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Créditos

Traducción
Celaena S.

Emotica G. W

Pripri2408

Corrección y Recopilación 3
Rose_vampire

Diseño y Diagramación
Bruja_Luna_
Índice
Índice __________________________________________________________________ 4
Capítulo 1 _______________________________________________________________ 5
Capítulo 2 ______________________________________________________________ 31
Capítulo 3 ______________________________________________________________ 51
Capítulo 4 ______________________________________________________________ 72
Capítulo 5 ______________________________________________________________ 95
Capítulo 6 _____________________________________________________________ 110
Capítulo 7 _____________________________________________________________ 132
Capítulo 8 _____________________________________________________________ 154
Capítulo 9 _____________________________________________________________ 173
Capítulo 10 ____________________________________________________________ 190 4
Capítulo 11 ____________________________________________________________ 208
Capítulo 12 ____________________________________________________________ 223
Sobre La autora_________________________________________________________ 239
Capítulo 1
—¡Tía, es escandaloso!

Lady Gracebourne suspiró cuando se encontró con los ojos tormentosos de


su sobrina. Sabía que Diantha se tomaría mal la noticia, pero no esperaba la
explosión de ira que la había recibido.

—No, querida —trató de explicar pacientemente—, habría sido escandaloso


si Charlotte no hubiera regresado con su esposo.

—Eso es lo que dirá el mundo —estuvo de acuerdo Diantha—, pero yo digo


que es inconveniente obligar a una mujer a vivir con un hombre que se ha
comportado como lo ha hecho Farrell, simplemente porque un pedazo de papel
dice que es su marido.

—No solo un trozo de papel, querida —dijo Lady Gracebourne con


suavidad—. Ahí están los cuatro niños, ya sabes. Y, además, —se apresuró antes de 5
que su magistral sobrina pudiera hablar—, nadie está obligando a Charlotte.
Quiere volver a Farrell. De hecho, dice que tal vez nunca lo hubiera dejado si no la
hubieras convencido de que ninguna mujer podría vivir con un hombre que
hubiera hecho tal cosa.

—Ciertamente, ninguna mujer decidida podría —afirmó Diantha.

—Pero la pobre Charlotte no es decidida. Todavía le tiene mucho cariño a


Farrell, aunque sé que piensas que es sorprendentemente débil.

—Después de lo que ha hecho, ciertamente lo hago —dijo Diantha con


firmeza.
La tía y la sobrina estaban sentadas en la sala de estar de la Casa
Gracebourne en Londres. El brillante sol de verano que las iluminaba enfatizaba su
parecido familiar. Ambas tenían ojos azul oscuro y rasgos móviles y expresivos.
Ahí terminaba el parecido. El rostro de Lady Gracebourne era apacible y sus ojos a
menudo parecían desconcertados, mientras que el aire de Diantha era decidido y
su barbilla, aunque delicada, tenía líneas más firmes de lo que se consideraba
apropiado en una joven dama.

Comúnmente se le llamaba belleza y con cierta justicia. Su cuello era como


el de un cisne, sus rasgos finos y su tez sedosa. Pero nada de esto ocultaba sus
considerables desventajas. Hablaba demasiado, lo que hubiera importado menos si
sus opiniones no hubieran sido tan escandalosamente expuestas. Pero de alguna
fuente desconocida había absorbido un espíritu liberal, bastante impropio para
alguien de su edad y sexo. Su inteligencia era aguda, pero le faltaba la astucia
femenina para disimularla y si no hubiera sido una gran heredera, su tía se habría
desesperado para que se casara.

Diantha Halstow tenía veinte años en ese verano de 1814, una edad tardía
para que una chica de su apariencia y expectativas permaneciera soltera. Pero no
era tarea fácil encontrarle un marido adecuado, pues mientras su madre había sido
una dama de buena familia, su padre era hijo de un banquero. Su vasta riqueza 6
formaba su herencia. Se podría haber pensado que la fortuna de la señorita
Halstow merecía al menos un título, de no haber sido por el olor de la pobreza que
se adhería a su cartera.

Había, por supuesto, hombres cuyas obligaciones eran lo suficientemente


apremiantes como para hacerles pasar por alto la ascendencia de la señorita
Halstow. Lord y Lady Gracebourne custodiaban a su sobrina con cuidado, listos
para despedir a aquellos que ofrecieran deudas, pero sin rango para compensarlas,
pero su estricto cuidado era innecesario. Cualquier hombre que intentara
enloquecer de amor a Diantha se encontraría confundido por dos ojos llenos de
diversión. La señorita Halstow no tenía inclinaciones románticas. Incluso se la
había oído poner en duda la existencia misma de la pasión duradera.
Era este cinismo impropio de una dama lo que había causado la disputa con
su tía. La hijastra de Lady Gracebourne, Charlotte, había declarado esa mañana su
intención de dejar la casa de sus padres para regresar con su esposo descarriado,
pero arrepentido. Así como se llevaría a sus cuatro hijos indisciplinados, cuyo
principal placer consistía en hacerles la vida horrible a sus mayores, solo Diantha
se opuso a que se fueran.

—Realmente no sé qué más crees que debería haber hecho la pobre


Charlotte —protestó Lady Gracebourne—. Por supuesto, su lugar está con Farrell y
realmente ella, quiero decir, ellos no podrían haberse quedado aquí.

—Esos muchachos siempre se portaron bien conmigo —dijo Diantha,


interpretando correctamente este último comentario.

—Eso es porque jugabas al críquet con ellos todo el tiempo —replicó Lady
Gracebourne animadamente—. Tu tío estaba muy disgustado con el estado del
césped, sin mencionar la ventana de la biblioteca.

Diantha se rió entre dientes.

—Sin embargo, no les disgustó que los mantuviera fuera de su camino.

—No, querida, y estoy segura de que todos te lo agradecimos. Cómo habría 7


sido la vida si alguien no hubiera sido capaz de controlarlos —Ella se estremeció
elocuentemente.

—En cualquier caso —continuó Diantha—, no era el cricket lo que lo hacía.


Era simplemente una cuestión de ser firme, que es lo que Charlotte nunca es con
Farrell.

—No es fácil ser firme con un hombre —dijo Lady Gracebourne


mansamente—, especialmente si uno lo ama.

—Ahí está ¡Lo sabía! ¡Amor! Charlotte se casó con Farrell por amor y desde
entonces ha sido tan débil como el agua con él.

—Querida, te ruego que no digas tal cosa. Es de lo más impropio.


—¿Pero por qué? Toda la sociedad se burla del amor. El primo Bertie lo
llama una trampa para tontos y yo también lo creo.

Lady Gracebourne soltó un pequeño grito, aunque era difícil saber si era por
las creencias poco femeninas de su sobrina o por el recuerdo de su pariente
sinvergüenza.

—Lo que tu primo cree y lo que tú digas son cosas muy diferentes. Es un
caballero.

—No según el tío Selwyn —declaró Diantha irreprimiblemente—. Le he


oído decir que a Bertie se le podían llamar muchas cosas, pero que caballero no
estaba entre ellas.

—Quise decir, como muy bien sabes, que Bertie es un hombre y sus
opiniones no son adecuadas para ti.

Diantha ladeó la cabeza y habló de una manera recatada que le advirtió a su


tía que algo terrible se avecinaba.

—¿Quieres decir que está bien que Bertie diga que el amor es algo bueno
con una potranca relámpago, pero que el Señor lo salve de que una virtuosa...?
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—Diantha —chilló Lady Gracebourne—. Guarda silencio de inmediato y
dime cómo se atrevió Bertie a decir tal cosa delante de ti.

—Bueno, no puedo hacer ambas cosas, querida tía. —Diantha se rió entre
dientes.

Lady Gracebourne recogió su dignidad destrozada a su alrededor.

—Responde a mi pregunta. ¿Cómo Bertie se atrevió a decir esas palabras al


oído de una joven, incluso?

—Él no sabía que yo estaba escuchando. Pasaba por delante del salón de
fumadores del tío Selwyn y la puerta estaba entreabierta.

—Deberías haberte ido al instante.


—Lo sé. Y no lo hice. Es muy impactante. ¿Qué van a hacer conmigo? Pero
verás, no tengo ninguna delicadeza y estaré en tus manos para siempre.

—No es un tema para tomar a la ligera —insistió su tía con toda la


severidad que su temperamento apacible le permitía—. Aquí estás, veinte años ya
y ninguna señal de un marido para ti. Ni la habrá jamás mientras vayas declarando
que no crees en las tiernas pasiones.

Diantha arrugó la frente.

—En cualquier caso, no creo que sean deseables. Parecen no traer nada más
que miseria. Tú y mi tío tienen el matrimonio más feliz que he visto, pero sus
padres arreglaron la unión. Apenas se conocieron antes de la boda.

—Eso es bastante cierto. Me alegra que te des cuenta de que tus mayores
deberían decidir estos asuntos por ti.

Los ojos de Diantha brillaron, porque eso no era precisamente lo que había
dicho. Tenía la intención de elegir a su marido para sí misma con tanta seguridad
como la joven más romántica que jamás haya existido, pero lo elegiría de acuerdo
con sus propios principios. Sin embargo, se mordió la lengua mientras su tía
continuaba.
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—Pero si bien una chica no debería darle un valor demasiado alto al amor
romántico, tampoco debería anunciarle al mundo que no cree en él. A un caballero
le gusta sentir que su novia tiene una preferencia genuina por él.

—Quieres decir que les gusta que mintamos —dijo Diantha sin rodeos.

Lady Gracebourne suspiró.

—Sí, querida, eso es exactamente lo que les gusta que hagamos y me


desespera que no puedes aprender a hacerlo.

—Pero, ¿cómo puedo hacerlo cuando a mi alrededor veo los resultados de


confiar en la pasión? Charlotte y Farrell se casaron por amor. El tío Selwyn dijo que
nunca había visto a un hombre tan enamorado. Pero míralos doce años después.
Farrell persigue a cada mujer veloz que ve.

Esta vez, Lady Gracebourne simplemente cerró los ojos desesperada ante el
lenguaje impropio de una dama, de su sobrina. Además, Diantha tenía razón. Lord
Farrell era notoriamente débil de voluntad y, aunque poseía el más tierno afecto
por su dama, era incapaz de serle fiel durante más de un mes seguido.

Era cierto, como afirmaba Diantha, que la sociedad en general a menudo se


burlaba del amor, o al menos fingía hacerlo, pero Lady Gracebourne estaba
inquietamente consciente de que su sobrina no estaba simplemente adoptando una
actitud elegante. Su risa ahuyentaba a los hombres porque les daba un vistazo
desconcertante de una amarga realidad. Diantha tenía motivos para sus prejuicios.
Sus padres habían hecho un matrimonio por amor a lo grande.

Alva Crayne y Blair Halstow se enamoraron locamente a primera vista, pero


ambas familias se opusieron al matrimonio. Oliver Halstow, el padre de Blair,
quería una gran pareja para su única descendencia, convencido de que su enorme
riqueza bancaria le permitía al menos tener la hija de un conde. El padre de Alva,
el honorable Esmond Crayne, había sido solo el segundo hijo de un vizconde, sin
esperanza de obtener el título. Había planeado subir más alto en la escala
aristocrática a través de sus dos hijas, Alva y Gloria. Gloria no le causó ningún
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problema y permitió dócilmente que la casaran con lord Gracebourne, un viudo
dieciocho años mayor que ella. Pero Alva adoptó una actitud trágica e insistió en
que solo se casaría por amor. Ante la oposición unida de sus familiares, ella y Blair
se habían fugado.

Al principio las cosas no habían ido demasiado mal. Oliver Halstow se


había lavado las manos con su hijo, pero nadie se lo tomó demasiado en serio.
Esmond Crayne había cedido lo suficiente como para entregar la modesta fortuna
de su hija, que Blair se había jugado rápidamente. Criado en el lujo, no había
podido entender que ahora era un hombre de recursos limitados. Con una
velocidad aterradora esos límites se hicieron más estrechos, hasta que por fin no
quedó nada.
Nadie había creído que Oliver Halstow persistiría en su rechazo a su hijo,
pero ahora hacía oídos sordos a todos los llamamientos. No le daría a Blair ni un
centavo. Frente a la pobreza, la gran pasión se convirtió en amargura. Ante el
mundo, los Halstow se presentaron como una pareja que lo había sacrificado todo
por amor. En privado, discutían constantemente, su hija, Diantha, quien en ese
momento tenía cinco años, miraba a sus padres en silencio.

El padre de Alva recibió a la familia en su casa de campo de mala gana. Tan


pronto como se instalaron, Blair partió hacia Londres, donde vivió de su ingenio.
De vez en cuando regresaba y se producían emotivos reencuentros en los que
marido y mujer recordaban que fueron grandes amantes con una reputación
romántica que hay que preservar a toda costa.

Entre los encuentros esporádicos, Alva buscó el consuelo que pudo con su
hija, que, desde que no era maternal, era muy poco. Alternaba entre descuidar a
Diantha y asfixiarla con emociones autoindulgentes. Estos arranques de devoción
maternal irían acompañados de discursos propios de una heroína de un gran y
trágico amor, mimando a la niña que era el último recordatorio de días más felices.
No estaba claro si Diantha sabía que había sido elegida para el papel de “último
recordatorio”, pero miraba a su madre con ojos cada vez más desilusionados.

Cuando tenía doce años llegó la noticia de que Blair había muerto en
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Londres. Su muerte había provocado el único encuentro de Diantha con Oliver
Halstow. Llegó sin previo aviso, miró a Alva de arriba abajo y expresó sin rodeos
su desprecio. Pero algo en la niña le había llamado la atención. Quizás fue su
discurso franco e ingenioso, que se hizo eco tan precisamente del suyo. De todos
modos, declaró que su única nieta debería ser su heredera.

Pero puso una condición; Alva debía alejarse de la vida de su hija para
siempre. Él le daría una asignación que le permitiría vivir magníficamente en el
extranjero, pero la asignación se detendría si volviera a poner un pie en Inglaterra.

Ante la elección del lujo en el extranjero o la dependencia en casa, Alva no


perdió tiempo en tomar su decisión, como Bonaparte había hecho que el continente
no fuera seguro para los viajeros ingleses; y ella no tenía aptitudes para los idiomas
extranjeros, eligió América. Diantha, que estaba acostumbrada a escuchar que se
referían a sí misma como el único consuelo de su madre en la tierra, se encontró
con una herencia increíble, pero sin madre.

Durante los siguientes ocho años, Diantha vivió con Lord y Lady
Gracebourne y creció con sus hijos. Habiendo hecho su testamento a su favor,
Oliver nunca más la volvió a ver. Un año después, él había muerto y ella recibió su
vasta herencia, un hecho que le preocupó menos que la desaparición de su conejo
mascota y su posterior rescate en los arbustos.

Parecía una niña contenta, incluso feliz, con un ingenio vivo y una rápida
risa. Podría haber sido la imaginación de Lady Gracebourne que los ojos de
Diantha a veces estaban ensombrecidos por la melancolía cuando pensaba que
nadie la miraba. Alternaba el buen humor con períodos pensativos, cuando se
escondía y leía más de lo que era bueno para una mujer.

Hace dos años, llegó la noticia de la muerte de Alva en Nueva Orleans.


Diantha había escuchado en un silencio sombrío y luego se alejó sigilosamente
para estar sola. Se negaba a hablar de su madre y si lloraba, lo hacía cuando no
había nadie que la pudiera ver.

Nadie la escuchaba mencionar sus primeros años turbulentos. Parecía como 12


si los hubiera olvidado. Pero ella nunca hablaba de amor sin una oleada de
diversión.

 
Lady Farrell y su descendencia partieron al día siguiente y durante unas
horas la casa estuvo en silencio. Por la tarde llegó el Sr. Bertram Foxe, ofreciéndose
a acompañar a Diantha y a la prima Elinor a cabalgar por Hyde Park quienes
aceptaron con gusto.

Bertie Foxe tenía treinta años, era delgado y de estatura moderada y tenía
un semblante amable y vacuo. Tenía cierto encanto que utilizaba sin escrúpulos
para extender los límites de una modesta fortuna. Encantaba a su manera en mil
invitaciones y rara vez tenía que cenar a sus expensas. Era un jugador de cartas
encantador, logrando ganar más de lo que había perdido y su momento más
encantador era cuando se embolsaba sus ganancias, explicando que debía partir
para un compromiso urgente sin dar a sus oponentes la oportunidad de vengarse.

Pagaba tarde a sus sirvientes, si es que lo hacía, pero ninguno de ellos


habría soñado con dejarlo. Incluso la dama que tenía a su cargo aceptó menos de lo
que merecían sus considerables logros porque Bertie era demasiado encantador
para resistirse. Su encanto más letal de todos estaba reservado para su sastre, quien
hacía tiempo que había abandonado la esperanza de pago por las prendas
suministradas años antes. Continuaba proporcionando otras nuevas porque la
persona elegante del Sr. Foxe era un crédito para su arte.

La única área en la que Bertie había fallado fue en la encontrar una heredera,
porque aquí tenía que tratar con padres y tíos, una raza notoriamente resistente al
encanto.

Había cortejado sin sonrojarse a Diantha durante los últimos tres años, para
su diversión. Incluso su tío, que sin duda habría prohibido el matrimonio, se dio
cuenta de que su corazón no corría peligro y le permitió aceptar la escolta de Bertie.
Estaba igualmente dispuesto a dejar que su hija se uniera a ellos, ya que la fortuna
de Elinor era demasiado modesta para tentar a Bertie.
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Fue un grupo alegre el que partió hacia Hyde Park. Bertie estaba montado
en una yegua castaña que había comprado recientemente y cuyos pasos estaba
ansioso por probar. Ganó la admiración de sus primos y estos expresaron lo
adecuado, pero sus ojos brillaban mientras se lanzaban miradas cómplices, ya que
podían percibir que Bertie había sido seducido por un animal ostentoso.

No obstante, era una imagen espléndida verlo a horcajadas sobre la yegua,


su sombrero encajado en un ángulo desenfadado sobre su camisa corintia, su
corbata anudada en un nudo oriental, sus botas de arpillera brillando con
refulgencia. Las dos damas se sentían bastante insignificantes, por el contrario.
La señorita Halstow era más llamativa porque su vestido ceñido resaltaba
su figura alta y elegante. Lady Elinor Foxe era más pequeña y menos distinguida.
Era una chica bonita con ojos marrones en una cara en forma de corazón,
enmarcada por cabello oscuro. En esta, su primera temporada, se había vuelto más
popular que su hermosa prima. Algunos hombres se sentían intimidados por la
señorita Halstow, pero nadie temía a Elinor. Su inteligencia era aceptable, pero no
tan superior como para amenazar el orgullo masculino. Ella nunca desconcertaba a
sus admiradores, como lo hacía la ingeniosa Diantha, con un comentario agudo e
incontestable. Pero a pesar de su marcada diferencia, las dos primas estaban
profundamente unidas.

Era junio y, normalmente, Londres se habría quedado sin compañía a


medida que la sociedad seguía al Regente a Brighton, pero este año era diferente.
Tras la derrota de Napoleón en abril, los soberanos de los países que se habían
aliado para luchar contra él se habían reunido en Londres para las celebraciones de
la victoria. Entre ellos estaba el zar Alexander de Rusia, un hombre alto y apuesto
que se había ganado el cariño de los ingleses por sus modales afables. Diantha y
Elinor lo habían visto hacía dos noches en un baile.

—Pasó por ahí exigiendo que le presentaran a las chicas más bonitas —
informó Elinor a Bertie mientras se dirigían al parque a medio galope—. Y bailó el 14
vals con Diantha. ¿Qué piensa usted de eso?

Diantha miró con cariño a su gentil prima, a quien el Zar había pasado por
alto, pero no estaba resentida en lo más mínimo.

—Tal vez esté hoy en Hyde Park —continuó Elinor ansiosa—. Y te besará la
mano y te preguntará si te acuerdas de él. ¿Qué harías?

—Debería incurrir en el disgusto real al preguntarle cómo estaba su esposa


la última vez que la vio —dijo Diantha con una sonrisa—. Eso es, si él puede
recordar tan atrás. Dicen que no ha visto a la zarina desde hace dieciocho meses.

—Cierto —estuvo de acuerdo Bertie conmovedoramente—. Su Majestad


Imperial no es una recomendación para el estado del matrimonio. Pero no, diosa,
nos juzgues a todos por su ejemplo. Algunos de nosotros somos capaces de una
verdadera devoción y una constancia inquebrantable. Acepta mi mano, acepta mi
corazón...

—Aceptar tus deudas —terminó Diantha irreprimiblemente.

—¡Bah! ¡Al demonio con el dinero! Cuando hay devoción de un corazón…


¡Whoa!

Su efecto dramático se vio algo estropeado por un movimiento resbaladizo


de la yegua que se había estado moviendo juguetonamente desde que salieron a la
calle. Bertie, que era un jinete moderado, la sujetó con la mayor dificultad y sus
primas se sintieron aliviadas de haber llegado al parque.

—Hazme una oferta otro día —le dijo Diantha alegremente—. No se adapta
a mi estado de ánimo esta mañana.

Bertie tiró de la yegua y finalmente la controló.

—Buena bestia, ¿no es así? —exigió sin aliento.

—¿Dónde la conseguiste? —exigió Diantha, evadiendo esta pregunta.

—Una de las gangas de Chartridge, recién llegada al mercado, No es muy


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conocida.

El anciano Lord Chartridge había sucumbido a un ataque al corazón dos


meses antes, provocado, según algunos, por la muerte en el campo de caza de su
único hijo y heredero, unas semanas antes. Como el hijo no estaba casado, el título
había pasado al sobrino del conde, el Sr. Rexford Lytham. El nuevo conde, aunque
conocido en el pueblo, no había sido una de sus figuras más prominentes, ya que
sus intereses eran principalmente deportivos y ninguna de las damas recordaba
haberlo conocido.

—Probablemente no —dijo Bertie cuando Diantha mencionó esto—. Tipo


desagradable. Temperamento diabólico y desagradable. Tengo mucho por lo que
estar de mal humor ahora. El anciano dejó las haciendas en un lío. Chartridge está
vendiendo para pagar las deudas. ¿Vamos un poco más rápido?

Esta pregunta fue provocada por la desesperación, ya que la yegua ya iba


más rápido, lo quisiera o no el jinete. Las damas impulsaron a sus caballos a un
medio galope, pero tan pronto como la yegua se dio cuenta de esto, volvió a tomar
velocidad y, de repente, Bertie ya no estaba con ellas.

—No debería galopar así en Hyde Park —dijo Elinor, mientras observaban
su figura desaparecer.

—No creo que tenga otra opción —dijo Diantha con una sonrisa—. Vamos
tras él. No quiero perderme la diversión.

Siguieron a Bertie lo suficientemente rápido como para mantenerlo a la vista


y llegaron justo a tiempo para presenciar el momento en que se enojaba. Había
perdido por completo el control de su montura y cuando se acercó al lago, estaba
haciendo poco más que aferrarse. Fue una gran desgracia que un faetón en lo alto,
tirado por dos caballos grises a juego y conducido por una dama muy gallarda,
apareciera en ese momento.

Los caballos grises se encabritaron cuando el castaño se cruzó en su camino


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y, al cabo de un momento, ellos también habían huido. La dama gritó y trató en
vano de controlarlos. Entonces apareció un caballo negro, montado por un hombre
con un abrigo azul oscuro. Con una valiente explosión de velocidad, el caballo
negro pasó como un trueno junto al faetón para ponerse a la altura de los grises. El
jinete se inclinó y agarró una brida, tirando hacia atrás con todas sus fuerzas.

Tenía una constitución poderosa, hombros anchos y podría haber evitado


un accidente por completo si no hubieran estado tan cerca del agua. Pero en el
último segundo, los animales grises se tambalearon para ponerse de pie en la orilla
resbaladiza. Al momento siguiente estaban en el lago, tirando del caballo negro
con ellos y volcando el faetón. La bella dama entró en el agua con un chillido.

—¡Dios mío, esa pobre mujer! —exclamó Diantha—. Debemos ir en su


ayuda.
—Bajo ningún concepto debes hacerlo.

Diantha y Elinor miraron hacia abajo para ver quién había hablado y vieron
un carruaje tipo Landaulet que se había detenido cerca de ellas. Una mujer de unos
treinta años, vestida a la última moda, con un rostro frío y llamativo, se sentaba en
él, con la mano levantada imperiosamente. Era la condesa Lieven, esposa del
embajador ruso y una de las poderosas patronas de Almack's, el club del que todas
las jóvenes temían ser excluidas.

—¿No deberíamos ayudarla, señora? —preguntó Elinor.

—Ciertamente, no. Ella no es una persona adecuada para que la conozcan.


Además, no necesita ayuda. Tiene hombres para ayudarla. Una criatura así
siempre los tiene.

A estas alturas, la mujer estaba de pie en el agua que solo le llegaba a la


cintura y dirigía un torrente de vilezas al desventurado Bertie, que se retorcía como
un loco. Estaba claro que no corría peligro de ahogarse. Tampoco, a juzgar por su
lenguaje, necesitaba mucho los delicados cuidados propios de su propio sexo. Una
pequeña multitud de caballeros se había reunido en la orilla, inclinando brazos
serviciales hacia ella. Las dos chicas pudieron prestar atención a las fascinantes
implicaciones de lo que acababan de escuchar. 17
—¿Quieres decir —preguntó Diantha—, que ella es una…? —Deseaba decir
la palabra prostituta, pero incluso ella dudó en ser tan franca ante una dama tan
poderosa.

—No es una persona adecuada para que la conozcan —repitió la condesa


Lieven con firmeza—. Por favor quédense conmigo. ¿Supongo que es su primo
ridículo el que causó todo este problema? —La condesa tampoco se dejaba llevar
fácilmente por el encanto.

Bertie seguía dando tumbos detrás de la yegua. Más cerca de la orilla, el


hombre del abrigo azul sostenía las cabezas de los caballos mientras el mozo los
desacoplaba del faetón. Hecho esto, el caballero comenzó a sacarlos del agua. Las
damas que lo miraban podían ver ahora que rondaba los treinta años, era guapo
con un estilo ligeramente saturnino, con una figura poderosa y atlética que se
mostraba admirablemente por la forma en que su ropa mojada se pegaba a él.

Otra figura también estaba en exhibición. La mujer había sido sacada del
agua y sus muselinas empapadas abrazaban sus voluptuosos contornos, sin dejar
ninguna duda de un hecho impactante.

—Ni una puntada debajo —murmuró la condesa Lieven—. Tal como


supuse. Una desvergonzada mujerzuela por estar alardeando aquí.

—Seguramente alguno de los caballeros le ofrecerá algo para cubrirse —


murmuró Elinor sonrojándose.

Pero, ya sea por no querer arruinar sus abrigos o por una razón más
vergonzosa, los rescatistas de la orilla parecían reacios a hacerlo. Le tocó al
caballero del abrigo azul quitárselo y envolverlo alrededor de la dama. Ella le
dedicó una sonrisa deslumbrante y gritó: —Gracias, querido Rex. —Con una voz
clara que llegó hasta el landaulet de la condesa.

El hombre al que había llamado Rex se volvió para presenciar cómo Bertie
seguía persiguiendo desesperadamente a la yegua. Con un juramento, se sumergió
de nuevo en el agua, capturó al animal con facilidad y comenzó a sacarlo.
18
—Pobre criatura —dijo la condesa con una voz de reticente admiración—. Si
pensara que tiene una pizca de vanidad, diría que lo planeó para presumir.

Ciertamente, el hombre formaba una imagen espléndida mientras se


esforzaba por tirar de la yegua por la orilla resbaladiza. Sus muslos, envueltos en
pantalones de montar ceñidos a la piel, estaban cargados de músculos, y la delgada
tela de su camisa empapada se transparentaba, revelando poderosos brazos y
hombros.

—¿Lo conoce, señora? —preguntó Diantha.

—Por supuesto. Ese es Chartridge.

—¿No es el nuevo conde? —dijo Diantha, comenzando a reírse a carcajadas.


—Desde luego. ¿Y qué le divierte, señorita?

—Oh, vamos, escúchenlos —rogó Diantha, porque Bertie haba salido del
agua, y Chartridge lo estaba favoreciendo con una concisa opinión de su habilidad
para montar a caballo y su juicio. Los observadores estaban demasiado lejos para
escuchar todo, pero las palabras “cualquiera lo suficientemente tonto como para
comprar esa bestia sería lo suficientemente tonto como para montarlo de esa
manera” les llegó claramente, e hizo que Diantha y Elinor se ahogaran de la risa.

—Es uno de los caballos de Chartridge —le dijo Elinor a la condesa.

—Imposible —respondió ella de inmediato—. Chartridge es un hombre


deportivo. No me digas que esa criatura pavo real alguna vez salió de sus establos.

—No, de su tío, señora —dijo Diantha—. Es posible que Lord Chartridge


nunca lo haya visto antes de hoy.

—Ya veo. Ya está vendiendo, ¿verdad? Bueno, había oído que las
propiedades estaban gravadas. No sabía que era tan malo. Así que Chartridge le
vendió a tu primo un caballo malo y no lo sabía. —La condesa Lieven también se
echó a reír.

—Creo que ahora lo sabe —dijo Elinor, porque Bertie finalmente había 19
logrado decir una palabra. Mientras hablaba, una mirada de disgusto cruzó el
rostro de Chartridge y se convirtió en un ceño fruncido. Pero en ese momento, la
hermosa criatura que vestía su abrigo le puso una mano en el brazo y dijo
lastimeramente: —Rex...

—Parece que se conocen muy bien —observó Diantha.

—Oh, todo eso pertenece al pasado —dijo la condesa distraídamente. Luego,


aparentemente dándose cuenta de la compañía, agregó bruscamente—. Y no es
asunto suyo, señorita.

—No, por supuesto que no —dijo Diantha apresuradamente, sonrojándose.


La multitud junto al lago se había dispersado. Los caballos grises estaban
ahora sujetos de nuevo al faetón, y la dama, que todavía vestía el abrigo de
Chartridge, subió. El conde volvió a montar en su corcel negro y se colocó a su
lado. Bertie volvió a subirse a la yegua, que se mantuvo dócil, sintiendo
evidentemente que había disfrutado lo suficiente por un día.

Bertie se acercó a ellas y saludó a la condesa, pero ella lo rechazó de


inmediato con un gesto imperioso.

—¡No te acerques a mí en ese estado, criatura tonta! —ordenó—. Por el


amor de Dios, ustedes dos chicas, llévenlo a casa donde nadie pueda verlo.

Se despidieron y partieron. La condesa se quedó mirándolos un momento,


sumida en sus pensamientos. Después de un rato, se espabiló y habló con su
cochero.

—John, tienes un sobrino al servicio de la Casa Allwick, ¿verdad? ¿Se han


marchado los Allwick de Londres durante el verano?

—No, señora. Dan un baile dentro de diez días.

—Por supuesto que lo harán. Ahora recuerdo. Excelente. Llévame


directamente a la Casa Allwick. 20

 
—Creo que deberías venir a casa con nosotras —le dijo Elinor a Bertie,
cuando salían del parque—. A mamá le daría un espasmo al pensar en ti andando
así por las calles.

Estuvo de acuerdo con esto fácilmente, porque su alojamiento estaba a cierta


distancia, y era terriblemente consciente de que estaba atrayendo la atención.

—¿Le dijiste que era uno de sus propios caballos? —preguntó Elinor.

—Lo hice —dijo Bertie—. No le gustó ni un pelo.


Dio un escalofrío audible y aceleraron el paso hacia Berkeley Square.

Lady Gracebourne exclamó al ver al sobrino bribón de su marido, pero fue


demasiado bondadosa para regañarlo antes de que estuviera tibio y seco. Pero
cuando se lo llevaron para cuidarlo, ella exigió una explicación de Diantha y Elinor,
quienes se la dieron entre carcajadas.

—¿Y fue el mismo Chartridge? —preguntó, asombrada cuando llegaron a


ese punto de la historia—. No tenía idea de que había regresado a Inglaterra. Se fue
al extranjero cuando su hermano resultó herido.

—¿Lo conoces, tía? —preguntó Diantha descuidadamente.

—Nunca nos hemos conocido, pero sé de él porque estoy en contacto con


Lady Allwick. Háblame de él, mi amor. ¿Qué aspecto tiene?

—Estaba a cierta distancia. No me formé ninguna impresión de su aspecto


—declaró Diantha con voz indiferente.

—Oh, Diantha, ¿cómo puedes decir eso cuando era tan guapo? —protestó
Elinor—. Mamá, si hubieras podido ver la forma en que fue al rescate. Como el
héroe de un libro de cuentos.
21
—No hay tal cosa —protestó Diantha, indignada por esta calumnia—. Se
comportó como un hombre completamente sensato.

Volvió la cabeza para mirar por la ventana tan pronto como dijo esto, por lo
que se perdió la mirada atónita que intercambió Lady Gracebourne con su hija.
Estaban lo suficientemente familiarizados con la naturaleza de Diantha para
reconocer que ella había pronunciado un cumplido sin importancia. De hecho, su
señoría, diez minutos después, fue a buscar a su esposo y decirle con perfecta
sinceridad:

—Amor mío, creo que he encontrado el marido perfecto para Diantha. Vio a
Lord Chartridge esta mañana y, definitivamente, está en encaminada.
 
Las festividades continuaron sin cesar, pero para un hombre en Londres
había pocos motivos para celebrar. Rexford Lytham, séptimo Lord Chartridge, era
el poseedor involuntario de una herencia que amenazaba con arruinarlo. Las
propiedades de Chartridge estaban fuertemente gravadas. Su propia fortuna, que
había sido suficiente para una vida de soltero, era inadecuada para hacer frente a
estas nuevas demandas. Solo la venta de Chartridge Abbey, la sede de la familia,
lograría eso y su orgullo se rebelaba ante la idea.

El único punto brillante de ese verano fue el regreso de su hermano menor,


George, del continente. Desde que George se había unido al ejército hacía diez años,
a los quince, se habían visto poco. Pero su cariño era fuerte, aunque tácito y cuando
George resultó gravemente herido en el asalto de Wellington a Toulouse en abril,
Rex se apresuró al continente. Había planeado quedarse hasta que George
estuviera en condiciones de viajar, pero la prematura muerte de su tío lo obligó a
regresar temprano, solo.

George lo siguió en junio y se dirigió a la Casa Chartridge, donde parpadeó


por ver a su hermano instalado.
22
—Vaya si no te ves extraño en este lugar tan sofocante —dijo con franqueza.

—Vaya si no me siento extraño —dijo el nuevo conde—. Preferiría haberme


quedado en mi alojamiento, pero mi negociador cree que debería “hacer presencia”
aquí para impresionar a mis acreedores. Dudo que se lo crean, especialmente
porque comencé a vender los caballos de mi tío. Pero no importa eso. Déjame
mirarte. Gracias a Dios te ves mejor que cuando te vi por última vez.

Eso había sido en un hospital militar improvisado seis semanas antes.


Entonces, el cuerpo robusto de George había estado devastado por el dolor y la
enfermedad. Su espeso cabello rubio colgaba sin vida y el fresco color había
desaparecido de su rostro juvenil. Ahora parecía el mismo de antes y sus rasgos
toscos estaban llenos de vida.
Casi no había parecido entre los hermanos. George era de mediana estatura
y complexión robusta. Rex medía más de seis pies con hombros anchos y un torso
delgado y musculoso que se estrechaba en sus caderas y un estómago plano.

George vestía con pulcritud militar. La ropa de Rex tenía una perfección
elegante que podría haber sugerido que era un galán, si sus habilidades deportivas
no hubieran sido tan conocidas. Las puntas de su camisa estaban a la moda, pero
no absurdamente altas, y su corbata estaba anudada en un arreglo exquisito. Pero
debajo de la chaqueta de tela superfina azul y los pantalones color galleta, su
figura era poderosamente atlética.

La jovialidad no había abandonado el rostro de George. Era rubio y de ojos


azules, con el aire de un cachorrito bullicioso al que semanas de sufrimiento
apenas habían logrado reprimir. El conde era moreno y tenía un rostro delgado y
atractivo que reflejaba con precisión sus treinta años. Su expresión más común era
la de reserva. Su boca era resuelta casi hasta el punto de la dureza y su sonrisa a
menudo estaba teñida de cinismo.

En sus raras salidas de casa, George había observado con envidia fascinada
cómo su hermano atraía la atención femenina sin esfuerzo. La actitud de Rex hacia
las damas siempre era impecablemente cortés, pero su corazón permanecía intacto.
George solo podía recordar una vez haberlo visto descongelarse en el tema
23
amoroso, y eso había sido una mala idea. Había estado en el extranjero con su
regimiento cuando terminó, y las cartas de Rex habían revelado poco. La siguiente
vez que se encontraron, George se había sentido impresionado por el aire frío que
su hermano vestía como una armadura y sus ansiosas preguntas habían muerto sin
ser respondidas.

Su propia actitud hacia las damas era de humilde deferencia. Se enamoraba


fácilmente y entregaba su devoción a casi cualquier chica que fuera amable con él.
Esto lo llevaba a estar constantemente en un estado de enamoramiento, ya que
inspiraba mucha bondad en las mujeres jóvenes. Le confiaban sus secretos y le
permitían hacer sus mandados, pero ninguna de ellas se enamoraba de él. Más de
una se había ofrecido a ser una hermana para él.
Estaba seguro de que ninguna chica se había ofrecido nunca a ser hermana
de Rex. Esa armadura de indiferencia era un desafío para los corazones femeninos.
Pero con George, la única persona en el mundo por la que sentía un afecto
ilimitado, el rostro del conde solo mostraba calidez.

—Frane te mostrará tu habitación —dijo—. Espero que puedas lograr estar


cómodo en este mausoleo.

—Puedo estar cómodo en cualquier lugar —le aseguró George—. Pareces


olvidar cómo he pasado los últimos años.

—No lo he olvidado. Simplemente creo que un vivac del ejército es una


mala preparación para los horrores de la Casa Chartridge. Pronto desearás volver a
tener una tienda de campaña cómoda. Desafortunadamente, sin saber que llegarías
hoy, me comprometí a cenar fuera. Pero tendrás a Delaney como compañía.

Delaney Vaughan era pariente del conde. Tenía nacimiento, crianza y


cerebro, pero no dinero. Rex, a quien siempre le había gustado, ahora lo contrató
como secretario no oficial.

—Delaney ha estado revisando los detalles con Longford esta tarde —dijo,
refiriéndose a su negociador—. Le encargué que examinara las cifras una vez más
24
para ver si había alguna esperanza.

—¿Qué tan malo es? —preguntó George con simpatía.

—Parece ser una cuestión de si me enfrento a la ruina total o simplemente a


la ruina. —La voz del conde fue totalmente inexpresiva cuando dijo esto y su
rostro no traicionó nada más que aburrimiento. George, que conocía las
costumbres de su hermano, lo agarró del hombro por un momento.

—Es condenadamente injusto —estalló—. Nada de esto es tu culpa. ¿Por


qué tienes que pagar las deudas de mi tío?

—La obligación no recae sobre mí, sino sobre el patrimonio —explicó Rex—.
El problema se resolvería si vendiera todo.
—¿Y harías eso? ¿Vender todo? ¿Incluyendo la Abadía?

—Debo confesar que tengo cierto desagrado por la idea. Por desagradable
que sea mi herencia, supongo que tengo obligaciones familiares. Pero estos son
asuntos aburridos. Olvidémoslos hasta que llegue Delaney. Cuando estés instalado,
ven a mi habitación. Debo empezar a vestirme para la cena.

Una hora más tarde, George se dirigía al dormitorio que siempre ocupaba el
dueño de la casa. Hizo una mueca al ver la gran sala con su cama con dosel de la
que colgaban cortinas de brocado oscuro y descolorido.

—Comprendo totalmente —dijo Chartridge desde su asiento junto al espejo,


donde estaba atando su corbata. Cranning, su ayuda de cámara, estaba de pie con
un montón de relucientes corbatas blancas sobre el brazo. Varios especímenes
arrugados yacían en el suelo, mostrando que el conde había dedicado mucho
pensamiento y esfuerzo a la tarea.

—Es un lugar impactante —continuó—. Lleno de deberes y moldes.

Antes de que George pudiera responder, llamaron a la puerta y entró


Delaney. Era un joven delgado, de cabello oscuro, de unos veinte años. Su ropa
estaba bien cortada, pero sobria y su actitud era seria. Sus ojos se iluminaron al ver
25
a George, y mientras los dos se saludaban, el conde despidió en silencio a su ayuda
de cámara.

—Cuéntame lo peor —insistió cuando el ayuda de cámara se hubo


marchado—. ¿Se puede hacer algo?

—Nada —dijo Delaney sin rodeos—. Es tan malo como tus peores temores.

Rex estudió su corbata en el espejo e hizo una pequeña mueca de


insatisfacción.

—¿Bastante arruinado? —preguntó en un tono aburrido.

—Todo está hipotecado hasta el cuello. Su propia fortuna sería totalmente


inadecuada para cubrir las deudas.
—Qué angustiante.

—Siempre podría vender el ejército —ofreció George.

—Eso es generoso de tu parte, George —dijo Chartridge con una cálida


sonrisa—. Pero me temo que no salvaría a Chartridge Abbey.

—Solo hay una cosa que salvará a la Abadía —declaró Delaney—. Y eso es
una heredera. La más rica que puedas encontrar.

—Me preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que me hicieran esa


sugerencia vulgar —reflexionó su señoría—. No, gracias.

—No tiene nada de vulgar —dijo Delaney, herido—. Se ha hecho todo el


tiempo.

—Sí, por hombres que tienen la suficiente cara dura como para decirle
francamente a una mujer que se casan con ella solo por su dinero, o lo bastante
hipócritas como para fingir tiernas pasiones que no sienten. ¿En qué categoría me
sugerirías que intente encajar?

—Bueno…

—La idea de hacer cualquiera de las dos me disgusta, ¿sabes?


26
—Puede que te encariñes con la dama. Incluso podrías enamorarte de ella
—sugirió Delaney en un arranque de inspiración. Siguió corriendo, alegremente
inconsciente del gesto urgente que George le estaba haciendo para que se callara—.
No sabes lo que podría pasar. Quiero decir, solo porque tú una vez... es decir, no
todos son como... —Las señales frenéticas de George finalmente habían llegado a
Delaney quien se sumió en un confuso silencio.

Chartridge no se movió, pero en el espejo sus ojos se encontraron con los de


Delaney y dijo en voz baja: —Así es.

—Sé lo que pasa —dijo Delaney, recuperándose—. Tienes miedo de que se


enamore de ti.
El conde hizo una mueca.

—Me haces sonar como un fanfarrón intolerable, Delaney. Espero no ser tan
malo como eso. Es simplemente que parece que no puedo conocer a una mujer
respetable a la que pueda imaginarme queriendo. No me gusta tanto el
desvanecimiento como la conversación estúpida.

—Conozco a la chica perfecta para ti —insistió Delaney—. Rica como Creso


y tampoco se enamorará de ti.

—Todas lo hacen —dijo simplemente George—. No importa lo que haga


para desanimarlas, todas lo hacen.

—Bueno, esta no lo hará —declaró Delaney—. Ella no aprueba el amor. Es


más, no cree en eso.

—Me abstendré de señalar la incoherencia de desaprobar algo que uno cree


que no existe —dijo su señoría con suavidad.

—Quiero decir que ella piensa que el amor es todo un tarareo; nada más que
una ilusión para atrapar a los tontos.

—Tiene razón —murmuró el conde, inspeccionando una mancha 27


infinitesimal en su puño con volantes.

—No querrás decir que en realidad habla así —exigió George,


escandalizado.

—Es verdad. la he escuchado. Es devota de la razón. Eso dice.

—Suena como una arpía para mí —dijo George con franqueza.

—Suena como una joven muy inteligente —lo corrigió su hermano.

—Pero, ¿quién quiere casarse con una joven muy inteligente? —preguntó
George, horrorizado—. ¡Caramba! Ella podría…
—Puede que resulte más inteligente que uno mismo —terminó el conde por
él, divertido—. Eso es ciertamente algo que debe evitarse a toda costa. Será mejor
que te cases con una boba parlanchina, George. Entonces estarás totalmente a salvo.

Sus mejores amigos no habrían llamado a George ingenioso, pero la


importancia de este discurso fraternal no se le pasó por alto y comenzó a protestar.

—No, yo digo, Rex… en realidad… quiero decir… —Le faltó más


inspiración.

—Totalmente —dijo Chartridge, sonriéndole en el espejo—. Cásate con una


tonta, querido muchacho. O una heredera.

—No tiene sentido que se case con la heredera —explicó Delaney


pacientemente—. Tú eres el conde, no él. Es tu trabajo casarte por dinero y salvar
Chartridge Abbey.

—Así es —asintió George apresuradamente—. Jefe de la casa, ya sabes.


Responsabilidades de rango y todo eso.

—¡Estoy muy tentado de darte una lección volándome los sesos, joven
cachorro! —dijo su hermano con severidad—. Entonces el título y sus
responsabilidades recaerían en ti. Veríamos qué harías con eso. 28
—Pero tú no lo verías —señaló George—. No si estuvieras muerto. Quiero
decir, es lógico.

Su señoría cerró los ojos con cansada paciencia.

—Muy bien —dijo al fin—. Fue una sugerencia equivocada y lamento


profundamente haberla hecho. Parece que estamos atascados.

—Ya sabes cómo se sienten tus inquilinos —insistió Delaney—. Por ser un
hombre, esperan que te cases con una heredera. Si el lugar se vende, se
encontrarán con un propietario extraño, y Dios sabe cómo será. Podrías pensar en
eso.
—Gracias, no necesito instrucciones sobre cómo comportarme con mis
propios inquilinos —espetó Rex con ira repentina—. Tampoco agradezco que
hables de mis asuntos privados con ellos.

En el tenso silencio que siguió, fue George quien encontró el coraje para
hablar.

—Pero no es solo asunto tuyo, Rex. Cuentan contigo para salvarlos del
diablo que no conocen. Algunos de ellos son viejos amigos. Corbey, que nos
enseñó a montar y…

—Sí, lo sé —lo interrumpió Rex—. No he olvidado mi deber, te lo prometo.

—Al diablo con todo, Rex, entra en razón —suplicó Delaney—. Esta chica
no interferiría con tus placeres ni esperaría que estuvieras bailando a su lado todo
el tiempo. Tendrías todo lo que un hombre podría pedir.

—Excepto una esposa que me ame, al parecer —murmuró el conde.

—Dijiste que no querías eso.

—Dije que no quería una mujer que esperara que yo hablara tonterías con
ella. Nunca dije… como sea, no importa. 29
—Tienes que casarte por dinero, Rex —dijo Delaney rotundamente—. No
hay dos formas de hacerlo. Y mejor una mujer con la que puedas ser honesto.

—Eso es —dijo Chartridge, todavía con el mismo murmullo lánguido—.


¿Cómo llegas a conocer las opiniones de la dama, Delaney?

—La conocí en el campo de caza en febrero —dijo Delaney—. Hablamos


sobre un conocido en común que se había casado recientemente por amor y
expresó su más sentido pésame por ambas partes.

—Suena como una joven inusual, por decir lo menos —admitió el conde.

—Tal vez ella no es una jovencita —dijo George sombríamente—.


Probablemente tenga cuarenta años y cara de paréntesis.
—Tiene veinte años y es completamente encantadora —dijo Delaney de
inmediato.

—Entonces no sé por qué un tipo no se ha asegurado este dechado y su


riqueza, sean cuales sean sus prejuicios —declaró cínicamente su señoría—. ¿O hay
algo que aún no me has dicho? ¿Su fortuna huele a negocio?

—No es tan malo como eso —dijo Delaney rápidamente—. En realidad, es


sobrina de Lady Gracebourne. Pero su abuelo era banquero.

—¿Y? —insistió el conde, porque el tono de Delaney mostraba claramente


que había más por venir.

—Bueno, hay una cierta cantidad de mala sangre en ese lado de la familia —
admitió Delaney a regañadientes—. Su padre era Blair Halstow.

—¡Blair Halstow! —El conde sonaba completamente estupefacto.

—Sí, ¿lo conocías? —preguntó Delaney—. No se movía en los primeros


círculos, pero levantó un poco de polvo hace unos años y, por supuesto, la forma
en que murió...

—Delaney, déjame entenderte —interrumpió el conde—. ¿Estás sugiriendo 30


en serio que yo... que debería casarme con la hija de Blair Halstow?

—Bueno, difícilmente te molestará ya que está muerto —observó Delaney


con aspereza—. Y la señorita Halstow...

Se detuvo e intercambió una mirada nerviosa con George. Lord Chartridge


había comenzado a reír, pero no había diversión en el sonido. Mientras los otros
dos lo miraban, él miró amargamente su propio reflejo en el espejo y rio, rio y rio.
Capítulo 2
Diantha jadeó cuando su criada vertió agua sobre su cuerpo desnudo y en el
baño de cadera, lavando la espuma. Estaban frente al fuego en la habitación de
Diantha, comenzando los preparativos para la larga noche que les esperaba. La
ocasión era un baile para conmemorar los esponsales del honorable Vernon Caide,
hijo mayor del Vizconde Allwick. Habiendo empapado a su ama, Tabitha, la
anciana sirvienta sacudió una enorme toalla blanca.

Pero al momento siguiente, la puerta se abrió de golpe y Elinor entró de un


salto en la habitación de una manera muy diferente a la habitual. Llevaba una bata,
su cabello estaba en rulos y claramente estaba llena de noticias.

—Diantha, nunca creerás qué... —Se contuvo, y sus ojos se encontraron con
los de la criada—. Tabs, ya sabes, ¿no? —exigió ella indignada—. Lo sabes todo.

—Estoy segura de que no sabría decirlo, señorita —dijo Tabitha con


severidad—. No soy de las que hablan.
31
—¿Quieres decir que ni siquiera le has dicho a Diantha?

—Nadie me ha dicho nada —dijo Diantha con ímpetu—. ¿Alguna de


ustedes, por favor, compartirá el secreto? —Se secó la cara con una esquina de la
toalla.

—Se trata de Lord Chartridge —declaró Elinor.

Diantha enterró su rostro en la toalla, ocultando cómo el sonrojo iba y venía


en sus mejillas.

—¿Eso es todo? —preguntó mientras salía. Para subrayar su indiferencia,


dio un ligero bostezo.
—¿Todo? Diantha, oh, ¿no te lo imaginas?

—No, no puedo —afirmó Diantha, poniéndose de pie en el baño y parada


allí, una joven Venus en todo su esplendor.

—Mi madre y mi padre están arreglando un matrimonio entre ti y Lord


Chartridge —dijo Elinor con aire triunfa—. ¿Qué piensas de eso?

De repente, Diantha fue intensamente consciente de su propia desnudez. El


calor parecía correr a través de su cuerpo, persiguiéndose en oleadas, cada una
más intensa que la anterior. Tenía la alarmante sensación de que no solo su cuerpo
sino también su alma estaban en exhibición. Casi le arrebató la toalla a Tabitha y la
envolvió firmemente alrededor de ella.

—No pienso nada de eso —dijo cuando pudo confiar en su voz—. Es


ridículo, Elinor. No deberías difundir esas historias.

—Pero es verdad —insistió Elinor—. ¿No recuerdas que originalmente nos


invitaron solo al baile de esta noche? La cena anterior era solo para miembros de la
familia. Pero hace unos días, Lady Allwick llamó aquí para invitarnos a todos a la
cena también. Parece que la condesa Lieven la visitó tan pronto como nos dejó ese
día en Hyde Park.
32
Diantha enarcó las cejas.

—Mi tía te dijo todo esto, ¿y a mí no?

—No lo escuché de mamá, sino de mi doncella —dijo Elinor, como si lo que


estuviera explicando fuera obvio—. Y lo supo de Cook, cuya prima segunda está
casada con el mayordomo de los Allwick. Todo el mundo en la Casa Allwick sabe
que lord Chartridge vendrá al baile esta noche para que tú y él puedan encontrarse
en compañía y… —Elinor vaciló porque la mirada de Diantha era alarmante—, y
ver cómo se ven. Es decir, ya lo has visto, pero...

—¿Pero debe tener su oportunidad de examinarme y ver si estoy a la altura


de sus estándares? —dijo Diantha con una voz ominosamente tranquila—. ¿Así
que esta es la comidilla de la sala de los sirvientes? ¿Lo sabías, Tabs?
—Desde luego, señorita. —Tabitha no se inmutó ante la mirada que había
alarmado a Elinor. Había estado con Diantha durante quince años y sabía cómo
capear las tormentas.

—¿Y no me lo dijiste?

—No quería molestarla, señorita. No con usted estando de un humor tan


extraño.

—Mi estado de ánimo es perfecto —espetó Diantha.

—¿Cómo puedes decir eso? —preguntó Elinor. —Desde ese día en Hyde
Park, has estado arriba y abajo, en un minuto arriba y sumida en la penumbra al
siguiente. Admítelo, te gustó.

Pero a estas alturas, Diantha se había controlado y pudo sonreír con


picardía.

—Por el contrario, apenas puedo recordarlo. Será mejor que me lo indiques


esta noche para no lanzarle seños fruncidos al hombre equivocado.

—¿Le lanzarás seños fruncidos? —preguntó Elinor con curiosidad.

—Me conoces mejor que nadie —dijo Diantha a la ligera—. ¿Qué crees que
33
haré?

—Probablemente, someter al pobre hombre a un sermón sobre la locura del


amor —replicó Elinor con ánimo.

—No, ¿por qué debería? No se acerca a mí por amor, sino porque sus bienes
están endeudados.

—Oh, pero no debes pensar que es un cazador de fortunas —dijo Elinor.

—¿No es así? —preguntó Diantha enigmáticamente.


—No hay tal cosa. Es demasiado orgulloso para eso. Aparentemente, ha
estado tratando de hacer algún tipo de arreglo con el banco y evita conocer
herederas.

—¿Y, sin embargo, vamos a ser honradas con su compañía esta noche? —
observó Diantha con ironía.

—Solo porque le tiene cariño a Vernon y no pudo salir de eso. De lo


contrario, él también habría llorado por esto. ¡Oh! —La mano de Elinor voló a su
boca cuando se dio cuenta de que su lengua se había soltado.

—¿Llorado por mi culpa? —preguntó Diantha. Su voz estaba compuesta,


pero sus ojos brillaban con indignación.

—Oh, no, por supuesto que no. —Elinor se apresuró a enmendar su falta de
tacto—. A causa de todas las herederas, porque la gente sigue empujándolas en su
dirección, ya sabes y no le gusta. De hecho, dicen que, si no fuera por Vernon, nada
lo convencería de... ¡Dios mío!

Se salvó de más vergüenza con la llegada de Lidden, la vestidora de Lady


Gracebourne, quien había recibido instrucciones de supervisar los preparativos de
Diantha. Reemplazó a Tabitha y esperó a que la criada sacara la bañera de la
34
habitación antes de comenzar con sus servicios. Elinor se apresuró a su propia
habitación para terminar de vestirse, dejando a Diantha meditando sentada frente
al espejo del vestidor, mientras Lidden le trenzaba el cabello.

Siempre había sabido que este día debía llegar. El objetivo de una mujer
joven en la vida era casarse adecuadamente y, doblemente, si era una heredera.
Pero ahora que las cosas estaban sucediendo, sintió como si un terremoto hubiera
sacudido el suelo bajo sus pies. Lo que más la alarmaba era que el sentimiento era
irracional. Había visto a Chartridge y no encontró nada que la disgustara. Ahora,
ella estaba siendo impulsada hacia una alianza razonable con un hombre que era
adecuado en todos los aspectos. ¿Qué heredera podría pedir más?

Pero estos argumentos lógicos fueron ahuyentados por el recuerdo de un


hombre con pantalones empapados y ceñidos a la piel, cuyos músculos se tensaban
mientras controlaba a los caballos. Pensó en el poder que debía vivir en ese cuerpo
duro y atlético y soltó un suspiro lento y acalorado.

—Espero que no tenga fiebre, señorita —dijo Lidden—. Nunca te había visto
con un color tan alto.

—Por supuesto que no tengo fiebre —dijo Diantha rápidamente—. Mi color


se debe a la emoción ante la perspectiva de un baile. No me tires así del pelo,
Lidden.

—No pensé que lo hubiera hecho, señorita.

—Me pregunto qué joyas debería usar esta noche.

—Su señoría sugirió el collar de diamantes de una sola hebra y los colgantes
de diamantes en las orejas.

—¿Y una pulsera?

—Nada más, señorita.

Se trataba de un conjunto sumamente modesto, pero, paradójicamente, tenía


el efecto de confirmar todo lo que había dicho Elinor. Lady Gracebourne era
demasiado astuta para permitir que se rumoreara que Diantha estaba
35
fanfarroneando con su enorme riqueza. Además, habría sido innecesario que ella
lo hiciera.

Para cuando se completaron los preparativos de Diantha, volvió a tener el


control total de sí misma y pudo preguntarse por su breve agitación. Que ella,
devota de la razón, se dejara trastornar por una turbulencia de sus sentidos era
extraño y desconcertante, pero de ahora en adelante estaría en guardia.

Mientras se contemplaba en el espejo alargado, apareció Elinor, vestida para


el baile.

—Te ves preciosa —suspiró cuando vio a su prima—. Lord Chartridge se


enamorará de ti a primera vista.
—Espero que no haga nada tan irracional —dijo Diantha con calma—. No
me enamoré de él a primera vista.

—Eso no cuenta —sostuvo Elinor—. Solo lo viste desde la distancia.

—Bueno, de todos modos, no me enamoraré de él esta noche.

—Oh, Diantha, ¿cómo puedes hablar así? Sería delicioso.

—No, ¿de verdad? —preguntó Diantha, con los ojos brillantes—. Tienes que
decirme lo que es enamorarse a primera vista. Estoy segura de que nadie lo ha
hecho más a menudo que tú.

Elinor se rió entre dientes con buen humor. Su disposición era tímida, pero
afectuosa, y su tierno corazón la había llevado a creerse enamorada de varios
caballeros en rápida sucesión.

Esta noche, estaba vestida con una delicada muselina color primavera que
resaltaba la calidez de su piel cremosa, contra la cual brillaban las perlas de su
madre. Pero Diantha estaba gloriosa con un vestido tres cuartos de gasa plateada
sobre una enagua de raso blanco. El dobladillo no tenía adornos ni volantes, y las
líneas largas y limpias se adaptaban admirablemente a su alta figura. La sobriedad
discreta de los diamantes añadía un aire de elegancia. Lidden le colocó un abrigo 36
de plumón de cisne sobre los hombros, le entregó un abanico de marfil y estaba
lista para partir.

Todavía era de día cuando llegaron a la Casa Allwick un poco antes de las
ocho, pero el edificio ya estaba iluminado. Diantha saludó a sus anfitriones
adecuadamente y pasó a felicitar a Vernon Caide por su compromiso. Le
presentaron a Marcella Bruce, una joven muy bonita y nerviosa que se aferraba al
brazo de su prometido.

Mientras Diantha pronunciaba las palabras de cortesía necesarias para la


ocasión, se produjo un movimiento en la puerta. Un lacayo anunció:

—El conde de Chartridge y el mayor George Lytham.


Varias personas bloquearon la vista de Diantha. Entonces, la multitud se
movió, revelando a dos hombres que acababan de entrar.

Uno tenía veintitantos años y su magnífico uniforme de gala azul y plateado


lo proclamaba mayor de los Light Dragoons. Tenía un rostro afable y natural,
coronado por una tupida cabellera rubia. A los ojos extasiados de Elinor, él era, con
mucho, el más espléndido de los dos. Diantha apenas lo notó.

Sus ojos estaban fijos en el otro hombre, que estaba de pie inspeccionando
su entorno con una mirada fría. Era alto y oscuramente apuesto, con una mirada
bastante dura. Sus pantalones de raso negro hasta la rodilla, su chaleco blanco y su
corbata bien diseñada eran discretamente elegantes, pero había algo en el hombre
que hacía que los observadores se olvidaran de la ropa. La amplitud de sus
hombros, la fuerza de sus piernas largas y rectas, insinuaban otro entorno menos
tranquilo. Diantha tuvo la repentina sensación de que todo en la habitación había
palidecido. Todo menos él.

Lady Allwick avanzó hacia sus nuevos invitados, con las manos extendidas
en señal de bienvenida, y Diantha solo escuchó las palabras

—Rex… George querido, qué bueno tenerte en casa de nuevo.


37
Lord Chartridge saludó a su anfitriona con una sonrisa. Diantha,
observando el cortés estiramiento de la boca, recordó otra sonrisa, íntima y llena de
secretos compartidos, que le había dado a la mujer semidesnuda en el parque.

Lord Gracebourne conocía poco al nuevo conde, pero no a su familia. Hizo


una cortés reverencia mientras se hacían las presentaciones, y ni por un parpadeo
traicionó que había oído el nombre de la señorita Halstow. Diantha, su semblante
igualmente poco revelador, no había esperado que lo hiciera.

No se habían escatimado esfuerzos para que la ocasión fuera espléndida.


Más de cuarenta personas se sentaban a cenar en una mesa preciosa con plata,
cristal y mantelería blanca brillante. Se habían colocado arreglos de rosas rosadas y
blancas en el centro y los bancos de flores en todos los rincones de la habitación
hacían eco de estos. Detrás de las dos filas de sillas, había lacayos con sus
uniformes, sus pelucas blancas y relucientes.

Diantha se encontró sentada frente a Lord Chartridge. Ella no mostraba ser


consiente de él, conversando diligentemente con los caballeros a cada lado de ella.
Nadie podría haber dicho por su comportamiento que estaba luchando por no
mirar al otro lado de la mesa. Quedarse atrapada en una mirada incauta nunca
sería suficiente, pero la tentación de echar un vistazo al hombre que podría
convertirse en su esposo era intensa.

Un poco más abajo en la mesa, Elinor estaba sentada junto a George Lytham,
hablándole con seriedad. Parecía haber olvidado que también era su deber
conversar con el caballero que estaba al otro lado. Toda su atención estaba puesta
en el mayor Lytham, y la de él también, pensó Diantha, divertida, parecía ajeno a
los demás invitados. Sonrió al reconocer el comienzo de otro de los apegos eternos
de Elinor.

De repente, se dio cuenta de un par de ojos grises y fríos fijos en ella.


Mientras ella observaba a Elinor, Lord Chartridge la observaba a ella. Ahora lo
miraba a los ojos con firmeza. Él también miró a la pareja absorta y luego miró
directamente a la señorita Halstow. Sus labios se torcieron y un mensaje de
diversión silenciosa pasó entre ellos. Suavizó sus facciones y, por un momento, sus
38
ojos brillaron con algo que podría haber sido calidez. Entonces la dama a su
derecha reclamó su atención y el momento pasó.

El baile iba a empezar a las diez. Tan pronto como terminó la cena, el grupo
comenzó a bajar las escaleras hacia el gran salón de baile en la parte trasera de la
casa. Lord Chartridge aprovechó esta oportunidad para acercarse a la señorita
Halstow y pedirle que lo acompañara en la segunda contradanza. Con una
urbanidad compuesta que coincidía con la de él, ella aceptó. Él hizo una reverencia
y la dejó.

Cuatrocientas personas habían sido invitados al baile. A los pocos minutos


de su llegada, la mano de Diantha había sido designada para casi todos los bailes.
Cuando sólo quedaba un vals, encontró a George Lytham revoloteando
tímidamente junto a su codo. Cuando él le pidió el favor de un baile, ella escribió
su nombre en el último espacio. Sonrojándose, le dio las gracias y se retiró a la
seguridad del lado de Elinor.

Lady Gracebourne miró la tarjeta de su sobrina.

—No queda ninguno —dijo con el ceño fruncido—. Debo confesar, amor
mío, que creo que no hiciste bien en no dejar un vals libre por si acaso, solo por si
acaso.

La barbilla de Diantha se levantó y miró a su tía a los ojos con una mirada
de brillante indignación.

—No esperaré el placer de ningún hombre, tía —dijo en voz baja.

A partir de lo cual Lady Gracebourne, consternada, se dio cuenta de que


Diantha sabía mucho más de lo que se suponía.

El gran salón de baile de la Casa Allwick estaba adornado con flores traídas
especialmente desde las fincas de Allwick esa mañana. Los dos candelabros de
cristal habían sido limpiados y esparcían un brillo lustroso que era absorbido por
los espejos dorados que cubrían una pared larga, reflejando figuras brillantes de un
lado a otro. 39
Cuando los decorados comenzaron a formarse para la segunda contradanza,
Lord Chartridge se acercó a la señorita Halstow.

—Creo que es mi baile, señorita. —Bailaron en silencio durante los primeros


minutos. Pero luego el conde habló con frialdad—. Debe permitirme felicitarla por
su fortaleza al soportar esta reunión, señorita Halstow. De todas las cosas, debe ser
lo que más le desagrada.

—No le entiendo, señor —dijo asombrada—. No tengo aversión a bailar.

—A bailar no, no. Pero seguramente la causa de este baile debe ofender todo
sentimiento racional. Vernon y su prometida están claramente enamorados, ¿no? Y
entiendo que no eres amiga de este estado.
Diantha estaba lo suficientemente sorprendida como para mirarlo fijamente
en lo que instantáneamente se dio cuenta de que era una manera muy impropia.

El conde sonrió y continuó:

—No hay brujería en esto, te lo aseguro. Me enteré de tus sentimientos por


mi primo, Delaney Vaughan. Lo conociste en el campo de caza hace unos meses y
aparentemente te expresaste sobre el tema con cierto sentimiento.

—Recuerdo al Sr. Vaughan —dijo, con el rostro iluminado—. Montaba un


elegante cazador negro que me puso verde de envidia. Qué afortunado es de
poseer un animal así.

—Él no la posee. Sara me pertenece.

—¿A ti? No, no puedo creerlo. Eres divertido.

—¿Por qué deberías pensar eso?

Diantha se rió entre dientes.

—Porque conozco tu gusto en cuanto a los caballos y no puedo admirarlo.


Te gustan las bestias llamativas, todo brillo y sin poder de permanencia.
40
Para alguien que era conocido como alguien sin par por su habilidad
deportiva, este comentario fue como un trueno.

—¿Yo...? —Chartridge casi pierde el equilibrio en el baile, pero se


recuperó—. ¿Puedo preguntar qué puedo haber hecho para merecer eso? —
preguntó con voz controlada.

—Le vendiste a mi primo una yegua castaña. Un animal muy bonito, lo


admito, pero definitivamente arreglado.

Dijo estas últimas palabras con calma, pero con cierta inquietud. Un caballo
arreglado era aquel que había sido cambiado para disfrazar su verdadera edad y
tal acusación no se hacía a la ligera. Pero ella tuvo su venganza por el
comportamiento despectivo del conde en la mirada de pura indignación que cruzó
su rostro. Lady Gracebourne, observándolos atentamente, vio esa mirada y su
corazón se hundió.

—Señorita Halstow —dijo el conde con peligrosa calma—, ¿sabe lo que le


sucedería a un hombre que me dijera eso?

—No, ¿y cómo debería interesarme? No soy un hombre.

El movimiento de la danza los separó y Chartridge pudo observar a la


distancia el elegante vaivén de su figura. Parte de la ira desapareció de sus ojos.

—Ciertamente no lo eres —dijo cuando se encontraron de nuevo—. Eres lo


bastante femenina como para presumir de ello. Pero déjeme informarle que, si su
primo le dijo que soy arreglador de mis animales, él no es juez de caballos.

—Por supuesto que no lo es —estuvo de acuerdo de todo corazón—. De lo


contrario, nunca habría comprado esa ridícula bestia tuya.

Sus ojos se entrecerraron.

—¿Tu primo es el señor Bertram Foxe?

—Lo es. Veo que te acuerdas de él y del… ejem… encuentro que tuviste en
Hyde Park.
41
Hubo un silencio. Para el disfrute de Diantha, el rostro del conde estaba
lleno de disgusto.

—No es probable que lo olvide —dijo al fin—. La yegua había venido de los
establos de mi difunto tío y nunca la había visto antes de ese día —Él la miró con
curiosidad—. Me sorprende que te haya contado el incidente del parque.

—No lo hizo. Yo lo vi. Mi prima Elinor, la dama que baila con tu hermano…
ella y yo estuvimos con Bertie hasta que perdió el control de su montura y se fue al
galope. Lo seguimos y llegamos justo a tiempo para ver qué pasaba.

Lord Chartridge rechinó los dientes.


—¿Y le dijo su primo, señora, que al día siguiente le compré la yegua por el
mismo precio que él pagó?

—No —admitió Diantha con cierta sorpresa.

—No hice la venta original personalmente. Ordené que se deshicieran de los


caballos sin verlos. Cuando supe la verdad, me apresuré a arreglar las cosas. No es
mi práctica engañar a los novatos.

De pies ligeros y elegante, ella se apartó de él en el baile. El conde frunció


levemente el ceño y realizó sus pasos mecánicamente. La señorita Halstow no
había seguido la pista que él le había ofrecido al mencionar a Delaney Vaughan.
Según su experiencia, ni una mujer entre un millón podía resistir el descubrimiento
de que alguien había estado hablando de ella. Había esperado ansiosas súplicas
para que se repitieran las palabras de Delaney, pero ella apenas pareció escuchar.
En cambio, la chiquilla había tenido la temeridad de burlarse de él con un
incidente que lo llenaba de mortificación.

El baile la devolvió a él, y él tomó su mano cuando comenzaron los


movimientos finales.

—No me ha respondido, señorita Halstow —dijo—. Según mi primo,


42
expresaste mucha lástima por una pareja que recientemente había sido tan tonta
como para casarse por amor. ¿Me informó correctamente?

—Parece que lo ha hecho. Esos son ciertamente mis sentimientos.

—Sentimientos inusuales para una joven.

—Pero mi vida a veces ha sido inusual para una joven —respondió ella.
Pensó que una débil sombra cruzó su rostro, pero al instante se disipó con una
risa—. Me ha convertido en una criatura inusual. Mi pobre tía se desespera de mí.
Tengo muchas ideas que son impropias en una joven y no tengo la inteligencia
suficiente para guardarlas para mí. Un caso perdido.

Él se rió en voz alta de su aire gracioso.


—Impactante —estuvo de acuerdo—. Pero, según mi experiencia, las ideas
propias de las señoritas de buena crianza son siempre aburridas y con frecuencia
erróneas. Haces bien en seguir tu propia línea. No asustarás a un hombre sensato.

—Si tal criatura existe —dijo recatadamente.

—Vamos, señorita Halstow, es usted demasiado dura con mi sexo. No todos


somos como tu primo. —Ella se rió en voz alta y él se unió a ella—. Me gustaría
escuchar algunas de sus ideas impropias —dijo.

—Desafortunadamente, el baile está terminando.

—Entonces tomaré el próximo —declaró con una fría seguridad que ella
encontró molesta—. ¿Quieres que te traiga un refrigerio?, podemos sentarnos y
hablar cómodamente.

—Es muy bueno, señor, pero ya estoy comprometida para el próximo baile,
con el señor Vernon Caide.

—Muy bien, el de después —dijo con un toque de impaciencia.

La música terminó. Frunciendo un poco el ceño, Diantha consultó su tarjeta.

—Ese tampoco —dijo con un bonito aire de arrepentimiento—. Me temo


43
que no me queda ninguno.

Lord Chartridge recorrió con la mirada su tarjeta.

—Por qué, tienes toda la razón. Parece que tengo mala suerte. Y aquí viene
Vernon para reclamarte.

Él le hizo una pequeña reverencia y se fue. Diantha se quedó mirándolo. Por


un momento, casi pareció que el conde borraría dramáticamente uno de los otros
nombres y lo sustituiría por el suyo. Estaba segura de que un gesto tan romántico
sería muy incómodo y debía estar agradecida de que el sentido del decoro de su
señoría lo hubiera contenido.
Permitió que Vernon la condujera al set, notando, por el rabillo del ojo, que
Lord Chartridge había solicitado rápidamente la mano de una de las numerosas
hermanas de Vernon. Una mujer muy aburrida, pensó Diantha; complexión desaliñada
y sin semblante.

—Esta debe ser una noche feliz para ti —le dijo cortésmente a su pareja.

—Está más allá de todo —le aseguró—. Marcella es una chica maravillosa.

Luego, Diantha soportó una media hora muy aburrida escuchando una
disertación sobre las perfecciones de Marcella, en la que, sintió irónicamente, había
llegado a su justo postre.

La velada prosiguió. Diantha bailó a través de su tarjeta hasta que llegó el


momento del vals del Mayor Lytham. Miró a su alrededor en busca de él, pero en
cambio vio que Lord Chartridge se acercaba a ella.

—Sé que este baile pertenece a mi hermano, señorita Halstow —dijo—. Pero
lo convencí de que me lo cediera. Le aseguré que no te opondrías.

—Pero yo sí lo hago —dijo con fuerte indignación—. Tu hermano es el


héroe del momento y ser vista de su brazo debe añadir importancia a cualquier
dama. No te perdonaré por privarme de ese honor. 44
—Entonces fue muy malo por mi parte —dijo gravemente—. Pero, ¿qué hay
que hacer? Como le he robado, el tipo descarado ahora está usando su
“consecuencia” para robar a otro hombre. Mire.

Siguió su mirada y vio que George había sustraído audazmente la mano de


Elinor de debajo de las narices del caballero a quien pertenecía por derecho.

—Tienes razón —dijo con una pequeña sonrisa—. Debo ceder de buena
gana.

—Entonces vayamos a la pista. La música está comenzando.

Diantha se ruborizó débilmente. Nunca se había sentido extraña por el vals,


pero al pensar en bailar en los brazos de este hombre se sintió inexplicablemente
tímida. Se reprochó a sí misma. Obviamente, las expectativas de su tía la habían
puesto nerviosa y eso nunca funcionaría.

Su barbilla se levantó.

—Sí, de hecho.

Él la condujo a la pista y colocó su mano en la parte baja de su espalda. La


sensación era desconcertante, pero se obligó a mantener la calma. Imágenes
espontáneas persiguieron a través de su mente: esa criatura desvergonzada en
Hyde Park, su ropa mojada pegada a sus contornos voluptuosos, la sonrisa que
había intercambiado con el hombre cuyo brazo rodeaba ahora a Diantha. Una
oleada de timidez la atravesó y fijó los ojos en un punto sobre el hombro izquierdo
del conde.

—Me temo que mi hermano y tu prima están bastante enamorados —dijo


Chartridge en tono de disculpa—. Sé que eso te desagradará, pero no es necesario.
George se enamora muy fácilmente, pero no llega a nada.

Se las arregló para reír.

—Te aseguro que no estoy preocupada. Elinor también está siempre


perdiendo el corazón. La semana que viene, lo perderá por otra persona. 45
Ella habló cálidamente y él le dirigió una mirada escrutadora.

—Hablas como si la quisieras.

—Lo hago. Mucho, de hecho.

—Aunque ella claramente no se suscribe a tus propias creencias.

—No soy tan tonta como para esperar eso. Sé que el mundo nunca pensará
como yo.

—Y la oposición del mundo simplemente te confirma tus propias


convicciones —aventuró—. La forma de tu barbilla me lo dice. No abandonarás tus
ideas a la ligera, pero quizás las hayas adoptado con demasiada facilidad.
—No —dijo ella, la sombra cruzando su rostro otra vez—. Tengo razones
para mis creencias.

Bailaron en silencio por unos momentos. Entonces, Diantha levantó la vista


hacia el rostro del conde y vio allí una mirada extraña, compuesta de cinismo,
cansancio y algo más que no pudo identificar. Había una curva irónica en su labio,
y de repente ella se sonrojó y se dio cuenta del bajo escote de su vestido, debajo de
su mirada.

—Debe de haber sido un tipo mezquino —dijo finalmente lord Chartridge,


con una sonrisita.

—¿Quién?

—Vamos, no eres la primera joven que renuncia al amor. El motivo es


siempre el mismo. Algún caballero no estuvo a la altura. Pero tu corazón se
arreglará. Siempre lo hace, ya sabes. —Con el más leve toque de desprecio,
agregó—. Nada dura, te lo prometo.

Dos manchas de ira ardían en sus mejillas.

—Su suposición, señor, no es simplemente errónea, sino vulgar. Mi corazón


nunca ha sido roto, ni siquiera comprometido. 46
Chartridge levantó una ceja irónica.

—¿Me pide que crea que nunca ha estado enamorada, señorita Halstow?

—Es verdad —le dijo desafiante—. ¿Por qué debería encontrarlo tan difícil
de creer? Tiene una opinión excepcionalmente alta de tu propio sexo si cree que
ninguna mujer puede permanecer íntegra de corazón.

Él se sonrojó levemente.

—Está equivocada. No tengo una gran opinión de mi propio sexo, pero


conozco bastante bien el tuyo. Las señoritas suelen enamorarse con demasiada
facilidad.
—¿Alardeando, mi señor? —inquirió con voz sedosa.

Las manos que la sujetaban se apretaron bruscamente. Siguió bailando,


consciente de la dolorosa presión de sus dedos, pero aún más consciente de que la
mano en la parte baja de su espalda la había acercado más de lo debido. Su rostro
se había endurecido por la ira mientras miraba hacia abajo hacia el de ella. Diantha
tuvo una sensación vertiginosa de que el mundo giraba a su alrededor a un ritmo
acelerado.

De repente, el conde relajó su agarre. Ella se apartó un poco y resistió la


tentación de mover los dedos donde él los había aplastado. El rostro de Chartridge
se había aclarado, el humor burlón de sí mismo expulsaba la ira.

—Sí, soné como un engreído, ¿no? Mis disculpas, señorita. No estaba


alardeando. Dije que las jóvenes se enamoran fácilmente, no que yo fuera el objeto
de sus afectos.

Las palabras Pero lo eres quemaron en la mente de ella antes de que pudiera
detenerlas. Tu cara es hermosa y tu forma agradable. Incluso yo puedo reconocer esto,
aunque estoy blindada de indiferencia. ¡Cuánto más deben sentir mis hermanas más
frágiles!

Lord Chartridge continuó:


47
—Al igual que usted, observo las locuras de mis semejantes, pero me
mantengo apartado de ellos. Simplemente estaba desconcertado acerca de dónde
aprendió tanto sentido común.

—Creo que nací con un corazón frío —dijo con una pequeña risa.

—¿Algún hombre te ha declarado alguna vez su amor? —preguntó de


repente.

—Bueno, sin duda, uno o dos han sido lo suficientemente valientes como
para intentarlo. Pero nunca lo intentaron por segunda vez. He descubierto que a
los caballeros no les gusta que se rían de ellos.
—Un arma mortal —admitió—. Me tiene en un terremoto. Tenga por seguro
que no me arriesgaré a que me desprecie haciéndole una declaración de pasión.

—Me tranquiliza, señor —respondió ella recatadamente.

Él soltó una carcajada que hizo que las cabezas se volvieran hacia ellos y
bajó la voz para decir:

—Señorita Halstow, es una descarada. ¿No ha pensado en los sentimientos


de estos caballeros?

—Tengo tan poco pensamiento por ellos como su amor por mí —respondió
ella—. Ninguno de ellos siente una partícula de verdadera emoción. Están
movidos por otras consideraciones.

—Se refieres a su fortuna —dijo el conde con frialdad—. Pero su apariencia


es aceptable y no debe desesperarse de recibir una oferta solo por usted. Sin
embargo, —continuó, ignorando su grito de indignación—, tal oferta sin duda no
sería bien recibida por usted, ya que surgiría de esos tiernos sentimientos que con
tanta razón desprecia. Claramente, está destinada a ser una solterona.

Los labios de Diantha se torcieron al apreciar estas tácticas.


48
—En absoluto —dijo ella—. Mis requisitos en un marido son muy
particulares, pero no desespero de que se cumplan. ¿Seguro que la simpatía y el
respeto no son mucho pedir?

Una mirada fría apareció en el rostro del conde y habló con esfuerzo.

—Está equivocada, señorita Halstow. La simpatía y el respeto son las más


raras de todas las cualidades entre hombres y mujeres. ¿Qué mujer podría respetar
a su marido si conociera la mitad de sus actividades? ¿Qué hombre podría respetar
a su esposa si supiera la mitad de sus pensamientos?

Algo en su voz la hizo preguntar rápidamente.

—¿Ha sido tan mala su experiencia con los pensamientos de las mujeres?
—¡Ha sido condenable! —dijo con amargo énfasis.

Ella lo miró a los ojos y vio que se habían oscurecido con emociones que no
tenían cabida en su mundo agradable. Sin embargo, ella las reconocía. Las había
visto en los ojos de su madre hace mucho tiempo cuando llegaban noticias de
alguna nueva hazaña de su padre. Alva había derramado sus penas sin
restricciones y su pequeña hija había oído hablar mucho de que debería haberse
salvado.

Amargura, rabia, incluso odio. Diantha vio todo esto brevemente reflejado
en los ojos brillantes del conde. Entonces el momento pasó. Volvió a ser él mismo,
sonriendo y diciendo cortésmente:

—Fue imperdonable de mi parte hablar así. Mis sentimientos no son tan


geniales como los suyos. A veces sacan lo mejor de mis modales. Debería haberlo
sabido, pero no importa. La música está terminando. ¿La llevo con su tía?

—Por favor.

La condujo hasta donde estaba sentada Lady Gracebourne con las carabinas.
Permaneció unos minutos, intercambiando cortesías comunes, luego hizo una
reverencia y se despidió, incluyendo a Diantha en una mirada general.
49
Eran las cuatro cuando estuvo en la cama y antes de que pudiera apagar la
vela, Elinor asomó la cabeza tentativamente por la puerta.

—Adelante —dijo Diantha con una sonrisa—. Estoy deseando saber todo
sobre el mayor Lytham. —Apartó la sábana y Elinor se metió en la cama con ella.

—Oh, Diantha, ¿no te pareció guapo? —exigió Elinor, mientras se


acurrucaban juntas.

—No, ni un poco —dijo Diantha provocativamente—. Pero me pareció


sumamente agradable.

—Oh, sí, y mucho más. Él dijo…

Continuó burbujeando por este camino, hasta que Diantha habló.


—Querida Elinor, me preocupas. Espero que este sea tan fugaz como tus
otros amores, porque estoy segura de que mi tía y mi tío no planean emparejarte
con un hijo menor sin un centavo.

—Mamá y papá solo tienen una pareja en mente en este momento —dijo
Elinor, cambiando hábilmente de tema—. Y esa es la tuya con Lord Chartridge. ¿Te
gustó?

—Por supuesto. Sus modales son caballerosos y su persona distinguida.

Elinor la criticó por un elogio tan moderado.

—Eres una criatura tan extraña. Cualesquiera que sean tus sentimientos, me
atrevo a decir que nunca los admitirías, ni siquiera ante ti misma.

Pero aquí estaba equivocada a su prima. Diantha era demasiado honesta


para negarse a sí misma que había estado complacida con Lord Chartridge.
Cuando Elinor se fue, revivió la velada y admitió que no había nada en su forma o
comportamiento que la disgustara. Por el contrario, había mucho para ganar su
elogio. Ella creía que su comprensión era superior y su disposición buena. La
mayoría de los hombres que conocía no habrían tenido respuesta a las cosas que
ella le había dicho, pero él había soportado bien sus ataques y se recuperaba
50
rápidamente para devolverle el suyo. Podría ser agradable estar casada con un
hombre con quien poder hablar con franqueza.

Pero luego recordó el brillo negro en los ojos de su señoría, cuando terminó
el vals. Por un breve momento, había vislumbrado algo oscuro e impredecible y
ahora una voz interior susurraba que este hombre podría ser movido por fuerzas
que nunca había conocido. La idea la intrigó, pero no la desanimó.

Se quedó tendida durante mucho tiempo, mirando la oscuridad,


preguntándose qué le depararía el futuro.
Capítulo 3
Durante cuatro días, no hubo señales de Lord Chartridge. Diantha casi
había perdido la esperanza en él cuando la enviaron a buscar una mañana y entró
en el salón para encontrarlo, espléndido en pantalones de piel de ante y botas de
montar, con Lady Gracebourne. Él le hizo una reverencia cuando su tía levantó la
vista, un poco nerviosa.

—Mi amor, Lord Chartridge me ha estado contando de tu conversación en


el baile de la otra noche —dijo—. Me temo que dejaste que tu lengua vivaz se te
escapara.

—Le dije a Lady Gracebourne cómo me insultó —dijo Chartridge con una
sonrisa.

—Yo... ¿le insulté? —repitió Diantha cuidadosamente. Estaba haciendo un


rápido repaso mental de las cosas que habían pasado entre ellos en el baile y no se
le ocurría nada que quisiera repetir con su tía.
51
—Sin duda, lo hizo. Pone en duda mi conocimiento de los caballos. He
venido para hacerle deshacer esas palabras. No me despreciará cuando se haya
sentado tras uno de mis bayos.

Indicó la ventana y Diantha se apresuró, descorrió la cortina de encaje.


Afuera, en la calle, un pequeño mozo paseaba un par de los mejores bayos a juego
que había visto en su vida, enganchados a un cochecito. Lord Chartridge se acercó
y se colocó a su lado.

—Tengo permiso para llevarle a montar por el parque —dijo. Sus ojos
bromearon con ella cuando añadió en voz demasiado baja para que Lady
Gracebourne lo oyera—: Si quiere arriesgarse en compañía de alguien que arregla a
sus caballos.
—No le habrá dicho que dije eso a mi tía, ¿verdad? —exigió ella,
horrorizada.

—No, simplemente informé la esencia de sus comentarios. Le ahorré el texto


real en caso de que le diera un espasmo. Pero esos son mis caballos, no los de mi
tío.

—Son una buena pareja —estuvo de acuerdo—. Sería un placer cabalgar


detrás de ellos. Pero debo cambiarme —añadió, alzando la voz y volviendo a la
habitación.

—Entonces date prisa, amor mío —dijo Lady Gracebourne—. Lord


Chartridge no te perdonará si haces esperar a sus caballos.

Diantha salió a toda velocidad de la habitación y regresó en veinte minutos


con un vestido de calle azul oscuro con un sombrerito descarado adornado con
plumas rizadas y gastado hasta el cuello. Chartridge no dijo nada, pero sus ojos
revelaron su admiración. Se despidió de Lady Gracebourne, prometió cuidarla
bien y acompañó a Diantha al exterior. El mozo mantuvo firmes a los animales,
mientras el conde la ayudaba a subir al cochecito. Luego ocupó su lugar junto a
ella y dio a sus caballos la señal para avanzar.
52
La vista de los bayos con sus anchos pechos, poderosos cuartos traseros y
cuellos elegantemente arqueados le hizo ver a Diantha la enormidad de su crimen.
Un hombre que podía seleccionar a estos dulces asistentes y manejarlos con tanta
fuerza y delicadeza no tenía igual. Estaban frescos y ardientes esa mañana, pero
con la boca sedosa, y respondieron fácilmente al manejo diestro del conde.

Los condujo bien hasta el final, parecía no preocuparse por el tráfico más
pesado y tomó sus esquinas a una pulgada. Incluso cuando los bayos hicieron una
pequeña excepción a un tilbury conducido por un caballero vestido de forma
llamativa, Lord Chartridge los controló sin problemas y pasó el tilbury
deslizándose a través de un espacio aparentemente imposible. Diantha se preguntó
si estaba mostrando su destreza para su beneficio y cuando lo vio mirándola por el
rabillo del ojo, estuvo segura de ello. Ella se echó a reír y él se unió a ella. Seguían
riéndose cuando él dobló la esquina y atravesó Apsley Gate hacia Hyde Park.

Cuando estuvieron un poco adentro, Lord Chartridge se detuvo y gritó.

—Está bien, Joe —El mozo de cuadra saltó al suelo de inmediato y el


cochecito se alejó sin él.

—Perdóneme por hacer eso sin pedir su permiso primero —dijo


Chartridge—, pero debo hablar con usted en privado y no se me ocurrió otra
manera que no suscitara comentarios.

—¿No comentarán esta ocasión? —preguntó Diantha, mientras se quitaba el


sombrero ante una dama que pasaba.

—Para nada. Uno puede ser muy privado ante los ojos de todo el mundo.
Incluso sin mi mozo, no habrá conversación mientras demos la vuelta al parque no
más de una vez. A un ritmo moderado que nos dé unos veinte minutos, así que no
perderé el tiempo.

—Tiene toda mi atención, señor —dijo Diantha después de esperar un


momento, porque estaba claro que tenía problemas para continuar.
53
Chartridge frunció el ceño.

—Vaya si sé cómo decirlo ahora. Parecía tan fácil cuando yo… ¡oh, diablos!
Señorita Halstow, debo advertirle de algo de lo que claramente no está al tanto.
Nuestro encuentro de la otra noche no fue un accidente. Nuestros amigos se han
propuesto promover un encuentro entre nosotros.

—Oh, sí —dijo con calma—. Lo sabía.

—¿Lo sabía? —Brevemente giró la cabeza para mirarla.

—Por supuesto. ¿Por qué estaba tan seguro de que no lo hacía?

—Porque —dijo, sorprendido por hablar con franqueza—, se esforzó por


provocarme y enojarme.
—¿Y habría esperado que sonriera y lanzara señuelos para atraerle?

Hubo una breve pausa antes de que su señoría dijera, con una voz de
profunda mortificación:

—Se deleita en hacerme sonar como un fanfarrón, señora.

El labio de Diantha se torció.

—Oh, no —dijo suavemente—. No soy yo quien hace eso.

El silencio se volvió sulfuroso. Entonces, inesperadamente, Lord Chartridge


se echó a reír. Era una risa genuina, llena de diversión y sin rastro de ironía.

—Me expuse terriblemente, ¿no? —dijo.

—Fue un poco imprudente —asintió ella con voz amistosa—. ¡Qué poco
amable de mi parte no sonreír y coquetear! Pero ya sabe, no pude obligarme a
hacerlo.

—De hecho, estaba tratando de disuadirme —sugirió a la ligera.

—Ni disuadirte ni atraerte. Estaba demasiado enojada con usted como para
preocuparme si le ofendía. 54
—¿Enojada conmigo? ¿Por qué?

Diantha se rió entre dientes.

—Porque me despreció. Sabía que me estaba observando y cuando solo me


premió con una pequeña y miserable contradanza, me puse furiosa.

—Eso lo resuelve. Ahora definitivamente me considera un engreído.

—No. A veces ha parecido decidido a convencerme de que lo era, pero


tengo la extraña sensación de que no lo es.

—Gracias, señorita Halstow. ¿Sabe que es la persona más extraordinaria?


No hay una joven entre diez mil que me hubiera admitido lo que acaba de decir.
—Y, por supuesto, no debería haberlo hecho —dijo con tristeza—. Bueno, le
dije que no era lo suficientemente inteligente como para guardar mis pensamientos
para mí. Soy franca hasta la exageración. Siempre lo he sido.

—Y le dije que no asustaría a un hombre sensato. Prefiero la franqueza a la


tontería. Si hubiera tirado señuelos, habría huido del salón de baile.

—Sí, me imagino que le han tirado bastantes señuelos desde que se


conocieron tus circunstancias —dijo con calma—. Ahora, no juegue. Hizo una
referencia muy desagradable a mis circunstancias la otra noche.

Él relajó su semblante con un esfuerzo.

—Supongo que eso es justo —dijo de mala gana—. Pero no puede imaginar
lo doloroso que es para mí encontrar a todos mis amigos y familiares tratando de
convertirme en un cazador de fortunas.

—No más doloroso de lo que ha sido para mí saber que mis amigos y
parientes estudian a cada caballero que conozco para ver si es lo que consideran
que merece mi fortuna —respondió ella.

—Sí, estamos en algo del mismo caso, ¿no? Entonces, no tengo escrúpulos
en decirle que cuando fui a la Casa Allwick la otra noche, no tenía idea de que 55
estaría allí.

—Y yo pensaba que había ido a verme —dijo con ironía.

—Ni mucho menos. Es cierto que temía encontrar alguna heredera porque
mis amigos son tan asiduos en ponerlas en mi camino, a pesar de mis protestas.
Pero si hubiera sabido que estaría allí, no habría ido. Hablo claro para ti.

—¿Porque soy heredera en la fortuna bancaria de Halstow? —preguntó ella


a la ligera.

—No podría tener otra razón para evitarle —dijo en una voz más suave—.
Cuando nos presentaron, resolví cumplir con mi deber y marcharme. Pero no está
del todo en la línea común de las herederas. De hecho, no está en la línea común de
las jóvenes. Hubo momentos durante ese vals en los que me arrepentí de no haber
seguido mi primer instinto e irme. Me hizo enojar, pero descubrí, cuando la ira
había muerto, que también merecía mi simpatía y respeto. —dijo las últimas
palabras lentamente.

Ahora Lord Chartridge tenía otra oportunidad de descubrir lo diferente que


era la señorita Halstow de cualquier otra joven. En lugar de estar desconcertada
por el significado de estas palabras, respondió con un guiño:

—¿Lo suficiente para que me perdone por ser una heredera?

—Suficiente incluso para eso —dijo—. No lo había creído posible, pero su


fortuna ya no se cierne en mi mente como una barrera para todo discurso honesto.
Pero ahora debe decir algo. Si mis palabras no provocan respuesta, entonces me he
vuelto absurdo sin ningún propósito.

—No es absurdo en lo más mínimo. No ha cometido la máxima estupidez


de declararse enamorado de mí y estoy convencida de que nunca lo haría.

—Está bastante a salvo —dijo gravemente—. He superado la edad de la


locura.

—Y yo —dijo con una voz que cayó extrañamente en sus oídos—, siempre 56
he pasado la edad de esa forma particular de locura.

Él la miró, frunciendo el ceño un poco.

—Si la locura es desconocida para usted, ¿cómo puede estar segura de que
está blindada contra ella? —Cuando Diantha permaneció en silencio, agregó—:
Prometo respetar cualquier confianza que deposite en mí.

—Gracias. Confío en usted —dijo después de un momento—. Verá, Lord


Chartridge, mis padres hicieron un gran matrimonio por amor, por lo que he oído.
Pero cuando tuve la edad suficiente para entender lo que vi, ya no podían
soportarse el uno al otro. Ahora están muertos, los dos —terminó bruscamente.
—Su experiencia ha sido triste. Pero ¿es prudente al juzgar por una sola
pareja? —preguntó, con los ojos fijos en sus caballos.

—No es solo una pareja. Quizás la experiencia de mis padres me dejó un


poco más observadora que la mayoría de las chicas. Miro a los que me rodean y
veo que el amor romántico los ha engañado —Diantha vaciló, luego continuó con
un poco de constricción—. Debe haber observado lo mismo. Hay tantas parejas...

—Conozco un poco al esposo de su prima Charlotte —dijo, mostrando una


rápida comprensión que le valió la gratitud—. Es un buen tipo a su manera, pero
con modales desafortunados.

—¿Modales desafortunados? —repitió Diantha sorprendida, porque Lord


Farrell era famoso por la elegancia de su discurso.

—Considero que para un hombre exponer a su esposa a la burla de la


sociedad por su infidelidad delata una falta de educación impactante.

Diantha asintió con entusiasmo.

—Y a menudo me parece que esas parejas que se casan por un exceso de


amor son las primeras en… —Vaciló.
57
—Las primeras en olvidar las obligaciones del amor —terminó Chartridge
por ella.

—Eso es exactamente lo que quería decir —dijo Diantha agradecida—. ¡Oh,


cómo me gustaría ser un hombre y no tener que guardarme la lengua por miedo a
que me consideren poco femenina!

—¿La está guardando? —preguntó Chartridge con aire de sorpresa—. Debo


ser muy poco observador.

Ella se atragantó de risa.

—Estoy tratando de hacerlo, pero sigo olvidándolo.


Él tenía toda la culpa, pensó, por tener una mente tan en sintonía con la suya que
nada de lo que ella pudiera decir lo escandalizaba.

La pobre criatura parecía comprenderla demasiado bien, pues


inmediatamente dijo:

—Espero que no la guarde ahora. Solo la franqueza nos servirá. Pronto


estaremos a la vista de la Puerta de Apsley y nos quedará muy poco tiempo. Debo
establecer la posición ante usted en términos estrictos. Sabe que recientemente
heredé las deudas de mi tío, así como su título y debo casarme por dinero para
mantener Chartridge Abbey y las propiedades. Cuando mis amigos pensaron en
un matrimonio entre nosotros, solo vieron los beneficios para mí. Claramente, no
pensaron en usted, de lo contrario podrían haberse preguntado por qué debería
aceptar a un hombre al que no ama y que viene a ti abrumado por la deuda.

—Me atrevo a decir que pensaron que sería ambiciosa para ser condesa —
dijo Diantha a la ligera.

—¿Y lo es?

Ella consideró esto por un momento antes de decir:

—¿Pensará mal de mí si digo que sí? 58


—Me parecería extraño si dijera que sí —dijo pensativamente—. ¿Le
deslumbra un título? Encontrará que es una cosa hueca.

—No para mí. Podría empezar a sentirme segura. —Esto fue tan totalmente
inesperado que él la miró fijamente—. Verá —continuó—, mis padres no eran del
todo buenos, especialmente mi padre, que murió de una manera de la que nadie
habla nunca. Sé que él jugaba terriblemente, porque mi madre me lo dijo, y cuando
nos enteramos de su muerte dijo: “Supongo que se peleó con otro jugador de cartas
y salió peor”, con una voz de amargura tan terrible que nunca lo he olvidado. —
Sin ser vista, se retorció los dedos con agitación—. Me han inculcado que estaba
balanceándome en el filo de la navaja por culpa de mis padres, así que debo ser el
doble de inocente que cualquier otra joven. A veces, me parecía que estaba
viviendo en prisión por el crimen de otra persona.

Había una nota de desesperación en su voz que hizo que el conde dijera
suavemente:

—Mi pobre niña.

—Y se me ha pasado por la cabeza —prosiguió, tratando de sonar


despreocupada—, que habría una especie de seguridad y… y libertad… en ser
condesa. No tendría que estar siempre preocupándome en caso de que me
juzgaran como “no del todo buena”.

—Puedo pensar en varias condesas que “no son del todo buenas” —dijo
Chartridge con ironía.

—Sí, yo también puedo —dijo Diantha antes de que pudiera detenerse.


Luego se apresuró—. Pero a menudo he pensado que, si tuviera una posición
segura, el pasado tendría menos poder sobre mí. La gente podría olvidar que yo
era hija de padres que no eran aceptables y solo recordar que era la esposa de un
hombre que lo era.

Se quedó en silencio, porque estaba tratando de poner en palabras 59


sentimientos que nunca antes había necesitado analizar. Pero una vez más, el
conde amablemente acudió en su rescate.

—Sí, creo que ha evaluado la situación con mucha astucia —dijo con una
voz que no contenía nada más que comprensivo entendimiento. Sus ojos brillaron
de repente—. Y, por supuesto, la libertad que se le permite a una condesa es
mucho mayor de la que ahora disfruta.

—¿Lo es realmente? —preguntó ella con un toque de melancolía.

—Sin duda. Es el colmo de la mala educación que los esposos y las esposas
vivan en los bolsillos del otro, o que interfieran con las diversiones racionales del
otro. La fidelidad, no la dependencia, debe ser nuestro lema. —Entonces la risa se
desvaneció de su rostro y su voz se volvió más grave de lo que ella había oído
hasta ahora—. La puerta de Apsley está a la vista. Hemos hablado tanto como nos
atrevemos. De verdad, señorita Halstow, ¿tengo su consentimiento para hablar con
su tío?

De repente, pareció que las bahías volaban, llevándola a toda velocidad al


momento de la decisión que la hundiría en un futuro desconocido. Ella había
jurado no basar su vida en emociones pasajeras, pero ¿era su propio camino más
sabio? Apenas conocía a este hombre.

Lord Chartridge comenzó a acercarse a la valla. El carruaje redujo la


velocidad casi hasta detenerse. Diantha juntó sus manos con más fuerza en su
regazo, respiró hondo y dijo:

—De verdad, mi señor, lo hace.

 
Cuando llegaron a Berkeley Square, Ferring, el enorme mayordomo de Lord
Gracebourne, les abrió la puerta. Al igual que todos los demás sirvientes, sabía lo
que estaba ocurriendo y miraba a los amantes, pues eso suponía que eran, con ojos
benévolos.
60
—¿Lord Gracebourne está en casa? —inquirió Chartridge, siguiendo a
Diantha al vestíbulo.

El pecho de Ferring se hinchó de orgullo.

—Lo está, mi señor.

—Tenga la amabilidad de decirle que el conde de Chartridge le agradecería


unos minutos de su tiempo.

—Ciertamente, mi señor. ¿Le importaría a su señoría esperar en la biblioteca?

—Gracias. —La voz de Lord Chartridge era formal cuando se inclinó ante
Diantha y dijo—. Mientras espero, señorita Halstow, tal vez pueda encontrar el
libro que prometió prestarme.
El pecho de Ferring se llenó de indignación ante este discurso tan poco
amoroso. Pero su alma romántica se habría aliviado si hubiera podido ver lo que
sucedió, tan pronto como se fue. Porque el conde se movió rápidamente para
cerrar la puerta de la biblioteca, y cuando estuvieron solos, habló en voz baja y
urgente.

—Todavía hay tiempo para que se vaya. Puedo inventar alguna otra excusa
para hablar con tu tío.

Ella lo miró fijamente.

—¿Desea llorar, mi Lord?

—Señorita Halstow, seré franco con usted. Hemos discutido todo tipo de
cosas esta mañana, para saber si nos llevamos bien. Pero hay algo que no hemos
considerado y debe hacerse antes de que se comprometa.

—¿Qué es? —preguntó ella, desconcertada.

Él dudó.

—Es tan joven —dijo por fin—, y a pesar de toda su sabiduría, tan inocente.
El matrimonio es una relación más estrecha que cualquiera que haya conocido. 61
Aporta una intimidad que no se puedes imaginar. Sería una tragedia para usted
encontrarse casada con un hombre por el que siente aversión.

Sus mejillas ardieron y fue solo con un esfuerzo que logró hablar con calma.

—Lord Chartridge, ¿qué está sugiriendo?

Una pequeña sonrisa tocó su boca. Algo en eso hizo que su corazón
comenzara a latir con aprensión.

—Un experimento racional, señorita —dijo en voz baja—. Lo cual, con su


mente inquisitiva, sé que aprobará.

—Pero... —Lo miró desconcertada—, ¿cómo es posible que...?


—Así —dijo, y la estrechó entre sus brazos.

El suelo se balanceó debajo de ella. Sus manos, que se habían levantado


instintivamente para apartarlo, se aferraron a él para apoyarse. Su brazo estaba
curvado debajo de su cuello, de modo que su cabeza estaba a la fuerza echada
hacia atrás contra su hombro, su boca levantada impotentemente hacia la de él.
Ningún hombre la había besado de esa forma antes y la sensación de sus labios
sobre los de ella la asombró. Más desconcertante aún fue la conciencia de su otro
brazo en la parte baja de su espalda, tirando de su suave cuerpo contra el grande y
poderoso de él, con una indiferencia sorprendente por el decoro. Se encontró
abrazada a él tan estrechamente que podía sentir el calor de su carne
comunicándose con la de ella y era vertiginosamente consciente de las finas capas
de material que era todo lo que había entre su mano y su desnudez.

Esto era totalmente diferente al cierre tranquilo del vals, que, en su


ignorancia, había pensado que se parecía a un abrazo. Esta era una afirmación
despiadada de poder, pero un poder de un nuevo tipo que nunca soñó que
existiera. Había conocido a Lord Chartridge como un caballero. Ahora, ella
comenzaba a percibir que conocerlo como hombre sería completamente diferente.

Sus labios eran firmes y cálidos mientras acariciaban los de ella. Ella no
sabía que sus propios labios se habían movido suavemente contra los de él y que
62
sus manos habían agarrado su cuerpo de una manera que era casi una súplica.
Estaba más allá del pensamiento consciente, más allá de cualquier cosa que no
fuera la conciencia del calor placentero que la invadía. Debilitaba su voluntad,
haciéndole imposible luchar libre y reprenderlo por su conducta poco caballerosa,
como sabía que debía hacer.

Gradualmente, se dio cuenta de que su boca se había soltado y los brazos de


él la sujetaban con menos fuerza. Ella respiraba aceleradamente y apenas se atrevía
a mirarlo por miedo a lo que revelaría su rostro sonrojado. Pero cuando miró hacia
arriba, descubrió que no había nada que temer. Parecía totalmente dueño de sí
mismo, lo que la sorprendió después de la alarmante impresión que le había dado
de estar a punto de abandonar toda moderación. Ella era demasiado inexperta para
notar el pequeño pulso latiendo ligeramente en la comisura de su boca. Ella solo
vio la risa en sus ojos y se dio cuenta con alivio de que era una risa amable.

—Bueno, señorita Halstow —bromeó—. ¿Considera que el experimento fue


un éxito?

Ella descubrió que él todavía la estaba sosteniendo y se apartó, un poco


nerviosa. Pero se las arregló para recuperar algo de su compostura y hablar en voz
baja.

—¿Si supiera lo que considera un éxito…?

—¿Ha llegado a un veredicto? ¿O volvemos a intentar el experimento?

—No —dijo apresuradamente, sabiendo que necesitaba tiempo para aceptar


las nuevas sensaciones que la atravesaban—. No hay necesidad. Yo… yo no siento
aversión.

—Yo tampoco —le aseguró—. Perdóneme por tomarla por sorpresa, pero
estos asuntos se determinan mejor por, digamos, una reacción instintiva. De lo
contrario, no habría sido un experimento verdaderamente imparcial.

—Entonces hizo lo correcto —le aseguró ella, sus modales solemnes 63


contrastaban con la picardía de sus ojos—. Hay mucho que decir sobre la
investigación racional.

Lord Chartridge le tomó la mano y se la llevó a los labios.

—Señorita Halstow —dijo gravemente—, usted es una filósofa.

Lord Gracebourne, que se apresuró a entrar en la biblioteca unos minutos


después, descubrió que su mayordomo no lo había engañado. Diantha y el conde
estaban sentados a una distancia adecuada, hablando de las obras de Shakespeare
con tanta cortesía como si llevaran casados un año.

 
Dos días después, la Gazette y el Morning Post publicaron la noticia del
compromiso de Chartridge-Halstow. Al instante, los acreedores de Chartridge se
relajaron, y varias demandas finales de pago se rompieron casi en el momento de
ser enviadas.

Siguió un cauteloso regateo entre los abogados. Lord Gracebourne informó


que Chartridge se estaba comportando de manera muy extraña.

—Teniendo en cuenta el rango y la dignidad que está otorgando, podría


haber aguantado el doble de lo que está recibiendo —le dijo a su dama—. Pero
parece querer recibir lo menos posible.

—Después de todo, tal vez esté secretamente enamorado de Diantha —


sugirió Lady Gracebourne sentimentalmente.

—Por el amor de Dios, no dejes que te escuche decir eso —suplicó


alarmado—. Sería suficiente para que ella lo cancele.

Informó concienzudamente las negociaciones a su sobrina, quien se dio


cuenta de que una gran parte de su fortuna quedaría en sus propias manos.
Apenas había necesitado considerar el dinero antes, pero ahora su riqueza parecía
una sola pieza con la mayor libertad que se abría ante ella. Estaba entusiasmada
64
con la perspectiva de esa libertad, y la perspectiva de su nueva vida la deslumbró.
El matrimonio con un hombre sensato que la libere de las limitaciones y arroje su
protección sobre sus acciones y declaraciones debe ser sin duda el estado más
delicioso del mundo. Ella escuchó cortésmente mientras Lord Gracebourne
discutía los acuerdos, pero finalmente le rogó que no dijera más y agregó:

—Estoy segura de que tus arreglos para mí serán excelentes, tío.

Esta respuesta le pareció completamente adecuada en una mujer, pero tan


diferente a su obstinada sobrina que más tarde le preguntó a su señora si Diantha
se sentía mal. Lady Gracebourne replicó que eso era imposible. Diantha acababa de
regresar de un paseo con Lord Chartridge, sus mejillas brillaban por el ejercicio y
sus ojos brillaban con algo que podría haber sido placer en la compañía de su
prometido, si alguien se hubiera atrevido a sugerirlo.
De hecho, la señorita Halstow acababa de poner a prueba su nueva libertad
galopando en Hyde Park, un procedimiento que garantizaba la censura de los
severos. Pero Chartridge, montado en su glorioso semental negro y manteniendo
gallardamente el paso con ella, simplemente sonrió y preguntó:

—¿Ya estás probando tus nuevas alas?

—Sí, ¿no te alarman mis formas impactantes?

—Creo que mi coraje no fallará en la cerca.

—Entonces debo encontrar algo mucho peor —bromeó.

—Me tienes asombrado. Pero espera hasta que estemos casados antes de
que realmente des todo de ti.

Ella se rió de esto y regresaron a casa en perfecto acuerdo.

Esta fue casi la única conversación privada que tuvieron en medio de los
preparativos de la boda. Ella debía inspeccionar la Casa Chartridge, elegir su
tocador e indicar cómo desea que se redecore. Debía recibir visitas, ya que ningún
miembro de la familia de Rex deseaba que se pensara que se retrasaba en prestarle
la debida atención. Y si aquellas visitas estaban inspiradas tanto por la curiosidad 65
como por la buena voluntad, aun así se hacían con todo el debido decoro.

Además, Diantha tuvo que seleccionar una gran cantidad de ropa. Se


visitaron los mejores almacenes, en compañía de su tía y su prima, y con frecuencia,
cuando lord Chartridge y el mayor Lytham venían de visita por la noche,
encontraban a las tres damas hechas trizas, recostadas en sofás, lo que les divertía
mucho.

Diantha pudo absolver a Chartridge de cualquier comportamiento de


amante. Continuaba actuando como un hombre sensato. Su conversación era
ingeniosa y parecía disfrutar haciéndola reír. En la superficie, todo era ligero y
agradable. Pero una vez lo encontró mirándola con una intensidad que le recordó
esos pocos momentos llameantes en la biblioteca, momentos en los que la tierra se
había sacudido debajo de ella y había emergido para encontrar el mundo en un
lugar diferente. Sintió que se ruborizaba y, al cabo de un momento, se dio la vuelta.

Él la siguió hasta la ventana, preguntando a la ligera:

—¿Te he ofendido?

—No, yo… me siento repentinamente cansada.

Él dijo lo que era apropiado, la condujo a un asiento y fue a buscarle un


refrigerio. Aprovechó su ausencia para tratar de recomponerse. Incluso con más
fuerza que su beso, lo recordó diciendo que su experiencia con las mujeres había
sido “maldita”. Tenebrosas corrientes subterráneas se arremolinaban bajo su
agradable relación y, de repente, la proximidad de su matrimonio parecía algo más
que una mera cuestión de libertad y placer. Pero cuando regresó, su rostro había
sido borrado de todo, excepto la leve sonrisa irónica que ella solía ver, y él la hizo
reír con una broma sobre su anfitrión.

Su luna de miel se iba a pasar en Chartridge Abbey. Rex había sugerido un


viaje al continente, ahora seguro para los viajeros después de la derrota de
Napoleón, pero Diantha estaba ansiosa por ver su nuevo dominio y un instinto
astuto le dijo que Rex quería realizar ciertas reparaciones necesarias en su hogar
66
ancestral. Así que se decidió que la feliz pareja viajaría a Kent para pasar dos
semanas en la Abadía antes de regresar a la ciudad para la presentación de
Diantha en la corte.

Dos días antes de la boda, una carreta partió de la Casa Gracebourne con
baúles llenos del nuevo guardarropa de la futura Lady Chartridge, para llevarlos a
Chartridge Abbey. Por supuesto, solo los ignorantes creerían que esto representaba
todo el equipaje de la señora. Durante la luna de miel, se entregaría una gran
cantidad de vestidos, incluido un vestido de corte, en la Casa Chartridge en
Londres, para esperar su llegada y su posterior descenso a la escena social en su
nueva gloria.

La boda fue el evento de la temporada. Los rigurosos podrían considerar


que debería ser un asunto tranquilo, debido a la reciente muerte del difunto conde
y su hijo, pero había tantos con derecho a ser invitados que estaba claro que la
iglesia estaría repleta. Justo a tiempo, se recordó que el actual conde había estado
en términos distantes con su tío y su primo, y por lo tanto no había necesidad de
limitar el disfrute.

Una semana antes de la boda, Diantha recibió de su novio las perlas


Chartridge, que consistían en un collar, un brazalete y pendientes en forma de
gotas para las orejas. A estos, agregó su propio regalo de bodas de una tiara de
perlas a juego. Exclamó con deleite, imaginándose el set con su atuendo nupcial. Al
final, estuvo a la altura de sus más queridas esperanzas. Las perlas eran ideales con
el satén blanco y el encaje de su vestido de novia, y la tiara aseguraba el velo a la
perfección.

Parecía una visión cuando salió del carruaje frente a St. George, Hanover
Square, y tomó el brazo de su tío. Elinor era su asistente, encantadora en satén
color crema adornado con rosetas de color amarillo pálido en el frente. Ella arregló
el vestido de Diantha y estaban listas.

Su avance por el pasillo fue lento y majestuoso. Diantha observó que la


iglesia estaba llena antes de fijar su mirada directamente en el altar. Uno o dos
individuos se destacaron entre la multitud. Estaba Bertie, mortalmente apuesto con
prendas gris paloma que habían hecho llorar de alegría a su sastre, a pesar de la
67
factura que nunca se pagaría.

Mientras se acercaba al altar, vio a George, el padrino de boda de Rex,


dirigiendo una brevísima mirada a la novia antes de mirar por encima del hombro
para buscar a Elinor. Y allí estaba Rex, su rostro más pálido de lo que jamás lo
había visto. Por una vez, no había ironía en su expresión. Parecía casi fruncir el
ceño cuando ella se acercó a él y, por un terrible momento, se preguntó si se estaba
arrepintiendo de todo el asunto. Pero luego sus ojos se suavizaron, mientras
descansaban en ella, y ella se dio cuenta de que su seriedad no era causada por la
desaprobación sino por la tensión. Apareció el vicario y se pararon frente a él, uno
al lado del otro.
A medida que las palabras del servicio nupcial resonaban en Diantha, su
estado de ánimo de júbilo por el emocionante futuro se evaporó. De repente,
entendió lo que estaba haciendo, entregando su vida en manos de un hombre que
era esencialmente un extraño. Se había burlado del amor, pero sin él no había nada
que los uniera, salvo la razón. Y por primera vez se preguntó si la razón era
suficiente.

Luego sintió la presión de la mano de Rex, instándola a mirarlo a los ojos.


Así lo hizo y al instante se sintió inundada de tranquilidad. El mundo se
desvaneció. Todo lo que quedaba era este hombre, las sensaciones inquietantes que
la inundaban con su toque y la vida desconocida a la que la estaba llevando.

Y luego se acabó. El anillo de bodas estaba en su dedo, el órgano resonaba


en lo alto y ella regresaba por el pasillo, Lady Chartridge.

 
A primera hora de la tarde, el conde y su nueva condesa estaban listos para
partir hacia el campo. Rex había elegido llevarla en su carruaje, sin la presencia de
su mozo por una vez. Diantha abrazó a su familia para despedirse. Entonces ella
estaba junto a su señor. Chartridge tomó las riendas en sus manos y les dio a sus 68
caballos la señal para avanzar.

Durante la primera parte del viaje, estuvieron en gran parte en silencio.


Diantha estaba disfrutando de la demostración de habilidad que siempre recibían
los pasajeros de Rex. Fue doblemente evidente en este viaje, ya que había
enganchado cuatro caballos en lugar de los dos habituales, y manejaba tanto las
ruedas como los líderes con perfecta facilidad. Observó sus manos en las riendas,
manos grandes y bien formadas, creadas para un control sutil. No podía apartar
los ojos de ellas, incluso cuando Rex habló, obligándolo a dirigirse a ella dos veces.

—Disculpe —dijo ella sobresaltada.

—Te preguntaba si estabas lo suficientemente caliente. Creo que sopla una


brisa vespertina.
—Bastante caliente, gracias. Además, no está lejos ahora, ¿verdad?

—Alrededor de una hora hasta Chartridge Abbey —Agregó, medio para sí


mismo—: Se sentirá extraño ir allí como propietario.

—¿Has vivido allí mucho tiempo?

—Unos años, cuando yo era un niño. Mi padre nunca estuvo a gusto con los
niños, así que cuando mi madre murió, George y yo nos encontramos
abandonados al conde. No se preocupaba por los niños más que su hermano, pero
su esposa nos cuidaba a nosotros. De alguna manera, creo que encontró nuestra
compañía más agradable que la de su propio hijo. Oliver era como su padre,
insensible y egoísta, sin importarle nada más que su propio placer. Quizá no
debería hablar así de ellos, ahora que han muerto hace tan poco tiempo, pero
incluso entonces yo era lo suficientemente mayor para entender cómo mi tía se
quedaba sin dinero para sí misma, mientras que siempre había suficiente para el
juego, las nuevas cazas y las amantes de mi tío.

La forma amarga en que dijo las últimas palabras la hizo mirarlo.

—Me atrevo a decir que no debería hablarte de esas cosas —dijo con una
sonrisa irónica.
69
—Acordamos no cuidar nuestras lenguas entre nosotros —le recordó.

—Acordamos que no necesitas cuidar tu lengua conmigo.

—Bueno, en justicia, mi señor… —dijo ella indignada.

Él sonrió.

—Muy bien. No eres una señorita de escuela para estar protegida del
conocimiento del mundo. Lo que me recuerda que no vi a Farrell en nuestra boda.

—Pasa todo su tiempo con su última amante —dijo Diantha enfadada—.


Charlotte simplemente suspiró y me dijo que me había enviado sus felicitaciones.
—Entonces entenderás lo de mi tío. Rompió el corazón de mi tía con
indiscreciones que no se molestó en ocultar. Oliver fue cortado por la misma tijera.
Si alguna vez se hubiera casado, su esposa habría soportado mucho, pero lo aplazó
porque dijo que no le importaba el tipo de reproches femeninos que su padre se
había visto obligado a soportar. Quizá empieces a ver ahora por qué a poca gente
le caía bien cualquiera de ellos y hay muy poco dolor por su muerte —Agregó
bruscamente—. Lamento que mi tía ya no esté viva. Le habrías gustado.

El sol se había puesto y la luz se desvanecía rápidamente cuando entraron


en el pueblo de Wellhampton. De inmediato, se elevó un grito y de repente hubo
movimiento por todas partes. Alguien agarró un caballo y se alejó al galope.

—Los aldeanos son nuestros inquilinos —explicó—. A estas alturas, la


noticia de nuestra llegada estará a medio camino de la Abadía.

La gente salía de sus casas para mirarlos.

—Deja que te vean —aconsejó Rex, reduciendo la velocidad de sus


caballos—. Te deben mucho.

A partir de entonces, estuvieron rodeados de vítores.

Cuando salieron del pueblo, encontró más hombres, mujeres y niños 70


bordeando el camino. Algunos de ellos tenían antorchas encendidas, que sostenían
en alto, iluminando el camino a la Abadía. Casi había oscurecido cuando
distinguió las enormes puertas de hierro forjado en la distancia, que se abrían
apresuradamente, y ahora Diantha pudo ver que las filas de antorchas pasaban
más allá de las puertas y llegaban directamente al antiguo edificio más allá. El
rugido se hizo más alto a medida que avanzaban y ella sintió que la euforia
comenzaba a crecer en ella nuevamente. Aquí no había voces de censura que le
advirtieran que tuviera cuidado debido a su dudosa ascendencia. Aquí había gente
que la aprobaba, se regocijaba con su llegada, porque era su salvadora.

Toda la casa estaba en fila frente a la gran entrada. Cuando el carruaje se


detuvo, un imponente mayordomo y una mujer de mediana edad se adelantaron
para saludarlos. Rex la adelantó y dijo:
—Este es Lopping, querida. Y esta es la Sra. Edwards, tu ama de llaves.
Entre ellos, hacen que Chartridge Abbey funcione sin problemas.

Diantha respondió amablemente a los discursos de bienvenida del


mayordomo y el ama de llaves, luego se dio cuenta de que debía ir a lo largo de la
línea de personal como un general inspeccionando tropas. Haciendo acopio de
toda su compostura, cumplió con su primer deber como Lady Chartridge y nunca
más en su vida olvidó aquellos primeros momentos iluminados por las llamas,
rodeada de rostros sonrientes.

—Y ahora, querida, solo me queda presentarte tu nuevo hogar de la manera


tradicional —declaró Rex con una sonrisa.

Al momento siguiente, él la levantó a la altura de los hombros en sus


poderosos brazos y la llevó a través del umbral hacia Chartridge Abbey. Y los
vítores los siguieron todo el camino.

71
Capítulo 4
Sentada en su tocador más tarde esa noche, Diantha apenas se reconoció a sí
misma. El rubor del triunfo todavía estaba en sus mejillas. La emoción la había
acompañado durante toda su primera comida con su señor recién casado, sentados
decorosamente en los extremos opuestos de la mesa del comedor. Apenas había
tenido apetito, pero había bebido varias copas de vino. Se preguntó si había bebido
demasiado y si por eso su corazón latía con tanta fuerza ahora.

El camisón de seda escotado no se parecía a nada que hubiera usado antes y


dejaba al descubierto casi todo su busto. Por supuesto, había usado vestidos
reveladores para bailar, pero de alguna manera esto era diferente. Mirándose en el
espejo, pudo ver el reflejo de la enorme cama con dosel y un ligero temblor la
recorrió.

Hasta ahora, todo había sido fácil. Había hecho un trato con un hombre que
le gustaba, su dinero por su título. Pero esta noche había otro trato que cumplir y el 72
camino por delante era oscuro y desconocido. Solo su esposo podía guiarla por él y
ahora se dio cuenta de lo poco que lo conocía.

Hubo un clic cuando una puerta se abrió detrás de ella y lo vio aparecer a la
luz de las velas. Las sombras danzantes lo hacían parecer mucho más alto de lo
habitual y sus rasgos no le resultaban familiares. Llevaba una bata larga con
mangas anchas y un pesado cuello de terciopelo. Debajo, Diantha pudo ver su
camisón, ligeramente abierto, revelando un amplio pecho en el que el cabello
oscuro y rizado crecía hasta la garganta.

Oyó un débil tintineo y vio, con una absurda sensación de alivio, que él
había traído copas y una botella de champán.
—Pensé que podríamos hacer un brindis privado por el buen negocio —dijo
a la ligera.

—¿Negocio? —repitió dubitativa. Era negocio, por supuesto, pero de alguna


manera la palabra tenía un sonido triste.

—Digamos, el día en que ambos logramos el deseo de nuestro corazón —


corrigió—. Obtuviste tu libertad y yo aseguré la libertad de Chartridge Abbey. —
Le entregó una copa de champán—. Hacia el futuro que haremos juntos.

Mientras brindaban, ella lo miró a los ojos y algo que vio allí captó su
atención. Había un calor ardiente en sus ojos, que comenzaba muy atrás y se
extendía para abarcarla. Se sintió desnuda, como si el fino camisón de seda hubiera
desaparecido. Cuando Rex dejó su vaso, ella también dejó el de ella, siguiendo sus
movimientos como si estuviera hipnotizada. Él le acarició la cara con la punta de
los dedos y fue como si una marca la hubiera chamuscado. Rozó sus labios contra
los de ella tan suavemente que apenas se tocaron, pero la sensación la dejó
mareada.

Como todas las chicas solteras, había oído vagos rumores sobre la noche de
bodas. Lady Gracebourne había declarado que “a los caballeros se les debe seguir
la corriente” y Charlotte se encogió de hombros y dijo: “¡Qué alboroto! Una deja de 73
preocuparse pronto”. Pero nada la había preparado para la impactante conciencia
de estar totalmente sola con un animal macho desconocido y completamente en su
poder. Hasta ahora, Diantha había hecho los términos. Pero con el anillo de Rex en
su mano izquierda, todo era diferente. El marido era el amo. La esposa estaba
indefensa. Así andaba el mundo. ¿Qué había hecho ella, precipitándose en este
matrimonio?

Rex se había retirado un poco y la miraba con curiosidad.

—Puedes recordar que una vez hicimos un experimento —dijo—, y me


aseguraste que no sentías aversión por mí. Espero que nada haya cambiado.

—No, es decir, no. Es solo que…


—Es solo que no sabes qué esperar. —Le dio su sonrisa atractiva—. No te
preocupes. No me convertiré en un monstruo.

La sonrisa la tranquilizó. Volvía a ser Rex, el hombre que se reía con ella y
convertía el mundo en un lugar seguro y reconfortante. Al verla sonreír levemente,
dijo:

—Confía en mí. Y nunca me temas. No me tienes miedo, ¿verdad?

—Desde luego que no —dijo ella, tan indignada que él se echó a reír en voz
alta y se inclinó para besarla de nuevo. Sus labios eran cálidos y carnosos,
agradables contra los de ella y ella le devolvió el beso, pero con modestia y con
cierta vacilación.

Entonces, sintió su lengua buscando un camino entre sus labios. La presión


fue suave, no forzada sino apremiante y ella relajó la boca para admitirlo. Nuevas
sensaciones corrían a través de ella, haciendo que su sangre corriera en sus venas y
su corazón latiera con fuerza. Sintió como si su voluntad se estuviera derritiendo
gradualmente, sin dejar otra opción que responder a los movimientos
parpadeantes de su lengua. Dondequiera que él la tocaba, había un nuevo deleite.

Mientras la besaba, sus manos habían comenzado a recorrer su cuerpo,


74
siguiendo las curvas de su carne, la estrechez de su cintura, la curvatura de sus
caderas. Se sintió cohibida por estar tan expuesta a él, porque su tía la había
educado con las más estrictas nociones de modestia. Pero la incomodidad fue
barrida por la oleada de intenso placer físico que surgió en ella. Era diferente a
todo lo que había sucedido antes en su vida y la conmocionó. Esto era
terriblemente impropio y, estaba segura, no era lo que Lord Chartridge esperaba
de su esposa. Pero el mismo Rex parecía decidido a hacer que estas cosas
sucedieran.

Tal vez, pensó locamente, él la estaba probando para descubrir si sabía


cómo comportarse decentemente. En su estado de ignorancia, todo parecía posible.
Así que luchó por contener el placer o, en todo caso, por no revelarlo de forma
demasiado obvia. Pero era difícil cuando respiraba con jadeos largos y profundos,
y cada centímetro de ella temblaba con el anhelo de algo que no entendía.

Rex comenzó a deslizar sus labios a lo largo de su cuello hasta donde un


pequeño pulso latía locamente en la base. El rastro de fuego dulce continuó, sobre
la hinchazón de sus pechos. Su corazón latía con fuerza cuando sintió que sus
dedos le bajaban el camisón por los hombros, de modo que sus pechos quedaron
completamente expuestos a sus ardientes labios. Podía sentir que se sonrojaba
ferozmente ante este escandaloso procedimiento. Él debe estar probándola.
Ningún caballero podría esperar seriamente que su esposa consintiera acciones tan
escandalosas. Era hora de demostrarle que ella era realmente una dama.

Desde algún lugar lejano y reacio dentro de ella, invocó la virtud ofendida y
presionó sus manos contra las de él.

—No, Rex, no, por favor.

Él se quedó inmóvil de inmediato, pero continuó abrazándola contra él. Bajo


el suave resplandor de las velas, pudo ver su rostro mirando el de ella y sentir el
temblor de su gran cuerpo, como si estuviera controlándose a sí mismo con un
gran esfuerzo.
75
—¿Quieres que me vaya, Diantha? —murmuró—. Te lo dije, no soy un
monstruo. Di la palabra y te dejaré en tu casto lecho y no te molestaré más esta
noche.

La idea de que él la dejara casi la hizo gritar. No entendía lo que le estaba


pasando a su propio cuerpo, solo sabía que estaba incompleto. Él debe llevar esto a
una conclusión, para que la dulce angustia en su carne pueda dejar de
atormentarla. Pero no había palabras para que una chica educada dijera tales cosas,
y ella lo miró con silenciosa desesperación.

—¿Quieres que me vaya, Diantha? —repitió. Por fin, la inspiración llegó a


ella.

—Hicimos un trato, mi señor—, dijo sin aliento—. Y… y no eludiré mi deber.


Su boca se arqueó cínicamente.

—¿Deber? Una palabra fea en el mejor de los casos, pero especialmente


ahora.

—Pero…pero estuvimos de acuerdo… —tartamudeó.

—Olvidemos el deber por un momento y pensemos sólo en el placer. No me


has contestado. ¿Me debo ir?

—Yo…

—¿Debo? —repitió, rozando sus labios suavemente sobre los de ella—. Tu


deseo es mi comando. Dime que me vaya.

Ella no pudo responder. Estaba dejando un rastro de fuego por su cuello,


provocándola con movimientos tan suaves que ella apenas era consciente de ellos,
excepto que cada ligero toque hacía que su cabeza diera vueltas.

—Dime que me vaya —susurró.

Apenas podía hablar, pero se las arregló para murmurar.

—No… no… 76
Una somnolencia se apoderó de ella, como si hubiera bebido algún
narcótico pesado. Sus miembros eran pesados. Su fuerza de voluntad simplemente
se había desvanecido. El mundo entero estaba cambiando a su alrededor y ella era
incapaz de evitarlo. Su camisón susurró al caer al suelo.

Alcanzó a ver dos figuras en el enorme espejo. La luz de las velas arrojaba
sombras parpadeantes sobre sus cuerpos y se dio cuenta de que en algún momento
Rex se había quitado la ropa y estaba tan desnudo como ella. A través de su deleite
drogado, estaba asombrada por la belleza y el esplendor de él. Las caderas
estrechas y los muslos musculosos, tan claramente vislumbrados a través de sus
calzones empapados ese primer día en el parque, eran tal como los había vivido en
sus sueños. Pero ahora podía ver claramente su poder de acero.
Se sintió levantada en sus brazos y llevada a la gran cama. Entonces ella
estaba acostada y él estaba a su lado, besándola por todas partes: la boca, los senos,
el vientre, los muslos, hasta que cada parte de ella estaba caliente de placer.
Mientras la besaba, murmuraba palabras que ella apenas podía entender, como
nunca antes había escuchado. Ya no estaba fría, entendió la señorita Halstow, que
contemplaba el mundo desde la seguridad de una divertida distancia. No había
seguridad en los brazos de este hombre, solo un delicioso peligro que la
emocionaba. Era una dama, educada en las reglas de la propiedad y el decoro. Pero
ahora el decoro se estaba desvaneciendo y ella cobraba vida como mujer.

Sintió la mano de Rex deslizarse suavemente entre sus muslos,


separándolos. Antes de que tuviera tiempo de preguntarse qué esperar, él se había
movido a través de ella, entre sus piernas. La tomó por sorpresa, pero su rostro
estaba allí cerca del de ella, sonriendo tranquilizadoramente. Y al momento
siguiente todo en el mundo cambió. Ya no era completamente ella misma sino una
parte de él, como él era parte de ella, unidos en una intimidad que la hizo jadear
por la sorpresa. Entonces, los últimos jirones de su modestia fueron abandonados,
y ella se movía con él en un ritmo atemporal que estaba más allá de su propio
control.

Estaba poseída por el placer, consumida por él, quemada viva en el calor de 77
su horno. Y, como el ave fénix, de las cenizas de su antiguo yo surgió una nueva
mujer, alegre y sensualmente despierta. Había descubierto el mundo y era un
mundo glorioso, lleno de colores brillantes y luces resplandecientes. Extendió los
brazos, deseándolo todo, y se sintió colmada de regalos de los dioses.

Se terminó. A medida que las llamas retrocedían, descubrió que su cuerpo


ya no era uno con el de Rex, sino el suyo de nuevo, aunque cambiado para siempre.
Estaba deslizándose hacia la cálida oscuridad, donde reinaba la pacífica
satisfacción de la saciedad. Cayó por fin en un sueño dichoso.

 
En los últimos momentos antes de despertar, Diantha tuvo un sueño en el
que estaba en los brazos de Rex, acurrucándose contra él mientras dormía,
sabiendo que él la cuidaba con ternura. Tenía una sensación de perfecto bienestar,
de haber llegado al lugar al que pertenecía.

Luego se despertó y se encontró sola.

Se incorporó y miró a su alrededor. Solo la apariencia arrugada del otro


lado de la cama indicaba que no había estado sola en toda la noche.

Se arrojó contra las almohadas, mientras los recuerdos la inundaban. La


vergüenza la abrasó al recordar lo lascivamente que se había comportado,
ofreciéndose ansiosamente a caricias íntimas y devolviéndolas. Después del primer
momento de asombro, no hubo ningún encogimiento virginal, nada de la modestia
de doncella que el Conde de Chartridge esperaría de su esposa en su noche de
bodas. En cambio, se había olvidado de su crianza y se deleitaba con el goce físico,
tan totalmente como cualquier cortesana. Se metió debajo de las sábanas,
agradecida de que Rex no estuviera allí y se preguntó cómo podría volver a
mirarlo a la cara.

Oyó el clic de la puerta cuando entró Lucy, su doncella, y se apresuró a


recuperar la compostura. Lucy sonrió y dejó el chocolate de la mañana. 78
—Su señoría ha ido a los establos y le ruega que se una a él tan pronto como
haya desayunado —dijo Lucy.

De repente, Diantha entró en acción.

—Entonces alístame el baño rápidamente y prepara mi ropa de montar.

Corrió escaleras abajo y salió hacia los establos. Rex estaba allí, vestido para
montar. Él no la vio venir y ella se detuvo, medio escondida por un árbol y lo
contempló. Se le ocurrió que era un hombre apuesto, de figura alta, delgada y
fuerte. Mientras ella miraba, de repente se echó a reír por algo que dijo un mozo de
cuadra. Era un sonido rico y maravilloso y sintió un hormigueo en el cuerpo como
si su risa tuviera el poder de desencadenar recuerdos cálidos.
Cuando ella se acercó, él levantó la vista y la observó tuvo otra sorpresa,
porque sus ojos no tenían conciencia de lo que habían compartido en la noche. Su
saludo fue agradable, pero no más.

—Buenos días, señora —dijo, tomándole la mano y llevándosela a los


labios—. Salí temprano para inspeccionar tu regalo y asegurarme de que era digna
de ti.

—¿Regalo?

—Sácala, Carter.

El mozo de cuadra chasqueó los dedos a alguien dentro y al momento


siguiente Diantha gritó de alegría al ver una encantadora yegua blanca como la
leche.

—Es rápida y enérgica, pero mansa como un cordero —le aseguró Rex—.
Las joyas eran una formalidad. Este es mi verdadero regalo de bodas.

Diantha pasó sus manos amorosamente por la nariz aterciopelada de la


yegua.

—Oh, Rex, ella es hermosa —respiró ella—. No puedo esperar para 79


montarla.

—Vámonos de una vez.

Hizo un gesto a Carter para que se apartara y extendió las manos para
ayudarla a montar. Sus ojos se encontraron. Él sonreía a su antigua manera
familiar y ella lo entendió. Él no mencionaría lo de anoche y ella tampoco. Sería
encerrado en un lugar privado, donde podrían reunirse en secreto.

La elevó. Su semental negro, el primero que ella lo había visto montar,


estaba esperando allí. Rex saltó sobre la silla y al momento siguiente ya se habían
ido. Se rió cuando sintió el aire azotarle la cara y la yegua moviéndose dulcemente
debajo de ella. Los días de su niñez restringida habían terminado. Era libre.
 
Las nociones de Diantha sobre la vida en el campo se habían formado
principalmente en su infancia cuando vivía con su madre. Alva había resentido
amargamente su destierro y no encontraba placer en las actividades al aire libre.
Más tarde, cuando Diantha iba a Gracebourne Park todos los inviernos, disfrutaba
cabalgando y visitando a los vecinos, pero nunca se había metido de lleno en los
placeres del campo.

Pero a medida que pasaban los días en Chartridge Abbey, descubrió que
todo era diferente. Ella era la señora de la mansión, patrona del pueblo. Este era su
campo.

Dio una serie de pequeñas cenas para conocer a la nobleza local, el


hacendado y su esposa, el alcalde y el Sr. Ainsley.

El señor Ainsley era un personaje local de sangre noble, que había heredado
Ainsley Court, una propiedad pequeña, pero encantadora que se había dejado en
ruinas mientras él gastaba hasta el último centavo en juegos de azar. Sus rentas
ahora producían una miseria, con la que subsistían él y el único sirviente que le
quedaba, y era un secreto a voces que cazaba y pescaba en los ríos para tener 80
suficiente para comer. Complementó esta dieta cenando con sus muchos amigos y
llevándose a casa las sobras para alimentar a su sirviente. Diantha había
comenzado esperando que él no le gustara y terminó convencida por su gentil
encanto. En una hora, eran amigos y él la desconcertó un poco al preguntarle si le
gustaría comprar Ainsley Court.

—Le pregunta a todo el mundo —le dijo Rex más tarde—. Le encantaría
quitárselo de las manos y comprar una pequeña anualidad.

—Podría valer la pena pensar en eso —reflexionó—. Colinda con nuestra


propiedad.

—Y está en un estado aún peor. Costaría una fortuna ponerlo en orden.


Hizo una nota mental para considerar el asunto más tarde, pero en el
tumulto de nuevos intereses, pronto se le escapó de la mente.

El primer domingo después de su llegada, Rex la llevó al servicio matutino


en la pequeña iglesia antigua de Wellhampton. El reverendo Dunsford era un
hombre delgado, de aspecto sobrio y ojos grises. Pronunció el sermón con una voz
suave, detrás de la cual, sospechaba Diantha, había una considerable firmeza de
carácter. Le gustaba él y Sophie, su hija de voz suave. Sophie no era bonita, pero su
semblante era dulce y sus modales tranquilos y seguros por haber sido dueña de la
casa de su padre desde la muerte de su madre, ocho años antes.

A su debido tiempo, fueron invitados a cenar en la Abadía y Diantha


encontró en ella una compañera encantadora, aunque alarmantemente culta.
Sophie había sido alumna de su padre y sabía latín y griego.

—Papá dijo que me prepararía para ser la esposa de un hombre en las


órdenes —le confió a Diantha, mientras estaban solas después de la cena.

—¿Debes casarte con un hombre por orden? —preguntó Diantha,


frunciendo el ceño.

—Sé que papá espera que me case con un hombre serio y piadoso. Dice que
81
cualquier otra cosa lo llevaría a la miseria y sé que tiene razón. —entonces un brillo
de diversión iluminó los dulces ojos de Sophie y admitió—. Pero he tenido tres
ofertas y aunque deseo ser una hija obediente, simplemente no podía aceptar
ninguna de ellas.

—¿No eran serios y piadosos? —preguntó Diantha.

—Oh, sí, todos ellos. Pero uno de ellos era terriblemente gordo y uno
olfateaba y tenía las manos sudorosas; y el tercero le refería todo a su madre.

—¿Todo? —preguntó Diantha, asombrada—. Quiero decir... ¿asuntos de la


iglesia?

—Todo —confirmó Sophie con sencillez—. Una vez le oí decir que su


querida madre no veía nada que desaprobar en la diversión moderada y que
también era agradable a los ojos del Señor. Me imagino que incluso papá se sintió
aliviado cuando lo rechacé.

Las dos chicas se rieron juntas y todavía se estaban riendo cuando los
caballeros se unieron a ellas. Al captar el final de su conversación, Diantha se dio
cuenta de que estaban hablando de teología. Luego se abandonaron los asuntos
serios para atender a las damas.

—Nunca soñé que fueras tan erudita —le dijo a Rex cuando se reunió con
ella en su habitación más tarde esa noche—. ¡Citas latín! Pensé que no te importaba
nada más que las actividades deportivas.

Se encogió de hombros.

—Un hombre debe hacer un poco de trabajo en Oxford. Hay más en la vida
que conducir un carruaje y una pareja a través de una puerta estrecha o participar
en un molino. El vicario es un buen tipo, ¿verdad?

—Sí, me gusta mucho.

—Tiene una conexión lejana con el vizconde de Ellesmere, pero nunca lo


sabrías si lo oyes hablar.
82
—A diferencia de otros que lo mencionarían en cada oportunidad —estuvo
de acuerdo Diantha. Ella también había conocido a la clase de clérigos, hijos
menores de hijos menores, que habían ingresado a la iglesia por falta de talento
para cualquier otra cosa, y apoyaban su espíritu con referencias constantes a
familias nobles que los habían olvidado hacía mucho tiempo.

—Creo que desaprueba un poco a los Ellesmeres —dijo Rex con una
sonrisa—. Lo han invitado varias veces, pero el ambiente de su casa le parece
“desagradable”.

Se rieron juntos y él apagó la vela. Luego tomó su mano, atrayéndola para


que se pusiera de pie y llevarla a la cama. Siempre era así. En la oscuridad, se
encontraban y se apartaban a otro plano, dos personas diferentes a las de todos los
días. No pronunciaba palabras de pasión o ternura, pero después de esa primera
noche, la había arrastrado paso a paso a un mundo de ardiente sensualidad donde
solo contaban las acciones. La respetable Lady Chartridge no sabría nada de ese
mundo, pero Diantha se deleitaba en él.

Se escabulliría cuando ella estuviera dormida. A veces, tenía el sueño


recurrente de que él yacía con ella envuelta en sus brazos, o la besaba mientras
dormía. Pero siempre se despertaba sola.

 
Había nuevos intereses para alegrar sus días. A petición suya, Rex le estaba
enseñando a conducir su cochecito, y pronto se volvió experta en el manejo de las
cintas.

—Bertie se ofreció a enseñarme una vez —le dijo—, pero la tía Gloria no lo
permitió.

—Si no conduce mejor de lo que monta, eso es un tributo a su juicio —dijo


Rex secamente.

—Oh, no, tiene un látigo excelente. Incluso puede conducir un tándem


aleatorio. —Dobló una esquina con estilo antes de preguntar ingenuamente—. 83
¿Puedes conducir un tándem aleatorio, Rex?

Uno de los deportistas más notables de su época reprimió su risa el tiempo


suficiente para responder:

—Puedo manejarlo, querida.

El tándem aleatorio era una disposición de tres caballos, con dos enjaezados
uno al lado del otro y un tercero al frente y al centro. Se veía muy elegante y era
extremadamente difícil de manejar. Diantha lo miró y vio que sus labios temblaban.

—Me atrevo a decir que fue muy tonto de mi parte, ¿no? —preguntó.

—Solo un poco —dijo amablemente—. Pero si tu primo puede conducir de


esa manera, mi opinión sobre él mejora.
A la mañana siguiente, hizo enjaezar tres caballos y le hizo una
demostración de su habilidad, que Diantha tuvo que admitir que superaba a la de
Bertie por bastante distancia.

—Cómo me encantaría conducir de esta manera —dijo—. Enséñame.

—No por mucho tiempo —le dijo con firmeza—. No quiero ver mi equipo
de costado en una zanja.

—Qué poco galante eres —se quejó—. ¿Pero tal vez temes por mi seguridad?

—Ni un poco. Temo por las rodillas de mis caballos.

—¿Ni siquiera un poco de preocupación por su esposa? ¡Caramba, señor!

—¿Por qué debería preocuparme? Pase lo que pase contigo, nunca habrá
menos de cinco miembros de mi personal ansiosos por dar sus vidas para
rescatarte.

Esta era una referencia a una pelea que había estallado en los establos solo
esa mañana sobre quién tendría el privilegio de sostener el caballo de Diantha. La
nueva Lady Chartridge no había perdido tiempo en ganarse a los sirvientes.

—¿Pero el pensamiento de mi patética forma sin vida no te inspira un poco


84
de lástima? —preguntó con picardía.

—Si eres lo suficientemente tonta como para conducir un tándem aleatorio,


mereces estar sin vida —replicó—. Y deja de coquetear conmigo. No soy un mozo
de cuadra enamorado.

Ella se rió en voz alta por eso y terminaron el viaje en armonía. Pero
descubrió que echaba de menos la admiración masculina más de lo que hubiera
creído posible. Las declaraciones de devoción apasionada todavía la habrían
aburrido, pero las pequeñas estocadas de flirteo con estiletes eran otro asunto. Rex
le negaba incluso un mínimo de galantería. Ella no lo culpaba por eso, ya que le
había ordenado que nunca hablara de amor. Pero se había convertido en una
especie de juego con ella para ver si podía provocarlo para que dijera algo
caballeroso.

Le molestaba un poco que nunca hubiera tenido éxito, pero no se inquietaba.


Rex había cumplido admirablemente su parte del trato. Un lugar asegurado en el
mundo y su libertad. Se deleitaba con ambos, pero especialmente con su libertad.

Su comportamiento se hizo más atrevido. Cuando, en la privacidad de su


dormitorio, ella le pedía uno de los puros a Rex para fumar, él se lo daba sin
reparos y se reía de buena gana cuando ella hacía una mueca y lo tiraba.

—Si quieres molestar a la sociedad fumando en público, tendrás que


desarrollar un estómago más fuerte —bromeó.

—Creo que encontraré algo más —dijo débilmente.

Pero ella no buscó su aprobación el día que decidió montar a Néstor, el


estruendoso semental negro de Rex. Rex estaba fuera, después de haber ido en su
cochecito para visitar a unos amigos deportistas, cuando ella visitó los establos,
vestida con su elegante traje de montar negro.

—Puedes arrojar mi silla sobre Nestor —le dijo descuidadamente a Tom


Abelard, uno de los mozos de cuadra. 85
Tom palideció. Era un simpático muchacho de dieciocho años con ojos
castaños y honestos, que se apresuró a ser el primero en atenderla.

—Nestor, miLady —jadeó—. Pero no es el caballo de una dama. Su señoría...

—¿Lord Chartridge te ha dicho alguna vez que no puedo montarlo? —


preguntó Diantha.

—Bueno, no, no exactamente, pero...

—Entonces, por favor, ensíllalo para mí, sin más demora. —Diantha mitigó
la severidad de sus palabras con una sonrisa deslumbrante que completó la derrota
del chico.
—¿Cuál... cuál debo ensillar para su mozo? —preguntó.

—No llevaré un mozo conmigo hoy —dijo Diantha—. Date prisa ahora.

Tan pronto como estuvo sobre el lomo de Nestor, supo que este caballo era
diferente. Un escalofrío feroz recorrió su cuerpo musculoso y esbelto y un
momento después, se había ido. Al principio, ella lo manejaba bastante bien. Él era
fuerte y fresco, pero ella también. Pero después de un rato empezó a cansarse. Le
dolían los brazos por el esfuerzo de mantenerlo en control, y podía sentir que él no
estaba cansado en absoluto. Por fin llegó el momento que tanto temía, cuando sus
voluntades divergieron y prevaleció la voluntad de Nestor. En todo caso, su
velocidad aumentó y ella estaba siendo arrastrada, lo quisiera o no, por una bestia
con un poder más allá de su control.

Un muro de piedra apareció delante de ella. Ella jadeó con horror, pero al
momento siguiente lo habían superado y seguían volando. Ahora estaba realmente
asustada, pero se aferró con gravedad hasta que apareció otra pared. Era más baja
que el anterior, pero estaba exhausta y de alguna manera todo se le escapó.
Afortunadamente, el suelo estaba blando cuando lo golpeó, pero aterrizó lo
suficientemente fuerte como para dejarla sin aliento. Por unos momentos, gritó y
jadeó hasta que recuperó el aliento y pudo sentarse y ver a Nestor desapareciendo
en la distancia.
86
Se puso de pie con dificultad, maldiciéndose a sí misma por haber soltado
las riendas. No es que aferrarse a ellas la hubiera ayudado mucho, reflexionó. No
podría haber vuelto a montar a Nestor sin ayuda y no estaba segura de querer
hacerlo. Galopaba a casa y ellos vendrían por ella. Solo esperaba que Rex no
supiera nada al respecto.

Pero cuando había cojeado en dirección a casa durante una hora, supo que
la esperanza era en vano. Para su consternación incrédula, pudo ver un cochecito
que se parecía alarmantemente al de Rex, que aparecía en la distancia. Y allí,
sentado en él, estaba su marido de cejas negras.
Tiró de las riendas y se sentó frunciéndole el ceño. Ella no hubiera creído
que pudiera verse tan enojado.

—Estás de pie, así que supongo que no estás gravemente herida —espetó.

—Sí, estoy bien —dijo sin aliento—. Excepto algunos moretones.

—Te lo mereces —dijo salvajemente—. Mereces que te rompan todos los


huesos del cuerpo. ¡Cómo te atreves a sacar a Néstor!

—¿Regresó…?

—Sí, llegó a casa y asustó a todos.

—A todos menos a ti, estoy segura —dijo con ánimo.

—Oh, sabía que estarías bien, pequeña desgraciada irreflexiva. Son los
demás los que deben sufrir. Entra.

Extendió la mano para que ella pudiera estabilizarse mientras subía


dolorosamente al cochecito.

—¿Qué quisiste decir sobre el sufrimiento de los demás? —preguntó cuando


se estaban moviendo. 87
—Me refiero a Tom Abelard. No tenía derecho a ensillar a Nestor para ti.

—Yo le ordené que lo hiciera.

—Debería haberte ignorado.

—¿Le dijiste que debería haber ignorado mis órdenes?

—Por supuesto.

—Bastante bien para hacer el ridículo en mi propia casa —respondió con


rabia.
—Me abstendré de hacer la respuesta obvia a eso —dijo sombríamente—.
Sabías que estabas haciendo mal, de lo contrario, ¿por qué esperaste hasta que te di
la espalda? Y Tom también lo sabía. No me deja más remedio que despedirlo.

Ella jadeó con horror.

—Pero no puedes hacer eso.

—Eso es precisamente lo que puedo hacer, señora.

—¡Pero no fue su culpa!

—Eso es lamentable. Tengo que dejar que los demás vean lo que pasa por
desobedecerme.

—Pero tiene una madre viuda que mantener —gritó horrorizada.

—Debería haber pensado en eso. Él deja mi empleo y ambos dejan su


cabaña.

Ella acomodó su barbilla.

—Si lo despides, lo volveré a contratar para otro trabajo. Si pago su salario,


no tendrás nada que decir. 88
Rex soltó una pequeña carcajada.

—Tendré mucho que decir —dijo sombríamente—. Le advierto, señora, que


no me meta en ese tipo de batalla. Perderás. Puede que seas Lady Chartridge, pero
yo soy el conde y mi palabra es ley, no la tuya.

Diantha lo miró fijamente, horrorizada ante tal demostración de frío poder.


Este era Rex como nunca lo había conocido y la sorprendió pensar que se había
atado de por vida a un hombre que podía ser tan despiadado.

Pero ella se preocuparía por eso en otro momento. Por el momento, salvar a
Tom era lo que importaba. Como un gran general, cambió rápidamente de táctica.
—Rex, por favor —suplicó—. No lo castigues por mis crímenes. Haré lo que
sea. Nunca volveré a acercarme a los establos. Me sentaré en mi habitación y coseré
hasta que volvamos a Londres. Yo... —Se detuvo, porque Rex había echado la
cabeza hacia atrás y se había reído a carcajadas—. ¿Qué? —exigió ella con
indignación.

—La idea de ti, dócilmente sentado en tu habitación y cosiendo —dijo con


voz ahogada.

—Lo digo en serio.

—Sé que lo haces. ¡Diantha, tonta! ¡Como si fuera a hacerle daño a Tom,
cuyo padre me enseñó a manejar un arma y cuya madre solía darme de comer su
pastel de manzana! Le he dicho que, si alguna vez vuelve a hacer algo así, le
quitaré el pellejo, pero no tengo intención de despedirlo.

—Entonces, ¿fue toda una farsa? ¡Cómo te atreves!

Volvió a ponerse serio.

—Era un pretexto valioso si te enseñaba a pensar. Si te hubieras roto el


cuello, no habrías sido la única que sufriría. Tom habría estado en serios problemas.
Y piensa en mí. 89
Ella lo miró con cautela, preguntándose si Rex realmente tenía la intención
de hacerle un cumplido encantador.

—¿Tú, mi señor? ¿Te importaría mucho si me rompiera el cuello?

—Sin duda, lo haría —respondió con frialdad—. Me he casado con la


fortuna de Halstow. Imagínese lo que diría el mundo si mi esposa muriera dentro
del primer mes después la boda, ¿en mi caballo también?

—Te llamarían monstruo —dijo, apreciando estas tácticas—. Y soy


fuertemente de la misma opinión.

—Si quieres llegar a un final temprano —le dijo alegremente—, espera hasta
que me hayas presentado un heredero. Entonces él puede heredar tu fortuna
cuando ceda a un impulso abrumador de retorcerte el cuello. El mundo dirá que
actué bajo provocación.

—Entonces mi camino está despejado —dijo alegremente—. Para proteger


mi vida, debo redactar inmediatamente un testamento que te convierta en mi único
heredero, por delante de cualquier hijo.

—¡Nunca!

El chasquido de la voz de Rex fue tan duro que Diantha se quedó mirando.
Se detuvo bruscamente y se volvió hacia ella, con el rostro pálido.

—Nunca —repitió—. Bajo ningún concepto debes hacer tal cosa.

—¡Rex, por el amor de Dios! Realmente no tengo miedo por mi vida.

—No es eso —dijo—. Entiéndeme, no tengo ningún deseo de heredar tu


dinero. Ya es bastante malo… —Se detuvo y con un esfuerzo se controló—. Dame
tu solemne palabra de que nunca me harás tal daño.

—Pero…

—¡Dame tu palabra!
90
—Muy bien. Lo que quieras. Tienes mi palabra. —Ella escudriñó su rostro,
cuya palidez la alarmó.

Se relajó un poco.

—No hablemos más de esto. Es un tema que no me gusta. —Arrancó a los


caballos y permaneció en silencio durante el resto del viaje.

Diantha encontró a Tom luciendo ansioso. Cuando la vio a salvo, una


sonrisa radiante se dibujó en su rostro y ella se dio cuenta, incluso con más fuerza
que las palabras de Rex que ella lo había enredado imperdonablemente en su lío.

Rex le ordenó acostarse y llamó al médico, quien le recetó un día de


descanso para sus moretones. Se la pasó durmiendo y cavilando. Rex había vuelto
a su habitual ironía, pero la máscara se le había caído, lo que le permitió
vislumbrar brevemente a un hombre incómodo con la gran riqueza de su esposa.
Lo cubría con una sonrisa, pero estaba allí, casi transformándose en amargura. Hoy
había sido una lucha de poder pequeña, pero significativa entre un hombre
orgulloso de su herencia y la mujer que temía que intentara enseñorearse de él.

Solo cuando él fue a darle un beso de buenas noches recordó algo que le
había parecido extraño.

—¿Cómo llegaste a casa tan temprano, Rex? Ibas a estar fuera todo el día y
la noche.

—Regresé —dijo sombríamente—. Tuve un presentimiento de peligro.

 
Los moretones de Diantha se curaron rápidamente y, en un par de días,
estaba nuevamente sobre la silla, cabalgando con Rex por sus acres. Dondequiera
que iban, atraía miradas de admiración y, lo que era más importante para ella, de
aprobación. Ella era su condesa. Los había salvado. Por fin encajaba.

Pero poco a poco empezó a preguntarse con qué eficacia los había salvado. 91
Cada vez más, lo que veía mientras cabalgaba no era simplemente un nivel de vida
más bajo que el suyo, sino una pobreza abyecta y aterradora, llena de miedo y la
amenaza de la enfermedad.

—Te dije que mi tío era un villano despiadado que gastaba cada centavo en
sus propios placeres o los de su hijo —le dijo Rex mientras salían de una choza
apestosa y tomaban bocanadas de aire fresco—. Aquí hay reparaciones que
deberían haberse hecho hace años.

—Deberían haber sido derribados y reconstruidos hace años —dijo Diantha


con una luz marcial en los ojos que su tía habría reconocido, pero de la que Rex
aún no se había enterado—. Debemos hacerlo de una vez.

—Tengo la intención de hacerlo, o al menos, tan pronto como sea posible.


—¿Por qué no de inmediato? —exigió.

Cuando habían cabalgado hasta la mitad del camino a casa, volvió a


preguntar:

—¿Por qué no de inmediato?

Hizo una mueca.

—¿Tienes alguna idea del costo?

—¿Qué importa el costo? —Después de un momento de silencio, ella dijo—.


El tío Selwyn siempre decía que no tomaste suficiente de mi fortuna. Podrías haber
tenido el doble.

—Pero preferí no hacerlo —dijo él con una voz que la alejaba—.


¿Galopeamos?

Corrió adelante, dejándola sin otra opción que seguirlo. Diantha dejó que el
tema se pospusiera hasta tarde esa noche, después de que regresaron de cenar con
el alcalde. Como siempre, Diantha esperó a Rex, sentada en su tocador, su cabello
dorado ondeando sobre sus hombros. Pero esta vez, estaba garabateando en una
hoja de papel y no notó de inmediato su entrada. Ella se estremeció de placer 92
cuando él la besó en la nuca, pero terminó de escribir.

—¿Qué puede ser tan importante que te haga ignorar a tu esposo? —


bromeó, mirando por encima del hombro de ella—. Dios mío, ¿qué son todas estas
cifras?

—Estoy tratando de calcular qué suma se necesitaría para poner toda la


propiedad en buen estado —explicó—. Pero es difícil porque no sé cuánto cuestan
las cosas.

—Me lo imagino. ¿Tienes que ocuparte de esto ahora?

—Delaney lo sabría, ¿verdad?

—Delaney sabe la mayoría de las cosas, pero...


—Podrías escribirle mañana y decirle que venga lo más rápido que pueda.

Rex suspiró.

—¿No puedes confiar en mí para hacer lo mejor que pueda por los
inquilinos a mi manera?

Lo miró a la cara.

—Tomaste muy poco de mí, ¿no es así? —acusó—. Mi dote no comenzará a


cubrirlo.

—Solo tomé lo suficiente para cubrir deudas apremiantes —admitió—. De


hecho, no había recorrido la finca tan a fondo como tú...

—Así que no sabías la necesidad de estas cosas. De lo contrario, habrías


aceptado más.

—Tal vez, pero...

—Bueno, podemos resolverlo de manera muy simple —dijo Diantha


alegremente—. Le escribiré al banco sobre la transferencia de fondos a ti.
Necesitarás mucho.
93
—Espera —La detuvo con firmeza—. Te he quitado todo el dinero que he
querido.

—Pero ese es el mayor absurdo. Tú mismo dijiste que te casaste con la


fortuna de Halstow, no por ti mismo, sino por tus dependientes. Tomar menos de
lo suficiente sería una tontería.

—Hay algunos asuntos de los que preferiría encargarme yo mismo —dijo


con firmeza.

—Pero eso llevará tiempo, ¿no? Algunos de esos lugares que vimos hoy son
trampas mortales. Es por eso que tantos de sus bebés mueren. Y morirán más
bebés si demoramos un momento más de lo necesario. Rex, no puedes permitir que
eso suceda.
Después de un momento de silencio, él sonrió irónicamente.

—Tienes toda la razón, querida. Mi orgullo no vale la vida de un solo niño.


Debe ser puesto en marcha inmediatamente. Por favor, llame a Delaney y déle sus
instrucciones.

Ella frunció el ceño. Ahora que había ganado la discusión, también era
consciente de haber perdido algo. Al momento siguiente, Rex la besó en la mejilla,
murmuró sobre su indudable cansancio y salió de la habitación, dejándola
mirándose al espejo, nada cansada y terriblemente consciente de que había hecho
lo correcto de una manera torpe.

Al día siguiente, Rex se acercó a ella con una sonrisa y le dijo:

—¡Con que problema se ha casado! Trate de perdonar mi mal genio.


Mandaré a buscar a Delaney hoy.

Delaney estuvo con ellos en cuestión de horas, cabalgando junto a ellos por
la finca, tomando notas y haciendo cálculos con fiereza. Cuando le presentó a Rex
sus conclusiones, el conde le pasó el papel a Diantha encogiéndose de hombros.
Inmediatamente escribió a su banco, instruyendo que los fondos necesarios debían
ser acreditados a Rex y el asunto quedó concluido.
94
Pero había algo malo en su triunfo. Una vaga inquietud acosaba su corazón
y no desaparecía. Cuando Rex declaró que era hora de regresar a Londres, ella
estuvo de acuerdo con alivio.
Capítulo 5
Su llegada a la casa en Grosvenor Square fue el comienzo del período más
emocionante de la vida de Diantha. Su nuevo guardarropa había sido entregado en
su ausencia, incluido el magnífico vestido para su presentación en la corte.
Afortunadamente, Diantha tenía el tipo de figura alta y ágil que podía soportar los
aros que la etiqueta decretaba. Sus únicas joyas eran las perlas Chartridge, con la
tiara de boda de Rex asegurando sus tres plumas de avestruz.

―Te ves magnífica, ―suspiró Elinor―. Positivamente regia. ―Había


acompañado a su madre a Chartridge House para disfrutar de los preparativos.

―Esperemos que no ―declaró Lady Gracebourne, escudriñando


críticamente a su sobrina―. Solo a la reina se le permite parecer regia. Eclipsarla,
amor mío, sería una grave violación de la etiqueta.

La misma Lady Gracebourne estaba maravillosamente vestida de satén


profundo, rematada con zafiros y diamantes, lista para patrocinar a Diantha para
95
su debut en sociedad, no como una muchacha inocente sino como una elegante
matrona joven. Se retiró para inspeccionar su obra con satisfacción, sabiendo que
su sobrina le hacía honor.

Rex apareció en la habitación de Diantha y miró a su esposa cálidamente.

―Esperemos que el príncipe regente no esté allí ―dijo él―. Tiene un ojo para
la belleza y ciertamente me suprimirá. ¿Vamos, señora mía?

Mientras la llevaba escaleras abajo, George apareció por la puerta principal


y se quedó boquiabierto ante el esplendor de su cuñada.
―Ahora, amor mío ―dijo Lady Gracebourne, dirigiéndose a Elinor―.
Regresa a casa tan pronto como nos hayamos ido. Nuestro carruaje estará listo
para ti directamente.

―Pensé que caminaría a casa, mamá ―dijo Elinor con un aire casual―. Hay
algunas tiendas que deseo visitar.

―No sin Abigail ―dijo Lady Gracebourne―. Y ella no está aquí.

―Si puedo ofrecer mis servicios a Lady Elinor ―dijo George rápidamente.

Lady Gracebourne consintió y le agradeció vagamente. Estaba claro que su


mente estaba en Diantha. Unos momentos después, estaban en el carruaje y
partiendo. Diantha salvó un momento de agradecimiento por la pequeña
estratagema de Elinor, antes de dirigir sus pensamientos a su presentación en la
corte.

Las esperanzas de Rex se cumplieron. El príncipe regente no estaba presente


en el Salón de su madre, pero en todos los demás sentidos el evento estuvo a la
altura de las expectativas. Diantha se inclinó ante la reina Charlotte, muy sencilla,
pero muy majestuosa y ante las princesas Elizabeth y Amelia, y más tarde pasó
una cantidad gratificante de tiempo entablando una conversación con ellas.
96
Después de eso, su posición en la sociedad estuvo asegurada. Invitaciones
se empujaban entre sí en su repisa y en un gran baile dado por la condesa Lieven
unas noches más tarde, finalmente se encontró con el regente.

Era un hombre gordo y florido, contenido por corsés que crujían, y apestaba
a perfume. Pero se comportó como un joven pretendiente coqueteando
escandalosamente con la nueva Lady Chartridge y prácticamente ignorando a
todas las demás mujeres en la habitación.

―Impactante, señora ―declaró Rex mientras regresaban a casa―. ¡Bailar con


él tres veces!

En la tenue luz del carruaje, Diantha podía distinguir justo el destello de


humor en sus ojos. Se rio entre dientes.
―Ahora, ¿cómo podría rechazar la orden real? Sin duda, me importó muy
poco. Estaba medio desmayada por su aroma.

―¿Debí haberte protegido con más determinación?

―¡No hay tal cosa! ―dijo indignada―. Puedo protegerme yo misma, señor
mío.

―Creo que puedes ―dijo él, contemplándola satíricamente.

Su agenda se llenó rápidamente. Bailes, fiestas, reuniones; no había


suficiente tiempo en la semana para todos los compromisos que estarían
incompletos sin ella. No había fin a los placeres que una joven matrona elegante
podría disfrutar. Fue ella quien ahora acompañaba a Elinor a fiestas y visitas a
Almack. La atención de Lady Gracebourne la ocupaba en estos días su hijo menor,
que mostraba una disposición a ser enfermizo y se alegraba de delegar este deber a
Diantha. Lord Chartridge se excusaba de Almack generalmente, prefiriendo fumar
un cigarro con algunos amigos en Cribb's Parlour o visitar una pelea de premios.
Pero el mayor Lytham parecía haber perdido interés en estas actividades, lo cual
hasta el momento lo habrían absorbido tanto como a su hermano y siempre se
podía confiar en él para acompañar a las damas.
97
Diantha estaba segura de que el matrimonio debía ser el estado más
delicioso del mundo y Rex el esposo perfecto. Su manera de ser con ella era
agradable y con frecuencia la hacía reír, pero no se comportaba como un hombre
enamorado. Incluso como amante, era irónico, cortés y siempre un caballero. Él
llegaba a su cama con una sonrisa, soplaba la vela y la tomaba en sus brazos.
Luego viajaban a esa otra dimensión, donde era libre de reaccionar con dichoso
placer a sus caricias. Pero la dejaba poco después. No dormían en los brazos del
otro y durante el día, el asunto nunca se mencionaba.

A veces, Diantha miraba hacia arriba para encontrarlo mirándola


atentamente, como si estuviera esperando algo. Le daba una extraña sensación de
perturbación, pero si se aventuraba a interrogarlo, él siempre respondía con una
risa. Por el momento se contentaba con dejar las cosas ahí. Estaba divirtiéndose con
demasiada plenitud para mirar debajo de la superficie de su matrimonio.

Como correspondía a una pareja de moda, no vivían el uno para el otro. Rex
tomaba asiento en la Cámara de los Lores y se interesaba en la política. También
continuó con sus actividades deportivas y a medida que avanzaba el año visitaba
el campo con más frecuencia. No tenía reparos en dejar sola a Diantha ya que,
como muchas damas de rango, rápidamente había adquirido un círculo de
admiradores, que competían para escoltarla a donde quiera que fuera.

Uno de ellos, para su gran diversión, era el peligroso Lord Byron. Como ella
se había convertido en toda la diversión, la halagaba como una cuestión de forma,
pues odiaba no estar a la moda. Pero Diantha lo había desconcertado al negarse a
desmayarse ante su aura de maldad romántica. Incluso se había reído de uno de
sus pronunciamientos más apasionados. Se había ido enojado con un resoplido,
pero había regresado al día siguiente con un poema dedicado a ella.

―Lo cual es más de lo que ha hecho alguna vez por Caro Lamb, ―observó
secamente la condesa Lieven―. Dicen que ella está en condiciones de asesinarte.
Bien hecho, querida mía. Sigue desairándolo. Le hará la mar de bien.

―Y que siga llamando a mi puerta ―respondió Diantha con picardía. 98


Byron hizo más que llamar a su puerta. En un baile dado por Lady
Castlereagh, se apoyó contra la pared, fulminando con la mirada a Diantha en una
pasión de tormento poético. Cuando ella se negó a no participar en un baile en su
compañía, él frunció el ceño feroz y cuando ella sofocó una sonrisa, él gritó:

—¡Se burla de mí, señora! ¡Ah, pero ya verá! ¡Me marcho a la noche! —Ante
eso salió a zancadas, dejando a su anfitriona indignada y a Diantha en vendavales
de risas.

―Una nimiedad vulgar, ¿no cree, señora? ―murmuró Rex en su oído, que
había presenciado la escena.

―Terriblemente ―estuvo de acuerdo ella―. Pero muy entretenido.


―¿Cómo puedes reírte de su corazón roto? ―preguntó Rex satíricamente.

―¡Trampa! Él no tiene más corazón que yo. Oh, Rex, no digas que debo
rechazarlo. Ninguno de los otros me hace reír tanto.

La miró con una mirada extraña en sus ojos.

―Nunca temas. No voy a convertirme en un marido de mano dura. Después


de todo, acordamos no interferir con las diversiones racionales del otro.

Rápidamente se había acostumbrado a regresar para descubrir su hogar


lleno de ramilletes y otros tributos a su esposa, pero el hecho parecía divertirlo en
lugar de molestarlo.

―Veo que las atenciones del joven Keswick han aumentado


enormemente ―observó un día―. ¿Tendré que reconvenirlo?

―Para nada. Si hay que reconvenir de alguna forma, tengo otros tres
caballeros galantes listos para hacerlo por mí. ―Diantha se rio entre dientes.

―Me alivias la mente, querida mía. Me estremecía ante la idea de


enfrentarme a él. ―Dado que Rex era un buen tirador y Keswick un petimetre
sentimental, este comentario los hizo reír a ambos. 99
―Pero me llevarás a la velada de la reina la próxima semana, ¿o no?

―¿Quieres asistir del brazo de tu esposo? ¡Menuda vergüenza,


Diantha! ―Sonrió.

―Lo sé ―suspiró ella―. Sorprendentemente anticuado, ¿no? Por otro lado, la


corte es anticuada.

―Había planeado ir al campo el día anterior, pero por tu bien retrasaré mi


partida. Qué agradable que todavía tengas algún uso para tu esposo descuidado.

Rex la acompañó a la velada de la reina, conservó una cara recta, mientras


que dos príncipes competían por la atención de su esposa y se fue al campo al día
siguiente. La besó alegremente, le aconsejó que fuera buena, y si no, que fuera
discreta y se marchó en su carro, dejándola, preguntándose si había otro marido
como él en el mundo.

Al instante, ella se zambulló a una nueva ronda de regocijo. Había bailes,


reuniones, desayunos venecianos. Vio un ascenso en globo con Lord Keswick y
visitó la Feria Bartholomew con Lord Ashburn, o podría haber sido al revés; estaba
perdiendo rápidamente la pista.

Una noche, mientras se preparaba para un baile en Almack, tratando de


decidir entre diamantes y perlas, Eldon, su nuevo ayudante, entró con un ramo de
flores.

―Rosas blancas ―exclamó Diantha―. ¡En esta época del año!

La respuesta se encontraba en la tarjeta. Las rosas provenían de Lord


Spenlow, el más joven y ardiente de sus admiradores y, obviamente, habían sido
extraídas de los famosos invernaderos Spenlow. Diantha las estudió, con el
corazón conmovido por su belleza perfecta. La juventud de Simon a veces lo
llevaba a sobrepasar los límites de la propiedad y ella, recientemente, se había visto
obligada a desairarlo, tanto por su propio bien como por el de ella. Pero a ella le
gustaba su naturaleza franca y ansiosa y odiaba lastimarlo. Esta noche, decidió que
podía arriesgarse a un poco de amabilidad. 100
―Arréglalas en mi cabello, por favor, Eldon ―dijo―. Hará un cambio
agradable de una tiara.

El resultado fue todo lo que podía haber esperado. Las rosas la hacían
parecer atrevidamente diferente. Diantha estaba tan contenta y se quitó el resto de
sus joyas e hizo que fijaran las rosas sobre su hombro y por su vestido. Esta noche
llevaba satén azul y encaje plateado y el blanco perfecto de las flores causaba una
impresión deslumbrante.

Primero ordenó a su cochero que viaje la corta distancia hasta Berkeley


Square, donde recogería a Elinor de Gracebourne House. Su prima estaba radiante
en satén crema, con los diamantes de su madre alrededor de su cuello. Pero ningún
diamante era más brillante que los ojos de Elinor. Relucían con alegre anticipación
de la noche que se avecinaba y el corazón de Diantha se hundió, pues estaba
segura de que sabía la razón. Se apresuró a decirle a Elinor que George estaba
visitando a amigos en el campo y no se esperaba que regrese durante una semana.
La sonrisa de Elinor se hizo más brillante, pero tenía una cualidad fija que hizo que
Diantha dijera:

—Elinor, querida, mis tíos nunca lo permitirán.

Elinor se sonrojó débilmente, pero respondió:

―Refinas demasiado un mero coqueteo. Solo porque baile ocasionalmente


con el mayor Lytham...

―No quiero ver tu corazón roto ―dijo Diantha preocupada.

―George nunca… es decir, el mayor Lytham es un hombre de honor.

―Sé que lo es. Pero lamentablemente, tiene muy poco dinero.

―Papá y mamá nunca le recriminarían eso ―dijo Elinor fervientemente―.


Además, como tu cuñado, es uno de la familia. ¿Cómo pueden objetar?

―Como padres amorosos, se opondrán a verte casada con un hombre que


no puede mantenerte adecuadamente ―instó Diantha.
101
Elinor se sonrojó de nuevo y pareció darse cuenta de que había revelado
demasiado.

―No hay cuestión de matrimonio ―dijo en primer lugar―. Te aseguro que


estás refinándolo demasiado.

Con eso, Diantha tenía que estar satisfecha.

Llegaron para encontrar en un resplandor de luz a Almack, con música


alegre que podía escucharse desde el pavimento. Diantha entró majestuosamente,
con los ojos ardientes de emoción, mientras examinaba a las parejas que se
inclinaban y se balanceaban bajo los brillantes candelabros. En justo poco tiempo,
había hecho de esto su propio dominio. Varios galantes se separaron de las
damiselas que intentaban aferrarse a ellos y se dirigieron hacia ella como flechas.
Esperó a ver la mano de Elinor otorgada a salvo a un Barón de mediana edad,
antes de zambullirse en un coqueteo desesperado con tres de sus admiradores a la
vez.

Tuvo una noche muy agradable, de la forma en que ahora estaba


acostumbrada. La confianza en sí misma había puesto un brillo en su belleza.
Galanes pululaban a su alrededor, rindiendo homenaje. Chicas solteras la miraban
celosamente y detrás de los abanicos las chaperonas chismorreaban que la joven
Lady Chartridge era un poco escandalosa, ellas no le importaban nada. Bajo la
protección de Rex, podía hacer lo que quisiera. Había mucho que decir de un
marido que nunca se ponía celoso.

Y entonces sucedió algo que convirtió su placer en inquietud. Justo cuando


el reloj marcó las once, el último momento en que los nuevos participantes podían
ser admitidos, Diantha levantó la vista para ver a George entrando en el salón de
baile.

Él no la vio mirándolo. Sus ojos buscaban ansiosamente en la multitud hasta


que llegaron a descansar en Elinor. Cuando ella miró la cara de su prima y la
repentina inmovilidad que se había apoderado de ella, el corazón de Diantha se
hundió. Los ojos de Elinor ardieron de amor.
102
―Condesa... ―Diantha levantó la vista para encontrar a Lord Simon
Spenlow mirándola con adoración. Tenía poco más de veinte años con una
expresión franca y atractiva; y las formas ansiosas de un cachorro.

―Usó mis flores ―exclamó él sin aliento―. Sabía que lo haría… es decir… no
me atreví a esperar... ―Se recompuso―. ¿Puedo tener el honor de un baile?

―No estoy segura de que eso sea sabio ―comenzó Diantha con cautela.

Pero Lord Simon, envalentonado por lo que vio como la aceptación de su


homenaje, tomó su tarjeta y escribió su nombre junto al único baile que no había
sido reclamado. Diantha se dio cuenta de que había sido un error usar sus rosas,
pero no había nada que hacer al respecto ahora. Después de todo, apenas podía
hacer una escena en la pista de baile.

En esto, solo tenía razón en parte. Borracho de amor y lo que pensaba que
era éxito, Lord Simon derramó su pasión en sus oídos mientras daban vueltas por
el suelo. Diantha lo miraba con cariñosa exasperación. Era muy joven y estaba tan
locamente enamorado de ella. Era encantador, pero había ido lo suficientemente
lejos.

―Simon, usted es un joven encantador ―dijo amablemente―, pero es


demasiado intenso para mí. El amor es un juego, pero no se apega a las reglas.

―No hable de esa forma ―suplicó él―. No trate de hacerme pensar que es
igual que otras mujeres de la sociedad, desalmadas y crueles, jugando con un
hombre por la diversión de atormentarlo.

―¡Dios, ha tenido una vida plena para ser tan joven! ―bromeó ella, tratando
de calmar la situación con humor―. Vamos, es poco más que un colegial...

―No ―interrumpió él apasionadamente―. Soy un hombre, locamente


enamorado de usted. Y su corazón no es indiferente. Lo sé. Oh, si tan solo no la
hubieran forzado a ese frío matrimonio.
103
―No sabe nada en absoluto sobre mi matrimonio ―le informó Diantha
enérgicamente―. Me casé con Chartridge de buena gana.

―Qué buena y generosa es para defenderlo.

―No soy buena ni generosa en absoluto ―dijo con un toque de


exasperación―. Chartridge es un esposo encantador.

―Se casó con usted por su dinero.

―Y yo me casé con él por su título, lo cual nos hace dos iguales. Deje de
hablar como un personaje en el escenario, querido mío. Simplemente me dan ganas
de reír.

―¡Se burla de mí! ¡Mujer cruel!


A pesar de todos sus buenos propósitos, los labios de Diantha se crisparon.
Lord Simon lo vio. Su color se elevó y el resplandor de la pasión en sus ojos se
intensificó. De repente, ella se dio cuenta de su vestido extremadamente escotado y
deseó poder cubrirse de su agitada mirada fija. Por suerte, el baile estaba llegando
a su fin.

―Gracias por un baile encantador, Lord Simon ―dijo con atención.

―Me quedaré a su lado ―declaró él.

―No hará tal cosa. ¿Quiere volverme la charla de Londres?

―Entonces baile conmigo de nuevo.

―No para el mundo. Es demasiado indiscreto, amigo mío y este lugar es


muy público. Diga buenas noches ahora y no me hable aquí de nuevo.

Para sorpresa y alivio de ella, obedeció de inmediato, entregando su mano a


su siguiente pareja y saliendo con la cabeza en alto. Realizó por inercia los pasos de
una danza campestre, luego se unió al cotillón. Cuando eso terminó, se dio cuenta,
con una creciente sensación de inquietud, de que no había visto a Elinor durante
algún tiempo.
104
Se rio y coqueteó mientras sus ojos se lanzaban por aquí y allá y su temor se
profundizó. Finalmente, escapó alegando dolor de cabeza y comenzó a apresurarse
a través de las antesalas que conducían al salón de baile principal.

En la última, encontró a Elinor sentada en un sofá bajo con George, que


sostenía su mano entre las dos suyas. Antes de que cualquiera de ellos viera a
Diantha, George levantó la mano de Elinor y la presionó apasionadamente contra
sus labios.

Diantha se quedó de pie, consternada, insegura de si retirarse o avanzar.


Mientras vacilaba, George se dio cuenta de ella y se puso de pie. Diantha se
apresuró a entrar en la habitación y cerró la puerta detrás de ella.
―¡Por el amor de Dios! ―dijo desesperadamente―. ¿Cómo puede ser tan
imprudente?

―Sé lo que debe pensar de mí ―dijo George, sonrojándose―, pero mis


intenciones son honorables. Anhelo hacer de Elinor mi esposa, si tan
solo... ―Volvió a la confusión.

―Si tan solo tuviera suficiente para mantenerse ―terminó Diantha con
simpatía.

―Si tuviera que venderme ―sugirió él―. Podría encontrar algún empleo
honorable, ¿quizás en el servicio diplomático?

Elinor y Diantha intercambiaron miradas demasiado fugaces para que


George las vea. Era querido por ambas, pero incluso el amor de Elinor no la hizo
pensar que era adecuado para el servicio diplomático.

―Ser soldado es una buena ocupación y para la que está más


adaptado ―dijo Diantha con tacto.

―Pero la guerra ha terminado. No puedo pedirle a Elinor que viva de mi


paga ―dijo George miserablemente.
105
―Rex es el jefe de la familia ―reflexionó Diantha―. Sería correcto y
apropiado que él te haga una asignación.

―Me hace una asignación de soltero, pero no tomaré más ―dijo George,
poniéndose aún más rojo.

Ella lo entendía. Cualquier otra cosa que tuviera vendría de ella y el orgullo
de George no le permitiría aceptarlo.

―¡Oh, Diantha, ayúdanos! ―suplicó Elinor―. Nos amamos mucho. ¿Cómo


podemos soportarlo si no podemos casarnos?

―Por supuesto que los ayudaré… si puedo ―dijo Diantha―. Pero no veo lo
que hay que hacer. Mis tíos son los padres vivos más indulgentes, pero ya sabes
cómo considerarán este partido. ―Los dos jóvenes se miraron desesperados―. Pero
no nos rendiremos ―dijo Diantha más alegremente de lo que se sentía―. De alguna
forma, debe haber una manera.

Sabía que debía hacerlos regresar al salón de baile con ella en ese instante.
Tanto la propiedad como el buen sentido lo exigían, pero algún poder que no pudo
resistir la hizo decir.

―Voy a salir ahora. Pueden tener dos minutos. No más. Entonces Elinor
debe seguirme.

―¿Qué debo hacer? ―preguntó George con confianza.

Diantha lo miró con cariñosa exasperación. ¡Pensar que quería entrar en el


servicio diplomático!

―Desaparece en otra dirección ―dijo y salió de la habitación.

Elinor se unió a ella exactamente dos minutos después, con los ojos
brillantes, el cabello ligeramente desordenado. Regresaron juntas al salón de baile
y George no volvió a aparecer esa noche.

De camino a casa, Elinor estaba sentada sonriendo felizmente. Estaba claro


que sus temores se habían desvanecido y confiaba en que Diantha piense en 106
alguna idea brillante. En Gracebourne House, Diantha la dejó y se dirigió a su
propia casa, llena de profundos presagios.

En su habitación, se entregó a las manos de Eldon, agotada por la tensión de


jugar a la chaperona. Salió de su vestido de baile y se metió en el camisón que
Eldon sostuvo arriba para ella. Era una creación deslumbrante de encaje blanco y
seda, con un escote muy bajo en el pecho, revelando la turgencia alta y firme de
sus senos cremosos. Pero ¿cuál era el punto de eso?, pensó, cuando Rex no estaba
aquí para admirarla.

Se puso la bata a juego y le dio las buenas noches a Eldon. Cuando estuvo
sola, caminó inquieta por la habitación, incapaz de conformarse por la noche. Si tan
solo pudiera confiarle sus preocupaciones a Rex. Él podría hablarle con sensatez y
con el brillo humorístico familiar en sus ojos y ella sabría qué hacer. Conocía un
sentimiento inesperado de desolación. La hermosa habitación parecía muy vacía
sin él.

Para distraerse, consideró los tres libros que yacían en su mesita de noche.
Como líder de la moda, debe mantenerse al tanto de las nuevas novelas. Estaba
Waverley de Sir Walter Scott, de la cual todo el mundo hablaba. O Mansfield Park,
la última obra de la pluma de la señorita Jane Austen, una autora de la que
Diantha disfrutaba por su ingenio seco. Pero por fin se decidió por el tercer libro, el
poema narrativo de Lord Byron El corsario, firmado por el autor y entregado esa
misma mañana. Debe ser capaz de conversar sobre ello sin demora.

Después de dos páginas, sabía que iba a ser difícil llegar al final. El
distanciamiento y el misterio del héroe la molestaban casi tanto como el mismo
Byron. ¿Dónde estaban los hombres de buen sentido común… como Rex?

Justo cuando estaba tratando de decidir si cerrar el libro o sufrir más tiempo,
Diantha se dio cuenta de pasos que subían corriendo por las escaleras. Se enderezó
ansiosamente. ¡Rex!

Pero cuando la puerta se abrió de golpe, dio un suspiro de horror.

―¡Lord Simon!
107
Estaba despeinado y ligeramente sonrojado, como si hubiera bebido vino. Se
quedó mirándola por un momento ardiente, luego cerró la puerta detrás de él y
giró la llave de la cerradura.

―¡Cómo te atreves! ―Exclamó Diantha―. Váyase de una vez.

Él cruzó la habitación en dos zancadas y cayó dramáticamente a sus pies.


Ella retrocedió, cerrándose los costados de la bata.

―Me escuchará ―dijo apasionadamente―. No me iré hasta que le haya dicho


cuánto la amo… la adoro… la venero...

―Levántese, chico tonto ―le ordenó ella―. Y salga de mi habitación en este


instante.
Trató de empujarlo para llegar a la puerta, pero él apretó los brazos
alrededor de sus rodillas y levantó la cara implorando hacia ella.

―Mi amor ya no puede estar en silencio ―dijo él salvajemente―. Debe


hablar. Debe decirle que es la mujer más divina… no, no una mujer, una diosa.
Desde el momento en que nos conocimos, he estado postrado ante usted...

―Qué incomodidad ―observó ella, tratando de desviarlo con humor. Pero


fue inútil.

―Mi corazón es suyo...

―Pero no lo quiero ―dijo con ira―. Simon querido, es un chico muy


agradable, pero realmente no me ama más de lo que yo lo amo...

―¡Se burla de mí!

―¡Oh, cielos! ―murmuró―. ¡Usted tampoco!

―No me diga que es indiferente a mi pasión. Llevaba mis rosas, me dijo que
venga a usted esta noche.

―No hice tal cosa.


108
―Dijo que Almack era demasiado público y que no debo volver a hablar con
usted allí esta noche.

―No quise que venga aquí ―dijo salvajemente―. Solo quise decir… oh, no sé
qué quise decir. Sí deseo que se levante.

Lo hizo, pero su alivio duró poco. Envalentonado por el vino y la


desesperación, la agarró en sus brazos y comenzó a plantar besos feroces sobre su
rostro y cuello. Diantha trató de luchar contra él, pero para su horror sus luchas
hicieron que la bata se abra y se deslice hacia abajo, exponiendo su pecho.

―Déjame ir ―gritó, pero Lord Simon estaba demasiado atraído por sus
sentimientos para escucharla.
Luego vino el sonido que anhelaba y temía por igual. Alguien estaba
sacudiendo la manija de su puerta desde afuera, descubriendo que estaba cerrada.
Al momento siguiente, una bota se colocaba firmemente contra la puerta,
forzándola a abrirse y allí, con un látigo en la mano, con los ojos ardientes, estaba
Rex.

109
Capítulo 6
En un instante, Rex contempló la escena ante él. Luego, con un juramento,
cruzó la habitación a zancadas para agarrar a Simon por el cuello y arrojarlo a un
lado. Diantha se hundió en la cama, cubriéndose apresuradamente, presa del alivio
y la mortificación por igual. Podría haber gritado de molestia al ser encontrada en
una situación tan comprometedora por su esposo.

―¡Una escena linda! ―exclamó él―. Vuelvo a casa para escuchar de mi


portero que lo empujó, irrumpió en la habitación de mi esposa y cerró la puerta
con seguro. ¿Qué tiene que decir por usted mismo, joven?

Simon se puso de pie con dificultad, ya no el amante ardiente, solo un


muchacho torpe. Pero hizo un esfuerzo varonil por rescatar su dignidad
destrozada.

―Señor mío ―dijo, muy rojo en la cara―, no hay excusa para mi


comportamiento.
110
―No necesita decirme eso ―espetó Rex.

―Sin excusas, pero mi ardor que… que... ―tartamudeó en silencio, bajo el


ojo irónico de Rex.

―¿Sí? ―Rex se animó, un destello en sus ojos―. Continúa, pero recuerda a


quién te diriges.

―Le he dado mi corazón a lady Chartridge ―declaró Simon―, y me había


atrevido a esperar que su corazón también...

―¡Tonterías! ―Rex declaró con una voz que era casi amable―. Mi esposa no
tiene corazón. Ella sería la primera en decírselo.
―¡Eso es una calumnia sucia sobre una mujer maravillosa!

―¡Dame paciencia! ―murmuró Rex.

Simon se recompuso.

―Te ofrezco satisfacción, mi señor conde.

―No me diga esa basura teatral ―dijo Rex, exasperado―. Salga antes de que
sienta mi bota en su parte trasera.

Simon lanzó una mirada agónica a ambos, luego huyó de la habitación.


Escucharon que sus pies resonaban en las escaleras y cruzando el pasillo, seguidos
por el sonido del cierre de la puerta principal.

Diantha tragó saliva y se preparó para las recriminaciones. El marido vivo


más tolerante no podía pasar por alto una escena como esta. Pero Rex estaba
examinando la puerta que había pateado para entrar.

Todavía estaba en sus bisagras, aunque la cerradura estaba rota. Cerró la


puerta con cuidado y colocó una silla debajo del mango, antes de girarse para
mirarla.

―Ahora, señora...
111
―Rex, te juro que no invité a ese muchacho aquí.

―Él pensó que sí. En serio, Diantha, ¿cómo puedes haber sido tan torpe? Un
muchacho de esa edad no entiende que todo es un juego. Debes limitarte a
compañeros que conozcan las reglas… como yo.

No parecía en absoluto enojado y la mirada irónica estaba de vuelta en sus


ojos. Eso era un alivio, por supuesto, pero ella también sintió una punzada de
decepción. Al menos debería sentirse ofendido.

―¿Cómo puedo limitarme a ti cuando nunca estás aquí? ―exigió.


―¿He estado descuidándote? Pensé que estabas muy bien sin mí. Quizás no
tan bien como ambos pensábamos. Una verdadera mujer del mundo nunca habría
dejado que las cosas lleguen a ese paso. ¿Cómo llegó a imaginar que tenías un
corazón?

―Porque cree lo que quiere creer.

―Un fracaso común para aquellos que están enamorados ―reflexionó Rex―.
No lo sabrías, al nunca haber amado. Pero acepta mi palabra de que es verdad. —
Diantha miró fijamente, arrestada por una nota vibrante en su voz que nunca había
escuchado. Pero antes de que pudiera hablar, Rex continuó―: Será mejor que me
digas cómo sucedió. ¿Cómo lo conociste? Es nuevo para mí.

―Me lo presentaron... ―Se detuvo ella, dándose cuenta de que esto podría
ser difícil.

―¿Dónde? ―exigió Rex inexorablemente.

―En una función social ―dijo ella dando rodeos.

―Algún lugar en el que no tenías nada que hacer si tus formas cuentan una
historia verdadera. Déjame escuchar lo peor.
112
―Era la Feria Bartholomew ―admitió―, y solo fui allí una vez, Rex. La tía
Gloria nunca nos dejaba ir, Bertie lo hizo sonar tan emocionante y yo quería ver el
esqueleto danzante.

―¿Y lo viste? ―preguntó.

―Oh, sí y mucho más. Todos entramos en la Gran Cabina para ver la


representación teatral Los horribles tormentos de Maria Adley, y Lord Simon estaba
allí, alguien nos presentó.

―¿Y entonces?

―Se me acercó en Almack la noche siguiente y me recordó que nos


habíamos conocido.
―Demostrando que necesita una lección de modales. Un hombre del mundo
nunca le habría recordado a una dama que la había visto en un lugar así.

―No creo que él sea muy de mundo, Rex.

―Pero te enorgulleces de ser de mundo. Debiste haberle dado tu mirada


más altiva y dicho que estaba equivocado.

Diantha lo intentó, mirando por encima del hombro y declamando


heladamente.

―¿Yo, señor? ¿En un lugar así? La idea es absurda.

―No es absurdo ―la corrigió Rex―. Insultante. Siempre estate insultada


cuando te acusen de la verdad.

―La idea es insultante ―declamó ella, más altiva que nunca.

―Excelente ―dijo Rex.

―Pero no me habría creído.

―Eso no importa. Habría sabido que se había excedido en los límites al


hablar de ello. 113
―¡Cielo santo! Parecía un muchacho tan agradable hasta bailé con él. Y
luego comenzó a enviarme baratijas...

―Las cuales debiste haber devuelto. Pero me atrevo a decir que se perdieron
entre los demás.

―Sí ―admitió ella con tristeza―. Extravío las tarjetas, así que no sé quién ha
enviado qué. Así que cuando los veo a continuación, solo sonrío amablemente y
digo lo encantada que estuve con su regalo.

Los labios de Rex se crisparon.

―¡Qué descarada desalmada eres! ―observó amablemente―. Los pobres


diablillos piensan que sus homenajes te han complacido y en realidad no puedes
distinguir uno de otro. Así que le sonreíste a este miserable muchacho y esa fue su
perdición.

―Oh, no lo creo.

―Sí. No has visto tus propias sonrisas. Calculadas para convertir el interior
de un hombre en agua.

―No calculadas ―dijo ella rápidamente―. Simplemente sonrío sin pensar en


el efecto.

Rex dio un suspiro casi inaudible.

―¡Qué cierto! ―murmuró.

―¿Qué fue eso?

―Nada en absoluto. Continúa.

―No hay mucho más que contar. Dondequiera que iba, él parecía estar allí.
Bailé con él, le dije que no pierda la cabeza...

―Pero sonriéndole mientras que lo decías.

―Probablemente.
114
―La verdad es que nunca notaste al pobre cachorro joven en absoluto. ¿Qué
le hizo pensar lo contrario?

―Por casualidad mencioné que me encantan las rosas blancas. Me envió


algunas de los invernaderos Spenlow. Eran encantadoras, así que las usé esta
noche.

―Lo cual, por supuesto, interpretó como estímulo. Debiste habérselas


devuelto con una nota helada insistiendo en que preferías las orquídeas.

―También tienen orquídeas en los invernaderos Spenlow ―dijo ella con voz
vacía.
―Entonces tulipanes, altramuces, cualquier cosa que no pudiera conseguir
fácilmente. Hay trucos para mantener a un hombre en brasas calientes que aún no
has aprendido, mi brujita inteligente. Así que pensó que estabas dándole una señal
y vino aquí esta noche...

―Y entonces lo escuché subir corriendo las escaleras e irrumpió en esta


habitación. Traté de decirle que se vaya, pero no escuchaba.

―Debes haberle dicho de la forma equivocada.

―Traté de reírme de él...

―Fatal. Para el amante, nada sobre su amor es divertido. Debiste haber sido
majestuosa, dramática. Váyase en este instante, señor. O convoco a mis siervos.

Diantha se alzó en toda su altura y señaló con un dedo severo la puerta.

―Váyase en este instante, señor ―declamó―. O convoco a mis siervos.

Como respuesta, Rex cruzó la habitación. Antes de que ella supiera lo que
quería hacer, él había alcanzado sus pechos, le había agarrado el camisón y se lo
había arrancado con un movimiento vigoroso. El delicado material se hizo pedazos,
dejándola completamente desnuda. Al momento siguiente, tiró de ella contra él, 115
los brazos como acero a su alrededor.

―¡Rex! ―jadeó ella― Dijiste...

―Dije que lo habría hecho irse a él. No a mí.

Sus labios cayeron sobre los de ella antes de que ella pudiera hablar. La
sostuvo en un agarre despiadado, presionándola contra la longitud de su cuerpo
duro. Esto era diferente a otros abrazos que habían compartido. De repente, el
amante comedido y caballeroso que había conocido se había ido. Su beso era feroz,
magullando y aplastando su boca como nunca.

Se movió, girándola en sus brazos y ella sintió que la levantaba alto contra
su pecho.
―No soy un muchacho adolescente ―dijo él―. Soy el hombre con el que te
casaste y quizás es hora de que te recuerde ese hecho.

Con dos pasos llegó a la cama, la arrojó sobre ella y comenzó a rasgarse la
ropa. Diantha se alarmó de repente. No le tenía miedo a Rex, pero esto iba
demasiado rápido para ella. Levantó una mano en protesta, pero él la agarró y la
presionó contra su boca, moviendo la lengua como serpiente contra la palma de
una forma que envió feroces temblores de placer a través de ella. La sensación fue
tan intensa que ella jadeó salvajemente y agarró su hombro con la mano libre,
clavando las uñas.

Había una habilidad diabólica en la lengua de Rex. Sabía cómo hacer que la
provoque y atormente mientras se movía sobre su muñeca y a lo largo de la suave
piel de la cara interna de su brazo, a su codo, luego subiendo hasta su hombro.
Diantha quedó atrapada en la vieja sensación de impotencia mientras el placer
aumentaba, dominándola. Por una vez, quiso resistirse, hablar primero, explicar,
hacer que Rex entienda. Pero él no parecía interesado en las palabras que ella
trataba de pronunciar, o tal vez no las escuchó. Llegó a sus hombros, su cuello, y
comenzó a prodigar besos feroces sobre sus senos. Ella vislumbró sus ojos y había
algo intencional en ellos que nunca había estado allí antes. Él estaba perdido en la
pasión y ella no tuvo más remedio que perderse con él. 116
Sus pechos dolían por sus caricias, los pezones alcanzaban su punto
máximo en orgullosa expectativa. Él los reclamó con la lengua y los dedos,
provocándola hasta la locura. Sus esfuerzos por mantener el control se derritieron
en la tormenta que la azotó. Un gemido se desprendió de ella. Era inútil resistirse a
este hombre, que podía conquistarla con su propio placer. Él la presionó de nuevo
contra las almohadas y dejó que una mano vague sobre su cuerpo, acariciándola
íntimamente. Ella sintió el ligero toque de sus dedos contra la cara interna de su
muslo, arrastrándose suavemente hacia arriba hasta que sintió el corazón de su
sensualidad, supo que estaba lista para él. Con un movimiento fácil, estaba sobre
ella, entrando en ella vigorosamente. Ella gritó de placer y lo agarró contra sí
mientras él empujaba una y otra vez.
Había pensado que conocía las alegrías de la cama. Pero las sensaciones que
había experimentado antes eran mansas en comparación con el torbellino de placer
que la poseía ahora. La emoción se elevó a nuevas alturas y una repentina
imprudencia salvaje se apoderó de ella. Gritó, cuando llegó su momento,
aferrándose a Rex, sintiendo la sólida seguridad de sus brazos a su alrededor,
atrapándola cuando llegó a la cima y retrocedió.

El mundo nunca volvería a ser el mismo. En el alboroto del deleite sensual,


se había convertido en una mujer rica y realizada, cuya carne le prometía delicias
siempre nuevas.

Después, él la sostuvo cerca, murmurando en su oído.

―Hazle saber a tu corte de galantes que sus días de suspirar y desmayarse


han terminado. He decidido convertirme en un esposo posesivo… al menos hasta
que seas un poco más hábil en las formas del mundo.

―Mmm ―dijo ella. Su cuerpo estaba felizmente contento y no sentía


disposición a discutir.

Se durmió de inmediato y durmió contra él, sin moverse, durante una hora.
La levantó la sensación de su mano entre las piernas y se despertó para encontrar
117
su cuerpo ya palpitando de expectativa. Esta vez, la reclamó de inmediato,
entrando en ella lentamente y prolongando los momentos de placer hasta que
estaba medio loca. Su clímax fue explosivo, agotador y la dejó girando. Mirando
hacia arriba, lo encontró mirándola con una mirada intensa. Con los sentidos
agudizados, entendió de inmediato. Lo que había acabado de suceder era una
demostración de poder, recordándole que era más hombre que cualquiera de sus
aduladores, pero sobre todo recordándole que ella le pertenecía. Él estaba
sonriendo, pero había una luz peligrosa detrás de esa sonrisa, y nuevamente
Diantha se dio cuenta de lo poco que realmente sabía de su esposo.

―Por vergüenza, señor mío ―dijo ella sin aliento―. ¿Un caballero hace
deporte con su esposa de tal forma?

La sonrisa de él se ensanchó, con un toque de cinismo.


―Dado que esta parece ser una noche para la franqueza, entonces no, en su
mayoría no. Tal deporte generalmente se guarda para una amante. Pero como
prometí abandonar tales actividades, tendrás que ser amante y esposa. Además,
quería saber si habías aprendido nuevas habilidades en mi ausencia.

Al principio, ella no captó su significado. Luego, una oleada de ira la hizo


luchar, pero él la abrazó con fuerza, no luchando contra ella, sino esperando que
reconozca la inutilidad de luchar contra él.

―¿Cómo te atreves a decir tal cosa? ―dijo ella enfurecida, golpeándolo con
los puños―. Es un insulto.

―Pero te has esforzado tanto por parecer una mujer del mundo ―le recordó
él.

―Pero sugerir que yo… incluso antes de que te haya dado un


heredero. ―Las terribles palabras salieron antes de que pudiera detenerlas y al
momento siguiente quiso morir de mortificación. ¿Cómo pudo haber dicho tal cosa?

Pero en lugar de estar enojado, Rex se carcajeó. Sus brazos se apretaron


alrededor de ella mientras su poderoso cuerpo temblaba.

―Has aprendido más de lo que pensaba ―dijo por fin. 118


―Rex… no quise decir… no puedes pensar que...

―Silencio, sé qué pensar de ti, tesoro exasperante mío. Lo que ese pobre
muchacho creía que estaba haciendo al enamorarse de ti, no puedo imaginarlo.
¡Qué aburrido debes haberlo encontrado!

―Un aburrimiento muerto ―dijo ella con alivio―. Conoces mis puntos de
vista sobre el amor.

―Opiniones que comparto. Pero además del amor, también hay placer, el
cual ninguno de nosotros encuentra aburrido.

Mientras él hablaba, pasó un dedo ligeramente hacia abajo sobre sus senos.
En un instante, el deseo se despertó en ella de nuevo y lo ansiaba con tanta
urgencia como si la última media hora nunca hubiera sido. Él percibió su respuesta
ansiosa y la atrajo contra él.

―Todavía tienes mucho que aprender sobre el placer ―murmuró―. Y me


encanta enseñar. Ahora, descarada desalmada mía...

 
―Vine tan pronto como recibí el mensaje de Lady Gracebourne ―dijo
Diantha, apresurándose a entrar. Ferring, el mayordomo que había estado con los
Gracebourne desde que tenía memoria y conocía todos sus secretos, bajó la voz.

―Tal escándalo ha habido, su Señoría ―dijo él preocupado―. Ahí está mi


señora postrada con los vapores y Lady Elinor llorando y su señorío encerrado en
su estudio, hundido en la penumbra.

―¡Santo cielo! ¿Qué ha pasado?

―Todo lo que sé es que tiene algo que ver con el mayor Lytham.

―¡Diantha!

Levantó la vista para ver a Elinor mirándola por encima del riel. Incluso a 119
esta distancia, Diantha pudo ver que la cara de Elinor estaba angustiada.

―No molestes a Lady Gracebourne todavía ―le dijo a Ferring―. Primero


hablaré con Lady Elinor.

Se apresuró a subir a la habitación de su prima y, tan pronto como entró,


Elinor cerró la puerta con seguro detrás de ellas. Estaba pálida y se veía como si
hubiera estado llorando, pero había también un toque de desafío en su rostro
normalmente gentil.

―Dime lo que ha pasado ―dijo Diantha, quitándose la capa y tomando las


manos de Elinor entre las suyas―. ¿Es George?

Elinor asintió.
―Le ha escrito a papá, pidiendo verlo mañana. Él… quiere pedir mi mano.
Papá entendió eso, por supuesto, y me preguntó si lo había alentado. Dije que lo
había hecho, que lo amaba y quería casarme con él. Y… papá dijo... ―A Elinor le
tembló la voz.

―¿La pareja no le agrada? ―preguntó Diantha suavemente. Atrajo a Elinor


para que se siente en la cama.

―Dice que verá a George por cortesía, pero nunca autorizará nuestro
matrimonio. Dice que George no tiene ni un centavo propio.

―Desafortunadamente, eso es cierto ―murmuró Diantha.

―Como si me importara ―gritó Elinor apasionadamente―. George y yo


hemos meditado todo a fondo. Sabemos que debe ser un compromiso largo antes
de que él esté en condiciones de casarse. Y lo esperaré con gusto. Pero papá dijo
que nunca podré casarme con él y… oh, Diantha, lo amo tanto. ¿Cómo puedo
soportarlo si nos separan?

Se arrojó boca abajo, sollozando como si el corazón se le rompiera. Diantha


trató de calmarla, pero la pena de Elinor aumentó y cuando trató de hablar de
nuevo, las palabras eran amortiguadas.
120
―¿Qué dijiste, querida mía? ―preguntó Diantha.

―Papá quiere que me case con Sir Cedric Delamere ―dijo Elinor
ahogadamente―. Preferiría morir.

Diantha consideró a Sir Cedric. Era rico y amable, pero también era de
mediana edad, simple y muy dado a la reflexión sobria. Ninguna chica que hubiera
formado una pasión duradera por un mayor de Dragoons miraría dos veces a Sir
Cedric.

―¿Qué voy a hacer? ―sollozó Elinor.

Diantha endureció la barbilla con una resolución repentina.


―Vas a secarte los ojos y no caigas en la desesperación ―dijo con firmeza―.
Siempre hay una solución.

―Para ti, sí. Eres decidida y tan fuerte. Pero nada puede salvarnos a George
y a mí excepto una… una hada madrina.

Los labios de Diantha se crisparon.

―Bueno, ¿quién sabe? Las hadas madrinas vienen de todas las formas y
tamaños ―dijo a la ligera.

A continuación, fue a la habitación de su tía y la encontró acostada en su


cama, con las cortinas abajo, untándose ligeramente la frente con agua de lavanda.

―Gracias a Dios que estás aquí ―dijo entre lágrimas―. Declaro que no sé lo
que estoy haciendo. Es todo tan terrible.

―No es terrible en absoluto, querida tía ―dijo Diantha alegremente,


volviendo a correr las cortinas. Lady Gracebourne se tapó los ojos―. Te prometo
que no hay nada por lo que caer en la tristeza.

―¿Nada por...? Aquí está Elinor declarando que se casará con un sin un
centavo… por supuesto, sé que es tu cuñado y su linaje es impecable, ¿pero de qué 121
sirve un título en la familia si nunca va a ser suyo?

Diantha se rio entre dientes.

―Muy cierto. Y soy una criatura tan contraria que estoy obligada a darle a
Chartridge un heredero solo para eliminar al pobre George.

Lady Gracebourne dio un pequeño grito.

―¡Oh, santo cielo! No quise decir… no puedes pensar… ¿cómo puedes decir
algo tan terrible?

Diantha se rio de nuevo.


―Querida tía, no te pongas a fruncir. Sabes que es mi sistema decir cosas
escandalosas.

―Diantha, ¿qué debo hacer? No soy una madre despiadada...

―Por supuesto que no. Nadie conoce tu bondad mejor que yo.

Lady Gracebourne levantó una cara llorosa hacia ella.

―Y nunca obligaría a mi hija a un matrimonio desagradable...

―El tío Selwyn parece muy determinado en Sir Cedric Delamere, pero no es
adecuado para Elinor, sabes.

―Tu tío no quiso decir lo que dijo. No era él mismo. Mañana, recibirá a
George con toda amabilidad y le explicará por qué no es posible. Aunque debo
decir que me sorprende que George fije el interés de Elinor antes de haber hablado
con su papá.

―No supongo que la gente piense en cosas así cuando están


enamorados ―reflexionó Diantha―. Pero antes de que el tío Selwyn rechace a
George, creo que debería enterarse de su propiedad.

Lady Gracebourne luchó para enderezarse en la cama.


122
―¿Propiedad? ¿Qué propiedad?

―George no está sin un centavo en absoluto ―dijo Diantha alegremente―.


Sin duda, no es rico, pero tiene una pequeña propiedad respetable y puede apoyar
a Elinor con comodidad.

―¿Pero por qué no oímos hablar de esto antes? ¿Por qué Elinor no nos lo
dijo?

―Ha sucedido muy recientemente ―dijo Diantha, improvisando―. A George


le dejó una finca un tío lejano. No es tan grande como la de Sir Cedric, por
supuesto, pero será suficiente para que se case.
Se sabía que personas poco amables llamaban a Lady Gracebourne tan
descerebrada como una gallina, pero tenía cierta astucia en lo que respecta a la
gente.

Enderezó su gorro y miró a Diantha suspicaz.

―¿Cómo se llama este tío lejano? ―exigió.

―Por el momento, no puedo recordarlo ―dijo Diantha con perfecta verdad.

Sus ojos se encontraron por un largo y silencioso momento.

―¿Servirá? ―preguntó Lady Gracebourne por fin.

―Estoy seguro de que lo hará. Déjamelo a mí, querida tía.

Diantha la besó brevemente, le encargó que le diga a Elinor que todo estaría
bien pronto y se alejó apresuradamente. De camino a casa, su mente bullía con
planes. Afortunadamente, vio a George tan pronto como entró por la puerta, le
prohibió visitar a los Gracebourne sin hablar primero con ella y se apresuró a
entrar en el estudio de Rex. Para su alivio, estaba allí.

―¿Qué pasa? ―preguntó él, mirando su agitación con cierta diversión.


123
―Rex, necesito tu ayuda. He estado diciendo las mentiras más terribles y
debes ayudarme a respaldarlas.

Sonrió.

―Si este es otro de tus admiradores...

―No, no, eso está completamente terminado. Esto es mucho más importante.
Se trata de George y Elinor.

Rex suspiró.

―Él ha estado hablando conmigo. Planea vender toda su comisión del


ejército y buscar empleo, pero no puedo creer que eso sea suficiente para satisfacer
a los Gracebourne.
―Acabo de venir de allí y la casa está alborotada. Elinor está angustiada y
simplemente no puedo permitir que se vuelva infeliz. Hay que hacer algo.

―¿De ahí los relatos absurdos? ―preguntó Rex satíricamente.

―Terribles. Deben hacerse realidad de inmediato. ¿Recuerdas Ainsley Court,


la cual el Sr. Ainsley estaba tratando de vender para pagar sus deudas de juego?

―De hecho, sí.

―Se adaptaría perfectamente a George y Elinor, especialmente porque está


tan cerca de nosotros. Si se pone en orden, los alquileres proporcionarán un
ingreso respetable, y si continúas con la asignación de George, no veo por qué no
deberían...

―Espera ―interrumpió Rex―. George no es dueño de Ainsley Court.

―Pero lo será cuando la hayamos comprado. Le he dicho a mi tía que


George ha heredado recientemente una propiedad y Ainsley Court funcionará
perfectamente.

Rex frunció el ceño.

―No servirá en absoluto ―dijo cortante.


124
―Pero se los he dicho ahora. Oh, Rex, sé que debí haber hablado contigo
primero, pero todo salió en un estallido de inspiración. No puedes decirles que
estuve inventándolo.

―No hay necesidad de eso. Solo necesitamos decir que entendiste mal.
Heredé algo de dinero de mi padre. No es mucho ―su boca se retorció
irónicamente―, en comparación con la fortuna Halstow. Pero me mantuvo con
modesta comodidad antes de nuestro matrimonio. Tengo la intención de pasárselo
a George. No tiene hábitos caros y debería poder mantener a una esposa con ello.

―Pero no debes hacer eso ―dijo con pasión Diantha, horrorizada.

Un frío repentino se apoderó de la cara de Rex, como una visera, cerrándola.


―De hecho, querida mía, no se me ocurre ninguna razón por la que no
debería hacerlo. Me corresponde a mí mantener a mi hermano, no tú.

Ella se estremeció ante su tono y maldijo su propia torpeza. Haber hablado


con los Gracebourne antes de Rex fue indiscreto y le haría sentir a su esposo que
estaba usando su riqueza para pisotearlo, lo que más lo enojaba. Supo que sus
temores eran correctos cuando Rex trató de alejarse de ella, de regreso a su
escritorio.

Diantha repentinamente se sintió desesperada. Hasta ahora, habían


manejado su matrimonio con ligereza, evitando aquellos temas que revelarían que
sus mentes estaban en desacuerdo. Pero no podían vivir toda su vida así. Un
movimiento equivocado ahora podría significar que nunca se entenderían. Se
lanzó hacia adelante y se dejó caer sobre un taburete a su lado, tomando sus brazos
y obligándolo a mirarla.

―Escúchame, Rex ―dijo con urgencia―. Pase lo que pase, no debes regalar
tu propia fortuna. Sé cuánto la valoras y sé por qué. Porque te hace independiente
de mí. Si la pierdes, no tendrás nada más que lo que viene de mí y odiarás eso. Y
muy pronto... ―por alguna razón encontró que su voz temblaba―. Muy pronto…
llegarías a odiarme. Sé que lo harías. Y tú también lo sabes, ¿o no?
125
Él se sonrojó incómodo.

―Tonterías, querida mía.

―No son tonterías. Esto siempre ha estado entre nosotros. A veces, creo que
ya has estado cerca de odiarme...

―No, no ―dijo apresuradamente.

―No puedes negar que es una posición incómoda para ti.

―A veces ―confesó con una mueca―, pero había tenido la esperanza de


haberlo ocultado mejor que eso.
―Y empeorará si no tienes nada propio. ¿O no? ―Ella esperó que él
responda, pero guardó silencio. Diantha tenía una terrible sensación de lucha y no
saber cómo ayudarse. Sabía un poco de cómo se sentía Rex, pero también sabía que
había profundidades oscuras a las cuales nunca era admitida. Apretó el agarre en
sus brazos, sacudiéndolo un poco―. Por favor, Rex. No me rechaces esto.

―¿Se supone que debe hacerme sentir menos dependiente que apoyes a mi
hermano? ―preguntó él por fin con voz fría.

―Lo estoy haciendo por Elinor ―dijo ella de inmediato―. Bueno, también un
poco por George porque le tengo mucho cariño. Pero piensa en esto como la dote
de Elinor. Es como mi hermana. Si elijo hacer algo por ella, ¿seguramente eso
depende de mí? Pero, sobre todo, no debes… no debes… renunciar a tu
independencia. ¿Seguro que entiendes por qué?

―Sí, lo hago ―respondió él suavemente―. Pero hasta este momento, no


sabía que lo sabías.

Ella se sonrojó.

―No soy tan estúpida como me crees ―dijo.

―Nunca te creí estúpida, Diantha. ―Él le acarició la mejilla―. Quizás un 126


poco inflexible, de vez en cuando. Pero no hoy.

―A veces sí te entiendo, ¿o no? ―preguntó ella con un toque de entusiasmo


que lo hizo sonreír.

―Una mujer de entendimiento superior ―estuvo de acuerdo él―. Muy bien.


Sería mejor que me digas exactamente lo que quieres que haga.

―Oh, no ―dijo ella apresuradamente―. Te dejo la gestión del asunto.

Él arqueó una ceja hacia ella.

―¿Tienes miedo de que te consideren una mujer gestora, Diantha? Vamos,


esta mansedumbre no te conviene.
―Bueno, estoy haciendo lo mejor que puedo ―dijo ella con una indignación
que lo hizo sonreír.

―Esta es tu campaña ―dijo él―. Organiza las cosas con Delaney.

Ella suspiró de placer.

―Al menos salvamos a George del servicio diplomático. ¿O quiero decir,


salvamos al servicio diplomático de George?

―¿El servicio diplomático? ―repitió él―. ¿Quién hizo una sugerencia tan
ridícula?

―Él. Es su idea de empleo.

―¡Santo cielo, el país volvería a estar en guerra en días!

Sus ojos se encontraron. Al mismo tiempo, estallaron en carcajadas. Él se


inclinó y la besó.

―Estoy muy contenta de que hayamos encontrado una forma ―dijo ella―.
Se aman terriblemente. Les habría roto el corazón si no pudieran casarse.

Él levantó una ceja. 127


―Querida mía, sí creo que estás volviéndote una romántica.

―¡No hay tal cosa! ―dijo ella acaloradamente―. ¡Cómo te atreves a


insultarme tanto, señor mío!

―¡Allí! ―dijo él agradecido―. ¡Tal como te enseñé! Siempre aparenta estar


insultada cuando se te acuse de la verdad.

―¡Pero no es la verdad!

―Su perdón, señora mía. Tu preocupación por dos personas en las fatigas
del amor me engañó. Tan en contra de tus principios.
―Oh, ¿qué importan los principios en lo que respecta a las
personas? ―exigió ella.

―Hablado como una verdadera mujer. ―Los ojos de él todavía estaban


encendidos de risa―. Quizás deberíamos llamar a George y entrenarlo para su
papel.

Por el bien de George, marcharon los detalles del plan. Esto fue fácil de
hacer ya que no tenía idea del poco dinero que había pasado directamente a Rex en
su matrimonio. Salió de la entrevista con la vaga idea de que Ainsley Court sería el
regalo de Rex, lo cual era exactamente lo que Diantha había pretendido.

Pasó uno o dos días antes de que Lord y Lady Gracebourne fueran
conquistados. Habrían preferido un gran partido para su hija, pero eran padres
cariñosos y una vez que se aseguraron de su comodidad futura, no pudieron
resistirse más tiempo ante sus apasionadas súplicas. Delaney fue enviado a
comprar Ainsley Court y para el final de la semana todo estuvo resuelto. George
había de vender toda su comisión del ejército y el matrimonio se llevaría a cabo lo
antes posible. La joven pareja pasaría su luna de miel en su nuevo hogar y en
diciembre se unirían a Rex y Diantha a pasar la Navidad en Chartridge Abbey.

El día de la boda de Elinor amaneció en las brumas grises de noviembre, 128


pero nadie hizo caso a eso. Luz y felicidad llenaban la casa mientras se vestía con
su vestido de novia, asistida por su madre y Diantha. Cuando por fin se paró
vestida de satén blanco y encaje, se volvió hacia su prima, con los ojos brillantes.

―Oh, Diantha, ―suspiró―. Te lo debo todo. Mamá me contó cómo hiciste


todo. Mi prima más querida, ¿cómo puedo agradecerte?

―Siendo feliz ―dijo Diantha, riendo mientras recibía el abrazo de Elinor.

―Soy feliz. ¿Cómo podría ser otra cosa con mi querido George? Lo amo
mucho.
―Me temo que sí, mi pobre querida ―se burló Diantha a la ligera―. ¡Ah! Si
tan solo me hubiera salido con la mía. Te habría salvado de tal desgracia y habría
elegido una pareja racional para ti, como la mía.

―¿Como la tuya? ―Elinor la miró fijamente.

―Sin duda. Rex y yo nos comportamos muy bien juntos. Puedo recomendar
un matrimonio basado en el buen sentido, pero quizás no se adaptaría a
todos. ―Besó a Elinor y dijo―. Debo bajar y tener una conversación con el tío
Selwyn.

―¿Por qué, qué es, amor mío? ―preguntó Lady Gracebourne cuándo se
había ido Diantha. Había estado esperando, escuchando con interés―. Te ves tan
extraña.

―Es Diantha, mamá. A veces es muy, muy inteligente. Y a veces… no es


inteligente en absoluto.

―Muy cierto ―dijo Lady Gracebourne, asintiendo con sabiduría―. Pero


debemos dejarla para que lo descubra por sí misma. Ahora, si estás lista...

La boda se celebró en St. George's, Hanover Square. Elinor parecía una


maravilla mientras caminaba por el pasillo del brazo de su padre, su rostro brillaba 129
de alegría cuando se paró junto a George. Estaba pálido y nervioso y Rex, su
padrino, le puso una mano tranquilizadora en el hombro.

Mientras intercambiaban votos, Diantha envió una oración silenciosa para


que esta pareja de amor no fuera por el camino de las demás. Pensó en Lord Farrell,
tan locamente enamorado de Charlotte cuando se casaron, tan pronto vuelto
descuidado. Y Charlotte, que una vez había adorado a su esposo, ahora lo
despreciaba, solo con sus hijos para consolarla.

Y antes de ellos, su propia madre y su padre, una fuga apasionada que


terminó en amargura y aversión. Eso fue lo que fue del amor. Solo deja que sea
diferente para Elinor y George, oró.
Pensó en su propio matrimonio, en el que no podía haber desilusión porque
no había habido ilusiones. Estaba segura y contenta. Pero cuando vio el resplandor
en la cara de Elinor mientras George deslizaba el anillo sobre su dedo, Diantha
sintió una pequeña punzada. Había tomado su decisión y estaba satisfecha con ella.
No habría puntos mínimos de desesperación para ella. Pero tampoco picos de
gloria.

Levantando la mirada, vio los ojos de Rex en ella y se preguntó si él podía


leer sus pensamientos. ¿Qué pasaba por su propia cabeza? ¿Se arrepentía de su
acuerdo? Se sonrojó y apartó la vista de él.

Después, hubo diversión en Gracebourne House. Las mesas y los


aparadores gemían bajo el peso de jaleas, cremas y helados. El pastel de bodas
tenía cinco pisos de altura. Diantha se encontró hablando con parientes distantes
que nunca había sabido que poseía.

―Te pareces mucho a tu madre ―le dijo una mujer delgada y anciana―. Ella
era más oscura, pero tienes su cara.

―¿Usted… conoció a mi madre, señora?

―Soy tu tía abuela Helena. Alva era mi sobrina, casi una hija para mí. Una
130
criatura tan dulce, pero testaruda. Muy testaruda. Le advertí cómo sería con ese
sinvergüenza con el que se casó, pero una vez que se le metía algo en la cabeza,
nunca escuchaba.

―¿Por sinvergüenza supongo que se refiere a mi padre? ―preguntó Diantha


fríamente.

―¿A quién más debería referirme? ―exigió bruscamente la anciana. Parecía


sentir que su edad le daba el privilegio de la falta de educación, porque continuó―.
Era un mal tipo, de principio a fin. Ninguna mujer con gusto debería haberlo
mirado, pero lanzó un hechizo sobre mi pobre Alva. —Para alivio de Diantha, Rex
apareció en su codo. La tía abuela Helena apenas esperó las presentaciones antes
de seguir de lleno―. Debo felicitarte por estar por encima de él. Lo has hecho muy
bien por ti misma, ¿o no? El dinero Halstow, por supuesto. Puedes agradecer tu
suerte que tu padre muriera antes de que lo tuviera en sus manos o habría
quedado muy poco para ti.

Aquí Rex intervino con firmeza, ingeniándose para silenciar a la anciana con
tal tacto que solo más tarde se dio cuenta de que había sido desairada. Para
entonces, Rex había alejado a Diantha.

―Los novios están a punto de irse ―le dijo él.

La calesa estaba en la puerta. Elinor arrojó los brazos alrededor de sus


padres y luego Diantha, mientras que George, ya más allá del habla, estrechó la
mano de Rex vigorosamente. Entonces estaban corriendo por las escaleras,
subiendo a la calesa y se habían ido. Diantha los observó irse, con un pequeño
dolor en su corazón. No estaba segura de por qué.

―¿Podemos irnos a casa ahora, Rex?

―Tú, ciertamente. Pero yo estoy comprometido con un grupo de amigos. Sí


lo mencioné.

―Oh, sí, así lo hiciste ―dijo apresuradamente.

―¿Preferirías que lo cancele? 131


Anhelaba decir que sí, pero recordando su acuerdo de vivir de forma
independiente, sofocó el deseo y sonrió brillantemente.

―Ciertamente no. Asistiré a la ópera. Volveré a casa ahora, para cambiar mi


atuendo.
Capítulo 7
Pero cuando Diantha estuvo en casa, todo deseo de ir a la ópera la
abandonó. Le dolía la cabeza y después de una cena ligera, se retiró a su habitación.
Trató de leer, pero descubrió que no podía concentrarse. Visiones de Elinor y
George, sus rostros encendidos de felicidad, bailaron ante ella. Se preguntó si ellos
descubrirían también las delicias físicas del matrimonio. Y se le ocurrió, con un
dolor repentino, que para ellos no habría que alejarse el uno del otro por la mañana.
Dormirían, con los brazos entrelazados y despertarían aún abrazados. A la luz del
día, se sonreían el uno al otro con ojos llenos del recuerdo de la noche. No como
ella y Rex.

Desearía que regresara y la tomara en sus brazos. Luego, en el calor de su


cama, disfrutarían de la sensualidad que los unió brevemente. Y ella volvería a
intentar creer que era suficiente.

Fue a su tocador y sacó el cajón inferior, deslizando la mano profundamente 132


adentro hasta que las yemas de sus dedos encontraron un resorte oculto. Un toque
y otro cajón se abrió dentro del primero. Era un escondite donde una mujer podía
ocultar cartas de un amante secreto. Pero las cartas que Diantha guardaba allí eran
de su padre, además de una miniatura que lo mostraba como un hombre joven.

Tenía sentimientos encontrados con respecto a su padre. Sabía que había


tratado mal a su madre porque Alva no había perdido ninguna oportunidad de
decirlo. Pero en su forma descuidada, le había tenido cariño a su hija, siempre
llevándole bonitos regalos en sus visitas a casa y haciéndola reír con sus historias
escandalosas. Y él le había escrito cartas ingeniosas y cariñosas que ella aún
atesoraba.

La imagen le había llegado recientemente, con la finca de su abuelo. La


estudió ahora, con los ojos suavizados. Había sido pintada cuando Blair era un
hombre joven antes de que la disipación hubiera enrarecido sus rasgos, pero era lo
suficientemente parecido al hombre que recordaba para causarle dolor en el
corazón.

Se instaló cómodamente en la alfombra al lado del tocador y comenzó a leer


las cartas de nuevo. La calidez recordada de su afecto la hizo sentir menos sola y
una pequeña sonrisa tocó sus labios. Absorta como estaba, no notó el paso del
tiempo hasta que algo en el silencio la hizo mirar hacia arriba para encontrar a Rex
parado allí, observándola con una mirada curiosa en su rostro.

Todavía estaba vestido, pero con su camisa de volantes arremangada y


abierta en la garganta. Extendió una mano para ayudarla a ponerse de pie,
hablando con frialdad.

―¡Cajones ocultos, correspondencia clandestina! ¡Menuda vergüenza,


Diantha! ¡Qué vulgar!

Sus palabras fueron claras, pero ella tenía la impresión de que había bebido
más de lo habitual esta noche. Normalmente Rex bebía con moderación, diciendo
que demasiado alcohol arruinaba el rendimiento deportivo de un hombre, pero
ahora había algo diferente en su comportamiento y sus ojos estaban brillantes.
133
―Está bastante equivocado, señor mío ―dijo ella―. No tengo ningún
admirador secreto. De hecho, no tengo ningún admirador de ningún tipo ya que
los echaste. Estas cartas son de mi padre.

Para su asombro, la boca de él se torció violentamente con una expresión de


cinismo cruel.

―Es verdad ―insistió―. Me las envió hace años, en los últimos meses antes
de su muerte. Las he guardado porque… bueno, son todo lo que tengo de él. Esas y
su foto.

Colocó la miniatura delante de él y, mientras la miraba fijamente, una


terrible quietud se apoderó de él. A la luz de las velas, era difícil leer su expresión
exacta, pero no había duda de la tensión que irradiaba de todo su cuerpo.
―Sí ―murmuró él, con los ojos fijos en la imagen de Blair Halstow―. Sí.

―¿Lo conocías? ―preguntó ella.

―Nunca intercambié incluso una palabra con tu padre ―dijo Rex, con una
voz deliberada que pareció extraña en su oído.

―Ya veo ―titubeó―. Simplemente pensé… sé muy poco sobre él… excepto
lo que mi madre me dijo. Solía ridiculizarlo, tal como lo hizo esa mujer esta noche.
Lo odiaba.

―¿Tu madre criticó a tu padre contigo? No debió haberlo hecho, por muy
malo que fuera.

―¿Por qué dices que era malo? ―exigió Diantha rápidamente―. No lo


conocías ―Su voz se elevó en una nota de ira―. No sabes nada de él.

Rex respiró hondo.

―Por supuesto que no. Pero solo escucho cosas malas de él. Incluso su
propia esposa parece haberle hablado mal de él a su hija.

―Él fue amable conmigo ―dijo Diantha con un toque de nostalgia―. Lo


conocía muy poco, pero solía enviarme regalos. Y cartas. No las recibía al principio.
134
Mamá las rompía. Luego, él llegó a casa y se enteró y hubo la pelea más espantosa.
Después de eso, mamá me dejó tenerlas, pero siempre con los labios fruncidos y
suspiros de desaprobación. Se enojaba mucho cuando no la dejaba leerlas, pero
simplemente era entre él y yo.

―Y aún las mantienes ―dijo Rex con voz melancólica―. Guardadas como
tesoros. Qué sentimental. ¡Qué imprudente!

―No era tan malo como la gente decía, Rex. Sé que no lo fue. Cuando estaba
en casa, a menudo tenía más tiempo para mí que mamá. Solía preguntarme qué
había estado aprendiendo, hacerme mostrarle mis bocetos y… y bailar
conmigo. ―Ella se atragantó de repente, pues una ola de recuerdos se había
apoderado de ella. Rex la observó, con el rostro áspero, como un hombre con dolor.
―Después de que murió ―continuó después de un momento―, mamá a
menudo decía que ninguna de nosotras le habíamos importado nada. Pero dijo eso
porque lo odiaba. Habría dicho cualquier cosa. A menudo pienso que si papá no
hubiera muerto cuando lo hizo, podríamos haber llegado a ser aún más cercanos.

Él emitió una risa malhumorada.

―Estoy sorprendido de ti, Diantha. Pensé que tenías demasiado sentido


común para poner a cualquier hombre en un pedestal.

―Pero este es mi padre ―protestó ella―. No lo veo bajo la misma luz que
otros hombres.

―Y te equivocas. Era un hombre como otros hombres y tu madre lo sabía.


Recuerda que una vez te dije: ¿Qué mujer podría respetar a su esposo si supiera la
mitad de sus actividades? Tu madre sí lo sabía. Por eso habló de él como lo hizo.

―Pero nunca habló de la forma en que murió ―dijo Diantha―. Y creo que sé
por qué. Creo que estaba enfermo y solo. Tal vez estaba preguntando por ella, por
mí, y no me dejó ir.

―¡Tonterías!
135
Levantó la mirada fija, sorprendida por la amargura en la voz de Rex. La
mirada áspera en su rostro se profundizó y había un brillo frío en sus ojos que
había visto una vez antes: la primera noche, cuando habían bailado y él dijo que su
experiencia con las mujeres había sido condenable.

―¿Qué puedes saber? ―exigió él bruscamente―. Este es un sueño bonito que


has creado sobre alguien que claramente está muerto. Si vas a idealizar a un
hombre, siempre es mejor si está muerto. Entonces no te arriesgas a la desilusión
de la realidad.

La injusticia de esto la picó para replicar.

—¿Cómo sabes que habría sido desilusión?


―Era un hombre, ¿o no? ―Rex se lanzó contra ella―. Un pícaro mentiroso y
tramposo, que no se preocupaba nada por quien lastimaba mientras tuviera sus
placeres.

―Dijiste que no lo conocías...

Respiró hondo rápidamente.

―Dije que era un hombre como otros hombres. Todos los hombres son muy
parecidos.

―Tú no ―dijo ella rápidamente.

―¿Qué sabes de mí? ¿Crees que soy mejor que los demás? ¿Crees que no
puedo ser cruel e implacable?

En ese momento, podría haber creído cualquier cosa de él. A la luz de las
velas, su rostro era casi satánico.

―Tienes razón ―dijo lentamente―. No sé nada de ti.

―Excepto el mal que te hice.

―¿Qué mal me hiciste alguna vez? 136


―Casarme contigo. Dejarte entrar sonámbula en un matrimonio con un
hombre que no amas, para mi propio beneficio. Oh, sí, he ganado con ello, ¿pero
qué has ganado tú, excepto un desierto?

―Pero… hablamos de eso…

―Oh, sí, hablamos. Un hombre de unos treinta años, que había vivido la
vida de un hombre, que había conocido las alturas y las profundidades, habló con
una chica de veinte que no había visto nada y no había hecho nada. Pudo ver que
ella no sabía de lo que estaba hablando, pero la dejó continuar, porque le convenía.
Él le hizo creer que podría vivir sin amor, cuando sabía diferente. Sabía que un día
ella se enamoraría y cuando ese día llegara, ella lo odiaría. Y si él hubiera tenido
una pizca de decencia, se habría alejado de ella. Pero era un pícaro egoísta, así que
la dejó entrar en el desastre con una sonrisa en el rostro.

―Nuestro matrimonio… ¿un desastre?

―Para ti… sí.

―Pero, Rex… verdaderamente estás equivocado. Si estás pensando en mis


coqueteos, no significaron nada. Nunca amé a ninguno de ellos, ni por un minuto.

Él le dirigió una sonrisa retorcida.

―No estaba pensando en ellos, Diantha. Sé muy bien que nunca los amaste.

―No tengo ninguna razón para odiarte. Tú mismo dijiste que no tengo
corazón y… y creo que tenías razón. No me he enamorado de nadie...

Se acercó y se paró mirándola.

―¿Estás bastante segura de eso? ―preguntó suavemente.

Ella podía sentir el calor de su cuerpo. La mareaba y tuvo que luchar para
hablar con calma.

―Verdaderamente, no hay nadie. No creo que pudiera haberlo nunca.


137
Simplemente parezco estar blindada ―Suspiró inconscientemente―. Quizás solo
soy diferente del resto de mi sexo.

―No todas ―dijo él lentamente―. Una vez conocí a otra mujer que no podía
amar… pero no era como tú. Sus ojos no se abrieron de par en par de esa forma
confiada que tú, y nunca se reía: no se reía realmente como tú. Su risa era fría,
quebradiza y calculada para herir.

Diantha se puso muy quieta. Rex habló como si pudiera ver más allá de ella
a una visión atormentadora. Puso ambas manos a los lados de su cabeza y buscó
en su rostro desde ojos oscuros y entrecerrados.
―Y, sin embargo, eres su hermana, después de todo ―murmuró él―. Un
corazón protegido con armadura, inflexible. ¿Qué sabes de los tormentos de los
simples mortales? ¿Puede calentarte a la vida un beso?

Tiró de ella hacia él de repente y aplastó su boca contra la de ella. Ningún


beso que le había dado antes había sido así. No había nada de la ternura a la que
estaba acostumbrada e incluso otra cosa condimentaba la pasión. Amargura, ira,
quizás incluso odio: podía percibir estos en el agarre de acero de sus brazos, las
caricias feroces de sus labios.

Besó su boca, su cuello, sus pechos, murmurando palabras calientes e


incoherentes.

―Rex ―jadeó ella―. Por favor… no...

Él la miró con sus ojos ardientes y ella tuvo la desconcertante sensación de


que no la veía en absoluto. Había alguien más en sus brazos, alguien que le
producía una expresión del infierno a la cara: una mujer que había tocado su
corazón como su esposa nunca podría.

―Una esposa casta ―murmuró él―, que no le importaban nada los que
torturaba. Burlándose de ellos. Riéndose de ellos. ―Un estremecimiento atravesó
138
su poderosa complexión―. ¿Qué te importa? ¿Qué le importaba a ella?

―¿Ella? ―suspiró Diantha―. ¿Quién?

―¿Quién? ―Él pareció salir de un sueño. Diantha podía ver la conmoción en


sus ojos―. Pues, na…die. ―Dio un paso atrás bruscamente como si el toque de ella
lo quemara. Su pecho se elevó y cayó bajo la influencia de alguna emoción masiva.

―Rex… ―Ella se acercó a él, pero él se alejó.

―Aléjate de mí ―dijo él salvajemente―. No debí haber venido aquí. Nunca


debí...

Sin otra palabra se volvió y salió de la habitación. Un segundo después,


Diantha escuchó que la llave se giraba en la cerradura de su puerta de conexión.
Ella permaneció despierta hasta el amanecer, pensando en este nuevo lado
de Rex que había visto esta noche. La había sobresaltado, sin embargo, al mismo
tiempo sentía que había obtenido un vistazo intrigante de su verdadero yo. Quería
saber más.

Se levantó temprano a la mañana siguiente para asegurarse de verlo en caso


de que él saliera temprano. Cuando entró en la sala de desayuno vestido para
montar y asustado al verla, ella supo que había tenido razón. Había querido
evitarla.

―No es característico de ti estar despierta tan temprano ―observó él


fríamente―. Sin embargo, me da la oportunidad de disculparme por mi
comportamiento de anoche.

―No hay necesidad.

―Pero la hay. Había tomado, como debes haber adivinado, una gran
cantidad de brandy. Fue imperdonable de mi parte comparecer ante ti en tal estado.
Quizás tengas la amabilidad de pasarlo por alto y olvidar todo lo que sucedió.

―No quiero olvidarlo ―dijo ella obstinadamente.

―¿Quieres reprocharme? Bueno, no niego que lo merezco. 139


―No quiero reprocharte, solo hablar contigo. Anoche…

―Anoche dije e hice muchas cosas que no significaron nada; cosas que
preferiría olvidar. ―Él la miró con ojos glaciales―. Cosas que no conciernen a mi
esposa.

Antes de ese desaire deliberado, ella no pudo hacer nada más que retirarse.
Él la vio palidecer y una leve sonrisa tocó su semblante.

―Vamos, querida, tú y yo hemos logrado vivir pacíficamente manteniendo


nuestra distancia. Continuemos de esta forma y mostrémosle al mundo la imagen
de un matrimonio afable.

―Si eso es lo que prefieres ―dijo ella con voz aburrida.


Rex se levantó su mano hacia los labios.

―Te dejaré ahora. Estoy seguro de que estás absorta en los preparativos
para nuestra partida y desearás que me aparte de tu camino.

Era lo contrario de lo que ella deseaba, pero no se atrevió a decirlo por


miedo a otro desaire. Observó tontamente cómo Rex salía.

Pero había poco tiempo para que reflexione. Pronto sería su primera
Navidad como Lady Chartridge y había mil planes por hacer. Una semana después,
la casa fue cerrada y se dirigían al campo.

 
La Navidad en la Chartridge Abbey prometía ser la más feliz allí en años,
por lo que Lopping le confió a Diantha en un raro momento de condescendencia y
el comportamiento de los otros sirvientes lo confirmó. Elinor y George se unieron a
ellos en diciembre y un vistazo fue suficiente para mostrarle a Diantha que estaban
extasiados. En pocas semanas, Elinor había florecido de una muchacha tímida a
una joven serena, confiada en el amor de su marido y en su lugar en el mundo. En
cuanto a George, cada vez que se creía ignorado, seguía a su esposa con la mirada.
140
Al igual que Diantha, Elinor concibió un gusto inmediato por Sophie, la hija
del vicario y las tres jóvenes se sumergieron felices en la planificación de la fiesta
de los arrendatarios.

—No ha habido uno desde que tengo memoria ―les dijo Sophie
emocionada―. El último conde… ―Se detuvo y se sonrojó.

―Era demasiado malo ―terminó Diantha por ella, con una risa entre
dientes―. Sí, espero que venga a todas las fiestas, Sophie.

―Lo intentaré, gracias. Pero la Navidad es una época tan ocupada para papá
que debo hacer lo que él desea naturalmente. Y estará mi tía Felicia para ser
atendida. Ha de hacernos una visita prolongada, con una de sus sobrinas.
Al escuchar una pequeña reserva en la voz de Sophie, Diantha exigió
aclaración instantánea. Parecía que la sobrina, la señorita Amelia Dawlish, era
joven y testaruda y había sido puesta a cargo de su tía estricta para evitar que se
dañe antes de que tuviera la edad suficiente para aparecer en sociedad.

―Entiendo que es una gran belleza y sus padres esperan encontrarle un


buen partido, en un sentido del mundo ―dijo Sophie―. Así que debe pasar la
Navidad con nosotros y la tía Felicia con la esperanza de que papá pueda ser una
influencia beneficiosa.

La primera vez que Diantha vio a la belleza fue tres días después en la
iglesia, casi olvidó sus modales y se quedó mirando, pues aunque solo tenía
dieciséis, Amelia ya era sorprendentemente encantadora. Pero pronto pareció que
su comportamiento era un poco masculino, casi hasta el punto de la vulgaridad.
Miró alrededor de la iglesia, les sonrió con descaro a los jóvenes y le susurró a su
tía durante el sermón, a pesar de ser repetidamente silenciada. Cuando se hicieron
las presentaciones más tarde, saludó atrevida a Lord y Lady Chartridge.

—Juro que estaba lista para morir si el sermón hubiera durado mucho más
—dijo entre risitas—. ¡Señor, no sé cómo la gente lo soporta!

―¡Decir tal cosa con Sophie parada allí! ―exclamó Diantha de camino a 141
casa―. Creo que debe ser una santa para preservar su temperamento. Y lo peor de
todo es que estaremos obligados a invitar a Amelia con los demás.

Al no recibir respuesta de Elinor, miró al otro lado y vio a su prima


sonriéndole a su nuevo esposo y tratando de disfrazar el hecho de que estaban
tomados de la mano en el manguito de Elinor. Al percibir sus ojos sobre ellos, se
separaron cohibidos.

―Y llevan solo un mes casados ―se burló de ellos―. No sé a qué llega el


mundo.

Rex sonrió.
―No todo el mundo tiene tu mente fuerte y tu devoción a la razón, querida
mía ―dijo.

Habló en su antigua forma, con alegre diversión y sin ningún indicio de un


trasfondo. La noche en que había dejado caer su máscara podría nunca haber sido.
Dejó a Diantha desconcertada y casi preguntándose si había imaginado las cosas
que había dicho, la mirada que había visto en sus ojos.

El vicario y su familia vinieron a cenar la semana siguiente y la lástima de


Diantha por Sophie se profundizó. Amelia no solo era desagradablemente atrevida,
sino que la tía Felicia tenía una idea elevada de su propia importancia. Era tan
consciente de sus relaciones nobles como el vicario y Sophie eran indiferentes a
ellas y hacía continuas referencias a mi pariente, el vizconde Ellesmere. Había visitado
su casa solariega una vez, hace mucho tiempo, y ahora vivía en la memoria.

Por fin terminó la cena, los caballeros se habían unido a las damas en el
salón principal y llegó la bandeja de té. La conversación se centró en la fiesta de los
arrendatarios, lo cual llevó a la tía Felicia a hablar largo y tendido de las
costumbres de Ellesmere Park. Justo cuando Diantha se preguntaba cómo podría
detener el flujo, escuchó el sonido de ruedas en la calzada afuera.

―¿Quién puede llegar a esta hora? ―se preguntó―. ¡Santo cielo! Eso suena 142
como la voz de Bertie.

Al momento siguiente, Lopping entró y murmuró.

—El honorable Sr. Bertram Foxe pide una palabra en privado con usted, mi
señora.

Llena de curiosidad, Diantha se apresuró a entrar en el salón, donde


descubrió a Bertie, espléndidamente vestido con un abrigo de conducir marrón
oliva con una docena de capas, luciendo agitado.

―Me alegro de encontrarte en casa ―dijo él―. El hecho es… sé que no fui
invitado y todo eso…
―Lo habrías sido si no hubiera sabido que despreciabas el campo ―le dijo
ella, sonriendo.

―Ah, bueno… puedo haber decidido demasiado apresuradamente. Mucho


que decir sobre las actividades rústicas, especialmente en Navidad ―dijo él,
intentando reírse cordialmente.

Sin hacer más preguntas, Diantha dio instrucciones para el estabulado de


los caballos de Bertie, luego convocó a su ama de llaves y ordenó que prepararan
una habitación. El valet de Bertie fue a desempacar su equipaje.

―Ven y únete a nosotros ―invitó Diantha, indicando el salón principal,


desde donde podía escucharse el sonido de la risa de Amelia.

―Mmmj… no apto para comparecer ante las damas, ―objetó él, indicando
su apariencia manchada por el viaje.

Pero al momento siguiente, la cabeza de Amelia apareció alrededor de la


puerta. Sus ojos se iluminaron de placer al ver a alguien que era claramente un
fanfarrón, y al momento siguiente, entró bailando en la habitación, exigiendo ser
presentada.

Diantha dio un gemido silencioso ante este comportamiento descarado, 143


pero Bertie parecía no preocuparse por ello. Sus ojos estaban remachados en el
adorable rostro de Amelia y tartamudeó algunas palabras sin parecer saber lo que
dijo.

Para alivio de Diantha, Sophia vino rápidamente tras Amelia, restringiendo


suavemente a su volátil prima. Diantha hizo presentaciones apresuradas, después
de lo cual no hubo nada más que llevar a Bertie al salón principal. La tía Felicia fue
condescendientemente amable y el vicario lo saludó con tranquila cortesía, aunque
miró con seriedad la apariencia de perro sofisticado de Bertie. En poco tiempo,
anunció que era hora de que se fueran. Amelia hizo un puchero, pero él insistió y
el grupo de vicaría partió. Poco después de eso, George y Elinor se retiraron por la
noche, dejando a Bertie solo con Rex y Diantha.
Bertie lanzó una mirada incómoda hacia Rex, sintiendo el aire cargado de
recuerdos de su primer encuentro. Rex había comprado de nuevo el caballo
enviando a su hombre a ver a Bertie, así que aparte de un breve saludo en la boda,
esta era la primera vez que se habían visto desde el día en el parque. Pero se sintió
aliviado al notar que Chartridge parecía de buen humor y las primeras palabras de
Rex lo confirmaron.

―Es bienvenido aquí, por supuesto ―declaró―, ¿pero qué lo trae al campo
en pleno invierno? ¿Seguramente estos no son sus lugares naturales?

―No se sabe cuándo un sujeto puede cambiar sus hábitos ―dijo Bertie con
alegría―. Tengo la idea de pasar la Navidad en silencio.

―No, no ―lo reprendió Rex―. Esa historia servirá para los demás, no para
nosotros. ¿Qué es? ¿Deudas?

Bertie hizo un último intento de defender su dignidad.

―¿Por qué debería pensar en eso? No sé lo que Diantha le ha estado


diciendo…

―Tonterías, por supuesto que sí ―dijo Rex con una sonrisa―. ¿Está seguro
de que no son deudas? 144
―No hay tal cosa. No tengo deudas de las que hablar. Al menos, no más de
lo habitual.

―¿Cuánto? ―preguntó Diantha, divertida.

―Desearía que no estuvieran insistiendo en dinero cuando un sujeto está en


problemas ―dijo Bertie con irritación.

―Lo siento, Bertie querido, pero problemas contigo siempre han significado
dinero.

―No esta vez, aparentemente ―murmuró Rex―. Además, Diantha, ¿no lo


escuchaste decir que no tenía la intención de depender de tu presupuesto? Una
reflexión reconfortante para ti.
Bertie, que precisamente no había dicho esto, tragó saliva, pero, al
encontrarse con la mirada de Rex, disminuyó. Lopping llegó en ese momento con
refrescos y Bertie tuvo unos minutos misericordiosos para recomponerse. Era
difícil cuando su anfitrión estaba mirándolo con un brillo satírico, pero lo intentó.

―Si no es dinero, ¿qué es? ―preguntó Diantha―. Estoy de acuerdo con


Chartridge en no estar convencida de este repentino gusto por la vida rústica. ¡Tan
lejos de Londres! ¿Quién lo habría pensado?

―Na…die ―dijo Bertie―. Eso es. A nadie se le ocurrirá mirar, es decir…


olvidé lo que iba a decir.

―¿Quizás está huyendo? ―preguntó Rex con simpatía―. No, confío, de la


ley.

―¡Ciertamente no! ―dijo Bertie, conmocionado―. Nunca he tenido


problemas con la ley. Ni siquiera empaqueté el reloj.

―Mi querido compañero, sí le pido perdón. Entonces estoy en un punto


muerto.

―No es adecuado para los oídos de una mujer ―murmuró Bertie, con una
mirada estresada a su prima. 145
―Una clase alta ―exclamó Diantha, fascinada.

―¿Eh? ―Bertie se enderezó.

―¿No clase alta? ¿Zorra principal? Rex, ayúdame.

―Lo estás haciendo excelentemente bien, querida mía. Falda ligera. Pieza de
virtud. Todos significan lo mismo.

―Pero ella no debería saber nada al respecto ―gritó su primo―. Chartridge,


realmente no debería dejarla hablar así.

―Mi esposa no me pide permiso para nada de lo que decida decir ―dijo Rex
con una sonrisa―. Puede hablar libremente ante ella.
―Bueno, no sé sobre… ―murmuró él.

―Bertie, si no me dices en este instante lo que te hizo apresurarte aquí


buscando nuestra protección, te echaré en la nieve ―amenazó Diantha.

―No está nevando ―protestó él sin comprender.

―Entonces te echaré en lo que sea que esté haciendo ―declaró ella,


exasperada más allá del aguante.

Bertie no era hábil con las palabras, por lo que la historia salió titubeante.
Parecía que recientemente había conocido a una joven viuda llamada Sra.
Templeton y había surgido entre ellos un amor puro y virtuoso, el cual, por
razones que se dejaron vagas, no había resultado en matrimonio.

―Adelante ―ordenó Diantha, muy entretenida por los frenéticos esfuerzos


de Bertie por editar la historia para sus oídos.

―Bueno… entonces apareció su esposo.

Diantha frunció el ceño.

―Pensé que era viuda.


146
―Yo pensé que era viuda ―gritó Bertie―. Eso fue lo que dijo. Pero no tal
cosa, aparentemente. Y este tipo dice… bueno, prometido, saben… quiere revancha.
Y no sé qué he dicho para hacerlos carcajearse.

Con un esfuerzo supremo, Lord y Lady Chartridge se pusieron bajo control,


limpiándose los ojos.

―Lo siento, Bertie ―dijo Diantha con voz ahogada―. Pero la idea de ti… en
un duelo... ―Explotó en más risotadas, mientras que su miserable víctima la
fulminó en silencio. Una mirada a la cara de Rex reveló que el conde estaba tan
desprovisto de sentimientos adecuados como su esposa.

―Así que se escapó ―dijo Rex con una sonrisa―. Muy sabio.
―No me escapé ―dijo Bertie con un último intento de dignidad―. No es huir,
quiero decir, la reputación de una dama y todo eso. Y además… no creen que
mirarán aquí, ¿o sí?

―Si lo hacen, puedes estar seguro de que lo protegeremos ―le aseguró


Diantha―. Pero me pregunto cómo disfrutarás de la vida en el campo. Vivimos de
manera muy simple, sabes. Temprano al acostarse, temprano al levantarse, cena a
las seis, muchas actividades enérgicas y asistencia estricta a la iglesia.

―Eso suena espléndido ―declaró Bertie heroicamente―. Justo lo que yo…


amm… me sienta como anillo al dedo.

―Tome un poco de brandy ―invitó Rex, apiadándose de él.

Bertie le dio las gracias y tragó una generosa medida. Luego se le sirvió una
cena tardía, después de la cual se retiró a su habitación, preguntándose si su
decisión de huir de Londres había sido sabia.

 
Aunque era mediados de diciembre, un repentino hechizo tranquilo les
había sucedido y fue agradable salir a la mañana siguiente. Los árboles estaban 147
desnudos y el suelo duro, pero el sol había logrado brillar y había un pellizco
vigorizante en el aire. Hacían un alegre grupo, Rex y Diantha, George y Elinor, con
Bertie, sus espíritus elevados a la normalidad por el sueño profundo de la noche en
seguridad.

Diantha quería inspeccionar algunas de las renovaciones que se habían


puesto en marcha en la finca. Estaba encantada con lo que encontró. Las cabañas
malsanas habían mejorado mucho y ya no amenazaban la salud de los que vivían
en ellas. Las grietas habían sido selladas, de modo que había calor real de los
paquetes de leña que Diantha había ordenado que se entregaran. Para los
arrendatarios sería una Navidad alegre también, la primera en años. Y sus sonrisas
por su nueva condesa mostraban que sabían quién era la responsable del cambio
en su fortuna.
Bertie dijo poco, pero Diantha era consciente de él que miraba todo y de sí
misma en particular. Cuando se volvieron a casa, él se acercó a su lado.

―Hiciste lo correcto al casarte con Chartridge. Lo dudaba antes, pero no


ahora. Has entrado en tu reino.

―Sí, así es como me siento ―dijo―. Por fin, tengo un lugar en el mundo al
que pertenezco. Podría haber adivinado que verías la verdad, Bertie. Tienes una
forma de ver las cosas.

―Bueno, no soy tan tonto como mucha gente piensa ―estuvo de acuerdo.

―Diantha ―llamó Elinor desde su lugar en frente―. ¿Ves quién está por
delante de nosotros?

―Creo que es Sophie ―dijo Diantha―. Y esa debe ser Amelia con ella.

Otro momento y supo que tenía razón. Las primas de la vicaría se acercaron.
Era la primera vez que Diantha había visto a Sophie a caballo, ya que normalmente
usaba la carreta para hacer llamadas parroquiales. Era una elegante jinete en su
hábito sencillo y elegante, pero Amelia la echaba a la sombra, espléndida en
terciopelo azul oscuro recortado con encaje plateado.
148
Amelia los saludó agitando la mano con entusiasmo hasta que Sophie la
reprendió en silencio y pronto las dos partes se unieron. Se intercambiaron saludos.
Los hermosos modales de Bertie lo hicieron saludar a Sophie con tanta atención
como le ofreció a su hermosa prima. Pero cuando las cortesías se terminaron, sus
ojos se detuvieron en Amelia, quien inmediatamente cayó a su lado,
considerándolo claramente de su propiedad.

―Oh, querida ―dijo Sophie en voz baja.

―No te preocupes ―le aseguró Diantha―. Bertie es un caballero y sabe que


ella apenas salió de la sala de clases.
―Si tan solo se comportara como si lo fuera ―suspiró Sophie―.
Desafortunadamente, admira mucho al Sr. Foxe y me temo que esta reunión ha
alimentado su admiración. ¡Qué lástima que tenga una figura tan fina a caballo!

―¿La tiene? ―preguntó Diantha sorprendida. Estaba tan acostumbrada a


Bertie que su aspecto nunca le llegaba, pero al observarlo reírse con Amelia, se dio
cuenta de que era notablemente guapo. Tampoco se había perdido cierta suavidad
en la voz de Sophie mientras hablaba de él. Esperaba haberse equivocado. Sophie
no era en absoluto el tipo de joven que Bertie admiraba y sería cruel para ella ser
herida.

―Bertie siempre tiene una buena figura ―dijo con una leve risa―. Tiene un
excelente sastre, que está muy orgulloso de él.

―Ciertamente debe estarlo.

―No te veo a menudo montando.

―Amelia quería tanto el viaje y por supuesto que tenía que acompañarla.
Me temo que insistió en venir en esta dirección.

―Con la esperanza de encontrarse a Bertie. ¡Qué impresión debe haber


causado anoche! 149
―No fue solo anoche. Pasó unas semanas en Londres el año pasado y sabe
de él. Dice que él es un gran encopetado. Me temo que papá la escuchó y se
sorprendió mucho al escucharla usar una expresión tan vulgar. Dice que si el Sr.
Foxe es un encopetado, es el tipo de joven al que ha sido enviada aquí para evitar.
Oh, te pido perdón. Por supuesto, es tu primo.

―Que no te importe eso ―dijo Diantha alegremente―. Lo peor que sé de


Bertie es que piensa demasiado en su apariencia. Lo mejor es que tiene un buen
corazón.

―Oh, sí ―dijo Sophie fervientemente―. Estoy segura de que lo tiene.


El grupo volvió girarse hacia la vicaría y se quedaron un rato para té y
pasteles. El reverendo Dunsford se unió a ellos, explicando que no podía quedarse
mucho tiempo, ya que estaba terminando su sermón de Navidad. Hizo una
pequeña ocurrencia en latín y Bertie sorprendió a la compañía reunida, incluido él
mismo, al completarla.

―Oh, cielos, Sr. Foxe ―gritó Amelia con horror―. ¡No diga que es estudioso!

―¡No, no! ―negó apresuradamente―. Tenía un tutor que siempre citaba eso.
Lo decía en cada lección. Ahora no puedo olvidarlo.

―Sospecho que el Sr. Foxe es un hombre más erudito de lo que quiere que
sepamos ―dijo el vicario con una sonrisa.

Bertie parecía estresado por esta calumnia, pero no le gustó refutarla más
vigorosamente. Buscando ayuda, encontró a Sophie sonriéndole y le respondió con
una sonrisa triste.

―Ansío verlos a todos en la iglesia mañana ―agregó el vicario―. Después,


quizás el Sr. Foxe y yo podamos jugar con Horacio.

―¿Quién es Horacio? ―preguntó Amelia.


150
―Poeta latino ―dijo Bertie rápidamente―. Tipo espantoso.

De camino a casa, exigió saber qué tan temprano se le exigiría que se levante
de su cama. Al enterarse de que debía estar abajo a las ocho, permaneció pálido y
en silencio durante diez minutos completos.

Pero a la mañana siguiente se presentó perfectamente vestido en tonos


modestos y con su habitual temperamento amable. Para sorpresa de Diantha,
permaneció sentado durante sermón de una hora sin signos de aburrimiento.

Esto era más de lo que podía decirse de Amelia, quien suspiraba y miraba a
su alrededor. A veces, trataba de llamar la atención de Bertie y se enojaba cuando
su atención permanecía cortésmente fija en el vicario.
Cuando llegó el momento de tomar la comunión, Sophie y Amelia fueron
juntas al riel. Cuando regresaron por el pasillo, Diantha quedó impresionada por el
contraste que presentaban. Amelia estaba forcejeando con sus guantes, pero la cara
de Sophie estaba iluminada por un resplandor interior, como si le hubiera
concedido una visión del cielo.

Después, permanecieron afuera de la iglesia mientras la congregación se


dispersaba. La tía Felicia hizo comentarios pesados sobre la capilla privada en
Ellesmere, a los cuales nadie prestó atención, y el vicario comprometió a Bertie en
una conversación. Diantha trató de escuchar, con la esperanza de que Bertie
pudiera causar una buena impresión. Parecía haberlo hecho, pues terminó con el Sr.
Dunsford ofreciéndose a prestarle un libro.

―Si puedo persuadir a mi hija para que lo abandone ―agregó―. Me lo pidió


prestado hace algún tiempo y no lo he visto desde entonces.

―No me gustaría privar a la Srta. Dunsford si todavía tiene uso para


él ―dijo Bertie cortésmente.

Miró a Sophie mientras hablaba, pero ella no respondió. El resplandor


todavía estaba en su rostro y sus ojos estaban hacia abajo, como si su visión interior
todavía la cautivara. Levantó la vista, sorprendida. 151
―Oh, perdóneme, por favor. Siempre me pierdo en el servicio.

―Pero tú también tienes deberes de mundo, querida mía ―dijo suavemente


su padre.

Terminó con todos ellos yendo a la vicaría para participar de un refrigerio


ligero. Bertie le dio su brazo a Sophie, diciendo que parecía pálida y Amelia
rápidamente agarró su otro brazo, colgándose de él y coqueteando con
determinación.

Durante el almuerzo, el vicario interrogó suavemente a Bertie, descubriendo


que sabía mucho sobre la iglesia que asombró a sus primos.
―Fue culpa de mi padre ―se defendió Bertie―. Siempre quiso que tomara
las órdenes sagradas, al ser el hijo menor y todo eso.

―Ahora, eso es algo que no puedo aprobar ―dijo el Sr. Dunsford serio―. La
iglesia es una vocación y me entristece verla utilizada como un refugio para
hombres que necesitan ganarse la vida.

―Estoy de acuerdo ―dijo Bertie de inmediato―. Traté de decirle a mi padre


que no soy el tipo correcto de sujeto en absoluto. Pero no escuchó. Instruyó a mi
tutor para que me enseñe lo necesario. Por suerte, tenía una tía favorita. Me dejó
una pequeña propiedad ―Intentó una broma débil―. Entonces, la iglesia tuvo una
escapada por un pelo.

Amelia se rio tontamente en voz alta. Sophie le dio su amable sonrisa.

―Usted se hace una injusticia, estoy segura, Sr. Foxe.

Para diversión de Diantha, Bertie enrojeció y rápidamente cambió de tema.


Y cuando Amelia se mofó de él más tarde sobre ser eclesiástico, su sonrisa fue un
poco forzada.

En los días que siguieron, Bertie parecía encajar con la vida en Chartridge
Abbey mejor de lo que Diantha se había atrevido a esperar. Fue un pilar en la fiesta 152
de los arrendatarios, entreteniendo a los niños con juegos, trucos y un fondo de
chistes tontos que hacían rugir de risa a su joven público. Diantha atribuyó gran
parte de esto a su corazón naturalmente amable, pero también a su admiración
muy obvia por Amelia.

―Pasa demasiado tiempo en su compañía ―le dijo desesperada a Rex.

―¿Se pasa de la raya?

―No, Bertie no haría eso. ¿Pero realmente tuvo que enseñarle a conducir su
calesa?

―Por lo que pude escuchar, se burló de él para que lo haga ―observó Rex.
―Pero estaba muy contento. Está en la vicaría todos los días. Sigo esperando
que la tía de Sophie intervenga, pero ha sido víctima del encanto de Bertie.

Rex sonrió.

―Incluso el vicario ha empezado a pensar bien de él.

―Lo sé ―dijo Diantha desesperada―. Los escuché a él y a Sophie elogiar a


Bertie por elegir pasar la Navidad en silencio aquí en lugar de disfrutar de placeres
ruidosos, como la mayoría de los hombres jóvenes.

Rex se rio escandalosamente.

―Eso está muy bien ―dijo ella, agraviada―. Pero no sabía dónde mirar.
Difícilmente podía decir que se equivocaban y solo está aquí para esconderse de
las sanciones de los placeres escandalosos, ¿verdad?

―Habría dado un brazo por estar allí, si pudiera ―dijo él―. Pero tienes razón.
Es mejor si tú y yo nos mantenemos muy al margen de los asuntos de Bertie. Son
demasiado complicados para almas simples como nosotros.

153
Capítulo 8
La Navidad se pasó en silencio, pero tan pronto como terminó, Diantha
estaba absorta en las preparaciones para el baile de Año Nuevo que estaba dando
para la aristocracia local. Confiaba en Sophie para consejos sobre los invitados.
Varios de ellos tenían que viajar cierta distancia y deben ser invitados a pasar la
noche.

―Me distraeré ―dijo Diantha―. Tengo toda una lista de personas que Sophie
me asegura se sentirán mortalmente ofendidas si se quedan fuera.

―Parece que estás prosperando con ello bastante bien ―observó Rex―.
Nunca te he visto con mejor apariencia.

Era cierto. Diantha se divertía en un exceso de organización. Rápidamente


había establecido el mando sobre su vasto ejército de sirvientes.

―He hecho el descubrimiento desalentador de que soy una mujer 154


dominante ―le confió a Sophie―. Gracias a Dios Rex se casó conmigo cuando lo
hizo.

―Antes de que la terrible verdad sobre tu personaje se aclarara, ¿quieres


decir? ―se burló Rex de ella. Estaba a punto de dirigir a los caballeros en un grupo
de tiro y se paró en el pasillo con sus perros y sus armas. Diantha se rio y se
despidió de él.

En la noche del baile, se engalanó en todo su esplendor.

―Ciertamente se esperará que lo hagas ―la había aconsejado Rex―.


Cualquier cosa menor sería visto como un desaire al vecindario.
Así que Diantha apareció con los diamantes Chartridge, recientemente
recuperados de la casa de empeño, donde el difunto conde los había dejado
durante tanto tiempo que nadie podía recordar su última aparición. Su vestido,
entregado esa mañana, era de satén dorado adornado con volantes de encaje y con
un largo tren. Joyas brillaban desde sus muñecas, cuello, orejas y cabello, y se veía
verdaderamente regia.

―Magnífico ―declaró Rex, levantó su mano hacia los labios―. Elegí a la


condesa perfecta.

Juntos, salieron a donde los demás estaban esperando. Bertie se parecía más
a su yo normal, con un atuendo de noche de elegancia asesina. Elinor llevaba un
vestido delgado de satén verde pálido, con una enagua entera de red a juego.
George parecía un poco incómodo con ropa de noche civil y Diantha suspiró
cuando recordó lo espléndido que había estado con la de regimientos. Pero los ojos
adoradores de Elinor no tenían ninguna culpa que encontrar con su esposo, ni él
con ella. De hecho, cuando Elinor movió brevemente su abanico de crepé
esmerilado frente a su cara, Diantha podría haber jurado que se robaron un beso
tras él.

Era hora de que comenzara el baile. Lord y Lady Chartridge tomaron su


lugar en la cabeza de las escaleras, justo en frente de las puertas dobles que
155
conducen al gran salón de baile. Llegó el sonido de carruajes en la grava afuera, la
puerta principal se abrió y el lacayo anunció las primeras llegadas. No hubo
respiro durante la siguiente media hora. Nadie quería perderse el primer gran
baile dado por el nuevo conde y su esposa y todas las invitaciones habían sido
aceptadas.

Por fin, Diantha vio al grupo de la vicaría. Sophie estaba modestamente


vestida con un vestido de crepé lila. Amelia estaba vestida de blanco, como
correspondía a una joven, sin embargo, su aspecto llamativo no podía ocultarse y
algo descarado en su naturaleza sobresaltaba brillante.
―Estábamos indecisos sobre si traerla, ya que aún no ha sido presentada ―le
confió Sophie a Diantha―. Pero estaba tan decidida que la tía Felicia cedió, en el
estricto entendimiento de que Amelia no ha de bailar vals.

Amelia ya estaba causando sensación entre los jóvenes galanes, que se


agolpaban a su alrededor. Bertie no estaba entre ellos. Estaba por debajo de su
dignidad competir con los admiradores locales. Es cierto que había mirado
fijamente la visión que Amelia presentaba, pero su perfecta cortesía lo hizo
reclamar el primer baile con Sophie y se mantuvo al lado de ella durante varios
minutos, intercambiando cumplidos con ella y la tía Felicia. Cuando se postuló
formalmente a Amelia, ella hizo un gran alboroto al consultar su tarjeta.

―Pues, señor, viene tan atrasado de tiempo, me temo que me quedan pocos
bailes ―Ella lo miró coquetamente. Él le quitó su tarjeta y garabateó en ella.

En poco tiempo, todos sabían que el baile era un éxito triunfal. Los
candelabros brillaban en lo alto sobre las parejas danzantes y los acompañantes
estaban sentados a los lados. Había mesas de cartas en pequeñas habitaciones para
los hombres mayores y a mitad de la noche hubo una magnífica cena de jaleas,
cremas, pasteles, jamón glaseado, empanadas de langosta, y pollo, servido con
champán.
156
Luego llegó el momento de que el baile comience de nuevo. Riendo y
charlando, la compañía regresó en tropel al salón de baile.

―¿No puedo albergar la esperanza de un baile más? ―le preguntó Bertie a


Amelia.

Ella se rio tontamente.

―Válgame Dios, no me queda nada, excepto valses.

―Los cuales no puedes bailar ―le recordó Sophie suavemente.

―Oh, pero un pequeño vals no hará daño. Sr. Foxe, ¿hacemos uso de la pista?
Pero Bertie, cuyo comportamiento en todos los asuntos de montones era
distinguido, sacudió la cabeza con pesar.

―Ni por el mundo, le haría daño ―dijo—. Sus guardianes...

―Oh, pero no me importan ―dijo Amelia, apretando las manos en su estilo


más ganador y mirando a Bertie con una expresión que habría derretido un
corazón de piedra―. Estimado Sr. Foxe, quiere complacerme, ¿no es así?

―Más que nada en el mundo ―respondió él con gallardía―. Pero temo


que... ―Se interrumpió confundido. Los hermosos ojos de Amelia nadaban con
lágrimas.

Por suerte, Rex resolvió rápidamente la situación y salvó el día.

―La señorita Dawlish está prometida a mí ―dijo, atrayendo el brazo de


Amelia firmemente a través del suyo―. Vamos a sentarnos a disfrutar cómodos y
agradables. Permítame conseguirle un helado, señorita Dawlish.

Amelia sonrió ampliamente. La atención del conde la convirtió en una


persona importante y pudo alejarse felizmente de su brazo, deteniéndose solo para
una observación.
157
―Pobre Sr. Foxe. Ahora, no tiene a nadie con quien bailar el vals. Pero
Sophie no tiene pareja. Pueden bailar juntos hasta que regrese.

Bertie inmediatamente solicitó la mano de Sophie, pero ella, sonrojada


profundamente, se negó.

―Le aseguro, señor, que no es necesario. Por favor, no tome nota de lo que
Amelia... ―La vergüenza casi la venció―. El conde es demasiado amable ―se
apresuró―. Solo espero que no haya dejado plantada a alguna otra dama.

―Lo ha hecho ―dijo Diantha, con una risa entre dientes―. Pero como la
dama plantada soy yo misma, no tenemos que preocuparnos.

―Entonces es justo que el Sr. Foxe baile contigo ―dijo Sophie, recuperando
la compostura.
―¡Quedarme con mi propio primo como un par de sin gracias! ―exclamó
Diantha con horror―. ¡Nunca!

―¡Por Dios, no! ―estuvo de acuerdo Bertie, con tal fervor que ambas damas
se rieron.

―Sophie, deja de ser una tonta y baila con Bertie ―dijo Diantha―. No
quieres que todos digan que es el feo del baile, ¿verdad?

Todavía sonrojada, Sophie permitió que Bertie la lleve a la pista. Diantha los
observó mientras bailaban el vals, notando lo ligera y elegante que era Sophie y lo
notablemente linda que se veía esta noche.

Eran casi las cuatro de la mañana antes de que el último carruaje se hubiera
alejado. Diantha se encargó de la comodidad de los que pasaban la noche y
finalmente se retiró, con alivio, a su propia recámara. Rex se unió a ella poco
después.

―Bueno, ¡qué manera de usarme, señor! ―Vestida con un camisón de seda


melocotón y una bata a juego, con el glorioso cabello dorado fluyendo alrededor
de sus hombros, Diantha examinó a su señor con indignación fingida―. ¡Plantada!
¡Negado el baile que me prometiste! ¡Qué vergüenza!
158
Rex se rio y besó su hombro desnudo. Diantha se estremeció
placenteramente.

―Espero que tu compañera elegida haya valido la pena el intercambio ―dijo


ella.

―Tuve unos minutos muy instructivos. Amelia es una descarada y una


joven bastante vulgar, de cabeza vacía y malcriada. Pero posee diez mil libras
propias. Le dice esto a cualquiera que escuche. Así que temo que aún podamos
encontrarnos conectados con ella.

―¿Bertie? ―preguntó.
―Creo que necesita mucho una heredera. Diez mil no es una gran fortuna,
pero no creo que pueda permitirse el lujo de ser exigente.

―Además, está muy impresionado con su apariencia ―suspiró Diantha―.


¡Dios mío!

―Ahora, me niego a pasar otro momento hablando de una joven que me


interesa tan poco ―declaró Rex―. Habiéndote descuidado antes, claramente es mi
deber prestarte mucha atención ahora ―La puso de pie y arrojó la elegante bata al
suelo, atrayéndola a sus brazos. Diantha levantó la cara para su beso y como él,
relegó todos los demás pensamientos a la perdición.

 
Enero fue duro y frío, con vientos amargos que llevaban a la gente al
interior. Amelia pasó mucho tiempo languideciendo en un sofá, lamentando la
falta de diversión en la localidad. No le gustaba acompañar a Sophie en sus visitas
a la parroquia y no podía persuadirla de que las abandone para mantenerla
entretenida.

―Ella no parece encontrar suficiente entretenimiento en las atenciones de


159
Bertie ―reflexionó Diantha―. Eso no es un buen augurio para su matrimonio.
Esperemos que él vea el peligro a tiempo.

―Espero no ser poco caritativa ―respondió Elinor―, pero la idea de acoger a


Amelia en la familia no es agradable.

Habían salido a montar juntas, dejando atrás al palafrenero y disfrutando de


la compañía de la otra como en los días de su juventud de solteras. Una visita al
pueblo le aseguró a Diantha que todo estaba bien y luego, cuando el cielo estaba
oscureciendo, regresaron a la Abadía. Con apenas ochenta y un kilómetros por
recorrer, observaron un carruaje que venía en su dirección, el cual resultó llevar a
Amelia y la tía Felicia. Bajó la velocidad hasta detenerse cerca de ellos, y Amelia se
asomó.
―Me iré a casa en un par de días ―llamó―. Así que ahora estoy
despidiéndome de la forma adecuada.

―Eso es muy amable ―dijo Diantha―, pero vas a cenar con nosotros mañana
por la noche.

―Oh, sí, lo olvidé ―Amelia se encogió de hombros. Sus ojos de lince se


movieron rápidamente entre ellas―. ¿No está el Sr. Foxe con ustedes?

Diantha parecía sorprendida.

―Había asumido que estaba contigo. Estoy segura de que dijo que iba a ir a
la vicaría hoy.

―¡Pues, miren! ―dijo Elinor.

Todas se volvieron y vieron la calesita de Bertie apareciendo en la distancia.


Estaba conduciendo sus tres caballos con arneses en tándem, y haciendo un
menudo trabajo, pero lo que llamó la atención de Diantha fue la visión de Sophie
sentada a su lado.

Amelia también parecía bastante sorprendida.

―Válgame Dios ―dijo fríamente―, no tenía idea de que el Sr. Foxe iba a
160
llevar a mi prima de paseo. Qué simpático de su parte.

Los ojos de Diantha se movieron enérgicamente ante esta grosería.

―La elegancia de espíritu de la señorita Dunsford es tal que debe infundir


admiración dondequiera que vaya ―dijo con firmeza.

―Oh, desde luego ―dijo Amelia con un tono aburrido―. Pero tan sin gracia.
Además, ella lo desaprueba. Solo el Señor sabe de lo que encontraron para hablar.

Diantha habría dado mucho también para saber la respuesta a esa pregunta.
Ni Sophie ni Bertie parecían en lo más mínimo aburridos el uno del otro. Él estaba
hablando con una sonrisa en su rostro y Sophie estaba escuchando atentamente,
con las mejillas sonrojadas de forma encantadora.
―El Sr. Foxe fue tan amable de llevarme a hacer visitas parroquiales. Me
temo que ha sido una tarde aburrida para él ―dijo Sophie cuando se hubieron
acercado.

―No hay tal cosa ―declaró Bertie de inmediato―. No sé cuándo he


disfrutado más.

Amelia se rio tontamente.

―¿Qué dirían de usted en Londres si escucharan eso?

Bertie parecía sorprendido.

―Es extraño, pero no he pensado en Londres ―confesó. Se aferró el


sombrero mientras hablaba, porque había surgido un viento fuerte.

―Seguramente está deseando volver a su emocionante vida ―dijo Amelia,


haciendo un puchero―. Es tan aburrido aquí abajo. ¿Cómo puede soportarlo?

―Bueno, bueno ―dijo él, siguiéndole la corriente―, Londres está muy bien a
su manera.

―Pronto, iré a Londres ―dijo Amelia con intención―. Válgame, Dios, no


puedo esperar.
161
Bertie le dio una pequeña inclinación.

―Espero que encuentre todo lo que espera. ¡Hey! ―Su discurso digno
terminó en un grito cuando el viento lo zarandeó de nuevo, barriendo su galera de
su ángulo bien calculado en sus rizos pulidos. Intentó agarrarlo desenfrenado, pero
se fue a toda prisa por una pequeña pendiente.

―¡Qué demonios! ―gritó.

―Tomaré las riendas ―dijo Sophie, arrebatándoselas.

Él le dio una sonrisa de gratitud y bajó de golpe de la calesita. Lo


observaron correr a toda velocidad tras el sombrero, el cual siempre se las
arreglaba para mantenerse justo frente a él. Diantha se rio entre dientes al ver su
figura frenética tan cerca de atrapar el sombrero y siempre derrotado en el último
minuto, e incluso la amable Sophie tuvo que sonreír.

Amelia saltó del carruaje y se acercó lentamente a ella. Su boca estaba


fruncida de una forma que estropeaba su belleza e insinuaba la musaraña en la que
algún día se convertiría.

―Válgame, Dios, estoy muy sorprendida ―dijo afectada―. El Sr. Foxe es tan
particular con a quien permite conducir su ganado.

―Oh, no trataría de conducirlos ―dijo Sophie―. Simplemente sostenerlos


por él. No soy hábil con las cintas, como tú, Amelia.

―Sí, dice que voy a ser un látigo muy linda ―dijo Amelia
complacientemente―. Incluso me deja conducirlos con arneses en tándem.

Los ojos de Diantha se abrieron de par en par, porque había escuchado a


Bertie contar cómo Amelia había suplicado que le enseñaran a conducir tres
caballos y él se había negado. Sin embargo, guardó silencio, sintiendo que apenas
podía llamar a Amelia mentirosa en su cara.

Pero al momento siguiente, deseó haberlo hecho porque Amelia se subió de 162
golpe a la calesita, le arrebató las riendas a Sophie y gritó:

―¡Aquí, déjame mostrarte! ―Antes de que alguien pudiera detenerla, había


comenzado a conducir los caballos.

Inmediatamente quedó claro que sus alardes eran vacíos. Los animales muy
nerviosos, percibiendo su toque inseguro, se asustaron, se encabritaron y se
alejaron apresuradamente, ignorando los frenéticos esfuerzos de ella por
controlarlos. La tía Felicia gritó.

―Oh, Diantha ―jadeó Elinor―, ¿qué haremos?

―Montar ―dijo Diantha sombríamente.


En un momento, estaban tras la calesita. Podían escuchar los gritos
aterrorizados de Amelia flotando de regreso hacia ellas y ver a Sophie aferrándose
por su vida mientras el vehículo rebotaba y chocaba, yendo cada vez más rápido,
con los caballos deleitándose con su repentina libertad.

En la pendiente abajo, Bertie levantó la vista, horrorizado al ver que la


calesita se balanceaba violentamente hacia él. Gritó algo, pero el viento se lo llevó.
Luego estaba corriendo hacia adelante en un intento desesperado de interceptar a
los animales. Pero nunca los alcanzó. Las ruedas golpearon una roca y el vehículo
difícil de manejar se tambaleó hacia un lado. Los caballos perdieron el equilibrio y
al momento siguiente, la calesita se había volcado en una zanja.

Diantha siempre recordaría el horror de los siguientes segundos. Nada se


movió en la zanja mientras ella y Elinor subían montando, pero luego,
afortunadamente, vieron a Amelia agitarse y comenzar a salir a rastras.
Extendieron sus brazos para ayudarla a subir por la ladera. Su vestido estaba roto
y sollozaba salvajemente. Se volvió cuando Bertie llegó, esperando ser consolada.
Pero pasó junto a ella sin una segunda mirada, para arrojarse a la zanja con un
grito agónico

—¡Sophie! ¡Oh, Dios mío, Sophie!


163
Había sido arrojada limpiamente y yacía quieta. Ajeno al daño a su ropa,
Bertie se subió a la calesita destrozada y cayó a su lado.

―Sophie ―volvió a gritar, tocándola suavemente.

Para gran alivio de todos, Sophie se movió un poco y abrió los ojos.

―No estoy herida ―susurró―, no realmente.

Con un sollozo, Bertie la reunió en sus brazos, abrazándola de cerca y


meciéndola de un lado a otro. Diantha y Elinor lo miraron fijamente y luego la una
a la otra, con asombro.

―Ayúdenme ―gritó él, angustiado.


―No estamos muy lejos de la Abadía ―dijo Diantha―. La llevaremos allí en
el carruaje y enviaremos a alguien en busca de un médico.

―Estoy bien ―dijo Sophie débilmente―. Puedo caminar.

―No ―dijo Bertie con firmeza―. No va a caminar.

Ayudó a Sophie a ponerse de pie cuidadosamente. Afortunadamente,


parecía que no había huesos rotos, pero tan pronto como estuvo erguida, se
balanceó mareada contra Bertie. Él la apretó con firmeza, la levantó en sus brazos y
salió de la zanja, cargándola.

Para entonces, el cochero de los Dunsford había vuelto su vehículo difícil de


manejar y se había acercado a ellos con pesadez. Los gritos de Amelia se habían
convertido en chillidos, menos de dolor que de temperamento al ser ignorada. Se
arrojó a los brazos de la tía Felicia, balbuceando en voz alta. Elinor fue a tratar de
calmarla, pero fue en vano.

Lograron que Sophie se acomodara en la diligencia, pero se aferró a Bertie,


murmurando:

―No me deje.
164
―Nunca ―declaró él apasionadamente―. ¡Nunca en la vida!

Entonces, habiendo asombrado a todos, los asombró aún más al colocar un


beso suave, pero decidido en la boca de Sophie. La hija del vicario no pareció
sorprendida por este comportamiento atrevido; en cambio, devolvió el beso y
apoyó la cabeza contra su hombro.

Diantha espoleó su caballo y corrió delante de ellos hacia la Abadía. En


minutos, un sirviente se había ido galopando en busca del médico, otro fue por el
vicario y el ama de llaves estaba preparando una recámara para Sophie.

Después de lo que pareció una espera interminable, llegó el carruaje. Bertie


se bajó e inmediatamente levantó a Sophie en sus brazos. Quiso la suerte que el
reverendo Dunsford llegara galopando en ese momento, llegando justo a tiempo
para ver a Bertie entrando y subiendo las escaleras, cargando a su hija. También
vio la forma en que Sophie se acurrucó contra Bertie, con los brazos envueltos
confiadamente alrededor de su cuello, y una sombra cruzó su rostro.

―Puedes dejarla con nosotros ahora ―dijo Diantha cuando Bertie había
bajado a Sophie a la cama―. Mira, su padre está aquí.

Las explicaciones tuvieron que esperar hasta que el médico hubiera


atendido tanto a Sophie como a Amelia. Ninguna de las dos resultó gravemente
herida, pero se resolvió que Sophie permanecería en la Abadía durante la noche.
Amelia fue declarada lo suficientemente bien para regresar a casa, lo cual pareció
tomar como un insulto.

―No veo por qué todos están haciendo tanto alboroto sobre Sophie ―dijo,
resoplando―. Válgame, Dios, yo lo pasé mucho peor que ella.

Entonces, para asombro de todos, Bertie, ese rosa del pueblo, famoso por la
elegancia de sus modales, se levantó y se enfrentó a ella, con los ojos fríos.

―Eso no es cierto ―dijo sin rodeos―. Y si fuera cierto, pequeña mocosa


engreída, no sería más de lo que merece. ¡Cómo se atreve a poner en riesgo a la
señorita Dunsford! ¡Por Dios, menos mal que no está gravemente herida!
165
Amelia se quedó boquiabierta, luego estalló en un fuerte gemido.

―Pero le gusto ―sollozó.

―¿Gustarme usted? ―repitió él mordaz―. ¿Cree que la miraría cuando ella


estaba cerca? ¿Cree que vine para pasar a saludarla? Vine porque no podía
mantenerme alejado de ella.

El vicario se levantó apresuradamente.

―Creo que sería mejor que esto espere hasta otro momento ―dijo con voz
tensa―. Lady Chartridge, sé que puedo dejar a mi hija en sus manos con una mente
tranquila.

Partió con Amelia y la tía Felicia, dejando un silencio aturdido tras él.
―¡Bueno! ―exclamó Diantha―. Nunca estuve más asombrada en mi vida.

 
El vicario llamó a Sophie al día siguiente. Viajaron en el carruaje, con Bertie
montando detrás. Se había ido algunas horas y regresó desesperado.

―Le rogué por la mano de Sophie ―dijo―. Pero… ―Se encogió de hombros.

―¿Dijo que no? ―repitió Diantha―. Pero le agradas al Sr. Dunsford.

Bertie emitió una pequeña risa.

―Bastante bien. Pero no es tonto. Dice que soy un fanfarrón con formas
extravagantes, volátil y bastante inadecuado para casarme con una muchacha
como Sophie.

―Se me había ocurrido el mismo pensamiento ―murmuró ella―. Sí, tienes


deudas y creo que la fortuna de Sophie no es grande.

―Pensé en vender esa pequeña propiedad mía. Debería cubrir las deudas.
En cuanto a mantenerla bien… ―Bertie se rio torpemente―. Tal vez la idea de mi
padre no fue tan disparatada después de todo. 166
―¿Tú? ¿En las órdenes sagradas?

―Estoy enamorado de Sophie ―dijo Bertie simplemente―. Haré cualquier


cosa para ser digno de ella.

―¿Cómo se siente ella?

Una aureola llegó a la cara de Bertie.

―Ella también me ama. Le suplicó a su padre que apruebe nuestro


compromiso.

―¿Pero se mantuvo firme? ―preguntó Diantha con simpatía.


―No totalmente, ―admitió Bertie―. Dice que necesita tiempo para
considerarlo. Podemos vernos, pero no solos, y no debe hablarse de matrimonio.

―Pues, entonces, simplemente ten paciencia y se dejará convencer ―le dijo


Diantha, levantándole el ánimo―. Rex y yo haremos todo lo posible para ayudar.
No pierdas la esperanza.

Parecía que el calvario de Bertie no había de ser tan terrible. Durante las
siguientes dos semanas, las dos familias continuaron cenando juntas y en un baile
informal dado en Chartridge Abbey, a Sophie se le permitió pararse con Bertie
para un baile campestre, aunque no para bailar vals con él. Estaba claro que el
vicario estaba observándolos juntos y Diantha sintió que debía estar impresionado
por la imagen que presentaban. Su amor resplandecía de ellos, sus miradas se
encontraban constantemente. Sophie, que apreciaba el valor interior de un hombre,
de alguna manera había encontrado lo que estaba buscando en este joven
aparentemente irresponsable. Y Bertie, el encopetado, la sangre joven que siempre
se había apuntado para cualquier diversión, estaba a los pies de una joven recatada
e inocente, cuyo principal atractivo era un par de ojos hermosos y honestos.

A veces, Diantha lo miraba con consternación cómica. Había pensado que


Bertie al menos se mantendría libre de las trampas irracionales del amor. Comenzó
a preguntarse si ella misma era la única persona determinada en el mundo.
167
Se había aventurado a mencionarle el asunto al Sr. Dunsford y lo encontró
preocupado, pero no antipático.

―Si Bertie recibe las órdenes, ¿no cumpliría eso con la


argumentación? ―preguntó ella.

Él sacudió la cabeza.

―¿Le parecerá extraño, Lady Chartridge, que es esa sugerencia la que me


molesta más que cualquier otra? Conoce mis sentimientos sobre recibir las órdenes
por conveniencia. Necesitaría saber de alguna otra razón, una verdadera vocación,
antes de poder consentir.
Pero entonces sus ojos se suavizaron mientras miraba a Bertie y Sophie
jugando juntos un juego de dados, riéndose juntos por sus tontos errores.

―Pero creo que ama a mi hija verdaderamente y no puedo ser indiferente a


eso. ―Emitió un pequeño suspiro―. Mi propio matrimonio fue extremadamente
feliz.

Y esa noche antes de irse, se quedó hablando con Rex, para que los amantes
pudieran tener unos minutos a solas.

―Creo que el vicario está empezando a ver la excelente persona que


verdaderamente es Bertie ―dijo Elinor más tarde esa noche―. Te habló muy
amablemente esta noche, Bertie.

―Lo hizo, ¿o no? ―dijo Bertie con entusiasmo―. Creo que puedo empezar a
tener esperanza. ―Suspiró―. Habré perdido completamente si no la gano.

―Puedo recordar cuando hablaste de tus pañuelos así ―bromeó Diantha.

Él sonrió.

―Eso fue cuando pensé que los pañuelos eran importantes.

El reloj dorado en la repisa había acabado de golpear las once cuando


168
escucharon ruedas de carruaje en la grava exterior y el sonido de puertas siendo
azotadas.

―¿Quién puede estar llamando a esta hora? ―preguntó Diantha.

Al momento siguiente, un lacayo entró y habló con Diantha.

―Hay dos personas en el pasillo, deseando hablar con su señoría.

―¿Personas? ―preguntó ella, notando que el lacayo no dijo "dama" o


"caballero". Claramente, estas eran personas que normalmente no esperarían ser
recibidas en Chartridge Abbey―. ¿Cuáles son sus nombres?

―El Sr. y Sra. Templeton, su señoría.


De pie justo frente a Bertie, Diantha lo escuchó claramente pasar saliva. Su
mirada se encontró con la de Rex en un momento compartido de diversión. George
juntó los labios e incluso la gentil Elinor se cubrió la boca con la mano, pues
Diantha había compartido el secreto con ella.

―Por favor, hágalos pasar ―dijo Diantha.

Bertie se movió incómodo.

—Amm… quizás…

―Quédate donde estás ―dijo ella con firmeza.

La pequeña compañía estaba de pie con vivacidad suspendida mientras que


el lacayo salía de la habitación y regresaba con un hombre muy grande, vestido
con ropa que una vez había sido costosa en un estilo bastante llamativo. A su lado,
trotó una joven que, al ver a Bertie, emitió un pequeño grito y voló por la
habitación, con los brazos extendidos. Él retrocedió un paso, pero pura buena
crianza le impidió rechazarla totalmente y al momento siguiente ella se había
arrojado sobre su pecho, gimiendo.

—Bertie, amor mío. ¿Cómo pudiste abandonarme?


169
Bertie trató de hablar, pero fue difícil cuando estaba siendo asfixiado por un
par de brazos que se aferraban frenéticamente. Por fin, unas pocas palabras
estranguladas escaparon.

―Se lo ruego, señora… nunca soñaría con… no, realmente… sobre mi


alma…

―¡Desgraciado! ―gritó el hombre grande―. ¡Seductor! ¡Despojador de


mujeres inocentes!

―¡No, no lo soy! ―chilló Bertie―. Sin duda nunca arruiné a una mujer
inocente en mi vida. Y ella no lo era. Inocente, quiero decir. Si lo hubiera sido, yo
no habría… espera, Sidonia, déjeme ir, esa es una buena muchacha.
Con esfuerzo, se liberó. Sidonia rápidamente dio un grito y cayó al suelo,
arrodillándose allí, mirando hacia arriba con súplica teatral. Era pequeña y
delicada y el primer pensamiento de Diantha fue que había habido un error.
¿Seguramente esta frágil muñeca, cuyos rizos rubios se asomaban por debajo del
ala de su tocado de terciopelo, no podía ser la tentadora endurecida del cuento de
Bertie? Pero una mirada más de cerca reveló que la cara de Sidonia Templeton era
mucho más vieja de lo que parecía a primera vista y tenía el color poco saludable
de alguien que vivía mucho a la luz de las velas. O quizás era solo que no se lavaba
muy a menudo. La suciedad de su cuello de encaje hizo que esto fuera probable.

Ella se dio cuenta de la mirada fija astuta de Diantha y levantó la vista,


revelando sus ojos pálidos en toda su fría y dura realidad. Luego rápidamente
enterró su rostro en su pañuelo nuevamente, llorando:

—¿Cómo puedes olvidar tanto tus promesas?

―Nunca olvidé mis promesas… nunca hice ninguna ―declaró Bertie con
perfecta verdad―. Fuiste tú quien… quiero decir, cuando nosotros… ¡Oh,
Señor! ―Su voz se fue apagando desesperado.

El Sr. Templeton se volvió hacia la compañía reunida, con las manos


extendidas de súplica. 170
―Señoras, caballero, ven ante ustedes a un esposo desolado. Mientras que
inevitablemente fui llamado de la ciudad, dejando atrás a mi querida esposita
inocente… ¡Ah, que debí haber sido tan imprudente! ¿Pero cómo pude haber
sabido que su virtud sería asaltada por un lobo disfrazado de oveja?

―Aquí, ¿a quién llama oveja? ―gritó Bertie.

―No, Bertie querido ―murmuró Diantha―. Está llamándote lobo. Es una


mejora, creo.

Su primo se volvió hacia ella con una expresión agónica. Rex, conservando
admirablemente una cara seria, murmuró al oído de su esposa.
―Esta es una escena completamente impropia para damas. Creo que tú y
Elinor deberían retirarse.

Una mirada indignada de los ojos destellantes de Diantha se encontró con él.

―Descarte eso de su mente, señor mío ―murmuró de regreso―. Nada me


convencería de perderme un entretenimiento tan prometedor.

―Eres desvergonzada, señora ―declaró con una voz crítica que la hizo reír
entre dientes.

Al instante, el Sr. Templeton se volvió contra ella.

―Ah, cree que es un tema de broma, pero le pido, como mujer, que se
apiade de mi amor. Esfuércese por preservar su buen nombre.

―¿Qué exactamente vino aquí con la esperanza de obtener? ―exigió Rex


secamente.

―Revancha ―declaró dramáticamente el Sr. Templeton.

―No veo cómo un duelo preservará el buen nombre de su amor ―observó


Rex―. Es más probable que lo enturbie.
171
―Cierto. Aborrezco la violencia. La revancha que tenía en mente era de una
clase diferente.

―¡Ah! Ya veo.

Había una nota de advertencia en la voz de Rex si el Sr. Templeton había


poseído el ingenio para escucharlo. Pero había llegado al momento dramático de
un discurso probablemente utilizado muchas veces antes en circunstancias
similares y tenía la intención de llegar al final.

―He perdonado a mi tesoro su infidelidad ―gritó―. Porque sé que ella no es


la culpable. Ha sido abusada, engañada por un seductor despiadado…
―No hay tal cosa ―declaró Bertie, cuyo espíritu había revivido cuando se
enteró de que no se contemplaba la violencia―. Si se ha hecho algún engaño…
gasté una fortuna en esta pequeña avecita rapaz. ¿Vio esos zafiros que ella me rogó
para darle? Sabía que yo ya estaba profundamente endeudado, pero nada le
agradaría más que tenerlos. Ahora, estoy aún más profundo. Y todo el tiempo tuvo
un cómplice dispuesto a chantajearme.

―¡Oh! ―gritó Sidonia―. ¿Cómo puedes hablar así después de lo que hemos
sido el uno para el otro?

Pero Bertie no respondió. Parecía haberse convertido en piedra. Uno a uno,


los demás se volvieron para seguir su mirada fija petrificada hacia la puerta, donde
estaban parados el reverendo Dunsford y Sophie, con el rostro pálido y angustiado.

172
Capítulo 9
Rex fue el primero en recuperar la compostura.

—Estás equivocado, Bertie —gruño—. No eres tú el que está siendo


chantajeado, si no nosotros. O mejor dicho, mi esposa. Apuesto a que esta preciada
pareja hizo sus planes el día después de nuestra boda. —Agarró a Sidonia por los
codos y la levantó—. No es más que un plan para apoderarse de una parte de la
fortuna de Halstow. Eres simplemente una víctima. Pero han perdido su sello, mis
bellezas. Ni un centavo. Ahora o nunca. George, ten la amabilidad de llamar a un
magistrado.

—Con mucho gusto —respondió George.

La sonrisa de Templeton era espantosa.

—Vamos, vamos, no hay necesidad de apresurarse. Fue un malentendido.


No hagamos acusaciones, no presentemos cargos. De hecho, ahora que veo al Sr. 173
Foxe en una mejor luz, puedo asegurar que era alguien completamente diferente.
Si tuviera una copa de Brandy…

—Lo que puede tener —dijo Rex deliberadamente—, son cinco minutos de
ventaja. Ahora, largo.

Sidonia se escabulló, rozando a Sophie al pasar, quien instintivamente


apartó su falda. Su cara estaba terriblemente pálida. Viéndola, Diantha supo que
había escuchado demasiado para que el apagaincendios de Rex lograra su
propósito.

Templeton huyó detrás de su esposa, Rex y George lo siguieron y desde el


pasillo llegaron los sonidos de salida. Diantha tomó las manos de Sophie con las de
ella e hizo lo mejor por Bertie.
—Lo siento porque tuviste que ver a esa desagradable pareja. Pobre
Bertie…—Su voz se desvaneció. Fue inútil.

—Creo que deberíamos irnos también. —el reverendo Dunsford dijo con
firmeza.

—No, deben quedarse —dijo Diantha alarmada.

—No, gracias —dijo Sophie—. Perdona si parezco grosera, pero debo irme.

—Pero seguramente…

—Escuché —la interrumpió Sophie con fiereza—. ¿No entiendes? Escuché


todo —Sus hermosos ojos, llenos de tormento miraron a Bertie.

Parecía estar luchando por respirar.

—Señorita Dunford —suplicó—. Sophie, si solo me dejaras explicar…

—No puede haber razón para que me ofrezca explicaciones, Sr. Foxe —
replicó Sophie con serena dignidad—. Su vida no me concierne y nunca me creería
tan impertinente como para pensar lo contrario.

—Pero quiero que lo sea —exclamó—. Quiero casarme contigo, Sophie. 174
—Debo rechazar su halagadora oferta, Sr. Fox. No tenemos nada en común.
No podría —una sonrisa gélida cruzó brevemente el rostro de Sophie—, entrar en
sus amistades.

—Pero eso se ha terminado —dijo francamente—. Se terminó incluso antes


de conocerte. Sophie, no es tan malo. Viví de la manera en la que los hombres de
mi grupo viven, pero un tipo deja todo eso cuando se casa con una chica decente.

El reverendo Dunsford habló:

—¿Y porque, señor, un tipo debería esperar que una chica decente se casara
con alguien como usted? Un tipo que gasta dinero que no es suyo para comprar
favores de una mujer fácil. Regresamos para informarle que mi hija me convenció
para que aceptara su matrimonio, pero después de lo que he visto esta noche,
déjeme decirle que nada me hará dar ese consentimiento.

—Padre, llévame a casa —suplicó Sophie con sofocante voz.

—Vamos, cariño. No pertenecemos aquí —El vicario puso su brazo


alrededor de su hija y se la llevó gentilmente.

 
Los días siguientes, una sombra se cernió sobre, Chartridge Abbey. Nadie
dudaba de que la decisión de Sophie fuera irrevocable. Podía ser amable, pero
tenía el carácter firme de su padre. Podía superar lo que fuera, incluso su amor.

Bertie caminaba luciendo como un hombre muerto. Su oportunidad vino y


se fue tan rápidamente que lo dejó aturdido. Una vez Diantha, caminando por los
terrenos, lo encontró sentado en un tronco, mirando a la distancia. Al principio no
la escuchó acercarse, luego la miró brevemente antes de volver a sus pensamientos.

—Bertie querido. No te sientes aquí afuera en el frío —le rogó—. Esto es tan
diferente a ti.
175
—Soy distinto—dijo malhumorado—. Soy tan diferente de mi antiguo yo
que es como ser otro hombre por completo. Sophie me hizo eso. Con ella me volví
mejor de lo que soy. Y me podría haber quedado mejor, con su ayuda. Y luego,
tener algo surgiendo de un pasado que ya no parece ser parte de mí… —Dejó caer
la cabeza entre sus manos.

Diantha lo miró con indefensa simpatía. Cuando él no levantó la cabeza, ella


lo tocó suavemente en el hombro y regresó a casa sin él.

En la sala de estar, se encontró con George leyendo el periódico de deportes.


Cuando ella le habló de Bertie, él asintió amablemente.

—Mal asunto —dijo—. Ese tipo de mujer puede hacer tanto daño.

Diantha sonrió.
—George querido, estás empezando a sonar de mediana edad.

—Lo hago —dijo, sobresaltado—. Son los efectos de un matrimonio feliz.

—Considero mi matrimonio como uno feliz —dijo indignada—. Y Rex no se


está haciendo de mediana edad.

Él sonrió.

—No, no, Rex lo mejor que hizo fue casarse contigo. Al menos él nunca, es
decir, bueno, de todos modos…

Las cejas de Diantha se levantaron.

—¿No me estás diciendo que Rex tiene una Sidonia Templeton en su pasado?
Estoy segura de que la trató sin piedad.

—Fue hace mucho tiempo —dijo George, mirándose agobiado.

—Entonces no hay nada de malo en que me lo digas —George fijo su


barbilla en silencio—. O podría preguntarle a Rex —reflexionó Diantha.

—Mira —dijo George, alarmado—, no debes decirle que incluso mencioné…

—Bueno, si me lo cuentas, no habrá necesidad de que le diga nada —señaló


176
razonablemente—. ¿Era ella como esa criatura?

—De alguna forma. Solo la conocí una vez. Su nombre era Lady Bartlett y se
suponía que era incuestionable. Rex simplemente se enamoró de ella,
perdidamente. Nunca lo había visto tan profundamente… bueno… —George
pareció darse cuenta de a quién se dirigía y se sonrojó.

—Está bien —le dijo Diantha—. Como dices, fue hace mucho tiempo —Algo
le estaba pasando a su corazón. Su golpeteo se había vuelto repentinamente
errático y sabía que pasara lo que pasara, tenía que escuchar el final de esta
historia—. ¿Lord Bartlett intentó chantajear a Rex? —preguntó ella a la ligera.
—No, nada de eso. Rex siempre supo que estaba casada. Él simplemente la
adoraba desde lejos, y no intentó… eso…

—¿No intentó convertirla en su amante? —Diantha facilitó.

—Así es. De hecho, era tan discreto que nadie excepto yo sabía lo que sentía
por ella.

—Qué relato tan encantador —dijo Diantha con voz frágil—. ¿Cómo
terminó?

—Solía escribirle poesía. Una noche fue a su casa. Su esposo no estaba y Rex
pensó que ella estaba en el teatro. Tenía la intención de dejar sus poemas en su
almohada. Se coló en la casa sin que nadie lo viera, se deslizó hasta su habitación y
entró.

—¿Bien? —preguntó Diantha en agonía, porque George se había detenido


con incomodidad.

—Ella estaba allí. Solo que no estaba sola. Había un hombre con ella.

—Supongo que no era su marido.

—No era su marido.


177
Diantha forzó una sonrisa en los labios que de repente se sintieron rígidos.

—¿Quieres decir que Rex los descubrió in flagrante delito?

—¿Eh? No, estaban en la cama —dijo George sin comprender.

Ella respiró hondo.

—Significa lo mismo.

—Oh sí. Era eso, de acuerdo. Después de la forma en que la trató —


reflexionó George—, colocándola en un pedestal, idealizándola, adorándola como
un ídolo casto, y todo el tiempo ella...
—Ella no era casta en absoluto. ¿Qué hizo él?

—Salió de la habitación y cerró la puerta tan silenciosamente como pudo.


Estaba oscuro y ni siquiera sabían que había estado y se había ido. Después nos
enteramos de que Lord Bartlett había llegado a casa más tarde esa misma noche y
encontró al hombre todavía allí. Lo retó a duelo y lo mató a tiros. Los Bartlett
huyeron del país. Rex nunca la volvió a ver. Puedes imaginar lo que le hizo.

—Sí —dijo ella lentamente.

George se ruborizó torpemente.

—Diantha, no debería haberte dicho nada de esto. Si Rex lo supiera, sería


capaz de hervirme en aceite. ¿No le dirás?

—No. No le diré que me lo dijiste, nunca.

Para su alivio, Rex había salido y ella podía subir corriendo las escaleras a
su propia habitación. Cerró la puerta detrás de ella y se apoyó en ella, tratando de
aceptar la tormenta de sentimientos que la había invadido.

Ahora entendía tantas cosas, incluida la mirada salvaje en los ojos de Rex la
noche que se conocieron, cuando insinuó un desprecio por las mujeres. El rostro 178
frío que presentaba al mundo no era más que una máscara. El verdadero yo de Rex
había surgido del chico desconsolado cuyo ídolo adorado se había burlado de él y
lo había engañado. Y ahora, se dio cuenta del por qué él había ocultado este yo de
ella.

Descubrió que estaba temblando y juntó las manos para controlarlas. ¿Qué
le importaba todo esto a ella? Se había casado por conveniencia con un hombre que
no la amaba más de lo que ella lo amaba a él. Ese era su trato y ambos lo habían
mantenido. Ella no tenía ninguna queja.

—No me importa —murmuró ella—. ¿Por qué debería importarme? Todo


fue hace mucho tiempo. Debo haber sido una niña. Él pudo haber sido poco más
que un niño. No tiene nada que ver con Rex y conmigo, ahora.
Pero los celos amargos en su corazón la carcomieron. Una vez Rex se había
ablandado con ternura por una mujer. Una vez hubo amor en su corazón.

El dolor cortó a Diantha con garras salvajes. Trató de combatirlo con sus
viejas armas, la razón y el buen sentido. Pero la razón fue inútil contra la marea de
emociones que la envolvía. No importaba que todo hubiera sido hace mucho
tiempo. Rex había adorado a esta mujer y eso lo había destruido. Lo que quedó fue
un caparazón que caminaba y hablaba pero que nunca podría volver a amar.

Él le había ofrecido un corazón muerto porque eso era todo lo que ella había
pedido y en su estupidez e ignorancia no sabía que importaba. Pero Rex lo sabía.
La noche en que la encontró con las cartas de su padre, se castigó a sí mismo con
palabras cuyo significado se le había escapado.

Él la dejó creer que podía vivir sin amor, cuando lo sabía mejor. Si hubiera
tenido una pizca de decencia, le habría dado la espalda, pero la dejó caminar hacia
la calamidad con una sonrisa en el rostro.

Había dicho que su matrimonio era un desastre para ella, porque le era
indiferente y temía el día en que ella quisiera más.

—Pero yo no —se dijo desesperadamente—. No lo amo. Mi matrimonio es


179
feliz tal como es, muy feliz.

Las paredes devolvieron sus palabras con un eco burlón. El espejo se la


mostró a sí misma, una mujer angustiada por el descubrimiento de su propio amor
por un hombre cuyo corazón nunca podría ser el suyo.

—No —gritó en voz alta—. ¡No es verdad! ¡No estoy enamorada de él! ¡No
lo estoy! ¡No lo estoy!

En algún universo lejano, creyó oír una risa burlona.

Era de noche antes de que volviera a ver a Rex. Estaban dando una pequeña
cena para el hacendado, el alcalde local y sus esposas. Rex entró en su habitación
vestido con un traje de noche que era pulcro y elegante sin ser ostentoso. Su
corazón dio un latido doloroso al verlo por primera vez, ya que había entendido la
verdad sobre sus propios sentimientos. ¡Qué guapo era! ¡Qué ancho de hombros y
qué largo de piernas! Había notado esos detalles el primer día en Hyde Park, pero
no pudo entender su propia respuesta. Ahora, con su sensualidad despierta, sabía
que lo había deseado desde el principio.

Él le dedicó su sonrisa habitual y ella tuvo que luchar para no mostrar su


reacción en su rostro. Sus ojos eran cálidos y amistosos, pero sin ardor.

—¿Lista, mi Lady? —preguntó a la ligera.

—Bastante lista —Ella tomó su mano, esperando que él no la sintiera


temblar.

Pero tal vez lo sintió, porque le levantó la barbilla y la miró a los ojos, con
preocupación.

—Estás pálida. ¿Estás enferma?

—Sólo un poco cansada después de Navidad —dijo con una risa forzada—.
Y de estar tan triste por Bertie…

—Sí, un mal negocio. George y yo pensamos en llevarlo a visitar a unos


amigos, que tienen un pabellón de caza cerca de aquí. Podría ayudar a sacarlo de sí 180
mismo. Puedes pasar el tiempo tranquilamente con Elinor. ¿No te importaría que
estuviéramos fuera una semana?

—Eres libre como el aire, mi señor.

Él sonrió.

—Siempre das la respuesta correcta. Me casé con la esposa perfecta.

La esposa perfecta, pensó mientras bajaban las escaleras. Alguien que no te


exigirá nada, que nunca te pedirá que la ames.

Ella levantó la cabeza. Había hecho su trato y era demasiado orgullosa para
quejarse.
Esa noche se quedó despierta, deseando que Rex viniera a ella. Pero cuando
lo hizo, ella se congeló. De repente sintió terror de hacer el amor con él, no que
fuera a delatarse. A toda costa, debía evitar avergonzarlo con sentimientos que él
no quería. Trató de obligarse a parecer normal, pero Rex no pudo confundir su
torpeza. Esbozó su habitual sonrisa irónica.

—No es mi intención forzarte, querida. Debes estar deseándome al diablo.


Descansa un poco ahora.

Él la besó amablemente y se fue sin ningún signo de resentimiento por su


falta de respuesta. Diantha esperó hasta que se fue. Luego golpeó la almohada con
todas sus fuerzas, desesperada y frustrada por haberse convertido en la más
ridícula de las criaturas: una mujer enamorada de su propio marido.

 
A finales de enero, George y Elinor partieron hacia Ainsley Court y Bertie
regresó a Londres. Rex y Diantha permanecieron en Chartridge Abbey durante
otros dos meses, supervisando el trabajo en la propiedad. De vez en cuando,
George y Elinor regresaban por unos días y los cuatro pasaban un feliz fin de
semana juntos. 181
Después del primer susto de descubrir que estaba enamorada de Rex, el
coraje de Diantha había revivido y decidió que su situación no parecía tan negra
después de todo. Estaba casada con él, constantemente en su compañía. Tenían sus
bromas privadas, que eran muy dulces para ella. Y por la noche, tenían su pasión.

Cuando él regresó de cazar, ella volvió a sus brazos, segura ahora de que no
se delataría. El corazón de ningún hombre estaba muerto para siempre, razonó.
Tenía tiempo de conquistarlo. Así que su ánimo se elevó, y las siguientes semanas
transcurrieron bastante contentas.

Entonces Delaney, que venía de Londres con papeles para la firma de Rex,
trajo noticias que borraron todo lo demás de sus mentes.
—Bonaparte se ha escapado de Elba —declaró, mostrando un ejemplar del
Times.

Rex miró brevemente el periódico, que tenía dos días de antigüedad, y


simplemente traía la noticia de la fuga.

—¿Nada más reciente que esto? —preguntó—. ¿Qué dicen los banqueros?

Delaney asintió.

—Los Rothschild, por supuesto, tienen su propia red de inteligencia.


Informa que Bonaparte ha llegado a Francia y está siendo recibido con los brazos
abiertos. Todo el continente está alborotado. Significa guerra, Rex. Pensamos que
todo había terminado, pero ahora me temo que la peor batalla está por venir.

En esos días George y Elinor se hospedaban en la Abadía. George tomó el


papel de la mano de su hermano y se alejó con él. Elinor lo miraba con el rostro
pálido.

—Si es la guerra —dijo George lentamente—. Wellington necesitará a todos


los hombres. Pero la mitad del ejército ha sido enviado a América.

Levantó la cabeza para mirar directamente a su esposa. Elinor vio su 182


determinación en sus ojos y se llevó las manos a la cara. Sin una palabra, George se
alejó y después de un momento ella fue tras él.

—¿Qué pretende hacer? —preguntó Diantha.

—Creo que quiere volver a unirse al ejército —dijo Rex.

—Su antiguo regimiento ya ha sido enviado a Bruselas —dijo Delaney—. Se


van en una semana.

—Creo que ha llegado el momento de que todos regresemos a Londres —


dijo Rex.

George y Elinor regresaron a Ainsley Court y desde allí viajaron a Londres


de forma independiente. Diantha supuso que querían hacer el viaje juntos a solas,
sin saber cuánto tiempo más podrían tener. Rex les dijo que se alojaran en
Chartridge House hasta que enviaran a George al extranjero, después de lo cual
esperaba que Elinor se quedara con Diantha y él. Primero tenía que atender
asuntos relacionados con la propiedad y dos días después hizo el viaje con Diantha.

Llegaron a casa a media tarde. Tan pronto como Elinor escuchó su llegada,
bajó volando para lanzar sus brazos alrededor del cuello de Diantha. Las primas se
abrazaron en silencio durante un largo momento, luego Diantha dijo:

—Sube, amor, y cuéntamelo todo.

En su dormitorio, Elinor se echó a llorar.

—George se ha reincorporado —lloró—. Intento ser valiente. Nunca dejo


que me vea llorar. Pero, oh, Diantha, ¿cómo puedo soportarlo? Hemos tenido tan
poco tiempo juntos.

—Y tendrán muchos años más —Diantha trató de animarla—. Porque, tu


tonta, capturarán a Boney y lo enviarán de regreso.

Elinor negó con la cabeza.

—Aún no has oído los últimos rumores en Londres. Dicen que París lo 183
recibió con aplausos y que va a haber una gran batalla. George se va pronto y
quiero ir con él, pero no me deja. Eso prueba que es peligroso.

—Todo lo que prueba es que no deberías quedarte viviendo casi sola en una
ciudad extraña —dijo Diantha animadamente.

—¡Como si eso me importara! Oh, Diantha, una vez que se haya ido a la
batalla, es posible que nunca lo vuelva a ver. Debo estar con él mientras pueda. No
importa donde viva. Cualquier sitio servirá, una tienda de campaña.

Diantha sonrió ante estas fantasías salvajes.

—¿Vas a seguir el tambor? —preguntó ella a la ligera.


—Sí, si tengo que hacerlo —dijo Elinor de inmediato—. Debo estar con
George.

El humor de Diantha murió, cuando reconoció en el rostro de Elinor una


resolución temeraria que nunca había estado allí. Su gentil prima, siempre antes
tan fácilmente influenciable, quiso decir cada palabra que pronunció.

—Espera —dijo Diantha—. Tengo un plan. Hablaremos más tarde.

Salió de la habitación de Elinor y se apresuró a pensar.

El rostro de Rex, cuando regresó, contó su propia historia.

—Guerra —dijo simplemente—. Y esta vez, toda Europa arderá en llamas.


Los regimientos ya se están reuniendo en Bruselas.

—Entonces nosotros también deberíamos —dijo Diantha de inmediato—.


Elinor quiere estar cerca de George y creo que nosotros también deberíamos estar
allí con él.

Rex frunció el ceño.

—Había planeado ir yo mismo, pero en cuanto a permitir que las mujeres…


184
—Santo cielo, la batalla no será mañana, ¿verdad?

—Por supuesto que no. Tomará semanas, meses, poner todo en su lugar.

—Y mientras tanto, cualquier cosa de interés va a suceder en Bruselas —dijo


alegremente—. ¿Dónde más deberíamos estar? —Ella chasqueó los dedos—. ¡Eso
por Boney!

Su ceño se aclaró.

—¡Qué mujer con la que me casé! Tal vez Boney debería ser advertido sobre
ti. Podría enviarlo de vuelta a Elba.

Fue una reunión alegre en la cena esa noche. Elinor estaba llena de alegría
por poder seguir a George y sus ojos acariciaban constantemente a su esposo.
—Me pregunto dónde está Bertie —reflexionó Rex después de un rato—.
Envié un mensaje a sus habitaciones invitándolo a cenar con nosotros esta noche.

—Ciertamente es impropio de Bertie perder la oportunidad de cenar a


expensas de otra persona —estuvo de acuerdo Diantha—. Quizá se haya
encontrado con los Templeton.

—Lo siento por los Templeton si lo hizo —observó Rex.

No fue hasta que todos estaban tomando el té, una hora más tarde, que
apareció Bertie.

—Miserable —lo reprendió Diantha. Entonces la sonrisa murió en su


rostro—. ¿Qué, Bertie, lo que sea que haya pasado? —Su rostro estaba pálido y
tranquilo y algo en él la asustó. Ella fue hacia él, tomando sus manos con las de
ella—. Cuéntame —insistió ella.

—Vine a despedirme —dijo en voz baja—. Me alisté como voluntario en el


regimiento de George.

—¿Tú? —Trató de contener el poco halagador asombro en su voz, pero salió.


Él le dedicó una sonrisa pálida.
185
—Si yo. Bertie Foxe, que nunca en su vida pagó su ropa o su cena, si podía
evitarlo, que no pensaba en nada más que en su propio placer. Pero ya ves, eso ya
no me importa —Añadió simplemente—. No me importa nada, ahora he perdido a
Sophie.

—Oh, Bertie —Diantha abrazó a su primo. Rex se levantó y le estrechó la


mano, seguido de George. Lo acercaron al fuego y George tranquilizó a las damas
explicándoles que Bertie no se había alistado como soldado raso, con todas las
penurias que lo acompañaban.

—Un voluntario es un caballero —dijo George—. Y vive como un caballero,


comiendo con los oficiales. Estaré pendiente de él. No te preocupes.
Pero la acción de Bertie perturbó a Diantha como nada más lo había hecho
hasta ahora. El recuerdo de su rostro cuando dijo: No me importa nada ahora que he
perdido a Sophie, se quedó con ella y la inquietó. Bertie, cuyos amores ligeros habían
sido legión, había sucumbido a un sentimiento tan fuerte que su vida no era nada
para él en comparación. Entonces también le vino a la mente el rostro de Elinor.
Cómo sus ojos habían brillado con pasión posesiva cuando se posaron en George,
estaba lista para seguirlo hasta los confines de la tierra, riéndose del peligro o la
incomodidad mientras él estuviera allí.

En esos días, Diantha entendió la fuerza que los movía. Era como si se
hubiera corrido una cortina, revelando un mundo que siempre había estado allí,
pero que ella había estado demasiado ciega para ver. Deseaba haber podido hablar
de sus sentimientos con Rex, como habían hablado de todo en los viejos tiempos.
Pero el conocimiento de que ella lo amaba, mientras que él no la amaba, arrojó una
sombra entre ellos. Sobre todo, mantuvo el ánimo en alto, diciéndose a sí misma
que algún día él sería suyo. Pero a veces la recorría un escalofrío y temía que ese
día nunca llegara.

 
En el corazón de la capital belga, se encuentra el Parque de Bruselas. Era un
186
jardín enorme y elegante, atravesado por caminos que daban espléndidas vistas a
dos estanques ornamentales coronados por fuentes. A un lado, estaba el palacio
real. En ángulo recto corría la Rue Royale, en la que se encontraba el cuartel
general aliado, que se preparaba apresuradamente para la llegada del duque de
Wellington. Al otro lado del parque estaba la Rue Ducale, flanqueada por
espaciosas mansiones, y fue una de ellas la que Delaney, enviado antes, alquiló
para Lord Chartridge y su familia.

Diantha estaba encantada con la casa con vistas al parque, por donde la
sociedad paseaba todos los días. Se asignó una suite a Elinor y George y un par de
habitaciones a Bertie y su ayuda de cámara. Él le agradeció en voz baja. Parecía
perdido en estos días y se aferraba a sus deberes militares como el centro de una
vida sin rumbo.
Diantha pronto se dio cuenta de que Rex tenía razón cuando dijo que no
pasaría nada durante semanas. Una sensación de urgencia los había llevado a
cruzar el canal, pero una vez que estuvieron en Bruselas, la urgencia se desvaneció.
Un gran ejército se estaba reuniendo para decidir el destino de Europa, pero
mientras lo hacía, la vida consistía en bailes, desayunos, paseos por el campo y
cualquier otra diversión que se le ocurriera a la gente que no tenía nada que hacer
sino esperar. Gran parte de la alta sociedad inglesa ya estaba allí. Cada día
llegaban más.

Diantha fue un éxito inmediato. Su belleza y modales gallardos la


convirtieron en la favorita de los hombres y rápidamente se embarcó en varios
coqueteos desesperados. Pero si esperaba poner celoso a su esposo, se sintió
decepcionada. Rex miró sus travesuras con diversión cínica. De vez en cuando,
arruinaba las pretensiones de un enamorado con una ceja levantada y una mirada
cuyo significado era inequívoco. Aparte de eso, él no interfirió.

Con toda una nueva sociedad por conquistar, era necesario encargar un
nuevo guardarropa. Diantha llamó a Madame Fillon, que confeccionaba ropa para
las damas de la familia real belga y realizó un pedido masivo de vestidos de tarde,
vestidos de gala y vestidos de paseo. Naturalmente, esto implicó comprar zapatos,
medias, chales, abanicos y sombreros, y de alguna manera las primeras semanas se 187
esfumaron en un tumulto de pruebas y visitas a almacenes de seda.

Cuando marzo se convirtió en abril, el clima se volvió mucho más cálido de


repente y casi todos los días había un picnic o una revista militar para ver. Aparte
de los británicos, el ejército aliado estaba formado por holandeses, belgas,
hannoverianos y prusianos. La ciudad se estaba llenando de uniformes extranjeros,
y cada país competía con los demás para montar el desfile más impresionante. Los
deberes de George y Bertie parecían consistir casi exclusivamente en esas ocasiones
ceremoniales y sus parientes femeninas se proponían ir a admirarlos.

Por fin, para alivio de todos, llegó el duque de Wellington y la preparación


para la batalla se aceleró. Pero pocos sospecharon la hirviente actividad que tuvo
lugar en la sede hasta altas horas de la noche. La vida en sociedad era exactamente
la misma, excepto que también se volvió más febril y urgente. El duque disfrutaba
de las fiestas, tanto dando como asistiendo a ellas. También tenía fama de ser un
ferviente admirador de las damas, y ninguna belleza, por notoria que fuera, podía
quejarse de la negligencia del gran hombre.

Empezaron a contarse historias sobre él. Se dijo que mientras compilaba una
lista de invitados para una de sus propias veladas, el duque había sido advertido
discretamente que cierta dama no debía ser incluida, ya que su carácter era
sospechoso.

—¡Lo es, por Júpiter! —exclamó. —Entonces iré y le preguntaré yo mismo.

Y lo hizo, en menos de una hora.

—El duque de Wellington —escribió una matrona indignada—, no ha


mejorado la moralidad de nuestra sociedad —Lo cual era cierto y no hizo nada
para contener la frenética alegría que iluminó Bruselas durante esas semanas.

La atmósfera ligeramente disipada se intensificó con la noticia de que Lord


Uxbridge se uniría a Wellington para comandar la caballería. Uxbridge era un
buen soldado, pero había tenido una relación adúltera con la esposa del hermano
de Wellington, que culminó con su huida juntos. Pero cuando se lo recordó, el
duque se limitó a comentar:
188
—Me cuidaré muchísimo de que no se escape conmigo.

La primera vista de Diantha de Wellington fue en un baile. Como sucedió


con muchos otros, su reacción inicial fue de decepción. No era alto ni vestía
espléndidamente y su risa frecuente tenía un sonido ligeramente estúpido, como el
rebuzno de un asno. Pero cuando bailaba con él, vio la fría inteligencia en los ojos
sobre la nariz aguileña y comenzó a comprender que el verdadero Wellington
vivía detrás de una máscara común.

Poco después de su baile, Diantha lo vio gravitar hacia una mujer que
acababa de entrar. Era una lujosa belleza de cabello negro, quizás un poco
demasiado voluptuosa para ser elegante, pero soberbia con su vestido de
terciopelo rojo vino, su garganta y muñecas brillando con rubíes. Parecía tener
treinta y tantos años, una edad en la que muchas mujeres se habían desvanecido.
Pero esta criatura evidentemente todavía se consideraba a sí misma en la flor de la
vida, capaz de conquistar a cualquier hombre que quisiera. Y tenía razón, pensó
Diantha, observando las atenciones de Wellington con diversión.

Se abanicó, porque hacía calor en la habitación y se acercó a donde podía


ver a Rex. No la había notado, pero estaba escaneando a los bailarines, tal vez
buscándola. Diantha estaba a punto de acercarse a él con una broma acerca de ser
lo suficientemente desaliñada como para bailar con su propio marido, cuando se
quedó helada, sorprendida por un cambio que se había producido en él.
Wellington y su compañera habían bailado cerca de Rex, dándole una vista clara
de la hermosa criatura con el vestido rojo vino. Diantha lo vio palidecer. La mano
que había estado levantando se detuvo en el aire y una quietud se apoderó de todo
su cuerpo que tenía algo aterrador.

Diantha se acercó hasta que estuvo a solo unos metros de distancia. Si Rex
hubiera vuelto un poco la cabeza, seguramente la habría visto, pero no se movió ni
una fracción. Toda su atención estaba en la mujer. Él la miraba con ojos llameantes,
como si todo su destino dependiera de ella.

El baile terminó. Wellington vio a Rex y lo saludó. Con la mujer en su brazo,


cruzó la pista y Diantha claramente lo escuchó decir.
189
—Creo que esta dama es una vieja amiga tuya.

—Sí —dijo Rex—. Lady Bartlett y yo… nos hemos conocido antes.
Capítulo 10
¡Lady Bartlett!

El nombre sonó como una sentencia de muerte en la mente de Diantha. Esta


era la mujer que Rex había adorado hasta el punto de la idolatría, que lo traicionó,
se burló de él y lo dejó como un medio hombre herido, cuyos poderes de amor se
habían marchitado.

Todavía desapercibida, permaneció de pie como una estatua congelada,


escuchando. Lady Bartlett le dedicó a Rex una sonrisa lenta y significativa,
implícita con recuerdos compartidos.

—Vaya, Rex —murmuró—. Después de todo este tiempo. ¿Cuánto tiempo


ha pasado?

—Ocho años y cuatro meses —respondió Rex, con el rostro todavía pálido.

—¡Qué memoria tan precisa tienes! —Ella se rio entre dientes, un sonido
190
rico y lujoso—. Y qué poco galante de tu parte recordar los años tan bien.

El rostro de Rex estaba lívido.

—Lo recuerdo todo —dijo con esfuerzo.

Lady Bartlett extendió su mano, con la palma hacia abajo, sin dejar a Rex
otra opción que llevársela a los labios. Diantha tenía una vista perfecta de su rostro,
los labios sonriendo triunfalmente, los ojos brillando con una luz extraña. Entonces
Rex levantó la cabeza y su rostro cambió, convirtiéndose nuevamente en la
máscara social perfecta.

—Confío en que su esposo esté bien —dijo Rex cortésmente.


—El pobre James murió hace cuatro años.

El rostro de Rex estaba blanco.

—Debe de ser una triste pérdida para ti.

Se dio cuenta de que Diantha estaba cerca y le hizo señas.

—Querida, me gustaría presentarte a Lady Bartlett, una vieja conocida mía.


Lady Bartlett, mi esposa.

—¿Cómo está usted, Lady Chartridge? —El antiguo amor de Rex la miró
con una penetrante mirada—. Es un placer conocerte por fin. He oído hablar
mucho de ti.

—Me pregunto qué habrás oído de interés —dijo Diantha con frialdad.

Lady Bartlett se rió.

—Vaya, en esta pequeña y frenética sociedad nuestra, nadie tiene secretos.


¿Puedo presentarle a mi hermano Anthony, el teniente Hendrick?

Señaló a un muchacho apuesto y fanfarrón que había aparecido cerca. Tenía


el pelo negro azulado y un rostro atractivo que tenía algo de estúpido y 191
desagradable. Se llevó la mano de Diantha a los labios, sosteniéndola demasiado
tiempo para ser apropiado.

—¿No te encanta ese vals? —preguntó Lady Bartlett mientras la banda


tocaba de nuevo—. Baila conmigo por los viejos tiempos, Rex.

Él hizo una reverencia y la condujo a la pista. El duque de Wellington había


partido en busca de otra presa y Diantha se quedó sola con Anthony Hendrick. Él
le hizo una reverencia elaborada.

—Su humilde servidora, Lady Chartridge. ¿Me atrevo a suplicar el honor de


un baile, o estoy siendo demasiado atrevido?
A pesar de sus protestas de humildad, todo su ser irradiaba confianza en
sus atractivos masculinos. Una leve mueca parecía fijada permanentemente en sus
labios. A Diantha rara vez le había disgustado tanto alguien a primera vista, pero
asintió y le tomó la mano.

Ella bailaba mecánicamente. Con cada fibra de su ser, era consciente de que
Rex y Lady Bartlett daban vueltas por la habitación. Ella supo cuando la
voluptuosa criatura se rio, mirando a la cara de Rex por debajo de los párpados
bajos. Su propia expresión era tensa y dura, la mirada de un hombre que reprime
rígidamente sus sentimientos. ¿Pero qué sentimientos? La pregunta llenó a Diantha
de confusión, hasta que le dolió la cabeza.

—¿Le ruego me disculpe? —Salió de su ensoñación para darse cuenta de


que Hendrick estaba hablando.

—Qué suerte la mía —dijo—, estar hablando con la mujer más hermosa de
la habitación, pero que ella no este escuchando.

—He oído hablar de tu hermana como una gran belleza —respondió


Diantha cortésmente—. Y ahora veo que es verdad.

—Oh, sí, los hombres caen sobre Ginevra —dijo descuidadamente—.


192
Siempre lo han hecho. Muy útil tener esa clase de hermana —Dio una sonrisa
satisfecha.

—Ciertamente debe serlo —respondió ella en un tono frío.

—Deberías haberla visto cuando era más joven. La llamaban diosa. ¡Cómo
se reía! Es curioso cómo siempre volvían por más. Una vez que tenía sus garras en
ellos, nunca los soltaba. Digo, ¿estás bien?

—Estoy un poco mareada —dijo, tambaleándose—. Por favor, ayúdame en


la pista.

—¿Voy a buscar a tu marido?

—De ninguna manera en el mundo. No deseo ningún alboroto.


Dejó que él la ayudara a sentarse en una silla y le trajera una bebida,
rezando para no llamar la atención. No era el primer mareo que había tenido
recientemente y estaba cada vez más segura de su significado. Había planeado
decírselo a Rex tan pronto como estuviera segura, pero ahora…

Cerró los ojos mientras su cabeza daba vueltas de nuevo. Cuando los abrió,
Hendrick estaba allí con su bebida.

—Gracias —dijo ella—. Tenga la amabilidad de dejarme ahora. Pronto será


la hora de la cena y querrá invitar a una de las señoritas Sedgewick. Están de moda.

Se alejó al trote en busca de un compañero para la cena mientras Diantha


bebía del cordial frío. Tan pronto como estuvo lo suficientemente fuerte, se obligó
a ponerse de pie, fijó una sonrisa en su rostro y permitió que un anciano general la
invitara a cenar.

Cuando llegó el momento de regresar al salón de baile, esperó ansiosamente


a Rex y Lady Bartlett, pero no había ni rastro de ellos. Al momento siguiente saltó
cuando, muy cerca de ella, escuchó la voz de una mujer, rica y ronca, vibrante con
invitación.

—Nuestro encuentro no fue un accidente, Rex. Sabía que estarías aquí.


193
Entonces Rex habló, pero demasiado bajo para que Diantha escuchara las
palabras. Se volvió y encontró una pesada cortina de brocado que protegía a los
dos que estaban hablando. Pero detrás de ella, la voz de Lady Bartlett llegó de
nuevo.

—No fue fácil recibir noticias, viviendo en el exilio como lo he estado.


Primero, el escándalo me mantuvo fuera de la sociedad y luego, cuando me
recuperé un poco, no tenía dinero. Ha sido una vida terrible, pero siempre supe lo
que te pasó. Hice mi negocio para saber. ¿Recuerdas cuando…?

Alguien pasó. Diantha tuvo que moverse. Solo podía distinguir el murmullo
de la voz de Rex, luego un repentino estallido de risa de su compañera.

—Oh, vamos, mi querido Rex, creo que te conozco mejor que eso…
Cada centímetro del cuerpo de Diantha dolía por el esfuerzo de tratar de
escuchar. Estaba atormentada, deseando escapar, pero necesitando saber todo lo
que se decía.

Lady Bartlett estaba hablando de nuevo.

—Me fascinó saber que te habías casado con la señorita Halstow. Me


pregunto si sabes por qué… sí, por supuesto que lo sabes…

Diantha se quedó rígida ante la mención de su propio nombre. Su corazón


estaba tronando. Si tan solo pudiera escuchar lo que respondía Rex, pero sus
palabras fueron amortiguadas. Sólo le llegó el tono, intenso, febril. Luego, unas
pocas palabras claras

—...No puedo hablar contigo aquí...

—No, es demasiado público —coincidió lady Bartlett—. Debemos


encontrarnos en algún lugar privado, donde podamos estar seguros de que no nos
molestarán, tanto que decirte, baila conmigo otra vez…

Esta vez, la voz de Rex llegó claramente a Diantha. Fue feroz y lleno de una
emoción intensa.
194
—No confío en mí mismo para bailar contigo…

Diantha se alejó, sintiendo que gritaría si escuchaba más. Toda la habitación


parecía parte de un mal sueño que giraba a su alrededor.

George y Elinor estaban listos para irse. Nunca se quedaban mucho tiempo
en las fiestas, asistían solo por cortesía y siempre ansiosos por volver a casa para
estar juntos a solas. Por lo general, enviaban el carruaje de regreso por los demás.

—Creo que me iré contigo esta noche —dijo Diantha, fingiendo un


bostezo—. Estoy muy cansada.

—¿Vendrá Rex también? —preguntó Elinor.

Diantha sonrió brillantemente.


—Estoy seguro de que lo hará, si puedo encontrarlo.

Por fin, vio a su esposo abriéndose paso entre la multitud. Todavía estaba
terriblemente pálido, pero forzó una sonrisa cuando la vio.

—Nos vamos —le dijo—. ¿Vienes?

—Creo que me quedaré un rato, querida.

—Tal vez debería quedarme contigo —dijo, decididamente alegre, aunque


el corazón le latía dolorosamente.

—De nada. —Él besó su mejilla—. Vete a casa a la cama. Si no descansas


pronto, tus disipaciones te agotarán.

—¿Crees que llegarás tarde? —Sabía que la pregunta era imprudente y las
cejas arqueadas con frialdad de Rex lo confirmaron.

—Puede ser —dijo—. No me esperes despierta.

Diantha se vio obligada a respirar hondo para estabilizarse. Quería


abrazarlo y arrastrarlo hasta el carruaje, cualquier cosa para evitar que se quedara
allí con lady Bartlett. En cambio, sonrió y se fue con los demás.
195
En el carruaje de camino a casa, Elinor dijo:

—No es propio de Rex quedarse sin ti.

—No interferimos en las diversiones del otro —dijo Diantha, tratando de


hablar con calma.

—Lo sé. Solo quise decir… —Sintiendo la presión de advertencia de su


esposo en su mano, Elinor se detuvo—. Tal vez quiera jugar a las cartas —dijo ella
sin convicción.

Afortunadamente, pronto llegaron a la casa. Diantha se retiró de inmediato,


contenta de estar sola con sus emociones desgarradoras. Nada en su vida la había
preparado para la violencia del sentimiento que la sacudía ahora. Rex había amado
a esa mujer, la adoraba y su reaparición lo había devastado. Su rostro no había
dejado ninguna duda de eso. Se había quedado atrás para tener privacidad con ella.
Diantha hundió la cara entre las manos, preguntándose qué estarían haciendo
ahora.

Se fue a la cama, pero no podía dormir. ¿Dónde estaba él? ¿Estaría Lady
Bartlett en sus brazos, recibiendo los sofocantes besos de pasión que creía que eran
solo suyos? La noche se extendía ante ella, llena de tormentos.

Por fin, cayó en un sueño inquieto. Se despertó sobresaltada y descubrió que


eran las seis de la mañana. Levantándose rígidamente, se dirigió a la puerta que
conectaba su habitación con la de Rex. Al no escuchar nada del otro lado, giró
suavemente la manija y miró hacia adentro.

La pálida luz gris del amanecer mostró que la habitación estaba vacía y la
cama intacta.

 
La ronda de bailes, fiestas y picnics se intensificó. Lady Chartridge organizó
varias veladas y recepciones espléndidas, una de las cuales fue honrada por la
196
realeza belga. En el torbellino de la organización, era posible fingir que no había
oído los rumores. Rex había llevado a Lady Bartlett a conducir y le presentó a
varios amigos y sus esposas. También se le veía a menudo en compañía de
Anthony Hendrick, un joven grosero y vulgar que no agradaba a nadie más.

Al menos, pensó, no había necesitado comportarse como otras esposas


abandonadas y quedarse sentada en casa llorando. Su propia repisa de la chimenea
estaba atestada de tarjetas de invitación, y las aceptó todas. Nadie estaba tan alegre
como Lady Chartridge. Nadie fue a tantos bailes, picnics, excursiones. Nadie bailó
con tantos hombres ni rompió tantos corazones. Y nadie estaba tan sola, desolada y
desconcertada.
—Lo malo es que Hendrick ha sido nombrado ayudante del general Picton
—dijo un día Bertie—. Picton está loco como el fuego, pero no puede hacer nada al
respecto. Alguien ha estado moviendo los hilos más arriba.

—¿Sabes quién podría ser ese alguien? —preguntó Diantha, inclinada sobre
el menú que estaba modificando.

—Escuché un rumor de que era Rex, ¡pero al diablo con todo, no puede ser!
Él sabe lo tonto que es Hendrick. Tiene demasiado sentido común como para
forzarlo con nosotros. ¿No es así?

—No sé nada de asuntos militares —dijo Diantha encogiéndose de hombros.

—Yo tampoco —dijo Bertie con franqueza—. Pero no hace falta ser un genio
militar para saber que estás mejor sin un tipo así.

—Bueno, probablemente no fue Rex en absoluto —observó Diantha—.


Puede que haya sido el propio duque. Creo que admira mucho a Lady Bartlett.

—Wellington admira muchas bellezas —dijo Bertie—, pero no otorga cargos


militares a sus parientes idiotas. La historia es que lo intentó y Wellington la
desairó. ¿Crees que podría haber sido Rex?
197
—No tengo la menor idea —dijo Diantha con frialdad.

Debajo de su superficie tranquila, estaba en un torbellino de miseria. Su


corazón sabía que era verdad. No había nada que Rex no haría por esta mujer.

—Afortunadamente, Picton tiene su medida —continuó Bertie—. No le dará


nada importante que hacer. Tomará mensajes sencillos aquí y allá, y aparte de eso
se sentará por ahí dándose aires —Levantó la vista cuando Rex apareció en la
puerta—. Estaba hablando del nuevo chico de los recados de Picton, Hendrick —
dijo enfadado.

Rex se encogió de hombros.

—¿Por qué perder el aliento? Un joven estúpido. Pero creo que se inclina
muy bien y se ve bien en los desfiles y eso es todo lo que requiere su trabajo.
Bertie se encogió de hombros y se fue.

—¿Trabajando duro para tu recepción? —preguntó Rex amablemente.

—Sí, las invitaciones se enviaron hace dos días y todas han sido aceptadas
—respondió Diantha.

—Creo que no enviaste ninguna invitación a Lady Bartlett —dijo Rex en voz
baja.

—Verdad —El corazón de Diantha comenzó a martillar.

—¿Tenías alguna razón para omitirla? —Rex preguntó con la misma voz
suave.

—No tenía ninguna razón para incluirla. Apenas la conozco.

—Pero es una vieja amiga mía. No la incluiste en tu última velada y te


agradecería que esta vez le enviaras una tarjeta.

Diantha se puso rígida.

—No me gusta Lady Bartlett —dijo en tono tenso.

—Querida, ¿desde cuándo es necesario gustar a todos tus invitados? Si te


198
pido que me hagas este favor, ¿no puedes acceder por mí?

Diantha se levantó abruptamente y comenzó a caminar por la habitación,


necesitando liberar el movimiento.

—¿No es suficiente que hagas un escándalo público con ella? —exigió.

—¡Disparates! —dijo Rex, con la voz más dura que jamás había usado con
ella—. No exageres, Diantha. No ha habido ningún escándalo público. He
conducido con ella y bailado con ella. ¿Qué hay de eso? Ayer fuiste a conducir con
Sinclair y estuviste fuera mucho tiempo. ¿Levanté el polvo?

—No, no te importaba nada —dijo con voz monótona.


—Precisamente. Así es como se comporta un hombre sensato. Y tus otros
admiradores, que abarrotan esta casa con sus ramilletes y regalos. Más allá de
pedirte que los muevas para que yo pueda entrar en mi propio pasillo, ¿he puesto
objeciones?

—Ninguna —ella suspiró.

—Entonces, ¿por qué todo este alboroto porque te pido que invites a una
vieja amiga?

—¿Quizás porque es una amiga mayor de lo que me dices?

Su rostro estaba frío.

—¿Qué quieres decir con eso?

El orgullo y su promesa a George hicieron imposible confrontarlo con todo


lo que sabía. En cambio, dijo:

—Quiero decir que nunca la mencionaste hasta que llegó a Bruselas y verla
te hizo parecer un fantasma.

—Vamos, vamos, no hace falta que nos entreguemos al melodrama, ¿verdad?


¡Parecer un fantasma!
199
—No viste tu propia cara cuando ella apareció —lloró Diantha.

—Bien puedo creer que mostré asombro. Hacía tanto tiempo que no la veía.
Todo lo demás fue tu imaginación.

Deseaba creerle, pero había un aire de tensión en él que no podía confundir.


La estaba engañando, esperando que ella no indagara más. Pero algún pequeño
demonio interior la obligó a seguir atormentándose.

—Creo que ella significa mucho más para ti de lo que pretendes —dijo.

—¿Y por qué deberías pensar eso?

—Porque nunca te había conocido así antes.


Levantó los ojos hacia su rostro y vio allí una mirada de altivez que casi la
hizo temblar.

—Tal vez —dijo Rex después de un momento—, pero ninguno de nosotros


realmente conoce bien al otro, ¿verdad? Me parece recordar que hicimos un trato
para mantener nuestros corazones y mentes en nuestro propio cuidado y no
hacernos preguntas impertinentes.

Si él la hubiera abofeteado, no le habría dolido más que esa palabra casual


impertinente. Había visto a Rex enfadado, pero nunca la había despreciado con
esta finalidad sombría e invernal. Su temperamento se elevó. ¡Cómo se atrevía a
esperar que ella invitara a su elegante mujer a su casa!

—No sabes lo que estás preguntando —dijo rotundamente—. Mis otros


invitados no esperaran conocer a Lady Bartlett.

—Es cierto que no la invitan a salir con tanta frecuencia como a ti —dijo—.
Pero poco a poco está ganando aceptación, y una invitación tuya la ayudaría
mucho. Por favor, envíale una tarjeta.

—¿Y que todos me miren y me pregunten si sé que metiste a su hermano en


el personal de Picton? —ella lloró.
200
Ella lo vio estremecerse, y su corazón murió un poco cuando se dio cuenta
de que las historias eran ciertas.

—¿Escucha chismes de trastienda, Diantha? —exigió satíricamente.

—¿Lo niegas? ¿Puedes?

—No, no lo niego. ¿Por qué debería? No me avergüenzo de ayudar a un


viejo amigo.

—Anthony Hendrick es un cachorrito que no sirve para nada, la clase de


hombre con el que no perderías ni cinco minutos a menos que…

—¿A menos que, qué? Ten cuidado, Diantha. Lo que hago por mis amigos
es asunto mío —Su voz se suavizó un poco—. Ven —dijo con un eco de su antigua
amabilidad—. ¿Por qué armar un alboroto por una pequeñez? Intenta no pensar lo
peor de mí, Diantha. Créeme, no me lo merezco.

—Entonces, ¿por qué has cambiado desde que ella llegó a Bruselas?

—Eso… no puedo decírtelo.

Pero ella lo sabía, pensó, mirándolo con angustia. Su mentón se fijó. No


tenía por qué pensar que podía engañarla usando el antiguo tono amable.

—Si te niegas a decírmelo, ¿qué puedo hacer si no pensar lo peor? —


preguntó obstinadamente—. Una vez me prometiste fidelidad…

—Y he cumplido mi palabra.

—¿Lo has hecho? ¿Cuando de repente estás fuera de casa noche tras noche y
Bruselas bulle de historias sobre cómo estás constantemente en su compañía?

—Si tú y yo nos hubiéramos casado por amor —dijo lentamente—,


realmente podría haberte pedido que miraras en tu corazón y confiaras en mí. Pero
¿qué deberían hacer dos personas como nosotros, varados sin amor para ayudarlos?

—Rex, ¿qué es esta mujer para ti?


201
La suavidad abandonó su rostro.

—Un poco demasiado posesiva, querida. Casi se podría pensar que eres una
esposa celosa. A lo mejor, este es exactamente el tipo de escena que una vez nos
prometimos no disfrutar. Te he dado mi palabra de que soy fiel y no espero que
me cuestionen más. Lo que sí espero es que envíe una invitación a Lady Bartlett
para tu recepción. ¿Me harás el favor con esto?

—No lo haré.

Él le dirigió una mirada más fría que nunca y se fue sin decir una palabra
más.
 
El duque de Wellington había prometido estar presente en el baile de Lady
Chartridge. También lo había hecho el príncipe Guillermo de la familia real belga.
También estarían presentes algunos de los más altos mandos del ejército, el
teniente general Sir Rowland Hill, conocido como Daddy Hill por su
despreocupación, Lord Uxbridge, Sir Hussey Vivian; todos ellos investidos de un
aura de glamur. A estas alturas, todo el mundo sabía que Wellington iría a la
batalla con la mitad de sus mejores hombres no disponibles porque habían sido
enviados a luchar en Estados Unidos. Su ejército era una multitud heterogénea de
ingleses, belgas, holandeses y hannoverianos. Muchos de ellos eran excelentes
luchadores, pero no estaban acostumbrados a estar juntos y todos tenían sus
propias armas y municiones. El destino de Europa dependía de estos hombres, que
luchaban contra un ejército francés unido, que adoraba a Bonaparte y pensaba que
no podía perder.

Antes de que comenzara la velada, Diantha tuvo una conversación tranquila


con Héctor, su mayordomo.

—Si aparece lady Bartlett, no debe ser admitida —dijo con firmeza—.
Dígales a los lacayos que nadie, nadie en absoluto, puede entrar sin una tarjeta.
202
—Muy bien, mi señora.

Entonces ella estaba de pie en la línea de recepción, con Rex a su lado.


Wellington llegó temprano, se inclinó sobre su mano y reclamó un vals. Pero luego
buscó a algunos de sus oficiales y se sumergió en una discusión.

Los músicos que había contratado eran los mejores. Diantha sabía que nadie
podría criticar la cena que había preparado o la calidad de los vinos. A medida que
llegaba la corriente de invitados, Diantha comenzó a relajarse, sintiendo que la
noche iba bien.

—Creo que Héctor quiere hablar contigo —dijo Elinor.


Diantha vio a su mayordomo tratando discretamente de llamar su atención
y le hizo señas para que se acercara. Parecía preocupado.

—Lady Bartlett ha llegado, mi señora —murmuró.

—Tiene sus órdenes.

—Pero, mi señora, tiene una tarjeta de invitación.

—¡Eso es imposible! —dijo ferozmente. Entonces vio a Rex mirándola y leyó


la verdad en sus ojos—. ¡Cómo te atreves a hacer esto! —ella respiró suavemente.

—Muy bien, Héctor —dijo Rex al mayordomo—. Haz pasar a lady Bartlett.
—Diantha giró y lo miró—. No reveles que estás molesta —murmuró—. La gente
estará mirando. Deben ver que le das la bienvenida.

—Moriré primero.

—Morirás socialmente si insultas a tu invitado. Piensa en lo que la gente


dirá de ti y usa tu espléndido sentido común.

—¡Nunca te perdonaré por esto! —ella destacó—. ¡Nunca!

Rex no respondió. Sus ojos habían pasado de ella a la mujer que había 203
aparecido en la puerta. Llevaba un vestido de terciopelo azul profundo que
acentuaba el negro azulado de su exuberante cabello rizado. Su cabeza estaba
levantada en desafío y sus ojos brillantes la recorrieron, llegando a posarse en Rex.

Por un momento, pareció como si toda la habitación estuviera en silencio,


electrizada por la tensión. Entonces Rex se apartó del lado de su esposa, se acercó a
Ginevra Bartlett y le llevó la mano a los labios.

Años de estricta crianza acudieron en ayuda de Diantha, permitiéndole


caminar hacia su nuevo invitado con una sonrisa en su rostro ocultando la miseria
de su corazón.

—Estoy tan contenta de que hayas podido aceptar mi invitación —dijo—.


Temía que algo te lo impidiera.
—No habría permitido que nada me lo impidiera —replicó lady Bartlett con
dulzura—. Una invitación de Lady Chartridge es un honor que apenas me atrevía
a esperar.

Diantha la miró fijamente a los ojos.

—Cualquier amigo de mi marido, señora, es amigo mío.

—Qué amable eres. Tenía la esperanza de que pudiéramos ser amigas. Tal
vez más tarde en la noche podríamos…

—Ya habrá tiempo suficiente para hablar —interrumpió Rex—. Baila


conmigo, Jenny. Este es mi vals favorito.

Él la agarró por la cintura y la llevó a la pista de baile. Diantha agarró su


abanico hasta que sus nudillos se pusieron blancos. ¿Estaba tan desesperado por
tener a esa mujer en sus brazos que debía adoptar tácticas tan descaradas?

Pero ella era la anfitriona. Nada de esto debe aparecer en su rostro. Así que
sonrió y bailó con el duque de Wellington, luego con Sir Hussey Vivian y después
con el príncipe de Orange. Se reía de sus bromas, aceptaba sus cumplidos por el
éxito de la velada, para que nadie sospechara que estaba pendiente de su marido
en todo momento. Sabía que él nunca se apartó del lado de Ginevra Bartlett. A 204
veces él mismo bailaba con ella, otras veces la observaba mientras bailaba y volvía
a reclamar su compañía en el momento en que ella estaba libre. La invitó a cenar,
su brazo se tomó del suyo y Diantha sonrió y sonrió, sabiendo que los demás
invitados la observaban.

Cuando terminó la cena y todos regresaron al salón de baile, Rex estaba al


lado de Lady Bartlett, pero ella le hizo señas para que tomara el brazo del duque.
Diantha vio cómo los ojos de Rex seguían cada movimiento que hacía y sintió
como si se le rompiera el corazón.

Cuando terminó el baile, comenzó a acercarse a Lady Bartlett, quien se giró


al verla llegar. Por un momento, pareció que las dos mujeres iban a hablar, pero
Rex intervino y apartó a Ginevra para presentarle a alguien.
—No entiendo qué está haciendo Rex —dijo George, junto a su codo—. ¿No
sabe que está atrayendo comentarios? No es que pueda haber nada en ello, por
supuesto —añadió apresuradamente—. ¿Pero qué diablos está haciendo?

—Puedo decirte lo que está haciendo —dijo Diantha con amargura—. La


está protegiendo de mí. Tiene miedo de que la insulte.

—¿Sabe que te hablé de ella?

—No. Te lo prometí y mantendré mi palabra.

—Tal vez deberías romperla —dijo George amablemente—. Entonces


ustedes dos podrían hablar con franqueza y aclarar el aire.

—Gracias, querido George, pero es demasiado tarde para eso. Tengo ojos en
mi cabeza. Hay algunas cosas que no se pueden explicar.

—¿Quieres que le diga que lo sabes?

—No —dijo ella rápidamente—. Hay cosas que no puedo explicar, pero
debes dejarnos esto a nosotros.

Por fin, la terrible noche había terminado. Diantha se despidió de sus


invitados con dolor de cabeza. No había señales de Rex cuando finalmente estuvo
205
libre para retirarse a su habitación. Cuando estuvo desvestida, despidió a Eldon y
se arrojó sobre la cama, preguntándose cómo iba a soportar la vida.

Puso sus manos sobre su estómago. De alguna manera debía resistir, por el
bien de la preciosa vida que llevaba. Pensó en cómo podría haber sido, cómo
habría disfrutado alguna vez compartir su secreto con Rex. Pero ¿cómo podía
decírselo ahora? ¿Qué significaría para él? Quizás nada desde que se reencontró
con su verdadero amor. Por fin, el feroz autocontrol que la había apoyado toda la
noche se rompió y lloró con el corazón roto sobre su almohada.

Se despertó con los últimos minutos de oscuridad antes del amanecer. Su


boca estaba seca. Recordó que había un cordial en la biblioteca y parecía más fácil
ir por él ella misma que llamar a una doncella. Deslizándose en una bata, se
arrastró escaleras abajo.

En la biblioteca, vio un par de piernas largas que sobresalían de lo profundo


de un sillón de orejas. Investigando más, descubrió a Bertie, todavía vestido como
había estado para la recepción, excepto que ahora las mangas de la camisa estaban
recogidas y su camisa estaba abierta en el cuello.

Pero no estaba, como habría estado alguna vez, desplomado y comatoso


junto a una botella de brandy vacía. La botella estaba casi llena y Bertie estaba
despierto, con los ojos claros y mirando al vacío. Se enderezó cuando vio a Diantha
y forzó una sonrisa.

—Así que aquí es donde desapareciste, desgraciado —lo reprendió,


sentándose en una silla cerca de él.

—Tu fiesta fue demasiado emocionante para mí —dijo.

—¿Por qué no te vas a la cama?

—He tenido la intención de hacerlo durante horas, pero de alguna manera


no puedo molestarme en levantarme y subir las escaleras.
206
—Podría enviar a tu hombre para que te lleve a la cama —dijo Diantha a la
ligera—. Estoy seguro de que lo ha hecho muchas veces antes.

—Ah, sí, una vez. No ahora. No pude obligarme a tocar esa botella. A ella
no le gustaba que yo bebiera. Es extraño que esté tratando de ser el hombre que
ella quería ahora, cuando no está aquí para saberlo, cuando probablemente nunca
la volveré a ver…

—No —dijo Diantha en voz baja—. No es extraño —Ella suspiró—. Vete a la


cama, Bertie.

—Lo haré en un minuto. Déjame en paz por un rato.

Ella besó su mejilla suavemente y salió de la habitación. Desde la calle,


podía oír el sonido de las ruedas de un carruaje y se preguntó quién viajaría a esa
hora tan temprana. Hizo una pausa, alerta, cuando escuchó que las ruedas se
detenían frente a su propia casa. Al momento siguiente el portero estaba abriendo
la puerta.

Dos personas estaban de pie en el escalón exterior. Las manos de Diantha


volaron hacia su rostro cuando vio quiénes eran. El mayor de los dos dio un paso
adelante y habló en voz baja.

—Debemos pedirle perdón, Lady Chartridge, por venir aquí sin previo
aviso, y en esta hora inoportuna…

No consiguió más. Diantha retrocedió hacia la biblioteca, con los ojos fijos
en sus visitantes con alegre incredulidad.

—Bertie —dijo ella con urgencia—. Bertie, levántate y mira quién está aquí.

Se levantó y miró hacia la puerta. Al momento siguiente, Sophie corrió hacia


adelante con un grito de alegría y fue aplastada en sus brazos.

207
Capítulo 11
Sophie y Bertie se casaron dos días después. El reverendo Dunsford asistió
al pastor local y observó con ternura cómo su hija le daba la mano al hombre que
amaba.

—Estaba desconsolada sin él —le había dicho a Diantha mientras esperaban


para irse a la boda—. Traté de convencerme de que pasaría, que ella encontraría un
marido mejor, un hombre de carácter moral severo. Pero —suspiró—, este es el
hombre que su corazón ha elegido y yo soy padre además de clérigo. No podía
quedarme de brazos cruzados y ver su miseria, especialmente cuando nos
enteramos de que se había alistado en el ejército. A pesar de todo lo que ha pasado,
creo que hay mucho bien en él. Así que le dije que la traería aquí.

—Estoy segura de que hiciste lo correcto —le aseguró Diantha—. Bertie ha


cambiado más de lo que hubiera creído posible —Ella sonrió—. Él nunca sale para
divertirse y se sentó toda la noche con una botella de brandy llena, negándose a 208
tocarla porque a Sophie no le gustaría. Ella se ha convertido en su estrella polar. Él
haría cualquier cosa para complacerla. Puede que aún termine en las órdenes
sagradas.

—No le digo nada sobre el tema. Si llega a eso, debe ser por las razones
correctas. Y si se aman, quizás eso sea todo lo que importa.

Diantha dio un pequeño suspiro.

—Sí —dijo ella—. Eso es todo lo que importa.

Ahora aquí estaba ella en la boda, viendo a Sophie caminar por el pasillo del
brazo de Rex, sonriendo a Bertie. Cuando llegó el momento de deslizar el anillo en
su dedo, sus rostros brillaron con su alegría mutua.
Había dolor en el corazón de Diantha. Así debería ser una boda. Se había
creído tan inteligente, casándose en un estado de ánimo frío y calculador. Pero ella
no había sido inteligente en absoluto. Había sido estúpida e ignorante más allá de
lo creíble y ahora estaba pagando el precio por ello.

Se preguntó qué estaba pasando por la mente de Rex y levantó la mirada


para encontrarlo observándola. Desde la noche del baile, apenas habían hablado.
Por un momento, quiso acercarse a él, pero el recuerdo de su comportamiento esa
noche se interpuso entre ellos. Ella apartó rápidamente la mirada. Así eran las
cosas entre ellos ahora. Tal vez era como siempre serían.

 
Cualquiera que fuera alguien había sido invitado al baile de la duquesa de
Richmond el 15 de junio. Embajadores, realeza, aristocracia, todos se congregarían
en la gran mansión de la Rue de la Blanchisserie. Los oficiales de Wellington
también estarían allí y el gran hombre en persona, le había asegurado
personalmente a la duquesa que nada interrumpiría su baile. Algunos de los que se
aferraron a sus palabras tomaron esto como una señal de que Wellington no
esperaba que Bonaparte hiciera un movimiento. Otros, quizás más perspicaces, se
preguntaron si el duque estaba tratando de evitar el pánico.
209
Ciertamente, en la mañana del día quince, la ciudad estaba llena de
informes de que la frontera belga-francesa había sido sellada. Corrieron rumores
de que el ejército francés estaba en marcha. ¿Pero de qué dirección? Nadie lo sabía.
Hasta que no recibiera noticias definitivas del paradero de su enemigo, Wellington
no podía hacer ningún movimiento. Así que se vistió para la noche, con un aire de
suprema despreocupación.

—¿Cómo puede ir a un baile cuando los franceses pueden estar marchando


hacia nosotros? —preguntó Elinor.
—Es el mejor lugar para él —le dijo George—. Todos sus oficiales más altos
estarán allí. Si recibe alguna noticia, los tiene a mano —Besó a su esposa—. Ahora,
vamos a olvidar esas cosas y a divertirnos.

El vestido de Diantha era la obra maestra de Madame Fillon, una creación


deslumbrante de raso color crema bordado con perlas de aljófar. El pecho estaba
tan escotado que Madame lo había cuestionado. Ninguno de los otros vestidos de
noche que había hecho para Lady Chartridge había sido tan atrevido. Pero su
señoría lo había confirmado, con una extraña mirada llameante en sus ojos que
Madame nunca había visto allí antes.

Elinor entró en la habitación de Diantha, discretamente elegante en seda


azul. Se detuvo cuando vio el atrevido escote, pero antes de que pudiera decir algo,
se encontró con los ojos de Diantha en el espejo. Al igual que Madame Fillon,
estaba sorprendida por algo temerario en ellos. Esta era Diantha como nunca la
había conocido antes, pero parecía encajar con el extraño estado de ánimo en el que
su prima había estado recientemente.

Eldon apareció con las perlas de Chartridge y comenzó a vestir a su ama con
la tiara, el collar y el brazalete.

—Qué bonitas son —suspiró Elinor—. Recuerdo cómo exclamaste sobre 210
ellas cuando Rex te las dio y lo hermosa que te veías usándolas en tu boda.

Diantha había estado levantando su muñeca, girándola para examinar las


joyas, pero en ese momento se detuvo como congelada.

—Mi boda —repitió con voz de ensueño—. Sí, las usé en mi boda.

Al momento siguiente, se había quitado el brazalete de la muñeca y lo había


arrojado sobre el tocador. Un rápido movimiento arrancó la tiara de su cabello.

—Quítamelo —ordenó a Eldon, señalando el collar.

—Pero, Diantha —protestó Elinor—, es hermoso.


—Quiero quitármelo —Diantha tomó aire para calmarse—. Llevaré mis
diamantes en su lugar.

Eldon permaneció impasible mientras ella sacaba las últimas perlas y las
guardaba. Estaba demasiado bien entrenada para dejar traslucir la sorpresa y,
además, últimamente se había acostumbrado a los extraños estados de ánimo de
Lady Chartridge. Sacó los diamantes y pronto el cuello, las orejas y los brazos de
Diantha brillaban. Lo último de todo fue la pluma decorativa de diamantes en su
brillante cabello dorado y estaba lista.

Se ve magnífica, pensó Elinor. Cada centímetro una condesa. Pero de alguna


manera le gustaba menos de esta manera. Antes de venir a Bruselas, había sentido
un ablandamiento en Diantha, como si hubiera descubierto la paz y la felicidad.
Pero si era así, la habían abandonado, dejando a esta brillante e inaccesible criatura.

Bertie, que no había sido invitado, los despidió sin pesar. Su idea del placer
ahora era una noche en casa con Sophie, ¿quién sabía cuántas más tendrían? El
reverendo Dunsford había regresado a Inglaterra, contento de dejar a su hija con el
hombre que la amaba.

Desde el momento en que llegaron, todos pudieron sentir la tensión


eléctrica en la mansión de los Richmond. Algo iba a pasar esta noche, y todos lo 211
sabían. Debajo de la gloriosa exhibición, los uniformes de gala, valientes con
encajes plateados y dorados, debajo de los satenes y las sedas, los diamantes y las
perlas, yace la realidad de una máquina de guerra que avanza lenta pero
inexorablemente hacia la vida. Muchos de los que bailaron más alegremente esta
noche nunca verían otro baile. Entre las jóvenes había algunas, que vestían colores
por última vez en sus vidas.

El gran salón de baile había sido cubierto con papel enrejado de rosas y
colgado con cortinas en forma de tienda de campaña en oro, carmesí y negro.
Flores y cintas coronaban los pilares y una multitud de candelabros llenaban de luz
el salón de baile.
Cuando Diantha entró del brazo de Rex, rápidamente escudriñó la multitud
para ver a Lady Bartlett. No había señales de ella, pero su alivio duró poco, cuando
una mirada a Rex reveló que él estaba haciendo lo mismo. Creyó ver un cambio en
su cuerpo, pero en su estado de angustia no supo cómo entenderlo. ¿Estaba
aliviado de no verla, o ansioso de que ella no llegara?

La música estaba sonando. Hombres jóvenes, algunos en uniforme, otros no,


se apiñaron alrededor de Diantha, pidiendo bailes. Era como los primeros días de
su matrimonio otra vez y, sin embargo, diferente, porque entonces había sido una
niña ignorante que pensaba que se podía jugar con los corazones. Sabía mejor
ahora que su propio corazón se estaba rompiendo.

Cuando la noche estaba en su apogeo, llegó el duque. Iba vestido con su


habitual pulcritud y elegancia y parecía despreocupado. Una atrevida jovencita
corrió hacia él para preguntarle si los rumores de la batalla eran ciertos, y él
respondió tranquilamente.

—Sí, son ciertos. Partimos mañana.

Hombres y mujeres se miraron sabiendo que la vida agitada que habían


llevado durante los últimos meses había terminado. Estos eran sus últimos
momentos. 212
Diantha buscó cualquier señal del duque hablando con urgencia a sus
generales, pero parecía tranquilo.

—¿Por qué no está dando órdenes o algo así? —preguntó.

—Está esperando más información —le dijo George—. La mayor parte de su


ejército está concentrado en el norte, porque está convencido de que Bonaparte
atacará desde allí y lo aislará del mar. El general Blucher y el ejército prusiano
están en el sur, cerca de Ligny.

Cualquiera de ellos puede moverse para unirse al otro, dependiendo de


dónde ataque Boney. Pero por el momento, no hay forma de saberlo.
Hubo una pausa en el baile. Dieciséis jóvenes escoceses con kilts tomaron la
pista para una exhibición de baile de las Tierras Altas. Cuando terminaron, las
chicas arrojaron flores que cayeron en cascada sobre los jóvenes mientras
marchaban por el suelo.

Diantha, aplaudiendo con el resto, de repente vio a Lady Bartlett de pie con
Rex. Estaban hablando, sus cabezas muy juntas. Diantha no podía distinguir las
palabras, pero podía sentir la urgencia de Rex. Sus palabras brotaron rápidamente
e hizo movimientos bruscos con la mano. Lady Bartlett sacudió su hermosa cabeza
y los modales de Rex se volvieron más intensos, más insistentes. Con una terrible
sensación de conmoción, Diantha se dio cuenta de que su esposo le estaba
suplicando a esta mujer.

Por un momento, la sangre caliente le subió a la cabeza y estuvo a punto de


correr por el suelo para enfrentarse a ellos, golpear a la criatura pintada en la cara,
cualquier cosa para separarlos. Entonces intervino el sentido común. Ella no podía
hacer una escena aquí. Al momento siguiente, se dieron la vuelta y abandonaron la
habitación.

Cuando llegó la hora de la cena, fue cortejada por dos hombres que
competían por su atención. Se rio, coqueteó con los dos y trató de no preguntarse
dónde estaba Rex, o si estaba con esa mujer. El duque de Wellington estaba
213
ocupado de manera similar, coqueteando con una dama a cada lado y soltando su
risa tonta con sus salidas, como si no tuviera nada mejor que hacer.

Pero durante el primer plato apareció un mensajero y habló en voz baja a


Wellington. La compañía vio que el duque se quedaba quieto, luchando por
controlar una mirada de indignada incredulidad. Despidió al mensajero con
órdenes de dormir un poco y volvió a dedicarse a su comida.

Pero tan pronto como pudo hacerlo sin prisa, abandonó la mesa de la cena y
se alejó con su anfitrión. Los que quedaron atrás se miraron unos a otros,
preguntándose qué significaba todo eso.
Pronto iban a saberlo. Cuando se reanudó el baile, el salón de baile bullía
con la noticia de que Bonaparte había cruzado la frontera.

—¿Pero por qué parecía tan sorprendido? —Diantha le preguntó a George—.


Es lo que debe de haber estado esperando.

—Pero no así —dijo George con gravedad—. El duque estaba seguro de que
Boney atacaría su retaguardia y, en consecuencia, ha estado fortificando el noroeste.
Pero Boney vino desde el sur y llegó a veinte millas de Bruselas. Nuestro ejército
está concentrado en el lugar equivocado. Pasarán horas antes de que las tropas
puedan colocarse en posición y eso le dará tiempo a Bonaparte para… —Se detuvo,
recordando que estaba hablando con damas—. Debo irme —dijo—. Sólo tengo
tiempo de cambiarme antes de que tenga que presentarme para el servicio.

A su alrededor, la gente se alejaba, se daba un último beso en las sombras o


se apresuraba a entrar en acción. Diantha miró a su alrededor, sin esperar ver a Rex,
pero él estaba allí, abriéndose paso entre la multitud.

—George se va —le dijo.

—Entonces debemos irnos también —dijo, su rostro sombrío—. Aquí no hay


nada por lo que quedarse.
214
En Bruselas, la noche estaba viva. Los vagones llenos de provisiones y
municiones hacían ruido sobre los adoquines, mientras se dirigían a la Puerta de
Namur para comenzar el viaje hacia el sur. Los soldados salieron de las casas
donde habían estado alojados.

Gran parte del ruido se producía directamente bajo las ventanas de la casa
de la Rue Ducale. En el interior, todo era una preparación frenética. George se
quitó el uniforme de gala y reapareció vestido para el servicio. Elinor, muy pálida
y silenciosa, se quedó con él hasta el último momento.

—¿Puedes discutir tus órdenes, o son un secreto? —preguntó Rex.

—Nos reportaremos al cuartel general, luego llegaremos a Quatre-Bras lo


más rápido que podamos —le dijo George—. No detendremos a Bonaparte ahí.
Todavía hay demasiados hombres en el norte y no pueden viajar lo
suficientemente rápido. Pero podemos sostenerlo mientras llegan los refuerzos.

Bertie también estaba listo para partir. Diantha vio a Sophie quitarse la cruz
de oro del cuello, besarla con fervor y colocársela alrededor del cuello.

—Dios te traerá de vuelta a mí —susurró—. No puede ser tan cruel como


para separarnos ahora.

—Voy a los cuarteles con ellos —le dijo Rex a Diantha—. Puede que me
entere de algunas noticias más. No me esperes despierta.

El recuerdo de él rogándole a Lady Bartlett abrasó su cerebro. Ya no era


suyo, si es que alguna vez lo había sido.

—Tenía la intención de retirarme —dijo con frialdad—. Ten un viaje seguro.

Estaban en la puerta. El momento de la despedida estaba sobre ellos. Al


momento siguiente los hombres se habían ido.

Las mujeres se quedaron atrás, en silencio en su angustia.

Al amanecer, los últimos soldados habían salido de Bruselas y un silencio


ominoso se apoderó de la ciudad. Las calles ya no estaban vivas con los diversos
215
colores de los uniformes. Los jóvenes risueños y fanfarrones se habían ido, algunos
para siempre. Ese primer día, los sentimientos de los que quedaron estaban
confusos. Sabían que el destino de Europa dependía de la batalla que se avecinaba,
pero sus primeros pensamientos fueron para los hombres que se habían alejado de
ellos esa mañana.

Aunque la partida de Bertie la había dejado angustiada, Sophie recuperó la


calma rápidamente. Años de cuidar a personas enfermas o con problemas la
habían fortalecido.

—Los heridos regresarán a Bruselas poco después de que comience la lucha


—les dijo a Diantha y Elinor—. y debemos estar listas para ayudarlos. Madame
Dellville está organizando un hospital. Quiero ponerme a su disposición.
—Un excelente plan —dijo Diantha—. Iremos todas.

Afortunadamente, no había tiempo para pensar en su propia angustia. El


día se pasó muy ocupado organizando el transporte de suministros a la carpa del
hospital que se estaba erigiendo en la Puerta de Namur de la ciudad. A última hora
de la tarde, su atención fue atraída por el débil sonido de un trueno en la distancia.
Llegó una y otra vez y, esta vez, lo sabían. No era trueno. Era un cañón.

Las tres damas cenaron solas. Rex estaba buscando noticias y tarde en la
noche, regresó después de haber hablado con amigos en el Cuartel General Aliado.
Las noticias eran malas. Blucher y el ejército prusiano habían sido derrotados por
los franceses en Ligny.

—Las tropas de Wellington se enfrentaron a los franceses en Quatre-Bras —


dijo Rex—. Como esperaba, pudieron sostenerlo, pero no más. Ahora está
gestionando una retirada estratégica.

—Dijiste que lo retuvieron —le recordó Diantha.

—Pero Blucher fue derrotado y está en retirada. Wellington también debe


retirarse para mantener sus comunicaciones. Está recurriendo a Waterloo —Dio
una risa dura—. ¿Recuerdas a los de las tierras altas que bailaron anoche? Cada
216
uno de ellos está muerto.

Las damas guardaron silencio con horror. Elinor ocultó el rostro entre las
manos.

—El regimiento de George aún no ha sido llamado —agregó Rex—, así que
tanto él como Bertie están a salvo.

—¿Y el teniente Hendrick? —Diantha preguntó con frialdad.

—También está bien.

—¡Qué alivio para lady Bartlett! Estoy segura de que está ansiosa por recibir
noticias.

Rex le dio una breve inclinación de cabeza y se fue.


La noticia de la retirada corrió como la pólvora y el nerviosismo se apoderó
de la ciudad. A la mañana siguiente, varias familias habían cargado sus
pertenencias en vagones, listos para partir. Los que se quedaron atrás tenían los
nervios de punta al ver una tropa de caballería belga galopando a través de la
Puerta de Namur, gritando que los franceses les pisaban los talones. No apareció
ningún francés persiguiéndolos, pero la huida se hizo más apresurada.

El sonido de los disparos había cesado, pero habían comenzado a llegar


carretas llenas de heridos y Diantha, Elinor y Sophie se mantenían ocupadas. La
tienda aún no estaba lista y había que atender a los heridos en las calles. Las
enfermeras inexpertas poco podían hacer salvo ofrecer agua, que los hombres
aprovecharon agradecidamente.

Por fin llegó la noticia de que la tienda estaba preparada, y casi de


inmediato se abrieron los cielos. Se convirtió en una lucha poner a cubierto a tantos
como fuera posible antes de que se empaparan. Después de trabajar durante horas,
las tres mujeres regresaron a casa, mojadas y exhaustas. Esa noche, Diantha miró
por la ventana, escuchando la lluvia, pensando en los hombres tratando de dormir
al aire libre, con la batalla más grande de sus vidas aún por venir.

A la mañana siguiente, afortunadamente, la lluvia había cesado. Rex llegó a


la tienda de la Puerta de Namur y trabajó con ellas hasta el mediodía. Luego, al ver
217
que los heridos empezaban a llegar de la batalla que había comenzado, tomó el
carruaje y se adentró en el bosque de Soignies, que se encontraba entre Bruselas y
Waterloo. El camino estaba obstruido con carros de equipaje, equipo en su camino
al campo y hombres que habían sido heridos, pero que todavía estaban de pie,
cojeando dolorosamente de regreso a la ciudad. Subió a todos los que pudo a la
calesa y volvió a Bruselas.

Hizo varios viajes y cada vez aprendía un poco más de lo que estaba
pasando.

—Es malo, ¿no? —preguntó Diantha, leyendo su rostro.


—Me temo que lo es. Wellington confía en que Blucher venga en su ayuda,
pero los prusianos están tan lejos que caerá la noche antes de que puedan llegar. Si
no llegan a tiempo… —Dejó la insinuación en el aire.

—No parece posible —susurró.

—Debería haberte hecho marchar antes de esto —dijo—. Incluso ahora


podrías…

—No me iré sin Sophie y Elinor y ellas no se irán sin sus maridos —dijo.

—¿Y si Boney entrase en Bruselas?

—¡Bah! Simplemente lo agregaría a mi lista de admiradores. ¿Crees que no


podría?

—Estoy muy seguro de que podrías hacerlo. Eres una mujer valiente,
Diantha. Quizá deberías haber sido la esposa de un soldado —Añadió en voz
baja—. O la esposa de cualquier hombre pero no la mía.

Ella encontró su mirada, sin pestañear. Los ojos de él cayeron primero.

—Este no es el momento ni el lugar —dijo, con la misma voz tranquila—,


pero pronto debo hablar contigo. Hay cosas que yo… que tienes que entender…
218
—Diantha —la llamaba Elinor—. Necesitamos más algodón.

—¿Qué ibas a decir? —Diantha preguntó con urgencia.

—No ahora —Él le dio una media sonrisa irónica—. Necesito tiempo para
reunir mi coraje hasta el punto de conflicto primero.

Se hizo a un lado para permitir que entraran más heridos, dio media vuelta
y salió de la tienda. Diantha vio desaparecer su alta figura, preguntándose qué
tenía que decir que requiriera coraje, aliviada de que se hubiera pospuesto y
llamándose a sí misma cobarde por su alivio.
El día avanzaba con un calor abrasador. La dirección del viento hizo que
esta vez no se escuchara el sonido de los cañones, aunque la batalla estaba más
cerca. Este silencio de la lucha que estaba apenas a diez millas de distancia tenía
una cualidad espeluznante. Los soldados que aparecían, sangrando por espantosas
heridas, eran como fantasmas venidos del infierno.

Con cada hombre que llegaba a la tienda, cada mujer allí se volvía, temerosa
de ver un rostro amado. Si el rostro era el de un extraño, habría un momento de
alivio, seguido de más miedo, de que estuviera muerto. Los que podían hablar
traían las últimas noticias y daba miedo. Blucher y los prusianos aún no habían
llegado y las pérdidas aliadas fueron terribles.

La luz comenzó a desvanecerse. La tienda se llenó de heridos y, aun así,


llegaron. Apenas capaz de moverse por el cansancio, Diantha se inclinó para lavar
la mugre de una cara más. Solo cuando se quitó el negro se dio cuenta de que se
trataba de alguien que conocía.

—Cabo Eston —susurró—. Del regimiento de George.

—Hola, mi señora —susurró dolorosamente—. ¿Qué está haciendo aquí?


No es seguro para las damas, deberías ir a la retaguardia…
219
—Este no es el campo de batalla —le dijo—. Te han traído de vuelta a
Bruselas.

—¿Qué? ¿Bruselas? ¿Cómo?

—Debes de haber estado inconsciente durante todo el viaje. Cabo, ¿viste a


mi cuñado?

—¡Debería decirlo! Él me salvó, se lastimó…

—¿George está herido? —ella repitió con horror.

—Shell lo atrapó, lo vio caer, debe haberse desmayado entonces...

—¡Oh Dios! Pero también lo habrían traído, ¿no?


—No si él esta m… —El cabo soltó un gemido y cerró los ojos.

Con cuidado de no llamar la atención de Elinor, Diantha encontró a Sophie


y le contó lo que había sucedido.

—Debemos buscarlo aquí —dijo—, y si no lo encontramos…

—Entonces probablemente estará en el próximo carro —dijo Sophie con


calma—. Vamos a buscar de inmediato —Una tensión dolorosa estaba en su
rostro—. ¿Dijo algo el cabo sobre Bertie?

—Ni una cosa. Eso debe ser una buena noticia.

—Estoy segura de que lo es —dijo Sophie con una valiente sonrisa.

Atravesaron la tienda y encontraron a los que vestían uniformes de dragón.


Entonces Diantha habló con Lady Calhaven, que estaba anotando los nombres y
rangos de todos los recién llegados que podían hablar, pero no había ni rastro del
nombre de George. Llegaron dos carros más, pero George no estaba en ninguno de
ellos.

—¡Oh Dios! —susurró Diantha—. Debe de estar todavía por ahí.

—¿Qué ha sucedido? —Elinor había notado el rostro angustiado de Diantha.


220
Ahora leyó en él algo que la aterrorizó—. Dime —dijo ella, muy pálida—. Tengo
que saber.

—George ha sido herido —dijo Diantha—. Estábamos tratando de


encontrarlo, pero no está aquí.

Elinor se tambaleó y se aferró a la pared, pero no se desmayó.

—Probablemente esté en un puesto de vendaje en el campo —dijo Sophie


con su sentido común.

Elinor levantó sus ojos atormentados hacia ellos.

—O yace muerto —susurró ella.


—¡No! Elinor, no está muerto —dijo Diantha, con una firmeza que estaba
lejos de sentir—. No puede ser. Fue herido antes y sobrevivió. ¡Oh, gracias a Dios!
Está Rex. ¡Rex!

Él se apresuró.

—Acabo de entregar otra carga de pobres diablos —dijo.

—¿Has visto a George? —demando Diantha—. Ha sido herido. Creemos


que todavía está en Waterloo.

Rex respiró hondo.

—¿Quién te dijo esto?

—Cabo Eston. Lo trajeron hace unos minutos.

—¿Dijo en qué parte del campo sucedió?

—Se desmayó antes de que pudiera preguntar.

—Tengo que hablar con él.

Pero cuando llegaron al jergón donde había yacido el cabo, allí estaba un
soldado raso de infantería.
221
—El hombre que estuvo aquí antes, ¿dónde está? —Diantha preguntó con
urgencia.

—Murió —dijo el soldado de infantería con voz ronca—. Se lo llevaron.

—Entonces tendré que buscar en todo el campo —dijo Rex.

El soldado de infantería lo miró con recelo.

—¿Te meterás en eso? —preguntó—. ¿Sabes cómo es? Un proyectil puede


alcanzarte tan rápido como cualquier soldado.

—Sin embargo, debo ir —dijo Rex con firmeza.


Fuera de la vista, Diantha apretó las manos. Rex podría ser asesinado.
Quería retenerlo, rogarle que no se fuera. Luego se recompuso. Sabía que tenía que
rescatar a su hermano. Y además, su preocupación no significaría nada para él
ahora.

—Déjame ir contigo —le rogó Elinor, con el rostro pálido.

—No, lo haré mejor solo —dijo Rex con firmeza—. Envía un mensaje a casa
para que estén preparados para George y trata de no preocuparte.

Salió de la tienda. Impulsivamente, Diantha corrió tras él.

—¡Rex! —gritó en agonía.

Hizo una pausa y volvió a mirarla.

—¿Sí, querida?

—¡Cuídate!

—¿Estás preocupada por lo que dijo ese soldado? No molestes a tu cabeza.


Todo habrá terminado para cuando yo llegue allí.

—¿Qué ibas a decirme antes? 222


Sacudió la cabeza.

—Ahora no hay tiempo para eso. No te preocupes. Regresaré y traeré a


George conmigo.

Él la miró a la cara, angustiada y pálida por el cansancio.

—Ve a casa y descansa un poco —dijo amablemente.

Le tocó la mejilla con un dedo suave y se fue.


Capítulo 12
Las horas pasaron. La luz se desvaneció. ¿Seguramente la batalla debe haber
terminado ahora? Pero no hubo noticias definitivas, solo un flujo constante de
hombres heridos y moribundos que llegaban a Bruselas.

Diantha envió un mensaje a casa diciendo que todo debería estar listo para
George, pero no había ni rastro de él ni de Rex. Ella, Sophie y Elinor estaban
agotadas por el cansancio, pero ninguna saldría de la tienda, sabiendo que cuando
sus hombres regresaran, cruzarían primero la Puerta de Namur. Registraron cada
carro que llegaba, buscando caras conocidas, cualquiera que pudiera traerles
noticias.

—Otro carro —dijo Diantha al oír las ruedas sobre los adoquines—. ¿Nunca
terminará? —Con pasos cansados, las tres se dirigieron a la entrada de la tienda.

—¡Diantha, mira! —La voz de Elinor estaba llena de urgencia. Sostenía una
linterna y, a su luz, apenas pudieron distinguir el rostro de George. Estaba
223
ennegrecido y medio cubierto de sangre de una herida en su cabeza y sus ojos
estaban cerrados.

—George, George —gritó Elinor desesperadamente, agarrándolo por los


hombros.

Por un terrible momento, pensaron que había muerto en el carro, pero luego
sus ojos se abrieron lentamente y miró directamente a su esposa. Una leve sonrisa
tocó su rostro tenso.

—Hola —susurró.

—Cariño —sollozó—, oh, cariño, ¿estás muy herido?


—Nada de lo que hablar —dijo débilmente—. Puedes agradecerle a Bertie
por eso, me salvó la vida…

—¿Dónde está él?

—En algún lugar, allá atrás…

Buscando entre los otros rostros, todos iguales en su mugre y desesperación


encontraron a Bertie. Respiraba, pero yacía inmóvil, y ninguna cantidad de
llamadas parecía revivirlo.

Los hombres salieron de la tienda y comenzaron a ayudar a bajar a los


heridos, para llevarlos adentro. Diantha llamó a un lacayo que había estado
usando para hacer recados.

—Date prisa a casa y diles que envíen un carruaje aquí rápidamente —dijo.
Se dirigió a Elinor y añadió—. Cuando el médico los haya visto, los cuidaremos en
casa.

Fue y encontró a Sophie, que acababa de terminar de ayudar en una


operación. Lucía pálida y exhausta.

—Bertie está herido —le dijo Diantha—. Sólo lo están trayendo. 224
Las manos de Sophie volaron a su cara. Luego se estabilizó y se alejó a toda
velocidad. Encontró a Bertie donde acababa de acostarse. Aún tenía los ojos
cerrados y la mano izquierda apretaba con fuerza la cruz que Sophie le había dado.

—No puedo examinarlo correctamente si no puedo mover su mano —dijo el


cirujano.

Sophie se inclinó y le susurró al oído a Bertie. Luego le tocó la mano, que se


relajó de inmediato. El doctor lo examinó, gruñendo.

—Heridas en el hombro y el costado —pronunció por fin—. Las sobrevivirá


si se mantienen libres de infecciones.

—Yo las venderé —dijo Sophie de inmediato.


George también había sido herido dos veces, una en la cabeza y otra en la
pierna. Estaba débil por la pérdida de sangre, pero aquí también el médico era
optimista si no había infección.

—Sáquenlo de este lugar —dijo, mirando a su alrededor—. Mantén las


heridas limpias y él debería lograrlo.

Elinor se dejó caer al lado de la cama con un fervor de agradecimiento.


Diantha miraba, contenta por Elinor y Sophie, pero secretamente presa de un
terror creciente.

Luego sintió que una mano se aferraba desesperadamente a su falda y, al


mirar hacia abajo, vio a Anthony Hendrick. Se veía horrible. Uno de sus brazos
había recibido un disparo a la altura del hombro y su ropa estaba empapada de
sangre.

—Ayúdame —susurró—. Ayúdame.

—Diantha, el carruaje está aquí —se acercó a decirle Elinor—. El doctor dice
que podemos moverlos.

Ayudaron a los camilleros a llevar a George y Bertie al carruaje. El médico


estaba trabajando en Hendrick, quien gritaba repetidamente. Diantha se volvió 225
para irse, pero algo la detuvo. Vio al doctor levantarse de atender a Hendrick. Él la
miró a los ojos y negó con la cabeza.

—¡Esperen! —Diantha llamó a los camilleros. Señaló a Hendrick—. Póngalo


también en la calesa.

Viajaron lentamente, para no sacudir a los hombres heridos, y el viaje


pareció durar una eternidad. Diantha miró a George a la cara, anhelando
preguntarle por noticias de Rex, pero se había quedado inconsciente.

Por fin llegaron a la casa. La primera tarea de Diantha fue escribir una breve
nota a Lady Bartlett, informándole de las heridas de su hermano y dónde
encontrarlo. Cuando se la llevaron, se echó hacia atrás, preguntándose qué la había
poseído para comportarse como lo había hecho.
Lady Bartlett llegó en media hora. Se veía diferente de su yo habitual.
Estaba vestida con sencillez, sin pintura facial ni perfume y su hermoso rostro
estaba demacrado. Diantha la recibió cortésmente pero sin calidez.

—La llevaré con su hermano, señora —dijo y lideró el camino escaleras


arriba.

Anthony Hendrick yacía muy quieto, con los ojos abiertos, mirando al vacío.
Su hermana lanzó un grito y se arrodilló junto a la cama. Diantha los dejó y ordenó
que subieran refrescos.

Se deslizó en la habitación de George. Estaba despierto y ya tenía un color


más saludable, sosteniendo la mano de Elinor en la suya, sus ojos descansando
soñolientos en su rostro.

—George —dijo Diantha intensamente—. Rex fue a buscarte, hace un rato.

—Nunca lo vi —susurró George con voz ronca. Su garganta estaba seca por
la pólvora—. Deben de haberme llevado antes de que él llegara.

—¿Seguían luchando cuando te fuiste?

Él asintió. 226
—Pero él estará bien —dijo—. Rex sabe cómo esquivar algunas balas. Y
probablemente ya se haya detenido.

Pero ¿qué pudo haber sucedido en la última hora de lucha? ¿Volvería a ver
a su esposo alguna vez?

Bajó y encontró a Lady Bartlett en el salón. Estaba sentada en una mesa,


bebiendo un brandy grande y mirando al vacío.

—¿Su hermano? —preguntó Diantha.

—Murió hace unos minutos —dijo Ginevra vagamente—. Shock. Pérdida de


sangre —Ella se recompuso con un esfuerzo—. Gracias por traerlo aquí y darle un
poco de comodidad en su última hora.
Diantha hizo un gesto de renuncia.

—Estaba feliz de hacer lo que podía para ayudarle —dijo formalmente.

Lady Bartlett la miró.

—Eso no es cierto —dijo ella sin rodeos—. Me odias, ¿verdad?

Diantha no respondió. Era cierto, pero no podía hablar de su odio ante tanta
miseria.

—Me odias —prosiguió Ginevra—. Pero no tienes motivos. ¿No te das


cuenta de eso?

—¿Esperas que te crea —preguntó Diantha—, cuando con mis propios oídos
te escuché decir que viniste a Bruselas a buscar a mi esposo?

—Sí, dije eso. ¿Pero sabes por qué vine?

—Puedo imaginar.

—¡Señor, pero si eres tonta!

Diantha miró fijamente, sorprendida tanto por el tono contundente como


por las palabras.
227
—Eres una tonta, Lady Chartridge, porque no puedes ver lo que tienes
debajo de la nariz. Tu esposo te ama. No había estado aquí ni cinco minutos
cuando me lo dejó muy claro. Y me alegré. Sí, contenta. Porque me dio un dominio
sobre él que de otro modo no habría tenido.

—¿Un dominio? ¿Dices que tu…?

—Sí, lo he estado chantajeando. —Ginevra soltó una risa dura—. No es una


palabra bonita, pero claro, no soy un personaje bonito. He vivido al margen de la
sociedad desde que mi esposo mató a mi amante en un duelo y tuve que encontrar
un camino de regreso. No por mi propio bien, sino por el bien de mi hermano, la
única persona en el mundo a la que he amado de verdad. No había nada que yo no
haría por él, ni siquiera chantajear. Obligué a tu marido a conseguirle un buen
puesto en el ejército. Y lo obligué a que me ayudara a reincorporarme a la sociedad,
porque allí podría ser más útil para Anthony. Rex lo odiaba. No le gustó y me
desprecia, pero tuvo que ceder ante mí, porque yo tenía una amenaza que
mantener sobre su cabeza.

—No entiendo —dijo Diantha—. ¿Con qué podrías chantajearlo? ¿Ese viejo
romance entre ustedes? Seguramente…

—No, claro que no. Ni siquiera fue una aventura. Era un chico inocente y
demasiado caballeroso. No, es algo mucho más peligroso. —Buscó el rostro pálido
de Diantha—. Realmente no lo sabes, ¿verdad?

—No, dime.

—Lo amenacé con decirte el nombre de mi amante, el que murió a manos de


mi marido. Rex haría cualquier cosa para evitar eso. Dijo que lo idolatrabas.

—¿Él, quien?

—Bueno, Blair Halstow, por supuesto. Tu padre.

—¿Mi…? No lo creo —susurró Diantha. 228


A pesar de sus palabras, su corazón supo de inmediato que eso era cierto.
Lo explicaba todo: el misterio de la muerte de su padre, la ira de Rex por sus
tiernos recuerdos de Blair. Se sentó, tratando desesperadamente de aceptar este
descubrimiento devastador.

Ginevra la miró por un momento, luego llenó otra copa de la licorera de


brandy y se la entregó. Diantha lo bebió automáticamente.

—La noche de tu baile —dijo Lady Bartlett—, Rex se quedó cerca de mí


porque tenía miedo de lo que yo pudiera decir. No necesitaba hacerlo. No iba a
tirar mi carta de triunfo cuando estaba funcionando tan bien, pero su único
pensamiento era protegerte. Me dijo que si decía una palabra para lastimarte, me
haría arrepentirme todos los días. Él también lo dijo en serio. No me importaba
mientras Anthony estuviera progresando. Cuando lo nombraron miembro del
personal de Picton me sentí muy orgullosa y ahora…

Todo su cuerpo temblaba de dolor. Apoyó la cabeza sobre la mesa y sollozó


desconsoladamente. Llena de lástima, Diantha se aventuró a tocar su hombro.

Después de un momento, Ginevra se sentó y se secó los ojos.

—Fue generoso de tu parte acogerlo, considerando lo que sientes por mí.


Bueno, yo también puedo ser generosa. Eres una mujer muy afortunada, Lady
Chartridge. No hay nada que Rex no haría para salvarte del dolor. Él te ama más
que a nada en el mundo. Lamento si la verdad sobre tu padre te lastima, pero es
mejor así a que pienses que Rex es un desleal.

—¿Mi padre? —ella repitió, aturdida—. ¿Lastimarme?

Tal vez debería haber dolido, pero no lo hizo, se dio cuenta. ¡Qué lejos
parecía Blair ahora! Todo lo que importaba era Rex. Él la amaba. Cuando las
nieblas de la confusión se despejaron, ese hecho resplandeciente se destacó,
iluminando el cielo.

Pero Rex había ido al campo de batalla. Estaba en algún lugar de ese
maldito caos. Podría estar muerto ahora. 229
Se puso de pie, renovada fuerza fluyendo a través de sus extremidades.

—Tengo que dejarte —dijo ella.

Salió corriendo del salón sin esperar respuesta.

De camino a su habitación, se encontró con Cranning, el ayuda de cámara


de Rex.

—¿Dónde guarda sus armas tu amo? —ella preguntó rápidamente.

—Mi señora…

—Rápido. Debo ir a Waterloo y encontrarlo. Necesitaré un arma.


La cara del anciano se puso tensa.

—No irá sola, mi señora. Su señoría nunca me lo perdonaría. Déjame a mí


conseguir armas para los dos.

Ella asintió. En su habitación, se quitó la ropa y se puso un traje de montar.


En unos minutos, ella estaba corriendo por las escaleras. Ginevra estaba de pie en
el pasillo.

—He hecho arreglos para que retiren el cuerpo de Anthony, Lady


Chartridge —dijo—. Cuando regreses, ambos nos habremos ido. Ni tú ni tu marido
volverán a saber de mí. Dios te bendiga y te mantenga a salvo donde vas.

Impulsivamente, Diantha la besó en la mejilla. Luego corrió hacia los


establos. Cranning ya estaba allí con dos caballos ensillados y varias pistolas en el
cinturón. Rápidamente le mostró una de estas a Diantha.

—Intentarán robar los caballos —dijo brevemente—. Dispara si tienes que


hacerlo, o te dispararán a ti —La duda nubló su rostro—. Sería mejor si fuera solo.

—¡No! —dijo ferozmente—. Tengo que ir. Tengo que encontrarlo. Incluso
ahora puede ser demasiado tarde… —Se detuvo allí. Ella no pensaría en eso, no
fuera a ser que su coraje fallara. 230
El pánico se arremolinó a su alrededor tan pronto como estuvieron en las
calles. La ciudad bullía de rumores: la batalla estaba perdida, Bonaparte avanzaba
sobre Bruselas. La gente salía de las casas para escapar de cualquier forma que
pudiera. Los carromatos cargados permanecían inútiles sin animales que los
tiraran. Estallaron peleas por los pocos disponibles.

Todos los ojos alrededor de Diantha y Cranning se iluminaron al ver dos


caballos frescos y bien alimentados. Los hombres extendieron las manos
frenéticamente para agarrar las bridas, pero retrocedieron al ver el brillo de las
pistolas. Diantha había comenzado preguntándose si alguna vez se atrevería a usar
su arma, pero después de los primeros minutos, la mantuvo amartillada y lista.
Para su alivio, descubrió que al apuntar directamente a la cabeza de alguien, podía
obligarlo a retroceder.

Y si tengo que usarlo, lo haré, pensó sombríamente. Nadie me impedirá encontrar


a Rex. ¡Oh, Dios, que viva!

De alguna manera, se abrieron paso a través de las calles hasta que por fin
apareció la Puerta de Namur. Luego la atravesaron y se dirigieron al Bosque de
Soignies. Aquí las cosas eran aún peores. El camino a través del bosque estaba
obstruido con carros que se habían volcado. Los soldados regresaban del campo de
batalla, algunos cabalgaban lo más rápido que podían a través del caos, otros se
arrastraban con cansancio. Detuvo a algunos de ellos, rogando por noticias de la
batalla, pero pocos sabían nada excepto que había terminado.

—Se terminó —le gritó un hombre—. Están todos muertos, todos muertos…

Su sentido común le decía que era imposible que todos estuvieran muertos,
pero aun así las palabras la helaron. ¡Todos muertos! ¡Todos muertos! Sonaron
sombríamente a través de su mente cansada. Rex podría estar muerto, sin saber
que su esposa lo amaba y que iban a tener un hijo.

A través de la creciente oscuridad, era difícil saber qué había delante de ella,
pero pensó que podía ver puntos de luz. Parecían estar en parejas y con un
231
sobresalto de miedo descubrió que había estado rodeada de hombres. Alguien
gritó: ¡Caballos! y al momento siguiente las manos estaban sobre su brida, sobre ella.
Ella gritó y apuntó con su pistola, pero la tiraron al suelo. Un hombre se dejó caer a
su lado, pero ella disparó. Aulló y se llevó una mano a la oreja.

—Vamos —dijo una voz incorpórea en la oscuridad—. Tenemos los


animales.

—¡No! —gritó, pero un golpe la envió volando hacia atrás. Su cabeza


cantaba, pero se obligó a sentarse, descubriendo con alivio que todavía tenía el
arma.

—¡Cranning! —ella llamó.


—¡Oh, mi señora, los caballos! —sollozó—. No importa. Iremos a pie.

Se ayudaron mutuamente a levantarse y tropezaron hacia adelante. A su


alrededor había un desierto aullador. Una vez la luna apareció detrás de una nube,
mostrándole una escena de desolación. Los hombres lloraban sentados junto a los
carros volcados, demasiado heridos o exhaustos para seguir adelante. Había otras
mujeres en el camino, evidentemente en la misma misión que ella. La mayoría
viajaba hacia el campo de batalla, pero algunas estaban de regreso, apoyando a los
heridos, o solas, caminando lentamente, con la mirada atónita.

Una mujer gritaba mientras se dirigía a Bruselas con un bulto envuelto en


los brazos.

—No —aulló—, no, mi esposo no está muerto. Él no está muerto. No lo está,


no lo está. —Se colocó frente a Diantha—. No está muerto.

—Estoy… contenta —dijo Diantha, tratando de hablar con calma.

—Dijeron que estaba muerto. Dijeron que le habían volado la cabeza. Pero
eran mentiras.

Diantha se quedó sin habla por el horror sofocante que surgió en ella. No
podía apartar los ojos del bulto que llevaba la mujer. 232
—Él no está muerto —ella gritó—. No le volaron la cabeza. ¡No lo hicieron,
no lo hicieron!

Se alejó tambaleándose, agarrando el bulto, el solo pensamiento hizo que


Diantha se sintiera enferma.

—Venga conmigo —dijo Cranning tomándola del brazo.

—¿Viste lo que sostenía?

—No, mi señora y usted tampoco —dijo Cranning con firmeza—.


Probablemente era solo algo de ropa vieja.

—Sí —jadeó—, ropa vieja.


El camino parecía interminable. Ahora la luna estaba alta en el cielo,
arrojando las escenas de abajo en un lívido relieve. Siguieron adelante, una milla,
luego dos, mientras su mente daba vueltas, preguntándose qué encontraría cuando
llegara a su destino.

—¡Mire, señora!

Cranning estaba señalando un carro que se había metido en una zanja y se


había detenido allí, todavía con el caballo entre los ejes. Miró a su alrededor. Había
poca gente en este tramo de la carretera, y los que estaban allí parecían
preocupados.

—¡Rápido! —Cranning corrió hacia el caballo y empezó a desengancharlo—.


¿Puede montar a pelo? —preguntó en voz baja.

—Trataré.

—No puede estar mucho más lejos.

—¡Oigan!

Los habían visto. En un momento, tres soldados desaliñados aparecieron de


la nada y convergieron sobre ellos. 233
—Ahora, aquí está bueno —dijo uno de ellos con una mirada lasciva—. Un
caballo y algo de diversión.

Se acercó a Diantha. Ella sintió su mano contra su rostro. La repugnancia


borró todo lo demás. Apuntó el arma salvajemente y apretó el gatillo. El hombre
gritó cuando la bala de ella entró en su pierna. Al momento siguiente, Cranning
había hecho lo mismo con uno de los otros antes de ser derribado por un golpe del
tercero.

El hombre vino a Diantha. Podía sentir el hedor caliente en su aliento


cuando apretó el gatillo de nuevo. El hombre cayó hacia atrás, agarrándose el
hombro y maldiciendo.

—¡Cranning! —gritó.
—¡Estoy bien, señora! ¡Póngase en marcha ahora, rápido!

Él la ayudó a levantarse y palmeó la grupa del caballo. Al principio fue


difícil mantenerse sentada sin una silla de montar y con cada hueso de su cuerpo
doliendo, pero pronto encontró la habilidad. Ya había hecho tantas cosas esta
noche con las que nunca había soñado antes, que esto no era nada.

Ahora sabía que se estaba acercando al campo de batalla. Los hombres se


alejaban de él, apoyándose unos a otros con cansancio. La mayoría de ellos
caminaban con la cabeza gacha, pero a veces uno levantaba la cabeza y Diantha vio
que sus ojos estaban aturdidos, sus rostros horribles. Eran como hombres que
habían vislumbrado el infierno y nunca volverían a ser los mismos.

Ahora un ominoso silencio parecía estar en todas partes y las terribles


palabras ¡Todos muertos! resonaba en sus oídos. No estaban todos muertos, pero los
que vivían eran como cadáveres andantes.

—¡Por favor! —Detuvo a dos hombres que se tambaleaban juntos—. Pueden


decirme…?

Uno de ellos levantó la cabeza. Un vendaje sucio estaba alrededor de su


frente y la sangre surcaba su rostro.
234
—Boney está derrotado. Los prusianos llegaron a tiempo —dijo en un
susurro ronco—. Los franceses están en retirada.

—¡Gracias a Dios! —dijo ella con fervor—. ¡Ganamos!

—Sí, ganamos —susurró—. Ganamos, nosotros… —Los sollozos roncos lo


convulsionaron—. Ganamos, ganamos… —Medio se derrumbó, vomitando y
sollozando contra su compañero, que lo apartó.

Ella entendió entonces. Incluso la victoria fue terrible.

Por fin, llegó al campo de batalla. Todo estaba desolado. La luz de la luna
tocó las espadas, convirtiéndolas en plata. Los hombres yacían con los ojos ciegos
vueltos hacia el cielo. De vez en cuando, el sonido de un caballo relinchando
lastimosamente resonaba por el campo.

Diantha contempló la espantosa escena. La tierra descendía hasta


convertirse en un valle y en el otro extremo podía verla levantarse de nuevo,
sembrada de hombres muertos y moribundos. La gente se movía de cadáver en
cadáver. Algunos eran como ella, en busca de un ser querido. Pero otros serían
saqueadores, listos para matar si se les acercaran. Se agachó y comenzó a moverse
en silencio, buscando rostros muertos, rezando frenéticamente para no encontrar al
que buscaba.

Vio a un hombre acostado boca abajo un poco apartado de los demás. Él no


parecía estar usando un uniforme militar y su corazón dio un vuelco doloroso.
Gritó el nombre de su esposo, arrojándose a su lado y atrayéndolo a sus brazos.

Pero era un extraño. Quizás en algún lugar una mujer como ella estaba
orando para que él regresara a salvo, pero sus oraciones no serían respondidas.

Se levantó, su cuerpo temblando por los sollozos. Había tanta muerte sobre
ella y de repente parecía imposible que Rex pudiera estar vivo. Quería decirle que
lo amaba, que iba a tener un hijo suyo. Tenía derecho a saber estas cosas, pero ya
era demasiado tarde. Su orgullo y ceguera lo habían enviado lejos en la ignorancia, 235
y la perseguiría para siempre.

Ella tropezó, gritando su nombre a través de sus lágrimas. El desierto se


extendía a su alrededor, desvaneciéndose en vastos horizontes de los que no había
escapatoria, condenándola a pasar el resto de su vida repitiendo inútilmente las
palabras de amor que él nunca escucharía.

Nadie podría sobrevivir en este osario sin volverse un poco loco. Sabía que
su razón la estaba abandonando cuando escuchó su propio nombre. Flotó hacia
ella desde el aire y miró a su alrededor, desconcertada, preguntándose por qué Rex
la estaba llamando cuando estaba muerto.
—¡Diantha! —El sonido vino de nuevo. Parecía estar a su alrededor, pero
luego su cabeza se aclaró lo suficiente como para escuchar que venía de una
dirección. Un hombre la llamaba con una voz llena de amor y miedo.

—¡Diantha!

Ella se giró y lo vio.

—¡Rex! —Ella comenzó a correr hacia él, tropezando, sollozando de alegría


y alivio. Le tendió los brazos y ella corrió hacia ellos, sintiéndolos cerca de ella
como bandas de acero, manteniéndola eternamente a salvo.

—Cariño, ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó con voz ronca, entre besos.

—Vine a buscarte. Oh, Rex, Rex, te amo. Abrázame, abrázame para siempre.

Apretó los brazos aún más, contento de besarla y no hacer preguntas.

—Te amo —volvió a decir cuando pudo hablar. —He sido tan tonta. Te he
amado desde el principio, pero tenía miedo de reconocerlo. Oh, Rex, dime que no
es demasiado tarde.

—Nunca podría ser demasiado tarde, hasta el último momento de mi


vida—le dijo.
236
Se aferraron juntos en silencio. Las explicaciones podrían esperar. Se habían
encontrado por fin y eso era todo lo que importaba.

—Vine a buscarte —susurró—. George está bien. Lo trajeron en un carro y


está en casa. El médico dice que no es grave.

—¡Gracias a Dios!

—Tenía miedo por ti, mientras buscabas aquí. Podrías haber sido asesinado.
Bertie también está en casa, con una herida leve. Y Anthony Hendrick estaba allí.
Envié a buscar a Lady Bartlett. Rex, ella me contó todo, sobre mi padre y cómo
murió. Debiste decírmelo. Ahora no me puede hacer daño.
—No estaba seguro de cómo te sentirías. Parecías idealizarlo. Me ha
perseguido desde el día que nos casamos, me hizo sentir como si te estuviera
engañando. Cuando apareció en Bruselas, me horroricé. Todas mis peores
pesadillas se habían hecho realidad. Tenía que hacer lo que ella quería, pero era
por miedo, nada más. Lo que sentí por ella una vez fue el autoengaño de un
muchacho y se acabó hace mucho tiempo.

—Me contó cómo te chantajeó para que la ayudaras. He sido tan miserable,
pensando que todavía la amabas.

—No amo a nadie más que a ti —dijo con fervor—. Y nunca lo haré.

—Me amas —murmuró ella.

—¿Me desprecias mucho por eso? — preguntó con un atisbo de sonrisa.

—Oh, Rex, fui tan tonta. Yo no entendía nada sobre el amor. Pensaba que no
quería que me amases, pero lo hago, lo hago.

Él la besó con fiereza y ella le devolvió el abrazo con todo su corazón. Allí,
rodeados de muerte y destrucción, descubrieron su amor y el comienzo de una
nueva vida.
237
—Me casé contigo bajo pretextos falsos—confesó—. Me enamoré de ti esa
primera noche, pero ¿cómo podría decirlo cuando me advertiste que nunca hablara
de amor? No podría decirte cómo me sentía en caso de que me rechazaras. Pensé
que una vez que estuviéramos casados, podría enseñarte a no temer al amor. Pero
parecías esforzarte por atormentarme, primero arriesgando tu vida por Néstor,
luego capturando el corazón de cada hombre a la vista y haciendo alarde de tus
triunfos. Morí mil muertes de celos. Me dije a mí mismo que no significaban nada
para ti…

—Eso era cierto. Creo que estaba tratando de ponerte celoso, pero era
demasiado ignorante para conocerme a mí misma. Nunca me importó ningún
hombre excepto tú, pero parecías tan indiferente.
—¿Indiferente? Cada vez que bailabas con otro hombre, quería derribarlo y
llevarte en mis brazos. Me mantuve alejado de ti tanto como pude, para no verte
jugar tus trucos. Tenía tanto miedo de entregarme y ganarme tu desprecio
rogándote que me amaras.

—Nunca tendrás que rogar por mi amor —dijo—. Es tuyo, ahora y para
siempre. Nada alterará eso jamás. Por favor créeme.

—Te creo y siempre lo haré. Eres mi vida, mi amor, mi mundo.

—Crearemos ese mundo juntos, mi amor más querido. Vamos a casa ahora.
Volvamos a Bruselas y luego volvamos a Inglaterra tan pronto como podamos.
Quiero que nuestro hijo nazca allí.

—¿Nuestro hijo? —repitió con deleite—. Diantha…

—Debería habértelo dicho antes, pero tenía tanto miedo de perderte para
siempre.

—Nunca me perderás —prometió—. Este es nuestro comienzo. Tienes razón,


mi amada. Vayamos a casa.

238
Sobre La autora

Christine Sparks nació en Inglaterra, Reino Unido. Desde muy joven,


siempre quiso ser escritora y comenzó trabajando en una revista para mujeres
británica. Como redactora de artículos, adquirió una amplia variedad de
experiencias. Entrevistó a algunos de los hombres más atractivos e interesantes del
mundo, incluyendo a Warren Beatty, Richard Chamberlain, Charlton Heston, Sir 239
Roger Moore y Sir Alec Guinness.

Disfrutaba tanto de su vida de soltera que dejó el matrimonio e incluso el


romance en un segundo plano mientras recorría el mundo divirtiéndose. Sin
embargo, durante unas vacaciones en Venecia, conoció a un alto y apuesto artista
veneciano que cambió todas sus ideas en un instante y le propuso matrimonio en
el segundo día. Tres meses después se casaron. Sus amigos decían que un romance
tan rápido no duraría, pero celebraron su 25 aniversario y siguen casados, felices y
enamorados.
Después de 13 años en la revista, Christine decidió que era ahora o nunca si
iba a escribir esa novela. Así que escribió "Legacy of Fire", que se convirtió en una
edición especial de Silhouette, seguida por otra novela, "Enchantment in Venice".
Luego hizo algo loco: renunció a su trabajo. Desde entonces se ha dedicado por
completo a escribir novelas románticas para Mills & Boon, Harlequin y Silhouette,
y ha escrito más de 75 libros. Sus historias se desarrollan principalmente en Europa
y sus héroes son principalmente ingleses o italianos. Christine afirma ser una
experta en un tema en particular: los hombres italianos son los más románticos del
mundo. También son los mejores cocineros.

Hace unos años, ella y su esposo regresaron a Venecia y vivieron allí


durante un par de años. Esto les sirvió como base perfecta para explorar el resto de
Italia, y muchos de sus libros tienen escenarios italianos: Venecia (por supuesto),
Roma, Florencia, Milán, Sicilia, Toscana. También utilizó el río Rin en Alemania
para "Song of the Lorelei", por el cual ganó su primer premio RITA en 1991. Su
segundo premio RITA lo obtuvo en 1998 con "His Brother's Child", ambientada en
Roma.

240
Finalmente, Christine Fiorotto y su esposo regresaron a Inglaterra, donde
viven actualmente. Ella escribe y él pinta. No tienen hijos, pero tienen un gato y un
perro.
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