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LA FUERZA DE NUESTRO AMOR

©2021 Mita Marco


Primera edición: septiembre 2021
Portada: Mita Marco
Maquetación: Mita Marco
Corrección: Llyc Correcciones

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Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son
producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente.
Hay que saber que no existe país en la tierra donde el
amor no haya convertido a los amantes en poetas.

Voltaire
Índice

UNO

DOS
TRES
CUATRO
CINCO
SEIS
SIETE
OCHO
NUEVE
DIEZ
ONCE
DOCE
TRECE
CATORCE
QUINCE
DIECISÉIS
DIECISIETE
DIECIOCHO
DIECINUEVE
VEINTE
VEINTIUNO
EPÍLOGO
PARA LOS MÁS CURIOSOS
OTROS TÍTULOS
UNO

9 de marzo de 1719
Puerto de Pasajes, Guipúzcoa.

Las dos elegantes fragatas aguardaban, amarradas en el


puerto, a que los soldados terminasen de cargar todo el
armamento a bordo, además de los alimentos que necesitarían
durante su viaje por alta mar. Les esperaban varias jornadas de
duro viaje en aquellos navíos y debían estar preparados para
cualquier contratiempo.
Los llantos de las familias que se despedían de sus
hombres, se escuchaban en cada rincón del concurrido puerto,
junto con las indicaciones que la tripulación recibía para
tenerlo todo listo para su marcha.
A las ocho en punto de la mañana, el coronel Nicolás
Castro Bolaño se posicionó frente a las dos fragatas y miró a
sus hombres con satisfacción. Era de una altura considerable,
fuerte, por sus años al servicio del ejército, y vestía con un
regio uniforme militar de gala, el cual no dejaba ninguna duda
de quién sería el responsable de aquella importantísima
misión. Saludó a varios de los soldados tocando su sombrero,
en el que una delicada pluma se agitaba por la suave brisa del
viento, y carraspeó para llamar al orden y al silencio de todos
los congregados allí.
—¡Señores, ha llegado la hora de marchar! —exclamó
con una sonrisa confiada mientras miraba el cielo despejado
—. Nos esperan miles de leguas hasta alcanzar tierras
escocesas, mareas bravas y algún que otro contratiempo. Pero
llegaremos airosos, y cuando eso ocurra y pisemos sus
agrestes prados, los buenos escoceses, George Keith y Rob
Roy, nos conducirán hasta Inverness para atacar a los ingleses.
—El coronel Castro Bolaño sonrió de forma ladeada y
acomodó el cuello de su abrigo rojo, infundiendo seguridad y
templanza—. ¡Lograremos doblegar a esas ratas británicas y
recuperaremos los territorios que se nos quitaron injustamente!
Los gritos de júbilo de los soldados ensordecieron a los
mercaderes y pescaderos que comerciaban en el puerto.
Asintió, satisfecho de las ganas de sus hombres y les hizo
una señal con el brazo para que subiesen a bordo.
—¡No perdamos más tiempo, señores! ¡Zarpemos cuanto
antes hacia Escocia y recuperemos lo que es nuestro! ¡Dios y
el rey están de nuestro lado!
Mientras los soldados subían a bordo, el coronel metió la
mano en uno de los bolsillos de su abrigo y sacó un mapa de
las tierras escocesas a las que pronto llegarían.
—Un discurso fantástico, coronel —lo interrumpió una
grave voz a su espalda.
Cuando Castro Bolaño se dio la vuelta, descubrió a José
de Santarem y a Andrés de la Cueva, dos de sus sargentos.
Eran hombres fuertes, con su misma altura y el cabello
negro, sobre el cual descansaban sendos sombreros tricornios
con una escarapela roja.
Ambos gallardos y atractivos, sin embargo, era José el que
siempre llamaba la atención, por su apostura, sus penetrantes
ojos marrones, su nariz patricia y su mentón orgulloso. Tenía
un carácter amable, aunque algo serio, ya que los años
curtiéndose en el ejército le habían hecho más frío y reservado,
no obstante, eso apenas parecía importarle a las féminas, que
se desvivían por él y por un poco de su atención.
Llevaba en el escuadrón muchos años y no había soldado
más leal y valiente que él.
—Llegáis tarde, señores míos. Los demás soldados ya
están subiendo a bordo.
Andrés de la Cueva sonrió de forma ladeada y señaló a
José con un movimiento de cabeza.
—Esta noche nos han raptado, mi coronel —bromeó
cruzándose de brazos—. Dos mujerzuelas se han colado en
nuestras alcobas y no nos han dejado marchar hasta el alba.
José puso los ojos en blanco.
Andrés era un buen amigo y un tipo de confianza, pero su
lengua no tenía freno. Y mucho menos cuando se trataba de
mujeres.
—Sentimos el retraso, Nicolás, subamos a bordo y no
hagamos esperar más a los escoceses Rob Roy y George
Keith. Nuestro rey y el primer ministro Alberoni han puesto
todas sus esperanzas en nosotros, para recuperar las tierras que
perdimos debido al miserable Tratado de Utrech.
—Cierto —asintió Castro Bolaño—. Esta misión es muy
importante para España. Ayudaremos a los escoceses a volver
a poner a su rey en el trono y a sacar a los ingleses de sus
tierras, sí, pero, a cambio, nosotros también ganaremos con
ello. ¡Recuperaremos Menorca, Gibraltar y Terranova, y les
arrebataremos hasta el mismo Londres a esos bastardos!
—Es una gran maniobra de despiste, mi coronel —añadió
José, sonriente, felicitando su astucia—. En estos momentos,
veintisiete fragatas españolas con siete mil compatriotas
navegan hasta tierras escocesas. Aguardarán a que ataquemos
Inverness y los soldados ingleses vengan a por nosotros,
entonces, tomarán el sur de Inglaterra sin mayor problema.
Será un juego de niños.
—Así lo esperamos, sargento —añadió Castro Bolaño con
orgullo—. Tengo muchas esperanzas puestas en esta misión. Y,
aunque nosotros no seamos los encargados de llegar a
Londres, el Escuadrón Galicia y sus trescientos hombres
lograremos engañar a los ingleses para que nuestros
compatriotas tomen la ciudad.
—¿Solo somos dos fragatas? —preguntó Andrés,
frunciendo el ceño—. Con trescientos hombres no podremos
vencer a los ingleses de Inverness.
—No temas, sargento de la Cueva. —Castro Bolaño rodeó
a Andrés por los hombros, sonriente—. Dos de los barcos que
ya se dirigen hacia Inglaterra vendrán con nosotros a la lucha.
Tras su conversación, los tres hombres subieron al primer
navío y dejaron las pertenencias en sus respectivos camarotes,
los cuales compartían con algunos soldados.
Se aseguraron de que todo estaba en orden, de que los
trescientos cincuenta barriles de pólvora y la munición para los
mosquetes estuviesen debidamente colocados en las bodegas.
Cuando se quedó a solas, José caminó hasta la popa de la
fragata y se apoyó en la baranda, mientras la costa española se
convertía en un punto en la lejanía. Sin embargo, no sintió
pena de marcharse. En España no tenía a nadie que lo echase
de menos. Su familia murió siendo él un jovencito, cuando su
casa ardió en medio de la noche, y los únicos familiares vivos
que le quedaban eran unos tíos que vivían en Segovia, y a los
que llevaba diez años sin ver.
Tenía cientos de amistades, eso sí. Buenas personas de
confianza que lo apreciaban de verdad y que le hubiesen
abierto las puertas de sus casas si lo hubiese necesitado. Pero
José nunca aceptó ayuda de nadie.
Al quedarse huérfano, a los doce años, se alistó en el
ejército, y su vida transcurrió entre instrucción y guerra.
A sus treinta y seis años, no poseía nada más que dos
mosquetes, un terreno ruinoso donde antes estaba construida la
casa familiar y una considerable suma de dinero que no
pensaba gastar arreglando esas ruinas.
Ese terreno que perteneció a sus padres, ubicado en Lugo,
le traía unos recuerdos horribles, de dolor y miedo, y no
volvería a poner un pie en él, aunque eso significase guerrear
hasta que su vida acabase en un campo de batalla.

15 de marzo de 1719
Poblado de Dornie, Escocia.

La tranquilidad del lago Duich invitaba a quedarse


contemplando el hermoso paisaje durante horas. Sus mansas
aguas cristalinas reflejaban la débil luz del firmamento,
tornándolas anaranjadas y rosáceas, mientras alguna que otra
pequeña embarcación navegaba por ellas en busca de peces
con los que comerciar más tarde.
Acababa de amanecer, y con el tímido sol asomando por
el horizonte, la visión de sus tranquilas aguas, en las que
descansaba sobre una pequeña isla el castillo de Eilean Donan,
ofrecían una panorámica sobrecogedora.
Siempre le gustó comenzar el día sentada a los pies del
lago.
Para Eirica McGregor el frío era lo de menos. Llevaba
acudiendo a su cita con el amanecer desde que era una niña,
incluso cuando su tío Donald le prohibía hacerlo.
Salía a hurtadillas por la ventana de su habitación y corría
por el poblado de Dornie hasta que encontraba su escondrijo
favorito, situado entre dos piedras grandes, cerca de un viejo
muelle.
De vez en cuando, metía los pies en las gélidas aguas para
luego salir tiritando y riendo por su travesura. En alguna
ocasión, llegó a casa con el rostro tan amoratado por el frío
que su tío la reprendió por su desobediencia y la castigó sin
cena.
No obstante, ya no era una niña. Era una mujer de
diecinueve años a la que todo el poblado amaba por su bondad
y simpatía. Y su tío, ya no le ponía inconveniente a sus
acostumbradas salidas matutinas, salvo cuando hacía
demasiado frío.
Suspiró con la vista clavada en el castillo, abandonado
desde hacía bastantes años, y por su boca salió vapor. Apretó
el manto alrededor de sus hombros y se levantó de la piedra en
la que descansaba.
Por ese día era suficiente. Debía regresar a casa y
comenzar con las tareas diarias en el campo, con los animales.
Antes de marcharse, se quitó una de sus botas y, con una
sonrisa divertida, metió un pie en el agua, como había hecho
tantas veces. Nada más tocar aquel helado líquido, su cuerpo
se erizó.
Contempló su reflejo en el lago y se dio cuenta de que la
piel de sus mejillas había perdido su acostumbrado color
carmesí y se veía azulada.
Una ráfaga de aire hizo que su largo cabello pelirrojo
acabase tapándole la visión. Se lo apartó hacia atrás y siguió
mirándose detenidamente. Acarició su fina nariz cubierta de
pecas y deseó poder tener el rostro tan limpio y níveo como su
amiga Tavie. No le gustaban esas manchas en su cara, ni sus
rasgados ojos azules, ni su cuerpo débil y delgado. Las
matronas del poblado le aseguraban que jamás podría parir
hijos con esas caderas tan estrechas.
Secó el pie con el bajo de su vestido y se puso de nuevo la
bota, para regresar a casa.
Mientras cruzaba el poblado, saludó con una sonrisa a
Jamie McGregor, un viejo pescador que siempre faenaba cerca
del castillo.
Al llegar a su hogar y tras cruzar el umbral, el silencio
sepulcral que encontró le hizo fruncir el ceño.
—¿Tío Donald? —lo llamó extrañada—. ¿Estás aquí?
Al no recibir respuesta, se dirigió a su alcoba, preocupada
porque algo le hubiese pasado. Desde que su mujer falleció, su
tío no era el mismo, y de eso ya habían pasado más de diez
años. Ninguno de sus hijos pudo conseguir que la alegría de
Donald regresase y Eirica se aseguró de que siempre estaría a
su lado, para que la soledad no mermara sus ganas de vivir.
Sus tíos la acogieron cuando solo era una jovencita, tras la
muerte de su madre. Nunca tuvieron riquezas, ni comida en
abundancia, ni una casa elegante u opulenta como las de las
familias nobles, pero lo poco que tenían lo compartieron con
ella del mismo modo que lo hicieron con sus propios hijos.
—Tío Donald, ¿dónde estás?
—¡Maldición, muchacha! ¿Acaso un hombre no puede ir
tranquilo a las letrinas?
La voz de aquel viejo cascarrabias la hizo reír. Por el
pasillo apareció su tío, vestido todavía con su vieja camisa de
dormir, mientras se peinaba los cuatro pelos plateados que le
quedaban en el cráneo.
En su juventud, Donald McGregor fue un hombre apuesto
y gallardo, con un abundante cabello rubio del que conservaba
apenas unos mechones. Su rostro serio y redondeado por los
años, le daba aspecto de cascarrabias y gruñón, y aunque a
veces lo era, Eirica sabía que detrás de sus cejas fruncidas y su
actitud distante, se escondía una buena persona.
—Temía que algo malo te hubiese sucedido, tío —
respondió Eirica yendo a su lado—. ¿Estás enfermo?
—¿Por qué preguntas tal sandez? ¿Parezco enfermo?
—No lo pareces, pero a estas horas siempre estás vestido
y trajinando en el huerto.
—Me he quedado dormido. Mi viejo cuerpo no ha podido
levantarse antes.
—No estás viejo, tío. Es solo que con el frío apetece
quedarse recostado en el lecho.
—Paparruchas, paparruchas y paparruchas —resopló
negando con la cabeza—. Anda, niña, prepara algo para comer
que hoy tenemos mucho trabajo que hacer con los animales.
Esta noche ha parido la cabra.
—Oh, ¿ya ha alumbrado la pequeña Betsy? —Fue hasta la
chimenea y echó un par de troncos en ella, para avivar el
fuego. Puso un caldero con agua a calentar y echó dentro unas
cuantas hierbas.
—¡No le pongas nombres a las bestias o te apenarás
cuando tengamos que matarlas para comer!
—Me apenaría más no tener nada para comer.
Donald se echó a reír y miró a Eirica moverse por la
cocina. Aquella muchacha era la alegría de su vida desde que
su difunta Margaret se marchó al cielo.
En cierto modo, su sobrina le recordaba un poco a ella. Su
esposa y la madre de Eirica eran hermanas, y ambas guardaron
siempre un gran parecido. Tenían el pelo rojo, el cual refulgía
como una fogata en plena noche, unos ojos azules vivos y
cristalinos, y un corazón indómito que nunca dejaron que
nadie pisotease.
—Tío, me preguntaba si sabes algo de Raibeart. Llevamos
mucho tiempo sin ver a mi primo.
Al escuchar su pregunta, Donald dejó de recordar a
Margaret y centró su atención en su sobrina.
—Raibeart mandó una misiva hace varios días. En ella,
me avisa de que va a pasar una temporada con nosotros.
—¡Oh, pero eso es fantástico! —exclamó Eirica juntando
sus manos, emocionada—. Estoy deseosa de volver a ver a
Mary Helen. Siempre me he llevado muy bien con su esposa.
Y seguro que sus hijos estarán muy creciditos.
—Esta vez, viene él solo.
—Vaya… —Se quedó sin saber qué decir, notando que la
alegría disminuía—. ¿Y… por qué va a dejar a su familia? ¿Ha
ocurrido algo malo?
Donald chasqueó la lengua y contempló a Eirica con
atención. Conocía a su sobrina como si de su propia hija se
hubiese tratado y sabía que si no le contaba los motivos,
estaría insistiendo a todas horas. Esa era otra cosa en la que se
parecía a su Margaret.
El viejo hombre palmeó la silla de madera que había libre
a su lado, para que tomase asiento.
—Ven aquí, muchacha. Comamos algo y calmaré tus
dudas.
Las dos fragatas españolas atracaron en la costa de Lewis
esa misma tarde.
Había sido un viaje de lo más tranquilo, sin ningún
contratiempo con el mar. De hecho, alcanzaron tierras
escocesas un día antes de lo previsto.
Cuando bajó del barco y pisó aquella playa salvaje, José
se quedó anonadado contemplando el paisaje que se extendía
delante de sus ojos. Estaban rodeados por impresionantes
acantilados, tan escarpados y verdes que parecían irreales. La
niebla cubría las cumbres de dichas montañas y, cuando aguzó
un poco más la vista, creyó ver cabras pastando libremente por
ellas.
El cielo estaba encapotado y unas finas gotas de lluvia
cayeron sobre su sombrero. Se frotó los brazos para entrar en
calor, ya que el frío era tan intenso que la mayoría de los
soldados se echaron sus capas sobre los hombros.
A su lado, se posicionó el coronel Castro Bolaño,
sonriente, y después lo hizo Andrés, que tiritaba por las bajas
temperaturas.
—Es un lugar precioso, ¿verdad?
—Parece irreal —asintió José.
—Te lo parecerá más cuando veas que en este sitio apenas
sale el sol. Querrás regresar a España a nado —bromeó,
palmeando su hombro.
José no lo creía. ¿Desear marcharse de aquel paraíso?
Dio un paso más sobre la arena y miró a su alrededor,
notando que todavía no había visto ningún signo de
civilización. Todo era virgen y agreste.
—¿Este trozo de tierra está deshabitada? Parece que no
haya nadie aparte de nosotros.
—Sí hay gente, y mucha —dijo Castro Bolaño alzando la
cabeza y señalando con disimulo hacia un lado de las
montañas—. De hecho, nos están observando desde que
echamos el ancla.
Cuando José se fijó en el lugar donde le indicaba su
coronel, se dio cuenta de que tenía razón. Por entre las
montañas había una treintena de hombres que los miraban con
atención, mientras caminaban hacia ellos.
—¡Por los clavos de Cristo! ¿Por qué se visten como las
mujeres? —saltó Andrés, señalándolos—. Todos llevan faldas.
—Son kilts —lo corrigió José, sonriendo por la falta de
información de este—. Es una prenda tradicional de Escocia.
—Y solo la visten los hombres —añadió el coronel.
Andrés parpadeó antes de echarse a reír a carcajadas.
—¿Los hombres de aquí llevan faldas? ¡Por Dios! ¿Y qué
ropa llevan las mujeres? ¿Son ellas las que llevan las armas,
las que visten pantalones, las que tienen bigote?
José acercó un poco la cara a la de Andrés y le susurró,
mientras veía cómo los escoceses seguían aproximándose a la
playa.
—Yo que tú no me reiría de ellos en sus narices o puede
que acabes sin cabeza. Estos hombres son unos bárbaros.
Mejor que mantengas la boca cerrada.
—¿Y qué voy a decirles? —Rio Andrés—. No conozco su
idioma, al igual que la mayoría de los soldados.
—Entonces, muchacho, deja que José y yo seamos los
encargados de conversar con ellos y limítate a comportarte
según tu rango —sentenció Castro Bolaño con voz de mando.
Los escoceses llegaron a la playa solo un par de minutos
después.
Cuando los tuvieron delante, los soldados españoles
contemplaron a esos hombres con curiosidad. Eran muy altos,
corpulentos y con unas barbas tan largas y espesas que apenas
se les veía la mitad de la cara.
Uno de ellos se adelantó al resto y se colocó frente al
coronel y José, con ojos inquisidores y una media sonrisa en
los labios. Parecía ser su líder.
Castro Bolaño dio un paso hacia él, alargando un brazo a
modo de saludo.
—¿Estoy frente a Rob Roy McGregor?
—Frente al mismo —respondió el escocés con un acento
muy cerrado.
José contempló al hombre que tenían delante y
comprendió por qué le apodaban el Rojo, ya que nunca había
visto un cabello tan cobrizo como el suyo.
—Es todo un honor, señor. Yo soy el coronel Nicolás
Castro Bolaño, y estos son mis hombres. El Regimiento
Galicia. —Señaló a su derecha—. Él es el sargento José de
Santarem, uno de los pocos que conoce vuestro idioma.
José dio un paso hacia adelante y se colocó al lado del
coronel.
—Un honor, señor.
Rob Roy alzó los ojos, deteniéndose en los demás
soldados, que aguardaban, mosquete en mano, a recibir
órdenes de sus superiores. Enarcó las cejas y volvió a
concentrarse en Castro Bolaño.
—¿Dónde están los demás hombres de los que se habló en
las cartas?
—¿Los demás hombres? ¿Todavía no han llegado las
fragatas con el resto de los soldados? —preguntó extrañado
Castro Bolaño, mirando a José con el ceño fruncido.
—Sois los primeros en pisar tierras escocesas.
—Entonces, no tardarán en aparecer. Salieron tres días
antes que nosotros. Quizás hayan sufrido algún temporal que
los ha hecho demorarse.
—Dejaré a varios guerreros vigilando hasta que lleguen
—anunció Rob Roy—. Mientras tanto, caballeros, os
conduciremos a un lugar seguro donde nadie pueda
sorprenderos. Y cuando el resto del ejército esté en Escocia
planearemos la emboscada.
—¿Dónde transportaremos la pólvora y la munición?
—Mandaré traer carros con mulas. —Señaló hacia las
enormes fragatas—. ¿Qué vais a hacer con los barcos? Aquí
los ingleses podrían verlos, son demasiado grandes.
—Las fragatas regresan a España —anunció José,
tranquilizando al escocés—. Cuando acabe la guerra y
venzamos a los ingleses, volverán a por nosotros.
—Seguidme, entonces. Tengo preparados unos birlings
que nos llevarán hasta nuestro destino. Son navíos mucho más
ligeros y pequeños. Pasarán desapercibidos.
—¿Hacia dónde nos dirigimos?
—Dejaremos la munición y la pólvora a salvo en el
castillo de Eilean Donan —anunció Rob Roy, sin titubeos—.
Está deshabitado desde hace años y los MacKenzie nos han
permitido utilizarlo como polvorín.
—¿Se nos permitirá vivir en el castillo mientras llegan
nuestros demás hombres? —lo interrogó Castro Bolaño.
—En efecto —asintió el escocés de inmediato—. No es
un lugar especialmente cómodo porque, como ya os he dicho,
está deshabitado, pero os servirá para descansar un par de días,
hasta que ataquemos Inverness.
DOS

La risa de aquellas dos jóvenes resonaba por el puerto de


Dornie, haciendo que los pescadores y mercaderes, que se
afanaban por exponer la mercancía, les sonriesen a su paso.
Eirica agarró con más fuerza la cesta, en la que acababa
de dejar las fresas que había comprado, y miró a Tavie sin
dejar de reír.
A diferencia de ella, su amiga era una preciosa rubia de
ojos verdes, con senos generosos y caderas pronunciadas, que
volvía locos a todos los hombres que se cruzaban en su
camino, tanto a los del poblado como a los forasteros. Tenía
una sonrisa preciosa y hablaba como la que más sobre todos
los temas, aunque no tuviese mucha idea de ellos. Siempre
solía decir que si los hombres te escuchaban hablar de todo un
poco, su interés crecía, pues te consideraban una mujer culta y
mundana.
Eirica jamás fue una persona tan conversadora como su
amiga. Era más reservada, más seria en cuanto a los
desconocidos se trataba. Quizás, por insistencia de su tío, que
siempre le aconsejaba no dar demasiada confianza a personas
extrañas. No era apropiado para una mujer.
—Y, entonces, Bruce aseguró que hablaría con mi padre y
pediría mi mano —terminó de relatar Tavie, con ojillos
pícaros.
—¿Es eso cierto, amiga? ¿Te desposarás con Bruce
Cameron?
Tavie apretó los labios y una carcajada escapó de ellos sin
poder evitarla.
—¡No, por todos los santos, Eirica! ¡Si me desposase con
ese hombre me aburriría hasta el día de mi muerte!
—¿Pero no le aseguraste que si te daba media liebre te
convertirías en su esposa?
—Lo hice, y la liebre estaba deliciosa. —Rio de nuevo—.
Pero ese hombre tendrá que hacer más cosas que darme media
liebre si desea que sea su mujer.
—¡Tavie McGregor, eres una granuja de cuidado! —
exclamó ella sin dejar de reír—. El Señor te va a castigar por
mentir.
—No, querida, yo le dije que me desposaría con él, pero
no le dije que lo haría en esta vida.
—¡Oh, qué tramposa! —dijo sin dejar de reír.
Tavie agarró a Eirica del brazo e hizo que dejase de
caminar.
—¿Acaso tú te casarías con él?
—No, ni con él ni con nadie —sentenció decidida.
—No puedes estar hablando en serio. Algún día, tu tío te
prometerá a un hombre y nada podrás hacer para remediarlo.
—Mi tío es viejo, Tavie, y me necesita a su lado.
—Entonces, ¿vas a sacrificar tu felicidad por quedarte a
cuidarle?
—Soy muy feliz sin un hombre al que rendir cuentas. Soy
libre y no deseo atarme solo porque sea lo que todas las
mujeres hacen.
—¡Pero, querida…, no tendrás hijos! Eso es muy triste.
Morirás sola.
—Oh, Tavie, todavía falta mucho para eso. —Rio.
—Es una lástima que tus padres no estén a tu lado, te
quitarían de la cabeza esa tonta idea de no desposarte.
—Es una lástima que no estén —asintió—, pero, aunque
lo estuviesen, mi decisión sería la misma.
—Todos los hombres quieren lo mejor para sus hijas, y
dudo mucho que te permitiesen ser tan independiente como lo
hace tu tío.
Eirica apretó los labios, entristecida al recordar a sus
padres.
—Bueno, sea lo que fuere, ellos no están, y mi tío no va a
obligarme a nada.
—¡Ese pobre hombre se ha rendido contigo! —Se
carcajeó su amiga—. Eres una mujer muy cabezota, Eirica, y
te aprovechas de que ya no tiene fuerzas para batallar como
cuando era más joven.
—Lo que te ocurre, querida, es que tienes envidia.
—¿Yo? ¡Ja! ¡Ni lo sueñes! —exclamó con gracia,
contoneando las caderas—. En unos años estaré desposada con
un hombre al que ame y pariré a sus hijos, a unos niños que
me darán alegría a diario, mientras tú sigues acompañando a
Donald McGregor y desollándote las manos en sus tierras.
—Y cazando, amiga, te olvidas de que también seguiré
cazando. —Se mordió el labio inferior y apartó un mechón
rojo de la cara.
—Eso es cosa de hombres, nunca comprenderé que te
agrade matar animales.
—No me agrada matar por placer. Nos comemos a esas
pequeñas bestias y…, por cierto, no debo demorarme mucho
en el puerto, quiero conseguir un par de perdices para la cena,
antes de que mi tío note mi ausencia.
—Eirica, no vayas al bosque tú sola, es peligroso. En eso
sí deberías obedecer a Donald.
—Nunca me alejo demasiado, y… quiero que esta noche
comamos algo especial. Mi primo Raibeart regresa a Dornie
durante una temporada y quiero sorprenderle con una buena
cena.
—¿Qué le trae por aquí al bueno de Raibeart?
Eirica miró a su alrededor y cogió a Tavie de la mano,
para llevarla a un lugar donde nadie pudiese escucharla.
—Si te digo algo, prométeme que, por el momento, será
un secreto.
—Por supuesto, ¿de qué se trata?
—Se está organizando un segundo levantamiento para que
la Casa Estuardo vuelva al trono. Raibeart va a venir para
ayudar en todo lo que se le necesite.
—¡Oh, santos! ¿Es eso cierto? ¿Crees que esta vez podrán
nuestros hombres echar a esos asquerosos ingleses?
—Estoy segura de que sí, amiga, lo presiento. La primera
vez fallamos, pero Dios estará de nuestro lado y lograremos
expulsar a esas ratas de Escocia.

El castillo de Eilean Donan resultó ser un lugar frío y no


demasiado cómodo, tal y como les dijo Rob Roy en un
principio, pero, al menos, tenían un sitio donde resguardarse
del viento helado y de la lluvia. Era una espléndida fortaleza
de piedra gris, prácticamente infranqueable, por estar rodeada
de agua, con un solo puente que lo conectaba a tierra.
Nada más verlo, José se quedó sin palabras, sin embargo,
todo en esa tierra desconocida lo sorprendía. Tan salvaje, tan
peligrosa, tan agreste, tan única.
Con la ayuda de los escoceses, amontonaron los barriles
de pólvora y la munición en las mazmorras, a cubierto de las
inclemencias del tiempo, y se reunieron en el gran salón.
Aquel espacio apenas tenía mobiliario, más que un par de
mesas largas de madera, algo deterioradas, y varias pieles de
vaca colgadas en las paredes, junto a un grabado de una mano
sosteniendo una espada y la palabra fortitudine, el símbolo del
clan MacKenzie.
El coronel Castro Bolaño dio permiso a los soldados para
que descansasen. Había sido un viaje largo y la mayoría
estaban agotados. De todas formas, nada tenían que hacer
hasta que el resto de las fragatas apareciesen.
—Estoy molido —se quejó Andrés, recostándose en el
suelo, sobre unas pieles no demasiado limpias—. Creo que
voy a dormir tres días seguidos.
José le sonrió y alzó la cabeza hacia la ventana que había
a su derecha. Se levantó del suelo y caminó hasta ella,
perdiendo sus ojos en el verdor de las montañas escocesas.
Él también estaba agotado, sin embargo, ¿cómo dormir
cuando había tanto por ver? ¿Cómo quedarse encerrado en ese
castillo cuando había un mundo nuevo por descubrir?
—Descansa pues, amigo. Yo voy a reconocer el terreno.
—¿Ahora? ¿No deseas dormir un rato?
—No tengo sueño y… —Señaló una arboleda de las
proximidades—. Quiero explorar ese lugar.
—¿Pero irás solo?
—Claro, ¿crees que tengo miedo? —Rio alzando una ceja.
—Esos escoceses pueden herirte.
—Somos aliados, no me harán nada.
Andrés puso los ojos en blanco y se levantó de las pieles
con un suspiro. Se ató el cinturón con la pistola y se cruzó de
brazos.
—Está bien, vayamos.
—¿Vas a acompañarme?
—No puedo permitir que arriesgues tu vida en este lugar.
José lo miró sin dejar de sonreír y se ató también el
cinturón con su arma. Cogió el sombrero y se lo puso sobre la
cabeza antes de salir al exterior, seguido por Andrés.
Caminaron por un prado de corta hierba verde y
alcanzaron la arboleda.
Al entrar en ella, José se quedó sin aliento. Enormes
árboles los rodeaban. Había vegetación por doquier, tan virgen
y salvaje que tuvo la sensación de ser la primera persona que
pisaba aquella tierra.
Tocó el tronco de una vieja conífera, en la que crecía el
musgo y las setas. Miró hacia arriba, buscando el sol, pero el
follaje era tan frondoso que ni un rayo se colaba a través de él.
—Dime que esto no es un sueño, amigo Andrés.
—No lo es, te lo aseguro, en los sueños no hace tanto frío
como en este odioso lugar.
—Estoy seguro de que el paraíso tiene que ser algo muy
parecido a esto.
—Dios quiera que no, o me dedicaré a pecar para ir al
caldeado infierno —soltó el otro, tiritando.
José rio y continuó atravesando el bosque, embelesado.
Cuando un rayo de sol se coló entre las hojas, iluminó el
tronco de un grueso cedro, y cuando se fijó en él, se le cortó la
respiración.
De pie, sobre una de sus ramas, se encontraba una
hermosa mujer de cabello rojo, que apuntaba con un arco hacia
un punto del bosque, muy concentrada.
Tragó saliva al darse cuenta de su belleza indómita.
Su cabello lacio se agitaba con la suave brisa helada.
Tenía los ojos más azules que hubiese visto nunca, un rostro
delicado de piel nívea cubierto de pecas, unos labios gruesos y
rosados hechos para besar, y un cuerpo fino y cimbreante que
se movía con lentitud y cuidado sobre la rama.
José se quedó momentáneamente sin habla, cosa que
llamó la atención de Andrés, que miró en su misma dirección,
descubriendo a la joven.
—Ahora estoy seguro de que las hadas existen —susurró
José, sin poder quitarle la vista de encima.
—¿Un hada con un arco? ¿Vestida de hombre? —Andrés
negó con la cabeza, contrariado, antes de proseguir—. Amigo,
yo tenía razón. Aquí son los hombres los que llevan las faldas
y las mujeres usan las armas y los pantalones.
José no respondió, sino que se dirigió hacia ella, sin
titubeos.
Cuando estuvo bajo la rama en la que la joven estaba
subida, se aclaró la garganta.
—Señora, no es seguro que use un arco, se puede hacer
daño.
Eirica dio un grito al escuchar aquella grave voz,
perdiendo el equilibrio y cayendo al suelo, golpeándose el
trasero contra la tierra.
Cuando se fijó en su arco, lo encontró tirado a varios
metros, partido en dos pedazos. Gruñó, furiosa, y se levantó de
inmediato, fulminando con la mirada al hombre que tenía
delante.
—¿Qué demonios ha hecho? —gritó apretando los puños.
—¿Está bien? —preguntó José con voz agradable—. Es
peligroso jugar con armas, podía haberse herido con una
flecha.
—¿Por qué iba a herirme? ¿Y quién demonios es para
asustarme de ese modo?
—No era mi intención.
—¡Por su culpa he perdido mi presa! —Se agachó para
coger su arco, partido, y se lo tiró a él, con furia, golpeándole
en el abdomen con la madera astillada—. ¡Se ha roto! ¡Me he
quedado sin mi arco!
Eirica lo miró con rabia, fijándose por primera vez en el
hombre que tenía delante.
Este era muy apuesto.
Alto, pero no demasiado, quizás unos centímetros más
que ella. Piel aceitunada, ojos rasgados, marrones como la
tierra mojada, que parecían clavarse en su piel, cabello negro,
rostro cuadrado y armonioso, sin barba. Su cuerpo era fuerte,
parecía curtido por el entrenamiento y… su ropa… muy
extraña.
Sobre la cabeza, llevaba una boina negra con una forma
muy rara y una pluma prendida. Nunca había visto una igual.
Vestía una camisa blanca de la que solo asomaba la parte
superior del cuello, ya que, sobre ella, llevaba un abrigo de un
color azul tan intenso que se veía a leguas, con puños rojos,
abultados, y botones dorados. Los pantalones eran del mismo
color del abrigo y, sobre ellos, unas botas negras tan altas que
le cubrían casi toda la pierna, repletas de botones a los lados.
¡Ese hombre no era escocés!
—¿Quién es usted? —lo interrogó dando un paso hacia
atrás, pero sin dejar de mirarlo como si fuese un sucio asesino.
—Discúlpeme, no me he presentado. Mi nombre es José
de Santarem y…
—¿Qué clase de nombre es ese?
—Comprendo que vuestra merced no conozca…
—¿Vuestra merced? —repitió ella—. ¿Por qué habla tan
raro? ¿De dónde viene? —Dejó de hablar cuando una idea
pasó por su cabeza. Jadeó entrecerrando todavía más los ojos,
como si quisiese fundirlo con su sola mirada—. ¡Es uno de
ellos!
—¿De quién? —José estaba confuso.
—¡Es un cochino inglés! ¡Un maldito sassenach!
—No, señora, se equivoca.
—¡Su forma de hablar no es la de un escocés, ni viste
como tal!
—Usted tampoco viste como una mujer, pero lo es —se
defendió, molesto por sus pullas—. No me ha dejado
explicarme.
—¡Los sassenach no merecéis ni una oportunidad para
explicaros! ¡Tiene suerte de que mi arco esté roto! —gritó con
los dientes apretados—. ¡Atravesaría su maldita cara con mi
flecha y libraría al mundo de otra rata nauseabunda!
—¡Más le vale ser respetuosa, señora! —le advirtió José,
enfadándose cada vez más. ¿De dónde había salido esa mujer
del demonio?
—¿O qué? ¿Me matará? —le plantó cara, sonriendo con
desprecio—. Adelante. ¡No crea que me da miedo! ¡Prefiero
morir a manos de un odioso sassenach que vivir temblando!
Eirica cogió la flecha del suelo y se la arrojó también, con
una mirada asesina, antes de dar media vuelta y marcharse por
entre los árboles a paso furioso y más recta que un palo.
Cuando se quedó a solas, José resopló por el enfado
mientras seguía con los ojos fijos en la dirección por la que
aquella salvaje acababa de desaparecer. Notó la mano de
Andrés en su hombro y se volvió hacia él, que había estado
viendo la escena desde la distancia.
—No tengo ni la menor idea de lo que ha dicho esa mujer
—admitió con una sonrisa graciosa—. Pero, por su mal genio,
reafirmo mis creencias: en este maldito país… son las
escocesas las que llevan los pantalones. No me gustaría ser
uno de sus hombres.

Eirica llegó a casa tan furiosa que hasta la gente del


poblado se percató de su estado de ánimo, ya que ni siquiera
levantó la cabeza para saludar, algo muy raro en ella.
Estaba tan colérica por lo sucedido con ese maldito
hombre, que su cabeza no podía pensar en nada más que en el
incidente del bosque.
¡Ese rastrero inglés! ¿Acaso no les bastaba con haberles
robado Escocia? ¿También tenían que caminar por ella como
si les perteneciese? ¿Como sus amos y señores?
Se llevó una mano al trasero y se lo frotó. Le dolía por el
golpe al caer del árbol. No obstante, lo que más le dolía era
haber perdido su arco. Le costó muchos años conseguir que su
tío Donald le diese el suyo. Y ahora que se había roto… no
estaba segura de volver a tener tanta suerte. ¡No podría
conseguir otro!
Cruzó la vivienda con los labios apretados y cogió media
liebre, que esa misma mañana desollaron entre su tío y ella,
para prepararla para la cena.
Donald, que se encontraba cerca del fuego, descansando
en su sillón, contempló a su sobrina moverse por el hogar sin
decir ni una palabra. Se limitaba a cortar el medio animal, un
poco de col y unas zanahorias, pero su cara revelaba mucho
más de lo que Eirica demostraba. Su expresión era un libro
abierto y podía adivinar su estado de ánimo con solo mirarla.
—Las fresas que compraste esta mañana estaban buenas
—dijo él, rompiendo aquel extraño silencio.
—Lo sé, yo misma las elegí —rumió Eirica avivando el
fuego.
—¿Vas a preparar liebre para cenar?
—Ajá.
—¿Por qué no te cambias de ropa primero? No me agrada
que mi sobrina vaya vestida como un hombre por mi casa.
—Permite que ponga la liebre al fuego primero, tío.
Al ver que ni siquiera lo miraba, Donald suspiró y apoyó
la cara en una de sus manos.
—¿Estás disgustada porque no has tenido suerte en la
cacería?
—¡Mi suerte hubiese sido buena de no ser por ese
estúpido sassenach! ¡Tenía una perdiz a tiro!
—Eirica…, ¿cómo que un sassenach? —Donald se puso
más serio—. ¿Te has encontrado con un inglés en el bosque?
—¡Y tuvo suerte de que mi arco estuviese roto!
—¡Podía haberte matado, muchacha descerebrada! —la
reprendió contrariado—. ¡No quiero que vuelvas al bosque tú
sola! ¡Escocia ya no es segura desde que esos mugrientos
ingleses campan por ella!
—Tío… —Se agachó a su lado, apoyando las manos en
las rodillas de él—. ¡No podemos retroceder cada vez que nos
encontremos con uno! ¡Escocia es nuestra!
—¡Tú eres una mujer, Eirica, podría haberte hecho daño!
—¡Pero no lo ha hecho!
—¿Por qué nunca me obedeces, muchacha? ¡Debería
ponerte sobre mis rodillas y darte una buena tunda en tus
jóvenes posaderas! ¡Así entrarías en razón! —exclamó
poniéndose más serio.
—Tío Donald, si no quieres que use el arco…, ¿por qué
me enseñaste a hacerlo?
—Sí, sí, ya lo sé… —El viejo hombre suspiró y apoyó la
cabeza en el respaldo del sillón—. Yo tengo la culpa, solo yo.
Quizás, no debí permitir que crecieses sin una figura femenina
en casa. Si tu tía Margaret hubiese estado aquí, tus modales
serían los de una joven normal. No te adentrarías en el bosque
sola, con un arco, ni vestirías ropa de hombre para cazar.
—Ni tampoco tendríamos perdices para cenar —añadió
ella guiñándole un ojo.
—Yo no veo perdices por ningún sitio, muchacha.
—¡Por culpa de ese bastardo inglés!
—¡Eirica, cuida tus modales, todavía no soy tan viejo
como para dejar que te comportes como una deslenguada!
Ella suspiró y se alejó de su tío, quitándose el delantal y
dejándolo sobre una de las sillas de madera. Se dirigió hacia su
alcoba para cambiarse de ropa. Lo último que quería era
enfadar a Donald.
Sin embargo, cuando solo se había quitado las botas y sus
pies descalzos descansaban sobre el frío suelo, escuchó el
sonido de la puerta de casa y una voz muy familiar.
Tan feliz como nunca, salió corriendo hacia el recién
llegado y se lanzó a sus brazos, riendo sin parar.
—¡Raibeart, primo!
Él la cogió en peso y rio con ella.
Eirica siempre fue como una hermana menor para
Raibeart. Una niña traviesa y risueña a la que consintió y amó
más que a nadie.
Cuando la dejó en el suelo, la observó de arriba abajo,
alzando una ceja.
—Prima, ¿cuándo vas a vestirte como una dama? Ya no
eres una niña para seguir con esos juegos.
—Iba a cambiarme de ropa ahora mismo, acabo de
regresar del bosque.
—¿Todavía te permite mi padre ir sola? —Raibeart miró a
Donald, que se encogió de hombros y resopló.
—¡Lo intento, hijo, pero no hay forma de hacerla entrar
en cintura!
—¡Vamos, tío Donald, hablas como si nunca te
obedeciese! —se quejó, poniendo carita de buena.
Raibeart rodeó a Eirica por los hombros y la apretó contra
su torso, haciéndola reír.
—Prima, no te hagas la inocente. Te conozco como si
fueses mi propia hija. —Le dio un beso en la frente y sonrió
—. Ya no es seguro que sigas yendo sola al bosque, las cosas
en Escocia han cambiado mucho.
—Pero has venido para arreglarlo, ¿verdad, Raibeart?
Él asintió y miró a Donald, que contemplaba a su hijo con
orgullo.
—Al menos, lo intentaremos. Echaremos a los ingleses y
subiremos al trono a los Estuardo.
Donald asintió satisfecho. Su hijo era el líder de los
McGregor de Glengyle. Un hombre respetado y querido por su
clan.
—¿Con qué ayuda contáis? —preguntó Donald, muy
interesado en dicha cuestión.
—Hace unas horas fui a recibir, con varios de mis
hombres, a dos fragatas españolas que se suman a la causa. Y
tienen que llegar siete mil soldados más —asintió con decisión
—. Padre, esta vez lo conseguiremos.
—¡Por supuesto que sí! —lo animó Donald orgulloso—.
¡Mi hijo es el famoso Rob Roy, esta vez todo saldrá bien!
TRES

José y Andrés regresaron al castillo de Eilean Donan


después de encontrarse a Eirica en medio del bosque.
Estuvieron conversando con varios de los soldados y,
cuando fue la hora de la cena, comieron las gachas que todavía
conservaban del viaje.
Sentado junto a los demás, José pensaba en ella. Se
preguntaba quién sería esa mujer. ¿Por qué esa bella criatura
tenía que vestir ropa de varón? Era tan hermosa que merecía
que un buen hombre la cuidase y la tuviese a salvo en su
hogar, y no vagando por aquel peligroso bosque.
Recordó sus labios, tan rosados y mullidos que tentaban a
ser besados. La piel de su rostro, cubierta por esas graciosas
pecas, sus ojos azules, tan vívidos e increíbles como nunca
hubiese visto, y su rebelde cabello rojo ondeando con el
viento.
Dejó el cuenco de las gachas sobre la mesa y se pasó una
mano por el cabello, notando que su cuerpo empezaba a
despertar con el solo recuerdo de aquella desconocida.
¡Era una necedad!
Después de todo, estaba loca.
Había empezado a gritar cosas sin lógica, lo acusaba de
ser inglés, lo insultó sin ni siquiera dejarlo explicarse.
—¡No puede ser eso cierto! ¡Tiene que haber algún error!
La voz de Nicolás Castro Bolaño lo sacó de su
ensimismamiento.
José alzó la mirada y lo encontró hablando con uno de los
hombres de Rob Roy, que acababa de llegar al castillo.
Se levantó de su asiento y corrió a su lado, porque parecía
que estaba a punto de sufrir un desmayo.
—Mi coronel, ¿qué ocurre?
Nicolás miró a José y resopló, con el semblante
demacrado. Nunca había visto a Castro Bolaño con esa cara de
desesperación.
—Unos comerciantes salieron del puerto de Lewis hace
unos días y un horrendo temporal marítimo les sorprendió.
Pudieron reconducir su barco y regresar a Escocia, pero… —
Apretó los labios antes de proseguir y le mostró una misiva
debidamente doblada por la mitad—. Nuestros hombres no
consiguieron aguantar.
—¿Nuestros hombres? ¿Las fragatas que esperábamos
con los siete mil infantes?
—Las mismas. El temporal dispersó los navíos.
José se llevó una mano al cabello y lo mesó, sin saber
muy bien cómo actuar frente a aquella terrible noticia.
—¿Estamos solos en Escocia? ¿No vamos a tener ayuda
contra los ingleses?
—Por lo visto, nos hemos quedado solos. —Nicolás dio
un golpe a la pared de piedra que había a su lado y maldijo en
voz baja—. ¡Y tampoco podemos volver a España! ¡Nuestras
fragatas partieron esta misma mañana de regreso!
—Estamos atrapados aquí. —José se humedeció los labios
y pensó en lo que debían hacer para reconducir aquella
situación—. Podrían dejarnos un par de barcos para ir a
España y avisar al rey de lo ocurrido.
—Los navíos escoceses no aguantarían un viaje tan largo,
son débiles y pequeños.
—Entonces, mi coronel…, ¿qué haremos ahora?
Nicolás Castro Bolaño miró a José con determinación y
asintió con la cabeza.
—Haremos eso por lo que estamos aquí. ¡Lucharemos!
—Sin nuestros hombres no podremos vencer a los
ingleses. El ejército escocés es pequeño, no seremos
suficientes.
—¡Los convenceremos! Reclutaremos a más guerreros
escoceses para que se sumen a la causa —declaró sin dejar
margen para la réplica—. Hicimos un juramento con España y
el rey, y lucharemos hasta el final.
Unos pasos acelerados se dirigieron hasta ellos.
Cuando José y Nicolás alzaron la vista, vieron a Rob Roy
acercándose con el semblante serio, con tan mala cara como el
mismo coronel.
—Señores, ha llegado a mis oídos la trágica noticia de
vuestras fragatas. Uno de mis hombres ha ido a avisarme
mientras descansaba en la casa de mi padre.
—Acabamos de conocer la noticia nosotros también.
El líder de los escoceses suspiró, dio un par de vueltas a
su alrededor, pensativo.
—¡Qué vamos a hacer ahora, malditos santos!
—Lucharemos de todas formas —contestó José.
—Lo haremos —lo secundó el coronel—. Pero…
necesitaremos tu ayuda.
—¿Qué puedo hacer yo? —les preguntó Rob, interesado.
—Tendremos que convencer a más de tus compatriotas
para que se sumen a la causa. Cualquiera nos vale. Tenemos
que aumentar en número o los ingleses arrasarán con nosotros.
—¿Y creéis que a mí van a escucharme? Entre clanes, no
hay amigos.
—Nos escucharán a todos —dijo José apoyando una
mano en el hombro de Rob—. Iremos poblado por poblado
reclutando hombres.
—No serán fáciles de convencer. No se fiarán de vosotros,
no os conocen.
Nicolás sonrió y asintió con la cabeza.
—Entonces, haremos que nos conozcan. —Se cruzó de
brazos antes de seguir—. Consíguenos casas en cada poblado.
Enviaré a mis hombres, repartidos en grupos, y viviremos
entre ellos para ganarnos su confianza. No creo que sea
demasiado difícil, después de todo, nosotros también
queremos aplastar a los ingleses. Es una causa común.
Rob Roy se llevó una mano al mentón y pensó unos
momentos, sin dejar de mirar con atención a aquellos
españoles. Tenían agallas, y eso le gustaba.
—¿Y qué pasará con el castillo de Eilean Donan? No
podemos dejar el armamento solo.
—Pondré un retén de cincuenta soldados aquí,
custodiando la pólvora y la munición, mientras el resto
convencemos a los clanes de que nos ayuden en esta guerra.

El sol brillaba neblinoso en el cielo la siguiente mañana y


el frío hizo que Tavie se asegurase el manto con más fuerza
alrededor de sus hombros.
Como cada día, abandonaba su casa temprano y caminaba
por las calles de Dornie en dirección al muelle. Su padre salía
a pescar cuando la mayoría del poblado dormía y ella acudía
en su busca para llevarle un poco de comida, para que no
perdiese tiempo regresando a casa.
Se llevó una mano a los labios para bostezar y dejó la
cesta con la comida sobre una piedra plana, mirando hacia el
horizonte intentando divisar su barco.
Como todavía no lograba verlo, tomó asiento en esa
misma piedra y rodeó sus piernas con los brazos. Tenía mucho
sueño. No era capaz de comprender por qué Eirica madrugaba
tanto para ver amanecer frente al castillo de Eilean Donan si
no había nada de especial en ese lugar que mereciese la pena
contemplar. Con lo bien que se estaba en el lecho cubierta por
las mantas, al abrigo de aquel aire helado, al calor del hogar.
Siempre había sido su madre la encargada de llevarle la
comida, sin embargo, volvía a estar encinta, y ese bebé llegaba
después de más de diez años sin poder concebir, después de
parir a su hermano pequeño.
Temía por la vida de su madre. Su edad ya era bastante
avanzada como para alumbrar a otro niño sin sufrir ninguna
desgracia, y rezaba cada día a los santos para que la
protegiesen llegado el momento del nacimiento.
Cuando giró la cabeza un poco, se dio cuenta de que hacia
el muelle se dirigía una pequeña embarcación manejada por
un solo hombre.
Al tocar tierra, lo vio saltar del barco con agilidad y
amarrarlo con una fuerte cuerda a un poste de madera.
Era un hombre joven, apuesto, de cabello castaño y rostro
hermoso.
Al advertir que la miraba, Tavie apartó la vista de
inmediato y se volvió a concentrar en el horizonte, buscando la
embarcación de su padre.
—La mañana es demasiado fría para que una joven tan
bella como vos esté a la intemperie.
Aquella voz la hizo ponerse en guardia y mirar de nuevo
hacia aquel desconocido que acababa de llegar.
Percatándose de que se acercaba, Tavie se levantó de su
asiento y tomó distancia, recelosa. Podía ser una coqueta y una
descarada con los hombres de Dornie, pero a aquel individuo
no lo conocía de nada y su instinto le indicaba que se alejase.
Al darse cuenta de que huía de él, el desconocido dejó de
acercarse y apoyó la cadera sobre la roca que había a su lado,
sonriendo.
—¿Me teme, señora?
—No sé quién es —respondió de repente, mirándolo de
arriba abajo, recelosa.
—Solo un humilde pescador, no debe asustarse de mí.
—No es de este poblado.
—Eso es cierto, mi hogar está en Kyle of Lochalsh.
—¿Y qué hace aquí?
El desconocido señaló hacia su barca y se encogió de
hombros.
—No me ha quedado más remedio que tomar tierra. Mi
barco iba a hundirse, necesita que lo reparen.
Ella apartó la mirada, nerviosa. El desconocido la
observaba con descaro y… aunque estaba acostumbrada a que
los hombres la mirasen de ese modo, los ojos de ese en
concreto, la ponían extrañamente nerviosa.
Él, al darse cuenta de que lo ignoraba, sonrió, divertido, y
dio un par de pasos más hacia ella.
—¡No se acerque! —le advirtió Tavie entrecerrando los
ojos.
—Solo quería verla mejor. Su belleza es abrumadora.
—Si quiere que le arreglen el barco, en estas casas viven
marineros. Le ayudarán con mucho gusto.
—¿Puedo saber su nombre? —insistió el desconocido, sin
hacer caso a sus palabras tensas.
—No puede saberlo porque no pienso decirlo.
—Yo soy Caladh McRae.
—Me alegro por usted —dijo alzando el mentón,
orgullosa—. ¡Ahora, márchese!
Caladh rio con aquella contestación y entrecerró los ojos,
contemplándola todavía con más interés.
Al ver que ella se ponía muy tensa, se tocó la boina e hizo
una breve reverencia, sin dejar de sonreír con chulería.
Dio media vuelta y caminó hacia una de las casas que
Tavie le indicó, buscando a algún pescador que lo ayudase a
reparar su embarcación.
Ella, al darse cuenta de que se alejaba, giró la cabeza y se
fijó con más atención en su cuerpo, alto y fornido como el de
un guerrero, apreciando que aquel hombre era tan gallardo
como ninguno que hubiese visto antes.
Cuando se percató de sus pensamientos, se reprendió
duramente y se obligó a fijar de nuevo la vista en el mar, a la
espera de que la embarcación de su padre apareciese cuanto
antes.

Eirica y varias de las mujeres del poblado se afanaban por


amasar los bollos que luego cocerían en sus casas. Llevaban
varias horas preparando comida y metiéndola en cestas.
Raibeart les había encomendado hacerlo sin darles
demasiadas explicaciones, sin embargo, era tal el respeto y el
cariño que todos le tenían a su primo, que hicieron lo que se
les pidió sin rechistar.
—Eirica —la llamó Robena, la esposa del herrero, una
mujer de cuerpo orondo y rostro risueño—. ¿Has terminado
con tu masa, muchacha?
—Enseguida acabo de dar forma a los bollos para que los
lleves a cocer.
—Esta será la última hornada por hoy.
—¿Por hoy? —preguntó extrañada—. ¿Tendremos que
hacer más mañana?
—Tendremos que cocinar casi a diario durante una
temporada. —Puso los brazos en jarra sobre sus caderas y la
miró enarcando las cejas—. ¿Es que no te lo ha dicho tu
primo?
—No hemos hablado demasiado esta mañana. —Acabó
de amasar el último bollo y lo echó en una cesta, con cuidado,
cubriéndolos todos con un trapo de lino antes de dárselos a
Robena—. Aquí los tienes.
Cuando se quedó a solas, se limpió las manos en su
delantal y apoyó la cadera en la mesa de madera de la cocina.
Su tío se encontraba sentado junto a la ventana,
contemplando a la gente del poblado ir y venir, como de
costumbre, y el fuego crepitaba en la chimenea y caldeaba el
hogar.
La puerta de la casa se abrió y por ella entró Raibeart, con
una gran sonrisa en el rostro y varias cestas en las manos. Se
dirigió hacia su prima y le dio una de las cestas.
—Acompáñame.
—¿Adónde? —preguntó curiosa.
—A repartir lo que habéis cocinado.
Raibeart caminó hacia fuera de la casa, consiguiendo que
Eirica también lo hiciese tras él, a toda prisa para ponerse a su
lado.
Mientras cruzaban el poblado, no pudo aguantar la
curiosidad.
—Me ha dicho Robena que tendremos que cocinar todos
los días.
—Así es.
—¿Por qué? ¿Para quién es toda esta comida?
—Para nuestros aliados. —Le guiñó un ojo—. Ha surgido
un contratiempo y van a tener que quedarse una temporada
viviendo por aquí. Nuestro deber es alimentarlos, prima,
porque ellos van a ayudarnos con los ingleses.
—Sí, claro, por supuesto —dijo de inmediato, asintiendo
sin parar con la cabeza—. Pero, con esto, no creo que haya
suficiente para todos, Raibeart.
—Para los de este poblado, sí. No son demasiados. Diez
hombres.
—¿Son los guerreros que llegaron de España?
—Los mismos. Los hemos acomodado en una vieja casa
que Faine McGregor tiene deshabitada, mientras no comience
la ofensiva.
Eirica se quedó callada, pensativa, y continuó caminando
junto a su primo, hasta que llegaron a la vivienda en cuestión.
Raibeart tocó a la puerta y la abrió de inmediato,
haciéndole una señal para que entrase con él.
Nada más hacerlo, unos rostros desconocidos aparecieron
ante ella. Eran todos morenos, con la piel aceitunada y el
rostro rasurado. Saludaron a su primo con cortesía y se la
quedaron mirando sin disimular la curiosidad, haciéndola
sentir incómoda.
—Traemos la comida. —Alzó la cesta que llevaba en la
mano, mostrándosela a los soldados, y después la señaló con la
otra mano—. Ella es mi prima Eirica, y será una de las
mujeres encargadas de repartirla cada día, porque mis
obligaciones no van a permitirme pasar a diario por aquí.
Apoyado en un pilar de madera, al fondo, un hombre
tradujo lo que Raibeart acababa de decir. Eirica no comprendió
ni una palabra y sintió curiosidad por ver quién era el que
hablaba. Tenía una voz profunda y bonita.
El susodicho se separó del pilar y se acercó a ellos,
logrando que la luz bañase su cara y que ella diese un respingo
al reconocerlo.
¡El hombre del bosque!
Sus ojos se abrieron tanto por el asombro, que pudo ver
como él sonreía al verla tan contrariada.
Iba vestido con una simple camisa blanca, unos
pantalones negros y las botas altas. Sobre su cabeza no había
ni rastro de la boina tan extraña del pasado día, por lo que su
cabello negro relució con la luz que entraba por las ventanas.
Notó que su estómago se estremecía mientras los ojos de
él la recorrían de arriba abajo, esos ojos marrones y profundos
como la noche. Se obligó a ponerse recta y a encararlo con
dureza, apretando los labios. Después de todo, su arco estaba
roto por su culpa y no volvería a tener uno.
—Un placer conocerla, Eirica —la saludó sin dejar de
sonreír, misterioso.
Ella alzó el mentón con orgullo y dio media vuelta,
dejando la cesta sobre una mesa de madera y tomando
distancia hasta que su primo terminase de hablar con aquel
hombre odioso.
Decidió no mirarlo ni una sola vez, fijar sus ojos en la
ventana que tenía enfrente, sin embargo, cada vez que
escuchaba su grave voz, las ganas de contemplarlo de reojo
pudieron con su determinación.
Unos minutos más tarde, Raibeart se despidió de los
soldados y le hizo una señal para que saliese de la casa junto a
él. Cuando estuvo fuera, su respiración se normalizó y su
estómago dejó de estremecerse.
—Vuelve con mi padre, prima —le ordenó nada más dar
los primeros pasos—. Yo iré más tarde. Voy a supervisar los
alimentos que reciben los españoles acomodados en el poblado
de al lado.
—Sí, Raibeart.
Cuando lo vio alejarse, Eirica tomó rumbo a casa sin
poder creer lo que acababa de ocurrir. ¡Después de todo, ella
estaba equivocada, el hombre del bosque no era inglés, sino
español! Aunque eso no mejoraba el hecho de que su arco
estuviese hecho trizas.
A lo lejos, divisó su casa y apretó el paso para llegar
cuanto antes, no obstante, alguien la agarró por el brazo
dándole un tirón, metiéndola en una pequeña callejuela
solitaria.
Cuando levantó la cabeza y vio al hombre del bosque,
todo su ser se agitó. La rabia refulgió en sus preciosos ojos
azules y zarandeó el brazo para que la soltase.
—¿Qué cree que está haciendo? —preguntó con voz dura,
ardiendo por dentro al verlo sonreír de nuevo. ¿Por qué tenía
una sonrisa tan bonita?
Tomó un poco de distancia.
—¿No le han enseñado a decir «hola» cuando se la
saluda? —preguntó él sin dejar de mirarla con la sonrisa en los
labios.
—¿Y por qué debería saludarle?
—¿Será posible que no se acuerde de mí?
Ella enarcó las cejas y resopló con orgullo.
—¡Me acuerdo de usted perfectamente, señor! ¡Es el
indeseable del bosque!
—¿Indeseable, yo? —Rio.
—¡Sí, indeseable! ¡Y no entiendo qué le hace tanta gracia!
¡Deje de sonreír!
—Usted provoca mi sonrisa, querida Eirica.
—¡Haga el favor de no pronunciar mi nombre con tanta
familiaridad cuando yo ni siquiera sé el suyo!
José se cruzó de brazos y entrecerró los ojos, extrañado.
—Se lo dije en el bosque.
—¡Pues no lo recuerdo! ¡Tengo la mala costumbre de
olvidar las cosas que no me importan en absoluto! —le atacó
con una sonrisa tensa.
—Me llamo José de Santarem. —Al verla enarcar las
cejas, rio—. José, si lo prefiere.
—¡Lo que preferiría es no volver a verlo, así que haga el
favor de no cruzarse en mi camino!
—Eso será muy difícil, señora, puesto que va a tener que
llevarme comida a diario.
—¡No me lo recuerde, por todos los santos! —respondió
de mala gana, poniendo los ojos en blanco.
José la miró de arriba abajo, incomodándola, disfrutando
de la belleza tan exótica de aquella mujer. Tenía que reconocer
que, desde que la encontró en el bosque, no dejaba de pensar
en ella, y al descubrirla en la cabaña, junto a Rob Roy, todo su
cuerpo se revolucionó y no pudo hacer otra cosa más que
seguirla.
—¿Por qué me aborrece de esa forma? Nada le he hecho
para que me trate así.
—¿Le parece poco el que casi me partiese el cuello
cuando me caí del árbol? —dijo dando un paso hacia él, con
fuego en los ojos.
—Una mujer no debería subir a las ramas, es muy
peligroso.
—¿Y usted quién es para decidir eso? —rumió rabiosa—.
¡Haré lo que me plazca!
—No la estoy atacando, Eirica —comentó con voz
tranquilizadora—. Solo digo que no es apropiado para una
dama vagar sola por el bosque, y mucho menos con un arco.
—¡Un arco que ya no tengo por su culpa, porque acabó
hecho trizas por la caída!
—Las armas son cosa de hombres, señora. Es lo mejor
que pudo pasar, podría haberse herido.
—¿Cómo se atreve? —chilló apretando los puños y
fulminándolo con sus límpidos ojos azules—. ¿En vez de pedir
disculpas se siente orgulloso por haber sido el responsable de
que se partiese mi arco?
José apretó los labios y dio un paso hacia ella, con ojos
inquisidores.
—¿Hablamos de disculpas, pues? Porque usted tampoco
lo ha hecho conmigo.
—¿Y por qué tendría que disculparme? —preguntó con
chulería.
—Me insultó.
—¡Le confundí con un inglés y estaba enfadada! ¿No le
parece motivo suficiente?
—¡No, maldición!
—Pues, ¡cuánto lo siento! —se burló logrando que José
apretase los labios—. ¡Me quemaré en el infierno por ello!
—Basta, Eirica.
—¡Oh, por supuesto, claro que basta! ¡Ya tengo suficiente
por hoy, no puedo soportar su presencia! —Sonrió con frialdad
y lo miró fijamente a sus bellos ojos marrones—. ¡Y como soy
una mujer perversa y mala, le agradecería que cuando mañana
vaya a su morada a dejar la comida, no se cruce en mi camino
y actúe como si no existiese! —Dio media vuelta y se alejó de
él, sin embargo, antes de desaparecer de su vista, lo miró por
última vez—. Pase buena tarde, señor, o no lo haga, ¡me es
indiferente!
Cuando se quedó a solas, José silbó por lo bajo.
¡Menuda mujer!
Como todas las escocesas tuviesen ese genio, compadecía
a esos pobres hombres.
Nunca, en sus treinta y seis años de existencia, se hubo
cruzado con ninguna igual. Ninguna tan deslenguada, tan
desobediente, tan belicosa… ni tan increíble como Eirica
McGregor.
Sin poder evitarlo, la sonrisa ocupó de nuevo sus labios y
regresó a paso lento hacia la casa donde seguían los demás
soldados.
CUATRO

Llevaba diluviando desde el amanecer y sus botas estaban


cubiertas de barro, al igual que el bajo de sus vestidos, sin
embargo, apenas le daban importancia porque estaban más que
acostumbradas a convivir con las inclemencias del tiempo.
Resguardadas de la lluvia en el cobertizo de casa, Eirica y
Tavie esperaban, sentadas sobre un fardo de paja, a que la vaca
estuviese lista para el alumbramiento. Llevaban aguardando a
su lado más de tres horas y todavía parecía que no estaba
preparada para parir al pequeño ternero.
Eirica se levantó de su cómodo asiento y se acuclilló junto
al animal, que se quejaba por el dolor, tumbado en una esquina
del cobertizo.
—Tranquila, Benny, tranquila —le susurró acariciando su
lomo—. Debes ser paciente, dentro de poco tendrás contigo a
tu pequeño.
—Querida, la vaca no te entiende. —Rio Tavie, poniendo
los ojos en blanco.
—No lo hace, pero le agrada mi voz. Cada vez que le
hablo, se relaja.
Tavie también se levantó del fardo de paja y se puso junto
a Eirica, sonriente.
—Me encantan los alumbramientos, son tan bonitos…
—Serían preciosos si no hubiese peligro de que ocurriese
ninguna desgracia.
—Amiga, no va a ocurrir nada. Has ayudado a parir más
animales que la partera de Dornie —se carcajeó—. Además,
está lloviendo, y la lluvia es un buen augurio.
—Tienes razón —asintió, pensativa.
Tavie se quedó mirándola, percatándose de su estado de
ánimo tan raro. Apoyó la mano sobre su hombro y llamó su
atención.
—¿Qué te ocurre? Te estás comportando de un modo
extraño desde ayer.
Eirica suspiró y chasqueó la lengua.
—Lo que ocurre es que… no sé si Dios quiere castigarme
por algo.
—¿Por qué dices eso?
—¿Recuerdas el hombre del que te hablé? ¿El del
bosque?
—Sí, el que hizo que tu arco se rompiese. —Tavie
entrecerró los ojos—. ¿Qué pasa con él?
—He vuelto a verlo. Ayer lo encontré en el poblado.
—¿Ha venido al poblado? —Los ojos de Tavie se abrieron
mucho por el asombro—. ¿Qué hace aquí, no era un
sassenach?
—No es un inglés, como pensé al principio. Es uno de los
aliados que han venido a luchar con nosotros.
—¿Un español? —la interrogó incrédula—. Pensaba que
esos hombres no sabían nuestro idioma.
—Él sí —gruñó—. ¡Y no sé cómo tengo tan mala suerte!
¡De todos los poblados… ha tenido que quedarse en este!
—¡Pues, ignóralo, querida! Dornie es grande, no vas a
tener problemas para estar alejada de él.
—Claro, eso sería posible si no tuviese que llevarles la
comida cada día.
—¡Oh, cielos, es cierto! Raibeart te encomendó esa tarea
junto con varias mujeres más.
Eirica apretó los labios y apartó la mirada, enfadada.
Desde que el pasado día José de Santarem la acorralase en
aquella callejuela, su imagen no dejaba de pasearse por su
mente. Daba igual que se recordase lo mucho que lo odiaba, o
que por su culpa no podría salir a cazar… Su cabeza se
empeñaba en rememorar sus profundos ojos marrones, su
rostro bello y fuerte, la forma en la que sus labios se curvaban
cuando sonreía.
—Eirica, querida, solo tienes que dejar la comida y
marcharte. No será tan difícil, después de todo, irás
acompañada de otras mujeres, no estarás sola.
—Eso no le impidió buscarme ayer.
—¿Te buscó? ¡Oh, santos! ¿Cómo es posible que no me lo
hayas contado? —Parecía escandalizada, como si no pudiese
creer lo que Eirica le decía—. ¿Te buscó estando Raibeart
delante?
—Lo hizo cuando regresaba a casa, a solas.
—¿Y qué pasó? ¡No te calles ahora! ¿Te hizo algo, te
golpeó por tus insultos, fue cruel contigo?
Eirica recordó la conversación con José y negó con la
cabeza de inmediato.
—No me golpeó ni se comportó mal, a pesar de que yo
seguí hablándole de forma beligerante. Se limitó a intentar
apaciguar la situación con su… apuesta sonrisa y…
—¿Apuesta? —repitió Tavie, parpadeando rápido—. ¿Es
apuesto? ¡En ningún momento mencionaste eso!
—¡Bueno, sí, lo es! ¡Es un hombre muy gallardo, pero eso
no cambia nada, Tavie! ¡Lo aborrezco, es odioso!
—Odioso y con una sonrisa bonita —insistió su amiga,
sin dejar de reír—. Me parece tan raro que tú digas eso,
Eirica…
—¿Y eso por qué?
—Nunca te había escuchado alabar a ningún otro hombre.
—No es verdad, en Dornie hay muchos hombres guapos.
Tavie puso los brazos en jarras y la miró, retadora.
—¿Como quién?
—Pues… —Se puso a pensar, intentando recordar alguno
que le pareciese medianamente guapo—. Em… pues…
—¡Ninguno! ¡Ya lo sabía yo! —se carcajeó la otra—. El
español te agrada y no quieres admitirlo.
—Está bien, Tavie, no discutiré. —Aunque se empeñase
en negar esa afirmación, su amiga seguiría en sus trece, la
conocía. Ella nunca podría comprender que, por muy apuesto
que fuese ese hombre, la aversión que tenía hacia él era mucho
mayor. José de Santarem era gallardo, incluso ella lo admitía,
no obstante, prefería mil veces que le despellejasen la espalda
a latigazos a permanecer en su compañía.

El parto de la vaca tuvo a Eirica ocupada más tiempo del


que hubiese esperado, y cuando llegó a casa de Robena, para
preparar la comida que llevarían a los soldados españoles, las
demás mujeres ya estaban bastante más avanzadas en sus
preparaciones.
—¡Vamos, muchacha, o esos pobres hombres se quedarán
con hambre! —La apremió la esposa del herrero, haciendo
palmas con las manos para que se apresurase.
Eirica se colocó el delantal y se puso manos a la obra, sin
perder ni un segundo más de tiempo.
—Hoy ha parido la vaca. Era primeriza y ha sido un
alumbramiento largo.
—¿Y por qué estabas allí, muchacha? Las jóvenes como
tú no deberían ver esas cosas hasta que no estéis desposadas
como es debido.
Ella puso los ojos en blanco y se concentró en su tarea. Si
esa mujer se escandalizaba por esa nimiedad… no quería ni
imaginarse que algún día llegase a sus oídos que, en una
ocasión, contempló a un hombre desnudo.
Pero no fue por lujuria, bien lo sabía Dios, sino de
casualidad. Como cada mañana, fue al lago para ver amanecer
desde allí, y descubrió a un viejo pescador darse un baño de la
misma forma en que llegó a este bendito mundo, por lo que
sabía con exactitud cómo era el cuerpo masculino. ¡Y no le
parecía bello en absoluto!
—Muchacha, vamos a llevar las cestas a los soldados —
anunció Robena, una hora más tarde.
Eirica miró sus bollos, que todavía se cocían en el horno y
negó con la cabeza.
—Aguardad un momento, enseguida saldrá mi hornada.
Las mujeres no le hicieron caso y comenzaron a salir de la
casa, dejándola sola.
—¡Robena, aguarda, solo serán unos minutos!
—No, querida, tengo muchas cosas que hacer en mi
hogar. —Señaló hacia el fuego—. Cuando estén listos, llévalos
a la casa de los soldados.
Eirica abrió los ojos, horrorizada.
—¿Yo sola?
—No van a comerte. —Rio la mujer—. Son aliados, de
confianza.
Cerró la puerta tras su marcha y dejó a Eirica sola,
esperando a que los bollos acabasen de cocinarse.
Se habían ido. Todas las mujeres se habían marchado.
Al darse cuenta de lo que eso significaba, dio un respingo.
¡Tendría que ir sola a esa casa donde estaba José!
Junto con las demás, hubiese pasado desapercibida, sin
embargo, si iba sola…
A toda prisa, sacó los bollos del fuego, todavía a medio
hornear, y los colocó dentro de las cestas. ¡Si no les gustaban,
que los tirasen, pero no pensaba quedarse sola dentro de esa
casa con aquel hombre tan indeseable!
Cargó las cestas y salió a toda prisa de allí, corriendo a
través del poblado. Cuando giró hacia la derecha, pudo verlas
entrar en la casa y cerrar la puerta tras ellas. Lo conseguiría,
dejaría las cestas mientras las mujeres todavía estuviesen allí y
se marcharía de inmediato.
Cuando llegó, alzó la mano para coger la aldaba, pero,
antes de poder hacerlo, la puerta se abrió y casi se chocó
contra el torso de un hombre que salía de ella. Al levantar la
mirada y reconocerlo, su estómago se agitó violentamente.
Rostro fuerte y rasurado, ojos marrones y bellos, y unos labios
que fueron curvándose lentamente en cuanto la reconocieron.
—¿Se le ha hecho tarde, señora? —le preguntó José con
su agradable voz, con ese acento tan característico que, en un
primer momento, confundió con el de los ingleses.
Eirica alzó la cabeza e irguió la espalda, orgullosa,
obviando los latidos apresurados de su corazón.
—¡Haga el favor de quitarse de en medio y dejarme pasar!
—Es de buena educación saludar cuando se llega a un
lugar nuevo —respondió él, visiblemente encantado de su
presencia. Eirica estaba especialmente bonita esa tarde.
Llevaba las mejillas encendidas debido a la carrera y sus ojos
brillaban por el enfado, convirtiéndolos en dos fuegos azules.
—¡También es de buena educación no ponerse en el
camino de otra persona! —lo atacó, apretando las cestas con
las manos—. Así que el desconsiderado es usted.
José rio levemente y silbó por lo bajo, sin dejar de mirarla
con interés.
—Señora, su esposo debe estar acobardado cada vez que
discutáis. Nunca había conocido a una mujer con tan mal
genio.
—¡Yo no tengo mal genio! —exclamó entrecerrando los
ojos—. ¡Ni esposo tampoco!
—Lo suponía.
Eirica abrió la boca al escuchar su contestación. ¡Habrase
visto!
—¿Lo suponía? ¿Cómo que lo suponía?
—Ningún hombre desea a una mujer tan belicosa como
usted.
—¡Ni yo deseo lavar los calzones de ningún hombre, así
que me parece perfecto!
—A la mayoría de hombres nos agrada que nuestra mujer
sea cariñosa y obediente. —Se fijó en su vestido y sonrió de
forma ladeada—. Al menos hoy no lleva pantalones.
—¡Solo los llevo cuando salgo al bosque, por comodidad!
—Cuando se dio cuenta de su contestación, entrecerró los ojos
—. ¿Y por qué le estoy dando explicaciones?
—Porque sabe que no es femenino que una joven vista
como un hombre.
Eirica soltó una carcajada y se quedó mirándolo,
divertida.
—Señor, si quiere que vayamos por esos derroteros, así
será.
—¿Eso qué significa?
—Que no puede hablar de mi ropa cuando lleva sobre la
cabeza esa extraña boina con una pluma prendida en ella. —
Rio maliciosamente—. ¿Esa pluma la considera masculina,
señor? Porque todas las fulanas escocesas las llevan prendidas
en el cabello.
José apretó los labios y la fulminó con sus penetrantes
ojos. No sabía cómo, pero Eirica McGregor siempre acababa
sacándolo de sus casillas.
—¡Es una descarada, mujer! —Señaló su cabeza—. Es un
sombrero militar y, ¡sí, es masculino!
—Como usted diga. —Le dio la razón sin dejar de sonreír,
complacida al ver a José enfurruñado. Señaló hacia el interior
de la vivienda y ladeó la cabeza—. ¿Va a permitirme entrar ya,
José de Santarem? ¿O desea que continuemos con esta
agradable conversación?
José apretó los labios y la miró fijamente unos segundos,
con ganas de zarandearla. ¡Por Dios! ¿De dónde había salido
esa mujer? ¡Era una fiera y una deslenguada! Si Eirica hubiese
vivido en España, estaba seguro que nadie le hubiese
permitido hablar de ese modo. ¿Acaso los escoceses no metían
en cintura a sus esposas e hijas? ¿Las dejaban hacer lo que les
placiese en cada momento?
Se apartó de la puerta y Eirica pasó al interior de
inmediato, no sin antes girar la cabeza y sonreírle con tirantez
una última vez, logrando que José entrecerrase mucho más los
ojos.
Maldijo en silencio y se alejó de allí. Necesitaba dar un
paseo por el bosque y quitarse de la cabeza a esa mujer y a su
incontrolable lengua, porque era capaz de regresar y darle la
buena tunda que merecía, o, lo que era peor…, besarla como
llevaba deseando desde ese primer día que la encontró en el
bosque.

La siguiente mañana, el Escuadrón Galicia fue convocado


en el castillo de Eilean Donan por su coronel.
Los soldados que vivían en Dornie marcharon juntos por
el poblado y se dirigieron hasta aquella enorme fortaleza de
piedra en la que Castro Bolaño les esperaba para darles
instrucciones sobre sus siguientes pasos.
Mientras caminaban, José y Andrés conversaban sobre
cosas sin importancia, riendo cuando alguno de los dos
bromeaba.
—Amigo —dijo Andrés llamando su atención—. Creo
que me he enamorado.
—¿Tú enamorado, Andrés? El fin de los tiempos debe
estar cerca. —Rio José, negando con la cabeza—. No conozco
a un patán más mujeriego que tú.
El susodicho soltó una carcajada y se encogió de
hombros.
—Hasta los patanes sentamos la cabeza.
—¿Quién es?
—Una muchacha de Dornie. —Sonrió—. Se llama Tavie.
La descubrí hace unos días comprando en el muelle.
—Andrés… sabes que nos marcharemos de aquí,
¿verdad? —le recordó José, alzando una ceja.
—Lo sé, lo sé, amigo. Pero mi corazón no lo puede evitar.
Es tan bella…
—Y la tal Tavie…, ¿qué dice a tus galanterías?
—Todavía no he hablado con ella —admitió Andrés, un
poco avergonzado—. No he tenido ocasión de verla a solas. Sé
su nombre porque se lo escuché a una pueblerina con la que
hablaba.
—Yo no me haría muchas ilusiones, las escocesas están
locas —gruñó.
—¡No es verdad! ¡Solo porque la prima de Rob Roy se
comporte como una salvaje en los bosques… no podemos
pensar lo mismo de las demás!
—No es una salvaje —respondió entrecerrando los ojos.
No le gustaba que Andrés dijese eso de Eirica—, es diferente a
lo que conocemos.
—¿Una mujer vestida de hombre y con un arco en medio
del bosque? No, amigo, necesita que alguien le explique dónde
está su lugar.
Esperó la contestación de José, no obstante, no la recibió.
Al girar la cabeza y fijarse en su amigo, lo encontró varios
pasos atrás, con la mirada fija en una parte del lago Duich, en
una formación rocosa.
Sentada, rodeando las piernas con los brazos, estaba
Eirica, con los ojos cerrados y una suave sonrisa en los labios.
José se quedó sin habla. Los rayos del sol hacían que su
cabello pareciese en llamas y contrastase todavía más con el
tono de su piel.
Parecía una visión, una sirena varada a la espera de que
algún incauto marinero cayese preso de su belleza.
¿Qué estaría haciendo allí, tan temprano y con ese frío
intenso que congelaba hasta los huesos?
—¿Es ella, la prima de Rob Roy? —lo interrumpió
Andrés, curioso.
—Ajá.
—¿Y qué hace?
—No lo sé —respondió José sin evitar que sus labios se
curvasen en una sonrisa—. Eirica hace siempre lo que le
apetece.
Andrés enarcó las cejas al ver la expresión de José y le dio
un empujón, divertido.
—¡No me dirás que te has quedado prendado de la prima
de Rob Roy, amigo!
—¡Deja de decir sandeces! —exclamó José apartando la
vista de ella y comenzando a andar de nuevo—. Ya te he dicho
que, en un tiempo, nos iremos de aquí. Sería una estupidez.
—Pues la miras como si fuese un ser especial.
José sonrió y negó con la cabeza, quitándose el sombrero
para mesarse el cabello.
—Es que es especial. ¿Alguna vez has conocido a alguna
mujer como ella? —preguntó interesado.
—No, nunca, pero tampoco tengo interés en hacerlo.
Puede ser muy bella y deseable, pero me volvería
completamente loco si tuviese que controlar a esa descarada.
No me gustaría vivir angustiado porque mi esposa se escapa
cada dos por tres al bosque con un arma. Sería agotador
convertirla en una mujer respetable.
José se humedeció los labios mientras escuchaba a
Andrés.
¿Convertirla? ¿Cambiarla? ¿Por qué?
Era verdad que, quizás, Eirica no sería una esposa
convencional, pero a él le gustaba su espíritu indómito y libre.
Le divertía, le parecía refrescante, inusual y tentador, aunque,
a veces, tuviese ganas de zarandearla cuando se burlaba de él.
Cuando llegaron al castillo, Nicolás Castro Bolaño ya los
esperaba junto a Rob Roy y a varios escoceses más.
Hicieron recuento de los soldados, les dieron unas cuantas
prendas nuevas de ropa y los dejaron regresar a los diferentes
poblados en los que estaban acomodados.
Antes de que José pudiese marcharse, Nicolás alzó la
mano, llamando su atención para que aguardase unos
momentos.
Se acercó a su lado y, cuando se quedó a solas, le estrechó
la mano a modo de saludo.
—Mi coronel…
—Deseaba preguntarte cómo está siendo tu estancia en
Dornie.
—Podría ser peor. La casa es pequeña pero cómoda, y
tenemos una gran chimenea con la que caldearnos las frías
noches.
—¿Os dan de comer cada tarde? —se interesó Nicolás.
—Cada tarde sin falta.
—Y en cuanto a los escoceses…, ¿cómo os está yendo
con ellos? ¿Habéis podido convencer a alguno de que se una a
la causa?
José suspiró y se encogió de hombros, sabiendo que la
contestación no iba a gustarle a su coronel.
—Solo a unos pocos. En Dornie hemos conseguido alistar
a diez hombres.
Castro Bolaño maldijo en silencio y cerró los ojos con
fuerza, pues los otros soldados tampoco habían tenido suerte
en aquella misión.
—¡No lo comprendo, sargento! ¡Estamos aquí para que
recuperen el control de su país, deberían estar deseosos de
colaborar!
—Tienes razón, Nicolás. Pero, en el poco tiempo que
llevo aquí, me he dado cuenta de que si hay algo que los
escoceses odien más que a los ingleses… es a los otros clanes.
—Al ver la incredulidad de su coronel, prosiguió—. No
quieren pelear juntos, se detestan, no confían los unos en los
otros.
—¡Pero van a luchar por su patria!
—Son hombres orgullosos, y no van a dar su brazo a
torcer tan fácilmente. Tendremos que esforzarnos más para
que colaboren contra el ejército inglés.
CINCO

Con sendas cestas en las manos, Eirica y Donald recogían


bayas de unos arbustos cercanos a su casa.
La tarde estaba a punto de llegar a su fin, ya que el sol se
escondía lentamente en el firmamento y el vientecillo helado
los hacía apresurarse en su tarea.
Mientras terminaba de coger los frutos del matorral en el
que estaba, Eirica contempló a su tío moverse con dificultad.
Cuando el tiempo era frío, las piernas de Donald se resentían y
no podía permanecer mucho tiempo de pie.
—Muchacha —la llamó, haciéndole dar un respingo—.
¿Tengo algo interesante para que me mires de esa forma?
Eirica sonrió y se metió una baya en la boca, antes de
contestar.
—No es nada, pero estaba dándome cuenta de que pareces
cansado.
—Siempre lo estoy —refunfuñó—. Esta maldita vejez es
un tormento.
—Deberías regresar a casa y descansar junto al fuego.
Donald puso los ojos en blanco.
—Maldición, no actúes como si fuese un infante. Puedo
terminar de coger bayas.
Ella suspiró al darse cuenta de su cabezonería y se dirigió
hacia otro arbusto para seguir cogiendo de sus pequeños
frutos, en silencio.
Donald se colocó a su lado y la miró de reojo.
—Por cierto, esta mañana he hablado con tu primo.
—¿Con Raibeart?
—Ajá. —Se comió una baya—. Está convencido de que
debemos buscarte un esposo.
—¿Un… esposo? —Eirica lo miró como si sus
intenciones fuesen horribles, como si aquella noticia fuese
peor que la misma muerte—. ¿Por qué?
—Ya tendrías que estar casada. Tu primo no entiende
cómo he consentido que te salgas con la tuya todo este tiempo.
Eirica fue a su lado y lo cogió de las manos, con mirada
suplicante.
—Pero, tío Donald, me gusta vivir en tu casa. Y necesitas
mi ayuda.
—¿Y qué ocurrirá cuando fallezca, muchacha? ¿Qué será
de ti?
—Todavía falta mucho para eso.
—No, Eirica, Dios puede llevarme con él en cualquier
momento y tú te quedarás sin nadie que te proteja.
—Yo sé protegerme, no necesito…
—¡Bah! ¡No digas sandeces, niña! —la cortó sin dejar que
terminase de hablar—. Toda mujer necesita a un hombre que
cuide de ella. Y tú… has gozado de mucho tiempo para elegir
a uno de tu agrado.
—Es que… no me agrada ninguno, tío. En Dornie no he
encontrado…
—Por eso mismo, Raibeart está empeñado en ser él quien
te consiga un buen esposo. —No supo qué contestar, así que
miró a Donald con ojos suplicantes—. ¡Alegra esa cara,
Eirica! Deberías estar contenta de que tu primo se tome tantas
molestias por ti.
Ella bajó la vista al suelo y suspiró.
—¿Y… cuándo… elegirá Raibeart a mi futuro marido?
—Ahora está demasiado ocupado. Pero presumo que
cuando termine la guerra se embarcará en la búsqueda.
—Bien, tío, me parece bien —respondió decaída,
rodeando el matorral para quedar oculta de él y taparse la boca
para no echarse a llorar en su presencia.
Sabía que aquel momento llegaría. Todas las mujeres se
casaban con un buen hombre elegido por sus familias, sin
embargo, tras tantos años de libertad viviendo con Donald,
creyó que, finalmente, le permitirían quedarse con él, en
Dornie. Pero estaba equivocada.
Un gemido de dolor le hizo alzar la cabeza. Corrió hasta
donde Donald recogía bayas y lo encontró frotándose las
rodillas.
—Deberías hacerme caso y regresar a casa. Tus piernas
no pueden aguantar tanto tiempo en pie.
—Tienes razón, maldición —se quejó, disgustado. Se
incorporó y le dio su propia cesta a Eirica—. Llénalas antes de
regresar. Si dejamos bayas en los arbustos se las comerá
alguna alimaña.
Al quedarse a solas, se llevó una mano a los ojos,
frotándoselos. De repente, se sentía muy cansada. La noticia la
había dejado tan decaída, que el simple hecho de mantener los
ojos abiertos le resultaba agotador.
¿De veras su primo se había propuesto encontrarle un
marido?
—Ya ha oído a su tío, tiene que llenar las cestas.
Eirica levantó la cabeza de inmediato al reconocer aquella
voz.
Ante ella se encontraba José, con su habitual sonrisa
canalla y esa mirada que le aceleraba los latidos del corazón.
Se removió incómoda cuando se acercó a su lado y cruzó
los brazos sobre el pecho, irguiendo la espalda, orgullosa.
—¿Es que no tiene nada mejor que hacer que molestarme
a todas horas, señor?
—El poblado es muy aburrido.
—¡Ese no es mi problema! ¡Márchese y déjeme en paz!
José arrancó una pequeña baya y se la llevó a los labios,
saboreándola.
—Nunca había comido nada igual.
—¡Oh, Dios! —exclamó perdiendo la paciencia—. ¡Largo
de mi vista!
—No es una mujer agradecida, ¿verdad?
—¡Lo soy, pero, ahora mismo, no tengo nada que
agradecer!
—Estoy aquí para ayudarla.
Ella entrecerró los ojos y lo miró de arriba abajo. José
vestía con esos ropajes tan extraños, al igual que todos los
demás soldados españoles, no obstante, no llevaba el
sombrero. La barba comenzaba a aparecer en sus mejillas y le
daba un aspecto todavía más apuesto que de costumbre.
Al darse cuenta de sus pensamientos, bajó la mirada y se
dio cuenta de que, entre las manos, llevaba algo cubierto con
unas gruesas pieles.
—No necesito ayuda —contestó al fin.
—Sí la necesita. Si no se afana, acabará helada de frío, se
avecina una tormenta.
—¿Y a usted qué le importa si paso frío o no?
José suspiró y la miró a los ojos. Los de ella eran fríos y
severos.
—Eirica, no sea tan dura conmigo. He venido con buenas
intenciones.
—¿Ah, sí? —Rio enarcando las cejas.
Él dio un par de pasos más hacia ella, sin embargo, la vio
retroceder.
—Le pido perdón si en el pasado hice algo que haya
podido molestarla, señora. No era mi intención.
—¿Y debo creerlo?
—Me gustaría que lo hiciera —respondió sonriente y le
tendió aquello que llevaba entre las manos—. Le he traído un
presente.
—¿A mí?
—No veo a nadie más con nosotros.
Eirica cogió aquello que José le entregaba, desconfiada.
—¿De verdad cree que puede comprarme con presentes?
—Mi intención no es esa. Pero… creo que esto se lo
debía.
La curiosidad fue tan grande que desenvolvió el regalo de
inmediato, tirando las pieles al suelo.
Cuando descubrió qué era, contuvo la respiración y miró a
José confusa.
—¿Un arco?
—El suyo está roto.
—¿Este arco es para mí?
—Solo si promete que me dejará contemplarla cazar
alguna vez.
Eirica examinó el arco con detenimiento. Era de madera
robusta, pero pesaba tan poco como el suyo propio, además
tenía grabadas sus iniciales con letras bellas. ¡Era precioso,
muchísimo más bonito que ninguno que hubiese visto! ¡Y era
para ella!
Tenía ganas de gritar, de bailar y de dar vueltas de la
emoción, sin embargo, no olvidaba que José estaba delante,
por lo que se contuvo y se limitó a asentir.
—Es un buen arco. ¿De dónde lo ha sacado?
—Se lo encargué hace dos días a nuestro maestro armero.
—¿Por qué se ha tomado esta molestia por mí, José? —le
preguntó interesada, sin dejar de acariciar su nuevo arco.
—Deseo que entre nosotros haya paz.
—No tengo ningún presente para darle a usted.
—Ya se lo he dicho, me basta con poder acompañaros
algún día al bosque.
—¿Para qué? ¿Quiere que lo enseñe a cazar? —preguntó
burlona, envolviendo el arco en las pieles de nuevo.
—Tiene una lengua indomable, señora —respondió
sonriente, acercando un cesto a su lado.
Al verlo, Eirica se quedó extrañada.
—¿Qué hace? ¿Decía en serio eso de que va a ayudarme
con las bayas?
—Por supuesto. —José le guiñó un ojo y ella apartó la
mirada, nerviosa.
Todavía no llegaba a comprender qué era lo que tenía ese
hombre que la ponía tan nerviosa. Cuando estaba al lado de
José de Santarem su cuerpo reaccionaba de un modo extraño,
exagerado.
Estuvieron recolectando bayas en silencio, en el mismo
arbusto. Era un silencio incómodo, ya que, desde que lo
conocía, no habían hecho más que pelear, y… Eirica se sentía
en deuda con él, después de todo le había regalado aquella
preciosa arma.
—Me gustaría demostrarle mi agradecimiento, José.
—Repito que no es necesario —contestó sonriente,
disfrutando de la hermosa vista de Eirica desde su posición.
—¡Pero insisto! Mañana mismo le diré al tabernero de
Dornie que cargue una jarra de whisky a mi cuenta, para que la
disfrute.
Él entrecerró los ojos.
—¿Whisky? ¿Qué es eso?
—¿Se burla de mí? ¿No sabe lo que es el whisky?
—No. Es una clase de bebida, supongo, pero nunca había
oído hablar sobre él.
—¿De qué clase de lugar viene? ¿Qué beben los hombres
en su país? —Parecía contrariada, lo miraba como si aquello
fuese lo más raro que jamás le hubiesen dicho.
—Bebemos vino, sidra y cerveza, por supuesto.
—¿Sidra?
—Es una bebida alcohólica hecha de manzanas
fermentadas. Es dulce y ácida.
Eirica sonrió mientras metía un puñado de bayas en su
cesta.
—Entonces, el whisky le gustará.
—Mientras que no sepa como los bollos que llevó ayer,
podré con él.
Al escuchar aquello, Eirica soltó una carcajada. ¡Los
bollos a medio hornear!
—Estaban horribles, ¿verdad?
—Casi me indigesto —asintió, extrañado al verla reír—.
¿Por qué le hace gracia?
—Estaban crudos, no dejé que se cociesen lo suficiente.
—¿Deseaba envenenarme, mujer? —preguntó
contrariado.
—No quería ir sola a la casa. Las demás mujeres ya
estaban allí, así que los saqué sin que terminasen de cocerse.
—Ninguno de los soldados le hubiese hecho nada. No
tiene nada que temer.
—Quería evitar encontrarme a solas con usted —
reconoció mirándolo a los ojos.
José se llevó otra baya a los labios y la masticó sin dejar
de mirarla, pensativo. Le gustaba la franqueza de Eirica. De
hecho, todavía no había encontrado algo que no le agradase de
ella. Sonrió.
—Espero que, a partir de ahora, nuestro trato sea más
cordial.
—Lo será hasta que rompa de nuevo mi arco.
Ambos se quedaron mirando en silencio hasta que José se
echó a reír, contagiándola a ella con su musical risa.
¡Oh, santos! ¡Qué guapo estaba cuando reía! Le daban
ganas de acercarse y recorrer sus labios con los dedos,
comprobar que eran tan mullidos y agradables como parecían.
Eirica bajó la cabeza, nerviosa por sus pensamientos,
fustigándose por esa extraña necesidad que había aparecido de
repente.
—¿Puedo preguntarle algo, Eirica?
La voz de él la sacó de su ensimismamiento. Asintió de
inmediato sin querer mirarlo a los ojos.
—Pregunte.
—¿Qué hacía esta mañana tan temprano en el lago?
—¿Me ha visto? ¿Cuándo?
—Al amanecer.
Ella sonrió y se encogió de hombros.
—Me gusta contemplar el castillo de Eilean Donan con la
suave luz del alba. Es mágico.
—Es un lugar bello y está construido en una localización
única.
—Quizás le pareceré una tonta, pero… —Se mordió el
labio inferior—. Muchas veces fantaseo con que paseo por sus
salones y recorro cada una de sus estancias.
—¿Nunca ha entrado en el castillo?
—Siempre ha permanecido cerrado.
—Yo la llevaré —prometió con decisión.
—¿Usted? ¿Cómo? No me permitirían entrar —dijo
aguantando su mirada, aunque su estómago revolotease al ser
observada por él.
—Sí lo harán, si viene conmigo. —Le sonrió mirándola
con anhelo. Era la mujer más bella que jamás hubiese visto.
Allí, rodeada de arbustos y setos, parecía un hada—. La
llevaré pronto, así no tendrá que volver a fantasear con algo
que tiene tan cerca.
El trayecto desde su casa al muelle siempre era agradable,
no obstante, el viento helado le restaba placer.
Ataviada con su grueso manto sobre los hombros, Tavie
apretó la cesta en la que transportaba la comida para su padre,
como cada mañana.
El lago estaba en calma y solo un par de embarcaciones
agitaban sus tranquilas aguas. Tomó asiento en aquel saliente
rocoso y dejó la cesta a su lado, concentrada en el horizonte,
intentando reconocer su bote.
No debía demorarse demasiado. Su pobre madre precisaba
ayuda para preparar la comida de ese día. Su estado de
gestación la tenía agotada y todos rezaban para que ese
embarazo llegase pronto a su fin y todo volviese a la
normalidad.
—Nos volvemos a encontrar.
Una suave voz a su espalda la hizo contener el aliento.
Giró la cabeza con rapidez y fijó sus verdes ojos en el
hombre del pasado día.
Llevaba el mismo atuendo de pescador, y el cabello un
poco alborotado por la fuerza del viento, sin embargo, seguía
siendo tan gallardo como recordaba.
Tavie alzó la barbilla y se puso seria, ignorando a su
indeseable visita.
Caladh, al darse cuenta de lo que ocurría, rio y tomó
asiento a su lado, incomodándola.
—¿Ha perdido el oído, señora? —le susurró cerca de su
oreja.
Tavie contuvo la respiración y se separó de él.
—Escucho perfectamente, gracias.
—Entonces, ¿por qué no contesta?
—Quizás, porque no deseo hacerlo —respondió con un
mohín tenso en los labios.
Él apoyó el mentón sobre una de sus manos, fijando sus
apuestos ojos claros en ella.
—Qué desconsiderada. —Sonrió todavía más al verla
fulminarlo con la mirada—. He venido a verla y ni siquiera
repara en mí.
—¿Para verme? ¡Bah! ¿Quiere que crea semejante
patraña?
—Es la verdad —dijo con solemnidad—. Nada tengo que
hacer en Dornie aparte de estar aquí a su lado.
Tavie enarcó las cejas y lo miró de arriba abajo.
—¿Para qué querría verme, señor, cuando ya le dejé claro
mi descontento el pasado día?
—Me gusta contemplar su belleza. Supongo que sabrá
que es una mujer muy bella.
—Por supuesto —asintió con voz cortante.
Caladh se humedeció los labios mientras perfilaba su
rostro con interés.
—¿Puedo preguntarle el porqué de su desprecio? No creo
haberle hecho nada malo.
—No me gustan los desconocidos.
—No soy un desconocido, sabe mi nombre y de dónde
vengo.
—Claro, y eso nos convierte en viejos amigos, ¿verdad?
Caladh rio, divertido por sus contestaciones beligerantes.
—Yo todavía no sé cómo se llama.
—Ni falta que le hace.
—¿Acaso está casada? ¿Es por esa razón que me trata de
ese modo?
Tavie negó con la cabeza de inmediato, sin mirarlo.
—No tengo esposo.
—Me alegro.
—¡Pues no debería! ¡Eso no cambia nada, señor! Estoy
esperando a mi padre y cuando venga no le gustará ver a su
hija con un hombre que no conoce.
—Soy marino, como él. Quizás sí lo conozca. Los
hombres del mar nos vemos frecuentemente con los barcos.
—Me alegro por usted, vaya con mi padre entonces.
—Me agrada más su compañía —admitió—. Usted es
más hermosa.
Ella lo miró de reojo al darse cuenta de que guardaba
silencio, y aceptó que él también era apuesto.
No debía, pero sentía curiosidad por Caladh McRae.
Al ver que de su boca no salía ni una palabra más, lo
miró, curiosa.
—¿Qué le trae de nuevo por aquí? Y no diga eso de que
viene a verme, porque no le creeré, señor.
—El marinero al que pedí ayuda con mi barca no pudo
arreglarla y tuve que dejarla en la herrería. Me aseguraron que
hoy estaría lista.
—¿Y no tiene otra con la que faenar?
—Soy un pescador humilde, señora. Solo poseo esa
embarcación. —Caladh le sonrió y alisó una arruga imaginaria
de su camisa—. No deseo molestarla con mi compañía. En
Dornie no conozco a nadie y… usted me parece agradable.
—Gracias —dijo ella algo más calmada.
—Me gustaría poder permanecer un rato más a su lado, si
no le importa. Prometo no hablar, si es lo que desea.
Tavie asintió y miró hacia el horizonte.
No le importaba. De hecho, algo en su estómago se
agitaba cuando Caladh le decía todas esas cosas bonitas.
Estaba acostumbrada a que los hombres la alagasen con
cumplidos y regalos, sin embargo, con ninguno de ellos notó
ni una mísera reacción. Ninguno, salvo ese desconocido.
—Mi nombre es Tavie. Tavie McGregor.
La esperanza de José, de ver a Eirica esa tarde, se esfumó
cuando apareció Rob Roy acompañado por cinco escoceses,
cargados con varias cestas repletas de comida.
Si desde que la conoció no había podido dejar de pensar
en ella, tras el pasado día, cuando aceptó sus disculpas, su
imagen no abandonaba su mente.
Recordaba su conversación que, aunque corta y no
demasiado personal, le supo a gloria. Eirica McGregor era una
mujer brillante a la que deseaba seguir conociendo más a
fondo.
Le encantó que ella se relajase en su presencia, que le
contase sus fantasías al contemplar el castillo, que sonriese
cuando le hablaba, que aceptase dejarlo acompañarla la
próxima vez que usase su nuevo arco.
Su belleza lograba eclipsarlo y su frescura era tan salvaje
como la misma Escocia.
Dudaba mucho que, después de conocerla, las demás
mujeres lograsen encandilarlo de ese mismo modo. Ninguna
dama volvería a dejarlo anonadado mientras caminaba por las
ramas, ninguna vestiría de hombre por comodidad, ni
mostraría su furia con esa naturalidad, sin importarle que no
fuese correcto.
José apoyó la cadera en una de las paredes de la casa y
sonrió para sí cuando su imagen regresó a su mente.
—¿Qué dices, José? ¿Vienes con nosotros?
La voz de Rob Roy lo sacó de su ensimismamiento.
Cuando alzó la cabeza, el escocés lo miraba con
curiosidad, esperando una contestación.
—No estaba escuchando, ruego perdón.
—Decía… —se dispuso a repetir, sonriente, mesando su
cabello rojo, tan parecido al de Eirica—, que si te gustaría
venir a la taberna con los demás, para beber y conversar un
rato.
—Por supuesto —asintió José inmediatamente.
—Vayamos pues, debemos hacer recuento de los hombres
que han aceptado unirse a la revuelta.
La taberna en sí, era un pequeño salón repleto de mesas de
madera, bastante viejas y descuidadas, en donde olía como si
nadie se asease nunca.
Estaba cerca del muelle de Dornie, y los pescadores la
frecuentaban a diario, sumando el olor putrefacto del pescado
al ambiente.
Los hombres pidieron cerveza tibia con la que calentar el
estómago, pero cuando el tabernero le preguntó a José, este
agitó la mano para que Rob Roy le prestase atención.
—Eirica me recomendó probar una rara bebida que
destiláis aquí, pero no puedo recordar el nombre.
—Creo que te refieres al whisky.
—Quiero probarlo —asintió, dando la orden al tabernero.
—Que sean dos, entonces —dijo Rob, mirando a José con
atención y los ojos entrecerrados—. José de Santarem…,
¿cuándo te dijo mi prima que debías probar el whisky?
—Ayer mismo.
—¿Viste a Eirica? ¿Por qué? —le preguntó con gesto
protector.
—La encontré mientras paseaba por el poblado, estaba
recogiendo bayas cerca de su casa y la ayudé a hacerlo.
—Mi prima es una mujer peculiar, ¿no es cierto?
—Lo es —aceptó sonriente, recordando todas las veces
que habían coincidido—. Nunca he conocido a nadie igual.
—Y, por tu bien, espero que no la conozcas. —Rio Rob,
palmeando su hombro—. Te volverías loco de atar.
—No lo creo. Me parece interesante.
El tabernero regresó con las bebidas y dejó la jarra de
whisky delante de José, que la contempló con curiosidad.
—Eirica tiene una forma de ver la vida diferente al resto
de féminas, por eso no cualquier hombre podría estar a su
lado.
—¿Por qué no está casada? —se interesó José, cogiendo
la jarra con una mano y acercándosela a la boca.
—Se quedó a cargo de mi madre cuando mi tía murió,
pero ella tampoco tardó en reunirse con Dios, y mi pobre
padre no ha sabido educar a una mujer como corresponde.
Todos sus hijos somos varones y mi prima ha sido criada como
uno más.
—Por eso sabe usar el arco. —Sonrió al comprenderlo por
fin.
—¿La has visto cazar? —Rob Roy entrecerró los ojos.
—La vi un día que paseaba por el bosque. Estaba sobre la
rama de un árbol.
—Muchas veces le he advertido que los hombres no
desean que sus esposas se comporten de esa forma, pero a ella
parece no importarle.
José se llevó la jarra a los labios y dio un buen trago de su
nueva bebida. Era dulce y fuerte, sin embargo, cuando aquel
dorado líquido pasó por su garganta, comenzó a toser como si
un fuego abrasador lo quemase por dentro.
Rob se carcajeó y dio un trago a su whisky, sin hacer ni un
guiño.
—¡Maldición! ¿Qué clase de bebida diabólica es esta? —
Dejó la jarra sobre la mesa y tosió varias veces, para intentar
calmar el ardor de su garganta.
¿Es que esa mujer se había propuesto matarlo? Aquella
bebida era tan fuerte como ninguna que hubiese probado antes.
¿Para qué le había dicho que la bebiese?
—Debes empezar dando sorbos cortos. —Rio Rob al ver
su rostro rojo.
—Creo que por hoy ya he tenido bastante de vuestro
whisky.
—Pide cerveza entonces y hablemos sobre los hombres
que tenemos para la ofensiva contra los ingleses. Debemos
apresurarnos o descubrirán que estáis de nuestro lado. Esos
perros de Satán tienen ojos en todas partes.
SEIS

Eirica caminó tras las mujeres hacia la casa de los


españoles.
Cargada con un par de cestas, miraba hacia aquellas
edificaciones, nerviosa por volver a ver a José. Cada vez que
pensaba en ello, sus latidos se aceleraban y un agradable calor
se apoderaba de sus mejillas.
Había algo que le atraía de él, algo muy potente que
todavía no alcanzaba a entender. Incluso esos primeros días, en
los que creía odiarlo, su estómago se agitaba cada vez que
aparecía a su lado.
Le gustaba su eterna sonrisa, su paciencia, que no le
horrorizase el hecho de que una mujer pudiese cazar como
cualquier hombre. Le gustaban sus ojos marrones. Tenían un
brillo especial que la atrapaban, al igual que sus labios. En más
de una ocasión, se descubrió mirando su boca con anhelo.
—Muchacha, vamos, no te quedes atrás —la llamó
Robena, haciéndole señales con un brazo.
Eirica apretó el paso y se colocó tras ella.
Cuando pasaron al interior de la casa, el rostro de unos
siete soldados les dio la bienvenida. Buscó a José entre ellos,
sin embargo, no lo encontró y eso le fastidió un poco. No le
gustaba reconocer que tenía ganas de verlo, y mucho menos
que le molestase no encontrarlo esperándola.
Se despidieron de los españoles con un movimiento de
cabeza y abandonaron la vivienda, dispersándose cada una de
ellas por las diferentes callejuelas de Dornie, hacia sus
moradas.
Al levantar la mirada en la siguiente calle, descubrió a un
hombre apoyado en la fachada de una de las casas, con los
brazos cruzados.
Cuando lo reconoció, Eirica dejó de caminar de repente,
asombrada. Era él, y parecía estar esperándola, porque, nada
más verla, su sonrisa había vuelto a aparecer en sus labios.
Se acercó a paso lento, sin dejar de observarlo, nerviosa, y
con el corazón latiendo como loco.
Estaba tan guapo esa tarde…
La barba de un par de días estaba más crecida y cubría sus
mejillas dotándolo de una sensualidad irresistible. Su cuerpo,
relajado contra la pared de aquella vieja vivienda, era tan
fuerte y hermoso que parecía haber sido esculpido por el mejor
de los artistas. No era un hombre especialmente alto, como los
escoceses, pero, a su lado, se sentía pequeña.
—¿Qué hace aquí? —preguntó Eirica nada más llegar a su
lado.
—Espero a alguien —dijo misterioso, clavando su intensa
mirada marrón en ella—. A una muchacha hermosa y gentil
que vive cerca.
Al escuchar aquella contestación, Eirica apretó los labios
porque no le gustó en absoluto. ¿A otra muchacha? ¡Llevaba
dos días deseando verlo, pensando en él, y le molestó su
indiferencia! Acababa de decirle que esperaba a otra mujer, y
aunque no tenía motivos para enfadarse por ello, irguió la
espalda, orgullosa.
—¡Pues siga esperando! Que tenga buena tarde, señor.
Pasó de largo y continuó caminando hacia su casa a paso
rápido, como si el solo hecho de estar cerca de él le resultase
inaceptable. Sin embargo, pocos metros después, una mano la
agarró con fuerza por su brazo y la arrastró hacia una
callejuela estrecha y vieja, donde no vivía nadie.
Eirica intentó soltarse, golpeándolo en el pecho, pero José
siguió su marcha hasta que la tuvo en el lugar que quería.
—¿Qué cree que está haciendo? —le preguntó con
exigencia—. ¡Tengo que regresar a casa, mi tío espera mi
llegada!
—Entonces, tendrá que esperar un poco más —dijo
acorralándola contra una pared de piedra.
—¡Le exijo que me deje marchar, José! ¡Estaba esperando
a una mujer, lo acaba de admitir!
Él rio y apoyó un brazo en la pared donde ella estaba,
acercando los labios a la oreja de Eirica.
—¿Y a quién cree que esperaba sino a usted?
—¿A mí? —lo interrogó, notando un cosquilleo por el
cuello debido a su suave aliento en el oído—. ¿Para qué me
esperaba?
—Para darle una zurra, mujer —comentó mirándola a los
ojos—. Casi me muero al probar la diabólica bebida que me
recomendó.
—¿Por el whisky? —Eirica se tapó la boca y se echó a reír
—. ¿Casi se muere por el whisky?
—¿Qué clase de brebaje es ese, maldición? Debería
ponerla sobre mis rodillas y golpear sus lindas posaderas hasta
que pida clemencia.
—Si me toca un pelo, le traspasaré el corazón con una de
mis flechas —dijo mirándolo fijamente a los ojos, sin dejar de
sonreír, y con un temblor irresistible en las piernas, por su
cercanía.
—Estoy seguro de que lo haría, bruja descarada —asintió
mientras la sonrisa asomaba también en su boca.
—Me proporcionó el arco, por si no se acuerda.
—¿Cómo voy a olvidarlo? Cualquier cosa que tenga que
ver con usted, no puede salir de mi mente —le susurró contra
su boca, haciéndola contener la respiración.
Ella se humedeció los labios y fijó sus ojos azules en los
de José, que no le quitaban la vista de encima.
—¿Y eso por qué? ¿Qué le ocurre para no poder olvidar
lo que digo y lo que hago?
—No lo sé, cada vez estoy más seguro de que me ha
hechizado con alguna poción mágica.
Ella sonrió y levantó una mano, para acariciar su rasposa
mejilla.
Se maravilló con su tacto y todavía lo hizo más al darse
cuenta de la reacción de José, que cerró los ojos, como
muriendo por la agonía de ser acariciado por Eirica.
—Su esposa es una mujer afortunada, José de Santarem
—le susurró juntando su frente con la de él. No sabía qué
pasaba con ella cuando lo tenía a su lado, pero las ganas de
tenerlo pegado a su cuerpo eran apremiantes y muy potentes.
José no pudo aguantar más y la rodeó por la cintura,
juntando su fino pecho contra el de él.
—No tengo esposa —respondió rozando su nariz con la
mejilla de Eirica, besando la fina piel de su pómulo—. No hay
ninguna mujer que me espere en España.
Acarició su cintura y fue bajando las manos por sus
caderas, maravillándose de las reacciones de Eirica, que gimió
cuando notó sus dedos cerca de sus muslos. Los separaba la
gruesa tela de sus ropajes, no obstante, el calor que él
desprendía era como una llama que la hacía arder.
Al abrir los ojos y mirar a su alrededor, se dio cuenta de
que todavía seguían en aquella callejuela, aunque las manos de
José la trasportasen muy lejos de allí.
—Alguien… alguien podría vernos.
—Lo sé —asintió tan cerca de su boca que sus
respiraciones se fundieron en una—. Si la tuviese solo para mí,
mis labios ya hubiesen probado la dulzura de los suyos, Eirica
McGregor. No dejo de fantasear con ello desde que la vi la
primera vez.
—No es correcto que estemos haciendo esto —añadió
perdida en su mirada—. Ni siquiera somos amigos, apenas nos
soportamos.
—¿Y qué más da lo que seamos? —Cogió entre sus dedos
un mechón de su cabello rojo y tiró de él para acercarla más a
su boca, aunque sin llegar a rozarla—. Prométame que nos
veremos mañana en el bosque.
—¿Para qué? —Jadeó, con una extraña humedad entre sus
piernas.
—Quiero verla a solas, sin nadie a nuestro alrededor. —
Sonrió—. Deseo verla usar el arco, que me enseñe cómo lo
hace. Que me muestre las maravillas que esconde el bosque y
que me susurre viejas leyendas al oído mientras su sonrisa
ilumina el camino.

—No debería acudir al bosque, Tavie. —Eirica se recostó


en el lecho de su amiga y cerró los ojos tan fuerte que vio
miles de estrellas.
Llevaban en casa de esta un par de horas, tras comprar en
el muelle los alimentos diarios. Su tío le permitió descansar
esa jornada y no trabajar con los animales, ni en el campo, y lo
agradecía de veras. Tenía la cabeza hecha un lío y no hubiese
podido realizar las tareas diarias sin romper algo. Siempre
rompía cosas cuando no ponía toda su atención en lo que
hacía.
Después de su acalorado encuentro con José, en aquella
solitaria calle, se separaron con disimulo y cada uno tomó un
rumbo, para que nadie sospechase de que acababan de
compartir caricias y susurros en plena calle.
No obstante, cuando llegó a casa y todo se enfrió, se sintió
culpable por haber permitido que ese hombre la tocase como si
tuviese derecho a hacerlo, por el deseo que había logrado
despertar en su propio cuerpo con solo unas caricias.
Las mujeres decentes no hacían esas cosas. Su pureza
debía ser reservada para el hombre con el que su primo la
desposase.
—No deberías, tienes razón, si te descubren con él se
armará un gran escándalo, amiga —habló Tavie, después de
pensarlo unos segundos.
—No voy a ir, lo tengo decidido —declaró convencida,
apretando los labios.
—No sabes cuáles son sus intenciones contigo, Eirica.
—Ya lo sé.
—Seguramente, querrá meterse entre tus faldas, como
todos los hombres anhelan, y luego te olvidará. —Tavie
suspiró—. Es un soldado español, pero eso no significa que
sus intenciones sean honorables.
—Sí, también he pensado en ello. —Miró hacia la ventana
para ver la lluvia caer sobre las calles de Dornie—. Además, él
se irá cuando termine el enfrentamiento.
—Y tú te quedarás aquí, desflorada y deshonrada. Será
una vergüenza para tu familia.
Giró la cabeza muy rápido y clavó los ojos en su amiga.
—¡Oh, Tavie, no seas exagerada! ¡Solo deseo estar un rato
en su compañía, nada más!
—Ese es el principio, querida, bien lo dice mi madre. —
La cogió de la mano—. Nunca te ha interesado ningún
hombre. José de Santarem es el primero que despierta tu
curiosidad. Es muy gallardo y experimentado. ¡Y esos son los
más peligrosos, querida!
Eirica se encogió de hombros. Tavie tenía razón, pero
odiaba aceptarlo. Ahora que admitía su atracción por José, le
molestaba que su amiga estuviese en lo cierto.
—Bueno, sea lo que sea, no voy a ir, así que… puedes
quedarte tranquila.
—Es lo más sensato. Es un aliado de nuestros hombres. Si
tu primo Raibeart se entera de que ese soldado te ha tocado, lo
matará.
—¿Al igual que hará tu padre con ese tal Caladh del que
acabas de hablarme? —contraatacó Eirica, enarcando las cejas.
Tavie abrió la boca para responder con alguna frase
brillante, pero se limitó a chasquear la lengua y resoplar.
—Caladh no es como José, amiga.
—¿No? ¿Dónde está la diferencia? Ambos son apuestos y
experimentados.
—¡Pero Caladh es escocés! Además, solo hay que verlo
para saber que es una buena persona.
—¿Lo has visto dos días y ya estás tan segura? —Puso los
ojos en blanco—. ¡Vamos, Tavie, pero si no habéis cruzado
más de dos palabras! Tampoco conoces nada de él.
—Es pescador, como mi padre, vive en Kyle of Lochalsh
y piensa que soy hermosa.
—¡Oh, vaya, lo sabes todo de él! —se burló, riendo.
—No te burles, Eirica. Tengo más experiencia, en cuanto
a hombres, que tú, sé lo que digo. —Sonrió soñadora—. Y
Caladh está interesado en mí de veras.
—¿Y tú en él? Porque lo defiendes como si fueses a
compartir tu vida a su lado, amiga.
—Al principio, desconfié de sus intenciones, pero…
reconozco que me agrada —asintió—. Me agrada tanto que…
he aceptado verlo cada mañana, en el muelle.
Eirica no dijo ni una sola palabra más, no obstante, seguía
sin ver la diferencia entre José y Caladh McRae. Quizás, Tavie
tuviese razón y no sabía nada acerca de los hombres, pero…
por muy experimentada que una fuese, no se podían conocer
las intenciones de las personas en tan poco tiempo.
Ella no debía ver a José a solas en el bosque, su sentido
común se lo avisaba, sin embargo, también le avisaba de que
Tavie tampoco debía confiar tan pronto en ese pescador.

José se internó en el bosque a media tarde, después de que


las mujeres dejasen la comida para él y los demás soldados.
Le extrañó que Eirica no estuviera con ellas, ya que
siempre era una de las que portaba las cestas, sin embargo, no
le dio importancia, tenía tantas ganas de verla, que abandonó
la casa sin pensar en nada más que en encontrarla en el lugar
donde se vieron por primera vez.
Después de aquella última conversación, en la callejuela
del poblado, la sonrisa no abandonaba su rostro, y eso no le
pasó desapercibido a Andrés, que insistió en que le contase
cuál era el motivo de su alegría, pero José no abrió la boca. Lo
que Eirica y él tenían era suyo solo, nadie más debía enterarse.
En cierto modo, le gustaba que así fuese, deseaba quedarse ese
secreto para él y paladearlo una y otra vez sin tener a nadie
detrás advirtiéndole de los peligros de enredarse con la prima
del mismísimo Rob Roy.
Atravesó aquel terreno empedrado y, al igual que la
primera vez, se sintió sobrecogido por el maravilloso paisaje.
Todo allí era verde y desprendía tanta vida, que lo demás se le
antojaba falto de color.
Las ramas de las coníferas se agitaban con el suave
viento, y el sonido de las hojas bajo sus pies se convirtió en el
único ruido que llegaba a sus oídos.
¿Estaría ella esperándolo ya en el árbol?
Deseaba que así fuese. Eirica y su rostro hermoso se
estaban convirtiendo en una necesidad para él. Ya no
imaginaba continuar en Escocia y no verla a diario aparecer
con la cesta de comida, sin contemplar su sonrisa.
Al reconocer el tronco donde la descubrió por primera
vez, sonrió y se dirigió hacia él. En el suelo todavía estaban
los restos de su viejo arco, hecho trizas.
Cogió un trozo y sonrió al recordar lo que le dijo ese día.
Estaba tan enfadada… que parecía un hada a punto de lanzar
algún poderoso hechizo sobre él, y no estaba seguro de que no
lo hubiese hecho, porque, desde ese instante, esa mujer no
había salido de su mente.
Se apoyó en el árbol y aguardó a que ella llegase.
Mientras la esperaba, fantaseaba con lo que harían cuando
estuviesen juntos. Si bien era cierto que en el poblado no quiso
besarla por prudencia, allí, en la privacidad del bosque, no
dejaría pasar la ocasión.
No obstante, sus ilusiones fueron apagándose conforme
pasó el tiempo. Después de una hora aguardando
pacientemente su llegada, se dio cuenta de que no aparecería.
Eirica no acudiría a su cita.
Esperó otro buen rato, sin querer desistir, pero cuando el
sol comenzó a esconderse en el horizonte se dio por vencido y
emprendió el camino de vuelta, con la desilusión dibujada en
el rostro.
Cuando estuvo a punto de salir del bosque, vio una figura
dirigirse hacia él. Una silueta de mujer.
—Eirica —dijo nada más reconocerla. Fue hasta ella, pero
frenó en seco al darse cuenta de la seriedad de su rostro.
—Hola, José.
—¿Por qué ha tardado tanto?
—No pensaba venir —reconoció, bajando la cabeza. No
quería mirarlo demasiado.
—¿Por qué motivo? ¿Ya no desea estar en mi compañía?
—¡No iba a venir porque esto no es correcto! ¡No está
bien que nos veamos a solas! —Ella lo miró a los ojos y apretó
los labios, intentando trasmitir autoridad—. De hecho, todavía
no sé qué hago aquí.
Él se pasó una mano por su cabello negro y la miró sin
comprender.
—¿Qué la ha hecho cambiar de parecer? El pasado día
pensaba que tenía tantas ganas como yo de estar a mi lado.
—¡Lo que ocurre es que si nos descubren… se armará un
gran revuelo! ¡No es apropiado que una mujer esté sola con un
hombre que no es su esposo! —Ella se humedeció los labios y
suspiró—. Solo he venido para avisarlo, para que no
permanezca más tiempo a la espera en este frío bosque.
—¿Se marcha tan pronto?
—Sí, vuelvo a casa. —Dio media vuelta y dejó a José
plantado en el mismo lugar, sin embargo, su mano la agarró,
imposibilitándole la marcha. Ella dio media vuelta y apretó los
labios, enfadada—. ¡Basta, José! ¡Suélteme!
La miró suplicante, como si no quisiese comprender lo
que ella le explicaba, aunque entendía sus motivos. En España,
si una mujer en edad casadera era sorprendida a solas con un
hombre, ambos tenían suerte si el padre de ella no lo mataba
en el acto.
—Comprendo sus motivos —se apresuró a decir,
tranquilizador—, y no la retendré, se lo juro. Pero… me
agradaría que se quedase un rato a mi lado.
—José… no…
—Solo conversaremos, no la tocaré si así lo desea, le doy
mi palabra.
Ella jadeó y soltó su mano, dando un paso hacia atrás, con
un rictus serio en los labios.
—Puede conversar con cualquier otra persona.
—No deseo hacerlo con nadie más que con usted.
—Mi tío sospechará de mi tardanza.
—Solo le robaré unos minutos. Un paseo.
Eirica lo miró a los ojos y en los de José vio
determinación. Deseaba de veras que se quedase a su lado, y…
ella también deseaba hacerlo, aunque supiese que no era lo
correcto.
Se quedó callada, pensativa.
¿Tan malo era un paseo? ¿Tanto daño podía hacerles
caminar uno al lado del otro durante unos minutos?
—Está bien —asintió finalmente—. Caminaremos de
regreso hacia el poblado. Cuando estemos cerca, nos
separaremos y cada uno tomará un rumbo diferente.
SIETE

El camino de vuelta a Dornie transcurrió, la mayor parte,


sin que ninguno dijese ni una palabra. Y la verdad es que era
bastante incómodo, ya que ambos estaban deseosos de
conversar con el otro, de preguntar miles de cosas, de saciar su
curiosidad. Anhelaban conocerse a fondo, aunque aquel
silencio no lo demostrase.
Eirica miraba a José de reojo cada vez que él contemplaba
algún nuevo lugar del bosque. Parecía tranquilo, como si el
simple hecho de estar juntos le fuese suficiente. Y no lo
comprendía, porque ella deseaba mucho más. Deseaba que le
sonriese, que la mirase con ese deseo que bullía en sus oscuros
ojos marrones.
Cuando faltaba poco para retornar a Dornie, ambos
comenzaron a andar más despacio, a la vez. Bajaron el ritmo
porque llegar al poblado significaba que tendrían que
separarse.
—Se escucha el sonido del agua, ¿no es cierto? —
preguntó José de repente, deteniéndose por completo.
—Hay un pequeño riachuelo por ese sendero —asintió.
—Quizás venga mañana a recorrerlo.
Ella se mordió el labio inferior para no abrir la boca, sin
embargo, las ganas le pudieron.
—Si quiere, puedo mostrárselo ahora, para que mañana
sepa el camino.
—¿No tenía que volver a casa?
—No nos demorará mucho. —Bajó la vista al suelo y se
encogió de hombros—. A no ser que desee venir solo a
disfrutar de su tranquilidad.
José sonrió levemente, mirándola a los ojos.
—Guíeme ahora, Eirica.
Se quedaron mirándose en silencio varios segundos, sin
poder evitar sonreírse. Ella apartó los ojos, nerviosa, antes de
seguir el sendero que llevaba al riachuelo.
Sentía a José caminar tras ella, sus pisadas hacían sonar
las hojas caídas en el suelo.
Después de unos metros, y de cruzar un pequeño claro sin
árboles, llegaron al arroyo. No era demasiado caudaloso, ni
profundo, pero su sonido era tranquilizador y la flora que
crecía a su alrededor era preciosa.
—Aquí está —anunció Eirica agachándose para meter una
mano dentro del agua helada.
Tomó asiento en una gran piedra, cerca de su orilla, y vio
a José acercarse a su lado, complacido por tanta belleza. Y no
se refería precisamente al río. Eirica y su cabello rojo eran una
visión increíble rodeada por el verdor del bosque.
—Es un lugar agradable y silencioso. Seguro que esta no
será la última vez que lo visite. —Cogió una piedra del suelo y
la lanzó al río—. A veces, los soldados con los que convivo
son demasiado ruidosos y no hay ni un minuto de paz.
Ella se rodeó las piernas con los brazos y lo miró con
detenimiento, disfrutando de su cuerpo masculino y fuerte.
—¿Todavía faltan muchos hombres por alistarse?
—Tenemos quinientos escoceses dispuestos a pelear, si
contamos los de todos los poblados en los que el Escuadrón
Galicia ha ido reclutando.
—¿El Escuadrón Galicia? ¿Es así cómo se llaman?
—Ajá.
—¿Qué es Galicia? —se interesó, entrecerrando los ojos
—. ¿El nombre de alguno de sus dirigentes?
—Galicia es el nombre que recibe una intendencia de
España.
—¿Intendencia? —Se quedó pensativa un momento—.
¿Es algo así como los condados escoceses?
—Exacto.
Eirica apoyó las manos en la piedra en la que descansaba
y fijó sus ojos en el riachuelo.
—¿Usted vive en Galicia, José?
—Tengo un pequeño terreno en Lugo, pero apenas voy
por allí. Mi vida transcurre allá donde destinen al escuadrón.
—La miró sonriente—. Los soldados son mi familia, mi clan,
como se dice aquí.
Eirica rio, divertida por las palabras de él.
—¿Todos tenéis el mismo apellido? ¿Los soldados son
Santarem?
—No. —Él también rio y se acercó a ella, tomando
asiento en su misma piedra—. De hecho, cada uno somos de
una parte de España.
—¿De territorios y apellidos diferentes? ¿Y no hay
disputas? —lo interrogó incrédula.
—Allí es todo muy diferente, Eirica. Nunca había
conocido a hombres tan orgullosos como los escoceses —
admitió—. Muchos de ellos no van a luchar contra los ingleses
solo por el hecho de no hacerlo junto a alguien de otro clan.
—Las luchas entre clanes fueron muy frecuentes hace
algunos años y todavía hay dolor por las muertes y los
agravios —le explicó.
José suspiró y se recostó sobre la piedra, mirando hacia el
cielo, el cual cada vez estaba más oscuro.
—Si eso es así, creo que nunca conseguiremos a los
guerreros necesarios para luchar.
—Si necesitáis ayuda, podéis contar con mi arco.
Él giró la cabeza inmediatamente al oír aquello y la vio
sonreír.
—Ni lo sueñe. Jamás permitiría que fuese a la guerra.
—¿Y por qué no? —insistió divertida al verlo tan
contrariado—. Soy buena dando en el blanco.
—Nunca pondría su vida en peligro, así que no vuelva a
decir nada parecido —declaró molesto, haciéndola sonreír
todavía más.
Ella se humedeció los labios al darse cuenta de que, con el
ceño fruncido, José estaba tan guapo como nunca. Se obligó a
respirar con normalidad y tragó saliva, mirando hacia el
riachuelo.
—Aunque lo desease, mi primo Raibeart no me lo
permitiría tampoco.
—¿Raibeart? ¿Se refiere a Rob Roy?
Ella asintió.
—Raibeart Ruagh, es gaélico. Significa, Robert el Rojo, o
Rob Roy, como usted lo llama.
—Hace unos días estuve hablando con él —comentó José
sin dejar de mirarla—. Me dijo que está decidido a encontrarle
marido.
—Lo sé. —Eirica torció el gesto—. Quiere que me
despose pronto. Según él, las jóvenes de mi edad ya están
todas casadas y pariendo niños.
Él se incorporó un poco en la piedra, quedando a su
misma altura. Le apartó un mechón de cabello de la cara,
perdiéndose en sus preciosos ojos azules.
—¿Es cierto eso que me dijo de que no desea desposarse,
Eirica?
—Nunca lo he deseado —admitió—. Estoy acostumbrada
a ser libre. Mi tío Donald siempre me ha permitido muchas
más cosas que la mayoría de mujeres no hacen.
—Como tener un arco y vestir como un hombre para
cazar.
Eirica se echó a reír y asintió.
—¿Le cuento un secreto, José? —Él asintió—. Fue mi
propio tío el que me enseñó a cazar. Así que ahora, cuando me
dice que no es apropiado para una dama… se lo recuerdo y no
le queda más remedio que admitir su error.
Las carcajadas de José retumbaron por toda esa parte del
bosque, haciendo reír también a Eirica.
Negó con la cabeza, deslumbrado con ella y con todo lo
que la rodeaba. ¿Cómo era posible que existiese una mujer así
y tuviese tanta suerte de estar a su lado?
—Es un peligro, Eirica McGregor —comentó acariciando
su mejilla.
—Nada de eso. Nunca he hecho nada que haga peligrar a
nadie.
—Conmigo lo hace a diario.
Ella entrecerró los ojos, sin comprender lo que quería
decir con eso.
—¿Qué hago? Juro que no es mi intención.
—Por eso es tan letal, dulce hada, porque no actúa, es
natural y dice todo lo que piensa. —Se humedeció los labios,
sin dejar de mirar los de ella—. Y yo caigo preso de su
embrujo cada día más.
Las palabras de él aceleraron su corazón. Cuando la
miraba de esa forma, todo su mundo comenzaba a girar. Jadeó
intentando controlar las ganas de acercar su boca a la de él,
intentando no hacer lo que había querido evitar por todos los
medios, no obstante, la atracción que sentía por ese hombre
era mucho más fuerte que sus objeciones.
—José… —Apoyó una mano en su pecho, mientras él la
rodeaba por la cintura—. No debemos.
—No, no debemos… —susurró contra sus labios, a punto
de rozarlos—. Pero no puedo aguantar más, Eirica. Aunque
pusiese todo mi empeño… no podría hacer otra cosa que
besarla.
Al escuchar tales palabras, cerró los ojos y recorrió la
corta distancia que la separaba de su boca, fundiendo sus
labios en un beso tan cálido y ardiente que ambos temblaron
por las emociones que los recorrieron con su solo contacto.
Los labios de José la elevaron tan alto que tuvo que
agarrarse fuerte a su camisa, porque tenía la seguridad de que
caería en picado al vacío.
Sus lenguas juguetearon con la del otro, y se dieron la
bienvenida con un ardor y un anhelo desmedido, haciéndolos
gemir por la magnitud de la pasión.
José acarició su cintura y la apretó contra su fuerte torso,
muriendo de gozo al notar sus suaves senos oprimidos contra
su pecho.
Le gustaba que Eirica se dejase llevar de esa forma, que se
abandonase al placer, que respondiese al beso con tanta ansia
como él mismo, porque habían esperado demasiado para
tenerse de esa forma.
Ella lo rodeó por el cuello con los brazos y gimió cuando
las manos de él ascendieron hasta uno de sus senos. Lo
amasaron y acariciaron con tanta delicadeza que creyó morir
en aquella dulce agonía.
¿Qué le pasaba a su cuerpo? ¿Qué era aquello que ese
hombre despertaba en ella?
Era algo desconocido, pero tan primitivo y visceral que no
hubiese querido parar. Sin embargo, giró la cabeza y separó
sus labios de los de él, jadeante, con las mejillas ardiendo.
El calor de su bajo vientre se había instalado en su sexo y
era agónico.
Él apoyó la frente contra la de ella y besó su nariz, con
una expresión de dolor en el rostro, pues las ganas de poseer a
Eirica y no poder hacerlo, se retorcían en sus entrañas.
—Creo… creo que es mejor que volvamos —susurró ella
mientras su corazón amenazaba con salírsele del pecho—. No
quiero que tío Donald venga a buscarme.
Eirica se levantó de la piedra con la seguridad de que sus
piernas no podrían sostenerla, sin embargo, no hizo falta que
se apoyase en el árbol más cercano, porque José tomó su mano
y la entrelazó con la suya propia, dándole un suave beso en los
labios.
—Vayamos, pues. —Sonrió intentando controlar su deseo.
Agarró sus mejillas con ambas manos e hizo que lo mirase a
los ojos—. Solo te pido una cosa —añadió dejando a un lado
la cortesía, tuteándola.
—¿Cuál?
—Que no vuelvas a alejarte de mí.

Tavie tomó asiento en aquel saliente rocoso del muelle,


como cada mañana.
En una mano portaba la cesta de comida para su padre, y
en sus labios una sonrisa nerviosa por la incertidumbre.
Caladh McRae le aseguró que regresaría a verla, sin
embargo, apenas se conocían y no sabía si cumpliría con su
promesa.
Si bien era verdad que al principio no quiso tener nada
que ver con él, su insistencia y sus palabras bonitas la
ablandaron. Además, era un hombre tan gallardo que se ponía
muy nerviosa cuando estaba a su lado. Y parecía de fiar.
Podía notar que estaba interesado en ella de veras. La
forma de mirarla, de intentar llamar su atención, de sonreírle…
Tavie era una joven muy despierta y sabía que Caladh la
miraba con deseo. Y a ella… a ella también le agradaba.
El último día que se vieron, conversaron acerca de cosas
sin importancia, sin embargo, cada vez que sus ojos
coincidían, un estremecimiento recorría su cuerpo.
Muchos hombres intentaron cortejarla con éxito, mas
nunca les dio esperanzas. Siempre se aseguró de que se
desposaría enamorada. No era hija de laird, ni de nadie
poderoso, no tenía dote con la que obsequiar a su futuro
esposo, así que no tenía que comprometerse con ningún
hombre por obligación familiar.
Con la mirada fija en el horizonte, se colocó el manto
alrededor del cuello. Aquella era una mañana bastante fría y
no quería enfermar.
Cuando giró un poco los ojos, en dirección al castillo
Eilean Donan, vio que una pequeña embarcación lo bordeaba.
Al reconocer a Caladh, su corazón se aceleró
irremediablemente.
Tardó alrededor de cinco minutos en que el bote tocase
tierra, pero nada más hacerlo, vio su espléndida sonrisa
mientras ataba el barco a un grueso poste de madera.
—Buen día, bella señora —la saludó con energía,
acercándose a su lado.
—Buen día, amable caballero.
—¿Me permite sentarme a su lado?
—Aunque no se lo permitiera, encontraría el modo de
hacerlo, Caladh McRae.
Él rio y asintió con la cabeza, divertido por la
contestación de Tavie. Tomó asiento, demasiado juntos como
para considerarlo de buen gusto, y se sonrieron mirándose a
los ojos.
—Si mi padre nos viese sentados tan pegados, le colgaría
por los pulgares.
—Correría ese riesgo, señora.
—Necesita sus pulgares para pescar, así que sería una
estupidez.
—Nada de lo que tenga que ver con usted lo es.
Tavie apartó la mirada, concentrándose en las frías aguas,
y sonrió, complacida.
Caladh estaba tan apuesto esa mañana, que cualquier cosa
que hiciese sería bien vista por ella.
—Habla como un enamorado, Caladh.
—Quizás lo estoy —admitió en su oído—. El primer día
que la vi me pareció una hermosa sirena.
—Las sirenas matan a los marineros, son peligrosas.
—Correría miles de peligros por usted.
—Señor, dice muchas cosas bellas, pero no entiendo sus
motivos. ¿Qué busca cada mañana en mi compañía?
—Deseo conocerla, Tavie McGregor —dijo mirándola a
los ojos.
—¿Para qué?
—¿Usted no desea conocerme?
—No ha respondido a mi pregunta.
—Es una mujer de armas tomar. —Rio—. También me
agrada eso.
—¡Caladh, por todos los santos, contésteme!
Él se humedeció los labios y clavó su mirada en la de
Tavie. Parecía deseoso de besarla.
—Estoy intentando decidir si… debería hablar con su
padre.
—¿Con mi padre? ¿Por qué motivo? —Abrió los ojos
tanto que Caladh rio más fuerte.
—¿De veras tengo que decírselo? —Acercó su boca al
oído de ella y le susurró—. Tengo el firme interés de pedirle su
mano.
Ella se apartó de inmediato, sorprendida y emocionada al
mismo tiempo. ¡Por santa María, no se conocían y ella estaba
deseosa de que eso ocurriese!
—¿Desea que me convierta en su esposa?
—Desde el primer día que la vi —asintió con fervor.
—Pero… no podemos desposarnos. Necesito conocer al
hombre con el que me casaré, y apenas le he visto dos días.
—¡Conozcámonos! —Caladh la cogió por las mejillas y la
hizo mirarlo a los ojos—. ¿Yo le intereso, señora?
Ella se humedeció los labios y sus mejillas se tiñeron de
un rubor intenso.
—Me… me interesa.
—No hay más que hablar, entonces —sentenció—.
Seguiremos viéndonos a diario hasta que esté preparada y me
permita hablar con su padre.
Caladh se acercó y rozó la boca de Tavie con tanta
suavidad como lo harían las alas de una mariposa, sin
embargo, ella notó que subía al cielo.
Pero el beso fue breve, porque un ruido extraño hizo que
Caladh se apartase y fijase sus ojos en el castillo.
—¿Qué ocurre en Eilean Donan? Estos últimos días veo
mucho movimiento.
—¿Vive en Kyle of Lochalsh y no lo sabe?
—Paso demasiado tiempo en el mar.
—Los soldados españoles prueban sus armas —comentó
como si nada.
—¿Soldados españoles? ¿En Escocia? —Parecía
realmente sorprendido.
—Vaya, sí que pasa tiempo en el mar, señor. —Rio y negó
con la cabeza—. Han venido para ayudarnos en el
levantamiento contra esos perros ingleses. Están reclutando a
hombres dispuestos para sumarse a la causa.
—¡Yo me sumaré! —exclamó de inmediato—. Me
ofreceré para la batalla. —Miró Eilean Donan—. ¿Debo acudir
al castillo para hacerles saber mi intención de participar?
—En el castillo solo dejan la munición, Caladh. Si desea
hablar con ellos, debe buscarlos por los poblados.
Él asintió, con la determinación pintada en el rostro. No
obstante, cuando miró de nuevo a Tavie, la sonrisa volvió a
asomar en sus labios.
—La tendré a usted y lograremos dominar Escocia de
nuevo. —Cogió su mano y besó sus suaves nudillos—. Estoy
deseoso de que todo suceda.
Eirica terminó de cocinar la liebre y la dejó sobre la mesa,
donde ya esperaba un gran plato de haggis a que los
comensales tomasen asiento y diesen buena cuenta de su cena.
Su tío Donald se encontraba junto a ella, sentado en su
sillón, cerca del fuego, y el silencio lograba que el ruido de la
leña al quemarse se escuchase por toda la estancia.
La noche era fría y casi no quedaba nadie por las calles de
Dornie, por lo que, cada vez que miraba por la ventana, podía
ver el humo salir de las chimeneas de todas las casas.
—Tío, ¿Raibeart se demorará mucho más? —preguntó al
ver que la comida se enfriaba—. No me gustaría tener que
comer liebre helada.
—Tu primo está ocupado con los asuntos de los
españoles, muchacha, es normal que llegue tarde.
—Estoy tan cansada que creo que me dormiré mientras
mastique la cena. —Se cubrió la boca con una mano y
disimuló un bostezo.
—Hoy ha sido un día duro en el campo —admitió
frotándose su brazo dolorido por las horas que pasaron
recogiendo coles—. Yo también dormiré pronto esta noche.
La puerta de la casa se abrió y por ella entró Raibeart,
sonriente.
—Lamento el retraso, estábamos recontando a los
hombres que hoy han aceptado sumarse a nuestra causa. —Se
apartó hacia un lado y dejó que alguien más entrase en la casa
—. He invitado al sargento José de Santarem a cenar con
nosotros.
Eirica dio un respingo al ver a José en su propia casa.
Cruzó su mirada con la de él y le sonrió con disimulo.
Después de aquel primer encuentro en el bosque, continuaron
viéndose a diario. Y de eso ya hacía casi tres semanas.
Tras su beso, cada vez que la tenía delante, era como si
una fuerza invisible lo atrajese hacia Eirica.
—Espero no ser una molestia —se disculpó él—. Rob
insistió en que lo acompañase.
—¡Por supuesto que no es una molestia, sargento! —saltó
el tío Donald de inmediato, levantándose de su asiento para
darle la bienvenida—. Pase, por todos los santos, hace
demasiado frío para que os quedéis en la puerta. ¡Eirica, pon
un plato más en la mesa!
—Sí, tío. —Se apresuró a obedecer, abriendo la alacena
de la cocina, con un temblor tan fuerte en las piernas que
rezaba para que nadie lo notase.
¡José estaba allí, oh Dios! ¡En su propia casa!
Mientras colocaba el plato sobre la mesa, tenía que ocultar
el rubor de sus mejillas porque los recuerdos no dejaban de
pasar por su mente.
Los labios de José, sus caricias, sus palabras…
Se veían cada tarde, después de que ella repartiese la
comida a los soldados españoles. Acudían al bosque, a ese
rinconcito cerca del riachuelo, y allí hablaban y se besaban
como si fuese la última vez.
Se obligó a no pensar en que aquello estaba mal, no quería
hacerlo. Con él sentía tantas cosas en su cuerpo que no podía
apartarse. Aunque quisiese no era capaz de alejar a ese hombre
de ella. ¿Por qué tenía que ser malo algo que la hacía sentir tan
viva, tan bien?
—Prima, ¿conoces al sargento José de Santarem? —le
preguntó Raibeart, mientras tomaban asiento alrededor de la
mesa.
Ella se obligó a no mirarlo, porque si lo hacía estaba
segura de que se delataría sola. Sirvió haggis en sendos platos
y se encogió de hombros, fingiendo indiferencia.
—Hemos conversado alguna que otra vez, cuando he
repartido comida en la casa de los soldados —mintió.
Al terminar de servir la cena, se dio cuenta de que el
único sitio libre que quedaba era al lado de José. Se
humedeció los labios y lo miró de reojo antes de acomodarse.
—La liebre está deliciosa, Eirica —dijo él nada más
probarla, haciéndola enrojecer todavía más.
—Gracias, señor, me agrada que le guste —respondió con
falsa cortesía, para que su tío y primo no sospechasen.
—Mi sobrina es una buena cocinera. Es una pena que su
lengua descontrolada estropee tan buena cualidad —comentó
riendo, logrando que José y Raibeart también lo hiciesen.
—¡Tío Donald! ¿Qué va a pensar el sargento de mí
oyéndote hablar de ese modo?
—Pues, la verdad, muchacha, la verdad. —Su tío se
dirigió a José—. El día que esta criatura se despose con un
hombre, sentiré pena por él, porque hará lo que le venga en
gana.
—Padre, entonces la culpa es tuya por haberla consentido
tanto. —Se inmiscuyó su primo, palmeando su espalda.
—Soy un hombre, educar a niñas no es mi trabajo. Hice lo
que pude.
—Recordaré tus palabras, tío, y mañana recogerás las
coles sin mi ayuda. —Entrecerró los ojos y se metió un trozo
de liebre en la boca.
—¿Lo ve? Tiene el mismo carácter de mi esposa y su
hermana.
Ella puso los ojos en blanco y no se dio cuenta de que
José sonreía de oreja a oreja al verla interactuar con los
hombres de su familia.
—Señor —dijo él al fin—. No conozco demasiado a su
sobrina, pero pienso que es una joven buena y educada. Estoy
seguro de que será un honor para cualquier hombre desposarse
con ella.
Eirica giró la cabeza con una sonrisa maravillosa en los
labios dirigida a José, cosa que no le pasó desapercibida a
Raibeart., que estuvo el resto de la cena observándolos con
interés a ambos.
La velada fue tranquila y agradable.
Hablaron sobre la inminente guerra contra los ingleses,
sobre el poblado y la vida en España.
Cuando ninguno de los hombres lo vio, le dio la mano a
Eirica por debajo de la mesa, haciéndola contener el aliento.
Se miraron con disimulo y se sonrieron fugazmente, sin querer
soltarse.
Poco después de la medianoche, José se despidió de ellos,
pues si se demoraba demasiado no podría descansar lo
suficiente para el siguiente día.
—Gracias por invitarme a esta velada tan agradable, pero
debo regresar con los soldados.
—Es bien recibido en mi casa cuando guste, sargento. —
Se despidió Donald con cortesía antes de cerrar la puerta y
perder de vista al español.
Cuando se quedaron a solas, después de la partida de José,
su primo Raibeart se retiró a dormir.
Sentada junto a su tío, cerca del fuego, Eirica miraba por
la ventana, pensativa. No obstante, un movimiento en la calle
llamó su atención.
A unos cuantos metros de casa, había un hombre apoyado
en una pared.
Al reconocerlo, contuvo el aliento. ¡José! ¿Qué hacía en la
calle a esas horas? ¿No se había marchado a dormir?
Él miraba directamente hacia la casa y, cuando lo vio
hacerle señas para que se reuniese con él, Eirica se mordió el
labio inferior.
—Muchacha, ¿qué te ocurre que saltas como una rana?
Ella se puso de pie y se arregló el bajo del vestido.
—Oh, nada, nada, tío. Es solo que acabo de recordar que
debo ir a ver al ternero.
—¿Ahora?
—Sí, es tan pequeño que… no quiero que nada le falte.
—Espera a mañana, ahora hace demasiado frío.
—Solo serán unos segundos —comentó saliendo por la
puerta—. Vuelvo enseguida.
El viento helado la hizo estremecer nada más pisar la
calle.
Se dirigió hacia el patio trasero, donde estaba el establo,
pero, en vez de meterse en él, se escabulló por unos matorrales
hasta que abandonó la propiedad de Donald.
Corrió por Dornie mirando hacia atrás, asegurándose de
que nadie la veía, y cuando se encontró de frente con José,
ambos se quedaron en silencio, mirándose a los ojos, sin decir
ni una palabra.
Él dio un par de pasos hacia ella, disfrutando de su
hermoso rostro y la cogió de la mano, guiándola por las
callejuelas del poblado, escapando de que los descubriesen
juntos.
Eirica rio y se dejó llevar, con el corazón latiendo en su
pecho tan rápido que creía que escaparía.
José dejó de correr cuando llegaron a un prado solitario,
donde la única luz que los alumbraba era la de la luna, y esta
desaparecía cada pocos minutos debido a las nubes.
—¿Estás loco? —preguntó ella divertida, nada más dejar
de andar.
—Llevo toda la noche deseando besarte, Eirica. —La
cogió por los brazos y la pegó a su cuerpo—. Tenerte tan cerca
y no poder tocarte ha sido todo un castigo.
Ella lo miró con una sonrisa deslumbrante y se dejó
abrazar, derritiéndose por la forma en que él la acariciaba.
—Si mi tío nos descubre, nos matará a ambos.
—¿Y qué más da? —susurró él contra sus labios.
—Se armaría un gran revuelo.
—Debo estar deslumbrado por ti, porque hasta el castigo
más horrible… me parece insignificante si antes puedo estar a
tu lado.
José la besó con anhelo, apretando el fino cuerpo de ella
contra el suyo, excitándose al darse cuenta de que respondía de
buena gana y enredaba los brazos alrededor de su cuello.
—Somos unos necios —susurró ella contra sus labios—.
Esto es peligroso.
—Solo un beso más, hermosa Eirica, y dejaré que
regreses a tu hogar sana y salva hasta mañana por la tarde.
OCHO

11 de mayo de 1719

Los soldados dormían a pierna suelta en sus respectivas


camas mientras fuera la lluvia caía como un fino manto sobre
las calles de Dornie.
Era el primero en levantarse cada mañana y le gustaba no
encontrar a ninguno de sus compañeros a su alrededor
mientras gritaban y reían con los demás. A solas, José pensaba
en Eirica, en el encuentro que cada tarde tenían en el bosque,
en cómo esa mujer lograba fascinarlo cada día un poco más.
—¡Sargento! —La voz de Castro Bolaño, que abría la
puerta de la casa desesperado, lo puso en guardia. Su coronel
corrió hasta él con el rostro desencajado y la respiración
alterada—. ¡Debemos darnos prisa!
—¿Qué ocurre, mi coronel?
—¡Nos atacan! —gritó Nicolás señalando hacia el
exterior—. ¡Los ingleses están atacando Eilean Donan!
—¿Cómo? ¿Cómo que lo atacan? —José se puso el
sombrero y se ató el cinturón a toda prisa—. ¿Cómo han
sabido que estamos aquí?
—¡Algún espía! ¡Esa maldita escoria ha debido infiltrarse
entre nosotros! ¡Hay dos fragatas inglesas en el lago Duich,
cañoneando el castillo con nuestros hombres dentro!
José abrió los ojos, horrorizado por aquella noticia.
¡Dejaron un retén de cincuenta hombres en Eilean Donan
custodiando la pólvora y las armas!
—¡No hay tiempo que perder! ¡Tenemos que ayudarles,
coronel!
—¡Todos arriba! —gritó Castro Bolaño consiguiendo que
el resto de hombres saltasen de sus camas alarmados—. ¡Les
quiero formando fuera de la casa en tres minutos! ¡Nos atacan,
señores! ¡Tenemos que avisar a las gentes del poblado para
que se pongan a salvo! ¡Los ingleses pueden venir a por ellos
buscando venganza! —Al ver que sus hombres se vestían
rápido, se dirigió de nuevo a José—. ¡Encárgate de ellos, voy a
buscar a Rob Roy! ¡Toda ayuda es poca!
José pensó en Eirica y un horrible nudo se instaló en su
garganta. ¡Tenía que ponerla a salvo!
Andrés apareció a su lado como un rayo y se puso el
cinturón con su arma.
—¿Nos atacan? ¿Quién?
—¡Los ingleses están cañoneando el castillo desde dos
navíos! —Se pasó una mano por el cabello y caminó por entre
los hombres, para asegurarse de que todos se vestían con
rapidez—. ¡Vamos, soldados, nuestros hombres nos necesitan!
—Cogió a Andrés por los hombros—. ¡Amigo, ocúpate de que
estén fuera en dos minutos! ¡Tengo algo importante que hacer!
—¿Adónde vas?
—¡Hay que avisar a las gentes para que se marchen del
poblado!
Dejó a Andrés a cargo de los soldados y corrió hacia fuera
de la casa.
El poblado era un caos. La noticia había llegado a los
oídos de los aldeanos y corrían de un lado a otro, asustados,
sin saber qué hacer, sin querer dejar sus casas.
—¡Al bosque! —les gritó José—. ¡Id al bosque, poneos a
salvo! ¡Los ingleses atacan Eilean Donan!
Poco a poco vio como todos le obedecían y el poblado se
fue quedando vacío.
Tragó saliva y clavó la mirada en la casa de Eirica. Se
veía salir humo por la chimenea y la puerta no estaba
asegurada con llave, por lo que se metió dentro sin tocar antes,
sin pedir permiso.
De inmediato, Donald apareció ante él con cara de sueño.
—¿Qué hace aquí, José? ¿Qué es todo este alboroto?
—¡Tiene que marcharse, señor! ¡Los ingleses atacan
Eilean Donan!
—¡Por todos los santos! —exclamó el tío de Eirica—.
¿Adónde vamos?
—¡Al bosque, todos están yendo a esconderse allí! —José
miró a su alrededor—. ¡Eirica!
—¡Eirica! —gritó también su tío—. ¡Muchacha, sal ahora
mismo!
—¿Dónde está su alcoba, Donald?
—La primera puerta.
José corrió hacia allí y, cuando la abrió, encontró la
habitación vacía.
—¡No está! ¿Dónde demonios se ha metido? —gritó
temeroso de que algo malo le pudiese pasar—. ¡Donald, Eirica
no está!
Su tío se llevó una mano a los ojos, con pesadumbre y
temor.
—¡Malditos santos, esa muchacha del demonio ya ha
vuelto a marcharse!
—¿Adónde ha ido? —exigió, con el corazón latiéndole a
mil por hora.
—Cada mañana sale temprano a contemplar el amanecer
cerca del lago. ¡Condenación, esa chiquilla nunca me hace
caso!
¡Claro, el lago!
José jadeó al pensar en ella. Estaba demasiado cerca de
los ingleses. Su vida corría peligro. Gruñó muy enfadado y
cogió a Donald por los hombros.
—¡Voy a por su sobrina! ¿Dónde está Rob Roy?
—¡Mi hijo salió temprano hacia Bundalloch a reclutar a
más hombres!
—¡Está bien, corra entonces con las demás personas al
bosque! —le ordenó—. ¡Yo buscaré a Eirica y la llevaré hasta
allí!
José salió de la casa al mismo tiempo que Donald, y cada
uno echó a correr hacia una dirección. Pensar que ella podía
estar en peligro era aterrorizante. Con cada paso que daba, el
sonido de los cañonazos se hacía más y más fuerte.
Al llegar al muelle, vio las dos fragatas inglesas
bombardear el castillo, no obstante, no se detuvo por muy
cerca que estuviesen. ¡Tenía que encontrarla y ponerla a salvo!
El ruido de los cañones era ensordecedor. Entrecerró los
ojos y la buscó con la mirada. Recordaba que los primeros días
la vio sentada en un saliente.
—¡Ahí estás!
Corrió hacia ella y saltó dos grandes piedras para atajar.
Cuando llegó hasta ella, la encontró de pie, mirando hacia
el castillo, petrificada.
—¡Eirica! ¡Eirica, por el amor de Dios! —La cogió por
los brazos y la besó con mucha fuerza, aliviado de que
estuviese bien. No obstante, al ver su expresión aterrorizada, la
abrazó y besó en la frente—. ¡Tenemos que irnos de aquí!
—¡José, el castillo! —chilló llorando, sin poder creer que
aquel lugar tan mágico estuviese desapareciendo por culpa de
las dos fragatas inglesas.
—¡El castillo puede reconstruirse! ¡Debemos irnos!
—¿Por qué hacen esto? —Se tapó la boca y se echó a
llorar.
—Alguien ha debido decirles que nuestros soldados y la
munición estaban allí. —Eirica no dejaba de mirar Eilean
Donan, acongojada. José juntó sus frentes—. ¡Tenemos que
irnos, tengo que ponerte a salvo! ¡Todo el poblado está en el
bosque!
—¿Y mi tío? ¿Dónde está él? —preguntó asustada.
—Acabo de avisarle, ya estará junto a los demás. —Tiró
de su mano—. Ahora tengo que asegurarme de que tú también
vas a estar bien.
Echaron a correr juntos, estremeciéndose cada vez que un
nuevo cañonazo retumbaba en sus oídos.
Cuando llegaron al bosque, encontraron a varias personas
corriendo hacia el riachuelo.
—¡Ve con ellos, Eirica!
—¿Y tú?
—¡Eirica! —La voz de Tavie los hizo mirar hacia atrás—.
¡Oh, santos, amiga mía! ¡Vamos, todos están resguardados
cerca del río!
No obstante, Eirica miró a José, sin querer soltarle la
mano.
—¡No te vas a ir!
—¡Tengo que reunirme con los demás soldados para
ayudar a los hombres atrapados en el castillo!
—¡No, no te vas a ir! —exclamó mirándolo a los ojos—.
¡José, no!
Tavie apoyó la mano en su hombro.
—¡Amiga, debes darte prisa!
—¡José! —gritó desesperada—. ¡No te vayas!
Él acercó los labios a los de ella, sin importarle que Tavie
estuviese presente. Le dio un tierno beso que los hizo
estremecerse. Cuando separó su boca, rozó su nariz contra la
de ella.
—Mi dulce hada, estaré bien —susurró contra sus labios
—. Los soldados me necesitan. —La besó de nuevo—. Nos
veremos esta tarde, te lo prometo.
El Escuadrón Galicia, dirigido por Castro Bolaño, no
pudo hacer otra cosa más que ver cómo Eilean Donan saltaba
por los aires y quedaba reducido a ruinas.
Los soldados regresaron a Dornie cubiertos de polvo, con
el rostro demacrado y los ánimos por los suelos.
José y Andrés caminaron junto a los demás sin decir ni
una palabra, hasta que su coronel les ordenó regresar cada cual
a los poblados donde vivían.
Las fragatas inglesas ya no estaban en el lago Duich, se
marcharon después de acabar con el castillo, así que las gentes
del poblado regresaron a sus hogares sin peligro, aunque tan
desmoralizados como los propios soldados.
José tomó asiento junto a la fachada de la casa donde los
soldados dormían, acompañado por Andrés, el cual se intentó
quitar la sangre seca de su mano y sacudió un poco su
uniforme, para limpiarlo de tierra.
—¡Malditos perros ingleses! —gritó José, quitándose el
sombrero y arrojándolo al suelo, muy enfadado—. ¡No
debimos haber dejado…!
—José, amigo, tranquilízate, nada pudimos haber hecho
para evitar esto. —Lo intentó calmar Andrés, tan cabizbajo
como él.
—¡Pudimos, claro que pudimos!
—¡Si hubiésemos entrado en el castillo mientras lo
cañoneaban, hubiésemos muerto nosotros! ¿Acaso no piensas
en ello?
—¡Lo pienso, Andrés, no soy un estúpido! —Escondió la
cabeza entre los brazos y cerró los ojos con mucha fuerza—.
¡Debemos hacer algo para que paguen por lo que han hecho!
—Y lo haremos. Castro Bolaño ya está hablando con Rob
Roy, esto no va a quedarse así, puedes estar seguro.
Ambos guardaron silencio durante una eternidad. Estaban
agotados, desmoralizados. Nadie hubiese esperado que
sucediese algo parecido.
Andrés levantó la cabeza al escuchar un murmullo.
Al hacerlo, vio a varias mujeres escocesas cargadas con
cestas dirigiéndose hacia la casa. Les llevaban comida, como
cada día. Sin embargo, una de ellas se desvió de su camino,
tras darle sus cestas a otra, y fue hacia ellos. La reconoció al
instante. Era la prima de Rob Roy. Parecía ansiosa, muy
preocupada.
Andrés le dio un par de palmadas a José para llamar su
atención.
—Amigo, creo que alguien viene a buscarte.
—¿Quién? —gruñó sin levantar la cabeza. No estaba de
ánimos para nadie.
—Eirica McGregor.
Al escuchar su nombre, su estómago dio un vuelco. Alzó
la mirada y enseguida la vio detenerse frente a ellos. Su
cabello pelirrojo ondeaba con el viento, al igual que su
vestido, dándole un aspecto etéreo y mágico.
¡Dios, qué hermosa era! Después de contemplar tanta
destrucción y caos, ella era lo que necesitaba. Le hacían falta
sus labios, sus caricias, sus conversaciones.
Andrés se levantó del suelo y le hizo una pequeña
reverencia.
—Señora… —la saludó cortésmente y miró a José con
una tímida sonrisa. Nadie le había dicho nada al respecto, pero
era un hombre avispado y sabía que entre él y la prima de Rob
Roy se había forjado algo más que una simple amistad.
Conocía a José y la forma en que la miraba no dejaba ninguna
duda—. Amigo, voy a comer algo y a descansar. Ruego me
disculpéis ambos.
Al quedarse a solas, José se levantó del suelo y fijó la
mirada en sus ojos. En los de ella se leía la preocupación.
Quiso salvar la distancia que les separaba y besarla con
todas las ganas que llevaba aguantando todo el día, no
obstante, estaban en medio del poblado y había muchas
personas paseando a su alrededor.
—Me prometiste que te reunirías conmigo en el bosque
esta tarde —dijo ella dando un paso más hacia él.
—Acabamos de llegar de Eilean Donan.
Eirica apretó los labios, sin querer recordar a las fragatas
disparando contra el castillo.
—Eilean Donan ya no existe. No son más que piedras y
tierra.
—Los castillos pueden reconstruirse.
—Pero ese no. Los Mackenzie lo tenían deshabitado.
¿Para qué reconstruir algo que ya no usan?
—¡Entonces, que no reconstruyan ese maldito castillo!
¡Que hagan lo que les plazca! —exclamó cansado—. ¿Qué
importa eso ahora?
Ella dio un paso hacia atrás, alejándose de él. Nunca lo
había visto de ese modo, así que no supo cómo actuar.
—Será mejor que me vaya a mi hogar. Pasa una buena
noche.
—¡No, Eirica, espera! —la llamó desesperado—. No
quería hablar de ese modo. Hoy… ha sido un día muy duro
para nosotros. —Cogió su mano y le acarició la fina piel de su
muñeca—. Deja que me cambie los ropajes y me lave la cara.
—¿Para qué?
—Necesito tu compañía —declaró con urgencia—.
Reúnete conmigo al final del poblado y paseemos por el
riachuelo.

Cuando se internaron en el bosque, José cogió su mano y


entrelazó sus dedos con los de Eirica.
Una vez se hubo aseado un poco y llenado el estómago,
sus ánimos regresaron. Pudo verlo todo de forma diferente, y
se aseguró de que lograrían hacerles pagar a esos ingleses todo
lo que habían hecho.
Giró la cabeza para mirar a la mujer que caminaba a su
lado y la rodeó por la cintura, atrayéndola a su cuerpo. Eirica
se acomodó cerca de él mientras seguían su camino hacia el
riachuelo, y sonrió cuando notó que él besaba su frente.
—Esta mañana, cuando no te he encontrado en tu casa,
casi me he vuelto loco.
—Supongo que ya no saldré más a ver el amanecer en el
muelle. Ya no hay nada que contemplar.
—Lo haya o no, lo más seguro es que permanezcas en tu
hogar.
—No les tengo miedo, José. No temo a esos ingleses, ni a
sus cañones.
—Pero yo sí temo que te lastimen. —Dejó de caminar y la
cogió por las mejillas, para que lo mirase a los ojos. Besó con
ternura sus labios y las piernas de ella temblaron por todo lo
que le hacía sentir—. Eirica, hoy han muerto cuarenta y tres de
nuestros soldados. Cuarenta y tres amigos. Hombres valientes
con una larga vida por delante.
Ella se abrazó a él, dándole consuelo, ya que los ojos de
José emanaban tristeza.
—¿Han matado a todos los que vigilaban la munición del
castillo?
—Se han llevado a siete hombres como prisioneros, pero
lo más probable es que ya estén muertos.
—Cuánto lo lamento —dijo acariciando su mejilla—.
Comprendo tu tristeza.
Él la besó ardientemente y la guio de nuevo hacia el
pequeño río.
—No quiero seguir triste. Ha sido un día muy duro, así
que lo que de verdad necesito es sonreír un poco. —Le dio
otro pequeño beso en los labios—. Háblame, Eirica, cuéntame
mil historias sobre tu vida en este lugar.
—Realmente no hay nada interesante que contar, sin
embargo, tú sí podrías hacerlo. No conozco nada de ti aparte
de que eres de España y que vienes a ayudarnos a luchar
contra los ingleses.
José tomó asiento sobre la mullida hierba cerca del río y
Eirica se puso a su lado.
La luna brillaba en el cielo alumbrando con claridad aquel
rincón del bosque. Las aves nocturnas cantaban y amenizaban
la velada junto con el borboteo del agua, sobre la que
revoloteaban docenas de luciérnagas.
—¿Qué deseas saber sobre mí? Pregunta lo que te plazca.
Ella sonrió, mordiéndose el labio inferior y asintió.
—Siempre me ronda por la cabeza la pregunta de… por
qué un hombre como tú no tiene una mujer con la que
compartir la vida.
—La tuve, pero murió pocos meses después de nuestro
enlace, hace ya tres años.
—¿Eres viudo? —preguntó abriendo mucho los ojos. Se
notaba la sorpresa en su rostro, y José se echó a reír.
—Sí. Viudo.
—¿No… tuvisteis hijos? ¿Qué le sucedió a tu esposa?
—No nos dio tiempo a tener descendencia. Beatriz murió
después de sufrir una herida en el brazo con un hierro de las
caballerizas de la casa de sus padres. Los médicos probaron
con todo: le practicaron sangría para limpiar la herida, usaron
sanguijuelas… Pero nada pudieron hacer.
Eirica se rodeó las piernas y fijó su mirada en el agua.
—Tuvo que ser horrible, José. No quiero ni imaginar el
dolor que tuviste que sentir.
—No me enteré de su muerte hasta dos meses después. —
Negó con la cabeza—. Estaba en Francia, con los soldados, en
una misión diplomática, o eso nos quisieron hacer creer. —
Suspiró—. Cuando llegué, sus padres me recibieron con la
noticia.
—¡Oh, Dios mío!
—Apenas la conocía, Eirica. —Se encogió de hombros—.
Me desposé con ella porque su padre así lo acordó con mi
superior. Era una especie de transacción. Me entregaba a su
hija a cambio de protección para su familia.
—¿No la amabas?
—No. Y Beatriz tampoco me amaba a mí.
—Eso es todavía más triste.
José sonrió y se recostó sobre la hierba, sin dejar de
mirarla con atención.
—Lo dices como si aquí no existiesen los matrimonios
pactados.
—Existen, pero suelen ser de personas con poder, para
reforzar alianzas entre clanes. Los aldeanos solemos
desposarnos por amor.
José cogió un mechón de su cabello y tiró de él, logrando
que ella acercase la cabeza a sus labios, y se recostase sobre él.
—Y tú…, dulce hada… —La besó con glotonería,
degustando su exquisito sabor—. ¿Qué me dices de ti?
—Ya sabes que yo no deseo desposarme.
—¿Pero nunca te has enamorado de ningún escocés
pelirrojo y con falda? —preguntó burlón.
—Kilt, se llama kilt —lo corrigió—. Y no, nunca me he
enamorado.
—Seguro que muchos hombres han intentado meterse
bajo tu vestido. —Acarició su mejilla y la miró a los ojos—.
Solo hay que verte para caer rendido a tus pies, Eirica
McGregor.
—¿Tú caíste a mis pies?
—En cuanto te descubrí sobre el árbol —le susurró al
oído, rodeando su cintura, pegando su cuerpo todo lo posible.
Ella enarcó las cejas y mordió su labio inferior, haciéndole
reír y quejarse a la vez.
—Tuviste suerte de que mi arco se rompiese, José de
Santarem, o te hubiese clavado una de mis flechas en tu duro
trasero, al igual que lo hubiese hecho con cualquier hombre
que hubiera intentado meterse entre mis faldas.
Las carcajadas de José retumbaron por todo el bosque,
contagiando a Eirica, que rio a su vez.
—No creo ni una de tus palabras, pequeña mentirosa —
susurró contra sus labios.
—¿Y eso por qué?
—Porque estoy aquí, contigo. Y me deseas del mismo
modo que yo lo hago. —Juntó sus labios en un beso suave,
que la hizo jadear contra su boca y cerrar los ojos por el placer
que sus labios le proporcionaban—. Solo yo he podido
acercarme a tu corazón.
—Nada sabes de mi corazón por un par de besos. —Se
resistió, apartando su boca, logrando que José gruñese por
haberlo privado de semejante manjar.
—Los besos hablan más de lo que tú crees.
—¿Y qué dicen los míos? —lo interrogó, divertida.
—Si no me besas, no puedo contestar a esa pregunta.
Eirica rio y juntó sus labios de forma fugaz.
—¡Eso no es un beso, mujer! —se quejó contrariado—.
Solo me has rozado los labios.
—Lo hago por tu bien —le susurró divertida—. Si te beso
con todas mis ganas, puede que seas tú el que acabe
enamorado.
Él la miró a los ojos y sonrió, maravillado por su
contestación.
—Creo que quiero correr ese riesgo.
José la hizo rodar y se posicionó sobre ella, aprisionando
su delicado cuerpo contra la húmeda hierba. Fundieron sus
bocas con un deseo sin igual, gimiendo al darse cuenta de que
Eirica respondía con la misma fuerza que él.
¡Jesús santísimo, qué mujer! Cada vez que la besaba se
sentía volar. Era como alcanzar el paraíso con la punta de los
dedos, como caer en un abismo del que no quería salir. Nunca
sintió nada parecido con nadie y, en cierto modo, temía que
sus emociones se entrometiesen en el propósito con el que
habían ido a Escocia. No estaba allí para enamorarse de una
mujer, sino para lograr arrebatarles a los ingleses las tierras
españolas perdidas en el infame Tratado de Utrech.
Sin embargo, desde hacía unas semanas, la presencia de
Eirica se había convertido en algo necesario para él. Esa mujer
era como un bálsamo entre todas las maniobras bélicas y
batallas.
Después del ataque a Eilean Donan, su cuerpo le pedía
estar con ella.
Abrió los ojos y la miró mientras la besaba. El rostro de
Eirica estaba enrojecido por el ardor, y los gemidos que
escapaban de sus labios endurecían todavía más su ya erecto
pene.
Con una de sus manos inmovilizó sus brazos por encima
de su cabeza, dejando a su otra extremidad vía libre para
acariciarla a su antojo. Ascendió por su cintura, notando que
su rápida respiración hacía subir y bajar su caja torácica.
Alcanzó uno de sus senos y lo acarició por encima de su
grueso vestido.
Abandonó sus labios y descendió con su lengua por el
fino cuello de ella.
—Oh, mujer…, ¿qué es esta locura que me posee cuando
te beso? —susurró contra la piel de su cuello—. Aunque
pusiese todo mi empeño, no puedo parar. Siempre quiero más
de ti.
—Pero… no podemos seguir mucho más, José. —Jadeó
con los ojos cerrados, sintiendo cada uno de sus besos, que
descendían por su cuello y se dirigían hacia su pecho.
—Solo un poco más, te lo prometo. Un poco más y me
detendré. —Apartó la tela del vestido que cubría uno de sus
senos y el rosado pezón quedó al descubierto. Se relamió al
contemplarlo. Eirica tenía unos senos pequeños pero tan
perfectos como ninguno que hubiese visto antes. Lamió su
erecto botón, haciéndola estremecer al notar sus labios en
aquella parte de su cuerpo.
Nunca hubiese imaginado que sus senos pudiesen
proporcionar ese placer al ser acariciados. Para Eirica aquella
era su primera vez, y José sabía muy bien lo que estaba
haciendo con su cuerpo.
Un mar de fuego bajó por su estómago y se instaló en su
sexo, mientras él continuaba excitando aquella parte tan
sensible de su anatomía. José pegó su entrepierna a la de ella y
notó la dureza de su pene.
—Oh, Señor…, José…, ¿qué haces conmigo? ¿Qué le
haces a mi cuerpo?
Él sonrió mientras mordisqueaba su pezón y bajó una de
sus manos por su cintura directamente hacia sus muslos.
Subió el vestido y metió la mano dentro de él, acariciando
la fina piel, dirigiéndose hacia su vagina.
—Mi bella Eirica, no soy yo. Solo soy un simple peón en
manos del deseo que despiertas en mí.
Apoyó sus dedos en su vagina y sonrió al sentir contra las
yemas de sus dedos el fino vello de Eirica.
Ella intentó apartarse, al sentir su mano en aquella parte.
—¡José, no! ¡Esto no, no debemos!
—No pasa nada, confía en mí —le aseguró besando sus
labios—. Nunca haría nada que te hiciese mal.
—Pero…
—Shh… —Puso un dedo en su boca y la besó después,
logrando que volviese a tranquilizarse—. Nunca haría nada
que te perjudicase.
Cuando ella se volvió a abandonar a sus besos, José
continuó acariciándola entre sus piernas, abriendo sus
delicados pliegues y hallando aquel botón con el que darle
placer.
Frotó su clítoris con delicadeza y maestría, haciéndola
abrir los ojos, maravillada por lo que lograba con sus simples
dedos.
Un deseo animal se fue abriendo paso a través de su
recelo y acabó moviéndose contra su mano, abrazándolo fuerte
contra ella, mordiéndole la boca descontrolada.
—¡José, oh, José…!
Él acercó los labios a su oreja y lamió su lóbulo.
—Sí, bella Eirica, lo sé —le susurró—. Sé lo que sientes
cuando te toco, y sé qué vas a sentir cuando llegue la
explosión.
No obstante, ella ya no escuchaba sus palabras. Estaba
sumida en una marea de placer que subió de intensidad y la
hizo caer en el gozo más increíble que nunca hubiese
imaginado, con solo el roce de sus manos sobre su sexo.
El clímax la dejó jadeante, desmadejada bajo el cuerpo de
él, con los ojos entrecerrados y la sensación de que flotaba.
No pudo saber con exactitud el tiempo que pasó engullida
por aquel estado de somnolencia, pero cuando el frío heló sus
piernas, todavía al aire, empujó a José de encima y se cubrió
con su falda.
Se llevó una mano a la boca y lo miró con terror. ¿Qué
habían hecho?
El rostro de él estaba contraído, pues llevaba demasiado
tiempo deseando a Eirica y su cuerpo no recibía lo que
precisaba. Después de verla disfrutar y deshacerse entre sus
dedos, el dolor por no poder acabar lo que habían empezado
era apremiante.
—Eirica, no me mires así.
—¿Qué hemos hecho? —le preguntó aterrorizada.
—Nada, puedes tranquilizarte. —La calmó, acariciando
su mejilla—. No hemos hecho nada.
—¡Me acabas de tocar en…! —Se mordió el labio inferior
—. ¿Todavía…, todavía soy…?
—Eres pura —asintió cogiéndola por las mejillas,
besando sus labios con delicadeza—. Solo te he acariciado,
nada más. Sigues conservando tu virtud.
Ella sonrió un poco más tranquila y apoyó la frente contra
la de José.
—¿Esto es lo que pasa cuando se acarician… esas partes
del cuerpo?
—Así es.
—¿Y por qué no me has acariciado antes?
José se echó a reír mirándola con adoración. ¡Qué mujer!
¡Qué maravilla de mujer!
—A partir de hoy, te acariciaré cada día —le prometió.
—¿Y todos los días sentiré lo mismo?
—Es posible.
Eirica se mordió el labio inferior y fijó sus ojos en los de
José.
No parecía tan feliz como ella, de hecho, su rostro estaba
contraído, como si algo le produjese dolor.
—¿Tú no has notado lo mismo que yo?
—No.
—¿Por qué?
—Porque no me has acariciado.
Ella alzó las cejas y señaló hacia su miembro.
—¿Ahí? ¿Acariciarte ahí?
—Sí. —Sonrió al ver su incredulidad.
—Pero, no sé cómo hacerlo. Nunca he…
José capturó sus labios en un beso voraz, sin poder creer
que ella existiese de verdad. Era inteligente, preciosa, única
y… curiosa. Nadie podría llegarle a la suela de los zapatos a
Eirica McGregor.
—Prometo enseñarte mañana —aseguró contra sus labios,
haciéndola temblar por la intensidad de su beso—. Cuando
regresemos al riachuelo, ambos nos daremos placer, bella
hada. —Miró la luna en el cielo y suspiró, sin ganas de
separarse de ella—. Pero, ahora, será mejor que regresemos al
poblado. No deseo que tu tío sospeche de tu tardanza y salga a
buscarte.
NUEVE

Eirica y Tavie pagaron al tendero de un pequeño puesto


ambulante de telas y se sonrieron mientras continuaban su
paseo por el poblado.
Como de costumbre, tomaron rumbo al muelle, donde los
pescadores exponían su mercancía y las mujeres de Dornie se
afanaban por ser las primeras y llevarse el mejor pescado.
Tavie enlazó el brazo con el de Eirica y suspiró, relajada.
Le gustaban los paseos diarios con su amiga, y todavía lo
hacían más cuando tenían tantas cosas que contarse.
—¿Qué harás con la tela que has comprado?
—Me gustaría coser un vestido nuevo —respondió Eirica,
sonriente—. Todos los que poseo están viejos y zurcidos por
los bajos.
—Yo también coseré un precioso vestido para mí —
añadió la otra, soñadora—. Será tan bonito y fino que todas las
mujeres de Dornie me envidiarán.
Eirica y Tavie rieron y saludaron con un movimiento de
cabeza al herrero, que martilleaba sobre una enorme vara de
hierro.
—¿Y para qué quieres un vestido tan fino? No creo que
aquí puedas ponértelo sin sufrir por romperlo.
—Lo coseré para cuando me despose Caladh.
—¿Ha hablado ya con tu padre?
—Todavía no. Estamos conociéndonos mejor, no quiero
apresurarme.
Eirica soltó una carcajada y puso los ojos en blanco, sin
importarle que Tavie la mirase con reprobación.
—¿No quieres apresurarte y ya vas a coser un vestido para
tu boda? Amiga, asegúrate primero de que ese hombre está
interesado en ti de verdad, y luego cose ese vestido.
—Está interesado —respondió con seguridad—. ¿Por qué
si no me asegura cada día que me convertiré en su esposa?
¿Por qué si no viene a verme cada mañana y me dice lo mucho
que le agrado?
—Tavie, ¿de verdad deseas desposarte con él? ¿Crees que
es el hombre de tu vida?
—Creo que sí, amiga —dijo con una sonrisa eterna—.
Cuando estoy junto a Caladh olvido todo lo demás, pienso en
él a todas horas y… ¡Ay, Eirica, es tan apuesto y tan amable!
Es amor.
Eirica se concentró en Tavie y apretó su mano, sonriendo
a su vez. Nunca había visto a su amiga tan feliz como con ese
hombre.
—Pues deseo que seáis muy felices juntos y que tengáis
tantos hijos como el Señor lo permita.
—¡Oh, santos, sí, que así sea! —Aplaudió reluciendo por
la alegría.
Eirica paró en la casa del zapatero y le dejó dos botas de
Donald, para que las arreglase. Su tío rompía muchos zapatos
a causa de su duro trabajo en el huerto. Cuando continuaron su
camino, Tavie acercó la boca a su oído, susurrante.
—¿Y tú, Eirica? ¿Qué pasa contigo y con el sargento José
de Santarem?
—Nada —se apresuró a decir, disimulando el revoloteo de
su estómago.
—¡Oh, vamos, amiga, yo te lo cuento todo!
—¿Y por qué supones que entre José y yo ocurre algo?
Tavie frenó en seco y se quedó mirándola con fijeza, con
los brazos en jarras.
—¡No soy estúpida, vi cómo te besaba en el bosque,
cuando los ingleses atacaron Eilean Donan!
—¡Shhh… no grites, por Dios Santo! —Miró a su
alrededor para asegurarse de que nadie la había escuchado.
—Vi tu cara de temor cuando él tuvo que marcharse a
batallar contra ellos. Le dijiste que no deseabas que lo hiciera,
que se quedase a tu lado. —Tavie chasqueó la lengua—.
Eirica, no puedes engañarme, te conozco y, como tu amiga que
soy, sé que el sargento español y tú os agradáis. Nunca habías
tratado a un hombre como a él.
—¡Tavie, basta! No puedo responder a tus preguntas.
—¿Y eso por qué? No es nada malo que un hombre te
agrade.
—¡Es malo porque él va a marcharse y yo me quedaré
aquí! ¿Qué explicación podría darle a mi tío si nos
descubriesen?
—¿José y tú habéis hablado respecto a vuestra relación?
—No, ¿para qué íbamos a hablar? No es una relación,
solo nos vemos a escondidas y hablamos a solas.
—¡No le has preguntado, Eirica! ¡No sabes si su intención
es marcharse o quedarse a tu lado! José de Santarem es un
hombre honorable. Es un soldado. Dudo mucho que esté
jugando contigo, y más todavía siendo tu primo Raibeart
Ruagh.
—¿Qué intentas decirme? ¿Que desea desposarse
conmigo?
—No puedo saberlo porque no estoy en su mente, pero te
mira como si fueses la mujer más maravillosa del mundo. ¡Si
ese hombre no está enamorado de ti, que me cuelguen por los
pulgares ahora mismo!
—¿Tú crees? —Una lenta sonrisa se dibujó en sus labios.
¿José enamorado de ella?
—Lo creo firmemente, amiga. Y el tiempo me dará la
razón. —Al ver que Eirica estaba muy pensativa, Tavie la
rodeó por la cintura y acercó la boca de nuevo a su oído—.
Solo me queda algo por saber.
—¿El qué?
—¿Qué sentimientos guardas tú por el sargento español?
¿Lo amas?
Eirica se quedó muda, porque nunca se paró a pensar en
tales posibilidades. ¿Amaba a José? ¿Lo que sentía por él era
amor? ¿Era solo deseo carnal? ¡¿Qué era, maldición?!
—No lo sé, Tavie. No sé lo que siento —admitió—.
Cuando estoy con él… es mágico. Me hace sentir bonita, muy
mujer, me hace sentir única. Y cuando me besa, yo… —Cerró
los ojos y suspiró, sonriendo—. ¡Oh, amiga, es indescriptible!
—Tú no lo tendrás claro, pero yo sí —declaró Tavie
convencida—. Amas a José de Santarem, pero eres demasiado
tozuda para reconocerlo.
—¡Si fuese amor no tendría ningún problema en
admitirlo! Pero la verdad es que estoy confusa. Nunca antes
había sentido nada parecido. Solo el tiempo me mostrará la
verdad.

José entró en la taberna detrás de Rob Roy.


Esa misma mañana, el primo de Eirica había ido a la casa
donde dormían y les había pedido que lo acompañasen a beber
algo en aquel lugar.
Eran diez hombres, incluido Castro Bolaño, que había
viajado desde Bundalloch para asegurarse de que todo allí
marchase bien.
Tomaron asiento alrededor de una gran mesa y el
tabernero les llevó bebida en abundancia.
José, sentado entre Rob Roy y Castro Bolaño, observó a
los soldados beber y reírse a carcajadas. Entre ellos estaba
Andrés, que daba buena cuenta de su bebida y hablaba a gritos
con uno de los hombres.
—No sé qué tiene vuestro whisky, Rob, pero a los
soldados parece gustarles —comentó, mientras se llevaba a la
boca una jarra de cerveza fría.
—¡Y tanto que les agrada! Varios de ellos ya le han
pedido al tabernero que les enseñe a destilarlo. —El primo de
Eirica rio—. Desean llevarse nuestra bebida a España.
Castro Bolaño sonrió cuando dio un último trago a su
jarra, y se concentró en Rob Roy, repantigado en su asiento.
—Y bien, ¿qué motivo te ha llevado a reunirte con
nosotros aquí?
—¿No te gusta nuestra taberna?
El coronel asintió de inmediato, alzando la mano para
llamar la atención del tabernero y pedirle otra jarra.
—Me agrada, por descontado, pero… ¿crees que es un
buen lugar para conversar sobre nuestro próximo movimiento
contra los ingleses?
—Tengo mis motivos, coronel —asintió Rob, misterioso
—. Quizás te los cuente en un rato. —Acercó su cabeza a José
y Nicolás, y susurró—. Pero, antes, señores, hablemos de la
guerra.
—Me parece bien —asintió Castro Bolaño—. Esos
malditos ingleses van a pagar lo que les hicieron a mis
hombres de Eilean Donan. Van a morir en nuestras manos y
nos verán reír mientras les traspasamos sus asquerosos
gaznates con nuestros mosquetes.
Rob Roy, contento al ver la ira del coronel español, dio un
puñetazo en la mesa.
—¡Santos, sí! —Se humedeció los labios—. Entre todos
los poblados, hemos conseguido a más de mil escoceses
dispuestos a luchar contra ellos.
—¿Y con qué pelearán los escoceses? —preguntó José,
mirándolo a los ojos—. Los ingleses usaron nuestra pólvora
para volar el castillo, y robaron toda la munición de las armas.
Solo tenemos un poco que guardamos con nosotros.
—Tenemos espadas —respondió el primo de Eirica—.
Somos diestros usándolas. Podemos matar a muchos hombres
con una sola claymore.
—Contamos con trescientos hombres a caballo —
prosiguió Castro Bolaño—, con más de setecientos escoceses
armados y con el Escuadrón Galicia, en el que, actualmente,
tenemos a doscientos cincuenta soldados.
—Los pillaremos por sorpresa y arrasaremos Inverness —
proclamó Rob, contento con su plan—. Solo nos queda un
último punto que discutir.
—¿Y cuál es?
—¿Qué día iniciaremos la marcha hacia ellos?
Castro Bolaño miró a los diez soldados, que esperaban
expectantes a que su coronel les comentase tal información.
—Será el diez de junio. Tenemos tiempo suficiente para
organizarnos y reclutar a algunos guerreros más. —Le sonrió a
sus hombres—. ¿Qué dicen, señores, iremos el diez de junio a
la guerra?
Todos, incluido José, gritaron y tamborilearon sobre la
mesa de madera, armando un gran revuelo en el interior de la
taberna.
Acabaron riendo y brindando unos con otros, por su futura
victoria.
Entre tanto alboroto, Rob Roy se levantó de su asiento y
alzó los brazos, para que guardasen silencio.
—¡Caballeros! Antes me habíais preguntado por qué os he
traído aquí, a la taberna, en vez de hablar en la casa donde
vivís. —Los miró sonriente—. Y la respuesta es esta. —Dio
un fuerte silbido y se puso las manos alrededor de la boca—.
¡Tabernero, déjalas pasar! —A la taberna entraron una docena
de mujeres vestidas de forma obscena, que les guiñaron un ojo
y les mandaron besos mientras se colocaban a su alrededor—.
¡Disfruten, caballeros! ¡Estas fulanas son cortesía del bueno de
Raibeart Ruagh!
Los soldados saltaron de sus sillas, directamente hacia las
mujeres. Llevaban desde que desembarcaron en Escocia sin
catar el delicado cuerpo femenino y sus ganas eran infinitas.
José sonrió al ver a sus compañeros besar y tocar
impúdicamente a las mujeres y tomó su jarra de cerveza, sin
moverse de su sitio.
Al darse cuenta, Rob Roy, se acercó a su oído.
—Sargento, parece que tus ganas de mujeres no son tan
fuertes como las de tus amigos soldados.
José recorrió con la mirada a todas las fulanas que reían y
correteaban por la taberna y se encogió de hombros.
¿Qué tenían de especial aquellas mujeres?
Los ojos azules de Eirica, su cabello rojo y su cuerpo
cimbreante aparecieron en su mente, haciéndole sonreír.
—No hay ninguna que llame mi atención.
—¿Será eso cierto? —Se carcajeó el primo de Eirica—.
¿Y eso qué más da, amigo? ¡Descarga energía y duerme luego
como un infante! —Levantó la cabeza y le silbó a dos
prostitutas desocupadas—. ¡Eh, vosotras, venid aquí! ¡Estos
dos hombres no tienen compañía! —les chilló, refiriéndose a
José y a él mismo.
De inmediato, las mujeres se personaron frente a ellos,
bailando de forma provocadora, moviendo sus bonitos cuerpos
y tocándose los senos, para incitarlos.
Una de ellas tomó asiento sobre los muslos de José y bajó
su vestido para que sus grandes pechos asomasen. Zarandeó
las caderas y continuó bailando sobre él, mientras Rob Roy
reía a su lado y acariciaba a la otra prostituta que bailaba para
él.

Eirica terminó de limpiar el cobertizo de los animales


bastante temprano.
Como ya no salía de casa cada madrugada para ver el
amanecer en el muelle, adelantaba tareas para tener la tarde
libre y poder ver a José en el bosque.
Mientras regresaba al interior de la casa, donde su tío
Donald se afanaba por vestirse para marchar al campo a
recoger coles, recordó lo ocurrido en el bosque dos días atrás.
Se apoyó en la pared de piedra, justo al lado de la puerta,
y cerró los ojos, soñadora, al pensar en José.
¡Oh, ese hombre era increíble! Era todo lo que una mujer
pudiese desear.
Tenía un rostro fuerte y hermoso, una sonrisa contagiosa y
unos ojos que traspasaban cada vez que los clavaba en su
cuerpo. Era amable, atento, hablador… y la deseaba tal y
como era, sin querer cambiar nada de su personalidad.
Cada vez que recordaba lo que su mano consiguió con su
cuerpo, todo su ser se agitaba y el calor volvía a instalarse en
su bajo vientre.
El placer que él le proporcionó fue tal que creyó estar
nadando en un mar de nubes, muy cerca del firmamento.
Todavía le costaba creer que aquello hubiese pasado en
realidad. Los dos solos, tumbados cerca del riachuelo,
perdidos en sus besos y en sus caricias.
Se llevó una mano al estómago y se obligó a
tranquilizarse.
No quería que su tío la descubriese tan nerviosa o acabaría
sospechando de que algo extraño le pasaba. Donald, a pesar de
su avanzada edad, era un hombre muy inteligente y no dudaba
de que podría descubrirla. Y no lo consentiría, porque ser
descubierta significaba alejarse de José.
Le daba vueltas una y otra vez a su conversación con
Tavie.
Su amiga le repetía que estaba enamorada de aquel
sargento español, pero Eirica todavía no tenía claro qué era
aquello que revolucionaba su corazón. No quería enamorarse
de él porque sufriría cuando se marchase de vuelta a su país.
Tenía tantos sentimientos encontrados…
Por un lado, sabía que aquello no estaba bien y que
debería alejarse del embrujo de ese hombre cuanto antes. Pero,
por el otro lado…, ¿por qué apartarse cuando todo lo que le
hacía sentir era tan bueno?
—¡Eirica, muchacha! —La voz de Donald la sacó de
golpe de sus pensamientos—. ¿Dónde te metes? ¡Eirica!
—¡Estoy aquí, tío! —Entró en la casa y caminó a toda
prisa hasta el salón—. Estaba adecentando a los animales.
—Bien, bien… —Alargó la mano y le dio un sobre
debidamente sellado—. Acaba de llegar. Es para tu primo
Raibeart.
—¿Y dónde está?
—En la taberna, con los soldados españoles. —Le entregó
el sobre—. Se fue hace un rato.
—¿Quieres que le lleve la carta? ¿Yo?
—Sí, muchacha, aquí no hay nadie más —resopló,
haciéndola reír.
—Cada día que pasa, te vuelves más gruñón.
—¿Sí? Pues es una pena que tú no te vuelvas menos
descarada.
Ella siguió riendo y salió de la casa con la carta en la
mano.
Mientras se dirigía hacia la taberna, miró con
detenimiento el sobre y lo puso a contraluz para intentar ver
qué había escrito dentro, no obstante, al no conseguirlo
continuó su camino.
En sus labios la sonrisa no desaparecía. Su tío no lo sabía,
pero por esa carta volvería a ver a José, aunque solo fuesen
unos minutos.
Se mirarían con disimulo, delante de los demás soldados y
de su primo, pero por dentro ambos sabrían lo que ocurría en
realidad entre ellos.
Cuando estuvo en la puerta, se humedeció los labios y se
peinó un poco con los dedos. Rio al darse cuenta de ello.
Eirica jamás había querido verse guapa para ningún hombre.
Antes de apoyar la mano en la aldaba de la puerta,
escuchó las risotadas y gritos de los hombres que había dentro.
Debían de estar todos bastante ebrios y eso la hizo reír. Los
hombres, cuando se emborrachaban, actuaban como estúpidos.
Eran peor que los infantes.
Empujó la puerta y el alboroto del interior la dejó
momentáneamente confusa.
Por la taberna corrían unos seis soldados, sin camisa,
detrás de varias mujeres a medio vestir, que gritaban y los
provocaban con sus enormes senos.
El tabernero repartía bebida sin parar, mientras reía al ver
a los españoles embriagados babeando detrás de las fulanas.
Dio un paso hacia adelante y recorrió el lugar con la
mirada, buscando a Raibeart. No obstante, lo descubrió
enseguida. Su primo se encontraba sentado junto a una mesa,
acariciando a una de las prostitutas, mientras esta bebía de una
jarra de whisky y reía escandalosamente.
Y a su lado, José.
Al darse cuenta de lo que estaba sucediendo, la carta se le
cayó de las manos.
José se encontraba bebiendo tranquilamente, pero sobre su
regazo, una prostituta bailaba y se restregaba contra él,
provocándole. No llevaba nada que le cubriese los pechos y se
los tocaba con sensualidad, mientras él bebía sonriente,
conversando con su primo.
—¡Maldito hijo de Satán! —exclamó Eirica apretando los
labios, rabiosa.
Cogió la carta del suelo y caminó por la taberna
directamente hacia ellos, fulminando con la mirada a Raibeart,
pero mucho más a José.
¡Se sentía engañada, usada! ¿Cómo demonios confió en
un hombre como él? ¡Quería golpearle, escupirle en su apuesto
rostro masculino, decirle todas las barbaridades que ahora
mismo pasaban por su cabeza!
Cuando llegó hasta la mesa, dio un golpe en ella,
alertando a los dos hombres de su presencia.
José contuvo el aliento al verla frente a él, no obstante,
Eirica estaba concentrada en Rob Roy.
—¡Es una pena que tu esposa esté esperándote
pacientemente mientras tú, primo, fornicas con esta fulana!
—¡Eirica! ¿Qué diablos haces aquí? —la reprendió
apartando a la mujer que lo acariciaba a su lado.
Ella le lanzó la carta sobre la mesa y se cruzó de brazos,
sin mirar a José ni una vez. ¡Antes muerta que volver a mirar a
ese traidor embustero!
—¡Mi tío me encomendó que te la diese!
—¡Vete de aquí, prima! ¡Este no es lugar para ti!
—¡Pero está visto que sí lo es para ti! ¡Siento lástima por
tu pobre mujer, y por tus hijos!
Antes de dar la vuelta, fulminó a José con sus furiosos
ojos azules.
Cuando estuvo a punto de alcanzar la puerta, alguien
cogió su brazo, imposibilitando su marcha. Al girarse lo
descubrió tras ella, con el rostro suplicante.
—Eirica, te juro que yo no…
—¡Suéltame, patán! —Dio un tirón y se alejó de él—.
¡Vuelve con tu fulana y déjame en paz!
—Eirica… por favor…
Sin embargo, ella no dejó que acabase la frase, se marchó
de la taberna y cerró la puerta tras de sí con un golpe sordo,
que nadie pareció escuchar más que José.
Él se llevó una mano a la frente, mientras maldecía en
silencio. Se apoyó en una de las paredes y contempló la
escandalosa escena que se estaba desarrollando delante de sus
narices con los soldados y las prostitutas, pensando en las
barbaridades que habría imaginado Eirica al verlos. Cerró los
ojos mareado por el alcohol. Había bebido demasiado, lo
reconocía, pero, aun así, los ojos furiosos de ella no lo
abandonaban.
DIEZ

El correr del agua del riachuelo era tranquilizador.


Como cada tarde, José acudió a su cita con Eirica en aquel
lugar, sabiendo que estaría muy enfadada por lo sucedido en la
taberna. Sin embargo, ella no apareció, como tampoco lo hizo
los siguientes días.
Ni siquiera la vio con las demás mujeres repartiendo
comida, la que dejaban en la casa en la que dormía junto a los
otros soldados. Parecía haber desaparecido y él ya no sabía
qué hacer para volver a verla. No podía preguntarle a Rob Roy
por ella, porque acabaría averiguándolo todo. Y tampoco
podía presentarse en su casa de buenas a primeras y exigir
verla, a pesar de que le hubiese encantado hacerlo.
La echaba de menos y su humor iba agriándose conforme
pasaban los días.
El quinto día después del incidente de la taberna, José
salió del poblado y se internó de nuevo en el bosque. No había
dejado de acudir cada tarde a sus citas, aunque ella nunca
apareciese.
Tomó asiento en la hierba que crecía cerca del río y
aguardó pacientemente más de dos horas, por si ella se decidía
a venir. Pero tampoco lo hizo.
Frustrado y con un vacío muy extraño en el pecho, se
introdujo todavía más en el bosque para pasear un rato.
No quería regresar al poblado todavía. No le apetecía
encerrarse tan pronto en la casa, con los demás soldados,
acostarse en su cama y pasar las horas sin poder conciliar el
sueño, ideando la forma de poder verla.
Mientras caminaba por entre los árboles, fijó su mirada en
una pequeña protuberancia montañosa que tendría que bordear
si quería proseguir su camino, sin embargo, algo a sus pies
llamó su atención.
Algo se movía con sigilo cerca de una gran piedra.
Al aguzar más la mirada se dio cuenta de su largo cabello
pelirrojo ondeando por el suave viento.
Parpadeó varias veces antes de aceptar que era ella la que
estaba delante de él.
José sonrió al verla tan concentrada, escondida tras
aquella gran piedra, apuntando con su arco hacia la lejanía y
vestida con esa ropa masculina, al igual que el primer día que
la vio. Eirica McGregor parecía un ser salvaje en medio de
aquel escarpado bosque, se movía como si conociese a la
perfección cada trozo de tierra por el que caminaba.
Se aproximó a ella poco a poco, sin hacer ningún ruido,
no obstante, pisó una pequeña rama sin pretenderlo y su
crujido la alertó, girando la cabeza enseguida, en guardia.
Al reconocerlo, entrecerró los ojos, con rabia, dando un
paso hacia atrás.
José alzó los brazos, para que no se marchase.
—¡Eirica, espera! —exclamó desesperado—. No te vayas.
—¡No te acerques! —le advirtió ella con voz de mando.
—Solo quiero que hablemos.
—¿Hablar? ¡No tenemos que hablar de nada! —Al ver
que José seguía aproximándose a ella, dio otro paso hacia atrás
—. ¡He dicho que no te acerques!
—¿No deseas una explicación a lo que pasó en la taberna?
Ella alzó el arco y apuntó a José con él, logrando que
levantase las manos, a modo de rendición, y la mirase con
cautela.
—Baja el arma, Eirica. Alguien podría salir herido —le
advirtió con voz suave.
—¡Solo tú podrías salir herido, y no me desagrada que así
sea! —respondió con una sonrisa tensa, sin dejar de apuntarle
con la flecha.
—No seas terca, deja el arco en el suelo —le pidió dando
un nuevo paso hacia ella.
No obstante, José contuvo el aliento al verla disparar.
Escuchó el silbar de la flecha muy cerca de su oreja y el golpe
al clavarse en el árbol que tenía tras él. La miró con los ojos
muy abiertos, como si no creyese lo que acababa de ocurrir.
—¿Estás loca, mujer? ¿Acaso quieres matarme? —gritó
fulminándola con sus intensos ojos marrones.
—¡Te he advertido que no te acercases! ¡La próxima vez,
te dispararé en la frente, y no creas que voy a fallar adrede,
como acabo de hacer!
—¡Maldito Satán, acabas de dispararme con el mismo
arco que yo te regalé!
—¿Te arrepientes de habérmelo dado, sargento?
—¡La que va a arrepentirse vas a ser tú, mujer temeraria!
—le advirtió furioso, apretando los puños a cada lado de su
cuerpo—. ¡Deja el arco en el suelo si no quieres que lo haga
añicos!
—¡Antes de que vuelvas a romper mi arco, tendrás un
precioso agujero en tu cabeza!
—¡Deja de amenazarme, Eirica! —ladró dando otro paso
hacia ella, tan enfadado como nunca—. ¡Te juro por Dios que
como vuelvas a apuntarme con él, te meteré en cintura, como
tu tío debió haber hecho hace ya mucho tiempo!
—¡Si me tocas, te castro! —susurró sin un ápice de temor.
Al escuchar sus palabras, la rabia se inflamó en el cuerpo
de él y comenzó a caminar en su dirección, furibundo.
—¡Se acabó, mujer, tú te lo has buscado!
Eirica intentó sacar otra flecha de su bolsa, para volver a
apuntarle con ella, pero José llegó antes de que pudiese
conseguirlo. Agarró el arco, forcejeando, y se lo arrebató,
tirándolo en el suelo, del mismo modo que hizo con las
flechas.
Cuando estuvo desarmada, la agarró por los brazos y la
aplastó contra el tronco del árbol más próximo, notando que
ella se resistía y peleaba contra él, gritando de rabia.
—¿Qué demonios haces, maldito bastardo? —chilló
intentando morderle—. ¡Como no me sueltes voy a…!
—¡Basta, mujer, basta de amenazas! —le advirtió
inmovilizándola contra su cuerpo.
—¡Ah, me haces daño, José! —se quejó al darse cuenta de
que no podría soltarse de su agarre.
—¡Y más debería hacerte, malvada bruja, por haberme
disparado!
—¡Tú te lo has buscado, te lo advertí!
—¡Solo quería hablar contigo, condenación!
—¿Es que no te ha quedado suficientemente claro que no
quiero saber nada de ti? ¿Tengo que explicártelo de otra
forma?
José negó con la cabeza y la miró a los ojos, en los de
Eirica brillaba el fuego.
—¡No forniqué con esa fulana!
—¡Me da igual! —exclamó acercando la boca a los labios
de él—. ¡Todo lo que tenga que ver contigo me es indiferente!
—¡Eirica, maldita sea, no hice nada como para que te
pongas así!
—¿Que no hiciste nada? —chilló fuera de control—. ¡Me
tocaste, me tocaste como solo un marido toca a su esposa! ¡Me
utilizaste!
—¿Qué he hecho yo para que digas eso? ¿Acaso he
poseído tu cuerpo? ¿Te he prometido cosas que no he
cumplido?
—¡Me ilusionaste! —admitió con gesto dolorido—. ¡Me
hiciste sentir especial y luego… te descubrí con esa prostituta!
—¡Te repito que no la toqué, Eirica! ¡Solo hablaba con tu
primo!
—¡Mientras ella bailaba medio desnuda sobre tu cuerpo!
¡Dejaste que te acariciase! ¡Parecías muy contento mientras se
restregaba contra tu cuerpo!
—¿Y qué querías que hiciese, demonios? —gritó a su vez,
perdiendo la paciencia—. ¿Que le diese a tu primo motivos
para sospechar de mí? ¿Que me negase y le dijese que a quien
realmente deseo es a ti?
—Qué conveniente es todo, ¿verdad, José? —Le dio un
empujón intentando soltarse—. ¡Pobre, qué pena me das, que
tuviste que soportar las caricias de otra mujer para no levantar
sospechas! ¡No sé cómo puedo ser tan mala persona para no
comprender que te dejaste tocar para que Raibeart no
desconfiase de tus intenciones conmigo!
—¡Te juro por Dios que no toqué a esa mujer, Eirica!
—¡Pero te gustó! —lo acusó—. ¿Te vas a atrever a
negarlo?
—¡Soy un hombre y me gusta cuando una mujer me
acaricia! ¡No tengo que negarlo porque sería una estupidez
hacerlo! —le aclaró sin apartar sus ojos de los de ella—. ¡Lo
que quiero que comprendas es que yo no iba buscando eso!
¡Yo no fui el que llamó a las prostitutas para que nos diesen
placer!
—Pero no te apartaste —susurró sin más, cansada de
aquella discusión.
—¡Me fui de la taberna poco después de que te marchases
tú! ¡No hice nada! ¡Puedes preguntar a quien desees y te lo
confirmará!
—¡No tengo que preguntar algo que mis ojos vieron, y tú
tampoco tienes que darme explicaciones, porque entre
nosotros no hay ningún compromiso! ¡Así que, sigue tu
camino, sargento, y olvídate de que existo!
—¡No puedo hacer eso, diablos! ¡No puedo olvidarme de
ti!
—Mala suerte la tuya, entonces —respondió con
desapasionamiento—. ¡Suéltame, José, deseo regresar a mi
hogar!
—No, Eirica, escúchame…
—¡Basta!
Al verla forcejear contra él de nuevo, José maldijo entre
dientes y aplastó su boca en un beso tan furioso que ambos se
quedaron sobrecogidos en un principio.
Eirica luchó contra él, le golpeó en el pecho para que se
apartase, pero cuando la lengua de él acarició sus labios,
mientras sus manos rodeaban su cintura, cayó de llenó en
aquel remolino de sensaciones. Se vio respondiendo al beso
con unas ganas y una furia similar a la de él. Se comieron los
labios como si nunca antes lo hubiesen hecho, como el
sediento que encontraba agua después de varios días en el
desierto.
José metió una de sus piernas entre las de ella,
exponiéndola para él, aunque todavía llevaba puestos aquellos
pantalones. Frotó su muslo contra su vagina, excitándola,
sintiendo que ella comenzaba a temblar. Fue subiendo una de
sus manos desde la cintura hasta su pecho, acariciando
aquellos pequeños montículos hasta que la escuchó gemir
contra su boca.
José estaba a punto de deshacerse contra ella. Nunca, en
sus treinta y seis años de vida, encontró a una mujer tan
apasionada como Eirica. Era puro fuego, era una llama que
ardía bajo sus caricias, era perfecta.
Por su lado, Eirica se amarraba con fuerza al cuello de
José. El placer que le hacía experimentar era tal que sus
piernas amenazaban con dejarla caer al suelo. Necesitaba su
cuerpo, apoyarse en él y sentir la firmeza de su torso contra su
pecho.
Siempre era así cuando se besaban, y dudaba mucho de
que alguna vez aquella llama que ardía entre ambos se
apagase. Sin embargo, una duda apareció de repente en su
mente. ¿Qué pasaría después? ¿Qué ocurriría cuando José
regresase con los soldados?
Los recuerdos lograron meterse entre el ardor y su cabeza
embotada fue aclarándose a gran velocidad.
¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué le permitía besarla
después de todo lo que había ocurrido?
Eirica lo empujó, librándose de su abrazo y, acto seguido,
lo abofeteó con todas sus fuerzas. Él se quedó confuso por un
momento, tiempo que aprovechó ella para coger el arco y
echar a correr, alejándose de allí, y regresando al poblado con
las lágrimas rodando por sus mejillas.
Por más que se asegurase de que no volvería a caer en los
brazos de ese hombre, sus promesas acabaron estrelladas
contra el frío suelo. Había respondido a su beso con tantas
ansias como él, como si ese fuese el lugar en el que debía
estar.
¿Por qué le hacía aquello? ¿Por qué jugaba José de esa
forma con sus sentimientos?
Verlo con esa fulana fue como un jarro de agua helada
directa a la cara, fue como si le golpeasen con un hierro en el
corazón.
Sabía que debía alejarse de él cuanto antes, que debía
evitar verlo más. Si no lo hacía, acabaría enamorándose
profundamente de aquel soldado español y, entonces, el dolor
sería mucho más profundo.

José y Andrés contemplaban las ruinas del castillo de


Eilean Donan sentados cerca del puente que conducía hasta él.
Llevaban en aquel lugar casi una hora y ninguno de los
dos dijo ni una palabra. Era sobrecogedor ver que aquel
imponente castillo había quedado reducido a simples piedras
esparcidas por doquier, ese mismo lugar donde habían muerto
sus casi cincuenta compañeros.
Mientras miraba al horizonte, José se acordó de Eirica, y
del beso que compartieron en el bosque, tras su pelea. Se pasó
una mano por la cara y suspiró cuando la visión de ella
marchándose a toda prisa regresó a su mente.
¿Qué podía hacer para que Eirica lo creyese?
Todo lo que le dijo era verdad. No tocó a la prostituta, no
rozó ni uno solo de sus cabellos, aunque ella se esmerase en
provocarlo.
¡Por Dios Bendito! ¿Cómo pensar en poseer a otra mujer
que no fuese ella? ¿Cómo besar otros labios si los que de
verdad le provocaban placer eran los de aquella revoltosa de
cabellos de fuego?
Llevaba tres días sin saber nada de Eirica y su humor cada
vez era más sombrío. No recordaba haberse sentido así por
ninguna otra mujer, ni siquiera cuando su esposa murió, pero,
claro, él nunca amó a Beatriz, ni sintió aquel terremoto de
deseo cada vez que estaba a su lado.
—Amigo, me encantaría saber qué pasa por tu cabeza —
dijo Andrés, interrumpiendo sus pensamientos.
José se encogió de hombros y suspiró.
—Solo contemplo las ruinas del castillo, nada más.
—¿Es debido a las ruinas que llevas varios días con un
humor de perros? —Rio negando con la cabeza—. ¡Pardiez,
José, eso no lo cree nadie, y menos yo que te conozco!
—En ese caso, amigo, no creo que me conozcas tanto —
gruñó queriendo zanjar el tema.
—Es por ella, ¿verdad?
—¿Por quién? —preguntó entre dientes.
—Por Eirica McGregor. Llevas varios días sin acudir al
bosque.
José alzó las cejas y miró a Andrés con incredulidad.
—¿Cómo sabes…?
—¡Ja! ¿Pensabas que era un estúpido y que creía tus
excusas para desaparecer del poblado cada tarde? —Rio al ver
su sorpresa—. ¿Para qué ibas a ir tú solo al bosque? ¡Os veíais
allí, y por alguna razón que yo desconozco llevas varios días
sin acudir a ese lugar, y eso te mantiene de un humor horrible!
José apretó los labios y fijó su mirada en el agua del lago
Duich.
—Ella cree que forniqué con aquella fulana en la taberna.
No quiere verme.
—Nada hiciste, todos estábamos delante —lo secundó su
amigo.
—Eirica no piensa lo mismo.
Andrés suspiró ante las palabras de José y escupió hacia
un lado, limpiando la comisura de sus labios después.
—Amigo, no es inteligente por tu parte enredarte con una
mujer escocesa. En un tiempo, nos marcharemos.
—¡Ya lo sé, maldición, Andrés! ¡No soy tonto, sé lo que
no debo hacer!
—Y aun así, deseas volver a verla.
—Lo deseo —admitió bajando la vista al suelo, lanzando
una piedra al lago—. No sé qué pasa con ella, amigo, pero no
puedo dejar de pensar en buscarla.
—Rob Roy te matará si se entera de que vas tras las faldas
de su querida prima. Creo que separaros es la opción más
inteligente.
—Mi cuerpo no piensa lo mismo.
—¡Llevas sin probar a ninguna mujer más de dos meses,
José! ¡Ve a la taberna y fornica con alguna fulana, verás que
Eirica McGregor desaparece de tu mente enseguida!
—Quizás eso haga, o mi cabeza estallará —admitió
rindiéndose.
—Estallará algo más que tu cabeza —se burló señalando
su pene—. Te convertirás en un eunuco.
José puso los ojos en blanco y desvió la vista hacia el
poblado.
A esas horas de la tarde, en el muelle no había mercaderes
comerciando con sus mercancías, ni pescadores vendiendo sus
capturas. Los aldeanos paseaban con tranquilidad sin querer
mirar demasiado hacia Eilean Donan, porque eso les recordaba
el miedo y la desesperación por ponerse a salvo.
—¡Señores, me agrada veros por aquí!
La voz de Rob Roy los hizo alzar la cabeza.
El primo de Eirica se dirigía hacia ellos, con unas redes en
las manos y varios anzuelos de un tamaño considerable.
Era raro verlo por el muelle, ya que era un hombre muy
ocupado y siempre estaba viajando a los distintos pueblos para
organizar, junto a Castro Bolaño, el ataque.
Cuando Rob Roy llegó a su lado, les sonrió con simpatía y
echó las redes y los anzuelos a un bote bastante grande,
amarrado con una gruesa cuerda.
—¿Rob Roy también pesca? —le preguntó José,
mirándolo con interés.
—Le prometí a mi padre llevar a casa unos cangrejos para
la cena. Al parecer, mi prima lleva unos días un poco rara y
quiere sorprenderla. —Mientras hablaba de Eirica, sus ojos se
posaron en él—. ¿Queréis acompañarme?
—¿A pescar?
—A menos que no sepáis cómo hacerlo. —Rio Rob, con
chulería.
José tradujo su conversación a Andrés y este se levantó de
inmediato de su asiento, dando un salto y montando en el bote
junto al primo de Eirica, que palmeó su hombro, feliz de que
lo acompañasen.
—Vayamos, amigo. Necesito un poco de diversión,
Dornie es tan tranquilo como un camposanto —añadió Andrés,
llamando a José con una mano.
Él rio y asintió, levantándose también de la piedra en la
que descansaba.
Apoyó los brazos en la madera del bote, antes de saltar.
—Rob Roy, más te vale haber traído suficiente red,
porque soy un gran pescador.
—¿Además de ser soldados sabéis pescar?
—Mi hogar está situado junto al mar, mi padre era hijo de
pescadores.
—Sube al bote pues. Estoy deseoso de que me lo
demuestres.
José se carcajeó y se impulsó para subir al bote, sin
embargo, nada más pisar dentro, su expresión cambió de
repente y se quedó muy quieto, pues algo no andaba bien.
Los otros dos, al darse cuenta, bajaron la vista a sus pies y
contuvieron la respiración. José acababa de pisar un arpón y
este le atravesaba el pie de un lado a otro.
—¡Por todos los malditos santos! —exclamó Rob yendo a
ayudarlo—. No te muevas.
—José, estás sangrando —le informó Andrés, preocupado
—. Hay mucha sangre.
—Ya lo veo —respondió él, apretando los dientes debido
al dolor.
Rob Roy lo hizo sentarse en el bote y le cortó la bota, para
dejar su pie al descubierto. Cuando lo vio, arrugó el ceño.
—Amigo, te ha atravesado el pie. —Intentó sacarle el
arpón, pero cada vez que lo tocaba, José gritaba de dolor—.
Tenemos que llevarte a que te vea el médico de Dornie.
—El médico no está —habló José, algo mareado por la
pérdida de sangre y el dolor lacerante—. Partió con Castro
Bolaño hace unas horas.
Rob se pasó una mano por la frente y pensó en una
solución. Si un médico no veía pronto a José, la herida podría
empeorar y causarle la muerte. Sangraba demasiado.
—José, dile a Andrés que me ayude a levantarte.
—Sí, sí… —José tradujo las palabras y su amigo se afanó
en acudir junto a él.
Cuando lo bajaron del bote, Rob continuó hablando,
aunque José estuviese a punto de perder el conocimiento y
apenas pudiese comprender sus palabras.
—En este momento, y sin el médico para que pueda
socorrerte, solo conozco a una persona que sabe sanar ciertas
heridas.
ONCE

El pequeño ternero correteaba detrás de la vaca, mientras


esta comía tranquilamente hierba del prado colindante a su
casa.
Eirica, sentada en el suelo con la barbilla apoyada sobre
sus rodillas, suspiró con tristeza a la vez que contemplaba la
escena.
El sol estaba a punto de desaparecer en el horizonte, por
lo que, en cuestión de minutos, tendría que llamar a los
animales y encerrarlos en el cobertizo, a salvo de lluvias
inesperadas y del intenso frío de la noche.
Llevaba casi dos horas allí sentada, a la intemperie, y su
cabeza no dejaba de dar vueltas y de pensar en él.
Sabía que no debía hacerlo, que tenía que olvidarse de
José y seguir con su vida como si ese hombre nunca hubiese
estado en ella. Recordarlo cada momento solo lograría hacerla
sentir más desdichada, y no deseaba que su tío se preocupase
más por su estado de ánimo. El viejo Donald podía ser un
gruñón que se quejaba por todo, pero la conocía y sabía
cuándo las cosas no iban bien. Desde el día que huyó en el
bosque, no había dejado de observarla, curioso, y de intentar
que le contase el motivo de su tristeza.
Se levantó del suelo y silbó, para que la vaca, el ternero y
los demás animales regresasen al cobertizo.
Después de diez minutos de perseguir a una oveja, cerró
la puerta y la ató, asegurándola hasta el siguiente día.
Caminó por el terreno de casa, pensando en que hacía
varios días que no visitaba a Tavie. Su amiga siempre lograba
alegrarla con sus bromas y su palabrería. Se prometió visitarla
al día siguiente, lo necesitaba. Precisaba salir de casa y hablar
con un rostro amigo, con alguien a quien poder contarle todas
sus preocupaciones.
Nada más entrar, escuchó el sonido de unas voces
preocupadas, de pisadas ansiosas recorriendo su hogar.
Confusa y curiosa, se dirigió hacia el salón, de donde
provenían los sonidos.
Sin embargo, cuando llegó y vio lo que ocurría, su cuerpo
se paralizó y tuvo que apoyarse en una de las paredes.
Entre su primo, Andrés y su tío Donald, transportaban a
José, el cual parecía desfallecido. Se llevó una mano al pecho
al darse cuenta de su palidez, y sus piernas temblaron ante la
posibilidad de que estuviese muerto, pues mientras lo
arrastraban dejaba un reguero de sangre tras él.
Su respiración se volvió trabajosa y tuvo que aguantar las
ganas de echar a correr hacia él e intentar que abriese los ojos.
—¡Eirica, muchacha! —La voz de su tío la sacó de
aquella oscuridad—. ¡Muchacha, no te quedes ahí, el sargento
precisa cuidados!
—S… sí, tío, ya voy —respondió temblorosa.
—Ha perdido mucha sangre, necesita tu ayuda. Trae lo
necesario para curar su herida.
Entre los tres, llevaron a José a una habitación y lo
tumbaron en el lecho, observándolo con preocupación. Eirica
corrió hacia la cocina, para coger unos cuantos paños de lino,
hervir agua y coger hierbas medicinales. ¡Pero no sabía cuáles
coger! ¡No sabía qué mal aquejaba a José!
—¡Tío! ¡Tío Donald!
—¡Eirica! —El que apareció fue Raibeart, con el rostro
serio y las manos manchadas de sangre—. El sargento se ha
clavado un arpón en el pie. Ha perdido mucha sangre.
—¿Todavía lo lleva clavado? —lo interrogó abriendo
mucho los ojos, asustada.
—No pude sacárselo mientras estaba consciente.
—¡Tenemos que quitar ese trozo de hierro cuanto antes de
su pie, Raibeart! —Cogió unas hojas de agrimonia,
adormidera, semillas de lúpulo y un cuenco donde hacer la
mezcla—. Primo, lleva el agua hirviendo a la habitación, yo
cogeré los paños para limpiar y tapar la herida.
Él se apresuró en hacer lo que Eirica le encomendó y ella
corrió hacia la alcoba en cuanto reunió todo lo necesario.
Nada más entrar y ver a José tan quieto, y con el rostro
blanquecino, las ganas de llorar se agolparon en su garganta.
Sin embargo, no se permitió hacerlo, se obligó a acercarse,
armándose de una tranquilidad y serenidad que no poseía en
absoluto, y a examinar su pie.
Sangraba tanto que si no cubrían pronto la herida, José no
viviría mucho tiempo.
—Raibeart, ne… necesito que todos lo cojáis por la pierna
y se la inmovilicéis. No puede moverse o le haré más mal que
bien. —Se arremangó el vestido y palpó su pie hasta que
agarró el arpón por un extremo—. Voy a sacárselo, ¿de
acuerdo?
Los tres hombres asintieron, preparados para amarrar con
fuerza a José.
Eirica tiró del hierro y este fue saliendo poco a poco, sin
que el herido moviese ni un músculo. Tras un último tirón, el
arpón salió por completo de su pie y Eirica respiró tranquila.
Tomó el agua y vertió un poco en el cuenco, en el que
también machacó unas hojas de la agrimonia, reservándola en
un lado.
Con un paño húmedo, limpió la herida, preocupándose de
que no quedaba nada de metal en su carne.
—Ha perdido mucha sangre. Voy a ponerle el emplasto
con agrimonia y a cubrirle la herida. —Cogió el cuenco y
esparció la masa con las hojas machacadas, rezando para que
aquello lograse contener el sangrado, hasta que el médico
regresase a Dornie—. Va a ponerse bien.
Eirica cogió los trapos de lino y vendó con ellos el pie de
José, con firmeza pero sin apretar demasiado. Cuando acabó,
se limpió el sudor de la frente y cerró los ojos, angustiada.
—Voy a necesitar un poco más de agua caliente, Raibeart.
—Enseguida la traigo.
—Cuando despierte, le molestará mucho. —Miró a José,
con el rostro tan dolorido como si ella misma hubiese sido la
herida—. Le haré tomar una mezcla de adormidera y lúpulo,
para que descanse hasta mañana.

Cuando Tavie llegó al muelle, al siguiente día, Caladh ya


estaba esperándola sentado en el mismo saliente rocoso que de
costumbre.
Nada más llegar a su lado se sonrieron y ella dejó la cesta
con la comida de su padre a un lado, tomando asiento junto a
él.
Su corazón latió tan rápido que, por un instante, creyó que
escaparía de su pecho. Estar junto a ese hombre era arrollador,
sobre todo cuando le sonreía y le hablaba de esa manera
galante.
Llevaban hablando mucho tiempo, y cada vez que se
encontraban de nuevo era como si sus ilusiones creciesen y
desease con toda su alma que el día en el que Caladh hablase
con su padre llegase pronto.
—Mi bella Tavie —le susurró al oído, haciéndola
estremecer—. Llevo deseando verla desde que ayer nos
separamos.
—¿Por eso ha venido hoy tan temprano?
—Ajá —asintió y cogió su mano para darle un suave beso
en sus nudillos—. No soy capaz de concentrarme en nada, solo
tengo pensamientos para usted.
—A mí me pasa igual, querido Caladh —respondió
emocionada—. Parece que fue ayer cuando nos vimos por
primera vez y… a día de hoy… ya no imagino el tormento que
supondría dejar de verlo.
—Eso nunca pasará, porque mañana, cuando venga a
veros de nuevo, aguardaré a que su padre llegue de la mar y le
pediré su mano.
Tavie se tapó la boca y jadeó, notando que su estómago
saltaba de la emoción. Abrazó a Caladh y lo miró a los ojos
antes de fundir sus labios en un beso intenso y pasional, al que
él respondió de muy buena gana.
Cuando se separaron, ella lo miró con adoración, jadeante.
—¿Estás hablando en serio? —preguntó tuteándolo al fin.
—Es lo más serio que he dicho nunca, amor mío. Te
convertirás en mi esposa y disfrutaré de tu amor antes de
marchar hacia la guerra con los ingleses.
Tavie tragó saliva y ladeó la cabeza, al escuchar aquello.
Después de conocer a ese hombre, la idea de que tuviese que
marchar hacia el frente, junto con los demás escoceses y los
soldados españoles, no le agradaba en absoluto.
—Me resisto a pensar en que vas a marcharse, Caladh.
—Es mi deber. Escocia nos necesita, Tavie, y yo pelearé
junto a los demás con orgullo.
—¿Pero y si te hieren? ¿Y si te ocurre algo malo en
manos del enemigo? —le preguntó, muy preocupada.
—Será un honor morir por la causa.
—¡No digas eso, por todos los santos! —le pidió,
temerosa—. Si algo malo te ocurriese… yo moriría también.
Caladh volvió a rodearla por la cintura y la besó de nuevo,
sintiendo que ella respondía de buen grado, amarrándose a su
camisa.
—No debes preocuparte todavía por eso, mi dulce Tavie.
Aún falta mucho para que marchemos a luchar.
—¡No! ¡Caladh, la batalla está próxima! —le avisó,
extrañada por sus palabras—. ¿Acaso no te has enterado?
—¿Próxima? —Entrecerró los ojos, como si aquello no lo
hubiese esperado—. ¿Cómo de próxima?
—¡Santo Dios! ¿De verdad no lo sabes? ¡En Dornie, los
hombres no hablan de otra cosa!
—Ya sabes que paso mucho tiempo en el mar, pescando.
Apenas me relaciono con las otras personas de Kyle of
Lochalsh. Cuando llego a mi hogar, suelo ir a casa con mi
hermana menor.
Tavie cogió su mano y lo miró a los ojos, resistiéndose a
darle la noticia, pero con el deber de hacerlo.
—Caladh, la batalla contra los ingleses está cercana. Los
hombres partirán hacia Inverness el día diez de junio.
—¡No es posible! ¡Solo faltan un par de semanas! ¿Tantos
hombres han conseguido convocar para la batalla? —Caladh
se pasó una mano por el cabello y se mordió el labio inferior,
mirando a Tavie con apuro—. Debo conseguir a alguien que
cuide de mi hermana pequeña en mi ausencia. Solo me tiene a
mí.
—Yo puedo hacerme cargo de ella, querido Caladh —se
ofreció de inmediato.
Él la cogió por las mejillas y la besó con ardor, logrando
que el cuerpo de Tavie se aflojase debido al placer de su boca
sobre la de ella. Qué hermoso era todo a su lado, qué felices
serían juntos.
—Mi amada Tavie, solo tenemos que aguardar hasta
mañana —le susurró contra los labios—. Nos reuniremos aquí,
como siempre, y hablaremos con tu padre.
—Estoy deseosa —asintió mirándolo con los ojos repletos
de amor.
—Ten preparado un vestido hermoso, amor mío, porque
mañana mismo nos desposaremos.
Eirica entró en la alcoba por tercera vez esa mañana y
contempló a José dormir.
No había pasado buena noche. El dolor del pie lo había
hecho quejarse la mayor parte del tiempo y, tanto ella como su
primo Raibeart, habían tenido que administrarle un poco más
de infusión sedante, para que lograse descansar.
Cargada con una bandeja, lo miró desde la distancia.
Su rostro ya no estaba contraído por el dolor y se veía
sereno. El color de su piel había vuelto a la normalidad,
dejando atrás aquel tono ceniciento que la pérdida de sangre le
provocó. De hecho, solo por su aspecto, nadie hubiese pensado
que aquel hombre había sufrido una herida solo unas horas
atrás. José estaba tan apuesto, allí tumbado en el lecho, que
Eirica se descubría yendo a contemplarlo cada pocos minutos,
cada vez que su tío Donald salía de casa para atender el campo
y a los animales.
Dejó la bandeja sobre la pequeña mesilla de la alcoba y
rodeó la cama hasta que alcanzó su pie herido.
Desenrolló con cuidado el paño que lo cubría y lo
examinó con atención. La hemorragia había cesado y no
parecía tener demasiado mal aspecto, no obstante, estaban a la
espera de que el médico acudiese a su hogar para que se
asegurase de que todo iba bien.
Mojó uno de los paños en el agua tibia y lavó su pie con
pequeños toques, para no hacerle daño. Volvió a cubrir con un
nuevo emplasto de agrimonia y lo vendó con tela limpia.
Recogió la tela usada y la dejó junto a la puerta, para
cogerla cuando se marchase. A continuación, tomó asiento en
el lecho, a la altura de su cintura, y lavó su rostro para eliminar
cualquier suciedad que este pudiese tener.
Mientras lo hacía, sus ojos lo recorrían con avidez,
disfrutando de lo bello que era, de lo gallardo que siempre le
pareció. José de Santarem era el hombre más impresionante
que hubiese conocido y ella no había podido resistirse a su
encanto.
Los días que habían pasado separados habían sido tristes
y… cuando lo vio en brazos de Raibeart y Andrés,
desfallecido y sangrando…, su corazón se le paró en el pecho
porque pensó que no volvería a ver su sonrisa chulesca, ni
volvería a escuchar su voz.
Bajó la vista al suelo y suspiró, a sabiendas de que aquello
solo serviría para ponerla en una situación todavía más difícil.
Tener a José en su hogar echaba por tierra sus intentos de
olvidarse de él, porque no podía dejar de pensarlo, de ir a verlo
con la excusa de asegurarse de que su salud no corría peligro.
Al volver a alzar la mirada, contuvo el aliento al darse
cuenta de que estaba despierto. José había abierto los ojos y la
miraba con fijeza, en silencio.
Eirica se humedeció los labios y tragó saliva, nerviosa. Se
miraban con seriedad, pero sin poder quitarse la vista de
encima. Esos días separada de él, había olvidado el bullicio
que su cuerpo experimentaba cuando él la contemplaba de esa
forma, en la urgencia con la que latía su corazón.
Nerviosa, dejó el paño con el que le acababa de limpiar la
cara en la mesa, y se dispuso a levantarse del lecho. Sin
embargo, José la agarró por los brazos, imposibilitando su
huida.
—No te vayas, Eirica —le suplicó, con voz pastosa. Ella
apretó los labios y se cruzó de brazos, apartando la mirada de
su rostro. Al ver su negativa a mirarle, José chasqueó la lengua
—. ¿De verdad va a ser siempre así entre nosotros? —Ella
entrecerró los ojos y lo ignoró, como si nadie hubiese hablado
en la alcoba—. ¿No vas a contestarme? Eirica, háblame —
pidió acariciando sus brazos, los cuales todavía tenía
agarrados.
Ella dio un tirón y se soltó de él, nerviosa por el burbujeo
de su estómago bajo su contacto.
—Eirica…
—¿Por qué no te rindes de una vez? —saltó con enfado
—. ¿Acaso no te quedó claro en el bosque lo que pensaba de
ti?
—Te supliqué perdón.
—¡Y yo te dije que no lo aceptaba!
—Eres una mujer demasiado orgullosa para mi bien —
comentó sonriendo.
—Pues siento mucho que no te guste mi forma de ser —
ironizó enarcando las cejas.
—En ningún momento he dicho que no me guste —la
contradijo, perdiéndose en sus preciosos ojos azules—. No hay
nada en ti que no me agrade, incluso tu orgullo me resulta
atrayente.
Eirica entrecerró los ojos, sin querer darle importancia a
los latigazos que daba su corazón por las palabras de José.
Alargó la mano y cogió un cuenco con un poco de guiso
de liebre y se lo ofreció, casi sin mirarlo.
—Come, tienes que coger fuerzas.
José se incorporó un poco en la cama, quedando sentado,
cerrando los ojos mientras el dolor lacerante del pie se
calmaba. Cada vez que lo movía un poco, la molestia era
horrible.
Se fijó en el cuenco que Eirica le daba e hizo una mueca
con los labios.
—No tengo hambre, me duele demasiado el pie.
—Entonces, lo dejaré en la mesa. Cómelo cuando quieras.
—Se dispuso a levantarse de la cama, pero José volvió a
cogerla por los brazos—. ¡Basta, suéltame!
—¡Está bien, comeré! ¡Pero solo si te quedas conmigo un
rato!
—¡Tengo obligaciones de las que ocuparme, no puedo
quedarme todo el día vigilando a un herido!
—No te entretendré todo el día, te lo juro. —Alargó la
mano y cogió el cuenco, del que bebió poco a poco—. Está
delicioso.
—Gracias —dijo con tensión.
—¿Hay algo que no hagas bien, mujer?
—¡Sí, se me da muy mal deshacerme de hombres
insistentes!
—¿Quién te enseñó a curar heridas? —se interesó,
mientras seguía comiendo.
—Nadie.
—Eirica…
—¡Una vieja vecina! —exclamó cansada—. ¡Ya está bien,
José! ¡Tengo muchas cosas que hacer, no puedo, ni quiero,
estar aquí!
Él apretó los labios, frustrado de que no se ablandase ni
un poco.
—¡Si tan molesto soy para ti, tendrías que haberme dejado
morir con el arpón en el pie!
—¡Tienes razón, tendría que haberlo hecho!
—¡Todavía estás a tiempo, tienes tu arco!
—¿Deseas que te mate? —lo interrogó riendo con
tirantez.
—¡Lo que deseo es que no me trates de este modo,
maldición!
—¿De qué modo?
—¡Como si fuese un extraño, como si todo lo que hago te
molestase!
—¡Es que me molesta, José! ¡Me molesta tenerte enfrente,
escucharte hablar y… verte siquiera!
—¿Todo esto por lo que ocurrió en la taberna? ¡Ya te
expliqué lo que pasó!
—¡No quiero hablar de eso!
—¡Pues yo sí! ¡No voy a consentir que me saques de tu
vida porque creas que hice algo con esa mujer! ¡Porque no es
así, diablos! ¡No la toqué! —chilló sin despegar los ojos de los
de ella—. ¡No pude hacerlo! ¡Aunque tu primo me animó a
fornicar con esa fulana, ni siquiera la miré más de dos veces,
porque no hay mujer que me agrade más que tú, Eirica
McGregor! ¡Porque desde que te conozco no hay día en el que
no me sorprenda pensando en ti, en el que no maldiga las
ganas que me poseen cada vez que tu imagen se pasea por mi
mente!
Ella notó que la boca se le secaba al escuchar aquellas
declaraciones y su estómago se agitaba incontrolablemente al
ritmo de sus latidos.
Movida por un impulso animal, acercó sus labios a los de
José y le dio un beso tan ardiente que notó que todo temblaba
a su alrededor. Cuando las manos de él rodearon su cintura y la
apretaron contra su torso, gimió de puro placer, rendida del
todo ante él y ante el deseo que ese hombre despertaba en ella.
No podía más. Llevaba muchos días obligándose a
alejarse de José de Santarem, de repetirse que no era bueno
para ella, que lo mejor para ambos era no verse más, sin
embargo, cada vez que lo tenía delante su cuerpo le pedía que
no lo alejase y su corazón le exigía que dejase de engañarse de
una buena vez.
Mientras sus lenguas jugueteaban con la del otro, notó que
él se erizaba. Eirica no era la única que experimentaba aquella
marea de emociones cuando sus bocas se tocaban, y eso era
fascinante.
Rodeó su cuello con ambos brazos y profundizaron el
beso, mientras que un ardor líquido empapaba su sexo.
José se dio entero en aquel beso. Había pasado tantas
noches fustigándose por lo ocurrido, que, en el fondo, creyó
que no volvería a tocarla, ni a tenerla entre sus brazos. Creyó
que no volvería a sentir aquello que Eirica le provocaba nunca
más.
—Te deseo tanto, mujer…
Apoyó ambas manos en las caderas de ella y la alzó en
peso, sentándola sobre su regazo para tenerla todavía más
cerca, para memorizar cada una de sus reacciones. Era
increíble verla responder con ese ímpetu, con esas ganas. Se
daba entera, sin importarle que no fuese correcto.
Después de una eternidad, ella separó sus labios y se
quedó mirándolo fijamente, jadeante.
—José…
—¿Sí, mi bella hada?
—Si vuelves a mirar a otra mujer, te castraré.
Él rio y la abrazó tan fuerte que la dejó momentáneamente
sin respiración.
—Mis ojos son tuyos.
—Más vale que así sea. —Ella sonrió y acarició su mejilla
rasposa, ilusionada por volver a tenerlo como antes, a saberlo
suyo. Le dio otro beso fugaz y se incorporó de su regazo,
tomando un poco de distancia—. Tengo que marcharme. Mi
tío me necesita con los animales.
—¿Vendrás después? —La cogió de la mano y entrelazó
sus dedos, mirándola con adoración.
—No creo que pueda. Raibeart ha ido a por el médico,
para que examine tu herida, y supongo que después vendrá
alguno de los soldados de visita. Andrés parecía muy
preocupado por ti. Además, de momento, no es conveniente
que te muevas, por lo que deberás permanecer aquí hasta que
tu pie mejore.
José asintió y ladeó la cabeza disfrutando de la belleza
salvaje de Eirica. Era tan hermosa… La sentía tan suya a pesar
de todo lo que habían pasado…
—¿Y cuándo te veré? —Dio un tirón a su brazo para que
Eirica volviese a acercarse a él—. ¿Dónde duermes?
—Ahora estoy durmiendo en el salón, en el sillón de mi
tío. —Sonrió—. Tú estás en mi lecho.
José se intentó incorporar, para besarla una vez más, sin
embargo, Eirica no se lo permitió y lo empujó de nuevo a la
cama.
—No debes levantarte.
—Prométeme, entonces, que esta noche vendrás conmigo.
—¿Aquí? —preguntó, asombrada—. ¿Con mi tío y mi
primo en casa?
—Cuando todos duerman —asintió.
—Pero, José…
—Deseo tenerte entre mis brazos. Sueño con ello a diario.
Ella lo besó con pasión y ambos sonrieron.
—Pueden descubrirnos.
—Quiero dormir a tu lado y despertar viendo tu hermoso
rostro. Seremos silenciosos.
Eirica tragó saliva y negó con la cabeza, excitada por las
palabras de José. Para ella no habría nada mejor que dormir
entre sus brazos, pero…
—No debemos hacerlo. Sería una temeridad. —Bajó la
vista al suelo y suspiró—. Cuando tu pie esté curado,
volveremos al bosque, pero mientras tanto… no podemos
arriesgarnos.
DOCE

Eirica observaba a su amiga con preocupación.


Se encontraban en la alcoba de Tavie desde hacía un buen
rato, y esta se afanaba por coser a toda prisa una tela que
compró una semana atrás, en el muelle.
Estaba tan feliz que ni siquiera se dio cuenta de las
miradas recelosas que Eirica le lanzaba. Se limitaba a dar
puntadas y a canturrear sin que la sonrisa desapareciese de sus
labios.
—Tavie… no te dará tiempo a tenerlo listo para mañana.
—Sí que me dará, confía en mí. —Apartó los ojos de la
tela y palmeó a su lado para que tomase asiento junto a ella—.
Y si me ayudas, entonces acabaré todavía antes.
Eirica hizo lo que Tavie le pidió. Cogió una aguja y un
poco de hilo. La clavó en la tela, previamente cortada e
hilvanada, pero, antes de dar una primera puntada, la dejó a un
lado y chasqueó la lengua.
—¡Es que me parece muy precipitado!
—Amiga, en el amor nada lo es —respondió con
tranquilidad.
—¿Estás segura de lo que vas a hacer? Apenas os
conocéis, ¿cómo vas a desposarte con Caladh McRae mañana
mismo?
—Lo haremos después de que él hable con mi padre.
—Es que tus padres ya deberían saber de tus intenciones.
¿Crees que van a tomárselo bien? ¡No saben quién es!
Tavie apoyó una mano sobre el hombro de Eirica y ladeó
la cabeza, dejando a un lado la tela. Parecía realmente
preocupada, y eso no le gustaba en absoluto.
—Caladh es un buen hombre, y desea compartir su vida
conmigo. Mis padres se pondrán muy contentos cuando sepan
que es una buena persona y que me ama.
—¿Pero desposarte mañana, tan pronto? ¿Acaso no podéis
esperar un poco?
—¿Para qué? ¿Qué voy a descubrir de él que no sepa?
—¡Pues todo, Tavie! ¡No sabes quién es su familia, ni si
es un hombre honrado de verdad!
—Eso lo dices porque no lo conoces. —Suspiró y cerró
los ojos soñadora, con la imagen de su querido Caladh en la
mente—. Eirica, amiga, sé que estoy haciendo lo correcto. Me
lo dice mi corazón.
—Y no dudo de tus sentimientos, sino de los de él.
—¿Y eso por qué? ¿Acaso no crees posible que un
hombre me ame de verdad? —la interrogó molesta—. ¡Se
enamoró de mí nada más verme!
—No deseo que te enojes conmigo —la tranquilizó,
alzando las manos en son de paz.
—¡Entonces compórtate como una buena amiga y alégrate
por nosotros!
—¡Me alegro de que seas feliz, eso no lo dudes! Lo que
no quiero es que te haga daño.
Tavie sonrió y abrazó a Eirica, con fuerza. En realidad,
comprendía sus reparos. Nadie conocía a Caladh aparte de
ella, entendía que desconfiase de sus intenciones, no obstante,
en cuanto viese que la amaba de verdad, su amiga lo adoraría
de la misma forma que lo hacía ella.
—Caladh McRae es el hombre con el que pasaré el resto
de mi vida, y me encantaría que me apoyases en esto, como
siempre lo has hecho.
Eirica se apartó un poco y suspiró, sonriendo. Después de
todo, era su mejor amiga y se la veía muy feliz cada vez que
hablaba de aquel pescador.
Cogió el trozo de tela que acababa de dejar a su lado y
volvió a pasar la aguja por ella.
—Terminemos con esto. Mañana es el día de tu boda y no
voy a consentir que mi amiga se presente ante el párroco con
un vestido a medio coser.
Ambas rieron y se volvieron a abrazar antes de continuar
con la tarea. En realidad, había mucho trabajo por hacer, y si
no se afanaban no estaría listo a tiempo.
—Gracias, Eirica, sabía que podía contar con tu ayuda.
—No hay de qué.
—Sé todo el lío que tienes en tu casa y yo entreteniéndote
aquí con mis tonterías.
—Me viene bien salir un poco. Creo que si me quedase
todo el día entre esas cuatro paredes me volvería loca. —Rio.
—¿Lo dices por él? ¿Por José? —se interesó Tavie,
concentrándose en su expresión serena—. Llegó a oídos de mi
padre que se recupera de una herida, y lo hace en tu casa.
—En mi alcoba, para ser más exactos —la corrigió.
—¡Benditos santos! ¿En tu alcoba?
—Yo duermo en el salón. No hemos querido moverlo del
lecho hasta que el doctor lo visite.
—¿Cómo se encuentra? ¿Fue muy grave?
—Perdió mucha sangre, pero parece que se recupera bien.
—¿Y tú cómo estás? —La cogió por las manos y las
apretó, dándole apoyo—. Después de que lo descubriste en la
taberna… sé que no has querido volver a verlo, y ahora…
tienes que soportarlo en tu propia casa.
Eirica se humedeció los labios y se encogió de hombros.
—Todo aquello está olvidado, Tavie.
—¿Lo has perdonado? ¿Por qué? —Entrecerró los ojos,
sin comprender.
—Le creo. Le creo cuando me asegura que él no hizo
nada con aquella mujer. Y le creo cuando me repite que la que
de verdad le intereso soy… yo.
—¿Entonces todo vuelve a como era antes? ¿Volvéis a
veros a escondidas?
—Creo que sí. —Bajó la vista a la tela y cosió en silencio.
Al darse cuenta de que actuaba raro, Tavie le cogió la tela
de entre los dedos y la tiró a un lado.
—Vamos, cuéntame, ¿qué ocurre?
—Nada —mintió sonriendo de forma forzada.
—¡Miéntele a otra, amiga, pero a mí no vas a poder! ¡No
me creo nada de lo que dices, a ti te pasa algo!
—Lo que me ocurre es que José quiere que nos veamos
esta noche en la alcoba, cuando todos duerman. —Tavie alzó
las cejas—. Desea que me quede a pasar la noche con él.
—Le habrás dicho que no, ¿verdad?
—Le he dicho que no —asintió—. ¡Pero… es que sí
quiero pasar la noche con él! Deseo saber qué se siente
despertando entre sus brazos.
—¡Es una necedad! ¡No debes hacer eso!
—¿Hablamos de necedades, Tavie? ¿Hablamos de tu boda
con un desconocido?
—¡Caladh al menos quiere casarse conmigo! ¿Qué te ha
prometido José? ¿Qué compromiso tenéis ambos?
—Ninguno, José no me ha prometido nada y yo tampoco
se lo he pedido.
—¡Entonces, debes admitir que pasar la noche con él sería
una temeridad, Eirica! ¡Si Raibeart y tu tío os descubren, os
matarán a ambos por descarados!
—Sería una temeridad, lo admito —asintió de acuerdo
con Tavie, pero sonrió de inmediato—. Sin embargo, hay algo
que me dice que no me estaría equivocando, con él no, porque
es lo que deseo hacer con todas mis fuerzas. He pasado mucho
tiempo con José, lo conozco lo suficiente como para saber que
jamás me haría daño, que en su compañía estoy segura, que
ante todo me respeta. —Eirica se dejó caer sobre el lecho y
cerró los ojos, soñadora—. ¡Oh, amiga, no puedes imaginar
qué siento estando entre sus brazos, es mágico, es… algo tan
fuerte que no puedo apartarme aunque lo desee! —Abrió los
ojos y los fijó en Tavie, que la observaba en silencio—. Sé que
lo que dices es cierto, que no debería ser tan temeraria cuando
nuestras vidas son tan diferentes. Y aunque fantasee con él…
no creo tener valor para meterme en la alcoba esta noche,
pero…, ¡ay, Tavie…!, sé que sería inolvidable, porque creo
que estoy empezando a amarlo.

El médico abandonó los aposentos donde José descansaba


a las cinco de la tarde. Examinó su pie con detenimiento y
comprobó que todo marchaba como debía y que no había
infección. Para su total sorpresa, Eirica había hecho un trabajo
magnífico y apenas tuvo que tocar la herida sino para darle un
par de puntos de sutura y asegurarse de que dejaba de sangrar
del todo. Por delante, le quedaban varias semanas de
recuperación, pero José ya estaba cansado de estar acostado en
el lecho.
Los soldados se personaron poco después para ver cómo
seguía, al igual que Castro Bolaño, que viajó desde el poblado
en el que dormía, preocupado por el estado de su sargento.
Todos se marcharon cuando la luna brilló en el cielo, y en
la soledad de aquella habitación se preguntó qué estaría
haciendo Eirica.
Después de su reconciliación, no había ido ni una vez a
verlo ese día, y eso le frustraba. Saber que estaba bajo su
mismo techo y no poder verla le desesperaba. No obstante,
comprendía su forma de actuar, porque, de lo contrario, Rob y
Donald sospecharían de ellos.
Algo más tarde, ella apareció junto a su tío para dejarle
algo para comer. Apenas lo miró. Dejó la bandeja con la
comida sobre la pequeña mesilla, situada junto a la cama, y se
marchó enseguida dejándolo a solas con Donald, que charló un
rato con él antes de despedirse hasta el siguiente día.
Desde la cama, escuchaba la voz de Eirica, mientras
conversaba con su primo, y la de Donald, que reía por algo
que acababa de decir. Poco a poco, las voces fueron cesando y
los candeleros, que mantenían la vivienda con luz,
apagándose.
Suspiró al sentir que el dolor del pie regresaba y alargó la
mano para coger el cuenco que ella había dejado junto con la
comida, que contenía un té con adormidera. Lo necesitaba si
quería pasar buena noche.
Apagó su candelero y la penumbra lo rodeó hasta que sus
ojos se cerraron debido al sueño.
Sin embargo, un sonido en medio de la noche lo desveló.
Cuando abrió los ojos vio una figura abrir la puerta de la
alcoba y pasar al interior de ella, en silencio. Extrañado,
encendió el candelero de inmediato y, cuando descubrió su
identidad, el corazón se le detuvo en el pecho.
—Eirica…
Ella se puso un dedo sobre los labios, pidiéndole que
guardase silencio, y cerró la puerta, asegurándola por dentro
con la llave.
La contempló embelesado.
Iba vestida con un liviano camisón blanco por el que
asomaban sus pies desnudos. La tela era tan fina que las
formas de su cuerpo eran visibles, como también lo eran sus
pezones rosados.
El cabello suelto enmarcaba su rostro, que con la luz del
candelero parecía arder. Cuando la vio caminar hacia él, una
gran urgencia se instaló bajo sus pantalones.
¡Dios, qué hermosa era!
Dejó de caminar cuando llegó a la cama, pero, en vez de
tomar asiento, se quedó de pie, contemplándolo a los ojos,
mientras una de sus manos acarició la suave piel de su cuello,
logrando que José mirase justo a esa parte de su cuerpo.
—No debería estar aquí —susurró con un poco de
inseguridad—. Pero tampoco deseo irme.
—No te vayas, quédate —le suplicó alargando una mano
y entrelazándola con la de Eirica—. Quédate, al menos, un
rato conmigo. Llevo todo el día deseando tenerte para mí solo.
—No iba a venir.
—Lo sé.
—José… yo…
—Shh… ven, túmbate a mi lado. —Apoyó las manos
sobre el lecho y movió su cuerpo, dejándole espacio para que
se acomodase, haciendo una mueca con los labios cuando notó
dolor en su pie.
Eirica se recostó apoyando la cabeza sobre su hombro,
mirándolo a los ojos.
—¿Te duele mucho?
—Ya no me duele nada, te has llevado todo mi dolor.
—Hablo en serio.
Él le sonrió y acarició su mejilla, con una ternura que la
conmovió.
—Yo también hablo en serio, mi bella hada. Cuando estás
conmigo nada me duele.
La besó con dulzura, derritiéndola y calentándola. Sus
labios degustaron el sabor dulce que aquella mujer desprendía.
No conocía mejor sabor que ese, el de su boca, ni mejor
sonido que el de sus gemidos de placer.
Sus cuerpos respondieron a sus caricias, alterando sus
latidos.
Eirica se separó un poco de él y suspiró, nerviosa. Era la
primera vez que yacía en el lecho junto a un hombre, y ese
hombre no era uno cualquiera, sino el que enloquecía su
corazón.
—Llevo todo el día pensando en tu propuesta,
debatiéndome en si aceptarla o no.
—¿Y qué has decidido?
—Que, realmente, no había nada que pensar, José —
declaró apoyando una mano sobre su pecho, acariciándolo—.
Deseo estar aquí tanto como tú. Decir lo contrario sería
mentirme a mí misma, y no me gustan las mentiras.
José sonrió maravillado y la besó con ardor, sin poder
creer la suerte que había tenido de encontrar a alguien como
ella.
—Entonces, ¿vas a quedarte?
—Voy a quedarme —asintió con vehemencia, besando las
comisuras de sus labios—. Y vas a enseñarme lo que hacen un
hombre y una mujer en el lecho. —Recorrió con su boca su
mandíbula y fue bajando por su cuello, dejando un reguero de
besos a través de él—. Enséñame, José —le susurró con voz
sensual—. Ya me mostraste lo que puedes hacerme con tu
mano, ahora quiero saberlo todo, y que tú también goces con
las cosas que yo te hago.
—Oh, Dios… mujer… —susurró con los ojos cerrados,
notando sus suaves labios besar su cuello. La rodeó por la
cintura y buscó su boca, besándola con unas ganas
desconocidas incluso para él. José, a pesar de ser un hombre
bastante experimentado en el tema de las relaciones, se sentía
como un jovencito en su primera vez con una fémina. Todo su
cuerpo bullía bajo las manos de ella, que lo acariciaban con
mucha suavidad, sin experiencia—. Si mi pie estuviese bien…
te mostraría todo mi deseo, pero apenas puedo moverme sin
que el dolor me paralice.
—¿Y no hay otra forma?
Los ojos de ella eran curiosos, tanto que él rio y la besó de
manera fugaz, maravillado.
—Hay otra forma, aunque no sé si te agradará.
—¿Cómo? —preguntó de inmediato.
—Encima de mi cuerpo.
Ella contempló el torso de José, que subía y bajaba al
ritmo de su agitada respiración, y asintió, decidida.
Lo besó con intensidad mientras se incorporaba del lecho
y pasaba una pierna sobre él, quedando a horcajadas sentada
en su cintura. José la apretó contra su pecho y fue paseando las
manos por su espalda hasta que alcanzaron su trasero, el cual
masajeó y apretó contra sí. Ella contuvo el aliento cuando notó
su pene, erecto y duro, contra su estómago.
—¿Ves lo que haces conmigo, Eirica McGregor? —le
susurró contra sus labios—. Así estoy desde que te conozco,
tan excitado que incluso es doloroso.
—¿Y qué puedo hacer para ayudarte?
—Puedes acariciarme. —Cogió una de sus manos y la
condujo hasta su miembro. Al notarlo firme contra su mano,
Eirica sonrió.
Pasó los dedos por toda su longitud, curiosa, jugueteando,
y vio a José contener el aliento.
—Con los pantalones, no voy a poder tocarte.
—Entonces, quítalos —la invitó, besándola con
glotonería, rodeando su cintura y acercándola tanto a él que ni
siquiera el aire pudo pasar entre sus cuerpos.
Eirica, a tientas, soltó los botones de sus pantalones,
ayudada por José, que fue bajándolos un poco, para liberar su
pene. Apartó los labios de su boca y se concentró en su
miembro. Era grande y tan duro que parecía una piedra. Pasó
los dedos sobre su fina piel, haciéndolo jadear y tensar el
cuerpo. Lo rodeó con su mano y acercó la boca a su glande,
besándolo y lamiendo aquella parte tan sensible de José.
—Eirica… sí, así… —Enredó las manos en el cabello de
ella y echó la cabeza hacia atrás, extasiado.
Mientras lamía a José, se sentía poderosa. Nunca imaginó
que un hombre como él se deshiciese con aquello. Era un
descubrimiento tan excitante que deseó darle placer en aquella
parte de su cuerpo toda la noche, verlo retorcerse en el lecho,
pronunciar su nombre entre jadeos.
No obstante, José la agarró por los brazos y la hizo subir
por su cuerpo, para besarla con una intensidad que la dejó
sobrecogida.
—¿No deseas que siga?
—Si sigues… voy a acabar en tu boca. Y no es eso lo que
quiero.
—¿Y cómo quieres acabar? —le susurró cerrando los
ojos, cuando las manos de él alcanzaron sus senos,
masajeándolos y pellizcando sus pezones sensibles.
Él acercó la boca a su oreja y mordió su lóbulo.
—Quiero vaciarme en ti, terminar hundido en tu
profundidad mientras el placer embarga tu preciosa cara.
—¿Y cómo lo haremos? —preguntó deseosa de saberlo
todo.
José rio y la besó, enredando su lengua contra la de ella.
—No, hermosa hada, no voy a decírtelo. —Sonrió al ver
su cara de incredulidad—. Lo que ocurre entre un hombre y
una mujer es instintivo. Tu propio cuerpo te conducirá a lo que
deseas.
—Deseo quitarte la camisa —dijo de inmediato.
Él asintió, disfrutando como nunca en su vida. Eirica era
curiosa, desinhibida y sensual… Lo arrastraba con él y lo
hacía experimentar miles de emociones nuevas, emociones
que nunca creyó posibles en un soldado acostumbrado a la
guerra.
Cuando su pecho quedó al descubierto, ella lo contempló
extasiada. José era bello, fuerte, curtido por las horas de
entrenamientos y batallas.
—Eres hermoso. —Lo acarició, notando que sus
músculos se contraían justo en el lugar donde sus dedos
tocaban. Lo besó intensamente, dejándose llevar por la pasión
y viendo que él también lo hacía—. ¿Deseas verme a mí, José?
¿Quieres contemplarme sin este camisón?
—Llevo esperándolo desde el primer día que te vi —
asintió, expectante.
Eirica cogió la tela de su ropa de dormir y fue subiéndola
poco a poco, dejando su piel al descubierto mientras lo sacaba
por su cabeza. Lo tiró al suelo, sin importarle que quedase
arrugado, y miró a José, para ver su reacción. Y lo que vio, le
gustó tanto que sonrió encantada.
Él se relamió al verla desnuda, sentada a horcajadas sobre
sus caderas.
—Dios Bendito, Eirica, dime que eres real, que no eres
una visión. —Intentó moverse, para ponerse sobre ella, pero
un dolor sordo subió por su pie y lo hizo apretar los labios.
Ella lo empujó, para que volviese a tumbarse en el lecho,
humedeciéndose los labios antes de besarlo.
—No debes moverte —susurró mientras su nariz se
frotaba contra la de él—. Yo lo haré por los dos.
Continuaron besándose durante una eternidad, mientras
sus manos recorrían sus pieles y excitaban cada pequeña parte
de sus cuerpos. Cada jadeo, cada susurro, cada beso… fueron
llevando a Eirica a un estado de exaltación que apenas podía
controlar sus movimientos. Se frotaba contra José, sentía una
gran urgencia en su sexo y no sabía qué hacer para que aquello
se calmase.
Frenética, buscó a tientas su pene y lo friccionó contra su
vagina, dándose cuenta de que el placer aumentaba y los
gemidos de él se volvían más intensos y necesitados.
Sentada sobre él, movía sus caderas mientras dirigía el
miembro de él hacia su interior. No comprendía por qué hacía
aquello, pero tal y como él le dijo, se dejó llevar por su
instinto, y lo que su cuerpo le pedía era tenerlo dentro, muy
dentro.
Cuando logró introducir su glande, José la agarró por los
brazos, haciéndola frenar.
—Eirica.
—Más, José…, más…
—Aguarda, pequeña… —le susurró contra sus labios—.
Es la primera vez que yaces con un hombre.
—¿Y qué más da? —preguntó sin querer, ni poder, parar.
—Que debemos ser cautelosos. Si no llevamos cuidado, te
dolerá.
Ella abrió mucho los ojos al escuchar aquello y se quedó
quieta del todo. José la besó con intensidad y le sonrió,
infundiéndole confianza.
—Deja que sea yo quien marque el ritmo esta vez.
—Pero no puedes moverte.
—No necesito el pie para esto.
Alargó la mano y acarició uno de sus pechos. Fue
bajándola por su cuerpo y al llegar a su vagina, tocó la fina
piel de entre sus pliegues con dos dedos. Eirica estaba tan
mojada… tan preparada para él…
Siguió excitando su sexo con su mano, viendo como ella
respondía de buen grado, cerrando los ojos y echando la
cabeza hacia atrás.
Poco a poco, fue cogiendo su pene y dirigiéndolo hacia su
abertura. Era tan mullida y suave que deseó poder poner la
boca en ella, hacerla llegar al éxtasis con su propia lengua, sin
embargo, ya no soportaría más espera. Necesitaba entrar en
ella y llenarla con su masculinidad.
Poco a poco fue internándose en su profundidad,
mordiéndose los labios al sentirla tan apretada contra su pene,
llegando hasta el fondo de su conducto y creyendo morir por el
placer.
—Ay… —se quejó Eirica, cuando notó un desagradable
escozor.
José la abrazó y besó, para tranquilizarla.
—Ya, ya pasó, no volverá a dolerte, te lo prometo. Ahora
solo habrá gozo para ambos.
Y no le dolió. Tal y como dijo José, cuando él se movió
dentro de su cuerpo, embistiendo contra su vagina, el deleite
regresó con mucha más fuerza. No podía creer que aquella
parte de su anatomía pudiese producir un disfrute tan intenso
como aquel.
Se vio moviéndose contra él, agarrada de sus manos,
enlazando sus dedos y mirándose a los ojos, mientras sentían
que algo muy grande estaba a punto de llegar, que el placer
que prometía aquel acto sexual era inmenso.
—Oh, José…, ¿qué es esto que sube por mi estómago?
¿Qué es esta delicia?
Sin despegar la boca de la de él, se vio cayendo en picado
en un pozo donde sus sentidos se vieron nublados, pues lo
único de lo que era consciente fue de aquel clímax maravilloso
que barrió sus cuerpos, dejándolos jadeantes y asombrados por
lo que acababan de experimentar juntos.
Cayó sobre él, con los latidos desbocados, todavía unida a
José de aquella forma tan íntima.
Cuando sus piernas respondieron, bajó de su cintura y se
tumbó a su lado. Él la atrajo hacia su cuerpo de inmediato,
rodeando sus hombros y haciéndole apoyar la cabeza sobre su
pecho.
—Eirica… —susurró. Ella levantó la mirada y fijó sus
ojos azules en los de José—. ¿Cómo he logrado sobrevivir
tantos años sin ti?
TRECE

Tavie pasó toda la noche sin poder dormir. Los nervios se


le adhirieron en el estómago y pudo descansar apenas dos
horas.
Saltó del lecho antes incluso de que el gallo cantase y se
dirigió hacia su nuevo vestido, que descansaba sobre una
desvencijada silla para que no se arrugase.
Lo cogió entre sus manos y sonrió emocionada.
Entre ella y Eirica terminaron de coserlo bastante tarde,
pero había quedado muy bien.
Era de un hermoso color azul celeste, sencillo y sin
abalorios que lo embelleciesen, sin embargo, para ella era el
vestido más precioso de todos, pues sería el testigo de su unión
con Caladh.
Dio unos saltitos de la emoción con él entre las manos y
se dispuso a ponérselo. Le estaba un poco justo del pecho y
largo de mangas, pero, dadas las circunstancias, no le dio
tiempo a hacer nada más. Ya lo arreglaría cuando estuviese
casada.
Salió de sus aposentos y se dirigió hacia el salón, donde
su madre se afanaba por terminar la comida que tendría que
llevarle a su padre.
Mara McGregor era una mujer bonita, alta, que en su
juventud cautivó con su cuerpo bello y espigado, pero las
arrugas de su rostro dejaban ver que ya no era una jovencita, y
su espalda estaba algo encorvada por el trabajo duro en el
campo y en la casa. Además, no estaba llevando demasiado
bien el embarazo, ya que se pasaba la mitad del día
indispuesta.
—Tavie, hija mía, ¿adónde vas así vestida?
—Al muelle, a llevar la comida a padre.
—No irás con ese vestido, lo romperás.
—Seré cuidadosa, madre.
—Esa tela ha debido de costarte mucho dinero. Debes
guardarlo para ocasiones especiales.
Tavie se reunió con su madre y la agarró por las manos,
con una sonrisa ilusionada. Sus ojos brillaban como nunca, y
ese detalle no le pasó desapercibido a Mara, que entrecerró los
ojos atenta a cada uno de sus gestos.
—Hoy es esa ocasión especial.
—¿Por qué? ¿Qué hay de especial llevarle la comida a tu
padre?
—Ahora no puedo demorarme, pero prometo contártelo
cuando regrese —le aseguró con mirada suplicante, para que
no le pusiese más inconvenientes—. Estarás muy feliz, tanto
como yo lo estoy.
—Me estás asustando, hija.
—No temas, madre querida, verás que mis motivos son
buenos. —Miró por la ventana y se dio cuenta de que el sol ya
asomaba por el horizonte—. ¡Oh, santos, debo irme!
Cogió la cesta, en la que terminó de meter la comida para
su padre, y la besó en la mejilla, con ternura.
—Regresaré pronto.
Salió de su hogar a toda prisa y se encaminó hacia el
muelle. La sonrisa no se borraba de sus labios, como tampoco
se marchaban los nervios que mordían en su estómago.
Aunque eso era algo muy normal, todas las mujeres se ponían
nerviosas el día de su boda.
Apretó el paso para llegar cuanto antes, no quería que
Caladh llegase y no la viese allí. Podía pensar que había
cambiado de parecer y que no deseaba unir su vida a la suya.
Cuando vislumbró el saliente rocoso, sonrió todavía más y
se llevó una mano al corazón. Era cuestión de minutos que él
llegase, como de costumbre.
Tomó asiento donde siempre y dejó la cesta a su lado.
Fijó la vista en el mar, intentando descubrir su bote, no
obstante, solo vio a lo lejos uno, y parecía el de su padre.
—No seas ansiosa, Tavie —se dijo para sí misma—, no
tardará en venir.
Aguardó casi una hora sin dejar de sonreír, ilusionada por
la inminente llegada de Caladh, pero, tras ese tiempo, Tavie ya
no sonreía. Miraba hacia todos lados desesperada, rezando
para verlo llegar.
—Caladh…, ¿dónde estás, amor mío? —susurró
poniéndose una mano a modo de visera, para poder ver bien el
mar.
Tras dos horas de espera, Tavie tuvo que aguantar las
lágrimas y mantener la esperanza a flote. Él llegaría, su amado
se reuniría con ella en cuanto pudiese hacerlo. Debía de haber
sufrido un contratiempo, pero en cuanto lograse arreglarlo,
vendría en su bote y la llevaría con él, para convertirse en
esposos.
No fue sino una hora más tarde, cuando el sol estaba ya en
lo alto del cielo, que sus ilusiones terminaron por estrellarse
contra el suelo. La desesperación pudo con ella y escondió la
cara entre las manos para echarse a llorar.
—¿Tavie?
Aquella voz masculina le hizo limpiarse de inmediato y
girar la cabeza, para mirar a la persona que tenía delante. Era
su padre, que acababa de amarrar el bote y la miraba con
curiosidad.
—Hola, padre.
—¿Hay algo que te aflija, muchacha? Tus ojos están rojos
por el llanto.
—Oh, no, no… no te preocupes, es… debido al sol —le
restó importancia, mientras se levantaba y le entregaba la
cesta, para que continuase pescando después de comer.
Su padre la miró de arriba abajo y enarcó las cejas,
curioso.
—¿Por qué vas vestida así?
—No lo sé, me… placía ir bonita —mintió rota de dolor
por dentro.
—¿Bonita para venir al muelle? ¿Tu madre te ha dejado
salir de nuestro hogar con este vestido tan costoso?
—La convencí.
—Regresa a casa y cámbiate —le mandó mientras dejaba
la cesta en el bote y subía a él de nuevo—. No actúes como
una descerebrada y guarda ese vestido para una ocasión
especial.
—Sí, padre. Eso mismo haré. —Bajó la vista al suelo para
que no se percatase de que una lágrima rebelde resbalaba por
su mejilla—. Lo guardaré para otra ocasión, porque… el día
de hoy no tiene nada de especial.

Las caricias de José la desvelaron unas horas después de


que se quedasen dormidos. Era la tercera noche consecutiva
que acudía a su alcoba, cuando todos dormían, y hacían el
amor de forma desesperada, como si quisiesen marcarse a
fuego en su memoria.
Cada vez era más intensa que la anterior, era como si sus
pieles nunca se cansasen del otro y sus labios no dejasen de
tener sed.
Cuando abrió los ojos y vio a José a su lado, sonrió
soñolienta. Escondió la cara en el hueco entre su cuello y su
hombro y se abrazaron todavía más fuerte.
—No debo tardar mucho en marcharme —dijo ella, sin
ganas de moverse de su lado.
—Aguarda un poco más —le pidió besando su frente—.
Todavía falta mucho para que amanezca.
—Me quedaré solo un rato. Raibeart es el primero en
despertar y no quiero que descubra que no estoy durmiendo en
el salón.
José asintió, conforme con poder tenerla para él algo más
de tiempo y la besó intensamente, provocando que las piernas
de Eirica temblasen de anticipación.
Notó que su piel se erizaba por el frío y la cubrió con las
mantas, haciéndola reír.
—No es necesario que me enrolles como si fuese una
crisálida. Tu cuerpo me da suficiente calor.
—Parecías tener frío.
—No es frío por lo que mi piel se eriza —le confesó,
sonriente—, son tus caricias las que me hacen temblar como si
estuviese desnuda en plena calle.
—Cada vez es más intenso, ¿verdad? —advirtió juntando
sus frentes—. No consigo tener suficiente de ti, nunca me
sacio de tu cuerpo.
—Pues debemos aprovechar ahora que podemos yacer
juntos en un lecho. Cuando tu pie mejore un poco, deberás
regresar a la otra casa, con los demás soldados.
—Me resisto a pensar que no podré volver a pasar las
noches en tu compañía. —Entrecerró los ojos, mirándola con
intensidad—. Si tuviese un lugar donde llevarte, Eirica…
—Todavía nos queda el bosque, nuestro rincón junto al
riachuelo.
—Pasará algo de tiempo hasta que pueda caminar ese
gran trecho para poder ir.
Eirica tragó saliva y se quedó pensando en sus palabras.
Tenía razón. Aunque su pie mejorase, aquella caminata era
demasiado intensa para alguien que acababa de sufrir una
herida.
—¿Crees que podrás ir a la lucha contra los ingleses?
—Iré —declaró convencido—. Faltan tres semanas para
marchar hacia Inverness, mi pie habrá mejorado mucho para
entonces, el médico nos lo aseguró ayer.
—Si no fueses, tampoco ocurriría nada, José. No se debe
luchar estando ya herido. Hay más hombres que pueden
ocupar tu lugar.
Él la agarró por las mejillas y la besó con pasión, notando
que los latidos de su corazón se aceleraban.
—Los soldados me necesitan, y vuestros guerreros
también —habló con solemnidad—. No somos demasiados
para combatir a los ingleses. Un solo hombre puede ser la
diferencia entre la victoria y la derrota.
Ella bajó la vista y suspiró, nada convencida por sus
palabras.
—Me preocupa que puedan hacerte daño. —José cerró los
ojos y la besó con una fuerza que los dejó conmovidos—.
Prométeme que no irás si tu pie no está curado del todo.
—No puedo hacer eso, Eirica, hice un juramento con el
escuadrón. Luchamos por nuestro país, y por el tuyo.
—Tuve mucho miedo cuando te vi sangrando —reconoció
con voz entrecortada—. Creí que morirías, que no podría
ayudarte.
—Pero aquí estoy, dulce hada, y no tengo la menor
intención de que me hieran de nuevo. Saldremos victoriosos
—aseguró besándola una vez más—. Y cuando eso ocurra,
regresaré a Dornie y te raptaré para hacerte el amor durante
varios días seguidos, hasta que me pidas clemencia.
Eirica rio y lo miró incrédula, negando con la cabeza.
—Mi primo nos buscaría y nos mataría a ambos.
—Pues te llevaré a la China y te esconderé donde nadie
pueda hallarte.
—¿A la China? ¿Y cómo vamos a comprender a los que
viven allí? —se carcajeó.
—Aprendí tu idioma, así que también puedo aprender ese.
Ella apoyó la cabeza sobre su pecho y se abrazó a José,
suspirando con placer.
—¿Quién te enseñó mi idioma?
—Un espía inglés.
—¿Un inglés? —Lo miró extrañada, casi con desagrado.
—Era un buen tipo, estaba de nuestro lado y nos ayudó a
trazar el plan contra ellos.
—¿Y por qué un inglés querría ayudarnos?
—Por la misma razón que lo haría mucha gente. Por
dinero. —Sonrió al recordarlo—. De hecho, llegó a convertirse
en un buen amigo. Leal a España y al rey.
—¿Me enseñarás a mí tu idioma? —preguntó Eirica,
interesada.
—¿Quieres hablar español? —La miró sonriente.
—Quiero saber lo que dicen los soldados cuando les
llevamos la comida. Siempre he tenido curiosidad por
comprenderlos.
—Te enseñaré. Mañana mismo comenzaremos con tu
aprendizaje —declaró decidido—. Aunque, a veces es mejor
no comprender, créeme. —Se echó a reír y Eirica lo contempló
extrañada.
—¿Por qué dices eso?
—Porque yo sí que sé lo que dicen, y no creo que te
gustase.
—¿Nos… insultan?
—Todo lo contrario —dijo de inmediato—. Llevan
demasiado tiempo sin mujeres.
—¡Oh! —Al comprenderlo abrió la boca, asombrada, y
José rio todavía más—. La próxima vez, llevaré mi arco y les
quitaré las ganas de pensar en esas cochinadas.
Él se convulsionó de tanto reír, pero sin que sus
carcajadas se oyesen demasiado. Eirica le golpeó enfadada y
se apartó de él, no obstante, José no se lo permitió, la
inmovilizó con sus manos y la besó con ardor.
Ella le mordió el labio inferior, furiosa.
—¡Ah, mujer…! ¿Quieres arrancarme la boca?
—¡No deberías reírte de esas cosas! No es agradable saber
que unos desconocidos desean… meterse bajo las faldas de las
mujeres que les damos de comer.
—Solo hablan. Son buenos hombres, jamás os harían nada
malo, porque si yo escuchase una sola cosa que no me
agradase sobre tu persona, los mataría uno a uno con mis
propias manos. —Besó su cuello y levantó su barbilla para que
lo mirase a los ojos—. A ti solo te toco yo. Nadie más va a
hacerte lo que yo te hago.
—Ni yo lo deseo. Mi cuerpo solo responde ante ti.
Se le secó la boca al escuchar su contestación.
Aquella hermosa mujer lo deseaba y todavía no sabía
cómo había sido tan afortunado de conseguirla. Eirica
McGregor era fuego, pasión y dulzura, era única.
Se besaron con tantas ganas que pronto sus manos volaron
hacia el cuerpo del otro, dándose placer y calentándose como
si tuviesen una llama ardiendo bajo sus pies. Ella rodeó su
cuello y profundizó el beso, colocándose sobre él, a
horcajadas.
Al comprender sus intenciones, José creyó morir de gozo.
Amasó sus senos y se introdujo uno de sus pezones en la boca,
lamiéndolos con una maestría que la hizo gemir
descontroladamente.
Sabían que el tiempo se les echaba encima, y que pronto
deberían separarse para no ser descubiertos, sin embargo, el
deseo era más fuerte que todo lo demás y acabaron fundiendo
sus cuerpos, y deleitándose en aquel caótico delirio, antes de
que las luces del amanecer iluminasen el cielo.

Al décimo día postrado en la cama, José ya no aguantó


más. Eran demasiadas las horas sin hacer nada, sintiéndose un
inútil y dándose cuenta de que la batalla se acercaba y él
todavía no estaba repuesto. Y no lo estaría nunca si no
empezaba a ejercitar el pie herido.
No estaba acostumbrado a pasar tanto tiempo de brazos
cruzados, a que lo tratasen con tanta condescendencia y que se
lo diesen todo hecho. Agradecía la amabilidad de Rob Roy y
de su padre por permitir que se quedase en su hogar, pero ya
iba siendo hora de que recuperase sus rutinas con el escuadrón.
Si había estado aguantando todo ese tiempo en aquella
casa era por Eirica. Solo por ella.
Sabía que cuando se marchase con los demás soldados,
estar juntos sería complicado, ya que al acercarse la hora de la
batalla, Castro Bolaño los tendría más atareados que de
costumbre. Tenían que prepararlo todo para marchar. Para no
dejar nada al azar.
Iba a echar de menos su delicado cuerpo desnudo, sus
besos furtivos en la oscuridad de la noche, el hacerla suya cada
vez que lo desease. El placer que Eirica le proporcionaba era
tan inmenso que se resistía a que todo acabase, sin embargo,
su deber estaba por encima de todo lo demás. Había hecho un
juramento por su país y por su rey, y tenía que hacer todo lo
que estuviese en su mano para ayudar a los demás a vencer.
Regresarían cubiertos de gloria a España.
Con dificultad, se incorporó en el lecho, quedando
sentado con los pies apoyados en el suelo. El pie herido le
dolía, y todavía lo hizo más cuando intentó dejar su peso sobre
él.
No era la primera vez que estaba herido y sabía que el
dolor iría amainando poco a poco, conforme fuese
ejercitándose.
Con el primer paso, tuvo que agarrarse a la fría pared de
piedra y cerrar los ojos por el intenso dolor que lo traspasó.
Quizás, otra persona se hubiese detenido en aquel momento y
hubiera vuelto al lecho, pero José no lo hizo, aguardó a que el
dolor pasase y se dispuso a dar otro paso más.
—Me alegra ver que tu mejoría es notable, sargento.
La grave voz de Castro Bolaño le hizo levantar la mirada
y descubrirlo frente a la puerta, acompañado por Rob Roy, que
sonreía contento al verlo de pie.
José regresó de nuevo a la cama y se dejó caer sentado
sobre ella. Por ese día, ya era suficiente, no quería forzar
demasiado el pie y volver a abrir la herida.
—Necesito moverme, no estoy acostumbrado a esta vida
sedentaria.
Rob Roy y su coronel pasaron al interior de los aposentos
y cerraron la puerta tras de sí. Nicolás Castro Bolaño parecía
animado, mucho más que los primeros días en Escocia, cuando
se dieron cuenta de que estaban atrapados en aquel lugar y sin
ayuda.
Rob se acercó a José y le palmeó en un hombro, risueño.
—Nos tenías preocupados por si tu herida no te permitía
luchar.
—Podré hacerlo, me ejercitaré a diario y mi pie estará
perfecto para el día de nuestra marcha —les aseguró con
decisión—. He venido para luchar, y no me perdería esa
batalla por nada en el mundo.
—Bien dicho —lo animó Castro Bolaño—. El escuadrón
se alegrará de que el sargento de Santarem se reponga tan
favorablemente.
—Y mi prima Eirica también —añadió Rob, mirándolo
con ojos misteriosos.
Al escuchar aquella afirmación, José alzó la cabeza muy
rápidamente y se concentró en Rob Roy. No era posible que
les hubiese descubierto, habían sido muy sigilosos con sus
encuentros nocturnos.
—¿Qué quieres decir con eso de tu prima?
—Estás en su alcoba —respondió encogiéndose de
hombros—. Eirica se alegrará de recuperar sus aposentos. La
pobre duerme en el sillón de mi tío, en el salón.
José respiró con más tranquilidad al darse cuenta de que
solo se refería a eso.
—Sí, claro. No quiero ser una molestia más tiempo del
necesario. Tu prima ha sido muy amable conmigo en todo
momento.
—Me lo imagino —añadió Rob observándolo nuevamente
con ese misterio en los ojos. Sin embargo, sonrió de repente y
apoyó la espalda contra la pared—. Pero dejemos de hablar de
ella y concentrémonos en cosas más interesantes.
—¿Hay algo que deba saber? Los días que he pasado
convaleciente me han tenido al margen de todas las noticias
sobre los avances.
—En efecto, hay novedades —asintió Castro Bolaño—.
Esta última semana hemos reclutado casi a cien hombres más
dispuestos a luchar contra los ingleses.
—¿Cien? —repitió incrédulo—. ¿En tan poco tiempo?
—Los ánimos cada vez están más caldeados. Los
escoceses deseamos venganza por lo ocurrido en Eilean Donan
y, por supuesto, queremos que esos perros del demonio se
larguen de nuestras tierras —dijo Rob, entrecerrando los ojos
—. Puedo oler la victoria, señores.
—Los aplastaremos —asintió Castro Bolaño, alzando un
puño al cielo—. Y cuando eso ocurra, la gloria será nuestra.
Regresaremos a España convertidos en héroes. Todos hablarán
de los trescientos compatriotas que vencieron junto con los
guerreros de Escocia. —Rio emocionado y asintió—. Diez
días. Solo tenemos que aguardar diez días para vernos las
caras con esa escoria inglesa.

Las voces que salían de su alcoba eran tan bajas como los
susurros. Desde que su primo Raibeart y el coronel español
habían entrado con José, Eirica se había quedado cerca de la
puerta para intentar enterarse de lo que hablaban.
Sabía que la guerra estaba próxima, y cada día rezaba
porque José no fuese a combatir junto con los demás. Oraba
con todas sus fuerzas porque su pie no estuviese curado.
Nunca antes había temido tanto por nadie. Cuando lo
imaginaba en el frente, luchando contra los ingleses, un terror
helado la asfixiaba.
Ya no se intentaba ocultar la verdad, amaba a José de
Santarem y si algo malo le ocurría, moriría de tristeza.
No era una estúpida y sabía que ese amor no era
apropiado, que no debía profesar todos esos sentimientos por
él, pero ¿quién podía controlar al corazón?
¿Cómo mantener todas esas emociones a raya cuando
cada noche se deshacía entre sus brazos y se sentía la mujer
más afortunada del mundo? ¿Cómo evitar que su cuerpo
bullese por José?
Lo peor de todo era que nadie debía saber nada al
respecto, pues sus encuentros nocturnos serían un gran
escándalo, se convertiría en una paria social, en una indeseada,
en una cualquiera que había entregado su virtud fuera del
matrimonio.
No obstante, a Eirica no le importaba que sus actos
pudiesen traer consecuencias, porque se había dejado llevar
por el amor, y el amor nunca era malo.
—¡Muchacha! —La voz de su tío Donald le hizo pegar un
pequeño grito y se apartó de inmediato de la puerta. La miraba
con reprobación, con una ceja más alta que la otra, mientras
Eirica intentaba disimular pasando un trapo por la tibia
madera, como si su única intención hubiese sido limpiar—.
¿Nadie te ha dicho que no es conveniente que una dama
fisgonee los asuntos de los hombres?
—Solo estaba limpiando, tío Donald. —Se hizo la
inocente.
—¡Bah! ¿Acaso crees que no te conozco? ¿Piensas que
vas a engañarme, bribona?
Eirica puso los ojos en blanco y suspiró, sabiendo que
dijese lo que dijese su tío no la creería.
—Solo quería asegurarme de que el sargento estaba bien.
—¿Y por qué no iba a estarlo? Raibeart y su coronel no
van a hacerle daño.
—Lo sé. —Se humedeció los labios—. Quería saber si le
exigirían ir a la guerra.
—¿Eso te preocupa?
—Su pie no está curado, podría ser peligroso para él.
Donald se encogió de hombros.
—Muchos hombres mueren en el frente.
—¡Pero si él lucha ya estando herido, tendrá más
probabilidades de que le hagan daño!
—¿Por qué te inquieta tanto ese hombre?
—Yo… No, tío… Es solo que…
—¿No te estarás encariñando del sargento?
—¡No, claro que no! —exclamó con énfasis. Con
demasiado.
—Sabes que no es conveniente. Es un soldado y su vida
es la guerra.
—Todo eso lo sé.
—Y tú te desposarás con el hombre que Raibeart elija
para ti.
—¿Por qué tengo que ser la esposa de un hombre al que
no amo?
—Porque tuviste la oportunidad de elegir y todavía no lo
has hecho. Si continúas un año más sin un esposo a tu lado, la
gente te llamará solterona y mil cosas peores.
—Tengo diecinueve años, no harán tal cosa.
—Tu tía tenía catorce cuando nos desposamos.
—¡Yo no soy ella, tío Donald! No soy mi tía, ni soy mi
madre. ¡Soy Eirica!
—Eres una muchacha descarada y más le valdrá a
Raibeart conseguirte un hombre que te meta en cintura, porque
yo no he podido hacerlo. —La miró de arriba abajo y suspiró,
dándose cuenta de que estaba tan recta como una tabla de
madera, y su semblante era orgulloso y decidido. Sonrió sin
poder remediarlo. Cómo le gustaba que esa chiquilla fuese tan
indómita, le recordaba a él mismo cuando era joven, pero,
claro, eso jamás se lo diría a ella—. Vamos, muchacha, debes
comenzar tus tareas o no tendrás la comida hecha a su hora.
CATORCE

Eirica dispuso la comida en la mesa, como cada noche,


mientras su tío avivaba el fuego de la chimenea.
La marcha del sol había traído consigo una intensa
tormenta que mojaba las calles de Dornie y mantenía a los
habitantes del poblado al abrigo de sus hogares, a salvo del
agua y del fuerte viento.
Se alegraba de haber encerrado pronto a los animales en el
cobertizo, ya que los campos estaban anegados de agua,
convertidos en un barrizal.
Dejó unos cuantos bollos en el centro de la mesa, cerca de
las bandejas con los alimentos, y se limpió las manos en el
delantal, mientras se dirigía a mirar por la ventana, para
contemplar cómo los rayos alumbraban el cielo e iluminaban a
su alrededor los pocos segundos que duraba su trayectoria.
De vez en cuando, sus ojos se dirigían hacia la puerta de
su alcoba, en la que descansaba José. Aunque intentase
disimular su interés, no podía evitar prestar atención a cada
pequeño ruido que salía desde allí, y temía que su tío acabase
dándose cuenta de ello.
—Si Raibeart se demora demasiado vendrá calado hasta
los huesos.
—A tu primo no le asusta la lluvia. Está acostumbrado a
las inclemencias del tiempo casi tanto como a guerrear. —Rio
Donald acercándose hacia la mesa y dando un pellizco a uno
de los bollos.
Eirica fue a su lado y le palmeó la mano, para que lo
dejase.
—Aguarda hasta la cena.
—¡Muchacha, no me sermonees! ¿Acaso un hombre no
puede ni comer en su propia casa?
—Debes esperar a que estemos todos en la mesa.
—¿Quién ha dicho semejante patraña? —preguntó con un
gruñido.
—Siempre me lo repetías cuando era una niña. —Sonrió
al ver su rostro contrariado.
—¡Bah! Pero ya no lo eres, y yo tampoco.
—Santos, tío Donald, con los años te estás volviendo un
gruñón.
—Y tú sigues tan descarada como siempre. —Pellizcó
otro trozo de bollo y se lo metió en la boca mirando a Eirica
con fijeza—. ¿Cuándo empezarás a comportarte como es
debido?
—Si me comportase como es debido no habría cazado la
liebre que vas a comerte esta noche.
—¡Ni tampoco seguirías sin esposo! —contraatacó
apuntándola con el dedo índice.
—¿Y quién iba a cuidar de ti si yo me fuese? —lo
interrogó sin evitar la sonrisa.
—No soy un infante, sé cuidarme solo, maldición.
Ella fue a contestar, sin embargo, el sonido chirriante de
una puerta les hizo girar la cabeza y prestar atención.
Por ella apareció José, descansando el peso de su cuerpo
en dos bastones de madera que Raibeart le trajo esa misma
mañana.
Caminaba con dificultad, intentando no apoyar el pie
herido más de la cuenta, pero en su rostro se notaba que le
dolía cuando lo hacía.
Eirica se mordió el labio inferior al fijarse mejor en él.
Le preocupaba que su herida volviese a sangrar por forzar
el pie, sin embargo, no dijo nada, se limitó a mirarlo a los ojos
y ver una sonrisa cómplice en ellos.
José era tan apuesto que cuando lo contemplaba se
olvidaba de todo, incluso de que su tío estaba con ellos en el
salón de su hogar.
—¿Por qué te has levantado? —le preguntó dando un
paso hacia él—. Todavía deberías estar guardando reposo.
—Muchacha, ¿qué forma de hablar es esa? —la reprendió
Donald, haciéndola volver a la realidad—. El sargento es
bastante inteligente para saber cuándo puede levantarse.
Eirica se mordió el labio inferior y bajó la vista al suelo,
molesta por su impulso.
—Sí, claro, tío Donald.
Su tío rio y dejó de prestarle atención a ella. Se concentró
en José, que se acercaba lentamente, pero a paso seguro.
—Tienes buen aspecto, sargento. Me agrada que tu pie
esté mejor.
—Ya no aguantaba más tiempo en el lecho —reconoció
con voz suave—. No estoy acostumbrado a pasar tantas horas
acostado.
—Por supuesto, ningún hombre lo está —asintió Donald,
apartando una silla para que se sentase en ella—. Las mujeres
nunca comprenderán nuestra forma de actuar.
Eirica apretó la mandíbula y fulminó a su tío con los ojos.
—Es que es demasiado pronto para que se levante.
—¡Pamplinas! Los guerreros estamos hechos de otra pasta
—la contradijo de inmediato Donald—. Cuando yo era joven,
ni la peor herida podía conmigo. —Ayudó a José a sentarse en
la silla y apartó los bastones, apoyándolos contra la pared—.
¿Deseas comer con nosotros, sargento?
—Si no es molestia, me gustaría —asintió—. Estoy
cansado de estar solo tanto tiempo. Y así puedo ir ejercitando
el pie.
—Por supuesto. Estarás deseoso de volver a caminar con
normalidad para acudir a la batalla.
—Espero que mi pie esté perfecto para entonces.
Eirica lo miró horrorizada, no obstante, en vez de hablar
dio media vuelta y se dirigió hacia la cocina, donde apartó una
cazuela de barro del fuego y maldijo en silencio a todos los
hombres testarudos y descerebrados. ¿De verdad estaba
deseoso de acudir a esa guerra? ¿De verdad era cierto que
prefería que lo hiriesen debido a su pie mal curado?
¡Por todos los santos! ¿Es que ninguno de ellos pensaba
en las consecuencias?
—¡Eirica, muchacha! ¿Estás sorda?
Al escuchar la voz de su tío, alzó la cabeza.
—¿Qué? —preguntó con tirantez.
—Tráenos algo de beber al sargento y a mí, estamos
sedientos.
—¡Es una pena que unos hombres tan valientes y con
tantas ansias de batallar no sean capaces de servirse ellos
mismos su propia bebida, y tengamos que ser las tontas
mujeres las que lo hagamos! —Dejó sobre la mesa una jarra de
whisky con un golpe sordo y se alejó airada.
—¡Muchacha, haz el favor de comportarte delante del
sargento! —la reprendió Donald, rojo como un pavo.
—Como gustes, tío.
Ella alzó la cabeza, con orgullo, y José se quedó
mirándola fascinado, sin dejar de sonreír. ¡Cómo le gustaba
esa mujer! ¡Cómo le calentaba la sangre cuando su lado
indómito salía a la luz! Si por él hubiese sido, la hubiera
cogido en peso y se la hubiese llevado a rastras a la alcoba
para poseerla toda la noche y borrar esa expresión dura de sus
labios.
—¡Ya he vuelto! —La voz de Rob Roy se coló en el salón
y los tres contemplaron al primo de Eirica cerrar la puerta de
casa y quitarse la boina, tan mojada como sus demás ropajes
—. ¡Condenación, qué tiempo más endiablado hace esta
noche! —Al mirar hacia la mesa y descubrir a José sentado
junto a su padre, su sonrisa se hizo más pronunciada—.
¡Sargento, qué alegría verte tan repuesto!
—Necesitaba salir de la alcoba al menos un rato —
respondió a modo de saludo.
—¿Nos acompañarás esta noche en la mesa?
—Esa era mi intención.
—¡Estupendo! —Señaló su cuerpo y sonrió—. Dadme
unos minutos que me cambie de ropa y comencemos.
Tal y como aseguró Rob, cambiarse le llevó un momento.
Tomaron asiento alrededor de la mesa y Eirica sirvió un
poco de liebre en cada plato antes de sentarse a comer.
Mientras masticaba en silencio, escuchaba a su primo
hablar sobre los nuevos guerreros que se habían alistado para
la guerra, sobre las ganas de que la fecha llegase y las ansias
de todos los hombres de aplastar a los ingleses. En muchas
otras ocasiones, ella misma hubiese compartido su euforia,
pero, en ese momento, solo podía pensar en José, en lo
peligroso que sería para él ir a la guerra y en lo preocupada
que iba a quedarse al verlo marchar. Sería un infierno ver
pasar los días sin saber si estaba bien, si lo habían herido o…
si su cuerpo se hallaba sin vida en el campo de batalla. Cada
vez que pensaba en ello, notaba que su respiración se volvía
trabajosa, y lo hacía mucho más cada vez que Raibeart repetía
que solo les quedaban poco más de diez días para marchar.
—Castro Bolaño asegura que, cuando ganemos la batalla,
avisará a vuestro rey y él mandará más embarcaciones, para
acabar con los demás ingleses de Escocia —comentó Rob,
sonriente.
—Nuestro monarca está tan deseoso de aplastarlos como
vosotros —asintió José, dando un mordisco al tierno bollo que
descansaba cerca de su plato—. Enviará a cuantos hombres
sean necesarios.
—¡Magnífico! —aplaudió Rob Roy, encantado—. ¡Mi
sangre tiembla de anticipación! ¿No es cierto, José? ¿No
deseas que llegue el día en que estemos luchando contra ellos?
—Es para lo que he venido a Escocia, será interesante —
asintió de inmediato.
Al escuchar su respuesta, Eirica se puso muy recta en la
silla. ¿José deseaba irse al frente cuanto antes?
¿Y ella qué? ¿Qué pasaría con su romance? ¿Acaso no se
había parado a pensar en ello? ¡Cuando se marchase, dejarían
de verse!
Un nudo de rabia se enredó en sus tripas, pero disimuló
cogiendo su copa y bebiendo agua, para intentar calmar su
enfado.
—Ahora que tu pie está mejor, no veo motivo para que no
regreses con los demás soldados —prosiguió Rob, palmeando
a José en el hombro—. Echarás de menos su compañía. Esta
casa es muy aburrida, ¿verdad?
—Bueno, aquí no tengo nada que hacer.
Rob giró la cabeza hacia Eirica, que continuaba con la
cabeza gacha, concentrada en su plato, y sonrió de oreja a
oreja.
—Y tú, prima, estarás deseosa por recuperar tu alcoba.
Ella levantó la cabeza y miró a José fugazmente.
Él quería marcharse, ¿no es cierto? ¡Pues ella también
sabía jugar a ese juego! ¡También sabía ser insensible y
despreocupada!
—Cuento las horas para volver a recuperar mis aposentos,
primo —declaró con voz tirante. Por el rabillo del ojo se dio
cuenta de que José entrecerraba los suyos—. Nunca había
deseado algo más en la vida.
—Entonces, no tendrás que esperar mucho más, señora.
Mañana regresaré con los demás soldados —respondió él de
inmediato, con voz sombría, sin percatarse de que Rob los
miraba a ambos con curiosidad.
—Me congratula escuchar eso, sargento —zanjó Eirica
orgullosa.
Rob Roy se metió un pedazo de liebre en la boca mientras
observaba a aquellos dos, visiblemente molestos. Y volvió a
hablarle a su prima.
—Y en cuanto a ti, pequeña Eirica…, he decidido hablar
con Cole McGregor para que se despose contigo después de la
batalla.
Ella alzó la barbilla, sin dejar que aquella horrible noticia
le afectase lo más mínimo. Y sin mirar ni una vez a José,
volvió a responder:
—Me parece estupendo, Raibeart. Estaré encantada de
convertirme en su mujer cuanto antes.
El sargento español dejó su copa sobre la mesa y apretó
los labios con tanta fuerza que se convirtieron en dos finas
líneas. Por su parte, Donald se atragantó con un pedazo de
liebre y tosió con fuerza, por la sorpresa de la contestación.
—Muchacha, ¿qué ha ocurrido para que tu actitud no sea
la misma que la de hace un rato?
—No ha ocurrido nada, tío, lo que pasa es que tenías
razón, lo mejor para mí es desposarme con un buen hombre.
—Se levantó de la silla y miró a su tío y a su primo, antes de
hablar—. Si me disculpáis, voy a ver al ternero para
asegurarme de que sigue a salvo de la tormenta.
—Pero, prima, ¿no comes nada más?
—No tengo hambre, estoy llena. Terminad vosotros. —
Contempló a José unos segundos y le sonrió con tirantez,
dándose cuenta de que él la fulminaba con sus profundos ojos
castaños—. Buenas noches, sargento.

Todos dormían cuando Eirica regresó a la casa.


Había pasado casi tres horas en el cobertizo, con los
animales, mientras se obligaba a no pensar en José ni una vez,
haciendo oídos sordos a su tío Donald, que la llamó en varias
ocasiones para que regresase con ellos, pues la noche era
demasiado fría como para permanecer fuera del calor del
hogar. No obstante, prefería pasar frío y estar en compañía de
sus animales a estar rodeada de hombres descerebrados que se
creían invencibles y no pensaban en las consecuencias de
luchar con una herida mal curada.
Cuando cerró la puerta de casa, se dirigió hacia la
chimenea, que todavía chisporroteaba, y se calentó en ella,
hasta que volvió a sentir los dedos de sus manos.
Miró hacia la mesa y comprobó que los restos de la cena
continuaban en ella, esperando a que los quitase y limpiase la
vajilla. Se dispuso a hacerlo antes de ponerse la ropa de
dormir, porque si dejaba esos menesteres para la siguiente
mañana, se le acumularía el trabajo.
Después de recogerlo todo, se cambió de ropa y, con el
fino camisón cubriendo su cuerpo, tomó asiento en el sillón
frente al fuego.
Era la última noche que José permanecería en su casa. Al
siguiente día dormiría de nuevo junto a los demás soldados
españoles y no podrían seguir yaciendo juntos en su cama,
hasta que las luces del alba la obligasen a regresar a ese
incómodo sillón, en el cual su tío y su primo creían que dormía
a diario.
Sin embargo, esa última noche no iría a verle.
Estaba tan enfadada que lo último que quería era estar a
su lado, aunque muriese por deshacerse entre sus brazos, por
experimentar ese intenso placer que solo José sabía darle,
aunque su amor por él la intentase convencer de lo contrario.
No supo en qué momento de la noche fue, que sus ojos se
abrieron al escuchar unos quejidos amortiguados.
Un poco adormilada todavía, se frotó los ojos y prestó un
poco más de atención a aquellos sonidos. Cuando se percató
de lo que eran, se incorporó de inmediato del sillón.
José gemía por el dolor de su pie.
—Oh, santos, no me acordé de dejarle el té con
adormidera en la alcoba —susurró dándose unas suaves
palmadas en la frente.
Se dirigió hacia el fuego y calentó un poco de agua, en la
que infusionó las hierbas.
Al acabar, cogió un candelero y se dirigió hacia sus
aposentos, sin hacer demasiado ruido, para que su tío y su
primo no se despertasen.
Cuando abrió la puerta y entró, José estaba despierto,
recostado en el lecho.
Se miraron en silencio unos segundos, con una seriedad
que les resultó muy incómoda, y cerró la puerta tras de sí antes
de acercarse.
José se incorporó un poco, quedando sentado, y recorrió a
Eirica con los ojos, sin poder evitar disfrutar de la visión de su
cuerpo enfundado en aquel camisón tan fino.
Se humedeció los labios cuando miró sus pechos, los
cuales se apretaban contra la suave tela y por la que podía
distinguirse, con toda claridad, sus pezones rosados. El deseo
despertó de inmediato. Eirica era la mujer más bella que
hubiese visto, y todo su ser temblaba cada vez que la hacía
suya. Era una experiencia tan especial y potente que, desde esa
primera vez, José no había podido pensar en otra cosa que en
tenerla desnuda junto a él. En poseerla toda la noche, aunque
fuese ella la que marcase el ritmo y cabalgase sobre su cuerpo,
para que el dolor de su pie no fuese insoportable.
Ardía cuando la veía gemir por el placer. Parecía una
diosa, desnuda sobre él, moviéndose con sensualidad,
logrando que cada vez que el gozo lo embargaba fuese tan
intenso que creía desfallecer.
Por más que se repitiese que estaba muy enfadado con
ella, su deseo lo convertía en un títere en sus manos.
En la cena aseguró que deseaba que él se marchase, que
estaba deseosa de volver a dormir en sus aposentos.
Prácticamente lo había tachado de molestia. Y… luego estaba
lo de su futuro prometido. Siempre le repetía que no deseaba
desposarse, ¿y ahora estaba de acuerdo con la elección de su
primo? ¿De verdad quería ser la mujer de ese tal Cole
McGregor?
No dejaba de darle vueltas a todo y, cada vez que
recordaba sus palabras, más ganas tenía de zarandearla hasta
que entrase en razón.
Maldición, ¿qué le estaba pasando con Eirica?
Ella llegó a su lado y dejó el té sobre la mesilla colocada
junto al lecho.
—No me acordé de traerte la infusión para que pudieses
descansar bien —dijo con voz serena pero tirante, sin mirarlo
ni una vez—. Cuando la tomes, el dolor se irá.
Dio media vuelta para marcharse, sin embargo, José no se
lo permitió. La agarró por el brazo y tiró de él hasta que cayó
sentada en la cama, junto a él.
—¿Qué crees que haces? —lo interrogó intentando
soltarse de su agarre y apartarse de su lado—. ¡Suéltame, José!
—Claro que voy a soltarte —le susurró con voz dura—.
Después de todo, estás deseosa de que me vaya de tu casa.
—¡Estoy tan deseosa como tú mismo lo estás de ir a esa
maldita guerra!
—¿Es por eso? ¿Estás actuando así por ese motivo?
—No estoy actuando de ninguna forma —respondió con
voz cortante—. Suéltame o gritaré.
—No lo harás, porque vas a explicarme qué demonios te
pasa.
—Nada, ¿me oyes? No me pasa nada.
José chasqueó la lengua contra los dientes y cerró los ojos
con mucha fuerza, antes de hablar.
—Eirica, tengo que ir a esa batalla.
—¡Pues, lárgate, nadie te retiene! ¡Muere en ella si es lo
que buscas!
—¿Por qué iba a morir, mujer?
—Tu pie no está recuperado. Si crees que vas a poder
pelear como siempre, entonces es que no eres tan inteligente
como pensaba.
—Ya sé que no voy a estar del todo bien. No es la primera
vez que sufro una herida de este calibre. —Le acarició la
mejilla y ella se apartó—. Pero tengo que ir. Hice un
juramento.
—No estás en condiciones de cumplir nada.
—Todavía quedan bastantes días para eso. Mi pie
mejorará —le aseguró mirándola a los ojos.
Ella apartó la mirada y suspiró.
—Será mejor que me vaya. Tómate todo el té y el dolor
del pie se te quitará.
—No me duele el pie —admitió—. He fingido dolor para
que vinieses.
—Pues, ahora debo irme.
—¿No vas a quedarte esta noche a mi lado?
—No. —Lo miró a los ojos y se mordió el labio inferior.
—Es la última noche que vamos a poder estar juntos.
—Porque tú así lo has decidido —le recordó con tirantez
—. Le has dicho a mi primo que deseabas regresar con los
demás soldados, que aquí nada tenías que hacer.
—Has asegurado que estabas ansiosa por volver a tus
aposentos. Parecía que querías que me fuese.
—Estaba enfadada.
José rio por lo bajo y la atrajo un poco más hacia él,
quedando sus frentes muy juntas. Le acarició la mejilla y besó
la punta de su nariz con ternura, aunque ella intentase
resistirse.
—Somos unos necios, bella hada. Mira lo que hemos
provocado por nuestro orgullo. No voy a poder tenerte más por
las noches.
—Entonces, dile a mi primo que deseas quedarte un poco
más, que tu pie todavía no está bien. Raibeart lo entenderá.
—No puedo hacer eso. Sería demasiado sospechoso mi
cambio de parecer.
Eirica se mordió el labio inferior y miró hacia abajo.
—¿Y ahora qué? ¿Qué vamos a hacer?
—Buscaremos la manera de vernos. Nunca se nos ha dado
mal encontrar un lugar escondido.
Eirica rio, olvidando el enfado y las ganas de marcharse.
Se acomodó a su lado y apoyó la cabeza sobre su pecho,
suspirando de placer.
—Prométeme que no irás a la batalla si tu pie no está del
todo bien.
—Debo…
—¡Prométemelo! —insistió mirándolo a los ojos,
apretando los labios.
José sonrió y la rodeó por la cintura, acercándola tanto a
él que los pechos de ella se apretaron contra su torso.
—No soy capaz de negarte nada. —La besó con
sensualidad y un agradable calor empezó a recorrerlos de
arriba abajo. Los labios de Eirica eran mullidos y dulces, tanto
como la primera miel de la primavera. Cuando separó sus
bocas, José se la quedó mirando con fijeza, con la respiración
rápida—. Yo también quiero que me prometas algo.
—¿El qué?
—Que no volverás a nombrar a ese tal Cole McGregor en
mi presencia.
—Ni siquiera lo conozco.
—Esta noche parecías feliz porque tu primo desease
desposarte con él.
—Hubiese fingido ser feliz de desposarme con el
mismísimo rey inglés si con eso lograba molestarte —
reconoció con una tímida sonrisa.
José abrió mucho los ojos al escuchar su contestación y
rio sin poder evitarlo, contagiándola a ella también.
—Debería golpear tus preciosas posaderas por semejante
embuste. He pasado toda la cena deseoso de sacarte fuera y
obligarte a retirar semejante afirmación.
—¿Tenías celos? —preguntó con una sonrisa de oreja a
oreja.
—Estaba muerto de celos —admitió de inmediato—. No
quiero imaginar que otro hombre pueda tocarte.
—Ningún hombre va a tocarme, José. Solo hay uno que
deseo que lo haga. Un sargento español de bellos ojos castaños
con el que yazco cada noche, el que me hace subir hasta las
estrellas con sus manos.
—Oh, Eirica…
La besó con gran intensidad, recostándose sobre ella y
aplastándola suavemente con el peso de su cuerpo. Sus
lenguas peleaban contra la otra intentando llevar el control del
beso, era excitante y ambos jadearon mientras sus manos se
recorrían con necesidad. Acariciaban sus cuerpos, la anatomía
del otro buscando más, deseosos de sentirse plenamente.
Tener a José sobre ella, moviendo sus caderas contra su
sexo, demostrándole lo duro y grueso que estaba ya su pene,
era delirante.
—Debes recostarte. —Jadeó contra su boca—. Te
lastimarás el pie.
—Mi pie está mucho mejor. —Besó su cuello y fue
bajando por él, lento pero sin detenerse—. Hoy deseo ser yo el
que cabalgue sobre ti. Quiero que sientas mi peso, que gimas
al ritmo de mis embestidas. Quiero llenarte con mi grosor y
empujar muy dentro de ti, tan dentro como pueda. —Apartó la
tela de su camisón y dejó sus pechos al descubierto—. Esta
noche soy yo el que va a demostrarte la pasión que despiertas
en mi cuerpo. Todo lo que estos días mi pie no me ha
permitido.
Lamió sus senos y jugueteó con sus pezones, mientras que
sus manos los excitaban a la vez, haciéndola cerrar los ojos de
puro placer y echar la cabeza hacia atrás en un gemido
silencioso.
Las caderas de ella se elevaron buscando gozo, pero José
todavía no estaba por la labor de prestar atención a esa parte
de su cuerpo. Se esmeró con sus pechos, la hizo subir muy alto
con esas simples caricias, la hizo gemir gozosa al verlo
zambullido en sus senos.
Poco a poco, una de sus manos bajó por su estómago,
maravillándose de la delicadeza y finura de su piel. Era suave
y sedosa como el delicado rocío de la mañana.
Se internó en los rizos de su pubis, acariciando su monte
de venus, haciéndola morir de anticipación, y cuando dos de
sus dedos encontraron sus tiernos pliegues, los rodearon,
excitando los alrededores de su clítoris, deslizándose por esa
ardiente humedad de su sexo.
—Mi dulce Eirica… —susurró contra sus labios, dándose
cuenta de que los ojos de ella estaban brumosos, por el deseo
animal del que era presa—. Estás tan mojada, tan preparada
para mí…
—Hazme tuya, José…, te lo ruego…
—Todavía no. Deseo probar la miel de tu cuerpo, degustar
con mis labios el sabor de tu intimidad.
Con cuidado de no lastimarse el pie, fue bajando por su
cuerpo, lamiendo cada trozo de piel por el que su boca pasaba,
sintiéndola arder, viendo como sus mejillas se tornaban
carmesí por la intensidad de la pasión.
Si siempre le pareció una mujer preciosa, desnuda bajo su
cuerpo era maravillosa, como un ser de luz, irreal.
Cuando alcanzó su pubis, su lengua se unió al movimiento
de sus dedos, logrando que ella se agarrase con fuerza a las
sábanas del lecho y moviese la cabeza hacia los lados,
obligándose a no gritar, para que nadie los escuchase.
José lamió cada rincón de aquel delicado lugar y sus
dedos penetraron su dulce profundidad, provocándole un
orgasmo inmediato.
Su cuerpo se convulsionó por dichas atenciones y se
quedó desmadejada sobre el lecho, con la respiración muy
agitada y los ojos cerrados con fuerza.
Él fue ascendiendo poco a poco, colocándose sobre Eirica,
besándola con ardor y haciendo que probase el propio sabor
almizclado de su sexo.
Cuando abrió los ojos, en los de José había llamas.
Antes de poder recuperarse del todo, le abrió las piernas y
se colocó entre ellas, apretando su pene contra su abertura.
La cogió por las mejillas y la miró fijamente a los ojos. En
ellos había posesividad.
—Eres mía, Eirica McGregor. Tu cuerpo me pertenece. —
La besó de forma arrolladora—. ¿Lo notas?
Ella asintió sin parar, quemándose en aquella hoguera de
deseo.
—Te amo, José. —Lo besó intensamente—. Te amo.
Algo en el pecho de él tembló irremediablemente al
escuchar su confesión.
—Oh, santo Dios…, ¿es eso cierto? —Jadeó emocionado,
mirándola a los ojos.
—Tan cierto como la propia vida.
—Dímelo otra vez —le exigió cogiendo sus mejillas.
—Te amo.
—Más.
—Te amo con todo mi corazón.
Él devoró sus labios, desesperado, notando que Eirica
respondía de buena gana, enredando sus brazos alrededor de
su cuello, amarrándose a él como si fuese la única ancla que la
sujetaba al mundo.
La penetró de un empellón, haciéndolos jadear a ambos, y
embistió contra su bello cuerpo con una intensidad antes
desconocida para él.
La confesión que acababa de hacerle le había dado
fuerzas, se sentía inmortal, invencible, como si nada ni nadie
pudiese hacerle daño.
El orgasmo que los traspasó fue brutal.
Las oleadas de placer los dejaron débiles, somnolientos y
sudorosos, a pesar de que fuera de la casa la temperatura fuese
fría.
José cayó al lecho entre jadeos, arrastrando a Eirica a su
lado, rodeándola por los hombros y pegándola de nuevo a su
cuerpo. No quería separarse de ella ni un segundo.
Se quedaron mirándose con una leve sonrisa en los labios,
tan saciados y complacidos como nunca. Ella alzó la mano y
acarició su mejilla rasposa, observándolo con adoración.
Cuando el sueño estuvo a punto de llevárselos con él, Eirica
acercó la boca a su oído y le susurró dulcemente, logrando
erizarle la piel:
—Te amo, José de Santarem.
QUINCE

El muelle de Dornie estaba desierto a esas horas de la


mañana, ya que era demasiado temprano como para que los
mercaderes comerciaran con sus jugosas mercancías y las
mujeres del poblado intentasen negociar un precio más bajo de
lo que ellos pedían en un principio.
Sentada en el mismo saliente rocoso que de costumbre,
Tavie se limpió una lágrima con el dorso de la mano y
continuó mirando hacia el horizonte con la esperanza de que
Caladh apareciese.
La desesperación era insoportable y no había momento
del día que no lo pasase pensando en él.
Su madre estaba muy preocupada por su forma de
comportarse. Desde que se marchara de casa vestida de esa
forma tan elegante, más de diez días atrás, Tavie no había
vuelto a ser la misma, y no se dignó a darle ninguna
explicación por su extraño comportamiento. Así que pasaba
las horas esquivándola en su propio hogar y aumentando de
ese modo su preocupación.
La cesta de comida que siempre portaba para su padre, se
encontraba a su lado, pero no le prestaba ninguna atención y
hubiese sido una presa fácil para los ladronzuelos que
correteaban por el muelle. No obstante, ¿cómo apartar la
mirada del agua cuando él podría aparecer en cualquier
momento?
Todavía no había perdido la esperanza de verlo llegar de
nuevo montado en su viejo bote, con esa sonrisa preciosa que
enamoró a Tavie desde esos primeros días, cuando se
conocieron. Se negaba a rendirse y a aceptar que no volvería a
ver su apuesta cara, que no volvería a besar sus labios, que no
la cogería de las manos con esa galantería, que no tendrían una
vida juntos, como Caladh le prometió.
—¿Tavie?
Al escuchar aquella suave voz, dio un respingo y se giró
un poco para contemplar a su amiga, que se encontraba a su
lado, con el ceño fruncido.
—Hola, Eirica.
—¿Qué haces aquí? Creí que tú…, creí que ya estarías
casada y que vivirías con Caladh. Al no saber de ti pensé que
te habías marchado de Dornie.
—Todavía no es así.
Eirica se humedeció los labios, mirando sin parar a Tavie,
dándose cuenta de las oscuras ojeras que afeaban su perfecto
rostro, y tomó asiento a su lado, preocupada.
—Si todavía no eres su esposa, ¿por qué no has venido a
casa a visitarme? Pensé que me lo contarías todo.
—No tenía fuerzas para hacerlo —reconoció bajando la
vista al suelo mientras otra lágrima resbalaba por su mejilla.
—Querida, por todos los santos, ¿qué ha pasado?
—No apareció. —Se tapó la cara con ambas manos y se
abandonó al llanto. Su cuerpo se zarandeó y sintió los brazos
de Eirica rodeándola por la cintura, intentando darle ánimos—.
No vino, amiga mía. Me quedé esperando durante horas pero
su barca no encalló en el muelle.
Eirica la apretó todavía más contra su cuerpo y besó su
frente. Tavie parecía a punto de desmayarse, cosa muy extraña
en ella porque siempre fue una mujer fuerte y despreocupada.
—Oh, amiga, no llores más, te lo suplico.
—No puedo remediarlo. —Alzó la vista y clavó su mirada
verde en la de ella—. Llevo más de diez días esperándolo, mis
esperanzas no han desaparecido, pero… —Jadeó y negó con la
cabeza—. Temo que algo malo le haya pasado.
—¿Tú crees que ha sufrido alguna desgracia?
—Esa debe de ser la razón, amiga. Caladh jamás hubiese
faltado a nuestra cita, y todavía menos el día de nuestro enlace.
—Tragó saliva, desesperada—. ¡Lo conozco, sé que jamás me
haría algo así! ¡Mi amado ha debido de sufrir algún mal que lo
mantiene separado de mí!
Eirica la cogió por las mejillas y la hizo mirarla a los ojos,
con decisión.
—¡Vayamos a buscarlo pues! ¡Yo iré contigo y nos
presentaremos en la puerta de su hogar para ayudarlo si es
necesario!
—¡Es que no sé dónde vive! —exclamó con ahogo en la
voz—. Lo único que me dijo es que su casa estaba en Kyle of
Lochalsh y que vivía con su joven hermana pequeña.
—¿Solo tienes esa información sobre él?
—Me temo que sí —asintió sin poder dejar de llorar—.
Ay, Eirica, no paro de pensar que Caladh puede estar sufriendo
un gran dolor en estos momentos y yo no estoy allí para
ayudarlo.
—Tavie, amiga, no sé por qué… pero hay algo aquí que
no me gusta nada.
—¿A qué te refieres? —Se limpió una nueva lágrima.
—¿No has pensado que quizás… él… no viene porque no
le place hacerlo? Es muy extraño que no sepas nada más que
esas cosas del hombre con el que vas a desposarte.
—¿Estás acusándole de algo? —preguntó con voz dolida.
—No, amiga mía, no. Es que… hay algo que no me gusta
en esto.
—¡Para ti es muy fácil decirlo! —la atacó, dolida—.
¡Tienes a ese sargento comiendo de tu mano cada noche!
—¡Por todos los santos, no grites! —La zarandeó,
mirando hacia todos lados.
—Tú eres afortunada porque José de Santarem vive en
nuestro mismo poblado y puedes verlo a diario. ¡Pero yo no
voy a consentir que dudes del hombre con el que voy a
casarme!
—¡No quiero que te molestes conmigo, Tavie! ¡Te guste o
no, es otra opción que debes tener en cuenta, porque no le
conoces lo suficiente!
—¿Y qué iba a ganar Caladh engañándome? ¡Ni siquiera
le he entregado mi virtud! ¿Qué motivo pudo tener para
acercarse a mí más que por amor?
—Solo quiero que sepas que Caladh McRae no es tu única
opción, que hay muchos hombres interesados en ti.
—¡Ninguno como él!
—Claro que sí, pero estás cegada.
—¿Cegada? —Rio con amargura—. ¿Y quién se supone
que es mejor que mi amado? ¡Vamos, contesta!
—Andrés de la Cueva, por ejemplo.
—¿El sargento? —Tavie puso los ojos en blanco y se
cruzó de brazos—. Qué sandez.
—Sé de buena tinta que él está interesado en ti. Y es un
hombre de honor. ¿Nunca te has fijado cómo te mira?
—Eirica, me mire o no, mi corazón no es suyo, sino de
Caladh. Y jamás voy a querer a otro hombre que no sea él,
porque sé que me ama y que no ha podido reunirse conmigo
porque algo horrible le ha ocurrido. —Jadeó y se limpió una
nueva lágrima, decidida a seguir hablando—. Y me es
indiferente todo lo que me digas, aunque lo hagas por mi bien.
Voy a seguir esperando cada mañana a que mi amado vuelva a
mí, y cuando eso ocurra me convertiré en su esposa y tendrás
que disculparte con él por haber dudado de su palabra.
—Tavie, ojalá llegue ese día. Me encantará verlo a tu lado
y poder aceptar que mis sospechas en cuanto a él no eran
acertadas. Sin embargo, mientras tanto, permíteme que dude
de él.
La risa de Eirica se escuchaba a su alrededor. José miró
hacia todos lados para intentar descubrirla escondida en
alguno de los árboles que lo rodeaban, sin poder ocultar su
sonrisa.
Llevaban paseando un buen rato por el bosque, jugando y
retozando sobre la hierba, y ya era hora de que regresasen al
poblado porque se acercaba la hora de que repartiese la
comida junto a las otras mujeres.
Dio un paso hacia adelante y vislumbró un trozo de su
vestido azul tras un árbol, no obstante, cuando fue en su
búsqueda ella echó a correr de nuevo, volviendo a desaparecer.
—Mujer, ¿crees que porque todavía no puedo caminar
bien vas a poder escaparte? —habló divertido.
Su pie había mejorado bastante durante la siguiente
semana, tanto era así, que ya no necesitaba los bastones de
madera para sujetarse, y podía pisar con comodidad sin que le
doliese apenas, aunque sabía que todavía le quedaba algo de
tiempo para volver a caminar como antes.
De repente, notó cómo unas manos lo abrazaban por
detrás, junto con la musical risa de ella, que apoyó su mejilla
en su espalda.
—¿Por qué supones que deseo escaparme de ti? —dijo
Eirica soltando un suspiro de satisfacción al estar tan pegada a
él.
José dio media vuelta, para encararla, y la rodeó por la
cintura, deseoso de tenerla junto a su cuerpo.
—Si supieses lo que quiero hacerte, huirías.
—Creo que me apetece arriesgarme a comprobarlo —
respondió con gracia—. Hasta que tu pie sane del todo, soy
más rápida que tú. No me costaría demasiado dejarte atrás.
—Eres una mujer descarada y malvada —susurró
divertido contra sus labios—. Debería domar esa lengua
descontrolada que tienes.
—Dudo mucho que hicieses nada parecido. Aunque lo
niegues, te agrada que te rete y…
José juntó sus bocas y le dio un intenso beso con el que la
silenció al instante. Todo pareció desdibujarse a su alrededor,
tanto fue así, que Eirica se agarró con fuerza a su camisa, para
conservar el equilibrio.
Cuando se separaron, se miraron jadeantes, sin poder
ocultar las ganas que tenían de continuar.
—Tienes toda la razón, mujer. —Le dio otro beso, pero
esta vez fue fugaz—. Creo que ahora comprendo a la
perfección a tu pobre tío Donald. ¿Qué hombre puede
resistirse a tu boca deslenguada? No querría que cambiases por
nada en el mundo, ni que te convirtieses en una mujer correcta
y anodina como las demás. Eres muy especial, Eirica
McGregor. No dejes que nadie intente pisar tu carácter
indómito jamás.
Ella lo rodeó por el cuello con los brazos y capturó sus
labios en un beso cargado de necesidad y ardor con el que José
se sintió arder.
—Te deseo —dijo contra sus labios.
—Acabamos de yacer juntos cerca del arroyo —le
recordó ella, sin querer despegarse de él.
—¿Ves lo que me haces? No puedo pensar en otra cosa
que no seas tú, en enterrarme en tu cuerpo, en hacerte gemir
mi nombre mientras penetro tu interior, hacerte mía una y otra
vez, Eirica. —Juntó sus frentes y la miró a los ojos,
perdiéndose en el azul de los suyos—. ¿Qué tienes, mujer?
¿Qué hay en ti tan especial que me paso el día con tu imagen
en mi mente?
—Te amo —declaró sin más, acariciando su rasposa
mejilla, sonriéndole con ternura.
—Dímelo en español —le pidió juguetón.
Eirica así lo hizo y José rio encantado.
Estaba decidida a aprender su idioma, y por la rapidez con
la que memorizaba las palabras que él le enseñaba, no dudaba
de que lo conseguiría en poco tiempo.
Ella le dio un suave beso y tiró de su mano, hacia el
poblado.
—Debemos marcharnos o las mujeres se preguntarán
dónde me encuentro y por qué no he acudido a repartir comida
hoy junto a ellas.
—¿Te veré luego?
—¿Dónde? —Eirica rio—. No tenemos dónde ir. En el
poblado podrían vernos.
—Iré a tu casa —respondió con decisión—. Te esperaré
en la parte trasera y tú le dirás a tu tío que vas a ver a los
animales.
—¿Quieres que nos veamos en el cobertizo? —Rio al
imaginarse a José rodeado de animales.
—¿Y qué más da? Me he acostumbrado a dormir a tu lado
y ahora me han privado de ese placer, así que exprimiremos
hasta los últimos minutos para estar juntos. Hasta que no nos
quede más remedio que regresar solos a nuestros lechos
solitarios.
—Que así sea entonces.
Caminaron de la mano hasta la entrada del poblado,
robándose besos cada pocos pasos. Riendo por sus bromas y
susurrándose palabras sensuales al oído.
Eirica tomó un camino diferente cuando les faltaba poco
para entrar en Dornie y caminó rumbo a casa de la mujer del
herrero, para ayudar a las demás a llevar la comida a los
soldados españoles.
Tocó sus labios, hinchados por los intensos besos de José
y rezó para que nadie se percatase de ello, que ninguna de las
mujeres se diese cuenta de sus mejillas sonrojadas, ni del brillo
tan especial que desprendían sus ojos.
Llamó a la puerta y enseguida una de ellas la abrió.
—Querida muchacha, me preguntaba dónde te habías
metido —la saludó Rita, la esposa del escribano.
—Estaba ocupada con las tareas del huerto —mintió sin
querer entrar en demasiados detalles—. ¿Está todo preparado
en las cestas?
—Todavía nos quedan por terminar unas cuantas. Ven a
ayudarnos.
Entre las diez mujeres acabaron enseguida.
Cogieron un par de cestas cada una y se dirigieron hacia
la casa donde dormían los soldados, como cada tarde.
Mientras caminaba tras ellas, Eirica sonreía sin poder
evitarlo. Iba a volver a ver a José, aunque solo fuese unos
segundos.
Si esa tarde él le había asegurado que no podía dejar de
pensar en ella, a Eirica le pasaba igual. El amor que sentía por
ese hombre crecía con tanta fuerza y en tan poco tiempo que le
parecía incluso irreal. Tenía la sensación de que aquellos
sentimientos tan bonitos no podían ser reales, que estaba
viviendo dentro de un precioso sueño del que no quería
despertar.
Las mujeres entraron para dejar la comida sobre la mesa
de aquel viejo salón.
Cuando levantó la vista, se encontró con él, que le sonreía
apoyado cerca de una ventana. Se miraron de soslayo y se
sonrieron, recordando la bonita tarde compartida en el bosque,
e imaginando todo lo que harían cuando la oscuridad de la
noche les permitiese volver a verse sin ser descubiertos.

—¿Crees que nos llevará mucho tiempo vencer a los


ingleses? —preguntó Andrés, con tranquilidad, mientras
contemplaban el bullicio del poblado sentados junto a la casa
donde dormían, tras haber llenado el estómago con la comida
diaria que las mujeres les proporcionaban.
—Supongo que no demasiado. Los pillaremos por
sorpresa. —José rio antes de continuar—. ¿Por qué esa
pregunta? ¿Ya no deseas luchar?
—Claro que lo deseo. Es solo que… añoro España y
deseo regresar.
—Como todos los demás.
—Sí, claro —resopló Andrés—. Amigo, eres un maldito
embustero. Aquí estás divirtiéndote como el que más con
Eirica McGregor.
—Es una mujer fantástica —admitió soñador—. Nunca
había conocido a nadie igual.
—A eso me refiero, José. Tú tienes una diversión en este
lugar, pero todos los demás añoramos a nuestras familias.
Escocia es un lugar muy bonito, pero jamás podrá
comparársele a Vigo, con sus mujeres preciosas y encorsetadas
que se ruborizan con una sola mirada.
—Pensaba que estabas interesado en Tavie McGregor —
le recordó José—, creía que tu intención era la de hablar con
ella.
—No he podido ni acercarme a esa mujer. Cada vez que la
veo está acompañada o se me escapa antes de poder
alcanzarla.
—Por eso estás tan aburrido, porque no te hace caso. —Se
rio José, palmeando su hombro.
Andrés resopló y puso los ojos en blanco.
—Hablo en serio. ¿Acaso tú no deseas volver a España?
¿Donde todo es conocido y el frío no se mete hasta en los
huesos? Allí tenemos a todos nuestros conocidos, nuestra vida.
—Sí —admitió José finalmente—. A veces, yo también
deseo regresar.
—¿Qué será lo primero que hagas cuando volvamos?
—No lo sé, no he pensado en ello.
—Yo iré a visitar a la preciosa Sancha García. —Andrés
rio—. Añoro sus pechos abundantes y su cuerpo complaciente.
—Sabía que, detrás de todo esto, habían razones
calenturientas, amigo mío.
—Calenturientas o no, pronto volveremos a nuestro hogar
y seremos unos héroes. El rey nos premiará por nuestra gran
hazaña.
—Así será —asintió José pensando en todo lo que le
esperaba cuando regresase, en sus amistades, en lo que había
dejado atrás por venir a esta misión—. Cuando vuelva, lo
primero que voy a hacer es vender mi propiedad de Lugo.
Nunca voy y es una estupidez que conserve algo que me trae
tan malos recuerdos. Mi familia pereció allí.
—¿Y qué harás con el dinero?
—Quizás compre otra parcela, pero lejos de ese lugar. En
algún pueblo tranquilo donde vivir cuando decida dejar el
escuadrón.
—Te conozco, y tú no dejarás nunca a los soldados. —Rio
Andrés, con seguridad—. Morirás a las órdenes de Castro
Bolaño.
—Si ese es mi destino, así será.
DIECISÉIS

Donald dejó la copa sobre la mesa y contempló a Eirica


con interés.
Su sobrina removía el contenido de su plato, del que no
había comido ni dos cucharadas, mientras un suspiro escapaba
de sus labios.
Raibeart acababa de retirarse a su alcoba, ya que estaba
agotado por el día tan intenso que había pasado junto a sus
hombres, visitando las aldeas donde los españoles aguardaban
hasta la batalla.
Apoyó la espalda en el respaldo de la silla en la que
descansaba y se cruzó los brazos sobre el pecho, entrecerrando
los ojos.
—Muchacha, ¿acaso quieres marear a la liebre de tu sopa?
Eirica alzó los ojos y soltó la cuchara dentro del plato.
—No, tío, solo estaba pensando.
—¿Y esos pensamientos son tan importantes como para
quitarte el hambre?
Ella negó con la cabeza de inmediato, intentando parecer
despreocupada, y forzó una sonrisa. No obstante, el
nerviosismo de saber que vería otra vez a José en su propio
granero, la tenía ansiosa e inquieta. Intentaban ser discretos,
pero la preocupación de ser descubiertos siempre estaba
latente.
—No es nada importante. Cosas de mujeres.
—¿Es por Tavie? ¿Todavía se encuentra indispuesta? —
Eirica asintió, alegrándose de que su tío lo hubiese relacionado
con ese hecho, así no tendría que dar más explicaciones—. Se
pondrá bien —continuó Donald, animando un poco a su
sobrina—. Si es como todas las mujeres que conozco, bastará
con que su padre le compre cualquier agasajo.
—Hay cosas que no se arreglan con regalos.
—¡Bah, bobadas! ¡Sé bien de lo que hablo, he estado
casado con una mujer casi veinte años, muchacha! ¡Sé cómo
funcionan vuestros pequeños cerebros!
Eirica enarcó las cejas y se mordió el labio inferior para
no contestarle algún comentario mordaz.
Se levantó de la silla, con su plato entre las manos, y lo
dejó en el barreño lleno de agua que usaba para limpiarlos.
Recogió la mesa poco a poco, mientras Donald tomaba
asiento en el sillón que se encontraba cerca del fuego, donde
se adormecería un par de horas antes de ir a la cama.
Eirica terminó de frotar los platos y los dejó escurrir sobre
la mesa de madera.
—Muchacha. —La voz de su tío la sacó de sus
cavilaciones—. ¿Todavía sigues pensativa?
—No, no, tío Donald, no estaba pensando —le mintió a la
vez que se quitaba el delantal y lo dejaba sobre una de las
sillas.
Él acercó las manos al fuego de la chimenea y soltó un
suspiro de satisfacción cuando notó el agradable calor en ellas.
Le hizo una señal con la cabeza para que se reuniese con él.
—¿Por qué no vienes a calentarte? Hace una noche fría.
—Tengo que encerrar a los animales.
—¡Deja a esas bestias! ¡No va a sucederles nada porque
pasen una noche a la intemperie!
Eirica miró por la ventana a sabiendas de que José ya
esperaría en el cobertizo a que se reuniese con él.
Lo imaginó sonriente, mirándola con esos ojos cálidos,
envolviéndola entre sus brazos y repitiéndole lo hermosa y
especial que era.
Suspiró cuando un agradable estremecimiento recorrió su
cuerpo.
—No puedo dejar al ternero sin cobijo, tío Donald. —Se
dirigió hacia su alcoba a coger un grueso manto, el cual se
echó sobre los hombros—. Iré a encerrarlos y me aseguraré de
que no les falte agua ni comida para esta fría noche. Quizás
tarde un buen rato. No dudes en marcharte a dormir aunque no
haya regresado.

Nada más entrar en el cobertizo apagó el candelero, por lo


que la oscuridad la rodeó. Al dar el primer paso, el mugido de
la vaca, que se encontraba recostada junto a su ternero, le dio
la bienvenida.
Dejó el candelero en el suelo y caminó por el interior,
buscando con la mirada a José, no obstante, la penumbra del
lugar le dificultaba dicha tarea.
Quizás, pensándolo de ese modo, aquel era un buen sitio
para verse en secreto, ya que si su tío o su primo se
aventuraban a ir en plena noche, les sería muy difícil
sorprenderlos, porque la oscuridad era total en muchas partes
de aquel lugar.
—¿José? —susurró su nombre mientras seguía
internándose en el cobertizo, con cuidado de no tropezar con
ningún animal—. ¿José? ¿Estás ahí?
El corazón le latía a toda velocidad y ya ni sentía el frío.
Su concentración estaba puesta en cualquier ruidito, en
cualquier crujido, en cualquier movimiento.
De repente, notó pegada a su cuello una lenta respiración.
Sonrió al darse cuenta de su presencia y jadeó cuando sus
manos rodearon su cintura y la pegaron a su torso fuerte. José
posó los labios en su cuello, haciéndola estremecer, y le dio
miles de besos húmedos en él.
—Es un buen escondite para vernos, ¿no crees?
—Lo es. —Jadeó, con los ojos cerrados mientras sus
labios seguían besando su cuello y sus manos iban
ascendiendo desde su estómago hasta su pecho—. Está… muy
oscuro.
—Aquí puedo hacerte el amor sin peligro de que nos
descubran.
Hizo que se diese la vuelta y la besó con una pasión
desbordante, logrando que sus piernas temblasen de
anticipación. Eirica lo rodeó por el cuello y se abandonó a
aquel tórrido beso.
—Me besas como si estuvieses sediento de mi cuerpo,
como si esta misma tarde no nos hubiésemos visto en el
bosque.
—Nunca tengo suficiente de ti, mi bella hada —le susurró
contra sus labios—. A veces, creo que has debido de lanzarme
algún malvado hechizo para que mi cabeza no piense en nada
más que en tu hermoso rostro, y en tu cuerpo delicado y
femenino bajo el mío. Te deseo tanto…
Enredó sus dedos en su pelo rojo y la acercó de nuevo a
su boca.
Al notar que ella respondía con las mismas ansias que él,
José gruñó por lo bajo y la aprisionó contra una de las paredes
de piedra del cobertizo.
Cuando estaba con Eirica su capacidad de razonamiento
se marchaba, solo la veía a ella, solo sentía la necesidad de
fundir sus cuerpos.
En aquel preciso lugar, un débil rayo de luz de luna se
colaba por una de las ventanas, por lo que podía verla con más
claridad. Contempló su rostro abandonado a su beso, sus
delicados ojos cerrados, su fina naricilla bañada de pecas
frotándose contra la suya.
En ese momento, una gran parte de él estuvo seguro de
que aquella mujer era un ser celestial.
—Eres un ángel.
—Dudo mucho que los ángeles sientan los mismos deseos
que los míos.
—¿Qué deseas, Eirica?
—A ti, por siempre.
José resopló al escuchar su respuesta y capturó sus labios
en respuesta.
Bajó una mano por su cintura y apretó uno de sus muslos,
escondido bajo su vestido. Al escuchar el gemido de ella se
volvió más audaz, levantando un poco la tela que lo cubría,
dejando la pálida piel de su pierna al descubierto.
—¿Estás segura de que no vendrá nadie?
Ella asintió, sin dejar de besarlo.
—Raibeart duerme y mi tío está sentado en su sillón,
cerca del fuego. Estamos solos, José.
—Me alegro de ello, porque dudo que ahora mismo
pudiese contenerme teniéndote en este lugar a oscuras, sola
para mí.
Fue bajando con sus labios por la mandíbula de Eirica,
lamiendo a placer cada pequeña porción de piel, haciéndola
gemir mientras sus manos seguían jugueteando bajo su falda.
Mordisqueó sus hombros y besó la fina piel de su escote,
llegando poco a poco hasta sus senos, cubiertos por el corpiño.
Preso de una pasión sin límites, se soltó los botones de los
pantalones y sacó su miembro de ellos, mientras que
introducía una pierna entre las de Eirica, para que las abriese y
estuviese expuesta ante él.
Frotó su pene contra la sedosa abertura y gimió contra su
boca al notarla mojada.
—Me enloquece que siempre estés preparada para mí.
—¿Cómo no estarlo cuando me tocas de ese modo?
—Oh, Eirica… —La cogió por las mejillas y apoyó la
frente contra la suya. Se besaron ardientemente degustando el
dulce sabor de sus bocas, ardiendo en aquel mar de gozo que
ambos provocaban en el cuerpo del otro. Era sublime, era
inexplicable aquello que nacía en sus cuerpos.
La penetró con delicadeza, llenando su interior con su
grosor poco a poco, disfrutando de aquel húmedo y estrecho
camino.
Delirante. Delicioso. Era lo más parecido a estar en casa.
José tenía esa sensación cada vez que estaba con ella.
Eirica era su templo, el lugar al que siempre deseaba regresar,
ese agradable fuego en el que calentarse en las noches heladas
del invierno.
Las embestidas comenzaron con suavidad, mientras sus
ojos no se quitaban la vista de encima, y fueron aumentando el
ritmo a la vez que la pasión y el placer crecían.
Abrazada a él, Eirica era feliz. No se imaginaba en ningún
otro lugar y sabía que nadie podría hacerle sentir nada
parecido. Nunca.
Era el hombre al que su corazón había elegido y no habría
otro que pudiese suplirlo.
—Oh, José… —susurró contra su boca—. Te amo.
—Mi dulce ángel —respondió sin dejar de embestir,
mordiendo sus labios—, qué afortunado soy de tener tu amor.
—Prométeme…, prométeme que te quedarás conmigo.
—Te lo prometo —asintió de inmediato—, esta noche no
podría ir a ningún otro lugar aunque lo desease.
Ella sonrió y negó con la cabeza, agarrándolo por las
mejillas, para que la mirase a los ojos.
—No me refiero a eso. Sino… a siempre. Que vas a
quedarte siempre aquí.
José frenó un poco el ritmo de las penetraciones y enarcó
las cejas, viendo la súplica en los ojos de ella. La besó
fugazmente.
—¿Por qué esa promesa? —Llenó sus mejillas de
pequeños besos que la hicieron reír.
Eirica se apartó sonriente y se humedeció los labios antes
de hablar.
—Prométemelo.
—No puedo prometerte eso, debo marcharme.
La sonrisa de ella se congeló en sus labios.
—No debes, eres libre de quedarte, nadie puede obligarte
a irte con…
—Eirica. —La cogió por la barbilla para que lo mirase a
los ojos—. Cuando acabe la guerra tengo que volver a mi país
junto con mi escuadrón.
Ella entrecerró los ojos y lo empujó un poco, logrando
que sus cuerpos dejasen de estar unidos íntimamente. Un frío
miedo fue abriéndose paso en su pecho.
—No puedes irte, no ahora.
—Sabías que esto pasaría, bella hada. Ambos lo
sabíamos.
—Lo sabía…, pero pensé que como tú y yo habíamos
yacido juntos… —Se llevó una mano a los labios y se mordió
una uña, sintiéndose tonta.
Al darse cuenta de lo que quería decir, José suspiró y la
cogió por los hombros, intentando que lo mirase a los ojos.
—Eirica, eres una mujer increíble, pero mi vida está en
España.
—¡Yo te amo! —declaró con los labios temblorosos.
—Y me siento afortunado por ello, te lo prometo.
—Sin embargo, te vas de todos modos. —Notaba cómo su
corazón iba resquebrajándose por momentos—. No puedo
creer tus palabras.
José se humedeció los labios, sintiéndose fatal al verla de
ese modo. No quería que Eirica lo pasase mal.
La besó en la frente y le sonrió tratando de infundirle
tranquilidad.
—Hagamos algo. Dejemos de pensar en nuestra despedida
y apuremos lo que nos queda juntos.
Ella entrecerró los ojos y se apartó de él, notando que un
nudo de enfado iba subiendo por su garganta.
—¿Quieres que actúe como si todo esto no hubiese
sucedido? ¿Como si no supiese que vas a marcharte y vas a
olvidarte de mí?
—¡Jamás me olvidaré de ti, Eirica McGregor! —exclamó
apasionadamente—. ¡Eres lo mejor que me ha pasado nunca!
—¿Soy lo mejor que te ha pasado nunca y te vas? —
Apretó los labios y se alejó un poco de él—. ¿Quieres que crea
esa patraña?
—No es ninguna mentira, debes confiar en mí. —Intentó
llegar hasta ella—. No puedo quedarme, tengo obligaciones
con mi escuadrón y con mi rey.
Ella se quedó en silencio, mirándolo a los ojos.
Asintió y dio unos pasos hacia él.
—Entonces, partiré contigo. Dejaré Escocia y me
marcharé a España junto a ti.
A José le temblaron las piernas al escuchar sus
intenciones y a punto estuvo de aceptar, no obstante…
—No puedo permitir que hagas eso.
—¿Por qué no? ¡Si tú no te quedas, seré yo la que te siga!
—No durarías en España ni dos días. ¡Mi país no es como
este! —Intentó explicarle—. Las mujeres no gozan de la
libertad que tienes aquí. Viven encorsetadas, sumisas,
comidiendo lo que dicen, aceptando la voluntad de los
hombres en todo momento.
—¡Me da igual!
—¡Pero a mí no! —exclamó él para que lo escuchase—.
Nunca permitiría que perdieses tu ímpetu por mi culpa. No
soportaría que cambiases por mí.
—Yo solo quiero estar contigo, José. Haría lo que fuera.
—No encajarías en mi mundo, Eirica. Eres salvaje,
libre… Eso es lo que siempre me ha gustado de ti.
Ella se quedó quieta sopesando sus palabras y notando
que el enfado crecía y crecía cada vez más.
—¿Eso es lo que soy? ¿Una salvaje con la que te
diviertes, pero con la que jamás podrías vivir? ¿Una mujer
indigna con la que se escandalizaría tu miserable país?
—¡No, maldición, no malinterpretes mis palabras! —
Estaba nervioso y se le notaba. No quería pelear con ella, lo
que su cuerpo le pedía era tenerla a su lado, hacerle el amor
toda la noche, abrazarla y verla dormir pegada a él.
—Vete de aquí, José —susurró a punto de echarse a llorar.
No podía creer que aquello estuviese ocurriendo, que el
hombre al que quería no desease estar a su lado y buscase
excusas estúpidas para separarse.
—Espera. —La cogió de la mano y la obligó a mirarlo—.
Todavía nos quedan cinco días. Debemos aprovecharlos, no
quiero dejar de verte.
—¡No nos queda nada! —gritó sin poder ocultar su
malestar—. ¡No vas a volver a aprovecharte de mí!
—¿De verdad piensas que esa ha sido mi intención?
—¡Claro que la ha sido, por todos los santos! ¿Para qué te
acercaste a mí si sabías que lo nuestro no llegaría a ningún
sitio?
—¡Tú también lo sabías y seguías viéndome! Somos dos
culpables en esta historia.
—¡Todo cambió aquella noche en mis aposentos! ¡Me
arrebataste la pureza!
José apretó los labios, sintiéndose atacado, y enarcó las
cejas mientras sonreía con tirantez.
—Creo recordar que fuiste tú quien se metió en mi cama,
porque yo no podía andar.
—¡Oh…! ¡No puedes estar hablando en serio, maldita
bestia, después de que corrías tras mis faldas para que te
prestase atención! —Eirica le golpeó en el brazo, sumida por
la rabia.
—¡Vaya, pues por lo visto, no tuve que correr demasiado,
porque no tardaste en responder a mis intentos de muy buena
gana!
Ella se quedó de piedra ante su contestación y unas
irreprimibles ganas de llorar la poseyeron.
¡Qué estúpida había sido! ¿Cómo había creído sus tiernas
palabras? ¿Por qué se ilusionó con un hombre que no tenía
intenciones honorables con ella? ¿Cómo había sido tan necia
de pensar que José de Santarem querría algo más que su
cuerpo?
Él, al darse cuenta de su debilidad, intentó cogerla de la
mano.
—Perdóname, no quería hablarte de ese modo.
—Vete de aquí —le pidió mientras una lágrima resbalaba
por su mejilla.
—Por favor…, no llores, no quiero ser el culpable de tus
lágrimas…
—¡Que te largues de mi vista, malditos santos! —gritó
ella, perdiendo los nervios—. ¡Fuera de aquí, no quiero volver
a verte nunca! ¡No vuelvas a cruzarte en mi camino jamás o
atravesaré tu rostro con una de mis flechas!
—Eirica…
—¡Fuera! —Lo empujó con las lágrimas saliendo a
borbotones de sus ojos, con el orgullo tan herido como nunca
antes y con el corazón hecho trizas en el pecho—. ¡Como no
desaparezcas de aquí gritaré! ¡Vendrá Raibeart y mi tío en mi
ayuda, y ellos no serán tan benevolentes como yo!
Cuando regresó a su hogar, el fuego de la chimenea
apenas eran ascuas y su tío Donald ya debía de estar
durmiendo en su lecho unas cuantas horas.
Tras la marcha de José, se dejó caer en el suelo del
cobertizo y lloró a solas hasta que no le quedaron lágrimas en
los ojos.
La desdicha deformaba su bonito rostro y el desasosiego
era tan intenso que tenía que concentrarse en respirar para no
quedarse sin aire en los pulmones.
No la amaba. José de Santarem la había usado para su
propio placer sin pensar en sus sentimientos. Después de
disfrutar de su cuerpo se marchaba y la dejaba allí, como si
nada hubiese ocurrido, como si todas las palabras tan bonitas
que le dijo alguna vez desapareciesen con el viento.
—¿Cómo he podido ser tan estúpida? —susurró para sí
misma, flagelándose.
Creyó todo lo que él dijo. Se enamoró de él creyendo que
sus sentimientos eran compartidos, que José acabaría sintiendo
lo mismo que ella y que serían felices juntos cuando terminase
la guerra.
Pero no. Una vez que había conseguido todo lo que podía
ofrecerle, la dejaba y se marchaba con su estúpido escuadrón.
—Nunca debiste acercarte a él —se dijo apretando los
puños a cada lado del cuerpo, notando que las fuerzas iban
abandonándola.
Se apoyó en una de las paredes y clavó la vista en las
ascuas de la chimenea, rezando porque aquel dolor se fuera.
Miles de veces advirtió a Tavie sobre las intenciones de
los hombres, sobre sus sucios deseos, pues su amiga era
enamoradiza y confiada en aquellos temas. Así que era tan
irónico que aquello le estuviese pasando a ella… A la mujer
que aseguraba que jamás se enamoraría, a la que nunca deseó
desposarse con nadie, y a la que ahora tendría que ir
recogiendo los pedazos astillados de su corazón mientras se
pinchaba con cada fragmento.
José de Santarem había conseguido engañarla y llevársela
a su terreno. Había jugado con sus sentimientos y robado su
virtud, sin embargo, todavía le quedaba su orgullo, y eso jamás
lograrían arrebatárselo por mucho que la vida la golpease.
Quizás le costase unos días, puede que unas semanas,
pero se repondría. Sí, lo haría. Resurgiría y aprendería de
aquella dura prueba endureciendo su corazón y negándose a
que nadie volviese a entrar en él.
Se limpió una nueva lágrima y arrastró los pies hasta que
llegó a su alcoba.
Allí, se recostó en el lecho y se obligó a no recordar las
veces que yació junto a José en esa misma cama.
No durmió en toda la noche y el dolor de cabeza la
mantuvo recostada parte de la siguiente mañana, a pesar de las
quejas de su tío Donald para que lo ayudase con el huerto.
Estaba agotada y, por mucho que se lo propusiese, la
imagen de José y su acalorada discusión, se colaban una y otra
vez en sus recuerdos, estrujándole todavía más su maltrecho
corazón y sumiéndola en una oscuridad dolorosa e infinita de
la que no se recompuso hasta un par de días más tarde.
DIECISIETE

Los soldados reían y bromeaban contentos mientras


metían sus pocas pertenencias en pequeños petates que
dejarían preparados para el siguiente día.
Solo quedaban unas horas para que partiesen hacia
Inverness, para combatir contra los ingleses, y los ánimos
estaban por las nubes. Tanto Andrés como los demás no
dejaban de hablar del triunfo y de su victorioso regreso a
España.
Sentado sobre su duro lecho, José contemplaba el exterior
a través de una pequeña ventana situada junto a él. Su estado
de ánimo no era tan jovial como el de sus compañeros, incluso
podría decirse que no se le parecía ni un poco. Se sentía triste
y enfadado, y los soldados evitaban hablar con él porque sus
contestaciones solían ser gruñidos y respuestas mordaces fuera
de lugar.
Llevaba así desde la noche en la que discutió con Eirica,
tres días atrás.
Desde que se separaron en su cobertizo, no había vuelto a
saber de ella. Y no verla estaba siendo un suplicio.
Se había acostumbrado a sus besos, a sus continuos juegos
y sonrisas.
No era ningún infante. No era la primera vez que tenía
una amante, pero sí lo era el sentirse de ese modo. Ninguna
mujer había conseguido meterse en su piel como lo había
hecho ella. Sin embargo, por más que le daba vueltas no
encontraba solución para su problema.
¡Maldición! ¿Qué más podía hacer?
Él tampoco deseaba separarse de Eirica, pero su
juramento con el escuadrón estaba por encima de todo lo
demás. Primero estaba su patria y la lealtad a su rey. No podía
abandonarlo todo por una mujer, aunque esta fuese la más
especial que hubiese conocido nunca, aunque su cuerpo
reaccionase a ella con locura y se revolucionase con una sola
caricia.
Sus vidas eran muy distintas y, por más que le gustase su
compañía, no pensaba dejarlo todo y lanzarse a la aventura
junto a la prima de Rob Roy.
Se frotó el cabello y cerró los ojos con mucha fuerza, por
lo que vio miles de estrellas ante ellos.
Lo peor de todo era que Eirica pensaba que había jugado
con sus sentimientos, cuando no había sido así. Lo último que
deseaba era hacerla sufrir.
Desde que la vio por primera vez, se deslumbró con su
belleza y su fuerza. Le encantaba su espíritu libre y no quería
que eso cambiase. Era única y especial, y si consentía que ella
viajase a España con él, su brío acabaría por marchitarse.
—¿Si me siento a tu lado prometes no morderme?
La voz de Andrés lo sacó de aquellos inquietantes
pensamientos.
Alzó la cabeza y se quedó mirando a su amigo, que le
sonreía con indecisión, esperando una respuesta por su parte.
—Siéntate, anda.
Cuando estuvo a su lado, Andrés le palmeó un hombro y
sonrió, sin quitarle la vista de encima.
—¿Tu forma de comportarte tiene algo que ver con que
llevas unos días sin ver a cierta mujer?
—No le pasa nada a mi ánimo.
—No, qué va. —Rio Andrés—. Los soldados no se
atreven ni a mirarte para que no les grites.
—Estoy bien, Eirica no tiene nada que ver —farfulló—,
ni tampoco lo tiene que lleve tres días sin saber nada de ella.
—¿Tres días? ¡Pardiez, llevas tanto tiempo enfadado que
pensaba que habían pasado más de eso!
—¡No estoy enfadado! —gruñó José entrecerrando los
ojos—. Y si no quiere verme, me da absolutamente igual.
—Sí, ya lo veo. —Rio su amigo. Al darse cuenta de que
José lo fulminaba con sus ojos, chasqueó la lengua y
recompuso su semblante serio, mirando directamente a su
amigo—. ¿Qué ha pasado entre ambos para que os hayáis
enfadado?
—Es ella la que no quiere saber nada de mí.
—¿Qué le has hecho?
—¿Yo? ¡Yo no he hecho nada, esa mujer está loca!
—Loca, por supuesto —le dio la razón sin creerse ni una
palabra.
José resopló y apoyó la cabeza en la pared que había
sobre el lecho, mordiéndose el labio por la parte interior.
—Eirica me preguntó si iba a quedarme después de la
guerra.
—Oh, es eso.
—¡Sí, es eso! ¡No puedo quedarme!
—Claro que no, tenemos obligaciones.
—¡Y ella piensa que mis intenciones no eran buenas!
—¿Lo eran? —Andrés enarcó las cejas.
—¿A qué te refieres? Claro que lo eran, nunca he deseado
hacerle daño.
—Es una mujer, José, y tus atenciones le habrán creado
esperanzas.
Él asintió y se tapó la cara con ambas manos.
—Eirica me ama.
—¿Y tú?
—Nunca he querido de ese modo, ¿cómo voy a saber lo
que es el amor? Ni siquiera me enamoré de Beatriz, y era mi
esposa.
—Yo sí he estado enamorado varias veces, amigo, y
puedo decirte que esa sensación es inconfundible. Si
estuvieses enamorado, lo sabrías. Se siente por todo el cuerpo,
es una vibración deliciosa que te recorre aunque tú no lo
desees.
José pensó en todas las veces que habían estado juntos y
lo maravilloso que era, la plenitud de su corazón al tenerla
abrazada a su cuerpo y la felicidad que el solo hecho de verla
sonreír le provocaba.
—He intentado verla estos días, pero, al parecer, no ha
salido de su casa desde entonces. Es como si hubiese
desaparecido.
—¿Desaparecido? —Andrés enarcó las cejas—. Entonces,
amigo, yo debo de estar viendo un fantasma, porque tu querida
Eirica se dirige hacia aquí con las demás mujeres que portan
comida.
José se levantó de la cama de un salto y miró a través de
la ventana para ver si Andrés estaba en lo cierto.
Y así era.
Al reconocerla, el burbujeo de su estómago se hizo tan
potente que lo notó hasta por las puntas de los dedos.
Caminaba detrás de la esposa del herrero, con la cabeza
gacha y el rostro serio. Estaba tan hermosa que no pudo
despegar sus ojos de ella, sin apenas percatarse de las oscuras
ojeras que oscurecían la piel de debajo de sus ojos, ni de la
fragilidad que sus movimientos revelaban.
Corrió a calzarse de inmediato las botas, peinándose con
toda rapidez con las manos, ansioso por verla aparecer en la
casa y disfrutar de su belleza una vez más.

Estaba segura de que caería al suelo de un momento a


otro. Todavía no sabía cómo había aceptado acompañar a las
mujeres a llevar la comida a los soldados, cuando no quería
hacerlo.
Quizás era porque sería la última vez que vería a José, ya
que, en unas horas, partirían hacia Inverness, o quizás se
debiese a que era una estúpida que deseaba sufrir todavía un
poco más al saber que su amor no era correspondido.
Esos días sin verlo habían sido tan tristes que ni siquiera
había podido salir a la calle. Las fuerzas parecían haberla
abandonado y solo tenía ganas de recostarse en su cama y
dormir.
Al ver la casa de los soldados españoles, su sangre bulló a
toda velocidad, mareándose un poco y debiendo apoyarse en la
pared más cercana.
Sin querer levantar la vista del suelo, entró en aquel lugar
y dejó las cestas sobre la mesa, notando que la respiración se
le hacía trabajosa.
Muchos de los soldados la saludaron e intentaron llamar
su atención, sin embargo, Eirica abandonó la casa sin apenas
decir ni una palabra, sin atreverse a mirarlos, porque podía
encontrarse con él.
Salió a toda prisa de la edificación y, no fue sino unos
pocos minutos más tarde, logró recomponerse y decidió
regresar a casa.
No había visto a José, no tuvo valor ni de buscarlo con la
mirada, pero así era mejor. No más llantos, no más tristeza por
algo que jamás podría ser.
Al doblar la calle que llevaba a la casa de su tío, alguien
se cruzó en su camino y le imposibilitó el paso. Al alzar la
vista y encontrárselo frente a ella, a tan poca distancia, tuvo
que armarse de valor para no echar a correr. Se sintió tonta,
débil, muy diferente a la mujer decidida y valiente que siempre
había sido. El amor cambiaba a las personas, y se odiaba por
ello.
Él acortó la distancia que los separaba y la cogió del
brazo, llevándosela de nuevo hacia aquel callejón en el que
varias veces habían hablado a escondidas, donde apenas había
unas cuantas casas medio derruidas.
—¿Qué crees que haces? —chilló Eirica intentando
soltarse—. ¡Déjame libre!
Su corazón latía a un ritmo tan acelerado que parecía
querer salírsele del pecho y las lágrimas amenazaban con
volver a mojar sus mejillas, no obstante, Eirica se obligó a ser
fuerte.
José de Santarem no merecía el tormento que estaba
pasando por su culpa. Era el ser más despreciable del mundo y
no iba a acobardarse ante él, aunque su cuerpo le gritase lo
mucho que lo amaba, aunque el dolor fuese enorme por verlo
tan cerca de ella pero sentirlo tan lejos.
Al darse cuenta de que no la dejaba y seguía avanzando,
Eirica comenzó a golpearle, agobiada.
—¡He dicho que me sueltes, bestia del demonio!
—No voy a hacerlo. Por lo visto, esta es la única
oportunidad que vamos a tener para hablar.
—¿Hablar? ¿Contigo? ¡De nada tenemos que conversar tú
y yo!
—Sí, Eirica, la otra noche no pude…
—¡La otra noche me quedó claro el tipo de hombre que
eres! ¡No hay nada que puedas hacer para que cambie de
opinión!
José la acorraló contra una de las casas derruidas,
imposibilitando su escape, por lo que ella dio un paso hacia
atrás, buscando la manera de marcharse sin que su orgullo
sufriese todavía más y las lágrimas la traicionasen en ese
preciso momento.
—¡Te guste o no, yo tengo cosas que decir! —exclamó él
sin quitarle la vista de encima—. ¡Así que vas a escucharme!
—¡Haré lo que me plazca y más vale que me dejes o
gritaré!
—¡Eirica, has desaparecido y no me has dado la ocasión
de explicarme!
—¿Acaso no te queda claro por qué lo he hecho? ¡No
quiero verte, no quiero saber nada de ti! —Apretó los puños,
tan destrozada que le importaba bien poco morir matando. Si
para que la dejase libre debía hacerle daño también a él, lo
haría—. ¿Acaso no te das cuenta de que me das asco, José de
Santarem? ¡Prefiero mil veces que me traspasen el corazón
con una ballesta a tenerte en mi presencia!
—¡Qué mala suerte la tuya, porque no voy a irme hasta
que me escuches!
—¡Eres un bastardo y deberías morir en esa guerra! —De
inmediato se arrepintió de sus palabras, sin embargo, su
orgullo no le permitió retractarse, aunque viese el dolor en los
ojos de José.
Él entrecerró los ojos y bajó la vista al suelo, antes de
hablar.
—Eirica, la otra noche me sentí atacado, nunca quise
herirte con mis palabras.
—¿Atacado? ¿Cuándo? ¿Cuando te confesé mi amor una
y otra vez, cuando te supliqué que te quedases a mi lado, que
me dejases ir contigo a España? ¡Cuándo, por todos los santos!
—Dijiste que yo te robé la pureza, me culpaste de ello, y
no fue así. Sucedió porque ambos lo deseábamos.
—Sucedió porque te amaba y porque creía que tú también
lo hacías. Tenía la estúpida idea de que tus intenciones eran
honorables y que responderías por tus actos llegado el
momento.
—Eirica, lo que yo siento por ti es…
—No es amor.
José la miró a los ojos y suspiró.
—No lo es. Nunca he amado a una mujer de ese modo.
—Si me amases no querrías que esto sucediese, José.
¡Desearías por todos los medios que nuestro romance siguiese
adelante!
—Eirica, yo te tengo un gran cariño.
—¡Cariño se le tiene a un perro, pero no a la mujer con la
que has estado yaciendo noche tras noche!
—No quiero que pienses eso. Sabes todo lo que me haces
sentir, siempre te lo he dicho, y estos días que hemos estado
separados…
—¡Basta, no quiero escucharlo! —Le golpeó furibunda—.
¡Déjame en paz, José!
—¡No, escúchame!
—¡Regresa a España! —gritó tapándose los oídos con
ambas manos—. ¡Vete y olvídate de que existo, porque tú
estás muerto para mí desde hace tres noches! ¡No eres nadie,
no significas nada!
—Eirica…
—¡No! —Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos,
dejando helado a José, sin poder reaccionar. Ella se las limpió
de inmediato y jadeó sin dejar de mirarlo a los ojos—. No. Se
acabó. —Negó con la cabeza antes de seguir hablando—.
Deseo que la vida te trate bien y consigas todo aquello que
anhelas. —Lo miró de arriba abajo con el semblante dolorido
y el corazón hecho trizas—. Adiós, José.
Y tras esas últimas palabras se escabulló de él y echó a
correr hacia su hogar, dejándolo allí, sin poder mover ni un
músculo, sintiéndose el mayor estúpido del mundo y deseando
ir tras ella y besarla hasta que el dolor pasase, hasta que ambos
borrasen de sus mentes esos oscuros días que habían estado
separados.
Sin embargo, no lo hizo.
Se dirigió hacia la casa que compartía con los demás
soldados y pasó el resto de la tarde tendido en el lecho,
notando que el dolor por aquella fea despedida se enredaba por
sus entrañas y le era imposible descansar.
Jamás volvería a verla y aquella certeza era peor que
cualquier guerra a la que tuviese que enfrentarse. Pero… por
más que doliese, el deber era primero, siempre primero. ¿No
era eso lo que les enseñaban en el ejército?

Tavie pasó una mano por el cabello de Eirica y se


acurrucó a su lado, en su propio lecho.
Su amiga había ido a verla esa misma tarde, después de
llevar la comida a los soldados, y lo que vio en sus ojos nada
más tenerla enfrente, le hizo entender que algo malo sucedía.
Dejó su propia pena de lado y olvidó a Caladh por un
momento. Eirica la necesitaba, siempre había estado ahí
cuando ella precisaba compañía y no la dejaría desamparada
ahora que podía tenderle su mano.
Limpió las lágrimas de sus mejillas y la besó en la frente,
mientras contemplaba su bonito rostro, ahora blanquecino y
triste. Parecía no haber descansado en varios días, no
desprendía su eterna vitalidad.
Lloraba y lloraba, y nada podía hacer para que dejase de
hacerlo, así que se limitaba a abrazarla y a decirle que todo
estaba bien. Después de una hora, el llanto cesó y cayó en un
profundo sueño.
Tavie, al verla dormida, corrió a la casa de su tío y lo
avisó de que su sobrina estaba indispuesta, para que no se
preocupase por su tardanza.
—¿Eirica está enferma? —preguntó Donald, alarmado. Su
sobrina llevaba unos días triste y, aunque le preguntó por el
motivo, ella jamás dijo nada. Se limitaba a hacer sus tareas y
regresar al lecho.
—No, no sufre ninguna enfermedad. Debe estar tranquilo,
señor —se apresuró a decir—. Su salud es buena, pero está
algo alterada y creo que lo mejor será que pase la noche en mi
hogar, acompañada de mujeres.
—Oh…, ¿es… por algún tema femenino? —Donald se
rascó la cabeza y maldijo la temprana muerte de su Margaret.
Si su mujer hubiese estado allí, Eirica tendría con quién hablar
sobre cosas de mujeres, sin embargo, Raibeart y él no podían
ayudarla en esos menesteres.
—No debe preocuparse, Donald, cuidaremos de Eirica y
mañana regresará a su casa —le aseguró Tavie, palmeando su
mano para infundirle confianza.
Él asintió, sin estar tranquilo del todo. Su sobrina nunca
había pasado una noche fuera de casa desde que sus padres
murieron y tuvieron que hacerse cargo de ella, así que saberla
en otro lugar se le hacía extraño. Eran tantos años
preocupándose por su seguridad que no podría quedarse
tranquilo hasta que no se asegurase de que estaba bien.
—¿Puedo verla?
—Por supuesto, señor. Acompáñeme a casa, aunque debo
advertirle de que está profundamente dormida.
—Solo quiero asegurarme de que está bien.
—Es un buen hombre, Donald. Eirica tiene mucha suerte
de tenerlo en su vida.
Tavie le sonrió y entrelazó su brazo con el de él hasta que
llegaron a su hogar.
Después de asomarse por la puerta y ver que Eirica
dormía plácidamente, su tío regresó a casa.
Su amiga la contempló dormir durante un par de horas,
mientras zurcía unos vestidos, a su lado. Todavía no sabía el
mal que la aquejaba, pero desde que la vio llegar esa misma
tarde supo que no podía dejar que regresase a su hogar de ese
modo. No estaba en condiciones de enfrentarse a nadie, y su
tío le haría muchas preguntas. Así que, su idea de achacar su
indisposición a un tema femenino, fue la solución. Como todo
hombre, Donald no preguntaría y se limitaría a ser
comprensivo.
No fue hasta bien entrada la noche que Eirica despertó.
Cuando lo hizo, se sintió desubicada. Tuvo que mirar
hacia todos lados unas cuantas veces para recordar dónde se
encontraba. Le dolía la cabeza y la tristeza seguía instalada en
su corazón.
—Ya has despertado. —Su amiga llegó a la alcoba con un
cuenco humeante en las manos. Se lo tendió—. Toma,
bébetelo, te sentará bien.
Eirica lo cogió con dudas y miró por la ventana.
—¿Cuánto tiempo he dormido?
—Cuatro horas.
—¡Oh, santos, debo regresar a casa o mi tío Donald me
cortará en pedazos!
Tavie tomó asiento a su lado y la rodeó por los hombros,
tranquilizándola.
—Hace un rato fui a hablar con él. Sabe que estás aquí,
que pasarías la noche en casa. —Al ver la sorpresa en sus ojos,
se apresuró a continuar—. No debes preocuparte, tranquila, le
dije que te aquejaba una dolencia femenina, así que no te
preguntará cuando regreses.
Eirica suspiró y bajó la mirada al suelo, recordando todo
lo sucedido esa misma tarde.
—Te lo agradezco, amiga. No estoy lista para lidiar con
nadie en este momento.
—Pues es una pena, vas a tener que hacer el esfuerzo
porque no vas a dejarme con la duda de saber qué te pasa y el
porqué de tu llanto.
Se quedó mirando a Tavie y, al ver la determinación en su
rostro, suspiró. No le apetecía hablar sobre ello, pero
comprendía la preocupación de su amiga. Nada más llegar a su
casa se había echado a llorar sin dar ninguna explicación al
respecto.
—José va a marcharse cuando acabe la guerra —declaró
con voz dolorida—. Nunca tuvo intención de quedarse.
Tavie enarcó las cejas y la miró muy fijamente.
—Pero eso ya lo sabías desde el principio, Eirica. Nunca
dijo lo contrario.
—Lo sabía, ¡claro que lo hacía! Pero… después de que
nosotros… —Una lágrima resbaló por sus mejillas.
—Después de que yacieses con él pensabas que no se iría
de Escocia, ¿cierto?
—¡He sido una estúpida, Tavie! ¡Creí todas las palabras
hermosas que me dijo, creí todas sus mentiras! ¡Me enamoré
de él! —Dio un puñetazo sobre el lecho, apretando los dientes
—. Me utilizó para satisfacer sus asquerosos deseos y ahora…
se va a marchar y yo…
—Tú te quedarás y lo añorarás. Te comprendo. —La miró
con lástima y la abrazó—. Ay, Eirica…, ¿por qué todo es tan
complicado para nosotras?
Ella se libró de su abrazo y apretó los labios, notando que
la rabia iba abriéndose paso a través del dolor.
—¡No! ¡No es complicado, amiga, no es nada
complicado! ¡Él me hizo tener ilusiones! ¡Ese desalmado se
aprovechó de su porte apuesto, de su galantería y de sus
nimias palabras para llevarme a su terreno! —Se levantó de la
cama, furibunda, sin importarle que las lágrimas siguiesen
cayendo por sus mejillas—. ¡Pero está muy equivocado si
piensa que voy a llorar más por él! ¡José de Santarem está
muerto para mí, jamás ha existido!
—Eirica…, es normal sentir dolor.
—¡No lo merece! ¡Y lo peor es que… yo creí todos y cada
uno de sus embustes! ¡Cuando me aseguraba que era una
mujer especial para él, que conmigo todo lo que sentía era
único y maravilloso! —Apoyó la cabeza contra una de las
paredes del dormitorio y cerró los ojos tan fuerte que sintió
dolor—. ¡Qué necia debí parecerle cuando me entregué a él
aquella noche, cuando yo misma fui a su encuentro y cuando
le confesé mi amor!
Tavie se levantó también del lecho y se acercó a su lado,
cogiéndole de la mano.
—¿Él alguna vez te ha prometido…?
—Nunca —la interrumpió antes de que acabase, con los
ojos repletos de lágrimas contenidas—. José nunca me ha
prometido nada. No obstante, sus palabras y la forma de
comportarse conmigo me alentaron, me hicieron creer que me
amaba de la misma forma en la que yo a él. Supo engañarme y
yo caí en su trampa gustosamente.
—¿Y qué vas a hacer?
—Seguir adelante —dijo con contundencia—. Seguir con
mi vida como si nada hubiese pasado.
—No es fácil —le advirtió—. Mírame a mí, Eirica. Llevo
más de tres semanas sin saber de Caladh y el dolor que me
provoca su ausencia todavía es insoportable.
—Al menos, tienes la esperanza de que su ausencia se
deba a algún tema de fuerza mayor. —Se humedeció los labios
—. Quizás, mañana vuelva a buscarte y salgamos de dudas.
—Ojalá sea como dices, amiga mía —respondió Tavie
entrelazando las manos como en oración—. Es mi mayor
deseo. Que mi amado regrese a mí y me explique el porqué de
su larga tardanza.
DIECIOCHO

10 de junio de 1719

Llevaban caminando desde el amanecer y el mar había ido


desapareciendo paulatinamente de su campo de visión.
A su marcha iban sumándose guerreros a pie, a caballo y
los demás soldados del Escuadrón Galicia, conforme llegaban
a nuevas aldeas de camino a Inverness.
Era el día. El día en el que emprendían el camino que
tanto tiempo planearon, el día en el que esa guerra se hacía
real, el día en el que su vida en Dornie acababa para siempre.
En el que la certeza de que no volvería a ver a Eirica le
quemaba en el pecho.
José caminaba junto a Andrés, que charlaba relajadamente
con otro soldado español, mientras Castro Bolaño y Rob Roy
conducían a su ejército hacia la batalla.
El pie le dolía ligeramente, incluso había momentos en los
que cojeaba por la molestia, no obstante, sabía que no sería
ningún impedimento para luchar, había peleado en situaciones
menos favorables para él, saliendo victorioso. Aunque las
veces anteriores su mente estaba concentrada del todo en sus
propósitos, y no como en ese momento, que la imagen de
cierta mujer pelirroja ocupaba sus pensamientos a cada
instante.
No podía dejar de verla ante él, con los ojos anegados en
lágrimas, golpeándole y diciéndole lo mucho que lo aborrecía.
Odiaba que su despedida hubiese sido de ese modo, pero no
pudo volver a encontrarse con ella e intentar suavizar las
cosas, y su humor seguía tan huraño como en días anteriores.
Eirica McGregor se había convertido en alguien muy
importante para él y la certeza de que no quería saber nada
sobre su persona era doloroso.
José todavía ansiaba estar junto a ella, acariciarla como
hizo tantas noches, besarla con pasión, perderse en su cuerpo y
ver que respondía con la misma intensidad que la suya. Esos
días separados habían sido tan largos que suplicaba que la
guerra llegase pronto, para que sus recuerdos se diluyesen y
pudiese concentrarse en algo que no fuese ella.
Apretó los puños y miró hacia el horizonte, en el que una
vasta cañada se extendía ante los caminantes. Las altas
montañas cubiertas de verde eran una delicia para los sentidos,
el suelo cubierto de hierba y un abundante río que cruzaba por
medio. Era un lugar precioso, pero José apenas reparó en él.
Cerró los ojos con fuerza y pidió a Dios que lo ayudase a
seguir conservando su compostura y no maldecir una y otra
vez contra el infame destino.
Era lo mejor para ambos haberse separado enfadados.
Eirica lo olvidaría pronto, su dolor pasaría y jamás volvería la
vista atrás. Seguiría con su vida y conocería a algún buen
hombre que la hiciese feliz y le diese decenas de hijos. No
obstante, José seguiría recordándola y maldiciendo la buena
suerte de ese hombre. Participaría en cientos de conflictos
bélicos, yacería en brazos de más mujeres, pero algo en su
pecho le decía que jamás volvería a sentirse como cuando
Eirica estuvo a su lado.
—Es lo mejor para los dos —repitió en voz baja, con la
vista puesta en el suelo.
—¿Cómo dices?
La voz de Andrés se coló entre sus cavilaciones.
José giró la cabeza y se concentró en su amigo, que
caminaba a su lado sin perder la sonrisa.
—Nada, estaba hablando conmigo mismo.
—¡Deja de torturarte! —Le pasó una mano por los
hombros y le palmeó, sonriente, mirando a su alrededor—.
Disfruta de las maravillas que esta tierra nos está brindando.
—¿Dónde estamos? ¿Qué lugar es este?
—Estamos en la cañada de Glen Shiel. Todavía nos queda
casi un día a pie para llegar a Inverness.
—Queda bastante trayecto.
—No tanto. Aunque, claro, tu pie no está del todo curado.
—Mi pie aguantará. No he venido a este lugar para
retirarme a la primera de cambio.
—Quien te conozca un poco, sabe que jamás harías algo
así, José, pero tú no…
—¡Alto! ¡Todo el mundo quieto!
La voz de Castro Bolaño les hizo ponerse en guardia. Su
coronel parecía bastante nervioso, se le notaba en la forma que
tenía de moverse a caballo, de apretar los labios.
José miró hacia todos lados para ver qué ocurría, fue
entonces cuando vio a un jinete con la bandera británica
dirigirse hacia ellos.
Castro Bolaño y Rob Roy salieron en su búsqueda, al
galope, dejando al resto del ejército a la espera.
Andrés se acercó a José y le susurró extrañado.
—¿Qué hace ese jinete inglés aquí? Nuestra marcha era
secreta, nadie debía de saber que nos dirigíamos hacia
Inverness. Llevamos planeando la emboscada casi dos meses.
—Pues, parece ser que nuestros planes no eran tan
secretos, amigo.
Al levantar la vista, José contuvo el aliento al darse cuenta
de que, a unos quinientos metros, escondidos entre la maleza,
había cientos de hombres aguardando.
—Han traído a su ejército. Alguien ha debido informarles
sobre nuestras intenciones.
—¿Los ingleses están aquí? ¿En Glen Shiel?
Un murmullo generalizado se originó entre todos los
soldados españoles y los guerreros escoceses, que miraban
hacia donde aguardaba la infantería inglesa.
Muchos de ellos no dudaron en desenfundar sus armas,
encarándolos con hostilidad y rabia, sin embargo, José y
Andrés aguardaron a que su coronel y Rob Roy regresasen con
sus caballos tras hablar con el mensajero inglés.
Estos no tardaron en volver, y lo que sus rostros
transmitían no era tranquilizador, ni mucho menos.
Desmontaron de sus corceles y se dirigieron directamente
hacia ellos.
—Alguien ha debido de informar a esos perros ingleses de
nuestras intenciones —anunció Rob Roy con el ceño fruncido.
Señaló hacia la infantería rival—. Están aquí dispuestos a
luchar. No podremos llegar a Inverness si no los derrotamos
primero.
—¿Se sabe algo del traidor que nos ha delatado? —
preguntó José, apretando los dientes.
—Puede haber sido cualquiera, sargento —dijo Castro
Bolaño, con una solemne seriedad.
El murmullo de todos los hombres apiñados a su
alrededor no se hizo esperar.
—¿Y qué haremos ahora? —saltó Andrés, dando un paso
hacia adelante.
—Lucharemos, por supuesto.
—¡La batalla comenzará a las cinco de la tarde! —gritó
Rob Roy, levantando su espada, consiguiendo que los
escoceses hiciesen lo mismo a voz en grito.
—¡Debemos levantar barricadas, hacer zanjas para
nuestra mejor defensa! —vociferó un escocés rubio situado
junto a ellos.
—¡Haremos todo lo que sea necesario, señores! —gritó
Castro Bolaño—. ¡Y debemos hacerlo ya! ¡No hay tiempo que
perder! ¡Por lo que he podido ver, su ejército es más numeroso
que el nuestro!
—Y van mejor armados —añadió Rob Roy, maldiciendo
en voz baja.
José se quedó mirando a los ingleses con fijeza,
intentando adivinar quién era el cobarde traidor que les había
delatado, no obstante, algo en ellos llamó su atención. ¿Sería
verdad lo que veían sus ojos? ¿Kilts? ¿Los ingleses llevaban
kilts?
—¡Rob! —le dijo al primo de Eirica—. ¿Hay escoceses
luchando junto a los ingleses?
—Los hay —gruñó, clavando su férrea mirada en el
enemigo—. El clan Fraser de Lovat. Esos despreciables
asesinos desean una Escocia bajo las órdenes de la escoria
inglesa.
—¿Por qué quieren esa suerte para su país?
—No lo sé, José. Por los santos que no lo sé. —Suspiró y
apartó la vista del enemigo—. Vamos, dejemos de pensar en
esos perros y construyamos las barricadas para la batalla.
Tengo ganas de rebanar unos cuantos gaznates ingleses.

Tavie pasó todo el siguiente día pensando en la tristeza de


Eirica.
Su amiga apenas durmió esa noche y ella se quedó a su
lado, escuchando su llanto e intentando calmarla. Nunca la
había visto de ese modo. La sobrina de Donald McGregor era
una mujer fuerte, decidida y con las ideas tan claras como ella
jamás las tuvo, así que verla tan hundida por el amor de un
hombre, era descorazonador. Tanto fue así, que su dolor por la
desaparición de su amado Caladh pasó a un segundo plano.
Ya de madrugada, ambas se quedaron dormidas, agotadas
por haber pasado toda la noche en vela, no obstante, cuando
abrió los ojos, Eirica ya no estaba a su lado, ni en ningún lugar
de su casa.
Al entrar en el salón, su madre le informó de que se había
marchado nada más rayar el alba, casi tan temprano como lo
hizo su propio padre, que, en vez de salir al mar, como
siempre hacía, se marchó con los guerreros y los soldados
españoles a la lucha.
La preocupación por todo aquello la tuvo en vilo la mayor
parte del día. Su padre era un hombre bastante mayor y dudaba
mucho de que pudiese aguantar en el frente sin ser herido.
A mitad de la tarde, y al no poder aguantar más la tensión,
Tavie abandonó la comodidad de su hogar y caminó, dejando
Dornie atrás, para internarse en el bosque.
Mientras paseaba por entre los árboles, pensaba en todos
los acontecimientos que había sufrido su vida a lo largo de
esos tres meses en los que los españoles habían llegado a su
poblado. Si bien era verdad que esos hombres vinieron para
ayudarlos, en el fondo los culpaba de todas las desgracias
ocurridas.
El castillo de Eilean Donan estaba reducido a cenizas,
Caladh había desaparecido, quizás debido a algún altercado
con ellos, su padre se había marchado a la guerra y Eirica solo
era una sombra de lo que siempre fue.
Se apoyó en el tronco de un viejo abedul y maldijo a la
mala suerte que parecía haberse cebado con ellos.
No fue sino cinco minutos más tarde, que abandonó aquel
árbol y continuó su paseo por el frondoso bosque de Dornie,
mirando a su alrededor y disfrutando del relajante trino de las
aves salvajes.
Frente a ella, un gran arbusto repleto de bayas moradas
llamó su atención. Sonrió al recordar que eran las preferidas de
Eirica. Se encaminó hacia el matorral y recolectó los pequeños
frutos envolviéndolos en su delantal.
Quizás, podría hacerle un pastel. ¡Sí, un delicioso pastel
para que su amiga recuperase la sonrisa!
Seguía en su tarea de recolección cuando el sonido de los
cascos de un caballo la distrajo.
Temerosa, se escondió tras el arbusto, esperando a que la
indeseada compañía se marchase. No obstante, cuando aquel
desconocido apareció ante sus ojos, galopando a lomos de su
corcel, el mundo pareció dar vueltas a su alrededor.
¡Caladh!
¡Su amado seguía vivo! ¡Oh, santos, Caladh estaba en
Dornie!
Se llevó una mano al pecho al pensar que había ido a
buscarla. ¡Finalmente todo volvería a ser como antes y se
convertiría en su esposa!
Estaba tan apuesto como nunca. Vestía unos ropajes que
debían de haberle costado una fortuna, y su rostro estaba
limpio, sin grasa de la embarcación con la que trabajaba.
Se sintió tan dichosa… ¡Caladh se había vestido con sus
mejores galas para ir a por ella!
Tavie se dispuso a salir del matorral para llamar su
atención. Estaba eufórica, tan contenta como no lo había
estado en semanas y con el corazón latiéndole a un ritmo
desorbitado.
Sin embargo, hubo algo que la hizo no moverse de su
escondrijo: el sonido de más cascos de caballos acercándose.
Sin poder quitar los ojos de lo que ocurría, junto a su
amado aparecieron tres hombres. Frenaron justo a su lado y
miraron en todas direcciones, decidiendo qué camino seguir.
Al fijarse mejor en ellos, algo llamó la atención de Tavie.
La indumentaria de estos le era familiar.
¡Casacas rojas! ¡Eran soldados ingleses!
¿Qué hacía Caladh junto al enemigo?
Sin poder creer lo que veía, se llevó la mano al corazón,
rezando para que sus sospechas no fuesen ciertas. Pero, por
más que pidió a los santos, todo se descubrió cuando uno de
ellos comenzó a hablar.
—¿Seguro que esta es la ruta más corta hacia Glen Shiel,
teniente Archer?
Caladh asintió, sin un ápice de su sonrisa bonachona, y
señaló hacia Dornie.
—La ruta más corta es atravesando el poblado, pero si
somos previsores, más nos valdrá rodearlo para que nadie nos
vea merodear por él.
—El ejército ya habrá dado caza a los escoceses, si somos
raudos llegaremos a tiempo para la batalla —habló el otro
inglés—. Estoy deseoso de encañonar a una decena de esos
salvajes y mandarlos al infierno.
—Agradécemelo entonces, Brown —se jactó Caladh con
chulería—. De no ser por mí, esos bastardos habrían llegado a
Inverness sin mayor problema. Después de esta batalla, su
majestad me otorgará un buen título y abundantes riquezas.
—¡Bah, Archer, eres un patán con suerte! —exclamó uno
de los ingleses dirigiéndose a Caladh—. Si esa pobre escocesa
estúpida a la que sedujiste hubiese sabido de tus intenciones,
jamás te hubiera dicho nada.
—Ese es el truco, querido amigo. —Rio —. Gracias a
Tavie McGregor supe que los españoles habían guardado su
munición en el castillo de Eilean Donan. Y solo me costó unas
pocas promesas vacías que me confesase el día en el que esos
estúpidos pensaban marchar hacia Inverness.
—¡Esos salvajes nos han subestimado! —Rio uno de los
otros ingleses—. En estos momentos, estarán huyendo al ver a
nuestro ejército ante ellos en Glen Shiel. ¡Son una panda de
cobardes, e iban a atacar por sorpresa, como las gallinas
rajadas que son!
—Entonces, vayamos raudos hacia el campo de batalla —
añadió su antiguo amor, espoleando a su caballo—. Mataré a
tantos escoceses como me sea posible. Os aseguro que no
quedará ante mí ni uno vivo, como que mi nombre es James
Archer.

Eirica cavaba en el huerto a unos metros de su tío Donald.


Estaban preparando el terreno para la plantación de coles,
y aquel era el trabajo más duro de todo el proceso de cultivo.
Ninguno de los dos había dicho ni una palabra desde que
salieron de casa. Se notaba el nerviosismo por la guerra en
cada uno de sus movimientos. Muchos hombres buenos
estaban en el frente, defendiendo su país, y cada pensamiento
era una oración por ellos y por Raibeart. Por otro lado, su tío
no se atrevía a preguntarle sobre el mal que la llevó a quedarse
la pasada noche en el hogar de Tavie. Los años le habían
conferido la sabiduría de saber cuándo debía callar, aunque, en
el fondo, desease poder ayudar a Eirica en todo lo que
estuviese en su mano.
Se la veía tan triste y decaída que dudaba de que el duro
trabajo en el huerto fuese beneficioso para su débil estado
anímico. Sin embargo, ella se empeñó en ayudarle y Donald
no quiso contradecirla. Ya bastante tenían con la preocupación
del enfrentamiento contra los ingleses como para también
discutir entre ellos por una estupidez semejante.
—Es suficiente por hoy, muchacha —dijo Donald
limpiándose la tierra de las manos y mirando el lento avance
del huerto—. Descansaremos el resto del día y rezaremos por
la suerte de nuestros guerreros.
—Como desees, tío —asintió Eirica, dejando la pala
clavada en el suelo, secándose el sudor de la frente.
—Entra en casa y aséate un poco, tus mejillas están
cubiertas de tierra.
—Enseguida entro. Voy a vigilar a los animales.
Cuando se quedó a solas tras la marcha de su tío, Eirica se
desinfló.
Tomó asiento en una piedra situada en un extremo del
huerto y fijó la mirada en sus propios pies, mientras las
lágrimas, que había estado reteniendo desde primera hora de la
mañana, brotaban libremente.
Se las limpió de inmediato, enfadada consigo misma por
ser tan débil y se obligó a no volver a llorar, y mucho menos si
la razón era José de Santarem.
¡Solo era un hombre, maldición! Le daba igual que su
corazón se deshiciese por él, ni que tuviese la certeza de que
jamás volvería a amar de esa misma forma.
Su romance había sido una vil mentira por su parte. La
utilizó para satisfacer sus oscuros deseos y ella cayó en aquel
embuste como una estúpida niña. Después de aquello, jamás
podría volver a confiar en ningún otro hombre, en sus buenas
palabras, en sus galanteos.
—¡Eirica!
La voz desesperada de Tavie la hizo ponerse en pie de
inmediato.
Su amiga llegaba hasta ella corriendo a toda velocidad,
con las lágrimas resbalando por sus mejillas y la desesperación
dibujada en su bello rostro.
Parecía a punto de desfallecer, a punto de caer al suelo
inconsciente. Le faltaba la respiración y tuvo que cogerla con
fuerza cuando llegó a su lado.
—Amiga, ¿qué te ocurre?
—¡Oh, Eirica…! —Lloró desconsolada—. ¡He sido tan
tonta! ¡Es mi culpa, por mi culpa morirán muchos hombres
inocentes!
—¿De qué estás hablando, Tavie? —le preguntó, cada vez
más asustada por la expresión de esta.
Su amiga cerró los ojos, como si fuese a desmayarse, sin
embargo, recobró las fuerzas tan pronto como pudo y la miró
fijamente, con un gran remordimiento en el semblante.
—¡Ay, amiga mía…, quiero morir! ¡Soy culpable de todo
lo que les suceda en el campo de batalla!
—¡Tavie! ¡Por todos los santos, dime de una vez qué
ocurre! ¿Por qué vas a ser tú la culpable?
Ella respiró con dificultad y se humedeció los labios antes
de volver a hablar. No podía dejar de llorar aunque se lo
propusiese, ya que lo que acababa de escuchar en el bosque la
había dejado en shock.
—Caladh…
—¿Está bien? ¿Tu amado está con vida?
—Vive —asintió apretando los labios—. Siempre ha
estado vivo, y yo me he encontrado con él en el bosque, de
casualidad.
—¿Caladh ha venido a Dornie y no ha ido a visitarte? ¿Le
has pedido explicaciones por semejante acción?
—Él no ha sabido de mi presencia en ningún momento —
le aclaró, con un nudo insoportable en la garganta—. Yo…
recolectaba bayas tras un matorral cuando lo he visto aparecer
a lomos de un caballo.
—¿Por qué no has ido a su encuentro, Tavie? Lo tenías
muy cerca.
—Iba a salir de mi escondrijo —continuó—, pero… no lo
hice cuando escuché el sonido de los cascos de otros caballos.
No viajaba solo. —Bajó la vista al suelo—. Viajaba junto a
unos soldados ingleses.
—¿Lo tenían prisionero? —preguntó Eirica con horror.
—No, amiga. El hombre del que he estado enamorada
todo este tiempo es inglés. —Dio una patada a una pequeña
piedra y esta salió despedida a varios metros de distancia—.
¡Es inglés, maldición! ¡Ni siquiera se llama Caladh!
—¿Y para qué iba a querer un inglés cortejarte? No vienes
de familia adinerada, ni de la realeza…
—Es un espía —declaró con desapasionamiento.
Eirica se llevó las manos a los labios y negó con la cabeza
convulsivamente, mientras en su cara iba apareciendo una
mueca de terror.
—Tavie, no… Tú no le dirías… nada de…
Su amiga asintió y se tapó los ojos para llorar, sin
consuelo.
—¡Me engañó! ¡Pensaba que era escocés! Me dijo que se
alistaría con los guerreros, me pedía información acerca de las
fechas, según él porque su trabajo en el mar no le dejaba
tiempo para enterarse de esos menesteres. —Suspiró,
derrotada—. Yo le dije que en el castillo de Eilean Donan
guardaban la munición, y varios días después llegó el ejército
inglés y lo voló por los aires. ¡Mataron a los hombres que
vigilaban dentro por mi culpa, Eirica!
Ella escuchaba a Tavie sin poder creer lo que sus oídos
captaban, sin dejar de negar con la cabeza.
—Tú…, ¿qué podías saber? No eres la culpable, amiga.
Ese mal hombre te engañó, pudo pasarle a cualquiera.
—¡Pero me pasó a mí! ¡Y la culpa no va a dejarme en
paz!
—No deberías ser tan dura contigo misma.
—¡Por el amor que le profesaba a un hombre han muerto
muchas personas inocentes! —Jadeó con los ojos muy abiertos
al darse cuenta de algo—. ¡Y morirán muchas más!
—¿Caladh sabía la fecha en la que los guerreros partían
para Inverness? —la interrogó mientras un miedo helado le
congelaba el corazón.
—¡Lo sabía y se dirigían hacia allí! ¡Dijo algo… de un
ejército! —Dio un par de pasos a su alrededor—. ¡Eirica, si no
avisamos a nuestros guerreros, morirán! ¡Los sorprenderán y
nada podrán hacer para defenderse de ellos!
Eirica se tapó la boca con ambas manos y se sintió débil.
Raibeart estaba en el frente. Y… José.
—¡Vamos, Tavie! —dijo tirando de su mano, sacándola
del huerto.
—¿A dónde?
—¡Tenemos que avisarles, hay que poner a los hombres
sobre aviso!
—¿Nosotras solas?
—¡Aquí en Dornie no hay nadie más que mujeres! ¡Todos
los hombres han partido al frente!
—Tu tío podría…
—¡Tío Donald no puede caminar con rapidez! ¡Sería tan
lento que llegaría cuando todo hubiese acabado! ¡Debemos ir
nosotras! ¡Tenemos piernas fuertes y jóvenes!
—¡Pero podrían herirnos o matarnos! ¡No tenemos armas!
Eirica abrió los ojos al escuchar su respuesta y sonrió una
milésima de segundo. Dejó a Tavie allí, mientras se dirigía al
interior de su hogar. Cuando salió, llevaba su arco colgado de
la espalda.
—¡Ya tenemos arma, vayámonos!
—¿Sin avisar a nadie, sin excusarnos por nuestra
ausencia?
—¡No hay tiempo para eso, nuestros hombres nos
necesitan!
Su amiga se quedó indecisa varios segundos, sin embargo,
asintió y apretó los labios, tan decidida como la propia Eirica.
—¡Tienes razón, vámonos!
DIECINUEVE

José miró a su alrededor y agarró fuerte su mosquete.


La batalla estaba a punto de comenzar y todos estaban
colocados estratégicamente, tal y como Castro Bolaño y Rob
Roy los dispusieron, posicionando a los soldados españoles en
el centro del batallón y a los escoceses en los flancos.
Mientras recibían las últimas órdenes de su coronel, su
mente regresó con ella. Hubiese dado todas las riquezas de las
que disponía por poder verla una vez más. El vacío que mordía
su estómago era tal que el recuerdo de su romance, de los
besos furtivos cuando nadie los veía y de sus noches juntos,
seguía estando latente como el primer día.
Cerró los ojos al imaginarla tendida en el lecho, mientras
su cabello rojo enmarcaba sus delicadas facciones, mientras
besaba cada una de las pecas de su cara, mientras su corazón
se aceleraba con cada una de sus caricias.
—¡Señores! —La voz de Castro Bolaño lo sacó de su
ensoñación y lo devolvió a la realidad—. ¡Ha llegado la hora
de la lucha! ¡Demostrémosles a esos ingleses quiénes somos,
dejemos el orgullo español tan alto como el mismísimo cielo!
—Alzó su mosquete y entrecerró los ojos—. ¡Por España!
—¡Por España! —corearon los demás entre gritos y
vítores.
La batalla comenzó a las cinco en punto de la tarde.
Ambos ejércitos avanzaron hacia el otro, con una
determinación intachable.
—José —lo llamó Andrés, que caminaba a su lado,
solemne.
—¿Sí?
—Si no sobrevivo a esta guerra, encárgate de darle a mi
madre el dinero que guardo bajo el colchón de…
—Vivirás —lo cortó antes de que acabase la frase—.
Ningún inglés va a arrebatarme a mi amigo.
Andrés y él se sonrieron levemente y siguieron caminando
con la vista fija en el ejército contrario.
Sin embargo, un gran estruendo los hizo frenar en seco.
Ante ellos, una enorme lengua de fuego les cortaba el
paso.
José miró a su alrededor, buscando una explicación, pero
otro estruendo lo hizo caer al suelo y cubrirse la cara, ya que
cientos de pequeñas piedras impactaban contra él.
—¿Qué sucede? —gritó Andrés, confuso.
—¡Los ingleses nos disparan con morteros!
Miró a su alrededor y contempló los rostros asustados de
los escoceses.
Era la primera vez que veían esa clase de ofensiva, porque
los morteros solían ser utilizados para los asedios de los
castillos, y no en campo abierto.
El desconcierto era tal que muchos de los guerreros
huyeron hacia un lugar seguro, internándose en el bosque.
—¡No, no huyáis! —les gritó José, que se arrastraba por
el suelo mientras una nueva explosión lograba que todo
temblase a su alrededor—. ¡Solo son morteros, no os vayáis!
Entre todo el caos, algo llamó su atención.
A unos diez metros, Rob Roy sangraba recostado en el
suelo y varios de sus hombres lo incorporaban con cuidado.
—¡Rob! —gritó José, preocupado por la vida del primo de
Eirica—. ¡Rob! ¿Estás bien?
Él apenas pudo abrir los ojos para asentir, pero la sangre
que había a su alrededor era demasiado abundante como para
que su estado le permitiese hacer algo más que eso.
Sus hombres se lo llevaron del campo de batalla, pero, a
diferencia de lo que José pensó que harían, tras poner a su jefe
a salvo, no regresaron. Huyeron junto con decenas de
escoceses, temerosos de los morteros.
Castro Bolaño reptó hacia donde estaba José, cubriéndose
también la cabeza.
—¡Esos hijos de Satán tienen mejores armas que las
nuestras! —Una nueva explosión zumbó en sus oídos,
haciéndolos cubrirse de nuevo—. ¡Están atacando nuestro
flanco izquierdo, además de los morteros tienen granadas!
Cuando José levantó la vista hacia el flanco derecho, la
situación no era mucho mejor. Los ingleses recortaban las
distancias y la mayoría de los escoceses habían huido
aterrorizados.
—¡Nos estamos quedando solos, coronel!
—¡Aguantaremos!
El impacto de un nuevo mortero muy cerca de ellos, hirió
a José en un brazo, haciéndolo gruñir de dolor.
—¡Maldición! —Apretó la herida, de la que salía
abundante sangre. Sin pensarlo dos veces, rompió la tela de su
camisa para cubrirse la laceración y evitar perder más sangre,
mientras los demás soldados intentaban que los ingleses no
avanzasen más disparando sus mosquetes.
José disparó junto a ellos, con los dientes apretados,
mirando cómo el resto de los escoceses se marchaban de la
batalla dejándolos totalmente solos.
—¡Bastardos desagradecidos! —gritó furioso—. ¿Estas
son vuestras ansias de defender vuestro país?
Castro Bolaño tocó su hombro, mientras tosía por el
intenso humo de las explosiones y las cientos de hogueras
repartidas por doquier.
—¡Nos retiramos!
—¿Retirarnos? —preguntó Andrés, contrariado.
—¡No podemos ganar! ¡Nos tienen acorralados, si
seguimos aquí solo conseguiremos que nos maten! —Miró el
denso humo e hizo una señal a sus hombres para que se
escabullesen hacia las montañas—. ¡Los escoceses se han ido!
¿Por qué vamos a jugarnos la vida por ellos? ¡Somos poco más
de doscientos cincuenta hombres, nada podemos hacer contra
ellos!
José asintió, de acuerdo con su coronel, y corrió junto con
los soldados de su regimiento a ponerse a salvo en aquellas
desconocidas montañas, en las que podrían buscar un refugio
hasta que los ingleses se marchasen de aquel lugar, mientras
los vítores y gritos de sus oponentes, al saberse ganadores,
atronaban en sus tímpanos.

—¿Estás segura de que esas fueron sus palabras?


Tavie asintió a la pregunta de su amiga mientras
avanzaban a toda velocidad por aquel agreste camino.
Llevaban más de tres horas andando desde que salieron de
Dornie y el sol comenzaba a esconderse por entre las
montañas. Pronto anochecería y no habían traído nada con lo
que alumbrar sus pasos a su regreso.
—Esas fueron sus palabras exactas. Dijeron que el
ejército los sorprendería en la cañada de Glen Shiel.
—¡Entonces, no debemos estar demasiado lejos! —
exclamó Eirica, mirando hacia todos lados, buscando un atisbo
de vida por allí—. Hace un buen rato que estamos en el lugar
indicado.
—Pero aquí no hay nadie, Eirica.
Ella asintió, sabiendo que su amiga tenía razón. Estaban
en Glen Shiel y no había ni rastro de sus hombres, o del
ejército inglés.
Su nerviosismo era cada vez más evidente. Desde que
Tavie le dio la noticia sobre la emboscada, en su cabeza no
dejaba de ver imágenes de José malherido, tirado en el suelo,
muriendo en la soledad de aquella cañada, mientras aquellos
malvados ingleses seguían asesinando a los demás.
En más de una ocasión, tuvo que aguantar las lágrimas. Si
esos días atrás su tristeza era irreprimible, estando en aquel
lugar todavía era mucho peor.
Contempló todo a su alrededor, desesperada, mientras
Tavie cerraba los ojos, rezando al cielo para conseguir ayuda.
—No hemos encontrado nada, ni una mísera señal.
De repente, algo hizo que Eirica se petrificase. Agarró a
Tavie por el brazo y la hizo mirar hacia donde sus mismos ojos
lo hacían.
—Ya tenemos nuestra señal.
Humo.
Una pequeña columna de humo se elevaba hacia el cielo
detrás de las Five Sisters, las colinas que franqueaban la
cañada.
—¡Jesús Bendito! —exclamó su amiga, tan asustada que
la propia Eirica sintió un miedo sobrecogedor—. ¿Habremos
llegado demasiado tarde?
—¡Vamos!
La cogió de la mano y tiró de ella hacia el valle del que
provenía el humo. A cada paso que daba, Eirica notaba que el
aire se resistía a entrar en sus pulmones. Estaba tan asustada
que no podía ni articular palabra. Solo se limitaba a correr, y a
rezar por lo bajo pidiéndole a los santos que hubiesen ayudado
a sus hombres a derrotar a los ingleses.
Cuando llegaron al campo de batalla, divisaron la
destrucción que tenían delante, acongojadas. Las columnas de
humo ascendían hacia el cielo desde muchos puntos del valle,
en el que pequeños fuegos, todavía activos, quemaban la verde
vegetación y dotaban al ambiente de un olor desagradable y
viciado.
Con horror, vieron decenas de cuerpos inertes tirados en
el frío suelo, cubiertos de sangre, ennegrecidos por el fuego.
—Dios Santísimo —susurró Eirica, que escondida tras un
árbol, junto a Tavie, contemplaba la escena como si todo
aquello se tratase de un mal sueño. Miró hacia todos lados,
rezando para no reconocer a ninguno de los muertos, pensando
en Raibeart. Suplicando por la vida de José—. Por favor…,
no.
—¡Señoras!
Aquella inesperada voz las sobresaltó.
Eirica se puso en guardia, encarando al hombre que
acababa de aparecer a su lado, cogiendo el arco con todas sus
fuerzas para atacar si era necesario. Sin embargo, reconoció a
la persona que tenían delante.
Era Josh Murray, un joven vecino de Dornie.
Era un muchacho moreno, con el cabello largo, apuesto y
con una bonita sonrisa. Tenía el rostro manchado de sangre y
hollín, y los ropajes rotos por las rodillas y los codos.
Las cogió por los brazos y las arrastró bosque adentro, a
salvo de la desnudez del valle, donde alguien podría
descubrirlas.
—¿Qué hacéis en Glen Shiel? ¡Es muy peligroso!
¡Deberíais estar en Dornie, a salvo en vuestro hogar!
—Nuestra intención era la de avisaros sobre las tropas
inglesas —habló Tavie, con un nudo insoportable en la
garganta—. Pero parece ser que llegamos tarde.
—Así es. Los ingleses nos sorprendieron de camino hacia
Inverness y nos desmantelaron.
Eirica jadeó, negando con la cabeza, pensando en las
consecuencias, en todos los hombres que habían partido hacia
el frente.
—¿Dónde está Raibeart?
—Tu primo fue herido de gravedad en la batalla. Irá de
camino hacia el poblado, sus hombres se lo llevaron de
inmediato, cuando vieron que su mal era importante.
—¡Oh, santos! —exclamó Eirica, notando un temblor
irresistible en las piernas, por lo que tuvo que sostenerse
contra el tronco de un árbol. No quería pensar, no quería
imaginar la suerte que había corrido José. Si algo malo le
sucedía…, ¡moriría de pena! Lo amaba más que a su vida y no
se imaginaba un mundo sin él—. ¿Y qué… qué ha sido de los
españoles?
Josh Murray hizo una mueca con los labios y suspiró.
—Aguantaron hasta el final. Seguramente estén muertos,
no nos quedamos para averiguarlo. Los ingleses portaban
armas tan potentes que hubiese sido un suicidio.
—¿Y qué haces todavía aquí, Josh? ¿Por qué no te has
marchado con los demás? —se interesó Tavie, con el ceño
fruncido, sin comprender.
—Ayudo a varios hombres a recoger a los muertos en la
batalla. Merecen un entierro digno.
Eirica se llevó las manos a los labios, desesperada, sin
poder pensar en nada más que en su desdicha.
—José… —susurró para sí, notando que las lágrimas se
agolpaban en sus ojos.
El joven escocés continuó hablando con Tavie.
—Tu padre también fue herido.
—¿Mi padre? —El horror deformó su rostro—. ¡Oh, no!
¿Dónde está, cómo se encuentra?
—Ha sido llevado de vuelta a Dornie. Su salud es más
delicada debido a su avanzada edad.
Eirica ya no escuchaba las palabras de ninguno de los dos.
Sus oídos pitaban tan fuerte por la desdicha que tuvo que sacar
fuerzas para seguir en pie.
Giró su cuerpo y se quedó mirando hacia el campo de
batalla, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
José podía estar muerto, y ella no volvería a verlo nunca.
Sabía que no la amaba, y recordaba la pelea que tuvieron
esa última vez que se vieron, cuando deseó su muerte.
¡No, no podía ser cierto! ¡José, no! ¡Tenía que seguir
vivo!
Su cuerpo se convulsionaba por el llanto, no obstante, en
medio de las lágrimas vio un movimiento procedente del
campo de batalla.
Eran dos soldados ingleses, que se dirigían hacia uno de
los muertos, el cual vestía uniforme británico, y lo cogían por
los pies para llevárselo, presumiblemente para darle un buen
entierro.
¡Ellos! ¡Ellos eran los culpables de todo esto!
¡Esos malnacidos habían ocupado su país, un país que no
les pertenecía, mataban a sus vecinos, herían a sus seres
queridos, cogían lo que querían sin corresponderle!
Una furia ciega nació en su estómago.
En su mente no dejaban de aparecer imágenes de José.
Imágenes de él besándola, acariciándose en el bosque,
diciéndole palabras tiernas, sonriéndole.
Su respiración se convirtió en jadeos. Apretó los dientes y
agarró firmemente su arco.
—¡Malditos hijos de Satán! —gritó mientras echaba a
correr hacia ellos, apuntándolos con el arma, con la cara
desfigurada por el odio.
La primera flecha le traspasó el cuello a uno de ellos,
matándolo al instante, y el otro, sorprendido, cogió su
mosquete para defenderse, pero Eirica no le dio ocasión de
hacerlo, pues su segunda flecha le atravesó el corazón,
mientras el grito rabioso y desgarrado de ella resonaba por
toda la cañada.
—¡Eirica! —Escuchó la voz de Tavie, que corría en su
dirección, atemorizada. La cogió por el brazo, con la ayuda de
Josh Murray, y la arrastraron de nuevo dentro de la seguridad
de la arboleda, mientras ella lloraba desconsolada por el temor
a que su amado José hubiese sido abatido en combate. Tavie la
abrazó llorando con ella, besando su mejilla húmeda—.
Vayámonos a casa, amiga mía. Aquí ya no queda nadie a quien
ayudar. Regresaremos a Dornie junto a Josh y los demás
hombres que quedan en Glen Shiel. Los heridos necesitarán de
nuestros cuidados.

Escondidos en una estrecha gruta en medio de las


montañas, los soldados del Regimiento Galicia aguardaron
vigilantes durante toda la noche.
Estaban cansados, la mayoría heridos, y sin munición en
los mosquetes para defenderse de cualquier ataque.
Los ánimos no estaban mejor que todo lo demás. La
tristeza y desilusión por la batalla perdida los mantenía en
silencio, mientras el sonido de la lluvia llenaba sus oídos y el
frío les hacía temblar, ya que apenas llevaron ropa de abrigo
consigo.
Sentado en el duro suelo, junto a Andrés, José soltó el
trozo de tela que ató a su brazo, tras ser herido por los cascotes
que el último mortero lanzó hacia ellos, y comprobó que ya no
sangraba, pero que necesitaría puntos de sutura.
Rasgó otro trozo de su desvencijada camisa y se dispuso a
ponerse una nueva venda, algo más limpia que la anterior,
manchada de tierra y sangre seca.
—Sargento. —La voz de Castro Bolaño le hizo alzar la
cabeza. Su coronel se encontraba nervioso, caminando de un
lado a otro de aquella cueva, sin saber muy bien qué hacer
para sacar a sus hombres de allí sin ser vistos por las tropas
inglesas.
—¿Sí, coronel?
—¿Cómo se encuentra tu brazo?
—Bien, es solo un rasguño.
—Me alegra la noticia. Pronto tendremos que abandonar
este refugio y buscar la manera de regresar a los poblados.
Andrés apretó los labios y entrecerró los ojos, enfadado.
—¿A los poblados, mi coronel? ¿Volver con esos
cobardes escoceses que nos abandonaron en el campo de
batalla?
—No nos queda otra opción, De la Cueva. —asintió—.
Bien sabe el Señor que yo tampoco deseo ver sus sucias caras,
pero no tenemos adónde más ir.
—No todos huyeron, Andrés —respondió José,
tranquilizando los ánimos de su amigo—. Rob Roy tuvo que
marcharse porque estaba gravemente herido.
—¿Y sus demás hombres? Con él se marcharon casi
ochenta escoceses.
—La mayoría eran simples granjeros —los defendió—.
No tenían armas de fuego con las que defenderse, no habían
estado en combate jamás. Es normal que saliesen despavoridos
por las explosiones de los morteros.
—En eso, sargento, debo darte la razón —asintió Castro
Bolaño.
—Nunca tuvimos opción de ganar esta guerra, debemos
ser realistas. Quizás, nos duela en el orgullo, pero ¿qué pueden
hacer menos de trescientos hombres, ayudados por granjeros y
aldeanos, contra todo un ejército armado y entrenado?
—Nada —asintió Andrés, apoyando el mentón sobre una
de sus manos.
Castro Bolaño tomó asiento junto a José, con la vista fija
en la pared de roca que tenían delante.
—Rezaremos porque el rey haya mandado fragatas para
que vengan a por nosotros, y que estas no tarden demasiado en
venir.
—Si esas fragatas se demoran, estamos muertos —añadió
Andrés—. Ahora que los ingleses saben que andamos por
aquí, nos darán caza por todos los medios.
De repente, un gran estruendo hizo que la confusión
reinase dentro de aquella estrecha cueva.
El humo cubrió su campo de visión y cientos de pequeñas
piedras impactaron contra sus cuerpos, haciéndoles pequeñas
heridas en la cara.
De entre el humo, una decena de soldados ingleses
aparecieron de la nada, apuntándoles con sus bayonetas.
Castro Bolaño se puso en pie, sin hacer movimientos
bruscos y levantó las manos a ambos lados de la cabeza, en
señal de rendición.
—No tenemos armas para defendernos —les habló en
tono conciliador—. Nos rendimos.
Los soldados ingleses contemplaron con ojos fríos a los
españoles apiñados en aquella gruta, y los apuntaron con sus
armas, para que nadie hiciese ninguna estupidez, dispuestos a
acabar con sus vidas.
José alzó las manos, al igual que su coronel. Estaba tan
cansado que aunque hubiese deseado resistirse, no hubiese
tenido ni la mínima opción.
—¡Vamos! ¡Todo el mundo fuera! —les gritó un oficial
británico, con voz dura—. ¡Y mucho cuidado de intentar
escapar, caballeros, porque el que lo haga acabará muerto!
¡Están acusados de actuar en contra de los intereses de la
Corona, por lo que serán juzgados por dichos actos!
Los soldados del regimiento caminaron hacia donde los
ingleses les dirigían. Débiles, heridos y con el ánimo por los
suelos. En el exterior les esperaban más de una centena de
soldados que, al igual que los otros, les apuntaban con sus
mosquetes, dispuestos a usarlos si fuese preciso.
No sabían cuál sería su destino ahora que sus enemigos
los habían encontrado, pero suponían que cualquier cosa
podría ocurrirles. Sus vidas estaban en manos de las ratas
inglesas de las que juraron vengarse.
VEINTE

No había ni rastro de sangre en las sábanas de su lecho. Y


no la había habido desde hacía casi dos meses.
Eirica miró su cama con preocupación, sabiendo que
aquel hecho no era nada normal, ya que sus periodos eran tan
constantes y regulares como el mismo sol.
Tocó su estómago plano y se preguntó si serían ciertas sus
sospechas.
Aparte de la ausencia de su impureza mensual, nada había
cambiado en su cuerpo. No sentía las típicas náuseas
matutinas, ni nada que se le pareciese, sin embargo, notaba
que algo ocurría en su interior.
Todavía no había hablado con nadie sobre el tema. Tenía
miedo a la reacción de su tío, a las miradas maliciosas de las
mujeres de la aldea cuando supiesen la noticia. Sería todo un
escándalo.
Eirica McGregor encinta sin estar desposada, y el padre
era, ni más ni menos, que un soldado español muerto en manos
de sus enemigos.
Al volver a pensar en José, la flojedad regresó a su cuerpo
y tuvo que tomar asiento sobre el lecho, con las piernas
temblorosas y una insoportable presión en el pecho.
Hacía más de un mes que no tenían noticias de los
soldados españoles. Lo último que llegó a sus oídos había sido
que fueron encontrados por las tropas inglesas, mientras se
escondían en las montañas de Glen Shiel.
Todo el mundo decía que los habían matado nada más
sacarlos de su escondrijo para después quemar sus cuerpos y
reducirlos a cenizas.
Cuando supo de su captura, su mundo se desmoronó. Las
pocas esperanzas que tenía de que siguiese con vida se
esfumaron y los días siguientes a la noticia los pasó encerrada
en su alcoba, llorando, sin fuerzas para levantarse ni para ir a
las letrinas.
Daba gracias al cielo porque la esposa de su primo
Raibeart hubiese venido al enterarse de la herida que sufrió en
la batalla. Con ella en casa, sus responsabilidades eran menos,
porque Mary Helen, insistió en que le relegase la mitad de
ellas, pues decía que una mujer no debía trabajar tanto como lo
hacía Eirica.
Apoyó la mejilla en su almohada y hundió la nariz en ella,
buscando el mínimo rastro del olor de José en ella, pero allí no
quedaba nada de él, solo el recuerdo de las noches juntos, de
las caricias de madrugada y sus sonrisas soñolientas.
Eirica se había acostumbrado a vivir con la tristeza. Ya
apenas sonreía, ni bromeaba con su tío. No salía al bosque a
cazar, no paseaba cerca del arroyo, no caminaba por Dornie
cerca de la casa donde los soldados españoles vivieron el
tiempo que pasaron en el poblado.
Su corazón estaba vacío, tanto que dudaba que pudiese ser
una buena madre para el pequeño bebé que quizás llevase en
su vientre. No tenía ilusión por nada, ni creía que pudiese
recuperarla. ¿Cómo iba a ser feliz si ese niño nacería con el
estigma de no tener padre?
Abandonó sus aposentos sin ganas de hacerlo, pero los
animales necesitaban de sus cuidados, y tío Donald se pondría
hecho una furia si descuidaba sus quehaceres.
Nada más aparecer en el salón, el rostro alegre de Mary
Helen le dio la bienvenida. Se alegraba de tenerla en casa, era
agradable tener compañía femenina, aunque apenas tuviese
ánimos para mantener una conversación.
—¡Querida Eirica, hoy tienes buen aspecto!
—Eres muy amable, Mary, pero no es cierto.
La esposa de Raibeart le dio un beso en la mejilla y la
miró con cariño.
—Siempre le digo a tu primo que deberías venir a vivir a
Glengyle, con nosotros y nuestros hijos. Allí no estarías tan
sola como en Dornie.
—Si me fuese…, ¿qué sería de mi tío?
—Sería la excusa perfecta para que el viejo Donald
aceptase dejar esta vieja casa y vivir junto a su familia.
—Dudo mucho de que podáis convencerlo.
—Pues, debemos hacerlo, querida. Tarde o temprano, te
desposarás con un hombre, y no vamos a permitir que se
quede solo.
Eirica bajó la vista al suelo cuando Mary Helen habló de
que tendría que casarse. En esos momentos, aquello era lo que
menos le preocupaba. ¿Quién iba a querer ser el esposo de una
mujer mancillada y encinta?
Al ver la tristeza en su rostro, la mujer de Raibeart
chasqueó la lengua y la condujo hacia la mesa.
—Querida, últimamente te encuentro muy triste.
—Oh, no… —se apresuró a mentir—, es solo que…
me… apena que mi primo siga herido por la guerra.
—¡Bah, pero si Raibeart está casi recuperado! ¡Mi esposo
es fuerte como un buey! La herida del costado está cerrada y
en unos días lo hará la de su pierna, y volverá a caminar como
siempre. —Mary Helen se dirigió hacia la cocina y removió el
caldo que se cocinaba en el fuego. Cogió un pequeño tarro de
barro y cuando lo abrió dio un respingo—. Vaya…, no queda
sal.
—Iré a comprar un poco. Quiero visitar a Tavie para ver
cómo se encuentra.
Después de echarse el manto por encima de los hombros,
salió de casa y se encaminó hacia el muelle, donde la vida
seguía igual que antes de la guerra. Era como si nada hubiese
cambiado, como si nunca hubiera sucedido, como si José no
hubiese existido.
Apretó los labios, obligándose a no echarse a llorar, y
apretó el paso. Al llegar al pequeño puesto donde vendían
especias y salazones, el rostro de Tavie apareció ante ella. Su
amiga alzó la mano, para que se acercase.
—Iba a ir a tu hogar a verte —dijo, rompiendo el silencio
—. No he sabido de ti desde hace dos días.
Tavie asintió y bajó la vista al suelo, con el semblante
entristecido.
—Las cosas no marchan bien en casa desde la muerte de
mi padre. —Suspiró—. Desde que la guerra se lo llevó, apenas
entra dinero para comprar comida.
—Oh, Tavie, no pensé que fuese tan grave.
—Mi madre está desesperada —asintió con pena—. No
tenemos dinero, Eirica, y ella no puede trabajar por su estado
de gestación.
—¡Venid a comer a casa! ¡Mi tío nada dirá al respecto,
estará encantado de teneros con nosotros!
—Mi madre jamás lo permitiría. No desea ser una
molestia.
Eirica cogió a su amiga por las manos y las apretó, para
que la escuchase.
—¡Nunca seréis una molestia, amiga! —Al ver que Tavie
se echaba a llorar, la abrazó, dándole consuelo, pero todavía
más preocupada que antes—. ¿Qué ocurre? ¿Por qué lloras?
No puede ser tan grave como para…
—¡Sí que lo es! —Se limpió las lágrimas y la miró a los
ojos, con los suyos brillantes por el llanto contenido—. Mi
madre va a volver a casarse.
—¿Qué? ¿Con quién? —Su corazón se aceleró por tan
inesperadas noticias.
—Con un pariente lejano. Un viejo laird que vive en
Aberdeen —se lamentó—. Él nos va a ayudar con nuestra
situación. Madre dice que le escribió una misiva relatándole
nuestra penosa situación y se ofreció gustosamente.
—¿A cambio de… desposarse con él?
—Así es. En unas semanas mandará a varios sirvientes
para que nos lleven hasta su hogar.
—¡Te irás de Dornie! ¡Eso es horrible, amiga!
Eirica la abrazó tan fuerte que notó cómo el aire
abandonaba sus pulmones. Ambas se echaron a llorar, tristes
por sus inciertos destinos.
Regresaron por el camino de siempre, hacia sus hogares.
Ninguna de las dos dijo ni una palabra más, no tenían ánimos
de hacerlo. Eirica posó una mano en su estómago y pensó en
su posible embarazo.
Su amiga nada sabía de la noticia, sin embargo, se resistía
a decirlo en voz alta, pues eso significaba que su estado de
buena esperanza se convertiría en algo real.
El sonido de los cascos de un caballo les hizo alzar la
cabeza. Sobre su lomo, cabalgaba un muchacho castaño con el
tartán de los McGregor. Al reconocerla, el joven frenó en seco
y desmontó del animal de un salto.
—Señora, busco a vuestro primo Raibeart Ruadh.
—Me temo que no va a ser posible. Mi primo se recupera
de unas graves heridas.
Él asintió inmediatamente.
—Sé de su estado, no debéis preocuparos —se apresuró a
aclarar—. Pero las noticias que traigo son de gran importancia.
—¿Y qué puede ser tan importante como para molestar a
un enfermo? —Eirica entrecerró los ojos, curiosa.
—Han hallado el paradero de los españoles, señora. —
Eirica cogió la mano de Tavie tan fuerte que su amiga hizo una
mueca de dolor, sin embargo, si no se agarraba algo caería al
suelo—. Siguen estando en Escocia.
—¿En… en Escocia? —repitió, algo mareada.
—Los tienen retenidos en Edimburgo.
—¿Vivos? —Apenas le salía la voz. Al darse cuenta de su
estado, Tavie la rodeó por los hombros, dándole apoyo.
—Vivos, señora. Los ingleses han estado todo este tiempo
negociando con la Corona española las condiciones para
mandarlos de regreso. —El joven escocés les enseñó una
misiva debidamente sellada con lacre—. Aquí está toda la
información. Los soldados retenidos partirán en unas semanas
hacia su país y vuestro primo debe saberlo.

15 de agosto de 1719
Puerto de Leith, Edimburgo

Los dos navíos esperaban amarrados en el muelle a que


sus ocupantes subiesen a bordo.
El gentío que se congregaba alrededor de ellos estaba
formado, mayoritariamente, por curiosos, deseosos de ver
zarpar a los soldados españoles que su ejército retenía desde
hacía casi dos meses en la ciudad de Edimburgo.
El barullo era ensordecedor, sin embargo, el graznido de
las gaviotas les hacía saborear esa sensación de libertad de la
que no gozaban desde hacía demasiado tiempo.
Los soldados del Escuadrón Galicia reían y bromeaban,
felices porque, en poco tiempo, regresarían a su amada patria y
dejarían atrás esas oscuras semanas en las que pensaron que su
destino era la muerte.
Andrés conversaba con Castro Bolaño acerca de todas las
cosas que haría cuando pisasen suelo español, y en todas ellas
había mujeres de por medio, mientras su coronel le hablaba
acerca de su familia y de las ganas que tenía de abrazar a sus
hijos y a su esposa.
A su lado, José permanecía en silencio, mirando hacia el
mar.
El horizonte parecía infinito, tanto o más como lo era su
pena. En poco más de unas horas habrían dejado atrás ese
lugar, y con él se quedaría atrás todo lo vivido en él.
Por más que lo intentó, el recuerdo de Eirica seguía en su
corazón tan fuerte y vívido como el primer día. No era capaz
de olvidarla, aunque hubo un tiempo en el que se asegurase de
que lo conseguiría.
Esa mujer se había metido en sus venas, corría por su
sangre como si tuviese todo el derecho de hacerlo, como si su
fuerza de voluntad fuese insignificante en comparación con el
tiempo que pasó en su compañía.
Los primeros días que pasó separado de ella, antes de ir a
la batalla, fueron raros y agotadores. Sus delicados ojos azules
se colaban allá a donde mirase, y veía su sonrisa cada vez que
la luna asomaba en el cielo. Creyó que su recuerdo iría
desvaneciéndose conforme pasase el tiempo, que la vuelta a la
rutina militar conseguiría sacarlo de aquel atontamiento que
Eirica McGregor parecía producir en él. Pero, una vez que
fueron apresados y creyó que ya no volvería a verla nunca,
todo fue a peor.
Su corazón estaba resentido, la veía en cada rostro que
miraba, en cada sonrisa, en cada anochecer frío que pasó
alejado de ella. Quizás, fue en la soledad de aquel encierro en
el que se dio cuenta de que no quería echarla de menos. Lo
que de verdad deseaba era perderse cada noche en sus brazos,
verla reír, fascinarse con sus conversaciones, disfrutar
sabiéndola libre y despreocupada con su inseparable arco, ser
retado por su ingenio a cada instante.
Toda una vida.
Deseaba una vida junto a ella, en la que seguir
asombrándose al verla enfundada en sus desvergonzados
pantalones de hombre, mientras que, subida en un árbol, se
riese de que la gente se escandalizaba al verla. Deseaba tardes
enteras junto al arroyo, hacerle el amor hasta acabar sin
fuerzas.
La amaba. La había amado todo ese tiempo, desde mucho
antes de lo que imaginaba, y se sentía estúpido por no haber
reconocido tales sentimientos cuando tuvo ocasión, pues ya
era demasiado tarde. Los barcos aguardaban a que la tropa
embarcase y los soldados ingleses no permitirían que nadie se
quedase en el puerto.
—¡José, amigo, alegra esa cara! —La voz de Andrés lo
sacó de aquellos tristes pensamientos. Al mirarlo, se dio
cuenta de que su coronel también lo hacía—. ¡La euforia
debería reflejarse en tus ojos, regresamos a casa!
—Sí, lo sé.
—Lo sabes, pero no estás alegre. —Andrés suspiró—. Por
ella, ¿verdad?
José asintió y cerró los ojos, como si sufriese un gran
dolor.
—La amo, amigo.
—Sargento, ¿mis oídos han escuchado bien? —se
inmiscuyó Castro Bolaño, con una débil sonrisilla en los labios
—. ¿Amas a una escocesa?
—A la mismísima prima de Rob Roy. —Rio Andrés,
palmeando el hombro de José.
—¿Y ella corresponde a tus sentimientos? —continuó su
coronel.
—Antes lo hacía —asintió José—. Pero después de
nuestra despedida… Eirica no querrá saber nada de mí.
—¿Y por qué no se lo preguntas?
—Señor, no veo la forma de hacerlo con todos estos
soldados ingleses a nuestro alrededor.
Castro Bolaño se llevó una mano al mentón, pensativo.
—Tendríamos que trazar una maniobra de distracción.
—¿Hablas en serio, José? —lo interrogó Andrés, al ver a
su coronel mirar hacia todos lados, buscando la forma de
ayudarle—. ¿Serías capaz de… quedarte aquí?
—Con los ojos cerrados.
—Pero… ¿y el escuadrón? ¿Y tu promesa con el ejército?
José fijó sus ojos en Castro Bolaño y sonrió levemente.
—Mi coronel, solicito autorización para abandonar mi
puesto de forma permanente.
—¡José! —exclamó Andrés, incrédulo—. ¡No puedes
hablar en serio! ¿Y tus posesiones, y todas las cosas que has
dejado en España?
—Te las regalo, buen amigo. Son tuyas —respondió, cada
vez más eufórico.
—No puedes regalármelas, todavía no te ha concedido la
autorización —lo contradijo, disgustado.
—Autorización concedida, sargento —se inmiscuyó
Castro Bolaño sonriente, con un gesto de aprecio en su rostro
—. Debes ir a buscar a tu mujer, si es lo que tu corazón te dice.
—¡Estáis todos locos! —gritó Andrés, que no podía
creerse aquel giro de los acontecimientos.
—Debo de estarlo. —Rio José—. Porque esta idea, en vez
de horrorizarme, me está devolviendo la vida.
—Aunque quisieses quedarte…, ¿cómo vas a hacerlo?
Aquí nos vigilan. —Acercó su cara a la de José y su coronel
—. No podríamos despistar a los ingleses aunque quisiésemos.
—O quizás… sí —añadió Castro Bolaño, mirando a
Andrés con una sonrisilla pícara.
El coronel soltó una pequeña carcajada, empujó a Andrés
hacia el mar, cayendo este con un grito de sorpresa.
—¡Hombre al agua! —gritó al instante, dejando a José
impresionado y emocionado de que ese hombre serio y
exigente hubiese hecho aquello por él.
Los soldados ingleses corrieron a ver al español que
flotaba en el mar, mientras Andrés maldecía fulminando a su
coronel.
José, tras asegurarse de que su amigo estaba bien, y
viendo que los ingleses se apresuraban para ir a por él, dio
unos pasos hacia atrás, garantizándose de que nadie lo veía
marcharse. No obstante, antes de irse, le sonrió a su coronel.
—Gracias, Nicolás, estoy en deuda contigo. Lo estaré
siempre.
—Con que vengas a casa de visita alguna vez con tu
mujer, me sentiré pagado. —Ojeó a los ingleses y le hizo una
señal con la mano para que se marchase—. Vete de aquí,
sargento, vete antes de que se den cuenta de tu ausencia.
Y eso hizo.
Echó a correr tan rápido como si le hubiesen salido alas y
se internó en las calles de Edimburgo hasta que encontró uno
de los caballos que el ejército inglés había dejado atado en un
poste, engalanado con la bandera británica.
Ya a lomos de aquel corcel rio feliz, con el corazón
latiéndole en el pecho tan rápido como el galope de aquel
animal.
Todavía tardaría en llegar a Dornie casi un día, pero la
certeza de que vería de nuevo a Eirica lo mantuvo eufórico y
despejado el resto del camino.
Habían pasado demasiado tiempo separados, no obstante,
pensaba subsanar aquel error de inmediato.

Las vasijas de barro donde guardaban las especias volaron


por el salón, y se estamparon contra una de las paredes de
piedra, cerca de la chimenea, donde se hicieron añicos.
Nada más terminar con ellas, Raibeart golpeó la mesa de
madera con todas sus fuerzas, logrando que esta crujiera con
su fuerza desmedida. Si alguien lo hubiese visto de esa forma
unos días atrás, lo hubiera tachado de imposible, pues sus
heridas todavía eran muy recientes, sin embargo, la ira le había
dado fuerzas y se paseaba por el salón de su padre como un
tigre a punto de atacar a su presa. Y esta era, nada más y nada
menos, Eirica.
—¿Cómo que estás encinta?
Eirica agarró con fuerza la mano de Mary Helen, que
contemplaba la escena tan anonadada como Donald. Si bien
era cierto que la prima de su esposo llevaba actuando raro
desde su llegada, jamás pudo adivinar que la razón fuese
aquella.
—Primo… yo… no era mi intención, no sabía que esto
pudiese suceder —se defendió, llevándose una mano al
estómago, queriendo proteger a la criatura que crecía en él de
los gritos que llenaban su hogar.
—¿No lo sabías? —tronó elevando todavía más la voz—.
¿No lo sabías, malditos santos? ¿Esa es tu excusa?
—¡No es una excusa, debes creerme!
—¿Quién es el culpable? ¡Habla! ¿Quién es el
desgraciado que te ha hecho esto? ¡Pagará las consecuencias!
Eirica bajó la vista al suelo y tragó saliva, tan temerosa
como triste por la respuesta.
—No creo que puedas hacer nada al respecto.
—¿Quién es? —chilló de nuevo, golpeando por segunda
vez la mesa.
—Es… José. José de Santarem —confesó, con las
lágrimas rodando por sus mejillas. Su recuerdo era tan
doloroso que cada vez que rememoraba su rostro apuesto no
era capaz de aguantar el llanto. Por más que se empeñaba en
ello, era imposible sacarlo de su alma, parecía haberse anclado
a ella con uñas y dientes, de tal forma que poco podía hacer
para olvidarle. Y todavía era peor desde que supo que seguía
con vida, en Edimburgo. La certeza de saberlo tan cerca de
ella, pero a la vez tan lejos, era demoledora, como también lo
era el reconocer que, por más que su corazón clamase por él,
jamás volvería a verlo porque José nunca la amó, ni deseaba
una vida a su lado.
El asombro se dibujó en todos los presentes cuando
conocieron la identidad del hombre que la había dejado
encinta, quedando mudos durante unos segundos. Su tío
Donald tuvo que apoyarse en una de las paredes, incapaz de
reaccionar.
Raibeart se llevó una mano al cabello, nervioso.
—¿El sargento José de Santarem? ¿Él es el que te ha
hecho esto?
—Sí. —Bajó la vista al suelo y dos lágrimas se estrellaron
cerca de sus pies.
—¡Maldito bastardo español! ¡Le di mi confianza a ese
patán! ¡Si estuviese aquí yo mismo lo mataría con mis propias
manos! —Jadeó fuera de sus casillas, estallando sin
contención—. ¡Hijo de Satán! —Comenzó a caminar por el
salón, de un lado a otro, alterando todavía más los nervios de
todos los presentes—. ¿Sabes lo que has hecho, joven
estúpida? ¿Sabes lo que significa la afrenta que has cometido?
—Raibeart, por favor…
—¡Te casarás de inmediato!
—¡Pero él no está aquí!
—¡Lo harás con el hombre que yo elija, y te desposarás en
unos días! ¿Te queda claro? —La agarró por el brazo,
haciéndola gemir por el dolor—. ¡No voy a consentir que
nuestra familia sea señalada por tu imprudencia! ¡No vamos a
convertirnos en el blanco de las burlas de nuestros vecinos!
Ella asintió, sin poder dejar de llorar, y vio como su primo
se alejaba del salón, furibundo, y se encerraba de nuevo en sus
aposentos, seguido muy de cerca por Mary Helen, que fue para
intentar apaciguarlo.
Cuando se quedaron a solas, Donald se frotó la frente,
visiblemente cansado, y contempló a su sobrina, con
desencanto en la mirada.
Eirica, al ver la desilusión en su tío, lloró todavía más,
sintiéndose tan desgraciada como nunca.
—Tío Donald…, yo…
—¿Sabes lo que has hecho, muchacha? ¿Sabes las
consecuencias que tendrás que soportar?
—Sí.
—¡Oh, niña tonta! ¿Qué se te pasó por la cabeza para
dejarte mancillar de ese modo por un desconocido?
—Lo amaba. Amaba a José de Santarem con todo mi
corazón. —Gimió, y se dejó caer sobre una de las sillas de la
sala—. Pero…, finalmente, descubrí que él no profesaba los
mismos sentimientos por mí. Creí ver algo en él… y yo… me
engañé a mí misma. —Escondió la cara entre las manos y se
abandonó al llanto, desesperada—. ¡Oh, amado tío! ¡Nunca he
querido perjudicar el buen nombre de la familia, nunca fue mi
intención! ¡Me dejé llevar por el amor, por lo que me pedía el
corazón…!
Donald suspiró y tomó asiento junto a ella, en la silla
colindante. Acarició su cabello rojo y chasqueó la lengua
contra los dientes.
—Y ahora tendrás que pagar las consecuencias. —Cerró
los ojos muy fuerte—. Ojalá mi querida Margaret estuviese
aquí. He fracasado en mi intento contigo. Me queda la pena de
no haberte podido educar junto a un modelo femenino. No
tuviste un buen ejemplo con nosotros. ¿Qué sabemos los
hombres sobre la educación de las mujeres?
—Hiciste lo que pudiste, tío Donald. Todo esto es por mi
culpa, no deseo que te sientas mal por ello.
—Pues lo hago, Eirica, lo hago, porque vas a tener que
desposarte con un petimetre que no te llegará ni a la suela de
los zapatos. ¿Qué hombre respetable querría unir su vida a la
de una mujer que lleva en su vientre al hijo de otro?
VEINTIUNO

El sol se mantenía escondido bajo aquel manto de nubes y


unas pequeñas gotas de lluvia mojaban su rostro, mientras el
caballo cruzaba a toda velocidad el pequeño poblado de
Dornie.
Apenas había parado a descansar unas pocas horas, y el
agotamiento se reflejaba en sus apuestas facciones, sin
embargo, ¿cómo hacerlo si las ganas de ver a Eirica eran tan
apremiantes como su misma respiración?
Llevaba dándole vueltas durante todo el camino a las
palabras adecuadas para declararle su amor. La conocía lo
suficiente como para saber que no le pondría las cosas fáciles,
pues la última vez que se vieron estaba muy enfadada y dolida
por su rechazo.
Todavía no comprendía cómo había estado tan ciego
como para no ver lo evidente, para no reconocer el profundo
amor que sentía por ella. Debía ser cierto aquel dicho de que
no había mayor ciego que el que no quería ver. Estaba tan
empeñado en cumplir con su deber y su obligación con el
escuadrón que no hizo caso a los gritos de su corazón. No
obstante, había llegado a un punto en el que era incapaz de
silenciarlo. Todo su cuerpo vibraba por ella y exigía estar a su
lado.
Eirica McGregor era vida, era alegría, era todo lo que
quería ver cada mañana al despertar, y no pensaba dejar que
nada ni nadie volviese a separarlos, aunque se pasase la vida
luchando a contracorriente.
Cuando divisó su hogar, su estómago dio un vuelco y su
corazón golpeteó en su caja torácica como si dentro estuviesen
galopando cientos de caballos. Iba a verla. Los separaban un
par de paredes nada más.
Ató el caballo a un árbol que crecía cerca de la puerta de
entrada y cerró los ojos antes de golpear la tibia madera.
Cuando escuchó unos pasos dirigirse hacia él, se
humedeció los labios y arrancó una pequeña flor blanca que
crecía a sus pies, para entregársela como un pequeño obsequio.
Pero cuando la puerta se abrió, no fue a Eirica a quien se
encontró delante, sino a Rob Roy. La primera reacción de este
fue la de abrir los ojos tanto como platos, pues jamás se
hubiese esperado su visita. Sin embargo, poco tardó en
reaccionar y en apretar los labios, volviéndose la piel de su
rostro roja por la rabia. Cogió a José de las solapas de su
chaqueta y lo empujó dentro de la vivienda, cerrando la puerta
con un violento golpe que hizo retumbar todas las paredes.
—¡Maldito bastardo cagalindes! —chilló zarandeando a
José, furibundo—. ¡Sinvergüenza, crapuloso, hijo de la más
asquerosa fulana! ¿Qué demonios le has hecho a Eirica?
—Rob, tranquilízate —dijo con voz calmada, notando que
la ira lo poseía.
—¿Que me tranquilice, rata asquerosa? —Alzó el puño y
le golpeó en un ojo, logrando que José se tambalease y
apretase los dientes mientras intentaba calmar el dolor—.
¡Debería matarte, sargento!
—¡No vuelvas a golpearme! —le advirtió apretando los
puños.
—¡Debería colgarte por los pulgares en medio del muelle
de Dornie!
—¡Estoy aquí para arreglar la situación!
—¡No habría nada que arreglar si hubieses mantenido tus
sucias manos alejadas de mi prima!
—Estoy enamorado de Eirica, Rob.
—¡Cuánto lo dudo, maldición! —gritó golpeando una
pared. Al salón acudió Donald, alertado por los gritos, y al ver
allí a José se colocó al lado de su hijo. Ambos hombres
parecían querer sacarle la piel a tiras.
—Vaya…, ¿a quién tenemos aquí?
—A un desgraciado bastardo, padre.
—Donald, os debo una disculpa.
—¡Nos debes mucho más que eso, muchacho! —dijo el
hombre, entrecerrando los ojos—. Mi sobrina ha sufrido
mucho por tus acciones.
José dio un paso hacia ellos y se humedeció los labios.
—Estoy decidido a enmendar mis errores.
—¿Cómo? ¿Y qué haces en Dornie cuando deberías estar
viajando hacia tu país?
—No quise volver a España. No podía hacerlo y dejar a
Eirica aquí.
—¿Es cierto que la amas? —lo interrogó Donald, y su
rostro no mostró ni una mínima expresión de lo que pensaba.
—Con todo mi corazón, señor.
—Eres hombre, como nosotros, José. Debes saber que así
no funcionan las cosas. ¡Primero debe haber una boda antes de
tomar a la mujer!
—¡He venido para desposarme con ella!
Rob Roy se quedó en silencio y dio un paso hacia José,
amenazante.
—Debí saberlo nada más verte, debí de haberme dado
cuenta de la clase de animal que eres, pero no quise verlo. —
Gruñó y golpeó la pared por tercera vez—. ¡Maldito Satán,
pero si ni siquiera tocaste a las fulanas que mandé a la taberna!
¡Algo en mí me gritaba que tus intenciones con ella iban más
allá de una simple amistad, pero no quise creer que fueses
capaz de hacer lo que has hecho!
—¡Ya he dicho que voy a enmendar el daño que cometí!
¡Eirica se convertirá en mi esposa!
—¡Claro que vas a casarte con ella! —asintió con voz de
mando—. ¡No voy a permitir que mi pobre prima tenga que
cargar con la vergüenza de tener que parir a un niño bastardo!
Aquellas palabras dejaron a José sin habla.
¿Parir a un bastardo? ¿Parir? ¿Eirica estaba encinta?
Todo comenzó a darle vueltas y una gran euforia estalló
en su pecho. Con un nudo enorme en la garganta y el corazón
acelerado, se humedeció los labios antes de hablar.
—¿Voy… voy a ser padre? ¿Es eso cierto, Rob?
—Tan cierto como que Dios nos observa glorioso en el
cielo.
—¡Oh, Jesús! —exclamó tan feliz como nunca, dejando a
los dos hombres que tenía delante anonadados—. ¡Eirica y yo
vamos a tener un niño! ¡Es un milagro, es increíble, es la
mejor noticia que me han dado nunca!
Rob no pudo controlar la sonrisa, aunque por dentro se
repetía que tenía que estar enfadado con él. José parecía tan
feliz por la noticia que su ira iba disminuyendo
paulatinamente.
—Dudo mucho de que mi prima se haya quedado encinta
debido a un milagro, sargento.
Pero José no escuchó sus palabras. Comenzó a mirar hacia
todos lados, buscándola, intentando hallarla en algún rincón de
la casa.
—¿Dónde está? ¿Dónde está Eirica? —Giró su cuerpo y
corrió hacia su alcoba, sin darse cuenta de que los dos
hombres aguantaban la sonrisa, sin moverse de su lugar—.
¡Eirica, he vuelto! ¡He venido para quedarme a tu lado!
Notó una presión en su hombro y cuando se giró vio a
Rob a su lado. El primo de la mujer que amaba negó con la
cabeza, para informarle de que ella no se encontraba allí.
—Partió hace poco más de media hora hacia Ullapool.
—¿Hacia Ullapool? ¿Y qué va a hacer allí? —preguntó
sin comprender.
—Casarse con el hombre que elegí para ella.
—¿Casarse? —Rugió cuando su cerebro fue procesando
la noticia. Sin poder contener la rabia, cogió a Rob por la
camisa y lo aplastó contra la pared de la sala. Un frío miedo
comenzó a subirle por la espalda—. ¿Eirica va a desposarse
con otro hombre? ¡Dime que no es cierto, Rob, porque si lo
es…!
—No estoy mintiendo —asintió su primo. Al ver que José
alzaba el puño para golpearle, se apresuró en continuar—. Así
que, si tus deseos son los de convertirla en tu esposa, más te
valdrá salir a por ella, antes de que otro se te adelante y
pronuncie los votos frente al párroco.
José lo soltó tan rápido como lo hubo cogido. Dio media
vuelta y cruzó el salón a toda velocidad, saliendo de la casa y
montando en el caballo de un salto, mientras Donald y Rob lo
observaban desde la puerta de la vivienda.
—Buena suerte, muchacho —le deseó el tío de Eirica—,
la vas a necesitar, porque conociendo a mi sobrina, no va a
ponerte las cosas nada fáciles.

El traqueteo del carro era adormecedor, como también lo


era el piar incesante de los pájaros que habitaban aquel bello
bosque de coníferas y helechos.
Sentada junto a su prometido, Eirica luchaba por reprimir
las lágrimas desde que partió de la casa de su tío. Y no es que
Troy McAllister fuese un mal hombre, pues nada más verla le
aseguró que la vida a su lado sería fácil y cómoda, y se
preocupaba en todo momento por su estado.
Pero no lo amaba, ni lo amaría jamás.
Era alto y de complexión fuerte, algo entrado en años,
pero con un físico envidiable. Poseía una gran casa cerca de
Ullapool, en la que no tendría que volver a mancharse las
manos con los animales, ni desollarse la piel en el campo. Sus
palabras eran amables y cariñosas, y estaba segura de que con
él a su bebé jamás le faltaría comida ni cariño, pues,
lamentablemente, nunca pudo engendrar hijos con sus dos
difuntas esposas, y estaba deseoso de un descendiente que
continuase el apellido.
—¿Desea que descansemos un poco, Eirica? —le habló,
mientras guiaba a las mulas que tiraban del carro hacia un
angosto camino por el cual seguir su ruta.
Ella negó con la cabeza y fijó la mirada al frente,
sintiéndose tan desgraciada y triste como nunca.
—Siga, señor. No deseo que el viaje se demore más de la
cuenta por mi culpa. Estoy bien.
Troy asintió y sonrió con amabilidad, despegando sus ojos
de ella.
Ya a salvo de su mirada, Eirica jadeó en voz baja cuando
una lágrima resbaló por su mejilla y mojó su vestido.
Su marcha de Dornie significaba perder todo lo que
conocía. Iría a un lugar extraño, donde no tendría a nadie con
quien hablar, donde echaría en falta a su tío Donald, a Raibeart
y a todos sus conocidos.
Sin embargo, a quien más añoraría era a Tavie.
Con su repentina marcha, perderían el contacto para
siempre, pues ella y su hermano abandonarían Dornie en poco
más de tres días, para que su madre contrajese matrimonio con
aquel pariente lejano del que le habló, el cual las salvaría de la
ruina.
Después de que otra lágrima cayese en su vestido, se llevó
una mano a su barriguita, ligeramente abultada por el
embarazo. Le parecía tan irreal que aquella parte de su cuerpo
estuviese creciendo tan rápido… Todavía no sentía los
movimientos de su bebé, pero estaba segura de que cuando lo
hiciese todo se tornaría más real.
Sin poder evitarlo, pensó en José. Ya no recordaba cuándo
fue el momento en el que perdió la esperanza de poder
olvidarlo. Por más que se lo propusiese, no era capaz de
sacarlo de su corazón, así que vivía con su recuerdo constante,
con la pena de que jamás conocería a ese niño, con el dolor de
saber que no la amó lo suficiente como para quedarse a su
lado. Le partía el alma saber que fue una simple diversión, que
en esos momentos estaría de vuelta en su país, que conocería a
cientos de mujeres preciosas y que quizás alguna de ellas sí
que lograse enamorarlo.
Jadeó al pensar en su pobre bebé, en que viviría engañado.
Nunca sabría quién era realmente su padre, pues sería una
deshonra para su futuro esposo que el niño no lo viese como a
su verdadero progenitor.
—Cuando lleguemos a nuestro hogar, construiré una sala
de juegos para el niño —dijo Troy, sacándola de aquel
remolino de desdicha—. Tendrá todo lo que desee y lo trataré
como si yo mismo lo hubiese engendrado.
—Lo agradezco, señor —susurró Eirica, sin fuerzas, con
la cabeza gacha.
—Llámame por mi nombre. Troy —la animó sonriente—.
Después de todo, en unos días te convertirás en mi esposa.
—Como desees, Troy.
—Así está mejor —asintió, palmeando su muslo,
provocando el desagrado de Eirica, que deseó poder apartarle
la mano de un empujón y gritarle que no volviese a rozarla
jamás.
Sin embargo, ambos levantaron la cabeza, pues por detrás
se acercaba un jinete a caballo a toda velocidad. Tanto fue así
que Troy hizo a las mulas apartarse hacia un borde del camino,
para que el jinete pudiese pasar sin dificultad por el lado.
Pero no hizo nada de eso. El caballo frenó el galope y se
puso a la altura del carro, cabalgando junto a ellos.
Cuando Eirica reconoció al jinete, un fuerte mareo le hizo
apoyar la cabeza en el respaldo del carro, mientras su
respiración se volvía trabajosa y su corazón golpeaba
violentamente contra su pecho. Moreno, con el cabello algo
más largo de lo que lo recordaba, tan apuesto que sus piernas
temblaban, cuerpo fuerte y curtido por la lucha, ojos castaños
y labios gruesos y hermosos.
—José… —susurró a punto de desmayarse, aunque no lo
hizo, sus ojos se negaron a cerrarse y dejar de contemplarlo.
La miraba fijamente, con una seriedad muy extraña en él,
sin embargo, dejó de hacerlo de inmediato y sus ojos se
posaron en los de Troy, que lo observaba con desconfianza.
—¿Podemos ayudarle, señor?
—De hecho, sí —respondió José con voz fría—. Creo que
tiene algo que me pertenece.
—¿Algo vuestro? —Parecía contrariado—. Eso es
imposible, el carro está repleto de las pertenencias de mi
prometida. No hay nada más.
—No hay nada en el carro que me interese —aclaró con
una mueca burlona—. De hecho, creo que Eirica se viene
conmigo.
Sin esperar su reacción, la rodeó por la cintura y la montó
de lado delante de su cuerpo, sobre el caballo, haciéndola
gritar por la sorpresa. Cuando reaccionó, el enfado y la ira, que
había estado durmiendo todo ese tiempo, fluyó como el primer
día.
—¿Qué crees que estás haciendo, José de Santarem? —
gritó intentando soltarse de su abrazo—. ¡Te ordeno que me
dejes de nuevo en el carro!
—Jamás, ¿me oyes? —respondió muy cerca de sus labios.
—¡No tienes ningún derecho a llevarme contigo!
—¿Ah, no? Yo creo que te equivocas, mujer.
Troy alargó la mano, intentando amarrar a Eirica y volver
a sentarla en el carro. Se notaba el agobio en su rostro.
—¡Señor, deje a mi prometida!
—¡No es su prometida ni lo será nunca! —dijo
fulminándolo con la mirada—. ¡Ella es mía!
—¡No soy de nadie, maldito patán! —saltó Eirica de
inmediato—. ¡Te ordeno que me dejes o… o…!
José sonrió maravillado al verla enfadada. Siempre le
gustó su ímpetu y su carácter. Antes de que pudiese terminar
de hablar, la silenció con un beso fugaz en los labios, haciendo
gritar a Troy de rabia.
—Despídete de él, porque te vienes conmigo —susurró
contra su boca.
Y tras aquellas palabras, espoleó a su caballo y
adelantaron a la carreta donde Troy gritaba y maldecía
preocupado por lo que aquel bárbaro pudiese hacerle a su
prometida.
Abandonaron el camino y José dio media vuelta,
conduciendo al caballo de nuevo hacia Dornie.
Mientras lo hacían, su brazo se enredó todavía más en la
cintura de ella, haciéndola contener la respiración.
—¿A qué viene todo esto, José? —le preguntó furiosa.
—Es lo que tenía que haber hecho hace unos meses.
—¿Unos meses? —Rio con frialdad—. ¡Hace unos meses
te marchaste de Dornie con tu querido escuadrón!
—Cometí un gran error.
—¡Ese es tu problema, no el mío! ¡He rehecho mi vida y
no tienes derecho a meterte en ella! —mintió muy digna.
—Vamos a volver al poblado y vas a escuchar lo que
tengo que decir.
—¡Me da igual, maldición! —Se removió incómoda y lo
empujó un poco—. ¡Alto! ¡Para el caballo, deseo bajar!
—Todavía no, cuando lleguemos.
—¡He dicho que pares, José! ¡Eres un desconsiderado y
un… engreído si piensas que voy a ir contigo a algún lado!
—No deseo pelear.
—¡Te felicito, porque yo no deseo ni pelear, ni nada que
tenga que ver con tu persona! ¡Detén al caballo!
José frenó un poco el corcel y se encaminó hacia un
estrecho camino que se internaba en un frondoso bosque, en el
que la vegetación era tan salvaje y alta como las propias
montañas.
—Si te dejo bajar del caballo, debes prometerme que no
huirás.
—Yo no hago promesas que luego no voy a cumplir. ¡No
soy como otros!
—¿En qué momento te prometí yo nada, Eirica? ¡No me
acuses de cosas que no son ciertas! —La miró a los ojos—. Y
estoy hablando en serio. Solo dejaré que bajes al suelo si me
prometes no huir.
Ella apretó los labios y alzó la vista al frente, orgullosa.
—Tienes mi promesa.
El caballo fue reduciendo el ritmo hasta que frenó del
todo.
José dio un salto y sus pies amortiguaron contra la mullida
hierba que cubría el suelo, ayudando a Eirica a bajar sin que se
lastimase.
Cuando estuvo en el suelo, ella tomó distancia y dio
media vuelta, como símbolo de desprecio, mientras cruzaba
los brazos sobre el pecho.
Desde que apareció José, su respiración no había vuelto a
la normalidad, las ganas de llorar se habían intensificado
todavía más y su corazón seguía acelerado. Se sentía tan tonta
porque su cuerpo actuase de ese modo en su presencia…
Después de todo, él no la amaba, se lo dijo antes de que
tuviese que marcharse a la guerra, cuando destrozó y pisoteó
sus ilusiones.
La presencia de José a su espalda la hizo ponerse en
guardia. Estaba tan cerca que su fuerte pecho casi rozaba sus
omóplatos y su estómago burbujeaba sin cesar, y no a causa
del bebé.
—Eirica…
—Aléjate de mí.
—Hace dos meses, antes de partir hacia el frente, no actué
de la forma correcta.
—¡Pues no quieras hacerlo ahora!
—Vas a casarte conmigo.
Ella se giró de inmediato con los ojos tan furiosos que
refulgieron de la rabia acumulada.
—Tienes suerte de que no tenga mi arco, porque en este
momento una flecha ya atravesaría tu frente.
—No te creo, sé que me amas.
—El amor que un día creí sentir por ti se marchó tan
rápido como lo hiciste tú —mintió alzando la cabeza, retadora.
—Nos casaremos —insistió, mirándola a los ojos, con una
débil súplica en ellos.
—¡No tenías derecho a separarme de Troy! —Señaló su
estómago—. ¡Voy a ser madre y él cuidará de mí y de mi hijo!
—¡El niño es mío! ¡Si alguien debe cuidar de vosotros,
ese soy yo! —exclamó perdiendo los nervios—. ¡Nadie más
va a apropiarse de lo que me pertenece!
Eirica abrió la boca, horrorizada por sus palabras, dando
un paso hacia atrás para tomar distancia.
—Así que es eso, ¿verdad? ¡Es tu maldito orgullo
masculino el que te hace actuar de este modo! ¡Yo no te
importo, como tampoco lo hace mi hijo!
—¡Nuestro hijo!
—¡Solo te preocupa perder lo que consideras tuyo por
derecho, como si fuese una mera pertenencia!
—¡Hubiese venido a buscarte aunque ese niño no hubiera
existido!
—¡Vuelve con las mujeres españolas, José, con esas tan
sumisas y buenas a las que poco me parezco y olvídate de esta
salvaje escocesa! —Enarcó las cejas al ver su asombro—. ¿No
es eso lo que piensas de mí? ¿Que soy tan indomable que
jamás encajaría en tu mundo?
—¡No tergiverses mis palabras, mujer! ¡Intentaba
protegerte de una sociedad que lo único que hubiese
conseguido es corromper tu pureza y tu espíritu libre!
—¡Basta! ¡No quiero escuchar más mentiras! —Su
respiración estaba tan alterada que su pecho subía y bajaba a
un ritmo desacompasado. Las lágrimas se agolparon en sus
lagrimales y brotaron sin que nada pudiese hacer para evitarlo
—. ¡No puedo más! ¿Qué quieres de mí? ¡Dímelo, porque no
voy a poder soportar mucho tiempo esta tensión!
Al verla llorar intentó acariciar su mejilla, pero ella se
apartó furiosa, sin que las lágrimas la dejasen ver con claridad.
—¡He dicho que no me toques!
—Eirica…
—¡No! —Se apoyó contra el tronco de un árbol y se
abandonó al llanto, con una desdicha tan profunda que el
corazón de José se rompió en mil pedazos—. No puedo más.
¡Me abandonaste! ¡Me aseguraste que no me amabas, que
nuestro romance no continuaría después de la guerra! ¡Me
dejaste sin pensar en nada más que en ti, me dejaste
destrozada!
Lo miró a los ojos y acto seguido se tapó la cara con
ambas manos para llorar desconsoladamente.
Al verla tan rota, José sintió que un nudo le oprimía la
garganta y sus ojos se volvieron vidriosos. Sin poder aguantar
las ganas, la rodeó entre sus brazos y la apretó contra su
cuerpo, apoyando su mejilla sobre la coronilla de ella, que
intentó resistirse al abrazo con las pocas fuerzas que le
quedaban.
—No llores, vida mía, no soporto verte llorar.
—Piedad… piedad, por todos los santos —gimió ella
aflojándose entre sus brazos—. Voy a morir de pena.
Él cogió su barbilla y le alzó la cabeza, para que lo mirase
a los ojos. Eirica, al ver la humedad en la mirada de José,
jadeó, sin saber cómo interpretarlo.
—Mi dulce hada, si he vuelto es porque te amo, porque no
fui capaz de seguir mi vida sin ti.
—Pero tú dijiste…
—Sé lo que dije —asintió acariciando su mejilla—. Y te
ruego que perdones a este tonto. Nunca antes había amado de
la forma en la que tú me haces amar. Creí que lo que nos unía
era simplemente pasión, que con el tiempo todo volvería a la
normalidad, que el no verte borraría tu recuerdo. —Juntó sus
frentes y cerró los ojos, logrando que una lágrima resbalase
por su rasposa mejilla—. Pero no fue así, mi amor, cada día
que pasaba era un suplicio, te veía en todos lados, deseaba
estar contigo, regresar a ti y que todo volviese a ser como
siempre.
—Oh, José…, ¿es eso cierto? —preguntó con una tímida
sonrisa en los labios.
—Tan cierto como que te tengo aquí a mi lado. Cuando
nos capturaron los ingleses y creí que mi vida llegaba a su fin,
solo podía verte a ti. Deseé cada noche no haber actuado de la
forma en que lo hice. ¡Fui un estúpido, un ciego que no supo
ver que la verdadera felicidad estaba a tu lado! Me empeñé en
apartarte aunque, en el fondo, moría por no poder tenerte. —
La cogió por las mejillas y la hizo mirarlo a los ojos—. Eirica
McGregor, he cometido graves errores contigo, pero te pido
que me permitas subsanarlos. Deseo que nos casemos y que
me des tantos hijos como Dios nos conceda. Quiero anochecer
con tu cuerpo desnudo pegado al mío, y amanecer enredado
entre tus piernas. Deseo una vida de risas, de paseos junto al
riachuelo, de noches en vela haciéndote el amor. Pero si hay
algo que deseo por encima de todo, es tu afecto. Que me
quieras con todo tu corazón, con la misma intensidad y fuerza
con la que yo lo hago, y permanecer a tu lado hasta el día en el
que el Señor nos lleve en su gloria, porque te adoro y te llevo
tan adentro como cada latido de mi corazón.
Ella sonrió maravillosamente y acercó su boca a la de él.
—Te amo, José.
Besó sus labios, fascinada al darse cuenta de que nada en
ellos había cambiado, que se deseaban con tanta intensidad
como si fuese la primera vez.
José la apretó contra sí y tuvo la sensación de regresar a
su hogar, a un hogar del que nunca tuvo que haberse
marchado. Ella era todo lo que cualquier hombre desearía y
tenía la inmensa suerte de que lo amaba a él.
La pasión apareció tan rápida y potente que ambos
gimieron sin separarse ni un milímetro del otro. Acariciaron
sus cuerpos y sonrieron cada vez que alguno de los dos
temblaba bajo las caricias del otro.
Se apartaron jadeantes y sin poder dejar de mirarse ni por
un instante. Era tanto el tiempo que se añoraron y tan
desesperantes los días que no se tuvieron, que sus ojos se
resistían a abandonar al otro.
José besó su frente y le sonrió, con una luz mágica en los
ojos. La luz que solo el amor es capaz de provocar.
—Entonces, ¿te casarás conmigo y me harás el hombre
más dichoso del mundo?
—Me casaría contigo ya mismo, aunque no tengamos
testigos y estemos en medio del bosque —respondió
haciéndolo reír. La alzó en peso para dar vueltas alrededor de
su cuerpo, ilusionado por su contestación y con una enorme
emoción estrujando su estómago. Eirica cerró los ojos y gritó,
emocionada, mientras José seguía girando sin parar.
Cuando la dejó en el suelo, volvió a arrasar su boca con
un beso enardecedor antes de susurrarle al oído.
—Yo también uniría mi vida a la tuya aquí mismo, mi
dulce amor, pero… esta vez haremos las cosas bien, Eirica.
Cuando regresemos a Dornie iré raudo a buscar al sacerdote
para que te conviertas cuanto antes en mi esposa.

El sacerdote los casó en cuanto se enteró de su estado de


buena esperanza, por lo que esa misma noche ya eran marido y
mujer.
A la ceremonia solo acudieron tres personas: Donald, Rob
Roy y su esposa Mary Helen, y ni siquiera tuvieron un
refrigerio posterior para celebrar el enlace, sin embargo, Eirica
y José estaban tan felices que nada de eso les pareció
importante. Acababan de unir su vida con la de la persona a la
que amaban y, para ellos, aquella sencilla misa fue la más
especial de su existencia.
Eirica resplandecía como hacía mucho tiempo que no lo
hacía, y eso era evidente para cualquiera que la viese. El amor
que sentía por José era tan grande y tan intenso que al verse
correspondido tornó su mundo multicolor. En todo Dornie
nunca se vio a una novia tan bella y feliz como ella, pues, a
pesar de no llevar un vestido elegante, ni bonito, como era la
tradición, nada fue capaz de apagar la luz de su mirada.
Cuando todo acabó, entre ella y Mary Helen prepararon
una sencilla cena en casa de Donald, con la que comieron
todos juntos, y en la que su primo y su esposa se despidieron
de ellos, pues era hora de regresar a su propio hogar, con sus
hijos, ya que, tras la infructuosa rebelión contra los ingleses,
los ánimos del pueblo estaban mermados y nadie deseaba
volver al campo de batalla. Todavía se lloraba a los muertos
que aquel enfrentamiento había dejado.
Ya a solas en su alcoba, tras haberse despedido de Donald
hasta el siguiente día, Eirica sonrió al ver a José desprenderse
de su camisa y dejar su fuerte torso al aire. Se mordió el labio
inferior mientras se acercaba a él, lentamente, y lo abrazó por
detrás, apoyando la cabeza sobre su espalda.
—Dime que no estoy soñando, José —le pidió casi en un
susurro.
Él dio media vuelta y la agarró por la barbilla, besando
sus labios con una ternura con la que sus piernas temblaron.
—Dime que no estoy soñando —repitió él, con los ojos
entrecerrados—. Asegúrame que de verdad eres mi mujer.
—Para siempre. O eso asegura el sacerdote —añadió
risueña.
—¿Para siempre? Me parece muy poco tiempo. Harían
falta más de cien vidas para que la fuerza de nuestro amor
perdiese un poco de intensidad.
—Y ni siquiera entonces dejaría de amarte —comentó
ella, juntando sus frentes mientras sus manos se paseaban por
su torso, calentándole la sangre—. Ni siquiera en cien años
podría dejar de desearte.
Besó su cuello, disfrutando del efecto que sus besos
provocaban en él. Todo su cuerpo estaba tenso y la rodeó por
la cintura para pegarla todavía más a su pecho.
—Oh, Eirica…, si sigues besándome voy a tener que
hacerte el amor.
—Es nuestra noche de bodas —le recordó risueña—, es tu
deber como marido.
José suspiró y pasó una mano por su estómago, sin saber
si seguir con sus instintos.
—¿Y nuestro bebé? No deseo hacerle daño.
—Estoy segura de que si somos cuidadosos él estará bien.
—Capturó sus labios con un deseo incontrolado, llevándoselo
consigo en aquella irresistible pasión—. Vamos, esposo…, mi
cuerpo te necesita…
José la cogió en peso y la llevó en volandas al lecho,
dejándola caer sobre él con delicadeza. Al verla recostada, con
el vestido subido por encima de las rodillas, se relamió.
Alcanzó uno de sus muslos y fue adentrando la mano por su
cara interna hacia su sexo. Eirica jadeó al comprender sus
intenciones y abrió más las piernas.
Él se acuclilló y besó lentamente sus rodillas y
pantorrillas mientras su mano seguía el lento ascenso hacia
aquel punto tan sensible de su cuerpo.
—¿Sabes cuántas noches he soñado con volver a tenerte
así? ¿Solo para mí?
—Mi anhelo también era apremiante, esposo. —Jadeó al
notar sus dedos alrededor de sus tiernos pliegues.
José reptó por la cama y se tumbó a su lado, con el torso
pegado a su costado. La besó con lentitud, degustando aquel
dulce sabor de su boca, mientras las manos de ella lo rodeaban
por el cuello, intensificando su beso.
—Oh, sí… —gimió cuando sus dedos alcanzaron su
clítoris. Alzó las caderas y echó la cabeza hacia atrás, presa de
un placer incomparable.
—Mi mujer, mi Eirica… —Con la mano libre desató su
corpiño y bajó su vestido, dejando su busto al aire. Se relamió
los labios al contemplarlo. Con el embarazo, sus senos estaban
más llenos que antes, y no pudo aguantar las ganas de lamerlos
y excitarlos con su experimentada boca, provocando que el
placer de ella aumentase todavía más.
—José… Hazme tuya… —le susurró moviendo la cabeza
hacia los lados—. No soportaré mucho tiempo más estas ganas
de tenerte dentro de mí.
Sus ropajes fueron cayendo al suelo poco a poco,
quedando desnudos en los brazos del otro.
Se colocó sobre su cuerpo, con cuidado de no aplastarla
con su peso, y la besó con una desesperación que los hizo
sonreír.
Su pene estaba tan henchido y duro que cualquier mínimo
roce lograba hacerlo gemir. La penetró lentamente, sin dejar de
mirarla a los ojos en ningún momento, pues no quiso perderse
ni una de sus reacciones.
Cuando llegó al fondo, tuvo que recurrir a toda su fuerza
de voluntad para no aumentar el ritmo con frenesí, y lo hizo a
duras penas, ya que su bello cuerpo lo volvía loco de
necesidad.
Embistió contra ella suave, lento, muriendo de gozo con
cada suspiro que salía de sus labios.
El clímax los sorprendió a la vez y se besaron con
urgencia para que sus gritos no se escuchasen fuera de aquella
pequeña alcoba. Nunca podrían acostumbrarse a la fuerza de
su pasión, siempre era diferente y tan intensa que acababan
maravillados y sudorosos, mientras sus respiraciones se
normalizaban poco a poco.
José se quitó de encima y rodó por el lecho hasta quedar
recostado en él, atrayéndola consigo y abrazándola muy fuerte.
Besó su frente y cerró los ojos, notando que el suave letargo
del sueño lo llevaba con él, sin embargo, no dejó que eso
sucediese. Había soñado tantas noches con volverla a tener
con él, que ahora que por fin estaba ocurriendo, ni el sueño
podría arrebatarle la visión de su bello rostro sonrojado, de su
cabello rojo enmarcando su cara como si fuese un delicado
halo, de sus labios entreabiertos e hinchados por la fuerza de
sus besos.
Eirica apoyó su cabeza sobre su pecho, relajada y tan feliz
como hacía mucho tiempo que no lo era. Con un dedo acarició
el vello de su torso y sonrió al darse cuenta de que su piel
reaccionaba a su contacto y se erizaba en el lugar por donde lo
tocaba.
—Hubo un tiempo en el que pensé que no volveríamos a
estar así, juntos y felices.
—Yo también lo pensé en demasiadas ocasiones —
admitió él, acariciando su tierna mejilla y besándola después
—. Por más que quise deshacerme de tu recuerdo, me fue
imposible. Tu rostro aparecía en mi mente con mucha más
fuerza.
—Deseé mil veces no haberte conocido nunca. Me
rompiste el corazón con tu rechazo.
José jadeó al ver la tristeza en su rostro y la abrazó con
tanta fuerza que Eirica se quedó sin aire en los pulmones.
—No hay día en que no me culpe por ello, mi bella hada.
Alejé de mi vida lo mejor que me había pasado jamás.
Merezco cada noche de dolor que pasé pensando en ti. Incluso
que tu primo me golpease, me porté como un auténtico patán.
—¿Raibeart te golpeó? —Abrió los ojos, incrédula.
—Es normal que lo hiciese. Si yo hubiese estado en su
lugar, también hubiera querido descuartizar al hombre que
hubiese dejado encinta a mi prima para luego abandonarla sin
miramientos.
—No sabías de mi estado.
—No, pero eso no me exime de culpabilidad. Gocé de tu
cuerpo y no pensé en que nuestros actos podrían traerte
consecuencias.
—Una bella consecuencia, amor mío. —Rio Eirica
acariciando su vientre.
—Cuando me dio la noticia… ¡Oh! Fue como un
puñetazo en el estómago. Un golpe de realidad. —Rio y Eirica
lo hizo con él—. Pero, después, la sola idea de imaginarte
embarazada de mi hijo me dio vida, me dio la fuerza que
necesitaba para ir a por ti con todo mi empeño. Y todavía lo
fue más cuando Rob me dijo que ibas camino de Ullapool,
para casarte con otro.
Eirica lo besó con ternura, dichosa por las palabras de
José, sin embargo, había algo que la tenía intranquila desde esa
tarde. Apenas habían tenido tiempo de hablar, así que había
muchos temas todavía en el aire.
—¿Qué será de nosotros a partir de ahora? —preguntó
ella, entrelazando sus manos.
—¿A qué te refieres?
—A… si vas a llevarme a España.
José giró la cabeza y se la quedó mirando con el ceño
fruncido.
—¿Quieres ir?
—Quiero ir donde tú vayas, nada más. —Lo besó
intensamente—. Me da igual si tengo que vivir en un sitio o en
otro, seré feliz mientras estemos juntos.
—¡Te amo, Eirica McGregor! —declaró con pasión,
cogiéndola de la barbilla para que lo mirase a los ojos—. Nos
quedaremos aquí.
Ella se mordió el labio inferior y bajó la mirada, indecisa.
—¿Aquí? —Se humedeció los labios—. ¿Por mí? ¿No
quieres regresar a tu país por mi culpa?
—No, ¿por qué dices eso?
—Es que… dijiste que yo allí no sería feliz. Dijiste que no
encajaría con las mujeres que…
—Eirica —la cortó antes de que acabase—. No pienses ni
por un segundo que me avergüenzo de ti, porque no es así,
¿me escuchas? —Suspiró y la besó con ternura—. Quiero que
vivamos en Escocia porque aquí tienes a tu familia. No deseo
separarte de ellos.
—Pero… ¿y tú?
—Sabes que mi familia murió cuando era un niño. No
tengo a nadie por quien regresar, salvo algunos amigos y los
miembros del regimiento.
Ella se incorporó un poco en el lecho y lo miró con fijeza.
—¿Y qué pasará cuando tu coronel te necesite?
—Castro Bolaño no va a necesitarme. —Juntó sus frentes
y la besó en la nariz—. He dejado el ejército.
—José… —Se llevó una mano a los labios, contrariada—.
Creí que dijiste que tu vida era el regimiento.
—Lo era antes, amor mío. Ahora mi vida eres tú y nuestro
bebé. —Acarició su barriguita y sonrió—. No voy a volver a
combatir. De ahora en adelante me dedicaré a ser un buen
esposo.
—¿Y qué pasará con tus posesiones de España? ¿Y las
tierras de tu familia?
—Nada me importan. Pensaba venderlas cuando
regresase. Me traen recuerdos dolorosos de la muerte de mis
padres y mis hermanos.
Eirica lo abrazó, queriendo borrar esos malos recuerdos
de su mente y lo contempló emocionada porque José hubiese
decidido pensar en ella en todo momento.
—¿Entonces te vas a convertir en un simple granjero?
¿Como nosotros?
—No me desagrada la idea. —Palmeó su trasero
haciéndola reír—. Seré lo que haga falta para reunir el dinero
necesario para comprar una casa para ambos.
—¿Quieres vivir en Dornie?
—¿Tú no? —la interrogó, confuso por su pregunta.
—Me encantaría. Sería precioso que nuestros hijos
creciesen en este poblado. Poder llevarlos al bosque donde nos
conocimos, enseñarles el riachuelo donde nos enamoramos…
—Así será entonces.
—Y… podré hacerle compañía a mi tío Donald. No me
gustaría que se quedase solo, pues Raibeart partirá mañana
hacia su hogar. —Sonrió—. Ese hombre es lo más parecido a
un padre que he tenido nunca. Le debo la vida.
—Y yo le debo mi felicidad —añadió él—. Donald
McGregor ha cuidado de la mujer de mis sueños. A la más
increíble, maravillosa e indómita que haya conocido jamás.
Ambos estamos en deuda con él.
—¡Oh, José, te quiero!
Y se lanzó a sus brazos besándolo con intensidad, notando
como él respondía de buena gana, enredando de nuevo sus
cuerpos y calentando sus almas con la fuerza de la pasión.
Sabían que todavía les quedaba mucho por hablar, por contarse
y por decidir, pero tenían lo más importante: un profundo y
gran amor con el que sortearían cada obstáculo que la vida
pusiese en su camino.
EPÍLOGO

23 de noviembre de 1720
Vigo, España

El barco atracó en aquel bello muelle cuando el sol


comenzaba a esconderse entre las montañas. La luz en las
calles era escasa y, caminando por los alrededores, apenas
había unos cuantos marineros que ponían a punto sus
embarcaciones para salir a faenar con la oscuridad de la noche.
Apoyado en la baranda de la banda de estribor, José
contemplaba con una sonrisa en los labios aquel lugar tan
familiar para él, percatándose de que, en su ausencia, casi nada
había cambiado.
La calzada todavía conservaba ese rústico adoquinado por
el que los carros tirados por las mulas se tambaleaban,
poniendo en peligro sus mercancías. Las casas señoriales
construidas en las proximidades seguían tan bien cuidadas
como siempre y los pequeños golfillos seguían correteando
por el puerto en busca de alguna víctima despistada a la que
vaciar los bolsillos, para poder llevarse un poco de comida a la
boca.
Todavía no podía verla, pero sabía que al doblar la
primera bocacalle las puertas de la taberna del señor Carlos
seguirían abiertas, dando de comer la mejor empanada de toda
la ciudad a sus hambrientos clientes, y que un poco más
adelante, situado en el inicio de la calle, estaría el viejo
Alfonso con su cepillo y su paño en la mano, dispuesto a
limpiar los zapatos de todos los caballeros que lo precisasen.
Respiró con profundidad el aire salado que llegaba a sus
fosas nasales y pensó en la última vez que pisó las calles de
Vigo, justo antes de partir hacia Pasajes y embarcar en la
fragata que lo llevó a Escocia.
Por aquel entonces, nada podía haberlo hecho presagiar
que no regresaría de aquel viaje. No obstante, era agradable
volver y darse cuenta de que todo seguía como siempre,
aunque él no estuviese allí.
Un movimiento a su lado le hizo sonreír. Al girar la
cabeza y ver a Eirica, la rodeó por los hombros.
Su mujer contemplaba el puerto de Vigo con ojos
brillantes y admiración, mientras acunaba entre sus brazos a su
pequeño Miguel, que balbuceaba y enredaba sus diminutas
manos en el cabello rojo de su madre.
—Es un lugar muy bello —dijo ella, sin poder dejar de
mirar a su alrededor.
—Mañana te mostraré toda la ciudad —le aseguró
besando su frente, feliz de tenerla a su lado—. Estoy seguro de
que te enamorarás de Vigo.
—¿Echas de menos tu país?
—A veces sí siento un poco de añoranza, pero soy muy
feliz en Escocia.
—Podemos quedarnos más tiempo si lo deseas.
—Nos quedaremos el tiempo justo para dejarlo todo atado
—aseguró él con decisión—. No me agrada que tío Donald se
quede mucho tiempo a solas.
—Seguro que estará feliz de poder descansar un poco de
nosotros. —Rio ella.
—Pues yo creo que nos va a extrañar. —Acarició la
mejilla de su hijo y sonrió, con la mirada repleta de amor—.
Sobre todo al pequeño Miguel.
Eirica asintió de inmediato. Su hijo nació un lluvioso
cuatro de febrero, mientras ella adecentaba la casa y José
plantaba coles en el huerto, con la ayuda de su tío.
No fue un parto fácil, ni corto, pues se demoró casi dos
días para que se produjese el alumbramiento. Pero, a pesar de
los dolores y el sufrimiento, fue ver su hermosa carita
regordeta, y su cabello rojizo, y todo lo demás pasó a segundo
plano. Miguel era un niño risueño y dormilón de nueve meses
de vida, con unos ojos profundos y castaños como los de su
padre.
Si la vida junto a José le aportaba una felicidad inmensa,
aquella criaturita nacida de su amor la hacía flotar de dicha, y
rezaba cada día agradeciendo su gran suerte.
Cuando pisaron tierra, un enorme carruaje los esperaba
para llevarlos a su destino, cosa que les llevó un buen rato
desde el muelle.
El enorme caserón al que llegaron estaba situado en las
afueras de la ciudad, cerca de un pequeño bosque.
Nada más bajar del carruaje, a su encuentro llegó alguien
muy conocido, que les dio la bienvenida entre abrazos y risas.
En él nada había cambiado, quizás, lo más relevante era que su
barriga estaba algo más abultada que la última vez que se
vieron.
—¡Nicolás, cuánto me alegra volver a verte! —exclamó
José, palmeando su espalda.
—¡El gusto es mío, por supuesto! —respondió el coronel,
feliz de ver a su antiguo sargento. Cuando se giró hacia Eirica,
su sonrisa se intensificó todavía más—. Señora, me alegro de
volver a verla. Sin su inestimable ayuda, muchos de mis
hombres no hubiesen comido de forma decente.
—El mérito no solo es mío, señor.
—¡Nicolás, llámame Nicolás, por favor!
—Entonces, también deberías llamarme por mi nombre,
Eirica —dijo con amabilidad.
—Que así sea —asintió el coronel. Señaló hacia su casa y
dio unos pasos hacia ella—. ¡Pero, pasad, no os quedéis en la
puerta! ¡Ana María, mi esposa, ha mandado preparar una cena
para celebrar vuestra llegada!
—No debería haberse molestado. —Se apresuró a
contestar José, que rodeaba a su mujer por la cintura y la
conducía al interior de la casa.
—¡Bah, paparruchas! Hay mucho que celebrar, ¿verdad,
jovencito? —preguntó acariciando el moflete del niño—.
Estoy encantado de conocerte, pequeñín.
—Se llama Miguel, como mi padre —anunció José con el
orgullo reflejado en sus ojos.
El anfitrión hizo las presentaciones, pues su esposa
aguardaba en el salón comedor a su llegada.
Cuando estuvieron todos sentados alrededor de la mesa,
Nicolás se concentró en Eirica, que bebía de su copa.
—¿Y cómo está Rob Roy? Lo último que supe de él era
que lo habían herido en la batalla.
—Mi primo se recuperó con facilidad —dijo con una
sonrisa en los labios—. Regresó con su esposa y acaban de
tener a su quinto hijo.
—¡Oh, vaya, todo son buenas noticias! —Castro Bolaño
se limpió la boca con una servilleta de tela, antes de continuar
—. ¿Y qué planes tiene? ¿Piensa volver a levantarse contra los
ingleses?
—Conociendo a mi primo, no descansará hasta que lo
consiga y Escocia sea libre.
—Y yo le ayudaré en lo que sea necesario —añadió José,
cogiendo la mano de su mujer.
Castro Bolaño sonrió a su antiguo sargento.
—Llevas la lucha en el alma, José.
—Solo deseo ayudar a Escocia para que consiga la
ansiada libertad. Los ingleses no merecen poseer unas tierras
que no son suyas.
La cena se desarrolló entre conversaciones agradables y
anécdotas sobre sus años en el Escuadrón Galicia, del que
Castro Bolaño todavía seguía siendo coronel.
Después de los postres, Ana María, la esposa de Nicolás,
se acercó a Eirica, que intentaba calmar al pequeño Miguel,
que lloraba sin consuelo.
—Querida, su bebé debe estar agotado por el largo viaje.
—Ambos lo estamos.
—Deje que la acompañe a los aposentos en los que
dormiréis esta noche. Así podrá amamantarlo y dormirlo.
—Es muy amable.
Al escuchar su conversación, José se acercó a su mujer y
le dio un tierno beso en los labios, sin importar que aquellas
demostraciones no estuviesen bien vistas en España.
—Ve a descansar, enseguida me reuniré contigo en la
alcoba.
Nada más marcharse Eirica acompañada por la esposa de
Castro Bolaño, una sirvienta anunció la llegada de un nuevo
invitado, sin embargo, cuando José lo reconoció fue hacia él y
se fundió en un cálido abrazo con el recién llegado.
—¡Andrés, amigo! ¿Qué haces aquí?
—¡No pensabas que ibas a venir a España y no iba a venir
a verte! —respondió entre risas—. ¡Y mucho menos cuando
soy el responsable de tu viaje!
—Pensaba ir mañana, a primera hora, a la casa cuartel
para encontrarme contigo.
—Pues me he adelantado. —Giró el cuerpo y encaró a
Castro Bolaño, que observaba la escena sin dejar de sonreír—.
Coronel…, gracias por invitarme.
—Pasa y toma asiento con nosotros alrededor de la mesa.
Las sirvientas van a traer café.
Cuando estuvieron los tres sentados, José miró a esos dos
hombres, feliz de volver a verlos, sin embargo, se centró en
Andrés, que acababa de sacar unos documentos de su bolsillo
y los colocó sobre la mesa.
José, al darse cuenta de lo que eran, puso los ojos en
blanco.
—Ya te dije que no quería nada, amigo. Es tuyo.
—No puedo quedarme con la propiedad de tu familia,
José, ni con el dinero que guardabas en la casa cuartel. —
Deslizó los papeles por encima de la mesa hasta que José los
cogió—. Si no quieres la propiedad, véndela, como pensabas
hacer. Pero vas a quedarte con el dinero. Te hará mucha más
falta ahora, que tienes un hijo y una mujer a los que dar de
comer.
—Cultivo la tierra y vendemos lo que no consumimos.
Ganamos suficiente dinero para vivir.
—¿Cultivas? ¿El sargento De Santarem es agricultor? —
le preguntó Castro Bolaño sin dejar de sonreír.
—Y se me da bien —asintió orgulloso—. Nunca pensé
que ese simple trabajo pudiese hacerme feliz, ni que me
produjese semejante satisfacción al final de la cosecha.
—¿Y dónde vivís? —se interesó Andrés.
—De momento, con el tío de Eirica, pero queremos
comprar una casa cerca de la suya y tener más privacidad.
—Pues con el dinero y la venta de tu propiedad, podréis
hacerlo en cuanto volváis —comentó Nicolás, apoyando la
espalda en la silla y cogiendo la taza de café que su criada
acababa de dejar a su lado.
Andrés, que no dejaba de mirar a José, palmeó su brazo
para llamar su atención.
—Amigo, dime la verdad, ¿eres feliz en Escocia?
José sonrió.
—Soy muy feliz, Andrés —dijo con una gran serenidad,
sin perder en ningún momento la sonrisa de sus labios—. No
podría pedirle nada más a la vida. Tengo todo lo que un
hombre puede desear. Tengo una familia que me ama, una
mujer por la que daría la vida y con la que deseo envejecer, y
un niño precioso por el que doy gracias cada día a nuestro
Señor. —Les sonrió a ambos y asintió desbordante de felicidad
—. Mi corazón es dichoso y está pleno.

Eirica dejó a Miguel ya dormido en una pequeña cuna que


la mujer de Castro Bolaño dispuso en sus aposentos.
Se pasó una mano por la espalda y gimió por el dolor.
Tener al niño en brazos durante tanto tiempo era agotador y
cada día el pequeño pesaba más, por lo que su espalda estaba
resentida.
Miró a su alrededor, disfrutando de la riqueza de aquella
habitación, en la que no faltaba ni un solo detalle. Las paredes
estaban pintadas de un delicado color ocre, con cenefas
florales que rodeaban la parte alta de las mismas. Presidía la
estancia una enorme cama con dosel en la que podrían dormir
cuatro personas, una bella cómoda francesa con detalles
dorados, el gran armario vestidor y las delicadas alfombras
que daban calidez a la estancia.
Era tan diferente a su humilde casa de Dornie… En aquel
lugar se sentía insignificante, como si tanta opulencia fuese
capaz de engullirla.
Se quitó el vestido y lo dejó sobre el respaldo de una
butaca de terciopelo, dispuesta cerca del lecho, y se colocó el
delicado camisón que usaba para dormir.
Se recostó en la cama y se cubrió con las sábanas,
aguardando la llegada de José, aunque suponía que todavía
tardaría en aparecer, pues tendría miles de cosas de las que
hablar con su antiguo coronel.
No obstante, este no se hizo mucho de rogar. Llegó a la
alcoba una hora después.
Al verla tumbada, y en camisón, su sonrisa se ensanchó,
mientras una mueca pícara aparecía en su cara. Ella le sonrió,
soñolienta, y alzó el brazo, para animarlo a acostarse a su lado.
Cerró la puerta tras de sí y se quitó el abrigo y las botas,
tirándolos al suelo sin miramientos, haciendo reír a Eirica.
—Esposo, son imaginaciones mías… ¿o veo en tus ojos
los signos de la embriaguez?
—No son imaginaciones. —Subió a la cama y gateó por
ella hasta colocarse sobre Eirica, mirándola de arriba abajo
con ojos hambrientos—. Hemos bebido para celebrar nuestra
llegada.
—¿Whisky? —Rio al oler su aliento—. Alguien me dijo
hace ya algún tiempo que era una bebida diabólica y nada
agradable.
José soltó una carcajada y frotó su nariz contra la de su
mujer, excitado.
—Muchas cosas han cambiado desde entonces, dulce
hada. —Le dio un suave beso en los labios—. Tu tío Donald
me ofrece tanto whisky que ya incluso lo tolero. Por no hablar
del gran descubrimiento que hicieron los soldados españoles
cuando llegaron a Escocia. Les agradó tanto esa fuerte bebida
que aprendieron a destilarla y ahora se vende en cada taberna
española.
—Entonces, no todo en vuestro viaje fue malo.
—¿Quién ha dicho que lo fue? —preguntó paseando una
de sus manos por el costado de ella, hasta su cintura—.
Gracias a la batalla, conocí a la mujer más increíble de todas.
—Mmm… qué suerte tuviste, José de Santarem —bromeó
enredando sus brazos alrededor de su cuello, acercando sus
labios a los de él.
Se dieron un beso cargado de sensualidad y sus
respiraciones se acompasaron, acelerándose mientras la pasión
iba aumentando en torno a ellos.
Eirica apartó un poco sus labios y le acarició la mejilla
rasposa, mirándolo a los ojos, con una débil duda nublando su
pasión. Bajó la vista y se mordió el labio inferior antes de
preguntar.
—Esposo…, ¿nunca te has arrepentido de haberte
quedado en Escocia?
—¿Qué clase de cuestión es esa? —dijo contrariado.
—Sé que aquí tienes a tus amistades, y también sé que
amas esta tierra.
—Amo España —aceptó de inmediato—, pero también
amo Escocia, y todas las cosas que ese país me ha dado.
—Aquí tendrías más riquezas y una vida cómoda.
—Y allí tengo a mi esposa, a mi hijo, a decenas de buenas
personas que me aprecian por lo que soy, que me han hecho
darme cuenta de que ni el dinero, ni la guerra, ni una gran
casa, pueden comprar la felicidad que siento en este momento.
—Te amo, José —susurró contra sus labios—. Doy
gracias cada día por la suerte de haber encontrado a un hombre
como tú. Sé que el resto de nuestra vida será feliz, porque el
simple hecho de estar a tu lado es un regalo.
José suspiró y besó a Eirica, que respondió con unas
ganas que nunca dejaban de sorprenderle. Rodó con ella por la
cama, haciéndola reír, colocándola sobre su cuerpo a
horcajadas.
—Cada vez que te tengo así, en la privacidad del lecho,
me resulta todavía más estúpido que quisiese dejarte atrás y
olvidar nuestro romance.
—No me amabas entonces.
—¡Claro que lo hacía! —exclamó con énfasis, para que
no lo dudase ni un segundo—. Te amaba con la misma
intensidad con que lo hago ahora. Es solo que no supe
reconocer mis sentimientos. Siempre pensé que mi vida se
resumiría en permanecer junto al Escuadrón Galicia, a las
órdenes de mi coronel. Pero, cuando te conocí, rompiste todos
mis esquemas y me hiciste desear algo con lo que yo no
contaba.
Ella sonrió y lo besó con pasión, con un amor tan sincero
y potente del que nunca llegaba a acostumbrarse. Con José
siempre era así, y estaba comenzando a creer que siempre lo
sería, aunque pasasen los años y las arrugas cambiasen sus
rostros.
Apoyó la cabeza sobre su pecho y suspiró, abrazada a él,
con los ojos cerrados.
—No deseo que vuelvas a dudar sobre mí. Si vivo en
Escocia es porque así lo deseo, porque no hay otro lugar en el
mundo en el que quiera estar. Porque tu compañía me es
suficiente como para echar raíces hasta en el mismo infierno,
Eirica McGregor. —Capturó sus labios en un beso tan
necesitado que todo lo demás fue desdibujándose a su
alrededor—. Sabes que te amo con todo mi corazón, ¿verdad?
—Lo sé —sonrió.
—Y sabes que puedes contarme lo que desees.
Ella se apartó un poco y lo miró sin comprender.
—¿A qué viene eso?
—Quizás son imaginaciones mías, mi dulce hada, pero
llevo unos días notando que tu sonrisa no es como siempre.
Eirica se humedeció los labios y asintió.
—Estoy preocupada.
—¿Por qué motivo? —Acarició su mejilla.
—¿Recuerdas a Tavie, mi amiga?
—Por supuesto. ¿Qué le ocurre?
—Nada, o todo, ¿quién sabe? —Negó con la cabeza y
suspiró—. No sé siquiera si se encuentra bien, si su vida en
Aberdeen es feliz, si el hombre con el que se ha desposado su
madre las trata como es debido.
—¿No te ha escrito?
—No tengo noticias suyas desde que se marchó de
Dornie. Y eso es muy extraño, amor mío. ¡Conozco a Tavie!
Ella no prometería algo que luego no va a cumplir. Si me dijo
que escribiría y no lo ha hecho… es porque algo malo ha
debido ocurrirle.
—No debes pensar eso, amor mío —respondió José,
tranquilizándola—. Es posible que en su nueva vida sea tan
feliz que ni siquiera haya reparado en ello.
—¿Tú crees? —preguntó con un rayo de esperanza en su
mirada.
—Es posible. No puedes sufrir por algo que no sabes con
certeza.
—Es que… si algo malo le ocurriese y no pudiese
ayudarla…
José se incorporó un poco en el lecho y rodeó a Eirica por
la cintura, algo más serio.
—Hagamos algo. Aguardemos unos meses más. Si en ese
tiempo tu amiga no ha escrito ninguna carta, intentaremos
averiguar dónde está y serás tú la que le escriba para
asegurarte. —La besó con fuerza y sonrió—. Además, ¿qué
mal puede aquejarle? Está en compañía de su madre, con uno
de sus queridos parientes. Estoy seguro de que todo le irá bien.
Eirica lo pensó con más detenimiento y sonrió a su vez.
José tenía razón. De momento, no había por lo que
preocuparse. Tavie era fuerte y capaz de lidiar con cualquier
cosa.
El llanto de Miguel los sacó de aquella conversación.
Eirica saltó de la cama para ir a atender al pequeño,
mientras José terminaba de quitarse la ropa y se metía bajo las
sábanas, aguardando a que su hijo volviese a dormirse.
No fue sino veinte minutos más tarde, tras darle de
mamar, que ella no regresó a su lado, pero lo hizo con una
sonrisa pilla que divirtió a José.
—¿Qué es eso que te hace sonreír de esa forma, esposa?
—¿De qué forma sonrío? —preguntó sin dejar de hacerlo,
apoyando la mejilla sobre su pecho, abrazada a él.
—Te conozco, mujer, y sé que estás pensando en alguna
maldad.
Eirica soltó una musical carcajada y se encogió de
hombros.
—Me estaba preguntando… si… mañana… podrías
enseñarme algún bosque de Vigo.
—¿Quieres pasear?
—Quiero cazar.
José ensanchó la sonrisa y la miró maravillado.
—Para eso te haría falta el arco.
—Lo he traído junto con mis ropajes.
Las carcajadas de él no se hicieron esperar. La cogió por
las mejillas y la besó con ardor.
—¿Y qué vamos a hacer con lo que cacemos?
—Podemos dárselo a la esposa de Castro Bolaño para que
lo cocine para la cena. —Rio antes de seguir—. ¿Crees que se
escandalizaría mucho cuando supiese quién ha cazado la
comida?
—Creo que ni el rapé podría revivirla, hada malvada —
dijo haciéndole cosquillas.
—Entonces… tampoco verá con buenos ojos que me
ponga los pantalones, ¿verdad? —siguió preguntando sin parar
de reír.
—Si haces eso, todos nos mirarán como si estuviésemos
locos. A ti por vestir de ese modo, y a mí por consentirlo.
—¿Y te molestaría?
—Lo más mínimo —añadió divertido, rodeando su
cintura y apretándola contra su cuerpo—. Iremos a cazar. —Se
besaron—. Y después me acompañarás a Lugo.
—¿Qué hay en Lugo?
—El terreno de mi familia. Mi intención es venderlo.
Hace un rato vino Andrés y me dio todo el dinero que
guardaba en la casa cuartel, y los papeles de la propiedad.
—¿Venderlo? ¿Por qué, esposo? ¡No lo hagas! —exclamó
contrariada.
—Eirica, sabes que no me trae buenos recuerdos.
—Pues nosotros construiremos en él recuerdos mejores,
con nuestro pequeño Miguel. —Se incorporó un poco y miró a
José a los ojos—. Mi amor, no deseo que te desprendas de
todo lo que te une a tu país. Quiero que sigamos viniendo a
España, que me enseñes poco a poco los lugares donde te
criaste, que nuestro hijo sepa de dónde vienes, que tengamos
una casa aquí en la que pasar alguna que otra temporada.
—¿De verdad lo quieres, Eirica?
—¡Sí, claro que sí! —asintió con contundencia—.
Mañana, cuando vayamos a Lugo, cogerás el dinero que te ha
dado Andrés y lo invertirás en la construcción de una pequeña
casa.
José la abrazó con mucha fuerza, haciéndola reír, y rodó
con ella por el lecho, carcajeándose y besándose como dos
jovenzuelos, aunque sin levantar demasiado la voz para no
despertar a Miguel.
Cuando acabaron de reír, él la miró a los ojos, maravillado
por la fantástica mujer que tenía a su lado, y la besó
suavemente.
—¿Te he dicho ya lo mucho que te quiero?
—Muy pocas veces —bromeó rodeando su cuello.
—Entonces, voy a pasarme la vida repitiéndolo, para que
nunca se te olvide.
—Mmm…, ¿toda la vida? Me parece muy poco tiempo.
—Le dio un suave mordisco en los labios—. Y a ti también te
lo parecerá cuando sepas algo que tengo que decirte.
—¿Decirme? ¿Qué tienes que decirme?
Eirica sonrió emocionada, cogió una de las manos de José
y se la llevó al estómago.
—Estoy embarazada de nuevo.
—¿Qué? —Se le paró el corazón y su piel se erizó—.
¿Qué has dicho, Eirica?
—Todavía es muy pronto, pero… vamos a tener otro
bebé. Llevo más de dos meses sin que llegue mi periodo de
impureza.
—¡Oh, amor mío! —exclamó emocionado, besándola sin
parar, mientras sus ojos se humedecían por las lágrimas—.
Eirica, ¿sabes lo feliz que me hace esa noticia?
—Lo sé, vida mía, yo también lo estoy. —Una lágrima
rodó por su mejilla y él se la limpió con uno de sus dedos—.
La fuerza de nuestro amor ha podido superar todos los
obstáculos y ya nada va a poder con nosotros. Eres mi esposo,
mi amante, mi amigo…
—Me lo has dado todo, Eirica. —Juntó sus frentes y
sonrió, emocionado—. Me has dado tu amor, y tanta dicha
como nunca creí posible. Me has dado a nuestro pequeño
Miguel, y… ahora me darás un nuevo hijo. —La besó con una
ternura desbordante—. Todavía le doy gracias a Dios por
haberte puesto en mi camino, y quiero que tengas claro que
jamás voy a fallarte. Siempre me tendrás a tu lado y te daré
todo mi amor, porque tú no mereces menos que eso, porque tu
felicidad es la mía, y tu sonrisa la luz que ilumina mi camino.
PARA LOS MÁS CURIOSOS

El castillo de Eilean Donan continuó en ruinas hasta el


año 1919, en el que Lt. Col. John MacRae-Gilstrap, jefe del
clan MacRae lo mandó reconstruir, por lo que la edificación
que podemos contemplar hoy en día es solo la reproducción de
la original, la cual fue volada por los ingleses gracias a la
pólvora que los soldados españoles guardaban dentro de él.
Hay innumerables leyendas en torno al castillo sobre
aquellos soldados que lo defendieron hasta el final. Pero una
de las más famosas, y la que todavía se cuenta hoy en día, es la
que habla de un fantasma español que vaga entre sus muros
esperando a que sus compatriotas regresen para llevarlo a casa.
En aquel segundo Levantamiento Jacobita no hubo un
gran número de bajas. No se sabe con exactitud el número de
escoceses que cayeron en combate, porque los mismos
guerreros no dejaron ningún cuerpo tirado en el campo de
batalla. Se los llevaron consigo en su huida, mientras el
Escuadrón Galicia intentaba aguantar solos contra los ingleses.
Si bien es verdad que los escoceses salieron despavoridos
al ver los ataques de mortero, hay que comprender que eran
armas nuevas para ellos. En esto, los españoles tenían gran
experiencia, ya que estaban mucho más curtidos en el terreno
militar por las innumerables guerras en las que habían
participado.
Después de aquel segundo levantamiento, para intentar
devolver a la dinastía Estuardo al trono y expulsar a los
Hannover, hubo una tercera y última revuelta, dirigida por el
famoso Bonnie Prince Charlie, que, desgraciadamente,
tampoco tuvo éxito, hiriendo de muerte la causa y los ánimos
de los escoceses.
Los españoles que fueron apresados en Glen Shiel tras
perder la batalla, tuvieron un trato bastante bueno por parte de
los ingleses, ya que, tras hacerlos prisioneros, los llevaron a
Edimburgo, donde vivieron una temporada hasta que,
finalmente, fueron devueltos a España, sanos y salvos, después
de unas prolongadas negociaciones con la Corona española.
Y si te estás preguntando qué fue del Escuadrón Galicia
tras el enfrentamiento en tierras escocesas, sigue leyendo,
porque el regimiento continuó con su carrera militar luchando
en muchos más enfrentamientos: en la Guerra de Sucesión
Austríaca, también contra Portugal, en Gibraltar, en
América… Llegaron a ser disueltos por insubordinación, se les
cambió el nombre en varias ocasiones…
En la década de 1920 acabaron en Marruecos, y a su
regreso a España, en 1930, protagonizaron la Sublevación de
Jaca en favor de la República, en la que tampoco tuvieron
suerte y sus líderes acabaron muriendo fusilados. Sin embargo,
en la Guerra Civil lucharían en el bando sublevado.
Tras ello, como tantas otras veces, se disolvieron y
volvieron a cambiar de nombre, hasta que, en el año 1994,
adoptaron el nombre que tienen hoy en día: Regimiento de
Infantería Galicia 64 Cazadores de Montaña.
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