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EL CULTO CRISTIANO
(1) La religión es una realidad, en cierto modo, paradójica, ya que desde el punto de vista gnoseológico
no es posible mantener una distancia objetiva. Es un fenómeno que solamente puede ser estudiado
desde dentro, pues tan sólo en la fe misma se produce el objeto que se desea estudiar.
(2) No obstante, con objeto de no resultar reiterativos, utilizaremos los términos «sacro», «sagrado» y
«religioso» como sinónimos, en expresiones del tipo «arte sacro», «espacio sagrado» o «arquitectura
religiosa».
Historia litúrgica del templo cristiano 29
(3) Andrei Tarkovski ha sostenido que el concepto de sacrificio presupone el apartamiento de cualquier
intención primaria y egoísta, de modo que la persona que lo realiza se encontraría viviendo en un
estado situado más allá de la lógica normal de los acontecimientos, desligada del mundo material y
de sus leyes: «El espacio donde se mueve quién está dispuesto a sacrificarlo todo, e incluso a entre-
garse a sí mismo en sacrificio, es algo así como el contrapeso de nuestros espacios de experiencias
empíricas; pero no por ello es menos real que éstos» («Esculpir en el tiempo», Rialp, Madrid, 1992,
239-240). Este concepto sería la base de la última película que realizó en su intensa trayectoria
como director de cine: «Offret» (1986).
(4) En el uso corriente de los clásicos griegos, el término «liturgia» alude a un servicio llevado a cabo
para la colectividad y en favor de ella. Este concepto tan general enseguida pasó a designar el conjun-
to de servicios que constituían el culto a los dioses. En este sentido estrictamente religioso se introdu-
jo en la Biblia para indicar el ministerio sagrado que los sacerdotes y levitas debían desempeñar en el
Tabernáculo en favor del pueblo. En el Nuevo Testamento, además de mantener ese significado, se
designaban también los actos del sacerdocio de Cristo, mucho más excelente, así como el servicio
eucarístico.
30 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea
Adán ni a ninguno de los Patriarcas se les había ordenado nada semejante. Al ser el pue-
blo de Israel un pueblo nómada, ese santuario se ubicaba en una tienda separada del
resto del campamento sobre la que se mantenía permanentemente una nube sagrada; en
ella se conservaban las Tablas de la Ley y, más tarde, el Arca de la Alianza. Dios mani-
festaba su presencia en medio de su pueblo habitando en una tienda como ellos, acer-
cándose y protegiéndolo de modo especial; el pueblo, por su parte, le tributaba el honor
y la reverencia debidos, según los ritos que Dios le había comunicado a Moisés. El san-
tuario era, por lo tanto, una representación simbólica del trono celestial de Dios, su
trono en la Tierra. Cuando el rey David se propuso construir un gran templo en Jeru-
salén, en un primer momento Dios no se lo consintió, aunque luego hizo un trato con él:
David le construiría una casa —un templo— y Dios le daría otra casa —una dinastía—6.
David no vivió lo suficiente para consumar el proyecto, que realizó su hijo Salomón. En
el momento de la construcción del Templo, todo israelita fue consciente de que la verda-
dera morada de Dios eran los cielos, no el Templo, y así lo expresó el propio rey: «¿Pero
de verdad morará Dios sobre la tierra? Los cielos y los cielos de los cielos no son capa-
ces de contenerle. ¡Cuánto menos la casa que yo he edificado!»7. Sin embargo, Dios se
manifestaba allí de una manera distinta en el Templo, pues Él mismo afirmaba que su
Nombre estaría allí; por eso, el Templo de Salomón se confirmó como lugar oficial del
culto judío y, poco a poco, el pueblo elegido fue aprendiendo que su valor sólo era el de
un signo que ayudaba a alcanzar la presencia divina8.
La habitación de Dios entre los hombres tomó un matiz inesperado con el naci-
miento de Jesucristo. Aunque tanto en el santuario del desierto como en el Templo de
Salomón habitaba la Gloria de Dios —su Nombre—, sólo en Cristo habitó corporal-
mente la plenitud de la divinidad. Dios ya no necesitaba un lugar para estar, pues Él
mismo había bajado físicamente a la Tierra. De hecho, se puede decir con total propie-
dad que durante esos años culminantes de la Historia, Dios «habitó entre los hombres»9.
Ya desde niño, Jesucristo acudirá con frecuencia al Templo de Jerusalén, se referirá a él
como casa de Dios y casa de oración, pero sin embargo establecerá el valor de su propio
cuerpo como templo10.
La Escritura también narra cómo tras la muerte, resurrección y ascensión de Cristo
a los cielos, los apóstoles siguieron yendo al Templo a orar. Sin embargo, también
comenzaron a reunirse en otros lugares —casas particulares, sobre todo— para celebrar
la eucaristía, que con el tiempo quedaron reservados exclusivamente al culto11. Al princi-
pio evitaron llamarlos templos, pues esta palabra tenía la connotación negativa de su
generalidad, significando aquel lugar donde se celebraba culto a cualquier dios; y ellos
eran conscientes de la diferencia sustancial que mediaba entre su Dios y los demás dio-
ses y entre su culto y los demás cultos. Si Cristo había denominado «ecclesia» (reunión)
a la nueva comunidad de creyentes, los primeros cristianos —tomando el continente por
el contenido— empezaron a denominar a sus lugares de reunión «ecclesias». Por eso, no
se deberá confundir la «Iglesia» (con mayúscula) —el conjunto de los fieles— con la
«iglesia» (con minúscula), el edificio donde aquélla se reúne.
El año 313 el Edicto de Milán dio libertad de culto a los cristianos. En ese
momento las iglesias aparecieron oficialmente como edificios públicos, aunque como
acabamos de ver, el pueblo cristiano ya había establecido sus lugares de reunión desde
el principio. De hecho, la confluencia de los fieles en la oración y en la fracción del pan
es algo esencial en la religión católica (pertenece al derecho divino), no así la construc-
ción de templos, que se regulará años después por el derecho eclesiástico. La conmemo-
ración del sacrificio de Cristo y la reserva de la eucaristía —ritos no contemplados en el
culto judío— propiciaron que la comunidad cristiana creara un nuevo tipo de edificio
que, con el tiempo, fue adquiriendo matices propios. Este tipo se conocerá los nombres
de basílica, «domus dei», «dominicum» o «domus eclessiae», pero nunca —al menos
inicialmente, insisto— como templo.
La iglesia cristiana es, por tanto, substancialmente distinta de los templos de otras
religiones. Podemos afirmar que si no cabe ninguna duda de que las iglesias son lugares
santos, pues en ellas se ha manifestado la gracia de Dios, la Iglesia reunida ha orado allí,
se ha renovado el sacrificio de Cristo y su cuerpo se ha repartido en alimento, en una
iglesia cristiana la dimensión funcional es casi más determinante que lo propiamente
sacro, pues su disposición y su forma están íntimamente vinculadas a las actividades
que en ella se realizan. Con todo, el factor último de la sacralidad de una iglesia no radi-
ca en ningún factor intrínseco a ella misma —espacial, temporal, emocional, artístico—,
sino en el sencillo hecho de su consagración.
Si, como parece evidente, Dios no necesita una casa para habitar y si gracias al
bautismo cada una de las tres Personas divinas «habita» en el alma del cristiano12, enton-
ces ¿por qué son necesarias las iglesias? Podemos señalar dos razones de conveniencia.
En primer lugar, en las iglesias se produce una especial presencia de Dios y una comu-
nicación entre Él y sus fieles más intensa, por lo que estos edificios devienen en instru-
mentos de salvación y santificación13. En segundo lugar, porque a Dios no se le reveren-
cia ni sólo en la intimidad del pensamiento ni sólo con actos exteriores, sino con todo el
ser. Según esto, el culto divino ha de ser una actividad no sólo individual, sino también
colectiva, y así como la naturaleza manifiesta el genio y la bondad de Dios —le da glo-
ria— es lógico que las obras de los hombres también lo hagan. La naturaleza social del
hombre aconseja construir espacios dedicados al culto (así como también reservar tiem-
pos especialmente dedicados para ello, como por ejemplo el domingo, primer día de la
(12) Dios es Padre y su casa es el lugar donde se reúnen sus hijos; además, mediante la comunión euca-
rística cada cristiano se convierte en el lugar donde habita el Hijo; por último, la gracia de Dios
libremente aceptada por el hombre posibilita que el Espíritu Santo viva en su alma.
(13) En este sentido argumentaba Tomás de Aquino al cuestionarse si era necesario un lugar específico
para ejercer la adoración (Cf. «Summa Teológica», 2-2, q. 84, a. 3).
Historia litúrgica del templo cristiano 33
semana) y en ese sentido una iglesia sería la ofrenda estable y perfecta, el reconocimien-
to de un gustoso vasallaje y la muestra más clara de la presencia de Dios en medio de
sus criaturas. Por eso, aunque en el Apocalipsis se describe la Jerusalén celestial como
una ciudad sin templos —«pues el Señor Dios omnipotente es su templo»14— las igle-
sias serán necesarias para la celebración del culto público y la administración de los
sacramentos hasta el final de los tiempos.
A la hora de definir con un mínimo de precisión «qué cosa es» arquitectónicamen-
te una iglesia —conceptualmente ya lo sabemos: un espacio consagrado— tendremos
que hacernos dos preguntas: «qué representa» una iglesia (lo sacro) y «para qué sirve»
una iglesia (lo funcional). Una primera referencia significativa, aunque sin duda no del
todo concluyente, la conforma el pasaje narrado en Lucas 22, 12. Allí se explica cómo
Cristo da instrucciones a algunos de sus discípulos para que preparen el primer acto de
culto de la Nueva Alianza: la cena de Pascua. Les indica que se dirijan a casa de un
conocido y que él les mostrará una sala amplia y arreglada para que allí dispongan todo.
Esa «sala amplia y arreglada» se puede presentar como paradigma espacial de la iglesia
cristiana. Así, más allá de las diferencias que luego puedan surgir al distinguir los dife-
rentes tipos —catedral, ermita, oratorio, etc.—, una iglesia es un espacio que ha de ser
capaz de asumir cuatro funciones básicas: ser el lugar donde se congregan los fieles
para orar; ser el lugar de la proclamación de la Palabra de Dios y de la celebración euca-
rística; ser el lugar de la celebración de los restantes sacramentos; y ser el lugar de ora-
ción y adoración del Santísimo Sacramento. El orden en que hemos expuesto estas cua-
tro notas funcionales no es casual, sino que responde a una jerarquización conceptual y
espacial que se constituirá en un tema de discusión frecuente durante el periodo que nos
ocupa15. Finalmente, se suele admitir que una de las funciones propias de la iglesia como
espacio es su expresividad, entendiendo como espacio expresivo aquél que posee una
atmósfera intencionalmente cualificada que remite a otras realidades. Ese ambiente
expresivo —simbólico, al fin y al cabo— ha de favorecer la piedad («poner en tensión
el espíritu») y educar en el sentido de lo sagrado. Aparece así la dimensión pedagógica
del templo.
Puede afirmarse que, al menos hasta el siglo XVIII, la historia del templo cristiano
se ha identificado con la historia de la arquitectura occidental. La lectura más común de
esta historia ha sido la tecnológico-estilística, que sostiene que la configuración del espa-
cio —y, por lo tanto, del espacio de culto— ha sido una consecuencia casi directa de la
evolución de la tecnología. Otros autores como por ejemplo, Eugenio D’Ors o Francisco
Pérez Gutiérrez, han realizado lecturas duales de tipo conceptual: lo clásico frente a lo
barroco (lo apolíneo frente a lo dionisíaco) o el misterio frente al espectáculo16.
(16) Cf. D’Ors Rovira, E., «Lo barroco», Aguilar, Madrid, 1964; Pérez Gutiérrez, F., «La indignidad en
el arte sagrado», Guadarrama, Madrid, 1961.
Historia litúrgica del templo cristiano 35
época. Así, en algunos momentos primará la visión plástica de la iglesia, mientras que
en otras será el programa —los requerimientos del culto— el que dicte las condiciones
de formalización del espacio.
Los orígenes
Ya hemos dicho que el culto cristiano tuvo su origen en el rito judío, y que al prin-
cipio, los primeros cristianos siguieron frecuentando las sinagogas para orar. Sin embar-
go, el rito específicamente cristiano de la fracción del pan o memoria de la cena del
Señor necesitaba un lugar diferente aunque sin unas características espaciales demasia-
do específicas, ya que podía celebrarse tanto en una mazmorra como en un navío. El
primitivo cristianismo se distinguía de las demás religiones por no poseer templos pro-
pios; los cristianos llegaron a ser acusados de irreligiosos, pero Cristo sólo había dicho:
«Donde dos o tres se encuentren reunidos en mi nombre allí estaré Yo»17; parecía claro
que, más que el edificio, lo propio del culto cristiano era el hecho de reunirse los fieles.
Por eso es interesante hacer notar que mientras las demás religiones hablaban de templo
los cristianos hablaban de «ecclesia», un término griego empleado para denominar la
reunión de todos los ciudadanos libres. Posteriormente, la palabra pasó, por metonimia,
a designar el lugar del culto, y de esta forma, el edificio material y visible se convirtió
en símbolo del edificio espiritual e invisible formado por la reunión de todos los creyen-
tes alrededor de Pedro.
«La liturgia cristiana nació esencialmente de la última cena del Señor, renovada
por mandato suyo y enriquecida por un servicio eucológico de origen judío»18. Al princi-
pio se trataba simplemente de repetir lo que Cristo había hecho, aunque otras veces se
celebraba un ágape previo a la partición del pan. No existían fórmulas, sino tan sólo el
pensamiento y las palabras utilizadas por Jesús que habían sido recogidas por los após-
toles. El esquema de las reuniones era el siguiente: la tarde del sábado los cristianos se
juntaban en la sinagoga para orar, para recitar los salmos y para efectuar las lecturas; y
ya por la noche, se realizaba el servicio eucarístico propiamente dicho en una casa parti-
cular19. Como cada vez se hicieron más frecuentes las discrepancias con los judíos,
comenzó a ser aconsejable independizar los cultos. Así, los fieles se reunían semanal-
mente para celebrar la Cena del Señor, utilizando para ello la sala principal de la casa
como había hecho el mismo Cristo en su Última Cena. Poco a poco, las dos ceremonias
se fueron uniendo; a las plegarias judías comenzaron a incorporarse otras específica-
mente cristianas y a las lecturas se añadieron los escritos apostólicos y los Evangelios;
el ofertorio cobró importancia y el altar pasó a ser fijo, adquiriendo la primacía que
«Domus ecclesiae»
en una «illa»
romana, s. I
hasta entonces correspondía a la cátedra del obispo. La liturgia era la única acción pas-
toral de la naciente Iglesia y los fieles participaban en ella de modo natural20.
Para comprender bien la génesis de las iglesias conviene exponer brevemente la
configuración habitual de una «illa» romana. La casa solía articularse en tres zonas: la
sala de recibir («oecus»), situada en la zona más noble de la casa, el «peristilum» o patio
de la vivienda en forma de «impluvium» con columnas perimetrales y fuente central, y
un atrio interior al que se abrían las dependencias privadas. La primitiva liturgia cristia-
na se fue acomodando de manera natural en las distintas zonas según el carácter propio
de cada una; así, la celebración era presidida por los presbíteros desde el «oecus», donde
se situaba el altar; una cancela dejaba ver el «peristilum», que acogía la oración en
común, situándose en él los bautizados —las mujeres en un ala y los hombres en otra—,
mientras que el «atrium» se utilizaba para las lecturas y era el lugar propio de los cate-
cúmenos. El culto de los primeros tiempos se reducía a esta celebración: no había más.
Conforme la comunidad de creyentes se fue haciendo más numerosa las cosas
dejaron de ser tan sencillas. Cuando se vio conveniente dedicar algunas casas exclusiva-
mente al culto, al principio llevaban el nombre de su propietario (en Roma, este tipo de
(20) Desde el día de Pentecostés hasta el Edicto de Milán se produjo un desarrollo paulatino de la praxis
celebrativa de los diversos sacramentos, manteniéndose una relativa uniformidad a pesar de carecer
de fórmulas fijas. El núcleo de la liturgia era la celebración de la Pascua el domingo, primer día de
la semana, un acto que contaba con una notable incidencia en la vida de los fieles. Esta unidad fue
posible por varias razones: por los pocos elementos cultuales determinados por Cristo —apenas el
rito exterior de los tres sacramentos más importantes: bautismo, penitencia y eucaristía—, por el
fervor propio de los comienzos, por la existencia de un ambiente externo indiferente u hostil, por la
prioridad concedida a la expansión apostólica frente a todo lo demás y, por último, por el número
relativamente pequeño de miembros de las diversas comunidades cristianas. De todos modos, una
costumbre muy arraigada en Occidente y que se fue perdiendo con los años era la de comulgar bajo
las especies sacramentales. Pasaron varios siglos antes de que se recuperara esta tradición.
Historia litúrgica del templo cristiano 37
casas recibió la denominación de «tituli»), y sólo más tarde cambiaron su nombre por el
de un mártir. Su aspecto externo era, obviamente, el propio de una vivienda urbana, aun-
que su tenencia fuera mancomunada21.
Por otra parte, la progresiva complejidad de la naciente sociedad cristiana obligó a
distribuir las funciones litúrgicas y asistenciales entre los fieles, creando diversos minis-
terios que se fueron articulando conforme al carisma jerárquico que la Iglesia presenta-
ba ya desde sus comienzos. También empezaron a aparecer pequeñas edificaciones de
planta central destinadas al culto de los mártires, denominadas «cellas memoriae» o
«martyrium», sobre las cuales se edificaron posteriormente las correspondientes basíli-
cas. En este sentido, conviene anotar que durante mucho tiempo se pensó que las cata-
cumbas se habían empleado como lugar de reunión, pero actualmente se sabe que no fue
así, ya que las catacumbas se utilizaban exclusivamente como lugar de enterramiento y
las capillas que se encuentran en su interior cumplían funciones funerarias22.
El año 313 el emperador Constantino se declarará protector de la religión cristiana
y promoverá su difusión. A pesar de que es muy probable que los cristianos ya hubieran
construido edificios de carácter semipúblico, a partir de este momento aparecieron
muchos edificios consagrados al culto que los historiadores han englobado bajo el epí-
grafe genérico de «basílica cristiana» o «basílica constantiniana», ya que el parecido
(21) El «Liber Pontificalis» recogía el nombre de veinticinco de estas iglesias, aunque parece que llega-
ron a ser unas cuarenta. Su creación se atribuye al papa Evaristo (112-121) y su restablecimiento al
papa Marcelo (308-309). Un ejemplo muy claro es la casa descubierta en 1931 en Dura-Europos
(Irak), una ciudad militar situada en el desierto de Siria que fue destruida por los persas el año 260.
Se trata de una casa de habitación del siglo II transformada el año 232 en «casa de la Iglesia», que
incluso poseía baptisterio propio.
(22) El error histórico se derivó del apresamiento del papa Sixto II en las catacumbas de Calixto el 6 de
agosto del 258 mientras predicaba con sus diáconos, quebrantando así el decreto del emperador
Valeriano que había prohibido el acceso de los cristianos a los cementerios.
38 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea
que presentaban con las basílicas civiles romanas era evidente23. La basílica poseía una
estructura programática muy sencilla estructurada en cuatro zonas: atrio, nártex, nave y
santuario; una estructura que la liturgia se encargaba de articular, obteniéndose así una
impresión sobria, majestuosa y solemne, aunque el aspecto exterior fuese pobre y masi-
vo. El atrio era un patio columnado en «impluvium» con una fuente en el medio; el nár-
tex era un cuerpo transversal que unía el atrio con la basílica propiamente dicha, la cual
estaba compuesta por dos naves laterales bajas y una central más elevada y luminosa,
cuya longitud duplicaba a su anchura. Finalmente, el santuario era otra pieza transversal
rematada en su eje por una exedra donde se situaba la cátedra del obispo. El santuario
también contenía los asientos para los presbíteros y el altar, a menudo protegido por una
estructura sobre columnas llamada ciborio. Este altar miraba hacia el pueblo (Oeste); a
su derecha (Norte) se encontraba el ambón desde donde se leía la epístola y a su izquier-
da (Sur), el del evangelio.
La costumbre de orientar las iglesias surgió de la tradición de orar con los brazos
dirigidos a Oriente, con todo el simbolismo cristológico que este concepto suponía24. Si
el ábside estaba dirigido a Oriente, los fieles podían orar mirando hacia ese punto. Sin
embargo, en Europa Occidental no se le dio tanta importancia a esta costumbre, creán-
dose una cierta confusión. Algún tiempo más tarde y por razones todavía desconocidas,
se introdujo el hábito de celebrar la eucaristía mirando a Oriente, y por lo tanto, de
espaldas al pueblo, una práctica que persistiría hasta la reforma litúrgica del Concilio
Vaticano II.
De esta época también datan las primeras iglesias de planta central, derivadas
como hemos dicho de las «cella memoriae» o monumentos conmemorativos. Así, en
Occidente apenas conservamos los ejemplos de la basílica de Santa Constanza —levan-
tada como mausoleo en el siglo IV y consagrada como iglesia en el siglo XIII— y la
basílica de San Lorenzo en Milán, de finales del siglo IV, mientras que, en Asia Menor,
la planta poligonal cubierta con cúpula fue el modo más corriente de construir. La des-
truida catedral de Antioquía —llamada por San Jerónimo «la dorada» o «dominicum
aureum»— respondía a este esquema; también la basílica del Santo Sepulcro de
Jerusalén —también desaparecida—, el templo de la «análepsis» (ascensión) en el
monte de los Olivos o la iglesia de la Natividad en Belén. Estos espacios centrales esta-
(23) Con respecto al origen de la basílica cristiana, la opinión más aceptada es la defendida por León
Battista Alberti en su tratado «De re aedificatoria» (Florencia, 1465). Alberti expone que el templo
cristiano proviene directamente de la basílica civil romana de la época del imperio, edificio forma-
do por un largo espacio transversal compuesto por dos «stoas» enfrentadas con tribunas superiores
y cerrado en sus cabeceros por exedras. Con respecto a este modelo, la basílica cristiana lo único
que incorpora es el carácter direccional del espacio que, priorizando uno de los dos sentidos, centra
la atención en el lugar del sacrificio. Según Righetti, existen dos hipótesis más. La primera sostiene
que la basílica es un tipo compuesto formado por elementos de la casa romana, la basílica latina y
las «cellas memoriae» de los cementerios. La segunda afirma que la basílica constantiniana vendría
a ser una derivación de la casa romana con peristilo, que se habría ido deformando progresivamen-
te a fin de aumentar su capacidad. Comparando, por ejemplo, las plantas de la casa de Pansa en
Pompeya y de la basílica de Santa Sabina en el Aventino (Roma) se observa que coinciden exacta-
mente (Cf. «Historia de la Liturgia», 398-401).
(24) Para la tradición cristiana, Cristo es el principio, la luz que disipa las tinieblas, el sol, el oriente, etc.
Historia litúrgica del templo cristiano 39
ban destinados a acoger liturgias particulares derivadas del oficio de difuntos, pero
nunca a la celebración del banquete eucarístico.
Los largos periodos de paz acaecidos durante los siglos II y III posibilitaron que la
liturgia evolucionase. A partir del siglo III, el esquema ritual —que se había mantenido
relativamente uniforme— fue sometido a una tendencia centrífuga y las pequeñas dife-
rencias se irán agrandando progresivamente. Las principales ciudades se convirtieron en
focos de formación e irradiación de una liturgia que, como el propio imperio romano,
quedó dividida en dos grandes bloques: Oriente y Occidente. Cada obispo —Clemente,
Basilio, Ambrosio, Gregorio, etc.— seleccionó personalmente las fórmulas que se con-
sideraban más adecuadas, pues las difíciles comunicaciones conservaron aisladas a las
distintas iglesias e impidieron mantener unas relaciones normales y estables entre ellas25.
Por otra parte, las conversiones masivas conllevaron el debilitamiento y la posterior
supresión de los ritos del catecumenado y, consecuentemente, las piezas del templo que
se utilizaban para ellos —el atrio y el nártex— desaparecieron.
Tras la caída del Imperio Romano de Occidente, se inauguró en Europa una época
de cambios e invasiones, dominada por la inseguridad y la provisionalidad. Surgieron
arquitecturas cultuales distintas y de reducidas dimensiones, diferenciadas entre sí por los
materiales empleados o por el tipo de técnica utilizada, muchas veces derivada de la tra-
dición local y de la inercia de los siglos. La aparición de la girola en las iglesias motivada
por la simultaneidad de usos públicos y privados en las comunidades monásticas y la
incorporación de la torre-campanario al conjunto del templo, fueron las novedades más
significativas. El ejemplo más destacable de este periodo es, sin duda, la capilla palatina
(790/98) que Eudes de Metz construyó en Aquisgrán para el emperador Carlomagno.
Desde el punto de vista cultual, la época carolingia se caracterizó por la unifica-
ción de la liturgia en todo el imperio según el rito romano, una cierta dramatización
escénica de la misma, su creciente interpretación alegórica26 y la marginación de las
nuevas lenguas romances. Al aumentar el número de cristianos se sintió la necesidad de
fijar los textos litúrgicos, y surgieron los libros sacramentarios, los leccionarios, los
antifonarios y los responsoriales; de la unión de los tres primeros nació el misal plena-
rio, cuya difusión contribuyó a la multiplicación de las misas sin pueblo en los monaste-
rios. Por otra parte, el cesaropapismo iniciado por Carlomagno con su política de inje-
rencia en los asuntos eclesiásticos tuvo una traducción arquitectónica inmediata en la
(25) De esta forma nacerán los cuatro tipos litúrgicos fundamentales según las distintas circunscripcio-
nes eclesiásticas: tipo siríaco, con los ritos antioqueno-jerosolimitano, siríaco-caldaico, bizantino y
armenio; tipo alejandrino, con los ritos copto y abisinio; tipo galicano, con los ritos galicano, celta
y mozárabe; y tipo romano, que fue el que más se extendió.
(26) Con Amalario de Treveris (+850), la liturgia se empezó a interpretar a la luz del simbolismo y de
posiciones místico-alegóricas. Es cierto que los hombres del medievo entreveían en cualquier cosa
el pensamiento divino, hasta extremos que ahora nos parecen inverosímiles. Sin embargo, para
ellos la ciencia no consistía tanto en el estudio de las cosas por sí mismas como en la penetración
de las enseñanzas que Dios había puesto en ellas. A pesar de la proclividad a caer en excesos y de
que hubo contemporáneos que discreparon de estas lecturas simbólicas —desde Floro de Lyon
hasta San Alberto Magno—, es innegable que existieron muchos y muy bellos trabajos que han
influido en la liturgia por su piedad, su sobriedad, su eficacia y por su profundo sentido cristiano.
40 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea
incorporación del doble coro a los templos de grandes dimensiones. Se duplicó el tran-
septo a los pies de la nave creando un nuevo ábside, que si en un principio estaba desti-
nado a acoger las reliquias de los mártires, posteriormente pasó a ser el lugar destinado
al rey; de este modo el poder terrenal se equilibraba con el poder divino. Además, las
entradas al templo pasaron a ser laterales, violentando la antigua tradición de entrar por
los pies. Buenos ejemplos de este tipo de construcción los representan el monasterio de
Sankt Gallen (h. 820) o la iglesia de San Miguel de Hildesheim (1010/33), en Alemania.
En los tiempos carolingios la variedad de ritos llegó a ser excesiva, por lo que el
papa Gregorio VII (1073/85) promovió una reforma destinada a unificar el culto bajo el
rito romano apoyándose en los cluniacenses ¿Y por qué, precisamente, bajo el rito
romano? Righetti anota que esta antigua liturgia «lleva la impronta del genio romano
con sus caracteres de simplicidad, sobriedad, fuerza, y con sus tendencias eminentemen-
te prácticas y realistas muy lejanas de toda forma gramática o sentimental»27. Es posible
que esos caracteres de objetividad contenida, concreta y contemplativa facilitasen la
superación de los intereses individuales para introducirse en una categoría colectiva y
universal. Lo cierto es que la unificación comenzó con la adopción por los franciscanos
del misal y del breviario utilizados en la corte papal, los cuales, a través de su pastoral
itinerante, difundieron estos libros por toda Europa. La piedad se centró en la humani-
dad de Cristo, más que en su divinidad. Era la primera reforma litúrgica de la historia: la
reforma gregoriana.
A pesar de que la reforma contribuyó poderosamente a la unificación de la cris-
tiandad, en la práctica la unificación produjo un cambio en la mentalidad que desembo-
posteriores nostalgias del esplendor cultual se van a referir siempre a estas épocas. La
paz política fomentó el crecimiento de la población y la creación de ciudades, y en el
plano religioso, los obispos y demás prelados promovieron una edad de oro que, par-
tiendo de la institución monástica, culminaría con el nacimiento de las universidades.
añoraban la sencillez y la pureza primitivas a retirarse al desierto. Otros como San Bruno
—fundador de la cartuja— buscaron el mismo ideal moderándolo mediante una cierta
vida en común. En cualquier caso, la orden cluniacense tuvo en Bernardo de Claraval su
crítico más duro28. San Bernardo no negaba la belleza formal de los objetos sagrados,
sino su utilidad para la vida cristiana de los monjes. El problema se planteaba en los
siguientes términos: ¿Agradaba a Dios el sacrificio de todo lo sensible —incluida la
pobreza en el decoro de la casa de Dios y en la ornamentación litúrgica— o el ornato del
templo justificaba la gran inversión de tiempo, energía y dinero exigido por el arte?
Quizá la reacción del santo respondiese a una oscilación que periódicamente se produce
en la sensibilidad estética cristiana, pues al decir de algunos autores, el arte sacro avanza
«movido por impulsos dialécticos de la sensibilidad colectiva, correspondientes a las dis-
tintas maneras de concebir y sentir en cada momento la fidelidad a un Evangelio de
Encarnación y Trascendencia»29. Desde que en 1119 fundara la orden de Císter, Bernardo
propugnó un funcionalismo técnico conjugado con un estricto sentido de la economía
asentado tanto en la optimización de recursos como en el espíritu de pobreza evangélica
más ortodoxo. Todo ello dio lugar a un conjunto de templos donde la utilidad y la solidez
se conjugaban perfectamente con la dignidad que lleva implícita la iglesia cristiana como
lugar de culto a Dios. En todo caso todos los templos cistercienses se comenzaron a dedi-
car a la Virgen María y para su implantación se eligieron parajes apartados, bien regados,
fértiles y a ser posible rodeados por un bosque. La reforma cisterciense puede considerar-
se como el inicio del sistema gótico de construcción, ya que además de la profunda sinto-
nía que todavía se observa entre el carácter del lugar y el aspecto de los edificios cister-
cienses, estos monjes contaron con magníficos arquitectos ya desde los tiempos de San
Bernardo. Dejando aparte las abadías de Citeaux y Clairvaux, ambas destruidas por la
Revolución Francesa, sus ejemplos más característicos fueron las abadías de Fontenay
(1139/47) y Pontigny (1185/1210). También participa de este carácter la catedral de
Saint-Front de Perigueux (h. 1120), de austeridad sobrecogedora y luz casi mágica.
Durante todo el siglo XIX y buena parte del XX, el gótico se reivindicó como el
estilo auténticamente cristiano, ya que los valores que ponía en juego parecían connatura-
les con el mensaje evangélico. Sea como fuere, lo que sí parece claro es que la arquitectu-
ra gótica fue un arte extremadamente popular que satisfizo durante mucho tiempo las
exigencias sociales, no solo en el ámbito religioso, sino también en la edilicia civil. El
templo gótico se vincula sobre todo a circunstancias de tipo técnico, pero también a la
evolución de la ciudad o al incremento del ejercicio de la autoridad episcopal. Como sede
de la cátedra del obispo, la catedral fue la construcción más representativa de la Baja
Edad Media; toda la ciudad colaboraba en su edificación, de modo que el levantamiento
de una catedral gótica a menudo supuso la creación de un centro artístico cuya influencia
se dejaba sentir en los alrededores. No fue, por tanto, casual que las grandes catedrales
coincidieran con las primeras universidades. En la catedral cabían toda clase de activida-
des, no solo religiosas, sino civiles y aún profanas: la «casa de Dios» era, de modo natu-
ral, la «casa de todos». En ella se daban cita todas las artes —pintura, escultura, música y
(28) Fueron muy conocidas sus disputas con el célebre abad Suger, de la abadía parisina de Saint-Denis,
para quien todo gasto era poco cuando se trataba del culto litúrgico.
(29) Plazaola Artola, J., «Historia y sentido del arte cristiano», BAC, Madrid, 1996, 398.
44 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea
arquitectura— para ponerse al servicio de una liturgia que perseguía la máxima compren-
sión de los misterios del culto por parte del pueblo. Por eso surgieron los primeros púlpi-
tos destinados a la explicación de la Palabra de Dios y aparecieron las representaciones
teatrales de los misterios sagrados. El gótico fue la confirmación de la arquitectura enten-
dida como manifestación del espíritu de los tiempos, «la expresión de una sociedad secu-
lar, una sociedad de laicos que no sólo construyen el edificio religioso sino que lo aman y
viven en él, porque viven y respiran lo que él representa: la fe cristiana»30.
A pesar de la especificidad de su uso —Luis IX el Santo la hizo construir como
relicario de la corona de espinas de Cristo y de los fragmentos del «Lignum crucis» que
él mismo había adquirido en Bizancio— la «Sainte-Chapelle» de París, consagrada en
1248, se puede presentar como la obra maestra de la arquitectura gótica.
Sin embargo, a partir del siglo XIII se hizo evidente una pérdida del sentido de lo
sacro, traducido en frecuentes abusos por la mezcla de situaciones sagradas y profanas
en el recinto de los templos. El cambio que en trece siglos se había producido desde la
sencilla adhesión a la liturgia hasta el gusto por lo superficial y alegórico lo había pues-
to de manifiesto la propia arquitectura en el paso de la «domus ecclesiae» a la catedral
gótica. Como consecuencia de todo ello, al final del siglo XV fue apareciendo un cla-
mor de reforma que pronto se volvería generalizado. Este clamor lo recogería, acaso un
poco tarde, el Concilio de Trento.
(31) En teología se denominan «novísimos» a las situaciones que se abren tras el final de la vida terrena
del cristiano: muerte, juicio, cielo, infierno y purgatorio.
46 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea
Donato Bramante,
San Pietro in Montorio,
Roma (Italia), 1502/03
dente32. La fascinación por el arte antiguo llegó a eclipsar de tal modo la misión especí-
fica que el templo había de cumplir —la celebración litúrgica de la comunidad, con toda
su riqueza y complejidad—, que la liturgia, tan presente hasta el momento en la arqui-
tectura religiosa y verdadera razón de ser de la iglesia cristiana, dejó —a estos efectos—
de tener valor alguno33. En general, se puede afirmar que hasta la llegada del templo
jesuítico postridentino, la forma y la significación de las iglesias primarán de modo
absoluto sobre su uso específico.
Donato Bramante pudo hacer realidad el sueño del templo ideal con el pequeño
templete de «San Pietro in Montorio» (1502/03), en Roma. Sin embargo, no fue tan sen-
cillo traducir esta idea al proyecto de la nueva basílica de San Pedro en el Vaticano,
encargada al mismo arquitecto por Julio II en 1506, donde además de los cambios origi-
nados por las conocidas dificultades técnicas, tanto las posteriores variaciones de su
propuesta como la realización final tuvieron una razón de ser litúrgica, dado que la
(32) Sin embargo, lejos de intentar paganizar el templo cristiano, el clasicismo aparecía a los ojos del
hombre renacentista como el instrumento adecuado para ratificar la universalidad y la santidad de
la Iglesia Romana. Ya Luca Pacioli había afirmado en 1509, que los antiguos, después de estudiar
el cuerpo humano, habían establecido el círculo y el cuadrado como las figuras fundamentales; así,
el hombre, como imagen de Dios, encarnaría la armonía del universo y la geometría pasaría a asu-
mir un papel mediador entre él y el cosmos. Desde este punto de vista, ¿dónde podría expresarse
mejor la relación del hombre con Dios sino en la construcción de la casa de Dios, de conformidad
con la geometría fundamental del cuadrado y el círculo? Resulta significativa, en este sentido, la
iglesia circular representada por Piero della Francesca en su obra «La ciudad ideal» (h. 1470), más
parecida al templo de Vesta que a cualquier otro ejemplo conocido hasta el momento.
(33) Palladio, cuando habla en su «Libro IV» de los templos, se refiere a su emplazamiento, a la forma
y al decoro, al aspecto exterior o a los significados de las plantas circulares o en cruz. Sorprenden-
temente sólo hace dos observaciones de carácter funcional, prácticamente nimias: que los templos
han de ser circulares —pues esta figura es la que posee una capacidad máxima— y que la situación
del altar tal como estaba contemplada en las antiguas basílicas era buena, por su posición algo ele-
vada y la dignidad que de ello se derivaba. Lo mismo les ocurre a los demás tratadistas. Alberti,
por ejemplo, en su «De re aedificatoria», diserta sobre los templos en general, sin distinguir ni
siquiera su religión.
Historia litúrgica del templo cristiano 47
(34) Es costumbre referirse a los miembros de la orden de San Benito —benedictinos— con el título «Dom».
48 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea
El Concilio de Trento abordó el problema del templo y las imágenes casi al final
de sus sesiones (diciembre de 1563). Se vio necesaria una reforma que purificara la sen-
sibilidad del creyente induciéndole a una mayor austeridad de vida y a una devoción
libre de adherencias sensuales, por lo que se propuso un arte que volviese a las formas
severas. El objetivo estribaba en conseguir una arquitectura rigurosa, racional, austera y
programática: es decir, una arquitectura atemporal y eterna. Al mismo tiempo, el culto
debería poseer un amplio grado de magnificencia, de tal forma que la majestad de Dios
fuera fácilmente perceptible. Con el paso de los años, el impacto emocional que produ-
cían las grandes ceremonias religiosas entre los fieles se empleó como un recurso peda-
gógico más al servicio de la evangelización.
(35) «La arquitectura en la edad del Humanismo», Nueva Visión, Buenos Aires, 1958, 38.
(36) En rigor, este proceso de teatralización del culto no tiene mucho que ver con la finalidad objetiva
del templo cristiano, siempre destinado a que la comunidad celebre en él una acción sagrada. Por
eso, cuando después del Concilio Vaticano II los arquitectos vuelvan a reflexionar sobre ello, les
parecerá estar rescatando un precioso incunable enterrado bajo el polvo de los siglos.
Historia litúrgica del templo cristiano 51
El momento romántico
(37) La fascinación de estos espacios procede de la ausencia de masa, que libera al edificio de toda
pesadumbre, expresando, con un dinamismo ascensional la vida en sus formas superiores, divinas.
Se juega con las ficciones ópticas, de modo que el arquitecto asume el papel de un ilusionista que
lleva al espectador de sorpresa en sorpresa, enlazando efectos visuales como las dobles pieles,
complejos desarrollos en el espacio o fuentes ocultas de luz, con la interpenetración de unos ámbi-
tos que se expanden o se contraen dependiendo del punto de vista del espectador. Dinamismo,
movimiento, brillo y esplendidez, necesitaban de la escultura como complemento fundamental para
la habitación del templo.
(38) Con el nombre de Romanticismo se pasó a denominar el conjunto de valores que exaltaban el sen-
timiento personal y subjetivo frente a cualquier tipo de apreciación colectiva o consensuada.
52 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea
(39) Las primeras iglesias que respondieron a estas características fueron San Nicolás, en Nantes (L.A.
Piel, 1839) y «Notre-Dame-du-Buon-Secours», en Rouen (J.E. Barthélemy, 1840/47). Pero también
se construyeron templos en casi todos los estilos posibles, desde el sobrio neorrománico de la
Basílica de Covadonga (R. Frasinelli y F. Aparici, 1874/1901), hasta la grandiosidad neobizantina
del Santuario Nacional del «Sacré-Coeur», en París (P. Abadie, 1876/1919).
(40) En pleno siglo XIX, hubo interesantes iniciativas destinadas a recristianizar el mundo del arte, como
fue el caso de la cofradía de San Juan Evangelista, en Roma, o el movimiento prerrafaelita, en
Londres. A los artistas se les invitaba al sacrificio de su misma persona, con el fin de alcanzar la
santidad en la profesión y de trabajar en la extensión del reino de Dios. La renovación del arte pasa-
ba por una renovación de las almas: debía ser, por lo tanto, una consecuencia natural de la necesaria
conversión del artista.
Historia litúrgica del templo cristiano 53
Como había ocurrido en todas las épocas, durante el siglo XIX también existió
una mutua influencia entre los edificios sagrados y profanos, sobre todo en aquello que
afectaba a su dimensión monumental. Los edificios públicos —sobre todo los nuevos
tipos, como entidades comerciales o bancarias— imitaron a los templos en la búsqueda
de una imagen pregnante, mientras que éstos pasaron a asumir el lenguaje industrial de
las estaciones de ferrocarril. El proceso era lógico, ya que se trataba de construcciones
con una demanda espacial muy similar. Sin embargo, los significados adheridos a la
forma se fueron perdiendo progresivamente, apareciendo entonces en las iglesias deci-
monónicas el fácil recurso a las notas clásicas de monumentalidad, como los frontones o
las torres. Surgió así la reflexión sobre la verdadera sacralidad del templo —la que
constituye su auténtica monumentalidad— que conduciría a la «grandeza interior»
característica de la arquitectura eclesial del siglo XX. Para ello, fue necesario el desarro-
llo de las nuevas propuestas planteadas por el Movimiento Litúrgico, con lo que durante
un tiempo se vivió un amplio intervalo sin realizaciones con verdadero interés.
EL MOVIMIENTO LITÚRGICO
Conceptos
Principios fundamentales
Las principales ideas en las que incidió el Movimiento Litúrgico se pueden esque-
matizar en cinco puntos: el retorno a las fuentes, la potenciación del sentido del miste-
rio, la devolución del protagonismo del culto a Dios, la primacía cultual del sacrificio
del altar y la asunción de la celebración litúrgica por el pueblo de Dios.
54 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea
(41) Según Casel, la celebración de los sagrados misterios en la liturgia hace realmente presente la
misma obra salvífica y redentora de Cristo, especialmente en la Eucaristía, pues la liturgia no sólo
conmemora y celebra el misterio cristiano, sino que lo actualiza. La Iglesia, por tanto, vive en y por
el misterio de Cristo, el cual trasciende el tiempo y el espacio, siendo por ello eterno y actual. Así,
cuando se celebra la Santa Misa, se vive en el «hoy» de la eternidad, un acontecimiento que, prepa-
rado desde siempre y realizado en el tiempo, anticipa en cierta medida el objeto de la esperanza
cristiana. Sin embargo, esta teoría sobre el tiempo de los misterios litúrgicos, de evidentes implica-
ciones arquitectónico-espaciales, no fue unánimemente aceptada por los especialistas. Lo que sí
pareció admitirse sin dificultad fue la dimensión escatológica de la acción litúrgica, cuyo centro —
la pasión, muerte y resurrección de Cristo— es el vínculo de unión entre las tres Iglesias —triun-
fante, purgante y militante— y los ángeles. El culto romano se acercaba de este modo al espíritu
litúrgico que había conservado la Iglesia oriental desde el siglo IV.
(42) Plazaola Artola, J., «El arte sacro actual», 80.
Historia litúrgica del templo cristiano 55
paulina se había ido debilitando con ocasión de las luchas cristológicas —ya que por
reacción contra el arrianismo hubo que hacer hincapié en la divinidad de Cristo—, el
Movimiento Litúrgico recondujo la dispersión devocional centrándola en la figura de
Cristo-Jesús; esta unidad de culto se vio reflejada en la propia celebración litúrgica.
Como hemos visto, la reacción postridentina frente a la herejía negadora de la pre-
sencia real de Cristo en las especies eucarísticas quiso acentuar más la idea de perma-
nencia que el hecho de la oblación y el sacrificio, una idea central en la liturgia. Por eso,
en este momento se volvería a insistir en el papel unificador del sacrificio y en el valor
de la comunión de toda la Iglesia en una oración compartida alrededor del altar, frente a
la relación individual de la criatura con Dios. Esta línea de pensamiento podría esque-
matizarse así: Cristo es el Sumo Sacerdote; sus actos redentores culminan y están com-
pendiados en su muerte y resurrección; estos se hacen presentes mediante la liturgia;
esta liturgia la celebra el pueblo de Dios (pueblo sacerdotal) bajo la dirección de un
ministro ordenado; finalmente, el compendio de la liturgia es la eucaristía. Este concep-
to de centralidad de la celebración litúrgica fue básico para entender la posterior cons-
trucción de iglesias.
El último de los principios definidores de los nuevos espacios de culto fue la
misma comunidad celebrante. Muchos fieles acudían antes a la iglesia no tanto para
celebrar el hecho de la Redención, el «misterio de Cristo», sino en actitud meramente
contemplativa, como devoción privada y personal, ya que no entendían los ritos ni parti-
cipaban en ellos. A partir de entonces los fieles se deberían congregar para celebrar jun-
tos la acción litúrgica como «pueblo de Dios», por lo que la iglesia tendría que ser ante
todo «ecclesia», asamblea. Por eso, la comunidad reunida para el culto se vuelve a ver
como un signo sacramental, ya que la propia comunidad quedaría constituida por la rea-
lización de ese acto cultual. El sacerdocio real de los fieles, conscientemente asumido,
les animaba a ver, a oír y a participar en la acción sagrada, a posicionarse en estrecha
relación con el sacerdote. De esta manera, la comunidad cristiana se construiría a partir
de un altar, verdadero hogar de la vida comunitaria y parroquial, y el templo, en su arti-
culación espacial, debería posibilitar la contemplación del misterio total de la Iglesia,
incluso en su dimensión cósmica: sólo así podría denominarse «funcional».
Poco a poco la misa dejará de ser un asunto de iniciados para hacerse comprensi-
ble a todos los bautizados. Incluso, la distribución de funciones que se aplica en la cele-
bración se intentará reflejar en la estructura del templo. Si la Iglesia tenía cabeza y
miembros, los templos habrían de tener zonas para el clero y zonas para el pueblo —es
decir, santuario y nave— complementarias e interrelacionadas, conformando un lugar
de culto orgánicamente unido que superase la excesiva separación entre los distintos
tipos de fieles que tiempo atrás propiciaron las verjas o los coros capitulares. La misma
estructuración del espacio debería invitar a la participación en la liturgia, entendida
como «ludus hominem coram deo», es decir, como un magnífico juego humano con un
espectador divino.
Por otra parte, era lógico que el pueblo se mostrase inicialmente refractario hacia
una actitud religiosa menos sentimental y más activa, objetiva y comunitaria. Y aunque,
efectivamente, Cristo había aludido al aposento como lugar de la meditación personal,
56 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea
las peculiares condiciones de habitación del hombre de finales del siglo XIX y princi-
pios del XX —hacinamiento, insalubridad, etc.— hacían prácticamente inevitable el uso
del templo para esa actividad. Por eso, si la sala destinada a la acción litúrgica comunita-
ria no reunía las oportunas condiciones, el diseño del templo también debería contem-
plar lugares adecuados para la práctica de la oración privada.
(43) El misal alemán para seglares editado por Dom Schott en 1884 alcanzó una enorme difusión, con-
tándose en 1955 con seis millones de ejemplares.
(44) Antoni Gaudí conoció y meditó esta obra, que sería clave para el desarrollo de su arquitectura religiosa.
(45) En 1856, Dom Jaussion recibió el encargo de realizar una labor de recopilación documental, en
archivos y bibliotecas, de los manuscritos que contuvieran obras con notación antigua. Se consi-
guió así redescubrir el canto tradicional de la Iglesia en toda su pureza e integridad.
Historia litúrgica del templo cristiano 57
pública y solemne de la Iglesia»46. Tanto en éste como en otros documentos del mismo
tipo —«Sacra tridentina synodus» (1905), «Quam singulari» (1910) y «Divino afflatu»
(1911), que trataban sobre el fomento de la comunión frecuente, la admisión temprana
de los niños a la primera comunión, y la reforma del breviario y la revalorización del
domingo, respectivamente—, Pío X imprimió al Movimiento Litúrgico una dimensión
pastoral que ya había sido anticipada por el belga Dom Beauduin, a quién se ha reserva-
do el título de «padre» del Movimiento Litúrgico.
En efecto, Dom Lambert Beauduin (1873/1960) había constatado el enorme vacío
religioso que poseía el pueblo causado, en gran medida, por su separación de la liturgia.
De ahí que todo su interés se centrase en fundamentar la piedad y la vida cristiana sobre
el culto de la Iglesia, promoviendo la participación de los fieles en las acciones litúrgi-
cas, especialmente en la santa misa. Para realizar sus propósitos, Beauduin contó con
tres medios eficaces: la convocatoria de un congreso litúrgico en Malinas (1909), la
publicación de la revista «Questions liturgiques» (1910) —más tarde «Questions liturgi-
ques et paroissiales»— y con la celebración de las semanas litúrgicas de Lovaina. De
esta forma, la labor comenzada por Dom Guéranger comenzó a organizarse, al tiempo
que se vio enriquecida por su inclusión en el mundo de la pastoral parroquial. Beauduin
editó en 1911 un misal dominical y en 1914 publicó el librito «La piété de l’Eglise»,
donde expone sus agudas intuiciones sobre la piedad del pueblo cristiano. En el campo
arquitectónico, el arquitecto alemán Martin Weber (1890/1941) se hizo eco de sus ense-
ñanzas desde los primeros momentos.
Por su parte, el abad de Maria-Laach, Dom Ildefons Herwegen (1874/1946), convir-
tió su monasterio en la cuna del Movimiento Litúrgico en Alemania. Herwegen conocía
bien el temperamento germánico y sabía que una idea así no podría prosperar sin una sóli-
da base científica. De ahí que desde 1918 comenzara a organizar retiros litúrgicos y nume-
rosas conferencias donde participaban todo tipo de gentes: artistas, literatos, sacerdotes,
universitarios, políticos, seminaristas, etc. Creó una Academia de Estudios Patrísticos,
talleres de arte sacro y una editorial de donde salieron diversas publicaciones. La aporta-
ción más importante del movimiento lacense fue la obra de Odo Casel, ya comentada, que
posteriormente tendría mucha influencia en el Concilio Vaticano II. Otros teólogos profun-
dizaron en la línea litúrgica comenzada por Herwegen; así, por ejemplo, Romano
Guardini, que estudiaría las implicaciones de la liturgia con la antropología, la filosofía, la
sociología y el arte47, o Pius Parsch, que centró su investigación en temas eminentemente
pastorales formulando los principios de la celebración comunitaria48.
A la sombra de Maria-Laach, desde 1919 fueron apareciendo diversos movimien-
tos católicos en Alemania: «Hochland», «Grossdentschland», «Neudentschland»,
(46) Cf. Pascual Díez, A., voz «Litúrgico, Movimiento», en: Varios autores, «Gran Enciclopedia Rialp»
(t. XIV), Madrid, 1975, 463.
(47) Sobre la persona y la obra de Romano Guardini (1885/1968) puede verse, por ejemplo: López
Quintás, A., «Romano Guardini, maestro de vida», Palabra, Madrid, 1998.
(48) 1884/1954. Fueron célebres sus misas dominicales en la iglesia de Santa Gertrudis de Nivelles
(Bélgica), hacia 1922. Parsch editó diversas publicaciones de amplia difusión, así como dos revis-
tas litúrgicas: una científica —«Bible und liturgie»— y otra divulgativa —«Lebe mit der
Kirche»—; entre sus colaboradores y discípulos destacaron J. Casper, K. Rahner o J.A. Jungmann.
58 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea
«Jungoolk», etc., y se puede decir que la arquitectura religiosa recibió en este país el
poderoso impulso juvenil de uno de esos grupos: el «Quickborn», a partir del cual
Rudolf Schwarz puso las bases de la renovación arquitectónica del templo cristiano, tra-
bajando en una ordenación espacial inspirada únicamente en la participación activa de la
comunidad en la acción litúrgica.
(49) En 1913, surgió la polémica de Dom André-Jean Festugière con los jesuitas. En su artículo «La
Liturgie Catholique, Essai de Syntese», Festugière los hacía responsables de la pérdida del espíritu
litúrgico desde el siglo XVI, y acusaba a la espiritualidad ignaciana de fomentar un pietismo antro-
pocéntrico y falto de doctrina, que maximizaba el esfuerzo ascético personal reduciendo el valor de
la gracia. Algunos teólogos jesuitas le respondieron, afirmando que, por liturgia, habría que enten-
der tan sólo la parte decorativa, ceremonial y sensible del culto católico. En 1930 volvieron a surgir
las tensiones, tanto en temas fundamentales como periféricos. Se discutieron la doctrina del miste-
rio del culto («Mysterienlehre»), la prioridad de la piedad objetiva (liturgia) sobre la piedad subjeti-
va (devociones privadas), el sacerdocio de los fieles y la participación activa, la concelebración, la
comunión dentro o fuera de la misa, la forma de los ornamentos y de los objetos litúrgicos, el espa-
cio de la celebración y la lengua litúrgica con su corolario, el canto gregoriano.
(50) Su título refleja muy bien la situación creada. Puede verse un pequeño resumen en: Pío XII, «Encí-
clica ‘Mediator Dei’», Rna, 203 (1958), 1-2.
Historia litúrgica del templo cristiano 59
Pío XII;
publicó en 1947 la encíclica
«Mediator Dei et hominum»
sobre este tema. Como primera medida, en 1951 se restauró la vigilia pascual, en 1953
se modificó substancialmente la ley del ayuno eucarístico y se facilitaron las misas ves-
pertinas, en 1955 se simplificaron las rúbricas y se reformó la Semana Santa y en 1956
apareció la encíclica «Musicae Sacrae Disciplina». Fruto de la colaboración de los litur-
gistas con la Jerarquía surgieron las comisiones nacionales de liturgia y los institutos o
centros litúrgicos, entre los que cabe destacar el Centro de Pastoral Litúrgica de París
(1943) y el «Liturgisches Institut» de Treveris (Alemania, 1947). Un tercer motor del
Movimiento Litúrgico en esta época fueron los Congresos Internacionales de Liturgia,
entre los que merecen destacarse los celebrados en Lugano y Asís, el año 1956. Las sig-
nificativas palabras de Pío XII, clausurando uno de ellos —«el Movimiento Litúrgico
moderno aparece como un signo de las disposiciones providenciales de Dios sobre nues-
tro tiempo, como un paso del Espíritu Santo por su Iglesia»51— sirvieron para sancionar
definitivamente el camino emprendido por Dom Guéranger.
Con el anuncio del Concilio Vaticano II la renovación perdió parte de su interés.
Efectivamente, el día 4 de diciembre de 1963 se publicaba la constitución «Sacro-
sanctum Concilium» sobre Sagrada Liturgia, fruto de más de cien años de trabajo. Era
también la solemne aprobación de los mejores esfuerzos de tantas personas que habían
trabajado para que la liturgia volviese a ser, en la práctica, el centro y el alma de la vida
de la Iglesia.
(51) Cf. Abad Ibáñez, J.A., «La celebración del misterio cristiano», 64.
60 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea
NEXUS
126. Al juzgar las obras de arte, los Ordinarios de lugar oigan a la Comisión dioce-
sana de arte sagrado y, si el caso lo requiere, a otras personas muy entendidas, como
también a las comisiones de que se habla en los arts. 44, 45 y 46.
Vigilen con cuidado los Ordinarios para que los objetos sagrados y obras precio-
sas, dado que son ornato de la casa de Dios, no se vendan ni se dispersen.
127. Los Obispos, sea por sí mismos, sea por medio de sacerdotes competentes
dotados de conocimientos artísticos y aprecio por el arte, interésense por los artistas, a
fin de imbuirlos del espíritu del arte sacro y de la sagrada liturgia.
Se recomienda, además, que, en aquellas regiones donde parezca oportuno, se
establezcan escuelas o academias de arte sagrado para la formación de artistas.
Los artistas que, llevados por su ingenio, desean glorificar a Dios en la santa
Iglesia, recuerden siempre que su trabajo es una cierta imitación sagrada de Dios
Creador y que sus obras están destinadas al culto católico, a la edificación de los fieles
y a su instrucción religiosa.
128. Revísense cuanto antes, junto con los libros litúrgicos, de acuerdo con el art.
25, los cánones y prescripciones eclesiásticas que se refieren a la disposición de las
cosas externas del culto sagrado, sobre todo en lo referente a la apta y digna edificación
de los templos, a la forma y construcción de los altares, a la nobleza, colocación y segu-
ridad del sagrario, así como también a la funcionalidad y dignidad del baptisterio, al
orden conveniente de las imágenes sagradas, de la decoración y del ornato. Corríjase o
suprímase lo que parezca ser menos conforme con la liturgia reformada y consérvese o
introdúzcase lo que la favorezca.
En este punto, sobre todo en cuanto a la materia y a la forma de los objetos y ves-
tiduras sagradas, se da facultad a las asambleas territoriales de Obispos para adaptarlos
a las costumbres y necesidades locales, de acuerdo con el art. 22 de esta constitución.
129. Los clérigos, mientras estudian filosofía y teología, deben ser instruidos tam-
bién sobre la historia y evolución del arte sacro, sobre los sanos principios en que deben
fundarse sus obras, de modo que sepan apreciar y conservar los venerables monumentos
de la Iglesia y puedan orientar a los artistas en la ejecución de sus obras.
130. Conviene que el uso de insignias pontificales se reserve a aquellas personas
eclesiásticas que tienen o bien el carácter episcopal o bien alguna jurisdicción particular.