿Acaba de guiñarme un ojo?— Su susurro se sacudió con furia.
—Yo…
No queriendo otra de sus palabras o sonrisas petulantes, ella utilizó toda la
fuerza de su cuerpo para empujarlo hacia un lado de la cama. Ella jadeó fuertemente,
sin aliento por sus esfuerzos, recompensada un momento después cuando él aterrizó
con un fuerte golpe.
Él gruñó, y luego se calló.
Agarrando el borde del colchón, se detuvo para mirar hacia abajo. Sin apartar la
mirada de él, buscó en el borde de su cama el mango de su daga. El alivio la invadió
cuando sus dedos se encontraron con el tranquilizador frescor de la hoja de acero.
—Ciertamente no necesitaba entrar a mi habitación si no deseaba mis
atenciones—, dijo él con ese barítono rudo y perezoso que la envolvía cálidamente.
—¿Su habitación?— ella chilló. Con movimientos rígidos y espasmódicos, ella
saltó de la cama y lo pateó en las espinillas. —Usted, señor, entró en la mía—
. Debería haber llamado a los guardias anoche. Tontamente, ella había creído que el
problema del extraño errante terminó cuando le señaló su camino, y luego
desapareció por el pasillo opuesto.
Tantos errores. Demasiados de ellos.
El caballero se pasó las manos por los ojos. —Imposible—, murmuró, con tonos
precisos y finos.
En un mundo en el que no se poseía nada más valioso que la palabra, ¿este
hombre ponía en duda su honor? —No soy una mentirosa—, le espetó, y volvió a
darle una patada, esta vez en la parte baja de su bien musculado estómago. ¿Quién
iba a decir que los nobles estaban tan bien esculpidos en esa zona?
La furia brilló en sus ojos, y él gruñó. —Si es sabia, madam, se abstendrá de
patearme.
Helena habló con los dientes apretados. —Me he enfrentado a criaturas mucho
más amenazantes en mi vida— nada menos que desarmada —que usted, petimetre
y pomposo bastardo.
Él apretó la boca. —Debo decir que nunca he recibido una reacción cómo ésta
después de pasar la noche en la habitación de una...
Helena enterró su pie en su cadera. —Su insolencia es infinita—, susurró
furiosamente. Como si alguna vez se hubiera acostado con un patán tan insufrible y
dominante. Ella lo estudió un momento: alto, elegante, guapo, refinado. Todo lo que
ella nunca tendría. Todo lo que ella nunca debería desear. Él permaneció sentado
con las rodillas dobladas, pecaminosamente hermoso incluso en reposo.
Ella tragó saliva. Regla cincuenta y siete... no desees a los nobles insufribles y
dominantes. Ella movió su pie hacia atrás. En un movimiento rápido, él la agarró del
tobillo y tiró con fuerza.
Helena jadeó y se tambaleó precariamente. Levantó los brazos, se enderezó y
jalo el talón con fuerza de la palma de su mano, la satisfacción la atravesó por el
silbido de dolor que pasó por sus labios.
—Maldita sea—, ladró él.
De nuevo, él tiró de su tobillo.
Ella se desplomó hacia delante. Su cuchilla voló por encima de su hombro y cayó
inútilmente sobre la alfombra. Desparramada sobre el pecho desnudo de él, miró
con tristeza su arma. Desarmada por un lord elegante. ¿Qué diría su hermano?
Helena se puso rígida cuando el hombre le puso las manos en la cintura sin
presionar, y luego las subió, casi buscando, explorándola. La hizo rodar sobre la
alfombra y se acercó a ella. Se apoyó en los codos y le impidió escapar.
Atrapada en el marco de sus poderosos brazos, tragó saliva. ¿No se suponía que
los lores debían ser figuras bien acolchadas y redondeadas? Aquel caballero tenía
una musculatura que rivalizaba con la de una estatua de piedra que había visto una
vez en el Museo Británico luego de haberle insistido a Ryker que la llevara por su
cumpleaños. Aquel día, los dos se habían ganado las miradas de desaprobación y
las burlas condescendientes de los demás visitantes. Había sido la última vez que
quiso entrar en el mundo de la alta sociedad.
—Me llamo Robert.
Ella apretó los dientes. —No me importa si es usted un duque o un príncipe o el
Rey de Inglaterra—. El fantasma de una sonrisa jugó en sus labios, y él acarició su
mejilla, sofocando las maldiciones vitriólicas que había estado a punto de dejar caer
sobre su arrogante cabeza. Su respiración se cortó ante su suave caricia. Nunca en
su vida un hombre le había puesto las manos encima con algo que no fuera violencia.
De joven y ahora como mujer, su hermano mutilaría o mataría al hombre que se
atreviera a tocarla como lo hacía ahora este hombre. Por un momento embriagador
nacido de la locura, cerró los ojos y aceptó las suaves ministraciones de este
desconocido. —Después de nuestra reunión en el corredor, no recuerdo la noche
anterior—, dijo en voz baja. Él pasó la yema del pulgar sobre su labio inferior y su
boca tembló.
¿Había arrepentimiento en su admisión?
Se mordió el interior de la mejilla para guardar silencio.
—¿Cuál es su nombre?— él presionó.
Lanzó una mirada ansiosa a la puerta y un mechón rojo pardusco cayó sobre su
ojo. Ella lo sopló. Cuando se hizo evidente que él no tenía intención de renunciar a
su fuerte control sobre ella, ella capituló. —Helena.
—Helena—, repitió, como si lo estuviera probando. Y apartó el obstinado
mechón. —Le queda bien ese nombre.
Quizás los nobles eran hechiceros después de todo. Porque en lugar de las
reservas apropiadas, la dura pared de su cuerpo a ras de la de ella despertó un
vergonzoso calor de deseo en su núcleo. —¿Por qué?— La pregunta salió en forma
de suspiro de sus labios.
Robert se llevó el mechón a la nariz y respiró. —Caprichosa, fantasiosa,
audaz. No hay nada común en usted, Helena.
Ella enroscó los dedos en las plantas de los pies. Hija bastarda criada en las calles
por una violenta pandilla de jóvenes belicosos, nada era común en ella.
Lo cual no hizo más que avivar el odio y la furia que desde hacía tiempo sentía
por todos los hombres de su calaña, que no veían a personas inferiores como ella a
su alrededor, y acabó con el dominio hipnótico que él había tejido. —Qué elegante
es usted con sus palabras—, escupió. —No soy tan tonta como para dejarme llevar
por su lengua simplista—. En el fondo, donde residía la verdad, reconoció la
mentira, pero solo allí. —Pero a un hombre que se forzaría a sí mismo dentro de la
habitación de una mujer y en su cama difícilmente le importaría—. Ella renovó sus
forcejeos, retorciéndose y girando debajo de él, provocando un agonizante gemido
de Lord Robert Sin Apellido.
—¿Puede dejar de moverse?— Había una tonalidad suplicante en esas palabras,
como si sintiera dolor.
Luego, contra su vientre, su virilidad empujó y ella se congeló. Todavía era
virgen, pero no era tan inocente como para no entender el significado de esa
dureza. El calor abrasó un camino por su cuerpo.
Con su pulgar, el extraño continuó haciendo ese pequeño movimiento distractor
que envió la más extraña ráfaga de sensaciones en todo su ser. Continuó, con un
tono mucho más suave de lo que ella esperaba de alguien como él. —Nunca forzaría
a una mujer.
No, con una cara y un cuerpo como para rivalizar con el arcángel Gabriel, no
necesitaría hacerlo. Ella apretó los labios con fuerza.
—Tampoco suelo tener la costumbre de embriagarme...— Un rubor moteado
manchó sus mejillas como si estuviera avergonzado por sus acciones de la noche
anterior. Lo cual era absurdo.
Los nobles eran excesivamente indulgentes consigo mismos y colocaban sus
comodidades materiales por encima de todo. —Normalmente no bebo como lo hice
anoche—, terminó en voz baja.
Ella presionó sus labios en una línea firme, estoicamente silenciosa. Todos los
caballeros bebían sin ningún control como él. El suministro de licores de la semana
menguante era prueba de ello.
—Tiene que irse—, dijo ella en voz baja, mientras la razón enderezaba su
mundo. No importaban los errores que lo habían llevado a sus aposentos, ni su furia
indignada. Ahora, todo lo que importaba era deshacerse de él antes de que...
Se oyeron pasos en el pasillo, y luego alguien llamó a su puerta. El corazón de
Helena se aceleró y dirigió su mirada al frente de la habitación. —¿Estás
despierta?— Fue la clara preguntó a través del panel de madera. —Ryker te quiere
en su despacho—, dijo Clara. La mente de Helena se aceleró. No tenía previsto
reunirse con Ryker. ¿Por qué iba él…?
El tictac del reloj tronó en sus habitaciones. Por su propia voluntad, su mirada
se dirigió al intruso. ¡Necesitaba sacar a Robert ahora!
Otro golpe dividió el silencio. —¿Helena?— La preocupación llenaba el tono de
la otra mujer. Bueno, tal vez no este momento preciso.
—Creo que ella requiere una respuesta Hele…
Ante ese susurro melifluo, Helena liberó su mano y estrelló su palma sobre los
labios del hombre. —Er... s-solo un momento —le gritó ella, mirándolo en silencio.
—¿Dijiste algo?
—¡No!— ella llamó.
Clara sacudió la manija de la puerta. —¿Todo está bien? ¿Debería traer a Ry...?
—¡No! Estoy bien—, dijo ella, estabilizando su voz. —Dile que estaré con él en
un momento.
Con los pasos en retirada de la mujer, Helena volvió a mirar al desconocido que
se había metido en sus sábanas y arrastraba los dedos por su cabello enmarañado.
Oh, Dios. ¿Y si Clara hubiera ido a buscar a Ryker? Si descubría a ese desconocido
en sus aposentos, Ryker lo golpearía hasta matarlo y entonces su juicio quedaría
cuestionado para siempre al acostarse con un noble, y luego quién sabía lo que él
haría. Ella cerró los ojos una vez más, congelada.
Tick-tock-tick-tock-tick-tock.
Oh, maldito infierno. Esto estaba mal.
Muy mal, de hecho.
Regla 5
Siempre prepárate para defenderte adecuadamente.

Robert debería liberar a la ardiente descarada. Era, después de todo, lo más


caballeroso, y nadie en el reino se atrevería a acusar a Robert de ser nada más que
un caballero. Bueno, un pícaro, quizás... pero nunca un sinvergüenza que se
aprovecharía de una mujer que no deseaba sus atenciones.
Cuando llevó a la entonces espartana guerrera debajo de él, su intención original
había sido simplemente poner fin a su asalto. Ahora, con la daga fuera de sus manos
y sus pies claramente contenidos, prestó atención a detalles mucho más
placenteros. Sus pequeños senos presionados contra su pecho desnudo, los pezones
rozándose contra su piel. El deseo surgió a través de él, borrando momentáneamente
la lógica y todas las amenazas anteriores de la boca de esta mujer.
Robert bajó su rostro hacia el de ella.
Ella lo fulminó con sus ojos. —¿Q-qué está haciendo?— susurró, con ese débil y
ronco temblor insinuando su deseo.
—Estoy besándola—. Porque aunque nunca poseería la belleza para inspirar
sonetos o poemas, había algo cautivador en ella.
Ella chilló. —Ciertamente no va a hacerlo. No, a menos que desee sentir la ira de
Ryker—. Excepto que en lugar de alejarse, ella cerró los ojos e inclinó la cabeza muy
ligeramente para recibir su beso.
Él sonrió. La enérgica zorra era un acertijo envuelto en un rompecabezas.
—Muy bien—, espetó, y los ojos de Helena se abrieron de golpe.
—¿Quién es Ryker?— Él colocó sus manos sobre su cintura para calmar sus
tentadores movimientos.
Sus ojos formaron círculos redondos. —Uh... El Señor Black. El propietario del
club—. Ah, el infame dueño del Infierno, conocido solo como Black. —No toleraría
que nadie deambulara por sus apartamentos o que me tocara.
Ella era la amante de Black, entonces. Una oleada de decepción siguió a esa
revelación. Con su espíritu y pasión, demostraría ser una amante entusiasta. El
notoriamente despiadado dueño sin duda destrozaría al hombre que se había
atrevido a poner sus labios y manos sobre ella. —Espera lealtad entonces.
Helena levantó la barbilla un poco más. —Él ordena lealtad con sus acciones.
Una oleada de celos potentes y poderosos lo recorrió ante la señal de su
fidelidad. Como receptor de nada más que traición y engaño, hacía tiempo que había
aceptado que las intenciones de ninguna mujer eran realmente honorables, sino que
siempre eran egoístas. Con su defensa, esta mujer contradecía todo lo que él había
aceptado como verdad.
—Tal vez—, le susurró él al oído, provocándola deliberadamente. —Pero su
falta de aliento insinúa su deseo por mí—. Robert rozó su boca sobre la de ella, en
un beso fugaz, permitiéndole alejarse. Pero ella se apoyó en su abrazo y le devolvió
el beso. Robert retrocedió y ella parpadeó rápidamente.
Un jadeo se derramó de sus labios y ella movió su rodilla. —Bastardo—, ella
gruñó cuando él se movió, esquivando por poco su golpe. —Quiero que se vaya y si
es inteligente, no volverá—. Sin duda, esas fueron las palabras más verdaderas
jamás pronunciadas en este club. Y aun así... Con un gruñido, rodó a su lado y, en
un movimiento fluido, la atrajo hacia él. La descarada movió sus nalgas
redondeadas y su eje saltó. Con un gemido, cerró los ojos y contó hasta diez. Luego
oró por paciencia y cuando ambas cosas resultaron ineficaces, él la recostó en el suelo
una vez más.
Él buscó su mirada sobre su rostro. —¿Quiere que la libere?— él susurró contra
la esquina de su boca.
Sus largas pestañas marrones revolotearon salvajemente y se inclinó hacia
él. Ella movió su cabeza, en la más leve sacudida.
Después de la traición de Lucy, había llegado a apreciar que la conexión más
segura y verdadera con una mujer era el placer que se encontraba en sus
brazos. Robert rodó a su lado y la atrajo hacia sí, tan rápido que sus cuerpos nunca
rompieron el contacto.
—¿Qué e-está haciendo?— Su pregunta sin aliento encendió sus sentidos.
Él tocó con la punta de su dedo el labio inferior de ella. Incluso en el estado de
embriaguez de la noche anterior, el espíritu de ella había captado su interés. Aunque
nunca se la consideraría una belleza en ningún sentido de la palabra, había una
cruda realidad en la mujer que la diferenciaba de cualquiera de las damas
respetables o cortesanas menos respetables que había conocido. —Voy a besarla de
nuevo.
Se preparó para ver el destello de espíritu en sus expresivos ojos. En lugar de
eso, un suspiro se le escapó, el leve movimiento del aire rozando su piel, y ella
inclinó la cabeza hacia atrás.
El deseo se apoderó de él y Robert acercó lentamente su boca a la de ella. Si ella
se alejaba, si lo rechazaba en lo más mínimo, él la liberaría. —No recuerdo cómo
llegué a estar en su cama, solo que lo hice. Lo único que lamento es que estaba
demasiado borracho para recordar la sensación de usted en mis brazos.
El aliento de ella se detuvo en una inhalación audible.
Esta mujer en sus brazos le recordaría para siempre los peligros de la bebida. No
recordar lo que había sucedido, si es que había pasado algo, era la mayor de las
tragedias. —Y si la dejo ir ahora, si la dejo huir sin besarla, siempre lo lamentaré.
Sólo que sospechaba que, después de sentir sus exuberantes caderas en su mano,
el oleaje de sus nalgas, un simple beso nunca sería suficiente.
Él pasó la punta de su lengua por el borde de sus labios.
El aliento de ella le acarició los labios. —N-no debería—, dijo ella en una protesta
poco entusiasta.
Él tocó con sus labios la comisura de su boca. —Debería—, susurró. —¿Puedo
besarla?
La sorpresa brilló en los ojos de ella, pero no dijo nada y, con un gemido, él tomó
sus labios bajo los suyos. Deslizó su boca sobre la de ella una y otra vez. El seductor
aroma a lavanda y limón que se pegaba a la piel de ella invadió sus sentidos, más
embriagador que todos los licores que había consumido la noche anterior, y
profundizó su beso.
Con un gemido, ella sacó los brazos de entre sus cuerpos y los enroscó en su
cuello. Animado, él tomó sus caderas con firmeza y la ancló en el centro de sus
muslos.
Un jadeo bajo y estrangulado salió de sus labios y él se tragó el sonido. Robert
encontró su lengua con la suya, saboreando, explorando, marcándola como suya.
Le subió el borde de la falda y sus muslos se abrieron como una invitación.
Robert encajó su rodilla entre las esbeltas piernas de ella y presionó con fuerza
contra su caliente centro. Balanceó su pierna contra ella en un movimiento lento y
ondulante. —Por favor—, gimió ella, arqueándose contra él. Él metió la mano entre
ellas y rozó la mata de rizos que protegía su feminidad.
Un pequeño grito agudo escapó de ella y él volvió a consumir ese sonido
embriagador. Apartó los labios de los de ella y siguió un camino de besos a lo largo
de la mandíbula, bajando por el cuello, hasta llegar a la suave hinchazón de sus
pechos blancos como la crema, y luego cerró la boca en torno a su pezón y ella se
aferró a su cabeza, anclándolo cerca. El deseo surgió en él y le hizo subir el camisón
nocturno. —Helena—, respiró contra su piel.
Los ojos de ella se abrieron de golpe. El horror marcó sus rasgos y, con un rápido
movimiento, puso su rodilla entre las piernas de él.
Con un silbido de dolor, él rodó, agarrándose la entrepierna.
En un brillante resplandor de conmoción y furia, Helena se puso de pie de un
salto. —Nunca vuelva a... como se atreve...
—Forme oraciones, princesa—, dijo con voz áspera, y a través de la agonía del
movimiento torturado se puso de pie tambaleándose.
Ella se llevó las manos al corpiño de su camisón, apretando y soltando los
dedos. —Cómo se atreve—. Sus ojos formaron círculos redondos. Ella buscó
alrededor, y él siguió su mirada hacia el destello de plata en el suelo. Los músculos
de su cuerpo se tensaron y buscó el cuchillo antes de que la arpía lo tomara para
enterrar su navaja en su corazón. O peor...
Helena se tambaleó hacia atrás. —Dame mi arma, señor—. Y si ella no lo hubiera
dejado casi sin la posibilidad de continuar con su linaje hace unos momentos, él se
habría sentido como la peor clase de canalla por el agudo pánico en su demanda.
Robert sostuvo la daga por encima de su alcance. Si ella creía por un momento
que él tenía la intención de entregarle una daga a una mujer que escupía furia —una
furia dirigida hacia él—, estaba más loca que el viejo rey George. Metió la cuchilla
entre los dientes. —¿Sabe?— mordió el borde de la hoja. —No creo que lo haga.
Mientras recuperaba su camisa arrugada y se la ponía sobre la cabeza, una
corriente de ingeniosas maldiciones se filtró por la habitación. Después de deleitarse
perversamente en ignorar la clara indignación de la mujer, metió los brazos en las
mangas de su abrigo.
—¿Me ha oído?— ella exigió, su pecho subía y bajaba.
Él se sentó al borde de la cama, con las sábanas todavía arrugadas de su noche
juntos, y tiró de una bota. —¿Qué parte?— él arrastró las palabras. —¿Su pregunta
sobre mi paternidad?— Robert se detuvo a medio tramo de ponerse la otra bota para
levantar una ceja. —¿O su acusación de mi posible propensión a las actividades
carnales con una perra?
Ella apretó los dientes con tanta fuerza que el sonido llegó más allá del espacio
que los separaba.
—Dije que quiero mí…
—Tendrá su cuchillo. Tan pronto como esté listo para irme. Estaría loco si
confiara en que no va a clavar su malvada hoja en mi vientre.
Si las miradas mataran, sería un montón de cenizas a los pies de su cama
arrugada. —No se la clavaría en el vientre.
Como había sospechado. Él movió las cejas. —Eso no inspira el nivel de
confianza que merece devolver un arma a su posesión—, dijo, quitando el cuchillo
de entre sus dientes apretados. Robert lo agitó y la mujer siguió esos movimientos
deliberadamente casuales con su mirada furiosa. —Pero al menos sea honesta,
princesa. A pesar de toda su indignación, le di permiso para rechazar mi beso—
. Metió el cuchillo entre los dientes una vez más para poder ponerse la otra bota. —
No tengo la costumbre de beber o forzar mi atención a mujeres desinteresadas—,
dijo Robert alrededor de la hoja. Y alzó una ceja. —Tampoco imaginé sus gemidos y
la humedad entre sus hermosos muslos.
El color le iluminó las mejillas, una reacción contraria a las mujeres
experimentadas que vivían en esta guarida del pecado. —Por Dios, cuando me
entregue mi maldito cuchillo, lo enterraré en su corazón, infeliz bastardo.
Ahora, esa diatriba vitriólica era lo que uno esperaría de una mujer
experimentada que vive en una guarida de pecado.
Él le devolvería el arma, de eso no había duda, pero si lo hiciera ahora sería un
tonto. Finalmente logrando ponerse su bota, Robert se puso de pie. Quitándose el
cuchillo de entre los dientes, se dirigió hacia la puerta.
El jadeo de la dama resonó por la habitación. —¿Qué está haciendo?— dijo
mientras sus dedos chocaban con la manija de la puerta.
Robert hizo una pausa y lanzó una mirada sobre su hombro. —Esto es lo que
uno llama irse, madame—. Él abrió la puerta justo cuando su grito se elevó.
—¡Mi cuchillo!
Él cerró la puerta entre ellos con un suave y decisivo clic. Esperaría un momento
hasta que la mujer se calmara y luego le devolvería el arma. Robert alcanzó el
mango.
Un suave golpe impactó en la puerta de paneles y apostaría con la ropa arrugada
que llevaba ahora a que la arpía había lanzado su bota contra la puerta.
Le siguió otro golpe.
Enfundó la espada en su bota. Tal vez, devolvería el arma más adelante. Lo que
requeriría volver a ver a la espinosa señorita. Robert sonrió. Sí, tal vez esperaría
después de todo.
El lejano rumor de voces masculinas sonó en el pasillo y Robert se puso en
marcha en dirección contraria. Aceleró su paso, dirigiéndose a una escalera. Sin
duda, al margen del título de marqués, el famoso propietario se enfadaría si un
cliente se infiltraba en sus aposentos privados. Las voces ásperamente guturales se
hicieron cada vez más claras y Robert descendió agachado por la escalera de
servicio. Se detuvo, dándole a sus ojos un momento para adaptarse al espacio poco
iluminado. Y menos aún dudó de que el despiadado rey del mundo del juego
removería las entrañas de cualquier hombre que se hubiera atrevido a tocar a su
amante.
Algo oscuro y persistente, algo que se parecía mucho a los celos, se deslizaba en
su interior. Él bufó. ¿Por qué iba a molestarle la idea de que la atrevida, que había
amenazado con abrirlo por la mitad, estuviera con Black? Y sin embargo, sentía
irritación. Como heredero de un ducado, se había acostumbrado a todo tipo de
damas que clamaban por un lugar en su cama: las infelices casadas, las
recientemente viudas, las no tan recientes. Sin embargo, de todas esas mujeres,
nunca había habido una mujer tan animosa como Helena, tan poco preocupada por
el estatus o el título, y ella pertenecía a Black.
Bajó las duras escaleras de madera, con cuidado de sus pisadas. Después de toda
una vida de adulación y halagos, la realidad de su respuesta, ese desprecio total por
el estatus o el derecho de nacimiento era... refrescante. Desde que estaba en la cuna,
todo el mundo había visto a un futuro duque. Llevaba su rango como una persona
lleva una cabellera o una marca de nacimiento en la piel. Una pequeña sonrisa
rondaba sus labios.
Y apostaría todos sus bienes no desamortizados a que si la mujer se enteraba de
que poseía uno de los títulos más antiguos del reino, sus reacciones y acciones
habrían sido las mismas.
Robert llegó al final de la escalera. A pesar de su impresionante furia y sus
afirmaciones de indiferencia, el cuerpo de ella había ardido con la prueba de su
deseo. Su cuerpo se agitó al recordar su encuentro: las puntas hinchadas de sus
pechos turgentes, el calor que irradiaba su centro caliente. Sí, puede que ella quisiera
destriparlo, pero también lo había deseado... aunque se lo negara a sí misma.
Salió al pasillo y se quedó helado.
A lo largo del pasillo, un hombre enorme y corpulento se detuvo y Robert se
tragó una maldición negra por su descuido. Con una facilidad increíble para alguien
del tamaño del hombre, la figura llena de cicatrices dejó el cubo de agua en sus
manos en el suelo y se abalanzó sobre él. —¿Qué hace aquí?— él ladró.
Fingiendo despreocupación, Robert tiró de sus solapas. —Parece que me he
perdido—. La mentira se deslizó con mucha facilidad. —¿Sería tan amable de
mostrarme la salida?
El bruto, casi calvo lo miró con descarada sospecha. —Entonces—, gruñó. —
Sígame señor—, gruñó. —A los Black no les gustan los petimetres elegantes que
corren por sus pasillos.
Robert dio un paso al lado del hombre, que continuó lanzando miradas de reojo
en su dirección mientras caminaban por un pasillo largo. Los candelabros
iluminados con velas proyectaban sombras espeluznantes sobre las paredes
pintadas de rojo carmesí.
—Váyase, Señoría—, murmuró el hombre y asintió hacia una puerta. Abrió de
golpe el grueso panel de roble y la luz cegadora de los candelabros bien iluminados
del piso principal del infierno se derramó por la abertura. El hombre legítimamente
sospechoso se cruzó de brazos y se quedó esperando mientras Robert salía al piso
de juego vacío.
Mantuvo su mirada dirigida hacia adelante. Con cada paso que daba, la piel en
la parte posterior de su cuello se erizaba de consciencia.
Un hombre ancho, altísimo y vestido de manera estridente, aunque elegante, se
interpuso en su camino. Aunque nunca habían hablado, lo reconoció como Niall
Marksman, uno de los propietarios del club que se paseaba habitualmente por sus
instalaciones.
La sospecha se encendió en los iris azules y casi negros de sus ojos. —¿Podría
ser de ayuda, milord?— El toque de cockney de las palabras del hombre contradecía
la fachada caballerosa que inspiraba su atuendo.
Los despiadados bajos fondos de Londres eran algo que sólo había visitado
casualmente y con poca frecuencia. Tenía el suficiente aprecio por la vida como para
contentarse con la multitud mundana y los placeres de los respetables White's y
Brooke's. Aun así, no se dejaría intimidar por esos hombres que gobernaban su
poderoso imperio del juego. Robert lanzó una fría mirada sobre el hombre que aún
lo escudriñaba intensamente. —Me voy—, dijo.
—Encontrará su carruaje esperándolo—. Un músculo saltó en la esquina del ojo
izquierdo de Marksman y cruzó los brazos sobre su amplio pecho de manera
amenazante.
Inclinando la cabeza, Robert continuó caminando. Llegó al frente del club y un
sirviente con librea abrió la puerta y Robert salió a la luz de la mañana. Echó un
vistazo a las calles tranquilas. Su conductor saltó del pescante y abrió la puerta de
su carruaje. Robert se acercó al transporte. —Oxford Street—, le dijo Robert,
mientras subía.
La fascinante Helena había demostrado ser una distracción muy bienvenida de
sus circunstancias actuales, pero con su partida del club, la realidad ahora se
entrometía. Tenía que reunirse con el hombre de negocios de su padre para que
Robert pudiera conocer el alcance total de las finanzas de su familia. Mientras su
carruaje avanzaba por las calles de Londres, alejando a Robert de las calles pobres y
sucias de St. Giles, alejó los pensamientos de la belleza enérgica que, con su
indignación hacia él, había demostrado ser más honesta que cualquier mujer que
hubiera visto o conocido.
Regla 6
Que nunca te atrapen sin tu arma.

Él le había robado el cuchillo.


Mientras Helena se apresuraba a hacer sus abluciones matutinas, pasó un cepillo
por los enredados rizos; con cada tirón de los mechones, se deleitaba perversamente
con la distracción. Aunque robarla no era el peor de los crímenes cometidos por Lord
Robert Sin Apellido. Sus pezones se tensaron con la emoción de su recordada caricia.
Su experta caricia. Con un gruñido, dio un último tirón al cepillo y se puso a trabajar
en trenzar su cabello. No era una tonta débil como para fantasear por un hombre
que se había tomado libertades... aunque su beso le hubiera abrasado el alma.
Lo único que tenía que hacer era revisar los registros y buscar a todos los clientes
llamados Robert... y luego, ¿qué?
Tomó un vestido de su armario. —¿Buscar en cada suite de
invitados?— murmuró ella. Y correr el riesgo de ser descubierta, lo que causaría
todo tipo de problemas... para el club... y con Ryker. Lo que sólo le recordó que
incluso ahora su hermano, que no esperaba a nadie, la esperaba hace casi media
hora. Su pánico aumentó.
Otro golpe sonó en la parte delantera de su habitación.
Poniéndose el vestido, Helena saltó por la habitación y abrió la puerta.
Clara ingresó a la habitación. —¿Qué te tiene retrasada?
—Necesito ayuda con el vestido—, suplicó, ignorando deliberadamente la
pregunta.
La mirada de la otra mujer se dirigió hacia donde Helena agarraba su vestido en
la parte delantera.
Con precisión militar, Clara la hizo girar y comenzó a abrocharle el
vestido. Cuando era una niña, Helena se había esforzado por ocultar las cicatrices
arrugadas que le cruzaban la espalda hasta que Ryker había visto las marcas. En un
tono brusco y recio, las había llamado sus insignias de fuerza y coraje y le había
ordenado que se enorgulleciera de ellas. Desde ese momento, ella las había visto
como algo más que marcas enojadas y feas sobre su persona, sino más bien como un
recordatorio de los peligros que le esperaban a una mujer sola, sin ninguna habilidad
que la respaldara más allá de sus talentos en las alcobas.
—Ahí, listo— Clara abrochó el último botón de perlas. —Tu hermano no
está contento—, dijo la otra mujer mientras Helena procedía a buscar sus botas.
Se dejó caer en el borde de su colchón y se tomó su tiempo para tirar de ellas y
atarlas. Su trenza cayó sobre su hombro. —Supongo que no—. El hombre
alimentado por su poder y su éxito encontraría igual de desagradable sus informes
desfavorables sobre el licor que el hecho de que lo hicieran esperar.
Helena se apresuró a recoger sus gafas y se las colocó en la nariz. Agradeciendo
la distracción que le impediría pensar en el noble de cabellos dorados y en su sonrisa
perversa, una impía anticipación la llenó para enfrentarse a su obstinado
hermano. —Gracias, Clara—. Colocando un beso en la mejilla de la otra mujer,
Helena recogió sus libros y se dirigió hacia la puerta.
Clara la abrió rápidamente. —Buena suerte.
Helena salió al pasillo. Sí, realmente debería centrarse en su próxima reunión,
especialmente dada la información financiera que le llevaría a Ryker. Mientras
recorría los pasillos vacíos, se lamentó de no tener botas de tacón grueso y de que su
hermano no se hubiera molestado en poner alfombra en los suelos de madera.
Así podría sentir algo de satisfacción y no esta delicada forma de caminar de
una joven que había sido efectivamente desarmada, nada menos que por un
caballero, quien luego le había robado el arma.
Robado.
¿Qué dirían su hermano y los demás de aquella indignidad?
Llegó al despacho de Ryker, temido por la mayoría, y cambiando la carga en sus
brazos, pulsó el pomo y entró. Helena realizó un rápido escrutinio en busca del
hermano disgustado.
De pie junto al aparador, Calum se sirvió un brandy. —Adair lo llamó a los
pisos—, dijo, siguiendo su mirada escrutadora.
Con una inclinación de cabeza, ella llevó sus libros de contabilidad hasta los pies
del amplio escritorio de caoba repleto de papeles y folios de cuero. Se dispuso a
sentarse. —¿Dónde estabas?
Helena se congeló y luego se acomodó en la silla de madera sin tapizar. Por regla
general, los muebles en el despacho de Ryker eran duros y austeros. El único cuadro
que adornaba las paredes era una reproducción única y misteriosa de la Muerte y el
Avaro de Bosch que colgaba sobre su escritorio, ni un sólo artefacto tenía más allá de
un propósito funcional aquí. Había sospechado durante mucho tiempo que era una
forma de evitar que sus empleados y visitantes se sintieran demasiado cómodos en
él. En un movimiento deliberadamente despectivo, dejó caer sus libros de
contabilidad en el borde del escritorio de Ryker, tomó el libro que estaba encima y
lo abrió. —He dormido más de lo habitual—, dijo secamente. —Dado que es la
primera vez que sucede en los diez años que he controlado los libros, espero que sea
perdonable.
Lo que definitivamente no era perdonable era gemir por el beso de un poderoso
noble miembro del club. El calor le quemó las mejillas. ¿Qué clase de hombre podía
conseguir que su sangre hirviera de furia y su cuerpo ardiera de deseo? Reprimió
un gemido. Y un noble pomposo, nada menos.
—¿Por qué estás haciendo eso?— Calum presionó.
Mantuvo su atención en las filas de números que detallaban los gastos de licor
del otoño pasado. —Es mi trabajo mirar los libros—. Y ella siempre había hecho un
trabajo admirable al concentrar todos sus esfuerzos y atenciones en nada más que
en las finanzas del Infierno y el Pecado. Sólo recientemente las restricciones
impuestas sobre ella, en nombre de la seguridad, habían despertado la inquietud en
su interior. Un hambre de más.
Calum tomó un sorbo y la estudió por encima del borde de su vaso. —Me refería
a sonrojarte—. Su tono sospechoso solo envió más calor por su cuello. Ella se aferró
a los bordes del libro en su mano. ¿Llevaba todavía el beso de Robert en sus
labios? —¿Por qué te sonrojas?— Frente a ella estaba su hermano cuestionándola.
Alto, oscuro, amenazante para la mayoría, terrorífico para todos, los hombres
temblaban en su presencia tal y como había atestiguado desde el observatorio
secreto en la parte superior de los pisos del club y en las calles de Londres.
Pero no con ella. Para ella, él siempre sería el joven serio que la dejaría
acurrucarse en su regazo cuando llegaban las pesadillas. Era difícil temerle, incluso
cuando se había convertido en uno de los propietarios de juegos más famosos de
todo Londres. —Oh, no lo sé. ¿Porque estoy cansada? ¿Porque estoy molesta? Sin
duda es una combinación de ambas cosas—. Por eso, fue fácil volver su atención a
sus libros. Levantó la cabeza y arqueó una ceja. —Aunque si estás solicitando una
explicación científica para ello, me temo que no puedo ayudarte.
Él bajó las cejas.
Intentando mostrarse lo suficientemente despreocupada, tamborileó con las
yemas de los dedos sobre el libro de contabilidad abierto.
—Nunca duermes hasta tarde—, dijo él sin rodeos.
Ella cesó el movimiento de sus dedos. Su persistencia hablaba de su
sospecha. Maldita sea la piel pálida, ella había aprendido a prevaricar tan bien como
cualquier otro miembro del Club del Infierno y el Pecado. —Estaba más cansada de
lo habitual—. Lo cual no era del todo falso. Enfrentarse a un extraño en medio de su
casa en plena noche y despertarse con el beso de ese mismo hombre tuvo ese efecto.
Calum llevó su brandy al escritorio y se sentó en el borde. —Niall dijo que
escuchó ruido en las habitaciones principales anoche—. Continuó escrutándola a
través de pestañas entrecerradas.
Helena se calmó. El club tenía ojos y oídos en todas las habitaciones y
pasillos. Ella cuidadosamente revisó sus pensamientos. Si ella mencionaba al
caballero de cabello dorado que se había encontrado no solo en los pisos principales,
sino también en su cama, Calum, Ryker y los otros hombres que se habían formado
como sus defensores lo encontrarían, lo perseguirían para arrancarle las entrañas. —
¿Eso es una pregunta?
Las cejas de Calum se hundieron. —¿Helena?
…Tampoco imaginé tus gemidos y la humedad entre tus hermosos muslos... La piel de
ella se erizó bajo la atención de Calum y endureció sus facciones. —No escuché
nada—. La mentira brotó fácilmente de ella. Muy fácilmente.
Él se inclinó hacia adelante, implacable. — Diggory ha sido visto fuera del
club. Ryker sospecha que se ha infiltrado en el interior.
Oh Dios. Y así, todos los recuerdos de su arrogante visitante nocturno se
desvanecieron. Diggory. El odiado nombre de un hombre aún más odiado. Un
monstruo que despertaba terror y furia con igual medida. Sin percatarse, su mirada
se desvió hacia la flama de la vela en el borde del escritorio de su hermano. Su
corazón latía fuertemente en sus oídos. Por favor, por favor, para. Por favor... Ella cerró
los ojos cuando sus gritos de hace mucho tiempo pasaron por su mente.
—¿Me has oído?— La voz preocupada de Calum la sacó de su recuerdo, y se
abrió paso por el horror nunca ausente. —Dije: tu hermano cree que Diggory ha
penetrado en el club.
Ella logró esbozar un asentimiento desigual. —Te escuché—, dijo, despreciando
la débil tonalidad de su respuesta. Casi veinte años después, y sólo el nombre del
hombre podría reducirla a la chica llorona y suplicante que había sido una vez. —
No fue Dig… él—, dijo sin comprender.
Él la estudió de la misma manera que miraba a los clientes en el piso del infierno
de los juegos, y ella se quedó quieta bajo ese escrutinio. —No ves la amenaza que
representa—. La suya fue una declaración de hecho, y el fruncimiento en sus labios
insinuó su disgusto.
No podían verla como algo más que una niña que todavía luchaba contra las
pesadillas de su pasado. Sin embargo, ellos eran los que veían demonios en la
oscuridad. Esta charla sobre Diggory, la amenaza que representaba ahora, tan
diferente a la de cuando era una niña, la podía manejar con la fuerza de una
mujer. —Veo la amenaza, Calum. Para el club—, aclaró. —No para mí.
Durante un largo rato, Calum le devolvió la mirada incrédulo. Ella permaneció
inmóvil bajo su escrutinio. —¿Realmente crees eso?— preguntó por fin. Su forma de
indagar encajaba mejor con un agente de Bow Street que con un hermano protector.
Donde sus hermanos creían que un retorcido juego de venganza impulsaba al
bastardo y que él pretendía hacerle daño, Helena era lo suficientemente racional
como para ver que ya no tenía un propósito para Diggory. —No tengo dudas de que
él es responsable de los envíos dañados—, dijo, pragmáticamente. —Pero eso es
todo. No sabe que yo tengo los libros de contabilidad y que los manejo. Por eso, ¿qué
utilidad tendría para él?
Calum se burló. —Si crees eso, entonces eres una tonta.
El leve clic en la puerta acabó con todos los debates sobre Diggory y sus
planes. Sus miradas se dirigieron al mismo tiempo al frente de la sala.
Ryker llenó la puerta. Con casi dos metros y con músculos gruesos y una nariz
torcida por muchas peleas callejeras en Londres, poseía cabello negro como la
medianoche que le daba una calidad ominosa a un hombre ya temido por todos. Y
la mayoría de las veces, Helena no se excluía por completo de esa compañía. El único
hermano con el que compartía sangre lanzó una mirada dura e implacable entre
Calum y Helena. Sin parpadear bajo su feroz escrutinio, Helena permaneció
inmóvil. Finalmente, Ryker se concentró en ella. —¿De qué se trata esto?— Un borde
letal de acero subrayó su demanda.
Cerrando el libro de contabilidad, Helena se puso de pie. —Ryker.
Calum sacudió la barbilla. —Tu hermana durmió hasta tarde.
¿Esto de nuevo?
Su hermano cerró la puerta detrás de él. Sus ojos azul hielo parecían hacer un
inventario de su persona. —¿Por qué?— preguntó, con la voz áspera y gutural de
quien dice pocas palabras y valora el silencio.
Ella despreciaba el calor que abrumaba sus mejillas. —Estaba más cansada de lo
habitual.
Ryker cruzó los brazos sobre su pecho ancho y musculoso. —¿Por qué?— Él era
implacable.
Porque estaba intentando levantar a un hombre en el piso principal de nuestras
habitaciones. Porque estaba besando desesperadamente a un noble demasiado apuesto. Un
noble cuyo nombre completo ni siquiera se había molestado en averiguar.
Helena apuntó sus ojos al techo. —Porque estaba cansada. Porque yo…
—¿Las pesadillas?— suplió él por ella.
Ryker y su personal se habían lamentado por el hecho de que ella fuera la peor
mentirosa de su pequeña familia hecha en la calle. Habían hecho todo lo posible por
instruirla en el arte de la evasión; después de todo, las mentiras a menudo salvaban
vidas.
—Sí—, mintió instintivamente.
Algunas mentiras eran mucho más fáciles que otras.
Él rodó los hombros. —¿Estás segura?
El brillo en sus ojos indicaba que sabía que ella le ocultaba algo. Después de
todo, uno no forjaba un imperio construido sobre mesas de faro y ruedas de ruleta
si no hubiera perfeccionado la capacidad de leer perfectamente a los demás. Pero
contar todo sobre el hombre llamado Robert era el tipo de crimen que Ryker nunca
perdonaría. —Estoy segura.
—Entonces está segura—, le dijo a Calum. Y así como así, el asunto había
terminado.
Una vez más, la frustración se apoderó de ella. Aunque apreciaba el apoyo y la
seguridad que le habían brindado a lo largo de los años, ahora era una mujer y, sin
embargo, era tratada con la misma sobreprotección utilizada para con un niño
pequeño. —Creí que me habían convocado para hablar sobre las cuentas de licor—,
dijo, orgullosa de sus tonos uniformemente modulados. —¿O realmente estoy aquí
para ser interrogada sobre mis hábitos de sueño?— Dejando a un lado el libro de
contabilidad, extendió la pierna y golpeó el pie en un agitado staccato.
Ryker no dijo nada. En cambio, la evaluó con esa mirada impenetrable que lo
veía todo y sabía aún más. Luego, se dirigió a su escritorio con la facilidad de un
hombre que domina el mundo. Ella se puso rígida ante su aproximación, pero él
continuó pasando por delante de ella. — Ya que estás lo suficientemente despierta
para responder, te pediré que también respondas por qué la reserva de brandy está
casi agotada—, dijo en tonos fríos y sin emociones mientras se acomodaba en la alta
butaca de cuero detrás de su escritorio.
En el abrupto giro en el interrogatorio, Helena parpadeó y luchó por reajustarse.
Él la miró con una mirada y ella se puso en movimiento. —Te hablé el mes
pasado sobre el aumento de los gastos en bebidas—. Ella reclamó la silla frente a
él. — En este preciso momento, el año pasado, los socios y la asistencia al club eran
un siete por ciento menos—. Helena giró el libro para su lectura.
Él ni siquiera apartó su mirada de la de ella. Ella señaló con un dedo la
columna. —Y, sin embargo, solo ha aumentado el presupuesto para el licor en un
cinco por ciento—. Helena sacudió la cabeza. —Incluso con la habilidad que tengo
con la contabilidad, si hay una deficiencia presupuestal, no puedo hacer que esos
números funcionen.
—No tolero las excusas—. Inclinándose hacia el frente Ryker reafirmó. —De
ningún tipo.
—No es una excusa—, dijo, igualmente pragmática. Sus gafas resbalaron y
Helena las volvió a colocar en su sitio. —Es un hecho—. Y el tiempo había
demostrado que los hechos eran los que gobernaban todos los aspectos de la vida de
Ryker Black. —En tu intento de competir con el Club Placeres Prohibidos...— La
mirada de su hermano se ensombreció, pero por lo demás no dio ninguna
importancia a su mención del club de Diggory. Ella continuó, ignorando la mirada
de advertencia que le lanzó Calum. —Estás decidido a proporcionar la mejor
calidad…
—¿Quieres que comprometa la reputación que he establecido?— Ese susurro
silencioso y grave apenas llegó a sus oídos.
Ryker estaba muy orgulloso del imperio que había construido. Como
debería. Nadie, ni siquiera ella, su única hermana, conocía los detalles de cómo había
acumulado su riqueza. Pero a pesar de todo su éxito, estaba claro para las personas
más cercanas a él que vivía con pesadillas derivadas de cómo había tenido que
reunir algunos de esos fondos en sus comienzos. Ella empujó su trenza detrás de su
hombro. —Te estoy recomendando seas prudente con los proveedores que
empleas—, dijo con una franqueza que había aprendido de la mano de este
hombre. —La entrega que llega al club siempre ha producido, en promedio, de
cuatro a seis botellas rotas cada mes y en cada entrega—. El detalle era extrañamente
sospechoso en sí mismo. Era demasiado matemáticamente preciso. También había
sido rápidamente descartado por Ryker y los demás.
Desgraciadamente, luchando contra las pesadillas de su pasado como todavía
lo hacía, cuestionaron erróneamente su espíritu legítimamente suspicaz, en asuntos
de negocios.
Ryker no perdió el tiempo en su implacable interrogatorio. — ¿Cuántas cajas
necesitamos para abastecer suficientemente al club durante todo el mes?
—Diez cajas de brandy, siete cajas de whisky y seis de jerez—, dijo sin
vacilar. Como habían bromeado durante mucho tiempo, Helena sabía poco acerca
de las personas, pero sin duda sabía de números.
—¿Y qué porcentaje de aumento ha visto el club en membresía desde el mes
pasado?— él respondió.
Helena apretó los brazos de su silla cuando la culpa la asaltó. Recogió sus libros
de contabilidad y los organizó en una pila ordenada. —No he terminado los
cálculos—. Nunca en el transcurso de su tiempo como contadora había fallado en
completar un trabajo asignado.
Su hermano apretó la boca, ese leve indicio de su disgusto era más evidente que
si la hubiera condenado verbalmente. Ella curvó los dedos de los pies en las suelas
de sus botas útiles. ¿Qué diría él al hecho de que ella hubiera estado entretenida con
uno de los altos miembros del club? —Me ocuparé de eso al final del día—,
prometió.
Ryker miró más allá de ella, y ella siguió su mirada hacia Calum, que estaba a
su lado. —Realiza el pedido.
El otro hombre asintió.
Helena cruzó las manos y las apoyó en su regazo. —Me gustaría encargarme de
las negociaciones.
Dos pares de ojos giraron en su dirección.
Ryker se reclinó en su silla y juntó los dedos delante de él. —¿Qué?— Ese
susurro áspero y carente de emoción habría aterrorizado a la mayoría.
Ella levantó la barbilla un poco. Nunca había sido una de esas mujeres que
mostraban interés por las prendas elegantes y los adornos. Hacía tiempo que
comprendía la inutilidad de esas fruslerías. Unas finas prendas de suave satén no
servían para protegerse de los duros elementos de un frío invierno londinense. Lo
que le gustaba eran los números y las negociaciones. —Quiero hablar con nuestro
distribuidor de licores—. También podría haberles pedido que mataran al monarca
y nombraran a Helena reina por las miradas peculiares que ganó. Ella no pedía
mucho. En gran parte porque no necesitaba pedir mucho. Gracias a su manejo de las
finanzas y al duro trabajo de sus hermanos, el club funcionaba como una máquina
bien engrasada.
Esta petición, sin embargo, era algo más que una compra práctica... se trataba de
salir de estos muros y tener voz y voto en la cuchilla que llevaría para protegerse.
Calum bebió un sorbo de su brandy y continuó estudiándola con aquella
expresión indescifrable. Fue el primero en romper el silencio. —Niall es quien se
encarga de esas discusiones—, le respondió su hermano.
Ignorando la determinación lógica del otro hombre, miró a Ryker. —Sí, pero no
ha sido eficaz.
Otra mirada pasó entre ellos. Calum silbó entre dientes, y dio un paso atrás,
haciendo un gesto a Ryker. Porque del mismo modo que no la habían dejado poner
un pie fuera, tampoco le cederían esta importante responsabilidad.
—Necesito un arma nueva—, continuó. —Y pensé que cuando fuera al mercado
también podría...
—Ya tienes un arma—, Ryker intervino con el ceño fruncido.
No era de extrañar que él se distrajera con esa pieza en particular, y no con la
petición que ella le había hecho. —He tenido el mismo durante casi veinte años—. Y
en cuestión de segundos, un lord elegante la robó. La sensación del hecho sabía
amarga en su boca.
Él la miró con esa expresión oscura e inquebrantable y ella resistió el impulso de
removerse. Nadie debería tener el poder de desarmar a una persona con una sola
mirada. —Muy bien. Díselo a Adair—. Debido a que Ryker estaba demasiado
ocupado para molestarse con asuntos tan mundanos como "otra" arma para Helena,
y ella era, según su pensamiento, incapaz de cuidarse a sí misma si la situación lo
ameritaba.
—En cuanto al distribuidor de licores—, dijo ella, llevando cuidadosamente la
discusión al punto original de solicitud.
—No—, dijo Ryker en tonos finales.
—Pero...
Él le dirigió una mirada fulminante que marchitó la protesta de sus labios.
Poniéndose en pie con movimientos rígidos, Helena recogió sus cuadernos y, sin
más, fue despachada. Otra vez. Era extraño que ella, que era la única responsable de
las finanzas del club, siguiera siendo tratada como una niña pequeña que no conocía
su propia cabeza. Era mucho mejor que el destino de la mayoría de las mujeres. Pero
ella no quería algo "mucho mejor". Quería su merecido control. Helena se dirigió a
la puerta.
Frunció el ceño al haber sido descartada tan fácilmente. Así era Ryker. No
dudaba de su amor. Ni siquiera dudaba de que daría su vida para salvar la de ella
si la situación lo requería. Pero tampoco sería el hermano afectuoso y cálido que la
consolaría.
Tal vez la vida como carterista, y luego cualquier otro oscuro secreto que
guardara, habían congelado para siempre su corazón.
Helena se acercó a la puerta.
—¿Oh, Helena?
Ella hizo una pausa, con sus dedos en el mango.
—Niall descubrió que un cliente dejó el club más temprano esta mañana.
Maldito infierno. Maldito Niall, cuyo trabajo era caminar por las salas de juego,
no pasaba por alto nada. Solo dile a Ryker. Si mencionaba todo lo sucedido y cómo lo
había manejado, entonces el asunto quedaría entre ellos y podrían odiar su forma
de manejarlo, pero al menos lo asumiría y no guardaría secretos. Pero algo retuvo
las palabras en sus labios. ¿De dónde venía el impulso de proteger a ese
desconocido?
—¿Me has oído?— Ryker, que nunca repetía nada, hizo la pregunta por segunda
vez.
Si se enteraba de lo que había sucedido la noche anterior y... su piel ardía aún
más caliente... esta mañana, él cortaría las manos del otro hombre. Ella arqueó una
ceja. —¿Y eso qué?
Él se cruzó de brazos. —¿Sabes algo de eso?— preguntó sin rodeos.
Uno nunca podría cuestionar a Ryker. Ella sacudió su cabeza. —No. Nada—
. Ella se humedeció los labios. —¿Por qué esperas que lo sepa?— Sus divagaciones
nerviosas se desvanecieron ante el ligero estrechamiento de su mirada. Ella levantó
la barbilla desafiante. —No sé nada de ningún caballero en las habitaciones
privadas.
Ryker no dijo nada durante un largo rato, y siguió estudiándola con la misma
mirada implacable y feroz que le había valido la reputación de ser uno de los
hombres más despiadados de las calles de St. Giles.
—¿Eso es todo?— preguntó ella, al mando de su consulta.
Él asintió bruscamente y ella volvió a tomar el mango.
—¿Helena?
Ella se puso rígida.
—No mencioné nada sobre un caballero en las habitaciones privadas—. Su
estómago se hundió y maldijo su lengua suelta. —Había reglas.
¿Había reglas?
Ella captó ese término definitorio. El miedo borró el pensamiento coherente.
—Pides más control en el funcionamiento del club, y aun así...— Él arqueó una
ceja negra. —Se me informó que tenías a uno de los invitados en tus habitaciones.
El mundo se detuvo abruptamente. Él lo sabe. El pánico la abofeteó. Por supuesto
que lo sabía. Él lo sabía todo. Su citación no tenía nada que ver con la
contabilidad. Sus anteriores preguntas sobre los libros no habían sido más que un
intento de poner a prueba su lealtad y su palabra. Cuán cuidadosamente había
entrado en su trampa. —Fue un error.
Él apretó la boca. —Sí, lo fue.
El silencio descendió, y ella se movió de un lado a otro sobre sus
pies. ¿Seguramente eso no era todo lo que diría? Seguramente, habría alguna
respuesta cargada más allá de ‘Sí, lo fue’. Helena abrazó sus libros con fuerza. —
¿Hay algo más que requieras?— ¿Cómo era su voz tan tranquila?
—Eso es todo.
Helena asintió. Quizás era más cobarde de lo que había creído. Abandonando
su discusión anterior, abrió la puerta de un tirón y huyó de los ojos cómplices de
Ryker y Calum. Corrió por los pasillos, con la respiración acelerada por el esfuerzo.
Se detuvo frente a su despacho y abrió la puerta de golpe. En cuanto estuvo dentro,
cerró la puerta y soltó una retahíla de maldiciones.
No había motivos para ocultar nada de lo que había ocurrido la noche anterior
entre ella y el caballero sin nombre. Entonces, ¿por qué no había compartido la
verdad?
Helena golpeó lentamente la parte posterior de su cabeza contra la puerta.
¿Cómo pudo ser tan tonta como para dejar la puerta abierta? Así, sus hermanos
habían cuestionado su juicio y su capacidad de cuidar de sí misma. Inevitablemente,
se habrían enterado del noble que había llegado a los dormitorios privados.
Apoyándose en la puerta, recibió respaldo de la superficie de roble. Incluso con
la desaprobación de su hermano, ciertamente había una deficiencia en su carácter.
Porque en ese momento no estaba pensando en las inevitables ramificaciones de
mentir no una, sino dos veces a Ryker... sino en el desconocido en toda su dorada
perfección. Su respiración se aceleró.
Y, al margen de la desaprobación de su hermano, no cambiaría esa noche, ni el
beso de Robert, por nada.
Regla 7
El club, y los que viven en él, están antes que nadie. Siempre.

A la mañana siguiente, con el fin de conocer la actividad del piso a mediados de


la semana, Helena abandonó su trabajo habitual de contadora en favor del
observatorio que daba al piso de juego.
No, su exploración del Infierno no tenía nada que ver con el caballero de pelo
dorado que le había acelerado la sangre y le había provocado un cosquilleo en la
piel. Nada en absoluto.
Mentirosa.
Dejando a un lado los pensamientos sobre Lord Robert Sin Apellido desde
donde se encontraba, Helena continuó su exploración de la sala de juego.
Las mesas de ruleta estaban llenas.
Las mesas de faro no.
Diez mesas parcialmente vacías en total, tres menos que la semana anterior.
Se quedó helada. Olvidados esos detalles mundanos y su visitante nocturno, se
acercó a la ventana de cristal y miró hacia abajo. Tal vez necesitaba gafas para algo
más que para leer y hacer cálculos, porque parecía... parecía que Ryker estaba
hablando con alguien.
No... un caballero. Se frotó brevemente los ojos. Seguramente no. Pero la visión
permaneció.
Ryker no hablaba con nadie. Niall, Calum y Adair, lo hacían a menudo. Ryker,
nunca. Generalmente se movía como un espectro entre los pisos de juego, evitando
las miradas, y evaluando su imperio, y eso era todo. Se revolvió con las faldas. ¿Y si
me sustituye por mi insensatez...?
Helena registró la puerta abriéndose, y luego cerrándose. —Helena—, dijo
Calum con gran sorpresa. —¿Qué estás haciendo aquí?
Ella levantó la mano en un saludo ausente, pero permaneció con la mirada fija
en el piso de abajo. —Estoy evaluando las mesas—, explicó, vagamente.
El hecho de que una figura solitaria como Ryker formara de repente una
asociación con un desconocido era un motivo para sorprenderse. Más aún cuando
Ryker, fríamente carente de emociones y reservado, entablaba una conversación con
un hombre corpulento, sonriente y que gesticulaba salvajemente.
Helena se acercó y entrecerró los ojos. Su aliento empañó el cristal, pero lo limpió
rápidamente, dejando una mancha de la palma de la mano. La conversación entre
esos dos hombres no era a lo que ella debía atenerse. Sobre todo con los informes
aún incompletos para Ryker. Había algo vagamente familiar en el hombre del bigote
y la calva. En ese momento el hombre le dio una palmada a Ryker en la espalda.
Ella arrugó la frente.
¿Le dio una palmada en la espalda...? Incluso con la distancia que había entre la
ventana y el suelo, Helena detectó que el cuerpo de Ryker se estremecía ante aquel
contacto físico.
—¿Qué te tiene tan absorta?
Sobresaltada, se dio la vuelta. —Las mesas—, ella disimuló.
Calum asintió ausente. —Ryker te estaba buscando antes—, murmuró.
¿La buscaba? Ryker acababa de conversar con un cliente en la sala de juego. Una
sensación de presentimiento la mantuvo suspendida, inmóvil.
Las únicas personas que Ryker buscaba activamente eran hombres y mujeres
que pretendía despedir. Por lo demás, uno sólo veía a Ryker en los momentos que
él le reservaba en su agenda... y esa regla se extendía a la familia.
Ella estaba siendo irracional. Ryker no la despediría. No simplemente porque
ella era su hermana, sino porque él la necesitaba. El éxito del club se debía en gran
parte a su manejo experto de los libros de contabilidad. Pero fuiste atrapada diciendo
una mentira descarada... una que potencialmente pone en riesgo a todos los miembros de la
familia. Y estaba el caballero con quien Ryker había estado caminando por los
pisos. —¿Me está buscando?— ella logró decir.
—No estabas en tu despacho—. Ella había estado aquí. —Sabes que tu hermano
no me cuenta todo—, dijo Calum, sin encontrar su mirada.
La incertidumbre creció hasta el tamaño de una roca. ¿Por qué no me mira a los
ojos?
—Ciertamente te dice más de lo que me dice a mí—. La amargura ganó en su
fallida apuesta por el humor.
Calum se acercó a donde estaba parada junto a la ventana y se detuvo a su
lado. Un destello triste apareció en sus ojos, mientras buscaba en su rostro,
intensificando su creciente inquietud. —Tu hermano te ama—, dijo
inesperadamente, en esos tonos suaves que solo había escuchado de él después de
despertarse de las pesadillas. —Todo lo que ha hecho ha sido pensando en ti—. Él
hizo una pausa. —Todos nosotros.
Sus palabras sonaron extrañamente como una despedida. Ella rechazó el
pensamiento tonto. Nunca la enviarían lejos... Pero él lo haría si encontrara una razón
mayor por la que no deberías estar aquí... Y ella ciertamente le había dado una
suficiente. Cualquier otro trabajador habría sido despedido sumariamente y
expulsado por sus crímenes ayer.
—Sí, bueno, estoy trabajando ahora—. A menos que fuera convocada
específicamente, era lo suficientemente sabia como para no ir a buscar a su hermano.
Siendo un hombre tan centrado en su imperio del juego, al menos respetaría su
devoción por sus responsabilidades. Helena lanzó otra mirada por encima del
hombro, buscando a su hermano. Ryker y el alegre y gordo noble se habían ido.
Cansada de las palabras y miradas crípticas de Calum, tosió en su mano. —¿Si me
disculpas? Tengo que ocuparme de las cuentas de licor.
Calum le dirigió una mirada larga y persistente, y el pesar brilló en sus ojos. Él
se apartó de su camino.
Helena cerró las manos en puños apretados y pasó a su lado.
Una vez fuera del observatorio, respiró lentamente y se dirigió a su despacho.
Aunque el hecho de que Ryker la buscara la ponía nerviosa, por lo imprevisible que
resultaba en un hombre comprometido con la uniformidad, ella no se estremecería
ni temblaría. No era como si él la hubiera convocado específicamente. Ahora bien,
si él hubiera intentado invitarla a su despacho... bueno, entonces estaría
convenientemente aterrorizada.
Llegó al final del pasillo cuando se oyó la rápida pisada de unas botas en el
pasillo de enfrente.
—¿Él está en mi despacho?— La voz grave de Ryker resonó en la quietud.
—... Solo lo escolté allí. Preguntó cuándo podría ver...— El resto de la respuesta
de Niall a la breve pregunta de Ryker se perdió. —No tienes que hacer esto—. El
murmullo de Niall se extendió por el pasillo. —Helena no ha sido...
Con el corazón latiendo dolorosamente, Helena se metió rápidamente en un
depósito cercano y cerró la puerta. Helena ¿no ha sido qué...? Su mente gritó. Ella dejó
una pequeña grieta en el panel pesado y entrecerró los ojos.
—... No hay otra opción—. Había finalidad en el duro pronunciamiento de
Ryker.
¿No había otra opción? La tonalidad críptica de eso, vinculada con el uso
anterior de su nombre por parte de Niall, hizo que el miedo llenara su cuerpo. Me
va a despedir. Apretó con fuerza el pomo de la puerta y presionó la oreja contra la
madera.
—...¿De verdad crees que no la podemos proteger…?
El agarre de Helena se deslizó sobre la manija de la puerta, y ella tropezó con la
puerta con tanta fuerza que la abrió y cayó de rodillas. Ella gruñó cuando el dolor
irradió por sus piernas.
¡Maldito infierno!
Ryker y Niall se detuvieron al final del pasillo y al mismo tiempo se dieron la
vuelta.
Con una sonrisa, se puso de pie como si se hubieran encontrado en las salas de
juego y no como si la hubieran descubierto descaradamente escuchando su
conversación. —Estaba haciendo un inventario de la ropa de cama—, mintió. Sus
expresiones coincidentes y penetrantes decían que ellos también lo sabían. Helena
se puso de pie, mientras el calor de la vergüenza inundó sus mejillas.
Niall se apresuró. —¿Estás…?
—Estoy bien—, le aseguró. Qué protectores siempre habían sido. De niña y
joven lo había apreciado. Ahora que era una mujer, se sentía asfixiada.
Ryker, sin embargo, permaneció donde estaba parado.
—Te estaba buscando antes. Niall, llévala a mi despacho—. La suya era una
orden más que cualquier otra cosa.
Ella miró perpleja su retirada. Helena pegó una sonrisa irónica en sus labios y
miró a Niall, quien con un metro ochenta de altura casi encontraba su mirada de
lleno. —Espero que esto sea importante para que me alejes de mis responsabilidades
diarias.
—Conoces a tu hermano—. Niall le dedicó una sonrisa amable y ella se mordió
la mejilla. Calum, Niall, cada uno llevaba la misma mirada de arrepentimiento. Sin
embargo, de todos sus hermanos, Niall siempre había sido el más fácil con sus
sonrisas y más libre con sus palabras.
—¿Por qué me quiere ver?— Preguntó sin rodeos.
—No es algo que yo deba decirte—. Lo que significaba que lo sabía.
Muy bien. Esta vez sería parco de sus palabras. —¿Puedo verlo más tarde?
Ahora no me siento muy bien— ella respondió.
Niall se encogió de hombros. —Tiene a alguien esperándolo en su despacho, y
ya conoces a Ryker y su puntualidad.
Sí, por eso sabía que cuando se quedó dormida, con Robert en la cama, le
llegarían las preguntas. El miedo se mezcló con el pánico. —¿Con quién se va a
reunir?— Es el hombre que ha contratado en mi lugar. Ella luchó contra el miedo a esa
posibilidad.
—Enseguida lo descubrirás, Helena—, dijo, deteniéndolos frente al despacho de
Ryker. Tal vez temía cualquier otra pregunta, porque cuando ella abrió la boca con
otra, empujó la puerta.
Helena entró.
Su mirada fue primero a Ryker, sentado detrás de su escritorio, su rostro duro
era una máscara apagada. Pero esa persona impenetrable y fríamente emocional que
siempre había demostrado ser no fue quien captó su atención. Más bien, era el
caballero sonriente, corpulento y vagamente familiar sentado en la silla demasiado
pequeña frente a Ryker. Ella buscó en su rostro fuertemente arrugado un indicio de
conocimiento.
La sonrisa del hombre se ensanchó ante ella, y ella apartó la mirada,
desconcertada por el escrutinio del desconocido. ¿Quién era este hombre por el que
Ryker la convocaba aquí incluso ahora? Él es tu reemplazo... ¿Qué era ella sin sus
números? Ella luchó para ordenar sus pensamientos.
Sin palabras, Ryker hizo un gesto hacia el asiento vacante.
Con las rodillas rígidas, como si fueran de madera, Helena caminó hacia la silla
y se sentó en el borde. Ella lo miró expectante.
Y en este universo paralelo en el que Ryker iba en su busca de ella y controlaba
todas las situaciones, el desconocido habló. —Tienes el aspecto de tu madre.
Helena se puso rígida. Bueno, eso no había sido lo que ella esperaba de este
hombre. Lanzó una mirada gélida sobre el extraño insolente. —Entonces, usted no
conocía a mi madre, señor—, dijo en tonos helados. Ella no media más un metro
sesenta, con un rostro hermoso y mechones rubios pálidos, el único indicio de
similitud entre madre e hija eran sus ojos verdes. Todos los parecidos se detenían
allí. ¿Cómo se atrevía este noble a entrar en el despacho de su hermano y soltar esas
tonterías?
Un brillo cruzó en sus ojos.
El hombre era un maldito imbécil, y si Ryker lo contrataba en su lugar, era igual
de tonto.
—Tienes su espíritu y coraje.
El calor subió a sus mejillas y se volvió, inclinando el hombro en un movimiento
deliberadamente despectivo. —Me estabas buscando, Ryker—, espetó.
Ryker la miró a través de sus pestañas oscuras. —Me has dado razones para
cuestionar tu seguridad aquí.
Robert. Ella le lanzó una mirada dura al petimetre a su lado. —Apenas creo que
esto merezca una discusión frente a un extraño—, dijo, orgullosa.
Ryker se reclinó en su silla de respaldo alto y apoyó las palmas sobre los brazos
de su asiento. —He permitido que te quedaras aquí... —¿Me permitió quedarme aquí?
Pensó Helena —... con la seguridad de que estarías a salvo— De Diggory. El nombre
colgaba en el aire entre ellos.
—Oh. — Ella extendió esa sola sílaba. —Pensé que me quedaba porque
manejaba tus libros de contabilidad de manera perfecta—. Y porque soy tú maldita
hermana. Sus uñas se clavaron fuertemente en sus palmas. Maldito sea su hermano
por ser el bastardo frío y sin emociones que era.
—Te has frustrado cada vez más con tus circunstancias aquí.
¿Cómo podría no hacerlo? Ella apretó los dientes. Sus hermanos la habían
traicionado. Habían roto sus promesas. ¿Dónde estaban los códigos de honor que
habían descubierto en las calles? Para ellos entonces, eres solo Helena Banbury y Ryker
es el amo, al que se le obedece ciegamente. —No voy a tener esta discusión con un extraño
presente—. ¿Él cuestionaría su juicio? Miró al extraño ahora solemne.
El hombre mayor se levantó, pero su hermano le indicó que volviera a su silla.
—Tu falta de juicio ha demostrado tu debilidad—. Ella se sacudió, sintiendo
como si él la hubiera abofeteado. Las marcas en su espalda, cara y manos eran
testimonio de su fuerza. Una mujer nunca olvidaba el infierno que la formaba. —
Esa debilidad sería tu fin, Helena. Dado tu error...
—Fue un solo error—, espetó ella. Un gran y horrible error.
—Y el mayor riesgo que enfrentaste—, continuó como si ella no hubiera
hablado. —He tomado una decisión—. Una decisión. De él. No de ella. No se trataba
de algo que se le hubiera consultado.
Su mente se alejó de la finalidad de su declaración, aferrándose a algo más
seguro. —¿El mayor riesgo al que me enfrento? ¿Se trata esto de
Diggory?— preguntó ella, condenando el ligero temblor de ese nombre que no hacía
más que reforzar el argumento de su hermano.
—Teniendo en cuenta todo eso—, dijo sobre ella. —Encontré que este es el
momento ideal para que tu determines con precisión lo que quieres—, dijo Ryker en
sus tonos ásperos, sacándola de sus pensamientos.
—¿Tú sabes lo que quiero?— Ella acercó al borde de su asiento. —Quiero
libertad de recorrer este lugar, como cualquier otro propietario del club. Deseo tener
plena libertad para salir como quiera, cuando quiera—, sin requerir del maldito
permiso de todos sus hermanos. —Y ahora, quiero volver a mis libros.
—No tienes libros.
No le pasó desapercibido lo bien que había esquivado sus otras afirmaciones
que precedían a esa en particular. —No, no, no los tengo—, dijo ella asintiendo. —
Estoy sentada aquí hablando contigo sobre mis acciones como si fuera una niña y no
una mujer de casi veinticinco años—. Ella se puso de pie.
—Siéntate, Helena—. Ese susurro bajo y peligroso la llevó a sentarse lentamente.
Desde que conocía a su hermano, él había procurado evitar el uso de nombres.
Cuando era una niña, había tratado de entender por qué. Ahora, apostaba que era
su intento exitoso de mantener a la gente a raya.
—Deseas saber cómo es la vida fuera de estos clubes.
Ella aplastó su boca. ¿Dónde estaba el crimen al querer ver más que las paredes
de este club?
—Tienes que determinar qué vida deseas vivir—. Sin apartar su mirada helada
de Helena, hizo un gesto hacia el señor todavía silencioso a su lado. —Este es el
Duque de Wilkinson, tu padre—. Ella giró su mirada y asimiló los detalles de ese
hombre. La vestimenta colorida. Esos ojos color chocolate, seguía siendo el mismo
hombre: su padre. Oh Dios. Un leve zumbido llenó sus oídos y estaba agradecida por
la robusta silla debajo de ella.
—El duque ha aceptado llevarte. Estarás a salvo allí.
¿Estaría a salvo allí? ¿Lejos de su familia? —¿Él va a llevarme fuera de
aquí?— ella exclamó, su voz sonaba muy lejana, como si viniera por un pasillo
distante. El pánico se adueñó de ella.
—Para la temporada—, dijo el duque, apoyando las manos en su gran
barriga. —Lo disfrutarás bastante. Está el teatro, los bailes y el parque...— Mientras
continuaba parloteando, Helena volvió a mirar a Ryker.
—Estás loco—, dijo con voz áspera. —Mal de la cabeza.
Él entrecerró los ojos. Cualquier otra persona seguramente habría sentido la ira
de su puño por tales ofensas, y en este momento deseaba haber nacido como hombre
de igual fuerza para poder golpear su rostro por esta traición.
—No quiero irme. Deseo quedarme aquí.
—Has estado pidiendo salir—, respondió en voz baja.
Ella parpadeó rápidamente. ¿Por qué le estaba haciendo esto? Ella quería un
poco de independencia, de libertad. Pero no quería alejarse de sus hermanos y ni de
sus libros. Era lo único que ella conocía. — ¿Cómo sabes que quieres estar aquí y no
en Londres?— ella dijo con voz herida, cuando por fin encontró palabras.
Ryker la miró, el fantasma de una sonrisa se cernía sobre sus cicatrizados labios
en una fugaz expresión de... ¿orgullo? ¿Diversión? De un hombre que se encargó de
no mostrar nada al mundo. —Cuatro meses. El resto de la temporada—, dijo, y
desapareció todo toque de diversión.
Su aliento se convirtió en ruidosos jadeos. —Los libros—, dijo con voz áspera.
Estaba claro que ella no le importaba. Dada la facilidad con la que la enviaba lejos,
ella nunca le había importado. Pero al menos le gustaba el club. Seguramente no
podía echarla tan fácilmente, no con todas las formas en las que dependía de sus
esfuerzos.
—Adair se encargará de ellos.
Helena se recostó en la silla. Sólo así, con cinco palabras, había desestimado su
valor en este club. —He p-puesto este club primero antes que a n-nadie y nada—,
susurró, odiando el temblor de su voz.
Con la mirada fija en Helena, Ryker ordenó al duque que esperara afuera.
Ella miró incrédulamente cuando el lord corpulento se puso de pie. —Por
supuesto, por supuesto—, dijo complacientemente, y se despidió.
Tan pronto como la puerta se cerró con un leve clic, Helena se lanzó hacia
Ryker. —No he sido más que leal contigo, con el club y he trabajado
incansablemente, ¿Y tú me pagas con esto?
Ryker arqueó una ceja. —Ah, pero eso no es del todo cierto, ¿verdad?— La
peligrosa mirada de acero que le dio su hermano podría cortar tan filosamente,
seguramente como la daga que ese bastardo le había robado. —Pusiste a Lord
Westfield primero.
Ella sacudió la cabeza sin comprender. —¿Quién demonios...?
—Lord Robert Westfield.
Robert.
El maldito bastardo.
Su hermano esbozo una leve sonrisa —Colocaste a un caballero cuya identidad
ni siquiera conocías antes que a tus hermanos y a este club.
—Él entró en mis aposentos, estaba muy borracho— ella dijo con los dientes
apretados.
—Y pasaste la noche con él—, dijo Ryker, mirando el reloj más allá de su
hombro.
Él va a terminar esta discusión, que no es realmente una discusión. Me va a echar para
que pueda volver a sus importantes negocios. Su furia aumentó, con su hermano, con la
familia que la había traicionado, con el bastardo que había tropezado dentro de sus
habitaciones, y consigo misma por haber hecho un desastre con toda la maldita
situación.
—¿Entonces me enviarías lejos por su culpa?— Ella espetó. Ryker, que odiaba a
toda la nobleza más que a nada, la obligaría a vivir con el duque que los había
abandonado.
—Sí—, dijo con una brusquedad que drenó la sangre de sus mejillas. —Deseas
saber cómo es la vida fuera de estos muros, entonces así será. Tienes cuatro meses. Si
en cuatro meses deseas que tu puesto te sea devuelto, entonces es tuyo—. Con la
finalidad sonando en ese pronunciamiento, la respiración de Helena se aceleró.
Ella se puso de pie. —No hagas esto—, suplicó, y levantó las manos
implorantes. —Te lo ruego—. Las lágrimas llenaron sus ojos y odiaba que con sus
palabras y acciones fuera una criatura débil y patética.
Si estaba afectado, Ryker no dio reacción externa. —Está resuelto. Tus
pertenencias han sido empacadas. Su Excelencia está esperando—. Con eso, Ryker
volvió a mirar el reloj. —Tengo asuntos que atender.
Asuntos.
Y ella era sólo su hermana. No era tan importante, después de todo. El club
siempre estaba primero. Siempre lo había sabido, pero en una noche llena de locura
le había permitido a Lord Robert Westfield desmantelar su mundo.
Cuatro meses. Solo tenía que soportar a la alta sociedad por cuatro meses.
Una oscura furia amenazaba con apoderarse de ella, mientras maldecía el día en
que había tenido la desgracia de conocer a Lord Robert Westfield.
Regla 8
Ten cuidado con los libertinos y los pícaros.

St. Giles, Inglaterra


Primavera de 1822

Cualquiera que creyera que Helena Banbury, niña criada en las calles,
encontraría alguna vez un marido estaba mal de la cabeza.
Cuando fue enviada al distrito de Mayfair de Londres, Helena lo supo de
inmediato.
La esposa del duque había mirado a Helena una sola vez y había sabido
exactamente lo que era.
Y lo más importante, todos los miembros respetables de la nobleza lo sabían.
Mujeres como Helena nunca conseguirían una pareja respetable. Nunca.
No es que ella quisiera conseguir una pareja respetable.
O para ser específicos... cualquier pareja. La idea de atarse legalmente a cualquier
hombre que pudiera poner sus manos sobre ella con violencia, y su miembro dentro
de ella con lujuria... bueno, sí... estaba mejor sin tener que preocuparse por un
esposo.
Ella estaba de pie en el fondo de la tienda de la modista mientras la duquesa
hablaba con Madame Bisset, que no era más francesa tanto como Helena era una
dama nacida y criada como tal. De vez en cuando, las mujeres la miraban y movían
la cabeza de esa forma tan deplorable. La forma en que las institutrices empleadas
por su hermano lo hacían cuando ella mostraba una mayor propensión a los
números que a cualquier esfuerzo de dama.
Se le erizó la piel con las miradas familiares dirigidas a su persona, y se puso
rígida. Un par de gemelas morenas de impecable belleza la señalaron y susurraron.
La amargura se agitó en su pecho. No todos los días una verdadera dama tenía la
oportunidad de mirar a la bastarda de un duque llena de cicatrices. Lo que esas
damas no sabían era que ella había sufrido crueldades mucho mayores que las que
ellas podían infligir. Volvió su atención a la disposición de los lazos y, para que sus
manos tuvieran algo que hacer, pasó las yemas de los dedos por cada tonto trozo,
contando en silencio cada cinta azul mientras avanzaba por el estrecho pasillo.
Uno.
Dos.
Tres.
Cuatro.
¿Cuántas veces de niña había estado cerca de los escaparates como éste, ansiosa
por entrar y pasar sus dedos ásperos y sucios sobre esas telas de satén y seda?
Se detuvo, con la mirada perdida en la quinta cinta azul de la pila. Había pasado
tantos días anhelando saber cómo vivía la otra mitad, lanzando deseos al sucio cielo
londinense repleto de estrellas para tener la oportunidad de bailar una sola vez fuera
de las calles de los Dials y dentro de los salones de baile de los elegantes lores y
damas que no habían logrado ni siquiera ver a una pequeña niña hambrienta.
Ahora Helena miraba a las damas olvidadas en la tienda, desperdiciando tan
despreocupadamente su riqueza, de la misma manera que sus esposos, hermanos y
padres arrojaban monedas sobre las mesas de juego. Cuánto decía aquella afición
por las frivolidades y el despilfarro de la gente entre la que su hermano la había
enviado a vivir.
—Son encantadores, ¿no?— Una voz sonó justo en su hombro. —Creo que con
tu color te verías magnífica en un tono verde, pero, por desgracia, mamá insiste en
que uses amarillos pálidos y beige.
Ese parloteo sacó a Helena de sus propias reflexiones. Cambió su atención de
los lazos surtidos a la hija del Duque de Wilkinson, de rostro fresco y sonrisa
frecuente. Su única hija legítima. A los diecisiete años, y habiendo hecho
recientemente su debut, Lady Diana era o bien irremediablemente ingenua o
increíblemente generosa de corazón como para que no le importara que su
temporada se hubiera visto invadida por la bastarda de su padre.
—¿Hmm?— Lady Diana instó, sosteniendo dos cintas: un trozo color menta y
blanco a rayas y un lazo verde salvia. —¿Cuál escogerías?
Por mucho que despreciara el mundo en el que Ryker la había empujado, nunca
podría mostrar una pizca de mezquindad para la siempre amable media hermana
que había sido mucho más tolerante de lo que seguramente cualquier otra dama
hubiera sido.
Distraídamente, Helena tocó la cinta en la mano derecha de Diana.
—Encantadora elección—. La niña sonrió radiante. —Se lo diré a mi madre...
—No—, dijo Helena, su petición aguda hizo que la joven se detuviera
abruptamente. Ante la mirada inquisitiva que se dirigió hacia ella, ella esbozó una
sonrisa. —Su Excelencia ya ha sido muy generosa—. Lo cual no era falso. La mujer
había demostrado ser magnánima con las prendas que llenaban el vestuario una vez
monótono de Helena. Simplemente no con ninguna amabilidad verdadera. Desde el
frente de la tienda, la duquesa rubia, con su boca apretada, miró a Helena.
Hizo un pequeño intento por reprimir el odio que rebosaba de su mirada.
—Oh, no seas tonta—, protestó Diana. —Papá desearía que lo tuvieras. Eres,
después de todo, su hija.
Helena se atragantó, y ese sonido se perdió por la risa de las bellezas gemelas,
que susurraron y gesticularon aún más. Nunca sería hija de la odiosa Duquesa de
Wilkinson, y solo sería hija del duque en el sentido más estricto de la sangre. Ante
la insinuación de la mezquindad de las otras muchachas, Diana siguió charlando,
como siempre lo hacía, irremediablemente inconsciente. La chica recogió sus cintas
y se las llevó a una de las chicas de Madame Bisset.
Una oleada de energía recorrió a Helena; sus pies se movieron
involuntariamente por la necesidad de huir de este mundo asfixiante al que nunca
pertenecería. La cicatriz en el costado de su mejilla derecha palpitaba, una especie
de recordatorio burlón de lo fuera de lugar que estaba.
La furia punzante, la cegadora sensación de traición, ardían ahora con tanta
fuerza como el día en que se había marchado. No era la primera vez que desde que
Ryker la había echado y enviado con el hombre que nunca había sido un verdadero
padre, más allá de la semilla que había plantado en la estúpida madre de Helena,
una sana furia y rabia se apoderaba de ella por aquel extraño que había entrado en
sus habitaciones y había destrozado su vida.
Lord Robert Westfield. Había leído lo suficiente de su nombre en los periódicos
para saber que era un granuja, y futuro duque. Más allá de eso, no había nada
interesante para el hombre. En resumen, no había realmente nada que lo alagara,
entonces.
¿Y si hubiera cerrado la puerta? Entonces él nunca habría entrado en mis
habitaciones. Habría seguido durmiendo. Habría seguido caminando. E incluso ahora,
estaría encerrada en su despacho en el Club Infierno y Pecado, donde a nadie le
importaba la cicatriz en la parte derecha de la cara, o las marcas en los brazos y la
espalda, porque eran el tipo de personas que solo veían el valor propio de uno.
Su garganta se apretó espasmódicamente bajo la fuerza de su hambre de
regresar al Club, a un infierno de juegos que había estado más en casa que cualquier
otro que hubiera conocido antes.
Ella cerró los ojos. ¿Realmente había anhelado salir de esas cómodas paredes?
Porque ahora, viviendo en este mundo frío y sin propósito, donde la pinchaban y la
amoldaban como a una muñeca de niño, sin un verdadero papel, anhelaba recuperar
el control.
Pero no iba a ser así.
No hasta el final de la Temporada, en la cual existía la tonta expectativa de que
ella conseguiría una pareja... y si no lo hacía... Helena respiró entrecortadamente.
Tendría la libertad.
Después de haber encontrado consuelo en los números y los cálculos, encontró
uno nuevo en los tres meses restantes, noventa días, dos mil ciento sesenta horas y...
Helena frunció el ceño. Dividir los días en horas y segundos hacía interminable el
tiempo que estaría aquí buscando esposo.
Sin embargo, llevaba un mes en Londres y no había tenido que lidiar con ningún
pretendiente. Donde otras damas se lamentarían por ello, bueno... ella lo celebraba.
Porque cuando su tiempo aquí terminara, y sin haber encontrado pareja, sería libre
de volver al mundo en el que encajaba. Su mirada se dirigió a la puerta de Madame
Bisset, y la contempló fijamente. Porque la felicidad tampoco le había pertenecido
realmente en el establecimiento de Ryker. En el Infierno y el Pecado había estado
atrapada tras las paredes del club de diferentes maneras, trabajando todo el tiempo,
pero también anhelando la libertad y el control que le habían sido negados desde
siempre. Había tenido un propósito en su papel, un papel que había disfrutado. Pero
nadie la había escuchado. No realmente. Sus hermanos se habían empeñado tanto
en protegerla de Diggory y del éxito del Infierno, que habían reprimido su voz... y
con ello, su felicidad.
—Señorita Banbury—, dijo la duquesa desde el otro lado de la tienda. —Nos
vamos.
Una oleada de alivio se apoderó de ella y dio grandes pasos hacia el frente de la
sala, ganándose otra ronda de risas de las chicas ruines. Con la cabeza alta, Helena
continuó marchando con orgullo. Después de haber recibido azotes en la espalda y
de que le hubieran tocado la cara con una vela, todas las crueldades que había
conocido con los miembros de la alta sociedad palidecían.
Cuando un joven sirviente se apresuró a abrir la puerta para la duquesa, la regia
mujer salió, sin detenerse a verificar si Helena la seguía. Dudó y contempló
brevemente la posibilidad de escabullirse de la tienda y salir corriendo en dirección
contraria hasta que las calles de moda dieran paso a caminos sucios y embarrados,
y el peligro acechara en cada esquina.
Tres meses. Sólo le quedaban tres meses.
Con las palabras como una letanía, resonando en su mente, comenzó a seguir a
la duquesa y a su hija. Helena salió al exterior y la luz del sol le azotó la cara. Levantó
la mano, protegiendo momentáneamente sus ojos de los rayos cegadores. Buscando
con la mirada, encontró al conductor del duque, que llevaba a Su Excelencia a la
elegante calesa negra. Lady Diana la seguía de cerca.
Acelerando el paso, Helena se dirigió al carruaje y permitió que el criado la
ayudara a subir. Murmurando su agradecimiento, subió al interior y se acomodó en
el banco junto a su hermanastra.
—Tiene clases esta tarde con un instructor de baile—. La duquesa dirigió esas
palabras a la cabeza de Helena. —Luego, las de acuarelas le siguen
inmediatamente—. Dirigió una mirada gélida a la figura de Helena. —Pero el duque
ha solicitado hablar con usted primero.
Su corazón se hundió. Todos los esfuerzos de los instructores contratados por
su hermano habían resultado ser una lección de derroche extremo. —Realmente no
hay necesidad de todas esas lecciones, Su Excelencia—, murmuró. —Aunque le
estoy...— Ella buscó en su mente. —Agradecida, por los esfuerzos, no estaré aquí
mucho tiempo.
—No, no lo estará—, coincidió la duquesa, apretando los labios. —De todos
modos, mientras esté aquí no será una vergüenza para Su Excelencia.
Por el rabillo del ojo, Diana le dirigió una mirada comprensiva. En sus ojos había
un destello de conocimiento que provenía de una joven que hacía tiempo que
esperaba palabras de desaprobación de su madre. Ignorando a la duquesa, Helena
descorrió la cortina y miró las calles que pasaban. De niña, había envidiado a las
jóvenes nacidas en esas familias tan ostentosas. ¿Qué dificultades podían conocer?
En el escaso mes que Helena llevaba inmersa en el brillante mundo de la sociedad
educada, había descubierto que incluso las damas de alcurnia conocían el
significado del sufrimiento.
La vida había demostrado que la falta de amabilidad no estaba reservada a una
estación. Los hombres, en general, habían demostrado ser totalmente egoístas,
anteponiendo sus necesidades a las de los demás. Una vez más, el recuerdo del lord
de pelo dorado que había entrado en sus aposentos y puesto patas arriba su mundo
se deslizó en sus pensamientos y un gruñido subió por su garganta.
—Es de mala educación hacer ruidos como un animal de la calle—, espetó la
duquesa, interrumpiendo sus pensamientos.
El calor manchó las mejillas de Helena, y no por primera vez maldijo a Lord
Robert Westfield, pícaro despreocupado. Esta vez por ganarse una nueva censura
en casa de la Duquesa de Wilkinson.
Poco después, el carruaje se detuvo junto a la fachada de estuco blanco de la
elegante casa del duque en Mayfair. Los sirvientes se apresuraron a abrir la puerta
y a colocar un escalón para la duquesa. Toda la pompa y circunstancia de una
actividad tan mundana volvía a estar muy en desacuerdo con la vida sencilla que
Helena había conocido... hasta ahora.
Helena esperó a que Diana saliera, pero la chica vaciló. Jugueteando con su capa
de muselina, se mordió el labio inferior. —Si quieres que practiquemos juntas con
nuestras acuarelas, tal vez pueda ayudarte—. Ella abrió la boca, pero Diana se
apresuró a hablar. —No pretendo ser ningún tipo de maestro—. Ella bajó la
cabeza. —Solo pensé que podría ser... divertido—, terminó en voz baja.
Helena trató de imaginar lo que debían ser los días para esta chica que no tenía
ninguna esperanza de salir de este estilo de vida tan rígido y estirado como para
recibir con agrado incluso un cambio que viniera en la forma de una hija bastarda
de su padre infiel. —Eso sería encantador—, dijo en voz baja, y la chica sonrió.
—¡Espléndido!— Con más brío, Diana se apresuró a salir del carruaje.
Preparándose para un día de tedio en forma de más lecciones y charlas, Helena
la siguió con mucha más reticencia. Sonrió al criado, que desvió la mirada. Aunque
Helena se sentía más cómoda con los empleados del duque, entre la nobleza los
sirvientes eran prácticamente invisibles.
Al subir el puñado de escalones, la piel se le erizó una vez más ante las miradas
que le dirigían los transeúntes. Además, no todos los días un duque encontraba a
una hija perdida hacía tiempo y la traía a la ciudad para una temporada. Era un
chisme bastante jugoso para personas que realmente no conocían nada importante
fuera del diseño de sus prendas.
Cuando Helena entró en el vestíbulo, se encogió de hombros para quitarse la
capa y un sirviente se apresuró a reclamar la prenda. Alisó la palma de la mano sobre
la tela de muselina, con los dedos anhelando la tosca y familiar lana marrón que
siempre se había puesto.
El lacayo esperó pacientemente y ella parpadeó. Luego abrió los dedos con
presteza, y la capa se deslizó de sus manos a las de él.
—Señorita Banbury, Su Excelencia la está esperando en su despacho—, espetó
la duquesa, con las manos en las caderas. Por mucho que Helena despreciara a esta
mujer por su frialdad, había al menos honestidad en la furiosa esposa que podía
apreciar.
Helena hizo una rígida reverencia y salió del cavernoso vestíbulo de mármol
blanco italiano. Las pisadas de sus zapatillas eran silenciosas mientras avanzaba por
los pasillos alfombrados. Después de todo, qué horrible debía ser para una mujer
tan orgullosa que la infidelidad de su esposo desfilara ante la alta sociedad. Excepto
que esa falta de amabilidad no estaba reservada para Helena, sino que se confería a
su propia hija.
Helena siguió caminando por los pasillos, mirando los retratos colgados de los
parientes del duque.
Cuando llegó por primera vez, creyó que nunca aprendería a moverse por la
residencia del duque y su familia, que era más un mausoleo que una casa.
Desgraciadamente, la única manera en que había logrado poner algo de semblanza
en la fastuosa casa era asignando números específicos a los retratos.
Helena se detuvo junto al retrato veintiséis y tocó una vez la puerta del duque.
Periódicamente, era convocada con el propósito expreso de asegurarle al duque que,
de hecho, estaba bien.
Y lo estaba. Porque cada día estaba más cerca de volver a casa.
—Adelante—, gritó el dueño de esa voz siempre alegre.
Helena presionó la manija y entró. —Su Excelencia—, murmuró, cerrando la
puerta detrás de ella. Hizo una reverencia al corpulento y bigotudo caballero.
A menudo, cuando se encontraba con él, buscaba algún rastro de sí misma en el
duque de pelo blanco y mejillas carnosas. Pero a pesar de su piel pálida, no podía
ver ninguna evidencia de que ella era, de hecho, su hija.
—Helena, Helena, entra, niña—, dijo en su tono jovial habitual. Se puso de pie
y se movió alrededor del escritorio con las manos extendidas.
Habiendo vivido entre hermanos mayores que, por norma, no compartían
ningún afecto, por la forma en que eso lo debilitaba a uno ante sus enemigos, Helena
aún no sabía qué hacer con los cálidos saludos de este hombre. Tan en desacuerdo
con su frígida esposa. Tal vez esa frialdad era lo que lo había llevado a la bondadosa
madre de Helena. —Su Excelencia—, dijo en voz baja.
—Nada de eso—, dijo guiándola hacia la silla frente a su escritorio. En lugar de
reclamar la posición de mando detrás de la amplia pieza de caoba, se sentó en el
asiento de cuero más cercano a Helena. —¿Te estás adaptando bien?— preguntó,
acercando su silla.
Ella dudó y luego asintió. —Así es—, mintió fácilmente. Al fin y al cabo, a pesar
de los culpables de que ella estuviera aquí, Ryker, ella misma y ese granuja, Lord
Robert Westfield, nunca podría culpar a este hombre. Había intentado al menos
hacer lo correcto por ella cuando la mayoría de los poderosos se habrían contentado
con dejar a su bastarda enterrada en los bajos fondos de Londres.
—Bien, eso es bueno—, dijo, con una sonrisa, mientras se recostaba en su silla y
colocaba el tobillo sobre la rodilla.
Moviéndose en su asiento, Helena miró a su alrededor. Nunca había sido una
de esas mujeres llenas de palabras. A diferencia de la hija legítima del duque, que
siempre tenía lista una palabra y una historia, a menudo Helena se quedaba callada.
—Todavía no has tenido pretendientes—, dijo él suavemente, como si estuviera
impartiendo información reciente.
—No—, dijo ella. Después de todo, ¿qué había realmente para decir? No se
molestó en decirle que estaba muy contenta libre de esos lores egocéntricos y
pomposos que buscaban casarse, para luego continuar visitando esos mismos
infiernos de juego que Helena llamaba hogar.
—Humph—, gruñó el duque, y se recostó en su silla. —Sobre gustos no hay
nada escrito.
Ella se mordió el interior de la mejilla. ¿Cuántas veces había dicho eso sobre la
terrible propensión de su madre a unirse a los peores hombres posibles?
—Pero entonces, todos los caballeros requieren un poco de ayuda, ¿eh?— Un
pequeño brillo iluminó sus amables ojos marrones.
Ella frunció el ceño. —¿Su Excelencia?— Preguntó vacilante, mientras las lejanas
campanas de advertencia sonaban en el fondo de su mente.
—Todos los caballeros esperan una novia con dote.
Helena se congeló. Durante el transcurso de un mes, de no ser por los susurros
sarcásticos y las miradas crueles, ella había permanecido en gran medida invisible
para la alta sociedad. No había habido amigos fuera de Lady Diana. Había habido
incluso menos pretendientes, y ella había disfrutado la ausencia de esas pomposas
personas. Oh, Dios, no. Ella sacudió la cabeza, pero él continuó hablando sobre su
histeria creciente.
—Te adjuntaré una dote de diez mil libras.
—Diez mil—, repitió ella tontamente, mientras un zumbido llenó sus oídos y
borró las divagaciones felices del duque.
Cuando era una niña pequeña con institutrices, Helena había odiado todos los
aspectos no matemáticos de las enseñanzas de esas miserables mujeres. Una tarde,
trabajando en una tediosa lectura sobre las antiguas batallas griegas, Helena había
tropezado con la leyenda de los Diez Mil, esa gran, temida y venerada unidad
mercenaria que había intentado arrebatar el poder al Imperio Persa. Esa historia de
diez mil guerreros despiadados había resonado en una chica criada en calles
violentas.
Y ahora, en un gran giro de la ironía, su padre la había convertido en una de esas
criaturas que se vendían por las ganancias de otros. Él le robaría el anonimato y
marcaría su valor en monedas, para que eso fuera lo único que alguien viera.
Cazadores de fortuna que buscarían atraparla y confinarla en una nueva jaula, una
jaula dorada. Helena se cubrió la cara con las manos.
—No hay necesidad de eso, niña—, dijo él, interpretando incorrectamente el
motivo de su respuesta. La palmeó en la rodilla. —Hubiera hecho más por ti y tu
madre... —Su voz se quebró, y ella dejó caer las manos sobre su regazo.
Oh, cómo quería odiar a este hombre. Había pasado años despreciándolo. Cada
golpe que Diggory había descargado sobre su espalda. Cada lágrima que su madre
había derramado. A pesar de todo, había encontrado consuelo en su odio. No quiero
sentir lástima por él... No quiero sentir nada... —Ha sido usted muy generoso, Su
Excelencia—, dijo en voz baja. —Por favor, le pido. No haga esto—. Por favor.
—No lo pienses más, Helena—, dijo, poniéndose de pie. —Se hará. — Le acarició
la parte superior de la cabeza como lo haría con un niño de cinco años y no con una
mujer de casi veinticinco. —Ahora, ¿creo que tienes clases de baile?
Forzó una sonrisa, y pensó que sus mejillas se romperían por la expresión de
falsedad que plasmó en su rostro. —En efecto. Gracias— Helena hizo otra
reverencia.
Cuando se despidió del duque, su mente le dio vueltas a la complicación
repentina de permanecer invisible por otros tres meses sin el constante aluvión de
pretendientes. Si hubiera nacido hombre, ni siquiera estaría en esta situación. Sus
hermanos... Lord Robert Westfield... ellos, por su naturaleza de nacimiento, podían
mandar a voluntad. Donde la sociedad buscaba sofocar a las mujeres, no se
atreverían a hacerlo con los caballeros. Especialmente a un marqués y eventual
duque. No, con hombres como el Marqués de Westfield venía un poder y control
aún mayores.
Helena redujo la velocidad de sus pasos, cuando una idea echó raíces.
Regla 9
Asegúrate de evitar llamar la atención.

Cuando Robert Dennington, el Marqués de Westfield, se deslizó fuera del salón


de baile del Conde de Sinclair, se dio cuenta de que alguien lo estaba mirando.
No es que fuera poco común que lo miraran. Matronas y señoritas, viudas y
damas, siempre había miradas para un futuro duque. Por ello, no era tanto el ego
con el que pensaba, sino más bien con la comprensión del valor que esas damas
ponían en su eventual rango.
También era un gran inconveniente. Dado su acuerdo para reunirse con la
baronesa Danvers en la última habitación de la casa del Conde de Sinclair, no sería
bueno que lo vieran salir para una cita.
Soltero empedernido y pícaro, tres años después de cumplir los treinta, la alta
sociedad había llegado a aceptar, y esperar, que disfrutara de las dotes de una viuda.
Mientras Robert recorría con decisión la casa de su anfitrión, una sonrisa
apareció en sus labios. En este caso, había una viuda en particular de cuyas dotes
pensaba disfrutar en breve.
Excepto que, mientras caminaba, la sensación de ser observado aumentó y
quizás era la calma de la medianoche o una imaginación hiperactiva, pero había algo
decididamente, bueno, hostil sobre el calor en su cuello.
Las tablas del suelo crujieron, y él se congeló, mirando alrededor. Las sombras
proyectadas por los candelabros iluminados se desvanecieron de las paredes en una
ominosa danza. Echó un vistazo por los pasillos del conde. Cuando llegaron a sus
oídos unas pisadas lejanas, que decididamente no eran de mujer, Robert maldijo en
silencio y se apresuró a entrar en la habitación más cercana, cerrando la puerta
rápida y silenciosamente tras de sí.
El silencio zumbó ruidosamente en el salón vacío y miró el panel de madera de
la puerta de roble hasta que pasaron los fuertes pasos. Luego siguió esperando,
inmóvil, un momento más.
Luego hizo una mueca de disgusto. Después de su casi boda con Lucy Whitman
y su traición a manos de su abuelo, Robert se había entregado a una existencia
despreocupada y pícara. Una en la que se había complacido bastante. No había
riesgos de corazones enredados o emociones demasiado poderosas. Su corazón
estaba a salvo y su mente clara en cuanto a sus expectativas para y con todas las
mujeres.
Sin embargo, al esconderse detrás de la puerta de un salón, como lo había hecho
tantas veces en los últimos doce años, una cierta inquietud lo invadió. El hastío y la
frustración se unieron ante la notable uniformidad de aquella existencia. A ello se
sumó la advertencia de su padre, meses atrás, en la que lo reprendía por ser como
cualquier otro lord. En aquel momento, se había llenado de un hirviente
resentimiento por el hecho de que su padre hubiera mentido sobre su inminente
muerte, todo con el propósito de forzar la proverbial mano de Robert.
Ahora, tal vez fuera la tranquilidad de la habitación vacía, con el casi
descubrimiento de momentos antes, pero había algo muy... hueco en estas reuniones
clandestinas. Sonrió lentamente. No es que tuviera la costumbre de no cumplir con
dichas reuniones. La vida lo aburría, pero seguía disfrutando del placer de una mujer
en sus brazos. Y las mujeres habían demostrado con sus gritos sin aliento y sus
cuerpos suaves y flexibles que estaban igual de ansiosas.
Consultando su reloj, Robert entrecerró los ojos y enfocó los números. Él llegaba
tarde. Rápidamente metió el reloj de oro dentro de su chaqueta, abrió lentamente la
puerta y salió. Un examen superficial no reveló nada más que pasillos vacíos y
sombras aún danzantes. Acelerando su paso, Robert giró sobre sus talones y caminó.
Era absurdo creer que una mirada poco amable pudiera dirigirse a él. No tenía
ningún enemigo en el mundo. Ante eso, frunció el ceño. Al menos, no uno que
pudiera identificar en sus dedos, o en cualquier otro sentido. Tampoco tenía que
preocuparse por un esposo iracundo. El viejo hombre con el que la baronesa Danvers
había tenido la mala suerte de casarse hacía algunos años la había convertido en
viuda en poco tiempo.
Un recuerdo le vino a la memoria de una compañera de cama furiosa y llena de
maldiciones en cuya habitación se había metido sin querer. Su sonrisa se amplió.
Dado que estuvo a punto de ser descubierto por los despiadados dueños del club,
se había cuidado de evitar ese infierno en particular. Todavía quedaba el asunto del
cuchillo que tenía en su poder y que pertenecía a aquella hechicera, pero la afinidad
de Robert por su cuello, y todo el asunto de continuar vivo, superaba con creces
cualquier sentido del honor por una mujer que había amenazado con derramar sus
entrañas.
Sí, prefería a sus mujeres dóciles, acogedoras y nada arpías. Por ello, la baronesa
era la amante perfecta.
Al llegar al final del pasillo, Robert se detuvo ante la última puerta y la abrió de
un empujón.
—Llega tarde, Lord Westfield—. El ronroneo seductor de la baronesa sonó
desde el fondo de la habitación. La dama se movió en un ruidoso zumbido de faldas
de satén, deteniéndose en el centro de la habitación.
Con una sonrisa perezosa, Robert cerró la puerta y trabó la cerradura. —
Baronesa—, saludó. Con un exuberante par de pechos que se derramaban
indecentemente sobre el escandaloso escote, tenía el aspecto de una diosa de la
fertilidad. Él pasó la mirada por sus faldas doradas y vaporosas. Con caderas
generosas y nalgas igualmente grandes, ella, con sus rizos de medianoche y sus
labios rojos y gruesos, encajaba en todas las cavilaciones deseosas de un caballero
sano. Entonces, ¿por qué en este caso, sentía cierto grado de… tedio?
La viuda pequeña y bien redondeada se adelantó. —¿Le gusta lo que ve?— Su
sensual susurro lo envolvió.
Luchando contra su inquietud, se obligó a mirarla con aprecio. —Por
supuesto—, dijo arrastrando las palabras, y una sonrisa burlona jugó en sus labios
cuando ella se detuvo ante él.
—¿Está aburrido, tal vez?— La promesa en sus palabras viajó a sus oídos.
—¿Y si dijera que sí?— Pasó la mano sobre la generosa oleada de carne que se
derramaba de su vestido, y los párpados de la dama se agitaron cuando ella se
acercó.
—Entonces diría que puedo pensar en todo tipo de diversiones para ayudar con
eso, milord—. Ella se acomodó contra él y entrelazó sus manos como hiedra
alrededor de su cuello, bajando su boca hacia la de ella.
Por la fuerza de su beso, y los dedos que recorrieron su espalda, la dama era una
figura ingeniosa que requería su atención. O debería requerirla. Sin embargo,
cuando le devolvió el beso, la sensación de ser observado lo congeló.
Mientras recorría distraídamente su cuello con los labios, Robert abrió los ojos y
recorrió la habitación en busca de...
Desde el interior de las gruesas cortinas de brocado dorado, un par de ojos
furiosos y decididamente antipáticos se encontraron con los suyos.
Robert se puso rígido. Hacía tiempo que disfrutaba de la emoción de actuar para
mirones malvados. No lo había hecho desde hacía muchos años. Aun así... la ligera
carne bajo la tela pálida y los ojos acampanados de la dama insinuaban inocencia, y
la distancia que los separaba hacía poco por ocultar la chispa de antipatía que
iluminaba sus ojos. Luego desapareció tras las gruesas cortinas.
Todo deseo murió rápidamente. Robert retrocedió.
—¿Milord?— la baronesa susurró, parpadeando salvajemente ante la repentina
pérdida de sus atenciones.
—Hay... asuntos de los que debo ocuparme que acabo de recordar—. Lo cual no
era falso. Una cosa era cierta; tenía poca intención de dejarse atrapar por una
inocente escondida entre las cortinas. Y cuanto antes tuviera la identidad de la
pequeña confabuladora, más seguro estaría de ser engañado por ésta.
La viuda abrió y cerró la boca, y entonces una carcajada sonora salió de sus
labios. —Está bromeando—. Ella movió sus dedos y lo frotó a través de la parte
delantera de sus pantalones. —Tengo asuntos importantes que resolver—, Lady
Danvers se arrodilló, mientras jugaba con la parte delantera de sus pantalones.
Un sonido con tintes de disgusto surgió del interior de aquellas cortinas y Robert
dirigió su mirada al otro lado de la habitación. Y él, que creía haber dejado de
sonrojarse desde hacía tiempo, sintió que un rubor sordo le subía por el cuello.
Retrocedió un paso, retirando las decididas manos de la baronesa de su persona, y
puso a la dama en pie de un tirón. —Me temo que no bromeo, nuestra reunión
tendrá que esperar hasta otro momento, baronesa.
Su casi amante frunció los labios y en ese momento no había nada remotamente
bonito o agradable en sus rasgos fruncidos. —Quizás descubra que soy mucho
menos complaciente después de esto, milord—, espetó ella.
—Mis disculpas—, murmuró, y la enfadada baronesa se dirigió al frente de la
habitación y se marchó en un magnífico espectáculo de furia. Ella cerró la puerta a
su paso con tanta fuerza que sacudió los cimientos.
Robert dio tres largos pasos y volvió a girar la cerradura. Con una buena dosis
de agravio, se dio la vuelta y se cruzó de brazos. —Puede salir, milady.
Durante un largo momento, las cortinas permanecieron quietas. Escudriñó a la
intrusa que había irrumpido allí y arruinó su maldito disfrute. Otra ola de
frustración se agitó dentro de él. —O...— Estiró esa palabra en tonos lentos y
perezosos. —¿Está esperando que llegue su madre antes de arrojarse a mis
brazos? Me temo que si esas son sus intenciones, milady, entonces sus esfuerzos son
vanos—. Aunque para ser justos, una punzada de aprensión quemó su
cuello. Porque en su intento de averiguar su identidad, era muy posible que hubiera
entrado pulcramente en su trampa.
La joven apartó el brocado dorado y salió. Robert entornó los ojos en la
oscuridad, mientras algo tironeaba del borde de sus pensamientos. Había algo
familiar en la figura que estaba de pie, parcialmente envuelta en las sombras. ¿Quién
es ella? —Le aseguro, milord—, dijo con sarcasmo, —lo último que deseo, quiero o
haría alguna vez es intentar atrapar a alguien como usted.
Robert parpadeó, su voz era inquietantemente familiar. Y la reacción enérgica
de la extraña lo llevó de vuelta a otra mujer. Otra noche. Dentro de un infierno de
juegos. No me importa si usted es duque o príncipe o el rey de Inglaterra... Sacudió la
cabeza con fuerza. Imposible. Aparentemente había tomado más champán de lo que
recordaba. Era lo único que podía explicar el hecho de ver a la mujer que lo había
cautivado dentro de un infierno de juegos... dentro del salón de un conde. De
repente, cansado de que jugara con él como un ratón atrapado entre las patas del
gato, su paciencia se quebró. —Madame, ¿he hecho algo para ofenderla?— exigió
con fuerza.
—Ha hecho mucho más que eso—, dijo ella mientras avanzaba, y con cada paso
que la acercaba, la sensación de familiaridad se fortalecía, hasta que estuvo frente a
él. Más alta que la mayoría, vestida de raso amarillo pálido, la mujer tenía el aspecto
y los tonos de una dama. Sin embargo, al desaparecer el espacio entre ellos, se fijó
en el detalle que había pasado por alto: la gran cicatriz en la esquina derecha de su
mejilla. El aire lo abandonó en un suspiro. —Usted—. ¿Cómo había llegado a estar
aquí la amante de Ryker Black? Las preguntas giraron salvajemente dentro de su
mente.
—Veo que al fin me ha reconocido—, dijo secamente. —Debo decir que estoy
impresionada, milord. Esperaba que estuviera menos familiarizado con las mujeres
con cicatrices—. Su labio se despegó en una sonrisa burlona. —¿O tal vez fue a mí a
quien olvidó por completo?— Si esas palabras hubieran sido pronunciadas por
cualquier otra mujer, habría habido una tímida búsqueda de banalidades y
seguridades. De ésta, no hubo más que una admonición, revestida de disgusto.
—No la he olvidado—, dijo, un músculo saltando por el rabillo del ojo. Ningún
hombre en su sano juicio abandonaría el recuerdo de sus labios y la suavidad
satinada de su piel. El deseo se estrelló contra él.
—No importa—, dijo ella con una fría indiferencia que efectivamente apagó su
ardor. —Aunque no espero que alguien que arruina a mujeres, y se encuentra con
damas casadas en la casa de su anfitrión, tenga mucho honor. Espero que tenga, al
menos, algo.
La furia lo atravesó y apretó los labios en una línea dura. —¿Está cuestionando
mi honor, madam?— Exigió en tonos ducales, con los que su abuelo habría quedado
impresionado.
La mujer resopló. —Sí, y creo que también debería cuestionar su inteligencia.
—Además, la dama con quién me reunía… era viuda—. Muy diferente a una
mujer casada, con quien Robert decididamente no se entretendría.
—Ah, eso hace que su reunión clandestina aquí sea aún más... ¿honorable?— ella
se burló.
Robert entrecerró los ojos cuando la mujer se quitó los guantes blancos y los
golpeó, llevando sus ojos a sus largos dedos y a las marcas en la parte superior de
sus manos. La punzante reprimenda murió en sus labios al fijarse en aquellas
cicatrices.
Siguiendo su mirada, ella se sonrojó y se puso apresuradamente los guantes,
ocultando sus manos una vez más.
—Helena del club—, dijo, con irónica incredulidad, todavía maravillado por su
repentino regreso en su vida.
Ella frunció los labios y no dijo nada.
Con los brazos aún cruzados, Robert tamborileó las yemas de los dedos sobre su
manga. ¿Cómo llegó una de las prostitutas del Club Infierno y Pecado al salón de
baile del Conde de Sinclair? El hombre debía estar más loco que el difunto Rey
George para haber dejado entrar a su casa a una mujer con el espíritu de Helena.
—No soy una puta—, espetó ella.
—No dije que lo fuera—, dijo en tono perezoso, incluso cuando su cuello se
calentó. Simplemente había pensado que lo era.
—No era necesario que lo hiciera—. respondió ella.
Robert fue lo suficientemente sabio para no continuar esa conversación, que
nunca terminaría bien. —¿Qué desea de mí, Helena?— Porque inevitablemente,
todas las mujeres querían algo. Y Lucy Whitman le había enseñado una saludable
dosis de circunspección para con las mujeres de su posición. Inevitablemente ese
algo era invariablemente matrimonio y dinero. Aunque ambos iban de la mano.
La joven levantó la barbilla. —Quiero que haga lo correcto por mí.
Ah, ahí estaba. Como siempre. Una sonrisa dura y sin humor alzó sus labios. —
Ah, ¿espera matrimonio, entonces?
—¿Matrimonio?— Ella resopló. —Preferiría desenterrar el cadáver de Boney de
la tumba y arrastrarlo hasta el altar que atarme a alguien como usted.
¿Alguien como él? Debería estar a partes iguales ofendido y horrorizado...
No todos los días el futuro Duque de Somerset recibía esa clase de respuesta
ante la perspectiva de un matrimonio con él.
La dama estrechó sus ojos letales hacia él. —¿Está sonriendo?
Distantemente, recordó la impresionante furia de sus pies cuando los había
enterrado en su costado. —En absoluto—, dijo, alisando sus rasgos.
Ella se inclinó hacia delante y miró su boca. Si no la hubiera desarmado y
reclamado la posesión de su cuchillo previamente, estaría preocupado por otro
ataque.
Robert desvió la mirada hacia su persona. —¿Se trata de su
cuchillo?— preguntó, cuando ella todavía no dijo nada. —Si es así, no es necesario
que se haya tomado la molestia de ponerse ese vestido—. Un vestido bastante
horrible, además. —E ingresar en la casa del conde.
Imitando sus movimientos, la joven cruzó los brazos sobre su pecho plano. —
¿Por eso cree que estoy aquí? ¿Para recuperar mi cuchillo?— Un cuchillo que
realmente debería haber encontrado la manera de devolver. —Un arma que
realmente debería haber devuelto—, dijo ella en un inquietante eco de sus mismos
pensamientos.
—Me encargaré de hacerlo— dijo él, en el tono que utilizaba para calmar a su
díscola montura.
La mujer lo estudió, golpeando su zapatilla con un distraído staccato en el suelo
de madera. Luego entrecerró aún más los ojos. —No tiene idea de lo que estoy
haciendo aquí— Ella pronunció esa acusación como si él tuviera que saberlo. La
descarada emitió un sonido de disgusto. —¿Por qué debería saberlo?— Ella lanzó
otra mirada de indignación por su persona. —Para usted, el destino de una mujer
como yo no tiene importancia. Difícilmente sabría lo que ocurrió después de irse.
Su estómago se apretó. ¿Qué ocurrió cuando me fui? En una exhibición de
abstracción total, no había pensado en la mujer del Infierno y del Pecado más allá de
los fugaces momentos sensuales que se filtraban en su memoria. —¿Qué
ocurrió?— preguntó en voz baja. —¿Se ha convertido en la amante de un
caballero?— Si fue así, ¿seguramente ese era un puesto mucho más seguro y
preferible que la de una puta en un club de juegos notorio?
Ella resopló. — Y prefiero casarme con usted antes que convertirme en el juguete
de un caballero.
Lo cual, teniendo en cuenta su anterior deseo de desenterrar los huesos de Boney
y llevarlo al altar, decía mucho de su opinión sobre ser la amante de un hombre.
—Estoy aquí por usted—, dijo, arrojando por fin una luz aún vaga sobre su
presencia aquí. —Después de que dejó el club por la mañana, mis hermanos
descubrieron que yo había estado ocultando su presencia y me echaron sin
contemplaciones.
Él se congeló. —La enviaron lejos por eso—, dijo en voz baja.
Ella asintió con la cabeza.
Una vez más, la culpa lo asaltó por su total egoísmo. No había vuelto a pensar
en la mujer más allá de la curiosidad que le había producido su animada reacción.
—Me enviaron a vivir con mi...— Manchas de color cubrían sus mejillas. —P-
padre—. Ella titubeó en esa última parte y luego lo miró con desprecio, desafiando
con sus ojos a que él dijera una palabra sobre ese detalle en particular.
Él se fijó en la fina calidad de sus prendas y en su reticente admisión. Ella era
una bastarda. Así era como había llegado hasta aquí.
El fuego iluminó el verde de sus ojos. —Espero que haga lo correcto por mí.
Toda culpa anterior murió inmediatamente. Una sonrisa irónica se formó en sus
labios. Inevitablemente, todo se encausaba al tema del matrimonio. Parecería que
incluso esta mujer de carácter fuerte quería lo mismo que todas las demás.
La dama apuntó sus ojos al techo. —Ya le dije que preferiría…
—Antes casarse con el cadáver de Boney—, interrumpió secamente con un gesto
de su mano. —Sí, recuerdo todo eso—. La frustración volvió a apoderarse de él. —
¿Por qué no dice qué es lo que ha venido a decir, señorita…?
—Black. Helena Banbury— suministró ella, y por el hielo en su mirada, no era la
primera vez que él estaba en posesión de ese detalle en particular.
—Dada su aparición aquí—, en medio de su cita, —se ha tomado muchas
molestias para descubrir mi paradero y seguirme hasta aquí.
Ella suspiró. —Qué arrogantes son ustedes los nobles—, dijo más para sí misma.
A él le molestaba ser incluido en la categoría poco impresionante en la que ella
había clasificado a todos los demás hombres. Sin embargo, dada su deplorable
indiferencia hacia ella hasta el momento, no cabía duda de que, en su opinión, se
había ganado con razón ese lugar tan poco distinguido.
—Lo escuché hablar con su amante—, dijo, todavía golpeando su pie con un
ritmo irritante.
—¿Me escuchó?— Había estado en la parte de atrás del salón de baile, lejos de
miradas indiscretas, y la invitación de la baronesa había sido apenas un susurro. Si
estuviera en condiciones de hacerlo, la corregiría sobre el hecho de ser un amante,
pasado o presente, de la baronesa. Gracias a la interrupción poco oportuna de ésta.
—Ustedes, los nobles, no saben el significado de la palabra discreto,—
explicó. Dejó caer los brazos a los costados. Por su tono, tenía la intención de dar un
sermón sobre subterfugio. Algo poco sorprendente tratándose de una dama que
llamaba hogar al Infierno y al Pecado y que llevaba un cuchillo encima.
Robert apoyó la cadera en el respaldo de un sofá de cuero cercano. —Teniendo
en cuenta sus sentimientos sobre un matrimonio conmigo, le sugiero que continúe
con lo que la ha traído aquí, antes de que nos descubran y seas arruinada—. De
nuevo. Esa palabra quedó en silencio, tácita entre ellos.
La culpa se clavó en él.
Helena asintió con la cabeza. —Voy a pasar toda la temporada aquí—. Ella
arrugó la nariz. —Si no me encuentro una pareja dentro de tres meses, entonces seré
libre de regresar al club.
—¿Y prefiere eso?
Ella debió haber escuchado algo en su pregunta que no le gustó porque ella
dirigió su mirada a la de él. Robert se preparó para otra respuesta severa de la mujer
con la boca ácida. —Sí— dijo ella brevemente, y procedió a caminar. —Tengo tres
meses y no tengo ganas de contraer nupcias con ningún pomposo noble.
Dado su temperamento desagradable y poco convencional eso no debería
resultar difícil. Los miembros de la nobleza a menudo demostraban ser idiotas
notables, incapaces de ver más allá de la superficie de una persona. —Son solo tres
meses—, señaló, balanceando la pierna hacia adelante y hacia atrás.
Él cesó bruscamente aquel movimiento distraído. Una vez más, había
demostrado claramente su incomprensión de la situación de la dama.
—Tiene...— Él buscó en su mente. —¿Tiene muchos pretendientes? Robert
ocultó todo atisbo de sorpresa ante esa pregunta.
Otro resoplido poco elegante escapó de Helena. Se señaló a sí misma. —¿Me
considera alguien que ha tenido que lidiar con demasiados pretendientes?
La dama sin duda se refería a su rostro y manos marcadas. Él no se molestaría
en señalar que era su temperamento astuto más que nada lo que seguramente
disuadía a los caballeros. Y su estatus de bastarda. La mayoría de los lores no
mirarían más allá de ese bajo derecho de nacimiento.
—Oh, yo estaba muy tranquila, hasta hace poco no tenía que preocuparme por
los pretendientes—, murmuró, y reanudó su paseo. —Desafortunadamente mi
padre resolvió otorgarme una dote enorme—. Helena hizo una pausa y lo miró.
Por su mirada dura, esperaba algo de él. Levantó una ceja.
—Diez mil libras—, dijo ella sin rodeos.
Robert abrió los ojos. Bueno, sí, eso sin duda haría que la dama tuviera muchos
pretendientes. La mayoría de ellos con bolsillos de sobra y necesitados de una
cuantiosa dote. Todo tipo de caballeros que una dama debería evitar. El apretó la
boca. Hombres cuya compañía tenía la innoble fortuna de soportar ahora.
Ella detuvo sus distraídos movimientos, y se acercó a Robert. —Quiero que me
corteje—, dijo tan inesperadamente que él ladeó la cabeza.
No creía haberla escuchado mal. Aunque tenía treinta y tres años, no era un lord
duro de oído. —¿Perdón?
—Cortéjeme—, repitió ella. —Es un futuro duque, ¿no?— Por la forma en que
despegó el labio hacia atrás en una mueca, esa pregunta fue pronunciada como una
acusación más que nada.
Su desprecio por su título estaba en desacuerdo con todo lo que él había llegado
a conocer de las mujeres. Sintiéndose como un actor en un escenario sin el beneficio
de sus líneas, Robert asintió.
—Supongo que está acostumbrado a tener lo que quiere, cuando lo quiere—,
continuó ella. —Las damas sin duda lo adulan—. Esta mujer representaba la
excepción. —Los caballeros nunca harían nada para ofenderlo.
Y el tener su vida pintada con trazos tan precisos y tan... fríamente, resultó ser
algo bastante humillante. —¿Y quiere que la corteje? ¿Con qué fin?—, preguntó, con
un tono deliberadamente frío. No le permitiría el placer de saber que sus palabras lo
habían irritado.
Ella suspiró, y luego, en un tono mejor reservado para un estudiante lento en la
guardería, dijo: —Nadie se atrevería a pisar los pies de un futuro duque. Sólo tendré
que sufrir sus visitas ocasionales y su compañía, y luego seré libre de volver.
—¿Ese es su plan?—, preguntó él, con la incredulidad deslizándose en su tono,
y ganándose otro ceño fruncido. —¿Espera que la corteje...?
—Durante tres meses—, interrumpió ella. —Sí. En ese momento, volveré al
Infierno y al Pecado y usted...— Ella agitó su mano hacia arriba y abajo de su
persona. —Será libre de hacer lo que sea que haga.
Con sus palabras punzantes y sus afiladas órdenes, estuvo a punto de enviarla
al Diablo y marcharse.
Sin embargo, algo lo congeló.
Tal vez, era una sensación de culpa por no haber pensado bien en lo que podría
pasarle a la mujer después de que él hubiera dejado el Infierno y el Pecado.
O tal vez fue el reciente recordatorio de las circunstancias de su familia.
—¿Y bien?
—Estoy pensando—, dijo distraídamente.
Su padre creía que la única forma en que Robert podría ayudar a enderezar las
finanzas de la familia era casándose con una dama de bolsillos llenos. Por ello,
esperaba que Robert hiciera una unión ventajosa. Si cortejaba a la Señorita Helena
Banbury, se libraría de los esfuerzos de la mayoría de las madres casamenteras y
quedaría libre para trabajar en la restauración de sus otrora prósperas propiedades.
Sin embargo, su voluntad iba más allá de su propio beneficio personal. Después
de que su vida fuera manipulada por otros, le daría a esta mujer un control que hasta
ahora le había sido arrebatado. —Muy bien—, dijo por fin. —La ayudaré…— Ella
entrecerró los ojos. —La cortejaré—, aclaró él. La mujer poseía más orgullo que
cualquiera de los caballeros que había conocido juntos.
Ante su capitulación, la mayoría de las mujeres habrían mostrado gratitud, o
sorpresa.
La señorita Helena Banbury asintió complacida. Con eso, se dirigió a la puerta.
¿Eso era todo?
—¿Y qué espera que implique este cortejo, señorita Banbury?— exclamó,
deteniéndola con sus palabras.
Ella se detuvo en el umbral de la puerta y lanzó una mirada por encima del
hombro. —Lord Westfield, soy tan miembro de la nobleza como usted un ladrón de
Dials—, dijo ella. —Supongo que usted sabe mucho más sobre asuntos de cortejo—
. Sus labios se movieron. —Incluso si es uno de esos pícaros—. Con un chasquido
despectivo de sus faldas, Helena abrió la puerta.
—Me atrevería a decir que debería saber dónde debo hacer una visita.
—En casa del Duque de Wilkinson—, dijo ella, sin molestarse en darse la vuelta.
Él se paralizó, mientras la sorpresa lo golpeaba. —¿El Duque de Wilkinson?—,
dijo tras ella.
Sí, tal vez sus oídos le estaban fallando...
Helena Banbury lanzó otra mirada en su dirección. —Le aseguro que no hay
nada malo en su audición milord. Si le hubiera prestado más atención a las noticias
de la alta sociedad, habría leído que la hija bastarda del duque llegó la ciudad—
. Con eso, ella salió de la habitación.
Y Robert, que nunca antes había prestado atención a las columnas de chismes o
susurros, deseó haber leído una sola nota. Se pasó una mano por la cara.
De todas las malditas mujeres en cuyos aposentos podría haber entrado, y que
a su vez le habían hecho proposiciones, no podía ser ella... a quien había aceptado
ayudar. Una risa confusa escapó de él. Porque la agria Helena Banbury resultó ser
la hija del amigo más cercano de su padre, el Duque de Wilkinson. Dado el espíritu
romántico de su padre, y sus peculiares pensamientos sobre las diferencias de clase,
aplaudiría el repentino y devoto interés de Robert por la recién aparecida,
sospechosamente perdida, Helena.
Robert rodó los hombros, disipando parte de la tensión. No eran más que tres
meses. ¿Qué daño podía causar este falso cortejo con una mujer que estaba
totalmente fuera de su elemento en la brillante sociedad?
Regla 10
Nunca te dejes seducir por palabras bonitas. Especialmente de un noble.

A la mañana siguiente, con la casa en silencio, Helena escribió furiosamente en


la página que tenía delante. Mordiéndose el labio, hojeó el puñado de frases. Con la
mandíbula apretada, Helena echó la silla del escritorio hacia atrás y se apresuró a
llamar a su criada.
Un momento después, la joven abrió la puerta. —¿Señorita Banbury?
—Asegúrate de que un lacayo entregue esto al Club Infierno y Pecado— ella
instruyó, entregando la nota. No importa. No responderán…
Con un movimiento de cabeza, su criada aceptó la misiva, hizo una reverencia
y salió corriendo.
Habiendo estado despierta durante dos horas, Helena arqueó la espalda y salió
de su habitación temporal, dirigiéndose al Salón Azul. ¿Dónde estaba el sentido del
propósito en este mundo trivial? Una dama se sentaba a esperar... los bailes y las
veladas y todo aquello sin importancia.
Cuando encontró un lugar en el asiento de la ventana, Helena miró por las
ventanas que daban a las calles de Londres. Toda su vida había estado dedicada a
su trabajo. Dado su dominio de los números y de la contabilidad eficaz, había creído
tontamente que su papel en la gestión de ese club la había hecho inestimable para
ellos. Ahora, a pesar de todas las notas que había enviado suplicando que la
aceptasen de nuevo y que ni siquiera se habían dignado a responder, habían
demostrado lo poco que ella había importado realmente.
Con qué facilidad la habían eliminado de la ecuación. Sentada en el asiento de
la ventana, con las piernas recogidas hacia el pecho, Helena puso de rodillas su copia
de la vida de Jean-Robert Argand. Se quitó las gafas de la nariz, las colocó en un
ángulo precario sobre el libro abierto, y desvió su atención hacia las bellas calles que
no tenía derecho a recorrer, y mucho menos a vivir cerca de ellas. En el bienvenido
silencio de su solitaria compañía, aceptó los sentimientos de resentimiento y dolor,
acogiendo esas emociones y dándoles vida.
Donde tantas mujeres ansiaban fruslerías y adornos inútiles, Helena nunca lo
había hecho. Ella anhelaba ser escuchada, como una mujer con pensamientos y
opiniones dignas, opiniones aceptadas y, por lo tanto, validadas. Quería ser vista
como una mujer capaz, a la que se le confiaran responsabilidades más allá de sus
libros de contabilidad. Sí, sus hermanos habían confiado en su habilidad con los
libros, pero nunca la habían dejado hablar con sus distribuidores o clientes. En
cambio, esas tareas habían recaído en los propietarios masculinos. Y cuando volviera,
¿cambiaría algo de eso?
Un carruaje pasó, sacándola de sus pensamientos melancólicos, y centró sus
energías en un asunto sobre el que había demostrado un sorprendente control: el
falso cortejo del Marqués de Westfield.
Su encuentro había resultado mucho más agradable de lo que ella podría haber
esperado. O previsto.
Sin embargo... Se mordió el labio. Como futuro duque, ella esperaba que un
hombre de su elevado estatus se hubiera erizado ante las acusaciones y peticiones
que ella le había hecho. Tenía sangre más azul que un zafiro corriendo por sus venas,
y por ello no necesitaba responder o complacer a una mujer bastarda. Aunque fuera
la hija ilegítima de un duque, su vida y su entrada en la sociedad nunca merecerían
el respeto de la nobleza.
Después de regresar del baile de Lord y Lady Sinclair, se quedó en la cama,
dando vueltas en su desconocido colchón. La vida en las calles también le había
enseñado a desconfiar de todo lo que fuera demasiado fácil. Y aunque las apretadas
líneas de las comisuras de los labios carnosos y perfectos y los ojos chasqueantes
insinuaban la furia del marqués, aún así la había escuchado... y había accedido a
ayudarla.
—¿Por qué tendría que hacer eso?— susurró para sí misma. Tomó sus gafas de
la parte superior de su libro, las abrió y se las colocó en la nariz. Ella continuó
mordiendo su labio inferior. O tal vez, él había estado tan ansioso por deshacerse de
ella que habría aceptado derrocar al rey con tal de asegurarse de que se marchara. En
ningún momento había tenido la intención de ayudarla.
Helena tomó el pequeño tomo y hojeó las páginas. Habiendo sido testigo del
corazón roto de su madre tras el abandono del duque, y luego de la manipulación
de Diggory de su única progenitora real, Helena tuvo la ventaja de recibir una
lección diaria sobre todas las formas en las que hay que desconfiar de los hombres...
de todos los estamentos. Y después de haber pasado la mayor parte de su vida
dentro de un infierno de juego, bueno, su apreciación de la traición y el engaño sólo
se había cimentado aún más. ¿Qué motivos tenía el marqués para ayudarla? Ella le
importaba a Ryker y a sus otros hermanos de facto, y ellos la habían apartado de sus
vidas. Ella era aún menos para Lord Westfield. Él estaba...
Aquí.
Helena frunció el ceño. ¿Ahora? ¿Él había venido? Con el libro en las manos,
presionó su frente contra la ventana en una muestra de audacia que le habría valido
un severo sermón de la Duquesa de Wilkinson. Desde el cristal de la ventana que
daba a las calles, estudió al marqués mientras desmontaba de un magnífico caballo
negro. Un niño de la calle se apresuró a recoger las riendas de su montura y una
sonrisa triste apareció en sus labios. Entonces, los hombres como él tenían a personas
acudiendo a su ayuda y asistencia, mientras que las mujeres como ella permanecían
en gran medida invisibles. El marqués le entregó al muchacho varias monedas y dijo
algo que le valió un enfático asentimiento.
Ella aprovechó el momento para estudiarlo. En sus aposentos, con la ropa
arrugada y barba en el rostro, seguía poseyendo una belleza masculina que
provocaba el asombro de una mujer. Las sombras del salón del conde sólo habían
dado un aire de misterio al marqués. A la luz del día, con la cara bien afeitada, y con
sus mejillas aguileñas y su mandíbula fuerte y cuadrada a la vista, ella apreciaba la
suya como el tipo de belleza que volvía tontas a otras mujeres.
No es que ella fuera una de esas tontas. Ella no lo era. Ella era fríamente práctica
y lógica y nunca haría el ridículo de sí misma ante cualquier petimetre elegante. Él
se dirigió hacia el frente de la casa del duque. Cuando llegó al escalón superior, se
quitó el sombrero. El sol de la mañana proyectaba un brillo etéreo en sus cabellos
dorados.
Con el aliento acelerado, cerró brevemente los ojos cuando los recuerdos
aparecieron rápidamente. De su beso. De sus gentiles caricias. La emoción prohibida
de sus labios sobre su persona. Ella endureció su mandíbula. Por muy magistral que
fuera su tacto, no era algo por lo que una mujer tuviera que renunciar a su futuro, a
su libertad y a su seguridad. Cosa que invariablemente había hecho ella, por un error
que en gran parte era de él y en parte de ella. Después de todo, no se había molestado
en cerrar la maldita puerta.
Unos instantes después, sonaron pasos fuera de la habitación, y ella balanceó las
piernas sobre el costado, poniéndose de pie, justo cuando el mayordomo del duque,
Scott, entró en el umbral. —Señorita Banbury—, dijo en tono anticuado, con una
sonrisa familiar en sus curtidas mejillas que contradecía todo lo que uno esperaría
de un mayordomo del duque. —Su señoría, el Marqués de Westfield, quiere verla.
Con un murmullo de agradecimiento, ella le devolvió la sonrisa al viejo
sirviente. Además del duque y su joven hija, el viejo Scott, con sus ojos amables, a
menudo parecía estar realmente satisfecho con su presencia aquí. Él inclinó la
barbilla.
Helena sacudió la cabeza vagamente. ¿Qué está tratando de decirme?
Scott tosió y miró por el rabillo del ojo al marqués.
Había algo que no veía. Su mente se revolvió. Todos los aspectos, desde sus
bailes y veladas hasta algo tan simple como una visita matutina, estaban fuera de su
ámbito de comodidad y familiaridad.
El sirviente se apiadó... o tal vez se desesperó al ver que ella no conocía el
protocolo adecuado para recibir a un marqués. —Traeré refrigerios, Señorita
Banbury.
—Eh... sí... gracias—, murmuró ella mientras Scott le dedicaba otra sonrisa y una
mirada de apoyo, y luego se marchaba.
Por fin a solas, el marqués esbozó una reverencia. —Señorita Banbury—, saludó
en ese barítono lento y melifluo que le provocó una ronda de deliciosos escalofríos.
—Milord—, le indicó ella.
Él avanzó con pasos lentos y depredadores que una pantera habría
envidiado. Helena se mantuvo firme. Ella había enfrentado y derrotado peligros
mucho mayores que este hombre. Aunque, a manos de él, estaba empezando a
descubrir que a veces había peligros mayores que la violencia que había soportado.
Como prueba burlona del destino, Lord Westfield mostró una media sonrisa
devastadora. —¿Puedo?— Ningún caballero tenía derecho a ser tan gloriosamente
perfecto. Particularmente frente a una mujer que estaba tan horriblemente marcada.
Helena se pasó la punta de la lengua por los labios. —¿Si puede qué?— Ella
siguió su mirada a un asiento cercano. —Oh... uh... Sí—, dijo ella, completamente
fuera de su elemento, y se sentó en la silla más cercana.
En lugar de hacer lo mismo, el marqués se acercó y el pecho de Helena se apretó
cuando se deslizó en la silla tapizada roja Rey Luis XIV más cercana a la
suya. Mientras acomodaba su cuerpo alto y musculoso en esos pliegues, fácilmente
encogió el espacio entre ellos y ella tragó saliva.
Encaramada en el borde de su silla, Helena apretó los dedos reflexivamente
alrededor de su libro. En su plan que requería la presencia constante de este hombre
durante los próximos tres meses, no había pensado en el detalle obvio de que tendría
que hablar con él.
El marqués apoyó los antebrazos en los costados de su silla y recorrió la sala con
la mirada, como si la viera por primera vez. Tamborileó con las yemas de los dedos
sobre los brazos de caoba. —Dado el tiempo que vamos a pasar juntos, supongo que
podemos encontrar un terreno común sobre el que hablar.
Mientras que la mayoría de las damas se sentirían ofendidas por esa franqueza,
y la absoluta falta de pretensión de un cortejo, Helena lo apreciaba. Lo recibía con
agrado. De hecho, esa franqueza no era lo que ella esperaba de un hombre lleno de
encanto, y en posesión de una lengua ingeniosa, y la inquietó momentáneamente.
—No es necesario fingir tanto—, dijo ella, orgullosa de la suavidad de sus palabras.
Él se río y se quitó los guantes. —¿No es ese el punto?— preguntó, metiéndolos
en su chaqueta.
Sí, bueno, había verdad allí. Aunque preferiría cortarse los dedos antes que
admitirlo.
Lord Westfield se inclinó hacia delante en su asiento, reduciendo el espacio entre
ellos y congelando sus pensamientos. —Tampoco sería prudente hablar de
cualquier asunto muy privado, dado que los nobles no sabemos nada sobre la
palabra discreción.
Al recibir sus palabras de la noche anterior, una ola de calor abrasó su cara. —
Muy bien—, admitió, despreciando que él tuviera razón. Era mucho más preferible
verlo como el borracho descuidado que había entrado en sus habitaciones y le había
trastocado la existencia.
Él levantó una ceja. —¿Usted lee?
Ella parpadeó, y siguió su mirada dirigida al libro olvidado en sus manos. —
No—. Helena se calentó. —Sí.
El fantasma de una sonrisa rondó sus labios. Extraño, ni siquiera un mes antes,
esos labios habían estado en su boca y en su persona, instruyéndola de formas a las
que ningún hombre tenía derecho. Su piel hormigueó. —Bueno, ¿sí o no?
Helena levantó su libro, girando el título hacia él.
Él arrugó su frente. ¿No reconocía el nombre de Argand? ¿O era su selección de
lecturas lo que le parecía excepcional? —¿Conoce usted la obra de Argand, milord?
—, preguntó ella, optando por lo primero.
—No—. Él se acomodó en su silla, mirándola a través de esas espléndidas y
gruesas pestañas doradas.
—Es un matemático—, dijo ella, y se acercó a un tema del que podía hablar con
cierta familiaridad y comodidad. —Es el responsable de la interpretación geométrica
de los números complejos.
El marqués abrió mucho los ojos. —Es usted una intelectual.
Ella levantó la barbilla en un ángulo amotinado. —¿Desaprueba usted a una
mujer con conocimientos?
—¿Por qué supongo que usted ya cree saber la respuesta?—, devolvió él,
moviendo las cejas.
Porque ella ya sabía la respuesta. Los hombres de todas las posiciones y clases
sólo tenían un deseo en una mujer, y más allá de su cara y su cuerpo, esos hombres
veían poca utilidad o propósito. —¿Sabe?—, murmuró él, inclinándose hacia delante
en su silla para que sus rodillas se rozaran. —Creía que era sólo yo con quien se
había enfadado—. Bajó la voz a un susurro. —Pero estoy descubriendo que sospecha
de los motivos de todo el mundo, Helena.
Ella inclinó la barbilla hacia arriba. ¿Qué sabía él de eso? —Durante mi tiempo
en este mundo, la gente me ha dado buenas razones para ser recelosa de todo y de
todos—, dijo, enfrentándose a su mirada.
Él sostuvo su mirada por un largo rato y demoró su mirada en su cicatriz en la
mejilla. Helena curvó los dedos de los pies en las suelas de sus zapatillas. Hacía
mucho tiempo que había dejado de preocuparse por las marcas en su cuerpo. Había
llegado a aceptarlas, celebrarlas como insignias de coraje y fuerza como sus
hermanos las habían llamado. Qué humillante resultaba ser una mentirosa ante el
intenso escrutinio de este hombre. Sí le importaban esas marcas blancas y dentadas
y lo que decían de su historia. Sin palabras, se hundió en su silla. —A mí también
me han dado—, levantó una ceja, —¿cómo ha dicho? ¿'Buenas razones para ser
receloso'?
Las preguntas salieron a la superficie, matando su momentáneo descenso a la
autocompasión. ¿Tenía él razones para desconfiar? Ella se burló. —¿Damas
cazadoras de fortuna?— ella adelantó.
Su mirada se oscureció, y las palabras despectivas en sus labios murieron
rápidamente. La oscura emoción que brillaba en sus ojos azul celeste, la había visto
demasiadas veces reflejada en sus propios espejos. —Dije que hablaríamos de
nuestros intereses, Helena, no de nuestro pasado—. Su advertencia tenía la
intención de disuadirla y solo provocó más preguntas sobre los demonios que él
mismo combatía.
Helena sacudió ligeramente la cabeza. Apenas importaba lo que había ocurrido
en su vida. Habiendo nacido hijo de un duque, destinado a un título solo un paso
por debajo de la realeza, nunca podría haber conocido el dolor y el sufrimiento que
enfrentaban las personas que habitaban en las calles. —Disfruto de las
matemáticas—, admitió, desviando rápidamente su discusión a un tema mucho más
seguro, mucho más propio de una pareja en cortejo, que cualquier mención de su
pasado.
—¿Es buena amazona?
—No—. Cuando era una niña no había habido fondos, y luego ya de adulta
nunca había sido necesario serlo.
—¿Pinta?
—Sí, muy mal.
Él sonrió, y ese honesto giro de sus labios fue muy diferente al de la sonrisa
practicada, y de alguna manera más potente. Su corazón se saltó varios latidos.
—¿Le gusta el teatro?
—Nunca he estado en uno—. La vida había dejado de existir fuera de los muros
del Club.
—¿Nunca?— repitió él con cierta sorpresa.
Helena negó con la cabeza. Nunca había estado dentro de uno. De jovencita,
rogando a los lores y damas que entraban en aquellos esplendorosos edificios, había
rondado los escalones con las manos extendidas.
—Ha eliminado sistemáticamente montar en el parque, visitas a museos y
excursiones al teatro.
Ah, ese era el propósito de su interrogatorio. —El hecho de que no pinte o no
sepa montar no significa que no disfrutaría una excursión a un museo o un paseo en
Hyde Park.
Ante la intensidad punzante de sus ojos, ella se aquietó, alarmada de que él
pudiera ver a través de ella todos los secretos que llevaba y las esperanzas que había
tenido alguna vez.
—Muy bien. Comenzaremos con un viaje a Hyde Park mañana por la tarde—,
dijo, poniéndose de pie.
Una inexplicable decepción la llenó mientras se ponía rápidamente de pie. —Se
marcha—. No debería importar que se fuera. Su presencia aquí era una mera fachada
destinada a engañar a los posibles pretendientes que desearan su compañía y su
dote. Sin embargo, ¿cómo explicar este... arrepentimiento?
Como si fuera una señal, un sirviente entró con una bandeja de plata. La criada
personal de Helena lo siguió rápidamente. Con los ojos bajos, la joven sirvienta
encontró una silla en la esquina de la habitación.
Robert tomó sus dedos sin guantes y Helena tuvo el impulso de apartar su mano
cicatrizada de las suyas, impecables y de color aceituna. Cuando ella intentó
retroceder, él retuvo su agarre y se llevó la muñeca a la boca. Su aliento abanicó su
carne mientras le daba un beso fugaz en la piel. —Ha sido un placer, Helena—. Bajó
la voz a un susurro conspirador. —Dada la naturaleza de nuestra... relación,
supongo que deberías llamarme Robert—, dijo, pasando la yema del pulgar por la
sensible carne de la muñeca interior de ella.
Unos escalofríos prohibidos irradiaron desde el punto de su contacto,
recorriendo su brazo y enviando calor a todo su cuerpo. Helena asintió con una
sacudida y volvió a tirar de sus dedos. Esta vez, él le permitió aquella libertad. Lo
que se sintió como la más vacía de las victorias. —Robert—, dijo ella, odiando la
naturaleza sin aliento de esa palabra, su nombre.
Aquella leve y triunfal sonrisa en sus labios insinuaba que lo detectó. —¿Y
Helena?
Unos aleteos bailaron dentro de su vientre.
—Te equivocas.
Ella ladeó la cabeza.
—No desapruebo a una mujer con conocimientos. Todo lo contrario—. Luego,
con una calma exasperante, dejó caer una reverencia y se marchó.
Helena cerró los ojos, nunca necesitando tanto el efecto calmante de los números
como en este momento. Se fijó en el reloj de porcelana que hacía tic-tac sobre la
chimenea, concentrándose en esos latidos rítmicos que marcaban el paso de los
minutos. Cualquier cosa menos sus pensamientos confundidos por el más leve
toque. Un toque que había evocado una mañana de hace mucho tiempo en su
dormitorio.
Unos pasos frenéticos sonaron en el vestíbulo y ella levantó la vista de inmediato
cuando la duquesa entró en la habitación. —Lord West...— Las palabras de la
duquesa se apagaron y la falsa sonrisa de sus labios se convirtió en un ceño fruncido.
Echó una mirada furiosa a la habitación. —¿Dónde está Su Señoría?
Helena se quedó quieta. —Se ha ido hace un momento, Su Excelencia—,
murmuró.
La mujer apretó la boca, transformando sus bonitas facciones en algo bastante
feo. —Pero... ¿dónde está Diana? ¿La ha acompañado Su Señoría al parque?
Jugueteando con sus faldas, Helena miró por fin esta reunión particular del
modo en que lo haría la Duquesa de Wilkinson. Su hija de diecisiete años, el modelo
de la perfección femenina inglesa: no habría una candidata más ideal para el papel
de futura duquesa. Oh, demonios. Helena escogió con cuidado sus palabras. —Lord
Westfield vino... a visitarme—, dijo, cuando la otra mujer se dio la vuelta para irse.
Tal vez ella dejaría el asunto en paz.
Tal vez...
En una muestra inusual de espíritu, Su Excelencia se dio la vuelta. —¿Q-
qué?— ella farfulló. Miró a Helena, observando bajo la longitud de su nariz a la
bastarda en su residencia. —¿Seguro bromea?
Helena miró a la criada del rincón, que se apretaba contra el respaldo de su silla.
¿Deseaba hacerse invisible? En este momento particular de cobardía, Helena se
identificó bien con ese sentimiento. —No bromeo—. El detalle que omitiría sobre la
escandalosa propuesta del marqués era la parte de que no era más que un engaño,
inventado por Helena, en el que Lord Westfield -Robert- había accedido a ayudarla.
Si las miradas pudieran matar, Helena sería ceniza carbonizada a los pies nobles
de esta mujer. Entonces... la duquesa echó la cabeza hacia atrás con una risa sin
gracia.
Helena se puso rígida ante aquella condescendencia. Al diablo con el cortejo
fingido y con el rango y el título, ella no sería objeto de burla de esta mujer, ni de
nadie.
—El marqués no la visitaría a usted por nada más allá de la cortesía. No hay
ningún secreto en la Sociedad sobre las eventuales conexiones entre la línea
Wilkinson y la de Somerset. Mi esposo—, no tu padre, —y el actual duque han sido
amigos desde Oxford.
Dos familias ducales, uniendo reinos e imperios. Desde que había desarrollado
su plan para evitar pretendientes con la colaboración del marqués, la duda afloró. El
caballero no había mencionado a Diana. Con la conexión de las familias
remontándose tan lejos, ¿y si había sentimientos por parte de su hermana?
—¿Está Diana... enamorada del duque?— Si lo estaba, Helena pondría fin
rápidamente a su plan, dejaría libre al marqués y se ocuparía de los pretendientes
que buscaban su dote de otra manera.
—Amor—. La mujer casi escupió esa palabra. —Plebeya—. Pasó su mirada por
encima de la figura demasiado alta de Helena. —No nos ocupamos de cuestiones de
amor. Nos ocupamos de lo práctico. Riqueza. Poder. Prestigio—. Esas palabras
insensibles helaron la sangre de Helena. Muchas veces se había lamentado de la
incapacidad de sus hermanos para mostrar sentimientos, pero nunca había existido
el vacío emocional que empañaba el alma negra de esta mujer. —Además—,
continuó la duquesa, —no importa si...
—¿De qué discuten tan apasionadamente ustedes, damas?— Una voz sonó al
frente de la sala, llena de diversión. Ambas miraron hacia la puerta, donde el
corpulento duque estaba de pie, esbozando su siempre presente sonrisa. —
¿Hmm?—, preguntó, acercándose. —¿Podría ser por cierto marqués?— Movió sus
pobladas cejas. —¿Te está cortejando, Helena?
Cuando había urdido su plan y había conseguido el apoyo de Robert, sólo había
visto la disuasión que supondría para los cazadores de fortunas interesados. Al no
formar parte de este mundo, no había considerado adecuadamente los enemigos
que se ganaría al obtener la atención de un futuro duque ...Siempre piensa bien un
plan... Con la piel ardiendo bajo la fuerza de la mirada de la otra mujer, Helena
asintió levemente.
¿Cuántas veces Ryker le había recordado esa regla? Había cometido el error de
olvidar que esas reglas se aplicaban a todo, pero los peligros de ser atrapada por un
cazafortunas eran mucho mayores que el disgusto de una duquesa.
El duque apoyó las manos en su chaqueta verde guisante, alisando su barriga.
—Westfield siempre ha sido un buen chico—. A pesar de la espesa corriente de
tensión que cubría el salón, Helena sonrió. Con el poderoso físico del marqués y su
dominio de la habitación, no había nada de infantil en él. —Sería una excelente
pareja, ¿verdad, Nerissa?
La duquesa se sonrojó.
—Y siempre pensé en ver a mi familia unida a la de Dennington.
Un sonido ahogado escapó de la duquesa, y sin decir una palabra, se dio la
vuelta y salió de la habitación.
Mi familia.
Este hombre que había elegido a otra sobre la madre de Helena, y había fallado
en reconocer la existencia de su bastarda, la veía como... ¿familia? Helena miró
desconcertada al hombre cuya sangre compartía.
El duque la palmeó en el brazo. —No te preocupes por ella. Simplemente está
abrumada de alegría ante la perspectiva de que te cases con Westfield.
Y si su situación no se hubiera enturbiado increíblemente por las conexiones que
compartían esas dos poderosas familias ducales, Helena se habría reído.
Sin embargo, había visto el odio que brillaba en los ojos de la duquesa y sabía
que había encontrado un enemigo aún mayor en la mujer.
Tres meses.
Sólo tres meses, y luego se liberaría de todo.
Regla 11
Nunca te dejes seducir por una cara bonita.

Al llegar a la casa de su padre, poco después de su primer encuentro con la


descarada Helena Banbury, Robert desmontó su caballo. Al descender y entregar las
riendas de su montura a un sirviente que lo esperaba, un escalofrío de aprensión lo
hizo echar los hombros hacia atrás. Con el ceño fruncido, observó la elegante casa
de su padre en Mayfair Street. Alejando la respuesta irracional, subió los escalones.
El mayordomo abrió la puerta y Robert se quitó la capa.
Un lacayo se apresuró a recoger la prenda.
Con un murmullo de agradecimiento, Robert miró a Davidson. —¿Mi
padre...?— preguntó, arrojando su sombrero.
—Está en su despacho, milord—, dijo el hombre, tomando fácilmente el artículo
en sus dedos.
Inclinando la cabeza, Robert comenzó a recorrer el pasillo. El escozor de haber
visitado aquel repugnante despacho para ver a su prometida en pleno acto sexual
con su abuelo aún escocía. Esta temida marcha volvía a evocar el mal de aquel día.
Lo había impulsado a buscar una residencia de soltero, y a instalarse lejos del dolor
de la misma. Con el tiempo, el dolor de la traición de Lucy se había desvanecido de
estas paredes. En su lugar, vivía en lo más profundo, en un lugar nacido de la
cautela. Como el difunto duque había proclamado correctamente, Robert seguía
odiando al bastardo, pero estaba agradecido por la lección impartida.
Por eso no sabía qué hacer con Helena Banbury, con su palpable odio hacia su
título y, si su ego se lo permitía, hacia él.
Entonces, dado el estado en el que ella se encontraba ahora, odiando a la
sociedad educada y añorando la vida anterior que había vivido antes de su
interferencia, ciertamente explicaba sus sentimientos. Una sonrisa estiró sus labios.
Sin embargo, sus palabras, débiles y sin aliento, habían dejado entrever a una mujer
que no era del todo indiferente a él.
Robert llegó a la puerta de su padre y, sin molestarse en golpear, presionó la
manilla y entró. —Padre.
El duque levantó la vista de sus libros de contabilidad, con una gran sorpresa
cubriendo las facciones del hombre mayor. —Robert—, saludó, su pluma congelada
sobre sus libros.
Después de su intercambio hace un mes, tras descubrir que su padre había
intentado manipularlo para que se casara, se habían instalado en una existencia
incómoda. Con la seguridad de que su padre estaba, de hecho, muy vivo y bien,
Robert había vuelto a buscar su residencia de soltero una vez más.
—Estoy sorprendido de verte—, dijo en voz baja cuando su hijo todavía no dijo
nada.
Sí, Robert había evitado cuidadosamente a su padre tras sus incisivas
declaraciones sobre el valor de Robert un mes antes.
—¿Estás bien?—, le espetó suavemente el duque. Examinó el rostro de su hijo
con la mirada. ¿Pensaba encontrar las respuestas a las preguntas de lo que había
traído a Robert aquí?
—Lo estoy—, dijo escuetamente. —¿Y tú también estás bien?
Algo brilló en los ojos de su padre. Un instante estaba ahí y al siguiente ya no,
por lo que Robert pensó que se trataba de un simple truco de la luz.
—No siempre—, dijo su padre en tono divertido. Unas líneas blancas de tensión
se formaron en las comisuras de su boca.
Tal vez, después de todo, había cierta culpa en el intento del hombre mayor de
manipular a Robert para que se casara. No había consuelo en eso. Toda su vida había
sido víctima de las astutas maquinaciones de otros: Lucy, su abuelo, su padre. Eso
hacía que un hombre fuera cauteloso.
—¿Qué te trae por aquí?—, preguntó su padre, dejando a un lado la pluma y
sentándose de nuevo en su silla.
Robert reclamó un lugar a los pies de la amplia superficie de caoba. Su mirada
se clavó en aquel mueble que había dejado una huella indeleble en todos los aspectos
de la vida de Robert. Involuntariamente, enroscó las manos sobre los brazos de la
silla.
Su padre siguió su visión, y una mirada melancólica recorrió sus afilados rasgos.
—Debería haber encargado otro escritorio—, dijo en voz baja.
Robert tensó la boca. El día que estuviera en posesión de ese escritorio, lo haría
trinchar y quemar como leña. Incluso desde la tumba, el difunto duque seguía
manteniendo el control de esta casa, y de su hijo. Qué peculiar. La alta sociedad veía
en el actual Duque de Somerset a un noble poderoso e indomable que continuaba
con orgullo el legado de su estimado progenitor. No veían el inquebrantable control
que había ejercido ese bastardo, un hombre que había eliminado a su propia hija. —
¿Qué sabes de la hija de Wilkinson?—, dijo, desviando la discusión de las
conversaciones sobre el duque muerto.
—¿Lady Diana?— Su padre se llevó las manos a la cabeza. —Tiene diecisiete
años, casi dieciocho. Wilkinson dijo que es una artista muy hábil.
...El hecho de que no pinte o no sepa montar no significa que no disfrutaría una excursión
a un museo o un paseo en Hyde Park...
—Su hija ilegítima—, dijo con impaciencia interrumpiendo la catalogación de la
joven con la que su padre había querido que se casara desde el verano.
—Ah—. El duque golpeteó las yemas de los dedos. —Después de que la chica y
su madre desaparecieran, Wilkinson creyó que ambas habían perecido—. Volvió las
palmas hacia arriba. —En su última visita, fue bastante... efusivo en su felicidad por
la reaparición de Helena.
Sí, animado, locuaz, y sorprendentemente libre al compartir sus emociones, el
Duque de Wilkinson nunca encajaría con las expectativas de nadie de un duque
convencional y correcto. —¿Es posible que sea una impostora?—, preguntó con una
franqueza que provenía de la vida. Dada su presencia en el Club del Infierno y el
Pecado, había motivos para desconfiar.
Sólo que la mujer que le había dado órdenes y había hablado de odiar a la
sociedad educada, era claramente una mujer que no quería formar parte de la
nobleza.
—¿Una impostora?—, repitió su padre con sorpresa. Se rascó la cabeza. —
Espero que no— dijo con demasiada confianza. —Wilkinson conoció a Helen
cuando...
—Helena— enmendó él.
—Sí, sí. Helena... Su madre era su amante y él estuvo con ella por... Oh—, agitó
la mano. —Cinco o seis años, creo. Los tenía en una casa de la ciudad—. Su expresión
se ensombreció. —Entonces ella desapareció, y Wilkinson quedó profundamente...
afectado—, sentenció. —La amaba—, dijo simplemente.
Después de haber amado a su difunta esposa, y luego apoyado a su hermana
después de haber sido exiliada por su desventajoso matrimonio, el actual Duque de
Somerset había demostrado ser romántico de una manera en que los hombres de su
estatus generalmente no lo eran. Esa generosidad de espíritu se había extendido a
su sobrina, a quien había llevado a su casa cuando ella había huido del escándalo
años atrás. Incluso por esa parte definitoria del carácter del duque, él hablaba del
sentimiento como si fuera el único factor definitorio.
¿Acaso la dama había encontrado otro protector que le había prometido más,
pero que le había dejado un futuro incierto y poca seguridad para su hija? —¿La
amaba tanto y, sin embargo, simplemente ella... se desvaneció?— Robert no pudo
evitar que el cinismo se colara en su tono. Las mujeres habían demostrado ser
notablemente inconstantes con sus afectos, impulsadas por el hambre de riqueza.
Su padre le dirigió una mirada triste. —No me corresponde hacer preguntas o
tener sospechas sobre Wilkinson o la madre de la señorita Banbury—. Se inclinó
hacia delante, sosteniendo la mirada de su hijo. —Espero que la joven tenga las
respuestas que buscas.
El rostro de Helena apareció en su mente: su mejilla llena de cicatrices, sus
manos. Todas las marcas que hablaban de una existencia infernal.
Con una mueca, su padre se movió.
Robert frunció el ceño. —¿Padre?
—Estoy bien—, dijo el duque con brusquedad. —No estamos hablando de mí—
. Inclinó su peso hacia atrás en su silla y ésta gimió en señal de protesta. —¿Por qué
las preguntas sobre la señorita Banbury?— La curiosidad brilló en los ojos del
hombre mayor.
La pregunta lo hizo reflexionar y en un intento de mostrar despreocupación,
Robert levantó los hombros en un tenue gesto de desgana, sopesando
cuidadosamente sus palabras. —Conocí a la joven en el baile del Conde de Sinclair—
. Optó por la confesión más vaga y verdadera. Después de todo, no podía venir
fácilmente a hacer preguntas y no esperar lo mismo a cambio. Sin embargo, con su
indagación, Robert se había expandido más allá de una tenue curiosidad por la
mujer a la que, en un momento de locura, había aceptado ayudar.
—Su madre era encantadora—, murmuró el duque. Capturó su barbilla entre el
pulgar y el índice, y se frotó. —Creo que se llamaba Dahlia o Delia. Espero que su
hija sea igual de bella.
Robert emitió un sonido indiferente. Desde su primer encuentro con la joven en
el Club del Infierno y el Pecado, no había visto ningún tramo de belleza que se
ajustara a sus exigencias y a las de la sociedad. Más alta que la mayoría de los
hombres y tan delgada que parecía que un viento fuerte podría derribarla, había
demostrado ser... interesante en otros aspectos que desafiaban las expectativas de
belleza.
—¿Ella no es encantadora, entonces?— su padre presionó. Los pliegues de su
frente insinuaban su desconcierto.
—Ella es… interesante.
El duque asumió que las preguntas de Robert provenían de un caballero que se
había sentido cautivado por una dama. Robert nunca cometería el mismo error
fatal. No otra vez. Su padre no podía saber eso dado que desconocía las acciones del
difunto duque en esta misma habitación. Sin refutar ni aceptar la suposición de su
padre, Robert se removió en su silla. —¿No sabes nada más sobre la dama?— él
presionó. ¿Seguramente el hombre que había sido amigo de Wilkinson desde sus
días universitarios tenía alguna información sobre ella, más allá de esos pequeños
detalles?
Su padre se encogió de hombros. —Yo no. — Un brillo apareció en sus ojos. —
Me temo que tendrás que encontrar tú solo las respuestas a tus preguntas sobre la
dama.
El duque sin duda creía ver mucho con el interrogatorio de Robert. Lo que no
podía saber era el plan que Robert había aceptado para ayudar a la dama, todo con
la esperanza de mantener a raya a los pretendientes deshonrosos.
…Preferiría desenterrar el cadáver de Boney de la tumba y arrastrarlo hasta el altar que
atarme a alguien como usted…
Él se rió. Al parecer, existía una dama en todo el reino, totalmente desinteresada
en él y en el título que llevaba su nombre.
Se oyeron pasos en el vestíbulo y luego se abrió la puerta. Beatrice estaba de pie
en el frente. —Robert—, dijo con una sorpresa que rivalizaba con la anterior reacción
de su padre. Al ver el brillo ligeramente acusador en sus ojos, una pizca de
culpabilidad lo apuñaló.
A los veintitrés años, debería tener un esposo y un grupo de bebés a sus pies. El
hecho de que no pudiera encontrar un solo caballero que la cortejara adecuadamente
hablaba de la falta de nobles dignos en el reino. —Bea—, dijo poniéndose en pie.
Beatrice apuntó sus ojos al techo y avanzó. —Bah, no malgastes tus intentos de
reverencia caballeresca conmigo—. Se dejó caer en el asiento de al lado y le indicó la
silla que acababa de dejar libre. —¿Y bien?—, le preguntó.
Por el rabillo del ojo, detectó la sonrisa en los labios de su padre. —¿Y bien?—
repitió Robert. Con su preocupación y sus preguntas, se había convertido más en
una madre preocupada que en la hermana menor que había perseguido sus sombras
cuando él llegaba de visita de la universidad.
—¿Se trata de tu visita matutina a la hija de cierto duque?
Ah, así que los chismes habían comenzado los furiosos susurros, y por lo que
sabía su hermana ya habían llegado hasta aquí. Lo que significaría que los
periódicos, para mañana, estarían bien informados de su repentina fascinación por
la hija ilegítima del duque. —¿Le prestas atención a los chismes, Bea? — Hizo un
sonido de pitido.
—No intentes cambiar de tema—, lo regañó ella. —Es demasiado joven e
inocente para ti, Robert. ¿No estás de acuerdo, papá?
Hermano y hermana miraron al patriarca sobreviviente y él levantó las manos.
—No me corresponde interferir en los asuntos del corazón.
Con la excepción de las fiestas de verano ingeniosamente organizadas. Robert
sonrió con ironía y su padre tuvo la decencia de sonrojarse.
—Agradezco tu preocupación, Bea—, dijo Robert, poniéndose en pie. —Te
aseguro que sé lo que hago en lo que respecta a la dama—. Y cuando ella abrió la
boca para protestar o presionarlo para obtener más detalles, él dejó caer una
reverencia.
La reunión para obtener información sobre Helena Banbury había resultado
menos exitosa de lo que él esperaba.
Aunque poco importaba. Teniendo en cuenta el tonto plan que había acordado
la noche anterior, estaba seguro de que averiguaría todo lo que tenía que saber sobre
Helena Banbury.
Y de alguna manera, cuando se despidió del despacho de su padre, el tedio que
lo perseguía la noche anterior, notablemente, estaba ausente.
Regla 12
Nunca muestres debilidad.

Helena debería haber estipulado que Lord Robert asistiera a cualquiera de los
bailes a los que ella tuviera la mala suerte de tener que aceptar una invitación.
Sin embargo, comprendió que era demasiado tarde y ahora se encontraba entre
el Duque y la Duquesa de Wilkinson. Se había refugiado entre ellos después de notar
que algunos caballeros la miraban de la misma manera que un niño hambriento
codicia una rebanada de pan. Se echó hacia atrás en un intento de hacerse lo más
pequeña posible. Una hazaña imposible para una mujer de casi dos metros de altura.
Mientras el duque y la duquesa conversaban, Helena recorrió con la mirada el
salón de Lord y Lady Drake, buscando entre la multitud de invitados a cierto
caballero, un caballero que representaba su única esperanza de escapar de las
atenciones de los hombres decididos a acorralarla, arruinarla y marcharse con sus
diez mil libras.
Aunque no eran realmente sus diez mil libras. Cuando se marchara dentro de
tres meses (dos meses, veintiocho días si se quería ser realmente preciso), esos
fondos permanecerían al cuidado del duque. Su mirada se posó en el cuello de una
dama al otro lado de la sala. En su cuello había suficientes diamantes y zafiros para
alimentar a la familia de Helena durante años. Durante los días más oscuros, como
ella los consideraba, cuando había sufrido a manos de Diggory, habría vendido
fácilmente su alma por una sola libra, por no hablar de miles de ellas. Ahora
quemaría alegremente las miles de libras depositadas en ella...
Curvó sus dedos en bolas apretadas. Estaría condenada si aceptaba un solo
centavo del Duque de Wilkinson. Desde que llegó a su residencia de Mayfair, él se
había mostrado amable y preparado con una sonrisa. Pero esas muestras de
amabilidad nunca podrían, nunca borrarían el infierno que ella y su madre habían
soportado.
Helena respiró lenta y tranquilamente. Por desgracia, había abierto la puerta y
Diggory había entrado.
Aquí no. Ahora no. Éstos eran los momentos de locura que hacían que las mujeres
fueran llevadas a Bedlam. Esa verdad aumentó el pánico que crecía rápidamente.
Alrededor de las cámaras de su mente resonaban sus gritos y llantos hasta que
los recuerdos se fusionaron con las risas bulliciosas de los invitados de Lady Drake,
formando una cacofonía de sonidos distorsionados. Su pecho se agitaba
rápidamente y se concentró en la tarea de respirar lenta y uniformemente. No mires
la luz. No mires la luz... Pero, como una niña demasiado inocente para saber que no
debe jugar con fuego, levantó la mirada hacia las lámparas de cristal que brillaban y
su estómago se revolvió.
Helena cerró los ojos con fuerza mientras el acre olor a carne llenaba sus fosas
nasales. Su propia carne derritiéndose... muriendo... dolor. Tanto...
Eres más fuerte que esos recuerdos... Lucha contra esos pensamientos, Helena...
—¿Helena?— La voz retumbante del Duque de Wilkinson atravesó sus
torturados recuerdos y la sacó del abismo.
Parpadeó rápidamente, registrando débilmente al duque benévolo y sonriente,
su duquesa ceñuda y...
Helena inclinó la cabeza y vio al caballero que, en algún momento, se unió a su
trío.
Robert… Aquí. Impecablemente vestido con pantalones y chaqueta oscuros, el
lazo experto de su corbatín blanco acentuaba el tono oliva de su piel que insinuaba
viejas raíces romanas. Su estómago se encogió. ¿Cuánto tiempo había estado parado
aquí? Demasiadas veces, cuando las pesadillas se apoderaban de ella, se perdía en
ellas, y cuando volvía en sí, el tiempo y los detalles se habían difuminado. El
marqués estaba de pie, como un modelo de fría elegancia, observándola a través de
gruesas pestañas rubias, y ella estaba allí... bueno, siendo Helena.
Sus labios se alzaron en una sonrisa lenta y cómplice que hizo que el calor la
recorriera.
Al ser sorprendida boquiabierta, quiso que el suelo de mármol se abriera y la
absorbiera. No era una tonta débil que se quedaba embobada ante un lord elegante.
¿No es eso lo que has hecho tantas veces con este hombre...?
Apretó los dientes ante ese recordatorio burlón que pasó por su mente.
Nunca más agradecida por la arrogancia del duque, Helena retrocedió un
paso. —Westfield, mi querido muchacho—, decía el duque. Palmeó a Robert con
fuerza en la espalda. —Un placer, como siempre.
La duquesa torció los labios en una apariencia de sonrisa. —¿Dice que tiene
intención de venir a mi baile?— Otro maldito baile. Por lo menos era en la casa del
duque y la duquesa y sería mucho más fácil escapar del salón de baile durante el
infernal evento.
Por encima de las cabezas de la pareja, Robert fijó su mirada en Helena. —No
soñaría con perdérmelo por nada del mundo—, murmuró, sus ojos azules irradiaban
un poderoso calor e intensidad que hacía bailar mariposas en su interior.
Sus palabras y su presencia aquí no eran más que una fachada a petición de ella.
Qué fácil era, con la enigmática atracción de Robert, creer por un instante que su
mirada era verdadera.
Ella lo estudió cuando el duque captó su atención.
—¿Cómo está mi amigo, el viejo duque, eh?— El anciano se rió como si hubiera
soltado la más ingeniosa de las ocurrencias. —Siempre bromeaba con eso, ¿sabes?
Helena se mantuvo ajena a su intercambio. ¿Cuál era la broma entre esos viejos
duques? De hecho, ¿los nobles eran capaces de hacer bromas?
Desde el cuerpo mucho más pequeño del duque, Robert captó su atención. —Sí,
él es mayor que usted por un día, ¿no?—, dijo, explicando para el beneficio de
Helena.
Y un parpadeo de calidez se abanicó en su interior ante el esfuerzo concertado
de él por incluirla.
Inquieta por aquel gesto de un hombre al que antes creía incapaz de nada más
que de ser engreído, Helena apartó la mirada. Porque en dos días, Robert
Dennington, el Marqués de Westfield, no sólo había accedido a ayudarla en sus
esfuerzos, sino que además había mostrado esa consideración adicional. Aquel
hombre no encajaba con todo lo que había presenciado y oído sobre los miembros
de la nobleza, y no sabía qué hacer con este inquietante descubrimiento.
—En efecto, Su Excelencia. Confío en que su antigua herida no le duela.
Mientras el duque respondía, Helena atrapó el interior de su mejilla entre los
dientes. Con ese puñado de frases, y la facilidad de la familiaridad entre estos dos
hombres, tuvo un vistazo a un mundo que nunca antes había sabido que existía. Los
miembros de la nobleza eran incapaces de ser cálidos y afectuosos. No hablaban con
verdadera sinceridad, ni indagaban en las heridas del pasado. Sin embargo, estos
dos hombres -Robert y el hombre que la había engendrado- sí lo hacían. Y ella no
sabía qué hacer con ello. Esto perturbaba la base estable sobre la que había
construido su ordenada existencia.
Mientras los dos nobles conversaban, la duquesa fulminó a Helena con una
muestra de emoción volátil muy poco propia de una duquesa. Afortunadamente, el
duque dijo algo que requería la atención de su esposa. Al librarse de la abierta apatía
de aquella mujer, Helena relajó los hombros. Se había enfrentado a ladrones en los
Diales que inspiraban menos maldad que la esposa del duque. No por primera vez,
el antiguo afecto del duque por la efervescente madre de Helena tenía sentido.
Tal vez así era como vivía la otra mitad. Con los hombres casándose por
obligación, pero viviendo una vida de cierta felicidad fuera de esas respetables
uniones.
—¿Señorita Banbury?— El tono agudo de la duquesa hizo que la cabeza de
Helena girara hacia el grupo. De nuevo, su piel se estremeció con la fuerza de la
mirada de Robert. —Su señoría le está hablando a usted—, dijo la duquesa entre
labios apretados.
Una oleada de color subió a sus mejillas. —Milord—, dijo rápidamente.
Él inclinó la cabeza y se acercó un paso más, apartando a la duquesa de la línea
de visión de Helena. ¿Eran sus movimientos un intento deliberado de desviar ese
vitriolo de la atención de Helena? —¿Me permite?—, preguntó en voz baja, con esa
sonrisa en los labios que el Diablo habría negociado por tener.
—¿Si le permito qué?—, soltó ella.
Robert señaló la maldita tarjeta que colgaba de su muñeca, y Helena siguió su
mirada. Apretó la otra mano sobre la pieza ofensiva.
—Bailar con usted, señorita Banbury—, dijo suavemente, y alcanzó su tarjeta.
Helena tragó saliva. —No—. Aquella exclamación escueta lo congeló a mitad de
camino. Con la cabeza inclinada sobre su tarjeta, levantó la mirada.
El duque y la duquesa alternaron sus miradas entre Helena y Robert como
espectadores en una pista de tenis.
Entonces, en la muestra de arrogancia que ella había llegado a esperar de él, el
marqués tomó su muñeca y hojeó la carta vacía.
Ella tiró. —Yo no...
Él volvió a prestar atención a su rostro. —¿Usted no qué, señorita Banbury?
Como para acentuar la magnitud de lo mal adaptada que estaba a este mundo,
un mechón escapó de su peinado y cayó sobre su frente. —Bailo—. De todos los
tutores e instructores que Ryker había contratado para ella a lo largo de los años,
nunca había necesitado un maestro de baile.
—¿Usted no...?
Tampoco había visto la necesidad o el beneficio de gastar fondos en una
actividad tan frívola, hasta ahora. —Bailo—, volvió a decir, señalando a las parejas
que completaban los intrincados pasos de algún set. —Yo no bailo—. Esta
incapacidad no hacía más que acentuar su extrañeza en este mundo.
Un fruncimiento se cernió sobre los labios de Robert. ¿A qué se debía esa débil
expresión? ¿Era desaprobación por la mujer a la que había accedido a ayudar? Una
punzada le golpeó el pecho.
—¿Un paseo por la pista de baile, entonces?— Extendió el codo.
—Adelante, Helena—, instó el duque. —Lord Westfield es uno de los buenos.
Uno de los buenos que había entrado en sus habitaciones, la había besado hasta
dejarla sin palabras y luego había destrozado su mundo. Uno de los buenos, en
efecto. Helena reprimió una sonrisa privada, y de mala gana puso las yemas de sus
dedos en la manga de él.
Agradecida por haberse librado de las constantes miradas fulminantes de la
duquesa, mantuvo la vista fija en el frente. Una vez más, los años que había estado
alejada de la compañía, con sus hermanos lacónicos como única compañía, le daban
poca práctica en cuestiones de conversación.
Como buen noble, Robert rompió el silencio. —No bailas—, susurró, con esa
obviedad brotando por la comisura de los labios. —Ese es un detalle que quizás
deberías haber mencionado ayer.
—No preguntaste—, respondió ella, con los ojos fijos en el frente.
Él continuó en voz baja. —Estás haciendo que tu cortejo...
—Nuestro cortejo—, interrumpió ella.
—Sea mucho más desafiante.
Ella arrugó la nariz. —Supongo que pasear por la pista de baile es suficiente
demostración para los invitados presentes.
Él los detuvo junto a una alta columna dórica, desplazando su cuerpo para
colocarse entre ella y las miradas de los demás lores y damas presentes. —Ah, pero
pasear por el salón de baile es muy diferente a bailar, Helena—. Su aliento abanicó
la concha de su oreja, y sus pestañas se agitaron salvajemente.
—¿Lo es?—, consiguió decir ella, odiando esa débil cualidad de su tono.
—Oh, sí—, susurró él, bajando aún más la cabeza, y el aroma masculino de él,
brandy mezclado con menta, lanzó un hechizo quijotesco.
Hacía tiempo que despreciaba los licores, pero en este hombre era más
embriagador que cualquier brebaje potente. Cerró los ojos y respiró profundamente.
—Bastará con que mi mano pase por la parte baja de tu espalda mientras te
acerco a mí para dejar bien claro que mis atenciones no pueden ser desafiadas.
Helena podía hacer que cualquier conjunto de números fuera correcto y
razonable sin apenas esfuerzo. Ese orden reconfortante había sido su salvavidas
cuando gran parte de su vida había sido fea y poco clara. Pero no había orden en la
forma en que esto la hacía sentir. No había forma de razonar lo que sentía en su
presencia. Este hombre tenía un dominio de las palabras que tenía el poder de
debilitar. Contrólate, chica. Helena se obligó a apartar la seductora y espesa niebla
que él había arrojado sobre ella y parpadeó. Sus esfuerzos aquí no eran más que un
intento de presentar la misma fachada que ella le había pedido un día antes.
Y por alguna razón inexplicable, odiaba que no fuera más que un espectáculo
organizado por un pícaro.
—De hecho, estás en lo correcto—, dijo en voz baja, y él se quedó quieto. —Dada
nuestra... — Ella intentó mirar a su alrededor, pero la posición de Robert continuó
protegiéndola de la vista de la Sociedad. —Relación, sin duda sería beneficioso que
participe en ciertas actividades en las que intervienen las damas—. Agradecida por
haber recuperado la lógica, asintió con decisión. —Está resuelto.
Robert inclinó la cabeza. —¿Resuelto?
—Sí, tendrás que instruirme.

***
. . . Tendrás que instruirme...
Respecto al plan para el que Helena le había pedido ayuda, le importaba un
bledo que ella no supiera pintar o montar. Sin embargo, por razones totalmente
egoístas y pícaras, que no tenían absolutamente nada que ver con dicho plan, le
importaba mucho que la dama no supiera bailar.
El cuerpo de Robert se endureció de inmediato con la expresión de la dama,
conjurando toda clase de actos perversos que le encantaría enseñarle a la dama.
La respiración de la mujer hizo que recordara la sensación de su cuerpo junto al
de él, el tono carmesí de sus pezones. Los gemidos de su deseo.
Un gemido escapó de su boca.
—¿Estás bien?— Ella frunció el ceño.
No. —Sí—, se las arregló para decir, con la voz confusa. —Seguramente el duque
ha contratado maestros privados para instruirte.
—Tres.
Él ladeó la cabeza.
Ella levantó tres dedos. —Ha contratado a tres de ellos. En un mes han
demostrado ser notablemente... inútiles.
En un intento de no sonreír, Robert estudió sus rasgos. —Y esperas que yo tenga
la habilidad de...— Él bajó la cabeza más cerca de su oreja. —¿Enseñarte?
Helena resopló. —No. Creo que, dada la necesidad de poner tus manos en mi
cuerpo de una manera específica, me vendría mejor tu instrucción.
Robert reprimió un gemido cuando el sonido de su contralto silencioso le hizo
surgir involuntariamente imágenes perversas de ella de espaldas, con los brazos
extendidos hacia él, mientras adoraba su generosa boca. Sacudió la cabeza. Qué
pecado no haber recordado aquella noche con ella en el Club del Infierno y el Pecado.
Con el destino burlándose aún más de él por ese fallo, la dama se cruzó de brazos
ante ella, hinchando sus pequeños pechos, y llevando su mirada a su modesto escote
mientras otra caliente ola de deseo lo llenaba. ¿Realmente la había encontrado...
menos que bonita? ¿Cómo, si ella era…? Sacudió la cabeza de nuevo con fuerza.
La dama emitió un sonido de impaciencia y golpeó con su zapatilla el suelo de
mármol, gesto que fue débilmente silenciado por los hilos de la orquesta. —¿No lo
harás, entonces?
¿A qué demonios se refería? Dada la dura mirada que le dirigió, ella esperaba
alguna respuesta.
—¿Enseñarme?— dijo lentamente, como si estuviera instruyendo a un niño
lento.
¿Cómo había cambiado tanto la jugada, al grado tal que ella estaba
perfectamente compuesta, mientras él deseaba mirar dentro de su escote? —¿Deseas
que te proporcione clases de baile?— preguntó con brusquedad.
La dama era más segura con un cuchillo en sus manos que con palabras
seductoras en sus labios. La comprensión iluminó sus ojos. —Ah, ya veo— Al
parecer, ella no necesitaba que él participara en la discusión.
—¿Qué es lo que piensas, Helena?— dijo con su voz confusa. La parte pícara de
él ansiaba saber con precisión qué sugerencias malvadas saldrían de sus labios.
—¿Es que quizá tienes un problema con estar a solas conmigo?— Teniendo en
cuenta sus dos primeros encuentros, en los que primero intentó destriparlo y luego
patear sus partes íntimas con el pie, y el tercero, en el que puso en duda su honor,
debería tener muchas reservas respecto a estar a solas con esta mujer del Club del
Infierno y el Pecado.
—Te aseguro que no me preocupa estar a solas contigo—. Él infundió tanto
cinismo en ese puñado de palabras como pudo.
Las cejas de ella se hundieron, mientras daba un paso pugnazmente más cerca.
—Entonces espero que un pícaro como tú pueda acercarse a tocarme lo suficiente
para recibir tu correspondiente lección—. Arrugó la nariz. —Sobre todo porque
fuiste capaz de atreverte a hacerlo en mis aposentos. Además, estaba el hecho de que
estabas ebrio, así que tal vez fue eso, ¿eh?
La comprensión llegó.
La dama creía que no deseaba bailar con ella. Recorrió con la mirada sus afilados
rasgos y la marca en su mejilla. El mundo era en general un lugar despiadado.
¿Cómo era ese mundo para una mujer que llevaba cicatrices en la piel, y que llamaba
hogar a un infierno de juegos? —Me has malinterpretado, Helena.
Por el desconcierto de su expresión, bien podría haberle presentado un acertijo
de palabras sin solución. —¿De verdad?
Algo tiró de su corazón, un órgano que durante mucho tiempo había creído
incapaz de sentir nada por nadie más allá de su familia. —Todo lo contrario, amor—
, murmuró. —Estoy deseando tener la oportunidad de... tocarte como es debido.
Cuando los ojos de ella formaron lunas redondas y su respiración se agitó
ruidosamente, otra oleada de triunfo masculino se apoderó de él. Por sus frívolas
palabras, el deseo brotaba de su alto y ágil cuerpo. Luego, todo indicio de pasión se
desvaneció. Ella lo miró con los ojos entrecerrados. —¿Te estás burlando de mí?—,
le preguntó.
—He aprendido bien los peligros de cruzarme con usted, madame—, le aseguró
él con un giro seco de sus labios. Parte de la tensión de sus estrechos hombros
desapareció y, mientras ella sostenía su mirada, algo pasó entre ellos. Algo
indefinible. Alguna conexión peculiar que surgió al mencionar aquel primer
intercambio que había cambiado temporalmente el curso de su vida.
Que Dios lo ayude, en medio de un mar de damas y lores de la alta sociedad,
iba a besarla. En un momento de locura precipitada, le importaba un bledo quién lo
viera...
—¡Robert, ahí estás!
Robert maldijo en silencio mientras el destino ponía a prueba la veracidad de
ese silencioso pensamiento anterior. Se giró hacia esa voz excitada que pertenecía a
su hermana. Rápidamente se colocó entre Beatrice y Helena.
Conteniendo la frustración por haber interrumpido su interludio con la señorita
Helena Banbury, Robert saludó a su siempre sonriente hermana. —Beatrice.
Ella tomó sus manos, e inclinándose de puntillas le besó la mejilla. —Desde que
te fuiste a tu residencia de soltero, no he tenido la oportunidad de hablar contigo—
. Había un ligero tono acusador que avivaba su sentimiento de culpa.
—He estado... ocupado—, dijo, consciente de la mujer que tenía a su espalda. La
mirada de Helena se clavó en él.
Su hermana resopló. —Ocupado.
Sí, dado el estilo de vida disoluto que había llevado, ¿por qué iba a creer su
hermana que se había comprometido a reunirse diariamente con el hombre de
negocios de su padre? En cualquier caso, no iba a tener la discusión delante de
Helena. Tiró de uno de sus rizos rubios. —¿Qué necesitas, bribona?
Ella sonrió. —Deseo visitar una librería en St. Giles Cir...— Sus palabras se
interrumpieron cuando, al pasar por su hombro, su mirada se topó con la de Helena.
El interés llenó sus expresivos ojos. —Oh, hola.
Robert se movió rápidamente para no obstruir a la multitud ni la vista de su
hermana sobre la joven.
—Hola—, murmuró Helena, y dejó caer una apresurada, aunque menos que
bonita, reverencia.
Abrió la boca para hacer las debidas presentaciones, pero Beatrice se le adelantó.
—Perdóneme, no la vi allí. Soy Lady Beatrice Dennington—. Le señaló con un gesto.
—La hermana de Robert.
Helena vaciló, y luego colocó sus dedos enguantados en los de su hermana,
devolviéndole ese ligero apretón. —Helena Banbury. La...— El color inundó sus
mejillas. —La hija del Duque de Wilkinson.
Un grito ahogado brotó de los labios de su hermana y ésta desvió su mirada de
Helena hacia Robert. La comprensión llenó sus ojos. —Es la hija del duque.
Helena se puso rígida. —Lo soy.
Sólo había conocido a Helena Banbury durante un puñado de intercambios,
pero había llegado a apreciar la forma en que echaba los hombros hacia atrás e
inclinaba la barbilla hacia arriba como expresión de orgullo y defensa. Cuántos
murmullos debió de soportar en el poco tiempo que llevaba aquí para explicar su
postura, y cómo despreciaba a todos los malditos bastardos para ponerle esa mirada
cautelosa en los ojos. Ella hizo un intento de retirar los dedos, pero su hermana la
retuvo.
Una pequeña y clara risa escapó de Beatrice. —Oh, me alegro mucho.
Helena arrugó la frente y miró sin comprender a Robert.
Él sacudió la cabeza. No era el momento de explicar que su hermana había
supuesto erróneamente que él había iniciado un cortejo oficial con la joven hija del
duque. Incluso con el elevado estatus de Helena como hija del duque, Beatrice nunca
despreciaría a una persona por su posición.
—¿Puedo hacerle una visita, señorita Banbury?
Helena inclinó la cabeza en un ángulo entrañable. —¿Visita?—, respondió
torpemente.
La sonrisa de su hermana disminuyó. —A menos que prefiera lo contrario.
La cautela se reflejó en sus ojos. —N-no—, tartamudeó. ¿Cuánta falta de
amabilidad había conocido para haber levantado esos muros de seguridad sobre sí
misma? —Eso me gustaría...— Una sonrisa vacilante tembló en sus labios. —Me
gustaría mucho—. Y además, ¿por qué iba a importarle a él? Iba a ayudarla durante
el resto de la temporada por un sentido del honor, para reparar un error que había
cometido. Robert apretó sus manos en puños. Entonces, ¿por qué esa necesidad de
conocer las historias y los secretos que la habían convertido en esa criatura
reservada?
Beatrice aplaudió. —Espléndido. La visitaré mañana por la tarde.
Eso lo sacó de sus tumultuosas reflexiones. —No—, exclamó él, captando la
atención de ambas mujeres jóvenes. — La señorita Banbury me estaba explicando
que mañana tiene clases con un maestro de baile muy hábil.
Una mirada cargada pasó entre Helena y Robert, y por el rápido ascenso y
descenso de su pecho, ella también estaba pensando ahora en todo lo que se refería
a sus manos sobre ella y a la lección que esperaba.
—Oh, vaya—, dijo su hermana y le dio unas palmaditas a Helena en la mano
con pesar. —Son bastante tediosos, ¿no es así? ¿En otro momento entonces?
Helena asintió con la cabeza. —Eso sería encantador, milady—. Miró a través
del salón de baile y luego se alisó las palmas por la parte delantera de sus faldas. —
Veo a la duquesa haciendo un gesto hacia mí. ¿Si me disculpan?— Echó otra mirada
a Robert.
Él rápidamente capturó sus dedos y los llevó a su boca, condenando la tela entre
ellos que le impedía sentir la piel de ella contra la suya. —Señorita Banbury—, dijo
en voz baja y modulada.
—L-Lord Westfield.
Y mientras Helena giraba sobre sus talones y se alejaba, y su hermana
parloteaba, él admitió que, por primera vez en su vida, estaba deseando recibir una
lección de baile.
Regla 13
Nada de amigos.

Situadas en su lugar habitual en el asiento de la ventana, Helena y Diana se


sentaron en un agradable silencio.
Mientras Helena leía, la hija del duque, correcta en todos los sentidos, inclinaba
la cabeza sobre su bordado, dedicándose a esa tarea del mismo modo que un general
militar se ocupa de sus planes de batalla.
El débil murmullo de la joven llenaba el silencio de la habitación. Aprovechando
la distracción de su hermana, Helena reflexionó sobre el baile de Lord y Lady Drake.
Más concretamente, pensó en el tierno intercambio que había presenciado entre
Robert y su hermana. Lady Beatrice era sólo una joven, entre un mar de tantas... y
sin embargo, desde muy temprano Helena había llegado a apreciar todo lo que una
persona podía aprender del número uno. Beatrice era una persona única, una
hermana cariñosa para Robert, que creía que el sol se ponía y salía por él. Y eso decía
mucho más que las nociones preconcebidas que Helena había tenido durante años
sobre los miembros de la nobleza.
No todo el mundo era como parecía. ¿Acaso no era la propia Helena -y sus
hermanos- la prueba de ello?
Volvió a estudiar a Diana. Y aquí había otra joven que ponía en tela de juicio
todo lo que Helena había aceptado hacía tiempo como un hecho empírico.
Cuando entró en esta casa, estaba decidida a odiar todo lo que había aquí,
porque eran extensiones del hombre que había abandonado a Helena y a su madre,
cuya deserción las había llevado a las garras de un hombre que haría que Satanás se
acobardara.
Con el colgante de esmeralda que siempre llevaba y sus caros vestidos de raso
blanco, Diana representaba todo lo que Helena había odiado a lo largo de los años.
Cuando era una niña que pedía limosna y robaba en las calles, había visto a las Lady
Dianas del mundo, impecables y perfectas, y ajenas a todo... sin más que una mirada
de desprecio hacia las Helena Banburys y había desarrollado una fácil aversión hacia
todas ellas.
O eso había creído.
Cada día que pasaba en esta sociedad tan confusa, todo lo que creía que era un
hecho resultaba ser tan turbio y confuso como aquellos primeros días en los que su
madre se había comprometido con Mac Diggory.
Helena miró hacia donde estaba sentada la joven, pasando la aguja por la tela
extendida en el bastidor de bordado. Sí, quería odiarla.
Pero Diana, con su sonrisa inocente y su aceptación aún más inocente de Helena,
había hecho imposible odiarla. Era más probable odiar el azúcar hilado y el arco iris
que a esta chica.
Ella era la mujer risueña y alegre con la que se casan los caballeros. Hombres
como Robert. Hombres que tenían títulos y riquezas y que mantenían amantes al
margen, y visitaban escandalosos infiernos de juego.
La declaración de la duquesa de días antes se deslizó en sus pensamientos. Estas
dos poderosas familias ducales que habían estado tan estrechamente vinculadas, y
la expectativa de al menos la duquesa de que su hija se casara algún día con Robert.
En ese momento, ella no había considerado realmente ese pensamiento. Que
cuando ella se fuera, Robert encontraría a su adecuada y perfecta novia, y ¿por qué
esa novia no iba a ser Diana? Serían el modelo de una pareja inglesa impecable y
dorada, emparejados en sus conexiones de linaje y riqueza. A diferencia de Helena,
que siempre sería, sin importar los inútiles esfuerzos del Duque de Wilkinson, la hija
de una puta que había pasado más años en las calles que en la comodidad que el
duque le había proporcionado a su amante.
El libro tembló en las manos de Helena, llevando su atención a la carne mellada
y cicatrizada.
Observó con la mirada perdida aquellas marcas.
Insignias de honor, las había llamado Ryker.
Helena sonrió con tristeza. Qué tontería. Qué basura total y absoluta. Eran
horribles. Eran las manos de un vulgar mendigo de la calle y no el tipo de manos
suaves y lisas con las que se realizan tareas propias de una dama, como el bordado.
Una criada apareció en la entrada de la habitación. Hizo una reverencia. —
Milady, su madre le ha pedido que la acompañe en el vestíbulo.
Diana hizo una pausa y levantó la vista de su trabajo. —Oh, espléndido. Estaré
allí en un momento—, dijo, y la joven criada se apresuró a salir. Y lo más curioso de
todo era que, dados esos tonos de felicidad, la chica lo decía en serio. Descubrió que
Helena la miraba fijamente y sonrió. —Mamá y yo vamos a visitar a la modista—,
dijo felizmente. Alegre. Siempre estaba alegre. Incluso ante la perspectiva de una
salida a solas con su arpía y siempre regañona madre. —Me voy a probar un
sombrero nuevo—, dijo Diana, con una sonrisa cada vez más amplia. Era la sonrisa
del duque, un regalo más que había transmitido a uno de sus vástagos. —¿Vendrás?
Con el libro en las manos, Helena balanceó las piernas sobre el costado de su
asiento, y sus faldas se acomodaron ruidosamente en los tobillos. —No—. Ella
suavizó ese rechazo, levantando su libro. —Yo…—, estoy esperando una escandalosa
lección de baile. O así había sido. —Voy a quedarme aquí para leer.
Diana se levantó, pero Helena le puso una mano en la rodilla. —Antes de que te
vayas, me gustaría hablarte de... algo—, comenzó lentamente. Una bola de miedo se
le enroscó en el vientre.
Diana la miró pacientemente. —¿Sí?
Buscando en su mente, Helena se deslizó en la silla más cercana a la verdadera
hija del duque. Puso la obra de Argand sobre números complejos en la mesa auxiliar
con incrustaciones de rosas. Cómo deseaba tener la habilidad calificada para
conversar con alguien, sobre cualquier cosa. Incluyendo este asunto. Ella no sabía
que este problema en particular podría ser un problema hasta las furiosas palabras
de la duquesa ayer por la tarde. —El Marqués de Westfield—, dijo.
Y entonces ya no tenía nada. Secretamente rezó para que la otra joven fuera lo
suficientemente capaz para manejar toda esta conversación por las dos. Porque, ¿y
si Diana expresaba que su corazón estaba comprometido de alguna manera? Un
sentimiento profundo, oscuro y feo que se parecía mucho a los celos se deslizó y
retorció en su interior.
Diana siguió parpadeando como un cachorro confundido. —¿Qué hay de él?
—Tu familia y la de él son... bastante cercanas—, sentenció, recordando la fácil
familiaridad entre el Duque de Wilkinson y Robert en medio del baile de Lord y
Lady Drake.
—Nuestras familias.
Helena la miró sin comprender.
—Bueno, es solo que dijiste 'tu' familia, y esta también es tu familia,
Helena. Entonces es 'nuestra' familia.
Ante ese hermoso gesto, las lágrimas empañaron su visión. Ella las hizo
retroceder con un parpadeo. ¿Por qué todas estas personas no podían ser las mismas
bestias desagradables que la Duquesa de Wilkinson?
—¿Decías?— Diana la condujo nuevamente a la razón de su interrogatorio.
—Uh, sí—. Contuvo el aliento y luego habló apresuradamente. —¿Hay
sentimientos de tu parte hacia él?
Por favor di no. Di no. Porque si ella decía que sí, esa envidia que crecía
rápidamente en su interior la consumiría.
Diana bajó su bastidor de bordado. —¿Sentimientos por...?— Entonces ella
redondeó sus ojos. —¿Te refieres al marqués?— Una risita escapó de ella. —Oh,
Helena, seguramente bromeas. Lord Westfield es viejo—. Luego, con una madurez
sorprendente, todos los indicios de su diversión murieron, y se acercó a Helena. —
¿Se trata de tus sentimientos por el marqués?
Helena se quedó inmóvil. ¿Sentimientos por el marqués? Ella no tenía
sentimientos por él... más allá de la molestia y la frustración. Él la molestaba y la
provocaba. ¿Cómo podría llegar a interesarse por un hombre que había destrozado
su existencia al empujarla inadvertidamente al brillante mundo de la sociedad
educada?
También te está ayudando a corregir ese error... La ayudaba cuando realmente no
tenía por qué hacerlo.
—Escuché a mi padre discutirlo con mi madre—, decía Diana. Ella bajó la voz a
un susurro conspirador. —Papá está muy eufórico ante la perspectiva de que tú
unas las dos líneas. Hace mucho que es amigo del Duque de Somerset. Papá lo ve
como un hermano—. Diana dejó caer la barbilla sobre su mano. —No es que yo
supiera nada de ese nivel de amistad—. Ella se iluminó. —Hasta tu llegada.
Ante esa bondad inherente, sintió Helena... vergüenza. Había sido firme en su
amor y lealtad hacia Ryker, Calum, Adair y Niall... y, sin embargo, al haber sido
incorporada al redil de esta nueva familia, no había tenido el mismo nivel de
devoción por esta joven y sincera mujer. —Diana si hay sentimientos de tu parte
hacia él—, dijo Helena vacilante. —Voy a...— Liberar a Robert de su promesa de
ayuda. Algo agudo y doloroso se retorció en su corazón.
El claro tintineo de la risa de Diana se filtró entre ellas. —No seas tonta. Lord
Westfield es muy amable, pero también es lo suficientemente mayor como para ser
mi padre—. Helena soltó una respiración audible que no había notado que estaba
conteniendo.
Sin percatarse de ello, Diana se puso de pie de un salto. —No debo hacer esperar
a mi madre—. Le dio a Helena otra mirada esperanzada. —¿Estás segura de que no
deseas unirte a nosotras?
Helena sonrió. Con su primera sonrisa verdadera ese día. En muchos días,
pensó. De hecho, ¿cuándo había encontrado alegría en algo más allá de su
contabilidad en los clubes? Qué peculiar era darse cuenta de que la felicidad existía,
incluso fuera del club. —Estoy segura—, dijo, y le devolvió el saludo a Diana.
Oh, cómo envidiaba la alegría sin complicaciones de la chica. Cuando su
hermana se marchó y se quedó a solas con sus propias reflexiones, Helena llevó su
libro hasta el asiento de la ventana y rozó con sus uñas melladas las letras doradas
del nombre de Jean-Robert Argand. La vida de Helena se parecía mucho más a la de
este hombre, un matemático autodidacta que había llevado las cuentas de una
librería, que a la que ella esperaba.
Un hombre al que esperaba desde hacía varias horas.
Aunque, como se trataba de números y ella era todo precisión en cuanto a esos
dígitos, había contado siete horas de vigilia. O cuatrocientos veinte minutos. O, si se
quería ser más preciso, veinticinco mil doscientos segundos.
Ese era el tiempo que llevaba esperando la visita de Robert.
Lo cual era... peculiar. Ni siquiera le gustaba el caballero. Era el hombre que
había hecho que la enviaran al lado elegante de Londres, y formaba parte de su plan
para evitar pretendientes durante el resto de la temporada.
Sin embargo... Helena tamborileó con las yemas de los dedos sobre la tapa de su
libro. Si ese fuera el caso, ¿por qué estaba, de hecho, sentada aquí esperando... por
él? ¿Por qué sentiste ese gran alivio ante las anteriores palabras de Diana sobre el marqués?
Eso no tenía sentido y ella era, en todo caso, sensata.
Sólo que nunca has sido realmente sensata con este caballero...
Desde la noche en que él había entrado a trompicones en los salones privados
del Club del Infierno y el Pecado, ella había roto una de las reglas más importantes
al acercarse a aquel desconocido borracho. Luego le había devuelto el beso y había
deseado su abrazo.
Llena de una turbia confusión, Helena volvió a prestar atención al pequeño tomo
de cuero. Él era sólo un hombre. Un hombre que, con su lengua inteligente y sus
labios aún más inteligentes, había demostrado ser el tipo de hombre malvado del
que ella había sido advertida. Se reafirmó en su decisión. Y haría bien en recordarlo
cuando él viniera y le diera una desesperada lección de baile, todo con el propósito
de poner sus manos en su cuerpo.
Si es que venía.
Sentada en su familiar asiento de la ventana, Helena miró al exterior, a las
concurridas calles de Londres. Su corazón dio un vuelco. Como si lo hubiera
conjurado, Robert detuvo su poderosa montura negra. En una casi repetición de la
visita de ayer, un joven se acercó, y él le entregó las riendas al niño.
Bajando rápidamente los pies al suelo, Helena se levantó de un salto. Se pasó los
dedos por la parte delantera de sus suaves faldas amarillas. Un color horrible.
Incluso ella, que no sabía nada de moda, sabía que las mujeres de piel mortalmente
blanca nunca, nunca, debían llevar esos tonos pálidos. Entonces, ¿quizás esa era la
intención de la duquesa?
No importaba. Comenzó a caminar. Apenas importaba lo que llevara en
presencia de Robert. Lo suyo era una representación. Una farsa de adultos, y nada
más.
—Su señoría, el Marqués de Westfield—, entonó Scott desde la puerta.
Helena emitió un grito de sorpresa y dio un golpe contra la mesa, haciendo que
su copia de Argand cayera al suelo.
—Milord.
El mayordomo le dirigió una mirada aguda y ella abrió los ojos. —Refrescos.
El hombre sonrió complacido. —Como desee, señorita Banbury—. Sus ojos
reumáticos brillaron con aprobación.
De nuevo, esa sensación de... pertenencia la llenó. Sentimientos que solo había
conocido entre sus hermanos. Sentimientos que había pensado que nunca conocería
fuera de la comodidad y seguridad de su mundo.
¿Qué me está pasando?
** *
Robert se había acostado con innumerables viudas hábiles y cortesanas
inteligentes. A veces con ambas juntas. Pero nunca había permanecido despierto,
deseando algo tan inocente como un baile con la animada Helena Banbury. Esa
expectación no había hecho más que crecer en su corto viaje de esta tarde.
Y por las mejillas sonrojadas y los labios entreabiertos de la dama, ella no era del
todo inmune a él.
—¿Vamos?— Él extendió una mano, y ella sacó la lengua y la pasó por el borde
de sus labios.
—No creo que con los muebles haya espacio suficiente para una lección—Él
sonrió al ver el arrepentimiento en esas palabras.
—En efecto, no lo hay—, coincidió él, y la expresión de ella decayó. Le ofreció el
codo.
Ella miró su codo un momento, y luego lo miró a él. —¿Qué estás haciendo?
Robert le pasó los nudillos por la pronunciada línea de la mandíbula. —
Evadiendo a tu criada, que sin duda ya está en camino.
La dama apretó la boca en una línea plana. —¿Y supongo que eres experto en
evitar ser descubierto con mujeres?— Una ligera emoción subrayó esa suposición,
que de todos modos era reveladora.
La realidad era que él, de hecho, era experto en llevar a cabo reuniones
clandestinas y citas perversas detrás de las puertas del salón de su anfitrión. Después
de la noche en que había sido testigo de la traición de Lucy, había encontrado un
placer seguro en todos esos enredos sin sentido. —Deseo bailar contigo—, dijo en
voz baja, y con no poca sorpresa descubrió que sus palabras no procedían del
cómodo depósito de comentarios bonitos y elogios que tenía preparado.
Helena lo miró de reojo. ¿Buscaba la veracidad de su declaración? Él se quedó
quieto bajo su escrutinio, y entonces la dama puso los ojos en blanco. —No hace falta
que juegues a ser un pícaro en mi beneficio. ¿Dónde vamos a bailar?
Era perfectamente razonable que ella viera falsedad en sus afirmaciones, y sin
embargo la decepción le apretó el vientre. Decepción porque, por primera vez en
doce años, él había hablado sin la intención de seducir, y Helena no había visto nada
más. Con una sonrisa perfectamente practicada, Robert deslizó los dedos de ella en
su manga. —Al haberme escondido en estos pasillos cuando era niño, tengo la
ventaja de conocer el camino con cierta familiaridad.
Los labios de ella se movieron. —Supongo que eras problemático.
—Oh, la mayoría del tiempo—, coincidió fácilmente, provocando una carcajada
de ella, y errando un paso. Con su rostro envuelto en una sonrisa, y sus mejillas
sonrojadas por su contagiosa alegría, era una sirena.
Helena levantó su mirada chispeante, y parte de la luz se atenuó. —¿Qué ocurre?
Nervioso, Robert forzó una sonrisa. —Simplemente estaba pensando en todas
mis escandalosas travesuras—. La condujo con pulcritud por el pasillo, llevándola
por un camino de giros y vueltas a través de la gigantesca residencia. Sí, la pobre
criada necesitaría un mapa para localizar a su ama. Robert sonrió.
—Cuéntame.
Qué directa era ella. Donde las demás damas prevaricaban y hablaban con
palabras deliberadas, ella ordenaba.
—Bueno, hubo una fiesta de verano, reuní sábanas de todas las cámaras de
invitados, las anudé e hice una soga improvisada—. Como niño de ocho años, había
creído que sus padres, como mínimo, apreciarían que no hubiera tocado las sábanas
de ninguna de las camas ocupadas por su familia.
—¿Con qué propósito?
Él le sonrió. —Porque a la edad madura de ocho años, me convertí en un
explorador—. Ella se río y él volvió a confundir sus pensamientos. Esas expresiones
despreocupadas e inocentes de alegría, tan comunes y practicadas en otras mujeres,
eran tan raras como un arco iris de fuego con esta mujer. Para no matar esa alegría
fugaz, Robert apresuró el resto de la historia. —Até las sábanas y anudé un extremo
alrededor de la balaustrada que daba al vestíbulo con la intención expresa de bajar—
. Robert extendió las manos de par en par.
Ella abrió mucho los ojos. —Seguramente no fue tan alto como...
—¿El vestíbulo del duque?— él cuidadosamente interrumpió. —Más alto— Sus
labios se arquearon. —Hice casi tres cuartos del camino—. Antes de que su peso
hubiera soltado el nudo menos que impresionante que había trabajado alrededor de
la balaustrada. —No sufrí nada más que un esguince en el brazo y la pérdida de
postre después de la cena por un mes.
Helena se tapó la boca con una mano, conteniendo la diversión de sus labios
carnosos. Sus hombros se agitaron con la fuerza de su risa, y con su alegría
contagiosa, Robert se unió a ella. Él no hablaba de su pasado, de ninguna parte de
él, con nadie. ¿Qué había en ella que había provocado este recuerdo en particular?
El malestar lo invadió. El efecto que Helena Banbury tenía sobre él era un
sentimiento al que se creía inmune después de la traición de Lucy y, sin embargo, la
facilidad con la que ella hacía tambalear sus pensamientos y emociones... Deseoso
de desviar la conversación hacia terrenos más seguros, Robert la condujo hacia la
parte trasera de la casa del duque y los detuvo junto a la puerta que daba a los
preciados jardines de la duquesa. En su mente revoloteó una imagen de quien habría
sido ella cuando tenía ocho años, una niña desgarbada, haciendo todo tipo de
travesuras. —¿Y tú, Helena, cómo eras de niña?—, preguntó mientras empujaba la
puerta. Dio varios pasos antes de darse cuenta de que Helena seguía en la puerta.
Había desaparecido todo atisbo de alegría. En su lugar había una oscura sombría
que hizo que un escalofrío recorriera su columna. Ella forzó una sonrisa que estiró
sus mejillas. —Pensé que no debíamos hablar del pasado—. Había un hilo
subyacente de desesperación que colgaba de ese recordatorio, y un torniquete le
apretó los pulmones.
Él no tenía derecho a conocer sus secretos. Pero los quería igualmente.
—Vamos, tu lección—, la instó con brusquedad, y sin dudarlo, ella cerró la
puerta y se echó en sus brazos.
—Comenzaremos con un vals—, dijo en voz baja, inclinándola en sus brazos y
guiando su mano hacia su manga. —Esto es lo más propicio—. Él apoyó su mano en
la parte baja de su espalda, acercando su cuerpo. El hambre por acariciar sus nalgas
y arrastrarla más cerca lo invadió.
—¿Lo más propicio para qué?— Su temblorosa pregunta indicaba que su control
también se estaba debilitando.
Robert acercó su boca a la de ella de modo que sólo los separaba un pelo. —Para
tocarte, para tenerte cerca de mí— respiró. Sus pestañas revolotearon y él la guío
hacia el movimiento.
Sus ojos se abrieron de golpe, y ella tropezó con él.
—Disfrutas de las matemáticas—, dijo con naturalidad, y Helena lo miró sin
pestañear, dando otro paso equivocado. —Piensa en bailar en términos de tus
cálculos. Concéntrate en los números—. Él tarareó un tono discordante que le valió
otra de sus esquivas sonrisas. —Presta atención—, reprendió. —Es un uno, dos, tres,
uno, dos, tres—, murmuró. —Recuerda que todos los ritmos del vals son iguales—
. Él la guio de regreso. —Comienzas con el pie derecho y vuelves a dar el primer
paso con el pie derecho—. Él bajó su frente a la de ella. —Luego mueves el pie
izquierdo y acercas el pie derecho al izquierdo—. Acercando aún más su cuerpo, la
condujo a través de los movimientos rítmicos.
Con las mejillas sonrojadas, Helena se mordió el labio inferior y olvidó un paso.
—Concéntrate—, susurró. —Piensa en los números, Helena. Piensa en el
constante uno, dos, tres—. Continuaron con los primeros movimientos forzados,
luego gradualmente suaves, mientras sus cuerpos juntos encontraban el ritmo. —
Uno-dos-tres—, murmuró él, bailando un vals alrededor de los rosales de la
duquesa.
A medida que los minutos pasaban, él bajó la mano hasta la parte baja de la
espalda de ella, justo por encima de las nalgas, y ella contuvo la respiración. —Este
es el toque—, continuó en voz baja. —Este es el que cualquier caballero verá y
entenderá.
Los labios de ella se separaron mientras respiraba de forma temblorosa. —¿Qué
cosa entenderán?
—Que eres mía—. En este juego de simulación que de repente se sintió
demasiado real.
La parte posterior de las piernas de Helena chocó contra un banco de piedra,
obligándolos a detenerse bruscamente. Ambos permanecieron de pie, con los
cuerpos al ras, con los pechos subiendo y bajando a un ritmo igualado y pesado.
Robert subió la mano, doblando la palma sobre la nuca de ella, e inclinó la cabeza
de ella hacia arriba.
Sus labios se encontraron en una explosión ardiente y, con un gemido bajo,
Helena enredó los dedos en el cuello de él, para recibir su beso. Él deslizó su boca
sobre la de ella una y otra vez, recorriendo con sus manos el cuerpo de ella,
explorando la curva de sus caderas, y las pequeñas olas de sus pechos.
Apartó sus labios de los de ella y ella gritó, buscando su boca, pero Robert
continuó su búsqueda. Con sus labios, exploró el largo arco de su cuello, chupando
la suave piel donde latía su pulso, y luego más abajo. Rápidamente bajó la tela de su
escote y adoró la satinada extensión de carne con sus labios. —Tan hermosa—,
susurró. Cómo no la había visto antes, esta belleza que haría que los marineros se
estrellaran contra las rocas en el mar. Las piernas de ella se debilitaron y él la atrajo
hacia sí, juntando las manos en torno a sus nalgas y arrastrándola cerca de su eje
sobresaliente.
—Robert— espetó ella, y su nombre surgió como un gemido agudo. Ella separó
las piernas.
Sentado en el banco de piedra, Robert acomodó a Helena en su regazo y le subió
la mano por la falda. —He deseado hacer esto desde que me desperté en tu cama—
, gruñó, odiando que, incluso ahora, no recordara los momentos que habían
compartido debido a su estado de embriaguez aquella noche. Volvió a reclamar su
boca y deslizó su lengua en su interior.
Ella respondió con audacia a ese impulso, igualando la intensidad de su beso.
La respiración de él se hizo más fuerte y encontró los resbaladizos pliegues de su
feminidad.
Robert se tragó su agudo grito con la boca, y procedió a acariciarla con los dedos,
jugueteando con su protuberancia, explorándola. Deslizó un dedo dentro de su
canal y ella se puso rígida alrededor de él. Entonces, con un largo y agonizante
gemido, ella se apretó contra él, empujando rápidamente contra la palma de su
mano con su cuerpo, instándolo a culminar con ella.
—Por favor—, le suplicó contra su boca, y esa súplica de esta mujer audaz y
dominante lo volvió loco de deseo. Aumentando el ritmo de sus caricias, presionó
el talón de la palma contra los sedosos rizos que protegían su feminidad, y el cuerpo
de Helena se estremeció. Luego, en un glorioso despliegue de abandono sensual,
echó la cabeza hacia atrás y gritó, retorciéndose y sacudiéndose, acabando en largas
oleadas, y él le sacó hasta la última gota, hasta que se derrumbó contra él, sin aliento
y sudorosa. Nunca había deseado más ser un pícaro en el sentido más estricto,
porque entonces ese maldito sentido del honor no le impediría meterse entre sus
muslos y penetrar profundamente en su calor acogedor.
Robert la rodeó con los brazos y la estrechó contra su pecho hasta que su corazón
volvió a una cadencia normal. Mientras se ponían en pie en silencio y él le
enderezaba la ropa, una sensación de pánico se apoderó de un rincón de su mente.
Desde Lucy Whitman, ninguna mujer había ejercido esta atracción sobre él. Y si no
tenía cuidado, con su franqueza y sus modales atrevidos, Helena tenía el poder de
destrozar esas defensas bien construidas que él había erigido en años anteriores.
Lo cual sería una locura, especialmente con una mujer tan decidida a ocultarse
en el misterio de su pasado.
No era la primera vez que las preguntas sobre Helena Banbury susurraban en
su mente.
Regla 14
Nunca te ates a un hombre.

Durante diez años de su vida, Helena despertaba, visitaba su oficina, abría sus
libros y trabajaba en las cuentas del club de su hermano.
En todos esos diez años, con la excepción de aquella mañana de locura con la
invasión de Robert en su despacho, nunca se había desviado de su segura y
predecible rutina.
Cuán diferente podía tornarse la vida de uno en un puñado de instantes. Su
madre pasó de ser la querida amante de un duque a ser la amante de un violento
líder de una banda en Londres.
Y sentarse aquí, en el banco de piedra de los jardines amurallados de la Duquesa
de Wilkinson, con la cabeza inclinada hacia el sol, después de años de su segura
rutina matutina, era ahora una prueba.
No es que no echara de menos su trabajo. Lo extrañaba. Era sólo... esta nueva
sensación de descubrir la vida más allá del Club del Infierno y el Pecado. En la
inmediatez de la expulsión de Ryker, no había visto más allá de su propia sensación
de traición herida. ¿Cómo se atrevía a echarla sin más? No sólo porque al hacerlo
había devaluado su papel en el Infierno, sino también porque había demostrado su
inconstancia en un mar de hombres ya infieles.
Helena inclinó la cabeza hacia atrás y los rayos del sol bañaron su rostro con un
calor cálido y tranquilizador.
Tal vez por eso Ryker la envió aquí. Quizá sabía que ella necesitaba enfrentarse
a la vida a la que podía pertenecer fuera del Infierno y determinar cuál era su
verdadero lugar. Pasó distraídamente los dedos por la carne fruncida de la mano
contraria. La piel mellada, brutal y meticulosamente tallada, era un testimonio de la
verdad de que nunca podría pertenecer realmente a este lugar.
Hacía tiempo que se había comprometido a no atarse nunca a un hombre como
lo había hecho su madre, ni con su carne, ni con su corazón, ni mucho menos con su
nombre. Ahora apreciaba lo fácil que era cometer esos mismos errores.
—El marqués la está esperando.
El tono agudo de la Duquesa de Wilkinson hizo que Helena girara la
cabeza. Robert.
El duro brillo en los ojos de la mujer sofocó la oleada inicial de placer de Helena
y lentamente se puso de pie, mirando con cautela a la otra dama. Considerando las
burlas de sus hermanos sobre su incapacidad para leer con precisión el carácter de
una persona, habían demostrado estar totalmente equivocados. El odio
desenfrenado en la mirada de la duquesa contenía un nivel de maldad que rivalizaba
con el alma más oscura de los Dials. Al parecer, esa emoción no conocía el rango ni
el título. Tampoco enviaría a una mujer de la posición de la duquesa hasta los
jardines para anunciar la llegada de Robert. Tal tarea estaría reservada a un sirviente.
—Su Excelencia—, Una mueca fría se formó en los labios de Helena cuando la
duquesa cerró la puerta.
La mujer lanzó una mirada glacial a Helena. Despegando el labio hacia atrás en
una mueca, dijo con más fuerza de la que podrían tener las palabras cada uno de sus
pensamientos sobre la bastarda del duque.
A Helena no le importaba si la mujer era duquesa, reina o princesa, no se dejaría
amedrentar. —¿Si me disculpa? Lord Westfield, como usted indicó, está
esperándome—. Ella cuadró los hombros y usó la altura adicional que tenía sobre la
duquesa para bajar la mirada hacia la mujer.
—No la quiero aquí, señorita Banbury.
Ella se puso rígida.
Bueno, ya eran dos. Helena tampoco quería estar aquí. O así había sido… Cuatro
días antes…
La duquesa sacudió las palmas de sus manos. —Su madre era una puta—, dijo
la mujer con la misma despreocupación con la que habría hablado del clima. Helena
escudriñó sus facciones, mientras la rabia la atravesaba. Al vivir en las calles, uno
aprendía rápidamente que sus enemigos buscaban descubrir y explotar su
debilidad. Si uno revelaba una grieta, ellos se colaban y destruían. Los ojos de la
anciana desaparecieron entre finas y estrechas rendijas. —Y con sus artimañas, ha
apartado la atención del marqués de Diana. La llevará a su cama, pero nunca se
casará con usted—. Su voz tembló con la fuerza de su odio.
Ante el silencio continuado de Helena, la duquesa se puso nerviosa. —¿No tiene
nada que decir?—
Helena torció los labios en una sonrisa lenta y dura. —¿Sobre mis artimañas? Es
la primera vez que se me atribuye tal cosa.
—¿Por sus cicatrices?— La calidad afilada, punzante, como un chillido, de
aquellas odiosas palabras insinuaba que se trataba de una mujer en posesión de un
escaso control.
Helena asintió. —Sí, por mis cicatrices—. Esas marcas que se entrecruzaban en
su persona, tan claras como los números, que eran el testimonio de sus orígenes y
de su propia existencia. Si la duquesa pensaba utilizar esas viejas heridas para
doblegarla, se sentiría muy decepcionada. Dio un paso para rodear a la duquesa,
cuando la mujer extendió una mano alrededor de su antebrazo, agarrándola con la
suficiente fuerza como para provocar moretones.
—El marqués descubrirá todo sobre usted. Descubrirá que no es de los nuestros.
Basura de las calles como su hermano.
Helena miró sin comprender aquellos dedos sobre ella, aplastando la carne en
un agarre doloroso. Hacía casi diecinueve años que no le levantaban la mano con
violencia. Gritos lejanos de hace mucho tiempo resonaban en su mente, robándole
el aliento... Mocosa... Debería matarte... El rostro enfurecido de Ryker, como un niño
golpeando brutalmente a Diggory, hizo retroceder el horror recordado. Entonces,
ése había sido el hombre que Ryker era. Intrépido. Impertérrito. El recuerdo de aquel
día tan lejano hizo que los hombros de Helena se echaran hacia atrás. —Mi hermano
tiene más honor y valor en su dedo más pequeño que usted en toda su persona—.
Le dirigió una mirada dura. —Ahora, suélteme, señora.
La duquesa la soltó de repente. —Mi hija nació para ser duquesa, y usted se ha
metido en esta familia—, arremetió. —Al igual que su madre se metió en la vida de
mi esposo. Así que puede acostarse con Lord Westfield, pero él pertenecerá a Diana.
¿Está claro?
—Ella no quiere casarse con él—, respondió ella.
—No importa lo que ella quiera. Importa para lo que ha nacido—. Al igual que
no le había importado a Ryker lo que Helena deseaba. Independientemente del
derecho de nacimiento, las decisiones se tomaban en nombre de las mujeres. Robert
debía estar con una mujer de su posición, y cuando se casara, Diana, con su
amabilidad y educación, sería la novia ideal. Incluso con las protestas de la chica, no
sería rival para los deseos de sus padres para ella. Aquellas dos familias se unirían
un día, y Robert acabaría sin duda con Diana. Un dolor parecido al provocado por
una daga le apuñaló el pecho.
—Veo que lo entiende—, dijo la duquesa, recorriendo su rostro con la mirada, y
Helena odiaba estar expuesta ante aquella mujer despiadada. —No tengo ningún
problema en que se acueste con él—, dijo, de la misma manera que podría ofrecer a
un invitado el último pastel de una bandeja de refrescos. —Siempre y cuando no se
le ocurra convertirse en duquesa. Usted no es una de nosotros, Señorita Banbury. Es
importante que lo recuerde.
¿Cómo iba a olvidar un detalle así cuando la Sociedad le había inculcado esa
lección desde el momento en que vino llorando al mundo? Aún sabiéndolo,
aceptándolo, aquella cuchilla salvaje giró aún más. —Puede irse al infierno—, le
espetó, provocando un grito ahogado de la otra mujer.
Helena abrió la puerta de un tirón y recorrió los mismos pasillos que había
recorrido ayer, cuando Robert la había conducido a los jardines y había despertado
en su cuerpo un peligroso deseo. El innecesario recordatorio de la duquesa no hizo
más que acrecentar la verdad de esa gran división entre Robert y ella. Desde sus
nacimientos, cada uno había tomado un rumbo diferente. Incluso el hablar de su
infancia había marcado ese abismo. Él, un niño que había tenido habitaciones de
invitados y vestíbulos elevados y había jugado, y Helena, que...
Había barandillas. Ella se detuvo bruscamente y miró sin pestañear al final del
largo pasillo.
Me deslizaba por las barandillas cada vez que el duque llegaba de visita... y él se reía y
me tomaba en sus brazos...
Le tembló el labio inferior y cerró los ojos con firmeza contra la fuerza de aquel
recuerdo largamente enterrado, desencadenado por la risueña revelación de Robert
de ayer por la tarde. Helena metió las manos en la falda. No quería esos recuerdos.
No quería pensar en la vida como había sido en aquellos cortos cinco años antes de
que su mundo se llenara de violencia y maldad.
Volviendo al momento, Helena avanzó hacia el vestíbulo.
Robert estaba de pie, con la cabeza inclinada mientras consultaba su reloj. Al
verlo, ni siquiera un día después de que él hubiera acariciado su cuerpo con su hábil
tacto, el calor estalló en sus mejillas. Por sus acciones de ayer, y por las acusaciones
de la duquesa de hace poco, sin duda esperaban que fuera una puta experta más allá
de la vergüenza.
Al oírla acercarse, él levantó la vista y ella se preparó para la mirada lasciva que
había observado en los rostros de demasiados caballeros dentro del Infierno y el
Pecado. Él sonrió. —Helena—, saludó, haciendo una pequeña reverencia.
Maldito sea. La emoción se alojó en su garganta. ¿Por qué tenía que seguir
perturbando su mundo al contradecir todo lo que ella esperaba en lo que respecta
los poderosos pares? —Milord—, dijo ella en voz baja, cuando él tomó sus dedos
enguantados entre los suyos. Él se inclinó sobre su mano, y luego se dispuso a
levantar la cabeza... y se congeló.
Un brillo duro y letal heló sus ojos, y ella se tambaleó bajo la fuerza de esa
emoción. Él la sujetó con fuerza y ella siguió su brutal mirada hasta las marcas de
los dedos en su antebrazo. Nadie, excepto su familia en el Infierno y el Pecado, había
irradiado nunca una rabia tan palpable por las marcas dejadas por otro en la piel de
Helena. Ella capturó el interior de su labio entre los dientes, odiando que su volátil
reacción tuviera tanta importancia.
Separando rápidamente su mano de la de él, Helena aceptó la capa de un lacayo
con una palabra de agradecimiento, eternamente agradecida al ocultar aquellas
brillantes marcas rojas. A continuación, recogió su sombrero, se lo colocó en la
cabeza y ató los lazos bajo la barbilla.
El mayordomo abrió la puerta y ella se apresuró a salir.
Sin mediar palabra, Robert la acompañó hasta el vehículo y subió detrás de ella.
Un momento después, hizo sonar las riendas y el carruaje avanzó a trompicones.
Ella cerró los ojos y agradeció la suave brisa primaveral que le golpeaba la cara. Tal
vez él dejaría descansar el asunto.
Con la mirada fija en las ajetreadas calles que tenía delante, Robert preguntó con
tono firme: —¿Quién te ha puesto las manos encima?
Ella suspiró. —Nadie—. La mentira se formó fácilmente. No le interesaba hablar
de la duquesa ni de sus oscuras palabras.
—Helena—, gruñó, y sus nudillos se volvieron blancos sobre las riendas.
—Me he deslizado por una barandilla.
Él desvió brevemente su atención de la calle a Helena, y luego volvió a centrar
su mirada en el frente.
Helena arrugó la tela de su falda. —Me preguntaste si era una niña traviesa.
Siempre que mi... el duque—, enmendó rápidamente. Hacía mucho, mucho tiempo
que había dejado de ver al Duque de Wilkinson como su padre. —Venía de visita,
me ponía a horcajadas en la barandilla y me contoneaba, y él me abrazaba y me
balanceaba—. No eran esas las acciones de un hombre que luego separaría
fácilmente a su amante y a su hijo de su redil, y sin embargo... eso era lo que había
sucedido. —Lo había olvidado hasta ahora—, murmuró ella. —Hasta que
compartiste tu historia.
***
Alguien le había puesto las manos encima.
Y Robert quería el nombre de la persona para poder desmembrarla con sus
propias manos y meter sus extremidades por su maldita boca. Por el rabillo del ojo,
Robert evaluó a Helena. Ella se recostaba contra el asiento, con los ojos cerrados. Su
rostro estaba relajado, sin mostrar ningún indicio de la cautela en la que se escondía.
Aprovechando su distracción, él se fijó en la ondulada carne de su mejilla derecha.
Hasta ahora, no se había permitido pensar en cómo una mujer joven llegó a tener
esas marcas. Cobarde como era, deseaba creer que eran marcas de nacimiento.
Él era un noble; Sin embargo, no era tonto. Alguien le había hecho daño, y
mucho. El tipo de daño que iba más allá de lo físico y se extendía a todos los aspectos
de la existencia de una persona.
Hace doce años, dentro del despacho de su abuelo, había sido testigo de la
depravación y la fealdad. Pero apostaría su propia alma a que lo que alguien le había
hecho a Helena era el nivel de maldad que marcaba indeleblemente a una persona.
Robert apretó las riendas.
Sólo que no había sido cualquier persona: había sido Helena Banbury con su
espíritu audaz e incansable.
Aunque en sólo tres meses ella se marcharía, volvería al Infierno y al Pecado, y
él no volvería a echarle más que, tal vez, un vistazo si visitaba el club, quería saber...
sobre ella y los secretos que guardaba.
Llegaron a Hyde Park, y Robert desplazó las riendas, guiando el currículo por
el tranquilo camino, hacia adelante.
—No hablas mucho, ¿verdad, Helena Banbury?
Ella abrió los ojos. —No
Ambos compartieron una sonrisa.
—Mis hermanos a menudo se burlaban de mi por sentirme mucho más cómoda
con los números que con las personas.
Él se sorprendió. —Tienes hermanos. — Por supuesto que ella lo había indicado.
Pero era extraño que él no supiera ese detalle en particular.
Helena asintió. —Un hermano y... — Ella arrugó la boca. —Tres más que, y
aunque no comparto sangre con ellos, son más familia que mi padre.
Cuán casualmente hablaba de tres hombres que no estaban relacionados con ella
por sangre. Esa pieza que compartió habría sorprendido a cualquier miembro de la
sociedad educada. ¿En qué sentido había conocido a esos hombres? Las preguntas
daban vueltas en su mente. Los había llamado hermanos, pero ¿había habido uno
de esos hombres que, de hecho, había sido más para ella? ¿Había sido uno un amante
con el que había residido en el Infierno y el Pecado? Robert agarró con fuerza las
riendas mientras un hervidero de celos se abría paso a través de él como un cáncer
de lento avance.
—Me sorprendo con mucha menos facilidad de lo que crees—. En un intento de
ocultar la volátil emoción que lo recorría, le guiñó un ojo.
Llegaron a Kensington Gardens y Robert detuvo el currículo. Los pájaros
gorjeaban alegremente sus cantos matutinos, mientras las delgadas ramas de los
olmos cercanos bailaban suavemente con la brisa primaveral.
—Son hermosas.
La suave y melancólica voz de Helena llegó a sus oídos.
Robert siguió su mirada hacia la puerta floral que desembocaba en Kensington
Gardens. Las flores de colores se alineaban a cada lado del camino de grava.
—Las flores—, aclaró ella.
—¿Sabes? En todos mis paseos por Hyde Park, nunca les he prestado mucha
atención— él admitió. Cuando estaba en Londres, cabalgaba por Hyde Park casi
todas las mañanas. Sin embargo, nunca había mirado a su alrededor. No de
verdad. No en la forma en que ahora miraba casi anhelante esas flores.
La sobresaltada mirada de ella se dirigió a la de él. —No es posible.
—Sí lo es—, dijo, odiando el destello de desilusión en sus ojos. Ella lo había
encontrado defectuoso. La muerte de su sonrisa y el brillo de sus ojos lo decían.
Ella observó el manto de flores púrpuras con sus centros amarillos. —Nunca he
salido de Londres.
Él parpadeó ante aquel repentino cambio de conversación.
—Siempre he vivido aquí—, continuó ella, con una cualidad lejana en su ronco
contralto. —Primero, en una casa alquilada por el duque y luego...— Respiró
lentamente a través de sus labios. —Luego, vivimos en una pequeña habitación en
St. Giles—. El corazón le dio un vuelco. St. Giles era un lugar seguro para ningún
hombre, mujer o bestia, y ciertamente no para un niño. Se esforzó por respirar. ¿Qué
infierno debió haber conocido ella? —Siempre quise ir al campo—. También podría
haber estado hablando de su preferencia por la leche y el azúcar con el té. —Mi
madre creció en Kent y hablaba de los cielos azules y los campos de flores silvestres,
y yo no podía creer que hubiera un lugar donde las flores simplemente... crecieran.
¿Cómo podía ser posible?—, preguntó en voz baja, con una leve sonrisa en los labios.
—¿Cómo cuando sólo hay terrenos de piedra y tierra?
Un gran peso oprimió su pecho.
—Hubo muchos días que no tuvimos comida—. Señaló las flores púrpuras. —
Yo estaba en las calles donde los comerciantes vaciaban la basura y un día vi este...
manto púrpura tendido en las calles—. Una suave carcajada surgió de su boca y
sacudió la cabeza con nostalgia. —Corrí hacia allí creyendo que había encontrado
las flores de las que hablaba mi madre—. Hizo una pausa. —No lo eran.
—¿Qué eran?—, consiguió decir; todo el tiempo la vergüenza lo carcomía, y
odiaba un mundo en el que una pequeña Helena Banbury había buscado comida
como un cachorro hambriento, tanto como se odiaba a sí mismo por un egoísmo que
le había impedido ver realmente a esos niños a su alrededor.
Motas de plata bailaron en sus ojos, mientras se inclinaba hacia él. —Eran hojas
de col roja—, susurró. —Había encontrado algo más magnífico que incluso las flores.
Fingía que estaba en un prado, recogiendo flores, pero entonces podríamos cocinar
esas hojas y comerlas también.
Un gemido se alojó en su pecho. —Helena...— Era inútil. Totalmente inútil,
incapaz de esbozar cualquier palabra que pudiera borrar el sufrimiento que ella
había conocido.
Entonces, en medio de la oscuridad de su historia, ella hizo algo que él
sospechaba que, incluso cuando fuera uno de esos viejos duques con bastón y
monóculo, recordaría siempre: sonrió. Una alegría tan grande iluminó su rostro que
un poderoso calor estalló en su interior. Algo intangible y aterrador que no podía
descifrar en ese momento.
—Hubo un tiempo en que no podía hablar de esos días. Los llamaba mis 'días
oscuros'. Nunca olvidas lo que es tener el vientre vacío, preguntándote y
preocupándote de dónde vendrá tu próxima comida, pero a medida que pasa el
tiempo, y tienes comida, y un hogar, y seguridad, empiezas a apreciar todo lo que
tuviste que hacer para sobrevivir—. Volvió a inclinar su rostro hacia el sol. —Y hay
algo maravilloso en sobrevivir.
Oh, Dios, con cada admisión involuntaria de ella, la agonía desgarraba el
corazón de Robert, amenazando con abrirlo por la mitad. Mientras él era un niño
atando las finas sábanas de su madre y aprendiendo a cabalgar por primera vez, ella
había sido una niña que cazaba flores en las piedras y saqueaba para comer. La
emoción se le agolpó en la garganta y se esforzó por hacer que las palabras pasaran
a través de ella.
Ella era mucho más valiente de lo que él había sido o sería jamás. Egoístamente,
había venido sin sirviente para poder estar a solas con ella. Ahora, con ese brillo
lejano en sus ojos, deseaba haber traído a alguien para que se ocupara de su maldito
carruaje. Para poder escoltarla hacia abajo, y guiarla a través de esos jardines en los
que nunca había reparado, ni habría reparado, hasta ella.
Renunciando a su agarre mortal de las riendas, reclamó su mano izquierda.
Lentamente, le quitó uno de los guantes.
Ella emitió un sonido de protesta, pero él continuó con el siguiente, de modo
que las palmas de las manos de ella quedaron al descubierto. —¿Qué ha pasado?—
, le preguntó en voz baja, acariciando con el pulgar las cicatrices de la parte superior
de la mano.
Los ojos de Helena se llenaron de lágrimas y desvió la mirada. Cuando volvió a
mirar, la fuerza familiar irradiaba en el fondo de sus ojos verdes, de modo que
aquellos fugaces recuerdos de tristeza bien podrían haber sido imaginados. —
Prefiero pensar en ramos de col roja, Robert—. Él deseaba presionarla por todo lo
que le ocultaba. Deseaba saberlo todo cuando no tenía derecho. Pero en algún lugar,
en el transcurso de cuatro días y un encuentro casual en el infierno de juegos un mes
antes, esta ardiente mujer que lo había desafiado abiertamente en el salón de Lord
Sinclair había superado sus defensas.
Y por primera vez desde la traición de Lucy, Robert deseó que su corazón
estuviera intacto... porque Helena Banbury habría sido una mujer digna de él.
Otra carcajada silenciosa salió de sus labios, oxidada por la falta de práctica. —
¿Sospecho que hemos estado aquí el tiempo suficiente? ¿Nos han visto?
El cortejo fingido. Su fugaz tiempo aquí. Y su eventual regreso al Club del
Infierno y el Pecado. La imaginó entrando de nuevo en ese mundo, entre lores
lascivos y poderosos propietarios de ese infierno... y algo oscuro, y primitivo, rugió
a la vida.
Robert dio gracias por los años de práctica que tenía con las sonrisas falsas,
porque forzó sus labios hacia arriba en una media sonrisa. —En efecto, señorita
Banbury. ¿Volvemos?
—¿Nos vemos mañana entonces?— ¿Había realmente una sensación de
esperanza en esa pregunta vacilante, o él simplemente deseaba que la hubiera?
Él le pellizcó la nariz. —Me temo que mañana tengo un compromiso previo.
Esta vez, no se imaginó la expresión apenada que cayó sobre su rostro y una
ligereza lo llenó.
—Por supuesto—, dijo rápidamente. —Sólo fue una pregunta. Por curiosidad.
Dada la verdadera naturaleza de nuestro... nuestro acuerdo; sin embargo, no
necesitamos vernos todos los días.
—¿Y si digo que quiero hacerlo?— La pregunta en voz baja salió de sus labios
antes de que pudiera retenerla.
Y así, sin más, su mundo se restableció. Helena puso los ojos en blanco hacia el
cielo. —No soy una de tus conquistas con la que tengas que malgastar tus palabras,
Robert. No es mi intención apartarte de tus... placeres.
Él flexionó la mandíbula. Hacía tiempo que se había ganado el estatus de pícaro
y lo había disfrutado. Nunca había despreciado tanto esa reputación como con la
acusación de ella. Por el tiempo que habían pasado juntos, aunque fuera corto,
¿seguía ella viéndolo sólo como un lord que sólo vivía para sus propios placeres?
—Mi familia está en la ruina,— dijo en tono solemne.
La mirada de ella encontró la de él. Luego, como un pez arrancado del mar, abrió
y cerró la boca. —¿Qué?— La consternación ponderó esa palabra.
Robert esperaba que existieran las debidas reservas a la hora de confiar este
secreto. Si se descubría, su hermana y su padre quedarían expuestos a desagradables
chismes, y donde a él le importaba un bledo lo que dijeran sobre su persona, estaba
Bea, quien debía ser protegida. Pero no dudó en confiarle esto a Helena.
—Mi abuelo hizo algunas inversiones sustanciales—, dijo finalmente,
manteniendo la mirada al frente. —Y nuestros bolsillos están casi a punto quedar
vacíos.
—¿Qué tipo de inversiones?
Una vez más, ella lo mantuvo congelado por lo única que era respecto a todas
las demás damas que él había conocido. Con su revelación, cualquier otra mujer se
habría quedado con la boca abierta por el asombro o el desdén, y sin embargo
Helena habló con una precisión racional más propia de un hábil hombre de negocios.
—Vapor—, dijo.
—Estás seguro de que es muy...— Sus ojos recorrieron rápidamente su rostro.
—Malo.
Él soltó una risa oxidada. —Oh, bastante. He asistido a frecuentes reuniones y,
a falta de despedir a toda nuestra servidumbre, vender las propiedades no
desamortizadas y abandonar las inversiones en vapor, hay pocas opciones,
excepto...—. Hizo una mueca, y enseguida apretó la boca.
—¿Qué? —, preguntó ella, demasiado inteligente como para pasar por alto esa
palabra reveladora.
Un músculo saltó en el rabillo del ojo. —Mi padre te diría que la única opción es
que me case con una heredera—. En cuanto esa admisión salió de su boca, maldijo.
Helena giró su mirada hacia la de él.
Y él, largamente hastiado de la vida, encontró que su cuello se calentaba de
pudor... y de vergüenza. Forzó otra carcajada, que surgió aguda con enemistad. —
Lo deseaba tanto que incluso había fingido que se estaba muriendo y montó una
fiesta de verano para casarme, todo con el propósito de salvar nuestras arcas
agotadas—. Una vez más, el resentimiento aún fresco surgió bajo la superficie y
amenazó con desbordarse.
—Oh, Robert—. Helena cubrió su mano con la suya, sacándolo del borde de la
amargura. —Y tú no quieres salvar la fortuna de tu familia de esa manera—. Como
la suya era más una declaración que otra cosa, él permaneció en silencio. Helena
atrapó su mandíbula entre el pulgar y el índice y le dio un golpecito. —Estás seguro
de que no hay otras opciones. ¿Tu hombre de los negocios es competente?
En realidad, a pesar de la fe de su padre en el hombre, Robert no estaba del todo
seguro de las habilidades del anciano. Con el desprecio de Stonely por las
inversiones, recordaba mucho las rígidas restricciones a los nobles que se dedicaban
al comercio. —Creo que a mi familia le iría mejor con alguien más capaz—, concluyó.
—Tal vez yo pueda ver tu...
—Hablemos de otra cosa—, dijo en voz baja. La vergüenza le punzaba las
entrañas. Qué existencia sin propósito había vivido durante tanto tiempo. Después
de todo lo que Helena había compartido este día, ella se preocupaba con sus ojos y
palabras por las finanzas de su familia. Finanzas en las que no había pensado a lo
largo de su vida. —Por favor—, añadió, cuando ella intentó hablar. —Sólo deseaba
que supieras por qué no puedo visitarte mañana—. Aunque lo desee más que nada. Más
de lo que es prudente.
Ella asintió de mala gana.
Mientras recogía las riendas y guiaba el carruaje desde Hyde Park, reflexionó
sobre lo tonto que había sido estos años.
Lo mucho que no había visto. No sólo las finanzas de su familia, sino más allá
de eso. Algo mucho más importante: el sufrimiento que otros habían soportado a su
alrededor. Y cuánto más habría dejado de ver si no se hubiera tropezado en las
habitaciones equivocadas de ese infierno prohibido.
Regla 15
Siempre recuerda quien eres.

A la mañana siguiente, de pie frente al espejo biselado, las pálidas mejillas de


Helena contrastaban aún más que de costumbre. Miró sin inmutarse las cicatrices
fruncidas, viéndolas, recordando: recordando cuando últimamente se había vuelto
tan fácil olvidar que éste no era su mundo. Recordar que pertenecía a otro lugar.
Helena tocó con dedos temblorosos las cicatrices dejadas por los crueles
disfrutes de Diggory, un testimonio visual para siempre de su lugar en el mundo
bien ordenado. Podía ponerse faldas elegantes y aprender los pasos de un vals, pero
era, y siempre y sólo sería, Helena Banbury, la hija de una puta.
Y dos días antes había demostrado ser, en gran medida, la hija de su madre.
Porque había jadeado, suplicado y se había retorcido en el regazo de Robert como
una vulgar prostituta callejera. Dejó que su brazo cayera tembloroso a su lado. Si él
hubiera continuado, ella se habría entregado a él. Allí, en los jardines de la duquesa,
habría abierto las piernas y le habría entregado su virtud sin una sola pizca de
arrepentimiento. Tampoco había sido estrictamente ese hambre física que sólo él
había despertado en ella.
...Tan hermosa...
Sus ojos se cerraron y respiró lenta y temblorosamente. Cuando él pronunció esa
palabra, envuelta en una espesa nube de deseo, ella lo creyó. Lo sintió. Sintió que
ella era algo más que la Helena de la calle, todo gracias a sus hábiles y seductoras
palabras.
Sólo ayer, algo mucho más peligroso que cualquier toque prohibido había
sucedido. Ella había compartido historias de sus días de niña, historias que no había
compartido con nadie. Partes de su vida de las que ni siquiera sus hermanos
hablaban. Dejas que el pasado permanezca enterrado.
Pero ella no lo había hecho. Ella, que siempre había sido tersa y silenciosa, había
hablado. Y hablado. Y había seguido hablando, contando historias que ni siquiera
había recordado hasta que salieron de sus labios.
Helena se apretó las yemas de los dedos contra las sienes y frotó. Todo esto se
estaba saliendo de control. El plan que había urdido con el marqués había sido
sencillo. Tres meses juntos, en los que él fingiría cortejarla, hasta el final de la
Temporada, cuando ella sería libre de seguir su camino práctico de vuelta al Infierno
y al Pecado.
Qué giro burlón del destino o de la ironía, o de ambas cosas, que en apenas
cuatro días, él había puesto patas arriba sus pensamientos.
En todos sus cálculos y deducciones prácticas, no había tenido en cuenta la
posibilidad no sólo de desear a Robert, sino también de... gustarle. De ver a un
hombre que había sido un niño que ataba sábanas y se balanceaba por las
barandillas. Un niño que se había convertido en un hombre que hablaba
cariñosamente a los viejos duques. Un hombre que necesitaba una fortuna y que, de
todas formas, la había ayudado voluntariamente y había abandonado los planes que
podrían haber salvado las finanzas de su familia. Se pasó las manos por la cara. Esos
descubrimientos no encajaban con todo lo que había llegado a conocer. Con todo lo
que le habían dicho o visto.
Me estoy debilitando... Después de poco más de un mes entre la alta sociedad, de
alguna manera había olvidado todas las reglas que le había inculcado Ryker. Si la
había enviado aquí como una prueba u otra, había fracasado estrepitosamente. Su
única intención al solicitar la ayuda de Robert había sido evitar a los cazadores de
fortunas que querían atrapar a la bastarda de un duque, para poder volver a la vida
que había llevado con bastante satisfacción. Al hacerlo, involuntariamente los había
puesto en peligro a los dos: a él, por su incapacidad de conseguir una pareja
adecuada y ventajosa... y a ella, por el debilitamiento de su corazón.
Porque, ¿cuántas veces había anhelado su despacho? ¿O sus libros? ¿O el propio
club? En realidad, no lo había hecho. No más allá de un pensamiento amorfo de que
dentro de tres meses volvería.
El pánico se agitó en su interior, una necesidad de reavivar esa conexión con la
única vida que había conocido de verdad. Porque, ¿y si se trataba de una especie de
prueba mayor llevada a cabo por Ryker? ¿Y si en su ausencia él descubría a alguien
mucho más hábil y capaz con la contabilidad del club? Entonces, ¿qué propósito
tendría ella?
Apretó la mandíbula, reprimiendo la preocupación que hacía estragos en sus
sentidos.
Podía desear a Lord Robert Westfield, incluso gustarle, pero eso no significaba
que perteneciera a este lugar o que quisiera hacerlo. ¿Qué propósito tenía una mujer
que vivía entre la sociedad educada? ¿Qué clase de existencia más allá de una
cuantiosa dote para un esposo empobrecido que apostaba demasiado y mantenía
otras tantas putas?
Robert no es ese hombre...
Helena se quedó helada. Hace sólo cuatro días se habría burlado de esa defensa
de él. Dadas sus acciones en el salón del Conde de Sinclair con aquella impresionante
belleza, había encajado perfectamente en lo que ella esperaba de él y de todos los
nobles.
Pero ya no. Apretó las manos contra la tela de sus faldas. Tampoco este nuevo
aprecio por Robert, como hombre y persona. No había lugar para ellos juntos en
ningún sentido de la palabra. No dudaba de que él la convertiría en su amante, con
cicatrices y todo... pero nunca en su esposa.
—No es que quiera esa posición—, murmuró en voz baja.
¿Por qué eso sonaba vacío?
Se dirigió a su armario, abrió las puertas y rebuscó en el fondo. Sus dedos
rozaron una tela áspera y familiar, y se quedó helada. Esta capa marrón era su
mundo. Era la existencia dura, pero segura. No los satenes ni las sedas ni las
muselinas.
Con dedos lentos y pesarosos, dejó que la prenda volviera a su sitio y recogió
una suave capa de muselina.
Colocándosela, se subió la profunda capucha y corrió hacia el lado de la cama.
Con rápidos movimientos, se arrodilló y buscó bajo el suave colchón de plumas. Por
supuesto, robar en la casa del duque era tan probable como una tormenta de nieve
en verano, pero la vida le había inculcado los peligros de dejar su dinero a la vista;
por eso había escondido esos fondos en cuanto entró en esta casa temporal.
Poniéndose en pie, Helena se metió el puñado de monedas en la parte delantera
de su capa y cruzó la habitación con decisión. Si se quedaba aquí, en esta habitación,
en esta casa, con estos pensamientos turbulentos sobre Robert y su lugar en la
sociedad arremolinándose en su mente, se volvería loca.
Casi al instante, su criada, Meredith, entró en la habitación. La chica, con las
mejillas muy pecosas y los dientes delanteros salientes, sonrió. —¿Ha llamado,
señorita Banbury?
Helena asintió. —¿Puedes asegurarte de que el carruaje del duque esté
preparado? Me gustaría que me acompañaras... a comprar—. ¿No era así como todos
esperaban que una joven pasara sus días? La amargura agrió su boca.
La joven asintió, cerró rápidamente la puerta y se apresuró a cumplir la orden
de Helena.
Poco después, en el cómodo carruaje del duque, con su doncella en el banco de
enfrente, Helena se dirigió a Lambeth. Mientras se acomodaba en los cómodos
sillones, una emoción vigorizante la recorrió. La suya era una pequeña muestra de
control, pero había una embriagadora sensación de poder al salir de aquellos muros
repentinamente sofocantes. ¿Cuántos años llevaba siendo considerada nada más
que la niña malhumorada y mordaz de ocho años, dependiente de sus hermanos
para ir a cualquier sitio o hacer cualquier cosa? Había sido la misma persona
encerrada desde que llegó a Mayfair, obedientemente escondida en la casa del
duque como un pájaro herido en una jaula dorada.
A medida que el carruaje la alejaba más y más, ella corrió más la cortina y miró
audazmente hacia afuera. A primera hora de la mañana, los vendedores seguían
empujando sus carros, preparándose para un día de venta ambulante.
Incluso los vendedores y las calles de la nobleza estaban más limpios. A
diferencia de los hombres y mujeres burdos que venderían sus dientes, su alma y su
cuerpo frente a un edificio en ruinas por una moneda, si se la ofrecieran. Entonces,
ese era el mundo en el que habían nacido. La alta sociedad... y todos los demás.
Helena tampoco cambiaría la libertad y el poder que tenía por ser una de esas damas
sin propósito. Se había forjado un mundo en el que nunca dependería de un hombre,
no como lo había hecho su propia madre.
Primero un poderoso lord, que había elegido a una dama como esposa, y luego
el protector que su madre había encontrado en Mac Diggory.
Un temor gélido la congeló y cerró los ojos con fuerza. El odio, potente y
tangible, de todos estos años, la atenazó con su familiar garra. Helena enroscó los
dedos en el borde de su asiento. ¿Cuántos golpes le había dado a ella y a su madre?
¿Cuántas cicatrices llevaba ahora por culpa de sus ataques de ira? ¿Cuántas veces
había vendido a su esposa a un elegante caballero, todo por unas monedas que sólo
desperdiciaba en más bebida?
Los gritos de agonía de su madre, muerta hacía tiempo, resonaban en su mente,
y Helena cerraba los ojos, deseando que desaparecieran. Nada podía salir de esos
recuerdos. El dolor traía debilidad. No había curación ni felicidad que pudiera surgir
de los pensamientos de la vida que habían vivido.
Lo único bueno que había llegado de esos días oscuros, como había decidido
llamarlos, había sido la invaluable lección: no podía confiar en los hombres. Ni
caballeros ni hombres de las calles. Incluso cuando Robert había demostrado que era
diferente a muchos de esos lores crueles, había probado ser mucho más peligroso en
otros aspectos. Su toque, embriagador e hipnótico, tenía el poder de
debilitarla... poseía el tipo de caricia suave y seductora por la que una mujer más
débil habría abandonado su virtud.
El carruaje disminuyó la velocidad hasta detenerse, y ella se inclinó hacia
delante ante el repentino y discordante alto.
Meredith la miró expectante. —Señorita Banbury, hemos llegado—. La chica
con su rizado cabello rojo zanahoria descorrió la cortina y miró con expresión
dudosa por la ventana.
Sí, las damas no venían de compras a Lambeth, y ciertamente no a estas calles.
—Tú te quedas aquí—, ordenó. —Volveré dentro de poco.
La joven doncella sacudió la cabeza con fuerza. —Oh, no, señorita Banbury. Su
Excelencia no lo permitiría.
Ella se mordió el interior de la mejilla para no señalar que Su Excelencia, de
hecho, lo había permitido durante casi veinte años. Helena le dio una mirada firme,
suavizándola con una sonrisa. —Estaré de vuelta dentro de poco—, prometió ella,
bajando su capucha.
Antes de que la joven pudiera emitir más protestas, Helena abrió la puerta de
un empujón y bajó de un salto sin ayuda. Extendió los brazos para estabilizarse y,
tirando de la capucha para taparse los ojos, comenzó a recorrer las calles. Mientras
se abría paso entre la multitud de carros de madera y hombres y mujeres de aspecto
tosco, Helena echó un vistazo a este extremo de Londres. Las mujeres y los niños
tenían las manos extendidas, pidiendo monedas. A ella.
Un muro de emociones, vergüenza, conmoción y recuerdos, se abalanzó sobre
ella con la fuerza de un carruaje en movimiento. Después de que ella y sus hermanos
hubieran escapado de las calles, ¿qué habían hecho por los que no eran tan
afortunados, por esa gente cuyas barrigas seguían vacías y por esos niños que
recogían hojas de col? Helena se esforzó por tragar más allá de la ola de culpabilidad
que la ahogaba.
Sacando un puñado de monedas, las apretó en las manos extendidas mientras
caminaba. ¿En qué se habían diferenciado ella, Ryker, Calum, Adair o Niall de los
lores y las damas que tanto habían despreciado? ¿Porque habían proporcionado
empleo en el Infierno y el Pecado? Robert, el duque, toda la nobleza, ellos también
daban trabajo a hombres, mujeres y niños. Sin embargo, ella nunca había
contemplado esos gestos magnánimos.
Cuando llegó a su destino, la respiración le llegaba fuerte y entrecortada a los
oídos, ensordecedora.
Miró el cartel de madera torcida que colgaba en lo alto: En el Espíritu.
Pulsó el pomo y, tirando de la puerta, entró.
Una pared de polvo golpeó su cara y enseguida estornudó. Se echó la capucha
hacia atrás y examinó la pequeña tienda. A excepción de una mesa y un mostrador,
cubiertos de libros y más polvo, el pequeño espacio seguía sin nada más.
Unos pasos sonaron desde el interior de una puerta tapizada con una tela negra.
Un hombre corpulento, de pelo canoso y con gafas en la nariz, entró. —Hola, ¿cómo
puedo...?— Su saludo cortés murió. Sin duda, no todos los días una mujer joven
entraba en su tienda.
Helena se quitó los guantes blancos y avanzó. —Usted suministra alcohol al
Club Infierno y Pecado—, dijo sin preámbulos. Incluso decir el nombre de su club,
y hablar sobre un asunto de negocios, trajo una sensación de tranquilidad. Se sentía
cómoda con esto. Lo entendía. No a los caballeros dorados y gloriosos que hablaban
de su pasado y acariciaban sus cicatrices con ternura.
El hombre frunció el ceño, y desapareció todo indicio de calor. —No voy a
discutir sobre los asuntos de Ryker Black con nadie—. Luego, miró a su alrededor y
habló en voz baja. —A menos que tenga dinero con el que pagar. Entonces podría
tener detalles.
Ella bufó. Malditos sean los licores de calidad, ¿cómo podían sus hermanos
hacer negocios con un hombre como éste? Con eso, una onda familiar la atravesó,
por el trato que tenía el sentido común de ver cuando sus hermanos, tan confiados
en sus juicios, no lo hacían. —Sus entregas están llegando con casi un diez por ciento
de pérdidas en el camino. ¿Es eso también producto de lo que alguien le está
pagando?—, preguntó, apoyando las palmas de las manos en el mostrador.
Las mejillas carnosas del hombre adquirieron un tono rojo moteado. —¿Cómo
te atreves...?— él farfulló.
Ella le clavó un dedo, golpeándolo en el pecho. —Me atrevo porque soy yo quien
tiene que responder por las cuentas erróneas de los licores—. O lo hacía, hasta que mis
hermanos dejaron de ver mi valor. El resentimiento volvió a cobrar vida, tan poderoso
ahora como lo había sido el día que la habían citado en el despacho de Ryker para
encontrar al duque esperando.
—¿Usted?
—Sí, yo.
Sus ojos desaparecieron en finas rendijas mientras se inclinaba hacia adelante,
mirándola. —Si trabaja para Ryker Black, ¿por qué no la he visto antes?
Porque me mantuvieron alejada. Porque era demasiado tonta para desafiar eso y no exigir
visibilidad en el mundo.
Ella continuó hablando, ignorando deliberadamente su pregunta. —Si me salgo
con la mía, el Señor Black tendrá un nuevo proveedor de su licor—. Todo el color
desapareció de su rostro, dejando una palidez blanquecina. —Espero que su
próximo envío llegue sin problemas—. Con movimientos deliberados, Helena se
puso los guantes de cuero. —Es decir, a menos que Sam Davies, de Placeres
Prohibidos no le pague una suma más grande para arruinarlos— Ella alzó una ceja.
El hombre tosió espasmódicamente. —¿C-cómo se atreve?
Sus hermanos podrían decir que ella era una mala lectora de personas. Sin
embargo, este hombre hizo sonar sus manos y rápidamente movió sus ojos, evitando
su mirada, como cualquier criminal en Newgate.
—Me atrevo porque soy la contadora de Ryker Black—. O lo era. Ella
simplemente omitiría ese detalle en particular. —Y su hermana—, agregó. Helena lo
miró por la nariz. —¿Nos entendemos entonces, señor?
—S-sí—, continuó balbuceando.
—Muy bien—. Helena se sacudió las palmas enguantadas. —Espero que esta
reunión se mantenga entre nosotros— La olvidada satisfacción que se desprendía
de hacer realmente algo que no era comprar sombreros y vestidos elegantes, sino
algo que requería intelecto y delicadeza, la llenó de una sensación embriagadora.
Él asintió bruscamente y, cuando Helena volvió a ponerse la capucha y se
marchó, echó un último vistazo al establecimiento. Es por esto que ella nunca
pertenecería a la sociedad educada, sin importar cuánto lo deseara el duque. Las
Helena Banburys del mundo no estaban destinadas a sentarse cortésmente con la
cabeza inclinada sobre los bastidores de bordado, discutiendo sobre bailes y
veladas. Ella estaba destinada a hacer algo más.
Esta fugaz visita había sido un recordatorio de eso. Podía disfrutar de la
compañía de Robert, y sonreír y reír más de lo que nunca lo había hecho en su
presencia, pero nunca podría tener nada más con él, no sólo por la división de clase
entre ellos, sino por su propia necesidad de un propósito.
Porque, caballeros como él, ni siquiera sabían que estas partes de Londres
existían, sin duda.
Sacudiendo la cabeza, Helena se dio la vuelta para irse.
Cuando oyó un grito agudo.
Siempre hay que huir de un grito...
Apretó momentáneamente los ojos. Nunca vayas hacia él, Helena. Nunca hacia él...
Otro grito rompió el zumbido de la actividad.
Abrió los ojos justo cuando la exclamación de un niño pequeño resonó en algún
lugar de la distancia.
Maldito infierno.
Y Helena se dirigió hacia ese grito lastimero.
Regla 16
Nunca te aventures sola en los Dials o St. Giles. Nunca.

—¿No puedes encontrar una librería de moda a la que acudir?— murmuró


Robert, acompañando a su hermana por las bulliciosas y sucias calles de St. Giles
Circus. El Templo de las Musas. La Librería de la Esquina. Sin embargo, dejar a su
hermana en compañía de una doncella y un lacayo mientras Robert iba a ver a su
hombre de negocios le dio razones para acompañarla personalmente al
establecimiento.
—Te estás volviendo estirado en tu avanzada edad—, regañó Beatrice. —
Además, ¿qué asuntos tienes aquí?—, preguntó ella, invirtiendo demasiado
astutamente el juego.
Él maldijo en silencio. Por supuesto, Bea, a la que no se le escapaba nada, no se
contentaría con dejar pasar la pregunta sobre sus viajes a Oxford Street.
—He quedado con el hombre de negocios de papá—, zanjó. Ahí, la verdad.
Ciertamente suficiente para silenciar cualquier otra...
—¿Con qué fin?—, espetó ella. Luego redujo la velocidad de sus pasos,
palideciendo. —Creí que habías dicho que papá sólo fingía estar enfermo.
Él retrocedió un paso. —Papá está bien—, dijo en tono tranquilizador, mientras
los transeúntes pasaban ruidosamente a su alrededor. Ella lo estudió un largo
momento, y luego reanudaron la marcha.
Al sentir la mirada de ella en su rostro, él mantuvo su mirada fija hacia adelante.
—¿Es tan chocante que yo en mi...? ¿Cómo habías dicho?—, preguntó, levantando
una ceja. —¿Mi avanzada edad? Me interese por las propiedades de la familia.
Bea le dirigió una mirada suspicaz. —¿Por qué?
Maldición, ¿había algo que ella no viera? —Porque hasta ahora no he cumplido
con mis responsabilidades—, dijo en voz baja, las palabras pronunciadas con la
facilidad que les daba la verdad.
Excepto que esta mañana casi había abandonado por completo su reunión. Casi
había sido el bastardo ensimismado que había sido todos estos años. Casi había
dicho que no. Casi había suplicado, diciendo que tenía otros planes, porque en cierto
sentido los tenía. Con Helena Banbury y su falso cortejo. Ahora, mientras
reanudaban la marcha y él recorría con la mirada las ásperas calles de la periferia
londinense, daba gracias por no haber sido tan egoísta en sus intenciones, porque
sin duda, conociendo a Beatrice como la conocía, ella misma habría encontrado la
manera de llegar hasta aquí.
—Muy triste, ¿no?— La tranquila pregunta de su hermana reclamó su atención.
No pretendió malinterpretarla; en cambio, miró las calles sucias donde Charing
Cross se cruzaba con St. Giles Circus.
Eran hojas de col roja... Había encontrado algo más magnífico que incluso las flores...
Esa presión familiar apretó sus pulmones. Esta era la vida de Helena. Una de
calles oscuras y húmedas y mendigos hambrientos. Robert tragó saliva. No, el de
ella había sido mucho peor. Las suyas habían sido las calles de St. Giles, donde lo
único que distinguía entre vivir y morir en esa zona era la buena fortuna. Y los
hermanos de los que había hablado ayer.
—Supongo que difícilmente piensas que hay algo interesante en visitar una
librería, Robert.
Caminando junto a su hermana a través de la creciente multitud sobre el puente
de Westminster, con una doncella que avanzaba cerca de sus talones, Robert
sonrió. —¿Crees que soy uno de esos lores analfabetos?
Su hermana le lanzó una mirada dudosa. —En absoluto—, se burló ella. —Pero
si eres el pícaro que los periódicos dicen que eres...— dijo Bea de manera suspicaz
—Bueno, tiendes a encontrar tus placeres en tus clubes y eventos escandalosos.
Robert se atragantó. —¿Qué sabes tú sobre eventos escandalosos?— Tiró de su
corbatín. Cuando aceptó acompañar a Beatrice hace varios días, apenas había
anticipado una discusión con su inocente hermana sobre cómo decidía pasar sus
noches.
—No lo suficiente—, murmuró Beatrice en voz baja, mirando a los lores y damas
que se abrían paso entre los carruajes y las tiendas. Hizo un gesto furioso hacia la
pequeña tienda de la esquina en la distancia. Entrecerró los ojos y leyó el cartel de
madera torcido. Librería Ye Olde. —Después de todo, esta es mi idea de una gran
diversión.
Él hizo una mueca. Después de todo, así era como un caballero prefería que
fueran los intereses de su hermana, totalmente inocentes.
—¿Cómo son tus clubes?
Robert parpadeó cuando la pregunta de Beatrice interrumpió sus reflexiones. —
¿Cómo son mis…?
—Clubes— terminó ella. —Confieso que estoy bastante aburrida con los mismos
y tediosos eventos de la nobleza. Estoy realizando una investigación.
Un recuerdo apareció de una boca llena y tentadora cuando la atrevida sin
nombre había blandido su cuchillo. Entonces, percibió el sentido sus palabras. —
¿Una investigación?— exclamó ahogado. —¿Con qué propósito?— Ahora, así es
como un caballero no prefería que fuera su hermana.
—No seas mojigato y estirado—, regañó su hermana.
Mojigato y estirado, articuló él. Sin duda, era la primera vez que le dirigían tales
acusaciones.
Sus labios se fruncieron. Así que esa era la razón por la que su hermana lo había
buscado. Un deseo de... información. Información que preferiría arrancarse la
lengua antes que pronunciarla para sus inocentes oídos. Sin embargo, era más
seguro que hablar con ella de las finanzas de la familia. —Me temo que necesitarás
material de investigación que definitivamente no provenga de tu hermano—, dijo
secamente, revolviendo la parte superior de su cabeza.
Beatrice frunció los labios. —No soy una niña, Robert. Tampoco tengo la misma
libertad que un caballero.
—¿Libertad?— repitió con un giro irónico que solo profundizó el ceño fruncido
de ella. ¿Eran realmente diferentes en las expectativas que la Sociedad tenía de
ellos? Sus acciones, aunque más libres, seguían siendo escudriñadas y susurradas
por los chismosos y registradas en las hojas de chismes.
—No puedo andar por ahí y extender mis proverbiales alas—, dijo, abriendo
mucho los brazos. —No sin enfrentar la ruina absoluta.
La solemnidad en su tono provocó otro ceño fruncido. Su hermana hablaba con
la misma frustración de una mujer que se había cansado de su suerte y
posición. Hubo un leve tono de desesperación allí que solo podía provenir después
de cuatro temporadas fallidas. Mientras que la mayoría de los caballeros disfrutaban
de su estado de soltería, las damas vivían en gran medida con la esperanza y la
expectativa de encontrar una pareja.
Escudriñó sus pensamientos, buscando algo, cualquier cosa ligeramente
escandalosa pero aún segura para alimentar sus proverbiales intereses. —En las
mesas de apuestas se viven grandes emociones—. Ahora, más que nunca, esos
placeres que alguna vez fueron emocionantes habían empezado a cansarlo.
Los ojos de Beatrice se iluminaron, y ella se inclinó cerca, instándolo con su
mirada a compartir más. —¿Juegas al whist o faro o al hazard? Sospecho que eres
más del tipo que juega al hazard—, ella parloteó, mientras continuaban caminando,
abriéndose paso por las calles en gran parte vacías. Ella levantó la vista hacia él.
—Hazard—, dijo él.
Ella asintió complacida. —Como sospechaba. Escuché a papá hablar con su
hombre de negocios sobre los clubes que visitas.
Él rechinó los dientes. Su padre le hablaba al viejo Stonely sobre los hábitos de
Robert. Aparentemente, a ninguno de los dos hombres les importaba en absoluto
que Robert se hubiera comprometido estas semanas a estudiar los libros de
contabilidad y reducir los gastos donde pudiera. Afortunadamente llegaron al
pequeño establecimiento, evitando que Robert tuviera que responder. Se quitó el
sombrero y lo golpeó contra su pierna. Su hermana se detuvo en el pórtico y lanzó
una mirada inquisitiva hacia atrás.
Robert hizo un gesto hacia ella y los sirvientes allí. —Permitiré la privacidad de
tu investigación—, dijo con un guiño. —Mientras veo a mi hombre de negocios.
Un grito se elevó en algún lugar adelante, cortando su despedida.
Él y Beatrice giraron sus cabezas al mismo tiempo hacia el sonido. —¿Qué
ocurre?— Ella estiró el cuello, esforzándose por ver.
Él la tomó del brazo. —No es nada que los ojos de una dama deban ver—, dijo
con firmeza, guiándola cuidadosamente hacia la entrada de la tienda. Nunca más
volvería ella aquí. Nunca. Aunque tuviera que asignarle un maldito guardia.
Sus palabras provocaron un fruncimiento más profundo del ceño, ya que su
hermana se resistió a moverse.
Otro grito ahogado recorrió la concurrida calle. Recorrió con la mirada el camino
y luego se tragó una maldición cuando un dandi vestido de colores blandió su
bastón mientras un niño de la calle se encogía a sus pies. Una oleada de furia recorrió
a Robert. El viento se llevó consigo el agudo grito de un niño, mientras el caballero
llevaba su bastón hacia atrás y...
La sangre de Robert se congeló cuando una figura alta y encapuchada se puso
frente al niño. Sus entrañas de retorcieron. —Entra—, gruñó, y conociendo la
inclinación de su hermana por la exploración, se volvió hacia el lacayo. —
Acompáñala dentro.
—¿Robert?— La voz preocupada de Beatrice lo siguió.
Él aceleró su paso. Tal vez veía a la mujer en todas partes. Tal vez eso era todo
lo que explicaba que él la conjurara aquí, arrojándose frente al bastón elevado de un
extraño. Porque ninguna mujer en su sano juicio jamás se atrevería a arriesgarse a
venir a estas calles y ponerse a sí misma en peligro...
Helena lo haría.
Maldito infierno.
Los nudos se apretaron y con la respiración entrecortada en los oídos, Robert
echó a correr, abriéndose paso entre la multitud de toscos callejeros.
—Maldito bastardo con cerebro de corcho—, gritó Helena, gloriosa en su furia
de mejillas carmesí, mientras sacudía su puño al joven conde. —¿Qué clase de bruto
es usted para ponerle las manos encima a un niño?
Lord Whitby, uno de los notorios dandis de la alta sociedad, estaba de pie,
boquiabierto. Por supuesto, con su elegante capa de muselina y sus tonos cultos, no
podía saber qué hacer al ser desafiado por una dama. —Madame—, por fin
farfulló. —Este ladrón se llevó mi reloj.
El fuego brilló en los ojos de Helena y puso los brazos detrás de ella, tocando
protectoramente al niño. Robert entrecerró los ojos cuando, con un leve movimiento
de la mano, le quitó el reloj al niño. Ella se acercó tanto a Whitby que sus narices casi
se tocaron. —Estoy segura de que está equivocado—. Y si Robert no hubiera estado
estudiando sus movimientos tan de cerca, no habría podido ver el destello de oro
antes de que desapareciera.
Whitby frunció el ceño. —Le aseguro que no es así.
Ella puso sus manos sobre sus caderas. —Revise sus bolsillos.
Los ojos de él se abrieron de par en par. —¿Cómo se atreve…?
—Exijo que revise sus bolsillos, señor—. Su agudo grito tembló de furia.
—Soy un lord.
— No me importa si usted es Dios en el cielo que viene a buscar...— Ante la
escalada de su tono, Robert dio un paso adelante.
—Whitby—, espetó, incluso cuando la tensión lo sacudió. ¿En qué rayos estaba
pensando ella arriesgando su seguridad de esta manera?
Porque ese es el tipo de mujer que es...
El grupo de personas reunidas giró sus miradas hacia Robert.
Un grito ahogado salió de los labios de Helena y se llevó la mano al pecho. —
Rob… milord—, susurró. ¿Era la conmoción lo que llenaba sus expresivos ojos?
¿Culpa? ¿De qué tendría que sentirse culpable? ¿Creía ella que él la condenaría por
su intervención? ¿O es que algo más la trajo aquí este día...? Todas las preguntas
surgieron, y él las apartó. Por ahora. Ya habría tiempo para plantear sus preguntas
a Helena Banbury.
El niño, con las mejillas manchadas de tierra, alternó su atención entre Helena y
Whitby y retrocedió lentamente. Robert apoyó su mano en los pequeños y estrechos
hombros del muchacho. —Señorita Banbury, un placer, como siempre—, saludó.
El Conde de Whitby abrió y cerró la boca. Se rascó la cabeza. —¿Conoces a esta
chica?
La dama lanzó sus ojos de un lado a otro, dándole el aspecto de una cierva
atrapada en la trampa de un cazador. Él se posicionó entre ella y una vía de escape,
y luego dirigió su atención al dandi con sus pantalones de raso amarillo. —En
efecto. Mi familia está muy relacionada con la de su padre —. Le dirigió una mirada
dura al otro hombre. —El Duque de Wilkinson.
Whitby emitió una tos estrangulada. Ofreció una reverencia tardía. Luego: —
Ella se interpuso entre el ladrón de mi reloj y yo—, dijo el hombre en un alarde de
valentía. O estupidez.
—La dama pidió que revisaras tus bolsillos—, dijo Robert fríamente.
—El niño se levantó...— Ante la mirada dura que Robert le dirigió, el hombre
tragó saliva audiblemente y palmeó su chaqueta.
—¿Ves? Es como yo...— El hombre se congeló y negó con la cabeza. —¿Yo
no...?— Frunció el ceño. —No lo tenía hace un momento—, murmuró, con las
mejillas sonrojadas, mientras la pequeña multitud se dispersaba.
—¿Supongo que el asunto está resuelto?—, dijo, enarcando una ceja. El niño de
la calle se movió, y él apretó su mano.
—La disculpa—, dijo Helena. Ambos la miraron. —Le debe una disculpa al
chico—. Ella levantó la barbilla un poco.
—Espere, un momento—, dijo Whitby, con el rubor subiendo por sus mejillas.
—Yo no me disculpo con callejeros...
Robert lo hizo callar con la mirada. Es cierto que, con su juego de manos, ella
había conseguido que el reloj robado volviera al hombre, pero ¿qué clase de vida
había conocido, como dama fuera de la nobleza?
—¿Cuál es tu nombre?— le preguntó gentilmente al niño.
El niño, con sus mejillas demacradas y ojos cansados, levantó la barbilla en un
ángulo amotinado, y el corazón de Robert se aceleró. Ese gesto defensivo y
orgulloso, era muy parecido al de Helena. —James—, dijo, con desgana al
pronunciar esa frase.
—Discúlpate con James—, dijo Robert brevemente.
Alguna emoción estalló poderosa en los ojos de Helena, y luego bajó la mirada
a la cabeza del niño.
—Me disculpo—, Whitby espetó a regañadientes.
Robert inclinó la cabeza. —Oh, y ¿Whitby?— se detuvo cuando el dandi se giró
para irse. —Si levantas ese bastón o una sola mano a otro hombre, mujer o niño, te
golpearé con él. ¿Está claro?
El conde emitió un gemido estrangulado y con las mejillas sonrojadas, asintió
bruscamente.
—Eso será todo, Whitby—, dijo Robert en tonos austeros.
Con una fuerte reverencia, el otro hombre giró sobre sus talones y corrió por la
calle.
Robert sacó una bolsa de monedas y se la entregó a James. —Eres, por supuesto,
libre de seguir robando dinero hasta que te acabes colgado de la soga de un
verdugo—. Hizo una pausa. —O puedes usar ese dinero y hacer que un carruaje te
lleve a la residencia del Marqués de Westfield en Mayfair—. Robert hurgó en busca
de una tarjeta y, al encontrar una, se la tendió.
El niño se apartó de su mano, y miró a Robert con gran sospecha en sus ojos
cansados. —¿Quién es el Marqués de Westfield?
—Él lo es—, dijo Helena en voz baja, y el niño dirigió su mirada furiosa hacia
ella.
—Es tu elección—, dijo Robert, señalando el dinero que tenía en sus manos
llenas de cicatrices. Las manos de Helena. Las náuseas se agolparon en su vientre.
¿Qué tipo de sufrimiento había conocido ella...?
—¿Es un trabajo honesto?—, preguntó la niña. —¿No es usted uno de esos
elegantes lores que buscan acostarse con un niño?
Su vientre se retorció. ¿Es este el infierno que soportan los niños en las calles?
Nunca sintió más el aguijón de la vergüenza merecida que en este momento.
Helena habló en tono positivo. —Su señoría no es uno de esos lores.
—¿Qué sabes de eso?
Sí, ¿qué sabía ella? Robert apretó las manos en puños, odiando un mundo en el
que Helena conociera el grado de fealdad que existía.
La orgullosa joven se arrodilló y dijo algo cerca del oído del muchacho. Sus ojos
se abrieron de par en par en su rostro manchado de suciedad, y luego, lentamente,
tomó la tarjeta.
Al desaparecer el niño, Robert volvió a centrar su atención en una pálida Helena.
Desde el momento en que había tropezado con su pasillo en el club, la dama siempre
se había enfrentado a sus ojos con una fuerza audaz e inquebrantable. Hasta ahora.
Ahora miraba al cielo, al suelo. —Señorita Banbury, es incapaz de hacer algo sin
drama—, dijo con ligereza forzada. Al mismo tiempo, el terror que había amenazado
su cordura en el momento en que ella se había interpuesto entre el niño y el bastón
de Whitby se alejaba lentamente. —¿Sabes?—, Dijo, y reduciendo el espacio entre
ellos, habló en voz baja. —Si hubieras deseado verme este día, no tendrías que haber
pasado por todas estas dificultades. Habría aceptado con gusto—. Extendió su
brazo.
Helena abrió y cerró la boca varias veces, mirando sus dedos como si nunca
antes hubiera visto una mano. —¿Por qué hiciste eso?— ella preguntó suavemente.
La molestia se agitó dentro de él. ¿Creía ella que era uno de esos bastardos tan
importantes que simplemente ignorarían la difícil situación de un niño en la
calle? Entonces, ¿realmente habrías visto el mundo que te rodea si no hubiera sido por ella?
Robert se inclinó y acercó la boca a su oreja. —¿Debería haber convocado a un
agente por el hecho de que el muchacho hubiera robado el reloj?
Ella lo fulminó con la mirada.
Él le tomó la mano, llevando su nudillo a los labios. —Eres muy hábil con los
dedos, Helena—, murmuró, rozando un beso sobre ellos.
Algo de la tensión abandonó sus estrechos hombros y sonrió débilmente. —
Gracias—, dijo ella, —por ayudarnos a mí y al niño.
Él levantó los labios en una sonrisa cínica. —No es necesario dar las gracias—.
¿Tan baja era la opinión que tenía de él como para creer que alguna vez se habría
mantenido en pie, como observador silencioso de la situación de una mujer y un
niño indefensos? —A pesar de lo que pueda creer, madam, no soy un monstruo.
Había una mirada de asombro en sus ojos. —No creo que seas un monstruo—.
Y él apostaría su futuro título ducal a que eso era lo más cercano que Helena Banbury
había logrado decir en términos de un cumplido para cualquier hombre. Ella hizo
un gesto con la mano. —Pero no sólo ayudaste al chico.
—James—, enmendó él.
—No sólo ayudaste a James—. Hizo una pausa y levantó la vista. —Le ofreciste
empleo.
—Lo hice—. Continuaron su camino por las calles, hacia la Librería Ye Olde.
—¿Por qué enviarlo en un carruaje de alquiler con dinero?— Su tono era mucho
más cauteloso que el de cualquier otra mujer de su edad.
—Espero que si el muchacho realmente desea comenzar una nueva vida de
empleo honorable, lo pensará y finalmente dará los pasos. Yo simplemente le he
dado los medios para hacerlo—, dijo, manteniendo la mirada al frente. —La decisión
es suya.
Mientras avanzaban por la calle, se hizo el silencio entre ellos. Cuando se hizo
evidente que Helena tenía poca intención de hablar a la pregunta tan obvia, él dijo:
—¿Y bien?
Con una expresión de perplejidad en sus afilados rasgos, ella lo miró.
—¿De verdad crees que no preguntaré por la coincidencia de encontrarte aquí
esta mañana?
Las mejillas de ella se sonrosaron cuando se detuvieron ante la tienda donde él
había dejado a Beatrice y a su criada. Entonces sus ojos volaron hacia el cartel que
colgaba sobre sus cabezas. —La librería—, soltó. —Estaba aquí por... un libro—.
Entrecerró los ojos hasta convertirlos en finas rendijas. —¿Y qué hace usted aquí,
milord?
Ah, así que era 'milord' de nuevo, ¿no?
Robert pasó por delante de ella y pulsó el pomo de la puerta. —Estaba
acompañando a mi hermana hasta aquí—. Hizo una pausa. —Y luego planeaba
reunirme con mi hombre de negocios—. Un destello de comprensión iluminó sus
ojos, que rápidamente ocultó. Él le indicó que entrara. —Después de usted, señorita
Banbury—. Ella había tenido tanta intención de visitar esta librería como él de asistir
a Almack's esa noche. Su sospecha se agitó aún más.
Ladeó la cabeza, y miró a la puerta abierta a Robert, y luego mojándose los
labios, entró.
—Ahí estás, Robert—. Su hermana, con un libro en la mano, se detuvo ante ellos.
La sorpresa marcó su rostro. —¡Señorita Banbury! Hola—, dijo con una amplia
sonrisa.
Helena se hundió en una reverencia. —Milady.
Beatrice se guardó el pequeño volumen de cuero bajo el brazo y tendió la mano
contraria a la de Helena. —Oh, por favor, debe llamarme Beatrice. ¿Le gustaría
acompañarme?— Antes de que Helena pudiera formular una respuesta, su hermana
tomó su mano y la colocó en su brazo, llevándolas lejos.
Helena lanzó una mirada casi desesperada por encima del hombro, y él le guiñó
un ojo.
Tal vez, la dama se lo pensaría dos veces antes de disimular. Sus labios se
crisparon en una mueca.
Justo en ese momento, Beatrice dijo algo que hizo que la otra mujer se fijara en
ella, dejando a Robert solo... para considerar qué asuntos tenía la señorita Helena
Banbury, hija de un duque, antigua trabajadora del Club del Infierno y el Pecado, en
este extremo de Londres.
Cuando la risa de su hermana retumbó desde algún lugar de la tienda, se cruzó
de brazos.
Helena tenía sus secretos, eso estaba claro.
Y Robert estaba decidido a averiguar cuáles eran esos secretos... tanto si la dama
deseaba compartirlos como si no.
***
De todas las reglas que se le habían inculcado, se le había enseñado a evadir la
atención desde el momento en que Ryker la había rescatado. No sólo la habían
descubierto hoy, sino que Robert sabía que estaba mintiendo.
Y Helena sólo lo sabía porque había pasado tanto tiempo de su vida con
mentirosos y ladrones, y con miradas sospechosas, que había reconocido sus míseros
intentos de mentir, y el brillo de la sospecha en los ojos habitualmente cálidos de
Robert.
Si fuera sabia, se centraría en el hecho de que él la había sorprendido con las
manos en la masa. Entonces, ¿por qué no podía deshacerse de sus esfuerzos en favor
de un simple ladrón callejero? La calidez llegó a su corazón y cerró los ojos. Un chico
cuyo nombre se había tomado el tiempo de aprender, y al que le había dado una
opción, en un mundo donde los de su condición tenían pocas.
—¿Ha estado aquí antes, señorita Banbury?
Con el corazón martilleando, los ojos de Helena se abrieron de golpe. La
hermana de Robert la miraba pacientemente. Su mente se agitó mientras trataba de
responder a la pregunta de la joven. —Por favor, llámame Helena—, insistió. —Y
no, nunca he estado aquí—. En cuanto la verdad salió a la luz, maldijo en silencio y
miró por encima del hombro en busca de Robert. Él permanecía al frente de la tienda,
con los brazos cruzados, mirando fijamente.
—Vamos—. Beatrice la guió por el pasillo hasta que Robert dejó de estar a la
vista. —Él es un hermano maravilloso—, dijo mientras ojeaba los títulos
polvorientos de la estantería del suelo. —Pero es siempre tan protector. Incluso
ahora debería estar en su reunión, pero se queda aquí—. Bajó la voz a un suave
susurro. —Aunque sospecho que tu inesperada aparición tiene mucho que ver con
su decisión de quedarse.
Con las mejillas acaloradas, Helena logró sonreír, y optó por hablar sobre el
anterior comentario de la dama. —Conozco bien a los hermanos sobreprotectores—
. Hombres que le confiaban las finanzas de su exitoso establecimiento de juego, pero
que también la creían indigna de cualquier control real en su futuro.
—¿De verdad?— Beatrice levantó la vista de su examen. Había curiosidad en su
mirada.
Inquieta por la facilidad con la que esta mujer hablaba, Helena miró la punta de
sus zapatillas. Las únicas damas con las que había tenido trato habían estado en la
calle, y esas mujeres habían apartado sus finas capas y vestidos cuando Helena había
pasado entre ellas. —Sí—, dijo al fin.
—¿Eres cercana a ellos?— El suave interrogatorio de la joven trajo un nudo de
emoción a la garganta de Helena.
Desde que Ryker la había echado, había pasado mucho tiempo enfadada y
amargada por su intromisión en su vida. Había aceptado la traición de cada uno de
ellos, porque era mucho más fácil alimentar su ira y su resentimiento que pensar en
lo mucho que los echaba de menos. —Así es—, dijo suavemente.
—¿Los ves a menudo?
Ante el implacable interrogatorio, Helena se abrazó a sí misma y miró con
desenfreno a su alrededor. Los nobles no indagaban. Veían la superficie y nunca se
molestaban en saber más sobre una persona y, sin embargo, Robert, y ahora su
hermana, lo hacían de una manera que exponía a Helena y derribaba años de muros
que había levantado. —Lo hacía—. Antes de que me echaran. —Lo somos—. Éramos.
—Es decir, somos cercanos—. Ella respiró estremecedoramente. —Muy cercanos—.
Aunque, ¿podrían volver a serlo cuando ella regresara dentro de tres meses?
Lo que sólo le recordó que su tiempo pronto terminaría aquí; y que no habría
más Diana o Beatrice, y más... no habría más Robert. La agonía tiró de su corazón.
Oh, Dios, ¿cómo explicar esta viciosa cuchilla que se retorcía en su pecho? —Son
protectores—, añadió, sintiendo la mirada de la otra mujer sobre ella.
—¿No lo son todos los hermanos mayores?— La irónica diversión subrayó ese
puñado de palabras.
Compartieron una mirada, dando comienzo a una conexión afín.
—No importa que tengas veintitrés años—. O en el caso de Helena, veinticuatro.
—O que conozcas tu mente—. La dama sacudió la cabeza con pesar. —Nada importa
más allá del matrimonio de una dama, ¿verdad? — Aquella pregunta suave y tenue
apenas llegó a los oídos de Helena. —Los caballeros no esperan que una dama sea
otra cosa más que una dama.
Ella había pasado su vida creyéndose muy diferente a todas esas damas
impecables, sólo para descubrir en medio de una fila polvorienta de libros que eran
más parecidas de lo que jamás podría haber creído. —No le importa a la sociedad—
, dijo Helena en voz baja. Cuando la mujer levantó una mirada confusa, aclaró. —La
sociedad, espera que tú... que las mujeres se casen, que sean propiedad de un esposo,
aunque no quieran ceder toda su persona a un hombre.
Los ojos de Beatrice se iluminaron y asintió con entusiasmo. —Sí—. Esa sola
palabra surgió como una especie de oración.
—Por eso es importante aferrarse a una misma—. Para Helena, la sensación de
control que había encontrado en un mundo tan carente de él para las mujeres había
recaído en los números.
Beatrice echó una mirada a su alrededor y luego se acercó a Helena. —Yo
escribo—. Entonces sus mejillas se sonrosaron. Sacó un libro de la estantería y se lo
entregó a Helena.
Aceptó el pequeño tomo y hojeó el título dorado en relieve. Pícaros, Libertinos,
Granujas y Otros Caballeros Malvados...
—Es para mi... trabajo—, explicó la hermana de Robert. —Verás, estoy
investigando y...— Miró a su alrededor. —Y deseo utilizar mis conocimientos para
ayudar a otras damas—. Por el gesto de sus bonitos labios en forma de arco, Beatrice
Dennington no tenía intención de decir nada más sobre sus actividades.
Helena le dio la vuelta al libro y la joven se apresuró a aceptarlo. —Espero poder
proporcionarte más... ayuda en tu investigación si alguna vez la necesitas—.
Teniendo en cuenta todo lo que había presenciado en el Club del Infierno y el
Pecado, ella misma podría escribir un libro, si pudiera ensamblar adecuadamente
esas palabras en una apariencia de algo que alguien deseara leer.
—¿De verdad?— preguntó Beatrice en un susurro reverencial.
El sentimiento de culpabilidad la acorraló. Dada la amabilidad de la otra mujer
y su disposición a compartir intimidades con Helena, al menos le debía a la hermana
de Robert la verdad de su origen. —He pasado los últimos diez años en un infierno
de juego, milady.
Una campana resonó en la entrada de la tienda, indicando que alguien había
entrado. Por lo demás, el silencio se prolongaba, y el calor manchaba el cuello de
Helena y bañaba sus mejillas. Siempre se había sentido orgullosa de esa parte de su
existencia. Entonces, ¿por qué esta repentina incomodidad al compartir esa pieza?
Porque las damas no saben nada de esos infiernos. Una cosa era leer un libro sobre pícaros
y libertinos. Otra muy distinta era presenciar realmente a esos hombres visitando
sus clubes y a las putas.
—¿Sabes, Helena?—, dijo Beatrice al fin. —Creo que vamos a ser muy buenas
amigas. Muy buenas amigas, de hecho—. Y un brillo animado que sólo había visto
en sus propios ojos iluminó los de Beatrice. —Ciertamente puedo ver por qué Robert
se ha enamorado de ti.
Helena se congeló. Sacudió la cabeza.
Beatrice asintió.
Helena dio otra sacudida.
Beatrice asintió una vez más. —Si
Su corazón dio un pequeño y divertido salto. —Oh no. No—, dijo ella,
levantando las palmas de las manos. —Te equivocas. Él no. Él…— Está
fingiendo. Ella evitó decir esa verdad. Aparentemente, ambos habían presentado una
farsa convincente. Por mucho que le gustara la hermana de Robert, no la conocía lo
suficiente como para compartir los detalles de lo que la había llevado a la vida del
marqués.
—¿Él...?— Beatrice le preguntó suavemente.
—Él…— Además, cualquier cosa real entre ellos era imposible. Los hombres
como Robert no se enamoraban de mujeres como ella, y cuando lo hacían, sólo
convertían a esas mujeres en sus amantes, mientras se ataban a damas frías e
insensibles como la duquesa.
—¿No lo amas?— Cuatro arrugas delinearon la noble frente de la dama.
—¿Lo amo?—, se atragantó.
La hermana de Robert le devolvió la mirada expectante.
Por supuesto que no lo amaba. Sólo lo conocía desde hacía un par de días. Se
oyeron pasos al final del pasillo y ella levantó la vista, salvada de formular una
respuesta. Robert se detuvo, se apoyó en la estantería y sonrió. Su media sonrisa
perezosa era el tipo de sonrisa que pertenece a un hombre que sabe bien que se habla
de él. Con un guiño, siguió paseando. Sólo que cuando desapareció alrededor de la
siguiente estantería, la presión de pánico que pesaba sobre su pecho se hizo más
profunda.
¿Cómo podía amarlo? Ni siquiera le había gustado. Había sido arrogante y le
había robado su cuchillo, (un cuchillo que todavía tenía) y su corazón y... Helena
extendió una mano, agarrando el borde de la estantería más cercana. Oh, Dios, lo
amo. Amar a Robert era una locura. Nunca podría haber un futuro entre ellos. ¿Por
qué, no...? ¿Por qué no puedes tener una vida con él...? Porque él sería un duque y ella
una contadora, y además, siempre sería una bastarda. Ninguna de las dos cosas era
material adecuado para ser duquesa. Ni siquiera quería ser duquesa... Oh, Dios. Su
respiración se agitó en sus propios oídos.
Su hermana se interpuso en sus pensamientos rápidamente descontrolados y le
dio una palmadita en la mano. —¿Es tan difícil como he leído en los libros?
—¿Milady?—, logró decir, mientras retorcía la tela de su vestido y trataba de
superar su emoción.
Beatrice aclaró. —¿Estar enamorada?
Ella cerró los ojos durante un largo momento, y luego asintió con un movimiento
brusco. Era peor.
Cuanto más tiempo pasaba en este mundo, más se perdía a sí misma. —¿Si me
disculpas?— preguntó, su voz emergiendo en un tenor agudo que se ganó una
mirada de preocupación de la hermana de Robert. —Debo volver a casa.
Las bonitas facciones de la dama se abatieron. —¿Dices que nos volveremos a
ver?
Helena asintió. Le prometería a la mujer cualquier cosa con tal de librarse de este
lugar y de sus pensamientos desastrosos.
—¿Otra excursión a St. Giles Circus?— Ella era implacable. —¿Podríamos decir
el sábado, entonces?— Miró por encima del hombro de Helena. —¿Has oído eso,
Robert? ¿Serías tan amable de acompañarnos a la Señorita Banbury y a mí de vuelta
aquí el sábado por la mañana?
Helena giró la cabeza. Robert estaba de pie, con los brazos cruzados en el pecho.
—Por supuesto—. ¿Por qué tenía que ser tan sigiloso?
—Espléndido—, dijo Beatrice con un aplauso. —Está decidido.
Helena tragó con fuerza. Efectivamente, lo estaba. —¿Si m-me disculpan?—
Tartamudeó en su intento de hacer una rápida retirada. Luego, girando sobre sus
talones, se apresuró a pasar junto a Robert, y salió corriendo de la tienda.
No sobreviviría tres meses más aquí. No sin perder su corazón y su cordura.
Tenía que volver a casa.
Regla 17
Nunca se puede confiar en los nobles.

Poco después de que Helena huyera de la Librería Ye Olde, Robert había


seguido hasta Oxford Street para acudir a su cita. Los informes seguían siendo tan
sombríos como lo habían sido desde su primer encuentro con el anciano hombre de
negocios un mes antes. El hombre, Stonely, estaba tan anclado en el pasado que, a
pesar de los argumentos de Robert en contra, creía que la venta de todos aquellos
desarrollos tardíos de su abuelo era la única solución para la familia Dennington.
Horas más tarde, con la cabeza inclinada sobre los libros de contabilidad, Robert
entrecerró los ojos ante los malditos números. Pero por mucho que mirara, no
cambiaba nada.
Con una maldición negra, se clavó los dedos en las sienes y se sentó en su silla.
Dada la nefasta cita con el viejo Stonely, Robert debería estar prestando mucha
más atención a los libros de contabilidad que tenía ante sí.
En cambio, Helena asediaba por completo todos sus pensamientos. Con cada
uno de sus encuentros, su ordenado mundo se volvía más y más confuso.
Por Dios en el infierno...
Le gustaba Helena Banbury.
No. Siempre le había gustado. La deseaba. La admiraba.
Este descubrimiento, sin embargo, era muy diferente.
Robert miró distraídamente las ordenadas columnas de números sombríos. Ella
le importaba, y mucho. Su mente evitó ir más allá. Después de todo, su corazón era
incapaz de hacer más. Tamborileó distraídamente con la pluma sobre la página
abierta. Sobre todo teniendo en cuenta que hacía apenas una semana que la
descarada que había interrumpido una cita con la baronesa Danvers se había colado
en su mundo. La misma descarada que lo había amenazado con destriparlo con un
cuchillo y había puesto en duda su honor y su inteligencia.
Sus labios se crisparon. Y no sólo una vez.
Sí, a pesar de todo, ella le importaba.
¿Conoce usted la obra de Argand, milord...? Es el responsable de la interpretación
geométrica de los números complejos...
A ella le gustaban las matemáticas y se consideraba una especie de intelectual.
Le importaba un bledo que algún día él fuera un duque. Y anteponía la seguridad
de la vida de un niño en la calle a la suya propia.
Con un gemido, arrojó la pluma. Aterrizó en el escritorio con un suave golpe.
En realidad, ¿cómo podría no gustarle a uno Helena Banbury? Era refrescantemente
honesta en medio de un mar de falsedad, y además... era una mujer fuerte que había
demostrado más valor defendiendo a un niño en las calles que la fuerza combinada
de todo un regimiento del ejército del Rey. Abrió el cajón central de su escritorio y
sacó una pesada daga con costra de rubíes, haciéndola girar en sus manos.
Había sido mucho más fácil cuando no le gustaba, y simplemente sentía la
obligación de enmendar el mal que había hecho sin querer aquella noche de
borrachera en el Infierno y el Pecado. Tocó con la punta de su dedo la afilada hoja y
una sola gota de sangre brotó. Contemplando la mancha de color carmesí, su mente
se aceleró.
Había resuelto no volver a ser un tonto en lo que respecta a una mujer joven. La
traición de Lucy le había hecho desconfiar de los motivos de todas. Robert se limpió
la sangre del dedo y luego se restregó las manos por la cara. Sin embargo, cuando
estaba con Helena Banbury, no pensaba en Lucy y en la amargura de su traición... o
en la participación de su abuelo en ese descubrimiento. Simplemente pensaba en
ella. En Helena Banbury, con su pelo castaño rojizo y su franqueza.
¿Cómo podría olvidar doce años de amargura después de conocer a una dama
sólo una semana? Porque ella lo había obligado a ver aspectos de lo que era, y de
cómo vivían otras personas, en formas que él, egoístamente, no había notado. Había
pasado años despreciando a su abuelo y a Lucy Whitman por la fealdad de sus
almas, pero ¿qué hay de lo que Robert había sido?
No soy imprudente... No apuesto más que la mayoría de los caballeros... Tengo una
amante y tengo cuidado de no engendrar un bastardo con esas mujeres...
Aquellas palabras que había lanzado a su padre volvieron a surgir, palabras que
había pronunciado como una declaración de su carácter.
Lleno de inquietud, Robert dejó la daga de Helena en el suelo y se dirigió al
aparador. Agarrando la jarra y la copa más cercanas, se sirvió un vaso y luego bebió
un largo y lento trago, agradeciendo la cálida estela que dejaba.
Siempre había sabido con exactitud cuáles eran sus responsabilidades como
futuro duque, realidades que nunca habían estado más claras con todo lo que su
padre le había transmitido. Aunque todavía no estaba casado a los treinta y tres
años, tenía toda la intención de hacer lo correcto por el linaje... sólo que no para
salvar a la familia de la ruina financiera. Hacerlo sería un trueque de su propia valía
cuando hacía tiempo que había condenado a Lucy Whitman por esa misma
crueldad.
No me preocupa que seas igual que otros nobles... Me preocupa que resaltes por sobre
ellos...
Aquellas palabras que antes le había lanzado su padre estaban ahora afiladas
con una precisión de la que antes carecía, por culpa de Helena. Miró fijamente su
bebida. Hacía años que había determinado el tipo exacto de mujer con la que se
casaría. Sería una dama de la alta sociedad, cuyo deseo abierto de su título sería la
única honestidad que había llegado a esperar.
Ahora estaba Helena, una mujer que, aunque él deseara convertirla en su futura
duquesa, preferiría volver a ese notorio club antes que casarse con él. Frunció el ceño
sobre el contenido de su bebida. No es que quisiera casarse con ella. No deseaba
hacerlo.
Había demasiadas razones para no hacerlo. Su desdén por la sociedad educada,
un sentimiento que podía, en la mayoría de los días, compartir fácilmente. Pero lo
más importante, estaba la vida que deseaba. Robert hizo girar el contenido de su
bebida en un círculo.
¿Qué pasa si le ofreces matrimonio?
Su mano tembló y el líquido salió por el borde, golpeando sus dedos.
Sonó un golpe en la puerta, y él levantó la vista rápidamente, agradecido por la
interrupción. —Adelante—, gritó.
Su mayordomo, Fuller, abrió la puerta. —Milord, la Duquesa de Wilkinson pide
verlo.
¿La duquesa? Lanzó su mirada al reloj de la caja larga y frunció el ceño. Las diez
y veinte. ¿Qué asunto de urgencia tendría la duquesa siempre apropiada aquí,
ahora? El nerviosismo tiró del borde de su conciencia. —Hazla pasar—, dijo, y el
hombre canoso se despidió.
Poco tiempo después, Fuller estaba escoltando a la duquesa. —La Duquesa de
Wilkinson.
Robert dejó el vaso rápidamente y se acercó a saludar a una de las amigas más
antiguas de su familia. —Su Excelencia.
—Lord Westfield—, saludó ella, con las comisuras de la boca fruncidas y los ojos
demacrados. —Espero que pueda perdonar mi descortesía por llegar así y a esta
hora tan poco adecuada—. Hizo una pausa. —Hay un asunto urgente del que me
gustaría hablar con usted—, dijo, avivando su aprensión.
Robert le indicó que entrara. —Por favor—. Hizo un gesto hacia el sofá con
botones de cuero, y con la elegancia regia de una reina, ella se acercó a la silla con la
posesión de quien era dueña de esta misma habitación. —¿Le ocurre algo al
duque...?

—Él está bien—. Ella se sentó, y entonces, y por primera vez que él recordara, la
duquesa se retorció las manos. —No estoy aquí por el duque.
Él asimiló ese gesto revelador que hablaba de una mujer que había reprendido
a su hija por reírse demasiado fuerte cuando era niña.
Siguiendo su mirada, la duquesa se detuvo bruscamente, y luego cruzó
remilgadamente las manos en su regazo. —Estoy aquí por la señorita Banbury.
Sus palabras lo mantuvieron momentáneamente inmóvil. —¿La Señorita
Banbury?—, repitió lentamente, y reclamó la silla de cuero frente a la duquesa.
La mujer mayor asintió bruscamente y se quitó los guantes. —Dudé en venir
esta noche, milord. Pero dadas las conexiones de nuestras familias, sabía que podía
confiar en su discreción—. Puso el elegante par de guantes en su regazo.
Él apretó y aflojó sus manos para evitar arrancar a la fuerza las respuestas de
ella. —Por supuesto—, dijo en voz baja, mientras su inquietud crecía.
—Como sin duda sabe, mi esposo estaba...— Un rubor inundó sus mejillas no
arrugadas. —Enamorado de su amante—. Ante esta admisión, Robert permaneció
en silencio. ¿Qué podía decirle a una mujer orgullosa sobre el asunto de la fidelidad
-o en este caso, infidelidad- de su esposo? —Es ese amor el que lo ha cegado tanto al
verdadero carácter de la Señorita Banbury. Tengo razones para creer que ella está
robándole a Su Excelencia.
Robert se aquietó. La dama de la que hablaba la Duquesa de Wilkinson era
incapaz de traicionar. ¿No creíste eso de otra...? ¿Desde cuándo conocía realmente a
Helena para rechazar las acusaciones de la duquesa?
En cuanto entró la astilla de la duda, la sofocó. ¿Qué necesidad tenía Helena de
robarle al duque? El hombre le había puesto una dote de diez mil libras, y sin duda
le entregaría la luna si ella lo pedía.
—Sé que sin duda es difícil para usted escuchar esto, dado su incipiente afecto
por la dama— dijo. —Y ella...— La duquesa echó una mirada a su alrededor, y luego
lo miró una vez más. —Su doncella informa que lleva el carruaje del duque a los
extremos poco elegantes de Londres para encontrarse con alguien con esos objetos
robados. La joven informó que la señorita Banbury la obliga a permanecer en el
carruaje mientras realiza sus actividades.
Él frunció el ceño en una línea. Esas acciones no eran consistentes con una mujer
que se lanzaría ante un niño.
—Me preocupo por mi esposo, lord Westfield—, dijo con un tono estridente.
Robert se sentó de nuevo en su silla. —Yo no...
—La señorita Banbury ha ido a St. Giles Street.
Los músculos de su estómago se anudaron. —¿St. Giles Street?—, repitió como
un maldito imbécil. ¿Dónde iría ella a estas horas... y con quién? La duda y la
indecisión crecían a medida que su pasado se fundía con su presente. ¿Qué dama
con intenciones honorables se encontraría en las calles de Lambeth y St. Giles... y a
esta hora, nada menos? —¿Cuándo?—, preguntó escuetamente.
—Esta noche. No han pasado ni treinta minutos. Hice que un sirviente siguiera
su carruaje—. Su labio se despegó. —Al Club del Infierno y el Pecado.
La tierra quedó suspendida y luego reanudó el movimiento a un ritmo
demasiado rápido. Helena estaba en las calles de St. Giles a esta hora. El terror
consumía las fértiles semillas de aprensión que habían echado raíces anteriormente.
No importaba que ella hubiera nacido en ese mundo, y seguramente fuera capaz de
manejarse entre los bajos fondos de la sociedad londinense. Por su fuerza, no era
invencible contra todo tipo de peligro que existiera para un hombre, mujer o niño
en aquellas calles.
Mentiroso. Egoístamente te preocupa más que ella se vaya de tu mundo, y que nunca
vuelva...
—Le pido que esté atento—. La duquesa interrumpió sus alborotados
pensamientos. Luchó contra el impulso de echarla físicamente para poder ir a St.
Giles. —Le pido que si ve algo sospechoso con la joven que por favor hable con mi
esposo.
—Por supuesto—, dijo secamente. Maldito infierno, vete. Dando por terminada su
reunión, Robert se puso de pie.
Por desgracia, ella había sido criada para ser duquesa.
Poniéndose en pie con movimientos desenfadados y elegantes, la mujer mayor
afirmó su boca. —Su Excelencia tiene un gran corazón, pero un juicio defectuoso en
lo que respecta a las mujeres—. Con movimientos meticulosos, se puso los guantes
y cambió bruscamente de tema. —¿Puedo esperar verlo en el baile mañana por la
noche, milord?— ¿Estaba loca? ¿Cómo podía pasar tan despreocupadamente de
hablar de Helena haciendo una visita nocturna al Infierno y al Pecado, para luego
hablarle de su maldito baile?
Robert ofreció una profunda reverencia. —Por supuesto, Su Excelencia—. La
siguió hasta la puerta, y alcanzó el picaporte.
—De nuevo, le agradezco su prudencia con este asunto. Dada mi relación con
su padre y la difunta duquesa, me gustaría verlo protegido de las maquinaciones de
la Señorita Banbury.
Alisando las palmas de las manos sobre su falda, ella hizo un leve movimiento
de cabeza, muy propio de una duquesa, y él abrió la puerta.
Cuando ella se marchó, él la cerró y se quedó mirando el panel de madera. Su
mente daba vueltas a los cargos y acusaciones de la duquesa. Cargos y acusaciones
que nunca podrían ser ciertos sobre Helena Banbury. Excepto que... ¿qué estaba
haciendo en Lambeth esta mañana, sola...? Con una maldición, se dirigió al frente de la
habitación y abrió la puerta de un tirón, pidiendo a gritos a su carruaje.
Las advertencias de la duquesa le recordaron a las de otra persona. Advertencias
hechas doce años atrás por un duque curtido que había visto la traición en Lucy
Whitman cuando Robert había estado ciego.
Seguramente no sería un tonto dos veces en lo que respecta a mujeres jóvenes.
Frunció el ceño mientras una oleada de culpabilidad lo asaltaba ante esa
disposición a pensar mal de ella. Helena ni siquiera pertenecía a la misma categoría
de una mujer como Lucy. Esas dos no se parecían en nada.
Excepto, para él, en su debilidad por ellas.
Frunció el ceño mientras una oleada de culpabilidad le asaltaba ante esa
disposición a creer mal de ella. Helena ni siquiera pertenecía a la misma categoría
de una mujer como Lucy. Esas dos no se parecían en nada.
Excepto en su debilidad por ellas.
Regla 18
El peligro viene en muchos aspectos y formas.

Una persona nunca podría olvidar los olores y sonidos de St. Giles. El húmedo
olor a basura y podredumbre impregnaba el aire, penetrando en el carruaje.
Sentada como lo había estado durante los últimos treinta minutos, Helena
ocupaba el incómodo banco del transporte alquilado y, cerrando los ojos, dio la
bienvenida a la familiaridad de todo ello.
Aquí, en estas calles ásperas y oscuras, la vida tenía un sentido que ella
comprendía.
Abrió los ojos y miró a través de la cortina rasgada.
En medio de un mar de edificios oscuros, agrietados y en ruinas, había una
impresionante estructura de estuco. A la luz de las velas, transmitía una sensación
de día entre la noche. Tocó con las yemas de los dedos el cristal embarrado de la
ventana. Este infierno representaba un escape de su pasado y un futuro sólido y
seguro. Su despiadado hermano la había enviado lejos como una especie de prueba.
Tras cuestionar su juicio por un encuentro fortuito con un noble, Ryker decidió
por sí solo el destino de ella. La envió a Mayfair. Y a pesar de su mala opinión en su
juicio, ella no era su madre.
O eso se había dicho a sí misma durante toda su vida. Varios dandis cruzaron la
calle, subiendo las escaleras del Infierno y el Pecado. Las puertas del club se
abrieron, y la luz proyectada por las arañas de cristal se derramó sobre la escalinata
de la entrada. Y luego se cerraron una vez más.
Helena apretó la frente contra el cálido cristal de la ventana. Al final, había
demostrado que Ryker tenía razón en todas sus peores suposiciones sobre ella.
Había sido débil. Sólo que se había dejado seducir, no por las telas finas y los
bonitos adornos, sino por la amabilidad. Había entrado en el mundo de la sociedad
educada decidida a odiar todo y a todos los relacionados con ese mundo. Y aquí
estaba ahora, comprendiendo que su corazón pertenecía irremediablemente a un
futuro duque.
Una risa rota salió de sus labios y la enterró entre sus manos. Era el tipo de ironía
que el propio Gran Bardo no podría haber elaborado mejor. La hija bastarda de un
duque, que había juzgado a su propia madre, había cometido la misma locura.
Dejó que su mano temblorosa cayera sobre su regazo. Si pasaba los días y meses
restantes con Robert, entre la alta sociedad, perdería cada parte de sí misma que
valoraba. Abandonaría todas las promesas que había hecho.
Tenía que dejar ese mundo y volver aquí.
Dejando que la cortina cayera en su sitio, Helena se subió la capucha de la capa
y tomo la manilla.
Sus dedos se congelaron y miró fijamente su mano cicatrizada.
Porque si subía esos escalones y desaparecía en el interior, nunca más volvería
a ver a Robert, salvo tal vez las noches en que visitara el infierno. El tiempo pasaría,
y ella continuaría ocupándose de sus libros, y él seguiría como lo había hecho antes
de aceptar su loco plan. Entonces se casaría y tendría bebés ingleses nobles, perfectos
e impecables. Unas cuchillas viciosas de celos la asaltaron.
Helena clavó las yemas de sus dedos en las sienes y frotó el lugar. La indecisión
rugía en su pecho.
Si salía de este carruaje y exigía ser vista, siempre inflexible, ¿la aceptaría Ryker
hasta que se cumplieran los términos del acuerdo que había establecido?
Con rápidos movimientos, Helena apretó la manilla y bajó del carruaje. Lanzó
una mirada al conductor encaramado en el pescante. —Espérame y habrá más—,
prometió, entregándole varias monedas. Mientras un par de nobles ebrios subían las
escaleras del club, esperó a que entraran en el infierno y cruzó la calle con cautela.
Ella había crecido aquí. No había conocido otra forma de vivir hasta hace apenas
un mes y una semana, y sin embargo el temor recorría su espalda por la sensación
de ser observada. La inacción en los Diales a menudo significaba la muerte, y sin
embargo ella se quedó quieta. Su mirada se desvió hacia una figura solitaria apoyada
en un edificio en ruinas. Con la gorra colocada sobre los ojos, el hombre permanecía
con los brazos cruzados. Se echó la gorra hacia atrás y sonrió fríamente. Diggory.
Te golpearé hasta que escuches, niña...
Ella se tambaleó y se agarró con la mano a una farola cercana para mantenerse
en pie. Un grito se formó en su garganta y permaneció en sus labios.
Una risa estridente se coló en su pesadilla, y abrió los ojos. Parpadeando, Helena
miró hacia aquel edificio derruido en busca de la odiada figura.
Salvo los dandis que entraban en el club de Ryker, no quedaba ni un alma. Parte
de la tensión la abandonó. ¿Qué debilidad se había apoderado de ella desde que
había dejado este mundo como para convertir en monstruos a las sombras? Eso sólo
afirmaba cuan desesperadamente necesitaba regresar. Cubrió más la frente con la
capucha de la capa, se arrebujó en ella y aceleró el paso.
Su maldito puñal. Robert aún no le había devuelto esa preciada pieza, y
adormecida por la aparente seguridad en la residencia del duque, vergonzosamente
no había pensado en ella... hasta ahora.
Un desconocido salió del callejón entre dos edificios, y su corazón se aceleró
cuando la absoluta insensatez de estar aquí la inundó con una tardía aprensión.
Lanzó una rápida mirada hacia atrás, hacia el carruaje que la esperaba, y luego se
apresuró a avanzar. Helena llegó al callejón entre el Infierno y el Pecado y el
siguiente conjunto de establecimientos.
Alguien le rodeó el antebrazo con una mano y su pulso se aceleró. ¡Diggory!
Abrió la boca para gritar en las calles de St. Giles cuando el desconocido le tapó la
boca con una gran mano enguantada. Helena mordió con fuerza, el sabor y el olor
del cuero fino inundaron su nariz, y una voz áspera y enfadada maldijo contra su
oído.
Una voz muy familiar. Los hombros de Helena se hundieron. —¿R-Robert—
¿Cómo llego él aquí?
—Tiene tanta sed de sangre como el día en que la conocí, señorita Banbury—,
espetó Robert.
Por supuesto, él había venido a sus clubes. Ella cerró los ojos y dejó que sus
hombros se relajaran. Maldita mala suerte. Excepto... ella entrecerró los ojos en la
oscuridad de la noche. Una sospecha endurecida brilló en su mirada.
—¿Qué está haciendo, madam?— Su orden lacónica, más propia de un duque,
le hizo fruncir el ceño.
¿Esperaba que ella respondiese por su paradero? ¿No era así el mundo? Las
mujeres no podían permitirse el lujo de ir donde quisieran, cuando quisieran.
Incluso con su papel de contadora, esa verdad existencial se había impuesto. Siendo
capaz de manejar los números y encargada de la contabilidad, se le habían dado
reglas explícitas... para su protección.
Sin embargo, ¿dónde había existido la propiedad de su propio ser, incluso
cuando estaba empleada en el Infierno y el Pecado?
—¿Qué haces tú aquí?—, respondió ella.
Las cejas de él bajaron. Como lord, no se esperaba que diera cuenta de su
paradero.
Robert acercó su rostro al de ella, y al reducirse el espacio entre ellos, la sospecha
hirviente brilló en sus ojos azules. —Estoy aquí por usted, madam.
Ella tragó saliva, la amenazante disposición de sus rasgos iba en desacuerdo con
el encantador pícaro que había llegado a conocer estos días. Tragando con fuerza,
Helena miró el infierno de juegos de su hermano y luego volvió a mirar el transporte
alquilado. Durante un breve y diminuto instante, consideró la posibilidad de cruzar
la calle y huir para que no hubiera preguntas que responder.
Robert volvió a rodear su antebrazo con la mano.
Ella entrecerró los ojos ante su suave sujeción, preparada para mandarlo al
diablo por aquella oscura sospecha. ¿Qué esperabas...? Las damas no visitan St. Giles...
y ciertamente nunca solas... Incluso con una razón justificada para esa sospecha, el
dolor la apuñaló. Con el pecho agitado, se enfrentó a su inquebrantable mirada. —
¿Creía que me dedicaba a alguna actividad carnal, milord?— Provocó ella con un
lenguaje burdo y callejero.
Su enfado aumentó cuando él permaneció impasible y en silencio. La miraba
fijamente de esa manera penetrante y escrutadora.
Se oyeron risas despiadadas en la dirección opuesta, y ella se puso rígida.
Varios caballeros se dirigieron hacia ellos y Robert la soltó, con un significado
claro. Ella era libre de dictar los términos de su discusión. El trío de hombres
ruidosos la hizo entrar en acción. Conteniendo su frustración, Helena se dirigió a su
carruaje alquilado, y Robert le siguió los pasos con facilidad. Llegaron al carruaje y
él abrió la puerta.
La ayudó a entrar y la siguió; su figura alta y musculosa encogía el pequeño
habitáculo. Se sentó en el banco de enfrente y se cruzó de brazos. Y no dijo nada.
Helena se echó la capucha hacia atrás y lo miró con furia. —Me seguiste—.
Odiaba que la aguda acusación sonara dura por su dolor, prefiriendo su furia.
—Estuviste en Charing Cross Road y ahora aquí. No son lugares apropiados en
Londres para una dama.
—Nunca he pretendido ser una dama—, espetó ella ante su prepotencia.
—¿Qué estás haciendo aquí?— él presionó.
Permanecieron sentados, enzarzados en una batalla silenciosa. Helena levantó
la barbilla. Si él pensaba acobardarla para que respondiera, iba a estar tristemente
equivocado. Ella había perfeccionado el arte del silencio a manos de hombres mucho
más crueles, mucho más aterradores que Robert, el Marqués de Westfield. Su mejilla
palpitaba. Qué extraño resultaba estar agradecida por aquella lección
dolorosamente ganada.
Robert rompió el silencio. —La duquesa cree que le estás robando a Su
Excelencia.
Ella entrecerró los ojos, aunque una aguda punzada golpeó su corazón. —¿Es
eso lo que cree, milord? ¿Que soy una ladrona?— Él no reaccionó a su ataque. En su
lugar, permaneció sentado en un frío e inflexible silencio. La emoción se agitó en su
pecho: furia, dolor, arrepentimiento. Había perdido su corazón por un hombre que
cuestionaba su honor. Qué tonta. Había sido una maldita tonta por haber perdido su
corazón por él. Incapaz de encontrar los ojos de él, Helena dirigió su mirada hacia
esa ligera grieta en las cortinas, y miró hacia las sucias calles de Londres.
—No—, dijo él en voz baja.
Ella se puso rígida, pero no apartó su atención de la fachada frontal del Infierno
y el Pecado.
—No le creo.
Ella no quería que importara, pero sus palabras lo hicieron. Y sin embargo... —
Sin embargo, estás aquí, ¿no?—, se burló ella, deslizando una sonrisa áspera y sin
humor hacia él.
Él enarcó una única ceja dorada, y cómo odiaba ella su frialdad. —¿No deseas
que averigüe qué te tiene primero en Charing Cross y ahora en el Club del Infierno
y el Pecado... en plena noche, nada menos?
Después de años en los que se esperaba que respondiera y diera cuenta de cada
una de sus acciones y movimientos, y de la opresión asfixiante que eso suponía, se
desbordó. Su paciencia se rompió. —Vete al infierno, Robert—, declaró. Ryker,
Robert, sus otros hermanos de facto, se creían merecedores de explicaciones, como
si ella fuera una niña. —Haces preguntas y exiges respuestas—. Recorrió con la
mirada su elegante e impecable persona. Desde la parte superior de su espesa
cabellera dorada y su impoluta piel color oliva hasta las puntas de sus brillantes
botas. —¿Sabes por qué estoy aquí?— Ella no le permitió responder. —Estoy aquí
porque ésta es mi casa—. Apoyó las palmas de las manos en las rodillas y se inclinó
sobre el espacio que los separaba. —Mis hermanos son los dueños del club.
La sorpresa brilló en sus ojos.
La furia se drenó a través de su cuerpo tensamente agitado, filtrándose a través
de sus pies, y se hundió en su asiento. —Soy su contadora, Robert. Esta mañana he
visitado a su proveedor de licores—. La amargura torció sus labios. O ella había sido
la contadora hasta que decidieron que era bastante fácil separarla de la organización
del club. Se preparó para la conmoción o la condescendencia de él por esa revelación.
Después de todo, las damas no supervisaban negocios.
Una parte de ella deseaba que él se burlara de su revelación, pues así sería más
fácil despreciarlo por su juicio. —Yo hice que perdieras ese puesto—, dijo en voz
baja.
Helena permaneció con los labios cerrados.
—¿Por qué estás aquí?
Porque necesito estar aquí. Porque cuanto más tiempo permanezco en tu mundo, más
pierdo pedazos de mi alma, de modo que no quedará más que una mujer débil como mi
madre...
Ella se puso rígida cuando él le tocó la mandíbula con los nudillos, llevando
suavemente su mirada a la suya.
—Ibas a marcharte—. La conmoción subrayó esas tres palabras que eran más
una declaración que otra cosa.
Al mirarlo a los ojos, el destello de dolor no hablaba de un hombre indiferente a
ella.
Y ella no sabía qué hacer con esa emoción.
Se pasó la mano por la cara.
—Ellos me enviaron lejos—, dijo suavemente, y él dejó caer el brazo a su lado
para mirarla. Ella necesitaba que él entendiera por qué estaba allí, y por qué nunca
podría ser parte de su mundo.
No es que él te haya pedido que seas parte de él...
Helena miró a través de la pequeña grieta en las cortinas rasgadas. —No
importó que yo fuera su hermana. No importó que haya supervisado los libros
desde que abrieron el club —. Su garganta se movió. —Tu das tanto de ti misma, ¿y
qué recibes por esa lealtad?— Ella lo miró lentamente, con una pequeña y triste
sonrisa en sus labios. Un hombre justo a un paso por debajo de la realeza comandaba
ese sentimiento solo por puro derecho de nacimiento. En el mundo de ella, se ganaba
y, a menudo, era todo lo que importaba. —Aunque, supongo que no sabes nada de
eso.
—¿Porque los lores y las damas no conocen el dolor o la traición?— sentenció él,
alzando una ceja.
Ella frunció el ceño. Apostaría a que nunca había conocido el dolor de un vientre
que roe y gruñe o de un puño clavado en la cara.
Robert colocó el tobillo sobre la rodilla y apoyó la mano en el borde de la bota. —
¿Crees que los miembros de tu clase tienen dominio sobre esos sentimientos,
Helena?
Ella se removió y sus mejillas se calentaron. Cuando él le planteaba esa pregunta
de esa manera, la hacía parecer engreída. —¿Tú lo has sentido?— ella respondió. —
¿Has sido traicionado por tu familia?
—Sí—, dijo en voz baja.
Su admisión absorbió la energía del carruaje. De todas las respuestas que había
esperado, no había sido esa expresión ruda de una sola palabra. Las preguntas
llegaron a la punta de su lengua, pero mordió el interior de su mejilla para no
indagar. No le correspondía saberlo. No había necesidad de saber...
Quiero saber, de todos modos...
—Mi abuelo—, explicó. Él hizo una mueca. —Y mi prometida.
Sus palabras absorbieron el aire de sus pulmones. —Estabas comprometido—,
dijo, con el aliento débil. Por supuesto que lo había estado. Él acababa de decir eso.
Cuando él asintió brevemente con una afirmación, una prensa apretó su
cintura. Había sido prometido. A una dama inglesa impecable, y por la tensión en
las comisuras de su boca, lloraba la pérdida de ella. En el extremo de Helena en
Londres, no se investigaba a una persona sobre su pasado, presente o
futuro. Particularmente cuando los futuros eran a menudo sombríos y dudosos. —
¿Qué pasó?
Él movió una mano. —Ella era la niñera de mi hermana.
—¿La niñera?—, exclamó. Los futuros duques no se casaban con las niñeras... no
se casaban con ninguna doncella. Del mismo modo que no se casaban con una
bastarda llena de cicatrices que había vivido en las calles.
—A mí no me importaba que ella fuera una criada.
Oh Dios. La había amado. Tan desesperadamente que habría desafiado las
expectativas de la Sociedad al respecto. Esto era mucho peor. Una envidia viciosa y
penetrante la carcomió lentamente, amenazando con consumirla.
Robert sostuvo su mirada. —Me importaba que ella no viera mi título—. Sus
ojos adquirieron una cualidad distante y él miraba hacia un mundo en el que ella
nunca había estado... sino sólo aquella niñera que había ganado su corazón. —La
amaba por su amabilidad y su habilidad para reír. Amaba que no era una señorita
de sociedad mimada, y que se enorgullecía de su trabajo.
Todo esto, cuando los nobles no veían a esos sirvientes y a la gente de la calle.
Sólo que... eso no era realmente cierto. Ella sólo lo había creído así. Este hombre había
visto más. En otra mujer. —¿Qué pasó con ella?— Su pregunta susurrada flotó entre
ellos.
—Mi abuelo, el entonces Duque de Somerset, no la encontró...— Su labio se
despegó. —Adecuada para ser una futura duquesa. A mí no me importaba. Me habría
casado con ella de todos modos y al diablo con él y la sociedad. Planeamos
fugarnos.
Un dolor como el de un cuchillo la atravesó. A diferencia de su padre, que había
hecho de la madre de Helena su amante y nada más, esta era el tipo de hombre que
Robert Dennington, el Marqués de Westfield, era, entonces y ahora. Uno que
mandaría al diablo las reglas y lo haría por mujeres como una criada y una
contadora. Si tan solo fuera una mujer merecedora de esa devoción.
—Mi abuelo me citó el día que íbamos a casarnos. Fui a su despacho—. Se aclaró
la garganta. —Él estaba...— Robert sacudió la cabeza. —No es apto para los oídos
de una dama.
—No soy una dama—, espetó ella.
Robert pasó una tierna mirada por su rostro. —Eres más dama que la mayoría
de las reinas, Helena Banbury.
El calor explotó en su corazón. Ni una sola persona, en toda su vida, la había
tratado como algo más que una mujer que había salido de las calles. Incluso sus
hermanos habían vinculado tan claramente esa parte a cada una de sus historias
individuales, que se había convertido en un tejido inextricable de lo que eran. Sin
embargo, el hombre que tenía ante sí veía algo más. —Dime—, lo instó ella,
queriendo los detalles que él retenía. Necesitándolos.
Él dudó y durante un largo rato ella supuso que él no diría nada. Entonces: —
Lucy estaba allí—. Lucy. La mujer tenía un nombre, lo que hacía que su desconocida
-hasta ahora- rival fuera aún más real y odiada. —Con mi abuelo.
Sus palabras penetraron en sus celos cegadores. Helena parpadeó
lentamente. ¿Seguramente ella lo había entendido mal? Seguramente ¿no había
dicho...?
—Estaban juntos—, confirmó él con un breve asentimiento.
Oh Dios. La agonía la atravesó en ondas agudas y torrenciales. Por el dolor que
él había conocido, y que sin duda seguía conociendo. ¿Era de extrañar que
desconfiara de las mujeres de su posición? —Oh, Robert—, dijo, cubriendo
suavemente su mano enguantada con la de ella.
Él miró sus manos unidas. —Mi vida no es como la tuya, Helena—, dijo
tranquilamente. — No he vivido en estas calles peligrosas y ciertamente no he
conocido el dolor que tú has sufrido. Pero el dinero y el estatus no hacen a una
persona inmune a las emociones o a la vida.
Y sin embargo, ella había pasado por su propia vida creyendo ingenuamente eso
mismo. Creyendo que los lores y las damas no sentían dolor ni tenían heridas, y
ciertamente no la traición de la que él había hablado.
Sus palabras quedaron suspendidas en el aire entre ellos, y mientras
permanecían sentados en silencio durante un largo rato, Helena deseó ser una de
esas personas hábiles con las palabras y no con el uso práctico de los números,
porque entonces tendría algo que decir a todo lo que Robert había compartido.
Él hizo un gesto hacia la puerta. —¿Quieres que te acompañe a casa?
Su garganta se cerró en torno a la emoción atascada allí. Él lo haría. La guiaría
al otro lado de la calle para que pudiera ver a su familia e implorara la oportunidad
de volver ahora. Ese gesto debería conmoverla y, sin embargo... su detalle la dejó
con un en un hueco vacío. La dejaría ir tan fácilmente. ¿Cómo explicar la parte de
ella que deseaba que él quisiera que ella estuviera aquí...?
No estoy lista...
Ella sacudió su cabeza. —Volveré a la casa del duque—, dijo en voz baja.
Robert golpeó el techo. Helena parpadeó. —¿Y tú carruaje?
—¿Crees que te dejaría sola?— preguntó en voz baja. Oh, Dios. Su corazón se
convulsionó, haciendo imposible tomar una sola respiración. ¿Por qué tenía que ser
tan malditamente cuidadoso? Con el niño James. Con ella. Sólo confundía sus ya
débiles pensamientos. —Volveré por él después de que te haya acompañado a casa.
Un momento después, el carruaje avanzó hacia adelante, con el mundo de
Helena aún más confundido.
***
Más tarde, esa misma noche, Robert subió los escalones de la casa de su padre,
ese odiado hogar que había temido de niño y vilipendiado de joven, traicionado por
su abuelo.
Como todos los mayordomos leales que han servido en estos salones han sido
entrenados para hacerlo, la puerta se abrió rápidamente.
Davidson se apartó del camino y le permitió entrar. —Milord—, saludó,
aceptando el sombrero de Robert. El hecho de que el criado no se sorprendiera por
la visita nocturna de Robert era un testimonio de su discreción. —Su Excelencia se
ha retirado por la noche. ¿Debería…?
—No necesito a Su Excelencia—, murmuró, entregando su capa.
El sirviente se inclinó y salió del vestíbulo, con sus pasos resonando en el silencio
nocturno. Robert dio una pequeña vuelta sobre este odiado vestíbulo. ¿Cuántas
veces, cuando era niño, se había movido en esta misma habitación, temiendo esas
visitas obligadas con el gran patriarca Dennington? Ahora era un hombre que seguía
atado por el implacable dominio del pasado sobre su presente.
Robert comenzó a recorrer el pasillo, caminando con pasos decididos hacia una
habitación en particular. Se detuvo frente al despacho de su padre, el mismo espacio
que su abuelo había dominado en su día. Al pulsar la manilla, Robert entró.
Sus ojos tardaron un momento en adaptarse a la oscuridad. Cuando lo hizo,
cerró la puerta tras de sí y se dirigió al amplio escritorio de caoba.
Se quedó mirando la superficie inmaculada en la que el difunto duque había
tomado a Lucy como si se tratara de una prostituta callejera. Aquel había sido el
momento más decisivo de la vida de Robert, en el que había resucitado los muros
de protección diseñados para mantener a todas las mujeres fuera, incluso en los
aspectos más importantes. Así era más seguro. Era mejor no tener más que
intercambios sin sentido que la agonía de la traición y el dolor. Además, había
procedido con bastante satisfacción.
Hasta que llegó Helena.
Helena, que había superado todas las defensas y se había colado en su interior,
poniendo su mundo patas arriba.
Y que en el transcurso de la noche había demostrado lo poco que le importaba a
ella.
Robert retiró la mano y se paseó detrás del escritorio que una vez ocupó el
difunto duque, y ahora el actual... una silla que un día, suponía que no hasta un
futuro lejano, le pertenecería. Se hundió en los bordes del asiento de cuero con
respaldo, y clavó su mirada en el lugar donde Lucy y su abuelo habían fornicado
años atrás.
En aquel momento, no había habido mayor desesperación que ver a una mujer
en la que había confiado, y de la que se creía enamorado, en los brazos de otro, su
abuelo nada menos. Había cimentado la realidad de que las mujeres,
independientemente de su posición o suerte en la vida, nunca verían en él más que
un futuro título.
Luego, una noche de borrachera, se había tropezado con la habitación
equivocada, y ahora estaba Helena Banbury, una mujer a la que le importaba un
bledo si era duque, rey o mendigo. Robert rozó con la palma de la mano el borde del
escritorio. Y ella había puesto en tela de juicio todo lo que había llegado a aceptar
como un hecho en lo que respecta a las mujeres.
Helena era una mujer con fuerza y espíritu que había derribado todos los muros
endebles que él había construido y que, en el transcurso de esta noche, había
demostrado, una vez más, lo poco que él importaba. Era la hermana de los dueños
del infierno de juegos, hombres que sin duda habían construido un imperio de
maneras que cuajarían la sangre de un hombre más débil... y sabiendo eso,
aceptándolo, no importaba. Ella había importado. Demasiado.
Se pasó una mano cautelosa por la cara. Si la duquesa no hubiera acudido a él
con el paradero de Helena, habría desaparecido de su vida para siempre. Esos
momentos que él había construido como algo mucho más, algo real y hermoso, ella
los habría abandonado.
No, ella acabaría abandonándolo. Sus palabras de esta noche no podían ser más
claras. Ella no deseaba formar parte de su mundo... estuviera él en él o no. Una vez
más, demostrando que las mujeres, en última instancia, no lo elegían a él. Elegían la
riqueza o el poder, como había demostrado Lucy. O, en el caso de Helena, elegían
una vida y una profesión anteriores.
Dejó que su mano volviera a caer sobre el escritorio. Haría bien en recordar la
insensatez de querer demasiado. Lo que existía sólo había sido algo que él había
construido para ser más en su propia mente.
Quedaban tres meses más con ella. Tres meses para mantener su cordura y su
corazón. Había sido un libertino durante doce años. ¿Qué tan difícil podía ser
conservar esa forma de ser anterior y llevar la sonrisa falsa y practicada y darle a
Helena nada más que palabras encantadoras? Darle más era un peligro del que
nunca podría recuperarse.
En última instancia, las mujeres no lo elegían a él. Lucy no lo había hecho. Esta
noche, con la facilidad con la que casi se había ido de su vida, Helena también lo
había demostrado.
Haría bien en no olvidarlo de nuevo.
Regla 19
Decide tu propio destino.

Helena se encontraba al margen del salón de baile de los Duques de Wilkinson,


observando distraídamente los festejos.
A lo largo de toda la fila de recepción, con la respiración contenida, había
buscado a un solo invitado... con una expectación que no tenía nada que ver con la
treta de la que le había pedido que formara parte. Recorrió con la mirada el mar de
invitados que daban vueltas por la pista de baile. Los susurros y las risas educadas
llenaban la sala en una cacofonía de sonidos apagados.
Qué desdichada se había sentido cuando Ryker la había enviado por primera
vez a este lugar. Era tan forastera aquí como un pez arrastrado a la orilla para vivir
en tierra, con el aliento sofocado lentamente. Hasta Robert. Hasta él, no había sabido
que podía sonreír o reír o ser feliz en este lugar. Tampoco había creído que los
hombres de su posición fueran capaces de ser heridos o de conocer el sufrimiento.
Anoche, él le había quitado las vendas de los ojos y ella se sintió avergonzada por
su estrecha visión de la vida.
Ahora que lo entendía, no sabía qué hacer con ese descubrimiento. A fin de
cuentas, no cambiaba nada. Ella seguía siendo quien era: una contadora del Club
Infierno y Pecado que deseaba tener el control de su vida cuando las mujeres
carecían de él. Él era un marqués y futuro duque que había sido traicionado por una
mujer no muy alejada de la posición de Helena. Sin duda, cuando ella se despidiera
dentro de dos meses y tres semanas, él la olvidaría por completo. Helena atrapó su
labio inferior entre los dientes, odiando eso. Y odiándose a sí misma por el dolor
vicioso que esa verdad le causaba.
Hubo un leve movimiento en la parte delantera del salón de baile, y ella miró
hacia la entrada.
Se quedó sin aliento.
De pie en lo alto de la escalera de mármol blanco italiano, Robert observó el
salón de baile con una perezosa elegancia. El resplandor de la lámpara de araña
proyectaba una luz suave sobre su exuberante cabellera dorada y ella sintió la cruda
necesidad de pasar los dedos por esos mechones débilmente rizados.
A medida que descendía, el alboroto de susurros aumentaba. Damas
escandalosamente vestidas con escotes pronunciados se tocaban el pecho cuando él
pasaba junto a ellas. Las debutantes agitaban sus pestañas. Sin dejar de avanzar,
levantó la cabeza con una vaga cortesía, mostrando esa media sonrisa perezosa que
atenuaba el dolor del rechazo.
Un pícaro. Él era un pícaro en todo el sentido de la palabra... y ella había caído
irremediablemente bajo su hechizo. Helena cerró momentáneamente los ojos. Había
entrado en la sociedad educada con claras expectativas para él... y para ella misma.
Ella no era la débil tonta que caería como lo había hecho su madre. Sólo el desamor
y la angustia venían al amar a esos hombres.
Sin embargo, eso es lo que he hecho.
Cuando abrió los ojos, encontró su mirada sobre ella, quitándole el aire a sus
pulmones. La mirada velada y potente que tenía el poder de hacerla sentir como si
fuera la única mujer en el salón de baile. Entonces él sonrió, y su corazón se aceleró
por razones totalmente diferentes. Porque no se trataba de la falsa sonrisa de pícaro
que lucía para los pares, sino de esa sonrisa que llegaba hasta sus ojos.
Ella le devolvió la sonrisa, inclinando la cabeza.
El Duque y la Duquesa de Wilkinson se interpusieron en su camino, rompiendo
esa conexión. Mientras el trío intercambiaba saludos corteses, las advertencias y
crueles burlas de la duquesa volvieron a aparecer.
Siempre y cuando no se le ocurra convertirse en duquesa. Usted no es una de nosotros,
Señorita Banbury. Es importante que lo recuerde...
Helena formó puños con sus manos llenas de cicatrices, esos recordatorios
involuntarios que se erigían como un testimonio burlón de la exactitud de las
afirmaciones de la duquesa.
—La he estado estudiando durante una hora, señorita Banbury, y no puedo
determinar si está intentando esconderse o planeando su fuga.
Ella jadeó y giró para enfrentarse al dueño de esa voz desconocida y ligeramente
divertida.
El caballero de una edad similar a la del Duque de Wilkinson estaba de pie,
evaluándola de manera apreciativa. Donde el duque había dejado que la edad
desdibujara su cintura y sus mejillas, este hombre permanecía delgado y poderoso,
incluso con el bastón en la mano. A excepción de las líneas dibujadas en las esquinas
de sus ojos azules, el hombre no tenía ni una pizca de debilidad.
—Quizás un poco de ambas cosas—, dijo al fin.
El desconocido sin nombre sonrió.
La sospecha hizo que las pestañas de Helena cayeran. Hace mucho tiempo había
aprendido a desconfiar de los motivos de los caballeros. Aunque no había nacido en
este mundo, sabía que nadie respetable se acercaría a una dama y hablaría con ella
con tanta familiaridad. —Perdóneme—, dijo con los labios apretados. —Me tiene en
desventaja.
—Por supuesto—, murmuró. —Soy el Duque de Somerset.
El Duque de Somerset. El padre de Robert. El hombre que, según admitió
Robert, había tratado de manipularlo para que buscara una pareja adecuada. Su piel
se erizó bajo su mirada firme. Seguramente él había leído los periódicos que
vinculaban su nombre con el de su hijo y buscaba evaluar su valor como futura
duquesa. Por desgracia, si esperaba que fuera una señorita con todas las respuestas
correctas, se sentiría decepcionado. Helena hizo una reverencia tardía. —Su
Excelencia—, murmuró ella y luego le echó un vistazo a Robert. No le cabía duda de
que este encuentro no era una coincidencia, y dada su posición y conexión con el
Duque de Wilkinson, el suyo no era, ni siquiera por el fantasma de una sonrisa, un
intercambio amistoso y casual.
—Que terrible—, murmuró él para sí mismo, mientras dirigía su atención al
salón de baile. El último set acababa de concluir y las parejas se retiraban de la pista
de baile. Su mirada se posó en Diana, que era escoltada hacia sus padres, por su
respectiva pareja... y Robert. Un espasmo le sacudió el corazón.
—Me refiero a estos eventos—, decía el duque.
Alejando la mirada, Helena levantó la vista inquisitivamente. ¿De qué estaba
hablando?
El hombre mayor agitó su bastón sobre la sala llena de gente. —Nunca me
gustaron, ¿sabe?
Helena abrió y cerró la boca varias veces. En realidad, ella no lo
sabía. Simplemente creía que asistir a estos eventos era una función adicional, como
comer y respirar, para estas personas. Qué extraño saber que uno de los pares más
poderosos del reino también los despreciaba.
—¿Y usted, señorita Banbury, disfruta de los bailes y las veladas?
—Yo...
El padre de Robert colocó su bastón en el piso y movió su peso sobre él con una
mueca.
Ella percibió la tensión en los ojos del anciano. Su tez cenicienta. Las líneas
blancas y marcadas en las comisuras de los labios. Él está enfermo... La compasión
hizo desaparecer la actitud distante que había adoptado hacía unos momentos. Por
Dios, Robert no sabía la verdad de las circunstancias de su padre. Estaba tan
concentrado en las finanzas de su familia que no había visto la realidad frente a él.
Su mirada se cruzó con la del Duque de Somerset, y un silencioso entendimiento
pasó entre ellos. Su Excelencia le dirigió una sonrisa triste, una sonrisa de afirmación
que decía con más que palabras que ella había calibrado correctamente sus
circunstancias. —¿Y bien, señorita Banbury…?
—Ciertamente hay otras cosas que preferiría estar haciendo—, sentenció ella.
Él se rió entre dientes. —Eso es verdad. Si los disfrutara no estaría escondida en
este rincón hablando conmigo.
—Oh, preferiría mucho hablar usted que... con la mayoría de los aquí
presentes—. El calor explotó en sus mejillas.
Un brillo centelleante iluminó sus ojos, atenuando momentáneamente la tensión
en sus profundidades azules. Los ojos de Robert. —¿Qué estaría haciendo?
Ante la inesperada pregunta, Helena ladeó la cabeza.
—Aparte de asistir a bailes y veladas—. Hizo un gesto una vez más con su
bastón.
Preferiría estar a solas con tu hijo. Hablando libremente y riendo cuando había olvidado
cómo... Ella le dio una pequeña sonrisa. —Disfruto de los números, Su Excelencia.
—Números—, repitió él con no poca sorpresa.
—Disfruto de las matemáticas y aprender nuevas ecuaciones.
Con su mano libre, capturó su barbilla en su mano y la frotó
contemplativamente.
—Un número es un número, ¿no es así? No son palabras que se puedan plasmar
en significados poéticos diferentes.
Sí, así debía verlo él. Para Helena, hacía tiempo que tenían sentido, y revelaban
muchas cosas de una forma tan magnífica como las palabras. —Ah, sí, pero ¿dónde
estaríamos solo con palabras y números?— dijo ella, gesticulando con sus manos. Y
tal vez si fuera otra mujer, se sentiría avergonzada por la forma en que el duque
enarcó las cejas. —Antes del siglo XVI, existían los signos de suma y resta, ¿sabe
cómo se escribían las ecuaciones matemáticas?
Él sacudió la cabeza, confundido.
—Con palabras. Teniendo en cuenta su naturaleza, esas ecuaciones deberían ser
poéticas, ¿no?— preguntó ella, dando un paso más cerca. —¿Pero se imagina llevar
los libros de contabilidad o registrar las cuentas de sus propiedades o negocios sólo
con palabras? Cuánto tiempo le llevaría, y cuánto tiempo perdería de la vida por
ello—. Un destello de comprensión iluminó sus ojos. —Por lo tanto, yo diría que,
aunque cada uno es singularmente diferente, hay lugar para ambos, Su Excelencia.
El duque la miró fijamente durante un buen rato, y ella se inquietó bajo ese
escrutinio. Luego, él sonrió, y esa gentil alegría apagó el dolor anterior. —De hecho,
tiene razón, señorita Banbury. Uno diría que, reunidos, incluso siendo enormemente
diferentes, encuentran una hermosa armonía.
¿Estaba imaginando ella el significado velado de esas palabras?
Él la miró fijamente con una mirada que amenazaba con ver su interior.
—¿Te opondrías si robo a la señorita Banbury para el próximo baile?
Ambos dirigieron su atención a Robert.
—Rob- milord—, corrigió rápidamente, con sus mejillas ardiendo.
Él le guiñó un ojo y su corazón dio un vuelco. Aquella mujer tonta que había
desechado su amor. Y Helena debía estar en posesión del alma más negra, porque
en este momento egoísta se alegró totalmente de que ya no existiera Lucy.
—Por supuesto, por supuesto—, dijo el Duque de Somerset, señalando a Helena.
—Yo no…
Robert extendió su mano. —¿No baila? Esto no es un baile, señorita Banbury—
. Bajó la voz. —Esto es un vals. Sé de buena fuente que ha perfeccionado el vals.
Y aunque bailar se había convertido rápidamente en una lección de humillación
durante su tiempo en Londres, el deseo de estar en sus brazos superaba con creces
su orgullo. Helena hizo una reverencia al Duque de Somerset. —Fue un honor, Su
Excelencia—, murmuró, y luego permitió que Robert pusiera la mano de ella en su
manga y la condujera a la pista de baile.
—No hemos tenido más que una lección—, dijo en voz baja, mientras él los
posicionaba al borde de la pista de baile.
—Me ofende, madam, que cuestione mis habilidades como instructor. ¿Olvidó
ese día en los jardines tan fácilmente?— El deseo brilló en sus ojos y el calor chispeó
en sus venas y se extendió en una lenta conflagración que amenazaba con
consumirla bajo el recuerdo que despertó.
Helena asintió bruscamente. Ella tragó un gemido cuando él guío su mano hacia
la parte baja de su espalda, y luego la orquesta procedió a tocar. A medida que sus
cuerpos se movían en una armonía fácil con el sonido de los violines de la orquesta,
Helena se redujo a nada más que un bulto de sensaciones. El calor se desprendía del
ancho pecho de Robert, y sus dedos se apretaron sobre sus bíceps gruesos y
musculosos.
Él acercó su boca a la oreja de ella, y por Dios que ella iría con él ahora, a donde
él la llevara. La promesa en los jardines. La sensación de su tacto. Lo quería todo
antes de dejar Londres, para no volver a verlo. Esa atracción magnética que ejercía
sobre ella era imposible de rechazar.
—Seguramente no lo has olvidado. Todavía queda la cuestión de demostrarles
a esos cazadores de fortuna, a quien perteneces ¿no es así?
Excepto eso. Eso podría romper esta neblina. Sus palabras tuvieron el mismo
efecto que arrojar un cubo de agua fría del Támesis sobre ella. Por supuesto. Todo
esto era fingido. Para él. Para ella acababa de dejar de serlo. La falsa sonrisa que lució
tensó sus mejillas. —Por supuesto, no lo he olvidado—. Era, después de todo, la
razón por la que ella había solicitado su ayuda.
Robert dirigió una mirada inusualmente sombría sobre su rostro. —¿Qué
ocurre?— El gruñó. —¿Mi padre te dijo algo?
—No—, dijo ella rápidamente. —Fue muy amable—. Su mirada encontró al
duque al margen de la actividad. No era su lugar interferir en un asunto entre Robert
y su padre. No le quedaba mucho tiempo en este mundo con Robert, pero antes de
irse, podría abrirle los ojos a la inevitable pérdida que le esperaba. —Tu padre
parece... cansado.
Robert frunció el ceño y siguió su mirada. —¿Estás siendo deliberadamente
evasiva?— Bajó la cabeza para que sus cejas se tocaran. —¿O es que no te afecta estar
en entre mis brazos?
Sus brazos eran el único lugar donde deseaba estar. Para siempre.
Ella perdió un paso, y él la atrapó contra él, enderezándola.
—¿Qué te preocupa?— preguntó de nuevo, pasando una mirada aguda sobre su
rostro.
Te amo... —No es nada—. Todo. —Simplemente estoy contando pasos—
. Mentirosa. Hasta su breve encuentro con el padre de Robert, ¿cuándo había
pensado por última vez en algo matemático? ¿O en el club?
En poco tiempo, este hombre se había convertido en todo para ella.
—Uno, dos, tres. Uno, dos, tres —susurró él cerca de su oreja, su barítono
melifluo una promesa de seda que la hizo desear toda la cantidad de cosas que nunca
podría tener.
Incapaz de encontrar su mirada penetrante, Helena miró alrededor de su
hombro hacia el mar de invitados que miraban al Marqués de Westfield con su
improbable compañera. El desconcierto en sus expresiones, y las miradas
condescendientes, hablaban de personas que juzgaban y la encontraban inferior.
—No los mires—, dijo Robert en voz baja, reclamando su atención. En ese
momento, con la emoción oscura e innominada de esos ojos, casi podía creer que él
sentía lo mismo. —Mírame. Sólo a mí. Nadie más importa excepto tú y yo—. Su
corazón vaciló. Y cualquier pedazo de ese órgano que latía rápidamente y que no le
había pertenecido antes, se desprendió y cayó en sus manos.
Helena cerró los ojos, balanceándose contra él, y le permitió enderezarlos de
nuevo.
La música se detuvo, y mientras las parejas aplaudían cortésmente y empezaban
a abandonar la pista de baile, Helena se quedó de pie, como un manojo de nervios y
sentimientos palpitantes, perversa y deseosa como su madre.
Sólo que... congelada ante Robert, con sus pechos moviéndose a un ritmo rápido,
comprendió. Comprendió lo que había impulsado a su madre. No podía dejar de
amar a ese hombre más que detener el movimiento de la tierra y hacerla girar en
dirección contraria. Fue Robert quien consiguió sacarla del hechizo. Llevando el
brazo de ella a su manga, la condujo fuera de la pista de baile.
Mientras la guiaba hasta el borde de la sala, la duquesa, con un brillo decidido
en los ojos, estaba al acecho, con Diana a su lado.
—Lord Westfield—, dijo la duquesa con forzada alegría cuando Helena y Robert
se detuvieron ante ella. —Como prometí, Diana es libre para la próxima pieza.
La energía cargada entre Helena y Robert en la pista de baile bien podría haber
sido conjurada por los propios anhelos de Helena. Con su sonrisa característica,
Robert tomó la mano de Diana y la llevó a sus labios. —Lady Diana, es un placer—,
la saludó, y Helena apretó los dedos de los pies con tanta fuerza que le produjo
dolor.
—Igualmente—, dijo Diana, sonrojándose de un rosado delicado, y no con el
rojo furioso que Helena siempre había logrado llevar a través de los años.
Los celos apuñalaron a Helena, viciosos, feos y oscuros. Las risas de su hermana
se perdieron para Helena. ¿Cómo sería cuando Helena se fuera y él encontrara otra
persona? ¿Cómo se podía vivir con la agonía del deseo, el amor y la pérdida?
Oh, Dios, este era el infierno que su madre había conocido. Se había pasado la
vida odiando a Delia Banbury, que había renunciado a todo por los placeres de un
noble. Amando a Robert como lo hacía, Helena vio lo fácil que sería tirar todo por
cualquier alegría fugaz que pudiera tener con él. Tantos años había juzgado a su
madre, la había culpado de sus circunstancias. Ahora, con ojos de mujer, veía que la
sonrisa de su madre se había roto en parte por el dolor de esa pérdida. Es más, ahora
Helena conocía ese dolor.
Mientras Robert guiaba a Diana a la pista de baile para un reel campestre, él
lanzó una última mirada a Helena, con una expresión inescrutable, pero entonces su
pareja dijo algo que requería su atención.
Mientras la orquesta tocaba el animado set, Helena se mantuvo inmóvil, hombro
con hombro, junto a la esposa del duque.
—Hacen una pareja encantadora, ¿verdad?—, murmuró la duquesa, sin
dignarse a mirar a la bastarda de su esposo.
Helena mantuvo el rostro deliberadamente inexpresivo. Pero entonces divisó a
la Diana de mejillas sonrosadas y al sonriente Robert cuando los pasos los unieron
de nuevo. Lo cierto es que la Duquesa de Wilkinson tenía razón. Se veían
espléndidos como pareja: él, alto, poderoso, de dorada perfección y ella, un delicado
modelo de feminidad inglesa.
Luego estaba Helena, con su altura excesiva, sus mejillas pálidas y su cara y
manos llenas de cicatrices.
Nunca había despreciado esas marcas más que en ese momento.
—Como he dicho, señorita Banbury—, continuó la otra mujer conversando, sin
necesidad aparente de recibir comentarios de Helena. —Lord Westfield se casará
con una dama, pero nunca con una que haya sido mutilada por un rufián callejero.
¿Qué fue lo que hizo?— Lanzó una mirada aburrida sobre la mejilla de Helena. La
cicatriz palpitó ante el viejo recuerdo y el vitriolo de la mujer. —¿La quemó?—,
adivinó.
El aire abandonó a Helena en una rápida exhalación cuando la duquesa, con su
suposición casual y descarada, arrastró a Helena del presente a ese pasado oscuro y
feo contra el que había pasado años combatiendo. Buscó en sus manos la columna
cercana mientras los recuerdos se deslizaban. El olor acre de la carne quemada. Su
carne. La risa cruel y maníaca de Diggory.
Girando bruscamente sobre sus talones, Helena se alejó. Con la mirada fija en el
frente, observó la salida trasera del salón de baile con una desesperación hambrienta.
Aquí no... Ahora no...
Por favor, no... No...
Sus propios gritos resonaron en su mente y aspiró profundamente, incapaz de
aspirar aire más allá de la presión que apretaba sus pulmones. Helena chocó con
alguien y logró murmurar una disculpa, pero continuó su tambaleante huida.
Por fin libre del salón de baile, se lanzó por el pasillo, corriendo por los
corredores, hacia adelante. Escapar. Lo necesitaba con la misma desesperación con
la que lo había necesitado de niña en las garras de Diggory. Cuando llegaban las
pesadillas, estaban Ryker, Calum, Niall y Adair. Ellos la habían sacado del precipicio
de la locura.
Deja de quejarte o te daré algo por lo que llorar...
Se tapó los oídos con las manos para tapar aquel cockney tan tosco. El sollozo
ahogado de Helena llenó los silenciosos pasillos, mezclándose con su rápida y
jadeante respiración, y aceleró el paso. Llegó a la puerta de la libertad y la abrió
frenéticamente de un empujón.
El aire caliente abofeteó su cara, y se desplomó sobre el camino de grava,
aspirando con profundos y jadeantes intentos de respirar, y tuvo arcadas.
Alguien se hundió junto a ella. Unas manos fuertes se posaron en su espalda y,
gritando, Helena se volvió y echó el puño hacia atrás.
Robert atrapó fácilmente su muñeca con la mano, deteniendo el golpe.
Ella parpadeó salvajemente. Robert. No Diggory. Helena cerró los ojos. —
Robert—, susurró, cuando el terror desapareció y se quedó en los preciados jardines
de la duquesa con Robert a su lado.
La emoción oscureció sus ojos, y soltó suavemente la mano de ella. —¿Alguien
te lastimó?— El borde letal que subrayaba ese susurro prometía la muerte con él.
A través de todo el horror del dolor recordado y las pesadillas que siempre
existirían, la ternura se desplegó en su interior.
—Helena—, instó él, con su gruñido áspero y primitivo retumbando a su
alrededor.
Ella consiguió asentir. Un mechón humedecido por el sudor le cayó sobre el ojo
y, con una ternura que amenazaba con destrozarla, él se lo apartó.
Luego le acarició la mejilla.
Aquella parte defectuosa, fea, ondulada de su carne. Y por primera vez desde
que Diggory había silenciado sus lágrimas, las dejó caer libremente y sin control.
Respiró entrecortadamente y lloró, registrando débilmente cómo Robert la
estrechaba contra su pecho, abrazándola como si fuera un tesoro preciado. Sus
hombros temblaron por la fuerza de sus sollozos y lloró hasta que su cuerpo se
resintió por la fuerza de su desesperación.
Robert la acunó, rodeándola con sus brazos.
Pero no dijo nada. No le susurró trivialidades ni le hizo preguntas ni la instó a
guardar silencio. Y ella aceptó ese ofrecimiento. Llorando por la niña que nunca
había sido. Y por la tortura que había soportado. Lloró por el vacío que había sido
la existencia de su madre. Y lloró por todo lo que ahora quería y que nunca podría
tener. Sus lágrimas se disolvieron en jadeos lentos y estremecedores, y permaneció
allí aferrada a Robert.
Robert se acomodó en el suelo y la movió entre sus brazos, acercándola, y ella
dirigió su mejilla llena de cicatrices hacia el lugar donde latía su corazón. Cerrando
los ojos, respiró profundamente el aroma a sándalo que se aferraba a él. Todos estos
años había creído que las lágrimas debilitaban a una persona. Esa había sido una
regla que le habían inculcado desde muy temprano sus hermanos. La calma la
invadió, a pesar de las lecciones sobre esos recuerdos salados. Ahora descubría lo
equivocados que estaban sus ellos. Esas lágrimas le ofrecían curación y paz. Robert
frotó círculos suaves en la espalda y ella se inclinó hacia su caricia.
A lo largo de su vida, había pasado de una casa adosada a una residencia de una
sola habitación, a las calles de Londres y, finalmente, a uno de los mayores
establecimientos de juego que habían surgido en Inglaterra.
Nunca había sentido que ninguno de ellos fuera un hogar.
Y en los brazos de Robert, descubrió que un hogar no eran las paredes y el techo,
después de todo.
Era una persona.
Regla 20
Nunca llores.

Por su derecho de nacimiento, Robert estaba en posesión de cinco propiedades


no vinculadas y más de mil quinientos acres. Heredaría siete propiedades
vinculadas; un imperio que se desmoronaba y que se desangraba rápidamente.
En ese momento, con Helena en sus brazos, habría entregado con gusto todas
sus propiedades, incluso su vida, si fuera necesario, para evitarle el dolor que la
había hecho huir a los jardines.
Robert metió la mano entre ellos y sacó un pañuelo del bolsillo. Se lo entregó.
Helena lo aceptó con un murmullo de agradecimiento y luego sopló
ruidosamente en la tela. Jugueteó con los bordes de la misma y luego la dejó a un
lado en el camino de grava.
—No deberías estar aquí—. Su voz, llena de lágrimas, llegó débilmente a sus
oídos.
Sintonizado con esta mujer como nunca lo había estado con otra, Robert había
divisado a Helena mientras giraba sobre sus talones y huía del salón de baile como
si los sabuesos del infierno le estuvieran pisando los talones. En ese momento, el
mismísimo Diablo no podría haberlo obligado a permanecer bailando con Lady
Diana ni con ninguna otra. —Debería estar donde tú estás—, respondió él; colocando
sus labios contra la sien de ella, le acomodó otro mechón castaño detrás de la oreja.
Ella se echó hacia atrás. Sus ojos enrojecidos por las lágrimas recorrieron su
rostro. —Por el cortejo—. Las palabras de ella salieron planas.
Él tragó saliva para contener una bola de emoción. La noche anterior, había
decidido mantenerla alejada de su corazón. Qué tonto había sido. Era impotente ante
su poder.
¿Cómo podía ella no ser consciente del poder que ejercía sobre él? Le dijo toda
la verdad que pudo en ese momento tan confuso. —Porque quiero estar donde tú
estás—. Robert rozó sus labios sobre las húmedas y satinadas pestañas de ella,
deseando encontrar los demonios que la perseguían para hacerlos suyos.
Se sentaron, con los pájaros cantando su canción nocturna en lo alto. Él pasó sus
manos en pequeños círculos sobre su espalda...
—Yo era callada.
Él se detuvo a mitad de movimiento, pero no la liberó del calor fuerte y
tranquilizador de su abrazo.
—Me preguntaste una vez cómo era de niña. Yo era callada.
Con esas palabras, ella lo dejó entrar. Y hasta que ella las había pronunciado, él
no había apreciado cuán desesperadamente deseaba estar aquí, sabiendo todo lo que
había sobre Helena Banbury.
—No siempre lo fui—, se dijo más a sí misma. —Solía parlotear como una
urraca, decía mi madre—. Una sonrisa melancólica tiró de sus labios y se imaginó a
una pequeña Helena Banbury con preguntas e historias fluyendo de sus labios. —
Ni siquiera sabía lo que era una urraca—. Entonces su sonrisa apareció, y tuvo el
mismo efecto que la noche devolviendo el cielo del día. —Fuimos felices durante
cinco años, hasta que un... caballero llegó un día y nos dijo que el duque se había
cansado de mi madre. Nos echaron. Como niña, no podía entender cómo alguien
podía dejarla ir—. El duque había dejado ir a la madre y a la hija ese día. ¿Helena
veía eso? O tal vez era más seguro ignorar ese detalle. —Ella era amable y hermosa—
. Si hubiera sido la propia Afrodita, la mujer no habría podido eclipsar a su hija en
todo el sentido de la palabra.
Helena guardó silencio.
¿No comprendía ella que necesitaba hablar de aquellos días tanto como él
necesitaba oírlo? —¿Qué pasó?—, preguntó, aun cuando el miedo lejano se agitaba
en su interior ante las respuestas que ella daría.
Durante un largo rato, ella no dijo nada, y él pensó que ella, hábilmente,
cambiaría el tema por otro más seguro para ella.
—Estábamos en las calles, sin ningún lugar al que ir—, dijo finalmente. —El
hombre...— El odio brilló en sus ojos. —El hombre del duque encontró otro
protector, a un hombre que era...— Ella clavó sus uñas en la tela de su chaqueta, e
incluso a través de la tela, la fuerza de sus dedos penetró. —Cruel—. Levantó sus
ojos hacia los de él. —Hice cosas horribles por su culpa. Fui una ladrona. Robé a los
de tu clase.
Su clase. Los bastardos engreídos que habían sido ajenos al sufrimiento de un
niño. La vergüenza se apoderó de él. —Sobreviviste—, dijo con brusquedad. Con
qué facilidad podría haber sido colgada por sus crímenes. Actos que una niña
hambrienta se vio obligada a cometer. La bilis le quemó la garganta.
—Prendí fuego a establecimientos por orden suya. No soy una buena persona,
Robert.
Él se atragantó. —¿Es eso lo que crees?— Con cada admisión, una lanza
golpeaba su corazón. Él habría sido un niño de catorce años, en Eton, su vida
totalmente sin complicaciones o preocupaciones, como debería haber sido la de ella.
—Eras una niña—, dijo, con su voz como una súplica desesperada. Seguramente ella
veía que no tenía la culpa.
Ella se encogió de hombros y continuó con su discurso por encima de las
protestas de él. —Mi madre murió al año de vivir con Diggory—. Diggory. El
monstruo tenía un nombre, lo que sólo hacía que su horror fuera aún más real. Sus
dedos se tensaron por reflejo. Helena hizo una mueca de dolor, y se obligó a abrir
las manos. —Yo no podía dejar de llorar—. Apretó el labio inferior entre los dientes
y lo mordió con tanta fuerza que una gota de sangre se precipitó sobre la carne.
Robert rozó con el pulgar el punto carmesí. —Él deseaba que robara el día que ella
murió, pero yo sólo sollozaba y sollozaba hasta que él...— Ella cerró los ojos y al ver
la oscuridad que había en su susurro, un escalofrío le recorrió.
—¿Qué hizo él?— ¿Esa pregunta ronca y dolorosa le pertenecía a él?
—Me enseñó a ser s-silenciosa—. Su voz se quebró, y el frío lo heló por dentro.
—Me acercó la llama de una vela a la cara para que dejara de llorar—. Oh, Dios. El
cuerpo de ella se endureció en sus brazos y él la atrajo más hacia sí, queriendo
absorber su dolor, hacerlo suyo, tomar su sufrimiento como propio. —Cada vez que
lloraba, me tocaba con la vela—. Si ella hubiera tomado una vieja espada de sus
propiedades ancestrales y lo hubiera atravesado, no podría haberlo desgarrado más.
Gimió, con el sonido rasposo propio de una bestia torturada.
Sus manos.
Una rabia oscura e impía rugió a la vida. Una furia salvaje y primitiva contra el
hombre que le había puesto las manos encima. Y si estuviera aquí, Robert arrancaría
los miembros del bastardo de su persona y se los metería por la boca.
—Oh, Helena—. Su voz se quebró.
—Fue poco tiempo—, dijo ella rápidamente.
¿Buscaba tranquilizarlo a él? Entonces se sentó, humillado por la profundidad
de su fuerza y coraje. Con todo lo que ella había soportado, era mucho más fuerte
que cualquier hombre que él hubiera conocido.
—Mi hermano me encontró—. Ese hombre que tendría la eterna gratitud de
Robert. —Y vivimos en las calles—. Robando. —Hasta que nos mudamos al Club
Infierno y Pecado—. Ella se movió entre sus brazos, y apoyó la parte posterior de su
cabeza contra su pecho.
Se hizo el silencio entre ellos. Robert la rodeó con sus brazos y la acunó contra
él. No había palabras bonitas ni bromas suaves que pudieran quitarle el sufrimiento.
Esto era, y siempre sería, una parte de ella, y odiaba no poder poseerlo todo,
evitándole ese pasado.
—Gracias—, dijo ella en voz baja.
Él frotó su barbilla de un lado a otro sobre sus suaves rizos castaños, que se
habían liberado de su pulcro peinado.
—No he hablado de eso, nunca. Ni siquiera con mis hermanos. Uno no... habla
de esos momentos.
Al igual que él no había hablado de la traición de Lucy hasta ella. Cuánto se
parecían. Ambos habían sido marcados indeleblemente por la vida y habían
permitido que ésta moldeara en quiénes se habían convertido. Ella había surgido
triunfante, valiente, audaz y poderosa, mientras que él simplemente se había
movido con un propósito vago... hasta ella.
La amo...
Se paralizó y se preparó para recibir el torrente de terror. Había decidido no
volver a entregar su corazón. Sin embargo, no había miedo. No había inquietud. No
había nada más que un sentido absoluto de rectitud. Mientras su mente se agitaba,
Helena retrocedía y sus brazos se enfriaban, vacíos ante la pérdida de ella. Excepto
que ella se puso de rodillas, y enmarcó su cara entre las manos.
—Qué...?
Helena cubrió la boca de él con la suya, en un encuentro inquisitivo, buscando
sus labios. El toque de lavanda que se aferraba a la piel suave y satinada de ella llenó
sus sentidos, más que cualquier afrodisíaco, al mezclarse con el fragante aroma de
las flores que los rodeaban.

***
Helena se iría un día. En dos meses, tres semanas y un puñado de horas.
Pero antes de hacerlo, no podía irse sin conocer a ese hombre en todos los
sentidos.
Ella lo quería. En sus brazos y en su corazón. Para siempre.
Quería abrasar su mente y su cuerpo con el calor de su tacto y el poder de su
beso. Esta era la locura que había llevado a su madre a sacrificarlo todo. Por fin, tenía
sentido. Y en un mundo donde las mujeres eran en gran medida impotentes, Helena
tendría esto con Robert. Tendría el control sobre esto.
Él separó sus labios y deslizó su lengua en el interior y un gemido bajo escapó
de ella, mientras respondía a sus caricias con un atrevido movimiento. Un
estremecedor jadeo salió de ella, ese sonido se perdió en la boca de él, mientras él le
bajaba el escote y liberaba sus pechos al cálido aire de la noche de primavera. El aire
le acarició la piel, y entonces él bajó la cabeza, arrastrando la boca sobre sus pechos.
Ella gritó y se irguió. Su boca dejó un rastro de fuego sobre su piel, y ese tentador
sendero hizo que el calor se acumulara en su centro, por lo que ella se licuó bajo el
poder de su tacto. —Tan hermosa—, susurró él, con su aliento abanicando su piel.
Helena echó la cabeza hacia atrás cuando él cerró los labios alrededor de la punta
de su pecho derecho. Atrajo ese capullo sensibilizado hacia su boca y succionó
suavemente, luego de manera más insistente. Las caderas de ella se levantaron con
un ritmo desesperado que provenía del deseo de él y él subió la tela de su vestido
hasta encontrar su centro húmedo con sus manos.
Robert se tragó su grito, y acarició el nudo de su feminidad hasta que ella fue
incapaz de otra cosa que no fuera sentir. Su respiración se agitó y cerró los muslos
alrededor de la mano de él, anclándolo cerca, necesitando mucho más. Dejó que sus
piernas se abrieran y, con un gemido de dolor, él se apartó y rodó hacia su lado.
El cuerpo de Helena palpitó al perderlo, y se apresuró a arrodillarse junto a él.
—¿Por qué has parado?
—No puedo tomarte así—, espetó él entre grandes y ásperas respiraciones. Se
tapó los ojos con un brazo.
Helena retiró el brazo y bajó la cara para que sus labios estuvieran a un pelo de
distancia. —Quiero esto.
—Te mereces un matrimonio y una cama adecuada con sábanas de raso—, dijo
él con brusquedad. —Te mereces...— Ella cubrió su boca con la suya, tragándose
esas palabras.
—Estoy cansada de que los demás me digan lo que necesito o merezco—,
susurró ella, deslizando las manos en su interior para acariciarlo bajo la chaqueta.
—Te deseo.
Robert vaciló y luego, con un movimiento suave, se puso de pie, la tomó en sus
brazos y la llevó al interior de los jardines. La tumbó y ella lo estudió a través de sus
pesadas pestañas mientras se quitaba la chaqueta y la dejaba sobre la espesa y verde
hierba de este falso Edén.
Helena se levantó sobre los codos y lo miró con hambre mientras él bajaba sobre
ella. Sus labios encontraron los de ella una vez más, y ella gimió y él deslizó su
lengua dentro, saboreándola, y el sabor de él, el brandy y la menta, llenaron sus
sentidos.
—Te he deseado desde el momento en que te vi por primera vez, Helena
Banbury—, dijo él, entre besos. Arrastró su boca hacia abajo para adorar sus pechos
una vez más, y ella enrolló sus dedos en sus exuberantes mechones de seda,
manteniéndolo cerca.
No te detengas nunca. Se mordió el labio mientras él chupaba, provocaba y
saboreaba hasta que ella se convirtió en un manojo de deseo tembloroso. Él le subió
las faldas y deslizó la mano entre ellas, encontrando su centro empapado. Helena se
agitó contra su mano, empujando en su palma, necesitándolo a él y sólo a él.
Robert extendió la mano entre ellos y se liberó de los límites de sus pantalones.
La visión de su miembro, alto, atrevido y orgulloso, que se extendía hacia ella,
provocó dos oleadas de calor en espiral y ella estiró el brazo y lo envolvió en la palma
de la mano.
Los ojos de él se cerraron con un siseo y se balanceó en su mano. Una
emocionante sensación de poder al provocar el deseo de este hombre fuerte y
poderoso la invadió, y continuó acariciándolo con la palma de la mano. Con
movimientos lentos y exploratorios hacia arriba y hacia abajo, hasta que las caderas
de él se agitaron frenéticamente en su mano.
En una notable muestra de autocontrol, él se apartó, pero sólo se colocó entre las
piernas de ella. Deslizó su eje dentro de su centro ardiente, estirándola cada vez más,
y ella agitó la cabeza de un lado a otro en la tierra, mientras crecía el dolor palpitante
en su centro, el que sólo él podía llenar. Entonces él se detuvo, y ella se mordió el
interior de la mejilla para no gritar.
El sudor se acumuló en su frente, y ella alzó la mano, apartando un mechón
dorado suelto. —Por favor—, imploró.
Pero él se limitó a bajar la cabeza hasta su pecho, chupándolo hasta que ella
comenzó a palpitar, a un momento de romperse.
Él la penetró.
¡Maldito infierno!
Robert se tragó su grito con su beso, y ella se sacudió cuando el dolor la atravesó.
Él se detuvo, dejando que su cuerpo se adaptara a la longitud que la llenaba. Ella
cerró los ojos y respiró profundamente para tranquilizarse.
Robert tocó con sus labios sus párpados, su frente, y luego volvió a besar su
boca. —Eres tan hermosa—. E incluso con sus cicatrices e imperfecciones, en este
momento, en sus brazos, ella realmente lo creía.
Helena abrió los ojos y recorrió con la mirada los planos cincelados de su rostro.
Y cuando él comenzó a moverse, sus miradas permanecieron fijas. El dolor
desapareció y con él llegó ese lento y doloroso placer. Ella comenzó a moverse,
elevándose para recibir sus embestidas, hasta que sus cuerpos se encontraron en una
armonía perfecta, hasta que sus caderas subieron y bajaron con una urgencia
desesperada que llevó a Helena cada vez más alto, hasta ese borde enloquecedor del
éxtasis.
Él presionó profundamente y ella gritó, explotando en un mar de luz blanca y
sensación cegadora. Robert gritó, y luego la llenó profundamente, en grandes y
ondulantes olas que la colmaron y la dejaron repleta.
Con un gran jadeo, se desplomó sobre ella, cuidando de apoyar su peso en los
codos.
Una sonrisa de ensueño se apoderó de los labios de Helena mientras acariciaba
sus dedos sobre la fina camisa de batista de él. Había tantas razones por las que
nunca podrían estar juntos. Entre ellas, las revelaciones de la noche anterior sobre
Lucy Whitman y su corazón roto. Venían de mundos diferentes, y ella tenía el
Infierno y el Pecado... y él sería un día un duque.
Todas esas realidades podrían entrometerse en el mañana.
Ahora, ella no tendría nada más que esto.
—Tenemos que volver—, dijo él, presionando un beso en el punto sensible
donde su oreja se unía a su cuello.
Helena inclinó la cabeza para recibir mejor aquella suave caricia. Durante más
de un mes, se había lamentado de la insensatez de dejar la puerta abierta en el
Infierno y el Pecado, sólo para descubrir que el mayor regalo había surgido de ello.
Había dejado entrar a Robert y no querría que hubiera sido de otra manera. —
¿Debemos hacerlo?
La pasión nubló los ojos de él. —Cásate conmigo.
Ella parpadeó hacia las estrellas centelleantes de la noche. Seguramente sólo
había imaginado esa frase ronca, mitad petición, mitad orden.
Aquel sueño que él presentaba la atraía. Hace un mes, habría preferido morir
descuartizada a casarse con un noble. Ahora quería todo lo que él le ofrecía... pero
egoístamente quería más. —Oh, Robert—, dijo ella, poniéndose de lado para poder
examinar su rostro. Sin importarle que hubiera nacido bastarda, se casaría con ella
de todos modos. La ternura tiró de su corazón, mientras se enamoraba de él de
nuevo por desafiar todas las ideas preconcebidas que tenía de los nobles y de las
mujeres de su posición. Acarició su mejilla con la palma de la mano. —No tienes...
—Te deseo—. Él capturó su muñeca con la mano y, arrastrándola hasta su boca,
depositó un beso donde su pulso latía con fuerza.
Deseo.
No amor.
Helena lo estudió, la intensidad brotaba de su interminable mirada azul. Desde
que era una niña había renegado del matrimonio. No había querido nada más que
la seguridad de su papel en el Club Infierno y Pecado, y el autocontrol de su vida.
Si se casaba con él, perdería ese papel. Ese autocontrol.
Robert sacó un pañuelo del interior de la chaqueta en el suelo y la limpió con
ternura. Él entrecerró las pestañas, pero no antes de que ella detectara la chispa
herida que había allí. Sus labios se torcieron en la esquina en su media sonrisa
perezosa. —Me vas a herir con tu silencio, amor.
Amor. El único regalo que no había ofrecido. Porque su corazón ya había sido
entregado a otra.
Con un sonido de impaciencia, Helena se sentó y se puso a trabajar para
enderezar su vestido. Ella nunca se ataría a un hombre por su equivocado sentido
del honor. No tendría a Robert por eso. —No necesito que te cases conmigo por lo
que hemos hecho—, dijo, apresurándose a ajustar sus arrugadas faldas y su vestido.
Honorable como era, Robert siempre desearía hacer lo correcto... incluso por la hija
bastarda de un duque. —Tienes que volver al salón de baile.
Así las cosas, su apresurada huida sería notada. ¿Los invitados presentes
también habían visto la retirada del marqués? Una risa salió de sus labios. No es que
importara, de todos modos. No le quedaba mucho tiempo aquí. Algo le apuñaló el
corazón.
—¿Es eso lo que crees?—, dijo él en voz baja, mientras recogía su chaqueta y se
ponía en pie. —¿Que me ofrezco por ti porque me siento obligado a hacerlo?
—Eres un caballero, Robert—, dijo ella con sencillez, mientras intentaba
acomodar sus cabellos. Robert introdujo los brazos en las mangas y la hizo girar sin
decir nada, arreglando rápidamente su cabello. Ella lo miró por encima del hombro.
—No dudo que te casarías conmigo porque...
—Te amo.
Ella respiró con dificultad. Negó con la cabeza.
Él asintió.
Ella volvió a negar con la cabeza.
—Te amo—, dijo él de nuevo, en tono tranquilo y solemne. Le acarició la mejilla
con una ternura que amenazaba con romperla. —Me casaría contigo porque te amo.
Su labio inferior tembló. Había pensado que tomar a Robert en sus brazos sería
suficiente. Sólo que tres meses nunca serían suficientes, y casarse con él significaría
abandonar a su familia, el club y todos los compromisos que había asumido.
¿Cómo se había enturbiado tanto su vida en tan poco tiempo? La muerte a causa
de las llamas siempre había sido preferible a la vida entre la alta sociedad. Tampoco
había existido la posibilidad de que pudiera adentrarse en ese mundo ajeno. Hasta
que había fallado al cerrar la puerta y Robert había entrado a trompicones en su
vida.
¿Es realmente abandonar un sueño tanto como abrazar uno nuevo? Un sueño que
nunca se había permitido por lo inalcanzable que había sido.
—Sí—, susurró ella, mientras él acariciaba la yema del pulgar sobre su labio
inferior.
Él se aquietó. —¿Sí?
Con una sonrisa, la abrazó y ella aspiró su aroma a sándalo. —Hablaré con
Wilkinson mañana—. Incluso ese uso deliberado del título del duque, en lugar del
término ‘padre’, hablaba de la preocupación de Robert que la mayoría de los nobles
nunca podrían tener.
Ya habría tiempo para pensar en todo lo que esto conllevaba por la mañana. Por
ahora, ella tenía esto.
Con reticencia, la apartó y consultó su reloj. —Debería volver.
Ella asintió y él vaciló.
Luego, con varias zancadas largas, llegó a la puerta y salió.
En cuanto se cerró tras él, Helena enterró la cara entre las manos. ¿Cómo podía
dejar de lado la existencia que se había labrado como mujer con cierto control, por la vida de
una duquesa?
Un débil clic en la entrada de los jardines le hizo levantar la cabeza, y su corazón
se aceleró. —Rob...
La Duquesa de Wilkinson cerró la puerta tras ella. Su mirada astuta se posó en
el peinado descuidado de Helena y en su vestido arrugado, y luego se posó en la
mejilla de Helena. El vitriolo brotó de la mujer. —Usted no permanecería lejos,
señorita Banbury.
Fui forzada a venir aquí... Pero qué contenta estaba de estar aquí...
La mujer se acercó con la despreocupación de quien pasea por Hyde Park y,
cuando se detuvo lentamente ante Helena, ésta resistió el impulso de pasar junto a
ella y huir. Por desgracia, había soportado mucha más maldad que esta duquesa
enfadada.
—Entiendo por qué no le gusto—, dijo en voz baja.
—¿Lo entiende?—, respondió la mujer en tono cortante.
Amando a Robert como lo hacía, Helena no podía comprender la agonía de
casarse con él y ver cómo su corazón pertenecía a otra. —Lo amo—. Helena giró las
palmas de las manos hacia arriba. —Lamento que haya experimentado dolor—. Y lo
decía en serio. Por muy fea que fuera el alma de la duquesa, la vida la había
convertido en quien era.
La duquesa bufó, ese intento de ser despectiva arruinado por el color manchado
de sus mejillas. —¿Cree que esto es por amor? Yo no amo al duque—. Sí, pero Helena
apostaría que en algún momento la mujer lo había hecho. —Sí respeto las
distinciones de rango y de primogenitura. Usted, su madre y su hermano se
metieron en mi vida—. El odio tan fuerte iluminó el verde nítido de sus ojos, y
Helena dio un paso atrás. —Ella le dio un hijo, cuando yo no pude—. La duquesa
cerró esa ligera brecha, dando un paso adelante. —Y que me parta un rayo si veo
que le arrebata el derecho de rango a mi hija prostituyéndose con Lord Westfield
como lo ha hecho—. Su Excelencia le dio un golpecito a la manga abullonada
desarreglada y floja de Helena. Luego, con una gracia suave y experta propia de una
duquesa, la mujer giró sobre sus talones y se alejó. Se detuvo y miró hacia atrás. —
Ah, ¿y señorita Banbury?— Helena se puso rígida. —Le sugiero que evite volver al
salón de baile. Bastaría una sola mirada para saber que ha estado retozando en los
jardines como la puta de su madre—. Con eso, la duquesa se fue, dejando a Helena
sola.
En cuanto la dama se marchó, Helena soltó una retahíla de maldiciones que no
habrían hecho más que confirmar hasta la última suposición vil de la mujer sobre
ella.
Porque, ¿quién podría haber creído alguna vez que la sociedad educada
disponía de una maldad mayor que la de las bestias que acechaban en los Diales?
Regla 21
No dejes que nadie entre en tu corazón.

Con las rodillas pegadas al pecho, Helena se encontraba sentada en el asiento de


la ventana con vistas a las calles de Londres. La lluvia repiqueteaba en el cristal de
la ventana y arrastraba una brillante lágrima hacia abajo. A través del cristal, tocó
con la punta del dedo índice una de esas cuentas transparentes y siguió su
trayectoria hasta que convergió con otra gota y luego se desvanecieron todas.
Robert debía llegar a la una y media para hablar con el duque, y entonces sus
vidas estarían inextricablemente unidas... para siempre. Su corazón dio un divertido
salto.
Desde que había subido las escaleras la noche anterior, se había bañado y había
buscado su cama, se había quedado despierta, sin poder dormir. Esta vez no habían
sido las pesadillas las que le impedían descansar. Había sido él. Helena apoyó la
frente en la fresca ventana.
Desde que la habían citado en el despacho de Ryker, tanto él como sus hermanos
habían creído que Helena elegiría la fastuosa vida de la sociedad educada. Durante
más de un mes, se había llenado de un amargo resentimiento. ¿Cómo se atrevían a
considerarla diferente a ellos? Habían impugnado su honor, cuando hacía tiempo
que pregonaban que no había nada más importante en el mundo.
Pero... ella era diferente a ellos.
Ryker, Calum, Adair, Niall, cualquier miembro de la familia del Club del
Infierno y el Pecado daría su vida para salvar a uno de los suyos. Esa devoción surgía
de un vínculo que se remontaba a los días más oscuros y peligrosos en las calles,
cuando habían hecho todo lo posible para sobrevivir. Sin embargo, a pesar de esa
lealtad familiar, cada uno de ellos había construido muros de protección para
mantener a todo el mundo fuera, incluidos ellos mismos.
No se habían hecho preguntas sobre su pasado ni habían compartido su dolor.
Ni siquiera habían confesado fácilmente que eran capaces de hacerlo.
Y ella no había apreciado realmente la soledad de esa existencia, hasta Robert.
Él se había deslizado dentro, cuando ella se había esforzado tanto por mantener el
mundo fuera. Con él, habló del infierno de su pasado, pero también de la alegría que
había conocido.
Esa era una vida que ella tendría... una de amor, donde no temía dejar entrar a
alguien, porque el amor no debilitaba, sólo lo hacía a uno más fuerte. Ryker y sus
hermanos, encerrados en el Infierno y el Pecado, nunca conocerían eso.
¿Tal vez por eso te enviaron lejos...? Tal vez, Ryker vio lo que tú no viste... Que ella
quería más de la vida, y lo quería todo con Robert, pero nunca podría tener ambas
cosas.
Al entrar en el mundo de Robert, ella dejaría atrás la única existencia que
realmente había conocido. Abandonaría a Ryker, Calum, Adair y Niall, y a la familia
que habían creado entre ellos. Por su rango, Robert podía visitar el Club del Infierno
y el Pecado, pero aquellos hombres a los que ella llamaba hermanos nunca, jamás,
dejarían St. Giles para entrar en un mundo que tanto despreciaban.
Su falta de voluntad para responder a una sola de las muchas misivas que ella
había enviado el mes pasado era una prueba de que mientras ella viviera entre la
alta sociedad, estaba muerta para ellos.
Se mordió el labio inferior con fuerza. ¿Cómo era posible tener el corazón lleno
de alegría y desesperación a partes iguales? Porque tendría que haber una
despedida. Sólo que nunca fue la que ella había imaginado hacer.
—Oh, querida, estás triste.
Una voz suave sonó en la puerta. Helena se giró para mirar a su hermana. Ella
estaba en la entrada con los brazos abrazados al pecho, y la incertidumbre
estampada en los delicados planos de su rostro.
—Oh, no. No—, dijo en voz baja, girando las piernas. —Yo...
Su hermana la acalló con una mirada inusualmente sombría. —No soy una niña,
Helena. Al igual que he llegado a ver cómo se siente mi madre con tu presencia aquí,
también veo la tristeza que llevas tan a menudo.
La sorpresa separó sus labios. Desde que llegó, había visto a la siempre optimista
Diana como una inocente, totalmente incapaz de ver el mundo tal y como era. —
Puedo tener esperanza pero también saber cómo es el mundo en realidad—, dijo la
chica con suavidad, y cerró la puerta tras ella.
—Lo siento mucho—, dijo Helena en voz baja. Habiendo sido tan juzgada a lo
largo de los años por sus hermanos, la vergüenza le punzaba el vientre por haber
hecho lo mismo con esta joven.
Diana se acercó y se cernió junto al asiento de Helena. Echando otro vistazo a la
puerta cerrada, se deslizó al lado de Helena. —Tenías razón—, dijo en un leve
susurro.
Diana negó con la cabeza. —No vi cómo era el mundo. No de verdad. Creí que
mi madre se alegraría mucho de tenerte aquí, como yo y papá—. Sus labios se
torcieron con un nuevo cinismo que provocó tristeza en el pecho de Helena.
Inevitablemente, toda inocencia se destruía, incluso entre la sociedad educada. Pero
cómo odiaba que Diana se transformara tanto. —Entonces pensé que tal vez si
pasabas más tiempo aquí, ella apreciaría que tenías un buen corazón—. La joven
endureció su boca. —Mi madre no es una buena mujer, Helena.
Helena apretó los labios. Tal vez, si fuera una de esas maestras de las palabras,
sería capaz de, por lo menos, formular una protesta a medias ante esa afirmación.
Su hermana le extendió la palma de la mano y Helena miró la pila ordenada y
atada con cintas de terciopelo negro. Se quedó sin aliento y rápidamente dirigió su
mirada a la de Diana.
—He encontrado estas—, explicó Diana, entregándolas a los dedos temblorosos
de Helena.
Ella tiró de la cinta y rebuscó entre una nota sellada tras otra dirigida a Ryker.
Oh, Dios. Él no la había ignorado.
—Mi madre impidió que se enviaran.
Helena sacudió la cabeza. —¿Por qué iba a hacer eso?—, susurró. Si Ryker
hubiera sabido lo miserable que había sido Helena, y hubiera visto sus súplicas, al
menos habría existido la posibilidad de que la hubiera aceptado de vuelta. ¿Por qué
habría interferido la duquesa cuando podría haberse librado de la bastarda de su
esposo?
Diana ofreció un pequeño encogimiento de hombros. —Creo que te odia
bastante—, dijo, y luego se pasó la palma de la mano por la boca, como si hubiera
pronunciado la maldición de un marinero.
Helena sonrió suavemente a la joven. A pesar de todo lo que había soportado, a
manos de gente mucho más cruel, el odio de la duquesa nunca la debilitaría. —Sí,
pues más allá de su odio, siempre han estado tú y el duque, amables y cariñosos, y
yo me concentro en ese bien—. Porque la alternativa era ser destruida por la
oscuridad.
Su hermana hizo un sonido de protesta. —¿Y por qué no debería ser amable
contigo? ¿Me odiarías por compartir la sangre de mi madre?
—Nunca—. Su respuesta fue automática por la verdad. Diana había sido tan
amable como si Helena hubiera sido una hija criada y educada gentilmente junto a
ella.
La joven gruñó. —Precisamente.
Helena dejó de mirar la pila que tenía en sus manos. No, el odio de la duquesa
no la hería, pero esta traición... la destripaba. La garganta de Helena se apretó. La
mujer había cortado por sí sola toda esperanza de comunicación con la única familia
que había conocido, por pura malicia.
—Mi madre se encargó de que ni una sola de tus cartas llegara a nuestro
hermano.
Nuestro hermano. Helena se sobresaltó. No había pensado realmente en el hecho
de que Ryker era tan hermano de Diana como de Helena. Él, por supuesto, nunca
reconocería esa conexión familiar. Su corazón estaba demasiado endurecido para
poner un pie en este mundo, y mucho menos para ver el bien en Lady Diana.
—Tu criada también es bastante infiel, ¿sabes?—, dijo la mujer con una repentina
madurez.
En realidad, no lo sabía. Helena frunció el ceño. ¿Cuánto más había pasado
desapercibido para ella que esta joven había visto?
Diana se arrimó al asiento y bajó la voz a un suave susurro. —Mi criada, en
cambio, no lo es—, dijo, echando otra mirada a su alrededor, y luego buscando en la
parte delantera del bolsillo de su vestido. Extendió una sola nota.
A Helena se le cerró la garganta y negó con la cabeza.
—Me he tomado la libertad de escribir una carta en tu nombre. Toma—, dijo,
poniendo el papel color marfil en las manos de Helena. —Es del señor Black.
Con dedos ávidos, Helena tomó la nota, ese vínculo con la familia que había
echado de menos estas últimas semanas, la gente que había creído que la había
abandonado, sin dignarse siquiera a contestar una nota. Examinó la página y pasó
su mirada hambrienta por encima del puñado de frases escritas por Niall de forma
descuidada, fea y torcida. Por supuesto, Niall había sido durante mucho tiempo el
más razonable de su familia.
Aquella torpeza familiar en tinta le hizo sonreír de forma acuosa mientras leía.
Helena
Tu casa siempre está aquí.
Si vienes, no serás rechazada.
Tu hermano te verá esta tarde a las doce y cuarto.
~ Niall

Ella cerró los ojos y dobló la página. Una lágrima salió de la esquina de su
ojo. Incluso esa familiaridad de Niall dirigiendo todas las misivas y asuntos escritos
en nombre de Ryker la llenaba de esa sensación de estar en casa.
Quizá no la rechazarían por casarse con Robert. Quizá verían lo que ella misma
había visto, un hombre que la amaba, con todos sus defectos e imperfecciones.
—Gracias—, susurró. Diana había abierto la puerta que Helena creía cerrada
para siempre.
Su hermana sonrió y le dio una palmadita en la mano. —No me des las gracias,
tonta. Eso es lo que hacen las hermanas.
Helena miró el reloj. Ryker la esperaba dentro de una hora. Él disponía de su
tiempo con un cuidado meticuloso y la de ella bien podría haber sido una reunión
formal de negocios por el tiempo que le había concedido. No tenía más que la breve
reunión que le había permitido para convencerlo de la valía de Robert, y para forjar
una conexión permanente entre ella y su familia en el club.
El nerviosismo se agitó en su vientre.
—¿Sabes qué más hacen las hermanas?— preguntó Diana. Se acercó y le susurró
al oído. —También se acompañan mutuamente a zonas peligrosas de Londres para
no estar solas.
Helena volvió a mirarla a los ojos. Un brillo travieso iluminó los bonitos ojos de
Diana.
Ella ya estaba negando con la cabeza. —No—. Por supuesto que no.
La joven se acercó a ella. —Por favor, déjame ir contigo—. La débil súplica en
ese puñado de palabras impresionó a Helena.
El énfasis de la desesperación en las palabras de Diana hablaba de una mujer
que se quejaba de las limitaciones en las que se cuestionaban sus capacidades, y se
esperaba que hiciera lo que otros creían que era lo mejor para ella, sin permitirle la
libertad de elegir. Helena había luchado toda una vida de frustración por ello.
Aunque reprimió ese debilitamiento. —Es demasiado peligroso—, repitió. Peligros
que se extendían más allá de los mortales y en el ámbito de la reputación de su
hermana como dama.
—¿Seguro que no crees que te permitiría ir sola?— Diana frunció los labios.
En realidad sí lo creía. Las damas no arriesgaban su reputación entrando en las
partes sórdidas de St. Giles. —Ya he dicho que no es un lugar para ti—, dijo Helena,
ganándose un ceño fruncido. Ella había crecido en esos callejones y había apuñalado
a hombres adultos que se habían atrevido a hacerle daño. No expondría a Diana ni
siquiera a un atisbo de peligro.
Su hermana se puso en pie y levantó los brazos. —Si es demasiado peligroso
entonces, tú tampoco irás.
—Yo crecí allí—, señaló. Por eso, hacía tiempo que había superado la ruina o el
miedo en lo que respecta a esas calles. —No arriesgaría tu reputación ni tu vida—.
La amaba, a esta mujer que había estado tan decidida a odiar cuando llegó.
—Piensas protegerme—, replicó ella con mucha más madurez de la que Helena
había acreditado. —¿Como ellos te han protegido a ti al obligarte a venir aquí?— Un
nuevo destello de determinación moteó sus ojos, habitualmente suaves. —También
es mi hermano, y ni siquiera lo conozco.
Helena frunció el ceño. ¿Cómo no había tenido en cuenta el vínculo familiar que
compartían Ryker y Diana, uno que no significaría nada para el hombre que
despreciaba toda relación con su padre? Sólo esa verdad haría estremecer a la
confiada joven. —No puedes—, dijo al fin. Había demasiados peligros e
incertidumbres.
—Muy bien—. La joven apretó los labios, las palabras aumentaron la aprensión
de Helena. —Entonces viajaré por mi cuenta.
Ella frunció el ceño. La firmeza de los estrechos hombros de la muchacha
denotaba su determinación. Si no la llevaba consigo, Helena no dudaba de que su
hermana, en un intento por extender sus alas, acabaría encontrando la manera de
hacerlo. Y así, maldijo. —Debes cambiarte el vestido. Nada de galas y ponte la capa
más sencilla que tengas. Y te mantendrás cerca de mí en todo momento—, le ordenó
a la radiante joven. Con cada frase, la locura de llevar a esta mujer al club hacía sonar
las campanas de alarma con más fuerza.
Diana asintió con entusiasmo. —Entonces debemos darnos prisa—, dijo, y
agarrando a Helena de la mano, la arrastró. —Tenemos tu reunión, y luego el
marqués viene a hablar con papá, y supongo que él esperará verte después de esa
reunión.
Sin embargo, mientras se apresuraba a subir las escaleras, no pudo contener su
malestar por alejar a la hija legítima del duque de la seguridad de su casa para
llevarla a un antro de pecado.

***
Con una espeluznante similitud con sus movimientos doce años antes, Robert
subió los escalones de la casa del Duque de Somerset y golpeó la puerta principal.
El leal mayordomo de su padre abrió la puerta casi al instante. —¿Mi padre?—
dijo entregando su sombrero y capa.
No hubo trago nervioso ni piel pálida. No hubo tartamudeos ni ojos hastiados.
—Está en su despacho, milord—, dijo el criado con una leve sonrisa.
Sí, porque donde los sirvientes del difunto duque habían tenido cara de piedra
y habían sido despedidos por mostrar expresiones de alegría, el nuevo duque se
rodeaba de un personal que no temía mostrar emoción.
—Iré por mi cuenta—, dijo, y comenzó a recorrer el camino conocido, a través
de los pasillos largamente odiados. Desde entonces se habían colocado nuevas
alfombras y se había cambiado la pintura, pero los mismos retratos ancestrales
colgaban a lo largo de los pasillos.
Durante años había mantenido la mirada fija hacia adelante al hacer este paseo,
evitando mirar a su alrededor la casa que contenía tanta maldad y pecado, y oscuros
recuerdos que lo habían marcado para siempre. Ahora, mientras caminaba, toda la
agonía de la traición había desaparecido. El amargo resentimiento que lo había
convertido en el pícaro despreocupado y despiadado que había sido se había
disipado, gracias a una animosa pícara que lo había desafiado con valentía en todo
momento.
Robert se detuvo junto a un conocido retrato ducal. El odioso rostro de su
difunto abuelo le devolvía la mirada, imponente incluso en la muerte. La dureza de
su boca, la frialdad de sus ojos, todo ello captado con maestría por el artista. No
había ni una pizca de fragilidad en las austeras líneas de aquellos rasgos ducales. Se
acercó más, mirando a esos ojos. Lo había odiado en vida, y lo odiaba con igual
ferocidad en la muerte.
...Así que puedes enojarte y odiarme ahora, pero algún día me lo agradecerás...
Robert habría apostado su vida a que nunca le daría las gracias al bastardo por
su intervención. Destrozado por la traición de Lucy y las maquinaciones del difunto
Duque de Somerset, Robert se había transformado en un hombre fríamente distante
que había endurecido su corazón. Entonces Helena había entrado en su vida y había
derribado sin ayuda todos los muros que había construido, demostrando que su
corazón seguía vivo y que latía por ella.
Si no fuera por la lección del duque aquel día, Robert estaría ahora casado con
Lucy Whitman, y nunca habría existido Helena Banbury.
Sosteniendo la mirada del duque en el retrato, Robert hizo una leve inclinación
de cabeza. Gracias...
Por mucho que hubiera odiado a su abuelo por su traición, ¿cómo no iba a estar
agradecido por haber encontrado el regalo de Helena? Robert reanudó su paseo.
Y por primera vez desde que había recorrido este mismo camino, sonrió.
Se detuvo ante el pesado panel de roble, y levantó la mano para tocar cuando
un paroxismo de tos penetró la puerta. Robert abrió la puerta de un empujón y se
detuvo. Sentado detrás de su escritorio, su padre se llevaba un pañuelo a la boca.
Sus mejillas estaban enrojecidas por la fuerza de la tos y su cuerpo temblaba.
La alarma se agitó en el interior de Robert, que cerró la puerta y avanzó a paso
ligero. —¿Padre?
Su padre hizo un gesto con la mano y siguió ahogándose hasta que respiró de
forma entrecortada y áspera. Se pasó el dorso de la mano por la frente húmeda. —
Robert—, dijo débilmente, limpiándose la boca con el pañuelo blanco.
La mirada de Robert se dirigió a esa tela y se aquietó cuando la observación de
Helena se coló en su mente. Tu padre parece... cansado... Permaneció paralizado por la
mancha de color carmesí en aquel objeto. Su padre siguió su mirada y le dirigió una
larga y triste mirada.
Las piernas de Robert perdieron energía y se hundió en el asiento más cercano.
Intentó arrastrar las palabras, abriendo y cerrando la boca varias veces. No. Robert
sacudió la cabeza. Había fingido su enfermedad para que él y Beatrice encontraran
parejas respetables. Él no estaba verdaderamente enfermo.
El duque juntó sus labios en la apariencia de una sonrisa. —¿No creerías de
verdad que fingiría mi propia muerte?—, resopló, y se metió el paño ensangrentado
en la parte delantera de la chaqueta. —No soy mi padre, Robert—. Su padre cerró
los ojos, respirando lenta e irregularmente.
La agonía lo recorrió, y Robert se pasó una mano por el pelo, buscando a su
alrededor. ¿Dónde diablos estaba Hanson? —¿El Dr. C...?
—Se ha ido por el día—. Lo que implicaba que el médico atendía a su padre a
diario.
Buscó con la mirada a su padre. Estos últimos meses había visto precisamente
lo que quería ver. Habiendo sido manipulado por tantos antes, había estado ciego a
la verdad. Ahora se obligó a mirar lo que no había notado. Las líneas duras en la
esquina de la boca de su padre. Sus ojos demacrados.
—No—. Esa palabra sonó profundamente desde un lugar en el que, al
pronunciarla, quiso que sonara como la verdad.
Su padre asintió. —Sí—. Había una suave insistencia que provenía de un
hombre que había llegado a aceptar su propio destino final.
Robert se aferró a los brazos de su silla. —Yo no... Pensé...— Apretó las manos
con tanta fuerza que arrancó la carne de ellas. Qué maldito tonto soy. Las lágrimas
llenaron sus ojos y parpadeó para alejar el inútil brillo.
—No has hecho nada malo, Robert—, dijo su padre en voz baja.
—Lo hice todo mal—, dijo en tono áspero y gutural. Había sido precisamente el
bastardo egocéntrico y pomposo que su padre lo había acusado de ser. Y si no
hubiera sido por Helena, qué ciego seguiría siendo para todo lo que importaba.
Robert se restregó las manos por la cara.
—Pasé meses resentido contigo—, dijo. La vergüenza, la agonía y la
desesperación se retorcían en su interior.
—¿Y sabes por qué lo hiciste?
Un sollozo estrangulado se abrió paso desde un lugar donde habitaba el
arrepentimiento, y él negó con la cabeza.
—No fui el padre que merecías, Robert.
Una protesta agónica se formó en sus labios. Mientras que la mayoría de los lores
tenían como padres a bastardos fríos y pomposos, el padre de Robert había amado
a sus hijos. No lo habían impulsado las frías y poderosas conexiones, sino la felicidad
de esos niños. Y Robert había pasado años odiándolo en secreto, por permitir que el
difunto duque controlara a su familia.
Su padre tuvo otro ataque y sacó otro pañuelo. Robert se levantó de su silla, pero
él le hizo un gesto para que volviera a sentarse. Cerrando los ojos, el duque apoyó
la cabeza en el respaldo de su silla. —Lo que pasa con la muerte, Robert, es que no
tienes tiempo para mentirte a ti mismo ni a los demás. Mi padre destruyó la felicidad
de muchos. La de mi hermana y su esposo—. Abrió los ojos. —La tuya—. Una triste
sonrisa se formó en sus labios. —Eso es lo que más lamento, no haber pasado más
tiempo a tu lado. Sabía lo de Lucy Whitman.
Él gimió, haciendo un sonido de protesta. —Detente—, le suplicó.
—Sabía que te preocupabas por ella—, continuó su padre, dándole un
movimiento de cabeza arrepentido. —También sabía que mi padre era consciente de
ello. Y teniendo en cuenta lo que le había hecho a su propia hija preveía de lo que
era capaz. Sobre todo cuando su nieto, futuro duque, mostró atenciones poco
adecuadas para una niñera—. Su último progenitor vivo se inclinó hacia delante en
su asiento y apoyó los brazos en su escritorio. —Hace poco te hablé de diferenciarte
y de no ser como los demás. Hablé desde un lugar de conocimiento, Robert. Te hablé
como un hombre que nunca encontró la fuerza para defender a su hermana—. Le
sostuvo la mirada a Robert. —Hijo mío.
Robert se echó hacia delante en su silla e igualó la pose de su padre, inclinándose
hacia delante. —No somos responsables de los crímenes de otros. El duque era
incapaz de amar y cambiar, y nada de lo que dijeras o hicieras lo habría hecho
recapacitar. Tú nunca tuviste la culpa—. Le imploró con los ojos que viera esa
verdad.
Su padre se recostó en su silla y cerró los ojos. —Gracias.
Por fin, la aguda y amarga división, hecha por otro, se desvaneció.
Su padre se enjugó la frente, y cuando volvió a mirar a Robert, en ese momento,
las marcas delatoras del sufrimiento desaparecieron, y fue el padre robusto y cordial
que siempre había conocido. —Así que supongo que estás aquí por tu Señorita
Banbury.
—Lo estoy.
Una sonrisa apareció en sus labios. —Ella me gusta mucho—. Alzó las cejas. —
Es algo así como una intelectual.
¿Desaprueba usted a una mujer con conocimientos...? Robert logró esbozar su
primera sonrisa real desde que entró en esta casa, esa mañana. —Lo es—. Metió la
mano en su chaqueta y sacó la licencia especial. Mientras que al difunto duque no lo
había motivado nada más que la sucesión del título de Somerset y las líneas de
sangre nobles con las que conectar a la familia, su padre sólo había querido ver a sus
hijos asentados antes de dejar esta tierra. —Tengo la intención de casarme con ella.
Su padre asintió con aprobación. —Chico listo—, dijo en el mismo tono
orgulloso que había utilizado cuando Robert había dominado sus lecciones de niño.
Se llevó las manos a la cintura. —Ahora, ve a hablar con Wilkinson. Supongo que tu
señorita Banbury te está esperando.
Robert sonrió.
—Ve, Robert. Por tu futuro.
Y empujando su silla hacia atrás, Robert se despidió de la casa que había
contenido tanto pecado y oscuridad, y se dirigió a la casa del Duque de Wilkinson.
***
Poco tiempo después, Robert fue llevado al despacho del duque mayor.
—Westfield, mi muchacho—, exclamó, cuando la puerta se cerró detrás de él.
—Su Excelencia—. Robert realizó una reverencia.
—Bah, hoy no hace falta ninguna formalidad, ¿eh?—, dijo, golpeando a Robert
en la espalda. —¿Una copa de brandy?— Sin esperar respuesta, se acercó al aparador
y procedió a servir dos copas. Las tomó y señaló los sillones con respaldo al borde
de la chimenea.
Robert aceptó la bebida con un murmullo de agradecimiento y se deslizó en los
cómodos pliegues. Abrió la boca para hablar.
—Supongo que has venido por mi hija—, le dijo el duque. —Helena—, aclaró.
—La amo—, dijo, dejando el brandy en la mesa a su lado.
El duque sonrió por encima del borde de su copa. —Como he dicho, chico listo—
. Luego perdió su habitual sonrisa y miró el contenido de su bebida. —He cometido
muchos errores en mi vida, Westfield. No fui fiel a mi esposa. Le fallé a la madre de
Helena. Pero a pesar de todos los remordimientos que arrastro, nunca me
arrepentiré de mi hija—. Apretó su vaso con tanta fuerza que sus nudillos se
blanquearon. —Su vida no ha sido fácil—. El duque levantó los ojos, parpadeando
lentamente. —Ni siquiera sé cómo era su vida antes de que Ryker la rescatara—.
Ryker. El dueño del Infierno, y el salvador de Helena. El hombre tendría la devoción
eterna de Robert por ello. —Pero sé que no era buena, igual que sé que tú le darás la
felicidad que se merece—. Levantó su copa. —Así que antes de discutir los términos
del contrato, ¿brindamos?
Robert tomó su copa justo cuando un chillido lejano atravesó la puerta del
despacho, seguido de frenéticas pisadas.
La puerta se abrió de golpe y una duquesa sin aliento entró a trompicones en la
habitación. Las lágrimas asolaban sus mejillas sin arrugas.
Robert y Wilkinson se pusieron en pie de un empujón.
—Se han ido—, gritó entre sus grandes sollozos jadeantes.
El corazón de Robert se aceleró un poco más, mientras un temor que crecía
lentamente comenzaba en su vientre y se extendía.
—¿Quién...?
—Yo n-nunca pensé que D-Diana iría también—, la duquesa sollozó entre sus
manos, amortiguando sus palabras. —Todo estaba destinado para la señorita
Banbury.
El temor crecía, lamiendo sus sentidos, amenazando con hundirlo.
—¿De qué hablas?—, ladró su marido, adelantándose.
Ella bajó las manos a los lados. —Ambas v-van a ir a ese c-club a encontrarse
con el Señor Diggory.
Y el corazón de Robert se detuvo. El monstruo que la había quemado. El hombre
que acechaba sus sueños y era dueño de sus pesadillas. Su mano tembló, haciendo
que el brandy se derramara sobre el borde de su copa, y la apoyó
—¿Quién es el Señor Diggory?— El duque frunció el ceño y, cuando su esposa
siguió lloriqueando y tartamudeando, la tomó por los hombros en una inusual
demostración de fuerza.
Su mujer sollozó con más fuerza. —Él es el hombre al que le entregué a ella y a
su m-madre. Tienes que creer que nunca habría orquestado su encuentro si hubiera
sabido que Diana la acompañaría—. Entonces se lanzó a una nueva ronda de
ruidosas lágrimas. Wilkinson la soltó tan rápidamente que se tambaleó hacia atrás y
chocó contra el lateral del sillón de cuero. El hombre se apresuró a cruzar la
habitación y sacó un estuche de pistolas de duelo.
Un brillo negro de rabia descendió sobre la visión de Robert, cegándolo
momentáneamente. —¿Dónde está ella?—, gritó. —¿Dónde está?—, tronó cuando
ella siguió llorando.
—E-en ese club—, gritó ella, mientras su esposo le entregaba a Robert una de
sus pistolas.
Aceptó el arma sin decir nada y la miró con frialdad. Esta mujer era la
responsable del infierno que Helena había soportado. Sin duda había sido ella la que
había dejado sus huellas en sus brazos, y ahora había amenazado su propia vida. El
pavor se deslizó por su vientre. —Por Dios, si le pasa algo, la haré responsable
personalmente—, arremetió. Mientras el duque llamaba a gritos a sus sirvientes,
Robert salió corriendo de la habitación.
Acababa de encontrar a Helena, y estaría malditamente condenado si la perdía
ahora.
Regla 22
Permanece en silencio en las calles.

Con el tranquilizador, aunque ligero, peso de su derringer metida en el


ingenioso bolsillo cosido en la parte delantera de su capa, Helena se abrió paso por
las viejas y familiares calles de St. Giles. En este caso concreto, llegó a una
desafortunada conclusión: Lady Diana Wilkinson habría sido una pésima carterista.
—Estoy emocionada por conocerlo—, dijo Diana felizmente al lado de Helena,
mientras recorrían la calle St. Giles.
—Shh—, dijo Helena en voz baja, echando una mirada a su alrededor. Por
desgracia, o bien el estruendo de los carruajes y los gritos de los vendedores
ambulantes ahogaban su insistencia, o bien su hermana estaba demasiado
emocionada como para intentar disimular. Y es que, cuando una era la hija de una
duquesa, no había necesidad de saber sobre subterfugios. No tenía citas a
escondidas. No sabía cómo encontrar discretamente un carruaje. Y ciertamente
nunca visitaba estas mismas calles donde se encontraban ahora.
Sin embargo, a través de la influencia menos que estelar de Helena, había
llevado a su hermana a las calles no aptas para hombres, mujeres y niños por igual.
—¿Crees que le gustaré?— preguntó Diana a su lado.
Tenía en la punta de la lengua señalar que a Ryker Black no le gustaba nadie,
pero eso sólo alimentaría más preguntas de su locuaz hermana. Así que no dijo nada.
Llegaron al final de la calle, y Helena puso una mano en el brazo de Diana,
haciendo que la chica se detuviera. La joven se echó la capucha hacia atrás y Helena
maldijo, volviendo a colocar la capucha en su sitio. —Debes dejar la capucha
puesta—, la regañó, echando una mirada a su alrededor. —Te enfrentas a la ruina al
estar aquí—. Por primera vez desde que, en un momento de devoción fraternal y de
poco juicio, había accedido a que Diana la acompañara, el arrepentimiento la
apuñaló. En su inocencia, Diana no tenía por qué estar aquí.
—Pero tú estás aquí—, replicó Diana.
Helena cerró los ojos y rezó por paciencia. ¿Cómo había fallado en notar lo terca
que era la joven? —Soy una bastarda.
—También eres la hija de un duque.
—Es diferente—, respondió ella. ¿Estaba realmente debatiendo las distinciones
entre la descendencia de un duque aquí, ahora, con algunos de los hombres más
rudos y crueles de Londres?
—No veo cómo... — la chica murmuró por lo bajo.
—Y voy a casarme—, agregó Helena. Eso al menos resolvía la discusión.
—Oh ¿de verdad?— Diana aplaudió con entusiasmo. —Espléndido. Lord
Westfield será un esposo divino. Ella hizo una pausa. —Es Lord Westfield,
¿correcto?— E incluso caminando por las calles de St. Giles, intentando evadir el
descubrimiento y la ruina, una sonrisa asomó por los labios de Helena. La chica
podría haber convencido al difunto Boney de la derrota con semejante habilidad.
—Sí. Es Lord Westfield.
—Encantador. Incluso si es viejo—, divagó.
Helena la tomó de la mano y cruzó la calle.
—... después de todo, tú estás más cerca de la edad del marqués. No es que seas
vieja—, dijo Diana apresuradamente. —Solo eres un poco mayor. Es decir, para una
mujer.
De nuevo, los labios de Helena esbozaron una sonrisa. Tal vez no sería tan difícil
convencer a Ryker de aceptar a Diana en este nuevo mundo, después de
todo. Seguramente se necesitaría una conversación interminable de esta urraca para
hacerlo entrar en razón.
Una figura alta se interpuso en su camino y ella se estrelló contra una pared dura
e inamovible, haciendo que su capucha cayera. El pelo de Helena cayó sobre sus
hombros mientras se desplomaba. Aterrizó con tanta fuerza sobre sus nalgas que el
dolor se irradió hacia su espalda.
—Oh, querida—, gritó Diana, corriendo hacia ella. —¿Estás bien?— Puso las
manos en las caderas, como una pequeña defensora. —Usted, señor, debería tener
cuidado—, reprendió.
Sacudiendo la cabeza aturdida, Helena se apoyó en los codos y se quedó
inmóvil. Entre el ruido de la calle y el parloteo de su hermana, el mundo se detuvo.
Él, con su rostro picado de viruelas y sus rasgos demacrados, acudía a ella en los
momentos más extraños, acechando sus momentos de sueño y de vigilia.
—Hola, Helena—. Diggory le devolvió la sonrisa.
La tierra se hundió y se balanceó. Cerró los ojos con fuerza y contó. Uno-dos-
tres-despierta. Uno-dos-tres-despierta. Se atragantó con la bilis. Él no es real. Él no es
real. No es más que la pesadilla que te ha perseguido durante casi veinte años.
Miró por debajo de las pestañas y una oleada de náuseas la asaltó. Envejecida
por el tiempo y la vida en las calles, la sonrisa malvada, agrietada y de dientes
amarillos seguía siendo la misma.
—Mírate, tan elegante ahora—. Aquel odioso cockney absorbió el pensamiento
racional, y volvió a ser aquella niña pequeña y encogida con una llama tocando su
piel. —Casi no te reconocí la otra noche en la calle.
Había sido él. Ella gimió y sacudió la cabeza, alejándose.
—¿Helena?
Se tapó los oídos con las manos para borrar el odioso sonido. Sólo la confusión
rugía en su mente. Porque aquella pregunta, dulcemente pronunciada y llena de
preocupación, no pertenecía al demonio de sus sueños.
Diana.
Se obligó a abrir los ojos y miró sin comprender a su hermana. Oh, Dios. Diana.
—Corre—, dijo con dificultad.
Diana la miró, abriendo y cerrando la boca, y aparentemente la muchacha tenía
más fuerza de la que ella creía, porque abrió los ojos y luego, con una velocidad que
habría impresionado a un duendecillo del bosque, corrió calle abajo.
Enviando una oración silenciosa a Dios, que no existía, por la huida de la chica,
Helena se levantó y salió corriendo.
Diggory la alcanzó fácilmente. Le rodeó el antebrazo con su mano punitiva y
ella se mordió la mejilla para no gritar ante la agonía de su agarre. Prefería morir
antes que acobardarse ante él de nuevo. —Black te alejó de mí. No había terminado
contigo—. Él acercó su nariz a la de ella y ella retrocedió bajo el aroma a cebolla y
ajo que le abofeteó la cara. —Le prometí a la duquesa que me desharía de ti cuando
terminara contigo. Nunca esperé que fueras la brillante contadora que eres, de lo
contrario habría luchado por mantenerte.
Oh, Dios. Él lo sabía. Las especulaciones de Ryker habían demostrado ser
correctas en cuanto a lo que Diggory había averiguado a lo largo de los años. Sin
embargo, había sido Helena la que se había dejado llevar por una falsa sensación de
seguridad. Entonces, algo de lo que había dicho penetró en su mente...
¿La duquesa? La mente de Helena daba vueltas ante la reaparición de este
demonio y las palabras confusas que le lanzaba. Mientras la arrastraba por la calle,
miró desesperadamente a su alrededor en busca de alguien. Por desgracia, este no
era el extremo respetable de Mayfair, poblado por lores y damas elegantes. Estas
eran las calles sórdidas de mala reputación, donde uno se cuidaba de evitar la
desgracia de los demás.
Tirando de su brazo, Helena intentó dejar de avanzar. Ya no era la frágil niña de
cinco años.
—Basta ya, perra—, siseó, colocando su brazo por detrás de su espalda con tanta
fuerza que le saltaron lágrimas.
La furia se apoderó de ella y lo fulminó con la mirada. Echó la cabeza hacia atrás
para soltar un grito cuando él le clavó algo duro y frío en la espalda. Al sentir la
presión del metal penetrando en la tela de su abrigo, Helena se congeló.
—Yo también acabaré con la vida de esa perra, si sigues así—. Un escalofrío
recorrió su cuerpo. ¿Por qué había aceptado traer a Diana aquí? Porque habías estado
fuera de esto tanto tiempo, que te habías adormecido con una peligrosa sensación de
seguridad, una seguridad que no existía. Quería echar la cabeza hacia atrás y aullar de
frustración. Por eso Ryker la había mantenido alejada, porque había visto
correctamente sus debilidades y conocía el destino final de los incautos. —Así está
mejor—, escupió Diggory. —Ahora muévete—. La empujó hacia adelante y ella
tropezó. —No puedo hacer esto aquí.
El miedo le heló las venas. De niña, obligada a robar para él, había servido para
algo. Ya no. Me va a matar. Luchando contra el pánico, buscó las palabras sin esfuerzo
que Robert siempre había demostrado tener, y encontró fuerza en las lecciones que
él había compartido sin querer. —Espera—, dijo ella con tono persuasivo. —Seguro
que ves que soy mucho más valiosa para ti viva. El Duque de Wilkinson... mi padre
pagará...
Él soltó una carcajada. —¿Crees que a un maldito duque le importará si te
destripo en la calle?
Hace un mes ella habría estado de acuerdo. Hace un mes creía saber cómo era el
mundo, y consideraba que toda la alta sociedad era deficiente. —Mi hermano, Ryker
Black, también te pagará.
Él resopló. —Sólo después de que me destripe por esto.
Implacable en sus esfuerzos, inclinó la cabeza hacia atrás y le dirigió una mirada
significativa. —Olvidas...— Dejó que la palabra flotara entre ellos.
Las fosas nasales de él se ensancharon. —¿Qué he olvidado?
—Puedo ayudarte con los libros en tu club—. Ella preferiría sentarse a cenar con
el Diablo. Sin embargo, la promesa bailaba en el aire viciado. Ella podía ver las
ruedas codiciosas de su mente girando.
Entonces Diggory le clavó la pistola en la piel y ella se mordió el labio para no
gritar. No dejaría que viera otra maldita lágrima o indicio de debilidad. Ese hombre
ya le había robado mucho.
Cerró los ojos con fuerza, evocando el rostro de Robert, y se esforzó por respirar.
Así es como moriría. Aquí, en la calle, como la niña callejera que había sido. Cuán
malditamente cerca había estado de tener todo lo que nunca supo que quería. Apretó
sus manos como puños mientras una rabia impía echaba raíces y se extendía en
espiral como una conflagración de movimiento lento. Espera, Helena. Piensa. Por
Dios, no iba a morir como una niña acobardada. No a manos de este hombre. Helena
jadeó. —P-por favor—, roncó, mientras él la arrastraba hacia un callejón. En el
momento en que él se detuviera al final del estrecho pasaje, ella estaría muerta. Con
la energía corriendo por sus venas, Helena gimió. —No p-puedo respirar—. Luego
se quedó sin fuerzas.
Diggory aflojó su agarre y maldijo.
Helena le clavó el codo con fuerza en el estómago en tres rápidos golpes, y el
aire lo abandonó en un suave silbido. Con la sangre retumbando en sus oídos, ella
empujó su tacón contra la rótula de él, y éste perdió el control sobre ella. Con el grito
de él resonando tras sus pasos, Helena buscó en su bolsillo y, mientras se alejaba a
toda prisa de Diggory, sus dedos rozaron el frío acero tranquilizador.
Se detuvo en seco.
Un zumbido llegó a sus oídos mientras miraba fijamente a la improbable pareja
al final del callejón.
Seguramente se trataba de otra pesadilla que no era fruto de las llamas, sino del
amor que llevaba en su corazón por él. —Robert—, susurró. Uno de los matones de
Diggory tenía un cuchillo en la garganta de Robert. Se le revolvió el estómago. ¿Qué
está haciendo él aquí?
Robert dirigió una poderosa mirada a su persona. —¿Seguro que no pensabas
que podría dejarte ir sola?—, preguntó con brusquedad, siguiendo sus pensamientos
no expresados. Qué armoniosos habían sido siempre.
Ella quería echar la cabeza hacia atrás y arremeter contra el destino, porque en
los ojos de él había amor y una aceptación de su inevitable destino. No. Este no era
su mundo. No moriría así, en un callejón como basura de la calle, como Diggory y
su pandilla. Pistola en mano, ella giró y apuntó a Diggory. —Detente—, gritó,
deteniendo su marcha. ¿Cómo era su voz tan uniforme? —Pídele que baje el arma—
, exigió, apuntando con la pistola, mientras mantenía a Robert en su visión lateral.
—Hazlo—, gritó, cuando Diggory y su hombre intercambiaron una mirada.
El diablo de su pasado maldijo y agitó su arma. —¿Qué vas a hacer, Helena?
¿Matarme? Nunca fuiste más que una chica débil—, se burló, dando un paso
adelante.
—No lo escuches—, ladró Robert. —Siempre fuiste más fuerte que él, Helena—
. Un grito torturado salió de él.
Su mano tembló y dirigió una mirada de pánico a Robert. El hombre de Diggory
lo hizo caer de rodillas con un rápido golpe en los riñones.
—Detente—, gritó ella, con el brazo temblando incontroladamente.
—Estás temblando ahora como cuando te prendí fuego—, se burló Diggory,
mientras daba otro paso. —No puedes matarme—. El triunfo se reflejó en sus rasgos
duros y feos mientras apuntaba a Robert con su arma.
—No—. El grito brotó de su alma.
Tres agudos disparos, en una sucesión asombrosa, desgarraron el silencio.
La pólvora nubló el aire y la derringer escapó de sus dedos. La boca de Diggory
formó un pequeño mohín, y luego se desplomó boca abajo sobre el suelo fangoso.
Muerto.
—¡Helena!
El débil estruendo de otra pistola golpeando el suelo penetró en la espesa niebla
que cubría sus sentidos, y Helena se giró. Ryker estaba junto al secuaz de Diggory,
que ahora yacía a sus pies con una bala en la cabeza. Ignorando a su hermano,
Helena corrió hacia el callejón. —Robert—, jadeó, y se lanzó a sus brazos.
Robert la rodeó con los brazos casi por reflejo, y ella se acurrucó contra la dura
pared de su pecho, tomando su fuerza. —¿Cómo sabías que estaba aquí?—, dijo con
dificultad. Él se tambaleó bajo el peso de su abrazo y ella tropezó con él, haciéndolos
caer de rodillas.
Algo caliente y pegajoso empapó la tela de su vestido y ella se congeló. No.
—Estoy bien—, dijo él, con la voz débil.
No. No. No. No.
Ignorando a su hermano, que se arrodilló a su lado, metió la mano entre ellos.
—Robert—, espetó, y un gemido bajo la estranguló, mientras la sangre cubría sus
dedos. —No. No. No. ¿Qué has hecho?—, gritó ella, mirando las líneas tensas de la
comisura de la boca de él, el tono pálido de su piel y la mirada vaga de sus ojos. Un
sollozo escapó de ella mientras apretaba las manos contra su costado para frenar el
flujo. Había mucha sangre. Demasiada. La sangre de su vida cubría sus palmas,
empapando sus dedos llenos de cicatrices. Helena miró fijamente esas manchas
carmesí mientras la locura carcomía sus sentidos, amenazando con alejarla del bien
y la razón. —No te atrevas a dejarme, Robert Dennington—, sollozó, con las lágrimas
recorriendo su rostro, nublando su visión.
Sin mediar palabra, Ryker guió a Robert hacia su espalda y le quitó el abrigo
negro manchado de sangre. Se quitó su propia chaqueta y, con un rápido
movimiento, rompió la tela y la presionó sobre la herida abierta.
Se oyeron gritos y pisadas en el frente del callejón, y sus hermanos irrumpieron,
los ojos de Robert se cerraron y el mundo de Helena dejó de existir.
Regla 23
Corre cuando debas.

A la mañana siguiente, la doncella de Helena se apresuró a recorrer sus


aposentos, recogiendo las prendas del armario y doblándolas ordenadamente para
colocarlas dentro de los baúles abiertos.
De pie al borde de la ventana, Helena miraba sin comprender las tranquilas
calles empedradas. La lluvia hacía resonar el cristal de la ventana, marcando un
adecuado rastro de tristeza a lo largo del vidrio.
En las calles de St. Giles, la más mínima vacilación podía resultar costosa.
Mortal. Era una lección que le habían inculcado desde que era una niña.
Por supuesto, Robert no habría conocido esa misma regla. Pero ella sí. Y ella le
había fallado, de todos modos. Era una de las muchas razones por las que no tenía
derecho a estar con él.
Las lágrimas inundaron sus ojos y respiró lenta y estremecedoramente. Oh, la
maldita ironía de todo esto. Se había enfurecido al ser enviada aquí, y ahora prefería
cortarse un miembro antes de ser enviada lejos.
Sólo que no la habían enviado lejos. Se aferró a los lados de la falda. Ella se iría.
Dejaría a Robert.
Una lágrima resbaló por su mejilla y rozó con el dorso de la mano ese inútil
remanente de su miseria. No había nacido para este mundo. En algún momento se
había permitido olvidar que era la hija de una puta, una niña criada en medio de tal
violencia que sería para siempre una mancha en su alma y en su vida.
Esa era una oscuridad que ella no le daría a Robert. O a Diana. O a Beatrice. O a
su padre.
A ninguno de ellos.
Sin embargo, ya lo hiciste...
No. Ella no podía quedarse aquí. Con su participación en el asesinato del
siempre poderoso Diggory, sólo había reforzado la enemistad entre sus facciones
enfrentadas. Nunca habría paz, y la amenaza de más derramamiento de sangre
permanecía, más fuerte ahora que nunca.
Solo que, al irse, no se llevaría con ella todo el daño hecho ese día. El dolor y la
culpa de eso la apuñaló con una culpa familiar. Diana, inocente y buena, había
quedado arruinada en el momento en que había tropezado con el Infierno y el
Pecado, pidiendo ayuda. Había perdido su futuro al salvar la vida de Helena, y se
había sacrificado en el proceso. Helena acurrucó sus brazos cerca de su pecho. Oh,
la ironía. Haber juzgado a estas personas como viles desde el momento en que había
llegado, sólo para entender cuánto mejor eran en su sacrificio y fuerza que Helena.
—Señorita, sus baúles están listos—, murmuró su criada infiel a su espalda.
—Eso será todo—, dijo en tonos curiosamente huecos. Está hecho.
Desde el panel de cristal, detectó el rápido asentimiento, reverencia, y luego la
niña se despidió, cerrando la puerta silenciosamente detrás de ella.
Por fin, sola, Helena dejó caer las lágrimas libremente, sin control. Ryker había
proclamado durante mucho tiempo que las lágrimas eran un indicio de debilidad,
y, sin embargo, a ella no le importaba demasiado Ryker y sus malditas reglas. O sus
breves y fríos pronunciamientos sobre la nobleza.
Nada más que una rabia punzante y penetrante hacia él la consumió, mucho
más saludable y segura que la desesperación que la destrozaba.
Él la había enviado a este lugar. La había forzado a entrar en este mundo. Y en
él, había encontrado a Robert, un hombre que había desafiado hasta la última
creencia que había tenido sobre los nobles.
Un hombre que la trató como una dama y que se dispuso a ofrecerle su
nombre; El mismo hombre, que defendería a un ladrón callejero común, era un
hombre que valía la pena amar. Sus hombros temblaron por la fuerza de sus
lágrimas. Porque él merecía una mujer mucho más digna que ella.
Soltó un último sollozo roto y luego se pasó las manos por las mejillas húmedas.
El leve clic de la puerta del dormitorio sonó en el silencio, y ella se puso rígida.
Su hermana llamó en voz baja. —¿Te vas, entonces?
Helena asintió bruscamente, incapaz de hablar. Si decía una sola palabra,
colapsaría en otro desastre llorón.
—No quiero que te vayas—, dijo Diana, deteniéndose cerca de su hombro.
—Tengo que hacerlo—, dijo en un susurro irregular. Se volvió para mirar a la
joven. En los ojos de su hermana había una nueva cautela que venía de alguien que
había sido arruinada. Y la culpa apretó su pecho una vez más. Yo hice esto. —Lo
lamento. — Por todo.
Una leve sonrisa apareció en sus labios en forma de arco. —¿De verdad crees
que alguna vez me arrepentiría de haber entrado en ese Club Infierno y Pecado para
salvarte? Te amo, Helena.
Las lágrimas volvieron a brotar de sus ojos y Helena sofocó un sollozo con la
mano.
Luego, en el mayor de los reveses, la chica más joven la atrajo a sus brazos y le
dio un ligero apretón. —Los esposos están sobrevalorados de todos modos—, dijo
Diana con un humor seco. —Especialmente los que son de la nobleza.
Oh, cómo te voy a extrañar…
Ella se salvó de responder cuando se abrió la puerta.
La gran figura del duque llenaba la entrada. Este hombre a quien ella había
pasado su vida odiando.
Diana dio un paso apresurado hacia atrás. —Despídete de mí antes marcharte—
, murmuró, y salió rápidamente de la habitación.
El Duque de Wilkinson cerró la puerta. Padre e hija se quedaron allí, en silencio,
estudiándose mutuamente. Ya no estaba presente el carácter siempre alegre. En su
lugar había líneas apretadas en la esquina de su boca, y tristeza en sus ojos.
Otra persona cambió para siempre por mi presencia. Ella tragó más allá del
arrepentimiento.
El duque se acercó lentamente, y cuando se detuvo ante ella, se preparó para su
mordaz vitriolo. —¿Sabes? El día que naciste no lloraste.
Ella ladeó la cabeza.
La mirada del duque se tornó lejana. —Yo no estaba allí el día que nació Ryker.
Su parto fue largo, y a tu madre y a mí nos dijeron que no había sobrevivido—. La
frialdad se deslizó por su interior. Qué maldad que un bebé recién nacido pudiera
haber sido robado y entregado a otro. Miró a Helena. —Estaba decidido a sentarme
fuera de las habitaciones de tu madre mientras te daba a luz—. Extraño, nunca había
pensado en ese día, si había habido alegría o tristeza o... cualquier sentimiento sobre
su nacimiento. —En el momento en que llegaste al mundo, hubo un silencio absoluto.
Ella mordió su labio inferior con fuerza. Seguramente él habría preferido que su
mundo fuera así, dada la forma en que ella lo había destrozado.
—Entré en la habitación, y sólo tenías una pequeña sonrisa en los labios.
El torniquete apretó aún más su corazón. Las suyas no eran las palabras de una
bestia odiosa o de un duque vengativo. Sino de un hombre. ¿Cuánto tiempo había
visto nada más que al Duque de Wilkinson? Sólo para descubrir que era, y siempre
había sido, su padre.
—Lamento mucho todas las formas en que te he fallado...— Su voz se quebró.
—Y a tu hermano—. Ryker Black, que había odiado tanto a su progenitor que había
adoptado un apellido falso que lo divorciaba de cualquiera de los padres que le
habían dado la vida.
Helena negó con la cabeza. —No es tu culpa—. A veces el mal ganaba al bien,
como había ocurrido con la duquesa.
Él se pasó una mano por la cabeza calva. —Pero ya ves, Helena. La culpa fue
mía. Yo no elegí a tu madre—. Cuando por fin la miró, el arrepentimiento brotó del
fondo de sus ojos. —Elegí la responsabilidad, y ella, y tú, Ryker, todos pagaron el
mayor de los precios por mis pecados. La amaba—, susurró, y el corazón de ella se
estremeció ante la pena que contorneaba su rostro.
Incapaz de presenciar esa emoción allí, Helena dijo. —A veces el amor no es
suficiente—. Su mirada captó la nota doblada y rozó con las yemas de los dedos las
seis letras marcadas en la hoja.
—Te equivocas—, dijo, con el único optimismo que podía tener este hombre que
no había sabido ver el mal de su esposa.
Ella le devolvió una mirada triste. —No—. Si estuviera equivocada, ella y Robert
podrían estar juntos. Aquel día en el callejón había demostrado su incompatibilidad.
Su padre rebuscó en la parte delantera de su chaqueta y sacó una caja estrecha.
Extendió la palma de la mano. Ella se sobresaltó ante lo inesperado de aquel gesto y
miró de él a aquel pequeño paquete. Él se acercó. —Toma—, le dijo con una ternura
ruda.
Sin palabras, ella aceptó el modesto paquete y levantó la tapa. Se quedó helada.
En medio de una pequeña almohada de satén envejecido había un collar de oro con
un colgante de rosa de rubí, y un recuerdo surgió de una mujer que había llevado
esta misma pieza. Hace mucho tiempo. Durante tantos años no había recordado
nada más que la desesperación y el horror de vivir en las calles con aquella mujer
rota y Diggory que había olvidado todos los recuerdos queridos que habían
compartido una vez: cuidando jardines juntas, jugando a ser piratas, luchando con
espadas imaginarias.
—Era de tu madre—, murmuró el duque.
Helena asintió con la cabeza. —Lo sé—, susurró. No le quedaba nada de su
madre. Cada recuerdo que tenía de Delia Banbury solo existía en su mente, y con el
amargo rencor de una joven, Helena había pasado años odiándola. Hasta
ahora. Ahora veía con ojos maduros que su madre, que había estado perdidamente
enamorada, era una sobreviviente mucho mayor de lo que Helena podría haber
sido. Porque ella había soportado la agonía de perder al hombre que amaba por otro,
y de todos modos había forjado una existencia.
Las lágrimas empañaron sus ojos. Qué poco había conocido Helena del mundo,
del amor, de la alegría y del perdón... hasta Robert.
Algo ligero y poderosamente liberador borró todo el resentimiento largamente
guardado. —Gracias—, dijo con la garganta apretada. Las palabras eran para su
madre, y para el padre que, al traer a Helena aquí, había ayudado a reparar ese
vínculo roto entre ella y la mujer que le había dado la vida.
—Quédate.
Las palabras del duque la devolvieron al momento, y bajó el regalo a la
superficie lisa del tocador. —No puedo—. Aunque quiera hacerlo.
—¿Es por lo que hizo Diana?—, presionó él, y los dientes de ella destrozaron la
piel del interior de su mejilla. No. Fue por lo que Helena había hecho, al llevarla allí.
—No permitiré que se case con uno de esos arrogantes cachorros que la condenarían
por su valentía—, dijo él, demostrando una vez más la clase de hombre y de padre
que era.
Ella negó con la cabeza. —No es por Diana—, dijo en voz baja. ¿Qué era otra
mentira en el esquema de todos los pecados de los que era culpable?
—¿Es por la duquesa?—, preguntó él, acercándose. —Ella se marchará. A... un
hospital—. Hizo una mueca. Porque, desde luego, con sus actos, la mujer había
demostrado estar completamente loca.
—Es por mi—, dijo por fin. Recogiendo la nota, se volvió hacia él. Desesperada
por que este intercambio llegara a su fin, la puso en sus manos. —¿Te encargarás de
entregarle esto a Lord Westfield?
Él se quedó mirando el nombre un momento, y luego asintió de mala gana. —
Siempre serás bienvenida aquí, Helena—, dijo, con la voz quebrada.
Todo el odio de años se desvaneció cuando Helena se echó en sus brazos y lo
abrazó. —Gracias... Padre.
***
En la semana que siguió, Robert había soportado un desfile de visitantes en su
habitación, desde el médico de su familia hasta Bea, hasta los criados de su padre.
Cuando un futuro duque recibía un disparo, el mundo prácticamente se detenía.
Sentado en el borde de la cama, Robert se estremeció cuando el doctor Carlson
palpó la zona que había limpiado y cosido inmediatamente después del disparo de
Diggory.
—Mis disculpas—, murmuró el doctor Carlson, sin apartar su atención de la
carne rosada. —Es usted afortunado—, dijo el médico, y recogió un juego de vendas
frescas. —Unos centímetros más cerca y habría perforado un órgano.
Robert esbozó una sonrisa. El costado le ardía como si le hubiesen prendido
fuego. Pero con las palabras del médico, todo volvió a ser tan vívido ahora como lo
había sido en ese momento. Helena. El bastardo de Diggory con una pistola
apuntando a su pecho. Su grito agónico. —Pero no fue así, y seguramente soy capaz
de salir de mis aposentos.
Había pasado una semana entera desde que vio a Helena. Por supuesto, dada la
impropiedad de la visita a sus aposentos, ella no podía muy bien venir aquí... y sin
embargo... la decepción lo asaltó. De todos modos, él la quería aquí.
—Sólo si quiere arriesgarse a reabrir la herida y a que se infecte—, dijo
secamente el Dr. Carlson, y Robert se tragó otra oleada de frustración.
La puerta se abrió y miró hacia la entrada de la habitación, donde su padre
estaba enmarcado en la puerta. —Estás despierto—. Unas pesadas líneas
estropeaban sus afilados rasgos; sus ojos enrojecidos denotaban una noche agitada
y la lucha de su propia enfermedad.
—Y con la intención de salir—, proporcionó el Dr. Carlson siendo de poca
ayuda.
La revelación hizo que el duque frunciera el ceño. Algo brilló en sus ojos, y
rápidamente desvió la mirada.
Robert se congeló, ya que la inquietud se impuso al dolor. Nada alejaría a Helena
de él. Una mujer que se había enfrentado a un demonio como Diggory no dejaría
que el decoro le impidiera visitarlo. —¿Qué pasa?—, dijo con fuerza.
Nervioso, el doctor Carlson recogió apresuradamente su equipo y se marchó. —
Es la señorita Banbury—, dijo su padre en cuanto la puerta se cerró.
Robert se estremeció y las náuseas se agolparon en su vientre ante el repentino
movimiento. ¿Acaso uno de los secuaces de Diggory la había castigado por la
merecida muerte de aquel hombre? —¿Qué le ha pasado a Helena?— El sudor se
acumuló en su frente. Oh, Dios, si ella está muerta, yo no soy nada...
—Ella está bien. La señorita Banbury está bien.
Esa brusca tranquilidad desaceleró su pulso, y Robert envió un silencioso
agradecimiento al cielo. Frunció el ceño. —¿Qué ocurre?— Entonces registró la
sombría mirada de su padre. La aprensión hizo que el ritmo de sus latidos se
convirtiera en un galope frenético.
—Dime—, exigió, poniéndose en pie de un empujón. Ese sutil movimiento hizo
que la agonía volviera a recorrerlo.
—Ella está bien. No te mentiría con esto. Necesitas descansar, Robert—, le
imploró su padre. —Te arriesgas a reabrir la herida cosida por el doctor Carlson. No
me gusta que me mimen más que a ti—, razonó. —Teniendo en cuenta que tú eres
el que recibió el disparo, y que yo sólo soy el que se acerca a su muerte día a día,
espero ganar esta discusión—. La cara de Robert se contorsionó, y su padre hizo una
mueca. —¿Fue una mala broma?
—Efectivamente—, dijo Robert con brusquedad, y volvió a balancear las piernas
sobre la cama. —Tú deberías estar descansando—. Y yo debería estar con Helena.
—Bah—, dijo su padre, estirando las piernas y enganchándolas en los tobillos.
—Tendré toda la eternidad para descansar, pero sólo un rato para razonar con mi
hijo.
Aunque su madre había muerto demasiado joven, Robert recordaba el amor de
sus padres. —Nada podría haberte alejado de mamá—, señaló.
Donde toda mención a la difunta duquesa suscitaba tristeza en los ojos del
duque, una sonrisa alzó sus labios. —Y pronto no tendré que hacerlo—. A pesar de
toda la agonía que suponía para Robert enfrentarse a la eventual muerte de su padre,
la paz en la sonrisa de su padre, y la felicidad grabada en su rostro, hablaban de un
hombre que se había separado demasiado tiempo de su esposa.
¿Cómo había vivido su padre todos estos años sin ella? Si Helena se hubiera ido
de su vida, ¿qué propósito habría? ¿Qué razón tendría para sonreír? ¿O reír? Y sin
embargo, el duque la había tenido.
—Te tenía a ti y a tu hermana—, dijo su padre en voz baja, siguiendo
infaliblemente la dirección por la que habían vagado los pensamientos de Robert. —
Y aunque siempre hubo un vacío al perderla, siempre había una razón para
encontrar la alegría—. Le sostuvo la mirada. —Fui bendecido con dos de ellas—. Su
padre metió la mano en el bolsillo y, sin mediar palabra, le dio la vuelta a una misiva
doblada.
Robert la miró un momento y, frunciendo el ceño, aceptó el papel color marfil.
Con dedos temblorosos, Robert desdobló la nota.

Querido Robert...
No podríamos haber nacido en mundos más diferentes. Me permití creer que podía vivir
en el tuyo... pero la verdad es que no puedo.

Él apresuró su lectura sobre la página, con su pánico aumentando.

Con tu convalecencia, he tenido tiempo de sobra para pensar más allá de la semana
vertiginosa que vivimos juntos. Al casarme contigo, estaría renunciando a todo lo que soy,
al igual que tú lo harías como futuro duque. Soy una contadora. Mi vida me da paz, y aunque
tú me has traído varios días muy felices, eso nunca podrá ser suficiente. Al igual que yo
nunca podré ser suficiente para ti.
Rezo por tu pronta recuperación, y te pido que cuando pienses en mí, lo hagas con cierto
cariño.
Siempre tuya,
Helena

El crujido del pergamino arrugado llenó el silencio, puntuado por la rápida


respiración de Robert. Seguramente se había equivocado. Desplegó la página y
releyó las palabras. Y volvió a leerlas. Sin embargo, no importaba cuántas veces
pasara su mirada por esa maldita página, seguían siendo las mismas. Una despedida
práctica y fría, desprovista de cualquier emoción verdadera. Un torniquete le apretó
el corazón y sacudió la cabeza, con su respiración áspera llenándole los oídos. No.
—¿Ella se fue?— La incredulidad aturdida extrajo esas palabras de su pecho.
Su padre vaciló. —l día después de que te dispararan.
Con otra risa negra y vacía, Robert se pasó una mano por la cara. ¿Era realmente
una sorpresa? ¿No la había encontrado en las calles de St. Giles y Lambeth dos veces en el
poco tiempo que la había conocido? El escozor de una traición demasiado familiar se
abatió sobre sus turbios pensamientos y alimentó su lenta repugnancia hacia ella por
ser inconstante, y hacia él mismo por amarla, y por quererla ahora, a pesar de todo.
Ella había elegido una vida sin él, prefiriendo su existencia tal y como había sido,
donde se ocupaba de la contabilidad en el club de su hermano. Pero nunca
consideraste lo que ella deseaba... En tu silencio esperabas que ella renunciara a su mundo
por ti...
Un entumecimiento vacío se filtró en él y se extendió como un veneno de
movimiento lento, borrando toda la calidez. Arrugó la hoja entre las manos y se
desplomó contra las almohadas. Una alegría fría y vacía se derramó por sus labios.
—¿Por qué te ríes?—, preguntó su padre en voz baja.
—Por la maldita ironía de todo esto—. Cerrando los ojos, movió la cabeza de un
lado a otro. —Tuve una mujer que habría vendido su alma para ser duquesa, y
otra—, sin la que no puedo vivir. —Que no quiere ser parte de ella—. Y que entonces,
no quería ninguna parte de él.
—Ella te ama, Robert.
Un sonido de amargo disgusto brotó de sus labios. Siempre optimista, incluso
ante la oscuridad absoluta. —No es suficiente—, escupió. Nunca había sido
suficiente. Lucy había querido un título. Y Helena quería sus malditos libros.
Si ella lo hubiera pedido, él le habría prometido el papel de contadora de todos
los malditos infiernos de Londres si lo hubiera deseado. Él habría arrastrado
simultáneamente el sol y la luna, y se los habría entregado si ella lo hubiera pedido.
Ella no debería haber tenido que preguntar... Tú deberías haber reconocido ese amor que
ella tenía y haberlo honrado...
Su rostro se contorsionó en un espasmo de dolor y quiso echar la cabeza hacia
atrás y gritar.
Una mujer que durante mucho tiempo había tenido más control que la mayoría
de las damas de la nobleza, y que se quejaba de la influencia de su hermano en su
vida, Helena nunca habría sido alguien que dejara de lado ese autocontrol. Incluso
por su amor.
—La amas—, dijo simplemente su padre.
No era una pregunta y, sin embargo, Robert asintió espasmódicamente de todos
modos. Con todo lo que era. Sin embargo, conociendo la fuerza de su espíritu, y su
deseo de algo más que una vida como matrona de la sociedad, ¿qué le había
ofrecido? ¿Qué puedo ofrecerle?
—Ve con ella—. El duque tosió en su pañuelo. —Sólo cuando puedas—, dijo
débilmente, y se puso lentamente en pie. Un brillo iluminó sus ojos doloridos. —
Algo me dice que necesitarás todas tus fuerzas para hacer entrar en razón a esa
dama.
Sólo que Robert no quería sólo hacerla entrar en razón. Quería que siempre fuera
la mujer fuerte, valiente e intrépida que escupía en la cara de las restricciones de la
sociedad y se enfrentaba a los Diggorys y Whitbys del mundo; sólo quería que fuera
esa persona, a su lado.
Robert cerró los ojos. Ahora, ¿cómo convencer a la testaruda descarada de que
quería estar a su lado?
Regla 24
Nunca ames. Todo lo que necesitas es amor.

St. Giles, Inglaterra


Una semana más tarde

Treinta cajas de brandy.


Veintiún cajas de jerez.
Veintidós cajas de whisky.
Helena miró la ordenada columna de números.
Sus cálculos.
Los mismos en los que había insistido hace más de dos meses. Por supuesto,
esos cálculos no habían tenido en cuenta la necesidad de contabilizar el aumento de
miembros en ese tiempo, pero aun así había un notable significado en esas cifras.
Tocó con la punta de los dedos las marcas descuidadas de la mano de Adair. Sus
gafas se deslizaron sobre el puente de la nariz y las volvió a colocar en su sitio. A
pesar de la frugalidad de Ryker y de sus oposiciones a aumentar los gastos de licor,
ella había luchado contra su terquedad y, por fin, al parecer, en su ausencia, había
ajustado las cuentas. Una sonrisa melancólica estiró sus labios.
Qué giros tan peculiares daba la vida. Si no hubiera habido un suministro de
licores cada vez más escaso, ¿habría contradicho deliberadamente las normas de
Ryker y habría salido a ese piso? Helena pasó el dedo índice por encima de la página,
con las tripas apretadas.
Sin embargo, había pisado esos suelos antes prohibidos, y su vida cambió
irremediablemente.
O así había sido.
Un espasmo se apoderó de su corazón y respiró con dificultad. Sacudiendo la
cabeza, Helena mojó la pluma en el tintero y procedió a tabular los gastos mensuales
de los apartamentos privados.
Por ahora, su vida era notablemente... igual. Tal y como había sido durante los
últimos diez años. Día tras día se levantaba, visitaba sus estrechas oficinas y
gestionaba los libros.
Su mente se apresuraba a realizar las tabulaciones y marcaba la columna
correcta. Aunque no era del todo igual, había una única y muy importante diferencia.
A su regreso, se le había concedido mayor libertad para moverse por las plantas del
club.
Tal vez, ante el asombro de Ryker por haber elegido volver al Infierno y el
Pecado, se había ganado por fin el respeto de un hombre que despreciaba todos y
cada uno de los aspectos de la alta sociedad.
Tal vez, en su ausencia, habían llegado a apreciar el papel que ella había
desempeñado, y se le había concedido mayor libertad para cumplir con éxito ese
papel.
O tal vez, simplemente, en su ausencia, y con su regreso, habían reconocido la
verdad: ya no era la niña de seis años a la que había que proteger, sino que ahora era
una mujer, de tan sólo veinticinco años y completamente crecida, y en posesión de
su propia mente.
A través de todo esto, sus responsabilidades adicionales en el club, su libertad
dentro de estas paredes y pasillos, y la admiración de su hermano, tenía todo lo que
quería.
Entonces, ¿por qué existía este gran agujero de vacío?
La pluma en los dedos de Helena temblaba y la tinta salpicaba la página. Dejó
la pluma y cerró los ojos.
Toda su vida había creído que si dejaba el Club del Infierno y el Pecado estaría
incompleta, que estaría renunciando a los votos que había hecho durante años y a
todo el autocontrol que tanto apreciaba.
Lo extraño. Extraño su risa y su sonrisa. Extraño hablar con él, sus caricias y sus
bromas. Extrañaba cada parte que hacía de Robert Dennington, el Marqués de
Westfield, quien era. Un hombre que había visto más allá de sus cicatrices y no se
había burlado de su amor por las matemáticas.
Y casi había muerto por ella.
Helena abrió los ojos y miró fijamente el libro de contabilidad abierto. Al final,
al escribir una nota de mentiras y marcharse, los había liberado a ambos.
Su garganta se apretó, y aunque siempre quedaría esa dolorosa herida de la
pérdida, él estaba mejor por ello. El daño que Diggory había hecho era prueba de
ello. Ella había llevado su mundo a Robert y a su familia, y esa era una vida de la
que nunca le permitiría formar parte. Era una vida que ella misma no quería.
Caballeros borrachos, desperdiciando monedas mientras la gente se moría de
hambre en la calle. Hombres que bebían hasta morir y apostaban la existencia de su
familia. Ese era el imperio que ella había alabado.
La puerta se abrió y ella tomó rápidamente su pluma.
—Ya casi he terminado—, dijo, sin apartar la mirada de la página.
—No he dicho nada—, dijo Calum, cerrando la puerta tras de sí.
—No hacía falta—, murmuró ella, agradecida por la distracción. A pesar del
vacío interior, también resultaba ser un bálsamo encontrarse con la familiaridad de
los hermanos que siempre habían estado allí.
Calum apoyó la cadera en el borde de su escritorio.
Helena lo miró por el rabillo del ojo y luego siguió trabajando. —¿Hay algo por
lo que Ryker desee hablar conmigo? ¿He sido convocada?— Levantó sus ojos hacia
los de él. —¿Otra vez?
Él tuvo la delicadeza de sonrojarse. —Él nunca lo admitirá, pero lo hizo para
protegerte. Sabía que Diggory no podría llegar a ti en la sociedad educada.
Sí, porque todos habían hecho siempre lo que era mejor para Helena Banbury,
tomando decisiones por ella, estableciendo reglas. Lo que ella quería o creía nunca
había sido considerado, no verdaderamente. Nunca le habían hablado directamente.
Sólo Robert le había hablado de verdad.
—¿Nada que decir?— La pregunta de Calum, pronunciada con rudeza, retumbó
en el silencio, puntuada por el chasquido de su pluma al golpear el pergamino.
¿Seguramente no esperaban que ella regresara siendo la misma mujer que se
fue? Sobre todo, después de haber sido forzada a salir. —¿Qué hay que decir?— dijo
encogiéndose de hombros. Pero, ¿realmente puedes estar resentida con ellos, cuando te
han traído los días más esplendorosos que has conocido en el transcurso de tus veinticinco
años? —Ryker lo sabe todo. Él sabía lo que era mejor. Yo había roto las reglas, y no
soy diferente de cualquier otro empleado—. Desechable y reemplazable.
—Sobre lo que pasó cuando te fuiste—, dijo Calum en voz baja.
Ella se puso rígida y parpadeó ante la página. Él deseaba que ella hablara de su
tiempo fuera de estas paredes. Un espasmo sacudió su corazón. No deseaba revivir
aquellos días ni el arrepentimiento que sentía por haber dejado a Robert. —Nosotros
no...
—Hablamos de asuntos personales—, interrumpió él. —Conozco las reglas.
¿Su hermano simplemente envió a Calum para que la interrogara más a fondo
para refutar su lugar aquí? Helena endureció la mandíbula. —Puedes asegurarle a
Ryker que...
—No me ha enviado para hablar de ello—. Ante el giro irónico de sus palabras,
ella levantó la vista. —De hecho, me pidió que no te hiciera preguntas al respecto.
Me dijo que te dejara con los libros.
Y así fue. Todos sus hermanos y los empleados del club le habían permitido
buscar su despacho y volver a la vieja y familiar rutina de la contabilidad. La tarea
de revisar los informes y los libros había resultado ser una distracción. Una
distracción temporal.
—¿Se trata de Lord Westfield?—, preguntó él sin rodeos.
Sus ojos se empañaron y parpadeó con fuerza en su página, deseando que las
gotas desaparecieran, deseando que se fueran para que Calum no viera esos signos
de su debilidad y supiera que su corazón nunca había estado más lejos de este club.
Las tablas del suelo gimieron y ella se puso rígida cuando su hermano se puso
en cuclillas junto a su silla.
—Lo amas.
Ella logró asentir con una sacudida. Con todo lo que era, y todo lo que sería.
Incapaz de soportar su silencio, Helena dirigió forzosamente su mirada borrosa
hacia la de él. Incluso a través del brillo, el amargo giro de los labios de su hermano
resplandeció. Por supuesto, endurecido y hastiado como siempre había sido, como
siempre habían sido todos, nunca vería el amor como algo más que una falta contra
su carácter. Hace poco tiempo, ella no había sido diferente a ellos. —Pensé que me
perdería a mí misma si lo amaba—, dijo ella, deseando que él entendiera. —Pero he
descubierto que no hay nada débil en amar a alguien. No te hace frágil, ni incapaz
de llevar con éxito los libros, ni de dirigir un negocio. Te hace más fuerte.
Calum dio una tos discreta, y se movió. —Sí—. Le dio una torpe palmadita en la
espalda, y ella suspiró. Estando con Robert, libre en sus pensamientos y emociones,
había olvidado la opresión asfixiante de esta restricción. —Deberías volver a tus
libros—, dijo él con brusquedad, y ella asintió. En otro tiempo, había sido como él y
sus otros hermanos, reacia a hablar de cualquier cosa que realmente importara, más
allá de los clubes.
Helena volvió a prestar atención a sus libros de contabilidad.
Él se dirigió a la puerta y luego la llamó por su nombre.
Ella miró inquisitiva por encima del hombro.
—Me alegro de que hayas vuelto—, dijo él, con una emoción poco habitual que
iluminaba sus ojos.
Helena sonrió, incapaz de darle esa misma mentira. —Oh, Calum—, dijo ella
cuando él pulsó el pomo. Él le devolvió la mirada de forma incrédula. —Algún día,
te encontrarás irremediablemente enamorado, y no podrás distinguir entre qué está
arriba y qué abajo, y yo me deleitaré en ese momento, Calum Dabney.
Él resopló. —No hay posibilidad de que eso ocurra—. Sus labios se torcieron en
una esquina, llenos de tanta arrogancia masculina, que ella puso los ojos en blanco.
Un momento después, él cerró la puerta, y ella volvió a mirar sus libros. Con un
suspiro, Helena se quitó las gafas, las dobló y las dejó sobre su libro.
Por primera vez en toda su vida, no había calma en sus números. O paz. O
alegría. Sólo un peculiar vacío.
Se frotó el dolor agudo en el pecho. Cuando se sentó al lado de Robert en la calle,
mientras él estaba pálido y agotado, febril por una bala que había recibido por ella,
pequeños trozos de su alma habían muerto, dejando en su lugar esta frialdad
irregular, un recuerdo eterno de lo que ella le había causado.
En esos momentos, sus gemidos y quejidos desgarradores le habían quitado la
cordura y, en última instancia, le habían hecho comprender que no podía casarse
con él.
No tenía derecho a estar con un hombre como él. Su mundo era uno de violencia
y peligro, y por el simple hecho de estar en él, él estaba en riesgo. Al igual que su
hermana y su padre. Porque aunque ya no existiera la amenaza de Diggory, siempre
habría propietarios de clubes rivales que conocían el núcleo de la debilidad de
Ryker: su familia.
Helena apretó el labio inferior entre los dientes. El sabor metálico de la sangre le
llenó la boca, y el horror se apoderó de ella.
La sangre de Robert manchando sus dedos, derramándose sobre la sucia calle
londinense, su aliento áspero mientras sus ojos se desviaban hacia la parte posterior
de su cabeza...
—¿La pesadilla?
La voz ronca de Ryker Black se abrió paso entre el terror y ella se giró tan rápido
que los músculos de su cuello se contrajeron. La pesadilla -sólo que esta vez, una
nueva que desafiaba sus propios horrores a manos de Mac Diggory. —Ryker—. Dejó
la pluma y se levantó lentamente.
Su hermano estaba de pie a varios pasos de distancia, con los duros planos de
su rostro cicatrizado familiarmente inexpresivos e inmóviles.
Se quedaron de pie, con los ojos fijos en una batalla silenciosa.
—No es hora de mi reunión semanal—, dijo Helena al fin, rompiendo la tensión.
Ryker cruzó los brazos sobre su amplio pecho y enarcó una ceja negra y
escarchada. —He hecho una pregunta.
No, había dicho dos palabras. ¿A qué se debía su silencio? ¿Qué demonios eran
los suyos? Ella era su hermana, y lo había conocido la mayor parte de su vida, y aún
no sabía casi nada sobre quién era. Levantó la barbilla. —No hablamos del pasado,
Ryker. Las reglas—. Las mismas que habían hecho que fuera expulsada.
Entonces, cuando uno era Ryker Black, podía romper cualquier regla,
especialmente las propias.
—Diggory está muerto, y no puede hacerte daño, nunca más. Tú lo hiciste,
Helena. Mataste a ese demonio—. Ese susurro letal hizo que un escalofrío recorriera
su espalda. Con qué despreocupación hablaba de que ella había perforado la cabeza
de Diggory en el callejón aquel día.
—No estoy preocupada por Diggory—, dijo ella en voz baja, y pasó los dedos
por el respaldo de su silla. Era la guerra inevitable que vendría al acabar con el líder
de La Guarida del Diablo.
Él se acercó un paso, con sus ojos finos e impenetrables clavados en ella. —
Deseas volver—, continuó, sin darle la oportunidad de responder. —Incluso
después de que la esposa de Wilkinson tratara de eliminarte, volverías a ese
mundo—. Wilkinson. No 'padre'. No 'nuestro padre'. Ese mismo hombre que tanto
despreciaba, al internar a su esposa en Bedlam, había elegido en última instancia
hacer lo correcto por encima de ese noble vínculo.
Helena pasó una mirada triste por el rostro de su hermano. —Oh, Ryker, miras
a la nobleza y los ves a todos como iguales—. Él veía la traición de la Duquesa de
Wilkinson y no la bondad del duque. O la valentía de Diana al correr en busca de
ayuda dentro del Club Infierno y Pecado aquel día, y que en última instancia había
arruinado su nombre y su reputación. La culpa le apuñaló el corazón. —¿Me juzgas
por no juzgarlos?— Una risa aguda escapó de ella. —Estás tan consumido por tu
odio hacia esas personas, que te has vuelto ciego por ello—. Hace dos meses, se
habría mordido la mejilla para evitar pronunciar palabras que pudieran molestar a
Ryker y a su lugar en este universo. Ahora no. Por mucho que se enorgulleciera de
su fuerza, ella no había sido realmente fuerte a la hora de afirmar su lugar, dentro
de este club y dentro de su familia.
Un músculo palpitó en la comisura del ojo derecho de él, pero no dio ninguna
otra reacción externa a sus acusaciones. —Los odio—, dijo en las palabras más
reveladoras que había compartido con ella, nunca. —Pero luego de que Westfield
arriesgara su propio cuello viniendo por ti, tiene mi respeto—. Lo cual, para un
hombre que respetaba a pocos, era decir mucho, ciertamente.
Ella sacudió la cabeza con tristeza. Por supuesto, Ryker honraría ese último acto
de valentía y ese temerario acto de abnegación. Pero nunca borraría los años y años
de odio con los que había cargado. En cambio, vería su amor por Robert, por Diana,
por su padre, como un testimonio de su debilidad. —¿Hay algo más que necesites?—
, preguntó ella con firmeza.
Ryker negó con la cabeza. Sin decir nada más, giró sobre sus talones y se marchó.
Ella se quedó mirando el panel de roble, y dejó que la tensión saliera de sus
hombros. De niña su vida había existido con blancos y negros definibles. No había
habido confusión ni preguntas sobre su lugar en el mundo. Como mujer marcada y
con cicatrices en las calles de Londres, ese lugar nunca pudo ser más claro. En algún
momento, había empezado a habitar en un mundo gris, donde todo lo que había
creído había resultado ser notablemente más complejo.
Abandonando el trabajo por hoy, Helena cerró sus libros de contabilidad y tomó
las gafas del escritorio. Se dirigió a la puerta, la abrió de un tirón y salió al pasillo.
Empezó a recorrer el mismo camino familiar que había recorrido tantas veces...
y se congeló.
Su mirada se fijó en el pequeño trozo de color púrpura. Sin pensarlo dos veces,
sus piernas la llevaron hasta ese frondoso vegetal. Echando un vistazo a su
alrededor, se dejó caer sobre sus rodillas y tomó la hoja de col, acercándola a sus
ojos. El corazón le latía con fuerza mientras se ponía en pie y seguía un rastro de
esos restos morados que terminaban abruptamente fuera de sus habitaciones.
Con el corazón en la garganta, Helena se paró ante el panel de madera y pulsó
la manilla.
Parpadeó, dando a sus ojos un momento para ajustarse al espacio oscurecido, y
entró.
El aire la abandonó en un suave jadeo.
Flores púrpuras cubrían su habitación, dejando un rastro de color hasta su cama
vacía, que estaba cubierta de flores. Las lágrimas llenaron sus ojos y lo buscó. Con
la emoción del saber, una conexión cargada que siempre habían compartido, la
recorrió, y se giró lentamente.
Robert se encontraba de pie enmarcado en la puerta. —Helena—, murmuró en
ese barítono melifluo que había roto sus defensas desde su primer encuentro.
—Robert—, susurró ella. ¿Qué hacía él aquí?
Con los brazos llenos de varios libros de cuero, él entró y siguió acercándose a
ella, hasta que su paso de piernas largas devoró la distancia que los separaba.
Sus pestañas se cerraron. Seguramente lo había conjurado con su necesidad de
verlo.
—¿Sabes, Helena?—, dijo con tanta sobriedad que los ojos de ella se abrieron de
golpe. —Pensé mucho en tu partida.
—¿L-lo hiciste?—, logró pronunciar ella, observando cuidadosamente cómo él
depositaba su carga sobre los lirios púrpura que cubrían su cama.
Él inclinó la cabeza y sacó algo de su bota. —Has olvidado esto.
Ella siguió sus movimientos y observó la daga tachonada de rubí que llevaba en
su gran mano. Helena se humedeció los labios, y alternó su mirada entre aquella
daga largamente olvidada y las flores esparcidas por sus habitaciones. —¿Es por eso
que has venido?
Una sonrisa melancólica tiró de los labios de Robert, mientras se acercaba. Se
detuvo, de modo que sólo un pelo los separaba. —¿Es eso lo que crees?—, preguntó,
con un leve rastro de diversión en su pregunta. Le tocó la mejilla y, con esa suave
caricia de mariposa, sus pestañas empezaron a revolotear.
Ella se inclinó hacia su contacto. —No sé por qué estás aquí—. O cómo había
conseguido entrar. Otra vez.
—Tus hermanos fueron más complacientes con mi presencia en los pisos cuando
expresé mis intenciones—, dijo él, interpretando perfectamente sus pensamientos.
Los ojos de Helena se abrieron de golpe. ¿Sus intenciones? Su corazón dio un
vuelco.
—¿Seguro que no creíste que te permitiría marcharte tan fácilmente?—,
murmuró él, dejando caer su frente sobre la de ella. —No sin al menos ofrecerme
por ti adecuadamente.
Helena se inclinó hacia él, absorbiendo la calidez que desprendía su poderoso y
muy vivo cuerpo. Respiró el aroma a sándalo que era tan propio de Robert
Dennington. —Ya lo hiciste—. Ella había aceptado ese regalo, y luego lo había
abandonado rápidamente con la intrusión de la realidad.
Él le levantó la barbilla con los nudillos, obligando a los ojos de ambos a
encontrarse. —Pero no lo hice. No de verdad. Te ofrecí matrimonio.
Y cómo deseaba desesperadamente ese futuro con él, uno de risas y amor e
hijos...
—Pero no pensé en todo lo que dejarías atrás—. Extendió los brazos, señalando
sus aposentos, y ella lamentó la pérdida de su fugaz caricia. Robert recuperó los
libros de cuero que había depositado en su cama y los levantó. —Ya ves, Helena,
puedo darte lo que todas las demás mujeres sólo han querido... un título—. Tontas,
todas ellas. —Pero con mis propiedades en ruinas, no puedo darte nada más.
—Nunca me ha importado eso, Robert—, logró susurrar ella.
Él sonrió. —Oh, ya lo sé. Fuiste muy clara cuando declaraste tu preferencia por
antes atarte a los huesos muertos de Boney.
Una carcajada escapó de su boca. ¿Había dicho ella realmente eso?
—Te lo aseguro. Lo hiciste—. Qué armonía sincrónica existía entre ellos. —
Entonces, mientras estaba en cama, cosa que hice—. Hizo una pausa. —Durante un
largo tiempo—. La hoja de la culpa se retorció aún más. Mi culpa. Fue mi culpa. Él
golpeteó un dedo por su barbilla. —Consideré lo que podía ofrecerle a una mujer
que no deseaba mi título ni necesitaba riqueza.
Nada. Ella no necesitaba nada, excepto a él...
Él dejó su pequeña pila de libros en sus brazos. Frunciendo el ceño, Helena miró
la carga.
—Son los libros de contabilidad de mi familia—, continuó. —Le expliqué a mi
padre que, después de un mes de afanarme con los números, no había duda de que
seguiríamos endeudados mientras Stonely se encargara de nuestras finanzas.
Decidí, y él estuvo de acuerdo, que sólo una persona podía hacer lo correcto con
nuestros libros—. Su corazón dio un vuelco. —Te entregaré la contabilidad, si lo
deseas—. Hizo una mueca. —No dudo que con tu perspicacia, puedes salvar mis
propiedades mejor que cualquier hombre de negocios en todo el reino—. De nuevo,
echó un vistazo a su habitación. —O si prefieres seguir aquí como contadora, nunca
me interpondré en tu camino. Tu dote quedaría en tus manos, para nuestros hijos—
. Le sostuvo la mirada. —Sin embargo, te pido que me permitas vivir aquí contigo.
Oh, Dios. ¿Cómo era posible enamorarse aún más de él? ¿Él haría esa ofrenda
por ella? ¿Confiaría sus bienes a su cuidado? Su estremecedor sollozo se filtró sobre
ellos, y ella colocó cuidadosamente sus libros sobre la cama.
Robert le sostuvo la mirada, continuando su implacable asalto a sus debilitadas
defensas. —Te amo, Helena Banbury—, dijo con tanto amor irradiando de sus ojos
azules, que ella se hundió en el borde de la cama. Helena se abrazó a sí misma y se
miró los pies, poniéndose rígida cuando Robert se arrodilló a su lado. —Si te has ido
porque me desprecias a mí y a todo lo que tiene que ver con mi título...
—Ya no lo siento así—, dijo ella en un susurro tembloroso. Ahora, él era todo lo
que su corazón ansiaba. Seguramente él lo sabía.
Robert acarició su rostro con la mirada. —He pensado en lo que te ofrecería—,
continuó diciendo con un tono solemne que la inundó. —Te ofrecería mi corazón,
pero ya sabes que lo tienes, y no era suficiente.
Una lágrima brotó del rabillo del ojo y se deslizó por su mejilla. Seguida de otra.
Y otra más. —¿Es eso lo que crees?— La emoción enronqueció su voz.
Él enarcó una ceja. —¿No es cierto entonces?
¿Cómo podía no saber que su corazón latía ahora por él, que él era su felicidad
y su luz? La fea carcajada de Diggory resonó en su mente con el estruendo de una
pistola. Ella se estremeció y con un sonido de frustración, Helena se puso en pie de
un empujón y comenzó a caminar. —Casi mueres.
—Y lo volvería a hacer sin dudarlo—, dijo con tanta calma que su control se
quebró.
—Pero no quiero que hagas ese sacrificio por mí—, gritó ella. —Te quiero vivo
y feliz y...— la furia escapó de su cuerpo. —No muerto—. Helena cerró los ojos,
odiando la debilidad interior que le hacía querer tomar egoístamente lo que él le
ofrecía.
Unas manos cálidas y fuertes capturaron las suyas, haciendo que abriera los ojos.
—¿De eso se trata?—, preguntó él, sin dejar de sujetarla. —De protegerme.
Había tanta ternura y amor en esa pregunta que las lágrimas inundaron sus ojos.
Ella asintió con una sacudida. —Los hombres de Diggory no descansarán hasta
vengarse.
—Entonces los enfrentaremos juntos.
Una mitad risa, mitad sollozo brotó de ella. Qué decidido estaba. —No puedo,
R-Robert—. Su voz se quebró. ¿Cómo es que aún no veía el peligro que corría al
casarse con ella?
—Oh, Helena—, murmuró él, y con el pulgar capturó una sola lágrima mientras
recorría un camino por su mejilla. —Hablas de que me quieres vivo y feliz, y sin
embargo, ¿cómo puedes no saberlo?
El labio inferior de ella tembló. —¿S-saber qué?
—Que sólo he estado realmente vivo y feliz contigo en mi vida.
Oh, Dios.
—Cásate conmigo, Helena Banbury—, la instó.
—Pero...
Acunó su cara entre las manos, con los ojos clavados en los suyos. —Cásate
conmigo sabiendo que puede haber dificultades y tristeza, y que nosotros, con el
amor del otro, encontraremos fuerza y alegría mutua.
Helena se inclinó hacia él, y cerró los ojos. Toma ese regalo que él te ofrece... No
tengas miedo...
Y después de toda una vida de vivir en la oscuridad, ella abrió los ojos, y las
sombras se levantaron, reemplazadas en su lugar por la promesa de amor y un para
siempre en sus ojos.
Con una sonrisa, Helena le pasó una palma temblorosa por la mejilla. —Te amo.
Él recorrió su rostro con la mirada. —¿Es eso un...?
Ella se inclinó y lo besó, silenciando su pregunta. Al retirarse, dijo: —He pasado
gran parte de mi vida odiando y temiendo la vida fuera de estos muros. Estaba tan
convencida de que no necesitaba a nadie más que a mí misma y a mi trabajo—. Su
voz se quebró. —Pero necesitarte no me hace débil. Tenerte en mi vida sólo me hace
más fuerte.
Con un gemido, Robert reclamó sus labios una vez más, y una ligereza llenó la
oscuridad que la había invadido durante tanto tiempo.
Por fin, ella estaba en casa.

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