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La zafra de los 10 millones de 1970 en la


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febrero_15/11022015_01.htmliteratura cubana
(1)
Por María José Furió

La zafra de los 10 millones es un hito y un trauma de la primera década de la revolución cubana


porque marcó un cambio en la percepción que los cubanos tenían del nuevo sistema político y de
su líder, Fidel Castro.

La escritora y periodista Yusimí Rodríguez le dedica un artículo en el diario digital


bilingüe Havana Times, a cuarenta años de distancia: es la zafra de 1970, que «pretendía
producir diez millones de toneladas de azúcar». Esta meta no se cumplió y ello perjudicó a la
economía global de la isla, que quedó descuidada para centrar las energías en un proyecto
inviable. Rodríguez escribe que la reforma agraria, tras la revolución de 1959, destinó gran
cantidad de terreno a la siembra de la caña en zonas que no siempre eran las idóneas,
desplazando ganado. Para la zafra del 70 se movilizó al país entero, «trabajadores de todos los
sectores sin experiencia en el corte, estudiantes e incluso a las fuerzas armadas», una
concentración de fuerzas en una sola actividad que distorsionó la economía cubana.
El 27 de octubre de 1969, el comandante Fidel Castro pronunció un largo discurso, en el Teatro
Chaplin de La Habana, «para dar inicio a la etapa masiva de la zafra de los 10 millones de
toneladas». Entonces aseguró que el país disponía de caña suficiente para obtener esos 10
millones —hoy se sabe que economistas e ingenieros franceses y soviéticos le advirtieron que tal
meta era inalcanzable—. En su alocución, Castro aportó una interminable cantidad de cifras para
avalar su propuesta, datos que conferían a sus palabras el tono buscado por la ideología
marxista, que se pretende científica. Sin embargo, para obtener la adhesión de la población al
sacrificio que se le reclamaba apeló a conceptos tan escasamente científicos como la disciplina,
la vergüenza, y el control sobre los trabajadores: «Porque hay algo esencial en el hombre, algo
que puede mucho más que cualquier otro resorte, algo que puede ser capaz de mucho más de lo
que podía en el pasado el hambre, la amenaza de desempleo y de miseria. ¡Y ese factor es la
propia vergüenza del hombre! (APLAUSOS)».
A los trabajadores les ofrecía un símil entre su labor en la zafra y la de los guerrilleros en la
trinchera, arma en mano. «La sociedad socialista», afirmó Castro, «no dispone de aquellos
medios coercitivos, entre los cuales el primero de todos era el desempleo, el hambre y las
terribles consecuencias para el trabajador que no cumplía las obligaciones que le imponía el
capitalista». Castro continuó pintando una idílica comunicación entre los cuadros responsables
de organizar los grupos de trabajadores y estos. En la práctica, la zafra fue una actividad
militarizada y, según testimonios directos, entre octubre de 1969 y mayo de 1970, vivieron
sometidos a un régimen de semiesclavitud a lo largo de doce horas diarias, seis días a la
semana, mal alimentados bajo un clima impenitente.

Algunos voluntarios, asegura Rodríguez, participaron convencidos de que el logro ayudaría a la


futura independencia económica de Cuba y lloraron al saber que el objetivo no se alcanzó. Otros,
sin embargo, sufrieron su inexperiencia en el campo cortándose de gravedad con el machete y
aun otros se hirieron deliberadamente para escapar de lo que llamaban «el infierno» de los
cañaverales. Tanto el cálculo errado de la potencial cosecha como el factor humano —desaliento,
cansancio, boicot, mala organización— explican el fracaso de esta zafra histórica.
La zafra de los 10 millones ha quedado grabada a fuego en la memoria cubana y ha generado un
sinfín de páginas que evocan aquellos meses. Las páginas más críticas corresponden,
naturalmente, a disidentes políticos; en ocasiones, su condición de homosexuales agravaba su
situación en el país, al tratarse de un colectivo perseguido y denigrado por el nuevo sistema
socialista, y optaron por exiliarse cuando fue posible.

No faltan las evocaciones idílicas, con estampas de entrega altruista al proyecto colectivo y
alegre cohesión grupal, como relata el artista plástico Joel Jover en la revista El Caimán
Barbudo:
[…] lo que, a mi juicio, tenía de peculiar aquel campamento y hace que hasta
hoy lo recuerde como una de las experiencia más enriquecedoras de mi vida
(no hay que olvidar que en el 70 tenía solo 17 años), era que su fuerza laboral
estaba conformada por artistas. […] nuestro despertar era a ritmo de Pello
tocando una desenfrenada conga con un bombo y un cencerro; el bombo lo
tocaba un músico que casualmente era de mi pueblo, Nuevitas, y que se
apellidaba Camacho; y el Pello en persona cantaba el estribillo.

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cubana»

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