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¿QUIÉN FUE CONSTANTINO Y POR QUÉ CAMBIÓ LA HISTORIA DEL

CRISTIANISMO?

Artículo: Por Lucas Magnin / 10 agosto, 2020


En la última entrega de esta serie, afirmamos la continuidad creativa que existe
entre el ministerio de Jesús y la vida de la iglesia primitiva. Jesús de Nazaret
anunció que el Reino de Dios se había acercado; ese anuncio fue materializado
en la experiencia de los primeros cristianos, que reconocían a Jesús como el
Mesías de ese nuevo Reino de justicia y paz. No había nada de abstracto en
ese reconocimiento, sino que implicaba una nueva forma de vivir y relacionarse
con los demás. Semejante actitud era un acto crítico y subversivo que
disputaba la hegemonía del Imperio Romano, un sistema que demandaba la
adoración del César como Hijo de Dios y Señor.

Hay una palabra que describe al cristianismo primitivo en su


contexto: alternativa. La ekklesía, entendida como comunidad mesiánica, fue
una opción renovadora dentro de la realidad del Imperio Romano. Pero como
dice Antonio González, existen «dos condiciones imprescindibles de cualquier
alternativa. No se puede ser alternativa sin ser visible y comprensible por el
contexto como una forma verdaderamente atrayente. Pero tampoco se puede
ser alternativa sin ser distinto de la sociedad circundante». Desde su lugar
descentrado, la Iglesia desarrolló prácticas de justicia al interior de sus
comunidades. Los primeros cristianos no necesitaban de la legitimación, la
ayuda o el visto bueno del Estado para poner en práctica los principios del
Reino de Dios; había un nuevo rey que ya estaba gobernando entre aquellos
que lo reconocían como tal, y eso posibilitaba la construcción de una nueva
sociedad, en la que, como dice Pablo en Gálatas, “ya no hay judío ni gentil,
esclavo ni libre, hombre ni mujer, porque todos son uno en Cristo Jesús”. La
Iglesia, en sus primeros tiempos, no era aliada del Estado; más bien: era
proscrita y perseguida. Sus prerrogativas eran a menudo tomadas como
sediciosas.

 
 
Pero una serie de eventos que sucedieron a lo largo del siglo IV le cambiaron la
cara al cristianismo para siempre. Es lo que se conoce como “giro
constantiniano” y para entenderlo tenemos que presentar a Flavio Valerio
Aurelio Constantino, más conocido como Constantino el Grande, emperador
del Imperio Romano entre el 306 y el 337 d.C.  En el año 313, Constantino
proclamó el edicto de Milán, en el que quitó la proscripción al cristianismo; esto
significó el fin de la persecución y el comienzo de una nueva era de libertad
religiosa. Con el tiempo, esa libertad fue seguida de favoritismo hacia la Iglesia.
Tan solo doce años después del edicto de Milán, Constantino convocó el
Concilio de Nicea, una reunión con enormes consecuencias para el futuro de la
cristiandad; Constantino confirmó las decisiones del Concilio y las convirtió en
leyes de todo el Imperio. 

Tiempo después de Constantino, el emperador Teodosio I llevó su legado a un


nivel antes inimaginable. El edicto de Tesalónica, del año 380, convirtió al
cristianismo niceno en religión oficial del Imperio Romano. El edicto decía:
“Ordenamos que tengan el nombre de cristianos católicos quienes sigan esta
norma, mientras que a los demás los juzgamos dementes y locos sobre los que
pesará la infamia de la herejía”. Estas decisiones imperiales derivarían,
eventualmente, en una total alianza entre la Iglesia y el Imperio, que definió la
sociedad europea de todo el medioevo (y que se extiende, de muchas formas,
hasta nuestros días). El cristianismo había dejado de ser perseguido para
convertirse en perseguidor; la Iglesia, que antes había subvertido la hegemonía
imperial, se convirtió en la nueva hegemonía.

Se suele denominar constantinismo a esta alianza carnal entre la Iglesia y el


Estado. Es un término que describe a una religión que adquiere un carácter
oficial en un gobierno. En los tiempos de Constantino y después de siglos de
persecución, los cristianos se sintieron enormemente aliviados por la llegada
de una nueva era; no solo se habían terminado las torturas y martirios, sino que
de pronto el Imperio mismo se había vuelto el brazo poderoso que llevaba
adelante la misión de la iglesia. Pero esa alianza costó cara; la alternativa
cristiana, tan creativa en tiempos de persecución, entró en crisis cuando se vio
rodeada de los privilegios (y las responsabilidades) que implicaba ser la
religión del Estado.

Con la alianza del cristianismo con el Imperio, sucedieron al menos 3 cambios


fundamentales. El primero tiene que ver con el aspecto individual de la Iglesia.
El constantinismo significó que ser cristiano ya no era una condición
excepcional, que los creyentes recibían por gracia y aceptaban libremente; el
título “cristiano” empezó a describir no a personas sino a toda la sociedad. Una
religión estatal cambia las reglas del juego: ya no existe un éxodo personal ni
es necesario aceptar voluntariamente el señorío de Cristo para entrar en el
Reino.

El segundo cambio tiene que ver con el aspecto comunitario de la Iglesia.


Cuando el cristianismo se volvió religión oficial del Imperio, empezaron a
desaparecer muchas de las formas específicas de la solidaridad cristiana.
Cuando todo el mundo es cristiano por nacimiento o por obligación, ya no hay
espacio para que la comunidad cristiana sea una sociedad alternativa; ya no
son necesarias nuevas relaciones, ni prácticas justas y misericordiosas, ni
estructuras alternativas. Una nueva sociedad que se impone desde arriba no es
nada más que la misma sociedad de siempre, pero con ropa nueva.

El tercer gran cambio que acarreó la alianza entre el cristianismo y el Imperio


tiene que ver con la proyección social de la Iglesia. Jesús predicó un tipo de fe
definida por una no violencia radical; esa actitud marca el mensaje del Sermón
del Monte. Los primeros cristianos, siguiendo su ejemplo, renunciaron a la
violencia incluso cuando eso significaba el martirio. Pero una de las
prerrogativas del Estado es justamente el monopolio de la violencia legítima;
por eso, cuando la Iglesia se volvió imperial, ese pacto acarreó la legitimación
de la violencia de los poderes temporales. Esa violencia ha sido muchas veces
explícita (y pensemos, sino, en las Cruzadas o la conquista de América) pero
muchas otras, ha sido más bien implícita (y esto se ha visto en muchas
dictaduras e incluso en algunas democracias actuales). Todas estas prácticas
son una negación directa del Sermón del Monte y de la ética de Jesús.

La alianza entre la Iglesia y el Imperio desfiguró drásticamente la propuesta del


cristianismo. No fue una distorsión voluntaria ni una apostasía consciente. Por
el contrario: la prometedora alianza de la Iglesia con el poder temporal mostró
solo con el tiempo los riesgos que acarreaba. Una iglesia oficial termina por
sacralizar las estructuras sociales. Dios se convierte en un símbolo del orden
jerárquico de la sociedad misma. La alianza con el Imperio le costó a la Iglesia
el sacrificio de su alternativa. A fin de cuentas, las alternativas no pueden ser
hegemónicas. Cuando la Iglesia perdió lo que la hacía especial, se volvió tan
solo una legitimadora del statu quo.

Pero ¿será que el peligro del constantinismo se acabó con el fin de la Edad
Media? ¿Qué significa ese tipo de alianza entre Iglesia y Estado en un contexto
como el nuestro? Justamente eso es lo que vamos a investigar en la próxima
entrega.

Antes de despedirnos, te pregunto: ¿Por qué la misión de la Iglesia parece


florecer bajo persecución? ¿Qué consecuencias prácticas conllevan esos dos
caminos: ver a Cristo como Señor de otro Reino o verlo como legitimador del
statu quo? ¿Por qué los beneficios políticos y económicos del constantinismo
han resultado tan tentadores para la Iglesia?

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