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ORDEN Y MINISTERIOS

Introducción

1. El sacerdocio en la historia de las religiones

En las diferentes culturas, lo “sagrado” designa una realidad que está más allá de lo
inmediatamente accesible al ser humano, pero que sin embargo lo condiciona fuertemente,
sobre todo en situaciones existenciales fundamentales como son el origen de la vida, la
muerte, la salud, los fenómenos de la naturaleza, etc.1

La religión busca re-ligar lo sagrado y lo profano, tratando de influir en el ámbito de lo


divino para obtener beneficios y evitar perjuicios. Al sacerdote “le corresponde el cometido
de mantener y garantizar la armonía entre «cielo y tierra», entre la divinidad y la comunidad
que le está sometida, por medio de un culto sacrificial regulado por unas normas fijas (ritos),
o ha de restablecer esta armonía mediante ritos de expiación”.2

En sociedades donde todavía no se establece la separación entre poder político (profano) y


poder religioso (sagrado), el que ejerce uno ejerce también el otro. En la medida en que la
sociedad se va complejizando, surge en muchas culturas un “colegio sacerdotal”, que exige
una “separación” (temporaria o definitiva) de sus miembros con respecto a los demás y que
se traduce en formas especiales de comportamiento (código de conducta, régimen de
comidas, continencia sexual, etc.). Se supone que el alejamiento de lo mundano permite un
contacto más fluido con las realidades sagradas.

Las funciones esenciales del sacerdocio son fundamentalmente dos:

- Revelación: enseñan el sentido de los relatos míticos, descubren el significado de los


acontecimientos, transmiten tradiciones.

- Intercesión: son mediadores entre la divinidad y la comunidad. Pueden entrar en el


ámbito de lo sagrado y provocar manifestaciones divinas. Están presentes en los
momentos más importantes de la existencia de las personas y las comunidades:
nacimiento, matrimonio, enfermedad, muerte, guerras, ciclos agrarios, catástrofes
naturales, etc. Tienen a su cargo la realización de ritos sagrados, entre los que se
destaca el “sacrificio”, donde la auto-privación de lo que se ofrece crea un espacio
vacío para la actuación de lo sagrado.

Por lo tanto, se puede afirmar que el sacerdocio cumple siempre un rol esencialmente social,
procurando transmitir, por medio de ritos (especialmente de sacrificios), algo de la
estabilidad que caracteriza al mundo de lo sagrado (paz, seguridad, prosperidad). Su lugar
propio es el templo o santuario, entendido como un espacio sacro que constituye una abertura
(puerta) hacia el mundo del orden y la paz (cosmos) en medio de la inestabilidad de lo
profano. También el tiempo sagrado (igual, eterno) se distingue del tiempo profano (fugaz,
1
Cf. M. ELIADE, Lo sagrado y lo profano, Paidós, Barcelona 1998.
2
J. BLANK, - B. SNELA, «Sacerdote-Obispo», en Diccionario de Conceptos Teológicos, II, 399.

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cambiante, conflictivo). En este sentido, se trata de una función sobre todo conservadora, que
busca consolidar y preservar el orden cósmico, social y político.

2. Originalidad del sacerdocio cristiano

En cuanto participación del sacerdocio de Jesucristo, único Mediador entre Dios y los
hombres (1Tim 2,5), el sacerdocio cristiano implica una novedad absoluta con respecto a las
concepciones de otras religiones e incluso del Antiguo Testamento.

Sobre todo resulta muy significativo el hecho de que en el decreto (Presbiterorum Ordinis) se separe
netamente el sacerdocio del Nuevo Testamento del concepto de sacerdocio que ofrece la historia de
las religiones. La denominación genérica es en adelante "presbítero", el "más antiguo" de la
comunidad, y ya no "sacerdote", el "ministro del culto". Ciertamente tiene funciones y poderes
sacerdotales, pero su misión de edificar la comunidad cristiana no arranca del servicio litúrgico tal
como era considerado antes, sino de la proclamación de la Palabra. El decreto ya no idealiza la
vocación sacerdotal para diferenciarla de la del laico, y aunque reafirme inequívocamente el celibato,
reconoce expresamente que también dentro de la vida matrimonial se puede ser buen sacerdote. [Paul
PICARD, «La discusión actual sobre el sacerdocio: implicaciones existenciales», en: Selecciones
de Teología 32 (1969) 345-350]

En el paganismo vulgar, se trataba de captarse el favor de las fuerzas ocultas, mediante la ejecución
de ciertas actividades definidas, de ciertos ritos precisos, que eran atribución exclusiva de un clero
iniciado. Repitámoslo, era un culto, no una fe, y se trataba de obtener resultados terrestres. Había que
captarse el favor de ciertas fuerzas sagradas, es decir, superiores a la experiencia humana, captarlas en
beneficio propio. El sacerdote, depositario de las fórmulas o de los ritos de captación capaces de
conjurar las fuerzas hostiles o de interesar las favorables, era el intermediario entre lo profano y lo
sagrado. En el paganismo clásico, ésta era su función esencial.
Por desgracia, el paganismo no es solamente algo históricamente o geográficamente localizado,
exterior al cristianismo. Existe en todo hombre nacido de Adán, adherido precisamente a sus instintos
«religiosos» naturales. El cristianismo no lo encuentra sólo en el mundo grecorromano del primer
siglo, o en las regiones oceánicas o africanas de nuestros días, sino en los corazones y en los espíritus
de los mismos cristianos. De la misma manera que los profetas lo encontraron en el interior de los
corazones y de los espíritus judíos.
Los sacerdotes, precisamente nosotros, los sacerdotes de Jesucristo, sufrimos al vernos tomados
continuamente por «hechiceros del cielo», por intermediarios entre la vida terrestre y ciertas fuerzas
misteriosas. Nos es traído el niño a bautizar porque esto trae suerte, o los novios para casarse porque
siempre se ha hecho así entre nosotros, o una medalla para bendecir; se espera de nosotros que
conduzcamos la procesión a la fuente, que bendigamos las casas en sábado santo, y qué sé yo. Somos
tratados, en una palabra, como sacerdotes de Hera o del Sol, de Ceres o de Baal, y no como sacerdotes
del Evangelio.
El sacerdote del Evangelio no es un hechicero del mundo sagrado. El Evangelio, desde el principio
hasta el fin, ha consistido en reemplazar ritos y cosas, por gestos de la fe. Jesús continuamente pedía
la fe... Instintivamente, los cristianos reemplazaron las plañideras alquiladas de los entierros paganos,
incluso judíos, o los instrumentos de música en las celebraciones, por el canto de los salmos: culto en
espíritu y en verdad... Si se nos comprendiera bien, diríamos que, en el Evangelio, ya no hay
distinción entre sagrado y profano: todo es sagrado. Lo que Dios pide es la vida, toda la vida, como
dice san Ireneo, comentando el óbolo de la pobre viuda (Adv. Haer., IV, 18). Es toda la vida, y aun la
muerte, lo cual ninguna religión pagana jamás había intentado. Ofreced «vuestros cuerpos (personas)

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como hostia viva, santa, grata a Dios; este es vuestro culto racional (espiritual)» (Rom. 12, 1).
Por esto se buscaría en vano, en el Evangelio y en los escritos apostólicos, restos de todo el material
«religioso» que nos describe, por ejemplo, el precioso manual de M. Eliade, del cual se encontraría
todavía algo en el A. T. El culto del N. T. es un culto en espíritu y en verdad. Veri adoratores.
Consiste en la oblación de los mismos hombres. Los sacerdotes que lo celebran no son ni hechiceros
paganos, ni siquiera levitas de la Ley mosaica. Son, y deben ser, sacerdotes-profetas, sacerdotes de la
fe en el Dios vivo, sacerdotes del sacrificio de obediencia ofrecido una sola vez por Jesucristo (Heb.
10, 5-10). Y de este sacrificio no hay aquí abajo celebración sacramental, más que para que se
convierta plenamente en nuestro sacrificio y en el de toda la Iglesia. [Y. CONGAR, Sacerdocio y
laicado, Estela, Barcelona 1964, pp. 92-93]

El Nuevo Testamento no habla de sacerdote sino refiriéndose a Cristo. Del pueblo de Dios se dice que
es un pueblo «sacerdotal», pues le corresponde un «sacerdocio real». Pero nunca se llama a nadie
personalmente «sacerdote», aunque se le haya encomendado un ministerio. El término empleado para
designar a los ministros que han recibido la encomienda o investidura oficial para proclamar la
palabra y presidir la comunidad es el de «presbítero», y no el de «sacerdote» (cf. Epístolas pastorales).
Hacia comienzos del siglo III comienza a extenderse la costumbre de llamar «sacerdote», tanto al
«episcopos» cuanto al «presbiteros», sin duda por una evolución que condujo a poner el acento y
concentrar el significado de los «ministros ordenados» en su función cultual-sacerdotal. Debido a la
preponderancia creciente de dicha función cultual-sacerdotal, dentro del conjunto de las tareas del
ministro, se extenderá e impondrá como nombre más común para denominarlo el término
«sacerdote». [D. BOROBIO, Los ministerios en la comunidad, Centre de Pastoral litúrgica,
Barcelona 1999, 16s.]

3. Estado actual de los ministerios en la Iglesia: entre la crisis y los intentos de


renovación

Hace varios años se viene hablando, sobre todo en los países occidentales, de una “crisis
sacerdotal”3, cuyos principales signos serían: la disminución de vocaciones, el abandono del
ministerio, la experiencia de cansancio por exceso de trabajo y agobio espiritual, los
cuestionamientos a una forma de vida considerada anacrónica e incluso insoportable, una
opinión pública que genera distancia, sospecha y hasta rechazo hacia el ministerio sacerdotal,
todo esto incrementado desde que han salido a luz graves casos de abusos y de corrupción.

Esta crisis debe ser considerada dentro de una crisis más amplia, que de alguna manera afecta
a la Iglesia en su totalidad, y cuyas principales causas serían:

- El proceso de secularización. La indiferencia ante la Iglesia y lo que representa.


Nuevas formas de religiosidad que prescinden de lo institucionalizado. Pérdida de
relevancia social de la figura del sacerdote. Los pocos resultados pastorales que se
perciben en relación con el esfuerzo que se dedica al apostolado.

- Pérdida de rasgos definidos del perfil sacerdotal en la Iglesia. La dimensión


3
Sobre la crisis sacerdotal: R. ARNAU, Orden y ministerios, BAC, Madrid 1995, XVII-XX; D. BOROBIO, Los
ministerios en la comunidad, Centre de Pastoral litúrgica, Barcelona 1999, 17-28; G. GRESHAKE, Ser sacerdote,
Sígueme, Salamanca 1995, 17-34; Ser sacerdote hoy. Teología, praxis y espiritualidad, Sígueme, Salamanca
2006, 19-24; B. SESBOÜE, ¡No tengáis miedo! Los ministerios en la Iglesia hoy, Sal Terrae, Santander 1998, 25-
57.

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sacramental y cultual queda muchas veces relegada frente a otras acciones pastorales.
Se producen polarizaciones a veces extremas: sacerdotes sólo para lo litúrgico y
administrativo; otros sólo para el trabajo social y la promoción humana, etc.

- El enfrentamiento entre una fundamentación del sacerdocio “desde arriba” (por la


ordenación y la misión recibida de Cristo) y otra fundamentación “desde abajo” (por
el servicio que presta a la comunidad).

- Los laicos asumen tareas y servicios reservados antes al clero. Surge así la
pregunta por lo “específico” del sacerdocio ministerial.

Se podría decir que estamos en un punto de inflexión en cuanto al modo de comprensión del
sacerdocio ministerial. La fisonomía del sacerdocio católico se mantuvo prácticamente
inalterada desde Trento hasta mediados del siglo XX, con una identidad y una función claras,
con una referencia predominantemente cultual/sacramental y con una fuerte espiritualidad de
separación con respecto al mundo: “Así como el bautismo distingue a los cristianos y los
separa de aquellos que no han sido lavados en el agua purificadora y no son miembros de
Cristo, así el sacramento del orden distingue a los sacerdotes de todos los demás cristianos no
consagrados” [PIO XII, Mediator Dei (1947), 57]. El contexto de esta concepción fue la
eclesiología de la Contrarreforma y su aplicación en el Derecho Canónico, que consideraba a
los ministros sagrados como sujeto activo y jurídico de la iglesia, reservando a los laicos un
papel fundamentalmente pasivo y subordinado.

La imagen tradicional de sacerdote heredada del Concilio de Trento (puesto privilegiado en la


comunidad, función de administrar los sacramentos sobre todo Eucaristía y Penitencia, responsable de
la salvaguarda de la «verdadera e inalterable doctrina, defensor de la disciplina y las costumbres de la
Iglesia, mediador como «alter Christus» entre la comunidad y Cristo) se ha visto modificada por la
nueva imagen que propone el Vaticano II (ministerio sacerdotal se explica en relación con el
sacerdocio universal, comparte la responsabilidad con los fieles, exige una actitud colegial, no se
limita a las funciones sacramentales, se entiende no como ejercicio de un poder, sino como servicio,
está comprometido en las tareas de construcción del mundo).” [D. BOROBIO, Los ministerios…, 20]

En síntesis: antes del Vaticano II tenemos una visión prevalentemente cristocéntrica. El


origen del sacerdocio es Cristo, de quien desciende la gracia que imprime carácter y confiere
poder, fundamentalmente para la celebración de la eucaristía, y que participa de la misión
pastoral por jurisdicción delegada del obispo, custodiando la pureza de la doctrina mediante
la enseñanza y la predicación. A partir del Vaticano II, desde una visión más pneumatológica
y eclesiológica (Pueblo de Dios) se vuelve a considerar el origen comunitario del ministerio,
como un carisma junto con otros. Su característica propia es la dirección de la comunidad:
integrar, coordinar, promover servicios y carismas. Algunas cuestiones que quedan abiertas y
que son objeto de la reflexión teológica de las últimas décadas, son: la dimensión ontológica
y el carácter funcional del ministerio; la visión cristológica (desde arriba) y la visión
comunitaria (desde abajo); el carácter permanente del ministerio; etc.4

Es evidente que si el sacerdote sigue siendo necesario para la comunidad, pero hay pocos que quieran
4
Cf. G. GRESHAKE, Ser sacerdote hoy, 43-60.

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ser sacerdotes según el modelo actual, la Iglesia tendrá que prever otros «modelos», para que las
comunidades puedan crecer y vivir realizando en ellas la plenitud de funciones que necesitan para su
desarrollo. La ausencia de aspirantes al sacerdocio pone en cuestión la pervivencia de este modelo
sacerdotal. Parece claro que los «sustitutos del sacerdote» («Ersatzpriester») no solucionan el
problema, sino todo lo contrario, al pedírseles que desempeñen funciones sacerdotales sin
consagración sacerdotal, llevando a una pérdida de significado de la misma ordenación, y a una
ambivalencia personal que, a veces perjudica a la misma comunidad. Se plantean, pues, otras
posibilidades de respuesta que rompen con el modelo sacerdotal vigente: sacerdotes sin celibato o
casados, ordenación de mujeres o mujeres sacerdotes, laicos que, en determinadas condiciones,
acceden al ministerio sacerdotal, ordenación de casados, sacerdotes «temporales» como respuesta a
una necesidad de la comunidad... Y se estudian y discuten no pocas cuestiones al respecto: ¿En qué
medida va unida la decisión por el sacerdocio con la opción por el celibato? ¿La ordenación de
casados no encuentra acaso su apoyatura en una tradición de la Iglesia, y su exigencia en la actual
situación eclesial? ¿Puede defenderse que a las mujeres les está prohibido «por derecho divino» y en
razón de su sexo, el acceso al sacerdocio y por tanto la posibilidad de participación directa en el
gobierno de la Iglesia? ¿Qué es más importante: mantener a ultranza un modelo de «sacerdote» o
hacer posible el cumplimiento de la misión de Cristo, atendiendo a las necesidades vitales de la
comunidad cristiana? [D. BOROBIO, Ministerio sacerdotal, ministerios laicales, Desclée de
Brouwer, Bilbao 1982, p. 39]

El tema «sacerdotes» se ha convertido durante estos últimos años en un enorme muro de


lamentaciones, contra el que se golpean la cabeza hasta hacerse sangre muchos sacerdotes y también
obispos que se sienten desamparados, y laicos que se hallan perplejos.
Se lamentan de la escasez de sacerdotes, cada vez más sensible, porque a los jóvenes les falta
disposición para ofrecerse para este ministerio (¿o quizás habría que decir más acertadamente: para
aceptar la forma de ministerio vigente hoy día?). Pero hay también muchos sacerdotes que consideran
anticuada, más aún, intolerable ya la forma exterior de su vida (celibato, vida en soledad, no tener a
nadie que les cuide) y también la manera en que se desarrolla su actividad sacerdotal, a saber, que
ellos tienen que hacerse cargo más y más de la «gestión» de un número cada vez mayor de
comunidades, y que además tienen que ponerse al «servicio» de la satisfacción de las necesidades
religiosas de personas que, por lo demás, no tienen interés por la Iglesia. Se halla difundido el estado
de ánimo que considera todo eso como una carga excesiva y también como una exigencia espiritual
demasiado grande; se palpa el sentimiento de fracaso y de resignación, un sentimiento que no raras
veces se convierte en agresividad o en lloriqueos. No es extraño que no se interrumpa el número de
los sacerdotes que abandonan su ministerio, precisamente sacerdotes jóvenes que habían recibido la
ordenación pocos años antes. «¿Va a ser eso mi vida?», se preguntan, y tratan con todos sus medios -
de una manera o de otra- de librarse de una carga que les resulta insoportable. [G. GRESHAKE, Ser
sacerdote hoy, 19]

La situación planteada tiene consecuencias de gran importancia para la Iglesia y las


comunidades. Borobio enumera las siguientes5:

 La sobrecarga de trabajo pastoral

 La concentración en lo cultual-administrativo

 La desarmonía entre la función y la cualificación

 El decrecimiento de la vida cristiana


5
Cf. D. BOROBIO, Los ministerios en la comunidad, 22-28.

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 El debilitamiento de la conciencia eclesial

 La privación de la Eucaristía dominical

 La promoción de los ministerios laicales

Sobre el último punto, que es el único positivo, Borobio señala las principales razones que
hicieron posible el redescubrimiento y promoción de los ministerios laicales6:

 La renovación eclesiológica del Vaticano II

 Exégesis bíblica que ayudó a redescubrir los ministerios en la comunidad primitiva

 Exigencias de participación y responsabilización

 Reconocimiento oficial de los ministerios laicales

 Multiplicación de funciones y necesidades

Por lo tanto, si hasta no hace mucho la palabra «ministerio» se usaba sobre todo en singular
para designar casi exclusivamente la función del ministro «ordenado», ahora suele emplearse
también en plural («ministerios») para referirse a la variedad de servicios y funciones dentro
de la Iglesia. En sentido propio, hay que decir que todo ministerio es un servicio, pero no
todo servicio es un ministerio, ya que este término se reserva7:
 Para indicar servicios precisos desempeñados por fieles laicos, de importancia para
toda la comunidad, que comportan una cierta responsabilidad de dirección, son
reconocidos por la Iglesia local y son relativamente estables (= ministerios
“reconocidos”).
 Para señalar servicios que, además de implicar todo lo anterior, en mayor o menor
grado, suponen una cierta institucionalización de oficialidad (delegación oficial
conferida por los pastores = missio canonica) y por lo general son asumidos en un
acto litúrgico expresamente destinado para ello. Se les llama “ministerios instituidos”.
 Para referirse a esos servicios especiales que, suponiendo todo lo anterior en un grado
máximo, implican también la ordenación sacramental y la cualificación de gracia que
los distingue del resto de los ministerios. Se les llama ministerios «ordenados» y son
el episcopado, el presbiterado y el diaconado.

Ante el actual estado de cosas, la Iglesia se plantea una seria alternativa: o renovar y abrir los caminos
hacia nuevos modelos de ministerio sacerdotal, o condenar a las comunidades a vivir sin alguien que
las presida en plenitud significante. Si la Iglesia no puede abastecerse de ministros por el sistema
vigente, tiene el deber y el derecho de buscar otros medios adecuados para que en cada comunidad
haya los ministros necesarios, de manera que se pueda anunciar adecuadamente la Palabra, y conducir
en comunión a la comunidad, y celebrar dignamente los sacramentos, y promover fraternalmente la
6
Cf. Ibid., 29-33.
7
Cf. Ibid., 14s.

Orden y ministerios: Introducción 6


caridad, cumpliendo así la misión que Cristo le ha encomendado.
Esta situación, que sin duda aporta también su estímulo de renovación, comporta “algunas
distorsiones de la vida eclesial”, como son: el que la generalización de las asambleas dominicales sin
sacerdote comporte un cierto “desorden” en la estructura ministerial de la Iglesia; el que se siga
hablando del deber que tienen los fieles de participar en la Eucaristía, sin ofrecerles la posibilidad de
cumplir con ese derecho; el que aparezca disociado el servicio de la Palabra y el de los sacramentos,
al reservar al sacerdote el momento terminal-ritual; el que igualmente se disocie el ministerio de la
dirección concreta de la comunidad y la presidencia de la Eucaristía; el que tenga que haber funciones
pastorales que, según la tradición y la doctrina de la Iglesia, requieren ordenación, pero que hoy
tienen que ser ejercidas por no ordenados; el que haya animadores de pastoral seglares que ejercen de
hecho un ministerio litúrgico-sacramental (bautismo, matrimonio, en algunos casos unción, otras
celebraciones); el que a algunos seglares se les confiera oficialmente la misión de un cargo pastoral
importante, como es el anuncio de la Palabra, la preparación y hasta la celebración de algunos
sacramentos, y la animación de la comunidad, y sin embargo no estén cualificados por el sacramento
del orden, lo que lleva a plantearse el carácter sacerdotal del bautismo; finalmente, el que estos
ministerios estén siendo ejercidos muchas veces por mujeres, a las que no sólo se les niega el acceso
al ministerio sacerdotal ordenado, sino que incluso se les deja de reconocer su gran valor y aportación
a la edificación de la Iglesia y a su presencia en el mundo. [D. BOROBIO, Los ministerios en la
comunidad, 27s.]

Una crisis histórica que requiere una renovación histórica8


B. Sesboüé caracteriza este tiempo eclesial con la palabra “mutación”: “una figura de Iglesia
está desapareciendo; otra distinta está naciendo”.
Para el discernimiento de lo que está ocurriendo en la Iglesia, dice que “conviene distinguir
entre lo que tiene que ver con la realidad humana, histórica y cultural de la Iglesia y lo que
brota de la actitud espiritual y de la interpretación teológica. Hay que mantener juntos estos
dos puntos de vista, en una unidad en la que no se mezclen las referencias”. La pregunta es
entonces “¿qué es lo que el Espíritu de Dios dice a la Iglesia a través de esta situación nueva?
Responder a esta cuestión es tarea de todos los cristianos”.
La Iglesia se encuentra hoy atravesando una crisis histórica, comparable a las que vivió hacia
el final del Imperio Romano y los siglos de hierro de la alta Edad Media; en Oriente y en
África del Norte, la invasión del Islam; en Europa, las crisis de los tiempos modernos y de la
Revolución Francesa.
Ante semejante acontecimiento, Sesboüé señala que son posibles varias actitudes:
a) continuar como si nada pasara, cerrando los ojos y apoyándose en lo que todavía se
sostiene, pensando sin decirlo que «después de nosotros, el diluvio»;
b) justificar con la avalancha de cifras negativas el propio desaliento, y aún la desesperanza, y
tirar la toalla;
c) actuar de forma voluntarista para restaurar, cueste lo que cueste, el statu quo anterior;
d) buscar el significado de lo que está ocurriendo, discernir los signos de los tiempos, antes
de tomar las mejores decisiones para el porvenir de la fe.

Pistas para una renovación:

8
Presentamos una síntesis del planteo de B. SESBOÜÉ, ¡No tengáis miedo! Los ministerios en la Iglesia hoy, Sal
Terrae, Santander 1998, 72-82.

Orden y ministerios: Introducción 7


- Reconocer que el presente no es tan sombrío, ni el pasado fue tan luminoso.
- No considerar sólo posibles causas externas. “La Iglesia no puede dejar de interrogarse por
las razones de la «hemorragia de sentido» de su mensaje en nuestro mundo cultural, por la
imagen concreta de Dios que ha impregnado su predicación y por la desafortunada resistencia
que opusieron al asalto de la modernidad científica, técnica, industrial y cultural los
ambientes tradicionalmente cristianos”.
- Tomar conciencia de que la Iglesia va siendo cada vez más minoritaria. Por eso mismo, ya
no puede pretender muchos de los derechos «adquiridos», que sólo eran legítimos en la
medida en que se basaban en la adhesión de la gran mayoría de la población. Tiene, por tanto,
que renunciar al eclesiocentrismo práctico, que fue durante mucho tiempo su tentación. Tiene
que actuar como el fermento en la masa, que trabaja por la evangelización, lo cual quiere
decir también trabajar por la conversión de la cultura.
- En consecuencia, la misión de la Iglesia pasa ahora por el diálogo. Quien dice diálogo, dice
propuesta y no imposición. La Iglesia no tiene que juzgar a este mundo, sino mostrarle que es
objeto de su amor incondicional, con independencia de sus perversiones. Su lenguaje tiene
que ser cada vez más el del cariño y la misericordia.
- Esta nueva tarea misionera tiene que ir acompañada de transformaciones en la manera como
vive y funciona la Iglesia, debido a la evolución de sus propios fieles. Los laicos quieren ser
considerados como adultos responsables. Ante las intervenciones de la jerarquía, exigen
comprenderlas. Cuando se plantea una cuestión nueva, desean que se abra un debate y que
pueda madurar. En eclesiología, todo esto es perfectamente ortodoxo y lleva un nombre:
eclesiología de comunión, que pasa por una auténtica corresponsabilidad.

Para un discernimiento teologal


- La crisis que atravesamos nos recuerda en primer lugar el carácter frágil y provisional de
toda institución de Iglesia en un mundo cultural determinado.
- Hemos de preguntarnos si no hay cambios en los que no consentimos más que obligados y
forzados por la necesidad. ¿Quién puede negar que ha sido la necesidad lo que ha hecho del
siglo XX católico el siglo de los laicos?
- Finalmente, esta crisis parece invitar a la Iglesia católica a estrechar más los lazos entre la
existencia y la institución. La tradición católica descansa, demasiado sin duda, en la solidez
de su pasado y de sus instituciones. Vuelve el Evangelio: es preciso que vuelva también en
las expresiones más oficiales de la práctica eclesial.

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