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Índice
Dedicatoria Capítulo 15
Sinopsis Capítulo 16
Capítulo 1 Capítulo 17
Capítulo 2 Capítulo 18
Capítulo 3 Capítulo 19
Capítulo 4 Capítulo 20
Capítulo 5 Coda
Capítulo 6 Próximo Libro
Capítulo 7 Nota de la Autora
Capítulo 8 Sobre La Autora
Capítulo 9 Créditos
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Dedicatoria
Para Penny, mi cruce de Rat Terrier de catorce años de edad, la mestiza
más maleducada y malhumorada que he conocido, siempre al acecho en las
esquinas, gruñéndole a los desprevenidos invitados y hurtando comida de la
cocina sin importar cuán duramente tratamos de protegerla de tus codiciosas
patas. Eres gorda, hueles mal y tus ladridos podrían despertar a los muertos. Te
amo muchísimo.

Ningún perro real, peluca o pianoforte resultó herido en la creación de este


libro.

Oh, y tengo permiso de mi mejor amigo (que es galés) para burlarme de


los galeses. No obstante, no tuve permiso por parte de los irlandeses, los
cockneys1, los franceses o los residentes de Baltimore. Pido su indulgencia.

1 Cockneys: personas de la zona este de Londres conocida como East End, un barrio
tradicionalmente obrero. Este término también hace referencia al dialecto que se habla en esta
parte de Londres, aunque a veces también se aplica a cualquier acento de la clase trabajadora
londinense.
Sinopsis
S
ebastian Sherbrook, un sinvergüenza autoproclamado y el
recientemente acuñado marqués de Manwaring, regresa a Londres
luego de que su tío distanciado muere, con la intención de reformar
su imagen libertina de una vez por todas. Sin embargo, por causas ajenas a su
voluntad, pronto se ve envuelto en el mayor escándalo de la temporada, y sus
planes secretos de cortejar a la única mujer que siempre ha deseado se hacen
pedazos.

Lady Katherine Manwaring sabe que su pobre opinión del sobrino de su


difunto esposo no está por cambiar, incluso si el Times lo ha apodado “El Hombre
Soltero Más Hermoso En Londres”. Cuando el destino arroja a Sebastian a su
merced, no obstante, ella aprende dos impactantes verdades: Puede que él no sea
el sinvergüenza que su reputación sugiere, y está perdidamente enamorado… de
ella.

Pero un furioso hacendado, un perro incluso más furioso, varias citas al


amanecer, varios amigos entrometidos, y un toque de chantaje no son las únicas
cosas que se interponen en el camino de su final feliz. ¿Podrá Katherine aceptar
el amor de Sebastian… y él la seguirá queriendo si se entera de su propio oscuro
secreto?

The Regency Romp Trilogy #2


“No concibo cómo puede usted soportar la sociedad
londinense. Es cosa perdida…”

—Oscar Wilde, Un Marido Ideal


UNO
Cuando Sebastian Sherbrook Preferiría Casarse Con Su
Pianoforte

Traducido por Otravaga

Corregido por Flochi

Hyde Park, Londres


1819

I
ncluso el mismo Sebastian estaba sorprendido por cuán rápidamente
lo encontraron los problemas tras su regreso a casa. A dos días de dejar
el barco desde el Continente, el recién acuñado marqués de
Manwaring estaba en un lugar alejado de Hyde Park iluminado por el amanecer
eligiendo una pistola Manton de su lujoso estuche de terciopelo rojo, con un
adusto Evelyn Leighton, vizconde de Marlowe, a su lado actuando como su
segundo.

Para ser precisos, los problemas no lo habían encontrado tanto como lo


habían esperado, como lo hacían los troles bajo los puentes en los cuentos de
hadas, por transeúntes desprevenidos. Su oponente se parecía a un trol, de hecho.
Un muy nervioso, pero también muy indignado, trol. No era una buena
combinación. Sir Oliver Blanchard era un terrateniente bajito, de cabello blanco,
con una nariz rojiza como un nabo y una panza, el tipo de espécimen inglés más
a gusto con sus perros de caza de lo que lo estaba con otras personas. El impulso
necesario para que él dejara su finca y desafiara a Sebastian había sido, en efecto,
apremiante, ya que estaban en mitad de la temporada del faisán.

Dos años (¡dos años!) había pasado Sebastian tratando de dejar atrás su
desperdiciada vida. Dos años de un pequeño y vergonzosamente serio examen
de conciencia, durante el cual había considerado no regresar nunca a Inglaterra
de nuevo. Pero entonces la noticia de la muerte de su tío había llegado hasta él
en el Levante2, y después de celebrar en Jerusalén, había decidido dirigirse de

2 Levante: término con el que se nombra históricamente a una gran zona de Oriente Próximo
situada al sur de los montes Tauro, limitada por el mar Mediterráneo al oeste, el desierto árabe al
sur y Mesopotamia al este.
regreso hacia el suelo inglés a paso de tortuga coja. Eso había sido seis meses
atrás.

Varias cosas le resultaban terriblemente irónicas acerca de su situación


actual. En primer lugar, había regresado a Inglaterra resuelto a hacer una reforma
pública, sólo para quedar envuelto en el peor escándalo de la temporada. En
segundo lugar, era completamente inocente de los cargos presentados contra él.
En tercer lugar, nadie creería jamás ninguna de estas afirmaciones.

Era bastante desalentador.

Incluso sentía una pizca de simpatía por el hombre que iba a intentar
volarle los sesos. Sir Oliver no tenía vela en este entierro. El pobre hombre apenas
podía mantener la pistola firme a su lado, estaba tan nervioso. Dispararle a un
hombre era muy diferente de la clase de deporte que los hacendados disfrutaban
en sus fincas y sir Oliver claramente no estaba a la altura del desafío. Pero si el
hombre le hubiese prestado alguna atención a su esposa e hija en lugar de a sus
perros (sir Oliver pretendía ser uno de los mejores criadores de setters de pelo
largo), ninguno de ellos estaría en este enredo.

Sebastian maldijo el día en que había puesto los ojos en la señorita


Rosamund Blanchard. Había coqueteado con ella en un baile hacía dos años por
aburrimiento, pero ella había tomado unos cuantos intercambios ocurrentes
como un permiso para lanzarse a sus brazos literalmente mientras él había
paseado a través de un jardín trasero en busca de una salida. Apenas había
logrado liberarse de su codicioso asalto con sus pantalones (y su virtud) intactos.

Se le había arrojado encima en cada oportunidad disponible a partir de


entonces, incluso yendo tan lejos como visitarlo en sus habitaciones al amparo de
la noche en una fiesta en una casa. Su misión aparentemente había sido
seducción. Para Sebastian, lo había sentido más como un ataque. Su bastante
indiscreta persecución por él (o más bien, acoso) era una de las razones por las
que había abandonado el país en primer lugar.

Cuando ella se había presentado en Venecia ocho meses atrás en una fiesta
organizada por un conocido común y había intentado renovar su ferviente
petición con la ayuda de su intrigante madre, Sebastian había estado tan
disgustado que había partido para el Levante al día siguiente. La señorita
Blanchard estaba, basta decir, un poco desequilibrada. Bueno. Más que un poco.
Totalmente desquiciada era una descripción más adecuada. No obstante, había
pensado, con certeza, que su estancia en la Tierra Santa proporcionaría suficiente
distancia geográfica para permitirle a la señorita Blanchard recuperar su
descarriada sensatez.

Estaba, por desgracia, muy equivocado.


Imaginen su sorpresa al descubrir, a su regreso a Inglaterra, que la señorita
Blanchard estaba criando y que lo había nombrado a él como el padre. Sin
embargo, estaba solo en su sorpresa. Todos en Londres parecían estar
familiarizados con el sórdido (y ficticio) asunto, y ya lo habían declarado culpable
de los cargos.

Sir Oliver había exigido venganza. Casarse con su hija, o se las vería con él.

Sebastian no había dudado en elegir el o se las vería con él. Preferiría casarse
con su pianoforte, y así se lo había dicho al vejete. Sir Oliver no había estado
preparado para este giro de los acontecimientos, no obstante. Había asumido que
Sebastian haría aquello propio de un caballero.
Ja.

Claramente, sir Oliver no había tenido conocimiento del hecho de que


Sebastian había sido acusado de ser muchas cosas en sus treinta y tantos años,
pero ni una sola vez había sido mentado caballero.

El segundo de sir Oliver, el coronel Firth, merodeaba a un lado del


hacendado, incapaz de ocultar su irritación. Firth era un escocés con el cabello de
un cegador tono rojo anaranjado, superando en su intensidad incluso a la intensa
melena de la duquesa de Montford, y un alarmante brote de pecas por toda su
piel clara. Atravesó a Sebastian con una mirada que sólo podía ser descrita como
asesina mientras inspeccionaba la pistola de sir Oliver. Sebastian arqueó las cejas
en respuesta y sonrió con suficiencia, ya que sabía que eso irritaría aún más al
escocés de sangre caliente. Estaba en lo correcto. El salpicado cutis del coronel
Firth se estaba aproximando rápidamente al color de su cabello.

A Sebastian nunca le había caído bien el coronel Firth. Habían servido


juntos en la Península y Sebastian había presenciado lo suficiente del verdadero
carácter de ese hombre como para poner tierra de por medio y no tenerle
absolutamente ningún respeto. Firth era el tipo de hombre que le habría
ordenado a su compañía sacrificarse para su propia gloria personal. De hecho,
había hecho precisamente eso en La Coruña, mientras permanecía resguardado
en la relativa seguridad de su tienda de campaña. Cinco del centenar de hombres
bajo su mando habían sobrevivido, no obstante, él había sido ascendido,
aclamado como un héroe.

Él era, en opinión de Sebastian, un bastardo extremadamente


incompetente.

Para Sebastian, el hecho de que el escocés fuera amigote de sir Blanchard


hacía poco para recomendar el gusto en compañeros del hacendado. Y si tuviera
que aventurar una conjetura, sospechaba que fue el coronel quien le había
propuesto a su amigo este ridículo duelo. Aunque no podía imaginar qué
venganza personal tenía el escocés contra él.
Marlowe verificó la pistola de Sebastian y se la tendió de nuevo a él,
asintiendo bruscamente, aunque Sebastian vio la preocupación en los ojos de su
amigo. Él y Marlowe se habían separado dos años atrás en términos precarios.
Marlowe lo había acusado de ser demasiado imprudente con su propio ser
después del incendio en Rylestone Hall, cuando él se había precipitado en el
castillo en llamas para rescatar a un cerdo descarriado (no exactamente la
decisión más sabia que había tomado alguna vez). Marlowe tenía un argumento
válido, pero era más bien como el cazo diciéndole negro al hervidor, ya que
Marlowe tenía un montón de sus propias inclinaciones autodestructivas. Desde
entonces habían hecho las paces durante las breves vacaciones de Marlowe a
Italia un año atrás, pero Sebastian no podía dejar de pensar que había defraudado
a su amigo de nuevo. Sin embargo, por una vez, no era por su culpa.

Incluso Marlowe había acordado que el duelo era necesario cuando sir
Oliver había hecho el desafío, no obstante. Marlowe era una de las dos personas
en el mundo, además de él mismo, que estaba seguro que el cargo contra él era
absurdo. Conocía el secreto de Sebastian, después de todo.

—Intenta no ser volado en pedazos, muchacho —murmuró Marlowe


cuando Sebastian se acercó a la marca designada.

—Procuraré no hacerlo —respondió irónicamente—. Mi ayuda de cámara


se las vería negras con las manchas.

Se reunió con sir Oliver en la marca y reconoció al hombre con una


reverencia excesivamente cortés, lo que pareció desconcertarlo aún más. Se
voltearon espalda con espalda, luego marcharon los acordados once pasos de
distancia el uno del otro a través de la hierba húmeda.

Hablando de manchas. Le frunció el ceño al rocío adhiriéndose a sus botas.


Una cosa que detestaba sobre los duelos era el rocío. Hacía estragos en sus
calzados.

Por supuesto, no necesitaría Hessianas relucientes si estaba pudriéndose


a tres metros bajo buena tierra inglesa.

Después de su undécimo paso, se dio la vuelta y se enfrentó a su oponente.


Sebastian sacudió la cabeza con lástima al ver qué lo recibió. Sir Oliver parecía
estar a punto de vomitar, pobre hombre. Alguien debería haberle informado que
Sebastian en realidad nunca había matado a un hombre durante su carrera como
el duelista reinante de Londres.

Había desfigurado, en una ocasión particularmente memorable, pero nunca


matado.

—Su tiro, lord Manwaring —le informó el coronel Firth.


Sebastian le dio al segundo de sir Oliver una larga mirada glacial mientras
inclinaba la pistola. La levantó y apuntó brevemente hacia las regiones inferiores
del coronel Firth, haciendo que los ojos del hombre se ensancharan y su rostro se
sonrojara todavía más. Firth obviamente estaba familiarizado con el sangriento
resultado del primer y más infame duelo de Sebastian.

Se preguntó si podría salirse con la suya disparándole al coronel, una


pérdida de buen aire inglés si alguna vez hubo uno. Las balas se desviaban del
blanco todo el tiempo.

Sin embargo, sus balas no. Todo el mundo sabía que desde ese primer
duelo horroroso todos esos años atrás, las balas de Sebastian iban precisamente
a donde él quería que fueran. Era un excelente tirador. De hecho, había sido
francotirador durante la guerra. Tenía una espantosa cantidad de sangre francesa
en sus manos.

El coronel también sabía esto, y sospechaba que así mismo lo hacía sir
Oliver, como lo demostraba el sudor que corría por sus sienes a pesar de la fría
mañana de noviembre cuando Sebastian apuntó su pistola a la cabeza del
hombre.

Realmente no era correcto de su parte el alargar el momento, pero no pudo


evitarlo. Sir Oliver merecía sentirse muy incómodo de hecho por incordiarlo y
arruinarle sus botas. Debería haber rozado el hombro del hombre, por lo menos,
por ser semejante ciego idiota cuando se trataba de Rosamund.

Pero al final, Sebastian levantó la pistola hacia el cielo y apretó el gatillo.


La guerra le había dado un disgusto permanente por el derramamiento de
sangre. No tenía ningún deseo de crear más.

La mandíbula de sir Oliver cayó abierta.

Sebastian bajó su pistola humeante a su lado y cuadró los hombros,


retando con los ojos a sir Oliver a liquidarlo.

—¿Sir Oliver? —dijo Marlowe bruscamente—. Su tiro.

Le tomó un momento a sir Oliver recuperar la suficiente entereza para


responder.

—Sí, por supuesto. Claro. —Levantó la pistola en dirección a Sebastian.


Ésta se tambaleó.

Sebastian gimió internamente, con hielo llenando sus venas. Así que el
hombre no iba a hacer lo correcto y errar el disparo intencionalmente. Y los
inestables eran los peores. En su experiencia, la mayoría de las veces la bala salía
desviada, pero de vez en cuando aterrizaba en algún lugar que podría causar una
gran cantidad de dolor y desastre.
Sinceramente esperaba que sus sesos no fueran a fertilizar Hyde Park.

El disparo explotó a través de la quietud de la mañana, resonando en sus


oídos. Él cerró los ojos. No pudo evitar ese breve gesto de cobardía. No quería
morir. Verdaderamente no lo hacía. Todavía no. No en un campo de duelo en
Hyde Park, como un personaje salido de algún mal melodrama francés.

Era un sentimiento que no habría sentido seis meses atrás. Siempre había
sido tan descuidado con su vida, pero con la muerte de su tío, algo dentro de él
había cambiado. El mundo, una incolora y tormentosa prisión durante tanto
tiempo, había comenzado a cambiar a su alrededor. O tal vez él había comenzado
a cambiar. Había empezado a ver belleza donde no había habido nada salvo
miseria, y posibilidades donde no había habido nada salvo callejones sin salida.

Los sentimientos eran demasiado nuevos y frágiles para confiar en ellos,


pero no estaba listo para renunciar a ellos todavía.

Y cuando cerró los ojos, el recuerdo de otro par de ojos, color esmeralda,
penetrantes, pasó por su conciencia, haciendo que su corazón se estrujara.
¿Alguna vez vería esos ojos otra vez?

Escuchó el zumbido de una bala pasar por encima de su cabeza, el silbido


del aire agitando su cabello.

Entonces el mundo a su alrededor quedó inmóvil. Momentos después, el


tosco graznido de un cuervo pasando por encima rompió el silencio. Él estaba
vivo.

Abrió los ojos.

Sir Oliver simplemente lo miraba fijamente con una mezcla de frustración


y alivio, agitando su pistola humeante con rabia a través del aire.

El coronel Firth parecía decepcionado de que nadie estuviera sangrando.

—Esto no ha terminado, Manwaring —gruñó el hacendado.

Sebastian puso los ojos en blanco. Por supuesto que no.

Lanzó a un lado la pistola con disgusto, le dio al hombre su reverencia más


profunda y más insolente, y salió pavoneándose del campo. Nadie habría
sospechado por su arrogante andar que sus piernas se sentían de la consistencia
aproximada de la mermelada. Pero que lo condenaran tres veces si iba a darle a
sus oponentes la satisfacción de verlo desmoronarse. Consiguió recorrer todo el
camino hasta el carruaje de dos caballos de Marlowe a la espera antes de que su
cuerpo lo traicionara. Sebastian temblaba tanto que Marlowe tuvo que alzar
subrepticiamente a su amigo hasta el vehículo por el fondillo de sus pantalones
de gamuza. Una indignidad de lo más inconveniente.
Marlowe se deslizó a su lado y fustigó a su montura para ponerse en
movimiento, dejando Hyde Park detrás de ellos. Cuando estuvieron a una
distancia segura de sir Oliver y el coronel, detuvo el carruaje y buscó en su solapa,
sacando dos puros de celebración. Sebastian tomó ambos, los encendió y le
devolvió uno a Marlowe con una temblorosa mano.

Marlowe le dirigió una mirada irónica después que habían fumado en


silencio por un momento.

—Ese estuvo muy cerca, Sherry —dijo Marlowe arrastrando las palabras,
usando el apodo que le había dado a Sebastian tiempo atrás en Harrow y
siguiendo su habitual indiferencia por las reglas básicas de la gramática.
Marlowe amaba sonar como si hubiese sido criado en el Seven Dials 3 y
aprovechaba cada oportunidad que podía para descuartizar el inglés del rey.

Sebastian gruñó y buscó la omnipresente petaca de Marlowe por debajo


del asiento. Tomó un saludable sorbo de whisky escocés, luego otro, disfrutando
del lento ardor del licor que bajó por su garganta, de la forma en que lo calentó
hasta la punta de los dedos y calmó sus temblorosos nervios. Le pasó la petaca a
Marlowe.

—He terminado con los duelos, Marlowe —declaró—. Juro que es mi


última cita al amanecer.

Marlowe parecía escéptico ante este pronunciamiento.

—Sabes que sir Oliver tomará el hecho de que hayas errado el tiro
intencionalmente como prueba de tu culpabilidad —dijo él después de un
generoso trago de su petaca.

—¿Entonces debería haberle disparado a través del corazón? ¿Y eso qué


habría demostrado? ¿Mi inocencia? —Resopló—. Nadie me creerá inocente, sin
importar lo que haga.

—Cierto. Un condenado aprieto. Y por una vez, no eres la causa.

—La ironía no se me escapa, te lo aseguro.

—Hemos superado cosas peores, sabes.

—Si estás tratando de hacerme sentir mejor, ni te molestes. —Se apoderó


de la petaca y se terminó el whisky—. Esta no era la clase de bienvenida que había
imaginado.

3Seven Dials: una de las encrucijadas más famosas de la ciudad de Londres, ubicada al norte de
Covent Garden. El diseño del área consistía en 7 calles que convergían todas en un mismo punto,
permitiendo construir un número mayor de propiedades con gran área de espacio frontal. La
zona empezó a deteriorarse y fue convirtiéndose con los años en refugio de muchos
“indeseables”. A finales del siglo XVIII y durante el siglo XIX el área ya era sinónimo de mucha
pobreza.
—¿Qué dices de un viaje a Blancos? Poner todo en perspectiva una vez
que estés cegado y podrido en alcohol. Al menos a mí me funciona.

—Tentador —mintió Sebastian. Sí quería emborracharse, pero no en su


club. Lo había intentado ayer, y eso había terminado con él mirando a sir Oliver
por el campo de duelo. Sin duda, los clientes de Blancos estaban ansiosamente a
la espera de los resultados del duelo. Sin el conocimiento de Sebastian, una tanda
de apuestas había comenzado tan pronto como había puesto un pie en suelo
inglés.

No había sido consciente de los rumores que circulaban acerca de él hasta


que Marlowe lo había encontrado la noche de ayer y le había informado de ellos.
Pero definitivamente había sido consciente de los murmullos a sus espaldas, las
sonrisas de complicidad enviadas en su dirección por los engreídos dandis y las
amenazadoras miradas de desaprobación otorgadas a él por la pomposa vieja
guardia.

Uno podría pensar que él, de todas las personas, estaba acostumbrado a
ser el objeto de chismes e insinuaciones. No lo estaba. Al menos, no cuando él
mismo no estaba seguro de la causa.

Y pensar que había ansiado volver a casa. Se había olvidado del montón
de aburridos, hipócritas y pretenciosos estrechos de miras que eran sus pares.

—Pero le hemos prometido a Montford que nos daríamos una vuelta por
allá —le recordó a Marlowe—. Quiero ver a mi chica.

Sebastian no se refería a la nueva hija de Montford, ni a su esposa ni a


ningún miembro de la casa del duque. Se refería a su única posesión en el mundo
además de su vestuario: Su pianoforte Broadwood hecho a la medida, que había
dejado de muy mala gana en posesión del duque mientras él estaba en el
extranjero. Sus dedos estaban ansiosos por volver a familiarizarse con el suave
teclado de marfil y ébano. Ningún otro pianoforte tenía su acción mágica y su
sonido.

Con un suspiro, Marlowe azotó sus caballos al trote, sabiendo cómo se


sentía Sebastian por su Broadwood.

—Al menos Monty es bueno por su whisky —dijo Marlowe


sombríamente, el puro colgando descuidadamente de su boca.

—¿Qué ha hecho ahora su alteza? —exigió Sebastian.

—¿Recuerdas que Monty siempre era un condenado aburrido y


obstinado?

Sebastian sonrió con afecto.

—Oh, lo recuerdo.
—Bueno, ahora es un condenado aburrido, obstinado y casado. Con una
mocosa.

—Ya veo.

—No, no lo ves. Monty está chiflado por su esposa. Y por su mocosa.

—Tú tienes dos mocosas propias, ¿recuerdas?

Marlowe suspiró pesadamente, como si quisiera decir: ¿Cómo podría


olvidarlo? ¿Cómo podría alguien de hecho olvidar a las gemelas del vizconde una
vez que tenía la mala suerte de conocerlas? Los engendros del demonio de
Marlowe eran las niñas de ocho años más maleducadas, descaradas, taimadas y
crueles de toda Inglaterra. Marlowe normalmente trataba de mantenerlas en
cuarentena en el campo para proteger a la población en general, pero en este
momento estaban merodeando en Londres, sin duda tramando algo ruin.
Sebastian las adoraba.

—De todos modos, ¿cómo están Beatrice y Laura en estos días? —


preguntó Sebastian inocentemente.

Marlowe lo fulminó con la mirada.

—No quiero hablar de ellas —murmuró.

Sebastian le sonrió ampliamente a su amigo y se relajó de nuevo en su


asiento. La única cosa que por el momento no lamentaba de que estuviera de
vuelta en suelo inglés era la compañía de sus dos mejores amigos. Incluso había
echado de menos los mohines de Marlowe durante los dos años de su exilio…
una desesperada situación de hecho.

Sólo esperaba que los Blanchard no hubiesen arruinado sus posibilidades


de finalmente establecer una felicidad más permanente en Inglaterra incluso
antes de haberse sacudido lo último de tierra levantina de sus botas: Una
felicidad más permanente que había esperado, tal vez un día, compartir con la
única mujer que había deseado en la vida.

Eso parecía poco probable ahora, lo que no debería sorprenderle, dada su


desgraciada suerte. Pero la inevitabilidad de la situación no hacía que le doliera
menos. Con su tío muerto, él había empezado a desear lo imposible.

Procuraría no cometer ese mismo error de nuevo.


DOS
Cuando Las Hessianas De Nuestro Héroe Tienen Una
Ignominiosa Muerte

Traducido por Otravaga

Corregido por Flochi

L
a residencia del duque de Montford ocupaba una manzana entera
de Mayfair, así que no era exactamente difícil de encontrar, incluso
con Marlowe a cargo de las riendas. La residencia era llamada
Hogar Montford, pero esa denominación era un abominable eufemismo.
Austero, imponente, hecho de colosales piedras gris pizarra y altísimas columnas
corintias, era más bien un palacio, construido para impresionar y asombrar al
espectador en lugar de ser agradable a la vista. En el interior se alojaba un museo
de antigüedades y preciosas obras de arte, una biblioteca para rivalizar con la
Bodleiana4, y suficientes retratos lúgubres de los últimos antepasados Montford
como para embrujar varias residencias.

En pocas palabras, era el tipo de lugar en el que debería haber vivido


alguien de la realeza… si algún miembro de la realeza tuviera la riqueza de
Montford.

Y no la tenían.

Montford era el hombre más rico del país, y Sebastian no tenía ningún
problema teniendo un mejor amigo tan influyente. Montford, aunque
notoriamente abstemio él mismo, siempre tenía la mejor colección de whisky
escocés al sur de Edimburgo, e incluso había aceptado abastecerse de Cerveza
Honeywell, ahora que se había emparentado con esa familia.

Sebastian planeaba pasar por el aparador de Montford tan pronto como


fueran conducidos al cavernoso vestíbulo frontal con techo abovedado por
Stallings, el mayordomo de Montford con el rostro permanentemente adusto.
Pero Stallings les informó en su tono escrupulosamente educado que su gracia
no estaba en su biblioteca llevando a cabo sus asuntos habituales, sino más bien
en el tercer piso.

4 Bodleiana (Bodleian Library, en su nombre original inglés): principal biblioteca de investigación


de la Universidad de Oxford. Es una de las más antiguas de Europa, y en Inglaterra sólo la supera
en tamaño la Biblioteca Británica.
En la guardería.

Montford nunca había estado en un lugar distinto a su biblioteca en todas


las visitas que Sebastian le había hecho en los últimos años, y la guardería sin
duda era el último lugar en el que se habría imaginado que el duque pudiera
estar.

—No me gusta el sonido de esto —murmuró Sebastian mientras


desdeñaban la reticente asistencia de Stallings (Stallings nunca los había
aprobado) y empezaban a subir por la escalera en busca de su antiguo amigo.

—Ni a mí —murmuró Marlowe en respuesta.

Sebastian tenía una terrible sospecha de que habían cambiado más cosas
de las que esperaba en los dos años que había estado lejos. Por supuesto que sabía
que Montford se había hecho con una esposa. El propio Sebastian había estado
involucrado en cierta manera en arrejuntar al duque y a la duquesa allá en
Yorkshire. Y sabía que su amigo también se había hecho con una hija, algunos
meses después de que Sebastian hubiera dejado Inglaterra. Las cartas de
Montford estaban llenas nada más que con los logros más recientes de su hija.
Como todavía no tenía un año de edad, los logros que provocaban tales elogios
por parte del duque incluían cosas como parpadear, mover los dedos de los pies
y darse la vuelta.

Sebastian había asumido que el duque estaba borracho cuando escribía


esas tonterías. Eso o que había olvidado que estaba escribiéndole a Sebastian
Sherbrook, el Peor Libertino en Londres, no a una tía solterona.

Montford era a todas luces un modelo de virtud cristiana en estos días.


Teniendo en cuenta cuán endemoniada fue una vez Astrid Honeywell, ella había
hecho lo imposible y había logrado convencer a su marido, una vez irreligioso,
de asistir regularmente a los servicios dominicales con ella. Sebastian estaba
secretamente orgulloso (y ni un poquito celoso) de la restauración espiritual de
su amigo, pero esperaba que Montford no hubiera sido del todo domesticado por
su esposa. No obstante, las esperanzas de Sebastian se desvanecieron cruelmente
cuando él y Marlowe entraron en la guardería. El duque de Montford yacía en el
centro de una habitación empapelada en damasco rosa, aferrando a una bebé
pelona, chillona y desnuda contra su pecho. Su una vez resplandeciente chaqueta
de seda estaba sospechosamente manchada y su rostro normalmente estoico
estaba tenso con algo parecido al pánico ciego.

Mecía a la bebé torpemente en su brazo en un intento por calmarla, pero


la acción sólo parecía agravar la situación. El berreo se convirtió en un chillido
completo.

Claramente la bebé había heredado el temperamento de su madre.


Cuando Montford los vio en la puerta, pareció aliviado, como si pensara
que ellos estaban dispuestos a rescatarlo de su aprieto.

Sebastian ciertamente no lo estaba. Intentó salir de la habitación. La vista


y el sonido de la bebé desnuda, sin mencionar el caso de irritabilidad de
Montford, eran suficientes para que Sebastian quisiese posponer su reencuentro
incluso con su amada Broadwood. Y el olor dulzón a talco y a… bebé, supuso
(dulce inocencia fresca enfatizada por el olorcillo a pañales sucios) le daba ganas
de emprender una retirada todo el camino de vuelta a Levante.

Pero Marlowe agarró su manga y le lanzó una mirada que claramente


decía que lo mataría si Sebastian lo dejaba a solas con este loco y su hija.

—¡Sebastian! —vociferó Montford con el fin de hacerse oír sobre el bebé—


. ¡Te las arreglaste para conseguir que no te volaran la cabeza, por lo que veo!

—Gracias por tu preocupación —contestó Sebastian, aunque la ironía que


pretendía más bien se perdió por tener que gritar su respuesta.

—¿No tienes una nana? —gritó Marlowe.

—La tenía. ¡Pero le despedí! —gritó Montford en respuesta.

—¡La despediste! Querido Dios, ¿te has vuelto completamente loco,


hombre? ¡Nunca despidas a la nana! —exclamó Marlowe.

—Era incompetente —respondió el duque altaneramente, mientras la bebé


recuperaba el aliento para otra ronda—. Hizo que Amy llorara.

—Y tú estás haciendo un trabajo tantísimo mejor —contestó Marlowe.

Montford meció a la bebé un poco más e hizo algunos sonidos dudosos


para acallarla que un dragón podría haber hecho con sus crías, sin ningún efecto.

—Estaba tratando de cambiarla. Estaba mojada. Pero no podía encontrar


la manera de ponerle su… eh, prenda. —Hizo un gesto hacia una mesa donde
yacía un pañal. El hombre ni siquiera podía dignarse a decir la palabra, como si
al hacerlo estuviera preservando su dignidad. Sebastian quería informarle a
Montford que su dignidad estaba a medio camino de las Indias Orientales para
este momento y era poco probable que volviera pronto.

—No me mires a mí. Yo jamás despedí a mi nana —dijo Marlowe, con las
manos elevadas en señal de rendición.

—Ni a mí —dijo Sebastian. Estudió a la bebé, cuyo rostro estaba


empezando a parecerse al de un coronel Firth con apoplejía. Eso no podía ser
bueno—. A lo mejor está enferma.

—¿Tú crees? —Montford miró fijamente a su hija con semejante expresión


de preocupación que Sebastian deseó que hubiese mantenido la boca cerrada.
—O simplemente tiene frío —sugirió rápidamente—. Está desnuda. Eso
no puede ser agradable.

—Cierto, cierto. Frío. Caray, ¡será mejor que no esté enferma! Astrid me
castraría.

¿Caray? ¿En serio? Sebastian no podía recordar tal palabra ridícula


pasando alguna vez a través de esos altivos labios ducales, ni siquiera cuando de
niños habían estado juntos en Harrow. ¿Qué le había hecho Astrid Honeywell al
pobre hombre?

El duque lanzó una mirada por la habitación frenéticamente como si


buscara una solución en las paredes rosadas. Se puso en camino a una cómoda,
se detuvo y se volteó de nuevo a ellos.

—Ten —dijo, empujando a la mocosa llorona en los brazos de Sebastian—


, sostenla mientras encuentro algo que ponerle.

Sebastian estaba demasiado alarmado para hacer otra cosa que aceptar el
inquieto paquete, colgándolo a la distancia de su brazo. Eso tenía la piel rosada,
era de la temperatura de un vaso de agua caliente, y era tan suave y frágil como
las alas de una mariposa.

Estaba aterrado de que fuera a dejarle caer.

Entonces la criatura llorona hizo una cosa asombrosa. Levantó la mirada


hacia él con grandes ojos azul plateado y esbozó una sonrisa desdentada, su
horrible gimoteo cesando en un instante.

—¡Que me condenen! —susurró Marlowe.

Montford, que había ido a buscar una manta rosada (¡rosada!) se quedó
mirando a Sebastian con incredulidad. Luego rápidamente obsequió a Marlowe
con una muy familiar expresión irritada.

—No maldigas enfrente de mi hija, bastardo.

Marlowe tuvo la delicadeza —bastante sorprendentemente— de no


señalar el propio desliz del duque.

Montford se acercó a Sebastian y a la niña como si estuviera caminando


sobre cáscaras de huevo.

—Parece que le gustas.

—No es de sorprender —interrumpió Marlowe con sequedad—. Las


mujeres siempre están locas por nuestro Sebastian. Es el cabello. Y sus bellos ojos.

Sebastian puso esos bellos ojos en blanco.

Montford arrojó la manta.


—Ten. Envuélvela en esto.

Sebastian movió a la niña al pliegue del codo y tomó la manta. La envolvió


torpemente alrededor del pequeño cuerpo regordete de la bebé hasta que parecía
una atiborrada salchicha bávara cruda y trató de tendérsela de nuevo a su padre.
La criatura de inmediato empezó a dar la alarma ante la idea de ser separada de
los brazos de Sebastian.

Sebastian estaba empezando a ver de qué lado soplaba el viento, y no era


a su favor.

—Oh, no. No, no, no —murmuró Sebastian, rogándole en silencio al


duque con sus ojos.

Montford sonrió ampliamente y se alejó lentamente.

—Oh, sí.

Sebastian dio un suspiro atormentado y alzó a la bebé de modo que


quedara situada contra su pecho. Ésta rápidamente agarró uno de sus relojes de
bolsillo y comenzó a retorcerlo entre sus rechonchos deditos húmedos. Gorjeó
con satisfacción.

Montford y Marlowe observaban esta payasada con expresiones


aturdidas.

—¿Qué se supone que debo hacer ahora? —exigió Sebastian.

—Sólo cárgala, por el amor de Dios —dijo Montford—. Ella ha estado


llorando durante horas.

La bebé comenzó a manosear su pañuelo de cuello, jalándolo de sus


almidonados pliegues. Él gimió. Como si sus botas manchadas de rocío no fueran
suficiente. Crick había pasado su buena media hora planchando su pañuelo esta
mañana, y quejándose de ello, y no estaría contento de verlo tan abusado.

Montford pasó una temblorosa mano por su cabello.

—Necesito un trago.

—Igual que yo —murmuró oscuramente Sebastian. No era como si casi


hubiese tenido su cabeza volada media hora atrás ni nada parecido.

Se movió para poner a la bebé en su cuna, pero Montford lo detuvo. Esto


sólo seguía empeorando cada vez más.

—No puedes esperar que lleve esto a rastras conmigo por todas partes —
protestó.

—Esto es una ella —dijo Montford en un tono frío—. Y la llevarás a rastras


por todas partes si quieres mi whisky escocés.
—Eres un cruel, cruel hombre —protestó Sebastian, pero siguió a sus
amigos por la puerta, agarrando el pequeño paquete inquieto fuertemente contra
su pecho. Éste, ella, olía como aire fresco e inocencia, y su aliento era caliente y
pegajoso contra su cuello. Sintió una extraña punzada en las proximidades donde
su corazón una vez debía haber latido, y sólo podía suponer que era por terror.
A cada paso que daba estaba seguro que iba a tropezar y aplastar a la bebé contra
el duro suelo de mármol. Nunca había conocido un viaje más peligroso que aquel
en el que se embarcaba ahora, cargando a la gimoteante mocosa de Montford a
través de los grandes pasillos y los huecos de las escaleras del palacio del duque.

Casi sollozó de alivio cuando llegó a la seguridad de la biblioteca de


Montford sin incidentes. Se dejó caer en un diván, colocando a la criatura sobre
su rodilla y sujetándola firmemente con ambas manos para que ella no cayera
hacia su muerte prematura. La manta rosada comenzó a deslizarse fuera del
inquieto paquete de carne, y él trató en vano de reorganizar sus dobleces. La
bebé, sin embargo, no parecía preocuparse por su ropa.

Tal vez otra cosa que tenía en común con su madre. Pero Sebastian no era
quién para juzgar. Mucho.

Sebastian anhelaba el whisky que Marlowe había colocado sobre la mesa


frente a él, pero tenía demasiado miedo de apartar sus manos de la bebé. Todo lo
que podía hacer era contemplar el líquido ámbar con frustración e imaginar cómo
sabría. Estaba empezando a lamentar el estar tan agradecido por reunirse con sus
amigos.

—Entonces si todavía estás vivo, ¿cómo deja eso a sir Oliver? —preguntó
el duque, instalándose frente a él y terminándose su whisky de un solo trago. Los
ojos de Sebastian se estrecharon. Montford ni siquiera estaba usando un pañuelo
de cuello, y estaba bebiendo bebidas alcohólicas antes del mediodía. Estaba
arrugado, agotado y… completamente feliz con su suerte.

Marlowe estaba equivocado. La duquesa finalmente había tenido éxito


donde toda Inglaterra había fracasado. Ella de hecho le había sacado el palo del
culo al duque. Ya era hora, supuso Sebastian. No obstante, casi no podía mirar la
profunda satisfacción y la alegría casi vertiginosa en los ojos de Montford sin
querer golpearlo en el rostro. Nadie tenía derecho a estar tan asquerosamente
feliz.

Lo cual era injusto de su parte. Por supuesto que quería la felicidad de


Montford. Por supuesto que estaba contento de que Montford estuviera tan
anticuadamente enamorado de su esposa y del pequeño paquete regordete
retorciéndose en este momento en su rodilla. Por supuesto que lo estaba. Si
Sebastian no podía ser feliz, y si Marlowe era demasiado inconsciente para
preocuparse por algo aparte de su hábito de beber, entonces al menos uno de
ellos debía encontrar alguna satisfacción en la vida.
Pero su parte egoísta, esa oscura parte de él, estaba alzando su fea cabeza.
Veía la alegría en los ojos de Montford y recordaba la terrible esterilidad de su
propia alma.

Estaba celoso.

Estaba celoso, porque sabía que nunca tendría lo que tenía Montford, esta
bonita, pequeña y asquerosamente perfecta felicidad doméstica. Ni siquiera
podía tocar a una mujer sin que su auto desprecio se envolviera a su alrededor
como una mortaja.

Sebastian lanzó la precaución al viento, equilibró a la bebé sobre su rodilla


con una mano y tomó el whisky en la otra. Apuró la bebida, sintiendo el líquido
quemar su conocido camino por su garganta.

No podía recordar por qué estaba contento de que hubiera sobrevivido al


duelo en ese momento. Mucho menos por qué había regresado a Inglaterra.

Nada iba a mejorar jamás.

—Erré el disparo intencionalmente —dijo Sebastian con un derrotado


suspiro.

Montford arqueó una ceja.

—Por supuesto. Pero sabes que él no se dará por vencido.

—Lo sé. Pero, ¿qué voy a hacer? ¿Casarme con la muchachita? No tengo
un mocoso con ella. —Él sonaba consternado, incluso ante sus oídos
predispuestos. Y estaba consternado. Condenadamente enojado y echando
chispas. Blanchard lo estaba arruinando todo—. Es una cuestión de principio, en
este punto. No me casaría con ella ni que sir Oliver me pusiera una pistola en la
cabeza.

—Creo que has demostrado eso bastante claramente —murmuró


Montford.

Amy eligió ese momento para jalarle el cabello a Sebastian. Miró a su carita
arrugada y su corazón (lo que pasaba por uno, de todos modos) tironeó en su
pecho. Ella era tan exquisitamente desagradable e inocente y apreciada que
Sebastian pensó que debía ser la criatura más hermosa que había visto en la vida.

Gruñó, con la esperanza de que nada de su sensiblería se mostrara en su


rostro.

—¿Dónde está la madre de esto, de todos modos? ¿No debería estar aquí,
asegurándose de que uno de nosotros no eche a perder a su hija?

—La madre de ella salió —dijo Montford rígidamente—. Ella y lady


Manwaring están visitando una agencia inmobiliaria, o alguna tontería de esas.
Sebastian contó hasta diez antes de responder de modo que su voz fuera
firme.

—¿Lady Manwaring, dices?

Montford estudió a Sebastian más escrupulosamente de lo que hubiera


querido.

—Sí. Son amigas íntimas en estos días, y salieron a alguna obra de caridad.

Sebastian resopló.

—A mi esposa y a la marquesa se les ha metido en la cabeza, junto con la


hermana de Marlowe, el abrir un hogar para mujeres desafortunadas. —La
desaprobación en la voz de Montford se mezclaba con admiración.

—Suena terrible —murmuró Sebastian, aunque por dentro estaba de


acuerdo.

—Mujeres —resopló Marlowe con desdén desde su posición


desparramada—. O, más bien, las mujeres, como mi hermana, la duquesa, y tu
querida tía Katherine, no son nada más que problemas. Demasiadas cosas
ocurriendo en el piso de arriba, verán. —Marlowe señaló a su propio cráneo
bastante magnífico—. La inteligencia en una mujer genera desesperación para
todos.

Sebastian resopló. Si la hermana de Marlowe hubiese escuchado las


palabras de su hermano, estaría aporreando ese magnífico cráneo con un ladrillo.
Ya había ocurrido antes, y sin duda volvería a ocurrir, ya que Marlowe era
incorregible.

Montford sonrió furtivamente.

—Quizás.

—Sometido es lo que eres —respondió Marlowe con un puchero.

La sonrisa de Montford se transformó en una sonrisa burlona.

—Maravillosamente sometido, caballeros. Deberían probarlo alguna vez.

—No me interesan ese tipo de cosas —dijo Marlowe malhumoradamente.

Montford puso los ojos en blanco.

—Sabes que no me refiero al sometimiento real, o al menos espero que lo


hagas. Tu mente es un lugar aterrador, Marlowe. Me refiero al matrimonio.

—A eso me refería —murmuró Marlowe—. Matrimonio. No, de hecho. Lo


intenté una vez, y mira a dónde me llevó.

La sonrisa de Montford se volvió tensa en los bordes.


—Me refiero al matrimonio con la mujer adecuada. No esa insípida bruja
infiel que tu familia te impuso. Mi Dios, Marlowe, ¿qué estabas pensando,
casándote con esa mujer?

Un duro y extraño destello apareció en los ojos verdes de Marlowe que


Sebastian nunca antes había visto. Por otra parte, mucho más que el tamaño de
la cintura de Marlowe había cambiado en su ausencia. O tal vez estar alejado
durante dos años le había dado a Sebastian una nueva perspectiva sobre su
amigo. Cuando Marlowe lo había visitado en Italia el año pasado, Sebastian había
vislumbrado la infelicidad que acechaba bajo la delgada fachada de lánguido
libertinaje de su amigo. Pero ahora esa fachada parecía incluso más delgada.

La horrible idea de que Marlowe en realidad se había preocupado por la


mujer con la que se había casado y que había enterrado todos esos años atrás pasó
por su mente, pero la descartó inmediatamente. Marlowe había odiado a su
esposa tanto como su esposa lo había odiado a él. Sin embargo, Sebastian podía
notar que este tema de conversación estaba molestando al vizconde aún más de
lo que normalmente lo hacía.

—No estaba pensando. ¿Qué quieres que te diga? Pero mi experiencia con
Caroline fue suficiente para alejarme del matrimonio para siempre. Eso no es
para alguien como yo. Pero tal vez… —Echó una mirada en dirección de
Sebastian.

Oh, no. Sebastian conocía a Marlowe demasiado bien como para no saber
con precisión lo que su amigo estaba tramando: Desviar la atención lejos de sí
mismo y hacia él. El vizconde siempre hacía esto en momentos de crisis personal.
Bastardo.

Le frunció el ceño a Marlowe.

—¿Tal vez qué? —desafió.

Marlowe se encogió de hombros con indiferencia y terminó su whisky.


Sebastian miró de Marlowe a Montford, y de vuelta. Ambos parecían demasiado
inocentes.

Sacudió la cabeza con firmeza.

—Oh, no, yo no. Acabo de enfrentarme en un duelo ilegal para no tener


que casarme.

—Hay otros peces en el estanque —comentó Montford con una diabólica


inclinación de sus labios.

—Están chiflados. Ustedes dos saben que no puedo… simplemente no


puedo. —Hizo ademán de levantarse de su asiento con agitación, antes de
recordar a la bebé en sus brazos—. Nunca me casaré, y ambos lo saben —insistió.
Hacía tiempo que había jurado no imponerse a sí mismo ni sus
limitaciones a ninguna mujer. Sus amigos no necesitaban saber que por un
momento había cambiado de idea sobre el tema después de tantos años. Eso sólo
los confundiría. Además, los Blanchard más o menos habían destruido su único
rayo de esperanza en ese frente. Katherine ahora ni siquiera lo tomaría en cuenta
con este último antecedente en su contra.

No es que quisiera que ella lo tomara en cuenta.

—Por supuesto —dijo Montford con un borde ligeramente dudoso en su


voz que hizo que Sebastian apretara los dientes. Tal vez no era tan bueno en
ocultar sus sentimientos como había pensado.

—E incluso si quisiera, que no lo hago, ¿quién demonios me aceptaría? Este


desastre con Blanchard ha ennegrecido mi reputación más allá de la reparación.
Estoy tan arruinado como una prostituta en el Seven Dials.

Montford parpadeó ante el oscuro tono de Sebastian.

—Estás realmente alterado, ¿cierto?

—Por supuesto que estoy alterado. Maldita sea… —Hizo una mueca ante
la mirada de advertencia de Montford en dirección de Amy—. Quiero decir,
¡porras! Estoy cansado de ser considerado el peor libertino que este país ha visto
alguna vez sin ninguna buena razón. Volví aquí, esperando por Dios que me
hubiera quedado lejos el tiempo suficiente para que la gente sólo… bueno, dejara
de hacer tanto escándalo respecto a mí. Pero, ¿qué encuentro en su lugar? Un
hacendado airado apuntando una pistola a mi corazón. Difícilmente un
comienzo prometedor.

Marlowe estaba mirándolo boquiabierto.

—No me digas que realmente te estás reformando.

Sebastian se burló.

—¿Yo? ¿Reformarme? El mundo no me permitiría hacerlo. Nada en mi


pasado me permitiría hacerlo.

—Deja de culpar al mundo o al pasado —dijo Montford en voz baja—. Tú


no te permites ser feliz. Nadie te detiene, sólo tú mismo.

Sebastian sintió que su columna vertebral se tensaba.

—Estás equiparando la felicidad al estado del matrimonio. Falsa lógica.

—A la mujer adecuada…

Se puso completamente de pie. Era hora de irse.


—Oh, por el amor de… no hay una mujer adecuada para mí. Nunca la
habrá. —Mentiras, todas mentiras—. Y encuentro esta conversación de lo más
irritante.

—Si dejas caer a mi hija, Sebastian, te arrancaré la cabeza —dijo Montford,


avanzando a zancadas hacia él e intentando sacar a la criatura del agarre de
Sebastian.

Ella empezó a gritar inmediatamente. Sebastian le arrebató a Amy de


vuelta y la meció de arriba abajo como le había visto hacer antes a Montford. No
había funcionado para Montford, pero funcionó para él.

—Tal vez ha encontrado a la mujer adecuada después de todo —dijo


Marlowe, observando la respuesta de la bebé a Sebastian—. A pesar de que ella
es un poco joven.

Montford le dio a Marlowe una dura mirada fulminante.

—Es bastante difícil hacer una salida dramática cargando a una criatura
—resopló Sebastian, volviendo a su asiento a regañadientes.

Marlowe se puso de pie de un salto y trató en vano de enderezar su mal


ajustado chaleco alrededor de la protuberancia en su barriga.

—Entonces yo lo haré por ti. Debo llegar a casa. Tengo algunos asuntos
que atender —mintió. El traidor. Le dio a Sebastian una significativa mirada—.
¿Nos vemos más tarde en Blancos?

—No me lo perdería por nada del mundo —murmuró Sebastian sin


entusiasmo.

Marlowe saludó a la habitación en general y salió con rapidez, como si


temiera una persecución.

—¿Qué es lo que pasa con él? Sólo se tomó un whisky —comentó


Montford cuando el vizconde había desaparecido—. Espero que no esté enfermo.

—Lo espantaste con tu charla del matrimonio. —Sebastian se quedó


mirando tristemente la cálida brazada rosada que le había impedido huir con su
amigo.

—Él necesita una esposa —insistió Montford obstinadamente.

—Lo que él necesita es una institutriz —dijo Sebastian.

—Ha tenido casi una docena. La última de ellas se fue sin cabello. Las
gemelas metieron las manos en un bote de pegamento.

—Entonces no una institutriz. Un sargento instructor.

Montford hizo una mueca.


—Lo peor que se podría hacer sería enseñarles a esas gemelas suyas algo
acerca de la estrategia militar. Temería por Inglaterra.

Sebastian soltó una pequeña carcajada. Amy trató de imitarla. Él bajó la


mirada hacia la bebé con asombro. Ella le sonrió radiantemente, con burbujas de
saliva desbordando de sus labios. Era absolutamente repugnante.

—Es bastante sorprendente lo mucho que se ha apegado a ti —dijo


Montford—. Incluso cuando Astrid la carga llora la mayoría de las veces. Sí que
tienes un sentido especial con las mujeres, Sebastian.

—La señorita Blanchard ciertamente estaría de acuerdo —murmuró—. Sir


Oliver me amenazó con llevarme a los tribunales.

Montford suspiró con cansancio y se frotó las sienes.

—¿Bajo qué motivos?

—Sir Oliver dijo que, si no encontraba venganza en el campo de duelo, me


demandaría por incumplimiento de promesa.

—¡En serio! El hombre no tiene ni una onza de discreción.

—Tampoco su hija —señaló—. Pero no creo que sir Oliver sea el que
mueve los hilos aquí. Es la esposa. Ella es quien llevó a su hija a Italia. Una
intrigante, esa fulana.

—No le hiciste ninguna promesa a la muchachita, ¿cierto? —preguntó


Montford—. ¿No firmaste ningún documento?

Sebastian se sentía más bien dolido, pero sabía que Montford tenía que
preguntarlo.

—Por supuesto que no. Ni siquiera sabía el nombre de la muchachita hasta


que empezó a acosarme. Me crees, ¿verdad? —preguntó Sebastian.

Montford lo contempló durante un largo rato antes de contestar.

—Sí, te creo. Pero no importa lo que yo crea, ¿cierto? Ellos podrían


inventar tantas mentiras y forjar tantos documentos como quisieran, y les
creerían más que a ti, teniendo en cuenta tu reputación.

—Nunca debería haber vuelto a casa —murmuró Sebastian.

—Bueno, no es una coincidencia que la señorita Blanchard comenzara a


lanzar tu nombre como el padre de su hijo en el mismo momento en que
heredaste el título. Creo que los Blanchard tienen la impresión de que ahora eres
un hombre rico.

—Si mi querido tío me dejó un cuarto de penique más de lo que se suponía,


me sorprenderá —se burló.
—Deberías revisar el testamento —sugirió Montford—. O mejor aún,
pregúntale a Katherine. Ella de seguro tomará el té con la duquesa cuando
regresen.

Sebastian contuvo el aliento y trató de dominar su rostro a una expresión


impasible, pero dada la ceja arqueada del duque pudo ver que no fue del todo
exitoso. Montford sabía mejor que nadie que Sebastian tenía opiniones muy
fuertes con respecto a la esposa de su difunto tío. Pero Montford no sabía
exactamente cuáles eran esas opiniones. El propio Sebastian no entendía la
intensidad de la emoción que lady Manwaring evocaba en él.

Por lo general detestaba a las de su especie; ella era una dama inglesa
formal y correcta con agua helada corriendo por sus venas. Y él no tenía respeto
por una mujer que podía atarse a un hombre como su tío sólo por un título y el
pedigrí apropiado. No podía pensar en ninguna circunstancia que justificara tal
comportamiento, a pesar de que se hacía todo el tiempo. Por alguna estrambótica
razón, pensaba que Katherine debería haber sido más sensata, lo cual era
absurdo, ya que apenas la conocía. Sin embargo, le enfurecía que ella se hubiera
casado con su tío, y que su tío hubiera tenido el valor de casarse con ella o con
cualquier mujer en su condición. Y le enfurecía aún más que eso le preocupara
en absoluto.

Pero había algo inquietante acerca de lady Manwaring. Él se había


quedado atónito en el momento en que la había visto por primera vez (o más
bien, escuchado) en el pianoforte, interpretando el complicado tercer
movimiento de la Sonata Waldstein de Beethoven. Eso había sido años y años
atrás, cuando todavía era invitado a la ocasional velada musical respetable. Había
asistido para salir del aburrimiento habitual, pero no había estado aburrido
escuchándola. O mirándola. Ella era una pianista emotiva, era una pianista
hermosa, y era, en una palabra, impresionante. Un marcado contraste con la
autómata firmemente controlada en la que se convertía cuando no estaba detrás
de un piano, como aprendió más tarde.

Algo le había ocurrido a él esa noche. Algo había cambiado en su interior.


Sebastian no creía en el amor a primera vista. No había pensado hasta ese
momento que creyera en el amor, romántico o no, y punto. No después de lo que
le había sucedido a su madre. Y para darse un poco de crédito a sí mismo, él no
se enamoró a primera vista. Le llevó desde la primera vez que miró esos ojos color
verde esmeralda y sintió que su corazón se detuvo, hasta el otro lado de su sonata
favorita de Beethoven, cuando su corazón comenzó a latir de nuevo. Estuvo
perdido para siempre después de ese momento.

Cuando supo quién era ella sólo unos breves y dichosos momentos
después de su profunda epifanía, su corazón, tan recientemente recompuesto
durante la sonata, se había hecho pedazos una vez más. Y aún tenía que
recuperarse. Estaba seguro que su talento musical no había sido ninguna
coincidencia. Su tío siempre había sabido exactamente cómo herirlo más. Para su
tío no había sido suficiente con destruir a la madre de Sebastian; tenía que casarse
con una mujer que sabía que Sebastian habría codiciado, de no haberlo devastado
tan irreparablemente la muerte de su madre. Katherine era… perfecta para él, tan
peligrosamente. Ella, en tan sólo un puñado de minutos tocando el pianoforte, lo
había hecho reconsiderar su celibato autoimpuesto, lo había hecho desear por
primera vez en su vida.

Pero sin duda que ese lapso de diez minutos de buen juicio años atrás
había sido provocado únicamente por su competente interpretación de
Beethoven. Era tan raro que uno escuchara a una intérprete decente entre la alta
sociedad que había perdido la cabeza cuando una se había presentado a sí misma.
Su reacción no tenía nada que ver con sus ojos color esmeralda. O sus delicadas
manos de dedos largos. O la forma en que su cabello destellaba de un color
platino a la luz de las velas. O la forma en que tembló su labio inferior cuando se
lanzó al estrepitoso punto álgido del movimiento.

Nada en absoluto.

Y odiaba que su corazón se acelerara justo ante la mera posibilidad de


verla esta tarde. Él, sin duda, haría algo embarazoso. De nuevo. La última vez
que la había visto había sido en Yorkshire, cuando había corrido dentro de un
castillo en llamas para rescatar a un cerdo, todo porque había querido jugar a ser
su caballero de brillante armadura. Casi había quedado atrapado en las llamas y
tanta molestia sólo para ser atropellado después por el desagradecido cerdo justo
enfrente de ella.

—Creo que no. No tengo ningún deseo de ver a mi querida señora tía. —
Era semejante mentiroso—. Lo que me gustaría ver es mi Broadwood.

—Ah, sí. —Montford mostró una sonrisa burlona—. La metí en la sala de


estar. Espero que no te importe. Pensé que bien podría ganarse su cuidado
mientras poníamos un techo sobre su cabeza.

—¿Cómo está ella? —preguntó Sebastian con toda la preocupación de un


padre ansioso—. ¿Puedo verla?

Montford puso los ojos en blanco.

—Por supuesto. Procedamos.

Dejaron la biblioteca y se dirigieron por el pasillo hacia la sala de estar


formal. Sebastian no se dio cuenta hasta que estuvieron en el interior que había
perdido la manta rosada de Amy en el camino, y que la bebé ahora yacía
felizmente desnuda en sus brazos. La muy fresca.

Se quedó mirando a Amy con consternación, le echó un vistazo a su


Broadwood (su bebé) luego a Montford. Se moría de ganas de tocar las teclas,
pero no sabía cómo podría hacerlo con el blando paquete de carne en sus manos.
Trató de entregarle la bebé a su padre, pero Amy se aferró a él, llorando en
protesta.

—A ella realmente no le gustas mucho, ¿verdad? —observó Sebastian.

Montford le dio su característico ceño fruncido.

Sebastian se contentó con caminar hacia su propiedad más preciada e


inspeccionarla en busca de abolladuras, arañazos, grietas y polvo. Ella era una
magnífica pieza de artesanía, con tablas de palisandro brillando a la luz del sol,
con incrustaciones de flor de lis de madre perla. Como un enérgico joven en sus
primeras vacaciones en Londres desde Cambridge, había gastado su primera
gran victoria en los naipes en el pianoforte, encargándole su diseño al mejor
fabricante inglés. El instrumento le había costado cada centavo de sus ganancias,
cien guineas, pero ella había valido la pena. Había insistido en ampliar el teclado
a unas profanas seis y medio octavas, y extendido la longitud de la caja de
resonancia para reverberación adicional. Sebastian había tocado en muchos
teclados, pero ninguno tenía el toque mágico ni el sonido glorioso de su
Broadwood.

No le había mentido a sir Oliver. Si ella fuese una mujer, se casaría con
ella, y que Katherine Carlisle se fuera al demonio. Ella era así de perfecta.

Flexionó su mano izquierda debajo de las nalgas de Amy, sintiendo el


antinatural tirón del tejido cicatrizal alrededor de la vieja herida en la palma de
su mano. Era una pena que ya no pudiera tocar como lo hacía antes. Más que una
pena.

Se sentó en el taburete e inmediatamente se arrepintió. Amy parecía


encontrar un gran placer en golpear su puño sobre el do medio y sus vecinas.
Volvió a colocar su mano regordeta en la suya y comenzó a tocar los acordes
iniciales de una canción francesa subida de tono. Ella estuvo embelesada
inmediatamente.

—¿Qué estás tocando? —exigió Montford.

—Mozart —dijo él con una sonrisa.

—Si eso es Mozart, entonces yo soy el condenado arzobispo —murmuró


Montford.

—¿Quieres escuchar las palabras?

—¿Me arderán los oídos?

—Seguramente.

Montford miró a su hija con una expresión desgarrada.


—Mejor no. Ella está comenzando a hablar, sabes.

Sebastian levantó una ceja ante esta dudosa afirmación. Si el balbuceo


saliendo de los preciosos labios babeantes de Amy era un idioma, entonces era
uno con el que no estaba familiarizado.

—Como está en francés, creo que podemos asumir con seguridad que ella
no será corrompida en exceso.

—Toda esta conversación sobre corrupción en torno a mi hija —dijo una


voz brillante desde la puerta—, me pone claramente incómoda. Especialmente
viniendo de ti, Sebastian.

Montford sonrió como un tonto cuando su esposa entró con dificultad en


la habitación. La duquesa, de baja estatura, pelirroja, pecosa y tan arrugada como
siempre, estaba aún más redondeada de lo que recordaba. Sebastian parpadeó
ante su abdomen.

Bien.

Montford no había perdido el tiempo en ponerle otro mocoso a ella, por lo


visto. Estaba a punto de reventar y rebosante con la misma salud y satisfacción
que su esposo. Era nauseabundo.

Le lanzó a su marido una mirada descarada mientras arrojaba su sombrero


hacia una silla, errándola por completo, luego centrando su atención en
Sebastian, quien se levantó de la banqueta en señal de saludo. Los ojos de la
duquesa (uno azul, uno marrón) se ensancharon al ver a su hija presentada en
sus brazos.

—¿Qué demonios le has hecho a ella? —exigió con exasperación.

Sebastian no estaba seguro de si Astrid se estaba dirigiendo a Montford o


a él mismo, por lo que sabiamente optó por no responder.

Como si pudiera haberle contestado. Katherine apareció de repente detrás


de la duquesa, y todas las palabras inteligentes en su lengua se desvanecieron,
junto con su ingenio.

Era tan diferente a la duquesa como la luna lo era al sol, su única similitud
era su pésimo gusto en ropa. Ninguna de las mujeres sabía cómo vestirse, lo que
ofendía su afinada sensibilidad de sastre. Astrid siempre lucía como si hubiera
caído de una carreta, mientras que Katherine tenía todo el sentido de la moda de
una monja. Pero ni siquiera sus terribles vestidos ocultaban su belleza única.

Mientras que Astrid era un voluptuoso manojo de mujer pelirroja, lady


Manwaring era tan alta como la mayoría de los hombres y sombría, con el cabello
del color de los rayos de la luna. Astrid no podía quedarse quieta y nunca fallaba
en decir lo que pensaba. Katherine estaba siempre quieta, siempre tranquila,
como una noche de invierno iluminada por la luna en el extremo norte, con un
ingenio mordaz que cortaba hasta el hueso. Sólo sus ojos la delataban alguna
vez… y sólo en raras ocasiones.

Era una de esas raras ocasiones, porque lo miró directamente a los ojos
cuando entró por primera vez a la habitación, y esas profundidades esmeraldas
se iluminaron. La luz fue fugaz, inmediatamente sofocada detrás de su
arrogancia habitual, y se la habría perdido si no hubiera estado mirando con tanta
fuerza.

Su ritmo cardíaco se aceleró totalmente en contra de su voluntad. Lo que


ella le hacía.

Dos años de repente parecían toda una vida para él, y tuvo que
reconocerse la verdadera razón por la que había regresado a Inglaterra. Había
vuelto por ella, la única mujer que había deseado. A pesar de que la odiaba y ella
lo odiaba. A pesar de que ella nunca podría ser suya.

Se le quedó mirando como un condenado tonto, en una maraña de


emociones. Ciertamente él no la amaba… ¿cómo podría? Apenas la conocía, y lo
poco que sabía de ella no estaba en su haber… pero se sentía atraído hacia ella,
tan inexorablemente como la marea era atraída por la luna. Siempre lo hacía.
Tenía la inexplicable idea de que, si le decía todos sus secretos más oscuros, ella
lo entendería. Lo que era una completa locura. Ella (perfecta, intocable, virtuosa)
podía no saber nada de las profundidades de su vergüenza y desesperación. Si le
decía el menor de sus pecados, ella se apartaría con repulsión.

Y eso sería insoportable. Él prefería que su relación permaneciera tal y


como estaba, inexistente, a alguna vez acercarse a ella por más y ser rechazado.
Prefería que creyera en todos los rumores erróneos circulando respecto a él y que
lo odiara por ello, a tenerla sabiendo la verdad. La verdad era diez veces peor
que cualquier cosa que la prensa sensacionalista pudiera publicar.

Sólo podía esperar que nada de su confundido y amargo anhelo se


mostrara en la superficie. Nunca sería capaz de mantener la cabeza erguida de
nuevo si ella descubría cuán… ridículo lo volvía.

Entonces escuchó un sonido, como el golpeteo de agua goteando,


arrancándolo de sus negros pensamientos. Miró hacia el suelo, luego a la bebé
desnuda que sostenía con torpeza frente a él. Amy estaba probando en ese
momento por qué los pañales eran tan populares con el kit de un año de edad.
Ella acababa de arruinar una invaluable alfombra Aubusson.

Y sus botas definitivamente no iban a sobrevivir este día.

Bien.

Tanto para no hacer el ridículo.


TRES
Cuando La Marquesa Viuda De Manwaring Revela
Su Conocimiento De Una Ley Matrimonial Inglesa
Poco Conocida

Traducido por Otravaga y Lyricalgirl

Corregido por Flochi

Aldwych, Londres
Una hora antes de que las Hessianas de Sebastian fuesen
asesinadas

K atherine, lady Manwaring, siempre se sentía sumamente


incómoda en presencia del sexo opuesto. Y, Dios la libre, si por
casualidad un hombre atractivo caía dentro de su alcance, era
totalmente arrojada al mar. Siempre había sido así, desde el primero de sus
estirones repentinos a los ocho años. Ella había sido mucho más alta que sus
coetáneos, niños y niñas por igual, y había sido su objeto favorito de burla.

Sólo unos cuantos hombres la habían alcanzado de nuevo. Era


inconvenientemente alta, tan sólo un par de centímetros por debajo del metro
ochenta y tres, una cima que había alcanzado a la edad de diecisiete años. Para
empeorar las cosas, su cuerpo inconvenientemente alto tenía toda la variedad de
la forma de un larguirucho. No tenía senos de los que hablar, con extremidades
desgarbadas y rodillas nudosas. Incluso cuando había sido bruscamente iniciada
a la condición de ser mujer a la madura edad de quince años, había permanecido
dolorosamente delgada, su pecho tan poco espectacular como siempre, sin
importar cuántas tartas de frambuesa se comiera.

Sus rasgos no le ofrecían ningún consuelo tampoco. Nunca sería


considerada hermosa. Incluso llamarla bonita era dorarlo un poco, en su opinión.
Su nariz era sólo un poquito demasiado orgullosa (es decir, larga) y su barbilla
sólo un poquito demasiado angulosa (es decir, gruñona). Pensaba que tenía
bonitos ojos (verdes oscuros, inteligentes) pero estaban enmarcados por unas
pálidas pestañas y cejas rubias que la hacían parecer perpetuamente demacrada.
Su cabello también era una fuente de frustración. Era abundante, grueso y recto,
largo hasta la cintura, pero del color equivocado. Más al punto, no tenía color.
Era casi blanco, de lo rubio que era.

Las ancianas con arrugas tenían el cabello blanco.

Su amiga Elaine, condesa de Brinderley, una vez había descrito el cabello


de Katherine como “parecido a una gasa” y su alta y desmañada persona como
“grácil”. Elaine sólo estaba siendo amable, en la forma ligeramente
condescendiente de una persona segura de su propia belleza. Katherine había
sonreído ante el cumplido, pero ciertamente no se lo había creído. Ella sabía la
verdad. Los eufemismos no ayudarían a su condición. Siempre sería el solitario
tallo de apio en mitad de un mar de rosas inglesas.

Además de ser dolorosamente tímida, también era bastante recelosa de los


hombres. No tenía mucha experiencia con ellos, y la poca experiencia que tenía
no había sido agradable… de hecho, había arruinado su vida antes de que
realmente hubiera comenzado. Pero de alguna manera, gracias a su altura, tal
vez, o a los años de práctica que tenía en revelar tan poca emoción en su rostro
como le fuese posible, los del sexo opuesto confundían su timidez general con
indiferencia y su desconfianza con helada arrogancia. Cuando había descubierto
que esta era la opinión masculina prevaleciente de ella, se sintió aliviada, para
ser honesta. Prefería hacerle creer al mundo que era una reina de hielo que
dejarles saber la verdad.

Pero últimamente, sin embargo, había ido ganando conocidos masculinos


por todas partes e incluso había empezado a considerarlos sus amigos. El esposo
de su mejor amiga, el duque de Montford, estaba entre este selecto grupo. Incluso
tenía, a regañadientes, una relación cordial con el disoluto amigo de Montford y
hermano oveja negra de Elaine, el vizconde de Marlowe. Cómo había sucedido
eso, no tenía idea.

Tal vez lo más sorprendente de todo era la conquista que había hecho del
doctor Inigo Lucas, el matasanos que había asistido a su esposo en su enfermedad
final.

Bueno, tal vez “conquista” no era la palabra que usaría para describir su
relación con la preeminente figura en medicina de Londres. Pero era la palabra
que Astrid había utilizado para describirla, razón por la cual, en el momento
actual, podía sentir un rubor nervioso manchando sus generalmente incoloras
mejillas mientras conversaba con el médico.

Se suponía que debía ser una mujer de juicio y seriedad adecuadas, motivo
por el cual el doctor Lucas había acordado ayudar con su hospital de caridad en
primer lugar. Él había dicho que admiraba su dedicación a ayudar aquellos
asolados por la pobreza de Londres. Ahora él estaba tratando de discutir los
planes para la administración del hospital, y lo único en lo que podía pensar era
en lo alto que era (afortunadamente varios centímetros más alto que ella) y cuán
distinguido se veía su cabello con los mechones de gris en las sienes. Incluso su
bigote era una obra de arte.

Todo era culpa de Astrid, por supuesto. Katherine no se había dado cuenta
de lo apuesto que era el doctor Lucas hasta que su amiga se lo había señalado en
el viaje hacia su oficina. Y no mejoraba las cosas que la duquesa estuviera de pie
junto a ella, asintiendo de vez en cuando a algo que el médico sugería mientras
en cada oportunidad lanzaba miradas pícaras en su dirección.

Para horror de Katherine, Astrid había asumido la tarea de encontrarle un


nuevo marido antes de que su antiguo esposo se enfriara bajo tierra. El doctor
Lucas simplemente era el más reciente y no tan sutil candidato de Astrid. Lo peor
de todo era que, ahora que Astrid había puesto la sugerencia en su cabeza, ella
era incapaz de dejarlo ir. El doctor Lucas era atractivo y sin compromisos, y para
Astrid eso significaba que estaba en necesidad de una esposa. Katherine no podía
creer que este fuera el caso, y desde luego no creía que el doctor Lucas estuviera
interesado en ella de ninguna manera personal. Él quería su patrocinio, su apoyo
financiero. No la quería a ella. Eso era absurdo.

Pero, como era propensa a hacer, había comenzado a analizar demasiado


la situación mientras el doctor Lucas seguía hablando sobre buscar ayuda
decente para el hospital, ajeno a su tormento. ¿Y si creía que ella pensaba de él
de esa manera?

Querido Dios, ¿y si creía que ella creía que él pensaba en ella de esa
manera?

Era un embrollo. Un terrible embrollo, y culpaba a Astrid por su completa


pérdida de compostura. Le lanzó a su amiga lo que esperaba fuera una mirada
fría mientras la conversación del doctor Lucas estaba dirigida a la duquesa.

Pero abruptamente él se volteó hacia ella y le dijo:

—¿No lo cree así, milady?

Ella no tenía idea de lo que estaba hablando, pero decidió asentir. Por
desgracia, su boca también comenzó a funcionar (más bien como un pez ladeado
luchando por respirar, sospechaba) y un sonido vagamente similar a un
asentimiento surgió en un balbuceo.

El doctor Lucas la observó atentamente por un momento, como tratando


de diagnosticar su aflicción, y continuó.

Ella escuchó a Astrid toser en su pañuelo para ocultar sus risitas.

Katherine habría matado a su amiga si: a) no hubiera sido su amiga y b) al


menos no hubiera estado a punto de explotar por su segundo hijo.
Katherine se obligó a concentrarse en los pobres y oprimidos.

—He estado en la propiedad que han adquirido en Aldwych —estaba


diciendo el doctor Lucas—. Es aceptable, aunque en un vecindario muy
peligroso. ¿Asumo que ha discutido la ubicación con su esposo? —le preguntó a
la duquesa.

Astrid miró al médico medio divertida, medio compasivamente.

—¿Está usted sugiriendo que él podría no aprobar mi peregrinar a través


del East End5 en misiones de rescate?

El doctor Lucas le dio a la duquesa una mirada de superioridad.

—Tiene razón, por supuesto. Él no lo aprobará —dijo Astrid, alisando sus


faldas sobre el prominente bulto en su cintura—. Pero hace mucho tiempo llegó
a la conclusión de que es más fácil dejarme hacer lo que me plazca. De lo
contrario, él tendría un perpetuo dolor de cabeza.

El doctor Lucas volteó hacia Katherine en busca de confirmación. Ella se


las arregló para sonreír idiotamente… oh Dios, ¿cuál era su problema?

—Es verdad. Pero el duque también hace lo que le place y cuando eso está
en conflicto con la agenda de su gracia, como es a menudo, es muy difícil predecir
el vencedor.

Astrid carraspeó dramáticamente y se cruzó de brazos.

—Le aseguro, doctor Lucas, que tengo la intención de ser bastante práctica
con los asuntos de nuestra nueva empresa.

El doctor Lucas crispó sus labios.

—Ciertamente, su gracia. No tengo duda de ello.

—Es una causa que valoramos profundamente en nuestros corazones. En


los corazones de ambas. ¿Cierto, Katherine? —insistió la duquesa.

Katherine respondió afirmativamente. Ni siquiera Astrid sabía cuánto


significaba para ella abrir este hospital. La viudez le había ofrecido algunas
recompensas, la principal de ellas vivir su vida de la manera en que quisiera. Por
una vez, no estaba a merced de los caprichos de ningún hombre. Su padre la
había mantenido cruelmente controlada después de su terrible falta de criterio
aquel fatídico verano, cuando tenía quince años, y su esposo, aunque le permitía

5 East End: zona de Londres, situada en la parte este de la ciudad, fundada en el siglo XVII por
los hugonotes y empezó siendo un barrio marginal, que se fue llenando de comercios textiles
propiedad de los mismos. A mitades del siglo XIX el barrio empezó a ser poblado por la
comunidad judía; y es posteriormente cuando la comunidad bengalí empezó a asentarse en la
zona, siendo éstos la mayoría de sus habitantes en la actualidad. El lugar se hace famoso en 1888
cuando Jack el Destripador elige esta zona de la ciudad para acabar con sus víctimas.
un poco más de libertad como su marquesa, tenía una firme concepción de cómo
debía comportarse su esposa. Y abrir un hospital de caridad para mujeres
perdidas en los burdeles de Londres no habría encajado en esa concepción.

Más o menos esperaba que el difunto marqués estuviera revolcándose en


su tumba. Y en cuanto a su padre, el estimado conde de Carlisle, comportarse de
una manera que lo hiciera a él retorcerse era uno de los pocos placeres reales que
ella tenía en la vida. Katherine no era tan buena persona como el mundo suponía.
De hecho, sospechaba que no era muy buena persona en absoluto. Sólo tenía que
recordar la forma en que había maquinado la fuga para casarse de su hermana
Araminta (con el único propósito de sacar de quicio al conde, quien habría hecho
que su intachable segunda hija se casara con el duque de Montford) para
confirmar su propia mala opinión de sí misma.

Sorprendentemente, Araminta parecía bastante contenta en su


matrimonio con su poeta convertido en vicario, pero eso no venía al caso.
Katherine había estado tan decidida a enfadar al conde que, aunque Araminta
hubiese estado involucrada con un obrero de muelles, ella todavía habría
favorecido la fuga. Eso decía mucho sobre el desprecio de Katherine por su padre,
y también su estima menos que de hermana por Araminta.

Oh, por supuesto que quería a su hermana, pero no le caía bien. Araminta
era malcriada y superficial, y la vida con ella nunca había sido fácil, aunque había
mejorado desde su matrimonio con su vicario. Y tal vez Katherine estaba celosa
de Araminta a un profundo nivel. Araminta siempre había sido más bonita y más
popular, y sus padres no habían sido sutiles sobre tener favoritismo. Katherine,
desde su primer recuerdo, nunca había encajado en su familia. Todos eran
elegantemente hermosos, y de altura apropiada, y estar de pie junto a ellos
siempre la hacía sentir como un avestruz entre cisnes.

Además de lo cual, ninguno de sus padres la entendía, o de hecho casi


nada fuera de sus guardarropas y su calendario social. Suponía que por eso era
que había sido tan fácil para Johann Klemmer, con sus suaves cumplidos y
persistentes atenciones, encantarla hasta la insensatez. El profesor de música, por
el amor de Dios, un cuento tan trillado como el études de Czerny que él la había
hecho interpretar. Difícilmente había sido original en su rebeldía, pero había sido
una frustrada y solitaria chica de quince años de edad, con ganas de encontrar
una manera de descargarse contra su padre.

Y vaya que lo había conseguido.

Katherine se negaba a estar amargada por más tiempo. Y se negaba a vivir


en el pasado. Había pasado toda su vida adulta viviendo en un purgatorio, y no
viviría allí por más tiempo. Era tan independiente como cualquier dama podría
serlo, teniendo en cuenta, como decía Astrid, las “absurdas leyes de propiedad
paternalista” de su país, y tenía la intención de sacar el máximo provecho de ello.
El médico las acompañó a la calesa en espera de la duquesa cuando sus
negocios habían concluido. Astrid le dio una brillante sonrisa, y Katherine
prácticamente podía ver las diabólicas argucias que su amiga estaba tramando
detrás de sus ojos desiguales. Todo a sus expensas, sin duda alguna.

Cuando el médico condujo a la duquesa al interior del carruaje, Astrid


hizo su jugada.

—Tiene usted que venir a tomar el té con nosotros en algún momento,


doctor Lucas. Me aburro bastante en esa gran casa cuando mis hermanas más
jóvenes están visitando a lady Benwick en el campo. Y ahora que mi momento se
acerca, Montford rara vez me deja fuera de su vista sin un guardia armado.

—Sin embargo, se las arregló para venir aquí hoy —dijo el doctor Lucas
jocosamente.

Astrid puso los ojos en blanco.

—No sin una gran cantidad de molestias, se lo aseguro. Él sólo cedió


porque Katherine está conmigo. La aprecia enormemente. Igual que yo.

Newcomb (el corpulento chofer del duque nativo de Liverpool, quien,


junto con el trabuco6 debajo de su asiento, era la verdadera razón por la cual
Montford no había encerrado a su duquesa durante el día) puso los ojos en blanco
ante el ridículo razonamiento de Astrid.

—Le invitaré a tomar el té —continuó la duquesa—, o tal vez a una velada.


Usted es un hombre muy ocupado, pero ¿seguramente nos puede conceder una
noche?

El doctor Lucas hizo una reverencia.

—Me siento honrado.

Astrid le sonrió radiantemente.

—Estupendo. Lo arreglaré. Debemos hacer todo lo posible para allanarle


el camino a lady Manwaring de nuevo en la sociedad, ahora que ella ha salido
del luto.

—Sería un placer ayudar a la marquesa de cualquier manera que pueda —


dijo. Luego hizo una cosa extraordinaria. En lugar de ayudar a Katherine a subir
al carruaje, se inclinó sobre su mano enguantada y la besó.

Ahora realmente se estaba sonrojando.

6Trabuco: arma de fuego de grueso calibre, con un cañón corto y usualmente acampanado en la
boca. Es un predecesor de la escopeta, adaptado para servicio militar y defensivo.
Él le sonrió (qué maravilloso se sentía que un hombre en realidad tuviera
que mirarla desde arriba en lugar de hacia arriba) y ella leyó en sus lindos ojos
grises algo más que un mero reconocimiento.

Ay, Dios.

Se subió con dificultad al carruaje tan elegantemente como pudo bajo


aquellas circunstancias, y contuvo la respiración hasta que Newcomb los tuvo
bien lejos del médico.

Astrid la observaba con diversión.

—Oh, eso fue divertido, ¿verdad? Y creo que realmente le gustas,


Katherine. Él besó tu mano.

—Besó mi guante. En realidad, esto es de lo más… ¡de lo más irritante! Me


hiciste actuar como una completa idiota frente al médico. Probablemente piensa
que tengo el juicio de una pava real.

—Estabas nerviosa. Una señal de buen augurio. Significa que él debe


gustarte. —Astrid era presumida.

—Él no me gusta… Bueno, por supuesto me gusta. Es un verdadero


caballero y un médico brillante. Pero mi estima por él no va más lejos.

—Podrías haberme engañado —dijo Astrid, riendo.

—¡No es así! Estaba nerviosa porque tus intentos de emparejamiento eran


tan… tan descarados, y estaba preocupada de que él creyera que yo pensaba…
¡Oh, Dios! Qué enredo.

—Él te gusta.

—¡Que no! —insistió—. Y no tengo ninguna intención de desarrollar un…


tendre7 por él o cualquier otro hombre. Nunca me casaré de nuevo.

Astrid jugueteó con las cintas de su pequeño bolso, luciendo aún más
taimada que antes.

—Uno no necesita necesariamente el matrimonio para disfrutar de la


compañía de un hombre.

—¡Astrid! —exclamó Katherine, conmocionada—. ¡Las cosas que sugieres!

—Eres una viuda. Y a las viudas se les permiten ciertos… placeres


discretos. O eso me han dicho.

Katherine sólo pudo jadear ante la audaz sugerencia de su amiga. Si Astrid


supiera cuán desagradable le resultaba la idea de formar un apego con un

7 Tendre: del original en francés que significa cariño o afecto.


hombre, no habría sugerido tal cosa. Katherine sabía que Astrid tenía buenas
intenciones. Astrid pensaba que todo el mundo tenía derecho a disfrutar del
mismo nivel de intimidad que ella misma disfrutaba con el duque… cuando no
estaban peleando como perros y gatos. Pero Katherine no era como las demás
mujeres. No anhelaba el abrazo de un hombre. Era, de hecho, una idea
repugnante para ella. Con la única indiscreción de su vida no había conseguido
nada salvo dolor: La clase de dolor que sentiría en su corazón por el resto de su
vida.

Había dejado que Johann la sedujera sólo para hacerle daño a sus padres,
pero ahora sabía que en realidad no lo había deseado o amado. Había estado
halagada por sus atenciones, confundida y tan llena de resentimiento adolescente
y soledad que podría haberse visto inclinada hacia cualquier acto que elevara la
ira de su padre.

Y curiosa. ¿Qué quinceañera no tenía que ver con el tema de las relaciones
sexuales?

Pero al final ella había pagado un alto precio por su educación.

No obstante, sólo una vez en su vida realmente había sentido deseo y no


había sido por Johann. Había sido por un hombre que era quizás el receptor más
inapropiado del mismo en todo el reino. El sentimiento había sido tan fuerte
como una tempestad, arrancando todos los restos persistentes del frágil aprecio
que una vez había sentido por Johann, a pesar de su traición. Todas las suaves
declaraciones y caricias de Johann y esa desfloración final tan poco espectacular
no habían estado ni cercanas a inspirar las mismas reacciones violentas en su
cuerpo de lo que un vistazo a Sebastian Sherbrook había causado.

Su único consuelo, así como su tortura, había sido que estaba segura que
todas las demás mujeres que miraban a Sebastian se sentían exactamente de la
misma manera. Era, después de todo, el Hombre Soltero Más Hermoso en
Londres, según el Times.

Ella había tenido poca relación con el sobrino de su esposo. Él estaba


infamemente distanciado de Manwaring y había dejado más que claro que
también la despreciaba. Cada vez que la miraba con esos penetrantes ojos azules,
era como si sintiera su alma desnuda. Como si él supiera algo que nadie
posiblemente podrá saber: Que ella era un fraude y que su matrimonio lo era aún
más. No era en lo absoluto razonable que ella se sintiera tan dolida por su
desprecio. La buena opinión de Sebastian Sherbrook significaba muy poco, ya
que había hecho lo posible por convertirse en el más disoluto libertino del país.
Por qué debería importarle lo que ese demonio pensaba de ella, iba más allá de
su comprensión.

Pero le importaba.
Katherine juntó sus manos y trató de alejar sus pensamientos de Sebastian.
Se debía solamente a que estaba de vuelta en el país que sus pensamientos se
desviaban hacia él. No obstante, si era escrupulosamente honesta consigo misma,
las noches no estaban muy libres de Sherbrook. Soñaba con él a veces y siempre
despertaba sintiéndose como si tuviera fiebre.

—No deseo tomar un amante —dijo con los dientes apretados.

Astrid se vio educadamente escéptica.

—No lo deseo —repitió Katherine. Puso su atención en acomodar las faldas


del vestido a su alrededor—. No tengo apetito para ese tipo de cosas.

—Pff —dijo Astrid con un resoplido despectivo—. Simplemente no has


encontrado al hombre correcto, eso es todo. Si no te molesta que sea franca, pasar
los últimos siete años de tu vida casada con un hombre con el doble de edad que
tú quien claramente fue… uh, deficiente en el sentido físico… ha deformado tu
percepción. Si te permites considerar tomar un cicisbeo8, pronto descubrirás que
tengo razón. El hombre tiene sus usos. —Esto fue dicho con una sonrisa
complacida y una palmadita a su redondo abdomen.

—Un cicisbeo, ¿de verdad? —preguntó Katherine torciendo la boca


cínicamente. Evitaba mirar demasiado detenidamente el embarazado vientre de
su amiga. No era que estuviera celosa de la floreciente guardería de Astrid, pero
ver niños pequeños y mujeres embarazadas en general era, en ocasiones,
insoportable. Daban en el vacío centro de su corazón y lo hacían doler, causaban
que reexaminara las dos dolorosas verdades de su vida: Que nunca podría tener
un verdadero matrimonio y que nunca podría tener un hijo propio. Todo por la
idiotez de una niña de quince años.

No, tenía a sus perros, muchas gracias, y era toda la compañía que
necesitaba.

—Hablando de cicisbei —continuó Astrid, dejando atrás la inútil discusión


sobre la inexistente vida amorosa de Katherine—, ¿sabías que tu sobrino ha
vuelto a Londres?

Katherine contó hasta diez antes de responder, esperando que su voz


sonara adecuadamente desinteresada.

—Había escuchado algo por el estilo.

—Y has escuchado hablar, por supuesto, del escándalo con Rosamund


Blanchard.

8Cicisbei: (cicisbeo en singular) jóvenes y apuestos caballeros que acompañaban a damas de la


alta sociedad a fiestas, actos sociales, estrenos teatrales, óperas. Sus funciones eran las de hacer
compañía y atender a su señora en aquello que ésta requería.
El corazón de Katherine no sufrió cuando respondió:

—Por supuesto. Uno tendría que estar muerto o sordo para no haberlo
escuchado.

Astrid se inclinó hacia delante con emoción pintada en sus facciones.


Katherine suspiró exasperada y apretó los dientes. Claramente, Astrid se había
guardado un chisme de primera durante toda la mañana. Katherine luchó contra
el impulso de tomar a su amiga por los hombros y sacudirla hasta que cada
detalle de la llegada del nuevo marqués saliera de ella.

—No lo escuchaste de mí, ¿entiendes? —comenzó Astrid.

Katherine puso los ojos en blanco.

—Por supuesto.

—Sebastian volvió hace varios días, y de acuerdo a mi marido, no tenía


idea de la condición de la señorita Blanchard. Anoche, sir Oliver Blanchard lo
encontró en las mesas de juego en Blanco y exigió satisfacción.

—Como bien debe hacerlo —dijo Katherine con aire sombrío.

—Sebastian se negó a reconocer al niño. Frente a todos en Blanco. Dijo, y


esto es una cita directa, ya que Montford estaba allí “¿Casarme con su hija?
Primero preferiría casarme con mi pianoforte, señor”. ¿No es brillante?

Astrid siempre se divertía con las proezas de Sebastian.

—Algo es —reconoció ella con recelo.

—Y luego, por supuesto, sir Oliver lo desafió.

El corazón de Katherine se hundió a través del suelo del carruaje. No había


escuchado esto.

—¿Qué?

—Un duelo. Esta mañana. Es algo muy del siglo diecisiete. Marlowe va a
oficiar como su segundo. ¡Y como un tonto, Sebastian eligió pistolas! Uno
supondría que uno de los espadachines más habilidosos del país elegiría
defenderse con un sable al enfrentarse con un padre furioso.

Katherine sujetó con fuerza sus faldas y trató de mantener su expresión


serena.

Astrid, habiendo impartido su información, se acomodó en el asiento con


un dramático suspiro.

—Montford pasó la noche en vela. Está preocupado de que Sebastian


consiga que le vuelen la cabeza ésta vez.
El estómago de Katherine comenzó a revolverse.

—Supongo que para esta altura todo habrá terminado —observó Astrid,
mirando por la ventana—. Espero, por el bien de mi esposo, que Sebastian no
haya sufrido daño. Por alguna razón, a Montford le importa mucho ese
sinvergüenza.

Katherine soltó un sonido que se asemejaba al gruñido de Petunia, el cerdo


que había adoptado de Astrid durante su viaje a Yorkshire, en reconocimiento al
discurso de Astrid.

Astrid la estudió detenidamente por un momento con el ceño fruncido.

—¿Estás bien?

Katherine logró asentir.

—Y Montford está convencido, absolutamente convencido, diría, de que


Sebastian está diciendo la verdad —continuó Astrid, viéndose repentinamente
pensativa.

—¿La verdad acerca de qué?

—Acerca de la señorita Blanchard. Sebastian dice que no la sedujo.

—Oh —dijo Katherine, debido a que, ¿qué más podría decir?—. Ah… ¿lo
crees?

Astrid se encogió de hombros.

—No conozco bien a Sebastian. Pero Montford sí, y él insiste en


defenderlo. No sé si simplemente está siendo leal a su más viejo amigo, o si
voluntariamente está haciendo la vista gorda. La reputación de Sebastian es de
lo más negra, y la señorita Blanchard estuvo en Italia, y en compañía de Sebastian,
hace unos convenientes ocho meses. Y no ayuda que su encuentro tomara lugar
en la locación más indiscreta y poco respetable de Venecia.

Katherine murmuró su aprobación. Desafortunadamente, ella estaba bien


versada en los supuestos eventos que llevaron a la caída en desgracia de la
señorita Blanchard. Entre los lascivos detalles, se encontraba la fiesta dada por
Melissandre de Beauvilliers, la coqueta más infame de Europa, en la cual se decía
que el nuevo marqués de Manwaring había corrompido a la señorita Blanchard.

Katherine tragó el nudo en su garganta. No le importaba. No era de su


incumbencia quién dormía con Sebastian Sherbrook, tampoco si lograba que le
volaran la cabeza en un duelo.

Sin embargo, no podía mentirse por mucho tiempo.

—¿Dónde iba a tomar lugar el duelo?


Astrid le envió una sonrisa astuta.

—Lo sabía

—¿Qué sabías?

—Prácticamente estás comiéndote las uñas por ver a tu sobrino.

—¡No lo estoy! —Luego—: No le llames mi sobrino. —Eso estaba


simplemente… mal.

—Lo estás. Mírate, prácticamente arrancándote las faldas con lo fuerte que
las estás sujetando.

—No estoy… —comenzó, pero entonces bajó la mirada a sus manos, las
cuales estaban retorciendo la tela gris paloma de sus faldas como si fuera un
estropajo. Aflojó los dedos y se obligó a bajar sus manos contra el asiento donde
no podrían dañar a nadie. Suspiro con frustración—. Lo confieso. Estoy un poco
preocupada. No me agradaría que Sebastian muriera.

—¡Lo sabía! —exclamó Astrid nuevamente, saltando en su asiento.

Katherine la fulminó con la mirada más fría que pudo lograr.

—Sería inconveniente. Es el nuevo marqués. La herencia de mi esposo


finalmente puede ser establecida. Si muriera, tomaría meses, por no decir años,
encontrar al siguiente heredero en la línea de sucesión, y me veré forzada a lidiar
con asuntos relacionados al marquesado por más tiempo del que deseo. Deseo
ser completamente libre de los asuntos de mi esposo.

Astrid lucía visiblemente decepcionada por la trivial respuesta de


Katherine.

Sin embargo, Katherine no podía dejar pasar el tema.

—No puedo creer que sugirieras tal cosa, Astrid.

Astrid se encogió de hombros.

—Es bastante apuesto. Y a juzgar por su reputación, bastante dispuesto.


—Bamboleó las cejas.

—No me agrada. No le agrado. Además, nunca podríamos casarnos.

Astrid arrugó su nariz.

—¿Casarte con él? ¿Quién dijo algo de casarte con él?

—Bueno, no podríamos —persistió Katherine, aunque no sabía por qué


razón—. Es en contra de la ley canónica que un hombre se case con la viuda de
su tío. —Un tecnicismo rara vez impuesto, susurró una voz traidora en su cabeza.
Al menos sus palabras finalmente habían dejado a la duquesa muda.
Astrid la miró por un largo momento, como tratando de descifrar algo en su
mente. Katherine se puso tan incómoda que finalmente tuvo que mover todo su
cuerpo hacia la ventana. Deseó nunca haber abierto su boca.

Finalmente, Astrid soltó un largo y cansado suspiro.

—Bueno, el tema probablemente es irrelevante, ya que a sir Oliver se lo


conoce como un gran tirador en las cazas.

Katherine formó la imagen mental de la adorable cabeza de Sebastian


explotando, sus sesos derramándose en el poco distante césped y se arrepintió de
haber tomado un desayuno copioso.

Afortunadamente, llegaron a la Casa Montford unos minutos después, y


la subida por los escalones aclaró su cabeza y tranquilizó su estómago un poco.

—Entonces, deberemos enfocar nuestros intentos en el doctor Lucas —dijo


Astrid más para sí misma que para Katherine, mientras le daba su sombrero y
pelliza a Stallings.

—¡Astrid! —siseó Katherine. Apenas había comenzado a relajarse—. No


debe haber ningún intento en esa dirección, ¿entiendes?

Astrid alzó los hombros despreocupadamente.

—Estoy muerta de hambre, y de sed. ¿Quieres quedarte para el té?

Katherine se sintió ligeramente mareada por el cambio de tema de Astrid.


No confió en eso por un segundo. No obstante, murmuró su consentimiento y
Astrid la guio por el absurdamente largo y grande pasillo hacia la sala de estar.
Mientras se aproximaban, el sonido de un pianoforte llegó a sus oídos. Del otro
lado de la puerta, alguien estaba tocando un vals bastante complejo y
escandaloso. La sonrisita de suficiencia de Astrid volvió a pleno, como si
reconociera la canción, y empujó las puertas.

Y allí estaba él, sentado detrás del hermoso Broadwood que había
aparecido en la Casa Montford un día, ubicado en un rincón soleado al fondo de
la habitación. Estaba sonriendo ampliamente y murmurándole algo al duque,
quien estaba parado detrás de él, riéndose.

La exhalación de Katherine quedó atascada en su garganta, como siempre


hacía al ver a Sebastian. Se obligó a respirar, y luego se recordó que era inmune
a él. Intentó estudiarlo desapasionadamente. Dos años habían producido
cambios en él. Se veía menos dolorosamente delgado de lo que recordaba, y sus
abundantes rizos negros eran más largos, casi hasta sus hombros, peinados
causalmente fuera de su frente. Su piel estaba bronceada, como si hubiera pasado
los dos años enteros lejos de Inglaterra en el sol. Las usuales ojeras debajo de sus
ojos seguían allí, pero no eran tan pronunciadas como lo recordaba. Se veía… casi
saludable. Y diferente en otra manera fundamental, la cual no podía distinguir
claramente. Menos serio, tal vez.

Astrid atravesó la habitación con las manos en las caderas mientras


Sebastian se levantaba para saludar.

—¿Qué demonios le has hecho? —demandó la duquesa, su sonrisa


completamente desaparecida.

Katherine parpadeó de vuelta al presente. Sebastian sostenía a Amy en sus


manos. Una Amy completamente desnuda. Y por primera vez en la experiencia
de Katherine, Amy no estaba gritando. Estaba mirando al marqués con expresión
enamorada.

Él, por otra parte, lucía decididamente incómodo. De hecho, estaba


mirando fijamente hacia ella. Ella.

Sintió el aire volverse denso y su piel comenzar a sudar. ¿En qué momento
se había puesto tan caluroso? Cuando intentó respirar, sintió el peso de su vestido
pegarse a sus costillas, presionándose contra ella.

Él estaba vivo.

Y Amy estaba orinando en la alfombra, y en sus botas.

Despegó su mirada de ella y miró hacia abajo con expresión apenada.


Incluso eso fue irritantemente hermoso.

—Demonios —murmuró el duque, tomando la bebé de las manos de


Sebastian y lanzando orina por todos lados.

Amy comenzó a llorar inmediatamente, estirando los brazos hacia


Sebastian, quien había dado un paso fuera del área de impacto. La duquesa
intervino y alzó en brazos a la chillona niña. Los llantos de Amy solo subieron de
volumen.

—Está desnuda —dijo la duquesa. Como si este fuera el problema más


apremiante, no la oscura mancha en la alfombra.

El duque de Montford, famoso por su actitud estoica, sorprendentemente


se sonrojó y miró a su esposa con una expresión avergonzada.

—No podía descifrar como sujetar la… eh…. prenda.

—¿El pañal, querrás decir? —preguntó la duquesa con una ceja arqueada—
. ¿Y dónde estaba su nana?

El duque le hizo una mueca a su esposa.

—La despedí. Hacía a Amy llorar.


—Todos hacen que Amy llore —devolvió la duquesa en una voz lo
suficientemente ruidosa para escucharse por sobre los alaridos de la bebé.

El duque giró una mano acusadora en dirección a Sebastian.

—Él no. —Se detuvo—. Había una manta.

—La virtud de tu hija está a salvo conmigo, te lo aseguro —dijo Sebastian


jocosamente.

Hizo un exagerado espectáculo de extraer un pañuelo de su bolsillo,


agacharse y limpiar sus botas. Luego, cruzó la habitación con el pañuelo sujeto
por la punta de los dedos, se detuvo junto al hogar y lanzó el ofensivo artículo en
la apagada chimenea.

La bebé todavía lloraba mientras Katherine rechinaba sus dientes.

Había veces que alguna secreta parte de ella deseaba tener un bebé, su
bebé, con gritos y todo.

Esta no era una de esas veces.

El duque se tapó los oídos. Katherine resistió el impulso de hacer lo


mismo.

—Dios santo, devuélvesela —gritó el duque.

—¿Qué? —chilló Astrid.

Señaló a Sebastian, cuyos ojos se habían ampliado y cuyas manos se


habían alzado en protesta.

—Confía en mí —le dijo el duque a su esposa.

—Oh, no lo creo… —comenzó Sebastian, pero entonces la duquesa


empujo a Amy en sus brazos.

La niña inmediatamente se calmó, levantó la mirada a Sebastian y batió


sus pestañas.

—¡Extraordinario! —exclamó Astrid.

—Esto está mojado —dijo Sebastian con los dientes apretados—. Crick va
a matarme por arruinar mi chaleco.

—No llames a mi hija esto —dijo Astrid. Se giró hacia su esposo—. ¡No
puedo creer que hayas despedido a Bessie!

El duque le frunció el ceño a su esposa aún más furiosamente.

—Si no estuvieras afuera socializando por Londres, tal vez no hubiera


necesitado hacerlo. ¿Dónde has estado, de todas formas?
—Sabes muy bien dónde he estado, idiota —dijo Astrid cariñosamente—.
Con el doctor Lucas, discutiendo acerca del hospital.

Nadie más en el mundo entero se atrevería a hablarle de esa forma al


duque de Montford. Katherine se maravilló ante las agallas de Astrid.

—De hecho —continuó la duquesa, con un destello travieso en sus ojos


que no presagiaba nada bueno—, hemos encontrado el edificio perfecto para
nuestros objetivos. ¿Cierto, Katherine?

Katherine dio un paso para atrás. La auto preservación parecía ser


apropiada en ese momento, ya que la duquesa estaba preparándose provocar a
su marido. Por alguna incomprensible razón, Astrid disfrutaba hacer enojar a
Montford ante cierta audiencia. Katherine odiaba cuando era parte de esa cierta
audiencia.

—En Aldwych —continuó la duquesa.

La expresión del duque fue inescrutable, pero un músculo saltaba en su


mandíbula. Una mala señal.

—Aldwych —repitió. Luego—. Por encima de mi cadáver.

Astrid puso los ojos en blanco.

—De verdad, Cyril.

—Por encima de mi frío cadáver —corrigió él.

—Uno no puede realmente ayudar al pobre y necesitado si ubicáramos el


hospital en Mayfair, ¿no es verdad? —respondió la duquesa.

—No pondrás un pie en Aldwych —dijo el duque con voz calmada.

—Oh, lo haré —dijo Astrid dulcemente. Muy dulcemente. Se volvió hacia


Katherine luego de lanzarle a Sebastian una larga y pensativa mirada. Sonidos
de alarma comenzaron a sonar en la mente de Katherine. Su amiga estaba
tramando algo—. Si me disculpan, tengo que ir a secar a mi hija y volver a
contratar a su nana. Volveré inmediatamente. Haré que Stallings pida el té.

Con eso, sujetó a su hija, quien comenzó a llorar nuevamente, y caminó


hacia la puerta.

El duque la vio irse con la mandíbula apretada.

Luego de un incómodo silencio, se volteó hacia Katherine y la saludó


rígidamente.

—Discúlpeme. Debo hablar con mi esposa.

Katherine abrió su boca para decir algo, pero el duque se había dio antes
de que surgiera algún sonido.
Dejándola sola.

Con Sebastian Sherbrook.

Sospechaba que era justo lo que Astrid había planeado.


Cuatro
Variaciones Sobre Un Tema De Beethoven

Traducido por Lyricalgirl

Corregido por âmenoire

K atherine nunca olvidaría la primera vez que vio a Sebastian


Sherbrook. Fue poco después de su casamiento y ella estaba
disfrutando de su primera temporada en Londres, aunque tal vez
“disfrutando” no era la palabra más adecuada para describir su experiencia. El
interminable desfile de bailes, caminatas y visitas matutinas difícilmente
encajaban con su idea de diversión. Aun así, todavía estaba en esa fase donde la
novedad aún no se había esfumado y si no estaba exactamente disfrutando,
definitivamente estaba lo suficientemente feliz como para divertirse con las
intrigas insignificantes y manejos sociales de la alta sociedad. En ese momento,
cualquier cosa, incluso su matrimonio arreglado, había sido mejor que
permanecer bajo el techo de su padre.

Había escuchado bastante acerca del sobrino de su difunto esposo por


parte de los más ávidos chismosos de Londres, pero todavía no se lo había
encontrado. Al estar distanciado de lord Manwaring, Sherbrook no había asistido
a su boda o hecho algún intento por comunicarse con su tío desde que Katherine
se había convertido en la marquesa. Los orígenes de la separación eran
desconocidos, aunque objeto de mucha especulación entre la sociedad. Sherbrook
en general era objeto de mucha especulación, como lo descubrió poco después de
su llegada a Londres. El hecho que sus conocidas susurraran sobre él desde detrás
de sus abanicos, sabiendo como lo hacían, del distanciamiento entre el marqués
y su heredero, confirmaba su mala reputación. Las malas lenguas no dejaban de
volar si el sujeto era Sebastian Sherbrook, sin importar la audiencia.

Ella estaba en el musical anual organizado por la duquesa de Delacourt,


uno de los eventos sociales más importantes de la temporada, tomándose
felizmente una copa de champagne y hablando con una conocida (nadie en
realidad escuchaba la música en tales eventos, porque, ¿cuál sería la diversión de
eso?) cuando notó un alboroto en la habitación. El intérprete de ese momento
siguió tocando y las velas continuaron brillando, pero algo definitivamente había
cambiado en el aire, causando que cada ojo en la habitación se volteara
simultáneamente hacia la entrada.
Un silencio descendió sobre la multitud. Monóculos fueron sacados,
abanicos comenzaron a agitarse y los susurros iniciaron. Para ese entonces,
Katherine había presenciado suficientes funciones para saber cuando alguien de
importancia se había dignado a hacer una aparición. Su conocida, con el abanico
alzado, se inclinó hacia ella en una neblina de agua de lavanda y susurró:

—Creo que tu sobrino ha llegado. —Como intentando ser discreta.

Katherine no encontró nada discreto sobre la mujer junto a ella o de hecho


las muchas otras personas alrededor de ella susurrando el mismo chisme. Y no
hubo nada discreto en la manera en que ella estiró su cuello para echarle un
vistazo al objeto de la actual agitación de todos. No pudo evitarlo. Tenía
curiosidad. ¿Cómo podría no tenerla? Él era, después de todo, su sobrino.

En cierto modo.

Entonces la multitud se dividió y lo vio. Estaba caminando dentro de la


habitación con un hombre desarreglado que vestía algo que parecía una túnica
oriental, quien más tarde descubriría que era un amigo íntimo de él, el vizconde
Marlowe. Nuevamente, la descripción no era completamente correcta, ya que
Sherbrook más que caminar, merodeaba, como un elegante y acicalado gato
montés en búsqueda de su presa. Era salvaje.

Salvaje e incivilizado.

Y tan increíblemente hermoso que dolía, físicamente dolía, mirarlo. Sintió


el dolor de su belleza tal como si alguien la hubiera golpeado en el estómago.
Alto y delgado como un látigo, con perfecta y pálida piel trigueña delatando su
sangre francesa, llevaba su cabello negro como la noche, inusitadamente largo,
los brillantes rizos rozaban su corbata blanca almidonada. Su saco y sus ajustados
pantalones eran tan oscuros como su cabello, y también lo era su chaleco, aunque
cuando se movía, la luz de las velas destellaba sobre las telas, revelando un
patrón escondido de remolinos y diamantes incrustados en la seda.

Cascadas de blanco encaje belga se derramaban de sus mangas, y su


corbata estaba anudada con arrogante descuido, sostenido en su lugar por un
enorme dije de zafiro montado en oro. Cinco cadenas de oro y cadenas de relojes
cruzaban su chaleco, y cada uno de sus dedos estaba rodeado por anillos con
joyas. Era un ejemplo de exceso, bañado en oro y pulido a tal extremo que
aparentaba irradiar luz en vez de simplemente reflejarla.

Pero fue su rostro el que causó que el estómago de Katherine se tensara.


Era clásicamente perfecto, a excepción de sus labios y ojos, los cuales eran
demasiado grandes. Los primeros agregaban una sensualidad que era carente en
el arte griego, y los segundos la hicieron preguntarse por qué Dios había
desperdiciado tal singular belleza en un mero mortal. Sus ojos, ubicados por
encima de agudos pómulos, eran azules, tan azules como el zafiro en su corbata
y tres veces más brillantes. Parecían procesar sus alrededores con fría precisión,
y encontrar dichos alrededores, insuficientes.

Examinó la habitación mientras se movía de esa manera agraciada y felina


con una bella ceja negra arqueada, luciendo sumamente aburrido. Se detuvo en
el extremo de la habitación, le murmuró algo a su acompañante, los bordes de
sus excesivos labios se curvaron ligeramente con desdén. Su compañero soltó una
risa y arrebató dos copas de champagne de un mozo que pasaba y empujó una
en la mano enjoyada de Sebastian.

Sherbrook alzó la copa hacia sus labios y se detuvo. Miró por encima del
borde del enorme anillo grabado que adornaba su dedo índice, directamente
hacia los ojos de ella.

Ella no supo qué hacer. Sentía como si hubiera sido atrapada en un acto
ilícito, su pulso acelerándose, las palmas de sus manos comenzaron a sudar tanto
que apenas pudo seguir sujetando su copa.

Se dio la vuelta e intentó concentrarse en la actuación de la señorita Ellen


Bermundsy en el pianoforte, consciente que en algún lugar detrás de ella
acechaba un demonio en bordada seda negra. Casi saltó cuando los aplausos
comenzaron y la señorita Bermundsy dejó su banco, graciosamente recibiendo
sus felicitaciones por una más bien deslucida representación de Haydn. Luego
Katherine fue empujada hacia el pianoforte por la mismísima duquesa, y no tuvo
más opción que sentarse, ya que sus rodillas estaban sintiéndose
inconvenientemente gelatinosas. Rara vez tocaba en público y no tenía intención
de obedecer a la duquesa en esta ocasión, pero estaba demasiado alterada como
para mantener su determinación. Era muy frustrante. Se encontró lanzándose a
tocar la Sonata Waldstein de Beethoven, el último movimiento rondo que era, en
su opinión, una de las piezas musicales más gloriosas alguna vez escrita.

De alguna manera pareció apropiada, aunque un poco recargado. Pero lo


tocaba lo suficientemente bien y podría perderse en la música. Siempre había sido
su refugio. Al menos Johann no le había quitado eso. Sin embargo, esa noche en
particular, no podía recuperar su compostura. Algo había sucedido cuando había
mirado en los ojos del señor Sherbrook. Sólo había sido un segundo en el tiempo,
pero había sido suficiente para deshacer el rígido autocontrol ganado en los
últimos cuatro años.

Cuando hubo terminado y levantó la mirada de sus manos, respirando


agitadamente, casi se cae de su banco.

Porque él estaba parado justo allí junto a su hombro. Amenazante. Esos


intensos ojos azules perforando hasta su misma alma, aparentemente.

Ella se levantó y el banco raspó contra el suelo de parqué. Era como si


todos los demás en la habitación hubiesen dejado de existir. Dio un paso hacia
atrás, porque le parecía que él estaba demasiado cerca de ella, aunque estaba a
un buen metro y medio de distancia.

Era aún más hermoso de cerca. Ella no lo creía posible.

Y era más alto que ella. No por mucho, unos tres o cuatro centímetros
cuando mucho. Tuvo la salvaje idea que, si ella se le acercara, se parara tan cerca
de él que no hubiera espacio entre ellos, sus labios, sus perfectos y suaves labios,
la tocarían justo entre sus cejas.

Dejó de respirar completamente.

En ese momento, la duquesa estaba a su lado, y el trance que la había


poseído fue roto, por la duquesa, viendo el acercamiento del señor Sherbrook,
había decidido que era su responsabilidad hacer las presentaciones. Y en el
momento en que su nombre fue dicho, un velo se deslizó sobre los ojos del señor
Sherbrook, y su hermosa quijada se endureció con glacial desprecio.

La ignoró completamente.

La duquesa había soltado un grito ahogado. Katherine simplemente había


mirado fijamente la espalda de él mientras cruzaba la habitación con pasos
largos, atravesaba la multitud y salía del salón.

No lo había visto de nuevo en años.

Pero aquí estaba él, solo con ella en la sala de estar de Montford, siete años,
seis meses, dos semanas y un día desde el musical de Delacourt… no que
estuviera contándolos. No que recordara con intenso detalle cada uno de sus
encuentros desde ese día. Y ciertamente, no que él todavía tuviera la habilidad de
dejarla completamente insensible por el simple hecho de respirar.

Aunque lo hacía.

Era un canalla, se recordó. Era un demonio sin principios, quien


evidentemente se había acostado con casi la mitad de la población femenina de
Londres y quien había mancillado a la virtuosa señorita Blanchard como su acto
final. Seducir a una joven y respetable dama, abandonarla en una región
extranjera, y luego reusarse a casarse con ella, de hecho, preferir un duelo a
casarse, requería de un singular tipo de granuja. Ciertamente Katherine conocía
a la jovencita en cuestión y la había valorado como una chica caprichosa,
avariciosa y hasta un poco inestable. Si Katherine tuviera un hermano, o algún
familiar hombre soltero, no le desearía estar con la señorita Rosamund Blanchard.
Pero el marqués no era familiar suyo, no realmente, y tampoco le guardaba
afecto. En lo que a ella respectaba, se merecía a la señorita Blanchard. Sus pecados
finalmente lo habían alcanzado y lo habían mordido en el…

Bueno, no empezaría a utilizar vulgaridades en sus pensamientos, aun si


el objeto de dichos pensamientos era la vulgaridad personificada.

No era mejor que Johann Klemmer, otro encantador que había una vez
seducido a una joven, luego la había abandonado a su suerte. Y ella no sabía por
qué todavía estaban tan sorprendida por cualquier cosa que Sebastian hiciera.

Pero él la estaba mirando fijamente de nuevo, con esa mirada perpleja, casi
torturada. Era una mirada que la hacía tener esperanza que él fuera mejor de lo
que aparentaba ser, una mirada que sin duda usaba con gran éxito cuando
seducía a las mujeres a su voluntad. Era suficiente para hacerla gritar, realmente
gritar, como había querido hacerlo por siete largos años. Odiaba la debilidad en
ella que la hacía susceptible a él, que la había dejado vulnerable a Johann. Ella no
era mejor que las hordas de mujeres babeando tras su paso.

Enderezó su columna y se obligó a mirar lejos de sus cautivantes ojos. No


era como las otras mujeres. Conocía muy bien a los de su tipo. Nunca más
volvería a ser engañada por un hombre.

Él le hizo una burlona reverencia.

—También es bueno verle de nuevo, tía. —Se detuvo y ladeó su cabeza


hacia un lado mientras la estudiaba con su usual expresión de cínica diversión—
. Y estoy bastante bien, gracias por preguntar.

Ella se sintió más en control de la situación ahora que estaban de vuelta en


sus roles normales, ella la desaprobadora puritana inglesa, y él el vicioso diablo
determinado a alterarla. Aparte de las ardientes miradas que lanzaba en su
dirección ocasionalmente, sobre lo que sea que fueran, nunca había observado
una palabra, acción o pensamiento serio salir de su persona.

Cautelosamente, cruzó la habitación y se apoyó en el borde de una silla,


tratando de ignorarlo.

Él siguió mirándola fijamente hasta que estuvo segura que la sala de estar
del duque era sin duda el lugar más caliente sobre la tierra, entonces
abruptamente se giró y caminó hacia el pianoforte. La cascada de encaje saliendo
de su manga se arrugó mientras tocaba una escala con su mano izquierda. Sus
dedos enjoyados fueron de un Re grave, pasando por un Do medio, y siguieron
hasta registros más agudos. Tocó la escala armónica menor con cómoda fluidez.

Lo había escuchado tocar una vez antes de ésta, cuando había viajado a
Yorkshire con Araminta para ver al duque y escuchó a alguien tocando el
Waldstein en Rylestone Hall con un dominio que había hecho a sus propios
intentos parecer de principiante. Cuando había descubierto que él había sido
responsable de tan magnífico sonido, se había preguntado si esa elección
particular de repertorio había sido más que una coincidencia. Era, por supuesto,
la misma pieza que ella había tocado en el musical todos esos años antes, y se
había preguntado si él también lo recordaba.

Sus dedos comenzaron a descender e hizo una pausa cuando llegó a Sol
bajo Do medio. Repitió la nota, más y más fuerte. La miró por encima de su
hombro y la atrapo mirándolo.

—¿Escucha eso? —preguntó.

Ella no se había dado cuenta que se había levantado del asiento y cruzado
la habitación hasta que estaba a pocos metros de él, como si estuviera hipnotizada
por una simple escala.

Tocó Sol de nuevo, luego, todas las notas a su alrededor.

—Está desafinado —comentó ella.

Él asintió y su frente se frunció con consternación.

—Ofende al oído —murmuró él. Abrió la tapa del banquillo y sacó una
herramienta de él, y luego ella observó a su delgada figura doblarse sobre el
instrumento y estudiar las cuerdas. Llegó dentro con la herramienta en una
mano, mientras tocaba Sol una y otra vez con la otra. La visión de su firme y
perfecto trasero presionado contra la gamuza no fue un distractor en absoluto.

Ella rodeó el pianoforte, alejándose de dicho trasero, deslizando sus dedos


sobre la hermosa superficie de palisandro. Era el piano más hermoso e inusual
que hubiera visto alguna vez, y lo había codiciado desde el momento en que
había aparecido en el hogar del duque.

Satisfecho de haber afinado la nota, dejó a un lado su herramienta y tocó


un resonante acorde. Sonrió hacia ella.

—Perfecto —dijo él.

Ciertamente.

Intento no sonreírle de vuelta, aunque fue una prueba de fortaleza. Se


aclaró la garganta y se preparó mentalmente para hablar de cosas triviales.

—Es un hermoso instrumento, ¿no le parece?

—Oh, sí. El más hermoso.

—Es una tragedia que pertenezca a las dos personas con menos oído
musical de Londres.

—Sería una tragedia si así fuera. Pero no lo es. Me pertenece a mí.


Montford lo cuidó en mi ausencia. —Corrió sus dedos por encima del atril, una
lánguida caricia que le hizo erizar la piel de ella. Maldito sea—. Es mi más
preciada posesión —continuo él, sin despegar sus ojos de ella.

Tal vez intentar charlar sobre cosas triviales había sido un error.

—Aun así, lo dejó. —Su voz sonaba extraña, sofocada.

La sonrisa de él se desvaneció.

—Nunca lo dejaré de nuevo, si me perdona.

Sostuvo la mirada de ella por una eternidad, como si estuviera intentando


comunicarle algo silenciosamente. Lo que era una idea absurda de su parte. De
todas maneras, la sala de estar, la cual se rumoreaba era una de las más grandes
en Londres, de repente pareció demasiado pequeña. Ella inhaló temblorosamente
y le dio la espalda abruptamente. Logró que sus piernas trabajaran todo el
camino de regreso hasta su asiento.

—¿Entonces planea quedarse en Inglaterra?

—Lo hacía. Pero no esperaba la bienvenida que recibí.

—¿No la esperaba? —Su tono fue seco como el polvo.

Él entrecerró sus ojos y se le acercó.

—No. Aunque parece que todos en Londres sí. Juzgado, sentenciado y


colgado por santurrones árbitros del decoro antes de siquiera poner pie en el
muelle.

Sabía que se estaba metiendo en una discusión, pero no pudo evitarlo. Él


la provocaba como nadie más lo hacía.

—¿Le parece que esto es cuestión de decoro? Más bien pensé que era de
moralidad y ética.

Su sonrisa relajada se desvaneció.

—Ah, ahí lo tiene, ese es exactamente el problema.

—¿Cuál es el problema?

—Que siquiera opinen acerca del asunto. Que los buenos ciudadanos de
esta justa ciudad tomen la responsabilidad de juzgar en un tema que para nada
les concierne.

—Tiene razón —dijo ella, la espalda rígida con agravio—. Aunque tener
razón no le ayudara.

Él soltó una rara carcajada sin humor.


—No, no lo hará. Tampoco me ayuda mi inocencia.
—¿Su inocencia? ¿Entonces niega el asunto?

Él se acercó a ella, y el inesperado calor en sus ojos la hizo retroceder.


Realmente estaba furioso.

—¿El asunto? ¿No puede decirlo, tía Katherine? ¿Qué he sido acusado de
seducir a Rosamund Blanchard? ¿De poner un hijo en su vientre?

Ella miró hacia otro lado, negándose a picar el anzuelo que eran sus
ásperas palabras.

—Como dice, no es de mi incumbencia.

—Eso no la detiene de tener una opinión al respecto —dijo casi escupiendo


la última palabra—. ¿Cuál es, me pregunto? ¿Que debería hacer lo correcto y
casarme con la jovencita?

Ella odió su tono, la amargura y el enojo debajo de él, que parecía


injustamente dirigido hacia ella. Sin dudas, Johann había dicho palabras
similares una vez cuando hubo logrado sacarle una fortuna a su padre. El
resentimiento explotó dentro de ella, convirtiendo su tono en algo cáustico.

—Eso sería lo honorable, ¿cierto?

—Y como todos saben, no tengo honor —dijo él inexpresivamente.


Sacudió su cabeza con resignación y pasó impacientemente su mano a través de
sus oscuros rizos—. Esperaba verla hoy, tía Katie.

El ceño de ella se frunció ante ese apodo.

—¿Así podría provocarme?

—Así podría discutir asuntos familiares.

—Quiere saber cuán rico es, ¿cierto? —replicó ella.

Él resopló.

—Dudo que mi querido tío me haya dejado un centavo.

—Le dejó todo —dijo ella de manera cortante.

Su reacción ciertamente no fue la que ella esperaba. Lo que ella esperaba


era satisfacción, tal vez un poco de regocijo teñido de maldad, al saber que había
heredado una fortuna de un hombre que había odiado. En cambio, lucía…
repugnado. Enojado.

—¿Todo? —Consiguió decir él.

—Todo salvo mi porción de viuda. —La cual a lo máximo podría


considerarse modesta, difícilmente suficiente para sustentarla. El fallecido
marqués no había sido tan sensato con sus inversiones como le había hecho creer
al mundo. Sin embargo, tenía la herencia de su abuela para vivir. Definitivamente
no había fondos provenientes de su padre, quien apenas la había mirado desde
que tenía quince años.

Sebastian lucía aún más sorprendido ante esto. Ella no podía entender su
reacción.

—Es un hombre rico, Sebastian. Tiene un título y una fortuna. ¿No era esto
lo que quería? —No pudo mantener el veneno fuera de su voz.

Los ojos de él se entrecerraron.

—Nunca quise ninguna de esas cosas —repuso.

Ella arqueó una ceja con respetuosa incredulidad.

—¿Y esto es lo que piensa de mí? —demandó él, su voz ronca con
emoción—. Nunca quise el dinero de ese hombre. Preferiría cortarme las manos
antes de aceptar un centavo de él.

Finalmente tuvo que dejar de mirarlo, perturbada por la nube de oscuras


emociones arremolinándose en sus ojos. Ella se estremeció. No se suponía que
Sebastian Sherbrook tuviera sentimientos tan profundos. Era despreocupado.
Sarcástico. Desdeñoso como mucho. No lo que sea que fuera esto.

—Gracias —murmuró él.

Ella volvió su mirada hacia él. Sus manos estaban cerradas a sus costados,
como si contuvieran alguna venidera violencia, y la única cosa que sus ojos
parecían silenciosamente transmitirle era su desdén.

—¿Gracias?

—Sí. Gracias por hacer el odiarle tan fácil.

Ella soltó el aire en un soplido, sus palabras aterrizando como un golpe al


estómago. No deberían lastimarla. Él no debería lastimarla, sin importar lo que
pudiera decir.

Sebastian jaló el encaje de sus mangas y se dirigió de regreso hacia el


pianoforte. Se sentó en el banquillo y se lanzó a tocar el tercer movimiento del
Waldstein con exagerada facilidad.

La garganta de ella se cerró de emoción pobremente escondida. Entonces


no era una coincidencia. Todos los años que ella había pasado preguntándose si
él recordaba su primer encuentro, si había pensado en ella cuando tocaba esta
pieza, y por fin tenía su respuesta. Oh, definitivamente lo recordaba. Odió el
entusiasmo que sintió profundamente dentro de ella, junto con la consternación.
Y odió que, de alguna manera él supiera que al tocar esa pieza la afectaría. Lo
había hecho para molestarla.
Bueno, había tenido éxito admirablemente.

Por segunda vez en el espacio de algunos minutos, ella cruzó la habitación


antes de siquiera notar lo que estaba haciendo y se paró junto a él. No era una
mujer emocional. Pero algo en este hombre la volvía loca.

—Deténgase.

Él giró su cabeza y le dio una mirada de falsa sorpresa. Sus dedos


continuaron moviéndose a través de las teclas.

—¿Le ofende mi interpretación? Pero pensé que era uno de sus favoritos.

—Quiero que se detenga.

—Pero justo estoy llegando a la mejor parte. —Su mano derecha comenzó
a vibrar, su mano izquierda barrió camino arriba en una oleada rápida, tan fuerte
como el instrumento lo permitiría. El sonido era glorioso, y le desgarraba el
corazón. Era aún mejor pianista de lo que Johann había sido.

Y ese pensamiento fue lo que la llevó al extremo.

Ella dio un paso hacia delante y estiró su mano, cegada a todo lo que no
fuera su necesidad de detener la música. Agarró la mano izquierda de él y la
arrancó de las teclas con bastante brusquedad.

Escuchó su rápido jadeo, como si lo hubiera lastimado, y sintió los


músculos debajo de su mano tensarse.

Él se levantó tan rápido de su asiento que el banquillo derrapó para atrás


con un terrible quejido.

Inconscientemente, ella se retiró y lo soltó.

El movimiento de ella pareció hacer que algo dentro de él se quebrara. Se


movió hacia adelante y con veloz movimiento, plantó sus manos a cada lado de
ella en el pianoforte, sujetándola dentro, sus cuerpos tan cerca que ella pudo
sentir el calor emanando del cuerpo de él, oler el hipnótico aroma de su exótica
colonia.

Bergamota.

Sus rodillas se sintieron tan débiles que se aferró al borde del piano
Broadwood para evitar caer al suelo. Un calor humeante lleno su abdomen a
causa de la proximidad de él, luchando contra el innato pánico que sentía al estar
atrapada.

—No me toque, querida tía, a menos que quiera ser quemada —gruñó él,
sus labios a centímetros de su oído. Cada soplo de aire contra su piel envió un
estremecimiento, mitad excitación, mitad miedo, a bajar por su columna.
Ella tiró su cabeza hacia atrás para poder ver el rostro de él, determinada
a no dejarle saber cuánto le afectaba. Pero encontrar sus ojos fue un error.
Atravesaron los suyos, metiéndose en su alma, tan cerca que pudo ver el reflejo
de su rostro en las oscuras y dilatas pupilas de él.

Él se inclinó más y más cerca, hasta que sus labios estuvieron al más ligero
respiro de los de ella. Su respiración era entrecortada y aunque ninguna parte de
sus cuerpos se tocaba, ella pudo sentir la tensión de sus músculos, como si
estuviera tomando toda su voluntad el mantener su cuerpo a raya.

Dios mío.

Iba a besarla.

O peor.

El sonido de la vajilla tintineando contra la plata irrumpió en su


consciencia. Apartó la mirada de Sebastian y vio que el ama de llaves estaba
poniendo el servicio de té sobre la mesa, haciendo su mejor esfuerzo para no
mirar en dirección a ellos, sus mejillas sonrojadas.

Katherine podía sentir su pulso latiendo alocadamente, su respiración


irregular y rápida, mientras luchaba por recomponerse. Se dijo que no estaba
decepcionada.

Sebastian, en cambio, no se veía decepcionado en absoluto. Lucía


horrorizado. Él tomó una estabilizante respiración y se alejó de ella, sus ojos muy
abiertos, consternación marcada en cada rígida línea de su cuerpo.

Por un largo momento, sólo se miraron el uno al otro, sin aliento,


deslumbrados, mientras la nerviosa ama de llaves se movía por la habitación.
Cuando estuvieron solos nuevamente, Sebastian se descongeló lo suficiente para
hacer una precisa y educada reverencia hacia ella.

—Discúlpeme —murmuró, sonando perdido—. Creo… creo que debo


irme —terminó, enderezándose. Entonces prácticamente salió corriendo de la
habitación en su prisa por alejarse de ella antes que ella pudiera recuperar su
buen juicio lo suficiente para responder.

Eso definitivamente fue decepcionante.


Cinco
Cuando la Viuda Marquesa Absoluta, Positiva Y
Categóricamente No Sufre Por Causa De Un
Sinvergüenza

Traducido por Mariandrys

Corregido por âmenoire

K atherine se levantó temprano, como era costumbre, después de


una noche inquieta, lo cual era inusual. Había soñado con él de
nuevo. No podía recordar una noche en las dos últimas semanas
donde no lo hubiera hecho, por cierto. Anoche la había tenido atrapada contra
del piano Broadwood, y en vez de alejarse, los labios de él habían encontrado su
camino hasta su boca y entregado un ardiente beso. Él le había advertido muy
dramáticamente que su toque la quemaría, y así fue, incluso en sus sueños. El
beso había continuado y continuado, hasta que ella estuvo ahogándose en el
calor, incapaz de respirar.

En sus sueños, le había dado la bienvenida a la húmeda textura satinada


de su boca. Imaginado su sabor a licores y cigarrillos y miel. Había deseado
arrojar sus brazos alrededor de él y hundirse a la cálida dureza de su cuerpo,
pero cada vez que lo intentó, su cuerpo simplemente se había deslizado fuera de
su alcance, incluso cuando su boca reclamaba la de ella. Lo había intentado e
intentado, una y otra vez, pero nunca pudo lograr tocarle.

Se había despertado cubierta en sudor y jadeando como si hubiese corrido


un kilómetro y medio, una extraña y hormigueante sensación en su vientre bajo
que raramente había sentido antes.

Deseo.

Buen Dios. Deseaba a Sebastian Sherbrook. Todavía lo hacía.

Pero detrás de este descubrimiento estaba la vieja vergüenza, trayéndole


de vuelta a sus sentidos, advirtiéndole. Ella conocía muy bien la verdadera
naturaleza de los hombres. Sabía que nada bueno podía venir nunca de la
exploración de este peligroso sentimiento, especialmente con un sinvergüenza
como él.
Él estaba en lo correcto al haberle advertido que tocarlo la quemaría, peor
que había sido quemada antes. La seduciría, luego la echaría a un lado cuando
acabase con ella. Justo como él había hecho con la jovencita Blanchard. Y justo
como Johann había hecho con ella. No sobreviviría una segunda vez.

Se quedó mirando fijamente a su reflejo en el espejo del tocador mientras


Polly preparaba su cabello, a su prolongada nariz y aguda barbilla y a la mirada
cansada en sus ojos. Odiaba lo que veía, una mujer que había perdido su brillo,
si es que incluso había tenido uno que perder. Incluso Johann había admitido,
eventualmente, que había deseado su fortuna, no a ella. La idea del exquisito
Sebastian realmente deseándola era una absurda presunción. Su imaginación una
vez más, estaba corriendo salvaje.

La única razón por la cual le había amenazado con besarla el otro día fue
para asustarla. La detestaba. Se lo había dicho él mismo. Pensaba que era una
maquinadora de sangre fría que se había casado por un título y una posición, lo
que, por desgracia, no estaba lejos de la verdad. Aunque su padre, y sus propias
acciones tontas, le habían dado muy pocas opciones en el asunto, se había casado
con Manwaring sabiendo que tendría un cierto poder social como una marquesa.
Sabiendo que sería libre de su autocrático padre, si nada más.

El fallecido marqués había sido muchas cosas, la mayoría de ellas


deplorables, pero había acordado darle su nombre a cambio de su inmensa dote.
Ningún otro hombre respetable lo habría hecho, pero el marqués era tan
impotente como ella era un artículo usado, así que el estado de su virtud nunca
había sido cuestionado. A cambio, fue la esposa perfecta en todas las apariencias
externas, la única cosa que le interesaba al marqués. El suyo había sido un ardid
cuidadosamente coreografiado.

¿Ahora que era una viuda? Bueno. Era la mejor cosa que le hubiera
sucedido nunca. Su porción del matrimonio y la herencia de su abuela le
aseguraban que nunca más fuera dependiente de nadie. Estaba bastante feliz con
su pequeña y cómoda casa en la Calle Bruton. No se parecía en nada a la gloriosa
residencia que había ocupado durante su matrimonio, pero así era justo como le
gustaba. Al fin, era libre.

Polly, su doncella, estaba mirando con desagrado su trabajo, el habitual


rodete sencillo.

—¿Está segura que no le gustaría que hoy le hiciera algo un poco diferente,
milady? —preguntó esperanzadora—. ¿Tal vez un poco más suelto en el frente?

Katherine le sonrió a su doncella.

—Hoy no, gracias, Polly.


Polly intentó, sin conseguirlo, ocultar su mohín.
—Disculpe la intromisión, milady, pero eso es lo que dice cada día. Solo
pensé que ahora que terminó su luto… —Polly miró de manera incierta hacia el
vestido gris de Katherine—. Bueno, casi terminó —corrigió—, podría empezar a
arreglarse un poco más. Tiene un cabello encantador.

Katherine no pensaba que sus rizos pálidos y etéreos fueran causa alguna
de celebración.

—Gracias, Polly. Pero no lo creo. No estoy intentando impresionar a nadie.

—¿Ni siquiera a nuestro buen doctor? —preguntó Polly con un aire


demasiado inocente. Las mejillas de Katherine se impregnaron de color. Se giró
hacia su doncella y trató de poner una expresión severa.

—¡Polly! Te sobrepasaste.

Polly, quien había estado al servicio de Katherine desde que ambas tenían
dieciséis años (su padre había reemplazado a todas sus ayudantes después del
Incidente) y sabía que su puesto estaba más que seguro, sólo levantó sus labios
en una sonrisa conocedora.

Justo entonces, la puerta de la habitación tintineó abierta, y una bola


despeinada de pelusa color cobre pasó zumbando junto a ellas con un aullido
aterrorizado y se escondió debajo de la cama. Un momento después, un gran
perro bestial y peludo, entró cojeando a la habitación con un ladrido emocionado
y comenzó a hacer ruidos con la nariz oliendo los volantes fruncidos, con su cola
moviéndose furiosamente.

—¡Seamus! —dijo Katherine en una voz tan autoritaria como fue capaz.

Con otro ladrido, el perro abandonó a su presa y se giró, su enorme cola


derribando varios artículos de su mesita de noche, para el horror de Polly. Su
lobezno rostro se encendió en deleite cuando ubicó a Katherine, y cojeó y lanzó
sus patas delanteras sobre su cintura.

Katherine no tuvo el corazón para alejarlo y en cambio frotó su cabeza


lanuda hasta que lo tuvo gruñendo en placer, y babeando sobre sus faldas.
Seamus era un setter irlandés que había rescatado de una trampa de cazador
durante su última visita a Briar Hill, la propiedad en Derbyshire de su difunto
esposo. Él obviamente había vivido salvajemente por algún tiempo antes de su
desafortunada reunión con la trampa, porque estaba cerca de morir de hambre y
manchado de suciedad cuando lo había encontrado. Había perdido su pierna
izquierda, y muchos le habían urgido a Katherine que permitiera que uno de los
mozos sacara a la pobre bestia de su miseria. Pero lo había cuidado
obstinadamente hasta que se curó. Nunca se había arrepentido de su decisión.
Podría sólo tener tres piernas, pero aun así se las arreglaba para llevar una muy
feliz vida activa, atormentando a Penny, destrozando su porcelana con su juego
rudo, y comiendo mejor de lo que la mayoría de las personas lo hacía.
Y estaba perdidamente enamorado de Katherine, lo cual era muy
halagador, incluso si solo era un perro.

—Eres un travieso por perseguir a la pobre Penny tan inmisericordemente


—le regañó con ligereza, frotando detrás de sus orejas—. ¿Qué te ha hecho ella?

Seamus le sonrió de vuelta, si un perro podía sonreír, y golpeó su cola


contra la alfombra. Él tenía a Penny en alta estima, solo el Señor sabía por qué, y
nunca lastimaría al perro más pequeño. Pero sentía placer en atormentarla, casi
tanto como disfrutaba lamer sus encías, lo cual Penny permitía cuando pensaba
que nadie más podía mirarlos, dado que era, después de todo, un pasatiempo
bastante asqueroso, incluso si eran perros. Cuando Penny estaba en compañía de
otras personas (como si estuviese muy convencida de que era una persona… y
una Persona Muy Importante) le expresaba a Seamus un odio total, pero
Katherine sabía la verdad. Penny adoraba a Seamus tanto como el setter la
adoraba a ella. Incluso ahora, Katherine vio los pequeños y brillantes ojos de
Penny asomarse desde debajo de la cama, observando con intensos celos como
Seamus prodigaba su afecto sobre ella.

Katherine estaría recibiendo un hombro frío desde esa particular pieza por
el resto del día. No que esperase algo menor. Aparte de su tolerancia clandestina
hacia Seamus, Penny era, francamente, la criatura más mal educada y
temperamental que Katherine había conocido alguna vez, siempre
escondiéndose en los rincones, gruñéndole inesperadamente a los sirvientes, y
hurtando comida de las cocinas sin importar cuán fuerte tratase el cocinero de
quitársela de sus codiciosas patas.

Bastante parecida al vizconde Marlowe, para ser honestos.

Katherine no sabía dónde se había equivocado con Penny, a quien había


atesorado desde que la encontró en un callejón cerca de su casa el pasado año.
Sospechaba que Penny había sido una huérfana desde muy temprano en su vida,
y demasiado abusada, para alguna vez ser realmente un alma feliz. La cachorra
había sido tan pequeña que entraría en la palma de su mano, y tan muerta de
hambre que no había sido nada más que piel y huesos debajo de la pelusa sarnosa
de color cobrizo. Katherine había llorado al minuto en que había puesto sus ojos
sobre la criatura, lo cual no era característico de ella. Había sufrido muchas cosas
peores en su vida como para permitir que la vista de pedazo de pelaje que
gimoteaba, la deshiciera. Pero algo se había desprendido dentro de ella, y había
llorado, justo a la mitad de la calle Bruton, ante la mirada de todo el mundo.

Penny había sido una mascota consentida y amada desde entonces y había
tomado completa ventaja de su posición, como lo evidenciaba un vientre gordo
y un dominio tirano sobre el personal de servicio. Katherine la apreciaba, a pesar
de su disposición desagradable y de su apariencia poco llamativa. Penny había
comenzado como una pequeña bola de pelusa color cobrizo con la cara de un
mono y un dudoso linaje y había crecido hasta ser una bola de pelusa color
cobrizo del tamaño de su regazo con la cara de un mono y un dudoso linaje. No
que se dignaría de sentarse en el regazo de cualquiera, la testaruda criatura.
Prefería reposar sola sobre las finas piezas del mobiliario de Katherine, muchas
gracias. No compartía bien.

Y se acostaba, y ovillaba, tan indiscriminadamente como gruñía.

Así que, si Seamus quería perseguir a la criatura mal educada, Katherine


no lo detendría. El Señor sabía que Penny podía necesitar el ejercicio.

Nunca antes se le había permitido tener mascotas. Manwaring no podía


soportarlas. Pero tan pronto como Manwaring había muerto, había comenzado a
adquirirlas. Su primera mascota fue un cerdo gigante llamado Petunia, que había
robado de los Honeywell antes de que pudiese ser convertido en tocino. Ahora
en lugar de aterrorizar Rylestone Green, el cerdo ahora aterrorizaba los jardines
de Briar Hill, desenterrando las preciadas rosas del difunto marqués.

Tener mascotas, decidió ella, era uno de los mejores lujos en su vida como
una viuda independiente. Planeaba tener una casa llena de ellos. Si no podía tener
hijos…

Pero no pensaría en eso. Nada podía cambiar esa fría y dura verdad.

Ella pasó la mañana practicando el pianoforte, Seamus a sus pies y Penny


languideciendo encima de un diván cercano. Había adquirido lo mejor y más
reciente de Herr Beethoven en la calle New Bond, la semana anterior, y estaba
dándole su completa atención. Podría haber pasado felizmente todo el día en el
piano, pero unas cuantas horas tendrían que ser suficientes, ya que tenía varios
compromisos agendados.

Después del almuerzo, se preparó con renuencia para partir de su


acogedora casa para prestar algunas llamadas a varias señoras quienes habían
expresado un interés en contribuir al hospital. Sus rondas sociales en estos días
eran primeramente para la sutil recaudación de fondos. Ahora que no estaba más
obligada a interpretar su papel como la perfecta esposa para Manwaring, podría
haberse retirado felizmente del torbellino social de Londres por completo. Pero
era el inicio de la pequeña temporada, el tiempo perfecto para ejercer su
influencia como una de las matronas más formidables de la sociedad, ahora que
su período de luto había finalizado.

Era bastante insolente en sus ardides, pero sus presas parecían más que
diligentes en tropezarse sobre ellos mismos y hacer lo que ella les pidiese por la
oportunidad de ganar la admisión al círculo más élite de la sociedad. De hecho,
la mayoría de sus conocidos estaban maravillados por su causa, lo cual era, por
supuesto, ridículo.
Las personas equivocadamente atribuían su reticencia y rigidez en la
sociedad a un discernimiento y una confianza altiva, y sus pocas declaraciones,
usualmente breves así no podía avergonzarse a sí misma, y a menudo mordaces,
porque no podía subyugar su lengua, eran consideradas sagradas.

Por una vez, sin embargo, estuvo feliz por su reputación, ya que realmente
podría funcionar para bien.

Pero la tarde demostró ser menos divertida de lo que había anticipado.


Prestó visitas a tres diferentes salas de estar, y en cada una de ellas, fue forzada
a sentarse y a escuchar las últimas habladurías, las cuales tuvieron todas a cierto
diabólico marqués como el protagonista. Si había esperado evitar pensar en
Sebastian Sherbrook, no contaba con esa suerte.

Como era de esperarse, la opinión pública estaba decididamente a favor


de sir Oliver. Katherine se vio obligada a sentarse y escuchar que todas sus
anfitrionas martilleaban el último clavo en el ataúd de Sebastian con la promesa
de rechazar al marqués de cada club social registrado en Inglaterra y urgir a sus
esposos a que cortasen todo lazo con él directamente. Pero Katherine detectó una
nota de emoción detrás de sus justas posturas que la hizo querer rechinar los
dientes.

Sabiamente, mantuvo su boca cerrada e intentó cambiar de tema. No podía


muy bien el defender a Sebastian. Le creía culpable, justo como todos los demás,
pero estaba incluso más asqueada por la forma en la que las chismosas
fetichizaban sus pecados. No dudaba que muchos de esos conocidos (aburridos
encuentros de sociedad sin nada mejor que hacer) veían la caída de Sebastian en
desgracia como la cosa más emocionante que les pasaba en años. Su obsesión con
el escandalo era perverso. Estaba motivado por los mismos impulsos lascivos que
hacía tan difícil quitar la mirada de una escena de un grotesco accidente de
carruaje. Uno simplemente no podía no mirar.

Fue feliz cuando pudo irse educadamente.

Para las cuatro de la tarde, estaba de regreso en su casa, cambiándose a un


traje más servicial, y lista para partir hacia Aldwych. Le había prometido al
doctor que lo encontraría allí para discutir las tambaleantes finanzas del hospital.
Renovar el edificio había disminuido sus fondos más de lo que habían esperado,
y la demanda por sus servicios era alta. Con la palabra corriendo alrededor del
pobre vecindario cercano al hospital, más y más mujeres se dirigían hacia sus
puertas, así que necesitaban solucionar sus problemas antes que los
sobrepasaran.

El doctor Lucas estaba esperándola en su oficina cuando llegó al hospital.


Se levantó de su escritorio y le dio una elegante reverencia. Su habitual expresión
tranquila estaba suavizada por una sonrisa. Luego de un pequeño intercambio
de saludos, él levantó una carta.
—¿Puede adivinar qué es esto, milady?

—Buenas noticias, al parecer —respondió, contenta de verlo sonreír.

—Estupendas noticias, en realidad. Nuestro hospital acaba de recibir una


donación anónima.

Eso no era nada nuevo, ya que la mayoría de sus donaciones eran


anónimas, considerando la naturaleza de su empresa. Ella arqueó una ceja.

Él arqueó su espalda y movió la carta.

—Por quince mil libras.

La quijada de Katherine pudo haber caído al piso.

—¿Es en serio?

—Por supuesto.

—Pero eso es… eso es una fortuna. Suficiente para fundar media docena
de hospitales. Por años.

Se sentó en la silla disponible más cercana. Él hizo lo mismo, una mirada


de desconcierto en su rostro.

—Pero debe haber algún error. —Jadeó ella.

—Tengo el giro bancario justo aquí. Quince mil.

—¿No mil quinientos? Seguramente añadieron un cero de más.

—Está escrito en el inglés del rey. ¿Le gustaría ver?

—Supongo que mejor lo hago.

Él le pasó el giro bancario, y ella estudió el número con incredulidad.


Cuando estuvo segura que no había habido un error de oficina, levantó sus ojos
de nuevo hacia el doctor. Se sentía bastante mareada.

—Pero, ¿quién haría tal cosa?

El doctor parecía pensativo.

—No tengo idea. ¿Tal vez fue el duque de Montford?

—No. Él ya ha contribuido. Ni de cerca la mitad de esto, podría añadir. Y


la duquesa me lo habría dicho.

—¿Tal vez ella no lo sepa? —ofreció él.

Ella le disparó una mirada seca.

—La duquesa lo sabe todo.


—Ah, sí, por supuesto.

—La ha conocido.

—Entiendo su punto —dijo él con una sonrisa conocedora.

Ella examinó el giro bancario, buscando pistas. Su atención fue capturada


por la firma al final. Contuvo la respiración, su cejo frunciéndose.

—Pero éste es el abogado de mi difundo esposo.

—Él debió haber manejado la transferencia —dijo el doctor—, para uno de


sus clientes.

—Él no había… —Se mordió la lengua y colocó el giro sobre el escritorio,


su mente trabajando furiosamente. No sabía por qué no le dijo la verdad al doctor
Lucas. El señor Verylan no tenía otros clientes, a excepción del difunto marqués
y un puñado de otros pocos, quienes mayormente estaban muertos como su
esposo. Y si no se equivocaba, la enorme herencia del fallecido marqués, que
había sido traspasada por testamento hacia su sobrino, oscilaba en el rango de las
quince mil libras.

Su menta dio vueltas con un perceptible entendimiento.

Estaba casi segura de quién era el donante anónimo. Pero no tenía sentido.
Sebastian era notoriamente pobre. Había reportado que tenía que dejar el país
por esa misma razón. Todo el mundo sabía que había estado esperando la muerte
del marqués por años para así poder heredar.

¿Pudo él haber estado diciendo la verdad ese día en la sala de estar del
duque? ¿Qué preferiría cortar sus manos antes que aceptar el dinero del
marqués?

Ella no le había creído, no había querido permitirse creerle, aunque había


sentido la pasión de sus palabras hasta la punta de los dedos de sus pies.

¿Pudo haber estado tan equivocada con respecto a él?

Perturbada, se sentó de nuevo en su asiento.

La frente del doctor Lucas se frunció con preocupación.

—¿Se encuentra bien, milady?

—Estoy… un poco abrumada.

—¿Sabe usted quién es este misterioso benefactor?

—No con certeza.

El doctor Lucas frunció el ceño pensativamente.


—Sí, bueno, no importa quién nos dio este dinero caído del cielo, supongo.
Sólo que es nuestro ahora para dispensarlo como deseemos.

Ella le dio su mejor sonrisa, sacudiéndose fuera de sus pensamientos.

—Y supongo que tiene alguna idea de cómo alcanzar eso.

—Ya que pregunta, sí —dijo él, sonriéndole de vuelta. Se levantó y rodeó


el escritorio—. Pero podemos maquinar nuestro próximo movimiento después.
Debo hacer mis rondas ahora. Me temo que debo partir preferiblemente
temprano esta noche. Tengo una cita que no puedo posponer.

—¿La señora Blundersmith?

Él hizo una mueca.

—Sus jaquecas son tan fingidas como sus bolsillos son de profundos, pero
nunca debo decirle que lo sé.
—Es usted un mercenario, doctor —le regañó con ligereza.

—No tiene usted ni idea. —Dudó en la puerta—. ¿No debe quedarse hasta
tarde? Confieso que no me gusta el pensamiento de usted en las calles de
Aldwych a la luz del día, mucho menos en la noche.

Ella sintió una ola de placer ante la preocupación de él, mezclada con su
exasperación. Hombres, incluso los de mente amplia como el doctor, siempre
asumirían que una mujer era incapaz de cuidarse por sí misma. Pero era bastante
confiada respecto a la habilidad de su chofer, Armstrong, para disuadir a los
bribones que la molestasen, y estaba confiada en la pistola debajo de su asiento.
El crimen era rampante en burdeles, lo cual no era una sorpresa, pero no sería
disuadida por ello. Nada podía pasarle que no le hubiera pasado ya con su
familia y Johann.

Pero no podía decirle esto al doctor.

—Sólo debo revisar esta correspondencia, y tal vez ver cómo se la está
pasando el personal. No debería tomar mucho tiempo. Le agradezco su
preocupación.

Él le sonrió, le hizo una reverencia, y salió de la oficina.

Katherine tomó el asiento que el doctor había abandonado recientemente


y comenzó a revisar los papeles sobre el escritorio. A pesar de sus habilidades
como médico, el doctor Lucas no tenía ningún sentido de organización cuando
se refería a asuntos de negocios. Pero incluso cuando comenzó a ordenar los
montones de órdenes de trabajo, facturas, y recibos en perfectas pilas, su mente
se dirigió de vuelta hacia el giro por quince mil libras, el cual estaba haciendo un
hoyo a través del cajón cerrado donde descansaba, sólo a unos centímetros a su
derecha.
¿Qué le había provocado a Sebastian hacer una cosa tan salvaje? ¿Quién
había escuchado alguna vez de alguien entregando una propiedad entera a una
beneficencia? Tal vez había sido controlado por un sentimiento de
remordimiento por la forma en que condujo su vida, y esta contribución
significaba una cierta penitencia. O tal vez, y esto era lo más probable, dado lo
que conocía sobre su carácter, había regalado una fortuna en un ataque de
resentimiento, hacia ella, por más o menos llamarlo un sinvergüenza cuando la
última vez que se encontraron. Y él haría tal cosa, solo para mirarla hacia abajo.
Como un niño pequeño quien, cuando es regañado por no compartir un precioso
regalo, reaccionaba tomando dicho regalo precioso y lanzándolo lejos, como para
probar lo poco que le importaba.

Pero sí importaba, se dio cuenta. Y ninguna de estas explicaciones parecía


correcta. No, algo más estaba en marcha aquí, sepultado en el oscuro pasado que
Sebastian compartía con su tío. Tenía más preguntas que respuestas. Manwaring
nunca había discutido sobre su sobrino con ella, y nadie del personal en Briar
Hill, la mayoría de ellos habiendo estado allí durante la infancia de Sebastian,
estaba dispuesto a hablar con ella sobre el tema. Lo más que había sido capaz de
obtener de ellos fue un lastimero meneo de cabeza, y algo referente al efecto que
“el joven amo resultó ser bastante salvaje”.

Un eufemismo.

Ella había sido capaz de reunir sólo los hechos más básicos. El padre de
Sebastian, el hermano menor de Manwaring, había muerto en París durante el
Terror9, pero de alguna forma Sebastian y su madre habían encontrado su camino
hacia Briar Hill. La madre había sido francesa, y muy inapropiada, una cantante
de ópera o algo parecido, sin embargo, Sherbrook se había casado con ella, y el
marqués no tuvo otra opción más que el aceptarla en la familia. La madre había
muerto cuando Sebastian tenía ocho años, dejándolo bajo la tutela de Manwaring.
Manwaring parecía haber hecho lo correcto con el chico, enviándolo a Harrow y
Cambridge, y reconociéndolo como su heredero forzoso.

Pero luego algo había acontecido. Un escándalo en Cambridge, por lo cual


Sebastian y su incompetente compatriota, Marlowe, habían sido expulsados.
Nadie, ni siquiera los chismosos más grandes de Londres, sabían sobre qué había
sido aquel escándalo. Después de eso, Sebastian y Marlowe se habían unido a la
guerra en la Península, y se habían quedado allí durante años, antes de
presentarse en Londres y encenderlo a los oídos de sus impactantes hazañas.

La simple explicación dada por los sirvientes de Briar Hill, que él


simplemente “resultó ser bastante salvaje”, lo cual no era de sorprenderse, sus

9Terror: O Reino del Terror. Período lleno de violencia que ocurrió después de la aparición de la
Revolución Francesa, en Francia. En aquellos años reinaba el rey Louis XVI junto a su esposa
Marie Antoinette, quienes resultaron ejecutados por la guillotina. Fue una guerra cívico-militar
que aconteció a mediados de los años 1793 y 1794.
ojos parecían decir que con la madre que había tenido, debió haber sido suficiente
para explicar su comportamiento. Pero ella tenía una insistente sospecha que
había más cosas en esa historia.

Sabía una cosa sin ninguna duda: Sebastian había odiado a su tío. Y no era
un mero desagrado o desprecio. Era la clase de odio que calaba hasta los huesos.

Se reclinó en su asiento y cerró sus ojos, recordando el día cuando el


difunto marqués se había enfrentado con su sobrino cara a cara, por accidente,
cuando ellos habían salido a caminar por la calle Bond. Había sido a mediados
del verano, la temporada en su apogeo, y el marqués la había acompañado en
uno de sus raros paseos juntos. Él había estado de buen humor, e incluso había
estado riéndose de algo que ella había dicho, cuando giraron en una esquina de
la calle y casi chocado contra Sebastian, quien había estado caminando en el
camino opuesto.

El rostro de Sebastian se había drenado de color cuando se encontró con


ellos, pero en vez de moverse del camino, mantuvo su piso, un oscuro ceño
fruncido torciendo sus rasgos, una luz salvaje en sus ojos mientras miraba a su
tío. Desafiándolo a proceder.

Ella había sentido su estómago contraerse con aprensión, y cuando había


mirado hacia su esposo, había dejado de respirar al mismo tiempo. Nunca había
visto tal desdén, tal desprecio altivo mientras él miraba a su sobrino. Como si
pudiera quitarlo de su camino con el poder de su mirada.

Pero Sebastian no se había movido de su lugar en el pavimento, como si


sus pies hubiesen echado raíces, al igual de testarudo que su tío.

Al final, el marqués había sido quien dio su brazo a torcer, girándola y


tomando el camino por el cual habían venido, nunca hablando ni una palabra.

El marqués nunca más salió a caminar con ella.

Katherine suspiró, frotando sus ojos. No tenía por qué descifrar los
motivos de Sebastian. No tenía por qué ofrecer excusas por él. Sin importar qué
había conducido una brecha entre él y Manwaring, nada podía perdonar sus
pecados. Él era irredimible, y cuanto más pronto aceptase esto, sería mejor para
ella.

Pero eso no la detuvo de prestarle una visita. Tenía una razón de quince
mil libras, después de todo, y no sería capaz de aceptar el dinero antes que
supiese por seguro cuáles eran sus motivos. Ahí estaba ese viejo dicho de no
mirarle el colmillo a un caballo regalado, pero no se encontraba preparada para
seguir ese consejo. Porque existía aquel otro dicho sobre que algunas cosas eran
demasiado buenas para ser verdad, y no puedo evitar pensar que ese sentimiento
era más aplicable en esta situación en particular.
Todo acerca de Sebastian Sherbrook, desde sus rizos negros hasta sus
ridículos pómulos y ojos azules, era demasiado bueno para ser verdad. Este giro
bancario sin duda no era diferente. Tenía que haber alguna trampa indeseable. Y
estaba determinada a descubrir cuál era.
Seis
Cuando El Día De Nuestro Héroe Va De Mal En
Peor

Traducido por Rihano y HeythereDelilah1007

Corregido por âmenoire

S
ebastian gimió, mientras cubos y cubos de villana luz matutina se
derramaba a través de la ventana del dormitorio, directamente hacia
sus ojos adoloridos. Su sirviente, Crick, se había tomado la libertad
de mover las cortinas hacia atrás, el bruto. Rodó sobre su estómago y metió una
almohada sobre su cabeza. La luz fue bloqueada, pero la capa de plumas de
ganso no hizo nada por ahogar el sonido de Crick silbando mientras pulía las
botas de Sebastian, o lo que fuera que los mozos hicieran a tan intempestivas
horas de la mañana para molestar a sus patrones.

Sebastian lanzó la almohada hacia la cabeza nudosa de Crick.

—¿Estamos despiertos, milord? —dijo Crick alegremente, colocando de


golpe una misteriosamente materializada bandeja del desayuno sobre la mesa
junto a la cabeza de Sebastian.

Sebastian logró sacar las telarañas de su cabeza el tiempo suficiente para


ponerse en una posición vertical. Lo cual fue un error, ya que los efectos de la
depravación de la noche anterior se habían acomodado para una larga y dolorosa
estadía en su cráneo. Entreabrió un ojo y frunció el ceño hacia Crick, quien estaba
sonriendo brillantemente hacia él. El completo canalla.

Cuando Crick sonreía brillantemente, parecía un bulldog golpeado. No era


una visión bienvenida a primera hora de la mañana.

—Vete. Es condenadamente antideportivo que me despiertes a esta hora.


—Sebastian hizo un puchero con voz ronca.

—Es mediodía, milord. —Crick disfrutaba dirigirse a él de esa manera


desde que había ganado su título. Más bien, le gustaba irritar a Sebastian con
dicho título, dado que sabía cuánto lo odiaba Sebastian—. Utchins estuvo aquí
más temprano, milord, quería informarle que los chalecos que pidió estaban
terminados. Pero dice que no va a dárselos hasta que haya arreglado su cuenta.

Maravilloso. Simplemente maravilloso.


—¿Qué le dijiste? —murmuró él.

—Le dije que se metiera sus malditas manipulaciones por el culo.

—Buen hombre. —Sebastian puso su brazo sobre sus ojos. La luz del sol
era brillantemente diabólica para ser noviembre.

—Luego vino nuestro señor Kale.

Sebastian se quejó. El señor Kale era el carnicero de la calle.

—Y el señor Blancett.

El señor Blancett era el comerciante de vino local.

—Deja de sermonearme, Crick.

—¿Qué? No le estoy sermoneando. Sólo diciendo quién llamó —dijo Crick


con fingida inocencia.

—Si no fuera tan condenadamente molesto encontrar un ayuda de cámara


decente, te habría despedido hace mucho tiempo, Crick —murmuró él.

—No encontraría a un mendigo en la calle Fleet que trabajara por los


salarios que ofrece —replicó Crick.

Crick, por supuesto, estaba en lo correcto. Tal vez incluso un poco


generoso en su crítica acerca de su empleador, ya que Sebastian no podía
recordar la última vez que realmente había llegado a pagar el salario de Crick.
Siempre estaba sin dinero, a menos que ganara en las mesas, y aparte de la noche
anterior, no podía recordar la última vez que había tenido un poco de suerte en
ese terreno. Para un hombre que recaudaba la mayor parte de sus fondos al
apostar, era bastante malo en esto. Si Crick tuviera algo de sentido común,
encontraría otro empleo, sin embargo, se había quedado con Sebastian por años,
más bien como un percebe en el casco de un barco hundiéndose.

Crick había sido su ayudante en la Península, y después de la guerra, le


había ofrecido sus servicios como caballero de caballero, aunque ninguno de ellos
podía clamar ser digno de tal título. Crick estaba bajo la extraña impresión que le
debía a Sebastian por salvar su vida en una u otra batalla. Sebastian no tenía
ningún recuerdo de estos presuntos actos heroicos, habiendo hecho todo lo
posible por erradicar hasta el último horrible recuerdo de la guerra, pero había
aceptado la historia de Crick y le había dado el puesto. No había esperado que
Crick durara una semana, cuando el hombre descubriera sus bajas circunstancias.
Sin embargo, el hombre se había quedado. Incluso había seguido a Sebastian al
continente, soportado meses de caminar atravesando Francia e Italia, y luego más
meses esquivando todo tipo de problemas en el Levante.

Sebastian nunca lo admitiría en su cara, pero no sabía lo que haría si


alguna vez Crick decidía poner fin a su arreglo. Crick lo había sacado de más
problemas de los que podía contar, y Sebastian definitivamente no habría
sobrevivido a la desventura levantina sin él. El hombre era oriundo de St. Giles
y era bastante hábil con sus puños. Y sabía todos los trucos en el libro cuando se
trataba de esquivar acreedores, regatear con los comerciantes y hacer trampa en
las cartas y los dados.

No que Sebastian hiciera trampa. Todavía le quedaban algunos instintos


caballerosos.

Pero Crick lo hacía, en ocasiones, se las arreglaba para convertir algunos


de los soberanos de su patrón en… bueno, más que unos pocos… por medios que
no eran completamente honestos, en las salas de juego de callejones que
frecuentaba. Y Sebastian no tenía ningún reparo en beneficiarse de dichas
ganancias mal habidas. Uno tenía que pagarle a su ayuda de cámara, después de
todo.

Y comer.

Ahí estaba eso.

Ahora que era el marqués, Sebastian supuso que técnicamente no estaba


del todo sin un centavo. Tenía la finca en Derbyshire, y con un poco de esfuerzo,
podría ser bastante rentable, o eso dijo Montford. Pero Sebastian todavía
retrocedía ante la mera noción de visitar la pila ancestral. No podía enfrentarse a
esa parte de su pasado.

En cuanto a los fondos liberados que su tío le había dejado, ya había visto
que fueran redirigidos a una causa más digna que actualizar su guardarropa.
Había hablado en serio respecto a lo que le había dicho a su querida tía sobre el
tema, aunque ella había dudado de su sinceridad. Sebastian aceptó de buen
grado que era algo así como un canalla, pero tenía su parte justa de orgullo y
honor, y nunca podría aceptar una fortuna independiente de su tío, no después
de lo que el hombre le había hecho a su madre. Y su condenada mano.

El hecho que los fondos iban a ir a una organización benéfica para las
mujeres caídas en desgracia era, pensó Sebastian, deliciosamente irónico y tan
jodidamente apropiado, dadas las circunstancias de su caída. Esperaba que su tío
estuviera hirviendo de indignación en cualquier círculo oscuro del infierno en
que hubiera aterrizado.

Pero renunciar a los fondos lo había dejado, precisamente, donde siempre


había estado, viviendo en alojamientos alquilados en una parte bastante lúgubre
del Soho, con nada más que su piano, regresado a él al fin después de sus
vacaciones extendidas en casa del duque, su guardarropa y su muy feo criado
por compañía. Sólo que ahora era el marqués de Manwaring.
Sebastian intentó una sonrisa para Crick por primera vez en dos semanas.
Aunque usar los músculos de su rostro enviaba un rayo de dolor a través de sus
sienes.

—¿Va a necesitar la cura, supongo, milord? —preguntó Crick.

El estómago de Sebastian se sacudió con repulsión ante la idea del


restaurador de Crick. Sabía como a huevos podridos mezclado con tiza y orina
de gato. Era la cosa más repugnante que jamás había ingerido, pero nunca fallaba
en recuperarlo después de una noche de beber en exceso. Las últimas dos
semanas habían sido un desastre de proporciones épicas, desde que casi besado
a lady Manwaring en el salón de Montford, por lo que había estado bebiendo en
gran medida.

No estaba exactamente a la altura de su noble objetivo de auto-reformarse.

—Hazlo doble, Crick —logró decir, antes de caer hacia atrás contra su
almohada, sintiendo malestar en su estómago y extremadamente apenado de sí
mismo.

Crick volvió en el corto plazo, llevando un gran vaso lleno hasta el borde
con un brebaje de color barro que espumaba sospechosamente en la parte
superior.

Sebastian se pellizcó la nariz y lanzó la cura por su garganta de un trago.


Había aprendido de la manera difícil a hacerlo pasar tan pronto como fuera
posible, sin contemplar lo que había dentro.

No quería saber.

Se estremeció y dejó el vaso a un lado, luego se lanzó fuera de la cama para


servirse un vaso de agua para enjuagar su boca.

—Esa es la más maldita y sucia mierda, Crick —dijo, tratando de quitar el


sabor de su lengua con una toalla—. No sé por qué dejo que lo fuerces en mí.

Crick se limitó a poner sus ojos en blanco y comenzó a afilar la navaja de


afeitar para el rostro de Sebastian.

Sebastian se desplomó en una silla y frunció el ceño ante las presuntuosas


preparaciones de su ayuda de cámara.

—Pareces estar bajo la impresión equivocada que hoy me voy a mover de


mi habitación.

—Sí, milord. Pude oír su voz ayer, antes que se fuera a sus entretenimientos,
todavía sonando en mis oídos. “Crick” dijo, “no importa en qué condición esté
en la mañana, seré levantado, revivido y puesto en marcha para el mediodía”.
—Haces una horrible imitación de mí. Me haces sonar como si tuviera la
boca llena de canicas. Y ¿qué quieres decir con que te dije que me despertaras al
mediodía?

—Me temo que no me informó de los detalles, milord—replicó él con


altivez.

—Bueno, que me condenen si lo sé. —Sebastian se rascó el cuello y eructó,


una acción que lamentó de inmediato, ya que lo último que bajó por su garganta
había sido la cura.

Crick soltó un suspiro forzado.

—¿Creo que su gracia lo está esperando para una cita en Westminster?

Sebastian se quejó. Ahora recordaba por qué se había vuelto más


olvidadizo de lo habitual anoche. Porque esta tarde tenía que enfrentarse a una
manada de abogados enviados por sir Oliver Blanchard, quien todavía estaba
decidido a hacer de su vida un infierno.

—Entonces aféitame, maldición, y cepilla mi abrigo negro superfino. Si


voy a ser demandado por algo que no hice, no hay razón para que no me vea
elegante.

—Tiene razón, milord—respondió Crick, enjabonando sus mejillas.

Una hora más tarde, Sebastian estaba afeitado, lavado, cepillado, y


acomodado en su chaqueta negra Weston favorita y nuevas botas negras Hessian,
su corbata atada en un inmaculado nudo matemático, Crick tenía un toque
sorprendentemente artístico cuando se trataba del arreglo personal de su amo, y
la cadena de su reloj de bolsillo tintineando alegremente desde su chaleco de seda
negro. Excepto por su corbata y las mangas con bordes de encaje, su atuendo era
incesantemente negro, lo cual Sebastian consideró apropiado, dada la cita del día.
Siempre se vestía para la ocasión.

—Parece que va a su funeral, milord—comentó Crick.

—Así me siento. Me voy. Ah, y por cierto, gané anoche —dijo él, haciendo
una pausa en su piano el tiempo suficiente para extraer una pequeña bolsa que
había guardado bajo su tapa al llegar a casa en las primeras horas.

Sebastian sacó algunas monedas para su propio uso y empujó el resto de


la bolsa hacia Crick, quien inspeccionó el contenido con avaricia.

—¿Debería estarlo esperando para el té de la tarde, milord? —preguntó


Crick con rostro serio.

Sebastian resopló y pasó junto a su criado. El té de la tarde de hecho.


—No sé por qué te aguanto —murmuró Sebastian afectuosamente,
tomando su sombrero y guantes—. Realmente no lo sé. Soy un maldito marqués
ahora, y tú eres mi subordinado, Crick. Un cockney10, por el amor de Dios. No se
supone que te dirijas a mí de una manera tan insolente.

—Lo que usted diga, milord—dijo Crick, todavía sonriendo ampliamente.

—Ahora, si me disculpas, tengo importantes cosas señoriales que hacer


hoy.

—Estoy seguro que sí, milord—dijo Crick en un tono poco convencido.

—Ve si no puedes sacar algo de esa bolsa, ¿puedes? Me apetece un nuevo


par de botas. Con borlas.

Crick murmuró algo en voz baja acerca de esa declaración en particular, y


Sebastian captó las palabras “como un agujero en su cabeza” hacia el final.

—¿Qué es eso, Crick?

—Ni una condenada cosa, milord, ni una cosa. Tenga un día agradable —
dijo, todo con una falsa sinceridad.

Con eso, Sebastian dejó su alojamiento y bajó por las escaleras de su


edificio y afuera hacia la animada avenida de su calle en el Soho, un distrito
plagado de franceses expatriados y burdeles. Los ricos caballeros mantenían a
sus amantes escondidas en esta parte de la ciudad, y solteros como él mismo (es
decir, caídos en su suerte) se aprovechaban de la renta barata.

Sebastian prefería su ritmo de vida a la de las calles consagradas de


Mayfair, a pesar que no había logrado exactamente conseguir una dirección
privilegiada, incluso en este sector de la ciudad. Estaba peligrosamente cerca del
dudoso lado este del Soho, donde los problemas comenzaban a sangrar dentro
del extremadamente delgado barniz de respetabilidad de la clase media. Los
carteristas eran tan abundantes como las ardillas lo eran en un bosque. Mantuvo
su atención puesta firmemente en su preciosa colección de relojes mientras
tomaba su camino por la calle, reflexionando sobre su día por venir.

Lo cual no hizo nada por disipar su dolor de cabeza.

Este asunto con los Blanchard había ido mucho más lejos incluso de las
definiciones más liberales de civilidad y razonabilidad. En opinión de Sebastian,
sir Oliver había estropeado todo el asunto desde el principio, primero
permitiendo que su hija se convirtiera en la comidilla de la ciudad, luego
continuando la persecución de Sebastian incluso después del duelo. Sebastian
estaba bastante incrédulo de que sir Oliver todavía pensara que podría hacerlo
que se casara con su hija. ¡Como si traerlo bajo la acusación de incumplimiento

10 Habitante de los barrios bajos del extremo este de Londres, caracterizado por su acento popular.
de promesa lo haría más susceptible! La extravagancia de la situación hubiera
sido risible si Sebastian no hubiera sido el que tenía que soportarla.

Quería tomar a sir Oliver por los hombros y sacudir algo de sentido en el
hombre. Estaba seguro que una visita a su dirección actual haría que sir Oliver
pensara dos veces acerca de su tenaz persecución de “justicia”. Estaba claro, a
partir de los términos de la demanda de sir Oliver, que pensaba que Sebastian
había heredado una fortuna junto con el título. Pero Sebastian no estaba
dispuesto a revelar nada de su fortuna personal al hombre, aunque esto podría
darle a sir Oliver alguna pausa en el intento de instalar a su hija como la próxima
marquesa. Llámelo orgullo, llámelo terquedad, llámelo estupidez, pero se negaba
al uso de cualquier otra cosa más que la simple verdad para ganar esta batalla
con los Blanchard.

Era inocente, maldita sea.

Y cuanto más presionaba sir Oliver, más clavaba él sus talones. La lógica
y la razón hacía tiempo que habían sido abandonadas. Era una batalla de
voluntades.

Con Montford a su lado, Sebastian tenía todas las razones para ser
optimista. La colección de procuradores, secretarios y abogados de Montford
eran el equivalente aproximado a una legión espartana: Implacable, mercenaria.
Fue a través de esta legión que Montford había expulsado recientemente al
antiguo antagonista y secuestrador de su esposa, el señor Lightfoot, hasta los
confines de Nueva Gales del Sur por el resto de su vida. Encadenado. Con ese
tipo de resultados, Sebastian no era demasiado orgulloso para aceptar la ayuda
de Montford, si eso significaba ganar el punto en contra de sir Oliver.

No se casaría con Rosamund Blanchard. No había puesto al bebé en su


vientre, y no estaba dispuesto a reclamarlo como propio. ¿Cómo podía ella
hacerle esto? ¿Qué rencor, qué obsesión, era lo suficientemente grande como para
justificar este engaño? Había hablado con ella, coqueteado, una vez. Una vez, hace
dos años.

Y, por otra parte, ¿por qué creería que él valía todo este alboroto y
molestia?

Sebastian paró un taxi y le dio la dirección de Westminster, luego se


acomodó en su asiento, presionando sus dedos sobre el puente de su nariz en un
esfuerzo por aliviar el dolor incesante detrás de sus ojos.

Cuando finalmente llegó a la oficina del abogado, después de un


interminable viaje por toda la ciudad, Montford estaba esperándolo en el interior,
usando su habitual expresión de desaprobación por su tardanza. Eso no hizo
nada por mejorar su estado de ánimo.
—Te ves como el infierno —dijo Montford a modo de saludo.
Sebastian simplemente gruñó.

—Solo vamos a terminar con esto. ¿Está él aquí?

El duque asintió.

—En la habitación de al lado. Con un invitado inesperado.

—No me digas que la ha traído.

—Abominable, pero cierto. Un último intento por parte de un hombre


desesperado para convencerte. —Montford le dio una mirada de
conmiseración—. No te preocupes, ellos no tienen sustento. Esto no irá a la corte.

Sebastian sintió un recrudecimiento de repugnancia por toda la situación.

—No puedo creer que la haya traído. No puedo creer que ella haya tenido
el descaro de venir.

Montford vaciló.

—¿Estás seguro que no vas a cambiar de opinión?

—¿Qué? ¿Casarme con ella? ¿Cómo puedes preguntarlo?

—Tenía que hacerlo, muchacho. Vamos a prevalecer, pero el escándalo te


arruinará. El matrimonio con ella, incluso bajo estas circunstancias públicas,
mitigaría el daño.

—Ya estoy arruinado.

—No así. No serás bienvenido en White después de esto.

—Me importa un bledo. —Ni siquiera era una mentira, ahora que este
último escándalo había revelado justo cuántos amigos verdaderos tenía. Dos, uno
de los cuales estaba parado junto a él ahora. Tres si contaba a Crick.

Montford suspiró con cansancio.

—Muy bien, vamos a proceder.

Entraron en una habitación interior, donde una falange de abogados


enfrentaba a otra a través de una gran mesa. Sebastian vio a sir Oliver, con el
rostro rojo y temblando de rabia, como de costumbre, en un extremo. A su lado,
una mujer a la que sólo reconoció vagamente se encogió en su asiento detrás de
un velo negro. No había duda de su condición. Su vientre hinchado enfrente de
ella, el cuadro melodramático perfecto. Ella alzó los ojos cuando él entró en la
habitación. Estuvo satisfecho de verla estremecerse ante la expresión que vio en
su rostro. Como si hubiera esperado otra cosa.

Sebastian tomó su asiento junto a Montford, y por el siguiente cuarto de


hora miró directamente a Rosamund Blanchard y a su padre, mientras los
abogados discutían de un lado al otro lado de la mesa. Él era, sin duda, una mala
persona, porque no sentía simpatía por su acusadora. De hecho, sintió una cruel
satisfacción cuando ella empezó a secarse los ojos con un pañuelo. Sólo su
compasión por el pobre niño que llevaba le impidió endurecer totalmente su
corazón. Estaba más bien condenado, por causas ajenas a su voluntad, incluso
antes que su vida hubiera comenzado.

Sir Oliver, notó él, no hizo nada por consolar a su hija.

Montford fue leal a su palabra, porque su equipo de abogados destrozó


completamente a los de sir Oliver. El caso no avanzaría. Sebastian no sintió
ningún alivio, sin embargo. Esta era una victoria con un gran costo de por medio.
Montford tenía razón al señalar que ahora, oficialmente, era un paria.

Gracias, sir Oliver, pensó amargamente mientras se ponía de pie y los


abogados reunían sus papeles y salían de la sala. El viejo caballero había
destruido con sus propias manos cualquier posibilidad que pudiera haber tenido
de obtener una mínima cantidad de respetabilidad, una característica que incluso
el mismo Sebastian había fallado en lograr en su carrera como el peor libertino
de Londres. Él nunca limpiaría su reputación lo suficiente como para convencer
a cierta viuda de su valía.

No que quisiera convencerla de nada. Después de su último encuentro


menos que sano, su desprecio por ella había sobrepasado su ridículo
encaprichamiento. Pero hubiera sido agradable tener la elección.

Por supuesto, el trabajo de sir Oliver no había terminado, porque acorraló


a Sebastian antes que pudiera escapar de la habitación, arrastrando a su hija
embarazada tras él.

—Espero que esté satisfecho —rabió sir Oliver.

—Puedo asegurarle, señor, no lo estoy —dijo él arrastrando sus palabras.

Sir Oliver apuntó su dedo hacia su hija.

—¿Cómo puede mirarla y no sentirse avergonzado?

Rosamund empezó a lamentarse. Por Dios.

Sebastian estrechó sus ojos hacia sir Oliver, llenos con la indignación
justificada de los inocentes.

—No estoy avergonzado de mí mismo, porque no soy responsable de su


condición. Realmente, ya estoy fastidiado de tener que repetirme. No me acosté
con su hija.

—Es un canalla. Un sinvergüenza. ¡Un pedazo de prole mestiza de una


prostituta francesa!
La sangre de Sebastian se calentó, su visión se volvió roja. Nadie insultaba
a su madre de esa manera. Dio un paso hacia adelante, acorralando al hacendado.
Montford puso una mano estabilizadora sobre su brazo.

—¿Está provocando que lo cite a un duelo, señor? Porque me veré


obligado, y demandaré que usemos sables esta vez, malditas sean reglas de
buena conducta —espetó.

—Sebastian…—le advirtió Montford.

No había terminado.

—No siento vergüenza por mí mismo, sir Oliver, sino por usted, por
transformar a su familia y a su persona en un espectáculo público. Y siento
vergüenza por su hija, que es una cruel mentirosa. —Se giró hacia Rosamund—.
¿Cómo puede mirarme al rostro y aun así continuar con esta ridícula farsa?

—No se dirija a mi hija —gritó sir Oliver.

Sebastian estaba harto de contener su rabia. Simplemente harto. Si


Montford no lo hubiera estado restringiendo, le habría lanzado a sir Oliver un
golpe en el rostro.

—Si no quería que hiciera eso, no debería haberla traído aquí hoy. ¿Qué
creía que iba a lograr? ¿Qué me conmovería tanto al verla que pondría un anillo
en su dedo? Incluso si lo hiciera, ¿qué bien haría eso? Su reputación está
destruida, tanto como la mía. Ninguna familia respetable la recibiría nunca,
incluso si fuera la marquesa.

—Ese es el principio del asunto —gruñó sir Oliver.

Sebastian resopló.

—Quería dinero. Arrastraría a su hija por todas las cortes, como si fuera un
acto de circo, forjaría contratos de matrimonio, todo por un poco de dinero.

La cara de sir Oliver se puso purpura por la rabia.

—Debería matarlo.

—Tuvo su oportunidad en la zona de duelo, señor. Su mala puntería no es


mi problema. —Se giró hacia Rosamund, que jadeó hacia él como si nunca lo
hubiera visto antes—. Madam, le sugiero que encuentre al padre de su hijo y se
case con él antes que sea desterrada más allá de todo límite. Y que me deje en paz.
Buen día.

Caminó rápidamente hacia puerta.

—Esto no ha terminado, Manwaring —le gritó sir Oliver. De nuevo. Qué


agotador—. No puede esconderse detrás de las faldas del duque para siempre.
Tendré satisfacción, de una u otra manera.
Sebastian no le dio el beneficio de una respuesta. Estaba ardiendo con
tanta rabia y frustración que ni siquiera fue consiente de llegar las calles hasta
que estuvo de pie en la oscuridad de noviembre con Montford.

—Creo que ese hombre acaba de amenazar tu vida —dijo Montford


mientras esperaban por el carruaje ducal.

Sebastian descartó la idea.

—Ha hecho su peor intento.

Montford lucía dubitativo.

—No lo sé. Diría que ha llegado al extremo de su cordura. Y está


absolutamente convencido que eres el responsable de la debacle de su hija. Si yo
estuviera en sus zapatos, no descansaría hasta verte bajo tierra.

Desestimó la preocupación de Montford.

—No tiene el estómago para ese tipo de cosas. Ni siquiera fue capaz de
dispararme cuando tuvo la oportunidad.

—No necesita dispararte, necesariamente. Podría simplemente contratar a


alguien que lo haga por él.

Sebastian sintió el momentáneo retortijón de un presentimiento, pero lo


descartó como paranoia.

—No, creo que simplemente se va a conformar con verme arruinado —


dijo después de un momento.

—Lo más probable. Bueno, creo que almorzar en el club queda fuera de
discusión —dijo Montford, sacando su reloj para ver la hora.

—Lo está —murmuró Sebastian. No había sido exactamente bienvenido


desde el duelo, y cuando sus estimados pares recibieran la noticia de los
resultados de hoy, probablemente sería expulsado, como Montford había
predicho. Malditos hipócritas.

—Vamos a la casa Montford por una comida tardía. Luego iremos a


Angelo. ¿Qué te parece?

Sebastian suspiró. Lo más probable era que la misma clientela que


frecuentaba White estuviera en Angelo, pero Sebastian dudaba que fuera
rechazado ahí. Era amigo personal y compañero de combate del propietario.
Pero, aunque pensara que desquitar sus frustraciones, que eran demasiadas, con
un oponente digno era algo bastante adecuado en el momento, no quería soportar
la compañía de sus camaradas. Ni siquiera la de Montford.
—Hoy no. —El carruaje había llegado, pero no hizo ningún movimiento
hacia él. Montford le ofreció una mirada llena de dudas mientras subía los
escalones—. Caminaré a casa.

Las cejas de Montford se levantaron con preocupación.

—¿Estás seguro?

—Bastante. —Necesitaba alguna manera de sacudir su rabia, y una


caminata larga a través de las calles malolientes de Londres sonaba como la cura
indicada.

Cuando el carruaje de Montford hubo desaparecido en el tráfico nocturno,


Sebastian dejó salir un suspiro que no se había dado cuenta que había estado
conteniendo. La náusea revolvió su estómago, y sudor helado bañó su frente. No
había estado tan enojado en mucho tiempo. Aflojó su corbata con un jalón de sus
dedos temblorosos y empezó a caminar por la calle, instando a sus emociones
rugientes a calmarse.

Pero era difícil. Londres estaba inexplicablemente caliente este noviembre,


y cuando intentó deshacer más su corbata, se pinchó la palma de la mano con el
extremo de su broche. Sangre salió de la herida, y soltó una maldición. Miró la
sangre caer por su muñeca, manchando su manga de encaje, su visión se hizo
borrosa.

De repente, estuvo a cientos de kilómetros de la calle, y a muchos años de


distancia del presente. Y no estaba caminando por una calle de guijarros, sino
yaciendo sobre un suelo enlodado, sangre saliendo a borbotones de su mano
izquierda. Había estado tan cerca de estirar la pata después de ese duelo, por
culpa de la infección que había surgido en la herida de su mano y había
mantenido cautivo a su cuerpo por semanas. Particularmente no había querido
volver de esos tiempos oscuros, pero no había contado con la terca negación de
Marlowe a dejarlo morir, o tampoco con la dedicación resuelta de Montford a
verlo sano de nuevo.

No había tenido éxito en acabar consigo mismo, o con su tío, al final.


Incluso peor, se había condenado a sí mismo a una larga vida sin su único
sosiego. Su mano había sanado. En su mayoría. Todavía podía tocar el pianoforte
mejor que la mayoría, pero sólo durante intervalos cortos, antes que el dolor en
su mano izquierda fuera tan abrumador que fuera forzado a detenerse. Había
tenido que renunciar rápidamente a cualquier esperanza existente de seguir su
sueño de convertirse en un intérprete virtuoso. Era el tipo de ironía que debería
ser relegada a una alta tragedia, no a su insignificante vida.

Sebastian cerró su mano y apretó, sintiendo la quemazón del corte,


dándole la bienvenida al dolor.
Ese periodo de su vida había sido la última vez que había estado tan
enojado como este día. Desde entonces, había vivido su vida tan
imprudentemente como fue capaz, su rabia apiñada detrás de una gruesa capa
de indiferencia, casi esperando que todo terminara de mala manera.

Desde que había conocido a Katherine, sin embargo, incluso la idea de


muerte por corrupción había perdido su atractivo.

Y simplemente así, sus pensamientos se volvieron hacia la única cosa que


había estado intentado ignorar desde que había despertado.

Su corazón se apretó con angustia.

Ella nunca podría ser suya, por tantas razones. Ella nunca le concedería ni
una mirada. Pensaba que era indigno.

Tal vez, pensó, Rosamund y él tenían cierto parecido después de todo,


ambos peligrosamente obsesionados con gente fuera de su alcance. Era un
descubrimiento nuevo y francamente terrorífico. Nunca había sentido un deseo
abrumador por una mujer como lo sentía por Katherine. Era más bien una fijación
perversa con la única mujer que nunca podría tener. Y le gustaría pensar que era
porque estaba tan fuera de su alcance que él estaba obsesionado. Pero no era
cierto. La había deseado, ardido por ella, en esos breves momentos antes de haber
sabido quién era. Y habría intentado con locura hacerse digno de ella, si ella
hubiera sido cualquier otra persona.

¿Cómo pudo haberse casado con un hombre como su tío? ¿Cómo pudo
haber escogido a conciencia una vida tan vacía? ¿Resignarse a un esposo
perverso, una cama fría, una guardería vacía, todo por la seguridad y el título?
Había creído que ella era algo diferente cuando la había visto desde lejos, tocando
esa condenada sonata de Beethoven con su corazón en la mano, pero todo había
sido parte de la actuación.

Odiaba que su corazón todavía la deseara, todavía ansiara su toque.

Y que su corazón todavía deseara su aprobación.

El sol empezó a hacer su camino hacia el horizonte mientras él continuaba


su travesía por la parte más maltrecha de la ciudad. Caminaba con los hombros
caídos por las sombras de los edificios, jalando su sombrero sobre sus cejas. No
sobresalía exactamente en sus ropas finas, pero no quería ser reconocido. Por
mucho que hubiera desestimado las preocupaciones de Montford, las amenazas
de sir Oliver no se alejaban de su cabeza. Maldijo, y no por primera vez, su rostro.
Preferiría verse como alguien ordinario. Incluso aceptaría los feos rasgos de
bulldog de Crick en lugar de los suyos…

Bueno, tal vez no. Eso era ir demasiado lejos.


Pero simple sería agradable. Un bizqueo sería agradable, o tal vez una
nariz grande, o dientes torcidos. Preferiría que cualquier cosa le devolviera la
mirada en el espejo, en lugar de lo que veía.

Que era a su madre.

Su madre, cuya vida infeliz y muerte sórdida todavía lo atormentaba.

Encogiéndose de su último pensamiento oscuro, pasó junto a un charco


que se veía particularmente sucio, y por poco esquivó los contenidos de una
bacinilla siendo lanzados por una ventana encima de él.

Eso era simplemente asqueroso.

Y claramente insalubre.

Realmente tenía que encontrar un mejor vecindario.

Con pensamientos de rechazo dando vueltas sin sentido en su cabeza,


mejor que pensamientos de ella, casi salta fuera de sí ante el aullido sobrenatural
que lo recibió mientras pasaba por la boca de un callejón agresivamente fragante.
Hizo una pausa y miró hacia la oscuridad por curiosidad mórbida, y espió hacia
una pila de escombros que parecían estar retorciéndose como algo sacado del
laboratorio del doctor Frankenstein.

Realmente necesitaba disminuir su consumo de novelas góticas.

No estaba seguro sobre de qué consistía la pila, pero podía olerla desde
donde estaba parado, y podía ver el movimiento indistinguible de un roedor
debajo de ella. Una cola de roedor bastante rechoncha y peluda. El aullido sonó
de nuevo, lleno de una desesperación impactante que le dio a Sebastian piel de
gallina. Un par de ojos brillantes emergieron de la pila, pegados a una cabeza de
sarnoso pelaje café. No una rata en lo absoluto, gracias al infierno. De otra
manera, hubiera empezado a temer por los habitantes humanos de la ciudad,
dado el tamaño de la criatura.

Para ser bastante francos, no estaba del todo seguro qué tipo de animal
era, dado que estaba cubierto en tanta suciedad, pero asumió por el ladrido salido
de su hocico que era alguna especie de perro. Tal vez fue el parecido al rostro
aplastada de buldog de Crick, o tal vez fueron esos ojos demasiado grandes y
llenos de dolor que lo miraban fijamente, lo que hicieron que Sebastian caminara
hacia el callejón a jugar al caballero errante. Ciertamente no fue el olor.

Se puso de cuclillas junto a los escombros y saludó al dueño de ese


encantador pedazo de propiedad, que parecía reacio a salir. Sebastian rebuscó en
su cintura y extrajo el más brillante de sus relojes de bolsillo. Hizo mover la
carnada frente a la basura. Los ojos del perro se encendieron con interés mientras
seguían el movimiento de la cadena, y salió de su nido unos cuantos cautelosos
centímetros.
Pobre criatura. Aunque él también estaría paranoico, supuso, si viviera en
un montón de basura por la parte poco fiable del Soho.

Después de unos cuantos minutos de embarazosos y poco masculinos


arrullos y mucho abuso de la cadena del reloj, la escuálida bola de pelo sucio salió
de su guarida y le presentó su estómago a Sebastian en una muestra de confianza
mal dirigida. La criatura quería sin duda que rascara su estómago femenino, a
juzgar por lo que había sido presentado tan descaradamente hacia él, pero
Sebastian, aunque no fuera tan fastidioso como Montford, rehuyó ante las capas
de suciedad y alimañas que incrustaban cada centímetro del mestizo.

La cosa ciertamente olía como si nunca la hubieran bañado, la pobre


criatura.

Pero entonces, la higiene ciertamente no era una prioridad para el perro


callejero endurecido por la calle.

Sin embargo, el corazón oscurecido de Sebastian se derritió cuando el


perro hizo girar sus ojos llenos de tristeza y dejó salir un pequeño gemido
lastimero, sacudiendo su cuerpo demasiado delgado con impaciencia.

—Bien —resopló Sebastian, guardando su reloj y preparándose para


enfrentar a las alimañas—. Si insistes, aunque cediste con mucha rapidez. Debo
hacerte saber. Fuiste tentada por un poco brillo, cosita codiciosa. —Frotó
vigorosamente el estómago del mestizo, intentando no preocuparse por su estado
de suciedad. El mestizo entró en éxtasis, y el corazón inexistente de Sebastian se
derritió un poco más.

Ambos eran huérfanos, ambos dejados a su suerte. Más importante, le


gustaba al perro, una ocurrencia tan poco común en su vida, y eso significaba más
para él de lo que probablemente debería. Cuando uno estaba reducido a añorar
la aprobación de perros callejeros infestados de alimañas, uno había caído
demasiado bajo.

Para cuando terminó de frotar su estómago, Sebastian había decidido que


de alguna manera haría que el perro se fuera a casa con él. Crick iba a deleitarse
por completo. Sebastian no podía esperar a ver la mirada en el rostro del hombre.

Se puso de pie, limpiando su sucia mano en un pañuelo de encaje, y el


mestizo se giró sobre su estómago, sacudiendo su pequeña cola gruesa y
mirándolo con adoración. Otra conquista femenina, entonces. Sebastian podía
muy bien acostumbrarse a este tipo de mirada incondicional. Por lo menos
dudaba que el mestizo le exigiera matrimonio. A lo mejor un pedazo de pastel o
dos, los cuales Sebastian no le negaría.

Puso sus manos sobre sus caderas y vigiló a su nuevo amigo.

—¿Vendrás a casa conmigo entonces, pequeña bestia?


El perro ladró con emoción y dio zarpazos y picotazos a sus nuevos
Hessianas, un hábito que Sebastian tendría que desalentar en el futuro, dado que
comprar zapatos era jodidamente caro estos días. Pero, aunque el perro parecía
estar de acuerdo con la oferta caritativa de Sebastian, sin importar qué tanto
incitara a la bestia a seguirlo, no lo hacía, mirándolo con confusión. No era el más
inteligente del lugar, entonces. No podía ver otra alternativa para asegurar la
cooperación de perro que cargarlo. Suspiró y se armó de valor para la tarea. Crick
tendría que quemar sus ropas después de esto.

Pero justo cuando se agachó para recuperar a su nuevo compatriota, se


erizó el pelaje del cuello del perro y un gruñido menos que encantador surgió de
su garganta. Sebastian se enderezó indignado.

—Bueno, esa no es manera de tratar al hombre que frotó tu estómago —


resopló—. ¡Te dejaré aquí, no creas que no, mestizo ingrato! —No lo haría,
maldita sea su debilidad por pequeñas, y grandes, criaturas peludas, pero el
perro no tenía que saber eso

Los gruñidos del perro se transformaron en un ataque de ladridos


mientras pasaba de largo junto a él hacia la boca del callejón. Sebastian se dio la
vuelta y descubrió que el perro no había estado ladrándole a él después de todo,
sino a un par de hombres de apariencia raída que se les acercaban. Sinceramente
dudaba que ambos hombres estuvieran ahí para intercambiar cumplidos.

El rufián más grande, que era del tamaño de una fragata, pateó hacia un
lado a la pequeña bola de pelo. El perro se estrelló contra una pared de ladrillos
con un grito de dolor. Sebastian abrió su boca para protestar por el abuso, pero
no tuvo tiempo ni de emitir una palabra antes de que ambos hombres estuvieran
sobre él con sus puños.

—Sir Oliver le manda saludos —dijo el hombre fragata antes de estrellar


su puño del tamaño de un jamón contra la mandíbula de Sebastian, mandando
su cabeza a dar vueltas, y al mundo junto con ella.

Después de eso, no tuvo ni una oportunidad de oponerse a su ataque, aun


cuando lo intentó.

La última cosa que supo antes que el mundo se pusiera completamente


negro fue el rostro aplastado del mestizo cerniéndose sobre él, su aliento
espantoso inundando sus fosas nasales mientras lamia sus heridas y lloraba.

Cerró sus ojos con algo parecido al alivio. Los rufianes le habían
perdonado la vida al perro, por lo menos, incluso si se habían robado todos sus
relojes.
SIETE
Cuando El Destino Da Un Inesperado Giro En La
Sórdida Zona del Soho

Traducido por Flochi y Mariandrys

Corregido por Simoriah

K
atherine debió haber sabido que el personal doméstico de
Sebastian Sherbrook sería tan exasperante como el hombre
mismo. Su mayordomo/valet la recibió en la puerta del
desvencijado alojamiento del marqués en el Soho con un hosco ceño fruncido, los
brazos cruzados beligerantemente. El hombre ciertamente no había sido
contratado ni por su predisposición ni por su aspecto. Y definitivamente no por
su educación.

—¿Qué quiere? —exigió el hombre con recelo.

—Estoy aquí para ver al marqués —dijo ella altivamente.

—No está recibiendo, madame —replicó.

—¿Así es? Dígale que…

—No está en casa, cariño —dijo el hombre terminantemente—. Y si estás


aquí esperando cobrar, puedes decirle a tu empleador que se pierda. Su señoría
pagará cuando pague, como lo hacen todos los aristócratas ricachones.

Katherine sintió su mandíbula caer con incredulidad por segunda vez ese
día. Recuperó el control lo suficiente para protestar.

—Mire, Sr…

—No, usted mire, cariño, hoy no nos va a sacar un penique. Su señoría tiene
suficientes problemas sin buitres como usted picoteando sus huesos.

—Pero…

—Y dígale a Blancett… porque sé que debe ser él, el canalla… que da


vergüenza por enviar a su novia11 aquí para hacer su trabajo sucio, ya que sabe
muy bien cómo su señoría se siente al respecto. Sólo porque su señoría tenga un
bonito rostro no quiere decir que sea blando cuando se trata de mujeres bonitas.

11 El término original es “moll” que se traduce como “novia de gángster”.


Es muy particular, su señoría, y ciertamente demasiado bueno para gente como
tú. Él no trata con mujeres profesionales, y eso no va a cambiar. —Hizo una
pausa, frunció el ceño todavía más—. Sin ofensas ni nada —enmendó.

Por el lado positivo, el hombre la había llamado bonita, en alguna parte


entre todos los insultos.

—No soy una prostituta, señor —dijo con voz ahogada.

Los ojos del hombre se agrandaron con exagerado horror.

—Ruego me perdone, milady —dijo con recelo—. Pero aun así no está en
casa.

Con eso, le cerró la puerta en la cara.

Ella pensó en llamar a la puerta y enfrentarse al dragón una vez más, pero
no veía cómo este dragón en particular podía ser asesinado sin refuerzos. El
sirviente era tan enorme como maleducado y decidido a obstaculizarla. Se lo
concedía, ella había venido a la residencia de un soltero sin chaperona y sin
anunciarse, pero, ¿qué parte de su persona gritaba ramera? ¿O siquiera
comerciante?

Bajó los ojos hacia su vestido gris. Quizás necesitaba invertir en un nuevo
guardarropa.

Se decidió por una retirada táctica por el momento. Tendría que encontrar
otro momento para discutir el regalo de odio de quince mil libras esterlinas que
Sebastian le había enviado, preferiblemente sin su matón presente. Bajó las
escaleras del descuidado edificio de Sebastian y entró a la bulliciosa calle del
Soho. Le dirigió a Armstrong una sonrisa cansada mientras subía al carruaje en
espera.

—Eso fue rápido, milady—comentó Armstrong mientras cerraba la


puerta.

—Él no estaba allí —le dijo al chofer por la ventanilla—. Lamento haberlo
hecho tomar el desvío, Armstrong. Nos hemos perdido la cena.

Armstrong simplemente sonrió e hizo una reverencia.

—Estaremos en casa pronto, y la cocinera nos habrá guardado algo. Pero


si no le importa que lo diga, no había necesidad de que visitara a ese hombre en
absoluto.

—Gracias por su preocupación, Armstrong —dijo remilgadamente, dando


por concluida mayor conversación con su terco sirviente—. Ahora marchemos.
Armstrong suspiró con falsa exasperación y subió al asiento del conductor,
todo remilgada desaprobación. Él estaba tan arraigado en su vida como Polly y
él lo sabía. De ahí su no solicitado, aunque bien intencionado consejo.

Katherine no se relajó hasta que tomaron la calle. Había sido un largo día
en el hospital. Tuvo que resolver no menos de diez disputas entre miembros del
personal que había contratado de entre las mujeres locales. Y ella no le caía bien
a ninguna de ellas. Nada de lo que hacía parecía complacerlas, y estaba bastante
segura que nunca tendría su respeto. A sus ojos, ella simplemente se divertía por
un rato con la caridad, como lo hacían todas las mujeres de su clase. Y como todas
las mujeres de su clase, finalmente se aburriría de ello, y otra de su clase la
reemplazaría.

No se molestó en explicar que eso no iba a suceder, que había trabajado


durante años para establecer el hospital y no iba a apartarse de él. Que tenía más
en común con las mujeres que llegaban al hospital de lo que jamás sabrían. No
valdría la pena el esfuerzo, porque no le creerían.

Incluso la donación de quince mil libras a su causa no aligeró su sombrío


humor. ¿Cómo podría, cuando sabía quién lo había donado? No se habían
separado de su último encuentro en los mejores términos, por lo que sospechaba
que Sebastian tramaba algún nefasto esquema a sus expensas, o como mínimo se
burlaba de ella de alguna manera. Y ella no descansaría en paz hasta que ajustara
cuentas con él.

Se recostó contra el reposacabezas y suspiró. Estaba agotada. No


solamente en cuerpo sino también en espíritu. Obligó a sus pensamientos a ir por
otro derrotero. El hogar. Su hogar. Seamus y Penny. Una comida caliente y una
cama cálida. Encantadora perspectiva ciertamente luego del día pasado en el
barrial de Londres.

Alzó la cabeza confundida cuando se dio cuenta que el carruaje se había


detenido.

Golpeó en el techo para llamar la atención de Armstrong, pero éste no


respondió. En cambio, oyó a Armstrong bajarse de su lugar de un salto, gritando
con fuerza. Un gruñido le respondió, luego una serie de asustados ladridos. Dado
que se trataba de ese tipo de vecindario y la noche caía con rapidez, retiró la
pistola que sus sirvientes le hacían guardar bajo el asiento. Con cautela, abrió la
puerta y salió.

Hacia una escena que no esperaba.

Armstrong estaba acorralado contra el costado del carruaje por un perro.


Un muy pequeño y muy sucio perro callejero. Un pug, bajo toda esa suciedad, si
tenía que arriesgar una conjetura. El hecho de que Armstrong estuviera
aterrorizado por un perro de seis kilos era un poco preocupante, considerando
que él estaba destinado a su protección.

—¿Qué diablos sucede, Armstrong? —exigió.

El perro ladró y retrocedió. Esperó un momento antes de repetir la acción.


Finalmente, se le ocurrió a Katherine que el perro intentaba llevarlos a alguna
parte.

Katherine comenzó a seguirlo, pero Armstrong la tomó por el brazo.

—Podría tratarse de una trampa, milady—susurró.

—Absurdo —dijo ella enérgicamente—. ¿A quién esperas, Dick Turpin12?


—Alzó la pistola—. Si surgen dificultades, tengo muy buena puntería, como bien
sabes, Armstrong. —Mejor que él, sin duda.

Armstrong suspiró, pero la siguió a regañadientes. El perro los guio una


corta distancia hacia un sombrío callejón y se sentó cerca de un montón de trapos.
Ladró con urgencia. Katherine parpadeó en la oscuridad, luego volvió a
parpadear, y finalmente se dio cuenta que el montón de trapos no era un montón
de trapos en absoluto, sino más bien una persona. O al menos lo había sido.
Esperaba por Dios que todavía lo fuera.

Se acercó al cuerpo con cautela, temiendo lo peor.

—¡Milady! —dijo Armstrong, apresurándose para interceptarla—. Ésta no


es imagen para los ojos de una dama.

Oh, por el amor de Dios. Se lo quitó de encima.

—Estoy hecha de un material más resistente, Armstrong. No me


desmayaré al ver un cadáver. —Iba a tener que tener una larga conversación con
Armstrong sobre las prioridades…

—Sí, pero yo sí podría —murmuró Armstrong detrás de ella.

… y el peligroso estado de su virilidad.

El perro lloriqueó mientras ella se agachaba junto al cuerpo (un hombre,


por el aspecto de sus ropas) y lo ponía boca arriba tomándolo por un pañuelo de
encaje roto y sucio. Jadeó con horror cuando vio el rostro ensangrentado y
machacado del hombre, su propia sangre helándose en sus venas.

Conocía ese rostro. Esos pómulos, esa boca. Sebastian. Gritó consternada
e inclinó la mejilla contra sus labios, conteniendo la respiración. Después de un
largo momento, sintió una débil y poca profunda ráfaga de aire cálido contra su
piel. Todo su cuerpo se hundió por el alivio.

12 Dick Turpin: bandido inglés del siglo XVIII.


—¡Está vivo! —exclamó.

Armstrong pareció escéptico ante esta declaración y se puso en cuclillas


para comprobarlo por sí mismo.

—Así es —murmuró. No sonaba complacido.

—Ayúdeme a llevarlo al carruaje, Armstrong.

Armstrong pareció sorprendido por su pedido.

—¿Está segura que es lo mejor para esta… persona? ¿No deberíamos llamar
a la policía y que ellos resuelvan esto?

—Es el marqués —dijo ella. Los ojos de Armstrong se agrandaron con


asombro—. Y aunque no lo fuera, ¡qué vergüenza, Armstrong! —Otro punto más
que tendría que discutir con Armstrong: En situaciones de vida o muerte, la clase
definitivamente no debería ser una consideración antes de prestar ayuda—.
Necesita un doctor. Y el doctor Lucas está en casa de lady Blundersmith esta
noche. —Lady Blundersmith vivía a dos casas de ella—. Lo llevaremos a la calle
Bruton, y eso es definitivo.

—Sí, milady—dijo el chofer algo taciturnamente. Un poco reprendido,


pero todavía reacio con su suerte, Armstrong levantó a Sebastian en sus brazos y
tropezó hacia el carruaje. Ella ayudó a Armstrong a acomodar a Sebastian en el
suelo del carruaje, luego subió dentro con él. Casi se resbaló con la sangre que
manchaba el piso, y una ola de horror la atravesó.

El perro, decidido a no ser dejado atrás, evitó los brazos de Armstrong y


saltó dentro del carruaje, trayendo consigo el hedor del callejón.

—¡Milady! ¿El perro callejero también? —gritó el chofer con exasperación.

Ese perro los había llevado hacia Sebastian, quizás había salvado la vida
del hombre. No iba abandonarlo en el callejón, sin importar lo mal que oliera.
Casi sintió pena por Armstrong, quien tendría que limpiar el desastre que
estaban haciendo. Pero no realmente. Su chofer estaba siendo completamente
intratable.

—El perro también, Armstrong. Llévanos a casa.

Con un atormentado suspiro, Armstrong aseguró la puerta. El perro le dio


una mirada triunfante, pasó junto a ella, y tomó guardia junto a Sebastian, quien
se había acurrucado de costado, los brazos sobre la cabeza, las piernas pegadas
al pecho en el estrecho espacio. Había comenzado a temblar incontrolablemente.

Al menos estaba vivo.

Un momento después, el carruaje saltó hacia adelante cuando Armstrong


azotó a los caballos para que fueran a un trote rápido. El impulsó provocó que
Sebastian rodara sobre su espalda, y un gemido bajo salió de sus labios. La sangre
de ella cuajó ante la palpable angustia que él sentía, y su cuerpo finalmente se
descongeló lo suficiente de la sorpresa para hacer algo más que mirarlo
boquiabierta. Se arrodilló en el suelo en estado de pánico, apoyando la cabeza de
él en su regazo, sintiéndose tan impotente como su paciente.

Su pacífica y ordenada existencia había sido puesta de cabeza en cuestión


de minutos. Sospechaba que nada sería lo mismo después de esto. Le acarició los
largos y húmedos rizos, intentando reconfortarlo, y cuando sintió el gigante
chichón en la parte trasera de su cabeza, un profundo y reciente temor se arraigó
en su estómago. Incluso ella sabía que las heridas en la cabeza eran algo serio y
nunca presagiaban nada bueno.

Él se removió. Su mano salió disparada y aferró el frente de su canesú,


acercándola.

Ella casi se saltó de su piel.

La cabeza de él giró, sus ojos se entreabrieron. La miró directamente, los


ojos salvajes, asustados y ciegos.

—No me dejes —susurró a través de los labios agrietados antes de volver


a desmayarse. Ella se preguntó a quién veía en su delirio, se preguntó a quién
estaba tan desesperado por mantener cerca. Deseó que fuera ella.

Le presionó una palma contra la frente, y el temor se hundió más profundo


en sus huesos. Él se sentía tan frío, tan quieto. Oh, Dios. Iba a morir. Ella no sabía
cómo sobreviviría a su pérdida, aunque él no era realmente suyo para perderlo,
sin importar cuánto su secreto corazón deseara lo contrario.

—No lo haré —prometió, aunque se preguntaba si era una promesa que


alguna vez pudiera esperar mantener.

El doctor Lucas se volvió hacia ella cuando entró en la habitación del


enfermo unas horas después, cansancio grabado en el rostro, su levita manchada
con sangre. Le dio un superficial asentimiento y fue a limpiarse las manos en una
jofaina al otro lado de la habitación. Ella se arriesgó a echar un vistazo hacia la
cama. Sebastian yacía sobre su espalda, el torso ahora limpio y vendado con
muselina blanca, sus varios cortes cosidos, sus abrasiones limpias.

Ella no pensaría en su arruinado rostro, ni estaría de luto por él. Los


cardenales y laceraciones sanarían, y él estaba vivo; pálido, magullado, pero vivo.

Al menos por el momento.


Le permitió al doctor Lucas conducirla desde la habitación al pasillo.

—¿Vivirá? —exigió cuando hubo recuperado la voz.

—No sabría decirlo —dijo él, dándole una mirada comprensiva.

Bueno. El doctor Lucas no era alguien que consintiera, y ciertamente no


consentía ahora. Usualmente, ella lo respetaba por su honestidad, pero en este
momento no podía apreciarla. Habría preferido una considerada mentira o dos.
Ella se desplomó contra la pared y cerró los ojos con fuerza.

—Varias costillas están rotas, y no hay manera de saber el daño hecho a


sus órganos internos. Quien quiera que le haya dado la golpiza no se anduvo con
amagues. Estará incapacitado por un tiempo, pero tengo confianza de que estas
heridas sanarán.

Su corazón dio un vuelco con esperanza.

—Eso no me preocupa tanto como el chichón en la cabeza. Alguien lo


golpeó muy fuerte. —Él hizo una pausa y le puso una mano en el hombro
reconfortantemente, una libertad que nunca se tomaría en circunstancias
normales—. Las heridas en la cabeza son caprichosas. No puedo decir lo que le
hará. Si no despierta en unos pocos días, diría que sus oportunidades son muy
escasas.

—Oh —dijo ella, muy suavemente, algo quebrándose en interior.

—Y hay que pensar en la infección. Los cortes suelen infectarse. Si llega la


fiebre… y probablemente lo hará pronto… —Su voz perdió fuerza, sin molestarse
en terminar lo que ambos sabían que diría.

—La fiebre pasa —insistió ella.

Él vaciló durante demasiado tiempo.

—A veces.

Ella se frotó el rostro con ambas manos. Se sentía tan cansada que quería
sentarse en el suelo del corredor y llorar por un día.

El doctor Lucas sintió su debilidad y le puso una mano bajo el codo.

—Necesita descansar, milady.

—Debo ayudarlo.

—Si quiere ayudarlo, descanse ahora. Cuando llegue la fiebre, necesitará


su fuerza.

—Sé que usted debe tener razón —dijo ella, mientras le permitía llevarla
por el corredor hacia una pequeña sala donde Polly había puesto un humeante
servicio de té. Se sentó en un sillón, sorprendida de encontrar que todo su cuerpo
temblaba.

El doctor Lucas evaluó el servicio de té, tomó una taza, y sacó una petaca
de plata del interior de su chaqueta. Inclinó el contenido en la taza y se la entregó.

—¿Qué es?

—Whisky —dijo él, sus labios arqueándose irónicamente—. Parece


necesitarlo.

Ella se ahogó con el licor. Ardió al bajar hacia su estómago, calentándola


en su camino.

—Es terrible.

Él sólo sonrió gentilmente y se acomodó en la silla frente a ella.

—Sé que no desea pensar en ello, pero debemos discutir qué hacer —dijo.

Ella lo observó inquisitivamente.

Su rostro estaba severo.

—Alguien atacó al marqués. El magistrado deber ser involucrado, al


menos.

Ella lo pensó por un momento, su cerebro luchando para salir de la bruma.

—Ahora no. Quizás… cuando se recupere.

—Si es que sucede.

Ella hizo una mueca.

—Simplemente no sé qué es lo que él desearía —intentó explicar. Pero sí


sabía lo que Sebastian desearía. De alguna manera, en lo profundo de sus
entrañas, sabía que Sebastian no querría que se involucrara a las autoridades.
Cómo podía estar en tan sintonía con un hombre que era un extraño, no deseaba
descubrirlo.

El doctor Lucas no parecía complacido, pero cedió.

—Muy bien. Por ahora no pensaremos en ello. Pero alguien lo quería


muerto. Alguien todavía podría quererlo muerto.

La importancia de sus palabras no se le escapó.

—¿Usted cree que podrían intentar venir aquí y… terminar el trabajo?

—Es posible. Debe decirles a sus sirvientes que estén vigilantes. Quién
sabe con qué clase de villanos se ha enredado.
Ella tuvo que coincidir con él. Sebastian no era conocido por ocupaciones
refinadas, y tenía un problemático hábito de afectar a la gente.

—Parece tener muchos enemigos.

—No usted —murmuró él. ¿Oyó ella la más ligera traza de celos en su
tono? Seguramente no.

—Soy su tía.

—No realmente —refutó él.

Ella apretó las manos.

—Soy todo lo que le queda de familia.

—Él odiaba a su tío.

El doctor Lucas no estaba por encima de escuchar los chismes, entonces.

—Sí. Pero yo no lo odio. No deseo que muera. Usted cree que él es un


sinvergüenza, ¡pero no lo es! —¿Qué decía? ¿Por qué lo defendía cuando sabía
muy bien que él era la peor clase de pícaro?

—No tengo una opinión en el asunto, pero todo acerca de esta situación es
altamente sospechoso.

De repente, ella se molestó por el interrogatorio del doctor Lucas. ¿Desde


cuándo el doctor se había vuelto tan crítico? ¿Cómo podía lanzar sospechas sobre
Sebastian cuando el hombre se moría a pocas puertas de distancia?

—Él fue el que nos entregó el dinero —dejó salir, aunque no sabía por qué
quería con tanto afán que el doctor Lucas tuviera un buen concepto de Sebastian.
Ella no había tenido un buen concepto debido al dinero.

Los ojos del doctor Lucas se agrandaron.

—Quiere decir…

—Sí. Las quince mil. Toda su herencia.

El doctor Lucas tomó esta información en silencio. Unió las manos frente
a él, las puntas de los dedos hacia arriba, luego sacudió la cabeza lentamente.

—Tiene sentido.

Ésa era la última cosa que ella esperaba oír. Ciertamente no tenía sentido
para ella.

—¿Qué quiere decir?

El rostro labrado en granito del doctor Lucas de repente estaba solemne


bajo su bigote.
—Si sabía que iba a morir, tendría sentido que él regalara su fortuna.

—¡Pero él no podía saber tal cosa! —gritó ella.

—No, tal vez no sabía precisamente qué le acontecería esta noche. Pero es
bien sabido que es descuidado con su vida. —Se inclinó hacia adelante en su
asiento, más bien funestamente, en su opinión—. Solo quiero que esté preparada,
milady, en caso de que él no lo logre.

Ella enderezó la columna e hizo sobresalir el mentón.

—Estoy bastante determinada a que se recupere por completo.

El doctor Lucas le ofreció una tensa sonrisa que no alcanzó sus cansados
ojos y se volvió a apoyar en respaldo del sillón, resignación en cada línea de su
cuerpo. Se había dado por vencido, entonces.

—Quizás lo haga.
Fue la primera trivialidad que había dicho en toda la noche.

Mientras tanto, en la Parte Distinguida del Soho…

Guillaume-Hippolyte Aguilard De Robicheaux, duque de St. Aignan,


había sobrevivido la Revolución, a Robespierre, a Napoleón y a años y años del
clima inglés. Incluso había sobrevivido la muerte de su único y verdadero amor.
Estaba bastante seguro, sin embargo, de que no sobreviviría la pérdida de su
amada pug, Belle du Jour.

Lanzó un jarrón a la cabeza de Agador después de que Agador le entregara


todavía más malas noticias. Desafortunadamente, el jarrón no alcanzó su deseado
objetivo y en su lugar se hizo añicos contra la chimenea. El duque se dejó caer
contra el diván con un mohín, arrancó la compresa fría de las temblorosas manos
de Agador, levantó el borde de su peluca y la presionó contra su palpitante sien.

Agador se apresuró a limpiar los restos del jarrón de la antigua alfombra


de Savonnerie mientras el duque continuaba despotricando.

—¡Si me has hecho manchar mi alfombra, Agador, estás despedido! Era


de mis apartamentos en Versalles e irremplazable. ¡Vous êtes viré13! ¡Te enviaré de
regreso con tu mère14 en Lyon! Eres tan desesperante, sin embargo, que ella te
enviaría directamente de regreso, ¿no?

13 Vous êtes viré: estás despedido, en francés.


14 Mère: madre, en francés.
Aunque había vivido en Londres por cerca de tres décadas, Agador sólo
había aprendido un puñado de palabras en inglés, así que el duque apenas estaba
preocupado por herir los sentimientos del imbécil. Pero su tono era lo suficiente
obvio, y supuso que su sobrino no había disfrutado esquivar el jarrón, o la
mención de su mère. La mujer era un hacha de combate incluso en su senilidad,
y Agador había sido afortunado por escapar de ella, ni hablar de madame la
guillotine15.

Agador lo miró con sus mejores ojos de cachorrito. Podrían haber


funcionado en el duque si Agador no hubiese estado acercándose a la marca del
medio siglo.

—No me mires así —exclamó, volviendo al francés, agitando su compresa


en rendición—. No te lanzaría cosas a la cabeza si no hubieses perdido a mi
preciosa Belle.

Ante la mención de la pug, Agador volvió a su tarea con prontitud, sin


dudas con la esperanza de escapar de más imprecaciones. No había escuchado
nada más desde que regresó a casa del paseo de Belle sin Belle una semana atrás.
Mucho más que un jarrón había sido lanzado a su cabeza a raíz de esa revelación.
Pero a esta altura al duque comenzaban a faltarle artículos rompibles que lanzar.

El duque suspiró y se cubrió los ojos con la compresa. Siempre había sido
un hombre de paz, pero Agador lo había convertido en un ogro con su
negligencia. Belle valía más para él que la Savonnerie, definitivamente más que
Agador. La última de un pedigrí real (una que casi se había perdido junto con las
cabezas de sus dueños) y poseedora de una disposición tan elegante como su
linaje, Belle había sido más familia para él durante los últimos ocho años que el
pobre, inútil Agador. E infinitamente más divertida.

Para no mencionar el hecho de que por fin había encontrado un semental


de apropiado linaje para darle crías a Belle. Había discutido consigo mismo largo
y tendido sobre la decisión de usar a su preciosa y virtuosa Belle en una manera
tan mercenaria, pero el linaje debía continuar. Por la Francia de Borbón. Se lo
debía a su majestad, que ella descanse en paz. Si no encontraba a Belle pronto,
sin embargo, se perdería su celo.

Si la encontraba en absoluto.

Y quién sabía qué clase de perro sin pedigrí podría aprovecharse de la


virtud de la pobre criatura antes de que pudiese ser rescatada. La idea de eso era
suficiente para darle nuevas palpitaciones.

15Madame la Guillotine: Señora Guillotina, referencia a las abundantes muertes por guillotina
posterior a la Revolución Francesa.
Después de exigirle a Agador que regresara a la búsqueda después de que
hubiera limpiado la alfombra, el duque se durmió. El dolor de corazón era
agotador.

Agador pensaba que su tío era agotador. Y un poco aterrador, incluso a su


avanzada edad. Cuando Agador salió de puntillas de la sala y caminó hacia las
cocinas, maldijo la mala suerte que lo había llevado a su presente situación.

Iba a ser un plan lo suficientemente simple. Iba a “perder” a Belle en su


caminata de la tarde, y Soames iba a “encontrar” a la perra y reclamar la cuantiosa
recompensa que su tío de seguro iba a otorgar. Pero Peter Soames, policía de día
y ladronzuelo de noche, había demostrado ser tan incompetente como su elección
de vestuario había sugerido. El torpe y bueno para nada de hecho había perdido
a Belle en las calles de Londres a solo minutos después de que Agador se la
entregara.

Lo que dejó a Agador bien y verdaderamente jodido.

Soames lo esperaba en las cocinas, donde devoraba una de las tartas de


frambuesa de Jean-Luc con todo el brío de un hombre de las cavernas. Jean-Luc,
un chef casi tan temperamental como su empleador, estaba de pie murmurando
para sí junto al horno, lanzándole miradas asesinas a Soames mientras acariciaba
su cuchillo.

Agador conocía la sensación cuando se trataba de su asociado.

Completamente despreocupado por la amenaza de Jean-Luc, y con migas


cayendo de su boca abierta hacia su protuberante vientre, Soames sonrió cuando
vio a Agador.

Agador hizo una mueca. Era difícil el decidir qué era peor: Los modales
en la mesa del hombre o la barata seda roja de su chaleco.

—¡Bone joor16, Aggie! —tronó Soames, palmeándose el vientre y eructando.

Agador hizo una mueca otra vez, tomó al hombre por la manga y tiró de
él por la puerta trasera, lejos de la malévola curiosidad de Jean-Luc. No haría
ningún bien que Jean-Luc descubriera sus planes.

—Te dije que no vinieras aquí —siseó en perfecto inglés que sin dudas
habría sorprendido a su tío hasta conducirlo a una muerte temprana, si su tío

16 Pronunciación fonética de “bonjour”, buen día, en francés.


detuviera su constante despotricar lo suficiente para permitir que Agador
consiguiera decir una palabra.

Soames puso los ojos en blanco y se liberó de su asidero de un tirón, lleno


de santurrona indignación.

—No se ponga nervioso, jefe.

—Si mi tío te viera, habría preguntas.

Soames batió una de sus gigantes garras sin preocupación.

—Bah. ¿Esa vieja reliquia? ¿Siquiera puede ver con sus reliquias de ojos?

—Como un halcón —musitó inequívocamente, apenas suprimiendo una


sacudida.

Soames parecía impresionado por el supuesto vigor de esa vieja reliquia.

—Dime que la encontraste —presionó Agador.

Soames se meció sobre los talones y se rascó bajo el sombrero, haciendo


una mueca.

—Bueno —dijo, alargando la palabra—. Hay buenas noticias y hay malas


noticias.

Agador apretó los dientes. Soames precedía todos sus discursos con esta
línea. Siempre era un preciso indicador de la información a venir, si no de otra
cosa, pero también era condenadamente fastidioso.

—La buena noticia es que divisé a su majestad en un callejón en la parte


sórdida del vecindario anoche.

Agador dejó escapar un suspiro de alivio.

—¿Estás seguro que era ella?

Soames esgrimió la pequeña miniatura Cosway17 de Belle que Agador le


había dado de contrabando en su última reunión. Agador estaba más bien
sorprendido de que el hombre no la hubiese empeñando. El encargo de la
condenada pintura había costado una fortuna. Gracias al infierno que Soames era
demasiado estúpido para apreciar su valor. Si su tío se daba cuenta que la
miniatura también estaba desaparecida junto con Belle du Jour, él, no un jarrón,
estaba propenso a explotar sobre la Savonnerie. Y lo último que Agador quería
era que su tío muriera.

Antes de que hubiese cambiado su testamento, de todas formas.

17 Retratos en miniatura.
Agador le arrebató la Cosway y lo metió en su propio elegante y no rojo
chaleco. Soames la había tenido lo suficiente, y su tío estaba propenso a exigir
verla en cualquier momento.

—Por supuesto que era ella. Conocería sus ojos en cualquieras partes —
dijo Soames confiadamente.

—Bueno, ¿dónde está, entonces? —demandó él.

Soames arrugó la nariz.

—Bueno, ésas son las malas noticias de las que hablaba. Antes de que
pudiese alcanzarla, este riquillo se acerca y la pequeña zorra comienza a
coquetear con él. Lo siguiente que sé, el riquillo es atacado por un par de brutos.
Pensé que era mejor quedarme atrás y permitir que hagan sus asuntos.

Una vez que hubo traducido la información de Soames a español, gruñó.

—Eres un policía —murmuró Agador—. ¿No es ése tu trabajo?

Soames parecía como si las palabras de Agador hubieran sido una afrenta
a su dignidad.

—Estaba fuera de servicio. Además, ¿entrometerse entre dos pares de


puños y el rostro bonito de un tipo? No es mi área de exposición.

—De experiencia —gruñó Agador, adolorido. Estaba equivocado. La


carnicería que Soames hacía de su lengua nativa era incluso peor que el chaleco.

—Exactamente —dijo Soames con un asentimiento de finalidad.

Agador se pellizcó el tabique de la nariz. Entre el histrionismo de su tío y


la incompetencia de Soames, iba a asesinar a alguien antes de que esta farsa se
acabase. O morir de una apoplejía.

—Bueno, ¿qué le sucedió a la perra? —increpó.

—Cierto —dijo Soames, aclarando su garganta—. Después de que


terminaran con el tipo y los sospechosos hubieran abandonado las premisas, un
carruaje rodea la esquina, y una elegante señora y su chofer levantan al riquillo y
a la perra.

—Merde —siseó Agador.

Soames asintió su acuerdo.

—Lo que dijiste. Merdy ciertamente.

—¿Viste quién se la llevó? ¿Sabes a dónde se dirigió el carruaje? —


preguntó, aunque se preguntó por qué se molestaba.

Soames aferró el borde de su chaleco y volvió a mecerse sobre sus talones.


—Bueeennnooo… hay buenas noticias, y hay malas noticias.

—Impactante —musitó Agador.

—La buena noticia es que encontré quién la secuestró —dijo, extrayendo


un pedazo de papel de periódico cuidadosamente doblado del bolsillo de su
chaleco. Estaba rosa por el tinte barato.

Agador le arrebató el trozo, lo desdobló, y fue asaltado por el titular más


escabroso de la prensa matutina:

¡EL MARQUÉS DE M, EN LECHO DE MUERTE! ¡SIR B NIEGA EL RUIN


ATAQUE EN SOHO! ¡LADY M, ÁNGEL MINISTRADOR DEL SOBRINO
PRÓDIGO!

Soames había subrayado y rodeado el encabezado en tinta roja, en caso de que


Agador no notase todas las mayúsculas y los signos de exclamación. Agador no
podía creer que hubiera pensado siquiera por un instante que era una buena idea
contratar a este hombre. Su vida se había convertido en una farsa.

Él siempre había odiado ese género.

—Nuestra Belle está a los pies de ella, jefe. Lady Mandarin vive en la calle
Bruton, una dirección elegante, si yo lo digo.

—¿Estás seguro?
—Bueeennnooo…

Agador puso los ojos en blanco. ¿En serio, qué era su vida?

—Ésa es la mala noticia —soltó Soames finalmente—. La casa de su señoría


es más impenetrable que la entrepierna de una virgen vesty18.

Agador no pudo evitar el pequeño gemido que se le escapó ante la crudeza


del hombre. Extrañaba Francia más que nunca. Las vulgaridades sonaban mucho
más poéticas en su lengua nativa.

—Será un gran trabajo entrar y recuperar a su majestad.

—Recuperar —corrigió Agador con cansancio.

—Exactamente.

Agador esperó a que el hombre continuara, pero al parecer ése era el final
de la tortura verbal.

18Vesty: refiere a las vírgenes vestales, mujeres de la Antigua Roma que dedicaban su vida (y
virginidad) al servicio de Vesta, diosa del hogar.
—Bueno, ¿entonces, por qué no te pones con eso? —espetó Agador
impacientemente—. ¡Necesito a esa apestosa perra de regreso, Soames! Se
suponía que iba a ser un día, ¡no una semana! Mi tío morirá de la tensión antes
de que obtengamos nuestro dinero. Y le ha dejado todo en su testamento a la
condenada perra. ¡Me quedaré sin nada! ¡Lo que significa que tú te quedarás sin
nada!

—¡Qué! —exclamó Soames, incrédulo, pero con un repentino y avaricioso


brillo en los ojos en el cual Agador no confiaba ni por un momento. Quizás
revelar las perspectivas financieras a largo plazo de Belle du Jour no había sido
su movimiento más prudente.

—Sólo tráeme a la pug, Soames.


—Bueeennnooo…

—Si dices eso una vez más…

—… hay buenas noticias y hay malas noticias.

Soames tuvo que esquivar de las manos de Agador, las cuales buscaron la
garganta del hombre para estrangularlo bien.

—La buena noticia es que tengo un plan. La mala noticia es que te va a


costar.

Y con eso Soames extendió una codiciosa y ligeramente grasienta garra y


esperó hasta que Agador se hubiese calmado lo suficiente como para llenarla.
OCHO
Cuando El Melodrama Francés De Mala Calidad
Avanza Rápidamente en la Calle Bruton

Traducido por Rihano

Corregido por Simoriah

L
a casa era toda solemne quietud a la mañana siguiente cuando
Katherine salió de su habitación para ver a Sebastian después de
unas horas de sueño inquieto. Incluso Seamus y Penny parecían
haber percibido la tensión en la casa, porque estaban pasando desapercibidos.

Cuando abrió la puerta de la habitación del enfermo, encontró a Sebastian


mayormente en la misma posición en que lo había dejado la noche anterior. Pero
en lugar de mejillas pálidas y exangües, su rostro parecía ruborizado. No era una
buena señal. Presionó la mano contra su frente. Estaba tan caliente como un
carbón ardiente.

―Triple maldición ―murmuró para sí, porque sólo el lenguaje grosero


parecía apropiado en este momento. La fiebre había comenzado. Tan pronto.

―Eso, eso ―llego una voz conocida. Levantó la cabeza y notó por primera
vez a las otras dos personas en la habitación: el duque de Montford, quien no
lucía tan impecable como de costumbre, y el vizconde Marlowe, que todavía
parecía llevar una bata. Ambos hombres lucían ojerosos y visiblemente alterados.
Incluso el desmesuradamente irreverente Marlowe no tenía rastros de humor en
el rostro.

Montford se acercó a ella y le tomó la mano.

―Vinimos tan pronto como nos enteramos. El doctor Lucas nos ha


informado de lo que sucedió.

―Ahora tiene fiebre ―dijo ella, manteniendo los ojos en el rostro de


Sebastian. No podía mirar a ninguno de los dos hombres. No podía soportar que
vieran las lágrimas en sus ojos. Lágrimas que no tenía derecho a derramar―. Es
muy malo.

Oyó un gruñido emitido desde el otro lado de la habitación.

―Mataré a Blanchard con mis propias manos, ya verás ―gritó Marlowe


con voz ronca.
Ella levantó la mirada con sorpresa ante esto.

―¿Blanchard? ―Pero por supuesto. Tenía sentido. La venganza de sir


Oliver contra Sebastian era muy pública. Perder el caso en la corte bien podría
haber sido la gota que rebalsó el vaso para el hacendado.

―¿Quién más lo habría hecho? ―le respondió Marlowe a través de dientes


apretados. Ella parpadeó. Nunca lo había visto con tal rabia negra, pálido y
temblando de furia, como un calentador de agua a punto de hervir.

Montford simplemente lucía como un sombrío enterrador, sus emociones


contenidas, pero Katherine podía ver la furia brillando en sus ojos plateados. De
repente estaba feliz de no estar en la familia Blanchard.

―Parece un sospechoso probable. Sin duda contrató a profesionales, el


cobarde. Pero no debemos ser impulsivos, Marlowe. Eso significa nada de
cuchillos ni armas de fuego. ―Hizo una pausa―. Todavía.

―Bueno, si muere, voy a destripar al vejete ―dijo Marlowe sorbiendo por


la nariz.

Katherine se estremeció cuando vio al normalmente razonable Montford


simplemente asentir su acuerdo con el sanguinario plan de Marlowe. Pero
aunque estaba un poco desconcertada, no iba a detener a ninguno de ellos. Si
Blanchard era el culpable de esto, quería estar allí cuando Marlowe cometiera el
hecho.

Marlowe avanzó hacia ella con grades pasos, un dedo gigante levantado
de una manera bastante amenazante.

―Y usted… mejor encárguese de que esté cuidado. El doctor Lucas dijo


que no debe ser movido. No permitiré que usted acelere su… su…

Montford colocó una firme mano en el hombro de Marlowe.

―Cálmese, hombre.

Katherine estaba ofendida desde la cabeza hasta los dedos de sus pies.
Marlowe, quien ni siquiera era capaz de cuidar de sí mismo, a juzgar por su
ridícula vestimenta, pensaba que ella era incapaz de cuidar de su amigo. Y ella
pensaba que eran casi amigos.

Con su control vuelto humo, se movió rápidamente hacia Marlowe y le


hundió un dedo en las costillas como había visto a su hermana hacerle cuando él
se salía de lugar. Lo cual era constantemente.

―¿Y dónde estaba usted, me pregunto, mientras Sebastian era atacado?


Pensaba que se suponía que usted era su mejor amigo. ¡Pensé que se suponía que
usted debía cuidarlo!
Marlowe se frotó el lugar en que ella había hundido el dedo. No parecía
arrepentido. Sólo parecía un oso enojado después de ser azuzado por los perros,
cerniéndose sobre ella, como si estuviera destinado a asustarla. Una cosa que
había aprendido sobre Marlowe a lo largo de los años, sin embargo, es que era
tan peligroso como un gatito cuando estaba irritado.

Ella se mantuvo firme, frunciéndole el ceño, temblando de emoción.

Marlowe se apartó primero, el rostro desmoronándose ante sus ojos. Con


un gran gruñido y un indignado resoplido, se apartó de ella y avanzó a grandes
pasos hacia una ventana. Miró hacia afuera, dándole la espalda a todos los
demás.

Ella se volvió hacia el duque, quien la miraba con la mandíbula colgando.

―¿Qué? ―exigió ella.

―Usted… usted le gritó a Marlowe.

―¿Lo hice? ―Ella no se había dado cuenta.

―Creo que lo hizo llorar.

―Lo dudo ―se burló ella.

Marlowe hizo un sospechoso sonido de sorber por la nariz que parecía


desmentir sus palabras.

Montford se puso serio.

―Todos estamos disgustados. Sebastian es… muy querido para mí, y para
Marlowe. Debe disculparnos a ambos si somos groseros.

Ella asintió, y luego volvió la atención hacia la cama.

―¿Se ha movido en absoluto?

―No.

Se mordió el labio inferior. Sus pensamientos se dirigieron a la


perturbadora conversación de anoche con el médico.

―El doctor Lucas dijo que hay una posibilidad… ―Un nudo insuperable
se levantó en su garganta. No pudo continuar.

Montford se quedó en silencio por un largo tiempo.

―Él saldrá adelante. Estoy seguro de ello. ―Le dio una débil sonrisa.

―¿Cómo puede estarlo? ―presionó ella.

―Porque lo obligaré ―dijo él, como si fuera obvio―. Y también lo hará


usted.
Ella esperaba que la fe del duque en ella no estuviera infundada.

Por el resto del día, su cabeza se sintió separada de su cuerpo mientras


mantenía la vigilia junto a la cama de Sebastian, instándolo a despertarse junto
con sus amigos y hosco criado, Crick, quien había aparecido sudoroso en la
escena poco después que el duque y el vizconde.

El valet era leal, si no otra cosa, y dedicado a su señor, negándose a


permitir que nadie del personal de Katherine atendiera las necesidades directas
de Sebastian, cerniéndose con desconfianza sobre el hombro del doctor Lucas
cada vez que el hombre se atrevía a revisar a su paciente. Crick todavía
sospechaba profundamente de ella, también. Al parecer, darse cuenta que ella no
era, de hecho, una prostituta no había hecho nada para mejorar su opinión sobre
ella.

Ella tenía que admirar a regañadientes el igualitarismo del hombre en sus


antipatías, si nada más.

El misterio de Sebastian sólo aumentó cuando ella vio cuán


profundamente su círculo íntimo se preocupaba por él. El mundo pensaba de él
que era un sinvergüenza y despreocupado libertino, y cada hazaña que realizaba
sólo confirmaba esta opinión de él. Pero no lo era. Nunca lo había sido, ¿verdad?
El verdadero Sebastian era el hombre que inspiraba el amor incondicional en las
pocas personas que él consideraba sus amigos. Que rescataba a cerdos
recalcitrantes de castillos en llamas y hacía saltar sobre sus rodillas a chillones
bebés desnudos.

Ella quería ayudarlo. Quería que él viviera. Nunca había creído en la


suerte o el destino ni en nada de esa porquería, pero estaba segura, como nunca
había estado segura de ninguna otra cosa, que encontrarlo en ese callejón no
había sido un accidente. Y no podía permitirse creer que cualquiera fuera la
fuerza que lo había colocado en su cuidado lo haría morir en éste.

El destino no sería tan cruel.

O eso esperaba. Se recordó su propia angustia pasada. El destino no había


sido amable en su hora de necesidad. El destino había entrado y le había
arrebatado a su hijo antes de que éste (él o ella, nunca se lo habían dicho, y nunca
había reunido el valor para preguntarlo) hubiera tenido la oportunidad de
respirar. El destino casi se la había llevado a ella también; y oh, cómo había
deseado que lo hubiera logrado en ese momento. Había yacido a las puertas de
la muerte durante un mes después del nacimiento, demasiado enferma,
demasiado asustada para siquiera llorar por el niño.

Nunca había estado segura si estaba agradecida por haber sobrevivido o


no, y ahora temía que la fe del duque en su habilidad de curar a su amigo era
extremadamente inmerecida.
Pero según lo veía ella, el mundo le debía algo, y no estaba por encima de
solicitar sus pagos, lo mereciera Sebastian o no.

Katherine se despertó con un sobresalto. Era de mañana, cielo azul, sol


ardiente. Afuera de los marcos de las ventanas abiertas, los pájaros se cantaban
unos a otros, y la calle estaba ajetreada con su habitual bullicio, ajena a lo que
tenía lugar en la habitación del otro lado. Levantó la cabeza de una maraña de
ropa de cama, un fuerte dolor atravesando su cuello por el incómodo ángulo en
el que había dormido. Estaba encorvada en una silla baja, descubrió, y sostenía
una mano grande, fría y húmeda en la suya.

La de Sebastian.

Los acontecimientos del día anterior volvieron a ella en un borrón. La


fiebre se había presentado esa mañana y había causado estragos en la noche,
asolando a fondo el cuerpo de Sebastian antes de finalmente cesar cerca del
amanecer.

Se inclinó y le tocó la frente. Todavía estaba tibia por la fiebre, pero no tan
caliente como antes.

Sintió un mínimo de alivio y se permitió recostarse en la silla, examinando


a su paciente. Era perturbador con cuánta rapidez la enfermedad podía minar la
fuerza de un hombre. Su piel estaba cenicienta, cerosa, donde no estaba cubierta
de moretones; su cuerpo una vez delgado y fuerte estaba ahora consumido y
demacrado. Lacios mechones de cabello negro estaban pegados a su cráneo, los
huecos bajo sus ojos hundidos y magullados. Era como si pudiera ver todos los
huesos de su rostro sobresaliendo contra su frágil y delgada piel. Él era un mero
fantasma de su anterior ser.

Aun así, a ella le parecía hermoso.

Quería rodearlo con los brazos y atraerlo contra su pecho. Quería darle su
propia fuerza, verterla en sus grises y agrietados labios como un bálsamo
curativo. Realmente no conocía ni le gustaba este hombre, pero de alguna manera
él se había convertido en una parte de ella, una parte necesaria. ¿Cuándo había
comenzado? ¿Dos noches atrás, o años antes, cuando habían sido determinados
enemigos?

¡Cómo la había odiado! ¡Cómo sus ojos habían brillado con su secreta rabia
siempre que se habían encontrado! Se preguntó qué pensaría él si supiera que era
ella quien lo cuidaba ahora.
Llevó sus temblorosos dedos a los labios de él, sintió el susurro suave
como plumas de su aliento en sus puntas.

―Por favor, no muera ―susurró―. Regrese, Sebastian.

Algo se movió en la cama. Ella llevó sus dedos rápidamente a su costado,


el corazón saltando con esperanza.

Pero no era Sebastian.

Era el maldito perro. Bajo todos los bichos y la suciedad que Polly había
fregado había un pug de color beige. De pura raza, por su aspecto, y en posesión
de modales sorprendentemente exquisitos. Para nada lo que había esperado de
un perro callejero de las calles del Soho. Seamus estaba exaltado con su nuevo
amigo. Penny estaba, por supuesto, menos satisfecha con el intruso, y se lo hacía
saber a todos lo suficientemente desafortunados de cruzarse en su camino.

Pero el pug no parecía tener tiempo para este tipo de política animal,
habiendo buscado a Sebastian en su primera oportunidad y habiéndose pegado
a su lado. Parecía poco dispuesta a ceder.

El pug era, sin sorpresas, una hembra.

Como si sintiera los pensamientos de Katherine, la pug se hundió más


firmemente en la ropa de cama con sus patas, dejándole claro a Katherine que
tendría que alejarla de su vigilia con una palanca.

Katherine no se pondría celosa de un perro.

―Maldición ―gruñó una voz, y las orejas de la pug se ladearon a tiempo


con el corazón tartamudeante de Katherine. Bajó la mirada para encontrar un par
de nublados ojos color zafiro. Eran lo suficientemente conocidos, si no lo era el
hinchado, magullado rostro en el que residían.

Por fin, Sebastian estaba despierto, y, a juzgar por su vocabulario, en


posesión de lo suficiente de su ingenio para registrar su lamentable estado.

Bueno, el mundo finalmente se había dignado a pagarle lo que le debía, al


parecer.

Su corazón se elevó… luego se desplomó con la misma rapidez con


aprensión. ¿Qué iba a hacer con él, ahora que no había amenaza de muerte
pendiendo sobre sus cabezas?

Maldición, de hecho.
NUEVE
Cuando Nuestro Héroe Disfruta De Una Miríada De
Comodidades En Una Elegante Dirección De Mayfair

Traducido por HeythereDelilah1007 y âmenoire

Corregido por Simoriah

L
a casa en la calle Bruton rápidamente se asentó en una rutina una
vez más, absorbiendo las adiciones de un marqués algo invalido,
una pug misteriosa y un beligerante valet cockney con
sorprendente ecuanimidad. Y una vez que hubo superado el miedo de reincidir
en una fiebre y morir por combustión interna, Sebastian decidió que le gustaba
bastante el desenlace de los eventos, a pesar de su dolor. Guardó su opinión para
sí, obviamente, porque temía que si alguien se enteraba de cuán complacida
estaba con sus actuales circunstancias, pensarían que el golpe en la cabeza lo
había convertido en un lunático.

La gente cuerda no disfrutaba ser golpeada, desfigurada y dejada para


curar lenta y dolorosamente. Pero Sebastian lo hacía, por las siguientes razones:

A) Estaba en un alojamiento muy superior al propio, atendido en todas


sus necesidades por un amplio batallón de sirvientas, amigos, personal médico
(es decir, el demasiado apuesto doctor Lucas con su condenadamente
distinguible bigote manchado de canas, a quien Sebastian no podía despreciar
tanto como le gustaría), un perro irlandés de tres patas, un perro callejero de mal
temperamento y origen incierto, y una pug callejera, que aparentemente le había
salvado la vida.

B) Dichos alojamientos y cuidados, junto con el mantenimiento de Crick y


su nueva mascota, eran gratis.

C) Su enfermera personal era una hermosa amazona de cabello rubio que


no parecía odiarlo tanto como él había pensado una vez (el ataque a su persona
claramente había suavizado el corazón de ella a su favor).

Y:

D) No había comido tan bien en meses. Después de ser capaz de convencer


a sus huéspedes de que era alérgico al caldo de carne, sopa de vegetales, y
cualquier otro menjunje para inválidos, por supuesto.
No podía pensar en una sola razón para apresurar su recuperación. Estaba
bastante cómodo donde estaba, muchas gracias. De hecho, estaba justo donde
había querido estar durante meses, sino años. Había atravesado los muros del
jardín encantado y se había abierto camino a la torre de la princesa.

Planeaba quedarse hasta ser echado de la oreja.

Las desventajas de su situación (extremo dolor y la amenaza de


desfiguración facial) eran un poco onerosas, así que él, en cierta manera, estaba
pagando por su mantenimiento.

Todo era un razonamiento perfectamente lógico si uno entrecerraba los


ojos.

Analizaba el estado de su hinchado rostro una mañana cuando Marlowe


entró dando tumbos y sin ser anunciado en la habitación como lo había hecho
cada día de su convalecencia. Su amigo frunció el ceño al ver el espejo que
Sebastian usaba para inspeccionar el color en constante cambio de sus moretones.
Negro y púrpura le daban paso a un incluso menos atractivo verde pálido en los
extremos en ese momento.

Mirando el lado bueno, al menos todavía tenía todos los dientes.

―Guarda eso. ¿Por qué demonios quieres torturarte a ti mismo, Sherry?


―gruñó Marlowe, desplomándose sobre una silla y sacando la botella de whisky
escocés que había logrado pasar de contrabando por el batallón de cuidadores de
Sebastian.

―Yo era el Hombre Más Hermoso de Londres. Déjeme llorar mi perdida


―dijo irónicamente, arrebatando la botella de la mano de Marlowe y dando un
generoso sorbo.

―Si te preocupa no ser capaz de entretener a la gente en la cena por su


aspecto, no lo hagas. Eres el hombre más popular de Londres en este momento
―murmuró Marlowe agriamente―. Aparentemente, la conducta poco
caballeresca de sir Oliver ha superado tus propias y supuestas acciones contra su
hija, y ahora todo está perdonado.

La lógica de la sociedad parecía tan retorcida como la suya propia, y no


tenía la excusa de una herida en la cabeza. Sebastian puso los ojos en blanco
mientras Marlowe lanzaba un arrugado periódico sobre su regazo. Escaneó el
artículo que Marlowe había marcado.

Este autor ha sido informado por fuentes internas que atienden al lecho
de muerte de cierto joven lord, que su paciente ha regresado al reino de los Vivos.
¡Podemos por fin respirar con alivio, queridos lectores, porque nuestro amado
hijo prodigo está en vías de recuperación! Resucitado del fango de los perversos
rumores e insinuaciones, su señoría con seguridad recibirá una cálida recepción
dentro al Seno de la sociedad. La temporada de Navidad acaba de comenzar, y
la pregunta no formulada en los labios de toda anfitriona es: “¿Escogerá su
señoría mi baile para su regreso triunfante?”. Solo su señoría lo sabe. Y quizás
su señoría sea el único capaz de responder la segunda pregunta más importante
de la temporada: ¿Es la reciente publicación del último trabajo del misterioso
señor Essex, el salaz Poema Italiano, tan cercano al regreso de su señoría del
exterior mera coincidencia?
Este autor no lo cree.

Sebastian soltó una carcajada y lanzó el periódico a un lado.

―No sólo me llaman un héroe porque me den una paliza, ¡ahora soy un
maldito poeta! Qué porquería. Ni siquiera puedo juntar dos palabras sobre una
página.

―Acaso no lo sé yo.

Sebastian miró a Marlowe con exasperación.

―Poema Italiano, ¿verdad?

Marlowe se aclaró la garganta.

―De hecho, el título correcto es “Un Pícaro Inglés en Venecia”.

―¿Es bueno?

―No podría saberlo ―dijo Marlowe, luciendo condenadamente incómodo


ante el giro de la conversación. Sebastian nunca había sido capaz de obligar al
hombre a ser más específico con el tema del misterioso señor Essex, pero supuso
que podía permitirle a su amigo sus pequeñas intrigas―. Mira, quiero saber qué
has decidido en relación con Blanchard.

Sebastian quería gemir. Marlowe era como un perro con un hueso. Él


estaba a favor de presentar cargos contra sir Oliver, y también lo estaba
Montford, a pesar de la falta de evidencia. Nadie había sido capaz de localizar a
los hombres que lo habían molido a golpes. Pero Sebastian no había condenado
abiertamente a sir Oliver, y no lo haría. Había visto suficiente del sistema de la
corte en las semanas recientes para que le durarla toda una vida. Estaba más que
feliz de permitir que todos creyeran lo que quisieran creer y permitir que
Blanchard sufriera en la corte de la opinión pública, al igual que él. De todos
modos, era más despiadada de lo que podía ser el juicio de cualquier corte.

―¿Hacer? No hay nada que hacer ―respondió evasivamente Sebastian.

―Sir Oliver debe ser castigado ―persistió Marlowe.


―Creo que será castigado lo suficiente.
No, aparentemente, lo suficiente para Marlowe, quien echó bravatas por
un rato sobre las diversas formas en que le gustaría utilizar los testículos de sir
Oliver, ninguno de los cuales sonaba agradable o sanitario. Marlowe siempre
había sido una persona sanguinaria. Bueno en una pelea cuando no estaba lo
suficientemente borracho para caerse, como estaba la mayor parte del tiempo,
especialmente en los años recientes.

Sebastian frunció el sueño ante un incómodo recuerdo. Marlowe había


empezado a excederse al mismo tiempo que él: El año en que habían sido
expulsados de Cambridge. Las razones habían sido silenciadas, y todos
simplemente habían asumido que los dos peores sinvergüenzas que habían
pisado los sagrados corredores de Cambridge en siglos finalmente habían
llevado a cabo una acción imperdonable. Lo cual era lo suficientemente cierto,
aunque la “acción” no era lo que alguien podría haber adivinado.

Montford había entrado después, había calmado las cosas con todas las
partes descontentas, y los había enviado directo a empacar para la Península,
donde ambos podían comportarse como los idiotas que eran al servicio de su país
y ser aclamados por ello.

―Si tanto quieres morir ―le había dicho Montford a Sebastian―, por lo
menos sé útil para Inglaterra y haz que Napoleón te vuele la cabeza. ―Era un
consejo que Sebastian había intentado seguir.

No sabía qué consejo le había dado Montford a Marlowe. Nunca le había


preguntado a su amigo. En esa época había estado demasiado avergonzado y
asolado por la culpa de arrastrar a Marlowe consigo cuando había comenzado a
seguir el oscuro camino de la autodestrucción después de las revelaciones hechas
sobre su madre. Pero él sabía una cosa con certeza. No se merecía la lealtad de
Marlowe. Nunca lo había hecho, pero desde ese fatídico duelo con su tío,
Marlowe había sido su más feroz perro guardián.

―Casi te mata, Sherry ―dijo Marlowe apretando los dientes.

Sebastian se encogió de hombros casualmente.

―Ah, bueno, no es como si eso no hubiera sucedido antes.

El ceño de Marlowe se arrugó con irritación. Sus puños se apretaron a sus


lados.

―Veo que eres el mismo de siempre. Nada te importa un demonio, ni


siquiera tú mismo.

Eso no era cierto, pero Sebastian no se molestó en corregir a Marlowe. Que


el ogro creyera lo que quisiera.

―Estoy condenadamente harto de ti, Sherry ―murmuró Marlowe―.


Agotas a un hombre.
―Eso intento.

―Estoy tentado a dejarte aquí, a la merced de su señoría ―amenazó


Marlowe.

―Por favor hazlo ―murmuró Sebastian.

Esto interrumpió a Marlowe.

―¿Qué fue eso?

―Estoy bastante cómodo donde estoy. Y si sintiera deseos de un cambio


de escenario, me impondré con Montford. Estoy seguro que tiene una habitación
de sobra. ―O veinte.

Marlowe gruñó por lo bajo. Se levantó e hizo un valiente esfuerzo por


alisar las arrugas de sus pantalones, sin ningún efecto.

―No me gusta la idea de dejarte aquí. Con ella.

―Creo que soy perfectamente capaz de rechazar cualquier avance


impropio que ella pueda hacer sobre mi persona ―respondió irónicamente. No
que fuera a hacerlo.

Marlowe lo analizó durante un largo y tenso momento, luego pareció


marchitarse en su arrugado atuendo.

―Eres, como de costumbre, impenetrable. Si quieres quedarse aquí, por


favor hazlo. ―Cruzó hacia la puerta―. Intenta no hacer que te maten mientras
tanto.

―Lo pensaré.

Marlowe gruñó y partió, cerrando con un golpe la puerta detrás de sí.

Al menos había dejado el whisky. Beber era un extraño artículo en este


santo y abstemio establecimiento. Lady Katherine parecía tener la errónea
impresión de que el láudano sería mejor para él que cualquier otro licor chapado
a la antigua, y usualmente se las arreglaba para confiscar tal contrabando
proveniente de Marlowe antes de que llegara a la habitación de Sebastian.

Sebastian no quería saber cerca de qué parte de su anatomía Marlowe


había escondido la botella más reciente para pasar el vestíbulo de entrada y el ojo
de águila de Bentley esta vez.

Ahora que estaba solo, se estiró sobre el estómago, la cabeza vuelta a un


lado, donde podía tomar subrepticios sorbos de whisky mientras lo mantenía
escondido a medias bajo la cama.

Sólo por si acaso era interrumpido.


Pero dudaba que lo fuera. Katherine rara vez entraba ya a su habitación,
maldita sea. Ahora que él estaba despierto y coherente, ella se mantenía alejada
la mayor parte del día. Probablemente debería haber estado agradecido por esto.
Cuanta menos exposición tuviesen mutuamente antes de que él pudiera crear
una estrategia para cortejarla, mejor.

Él no escuchaba atento buscando los pasos de ella en el salón, o su voz en


las escaleras.

No se sentía decepcionado cuando dichos pasos o dicha voz pasaban frente


a su habitación sin detenerse.

Ella meramente hacía lo apropiado. Él la había puesto en una situación


endiabladamente incómoda, permaneciendo bajo su techo. Las circunstancias
eran mitigadas por su enfermedad y por su parentesco de nombre, pero aun así
la gente hablaría.

No que a él le importara. Retratado como un canalla un minuto, luego


santificado al siguiente; estaba condenadamente cansado de los caprichos de la
sociedad.

Así que cuando ella sí pasara por su habitación para hacer una visita
(usualmente incómoda y de corta duración), él podría de repente sentirse peor de
lo que se sentía; oh, digamos, segundos antes de que ella entrara. Podría hundirse
un poco más contra los cojines y hacer muecas un poco más a menudo cada vez
que se moviera. Podría tener una voz ronca, donde momentos antes había estado
perfectamente bien. Y podría permitir que sus manos temblaran con tanta fuerza
que ella se viera obligada a ayudarlo a beber su té o a comer su comida. Con la
cabeza de él flotando cerca o presionada contra el pecho de ella.

Era un descarado.

Pero era culpa de ella si creía su teatro. Y si no tenía idea de que él ahora
era capaz de caminar por la habitación (antes de que el resto de la casa se
despertara, por supuesto), ése era sólo su propio fallo de atención. Hasta el día
en que ella descubriera que él estaba mejor de lo que dejaba ver y lo mandara de
vuelta al Soho, Sebastian planeaba disfrutar cada momento de su tregua. Ella lo
había sorprendido por su nivel de compasión hacia él. Lo había cuidado como si
fuera el último hombre sobre la tierra desde que había recuperado la conciencia.
Y aunque no venía tan a menudo ahora, cuando lo hacía, seguía tratándolo tan…

Tiernamente.

Nadie en toda su vida jamás lo había tratado tiernamente.

¿Cómo era posible que quisiera dejar esta cama, aburrida como era cuando
ella no estaba ahí, si significaba renunciar a esos preciosos momentos?
Finalmente se había permitido creer que de hecho tenía una posibilidad con ella,
y sería condenado si arruinaba las cosas ahora. Planeaba que ella se lo quedara
para siempre, porque él planeaba quedársela para siempre. Cómo ejecutar tal plan,
sin embargo, iba a ser un delicado tema, ciertamente.

Notas de Beethoven se elevaron del piso de abajo. Sebastian sonrió para sí


y tomó otro trago. Su lady tía practicaba tenazmente su última sonata, el nuevo
y totalmente impenetrable Opus 106, como hacia todas las mañanas. Había
mejorado con consistencia desde que la había oído por primera vez, hace una
semana, pero todavía era bastante encantadoramente tosca.

Nunca había disfrutado oír a alguien tocar tanto como lo hacía con
Katherine. Sospechaba que parte de la razón de que se recuperara tan rápido
(maldita sea) se debía a estos interludios musicales. Cerró los ojos e imaginó el
día en que saliera de esta habitación y bajara las escaleras, para entrar en la
habitación donde ella tocaba. Se le acercaría por detrás y le pondría las manos
sobre los hombros, se inclinaría de forma que su boca casi tocara la delicada curva
de la oreja.

Su aliento contra la nuca de ella haría que sus dedos vacilaran sobre las
teclas.

Sus palabras, susurradas y muy traviesas, harían que ella se diera vuelta
sobre el taburete, los alemanes textos aumentados olvidados, abriría los brazos
y…

Abrió los ojos. Nunca se permitía llegar más lejos que eso en sus
imaginaciones, al menos cuando estaba consciente. Era demasiado lejos como tal,
a juzgar por el estado de su cuerpo bajo la cintura.

Maldiciendo, se puso de costado para aliviar la incomodidad, tomando


otro trago de whisky antes de acomodarse para una linda siesta.

Se suponía que estaba demasiado enfermo para lograr eso.

Era mejor que lady Katherine no se enterara de que no lo estaba. Por lo


menos, no todavía.

Las maquinaciones, sin embargo, fueron frustradas tan pronto como


comenzaron. Cuando se despertó de su siesta ese mismo día, la cabeza doliendo
y los músculos resentidos, estiró la mano para tomar la botella de whisky que
había dejado debajo de su almohada. Desafortunadamente, ya no estaba ahí.

―Debería darle vergüenza. ―Katherine estaba parada junto a su cama,


botella de whisky en la mano, fulminándolo con la mirada.
Maldición, maldición, y triple maldición. Lo habían atrapado. Lo iban a
echar de la oreja.

―Katherine… eh, Katie, cariño, adorable Katie, si tan sólo me entregara


eso…

Ella se sonrojó ante el sobrenombre, pero escondió la botella detrás de sí.

―Acabo de tener una fascinante discusión sobre su salud con Marlowe


cuando él iba saliendo esta mañana ―dijo maliciosamente.

No había manera de saber qué había revelado Marlowe, el condenado


traidor.

―Me ha estado tomando por tonta. Permitiéndome creer que seguía a las
puertas de la muerte ―continuó ella, su furia creciendo.

Él se sentía un poco a las puertas de la muerte en ese momento,


especialmente ahora que sus planes de congraciarse hasta entrar en la vida de
ella estaban en grave peligro.

―No sé de qué habla ―dijo débilmente.

Los ojos de ella se entrecerraron.

―Si está lo suficientemente sano para beber media botella de whisky, está
lo suficientemente sano para dejar esta cama.

―El láudano no me cae bien ―respondió él con un mohín.

Ella estaba impasible.

―¡Me permitió alimentarlo! ―Ella temblaba por su arrebato, y él habría


admirado la manera en que hacía brillar sus ojos verdes bajo circunstancias
normales, pero él estaba bastante tembloroso por el dolor y en grave necesidad
de esa botella.

―Con su permiso, deme el whisky.

―Creo que no lo haré.

―Siento considerable dolor.

Ella entrecerró los ojos.

―Pruébelo.

Bueno, si ella iba a jugar ese juego.

Él se sentó y comenzó a desabotonarse el chaleco que había insistido que


Crick le ayudara a ponerse esa mañana. Se lo quitó y continuó con su pañuelo.

Los ojos de ella se agrandaron.


―¿Qué está haciendo?

Él le dio su más ingenua mirada.

―Probándolo. Creo que usted quería ver mi cuerpo, sólo para asegurarse
de que sigue herido.

Ella se alejó de la cama y giró en una muestra de modestia. Sus mejillas


estaban escarlatas. Él le sonrió a su espalda con satisfacción.

―No necesito verlo.

―Creo que sí. ―Por favor hágalo, quería rogar.

Ella le dio una risa tensa y burlona.

―¡No sea ridículo!

Sus dedos se detuvieron temblorosamente. Le miró los tensos hombros e


inclinó la cabeza en maravilla. Su protesta fue hecha de manera débil y sin
aliento, que afectaba a todas sus partes masculinas. Había escuchado ese tono lo
suficientemente a menudo de mujeres que lo deseaban, aunque su cuerpo nunca
se había sentido inclinado a corresponder.

Ridículo.

No era posible.

Él estaba aquí de mala gana.

¿Cierto?

La duda se enfrentó con la esperanza. La esperanza (¿o era lujuria


masculina?) ganó. Se sacó la camisa de un tirón sin preocuparse más por los
botones, y ésta se quedó atascada en la cintura. Tiró de nuevo y algo arrancó los
puntos que el doctor Lucas había cosido en su hombro izquierdo. Sangre tibia se
escurrió por su brazo. No era una buena señal.

Su esperanza se desinfló instantáneamente. También lo hicieron otras


partes.

―Creo que estoy sangrando de nuevo.

Ella echó un vistazo sobre el hombro y palideció.

―Debe haberse reventado un punto.

Se volvió y se estiró hacia él, y él instintivamente se apartó, la vieja


ansiedad regresando en el peor momento posible. La mano de ella cayó junto a
su cuerpo, y su ceño se frunció. Estaba confundida por su abrupto retiro. Herida.

Maldita sea. Él quería explicarle que no tenía nada que ver con ella. Que
quería permitir que ella lo tocara más que cualquier otra cosa en este mundo.
Que no sabía cómo permitírselo.

La miró, instándola a comprender. Quizás ella lo hizo después de un rato,


porque tenía esa expresión en el rostro que él había visto la primera vez que había
salido de su fiebre. La mirada que decía “no voy a herirte, soy un ángel de la
bondad”. Era una buena expresión en ella. Hacía que algo cálido y aterrador se
desplegara en su corazón.

Ella le tendió la botella de whisky con algo de culpa.

―Acuéstese. Déjeme ver su debemos traer al doctor Lucas.

Él contuvo una risa histérica. Finalmente le decía que se acostara, ¡pero


tenía que arruinar su lasciva fantasía mencionando al maldito matasanos!

―Nada de doctor ―dijo, arrebatándole la botella y metiéndola de nuevo


bajo la almohada―. Estoy harto de los doctores. ―Especialmente doctores bigotones
que jadean por ti como adolescentes.

Por la desconcertada expresión en el rostro de ella, no estuvo seguro si


había dicho eso último en voz alta o no. Terminó de quitarse la camisa,
tomándose su tiempo, observando las mejillas de ella arder y sus ojos pasearse
por la habitación, sin posarse en nada.

No la había malinterpretado antes. Era la tortura más dulce saber que ella
no era tan físicamente inmune a él como pretendía estarlo. Se quitó la camisa de
los hombros, luego la arrojó a un lado. A pesar de sus dolores y molestias, estiró
el cuerpo lenta y lánguidamente, en una manera que esperaba hablara de
seducción, hasta que yació sobre su espalda.

Ella observó cada movimiento que él hizo, aunque fingía no hacerlo.

―Estoy listo ―dijo cuando ella no hizo ningún movimiento hacia él.

Él cerró los ojos y la sintió cerrar la distancia entre ellos, sintió el roce de
su falda (bombasí gris perla, como era habitual) contra su hombro desnudo. Ella
se inclinó sobre él, lo suficientemente cerca para que fuera inmediatamente
intoxicado por su aroma. Verbena y menta.

Los frescos dedos de ella se deslizaron por su hombro, y deseo rebotó a


través de su cuerpo. Apretó la mandíbula e intentó expulsar su peligrosa
reacción, aunque no pudo controlar su respiración entrecortada. Ella se estiró por
encima de él, su calor filtrándose en su piel. Tomó un trapo de la mesita de noche
y lo paso por el corte.

El único dolor que él sentía ahora estaba decididamente al sur de su


hombro.

―Una pequeña rasgadura. Estará bien, creo. ―Vino su voz por encima de
él.
Ella comenzó a enderezarse y a alejarse.

La mano de él salió disparada, enredándose en sus faldas. Repentinamente


no podía soportar que lo dejara.

Oyó que el aliento de ella se cortaba. Otra grieta en su armadura.

Tiró de su falda. Ella se acercó más. Luego aún más sin ninguna
instigación.

Él se dijo a sí mismo que no le hacía daño a ninguno de los dos. Se dijo que
merecía este momento robado, si es que nada más. Se dijo que ella también quería
lo mismo, dado que no se había apartado. Todas mentiras, por supuesto. Pero era
un excelente mentiroso y ella olía tan bien y se sentía tan bien que estaba más que
dispuesto a dejar de oír a su cerebro para favorecer a otra parte de su anatomía
por una vez en su vida.

Su mano ahora estaba en el estómago de ella. No se preguntaría cómo


había llegado ahí. Su piel estaba caliente bajo la tela, y notó con satisfacción que
ella no llevaba un corsé. ¿Por qué lo haría? Era ligera. Era esbelta, como una ninfa
del bosque de un cuento de hadas. Era perfección. Su otra mano subió,
aferrándose a la curva de su estrecha cintura. Trazó ambas manos hacia abajo
sobre la curva de sus caderas.

Perfecta.

Se detuvo cuando sus manos encontraron los delicados huesos


sobresaliendo en la parte superior de sus caderas. Bajó la mirada. Metros y metros
de pierna estaban escondidos bajo el metraje de esas puritanas faldas.

Su cuerpo vibró al ritmo del latido de la sangre a través de sus venas.

Se tensó cuando sintió algo tocar su cabeza. Luego se dio cuenta que era
la mano de ella, pasando ligeramente a través de su cabello. Se sintió
desmesuradamente bien. Tan bien que la última de sus inhibiciones, la cual lo
había mantenido esclavo tanto tiempo, se derrumbó completamente.

Sin dejarla ir jamás, cambió de posición, bajando al suelo sus pies con
calcetines y sentándose en el borde de la cama. La colocó entre sus piernas, faldas
y todo, y cuando levantó la cabeza, sus ojos estaban a centímetros del pecho de
ella. Respiraba pesadamente, haciendo que cosas interesantes le sucedieran a su
pecho. Si él se movía hacia adelanta ligeramente, su boca tocaría la encantador y
suave hinchazón de su seno.

Él podría hacer que la Dama de Hielo se derritiera, y él se derretiría con


ella. Dentro de ella.

Dios, cómo deseaba que fuera dentro de ella.


―Katie ―susurró, pasando su temblorosa mano por el costado de su rostro
sonrojado.

Ella lo miró con algo similar a una pregunta en los ojos verdes ante el
sonido de su nombre, repentinamente respirando tan pesadamente como él.

Tiró de ella para acercarla más, hacia abajo, hacia abajo, hasta que estuvo
apoyada contra su pecho desnudo y sus labios se cernieron a centímetros de
distancia de los de él, sus pequeñas respiraciones jadeantes golpeando su boca.
Ella intentó hablar, pero las palabras parecieron estrangularse en su garganta
mientras él acariciaba la larga línea de su cuerpo una vez más.

―No me gusta ser tocado ―susurró―. A menos que sea por ti. Por supuesto
que mentí sobre mi condición. ¿De qué otra forma me iba a quedar cerca de ti?

El aliento de ella se estremeció contra sus labios.

―Sebastian… ―murmuró, levantando las manos para tomar su rostro. Tan


tiernamente.

Él inhaló bruscamente con sorpresa y cerró los ojos en un intento de


contenerse. Su erección pulsaba contra sus pantalones, total y escandalosa.

Podía hacer esto, se dio cuenta. Ella temblaba ahora, y todo lo que él tenía
que hacer era meter la mano bajo sus faldas, encontrar ese caliente y húmedo
lugar secreto entre sus piernas, de alguna manera lograr deshacerse del resto de
su ropa y finalmente hacerla suya. Pero, aunque en la teoría todo estaba muy
bien, de hecho ejecutar tal seducción parecía casi imposible. Para empezar, nunca
se contendría el tiempo suficiente.

Pero maldición si no estaba dispuesto a intentarlo. Nunca tendría otra


oportunidad, dado que había estado lista para echarlo pocos minutos atrás. Cerró
la corta distancia entre ellos y encontró los húmedos y temblorosos labios con los
suyos.
Dios.

No podía recordar la última vez que había besado a una chica.


Probablemente todavía vestía pantalones cortos, soñando despierto con la hija
del vicario de Briar Hill. Ciertamente no recordaba que fuera así de glorioso.
Katherine era todo dulce y sonrojado calor mientras él tiraba su cuerpo en sus
brazos, sellando sus labios con incluso más fuerza unos contra otros. Ella parecía
saber tan poco sobre el arte de besar como él, a juzgar por el incómodo ángulo en
que se aproximaron uno al otro. Pero eso difícilmente era sorprendente, dado lo
que él sabía de la virilidad de su tío. O falta de ella.

Era el único resultado de ese horrible duelo por el que Sebastian daba las
gracias. Quizás era egoísta de su parte obtener tanta satisfacción por el estéril
matrimonio de Katherine, pero aun así no podía evitarlo. Ella era suya y sólo
suya.

Ella se tensó un poco en sus brazos y se apartó de su beso.

―¿Qué dijo?

Maldición. Debía haber dicho eso último en voz alta.

―Nada ―murmuró, tirando de ella una vez más.

Ella se resistió, luciendo un poco perturbada.

―Sebastian… ―comenzó a decir.

No, no, no. No podía permitir que ella pensara. Sintiendo que sus frágiles
planes estaban en peligro, le acarició el cuello con la nariz, como todos los héroes
hacían con sus mujeres en los más escabrosos versos de Christopher Essex.
Esperaba que tuviera un efecto similar en la realidad.

Lo hizo. Katherine prácticamente se derritió en sus brazos, obligándolo a


recostarse contra el grueso colchón de plumas para proteger sus mallugadas
costillas. No que le importara tenerla pegada contra la longitud de su cuerpo.
Regresó sus atenciones a su boca y para su gran deleite, ella las aceptó con
entusiasmo, inclinando su cabeza lo justo, abriendo sus labios sólo lo suficiente
para deslizar su lengua contra la de él.

Puede que él hubiera jadeado un poco ante eso. No podía estar seguro, tan
perdido como estaba en la sensación de ella, su aroma, su sabor. Y cuando deslizó
una mano sobre su pequeño y perfecto pecho, ella no lo detuvo, en cambio se
inclinó todavía más contra él, haciendo un sonido deliciosamente travieso en su
garganta, presionando sus labios contra los de él.

―Dios, Katie ―dejó salir, deslizando la otra mano por su largo y delgado
cuerpo, hasta la curva de su trasero, alentándola. Un genuino jadeo escapó de la
garganta de ella ante su libertad. Instinto había comenzado a regir el inexperto
cuerpo de él, parecía, porque ni siquiera en sus más escabrosos sueños había
imaginado hacer esto, mucho menos que ella respondiera a ello.

Giró sus caderas contra las de ella una vez más, y otro gemido salió
arrancado de su garganta. Ella tenía que haber sentido su excitación, incluso a
través de todas las inconvenientes capas de sus faldas, pero el hecho que le
gustara…

Bueno.

Sebastian se preguntaba por qué no había intentado antes esto con ella.
Maldita Dama de Hielo. Quizás todo lo que había necesitado hacer para ganar su
favor era convertirse en el libertino que ella siempre había imaginado que era.
―La deseo tanto… ―susurró, besando la longitud de su delgada garganta
de alabastro―. Sólo a usted. Nunca ha habido nadie más para mí.

―Sebastian… ―dijo ella de nuevo contra su oído, estremeciéndose


completamente.

―Permítame ―murmuró entrecortada y lentamente, empujando sus faldas


hacia arriba por sus largas, largas piernas, ahora colocadas lasciva y torpemente
a cada lado de las caderas de él.

En algún punto, debió haberse subido encima de él. Era tan cálida, tan
perfecta, cada centímetro de ella que descubría. Cuando llegó a sus muslos, ella
tembló, lo empujó hacia abajo y se levantó sobre sus rodillas de manera de mirar
la longitud de su torso, apoderándose del control. Su cabello era un enredado
halo rubio pálido alrededor de su cabeza, su rostro estaba adorablemente
sonrojado y sus ojos estaban desenfocados con deseo.

―Katie… ―comenzó a decir de nuevo él. Estaba demasiado nublado por


la lujuria como para ofrecer otra cosa. Sólo su nombre. O al menos el nombre que
él planeaba utilizar durante el resto de sus días juntos. Su propio nombre privado
para momentos privados como éste…

Él jadeó cuando la mano de ella bajó por su torso desnudo, hasta el borde
de sus pantalones. Ella comenzó a trabajar en sus pantalones con sorpresiva
destreza.

―¡Katie! ―exclamó, su corazón latiendo más rápido y más fuerte de lo que


recordaba que lo hubiera hecho en toda su vida. Las cosas habían tomado un
rápido cambio. Demasiado rápido. No aguantaría mucho más tiempo si ella…

Hacía eso…

―Maldición, la amo… ―Jadeó, mientras el dorso de la mano de ella


acariciaba muy deliberadamente su desnuda erección.

Ella se quedó inmóvil y lo miró, como siendo hubiera sacada de un trance,


las manos cayendo a los costados, lejos de su premio. Él no gruñó con frustración
exactamente, aunque fue algo parecido.

Maldiciones y demonios. Deseaba haber mantenido la boca cerrada,


porque era obvio que había arruinado el momento con indeseado sentimiento.

El sonrojo rápidamente huyó de las mejillas de ella, dejándolas


ominosamente pálidas, y su expresión se tornó a algo parecido al pánico. En un
parpadeo, se bajó de él y casi corrió al otro lado de la habitación, jadeando tan
fuerte que casi sollozaba.

Él se enderezó y apresuradamente reacomodó sus pantalones, sus propias


mejillas todavía rojizas por la pasión, una neblina todavía asentada en su cráneo.
Todo lo que lograba registrar con certeza era que ella se había detenido justo
cuando llegaban a la parte buena, y que ella estaba disgustada. Más que
disgustada.

Aunque no sabía por qué. Se habían estado llevando espléndidamente.

―Katie… ―comenzó a decir.

Ella le dio la espalda, intentado arreglar su desordenado cabello.

―No me llame así ―espetó.

La niebla comenzó a aclararse, y un horrible y negro peso comenzó a


asentarse sobre su pecho.

―Por favor, por favor, no se arrepienta de esto…

―Deténgase, sólo deténgase ―dijo ella, ahora alisando sus faldas, aunque
no servía de mucho. Él se las había arreglado para arrugarla completamente―.
Esto no puede… esto es imposible.

Él intentó levantarse, pero entre el estado de su roto cuerpo y su


insatisfecha lujuria, era imposible lograrlo. Ciertamente no podía seguirla fuera
del dormitorio, considerando la actual línea de sus pantalones.

―No se vaya, no todavía ―dijo. Debían tener una charla, si no es que nada
más. Ahora que había recuperado la cordura a medias, podía lograr eso, al
menos.

Ella rio un poco histéricamente y le lanzó una mirada sobre el hombro.


Dolor y algo similar a la repulsión contorsionaba sus usualmente serenos rasgos.

Él contuvo la respiración con aprensión. Esto… esto no estaba nada bien.

―Encuentre a una de sus putas para que termine con usted ―dijo fríamente
antes de salir rápidamente de la habitación.
Bueno.

La línea de sus pantalones regresó casi inmediatamente a sus modestas


proporciones, por lo menos.

Se recostó contra la cama, perplejo, todo el deseo en él extinto en un


parpadeo. Presionó un puño contra su corazón, como si eso pudiera evitar que el
vacío nudo de pánico se hiciera más grande en su pecho.

¿Qué acababa de suceder?

¿Ya había arruinado todo? Había sabido que era un riesgo intentar una
seducción, considerando que él ni siquiera había comenzado un apropiado
cortejo, pero no esperaba este espectacularmente cruel rechazo. Y había sido cruel,
quizás inconscientemente de parte de ella. Era de esperar, supuso, dada la
reputación que había cultivado durante años, pero él, a diferencia de la mayoría
de sus hipócritas pares, no trataba con putas y nunca lo haría. Encontraba la
prostitución una de las más repugnantes invenciones de la humanidad.

Él nunca había estado siquiera propiamente con una mujer desde la


debacle de su tío y su madre, aunque lo había intentado en algunas ocasiones.
Pero esos intentos habían terminado en desastre. Simplemente no había estado…
interesado y había renunciado completamente a la iniciativa años atrás. Su
reputación de libertino era completamente inventada. Nunca había hecho amigos
ni confiado en alguien con facilidad. ¿Cómo podría permitirse compartir las
partes más íntimas de sí con un casi extraño? ¿Cómo encontraría alguna vez a
una mujer que pudiera ser más que eso? ¿Quién podría conmoverlo lo suficiente
para que él realmente lo deseara?

Bueno, Katherine lo había hecho, y el deseo por ella era muy diferente a
cualquier cosa que hubiera conocido jamás, abrumador y totalmente
inapropiado.

Pero ella no podía de ninguna manera saber de su pasado, o por qué ese
insulto en particular era el arma perfecta para usar contra él. Aun así, el repudio
de ella había tocado justo donde más dolía. Apenas podía respirar por el dolor.

Se golpeó la cabeza contra la almohada con frustración y estiró un brazo


sobre sus sospechosamente húmedos ojos para bloquear el mundo.

Le había dicho que la amaba, ¿verdad?

Incluso él podía admitir que había sido un terrible momento para


declaraciones sensibleras. Aun así, no hacía que las palabras fueran menos
verdaderas y hacer que la subsecuente partida de ella doliera aún más.

Esperaba poder salvar este desastre de situación antes que fuera


demasiado tarde. Ahora que había resuelto cortejarla, sólo tendría que
demostrarle cuán sinceras eran sus intenciones. De alguna manera, tendría que
demostrarle que su reputación era solo eso: Una reputación, no la verdad. Pero
la verdad era que la amaba, que nunca antes había habido alguien más para él.
La verdad era que estaba cansado de luchar. Quería ser feliz y por una vez en su
vida sentía que de hecho podría merecer serlo.

Mayormente, sólo la quería a ella.

La atracción estaba ahí. Ahora tenía cierta prueba de ello.

Ahora sólo tenía que hacer que lo amara tanto como él la amaba a ella.
Diez
Cuando Montford Traiciona La Confianza De Un
Amigo Por Su Esposa, Quien Traiciona La Confianza
De Su Esposo Por Una Amiga, Quien No Se Toma las
Noticias Nada Bien

Traducido por Gemma.Santolaria

Corregido por Beatrix85 y Nanis

E
sa tarde, Montford, Astrid y su tía abuela se detuvieron por una
visita, y mientras que el duque estaba arriba con el paciente, las
damas y Katherine tomaban el té en el salón. Katherine casi se
sentía como si los espantosamente inapropiados eventos de esa mañana no
hubieran ocurrido en absoluto, teniendo en cuenta lo insulso que el resto del día
había sido. Un paseo por el jardín con Seamus, Penny, y Mongrel, así es como la
pug había sido nombrada por Sebastian. El almuerzo en el salón con el doctor
Lucas, quien monótonamente iba e iba hablando sobre el hospital de caridad
mientras que ella fingía prestarle atención. Una consulta al cocinero en las cocinas
para el menú de la semana. Ahora el té con la duquesa y el copete de tía Anabel
en el salón.

Tan extremadamente común.

Ella sospechaba, sin embargo, que muy bien podría estar conmocionada.
Casi había sujetado la parte masculina de Sebastian en su mano hacía unas casi seis
horas, después de todo. Él profesó su amor hacía casi cinco horas y cincuenta y
nueve minutos. Ella había huido de su dormitorio en una neblina de horror y
asco de sí misma hacía casi cinco horas y cincuenta y ocho minutos.

No era que los estuviera contando.

Esos fueron los acontecimientos de los que uno simplemente no salía


indemne. Sin embargo, por el momento, todo lo que sentía era un
entumecimiento. Ciertamente no tenía apetito, pero fingió comer una galleta
mientras observaba a sus amigas con cautela, sintiendo como si una tormenta se
avecinara al horizonte. Afortunadamente, la tía Anabel se quedó dormida en su
taza de té poco después de que había, finalmente, reunido su gigante miriñaque
de su vestido para sentarse, su peluca cayendo sobre un ojo, su pecho subiendo
y bajando por debajo de su rígido corsé.
Astrid se sentó de modo bastante inocua comparado con su durmiente tía
en ese momento, su vientre gigante se amontonaba delante de ella, y rápidamente
se comió la mitad de sus galletas que habían enviado, acariciando a Mongrel
entre sorbos de té. Pero también estaba inquieta, su alto color, sus labios
retorciéndose en una traviesa sonrisa. Ella estaba en un sospechoso buen estado
de ánimo, y Katherine se hallaba segura que había más contribuyendo a eso que
las noticias de la mejora de Sebastian.

Cuando Astrid agotó toda la tediosa charla del baile anual de Montford
que iba a tener lugar en unos días, con la tía Anabel despertándose
ocasionalmente para añadir algo vagamente relacionado con la conversación, ella
finalmente se inclinó hacia delante de su asiento, y dejó caer la presa. Tal como
Katherine había temido.

—¡Oh, pero tengo el chisme más deseado de todos los cotilleos! ¡He estado
jadeando para decírtelo desde que llegué aquí!

—De verdad —dijo Katherine con sequedad—. No lo podría decir en


absoluto.

Astrid hizo una mueca.

—¡Bueno, estaba hambrienta! No te puedo decir el mejor chisme del siglo


con el estómago vacío, ¿verdad?

Astrid se había comido la mayor parte de la tanda de galletas y acababa


de terminar la última taza de té.

—Supongo que no. ¿Vas a decírmelo ahora?

Astrid movió sus cejas.

—Nunca lo adivinarás.

Su amiga era ridícula. Vivir en Londres había vuelto su fino cerebro en


absoluta basura. Katherine frenó su impaciencia poniendo los ojos en blanco.

—Te va a gustar.

Ella dudaba eso.

—¿Oh?

—Realmente te va a gustar.

Por el amor de…

—¡Astrid!

Astrid sonrió.
—Muy bien. Por dónde empezar. —Astrid tocó su barbilla con una galleta
y tranquilizó sus pensamientos—. Mientras que has estado jugando aquí de
niñera, toda la ciudad ha sido un hervidero sobre el ataque de Sebastian. No has
leído los periódicos, ¿verdad?

—He estado ocupada —dijo vagamente.

—Los detalles han salido. Cómo lo encontraste y lo trajiste de vuelta aquí,


y cómo él fue tan golpeado hasta ser irreconocible. ¿Está irreconocible?

—Muy cerca.

—Una pena —añadió tía Anabel repentinamente, balanceando su cabeza


y golpeando la alfombra de Aubusson con su bastón—. Ese chico tiene un rostro
fino, y un culo para morirse. Me recuerda a mi amado aristócrata francés cuando
estuve en Versalles atrás en los años ochenta. No me importaría hacer un intento
con él, con el rostro golpeado o no, si fuera cuarenta años más joven…

—Montford dijo que fue golpeado de pies a cabeza —irrumpió Astrid


antes de que su tía pudiera completar su pensamiento, aunque era un poco tarde,
según la opinión de Katherine, para ahorrárselo a sus oídos. Definitivamente
había entendido la esencia de las intenciones de la tía Anabel con el culo de
Sebastian—. Los periódicos han discutido extensamente de cómo el Hombre
Soltero Más Hermoso de Londres estaba salvajemente desfigurado. Sus
sirvientes deben haber hablado.

—¡Él no está desfigurado! —replicó Katherine con vehemencia, aunque se


preguntaba por qué lo estaba defendiendo. Sólo parecía no ser capaz de evitarlo
cuando se trataba de ese canalla—. Sólo un poco magullado y cortado. —Bueno,
tal vez un montón—. Y apuesto a que todo el mundo ha amado el cuento de su
destrucción. Realmente, me pone enferma cómo la gente puede encontrar tanta
maliciosa alegría por el dolor de otro. Snobs santurrones con nada mejor que
hacer.

—¡Katherine! —gritó Astrid, con sus ojos abiertos, sus manos levantadas
en señal de rendición. Mongrel empezó a llorar en su regazo, sus ojos igualmente
amplios.

—¡Qué!

—Estás gritando. Y estás agarrando esa taza de té como si quisieras


lanzármela.

Katherine puso la taza en la mesa y se dijo a sí misma que se calmara.

La expresión de Astrid se fundió con simpatía.

—¡Pobrecita! Estás realmente comida por todo eso. Debes haberte


preocupado mucho. Nunca te he visto así por nadie excepto por tus perros.
Katherine se miró sus manos.

—Es mi sobrino.

Astrid arrugó la nariz con escepticismo.

—No realmente.

—Ojalá tuviera un sobrino que se viera como eso —se quejó tía Anabel—.
Aunque supongo que hay ese duque tuyo, Astrid. No está nada mal a la vista y
casi tiene una parte trasera tan fina como la de su amigo. Muy satisfactoriamente
relleno.

Señor.

Astrid soltó un suspiro de asentimiento, ignorando firmemente a su tía.

—¿Debo continuar?

—¿Hay más?

—Mucho más. Y para tu información, el público no está contento con los


infortunios de Sebastian. De hecho, todo el mundo está en pie de guerra.

Katherine estaba un poco sin habla por eso, pero luego se preguntó por
qué se molestaba con cualquier tipo de lógica en este punto. Sabía lo voluble que
podía ser la sociedad. En un minuto estaban declamando a Sebastian a los cuatro
vientos, y al siguiente estaban de luto por él. Cuán predecibles, en verdad.

—Todo el mundo cree que sir Oliver es responsable —continuó Astrid—.


Él lo negó, pero no hay que obviar el hecho de que la mitad de Westminster lo
oyó amenazar con matar a Sebastian el día que fue atacado.

Katherine hervía por dentro.

—Sebastian debería haber asumido la responsabilidad por Rosamund,


pero esa no es una excusa para comportarse como un salvaje.

La tía Anabel resopló.

—¿Salvaje? El Terror fue salvaje, gel, y la moda de este siglo. Nunca


comprenderé la cintura imperio. Completamente sin imaginación.

Astrid ignoró a su tía una vez más.

—Pero esta es la cosa. ¡Sebastian no lo hizo! Montford estaba en lo correcto


todo el tiempo. Sebastian estaba diciendo la verdad. Él no es el padre del bebé de
Rosamund.

Katherine sintió como si algo le hubiera sacado el aire.


—¿Qué?
—Bueno, después del ataque a Sebastian, Rosemund se rompió y lo
confesó todo. Le dijo a su familia que Sebastian nunca le tocó y que el coronel Firth
era el verdadero padre. Y ayer, esta es la mejor parte, Rosamund tuvo a su bebé,
¿y adivina de qué color era su cabello?

Katherine estaba demasiado estupefacta para responder.

—Rojo. Rojo escocés, al igual que el del coronel. Firth finalmente confesó,
y el hacendado está enviando al par a unas largas vacaciones en las colonias. No
hay duda ahora. Sebastian era inocente todo el tiempo.

Katherine quería decir que nunca dudó de esto, pero lo hizo. Creyó que
Sebastian era el responsable. Se sintió enferma.

—¿Cómo se sabe todo esto? —preguntó, todavía aturdida.

—Oh, tal y como estas cosas siempre son. Los cotilleos de los sirvientes,
periodistas escuchando por los ojos de las cerraduras. Lo que sea. Lo importante
es que Sebastian es un hombre totalmente reivindicado. Y, oh, ¡si pudiera sólo
arañar los ojos de Rosamund por ser tal arpía!

—¿Por qué mintió así?

Astrid se encogió.

—Porque quería a Sebastian, por supuesto.

—Por supuesto. ¿Quién no? —interrumpió la tía Anabel de nuevo.

Katherine tenía que estar de acuerdo con ella en este punto. ¿Quién no lo
haría, de hecho?

—Casi consigue que le maten —dijo Katherine.

—Sospecho que será lo suficientemente castigada, exiliada a las colonias.


—Astrid se estremeció—. No podría pensar en algo más terrible. Debo decir, sin
embargo, que cuando Sebastian se recupere, puede que desee no haberlo hecho.

—No digas eso —respiró Katherine.

Astrid sólo rio ligeramente.

—Pero es verdad. Va a ser el héroe de Londres, y lo va a odiar.

Ella se imaginó a Sebastian siendo alzado sobre los hombres rollizos de


cada dama de sociedad de la ciudad, el regreso del héroe, la mancillada
reputación limpia. Casi podía ver el brillo en los ojos avariciosos de estas damas
de sociedad mientras adulaban al “pobre marqués calumniado” y valoraban su
mérito. No importaría que estuviera empobrecido, con su título, sin mencionar
sus sorprendentes miradas. Katherine ya podía ver a las emparejadoras mamás
lanzando sus hijas herederas hacia él para ver si se pegaban.
Estaba empezando a preferir a la antigua reputación de Sebastian como
loco, malo y socialmente inaceptable.

—También yo —dijo Katherine a través de sus dientes—. Aunque


sospecho que no pasará mucho tiempo antes de que una de sus verdaderas
conquistas se presente y lo deje de vuelta en desgracia. Apenas es un caballero
virtuoso cuando se trata de mujeres, ahora, ¿verdad? —Como ella lo sabía tan
íntimamente. Tenía marcas de mordiscos en el cuello para probarlo. Gracias al
cielo que era invierno.

A pesar de que fue un espectacularmente ingenuo beso por un libertino


de renombre. Pero supuso que uno no tenía que ser bueno en eso para ser un
experto de la seducción. Lo hizo bastante bien con sus bonitas palabras y sus
serias caricias. Besar era apenas un requisito previo para el plato principal, de
todos modos.

—Dios me libre de los caballeros virtuosos —declaró la tía Anabel,


enderezando su peluca con un pequeño resoplido—. Terriblemente aburridos,
mis queridas. Confíen en mí en eso. Quieres a un libertino. Ellos saben todas las
cosas buenas en la cama.

Astrid palmeó la mano nudosa de su tía con paciente tolerancia.

Katherine echó su galleta a un lado, su estómago revuelto mientras todas


las conquistas de Sebastian desfilaban por su mente. La sorpresa de la mañana
estaba por fin desapareciendo. Incluso si él no había interferido con Rosamund,
Sebastian era sin duda culpable de un sinnúmero de otras indiscreciones.
Querido Señor. Casi se convirtió en una de ellas. Como si no hubiera aprendido
nada de su pesadilla con Johann. Como si pudiera haber caído por otra falsa
declaración de amor dada en el calor de la pasión,

Bueno, no sería tomada por otro pico de oro reprobado, por mucho que su
cuerpo deseara lo contrario. No quería a un libertino, sin importar la insistencia
de la tía Anabel sobre el tema.

Cuando finalmente volvió su atención a sus amigas, encontró que la tía


Anabel y su malvada lengua por suerte se quedaron sobre su taza de té de nuevo.
Astrid, sin embargo, se veía a punto de reventar una vez más, como si tuviera un
chisme aún más escandaloso para revelar.

Katherine no estaba segura de poder aguantar más en ese momento.

—¿Qué es? —preguntó con un suspiro de cansancio, sabiendo que


probablemente se arrepentiría de preguntar.

—No se supone que te lo diga —empezó Astrid, como si la restricción le


fuera una carga insoportable—. Cyril me lo hizo jurar.
El interés de Katherine se despertó a su pesar. Las cosas eran realmente
serias cuando Astrid empezaba diciendo el primer nombre de su marido.

—Bueno, no te hagas una herida, Astrid —dijo con sequedad—. Sabes que
no le diré a nadie más.

—Es sólo lo que parece que es. Virtuoso —dijo Astrid rápidamente.

—¿Qué? —preguntó Katherine, algo peor que nauseas desplegándose en


sus entrañas mientras su asediado cerebro le daba sentido lentamente a las
palabras de Astrid.

—Sebastian. Parece que no tiene conquistas reales. Ninguna en absoluto.


Toda su reputación es un cuento de Banbury.

—Qué podredumbre absoluta —respiró Katherine.

—No podredumbre, al parecer —dijo Astrid alegremente, ajena a su


angustia, mordiendo otra galleta—. Cyril me dijo todo sobre ello… o más bien la
mayor parte de ello. Por mucho que lo persuadiera. Lo suficiente para que me
convenciera de que debía ser verdadero.

—¿Verdadero? —dijo Katherine entre dientes. La bilis quemaba su camino


hasta su garganta, ahogándola. Era difícil respirar, difícil pensar en las ridículas
afirmaciones de Astrid.

—¡Que Sebastian Sherbrook es virgen! —dijo Astrid la última palabra en


un teatral susurro.

Katherine no pudo evitar que un ruido de incredulidad surgiera de sus


labios.

El oído de la tía Anabel parecía ser más agudo en su chochez del que
Katherine había asumido. Ella saltó de su asiento, casi cayendo su copete todo el
camino hasta el suelo, sorprendiendo a Mongrel fuera del regazo de Astrid. Ella
levantó su monóculo a su ojo y miró alrededor de la habitación en confusión.

—¿Virgen? ¿Dónde? —preguntó con entusiasmo, balanceándose un poco


sobre sus pies—. No he visto uno de estos en años, demonios.

Astrid urgió a su tía de nuevo en su silla y enderezó su peluca.

—No hay vírgenes aquí, tía —le aseguró.

Cuando la tía Anabel al fin estuvo en su asiento soltó un resoplido


decepcionado, Astrid se volvió hacia Katherine y continuó:

—Él está tan verde como yo lo estaba antes de que Montford me llevara al
pajar de Rylestone y…
—¡Astrid! —dijo Katherine bruscamente, dejando su taza con un estrépito.
Astrid era tan incorregible como su tía. Lo último que necesitaba Katherine era
que Astrid relatara en vivo su desfloración. Otra vez. Ella sabía demasiado acerca
de las actividades íntimas de su amiga con su marido—. ¡Por favor!

Astrid sólo se veía un poco avergonzada.

—Bueno. Aparentemente es muy cierto lo de Sebastian. Algo horrible que


ver con su tío y su madre que realmente le apagó la idea, pobre hombre.

La tía Anabel negó y chasqueó la lengua.

—¡Ese chico, un virgen! Es una pena para todas las mujeres, en mi opinión
—declaró.

Astrid asintió su acuerdo vociferante.

—Lo sé. Es jodidamente hermoso. Ni siquiera tiene que probarse en la cama,


una mujer podría simplemente mirarlo y…

—¡Astrid! —gritó de nuevo.

Astrid le dio un encogimiento de hombres muy galés proveniente de


Yorkshire.

—Bueno, lo es. Una espada es una espada. No que yo esté interesada, por
Montford —dijo el título de su marido como si fuera explicación suficiente,
palmeándose la creciente barriga.

—Yo estaría jodidamente interesada si fuera cuarenta años más joven —


murmuró tía Anabel—. A pesar que prefiero mucho más mirarle.

—¡Tía! —le regañó Astrid, probando y fallando en contener su sonrisa.

Katherine casi no oyó nada pasado la palabra hermoso, sus pensamientos


cayeron en mil direcciones diferentes.

—Tiene treinta y dos años —murmuró en voz baja.

—Treinta y tres —corrigió Astrid.

—Es imposible.

—Improbable, no imposible —la corrigió Astrid de nuevo—. Incluso en


esta ciudad. Pero todo es solucionable.
—¿Qué?

—Bueno, si alguien consigue que esté lo suficientemente interesado en que


moje su mecha, serías tú.
Moje su…
Katherine se atragantó con el aire.

Tenía que encontrar amigos distintos.

—Creo que tiene algo de debilidad por ti, Katherine —continuó Astrid—.
Montford dice…

—¡Para! —gritó, levantándose de su asiento. Suficiente era suficiente—.


Para de hablar sobre esta ridiculez. ¡No me lo creo! —No podía, aunque Sebastian
había estado muy interesado no hacía ni seis horas. No iba a compartir esta
información con su amiga, sin embargo. Sólo la animaría.

Sin decir lo que haría la tía Anabel.

Astrid se quedó en un silencio conmocionada por su arrebato inesperado,


la miró boquiabierta, la mitad de una galleta olvidada en su mano. Pero el silencio
no duró.

—¿Qué es lo que no crees? ¿La virtud de Sebastian o su atracción por ti?

Katherine se agarró la cabeza con ambas manos, apenas frenando un grito.

—Cualquiera. ¡Ambas!

Astrid dejó a un lado su galleta, una mirada herida pasó por su rostro ante
el comportamiento de Katherine.

—Bien.

Katherine sabía que estaba siendo imperdonablemente grosera, pero


estaba mucho más allá del punto de inflexión. Esto era simplemente demasiado.
Ya era bastante horrible haber pensado en Sebastian como un promiscuo
sinvergüenza. Era aún peor, sin embargo, considerar la idea, absurda, de un
virtuoso Sebastian. Un Sebastian virgen.

No podía creerlo, no después de que casi tuviera éxito en conseguir


meterse bajo sus faldas esta misma mañana.

Pero eso explicaría el beso tentativo. Y explicaría la fe inquebrantable de


Montford sobre la inocencia de Sebastian cuando se trató lo de Rosamund
Blanchard, una fe que nunca entendió a pesar de su estrecha amistad.

No podía ser verdad. El parecido de Sebastian con Johann Klemmer


siempre fue lo que mantuvo sus imposibles sentimientos a raya, hizo mucho más
fácil apartarse de sus brazos esta mañana antes de que pudiera hacer algo que
lamentaría.

Pero si su reputación no era más que obra de humo y espejos, entonces no


habría nada que la mantuviera aparte.
Nada, pero al mismo tiempo todo. Porque si él era en realidad nada más
que un sinvergüenza virtuoso no comprendido (pues siempre sería un poco
sinvergüenza, sin importar el estado de su mecha), entonces él se merecía algo
mejor que ella.

De repente, con un grito de consternación, Astrid se levantó de su asiento


y puso sus brazos alrededor de Katherine tanto como su vientre le permitía.

—¿Por qué diablos estás llorando? —preguntó Astrid mientras frotaba


círculos calmantes contra su espalda.

Katherine ni siquiera se dio cuenta que lo estaba.

—¿Y por qué demonios estás llorando, tía? —preguntó Astrid por encima
del hombro de Katherine. La vieja reliquia estaba de hecho sollozando sobre su
taza de té junto con Katherine, su pintura chorreando por sus mejillas. Parecía
como si todo su rostro se estuviera derritiendo. Era horrible.

—Sólo me di cuenta que era mi querido y amado Sebastian quien era virgen.
—Sorbió la tía Anabel—. Estoy de luto por la pérdida de las mujeres. Dios, ¿en
qué se ha convertido esta generación? Cinturas imperio y libertinos vírgenes y el
lugar Almack19. Es trágico, demonios, trágico, y si fuera cuarenta años más joven…

Katherine gimió y se tapó los oídos para no tener que escuchar cómo la tía
Anabel terminaba la frase. De nuevo.

19 Almack: club en el que se permitían hombres y mujeres.


Once
Cuando El Mal Melodrama Francés Asoma Su Fea
Cabeza Una Vez Más, Por Lo Que El Autor Se
Disculpa De Antemano

Traducido por Gemma.Santolaria

Corregido por Beatrix85

D
espués de una noche sin sueño pasando alternativamente
recuperándose del rechazo de Katherine y planeando un modo
de congraciarse con ella, Sebastian salió de su temprano aseo de
la mañana en posesión de un tentativo curso de acción y relativamente alto de
espíritu, considerándolo todo. La seducción había sido claramente prematura, así
que tenía que tirar un poco de sus riendas e ir con un buen romance a la antigua,
incluso aunque esa palabra disparara un estremecimiento de terror directamente
a través de su alma hastiada.

Ella no se había creído su declaración de amor, creía que él no era más que
un sinvergüenza mujeriego, y ciertamente no un material adecuado para una
relación seria. Pero eso era su culpa, ¿verdad? Por años había cultivado esta
reputación tan negra, nunca se tomó la molestia de refutar los chismes erróneos,
de hecho, se escudó detrás de las mentiras. Había sido un cobarde hasta la
médula, pero su virtud fue como un lastre alrededor de su cuello, demasiado
vergonzoso en su origen para ser algo de lo que podría estar verdaderamente
orgulloso. Siempre había preferido la ridícula ficción.

Hasta ahora. Primero el asunto de Blanchard que casi le había costado la


vida, y ahora… ahora esto. Esta terrible incomprensión de su carácter que
amenazaba con quitarle todo lo que hacía que su vida mereciera la pena.

Pero no todo estaba perdido. Ella no lo había echado sobre su culo aún, un
signo propicio. Y ella había respondido a su torpe seducción, incluso inicio un
poco de esta antes de volver a sus sentidos. Tenía una oportunidad.

No se veía muy mal mientras estudiaba su reflejo en el espejo, armado


hasta los dientes en su brocado y pantalones de ante. Crick lo había fregado
crudamente en la bañera, afeitado su rostro, y recortado su corte Brutus hasta
que sus rizos habían alcanzado el aire justo de extravagancia. Le vistió con su
chaqueta de brocado favorita de seda azul y pasó una hora atándole la corbata
hasta que estaba perfecta en su desaliñado artístico. Sebastian se veía casi
presentable.

A parte de sus dos ojos negros, su mentón hinchado, y el labio partido.

Bueno, él había tenido un mejor aspecto. Pero su apariencia no le iba a


impedir hacer sus mandados. Una plaga no podría haberle detenido.

Estaba en la puerta al amanecer, Mongrel el único otro residente del hogar


despierto para notar su salida. Ella no había estado contenta por ello, juzgando
su ladrido, pero estaba fuera en un carruaje que Crick había agarrado de los
establos de Montford antes de que Mongrel despertara sus sospechas.

Su inicio temprano, sin embargo, había sobrepasado la marca, tal y como


descubrió cuando llegó a New Bond Street para encontrar que todas las tiendas,
aparte de la floristería seguían cerradas. Después de merodear detrás de un cubo
lleno de imponentes y exóticas gladiolas hasta que el comerciante empezó a
lanzarle miradas hacia su dirección, él ordenó un ramo de tulipanes rojos, que
Crick le había asegurado que significaban “amor perfecto” en el lenguaje de las
flores (a pesar de cómo Crick había llegado a ese conocimiento era un insondable
misterio), y salió a la calle, que finalmente estaba volviendo a la vida.

Ya podía ver algunas matronas observando sus heridas y susurrando


detrás de sus manos cuando entró en Mori & Laverne, pero no iba a empezar a
soltar maldiciones después de treinta y tantos años de indiferencia a las malas
lenguas. La única opinión que le importaba era la de Katherine. Y él esperaba que
la rara edición de Beethoven en Re mayor a cuatro manos que había encontrado
en la tienda de música recorriera un largo camino para ablandar su corazón a su
favor.

Se acercaba la hora del mediodía en el momento en que regresó a la calle


Bruton, ceñido para la batalla con sus ofertas para la diosa del hogar. Incluso con
su armadura, sin embargo, sus palmas estaban sudando y su corazón latía con
fuerza. En el momento en que Bentley le llevó a la puerta de la sala de música, de
la que surgía la percusión de los acordes de apertura de Opus 106, se sintió
mareado con aprensión. Eso no sonaban como acordes felices, lo que lo puso aún
más nervioso, su estómago se hundió antes de que siquiera entrara en la
habitación.

Él trató de medir el estado de ánimo de la cabeza de familia estudiando el


rostro de Bentley, pero el condenado mayordomo estaba tan impasible como
siempre.

Agarró el ramo con tanta fuerza que algo se aplastó, y de mala gana se
aflojó la perfecta corbata antes de que pudiera ahogarse con su propia ansiedad.
Cortejar, al parecer, no era para los débiles de corazón.
Llamó a la puerta enérgicamente antes de que pudiera perder su
determinación y fue respondido por un coro de ladridos y el accidental acorde
de un Si bemol que salió terriblemente mal. Hizo una mueca y esperó, y después
de un largo momento en el que pudo oírla tener a los perros (es decir, Penny)
bajo control, oyó un seco:

—Entre.

Ella sin duda esperaba uno de sus sirvientes, por lo que se vio sorprendida
al verle entrar. Sin duda menos que satisfecha. Su pálida piel inundada con color,
y ella se puso de pie abruptamente desde el taburete del piano, con sus ojos en
todas partes de la habitación menos en él.

La sensación amarga en su estómago se profundizó. Estaba esperando un


poco de incomodidad, pero no este… este horror.

Él le dio su más adecuada inclinación, tan adecuada como pudo, teniendo


en cuenta sus costillas rotas, luego se enderezó y se limpió una palma sudorosa
en sus pantalones de ante.

Mientras ella no hacía ningún movimiento para reconocerle, él procedió a


entrar en la habitación y empujó el ramo hacia ella, sintiéndose como un
muchacho de doce años, en sus pantalones cortos. Ella se quedó mirando los
tulipanes rojos por un tiempo interminablemente largo, perdida, como si no
pudiera entender lo que eran al principio. Pero cuando lo hizo, un velo cubrió su
rostro, tan helado como la plata de su vestido. Ella lo tomó tentativamente, pero
era como si se le hubiera pedido que sujetara una serpiente.

Ni siquiera se molestó en olerlas antes de tirarlas en la tapa del pianoforte.

Él se aclaró la garganta.

—Significan…

—Sé lo que significan —le interrumpió. Tan fría. Tan brusca.

La última de sus esperanzas por su entrevista empezó a desvanecerse. Él


le entregó el paquete, que también se lo llevó a regañadientes. Volvió al taburete
del pianoforte y se sentó con cautela. Ella empezó a trabajar con los nudos de la
cuerda y a remover el papel de embalaje marrón con una minuciosa precisión,
sin mirarlo a los ojos ni una sola vez. Cuando sólo estaba la mitad abierta y ya
había visto el contenido, se detuvo. Dejó caer sus brazos a su lado. Bajó la mirada
hacia el título con una expresión que no podía interpretar.

Se veía… consternada, tal vez, aunque eso parecía una descripción


demasiado domada.

—¿Qué está haciendo? —dijo ella finalmente en el silencio incómodo.


Él apretó sus puños a su lado, sin gustarle su frío tono. Esa no era la
respuesta que estaba esperando.

—Pensaría que era obvio —regresó.

—No para mí —dijo ella, dejando a un lado el paquete a medio abrir con
una falta de cuidado que le hizo apretar los puños con más fuerza. Ella estaba
llamando aparentando en este extraño duelo entre ellos, entonces. Podía sentir el
calor florecer en sus mejillas, la ira empezando a superar al dolor.

—Katie, yo…

—No me llame así —replicó ella, tocándose la sien como si le hubiera dado
dolor de cabeza.

No, él no había contado con esto en absoluto. Este negro momento de mal
agüero. No después de la semana pasada.

Pasó un largo momento antes de que pudiera hacer funcionar a su voz a


través del nudo de ira en su garganta.

—Quería cortejarla apropiadamente —dijo lentamente, sin convicción—.


Como merece. Me dijeron que los tulipanes rojos son una declaración clara de
intenciones.

Ella hizo un sonido impaciente y se negó hasta a echar un vistazo hacia las
flores.

—Y la sonata… —empezó él.

—Ya tengo la pieza —dijo sobre él, con una extraña dureza frágil en su
voz—. Un… amigo me la dio hace mucho tiempo, y no necesito otra copia. Es una
mala pieza de todos modos.

Bien.

Ella estaba siendo inexplicablemente viciosa con él, cada irritable palabra
aterrizando como un nuevo golpe en su carne ya magullada. Se preguntó por qué
no simplemente se iba, ya que ella estaba haciendo su aversión a sus avances más
que clara.

Pero parecía que algo retorcido de su auto odio no estaba dispuesto a


rendirse, a pesar del abuso.

Tal vez era precisamente por estos avances que ella estaba tan intratable.
Debería haber sabido que tales ofertas prosaicas como tulipanes rojos y dúos de
piano (¿cuán obvio podía ser?) no serían bien recibidos. También podría haber
escrito algún horrible y trillado poema de amor sobre sus ojos de esmeralda.
Probablemente la habría ofendido menos.
Eso le enseñaría a seguir un consejo romántico de su ayuda de cámara. El
maldito lenguaje de las flores su culo.

Pero simplemente no tenía ningún punto de referencia. Ninguna otra idea


de cómo proceder. Los asuntos del corazón decididamente no eran su área.

—No sé cómo hacer esto, Katherine —soltó con frustración—. Pero lo estoy
tratando. No sé qué tengo que hacer para cambiar su mala opinión de mí, pero
quiero hacerlo. Quiero que sepa que soy sincero en lo que a mí respecta. En mis
intenciones…

—Al parecer, el padre del hijo de la señorita Blanchard era el coronel Firth
—interrumpió Katherine, sin venir a cuento, por lo que él podía decir. Pero la
afirmación lo detuvo en seco.

—Bueno, no es sorprendente —dijo, poniendo los ojos en blanco,


preguntándose dónde quería llegar—. No es extraño que de repente esté de
vuelta al favor de la sociedad según el Times.

—Por lo que nunca la sedujo —continuó Katherine, como si no hubiera


hablado.

—Ya hemos pasado por eso —apretó los dientes—. Tal vez me crea ahora.

—Nunca ha seducido a ninguna mujer.

Todo el calor abandonó el cuerpo de Sebastian en un instante. Podía sentir


la sangre escaparse de su cabeza, haciéndolo tambalear. Se apoyó en el brazo de
una silla.

Lo que sea que su expresión le dijo, no era bueno, por lo que se levantó tan
rápidamente del taburete del piano que Penny gritó angustiada en su diván, saltó
y se escondió debajo de él. Katherine ignoró al perro y se acercó a una ventana,
de espaldas a él y los hombros tensos.

—¿De qué está hablando? —preguntó después de un par de latidos en un


tenso silencio. Tenía la horrible sensación de que no se trataba de los tulipanes o
los dúos después de todo, sino más bien algo mucho peor.

—Algo que me dijo Astrid ayer. No le creí hasta que vi su rostro en este
momento —dijo Katherine.

Maldito Montford y su agitada lengua. Iba a matar a su supuesto amigo.

—Cualquier cosa que crea que sabe…

—Usted es virgen —afirmó sin rodeos, incluso con disgusto.

Sebastian no podía creer que esto era la realidad de su vida. Tal vez se
había vuelto a lesionar la cabeza en la calle Bond mientras estaba de compras y
todo esto era alguna alucinación terrible. Dios, en este punto oraba para que lo
fuera.

—No la entiendo —dijo en voz baja—. Primero me repudia porque cree


que soy un canalla mujeriego, ¿ahora hace lo mismo por mi supuesta virtud?

—¿No lo niega? —presionó.

Ahora sus heridos sentimientos se endurecieron rápidamente llenos de


furia.

—¿Importa?

—Importa —dijo rotundamente, su tono no dando discusión.

—Entonces, sí. Técnicamente lo soy —dijo entre dientes, negándose a


sentirse humillado

—¿Por qué dejaría que la gente piense de otro modo por tanto tiempo?

—Porque es mejor que la verdad —prácticamente le gritó, las últimas


riendas de sus emociones rompiéndose—. Que estoy dañado. Anormal. Roto.

—Sin embargo, ayer por la mañana…

En un centavo, en una libra, supuso.

—Es la única mujer que he querido alguna vez —dijo simplemente,


honestamente—. Lo suficiente para superar mi… aversión.

Ella se volvió hacia él al fin, frunciendo el ceño como si él fuera un


rompecabezas que tiene que ser resuelto. Odiaba esa mirada.

—Todavía no lo entiendo. Usted no es totalmente…

Oh Dios, ¿cómo había llegado a esto?

—¿Impotente? ¿Como su difunto marido? —replicó, porque al parecer no


pudo resistirse a ser un poco cruel de vuelta.

Tampoco pudo evitar la pequeña oleada de rencorosa satisfacción cuando


ella dio un respingo.

—No, no como su esposo —dijo cuando ella no respondió al fuego—. Pero


él es tanto una causa de mi pena como yo soy de la suya.

Sus ojos se abrieron ante la implicación que soltó.

—Quiere decir…

Ella le tendría abriendo su pecho, entonces, y revelando el funcionamiento


más profundo de su alma, maldita sea su mirada. No podía evitar insistir en este
punto, a pesar que sabía que la alejaría más.
Él suspiró.

—Fue un duelo. Mi primero. Lo llamé a este. Él aceptó. Tenía diecisiete


años y estaba petrificado. Pero con la ayuda de un poco de valor líquido y una
gran cantidad de justa indignación, me encontré con él en el campo de honor. Mi
tío disparó rápidamente un agujero en mi mano izquierda. —Dio la vuelta a su
puño de encaje y mostró la evidencia. Ella apartó los ojos, viéndose un poco
mareada. No la culpaba en lo más mínimo. Sólo la idea de ese desastre de un día
todavía lo enfermaba—. No recuerdo mucho después de eso, ya que estaba
medio ido y en un dolor considerable, pero al parecer me postré sobre mi pistola,
y se descargó. La lesión resultante dejó a mi tío impotente.

Había dejado ligas de humillación detrás de él. La historia de su caída era


tan ridícula que se habría reído si le hubiera pasado a cualquier otro.

Ella volvió a sentarse en el taburete del piano, como si todo fuera


demasiado para tomar de pie. Probablemente lo era. El Señor sabía que le había
tomado más de una década para estar de acuerdo con eso.

—Y no me sentí mal por ello —dijo, antes de que ella empezara a pensar
que era algún tipo de víctima indefensa o un pecador arrepentido. No era
ninguno—. Todavía no lo siento. La única cosa que lamento de esa mañana fue
que todo fue resultado de algún medio-confuso accidente que no puedo recordar
correctamente. Que quiero recordar. Quiero recordar la mirada en su rostro
cuando el tiro se llevó su virilidad.

Katherine lo miró, con los ojos abiertos y sin habla, como si nunca lo
hubiera visto antes. Como si fuera alguien a quien temer. Se sentía como alguien
a ser temido en ese momento, tal era su furia contra ella, contra sí mismo. La
frágil y provisional esperanza, que había cultivado durante toda la semana a
pesar de la advertencia de cautela del fondo de su mente, estaba muerta en el
suelo.

Pero no había terminado. Ella había exigido su libra de carne, por lo que
le daría toda ella y luego algo más, tanto si se lo merecía como si no. No tenía
nada que perder ahora.

—Mi madre murió cuando yo tenía ocho años, o así me dijeron —empezó
él—. Eso… no fue fácil. Me quedé solo bajo el cuidado de un tío que me
despreciaba. Él odiaba que yo, el hijo de una cantante de ópera francesa, fuera su
heredero. Era una vergüenza para el nombre de la familia.

—Sebastian, qué tiene esto… —empezó, revolviendo su inquietante


consternación, buscando cualquier cosa menos fría.

—Quería que le dijera la verdad —intervino—. Ha querido saber por años


por qué odiaba tanto a mi tío. Así que le estoy diciendo la verdad. Mi trágica
historia —terminó con amargura—. No se preocupe. Es un cuento corto. Tenía
diecisiete años y estaba en Cambridge cuando fui a Londres con Marlowe para
nuestras primeras vacaciones de verdad. Nos arriesgamos. Echamos carreras.
Bebimos. Los entretenimientos habituales para jóvenes caballeros. Entonces, una
noche, después de varias botellas, finalmente tuvimos el valor suficiente para
probar las mercancías que se ofrecen en Covent Garden. ¿Entiende lo que estoy
diciendo, Katherine?

Sus mejillas estaban llameantes, pero ella lo estaba mirando con algo de su
habitual arrogancia.

—No sea condescendiente.

—Bien. Fuimos a un burdel, que era tanto un rito de paso para todos los
jóvenes caballeros de nuestra clase como visitar las carreras —dijo sin rodeos, su
propio rostro calentándose. Dios, esta parte era tan nauseabunda. Había deseado
tanto encajar con el resto de sus compañeros en ese momento, demostrar su
virilidad a Marlowe y a los demás, incluso a pesar que la idea de yacer con una
prostituta no lo había excitado en lo más mínimo, a pesar de tener diecisiete.
Aunque se había tomado una botella entera de ginebra barata para trabajar sus
nervios lo suficiente como para cruzar el umbral del burdel—. Éramos
muchachos adolescentes, verdes como la hierba, y muy dispuestos a empeñarnos
un poco. Y así estábamos.

Ella hizo un pequeño sonido de protesta.

—No es lo que está pensando —dijo con un giro irónico de sus labios sin
sentido del humor—. Nunca llegué lo suficientemente lejos como para perder mi
chaleco, mucho menos mis pantalones. Por lo que estoy eternamente agradecido.
Fue sólo después de unas pocas… —Hizo una pausa y tragó la bilis—. Después
de unas pocas caricias que la señora se detuvo. Se apartó y dijo mi nombre. Mi
verdadero nombre. No el que había utilizado en la puerta. Así que finalmente tuve
un buen vistazo de ella. Y supe de inmediato quién era. Ella era mayor, por
supuesto, y usada por su… profesión. Pero fue como si me mirara en un espejo.
Siempre me había visto como ella.

—¡Oh Dios, Sebastian! —exclamó Katherine, su mano sobre la boca, los


ojos llorosos, mientras la verdad la calaba.

No podía soportar su mirada de compasión. Él cerró los ojos y se dio la


vuelta, tragando la bilis.

—Era mi madre. Basta decir que el incidente fue más bien… dañino para
mis apetitos. Descubrí que mi tío era el arquitecto de su… miseria. Nunca le había
gustado. Así que cuando pensó que era lo suficientemente mayor, la echó sin un
céntimo, y la amenazó con echarme también, desheredarme o alguna tontería, si
ella no se iba sin luchar y nunca regresaba. Ella recurrió a su profesión final por
desesperación, y murió poco después de nuestro… reencuentro por una
enfermedad del gremio, a pesar de todos mis mejores esfuerzos. Una historia
miserable, y una muy común en este país. Pero para mí, las acciones crueles de
mi tío eran imperdonables. Así que le reté. Ya sabes el resto.

—Esa es una horrible, horrible historia —dijo finalmente con voz hueca.

—Lo es. Horrible y sórdida, y nunca quise que nadie supiera la verdad.
Así que di la bienvenida a todos los rumores y cultivé mi reputación y traté de
sentirme normal. A pesar de que no lo era. A pesar de que nunca podría tocar a
una mujer sin…—tragó saliva, se negó a continuar con ese pensamiento—. Pero
entonces, allí estaba usted en esa maldita velada musical. Tocando el maldito
Opus 53, de un modo perfecto y puro y glorioso, y la quise. Y aún la quiero, ser
digno te usted.

Ella se veía herida, sus mejillas y labios sin sangre desde el momento en
que él había llegado, sin aliento, después de derramar su corazón una última vez.

—No soy… no puedo, Sebastian —dijo finalmente, su voz baja y


temblorosa—. No puedo devolverle sus sentimientos con la conciencia tranquila.

—¿Qué significa eso? —demandó él.

Ella sacudió su cabeza firmemente.

—No puedo permitir que continúe… siga esto —dijo ella, señalando sus
descartadas muestras de afecto.

—Pero ayer…

Ella apartó la mirada, su expresión todavía consumida por esa cosa pálida
y afectada que no podía esperar comprender.

—Un lapso momentáneo del buen sentido, una locura pasajera de la carne,
no más.

Ella también podía haberlo destripado con el sable, su disgusto por sus
acciones lo suficientemente claras en su tono. Pero ella tenía que saber, de sus
confesiones, que él no, no, que no podía, tratar con las meras locuras de la carne.
Lo que significaba que estaba hablando de sí misma, y sola, diciéndole en
términos muy claros que no había significado nada para ella.

Ni siquiera podía decir si ella estaba mintiendo o no, si en algún punto del
procedimiento había parado de esperar que había una posibilidad.

¿Cómo podía haber estado tan equivocado?

Mongrel, colocada cómodamente contra Seamus, se le quedó mirando con


simpatía. Él se negó a tener celos del floreciente romance de la pug, pero era
difícil en este momento.
—Creo que es hora de que vuelva a sus propios alojamientos, Sebastian,
ya que parece que se ha recuperado lo suficiente como para ir de compras por la
calle Bond —continuó fríamente, horas o minutos después. Él no podía estar
seguro de cuánto tiempo había permanecido allí en el tortuoso silencio.

Sus ojos revoloteaban en él, luego rápidamente lejos, como si no pudiera


soportar mirarlo por más tiempo. Como si él no estuviera sangrando por todo el
suelo entre ellos de la herida de su corazón. Sólo podía imaginar cuál era su
expresión. Había dejado incluso de tratar ocultar sus sentimientos.

—Yo, por supuesto, mantendré lo que me ha dicho hoy en confianza.

Y allí estaba. Una confirmación de que todo lo que le había dicho era algo
de lo que avergonzarse. Al igual que él siempre había sospechado. Pero todavía
dolía jodidamente.

Y quería herirla, porque estaba tan furioso con ella como lo estaba de
herido. A pesar de que había empezado a preguntarse si herirla era siquiera
posible. Quizás la Dama de Hielo era un apodo apropiado para ella, después de
todo.

—¿Qué? —murmuró, deliberadamente obtuso—. ¿Que mi madre murió


como una asquerosa puta? ¿Que soy jodidamente virgen a la edad de treinta y
tres años a causa de ello? ¿O que estoy enamorado de ti?

Ella hizo una mueca ante lo último, pero el pinchazo no era más que una
hueca victoria después de todo lo que había pasado entre ellos.

—Todo ello —dijo finalmente. Y entonces, como si fuera a echar sal en las
heridas que había infligido, cogió el ramo y extendió los tulipanes en su dirección
sin mirarle a los ojos—. Por favor, tome estos de vuelta y olvidemos que esto
alguna vez sucedió.

Él ahogó una risa. No le había concedido nada, entonces. Se preguntó por


qué estaba tan sorprendido.

—Quédeselas, milady—dijo entre dientes—. Es dueña de cualquier otra


parte de mí de todos modos. ¿Por qué no otra?

Se dio la vuelta y se fue antes de que pudiera ver su reacción a esta frase
de despedida, sobretodo porque temía que no hubiera una.
Doce
Cuando La Duquesa De Montford Se Entromete

Traducido por HeythereDelilah1007

Corregido por Beatrix85

L
a corta temporada estaba en su cumbre cuando la marquesa de
Manwaring, una de las luces más brillantes en sociedad, emergió
por fin de su medio luto para atender al baile de invierno de
Montford con el escolta más inusual e inesperado. Un escolta que mandó los
cotilleos a batirse inmediatamente. Nadie había esperado este resultado, a la luz
de todos los presuntos eventos en la residencia de la calle Burton perteneciente a
la marquesa.

Aunque generalmente irreprochable, la marquesa no había escapado a las


hordas de habladurías durante su año de luto. Su controversial nuevo proyecto
de caridad con la población floreciente de mujeres incógnitas, su colección
creciente de mascotas exóticas, tanto como la adquisición de una casa citadina no
relacionada con el patrimonio de su difunto esposo (jadeo) habían efectivamente
alzado algunas cejas. Pero su decisión de aceptar dentro de su casa a su lejano
sobrino después de su infame asalto había mandado volando las cejas de muchas
matronas, tan vigorosamente se abanicaban mientras compartían este último
chisme.

Era el escándalo del año… hasta ahora.

La participación de la marquesa en toda la Aventura Blanchard era fuente


de mucha especulación, tanto como si ella atendería o no el baile en absoluto, con
todo y su presunto huésped aun recuperándose. Hacía que el frenesí por asegurar
una invitación fuera más vicioso que de costumbre.

Era la invitación más codiciada del año, incluso aunque fueran los
primeros meses del invierno, y se había convertido en un evento incluso más
popular después de que el duque hubiese adquirido a su esposa poco
convencional.

Cuando el duque trajo a casa a su nueva novia hace algunos años, una
novia que decididamente no era lady Araminta Carlisle, la sociedad quedó patas
arriba. Una mujer erudita (santo Dios) proveniente de la zona campestre de
Yorkshire, había llegado con un sequito de parientes igualmente peculiares: Dos
hermanas de faldas cortas cuyas triquiñuelas rivalizaban con las de los gemelos
del vizconde Marlowe, y la medio senil, mal hablada tía Anabel, con su antigua
colección de pelucas y la propensión de tomar siestas sobre sus sopas.

Existía el rumor que había otra de su clan, una belleza casada


recientemente con sir Wesley Benwick, un barón famosamente ingenuo quien
especulaba su fortuna sobre varios esquemas científicos que nunca llegaban a dar
talla (energía de vapor, efectivamente). Para empeorar el asunto, se rumoreaba
que la nueva duquesa había estado (tal vez todavía estaba) comerciando.
Elaborando cerveza.

El horror.

Nadie había podido imaginarse a primera vista qué había poseído al


austero duque de Montford, de todas las personas, a casarse con dicha mujer.
Ella no tenía fortuna, nada de belleza convencional, y muy poca crianza para
recomendarla. Y su apariencia era muy extraña. Sus ojos eran, ciertamente, un
desafortunado accidente de la naturaleza, y también lo era su cabello, pero la
mayoría estaba de acuerdo con que sus pecas bastante vulgares podrían haberse
evitado por una adherencia habitual al decoro. Los sombreros no eran solo para
presumir, después de todo.

Los modales de la duquesa eran igualmente espantosos. Decía lo que sea


que estuviera pensando sin disculparse. Tenía las agallas de dar sus verdaderas
opiniones, sobre todo, desde la moda actual de las mangas hinchadas, las cuales
consideraba atroces, hasta los últimos alborotos en las Indias Orientales, o algún
otro remanso vasto del mundo, que ella considerara igualmente atroz. A ninguna
dama real le disgustaban las modas más recientes del Continente, o hablaba de
los asuntos del mundo con una taza de té como si fuera un hombre.

De manera infame, le había dado el corte directo a un duque real en el


primer baile al que atendió como la nueva duquesa. El viejo sinvergüenza pensó
que era la cosa más emocionante que había podido pasarle en años de correcta
sociedad.

No es como si pasara mucho tiempo entre la sociedad correcta.

Su alteza real, fue debidamente notado, había empezado a aceptar


invitaciones a reuniones en las que sabía que la duquesa estaría, el rumor decía
que había abandonado a una cierta señorita Hodge, de reciente dirección (medio)
discreta en el Soho, y estaba en busca reciente de un modelo nuevo. En rojo.

Pero era una verdad universal reconocida incluso por las voces más
críticas en la alta sociedad, que la duquesa de Montford no tenía ojos para nadie
más que su marido. Su fidelidad mutua era bastante refrescante entre una clase
plagada con infidelidad, como poca cosa.

Con amigos como Katherine, marquesa de Manwaring, y Elaine, condesa


de Brindereley, firmemente junto a ella, sin embargo, la duquesa había tenido a
La alta sociedad comiendo de la palma de su mano rápidamente. Aunque las
matronas más pesadas parecían terminantemente incapaces de dejar de
desaprobarla detrás de sus abanicos batientes, los caballeros la amaban, las viejas
chismosas la adoraban, y la generación más joven deseaba ser ella. Muchas
debutantes empezaron a adoptar las opiniones directas de la duquesa, y el
cabello medio suelto y desordenado estaba siendo copiado como un Brise-jet à la
Astrid, o el remolino Honeywell, con la esperanza de atrapar a un caballero tan
valioso como Montford.

La duquesa, amada u odiada, por lo menos añadió un elemento de


emoción a los de otro modo mediocres años en sociedad. Desde que la guerra
terminó, el buen entretenimiento fue difícil de encontrar. Pero, oh fortuna, con el
duque de Montford oficialmente fuera del mercado, y con el infame marqués de
Manwaring (limpio en la corte de la opinión publica después del nacimiento del
hijo pelirrojo de la señora Firth) en convalecencia, los caballeros elegibles estaban
incluso más bajo en el suelo que de costumbre, especialmente durante la
temporada pequeña. El prospecto matrimonial más interesante (es decir, rico) era
a lo lejos sir Thaddeus Davies, un escoces que bizqueaba y con una familia
asentada cerca de las islas Hébridas exteriores.

Ninguna de las damas de Londres, aparte del manojo escaso con algo de
sensatez, podía localizar las Islas Hébridas en un mapa.

El viudo vizconde Marlowe, usualmente considerado un aterrador


prospecto, estaba empezando a parecer alguien muy apetecible para las madres
casamenteras más desesperadas. No parecía poseer un par decente de botas
inglesas, pero tenía linaje, y era heredero de un título de conde, aunque su padre
lo despreciara. Muchas damas con dote y sus madres ansiosas habían empezado
a esperar que se arruinara en las mesas de apuestas de una manera tan
terminante, que tuviera que decidir que era hora de casarse dentro de otra
fortuna.

Como mínimo, a diferencia de la mayoría de su calaña, hacía un acto de


presencia de manera irregular, o varios a petición de su hermana, pero nadie
esperaba que escoltara a la marquesa de Manwaring al baile de Montford, y que,
según todas las apariencias, la adorara mientras la noche progresaba.

La misma Katherine difícilmente podía comprender el extraño giro de los


acontecimientos. Marlowe se presentó en la puerta de su casa la tarde del baile,
viéndose agonizantemente incomodo en su nuevo frac y pantalones, bigotes
afeitados y cabello domado, ineludible y determinado a escoltarla a pesar de lo
mucho que claramente despreciaba la idea.

Incluso aunque ella y Marlowe se habían convertido en amigos prudentes


durante los años, y se acercaron más durante la convalecencia de Sebastian, ella
nunca había esperado este grado de cortesía. Inmediatamente sintió sospechas, y
solo podía asumir que la condesa de Brinderley, que fue la más insistente en el
regreso de Katherine a la sociedad, había obligado a su hermano.

La compañía de Marlowe era ciertamente parte de un plan más grande,


pero uno ideado por nadie más que la misma duquesa. Fuera del conocimiento
de Katherine, Astrid planeó hacer de su baile el primero y el último al que
Katherine asistiría como viuda. Astrid había observado a su mejor amiga de cerca
durante años y llegó a dos conclusiones: Una, Katherine, reservada, de ingenio
afilado y secretamente blanda de corazón, era muy posiblemente su persona
favorita en el mundo. Dos, y esta era una comprensión a la que Astrid había
llegado en semanas recientes, aunque se preguntaba cómo pasó por alto algo tan
obvio durante tanto tiempo, Katherine estaba enamorada de Sebastian Sherbrook
de la cabeza hasta los pies.

Katherine nunca estaría feliz hasta que estuviera junto a Sebastian. Y


Astrid estaba segura, por las miradas clandestinas y anhelantes que él lanzaba en
su dirección, que Sebastian estaba desmesuradamente embelesado con
Katherine, aunque fuera demasiado orgulloso y estuviera demasiado roto como
para admitirlo. Tontos enamorados. Ella suponía que no había ninguna
contabilidad para asuntos del corazón, tan obviamente ilustrado por su propio
matrimonio.

Astrid estaba segura de otra cosa: Katherine y Sebastian eran tercos como
cerdos (una expresión que no usaba a la ligera ahora, después de su experiencia
con Petunia) para resolver las cosas por cuenta propia alguna vez. El hecho de
que hubiesen vivido bajo el mismo techo durante un mes, ¡un mes!, sin
aprovechar la proximidad de sus dormitorios era evidencia del triste estado de
las cosas. Ella y Montford no habían durado ni una semana antes de entrar en
razón.

No, se estaba volviendo algo horriblemente claro para Astrid que el par
de tontos se quedarían languideciendo en sus esquinas correspondientes hasta el
día del juicio si se los dejaba por cuenta propia.

Astrid no planeaba dejarlos actuar por cuenta propia. Ella los iba a arrojar
juntos en el baile, se iba a hacer a un lado, e iba a ver las chispas volar.

Solo esperaba que su residencia quedara en pie para el final de la noche.

La única dificultad del plan era convencer a Sebastian para que atendiera
al baile. Él estaba marginalmente lo suficientemente sano como para hacer el
esfuerzo, aunque no había pisado una velada respetable en años. Y había
escuchado de Montford, que estaba enfurruñado en sus aposentos del Soho
después de su última pelea con Katherine.

Una prueba positiva de que lo que Astrid estaba a punto de poner en


movimiento era lo mejor para todos. Así que había suspirado mentalmente, había
enviado a un lacayo al centro de la ciudad para descubrir el paradero de Marlowe
y enlistarlo en su ayuda, y se había alistado para la batalla. Si Mahoma no iba a
la montaña, simplemente tendría que llevar la montaña a Mahoma.

O más bien arrastrarlo hasta ella con un poco de ayuda de monsieur Jalousie.
Trece
Cuando La Duquesa Enlista A Su Marido Para La
Causa

Traducido por Rihano

Corregido por Beatrix85

C
ontrario a los últimos rumores, el marqués de Manwaring ya no
estaba en la residencia de la calle Bruton, muy a disgusto de su
criado. A pesar de que él había dejado a Mongrel en casa de
Katherine, no queriendo interrumpir el incipiente romance entre ella y Seamus,
Sebastian no había sido tan considerado con los sentimientos de Crick por Polly.
En su defensa, no había sabido que había habido algún sentimiento en juego hasta
que se acomodaron de nuevo en su alojamiento en el Soho.

Él había recibido un rapapolvo, de su antiguo ayudante personal, cuando


le exigió una explicación de su mal humor, pero mientras estaba medio
suspendido en el momento y totalmente en el fondo de su propia desesperación,
era difícil seguir los múltiples pecados que Crick puso a sus pies. El principal de
ellos, sin embargo, parecía ser el resentimiento de Crick por Mongrel, a quien le
había sido autorizado permanecer con su pretendiente, y la propia idiotez de
Sebastian cuando se trataba de la marquesa.

Sebastian había sido menos que abierto con Crick sobre los detalles de esa
desastrosa entrevista final con la marquesa, pero Sebastian no culpaba al hombre
por creer que había sido su culpa que las cosas no hubieran ido bien.
Probablemente lo fue, junto con las estúpidas flores y la vergonzosa confesión.

Pero la arenga de Crick, merecida o no, no hizo nada por mejorar su estado
de ánimo. Sebastian le recordó a Crack, como él tuvo que recordarse a sí mismo,
que Mongrel era un perro, y que estaba siendo un imbécil por estar celoso de ella.
En cuanto a la marquesa, había replicado, él ciertamente no sabía lo que Crick
estaba dando a entender y que le agradecería a su criado que mantuviera su fea
nariz fuera de los asuntos de su señor; de ahora en adelante, como él jodidamente
bien no sabía de lo que estaba hablando con su jodidamente inútil lenguaje de
flores, si tal cosa realmente existía en absoluto. Etcétera, etcétera.

Sebastian perdió el hilo de su propia réplica en algún momento, junto con


estar medio borracho, ni siquiera se molestó en escuchar la respuesta aireada de
Crick.
Crick, finalmente, había lanzado una de las nuevas Hessianas con borlas,
la que Sebastian compró esa mañana en un intento de acabar con su abatimiento,
al rostro de su amigo y salió de los apartamentos, dejando a Sebastian a su miseria
y el whisky. Por lo que él había bebido, y bebido, repitiendo esa discusión final
que tuvo con Katherine una y otra vez en su mente, hasta que se desmayó, y se
dejó caer sobre su Broadwood.

Cuando despertó en un charco de su propia baba, estaba oscuro afuera y


cada parte de su anatomía le dolía de su incómoda posición. Levantó su cabeza
de las teclas, una hoja de música pegada a su mejilla. La despegó, vislumbró el
título, hizo una mueca, y la arrojó en el suelo.

Maldito Beethoven.

Por otra parte, tal vez era una señal. Tal vez él iría a Viena.

No, estar rodeado de toda esa música solo lo torturaría más. Hace mucho
tiempo, antes de ese duelo decisivo, había estado determinado a hacer una
carrera como un virtuoso después de Cambridge. Había tenido la habilidad y el
manejo para ser un éxito, de acuerdo con el señor Clementi, su maestro, así como
la necesidad ardiente de vencer a su ordenado destino como heredero de un
marquesado. Pero ese sueño, sin embargo, que parecía ridículo en retrospectiva,
había sido destruida junto con el funcionamiento interno de su mano izquierda.
Y su inocencia.

Iría a Italia de nuevo, al igual que todos los demás derrochadores ingleses.
Su prima Melissandre se había ido a París, pero Byron estaba allí, languideciendo
en un palacio veneciano. Sebastian no podía soportar al quejón y aclamado
pequeño chucho, pero Byron vería que él fuera acomodado adecuadamente.
Podría convertirse en un cicisbeo para una rica, aburrida y experimentada italiana,
ahora que estaba tan bien versado en el maldito lenguaje de las flores. Sólo
necesitaba salir de Inglaterra. Alejarse de ella.

Tomó su brazo y empujó todos los elementos, en la parte superior de la


tapa del Broadwood, hacia el suelo.

Las malditas cosas estaban en su camino.

Bajó su frente al teclado y la golpeó dos veces para eliminar las telarañas.
La cacofonía de sonido resonó en su cráneo y lo hizo gemir. Tenía resaca, estaba
negro y azul, y sintiendo mucha pena por sí mismo. Había pensado que una vez
que hubiera dejado la casa de Katherine, poniendo un poco de distancia entre él
y la escena del crimen, sería capaz de hacer frente a su rechazo. Pero eso no
sucedió. Su orgullo estaba maltrecho, y su corazón…

Bueno, preferiría dejar su corazón fuera del asunto de ahora en adelante.


La puerta se abrió y un Crick de rostro hosco trajo una bandeja a la
habitación, llena de comida. La vista y el olor de esta inmediatamente revolvieron
el estómago en carne viva de Sebastian. LE frunció el ceño al cockney, quien
fingía no reparar en él mientras golpeaba la bandeja en el aparador, y luego iba a
ponerse de mal humor en la esquina.

Así que él le estaba dando el tratamiento del silencio ahora. Era una mejora
con respecto a los gritos, si nada más.

—Llévatela, Crick —dijo con voz ronca.

—Déjalo, Crick —dijo enérgicamente Montford, entrando en la habitación


detrás de la criada, vestido de punta en blanco para la noche. Crick le envió a
Sebastian una mueca satisfecha antes de salir, dejándolo solo con el duque. El
traidor.

Sebastian se golpeó la cabeza contra el piano.

—¿No es esta noche tu baile anual? —exigió de mal humor.

—Recuerdas qué día de la semana es, entonces —replicó Montford,


mirando el desastroso atavío de Sebastian como si este personalmente le
ofendiera.

Él frunció el ceño a su amigo.

—¿Por qué estás aquí, entonces?

—Para asegurarme que no hayas empezado a pelear todavía.

—Eso sería frustrantemente inconveniente para ti, no —murmuró


Sebastian—. No querría arruinar tu noche.

Montford puso los ojos en blanco y empujó la bandeja en su dirección.

Sebastian hizo una mueca.

—Tienes que comer, Sebastian. O hacer algo más que estar deprimido. —
Montford agarró el decantador casi vacío de Sebastian y se sirvió un trago de
whisky. No sirvió ninguno para Sebastian. El gesto no pasó desapercibido.
Sebastian gruñó, se levantó de su asiento, y arrastró los pies hacia el aparador a
pesar de sus dolores y molestias.

Montford empujó el decantador fuera del alcance de Sebastian con una


sonrisa de advertencia que era todos dientes.

—Nada para ti, creo.

Sebastian arrancó la botella de las manos de Montford, y, dejando por


completo a un lado un vaso, bebió de la gran botella hasta que escupió. Se dobló
cuando el whisky subió de su nariz. Era una sensación espectacularmente
desagradable. Había querido probar un punto, pero como de costumbre, había
fallado monumentalmente.

Montford lo palmeó en la espalda hasta que se había recuperado.

—No me gusta verte tan al borde, Sebastian.

—No te atrevas a darme un sermón. Ya he tenido suficiente de Crick. —


Jadeó.

Montford frunció los labios.

—No sé lo que pasó entre la marquesa y tú, pero eres mejor que esto,
Sebastian.

Sebastian gruñó con frustración.

—Lo siento por decepcionarte. Pero eso es lo que hago, ¿verdad?


Decepcionar a todo el mundo. Tú eres el fuerte aquí. El que lo hace bien por el
resto de nosotros.

Montford, al parecer, tuvo suficiente.

—¿Cuándo vas a dejar ir lo que tu tío le hizo a tu madre y crecer? —replicó


Montford—. ¿Alguna vez has imaginado que yo podría estar enfermo de ser el
más fuerte? ¿De limpiar tu desorden, Sebastian? ¿De tratarte como un niño
díscolo en lugar de un hombre adulto?

Sebastian inhaló profundamente ante las duras palabras. Se sentía como si


hubiera sido golpeado de nuevo. Montford sabía que había ido demasiado lejos,
así, por la expresión inmediata de remordimiento en su rostro, pero lo que se dijo,
se dijo.

Sebastian logró dar a su amigo una sonrisa falsa. Como si no hubiera sido
recientemente eviscerado.

— De hecho, sí. He imaginado eso. Por lo que puedes estar satisfecho de


oír que estoy dejando el país.

—¿Qué? —balbuceó Montford—. ¿Cómo?

—Espero ya que tomaré un barco —dijo sin expresión.

Montford puso los ojos en blanco con impaciencia.

—Quiero decir, ¿por qué te vas?

Sebastian se encogió de hombros y trató de robar de nuevo su whisky.

—¿Por qué no? Aquí no hay nada para mí, como ha sido dejado muy claro.
Además, mi carnicero está detrás de mí.

Montford movió la botella más lejos de su alcance.


—Te he dicho que yo honraré tus deudas —gruñó Montford—. A pesar de
que tiraste una perfectamente buena herencia.

Los golpes bajos solo seguían llegando.

—No voy a tomar un cuarto de penique de ti o de mi tres veces condenado


tío, ya sabes eso. Nunca lo he hecho, y nunca lo haré. Siempre he sido capaz de
cuidar de mí mismo. Más o menos. Solo he tenido una mala racha en las mesas.
Mi suerte volverá.

—Eso es lo que siempre dices —se quejó Montford—. Pero eres


posiblemente el peor jugador en el reino, Sebastian. —Con eso, por desgracia, no
se podía discutir—. Por supuesto no necesitas huir del país por la factura de tu
carnicero.

—La de mi carnicero, la de mi sastre, la de mi casero, la de mi zapatero, la


de mi mercería, la de mi tabaquero…

—Entiendo tu punto.

—Necesito un cambio de escenario —insistió—. Siempre odié Inglaterra


en el invierno de todos modos.

—Acabas de regresar, Sebastian —declaró Montford.

—Bueno, entonces fue un error, ¿verdad? —preguntó de mal humor—.


Mírame —dijo, moviendo su rostro magullado y la miseria general.

Montford parecía como si quisiera discutir, pero en lugar de eso suspiró


pesadamente. Era innegable que las cosas habían ido bastante mal para Sebastian,
desde que había aterrizó en suelo inglés.

—¿A dónde vas a ir?

Él se encogió de hombros.

—Pensé en Italia. Siempre me mezclé bastante bien allí.

—Entonces has tomado tu decisión.

—Completamente.

—Y nada que diga te disuadirá de tu curso.

—Nada —dijo con firmeza, volviendo a su piano y tocando una escala.

Montford chasqueó la lengua y sacudió la cabeza.

—Bueno, entonces, supongo que estarás en Italia para la boda —dijo


alegremente—. Es una pena, eso.
Sebastian dudó y miró a su amigo con recelo.
—¿Qué boda? —preguntó, aunque sospechaba que no quería saber. Había
un destello en la mirada de Montford que a Sebastian no le importaba en
absoluto.

—La de Marlowe.

Sebastian se carcajeó.

—Absurdo.

—Sé de buena fuente que Marlowe ha desarrollado una idea de volverse


a casar. Evidentemente él tomó nuestra pequeña charla del otro día en serio.
Necesita una madre para sus mocosos.

Sebastian resopló.

—¿Quién te ha estado alimentando de tal absoluta tontería?

Montford agitó un dedo.

—Nunca traiciones una fuente, Sherry. —Por lo tanto, debe ser Astrid—.
Pero es una confiable. —Tal vez no, entonces, ya que la única cosa que la duquesa
decididamente no era, es confiable—. Y mi fuente también me dice que nuestro
amigo ha puesto sus miras en una cierta rubia, y viuda, marquesa.

Espera. ¿Qué?

El pulso de Sebastian comenzó a repiquetear contra sus sienes en una


mezcla de incredulidad y furia. Seguramente no. Él no lo haría.

—¡Estás equivocado!

Montford arqueó una ceja.

—Yo no estaría tan seguro de eso. Marlowe se ha unido a sí mismo, más


firmemente, a las faldas de la dama desde que fuiste atacado. Al parecer, ella se
lo ganó, cuidando a su mejor amigo hasta sanarlo. No creías que él visitó la calle
Bruton tan a menudo sólo para verte, ¿verdad? Si sacaras tu cabeza de tu culo lo
suficiente, no estarías tan sorprendido por este giro de los acontecimientos.

Sebastian estrelló un puño en la octava más baja, mentalmente


disculpándose con su Broadwood por el abuso.

—Eres un maldito mentiroso.

Montford levantó las manos en señal de rendición.

—Simplemente estoy retransmitiendo lo que he oído. Parece que la dama


no ha rechazado exactamente las atenciones de Marlowe tampoco, mientras la
está escoltando a mi baile mientras hablamos. Él puede ser bastante encantador
cuando pone su mente en ello. —Él vaciló, pareciendo dudoso ante su propia
declaración—. O al menos eso me han dicho.
El corazón de Sebastian se hundió aun cuando su sangre hervía. No podía
creer eso de ella, pero tampoco podía creerlo del vizconde. Marlowe siempre
había amado revolver la olla a expensas de Sebastian. Bueno, esta vez había ido
demasiado lejos.

—Voy a matarlo —murmuró.

Los ojos de Montford se abrieron ante la sed de sangre de Sebastian.

—No tenemos que ser así de apresurados.

—¿Dónde está él? Veremos cuán receptiva es Katie a su demanda después


de que le tumbe todos sus dientes.

—Katie, ¿verdad? —murmuró Montford con una sonrisa.

—Cállate. —Él agarró su chaqueta, la que arrojó a través del respaldo de


una silla en algún momento de su mal humor, y la jaló, desgarrando una costura.
Lo ignoró mientras metía sus pies en sus Hessianas con borlas.

Montford miró su estado desordenado.

—Sin duda, no puedes querer ir allí vestido así, y que con todo eso —dijo,
agitando una mano en la dirección general del rostro magullado de Sebastian, el
pañuelo arrugado, y el cabello despeinado.

—Intenta detenerme. —Sebastian se dirigió hacia el pasillo, resaca


olvidada, bramando por Crick, su sangre zumbando positivamente con rabia.
Todo en lo que podía pensar era en Katherine riendo de alguna broma idiota que
Marlowe, ¡la maldita mierda!, había hecho, tocando el brazo de Marlowe, e
inclinándose hacia él en un provocativo vestido de baile, bueno, tal vez no tan
provocativa, dado su gusto eclesiástico en atuendo. Aun así. Era un error. Tan
equivocado. Porque se suponía que él sería el que estaría haciendo una broma
idiota y robando un vistazo de su pecho modestamente cubierto. Ella era suya.
¡Suya!

Bueno, no del todo. Sin embargo, a pesar de que ella dejó bien claro que
nunca lo tendría, él no podía permitir que esta farsa continuara por otro
momento. Si él no podía tenerla, entonces estaría condenado si dejaba que
Marlowe, de todas las personas, la tuviera. Egoísta, tal vez. Pero desde luego
nunca había clamado ser de otra manera.

Salió por la puerta, sin molestarse siquiera en tomar el sombrero que Crick
le ofreció a la salida.

Montford terminó su bebida y siguió detrás de él, compartiendo una


sonrisa de complicidad con Crick.
—Lejos está de mi parte interferir —murmuró él, satisfecho con su victoria.
Eso no había sido difícil en absoluto. Su esposa iba a estar muy complacida con
él esta noche.

La excesiva confianza de Montford, como aprendería en breve al final de


una noche muy desastrosa y turbulenta, estaba tan groseramente fuera de lugar
como la de su esposa.
CATORCE
Déjenlos Comer Pastel

Traducido por Apolineah17, Otravaga y Simoriah

Corregido por ErenaCullen

K
atherine aceptó la copa de champán que el vizconde le había
ofrecido y tomó un pequeño sorbo para calmar sus nervios. Miró
alrededor del salón de baile elaboradamente decorado, lleno de
invitados elaboradamente adornados, y se preguntó qué la había poseído para
acceder a acompañar a Marlowe, de todas las personas, al primer baile del año.
Todo lo que realmente había querido hacer era enfurruñarse en casa con sus
perros, su casa bastante vacía, ahora que Sebastian se había marchado luciendo
como si lo hubiera apuñalado en el corazón.

Apenas podía respirar al recordar la horrible expresión que había llevado.

—¿Quiere un poco de pastel o algo? —preguntó elocuentemente el


vizconde, señalando detrás de ellos hacia la larga mesa repleta de manjares
exóticos que podrían haberle dado a todo un pueblo indigestión durante días. El
mayor logro era un pastel gigante, de múltiples niveles, resplandeciente con
esponjosa mantequilla blanca, helada y salpicada con medallones dorados
comestibles.

Rechazó la oferta. Se sentía resentida y nada compasiva con la mayoría de


estos esnobs de Londres. Seguía siendo la comidilla de la ciudad por cuidar del
marqués durante sus heridas, porque ser un buen samaritano al parecer era una
especie de novedad entre la alta sociedad; una situación muy lamentable, de
hecho.

A juzgar por la atención que estaba recibiendo esta noche, nada más
interesante había sucedido desde entonces, además de su asistencia esta noche
del brazo de Marlowe. Nunca se había sentido más expuesta. Eran como una
manada de lobos, rodeándola como si fuera un cadáver fresco. Entre más
reservada se volvía, más parecían volver por más. Sólo la presencia del vizconde
le impedía ser abrumada por completo.

Marlowe era un acompañante muy improbable, pero tenía que admitir


que era eficaz. Una mueca de sus labios enviaba a todos en las proximidades a
dispersarse por refugio. Parecía tan poco enamorado del baile como ella. Terminó
su champán de un trago y tomó una nueva copa de la bandeja de un criado con
librea que iba pasando. Se veía casi respetable en su traje de noche mientras bebía
de esta segunda copa, aunque un poco del faldón de la camisa se estaba
asomando por la parte trasera de su chaqueta toda retorcida. Tiró de su nuevo
chaleco, el cual se ajustaba demasiado apretado sobre su abdomen, y se removió
en sus pies sin descanso.

—Es condenadamente sofocante aquí dentro —murmuró, tirando de su


pañuelo en cuello—. Disculpe mi francés —añadió a regañadientes—. No quiere
bailar o algo así, ¿verdad?

Era un pésimo caballero.

—Creo que puedo resistir la tentación si usted puede.

—Bien. —Se quejó, bajando la mirada hacia sus pies—. Estas botas
infernales me pellizcan los dedos de los pies. Me siente como un maldito payaso
de circo con todo este plumaje.

Katherine apenas se abstuvo de señalar que por una vez no parecía un


payaso de circo.

—Oh, diablos. —Sopló, habiendo un gesto más bien descarado con la


cabeza y empujándola con el codo tan fuerte que su champán se derramó
peligrosamente cerca de borde—. Mire quién viene en esta dirección.

—Bueno, no puedo mirar muy bien ahora. ¿Quién es?

—Ese maldito escocés. Qué rostro. Él que tiene el estrabismo, quien estaba
manoseándola antes.

—No estaba manoseándome. Estaba bailando la cuadrilla conmigo y


tropezó.

—Eso dice él —gruñó—. A babor, lady M.

Katherine no estaba segura de en qué dirección era a babor, no teniendo


entendimiento de los asuntos náuticos, pero pronto descubrió la respuesta
cuando sir Thaddeus se desplazó a su izquierda y le dio un torpe golpe. Bajó la
mirada con los ojos entornados hacia ella mientras se enderezaba en toda su
estatura.

—Lady Manwaring. —Miro a Marlowe—. Vizconde.

Marlowe gruñó de mal humor en respuesta.

—Si no está ocupada, milady, ¿puedo pedir el próximo baile? —preguntó


sir Thaddeus.

Marlowe respondió por ella.

—No, no puede. Va a bailar conmigo.


El estrabismo de sir Thaddeus se volvió ártico.

—No lo veo sacándola, Marlowe.

—Fuera de aquí, digo —dijo Marlowe, agarrando el brazo de Katherine y


aferrándola a su costado—. No arruinará nuestros planes esta noche,
sinvergüenza.

Aunque claramente no tenía idea de lo que Marlowe había querido decir


—ni tampoco lo hacía Katherine—, sir Thaddeus no sería disuadido. Se volvió de
nuevo hacia Katherine.

—Una palabra, lady Manwaring, y la llevaré lejos de este sinvergüenza.

El rostro de Marlowe comenzó a ponerse de un preocupante tono rojo.

—Gracias, sir Thaddeus. Pero de hecho le he prometido el vals al vizconde


—dijo rápidamente, antes de que los dos idiotas se decidieran por un encuentro
al amanecer por un baile.

—Ahí lo tiene, Davies. Está conmigo. Vamos, lady M, la música está


comenzando —dijo Marlowe, tirando de ella hacia la pista de baile. Se detuvo en
la orilla, dándose cuenta que todavía sostenía una copa de champán. La metió en
las manos de la fea del baile medio acechada por una planta en una maceta, quien
se quedó sin aliento por el asombro de la impertinencia.

Katherine estaba agradecida por el escaso escape del estrabismo de sir


Thaddeus hasta que se dio cuenta que tendría que bailar el vals con Marlowe. Era
aún más inepto en la pista de baile que sir Thaddeus. Tropezaron en la primera
vuelta.

—Eso fue bastante heroico de su parte, Marlowe —dijo, con el mayor


sarcasmo, después de recuperar el equilibrio—. Estoy muy agradecida, pero en
realidad no necesitaba asumir el papel de mi guardaespaldas.

—No estoy haciéndolo por usted —se quejó, concentrándose en sus pies,
aunque no sirvió de nada. Los disparó hacia afuera en la dirección equivocada,
enviándolos a la derecha hacia el camino del duque real antes mencionado y su
siempre sufrida esposa—. Aunque me agrada, y todas esas tonterías. No es como
la mayoría de las mujeres que he tenido la desgracia de conocer. Tiene un cerebro.

Ella se rio.

—Creo que la mayoría de las mujeres tienen buenos cerebros. Sólo que
rara vez los utilizan. Son casi tan malas como los hombres en ese sentido.

—Touché, lady M —dijo Marlowe a regañadientes.

—Por ejemplo, creo que tiene un poco más aconteciendo en ese cerebrito
suyo que lo que deja ver.
Marlowe le dio una mirada astuta.

—No apostaría dinero en ello.

—Si no me acompaña de un lado a otro por el placer de mi compañía —


continuó—, ¿entonces por qué lo hace?

—Use esa buena mente suya y averígüelo.

Tropezaron de nuevo, y Marlowe se rio hasta que le faltaba el aliento. El


pobre hombre estaba terriblemente fuera de forma.

—Toda mi dura vida está haciendo estragos en mi cintura —continuó


Marlowe en un tono bajo y confidencial cuando se hubo recuperado—. Los
malditos chalecos ya no se abotonan hasta arriba.

Katherine apenas contuvo su risa. Así que el vizconde estaba inseguro


sobre su figura. Era un poco de vanidad que no había esperado de un hombre
quien regularmente usaba sandalias griegas y una bata en público. Su régimen
de adelgazamiento, sin embargo, parecía ser un concepto teórico, pues tan pronto
como el vals había terminado, tiró de ella sobre la mesa de refrigerios.

—Estoy famélico —dijo, agarrando un plato de pastel. Sólo se dio cuenta


que no le había ofrecido ninguno a ella después de su segundo bocado gigante.
Dudó antes del tercero—. ¿No tiene hambre todavía?

—No, no tengo —le aseguró. Miró alrededor del salón de baile, sólo en
caso de que alguien hubiera llegado mientras estaba bailando. Pero nadie lo había
hecho.

Suspiró. No es que lo hubiera esperado. Su rechazo había sido lo


suficientemente mordaz. No le había dejado espacio para la esperanza, para ver
cualquier lucha por ella.

Marlowe percibió su sombrío estado de ánimo y chocó su hombro con el


suyo en un gesto que probablemente encontraba consolador.

—No se preocupe, pobrecita. Tengo la sensación de que Sherry vendrá.

Había interpretado todo el asunto mal, pero no tuvo el valor de corregirlo.


Probablemente supondría un problema a pesar de que era una mujer si él sabía
la verdad. Era ella, no su amigo, quien se había comportado abominablemente.
Su único consuelo era que había sido lo correcto de hacer.

—Lo dudo.

—Si yo fuera un buen amigo suyo, la habría secuestrado en mi carruaje y


depositado en su puerta. Me habría agradecido por ello al final, creo.

Estaba equivocado de nuevo. Sebastian no le agradecería al final, una vez


que descubriera la verdad sobre ella. La odiaría una vez que conociera su
vergonzoso secreto, dado su propio pasado desgarrador, no habría manera de
ocultarlo de él al final.

Era mejor así. Tenía que serlo, a pesar de que había roto su propio corazón
al apartarlo tan cruelmente.

Pero superaría su enamoramiento lo suficientemente pronto. Sólo la había


perseguido a causa de su proximidad, y tal vez por un falso sentido de gratitud
por la ayuda que le había prestado después de su asalto. Sebastian claramente
estaba enamorado de una mujer que no existía, había llevado a cabo ese perfecto
paragón imaginario de malditos tulipanes y dúos de piano como si fuera alguna
debutante en su primera temporada.

Como si los mereciera.

No, sus sentimientos se desvanecerían rápidamente, o serían redirigidos


hacia un objetivo más apropiado, por mucho que le dolería contemplarlo. Y
entonces, tal vez, un día le daría las gracias por haberlo rechazado, por no
permitirle que se rebajara por ella.

Se las arregló para formar una pequeña sonrisa a pesar del vacío que sentía
en su interior.

—En cambio, mantiene a los perros a raya —dijo, asintiendo hacia un


grupo de hombres jóvenes enviando miradas discretas en su dirección. La mirada
entrecerrada de sir Bertram, sin embargo, era todo menos discreta.

Marlowe se rio entre dientes, le tomó la mano, y la llevó a sus labios,


haciendo una reverencia con galantería y con bastante gracia, a pesar de su
corpulencia.

—Vivo para servir.

Pero justo mientras Marlowe se enderezaba de su reverencia, captó el


vistazo de algo… alguien… entre el grupo de jóvenes que hizo que se le helara la
sangre. Alguien que nunca había pensado volver a ver. Un fantasma. Podía sentir
la sangre drenándose de su rostro, el aire estrangulando sus pulmones, la forma
en que sus rodillas de repente se sentían de gelatina.

Era Johann Klemmer. Y estaba mirando directamente hacia ella.


Sonriendo con suficiencia.

Hace doce años lo había conocido bastante bien (alto, delgado, con cabello
rubio-hielo, una sonrisa dentada, y una belleza oscamente germánica que la había
hechizado en su vanidosa adolescencia) así que sus ojos no podían estar
equivocados, sin importar lo mucho que deseaba que lo estuvieran.

Pensó que su padre se había ocupado de él. Creyó que había regresado a
cualquier agujero europeo del que se había arrastrado fuera con toda su mal
habida fortuna, para nunca regresar. Desde luego no había esperado verlo aquí,
en el baile de su mejor amiga.

Comenzó a caminar en su dirección, y pensó que vomitaría sobre toda la


mesa de refrigerios de Astrid. En cambio, y quizás aún más vergonzosamente, se
tambaleó sobre sus pies. Marlowe tuvo que atraparla por la cintura y tirar de ella
más cerca. Su frente se arrugó con desconcierto.

—Lady M, ¿está bien?

No estaba bien. Para nada. Y sospechaba que nunca podría volver a


estarlo. En todas sus pesadillas, nunca se había enfrentado con esto. De alguna
manera, tal vez ingenuamente, siempre había asumido que estaba libre de él, sino
de los fantasmas de su niñez e inocencia perdida. Era la única cosa por la que
había estado agradecida con su padre: Por enviar a ese canalla infiel fuera de su
vida para siempre.

Marlowe la acercó más firmemente contra él cuando continuó


tambaleándose, perdida en su pánico. Estaban empezando a atraer algo de
atención.

—Katherine —murmuró, realmente preocupado ahora—. ¿Qué pasa?

—¡Suéltela, señor! —Retumbó una voz al otro lado del salón de baile,
sacándola de su actual pesadilla directamente a otra.

Los bailarines en la pista vacilaron y se volvieron hacia el hablante, la


orquesta se detuvo de golpe, y toda la habitación cayó en susurros de asombro.
Lady Blundersmith, superada por el repentino giro de los eventos, se desmayó
incluso más dramáticamente que Katherine y cayó en los brazos de la misma fea
del baile quien involuntariamente ayudó con la copa de champán del vizconde
antes. La mujer era una pequeña cosa, y la matrona desmayada era al menos del
doble de su tamaño. Cayeron al suelo en un elegante montón lavanda, golpeando
una maceta en su camino.

Katherine había reconocido la voz de inmediato, pero estaba bastante poco


dispuesta a girar su atención hacia la fuente, para que esta nueva pesadilla se
convirtiera en realidad. Tenía suficientes problemas en sus manos sin la
necesidad de añadir la ira de Sebastian a la mezcla. Pero sus ojos se movieron por
su propia voluntad, al igual que los demás ojos en la habitación, hacia la figura
que se había abierto paso en medio de la pista de baile, mirando en su dirección
(o más bien en la dirección de Marlowe) con furioso desprecio.

Sebastian ya no era el elegante y frío felino de la selva de su primera


reunión. Su chaqueta estaba arrugada y abotonada torcidamente, una costura
rota en el hombro. Su rostro era duro por los moretones amarillentos y los inicios
de una barba, y su cabello rizado lucía como si hubiera estado atrapado en un
vendaval. Dudaba que hubiera incluso dormido desde la última vez que lo había
visto. Su pecho se apretó dolorosamente ante la visión. Las únicas cosas
presentables en él eran las relucientes Hessianas adornadas con borlas en sus
pies.

Él señaló con su dedo directamente a Marlowe y se dirigió hacia adelante.

Marlowe estuvo a punto de caer al suelo en su prisa por liberarla.

—¡Sherry! ¿Qué diablos estás haciendo aquí?

Oh, Señor.

Marlowe era un actor terrible. No podía ocultar su alegría por el giro de


los acontecimientos. Ahora se dio cuenta de por qué se había obligado a sí mismo
a salir esta tarde con ella: Para provocar a su amigo.

Si sólo supiera que fue Katherine quien había rechazado a Sebastian, no al


revés.

Ajeno a los murmullos escandalizados y al aleteo de fanáticos


rodeándolos, Sebastian continuó su avance a través de la pista, la multitud
apartándose delante de él como el Mar Rojo. Si había estado llena de temor ante
la visión de Klemmer, eso no era nada como se sentía ahora. No se suponía que
luchara por ella. No se suponía que sintiera tan fuertemente por ella. Así no era
como las cosas se suponían que salieran.

—¿Qué estás haciendo? —respondió Sebastian indignado—. ¿Invadiendo


mi territorio?

Katherine se dio cuenta con una sacudida que acababa de ser comparada
a una extensión de tierra. Eso no hizo nada para mejorar su estado de ánimo, pero
su sentimiento de culpa y dolor se desvaneció considerablemente. Puso las
manos en sus caderas y se paró delante de Marlowe.

—¿Disculpe?

Sebastian simplemente la miró con un obstinado sobresalto de su barbilla,


como si no pudiera decidir si estaba más herido o enojado con ella. Su propio
enojo vaciló un poco. Siempre había sido tan fríamente impenetrable, así que
verlo a merced de sus emociones, incapaz de ocultarse detrás de su habitual
indiferencia, era tan surrealista como doloroso. Lucía tan devastado como ella se
sentía.

Imposible.

Ella le había hecho eso a él, se dio cuenta, con su corazón hundiéndose
como una piedra.
Marlowe puso una mano en su brazo para estabilizarla, lo cual pareció
enfurecer aún más a Sebastian, sus ojos desorbitadamente abiertos y sus fosas
nasales dilatadas. Marlowe dio un paso a su alrededor.

—Yo me encargaré de esto, Katie —dijo.

—¡Katie! —siseó Sebastian—. ¡Bastardo falso y oportunista!

Un murmullo conmocionado recorrió la habitación ante el uso de un


lenguaje tan grosero. Lady Blundersmith, a medio camino para ponerse de pie,
cayó nuevamente hacia atrás, sujetando a su desafortunada víctima debajo de
ella. La chica puso los ojos en blanco y miró en su dirección.

Katherine no pudo evitar mirar hacia Klemmer. Estaba observando el


espectáculo con una sonrisita divertida que deseaba borrar de la existencia, junto
con el resto de él.

El buen humor de Marlowe empezó a desvanecerse, ahora que los insultos


habían comenzado.

—Estás haciendo el ridículo, Sherry —soltó entre dientes—. Y dices cosas


de las que te puedes arrepentir.

—No lo creo, Evelyn —escupió Sebastian.

La multitud dio un jadeo colectivo.

Los ojos verdes por lo general relajados de Marlowe destellaron


furiosamente.

—Es suficiente, Manwaring, claramente no eres tú mismo.

—Eso es cierto. No soy yo mismo, porque he descubierto que un hombre


que pensaba que era mi mejor amigo está cortejando a mi… a la mujer que yo…
A lady Manwaring a mis espaldas.

Una parte de ella (enterrada muy, muy por debajo de las capas de
desasosiego, pánico y remordimiento) se derritió un poco ante su casi
declaración. Pero era una parte muy pequeña en este momento. Ni siquiera se
había dado cuenta de la angustia que claramente debía estar marcada por todo
su rostro. Qué idiota era. Qué idiotas eran ellos dos.

Sabía que debería haberse quedado con los perros.

Marlowe miró con desprecio por encima de su nariz aguileña a su amigo.


Su boca se curvó en una sonrisa de suficiencia.

—Sólo manteniéndola caliente para ti, muchacho.

Bueno.
Eso no era aceptable.
Ella jadeó en conmoción, junto con el resto del salón. Sebastian se había
extralimitado por mucho, y ahora parecía que Marlowe estaba más que dispuesto
a enfrentarlo sin rodeos. A su condenada costa.

Las facciones de Sebastian se retorcieron con rabia. Se lanzó hacia delante,


con las manos apuntando directamente hacia el cuello de Marlowe. Lo que siguió
sólo podría ser descrito como un pandemónium. Los otros ocupantes de la
habitación empezaron a dispersarse, ya sea para apartarse de la refriega o para
conseguir una mejor vista del pleito. Las mujeres chillaban y los hombres
gritaban, algunos con indignación, la mayoría alentando.

Los dos adversarios se enfrascaron en un forcejeo, tambaleándose a un


lado, luego al otro, con la intención de estrangularse entre sí. Ningún golpe era
lanzado, aparte de unas cuantas patadas en las espinillas. Gruñeron de dolor y
esfuerzo, se maldijeron uno al otro abundantemente y en general hicieron el
ridículo a lo grande. Al final, Marlowe lanzó una patada lo suficientemente fuerte
como para que Sebastian chillara y perdiera el equilibrio. Ambos cayeron en la
mesa de tentempiés.

Aterrizaron justo en encima del gran pastel espumoso, llevándose éste y


al resto de la mesa al suelo. El glaseado rezumaba por debajo de sus cuerpos,
cubriendo sus ropas como una gruesa capa de pintura. Comenzaron a retorcerse
en el pastel, tratando de asestar sus golpes, pero sin éxito. Era la lucha más
ridícula que uno podría haber imaginado, y cualquier alarma que pudiera haber
sentido fue tragada rápidamente por su creciente furia.

—¡Ay, en serio! —dijo alguien con disgusto por encima de su hombro.

Volteó. Era el duque, impecable como siempre. Astrid se acercó al otro


lado de Katherine, preciosa en un vestido griego en tonos jade, con las manos
descansando sobre su vientre.

—Esto no era lo que tenía en mente —murmuró el duque.

—Tampoco yo —dijo Astrid, mirando con asombro el pleito.

Katherine sacudió la cabeza con exasperación. Por supuesto. Debería


haber sabido que sus amigos habían maquinado la noche.

Katherine se volteó de nuevo a la lucha, miserable y mortificada y más allá


de la ira. Ahora ambos hombres llevaban encima más pastel del que había en el
piso, pero parecían poco dispuestos a ceder. Quizás la lesión de Sebastian en la
cabeza le había dañado más de lo que habían pensado. ¿Cómo podía atacar a su
mejor amigo? ¿Cómo se le ocurrió pensar que este sería un curso de acción
aceptable?

Sebastian al fin se las arregló para arrastrar a Marlowe hasta ponerlo de


pie. Le agarró el pañuelo del cuello con una mano, echó hacia atrás su otro brazo
y lo estrelló contra el rostro de Marlowe. Pudo escuchar el crujido del hueso y se
encogió de dolor por el vizconde. Glaseado y pastel salieron volando por todas
partes cuando Marlowe cayó hacia atrás y se deslizó a través del mármol
recubierto de glaseado unos pocos metros, agarrándose la nariz, fulminando con
la mirada a Sebastian.

—¡La has roto! —aulló de dolor Marlowe—. ¡De nuevo! —agregó. Dejó
caer la mano lejos, lo que fue un error, porque la sangre comenzó a fluir de su
nariz, por sus labios y mentón, mezclándose con el pastel.

La duquesa maldijo y se inclinó sobre Katherine hacia su esposo, pero


estaba demasiado lejos (y demasiado embarazada) para ayudar.

Katherine se volvió hacia el duque hematofóbico para tratar de detener lo


inevitable. Tal como lo había temido, el rostro de él se había vuelto tan blanco
como el glaseado adornando actualmente a sus dos mejores amigos, y sus ojos
empezaron a ponerse completamente en blanco. Su cuerpo se aflojó y cayó, con
el rostro hacia delante, en el pastel junto a lady Blundersmith.

Katherine había tenido más que suficiente por la noche.

Se giró hacia la duquesa, que se cernía sobre su desmayado esposo con


una expresión resignada, abanicando el aire al lado de su cabeza con su falda,
demasiado grande con el embarazo como para inclinarse y ayudarlo.

Dejaría que ellos arreglaran el desorden que habían hecho de sí mismos,


ya que no creía que pudiera permanecer aquí mucho tiempo sin decir algo que
lamentaría. Estaba enfadada con todos ellos, pero más que nada, estaba enfadada
consigo misma por lo ciega que había sido a los sentimientos de Sebastian.

Había subestimado extremadamente su consideración hacia ella. Había


asumido que su tendré por ella moriría rápidamente después de que había
rechazado sus avances y habría vuelto a su antigua vida, pero ese no parecía ser
el caso. Lo que sentía por ella claramente era más que un mero capricho.

La amaba de verdad.

Le había roto el corazón tanto como había roto el suyo propio, y esa
compresión era insoportable.

Se había buscado los acontecimientos de la noche, y todo porque era


demasiado cobarde. Demasiado cobarde para decirle la verdad a Sebastian.
Demasiado cobarde para arriesgarse a su desaprobación y admitir su propio
amor.

Demasiado cobarde para verdaderamente ver a Sebastian.

Bueno, ahora lo veía bastante claramente, a pesar de que estaba cubierto


de pastel. Y veía, junto a su amor por ella, su singular valentía. Era la única
cualidad de la que nunca había dudado desde su primer encuentro, la única
cualidad que siempre había envidiado. Sin importar sus secretos, a Sebastian
jamás le había importado un comino lo que el mundo pensara de él, mientras que
eso era todo lo que siempre le había importado a Katherine. Siempre había sido
valiente, y nunca más que cuando le había contado la historia de su madre,
poniendo su corazón a sus pies. Incluso el espectáculo que había hecho de sí
mismo esta noche con Marlowe y la mesa de tentempiés requería de un cierto
valor único. Deseaba poder ser la mitad de valiente.

Estaba real y verdaderamente cansada de ser una cobarde.

Correría el riesgo y le daría su amor, su cuerpo y su alma. Y si la odiaba,


la catalogaba de hipócrita irremediable, después de que le contara sobre su
pasado, entonces por lo menos podía decir que no había dejado que el miedo la
conquistara. Podría decir que había sido valiente al menos una vez en su vida.

Cualquier cosa tenía que ser mejor que la angustia que le había causado a
ambos gracias a su cobardía.

Pero tenía que admitir que nunca sería lo suficientemente valiente como
para desnudar su alma en medio de un concurrido salón de baile. Sebastian
simplemente tendría que esperar un poco más.

Lo cual, en realidad, más bien se merecía, teniendo en cuenta el estado de


la pobre nariz de Marlowe.

—Creo que saldré por un poco de aire —dijo Katherine.

Astrid, abanicando con sus faldas a su esposo inconsciente, parecía como


si deseara poder unirse a ella.

—Bueno, esto es terriblemente incómodo —le dijo el duque a su esposa


desde su desparramada postura en el suelo, mirando con furia a sus dos mejores
amigos, que seguían tirados en los restos del pastel de celebración y tratando de
recuperar su estabilidad en la resbaladiza pila. Marlowe se apoyaba en la mesa
de tentempiés patas arriba, con pastel chapoteando por debajo de su trasero,
aferrando un pañuelo sobre su nariz chorreante. Un lado de su rostro estaba
completamente cubierto de glaseado blanco y dorado.

El conde de Brinderley y su condesa habían logrado acordonar al círculo


de curiosos espectadores detrás de ellos. Algunos de los invitados habían huido
a otras habitaciones o sus carruajes, pero para la mayoría, la oportunidad de
presenciar una debacle tan gloriosa con dos de los lores más notorios de Londres,
y el estoico duque de Montford desmayado en los tentempiés, era demasiado
buena para dejarla pasar.

Astrid ya se podía imaginar los recuentos que serían impresos en los


periódicos al día siguiente, y estaba preocupada en nombre de Katherine. Sería
casi imposible para Katherine mantenerse al margen del escándalo, ya que era
evidente para todos en el salón de baile que tenían ojos y oídos que el tumulto
había sido por ella.

Y todo por culpa de Astrid.

En su defensa, no había anticipado esto.

―¿Incómodo? ―le murmuró a su esposo―. Esto es un desastre.

Él movió su mirada hacia ella, su expresión una de cariñosa exasperación


bajo toda esa torta.

―Fue tu idea ―le recordó.

Tuvo que reconocer que eso era lo suficientemente cierto.

―Sí, pero no creí que esto sucedería. ―Señaló con la mano a los dos
hombres que se retorcían frente a ellos.

―Tampoco yo ―dijo Montford con un suspiro―. Aunque quizás debería


haberlo hecho, considerando con quién estamos lidiando.

Sebastian se sacó una gota de relleno de crema de la ceja, desplomándose


en la mugre, mientras parecía recuperar el sentido.

―¿Qué ha sucedido ahora?

―¿Qué ha sucedido? ―exclamó Marlowe, su voz extrañamente ahogada


detrás del pañuelo―. ¡Me rompiste la maldita nariz, imbécil!

Sebastian descartó a Marlowe y buscó en la multitud, su mente claramente


obsesionada con la marquesa. Su enojada mirada se fijó en Astrid.

―¿Dónde está?

―Se fue. Idiota. ―No pudo evitar agregar al final.

―¿Se fue? ―exclamó, poniéndose torpemente de pie―. ¿Dónde se fue?

―Tan lejos de ti como sea posible, supondría ―murmuró Marlowe―.


¡Maldición, orino sangre! ―bramó.

Sorprendidos jadeos ante su tosco vocabulario se esparcieron detrás de él.

Ignoró la conmoción y fulminó a Sebastian con la mirada.

―No tenías motivo para atacarme, Sherry. Pensé que éramos amigos.
―Yo también lo pensé, hasta que me enteré de que has estado tras Katie.

―¡No he estado tras la muchachita! ―exclamó Marlowe. Apartó el


pañuelo, y sangre continuó cayendo de sus fosas nasales. Se inclinó hacia atrás y
se tocó el tabique nasal, jadeando de dolor―. Sólo la vigilaba hasta que
recuperaras la cordura. Pero no creo que eso jamás vaya a suceder. No te queda
nada de ella. ¡Maldición, mi rostro está roto! ―aulló.

―Sugeriría que se inclinara hacia adelante, señor. ―Vino una baja voz
desde la izquierda de Astrid. Volvió la cabeza y vio a la pequeña fea del baile que
estaba sobre la desmayada lady Blundersmith fulminando con la mirada al grupo
mientras abanicaba a la mujer caída―. El sangrado se detendrá más rápido si
pone su cabeza entre las piernas.

Marlowe miró a la muchachita con sospecha.

―¿La cabeza entre las piernas, dices? ¿Eres un tipo de matasanos o algo?

La dama arqueó una ceja, para nada divertida.

―¿Luzco como un doctor, milord? ―dijo inexpresiva.

Marlowe gruñó, pero hizo lo que la dama sugería.

―Haz hecho un gran desastre, Sebastian ―se quejó Montford.

Sebastian lo fulminó con la mirada.

―Ustedes armaron esto. No creas que no pondré una abolladura en esa


nariz ducal tuya por esto.

Eso, pensó Astrid, sería una gran lástima. Le tenía bastante cariño a la nariz
de su esposo.

―¡Te has vuelto bastante loco, digo yo! ―afirmó Marlowe desde entre sus
piernas.

Varias personas alrededor de ellos apoyaron esta valoración.

Sebastian, todavía visiblemente hirviendo lentamente con su ira, se puso


de pie, metió la mano en el bolsillo cerca de su solapa, y sacó un trozo de torta
blanca.

―¿Qué te poseyó, hombre? ―Estalló finalmente el normalmente plácido


conde de Brinderley desde el margen.

La condesa palmeó el brazo de su esposo, luciendo para nada convencida


por este giro de los eventos. De hecho, lucía lista para estallar en risas,
especialmente cuando miró la figura postrada y sangrienta de Marlowe.

―Yo sé lo que lo poseyó ―dijo―. Está enamorado.


Astrid oyó a su esposo resoplar debajo de ella. Lo pateó suavemente en las
costillas.

―No, no estoy… ―Comenzó a decir Sebastian, sonrojándose bajo su capa


de crema batida y azúcar―. Maldito si estoy… eso es… estoy… ¡Oh, infiernos y
demonios! ―estalló finalmente, abriendo los brazos y enfrentándose
belicosamente a su audiencia. Intentó mirar fijamente a todos en el salón de baile
hasta que apartaran la mirada―. Tiene razón. Estoy enamorado. Violenta,
horrible, miserablemente enamorado. De lady Manwaring.

Un sorprendido silencio descendió sobre el salón. Nadie ni siquiera


susurraba ya.

Astrid se aclaró la garganta.

―Es bueno que nos informes… esto será, a la mitad de Londres. Estoy segura
que toda la ciudad sabrá cuán miserablemente enamorado estás de lady
Manwaring… Tu antigua tía… antes de que amanezca. Pero, ¿no crees que
deberías decirle a… eh, lady Manwaring? A ella no le gustaría enterarse de
semejante cosa a través del Times. Orgullo femenino y todo.

Sebastian la miró con el ceño fruncido, aunque había algo profundo en


esas profundidades zafiro que lucía como dolor.

―Le he dicho ―dijo lentamente, como le hablara a una imbécil―. Pero no


me acepta.

Oh. Oh. Bueno, eso ciertamente ponía un cariz nuevo a las cosas. El pobre
hombre sonaba absolutamente hecho polvo. Astrid sintió un ligero aguijón de
reproche sobre sí misma, pero el sangriento campo de batalla de su salón de baile
hizo mucho para aliviar ese ligero aguijón.

Quizás, en retrospectiva, sus planes habían tenido poca visión de futuro.


Pero había estado tan segura que fuera lo que fuera que había estado
manteniendo separado a este par tenía que ser culpa de Sebastian. En su
experiencia, siempre era culpa del hombre.

―Creo que la sangre se ha detenido ―dijo Marlowe con tristeza,


levantando la cabeza, espiando sobre las rodillas―. Si a alguien le interesa.

Sebastian suspiró, le ofreció la mano a Marlowe y lo ayudó a ponerse de


pie. El vizconde recibió la ayuda cautelosamente, luego cojeó hacia una silla para
hacer mohines, arruinando el nuevo tapizado de Astrid con su trasero cubierto
de torta.

―Realmente lo siento ―le murmuró Sebastian a su amigo, con bastante


poco entusiasmo, en opinión de Astrid.
Marlowe agitó su sanguinolento pañuelo hacia Sebastian, haciendo que el
duque gruñera y apartara los ojos.

―No sé por qué sigues merodeando. Astrid tiene razón, sabes. Realmente
deberías darte otra oportunidad con lady M. Sería mucho más fácil para el resto
de nosotros si lo hicieras. Más bondadoso. ―Marlowe sonaba ofendido. Astrid no
podía culparlo. Pero tampoco podía culpar a Sebastian por su exagerada
reacción, ahora que sabía toda la historia.

Sebastian suspiró, tiró de su chaqueta, la costura en el hombro abriéndose


todavía más, y cruzó el salón de baile, dejando huellas de torta a su paso. La
multitud se apartó para él una vez más mientras avanzaba a grandes pasos hacia
la salida, la cabeza en alto.

Astrid decidió que su trabajo aquí estaba hecho, equivocado como había
estado. No sabía qué podría haber estado pensando Katherine al rechazar a un
hombre que tan obviamente adoraba, pero planeaba tener una buena y larga
charla con su mejor amiga sobre el tema en algún momento del futuro muy
cercano.

Pero por el momento, necesitaba ordenar a su esposo e intentar salvar la


noche. Asintió hacia un lacayo, quien se apresuró a ir junto al duque y lo ayudó
a ponerse de pie. Cuando su esposo hubo recuperado su ecuanimidad, si no su
orgullo, apartó de un golpe las manos del sirviente que rondaba y le ofreció el
brazo a Astrid, como si se embarcaran en un elegante paseo a través de St. James’s
Park. Atravesaron el salón de baile, pasando junto a fila tras fila de sorprendidos
invitados.

―¡Qué maldito desastre! ―le murmuró a su esposo mientras observaba a


la asediaba fea del baile intentar tirar de la corpulenta lady Blundersmith hasta
ponerla de pie.

Hacía tiempo que Montford se había vuelto acostumbrado al mal


vocabulario de su esposa y sólo hizo una ligera mueca.

―Esperemos que no. Quizás las cosas se acomoden solas. ―Su tono era
dudoso, sin embargo.

―Quizás. Pero creo que el incidente me está diciendo algo ―musitó.

―¿Qué es?

―Que mantenga la nariz fuera de los asuntos de otras personas.

Él rio.

―Perdóname, querida mía, si no contengo la respiración esperando eso.


QUINCE
Cuando Nuestro Héroe Lame Sus Heridas, Con La
Ayuda De Nuestra Heroína

Traducido por âmenoire

Corregido por ErenaCullen

S
ebastian salió de la Casa Montford con la poca dignidad que le
quedaba, la cual era muy poca de hecho, viendo la forma en que
estaba cubierto de pastel y glaseado. Pero no se disculparía por algo
de su comportamiento, sin importar qué tan terrible hubiera sido. No esta noche
de todas formas.

Para el momento en que estuvo a medio camino a través de la ciudad, era


un esfuerzo hacer que sus piernas trabajaran en absoluto y no era solo a causa
del desagradable frío en el aire del que su fina capa de glaseado no lograba
resguardarlo. Su ira se fue esfumando, sustituida por una constante ansiedad
creciente. Se sentía como si una roca gigante estuviera asentando su peso poco a
poco sobre su espalda, una roca gigante compuesta enteramente por su propia
estupidez. Había roto la nariz de su mejor amigo y se había humillado a los ojos
de la alta sociedad. Peor, había humillado a Katherine y probablemente destruido
su reputación en el proceso.

Había hecho un pastel de sí mismo.

Lo que era muy apropiado, viendo que estaba decorado como uno.

Y ella probablemente nunca lo perdonaría.

No es que pudiera culparla, precisamente. Se había comportado como un


total idiota. De nuevo.

Su maldito corazón comenzó a latir más rápido solo de pensar en ella y


cómo había lucido esta noche en el baile en esos breves momentos antes que se
hubiera vuelto loco. Tan condenadamente deliciosa en su vestido plateado, toda
pálida belleza inviolable. Y ahora estaba más lejos que nunca. No solo la había
disgustado con los sórdidos detalles de su pasado, probablemente la había
enfurecido más allá de lo soportable por avergonzarla esta noche. No veía forma
de ir hacia adelante con ella, ni siquiera en términos de una amistad casual,
aunque suponía que nunca podría haber llevado algo meramente casual con ella
de todos modos. Hubiera sido demasiado doloroso.
Venecia sería, entonces, a pesar que se sentía como si estuviera
amputándose una extremidad al estar tan lejos de ella. Finalmente entendió lo
que Rosamund Blanchard debía haber sentido hacia él, esta fijación de la mente,
esta asfixiante carga de sentimientos no correspondidos. Finalmente entendió las
distancias irracionales uno podría recorrer con tal de obtener esos sentimientos
de vuelta. Como fingir un embarazo. O romper la nariz de un mejor amigo en un
baile.

Aunque pensar que tenía algo en común con Rosamund era nauseabundo,
así que simplemente iba a tener que aprender a vivir sin una extremidad. Se
negaba a convertirse en la miserable criatura desesperada en que Rosamund se
había convertido. Había vivido treinta y tres años sin Katherine. Podía vivir
treinta y tres años más.

Tal vez.

Crick lo encontró en la puerta del departamento, la desaprobación


irradiando de cada poro de su ser mientras se daba cuenta del estado en la
apariencia de Sebastian. Crick se quedó sacudiendo su cabeza con resignación,
como si Sebastian finalmente hubiera logrado agotarlo.

—Ni siquiera quiero saber —murmuró mientras sacudía las nuevas, y


llenas de pastel, botas. Observó las manchas en el cuero torvamente—. ¿Qué es
esto?

Sebastian con cuidado se quitó la chaqueta arruinada y la depositó en los


brazos de Crick, para gran disgusto de su ayuda de cámara. Se quedó mirando
al glaseado recubriendo sus dedos, y por falta de una mejor opción, los limpió en
los lados de su chaleco, que había logrado relativamente escapar indemne de la
pelea.

—Pastel, Crick. Estoy empezando una nueva


moda. Accesorios comestibles.

—Suena travieso —murmuró Crick, olfateando la chaqueta con recelo.

Sebastian apuntó su mirada más crítica hacia su sirviente.

—¿Travieso? Nunca quiero ver dentro de ese cerebro tuyo, Crick.

Crick se encogió de hombros.

—Su pérdida. Prepararía un baño para usted, milord, considerando el


estado en que está, pero hay una… persona para verlo.

Maravilloso.

—¿Una persona? ¿Qué tipo de persona? —preguntó con cautela. ¿Qué otra
factura se le había olvidado pagar? ¿Qué otra cuenta pendiente tendría que
cubrir? La última cosa que necesitaba era un acreedor acosándolo en esta
intempestiva hora u otra cita sobre algún supuesto desprecio.

Ser un caballero era agotador negocio.

—Del tipo femenino.

Sebastian frunció el ceño. Ninguna mujer lo había visitado alguna vez en


sus apartamentos, a pesar de lo que el mundo asumía sin duda alguna.

—Bueno, ¿por qué no la despides? —dijo cortantemente.

—No se irá.

—Échala

—No le pondré una mano encima. Es una señora refinada —dijo Crick. No
parecía muy convencido de este último, lo que hizo que Sebastian se estremeciera
ante las posibilidades que le esperaban más allá de la puerta de la sala.

Esto solo seguía poniéndose peor y peor. Solo podía pensar en una señora
“refinada” que tendría el descaro de pedir hablar con él a una hora tan
inconveniente. Lo que de hecho se ajustaría al castigo, supuso con cansancio,
considerando su ridículo comportamiento de esta noche. Pero pensaba que
Rosamund había sido llevada hacia las colonias. Seguramente no era ella,
aunque había intentado, en el pasado, invadir su alojamiento. Ciertamente no
descartaría la idea de abandonar el barco, nadar por el Atlántico y acecharlos en
su puerta, dejando al coronel Firth y al bebé a su suerte. Después de todo, era una
psicópata.

Y no descartaría que Crick la dejaría entrar, con la ofensa del ayuda de


cámara sobre Polly. Sabía cuando Crick estaba de humor para darle una lección.

Crick siguió detrás de él mientras marchaba a través del estrecho pasillo


hasta la pequeña sala, donde podía oír a alguien punteando notas al azar en su
Broadwood. Si efectivamente se trataba de Rosamund tocando a su precioso
bebé, podría necesitar que Crick lo detuviera de romper la nariz de ella.

—¿No querrá su chaqueta, señor? —preguntó Crick con malicia,


sosteniendo la prenda ensuciada para él con las puntas de sus dedos.

—Si tiene el valor para venir aquí en absoluto, puede tener el valor de
verme sin mis plumas —murmuró.

—Pero no creo que…

—Bueno, no te pago para hacer eso.

—No me paga en absoluto, milord —se quejó Crick.

Él resopló.
—Tengo una reputación que mantener. Soy un maldito marqués, como
sigues recordándomelo. Y los nobles nunca pagan a sus sirvientes. Cuán sobrado.

Crick frunció su ceño vigorosamente y resopló.

—Un día dejaré de ser su pobre asistente, si no tiene cuidado.

—No, no lo harás —murmuró Sebastian, abriendo la puerta y entrando


intempestivamente en la sala, que estaba desnuda excepto por el Broadwood y
unas cuantas sillas raspadas y una mesa de tres patas que se había mantenido
libre de las garras de los codiciosos acreedores, preparándose para una pelea.
Asustaría a Rosamund todo el camino hasta Tombuctú con algo de su propia
selección de amenazas. Solo deseaba todavía estar llevando sus botas para que
sus fuertes pisadas pudieran tener un efecto más dramático. Discutir con los pies
en medias lo dejaba uno en una clara desventaja.

Pero no era Rosamund. Era la última mujer que hubiera esperado ver en
su alojamiento alguna vez. Su respiración dejó su cuerpo. Katherine sentada en
el Broadwood, sacando una melodía sencilla con su dedo índice, su espalda hacia
él.

Sebastian se volvió para dirigir una mirada amenazadora a su ayuda de


cámara. El rostro de bulldog de Crick estaba descompuesto con satisfacción. El
demonio. Sin duda había obtenido su venganza por los últimos días miserables.

—La mirada en su rostro —murmuró Crick alegremente, lo bastante alto


para los oídos de Sebastian mientras salía de la habitación.

—¡Ya la pagarás con el diablo, Crick! ¡Solo espera! —dijo a su criado entre
dientes mientras se dirigía hacia la puerta para cerrarla antes de volverse hacia
el verdugo.

Katherine tomó una eternidad, al parecer, para girarse hacia él en el


taburete del piano. La suave luz parpadeante de las lámparas de aceite y la luna
goteando a través de las ventanas hacía que su cabello luciera como platino
finamente hilada y su piel como el alabastro. Sus inteligentes ojos verdes lo
evaluaron de pies a cabeza, su expresión ilegible. Demasiado tranquila para ser
real.

Casi se olvidó que se suponía que estuviera enojado con ella. Y herido.
Trató de mostrar indiferencia, a pesar que sin lugar a dudas falló en ello
miserablemente.

—¿Visitando la residencia de un soltero a la media noche, Katie? Su


reputación estará arruinada.

Ella puso sus ojos en blanco.


—Cuán completamente ridículo. Amenazándome mientras está cubierto
en… glaseado. —Asintió hacia un obvio pedazo de glaseado en su corbata. Él
corrió su dedo a través de ésta y se lo llevó a los labios para una probada. Estaba
empalagosamente dulce, pero regresó por más.

Ella pareció vacilar antes de proceder, sus ojos trazando cada movimiento
que hacía, cada lamida de su lengua. Interesante.

—Si estuviera preocupado por mi reputación, no habría venido al baile.


Está bastante dañada como es. ¿Qué es una indiscreción más? —preguntó, con
un pequeño y enigmático movimiento de sus labios.

Sebastian hizo una mueca. No sonaba demasiado molesta por su mal


comportamiento de esta noche, pero decidió no era ni el momento, ni el lugar
para informarle de la incluso más vergonzosa confesión de amor que había hecho
después que se hubiera ido. Su reputación, sin duda, ahora ya estaba enterrada
dos metros bajo tierra. Pero ya había decidido que no iba a disculparse por esta
noche, sin importar qué tan irrazonablemente había actuado. Si tenía un
problema con lo que leyera en las hojas de chismes por la mañana, podría ir y
meterlo donde quisiera junto con el resto del mundo.

—Realmente no estuvo bien hecho que rompieras la nariz de Marlowe —


continuó, poniéndose de pie, viniendo hacia él—. No hizo nada salvo ser amable
conmigo, aun cuando no lo mereciera.

Al diablo con eso. Estaba cansado y con necesidad de un baño y un ponche


caliente, y quizás la Cura para restaurar su claridad, no otro reproche.
Especialmente no de ella. De cualquier manera, no tenía sentido disimularlo. Ya
le había desnudado su alma a la mujer. No le quedaba nada más que ocultar.

—Estaba celoso —dijo con un encogimiento de hombros—. ¿Qué quiere,


Katherine?

Los ojos de ella brillaron con impaciencia y algo más agudo e inquieto
mientras se acercaba hacia él. Ira, tal vez. En este punto podría haber sido
cualquier cosa. Había renunciado a tratar de leerla.

Sin embargo, antes que siquiera registrara lo que estaba sucediendo,


estaba tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo, oler el limpio aroma de su
piel. Verbena y menta. Casi se ahogó en su sorpresa. Retrocedió los centímetros
que quedaban entre él y la puerta, sintió sus omóplatos clavarse en los paneles
de madera mientras se acercaba aún más, enjaulándolo con sus pesadas faldas de
seda y su penetrante mirada ilegible. Se sentía como si de pronto hubiera entrado
en una realidad diferente.

Ella se inclinó hacia delante hasta que su caliente respiración provocó el


costado de su garganta y se congeló, piel de gallina cubriendo su piel ante la
inesperada caricia de aire.
—Generalmente, ¿qué quieren las mujeres cuando se escabullen en los
alojamientos de un caballero? —susurró en su oído.

Se estremeció todo el camino hasta los dedos de sus pies y una descarga
de lujuria rebotó desde su oreja directamente hasta su polla ante sus
provocadoras palabras. Eso fue inesperado. No precisamente desagradable, al
menos para su cuerpo, que todavía la anhelaba independientemente de las
circunstancias. Pero su condenado corazón era otro asunto. Lo había lastimado
antes, pero ahora…

Ahora no estaba seguro de lo que quería de él, pero la mirada enfocada y


determinada en sus ojos verdes no hacía nada para aliviar su malestar.

—No lo sabría —murmuró, mirándola con cautela, tratando de controlar


las traidoras respuestas de su cuerpo.

Levantó su mano hacia su rostro y él contuvo la respiración, dividido entre


la anticipación y el temor. Ya había sido una noche de torpe violencia inesperada.
Quizás tenía la intensión de castigarlo como él había castigado tan
irracionalmente a Marlowe, y se preparó mientras ella acercaba más su puño, por
si acaso. Pero todo lo que hizo fue correr su dedo a lo largo de su pómulo, bajando
hacia la línea de su mandíbula, recogiendo pedazos de glaseado blanco de su
piel, antes de llevarlo a sus labios y probarlo.

—Dulce —dijo después de lo que pareció una hora de la lamida de dedo


más lasciva que pudo haber deseado presenciar alguna vez.

Tragó con gran dificultad, sintió el calor del deseo extenderse a través de
sus venas y sus pantalones volverse un poco apretados. No se había dado cuenta
que era capaz de lamer, mucho menos de manera lasciva. Apoyó su cadera contra
el pomo de la puerta para obtener tracción, temía que sus piernas pudieran fallar
dadas las circunstancias. La habitación estaba repentinamente sofocante y
decidió que el calor debía haber comenzado a derretir su cerebro, porque no
podía creer lo que estaba sucediendo.

Sin embargo, su propósito saltó a la vista, cuando ella cerró la distancia


entre ellos, presionando su cuerpo contra el suyo y aplastándolo contra la puerta
como si fuera una embelesada heroína de Minerva Press, no que leyera tales
tonterías, aunque lo hacía, religiosamente.

Él jadeó mientras su cerebro derretido finalmente se encontraba con el


resto de su cuerpo.

Dulce Señor, lo estaba seduciendo.

Ella arqueó su ceja ante su en su lucha, se inclinó y, antes que tuviera una
oportunidad de prepararse adecuadamente, le lamió la mejilla. Y siguió
lamiéndolo hasta que empezó a deslizarse por la puerta, sus piernas fallándole
finalmente. Gruñó ante las sensaciones casi dolorosas bombardeando su cuerpo
no procesado.

Se apartó un poco y le dio una mirada medio cuestionadora, medio


burlona.

—¿Qué? ¿No le gusta? —exigió.

Aspiró una gran bocanada de aire y se enderezó, atrapado entre el febril


deseo y la enojada confusión.

—Por supuesto que jodidamente me gusta —dijo en un jadeo—. Pero, ¿por


qué hace esto?

—Pensé que me deseaba —dijo, inclinándose de nuevo y presionando su


boca contra su garganta. Cada lamida de su lengua contra su carne enviaba
sacudidas de lujuria directamente hacia su ingle.

Puso sus manos sobre los hombros de ella, alejándola solo un poco,
tratando de pensar con claridad a pesar de su cerebro licuado.

—Por supuesto que la deseo —dijo—. Deseo todo de usted. —Para siempre.
Pero no tuvo una oportunidad de decir esto último porque de repente lo estaba
besando y su boca era caliente y húmeda y dulce por el glaseado en su piel. Y
luego sus manos estaban en el lado de su rostro, guiándolo mientras devoraba su
boca con sus labios y lengua y dientes. Y luego su pierna, a pesar del bulto de sus
faldas, se estaba arrastrando más alto entre sus piernas hasta que su muslo estaba
empujando contra la parte delantera de sus pantalones y lo que se había
convertido en una erección muy flagrante y dolorosa.

Dejó escapar un ridículo sonido roto y de repente los dientes de ella


estaban hundidos en su labio inferior en un pequeño mordisco vicioso. Se apartó
de él con una fría sonrisa mientras él se lamía el labio, degustando el salado sabor
de la sangre a través del dulce del glaseado.

—Katherine, espera —dijo, limpiándose su labio, tratando de aferrarse a


lo último de su cordura.

—¿Por qué esperar? —murmuró. Presionó su muslo contra él de nuevo


hasta que sus ojos se agrandaron y jadeó otra dolorida y excitada respiración.

La tomó de los hombros y la empujó lejos de la puerta, empujándolos a


ambos dentro de la habitación.

—Demasiado lejos —dijo entre dientes. Demasiado lejos, demasiado,


demasiado rápido.

Algo parecido al miedo pasó por su expresión, como si tuviera miedo que
realmente hubiera ido demasiado lejos, antes que ella rápidamente recuperara su
sonrisa. Supo en ese momento que la agresión no era más que una fachada, una
demostración de valentía para ocultar lo nerviosa que realmente estaba.

Estaba asustada. Aterrorizada que la rechazaría, como lo había rechazado.

Como si alguna vez lo fuera a hacer.

Ella levantó su barbilla un poco a manera de desafío, aunque ahora él


estaba en ella.

—No lo suficientemente lejos —dijo, un rubor tiñendo sus pálidas mejillas,


su cabello revuelto por sus manos—. ¿No vino al baile para reclamarme como
su territorio?

Bueno, no tenía nada más con que combatir sus miedos salvo la verdad.

—Vine porque la amo —dijo con sencillez y honestidad, acercándola,


besándola con urgencia—. Me gustaría que me creyera. Me gustaría poder
demostrárselo.

—Demuéstremelo, entonces —exigió ella en un susurro—. Muéstreme lo


mucho que me ama.

Él gruñó y la empujó contra el piano, derribando el taburete en el proceso,


decidido a darle lo que quería, lo que necesitaba. Su parte trasera aterrizó sobre
el teclado y un gran cúmulo de disonantes notas graves reverberó a través de la
habitación. Besó su boca y garganta y tiró frenéticamente de su corpiño en un
intento de liberar la carne debajo. Ella sacó su mano izquierda y golpeó un grupo
de notas de alto registro mientras luchaba por agarrarse debajo de él.

Desde su primer encuentro en la velada musical, había tenido muchos


sueños traviesos en los que le había hecho el amor contra su Broadwood, pero no
había pensado que realmente fuera a suceder alguna vez. Era, después de todo,
una pesadilla logística fuera de la fantasía, como se estaba volviendo muy
evidente mientras se esforzaba por mantener su equilibrio contra el instrumento.

Torpemente tanteó el cordón en la parte posterior de su corpiño como el


amateur que era, pero finalmente logró aflojarlo lo suficiente como para
desnudarla hasta sus prendas íntimas blancas como la nieve. Las modas de las
mujeres definitivamente no eran favorables para las seducciones de un virgen,
pero estaba más allá del punto de preocuparse cuán torpes eran sus acciones.
Lucía bastante de acuerdo con todo lo que estaba haciendo, a juzgar por su falta
de aliento.

Para el momento en que le había quitado el vestido y las zapatillas, ella


había tirado su camisa de lino blanco sobre su cabeza y había comenzado a
acariciar sus frías manos por toda la ardiente piel desnuda de su torso. Eso casi
lo hizo enloquecer con deseo.
—Katie… —murmuró contra su frente, apoyando las manos contra el atril
mientras él padecía sus inquisitivos dedos. Realmente necesitaban tener una
larga, larga conversación antes que procedieran, y si fuera un mejor hombre, los
detendría ahora antes que el resto de su atuendo (y su buen juicio) se perdieran
por completo en la pasión.

Una descarga caliente se levantó desde su centro y se extendió a través de


sus extremidades mientras sus dedos se sumergían en la cintura de sus
pantalones, provocándolo.

—Creo que hemos dicho lo suficiente, ¿cierto? —susurró ella en su oído.

Él, por desgracia, no era un mejor hombre.

—Nunca lo suficiente cuando estás involucrada —murmuró.

Estaba caliente y retorciéndose contra él, lamiendo todas las partes


expuestas de su piel, conduciéndolo hasta el borde de la razón. Finalmente se
atrevió a empujarse contra ella, conectando su dureza contra la suave curva
cóncava de su vientre mientras yacía sobre el teclado.

Su exhalación era pesada y anhelante, contra su oreja y su cuerpo estaba


laxo por debajo de él, por fin, sus manos inquisitivas alejándose de la cartografía
de su cuerpo, como si hubiera olvidado cómo usarlas.

—Sebastian —murmuró.

Lo último de cualquier inhibición persistente voló lejos ante el sonido de


su nombre, dicho con tanto deseo. Ya habría tiempo suficiente para resolver la
ira y el dolor entre ellos cuando ambos hubieran recuperado el juicio. Hablar
nunca les había hecho ningún bien de todos modos. Quería una prueba (la
necesitaba, a juzgar por sus acciones) y por eso le daría su prueba. Ciertamente
no le habían gustado los tulipanes y los duetos, pero parecía muy enamorada de
su cuerpo, si la forma en que lo tocaba y lo besaba con tal abandono era un tipo
de indicación.

Era la primera luz de esperanza que había tenido en días, y aunque no


había querido involucrase en el acto físico antes de que la hubiera cortejado
adecuadamente, queriendo tanto ser el caballero que se merecía, tiempos
desesperados llamaban medidas desesperadas.

Las patas del pianoforte crujieron ominosamente mientras se presionaba


contra ella otra vez y con su último pedazo restante de lucidez, tomó la difícil
decisión de abandonar su fantasía antes de romper su Broadwood. O sus
espaldas. Ignorando todos los dolores y achaques de su cuerpo maltratado, la
levantó, envolviendo sus interminables piernas alrededor de su centro y la cargó
la corta distancia a su dormitorio.
Crick había estado ocupado. El fuego ardía alegremente en la chimenea y
la luz de una luna llena se derramaba a través de las sábanas desde la ventana.
La colocó contra las almohadas y se detuvo en el borde de la cama, mirándola en
una cercana incredulidad, su cabello revuelto y su fina camisa delineada por la
luz de la luna.

Sus brillantes ojos verdes muy abiertos, un poco aprensivos por debajo de
la bravuconería. Ella extendió una mano, pero se detuvo solo tímida de tocarlo.
Se inclinó más cerca, cazando su mano mientras la ponía a su lado de nuevo,
repentinamente fría sin su calor presionándose contra él.

Se subió en la cama hasta que la montó a horcajadas, a punto de reventar


con el deseo. Cerró los ojos, respirando con dificultad, esperando que su cuerpo
se tranquilizara lo suficiente como para proceder sin avergonzarse a sí mismo.

Finalmente, sintió sus dedos en su rostro, peinando a través de su cabello


de nuevo, tirando de él suavemente hacia abajo hasta que sus labios se
encontraron.

—Sabes bien —murmuró ella cuando se interrumpieron para tomar aire,


acariciando sus costados.
Dios.

—Tú también —respondió, aspirando el aroma cítrico de su cabello


mientras le quitaba los pasadores y extendía los largos y pálidos mechones
alrededor de ambos, mirando su cabello deslizarse entre sus dedos como una
telaraña a la luz de la luna.

Entonces la sintió tomar su mano entre las suyas, guiarla hacia abajo por
sus piernas hasta el dobladillo de la camisola, la sintió empujarse más cerca,
presionar sus suaves pechos contra su pecho, sus caderas contra sus caderas y
sus labios contra su boca. Entendió la pista y le quitó la camisola por su cabeza y
bajo las medias por sus piernas, descartándolas a ciegas a través de la habitación
hasta que estuvo completamente desnuda ante sus ojos.

Se sentó sobre sus piernas y asimiló la visión de ella, loco con deseo, más
seguro que nunca de que estaba en un sueño de fiebre. Era toda pálida belleza
delgada, su piel brillando como una perla a la luz de la luna, con ligeros pechos
con puntas melocotón, una cintura pequeña y largas e interminables
extremidades. No estaba seguro que fuera humana en absoluto, sino más bien
una criatura vidente que había escondido su identidad secreta debajo de un
apagado guardarropa gris por temor a ser descubierta.

Pero cuando la tocó, deslizándose el dorso de su mano sobre su delicada


clavícula, bajando por un pecho inclinado hasta ese lugar oculto entre sus piernas
cubierto por ese vello de gasa de seda, estaba caliente, tan caliente y se estremeció
y pronunció su nombre en inglés del rey, justo como un humano ordinario podría
hacerlo.

Así que quizás no era una ninfa después de todo, pero no había
absolutamente nada ordinario acerca de ella.

Se preguntó si así para todos los enamorados, este abrumador y


desorientador temor. Se preguntó si otro hombre alguna vez había deseado a una
mujer tanto como él deseaba a Katherine y no veía cómo sería eso posible alguna
vez, fuera de los sonetos de Shakespeare, quizás, o los cantos de Christopher
Essex. Todos esos eran solo palabras, sin embargo y no pudieron prepararlo para
la realidad del momento, para la fuerza de su sentimiento y el tacto y el olor y la
vista de su —su— mujer extendida debajo de él.

Cuando su mano llegó al final de su recorrido y sintió ese centro más


caliente y húmedo, titubeó, en una pérdida en cuanto a cómo proceder sin joder
las cosas.

A pesar que supuso que joder las cosas más bien era el punto.

Quería que esto fuera tan perfecto y tan honesto como su amor por ella, y
quizás lo sería, incluso si era un poco novato. Podía sentir cómo temblaba en
anticipación a pesar que todavía no lo tocaba. Lo deseaba tanto como él la
deseaba y ese era todo el estímulo que necesitaba para entregarse al momento
por completo.

Movió cuidadosamente su boca por su delgada garganta, sobre un


pequeño pecho, sintiendo su pico endurecerse debajo de su lengua, escuchando
su aliento atraparse en su garganta. Sabía salado, limpio. Maravilloso.

—¡Sebastian! —exclamó.

Decidió que estaba en algo, así que continuó su viaje hacia la suave piel de
su vientre, luego más abajo, sobre los labios.

—¿Qué está haciendo? —Logró decir ella, tensándose ligeramente, pero


no alejándose. Levantó su cabeza por un momento, tratando de recuperar sus
maneras. Lo miraba con una especie de ojos vidriosos y desconcertados, sus
mejillas rosadas, su boca floja.

—No estoy exactamente seguro, mi querida —murmuró, lamiéndose sus


labios salados—. Pero he leído sobre ello en los libros traviesos, lo que me ha
llevado a creer que lo disfrutarás mucho… si se ejecuta correctamente.

Sus ojos se ensancharon.

—Ya veremos… —Comenzó, luego jadeó cuando él volvió a su tarea,


separando suavemente sus largas, largas piernas y acariciándola con creciente
ardor, buscando el lugar justo con su lengua. Supo que lo había encontrado
cuando gritó un poco, su cuerpo sacudiéndose debajo de él—. Creo… —jadeó—
… creo que me gustaría leer esos libros…

Estaba demasiado ocupado para responder y continuó sus caricias hasta


que ella empezó a tirar de su cabello y a instarlo con pequeñas frases rotas llenas
de sinsentido. Al final llegó en un glorioso y disfrutable estremecimiento,
gimiendo con estupor.

No podía recordar alguna vez haber estado tan satisfecho de sí mismo.

Se levantó sobre ella en sus codos, estudió su luminoso rostro de felicidad


mientras yacía debajo de él, su pálida piel brillando con una ligera capa de sudor
bajo la luna, sus mejillas encendidas por el esfuerzo. Era tan luminosamente
hermosa en su pasión, más viva de lo que nunca la había visto, incluso cuando
estaba interpretando a Beethoven. Sus ojos eran de un oscuro verde bosque por
su deseo, su cabello un suave halo de luna alrededor de su cabeza y comenzó a
reconsiderar su parentesco con alguna criatura de otro mundo. O al menos la
princesa de ese cuento de hadas que su madre solía leerle en francés, la que había
despertado en los brazos de su amado después de un largo y frío siglo de letargo.

Entrelazó sus brazos alrededor de su cuello y lo atrajo hacia ella,


presionando sus costillas todavía doloridas contra su propio torso cálido y
húmedo hasta que dolió, pero el dolor apenas se registró. Era un momento
perfecto, estar envuelto por ella, empujado entre sus cálidos brazos después de
darle tal placer, un acto que había sido más suerte, se temía, que habilidad.

La abrazó, estremeciéndose, doliéndole por el deseo insatisfecho, pero no


queriendo romper el momento. Felizmente la tendría sostenida así (y siendo
sostenido por ella) toda la noche, sus propias necesidades condenadas. Podía
pensar en algunos paraísos mejores.

Bueno, podía pensar en uno, pero estaba decidido a ser un caballero al


respecto. Este momento era sobre ella, no sobre él, después de todo.

Pero antes que estuviera registrado lo que estaba haciendo, ella estaba
trabajando con destreza los botones en la caída de sus pantalones y tirando del
apretado nanquín por sus muslos hasta que todas sus partes ocultas estaban piel
con piel. Gracias infierno. Cuando hubo terminado y había envuelto sus largas
piernas alrededor de sus caderas, él era el que temblaba inevitablemente,
demasiado perdido para siquiera intentar quitar los pantalones el resto del
camino fuera de sus piernas.

Estaba tan duro que dolía, arrastrando su erecta longitud a través de su


húmedo calor suave como pétalo para su alivio, su respiración aumentó ante la
sensación. Estaba lista de lo que le había hecho antes, su ondulante cuerpo
animándolo. Abrazó una temblorosa mano contra la cabecera y gimió, impotente,
a merced de los instintos y se movió con cuidado dentro de ella, disminuyendo
el movimiento de sus cuerpos para saborear cada centímetro de la unión.

Ella suspiró, impaciente, llevándolo más lejos por su propia voluntad, casi
empujando todo el aire fuera de sus pulmones en el proceso. Vio luces en los
bordes de su visión, apenas podía aguantar, su palma sudorosa deslizándose
contra la cabecera, su otra mano agarrando su hombro.

—No me romperé —dijo contra su oído, todo calor húmedo entrecortado


y casi se vino justo en ese momento mientras un escalofrío corría por su espina
dorsal.

—Pero yo podría —contestó con un leve jadeo, enterrando ambas manos


en el colchón a ambos lados de su cabeza y empujando sus caderas contra las de
ella hasta que también jadeó.

Lo persuadió más rápido y más duro, con sus labios y sus talones y las
puntas de sus dedos, hasta que finalmente dejó ir sus riendas autoimpuesto
(maldito caballero) y le dio lo que quería, aun cuando sabía que no podría durar
mucho tiempo. Era demasiado y no estaba preparado para lo bien que se sentía
estar enterrado profundamente dentro de una mujer. Su mujer.

Se estiró debajo de sus piernas, agarró la flexible piel de su trasero e inclinó


sus caderas para que pudiera ir tan profundo como pudiera, empujándose dentro
de ella hasta que no parecía haber una distinción clara entre sus cuerpos.
Finalmente, un calor al rojo vivo se elevó desde el centro de su cuerpo y corrió a
través de sus venas todo el camino hasta la punta de los dedos de sus manos y
sus pies en el más intenso clímax de su vida. Era una sensación que nunca había
estado a punto de lograr a lo largo de los años, cuando había tenido nada más
que su propia mano para el alivio. No creía que alguna vez lo sentiría tan
intensamente de nuevo mientras se derramaba dentro ella, aun cuando esperaba
estar equivocado.

Ciertamente estaba dispuesto a intentar duplicar la sensación. Solo tan


pronto como no sintiera como si estuviera a punto de caer en un sueño de cien
años.

Se dejó caer en su contra, sin aliento e incapaz de detener los pequeños


temblores pequeños que pasaban a través de su cuerpo destrozado. Las manos
de ella frotaban suaves círculos en su espalda y sus labios colocaban suaves besos
húmedos contra su frente.

La abrazó cerca y cerró sus ojos.

—Perfecto —murmuró—. Tan perfecto.

Sus manos se detuvieron en su espalda ante sus palabras, pero apenas se


dio cuenta cuando se sumió en un profundo sueño.
DIECISÉIS
Cuando El Autor Concluye Finalmente El Tedioso
Melodrama Emocional Con La Ayuda De Nuestro
Héroe Lengua De Plata

Traducido por LizC

Corregido por ErenaCullen

N
o habían pasado cien años, ni siquiera cien minutos, cuando
Katherine se despertó sobresaltada de su ligero sueño
preocupado por la mano de largos dedos de Sebastian,
moviéndola suavemente a través de su cintura mientras dormía. La luna se había
desplazado de la cama, el fuego ardía bajo, y se había entrelazado a sí mismo a
su alrededor como si tuviera miedo que se escapara en la noche, el calor
irradiando de su cuerpo manteniéndola cálida.

Como no quería despertarlo, se desprendió lentamente de la maraña de


brazos y piernas, maniobrando hasta que él terminó de espalda, con un brazo
echado sobre el colchón. Se apoyó en los codos y echó un vistazo a su desnuda
silueta, durmiendo de forma ávida. Era tan erótico que por un momento se quedó
paralizado con un anhelo fresco de tocarlo. Para revivir las últimas horas felices
de su vida. Pero no podía quedarse. Jamás se arrepentiría de entregarse a él, pero
ahora que el momento había terminado, su valor una vez más estaba
tambaleando.

Se estremeció al salir de la cama y buscó en el suelo su camisa. La encontró


y se la pasó por la cabeza, pasando las manos de arriba hacia abajo por los brazos
para protegerse de la carne de gallina. La habitación estaba desagradablemente
fría fuera de su abrazo, ahora que el fuego se había apagado. Otra razón para
retirarse lo más rápido que podía de la calle Bruton, antes de sentirse tentada a
volver a sus brazos. Era el único lugar en el que realmente deseaba estar, pero
simplemente no estaba lista para enfrentarlo.

La noche había disipado la mayor parte de su miedo al rechazo, pero no


todo. Johann y su padre le habían herido demasiado profundamente, y había
pasado demasiados años construyendo sus defensas contra los hombres, para
confiar completamente en los sentimientos de Sebastian… o en los suyos. A pesar
de sus protestas de amor, todavía había una posibilidad de que la odiara una vez
confesara su pasado ante él, teniendo en cuenta su propia historia complicada
con su madre, y simplemente no podía soportar averiguarlo. No esta noche.
Quería ir a casa. Quería saborear la noche, al menos en su memoria, por un poco
más de tiempo antes de que la realidad se impusiera. Antes de que le dijera la
verdad.

Cuando se agachó en busca de una media, algo cálido y sólido acarició su


espalda baja. Las puntas de sus dedos. Se sacudió, prácticamente saltó lejos de él,
antes de girar. Su corazón se hundió al verlo observarla con los ojos entrecerrados
y una sonrisa suave, sus mejillas todas sonrosadas y sus rizos desordenados así
como sus elegantes miembros largos y pálidos extendidos sobre las sábanas.

Otra punzada de deseo la sacudió, pero no era nada en comparación con


sus nervios aumentando. No podía mirarlo a los ojos mientras se cubría el pecho,
tratando de protegerse de su escrutinio, de la tentación de su cuerpo caliente.

Él se sentó y trató de llegar a ella una vez más, con el ceño fruncido por la
confusión a su respuesta. Se sacudió más lejos de él, su corazón comenzando a
correr con pánico, y recuperó su otra media. Se sentó en una silla cerca del fuego
moribundo y empezó a ponérselas con una torpe impaciencia.

—¿Qué haces, Katie? —preguntó, aunque era absolutamente obvio.

Terminó tirando de sus medias.

—Me voy —murmuró.

—Prefiero que no lo hagas —dijo en voz baja.

Sacudió la cabeza y evitó su mirada a medida que salía de la habitación y


entraba al salón en sombras, orando para que simplemente la dejara ir. Encontró
su vestido descartado cerca del piano y lo tiró por su cabeza.

Casi se quedó sin aliento cuando se dio la vuelta y lo vio mirándola desde
la puerta de la habitación, sus pantalones colgando bajo y medio deshecho en sus
caderas, con el ceño fruncido aún más.

Era tan hermoso que dolía verlo. Pero se obligó a mirarlo a la cara esta vez,
trató de memorizar cada detalle perfecto y delgado de su cuerpo debajo de las
contusiones y cortes descoloridos. Podría nunca tener otra oportunidad.

—No puedes hablar en serio, Katie —dijo—. No te vaya.

Su corazón se sacudió ante el apodo, su estómago revolviéndose con una


mezcla de miedo, vergüenza y frustración, y arremetió contra él a pesar de no
querer hacerlo.

—No me llames así.

Pareció aturdido por su reproche, sus ojos muy abiertos.


—¿Por qué venir aquí, permitir que te haga el amor, y entonces irte?
¿Tratar de escapar?

Su corazón latía tan rápido ahora que pensó que podría explotar. No podía
encontrar palabras para responderle, estaba tan abrumada por su pánico.

Cualquier cosa que leyera en su rostro no podría haber sido bueno, porque
su expresión decayó. El color abandonó sus mejillas y toda la luz pareció drenarse
de esos preciosos ojos de zafiro.

—¿Es por lo que te dije sobre mi madre? ¿Te avergüenzas de mí? ¿Te
disgusta? ¿Soy lo suficientemente bueno en la cama, pero no lo suficiente como
para reconocerme a la luz del día?

Dejó caer las manos de los cordones del corpiño y deseó que su cuerpo
cooperara con ella, que su boca funcione, a pesar de su pánico. No podía permitir
que creyera algo tan absolutamente ridículo.

—Me has entendido mal del todo en ese asunto. El único disgusto que
siento es por mi pasado marido, por enviar a tu madre lejos tan insensiblemente.
Y por nuestra sociedad al llevarla a un final tan horrible. Nunca de ti, Sebastian.
O tu madre. No tienes nada de lo que avergonzarse. —Terminó con vehemencia.

Pareció más confundido que nunca.

—Pero entonces, ¿por qué haces esto? ¿Después de lo que ha sucedido esta
noche, estoy tan confundido al pensar, al esperar, que podías sentir algo por mí?

Lo miró, a sus mejillas sin color, sus ojos muy abiertos, y su ceño fruncido.
Él se veía…

Se veía miserable. Su angustia fue suficiente para estremecer finalmente lo


peor de su pánico. No podía soportar su angustia debido a su necesidad egoísta
de escapar, sin importar lo aterrada que estaba. Se merecía algo mejor de su parte.

Cerró los ojos y se obligó a ser tan valiente como él siempre había sido.

—No —dijo con un hilo de voz—. No te equivocas. Y no te equivocaste el


otro día.

Su expresión se aclaró un poco, y una chispa de lo que parecía ser


esperanza iluminó sus ojos. Se acercó a ella con cautela, como si fuera un animal
salvaje, temiendo que saltara. No podía culparlo, la mitad de ella quería hacerlo.

—No es que yo no… —comenzó, antes de interrumpirse y apretar sus


manos en la falda plateada, preparándose, buscando las palabras adecuadas—.
No es que yo no quería aceptar tus tulipanes ese día, Sebastian. O el libro de
duetos. Tus obsequios fueron ciertamente las cosas más dulces, más bonitas que
he recibido. —Habló lo suficientemente estable, aunque a juzgar por sus mejillas
húmedas, había empezado a llorar en algún momento durante su discurso.
Se dirigió hacia ella, pareciendo muy alarmado por las lágrimas, pero se
detuvo en seco cuando volvió su cabeza lejos de él y levantó la mano para
mantenerlo a raya. No podía soportarlo si la tocaba ahora. No sería capaz de
decidirse a terminar lo que había empezado, si lo hacía.

—Si son tan dulces y bonitas —dijo él lentamente, su voz profunda y


perturbada—, entonces, ¿por qué lloras?

En su lugar, se limpió las lágrimas brutalmente y sorbió.

—¡Porque no me las merezco! —dijo, frustrada consigo misma por


convertirse en un cántaro de agua, por estar tan petrificada—. No te merezco. Jamás
debí haber venido aquí esta noche, pero estaba tan enojada conmigo misma,
egoísta y cansada.

—Sigo sin comprender, Katie —dijo suavemente, después de una larga


pausa incómoda.

Ella tomó un profundo y tembloroso suspiro y trató de recomponerse,


temiendo lo que estaba por venir. Decidió sacarlo de una sola vez antes de que
su coraje la abandonara por completo.

—Él estaba allí esta noche. Johann Klemmer —soltó—. Era mi profesor de
música, y cuando tenía quince años, me sedujo. Pensé que me quería, pero
siempre estuvo interesado solamente en el dinero, por supuesto. Mi padre le
pagó cuando se descubrió el asunto, y se fue alegremente, como un hombre rico.
Desde luego, nunca pensé volver a verlo.

Observó que Sebastian se quedó mirándola por lo que pareció un milenio,


como si tratara de dar sentido a su repentino arrebato, antes de que finalmente
avanzara hacia el taburete del piano, lo enderezara y se sentara un poco inseguro.

No iba a mirarlo a los ojos mientras continuaba. No podía.

—Siempre has sido tan despectivo de mi matrimonio con tu tío. Pero era
seguro. Después de… Johann, quedé embarazada, pero hubo complicaciones, y
yo… perdí al bebé. Mi padre ni siquiera podía soportar verme cuando descubrió
la verdad. Todavía no puede. En realidad, ya no me consideraba su hija, sólo una
carga de la que deseaba deshacerse. Había deshonrado a toda mi familia, ya que,
¿qué caballero querría a una esposa que es un bien en ruinas? Su único consuelo
fue que hubiera abortado, y que nunca concebiría otra vez, de acuerdo con el
médico que me atendió.

—Por Dios, Katie. —Exhaló Sebastian.

Se encogió de hombros, tratando de aparentar indiferencia, pero fallando


miserablemente, una de las mangas sueltas cayendo tristemente por su hombro.
No se molestó en levantarla. Estaba demasiado entumecida para prestar
atención. Luego continuó.
—De alguna manera, mi padre se enteró del marqués… de su enfermedad.
Mi virtud no sería puesta en duda por un hombre que no podía tener una noche
de bodas. Así que me casé con él, y no lo lamento, a pesar de saber lo mucho que
lo odiabas. Era mejor que permanecer bajo el techo de mi padre.

La sorprendió cuando se levantó bruscamente, cruzó la distancia que los


separaba, y tomó su mano. La suya era cálida, fuerte y consoladora, y la sensación
de ella contra su carne fría e insensible hizo que todo su cuerpo doliera con el
anhelo y el dolor. Era exactamente lo que había querido hacer después de que él
hubiera compartido su propio horrible pasado con ella, pero en su egoísmo y
miedo, le había retenido incluso ese pequeño consuelo. Era sólo una prueba más
de lo poco que lo merecía.

Trató de retirar su mano (¿cómo podía aceptar una amabilidad como esa
cuando había sido tan cruel con él?) pero no se lo permitió.

—Dijiste que era perfecta, sigues diciéndolo, pero no soy perfecta,


Sebastian —exclamó—. No soy la analogía por la que me tomas. Cometo errores.
He cometido errores. Y después de todo lo que has pasado con tu madre, te
mereces algo mejor que un fraude como yo. ¿Por qué me quieres cuando puedes
encontrar a alguien mejor? ¿Alguien realmente intacto como pensabas que era?

Sólo agarró su mano con más fuerza y sacudió la cabeza, con una
expresión tan terca y tan determinada como nunca lo había visto y tan amable.

—Acabas de decir que no debería estar avergonzado de mi pasado. ¿Por


qué, por todos los cielos, te avergüenzas de tu propio pasado? Tenías quince años,
Katie. Una niña. Quisiera encontrar a ese demonio y reclamarle lo que te hizo.

Ella se rio sin humor a través de las lágrimas.

—¿Por qué no me sorprende eso? Pero si apenas era una niña, sabía lo que
estaba haciendo.

La miró incrédulo ante eso.

—Recuerdo cuando tenía quince… diecisiete años, incluso, cuando entré


alegremente en un burdel. También creía que sabía lo que estaba haciendo
entonces. Pero no era así. Era tan joven, Katie, así como tú. Muy joven.

Dios, tenía razón. Tan cierto. Escucharlo decir esas palabras hizo que algo
se desentrañara en su pecho. Algo que ni siquiera se había dado cuenta había
estado enredado en su interior todos estos años. Una bola dura, implacable de
odio a sí misma. Había permitido que Johann, su padre, incluso su propia mente,
la convencieran de que no valía la pena, que estaba manchada para siempre por
la elección que había hecho. Pero sólo tenía quince años, y por lo tanto, tan aislada
del mundo que nunca había dejado la casa de su padre. ¿Qué habría sabido de
elecciones en aquel entonces? ¿De hombres? Johann, más de una década mayor
que ella, había usado su ingenuidad por el dinero. Toda la vergüenza era de él,
no de ella.

—Me odiaste una vez, al imaginarme un mujeriego —continuó Sebastian,


tomando su otra mano—. Pero ahora piensas que voy a rechazarte porque tú no
eres virgen. ¿Parecía que me importaba? ¿O incluso lo noté? ¿Crees que soy tan
estrecho de miras?

Se encogió de hombros impotente, su corazón comenzando a correr de


nuevo, pero no con pánico. Con esperanza.

—Tenía miedo, Sebastian. Estoy asustada.

—Temes que vaya a dejar de amarte por lo que te pasó cuando tenías
quince años —dijo simplemente—, por eso me has estado alejando. Pero es un
miedo ridículo, querida. Te aseguro que mis sentimientos por ti no han
cambiado.

—Deja de ser tan comprensivo y razonable, Sebastian —dijo a través de más


lágrimas y una sonrisa más bien inestable.

—Lo siento —dijo, aunque no sonaba arrepentido en absoluto. Tampoco


se veía arrepentido, con esa sonrisa torcida en su rostro.

Hubo una pausa, luego sintió sus largos dedos suaves deslizarse por su
cabello. Se estremeció ante el contacto, la esperanza aumentando cada vez más
rápido dentro de ella, vacilante, pero tan cálida, tan bienvenida. Se sintió como si
pesara un centenar de gramos menos, el mundo mil veces más brillante. ¡Dios,
había sido tan tonta!

—No sé cómo hacer esto, Sebastian —dijo al final, imitando sus palabras
del otro día.

—¿Cómo hacer qué? —preguntó con cuidado.

—Cómo ser digna de ti. Cómo amarte adecuadamente —insistió.

Él resopló.

—Toda esta charla de dignidad es una tontería. Me gustaba más cuando


pensabas que era un canalla. Dudo más bien de mi dignidad. Nunca la tuya. El
hecho de que soy… bueno, era virgen no significa que he sido un santo. La verdad
es que he llevado una vida tan imprudente y disoluta como puedes imaginar,
querida, una que estoy seguro que no aprobarías —insistió—. ¿Te cuento otra
verdad?

—¿Puedo impedírtelo? —preguntó con un pequeño sorbido patético.


—Te he amado desde el primer momento en que te oí tocar ese maldito
Waldstein. Sabía que eras la única para mí en el momento en que llegaste a la
coda.

—Según recuerdo, ese día me trataste horrible —dijo secamente, aunque


por dentro estaba loca de alegría.

—Simplemente descubrí que eras la mujer de mi tío. No manejé esa


revelación muy bien que digamos —dijo con un pequeño puchero, sus ojos
recuperando su brillo habitual.

Ella resopló de una manera muy poco femenina, y él le sonrió, sosteniendo


su cara entre las manos.

—Eres perfecta —insistió.

Esa palabra. Palideció y trató de apartarse de él, pero no llegó muy lejos
antes de que él la agarrara por la cintura y la abrazara.

—Te dije que no soy perfecta. —Protestó.

—Y yo digo que lo eres —dijo con firmeza—. Perfecta para mí, Katie. Me
sedujo tu Beethoven y me engatusó tu lengua afilada, pero es tu alma de la que
me enamoré.

Bueno.

Levantó la mirada hacia su rostro, tan serio, tan hermoso, y se preguntó


cómo en el mundo alguna vez pensó que era un pícaro irremediable y sin
corazón. Era el hombre más romántico, más adorable, sensible, y redentor que
había conocido nunca. Un hombre que prefiere que el mundo piense que es un
canalla con el fin de proteger el recuerdo de su madre. Un hombre que había
esperado unos imposibles treinta y tres años para dar su virginidad a la mujer
que amaba. Un hombre que rescataba cerdos de castillos y perros mestizos de la
cuneta. Un hombre que tocaba el piano como un ángel y trataba de cortejarla con
dúos y el lenguaje de las flores.

Un hombre sin miedo a hacer el ridículo por ella, a juzgar por su


comportamiento escandaloso en el baile.

¿Cómo podía haber dudado de él? ¿Cómo podría alguna vez merecerlo?

—Fustán —dijo, poniendo los ojos en blanco aún llorosos por su


declaración, a pesar de que todo su ser se encontraba abrumado con la calidez de
sus palabras—. Tan romántico —murmuró, logrando un poco de su exasperación
habitual.

—Soy medio francés, querida —respondió con una sonrisa irónica—. Y no


me preocupa ni un poco este maldito compañero Joseph Ketterer, aparte de si es
o no es lo suficientemente hombre para enfrentarme en un duelo al amanecer.
—Johann Klemmer —le corrigió—. Y no habrá más duelos al amanecer.

—Ya veremos respecto a eso. Soy archiconocido por ellos, y por una vez
tengo algo que vale la pena luchar. Porque voy a luchar por ti hasta el final, Katie.
Tendrás que enviarme a las colonias para librarte de mí.

—Eres tan ridículo —declaró, a pesar de que había dejado de luchar. No


sabía por qué estaba luchando en primer lugar. Tenía que ser su incredulidad
flotando sobre su buena suerte. Era, después de todo, bastante difícil entender el
hecho de que Sebastian era real, y mucho menos de ella. Simplemente era
demasiado bueno para ser verdad.

Pasó sus dedos temblorosos por los rizos de él, sonriéndole


tentativamente. Interceptó su mano y la besó en la parte posterior de la misma,
luego le dio la vuelta, con la palma hacia arriba, y un poco de su estrecha muñeca
expuesta. Sacó su lengua y la deslizó sobre el valle de su palma, subiendo hasta
la carne que conecta el dedo pulgar a la muñeca, y entonces se detuvo en la
delicada piel cubriendo su pulso. Ella gimió ante la sensación.

Cuando terminó, levantó la cabeza y buscó sus ojos. Frunció el ceño ante
lo que vio y se acercó más, lamiendo las lágrimas hasta que se detuvieron por
completo.

Antes de que pudiera exhalar otro suspiro tembloroso, se acercó aún más
a ella, hasta que pudo sentir el calor de su cuerpo, oler el suave aroma de pastel
de vainilla y la bergamota que parecía arraigado de forma permanente en su piel,
junto con el olor a almizcle dulce de sus esfuerzos anteriores. Su respiración se
aceleró cuando sus manos rozaron suavemente sus mejillas, y luego las deslizó
por su garganta y sobre la curva de sus hombros, dejando caer el vestido al suelo
una vez más. Salió del vestido y entró en sus brazos por completo, todavía
tambaleante de felicidad.

Él enterró su rostro en la curva de su cuello. Y pudo sentir su sonrisa contra


su piel.

—Entonces, te gustaron mis tulipanes y el libro de duetos, ¿verdad? —


bromeó.

Estaba un poco desorientada de todo el cortejo, pero consiguió asentir.

—Lo sabía —murmuró, abrazándola aún más cerca.

—¿Sabes que es lo más me gustó? —preguntó unos momentos después,


con la cabeza metida en su hombro, todo su cuerpo sonrojándose ante su audacia.

—¿Qué?

Palmeó la parte delantera de sus pantalones, y él se quedó sin aliento con


absoluto placer conmocionado.
—Llévame de vuelta a la cama y te mostraré.

Una hora más tarde, Sebastian se echó hacia atrás exhausto contra el
teclado del Broadwood y acunó a Katherine lo más cerca que pudo, teniendo en
cuenta los estrechos confines del taburete del piano, sus omóplatos clavándose
en las teclas negras. No habían logrado volver a la habitación después de todo.
Sonrió y le dio un beso cálido y húmedo en sus labios jadeantes. La victoria nunca
había sabido, o sentido, más dulce.

Y no había duda que había logrado una victoria esta noche. Sin embargo,
la cuestión de quién había conquistado a quién era una que Sebastian sospechaba
nunca sería contestada correctamente.
Diecisiete
Cuando Nuestras Groseras Mecánicas Van En Contra
De La Calidad

Traducido por Osbeidy y Apolineah17

Corregido por Bella’

U
bicado detrás de la Casa Blanca, el hogar del Soho de la plaza de
las más finas barcas de la fragilidad, y justo enfrente de una
misión protestante francesa en declive, estaba una pensión
destartalada que habría puesto incluso a Sebastian Sherbrook en su momento
más insolvente a hacer alguna pausa antes de habitar. Sin embargo, para el primo
Pete Soames de Jem (un panadero para el burdel, quien alquiló el piso de arriba
con su señora, también un exempleado de la Casa Blanca) era una fina pieza de
bienes raíces en realidad.

Soames también lo encontró un lugar útil para almacenar el botín de sus


actividades fuera de horario. Considerando el último ultimátum de su esposa
cuando había encontrado dicho botín en su propia casa. En este caso, sin
embargo, había sido una perra, literalmente, para transportar a su cautivo, hace
poco de la calle Burton, hasta cinco tramos de escaleras en medio de la noche.
Ambos llevaban las marcas de dientes y garras para probarlo.

Los pobres asuntos personales de Jem habían sufrido aún peor en las pocas
horas de ocupación de Belle du Jour en el Soho. Aunque la esposa de Jem era por
lo general lo bastante agradable sobre estos asuntos, ya que su antigua carrera
había bajado sus expectativas cuando se trataba de los hombres (mucho para
ventaja de Jem) incluso la promesa de riqueza futura no fue suficiente para
tentarla a quedarse otra hora bajo el mismo techo que el perro. Se había fugado a
la Casa Blanca para quedarse con su hermana. Jem no tenía la energía para
protestar por su salida después de una noche combatiendo lo que estaba
totalmente convencido era un dos piedras, mono cara blanca, demonio carnívoro
enviado desde el infierno.

Y la cantidad irrazonable de derramamiento, inaceptable. El pelo de la perra


le dio una nariz moqueante (otra razón por la que su mujer había decidido pasar
sus vacaciones en otros lugares) y Belle du Jour lo producía en abundancia
alarmante. Jem estaba empezando a preguntarse por qué alguien pagaría dinero
por la pequeña monstruo, y mucho menos una fortuna. Estaba dispuesto a pagar
a alguien todo lo que tenía en el mundo para deshacerse de ella.

Soames se mantuvo firme en sus promesas a Jem sin embargo, aunque


había estado conveniente ausente durante la mayor parte de la miserable noche.
Pero, a su regreso en las últimas horas de la mañana, Belle du Jour, ciertamente
no había discriminado en sus favores, para el deleite secreto de Jem. Se había
echado encima de Soames y no lo había dejado ir. Él había pensado que era justo
que su primo disfrutara de las mismas agonías de la carne que él tuvo en el
transcurso de la noche.

Después su majestad había tomado un buen pedazo de su chaleco rojo


favorito, Soames había tenido la tentación a patear a la callejera perra sangrienta
contra la pared, ya que no tenía la amable disposición de su primo. Solamente el
tintineo de guineas de oro en su cabeza lo había contenido. Nunca vería su dinero
si la perra era maltratada, lo que era una pena, ya que realmente quería darle una
paliza. El chaleco era hecho a medida.

Se conformó con maldecir en voz alta, empujando a la criatura con su bota.


Ella gruñó al objeto de ofensa y comenzó a roer la suela de cuero. Tenía miedo
de jalar su pie por temor a las represalias, así que estuvo de pie equilibrándose
sobre una pierna mientras Belle du Jour era malvada.

—Si no fueras digna de una fortuna, su majestad —dijo dulcemente—, te


convertiría en un par de botas.

La pug le gruñó, saltó, y le mordió el muslo. Maldito si el monstruo no


entendía el inglés del rey.

Gritó y retrocedió mientras ella se reagrupó, refugiándose detrás de una


silla con Jem. Su primo estaba asistiendo sus propias heridas mirando al animal
con cautela.

No recordaba a su majestad fuera tan temperamental en su primer breve


encuentro fuera de la residencia del duque. Por otra parte, no recordaba a la
bestia teniendo el pelo tan largo o un tan prodigioso vientre tampoco.

—¿Seguro que esto es un perro, Petey? —preguntó Jem


quejumbrosamente.

Soames tenía sus propias dudas, pero las guardaba para sí mismo. No
había necesidad de alarmar a Jem, quien ya estaba lo suficiente quejumbroso
sobre el trabajo como estaba. El hombre no tenía estómago para más aventuras
de Soames, aunque le gustaban lo suficiente la contundencia que ellas proveían.

—Se calmará muy pronto —dijo, tratando de sonar convincente.

—Ha estado jodiendo ¡medio día!


—Exactamente.

Jem miró a su primo, luego se refugió detrás de él mientras la bestia


avanzaba hacia ellos una vez más con un gruñido. Hurgó en la cocina y lanzó un
corte de pescuezo de cordero a la cabeza de la criatura. Ésta aulló de sorpresa,
olió la carne, entonces procedió a devorarla, apaciguada por el momento.

Pero no por mucho tiempo, ya que habían aprendido de la manera difícil,


que la pequeña demonio podía comer. Rápido.

—¿Cuándo está viniendo la condenada Rana para solucionarlo, Petey? —


se quejó Jem durante el respiro—. No puedo tomar mucho más de esto. Ya le
debo al carnicero una canción sangrienta. Ella me comerá para el hospicio si no
consigo mi parte pronto.

—La Rana no está viniendo en cualquier momento pronto —murmuró


Soames.

—¿Qué? ¿Por qué mierda no?

—Porque no le he dicho que tengo a su majestad todavía —replicó Soames,


como si estuviera hablando con un imbécil.

—¿Estás demente? En verdad, mequetrefe, que ella está poseída por el


mismo diablo, y estoy así de cerca de llamar al reverendo Frenchie que vive en la
parte trasera para una extorción. ¡Juro que lo estoy!

—Es una exoneración en lo que estás pensando, Jem —dijo Soames con toda
la seguridad de los ignorantes—. No una maldita extorción. Esto suena algo como
tu esposa y su hermana levantándose en la puerta de al lado.

La tez de Jem se puso un poco roja ante la mención de su recién separada


esposa y su antigua profesión. Así que Soames pensó que era mejor mover la
conversación antes de que el carácter flexible de Jem fuera puesto demasiado a
prueba.

—Sólo un día más, lo juro —dijo Soames con dulzura—. Tengo un nuevo
plan que va a hacernos el doble de lo contundente.

—¿Qué? —exclamó Jem, insatisfecho—. ¡No hay nuevo plan! Me gusta el


viejo plan. El viejo plan era bueno. Devolver el maldito bug, cobrar la maldita
recompensa.

—Eso fue antes que su majestad fuera a parar a la marquesa del Mandarín.
Se le llama acaparando nuestras apuestas, Jem.

Jem no pensaba que lo fuera.

—Ahora tenemos dos ricas calas que van a pagar una fortuna para tener a
su pequeña preciosa fulana de vuelta —continuó Soames con satisfacción.
—No hay nada precioso sobre ese engendro del demonio —murmuró Jem,
mientras observaba a la pequeña bestia maloliente depositar su último regalo en
uno de los mejores zapatos de domingo de su esposa—. Y no me apunté para el
chantaje sangriento a algunos encopetados ricos. Es un poco demasiado rico para
mi sangre.

—Colega, hacemos esto, seremos uno de los ricos encopetados —declaró


Soames, balanceándose sobre sus talones—. Créeme.

Jem no había oído antes eso de su primo. Pero había aguantado todo este
tiempo, suponía que podía esperar un poco más. Además, la pug casi había
destruido todo a su alcance ya. No era como si pudiera hacer mucho más daño.
A menos que se apoderara de sus tobillos de nuevo.

Suspiró. Haría otro viaje a la carnicería, y aceptaría los planes de Soames.


Por ahora. Reservaría su juicio final sobre el asunto hasta el amanecer, entonces,
decidiría si abandonaría a su primo a su destino.

Mientras Tanto, En La Parte Ligeramente Menos


Lúgubre Del Soho…

Sebastian suspiró con felicidad mientras baldes y baldes de la gloriosa luz


de la mañana se derramaban a través de la ventana de la habitación directamente
a sus ojos. Crick se había dado a la tarea de cambiar las cortinas de nuevo a unas
que le dejaran disfrutar del resplandor de la mañana, el ángel. Se dio vuelta sobre
su estómago y se estiró lánguidamente, deleitándose con el calor del sol y
escuchando el sonido de Crick silbando mientras pulía las nuevas botas con
borlas de Sebastian.

Sebastian lanzó una almohada a la cabeza nudosa de Crick por costumbre


cuando había disfrutado el tiempo suficiente.

—¿Despierto, estamos, milord? —dijo Crick más bien a sabiendas,


colocando sin esfuerzo un desayuno misteriosamente materializado, en una
bandeja sobre la mesa junto a la cabeza de Sebastian.

Sebastian se desplazó a una posición vertical y movió la bandeja


colocándola en su regazo con prontitud. Estaba muerto de hambre. El pastel,
aunque fue abundante, no había sido una muy llenadora cena. Se metió en el
perfecto huevo escalfado, y rebanadas de bacón. Luego se movió a untar
mermelada de naranja sobre las crujientes rebanadas de tostada.

—Crick, eres un genio culinario —declaró, y Crick sonrió brillantemente.


Cuando Crick sonrió, parecía un bulldog aboyado. O un pug. Era bastante
encantador. No era de extrañar que hubiera conseguido a una chica fina como
Polly. Suponía que la familiaridad de Crick con el lenguaje de las flores no había
dañado su cortejo con la doncella tampoco.

—Crick, me siento como un nuevo hombre —dijo.

—Apuesto que lo hace —murmuró Crick, conteniendo apenas una


sonrisa.

Crick sabía con precisión la cantidad de un nuevo hombre que era su


señoría, puesto que él había sido el que acompañó discretamente a la marquesa
de vuelta a su casa justo antes del amanecer, pero Sebastian decidió hacer caso
omiso de éste y todas las futuras bromas de su criado. Se encontraba en un estado
de ánimo demasiado bueno para dejar a cualquier cosa humedecerlo.

—¿Qué hora es?

—Son las ocho, milord.

—¿Las ocho ya? —chilló, lanzando su tostada media comida a un lado, y


bebiendo su té tan rápido como pudo—. ¿Por qué no me has despertado más
temprano?

Crick puso sus ojos en blanco.

—Su señoría no lo espera hasta el mediodía. Ella me dijo que le dijera que
usted necesitaba su sueño de belleza.

—¿Lo hizo? —Ni siquiera se iba a molestar en averiguar si Crick estaba


tratando de sacarlo de sus casillas o no. Sueño de belleza, de verdad. Como si él
necesitara eso—. Sin embargo, necesito visitar la calle Bond antes de ir a Katie,
Crick. Dijo que le gustaban los tulipanes, después de todo. Aunque he
conseguido sacárselo con mucho esfuerzo. Mujer intratable. Necesito más flores
para endulzarla, Crick.

—¿No la endulzó demasiado la última noche, milord? —preguntó Crick,


sonando completamente en serio.

—No voy a correr ningún riesgo, ahora que la he enganchado —dijo con
una sonrisa, sólo medio en serio. Había hecho algunos exhaustivos cortejos la
noche anterior y había dejado muy pocas dudas sobre el estado del corazón de
Katherine—. Pero primero, necesito bañarme y un afeitado.

Crick hizo un ademan detrás de él, donde la tina de baño ya estaba lista,
humeante con agua caliente.

—Buen hombre —dijo Sebastian, tirando de su sábana y caminando hacia


su bañera en su totalidad, mientras Crick educadamente apartaba sus ojos—.
Eres una joya, Crick. Me alegro de no despedirte.
—No esta semana, por lo menos —replicó Crick.

Sebastian hundió a lo largo sus extremidades doloridas dentro del agua


caliente con un suspiró de satisfacción, reviviendo todos los momentos de la
noche anterior en su cabeza… o tanto como podía sin avergonzarse a sí mismo
frente a su sirviente.

—Dime más sobre este lenguaje de las flores, Crick.

—Pensé que dijo que eran inútiles tonterías sangrientas, milord—dijo


Crick sin expresión mientras frotaba la espalda de su amo.

—Quizás, fui un poco precipitado —concedió Sebastian.

Crick le sonrió a la parte de atrás de la cabeza de Sebastian y decidió ir


tranquilo con él. No todos los días un maestro tenía su mecha sumergida por
primera vez, después de todo.

—Entonces le sugiero que vaya por las camelias, milord.

A las once en punto, Sebastian estaba saliendo armado de la floristería con


un gran ramo de camelias rojas y blancas y una sonrisa aún más grande, y a las
once y media, estaba en la puerta de la marquesa, levantando el golpeador de la
puerta y estudiando sus relucientes botas Hessian con borlas mientras esperaba
por Bentley. Parecía que el pastel había tenido un sorprendente efecto saludable
en el brillo de la piel. Nunca se habían visto mejor. Tendría que conseguir a Crick
la encantadora receta del chef francés de Montford. Para las botas… y quizás para
una repetición del rendimiento de la última noche.

Se aclaró la garganta e intentó moderar su sonrisa lasciva antes de que


asustara a alguien con ella.

Pronto fue recibido en la puerta por Bentley y Mongrel, quien mordisqueó


sus pantalones para su atención, mantuvo el ramo lejos de su codiciosa boca y
palmeó su cabeza hasta que quedó satisfecha. Entonces, siguió su meneante trozo
de cola hacia el salón, ignorando las peticiones ridículas de Bentley por su tarjeta
de visita. Como si no hubiera pasado una buena parte del mes viviendo ahí.

En el minuto en que divisó a Katherine, aferrada a Seamus y cerca de las


lágrimas dentro de la sala de estar, sin embargo, supo que algo estaba
terriblemente mal. Su estómago cayó al suelo mientras una horrible sensación de
déjà vù descendía. Si esto resultaba como su última visita a la calle Bruton, iba a
arrojarse al Serpentine y sacar a todos de su miseria.
Se volvió hacia Bentley y frunció el ceño, pero el hombre sólo le dio el más
vago de los encogimientos de hombros a modo de disculpa. Nunca había
entendido por qué los mayordomos tenían que ser tan jodidamente impasibles.
No habría matado al hombre darle alguna advertencia con respecto hacia qué se
estaba dirigiendo en vez de molestarlo por una tarjeta.

Mayordomos. Una especie tan incomprensible como las mujeres, eso


parecía.

Después de anoche, dudaba que Katherine hubiera cambiado de parecer


acerca de él, pero algo estaba lo suficientemente mal como para hacerla llorar, y
eso era inaceptable. Ellos habían tenido suficientes lágrimas para toda una vida,
y no la tendría derramando más si tenía algo que decir al respecto.

Ni siquiera se molestó en tratar de darle a Katherine las camelias esta vez,


ella ni siquiera parecía notarlo a él, mucho menos a las flores. Se las entregó a
Bentley para que se ocupara y tensó su cuerpo, determinado a matar a cualquier
nuevo dragón que la hubiera reducido a este estado despreciable.

En el momento en que Bentley salió de la habitación, Katherine se arrojó


en sus brazos, casi dejándolo sin aliento.

—¡Oh, Sebastian! —gritó—. ¡Se han llevado a Penny!

Había esperado un poco más de reticencia, incluso después de lo que


habían compartido la noche anterior. Aunque se preguntó por qué trataba de
predecir cualquier cosa cuando se trataba de ella. Para alguien tan naturalmente
cautelosa, parecía encontrarse en un absurdo predicamento tras otro. O tal vez
simplemente era su proximidad a él que había introducido tal caos en su vida, ya
que su vida había sido absurda durante años.

Cualquiera que fuera el caso, la apretó más cerca, porque podía, y


disfrutaba de la cálida y suave sensación de su piel y del fresco y limpio olor de
su cabello.

—¿Qué pasa, querida? —murmuró, internamente emocionado por usar la


expresión cariñosa—. ¿Quién se la ha llevado?

—Bueno, si lo supiera, no estaría aquí titubeando, ¿verdad? —preguntó


con un poco de su usual mordacidad, apartándose de él. Le gustaba la
mordacidad. No necesariamente le gustaba la parte de alejarse de él, sin
embargo—. Alguien entró a robar la casa anoche y se llevó a Penny —continuó.

Justo como había pensado. Absurdo.

—¿Sólo a Penny? —preguntó, un poco incrédulo—. ¿Estás segura que no


se quedó encerrada en el jardín trasero, o escapó a la calle?
Ella se apartó mucho ante eso y lo miró como si él estuviera siendo
ridículo. Él suprimió una sonrisa. ¡Cómo le gustaba cuando ella estaba fuera de
sus casillas!

—¿Escapar? Penny apenas se mueve del su diván, mucho menos


contempla escapar. Y no está en el jardín trasero. He mirado.

—Pero, ¿quién se llevaría a Penny y nada más?

—No tengo idea, pero dejaron una nota de rescate —dijo, sacando una
complejamente doblada pieza de papel barato de su bolsillo. Estaba
completamente marcado con tinta roja.

—¡Nota de rescate! —exclamó, aún más confundido. Tomó la nota y la


leyó. O, mejor dicho, intentó descifrarla, con mucho cuidado.

A la marquesa M, RE: Bell Du Joor. Tenemos a zu perra, si la quere de


regreso hilesa, traiga 1000 2000 libras al sour de Hide Park de Serpentine cerca
del cuerpo de abidules mañana al amanecer, benga zola, nada de sorprezas.
Sinceramente suyo, SOA.

¿Qué?

Sebastian leyó la nota una vez más sólo en caso de que eso mejorara su
familiaridad con la misma.

No lo hizo.

Había demasiadas cosas qué abordar en la nota y era difícil saber por
dónde empezar.

—¿Qué demonios es un Bell du Joor? —preguntó.

Mongrel ladró en respuesta, tan agitada como su humana, aunque no


sabía por qué a Mongrel debería importarle. Penny difícilmente la había tratado
con amabilidad. Su simpatía por la desgracia de su torturadora era otra marca a
su favor, suponía. En realidad, era la perra perfecta. Acarició su cabeza con
dulzura, deseando que pudiera hacer lo mismo con Katherine, quien se paseaba
a lo largo de la sala de estar, inconsolable.

—No lo sé —gritó—. Pero se deben referir a Penny. ¿Por qué alguien


querría secuestrarla?

Por qué, de hecho. Era el misterio del siglo. Sebastian había contenido su
lengua cortésmente sobre el asunto, pero ahora que ella lo había traído a
colación…
—¿Tal vez es un lunático que escapó? —ofreció, ya que parecían más bien
bromear en estos días—. ¿A quién en su sano juicio se le ocurriría que extorsionar
dos mil libras por el pequeño monstruo es un negocio? Yo no pagaría un…

Se interrumpió ante la mirada de advertencia que Katherine estaba


enviando en su dirección. Tal vez se había sobrepasado de la raya. Un poco.
Decidió que era mejor para sus intereses dejar sus pensamientos sobre el dudoso
valor de Penny incompletos. Se aclaró la garganta.

—Entonces, ¿estaremos haciendo un viaje al banco hoy, querida?

Lo miró como si él fuera el único que perteneciera al Bedlam.

—¿Cómo estás tan tranquilo? La carta decía hilesa. Dime que el autor
olvidó una h, Sebastian.

Sebastian abandonó a Mongrel e intercepto a Katherine antes de que


pudiera pisotear un surco en su alfombra Aubusson. La tomó ligeramente por los
hombros y le sonrió con toda la confianza que no sentía.

—El autor olvidó una h20.

Ella dejó escapar una respiración contenida y golpeó su cabeza contra su


hombro. Él la acarició de nuevo en lo que esperaba fuera una manera
apropiadamente tranquilizante.

Podría acostumbrarse a esto, siendo su bastión de fortaleza en tiempos de


crisis. Era como si ya estuvieran casados, pero habría tiempo suficiente después
para resolver eso.

—Y la última vez que lo comprobé, Penny poseía cuatro patas. Los perros
no tienen brazos, querida —dijo tan suavemente como pudo, suprimiendo
valientemente su sonrisa.

Lo golpeó en el hombro por eso, pero no se apartó.

—Es mi bebé, Sebastian. Es lo más cercano a un niño como jamás conoceré


—sollozó.

Bueno, maldita sea. Sebastian podría sentir su corazón sangrando


completamente en su interior por su dolor. Estaba bien y verdaderamente
perdido por esta mujer, quien podría amar a una pequeña mierdecilla malvada,
egoísta e irredimible como Penny. La abrazó más cerca una vez más, besándola
suavemente en la parte superior de su cabello rubio.

20Juego de palabras, en el texto original en la nota de rescate aparece la palabra unarmed


(desarmada), y Katherine al decir que al autor de la carta se le olvidó la h, quiere decir que
regresarán a Penny unharmed (ilesa). Sin embargo, al traducirlo al español carece de sentido.
—Solucionaremos esto —susurró. Sólo esperaba que esta vez no hubiera
castillos ardiendo involucrados. O cerdos. Esa había sido una aventura que no
tenía ningún deseo de volver a revivir—. Dado que el secuestrador… eh,
¿secuestrador de perros?… casi firmó con su propio nombre, y ya que ni siquiera
se molestó en tomar ninguno de los cientos de objetos de valor que tienes a plena
vista en la perpetración de su absurdo crimen, dudo que estemos lidiando con un
criminal endurecido.

Ella dio un pequeño resoplido divertido a regañadientes, el cuál no creía


que fuera adorablemente derrite-corazones en absoluto.

—Francamente, querida —dijo, con otro beso en su cabello—, temo más


por la pobre alma que se la llevó que por Penny. Tengo la sensación de que él
pronto se arrepentirá de su plan, una vez que sienta esos incisivos perforando su
piel.

Katherine no podía negar esto.

—Ahora tomaremos té y discutiremos nuestra cita al amanecer, querida.


Soy algo así como un experto en el tema.

La convenció de ir hacia el diván y se acomodaron en los cojines junto a


Seamus, manteniendo un brazo alrededor de sus hombros mientras su mano
libre se entrelazaba con la suya en su regazo. Estaba preparado para permanecer
enredado con ella para siempre.

En silencio agradeció a Penny por hacer que la secuestraran.

Mientras Tanto, En Alguna Parte Elegante Del


Soho…

—¡Agador, tú, imbécil, despierta! —siseó un tono demasiado familiar en


francés. Agador gimió, se apartó del altavoz, y trató de esconderse debajo de las
sábanas. Era demasiado pronto para levantarse, y ni siquiera las imprecaciones
de su tío iban a hacerlo cambiar de opinión sobre el asunto. O el bastón del
hombre, el cual actualmente estaba pinchándolo en las costillas nada
suavemente. Su tío, afortunadamente, parecía dibujar la línea en absolutamente
no golpearlo con eso (por el momento), pero Agador cubrió su cabeza con una
almohada por si acaso.

Cuando los insistentes pinchazos se detuvieron, Agador pensó que quizás


su tío se había dado por vencido y se había retirado a su guarida. Pero debería
haberlo sabido mejor. El duque rara vez lo perturbaba en su dormitorio, uno de
los pocos gestos de privacidad que permitía en la casa, así que esto debía
significar que su tío se encontraba en medio de una crisis de mayor magnitud
que de costumbre.

Eso todavía no era lo suficiente para motivar su atención.

La jarra de agua fría vertida sobre su cabeza ciertamente lo fue, sin


embargo. Gritó y saltó de la cama, con los pies enredándose en las sábanas y
enviándolo al suelo estrepitosamente. Levantó la mirada hacia su tío mientras
secaba el agua de sus ojos. El viejo bastardo estaba de pie encima de él con la jarra
vacía en una mano huesuda y su bastón en la otra. Lucía bastante engreído bajo
todo el polvo de plomo y el colorete.

—Tienes suerte de que no usara el orinal —continuó el duque en francés—


. Ahora levántate, chico. ¡Tenemos una catástrofe en nuestras manos!

Considerando el hecho de que el duque había salido de su habitación antes


de que pudiera terminar su arreglo, su peluca de la mañana no estaba en ningún
lugar a la vista, tal vez había una catástrofe en marcha después de todo. La
vanidad del duque nunca habría permitido que su cuero cabelludo desnudo
fuera visto fuera de su alcoba en un día ordinario.

Agador suspiró y se apoyó contra la cama, envolviendo una manta


alrededor de sus hombros húmedos y temblorosos.

—¿Qué es?

—¡Es Belle! ¡Fue secuestrada! ¡Sabía que algo grande estaba sucediendo!
Sabía que ella simplemente no huiría de esa manera.

Agador de repente estaba más despierto de lo que nunca había estado.

—¡Secuestrada! —gritó, poniéndose de pie de un salto. Eso ciertamente no


era parte del plan.

—Sí, tú, idiota. Secuestrada. Por quién sabe qué tipo de villano. Un
jacobita, muy probablemente, pidiendo más sangre real, malditas sean sus
viciosas almas plebeyas. Y todo esto es tú culpa. Nunca pasearás a mi ma petit Belle
de nuevo.

Bueno, eso difícilmente era un castigo, ¿verdad? Agador trató de lucir


arrepentido.

—¿Cómo sabe que ha sido secuestrada? —preguntó, esperando que esto


fuera sólo una especie de delirio que la mente antediluviana del duque había
creado.

El duque lo miró como si fuera un imbécil, nada nuevo allí, y lanzó la jarra
vacía de nuevo en la cuenca. Metió la mano en su solapa y sacó una nota
complejamente doblada.
—¡Es una petición de rescate! ¡El bribón quiere dos mil libras esterlinas! —
El duque esnifó con desdén—. Como si Belle valiera una suma tan insignificante.

Agador arrebató la nota y examinó su contenido, escrito en una


molestamente familiar tinta roja, esa sensación de hundimiento en su estómago
se hacía cada vez más profunda a cada segundo.

Para el moonsor Le Duck RE: Bell du joor, traiga 2000 libras al Hide Park
sour del Serpentine, zerca del cuerpo de árboles de abidules mañana al amanecer
o de lo contrario esa perra va a terminar en la hoya del estufado. Sullo ET AL.
PD: No traiga a Aggiedore. PDDD: Hablo en serio sobre lo del estufado, ella es
una gorda zalchica franceza, no dudo que zera realmente zavroza. Aw Revoor.

El duque le arrebató la carta de regreso.

—Deja de intentar traducirla, chico. Lastimarás tu cerebro. Creo que la


mitad de ello está en griego de todos modos.

¡Maldito Soames por su doble engaño! Esto definitivamente no era parte


del plan. Tenía la sensación, de hecho, de que ya no había ningún plan. Ningún
plan, al menos, en el cual él se beneficiara.

—Y llamó gorda a mi bebé, Agador. ¡Gorda! Belle está perfectamente


proporcionada para su raza. No puede ayudar su estructura ósea. Dieu, ¿qué
vamos a hacer?

¿Nosotros?

Agador se preguntó cuánto tiempo quedaba antes de que su tío


descubriera su traición. Miró por la ventana hacia la luz de la mañana tardía y
gimió por dentro. Probablemente casi dieciocho horas. El tiempo suficiente para
coger el siguiente barco a Francia. Se estremeció ante la idea de vivir con su
madre de nuevo. Ella había compartido el temperamento del duque, pero, por
desgracia, ninguna de sus amabilidades ocasionales.

—¡Me siento débil, Agador! —dijo dramáticamente el duque, cayendo


estratégicamente hacia atrás contra la una única tira seca de la cama que
quedaba—. Voy a desmayarme del estrés.

Pensándolo bien, tal vez tomaría sus posibilidades con su tío. Además,
estaría condenado antes de permitir que Pete Soames reclamara esas dos mil
libras sin una pelea.

Palmeó la huesuda mano de su tío.


—Buscaré las sales, tío.
DIECIOCHO
Cuando El Marqués De Manwaring Traiciona Su
Conocimiento De Las Oscuras Leyes Matrimoniales
De Varios Continentes

Traducido por LizC

Corregido por ErenaCullen

E
l voto de Sebastian a sí mismo para evitar los duelos al amanecer
en Hyde Park había durado todo un mes. Sólo podía alegrarse que
esta vez las pistolas no estuvieran involucradas y lady Manwaring,
Katie, sí lo estaba. Era una pena que no se embarcaran en alguna cita romántica
en su lugar, un plan de acción que habría preferido mucho más al rescate de la
peor mascota del mundo.

Pero tales pensamientos eran mejor conservarlos para sí mismo, como


había aprendido. Si a Katie le encantaba la pequeña bestia, entonces, maldita sea,
a él también. Y si ser su pilar de apoyo en este momento de calamidad era lo que
se necesitaba para hacerla más susceptible a su plan maestro (es decir, más de
hacer el amor, dúos de piano, una fuga espectacular, más de hacer el amor)
entonces estaba más que feliz de entregarle dos mil libras de la herencia de su tío
a los pobres villanos que habían sido tan estúpidos como para secuestrar a Penny.

Se lo recompensarían a las mujeres caídas de Aldwych de alguna manera.

Sin embargo, a medida que se acercaban a su destino, Katherine buscó


debajo de su asiento y sacó una pistola.

Demasiado para eso.

—¿En serio, Katie? ¿Crees que es necesario?

Lo miró.

—¿Todos tus duelos al amanecer fueron necesarios? —replicó con


sequedad.

Ouch.

—Touché —murmuró.
Ella resopló y echó hacia atrás la cortina para trazar su progreso a través
de Londres. Él se recostó y disfrutó viéndola sostener un arma. Era inquietante y
excitante a la vez, y no podía decidir si le gustaba la mezcolanza de sentimientos.

Acarició distraídamente la boca del cañón con un solo dedo largo y


delgado.

Y decidió que le gustaba. Mucho.

Pero hizo lo noble y volvió su atención a un asunto más urgente antes de


que le gustara demasiado y tratara de seducirla en el carruaje. Si las pistolas iban
a participar, después de todo, entonces tal vez ya era hora de reconocer al enorme
elefante rosa montado junto a ellos antes de que fuera demasiado tarde, incluso
si era el único que parecía haberse dado cuenta de ello. Había visto suficiente del
mundo para saber que cuando un arma de fuego estaba implicada en un
problema, incluso más problemas probablemente seguirían.

Se aclaró la garganta y buscó las palabras adecuadas.

—Querida… —oh, nunca se cansaba de llamarla así—, como pareces estar


preparándote para una batalla sangrienta, pensé que podría aprovechar la
oportunidad de… bueno, en caso de que uno de los dos no sobreviva…

No es la elocuencia que buscaba, a juzgar por su expresión. Lo miró como


si él fuera el elefante rosa.

—¿Estás loco? —preguntó.

Levantó la mano izquierda con cicatrices como prueba de que estaba, de


hecho, en posesión de todos sus ingenios. También sacaría a relucir su violento
historial de guerra si era necesario.

—Las pistolas son peligrosas —declaró.

Ella levantó el arma.

—Ni siquiera está cargada —replicó poniendo sus ojos en blanco.

Ese era un detalle que debería haber señalado, dado su lamentable


familiaridad con las armas de fuego. Pero pensaba que la inadvertencia estaba
del todo justificada, teniendo en cuenta sus múltiples distracciones.

—Aun así —continuó, en un intento de reforzar su determinación. Ya


había comenzado después de todo—. Pensé que podríamos hablar de Francia.
París. He oído que es una delicia en primavera.

—He oído que llueve más que aquí —dijo ella, con la frente arrugada por
la confusión ante su línea de conversación.

—Entonces, Lyon. O Marsella. La costa es hermosa en esta época del año.


Cálida. Podríamos pasar la Navidad en el Mediterráneo. O, ¿qué tal en los
Estados Unidos? —Cruzó los dedos para que no fuera por esta última opción. La
última cosa que quería hacer era visitar las colonias. El horror. El Levante había
sido lo bastante primitivo.

—¿Estados Unidos? —preguntó, frunciendo el ceño aún más.

—¿Demasiado lejos? —Maldición, gracias. Pero se estaba quedando sin


opciones—. Escocia podría funcionar, pero tendría que revisar las leyes de allí.

—¿De qué narices estás hablando, Sebastian? —exigió, pareciendo


adorablemente confundida.

—Si no estás interesada en viajar, yo podría, si debo hacerlo, aplicar al


arzobispo. Sé que se hace todo el tiempo a pesar de la carta de ley, pero me temo
que no podemos conseguir una en este país sin un permiso especial, teniendo en
cuenta nuestra posición social y notoriedad. Cosa que es totalmente mi culpa, lo
sé. Igual se armaría todo un escándalo de cualquier forma, pero estamos
acostumbrados a eso a estas alturas, ¿cierto? Y no es como si en realidad estamos
relacionados por sangre, así que no veo de qué va todo el alboroto, a decir
verdad…

—¡Sebastian! —dijo suavemente, sus labios se retorcían en las comisuras


como si intentara contener una sonrisa—. Estás balbuceando.

—No puedo evitarlo. Estoy nervioso. Nunca le he pedido a una dama que
se case conmigo, y mucho menos a mi anterior tía. Estoy bastante inseguro de la
etiqueta involucrada —dijo con altivez.

Ella se quedó dolorosamente silenciosa durante tanto tiempo como


consecuencia de su admisión que Sebastian temió que su corazón fuera a explotar
en pedazos dentro de él por el suspenso.

—¿Has estado investigando las leyes de matrimonio? —preguntó en voz


baja, un feroz color de rosa teñía sus mejillas de alabastro.

Soltó el aliento que había estado conteniendo.

—¿Sí? —respondió tentativamente.

—¿En tres países?

—¿Sí?

—¿Porque quieres casarte conmigo?

—Sí —dijo un poco más firme. Luego se detuvo—. Eso es lo que yo


preferiría. O puedo ser tu cicisbeo, lo cual he oído es el último grito en el
Continente. ¿O tu amante… eh, secreto? Sería feliz viviendo en el pecado contigo,
Katie, si eso prefieres. Tal vez acomodarnos en un pequeño y acogedor nido de
amor en el Soho sólo para ser especialmente escandalosos.
Sus mejillas estaban maravillosamente escarlatas para ahora, aunque
todavía lograba contener su sonrisa.

—Ya tienes un nido de amor en el Soho.

—¡Katie! —Chasqueó la lengua—. Apenas un nido de amor. Al menos no


hasta hace dos noches. Sabes que fuiste mi primera chére-amie.

—Bueno, será mejor que sea la última —se quejó.

Y luego sonrió, sólo una pequeña inclinación tímida de sus labios, como si
estuviera insegura de su respuesta. Era como si el sol brillara a través de la
penumbra triste del invierno, la mañana de Navidad, y ese primer sorbo de
whisky perfecto al final de un largo día, todo en uno. Encantadora. Sus venas
estaban prácticamente chisporroteando con anticipación ahora.

—¿Quiere decir esto que te vas a casar conmigo?

Ella sacudió la cabeza con fingida exasperación.

—No sé si eres el hombre más romántico o más ridículo del mundo.

—Soy el más guapo —contestó con sequedad—. Y he estado en bastantes


duelos al amanecer, madame, para saber cuándo cubrir mis apuestas.

—Ridículo —decidió. Luego se inclinó en el carruaje y le plantó un beso


firme contra sus labios, atrapándolo con la guardia baja. Persiguió sus labios con
los suyos para más, pero casi se cae de su asiento cuando el carruaje se detuvo
bruscamente.

Su pequeña sonrisa se transformó en una más grande al ver el puchero


formándose en sus labios.

—Ya llegamos —dijo ella, metiendo la pistola en su cintura y abriendo la


puerta.

Un momento más tarde, Sebastian la siguió hacia el bosquecillo de


abedules mencionado en la nota de rescate con toda la dignidad que pudo reunir,
dada su confusión. Estaba tan absorto por ese simple medio beso abortado —
querido Señor, ¿qué le haría todo un beso adecuado a su ingenio en este punto?—
que no fue sino hasta que habían llegado cara a cara con un fantasma de la corte
borbónica que se dio cuenta que no le había dado una respuesta directa a su
propuesta.

La astuta descarada.
DIECINUEVE
Monsoor Le Duck Y El Caso De La Salamandra

Traducido por Osbeidy

Corregido por Bella’

E
l fantasma llevaba una corta peluca rosa pálido atada en una cola,
por la que la tía Anabel de Astrid habría dado el resto de sus
dientes reales, y una chaqueta de brocado de plata, pantalones
hasta la rodilla, y medias cronometradas de seda adornadas en color rosa con flor
de lis que habrían sido el colmo de la elegancia hace treinta años. En Francia.
Katherine suspiró ante el espectáculo delante de ella. ¿Qué diablos estaba
pasando ahora?

El fantasma (quien realmente era solamente un hombre de edad


alarmante) se tambaleó hacia adelante en sus zapatos de tacón alto de piedras
preciosas, sus largas y delgadas piernas temblando por el esfuerzo. Blandía un
bastón con punta de oro en su dirección, el polvo de plomo y arsénico rojo sobre
sus marchitadas mejillas (también accesorios básicos en el baño de la tía Anabel)
agrietando a lo largo de las líneas de imperfección de su ceño fruncido.

—¡Ustedes allí! —les llamó el anciano quejumbrosamente—. ¡Criminales!


¡Voleurs!21 ¿Qué han hecho con ma petit carlin22?

De algún modo, Katherine no estaba sorprendida de descubrir que el


hombre era de hecho francés como lo había sugerido su atuendo.

El viejo caballero se deslizo en el rocío, agitando sus extremidades, sus


huesos crujiendo, y un hombre de mediana edad vestido más sensatamente, al
cual no había notado antes, lo sujeto antes de que pudiera colapsar
completamente. El hombre pronto fue alejado con el bastón por sus molestias, sin
embargo.

—Mi querido compañero —arrastró Sebastian las palabras—, creo que no


ha confundido con alguien más.

—Pff. ¿Hago que Agador busque en su carruaje para demostrar que usted
es un mentiroso?

21 Voleurs: ladrones en francés.


22 Ma petit carlin: mi pequeño bug en francés.
El hombre más joven, aparentemente Agador, pareció alarmado ante la
idea.

—¡Tío! —chilló.

—¿Por qué más estarían aquí? —defendió el anciano en francés con un


resoplido—. Es apenas la calle Bond. Ciertamente, no están fuera para un paseo
por la mañana —terminó, empujando a Agador en las costillas.

La expresión de pánico de Agador rápidamente se transformó en irritación


por el empujón, y comenzó a discutir con su tío en francés demasiado rápido para
que ella los siguiera.

Ella intercambio una mirada con Sebastian, quien se encogió de hombros,


también perdido.

Suspiro, probablemente iba a lamentar su siguiente movimiento, pero no


podía dejar que el anciano senil ahuyentara al secuestrador de Penny.

Saco la pistola de su cintura, y la apuntó hacia los franceses. La discusión


ceso abruptamente y los dos pares de manos volaron hacia arriba en señal de
rendición, junto con las cejas Sebastian.

—¿Mi querida, que estás haciendo? —indagó, sonando un poco


estrangulado.

—Tratando de asustarlos.

—Sólo podrías asustar al anciano dentro de su tumba —dijo secamente—


. O de nuevo dentro de ella.

El hombre de verdad se estaba mirando un poco verde sobre las agallas.

—¡Tómalo todo! ¡Merde23! Agador, dale el dinero —silbó el hombre,


echando a su sobrino y casi cayendo en el proceso.

—¿Qué? —chilló su sobrino, mirando bastante picado ahora que el dinero


se había involucrado.

—Vamos, imbécil —incitó el hombre. Miró suplicante a Katherine, o al


menos eso suponía. Su expresión era difícil de leer con todas las arrugas y
pintura—. Son dos mil libras esterlinas, justo como usted exigió. Sólo
devuélveme a mi Belle.

Ella intercambió una mirada perpleja con Sebastian.

23 Merde: mierda en francés.


—Mi buen compañero, no tenemos la menor idea de quién es esta Belle,
en quien está todo el mundo interesado, pero no la tenemos, te lo aseguro —
arrastró Sebastian las palabras.

—¡Belle du Jour! ¡Ma petit carlin! ¡¿Cómo se atreve a jugar conmigo,


connard24?!

—¿Cuántos perros están siendo rescatados esta mañana?, me pregunto,


cerca del cadáver de burch —dijo Sebastian irónicamente—, por mucho que me
encanta ser insultado en francés antes del desayuno, monsieur, creo que ambos
somos víctima del mismo canalla.

—Eso es un poco duro, ¿no? —Vino una voz de entre los arboles de
abedul—. Yo prefiero que me llamen un emprendedor charlatán, lo que estoy
seguro van a entender.

—Suena terriblemente maloliente —murmuró Sebastian.

Katherine intentó no reírse del ingenio de Sebastian, ya que pareció mejor


no animarlo en sus circunstancias actuales. Estaba teniendo éxito bastante bien.
Hasta que el emprendedor charlatán dio un paso a la vista. Entonces no pudo
evitar resoplar un poco. Ese chaleco.

—Oh, buen Señor —respiró Sebastian junto a ella—. Su sastre debería de


ser sacado y dispararle.

El hombre señaló a un asociado, que era casi tan alto y delgado como el
viejo francés, pero definitivamente no estaba vestido de seda y tacones. Su opción
de moda parecía inclinarse más hacia una capa gruesa de suciedad y hollín, que
en realidad era una mejora con respecto al horrible chaleco rojo del otro
compañero, en la humilde opinión de Katherine. Pero pues, difícilmente era una
experta en las últimas tendencias de moda y no se atrevía a juzgar.

Mucho.

El socio arrastraba un gran cofre de madera detrás de él, desde la cual se


emitía una cacofonía de gruñidos y ladridos.

Reconocería esos petulantes ruidos en cualquier parte.

—¡Penny! —chilló corriendo hacia adelante.

—¡Belle! —chilló el francés al mismo tiempo, balanceándose hacia


adelante.

—No tan rápido, señora Mandarin, monsoor le duck. Yo tengo un poco de


negocios por conjugar antes de estar dando a la pequeñita bestia —dijo Chaleco
rojo, quien, a juzgar por su vocabulario, era el autor de la nota de rescate, tirando

24 Connard: bastardo en francés.


su propia pistola fuera de sus pantalones, dirigiéndola hacia la caja—. Tengo dos
partes interminables, en donde hay un poco de comercio, sólo el buen Dios sabe
por qué, y quiero mi embotado o la perra sarnosa morirá.

Bien, eso se había intensificado rápidamente. Deseaba que su pistola


estuviera cargada ahora.

—No hay necesidad de insultos —dijo Sebastian su habitual calma


exasperante—. Pero no puedo dejar de señalar que tú tienes solamente un animal
en esa caja y dos compradores. Estoy desconcertado en cuanto a cómo has llegado
a la conclusión que uno de nosotros va a pagarte por nada.

Chaleco rojo se vio momentáneamente obstaculizado por la lógica de


Sebastian. Se rasco la parte posterior de la cabeza con el extremo de su arma y
consideró su dilema.

—Yo no tenía pensado eso —reflexionó.

—De todas formas, tómate tu tiempo —dijo Sebastian amablemente. Dios,


como lo amaba.

El asociado del hombre, sin embargo, obviamente, dotado de un poco más


de cerebro, se puso impaciente.

—Demonios, Soames. Solamente diles que le dispararás si ambos no nos


dan su embotado. Déjales tratar quién se lleva al engendro del demonio a ellos
mismos después.

Soames le dio a su amigo un buen ceño fruncido antes de apuntar su arma


a la caja de nuevo.

—Lo que dijo.

—Maldita sea —murmuró Sebastian secamente—. Demasiado listo para


nosotros.

—Parece que tenemos una situación de juicio de Salamandra en nuestras


manos —dijo Soames, sonando muy complacido con él mismo.

Eso tomó un momento a Katherine para traducirlo al inglés.

—¿De qué está hablando esta persona? —exigió moonsor le duck.

—Creo que se está refiriendo al juicio de Salomón—aclaró ella, cuando


moonsor le duck continuaba mirando desconcertado.

—Exactamente —confirmó Soames, como si los franceses fueran idiotas—


. Lo que la dama dijo.
—Desde luego no estoy renunciando a Belle o cortándola por la mitad —dijo
el francés con un resoplido altivo—. Ella es de linaje real. Agador, paga al hombre
termina con este disparate.

—Pero…

—Espera —chilló Katherine—. ¿No deberíamos ver por lo que estamos


pagando? Por lo que sabemos él podría tener una rata allí.

—Una rata alarmantemente grande, según se ve —murmuró Sebastian.

—Claramente hubo algún tipo de malentendido —dijo antes de pisar


sobre la bota de Sebastian para callarlo—. La última vez que lo comprobé, el
nombre de mi perro era Penny, y es tan francesa como el pudín de Yorkshire.

—¿Quién es Penny? —exigió moonsor—. No te entiendo.

—Ni yo —murmuró Sebastian.

Soames parecía desgastado mientras estudiaba la caja. Los gruñidos tan


sólo habían empeorado, y la criatura que habitaba en su interior se mantenía
arrojándose contra los lados de su prisión. Causando un alarmantemente ruido
en la madera.

Soames ondeó el brazo hacia su socio.

—Vamos, ábrelo, entonces. Que vean lo mercantil25.

El flaco hombre levantó las manos en señal de rendición, su rostro


palideciendo con la orden.

—Ni por todo el té de sangría de China, Soames. La perra es el demonio.

Soames se encogió.

—Para de decir mi nombre, estúpido. Ahora ábrelo. Justo lo suficiente.


Todavía tengo un objetivo.

Cuando el otro hombre aún se negaba. Soames apuntó la pistola hacia él.
Los ojos del hombre se abrieron, los estrechó ante la traición.

—Bien —refunfuñó—. Es tu funeral, y no te acerque a mío26 para Navidad


este año, Petey. He tenido suficiente.

Se detuvo muy por debajo de la caja y estiró el brazo para que pudiera
levantar el primer pestillo. Una vez hecho esto, saltó hacia atrás y huyó a los
árboles de abedul como si los perros del infierno lo persiguieran. O por lo menos
un grasiento, peludo, sabueso incontinente del infierno.

25 Mercantil: referido a la mercancía, confunde merchandise que significa mercancía con mercantile.
26 Mío: dice “mine” que significa mío en vez de “me” que significa “yo” o “mí”.
—¡Jem! —chilló Soames con exasperación.

Por un momento, la caja estuvo inquietantemente tranquila. Luego, con


un temido rugido de advertencia, la parte superior de la caja de muelles se abrió.

Después de un momento sin aliento, la familiar cabeza de mono peludo


de Penny miró por encima de la parte superior de la caja. No se veía tan mal
después de todo, sólo sumamente disgustada. Vio a Katherine, ladró indignada
y trató de escalar las paredes de su prisión.

Era demasiado gorda para hacerlo.

—Esa no es Belle du Jour —rugió el francés.

—¿Qué? —chilló Soames.

El francés blandió su bastón a la caja.

—Esa… cosa no es ma petit carlin. Es algo callejero asqueroso, si es un perro


siquiera.

—¡Falta! —dijo Katherine disgustada.

—¿Dónde está mi preciosa bug? —exigió moonsor.

Katherine tenía la sensación de que sabía la respuesta a esa pregunta.

Las cosas estaban empezando a tener sentido.

Más o menos.

—¡Agador! ¡Vámonos! —dijo moonsor con un resoplido. Girando sobre


sus talones y tambaleándose lejos.

—¡Qué! —dijo Soames consternado—. ¿Quiere decir que es el perro


equivocado? No te puedes ir hasta que me des mi dinero, y la voy a matar, mira
si no lo haré.

Moonsor le duck parecía bastante a bordo con ese plan, pero Katherine
ciertamente no lo estaba.

Ella levantó la pistola que había estado conteniendo a su lado y apuntó a


Soames intentando detenerlo. Volvió brevemente su atención hacia el duque.

—Espere sólo un momento, monsieur.

—Monsieur Le Duc para usted, señora —esnifó la vieja cabra con desdén
antes de continuar con su salida indignada.

Puso los ojos en blanco.

—Creo saber dónde está su bug. Si le importa esperar hasta que haya
recuperado mi mascota, lo llevare ahí.
El duque se tambaleó en su parada y se apoyó en su bastón con
impaciencia.

—Bien, continúa con esto, entonces.

Volvió su atención a su ladrón y ladeó la pistola con tanta teatralidad como


pudo. Pero Soames resopló ante su arma de fuego, impávido.

—¡Apuesto a que ni siquiera está cargada!

—Pero la mía lo está, inclina las campanas bastardo. —Vino una voz desde
cerca del costado de la carrosa de Katherine. Era Crick. Nunca había estado tan
agradecida de ver al bulldog sirviente de Sebastian. Estaba vestido con una librea
de Armstrong y casi parecía respetable, aparte de la escopeta que tenía en sus
manos. Y su rostro.

—¡Crick! ¡Excelente sincronización! —Totalmente no sorprendido por el


aspecto de su criado.

Era como si hubieran planeado todo esto con anticipación.

Ella se metió el arma con un suspiró.

—Para que lo sepas, Sebastian. Voy a tener un marido que comparta todos
sus planes conmigo, o ningún marido en absoluto. Y sería especialmente útil
compartirlo antes de usar armas descargadas en los criminales.

Sebastian sonrió a la palabra marido. Era tan adorable que tenía medio
decidido tenderle una emboscada con otro beso. Pero tenía que guardar eso —y
otras actividades deliciosamente íntimas— para después, cuando no estuvieran
rodeados por maniáticos y ella pudiera aceptar adecuadamente su propuesta.
Había sido inoportuna y totalmente torpe, pero también había sido perfecta.
Exactamente como debería ser. Casi se la había llevado a Gretna en ese instante,
justo como Montford había hecho a Astrid. Después de todo, ella había
investigado las leyes de matrimonio de Escocia. Pero no abandonaría a Penny a
su horrible destino. Y a ella no le gustaba Escocia en el invierno. El mediterráneo
sonaba como lo indicado.

Además, estaba disfrutando de mantener a Sebastian con un poco en


suspenso.

—Fue usted un excelente señuelo, querida —dijo—. No estaba esperando


la pistola, pero le añadió un buen toque de autenticidad. Y en serio, ¿todos mis
planes? —Hizo un puchero adorablemente—. Debo conservar algo de mi
misterio. De lo contrario se aburrirá de mí.

—Sinceramente lo dudo, querido.

Bien podría haberlo besado, dada su sonrisa que era más brillante que el
sol ante la expresión de cariño.
Soames, que había dejado caer su arma tan pronto como la escopeta había
aparecido en escena, hizo un sonido de disgusto ante su plática.

—Guárdenselo para sus pocentos, dama y caballero. Esto no es Covent


Gardien —murmuró.

—¿Qué quiere hacer con él, milord? —preguntó Crick.

—Llévalo a rastras ante el juez, Crick —dijo Sebastian con un gesto


despreocupado, todavía sonriéndole radiantemente a Katherine.

Los ojos de Soames se abrieron como platos.

—Ahora espere un momento ahí. Que yo sepa no es un crimen pedir


prestado un perro.

—Ese perro es propiedad de lady Manwaring. Eso lo convierte en un


ladrón —dijo Sebastian, finalmente apartando su atención de Katherine con gran
renuencia. Entrecerró los ojos hacia Soames como si mirara el sol—. Aunque el
crimen real aquí es el color de su chaleco. Honestamente, hombre, ¿qué estaba
pensando?

—Fue hecho a medida —resolló Soames. Empujó su dedo en dirección a


Agador, quien había comenzado moverse poco a poco hacia el carruaje de su tío.
Sin su tío—. ¡Fue su idea todo el tiempo! Él me dijió que le quitara la perra al
duquecito de ahí.

Agador se congeló en su huida y le lanzó dagas con la mirada a su


acusador.

—¡Connard! ¡Fils de pute! ¡Esto no fue mi idea! ¡Ese ni siquiera es el perro


correcto! ¡Imbecile!

—¡Agador! ¡Estás hablando inglés! —susurró el duque.

Bueno, algo así.

Agador puso los ojos en blanco con tanta fuerza que Katherine temió que
se le perdieran en la parte posterior de su cabeza para siempre.

—¡Por supuesto que hablo inglés! ¡He vivido en Londres durante treinta
años, tío! ¿Quién cree usted que lleva las riendas de su casa y paga todas sus
cuentas?

El duque resolló, poco impresionado por el histrionismo de su sobrino.

—Dime que este villano está mintiendo y que no participaste en el


secuestro de Belle.

Los hombros de Agador se hundieron en resignación, su ataque de


resentimiento superado tan rápido como había llegado.
Franceses.

—Él iba a traerla de vuelta inmediatamente y reclamar la recompensa que


de seguro usted iba a ofrecer. En cambio, la extravió. Y ahora… esto. —Ondeó la
mano hacia Penny y su captor, disgustado—. Lo que sea que esto sea.

Katherine esperaba que el duque le diera un porrazo a su sobrino en la


cabeza con su bastón, dada su afición por el arma. Sin embargo, en vez de eso
solamente se veía viejo y herido.

Agador, que claramente se había preparado para una paliza, también


pareció sorprendido por la reacción de su tío y tuvo la decencia de parecer
avergonzado de sí mismo.

—¿Pero por qué harías tal cosa, Agador? ¿Después de todo lo que he hecho
por ti? —preguntó el duque con un poco de un titubeo en su voz, su labio inferior
temblando.

Agador hizo un pobre intento de un encogimiento de hombros galo, pero


su labio inferior también estaba temblando.

—¿Dinero? ¿Orgullo? Usted gasta todo en Belle, le dedica todas sus


energías a ella. ¡Yo significo menos para usted que un perro!

—¡Eso no es verdad! —siseó el duque.

Agador se cruzó de brazos y colocó la quijada en un ángulo obstinado.

—No mienta. He visto su testamento. Le ha dejado todo a Belle, ¡y yo no


recibiré nada! ¡Ni un franco!

—Pff —dijo el duque con un gesto desdeñoso—. Sé cuánto fisgoneas, así


que me inventé ese testamento para darte una lección.

El puchero de Agador se profundizó, descontento.

El duque resopló con exasperación.

—Solamente le dejé la mitad a Belle. El resto es tuyo, idiota.

La expresión de Agador se animó considerablemente.

—¿La mitad? —preguntó esperanzado.

—Sí, muchacho codicioso. Y el resto cuando ella muera.

Agador sonrió casi tan brillantemente como Sebastian.

—Por causas naturales, según lo confirmado por mi médico —añadió el


duque. La expresión de Agador se atenuó un poco—. ¡Aunque no te daré nada si
Belle no me es devuelta inmediatamente!
El buen humor de Agador se desvaneció por completo ante la renovada
amenaza de su tío y su puchero regresó.

Sebastian se dirigió a Katherine con una ceja arqueada.

—Si monsoor Le Duck puede ser tan insurgente con el idiota de su sobrino,
¿podríamos replintearnos lo del juez para nuestro ladrón?

Katherine no se sentía tan benéfica. Se acercó a Penny y envolvió sus


brazos alrededor del cuello del pequeño monstruo. Penny se lo permitió a
regañadientes.

—Querida —continuó Sebastian con paciencia—. Sé que está parcializada


hacia la bestia, pero ¿deberíamos enviar al señor Soames a las carracas27 por un
perro y un chaleco?

Soames buscó a su alrededor algunos medios de escape ante la mención


de las prisiones flotantes. Pero su flaco asociado hacía mucho lo había
abandonado a su destino, y la puntería de Crick nunca fallaba en su objetivo.
Katherine casi sentía lástima por el hombre.

Como se estaba convirtiendo en un patrón bastante alarmante, Sebastian


tenía razón. Los tribunales probablemente enviarían a Soames a las carracas, y
luego a algún clima cálido para cumplir el resto de sus días. Si sobrevivía a las
carracas, lo cual era francamente improbable.

Sin embargo. Era Penny.

Cuando Sebastian la vio dudar aún más, recuperó el arma de Soames de


Crick y comprobó la cámara.

—La suya tampoco estaba cargada, querida.

Ella suspiró y compartió una mirada de conmiseración con Crick. Por una
vez, ella y el ayuda de cámara parecían estar de acuerdo.

—Su maestro es un bonachón, Crick.

El ayuda de cámara parecía orgulloso de ello.

—Sí, eso es él. Pero por eso es que me mantiene alrededor, para carga con
el muerto. Puede no merecer las carracas, pero al señor Soames aquí debería
enseñársele una lección, ¿cierto? —Se acercó a la caja—. ¿Si me lo permite,
milady?

Katherine se levantó del lado de Penny cuando captó el plan de Crick.

27A las carracas: The Hulks, buques de prisión, a menudo denominados más precisamente como
prisiones flotantes (por lo general no aptos para navegar), recuperados como una prisión, a
menudo para mantener a los convictos, o a los internados civiles, a la espera de transporte a una
colonia penal. Esta práctica fue popular con el gobierno británico en los siglos 18 y 19.
—Por supuesto, Crick.

Crick empujó la caja sobre su costado, enviando a Penny tambaleándose.


La perra recuperó el equilibrio, se sacudió y luego corrió en la dirección de los
tobillos de Soames tan rápido como su pequeño y gordo cuerpo podía ir. Soames,
todavía en la mira de la escopeta, no podía hacer nada más que quedarse allí y
aceptar su castigo.

Cuando los incisivos de Penny conectaron con carne, Soames aulló de


dolor y cayó de espaldas en la hierba, justo donde ella lo quería.

Ella procedió a ablandar sus tobillos.

—Creo que habría preferío las carracas. —Jadeó él.

Cuando Penny por fin soltó a su víctima y un Soames un tanto magullado


y ensangrentado cojeó hacia los árboles de abedul a lamer sus heridas, con suerte
(aunque dudosamente) después de haber aprendido una valiosa lección,
Sebastian acompañó a Katherine de nuevo a la calle Bruton acompañados de los
dos franceses, el duque ansioso por reunirse con su amada bug.

Penny, con su sed de sangre saciada por el momento, yacía bastante


mansamente en el regazo de Katherine durante el viaje de regreso a la casa
solariega, aunque gruñía si Sebastian se aventuraba demasiado cerca. Lo que
significaba que no tenía ninguna oportunidad de avanzar en los planes de
seducción que había tramado después de su propuesta “menos que exitosa”. Su
labia le había fallado espectacularmente, y había renunciado por completo a
tratar de cortejarla hacia el altar con flores, así que era hora de recurrir a… bueno,
su verdadera lengua para hacer el trabajo. Y otras partes de su anatomía que a
Katherine habían parecido gustarle lo suficiente hace unas noches. No tenía
ninguna duda de que ella lo amaba, pero estaba impaciente por empezar el resto
de sus vidas juntos. Había esperado treinta y tres años por ella, lo cual era tiempo
más que suficiente en su opinión.

Pero por desgracia, Penny era tan eficaz como un cinturón de castidad
blindado, maldita fuera su pequeña alma viciosa.

Su llegada a la calle Bruton precipitó aún más las esperanzas de Sebastian


para una rápida conclusión de todo el asunto. Supo que algo estaba terriblemente
mal cuando el irritantemente eficiente Bentley falló en recibirlos en la puerta.
Tuvo que hacer de mayordomo para el viejo duque, quien caminó
afeminadamente a través del vestíbulo principal en sus talones, quejándose de
los incompetentes sirvientes ingleses todo el camino, su sobrino ceñudo detrás
de él.

Como para demostrar el punto del duque, Polly eligió ese momento para
salir atropelladamente de la sala de estar, con los ojos abiertos y despeinada, con
las mejillas encendidas, su pecho agitado. Sebastian esperaba por el bien de Crick
que la muchacha tuviera una buena explicación para lucir recién revolcada.
Sospechaba que podría tenerla cuando cerró la puerta de golpe y se apoyó contra
ella, bloqueando su camino.

—¡Milady! ¡Milord! —susurró—. ¡Están de vuelta! —No parecía feliz por


ello—. ¡Muy pronto!

Un golpe seco, un aullido canino y una maldición sonaron desde más allá
de la puerta, y Polly se encogió. Penny, despertada de su sueño en los brazos de
Katherine, gruñó a modo de advertencia y se retorció para bajar a investigar.

Los ojos de Polly se ensancharon aún más al ver a la perra y al resto de su


extraña comitiva. Miró al duque por más tiempo y con más intensidad, como
para asegurarse a sí misma que era real, antes de volver a Katherine.

—Tiene usted un visitante extranjero para verle, pero no estoy segura que
quiera ir allí ahora, milady—dijo.

—En el nombre del cielo, ¿qué es lo que está pasando, Polly? —exigió
Katherine.

Polly se sacudió un mechón de cabello del rostro, sus hombros cayendo.

—Nada adecuado para compañía educada, milady.

Un último grito sonó desde más allá, y luego un silencio ominoso


descendió.

El duque cargó hacia la puerta tan rápido como sus talones se lo


permitieron, lo cual no era rápido en absoluto, y sacudió su bastón hacia Polly.

—Esa era Belle. ¡Reconocería su voz en cualquier lugar! Déjeme pasar de


inmediato, muchacha.

Polly sabiamente, aunque de mala gana, se apartó y miró a Katherine


suplicante. Katherine se encogió de hombros sin poder hacer nada mientras
trataba de controlar a una Penny cada vez más agitada.

—¡Tío! —gimió Agador, corriendo para ayudar a su pariente cuando el


anciano cayó hacia delante después de abrir la puerta de la sala de estar de golpe.

El duque golpeó las manos del Agador tan pronto como estuvo de nuevo
en posición vertical y se tambaleó en la sala llamando a su pug, con la peluca
torcida.
Sebastian apenas había logrado acompañar a Katherine y a Penny a través
de la puerta en su busca cuando el duque dejó escapar un agudo grito
desgarrador más adecuado para una soprano de coloratura.

—¡Mis sales, Agador! ¡Oh, Dieu! ¡Mis sales! —gritó, luego se desmayó en
los brazos de su sobrino, su bastón y peluca cayendo al suelo a ambos lados de
su cuerpo.

Katherine, unos pasos por delante de él, vislumbró el horror que el duque
había visto, jadeó, se sonrojó y le cubrió los ojos a Penny con su mano libre, como
para proteger la virtud de la perra. Sebastian se acercó a ella lo suficiente como
para tener una visión clara de la situación al otro lado del diván y jadeó un poco
él mismo ante la escena que vieron sus ojos.

Parecía que Sebastian no era el único en la calle Bruton con la seducción


en el cerebro. Aunque Sebastian no sería tan burdo como para tener a los
sirvientes viniendo sobre él en flagrante delito con su querida. Era simplemente
una ordinariez. Por otra parte, Seamus y Mongrel, (de soltera Belle du Jour)
parecían sumamente indiferentes por su audiencia.

Bentley y un extraño de cabello rubio, ambos con las mejillas escarlata, de


pie sobre los animales, claramente perdidos en cuanto a la forma de proceder.

—Estaban así antes de que supiéramos lo que estaban tramando, milady


—dijo Bentley suplicantemente. Sebastian estaba bastante contento de ver que
algo finalmente había logrado incomodar al adusto mayordomo. Había
empezado a pensar que el hombre era un autómata—. Tratamos… eh, de
separarlos, pero no estamos consiguiendo nada con esto.

Sebastian no pudo contener su resoplido. Katherine le dio un codazo en


las costillas por eso, aunque él pensaba que estaba demostrando una cantidad
loable de restricción dadas las circunstancias. Era lo último que esperaba
encontrar en la sala de estar de la marquesa de Manwaring, sin embargo, era tan
deliciosamente poético, teniendo en cuenta los acontecimientos de la mañana.
Marlowe habría estado extasiado.

—Seamus —regañó él con una sonrisa de superioridad—. ¡Tú, perro!


Veinte
Una Historia De Dos Pelucas

Traducido por Apolineah17

Corregido por Bella’

E
l duque caído pronto estuvo sentado en el diván, su sufrido sobrino
abanicando su marchito rostro con la peluca rosa. Polly, con las
manos empapadas y las mejillas color escarlata, se escabulló con
una excusa murmurada sobre buscar té y otros vigorizantes de la cocina. Crick,
quien los había arrastrado al interior y casi se había ahogado con su lengua ante
la visión de las actividades de Seamus y Mongrel (de soltera Belle du Jour),
también murmuró algo inteligible acerca de los caballos y siguió a Polly, con las
mejillas rojas y los ojos brillosos. Katherine no quería saber que estaban a punto
de hacer esos dos en la despensa.

Seamus y Belle du Jour continuaron con sus asuntos, imperturbables.

Sebastian, el pícaro, parecía totalmente encantado con el procedimiento,


una amplia sonrisa dividiendo su hermoso rostro que ninguna de sus mordaces
miradas podía sofocar.

Katherine también habría estado sonriendo, tal vez incluso riendo junto a
él, si no fuera por el visitante extremadamente indeseable plantado en medio de
la sala de estar, proyectando una sombra sobre el procedimiento. Johann
Klemmer estaba de pie cerca de Bentley, con la misma sonrisa de suficiencia en
su rostro que había llevado en el baile Montford. Únicamente podía pensar en
una razón por la que él había tenido las pelotas de visitar su residencia sin previo
aviso y a una hora tan pasada de moda, y no era para té.

Pero ella había desarrollado algunas pelotas por su cuenta desde que era
esa ingenua chica que él había seducido, y después de ganar el amor
incondicional del canalla del cabello color ébano de pie junto a ella, había
mudado lo último de su vergüenza infundada. Klemmer ya no tenía ningún
poder sobre ella.

Eso no significaba, sin embargo, que disfrutaba de la visión de él en su


casa. La alfombra Aubusson que estaba manchando con su simple presencia
tendría que irse. Bajó la mirada hacia los amantes caninos haciendo sus asuntos,
también en dicha alfombra, e hizo una mueca.
Sí, esa alfombra definitivamente tendría que irse por más de una razón. Ese
mismo día.

Afortunadamente para todos en la habitación, incluso Belle, quien


empezaba a lucir un poco agotada y aburrida por el acto, Seamus al fin concluyó
su negocio con un pequeño gruñido de satisfacción, desmontó a su amada, cruzó
hacia el lado de Katherine, e intentó olfatear juguetonamente las patas de Penny.
El libertino.

Penny no iba a aceptar nada de ello, sin duda habiendo conjeturado por
ahora que había sido traicionada por Seamus con una tarta francesa en su
ausencia. Le gruñó al colonizador hasta que él retrocedió en confusión y se
retorció en los brazos de Katherine hasta que finalmente la dejó en el suelo.
Volvió su parte trasera hacia Seamus y salió indignada bajo el diván haciendo
pucheros.

Katherine no la culpaba. Seamus se había comportado vergonzosamente.

Penny debió haber sacudido la parte inferior del diván, porque el duque
comenzó a agitarse en su estupor. Belle trotó hacia su propietario y comenzó a
lamer sus dedos de forma consoladora. El duque finalmente despertó y se sentó,
derribando a Agador y a la peluca y abalanzando a la pug en sus brazos con un
grito de alivio.

—Ma chère, ¡qué te ha hecho ese perro callejero! —exclamó en el pelaje de


Belle—. ¡Es una violación! ¡Un crimen! —chasqueó.

Belle simplemente lamió la cabeza calva del hombre, evidentemente


recuperada de su violación y lista para seguir adelante, incluso si su amo no lo
estaba.

El duque sintió el punto que ella había lamido con sus dedos huesudos y
palideció debajo de su rostro pintado.

—¡Agador! ¡La peluca! —gritó.

Agador saltó hacia adelante y acomodó la peluca en la cabeza de su tío.

Al revés.

Katherine abrió la boca para decir algo, pero se detuvo cuando vio la
sonrisa de suficiencia en el rostro de Agador. Lo dejaría tener su pequeña
venganza, a pesar de que sus ridículas maquinaciones eran las que habían
empezado todo este desastre en primer lugar. El duque probablemente se lo
merecía.

—Bentley —dijo bruscamente—. Me gustaría que la alfombra fuera


reemplazada hoy. —Echó un vistazo a la mano enguantada de Johann,
descansando sobre la parte superior de un aparador—. Y el aparador también,
por favor. —Johann podía haber perdido su poder sobre ella, pero eso no
significaba que tuviera que tolerar que pusiera sus manos sucias sobre sus cosas.

Bentley enderezó su chaqueta con tanta dignidad como pudo reunir y le


dio un asentimiento antes de salir de la habitación a hacer sus diligencias, con el
rostro todavía escarlata por la vergüenza.

Apartó su atención de los franceses, quienes habían empezado a discutir


una vez más, y se volvió hacia el austriaco. Entrecerró los ojos cuando él se acercó
a ella y la observó de arriba a abajo en una insolente reverencia, luciendo
totalmente satisfecho consigo mismo.

—Milady.

Ella cruzó los brazos y le dio la “Mirada Montford”.

—¿Qué quieres?

Pareció momentáneamente aturdido por su falta de cortesía.


Evidentemente había esperado que ella jugara el juego que había empezado con
su falsa educación. Bueno, iba a tener un rudo despertar.

Su sonrisa disminuyó un poco.

—¿No pueden viejos amigos visitarse entre sí?

Ella miró alrededor de la habitación, incluso se giró en un círculo completo


sólo para estar segura que no se había perdido a nadie.

—No veo ningún viejo amigo aquí —dijo con frialdad.

La sonrisa de él se desvaneció por completo y encontró su gélida


contemplación con una fría suya, sin molestarse en ocultar su verdadera
naturaleza por más tiempo.

—Estás bastante… comprometida esta mañana —dijo—. Tal vez volveré


en un momento más conveniente.

—Tal vez te irás al infierno en su lugar. Estoy segura que serías más
bienvenido allí —regresó.

Lo había sorprendido de nuevo. Tal vez demasiado. Había un destello


reptiliano en esos fríos ojos grises ahora que no había estado allí antes. Querido
Señor, lo había intrigado. Ugh.

No su intención en absoluto.

—Pero, mi querida lady, tengo algunos… documentos suyos que podrían


interesarle —replicó con voz sedosa, deslizándose más cerca de ella como la
serpiente que era.
Ella era la que estaba un poco desconcertada ahora. Hizo una pausa,
pensando de nuevo en su “cortejo” y todas esas estúpidas e ingenuas cartas que
le había escrito, derramando su corazón adolescente.

—Pensé que se las habías vendido a mi padre —escupió con desprecio.

La sonrisa de él regresó. Obviamente pensaba que había ganado algún tipo


de punto. Bajó el bolsillo de su chaleco sólo lo suficiente para que ella viera una
nota amarillenta por la edad con su letra de niña cubriéndola.

—No todas ellas —respondió con suficiencia.

Hubo un tiempo en que su sangre se habría helado ante la amenaza


implícita. Ahora simplemente hervía caliente con ira.

—Querida, no me has presentado a tu… visitante —dijo Sebastian


ligeramente a su lado, aunque la sonrisa que envió en dirección a Johann era todo
dientes, su cuerpo rígido y preparado para la acción. Claramente había deducido
la situación y parecía bastante preparado para defender su honor. No creía que
sería necesario, sin embargo. Ya se estaba volviendo muy hábil en ponerse de pie
por sí misma estos días, sobre todo con Sebastian a su lado, dándole fuerza.

—Este es Johann Klemmer —dijo ella.

Una de las cejas de Sebastian se elevó. Su sonrisa no se alteró, pero algo


inquietantemente frío tomó residencia en ellos.

—Ah.

—El hombre que me sedujo cuando tenía quince años —continuó sin
rodeos.

Johann se atragantó.

—No me digas —respondió Sebastian con frialdad, su sonrisa


endureciéndose aún más.

—Johann —dijo—, este es el marqués de Manwaring.

Los ojos de Johann se abrieron ante el nombre, su jactancia disminuyó


incluso más.

—¿Sebastian Sherbrook?

—Lord Manwaring para ti. —Ouch. Incluso Katherine tuvo que temblar
un poco ante el frío ártico de su tono—. Pero parece que mi reputación me ha
precedido una vez más. Creo que me viste cuando estaba cubierto de pastel —
continuó Sebastian—. Cuando rompí la nariz de mi mejor amigo.
La sonrisa de Johann se había congelado en su rostro mientras miraba las
manos de Sebastian, las cuales había, después de la mención de la nariz rota,
cerrado en puños a sus costados.

—Sí, bueno… —comenzó Johann, sus ojos vagando hacia la salida.

—Johann ha venido aquí hoy a chantajearme con viejas cartas de amor —


continuó conversadoramente.

La fría sonrisa de Sebastian se desvaneció en una expresión de extremo


hastío.

—¿Extorsión? ¿De nuevo? —resopló—. Esta es la segunda vez hoy,


querida, y ni siquiera hemos desayunado aún. Cuán terriblemente aburrido.

—No es justo —respondió.

—Como dije, regresaré cuando no estés tan ocupada… —comenzó Johann,


moviéndose hacia la puerta.

Sebastian chasqueó la lengua y dio un pequeño paso en dirección al


camino de Johann. El austriaco se detuvo y comenzó a retorcerse visiblemente.

—Querida —dijo Sebastian con suspiro molesto mientras miraba de arriba


hacia abajo a Johann—. Sé que me prometí que no programaría ninguna otra cita
al amanecer, al menos hasta Año Nuevo. Pero haré una excepción por ti y
sugeriré que mi oponente escoja sables. Son mucho más precisos que las pistolas.

Johann había comenzado a verse un poco pálido. Se puso bastante pálido


cuando Katherine sacó la pistola que había guardado en su bolsillo de costado
después de la aventura en Hyde Park y la examinó cuidadosamente.

—¿Lo crees? —le preguntó a Sebastian distraídamente.

Sebastian sonrió y tomó el arma de sus manos.

—No en la sala de estar, querida —murmuró—. Piensa en el desorden.

—Pero ya he ordenado una nueva alfombra —señaló.

Sebastian pareció considerar su razonamiento, pero al final sacudió la


cabeza.

—Aun así, sables, querida. He estado soñando con ellos las últimas dos
noches. Nada me gustaría más que llevar uno a través del corazón del canalla.

—¿Corazón? —preguntó escépticamente, ya que no estaba segura que


Johann poseía uno.

—O algo un poco más bajo —concedió él—. Mucho más bajo —dijo,
rodeando su mano en la vecindad general a la que se estaba refiriendo.
Johann hizo un extraño sonido agudo que hizo que los perros aullaran y
cruzó las manos sobre la parte delantera de él indescriptiblemente.

Ella palmeó la mejilla de Sebastian, sonriendo, lo último de su ira ante la


intrusión de Johann desvaneciéndose, mientras miraba los danzantes ojos color
zafiro de Sebastian. Nunca lo había amado más que en ese momento.

—Sigues estando demasiado débil para un duelo, Sebastian —dijo—. Y no


permitiré que arriesgues tu salud. —Extendió la mano—. Tu guante, Sebastian
—exigió.

Él le dio una mirada intrigada a medida que se quitaba el izquierdo y se


lo ofrecía. Ella le agradeció, cruzó los pocos pasos hacia Johann, y le golpeó la
mejilla tan fuerte como pudo. Se sintió divino.

—Exijo el gusto, señor —declaró.

Johann frotó su mejilla roja, luciendo desconcertado ante su repentina


violencia.

Apaciguada por el momento, se giró hacia Sebastian. Quien la estaba


viendo como si le hubieran crecido cuernos, con un extraño sonrojo en sus
pómulos.

—¿Qué? —preguntó, devolviéndole su guante—. ¿No es así como se hace?

Se inclinó más cerca de ella hasta que su aliento hizo cosquillas en su oreja.

—Te deseo justo aquí, justo ahora —susurró—. Repetidamente.

Todo su cuerpo se inundó de calor.

Se enderezó, dándole una amplia sonrisa divertida por el color en sus


mejillas.

—Tal vez así es como se hace en las novelas, querida —dijo en voz normal—
. Pero creo que has hecho tu punto.

—¿Permanecerás como mi segundo?

Su sonrisa se profundizó y le hizo una cortés reverencia.

—Hasta el final de los tiempos, me tendrás, querida —dijo.

Bien.

Su lengua de plata ciertamente se había recuperado muy bien desde el


paseo en carruaje.

—¡No puedes retarme! —gritó Johann con indignación, la enojada


quemadura del guante de Sebastian en relieve contra su tez pálida.

—¿Por qué no? —preguntó ella con frialdad.


—¡Porque eres una mujer! —espetó él.

—Obviamente —murmuró Sebastian poniendo sus ojos en blanco.

—Tendrá que hacer fila, porque ¡yo tendré el gusto primero! —


interrumpió el duque abruptamente, luchando una vez más por ponerse de pie.
Sacudió su bastón hacia Katherine y Sebastian y casi cayó.

—Oh, querido Señor —murmuró Sebastian poniendo sus ojos en blanco.

—¡Tío! —gritó Agador, tirando de él en posición vertical una vez más.

—¡Su… su abominación de tres patas ha violado a mi pobre pug! ¡No


puedo soportarlo! —gritó el duque, sacudiéndose las manos de Agador.

Abominación de hecho. Había tenido suficiente de monsoor el duque. Tiró


del guante de Sebastian y se dirigió en dirección del duque, lista para lanzar el
guante una vez más.

Sebastian la agarró por los hombros y la acercó antes de que pudiera seguir
adelante con el reto.

—¡Espere su turno! —le gritó al duque.

El duque, sorprendido por la fuerza de la orden, se derrumbó de nuevo en


la silla con un resoplido, con su peluca inclinada sobre un ojo.

—¡Grosera! —dijo furioso.

Sebastian regresó su atención a Johann, sin rastro de diversión en su


rostro. Ella no podía decidir si le gustaba más en su habitual despreocupación, o
en momentos como estos, cuando se volvía un poco peligroso.

—Estaríamos más que felices de encontrarte en el campo del honor,


aunque uso la palabra honor muy vagamente en tu caso —dijo Sebastian.

Johann se irguió en toda su estatura, sabiendo cuando había sido


golpeado.

—Eso no será necesario —dijo rígidamente.

Sebastian extendió su mano y esperó.

Johann finalmente captó, sacó la carta de su chaleco, y de mala gana la


colocó en la palma de Sebastian.

Sebastian le dio la carta a Katherine y extendió su mano de nuevo.

Johann suspiró, metió la mano en el bolsillo de su abrigo, sacó un fajo de


viejas cartas atadas con una cinta azul, y lo entregó.
Sebastian no se movió, excepto para entrecerrar los ojos.
Johann palideció, metió la mano en su otro bolsillo, y sacó otro paquete.

Satisfecho, Sebastian se volvió hacia ella con una ceja levantada.

—Muy prolífica, querida.

—Era una chica de quince años de edad —dijo en su defensa, cogiendo las
cartas y lanzándolas a la chimenea apagada.

Sebastian sonrió y se enfrentó a Johann por última vez.

—He escuchado que un barco sale para el Continente cada mañana al


amanecer. ¿Tal vez podría considerar abordar para mañana?

Johann lo fulminó con la mirada, luego se giró para mirarla a ella.


Palideció ante lo que sea que vio escrito en su rostro, el espíritu de lucha
finalmente abandonándolo por completo y salió de la habitación con unas
palabras de despedida.
—¡Esto no ha terminado!

Sebastian chasqueó la lengua.

—Tan tedioso. Como si no hubiera escuchado eso antes —murmuró—.


Tendremos que hacer que Montford se encargue de él, querida. Estará atado a
Baltimore o algún otro destino colonial espantoso después de que su gracia haya
terminado con él. —Tomó su mano y la miró a ojos, la preocupación grabada en
su rostro—. Querida, ¿estás bien?

Ella apretó su mano y le sonrió.

—Muy bien —dijo. Y era la verdad. Johann había bien y verdaderamente


perdido la capacidad de herirla, e incluso si hubiera hecho algo nefasto con esas
ridículas cartas, difícilmente le habría importado. La aceptación incondicional de
Sebastian le había dado el valor para enfrentarse a todos sus demonios de frente
y enviarlos directamente al infierno donde pertenecían. Una vez había pensado
que amarlo, y dejarlo amarla a su vez, terminaría siendo la mayor debilidad de
su vida, pero se había convertido en su mayor fortaleza.

Pero incluso si Johann había perdido su poder sobre ella, tener que lidiar
con él había sido muy molesto. No tenía la paciencia para desperdiciar un
segundo más de su vida en preocuparse por un miserable como él. Aunque…

—No me habría importado una cita al amanecer —admitió—. Me hubiera


gustado dispararle.

Sebastian sonrió lobunamente.

—Cuán maravillosamente sanguinaria, querida. Wellington te habría


amado.
—Yo le daré una cita al amanecer, si eso es lo que quiere, madame —dijo el
duque, tambaleándose hacia ellos con su peluca todavía terriblemente torcida, su
rojo rostro arrugado con apoplejía debajo de sus capas agrietadas de polvo y
colorete.

—Oh Señor, usted sigue aquí —suspiró Sebastian.

Katherine no podía estar más de acuerdo. Ahora que Penny estaba sana y
salva —aunque un poco ofendida por Seamus— quería a Sebastian sólo para ella,
para que pudiera finalmente mostrarle lo mucho que estaba a favor de esa larga
luna de miel en el Mediterráneo.

—Aunque, tendré que involucrar a tu protector aquí, ya que no hago lo de


gritar a las mujeres —continúo el duque con desaprobación.

—¡Protector! —exclamó Sebastian, sus ojos bailando con placer—.


Querida, ¡has sido confundida una vez más por un chipriota! Es un misterio
impenetrable cómo se sigue realizando este tipo de errores, teniendo en cuenta
su vestuario.

—Voy a tener que pedir nada más que seda roja y escotes bajos a mi
modista la próxima vez —dijo ella secamente—.Tal vez entonces podría ser
confundida con la patrona de un Almack.

—¡Seda roja de verdad! ¡Nunca! Yo debería tenerte en un bombasí gris o


nada—declaró él.

—Al último podría estar dispuesta, estoy segura —regresó ella.

Sebastian se ruborizó hasta los dedos de sus pies por su insinuación y


aclaró su garganta. En realidad, lo había dejado sin habla. Se sentía glorioso.

El duque golpeó con su bastón en el suelo con impaciencia.

—¡No voy a ser ridiculizado! ¡O ignorado! Esa bestia se ha aprovechado


de mi querido bug —chilló, empujando el bastón en la dirección de Seamus. Que
se extendía sobre su espalda en un lugar asoleado en una ventana saliente. Belle
se sentó junto a él, bañando su rostro con su lengua, el bug miraba a cualquier
lado menos al aprovechado.

Sebastian resopló con diversión.

—¡Agador! ¡Belle! —chilló el duque cuando diviso el motín de su mascota.

Agador saltó en acción y puso a Belle sobre sus brazos. Ella parecía menos
que divertida de ser interrumpida a la mitad del coqueteo y mordisqueó la nariz
de Agador.

—Ella es de linaje original, en nombre de mi único y verdadero amor,


Anabel, una dama de impecable crianza a sí misma. ¡Dejada al flagelo Jocobino!
—despotricó el duque—. Y la estupenda-estupenda-grandmère28 no era otra que
la misma Coco, la favorita de la reina. Era la última sobreviviente del linaje real,
y ha sido puesta por encima de un perro callejero…

—¡Seamus es un setter irlandés de raza pura, señor! —dijo Katherine,


ofendida.

—¿Irlandés? ¡Irlandés! ¡Dieu! —Jadeó, presionando la huesuda palma de


su mano en su sien y balanceándose sobre sus pies—. Me voy a desmayar
¡Agador! ¡Mis sales! ¡Mis sales!

Agador parecía dividido, mirando entre su tío desmayando y el bug en


sus brazos. Se decidió por ayudar a su tío y dejó a Belle libre. Ella caminó
directamente de vuelta a Seamus, y reanudó su aseo, mucho para el disgusto de
Penny, quien miró al bug codiciosamente desde su guarida.

Agador llevó al nerviosísimo duque a la parte superior a la tumbona,


esquivando su inquietante bastón.

—Por lo menos él no es galés —dijo Sebastian.

Katherine le dio un codazo en las costillas de nuevo.

—¿Qué? —Hizo un puchero frotándose el rostro.

—Mi abuela era galesa —replicó ella.

—Lo siento muchísimo —dijo Sebastian—. Por tu abuela.

Le dio un codazo, un poco más fuerte esta vez, pero él simplemente le


devolvió una sonrisa impertinente. Parecía constitucionalmente incapaz de
ayudarla. El sin vergüenza.

—¿Quién está difamando a los galeses sin mí? —exigió Astrid mientras se
contoneaba dentro de la habitación desde el vestíbulo. Quitándose su guantes y
pelliza. Desde la vista de casi metro y medio de alto el copete blanco flotando
detrás de ella, que había llevado la tía Anabel junto con ella—. Ah, es Sebastian,
debería haberlo adivinado —dijo ella—. ¿Quién en la tierra era el extraño
caballero extranjero que nos pasó en el camino de entrada?

—Él no es un caballero, su excelencia —dijo Sebastian saludando con una


pequeña inclinación—. Simplemente un comerciante vendiendo artículos de
papelería. Barata vieja papelería.

—¡Usando la entrada principal también! ¡Semejante impertinencia! —


respondió Astrid, aunque dejó a sus propios criados volviéndose locos—. Lo cual

28 Grandmère: abuela en fránces.


plantea la pregunta: ¿Dónde está tu personal, Katherine? Bentley no estaba en
ninguna parte a la vista para dejarnos entrar.

—Está preparando una nueva alfombra —contestó.

Astrid observó el Abusson

—¿Qué hay de malo en…?

—No quieres saberlo.

Parecía como que Astrid fuera a discrepar, pero dejó descansar el tema por
el momento y ayudó a su tía abuela a arrastrar hacia arriba a la única silla de la
habitación. Que podría acomodarse a la anchura de su vestido pasado de moda
con crinolina.

—Y esto luce como si tuvieran más compañía —dijo Astrid, corriendo sus
ojos sobre el duque y su sobrino… entonces sobre el duque una vez más
prolongándose en su peluca invertida.

—Ese es moonsor Le Duck —dijo Sebastian aburridísimo—, y su sobrino


Agador. Y él está aquí para establecer una cita con nosotros para el amanecer.
Seamus se ha metido con su bug, y él desea defender su honor.

Astrid ni siquiera parpadeó a la escandalosa historia, ya que estaba muy


acostumbrada a ellas.

—¿Otro duelo, Sebastian, realmente?

—Solamente estoy de pie detrás de la marquesa —dijo.

Astrid sonrió, mirando encantada este inesperado giro.

—Qué interesante.

—Te dije que no voy a pelear con una mujer —bramó el duque, elevándose
desde el sillón, Agador suspiró con resignación y preparó las sales una vez más—
. Y no soy un ave acuática. Soy Guillaume-Hippolyte Aguilard de Robicheaux,
octavo duque de St. Aignan. ¡Y voy a tener mi compensación!

Recalcó sus declaraciones con otro dramático golpe de su bastón y aspiró


un rápido aliento como si planeara continuar.

—¿Billy?

El duque paró en seco por el nombre, y miró alrededor de la habitación.


Sus ojos lagañosos se abrieron y su boca se abrió sorprendida por lo que había
descubierto.

—¿Belle? —susurró. La bug ladró en respuesta. Sin embargo, no estaba


mirando en dirección a su mascota, sino más bien en la dirección de la tía Anabel.
Quien también se había levantado de su asiento y se quedó apoyada en su bastón,
mirando más alerta que lo que Katherine nunca la había visto. Anabel se
tambaleo hacia adelante unos pasos, golpeando su elevadísimo copete al estribor
de su rostro, revelando una tira de piel manchada por la edad no cubierta por el
polvo pasado de moda del que ella, como el duque, parecían a favor.

—¡Billy! —exclamó de nuevo, trayendo arriba su monóculo colgando de


su ojo para la confirmación—. Eres tú ¿no es cierto? ¡Pensé que habías perdido la
cabeza por los campesinos atrás en el 89’!

—Pensé que tú habías perdido la tuya —farfulló.

—¡Dios, pero es el aristócrata francés de la tía! —respiró Astrid con


admiración.

—¡Oh, Billy! ¡Cariño! —La tía Anabel extendió los brazos con señal de
bienvenida.

Sebastian se escabulló fuera del camino de su tambaleante bastón justo a


tiempo para ahorrarse otro ojo negro.

—¡Ma Belle! —chilló el duque. Tambaleándose hacia adelante sobre sus


talones. Todos los demás en la sala contuvieron su respiración, pero el par de
amantes logró colapsar en los brazos del otro, no en la alfombra, sus bastones y
las pelucas chocaron. La de la tía Anabel cayó al piso, dejando al descubierto el
delgado descolorido cabello rojo debajo.

Penny inmediatamente se abalanzó contra la peluca, la sacudió en su


estómago con un rugido temible hasta que estaba muerta luego la arrastró junto
con ella bajo el sillón para atesorarla.

Sin embargo, la tía Anabel no prestó atención a su casco caído. Todas sus
limitadas facultades estaban actualmente centradas en los labios del duque, que
se había unido a sí mismo a su persona junto con sus brazos y sorprendentemente
ágil, una rodilla espantosamente colocada.

Sebastian se atragantó junto a ella y cubrió sus ojos ante la perturbadora


imagen.

Katherine siguió el ejemplo, contenta de que aún no había desayunado.

Sebastian sabiamente les dio la espalda al duque y su amante antes de


dejar caer su mano para mirar a Katherine. Movió las cejas.

—En el lado positivo, al menos podremos dormir por la mañana, ya que


estoy asumiendo que el duelo está cancelado.

—¿Nosotros?

Su sonrisa era depredadora.

—¿Problema?
—¡Para nada! —dijo. Arriesgó una rápida mirada hacia la feliz pareja una
vez más e hizo una mueca. Astrid y Agador teniendo su última intersección con
sus familiares., ya que parecía como si el duque hubiera empezado a enumerar
hacia el piso, la tía Anabel agarrándose a las solapas para salvar su vida—. Creo
que ya no somos necesarios aquí.

—¿Oh? —preguntó con una ceja arqueada.

—De hecho, tengo que mostrarte este delicioso dúo que encontré el otro
día.

Un golpe en seco y varias maldiciones sonaron detrás de él. Miraron la


maraña de cuerpos y faldas de seda, medias cronometradas y bastones ahora
ocupando el suelo.

Penny emergió una vez más y arrebató la peluca rosa de la cabeza del
duque antes de correr de nuevo a la seguridad con sus despojos.

—¿Ahora mismo? —preguntó Sebastian distraídamente.

—En mi dormitorio—aclaró.

Le dio la vuelta.

—Oh. Oh. —Se aclaró la garganta, sus mejillas encendidas y rápidamente


se olvidó de que había alguien más en la habitación salvo ella.

Ella le sonrió y se precipitó fuera a la puerta.

Un momento después, él saltó por encima de uno de los tacones


desechados de moonsor Le Duck y salió tras ella.

Sesenta Minutos Después En El “Aposento” De La


Dama…

La puerta de la habitación estaba firmemente bloqueada contra las criadas,


mozos, perros, franceses con pelucas y duquesas entrometidas. El suelo estaba
cubierto en un campo de batalla bombasí gris, arrugado blanco inmencionable
con manchas de rocío y borlas, un frac Weston arrugado, pantalones nanquín
rasgados, un montón de leontinas de reloj de oro y una pistola descargada. De
alguna manera una corbata medio desenrollada todavía se aferraba tenazmente
al cuello de su propietario desnudo de otra manera, que yacía boca bajo en una
cama deshecha, desgarbado y casi insensato de placer.
Katherine yacía junto a él, enredada en las sábanas de la cama, en una
condición similar. Cuando ella se había tranquilizado un poco, se tomó la libertad
de levantar el peso muerto del brazo de Sebastian, cubriendo sobre sus hombros,
entonces metiéndose en su costado. Él volvió en sí lo suficiente para cambiar un
poco hasta ajustar mejor sus cuerpos juntos, luego se derrumbó de nuevo en su
estupor.

Se tomó su tiempo para disfrutar la vista trasera, mientras estaba


recostado a su lado como desvergonzado en su indolencia como el post-coital
Seamus, piel pálida y elegantes músculos delgados de la parte superior de sus
hombros a los talones de sus pies. Pasó una mano por la deliciosa curva de su
trasero simplemente porque podía.

La tía Anabel había tenido razón. Tenía un culo para morirse.

Dejó escapar un pequeño gemido por sus caricias, y se acurrucó aún más
cerca de ella, metiendo sus rizos negro tinta debajo de su barbilla y articulando
perezosamente en su clavícula.

Era más como un perro. O un cachorro. Un muy alto, cachorro con mucho
sueño. Era una buena cosa que amara a los perros.

—Ridículo —murmuró ella.

—No podría haberlo hecho sin ti —masculló, levantando un brazo antes


de dejarlo caerse contra el colchón, como si hubiera perdido lo último de su
fuerza por el esfuerzo.

—¿De qué estás hablando? —inquirió ella.

—¿De qué estás hablando tú? —murmuró él de regreso, levantando la


cabeza y mirándola con sus ojos lagañosos a través de un mechón de rizos negro
tinta. Sin embargo, él no podía molestarse en mantener esa posición por mucho
tiempo. Pronto dejo caer su cabeza en donde había estado y continuo con sus
lánguidas caricias—. Creo que me has roto —admitió finalmente.

Katherine sonrió con suficiencia en la parte superior de su cabeza y le dio


a su trasero otra pequeña caricia.

—Me pregunto si nuestros huéspedes se han ido —reflexionó.

Él resopló melancólicamente contra su pecho.

—¿Cómo puedes pensar? ¿Fallé en pudrir correctamente tu ingenio?

Ella acarició su cabeza.

—No, fuiste todo lo que era adecuado —replicó.

Resopló.
—Todavía, necesito practicar, querida. Mucha práctica para hacerlo incluso
más adecuado. Permíteme una siesta por un momento y voy a intentarlo de
nuevo.

Ella acarició su cabeza.

—Tu dedicación es admirable, Sebastian. Creo que tú habrías sido un


vividor maravilloso después de todo.

Él gruñó y ambos se movieron a sus lados para que pudiera verla de frente.
Sus ridículos pómulos aún estaban rojos y sus enormes ojos azules todavía un
poco salvajes por el esfuerzo.

—Si alguien de nuestros conocidos es un vividor, es la querida tía Anabel


—declaró—. A pesar de que pensaba que el francés había sido un pirata. —
Parecía ser lamentablemente experimentado en los amantes pasados de la tía
Anabel como era ella. La tía Anabel podía ser muy habladora después de sus
siestas.

—El pirata fue uno antes que el duque —aclaró ella.

—Bien por ella, descarada picaruela —murmuró Sebastian con


aprobación.

—Y después del hijo del carnicero —continúo ella.

Sus ojos se abrieron un poco.

—Mujer ocupada. Pero si insistes, voy a ser tu vividor, querida, ya que


pareces tan aficionada a la especie.

—Preferiría que fueras mi esposo —dijo corriendo sus manos a través de


sus rizos ociosamente—. Pero estoy segura que algo se puede arreglar. Me gusta
el nido de amor en el Soho.

Sebastian lanzó su languidez en un cerrar y abrir de ojos ante la mención


de esa mágica palabra y se incorporó, tirando de ella con él. La agarró por los
hombros y esperó hasta que se encontró con sus ojos. Era un poco de esperarse
al final, tenía que admitir, que incluso con los cortes y contusiones cubriendo su
cuerpo, era una exquisita muestra en la luz del sol. Se tomó su tiempo
catalogando cada centímetro de él, y resolvió envolverlo en algodón en su
primera oportunidad para mantenerlo a salvo de cualquier daño futuro.

Finalmente encontró sus ojos, también exquisitos, y trató de igualar su


expresión repentinamente severa, a pesar de que por dentro estaba sonriendo.

—No juegues conmigo, Katie. No creo que mi pobre corazón pueda


soportarlo. Soy más frágil de lo que parece.
En efecto, parecía bastante frágil para ella. Y perfecto. Y así muy, muy
querido. Ella no podía esperar para estar en la cama, mimarlo y amarlo cada día
durante el resto de sus vidas juntos. Pero no pudo evitar burlarse de él un poco
más. Nunca había tenido a alguien para burlarse antes. Nunca se había sentido
lo suficiente cercana a alguien —lo suficientemente valiente— para disfrutar de
una alegre intimidad. Este era otro regalo que él le había dado e iba sacar el
máximo provecho de ello.

—Pero pensé que ya habíamos colocado las cosas en el carruaje esta


mañana —dijo falsamente—. ¿No nos estamos fugando a las colonias?

Sus bellos ojos zafiro se ampliaron y su boca se movió sin palabras,


atrapado entre la euforia y la consternación.

—O podemos hacer estallar Francia como lo hizo la señora Blundersmith


—continúo ella.

Él parpadeó.

—¿Qué?

—Ella se casó hace años con el marido de su hermana mayor por ahí. Ni
siquiera fue un escándalo de quince días. Además, no me importaría una luna de
miel navideña en el Mediterráneo.

Sus hombros cayeron con alivio cuando sus palabras se instalaron.

—Mi corazón casi explotó. ¡Las Colonias, Katie! —chilló con un dramático
estremecimiento—. ¡Pensé que hablabas en serio!

—Pero habrías ido por mí —dijo satisfecha.

—Por supuesto. Pero no creo que habría florecido en semejante desierto,


incluso por una visita. El Levante era bastante malo. Necesito tiendas de música,
Katie, y un sastre decente.

Ella le acarició la mejilla.

—Pobrecito.

Él agarró su mano y la apretó con seriedad, marcando el fin de las burlas


para los dos.

—Todavía no has dicho las palabras, Katie. ¿Te vas a casar conmigo, o no?

—Nunca he oído hablar de un hombre que esté más desesperado por estar
encadenado por las piernas29 —dijo con imitada exasperación—. Por supuesto

29 Encadenado por las piernas: hace referencia a estar casado.


me voy a casar contigo. Me has enseñado el valor, Sebastian. Y el amor. Nunca
voy a renunciar a ti.

E incluso esas palabras, tan robustas, tan definitivas, parecían inadecuadas


para expresar la profundidad de su amor. Lo que sentía por él era hasta los
huesos, lleno de alegría y para siempre. Más allá de las palabras, así que en cambio
se inclinó sobre él y beso su mejilla, poniendo todo lo que sentía por él en ese
perfecto, pequeño casto gesto.

Su sonrisa era cegadora cuando se apartó. Los tumbó a ambos en la cama


y subió encima de ella, dejándola sin aliento.

No había nada casto o pequeño en su gesto. No es que ella se quejara.

—Vamos a mantener el nido de amor en el Soho —dijo él entre besos—,


ya que sé lo mucho que significa para ti.
CODA
Cuando Sebastian No Se Casó Con Su Pianoforte
Después De Todo

Traducido por LizC

Corregido por Beatrix85

Londres, calle Bruton


Dos años y medio después…

S
ebastian se dirigió hacia el dormitorio por vigésima vez en los
últimos dos minutos y se detuvo justo antes de golpear la puerta
cerrada. Gruñó a la madera y volvió sobre sus pasos por el pasillo,
donde Crick y Polly permanecían en vigilia silenciosa junto con Penny, Seamus,
Ludwig y Waldstein… los dos últimos resultados de la cita escandalosamente
pública de Seamus con Belle du Jour. Todos ellos, incluso Penny, lo estaban
observando con un poco de preocupación, cosa que no hizo nada para calmar sus
nervios.

Desde que había sido interceptado con su sastre por un Crick agitado, que
le había contado la historia indeseada del colapso de su esposa en el hospital de
mujeres Aldwych, había estado alternando entre estar frenético por la
preocupación y petrificado por el miedo. Crick no se molestaba en ponerse
verdaderamente angustiado por nada menos que la guerra o una enfermedad
extrema. Desde la Península, la única vez que Sebastian había visto a su criado
llevar tal expresión fue cuando Polly casi había muerto de fiebre puerperal
después de tener a su primer hijo el pasado otoño. Así que, si Crick pensaba que
la condición de lady Manwaring era digna de preocupación, entonces maldita
sea, así era.

Sebastian sabía que Katherine no había estado sintiéndose bien incluso


antes de que hubieran viajado desde Briar Hill a Londres la semana anterior, y
deseó haber insistido en que ella se quedara en el país. Pero había estado tan
susceptible a esa sugerencia como lo estaba a tocar sus odiados études Czerny,
determinada a ver sus obras de caridad en la ciudad. Por qué su esposa no podía
ser un poco menos generosa y un poco más egoísta con su tiempo era algo que
iba más allá de él.

Sebastian se pasó una mano temblorosa por sus rizos enredados y gruñó
con frustración.

—¿Qué demonios les está tomando tanto tiempo, Crick? —exigió.

—Han pasado diez minutos, milord —replicó Crick—. Dele tiempo al


doctor para hacer su trabajo antes que decida explotar.

Sebastian dejó escapar un suspiro impaciente y golpeó la cabeza


ligeramente contra la pared más cercana. La presencia del doctor Lucas no hacía
nada para tranquilizarlo, aunque sabía que estaba siendo ridículo. Incluso
después de todo este tiempo, Sebastian todavía tenía la terrible sospecha (es
decir, estaba celoso) de las capacidades de ese distinguido bigotudo canoso en
cuanto al trato con los pacientes. Ciertamente no hacía nada para aliviar su
ansiedad, saber que el médico que una vez había tenido un sentimiento por su
esposa ahora estaba asistiéndola en su lecho de enferma. Sin él. Parecía un
conflicto terrible de interés, pero por desgracia, el doctor Lucas era el mejor
matasanos de la ciudad. Sebastian no podía confiar la salud de Katherine a nadie
menos que el mejor.

Pero eso no significaba que tuviera que gustarle.

—Maldito bigotudo —murmuró contra el yeso.

En ese preciso instante, la puerta del dormitorio se abrió y el doctor Lucas


y su bigote surgieron con maletín en mano, su rostro impasible incluso cuando
la colección de perros con ansiedad se lanzó a sus talones mientras caminaba por
el pasillo.

El médico echó una mirada al rostro de Sebastian, suspiró y negó.

Sebastian casi podía sentir su corazón desplomarse al suelo.

—Vaya a ver a su esposa —dijo el médico gravemente, dándole una


palmada en el hombro con firmeza, como para darle fuerzas.

Oh, Dios.

Sebastian se tragó el nudo en la garganta y se tomó un minuto para


recobrar la compostura antes de entrar en el dormitorio. Los perros no tuvieron
ningún tipo de escrúpulos. Se abalanzaron en la habitación antes de que él
pudiera detenerlos. Penny fue directo a su lugar debajo de la cama, y Seamus,
después de lamer los dedos de Katherine en señal de saludo, se dirigió a las
ventanas hacia su lugar soleado favorito. Los dos inmensos cachorros, sin
embargo, saltaron sobre el colchón y atacaron el rostro de Katherine con sus
lenguas, gimoteando en angustia, sus colas en constante movimiento tan
furiosamente que toda la cabecera de la cama se sacudió.

Habían heredado su tamaño de su padre.

Horrorizado, los echó de la cama y fuera de la puerta, cerrándola con


firmeza contra ellos. Ellos chillaron de indignación y arañaron la puerta, pero por
una vez no se conmovería por su pantomima. Él tenía mayores preocupaciones
en el momento que velar por su comodidad. Volvió a la cama y se sentó al lado
de su esposa. Tomó su mano fría entre la suya, el nudo en la garganta cada vez
mayor. Ella estaba apoyada contra las almohadas en su bata, viéndose pálida y
totalmente delicada para su gusto.

—Mi querida… —comenzó, tragando alrededor de su temor.

Ella apretó sus manos y puso los ojos en blanco ante la preocupación que
vio en su rostro.

—Deja de preocuparte tanto, Sebastian —dijo con una suave


exasperación—. Difícilmente estoy muriendo.

Él dejó escapar un suspiro de alivio, el peso del universo elevándose de


sus hombros. Maldijo la cara de póker del doctor Lucas de vuelta al infierno. El
muy desgraciado.

—¿Cómo iba a saber eso? —replicó él con un pequeño puchero. Ella amaba
sus pucheros, así que le regalaba uno siempre que se presentara la ocasión—. Tu
matasanos se veía como si estuviera en un velorio cuando salió de la habitación.
Casi me dio una apoplejía.

Ella sonrió débilmente.

—Simplemente te estaba tomando el pelo.

No muy decoroso de su parte.

—Me odia por arrebatarte de sus manos —declaró.

—Rufián —murmuró ella, acurrucándose entre sus almohadas—. Eso fue


hace mucho tiempo. Además, está comprometido.

—Bueno, ya era la maldita hora que siguiera adelante —murmuró.

—Con la ex compañera de lady Blundersmith, aquella que Marlowe


contrató como institutriz en la primavera pasada. —Ante su mirada en blanco,
ella hizo una mueca en exasperación—. Debes recordarla, esa pequeña alhelí que
su señoría mantuvo desmayada cuando arruinaste el baile de los Montford hace
dos inviernos por romper la nariz de tu mejor amigo.

Se levantó indignado. Ella nunca iba a dejar eso atrás.


—No arruiné nada. Astrid estaba extasiada de alegría durante semanas,
ya que hicimos que se hablara en la ciudad del baile de lo contrario mortalmente
aburrido.

—Hasta que volvimos de Francia —le recordó Katherine.

—Ah, sí. No fue eso muy divertido —dijo con sequedad—. Gracias a Dios
por la tía Anabel y monsoor Le Duck al hacer un espectáculo de sí mismos. De lo
contrario me pregunto si las hojas de chismes jamás habrían apartado su atención
de nosotros, a falta de una plaga bíblica.

—Bien está lo que bien acaba —dijo Katherine en respuesta, dando unas
palmaditas en su mano y viéndose bastante lista para tomar una siesta por la
tarde, sin explicarse más allá.

Bueno, su pequeño tópico no estaba mal, al menos ante el drama de hoy.


Así como una vez había predicho, su matrimonio había sido una mera maravilla
de quince días, no es que le dieran mucho crédito a lo que piensan otras personas
de ellos. Después de una boda francesa y una luna de miel navideña en el
Mediterráneo, se habían esfumado rápidamente a Briar Hill con sus perros,
sirvientes y pianos, y se instalaron en el campo, lejos de las malas lenguas de
Londres.

No es que su vida matrimonial había estado enteramente libre de


escándalo desde entonces. Cuatro meses después de la ruina de la alfombra
Aubusson en Bruton Street y justo después de su traslado a Briar Hill, Agador
había aparecido en su puerta sin avisar con tres bultos de pelos y dientes
retorciéndose.

Al parecer, el duque tenía poca utilidad para los retoños de Seamus y los
echó al cuidado de su padre tan pronto como fueron destetados.

Por desgracia, Seamus había demostrado ser extremadamente


desinteresado en la paternidad. Pero, en un movimiento que sorprendió a todos,
Penny había dado la bienvenida a los cachorros en el hogar, algún instinto
maternal latente después de haber sido conmovida por los tres bultos marrones
retorciéndose. Era inexplicable, pero, por otro lado, todo sobre Penny era
inexplicable.

Una semana más tarde, Agador había aparecido en su puerta de nuevo y


le pidió de regreso uno de los cachorros. Al parecer Belle du Jour había iniciado
una huelga de hambre, sin consuelo alguno al haberle sido arrebatado sus bebés,
y con toda razón. El duque finalmente había visto el error de sus métodos y había
cedido a las demandas de su preciosa cachorra.

Ella era de linaje real, después de todo.


Después de un poco de pelea con Penny, habían regresado a la única
hembra de la camada a los brazos resignados de Agador. Difícilmente podían
separar a una madre de su descendencia, por mucho que adoraran a la cachorra.

El duque, algunos meses más tarde, había inscrito al nuevo cachorro en su


testamento, para gran molestia de Agador.

El escándalo no terminó ahí. Antes de que Agador se hubiera ido esa


segunda vez, les había dado la invitación a la próxima boda del duque en St.
George Hanover Square. La boda, que tuvo lugar después esa primavera, fue el
más elaborado espectáculo absurdo que alguna vez habían atestiguado, con la
novia y el novio luciendo pelucas casi tan altas como ellos y dos veces más
pesadas, sus cuellos balanceándose alarmante bajo el peso. A medida que el pièce
de résistance de la jornada, Montford, que valientemente medio había llevado,
medio arrastró, a la novia senil por el pasillo, había recibido de ella un pellizco
en su trasero por su trabajo, frente a la iglesia abarrotada.

Sebastian había reído durante varios días al recordar la mirada en el rostro


de su amigo.

Las cosas habían sido bastante tranquilas desde entonces. Mientras él


fuera capaz de escapar a Londres de vez en cuando a visitar a su sastre y a la
modista de su esposa (ya que había puesto con mucho gusto sus decisiones de
vestuario en las capaces manos de su marido), Sebastian estaba más que feliz de
viajar hasta la finca para visitar a sus inquilinos y hacer mejoras hasta el final de
sus días. Se había hecho un condenado buen marqués en los últimos dos años,
sorprendiendo a todos, incluso a sí mismo.

Y aunque todo el mundo, incluyendo su esposa, le había dicho que estaba


loco por hacerlo, había invertido las ganancias que había hecho de la finca ese
primer año en la nueva línea de barcos transatlánticos de sir Wesley Benwick.
Había hecho una maldita inversión, suficiente para mantenerlos en arpilleras y
bombasí para toda la vida. Nadie le había dicho que estaba loco de nuevo.

Aparte de su esposa. Ella lo llamaba loco con bastante regularidad, y él


estaba bastante contento de dejarla.

Su éxito como un marqués y un inversor le dejaba la mayor parte de su


tiempo para sí, lo que era lo único que le importaba al final. Pasaba la mayor
parte de esas horas en compañía de su nueva esposa, sobre todo en sus aposentos
privados. Le gustaba pensar que ambos estaban compensando las décadas de
celibato entre ellos. Era, a veces, un trabajo agotador, por lo que de vez en cuando
se ponían a tocar sus pianos o a caminar por los jardines con su creciente
colección de perros.
Y Petunia el cerdo, por supuesto, que por suerte comenzó a suavizarse en
su senectud. Sólo había perseguido a Sebastian hasta un árbol una vez desde que
se habían reunido en Briar Hill.

De hecho, se habían instalado en una cómoda, casi ordinario, estilo de


vida.

Hasta ahora.

—Bien está lo que bien acaba, excepto que no estás bien, querida —dijo él,
acariciándole el cabello, negándose a ser dejado por fuera—. El hecho de que no
estás en tu lecho de muerte, aún, no es muy tranquilizador para mí como
consideras que debería ser.

—¿Me veo tan terrible? —murmuró ella, apoyándose contra sus caricias.

—Te ves muy poéticamente pálida, querida —le aseguró—, Y estás a todas
luces desmayándote en lugares públicos. Pero la última vez que comprobé no
estaba casado con una doncella desfallecida sacada de algún poema de
Christopher Essex.

Ella puso los ojos exageradamente en blanco ante eso.

—Estás enferma, y exijo que me digas lo que está mal antes de ir a cazar al
doctor Bigotes y retorcerle el cuello por una respuesta —dijo con firmeza.

—¡Doctor Bigotes! —exclamó ella, con los ojos desorbitados con asombro.

Hizo un gesto en la dirección vaga de su propio cabello.

—Doctor Lucas —insistió—, y todo ese condenado y distinguido vello


facial.

Sus ojos se estrecharon a modo de regaño, aunque sus labios temblaban


con diversión apenas disimulada.

—La prueba final de que, efectivamente, me he casado con el hombre más


ridículo del reino. Estás celoso de los bigotes de un hombre.

Ni siquiera se molestó en negar eso último.

—¿Ridículo? ¡Ja! Déjame informarte que soy el hombre más guapo del
reino. Salió en el Times.

—Oh, entonces debe ser verdad —murmuró, dando un golpecito a su oreja


con la punta del dedo juguetonamente—. Y tu título se extiende a Londres, no a
todo el reino.

Descartó su argumento totalmente semántico.

—Entonces, no lo niegas.
—Aún no. Voy a reservarme el juicio hasta que vea cómo se compara tu
hijo. Eres una criatura tan vanidosa, Sebastian, no sé cómo terminé contigo.

Él olió y acarició su cuello.

—No soy vanidoso —protestó—. Sólo sé cuán aficionada eres de mis finos
ojos y mi perfil griego. Sólo deseo preservar mis mejores activos para tu placer,
querida. No son nada para mí.

Ella pasó sus dedos sobre los bordes de sus ojos y dio un pequeño
resoplido evasivo.

—A tus finos ojos le están saliendo patas de gallo.

Sus propios dedos de inmediato se dispararon a su rostro para comprobar


su acusación. No podía sentir nada anormal, pero tendría que mirar en un espejo
más tarde sólo para asegurarse.

No es que le importara ni un ápice que su rostro estuviera mostrando un


poco de desgaste por el uso. Ya no era precisamente un hombre joven.

—Y creo que veo algo de gris apareciendo por aquí —dijo ella, pasando
los dedos por sus rizos.

Él prácticamente se derritió en su contra. Siempre lo hacía cuando ella


tocaba su cabello, incluso cuando le estaba tomando el pelo.

—Pues bueno, querida, tal vez será finalmente el momento de darle una
gran pelea al buen doctor con mi propio bigote distinguido.

—Sin bigotes, Sebastian. Definitivamente voy a dibujar la línea con eso.

Estaba seguro que podía convencerla con el tiempo sobre ese tema, así que
lo dejaría pasar por el momento. Ahora que sabía que su esposa no estaba en
peligro inminente con una fecha de expiración, se sentía un poco juguetón,
viendo que ambos estaban en la cama. Tal vez no estaba para mucho más que
recibir mimos en el momento, pero con mucho gusto tomaría lo que pudiera. Se
subió sobre el colchón a pesar de sus botas y se relajó en sus brazos, disfrutando
de sus caricias perezosas.

Unos minutos más tarde, se incorporó de golpe, los latidos de su corazón


suspendidos en su pecho, con el cabello desordenado salvajemente alrededor de
su cabeza, y sus ojos abiertos por completo y sin parpadear mientras miraba
boquiabierto a su esposa.

Ella le estaba sonriendo. La muy descarada. Astrid la estaba contagiando


demasiado como para su tranquilidad. Estaba seguro que Katherine no había
aprendido cómo burlarse de él sin piedad alguna por su cuenta.
—Dijiste… —Se aclaró la garganta repentinamente seca como el polvo—.
Dijiste que te reservarías el juicio. Hasta que no vieras cómo se compara mi hijo.

Ella arqueó una ceja.

—Bueno, podría ser una hija, en cuyo caso tu título permanecerá sin
competencia alguna.

—Tú… tú… —Por una de las pocas veces en su vida, estaba casi sin
palabras—. Te desmayaste porque estás…

Su sonrisa se convirtió en una sonrisa plena, y ella tomó su mano y la puso


sobre su vientre.

—Mantente al día, Sebastian. Vamos a tener que visitar a la modista


mientras estamos en la ciudad. Mi armario está poniéndose terriblemente
apretado. Pensé que era porque estaba comiendo demasiado pastel.

—Pensé que no era posible… —murmuró.

Algo doloroso pasó por su expresión, y él quiso besar esos persistentes


malos recuerdos para siempre.

—Igual yo. Pero al parecer, el médico de mi padre estaba muy equivocado


todos estos años. El doctor Lucas dice que ya tengo unos cuatro meses. —Su
sonrisa volvió con toda su fuerza—. Y que tengo que comer más pastel.

Bueno.

—Eso definitivamente se puede arreglar, querida —dijo, loco de alegría.


Él no habría creído posible que pudiera ser más feliz con su vida cuando despertó
esa mañana enredado con su amada esposa, pero ella había demostrado una vez
más que estaba equivocado—. Tendré unas palabras con Montford
inmediatamente y exigiré que ordene el pastel más grande de la historia en su
siguiente baile.

Ella lo besó con ternura.

—Sin narices rotas esta vez, Sebastian, y definitivamente nada de sangre.

—Por supuesto que no, querida —dijo mientras la besaba de nuevo con
una sonrisa—. Arruinaría por completo el sabor cuando me pases la lengua para
limpiarme.

Ella sacudió la cabeza con fingida exasperación.

—Ridículo.

Él sonrió contra su piel.

—Creo que quieres decir romántico, querida.


FIN
Próximo libro

Después de que la última desgracia del vizconde Marlowe deja a la


señorita Minerva Jones sin su puesto de docente, él la contrata como institutriz
para sus gemelos. Marlowe se encuentra a sí mismo cayendo en la trampa de la
ratoncita de biblioteca, un desarrollo alarmante para un hombre que casi se
derrumba por su desastroso matrimonio. ¿Puede arriesgar su corazón sin
desmoronarse otra vez?

Minerva preferiría ser empleada por alguien que no sea el desastre


andante que es el vizconde Marlowe, pero ella encuentra un hogar en la casa
excéntrica de Lord Marlowe, y pierde su corazón no solo con los gemelos, sino
también con su padre imposible. ¿Tendrá oportunidad con el vizconde?

Sin embargo, justo cuando su final feliz está a la vista, Minerva descubre
el secreto más celosamente resguardado de Marlowe, con resultados desastrosos.
¿Podrá alguna vez perdonarlo por su engaño?
Advertencia: También incluye un duque malvado, amigos entrometidos, un dios
griego cachondo y un grupo de ladrones rabiosos.

The Regency Romp Trilogy #3


Nota de la Autora
¿Exactitud histórica? ¿Qué? No me avergüenzo de admitir que tengo otras
prioridades al escribir. Como el cotorreo. Y el romance. Y las risas. Pero me
esforcé más por Virtuous Scoundrel, puesto que había un elemento en la trama que
era un tanto preocupante. Concretamente, si es que en realidad habría sido
posible para mi héroe y mi heroína el casarse, considerando que ella había estado
casada con el tío del él (¡jadeo!). Eso iba a ser un gran obstáculo en mis planes si
no era posible. Por suerte, después de un poco de investigación, descubrí que sí
lo era. Gracias, Internet.

Aunque no técnicamente ilegales según la ley civil de aquél entonces, los


matrimonios que quedaban fuera de la ley canónica (tal como el matrimonio de
un hombre con la viuda de su tío) habrían sido rechazados (de ahí que se fugaran
a Francia para evitar el escándalo) y podrían haber sido impugnados,
especialmente cuando se trataba de asuntos de herencia. Sin embargo, la Ley de
Matrimonios de 1835 hizo indisputable cualquier matrimonio “irregular” previo
a esa fecha, mientras al mismo tiempo hacía ilegal cualquier matrimonio futuro
que rompiera dichas leyes de afinidad después de esa fecha.

Así que Katherine, Sebastian y sus herederos de hecho podrían vivir felices
para siempre con ayuda de la colosal fortuna que él eventualmente haría de sus
inversiones con sir Wesley Benwick en los ferrocarriles.
Sobre La Autora
Maggie Fenton es una ávida lectora, reseñadora y escritora de romance en
medio de su trabajo como
músico profesional. Ha sido
profesora de música, músico
acompañante profesional,
quesera, mesera, ayudante de
cocina e instructora en la
universidad… entre otras
cosas. ¡Pero es mejor conocida
por su trabajo como
estudiante profesional! Acaba
de terminar su maestría en
Interpretación de Piano, y
antes de eso obtuvo su
maestría en Literatura
Inglesa.

Ahora escribe libros


para ganarse la vida y lo
considera el mejor trabajo del
mundo. Pero si no le
funciona, piensa hacer una
tercera maestría. También escribe romance steampunk victoriano bajo el
seudónimo de Margaret Foxe, y ha gozado de cierto éxito como escritora auto
publicada en ese género. Espera gozar de mucho, mucho más.

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Créditos

Moderadora
Otravaga

Traductoras
âmenoire HeythereDelilah1007 Mariandrys Rojas
Apolineah17 LizC Osbeidy
Flochi Lyricalgirl Otravaga
Gemma.santolaria Rihano

Correctoras
âmenoire ErenaCullen Nanis

Beatrix85 Flochi Simoriah

Bella'

Recopilación y Revisión Final


LizC, Nanis y Otravaga

Diseño
Evani

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