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Capítulo 1

HISTORIA LITÚRGICA DEL TEMPLO CRISTIANO

EL CULTO CRISTIANO

Es posible que nuestro sentido trascendente provenga de la consciencia de la tem-


poralidad de la existencia y de lo inevitable de la muerte. Lo que esta certeza ha supues-
to para la vida del hombre a través de su reflejo en el hecho religioso constituye uno de
los temas básicos de la historia de la arquitectura. En efecto, los restos más antiguos que
se conservan de las construcciones humanas son las tumbas y los templos. El hombre
siempre ha acudido a estos lugares para meditar en busca de la respuesta a las preguntas
eternas y para celebrar los ritos de la vida y la muerte. La arquitectura ha ahondado en
estos sentimientos con las herramientas y los símbolos de su disciplina: el manejo de la
luz y de la penumbra, la escala de lo ínfimo y lo grandioso, la cualificación de los ámbi-
tos para el silencio y la fiesta, la pureza de la estructura y la exuberancia de la ornamen-
tación, la direccionalidad y el centro, lo tensional y lo estático. A través del contacto con
lo trascendente, la construcción se convirtió en Arquitectura.
La época que vamos a estudiar (1950/65) se caracterizó por una reflexión global
sobre los elementos que confluían en el culto católico, una reflexión que afectó a la
misma definición de iglesia. De ahí que las especulaciones de este tipo fueran abundan-
tes, no sólo entre liturgistas, sino también por parte de críticos de arquitectura. En este
periodo se produjo el giro —más o menos brusco, según los países— de entender la
iglesia como lugar de oración personal a entenderla como estricto lugar de comunidad y
asamblea, cuando en realidad no se trataba de conceptos excluyentes, de lo cual se deri-
varon conclusiones fundamentales para la definición arquitectónica del espacio de culto.
Por eso, antes de empezar a hablar de arquitectura religiosa conviene aclarar algunas
cuestiones básicas, pues las mismas palabras serán objeto de discusión en diferentes
momentos del desarrollo del debate. Veámoslas.
28 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

Algunos conceptos básicos

El término «sacro» siempre ha estado ligado al concepto de «separación». Lo


sacro es lo separado, lo reservado, lo puro, aquello que no puede ser tocado pues se
reserva —se «consagra»— a un fin más alto. Debido a su dedicación específica, lo
sacro —persona u objeto— participa de un estatuto ontológico diferente del resto de las
cosas y posee una plenitud —entendida como exclusiva dignidad cualitativa— tan sólo
comprensible mediante imágenes analógicas, de tal modo que su definición excede los
límites del lenguaje y de los conceptos. Lo sagrado posee un grado superior del «ser» y,
por lo tanto, de «presencia». Consiguientemente, es lo «real» por excelencia y por ello
disfruta de una capacidad de acción superior a lo habitual: posee «poder».
El hombre sólo tiene conocimiento y experiencia de lo sacro en tanto éste se
manifiesta («hierofanía»). Lo sacro nos acerca a la plenitud de las cosas, al estado ori-
ginario, a la plena potencialidad y, por lo tanto, suscita la nostalgia de aquella primitiva
situación beatífica que todas las religiones han evocado. Quizá sea por ello por lo que
la fiesta —como intento de vuelta al mundo primero— siempre se haya encontrado tan
ligada a lo sagrado. Desde este punto de vista, el carácter esencial de lo sacro sería lo
lúdico. Sin embargo no hay que olvidar que, invariablemente, ante lo divino se produce
una polarización de los sentimientos: o rechazo o atracción, o pavor o fascinación. Esta
impresión que causa lo desconocido es la base del sentimiento humano hacia lo sacro.
Y es precisamente en este punto donde se pueden evaluar los distintos grados de depu-
ración que presentan las religiones. La religión, en este sentido, se podría definir como
«la administración de lo sacro». Lo religioso abarcaría todo ese mundo de creencias, de
sentimientos y de actos que vinculan al hombre con los poderes trascendentes y, siquie-
ra de manera inmediata, con Dios mismo. Si lo sacro, decíamos, consistía en una suerte
de «presencia», lo religioso deviene un sentido de «dependencia»1. Así, si en las creen-
cias primitivas el grado de temor era porcentualmente muy superior al de la estima, el
cristianismo ha posibilitado que el amor pueda llegar a absorber la totalidad del sentir
religioso.
En el idioma castellano, el término «sagrado» está reservado al sentido cristiano de
lo sacro, de modo que éste englobaría a aquél2. Además, a la cualidad de «separación» se
le añadiría el atributo de la «inviolabilidad», de aquello que trasciende de modo absoluto.
Desde la encarnación del Verbo, Dios ya no es para el ser humano el «absolutamente
otro», sino uno más entre los hombres. Esa sorprendente mediación es la que, en último
término, origina la primacía del amor sobre el temor, la seguridad de la filiación divina
frente al azar de una voluntad despótica o de un destino ciego. La sacralidad cristiana
participa más de la comunión que de la prohibición —el «ama y haz lo que quieras»
agustiniano—, pero en ella sigue existiendo el concepto de lo numinoso, de tal manera

(1) La religión es una realidad, en cierto modo, paradójica, ya que desde el punto de vista gnoseológico
no es posible mantener una distancia objetiva. Es un fenómeno que solamente puede ser estudiado
desde dentro, pues tan sólo en la fe misma se produce el objeto que se desea estudiar.
(2) No obstante, con objeto de no resultar reiterativos, utilizaremos los términos «sacro», «sagrado» y
«religioso» como sinónimos, en expresiones del tipo «arte sacro», «espacio sagrado» o «arquitectura
religiosa».
Historia litúrgica del templo cristiano 29

que la familiaridad, la ternura y el amor pueden conciliarse con la aterradora reverencia


que impone la majestad de Dios. De ahí que una iglesia pueda ser al mismo tiempo
«terribilis locus» y «tabernaculum dilectum», según las conocidas expresiones bíblicas.
Lo sacro lleva adherido un matiz social ligado a la idea de «sacrificio»3. En efecto,
mediante el sacrificio, el hombre ofrece lo mejor que tiene a la divinidad, con el objeto
de honrarle y alcanzar su favor. La celebración del sacrificio nunca es arbitraria, sino
que exige una preparación rigurosa que muchas veces se traduce como purificación —
continencia o ayuno— y un desarrollo preciso. Por eso, en casi todas las religiones el
sacrificio exige la presencia del sacerdote, una persona que ha sido consagrada para
mediar entre la comunidad y la divinidad según unos ritos preestablecidos que confor-
man la liturgia4. Será en relación con la liturgia como se defina, se caracterice, adquiera
su dignidad y establezca sus exigencias el arte sacro de cualquier época. Por eso, para
nosotros resulta inevitable precisar en este momento lo que es y lo que no es liturgia, ya
que ésta constituirá la base programática de la construcción de templos a lo largo de la
Historia, como tendremos ocasión de comprobar a continuación.
La historia de la liturgia es un capítulo apasionante y fundamental de la historia de la
teología en el que luego nos detendremos. En el momento histórico que nos ocupa, a
menudo se entendía por liturgia el conjunto de los ritos y de las prescripciones que forma-
ban el ceremonial del culto cristiano. Era ésta una noción incompleta de la liturgia —por
formalista—, que desconocía el elemento íntimo y vital que la informaba, a saber, la
Gracia, la vida divina. Esa concepción de liturgia llegaría a degenerar en un ritualismo
vacío entendido como un fin en sí mismo, aproximándose así al formulismo mágico de las
religiones ancestrales. Mediante la encíclica «Mediator Dei», el papa Pío XII estableció en
1947 la definición de liturgia que se usó en España en el periodo temporal que estamos
estudiando. Para el Pontífice, la liturgia sería el ejercicio de la mediación sacerdotal de
Cristo ante el Padre Eterno a través de la Iglesia, su cuerpo místico. En esta definición nos
interesa distinguir tres elementos: un elemento espiritual, que es la Gracia divina, conse-
guida y comunicada a los hombres por Cristo mediante su sacrificio; el término último del
culto, que es Dios en sus tres divinas personas; y un elemento auxiliar, material y sensible,
constituido por los edificios, objetos, fórmulas y ceremonias que conforman los diferentes
ritos litúrgicos. Aquí es donde cobra importancia el espacio sagrado.

(3) Andrei Tarkovski ha sostenido que el concepto de sacrificio presupone el apartamiento de cualquier
intención primaria y egoísta, de modo que la persona que lo realiza se encontraría viviendo en un
estado situado más allá de la lógica normal de los acontecimientos, desligada del mundo material y
de sus leyes: «El espacio donde se mueve quién está dispuesto a sacrificarlo todo, e incluso a entre-
garse a sí mismo en sacrificio, es algo así como el contrapeso de nuestros espacios de experiencias
empíricas; pero no por ello es menos real que éstos» («Esculpir en el tiempo», Rialp, Madrid, 1992,
239-240). Este concepto sería la base de la última película que realizó en su intensa trayectoria
como director de cine: «Offret» (1986).
(4) En el uso corriente de los clásicos griegos, el término «liturgia» alude a un servicio llevado a cabo
para la colectividad y en favor de ella. Este concepto tan general enseguida pasó a designar el conjun-
to de servicios que constituían el culto a los dioses. En este sentido estrictamente religioso se introdu-
jo en la Biblia para indicar el ministerio sagrado que los sacerdotes y levitas debían desempeñar en el
Tabernáculo en favor del pueblo. En el Nuevo Testamento, además de mantener ese significado, se
designaban también los actos del sacerdocio de Cristo, mucho más excelente, así como el servicio
eucarístico.
30 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

Introduzcamos ahora un concepto más: la diferencia entre el sacerdocio común y el


sacerdocio ministerial en la Iglesia, pues para entender la estructuración espacial del tem-
plo resulta imprescindible referirnos siquiera mínimamente a la doctrina paulina del
«cuerpo místico de Cristo». Esta doctrina había sido ya defendida por algunos Padres de
la Iglesia, pero por falta de un desarrollo teológico completo no fue ratificada hasta el
Concilio Vaticano II. San Pablo mantiene que el sacerdocio es una característica común a
todos los fieles cristianos. Mediante el sacramento del bautismo, el cristiano queda incor-
porado a Cristo, verdadero mediador entre Dios y los hombres, sumo y eterno sacerdote,
haciéndose partícipe de su misión redentora. Otro sacramento, el orden sacerdotal, se
superpondría al primero, cualificándolo con una misión distinta y específica: la adminis-
tración de la Gracia divina, de modo especial en el sacrificio de la eucaristía. Se habla así
de sacerdocio común de los fieles y de sacerdocio ministerial, que si bien se identifican
en lo básico, también difieren en algunas manifestaciones concretas ligadas al ejercicio
de la propia tarea pastoral. El Movimiento Litúrgico fue el primero en rescatar del olvido
esta doctrina y en reflejarla en la construcción de templos. El lugar de los fieles —la
nave— y el lugar del ministro —el presbiterio—, que habían aparecido históricamente
separados por grandes diferencias altimétricas y por el arco triunfal, se irán acercando
progresivamente, pues según esto, todos los fieles ofrecen el sacrificio de Cristo al Padre
en la celebración eucarística, aunque tan sólo el sacerdote consagra e inmola, ya que sólo
él puede «ser Cristo» en ese momento. El cambio que se opera tras el Concilio Vaticano
II consiste en la fusión —y en la práctica, muchas veces confusión— entre el celebrante
y el pueblo, de modo que todos puedan ofrecer, participar y ser protagonistas del misterio
al mismo tiempo, si bien cada uno a su modo, según su carisma específico.

La iglesia como templo cristiano

El hombre ha sentido en todas las épocas la necesidad de honrar a la divinidad,


originando los distintos tipos de culto y, consecuentemente, los distintos tipos de tem-
plo. En las religiones no cristianas los ritos religiosos suelen estar ligados al ámbito
familiar, reservándose para los templos una misión simbólica. Existen dos tipos de tem-
plos no cristianos: los templos-puente, que representan la unión del cielo con la tierra a
través de la altura —como la pirámide, el zigurat o el teocalli azteca— y los templos-
casa, que establecen la morada del dios entre los hombres. En este último caso el dios
habita en su palacio, convenientemente jerarquizado en distintas zonas: de uso exclusivo
del dios, de acceso reservado a los sacerdotes y de acceso general. En realidad, el tem-
plo como edificio expresamente consagrado a un dios es un fenómeno urbano, y como
tal, aparece ligado a las civilizaciones más desarrolladas en este sentido. En las religio-
nes monoteístas —el judaísmo, el cristianismo y el Islam— el templo es, además, lugar
de reunión y de culto público.
En el libro del Exodo se narra cómo Dios ordenó a Moisés construir un santuario
en el desierto5. Era la primera vez que se producía una petición de este tipo, ya que ni a

(5) Cf. Exodo 20, 24.


Historia litúrgica del templo cristiano 31

Adán ni a ninguno de los Patriarcas se les había ordenado nada semejante. Al ser el pue-
blo de Israel un pueblo nómada, ese santuario se ubicaba en una tienda separada del
resto del campamento sobre la que se mantenía permanentemente una nube sagrada; en
ella se conservaban las Tablas de la Ley y, más tarde, el Arca de la Alianza. Dios mani-
festaba su presencia en medio de su pueblo habitando en una tienda como ellos, acer-
cándose y protegiéndolo de modo especial; el pueblo, por su parte, le tributaba el honor
y la reverencia debidos, según los ritos que Dios le había comunicado a Moisés. El san-
tuario era, por lo tanto, una representación simbólica del trono celestial de Dios, su
trono en la Tierra. Cuando el rey David se propuso construir un gran templo en Jeru-
salén, en un primer momento Dios no se lo consintió, aunque luego hizo un trato con él:
David le construiría una casa —un templo— y Dios le daría otra casa —una dinastía—6.
David no vivió lo suficiente para consumar el proyecto, que realizó su hijo Salomón. En
el momento de la construcción del Templo, todo israelita fue consciente de que la verda-
dera morada de Dios eran los cielos, no el Templo, y así lo expresó el propio rey: «¿Pero
de verdad morará Dios sobre la tierra? Los cielos y los cielos de los cielos no son capa-
ces de contenerle. ¡Cuánto menos la casa que yo he edificado!»7. Sin embargo, Dios se
manifestaba allí de una manera distinta en el Templo, pues Él mismo afirmaba que su
Nombre estaría allí; por eso, el Templo de Salomón se confirmó como lugar oficial del
culto judío y, poco a poco, el pueblo elegido fue aprendiendo que su valor sólo era el de
un signo que ayudaba a alcanzar la presencia divina8.
La habitación de Dios entre los hombres tomó un matiz inesperado con el naci-
miento de Jesucristo. Aunque tanto en el santuario del desierto como en el Templo de
Salomón habitaba la Gloria de Dios —su Nombre—, sólo en Cristo habitó corporal-
mente la plenitud de la divinidad. Dios ya no necesitaba un lugar para estar, pues Él
mismo había bajado físicamente a la Tierra. De hecho, se puede decir con total propie-
dad que durante esos años culminantes de la Historia, Dios «habitó entre los hombres»9.
Ya desde niño, Jesucristo acudirá con frecuencia al Templo de Jerusalén, se referirá a él
como casa de Dios y casa de oración, pero sin embargo establecerá el valor de su propio
cuerpo como templo10.
La Escritura también narra cómo tras la muerte, resurrección y ascensión de Cristo
a los cielos, los apóstoles siguieron yendo al Templo a orar. Sin embargo, también
comenzaron a reunirse en otros lugares —casas particulares, sobre todo— para celebrar
la eucaristía, que con el tiempo quedaron reservados exclusivamente al culto11. Al princi-
pio evitaron llamarlos templos, pues esta palabra tenía la connotación negativa de su
generalidad, significando aquel lugar donde se celebraba culto a cualquier dios; y ellos

(6) Cf. 2 Samuel 7, 5-17.


(7) 1 Reyes 8, 27.
(8) La dificultad de este aprendizaje quedó de manifiesto en el hecho de que, ante los continuos errores,
la Gloria de Dios abandonó su casa, permitiendo que Nabucodonosor la saqueara y la destruyese
por completo (cf. 2 Reyes 25, 8-17). Lo mismo ocurriría en el año 70, con la invasión de Tito.
(9) Juan 1, 14.
(10) Cf. Lucas 2, 41, Mateo 21, 12 y Juan 4, 21.
(11) Cf. Hechos de los Apóstoles 2, 46 y 3, 1.
32 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

eran conscientes de la diferencia sustancial que mediaba entre su Dios y los demás dio-
ses y entre su culto y los demás cultos. Si Cristo había denominado «ecclesia» (reunión)
a la nueva comunidad de creyentes, los primeros cristianos —tomando el continente por
el contenido— empezaron a denominar a sus lugares de reunión «ecclesias». Por eso, no
se deberá confundir la «Iglesia» (con mayúscula) —el conjunto de los fieles— con la
«iglesia» (con minúscula), el edificio donde aquélla se reúne.
El año 313 el Edicto de Milán dio libertad de culto a los cristianos. En ese
momento las iglesias aparecieron oficialmente como edificios públicos, aunque como
acabamos de ver, el pueblo cristiano ya había establecido sus lugares de reunión desde
el principio. De hecho, la confluencia de los fieles en la oración y en la fracción del pan
es algo esencial en la religión católica (pertenece al derecho divino), no así la construc-
ción de templos, que se regulará años después por el derecho eclesiástico. La conmemo-
ración del sacrificio de Cristo y la reserva de la eucaristía —ritos no contemplados en el
culto judío— propiciaron que la comunidad cristiana creara un nuevo tipo de edificio
que, con el tiempo, fue adquiriendo matices propios. Este tipo se conocerá los nombres
de basílica, «domus dei», «dominicum» o «domus eclessiae», pero nunca —al menos
inicialmente, insisto— como templo.
La iglesia cristiana es, por tanto, substancialmente distinta de los templos de otras
religiones. Podemos afirmar que si no cabe ninguna duda de que las iglesias son lugares
santos, pues en ellas se ha manifestado la gracia de Dios, la Iglesia reunida ha orado allí,
se ha renovado el sacrificio de Cristo y su cuerpo se ha repartido en alimento, en una
iglesia cristiana la dimensión funcional es casi más determinante que lo propiamente
sacro, pues su disposición y su forma están íntimamente vinculadas a las actividades
que en ella se realizan. Con todo, el factor último de la sacralidad de una iglesia no radi-
ca en ningún factor intrínseco a ella misma —espacial, temporal, emocional, artístico—,
sino en el sencillo hecho de su consagración.
Si, como parece evidente, Dios no necesita una casa para habitar y si gracias al
bautismo cada una de las tres Personas divinas «habita» en el alma del cristiano12, enton-
ces ¿por qué son necesarias las iglesias? Podemos señalar dos razones de conveniencia.
En primer lugar, en las iglesias se produce una especial presencia de Dios y una comu-
nicación entre Él y sus fieles más intensa, por lo que estos edificios devienen en instru-
mentos de salvación y santificación13. En segundo lugar, porque a Dios no se le reveren-
cia ni sólo en la intimidad del pensamiento ni sólo con actos exteriores, sino con todo el
ser. Según esto, el culto divino ha de ser una actividad no sólo individual, sino también
colectiva, y así como la naturaleza manifiesta el genio y la bondad de Dios —le da glo-
ria— es lógico que las obras de los hombres también lo hagan. La naturaleza social del
hombre aconseja construir espacios dedicados al culto (así como también reservar tiem-
pos especialmente dedicados para ello, como por ejemplo el domingo, primer día de la

(12) Dios es Padre y su casa es el lugar donde se reúnen sus hijos; además, mediante la comunión euca-
rística cada cristiano se convierte en el lugar donde habita el Hijo; por último, la gracia de Dios
libremente aceptada por el hombre posibilita que el Espíritu Santo viva en su alma.
(13) En este sentido argumentaba Tomás de Aquino al cuestionarse si era necesario un lugar específico
para ejercer la adoración (Cf. «Summa Teológica», 2-2, q. 84, a. 3).
Historia litúrgica del templo cristiano 33

semana) y en ese sentido una iglesia sería la ofrenda estable y perfecta, el reconocimien-
to de un gustoso vasallaje y la muestra más clara de la presencia de Dios en medio de
sus criaturas. Por eso, aunque en el Apocalipsis se describe la Jerusalén celestial como
una ciudad sin templos —«pues el Señor Dios omnipotente es su templo»14— las igle-
sias serán necesarias para la celebración del culto público y la administración de los
sacramentos hasta el final de los tiempos.
A la hora de definir con un mínimo de precisión «qué cosa es» arquitectónicamen-
te una iglesia —conceptualmente ya lo sabemos: un espacio consagrado— tendremos
que hacernos dos preguntas: «qué representa» una iglesia (lo sacro) y «para qué sirve»
una iglesia (lo funcional). Una primera referencia significativa, aunque sin duda no del
todo concluyente, la conforma el pasaje narrado en Lucas 22, 12. Allí se explica cómo
Cristo da instrucciones a algunos de sus discípulos para que preparen el primer acto de
culto de la Nueva Alianza: la cena de Pascua. Les indica que se dirijan a casa de un
conocido y que él les mostrará una sala amplia y arreglada para que allí dispongan todo.
Esa «sala amplia y arreglada» se puede presentar como paradigma espacial de la iglesia
cristiana. Así, más allá de las diferencias que luego puedan surgir al distinguir los dife-
rentes tipos —catedral, ermita, oratorio, etc.—, una iglesia es un espacio que ha de ser
capaz de asumir cuatro funciones básicas: ser el lugar donde se congregan los fieles
para orar; ser el lugar de la proclamación de la Palabra de Dios y de la celebración euca-
rística; ser el lugar de la celebración de los restantes sacramentos; y ser el lugar de ora-
ción y adoración del Santísimo Sacramento. El orden en que hemos expuesto estas cua-
tro notas funcionales no es casual, sino que responde a una jerarquización conceptual y
espacial que se constituirá en un tema de discusión frecuente durante el periodo que nos
ocupa15. Finalmente, se suele admitir que una de las funciones propias de la iglesia como
espacio es su expresividad, entendiendo como espacio expresivo aquél que posee una
atmósfera intencionalmente cualificada que remite a otras realidades. Ese ambiente
expresivo —simbólico, al fin y al cabo— ha de favorecer la piedad («poner en tensión
el espíritu») y educar en el sentido de lo sagrado. Aparece así la dimensión pedagógica
del templo.

(14) Apocalipsis 21, 22.


(15) Juan Miguel Otxotorena ha dibujado con nitidez los perfiles del templo católico. «Debe ser a la
vez: una obra acorde en su calidad y riqueza, y al mismo tiempo en su imagen, con su misión de
dar cobijo a lo divino, la función en principio más digna; un espacio donde la predicación y la litur-
gia se desarrollen en sus diversos momentos, con sus formatos respectivos, con eficacia y comodi-
dad; un ámbito claramente identificable como religioso y definido por una secuencia didáctica de
signos, mensajes e imágenes correlativa del nervio doctrinal específico de la fe a que sirve; un
lugar, también, donde se palpe la inserción del individuo en su tradición y su pertenencia a la
comunidad, de modo que él mismo se reconozca en su filiación e identidad social; un marco que
propicie el encuentro de cada uno con la presencia de lo trascendente, y en consecuencia con su
propia conciencia; un lugar en que se detenga el tiempo, marcado por un intenso clima de reconci-
liación, donde se respire oración, reposo y quietud; donde resulte atractivo acudir por la vivencia
espacial que, alimentada por todos estos argumentos, pudiera hacer posible su calidad arquitectóni-
ca y su sentida luminosidad» («Hormigones y candelabros. Sobre la respuesta de la arquitectura
moderna al tema del espacio sacro», en Idem (dir.), «Capilla Universitaria: concurso de ideas»,
Universidad de Navarra, Pamplona, 1995, 5). Esta enumeración resulta lo suficientemente comple-
ja para que discusiones de otro tipo resulten algo triviales, como si la iglesia ha de ser funcional o
expresiva o hasta qué punto cabe el simbolismo en ella, por ejemplo.
34 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

Se suele hablar de simbolismo cuando para comprender una realidad —habitual-


mente de carácter espiritual— es necesario recurrir a un intermediario material que nos
remita intuitiva y directamente —sin más explicaciones— a aquella: el símbolo. La ale-
goría, por el contrario, comparte con el símbolo su carácter mediático, pero se distingue
de él en su artificiosidad; en ella la referencia al modelo no es evidente, sino que en
gran medida depende de un sistema previo de descodificación con altas dosis de con-
vencionalidad. La alegoría se acerca a la metáfora, al lenguaje poético y evocador; atien-
de más a cómo se dicen las cosas que a lo que en realidad se dice. Como en un templo
cristiano, el arte ha de estar al servicio del culto —un culto que se funda en un hecho
real—, en él serán pertinentes los símbolos, pero no las alegorías. Además, si la iglesia
responde exactamente a su función litúrgica, ya por eso estará en perfecta concordancia
con el verdadero simbolismo —intuitivo, profundo y sencillo al mismo tiempo— que
contiene la liturgia. Esto se encuentra en las antípodas de esa tendencia relativamente
generalizada e ingenua que tiende a identificar espacio espiritual con espacio lenitivo,
vacío o evocador. El templo, habitualmente no es eso, así como la religión habitualmen-
te no tiene nada que ver con el sentimentalismo.

HISTORIA LITÚRGICA DEL TEMPLO CRISTIANO

La renovación de la arquitectura religiosa


tiene su raíz en la renovación de la liturgia,
la cual a su vez, radica en un mejor
conocimiento de la Historia. Juan Plazaola, 1965

Puede afirmarse que, al menos hasta el siglo XVIII, la historia del templo cristiano
se ha identificado con la historia de la arquitectura occidental. La lectura más común de
esta historia ha sido la tecnológico-estilística, que sostiene que la configuración del espa-
cio —y, por lo tanto, del espacio de culto— ha sido una consecuencia casi directa de la
evolución de la tecnología. Otros autores como por ejemplo, Eugenio D’Ors o Francisco
Pérez Gutiérrez, han realizado lecturas duales de tipo conceptual: lo clásico frente a lo
barroco (lo apolíneo frente a lo dionisíaco) o el misterio frente al espectáculo16.

Nosotros vamos a abordar la historia de la arquitectura religiosa como si de una


síntesis entre dos maneras de entender el templo se tratase. De una parte estarían aque-
llos que defienden la arquitectura religiosa como praxis, es decir, los que declaran que la
forma del contenedor es una consecuencia del contenido; en este caso, el templo sería el
resultado espacial de un determinado momento de la evolución de la liturgia cristiana, o
mejor aún, la consecuencia de una determinada manera de entender el pueblo cristiano
esa liturgia y de practicarla. De otra parte se encontraría la postura de los que aspiran a
convertir la arquitectura religiosa en la arquitectura ideal, en la arquitectura perfecta,
reflejo de la casa de Dios, para lo cual se recurre al ideal de belleza que existe en cada

(16) Cf. D’Ors Rovira, E., «Lo barroco», Aguilar, Madrid, 1964; Pérez Gutiérrez, F., «La indignidad en
el arte sagrado», Guadarrama, Madrid, 1961.
Historia litúrgica del templo cristiano 35

época. Así, en algunos momentos primará la visión plástica de la iglesia, mientras que
en otras será el programa —los requerimientos del culto— el que dicte las condiciones
de formalización del espacio.

Los orígenes

Ya hemos dicho que el culto cristiano tuvo su origen en el rito judío, y que al prin-
cipio, los primeros cristianos siguieron frecuentando las sinagogas para orar. Sin embar-
go, el rito específicamente cristiano de la fracción del pan o memoria de la cena del
Señor necesitaba un lugar diferente aunque sin unas características espaciales demasia-
do específicas, ya que podía celebrarse tanto en una mazmorra como en un navío. El
primitivo cristianismo se distinguía de las demás religiones por no poseer templos pro-
pios; los cristianos llegaron a ser acusados de irreligiosos, pero Cristo sólo había dicho:
«Donde dos o tres se encuentren reunidos en mi nombre allí estaré Yo»17; parecía claro
que, más que el edificio, lo propio del culto cristiano era el hecho de reunirse los fieles.
Por eso es interesante hacer notar que mientras las demás religiones hablaban de templo
los cristianos hablaban de «ecclesia», un término griego empleado para denominar la
reunión de todos los ciudadanos libres. Posteriormente, la palabra pasó, por metonimia,
a designar el lugar del culto, y de esta forma, el edificio material y visible se convirtió
en símbolo del edificio espiritual e invisible formado por la reunión de todos los creyen-
tes alrededor de Pedro.
«La liturgia cristiana nació esencialmente de la última cena del Señor, renovada
por mandato suyo y enriquecida por un servicio eucológico de origen judío»18. Al princi-
pio se trataba simplemente de repetir lo que Cristo había hecho, aunque otras veces se
celebraba un ágape previo a la partición del pan. No existían fórmulas, sino tan sólo el
pensamiento y las palabras utilizadas por Jesús que habían sido recogidas por los após-
toles. El esquema de las reuniones era el siguiente: la tarde del sábado los cristianos se
juntaban en la sinagoga para orar, para recitar los salmos y para efectuar las lecturas; y
ya por la noche, se realizaba el servicio eucarístico propiamente dicho en una casa parti-
cular19. Como cada vez se hicieron más frecuentes las discrepancias con los judíos,
comenzó a ser aconsejable independizar los cultos. Así, los fieles se reunían semanal-
mente para celebrar la Cena del Señor, utilizando para ello la sala principal de la casa
como había hecho el mismo Cristo en su Última Cena. Poco a poco, las dos ceremonias
se fueron uniendo; a las plegarias judías comenzaron a incorporarse otras específica-
mente cristianas y a las lecturas se añadieron los escritos apostólicos y los Evangelios;
el ofertorio cobró importancia y el altar pasó a ser fijo, adquiriendo la primacía que

(17) Mateo 18, 20.


(18) Righetti, M., «Historia de la Liturgia» (t. I), BAC, Madrid, 1955, 101.
(19) Cf. Lucas 22, 12. En el Nuevo Testamento se citan varias de esas viviendas: la casa de María,
madre de Marcos, en Jerusalén, la escuela de Tiranno en Éfeso, la casa de Tito en Corinto, la
casa de Filemón en Colosas, la casa de Ninfa en Laodicea y la casa de Aquila y Priscila en
Roma, entre otras.
36 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

«Domus ecclesiae»
en una «illa»
romana, s. I

hasta entonces correspondía a la cátedra del obispo. La liturgia era la única acción pas-
toral de la naciente Iglesia y los fieles participaban en ella de modo natural20.
Para comprender bien la génesis de las iglesias conviene exponer brevemente la
configuración habitual de una «illa» romana. La casa solía articularse en tres zonas: la
sala de recibir («oecus»), situada en la zona más noble de la casa, el «peristilum» o patio
de la vivienda en forma de «impluvium» con columnas perimetrales y fuente central, y
un atrio interior al que se abrían las dependencias privadas. La primitiva liturgia cristia-
na se fue acomodando de manera natural en las distintas zonas según el carácter propio
de cada una; así, la celebración era presidida por los presbíteros desde el «oecus», donde
se situaba el altar; una cancela dejaba ver el «peristilum», que acogía la oración en
común, situándose en él los bautizados —las mujeres en un ala y los hombres en otra—,
mientras que el «atrium» se utilizaba para las lecturas y era el lugar propio de los cate-
cúmenos. El culto de los primeros tiempos se reducía a esta celebración: no había más.
Conforme la comunidad de creyentes se fue haciendo más numerosa las cosas
dejaron de ser tan sencillas. Cuando se vio conveniente dedicar algunas casas exclusiva-
mente al culto, al principio llevaban el nombre de su propietario (en Roma, este tipo de

(20) Desde el día de Pentecostés hasta el Edicto de Milán se produjo un desarrollo paulatino de la praxis
celebrativa de los diversos sacramentos, manteniéndose una relativa uniformidad a pesar de carecer
de fórmulas fijas. El núcleo de la liturgia era la celebración de la Pascua el domingo, primer día de
la semana, un acto que contaba con una notable incidencia en la vida de los fieles. Esta unidad fue
posible por varias razones: por los pocos elementos cultuales determinados por Cristo —apenas el
rito exterior de los tres sacramentos más importantes: bautismo, penitencia y eucaristía—, por el
fervor propio de los comienzos, por la existencia de un ambiente externo indiferente u hostil, por la
prioridad concedida a la expansión apostólica frente a todo lo demás y, por último, por el número
relativamente pequeño de miembros de las diversas comunidades cristianas. De todos modos, una
costumbre muy arraigada en Occidente y que se fue perdiendo con los años era la de comulgar bajo
las especies sacramentales. Pasaron varios siglos antes de que se recuperara esta tradición.
Historia litúrgica del templo cristiano 37

Basílica de Santa Sabina


en el Aventino,
Roma (Italia), 422/32

casas recibió la denominación de «tituli»), y sólo más tarde cambiaron su nombre por el
de un mártir. Su aspecto externo era, obviamente, el propio de una vivienda urbana, aun-
que su tenencia fuera mancomunada21.
Por otra parte, la progresiva complejidad de la naciente sociedad cristiana obligó a
distribuir las funciones litúrgicas y asistenciales entre los fieles, creando diversos minis-
terios que se fueron articulando conforme al carisma jerárquico que la Iglesia presenta-
ba ya desde sus comienzos. También empezaron a aparecer pequeñas edificaciones de
planta central destinadas al culto de los mártires, denominadas «cellas memoriae» o
«martyrium», sobre las cuales se edificaron posteriormente las correspondientes basíli-
cas. En este sentido, conviene anotar que durante mucho tiempo se pensó que las cata-
cumbas se habían empleado como lugar de reunión, pero actualmente se sabe que no fue
así, ya que las catacumbas se utilizaban exclusivamente como lugar de enterramiento y
las capillas que se encuentran en su interior cumplían funciones funerarias22.
El año 313 el emperador Constantino se declarará protector de la religión cristiana
y promoverá su difusión. A pesar de que es muy probable que los cristianos ya hubieran
construido edificios de carácter semipúblico, a partir de este momento aparecieron
muchos edificios consagrados al culto que los historiadores han englobado bajo el epí-
grafe genérico de «basílica cristiana» o «basílica constantiniana», ya que el parecido

(21) El «Liber Pontificalis» recogía el nombre de veinticinco de estas iglesias, aunque parece que llega-
ron a ser unas cuarenta. Su creación se atribuye al papa Evaristo (112-121) y su restablecimiento al
papa Marcelo (308-309). Un ejemplo muy claro es la casa descubierta en 1931 en Dura-Europos
(Irak), una ciudad militar situada en el desierto de Siria que fue destruida por los persas el año 260.
Se trata de una casa de habitación del siglo II transformada el año 232 en «casa de la Iglesia», que
incluso poseía baptisterio propio.
(22) El error histórico se derivó del apresamiento del papa Sixto II en las catacumbas de Calixto el 6 de
agosto del 258 mientras predicaba con sus diáconos, quebrantando así el decreto del emperador
Valeriano que había prohibido el acceso de los cristianos a los cementerios.
38 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

que presentaban con las basílicas civiles romanas era evidente23. La basílica poseía una
estructura programática muy sencilla estructurada en cuatro zonas: atrio, nártex, nave y
santuario; una estructura que la liturgia se encargaba de articular, obteniéndose así una
impresión sobria, majestuosa y solemne, aunque el aspecto exterior fuese pobre y masi-
vo. El atrio era un patio columnado en «impluvium» con una fuente en el medio; el nár-
tex era un cuerpo transversal que unía el atrio con la basílica propiamente dicha, la cual
estaba compuesta por dos naves laterales bajas y una central más elevada y luminosa,
cuya longitud duplicaba a su anchura. Finalmente, el santuario era otra pieza transversal
rematada en su eje por una exedra donde se situaba la cátedra del obispo. El santuario
también contenía los asientos para los presbíteros y el altar, a menudo protegido por una
estructura sobre columnas llamada ciborio. Este altar miraba hacia el pueblo (Oeste); a
su derecha (Norte) se encontraba el ambón desde donde se leía la epístola y a su izquier-
da (Sur), el del evangelio.
La costumbre de orientar las iglesias surgió de la tradición de orar con los brazos
dirigidos a Oriente, con todo el simbolismo cristológico que este concepto suponía24. Si
el ábside estaba dirigido a Oriente, los fieles podían orar mirando hacia ese punto. Sin
embargo, en Europa Occidental no se le dio tanta importancia a esta costumbre, creán-
dose una cierta confusión. Algún tiempo más tarde y por razones todavía desconocidas,
se introdujo el hábito de celebrar la eucaristía mirando a Oriente, y por lo tanto, de
espaldas al pueblo, una práctica que persistiría hasta la reforma litúrgica del Concilio
Vaticano II.
De esta época también datan las primeras iglesias de planta central, derivadas
como hemos dicho de las «cella memoriae» o monumentos conmemorativos. Así, en
Occidente apenas conservamos los ejemplos de la basílica de Santa Constanza —levan-
tada como mausoleo en el siglo IV y consagrada como iglesia en el siglo XIII— y la
basílica de San Lorenzo en Milán, de finales del siglo IV, mientras que, en Asia Menor,
la planta poligonal cubierta con cúpula fue el modo más corriente de construir. La des-
truida catedral de Antioquía —llamada por San Jerónimo «la dorada» o «dominicum
aureum»— respondía a este esquema; también la basílica del Santo Sepulcro de
Jerusalén —también desaparecida—, el templo de la «análepsis» (ascensión) en el
monte de los Olivos o la iglesia de la Natividad en Belén. Estos espacios centrales esta-

(23) Con respecto al origen de la basílica cristiana, la opinión más aceptada es la defendida por León
Battista Alberti en su tratado «De re aedificatoria» (Florencia, 1465). Alberti expone que el templo
cristiano proviene directamente de la basílica civil romana de la época del imperio, edificio forma-
do por un largo espacio transversal compuesto por dos «stoas» enfrentadas con tribunas superiores
y cerrado en sus cabeceros por exedras. Con respecto a este modelo, la basílica cristiana lo único
que incorpora es el carácter direccional del espacio que, priorizando uno de los dos sentidos, centra
la atención en el lugar del sacrificio. Según Righetti, existen dos hipótesis más. La primera sostiene
que la basílica es un tipo compuesto formado por elementos de la casa romana, la basílica latina y
las «cellas memoriae» de los cementerios. La segunda afirma que la basílica constantiniana vendría
a ser una derivación de la casa romana con peristilo, que se habría ido deformando progresivamen-
te a fin de aumentar su capacidad. Comparando, por ejemplo, las plantas de la casa de Pansa en
Pompeya y de la basílica de Santa Sabina en el Aventino (Roma) se observa que coinciden exacta-
mente (Cf. «Historia de la Liturgia», 398-401).
(24) Para la tradición cristiana, Cristo es el principio, la luz que disipa las tinieblas, el sol, el oriente, etc.
Historia litúrgica del templo cristiano 39

ban destinados a acoger liturgias particulares derivadas del oficio de difuntos, pero
nunca a la celebración del banquete eucarístico.
Los largos periodos de paz acaecidos durante los siglos II y III posibilitaron que la
liturgia evolucionase. A partir del siglo III, el esquema ritual —que se había mantenido
relativamente uniforme— fue sometido a una tendencia centrífuga y las pequeñas dife-
rencias se irán agrandando progresivamente. Las principales ciudades se convirtieron en
focos de formación e irradiación de una liturgia que, como el propio imperio romano,
quedó dividida en dos grandes bloques: Oriente y Occidente. Cada obispo —Clemente,
Basilio, Ambrosio, Gregorio, etc.— seleccionó personalmente las fórmulas que se con-
sideraban más adecuadas, pues las difíciles comunicaciones conservaron aisladas a las
distintas iglesias e impidieron mantener unas relaciones normales y estables entre ellas25.
Por otra parte, las conversiones masivas conllevaron el debilitamiento y la posterior
supresión de los ritos del catecumenado y, consecuentemente, las piezas del templo que
se utilizaban para ellos —el atrio y el nártex— desaparecieron.
Tras la caída del Imperio Romano de Occidente, se inauguró en Europa una época
de cambios e invasiones, dominada por la inseguridad y la provisionalidad. Surgieron
arquitecturas cultuales distintas y de reducidas dimensiones, diferenciadas entre sí por los
materiales empleados o por el tipo de técnica utilizada, muchas veces derivada de la tra-
dición local y de la inercia de los siglos. La aparición de la girola en las iglesias motivada
por la simultaneidad de usos públicos y privados en las comunidades monásticas y la
incorporación de la torre-campanario al conjunto del templo, fueron las novedades más
significativas. El ejemplo más destacable de este periodo es, sin duda, la capilla palatina
(790/98) que Eudes de Metz construyó en Aquisgrán para el emperador Carlomagno.
Desde el punto de vista cultual, la época carolingia se caracterizó por la unifica-
ción de la liturgia en todo el imperio según el rito romano, una cierta dramatización
escénica de la misma, su creciente interpretación alegórica26 y la marginación de las
nuevas lenguas romances. Al aumentar el número de cristianos se sintió la necesidad de
fijar los textos litúrgicos, y surgieron los libros sacramentarios, los leccionarios, los
antifonarios y los responsoriales; de la unión de los tres primeros nació el misal plena-
rio, cuya difusión contribuyó a la multiplicación de las misas sin pueblo en los monaste-
rios. Por otra parte, el cesaropapismo iniciado por Carlomagno con su política de inje-
rencia en los asuntos eclesiásticos tuvo una traducción arquitectónica inmediata en la

(25) De esta forma nacerán los cuatro tipos litúrgicos fundamentales según las distintas circunscripcio-
nes eclesiásticas: tipo siríaco, con los ritos antioqueno-jerosolimitano, siríaco-caldaico, bizantino y
armenio; tipo alejandrino, con los ritos copto y abisinio; tipo galicano, con los ritos galicano, celta
y mozárabe; y tipo romano, que fue el que más se extendió.
(26) Con Amalario de Treveris (+850), la liturgia se empezó a interpretar a la luz del simbolismo y de
posiciones místico-alegóricas. Es cierto que los hombres del medievo entreveían en cualquier cosa
el pensamiento divino, hasta extremos que ahora nos parecen inverosímiles. Sin embargo, para
ellos la ciencia no consistía tanto en el estudio de las cosas por sí mismas como en la penetración
de las enseñanzas que Dios había puesto en ellas. A pesar de la proclividad a caer en excesos y de
que hubo contemporáneos que discreparon de estas lecturas simbólicas —desde Floro de Lyon
hasta San Alberto Magno—, es innegable que existieron muchos y muy bellos trabajos que han
influido en la liturgia por su piedad, su sobriedad, su eficacia y por su profundo sentido cristiano.
40 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

Eúdes de Metz, Capilla palatina, Aquisgrán


(Alemania), 790/98

incorporación del doble coro a los templos de grandes dimensiones. Se duplicó el tran-
septo a los pies de la nave creando un nuevo ábside, que si en un principio estaba desti-
nado a acoger las reliquias de los mártires, posteriormente pasó a ser el lugar destinado
al rey; de este modo el poder terrenal se equilibraba con el poder divino. Además, las
entradas al templo pasaron a ser laterales, violentando la antigua tradición de entrar por
los pies. Buenos ejemplos de este tipo de construcción los representan el monasterio de
Sankt Gallen (h. 820) o la iglesia de San Miguel de Hildesheim (1010/33), en Alemania.

La unificación litúrgica gregoriana

En los tiempos carolingios la variedad de ritos llegó a ser excesiva, por lo que el
papa Gregorio VII (1073/85) promovió una reforma destinada a unificar el culto bajo el
rito romano apoyándose en los cluniacenses ¿Y por qué, precisamente, bajo el rito
romano? Righetti anota que esta antigua liturgia «lleva la impronta del genio romano
con sus caracteres de simplicidad, sobriedad, fuerza, y con sus tendencias eminentemen-
te prácticas y realistas muy lejanas de toda forma gramática o sentimental»27. Es posible
que esos caracteres de objetividad contenida, concreta y contemplativa facilitasen la
superación de los intereses individuales para introducirse en una categoría colectiva y
universal. Lo cierto es que la unificación comenzó con la adopción por los franciscanos
del misal y del breviario utilizados en la corte papal, los cuales, a través de su pastoral
itinerante, difundieron estos libros por toda Europa. La piedad se centró en la humani-
dad de Cristo, más que en su divinidad. Era la primera reforma litúrgica de la historia: la
reforma gregoriana.
A pesar de que la reforma contribuyó poderosamente a la unificación de la cris-
tiandad, en la práctica la unificación produjo un cambio en la mentalidad que desembo-

(27) «Historia de la Liturgia», 111.


Historia litúrgica del templo cristiano 41

San Miguel, Hildesheim (Alemania), 1010/33

caría siglos más tarde en la Reforma Protestante y en la reacción tridentina. El pueblo se


fue separando gradualmente de la liturgia, ya que por un lado, paradójicamente, ésta se
empezó a complicar haciéndose más larga y alegórica, y por otro, la aparición del misal
propició que los sacerdotes comenzaran a recitar en voz baja todos los textos sin contar
con la «schola» o con los lectores. De esta forma pueblo se convirtió en un espectador
que no participaba externamente en los sagrados misterios, aunque estuviese presente en
ellos; de ahí que fuese necesario suplir la falta de piedad litúrgica con devociones parti-
culares, dando pie al individualismo religioso. La consecuencia de todo ello fue la rup-
tura de los vínculos entre el pueblo y el clero, la distinción entre las dos categorías de
fieles —clérigos y seglares— y la aparición del clericalismo. Alrededor del año 1200 y
debido a los deseos del pueblo de contemplar al Santísimo, se empezaron a elevar las
Sagradas Especies después de su consagración en la misa.

Desde el punto de vista pastoral, el sentido de colectividad se diluyó notablemen-


te. La inestabilidad social y política generó una comunidad eclesial muy segmentada
compuesta por individuos que esperaban con temor el juicio de Cristo. La arquitectura
recogió todas esas tensiones y el lugar del culto se personalizó. Debido a la escasez de
clero secular y a la creciente importancia adquirida por los monasterios, la iglesia con-
ventual asumió funciones parroquiales sin perder por ello su propia esencia. De modo
progresivo e inconsciente, la estructura interna de los templos pasó a responder tanto a
las necesidades de una comunidad reunida para orar como al uso particular de determi-
nados grupos restringidos, léanse nobles, monjes o miembros de capítulos catedralicios.

En el siglo XIX, el arqueólogo Charles de Gerville calificó el periodo comprendi-


do entre los siglos XI y XII con en nombre de «románico», por creer que su arquitectura
se inspiraba directamente en las fuentes romanas. Si, como venimos repitiendo, hasta el
siglo XVIII puede decirse que la historia de la arquitectura coincide substancialmente
con la historia del templo cristiano, esta afirmación cobra su sentido pleno entre los
siglos X y XV, es decir, en las épocas dominadas por los estilos románico y gótico. Las
42 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

Saint-Front de Perigueux (Francia), h. 1120

posteriores nostalgias del esplendor cultual se van a referir siempre a estas épocas. La
paz política fomentó el crecimiento de la población y la creación de ciudades, y en el
plano religioso, los obispos y demás prelados promovieron una edad de oro que, par-
tiendo de la institución monástica, culminaría con el nacimiento de las universidades.

El templo románico fue un edificio que respondió perfectamente a las exigencias


litúrgicas de dignidad, solidez e iluminación. La planimetría de estos templos no difiere
substancialmente de la basílica latina, sino que su novedad estriba en la resolución de
las cubiertas pétreas aplicadas a grandes espacios, así como el logro de una síntesis
entre lo decorativo y lo constructivo. El problema de la iluminación interior fue, precisa-
mente, el catalizador de la evolución constructiva del románico, ya que el culto litúrgico
exigía luz, tanto funcional como simbólica. De las nuevas necesidades —el alojamiento
de los peregrinos o el culto y veneración masiva de las reliquias de los santos— se deri-
varon otros elementos, como las galerías y los triforios, las girolas y los deambulatorios,
las criptas o la incorporación del campanario al conjunto del templo. Tanto la pintura
como la escultura respondían a un planteamiento iconográfico previamente planificado
y perfectamente normativizado por la autoridad eclesiástica, de tal modo que el edificio
entero funcionaba como una enciclopedia visual adecuada a la labor catequética que se
pretendía realizar en él. El templo románico aparece así como un organismo completo,
cuya composición se apoya en la precisa proporcionalidad de todos sus elementos, lle-
gando incluso a un equilibrio litúrgico-espacial entre el sentido del misterio y la celebra-
ción del espectáculo que pocas veces se ha dado en la historia del arte cristiano. No en
vano, cuando a mediados del siglo XX se plantee la regeneración de los espacios de
culto se acudirá al románico como momento conceptualmente puro.

Ahora bien: si el románico se había constituido en síntesis acabada entre lo litúrgi-


co y lo constructivo, ¿cuál fue, entonces, la causa que motivó su abandono? Sin duda,
esta causa hay que buscarla en la crisis de gigantismo que durante el siglo XI afectó a la
orden benedictina de Cluny (fundada en el año 910) y que impulsó a algunos monjes que
Historia litúrgica del templo cristiano 43

añoraban la sencillez y la pureza primitivas a retirarse al desierto. Otros como San Bruno
—fundador de la cartuja— buscaron el mismo ideal moderándolo mediante una cierta
vida en común. En cualquier caso, la orden cluniacense tuvo en Bernardo de Claraval su
crítico más duro28. San Bernardo no negaba la belleza formal de los objetos sagrados,
sino su utilidad para la vida cristiana de los monjes. El problema se planteaba en los
siguientes términos: ¿Agradaba a Dios el sacrificio de todo lo sensible —incluida la
pobreza en el decoro de la casa de Dios y en la ornamentación litúrgica— o el ornato del
templo justificaba la gran inversión de tiempo, energía y dinero exigido por el arte?
Quizá la reacción del santo respondiese a una oscilación que periódicamente se produce
en la sensibilidad estética cristiana, pues al decir de algunos autores, el arte sacro avanza
«movido por impulsos dialécticos de la sensibilidad colectiva, correspondientes a las dis-
tintas maneras de concebir y sentir en cada momento la fidelidad a un Evangelio de
Encarnación y Trascendencia»29. Desde que en 1119 fundara la orden de Císter, Bernardo
propugnó un funcionalismo técnico conjugado con un estricto sentido de la economía
asentado tanto en la optimización de recursos como en el espíritu de pobreza evangélica
más ortodoxo. Todo ello dio lugar a un conjunto de templos donde la utilidad y la solidez
se conjugaban perfectamente con la dignidad que lleva implícita la iglesia cristiana como
lugar de culto a Dios. En todo caso todos los templos cistercienses se comenzaron a dedi-
car a la Virgen María y para su implantación se eligieron parajes apartados, bien regados,
fértiles y a ser posible rodeados por un bosque. La reforma cisterciense puede considerar-
se como el inicio del sistema gótico de construcción, ya que además de la profunda sinto-
nía que todavía se observa entre el carácter del lugar y el aspecto de los edificios cister-
cienses, estos monjes contaron con magníficos arquitectos ya desde los tiempos de San
Bernardo. Dejando aparte las abadías de Citeaux y Clairvaux, ambas destruidas por la
Revolución Francesa, sus ejemplos más característicos fueron las abadías de Fontenay
(1139/47) y Pontigny (1185/1210). También participa de este carácter la catedral de
Saint-Front de Perigueux (h. 1120), de austeridad sobrecogedora y luz casi mágica.
Durante todo el siglo XIX y buena parte del XX, el gótico se reivindicó como el
estilo auténticamente cristiano, ya que los valores que ponía en juego parecían connatura-
les con el mensaje evangélico. Sea como fuere, lo que sí parece claro es que la arquitectu-
ra gótica fue un arte extremadamente popular que satisfizo durante mucho tiempo las
exigencias sociales, no solo en el ámbito religioso, sino también en la edilicia civil. El
templo gótico se vincula sobre todo a circunstancias de tipo técnico, pero también a la
evolución de la ciudad o al incremento del ejercicio de la autoridad episcopal. Como sede
de la cátedra del obispo, la catedral fue la construcción más representativa de la Baja
Edad Media; toda la ciudad colaboraba en su edificación, de modo que el levantamiento
de una catedral gótica a menudo supuso la creación de un centro artístico cuya influencia
se dejaba sentir en los alrededores. No fue, por tanto, casual que las grandes catedrales
coincidieran con las primeras universidades. En la catedral cabían toda clase de activida-
des, no solo religiosas, sino civiles y aún profanas: la «casa de Dios» era, de modo natu-
ral, la «casa de todos». En ella se daban cita todas las artes —pintura, escultura, música y

(28) Fueron muy conocidas sus disputas con el célebre abad Suger, de la abadía parisina de Saint-Denis,
para quien todo gasto era poco cuando se trataba del culto litúrgico.
(29) Plazaola Artola, J., «Historia y sentido del arte cristiano», BAC, Madrid, 1996, 398.
44 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

Sainte-Chapelle, París (Francia), 1248

arquitectura— para ponerse al servicio de una liturgia que perseguía la máxima compren-
sión de los misterios del culto por parte del pueblo. Por eso surgieron los primeros púlpi-
tos destinados a la explicación de la Palabra de Dios y aparecieron las representaciones
teatrales de los misterios sagrados. El gótico fue la confirmación de la arquitectura enten-
dida como manifestación del espíritu de los tiempos, «la expresión de una sociedad secu-
lar, una sociedad de laicos que no sólo construyen el edificio religioso sino que lo aman y
viven en él, porque viven y respiran lo que él representa: la fe cristiana»30.
A pesar de la especificidad de su uso —Luis IX el Santo la hizo construir como
relicario de la corona de espinas de Cristo y de los fragmentos del «Lignum crucis» que
él mismo había adquirido en Bizancio— la «Sainte-Chapelle» de París, consagrada en
1248, se puede presentar como la obra maestra de la arquitectura gótica.
Sin embargo, a partir del siglo XIII se hizo evidente una pérdida del sentido de lo
sacro, traducido en frecuentes abusos por la mezcla de situaciones sagradas y profanas
en el recinto de los templos. El cambio que en trece siglos se había producido desde la
sencilla adhesión a la liturgia hasta el gusto por lo superficial y alegórico lo había pues-
to de manifiesto la propia arquitectura en el paso de la «domus ecclesiae» a la catedral
gótica. Como consecuencia de todo ello, al final del siglo XV fue apareciendo un cla-
mor de reforma que pronto se volvería generalizado. Este clamor lo recogería, acaso un
poco tarde, el Concilio de Trento.

El Renacimiento y el ocaso de la liturgia

Uno de los primeros movimientos de espiritualidad destinados a promover la


regeneración de la vida cristiana fue la «devotio moderna», que nacida en los Países
Bajos por iniciativa de Gerardo Groots (1340/84), cristalizó en los llamados Hermanos

(30) Ibídem, 465.


Historia litúrgica del templo cristiano 45

Piero della Francesca, “La ciudad ideal”, h. 1470

de la Vida Común. Estos clérigos aspiraban a realizar el ideal de la Iglesia primitiva,


fomentando en los fieles una vida interior muy personalista frente a la liturgia oficial,
minusvalorando de esta forma la mediación eclesial en las relaciones entre Dios y el
hombre. Se trataba de una religiosidad casi monacal que combinaba la consideración
de los «novísimos» con una piedad cristocéntrica esencialmente afectiva31. Ayudados
por la notable influencia que durante el siglo XIV alcanzaron las «Meditaciones sobre
la Vida de Cristo» —escritas por Johannes de Caulibus, pero atribuidas durante mucho
tiempo a San Buenaventura—, fueron los primeros que utilizaron los recursos de la psi-
cología en beneficio de las prácticas espirituales. El movimiento se difundió entre las
gentes sencillas gracias a escritos como la «Imitación de Cristo», del alemán Thomas
de Kempis y también inspiró a artistas flamencos como Roger van der Weyden o Dierik
Bouts, en cuyos cuadros se observa una intensa espiritualidad sin grandes exhibiciones
místicas.
Contemporáneamente, Italia se estaba convirtiendo en el centro de un movimiento
encaminado a la recuperación y fomento de la cultura clásica: el Renacimiento, una
nueva manera de entender el valor de la vida del hombre en el mundo y su relación con
Dios. El estudio de los monumentos romanos, tan abundantes en la península itálica,
puso de moda los ideales antiguos y los arquitectos tuvieron que entroncar con una tra-
dición en donde todavía no existía la arquitectura eclesial. Pero la difícil solución de este
problema acabó obviándose, pues era claro que no se perseguía la adecuación del edifi-
cio a un programa de necesidades sino la construcción de una arquitectura perfecta.
Aunque en la práctica esta aspiración se justificó afirmando que la creación de formas
bellas y espacios geométricamente puros —como la planta central o la cúpula hemisféri-
ca— siempre supone un homenaje a Dios, lo cierto es que por vez primera la arquitectu-
ra religiosa buscaba la belleza por sí misma y no como un medio de acceso a lo trascen-

(31) En teología se denominan «novísimos» a las situaciones que se abren tras el final de la vida terrena
del cristiano: muerte, juicio, cielo, infierno y purgatorio.
46 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

Donato Bramante,
San Pietro in Montorio,
Roma (Italia), 1502/03

dente32. La fascinación por el arte antiguo llegó a eclipsar de tal modo la misión especí-
fica que el templo había de cumplir —la celebración litúrgica de la comunidad, con toda
su riqueza y complejidad—, que la liturgia, tan presente hasta el momento en la arqui-
tectura religiosa y verdadera razón de ser de la iglesia cristiana, dejó —a estos efectos—
de tener valor alguno33. En general, se puede afirmar que hasta la llegada del templo
jesuítico postridentino, la forma y la significación de las iglesias primarán de modo
absoluto sobre su uso específico.
Donato Bramante pudo hacer realidad el sueño del templo ideal con el pequeño
templete de «San Pietro in Montorio» (1502/03), en Roma. Sin embargo, no fue tan sen-
cillo traducir esta idea al proyecto de la nueva basílica de San Pedro en el Vaticano,
encargada al mismo arquitecto por Julio II en 1506, donde además de los cambios origi-
nados por las conocidas dificultades técnicas, tanto las posteriores variaciones de su
propuesta como la realización final tuvieron una razón de ser litúrgica, dado que la

(32) Sin embargo, lejos de intentar paganizar el templo cristiano, el clasicismo aparecía a los ojos del
hombre renacentista como el instrumento adecuado para ratificar la universalidad y la santidad de
la Iglesia Romana. Ya Luca Pacioli había afirmado en 1509, que los antiguos, después de estudiar
el cuerpo humano, habían establecido el círculo y el cuadrado como las figuras fundamentales; así,
el hombre, como imagen de Dios, encarnaría la armonía del universo y la geometría pasaría a asu-
mir un papel mediador entre él y el cosmos. Desde este punto de vista, ¿dónde podría expresarse
mejor la relación del hombre con Dios sino en la construcción de la casa de Dios, de conformidad
con la geometría fundamental del cuadrado y el círculo? Resulta significativa, en este sentido, la
iglesia circular representada por Piero della Francesca en su obra «La ciudad ideal» (h. 1470), más
parecida al templo de Vesta que a cualquier otro ejemplo conocido hasta el momento.
(33) Palladio, cuando habla en su «Libro IV» de los templos, se refiere a su emplazamiento, a la forma
y al decoro, al aspecto exterior o a los significados de las plantas circulares o en cruz. Sorprenden-
temente sólo hace dos observaciones de carácter funcional, prácticamente nimias: que los templos
han de ser circulares —pues esta figura es la que posee una capacidad máxima— y que la situación
del altar tal como estaba contemplada en las antiguas basílicas era buena, por su posición algo ele-
vada y la dignidad que de ello se derivaba. Lo mismo les ocurre a los demás tratadistas. Alberti,
por ejemplo, en su «De re aedificatoria», diserta sobre los templos en general, sin distinguir ni
siquiera su religión.
Historia litúrgica del templo cristiano 47

direccionalidad del templo, la acogida a los peregrinos o el hecho de disponer de un


soporte visual importante que sirviera de fondo a la plaza se escapaban del ámbito de lo
simbólico para incidir de lleno en el campo de lo estrictamente programático.
Finalmente, podemos decir que el Renacimiento fue también el momento de la exalta-
ción del artista como genio aislado, quien pasará a ser considerado como un ser lleno de
facultades no concedidas al común de los mortales y que no pueden justificarse por un
simple aprendizaje técnico. Esa mitificación del artista que se destaca de la constelación
gremial dejará una profunda huella en el arte cristiano posterior.
Por otra parte, en las distintas cofradías que se iban formando con objeto de vene-
rar a algún santo, o de practicar aspectos concretos del mensaje cristiano (caridad, peni-
tencia, oración, etc.), comenzaron a aparecer paraliturgias alejadas de la liturgia oficial
romana. Esta fragmentación tendente al individualismo se fue acrecentando con el trans-
currir de los años.

La Contrarreforma del Concilio de Trento

La brusca explosión de la Reforma Protestante vino a despertar a una comunidad


eclesiástica más preocupada de todo lo político-administrativo que de sus labores pastora-
les. La Reforma presentó un marcado carácter espiritualista, una acusada iconoclasia y un
fuerte antiliturgismo traducido en el deseo de desembarazarse de todos los ritos acumulados
a través de los siglos. El culto protestante se redujo a la cena evangélica y al sermón bíblico,
y tanto los altares secundarios como las imágenes se suprimieron por superfluos. En el
momento en el que fue convocado el Concilio de Trento (1545/64), la situación litúrgica se
caracterizaba por la insatisfacción general respecto a la praxis vigente, por la conciencia de
los numerosos vicios que se habían introducido en ella y por las críticas a los sacramentos
por parte de Martín Lutero y Juan de Zwinglio, especialmente contra la eucaristía.
Aunque ya en 1546 se había tomado la decisión de realizar una revisión general de
los libros litúrgicos, en 1563 los padres conciliares confiaron al papa este proyecto debido a
la imposibilidad de que el propio Concilio la pudiera llevar a cabo. Pablo IV inició la supre-
sión de todos aquellos elementos espurios que se habían ido introduciendo a lo largo de los
siglos, trabajo que concluyó Pío V promulgando en 1568 el «Breviarium Romanum» y dos
años después el «Missale Romanum». Gracias a la imprenta, la difusión de estos textos fue
rápida y su acogida muy favorable. Estos libros se impusieron obligatoriamente en toda la
Iglesia latina, salvo en las diócesis y órdenes religiosas que tenían liturgias propias de más
de doscientos años de antigüedad. Nacía así la unidad litúrgica de Occidente.
En este ambiente de investigación litúrgica y de primer retorno a las fuentes surgió
la reacción científica contra el alegorismo medieval. Se apeló a la Historia para funda-
mentar la liturgia y proceder a su renovación, una necesidad profundamente sentida
debido a la anarquía reinante. Fue la época de los grandes liturgistas, como Juan Bona,
Conrado Brau, Juan Maldonado o Dom Claudio de Vert34, en la que se llegó a la exage-
ración negando cualquier significado simbólico en la liturgia.

(34) Es costumbre referirse a los miembros de la orden de San Benito —benedictinos— con el título «Dom».
48 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

Jacopo Barozzi da Vignola, Il Gesú,


Roma (Italia), 1568/75

Entre las enseñanzas sacramentarias de Trento destacó la doctrina sobre el sacrificio


de la misa. Además de reafirmar su carácter expiatorio y la presencia real y permanente de
Cristo en las dos especies eucarísticas, el Concilio realizó algunas indicaciones con el fin
de incrementar la participación de los fieles en ella. Así, mandó que los pastores realizaran
una amplia catequesis acerca de los misterios del culto, recomendó la comunión generali-
zada, ordenó conservar la eucaristía para llevarla en comunión a los enfermos y posibilitar
a los demás fieles su adoración, revalorizó el sentido teológico-litúrgico de los ritos y sím-
bolos de la misa y justificó teológicamente el uso del Canon Romano, las misas celebra-
das en honor de los santos y las misas sin asistencia del pueblo. Para contrarrestar la pos-
tura protestante que sostenía que sólo había que celebrar misa en lengua vulgar, Trento no
permitió ese uso, aunque no de manera absoluta sino coyuntural.

El Concilio de Trento abordó el problema del templo y las imágenes casi al final
de sus sesiones (diciembre de 1563). Se vio necesaria una reforma que purificara la sen-
sibilidad del creyente induciéndole a una mayor austeridad de vida y a una devoción
libre de adherencias sensuales, por lo que se propuso un arte que volviese a las formas
severas. El objetivo estribaba en conseguir una arquitectura rigurosa, racional, austera y
programática: es decir, una arquitectura atemporal y eterna. Al mismo tiempo, el culto
debería poseer un amplio grado de magnificencia, de tal forma que la majestad de Dios
fuera fácilmente perceptible. Con el paso de los años, el impacto emocional que produ-
cían las grandes ceremonias religiosas entre los fieles se empleó como un recurso peda-
gógico más al servicio de la evangelización.

Fue el obispo de Milán, Carlos Borromeo (1538/84), quien en su obra «Instructiones


Fabricae et Supellectilis Ecclesiasticae» (1577), sistematizó y puso por escrito las indi-
caciones del Concilio acerca de la construcción de templos. Borromeo indica en sus ins-
trucciones que la iglesia deberá estar aislada, edificada sobre un lugar elevado o sobre
un podio. Su fachada no será muy recargada pero sí decorada con seriedad; en su centro
se dispondrá una imagen de la Virgen María con el Niño, flanqueada por el santo de
Historia litúrgica del templo cristiano 49

mayor veneración en el lugar y por el patrono de la parroquia. El interior deberá poder


acoger a toda la población con holgura y el altar mayor será amplio, digno, elevado,
espacioso, cómodo y perfectamente visible desde cualquier punto del templo. La sacris-
tía comunicará con la nave y no directamente con el presbiterio, con el fin de que el
sacerdote pase entre los fieles al acceder al altar. Los extremos del crucero tendrán alta-
res para su uso en días de fiesta. Además, para que la luz pueda entrar sin obstáculos
hasta la nave, las vidrieras serán transparentes. Finalmente, se aconseja mantener la dis-
posición cruciforme del templo según la tradición apostólica, señalándose entre las diver-
sas cruces la latina como la más correcta, conforme al simbolismo del propio edificio.
La realización tridentina más importante fue, sin duda, la iglesia de «Il Gesú» en
Roma, comenzada por Giacomo Barozzi da Vignola (1507/73) en 1568, donde se ha
visto el prototipo de la iglesia requerida por el Concilio. Se perseguían espacios aptos
para la predicación, austeros, amplios y bien iluminados, donde todo el pueblo pudiera
seguir las ceremonias litúrgicas y participar en ellas viendo y oyendo perfectamente; por
eso la nave se acorta y se hace más ancha, y el espacio se unifica suprimiendo cancelas,
verjas y todo tipo de obstáculos. «Il Gesú» debió de ser impresionante en su primera
austeridad interior: un espacio limpio, sin adornos, revestido de estuco blanco, de una
pureza y monocromía absolutas.

El Barroco y la era de la rubricística

La creación en 1588 de la Sagrada Congregación de Ritos constituyó un hecho de


importancia trascendental que posibilitó que el culto de la Iglesia tuviese una legislación
clara y concreta. El papa Sixto V, animado por el éxito del misal y el breviario, abordó la
revisión de los demás libros litúrgicos, comenzando por el pontifical, el ritual y el cere-
monial, tarea que se llevó a cabo según el espíritu de Pío V de recuperar la primitiva
liturgia romana. Tras la publicación del Ritual Romano en 1614, se inició un largo
periodo que ha sido calificado como la «era de la rubricística», por ser el debate en
torno a las rúbricas el aspecto cuantitativamente más importante en la enseñanza de la
liturgia, en la actividad de la Congregación de Ritos e incluso en la práctica del culto.
Sin embargo, el fondo de los textos y ceremonias permaneció intacto, con el previsible
peligro de letargo en el periodo de calma que siguió a las violentas agitaciones del
Renacimiento y la Reforma. Además, se puede decir que Trento reaccionó contra la
herejía remarcando aún más las diferencias entre el sacerdocio y el pueblo, una grieta
que, en la práctica, tendió a convertirse en abismo gracias a un culto cada vez más for-
malista y a la aparición de nuevos idiomas y devociones extralitúrgicas.
El siglo XVIII volvió a ver varios intentos de ajuste. Benedicto XIV confió a una
comisión de expertos la renovación de la liturgia romana (1741/47), pero no quiso ratificar
sus trabajos por considerarlos inadecuados. Algo similar ocurrió con el Sínodo de Pistoya
(1786), una asamblea cargada de denuncias pero cuyas soluciones tampoco se adecuaron a
la ortodoxia. La única tentativa que cuajó en la práctica fue la realizada en Francia, donde
cerca de cien diócesis adoptaron una liturgia particular que, aún conservando íntegramente
el «ordo missae» tridentino, incorporaba diversas lecturas y oraciones propias.
50 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

Johann Balthasar Neumann,


Iglesia de los Catorce Santos,
Alta Franconia (Alemania),
1743/72

Desde el punto de vista arquitectónico, la inicial austeridad y el rigor del templo


barroco que se habían plasmado el «Il Gesú», fueron deslizándose con el tiempo hacia una
mayor preocupación por el espacio y sus impresiones visuales, dejando de lado el uso, el
programa y las técnicas constructivas. Se potenciaron los efectos lumínicos de claroscuro
en naves únicas con púlpitos muy destacados y que ya no eran obligatoriamente de tipo
basilical. De hecho, Wittkower ha señalado que, a pesar de las indicaciones de Trento acer-
ca de la conveniencia de la planta basilical en cruz latina, persistía una tendencia tan acu-
sada hacia la consecución de la iglesia perfecta desde el punto de vista geométrico que la
planta central siguió desempeñando un papel predominante en la arquitectura de los siglos
XVII y XVIII35. Esta teatralidad se manifestará en la incorporación al templo de los gran-
des retablos, por otra parte mucho más arquitectónicos que pictóricos o escultóricos.
Según las indicaciones conciliares, el altar se debería situar en su base, y sobre él, un
sagrario de carácter monumental. Otro fenómeno típicamente barroco fue la potenciación
de las capillas laterales de los templos. No fue raro que, en ocasiones, estas capillas dona-
das por particulares o destinadas a imágenes de gran arraigo popular cobraran más impor-
tancia que la propia iglesia a la que pertenecían, relegando el templo principal a una mera
zona de paso que desvirtuaba el carácter unitario del espacio litúrgico.
En el orden pastoral, la Iglesia se esforzaba por hacer llegar a la gente los miste-
rios de la fe del modo más didáctico posible, adoptando una pedagogía que contaba con
la piedad popular y ponía a su disposición el fascinante espectáculo de los retablos. Sin
embargo, esa misma fuerza persuasiva de las formas se reveló como un arma de doble
filo, ya que se corría el riesgo de alimentar la fe del pueblo sólo con el espectáculo36.

(35) «La arquitectura en la edad del Humanismo», Nueva Visión, Buenos Aires, 1958, 38.
(36) En rigor, este proceso de teatralización del culto no tiene mucho que ver con la finalidad objetiva
del templo cristiano, siempre destinado a que la comunidad celebre en él una acción sagrada. Por
eso, cuando después del Concilio Vaticano II los arquitectos vuelvan a reflexionar sobre ello, les
parecerá estar rescatando un precioso incunable enterrado bajo el polvo de los siglos.
Historia litúrgica del templo cristiano 51

Catedral de St. Peter und Maria,


Colonia (Alemania), 1248-1842/80

El barroco llevado hasta sus últimas consecuencias se dio en Centroeuropa de la


mano de J.B. Fischer von Erlach, D. Zimmermann y B. Neumann. Pueden servir como
ejemplos el templo de San Carlos Borromeo, en Viena (Austria, 1715/37) o las iglesias
de peregrinación de Cristo Flagelado, en Wies-bei-Steingaden, (Alemania, 1745/57) y
de los Catorce Santos, en Vierzehnheilegen (Alemania, 1743/72), construidas, respecti-
vamente, por los autores anteriormente citados37.

El momento romántico

El descubrimiento de las ruinas romanas de Pompeya y Herculano entre 1738 y


1748 significó el comienzo de un tiempo caracterizado por sus profundas contradiccio-
nes. La arquitectura se volvió radicalmente clásica, en el sentido más arqueológico de la
palabra. Los arquitectos de esta época negaron la fusión de espacios, exaltando la uni-
dad y limpieza de las formas puras y simples, y las iglesias comenzaron a emular, más
que en ningún otro momento histórico, a los templos griegos. Sin embargo, tras el entu-
siasmo neogriego aparecieron versiones renovadas de todos los demás estilos del pasa-
do, como consecuencia del ambiente romántico que se iba extendiendo por Europa38.
Este tipo de sensibilidad necesitaba de la evasión como marco vital, una evasión que se

(37) La fascinación de estos espacios procede de la ausencia de masa, que libera al edificio de toda
pesadumbre, expresando, con un dinamismo ascensional la vida en sus formas superiores, divinas.
Se juega con las ficciones ópticas, de modo que el arquitecto asume el papel de un ilusionista que
lleva al espectador de sorpresa en sorpresa, enlazando efectos visuales como las dobles pieles,
complejos desarrollos en el espacio o fuentes ocultas de luz, con la interpenetración de unos ámbi-
tos que se expanden o se contraen dependiendo del punto de vista del espectador. Dinamismo,
movimiento, brillo y esplendidez, necesitaban de la escultura como complemento fundamental para
la habitación del templo.
(38) Con el nombre de Romanticismo se pasó a denominar el conjunto de valores que exaltaban el sen-
timiento personal y subjetivo frente a cualquier tipo de apreciación colectiva o consensuada.
52 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

podía realizar en el tiempo, en el espacio o en comunión con una naturaleza entendida


como la prolongación natural del hombre. De ahí que se comenzase a barajar un catálo-
go de estilos cuya utilización quedará sometida al buen gusto del arquitecto, si bien se
reconocían algunas constantes que aconsejaban la aplicación de uno u otro dependiendo
del «carácter» que se quisiera imprimir al edificio.
René de Chateaubriand y Augustus Welby Northmore Pugin, en sus obras «Génie
du christianisme» (1802) y «The True Principles of Pointed or Christian Arquitecture»
(1841) respectivamente, defendieron que el gótico era el estilo más apropiado para el
templo católico, pues reflejaba la perfecta armonía entre espíritu, forma y entendimiento
global del mundo. Su tesis fue corroborada por el impacto que supuso la conclusión de la
catedral de Colonia (1248-1842/80), cuyo influjo tardaría muchos años en desaparecer.
De hecho, todavía en 1912, en Colonia se prohibía la construcción de nuevos templos
que no se efectuaran en estilo gótico, ya que, en opinión de los responsables diocesanos,
no existía motivo alguno para cambiar. Esta tendencia no fue exclusiva de los católicos.
La Conferencia de Iglesias Protestantes Alemanas aprobaría en 1861 la «Eisenacher
Regulativ», donde se exhortaba a los arquitectos a continuar construyendo templos con el
estilo «germánico» —léase gótico—, por ser el más adecuado para la arquitectura religio-
sa protestante, frente al «típico barroquismo católico». En cualquier caso, una de las razo-
nes por las que se acogió este estilo con tanto fervor fue la necesidad de separar espacial-
mente a la Jerarquía del pueblo; el neogótico, con su perfecta distinción planimétrica entre
nave y presbiterio, aparecía como el instrumento ideal para llevar a cabo esta misión39.
A pesar del relativo resurgimiento espiritual que se produjo en el siglo XIX, es
obvio que la influencia de la Iglesia en el plano intelectual y artístico había ido decre-
ciendo progresivamente desde finales del siglo XVII40. Se suele achacar esta decadencia
al auge del pensamiento enciclopédico, el cual propugnaba una religión natural en la
que bastaba con profesar la fe en un etéreo Ser Supremo. Poco a poco se relativizó la
validez del dogma y fue apareciendo un clima de escepticismo religioso que se transfor-
mó en indiferentismo cuando el siglo XIX contempló una Iglesia despojada de todo su
patrimonio, tras las políticas desamortizadoras de los principales países europeos. Se dio
entonces en la Iglesia un sentimiento plenamente romántico de ensimismamiento y de
añoranza de tiempos pasados, que coincidió con el auge de las misiones en países remo-
tos. La Iglesia, privada de su antiguo prestigio y poder, se concentró en la labor misio-
nal, limitándose a recordar a la sociedad europea los ideales celestiales, muchas veces
sin ánimo y sin fuerza para asumir el ritmo precipitado de la cultura de su tiempo.

(39) Las primeras iglesias que respondieron a estas características fueron San Nicolás, en Nantes (L.A.
Piel, 1839) y «Notre-Dame-du-Buon-Secours», en Rouen (J.E. Barthélemy, 1840/47). Pero también
se construyeron templos en casi todos los estilos posibles, desde el sobrio neorrománico de la
Basílica de Covadonga (R. Frasinelli y F. Aparici, 1874/1901), hasta la grandiosidad neobizantina
del Santuario Nacional del «Sacré-Coeur», en París (P. Abadie, 1876/1919).
(40) En pleno siglo XIX, hubo interesantes iniciativas destinadas a recristianizar el mundo del arte, como
fue el caso de la cofradía de San Juan Evangelista, en Roma, o el movimiento prerrafaelita, en
Londres. A los artistas se les invitaba al sacrificio de su misma persona, con el fin de alcanzar la
santidad en la profesión y de trabajar en la extensión del reino de Dios. La renovación del arte pasa-
ba por una renovación de las almas: debía ser, por lo tanto, una consecuencia natural de la necesaria
conversión del artista.
Historia litúrgica del templo cristiano 53

Como había ocurrido en todas las épocas, durante el siglo XIX también existió
una mutua influencia entre los edificios sagrados y profanos, sobre todo en aquello que
afectaba a su dimensión monumental. Los edificios públicos —sobre todo los nuevos
tipos, como entidades comerciales o bancarias— imitaron a los templos en la búsqueda
de una imagen pregnante, mientras que éstos pasaron a asumir el lenguaje industrial de
las estaciones de ferrocarril. El proceso era lógico, ya que se trataba de construcciones
con una demanda espacial muy similar. Sin embargo, los significados adheridos a la
forma se fueron perdiendo progresivamente, apareciendo entonces en las iglesias deci-
monónicas el fácil recurso a las notas clásicas de monumentalidad, como los frontones o
las torres. Surgió así la reflexión sobre la verdadera sacralidad del templo —la que
constituye su auténtica monumentalidad— que conduciría a la «grandeza interior»
característica de la arquitectura eclesial del siglo XX. Para ello, fue necesario el desarro-
llo de las nuevas propuestas planteadas por el Movimiento Litúrgico, con lo que durante
un tiempo se vivió un amplio intervalo sin realizaciones con verdadero interés.

EL MOVIMIENTO LITÚRGICO

Conceptos

Se entiende por Movimiento Litúrgico moderno la corriente renovadora que desde


mediados del siglo XIX comenzó a trabajar en la restauración de la vida litúrgica del
pueblo cristiano. Su comienzo se suele datar en 1833, coincidiendo con el restableci-
miento de la vida monástica en la abadía benedictina de Solesmes (Francia), y su final
en 1963, con la promulgación de la constitución sobre Sagrada Liturgia «Sacrosanctum
Concilium» por el Concilio Vaticano II. Allí donde hubo un movimiento litúrgico vivo
existió una arquitectura sagrada moderna, y donde no, prosiguió el historicismo.
Haciendo un breve recorrido esquemático, el Movimiento Litúrgico comenzó por
reivindicar la liturgia, en toda su riqueza y belleza, como fuente de la vida cristiana y ora-
ción oficial de la Iglesia. La liturgia así entendida la empezaron a practicar grupos muy
reducidos que fueron poniendo a disposición del pueblo la traducción de los textos. A
continuación se procuró que la gente empezase a rezar y a cantar en voz alta, para intro-
ducir más tarde las misas dialogadas donde el pueblo contestaba a las aclamaciones del
sacerdote. El momento más controvertido del proceso llegó al intentar incorporar las len-
guas vernáculas al culto, queriendo contribuir a que los fieles lo entendieran mejor. El
proceso se paralizó durante las dos Guerras Mundiales pero renació con fuerza después
de cada una de ellas. Pío XII lo calificó como un gran don del Espíritu Santo a su Iglesia.

Principios fundamentales

Las principales ideas en las que incidió el Movimiento Litúrgico se pueden esque-
matizar en cinco puntos: el retorno a las fuentes, la potenciación del sentido del miste-
rio, la devolución del protagonismo del culto a Dios, la primacía cultual del sacrificio
del altar y la asunción de la celebración litúrgica por el pueblo de Dios.
54 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

Con el llamado «ressourcement» o retorno a las fuentes se pretendía realizar una


profunda investigación sobre los fundamentos teológicos, escriturísticos, históricos y
pastorales de la liturgia católica, lejos de cualquier tipo de esnobismo, arqueologismo o
ingenuo entusiasmo de aficionado. Buscar los porqués de las cosas, devolver su valor a
los signos y entroncar con la funcionalidad, pureza, sencillez y verdad de la auténtica
tradición. Nada más.
La potenciación del sentido del misterio fue una aportación de los monjes de la
abadía de Maria-Laach, en concreto de Odo Casel (1886/1948). Si en el plano práctico
Casel trataba de reducir la dimensión espectacular del culto para dar paso a la mistago-
gía, en el plano teórico pretendió recuperar la aportación paulina del misterio de Cristo,
a la que ya nos hemos referido41. En Occidente, el aristotelismo escolástico había ido
convirtiendo la teología en un sistema científico —teología de conceptos— que se fue
alejando cada vez más del «misterio para ser vivido» que implicaba tanto al entendi-
miento como al sentimiento propio de la predicación de los Padres antiguos. Y esta
racionalización tendió, progresiva e inconscientemente, a desvincular la teología de la
Sagrada Escritura y de la liturgia, ya que «en la liturgia no se especula; se aprende a
orar, se vive la santidad, se entiende con un entendimiento que gana la vida»42. Es intere-
sante señalar que la revitalización del carácter mistérico de la liturgia coincidió cronoló-
gicamente con la crisis del positivismo materialista y con la aparición del simbolismo, el
irracionalismo y otras corrientes similares que posibilitaban la apertura del hombre a
distintas dimensiones de la trascendencia.
El Movimiento Litúrgico también restauró la jerarquía de valores en la vida cristia-
na, devolviéndole a Dios el protagonismo que le correspondía en la obra salvífica. Frente
al voluntarismo ascético, se incidió en que era más importante lo que Dios hace por el
hombre que viceversa, incluso para su propia salvación. La existencia y operatividad de
la gracia conducirían a un cristianismo consciente, optimista y confiado, fundamentado
en una relación paterno-filial que evitase cualquier síntoma de rutina y la defendiera de
los peligros de una religión asentada sobre la costumbre. La nueva catequesis comenzó
mostrando las acciones de Dios, pasando de ser imperativa a ser indicativa, dando por
buena la máxima agustiniana de «ama et fac quod vis» (ama y haz lo que quieras).
Dentro de esta primacía de lo divino, el primer plano lo ocupó la figura de Cristo-Jesús,
Sumo Sacerdote de la creación y verdadero puente entre Dios y el hombre. Si la doctrina

(41) Según Casel, la celebración de los sagrados misterios en la liturgia hace realmente presente la
misma obra salvífica y redentora de Cristo, especialmente en la Eucaristía, pues la liturgia no sólo
conmemora y celebra el misterio cristiano, sino que lo actualiza. La Iglesia, por tanto, vive en y por
el misterio de Cristo, el cual trasciende el tiempo y el espacio, siendo por ello eterno y actual. Así,
cuando se celebra la Santa Misa, se vive en el «hoy» de la eternidad, un acontecimiento que, prepa-
rado desde siempre y realizado en el tiempo, anticipa en cierta medida el objeto de la esperanza
cristiana. Sin embargo, esta teoría sobre el tiempo de los misterios litúrgicos, de evidentes implica-
ciones arquitectónico-espaciales, no fue unánimemente aceptada por los especialistas. Lo que sí
pareció admitirse sin dificultad fue la dimensión escatológica de la acción litúrgica, cuyo centro —
la pasión, muerte y resurrección de Cristo— es el vínculo de unión entre las tres Iglesias —triun-
fante, purgante y militante— y los ángeles. El culto romano se acercaba de este modo al espíritu
litúrgico que había conservado la Iglesia oriental desde el siglo IV.
(42) Plazaola Artola, J., «El arte sacro actual», 80.
Historia litúrgica del templo cristiano 55

paulina se había ido debilitando con ocasión de las luchas cristológicas —ya que por
reacción contra el arrianismo hubo que hacer hincapié en la divinidad de Cristo—, el
Movimiento Litúrgico recondujo la dispersión devocional centrándola en la figura de
Cristo-Jesús; esta unidad de culto se vio reflejada en la propia celebración litúrgica.
Como hemos visto, la reacción postridentina frente a la herejía negadora de la pre-
sencia real de Cristo en las especies eucarísticas quiso acentuar más la idea de perma-
nencia que el hecho de la oblación y el sacrificio, una idea central en la liturgia. Por eso,
en este momento se volvería a insistir en el papel unificador del sacrificio y en el valor
de la comunión de toda la Iglesia en una oración compartida alrededor del altar, frente a
la relación individual de la criatura con Dios. Esta línea de pensamiento podría esque-
matizarse así: Cristo es el Sumo Sacerdote; sus actos redentores culminan y están com-
pendiados en su muerte y resurrección; estos se hacen presentes mediante la liturgia;
esta liturgia la celebra el pueblo de Dios (pueblo sacerdotal) bajo la dirección de un
ministro ordenado; finalmente, el compendio de la liturgia es la eucaristía. Este concep-
to de centralidad de la celebración litúrgica fue básico para entender la posterior cons-
trucción de iglesias.
El último de los principios definidores de los nuevos espacios de culto fue la
misma comunidad celebrante. Muchos fieles acudían antes a la iglesia no tanto para
celebrar el hecho de la Redención, el «misterio de Cristo», sino en actitud meramente
contemplativa, como devoción privada y personal, ya que no entendían los ritos ni parti-
cipaban en ellos. A partir de entonces los fieles se deberían congregar para celebrar jun-
tos la acción litúrgica como «pueblo de Dios», por lo que la iglesia tendría que ser ante
todo «ecclesia», asamblea. Por eso, la comunidad reunida para el culto se vuelve a ver
como un signo sacramental, ya que la propia comunidad quedaría constituida por la rea-
lización de ese acto cultual. El sacerdocio real de los fieles, conscientemente asumido,
les animaba a ver, a oír y a participar en la acción sagrada, a posicionarse en estrecha
relación con el sacerdote. De esta manera, la comunidad cristiana se construiría a partir
de un altar, verdadero hogar de la vida comunitaria y parroquial, y el templo, en su arti-
culación espacial, debería posibilitar la contemplación del misterio total de la Iglesia,
incluso en su dimensión cósmica: sólo así podría denominarse «funcional».
Poco a poco la misa dejará de ser un asunto de iniciados para hacerse comprensi-
ble a todos los bautizados. Incluso, la distribución de funciones que se aplica en la cele-
bración se intentará reflejar en la estructura del templo. Si la Iglesia tenía cabeza y
miembros, los templos habrían de tener zonas para el clero y zonas para el pueblo —es
decir, santuario y nave— complementarias e interrelacionadas, conformando un lugar
de culto orgánicamente unido que superase la excesiva separación entre los distintos
tipos de fieles que tiempo atrás propiciaron las verjas o los coros capitulares. La misma
estructuración del espacio debería invitar a la participación en la liturgia, entendida
como «ludus hominem coram deo», es decir, como un magnífico juego humano con un
espectador divino.
Por otra parte, era lógico que el pueblo se mostrase inicialmente refractario hacia
una actitud religiosa menos sentimental y más activa, objetiva y comunitaria. Y aunque,
efectivamente, Cristo había aludido al aposento como lugar de la meditación personal,
56 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

las peculiares condiciones de habitación del hombre de finales del siglo XIX y princi-
pios del XX —hacinamiento, insalubridad, etc.— hacían prácticamente inevitable el uso
del templo para esa actividad. Por eso, si la sala destinada a la acción litúrgica comunita-
ria no reunía las oportunas condiciones, el diseño del templo también debería contem-
plar lugares adecuados para la práctica de la oración privada.

Hitos del Movimiento Litúrgico

Dom Prosper Guéranger (1805/75) fue el restaurador de la liturgia romana en


Francia y el potenciador de la vida monástica en este país. Durante su mandato, la aba-
día benedictina de Solesmes se convirtió en un centro de estudios litúrgico, cuyo influjo
se propagó por todos los monasterios que dependían directa o indirectamente de él:
Beuron (1863) y Maria-Laach (1904) en Alemania, Silos (1880) en España o Maredsous
(1872) y Mont-César (1898) en Bélgica. En un principio, su influencia —que aunque
fue ratificada solemnemente por Gregorio XVI no careció de un cierto romanticismo—
se ciñó al ámbito estrictamente benedictino, por lo que se puede decir que estuvo cir-
cunscrita a unas ciertas minorías cultas y bien formadas teológicamente. Sin embargo,
el afán de hacer extensiva esta pasión a todo el pueblo cristiano impulsó muy pronto la
edición de los primeros misales para fieles43. El propio Dom Guéranger publicó entre
1841 y 1866 «L’Anne Liturgique», una obra en quince volúmenes donde realizaba un
comentario histórico y místico del ciclo anual, incidiendo especialmente en la belleza y
eficacia santificante de la liturgia44.
El movimiento benedictino también incidió en el arte sagrado propiamente dicho.
Para valorar esos primeros esfuerzos hay que tener en cuenta la aspiración a la pobreza
esencial en cualquier cosa que pretendiera denominarse cristiana y el tropismo hacia
todo lo medieval que se respiraba en la época. Así, por ejemplo, se procedió a la dignifi-
cación de las vestiduras litúrgicas introduciendo las llamadas casullas «góticas».
Mención aparte merece la rehabilitación en Solesmes del canto gregoriano45.
Precisamente, el 22 de noviembre de 1903, el papa Pío X publicaba el «motu pro-
prio» «Tra le sollecitudini» sobre la restauración de la música religiosa. En él se puede
leer un párrafo que a la postre sería capital para el desarrollo del templo cristiano, tanto
en su vertiente pastoral como en la litúrgica y en la arquitectónica: «Siendo nuestro más
ardiente deseo que el espíritu cristiano reflorezca de todas maneras y se mantenga en
todos los fieles, es necesario preocuparse de la santidad y dignidad del templo, donde
los fieles se reúnen para encontrar precisamente este espíritu en su fuente primera e
indispensable, que es la participación activa en los sacrosantos misterios y en la plegaria

(43) El misal alemán para seglares editado por Dom Schott en 1884 alcanzó una enorme difusión, con-
tándose en 1955 con seis millones de ejemplares.
(44) Antoni Gaudí conoció y meditó esta obra, que sería clave para el desarrollo de su arquitectura religiosa.
(45) En 1856, Dom Jaussion recibió el encargo de realizar una labor de recopilación documental, en
archivos y bibliotecas, de los manuscritos que contuvieran obras con notación antigua. Se consi-
guió así redescubrir el canto tradicional de la Iglesia en toda su pureza e integridad.
Historia litúrgica del templo cristiano 57

pública y solemne de la Iglesia»46. Tanto en éste como en otros documentos del mismo
tipo —«Sacra tridentina synodus» (1905), «Quam singulari» (1910) y «Divino afflatu»
(1911), que trataban sobre el fomento de la comunión frecuente, la admisión temprana
de los niños a la primera comunión, y la reforma del breviario y la revalorización del
domingo, respectivamente—, Pío X imprimió al Movimiento Litúrgico una dimensión
pastoral que ya había sido anticipada por el belga Dom Beauduin, a quién se ha reserva-
do el título de «padre» del Movimiento Litúrgico.
En efecto, Dom Lambert Beauduin (1873/1960) había constatado el enorme vacío
religioso que poseía el pueblo causado, en gran medida, por su separación de la liturgia.
De ahí que todo su interés se centrase en fundamentar la piedad y la vida cristiana sobre
el culto de la Iglesia, promoviendo la participación de los fieles en las acciones litúrgi-
cas, especialmente en la santa misa. Para realizar sus propósitos, Beauduin contó con
tres medios eficaces: la convocatoria de un congreso litúrgico en Malinas (1909), la
publicación de la revista «Questions liturgiques» (1910) —más tarde «Questions liturgi-
ques et paroissiales»— y con la celebración de las semanas litúrgicas de Lovaina. De
esta forma, la labor comenzada por Dom Guéranger comenzó a organizarse, al tiempo
que se vio enriquecida por su inclusión en el mundo de la pastoral parroquial. Beauduin
editó en 1911 un misal dominical y en 1914 publicó el librito «La piété de l’Eglise»,
donde expone sus agudas intuiciones sobre la piedad del pueblo cristiano. En el campo
arquitectónico, el arquitecto alemán Martin Weber (1890/1941) se hizo eco de sus ense-
ñanzas desde los primeros momentos.
Por su parte, el abad de Maria-Laach, Dom Ildefons Herwegen (1874/1946), convir-
tió su monasterio en la cuna del Movimiento Litúrgico en Alemania. Herwegen conocía
bien el temperamento germánico y sabía que una idea así no podría prosperar sin una sóli-
da base científica. De ahí que desde 1918 comenzara a organizar retiros litúrgicos y nume-
rosas conferencias donde participaban todo tipo de gentes: artistas, literatos, sacerdotes,
universitarios, políticos, seminaristas, etc. Creó una Academia de Estudios Patrísticos,
talleres de arte sacro y una editorial de donde salieron diversas publicaciones. La aporta-
ción más importante del movimiento lacense fue la obra de Odo Casel, ya comentada, que
posteriormente tendría mucha influencia en el Concilio Vaticano II. Otros teólogos profun-
dizaron en la línea litúrgica comenzada por Herwegen; así, por ejemplo, Romano
Guardini, que estudiaría las implicaciones de la liturgia con la antropología, la filosofía, la
sociología y el arte47, o Pius Parsch, que centró su investigación en temas eminentemente
pastorales formulando los principios de la celebración comunitaria48.
A la sombra de Maria-Laach, desde 1919 fueron apareciendo diversos movimien-
tos católicos en Alemania: «Hochland», «Grossdentschland», «Neudentschland»,

(46) Cf. Pascual Díez, A., voz «Litúrgico, Movimiento», en: Varios autores, «Gran Enciclopedia Rialp»
(t. XIV), Madrid, 1975, 463.
(47) Sobre la persona y la obra de Romano Guardini (1885/1968) puede verse, por ejemplo: López
Quintás, A., «Romano Guardini, maestro de vida», Palabra, Madrid, 1998.
(48) 1884/1954. Fueron célebres sus misas dominicales en la iglesia de Santa Gertrudis de Nivelles
(Bélgica), hacia 1922. Parsch editó diversas publicaciones de amplia difusión, así como dos revis-
tas litúrgicas: una científica —«Bible und liturgie»— y otra divulgativa —«Lebe mit der
Kirche»—; entre sus colaboradores y discípulos destacaron J. Casper, K. Rahner o J.A. Jungmann.
58 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

«Jungoolk», etc., y se puede decir que la arquitectura religiosa recibió en este país el
poderoso impulso juvenil de uno de esos grupos: el «Quickborn», a partir del cual
Rudolf Schwarz puso las bases de la renovación arquitectónica del templo cristiano, tra-
bajando en una ordenación espacial inspirada únicamente en la participación activa de la
comunidad en la acción litúrgica.

La encíclica «Mediator Dei»

El Movimiento Litúrgico ponía en juego valores demasiado importantes para la


vida de la Iglesia y defendía o impugnaba tradiciones —más o menos auténticas, pero
en todo caso, profundamente arraigadas entre los cristianos— para que no surgieran ten-
siones que a veces se dieron con una virulencia poco frecuente49. Tanto es así que, tras la
Segunda Guerra Mundial, Pío XII se vio obligado a intervenir con la encíclica
«Mediator Dei et hominum» (1947)50. La intervención papal calmó los ánimos y puso
las bases doctrinales y pastorales de una reforma litúrgica sana y lógica, mientras criti-
caba a un tiempo tanto la falta de profundidad en los estudios litúrgicos de unos como el
desmedido afán de novedades de otros.
La «Mediator Dei» se erigió como la carta magna de la liturgia y el Movimiento
Litúrgico recibió así el impulso definitivo, al tomar la jerarquía eclesiástica las riendas de
la cuestión. Entre los temas que la encíclica desarrolló pueden señalarse la naturaleza
profundamente teológica del culto cristiano, su dimensión interior, la participación de los
fieles en ella como una de las exigencias bautismales y el equilibrio teológico —no opor-
tunista— entre «panliturgismo» y minusvaloración del culto, piedad objetiva y subjetiva,
comunitarismo e individualismo, celebración y culto de la eucaristía, progresismo y con-
servadurismo. Poniendo en práctica las indicaciones de la encíclica, en casi todas la dió-
cesis se crearon comisiones litúrgicas diocesanas y se publicaron directorios. Con respec-
to a la participación de los fieles, se adoptó una posición intermedia entre la misa cantada
en latín y la misa tradicional, haciéndose posible el uso de cantos en lengua vernácula.
Pío XII llevó a cabo una labor de reforma gradual, en colaboración con la sección
histórica de la Congregación de Ritos —la llamada «comisión piana» (1948/60)—, revi-
sando prácticamente todos los libros litúrgicos. Durante el decenio que precedió al
Concilio Vaticano II, la Santa Sede comenzó a publicar gran cantidad de documentos

(49) En 1913, surgió la polémica de Dom André-Jean Festugière con los jesuitas. En su artículo «La
Liturgie Catholique, Essai de Syntese», Festugière los hacía responsables de la pérdida del espíritu
litúrgico desde el siglo XVI, y acusaba a la espiritualidad ignaciana de fomentar un pietismo antro-
pocéntrico y falto de doctrina, que maximizaba el esfuerzo ascético personal reduciendo el valor de
la gracia. Algunos teólogos jesuitas le respondieron, afirmando que, por liturgia, habría que enten-
der tan sólo la parte decorativa, ceremonial y sensible del culto católico. En 1930 volvieron a surgir
las tensiones, tanto en temas fundamentales como periféricos. Se discutieron la doctrina del miste-
rio del culto («Mysterienlehre»), la prioridad de la piedad objetiva (liturgia) sobre la piedad subjeti-
va (devociones privadas), el sacerdocio de los fieles y la participación activa, la concelebración, la
comunión dentro o fuera de la misa, la forma de los ornamentos y de los objetos litúrgicos, el espa-
cio de la celebración y la lengua litúrgica con su corolario, el canto gregoriano.
(50) Su título refleja muy bien la situación creada. Puede verse un pequeño resumen en: Pío XII, «Encí-
clica ‘Mediator Dei’», Rna, 203 (1958), 1-2.
Historia litúrgica del templo cristiano 59

Pío XII;
publicó en 1947 la encíclica
«Mediator Dei et hominum»

sobre este tema. Como primera medida, en 1951 se restauró la vigilia pascual, en 1953
se modificó substancialmente la ley del ayuno eucarístico y se facilitaron las misas ves-
pertinas, en 1955 se simplificaron las rúbricas y se reformó la Semana Santa y en 1956
apareció la encíclica «Musicae Sacrae Disciplina». Fruto de la colaboración de los litur-
gistas con la Jerarquía surgieron las comisiones nacionales de liturgia y los institutos o
centros litúrgicos, entre los que cabe destacar el Centro de Pastoral Litúrgica de París
(1943) y el «Liturgisches Institut» de Treveris (Alemania, 1947). Un tercer motor del
Movimiento Litúrgico en esta época fueron los Congresos Internacionales de Liturgia,
entre los que merecen destacarse los celebrados en Lugano y Asís, el año 1956. Las sig-
nificativas palabras de Pío XII, clausurando uno de ellos —«el Movimiento Litúrgico
moderno aparece como un signo de las disposiciones providenciales de Dios sobre nues-
tro tiempo, como un paso del Espíritu Santo por su Iglesia»51— sirvieron para sancionar
definitivamente el camino emprendido por Dom Guéranger.
Con el anuncio del Concilio Vaticano II la renovación perdió parte de su interés.
Efectivamente, el día 4 de diciembre de 1963 se publicaba la constitución «Sacro-
sanctum Concilium» sobre Sagrada Liturgia, fruto de más de cien años de trabajo. Era
también la solemne aprobación de los mejores esfuerzos de tantas personas que habían
trabajado para que la liturgia volviese a ser, en la práctica, el centro y el alma de la vida
de la Iglesia.

(51) Cf. Abad Ibáñez, J.A., «La celebración del misterio cristiano», 64.
60 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

NEXUS

Apéndice 1. Concilio Vaticano II, «Constitución sobre la Sagrada Liturgia


‘Sacrosanctum Concilium’» (1963)

Capítulo VII: El arte y los objetos sagrados


122. Entre las actividades más nobles del ingenio humano se cuentan, con razón,
las bellas artes, principalmente el arte religioso y su cumbre, que es el arte sacro. Estos,
por su naturaleza, están relacionados con la infinita belleza de Dios, que intentan expre-
sar de alguna manera por medio de obras humanas. Y tanto más pueden dedicarse a
Dios y contribuir a su alabanza y a su gloria cuanto más lejos están de todo propósito
que no sea colaborar lo más posible con sus obras para orientar santamente los hombres
hacia Dios.
Por esta razón, la santa madre Iglesia fue siempre amiga de las bellas artes, buscó
constantemente su noble servicio, principalmente para que las cosas destinadas al culto
sagrado fueran en verdad dignas, decorosas y bellas, signos y símbolos de las realidades
celestiales. Más aún, la Iglesia se consideró siempre, con razón, como árbitro de las mis-
mas, discerniendo entre las obras de los artistas aquellas que estaban de acuerdo con la
fe, la piedad y las leyes religiosas tradicionales y que eran consideradas aptas para el
uso sagrado.
La Iglesia procuró con especial interés que los objetos sagrados sirvieran al
esplendor del culto con dignidad y belleza, aceptando los cambios de materia, forma y
ornato que el progreso de la técnica introdujo con el correr del tiempo.
En consecuencia, los Padres decidieron determinar acerca de este punto lo siguiente:
123. La Iglesia nunca consideró como propio estilo artístico alguno, sino que, aco-
modándose al carácter y las condiciones de los pueblos y a las necesidades de los diver-
sos ritos, aceptó las formas de cada tiempo, creando en el curso de los siglos un tesoro
artístico digno de ser conservado cuidadosamente. También el arte de nuestro tiempo y
el de todos los pueblos y regiones ha de ejercerse libremente en la Iglesia, con tal que
sirva a los edificios y ritos sagrados con el debido honor y reverencia, para que pueda
juntar su voz a aquel admirable concierto que los grandes hombres entonaron a la fe
católica en los siglos pasados.
124. Los Ordinarios, al promover y favorecer un arte auténticamente sacro, bus-
quen más una noble belleza que la mera suntuosidad. Esto se ha de aplicar también a las
vestiduras y ornamentación sagrada.
Procuren cuidadosamente los Obispos que sean excluidas de los templos y demás
lugares sagrados aquellas obras artísticas que repugnen a la fe, a las costumbres y a la
piedad cristiana y ofendan el sentido auténticamente religioso, ya sea por la depravación
de las formas, ya sea por la insuficiencia, la mediocridad o la falsedad del arte.
Al edificar los templos, procúrese con diligencia que sean aptos para la celebra-
ción de las acciones litúrgicas y para conseguir la participación activa de los fieles.
125. Manténgase firmemente la práctica de exponer en las iglesias imágenes
sagradas a la veneración de los fieles; hágase, sin embargo, con moderación en el núme-
ro y guardando entre ellas el debido orden, a fin de que no causen extrañeza al pueblo
cristiano ni favorezcan una devoción menos ortodoxa.
Historia litúrgica del templo cristiano 61

126. Al juzgar las obras de arte, los Ordinarios de lugar oigan a la Comisión dioce-
sana de arte sagrado y, si el caso lo requiere, a otras personas muy entendidas, como
también a las comisiones de que se habla en los arts. 44, 45 y 46.
Vigilen con cuidado los Ordinarios para que los objetos sagrados y obras precio-
sas, dado que son ornato de la casa de Dios, no se vendan ni se dispersen.
127. Los Obispos, sea por sí mismos, sea por medio de sacerdotes competentes
dotados de conocimientos artísticos y aprecio por el arte, interésense por los artistas, a
fin de imbuirlos del espíritu del arte sacro y de la sagrada liturgia.
Se recomienda, además, que, en aquellas regiones donde parezca oportuno, se
establezcan escuelas o academias de arte sagrado para la formación de artistas.
Los artistas que, llevados por su ingenio, desean glorificar a Dios en la santa
Iglesia, recuerden siempre que su trabajo es una cierta imitación sagrada de Dios
Creador y que sus obras están destinadas al culto católico, a la edificación de los fieles
y a su instrucción religiosa.
128. Revísense cuanto antes, junto con los libros litúrgicos, de acuerdo con el art.
25, los cánones y prescripciones eclesiásticas que se refieren a la disposición de las
cosas externas del culto sagrado, sobre todo en lo referente a la apta y digna edificación
de los templos, a la forma y construcción de los altares, a la nobleza, colocación y segu-
ridad del sagrario, así como también a la funcionalidad y dignidad del baptisterio, al
orden conveniente de las imágenes sagradas, de la decoración y del ornato. Corríjase o
suprímase lo que parezca ser menos conforme con la liturgia reformada y consérvese o
introdúzcase lo que la favorezca.
En este punto, sobre todo en cuanto a la materia y a la forma de los objetos y ves-
tiduras sagradas, se da facultad a las asambleas territoriales de Obispos para adaptarlos
a las costumbres y necesidades locales, de acuerdo con el art. 22 de esta constitución.
129. Los clérigos, mientras estudian filosofía y teología, deben ser instruidos tam-
bién sobre la historia y evolución del arte sacro, sobre los sanos principios en que deben
fundarse sus obras, de modo que sepan apreciar y conservar los venerables monumentos
de la Iglesia y puedan orientar a los artistas en la ejecución de sus obras.
130. Conviene que el uso de insignias pontificales se reserve a aquellas personas
eclesiásticas que tienen o bien el carácter episcopal o bien alguna jurisdicción particular.

Apéndice 2. Instrucción para aplicar la constitución sobre liturgia (1964)

Esta instrucción —de la que se presentan algunos extractos significativos— fue


preparada según mandato de Pablo VI, por el cardenal Giacomo Lercaro, presidente del
«Consilium» para la aplicación de la constitución sobre sagrada liturgia. Tras su apro-
bación por el Pontífice, entró en vigor el día 7 de marzo de 1965.

Capítulo I: Algunas normas generales


13. Se procurará la máxima perfección en las celebraciones litúrgicas. Por lo tanto:
c) Las iglesias y oratorios, los objetos sagrados en general y las vestiduras sagra-
das, ofrecerán un aspecto de auténtico arte cristiano, sin excluir el arte moderno.
62 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

Capítulo V: Construcción de iglesias y altares con vistas a facilitar la participación acti-


va de los fieles
I. Disposición de las iglesias
90. Al construir nuevas iglesias, al reconstruirlas o adaptarlas, procúrese con dili-
gencia que resulten aptas para celebrar las acciones sagradas, conforme a su autentica
naturaleza, y obtener la participación activa de los fieles (cf. const., art. 124).
II. El altar mayor
91. Conviene que el altar mayor se construya separado de la pared de modo que se
pueda girar fácilmente en torno a el y celebrar de cara al pueblo. Y ocupará un lugar tan
importante en el edificio sagrado que sea realmente el centro adonde espontáneamente
converja la atención de toda la asamblea de los fieles.
Obsérvese lo que prescribe el derecho acerca de la materia con que debe edificarse
y adornarse el altar.
Además, el presbiterio alrededor del altar tendrá tal amplitud que se puedan des-
arrollar cómodamente en él los ritos sagrados.
III. La sede del celebrante y de los ministros
92. La sede para el celebrante y los ministros se colocara de tal forma que, según
la estructura de cada iglesia, sea bien visible a los fieles, y el celebrante aparezca como
el presidente de toda la comunidad de los fieles.
No obstante, si la sede del celebrante está situada detrás del altar, hay que evitar la
forma de trono, que es propia únicamente del obispo.
IV. Los altares laterales
93. Los altares laterales serán pocos; es más, en cuanto lo permita la estructura del
edificio, es muy conveniente que se coloquen en capillas separadas de algún modo del
cuerpo de la iglesia.
V. Ornato de los altares
94. La cruz y los candelabros que se requieren en el altar para cada una de las
acciones litúrgicas, se pueden colocar también en las proximidades del mismo, a juicio
del ordinario de lugar.
VI. Reserva de la Eucaristía
95. La sagrada Eucaristía se reservará en un sagrario sólido e inviolable, colocado
en medio del altar mayor, o de un altar lateral, pero que sea realmente destacado, o tam-
bién, según costumbres legítimas y en casos particulares, que deben ser aprobados por
el ordinario del lugar, en otro sitio de la iglesia, pero que sea verdaderamente muy noble
y esté debidamente adornado.
Se puede celebrar la misa de cara al pueblo, aunque encima del altar mayor esté el
sagrario, en cuyo caso éste será pequeño, pero apropiado.
VII. El ambón
96. Conviene que para la proclamación de las lecturas sagradas haya uno o dos
ambones, dispuestos de tal forma que los fieles puedan ver y oír bien al ministro.
Historia litúrgica del templo cristiano 63

VIII. Lugar de la «schola» y del órgano


97. El lugar de la «schola» y del órgano se situará de tal forma que aparezca clara-
mente que los cantores y el organista forman parte de la asamblea congregada, y puedan
desempeñar mejor su ministerio litúrgico.
IX. Lugar de los fieles
98. Téngase especial cuidado en disponer el lugar de los fieles, de modo que puedan
ver las celebraciones sagradas y participar debidamente en ellas con su espíritu. Conviene
que normalmente se pongan para su uso bancos o sillas, pero hay que reprobar la costum-
bre de reservar asientos a personas privadas, según el articulo 32 de la constitución.
Se procurará, además, que los fieles no sólo puedan ver al celebrante y demás
ministros, sino también escucharlos cómodamente, utilizándose para ello los medios
técnicos modernos.
X. El bautisterio
99. En la construcción y ornamentación del bautisterio se procurará con diligencia
que aparezca claramente la dignidad del sacramento del Bautismo, y que el lugar sea
apto para celebraciones comunitarias (cf. const., art. 27).

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