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Capítulo 1
1867, Inglaterra
Siempre le tocaban las vírgenes.
Realmente, no era justo.
Alex suspiró con disgusto y se hundió en el sillón con
respaldo, las antiguas patas protestaron con un crujido. El
estilo barroco decorativo era más bien un espectáculo y
sólo ofrecía una fachada de comodidad. Como su vida.
Por una vez le gustaría tener una mujer que supiera lo
que quería, de lo que era capaz; una mujer que tomara las
riendas y lo complaciera. Pero aquello no era para él.
Nunca lo había sido. Nunca lo sería.
Su corbata se sintió de repente demasiado apretada, la
habitación demasiado caliente. Con sus experimentados
dedos, tiró de la tela blanca como la nieve para aflojarla.
En la Casa de la Seducción de Lady Lavender la ropa de
noche era un requisito.
Resistiendo el impulso de trastear con su ropa, golpeó
con los dedos el brazo curvado de nogal de la silla,
impaciente por salir, impaciente por comenzar la velada y
acabar con todo el calvario. Pero, como si fuera un
muchacho en la cena, no podía irse hasta que ella lo
excusara.
—Maldita sea.
Ophelia levantó la mirada bruscamente desde su
escritorio.
Mierda, ¿había dicho eso en voz alta?
Sus ojos color amatista brillaron de forma inquietante
bajo el resplandor de las lámparas de gas que había hecho
instalar recientemente en el primer piso de la finca.
Cuando la mayor parte de Inglaterra forzaba la vista bajo la
luz de velas y lámparas, Lady Lavender leía con
tranquilidad.
—Cuida tu lenguaje.
No era un elegante escritorio de mujer hecho de
delicados pergaminos tras el que residía. Era un escritorio
de hombre; enorme, dominante. Era lo único en ella que no
era femenino. Estaba demostrando algo con ese escritorio.
Aunque su negocio giraba en torno al placer de las
mujeres, seguía siendo un negocio y lo trataba como lo
haría un hombre. Sin sentimientos. Sin apegos. Sin
pretextos.
Siguiendo su ejemplo, Alex se negó a disculparse por el
uso de blasfemias, pero sí logró esbozar esa encantadora
sonrisa que le había hecho famoso entre sus clientas. En su
interior, se quejaba. Estaba harto de disculparse.
Su terquedad no le granjeaba más que desprecio. Su
gélida mirada siguió taladrándolo. No se echó atrás. No lo
haría. Ophelia, o Lady Lavender, como la conocía el mundo,
tenía la apariencia de una dama, pero en el fondo era tan
despiadada como cualquier propietario de un burdel. Hace
doce años, su fría mirada le habría hecho moverse con
inquietud. Diablos, incluso hace cuatro años. Ahora, apenas
le importaba.
Poniendo fin a su guerra silenciosa, ella suspiró y se
puso de pie.
— ¿Por qué tienes que ser tan difícil últimamente?
No se molestó en contestar. Lo que tenía que decir sólo
lo metería en problemas... de nuevo. Ella se dirigió hacia él.
Aquellas caderas redondeadas estaban envueltas en la más
fina de las sedas importadas, aunque era el comienzo de la
primavera y la mayoría de las mujeres aún llevaban lana.
Su vestido de color lavanda, estrecho en la cintura, se
convertía en una campana de volantes y cintas que
terminaba sobre unas zapatillas de raso. Completamente
inapropiado para el frío inglés. Completamente inapropiado
para una mujer que debía tener al menos cuarenta años,
pero que parecía tener veintitantos.
Incluso en la intimidad de su despacho vestía a la
última moda, una imitación de la Reina Victoria, decía. Y
Ofelia era una reina, aunque sólo fuera la reina de su
propio dominio pecaminoso.
Incluso ahora, doce años después del día en que
prácticamente le había obligado a prostituirse, Ophelia
seguía siendo hermosa. Ni un atisbo de canas en ese pelo
rubio claro. Ni una arruga alrededor de esos ojos color
amatista. Ni una pizca del paso del tiempo. Cuando otros
envejecen, ella no parece hacerlo. Para Gideon, se trataba
de un pacto con el diablo. Tal vez tenía razón.
Ella bajó ociosamente la mano por las cortinas azules
de terciopelo, mirando despreocupadamente por las
ventanas. ¿Verdaderamente veía la belleza del sol poniente,
o era ignorante de algo tan puro?
— ¿No te he dado cobijo?—Preguntó ella, con esa voz
con un ligero acento que él no lograba identificar—. ¿No te
he alimentado? Te he vestido con los mejores trajes.
Miró con atención su chaleco de seda y sus pantalones
negros con finas rayas grises. Lo mejor de la moda.
— ¿No he guardado tus secretos, Alex?
Recuerdos no deseados recorrieron su mente.
Recuerdos que intentaba ignorar. Molesto, no se atrevió a
mostrar sus sentimientos en su rostro. ¿Cómo se atrevía a
mencionar a su familia una vez más? Una amenaza velada
que nunca pasaba desapercibida. Maldita sea, pero odiaba
cuando ella tenía la audacia. Qué difícil había sido esos
primeros años fingir que su familia no existía. Todo por su
propio bien.
Sus manos se apretaron alrededor de los brazos de su
silla y sus uñas se clavaron en la dura madera. Había
tardado años en olvidar a sus padres y en un instante, ella
podía traer de vuelta los dolorosos recuerdos. Por supuesto
que lo hacía a propósito... un recordatorio de lo que sabía,
del control que ejercía sobre él. Una bofetada verbal.
Lo hecho, hecho estaba. Sus padres habrían renunciado
a su búsqueda y habrían festejado a Demitri como el nuevo
heredero. Tal vez debería haber intentado escapar, en esos
primeros días, si hubiera tenido la opción. Pero había
tenido demasiado miedo. Cuando uno se recluye en el
campo a una buena hora de Londres, con unos brutos que
vigilan cada uno de tus movimientos, la huida parecía
imposible... al menos para un chico de trece años. Aunque
sus amenazas apenas veladas ya no le intimidaban, ahora
Alex se quedaba por una razón totalmente diferente... no
tenía dinero ni ningún sitio al que ir. Era patético.
Dios no permitiera que ella se diera cuenta de su
verdadero miedo.
—Quizá ya no me importen mis secretos, —no pudo
evitar burlarse con voz suave. La guerra había terminado. A
la sociedad ya no le importaba si eras de Rusia; incluso él,
recluido como estaba, sabía que eso debía ser cierto.
Ella se detuvo detrás de él y le puso las manos sobre los
hombros con indiferencia. Pero él sintió la rigidez de su
contacto. La ira y el enfado prácticamente vibraban a su
alrededor. Ella sabía tan bien como él que ya no tenía el
poder que antes tenía sobre él. Durante un breve momento
no pudo evitar regodearse y saborear el emocionante
escalofrío de la victoria.
—Tal vez, —se inclinó y sus labios rozaron el lóbulo de
su oreja. Sin embargo, su contacto no le ofrecía ningún
consuelo, ni siquiera la excitación de la lujuria como
cuando él era joven—. ¿Pero qué harás en el mundo
exterior, Alex? ¿Regresar al seno de tu familia?
La victoria se desvaneció. La ira reprimida inundó su
cuello en un calor antinatural que rápidamente subió a sus
mejillas. En una sola frase había dado con el problema. No
tenía dónde ir. Inútil. Un puto inútil.
Ophelia se apartó de él, pero el empalagoso aroma de la
lavanda siguió recordando su presencia. El aroma flotaba
en el interior de la finca y en los campos que los rodeaban.
Si nunca veía una de las flores púrpuras, sería demasiado
pronto.
— ¿Crees que te aceptarán de nuevo? No hay lugar en
el mundo exterior para gente como nosotros. Y piensa en lo
que pasaría si tu familia descubriera la verdad... que te has
estado prostituyendo durante años. —Se detuvo frente a él,
con los ojos muy abiertos por la inocencia fingida. Apoyó la
mano en su corazón como si le importara. Como si tuviera
corazón—. O peor aún, la sociedad descubriera la verdad.
Si tu familia finalmente hubiera encontrado un lugar dentro
de la sociedad, serían rechazados en cuestión de semanas.
—Sacudió la cabeza y suspiró mientras se acercaba a la
chimenea—. Seguramente se verían obligados a volver a
Rusia. Y con la guerra terminada, la gente se muere de
hambre, Rusia no es lugar para los seres queridos.
Su cuerpo se había enfriado, entumecido. Una amenaza
que iba demasiado lejos, maldita sea. Pero él debería haber
sabido que ella usaría todo lo que pudiera para mantener
sus garras profundamente incrustadas en su alma.
—Alex, querido, —dijo ella—. Eres encantador. Sabes
cómo complacer a una mujer. Esta nueva clienta te
necesita.
Resistió el impulso de resoplar. Dar, dar, dar, eso es
todo lo que hacía. Pero tenía la sensación de que así lo
quería Lady Lavender. Castigo, pero ¿por qué castigarlo?
¿Qué le había hecho? La eterna e incontestable pregunta
que lo atormentaba desde hacía años.
Pasó sus manos temblorosas por su pelo y los rizos
ondulados se aferraron a sus dedos. Tal vez la paranoia de
Gideon estaba haciendo su magia, pero no confiaba en ella
más de lo que lo había hecho a los trece años, cuando ella
le había ofrecido el mundo y, en cambio, le había dado un
infierno.
Ella se volvió hacia él en un remolino de faldas que
mostraron unas enaguas blancas.
—Ven, dame esa sonrisa encantadora que tanto les
gusta a las damas.
Alex amortiguó su ira y amplió su sonrisa, sabiendo que
los hoyuelos resaltaban. A veces se sentía atrapado en su
propia piel; un oso con una cadena enrollada al cuello,
como había visto una vez en el viejo país. Y sólo ella tenía la
llave de ese candado.
Ophelia pareció relajarse y flotó hacia la chimenea de
mármol, con sus pisadas acalladas por la gruesa alfombra
persa. El fuego bajo que proyectaba sombras lascivas sobre
las paredes empapeladas crepitaba y chisporroteaba,
silbando al acercarse.
—Tómatelo con calma por ahora. Ella está tan asustada
como una cierva al final de una pistola. Su cochero incluso
insistió en que la metieran por las cocinas para que no la
vieran.
Alex se puso en pie, ansioso por alejarse de Ophelia
antes de que hiciera algo imprudente, como estrangularla.
―Como si alguien fuera a verla. Estamos en medio de
un maldito campo, a una buena hora de Londres.
―Alex, ―advirtió ella, lanzándole una mirada
amenazante.
Él mantuvo su sonrisa en su sitio. Él era una máquina;
una de esas fábricas que funcionaban en la ciudad,
produciendo un humo negro que ocultaba la realidad del
viejo y triste Londres. Ophelia le decía que sonriera, y él
sonreía. Ella le decía que follara, y él follaba. ¿Por qué?
Porque no le importaba.
― ¿Dónde está ella?―Preguntó.
Pero ella no respondió inmediatamente. En su lugar,
inclinó la cabeza hacia un lado de manera pensativa y sus
ojos se entrecerraron como para estudiarlo. Alex se
inquietó.
―En tu habitación. Nada de relaciones sexuales. Sólo
quiere aprender a besar y tocar.
Maravilloso. Simplemente maravilloso.
―Veré lo que puedo hacer. ―Pero tenía que esperar a
que ella se despidiera y, al parecer, esta noche estaba de un
humor vacilante.
Ella se adelantó y no se detuvo hasta que estuvo a un
suspiro de distancia. Lentamente, inclinó la cabeza hacia
atrás y lo miró directamente a los ojos. Durante un breve
momento se limitó a mirarlo fijamente, como si tratara de
leer sus pensamientos. Alex apenas respiró, temiendo que
lo hiciera. Con la mirada fija, deslizó la mano por el chaleco
de seda de él, hasta la cintura. Con un agarre firme, le
cogió la parte delantera del pantalón y tomó el bulto de su
polla con la mano. Él ni siquiera se inmutó.
―No falles, Alex.
Su contacto no le provocó nada. Tampoco su amenaza.
―Por supuesto que no.
Ella soltó su agarre y le hizo un gesto despectivo. Ya se
había retirado, a su siguiente cliente, a su siguiente fajo de
billetes. Alex le hizo una reverencia burlona a su espalda,
luego se dio la vuelta y se dirigió al vestíbulo. Cómo la
odiaba. Cómo despreciaba todo de ella.
Wavers, su perro guardián, se movió de su posición
cerca de la puerta. Los observaba, siempre los observaba a
través de esos ojos negros y brillantes. El bastardo nunca
hablaba, pero con una cara como la suya, no lo necesitaba.
―Wavers. ―Alex le pasó los dedos por debajo de la
barbilla, una orden silenciosa de que se fuera a la mierda.
El secuaz de Ophelia no respondió, pero en realidad
nunca lo hacían. Sus musculosas estatuas tenían dos
propósitos en la vida: proteger a su señora y, cuando sus
chicos se comportaban mal, golpearlos hasta someterlos.
Para ello, les pagaba con creces y, como los chuchos, su
lealtad era inquebrantable.
Fingiendo una despreocupación que no sentía, Alex
empezó a caminar por el pasillo, silbando una melodía en
voz baja. Qué impresionado había quedado cuando llegó
por primera vez, un muchacho acostumbrado a vivir en el
esplendor, no esperaba menos y pensaba que había
encontrado un segundo hogar. La finca era hermosa, sólo lo
mejor. Suelos de mármol, apliques dorados que resaltaban
las ornamentadas volutas pintadas a mano en las paredes.
Arriba, las lámparas de gas parpadeaban y chisporroteaban
añadiendo calidez y modernidad a la morada.
Y allí, en las afueras, había objetos destinados a seducir
incluso a las mujeres más frías. Estatuas de parejas
desnudas que retozaban medio escondidas por las
esquinas. Grandes plantas tropicales que añadían vitalidad.
Aromas cálidos destinados a relajar. Cuadros de hombres
viriles colgados en las paredes. Era un estilo de vida
exuberante destinado a seducir y complacer, si a uno no le
importaba vender su alma.
Los dedos de Alex se movieron hacia el fino lino de su
camisa, abrochando el botón superior. Alisó el chaleco de
seda bordada. Había que mantener las apariencias
exteriores, aunque por dentro echara humo. Se ató el
corbatín que le colgaba del cuello tan rápido como le
permitieron sus temblorosos dedos. En su mente
retumbaban los años de enseñanza. Las vírgenes tendían a
ponerse nerviosas si muestras algo de piel. Sí, tendría que
andar de puntillas con esta, como siempre.
Al principio, le había encantado tener la sartén por el
mango, haciendo que las mujeres inocentes se
estremecieran bajo su contacto. Saber que no sólo lo
deseaban, sino que en el fondo le temían. Un poderoso
afrodisíaco, sin duda. Ahora... diablos, ahora estaba muy
cansado de enseñarles a seducir a sus futuros maridos.
Cansado de sus miradas abiertas. Cansado de sus inocentes
rubores. Cansado del juego.
― ¿Otra virgen?
Sacado de sus pensamientos, Alex se detuvo y miró
hacia el salón. Gideon estaba apoyado en el marco de la
puerta, con un whisky en la mano. Había cambiado en los
últimos doce años. Más alto, más ancho. Aquellos
músculos, el pelo oscuro y los ojos plateados hacían
temblar de miedo y deseo a más de una mujer. Pero por
muchas palizas que el hombre hubiera soportado en su
juventud, su terquedad permanecía intacta. La evidencia
estaba ahí... en la dureza de su rostro y la tensión de su
cuerpo. El idiota haría que lo mataran si no fingía al menos
jugar a los juegos de Ophelia.
Alex arrebató el vaso de los dedos cicatrizados del
hombre y bebió el líquido ambarino. El alcohol le quemó un
rastro en la garganta, haciéndole dar un respingo.
― ¿Por qué tienes cicatrices en los dedos, Gideon?―Le
había preguntado una vez, cuando él, James y Gideon
habían llegado por primera vez.
―No es de tu incumbencia, ―había respondido Gideon.
Y así había sido el comienzo de una relación
tumultuosa, una tregua incómoda entre tres muchachos
unidos. Había muchas cosas que Alex desconocía de
Gideon, pero también había cosas que había deducido tras
años de compañerismo.
Alex nunca había sido de los que beben; le gustaba
tener todo su ingenio cuando se enfrentaba al Ángel del
Infierno, como había apodado a Ophelia. A Gideon le
gustaba enfrentarse a la vida en un estado habitual de
media embriaguez, aunque el hombre aguantaba tan bien
el whisky que apenas se notaba. James actuaba como si sus
vidas fueran un puesto de honor del que debían estar
orgullosos. Y Alex, bueno, fingía. Se le daba bien fingir.
Había tenido años de práctica con sus padres. Fingiendo
ser alguien que no era, fingiendo ser feliz, encantador. Y
ahora, fingiendo que disfrutaba complaciendo a las mujeres
todos los días de la semana.
―Sí, mala suerte, otra virgen, por desgracia.
Gideon se limitó a sonreír, una rareza.
―Al menos no tendrás que preocuparte por la viruela.
―Mmm, ―contestó Alex. Pequeñas concesiones.
―Eres demasiado guapo, ―dijo con desprecio―. Es por
eso que te entrega a las vírgenes. Márcate un poco la cara.
Estaré encantado de sostener el cuchillo.
―Divertido. ―Alex se quitó una pelusa del chaleco―.
Eres bienvenido a tenerla.
―Oh no, es toda tuya. ―Gideon dejó el vaso en una
mesita auxiliar. Su mirada se deslizó por el pasillo, donde
Wavers seguía observando en silencio. El ambiente cambió,
volviéndose espeso con la tensión y Alex sabía lo que
estaba por venir.
― ¿Lo has pensado?―Preguntó Gideon.
Alex tragó con fuerza y bajó la mirada hacia el pasillo.
Se sentía como un cobarde; sus pensamientos se
mezclaban cuando sabía que debería haber tenido una
respuesta preparada. ¿Por qué? ¿Por qué no aceptaba
inmediatamente? ¿Por qué su cuerpo se enfriaba y se ponía
húmedo al pensar en escapar?
―Sí, lo he pensado.
― ¿Y?
El corazón le latía con fuerza en el pecho, el malestar y
la desesperación luchaban en su interior. Una vez que
aceptara, estaría poniendo su vida en manos de un hombre
en el que apenas confiaba. Sin embargo, ¿no era mejor
estar muerto que estar vivo aquí?
― ¿De verdad crees que seremos capaces de escapar?
―Sí. Ella espera que nuestra falta de fortuna y nuestra
falta de autoestima nos unan a ella. Y, por supuesto, tiene a
sus hombres. Pero su confianza está creciendo. ¿No ha
decidido llevarte al Baile de Rutherford cuando nunca has
ido antes?
Es cierto. Y no habría mejor oportunidad para escapar
que en un salón de baile lleno de gente.
―Y piensa en lo que pasaría si descubren la verdad...
que te has estado prostituyendo durante años.
La advertencia de Ophelia le susurró burlonamente en
su cabeza. La idea de que su madre... su padre... supiera
que no era más que un puto lo enfermaba. No le cabía duda
de que, si abandonaba su establecimiento, Ophelia
publicaría su vida en los diarios. Pero, ¿creería la Sociedad
su palabra?
―Tendré que pensarlo.
La mandíbula de Gideon se apretó y su mirada de peltre
se endureció.
― ¿Y James?―Preguntó.
Alex buscó una respuesta. James era complicado,
siempre había sido un poco ingenuo. ¿Su lealtad a Lady
Lavender superaba su lealtad a ellos? Por alguna razón el
idiota tenía la loca creencia de que Ophelia los había
salvado.
―No lo sé. Parece creer que está en deuda con ella.
Gideon resopló con incredulidad. Sus sentimientos
hacia su salvadora eran evidentes en cada mirada que le
lanzaba. En cada maldición que murmuraba cuando ella
estaba cerca.
Hacía dos años que Gideon había empezado a soltar
indirectas sobre la huida. Sólo en los últimos seis meses
habían discutido seriamente la idea. Curiosamente, Alex no
se sentía tan entusiasmado por la perspectiva como había
supuesto que lo haría. Era cierto; Ophelia estaba
empezando a confiar en él. Durante el último año lo había
llevado con ella cuando visitaba los antros de juego. Y sólo
recientemente había mencionado que asistiría al Baile de
Rutherford. La libertad lo tentaba. Aunque escapar de los
antros de juego sería difícil con sus secuaces cerca, en un
baile seguramente habría muchas oportunidades.
Se pasó la mano por el pelo, sintiéndose descontento,
inseguro, cuando debería estar emocionado. Incluso si
lograban escapar de este infierno, ¿qué clase de vida
llevarían con pasados como los suyos? Ophelia tenía razón;
nunca podría volver a casa. Tal vez lo sabía desde el
principio, y por eso nunca había intentado ponerse en
contacto con su familia. Estaba demasiado avergonzado.
¿Y qué pasaría cuando Ophelia le contara a todo el
mundo su comportamiento pecaminoso? ¿Se atrevería a
contarle a Gideon la última amenaza de Ophelia? No. A
Gideon no le importaría, no entendería por qué Alex se
preocupaba por el bienestar de su familia. ¿Pero cómo
podría entenderlo? Gideon no tenía ni idea de la
procedencia de Alex, ni de los vínculos con su familia.
Alex suspiró.
―Hablaré con James, a ver...
―Ejem. ―Wavers se aclaró la garganta, era su
advertencia para que siguiera adelante.
Habían hablado más tiempo del que se consideraba
apropiado. Gideon entrecerró esos ojos grises y su odio era
amargamente palpable. A Lady Lavender no le gustaba que
confraternizaran. Pero después de estar juntos durante
doce malditos años, ¿qué esperaba?
―Somos amigos, vamos a ser grandes amigos.
Todavía podía recordar las palabras que ella había
pronunciado aquellos años atrás, cuando había tentado a
Alex para que trabajara para ella. Las palabras habían sido
una mentira, como todo lo que había dicho. Aquí, uno no
tenía amigos. Apenas confiaba en Gideon.
Aun así, no había otra alternativa. A pesar de que el
sudor le recorría la frente, con renovada determinación le
hizo un guiño a Gideon.
―Me apunto. ―Y así se lanzó a un mar gris de olas
agitadas que amenazaban con hundirlo.
Gideon sonrió.
Por lo que sabía, Lady Lavender tenía a veinte hombres
bajo su control. Sin embargo, él, James y Gideon eran los
únicos tres que estaban bajo vigilancia constante. Los
únicos tres que, como simples muchachos, habían sido
chantajeados. Ella no había comenzado a prostituirlos de
inmediato. No, había esperado hasta que cumplieron los
dieciséis años, tentándolos con hermosas mujeres,
provocándolos con posibilidades seductoras.
Y qué ganas había tenido de ceder. Caramba, todavía
podía recordar esa primera vez. Había pensado que tener
sexo con mujeres sería una forma ideal de pasar las tardes
y que, a cambio, Lady Lavender mantendría enterrados los
secretos de su ascendencia familiar. No se había dado
cuenta de que estaba vendiendo su alma.
Gideon se dio la vuelta y desapareció en el salón. Alex
se quitó un sombrero imaginario ante Wavers y siguió
subiendo las escaleras. Respirando hondo, reflexionó sobre
la mujer que le esperaba. No estaba bien llegar decaído y
desinteresado. Sin embargo, hacía mucho tiempo que una
mujer no lo excitaba de forma natural. ¿Una dulce rubia de
ojos azules? ¿Oscura y exótica?
En los primeros años, su polla había cobrado vida sólo
con la idea de acostarse con una mujer. Ahora... diablos,
ahora necesitaba concentrarse para interesarse.
Una cosa era segura, ella estaría temblorosa. Pero él la
haría temblar por una razón completamente diferente. Si
Alex era bueno en algo, era en hacer que las inocentes se
relajaran. Era su aspecto, lo sabía, los rizos oscuros, los
ojos azules y los hoyuelos. No se parecía en nada a su
dominante padre ruso, sino más bien a su madre inglesa.
Parecía un puto ángel, o eso le habían dicho en muchas
ocasiones.
Sí, a las madres les gustaba su aspecto y le enviaban a
sus inocentes hijas. Suponía que estaban siendo amables.
Preferían que sus hijas perdieran la virginidad con alguien
que fuera gentil y tuviera la intención de complacer.
Entonces, en su noche de bodas, sus hijas no llorarían, no
habría dolor y la sangre de cerdo sería rociada sobre las
sábanas. Los maridos saldrían del lecho matrimonial
contentos de haber actuado bien, sin saber que sus esposas
ya habían perdido la virginidad con un puto.
Se detuvo frente a su puerta. Lady Lavender había
hecho lo posible para que las habitaciones estuvieran
vacías de sonido, pero los ruidos se filtraban... gemidos,
susurros, gemidos de pasión. La noche era un periodo muy
concurrido. Vagamente, recordaba haberse despertado con
los ruidos de la ciudad: gente gritando sus mercancías,
carruajes sobre las calles empedradas. Ahora, se
despertaba con el sonido de las mujeres siendo
complacidas. Antes era un sonido mágico y musical. Ahora,
le resultaba irritante.
Dio un suave golpe, sólo para advertir a su cliente, y
luego rodeó con los dedos el frío pomo de porcelana. Sin
dudarlo, empujó la puerta de par en par.
Ella estaba de pie cerca de las ventanas. El sol poniente
delineaba su cuerpo con un brillo celestial. El cielo en este
infierno, qué ironía. No era rubia. Ni morena. No tenía el
pelo negro. Casi... ¿casi caoba? Se adentró más en la
habitación. Sí, caoba oscuro, aunque un hombre menos
avispado habría dicho castaño. Sonrió, sorprendido cuando
ya no se sorprendía casi nunca. Nunca había probado una
mujer de pelo caoba. Gracias a Dios por los pequeños
favores. Algo diferente en su vida mundana. Suavemente,
cerró la puerta y el pestillo emitió un chasquido.
Ella se giró, dando vueltas en un revuelo de faldas
marrones.
―Oh.
Su voz fue un grito de sorpresa que apenas le llegó a él.
Apenas podía ver su cara, el sol poniente brillaba
demasiado detrás de ella. Pero no necesitaba ver sus
rasgos. La apariencia ya no importaba. Podía parecerse a la
vieja Bertie de la cocina, o a una diosa perfecta creada por
el cielo, y no habría importado.
Se movió por la gran sala y sus pies calzados se
hundieron en la alfombra de felpa, opacando cualquier
sonido de pasos. Sólo las mejores cosas decoraban la finca
de Lady Lavender. La cama de nogal con dosel costaba
unos cuantos peniques. Las cortinas blancas
proporcionaban un seductor refugio que envolvía a los
amantes en un abrazo puro, mientras que las paredes azul
celeste recordaban los brillantes días de verano en el
campo. Era luminoso, hermoso, perfecto para las inocentes.
Él odiaba la habitación.
― ¿Una copa?―Preguntó, acercándose a la mesa
auxiliar para alimentar la mecha del único farol que estaba
encendido.
Por el rabillo del ojo pudo ver cómo su mano
enguantada revoloteaba a su alrededor, antes de posarse
en su pecho como una mariposa nerviosa en una flor.
―Sí, gracias. Lo siento, no entendí tu nombre.
Su voz era ronca, realmente bonita. Sirvió jerez en una
copa y comenzó a acercarse a ella. La bebida la ayudaría a
relajarse, al igual que el fuego que crepitaba en la
chimenea de mármol. Unos caros bombones franceses
estaban sobre la mesa junto a la cama. Todo estaba en su
sitio, como debía estar.
―Alex. ―Su mirada se dirigió a sus ojos color avellana.
Una descarga de conciencia se disparó por su cuerpo,
succionando el aire de sus pulmones. Mejillas sonrosadas,
nariz respingona ligeramente levantada, ojos anchos e
inocentes no exactamente azules, pero tampoco verdes....
¿Veintitrés, veinticuatro? Casi una solterona entonces. Sin
embargo, había algo en ella que le atraía... Que despertaba
su interés. Se aclaró la garganta y dejó caer su atención,
escudriñando su cuerpo rápidamente, buscando algo,
cualquier cosa que explicara su repentina atracción. La
capa marrón estaba perfectamente cortada, el material era
fino, pero práctico. Nada erótico.
―Alex, ―repitió suavemente y su voz era casi una
caricia―. ¿Tienes un apellido?
Lo tuvo, en un momento dado.
―No. Sólo Alex.
Recordando su propósito, comenzó a acercarse a ella
una vez más, deteniéndose cerca... lo suficientemente cerca
como para que su calor la tentara, pero no demasiado cerca
como para que se sintiera abrumada. Respiró
profundamente y, de repente, fue él quien se sintió
abrumado. Su aroma invadió sus sentidos; la frescura de la
primavera y algo más... algo hogareño... dulce... como si
hubiera estado horneando galletas.
Unos curiosos ojos color avellana parpadearon hacia él.
Tenía algunas pecas en el puente de la nariz, de un color
tan claro que había que estar cerca para notarlas.
Demonios. Su inocencia lo atraía. Pero... sin embargo, no
podía apartar la mirada. Mientras estudiaba esas pecas,
tuvo el repentino deseo de besarla. Besarla de verdad. Sin
pretensiones, sin simulacros, pero con un repentino
impulso de lujuria que sólo podía ser saciado con un beso
irracional. Ella le recordaba la inocencia, la vida antes de
vender su alma. Una época en la que había coqueteado con
dulces lecheras y granjeras. Una vida en la que todo era
posible.
Ella frunció el ceño, formando una arruga entre sus
cejas.
―No es apropiado que te llame por tu nombre de pila.
Él se rió de su broma. Pero cuando la confusión invadió
su rostro ovalado, su risa se desvaneció. ¿Hablaba en serio?
―Bebe. ―Suavizó su demanda sonriendo, con su
talentosa y encantadora sonrisa llena de hoyuelos―. ¿Y tu
nombre?
Ella cruzó los brazos sobre el pecho, negándose a coger
el vaso y pareciendo totalmente descontenta.
―Ya que me has dado tu nombre de pila, ahora me
siento en la obligación de darte el mío.
Él separó los labios para responder cuando ella levantó
la mano, cortándolo.
―Insisto en que estemos en igualdad de condiciones.
Él no sabía de qué demonios estaba hablando, pero
estaba lo suficientemente intrigado como para esperar su
siguiente declaración.
―Grace, ―dijo ella en una bocanada de aire, como si
admitiera un gran secreto de familia―. Aunque no es muy
apropiado que lo uses.
Su sonrisa vaciló. Una virgen extraña, sin duda. Maldita
sea, tal vez esto no sería fácil después de todo. Ella iba a
ser difícil.
―Querida, estás en mi alcoba; la propiedad no importa
mucho.
Sus mejillas se volvieron de un encantador tono rosado
y, aunque momentos antes había encontrado su mirada
directamente, ahora encontró una repentina fascinación
por la alfombra.
―Razón de más para mantener la moral.
¿Moral? ¿Aquí? ¿Estaba loca?
Grace se quitó los guantes de los dedos, uno a uno en
un movimiento lento y despreocupado, como si tuviera el
control absoluto. Parecía poco impresionada. Y tal vez lo
estaba.
―Señor, por mucho que adore la charla, prefiero
empezar con ello.
Santo cielo. Por primera vez esa noche, Alex se quedó
sin palabras.
Capítulo 2
—Ya veo, —murmuró el increíblemente guapo hombre,
mirándola fijamente.
Parecía confundido. ¿Por qué estaba confundido?
Grace se metió los guantes de seda en los bolsillos de
su capa de lana y se frotó las sienes doloridas. Maldita sea,
pero no tenía tiempo para estas tonterías. O tenía el libro o
no lo tenía. Pero el hombre la observaba como si fuera un
extraño espécimen del Museo Británico.
¿Quizás su hermanastro no había mencionado que era
mujer? Sería propio de John excluir algo que la sociedad
consideraba importante. Y obviamente este hombre, con
sus brillantes ojos azules y su bonita cara, pensaba que una
mujer debía ser mantenida bajo llave como la mayoría de
los hombres parecían creer.
—Mira, comprendo que esto es un poco inoportuno, —
logrando reprimir su ira, suavizó su voz a un murmullo
tranquilizador—, pero no tengo tiempo para perder el
tiempo, tengo cosas que hacer, cosas importantes.
Algo brilló en lo más profundo de su mirada...
¿diversión? ¿Se estaba riendo de ella? Se puso rígida, y su
ira cobró vida. Sí, por supuesto que, como hombre, le
resultaba divertido que una mujer dijera lo que pensaba.
Maldita sea, estaba cansada de que se rieran de ella. John
siempre se divertía con el hecho de que ella aún no se
hubiera casado. Y Dios no permitiera que ella intentara
presentar un trabajo a la Sociedad de Antigüedades. Sin
embargo, si perdía la calma, perdería la oportunidad de
encontrar el libro. Así que se esforzó por mantener la calma
y la serenidad.
— ¿Podemos avanzar?—Lo instó con una sonrisa tensa.
Él se quedó quieto, con aspecto inseguro y cansado.
— ¿Estás segura?
—Absolutamente.
Lentamente, dejó el vaso de ella sobre una mesita
auxiliar y se llevó la mano a la corbata.
—Por supuesto. Si así lo quieres. —Con dedos largos y
casi delicados, desató el material como un artista
desvistiendo a su musa. Un hombre extraño. ¿Qué estaba
haciendo ahora?
—Háblame de ti, —la animó.
Su mirada se dirigió a su rostro y, por un breve
momento, juró que su corazón se detuvo. Angelical,
realmente. Y unos ojos tan sorprendentemente azules que
le recordaron las aguas de la costa de Irlanda. Era
sorprendente que fuera estudioso. En su experiencia, los
hombres estudiosos solían ser viejos sapos con mentes
estrechas.
Él era demasiado atractivo. No es que a ella le
importara de un modo u otro. Aún si los hombres
encontraban que ella tenía una cara agradable, una vez que
se daban cuenta de que tenía un cerebro, ya estaban
buscando su próxima víctima en el salón de baile. Y que les
fuera bien. Los hombres guapos solían ponerla nerviosa.
Una nunca sabía qué estaban tramando. Y ellos siempre
estaban tramando.
— ¿Sobre mí?—No sabía cómo responder a esa
pregunta, ya que nadie la había considerado importante.
¿Cómo debía responder?
Bueno, verás, vivo con un odioso hermanastro al que le
gusta atormentarme y ridiculizarme por no estar casada.
No, eso era demasiado personal para una conversación
educada. Siempre estaba el probado y verdadero, mi madre
está en su lecho de muerte. Eso solía hacer callar a la
gente y agriaba rápidamente el ambiente. Pero no quería
amargar el humor de este hombre, al menos hasta que
tuviera su libro.
Suponía que siempre podía recurrir a la historia de que
a mi hermana pequeña le gusta vestirse de chico, que había
soltado una vez mientras ella y Lord Rodrick se habían
quedado solos sin nada que discutir. Mmm... Puede que eso
tampoco sea lo mejor. Maldita sea, pero nunca se le había
dado bien entablar una conversación.
— ¿Y bien?—Sus ojos volvían a sonreír, con esas
arrugas en las esquinas burlándose de ella.
—Yo... Yo...
— ¿Familia?
Nerviosa, se acomodó un mechón suelto detrás de la
oreja.
—Sí, claro que tengo familia. —Estaba cerca.
Demasiado cerca. No podía pensar con él tan cerca. No
podía respirar con él tan cerca.
La corbata le colgaba del cuello, ondeando como una
vela en la brisa del mar. Lentamente, tiró de un extremo
hasta que el material blanco como la nieve colgó de sus
dedos, en señal de rendición. Allí, en el lado de su cuello
desnudo, latía un pulso lento y constante. Fascinante, en
realidad. Siempre había admirado el arte, y este hombre
era sin duda una obra de arte. Ese cuerpo esbelto, esa
mandíbula cuadrada, esos hombros y labios anchos hechos
para... Grace dio un paso atrás, su estómago se tensó de
una manera desconocida que no era ni molesta ni
exactamente agradable.
—Por favor, ponte cómodo, —dijo ella, intentando sonar
sarcástica, aunque su voz salió con una ronca falta de aire
que denotaba más interés que sarcasmo.
¿Estaba haciendo bastante calor? Miró hacia las
ventanas rogando que corriera una brisa fresca, pero
estaban bien cerradas, obligando al viento primaveral a
mantenerse fuera. La luz se desvanecía, la noche se
acercaba rápidamente. Por el mero hecho de venir aquí sin
escolta, había arriesgado su reputación. Cada momento
que pasaba en la alcoba privada de este hombre la
colocaba en el camino de la ruina. Tenía que conseguir el
libro y marcharse.
— Por favor, escucha...
— ¿Qué tal si hago que los dos estemos cómodos?—Él
enarcó una ceja oscura en forma de complicidad.
Confundida, Grace negó con la cabeza. No quería estar
cómoda. Quería el libro, por el amor de Dios.
—Me han dicho que tu ejemplar es increíble,
perfectamente conservado.
Sus labios se levantaron, con unos hoyuelos
ridículamente dulces brillando en sus mejillas.
—Sí, supongo que hay quien lo ha calificado de
perfecto. —Sus dedos se posaron en el botón superior de su
chaleco. El movimiento hizo que su olor se arremolinara
hacia ella. Un aroma cálido, un aroma masculino que
resultaba bastante embriagador; el de los exteriores en una
crujiente víspera de invierno. No era en absoluto
extravagante y abrumador como la mayoría de los hombres
parecían llevar su colonia en estos días.
Él se acercó. Ella retrocedió a trompicones. Su corazón
repiqueteó contra sus costillas como un pinzón pidiendo ser
liberado de su jaula de huesos. Había algo en ese hombre,
algo... casi animal. Miró detrás de ella, por alguna extraña
razón pensó que tal vez esa mirada acalorada estaba
clavada en otra persona. Pero no, ella era la única en la
habitación. En realidad la estaba acechando. Pero... ¿por
qué?
—Tienes unos ojos verdes preciosos.
—Tonterías, —susurró ella, retrocediendo hasta que su
trasero golpeó el borde de una pequeña mesa. Algo se
cayó, rodando por la superficie y aterrizando con un ruido
sordo en el suelo. No se atrevió a girarse para recogerlo—.
Son de color avellana.
—Y unos labios que podrían hacer llorar a los ángeles.
—Se detuvo entonces, a sólo un suspiro de distancia. Tan
cerca que ella pudo ver el dorado de sus gruesas y oscuras
pestañas. ¿Estaba coqueteando con ella? La idea la puso
extrañamente furiosa. Era imposible. Nadie coqueteaba con
ella. Sin embargo, no podía negar la extraña vibración que
parecía producirse entre ellos.
La habitación se inclinó. Un mareo le recorrió el cuerpo
y se sintió desequilibrada y confusa. El corsé le apretaba
demasiado.
El hombre estaba siendo completamente inapropiado.
—Señor, me gustaría seguir con los negocios.
Él se detuvo, con una mirada interrogativa en esos
celestiales ojos azules.
—De acuerdo.
Pensando que él había cedido, casi se relajó. Era una
chica estúpida. Antes de que pudiera responder, él le rodeó
la cintura con su brazo musculoso y la empujó hacia
delante. Con un grito ahogado, Grace cayó contra el duro
pecho del hombre. El miedo y la atracción se agolparon en
sus entrañas en una combinación letal.
Él bajó los labios hasta su oreja; su cálido aliento se
deslizó tentadoramente por su cuello.
—Me sorprendes.
Olía tan bien y era cálido, tan cálido. Pero esto estaba
mal, completamente mal. Con un gemido, consiguió
aferrarse a un pequeño trozo de realidad y apartarse lo
suficiente para poder moverse. Metiendo la mano entre sus
cuerpos, Grace lo abofeteó. Con fuerza. Él parpadeó,
aturdido.
La culpa luchó con la justificación. Bueno, en realidad,
¿qué esperaba? Apoyó los dedos contra su pecho, con la
palma de la mano todavía hormigueando por el contacto de
su mejilla, áspera por el crecimiento de la barba de un día.
—Te lo merecías.
—Ya veo, —murmuró y las yemas de sus dedos se
dirigieron a esa marca roja en su mejilla. Aquellos ojos
azules estaban entrecerrados, pero no con ira. No, parecía
más bien... desconcertado—. ¿Porque... fui malo?
Confundida, Grace frunció la nariz. ¿Malo? ¿Qué clase
de pregunta era ésa?
—Sí, supongo. Señor...
—Alex.
Ella le dio un manotazo en el brazo, que seguía
rodeando su cintura con firmeza, pero el maldito hombre se
negó a soltar su agarre.
—Alex, sólo porque he accedido a reunirme en tus
aposentos privados...—Ella envolvió sus dedos alrededor de
su antebrazo, empujando—, no significa...—Se atrevió a
levantar la vista. Él la observaba de nuevo, con esa extraña
mirada, como si ella fuera un rompecabezas que no pudiera
descifrar—. No sé para qué crees que estoy aquí...
—Lo siento, supuse...—Sacudió la cabeza, aquellos rizos
oscuros se movían y brillaban bajo la luz del sol poniente—.
Dijeron que no eras conocedora del fino arte…
— ¡Increíble!—Ella empujó con fuerza su musculoso
pecho, pero el hombre no se movió—. Puedo asegurarte,
señor Alex, que tengo bastante experiencia. Si tienes lo que
quiero, dámelo ahora para que pueda irme. Te pagaré con
creces.
Suspiró y su rostro mostró su exasperación.
—Te he subestimado. Normalmente Gideon se queda
con las mujeres más experimentadas. Pero si así es como te
gusta, entonces estoy feliz de complacerte.
¿Feliz de complacer? ¿Qué quería decir? ¿Y quién
demonios era Gideon? Esto se estaba convirtiendo en algo
demasiado extraño incluso para su ridícula vida. Señor, sus
senos estaban aplastados indecentemente contra su pecho;
seguramente él podía sentir los frenéticos latidos de su
corazón.
—Escucha, —comenzó, pensando en calmar a la bestia
hasta que pudiera escapar—. Sólo dame...
Una mirada depredadora cobró vida, sustituyendo
cualquier humor que hubiera permanecido en sus ojos
azules. Grace aspiró con fuerza, sintiendo el repentino
deseo de huir. Obviamente, había habido un error. Separó
los labios para decírselo cuando el brazo de él la rodeó por
la cintura. Sus guantes cayeron al suelo.
—Señor, por favor...
Unos dedos fuertes le apretaron la cintura y, con
facilidad, la echó por encima de su ancho hombro.
Grace chilló cuando su pelo cayó hacia abajo. Las
pequeñas horquillas que mantenían los mechones en su
sitio se movieron por la alfombra como si quisieran
escapar.
— ¡Bájame! Bájame ahora mismo.
Nunca debió confiar en su hermanastro. ¡Maldito sea
John! Golpeó con sus puños la espalda del hombre. Él ni
siquiera se inmutó. El tal Alex pensaba cobrar su paga con
su cuerpo, o John la había enviado al lugar equivocado. Lo
más probable es que fuera culpa de su hermanastro. ¡John
era un maldito idiota! Debería haber sabido que Alex era
demasiado guapo para ser un erudito.
—No hasta que me haya salido con la mía.
Grace puso los ojos en blanco. Él dijo las palabras como
si las hubiera ensayado, como si estuvieran en una obra de
teatro horrible. Antes de que pudiera protestar, la arrojó
sobre la cama y ella se hundió en el tacto de las plumas.
Con un gruñido bajo en su garganta, Grace se apartó el
pelo de la cara. Él se limitó a quedarse allí, sonriendo hacia
abajo, una sonrisa que no llegaba a sus ojos. Por alguna
razón estaba molesto, como si no quisiera hacer esto más
de lo que ella quería. Y por alguna razón desconocida, ella
encontró de repente la situación muy divertida.
Una risita subió por su garganta, temblando más allá de
sus labios. Grace se tambaleó, agitando sus faldas en su
intento de sentarse.
—Señor, —jadeó entre risas—. Creo que ha habido un
error.
—Mmm, realmente. La dama protesta demasiado. —Se
echó a un lado su chaleco bordado.
Impresionante realmente, aunque ligeramente
aterrador también, lo rápido que podía desnudarse. Y
aunque quería negar su atracción, descubrió que su mirada
se deslizaba por su cuerpo. Los músculos de Alex estiraban
la tela blanca de su camisa en un magnífico despliegue de
masculinidad.
—Caray, es como si estuviera atrapada en una maldita
novela gótica, —susurró.
—Una novela gótica, sí. —Se abrió la camisa. Los
botones saltaron y volaron por la habitación, golpeando
como gotas de lluvia. Un rastro de pelo oscuro le cubría el
pecho, valles y colinas de puro músculo. Como si se tratara
de una escultura, Grace sintió el insano deseo de pasar los
dedos por esos desniveles y planos. Pero allí... en los límites
de la locura, acechaba su mente racional.
Oh, esto se estaba convirtiendo en algo muy serio.
Grace empujó sus pies calzados en medio y trató de
levantarse.
—Tú... realmente no deberías hacer eso, ¿sabes? Los
botones son muy molestos de coser.
Su mirada se deslizó hacia la puerta. ¿Podría llegar a
tiempo? No, por supuesto que no. Apenas podía sentarse
erguida, ya que el tacón de su bota parecía estar atascado
en el dobladillo de su vestido. Gritaría, lo haría... si pudiera
dejar de reírse. ¡Cielos, nunca se reía! ¿Qué le pasaba?
Alex se inclinó sobre ella y las risas de Grace se
desvanecieron. Su mirada se congeló en el pecho desnudo
de él, ese pecho ancho con pelo oscuro que bajaba hasta la
cintura de los pantalones y más allá... Sus manos se
clavaron de repente en la cama a ambos lados de su
cuerpo. Ella no tenía otro lugar al que ir que no fuera hacia
atrás. Un mechón ondulado había caído sobre su frente, y
su cabello estaba diabólicamente despeinado. En sus ojos
azules había una promesa de seducción... de placer. Grace
se hundió aún más en el colchón y tragó con fuerza,
resistiendo el impulso de ceder a esa tentación. Él se
detuvo cuando estaba a sólo un suspiro y el aire entre ellos
se mezcló.
—Suéltame. —Las palabras habrían sido más efectivas,
si su voz no hubiera temblado.
—Quédate quieta.
Ella no se movió. Él metió la rodilla entre sus muslos,
separando sus piernas tanto como le permitían las faldas.
Los dedos de Grace se enroscaron en las sábanas cuando él
se inclinó más cerca y su boca se cernió sobre la de ella.
Debería gritar. Debería golpearle. Debería al menos cerrar
los ojos... Él bajó la cabeza y sus cálidos y firmes labios se
pegaron a los de ella. Su duro cuerpo se relajó,
amoldándose a sus curvas como si encajara allí,
perfectamente. Una pieza de puzle que faltaba. Aturdida,
Grace se limitó a quedarse quieta mientras él la besaba, la
mordisqueaba, la lamía. No era exactamente...
desagradable.
Un cálido zumbido vibró en su cuerpo, como si mil
abejas hubieran excavado en lo más profundo de su alma.
Aquellas fuertes manos ahuecaron los lados de su cara
mientras él profundizaba el beso. Ella se rindió. Con un
gemido, las pestañas de Grace se agitaron hasta sus
pómulos. Su esencia la rodeaba, tentando sus sentidos. Él
sabía a menta y whisky, de forma erótica y adictiva. Ya la
habían besado antes, después de todo tenía veinticuatro
años. Sin embargo, nunca la habían besado así, como si él
se estuviera dando un festín con ella.
Gimió cuando sus manos bajaron por su cuello hasta
sus hombros y sus cálidos dedos tiraron de su corpiño. Sus
pechos se volvieron pesados. Durante un breve y racional
momento pensó en detenerlo, pero entonces su áspera
lengua se deslizó por sus labios. Un escalofrío recorrió su
espalda. Estaba perdida. Totalmente desvanecida. El calor
se acumuló en su vientre, produciendo una necesidad
dolorosa que cobró vida con su contacto. Sí, oh sí, quería
decírselo. Él se movió y algo duro le presionó los muslos.
Los ojos de Grace se abrieron de golpe. Dios mío. Algo
duro. ¡Duro!
Podía ser virgen, pero no era idiota.
¡No! Giró la cabeza, arrancando su boca de la de él.
Con todas sus fuerzas, empujó las palmas de sus manos en
su duro pecho. Él se echó hacia atrás, su respiración era
pesada, la respiración de ella era pesada. La mirada
aburrida de él había sido sustituida por pura lujuria.
Durante un largo momento se limitaron a mirarse fijamente
y ella no estaba segura de quién parecía más sorprendido.
— ¡Suéltame ahora!—Exigió ella finalmente.
Él pareció confundido por un momento.
—Estás... ¿Hablas en serio?
— ¡Claro que hablo muy en serio!
Él se detuvo sólo un momento antes de deslizarse
finalmente de la cama. Ella no pudo evitar notar la forma
en que él temblaba. ¿O estaba temblando ella?
De pie, sólo con sus pantalones, la observó con
curiosidad, como si fuera un insecto bajo un microscopio.
—No entiendo, ¿has venido o no has venido aquí por tu
propia voluntad?
Ella rodó de la cama, sus pies calzados golpearon la
alfombra con un ruido sordo. Con el gran mueble que los
separaba, se sintió algo más tranquila. Pero la maldita
habitación seguía dando vueltas y el corsé le seguía
apretando demasiado. Se negaba a desmayarse delante de
aquel hombre.
—Sí, —soltó—. He venido aquí por mi propia voluntad.
Evidentemente frustrado, se pasó ambas manos por el
pelo, revolviendo los mechones ondulados de una manera
desordenada que le daba un aspecto infantil.
—Bueno, entonces, ¿no soy lo que esperabas? ¿Te
gustaría otra persona?
Ella soltó una risa irónica mientras se alisaba el
corpiño. Si alguna vez decidía tener a alguien, él estaría
muy bien. Resultaría un frío, frío día en el infierno antes de
que ella admitiera su atracción.
—No.
Las risas volvieron a aparecer. ¡Maldita sea! Se llevó las
manos a la boca, intentando reprimir la risa.
—Lo siento. —Parecía molesto ahora, como si ella lo
hubiera ofendido—. ¿Debo pedirle a la Madame que te
envíe otro hombre?
Confundida, negó con la cabeza.
—Yo no... Quiero ver a quien tiene lo que he venido a
buscar.
Él colocó las manos en sus estrechas caderas.
—Grace, te aseguro que tengo lo que necesitas si me
das una oportunidad.
Ella suspiró. ¿Se equivocaba? ¿Tenía él el libro? Ella
había viajado hasta aquí; bien podría ver la novela. Cruzó
los brazos sobre el pecho.
—Oh, muy bien. Enséñame el libro.
Sus manos se dirigieron a los pantalones. Antes de que
ella pudiera parpadear, él los dejó caer. Grace se quedó con
la boca abierta, con la sorpresa, el miedo y la fascinación
luchando por el control.
La polla de él se mantenía erguida, grande,
intimidante... increíble. Había visto antes las partes íntimas
de un hombre, pero sólo en pinturas y estatuas. Esto... ¡era
totalmente interesante!
Señaló con un dedo tembloroso hacia él.
— ¡Eso... eso... no es, señor, lo que necesito!
Al mismo tiempo, él preguntó:
— ¿El libro?
El calor se disparó directamente a las mejillas de
Grace. Su mirada desesperada saltó a su rostro. Él no
intentó cubrir su desnudez. No, se quedó allí, con todo su
esplendor masculino, simplemente mirándola como si ella
fuera la rara. Ella se giró y corrió hacia la puerta. Ansiosa,
agarró el picaporte, pero sus resbaladizas palmas no
parecían poder agarrar la porcelana. ¿Por qué no se abría
la maldita puerta?
Dos grandes manos golpearon la puerta a ambos lados
de su cabeza.
—Milady, creo que ha habido un error.
Obviamente. Ella tragó con fuerza y se giró. Él estaba
desnudo, con el cuerpo apretado contra el de ella, y aun así
el poder irradiaba de su propio ser y ella era claramente
consciente del hecho de que él era más grande, más fuerte.
El vestido de Grace no suponía una gran barrera; podía
sentir sus musculosos brazos a través de las mangas de su
corpiño, su duro pecho contra el suyo y su anatomía aún
más dura presionando sus faldas. La crinolina no era rival
para su deseo. Horrorizada, aturdida y ligeramente
divertida, se hundió contra la puerta, negándose a mirar a
otro lugar que no fuera su cara.
—Dime exactamente lo que quieres.
—Me han dicho que tienes un libro raro, —su voz fue un
chillido.
— ¿Un... un qué?—Se echó hacia atrás como si ella le
hubiera abofeteado. Como si le hubiera ofendido.
—Señor, —añadió ella, haciendo uso de todas sus
fuerzas para mantener la calma—. ¿Qué es exactamente
este lugar?
Él sonrió, una sonrisa lenta e intensa que mostraba
esos malditos hoyuelos.
— ¿No te has dado cuenta?
Ella negó con la cabeza, con el corazón golpeando con
fuerza en su pecho, sin saber si quería saberlo... pero
dándose cuenta de que tenía que obtener la verdad de sus
labios de una vez por todas.
Se inclinó más cerca y su cálido aliento provocó
escalofríos en su piel.
—Mi querida Grace, estás en casa de Lady Lavender.
Ella se encogió de hombros y su mirada se centró en su
boca, vagamente consciente de lo que estaba diciendo,
pero encontrando más fascinación en la forma en que sus
labios se movían.
— ¿Y qué es eso exactamente?
Él se acercó más, tanto que sus labios rozaron los de
ella. Su corazón dio un vuelco. ¿La besaría de nuevo?
Quería que la besara... sólo una última vez.
—Grace, —susurró él. Ella se puso rígida mientras un
calor inoportuno se extendía por su piel—. Tú, querida,
estás en un burdel para mujeres.
Capítulo 3
Iba a matar a su hermanastro. Sí, lo iba a asesinar e iba
a disfrutar de cada momento sangriento. Empezaría por sus
dedos. Tal vez rompería un pulgar. Sería terriblemente
difícil sostener las cartas con un pulgar roto. Y si no podía
sostener las cartas, no podría desperdiciar su vida.
O tal vez le arrancaría el pelo, su preciada posesión,
mechón a mechón. Cuando muchos de sus amigos estaban
empezando a perder el suyo, ¿por qué no iba a unirse a
ellos? Ese pavo real tan engreído.
Era un sueño encantador, un sueño que le impedía
maldecir en voz alta y atraer las miradas de la multitud de
la noche mientras esquivaba el choque de los carruajes y
subía a toda prisa los escalones poco elevados de su casa
de Londres. Grace abrió la puerta principal, por una vez
apenas notó la pintura blanca y desconchada. Marks, el fiel
mayordomo, estaba sentado en una silla.
— ¿Dónde está?—Preguntó ella.
Sorprendido por el sueño, Marks se puso en pie de un
salto, retrocediendo a trompicones como un marinero
borracho.
— ¿Eh? ¿Qué fue eso?
— ¡Marks! Cálmate.
Entrecerró sus ojos azules y la miró bajo las cejas
grises como si no tuviera ni idea de quién era ella, aunque
llevara diez años trabajando para ellos.
Grace suspiró y pasó sus manos por su rostro cansado.
—Mi hermanastro. ¿Dónde está?
Él señaló con un dedo sin guante hacia el pasillo. Grace
frunció el ceño. El hombre probablemente había vendido
sus guantes para comprar whisky.
—En la biblioteca, —murmuró, su aliento apestaba a
alcohol agrio y confirmaba su sospecha. Deberían
despedirlo, pero no podían permitirse un mayordomo
decente y, a pesar de todo, ella seguía sintiendo debilidad
por el hombre que había estado con ellos durante tanto
tiempo.
En lugar de despedirlo, Grace se limitó a rechinar los
dientes.
—Excelente. Gracias Marks.
Con un revuelo de faldas, comenzó a recorrer el pasillo.
El mayordomo se hizo a un lado. Si no estuviera tan
enfadada, le habría parecido divertida la cara de sorpresa
del hombre. Pero ya se había reído lo suficiente por un día.
¿Cómo se había atrevido John? ¿Cómo se atrevía a
hacerle creer que estaba visitando un anticuario cuando la
había enviado a un... burdel? ¿Y si alguien la había visto?
¿No había pensado en absoluto en su reputación? Sus
perspectivas de matrimonio se irían al garete, y sabía muy
bien que sus perspectivas de encontrar marido eran ya
escasas.
Se detuvo frente a la puerta, maldiciendo su cuerpo por
temblar. Intentaría controlarse al menos un poco antes de
entrar. John aprovechaba la debilidad como un gato sobre
un ratón.
No tenía sentido. Ya se había burlado de ella y la había
atormentado antes, y siempre había podido ignorarlo, para
su disgusto. Pero esto... esto... era demasiado. Se mordió el
labio inferior, resistiendo el impulso de dejarse llevar por
las punzantes lágrimas. No lloraría delante de su
hermanastro, él sólo lo utilizaría para burlarse de ella más
tarde.
Sacando a relucir su rabia y aferrándose a esa
sensación, empujó la puerta de par en par. El panel rebotó
contra la pared, haciendo vibrar los cuadros colgados. John
estaba de pie cerca de la chimenea, de espaldas a ella, el
fuego crepitante hacía brillar su pelo castaño. ¡Cómo
odiaba sus mechones brillantes!
Cualquier sensación de control se esfumó al verlo.
— ¡John, bastardo! ¿Cómo has podido?
El hombre se giró, con una mirada de total conmoción
en su bello rostro. Pero no era John. Oh, no. Era peor.
Mucho, mucho peor.
—Hola, Grace.
El calor se disparó a sus mejillas.
—Lord Rodrick. —Hizo una reverencia, buscando
frenéticamente en su mente alguna explicación racional
que justificara su locura. Al final se quedó con un puñado
de excusas murmuradas que ni siquiera un loco creería. Se
enderezó y se esforzó por dar a su rostro una apariencia
agradable. No le convenía en absoluto que Rodrick
conociera sus sórdidos detalles familiares.
Él sonreía y sus ojos ambarinos se reían de ella como
antes se habían reído aquellos brillantes ojos azules.
¿Estaba ella para siempre en la cola de alguna ridícula
broma que nunca llegaba a entender? Reprimió su
respuesta y obligó a sus labios a esbozar una sonrisa
recatada.
—Lo... lo siento mucho, creía...—Oh, diablos, no había
manera de salir de esto—. Hermanos. —Se encogió de
hombros, como si dijera, ¿qué se puede hacer?
Él se inclinó con una elegante soltura contra la
chimenea de nogal, mientras su traje oscuro se amoldaba
perfectamente a su alto cuerpo. Lentamente, su mirada se
deslizó por su figura y volvió a subir, mirándola de una
forma completamente minuciosa, una forma en la que
nunca la había mirado antes.
—Lo entiendo. —Se llevó un trago a los labios,
observándola... simplemente observándola cuando en el
pasado apenas le había dedicado una mirada.
El calor en su interior se intensificó. Rodrick le estaba
prestando atención y todo porque ella había entrado en la
habitación como un degollador en busca de pelea.
Simplemente maravilloso.
—Sí. A veces son bastante terribles. —Súbitamente
consciente de la elevada posición de su invitado, estudió la
habitación con el rabillo del ojo. Los cojines bordados de
mamá con mensajes de amor y esperanza estaban
desordenados sobre el desgastado sofá. Las cortinas
verdes, tan viejas que se podían ver las farolas a través de
la tela, colgaban de las ventanas sucias.
Y Patience, bendita sea su hermana pequeña, había
dejado algún tipo de brebaje en medio del suelo. ¿Qué era?
Trozos de metal, madera y... ¿nueces? A pesar de que a los
dieciséis años Patience era demasiado mayor para jugar,
seguía ensuciando. Y John, el muy idiota, había dejado su
chaqueta y sus botas cerca de su único sillón de respaldo
para que ella tuviera que despejar el lugar para que
Rodrick se sentara, llamando así la atención sobre el
desorden.
Caramba, era como si viviera en una casa llena de
niños. ¿Y qué era eso? Se acercó a la silla. ¡Caramba! ¿Era
una liga? Sí, sin duda. Resistió el impulso de gemir. Miss
Kitty había vuelto a jugar con la ropa sucia. Grace puso una
sonrisa rígida en su rostro, intentando atraer la mirada de
Rodrick hacia arriba.
—Una noche encantadora, —murmuró ella, usando su
pie para empujar la liga bajo la silla.
Rodrick dejó su copa sobre la chimenea y se dirigió
hacia ella. Su paso era lento, sin prisas, confiado. Y ella se
limitó a quedarse allí, con su vestido arrugado y su pelo
como un nido de ratas sobre la cabeza, indigna de pulir sus
Wellington. Una mirada a ese rostro aristocrático y una
sabía que era un hombre acostumbrado a conseguir lo que
quería. El corazón le dio un vuelco y los dedos se
enroscaron en su vestido. ¿Por qué no podía desearla?
Se detuvo a unos metros de distancia, con las cejas
oscuras juntas sobre los ojos marrones pálidos.
—Te ves... hay algo...
Ella se puso rígida, conteniendo un suspiro de
esperanza.
— ¿Sí?
—Diferente. Te ves diferente. —Él sonrió. Una sonrisa
encantadora. No tenía hoyuelos, pero nadie era perfecto.
Pero estaba cerca, tan malditamente cerca.
—Sí, es tu pelo. Por los hombros.
Cohibida, se llevó la mano a los mechones. No había
estado suelto, no hasta que ese... ese... querido señor, no
podía ni siquiera decir la palabra... ese exasperante
hombre le había tirado del pelo en su loco arrebato de
pasión. Pero no, no había sido pasión, había estado
actuando. A las putas se les pagaba por actuar. ¿No es así?
—Oh. —Comenzó a acomodar su cabello en las pocas
horquillas que le quedaban.
La mano de él se posó en su antebrazo, un toque íntimo
que hizo que el calor se arremolinara en la boca de su
estómago. Ya la había ayudado a subir a los carruajes
antes, de manera indiferente, como si fuera simplemente
una cortesía. Pero este... este contacto parecía nuevo...
como si nunca se hubieran tocado antes.
—No, déjate el pelo suelto.
Y ella hizo lo que él pedía porque era un conde y uno no
se atrevería a ignorar a un conde. Lentamente bajó los
brazos. Nunca había entendido por qué un hombre como
Rodrick se había hecho amigo de su hermano. ¿Simpatía?
¿Amistad? No es que John fuera un completo sapo. Suponía
que algunas mujeres encontraban atractivo su cuerpo
desgarbado y su rostro estrecho, y que tenía ese estúpido
título de barón. Pero su hermanastro no era conocido por
su amabilidad e inteligencia. Mientras que Rodrick...
Rodrick era todo lo que John no era. Alto, su cuerpo sano,
su traje sin una sola arruga y esos ojos ambarinos...
deliciosos y sabios. Quizá su belleza no hiciera llorar a los
ángeles, pero a ella nunca le habían gustado los hombres
demasiado atractivos.
Se acercó, y el aroma del sándalo le siguió. Un aroma
abrumador que le hizo vibrar los sentidos y le provocó
ganas de estornudar. Movió la nariz y se concentró en algo
más agradable... sus labios.
¿Cómo sería si él la besara? ¿Se sentiría tan acalorada y
consumida como el beso de Alex? La cara del hombre le
vino a la mente... esos ojos azules brillantes, esos hoyuelos.
Apartó la imagen con la misma rapidez con la que había
llegado y volvió a centrarse en el conde.
—Lo siento, ha sido un atrevimiento por mi parte. —Se
dio la vuelta y se dirigió hacia la chimenea, dejándola
temblando detrás de él—. Es que a menudo me olvido de mí
mismo delante de ti.
Su corazón dio un vuelco. Eran perfectos, estaban
destinados a estar juntos. ¿Iba a admitirlo por fin?
—Eres como una hermana y todo eso.
Su corazón se partió en dos, desmoronándose en el
pozo de su vientre hueco. ¿Hermana? Quería tener arcadas.
Vomitar por toda la alfombra como Miss Kitty tosiendo una
bola de pelo.
—Grace. Rodrick.
El mero sonido de la voz familiar la hizo girar, con la
rabia encendida una vez más. John estaba de pie en la
puerta, con su mirada cansada oscilando de un lado a otro
entre ella y su amigo. Se preguntaba si ella se lo había
dicho al conde. El bastardo estaba preocupado. Debería
estarlo. Lentamente, sus dedos se curvaron al imaginar que
se acercaba a su hermano y le golpeaba... con fuerza.
—Ya has vuelto. —Les dedicó una sonrisa tensa. Su
corbata había desaparecido, su chaqueta marrón oscura y
sus pantalones marrones estaban arrugados y su pelo
despeinado, como si hubiera estado involucrado en una
pelea.
—Sí, —la palabra salió como un siseo y, aunque trató de
mantener su rostro sin emociones, supo que su ira hacía
vibrar el aire que los rodeaba.
Su rostro, normalmente pálido, se sonrojó.
—Bueno, entonces, ¿nos vamos?—Miró ansiosamente a
Lord Rodrick, instando con ojos frenéticos a que el hombre
se moviera.
Captando la indirecta, se puso en marcha.
—Sí, sí, por supuesto.
Increíble. Cómo se atrevía John a intentar escabullirse
sólo porque tenían compañía.
—John, querido hermano, debo hablar contigo en
privado.
Levantando las manos como si quisiera alejarla, su
hermanastro retrocedió hacia la puerta.
—Realmente no tengo tiempo, sabes. Hay eventos muy
importantes que atender.
—Debo insistir, —gruñó ella, resistiendo el impulso de
agarrarlo por el cuello y empujarlo hacia adelante.
Rodrick se había quedado quieto en medio de la
habitación, con su mirada astuta moviéndose entre los dos.
Era evidente que sentía curiosidad, pero por una vez el
hombre no iba a obtener las respuestas que quería. Sus
labios temblaron, su diversión era evidente.
—Esperaré en el vestíbulo.
En el momento en que la puerta se cerró, John irrumpió
en la habitación con los faldones al aire. Instintivamente,
Grace blandió su puño, pero el maldito bastardo se agachó
detrás de la silla con respaldo.
— ¡Vamos!—Gritó, desde su escondite—. ¿Qué he
hecho?
— ¡Oh, déjalo, sabes exactamente lo que has hecho!—
Grace saltó sobre la silla y balanceó su brazo sobre el
respaldo, pero su hermanastro logró rodar hacia un lado,
evadiendo una vez más sus puños oscilantes.
— ¡Por favor!—John se levantó y se dirigió hacia la
puerta—. Dame un momento para explicarte.
Obligando a sus pies a permanecer firmemente
plantados, Grace respiró profundamente y con temblor. Se
había vuelto loca. Completa y totalmente loca. Se giró y se
acercó a las ventanas, necesitando distancia para calmar
sus nervios. Afuera, las calles estaban oscuras, su propio
reflejo era lo único que la miraba. Vacío, como el alma de
John.
— ¿Cómo has podido? ¿Fue una especie de broma
horrible?
Pudo ver su reflejo mientras se dirigía al aparador y se
servía una copa. En cualquier momento en que las cosas se
complicaban, su hermanastro se bebía los problemas hasta
dejarlos en el olvido.
—No sé a qué te refieres.
Ella se volvió.
— ¡Sólo porque a ti te guste visitar a las putas no
significa que a mí me guste!
Él le dirigió una mirada agria.
— ¡Shh!—Por fin había conseguido su atención—. Tuve
que hacerlo por tu propio bien.
Ella se rió, encontrando diversión por primera vez
desde que había llegado a casa. John ni siquiera iba a
intentar negarlo y, sin duda, iba a inventar alguna historia
ridícula.
— ¿Por mi bien?—Cruzó los brazos sobre el pecho,
acercando las manos con los puños a su cuerpo—. Bueno,
qué maravilloso regalo de cumpleaños.
Su cumpleaños había sido hace dos días. Veinticuatro
años y, con toda seguridad, subiendo a esa estantería. No
es que John supiera que era su cumpleaños. Su madre
estaba demasiado enferma para recordarlo. Pero al menos
la querida Patience había intentado hacer una tarta, y casi
había quemado la cocina en el proceso. Pero, ¿había notado
John algo raro? Por supuesto que no.
Cuando su madre se había casado con el padre de John,
Grace había estado encantada. Siempre había querido un
hermano. Su padre era demasiado mayor para protegerla
de los duros comentarios de los chicos del pueblo. Y cómo
les gustaba burlarse de ella por tener un padre irlandés.
Pero un hermano mayor la protegería... o eso creía ella.
Llegó a la rápida conclusión de que la única persona en la
que se podía confiar era uno mismo.
—No lo entiendes. Verás...—John se pasó las manos por
el pelo—. Lord Rodrick...—Hizo una pausa, lanzando un
largo y melodramático suspiro.
Realmente, debería haber estado en el escenario.
— ¿Sí?—Le preguntó.
Él se dio la vuelta y se acercó a ella, con un rostro
frenético que la asustó más de lo que quería admitir. Grace
se mantuvo firme, negándose a retroceder.
— ¡Lo estás perdiendo!—Exclamó él.
Ella frunció el ceño, confundida.
—Nunca lo he tenido.
John la agarró por los hombros. Además de tirarla al
suelo de vez en cuando, era la única vez que la había
tocado. Se sintió extraño... incorrecto.
—Pero lo deseas, ¿no es así?
Ella se puso rígida, más que cansada por su repentina
preocupación.
—Tal vez. —Cualquier mujer lo desearía. No era un
secreto. Era guapo, inteligente, rico y, sobre todo, siempre
amable.
Un brillo de éxito iluminó sus ojos oscuros.
— ¡Exactamente! Y a Lord Rodrick le gustan las
mujeres experimentadas. Por eso evita a las vírgenes como
si tuvieran la peste. Si pudieras aprender algunos trucos, él
sería arcilla en tus manos.
Se quedó con la boca abierta y el estómago se le cayó
hasta los pies. Se estaba imaginando esta conversación,
porque era imposible que su hermanastro le dijera que
sedujera a su mejor amigo.
Como si percibiera su conmoción, se apresuró a decir:
—Su madre era una fría mojigata, y él juró que nunca
se casaría con alguien como ella.
— ¿Así que quiere una puta en su lugar?
Dio un paso atrás, frunciendo el ceño.
— ¿Qué hay de malo en querer una mujer con un poco
más de experiencia?—Sus labios se levantaron en una
mueca—. Las debutantes, con su sensibilidad virginal,
llegan a ser bastante molestas, ya lo sabes.
Ella ni siquiera pudo encontrar las palabras para
responder a su ridícula afirmación.
— ¿Quieres que me convierta en una puta?
Él puso los ojos en blanco, como si fuera ella la que
estuviera siendo ridícula.
—No una puta, pero al menos alguien que sepa cómo
besar. Que no se sonroje de vergüenza cuando la tocan, o
peor, que se estremezca. Los hombres de Lady Lavender
pueden enseñarte cosas, cosas que nunca podrías aprender
en otro lugar, sin arruinar tu reputación.
Debe estar soñando, pues esto no puede ser real.
—Un prostíbulo, John, ¿quieres que vaya a un burdel
para aprender a besar?
Se sonrojó y se tiró del cuello de la camisa, como hacía
de joven cuando le pillaban haciendo algo que no debía.
—No es un burdel. Una casa de... placer, un lugar
donde las mujeres pueden aprender a besar... entre... otras
cosas.
No estaba segura de si debía reírse o abofetearle. En
lugar de eso, se quedó mirándolo.
Él se puso rígido, como si se sintiera ofendido por su
silencio.
—Está muy bien considerado, ¿sabes? Me aseguré de
que te hicieran entrar por la puerta trasera. No te ha visto
nadie. El lugar es conocido por su discreción.
Grace finalmente encontró su voz.
—No puedes hablar en serio. ¿De verdad vas a decir
que haces esto por mí? Esto es una broma, ¿no?
Él no respondió, simplemente caminó hacia las
ventanas, un hombre perdido en algún tipo de extraña
ilusión. John tenía veintisiete años; ya era hora de que
madurara. Que dejara de burlarse de ella, que dejara de
gastar bromas crueles. Y esto, sin duda, tenía que ser una
broma.
Ya estaba harta.
— ¡John, maldita sea, por una vez déjame en paz!—
Grace se dirigió hacia la puerta, obligando a sus piernas a
seguir moviéndose a pesar de que sus músculos temblaban
y no quería hacer otra cosa que hundirse en el sofá.
—Necesitamos el dinero.
Se congeló. Cómo deseaba haberle escuchado mal, pero
sabía que no lo había hecho. Lentamente, se giró. Él no la
miraba a ella, sino que fingía interés por la alfombra.
Probablemente intentaba deducir por cuánto se vendería.
Por supuesto, ese era el problema. El dinero. Debería
haberlo sabido. Él nunca estaba en casa, y desde luego
sabía que no estaba en la iglesia rezando. Estaba
apostando, bebiendo, usando el poco dinero que les había
dejado su padre. Había estado demasiado ocupada para ver
la verdad, aunque la tenía delante de sus ojos.
Con las rodillas finalmente demasiado débiles, Grace se
hundió en la silla.
— ¿Qué tan malo es?
—Estamos pendiendo de un hilo. Dentro de tres
meses...—Tragó con fuerza—. Mis acreedores insisten...—
Dejó que esas terribles palabras quedaran en el aire,
negándose a mirarla. Parecía cansado. Exhausto. Y por un
breve momento sintió pena por el hombre.
Era peor de lo que había imaginado. Sabía que este día
llegaría, pero no ahora. No tan pronto. No en el peor
momento posible. Dios mío, ¿cuánto gastaba cada día?
Tenía que ser una pequeña fortuna. Sus dedos se
enroscaron en los brazos curvados de la silla. Se
estremeció al pensar en qué otra cosa no le había parecido
oportuno mencionar.
—Te dije que me dejaras manejar el dinero.
La cabeza de él se levantó de golpe y su rostro se
frunció en una máscara de furia.
—Eres una mujer. —John rara vez se enfadaba, pero
cuando lo hacía, era tan molesto como un niño pequeño
haciendo una rabieta—. ¡No me vas a poner una asignación
como a un niño! Es mi herencia, ¡al menos que lo olvides!
¿Cómo podía olvidarlo cuando él les recordaba
semanalmente que estaban allí por su generosidad? No
eran parientes de sangre. Podía haberlas metido en una
casa de campo en los bosques de Inglaterra, o enviarlas a
sus pobres parientes irlandeses. Pero no todo el dinero era
suyo. Su madre tenía sus pequeños ahorros, ahorros que
había planeado utilizar como dote para Grace y Patience.
Pero habían desaparecido, aparentemente con todo lo
demás.
— ¿O pensaste en invertir el dinero en tus ridículas
búsquedas de tesoros?—Sus labios se contrajeron en una
mueca—. Tal vez si pasaras menos tiempo con la nariz en
un libro y más en sociedad, Rodrick no te trataría como una
maldita hermana.
Sus palabras dolían porque eran ciertas, pero vendería
su alma al diablo antes de admitir que la había herido.
Grace apartó la mirada, temiendo que él leyera la verdad
en sus ojos.
—Y mi madre, ¿sabe los detalles de nuestra situación
financiera?
—Por supuesto que no.
Gracias al cielo por los pequeños milagros. Su madre no
necesitaba otra cosa de la que preocuparse mientras yacía
en cama con dolores. Qué estúpidas habían sido al dejar
que John manejara sus cuentas, pero ¿qué opción tenían?
Su casa, su herencia, como él había dicho. El muy canalla.
—Y a esta... Lady Lavender. —Dios, apenas podía decir
las palabras—. ¿Cómo le pagaste?
Se sonrojó, fingiendo interés en la alfombra una vez
más.
—Pedí prestado el dinero.
Grace se puso en pie.
— ¡No lo hiciste!
—A Rodrick.
Se hundió en su silla. Se iba a poner enferma.
— ¿No le habrás dicho para qué iba a ser el dinero?
Él frunció el ceño.
—Por supuesto que no. No soy un maldito idiota.
Eso era discutible.
Se movió, dudando, y luego comenzó a avanzar.
—Tengo cosas que hacer. No voy a quedarme aquí y ser
interrogado por una mujer. —Atravesó la habitación y abrió
la puerta de un tirón.
Cosas que hacer. Más dinero que gastar. Salió de la
habitación sin decir una palabra más, dejándola a ella para
que recogiera los pedazos de sus desgracias, como
siempre.
Escuchó el ruido de las pisadas de su hermanastro. El
golpe de la puerta principal que siguió a su partida. Sólo
cuando oyó el suave repiqueteo de los cascos de los
caballos sobre el adoquinado, se sintió con fuerzas para
ponerse en pie.
Había sabido todo el tiempo que él estaba
despilfarrando el dinero, pero ¿qué podía haber hecho para
evitarlo? Como mujer, y ni siquiera como pariente de
sangre, no mucho. Había escondido las pocas joyas de su
madre, pero el dinero que ganaría no duraría mucho.
Marks ya no estaba en su puesto, como era de esperar.
Lo más probable es que estuviera durmiendo la borrachera
cerca del fogón de la cocina. Grace subió los escalones y se
detuvo ante la puerta de su madre. El suave murmullo de
Patience era una melodía reconfortante. Apartando el pelo
de su cara y pellizcando sus mejillas, se preparó para la
astuta mirada de su madre.
Empujó la puerta y se coló en la habitación. Habría sido
cálida y acogedora, si no hubiera tenido el amargo y
nauseabundo aroma de las medicinas. Un olor que ella
conocía bien. Primero fue su padre. Luego su padrastro.
Ahora su madre. Uno tenía que preguntarse si la familia
estaba maldita.
Patience levantó la vista de su labor de aguja y sus ojos
verdes brillaron con un alivio apenas disimulado.
— ¡Bien, por fin has vuelto! Mamá dijo que no podía
parar hasta que volvieras.
Dejó a un lado su labor de aguja y corrió hacia Grace.
Volvía a llevar pantalones. Grace se mordió el labio,
negándose a reprender a su hermana. Su padre había
querido tanto un niño, que era su maldita culpa. Pero
Charlie había muerto a los dos años y el único otro hijo que
mamá había traído al mundo era una niña preciosa. A los
dieciséis años, Patience debería haber estado yendo a
bailes, llevando su pelo rubio recogido, aprendiendo a
coquetear. En cambio, estaba atrapada aquí con su
hermana solterona y su madre moribunda.
— ¿Encontraste tu libro entonces? ¿Podemos empezar a
buscar el tesoro?
Grace se rió, deslizando su brazo alrededor de los
estrechos hombros de Patience. De joven, Grace se había
adentrado en el mundo de la búsqueda de tesoros y, por
desgracia, había arrastrado a Patience con ella. Ridículo, lo
sabía, pero era algo para ocupar su mente en los perezosos
días de verano.
—No, querida. Me temo que los únicos tesoros que
encontrarás esta noche son las galletas de Martha.
Patience sonrió.
—Eso servirá. Duerme bien, mamá. —Lanzó un beso a
su madre y desapareció en el vestíbulo.
Grace cerró la puerta y se acercó suavemente al lado de
su madre. A la tenue luz del farol, parecía aún más frágil de
lo normal. Un ángel demasiado hermoso para este mundo.
Patience tenía los ojos verdes y el pelo dorado de su madre,
pero Grace había recibido el aspecto irlandés de su padre.
Se acomodó en el borde de la cama, con cuidado de no
moverse.
Aunque su madre llevaba un buen mes metida en la
cama, todavía se las arreglaba para sonreír.
— ¿Está John en casa?
Grace apartó la mirada, fingiendo interés en la labor de
aguja de Patience. Una mancha de hilos rojos y amarillos
mezclados para formar una... ¿flor? ¿Un caballo? Caramba,
su hermana no tenía remedio y era culpa suya. Debería
haber pasado más tiempo con Patience, enseñándole a
comportarse como una dama.
—No. Acaba de irse.
La fina mano de su madre se posó sobre la suya; la piel
era pálida, tan translúcida que se podían ver las venas
azules.
—Mmm. ¿Y estás disgustada por eso?
Grace le dio a su madre una sonrisa forzada.
—Pasa demasiado tiempo fuera, eso es todo.
—Pensé que estarías contenta. Nunca has ocultado tu
desprecio por tu hermanastro.
Grace se irritó ante el comentario.
—Es un maldito idiota, mamá, y ha sido cruel con
Patience y conmigo desde que te casaste con su padre.
—Grace, —su voz aguda desmentía su frágil estado—.
Perdió a su madre a una edad temprana. Y hace sólo unos
años, a su padre. Podría habernos echado, ya sabes, cuando
su padre murió.
Tal vez la vida habría sido mejor si lo hubiera hecho.
Pero no, las había mantenido aquí, cerca, donde podía
controlar la pequeña cantidad de dinero de su madre,
controlarla y perderla. Sus dedos se enroscaron en la falda
mientras resistía el impulso de soltar la verdad. Nunca
había pensado muy bien de John, pero ahora empezaba a
despreciarlo. ¿Qué harían sin dinero? ¿Cómo cuidarían a su
madre?
Grace no era estúpida. Sabía que su madre se estaba
muriendo. Que quería que sus últimos meses fueran
cómodos. ¿Y qué pasaba con Patience? ¿Qué sería de su
hermana si no tenían dinero para encontrarle un partido
decente? No permitiría que Patience la siguiera en el
camino de la soledad.
Su madre empezó a toser, a aspirar con una respiración
aguda y sibilante que desgarró el corazón de Grace. Pasó el
brazo por debajo del cuello de su madre y la levantó, al
mismo tiempo que cogía un vaso de agua de la mesilla de
noche.
Su madre apartó el vaso.
—No. Sólo un momento. —Cerró los ojos, respirando
profunda y pausadamente hasta que finalmente su cuerpo
se sumió en una incómoda quietud.
Esos ojos verdes se abrieron, observando a Grace con
una claridad inquietante.
—Es curioso, ¿sabes?, cuando te estás muriendo y
necesitas el contacto humano más que en ningún otro
momento, es cuando la gente tiene miedo de visitarte.
El corazón de Grace se apretó tan dolorosamente que
apenas pudo encontrar el aliento.
—Mamá, yo no...
—Shh, mi pequeña. —Ella se rió suavemente, cerrando
los ojos—. Todo está bien. Pero hay veces en las que ni
siquiera me importaría tener un gato al que abrazar.
Una lágrima se deslizó de los ojos de Grace,
arrastrándose sin atención por su mejilla. La culpa era casi
insoportable. Intentaban estar con mamá todo lo posible,
pero había veces que no podían. Con la mínima cantidad de
sirvientes en la residencia, le correspondía a Grace
mantener la casa.
—Te traeré a Miss Kitty, mamá. Así, cuando Patience y
yo no estemos aquí, podrás abrazarla.
Ella acarició débilmente la mano de Grace.
—Está bien, ya estás aquí.
Grace apoyó la barbilla sobre la sedosa cabeza de su
madre e inspiró profundamente su aroma, un aroma que
siempre había adorado de niña... rosas... apenas
perceptible sobre el amargo aroma de la enfermedad.
—No tengas miedo, mamá. Todo saldrá bien. Ya lo
verás. —La voz de Grace ni siquiera tembló ante la mentira
—. Estamos aquí, mamá, y siempre estaremos aquí.
Al menos hasta que los cobradores de deudas los
echaran a la calle.
****
Capítulo 4
Era una académica.
Estudiaba la cultura, la historia y las antigüedades.
Esto era como estudiar a los antiguos egipcios... o... o
los castillos medievales de Europa... o el David. Sí, la
estatua de David, en toda su gloria desnuda. Oh, no... no,
eso no serviría en absoluto. Parpadeó rápidamente,
sacando la imagen de su mente.
Sí, ella era una erudita y trataría esto como lo haría con
cualquier tema de estudio.
Pero nunca había estudiado en bragas mientras un
hombre tocaba y acariciaba zonas que no debían ver la luz
del día.
Eso planteaba un problema.
— ¿Vas a entrar o no?—El Dios de pelo oscuro que
estaba ante ella en mangas de camisa y pantalones enarcó
una ceja impaciente. Su mirada apestaba a fastidio y las
marcas oscuras bajo sus ojos le decían que había dormido
poco, pero también había curiosidad, escrita en su apuesto
rostro.
La indecisión la mantenía cautiva. Su áspera
respiración hizo que la red que cubría sus rasgos se
acercara, luego se alejara, se acercara, luego se alejara.
Señor, no podía calmar su corazón acelerado. Ya había
vendido el anillo de perlas que la tía abuela Margaret le
había regalado en su decimoséptimo cumpleaños. La cita
estaba pagada. No tenía más remedio que entrar, por muy
ridículo que le pareciera ahora.
Desde el fondo del callejón alguien se rió.
Grace levantó la cabeza hacia el sonido. Era una criada
coqueteando con un lacayo. No sabía por qué estaba tan
preocupada por ser vista. Estaban prácticamente en medio
de la nada y ella había ido a la entrada trasera. Además,
una cofia cubría su cabello y una red cubría sus rasgos.
Aun así... se estremeció al pensar en lo que le pasaría a su
reputación si alguien viera su endeble disfraz. Por otra
parte, seguramente nadie que conociera visitaría un lugar
como éste.
Intentó evocar la imagen de la cara sonriente de
Rodrick, la misma razón por la que había arriesgado su
reputación. Estaba enamorada de ese hombre desde los
dieciséis años y si tenía que aprender a besar para
seducirlo, que así fuera. Pero en lugar de las bellas
facciones de Rodrick, le vino a la mente el rostro de Alex.
—Grace, —espetó él impaciente.
— ¡Shh!—Ella se inclinó hacia delante y le tapó la boca
con la mano, al tiempo que se daba cuenta de que había
recordado su nombre, lo que le produjo un extraño y no
desagradable escalofrío.
Empujando su mano libre hacia el duro pecho de él, lo
empujó hacia atrás. Entraron en la cocina a trompicones y
Alex se agarró a sus brazos para mantenerla firme. Grace
echó una mirada a la izquierda y luego a la derecha. Las
sirvientas habían dejado de limpiar el hogar y estaban
arrodilladas ante la chimenea con expresiones de asombro
en sus pálidos rostros. Las dos mujeres que amasaban
estaban congeladas en acción, con los rodillos sostenidos
en el aire; otra mujer, con la puerta del pan abierta, estaba
de pie con una pala en la mano, el bulto de masa asentado
en el extremo de la pala, esperando ser horneado. Al
parecer, la clientela no solía irrumpir por la puerta trasera.
El calor se disparó en sus mejillas. ¿Había complicado
las cosas tan rápidamente? Normalmente pasaban cinco
minutos antes de que la gente empezara a mirar. Cerró la
puerta tras de sí y se apoyó en el duro panel, esforzándose
por ralentizar los latidos de su corazón. Igual de rápido que
la cocina se había detenido, la acción se reanudó. Los
sirvientes iban y venían por el suelo de ladrillo, dando
órdenes.
La habitación olía a bollos, pastel de carne, nuez
moscada y té. Respiró hondo reconfortándose con la
normalidad. Olía como cualquier otra cocina. Tenía el
mismo aspecto que cualquier otra cocina. Su mirada se
dirigió al techo, donde las manchas de agua y el humo
estropeaban el yeso. Pero lo que ocurría en aquellas
habitaciones de arriba no se parecía a ningún otro lugar en
el que ella hubiera estado.
Alex apoyó las manos en la puerta, a ambos lados de su
cabeza. Grace se sobresaltó, dándose cuenta de que no
tenía otro sitio al que mirar que a él. Maldita sea, pero no
quería mirarlo. Cuando lo miraba no podía pensar con
claridad.
Él se inclinó hacia ella, cerca, siempre demasiado
cerca.
—Grace, preguntaste por mí, me sacaste de mi sueño,
por favor dime que no fue en vano.
Lo miró a través de sus pestañas. Dios, era tan hermoso
como ella recordaba. Las ojeras sólo hacían que el azul
fuera más brillante. Y ese vello a lo largo de su mandíbula
añadía un atractivo varonil por el que la mayoría de las
mujeres se desmayarían.
—Son las cuatro de la tarde, ¿estabas durmiendo?
Sonrió, una sonrisa perversamente encantadora que
mostraba esos hoyuelos.
—Mi clientela prefiere estar despierta por las tardes y
las noches.
El calor se disparó en su cara, un rubor de vergüenza
que parecía no poder controlar. Su clientela. Y en eso se
convertiría si seguía adelante con esta tontería. Una de sus
mujeres.
—Por supuesto. —Miró alrededor de la sala, tanta
gente, tantos ojos y oídos—. ¿Hay algún lugar donde
podamos hablar en privado?
Él dudó un breve momento, con una pequeña arruga de
sospecha en el entrecejo. Parecía receloso, y no se dio
cuenta hasta ese momento de que le preocupaba que la
rechazara.
—Mi habitación. Tienes cinco minutos. Soy un hombre
ocupado.
Ocupado, sin duda. Reprimió su respuesta sarcástica.
Estaba acostumbrada a decir lo que pensaba, incluso a
John. No estaba en su naturaleza ser recatada. Pero lo
intentaría, si con ello conseguía lo que necesitaba, si
conseguía a Rodrick.
—He pagado por treinta minutos.
Él entrecerró los ojos, como si no la creyera en lo más
mínimo. Sólo la había visto una vez, ¿qué sabía de su
carácter?
—Tienes suerte de que no estuviera con alguien.
Sus palabras hicieron que una ola de disgusto
recorriera su cuerpo, y algo más... interés.
Con un suspiro, él pasó sus manos por su cabello, las
suaves ondas se aferraron a sus dedos y por un momento
ella recordó la sensación de esos mechones... recordó esos
rizos aferrándose a sus dedos. Tan malditamente hermosos.
Si él no hubiera trabajado en un prostíbulo, ella supondría
que era un Arcángel caído en la tierra.
—Vamos. —Comenzó a dirigirse hacia las escaleras
traseras, un conjunto estrecho destinado a que los
sirvientes subieran y bajaran sin ser vistos... y para la
clientela que no quería ser notada. Clientela avergonzada.
Clientela como... ella.
Grace sorteó una mantequera y siguió a Alex por los
escalones. Apretó las manos enguantadas contra las
paredes de ladrillo a ambos lados, sintiéndose
repentinamente mareada. ¿Qué demonios estaba haciendo?
Qué locura. Seguramente su padre se estaría revolcando en
su tumba. Pero su padre había muerto y John era un
imbécil y alguien tenía que salvar a Patience y a mamá. Si
esta era la única manera de hacer que Rodrick se fijara en
ella...
Impertérrita, siguió adelante. Sin embargo, a cada paso
que subía, su corazón latía más rápido y la sangre se
elevaba hasta sus oídos con un fuerte rugido. En el
segundo piso, Alex se detuvo brevemente. Miró por encima
del hombro, como si quisiera asegurarse de que ella le
seguía. Al cabo de un instante volvió a girarse, pero no lo
suficientemente rápido como para que ella no notara el
desconcierto en su mirada.
La mirada la dejó con una sensación extraña, cálida.
Antes de que ella pudiera descifrar su reacción, él empezó
a recorrer el pasillo poco iluminado. Era el mismo camino
que había seguido cuando había llegado hacía sólo dos días
pensando que estaba aquí para comprar un libro. Derecha,
izquierda, luego derecha hasta que se dirigió al pasillo
principal. Qué impresionada había estado siguiendo esa
alfombra tan cara y esos apliques dorados.
Cuando la condujeron a una sala, supuso que se trataba
de una especie de biblioteca. Cuando se le pasó el susto, ya
se habían ido, dejándola en la habitación de un extraño. Se
acercó de puntillas a la puerta, la abrió y se asomó. No
había nadie. Como si el hombre que la había acompañado
hubiera desaparecido. Sólo el suave silencio de la
conversación y los extraños sonidos de gemidos y lamentos
se habían filtrado por el pasillo. Había pensado que tal vez
alguien estaba enfermo. Qué estúpida había sido. Y
entonces apareció él... Alex, un hombre demasiado
hermoso para ser de este mundo, y apenas pudo pensar.
Sin embargo, incluso cuando puso el pie en ese
carruaje hace dos días, a instancias de John, sabía que
estaba arriesgando su reputación, entrando en lo que creía
que era una especie de hotel para visitar a un hombre
soltero. Pero tenía veinticuatro años, y no necesitaba ser
acompañada. Además, siempre le había gustado pensar que
era independiente, audaz, que corría riesgos. No tenía ni
idea de cuánto riesgo había corrido en realidad.
Era un hotel. Podría matar a John. Debería haber
sospechado cuando el conductor la dejó en la puerta
trasera. Y debería haber sospechado ante el repentino
interés de John por ella. Pero no, era una chica ingenua y
confiada. No es de extrañar que Lord Rodrick pensara en
ella como una simple hermana.
Pero este hombre, este Alex, no la consideraba una
hermana. Lo había dejado muy claro la otra noche. ¿O
acaso la pasión de su beso era una mera simulación? Ojalá
tuviera la suficiente experiencia para saber la diferencia.
Pero si tuviera experiencia, no necesitaría estar aquí. Tragó
con fuerza y miró cada puerta cerrada, preguntándose qué
habría más allá de esas habitaciones. Seguro que no todas
las habitaciones albergaban a una pareja en pleno proceso
de...
Un suave gemido susurró a través de una puerta
cerrada. Gente enferma, sin duda. Grace inspiró y redujo la
velocidad de sus pasos. Dios, ¿qué estaba haciendo? No
podía... no quería... no podía hacer lo que había planeado.
—Después de ti. —Al final del pasillo, él abrió una
puerta de par en par.
Cuando ella dudó, él no la presionó para que entrara,
simplemente se apoyó en el marco de la puerta, con los
brazos cruzados, extendiendo su brillante camisa blanca
sobre su musculoso pecho. Pero fueron sus ojos los que la
cautivaron. Brillaban con alegría, como si él supiera
exactamente lo que ella sentía, como si pudiera sentir cada
escalofrío nervioso que recorría su piel. La guerra entre el
decoro y la desesperación se desató en su mente. Dios la
ayudara, no tenía muchas opciones. Al menos eso es lo que
se decía a sí misma. Pero sabía... en el fondo... sabía que
una parte de ella quería volver a besar sus labios, para
saber si las sensaciones que había experimentado bajo su
contacto habían sido reales o algo producido en su salvaje
imaginación.
Tenía veinticuatro años. Era mundana. Era una
académica. Si quería besar a un hombre y experimentar los
sentimientos de la pasión, ¿quién iba a detenerla? Con
renovada determinación, entró en la habitación. Era tan
elegante como la recordaba. Dudaba que los burdeles que
frecuentaban los hombres estuvieran tan limpios.
La puerta se cerró con un suave golpe, pero bien podría
haber sido un disparo. El valor de Grace se hundió con su
estómago en el suelo. Él le había permitido salir la última
vez, no la había tenido como rehén, ¿también sería un
caballero ahora?
Él se detuvo en medio de la habitación, observándola.
—Bueno, ¿qué pasa?
Ella respiró profundamente, temblorosa.
—Te necesito, Alex.
Él sonrió, una sonrisa que mostró esos hoyuelos en sus
mejillas. Su corazón trastabilló, antes de estallar en un
galope salvaje. Era guapo. Simplemente guapo. Cualquiera
lo pensaría. Sin embargo, había visto antes a hombres igual
de guapos. Hombres que habían coqueteado con ella
cuando su padrastro estaba vivo y tenían dinero, así que
¿por qué reaccionaba así ante este hombre?
—He oído eso demasiado a menudo, Grace, como para
escandalizarme o alegrarme.
Su nombre de pila sonaba extraño y prohibido en sus
labios. Los labios de un extraño, en realidad. Pero, ¿cuánto
de extraño era él cuando lo había visto desnudo? Ella, y, sin
duda, cientos de otras mujeres.
Se paseó por la alfombra y sus largas y musculosas
piernas se tensaron bajo los pantalones color canela.
—Necesitaré más detalles.
Él sirvió una copa de jerez y comenzó a acercarse a
ella.
—Odio el jerez, —soltó ella.
Él se detuvo, pareciendo no saber qué decir, y eso la
divirtió cuando ella debería haberse puesto nerviosa.
—Oh. Bueno, entonces. ¿Cuál es tu elección?
Ella levantó la red de su bonete.
—Vino. Tinto.
Él se giró, dirigiéndose de nuevo al aparador.
— ¿Algo más?—Sus largos dedos envolvieron una
botella de vino. Como una adicta al opio, ella era adicta a
él. Cada pequeño movimiento que él hacía se convertía en
un foco de atención, los colores eran vívidos, los olores
eran fuertes. Era completa y absolutamente consciente de
él.
Agitó la mano con desdén.
—No. Gracias.
Respiró profundamente y se acercó a las ventanas. El
sol estaba descendiendo. En el campo se estarían
acostando. En la ciudad se estarían preparando para un
baile. Aquí, se preparaban para... mucho más. El calor se
extendió incómodamente por su cuerpo, desafiando sus
nervios ya alterados. Dios, no podía decirle lo que quería.
No podía decir las palabras.
Sintió que él se acercaba, deteniéndose detrás de ella
tan cerca que podía sentir su calor. En lugar de sentirse
atrapada, sintió el extraño impulso de volver a refugiarse
en él. Giró sobre sí misma. Su aliento áspero le recorrió el
cuello. No podía decirle lo que quería, no mientras él
estuviera tan cerca y la mirara con esos brillantes ojos
azules, ojos que parecían ver dentro de su alma.
Esperando el momento, cogió el vaso. Sus dedos se
rozaron y el fuego subió por su brazo. Sorprendida, su
mirada se dirigió a la de él. Él no se movió, no dijo nada.
¿Lo había sentido? ¿Ese calor, esa intensidad? O tal vez
tenía un poder secreto sobre las mujeres, sabía qué hacer,
decir, cómo mirarlas para que se sintieran deseadas. Dio un
paso atrás, necesitando distancia, y se volvió hacia las
ventanas una vez más.
Antes de perder los nervios, soltó:
—Necesito un conde.
Hubo una breve pausa.
—Lo siento, no puedo ayudarte en eso.
Se giró hacia él y, de un rápido trago, bebió su vino.
Dulce, fuerte, audaz, le dio el valor que necesitaba.
—No, yo... necesito casarme con uno. Por... dinero.
Él enarcó una ceja.
— ¿Dinero?
— ¡No! Quiero decir...—Caramba, ella estaba
confundiendo esto—. Lo amo.
— ¿Y se te ha ocurrido venir aquí?—Él parecía en parte
divertido, en parte incrédulo.
Ella se llevó la mano al estómago y se concentró en la
cacerola de plata que colgaba junto a la chimenea. Debería
haber sabido que no debía beber vino con el estómago
revuelto. Sólo faltaría que vomitara encima de él. Desde
luego, él no la ayudaría entonces.
—No, no lo entiendes. Al hombre con el que quiero
casarme le gustan las mujeres... experimentadas. Si quiero
atraer su atención, tengo que aprender a hacerlo.
Él sonrió como si se divirtiera con las extrañas
sensibilidades de la alta sociedad.
— ¿De verdad?
Ella asintió.
—Quiero que me enseñes a seducir a un conde.
****
Capítulo 5
****
Capítulo 6
Capítulo 7
****
Capítulo 8
****
Capítulo 9
****
Capítulo 10
****
Capítulo 11
****
Capítulo 12
****
Capítulo 13
****
Capítulo 14
Capítulo 15
Ya no quedaba esperanza.
Era mejor que reconociera su sombría realidad. Sabía
que le importaba a Grace de alguna manera. Por supuesto
que a él le importaba ella, más de lo que le había importado
nadie en mucho, mucho tiempo. Pero, ¿qué podría pasar
entre un prostituto y una dama? Nada.
La vida sería mucho más sencilla si aceptara su destino.
Alex se apartó del sillón donde había estado
descansando. El mismo sillón con respaldo en el que se
había sentado todos los días desde que empezó a trabajar
en Lady Lavender. El mismo sillón en el que se había
sentado con Grace y se había dado cuenta de que la mujer
era más de lo que había pensado.
Cogió su chaqueta y deslizo los brazos por las mangas.
Sus movimientos eran ensayados, casi inconscientes. No
había sentimiento alguno en ellos. Elegantemente vestido,
se miró en el espejo dorado que colgaba de la pared junto a
la cama.
Ya no estaba en Londres, se sentía a un mundo de
distancia de Grace.
Se sentía enfermo. Se le revolvió el estómago y, por
primera vez en años, tuvo la sensación de que iba a vomitar
el desayuno. Se pasó la mano por la nuca y el sudor le
empapó la mano.
Ojalá fuera gripe.
Diablos, ojalá fuera una enfermedad mortal en la que la
muerte estuviera asegurada.
Pero no. No tenía tanta suerte. Sabía lo que lo
enfermaba.
Grace.
La mujer que le había impedido dormir durante tres
días. La mujer que había torturado sus noches con sueños
de su exuberante cuerpo. La mujer en la que no podía dejar
de pensar.
Grace.
¿Cómo podía seguir sin ella? ¿Cómo podía tocar a otra
mujer cuando el mero pensamiento lo dejaba frío y
enfermo? Alex se acercó a las ventanas y contempló los
campos de lavanda que rodeaban la finca. Incluso en
primavera, cuando las plantas no eran más que esquejes,
podía percibir su aroma.
Sin salida al mar. Aquellos campos eran eternos.
Echaba de menos la casa de campo de su abuelo en la
costa, donde solían ir de visita cuando era niño. Un lugar
de veranos cálidos e inocencia. Un lugar donde todo era
posible. Esa casa era suya. Se la habían dejado hacía años,
cuando aún era un chaval. ¿Se atrevería a reclamar su
legítima posesión? Se dio la vuelta y se acercó a la
chimenea, donde ardía un fuego que debía ser alegre y
brillante, pero que parecía malévolo.
Sin duda, la cabaña estaba en mal estado. O tal vez su
familia la utilizaba aún cuando estaba de vacaciones. O tal
vez la habían vendido para sobrevivir. Les habría resultado
muy fácil falsificar su firma. Dejó a un lado los
pensamientos sobre la pequeña propiedad. No se atrevió a
pensar en la clienta que llegaría de un momento a otro.
Cumpliría con su deber, fingiría, como se le daba tan bien
fingir. No pensaría en Grace.
Grace. Cerró los ojos y apoyó las manos en la repisa de
la chimenea. Grace, que cuestionaba su racionalidad, que
le hacía pensar, que le hacía creer en una vida mejor.
Grace, que le hacía sentirse humano, un hombre.
Oh Dios, no podía hacer esto. No podía hacer el amor
con otra mujer mientras pensaba en Grace. Mientras
imaginaba sus dulces labios, mientras recordaba su sabor.
La puerta se abrió. Alex palideció y giró para enfrentarse a
su perdición.
Wavers estaba de pie en el umbral, con un silencio
condenatorio.
Alex contuvo la respiración y esperó a que apareciera
su clienta. Wavers se hizo a un lado y una mujer con un
vestido azul brillante entró en la habitación como si ya
hubiera estado aquí antes. ¿Una clienta habitual? Sí,
porque aunque su rostro estaba cubierto por una redecilla
negra, había algo familiar en su forma de moverse. Alex se
agitó sobre sus pies, sintiéndose mareado, presa del
pánico. No podía fingir con una habitual, ella lo sabría.
—Buenas...—Quiso decir buenas noches, pero ella se
volvió hacia él y en ese momento reconoció el
ensanchamiento de esas caderas, la caída de esa cintura,
ese porte regio—. Dios mío.
Gracie. ¿Gracie era su clienta? La euforia lo invadió,
pero no se atrevió a mostrar su excitación hasta que
Wavers los dejó solos. Se llevó las manos a los muslos y
resistió el impulso de precipitarse hacia ella. Ella se detuvo
en medio de la habitación y, aunque él no podía verle la
cara, sabía que lo miraba, que podía sentir cómo la
excitación se deslizaba por su cuerpo como una brisa fresca
y refrescante. Ella también se estaba conteniendo.
En el momento en que Wavers cerró la puerta, los
hombros de Grace se relajaron. Levantó la redecilla, con
aquellos rasgos familiares enrojecidos por la emoción.
— ¿Cómo?—Preguntó, dando un paso hacia ella.
—Vendí un collar sin importancia. —Ella agitó la mano
en el aire, desestimando el comentario. ¿Pero no podía
entender la importancia de sus actos? Había vendido sus
joyas sólo para poder estar con él. La idea lo reconfortó. Le
hizo darse cuenta de que tal vez la gente era buena, que la
vida no era una broma terrible.
—Grace, yo...
—Necesito ayuda con estas cartas.
Ella empujó hacia adelante un paquete de sobres
atados con una cinta roja que él había estado demasiado
emocionado para notar antes. El paquete le golpeó el
pecho.
Su euforia vaciló. Confuso, agarró el paquete y miró sin
comprender los papeles color crema.
— ¿Qué?
—Cartas, —dijo ella en un susurro sin aliento, su
excitación era casi tangible—. Necesito que las traduzcas.
La comprensión se hundió pesadamente en sus
entrañas. Ella era una cazadora de tesoros, para eso vivía.
Al parecer, era lo único que la emocionaba como ninguna
otra cosa. Si no, nunca la habría conocido.
— ¿No estás aquí para... una lección?
Ella se rió. Se rió de verdad, y el saber que no le dolía
tanto como a él, le heló la sangre.
—No seas tonto. Esto es mejor, ¡mucho mejor!—Empezó
a pasearse delante de él, en un vertiginoso torbellino de
excitación—. Alex, estas cartas contienen las pistas de un
tesoro supuestamente perdido durante la guerra, pero
están en ruso. Se las compré a un coleccionista hace cinco
años. Si nosotros...
—Fuera.
Grace se quedó paralizada, moviendo la cabeza hacia
él.
— ¿Qué?
Le lanzó las cartas y ella intentó cogerlas.
—La cita es para mujeres que quieren ser complacidas.
Si no estás aquí para follar, vete.
Ella tragó saliva, sus ojos se abrieron de golpe, y por un
momento él creyó que había herido sus sentimientos.
—No lo dices en serio.
Como si a ella le importara lo que él le dijera.
—Lo digo en serio. Ahora vete. —Se obligó a darle la
espalda y se dirigió a la chimenea. Todo su cuerpo
temblaba, su mente luchaba con su alma. Ella no lo
deseaba. Nunca lo había deseado. Era una mera
distracción. ¿Cómo podía desearlo? No era más que un
prostituto. Pero que lo condenaran si se derrumbaba frente
a ella.
—Alex...
— ¡Vete!—Su voz sonó más dura de lo que pretendía,
pero no podía retractarse. No ahora. Todo lo que Lady
Lavender había dicho era cierto. Nadie lo querría. Su lugar
estaba aquí.
Su tono áspero no la asustó. De hecho, pudo oír el
susurro de sus faldas mientras ella se acercaba. ¡Maldita
sea! ¿Por qué no lo dejaba en paz?
—Pero, Alex, yo...
Se giró tan rápido, con el rostro tan furioso, que ella
retrocedió un paso. Su miedo le produjo un placer
perverso.
—Quiero que te vayas ahora y que no vuelvas nunca.
La rozó y se dirigió hacia la puerta, con pasos
apresurados. Tenía que marcharse ya, antes de que dijera
demasiado, antes de que él cediera y le rogara que le
importara.
—Estoy jodidamente cansado de estos juegos. ¿Me
entiendes? Cansado de ellos.
—Alex, —empezó hacia él, quitándose la cofia y
tirándola a una silla como si tuviera intención de quedarse
—. No lo entiendes.
Él se volvió, obligándose a mirarla, a mirarla de verdad.
Su mirada era dura, sus emociones frías.
—Lo entiendo perfectamente. Tal vez me vea obligado a
permitir que Lady Lavender me utilice, pero no permitiré
que tú hagas lo mismo.
—Pero Alex. —Ella extendió la mano, apoyando su
delicada mano en el antebrazo de él. Su tacto le quemó
hasta el alma. Empezó a apartarla cuando ella continuó—:
Es por nosotros.
Se quedó inmóvil, mirándola a los ojos color avellana,
intentando comprender la verdad de todo aquello.
Ella se sonrojó y lo soltó.
—Es... para ti y para mí. —Parecía nerviosa. Él no
entendía por qué. No entendía sus palabras. Sabía que algo
había cambiado, que quizás se había equivocado, pero no
entendía cómo.
—Si tú... si encontramos este tesoro, me libraré de mi
hermanastro. —Ella apretó las cartas contra su pecho con
una mano y la otra la apoyó sobre el pecho de él,
directamente sobre su corazón—. Sé que es poco probable
que lo hagamos, pero si lo hacemos... Alex, serás libre.
Ambos seremos libres y podremos...
— ¿Libres?
Ella asintió, sus cejas color negro se fruncieron.
—Es que... supuse... que hacías esto por dinero, pero si
lo tuvieras no...
Su voz se convirtió en un extraño murmullo que le
recorrió el cerebro. Apenas era consciente de lo que ella
decía. La posibilidad surgió en su interior, un calor que
inundó su alma. Ella quería que él la ayudara a encontrar
un ridículo tesoro para que ambos pudieran ser libres, pero
¿libres para hacer qué?
— ¿Y después?—Preguntó, interrumpiendo su
divagación.
— ¿Después?—Ella negó con la cabeza, evidentemente
confusa.
En el fondo temía su respuesta, pero tenía que saber la
verdad.
— ¿Seguirás hablando conmigo, Grace? —Se acercó,
necesitaba estar cerca—. ¿Podemos seguir viéndonos?
El rosa inundó sus altos pómulos. Comprendió su
pregunta oculta.
—No veo por qué no, —susurró, mirándolo con ojos tan
confiados que su corazón se derritió.
Alex tragó saliva.
— ¿No te preocupará... estar unida a alguien como yo?
La comisura izquierda de su boca se curvó en una
sonrisa completamente adorable e irónica.
—Nunca me ha importado mucho lo que piensen los
demás.
Una oleada de emociones recorrió su cuerpo;
emociones que no comprendía, que nunca antes había
sentido... compasión, honor, adoración... tantas cosas más,
tantos sentimientos que no podía identificar.
Ella frunció el ceño y una pequeña arruga se formó
entre sus cejas.
—Hay cosas que hacemos que quizá no deberíamos,
pero, a pesar de todo, Alex, me gustas y...
La agarró por los brazos.
Grace soltó un grito ahogado. Antes de que pudiera
protestar, él la empujó hacia delante y apretó sus labios
contra los suyos. Ella no se resistió, sino que se hundió en
él como si le perteneciera, en sus brazos. Nunca había
sentido nada tan natural, tan correcto, tan maravilloso.
No quiso pensar en el inevitable final de su relación. No
pensaba en el mañana. Sólo pensaría en el aquí y ahora.
Fue un beso rápido, un beso posesivo y demasiado pronto
él se apartó.
—Dime que te importo, —susurró.
Ella le acarició la cara, sus ojos brillaban con lágrimas
no derramadas.
—No estaría aquí si no fuera así.
Era todo lo que necesitaba oír. La estrechó entre sus
brazos y la estrechó contra su pecho. Ella no protestó,
simplemente se acurrucó más contra él. Tenían este
momento juntos, por breve que fuera, y él le demostraría lo
mucho que significaban sus palabras.
En dos pasos llegó a la cama. Con suavidad, la colocó
sobre el colchón, siguiendo su cuerpo.
—Eres tan encantadora, Grace. ¿Te das cuenta?
Ella no respondió, estaba demasiado ocupada
desabrochándole los botones de la chaqueta. Sus dedos
tanteaban, sus manos temblaban. Estaba decidida y lo
deseaba. Pero no sólo lo deseaba, sino que le importaba.
Él le sonrió, su mirada memorizó cada detalle de su
rostro mientras sus dedos se movían hacia su corpiño.
Quería verla, por completo. Aunque luchaba contra el
impulso de arrancarle la ropa, sabía que ir más allá
cambiaría las cosas entre ellos. Ambos acabarían con el
corazón roto. Al egoísta que había en él no le importaba.
Fue más rápido en desvestirla y el corpiño de ella cayó,
revelando la hermosa turgencia de sus pechos, que se
derramaban sobre el corsé y el camisón.
—Muy hermosa, —susurró, dándole un beso en el
cuello.
Grace se estremeció y le quitó la chaqueta de los
hombros, tirando la prenda a un lado.
—Eres ridículo, ¿lo sabías?
Sus manos se movieron hacia el corsé, su fuerte aliento
agitó los mechones sueltos alrededor de su cara.
— ¿Por qué?
—Porque soy una solterona. Eres el único hombre que
me ha dicho que soy guapa.
—La mayoría de los hombres son idiotas. —El corsé se
abrió—. Créeme, Grace, un hombre tendría que estar ciego
para no ver tu belleza. La mayoría de los hombres se
sienten intimidados por una mujer con cerebro.
Ella sonrió, desabrochando su camisa.
— ¿Y a ti no te intimida nada?
Sus dedos se detuvieron en los lazos de su camisola
cuando sus palabras le golpearon como un puñetazo en las
tripas. No pudo responder; ¿qué decir? Es cierto que
cuando no tienes nada por lo que vivir, muy pocas cosas
intimidan a un hombre. Pero ahora... ahora que tenía a
Gracie todo le preocupaba, pues tenía mucho que perder.
Alex tragó saliva y se concentró en su rostro, la nariz
respingona con pecas. La forma arqueada de sus labios
rosados. El brillo de sus ojos.
—Todo en ti me parece adorable, —dijo sin responder a
su pregunta.
Sin dejar de sonreír, ella le quitó la camisa de los
hombros y bajó las manos por el pecho, deslizando los
dedos por la crispada mata de pelo que llegaba hasta los
pantalones. La sonrisa de su rostro vaciló y su mirada se
tornó pensativa.
—Te gusto de verdad. ¿No es una treta?
Alex gimió, le agarró la cara y bajó la cabeza hasta
quedar a un suspiro de su boca. —No tienes ni idea de lo
mucho que me gustas.
Volvió a besarla, un beso suave y prolongado, mientras
sus manos bajaban por la cintura de ella y le ajustaban la
falda a la cadera. A través de las gruesas capas de crinolina
y enaguas, sobre las suaves medias de seda, para... tocar...
¡Santo cielo! Alex levantó la cabeza.
— ¿Grace?
Ella se sonrojó, bajó las manos a la cintura de él y su
mirada a su pecho.
—Alguien me dijo que los bombachos simplemente
estorbaban. Así que decidí poner a prueba su teoría y
renunciar a mi ropa interior por hoy.
Alex rió, realmente divertido y más que emocionado.
— ¿Sabes que me he reído más contigo que en los
últimos quince años?
— ¿Conmigo o de mí?—Murmuró ella, frunciendo el
ceño.
—Contigo, —susurró él, bajando los labios hasta el
puente de su nariz—. Siempre contigo. —Su mano derecha
se deslizó por su pierna sedosa, acariciando los rizos en la
unión de sus muslos.
—Por favor, Alex, déjame tocarte a ti también.
Él se detuvo, sorprendido. Por lo general, a las mujeres
les interesaba más que las tocaran a ellas que tocarlo a él y,
durante años, le había gustado tener la sartén por el
mango; él tenía el control... al menos en el dormitorio.
—Por favor, —susurró ella. Cuando sus manos se
dirigieron a la cintura de él, la sangre acudió a su polla,
instándole a aceptar. La deseaba demasiado como para
protestar. Quería sentir sus manos en su palpitante
erección. Saborear sus dulces labios. Saber que ella lo
deseaba tanto como él a ella.
Le bajó los pantalones por las caderas. La polla de él
saltó hacia delante, dura, pesada, presionando
ansiosamente las cálidas manos de ella. Los ojos de Grace
se abrieron de par en par, y una aguda inspiración mostró
su sorpresa. Por un momento, se limitó a sostenerla. Justo
cuando él creía que se moriría de anticipación, ella bajó las
manos por su miembro.
Alex gimió cuando el dolor y el placer se combinaron.
Cayó de espaldas. El dolor que sentía en la ingle era casi
insoportable. No se atrevió a moverse por miedo a
asustarla, pero, demonios, un hombre no podía aguantar
tanto. Grace se levantó las faldas y se sentó a horcajadas
sobre sus muslos.
Sus cálidas manos le agarraron la polla una vez más.
—Quiero darte placer, Alex.
Semejante declaración de labios tan dulces. ¿Cómo
podía resistirse? Alex la miró fijamente a la cara e intentó
memorizar cada detalle. Desde las pestañas doradas, tan
largas que producían sombras en la parte superior de sus
mejillas. Hasta la forma en que sus labios se curvaban en
las comisuras, como si supiera algún secreto gracioso.
Y ella le estaba dando placer, simplemente por estar
aquí. Si pudiera responder, se lo diría. Subió los dedos
hasta la cabeza de su polla, apretando el bulbo. El fuego le
recorrió el cuerpo hasta llegar a la ingle. Mientras ella
tocaba su erección, Alex se aferró a sus suaves muslos,
deseando desesperadamente darle tanto placer como ella
se lo estaba dando a él.
—No sabes lo que me estás provocando, —le dijo.
Envalentonada por sus palabras, le pasó la mano por la
polla, acariciándola tímidamente. Alex no quería
experimentar las crudas emociones que ella despertaba en
él. Emociones que le hacían sentirse vulnerable e
indefenso. Pero controlar sus emociones con Grace era
como intentar controlar el tiempo, imposible.
Buscó el interior de sus muslos y rozó con los nudillos
los suaves rizos que protegían sus pliegues. Grace jadeó y
se estremeció al contacto. Tenía la cara enrojecida y los
ojos entrecerrados. Cuando él deslizó el dedo en su húmeda
vaina, deseando desesperadamente complacerla tanto
como ella lo estaba complaciendo a él, ella tembló casi
violentamente.
La anticipación susurró sobre su piel. Cómo deseaba
que desapareciera la ropa, cómo deseaba tocarla piel con
piel, sentir su elegante cuerpo deslizándose por el suyo.
Alex encontró el bultito oculto entre sus rizos y frotó
suavemente el punto sensible con el pulgar.
Grace prácticamente ronroneó, arqueó la espalda y
apretó con más fuerza. Su cálido aroma lo cubrió con un
suave beso, con aroma a vainilla y primavera. Respiró
profundamente aquel aroma mientras deslizaba dos dedos
en su interior.
Ella se contoneó sobre él, y le introdujo los dedos más
profundamente en su cuerpo. Estaba tan apretada, tan
caliente, tan húmeda. Sabía que ningún otro hombre la
había acariciado así. Era suya. Marcada por su contacto.
Por su beso. Por su afecto.
Tenía la cara sonrojada, el pelo suelto, cayendo en
ondas de color marta alrededor de los hombros. Era una
mujer que conocía el placer supremo.
—Cómo sueño contigo por las noches, —susurró.
Grace gimió, un sonido puramente sexual que envió una
descarga de necesidad a través de su cuerpo.
—Cómo sueño con saborearte. Con tenerte por
completo.
Jadeaba mientras cogía la cabeza de su pene con las
dos manos, como si fuera un tesoro. Alex levantó las
caderas. Se sentía loco de necesidad, de deseo por aquella
mujer. Mientras ella le acariciaba la polla, él deslizaba los
dedos en su apretada funda, metiéndolos y sacándolos.
—Oh, Alex, —susurró ella.
Todo su cuerpo se tensó en torno a él. Cuando ella se
corrió en una oleada de placer que suavizó sus facciones y
la hizo resplandecer, él ya no pudo contenerse. Grace gritó
de placer, soltándose de su erección, al mismo tiempo que
Alex se corría sobre las sábanas con una intensidad
palpitante que lo cegó momentáneamente.
Aunque deseaba desesperadamente perderse dentro de
ella, sabía que era mejor así. Aunque se sintiera vacío. Sus
dedos se enroscaron en las sábanas. Deseaba
desesperadamente estar dentro de ella. Muy dentro de ella.
—Alex. —Grace se puso de lado, se acurrucó junto a él y
apoyó la mano en su pecho sudoroso. Su cuerpo era cálido,
encantador, su respiración un suave susurro en el cuello de
él—. Quiero... quiero...
—No, no lo digas. —Le apartó la mano y se dio la
vuelta, plantando los pies en la alfombra.
—Alex.
Se puso en pie, aunque su cuerpo seguía temblando, y
se subió los pantalones a tirones, tanteando con las prisas.
Si ella decía las palabras, tenía la sensación de que cedería
inmediatamente. Si tomaba a Grace por completo, sabía
que perdería la poca alma que le quedaba.
—Pero...
—No, Grace. —Se giró y le rodeó la cintura con los
dedos, ayudándola a ponerse de pie ante él. Mientras ella
se tambaleaba sobre sus pies, él le ajustó el corsé y le
arregló el corpiño.
Ella lo rechazó como si fuera un mosquito molesto. Alex
suspiró exasperado. ¿Es que no lo entendía? No podía
explicarle lo que sentía. Tenía que alejarse de ella. El
pánico se abría paso lentamente por su cuerpo en olas
heladas que se apoderaban de cualquier sentido.
—No lo entiendo, —dijo ella, alisándose las faldas.
Alex dio media vuelta y se acercó a las ventanas. Si ella
supiera lo poco que él también entendía. Abrió el cristal de
un empujón, dejando entrar una fresca brisa primaveral.
— ¿Alex?
Se armó de valor y la miró. Grace tenía el pelo
alborotado, las mejillas sonrojadas y los labios hinchados
por sus besos. Dios, ¿cómo podía mirarla y no desearla de
nuevo? La mujer se le había metido en el alma. Se había
convertido en parte de él, la única pieza decente que lo
mantenía unido.
Se acercó a ella.
—Grace, no podemos hacer esto. No te haré esto, no
ahora, no aquí en este lugar.
— ¿Por qué?—Le temblaba el labio inferior—. ¿No soy lo
suficientemente buena? ¿No soy el tipo de mujer que... que
inspira tanta pasión que no puedes evitarlo?—Había una
mirada desafiante en sus ojos. Le estaba retando a que la
rechazara.
La ira y el miedo se arremolinaron en su interior. Alex
le cogió la mano y se la acercó a la polla.
—Incluso ahora me estoy endureciendo por ti. —Le
soltó la mano, sin obtener placer de su expresión de
sorpresa—. Maldita sea, ¿no lo entiendes? No soy lo
bastante bueno para ti. —Pasó las manos por su pelo—.
Nunca podremos tener una relación. Es ridículo soñar.
Ella le golpeó el pecho con los puños, haciéndole
retroceder a trompicones.
— ¡Eso no tiene sentido! Ya te he dicho que no me
importa.
Le agarró las muñecas, manteniéndola inmóvil.
—Pero algún día te importará.
Ella se apartó de él, dando un paso atrás. La ira latía en
su cuerpo, sus sentimientos eran evidentes en el rubor de
su rostro y el temblor de su ser.
— ¡Eres ridículo, Alex!—Recogió las cartas que yacían
olvidadas en el suelo—. Te estoy ofreciendo una vida, pero
tienes demasiado miedo como para aceptarla. No te atrevas
a usarme como excusa.
Cogió su gorro y, sin mirar atrás, cruzó la habitación y
abrió la puerta de un tirón.
Cómo quería negar sus acusaciones. Cómo quería
escapar con ella.
Pero Alex se limitó a cerrar los ojos y dejarla marchar
porque ella tenía razón, él tenía miedo.
Capítulo 16
****
Capítulo 17
Capítulo 18
****
Alex estaba encorvado sobre la mesa de madera llena
de marcas, con la mirada clavada en la cerveza ámbar de
su jarra. Dos horas después, su ropa seguía húmeda por la
lluvia, pero no había hecho ademán de quedarse junto a la
chimenea del pub. No importaba que fuera la única ropa
que poseía, ni que acabara de gastar sus últimos peniques
en su tercera taza de cerveza. Nada importaba.
No tenía adónde ir. No tenía dinero. No tenía nada.
No se merecía nada. Un vulgar prostituto. Sucio. Sin
alma. Cómo deseaba poder arrancar la piel de su propio
cuerpo. Liberarse de su pecado. Liberarse de esta vida.
Podría volver con Lady Lavender. Tal vez lo haría. Sin
embargo, no podía levantarse e irse. Sólo otros tres
hombres estaban sentados en el lugar, todos encorvados,
todos mirando a nada en particular. Todos perdidos.
Y él estaba perdido sin Grace.
Grace.
Cómo quería ir a verla. Cómo la quería para él, para
hacerle sonreír, para hacerle reír, para hacerle creer una
vez más.
Grace.
Sus manos se enroscaron contra aquella mesa
desgastada. Endureciendo su corazón, se echó hacia atrás y
se puso de pie. No podía arruinarla. No lo haría. Ella
merecía más de lo que él podía ofrecerle y él no podía
ofrecerle nada. Había sido ridículo al pensar que volvería a
su antigua vida y todo estaría perdonado.
Alex se dio la vuelta para marcharse. El puño surgió de
la nada. Los duros nudillos chocaron contra su barbilla y le
hicieron retroceder. Se golpeó contra la mesa y el borde se
clavó dolorosamente en su espalda. Antes de que pudiera
recobrar el equilibrio, unas manos le agarraron de la
camisa y le empujaron hacia delante. Dos hombres le
agarraron de los brazos, manteniéndolo inmóvil, mientras
otro hombre permanecía de pie ante Alex, entrando y
saliendo de su campo de visión como un vago sueño. Alex
confuso, sacudió la cabeza, por una neblina inducida por la
cerveza.
—Lo pagarás, escoria.
La voz familiar hizo que el odio le recorriera la sangre.
Rodrick.
Alex gruñó por lo bajo y se concentró en el dandi al que
despreciaba. Una rabia como nunca había sentido lo
invadió, hirviendo a fuego lento, burbujeando en sus venas.
Tal vez no pudiera castigar a Ophelia ni a sus padres, pero
estaba seguro de que podría hacerle daño a ese imbécil.
Alex dio un tirón hacia delante, liberando el brazo derecho.
Con un rápido golpe, estampó el puño en las tripas de
Rodrick.
El hombre retrocedió, jadeando.
—Es un luchador, —dijo John, apareciendo a la vista. El
bastardo se escondía detrás de Rodrick—. Aléjate de mi
hermana, —dijo John, pero en sus ojos, Alex vio la verdad.
El hombre estaba asustado. Alex le clavó la mano en el
pecho, haciéndole saltar por los aires contra la mesa. John
gritó y cayó al suelo entre una maraña de brazos y piernas.
Alex no tuvo tiempo de regodearse. Unos dedos firmes
le aferraron los bíceps y le tiraron de los brazos a la
espalda. Alex gruñó, luchando por recuperar la libertad.
Ninguno de los pocos clientes le ofreció ayuda. La mayoría
ni siquiera levantó la vista de sus copas. Peor fue lo del
dueño, que apartó la mirada cuando Alex se encontró con
la suya.
—Te mataré, —gruñó Alex, sintiendo cada palabra.
Le arrojaron una bolsa de arpillera sobre la cabeza,
mohosa y sucia por el uso. Le enroscaron una cuerda
áspera alrededor de las muñecas, tirándole dolorosamente
de los brazos a la espalda.
—Afuera, —gruñó finalmente el dueño del bar.
Los hombres de Rodrick lo empujaron hacia delante.
Alex tropezó y habría caído de rodillas si no lo hubieran
sujetado. Arrastrando los pies, obligó a sus instintos a
ponerse alerta. ¿Cuántos eran?
—Nos verán, —refunfuñó John desde algún lugar más
adelante.
—No seas idiota. Nadie interferirá, —replicó Rodrick.
Rodrick, John y los dos lo arrastraron hacia adelante. El
aire frío le golpeó las manos expuestas y pudo oír el sonido
amortiguado de los carruajes sobre el empedrado. Estaban
afuera, pero nadie en esta parte de la ciudad lo ayudaría.
No se involucrarían, sobre todo porque Rodrick era
obviamente un caballero.
Desde algún lugar cercano, un caballo resopló. Unas
manos lo empujaron hacia delante. Alex fue arrojado a lo
que supuso que era un carruaje. Cayó al suelo con un
gruñido ahogado. Alguien subió a su lado. Rodrick, pues
podía oler su colonia de sándalo. Empujaron las piernas de
Alex hacia el interior y la puerta se cerró con un golpe
seco. Todo ocurrió en un instante. Antes de que pudiera
reaccionar, el carruaje se sacudió hacia delante.
Durante un instante, se quedó allí tumbado, con la
respiración agitada y caliente contra la áspera bolsa. De
repente, unas manos le agarraron por los brazos y le
empujaron hacia un asiento blando. Alex esperó sentado,
rígido. Sabía que había otras personas con él en el carruaje
porque oía su respiración, pero no estaba seguro de
cuántas eran.
—Tenemos algo que discutir, —dijo Rodrick desde el
otro lado del carruaje.
Alex esbozó un gruñido. Qué ganas tenía de matar a
aquel hombre.
—Fuiste contratado para hacer un trabajo, —continuó
el dandi—. Y era preparar a Grace... para mí. En algún
punto del camino, pareciste pensar que podías tenerla
como tuya. No sé si estás jugando con ella, o si vas en
serio, pero eso terminará ahora.
¿Rodrick había enviado a Grace a casa de Lady
Lavender? Alguien gruñó a su lado. Alguien que olía a
cerveza rancia y arrepentimiento.
John, el hermanastro de Grace, lo más probable.
— ¿Y si te mando a la mierda?—Siseó Alex. Tenía la voz
apagada, pero sabía que le habían oído igualmente.
Se oyó un suave crujido cuando alguien se movió. Unos
dedos agarraron el saco de arpillera y se lo quitaron de la
cabeza, tirándole del pelo. Alex fulminó a Rodrick con la
mirada, consciente de que John estaba agazapado en un
rincón junto a él.
Rodrick dejó caer el saco al suelo.
— ¿Crees que alguien se dará cuenta si desapareces?
Alex no respondió. Sabía adónde quería llegar Rodrick
con su afirmación y no mordería el anzuelo.
—Quizá Lady Ophelia se encargue de la búsqueda
durante uno o dos días, pero tu desaparición no alarmaría a
Scotland Yard.
Rodrick se inclinó hacia delante, con una mueca en el
rostro. Alex no pudo contenerse. Con un gruñido, echó la
cabeza hacia delante y golpeó la nariz del hombre con la
frente.
— ¡Mierda!—Gritó Rodrick, cayendo hacia atrás.
—Señor, —murmuró John, golpeando el techo del
carruaje con movimientos frenéticos.
El vehículo aminoró la marcha, pero Alex apenas se dio
cuenta, estaba disfrutando demasiado viendo cómo la
sangre corría por los labios y la barbilla de Rodrick. El
carruaje se detuvo y la puerta se abrió de un tirón.
John fue el primero en salir, dando tumbos como si le
ardieran los faldones. Rodrick, que había encontrado un
pañuelo y se lo llevaba a la nariz herida, le siguió. Alex, que
se había quedado sin ayuda, salió de un salto y sonrió por
primera vez aquella noche. John levantó el brazo, con una
pistola en las manos. Alex mantuvo la sonrisa en su sitio,
sin atreverse a mostrar debilidad. El idiota temblaba tanto
que Alex no se sorprendería si le disparara por accidente.
—Dejarás en paz a Grace, —exigió Rodrick, con la voz
apagada tras el pañuelo.
— ¿Por qué, vas a casarte con ella?—Se burló Alex—. ¿Y
vivir felices para siempre?
John se movió, mirando al suelo. Sin duda, un
movimiento sospechoso. ¿Qué estaban tramando?
Rodrick gruñó.
—No seas ridículo.
Alex desvió la mirada de John a Rodrick. Algo iba mal,
terriblemente mal. Volvió a mirar a John.
—Se va a casar con tu hermana, ¿verdad?
—Rodrick no desea casarse, —murmuró John.
Pero por la forma en que el hombre evitaba su mirada,
Alex supo que había algo más en la historia.
— ¿Qué desea hacer entonces?
Rodrick agarró las solapas de la chaqueta de Alex y lo
empujó hacia delante. La bonita cara del hombre estaba
manchada de sangre.
—Grace se convertirá en mi amante. La utilizaré, y ella
lo disfrutará y yo podré agradecerte que la hayas
preparado.
Alex vio rojo. Levantó la rodilla, golpeando a Rodrick
entre las piernas. Rodrick dio un grito ahogado y tropezó
contra una pared de roca. Frenético, Alex se volvió hacia
John.
— ¿Vas a hacer esto? ¿Permitir que utilicen a tu
hermana?
—Vete a la mierda, —murmuró John.
Alex apretó los dientes. Los mataría. Los mataría a los
dos.
Seguramente Grace no había accedido a esto. Pero
sabía que Grace haría cualquier cosa por su madre y su
hermana. No, no permitiría que se vendiera como él lo
había hecho. Mataría a su hermano y a Rodrick primero,
incluso si eso significaba que lo ahorcaran.
—Te mantendrás alejado de mi amante. —Rodrick
hundió el puño en las tripas de Alex. El dolor le recorrió el
cuerpo, añadiendo carbón a su ira. Alex retrocedió dando
tumbos. John le agarró de los brazos, manteniéndole
inmóvil mientras Alex jadeaba.
Ahora que Alex estaba inmóvil, Rodrick se acercó y
sonrió satisfecho.
— ¿Vamos a estropear esos rasgos de niño bonito que
tienes?
Alex no tuvo tiempo de prepararse. El hombre le golpeó
en la cara, los nudillos conectaron con la zona bajo el ojo
con tanta fuerza que Alex oyó cómo la piel se partía. Su
cabeza se echó hacia atrás, golpeando a John en la barbilla.
El escozor dio paso a un calor húmedo mientras la sangre
goteaba por su mejilla.
—Ahora la nariz.
—Pararás ahora o lo lamentarás, milord, —la voz
familiar de James fue sorprendente y bienvenida. El agarre
de John se aflojó.
Rodrick entrecerró los ojos y estudió a su oponente
mientras James salía de las sombras y se acercaba a la luz
de la farola. Iba vestido tan ricamente como Rodrick y Alex
sabía que el hombre estaba intentando descifrar la
identidad de James. Tal vez Rodrick no temiera a James,
pero sí a los hombres de Ophelia que estaban detrás de él.
—Vaya, vaya. —Rodrick enarcó una ceja—. Tienes
amigos. Qué dulce.
—Amigos que saben luchar, amigos que tienen pistolas,
—dijo James.
Por muy agradecido que estuviera Alex, sabía que
James no estaba allí para ayudar, simplemente para
proteger la propiedad de Lady Lavender. John soltó su
agarre por completo y se alejó. El cobarde sabía cuándo
huir. Ni siquiera miró hacia atrás mientras saltaba al
carruaje.
Rodrick miró fijamente a Alex, sopesando sus opciones.
—Aléjate de ella.
—Vete a la mierda, —murmuró Alex.
Vaciló como si quisiera decir algo más, pero en lugar de
eso se dirigió al carruaje con un paso tranquilo que
desmentía el miedo que había visto en los ojos del dandi.
—Te envió a ti a buscar su propiedad, —dijo Alex,
observando cómo el carruaje se ponía en marcha y
desaparecía al doblar la esquina. Con la ausencia de
Rodrick, tenía que concentrar su ira en algún sitio y James
sería un blanco encantador.
James se acercó, usando un cuchillo para cortar las
ligaduras de Alex.
—Ella estaba preocupada.
Alex soltó una carcajada áspera y se desplomó contra la
pared de ladrillo de un edificio. ¿Cómo había llegado a ser
su vida tan completamente ridícula? Si volvía con Lady
Lavender, tendría una muerte lenta y tortuosa, con el alma
desmoronándose por dentro. Sin embargo, ¿por qué
marcharse cuando no tenía nada? ¿No era nada? Se deslizó
por la pared hasta que su culo golpeó el suelo. Se sintió
entumecido, frío, solo.
Podría empezar de nuevo como minero, pescador. De
cualquier cosa. Levantó las rodillas y apoyó la frente en las
manos. La verdad era que no sabía si podría dejar a Grace.
¿Podría dejar que se convirtiera en la amante de Rodrick y
cometer los mismos errores que él había cometido? Tal vez
ella rechazaría la oferta de Rodrick, ¿y entonces qué? ¿Se
moriría de hambre?
—Alex, —dijo James—. ¿Qué estás haciendo? ¿De qué va
esto?
Alex apoyó la cabeza contra la dura pared y se quedó
mirando la noche sin estrellas, el cielo brumoso por el
humo de las fábricas londinenses. Una burbuja histérica de
risa le obstruyó la garganta.
—No lo sé. No lo sé, joder.
James suspiró.
—Es la chica, ¿verdad? ¿La que nos visitó una o dos
veces?
—Grace, —susurró su nombre.
James se agachó y agarró las solapas de su chaqueta.
Su cara quedó a escasos centímetros de Alex.
—Entonces ve con ella, —susurró lo suficientemente
bajo como para que Wavers y el otro hombre no lo oyeran
—. Dile la verdad. —Levantó a Alex y le puso en las manos
una pequeña bolsa de cuero—. De parte de Gideon y mía.
Alex agarró la bolsa, el tintineo de las monedas fue un
alegre saludo en la oscura noche. Empujó la bolsa hacia
James, pero éste se negó a cogerla.
—No puedo arruinarla.
—Demonios, Alex. Tiene un hermano dispuesto a
venderla al mejor postor y un hombre que quiere hacerla su
amante. ¡Realmente no veo cómo tú eres una peor opción!
Que Dios lo ayudara, pero el argumento de James
empezaba a sonar razonable. Alex miró detrás de James a
los dos secuaces de Ophelia que montaban guardia, tan
silenciosos como siempre. No discutirían con James, el
preciado alumno de Ophelia.
—Lady Lavender lo...
—Lo entenderá, —susurró James.
Ella no lo haría, pero él no quería discutir con James.
No, porque por primera vez aquella noche sintió el más
mínimo atisbo de esperanza.
La oferta era tentadora... muy tentadora.
Capítulo 19
****
No había llegado.
Atormentado, Alex observó a los pasajeros que subían
al tren con una nauseabunda sensación de entumecimiento.
Tal vez Rodrick o John se lo habían impedido. Tal vez se
había perdido.
O tal vez... tal vez se había dado cuenta de la tontería
que él había cometido.
Alex se hundió en un banco mientras un padre y su hijo
caminaban de la mano por el andén. El niño charlaba
amigablemente mientras el padre asentía con la cabeza,
sonriendo de la forma en que sólo un padre cariñoso puede
hacerlo. No sintió celos ante la imagen, ni siquiera tristeza.
No sintió... nada.
— ¿Vienes?—Preguntó el guardia, paseando
enérgicamente junto a Alex. Tenía cosas que hacer, gente a
la que despedir, lugares interesantes a los que ir.
Alex se limitó a negar con la cabeza mientras se
sentaba solo en aquel banco, con los billetes fuertemente
agarrados entre las manos. ¿Había sido un iluso al pensar
que ella renunciaría a su vida por él? ¿Iluso al pensar que a
ella podría importarle? Por desgracia, no la culpaba. No, no
la culpaba en absoluto. Pero eso no impidió que su corazón
se desmoronara, que se rompiera pedazo a pedazo.
Ella no había venido.
La multitud se agolpaba a medida que la gente subía a
los trenes. El estruendo de las conversaciones era casi
abrumador. Los rostros cansados de los hombres que
regresaban a casa tras una jornada de trabajo. Familias
adineradas que se dirigían al campo en busca de aire
fresco. Y podía identificar a la gente del campo que se
había trasladado a la ciudad, con la esperanza de una vida
y un trabajo mejores. Los rostros demacrados y los ojos
inexpresivos, al descubrir que la ciudad tenía poco que
ofrecer salvo caminos pecaminosos para los pobres, que
regresaban a sus hogares tras una batalla bien librada,
pero perdida de todos modos.
— ¡Qué emocionante!—Gritó una niña, saltando junto a
su madre mientras corrían hacia el tren.
Y luego estaban los niños. Los niños que aún creían que
podían ocurrir cosas maravillosas. Que sólo veían lo bueno.
—No debemos llegar tarde, —respondió la madre, con
una mano en la de su hija y la otra sujetando su gorro de
plumas contra la cabeza. El pelo rojo oscuro de la niña
estaba trenzado en una trenza que se balanceaba
ansiosamente sobre su espalda. Su rostro sonrosado, lleno
de esperanza e inocencia, le recordó el aspecto que podría
haber tenido Grace a su edad.
El corazón de Alex se estrujó dolorosamente. Cómo
había deseado la normalidad de una familia, atreviéndose
incluso a creer que no era un sueño imposible. Llevaba más
de una hora de pie en aquel andén, ignorando la
aglomeración de extraños y esperando a Grace, soñando
con una cabaña llena de niños, como si su inocencia
pudiera borrar sus pecados.
Pero los sueños se desvanecían ahora, dejándolo frío y
solo. Era una estatua. Una imagen de un hombre que una
vez fue. Ya no formaba parte de la vida. Tal vez nunca lo
había sido. Grace había sido su única esperanza de un
futuro mejor. Esta mañana, con la posibilidad de Grace a su
lado, el mundo parecía nuevo. Todo parecía alcanzable.
Ahora... ahora... Él había pensado que si sólo iba a ella, le
decía la verdad, podría arreglar las cosas entre ellos. No
había funcionado.
Grace.
Se sentía completamente solo. Completamente...
perdido, flotando en una ciudad de extraños.
¿A dónde iría?
Apenas le importaba.
Grace no había venido. Se inclinó hacia delante,
apoyando la cabeza en las manos. Nada importaba porque
ella no había aparecido.
Un silbido estridente atravesó el aire del atardecer. El
sonido de pasos arrastrados y pasajeros corriendo hacia los
vagones interrumpió el estruendo de las despedidas. Aun
así, no se molestó en levantar la cabeza, porque estaba
ahogado en la desesperanza.
— ¿Alex?
La suave voz fue como una llamada del cielo. La sangre
le rugió en los oídos y su cuerpo cobró vida. No se atrevió a
girarse, temiendo que si lo hacía y ella no estaba allí, se
vería obligado a enfrentarse a su propia locura.
—Alex....—Esta vez su voz era más fuerte, más cercana.
Su corazón dio un vuelco, golpeando salvajemente
contra su caja torácica. ¿Se atrevía a tener esperanzas?
Una mano cálida se posó en su hombro, la caricia de
una diosa, de un ángel. Alex se incorporó de golpe, el
torrente de emociones casi lo mareó. Demasiadas
esperanzas, demasiado pronto. Se dio la vuelta. El banco se
interponía entre ellos, una barrera odiosa, pero él la sentía
cerca como si formara parte de él.
Amorosamente, se empapó en el sitio de su Grace
salvadora. Su mirada pasó de aquel vestido verde que le
había recordado la inocencia, al bonete de paja que
enmarcaba su rostro sonrojado, para saltar a la bolsa que
sujetaba en su mano sin guantes. Ella era la primavera y
todo lo bueno del mundo. En su sonrisa vio la promesa de
renovación. De esperanza. Durante un largo instante, se
quedó mirándola, preocupado de que si parpadeaba, ella
desapareciera. Preocupado de que en su mente
enloquecida estuviera viendo cosas.
— ¿Grace?—Su voz sonó ronca por la emoción.
Ella asintió, esbozando una sonrisa brillante que él
sintió hasta en los dedos de los pies.
—Estoy aquí, Alex. Siento llegar tarde, —continuó—.
Pero fue bastante difícil escapar....
Él se adelantó y le cogió los lados de la cara,
apoyándose en el banco.
—Estás aquí.
Bajó la boca hasta la de ella. El beso fue suave,
encantador y no faltaron testigos de su pecado. Quería
memorizar cada detalle del momento. Respirar su aroma.
Saborearla para siempre. En ese suave beso, derramó su
alma, diciéndole lo mucho que significaba para él. Lo
mucho que le importaba.
Dominado por el incómodo banco que había entre ellos,
finalmente se vio obligado a retroceder, pero aún sentía la
presión de su beso sobre sus labios temblorosos. Ella había
venido. Pero el miedo seguía ahí, persistente y provocador
en lo más profundo de su corazón. Por mucho que quisiera
subirla al tren y escapar del infierno de Londres, tenía que
asegurarse de que ella lo deseaba por completo.
— ¡Todos a bordo!—Exclamó un guardia.
Grace comenzó a subir al tren, pero Alex se puso
delante de ella, deteniendo su avance.
— ¿Y si el tesoro es una mentira? Algún mito tonto.
Ella sacudió la cabeza, y los mechones de pelo que se
habían soltado se agitaron con la suave brisa del atardecer.
Su emoción era evidente por el rubor de su rostro, pero
¿realmente entendía lo que estaba haciendo?
—No será así. Puedo sentirlo, en mi interior. Nunca me
equivoco en estas cosas, ¿sabes?
Estaba tan dispuesta a creer en tesoros, en cuentos de
hadas... en él. ¿Se atrevía a creer él también?
—Tu familia...
Ella rodeó el banco, tomando su mano entre las suyas,
esos dedos apretados y cálidos.
—Patience cuidará de mamá. Ambas me dieron su
bendición. —Tiró de su mano, impaciente—. Deprisa, Alex,
perderemos el tren.
Ella sonreía, sus ojos brillaban con una felicidad que él
siempre deseaba ver en su hermoso rostro. Cualquier duda
o preocupación desapareció. Puso los billetes en manos del
guarda y siguió el vaivén de sus faldas escaleras arriba. El
vagón de segunda clase estaba abarrotado de padres que
volvían a casa del trabajo y familias que viajaban al campo.
Las mujeres apartaban a un lado sus amplias faldas,
haciéndoles sitio para avanzar por el pasillo. El aire
contenía el hedor de jabones, colonias y algunos cuerpos
sin lavar. Las habitaciones estaban abarrotadas, no había
intimidad. Y cómo deseaba tener intimidad.
Su entusiasmo vaciló cuando tomaron asiento, nada
más que dos bancos de madera colocados uno al lado del
otro. Acomodada junto a la polvorienta ventanilla, Grace se
encaró a él, con su entusiasmo aún presente, y el brillo de
su mirada, sin importar la situación.
—Nunca había subido a un tren. Estamos a tanta altura.
Los he visto pasar a toda prisa y me ha maravillado su
velocidad.
Era entrañable, siempre veía esperanza y belleza
cuando la mayoría no veía nada. Incapaz de resistirse, le
acarició el lado de la cara sonrojada, deslizando los dedos
bajo la rígida cofia de paja y entre los sedosos mechones de
pelo de la sien. Lentamente, se inclinó hacia delante,
presionando su pecho contra el hombro de ella, y amoldó
su boca a la de ella, sin prestar atención a las miradas
curiosas de sus compañeros de viaje.
—Debéis estar recién casados, —se rió la anciana
sentada frente a ellos.
Alex se apartó, sonriendo ante la mirada perpleja de
Grace.
—Efectivamente, —respondió a la mujer. No era
exactamente una mentira; si por él fuera, lo estarían muy
pronto. Grace se limitó a parpadear, desconcertada por el
beso o por la respuesta. Tal vez por ambas cosas.
—La próxima vez iremos en un vagón de primera clase,
—le dijo él cerca del oído.
Ella negó con la cabeza, completamente seria.
—No tengo el menor deseo de volver a Londres.
A él se le encogió el corazón. No estaba seguro de si a
ella no le interesaba la ciudad, o si estaba pensando en él al
no regresar a un lugar donde cualquiera podría
identificarlo. Todo era demasiado bueno para ser verdad. El
superviviente que había en él le advirtió que no se pusiera
demasiado cómodo. Seguro que algo horrible ocurriría y
arruinaría sus esperanzadores planes.
Tardarían al menos un par de días en llegar a su
destino. Dos largos días en los que ella podría entrar en
razón y cambiar de opinión. Pero por una vez, adoptó la
posición de Grace en la vida y creyó que todo era posible.
Un estridente silbato sonó por última vez y el tren se
puso en marcha. Aspirando una bocanada de emoción,
Grace le apretó la mano, con la palma cálida y suave contra
la suya.
—Grace, no puedo prometerte nada, —le advirtió.
Ella lo miró, con los ojos brillantes bajo el borde del
bonete, y en su mirada él vio su corazón, su alma.
—Sólo te quiero a ti.
Era todo lo que necesitaba oír.
Capítulo Veinte
Capítulo 21
Capítulo 22
Epílogo
Fin