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1 Cockneys: personas de la zona este de Londres conocida como East End, un barrio
tradicionalmente obrero. Este término también hace referencia al dialecto que se habla en esta
parte de Londres, aunque a veces también se aplica a cualquier acento de la clase trabajadora
londinense.
Sinopsis
S
ebastian Sherbrook, un sinvergüenza autoproclamado y el
recientemente acuñado marqués de Manwaring, regresa a Londres
luego de que su tío distanciado muere, con la intención de reformar
su imagen libertina de una vez por todas. Sin embargo, por causas ajenas a su
voluntad, pronto se ve envuelto en el mayor escándalo de la temporada, y sus
planes secretos de cortejar a la única mujer que siempre ha deseado se hacen
pedazos.
I
ncluso el mismo Sebastian estaba sorprendido por cuán rápidamente
lo encontraron los problemas tras su regreso a casa. A dos días de dejar
el barco desde el Continente, el recién acuñado marqués de
Manwaring estaba en un lugar alejado de Hyde Park iluminado por el amanecer
eligiendo una pistola Manton de su lujoso estuche de terciopelo rojo, con un
adusto Evelyn Leighton, vizconde de Marlowe, a su lado actuando como su
segundo.
Dos años (¡dos años!) había pasado Sebastian tratando de dejar atrás su
desperdiciada vida. Dos años de un pequeño y vergonzosamente serio examen
de conciencia, durante el cual había considerado no regresar nunca a Inglaterra
de nuevo. Pero entonces la noticia de la muerte de su tío había llegado hasta él
en el Levante2, y después de celebrar en Jerusalén, había decidido dirigirse de
2 Levante: término con el que se nombra históricamente a una gran zona de Oriente Próximo
situada al sur de los montes Tauro, limitada por el mar Mediterráneo al oeste, el desierto árabe al
sur y Mesopotamia al este.
regreso hacia el suelo inglés a paso de tortuga coja. Eso había sido seis meses
atrás.
Incluso sentía una pizca de simpatía por el hombre que iba a intentar
volarle los sesos. Sir Oliver no tenía vela en este entierro. El pobre hombre apenas
podía mantener la pistola firme a su lado, estaba tan nervioso. Dispararle a un
hombre era muy diferente de la clase de deporte que los hacendados disfrutaban
en sus fincas y sir Oliver claramente no estaba a la altura del desafío. Pero si el
hombre le hubiese prestado alguna atención a su esposa e hija en lugar de a sus
perros (sir Oliver pretendía ser uno de los mejores criadores de setters de pelo
largo), ninguno de ellos estaría en este enredo.
Cuando ella se había presentado en Venecia ocho meses atrás en una fiesta
organizada por un conocido común y había intentado renovar su ferviente
petición con la ayuda de su intrigante madre, Sebastian había estado tan
disgustado que había partido para el Levante al día siguiente. La señorita
Blanchard estaba, basta decir, un poco desequilibrada. Bueno. Más que un poco.
Totalmente desquiciada era una descripción más adecuada. No obstante, había
pensado, con certeza, que su estancia en la Tierra Santa proporcionaría suficiente
distancia geográfica para permitirle a la señorita Blanchard recuperar su
descarriada sensatez.
Sir Oliver había exigido venganza. Casarse con su hija, o se las vería con él.
Sebastian no había dudado en elegir el o se las vería con él. Preferiría casarse
con su pianoforte, y así se lo había dicho al vejete. Sir Oliver no había estado
preparado para este giro de los acontecimientos, no obstante. Había asumido que
Sebastian haría aquello propio de un caballero.
Ja.
Incluso Marlowe había acordado que el duelo era necesario cuando sir
Oliver había hecho el desafío, no obstante. Marlowe era una de las dos personas
en el mundo, además de él mismo, que estaba seguro que el cargo contra él era
absurdo. Conocía el secreto de Sebastian, después de todo.
Sin embargo, sus balas no. Todo el mundo sabía que desde ese primer
duelo horroroso todos esos años atrás, las balas de Sebastian iban precisamente
a donde él quería que fueran. Era un excelente tirador. De hecho, había sido
francotirador durante la guerra. Tenía una espantosa cantidad de sangre francesa
en sus manos.
El coronel también sabía esto, y sospechaba que así mismo lo hacía sir
Oliver, como lo demostraba el sudor que corría por sus sienes a pesar de la fría
mañana de noviembre cuando Sebastian apuntó su pistola a la cabeza del
hombre.
Sebastian gimió internamente, con hielo llenando sus venas. Así que el
hombre no iba a hacer lo correcto y errar el disparo intencionalmente. Y los
inestables eran los peores. En su experiencia, la mayoría de las veces la bala salía
desviada, pero de vez en cuando aterrizaba en algún lugar que podría causar una
gran cantidad de dolor y desastre.
Sinceramente esperaba que sus sesos no fueran a fertilizar Hyde Park.
Era un sentimiento que no habría sentido seis meses atrás. Siempre había
sido tan descuidado con su vida, pero con la muerte de su tío, algo dentro de él
había cambiado. El mundo, una incolora y tormentosa prisión durante tanto
tiempo, había comenzado a cambiar a su alrededor. O tal vez él había comenzado
a cambiar. Había empezado a ver belleza donde no había habido nada salvo
miseria, y posibilidades donde no había habido nada salvo callejones sin salida.
Y cuando cerró los ojos, el recuerdo de otro par de ojos, color esmeralda,
penetrantes, pasó por su conciencia, haciendo que su corazón se estrujara.
¿Alguna vez vería esos ojos otra vez?
—Ese estuvo muy cerca, Sherry —dijo Marlowe arrastrando las palabras,
usando el apodo que le había dado a Sebastian tiempo atrás en Harrow y
siguiendo su habitual indiferencia por las reglas básicas de la gramática.
Marlowe amaba sonar como si hubiese sido criado en el Seven Dials 3 y
aprovechaba cada oportunidad que podía para descuartizar el inglés del rey.
—Sabes que sir Oliver tomará el hecho de que hayas errado el tiro
intencionalmente como prueba de tu culpabilidad —dijo él después de un
generoso trago de su petaca.
3Seven Dials: una de las encrucijadas más famosas de la ciudad de Londres, ubicada al norte de
Covent Garden. El diseño del área consistía en 7 calles que convergían todas en un mismo punto,
permitiendo construir un número mayor de propiedades con gran área de espacio frontal. La
zona empezó a deteriorarse y fue convirtiéndose con los años en refugio de muchos
“indeseables”. A finales del siglo XVIII y durante el siglo XIX el área ya era sinónimo de mucha
pobreza.
—¿Qué dices de un viaje a Blancos? Poner todo en perspectiva una vez
que estés cegado y podrido en alcohol. Al menos a mí me funciona.
Uno podría pensar que él, de todas las personas, estaba acostumbrado a
ser el objeto de chismes e insinuaciones. No lo estaba. Al menos, no cuando él
mismo no estaba seguro de la causa.
Y pensar que había ansiado volver a casa. Se había olvidado del montón
de aburridos, hipócritas y pretenciosos estrechos de miras que eran sus pares.
—Pero le hemos prometido a Montford que nos daríamos una vuelta por
allá —le recordó a Marlowe—. Quiero ver a mi chica.
—Oh, lo recuerdo.
—Bueno, ahora es un condenado aburrido, obstinado y casado. Con una
mocosa.
—Ya veo.
L
a residencia del duque de Montford ocupaba una manzana entera
de Mayfair, así que no era exactamente difícil de encontrar, incluso
con Marlowe a cargo de las riendas. La residencia era llamada
Hogar Montford, pero esa denominación era un abominable eufemismo.
Austero, imponente, hecho de colosales piedras gris pizarra y altísimas columnas
corintias, era más bien un palacio, construido para impresionar y asombrar al
espectador en lugar de ser agradable a la vista. En el interior se alojaba un museo
de antigüedades y preciosas obras de arte, una biblioteca para rivalizar con la
Bodleiana4, y suficientes retratos lúgubres de los últimos antepasados Montford
como para embrujar varias residencias.
Y no la tenían.
Montford era el hombre más rico del país, y Sebastian no tenía ningún
problema teniendo un mejor amigo tan influyente. Montford, aunque
notoriamente abstemio él mismo, siempre tenía la mejor colección de whisky
escocés al sur de Edimburgo, e incluso había aceptado abastecerse de Cerveza
Honeywell, ahora que se había emparentado con esa familia.
Sebastian tenía una terrible sospecha de que habían cambiado más cosas
de las que esperaba en los dos años que había estado lejos. Por supuesto que sabía
que Montford se había hecho con una esposa. El propio Sebastian había estado
involucrado en cierta manera en arrejuntar al duque y a la duquesa allá en
Yorkshire. Y sabía que su amigo también se había hecho con una hija, algunos
meses después de que Sebastian hubiera dejado Inglaterra. Las cartas de
Montford estaban llenas nada más que con los logros más recientes de su hija.
Como todavía no tenía un año de edad, los logros que provocaban tales elogios
por parte del duque incluían cosas como parpadear, mover los dedos de los pies
y darse la vuelta.
—No me mires a mí. Yo jamás despedí a mi nana —dijo Marlowe, con las
manos elevadas en señal de rendición.
—Cierto, cierto. Frío. Caray, ¡será mejor que no esté enferma! Astrid me
castraría.
Sebastian estaba demasiado alarmado para hacer otra cosa que aceptar el
inquieto paquete, colgándolo a la distancia de su brazo. Eso tenía la piel rosada,
era de la temperatura de un vaso de agua caliente, y era tan suave y frágil como
las alas de una mariposa.
Montford, que había ido a buscar una manta rosada (¡rosada!) se quedó
mirando a Sebastian con incredulidad. Luego rápidamente obsequió a Marlowe
con una muy familiar expresión irritada.
—Oh, sí.
—Necesito un trago.
—No puedes esperar que lleve esto a rastras conmigo por todas partes —
protestó.
Tal vez otra cosa que tenía en común con su madre. Pero Sebastian no era
quién para juzgar. Mucho.
—Entonces si todavía estás vivo, ¿cómo deja eso a sir Oliver? —preguntó
el duque, instalándose frente a él y terminándose su whisky de un solo trago. Los
ojos de Sebastian se estrecharon. Montford ni siquiera estaba usando un pañuelo
de cuello, y estaba bebiendo bebidas alcohólicas antes del mediodía. Estaba
arrugado, agotado y… completamente feliz con su suerte.
Estaba celoso.
Estaba celoso, porque sabía que nunca tendría lo que tenía Montford, esta
bonita, pequeña y asquerosamente perfecta felicidad doméstica. Ni siquiera
podía tocar a una mujer sin que su auto desprecio se envolviera a su alrededor
como una mortaja.
—Lo sé. Pero, ¿qué voy a hacer? ¿Casarme con la muchachita? No tengo
un mocoso con ella. —Él sonaba consternado, incluso ante sus oídos
predispuestos. Y estaba consternado. Condenadamente enojado y echando
chispas. Blanchard lo estaba arruinando todo—. Es una cuestión de principio, en
este punto. No me casaría con ella ni que sir Oliver me pusiera una pistola en la
cabeza.
Amy eligió ese momento para jalarle el cabello a Sebastian. Miró a su carita
arrugada y su corazón (lo que pasaba por uno, de todos modos) tironeó en su
pecho. Ella era tan exquisitamente desagradable e inocente y apreciada que
Sebastian pensó que debía ser la criatura más hermosa que había visto en la vida.
—¿Dónde está la madre de esto, de todos modos? ¿No debería estar aquí,
asegurándose de que uno de nosotros no eche a perder a su hija?
—Sí. Son amigas íntimas en estos días, y salieron a alguna obra de caridad.
Sebastian resopló.
—Quizás.
—No estaba pensando. ¿Qué quieres que te diga? Pero mi experiencia con
Caroline fue suficiente para alejarme del matrimonio para siempre. Eso no es
para alguien como yo. Pero tal vez… —Echó una mirada en dirección de
Sebastian.
Oh, no. Sebastian conocía a Marlowe demasiado bien como para no saber
con precisión lo que su amigo estaba tramando: Desviar la atención lejos de sí
mismo y hacia él. El vizconde siempre hacía esto en momentos de crisis personal.
Bastardo.
—Por supuesto que estoy alterado. Maldita sea… —Hizo una mueca ante
la mirada de advertencia de Montford en dirección de Amy—. Quiero decir,
¡porras! Estoy cansado de ser considerado el peor libertino que este país ha visto
alguna vez sin ninguna buena razón. Volví aquí, esperando por Dios que me
hubiera quedado lejos el tiempo suficiente para que la gente sólo… bueno, dejara
de hacer tanto escándalo respecto a mí. Pero, ¿qué encuentro en su lugar? Un
hacendado airado apuntando una pistola a mi corazón. Difícilmente un
comienzo prometedor.
Sebastian se burló.
—A la mujer adecuada…
—Es bastante difícil hacer una salida dramática cargando a una criatura
—resopló Sebastian, volviendo a su asiento a regañadientes.
—Entonces yo lo haré por ti. Debo llegar a casa. Tengo algunos asuntos
que atender —mintió. El traidor. Le dio a Sebastian una significativa mirada—.
¿Nos vemos más tarde en Blancos?
—Ha tenido casi una docena. La última de ellas se fue sin cabello. Las
gemelas metieron las manos en un bote de pegamento.
—Tampoco su hija —señaló—. Pero no creo que sir Oliver sea el que
mueve los hilos aquí. Es la esposa. Ella es quien llevó a su hija a Italia. Una
intrigante, esa fulana.
Sebastian se sentía más bien dolido, pero sabía que Montford tenía que
preguntarlo.
Por lo general detestaba a las de su especie; ella era una dama inglesa
formal y correcta con agua helada corriendo por sus venas. Y él no tenía respeto
por una mujer que podía atarse a un hombre como su tío sólo por un título y el
pedigrí apropiado. No podía pensar en ninguna circunstancia que justificara tal
comportamiento, a pesar de que se hacía todo el tiempo. Por alguna estrambótica
razón, pensaba que Katherine debería haber sido más sensata, lo cual era
absurdo, ya que apenas la conocía. Sin embargo, le enfurecía que ella se hubiera
casado con su tío, y que su tío hubiera tenido el valor de casarse con ella o con
cualquier mujer en su condición. Y le enfurecía aún más que eso le preocupara
en absoluto.
Cuando supo quién era ella sólo unos breves y dichosos momentos
después de su profunda epifanía, su corazón, tan recientemente recompuesto
durante la sonata, se había hecho pedazos una vez más. Y aún tenía que
recuperarse. Estaba seguro que su talento musical no había sido ninguna
coincidencia. Su tío siempre había sabido exactamente cómo herirlo más. Para su
tío no había sido suficiente con destruir a la madre de Sebastian; tenía que casarse
con una mujer que sabía que Sebastian habría codiciado, de no haberlo devastado
tan irreparablemente la muerte de su madre. Katherine era… perfecta para él, tan
peligrosamente. Ella, en tan sólo un puñado de minutos tocando el pianoforte, lo
había hecho reconsiderar su celibato autoimpuesto, lo había hecho desear por
primera vez en su vida.
Pero sin duda que ese lapso de diez minutos de buen juicio años atrás
había sido provocado únicamente por su competente interpretación de
Beethoven. Era tan raro que uno escuchara a una intérprete decente entre la alta
sociedad que había perdido la cabeza cuando una se había presentado a sí misma.
Su reacción no tenía nada que ver con sus ojos color esmeralda. O sus delicadas
manos de dedos largos. O la forma en que su cabello destellaba de un color
platino a la luz de las velas. O la forma en que tembló su labio inferior cuando se
lanzó al estrepitoso punto álgido del movimiento.
Nada en absoluto.
—Creo que no. No tengo ningún deseo de ver a mi querida señora tía. —
Era semejante mentiroso—. Lo que me gustaría ver es mi Broadwood.
No le había mentido a sir Oliver. Si ella fuese una mujer, se casaría con
ella, y que Katherine Carlisle se fuera al demonio. Ella era así de perfecta.
—Seguramente.
—Como está en francés, creo que podemos asumir con seguridad que ella
no será corrompida en exceso.
Bien.
Era tan diferente a la duquesa como la luna lo era al sol, su única similitud
era su pésimo gusto en ropa. Ninguna de las mujeres sabía cómo vestirse, lo que
ofendía su afinada sensibilidad de sastre. Astrid siempre lucía como si hubiera
caído de una carreta, mientras que Katherine tenía todo el sentido de la moda de
una monja. Pero ni siquiera sus terribles vestidos ocultaban su belleza única.
Era una de esas raras ocasiones, porque lo miró directamente a los ojos
cuando entró por primera vez a la habitación, y esas profundidades esmeraldas
se iluminaron. La luz fue fugaz, inmediatamente sofocada detrás de su
arrogancia habitual, y se la habría perdido si no hubiera estado mirando con tanta
fuerza.
Dos años de repente parecían toda una vida para él, y tuvo que
reconocerse la verdadera razón por la que había regresado a Inglaterra. Había
vuelto por ella, la única mujer que había deseado. A pesar de que la odiaba y ella
lo odiaba. A pesar de que ella nunca podría ser suya.
Bien.
Aldwych, Londres
Una hora antes de que las Hessianas de Sebastian fuesen
asesinadas
Tal vez lo más sorprendente de todo era la conquista que había hecho del
doctor Inigo Lucas, el matasanos que había asistido a su esposo en su enfermedad
final.
Bueno, tal vez “conquista” no era la palabra que usaría para describir su
relación con la preeminente figura en medicina de Londres. Pero era la palabra
que Astrid había utilizado para describirla, razón por la cual, en el momento
actual, podía sentir un rubor nervioso manchando sus generalmente incoloras
mejillas mientras conversaba con el médico.
Se suponía que debía ser una mujer de juicio y seriedad adecuadas, motivo
por el cual el doctor Lucas había acordado ayudar con su hospital de caridad en
primer lugar. Él había dicho que admiraba su dedicación a ayudar aquellos
asolados por la pobreza de Londres. Ahora él estaba tratando de discutir los
planes para la administración del hospital, y lo único en lo que podía pensar era
en lo alto que era (afortunadamente varios centímetros más alto que ella) y cuán
distinguido se veía su cabello con los mechones de gris en las sienes. Incluso su
bigote era una obra de arte.
Todo era culpa de Astrid, por supuesto. Katherine no se había dado cuenta
de lo apuesto que era el doctor Lucas hasta que su amiga se lo había señalado en
el viaje hacia su oficina. Y no mejoraba las cosas que la duquesa estuviera de pie
junto a ella, asintiendo de vez en cuando a algo que el médico sugería mientras
en cada oportunidad lanzaba miradas pícaras en su dirección.
Querido Dios, ¿y si creía que ella creía que él pensaba en ella de esa
manera?
Ella no tenía idea de lo que estaba hablando, pero decidió asentir. Por
desgracia, su boca también comenzó a funcionar (más bien como un pez ladeado
luchando por respirar, sospechaba) y un sonido vagamente similar a un
asentimiento surgió en un balbuceo.
—Es verdad. Pero el duque también hace lo que le place y cuando eso está
en conflicto con la agenda de su gracia, como es a menudo, es muy difícil predecir
el vencedor.
—Le aseguro, doctor Lucas, que tengo la intención de ser bastante práctica
con los asuntos de nuestra nueva empresa.
5 East End: zona de Londres, situada en la parte este de la ciudad, fundada en el siglo XVII por
los hugonotes y empezó siendo un barrio marginal, que se fue llenando de comercios textiles
propiedad de los mismos. A mitades del siglo XIX el barrio empezó a ser poblado por la
comunidad judía; y es posteriormente cuando la comunidad bengalí empezó a asentarse en la
zona, siendo éstos la mayoría de sus habitantes en la actualidad. El lugar se hace famoso en 1888
cuando Jack el Destripador elige esta zona de la ciudad para acabar con sus víctimas.
un poco más de libertad como su marquesa, tenía una firme concepción de cómo
debía comportarse su esposa. Y abrir un hospital de caridad para mujeres
perdidas en los burdeles de Londres no habría encajado en esa concepción.
Oh, por supuesto que quería a su hermana, pero no le caía bien. Araminta
era malcriada y superficial, y la vida con ella nunca había sido fácil, aunque había
mejorado desde su matrimonio con su vicario. Y tal vez Katherine estaba celosa
de Araminta a un profundo nivel. Araminta siempre había sido más bonita y más
popular, y sus padres no habían sido sutiles sobre tener favoritismo. Katherine,
desde su primer recuerdo, nunca había encajado en su familia. Todos eran
elegantemente hermosos, y de altura apropiada, y estar de pie junto a ellos
siempre la hacía sentir como un avestruz entre cisnes.
—Sin embargo, se las arregló para venir aquí hoy —dijo el doctor Lucas
jocosamente.
6Trabuco: arma de fuego de grueso calibre, con un cañón corto y usualmente acampanado en la
boca. Es un predecesor de la escopeta, adaptado para servicio militar y defensivo.
Él le sonrió (qué maravilloso se sentía que un hombre en realidad tuviera
que mirarla desde arriba en lugar de hacia arriba) y ella leyó en sus lindos ojos
grises algo más que un mero reconocimiento.
Ay, Dios.
—Él te gusta.
Astrid jugueteó con las cintas de su pequeño bolso, luciendo aún más
taimada que antes.
Había dejado que Johann la sedujera sólo para hacerle daño a sus padres,
pero ahora sabía que en realidad no lo había deseado o amado. Había estado
halagada por sus atenciones, confundida y tan llena de resentimiento adolescente
y soledad que podría haberse visto inclinada hacia cualquier acto que elevara la
ira de su padre.
Y curiosa. ¿Qué quinceañera no tenía que ver con el tema de las relaciones
sexuales?
Su único consuelo, así como su tortura, había sido que estaba segura que
todas las demás mujeres que miraban a Sebastian se sentían exactamente de la
misma manera. Era, después de todo, el Hombre Soltero Más Hermoso en
Londres, según el Times.
Pero le importaba.
Katherine juntó sus manos y trató de alejar sus pensamientos de Sebastian.
Se debía solamente a que estaba de vuelta en el país que sus pensamientos se
desviaban hacia él. No obstante, si era escrupulosamente honesta consigo misma,
las noches no estaban muy libres de Sherbrook. Soñaba con él a veces y siempre
despertaba sintiéndose como si tuviera fiebre.
No, tenía a sus perros, muchas gracias, y era toda la compañía que
necesitaba.
—Por supuesto. Uno tendría que estar muerto o sordo para no haberlo
escuchado.
—Por supuesto.
—¿Qué?
—Un duelo. Esta mañana. Es algo muy del siglo diecisiete. Marlowe va a
oficiar como su segundo. ¡Y como un tonto, Sebastian eligió pistolas! Uno
supondría que uno de los espadachines más habilidosos del país elegiría
defenderse con un sable al enfrentarse con un padre furioso.
—Supongo que para esta altura todo habrá terminado —observó Astrid,
mirando por la ventana—. Espero, por el bien de mi esposo, que Sebastian no
haya sufrido daño. Por alguna razón, a Montford le importa mucho ese
sinvergüenza.
—¿Estás bien?
—Oh —dijo Katherine, debido a que, ¿qué más podría decir?—. Ah… ¿lo
crees?
—Lo sabía
—¿Qué sabías?
—Lo estás. Mírate, prácticamente arrancándote las faldas con lo fuerte que
las estás sujetando.
—No estoy… —comenzó, pero entonces bajó la mirada a sus manos, las
cuales estaban retorciendo la tela gris paloma de sus faldas como si fuera un
estropajo. Aflojó los dedos y se obligó a bajar sus manos contra el asiento donde
no podrían dañar a nadie. Suspiro con frustración—. Lo confieso. Estoy un poco
preocupada. No me agradaría que Sebastian muriera.
Y allí estaba él, sentado detrás del hermoso Broadwood que había
aparecido en la Casa Montford un día, ubicado en un rincón soleado al fondo de
la habitación. Estaba sonriendo ampliamente y murmurándole algo al duque,
quien estaba parado detrás de él, riéndose.
Sintió el aire volverse denso y su piel comenzar a sudar. ¿En qué momento
se había puesto tan caluroso? Cuando intentó respirar, sintió el peso de su vestido
pegarse a sus costillas, presionándose contra ella.
Él estaba vivo.
—¿El pañal, querrás decir? —preguntó la duquesa con una ceja arqueada—
. ¿Y dónde estaba su nana?
Había veces que alguna secreta parte de ella deseaba tener un bebé, su
bebé, con gritos y todo.
—Esto está mojado —dijo Sebastian con los dientes apretados—. Crick va
a matarme por arruinar mi chaleco.
—No llames a mi hija esto —dijo Astrid. Se giró hacia su esposo—. ¡No
puedo creer que hayas despedido a Bessie!
Katherine abrió su boca para decir algo, pero el duque se había dio antes
de que surgiera algún sonido.
Dejándola sola.
En cierto modo.
Salvaje e incivilizado.
Sherbrook alzó la copa hacia sus labios y se detuvo. Miró por encima del
borde del enorme anillo grabado que adornaba su dedo índice, directamente
hacia los ojos de ella.
Ella no supo qué hacer. Sentía como si hubiera sido atrapada en un acto
ilícito, su pulso acelerándose, las palmas de sus manos comenzaron a sudar tanto
que apenas pudo seguir sujetando su copa.
Y era más alto que ella. No por mucho, unos tres o cuatro centímetros
cuando mucho. Tuvo la salvaje idea que, si ella se le acercara, se parara tan cerca
de él que no hubiera espacio entre ellos, sus labios, sus perfectos y suaves labios,
la tocarían justo entre sus cejas.
La ignoró completamente.
Pero aquí estaba él, solo con ella en la sala de estar de Montford, siete años,
seis meses, dos semanas y un día desde el musical de Delacourt… no que
estuviera contándolos. No que recordara con intenso detalle cada uno de sus
encuentros desde ese día. Y ciertamente, no que él todavía tuviera la habilidad de
dejarla completamente insensible por el simple hecho de respirar.
Aunque lo hacía.
No era mejor que Johann Klemmer, otro encantador que había una vez
seducido a una joven, luego la había abandonado a su suerte. Y ella no sabía por
qué todavía estaban tan sorprendida por cualquier cosa que Sebastian hiciera.
Pero él la estaba mirando fijamente de nuevo, con esa mirada perpleja, casi
torturada. Era una mirada que la hacía tener esperanza que él fuera mejor de lo
que aparentaba ser, una mirada que sin duda usaba con gran éxito cuando
seducía a las mujeres a su voluntad. Era suficiente para hacerla gritar, realmente
gritar, como había querido hacerlo por siete largos años. Odiaba la debilidad en
ella que la hacía susceptible a él, que la había dejado vulnerable a Johann. Ella no
era mejor que las hordas de mujeres babeando tras su paso.
Él siguió mirándola fijamente hasta que estuvo segura que la sala de estar
del duque era sin duda el lugar más caliente sobre la tierra, entonces
abruptamente se giró y caminó hacia el pianoforte. La cascada de encaje saliendo
de su manga se arrugó mientras tocaba una escala con su mano izquierda. Sus
dedos enjoyados fueron de un Re grave, pasando por un Do medio, y siguieron
hasta registros más agudos. Tocó la escala armónica menor con cómoda fluidez.
Lo había escuchado tocar una vez antes de ésta, cuando había viajado a
Yorkshire con Araminta para ver al duque y escuchó a alguien tocando el
Waldstein en Rylestone Hall con un dominio que había hecho a sus propios
intentos parecer de principiante. Cuando había descubierto que él había sido
responsable de tan magnífico sonido, se había preguntado si esa elección
particular de repertorio había sido más que una coincidencia. Era, por supuesto,
la misma pieza que ella había tocado en el musical todos esos años antes, y se
había preguntado si él también lo recordaba.
Sus dedos comenzaron a descender e hizo una pausa cuando llegó a Sol
bajo Do medio. Repitió la nota, más y más fuerte. La miró por encima de su
hombro y la atrapo mirándolo.
Ella no se había dado cuenta que se había levantado del asiento y cruzado
la habitación hasta que estaba a pocos metros de él, como si estuviera hipnotizada
por una simple escala.
—Ofende al oído —murmuró él. Abrió la tapa del banquillo y sacó una
herramienta de él, y luego ella observó a su delgada figura doblarse sobre el
instrumento y estudiar las cuerdas. Llegó dentro con la herramienta en una
mano, mientras tocaba Sol una y otra vez con la otra. La visión de su firme y
perfecto trasero presionado contra la gamuza no fue un distractor en absoluto.
Ciertamente.
—Es una tragedia que pertenezca a las dos personas con menos oído
musical de Londres.
Tal vez intentar charlar sobre cosas triviales había sido un error.
La sonrisa de él se desvaneció.
—¿Le parece que esto es cuestión de decoro? Más bien pensé que era de
moralidad y ética.
—¿Cuál es el problema?
—Que siquiera opinen acerca del asunto. Que los buenos ciudadanos de
esta justa ciudad tomen la responsabilidad de juzgar en un tema que para nada
les concierne.
—Tiene razón —dijo ella, la espalda rígida con agravio—. Aunque tener
razón no le ayudara.
—¿El asunto? ¿No puede decirlo, tía Katherine? ¿Qué he sido acusado de
seducir a Rosamund Blanchard? ¿De poner un hijo en su vientre?
Ella miró hacia otro lado, negándose a picar el anzuelo que eran sus
ásperas palabras.
Él resopló.
Sebastian lucía aún más sorprendido ante esto. Ella no podía entender su
reacción.
—Es un hombre rico, Sebastian. Tiene un título y una fortuna. ¿No era esto
lo que quería? —No pudo mantener el veneno fuera de su voz.
—¿Y esto es lo que piensa de mí? —demandó él, su voz ronca con
emoción—. Nunca quise el dinero de ese hombre. Preferiría cortarme las manos
antes de aceptar un centavo de él.
Ella volvió su mirada hacia él. Sus manos estaban cerradas a sus costados,
como si contuvieran alguna venidera violencia, y la única cosa que sus ojos
parecían silenciosamente transmitirle era su desdén.
—¿Gracias?
—Deténgase.
—¿Le ofende mi interpretación? Pero pensé que era uno de sus favoritos.
—Pero justo estoy llegando a la mejor parte. —Su mano derecha comenzó
a vibrar, su mano izquierda barrió camino arriba en una oleada rápida, tan fuerte
como el instrumento lo permitiría. El sonido era glorioso, y le desgarraba el
corazón. Era aún mejor pianista de lo que Johann había sido.
Ella dio un paso hacia delante y estiró su mano, cegada a todo lo que no
fuera su necesidad de detener la música. Agarró la mano izquierda de él y la
arrancó de las teclas con bastante brusquedad.
Bergamota.
Sus rodillas se sintieron tan débiles que se aferró al borde del piano
Broadwood para evitar caer al suelo. Un calor humeante lleno su abdomen a
causa de la proximidad de él, luchando contra el innato pánico que sentía al estar
atrapada.
—No me toque, querida tía, a menos que quiera ser quemada —gruñó él,
sus labios a centímetros de su oído. Cada soplo de aire contra su piel envió un
estremecimiento, mitad excitación, mitad miedo, a bajar por su columna.
Ella tiró su cabeza hacia atrás para poder ver el rostro de él, determinada
a no dejarle saber cuánto le afectaba. Pero encontrar sus ojos fue un error.
Atravesaron los suyos, metiéndose en su alma, tan cerca que pudo ver el reflejo
de su rostro en las oscuras y dilatas pupilas de él.
Él se inclinó más y más cerca, hasta que sus labios estuvieron al más ligero
respiro de los de ella. Su respiración era entrecortada y aunque ninguna parte de
sus cuerpos se tocaba, ella pudo sentir la tensión de sus músculos, como si
estuviera tomando toda su voluntad el mantener su cuerpo a raya.
Dios mío.
Iba a besarla.
O peor.
Deseo.
La única razón por la cual le había amenazado con besarla el otro día fue
para asustarla. La detestaba. Se lo había dicho él mismo. Pensaba que era una
maquinadora de sangre fría que se había casado por un título y una posición, lo
que, por desgracia, no estaba lejos de la verdad. Aunque su padre, y sus propias
acciones tontas, le habían dado muy pocas opciones en el asunto, se había casado
con Manwaring sabiendo que tendría un cierto poder social como una marquesa.
Sabiendo que sería libre de su autocrático padre, si nada más.
¿Ahora que era una viuda? Bueno. Era la mejor cosa que le hubiera
sucedido nunca. Su porción del matrimonio y la herencia de su abuela le
aseguraban que nunca más fuera dependiente de nadie. Estaba bastante feliz con
su pequeña y cómoda casa en la Calle Bruton. No se parecía en nada a la gloriosa
residencia que había ocupado durante su matrimonio, pero así era justo como le
gustaba. Al fin, era libre.
—¿Está segura que no le gustaría que hoy le hiciera algo un poco diferente,
milady? —preguntó esperanzadora—. ¿Tal vez un poco más suelto en el frente?
Katherine no pensaba que sus rizos pálidos y etéreos fueran causa alguna
de celebración.
—¡Polly! Te sobrepasaste.
Polly, quien había estado al servicio de Katherine desde que ambas tenían
dieciséis años (su padre había reemplazado a todas sus ayudantes después del
Incidente) y sabía que su puesto estaba más que seguro, sólo levantó sus labios
en una sonrisa conocedora.
—¡Seamus! —dijo Katherine en una voz tan autoritaria como fue capaz.
Katherine estaría recibiendo un hombro frío desde esa particular pieza por
el resto del día. No que esperase algo menor. Aparte de su tolerancia clandestina
hacia Seamus, Penny era, francamente, la criatura más mal educada y
temperamental que Katherine había conocido alguna vez, siempre
escondiéndose en los rincones, gruñéndole inesperadamente a los sirvientes, y
hurtando comida de las cocinas sin importar cuán fuerte tratase el cocinero de
quitársela de sus codiciosas patas.
Penny había sido una mascota consentida y amada desde entonces y había
tomado completa ventaja de su posición, como lo evidenciaba un vientre gordo
y un dominio tirano sobre el personal de servicio. Katherine la apreciaba, a pesar
de su disposición desagradable y de su apariencia poco llamativa. Penny había
comenzado como una pequeña bola de pelusa color cobrizo con la cara de un
mono y un dudoso linaje y había crecido hasta ser una bola de pelusa color
cobrizo del tamaño de su regazo con la cara de un mono y un dudoso linaje. No
que se dignaría de sentarse en el regazo de cualquiera, la testaruda criatura.
Prefería reposar sola sobre las finas piezas del mobiliario de Katherine, muchas
gracias. No compartía bien.
Tener mascotas, decidió ella, era uno de los mejores lujos en su vida como
una viuda independiente. Planeaba tener una casa llena de ellos. Si no podía tener
hijos…
Pero no pensaría en eso. Nada podía cambiar esa fría y dura verdad.
Era bastante insolente en sus ardides, pero sus presas parecían más que
diligentes en tropezarse sobre ellos mismos y hacer lo que ella les pidiese por la
oportunidad de ganar la admisión al círculo más élite de la sociedad. De hecho,
la mayoría de sus conocidos estaban maravillados por su causa, lo cual era, por
supuesto, ridículo.
Las personas equivocadamente atribuían su reticencia y rigidez en la
sociedad a un discernimiento y una confianza altiva, y sus pocas declaraciones,
usualmente breves así no podía avergonzarse a sí misma, y a menudo mordaces,
porque no podía subyugar su lengua, eran consideradas sagradas.
Por una vez, sin embargo, estuvo feliz por su reputación, ya que realmente
podría funcionar para bien.
—¿Es en serio?
—Por supuesto.
—Pero eso es… eso es una fortuna. Suficiente para fundar media docena
de hospitales. Por años.
—La ha conocido.
Estaba casi segura de quién era el donante anónimo. Pero no tenía sentido.
Sebastian era notoriamente pobre. Había reportado que tenía que dejar el país
por esa misma razón. Todo el mundo sabía que había estado esperando la muerte
del marqués por años para así poder heredar.
¿Pudo él haber estado diciendo la verdad ese día en la sala de estar del
duque? ¿Qué preferiría cortar sus manos antes que aceptar el dinero del
marqués?
—Sus jaquecas son tan fingidas como sus bolsillos son de profundos, pero
nunca debo decirle que lo sé.
—Es usted un mercenario, doctor —le regañó con ligereza.
—No tiene usted ni idea. —Dudó en la puerta—. ¿No debe quedarse hasta
tarde? Confieso que no me gusta el pensamiento de usted en las calles de
Aldwych a la luz del día, mucho menos en la noche.
Ella sintió una ola de placer ante la preocupación de él, mezclada con su
exasperación. Hombres, incluso los de mente amplia como el doctor, siempre
asumirían que una mujer era incapaz de cuidarse por sí misma. Pero era bastante
confiada respecto a la habilidad de su chofer, Armstrong, para disuadir a los
bribones que la molestasen, y estaba confiada en la pistola debajo de su asiento.
El crimen era rampante en burdeles, lo cual no era una sorpresa, pero no sería
disuadida por ello. Nada podía pasarle que no le hubiera pasado ya con su
familia y Johann.
—Sólo debo revisar esta correspondencia, y tal vez ver cómo se la está
pasando el personal. No debería tomar mucho tiempo. Le agradezco su
preocupación.
Un eufemismo.
Ella había sido capaz de reunir sólo los hechos más básicos. El padre de
Sebastian, el hermano menor de Manwaring, había muerto en París durante el
Terror9, pero de alguna forma Sebastian y su madre habían encontrado su camino
hacia Briar Hill. La madre había sido francesa, y muy inapropiada, una cantante
de ópera o algo parecido, sin embargo, Sherbrook se había casado con ella, y el
marqués no tuvo otra opción más que el aceptarla en la familia. La madre había
muerto cuando Sebastian tenía ocho años, dejándolo bajo la tutela de Manwaring.
Manwaring parecía haber hecho lo correcto con el chico, enviándolo a Harrow y
Cambridge, y reconociéndolo como su heredero forzoso.
9Terror: O Reino del Terror. Período lleno de violencia que ocurrió después de la aparición de la
Revolución Francesa, en Francia. En aquellos años reinaba el rey Louis XVI junto a su esposa
Marie Antoinette, quienes resultaron ejecutados por la guillotina. Fue una guerra cívico-militar
que aconteció a mediados de los años 1793 y 1794.
ojos parecían decir que con la madre que había tenido, debió haber sido suficiente
para explicar su comportamiento. Pero ella tenía una insistente sospecha que
había más cosas en esa historia.
Sabía una cosa sin ninguna duda: Sebastian había odiado a su tío. Y no era
un mero desagrado o desprecio. Era la clase de odio que calaba hasta los huesos.
Katherine suspiró, frotando sus ojos. No tenía por qué descifrar los
motivos de Sebastian. No tenía por qué ofrecer excusas por él. Sin importar qué
había conducido una brecha entre él y Manwaring, nada podía perdonar sus
pecados. Él era irredimible, y cuanto más pronto aceptase esto, sería mejor para
ella.
Pero eso no la detuvo de prestarle una visita. Tenía una razón de quince
mil libras, después de todo, y no sería capaz de aceptar el dinero antes que
supiese por seguro cuáles eran sus motivos. Ahí estaba ese viejo dicho de no
mirarle el colmillo a un caballo regalado, pero no se encontraba preparada para
seguir ese consejo. Porque existía aquel otro dicho sobre que algunas cosas eran
demasiado buenas para ser verdad, y no puedo evitar pensar que ese sentimiento
era más aplicable en esta situación en particular.
Todo acerca de Sebastian Sherbrook, desde sus rizos negros hasta sus
ridículos pómulos y ojos azules, era demasiado bueno para ser verdad. Este giro
bancario sin duda no era diferente. Tenía que haber alguna trampa indeseable. Y
estaba determinada a descubrir cuál era.
Seis
Cuando El Día De Nuestro Héroe Va De Mal En
Peor
S
ebastian gimió, mientras cubos y cubos de villana luz matutina se
derramaba a través de la ventana del dormitorio, directamente hacia
sus ojos adoloridos. Su sirviente, Crick, se había tomado la libertad
de mover las cortinas hacia atrás, el bruto. Rodó sobre su estómago y metió una
almohada sobre su cabeza. La luz fue bloqueada, pero la capa de plumas de
ganso no hizo nada por ahogar el sonido de Crick silbando mientras pulía las
botas de Sebastian, o lo que fuera que los mozos hicieran a tan intempestivas
horas de la mañana para molestar a sus patrones.
—Buen hombre. —Sebastian puso su brazo sobre sus ojos. La luz del sol
era brillantemente diabólica para ser noviembre.
—Y el señor Blancett.
Y comer.
En cuanto a los fondos liberados que su tío le había dejado, ya había visto
que fueran redirigidos a una causa más digna que actualizar su guardarropa.
Había hablado en serio respecto a lo que le había dicho a su querida tía sobre el
tema, aunque ella había dudado de su sinceridad. Sebastian aceptó de buen
grado que era algo así como un canalla, pero tenía su parte justa de orgullo y
honor, y nunca podría aceptar una fortuna independiente de su tío, no después
de lo que el hombre le había hecho a su madre. Y su condenada mano.
El hecho que los fondos iban a ir a una organización benéfica para las
mujeres caídas en desgracia era, pensó Sebastian, deliciosamente irónico y tan
jodidamente apropiado, dadas las circunstancias de su caída. Esperaba que su tío
estuviera hirviendo de indignación en cualquier círculo oscuro del infierno en
que hubiera aterrizado.
—Hazlo doble, Crick —logró decir, antes de caer hacia atrás contra su
almohada, sintiendo malestar en su estómago y extremadamente apenado de sí
mismo.
Crick volvió en el corto plazo, llevando un gran vaso lleno hasta el borde
con un brebaje de color barro que espumaba sospechosamente en la parte
superior.
No quería saber.
—Sí, milord. Pude oír su voz ayer, antes que se fuera a sus entretenimientos,
todavía sonando en mis oídos. “Crick” dijo, “no importa en qué condición esté
en la mañana, seré levantado, revivido y puesto en marcha para el mediodía”.
—Haces una horrible imitación de mí. Me haces sonar como si tuviera la
boca llena de canicas. Y ¿qué quieres decir con que te dije que me despertaras al
mediodía?
—Así me siento. Me voy. Ah, y por cierto, gané anoche —dijo él, haciendo
una pausa en su piano el tiempo suficiente para extraer una pequeña bolsa que
había guardado bajo su tapa al llegar a casa en las primeras horas.
—Ni una condenada cosa, milord, ni una cosa. Tenga un día agradable —
dijo, todo con una falsa sinceridad.
Este asunto con los Blanchard había ido mucho más lejos incluso de las
definiciones más liberales de civilidad y razonabilidad. En opinión de Sebastian,
sir Oliver había estropeado todo el asunto desde el principio, primero
permitiendo que su hija se convirtiera en la comidilla de la ciudad, luego
continuando la persecución de Sebastian incluso después del duelo. Sebastian
estaba bastante incrédulo de que sir Oliver todavía pensara que podría hacerlo
que se casara con su hija. ¡Como si traerlo bajo la acusación de incumplimiento
10 Habitante de los barrios bajos del extremo este de Londres, caracterizado por su acento popular.
de promesa lo haría más susceptible! La extravagancia de la situación hubiera
sido risible si Sebastian no hubiera sido el que tenía que soportarla.
Quería tomar a sir Oliver por los hombros y sacudir algo de sentido en el
hombre. Estaba seguro que una visita a su dirección actual haría que sir Oliver
pensara dos veces acerca de su tenaz persecución de “justicia”. Estaba claro, a
partir de los términos de la demanda de sir Oliver, que pensaba que Sebastian
había heredado una fortuna junto con el título. Pero Sebastian no estaba
dispuesto a revelar nada de su fortuna personal al hombre, aunque esto podría
darle a sir Oliver alguna pausa en el intento de instalar a su hija como la próxima
marquesa. Llámelo orgullo, llámelo terquedad, llámelo estupidez, pero se negaba
al uso de cualquier otra cosa más que la simple verdad para ganar esta batalla
con los Blanchard.
Y cuanto más presionaba sir Oliver, más clavaba él sus talones. La lógica
y la razón hacía tiempo que habían sido abandonadas. Era una batalla de
voluntades.
Con Montford a su lado, Sebastian tenía todas las razones para ser
optimista. La colección de procuradores, secretarios y abogados de Montford
eran el equivalente aproximado a una legión espartana: Implacable, mercenaria.
Fue a través de esta legión que Montford había expulsado recientemente al
antiguo antagonista y secuestrador de su esposa, el señor Lightfoot, hasta los
confines de Nueva Gales del Sur por el resto de su vida. Encadenado. Con ese
tipo de resultados, Sebastian no era demasiado orgulloso para aceptar la ayuda
de Montford, si eso significaba ganar el punto en contra de sir Oliver.
Y, por otra parte, ¿por qué creería que él valía todo este alboroto y
molestia?
El duque asintió.
—No puedo creer que la haya traído. No puedo creer que ella haya tenido
el descaro de venir.
Montford vaciló.
—Me importa un bledo. —Ni siquiera era una mentira, ahora que este
último escándalo había revelado justo cuántos amigos verdaderos tenía. Dos, uno
de los cuales estaba parado junto a él ahora. Tres si contaba a Crick.
Sebastian estrechó sus ojos hacia sir Oliver, llenos con la indignación
justificada de los inocentes.
No había terminado.
—No siento vergüenza por mí mismo, sir Oliver, sino por usted, por
transformar a su familia y a su persona en un espectáculo público. Y siento
vergüenza por su hija, que es una cruel mentirosa. —Se giró hacia Rosamund—.
¿Cómo puede mirarme al rostro y aun así continuar con esta ridícula farsa?
—Si no quería que hiciera eso, no debería haberla traído aquí hoy. ¿Qué
creía que iba a lograr? ¿Qué me conmovería tanto al verla que pondría un anillo
en su dedo? Incluso si lo hiciera, ¿qué bien haría eso? Su reputación está
destruida, tanto como la mía. Ninguna familia respetable la recibiría nunca,
incluso si fuera la marquesa.
Sebastian resopló.
—Quería dinero. Arrastraría a su hija por todas las cortes, como si fuera un
acto de circo, forjaría contratos de matrimonio, todo por un poco de dinero.
—Debería matarlo.
—No tiene el estómago para ese tipo de cosas. Ni siquiera fue capaz de
dispararme cuando tuvo la oportunidad.
—Lo más probable. Bueno, creo que almorzar en el club queda fuera de
discusión —dijo Montford, sacando su reloj para ver la hora.
—¿Estás seguro?
Ella nunca podría ser suya, por tantas razones. Ella nunca le concedería ni
una mirada. Pensaba que era indigno.
¿Cómo pudo haberse casado con un hombre como su tío? ¿Cómo pudo
haber escogido a conciencia una vida tan vacía? ¿Resignarse a un esposo
perverso, una cama fría, una guardería vacía, todo por la seguridad y el título?
Había creído que ella era algo diferente cuando la había visto desde lejos, tocando
esa condenada sonata de Beethoven con su corazón en la mano, pero todo había
sido parte de la actuación.
Y claramente insalubre.
No estaba seguro sobre de qué consistía la pila, pero podía olerla desde
donde estaba parado, y podía ver el movimiento indistinguible de un roedor
debajo de ella. Una cola de roedor bastante rechoncha y peluda. El aullido sonó
de nuevo, lleno de una desesperación impactante que le dio a Sebastian piel de
gallina. Un par de ojos brillantes emergieron de la pila, pegados a una cabeza de
sarnoso pelaje café. No una rata en lo absoluto, gracias al infierno. De otra
manera, hubiera empezado a temer por los habitantes humanos de la ciudad,
dado el tamaño de la criatura.
Para ser bastante francos, no estaba del todo seguro qué tipo de animal
era, dado que estaba cubierto en tanta suciedad, pero asumió por el ladrido salido
de su hocico que era alguna especie de perro. Tal vez fue el parecido al rostro
aplastada de buldog de Crick, o tal vez fueron esos ojos demasiado grandes y
llenos de dolor que lo miraban fijamente, lo que hicieron que Sebastian caminara
hacia el callejón a jugar al caballero errante. Ciertamente no fue el olor.
El rufián más grande, que era del tamaño de una fragata, pateó hacia un
lado a la pequeña bola de pelo. El perro se estrelló contra una pared de ladrillos
con un grito de dolor. Sebastian abrió su boca para protestar por el abuso, pero
no tuvo tiempo ni de emitir una palabra antes de que ambos hombres estuvieran
sobre él con sus puños.
Cerró sus ojos con algo parecido al alivio. Los rufianes le habían
perdonado la vida al perro, por lo menos, incluso si se habían robado todos sus
relojes.
SIETE
Cuando El Destino Da Un Inesperado Giro En La
Sórdida Zona del Soho
K
atherine debió haber sabido que el personal doméstico de
Sebastian Sherbrook sería tan exasperante como el hombre
mismo. Su mayordomo/valet la recibió en la puerta del
desvencijado alojamiento del marqués en el Soho con un hosco ceño fruncido, los
brazos cruzados beligerantemente. El hombre ciertamente no había sido
contratado ni por su predisposición ni por su aspecto. Y definitivamente no por
su educación.
Katherine sintió su mandíbula caer con incredulidad por segunda vez ese
día. Recuperó el control lo suficiente para protestar.
—Mire, Sr…
—No, usted mire, cariño, hoy no nos va a sacar un penique. Su señoría tiene
suficientes problemas sin buitres como usted picoteando sus huesos.
—Pero…
—Ruego me perdone, milady —dijo con recelo—. Pero aun así no está en
casa.
Ella pensó en llamar a la puerta y enfrentarse al dragón una vez más, pero
no veía cómo este dragón en particular podía ser asesinado sin refuerzos. El
sirviente era tan enorme como maleducado y decidido a obstaculizarla. Se lo
concedía, ella había venido a la residencia de un soltero sin chaperona y sin
anunciarse, pero, ¿qué parte de su persona gritaba ramera? ¿O siquiera
comerciante?
Bajó los ojos hacia su vestido gris. Quizás necesitaba invertir en un nuevo
guardarropa.
Se decidió por una retirada táctica por el momento. Tendría que encontrar
otro momento para discutir el regalo de odio de quince mil libras esterlinas que
Sebastian le había enviado, preferiblemente sin su matón presente. Bajó las
escaleras del descuidado edificio de Sebastian y entró a la bulliciosa calle del
Soho. Le dirigió a Armstrong una sonrisa cansada mientras subía al carruaje en
espera.
—Él no estaba allí —le dijo al chofer por la ventanilla—. Lamento haberlo
hecho tomar el desvío, Armstrong. Nos hemos perdido la cena.
Katherine no se relajó hasta que tomaron la calle. Había sido un largo día
en el hospital. Tuvo que resolver no menos de diez disputas entre miembros del
personal que había contratado de entre las mujeres locales. Y ella no le caía bien
a ninguna de ellas. Nada de lo que hacía parecía complacerlas, y estaba bastante
segura que nunca tendría su respeto. A sus ojos, ella simplemente se divertía por
un rato con la caridad, como lo hacían todas las mujeres de su clase. Y como todas
las mujeres de su clase, finalmente se aburriría de ello, y otra de su clase la
reemplazaría.
Conocía ese rostro. Esos pómulos, esa boca. Sebastian. Gritó consternada
e inclinó la mejilla contra sus labios, conteniendo la respiración. Después de un
largo momento, sintió una débil y poca profunda ráfaga de aire cálido contra su
piel. Todo su cuerpo se hundió por el alivio.
—¿Está segura que es lo mejor para esta… persona? ¿No deberíamos llamar
a la policía y que ellos resuelvan esto?
Ese perro los había llevado hacia Sebastian, quizás había salvado la vida
del hombre. No iba abandonarlo en el callejón, sin importar lo mal que oliera.
Casi sintió pena por Armstrong, quien tendría que limpiar el desastre que
estaban haciendo. Pero no realmente. Su chofer estaba siendo completamente
intratable.
—A veces.
Ella se frotó el rostro con ambas manos. Se sentía tan cansada que quería
sentarse en el suelo del corredor y llorar por un día.
—Debo ayudarlo.
—Sé que usted debe tener razón —dijo ella, mientras le permitía llevarla
por el corredor hacia una pequeña sala donde Polly había puesto un humeante
servicio de té. Se sentó en un sillón, sorprendida de encontrar que todo su cuerpo
temblaba.
El doctor Lucas evaluó el servicio de té, tomó una taza, y sacó una petaca
de plata del interior de su chaqueta. Inclinó el contenido en la taza y se la entregó.
—¿Qué es?
—Es terrible.
—Sé que no desea pensar en ello, pero debemos discutir qué hacer —dijo.
—Es posible. Debe decirles a sus sirvientes que estén vigilantes. Quién
sabe con qué clase de villanos se ha enredado.
Ella tuvo que coincidir con él. Sebastian no era conocido por ocupaciones
refinadas, y tenía un problemático hábito de afectar a la gente.
—No usted —murmuró él. ¿Oyó ella la más ligera traza de celos en su
tono? Seguramente no.
—Soy su tía.
—No tengo una opinión en el asunto, pero todo acerca de esta situación es
altamente sospechoso.
—Él fue el que nos entregó el dinero —dejó salir, aunque no sabía por qué
quería con tanto afán que el doctor Lucas tuviera un buen concepto de Sebastian.
Ella no había tenido un buen concepto debido al dinero.
—Quiere decir…
El doctor Lucas tomó esta información en silencio. Unió las manos frente
a él, las puntas de los dedos hacia arriba, luego sacudió la cabeza lentamente.
—Tiene sentido.
Ésa era la última cosa que ella esperaba oír. Ciertamente no tenía sentido
para ella.
—No, tal vez no sabía precisamente qué le acontecería esta noche. Pero es
bien sabido que es descuidado con su vida. —Se inclinó hacia adelante en su
asiento, más bien funestamente, en su opinión—. Solo quiero que esté preparada,
milady, en caso de que él no lo logre.
El doctor Lucas le ofreció una tensa sonrisa que no alcanzó sus cansados
ojos y se volvió a apoyar en respaldo del sillón, resignación en cada línea de su
cuerpo. Se había dado por vencido, entonces.
—Quizás lo haga.
Fue la primera trivialidad que había dicho en toda la noche.
El duque suspiró y se cubrió los ojos con la compresa. Siempre había sido
un hombre de paz, pero Agador lo había convertido en un ogro con su
negligencia. Belle valía más para él que la Savonnerie, definitivamente más que
Agador. La última de un pedigrí real (una que casi se había perdido junto con las
cabezas de sus dueños) y poseedora de una disposición tan elegante como su
linaje, Belle había sido más familia para él durante los últimos ocho años que el
pobre, inútil Agador. E infinitamente más divertida.
Si la encontraba en absoluto.
15Madame la Guillotine: Señora Guillotina, referencia a las abundantes muertes por guillotina
posterior a la Revolución Francesa.
Después de exigirle a Agador que regresara a la búsqueda después de que
hubiera limpiado la alfombra, el duque se durmió. El dolor de corazón era
agotador.
Agador hizo una mueca. Era difícil el decidir qué era peor: Los modales
en la mesa del hombre o la barata seda roja de su chaleco.
Agador hizo una mueca otra vez, tomó al hombre por la manga y tiró de
él por la puerta trasera, lejos de la malévola curiosidad de Jean-Luc. No haría
ningún bien que Jean-Luc descubriera sus planes.
—Te dije que no vinieras aquí —siseó en perfecto inglés que sin dudas
habría sorprendido a su tío hasta conducirlo a una muerte temprana, si su tío
—Bah. ¿Esa vieja reliquia? ¿Siquiera puede ver con sus reliquias de ojos?
Agador apretó los dientes. Soames precedía todos sus discursos con esta
línea. Siempre era un preciso indicador de la información a venir, si no de otra
cosa, pero también era condenadamente fastidioso.
17 Retratos en miniatura.
Agador le arrebató la Cosway y lo metió en su propio elegante y no rojo
chaleco. Soames la había tenido lo suficiente, y su tío estaba propenso a exigir
verla en cualquier momento.
—Por supuesto que era ella. Conocería sus ojos en cualquieras partes —
dijo Soames confiadamente.
—Bueno, ésas son las malas noticias de las que hablaba. Antes de que
pudiese alcanzarla, este riquillo se acerca y la pequeña zorra comienza a
coquetear con él. Lo siguiente que sé, el riquillo es atacado por un par de brutos.
Pensé que era mejor quedarme atrás y permitir que hagan sus asuntos.
Soames parecía como si las palabras de Agador hubieran sido una afrenta
a su dignidad.
—Nuestra Belle está a los pies de ella, jefe. Lady Mandarin vive en la calle
Bruton, una dirección elegante, si yo lo digo.
—¿Estás seguro?
—Bueeennnooo…
Agador puso los ojos en blanco. ¿En serio, qué era su vida?
—Exactamente.
Agador esperó a que el hombre continuara, pero al parecer ése era el final
de la tortura verbal.
18Vesty: refiere a las vírgenes vestales, mujeres de la Antigua Roma que dedicaban su vida (y
virginidad) al servicio de Vesta, diosa del hogar.
—Bueno, ¿entonces, por qué no te pones con eso? —espetó Agador
impacientemente—. ¡Necesito a esa apestosa perra de regreso, Soames! Se
suponía que iba a ser un día, ¡no una semana! Mi tío morirá de la tensión antes
de que obtengamos nuestro dinero. Y le ha dejado todo en su testamento a la
condenada perra. ¡Me quedaré sin nada! ¡Lo que significa que tú te quedarás sin
nada!
Soames tuvo que esquivar de las manos de Agador, las cuales buscaron la
garganta del hombre para estrangularlo bien.
L
a casa era toda solemne quietud a la mañana siguiente cuando
Katherine salió de su habitación para ver a Sebastian después de
unas horas de sueño inquieto. Incluso Seamus y Penny parecían
haber percibido la tensión en la casa, porque estaban pasando desapercibidos.
―Eso, eso ―llego una voz conocida. Levantó la cabeza y notó por primera
vez a las otras dos personas en la habitación: el duque de Montford, quien no
lucía tan impecable como de costumbre, y el vizconde Marlowe, que todavía
parecía llevar una bata. Ambos hombres lucían ojerosos y visiblemente alterados.
Incluso el desmesuradamente irreverente Marlowe no tenía rastros de humor en
el rostro.
Marlowe avanzó hacia ella con grades pasos, un dedo gigante levantado
de una manera bastante amenazante.
―Cálmese, hombre.
Katherine estaba ofendida desde la cabeza hasta los dedos de sus pies.
Marlowe, quien ni siquiera era capaz de cuidar de sí mismo, a juzgar por su
ridícula vestimenta, pensaba que ella era incapaz de cuidar de su amigo. Y ella
pensaba que eran casi amigos.
―Todos estamos disgustados. Sebastian es… muy querido para mí, y para
Marlowe. Debe disculparnos a ambos si somos groseros.
―No.
―El doctor Lucas dijo que hay una posibilidad… ―Un nudo insuperable
se levantó en su garganta. No pudo continuar.
―Él saldrá adelante. Estoy seguro de ello. ―Le dio una débil sonrisa.
La de Sebastian.
Se inclinó y le tocó la frente. Todavía estaba tibia por la fiebre, pero no tan
caliente como antes.
Quería rodearlo con los brazos y atraerlo contra su pecho. Quería darle su
propia fuerza, verterla en sus grises y agrietados labios como un bálsamo
curativo. Realmente no conocía ni le gustaba este hombre, pero de alguna manera
él se había convertido en una parte de ella, una parte necesaria. ¿Cuándo había
comenzado? ¿Dos noches atrás, o años antes, cuando habían sido determinados
enemigos?
¡Cómo la había odiado! ¡Cómo sus ojos habían brillado con su secreta rabia
siempre que se habían encontrado! Se preguntó qué pensaría él si supiera que era
ella quien lo cuidaba ahora.
Llevó sus temblorosos dedos a los labios de él, sintió el susurro suave
como plumas de su aliento en sus puntas.
Era el maldito perro. Bajo todos los bichos y la suciedad que Polly había
fregado había un pug de color beige. De pura raza, por su aspecto, y en posesión
de modales sorprendentemente exquisitos. Para nada lo que había esperado de
un perro callejero de las calles del Soho. Seamus estaba exaltado con su nuevo
amigo. Penny estaba, por supuesto, menos satisfecha con el intruso, y se lo hacía
saber a todos lo suficientemente desafortunados de cruzarse en su camino.
Pero el pug no parecía tener tiempo para este tipo de política animal,
habiendo buscado a Sebastian en su primera oportunidad y habiéndose pegado
a su lado. Parecía poco dispuesta a ceder.
Maldición, de hecho.
NUEVE
Cuando Nuestro Héroe Disfruta De Una Miríada De
Comodidades En Una Elegante Dirección De Mayfair
L
a casa en la calle Bruton rápidamente se asentó en una rutina una
vez más, absorbiendo las adiciones de un marqués algo invalido,
una pug misteriosa y un beligerante valet cockney con
sorprendente ecuanimidad. Y una vez que hubo superado el miedo de reincidir
en una fiebre y morir por combustión interna, Sebastian decidió que le gustaba
bastante el desenlace de los eventos, a pesar de su dolor. Guardó su opinión para
sí, obviamente, porque temía que si alguien se enteraba de cuán complacida
estaba con sus actuales circunstancias, pensarían que el golpe en la cabeza lo
había convertido en un lunático.
Y:
Este autor ha sido informado por fuentes internas que atienden al lecho
de muerte de cierto joven lord, que su paciente ha regresado al reino de los Vivos.
¡Podemos por fin respirar con alivio, queridos lectores, porque nuestro amado
hijo prodigo está en vías de recuperación! Resucitado del fango de los perversos
rumores e insinuaciones, su señoría con seguridad recibirá una cálida recepción
dentro al Seno de la sociedad. La temporada de Navidad acaba de comenzar, y
la pregunta no formulada en los labios de toda anfitriona es: “¿Escogerá su
señoría mi baile para su regreso triunfante?”. Solo su señoría lo sabe. Y quizás
su señoría sea el único capaz de responder la segunda pregunta más importante
de la temporada: ¿Es la reciente publicación del último trabajo del misterioso
señor Essex, el salaz Poema Italiano, tan cercano al regreso de su señoría del
exterior mera coincidencia?
Este autor no lo cree.
―No sólo me llaman un héroe porque me den una paliza, ¡ahora soy un
maldito poeta! Qué porquería. Ni siquiera puedo juntar dos palabras sobre una
página.
―Acaso no lo sé yo.
―¿Es bueno?
Montford había entrado después, había calmado las cosas con todas las
partes descontentas, y los había enviado directo a empacar para la Península,
donde ambos podían comportarse como los idiotas que eran al servicio de su país
y ser aclamados por ello.
―Si tanto quieres morir ―le había dicho Montford a Sebastian―, por lo
menos sé útil para Inglaterra y haz que Napoleón te vuele la cabeza. ―Era un
consejo que Sebastian había intentado seguir.
―Lo pensaré.
Así que cuando ella sí pasara por su habitación para hacer una visita
(usualmente incómoda y de corta duración), él podría de repente sentirse peor de
lo que se sentía; oh, digamos, segundos antes de que ella entrara. Podría hundirse
un poco más contra los cojines y hacer muecas un poco más a menudo cada vez
que se moviera. Podría tener una voz ronca, donde momentos antes había estado
perfectamente bien. Y podría permitir que sus manos temblaran con tanta fuerza
que ella se viera obligada a ayudarlo a beber su té o a comer su comida. Con la
cabeza de él flotando cerca o presionada contra el pecho de ella.
Era un descarado.
Pero era culpa de ella si creía su teatro. Y si no tenía idea de que él ahora
era capaz de caminar por la habitación (antes de que el resto de la casa se
despertara, por supuesto), ése era sólo su propio fallo de atención. Hasta el día
en que ella descubriera que él estaba mejor de lo que dejaba ver y lo mandara de
vuelta al Soho, Sebastian planeaba disfrutar cada momento de su tregua. Ella lo
había sorprendido por su nivel de compasión hacia él. Lo había cuidado como si
fuera el último hombre sobre la tierra desde que había recuperado la conciencia.
Y aunque no venía tan a menudo ahora, cuando lo hacía, seguía tratándolo tan…
Tiernamente.
¿Cómo era posible que quisiera dejar esta cama, aburrida como era cuando
ella no estaba ahí, si significaba renunciar a esos preciosos momentos?
Finalmente se había permitido creer que de hecho tenía una posibilidad con ella,
y sería condenado si arruinaba las cosas ahora. Planeaba que ella se lo quedara
para siempre, porque él planeaba quedársela para siempre. Cómo ejecutar tal plan,
sin embargo, iba a ser un delicado tema, ciertamente.
Nunca había disfrutado oír a alguien tocar tanto como lo hacía con
Katherine. Sospechaba que parte de la razón de que se recuperara tan rápido
(maldita sea) se debía a estos interludios musicales. Cerró los ojos e imaginó el
día en que saliera de esta habitación y bajara las escaleras, para entrar en la
habitación donde ella tocaba. Se le acercaría por detrás y le pondría las manos
sobre los hombros, se inclinaría de forma que su boca casi tocara la delicada curva
de la oreja.
Su aliento contra la nuca de ella haría que sus dedos vacilaran sobre las
teclas.
Sus palabras, susurradas y muy traviesas, harían que ella se diera vuelta
sobre el taburete, los alemanes textos aumentados olvidados, abriría los brazos
y…
Abrió los ojos. Nunca se permitía llegar más lejos que eso en sus
imaginaciones, al menos cuando estaba consciente. Era demasiado lejos como tal,
a juzgar por el estado de su cuerpo bajo la cintura.
―Me ha estado tomando por tonta. Permitiéndome creer que seguía a las
puertas de la muerte ―continuó ella, su furia creciendo.
―Si está lo suficientemente sano para beber media botella de whisky, está
lo suficientemente sano para dejar esta cama.
―Pruébelo.
―Probándolo. Creo que usted quería ver mi cuerpo, sólo para asegurarse
de que sigue herido.
Ridículo.
No era posible.
¿Cierto?
Maldita sea. Él quería explicarle que no tenía nada que ver con ella. Que
quería permitir que ella lo tocara más que cualquier otra cosa en este mundo.
Que no sabía cómo permitírselo.
No la había malinterpretado antes. Era la tortura más dulce saber que ella
no era tan físicamente inmune a él como pretendía estarlo. Se quitó la camisa de
los hombros, luego la arrojó a un lado. A pesar de sus dolores y molestias, estiró
el cuerpo lenta y lánguidamente, en una manera que esperaba hablara de
seducción, hasta que yació sobre su espalda.
―Estoy listo ―dijo cuando ella no hizo ningún movimiento hacia él.
Él cerró los ojos y la sintió cerrar la distancia entre ellos, sintió el roce de
su falda (bombasí gris perla, como era habitual) contra su hombro desnudo. Ella
se inclinó sobre él, lo suficientemente cerca para que fuera inmediatamente
intoxicado por su aroma. Verbena y menta.
―Una pequeña rasgadura. Estará bien, creo. ―Vino su voz por encima de
él.
Ella comenzó a enderezarse y a alejarse.
Tiró de su falda. Ella se acercó más. Luego aún más sin ninguna
instigación.
Él se dijo a sí mismo que no le hacía daño a ninguno de los dos. Se dijo que
merecía este momento robado, si es que nada más. Se dijo que ella también quería
lo mismo, dado que no se había apartado. Todas mentiras, por supuesto. Pero era
un excelente mentiroso y ella olía tan bien y se sentía tan bien que estaba más que
dispuesto a dejar de oír a su cerebro para favorecer a otra parte de su anatomía
por una vez en su vida.
Perfecta.
Se tensó cuando sintió algo tocar su cabeza. Luego se dio cuenta que era
la mano de ella, pasando ligeramente a través de su cabello. Se sintió
desmesuradamente bien. Tan bien que la última de sus inhibiciones, la cual lo
había mantenido esclavo tanto tiempo, se derrumbó completamente.
Sin dejarla ir jamás, cambió de posición, bajando al suelo sus pies con
calcetines y sentándose en el borde de la cama. La colocó entre sus piernas, faldas
y todo, y cuando levantó la cabeza, sus ojos estaban a centímetros del pecho de
ella. Respiraba pesadamente, haciendo que cosas interesantes le sucedieran a su
pecho. Si él se movía hacia adelanta ligeramente, su boca tocaría la encantador y
suave hinchazón de su seno.
Ella lo miró con algo similar a una pregunta en los ojos verdes ante el
sonido de su nombre, repentinamente respirando tan pesadamente como él.
Tiró de ella para acercarla más, hacia abajo, hacia abajo, hasta que estuvo
apoyada contra su pecho desnudo y sus labios se cernieron a centímetros de
distancia de los de él, sus pequeñas respiraciones jadeantes golpeando su boca.
Ella intentó hablar, pero las palabras parecieron estrangularse en su garganta
mientras él acariciaba la larga línea de su cuerpo una vez más.
―No me gusta ser tocado ―susurró―. A menos que sea por ti. Por supuesto
que mentí sobre mi condición. ¿De qué otra forma me iba a quedar cerca de ti?
Podía hacer esto, se dio cuenta. Ella temblaba ahora, y todo lo que él tenía
que hacer era meter la mano bajo sus faldas, encontrar ese caliente y húmedo
lugar secreto entre sus piernas, de alguna manera lograr deshacerse del resto de
su ropa y finalmente hacerla suya. Pero, aunque en la teoría todo estaba muy
bien, de hecho ejecutar tal seducción parecía casi imposible. Para empezar, nunca
se contendría el tiempo suficiente.
Era el único resultado de ese horrible duelo por el que Sebastian daba las
gracias. Quizás era egoísta de su parte obtener tanta satisfacción por el estéril
matrimonio de Katherine, pero aun así no podía evitarlo. Ella era suya y sólo
suya.
―¿Qué dijo?
No, no, no. No podía permitir que ella pensara. Sintiendo que sus frágiles
planes estaban en peligro, le acarició el cuello con la nariz, como todos los héroes
hacían con sus mujeres en los más escabrosos versos de Christopher Essex.
Esperaba que tuviera un efecto similar en la realidad.
Puede que él hubiera jadeado un poco ante eso. No podía estar seguro, tan
perdido como estaba en la sensación de ella, su aroma, su sabor. Y cuando deslizó
una mano sobre su pequeño y perfecto pecho, ella no lo detuvo, en cambio se
inclinó todavía más contra él, haciendo un sonido deliciosamente travieso en su
garganta, presionando sus labios contra los de él.
―Dios, Katie ―dejó salir, deslizando la otra mano por su largo y delgado
cuerpo, hasta la curva de su trasero, alentándola. Un genuino jadeo escapó de la
garganta de ella ante su libertad. Instinto había comenzado a regir el inexperto
cuerpo de él, parecía, porque ni siquiera en sus más escabrosos sueños había
imaginado hacer esto, mucho menos que ella respondiera a ello.
Giró sus caderas contra las de ella una vez más, y otro gemido salió
arrancado de su garganta. Ella tenía que haber sentido su excitación, incluso a
través de todas las inconvenientes capas de sus faldas, pero el hecho que le
gustara…
Bueno.
Sebastian se preguntaba por qué no había intentado antes esto con ella.
Maldita Dama de Hielo. Quizás todo lo que había necesitado hacer para ganar su
favor era convertirse en el libertino que ella siempre había imaginado que era.
―La deseo tanto… ―susurró, besando la longitud de su delgada garganta
de alabastro―. Sólo a usted. Nunca ha habido nadie más para mí.
En algún punto, debió haberse subido encima de él. Era tan cálida, tan
perfecta, cada centímetro de ella que descubría. Cuando llegó a sus muslos, ella
tembló, lo empujó hacia abajo y se levantó sobre sus rodillas de manera de mirar
la longitud de su torso, apoderándose del control. Su cabello era un enredado
halo rubio pálido alrededor de su cabeza, su rostro estaba adorablemente
sonrojado y sus ojos estaban desenfocados con deseo.
Él jadeó cuando la mano de ella bajó por su torso desnudo, hasta el borde
de sus pantalones. Ella comenzó a trabajar en sus pantalones con sorpresiva
destreza.
Hacía eso…
―Deténgase, sólo deténgase ―dijo ella, ahora alisando sus faldas, aunque
no servía de mucho. Él se las había arreglado para arrugarla completamente―.
Esto no puede… esto es imposible.
―No se vaya, no todavía ―dijo. Debían tener una charla, si no es que nada
más. Ahora que había recuperado la cordura a medias, podía lograr eso, al
menos.
―Encuentre a una de sus putas para que termine con usted ―dijo fríamente
antes de salir rápidamente de la habitación.
Bueno.
¿Ya había arruinado todo? Había sabido que era un riesgo intentar una
seducción, considerando que él ni siquiera había comenzado un apropiado
cortejo, pero no esperaba este espectacularmente cruel rechazo. Y había sido cruel,
quizás inconscientemente de parte de ella. Era de esperar, supuso, dada la
reputación que había cultivado durante años, pero él, a diferencia de la mayoría
de sus hipócritas pares, no trataba con putas y nunca lo haría. Encontraba la
prostitución una de las más repugnantes invenciones de la humanidad.
Bueno, Katherine lo había hecho, y el deseo por ella era muy diferente a
cualquier cosa que hubiera conocido jamás, abrumador y totalmente
inapropiado.
Pero ella no podía de ninguna manera saber de su pasado, o por qué ese
insulto en particular era el arma perfecta para usar contra él. Aun así, el repudio
de ella había tocado justo donde más dolía. Apenas podía respirar por el dolor.
Ahora sólo tenía que hacer que lo amara tanto como él la amaba a ella.
Diez
Cuando Montford Traiciona La Confianza De Un
Amigo Por Su Esposa, Quien Traiciona La Confianza
De Su Esposo Por Una Amiga, Quien No Se Toma las
Noticias Nada Bien
E
sa tarde, Montford, Astrid y su tía abuela se detuvieron por una
visita, y mientras que el duque estaba arriba con el paciente, las
damas y Katherine tomaban el té en el salón. Katherine casi se
sentía como si los espantosamente inapropiados eventos de esa mañana no
hubieran ocurrido en absoluto, teniendo en cuenta lo insulso que el resto del día
había sido. Un paseo por el jardín con Seamus, Penny, y Mongrel, así es como la
pug había sido nombrada por Sebastian. El almuerzo en el salón con el doctor
Lucas, quien monótonamente iba e iba hablando sobre el hospital de caridad
mientras que ella fingía prestarle atención. Una consulta al cocinero en las cocinas
para el menú de la semana. Ahora el té con la duquesa y el copete de tía Anabel
en el salón.
Ella sospechaba, sin embargo, que muy bien podría estar conmocionada.
Casi había sujetado la parte masculina de Sebastian en su mano hacía unas casi seis
horas, después de todo. Él profesó su amor hacía casi cinco horas y cincuenta y
nueve minutos. Ella había huido de su dormitorio en una neblina de horror y
asco de sí misma hacía casi cinco horas y cincuenta y ocho minutos.
Cuando Astrid agotó toda la tediosa charla del baile anual de Montford
que iba a tener lugar en unos días, con la tía Anabel despertándose
ocasionalmente para añadir algo vagamente relacionado con la conversación, ella
finalmente se inclinó hacia delante de su asiento, y dejó caer la presa. Tal como
Katherine había temido.
—¡Oh, pero tengo el chisme más deseado de todos los cotilleos! ¡He estado
jadeando para decírtelo desde que llegué aquí!
—Nunca lo adivinarás.
—Te va a gustar.
—¿Oh?
—Realmente te va a gustar.
—¡Astrid!
Astrid sonrió.
—Muy bien. Por dónde empezar. —Astrid tocó su barbilla con una galleta
y tranquilizó sus pensamientos—. Mientras que has estado jugando aquí de
niñera, toda la ciudad ha sido un hervidero sobre el ataque de Sebastian. No has
leído los periódicos, ¿verdad?
—Muy cerca.
—¡Katherine! —gritó Astrid, con sus ojos abiertos, sus manos levantadas
en señal de rendición. Mongrel empezó a llorar en su regazo, sus ojos igualmente
amplios.
—¡Qué!
—Es mi sobrino.
—No realmente.
—Ojalá tuviera un sobrino que se viera como eso —se quejó tía Anabel—.
Aunque supongo que hay ese duque tuyo, Astrid. No está nada mal a la vista y
casi tiene una parte trasera tan fina como la de su amigo. Muy satisfactoriamente
relleno.
Señor.
—¿Debo continuar?
—¿Hay más?
Katherine estaba un poco sin habla por eso, pero luego se preguntó por
qué se molestaba con cualquier tipo de lógica en este punto. Sabía lo voluble que
podía ser la sociedad. En un minuto estaban declamando a Sebastian a los cuatro
vientos, y al siguiente estaban de luto por él. Cuán predecibles, en verdad.
—Rojo. Rojo escocés, al igual que el del coronel. Firth finalmente confesó,
y el hacendado está enviando al par a unas largas vacaciones en las colonias. No
hay duda ahora. Sebastian era inocente todo el tiempo.
Katherine quería decir que nunca dudó de esto, pero lo hizo. Creyó que
Sebastian era el responsable. Se sintió enferma.
—Oh, tal y como estas cosas siempre son. Los cotilleos de los sirvientes,
periodistas escuchando por los ojos de las cerraduras. Lo que sea. Lo importante
es que Sebastian es un hombre totalmente reivindicado. Y, oh, ¡si pudiera sólo
arañar los ojos de Rosamund por ser tal arpía!
Astrid se encogió.
Katherine tenía que estar de acuerdo con ella en este punto. ¿Quién no lo
haría, de hecho?
Bueno, no sería tomada por otro pico de oro reprobado, por mucho que su
cuerpo deseara lo contrario. No quería a un libertino, sin importar la insistencia
de la tía Anabel sobre el tema.
—Bueno, no te hagas una herida, Astrid —dijo con sequedad—. Sabes que
no le diré a nadie más.
—Es sólo lo que parece que es. Virtuoso —dijo Astrid rápidamente.
El oído de la tía Anabel parecía ser más agudo en su chochez del que
Katherine había asumido. Ella saltó de su asiento, casi cayendo su copete todo el
camino hasta el suelo, sorprendiendo a Mongrel fuera del regazo de Astrid. Ella
levantó su monóculo a su ojo y miró alrededor de la habitación en confusión.
—Él está tan verde como yo lo estaba antes de que Montford me llevara al
pajar de Rylestone y…
—¡Astrid! —dijo Katherine bruscamente, dejando su taza con un estrépito.
Astrid era tan incorregible como su tía. Lo último que necesitaba Katherine era
que Astrid relatara en vivo su desfloración. Otra vez. Ella sabía demasiado acerca
de las actividades íntimas de su amiga con su marido—. ¡Por favor!
—¡Ese chico, un virgen! Es una pena para todas las mujeres, en mi opinión
—declaró.
—Bueno, lo es. Una espada es una espada. No que yo esté interesada, por
Montford —dijo el título de su marido como si fuera explicación suficiente,
palmeándose la creciente barriga.
—Es imposible.
—Creo que tiene algo de debilidad por ti, Katherine —continuó Astrid—.
Montford dice…
—Cualquiera. ¡Ambas!
Astrid dejó a un lado su galleta, una mirada herida pasó por su rostro ante
el comportamiento de Katherine.
—Bien.
—¿Y por qué demonios estás llorando, tía? —preguntó Astrid por encima
del hombro de Katherine. La vieja reliquia estaba de hecho sollozando sobre su
taza de té junto con Katherine, su pintura chorreando por sus mejillas. Parecía
como si todo su rostro se estuviera derritiendo. Era horrible.
—Sólo me di cuenta que era mi querido y amado Sebastian quien era virgen.
—Sorbió la tía Anabel—. Estoy de luto por la pérdida de las mujeres. Dios, ¿en
qué se ha convertido esta generación? Cinturas imperio y libertinos vírgenes y el
lugar Almack19. Es trágico, demonios, trágico, y si fuera cuarenta años más joven…
Katherine gimió y se tapó los oídos para no tener que escuchar cómo la tía
Anabel terminaba la frase. De nuevo.
D
espués de una noche sin sueño pasando alternativamente
recuperándose del rechazo de Katherine y planeando un modo
de congraciarse con ella, Sebastian salió de su temprano aseo de
la mañana en posesión de un tentativo curso de acción y relativamente alto de
espíritu, considerándolo todo. La seducción había sido claramente prematura, así
que tenía que tirar un poco de sus riendas e ir con un buen romance a la antigua,
incluso aunque esa palabra disparara un estremecimiento de terror directamente
a través de su alma hastiada.
Ella no se había creído su declaración de amor, creía que él no era más que
un sinvergüenza mujeriego, y ciertamente no un material adecuado para una
relación seria. Pero eso era su culpa, ¿verdad? Por años había cultivado esta
reputación tan negra, nunca se tomó la molestia de refutar los chismes erróneos,
de hecho, se escudó detrás de las mentiras. Había sido un cobarde hasta la
médula, pero su virtud fue como un lastre alrededor de su cuello, demasiado
vergonzoso en su origen para ser algo de lo que podría estar verdaderamente
orgulloso. Siempre había preferido la ridícula ficción.
Pero no todo estaba perdido. Ella no lo había echado sobre su culo aún, un
signo propicio. Y ella había respondido a su torpe seducción, incluso inicio un
poco de esta antes de volver a sus sentidos. Tenía una oportunidad.
Agarró el ramo con tanta fuerza que algo se aplastó, y de mala gana se
aflojó la perfecta corbata antes de que pudiera ahogarse con su propia ansiedad.
Cortejar, al parecer, no era para los débiles de corazón.
Llamó a la puerta enérgicamente antes de que pudiera perder su
determinación y fue respondido por un coro de ladridos y el accidental acorde
de un Si bemol que salió terriblemente mal. Hizo una mueca y esperó, y después
de un largo momento en el que pudo oírla tener a los perros (es decir, Penny)
bajo control, oyó un seco:
—Entre.
Ella sin duda esperaba uno de sus sirvientes, por lo que se vio sorprendida
al verle entrar. Sin duda menos que satisfecha. Su pálida piel inundada con color,
y ella se puso de pie abruptamente desde el taburete del piano, con sus ojos en
todas partes de la habitación menos en él.
Él se aclaró la garganta.
—Significan…
—No para mí —dijo ella, dejando a un lado el paquete a medio abrir con
una falta de cuidado que le hizo apretar los puños con más fuerza. Ella estaba
llamando aparentando en este extraño duelo entre ellos, entonces. Podía sentir el
calor florecer en sus mejillas, la ira empezando a superar al dolor.
—Katie, yo…
—No me llame así —replicó ella, tocándose la sien como si le hubiera dado
dolor de cabeza.
No, él no había contado con esto en absoluto. Este negro momento de mal
agüero. No después de la semana pasada.
Ella hizo un sonido impaciente y se negó hasta a echar un vistazo hacia las
flores.
—Ya tengo la pieza —dijo sobre él, con una extraña dureza frágil en su
voz—. Un… amigo me la dio hace mucho tiempo, y no necesito otra copia. Es una
mala pieza de todos modos.
Bien.
Ella estaba siendo inexplicablemente viciosa con él, cada irritable palabra
aterrizando como un nuevo golpe en su carne ya magullada. Se preguntó por qué
no simplemente se iba, ya que ella estaba haciendo su aversión a sus avances más
que clara.
Tal vez era precisamente por estos avances que ella estaba tan intratable.
Debería haber sabido que tales ofertas prosaicas como tulipanes rojos y dúos de
piano (¿cuán obvio podía ser?) no serían bien recibidos. También podría haber
escrito algún horrible y trillado poema de amor sobre sus ojos de esmeralda.
Probablemente la habría ofendido menos.
Eso le enseñaría a seguir un consejo romántico de su ayuda de cámara. El
maldito lenguaje de las flores su culo.
—No sé cómo hacer esto, Katherine —soltó con frustración—. Pero lo estoy
tratando. No sé qué tengo que hacer para cambiar su mala opinión de mí, pero
quiero hacerlo. Quiero que sepa que soy sincero en lo que a mí respecta. En mis
intenciones…
—Al parecer, el padre del hijo de la señorita Blanchard era el coronel Firth
—interrumpió Katherine, sin venir a cuento, por lo que él podía decir. Pero la
afirmación lo detuvo en seco.
—Ya hemos pasado por eso —apretó los dientes—. Tal vez me crea ahora.
Lo que sea que su expresión le dijo, no era bueno, por lo que se levantó tan
rápidamente del taburete del piano que Penny gritó angustiada en su diván, saltó
y se escondió debajo de él. Katherine ignoró al perro y se acercó a una ventana,
de espaldas a él y los hombros tensos.
—Algo que me dijo Astrid ayer. No le creí hasta que vi su rostro en este
momento —dijo Katherine.
Sebastian no podía creer que esto era la realidad de su vida. Tal vez se
había vuelto a lesionar la cabeza en la calle Bond mientras estaba de compras y
todo esto era alguna alucinación terrible. Dios, en este punto oraba para que lo
fuera.
—¿Importa?
—¿Por qué dejaría que la gente piense de otro modo por tanto tiempo?
—Quiere decir…
—Y no me sentí mal por ello —dijo, antes de que ella empezara a pensar
que era algún tipo de víctima indefensa o un pecador arrepentido. No era
ninguno—. Todavía no lo siento. La única cosa que lamento de esa mañana fue
que todo fue resultado de algún medio-confuso accidente que no puedo recordar
correctamente. Que quiero recordar. Quiero recordar la mirada en su rostro
cuando el tiro se llevó su virilidad.
Katherine lo miró, con los ojos abiertos y sin habla, como si nunca lo
hubiera visto antes. Como si fuera alguien a quien temer. Se sentía como alguien
a ser temido en ese momento, tal era su furia contra ella, contra sí mismo. La
frágil y provisional esperanza, que había cultivado durante toda la semana a
pesar de la advertencia de cautela del fondo de su mente, estaba muerta en el
suelo.
Pero no había terminado. Ella había exigido su libra de carne, por lo que
le daría toda ella y luego algo más, tanto si se lo merecía como si no. No tenía
nada que perder ahora.
—Mi madre murió cuando yo tenía ocho años, o así me dijeron —empezó
él—. Eso… no fue fácil. Me quedé solo bajo el cuidado de un tío que me
despreciaba. Él odiaba que yo, el hijo de una cantante de ópera francesa, fuera su
heredero. Era una vergüenza para el nombre de la familia.
Sus mejillas estaban llameantes, pero ella lo estaba mirando con algo de su
habitual arrogancia.
—Bien. Fuimos a un burdel, que era tanto un rito de paso para todos los
jóvenes caballeros de nuestra clase como visitar las carreras —dijo sin rodeos, su
propio rostro calentándose. Dios, esta parte era tan nauseabunda. Había deseado
tanto encajar con el resto de sus compañeros en ese momento, demostrar su
virilidad a Marlowe y a los demás, incluso a pesar que la idea de yacer con una
prostituta no lo había excitado en lo más mínimo, a pesar de tener diecisiete.
Aunque se había tomado una botella entera de ginebra barata para trabajar sus
nervios lo suficiente como para cruzar el umbral del burdel—. Éramos
muchachos adolescentes, verdes como la hierba, y muy dispuestos a empeñarnos
un poco. Y así estábamos.
—No es lo que está pensando —dijo con un giro irónico de sus labios sin
sentido del humor—. Nunca llegué lo suficientemente lejos como para perder mi
chaleco, mucho menos mis pantalones. Por lo que estoy eternamente agradecido.
Fue sólo después de unas pocas… —Hizo una pausa y tragó la bilis—. Después
de unas pocas caricias que la señora se detuvo. Se apartó y dijo mi nombre. Mi
verdadero nombre. No el que había utilizado en la puerta. Así que finalmente tuve
un buen vistazo de ella. Y supe de inmediato quién era. Ella era mayor, por
supuesto, y usada por su… profesión. Pero fue como si me mirara en un espejo.
Siempre me había visto como ella.
—Era mi madre. Basta decir que el incidente fue más bien… dañino para
mis apetitos. Descubrí que mi tío era el arquitecto de su… miseria. Nunca le había
gustado. Así que cuando pensó que era lo suficientemente mayor, la echó sin un
céntimo, y la amenazó con echarme también, desheredarme o alguna tontería, si
ella no se iba sin luchar y nunca regresaba. Ella recurrió a su profesión final por
desesperación, y murió poco después de nuestro… reencuentro por una
enfermedad del gremio, a pesar de todos mis mejores esfuerzos. Una historia
miserable, y una muy común en este país. Pero para mí, las acciones crueles de
mi tío eran imperdonables. Así que le reté. Ya sabes el resto.
—Esa es una horrible, horrible historia —dijo finalmente con voz hueca.
—Lo es. Horrible y sórdida, y nunca quise que nadie supiera la verdad.
Así que di la bienvenida a todos los rumores y cultivé mi reputación y traté de
sentirme normal. A pesar de que no lo era. A pesar de que nunca podría tocar a
una mujer sin…—tragó saliva, se negó a continuar con ese pensamiento—. Pero
entonces, allí estaba usted en esa maldita velada musical. Tocando el maldito
Opus 53, de un modo perfecto y puro y glorioso, y la quise. Y aún la quiero, ser
digno te usted.
Ella se veía herida, sus mejillas y labios sin sangre desde el momento en
que él había llegado, sin aliento, después de derramar su corazón una última vez.
—No puedo permitir que continúe… siga esto —dijo ella, señalando sus
descartadas muestras de afecto.
—Pero ayer…
Ella apartó la mirada, su expresión todavía consumida por esa cosa pálida
y afectada que no podía esperar comprender.
—Un lapso momentáneo del buen sentido, una locura pasajera de la carne,
no más.
Ella también podía haberlo destripado con el sable, su disgusto por sus
acciones lo suficientemente claras en su tono. Pero ella tenía que saber, de sus
confesiones, que él no, no, que no podía, tratar con las meras locuras de la carne.
Lo que significaba que estaba hablando de sí misma, y sola, diciéndole en
términos muy claros que no había significado nada para ella.
Ni siquiera podía decir si ella estaba mintiendo o no, si en algún punto del
procedimiento había parado de esperar que había una posibilidad.
Y allí estaba. Una confirmación de que todo lo que le había dicho era algo
de lo que avergonzarse. Al igual que él siempre había sospechado. Pero todavía
dolía jodidamente.
Y quería herirla, porque estaba tan furioso con ella como lo estaba de
herido. A pesar de que había empezado a preguntarse si herirla era siquiera
posible. Quizás la Dama de Hielo era un apodo apropiado para ella, después de
todo.
Ella hizo una mueca ante lo último, pero el pinchazo no era más que una
hueca victoria después de todo lo que había pasado entre ellos.
—Todo ello —dijo finalmente. Y entonces, como si fuera a echar sal en las
heridas que había infligido, cogió el ramo y extendió los tulipanes en su dirección
sin mirarle a los ojos—. Por favor, tome estos de vuelta y olvidemos que esto
alguna vez sucedió.
Se dio la vuelta y se fue antes de que pudiera ver su reacción a esta frase
de despedida, sobretodo porque temía que no hubiera una.
Doce
Cuando La Duquesa De Montford Se Entromete
L
a corta temporada estaba en su cumbre cuando la marquesa de
Manwaring, una de las luces más brillantes en sociedad, emergió
por fin de su medio luto para atender al baile de invierno de
Montford con el escolta más inusual e inesperado. Un escolta que mandó los
cotilleos a batirse inmediatamente. Nadie había esperado este resultado, a la luz
de todos los presuntos eventos en la residencia de la calle Burton perteneciente a
la marquesa.
Era la invitación más codiciada del año, incluso aunque fueran los
primeros meses del invierno, y se había convertido en un evento incluso más
popular después de que el duque hubiese adquirido a su esposa poco
convencional.
Cuando el duque trajo a casa a su nueva novia hace algunos años, una
novia que decididamente no era lady Araminta Carlisle, la sociedad quedó patas
arriba. Una mujer erudita (santo Dios) proveniente de la zona campestre de
Yorkshire, había llegado con un sequito de parientes igualmente peculiares: Dos
hermanas de faldas cortas cuyas triquiñuelas rivalizaban con las de los gemelos
del vizconde Marlowe, y la medio senil, mal hablada tía Anabel, con su antigua
colección de pelucas y la propensión de tomar siestas sobre sus sopas.
El horror.
Pero era una verdad universal reconocida incluso por las voces más
críticas en la alta sociedad, que la duquesa de Montford no tenía ojos para nadie
más que su marido. Su fidelidad mutua era bastante refrescante entre una clase
plagada con infidelidad, como poca cosa.
Ninguna de las damas de Londres, aparte del manojo escaso con algo de
sensatez, podía localizar las Islas Hébridas en un mapa.
Astrid estaba segura de otra cosa: Katherine y Sebastian eran tercos como
cerdos (una expresión que no usaba a la ligera ahora, después de su experiencia
con Petunia) para resolver las cosas por cuenta propia alguna vez. El hecho de
que hubiesen vivido bajo el mismo techo durante un mes, ¡un mes!, sin
aprovechar la proximidad de sus dormitorios era evidencia del triste estado de
las cosas. Ella y Montford no habían durado ni una semana antes de entrar en
razón.
No, se estaba volviendo algo horriblemente claro para Astrid que el par
de tontos se quedarían languideciendo en sus esquinas correspondientes hasta el
día del juicio si se los dejaba por cuenta propia.
Astrid no planeaba dejarlos actuar por cuenta propia. Ella los iba a arrojar
juntos en el baile, se iba a hacer a un lado, e iba a ver las chispas volar.
La única dificultad del plan era convencer a Sebastian para que atendiera
al baile. Él estaba marginalmente lo suficientemente sano como para hacer el
esfuerzo, aunque no había pisado una velada respetable en años. Y había
escuchado de Montford, que estaba enfurruñado en sus aposentos del Soho
después de su última pelea con Katherine.
O más bien arrastrarlo hasta ella con un poco de ayuda de monsieur Jalousie.
Trece
Cuando La Duquesa Enlista A Su Marido Para La
Causa
C
ontrario a los últimos rumores, el marqués de Manwaring ya no
estaba en la residencia de la calle Bruton, muy a disgusto de su
criado. A pesar de que él había dejado a Mongrel en casa de
Katherine, no queriendo interrumpir el incipiente romance entre ella y Seamus,
Sebastian no había sido tan considerado con los sentimientos de Crick por Polly.
En su defensa, no había sabido que había habido algún sentimiento en juego hasta
que se acomodaron de nuevo en su alojamiento en el Soho.
Sebastian había sido menos que abierto con Crick sobre los detalles de esa
desastrosa entrevista final con la marquesa, pero Sebastian no culpaba al hombre
por creer que había sido su culpa que las cosas no hubieran ido bien.
Probablemente lo fue, junto con las estúpidas flores y la vergonzosa confesión.
Pero la arenga de Crick, merecida o no, no hizo nada por mejorar su estado
de ánimo. Sebastian le recordó a Crack, como él tuvo que recordarse a sí mismo,
que Mongrel era un perro, y que estaba siendo un imbécil por estar celoso de ella.
En cuanto a la marquesa, había replicado, él ciertamente no sabía lo que Crick
estaba dando a entender y que le agradecería a su criado que mantuviera su fea
nariz fuera de los asuntos de su señor; de ahora en adelante, como él jodidamente
bien no sabía de lo que estaba hablando con su jodidamente inútil lenguaje de
flores, si tal cosa realmente existía en absoluto. Etcétera, etcétera.
Maldito Beethoven.
Por otra parte, tal vez era una señal. Tal vez él iría a Viena.
No, estar rodeado de toda esa música solo lo torturaría más. Hace mucho
tiempo, antes de ese duelo decisivo, había estado determinado a hacer una
carrera como un virtuoso después de Cambridge. Había tenido la habilidad y el
manejo para ser un éxito, de acuerdo con el señor Clementi, su maestro, así como
la necesidad ardiente de vencer a su ordenado destino como heredero de un
marquesado. Pero ese sueño, sin embargo, que parecía ridículo en retrospectiva,
había sido destruida junto con el funcionamiento interno de su mano izquierda.
Y su inocencia.
Iría a Italia de nuevo, al igual que todos los demás derrochadores ingleses.
Su prima Melissandre se había ido a París, pero Byron estaba allí, languideciendo
en un palacio veneciano. Sebastian no podía soportar al quejón y aclamado
pequeño chucho, pero Byron vería que él fuera acomodado adecuadamente.
Podría convertirse en un cicisbeo para una rica, aburrida y experimentada italiana,
ahora que estaba tan bien versado en el maldito lenguaje de las flores. Sólo
necesitaba salir de Inglaterra. Alejarse de ella.
Bajó su frente al teclado y la golpeó dos veces para eliminar las telarañas.
La cacofonía de sonido resonó en su cráneo y lo hizo gemir. Tenía resaca, estaba
negro y azul, y sintiendo mucha pena por sí mismo. Había pensado que una vez
que hubiera dejado la casa de Katherine, poniendo un poco de distancia entre él
y la escena del crimen, sería capaz de hacer frente a su rechazo. Pero eso no
sucedió. Su orgullo estaba maltrecho, y su corazón…
Así que él le estaba dando el tratamiento del silencio ahora. Era una mejora
con respecto a los gritos, si nada más.
—Tienes que comer, Sebastian. O hacer algo más que estar deprimido. —
Montford agarró el decantador casi vacío de Sebastian y se sirvió un trago de
whisky. No sirvió ninguno para Sebastian. El gesto no pasó desapercibido.
Sebastian gruñó, se levantó de su asiento, y arrastró los pies hacia el aparador a
pesar de sus dolores y molestias.
—No sé lo que pasó entre la marquesa y tú, pero eres mejor que esto,
Sebastian.
Sebastian logró dar a su amigo una sonrisa falsa. Como si no hubiera sido
recientemente eviscerado.
—¿Por qué no? Aquí no hay nada para mí, como ha sido dejado muy claro.
Además, mi carnicero está detrás de mí.
—Entiendo tu punto.
Él se encogió de hombros.
—Completamente.
—La de Marlowe.
Sebastian se carcajeó.
—Absurdo.
Sebastian resopló.
—Nunca traiciones una fuente, Sherry. —Por lo tanto, debe ser Astrid—.
Pero es una confiable. —Tal vez no, entonces, ya que la única cosa que la duquesa
decididamente no era, es confiable—. Y mi fuente también me dice que nuestro
amigo ha puesto sus miras en una cierta rubia, y viuda, marquesa.
Espera. ¿Qué?
—¡Estás equivocado!
—Sin duda, no puedes querer ir allí vestido así, y que con todo eso —dijo,
agitando una mano en la dirección general del rostro magullado de Sebastian, el
pañuelo arrugado, y el cabello despeinado.
Bueno, no del todo. Sin embargo, a pesar de que ella dejó bien claro que
nunca lo tendría, él no podía permitir que esta farsa continuara por otro
momento. Si él no podía tenerla, entonces estaría condenado si dejaba que
Marlowe, de todas las personas, la tuviera. Egoísta, tal vez. Pero desde luego
nunca había clamado ser de otra manera.
Salió por la puerta, sin molestarse siquiera en tomar el sombrero que Crick
le ofreció a la salida.
K
atherine aceptó la copa de champán que el vizconde le había
ofrecido y tomó un pequeño sorbo para calmar sus nervios. Miró
alrededor del salón de baile elaboradamente decorado, lleno de
invitados elaboradamente adornados, y se preguntó qué la había poseído para
acceder a acompañar a Marlowe, de todas las personas, al primer baile del año.
Todo lo que realmente había querido hacer era enfurruñarse en casa con sus
perros, su casa bastante vacía, ahora que Sebastian se había marchado luciendo
como si lo hubiera apuñalado en el corazón.
A juzgar por la atención que estaba recibiendo esta noche, nada más
interesante había sucedido desde entonces, además de su asistencia esta noche
del brazo de Marlowe. Nunca se había sentido más expuesta. Eran como una
manada de lobos, rodeándola como si fuera un cadáver fresco. Entre más
reservada se volvía, más parecían volver por más. Sólo la presencia del vizconde
le impedía ser abrumada por completo.
—Bien. —Se quejó, bajando la mirada hacia sus pies—. Estas botas
infernales me pellizcan los dedos de los pies. Me siente como un maldito payaso
de circo con todo este plumaje.
—Ese maldito escocés. Qué rostro. Él que tiene el estrabismo, quien estaba
manoseándola antes.
—No estoy haciéndolo por usted —se quejó, concentrándose en sus pies,
aunque no sirvió de nada. Los disparó hacia afuera en la dirección equivocada,
enviándolos a la derecha hacia el camino del duque real antes mencionado y su
siempre sufrida esposa—. Aunque me agrada, y todas esas tonterías. No es como
la mayoría de las mujeres que he tenido la desgracia de conocer. Tiene un cerebro.
Ella se rio.
—Creo que la mayoría de las mujeres tienen buenos cerebros. Sólo que
rara vez los utilizan. Son casi tan malas como los hombres en ese sentido.
—Por ejemplo, creo que tiene un poco más aconteciendo en ese cerebrito
suyo que lo que deja ver.
Marlowe le dio una mirada astuta.
—No, no tengo —le aseguró. Miró alrededor del salón de baile, sólo en
caso de que alguien hubiera llegado mientras estaba bailando. Pero nadie lo había
hecho.
—Lo dudo.
Era mejor así. Tenía que serlo, a pesar de que había roto su propio corazón
al apartarlo tan cruelmente.
Se las arregló para formar una pequeña sonrisa a pesar del vacío que sentía
en su interior.
Hace doce años lo había conocido bastante bien (alto, delgado, con cabello
rubio-hielo, una sonrisa dentada, y una belleza oscamente germánica que la había
hechizado en su vanidosa adolescencia) así que sus ojos no podían estar
equivocados, sin importar lo mucho que deseaba que lo estuvieran.
Pensó que su padre se había ocupado de él. Creyó que había regresado a
cualquier agujero europeo del que se había arrastrado fuera con toda su mal
habida fortuna, para nunca regresar. Desde luego no había esperado verlo aquí,
en el baile de su mejor amiga.
—¡Suéltela, señor! —Retumbó una voz al otro lado del salón de baile,
sacándola de su actual pesadilla directamente a otra.
Oh, Señor.
Katherine se dio cuenta con una sacudida que acababa de ser comparada
a una extensión de tierra. Eso no hizo nada para mejorar su estado de ánimo, pero
su sentimiento de culpa y dolor se desvaneció considerablemente. Puso las
manos en sus caderas y se paró delante de Marlowe.
—¿Disculpe?
Imposible.
Ella le había hecho eso a él, se dio cuenta, con su corazón hundiéndose
como una piedra.
Marlowe puso una mano en su brazo para estabilizarla, lo cual pareció
enfurecer aún más a Sebastian, sus ojos desorbitadamente abiertos y sus fosas
nasales dilatadas. Marlowe dio un paso a su alrededor.
Una parte de ella (enterrada muy, muy por debajo de las capas de
desasosiego, pánico y remordimiento) se derritió un poco ante su casi
declaración. Pero era una parte muy pequeña en este momento. Ni siquiera se
había dado cuenta de la angustia que claramente debía estar marcada por todo
su rostro. Qué idiota era. Qué idiotas eran ellos dos.
Bueno.
Eso no era aceptable.
Ella jadeó en conmoción, junto con el resto del salón. Sebastian se había
extralimitado por mucho, y ahora parecía que Marlowe estaba más que dispuesto
a enfrentarlo sin rodeos. A su condenada costa.
—¡La has roto! —aulló de dolor Marlowe—. ¡De nuevo! —agregó. Dejó
caer la mano lejos, lo que fue un error, porque la sangre comenzó a fluir de su
nariz, por sus labios y mentón, mezclándose con el pastel.
La amaba de verdad.
Le había roto el corazón tanto como había roto el suyo propio, y esa
compresión era insoportable.
Cualquier cosa tenía que ser mejor que la angustia que le había causado a
ambos gracias a su cobardía.
Pero tenía que admitir que nunca sería lo suficientemente valiente como
para desnudar su alma en medio de un concurrido salón de baile. Sebastian
simplemente tendría que esperar un poco más.
―Sí, pero no creí que esto sucedería. ―Señaló con la mano a los dos
hombres que se retorcían frente a ellos.
―¿Dónde está?
―No tenías motivo para atacarme, Sherry. Pensé que éramos amigos.
―Yo también lo pensé, hasta que me enteré de que has estado tras Katie.
―Sugeriría que se inclinara hacia adelante, señor. ―Vino una baja voz
desde la izquierda de Astrid. Volvió la cabeza y vio a la pequeña fea del baile que
estaba sobre la desmayada lady Blundersmith fulminando con la mirada al grupo
mientras abanicaba a la mujer caída―. El sangrado se detendrá más rápido si
pone su cabeza entre las piernas.
―¿La cabeza entre las piernas, dices? ¿Eres un tipo de matasanos o algo?
Eso, pensó Astrid, sería una gran lástima. Le tenía bastante cariño a la nariz
de su esposo.
―¡Te has vuelto bastante loco, digo yo! ―afirmó Marlowe desde entre sus
piernas.
―Es bueno que nos informes… esto será, a la mitad de Londres. Estoy segura
que toda la ciudad sabrá cuán miserablemente enamorado estás de lady
Manwaring… Tu antigua tía… antes de que amanezca. Pero, ¿no crees que
deberías decirle a… eh, lady Manwaring? A ella no le gustaría enterarse de
semejante cosa a través del Times. Orgullo femenino y todo.
Oh. Oh. Bueno, eso ciertamente ponía un cariz nuevo a las cosas. El pobre
hombre sonaba absolutamente hecho polvo. Astrid sintió un ligero aguijón de
reproche sobre sí misma, pero el sangriento campo de batalla de su salón de baile
hizo mucho para aliviar ese ligero aguijón.
―No sé por qué sigues merodeando. Astrid tiene razón, sabes. Realmente
deberías darte otra oportunidad con lady M. Sería mucho más fácil para el resto
de nosotros si lo hicieras. Más bondadoso. ―Marlowe sonaba ofendido. Astrid no
podía culparlo. Pero tampoco podía culpar a Sebastian por su exagerada
reacción, ahora que sabía toda la historia.
Astrid decidió que su trabajo aquí estaba hecho, equivocado como había
estado. No sabía qué podría haber estado pensando Katherine al rechazar a un
hombre que tan obviamente adoraba, pero planeaba tener una buena y larga
charla con su mejor amiga sobre el tema en algún momento del futuro muy
cercano.
―Esperemos que no. Quizás las cosas se acomoden solas. ―Su tono era
dudoso, sin embargo.
―¿Qué es?
Él rio.
S
ebastian salió de la Casa Montford con la poca dignidad que le
quedaba, la cual era muy poca de hecho, viendo la forma en que
estaba cubierto de pastel y glaseado. Pero no se disculparía por algo
de su comportamiento, sin importar qué tan terrible hubiera sido. No esta noche
de todas formas.
Lo que era muy apropiado, viendo que estaba decorado como uno.
Aunque pensar que tenía algo en común con Rosamund era nauseabundo,
así que simplemente iba a tener que aprender a vivir sin una extremidad. Se
negaba a convertirse en la miserable criatura desesperada en que Rosamund se
había convertido. Había vivido treinta y tres años sin Katherine. Podía vivir
treinta y tres años más.
Tal vez.
Maravilloso.
—¿Una persona? ¿Qué tipo de persona? —preguntó con cautela. ¿Qué otra
factura se le había olvidado pagar? ¿Qué otra cuenta pendiente tendría que
cubrir? La última cosa que necesitaba era un acreedor acosándolo en esta
intempestiva hora u otra cita sobre algún supuesto desprecio.
—No se irá.
—Échala
—No le pondré una mano encima. Es una señora refinada —dijo Crick. No
parecía muy convencido de este último, lo que hizo que Sebastian se estremeciera
ante las posibilidades que le esperaban más allá de la puerta de la sala.
Esto solo seguía poniéndose peor y peor. Solo podía pensar en una señora
“refinada” que tendría el descaro de pedir hablar con él a una hora tan
inconveniente. Lo que de hecho se ajustaría al castigo, supuso con cansancio,
considerando su ridículo comportamiento de esta noche. Pero pensaba que
Rosamund había sido llevada hacia las colonias. Seguramente no era ella,
aunque había intentado, en el pasado, invadir su alojamiento. Ciertamente no
descartaría la idea de abandonar el barco, nadar por el Atlántico y acecharlos en
su puerta, dejando al coronel Firth y al bebé a su suerte. Después de todo, era una
psicópata.
—Si tiene el valor para venir aquí en absoluto, puede tener el valor de
verme sin mis plumas —murmuró.
Él resopló.
—Tengo una reputación que mantener. Soy un maldito marqués, como
sigues recordándomelo. Y los nobles nunca pagan a sus sirvientes. Cuán sobrado.
Pero no era Rosamund. Era la última mujer que hubiera esperado ver en
su alojamiento alguna vez. Su respiración dejó su cuerpo. Katherine sentada en
el Broadwood, sacando una melodía sencilla con su dedo índice, su espalda hacia
él.
—¡Ya la pagarás con el diablo, Crick! ¡Solo espera! —dijo a su criado entre
dientes mientras se dirigía hacia la puerta para cerrarla antes de volverse hacia
el verdugo.
Casi se olvidó que se suponía que estuviera enojado con ella. Y herido.
Trató de mostrar indiferencia, a pesar que sin lugar a dudas falló en ello
miserablemente.
Ella pareció vacilar antes de proceder, sus ojos trazando cada movimiento
que hacía, cada lamida de su lengua. Interesante.
Los ojos de ella brillaron con impaciencia y algo más agudo e inquieto
mientras se acercaba hacia él. Ira, tal vez. En este punto podría haber sido
cualquier cosa. Había renunciado a tratar de leerla.
Se estremeció todo el camino hasta los dedos de sus pies y una descarga
de lujuria rebotó desde su oreja directamente hasta su polla ante sus
provocadoras palabras. Eso fue inesperado. No precisamente desagradable, al
menos para su cuerpo, que todavía la anhelaba independientemente de las
circunstancias. Pero su condenado corazón era otro asunto. Lo había lastimado
antes, pero ahora…
Tragó con gran dificultad, sintió el calor del deseo extenderse a través de
sus venas y sus pantalones volverse un poco apretados. No se había dado cuenta
que era capaz de lamer, mucho menos de manera lasciva. Apoyó su cadera contra
el pomo de la puerta para obtener tracción, temía que sus piernas pudieran fallar
dadas las circunstancias. La habitación estaba repentinamente sofocante y
decidió que el calor debía haber comenzado a derretir su cerebro, porque no
podía creer lo que estaba sucediendo.
Ella arqueó su ceja ante su en su lucha, se inclinó y, antes que tuviera una
oportunidad de prepararse adecuadamente, le lamió la mejilla. Y siguió
lamiéndolo hasta que empezó a deslizarse por la puerta, sus piernas fallándole
finalmente. Gruñó ante las sensaciones casi dolorosas bombardeando su cuerpo
no procesado.
Puso sus manos sobre los hombros de ella, alejándola solo un poco,
tratando de pensar con claridad a pesar de su cerebro licuado.
—Por supuesto que la deseo —dijo—. Deseo todo de usted. —Para siempre.
Pero no tuvo una oportunidad de decir esto último porque de repente lo estaba
besando y su boca era caliente y húmeda y dulce por el glaseado en su piel. Y
luego sus manos estaban en el lado de su rostro, guiándolo mientras devoraba su
boca con sus labios y lengua y dientes. Y luego su pierna, a pesar del bulto de sus
faldas, se estaba arrastrando más alto entre sus piernas hasta que su muslo estaba
empujando contra la parte delantera de sus pantalones y lo que se había
convertido en una erección muy flagrante y dolorosa.
Algo parecido al miedo pasó por su expresión, como si tuviera miedo que
realmente hubiera ido demasiado lejos, antes que ella rápidamente recuperara su
sonrisa. Supo en ese momento que la agresión no era más que una fachada, una
demostración de valentía para ocultar lo nerviosa que realmente estaba.
Bueno, no tenía nada más con que combatir sus miedos salvo la verdad.
—Sebastian —murmuró.
Sus brillantes ojos verdes muy abiertos, un poco aprensivos por debajo de
la bravuconería. Ella extendió una mano, pero se detuvo solo tímida de tocarlo.
Se inclinó más cerca, cazando su mano mientras la ponía a su lado de nuevo,
repentinamente fría sin su calor presionándose contra él.
Entonces la sintió tomar su mano entre las suyas, guiarla hacia abajo por
sus piernas hasta el dobladillo de la camisola, la sintió empujarse más cerca,
presionar sus suaves pechos contra su pecho, sus caderas contra sus caderas y
sus labios contra su boca. Entendió la pista y le quitó la camisola por su cabeza y
bajo las medias por sus piernas, descartándolas a ciegas a través de la habitación
hasta que estuvo completamente desnuda ante sus ojos.
Se sentó sobre sus piernas y asimiló la visión de ella, loco con deseo, más
seguro que nunca de que estaba en un sueño de fiebre. Era toda pálida belleza
delgada, su piel brillando como una perla a la luz de la luna, con ligeros pechos
con puntas melocotón, una cintura pequeña y largas e interminables
extremidades. No estaba seguro que fuera humana en absoluto, sino más bien
una criatura vidente que había escondido su identidad secreta debajo de un
apagado guardarropa gris por temor a ser descubierta.
Así que quizás no era una ninfa después de todo, pero no había
absolutamente nada ordinario acerca de ella.
A pesar que supuso que joder las cosas más bien era el punto.
Quería que esto fuera tan perfecto y tan honesto como su amor por ella, y
quizás lo sería, incluso si era un poco novato. Podía sentir cómo temblaba en
anticipación a pesar que todavía no lo tocaba. Lo deseaba tanto como él la
deseaba y ese era todo el estímulo que necesitaba para entregarse al momento
por completo.
—¡Sebastian! —exclamó.
Decidió que estaba en algo, así que continuó su viaje hacia la suave piel de
su vientre, luego más abajo, sobre los labios.
Pero antes que estuviera registrado lo que estaba haciendo, ella estaba
trabajando con destreza los botones en la caída de sus pantalones y tirando del
apretado nanquín por sus muslos hasta que todas sus partes ocultas estaban piel
con piel. Gracias infierno. Cuando hubo terminado y había envuelto sus largas
piernas alrededor de sus caderas, él era el que temblaba inevitablemente,
demasiado perdido para siquiera intentar quitar los pantalones el resto del
camino fuera de sus piernas.
Ella suspiró, impaciente, llevándolo más lejos por su propia voluntad, casi
empujando todo el aire fuera de sus pulmones en el proceso. Vio luces en los
bordes de su visión, apenas podía aguantar, su palma sudorosa deslizándose
contra la cabecera, su otra mano agarrando su hombro.
Lo persuadió más rápido y más duro, con sus labios y sus talones y las
puntas de sus dedos, hasta que finalmente dejó ir sus riendas autoimpuesto
(maldito caballero) y le dio lo que quería, aun cuando sabía que no podría durar
mucho tiempo. Era demasiado y no estaba preparado para lo bien que se sentía
estar enterrado profundamente dentro de una mujer. Su mujer.
N
o habían pasado cien años, ni siquiera cien minutos, cuando
Katherine se despertó sobresaltada de su ligero sueño
preocupado por la mano de largos dedos de Sebastian,
moviéndola suavemente a través de su cintura mientras dormía. La luna se había
desplazado de la cama, el fuego ardía bajo, y se había entrelazado a sí mismo a
su alrededor como si tuviera miedo que se escapara en la noche, el calor
irradiando de su cuerpo manteniéndola cálida.
Él se sentó y trató de llegar a ella una vez más, con el ceño fruncido por la
confusión a su respuesta. Se sacudió más lejos de él, su corazón comenzando a
correr con pánico, y recuperó su otra media. Se sentó en una silla cerca del fuego
moribundo y empezó a ponérselas con una torpe impaciencia.
Casi se quedó sin aliento cuando se dio la vuelta y lo vio mirándola desde
la puerta de la habitación, sus pantalones colgando bajo y medio deshecho en sus
caderas, con el ceño fruncido aún más.
Era tan hermoso que dolía verlo. Pero se obligó a mirarlo a la cara esta vez,
trató de memorizar cada detalle perfecto y delgado de su cuerpo debajo de las
contusiones y cortes descoloridos. Podría nunca tener otra oportunidad.
Su corazón latía tan rápido ahora que pensó que podría explotar. No podía
encontrar palabras para responderle, estaba tan abrumada por su pánico.
Cualquier cosa que leyera en su rostro no podría haber sido bueno, porque
su expresión decayó. El color abandonó sus mejillas y toda la luz pareció drenarse
de esos preciosos ojos de zafiro.
—¿Es por lo que te dije sobre mi madre? ¿Te avergüenzas de mí? ¿Te
disgusta? ¿Soy lo suficientemente bueno en la cama, pero no lo suficiente como
para reconocerme a la luz del día?
Dejó caer las manos de los cordones del corpiño y deseó que su cuerpo
cooperara con ella, que su boca funcione, a pesar de su pánico. No podía permitir
que creyera algo tan absolutamente ridículo.
—Me has entendido mal del todo en ese asunto. El único disgusto que
siento es por mi pasado marido, por enviar a tu madre lejos tan insensiblemente.
Y por nuestra sociedad al llevarla a un final tan horrible. Nunca de ti, Sebastian.
O tu madre. No tienes nada de lo que avergonzarse. —Terminó con vehemencia.
—Pero entonces, ¿por qué haces esto? ¿Después de lo que ha sucedido esta
noche, estoy tan confundido al pensar, al esperar, que podías sentir algo por mí?
Lo miró, a sus mejillas sin color, sus ojos muy abiertos, y su ceño fruncido.
Él se veía…
Cerró los ojos y se obligó a ser tan valiente como él siempre había sido.
—Él estaba allí esta noche. Johann Klemmer —soltó—. Era mi profesor de
música, y cuando tenía quince años, me sedujo. Pensé que me quería, pero
siempre estuvo interesado solamente en el dinero, por supuesto. Mi padre le
pagó cuando se descubrió el asunto, y se fue alegremente, como un hombre rico.
Desde luego, nunca pensé volver a verlo.
—Siempre has sido tan despectivo de mi matrimonio con tu tío. Pero era
seguro. Después de… Johann, quedé embarazada, pero hubo complicaciones, y
yo… perdí al bebé. Mi padre ni siquiera podía soportar verme cuando descubrió
la verdad. Todavía no puede. En realidad, ya no me consideraba su hija, sólo una
carga de la que deseaba deshacerse. Había deshonrado a toda mi familia, ya que,
¿qué caballero querría a una esposa que es un bien en ruinas? Su único consuelo
fue que hubiera abortado, y que nunca concebiría otra vez, de acuerdo con el
médico que me atendió.
Trató de retirar su mano (¿cómo podía aceptar una amabilidad como esa
cuando había sido tan cruel con él?) pero no se lo permitió.
Sólo agarró su mano con más fuerza y sacudió la cabeza, con una
expresión tan terca y tan determinada como nunca lo había visto y tan amable.
—¿Por qué no me sorprende eso? Pero si apenas era una niña, sabía lo que
estaba haciendo.
Dios, tenía razón. Tan cierto. Escucharlo decir esas palabras hizo que algo
se desentrañara en su pecho. Algo que ni siquiera se había dado cuenta había
estado enredado en su interior todos estos años. Una bola dura, implacable de
odio a sí misma. Había permitido que Johann, su padre, incluso su propia mente,
la convencieran de que no valía la pena, que estaba manchada para siempre por
la elección que había hecho. Pero sólo tenía quince años, y por lo tanto, tan aislada
del mundo que nunca había dejado la casa de su padre. ¿Qué habría sabido de
elecciones en aquel entonces? ¿De hombres? Johann, más de una década mayor
que ella, había usado su ingenuidad por el dinero. Toda la vergüenza era de él,
no de ella.
—Temes que vaya a dejar de amarte por lo que te pasó cuando tenías
quince años —dijo simplemente—, por eso me has estado alejando. Pero es un
miedo ridículo, querida. Te aseguro que mis sentimientos por ti no han
cambiado.
Hubo una pausa, luego sintió sus largos dedos suaves deslizarse por su
cabello. Se estremeció ante el contacto, la esperanza aumentando cada vez más
rápido dentro de ella, vacilante, pero tan cálida, tan bienvenida. Se sintió como si
pesara un centenar de gramos menos, el mundo mil veces más brillante. ¡Dios,
había sido tan tonta!
—No sé cómo hacer esto, Sebastian —dijo al final, imitando sus palabras
del otro día.
Él resopló.
Esa palabra. Palideció y trató de apartarse de él, pero no llegó muy lejos
antes de que él la agarrara por la cintura y la abrazara.
—Y yo digo que lo eres —dijo con firmeza—. Perfecta para mí, Katie. Me
sedujo tu Beethoven y me engatusó tu lengua afilada, pero es tu alma de la que
me enamoré.
Bueno.
¿Cómo podía haber dudado de él? ¿Cómo podría alguna vez merecerlo?
—Ya veremos respecto a eso. Soy archiconocido por ellos, y por una vez
tengo algo que vale la pena luchar. Porque voy a luchar por ti hasta el final, Katie.
Tendrás que enviarme a las colonias para librarte de mí.
Cuando terminó, levantó la cabeza y buscó sus ojos. Frunció el ceño ante
lo que vio y se acercó más, lamiendo las lágrimas hasta que se detuvieron por
completo.
Antes de que pudiera exhalar otro suspiro tembloroso, se acercó aún más
a ella, hasta que pudo sentir el calor de su cuerpo, oler el suave aroma de pastel
de vainilla y la bergamota que parecía arraigado de forma permanente en su piel,
junto con el olor a almizcle dulce de sus esfuerzos anteriores. Su respiración se
aceleró cuando sus manos rozaron suavemente sus mejillas, y luego las deslizó
por su garganta y sobre la curva de sus hombros, dejando caer el vestido al suelo
una vez más. Salió del vestido y entró en sus brazos por completo, todavía
tambaleante de felicidad.
—¿Qué?
Una hora más tarde, Sebastian se echó hacia atrás exhausto contra el
teclado del Broadwood y acunó a Katherine lo más cerca que pudo, teniendo en
cuenta los estrechos confines del taburete del piano, sus omóplatos clavándose
en las teclas negras. No habían logrado volver a la habitación después de todo.
Sonrió y le dio un beso cálido y húmedo en sus labios jadeantes. La victoria nunca
había sabido, o sentido, más dulce.
Y no había duda que había logrado una victoria esta noche. Sin embargo,
la cuestión de quién había conquistado a quién era una que Sebastian sospechaba
nunca sería contestada correctamente.
Diecisiete
Cuando Nuestras Groseras Mecánicas Van En Contra
De La Calidad
U
bicado detrás de la Casa Blanca, el hogar del Soho de la plaza de
las más finas barcas de la fragilidad, y justo enfrente de una
misión protestante francesa en declive, estaba una pensión
destartalada que habría puesto incluso a Sebastian Sherbrook en su momento
más insolvente a hacer alguna pausa antes de habitar. Sin embargo, para el primo
Pete Soames de Jem (un panadero para el burdel, quien alquiló el piso de arriba
con su señora, también un exempleado de la Casa Blanca) era una fina pieza de
bienes raíces en realidad.
Los pobres asuntos personales de Jem habían sufrido aún peor en las pocas
horas de ocupación de Belle du Jour en el Soho. Aunque la esposa de Jem era por
lo general lo bastante agradable sobre estos asuntos, ya que su antigua carrera
había bajado sus expectativas cuando se trataba de los hombres (mucho para
ventaja de Jem) incluso la promesa de riqueza futura no fue suficiente para
tentarla a quedarse otra hora bajo el mismo techo que el perro. Se había fugado a
la Casa Blanca para quedarse con su hermana. Jem no tenía la energía para
protestar por su salida después de una noche combatiendo lo que estaba
totalmente convencido era un dos piedras, mono cara blanca, demonio carnívoro
enviado desde el infierno.
Soames tenía sus propias dudas, pero las guardaba para sí mismo. No
había necesidad de alarmar a Jem, quien ya estaba lo suficiente quejumbroso
sobre el trabajo como estaba. El hombre no tenía estómago para más aventuras
de Soames, aunque le gustaban lo suficiente la contundencia que ellas proveían.
—Es una exoneración en lo que estás pensando, Jem —dijo Soames con toda
la seguridad de los ignorantes—. No una maldita extorción. Esto suena algo como
tu esposa y su hermana levantándose en la puerta de al lado.
—Sólo un día más, lo juro —dijo Soames con dulzura—. Tengo un nuevo
plan que va a hacernos el doble de lo contundente.
—Eso fue antes que su majestad fuera a parar a la marquesa del Mandarín.
Se le llama acaparando nuestras apuestas, Jem.
—Ahora tenemos dos ricas calas que van a pagar una fortuna para tener a
su pequeña preciosa fulana de vuelta —continuó Soames con satisfacción.
—No hay nada precioso sobre ese engendro del demonio —murmuró Jem,
mientras observaba a la pequeña bestia maloliente depositar su último regalo en
uno de los mejores zapatos de domingo de su esposa—. Y no me apunté para el
chantaje sangriento a algunos encopetados ricos. Es un poco demasiado rico para
mi sangre.
Jem no había oído antes eso de su primo. Pero había aguantado todo este
tiempo, suponía que podía esperar un poco más. Además, la pug casi había
destruido todo a su alcance ya. No era como si pudiera hacer mucho más daño.
A menos que se apoderara de sus tobillos de nuevo.
—Su señoría no lo espera hasta el mediodía. Ella me dijo que le dijera que
usted necesitaba su sueño de belleza.
—No voy a correr ningún riesgo, ahora que la he enganchado —dijo con
una sonrisa, sólo medio en serio. Había hecho algunos exhaustivos cortejos la
noche anterior y había dejado muy pocas dudas sobre el estado del corazón de
Katherine—. Pero primero, necesito bañarme y un afeitado.
Crick hizo un ademan detrás de él, donde la tina de baño ya estaba lista,
humeante con agua caliente.
—No tengo idea, pero dejaron una nota de rescate —dijo, sacando una
complejamente doblada pieza de papel barato de su bolsillo. Estaba
completamente marcado con tinta roja.
¿Qué?
Sebastian leyó la nota una vez más sólo en caso de que eso mejorara su
familiaridad con la misma.
No lo hizo.
Había demasiadas cosas qué abordar en la nota y era difícil saber por
dónde empezar.
Por qué, de hecho. Era el misterio del siglo. Sebastian había contenido su
lengua cortésmente sobre el asunto, pero ahora que ella lo había traído a
colación…
—¿Tal vez es un lunático que escapó? —ofreció, ya que parecían más bien
bromear en estos días—. ¿A quién en su sano juicio se le ocurriría que extorsionar
dos mil libras por el pequeño monstruo es un negocio? Yo no pagaría un…
—¿Cómo estás tan tranquilo? La carta decía hilesa. Dime que el autor
olvidó una h, Sebastian.
—Y la última vez que lo comprobé, Penny poseía cuatro patas. Los perros
no tienen brazos, querida —dijo tan suavemente como pudo, suprimiendo
valientemente su sonrisa.
—¿Qué es?
—¡Es Belle! ¡Fue secuestrada! ¡Sabía que algo grande estaba sucediendo!
Sabía que ella simplemente no huiría de esa manera.
—Sí, tú, idiota. Secuestrada. Por quién sabe qué tipo de villano. Un
jacobita, muy probablemente, pidiendo más sangre real, malditas sean sus
viciosas almas plebeyas. Y todo esto es tú culpa. Nunca pasearás a mi ma petit Belle
de nuevo.
El duque lo miró como si fuera un imbécil, nada nuevo allí, y lanzó la jarra
vacía de nuevo en la cuenca. Metió la mano en su solapa y sacó una nota
complejamente doblada.
—¡Es una petición de rescate! ¡El bribón quiere dos mil libras esterlinas! —
El duque esnifó con desdén—. Como si Belle valiera una suma tan insignificante.
Para el moonsor Le Duck RE: Bell du joor, traiga 2000 libras al Hide Park
sour del Serpentine, zerca del cuerpo de árboles de abidules mañana al amanecer
o de lo contrario esa perra va a terminar en la hoya del estufado. Sullo ET AL.
PD: No traiga a Aggiedore. PDDD: Hablo en serio sobre lo del estufado, ella es
una gorda zalchica franceza, no dudo que zera realmente zavroza. Aw Revoor.
¿Nosotros?
Pensándolo bien, tal vez tomaría sus posibilidades con su tío. Además,
estaría condenado antes de permitir que Pete Soames reclamara esas dos mil
libras sin una pelea.
E
l voto de Sebastian a sí mismo para evitar los duelos al amanecer
en Hyde Park había durado todo un mes. Sólo podía alegrarse que
esta vez las pistolas no estuvieran involucradas y lady Manwaring,
Katie, sí lo estaba. Era una pena que no se embarcaran en alguna cita romántica
en su lugar, un plan de acción que habría preferido mucho más al rescate de la
peor mascota del mundo.
Lo miró.
Ouch.
—Touché —murmuró.
Ella resopló y echó hacia atrás la cortina para trazar su progreso a través
de Londres. Él se recostó y disfrutó viéndola sostener un arma. Era inquietante y
excitante a la vez, y no podía decidir si le gustaba la mezcolanza de sentimientos.
—He oído que llueve más que aquí —dijo ella, con la frente arrugada por
la confusión ante su línea de conversación.
—No puedo evitarlo. Estoy nervioso. Nunca le he pedido a una dama que
se case conmigo, y mucho menos a mi anterior tía. Estoy bastante inseguro de la
etiqueta involucrada —dijo con altivez.
—¿Sí?
Y luego sonrió, sólo una pequeña inclinación tímida de sus labios, como si
estuviera insegura de su respuesta. Era como si el sol brillara a través de la
penumbra triste del invierno, la mañana de Navidad, y ese primer sorbo de
whisky perfecto al final de un largo día, todo en uno. Encantadora. Sus venas
estaban prácticamente chisporroteando con anticipación ahora.
La astuta descarada.
DIECINUEVE
Monsoor Le Duck Y El Caso De La Salamandra
E
l fantasma llevaba una corta peluca rosa pálido atada en una cola,
por la que la tía Anabel de Astrid habría dado el resto de sus
dientes reales, y una chaqueta de brocado de plata, pantalones
hasta la rodilla, y medias cronometradas de seda adornadas en color rosa con flor
de lis que habrían sido el colmo de la elegancia hace treinta años. En Francia.
Katherine suspiró ante el espectáculo delante de ella. ¿Qué diablos estaba
pasando ahora?
—Pff. ¿Hago que Agador busque en su carruaje para demostrar que usted
es un mentiroso?
—¡Tío! —chilló.
—Tratando de asustarlos.
—Eso es un poco duro, ¿no? —Vino una voz de entre los arboles de
abedul—. Yo prefiero que me llamen un emprendedor charlatán, lo que estoy
seguro van a entender.
El hombre señaló a un asociado, que era casi tan alto y delgado como el
viejo francés, pero definitivamente no estaba vestido de seda y tacones. Su opción
de moda parecía inclinarse más hacia una capa gruesa de suciedad y hollín, que
en realidad era una mejora con respecto al horrible chaleco rojo del otro
compañero, en la humilde opinión de Katherine. Pero pues, difícilmente era una
experta en las últimas tendencias de moda y no se atrevía a juzgar.
Mucho.
—Pero…
Soames se encogió.
Cuando el otro hombre aún se negaba. Soames apuntó la pistola hacia él.
Los ojos del hombre se abrieron, los estrechó ante la traición.
Se detuvo muy por debajo de la caja y estiró el brazo para que pudiera
levantar el primer pestillo. Una vez hecho esto, saltó hacia atrás y huyó a los
árboles de abedul como si los perros del infierno lo persiguieran. O por lo menos
un grasiento, peludo, sabueso incontinente del infierno.
25 Mercantil: referido a la mercancía, confunde merchandise que significa mercancía con mercantile.
26 Mío: dice “mine” que significa mío en vez de “me” que significa “yo” o “mí”.
—¡Jem! —chilló Soames con exasperación.
Más o menos.
Moonsor le duck parecía bastante a bordo con ese plan, pero Katherine
ciertamente no lo estaba.
—Monsieur Le Duc para usted, señora —esnifó la vieja cabra con desdén
antes de continuar con su salida indignada.
—Creo saber dónde está su bug. Si le importa esperar hasta que haya
recuperado mi mascota, lo llevare ahí.
El duque se tambaleó en su parada y se apoyó en su bastón con
impaciencia.
—Pero la mía lo está, inclina las campanas bastardo. —Vino una voz desde
cerca del costado de la carrosa de Katherine. Era Crick. Nunca había estado tan
agradecida de ver al bulldog sirviente de Sebastian. Estaba vestido con una librea
de Armstrong y casi parecía respetable, aparte de la escopeta que tenía en sus
manos. Y su rostro.
—Para que lo sepas, Sebastian. Voy a tener un marido que comparta todos
sus planes conmigo, o ningún marido en absoluto. Y sería especialmente útil
compartirlo antes de usar armas descargadas en los criminales.
Sebastian sonrió a la palabra marido. Era tan adorable que tenía medio
decidido tenderle una emboscada con otro beso. Pero tenía que guardar eso —y
otras actividades deliciosamente íntimas— para después, cuando no estuvieran
rodeados por maniáticos y ella pudiera aceptar adecuadamente su propuesta.
Había sido inoportuna y totalmente torpe, pero también había sido perfecta.
Exactamente como debería ser. Casi se la había llevado a Gretna en ese instante,
justo como Montford había hecho a Astrid. Después de todo, ella había
investigado las leyes de matrimonio de Escocia. Pero no abandonaría a Penny a
su horrible destino. Y a ella no le gustaba Escocia en el invierno. El mediterráneo
sonaba como lo indicado.
Bien podría haberlo besado, dada su sonrisa que era más brillante que el
sol ante la expresión de cariño.
Soames, que había dejado caer su arma tan pronto como la escopeta había
aparecido en escena, hizo un sonido de disgusto ante su plática.
Agador puso los ojos en blanco con tanta fuerza que Katherine temió que
se le perdieran en la parte posterior de su cabeza para siempre.
—¡Por supuesto que hablo inglés! ¡He vivido en Londres durante treinta
años, tío! ¿Quién cree usted que lleva las riendas de su casa y paga todas sus
cuentas?
—¿Pero por qué harías tal cosa, Agador? ¿Después de todo lo que he hecho
por ti? —preguntó el duque con un poco de un titubeo en su voz, su labio inferior
temblando.
—Si monsoor Le Duck puede ser tan insurgente con el idiota de su sobrino,
¿podríamos replintearnos lo del juez para nuestro ladrón?
Ella suspiró y compartió una mirada de conmiseración con Crick. Por una
vez, ella y el ayuda de cámara parecían estar de acuerdo.
—Sí, eso es él. Pero por eso es que me mantiene alrededor, para carga con
el muerto. Puede no merecer las carracas, pero al señor Soames aquí debería
enseñársele una lección, ¿cierto? —Se acercó a la caja—. ¿Si me lo permite,
milady?
27A las carracas: The Hulks, buques de prisión, a menudo denominados más precisamente como
prisiones flotantes (por lo general no aptos para navegar), recuperados como una prisión, a
menudo para mantener a los convictos, o a los internados civiles, a la espera de transporte a una
colonia penal. Esta práctica fue popular con el gobierno británico en los siglos 18 y 19.
—Por supuesto, Crick.
Pero por desgracia, Penny era tan eficaz como un cinturón de castidad
blindado, maldita fuera su pequeña alma viciosa.
Como para demostrar el punto del duque, Polly eligió ese momento para
salir atropelladamente de la sala de estar, con los ojos abiertos y despeinada, con
las mejillas encendidas, su pecho agitado. Sebastian esperaba por el bien de Crick
que la muchacha tuviera una buena explicación para lucir recién revolcada.
Sospechaba que podría tenerla cuando cerró la puerta de golpe y se apoyó contra
ella, bloqueando su camino.
Un golpe seco, un aullido canino y una maldición sonaron desde más allá
de la puerta, y Polly se encogió. Penny, despertada de su sueño en los brazos de
Katherine, gruñó a modo de advertencia y se retorció para bajar a investigar.
—Tiene usted un visitante extranjero para verle, pero no estoy segura que
quiera ir allí ahora, milady—dijo.
—En el nombre del cielo, ¿qué es lo que está pasando, Polly? —exigió
Katherine.
El duque golpeó las manos del Agador tan pronto como estuvo de nuevo
en posición vertical y se tambaleó en la sala llamando a su pug, con la peluca
torcida.
Sebastian apenas había logrado acompañar a Katherine y a Penny a través
de la puerta en su busca cuando el duque dejó escapar un agudo grito
desgarrador más adecuado para una soprano de coloratura.
—¡Mis sales, Agador! ¡Oh, Dieu! ¡Mis sales! —gritó, luego se desmayó en
los brazos de su sobrino, su bastón y peluca cayendo al suelo a ambos lados de
su cuerpo.
Katherine, unos pasos por delante de él, vislumbró el horror que el duque
había visto, jadeó, se sonrojó y le cubrió los ojos a Penny con su mano libre, como
para proteger la virtud de la perra. Sebastian se acercó a ella lo suficiente como
para tener una visión clara de la situación al otro lado del diván y jadeó un poco
él mismo ante la escena que vieron sus ojos.
E
l duque caído pronto estuvo sentado en el diván, su sufrido sobrino
abanicando su marchito rostro con la peluca rosa. Polly, con las
manos empapadas y las mejillas color escarlata, se escabulló con
una excusa murmurada sobre buscar té y otros vigorizantes de la cocina. Crick,
quien los había arrastrado al interior y casi se había ahogado con su lengua ante
la visión de las actividades de Seamus y Mongrel (de soltera Belle du Jour),
también murmuró algo inteligible acerca de los caballos y siguió a Polly, con las
mejillas rojas y los ojos brillosos. Katherine no quería saber que estaban a punto
de hacer esos dos en la despensa.
Katherine también habría estado sonriendo, tal vez incluso riendo junto a
él, si no fuera por el visitante extremadamente indeseable plantado en medio de
la sala de estar, proyectando una sombra sobre el procedimiento. Johann
Klemmer estaba de pie cerca de Bentley, con la misma sonrisa de suficiencia en
su rostro que había llevado en el baile Montford. Únicamente podía pensar en
una razón por la que él había tenido las pelotas de visitar su residencia sin previo
aviso y a una hora tan pasada de moda, y no era para té.
Pero ella había desarrollado algunas pelotas por su cuenta desde que era
esa ingenua chica que él había seducido, y después de ganar el amor
incondicional del canalla del cabello color ébano de pie junto a ella, había
mudado lo último de su vergüenza infundada. Klemmer ya no tenía ningún
poder sobre ella.
Penny no iba a aceptar nada de ello, sin duda habiendo conjeturado por
ahora que había sido traicionada por Seamus con una tarta francesa en su
ausencia. Le gruñó al colonizador hasta que él retrocedió en confusión y se
retorció en los brazos de Katherine hasta que finalmente la dejó en el suelo.
Volvió su parte trasera hacia Seamus y salió indignada bajo el diván haciendo
pucheros.
Penny debió haber sacudido la parte inferior del diván, porque el duque
comenzó a agitarse en su estupor. Belle trotó hacia su propietario y comenzó a
lamer sus dedos de forma consoladora. El duque finalmente despertó y se sentó,
derribando a Agador y a la peluca y abalanzando a la pug en sus brazos con un
grito de alivio.
El duque sintió el punto que ella había lamido con sus dedos huesudos y
palideció debajo de su rostro pintado.
Al revés.
Katherine abrió la boca para decir algo, pero se detuvo cuando vio la
sonrisa de suficiencia en el rostro de Agador. Lo dejaría tener su pequeña
venganza, a pesar de que sus ridículas maquinaciones eran las que habían
empezado todo este desastre en primer lugar. El duque probablemente se lo
merecía.
—Milady.
—¿Qué quieres?
—Tal vez te irás al infierno en su lugar. Estoy segura que serías más
bienvenido allí —regresó.
No su intención en absoluto.
—Ah.
—El hombre que me sedujo cuando tenía quince años —continuó sin
rodeos.
Johann se atragantó.
—¿Sebastian Sherbrook?
—Lord Manwaring para ti. —Ouch. Incluso Katherine tuvo que temblar
un poco ante el frío ártico de su tono—. Pero parece que mi reputación me ha
precedido una vez más. Creo que me viste cuando estaba cubierto de pastel —
continuó Sebastian—. Cuando rompí la nariz de mi mejor amigo.
La sonrisa de Johann se había congelado en su rostro mientras miraba las
manos de Sebastian, las cuales había, después de la mención de la nariz rota,
cerrado en puños a sus costados.
—Aun así, sables, querida. He estado soñando con ellos las últimas dos
noches. Nada me gustaría más que llevar uno a través del corazón del canalla.
—O algo un poco más bajo —concedió él—. Mucho más bajo —dijo,
rodeando su mano en la vecindad general a la que se estaba refiriendo.
Johann hizo un extraño sonido agudo que hizo que los perros aullaran y
cruzó las manos sobre la parte delantera de él indescriptiblemente.
Se inclinó más cerca de ella hasta que su aliento hizo cosquillas en su oreja.
—Tal vez así es como se hace en las novelas, querida —dijo en voz normal—
. Pero creo que has hecho tu punto.
Bien.
Sebastian la agarró por los hombros y la acercó antes de que pudiera seguir
adelante con el reto.
—Era una chica de quince años de edad —dijo en su defensa, cogiendo las
cartas y lanzándolas a la chimenea apagada.
Pero incluso si Johann había perdido su poder sobre ella, tener que lidiar
con él había sido muy molesto. No tenía la paciencia para desperdiciar un
segundo más de su vida en preocuparse por un miserable como él. Aunque…
Katherine no podía estar más de acuerdo. Ahora que Penny estaba sana y
salva —aunque un poco ofendida por Seamus— quería a Sebastian sólo para ella,
para que pudiera finalmente mostrarle lo mucho que estaba a favor de esa larga
luna de miel en el Mediterráneo.
—Voy a tener que pedir nada más que seda roja y escotes bajos a mi
modista la próxima vez —dijo ella secamente—.Tal vez entonces podría ser
confundida con la patrona de un Almack.
Agador saltó en acción y puso a Belle sobre sus brazos. Ella parecía menos
que divertida de ser interrumpida a la mitad del coqueteo y mordisqueó la nariz
de Agador.
—¿Quién está difamando a los galeses sin mí? —exigió Astrid mientras se
contoneaba dentro de la habitación desde el vestíbulo. Quitándose su guantes y
pelliza. Desde la vista de casi metro y medio de alto el copete blanco flotando
detrás de ella, que había llevado la tía Anabel junto con ella—. Ah, es Sebastian,
debería haberlo adivinado —dijo ella—. ¿Quién en la tierra era el extraño
caballero extranjero que nos pasó en el camino de entrada?
Parecía como que Astrid fuera a discrepar, pero dejó descansar el tema por
el momento y ayudó a su tía abuela a arrastrar hacia arriba a la única silla de la
habitación. Que podría acomodarse a la anchura de su vestido pasado de moda
con crinolina.
—Y esto luce como si tuvieran más compañía —dijo Astrid, corriendo sus
ojos sobre el duque y su sobrino… entonces sobre el duque una vez más
prolongándose en su peluca invertida.
—Qué interesante.
—Te dije que no voy a pelear con una mujer —bramó el duque, elevándose
desde el sillón, Agador suspiró con resignación y preparó las sales una vez más—
. Y no soy un ave acuática. Soy Guillaume-Hippolyte Aguilard de Robicheaux,
octavo duque de St. Aignan. ¡Y voy a tener mi compensación!
—¿Billy?
—¡Oh, Billy! ¡Cariño! —La tía Anabel extendió los brazos con señal de
bienvenida.
Sin embargo, la tía Anabel no prestó atención a su casco caído. Todas sus
limitadas facultades estaban actualmente centradas en los labios del duque, que
se había unido a sí mismo a su persona junto con sus brazos y sorprendentemente
ágil, una rodilla espantosamente colocada.
—¿Nosotros?
—¿Problema?
—¡Para nada! —dijo. Arriesgó una rápida mirada hacia la feliz pareja una
vez más e hizo una mueca. Astrid y Agador teniendo su última intersección con
sus familiares., ya que parecía como si el duque hubiera empezado a enumerar
hacia el piso, la tía Anabel agarrándose a las solapas para salvar su vida—. Creo
que ya no somos necesarios aquí.
—De hecho, tengo que mostrarte este delicioso dúo que encontré el otro
día.
Penny emergió una vez más y arrebató la peluca rosa de la cabeza del
duque antes de correr de nuevo a la seguridad con sus despojos.
—En mi dormitorio—aclaró.
Le dio la vuelta.
Dejó escapar un pequeño gemido por sus caricias, y se acurrucó aún más
cerca de ella, metiendo sus rizos negro tinta debajo de su barbilla y articulando
perezosamente en su clavícula.
Era más como un perro. O un cachorro. Un muy alto, cachorro con mucho
sueño. Era una buena cosa que amara a los perros.
Resopló.
—Todavía, necesito practicar, querida. Mucha práctica para hacerlo incluso
más adecuado. Permíteme una siesta por un momento y voy a intentarlo de
nuevo.
Él gruñó y ambos se movieron a sus lados para que pudiera verla de frente.
Sus ridículos pómulos aún estaban rojos y sus enormes ojos azules todavía un
poco salvajes por el esfuerzo.
Él parpadeó.
—¿Qué?
—Ella se casó hace años con el marido de su hermana mayor por ahí. Ni
siquiera fue un escándalo de quince días. Además, no me importaría una luna de
miel navideña en el Mediterráneo.
—Mi corazón casi explotó. ¡Las Colonias, Katie! —chilló con un dramático
estremecimiento—. ¡Pensé que hablabas en serio!
—Pobrecito.
—Todavía no has dicho las palabras, Katie. ¿Te vas a casar conmigo, o no?
—Nunca he oído hablar de un hombre que esté más desesperado por estar
encadenado por las piernas29 —dijo con imitada exasperación—. Por supuesto
S
ebastian se dirigió hacia el dormitorio por vigésima vez en los
últimos dos minutos y se detuvo justo antes de golpear la puerta
cerrada. Gruñó a la madera y volvió sobre sus pasos por el pasillo,
donde Crick y Polly permanecían en vigilia silenciosa junto con Penny, Seamus,
Ludwig y Waldstein… los dos últimos resultados de la cita escandalosamente
pública de Seamus con Belle du Jour. Todos ellos, incluso Penny, lo estaban
observando con un poco de preocupación, cosa que no hizo nada para calmar sus
nervios.
Desde que había sido interceptado con su sastre por un Crick agitado, que
le había contado la historia indeseada del colapso de su esposa en el hospital de
mujeres Aldwych, había estado alternando entre estar frenético por la
preocupación y petrificado por el miedo. Crick no se molestaba en ponerse
verdaderamente angustiado por nada menos que la guerra o una enfermedad
extrema. Desde la Península, la única vez que Sebastian había visto a su criado
llevar tal expresión fue cuando Polly casi había muerto de fiebre puerperal
después de tener a su primer hijo el pasado otoño. Así que, si Crick pensaba que
la condición de lady Manwaring era digna de preocupación, entonces maldita
sea, así era.
Sebastian se pasó una mano temblorosa por sus rizos enredados y gruñó
con frustración.
Oh, Dios.
Ella apretó sus manos y puso los ojos en blanco ante la preocupación que
vio en su rostro.
—¿Cómo iba a saber eso? —replicó él con un pequeño puchero. Ella amaba
sus pucheros, así que le regalaba uno siempre que se presentara la ocasión—. Tu
matasanos se veía como si estuviera en un velorio cuando salió de la habitación.
Casi me dio una apoplejía.
—Ah, sí. No fue eso muy divertido —dijo con sequedad—. Gracias a Dios
por la tía Anabel y monsoor Le Duck al hacer un espectáculo de sí mismos. De lo
contrario me pregunto si las hojas de chismes jamás habrían apartado su atención
de nosotros, a falta de una plaga bíblica.
—Bien está lo que bien acaba —dijo Katherine en respuesta, dando unas
palmaditas en su mano y viéndose bastante lista para tomar una siesta por la
tarde, sin explicarse más allá.
Al parecer, el duque tenía poca utilidad para los retoños de Seamus y los
echó al cuidado de su padre tan pronto como fueron destetados.
Hasta ahora.
—Bien está lo que bien acaba, excepto que no estás bien, querida —dijo él,
acariciándole el cabello, negándose a ser dejado por fuera—. El hecho de que no
estás en tu lecho de muerte, aún, no es muy tranquilizador para mí como
consideras que debería ser.
—¿Me veo tan terrible? —murmuró ella, apoyándose contra sus caricias.
—Te ves muy poéticamente pálida, querida —le aseguró—, Y estás a todas
luces desmayándote en lugares públicos. Pero la última vez que comprobé no
estaba casado con una doncella desfallecida sacada de algún poema de
Christopher Essex.
—Estás enferma, y exijo que me digas lo que está mal antes de ir a cazar al
doctor Bigotes y retorcerle el cuello por una respuesta —dijo con firmeza.
—¡Doctor Bigotes! —exclamó ella, con los ojos desorbitados con asombro.
—¿Ridículo? ¡Ja! Déjame informarte que soy el hombre más guapo del
reino. Salió en el Times.
—Entonces, no lo niegas.
—Aún no. Voy a reservarme el juicio hasta que vea cómo se compara tu
hijo. Eres una criatura tan vanidosa, Sebastian, no sé cómo terminé contigo.
—No soy vanidoso —protestó—. Sólo sé cuán aficionada eres de mis finos
ojos y mi perfil griego. Sólo deseo preservar mis mejores activos para tu placer,
querida. No son nada para mí.
Ella pasó sus dedos sobre los bordes de sus ojos y dio un pequeño
resoplido evasivo.
—Y creo que veo algo de gris apareciendo por aquí —dijo ella, pasando
los dedos por sus rizos.
—Pues bueno, querida, tal vez será finalmente el momento de darle una
gran pelea al buen doctor con mi propio bigote distinguido.
Estaba seguro que podía convencerla con el tiempo sobre ese tema, así que
lo dejaría pasar por el momento. Ahora que sabía que su esposa no estaba en
peligro inminente con una fecha de expiración, se sentía un poco juguetón,
viendo que ambos estaban en la cama. Tal vez no estaba para mucho más que
recibir mimos en el momento, pero con mucho gusto tomaría lo que pudiera. Se
subió sobre el colchón a pesar de sus botas y se relajó en sus brazos, disfrutando
de sus caricias perezosas.
—Bueno, podría ser una hija, en cuyo caso tu título permanecerá sin
competencia alguna.
—Tú… tú… —Por una de las pocas veces en su vida, estaba casi sin
palabras—. Te desmayaste porque estás…
Bueno.
—Por supuesto que no, querida —dijo mientras la besaba de nuevo con
una sonrisa—. Arruinaría por completo el sabor cuando me pases la lengua para
limpiarme.
—Ridículo.
Sin embargo, justo cuando su final feliz está a la vista, Minerva descubre
el secreto más celosamente resguardado de Marlowe, con resultados desastrosos.
¿Podrá alguna vez perdonarlo por su engaño?
Advertencia: También incluye un duque malvado, amigos entrometidos, un dios
griego cachondo y un grupo de ladrones rabiosos.
Así que Katherine, Sebastian y sus herederos de hecho podrían vivir felices
para siempre con ayuda de la colosal fortuna que él eventualmente haría de sus
inversiones con sir Wesley Benwick en los ferrocarriles.
Sobre La Autora
Maggie Fenton es una ávida lectora, reseñadora y escritora de romance en
medio de su trabajo como
músico profesional. Ha sido
profesora de música, músico
acompañante profesional,
quesera, mesera, ayudante de
cocina e instructora en la
universidad… entre otras
cosas. ¡Pero es mejor conocida
por su trabajo como
estudiante profesional! Acaba
de terminar su maestría en
Interpretación de Piano, y
antes de eso obtuvo su
maestría en Literatura
Inglesa.
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Créditos
Moderadora
Otravaga
Traductoras
âmenoire HeythereDelilah1007 Mariandrys Rojas
Apolineah17 LizC Osbeidy
Flochi Lyricalgirl Otravaga
Gemma.santolaria Rihano
Correctoras
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