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AGUSTÍN DE HIPONA (354 d.C.-430 d.C.

)
Historia de la Filosofía 2023-2024
1.-Contexto y vida

Agustín de Hipona (también conocido como San Agustín) nace en el 354 d.C. en Tagaste, antes de la
caída del Imperio Romano de Occidente, que se suele considerar el inicio de la época medieval. Sin
embargo, aunque Agustín de Hipona pertenece más, por cronología, a la Antigüedad, lo incluimos dentro
del pensamiento medieval porque su filosofía, y la del resto de autores de la época, configurará las
principales líneas de pensamiento del Medievo. Agustín de Hipona se inscribe dentro de un movimiento
conocido como la patrística, los “padres de la Iglesia”, en el sentido, antes mencionado, de proporcionar
la base filosófica de la que partirán el resto de pensadores medievales. Siendo el primer autor cristiano que
tratamos, se impone destacar algunos rasgos de esa religión, que permitirán entender sus diferencias con
respecto a la filosofía antigua.
El cristianismo es en un primer momento una religión de las clases más desfavorecidas. La sociedad
antigua, en concreto la griega y la romana, basaban su estructura social y su modo de producción en la
segregación de un amplio espectro de la población, impidiendo a una gran mayoría la participación en los
asuntos públicos y forzándoles a ocuparse de la esfera privada, tanto del trabajo doméstico, en el caso de las
mujeres y algunos esclavos, como del trabajo productivo. Estos grandes grupos sociales (esclavos,
mujeres...) serán los primeros fieles del cristianismo. Los evangelios del Nuevo Testamento insisten, una y
otra vez, en considerar a todos los hombres como hijos de Dios. El Judaísmo, por ejemplo, cuyo libro es la
base sobre la que se apoya el Nuevo Testamento, es una religión del “pueblo prometido”, una religión de
unos hombres en concreto. El cristianismo se configura así como una religión de la igualdad universal. El
pensamiento medieval tendrá siempre como referencia esta instancia trascendente al mundo, que iguala a
todos los hombres como “criaturas”. De ahí que la Iglesia cristiana se defina a sí misma como “católica” (de
kathólou, en griego antiguo, “universal”).
El cristianismo no nace con una vocación filosófica o teórica, sino como una religión práctica. Será frente a
las críticas (externas) de los filósofos paganos y como reacción a las desviaciones doctrinales (internas) de
la propia iglesia, es decir, las herejías como irá surgiendo una filosofía cristiana específica. La defensa
frente a los autores paganos obligará a los autores cristianos a incorporar los términos que esos autores
usan al pensamiento cristiano y a darles un sentido dentro de su modo de entender el mundo. La defensa
frente a las divisiones internas irá conformando la ortodoxia (“recta opinión”) cristiana, lo que exigirá
clarificación y conceptualización de aspectos que en el Nuevo Testamento, al ser un texto narrativo, no
estaban plenamente desarrollados.
La vida de Agustín de Hipona corre en paralelo con su evolución intelectual. De padre pagano y madre
cristiana, comenzará recibiendo lecciones de retórica hasta que un libro de Cicerón, el Hortensio, le
empujará a la filosofía. Al principio, despreciando las Escrituras, pasará de una escuela filosófica a otra
hasta entrar a formar parte de la secta del maniqueísmo, que defendía una doctrina dualista cosmológica,
en la que dos principios, el principio del Bien o de la luz y el principio del Mal o de la oscuridad, se
disputaban el mundo. A raíz de frecuentar a San Ambrosio, obispo de Milán, y de aprender de él la
lectura alegórica de la Biblia, empezará a leer las Escrituras. La lectura de los libros platónicos y
neoplatónicos le distanciarán del maniqueísmo para siempre, en favor de un espiritualismo en el que un
sólo principio (el principio del Bien, Dios) dirige el mundo. En el 386 d.C. se convertirá al cristianismo y
en el 396 será nombrado obispo de Hipona.
Sus obras suelen tener un carácter polémico, en confrontación con las críticas paganas al cristianismo y
con las interpretaciones heréticas que se producirán dentro de los círculos cristianos. Destaquemos las
Confesiones, una autobiografía donde va explicando su proceso de conversión, sus dudas y su evolución
intelectual, y La ciudad de Dios, una obra donde se propuso responder a los paganos que sostenían que la
caída de Roma había sido causada por la aceptación del cristianismo por parte del Imperio.
Su pensamiento en general va a delimitar las principales líneas de la filosofía medieval desde una
perspectiva platónica. Agustín de Hipona va a reinterpretar bajo la figura de Dios el mundo inteligible
platónico, convirtiendo las esencias o ideas de las cosas en ideas en la mente de Dios, modelos a partir de
los cuales hizo el mundo (= mundo sensible platónico). Agustín se va a preocupar por expresar esta
dependencia absoluta del mundo y los seres que hay en él respecto de Dios. Con ello se define el gesto
filosófico común a todo el medievo: la completa dependencia del hombre, del mundo, a Dios, que se va a
repetir en los distintos momentos del pensamiento. Este rasgo teológico se repetirá en el pensamiento
metafísico, haciendo depender la entidad de las cosas de Dios, que será su creador, y, en un nivel
epistemológico o de teoría del conocimiento, en las relaciones entre la fe y la razón, en la que la segunda
necesitará de la primera, pero también en la ética o la antropología, dado que el hombre va a necesitar de
Dios para lograr su propia salvación, que queda así en manos de la Gracia de Dios.
2.-Metafísica y epistemología: realidad y conocimiento

La razón por sí sola no es capaz de orientarse en el pensamiento de un modo certero. Al igual que le
ocurrió a él mismo, Agustín de Hipona considera que la razón sin la dirección de la fe sólo puede
desembocar en el escepticismo, en la desconfianza ante la verdad. Es, además, pura “vanidad”, puesto que
supone la creencia de que el hombre por sí mismo puede acceder a la verdad. La “razón” o, lo que es lo
mismo para Agustín de Hipona, la filosofía antigua, aspira a conocer a Dios, pero no lo sabe y por eso no
ha sido capaz de conseguirlo nunca. El autor antiguo que más se ha acercado es, para Agustín, Platón, pero
aún así su filosofía debe ser reinterpretada puesto que no tenía la guía de la Revelación. El mensaje
cristiano da a conocer que Dios es la Verdad y la Sabiduría, por cuanto él es caracterizado como el
fundamento de todo lo real. Conociéndolo a Él se conoce aquello que es el fundamento de todo lo que
vemos. Por lo tanto, Dios es aquello que aspiraba conocer la filosofía antigua: el principio o causa de todas
las cosas. Dios es esa verdad de todas las cosas y es aquel que, en cuanto Creador de todo, lo conoce todo.
La filosofía necesita así de la orientación de la fe, es decir, de las verdades que le suministra el cristianismo.
La fe señala el camino, a la razón le toca andarlo. La fe sabe que el mundo ha sido creado por Dios, de
modo que, por ejemplo, es imposible que el mundo sea eterno, como sostenía algún filósofo antiguo. La
razón interpreta lo que se dice en el texto sagrado, haciéndolo comprensible y defendiéndolo de los
ataques de los paganos, pero también lo afirma frente a las desviaciones que pueden introducir algunos
autores cristianos (herejias).
Agustín de Hipona aceptará el dualismo platónico, pero lo reinterpretará en términos cristianos. Dios es
eso que Platón denominaba “mundo de las ideas”, es el único ser inmutable, eterno y perfecto; frente a él,
el mundo (=mundo sensible platónico) es algo mutable y temporal. El Creacionismo (típico de todo el
pensamiento medieval) sostiene que existe una relación de dependencia completa del mundo hacia Dios.
Todo lo que existe es fruto de Dios; es el Creador, el mundo es su creación y las cosas en él (es decir, los
hombres, los animales, las plantas, las rocas, los planetas, etc.) son sus criaturas. Incluso el tiempo es una
creación de Dios, que es eterno, es decir, atemporal (él crea el tiempo, luego está “fuera” del tiempo). En
este sentido, Agustín dirá que el relato bíblico de la Creación es un relato alegórico, que no hay que
interpretar de manera literal: Dios no crea el mundo en seis días, puesto que, como hemos dicho, es un ser
inmutable y hacer algo ahora y otra cosa después y otra luego supondría que Dios cambia. La creación de
Dios es, por el contrario, instantánea, total y contínua. Es decir, Dios creó el mundo de una vez, todos
los seres, tanto los pasados como los presentes y como los futuros, que se hallan en potencia en la materia
del mundo. En ese acto simultáneo que es la Creación, Dios ha introducido en lo creado las “simientes” o
“gérmenes” de todo lo que ocurrirá, por lo que el desarrollo temporal del mundo no es más que la
actualización de esas “semillas” y, por tanto, una prolongación de la acción creadora de Dios (esta postura
se conoce como creacionismo fijista o fijismo, por contraposición al evolucionismo: nada ha cambiado
desde que Dios creó el mundo). Dios inaugura en ese acto el tiempo, que es por tanto algo creado por
Dios también. Por eso no pudo crear Dios el mundo en una cantidad determinada de tiempo, puesto que
en el propio acto de creación se creó el tiempo (de otro modo, el tiempo sería algo preexistente a Dios, o
coexistente con él, pero: “Dios creó el mundo de la nada”). Cuando describe la Creación en términos
temporales, el texto bíblico está ofreciendo una alegoría que explica la Creación del mundo por etapas para
que se comprenda la importancia de cada cosa en relación con el acto de la Creación. Se habla así para que
nosotros lo entendamos, pero no porque efectivamente fuese así (aquí de nuevo la filosofía nos ayuda a
disipar malas interpretaciones del texto sagrado y deshacer las contradicciones que supuestamente podrían
encontrarse en el mismo).
Dios es la causa de todo, es decir, Dios es así el “ser” (en términos aristotélicos), como se dice en la Biblia:
“yo soy el que soy”. Dios es el único del que corresponde decir que propiamente es. Es inmutable e
idéntico. Recordemos que en Platón las ideas, en cuanto modelos ideales y perfectos, gozaban de una
consistencia de la que carecía el mundo sensible. En el cristianismo se mantendrá está inconsistencia de lo
sensible, reforzándola más si cabe (“el mundo es un valle de lágrimas”) al hacer depender todas las cosas
(incluso sus esencias) del creador divino. En este sentido, las ideas platónicas serán reinterpretadas por
Agustín de Hipona como las esencias o modelos a partir de los cuales Dios creó las cosas, de tal forma que
el “mundo inteligible” platónico pasa a situarse en la mente de Dios. Las esencias de las cosas son, así, las
ideas ejemplares, los modelos ideales en los que Dios se basó para crear el mundo. Comprender una cosa
mediante la razón será captar su idea ejemplar. Esas esencias, los hombres las captan al ver a los seres
sensibles que participan de ellas, lo que, como vimos en Platón, daba lugar a la teoría de la reminiscencia.
En Agustín de Hipona, no podrá haber “reminiscencia” platónica puesto que esta supone la preexistencia
y reencarnación del alma y para Agustín de Hipona (en tanto que pensador cristiano) el alma no puede
reencarnarse. Para Agustín de Hipona, el hombre reconoce esas esencias porque esas “verdades” se hallan
en su propia alma, es la forma de su razón, que sólo requiere de la luz de Dios para ponerse en actividad.
Son “verdades innatas”, puesto que el hombre nace con ellas, y se diferencian de las “verdades
sensibles” que se captan con el cuerpo y son las percepciones que se tienen de las cosas del mundo. Lo que
percibimos por los sentidos nos proporciona una serie de informaciones, pero esto no es más que el
primer paso del conocimiento: el alma recoge esa información y la juzga por sí misma, según unos criterios
que no ha adquirido en su relación con lo sensible (en lo sensible no se da nada perfecto y podemos juzgar
la imperfección de algo, es decir, tenemos el criterio de lo que es perfecto). Estos criterios no puede
haberlos inventado el alma, dado que son perfectos, pero están en ella. Las verdades innatas se captan por
medio de la iluminación (la fe marca el camino), es decir, Dios “ilumina” nuestra mente y nos permite así
captar las ideas.
Estas ideas ejemplares, las esencias de las cosas, son, como en Platón, las perfecciones de cada cosa que cae
bajo ellas. Son perfecciones porque son los modelos mediante los que Dios creó las cosas. En la medida en
que participa de Dios, en la medida en que se aproxima a su propia esencia, el mundo es, pues, perfecto,
pero en la medida en que se distancia de él, en que no es él, en que es distinto de él, es imperfecto. Esto
explica la presencia del mal en el mundo, uno de los problemas recurrentes de las posturas creacionistas1:
Dios es el Bien, las criaturas en la medida en que participan de él serán buenas, pero aquello que las
diferencia de él es lo que tienen de mal. Recordemos también aquí la idea del Bien platónica, que actuaba
como fundamento de perfección de todo. Para Agustín, el mal carece de entidad, es algo negativo: el mal es
simplemente la ausencia de Dios. En el terreno metafísico este “mal” es lo que hace a las cosas distintas a su
esencia (= perfección, bien) y las somete al cambio y a la corrupción. Frente al maniqueísmo y sus dos
principios, Agustín de Hipona va a sostener que sólo existe un principio, que es Dios, el principio del
Bien. El mal no es un principio, porque el mal no es nada; el mal es simplemente el apartarse de Dios. El
Bien es un camino, el mal es apartarse del camino. El mal es aquello que diferencia a Dios de las cosas;
hacer el mal es por tanto no hacer aquello que Dios dice que hay que hacer.

1
Si todo proviene de Dios, entonces ¿el mal proviene de Dios? Si proviene de Dios, o el mal es malo (y entonces Dios
no es absolutamente bueno, o peor aún, no es omnipotente, puesto que no ha podido no crear el mal) o el mal es bueno,
y entonces ¿debemos hacer el mal? Si no proviene de Dios, o es un principio aparte de él y caemos en el maniqueísmo
(ya no existiría un solo dios, sino dos: el dios del bien y el dios del mal), o… no es nada. Esta es la solución agustiniana,
que debe responder, pues, a la siguiente cuestión: si el mal no es nada, ¿qué es lo que llamamos “mal” entonces?
3.-Antropología: el ser humano

La antropología agustiniana se basa en esta misma dualidad u oposición que diferencia entre Dios y las
cosas, en este caso, el hombre. El hombre ha sido creado por Dios, pero es una criatura privilegiada: ha
sido creado “a su imagen y semejanza”, de modo que en él hay una potencia de obrar bien que le acerca a la
bondad divina. Esta potencia de obrar es el alma. El cuerpo, sin embargo, es su materia, aquello que le
diferencia de Dios. El hombre se compone de alma y cuerpo: como en Platón, su alma es inmortal y se
halla “encerrada” en el cuerpo, unida con él de un modo meramente accidental. El alma es superior al
cuerpo: esto se traduce en el libre albedrío, en la capacidad del alma de sobreponerse a las pasiones del
cuerpo y obrar en función de lo que ella crea conveniente. El alma ha sido creada por lo tanto como algo
que debe mandar, que debe usar como instrumento al cuerpo.
En este punto, sin embargo, se produjo en tiempo de Agustín una polémica, con repercusiones éticas, que
hizo que el propio Agustín tuviera que exponer de un modo claro sus pensamientos sobre el particular.
Un pensador cristiano, llamado Pelagio, sostuvo una interpretación de la naturaleza humana que llevó a
Agustín de Hipona a contestar a sus argumentos puesto que consideraba peligrosas las conclusiones que se
podían sacar de ella. Para el pelagianismo, la naturaleza humana, en cuanto creada por Dios, es inmutable
y la libertad, el libre albedrío, es su característica principal, que es así inextirpable. El ser humano siempre
ha sido como es. Así pues, el pecado original de Adán, ese primer acto de maldad de la humanidad, no
pudo modificar nuestra naturaleza, ya que es inmutable, de modo que ese pecado afecta sólo al propio
Adán, no a su descendencia. El hombre goza de libre albedrío, de modo que en cualquier momento puede
hacer el bien o hacer el mal; si hace lo primero se salvará, si hace lo segundo se condenará. Está en su mano,
pues, el salvarse o condenarse. Esta postura supone una independencia del hombre respecto a Dios que
contradice las líneas principales del pensamiento cristiano: la gracia divina, por ejemplo, quedaba en el
pelagianismo reducida a una ayuda, sin ser nada necesario para la salvación del hombre. El ser humano
puede salvarse sin necesidad de Dios. La doctrina de Pelagio atentaba así contra la libertad y omnipotencia
de Dios, que no podía salvar a la humanidad por su propia gracia. Más grave aún: la encarnación de Cristo,
se dice en la Biblia, se realizó con vistas a salvar a la humanidad del pecado original, a congraciarla con
Dios, de suerte que si el pecado de Adán no tuvo ninguna clase de repercusión, tampoco tendría sentido el
sacrificio de Cristo.
Agustín va a criticar esta posición antropológico-ética de Pelagio, siguiendo las indicaciones de la fe y por
tanto aceptando lo que dice el texto bíblico y tratando de darle un sentido racional. El pecado de Adán, el
pecado original, supuso la elección del mal frente al bien, apartarse de Dios, y su mancha se extendió a
toda la humanidad. De ahí la “expulsión del Paraíso” de la que se habla en la Biblia. Hay un antes y un
después del pecado de Adán y esa acción singular ha tenido consecuencias para la humanidad. El ser
humano ha adquirido con ese acto de Adán la tendencia a alejarse del camino de Dios, a obrar por
egoísmo, a pensar sólo en su propio interés. Es una tendencia, todavía se puede hacer el bien, pero ahora
hacerlo es por así decir nadar contracorriente. El alma fue creada para dominar al cuerpo, sí, pero tras el
pecado de Adán el orden se ha invertido y ahora es el cuerpo el que domina al alma. El cuerpo es la cárcel
del alma ahora, porque se impone sobre ella; antes del pecado original la naturaleza del hombre era
distinta. La tarea es, pues, restituir la naturaleza anterior, en la que era posible hacer el bien y no dejarse
conducir por el cuerpo.
Ahora bien, de igual modo que en el aspecto cognoscitivo, donde la razón por sí misma no conduce a
nada, no llega a conocer a Dios, en el terreno antropológico-ético el hombre por sí sólo no es capaz de
alcanzar a Dios, de hacer el bien o encontrar la felicidad, es decir, de salvarse. El hombre necesita la Gracia
de Dios para salvarse. El sacrificio de Jesús vuelve, por lo tanto, a recobrar su sentido: Cristo ha muerto en
la cruz para redimir a la humanidad del pecado original, para que el hombre pueda seguir su ejemplo y
entregarse a la Gracia divina, esperando la salvación. Abrirse a la fe será “nacer de nuevo”, conseguir esa
nueva naturaleza en la que la relación entre el cuerpo y el alma es la que Dios quiso que fuera al crear al
hombre. El ser humano no puede salvarse por sí solo: solo se libra del mal por la conversión a la fe, que se
le concede por gracia de Dios.
4.-Ética o moral

(Presupone consideraciones expuestas en la metafísica: el bien; y la antropología: el pecado original)


Dios es, pues, la salvación y, en este sentido, solo él otorga la felicidad. La felicidad consiste en salvarse, en
redimir la naturaleza humana y obtener la recompensa eterna en el Juicio Final. La felicidad terrenal, la
felicidad derivada del cuerpo, es efímera y variable; sólo la salvación es felicidad eterna. Para salvarse, el
hombre debe seguir aquello que en él se encuentra emparentado con Dios, aquello que en él está hecho a
semejanza de Dios, es decir, el alma, solo así se acercará a la perfección. Ese es el único modo que tiene de
ser feliz en este mundo, puesto que sólo siguiendo a Dios, obedeciendo sus mandatos, y en virtud de su
Gracia, podrá salvarse. Ya hemos visto que, frente al maniqueísmo, Agustín de Hipona sostenía que sólo
existe un principio, Dios, el principio del Bien. El Bien, la perfección, es un camino, el único que existe,
el mal no es nada, no es un camino aparte, supone más bien apartarse del camino. El mal en el hombre
surge por aquella inversión de la relación entre el alma y el cuerpo que se dió en el pecado original, es una
inversión de la jerarquía. El mal moral en el hombre es consecuencia del propio hombre, tanto en la
primera elección de Adán como en la corrupción moral de su descendencia. Al obrar mal, el hombre está
siguiendo el “amor de sí” (la soberbia), anteponiéndola al “amor a Dios” (el primer mandamiento es
“Amarás a Dios sobre todas las cosas”). Este último es el camino del bien, y es lo que la voluntad quiere (la
voluntad no puede querer lo que sabe que es un mal). Si el ser humano antepone aquello a esto es por
causa del pecado original: usa su voluntad con libre albedrío, escoge, pero no la usa libremente, dado que
no escoge aquello que quiere.
El libre albedrío es usado mal por el ser humano mismo, sin que quepa responsabilizar a Dios de este mal
uso. Será, antes bien, el buen uso, la elección del bien, aquello de lo que tendremos que responsabilizar a
Dios. La gracia divina hace que el ser humano pueda sobreponerse a su naturaleza corrupta y ser bueno y
salvarse. De nuevo, solo con la ayuda de la fe, de la redención del mensaje cristiano, se obtiene la salvación.
De este modo, mediante la gracia divina, el hombre es capaz de alcanzar la libertad. Agustín distingue
entre libre albedrío y libertad: el libre albedrío es algo que es inherente al reconocimiento de que el
hombre pecó (sin decisión, no hay responsabilidad); dado que el ser humano tiene una naturaleza
corrupta, usa ese libre albedrío para el mal; solo mediante la gracia de Dios puede usarlo para el bien, de
este modo, dirá Agustín, la gracia produce la libertad humana, cuyo grado supremo será el no querer más
que el bien.
5.-Política o sociedad

La humanidad se halla así dividida en dos grandes grupos, los que se salvarán y los que se condenarán. Los
primeros constituyen lo que Agustín de Hipona en la obra que lleva ese nombre llamará “la ciudad de
Dios” (= Jerusalén), aquellos hombres que son capaces de mirar más allá de sí y con la ayuda de Dios ser
salvados en el Juicio Final. Forman una “ciudad” porque su amor a Dios les une a él y les une entre sí. Los
segundos, los hombres que sólo piensan en sí mismos y en su bienestar mundano, pertenecen a “la ciudad
terrena” (= Babilonia), y son aquellos que serán condenados en el fin de los tiempos. En el tiempo
histórico las dos ciudades permanecen mezcladas, sin poder distinguirse, excepto por Dios mismo, quién
pertenece a cada una.
La Historia de la humanidad, pues, es una historia de la salvación. Al igual que el resto de las cosas,
también la historia se halla en dependencia con Dios. La filosofía antigua no pensó sobre la historia, acerca
de su comienzo o de su posible final; su modo de interpretar el tiempo era más bien lineal (como el tiempo
de la naturaleza: cada año se repiten las estaciones, cada mes se repite el ciclo lunar, cada día se repite la
alternancia día-noche, etc.). Pero en el pensamiento de Agustín de Hipona, al igual que todas las cosas de
este mundo, la historia del hombre tiene un comienzo y tendrá un final. Dios ha creado al mundo (luego
hay un inicio) y el mundo terminará en algún momento (luego hay un final). Tenemos aquí una
concepción lineal, progresiva, de la historia, donde los eventos son irrepetibles y únicos.
La historia universal puede dividirse en dos épocas: desde la aparición del ser humano hasta el
advenimiento de Cristo (a.C.) y desde el nacimiento de Jesús hasta el fin de los tiempos, donde se alcanzará
la redención humana (d.C.). De nuevo, es la fe la que proporciona aquí la guía a la razón: si no es por la fe,
por ejemplo, el nacimiento de Jesús no sería más que un nacimiento más, no tendría la repercusión
teológica que lo convierte en el centro de la historia. La historia es la historia de la creación de la ciudad de
Dios, su desarrollo es el siguiente: comienza con el Génesis bíblico, es decir, la Creación del mundo (donde
se crea a su vez, recordemos, el tiempo, así que “antes” no hay nada); continúa con el pecado original de
Adán y la corrupción de la naturaleza humana; después viene el tiempo de espera de la venida del Salvador
(el tiempo de los paganos y del Antiguo Testamento); posteriormente, se produce la encarnación de Cristo
y la Gracia divina, constituyéndose su Iglesia (el centro de la Historia); y concluye con el Juicio Final, en el
que las dos ciudades se separarán por toda la eternidad. El pecado original es el comienzo de la historia, la
encarnación de Cristo es el centro de la historia y el juicio final su final. Se progresa desde el mal y la
confusión (el destierro del Paraíso) al bien y la separación de los justos e injustos. De este modo, el
desarrollo de la historia implica la realización progresiva de la ciudad de Dios. En el Juicio Final dividirá a
la humanidad, de manera definitiva, entre los salvados y los condenados.
TEMAS Y CONCEPTOS CLAVE:

Teología: Creador, Bien, Verdad, ser, gracia de Dios, Juicio Final. (TEMA A DESARROLLAR POR EL
ALUMNO)

Metafísica y Teoría del conocimiento: razón, fe, Creador, Creación, criatura, tiempo, verdades innatas,
verdades sensibles, ideas ejemplares, Bien, maniqueísmo.

Antropología: alma, cuerpo, libre albedrío, pelagianismo, pecado original, salvación.

Ética: libre albedrío, pelagianismo, pecado original, gracia de Dios, bien, salvación, libertad.

Política: Historia de la salvación, ciudad de Dios, ciudad terrenal, juicio final.


TEXTOS DE AGUSTÍN DE HIPONA2

Texto EVAU: Del libre albedrio, Libro II, 1-2.

Del libre albedrío

Capítulo I Por qué nos ha dado Dios la libertad, causa del pecado

1.
EVODIO.— Explícame ya, si es posible, por qué ha dado Dios al hombre el libre albedrío de la voluntad
puesto que, de no habérselo dado, ciertamente no hubiera podido pecar.3
AGUSTÍN.— ¿Tienes ya por cierto y averiguado que Dios ha dado al hombre una cosa que, según tú, no
debía haberle dado?
EV.— Por lo que me parece haber entendido en el libro anterior, es evidente que gozamos del libre
albedrío de la voluntad y que, además, él es el único origen de nuestros pecados.
AG.— También yo recuerdo que llegamos a esta conclusión sin género de duda. Pero ahora te he
preguntado si sabes si Dios nos ha dado el libre albedrío de que gozamos, y del que es evidente que trae su
origen el pecado.
EV.— Pienso que nadie pudo haberlo hecho sino Él, porque de Él procedemos, y ya sea que pequemos, ya
sea que obremos bien, de Él merecemos el castigo y el premio.
AG.— También deseo saber si comprendes bien esto último, o es que lo crees de buen grado, fundado en
el argumento de autoridad, aunque de hecho no lo entiendas.
EV.— Acerca de esto último confieso que primeramente di crédito a la autoridad. Pero ¿puede haber cosa
más verdadera que el que todo bien procede de Dios, y que todo cuanto es justo es bueno, y que tan justo
es castigar a los pecadores como premiar a los que obran rectamente? De donde se sigue que Dios aflige a
los pecadores con la desgracia y que premia a los buenos con la felicidad.

2.
AG.— Nada tengo que oponerte, pero quisiera que me explicaras lo primero que dijiste, o sea, cómo has
llegado a saber que venimos de Dios, pues lo que acabas de decir no es esto, sino que merecemos de Él el
premio y el castigo.
EV.— Esto me parece a mí que es también evidente, y no por otra razón sino porque tenemos ya por
cierto que Dios castiga los pecados. Es claro que toda justicia procede de Dios. Ahora bien, si es propio de
la bondad hacer bien aun a los extraños, no lo es de la justicia el castigar a aquellos que no le pertenecen.
De aquí que sea evidente que nosotros le pertenecemos, porque no sólo es benignísimo en hacernos bien,
sino también justísimo en castigarnos. Además, de lo que yo dije antes, y tú concediste, a saber, que todo
bien procede de Dios, puede fácilmente entenderse que también el hombre procede de Dios, puesto que el
hombre mismo, en cuanto hombre, es un bien, pues puede vivir rectamente siempre que quiera.

3.
AG.— Evidentemente, si esto es así, ya está resuelta la cuestión que propusiste. Si el hombre en sí es un

2
Los textos en las notas al pie son anotaciones del profesor para que el alumno pueda seguir mejor el texto.
3
El texto de Agustín es un diálogo en el que lleva la voz cantante el propio Agustín. La pregunta inicial es: ¿por qué nos
ha dado Dios el libre albedrío, ya que implica la capacidad de obrar mal? ¿No sería mejor que todos obedeciésemos de
modo automático los designios divinos?
bien y no puede obrar rectamente sino cuando quiere, síguese que por necesidad ha de gozar de libre
albedrío, sin el cual no se concibe que pueda obrar rectamente. Y no porque el libre albedrío sea el origen
del pecado, por eso se ha de creer que nos lo ha dado Dios para pecar. Hay, pues, una razón suficiente de
habérnoslo dado, y es que sin él no podía el hombre vivir rectamente4. Y, habiéndonos sido dado para este
fin, de aquí puede entenderse por qué es justamente castigado por Dios el que usa de él para pecar, lo que
no sería justo si nos hubiera sido dado no sólo para vivir rectamente, sino también para poder pecar.
¿Cómo podría, en efecto, ser castigado el que usara de su libre voluntad para aquello para lo cual le fue
dada? Así, pues, cuando Dios castiga al pecador, ¿qué te parece que le dice sino estas palabras: “te castigo
porque no has usado de tu libre voluntad para aquello para lo cual te la di, esto es, para obrar según
razón”? Por otra parte, si el hombre careciese del libre albedrío de la voluntad, ¿cómo podría darse aquel
bien que sublima a la misma justicia, y que consiste en condenar los pecados y en premiar las buenas
acciones? Porque no sería ni pecado ni obra buena lo que se hiciera sin voluntad libre. Y, por lo mismo, si
el hombre no estuviera dotado de voluntad libre, sería injusto el castigo e injusto sería también el premio.
Mas por necesidad ha debido haber justicia, así en castigar como en premiar, porque éste es uno de los
bienes que proceden de Dios. Necesariamente debió, pues, dotar Dios al hombre de libre albedrío.

Capítulo II Objeción: si el libro albedrío ha sido para el bien, ¿cómo es que obra el mal?

4
EV.— Concedo que Dios haya dado al hombre la libertad. Pero dime: ¿no te parece que, habiéndonos sido
dada para poder obrar el bien, no debería poder entregarse al pecado? Como sucede con la misma justicia,
que, habiendo sido dada al hombre para obrar el bien, ¿acaso puede alguien vivir mal en virtud de la
misma justicia? Pues, igualmente, nadie podría servirse de la voluntad para pecar si ésta le hubiera sido
dada para obrar bien.
AG.— El Señor me concederá, como lo espero, poderte contestar, o mejor dicho: que tú mismo te
contestes, iluminado interiormente por aquella verdad que es la maestra soberana y universal de todos.
Pero quiero antes de nada que me digas brevemente si, teniendo como tienes por bien conocido y cierto lo
que antes te pregunté, a saber: que Dios nos ha dado la voluntad libre, procede decir ahora que no ha
debido darnos Dios lo que confesamos que nos ha dado. Porque, si no es cierto que Él nos la ha dado, hay
motivo para inquirir si nos ha sido dada con razón o sin ella, a fin de que, si llegáramos a ver que nos ha
sido dada con razón, tengamos también por cierto que nos la ha dado aquel de quien el hombre ha
recibido todos los bienes, y que si, por el contrario, descubriésemos que nos ha sido dada sin razón,
entendamos igualmente que no ha podido dárnosla aquel a quien no es lícito culpar de nada. Mas si es
cierto que de Él la hemos recibido, entonces, sea cual fuere el modo como la hemos recibido, es preciso
confesar también que, sea cual fuere el modo como nos fue dada, ni debió no dárnosla ni debió dárnosla
de otro distinto de como nos la dio; pues nos la dio aquel cuyos actos no pueden en modo alguno ser
razonablemente censurados.

5.
EV.— Aunque creo con fe inquebrantable todo esto, sin embargo, como aún no lo entiendo,
continuemos investigando como si todo fuera incierto. Porque veo que, de ser incierto que la libertad nos
haya sido dada para obrar bien, y siendo también cierto que pecamos voluntaria y libremente, resulta

4
El bien no solo exige realizar X acción, sino querer realizarla, requiere intención, y solo hay intención o voluntad si
hay libre albedrío. Si nuestro modo de actuar fuese similar a las conductas involuntarias que tiene nuestro cuerpo (al
latir el corazón, por ejemplo), nuestras acciones no tendrían mérito alguno (ni reproche alguno).
incierto si debió dársenos o no. Si es incierto que nos ha sido dada para obrar bien, es también incierto que
se nos haya debido dar, y, por consiguiente, será igualmente incierto que Dios nos la haya dado; porque, si
no es cierto que debió dárnosla, tampoco es cierto que nos la haya dado aquel de quien sería impiedad
creer que nos hubiera dado algo que no debería habernos dado.
AG.— Tú tienes por cierto, al menos, que Dios existe.
EV.— Sí; esto tengo por verdad inconcusa, mas también por la fe, no por la razón.
AG.— Entonces, si alguno de aquellos necios de los cuales está escrito: “Dijo el necio en su corazón: No
hay Dios” no quisiera creer contigo lo que tú crees, sino que quisiera saber si lo que tú crees es verdad,
¿abandonarías a ese hombre a su incredulidad o pensarías quizá que debieras convencerle de algún modo
de aquello mismo que tú crees firmemente, sobre todo si él no discutiera con pertinacia, sino más bien con
deseo de conocer la verdad?5
EV.— Lo último que has dicho me indica suficientemente qué es lo que debería responderle. Porque,
aunque fuera él el hombre más absurdo, seguramente me concedería que con el hombre falaz y contumaz
no se debe discutir absolutamente nada, y menos de cosa tan grande y excelsa. Y una vez que me hubiera
concedido esto, él sería el primero en pedirme que creyera de él que procedía de buena fe en querer saber
esto, y que tocante a esta cuestión no había en él falsía ni contumacia alguna. Entonces le demostraría lo
que juzgo que a cualquiera le es facilísimo demostrar, a saber: que, puesto que él quiere que yo crea, sin
conocerlos, en la existencia de los sentimientos ocultos de su alma, que únicamente él mismo puede
conocer, mucho más justo sería que también él creyera en la existencia de Dios, fundado en la fe que
merecen los libros de aquellos tan grandes varones que atestiguan en sus escritos que vivieron en compañía
del Hijo de Dios, y que con tanta más autoridad lo atestiguan, cuanto que en sus escritos dicen que vieron
cosas tales que de ningún modo hubieran podido suceder si realmente Dios no existiera, y sería este
hombre sumamente necio si pretendiera echarme en cara el haberles yo creído a ellos, y deseara, no
obstante, que yo le creyera a él6. Ciertamente no encontraría excusa para rehusar hacer lo mismo que no
podría censurar con razón.
AG.— Pues, si respecto de la existencia de Dios juzgas prueba suficiente el que nos ha parecido que
debemos creer a varones de tanta autoridad, sin que se nos pueda acusar de temerarios, ¿por qué, dime,
respecto de estas cosas que hemos determinado investigar, como si fueran inciertas y absolutamente
desconocidas, no piensas lo mismo, o sea, que, fundados en la autoridad de tan grandes varones, debamos
creerlas tan firmemente que no debamos gastar más tiempo en su investigación?
EV.— Es que nosotros deseamos saber y entender lo que creemos7.

6.
AG.— Veo que te acuerdas perfectamente del principio indiscutible que establecimos en los mismos
comienzos de la cuestión precedente: si el creer no fuese cosa distinta del entender, y no hubiéramos de
creer antes las grandes y divinas verdades que deseamos entender, sin razón habría dicho el profeta: Si no
creyereis, no entenderéis8. El mismo Señor exhortó también a creer primeramente en sus dichos y en sus
hechos a aquellos a quienes llamó a la salvación. Mas después, al hablar del don que había de dar a los
creyentes, no dijo: “Esta es la vida eterna, que crean en mí”; sino que dijo: “Esta es la vida eterna, que te
conozcan a ti, sólo Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien enviaste”. Después, a los que ya creían, les dice:

5
La fe es suficiente, pero la razón permite apuntalarla y defenderla de otras ideas que se puedan imponer en la sociedad.
6
Aquí se propone un cierto argumento en favor de la existencia de Dios, no muy convincente, basado en la autoridad
que concedemos a los demás, y en especial la de “aquellos grandes varones”, los discípulos autores de evangelios de
Jesús.
7
No solo fe sino también razón: “nosotros deseamos saber y entender (= razón) lo que creemos (= fe)”.
8
Debemos conocer por medio de la razón, pero la fe es necesaria también: la fe marca el camino, la razón nos ayuda a
recorrerlo.
“Buscad y hallaréis; porque no se puede decir que se ha hallado lo que se cree sin entenderlo, y nadie se
capacita para hallar a Dios si antes no creyere lo que ha de conocer después”. Por lo cual, obedientes a los
preceptos de Dios, seamos constantes en la investigación, pues, iluminados con su luz, encontraremos lo
que por su consejo buscamos, en la medida que estas cosas pueden ser halladas en esta vida por hombres
como nosotros; porque, si, como debemos creer, a los mejores aun mientras vivan esta vida mortal, y
ciertamente a todos los buenos y piadosos después de esta vida, les es dado ver y poseer estas verdades más
clara y perfectamente, es de esperar que así sucederá también respecto de nosotros, y, por tanto,
despreciando los bienes terrenos y humanos, debemos desear y amar con toda nuestra alma las cosas
divinas.
TEXTOS SOBRE AGUSTÍN DE HIPONA
(Textos de otros autores para entender mejor a Agustin.)

-Fe y razón en Agustín

La conversión, junto con la consiguiente conquista de la fe, es por tanto el eje en torno al cual gira todo el
pensamiento agustiniano y la vía de acceso para su entendimiento pleno.
¿Se trata entonces de una forma de fideísmo? No. Agustín se encuentra muy lejos del fideísmo, que
siempre representa una forma de irracionalismo9. La fe no sustituye a la inteligencia y tampoco la elimina;
al contrario, como ya hemos dicho previamente, la fe estimula y promueve la inteligencia. La fe es un
cogitare cum assensione, un modo de pensar asintiendo; por esto, si no hubiera pensamiento, no existiría la
fe. Y de manera análoga, por su parte la inteligencia no elimina la fe, sino que la refuerza y, en cierto modo,
la aclara. En definitiva: fe y razón son complementarias.

G. Reale y D. Antiseri, Historia de la Filosofía. I. De la Antigüedad a la Edad Media. 2. Patrística y


Escolástica, Barcelona: Herder, p. 90.

-Creación y generación. El tiempo

El hombre sabe “generar” (los hijos) y sabe “producir” (los artefacta), pero no sabe “crear”, porque es un
ser finito. (...)
Existe una diferencia enorme entre “generación” y “creación”, porque esta última supone, a diferencia de
aquella, llegar a ser por una donación de ser por parte del que crea a “lo que no era en absoluto”. Y dicha
acción es un “don divino” gratuito, motivado por la libre voluntad y la bondad de Dios y su infinito
poder. Dios, al crear de la nada el mundo, creó junto con el mundo el tiempo mismo. En efecto, el tiempo se
halla vinculado estructuralmente al movimiento; sin embargo, no existe movimiento antes del mundo,
sino solo con el mundo.
(...)
Antes de que el cielo y la tierra fuesen creados, no existía el tiempo y, por tanto, no se puede hablar de un
“antes” previo a la creación del tiempo. El tiempo es creación de Dios y, en consecuencia, el interrogante
antes mencionado carece de sentido, porque aplica a Dios una categoría que sólo es válida para la criatura,
cometiendo así un error estructural. En efecto, “tiempo” y “eternidad” son dos dimensiones
inconmensurables: muchos de los errores que cometen los hombres cuando hablan de Dios, como en la
pregunta que antes formulamos, surgen de una indebida aplicación del tiempo a lo eterno, que es algo
totalmente distinto del tiempo.

G. Reale y D. Antiseri, Historia de la Filosofía. I. De la Antigüedad a la Edad Media. 2. Patrística y


Escolástica, Barcelona: Herder, pp. 97-99.

-Verdades innatas y conocimiento de Dios

Mi conocimiento de una verdadera verdad (de una verdad inmutable, necesaria) no puede proceder de la
sensación, porque la sensación es siempre pasajera; tampoco puede proceder de mí mismo, porque yo
9
Fideísmo = Doctrina filosófica según la cual solamente a través de la fe y la revelación divina es posible conocer los
principios metafísicos, éticos y religiosos que son inaccesibles a la razón. (Nota del profesor)
mismo soy algo mudable y contingente; entonces es preciso, puesto que tal conocimiento se da, que en lo
más profundo del hombre resida una unidad con algo que no es el hombre mismo, sino lo inmutable, la
verdad, el ser. Dios es “más íntimo a mí que mi misma intimidad”; lo que el hombre siempre busca, quizá
sin saber qué busca, no ha de buscarlo fuera.

F. Martínez Marzoa, Historia de la Filosofía, vol. 1, Madrid: Istmo, 2000, p. 266.

-Mundo de las ideas y dualismo platónico en Agustín

Agustín sencillamente considera a Dios como el ámbito de lo inteligible. Las ideas no son, pues,
“producidas” en modo alguno por Dios, sino que son consubstanciales a Dios, Dios las contiene en sí.
Esta identificación de lo inteligible con Dios tiene, desde el punto de vista cristiano, las siguientes ventajas:
a) Sitúa la Creación precisamente en el abismo entre lo inteligible y lo sensible, haciendo
corresponder la oposición Creador/creado a la oposición platónica ser/cosa. Como entre la idea y
lo sensible como sensible (no como determinación) hay un verdadero “abismo”, queda abierta una
puerta para admitir la total contingencia de lo sensible; todo lo necesario queda del lado de Dios.
b) Al ser lo sensible como tal lo que sale de la Creación, se le asegura a lo sensible como tal un carácter
positivo, una entidad (por tanto, una “bondad”), y se le da a la Creación un sentido de distinción
substancial entre lo creado y el Creador.

F. Martínez Marzoa, Historia de la Filosofía, vol. 1, Madrid: Istmo, 2000, pp. 268-269.

-El mal

Desde el punto de vista metafísico-ontológico, en el cosmos no existe el mal, sino que existen solamente
grados inferiores de ser en comparación con Dios, dependientes de la finitud de las cosas creadas y del
diferente grado de esta finitud. No obstante, aquello que ante una consideración superficial parece un
“defecto” (y podría por tanto parecer un mal), en realidad desaparece desde la perspectiva del universo
visto en su conjunto. Los grados inferiores del ser y las cosas finitas –incluso aquellas de orden ínfimo–
constituyen momentos articulados de un gran conjunto armónico. Por ejemplo, cuando juzgamos que es
un “mal” la existencia de determinados animales nocivos, en realidad estamos empleando la medida propia
de nuestra utilidad y de nuestro provecho contingente y, en consecuencia, apelamos a una perspectiva
errónea. Desde una visión de conjunto, cada cosa, incluso la aparentemente más insignificante, posee su
propio sentido y su propia razón de ser y, por tanto, constituye algo positivo.

G. Reale y D. Antiseri, Historia de la Filosofía. I. De la Antigüedad a la Edad Media. 2. Patrística y


Escolástica, Barcelona: Herder, p. 100.

-Mal y redención en Agustín

Nada es un mal, el mal no es en ningún sentido; lo que designamos como “mal” es simplemente la ausencia
de un determinado bien en una naturaleza que debería poseerlo. Es cierto que el hombre está en el mal,
que está vuelto hacia la materia, que la pone por encima (no que la materia sea de suyo mala), pero es así
porque él (el hombre mismo) se ha vuelto hacia la materia, porque “en Adán hemos pecado todos” y por
ello la humanidad es “una sola masa condenada”; el hombre –hundido en el pecado– no puede cumplir
(aunque sí conocer) la “ley”, y Dios podría en justicia condenar a todos los hombres, pero le plugo otorgar
su gracia a través de la Redención; es “gracia” porque es un don gratuito, que el hombre no podría
merecer, y es esa gracia lo que hace al hombre capaz de merecer, capaz de “buenas obras”. Sólo cuando el
hombre “nace de nuevo” por la fe, se hace capaz de cumplir la ley. La fe misma es gracia (en efecto: no se la
puede obtener racionalmente; se cree por algo distinto del propio investigar humano), porque, si no, del
hombre y sólo del hombre dependería la decisión, y para Agustín la salvación tiene que ser algo que el
hombre recibe gratuitamente.

F. Martínez Marzoa, Historia de la Filosofía, vol. 1, Madrid: Istmo, 2000, p. 269.

-La filosofía de la historia de Agustín

En cierto modo, se puede considerar que fue San Agustín quien dio el pistoletazo de salida a las filosofías
de la historia: con la instauración del catolicismo como religión oficial del Imperio, se empieza a ver ya
como conjunto el plan que Dios perseguía (aunque lo hiciera por caminos sinuosos). El martirio de los
mártires, por ejemplo, puede considerarse una atrocidad si se contempla como detalle aislado y, sin
embargo, viendo el sentido que tiene y el objetivo al que responde, la perspectiva cambia: su martirio y su
ejemplo resultan clave para la expansión del catolicismo (hasta convertirse en religión oficial) y, por lo
tanto, son decisivos para que pueda alcanzarse un final feliz. A este respecto, San Agustín nos advierte que
juzgar los detalles sueltos de la historia sería algo tan absurdo como juzgar un cuadro solo por sus
pinceladas negras sin juzgar la armonía de la composición en su conjunto.

L. Alegre Zahonero, El lugar de los poetas. Un ensayo sobre estética y política, Madrid: Akal, 2017, pp.
107-108.

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