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Introducción
En las diferentes culturas, lo “sagrado” designa una realidad que está más allá de lo
inmediatamente accesible al ser humano, pero que sin embargo lo condiciona fuertemente,
sobre todo en situaciones existenciales fundamentales como son el origen de la vida, la
muerte, la salud, los fenómenos de la naturaleza, etc.1
Por lo tanto, se puede afirmar que el sacerdocio cumple siempre un rol esencialmente social,
procurando transmitir, por medio de ritos (especialmente de sacrificios), algo de la
estabilidad que caracteriza al mundo de lo sagrado (paz, seguridad, prosperidad). Su lugar
propio es el templo o santuario, entendido como un espacio sacro que constituye una abertura
(puerta) hacia el mundo del orden y la paz (cosmos) en medio de la inestabilidad de lo
profano. También el tiempo sagrado (igual, eterno) se distingue del tiempo profano (fugaz,
1
Cf. M. ELIADE, Lo sagrado y lo profano, Paidós, Barcelona 1998.
2
J. BLANK, - B. SNELA, «Sacerdote-Obispo», en Diccionario de Conceptos Teológicos, II, 399.
En cuanto participación del sacerdocio de Jesucristo, único Mediador entre Dios y los
hombres (1Tim 2,5), el sacerdocio cristiano implica una novedad absoluta con respecto a las
concepciones de otras religiones e incluso del Antiguo Testamento.
Sobre todo resulta muy significativo el hecho de que en el decreto (Presbiterorum Ordinis) se separe
netamente el sacerdocio del Nuevo Testamento del concepto de sacerdocio que ofrece la historia de
las religiones. La denominación genérica es en adelante "presbítero", el "más antiguo" de la
comunidad, y ya no "sacerdote", el "ministro del culto". Ciertamente tiene funciones y poderes
sacerdotales, pero su misión de edificar la comunidad cristiana no arranca del servicio litúrgico tal
como era considerado antes, sino de la proclamación de la Palabra. El decreto ya no idealiza la
vocación sacerdotal para diferenciarla de la del laico, y aunque reafirme inequívocamente el celibato,
reconoce expresamente que también dentro de la vida matrimonial se puede ser buen sacerdote. [Paul
PICARD, «La discusión actual sobre el sacerdocio: implicaciones existenciales», en: Selecciones
de Teología 32 (1969) 345-350]
En el paganismo vulgar, se trataba de captarse el favor de las fuerzas ocultas, mediante la ejecución
de ciertas actividades definidas, de ciertos ritos precisos, que eran atribución exclusiva de un clero
iniciado. Repitámoslo, era un culto, no una fe, y se trataba de obtener resultados terrestres. Había que
captarse el favor de ciertas fuerzas sagradas, es decir, superiores a la experiencia humana, captarlas en
beneficio propio. El sacerdote, depositario de las fórmulas o de los ritos de captación capaces de
conjurar las fuerzas hostiles o de interesar las favorables, era el intermediario entre lo profano y lo
sagrado. En el paganismo clásico, ésta era su función esencial.
Por desgracia, el paganismo no es solamente algo históricamente o geográficamente localizado,
exterior al cristianismo. Existe en todo hombre nacido de Adán, adherido precisamente a sus instintos
«religiosos» naturales. El cristianismo no lo encuentra sólo en el mundo grecorromano del primer
siglo, o en las regiones oceánicas o africanas de nuestros días, sino en los corazones y en los espíritus
de los mismos cristianos. De la misma manera que los profetas lo encontraron en el interior de los
corazones y de los espíritus judíos.
Los sacerdotes, precisamente nosotros, los sacerdotes de Jesucristo, sufrimos al vernos tomados
continuamente por «hechiceros del cielo», por intermediarios entre la vida terrestre y ciertas fuerzas
misteriosas. Nos es traído el niño a bautizar porque esto trae suerte, o los novios para casarse porque
siempre se ha hecho así entre nosotros, o una medalla para bendecir; se espera de nosotros que
conduzcamos la procesión a la fuente, que bendigamos las casas en sábado santo, y qué sé yo. Somos
tratados, en una palabra, como sacerdotes de Hera o del Sol, de Ceres o de Baal, y no como sacerdotes
del Evangelio.
El sacerdote del Evangelio no es un hechicero del mundo sagrado. El Evangelio, desde el principio
hasta el fin, ha consistido en reemplazar ritos y cosas, por gestos de la fe. Jesús continuamente pedía
la fe... Instintivamente, los cristianos reemplazaron las plañideras alquiladas de los entierros paganos,
incluso judíos, o los instrumentos de música en las celebraciones, por el canto de los salmos: culto en
espíritu y en verdad... Si se nos comprendiera bien, diríamos que, en el Evangelio, ya no hay
distinción entre sagrado y profano: todo es sagrado. Lo que Dios pide es la vida, toda la vida, como
dice san Ireneo, comentando el óbolo de la pobre viuda (Adv. Haer., IV, 18). Es toda la vida, y aun la
muerte, lo cual ninguna religión pagana jamás había intentado. Ofreced «vuestros cuerpos (personas)
El Nuevo Testamento no habla de sacerdote sino refiriéndose a Cristo. Del pueblo de Dios se dice que
es un pueblo «sacerdotal», pues le corresponde un «sacerdocio real». Pero nunca se llama a nadie
personalmente «sacerdote», aunque se le haya encomendado un ministerio. El término empleado para
designar a los ministros que han recibido la encomienda o investidura oficial para proclamar la
palabra y presidir la comunidad es el de «presbítero», y no el de «sacerdote» (cf. Epístolas pastorales).
Hacia comienzos del siglo III comienza a extenderse la costumbre de llamar «sacerdote», tanto al
«episcopos» cuanto al «presbiteros», sin duda por una evolución que condujo a poner el acento y
concentrar el significado de los «ministros ordenados» en su función cultual-sacerdotal. Debido a la
preponderancia creciente de dicha función cultual-sacerdotal, dentro del conjunto de las tareas del
ministro, se extenderá e impondrá como nombre más común para denominarlo el término
«sacerdote». [D. BOROBIO, Los ministerios en la comunidad, Centre de Pastoral litúrgica,
Barcelona 1999, 16s.]
Hace varios años se viene hablando, sobre todo en los países occidentales, de una “crisis
sacerdotal”3, cuyos principales signos serían: la disminución de vocaciones, el abandono del
ministerio, la experiencia de cansancio por exceso de trabajo y agobio espiritual, los
cuestionamientos a una forma de vida considerada anacrónica e incluso insoportable, una
opinión pública que genera distancia, sospecha y hasta rechazo hacia el ministerio sacerdotal,
todo esto incrementado desde que han salido a luz graves casos de abusos y de corrupción.
Esta crisis debe ser considerada dentro de una crisis más amplia, que de alguna manera afecta
a la Iglesia en su totalidad, y cuyas principales causas serían:
- Los laicos asumen tareas y servicios reservados antes al clero. Surge así la
pregunta por lo “específico” del sacerdocio ministerial.
Se podría decir que estamos en un punto de inflexión en cuanto al modo de comprensión del
sacerdocio ministerial. La fisonomía del sacerdocio católico se mantuvo prácticamente
inalterada desde Trento hasta mediados del siglo XX, con una identidad y una función claras,
con una referencia predominantemente cultual/sacramental y con una fuerte espiritualidad de
separación con respecto al mundo: “Así como el bautismo distingue a los cristianos y los
separa de aquellos que no han sido lavados en el agua purificadora y no son miembros de
Cristo, así el sacramento del orden distingue a los sacerdotes de todos los demás cristianos no
consagrados” [PIO XII, Mediator Dei (1947), 57]. El contexto de esta concepción fue la
eclesiología de la Contrarreforma y su aplicación en el Derecho Canónico, que consideraba a
los ministros sagrados como sujeto activo y jurídico de la iglesia, reservando a los laicos un
papel fundamentalmente pasivo y subordinado.
Es evidente que si el sacerdote sigue siendo necesario para la comunidad, pero hay pocos que quieran
4
Cf. G. GRESHAKE, Ser sacerdote hoy, 43-60.
La concentración en lo cultual-administrativo
Sobre el último punto, que es el único positivo, Borobio señala las principales razones que
hicieron posible el redescubrimiento y promoción de los ministerios laicales6:
Por lo tanto, si hasta no hace mucho la palabra «ministerio» se usaba sobre todo en singular
para designar casi exclusivamente la función del ministro «ordenado», ahora suele emplearse
también en plural («ministerios») para referirse a la variedad de servicios y funciones dentro
de la Iglesia. En sentido propio, hay que decir que todo ministerio es un servicio, pero no
todo servicio es un ministerio, ya que este término se reserva7:
Para indicar servicios precisos desempeñados por fieles laicos, de importancia para
toda la comunidad, que comportan una cierta responsabilidad de dirección, son
reconocidos por la Iglesia local y son relativamente estables (= ministerios
“reconocidos”).
Para señalar servicios que, además de implicar todo lo anterior, en mayor o menor
grado, suponen una cierta institucionalización de oficialidad (delegación oficial
conferida por los pastores = missio canonica) y por lo general son asumidos en un
acto litúrgico expresamente destinado para ello. Se les llama “ministerios instituidos”.
Para referirse a esos servicios especiales que, suponiendo todo lo anterior en un grado
máximo, implican también la ordenación sacramental y la cualificación de gracia que
los distingue del resto de los ministerios. Se les llama ministerios «ordenados» y son
el episcopado, el presbiterado y el diaconado.
Ante el actual estado de cosas, la Iglesia se plantea una seria alternativa: o renovar y abrir los caminos
hacia nuevos modelos de ministerio sacerdotal, o condenar a las comunidades a vivir sin alguien que
las presida en plenitud significante. Si la Iglesia no puede abastecerse de ministros por el sistema
vigente, tiene el deber y el derecho de buscar otros medios adecuados para que en cada comunidad
haya los ministros necesarios, de manera que se pueda anunciar adecuadamente la Palabra, y conducir
en comunión a la comunidad, y celebrar dignamente los sacramentos, y promover fraternalmente la
6
Cf. Ibid., 29-33.
7
Cf. Ibid., 14s.
8
Presentamos una síntesis del planteo de B. SESBOÜÉ, ¡No tengáis miedo! Los ministerios en la Iglesia hoy, Sal
Terrae, Santander 1998, 72-82.